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Spanish; Castilian Pages 530 [529] Year 2019
Escritoras monjas Autoridad y autoría en la escritura conventual femenina de los Siglos de Oro
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CLÁSICOS HISPÁNICOS Nueva época, nº. 17 Directores: Abraham Madroñal (Université de Genève / CSIC, Madrid) Antonio Sánchez Jiménez (Université de Neuchâtel) Consejo científico: Fausta Antonucci (Università di Roma Tre) Anne Cayuela (Université de Grenoble) Santiago Fernández Mosquera (Universidad de Santiago de Compostela) Teresa Ferrer (Universidad de Valencia) Robert Folger (Universität Heidelberg) Jaume Garau (Universitat dels Illes Ballears) Luis Gómez Canseco (Universidad de Huelva) Valle Ojeda Calvo (Università Ca’ Foscari) Victoria Pineda (Universidad de Extremadura) Yolanda Rodríguez Pérez (Universiteit van Amsterdam) Pedro Ruiz Pérez (Universidad de Córdoba) Alexander Samson (University College London) Germán Vega García-Luengos (Universidad de Valladolid) María José Vega Ramos (Universitat Autònoma de Barcelona)
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Escritoras monjas Autoridad y autoría en la escritura conventual femenina de los Siglos de Oro
Julia Lewandowska
Iberoamericana – Vervuert Madrid – Frankfurt 2019
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Este trabajo se ha desarrollado en el marco del Foundation Polish Science-International PhD Program, cofinanciado por la Unión Europea dentro de European Regional Development Fund.
Derechos reservados © Iberoamericana, 2019 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2019 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-046-5 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96456-805-2 (Vervuert) ISBN 978-3-96456-806-9 (e-book) Depósito Legal: 10309-2019 Diseño de la cubierta: Rubén Salgueiros Imagen de cubierta: claustro de la basílica de Santa Maria del Santo Spirito, Florencia. Fotografía de Julia Lewandowska.
Impreso en España Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.
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ÍNDICE
Agradecimientos Introducción..................................................................................................... 1. ¿Cómo acercarse a los textos de autoría femenina de la Alta Edad Moderna? ....................................................................................................... 1.1. «La palabra no olvida de donde vino»: las interpelaciones autorales ............ 1.1.1. La autoría en la Alta Edad Moderna: un acercamiento teórico histórico ............................................................................................ 1.1.2. El sujeto del discurso y la función-autor: un acercamiento teórico-metodológico........................................................................ 1.2. La autoría situada y la perspectiva dialógica: propuesta de un modelo interpretativo de los textos de autoría femenina altomoderna ..................... 1.2.1. El género como categoría de análisis histórico y literario ................... 1.2.2. La posicionalidad del sujeto y el lugar de la enunciación en los textos de autoría femenina ................................................................ 1.2.3. La escritura de autoría femenina como problema interdiscursivo ...... 2. Condiciones de recepción y producción literarias .................................. 2.1. Cultura y valores en la sociedad española de los Siglos de Oro.................... 2.1.1. El pensamiento y la cultura escrita.................................................... 2.1.2. La religiosidad y la literatura............................................................. 2.2. La noción de mujer: la teología y el imaginario común .............................. 2.2.1. Las normativas: la mujer y el sistema legal ........................................ 2.2.2. La mujer como noción: la teología y el imaginario universal. El sistema de lo posible ......................................................................... 2.3. La cultura literaria femenina ...................................................................... 2.3.1. La pragmática: los círculos de lectoras. Las lectoras como transmisoras de los contramodelos ..............................................................
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2.3.2. La querella de las mujeres y la cuestión de la autoría literaria femenina ..... 2.3.3. Ser autora en los Siglos de Oro: reflexiones acerca de las coordenadas y la práctica literaria ......................................................................... 2.4. Las mujeres consagradas a Dios .................................................................. 2.4.1. El monacato femenino hispánico...................................................... 2.4.2. Las coordenadas sociopolíticas del monacato español en los siglos xvi y xvii .......................................................................................... 2.4.3. El cenobio como microcosmos ......................................................... 2.4.3.1. Las jerarquías: las predestinadas y las subordinadas .............. 2.4.3.2. La realidad cotidiana ........................................................... 2.4.3.3. Entre la pared y la reja: el espacio físico de los conventos, el convento en la urbe ............................................................. 2.4.4. La monja: coordenadas sociohistóricas y construcciones modélicas ... 2.4.4.1. La monja real y la monja modelo......................................... 2.4.5. Las mujeres semirreligiosas ............................................................... 2.4.5.1. Las formas de agencia femenina religiosa no institucionalizadas... 3. Práctica literaria.......................................................................................... 3.1. Las dinámicas de la creación literaria de las monjas .................................... 3.1.1. La escritura híbrida y sus dinámicas de difusión ............................... 3.1.2. La escritura de las monjas: modalidades............................................ 3.1.3. Fuentes para el estudio de la cultura escrita de los conventos femeninos: indagaciones y propuestas críticas .................................. 3.2. Modelos ..................................................................................................... 3.2.1. Argumentum ad verecundiam: la tradición teresiana como herencia conflictiva......................................................................................... 3.2.1.1. El espejismo de Santa Teresa. La autoridad reversible ........... 3.2.1.2. El fenómeno de las descalzas: en busca de la nueva Teresa .... 3.2.1.2.1 María de San José y la memoria militante ............. 3.2.1.2.2. Ana de San Bartolomé y la simple (des)obediencia....... 3.2.2. Argumentum ad feminam: la autoría desde los paratextos .................. 3.2.2.1. «Y fue madre de la Virgen, y abuela de Dios y hombre»: autoridad emenina desde el Nuevo Testamento.................... 3.2.2.2. «Y assi digo que yo soy poco escrituraria»: el género y las instancias autorales desde los prólogos ................................. 3.2.2.3. «Suele Dios en cuerpos flacos de mujeres tiernas, plantar ánimos fuertes y valientes de espíritu»: el prólogo y el devenir autora........................................................................................... 3.2.2.4. «Dirá vuestra Señoría Illustrissima, que á sido valentía derivada del nombre, y fortaleza más que de muger»: la autoridad en negociación y el pacto lector ........................... 3.2.2.5. «En el negocio de virtud la desigualdad está en los cuerpos no en los ánimos»: las escritoras ante los paratextos de autoría masculina..............................................................................
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3.2.3. Argumentum ad auditorem: la autoría puertas adentro ....................... 3.2.3.1. Espacio intramuros: Marcela de San Félix y la autoridad desde la celda propia............................................................. 3.2.3.1.1. Marcela representada: modelos y contramodelos ..................................................... 3.2.3.1.2. Marcela (auto)construida: la escritura intramuros y el advenimiento de la autora ........... 3.2.3.2. La soledad como fuente de escritura: la celda propia y la escritura como desalienación ............................................... 3.2.4. Argumentum ad experientiam: la autoría de y desde el cuerpo ............ 3.2.4.1. Las vidas de la vida .............................................................. 3.2.4.2. Cuerpos místicos/cuerpos polifónicos .................................. 3.2.4.3. Textualizar el cuerpo/somatizar el texto. La escritura, el cuerpo y la herida en Teresa de Jesús María y Luisa de Carvajal y Mendoza ............................................................. 3.2.5. Argumentum ad divinam voluntatem: la agencia femenina y el providencialismo político ................................................................. 3.2.5.1. Las nuevas Casandras: la agencia femenina y el mensaje de las profetisas ................................................................................... 3.2.5.2. Autoría sin escritura: el mensaje profético entre las terciarias ...... 3.2.5.3. In nomine Domini: María de Jesús de Ágreda y el oráculo político ................................................................................
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Conclusiones. con la pluma en la mano. el plurilingüismo autoral de las monjas...................................................................................................... 413 NOTA BENE............................................................................................................. 427 Notas biográficas .............................................................................................. Modelo I ........................................................................................................... Ana de Jesús (Lobera) (O. C. D.) ............................................................... Ana de San Bartolomé (O. C. D.) .............................................................. Estefanía de la Encarnación (O. S.) ............................................................ María de San José (O. C. D.) ..................................................................... Modelo II ......................................................................................................... Ana Francisca Abarca de Bolea (O. Cist.) ................................................... María de Santa Isabel (O. S. J.) .................................................................. Valentina Pinelo (O. A. R.) ........................................................................ Modelo III ........................................................................................................ Cecilia del Nacimiento (O. C. D.) ............................................................. Francisca de Santa Teresa (O. SS. T.) .......................................................... Marcela de San Félix (O. SS. T.) ................................................................. María de San Alberto (O. C. D.) ................................................................
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Modelo IV ........................................................................................................ Ana de Jesús (O. SS. T.) ............................................................................. Luisa de Carvajal y Mendoza (terciaria) ...................................................... Teresa de Jesús María (O. C. D.) ................................................................ Modelo V ......................................................................................................... María de Jesús de Ágreda (O. I. C.) ............................................................ María de Santo Domingo (O. D.) .............................................................. Mariana de San José (O. A. R.) ..................................................................
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Bibliografía ....................................................................................................... 469 Índice onomástico............................................................................................. 511
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If we risk an encounter, we cannot expect to remain unchallenged and unchanged. Heidi M. Ravven A Roch y a Cabo Verde
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AGRADECIMIENTOS
No me es posible citar los nombres de todas y todos con quienes trabé vínculos de amistad, admiración y apoyo que, en su conjunto, han hecho posible este libro. Sin embargo, me gustaría en especial dar las gracias a Prof. Joanna Partyka, sin cuya confianza y perseverancia este proyecto no hubiera sido posible y a Prof. Helena González Fernández por su generosa dedicación y su compromiso con mi proyecto desde sus inicios. Quiero agradecer a dos grupos de investigación: ADHUC-Centro de Investigación Teoría, Género, Sexualidad de la Universitat de Barcelona y Archivo de las Mujeres de la Academia Polaca de Ciencias, cuyos ambientes estimulantes e inconformistas me enseñaron otros modos de pensar sobre el compromiso académico. También, quisiera dar las gracias a las y los investigadores del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC por crear un entorno de estímulo intelectual y profesionalidad incomparables. Muy especialmente quiero agradecer a Prof. Alfredo Alvar Ezquerra, Prof. Carmen Simón Palmer y Prof. Cristina Jular Pérez-Alfaro cuyos consejos me guiaron en las primeras etapas de acercamiento a las fuentes archivísticas. No puedo olvidarme tampoco a expresar mi gratitud a todos los profesores y profesoras, así como mis colegas del programa internacional de doctorado MPD (Universidad de Varsovia y Fundación de la Ciencia Polaca) que estableció bases para la aproximación interdisciplinaria de este estudio. A mis más queridas amigas, desafiantes investigadoras María Teresa Vera Rojas, Marta Font, Kasia Paszkiewicz, Josefa Álvarez, Kasia Szafranowska y Araceli Rosillo Luque con las que crecí como investigadora y como persona. Asimismo, quiero agradecer a mi mejor amiga, Kalina Marzec, el hecho de estar a mi lado durante los vaivenes de este proyecto, por nunca dudar en mí y por haberme enseñado lo relativo que son todos los límites. A mis amigas y amigos —y especialmente a Jurek
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Wołk-Łaniewski— les agradezco su generosidad, valiosos consejos y, antes que todo, la oportunidad de poder comprobar la versatilidad y trascendencia de una verdadera amicitia. Finalmente, mis más entrañables agradecimientos los dirijo a mi familia, mis hermanas Marysia y Zosia, mis padres Darek e Iza y a Roch, por su incondicional apoyo, su confianza y amor que me han dado a lo largo de estos años. Gracias a Roch por su compromiso en la etapa final de este libro, su disposición absoluta, compañía y ánimos cuando más los necesitaba. Gracias por haber fortalecido la pertenencia de este libro y la insistencia en que las «habladas» se podrán convertir en hablantes.
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INTRODUCCIÓN
La escritura de mujeres religiosas no es un cielo negro con algunas estrellas fugaces. Es más bien todo el universo. Asunción Lavrin, Congreso Internacional Escritoras entre Rejas. Cultura Conventual Femenina en la España Moderna, Madrid, 5-7 de julio de 2012.
El supuesto silencio cultural de las mujeres en los Siglos de Oro españoles resulta ser, hasta un grado significativo, un efecto de simplificación que caracterizó numerosos estudios sociales, literarios o políticos centrados en sus instituciones y discursos de autoría masculina. Este tipo de lecturas limitadas llevó a generalizar la idea de que las mujeres de los primeros tiempos modernos, independientemente de su ocupación y estatus social, fueron privadas de una activa participación en la cultura. En muchos estudios se repitió la idea de que durante los siglos xvi y xvii las mujeres carecían de espacios de agencia y no participaron en la recepción ni, mucho menos, en la producción cultural. No obstante, las investigaciones de las últimas décadas, englobadas bajo el vasto denominador de los estudios de mujeres, comprobaron que las mujeres de ese periodo tuvieron muchas y variadas posibilidades de activa participación en la cultura letrada, con diferencias debidas a parámetros como la clase, la identificación religiosa, la raza/etnia y el estatus civil. Uno de los espacios de dicha agencia se desarrolló en el marco del monacato femenino, cuya cúspide de expansión en las tierras hispanas se produjo precisamente en la Alta Edad Moderna. Los estudios de
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historia de mujeres han puesto en valor el espacio de los claustros y monasterios femeninos señalando su carácter permeable, heterogéneo y estimulante para el desarrollo de la creación artística y la expresión literaria de autoría femenina. Durante mi investigación en los archivos conventuales y nacionales disponibles en España he podido constatar que en los últimos diez años se han redescubierto decenas de textos escritos por mujeres religiosas y que aún más testimonios de monjas escritoras deben ser sacados a la luz y examinados. En la última década el campo de estudio de la religiosidad femenina medieval y de la Alta Edad Moderna ha experimentado una importante revitalización desde disciplinas diversas y ostenta hoy un vigor revelador.1 Efectivamente se puede constatar, siguiendo a Blanca Garí (2014), Jeffrey F. Hamburger y Susan Marti (2008), que hoy en día las monjas están francamente de moda, y más aún las monjas áureas. La renovación metodológica y la diversificación de las formas de aproximación a las fuentes de los espacios monacales han sido sustanciales y propensas a numerosos debates internos. De entre los principales logros de estas aproximaciones multidisciplinarias hay que destacar los siguientes: las nuevas formas de valoración del protagonismo femenino en los movimientos místicos; las lecturas renovadas de la producción cultural de los claustros femeninos como constitutivos de la cultura moderna nacional y transnacional, y las diferentes formas de abordar la religiosidad y la espiritualidad femeninas en su dimensión social, cultural, política, histórica, filológica, metafísica, antropológica y otras. De hecho, actualmente los estudios de este campo dominan un corpus significativo, detalladamente analizado, que incluso llegó, en casos puntuales, a estar incluido en el canon literario hispánico (me refiero a Teresa de Jesús de Ávila y Juana Inés de la Cruz). Sin embargo, las lecturas existentes de este corpus a menudo han sido parciales e incluso parece que no necesiten otro análisis que la mera reproducción de ideas y conclusiones ya conocidas. Aunque haya autoras religiosas de este periodo que ya han sido examinadas y apreciadas, resulta innegable que la gran mayoría todavía permanece desconocida y constituye, pues, un verdadero desafío a nuestro conocimiento. Por lo tanto, y tomando en consideración la especificidad de la realidad conventual con su propias dinámicas históricas y culturales, en el presente libro se consideran primordiales la revisión y la in1 Los estudios recientes de este campo se enumeran en la bibliografía. Por otro lado, es preciso señalar la labor pionera de los grupos de investigación que confeccionaron las primeras bases de datos de las autoras modernas, así como una plataforma de intercambio para especialistas. En este sentido es primordial el proyecto BIESES (Bibliografía de Escritoras Españolas), que desde su origen en el 2004 llegó a incluir en su base de datos 11.000 referencias primarias y secundarias relativas a escritoras, tanto religiosas como seculares, desde la Edad Media hasta el siglo xix. También ha organizado importantes congresos internacionales.
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corporación de estas producciones y prácticas culturales femeninas para lograr un entendimiento profundo de este periodo clave de la cultura hispánica. Para cumplir con tal objetivo, se ha preferido trabajar con un repertorio más amplio que el habitual, que pueda aportar nuevas referencias bibliográficas al campo de estudio y represente un terreno de nuevos cruces y referencias para la investigación sobre la espiritualidad femenina de la Alta Edad Moderna y las primeras tradiciones literarias femeninas del mundo ibérico, tomando en cuenta las mutuas influencias y relaciones transnacionales del, entonces, Imperio español. Por otra parte, en el caso de autoras con una bibliografía crítica amplia se busca confrontar los análisis existentes con nuevas lecturas de las fuentes primarias accesibles, desconfiando de ciertas interpretaciones tendenciosas que son propensas a presentar a las escritoras religiosas del periodo, bien como iconos arquetípicos, bien encerrándolas en los binomios subversión/asimilación y marginalidad/centralidad. El presente trabajo pretende exceder la comprensión de esta creación conventual en los márgenes pautados de los binomios femenino/masculino y religioso/laico, que la sitúa en una, hasta cierto punto acertada pero no siempre suficiente, posición de resistencia o marginalidad. Asimismo, se aspira a afrontar el reto de salir de la lectura de la espiritualidad femenina vista como necesariamente alternativa a un orden oficial de espiritualidad cristiana ortodoxa y por lo tanto restringida a las tensiones dentro/fuera, clausura/apertura y superioridad/ subordinación. Tal y como se constatará en las siguientes páginas, la creación literaria de las monjas áureas se caracterizaba precisamente por su interrelación con el discurso legal, eclesiástico, secular y popular de su momento y por su relación con las corrientes espirituales europeas. Era permeable, colaborativa, creativa y, por lo tanto, constitutiva de la totalidad del legado cultural de los Siglos de Oro. De hecho, el presente estudio busca resaltar esta escritura y sus contextos fuera del paradigma de una escritura de resistencia y oposición o, dicho de otro modo, de una creación marcada en negativo. Quiere mapear la creación literaria de las monjas españolas como fruto de la colaboración entre ellas y con otras personas, de la existencia de redes y de un sentido positivo de comunidad. Una creación que se diferencia por afirmación. La presente investigación tiene por objetivo principal una reflexión crítica acerca de la autoría literaria y la autoridad femenina en la escritura de las monjas y mujeres seglares relacionadas con el contexto del monacato femenino español durante los siglos xvi y xvii. Se detiene en manifestar la diversidad de los modelos de autoría y modos de expresión literaria que las escritoras monjas construyeron en sus discursos para conseguir una posición autoral que les permitiese expresar su deseo de escritura e intervenir en la cultura literaria religiosa y secular. Algunas de las autoras del corpus del estudio actuaron exclusivamente dentro del espacio claustral, en su dimensión privada y comunitaria; otras vin-
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cularon su agencia con el entorno físico e humano inmediato, y hubo también quienes participaron en los principales movimientos literarios de su tiempo, actuando como agentes de formas imprevistas de transferencia cultural. Las relaciones sociales y sus constreñimientos, las dinámicas infra- y extramurales, la revisión de las tradiciones literarias heredadas y de nuevas modalidades de escritura son motivo de análisis de este trabajo, que desde su origen espera ser inter- y multidisciplinario, lidiando con enfoques diversos de los estudios de género, la historia literaria y cultural, la crítica literaria y la historia religiosa del mundo ibérico de la Alta Edad Moderna. En la presente aproximación, y siguiendo el concepto de innovación propuesto por Françoise Collin (2006a), la creación literaria femenina de la Alta Edad Moderna es aprehendida no como suplementaria a un orden previo de representación ni alternativa a este, sino como innovadora. De ahí que la lectura de textos diversos de autoras religiosas se establezca como una aproximación comprehensiva que analiza el fenómeno de la escritura en su dimensión histórica, cultural, social, epistemológica y ontológica. La principal indagación que se formula está dirigida hacia las diferentes modalidades de autoría con el fin de observar la capacidad efectiva de las escritoras no solo para participar en la escena cultural y literaria de su tiempo, sino para trastocarla. Para conseguir tal objetivo se busca una lectura que compagine, por un lado, el análisis histórico —situado, principalmente, en la línea de la nueva historia cultural de lo social desarrollada por la última generación de la Escuela de los Annales y los estudios de, entre otros, Roger Chartier (1992; 1994; 2000), así como las propuestas desde especializaciones diversas de James Amelang (2003), Francisco Rico (2000) y Ángela Atienza López (2008; 2013), primeramente— y la perspectiva dialógica aplicada a la crítica literaria feminista —desarrollada por Iris M. Zavala (1991b; 1993a; 1993b; 1997; 2005) y Myriam Díaz-Diocaretz (1989; 1993)—, por el otro.2 El punto fuerte de tal aproximación reside en tomar en consideración las dificultades inherentes a la aplicación de diferentes perspectivas de género y de la crítica literaria feminista al estudio y análisis de los textos escritos por y sobre mujeres en la Alta Edad Moderna. Dado el deseo encomiable de la historia y la crítica feministas por redescubrir a las progenitoras de la creación literaria femenina, en algunas de sus lecturas y relecturas no se consiguió evitar el peligro del anacronismo, llegando a atribuir a las autoras del Renacimiento y del Barroco una sensibilidad posromántica y el modo contemporáneo de conducta y pensamiento. La perspectiva teórica que aquí se propone hace hincapié en la estrecha relación entre el género y el estudio histórico, así como el género y otros 2
La propuesta de un aparato teórico adecuado al corpus analizado se desglosa en el subcapítulo 1.2, «La autoría situada y la perspectiva dialógica».
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parámetros de diferenciación de los individuos, y es deudora, sobre todo, de los enfoques formulados por Joan Scott (1986; 2010), Susana Reisz (1990), Gisela Bock (1991), Constance Jordan (1992), Ruth El Saffar (1995), Jodi Bilinkoff (1989; 2000a; 2000b); Mary Nash (2004), Gloria García González (2006) y Barbara F. Weissberger (2005). Asimismo, la presente propuesta teórica pone un especial énfasis en la perspectiva dialógica derivada del dialogismo bajtiano, que ha sido aplicada a la crítica literaria feminista por Iris M. Zavala y Myriam DíazDiocaretz. El foco de este marco teórico está puesto en observar las estrategias creativas y la dirección de las prácticas discursivas creadas y aplicadas por las escritoras del ámbito conventual femenino para construir una posición autoral viable que les permitiese, a través de sus competencias literarias y el poder circunstancial conseguido, interactuar en los foros de debate e interpretación de la época. El libro se estructura en tres capítulos, una sección de conclusiones y un anexo con la información biobibliográfica de las autoras del corpus. En el capítulo inicial se propone una aproximación teórica a la figura autoral como categoría institucional con el objetivo de reflexionar sobre el surgimiento de la escritura individual no anónima y la noción de autor en la Alta Edad Moderna. También se cuestionan los principales valores de identificación de los individuos en la sociedad de los siglos xvi y xvii del reino español. La reflexión se orienta hacia el análisis de los conflictos y procesos de negociación que abren valores como la honra, el linaje y la castidad y que las autoras, tanto seculares como religiosas —aunque desde posiciones diferentes—, tenían que afrontar para poder intervenir en el ámbito del discurso oficial. Para construir un andamio teórico adecuado al corpus de análisis, que permitiese una reflexión sobre las nociones de autoridad femenina y autoría literaria en los espacios claustrales, en la segunda parte del capítulo, se analizan los componentes discursivos de la figura autoral. Se cierra el capítulo con una propuesta de modelo interpretativo nuevo recurriendo a la antes citada perspectiva dialógica feminista pero aplicada al estudio de los textos de autoría femenina de la primera Edad Moderna. El capítulo segundo busca ofrecer una visión de conjunto de las coordenadas socioculturales e históricas del fenómeno del monacato femenino español. Los principales factores que influyeron en su desarrollo y condicionaron su naturaleza fueron los siguientes: la reforma de la Iglesia católica romana iniciada en el Reino español por los monarcas católicos; la(s) respuesta(s) del Estado español hacia la Reforma protestante; la posición legal, social y simbólica de las mujeres de diferentes estratos en la sociedad y en la Iglesia católica, y, por último, pero no menos importante, la disposición de las mujeres a adoptar el camino de una vida consagrada a Dios. Analizando el material de los archivos conventuales y las recientes contribuciones de los estudios sobre la historia de la religiosidad fe-
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menina, se indagan aspectos de la vida espiritual y de la vida diaria de las monjas junto con su labor intelectual, las complejas relaciones que mantuvieron con las autoridades eclesiásticas y el posible entendimiento de su propia agencia y subjetividad. El análisis se presenta atento a la performatividad de los gestos y los espacios de las monjas y el universo visual de los usos, las estrategias y las prácticas que acompañaban su vida diaria y, por tanto, resultaron constitutivas para el horizonte intelectual de estas comunidades. Se citan ejemplos de individuos y comunidades representativos con el fin de poner en evidencia las posibilidades y las barreras de la práctica literaria en la vida religiosa femenina. Asimismo, se presta una atención especial a factores constitutivos de una posible tradición literaria femenina, que incluyen aspectos como el papel de las mujeres creadoras y lectoras dentro de la tradición literaria nacional; la posible negociación de los modelos de mujer, escritora y monja construidos por los discursos teológico, legal y literario; la influencia del patronato; la relación entre las autoras y sus lectores; la motivación y los modelos de la comunicación literaria; la recepción, la (auto)censura y la circulación de los textos. El resultado es un acercamiento a estos espacios de espiritualidad femenina desde la historia de las relaciones que permite observar los marcos de sociabilidad, los reflejos de las estrategias políticas actuales y «el deseo y la querencia personal como un factor historiable» (Garí, 2014: 7). En el tercer capítulo se emprende una lectura atenta de un amplio corpus de textos de monjas escritoras a fin de indagar su posición autoral, entendida en sentido doble, como una función discursiva y como una posición identitaria de los sujetos históricos concretos, que demuestre la existencia de una activa participación en la cultura literaria de su tiempo y su capacidad innovadora. De las diecisiete autoras estudiadas, cinco constituyen el eje del análisis y las restantes actúan como puntos de referencia cruciales. Abarcan diferentes reglas religiosas, diversas órdenes (monásticas, mendicantes, así como el estado beato), divergentes contextos sociogeográficos, distintas posibilidades, motivaciones y habilidades para ejercer la escritura, diversa receptividad y sensibilidad estética y, finalmente, un diferente grado de compromiso espiritual. Tan heterogéneo y vasto corpus material, formado principalmente por manuscritos e impresos antiguos, que incluye textos literarios (poesía, prosa y drama), testimonios autobiográficos y místicos (sobre todo las vidas), textos paraliterarios (los que no entraron en la clasificación de las bellas letras, como las cartas, las crónicas o las cuentas de conciencia) y paratextos (los prólogos, las dedicatorias y los epílogos), garantiza una mirada comprensiva sobre la autoridad y autoría literarias femeninas y su problemática visibilidad histórica. En consecuencia, las preguntas fundamentales giran en torno al significado de las estrategias discursivas aplicadas por las autoras monjas para el reconocimiento de su autoridad literaria, las formas de
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agencia de estas escritoras en relación con su público y la construcción de una posición autoral específica acorde a los parámetros personales y las coordenadas socioculturales del momento. En otras palabras, el objetivo primordial del presente estudio no reside solamente en afirmar la producción cultural de estas mujeres, sino en reconocer las formas y los modelos de autoría, construidos y aplicados por estas escritoras, que fueron proyectados en el manejo de los actuales cánones y géneros literarios y que, sin embargo, representaron una alteración de la doxa —el lugar común aceptado por la cultura oficial— de la inferioridad intelectual femenina. Como punto de partida, el análisis toma en consideración el hecho de que las escritoras monjas estaban obligadas a adaptarse y actuar dentro del marco de las convenciones literarias establecidas y, además, de las normativas específicas de las políticas eclesiásticas del momento. Por lo tanto, resulta fundamental para el estudio el análisis descriptivo e interpretativo de los textos, vía el close reading, por un lado, y, por el otro, la lectura desde el concepto de intentio auctoris e intentio operis (Eco, 1994), y no de la cualidad literaria del texto (que presuponen unos nuevos esquemas de valoración). Al mismo tiempo, los modos y los modelos de la escritura de las autoras monjas, vistos a través de los patrones y los géneros literarios, muestran las circunstancias socioculturales que condicionaron, a través de procesos de adaptación o negociación, la participación de estas escritoras en la cultura literaria más allá de los contextos claustrales. A lo largo del libro se aplicará la noción modelo de acuerdo con la perspectiva feminista dialógica que hace referencia a una posición autoral que hay por detrás de la intervención simbólica y factual de una monja escritora en la escena cultural y su capacidad de moldear los límites de lo decible impuestos desde la cultura literaria y religiosa del momento. El modelo autoral en el marco de la comunicación literaria está compuesto por tres elementos: el origen de la autoridad simbólica, los modos de transmisión del mensaje y el receptor, implícito e inmediato, del comunicado. Sin embargo, mi idea del concepto modelo autoral no responde a la definición clásica de una modalidad discursiva basada en la asimilación, el rechazo o la imitación; se formula en deuda con las implicaciones teóricas dadas por Iris M. Zavala (1993b) y Laura Scarano (2000) y puede definirse como un modelo simbólico de la autora que establece la base epistemológica y pragmática para construir, social y discursivamente, una posición autoral. Entendido de esta manera, el modelo autoral es un patrón de argumentación y negociación de la autoría literaria y la autoridad circunstancial que hace posible a una autora particular la intervención en las dinámicas de los discursos literarios, religiosos y espirituales. Para definir los modelos utilizados en su práctica literaria, se considera la dimensión comunicativa, pragmática y estructural de los textos (siguiendo la clasificación de las funciones del lenguaje de Bernárdez
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[1982]), poniendo el énfasis en las estructuras retóricas de su elección a partir de la distinción propuesta por Alison Weber (1996) de la retórica de ironía, la retórica de humildad, la retórica de alegoría y la parodia. Simultáneamente, se acentúan las modalidades de construcción del mensaje del texto a través de lo dicho/lo silenciado y la asimilación/negociación de los modelos literarios que apuntan hacia el concepto clave de la conciencia estratégica del discurso y de la autoría. La propuesta tipológica de modelos de autoría se ordena en cinco apartados, que se organizan con arreglo a las modalidades de autoría particulares puestas de manifiesto en los textos: argumentum ad verecundiam, argumentum ad feminam, argumentum ad auditorem, argumentum ad experientiam y argumentum ad divinam voluntatem. Cada modelo abarca géneros literarios, paraliterarios o paratextos, así como formas y convenciones literarias diversas que se organizan alrededor del análisis de los modos de expresiones literarias de unas autoras particulares. La noción de autoría literaria, que es el hilo de coherencia del corpus seleccionado, permite reconocer la creación de estas autoras como obra literaria abarcando los siguientes contextos de formulación de la autoría literaria femenina: la tradición teresiana, vista como el primer modelo de autoría y autoridad literarias femeninas; la autoridad literaria construida desde los paratextos; el modelo de autoría puertas adentro; la autoridad mística de y desde el cuerpo, y, finalmente, la agencia femenina relacionada con el providencialismo político. La clasificación deriva directamente de la lectura de los textos seleccionados como corpus de trabajo acorde al criterio de representatividad y variedad que permita estudiar el concepto de autoría a través de las autoras y sus textos en su dimensión sincrónica y diacrónica. Dicha selección fue precedida por un año de intensa búsqueda en archivos que implicó la lectura de un corpus mucho más extenso y cuyas huellas están visibles en los análisis y las interpretaciones de los textos y las autoras seleccionadas. La delimitación del corpus atiende también al criterio del idioma: se ha decidido circunscribirlo a los textos escritos en castellano al considerarlo de referencia en el periodo estudiado, que es justamente el momento del surgimiento de las tradiciones literarias nacionales, ya que romper con el criterio filológico y optar por un corpus plurilingüe implicaría añadir nuevos contextos con significados propios. Sin embargo, se toman en consideración las demás lenguas de la Península Ibérica y otros contextos geográficos (de otros reinos europeos y las colonias atlánticas) como posibles puntos de referencia. La sistematización hace referencia a distintas estrategias retóricas y formas de construir la posición autoral discursiva y socialmente. Por tanto, como se ha manifestado, el corpus se clasifica según los modelos de argumentación y negociación de la autoría literaria y la autoridad circunstancial que hizo posible
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la intervención en las dinámicas de los discursos literarios, espirituales y religiosos de las siguientes autoras (referidas por orden alfabético):3 Ana de Jesús (O. C. D., Ana Lobera Torres, 1545-1621); Ana de Jesús, la Pobre (O. SS. T., Ana Santillana, ca. 1560-1617); Ana de San Bartolomé (O. C. D., Ana García Manzanas, 1549-1626); Ana Francisca Abarca de Bolea (O. Cist., Ana Francisca Abarca de Bolea y de Mur, 1602-ca. 1686); Cecilia del Nacimiento (O. C. D., Cecilia Sobrino Morillas, 1570-1646); Estefanía de la Encarnación (O. S., Estefanía Gaurre de la Canal, 1597-1665); Francisca de Santa Teresa (O. SS. T., Manuela Francisca Escárate o Descárate, 1654-1709); Luisa de Carvajal y Mendoza (terciaria, 1566-1614); Marcela de San Félix (O. SS. T., Marcela Lope de Vega y Luján, 1605-1687); María de Jesús de Ágreda (O. I. C., María Fernández Coronel y Arana, 1602-1665); María de San Alberto (O. C. D., María Sobrino Morillas, 1568-1640); María de San José (O. C. D., María de Salazar Torres, 1548-1603); María de Santa Isabel (O. S. J., María Fernández López, ca. 1600-después de 1646); María de Santo Domingo (O. D., ca. 1485-ca. 1524); Mariana de San José (O. A. R., María Ana Manzanedo, 1568-1638); Teresa de Jesús María (O. C. D., María de Pineda de Zurita, 1592-1642) y Valentina Pinelo (O. A. R., ¿?-1624/1629). En el análisis de los escritos de las autoras seleccionadas se sigue la premisa de que no es suficiente redescubrir las autoras del pasado, ya que «rendirles homenaje retrospectivamente no les devuelve su vida ni su lugar» (Collin, 2006a: 154), sino que resulta imperioso provocar un cuestionamiento de la mirada. Con tal objetivo en mente, el libro busca responder a la pregunta de si la escritura entre las mujeres «consagradas a Dios», que nace del deseo estético, testimonial o de la inspiración religiosa, puede ser entendida como una toma de posición autoral concreta a través de la función estratégica del discurso. De la misma forma, permite observar cómo este proceso está relacionado con las condiciones sociales y las políticas fundacionales concretas por parte de las familias reales (por ejemplo, la propensión a la escritura en unas órdenes/bajo unas reglas particulares; la promoción eclesiástica y aristocrática en la formación de centros de poder, la protección de las religiosas procedentes de las familias aristocráticas, etc.) y cómo se refleja en las estrategias retóricas y en las elecciones literarias específicas (por ejemplo, el predominio de unos géneros literarios o paraliterarios). Es de capital importancia observar cómo esta riqueza de escritos permite el acceso a las perspectivas que estas mujeres tenían sobre la vida, la espiritualidad 3
La descripción detallada y completa del conjunto de la obra literaria de cada una de las autoras del corpus junto con una nota biográfica y la bibliografía crítica se puede encontrar en la base digital de datos que constituye una parte integral del presente estudio (). Al final del libro el lector encontrará las notas biográficas de cada autora del corpus.
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y la feminidad en la España de su momento y cómo estas perspectivas abarcaron diversos orígenes y diferencias de clase social. Por el modo en que está diseñado, la finalidad de este estudio es doble. Por un lado, al analizar la diversidad de las estrategias de autoridad y autoría literarias femeninas, se busca demostrar el abanico de posiciones autorales accesibles para las monjas y se aspira a proponer una tipología de los modelos autorales de las escritoras religiosas de ese periodo. Además, al indicar de qué manera los particulares modelos autorales están relacionados entre sí, se señala cómo dan forma a un marco más amplio de la realidad conventual en cuanto centro literario y nódulo esencial en las redes de producción, circulación y traducción textual cruciales para la cultura letrada del mundo moderno. Por otro lado, el ensayo busca contribuir a los estudios de mujeres, literarios, de historia de la literatura y la religión, constituyendo un impulso para lecturas diferentes de los escritos de las mujeres religiosas, no solamente porque va a contracorriente, planteando nuevas preguntas y cuestionando algunos de los enfoques dominantes en el campo, sino, sobre todo, porque es un intento de contribuir a fortalecer estos estudios con una mirada que hace hincapié en la estrecha relación entre el género y el estudio histórico. En su sentido amplio, este trabajo aspira a inscribirse en el vigoroso reavivamiento de los estudios sobre la religiosidad y la autoría femenina, retomando a la sazón el reto establecido por los estudios pioneros del campo de la historia de las mujeres religiosas (de Electa Arenal y Stacey Schlau, Asunción Lavrin, Isabel Barbeito Carneiro, María-Milagros Rivera Garretas, Sarah PootHerrera, Anne J. Cruz y Gabriella Zarri, entre muchas otras) y la espiritualidad femenina (de Caroline W. Bynum, Elizabeth Rhodes, María del Mar Graña Cid, Jodi Bilinkoff y Kathleen Ann Myers, entre otras) de dar a conocer a un público más amplio la producción cultural femenina de los ambientes religiosos, arrojando sobre ella preguntas, hipótesis, perspectivas e indagaciones nuevas. En este sentido, el propósito lidia con una esperanza que permanece abierta y continua: profundizar en la familiaridad y comprensión de esta escritura y desestabilizar las políticas del canon literario para reinsertarla en lo que podría ser una perspectiva más dinámica y compleja de las letras hispánicas. En la transcripción de los textos se ha optado por mantener la grafía original, salvo en aquellos casos en que esta dificultase la comprensión o produjese ambigüedad. Se ha mantenido el uso de las grafías dobles, como ff/f, ss/s, y el uso original de ç/c, i/j, n/m, u/v; el signo tironiano se ha reproducido por et para diferenciarlo de los casos de conjugaciones copulativas e, y, y se ha optado por modernizar la unión de palabras, el uso de mayúsculas y la separación. A lo largo del texto y en la base digital de datos biobibliográficos de autoras, se utilizan formas abreviadas para el nombre de las órdenes religiosas y
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los institutos de vida consagrada de la Iglesia católica según el nombre latino normalizado por la Sagrada Congregación de Ritos. A continuación, se dan las abreviaturas con el nombre oficial de la orden/el instituto: O. A. R.: Orden de las Agustinas Recoletas O. C. D.: Orden de las Carmelitas Descalzas O. Cist.: Orden Cisterciense O. D.: Orden de Santo Domingo O. I. C.: Orden Descalza de la Inmaculada Concepción O. M. D.: Orden de las Mercedarias Descalzas O. S. B.: Orden de San Benito O. S. C.: Orden de las Hermanas Pobres de Santa Clara O. S. J.: Orden de Santiago O. S. C. Cap.-Orden de las Hermanas Clarisas Capuchinas O. SS. T: Orden de la Santísima Trinidad y de los Cautivos Otras siglas utilizadas, en orden alfabético, son las siguientes: AGS: Archivo General de Simancas BDH: Biblioteca Digital Hispánica BNE: Biblioteca Nacional Española BRV: Biblia de Reina-Valera contemporánea (2011) BSV: Biblia sacra iuxta vulgatam versionem (1994) Las referencias bibliográficas a fuentes primarias del corpus se especifican en el apartado de bibliografía citada del estudio y se repiten para cada autora en la base digital de datos biobibliográficos que complementa el presente estudio. De la misma manera los documentos, manuscritos e impresos antiguos citados como bibliografía crítica o complementaria se relacionan junto con los estudios modernos en el apartado de la bibliografía, aunque vuelvan a aparecer en las fichas biobibliográficas de la base de datos.
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1 ¿CÓMO ACERCARSE A LOS TEXTOS DE AUTORÍA FEMENINA DE LA ALTA EDAD MODERNA?
Ipsa sua melior fama. Ovidio, Epistulae ex Ponto (12 d. C.: lib. I, ep. 2. v. 143).
Retomando la sentencia de Ovidio, «ipsa sua melior fama», en el presente capítulo se busca delimitar teórica y metodológicamente la aproximación crítica que entiende la creación literaria femenina de la Alta Edad Moderna no como suplementaria a un orden previo de la representación o alternativa a este, sino como innovadora. En este sentido, se sigue la premisa propuesta por Françoise Collin (2006a: 154) de que no es suficiente redescubrir a las autoras del pasado, ya que «rendirles homenaje retrospectivamente no les devuelve su vida ni su lugar», sino que resulta imperioso provocar un cuestionamiento de la mirada. Para ello, en este capítulo se propone definir los aspectos clave de autoridad y autoría literarias abordándolas desde el nivel sociocultural, discursivo, pragmático-textual e historiográfico. Tal marco teórico-metodológico abre paso para formular una propuesta del modelo interpretativo sensible al corpus de estudio que permita un análisis de las diversas configuraciones de autoría literaria femenina interpelada en su especificidad histórica y cultural. Aunque hoy la problemática de la muerte del autor y el ocaso del sujeto parece más bien una cuestión histórica, referirse de manera crítica o favorable a estas declaraciones sigue constituyendo un punto de partida importante para la reflexión filosófica, sociológica y de los estudios culturales y literarios, ostentando
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un vigor revelador en los enfoques feministas y de género.1 Consecuentemente, y de acuerdo con la formulación de que el concepto de autor «is never more alive than when pronounced dead» (Burke, 2004: 7), el «fenotipo social del autor» (Tietz, 2011: 439) y el autor textual han ocupado en los últimos años un lugar privilegiado en la reflexión teórica y en la investigación histórica desde disciplinas diversas. Existe una bibliografía extensa al respecto que abarca en muchos casos otros campos de la cultura y toma en consideración al artista, aunque señala hacia el núcleo etimológico de la noción: auctor como “creador” y augere como “hacer”, “nacer” y “aumentar” (Macedo y Amaral, 2005: 7). No resulta posible, ni parece necesario, hacer aquí una referencia detallada a esta bibliografía amplia,2 ni siquiera para el campo de la cultura áurea española, que en los últimos años ha sido objeto de aportaciones múltiples y valiosas.3 Para los propósitos del presente estudio, el sujeto de y en la escritura, en cuanto concepto filosófico aplicado al campo discursivo, se aprehenderá desde tres dimensiones. Primero, en cuanto «fenotipo social del autor» (Tietz, 2011: 439), como figura histórica concreta, ubicada social, corporal, cultural y temporalmente; segundo, como el hablante o la persona gramatical en tanto una 1
Se ofrece una interpretación sintética de la crisis del sujeto en el pensamiento occidental en su dimensión ontológica, social y textual vista al trasluz del contexto histórico, entre otros, en los estudios de Burke (2004) y Zawadzki (2006: 217-247). Para una revisión de las teorías feministas que afrontaron, y eficazmente superaron, la muerte del sujeto textual, sociocultural y político resulta altamente ilustrativo el estudio de Portolés (2009). Para un resumen de las conflictivas relaciones que los diferentes feminismos mantuvieron con el paradigma posmoderno, cf. Hyży (2012). Este aspecto se desarrolla en el apartado 1.2. 2 Para el estado de la cuestión respecto a las literaturas europeas, cf. Wetzel (2000). Para un acercamiento teórico, cf. Jannidis et al. (2000); para una aproximación de cierta resonancia en los últimos años, cf. los siete volúmenes de Maestro (2006-2009) formulados desde el enfoque del materialismo filosófico aplicado al estudio de los conceptos de literatura y autoría. Importantes aportaciones teóricas en el marco de las últimas tendencias y líneas de investigación en los estudios de género y la crítica literaria feminista fueron presentadas durante el III Congreso Internacional los Textos del Cuerpo: el Caleidoscopio Autorial: Textualizaciones del Cuerpo-corpus (Barcelona, 2-5 de diciembre de 2014). 3 Un resumen bibliográfico actual se puede encontrar en el volumen colectivo El autor en el Siglo de Oro. Su estatus intelectual y social (2011). De este volumen, conforme a la línea del presente estudio, son especialmente relevantes, también en lo que tienen de polémicas, las aportaciones de Manfred Tietz (2011: 439-459), quien analiza la conflictiva relación entre el autor laico y el religioso dentro de la interacción de las culturas teológico-clerical y literario-artística de ese periodo; Mariano Delgado (2011: 65-78), que se acerca a la problemática del nacimiento del autor individual y autónomo en la cultura moderna; Ursula Jung (2011: 187-199), que, de modo abreviado, indaga las principales coordenadas de la creación de las autoras religiosas, y Marcella Trambaioli (2011: 461-481), que problematiza la inserción de los textos de autoría femenina en el orden del discurso oficial y público. Merecen mención también los trabajos de Pedro Ruiz Pérez (2010), Nieves Baranda (2004b) y Strosetzki (1998 y 2009).
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figura textual, y, por último, como hablante de la función-autor en tanto figura discursiva que se rige en un campo ideológico concreto (Scarano, 2000: 19; Chartier, 2000: 17-40). En lo que sigue se abordarán estas tres dimensiones, pero sin superponer separaciones artificiales, sino más bien demostrando sus interdependencias, colisiones y continuidades. 1.1. «LA PALABRA NO OLVIDA DE DONDE VINO»: LAS INTERPELACIONES AUTORALES How to use one medium language to represent another medium being? Paul Jay (1984: 21) [Los] textos literarios son de naturaleza hojaldrada, finos estratos de significado entre los que circula el aire del tiempo y las huellas de textos precedentes que condicionaron su nacimiento. Son reflejos de lo que se quiso y no se quiso decir, ambiguos como la existencia misma hacia la que acuden o de la que huyen. José-Carlos Mainer (2011: ix)
1.1.1. La autoría en la Alta Edad Moderna: un acercamiento teórico e histórico Para historizar el proceso de «nacimiento de la figura autoral» (Viala, 1985) en la cultura de los Siglos de Oro en cuanto hablante sociocultural y función del discurso —excluyendo por el momento la tercera dimensión de autoría, el hablante gramatical, según la clasificación propuesta por Laura Scarano (2000: 19-20)—, es preciso atender a las dinámicas de los «discursos» (Foucault) o «campos culturales» (Bourdieu) en los que funcionaron y se instituyeron las formulaciones modernas de la autoría. Al mismo tiempo se deben tener en cuenta las diferencias y las mutuas influencias, o, dicho de otro modo, la permeabilidad de los discursos religiosos, literarios y científicos en la cultura letrada del momento. Estas dos dimensiones de autoría —la histórica y la discursiva— presuponen un condicionamiento económico, social y de posición en el campo literario, y todas ellas están vinculadas con la condición de género (Scott, 2010: 10-13).4 De ahí que la «invención del autor» (Chartier, 2000), su estatus social, 4
Para un acercamiento teórico al género como categoría del análisis histórico y literario, cf. el apartado 1.2. Aquí se subraya la deuda con la propuesta de Joan W. Scott pronunciada en
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discursivo e intelectual en la cultura moderna, debe de estar comprendida en los cambios culturales y político-religiosos de una realidad a caballo entre el régimen feudal y el incipiente capitalismo. Para la formulación y el funcionamiento de la noción autor, entendido como origen de la autoridad del texto, y la construcción de la función-autor, vista como el presupuesto que garantiza la unidad de un conjunto de textos, resultaron cruciales, entre otros, procesos como la formulación del derecho de autor, la nueva concepción de la originalidad y la innovación y el ocaso de las autorías múltiples conformadas en el marco de las políticas religiosas, los censores y las editoriales del momento. Dadas las limitaciones de este apartado en relación al proyecto del presente libro, la propuesta de análisis de los procesos de formulación de las autorías modernas se inclinará más bien a presentar los aspectos clave de interpretación contextualizada acerca de sus formas, su funcionamiento y su realización que a dar explicaciones exhaustivas. El objetivo de establecer tal marco de procesos es doble. Por un lado, permite puntuar elementos centrales para la comprensión de las dinámicas que operan en la autoría literaria en los Siglos de Oro. Por el otro, es un punto de partida indispensable para construir un marco metodológico y teórico sensible al corpus analizado que permita indagar sobre las formas de codificación y negociación de la autoría literaria específicas y concretas de las escritoras y, particularmente, de las que escribieron en el marco del monacato femenino hispánico. Como se ha constatado en las páginas anteriores, un acercamiento teórico al concepto de autoría literaria altomoderna, para mantenerse alejado del posible anacronismo o la falacia de generalización, exige, desde su origen, un andamio interdisciplinario. Para comprender cómo se establecían las autorías literarias en el orden sociocultural y en el orden del discurso durante los siglos xvi y xvii, es necesaria una mirada sensible al conjunto de los cambios filosóficos, estéticos, espirituales y jurídicos que configuraron la función-autor y la figura autoral en su particularidad del momento histórico. En consecuencia, y en deuda con la propuesta del análisis de este proceso de Michel Foucault (1969) y su posterior debate con Roger Chartier (1999: 11-27; 2000: 17-40, 89-106), en lo que sigue se reflexionará acerca de la inestable relación entre autoría y autoridad en el paso de la cultura medieval a la moderna y la cambiante atribución de significados de estas nociones. Para ello se tomará en cuenta el carácter transitorio de este momento histórico, durante el cual 1989 y revisada por ella misma en 2010, en el marco de la cual el género es conceptualizado como una categoría abierta que permite historizar y analizar las diferentes dinámicas sociales basadas en la diferencia sexual. Al mismo tiempo, permanece crítica a categorías como mujer/hombre y femenino/masculino y pone en la tela de juicio su propio carácter normativizante. De ahí se asume, en opinión de la autora, que solamente cuando “gender is an open question about how these meanings are established, what they signify, and in what contexts, then it remains a useful —because critical— category of analysis” (Scott, 2010: 14).
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interactuaron dinámicas de autoría basadas en principios supuestamente divergentes. Además, se prestará atención a las tres dimensiones del concepto cruciales para la cultura letrada del periodo: la material, comprendida desde la crítica textual; la discursiva, analizada con herramientas de la crítica literaria, y la sociohistórica, observada desde un acercamiento de los estudios culturales. Desde la óptica de la materialidad del texto y del autor, una reflexión sobre la autoría literaria en la cultura letrada de la primera Edad Moderna implica tomar en cuenta, grosso modo, dos posiciones teóricas que han dominado el campo de la historia y la crítica textual (Chartier, 2012: 387). Por un lado, y simplificando, se sitúan los partidarios de la perspectiva centrada en la figura sociohistórica del autor (author foccused), enraizada principalmente en la escuela americana de New Bibliography y los estudios de Walter Greg, Fredson Bowers y G. Thomas Tanselle. Por el otro, se encuentran los aliados de la perspectiva del texto social (the social text) y su relación indisoluble con las prácticas e instituciones editoriales, que fueron teorizadas primariamente por Roderic McKenzie. Esta oposición fue definida por el especialista shakespeariano David Scott Kastan (2001: 117) como un conflicto de orden platónico-pragmático que ha confrontado dos entendimientos de la materialidad del texto y de la autoría. La primera emprende la búsqueda de una obra-ideal, que transcienda todas sus encarnaciones materiales, basándose en el presupuesto del fenotipo social del autor como el último condicionante del texto. La segunda quiere limitar el texto a la infinita variedad de sus formas inmediatas en su irreducible diversidad. En tal contexto, las recientes aportaciones dentro de la historia de la literatura y la cultura escrita, en deuda con la larga tradición de la Escuela de Annales y la nueva historia cultural de lo social, al emprender un enfoque interdisciplinario permitieron superar, hasta cierto punto, este impasse teórico ofreciendo un acercamiento a la cultura escrita moderna que abarca la dimensión social, cultural, ontológica, epistemológica y material del texto en sus concomitancias. En tal contexto, las propuestas de Verónique Jude, que analizó la importancia del discurso paratextual y la autoridad asumida desde los prólogos en el paso del texto manuscrito al impreso; Hugo Lezcano Tosca, que señaló hacia los nuevos significados del proceso censor en los textos espirituales y su inserción en el mercado de los libros; Manuel Peña, que teorizó el expurgo material del libro; Anne Cayuela, que estudió la intervención material y discursiva de los autores en los procesos de impresión; Pierre Darnis, quien propuso una hermenéutica del impreso antiguo, y otros, unidos en el volumen Edición y literatura en España (siglos XVI y XVII) (2012), constituyen una muestra de las últimas tendencias y prometedoras líneas de investigación de ese campo. De la misma forma, las aportaciones en la historia de la literatura de Roger Chartier (2000; 2007), Francisco Rico (2000), Fernando Bouza (2001; 2012) y Nieves Baranda Leturio (2004b: 307-316; 2005), entre otros, contribuyeron a propagar los logros de la crítica textual más allá de las fronteras disciplinarias.
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Asimismo, sus reflexiones permitieron reconocer que, en la realidad a caballo entre el régimen feudal y el moderno, las dinámicas entre los autores, los editores, los impresores y los mecenas eran difícilmente definibles porque fluctuaban y se encontraban en un proceso de reformulación continua y, por lo tanto, eran proclives a la negociación. Roger Chartier (2012: 387-396), en el posfacio al libro antes mencionado, recuerda que en la realidad altomoderna no solo la producción de los libros, sino la de los propios textos, seguía implicando una plétora de constantes intervenciones. La producción de los textos, en tanto negociación cultural, no se limitaba a «la apropiación estética y simbólica de objetos comunes, lenguajes y prácticas rituales o cotidianas, como indica el New Historicism», sino que incumbía «más fundamentalmente a las relaciones múltiples, móviles, inestables, anudadas entre la obra y sus múltiples apropiaciones o encarnaciones, sus múltiples estados textuales» (Chartier, 2012: 388). Asimismo, el énfasis puesto en el carácter colectivo del proceso de producción y publicación del texto, que es resultado de intervenciones de distintos actores y que asume este carácter inseparable de la materialidad del texto y de la textualidad de la materia (acudo a la fórmula de Roger Chartier), resulta ser especialmente relevante, aunque muchas veces descuidado, para la comprensión de la dinámica de los textos en la realidad áurea. Dicho aspecto permite dar cabida a múltiples configuraciones de la autoría que en este momento histórico unía entendimientos supuestamente opuestos. Por un lado, en los Siglos de Oro permanecían vigentes ciertas configuraciones de la cultura letrada medieval como las autorías plurales, el anonimato, la censura y el mecenazgo, que desplazaban y dispersaban el principio autoral hacia agentes diversos. Por otro lado, los siglos xvi y xvii, en el mundo ibérico y europeo, acotaron los máximos acicates de un periodo transitorio, del surgimiento de los primeros derechos de autor (el denominado right in copy), que consolidaron la figura jurídica y civil de este según el entendimiento moderno. En la definición de Sebastián de Covarrubias en el Tesoro de la lengua castellana o española (1611), al autor se la atribuye la marca del inventio y la originalidad (Covarrubias, 1674: 73v). Los autores son los que «escriben libros y los intitulan con sus nombres» (Covarrubias, 1674: 73v), mientras que un libro sin autor va perdiendo la veracidad porque «no ay quien de razón del, ni le defienda» (Covarrubias, 1674: 73v). Esta definición es sintomática para el periodo de negociación de las principales categorías filosóficas y estéticas que indujeron hacia un nuevo orden de los libros abarcando aspectos hasta ahora desconocidos. Primero, la idea del valor del texto se alejaba cada vez más del paradigma de la imitación, indicando un nuevo entendimiento del inventio y la originalidad (Williams, 1983: 230-231)5 que culminó
5 Williams señala la aparición de los nuevos significados de originalidad ya antes del siglo xviii diferentes del sentido estático del origen del que derivan subsecuentes cosas o condiciones. Mientras que el origen mantuvo su sentido retrospectivo, la originalidad desarrolló otros sentidos: “So that ori-
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con la preponderancia absoluta del concepto (Delgado, 2011: 65-70). Después, la singularidad de la escritura que oscilaba entre las autorías colectivas y la individual daba, cada vez más, espacio a la producción no anónima y propia. También, una nueva configuración de l’opinion publique (teorizada por Michel de Montaigne en 1588 en los Essais y antecedente de la opinión pública de Locke de 1689) no solo en España, sino en toda Europa desde mediados del siglo xvi, junto con la efervescente cultura de la imprenta (Bouza, 2010), supuso un paulatino surgimiento de un nuevo «sistema social de la literatura» (según la aplicación del modelo de I. Schmidt por Tietz [2011: 440]). Finalmente, la cuestión de la propiedad intelectual sobre lo escrito entró en proceso de bruscas negociaciones entre los emisores y los solicitantes de los textos y empezó gradualmente a vincularse con la dimensión del reconocimiento individual y la remuneración económica. A estas alturas, resulta oportuno recordar que en la cultura letrada medieval, de modo opuesto a lo que ocurrirá en los siglos siguientes, la autoría del texto fue sustancial y simbólicamente condicionada por la autoridad de su emisor. Dicho de otro modo, era el reconocimiento de la autoridad el que originaba la autoría «en un proceso en el cual el origen y/o la fuente del saber podía estar completamente ausente de la propia producción del texto» (Cabré, 2008: s. p.). El autor —como emisor del saber— pudo no estar presente en el proceso de la escritura, como bien ejemplifican los múltiples códices medievales que transcriben o compilan el pensamiento de otras autoridades (baste recordar los Evangelios como la fuente máxima del saber basado en la autoridad de un autor ausente). De hecho, en este orden sociocultural era la autoridad de una persona civil, jurídica o religiosa la que establecía la autoría y generaba la escritura. Asimismo, la cultura del códice, desde su mismo origen común e interactivo, apuntaba hacia otras modalidades y dinámicas de autoría: una autoría plural, que contrastaba con la singularidad de cada una de las obras manuscritas, y anónima, de intervenciones materiales múltiples, y una fuente de autoridad material y discursivamente exterior al propio texto. En este sentido la autoría medieval se podía clasificar de relacional (Casanova Valdaliso, 2013: 383-391): su génesis y su transmisión obedecían a dinámicas de una cultura en gran parte oral, su función y sus modalidades dependían directamente de las relaciones del patronazgo y su formato inconcluso se establecía por las intervenciones, no siempre identificables, del autor material, el copista, el editor y el receptor del texto. En muchas ocasiones, estas relaciones se multiplicaban abarcando varios ginal sin and original law and original text were joined by original in the sense of an authentic work of art (as distinct from a copy) and in the sense of a singular individual (where the eventual distinction between singularity and originality was to be crucial). In the case of work of art there was a transfer from the retrospective sense of original (the forts work and not the copy) to what was really a sense close to new (not like other works)” (Williams, 1983: 230, el énfasis es original).
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autores intelectuales del texto, varios glosadores, traductores, etc., en todo «un encadenamiento de acciones, una suma de voluntades y una unión de esfuerzos» (Casanova Valdaliso, 2013: 385) de este proyecto común. Esta concepción de la autoría relacional comprendía entonces, por lo menos, dos formas de autoría extratextual: la factual —que abarcaba a todos los implicados en el proceso de la transcripción y producción de la materialidad del texto (los escritores, los traductores, los copistas, los iluminadores, etc.)— y la casual —que incluía a los involucrados en su ejecución (los promotores/mecenas, los que invertían en el proyecto, los solicitantes directos e indirectos del texto, etc.)— (Casanova Valdaliso, 2013: 384-386). A esto se sumaba la autoría intratextual, correspondiente con la voz o las voces hablantes del texto, diferentes de la del narrador, creadas para dar forma al discurso y a la transmisión del mensaje (Casanova Valdaliso, 2013: 385). Sin embargo, con la aparición del incipiente mercado de los libros, en el paso del siglo xv al xvi, y de manera mucho más común en este último, los cambios económicos, culturales y políticos implican una nueva consideración del trabajo y el individuo y, por tanto, se establece un paradigma nuevo para la comprensión de la autoría y la autoridad literarias. La firma, un signo de atribución individual y atemporal, empieza a funcionar de modo generalizado, aunque —como se verá— no unánime para los autores y las autoras, precisamente a partir de esta centuria. En el anteriormente mencionado diccionario de Covarrubias el «escribano […] autoriza la escritura con signarla y firmarla, haciendo fe de su legalidad» (Covarrubias, 1674: 73v). De hecho, la autoría se va igualando con «una forma privilegiada de reconocimiento de la capacidad de alguien de inscribir en el mundo aquello que se considera significativo o nuevo» (Cabré, 2008: s. p.) y que, por este orden de cosas, se empezó a percibir por una capacidad «individual, atribuida o idealmente atribuible a una persona que, con su sexo y su nombre, es considerada origen de los saberes, pensamientos, representaciones y sentimientos que en un texto se plasman en palabra escrita» (Cabré, 2008: s. p., el énfasis es mío). La definición de Montserrat Cabré propone distribuir la autoría entre la capacidad individual —el sexo— y el nombre, que permite establecer el principio de la autoría moderna en la dimensión social, jurídica y estética nueva. De tal configuración se desprende que un escritor o una escritora, para ser percibido como autor o autora del texto, debía de aprehender una identificación tripartita: poseer una autoridad social suficiente para pronunciar el mensaje del texto, tener un cuerpo sexuado que le atribuyese/consolidase este tipo de poder y tener capacidad para firmar con un nombre propio —es decir, poseer una identidad civil y jurídica libre y autónoma—. Tal comprensión de la autoría, como bien recuerda Foucault (2000: 1-42), constituía una importante herramienta de poder o discriminación, ya que «la función-autor es característica del modo de
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existencia, circulación y funcionamiento de ciertos discursos en el seno de una sociedad» (Foucault, 2000: 15, el énfasis es mío) y concernía a los que por su condición social (de clase, sexo/género, creencia) poseían el poder circunstancial adecuado para pronunciar la verdad del texto. Esto no quiere decir, sin embargo, que la creación del manuscrito en este momento, y del cada vez más frecuente transcurso del autógrafo al texto impreso, no implicaba intervención de agentes múltiples. Los censores, los correctores, los componedores y los editores (en el sentido doble de editor del texto y el publisher del libro) seguían desempeñando funciones importantes cuya impronta no se puede descuidar a la hora de valorar la producción textual y literaria de los Siglos de Oro. Sin embargo, su gestión en la configuración del texto ya no interfería tan directamente en el autor social. Estos agentes múltiples se encontraban cada vez a mayor distancia del emisor inmediato de la obra, quien se apoderó de los dos sentidos, medieval y moderno, de autoría: del representante (actor) y agente (autor) de la escritura. La autoría literaria en cuanto función-autor empezó a configurarse como el principio de la unidad material de un libro, como un conjunto textual que instaura el autor. Tal era el conocido caso de la primera edición infolio en 1623 de las Comedies, Histories, and Tragedies de William Shakespeare, que, por haber sido publicadas en conjunto y bajo un único nombre, indujeron la formulación de una nueva función-autor: el autor como figura paradigmática y fuente de autoridad literaria (Taylor, 1994: 78-104). Una aplicación semejante de la función-autor en el contexto de las letras hispánicas se observa en el proceso de publicación en 1588 de las obras de Teresa de Jesús (1515-1582), su posterior beatificación y canonización, en 1614 y 1622, respectivamente, que fueron acompañadas por celebraciones y justas poéticas a escala nacional. Durante estos certámenes, escritores de mayor renombre, y también otros menos conocidos, glosaron, en elogio de la santa abulense, sus escritos; sin embargo, no se recitó ninguno de los textos teresianos originales.6 Tanto en el caso del dramaturgo inglés como en el de la santa española, aunque con matices diferentes que se analizarán más adelante, la canonización de su autoridad y autoría respondió a los intereses de los poderes políticos y religiosos inmediatos. En ambos casos se observan dos consecuencias importantes para las dinámicas de la cultura del libro. En primer lugar, la reescritura de sus obras según la dignidad estética y la moral deseada —a través de las biografías editadas post mortem, la censura y la corrección de los textos— favorece una paulatina sustitución del individuo histórico concreto
6 Por otro lado, estas celebraciones han sido utilizadas estratégicamente como forma de promoción y modo de intervención en la cultura literaria oficial por numerosas autoras, religiosas y laicas, para las que Teresa de Jesús constituyó el modelo de autoría y la fuente de legitimación de su propia escritura. Este tema se elaborará detalladamente en los apartados 2.3 y 3.2.
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por su figura autoral. En segundo lugar, la obra escrita sobre ellos solapa y llega a sustituir su creación original. En este sentido, el autor/la autora se transforma «en una referencia y autoridad cuya vida ejemplar o significación nacional se considera como más fundamental que sus textos mismos» (Chartier, 2000: 99). Por otro lado, desde la perspectiva del individuo histórico (e historiable) llaman la atención los cambios en la relación del autor con la materialidad de su propia obra. Hacia mediados del siglo xvi son cada vez más frecuentes las intervenciones directas de los escritores en la materialidad del impreso. Mateo Alemán (1547-ca.1615), Francisco Quevedo (1580-1645), María de Zayas y Sotomayor (1590-ca.1660), Ana Caro Mallén de Soto (ca.1600-ca.1650) o Ana Francisca Abarca de Bolea se interesaron por el formato material de sus libros impresos e intervinieron en la toma de decisiones, dando muestras de una conciencia autoral que abarcaba ya no solo el manuscrito autógrafo, sino que se proyectaba más allá de la materialidad de este. La responsabilidad —jurídica y civil— de todas y cada una de las manifestaciones materiales del texto empezó a ser considerada una parte inseparable de la escritura. Sin embargo, resultaría injusto y falso equiparar la emergencia de la funciónautor y la figura autoral individual con la invención de la imprenta. Aunque, como se ha dicho, el desarrollo del libro impreso y el mercado de los libros, junto con la constitución de un público más amplio y diverso, indudablemente influyeron en la consolidación de un nuevo paradigma de la autoría literaria, la invención del autor, en cuanto identidad histórica y función discursiva, como recuerdan Cynthia J. Brown (1995), Mark Rose (1994) y Roger Chartier (2000), entre otros, antecedió al libro impreso y sus políticas. Resulta crucial aclarar que ya en el siglo xiv, en plena cultura del códice manuscrito, como se ha puntuado anteriormente, es posible discernir dos profundas transformaciones que formularon las bases para el nuevo orden de los libros y, por ente, de autoría. Primero, el surgimiento de un libro unitario, frente al libro misceláneo que dominó la cultura manuscrita desde el siglo viii, estableció un nuevo vínculo entre la unidad material (el manuscrito), la unidad textual (textos de un autor particular) y la singularidad del individuo histórico. De hecho, se puede decir que hasta entonces la propia estructura del libro misceláneo imponía una dispersión de la función-autor entre el compilador, quien seleccionaba los textos, el poseedor, quien imponía el deseo de unir ciertos textos como un conjunto de lectura, y los autores, muchas veces inidentificables/anónimos, cuyos textos dicho libro recogía. De acuerdo con lo señalado por Francisco Rico (1997: 151-169) en su estudio sobre el paso de la cultura del códice a la cultura del libro, a no ser que se tratase de obras canónicas, antiguas o cristianas, la propia forma del libro misceláneo procuraba un paradigma de libro politextual de compilación de fragmentos y géneros disparados o desvinculados. Entonces, hasta cierto punto, fue la nueva
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unidad codicológica del libro unitario la que abrió paso para establecer la triada de relaciones entre «libro como objeto […], la obra, como texto o conjunto de textos, y el autor» (Chartier, 2000: 103). El segundo cambio paradigmático de la misma centuria afectó a la transformación sociolingüística de las nociones que dominaron el nuevo orden de la cultura escrita. El autor iba desvinculándose de su etimología latina de agere, en el sentido de transcribir, compilar o comentar las verdades ajenas, tradicionalmente procedentes de una auctoritas de los autores clásicos o cristianos, hacia el entendimiento del autor como dueño de sus actos y palabras, hasta la desvinculación del actor y autor en el sentido hobbesiano.7 Consecuentemente, el ejercicio de escribir no se limitaba ya solo a la transcripción del texto, sino que empezó a indicar la agencia del autor mismo: su invención e innovación individual (Brown, 1995: 22-65). Después, tampoco parece acertado identificar el surgimiento de la función-autor con el momento de establecer el régimen de propiedad para los textos, el derecho de autor y las políticas editoriales en el turno del siglo xviii y xix, como lo propuso Michel Foucault (2000: 16). La crítica de estos presupuestos hecha por Roger Chartier resulta en este aspecto revelador para los propósitos del presente apartado. Aunque puede ser justificable establecer la relación entre la función-autor y el sistema jurídico-civil que permite perpetuar dicha función, parece menos apropiado limitar tal configuración a los procesos del mercado y la definición burguesa de la propiedad (Foucault, [1969] 2004: 15-30). De acuerdo con lo señalado por Chartier, la relación entre funciónautor y la «apropiación penal», es decir, la responsabilidad jurídica y judicial del autor por su obra, «aparece antes del siglo xvii, en el momento en que las Iglesias y los Estados organizan las instituciones que identifican y reprimen las obras prohibidas y los autores condenados» (Chartier, 2000: 92). En este sentido, la actividad de la Inquisición romana y, posteriormente, la española, efectuadas a través de los índices, puede, hasta cierto punto, ser analizada como constitutiva para este aspecto de la autoría literaria. En el marco de la censura literaria, desde la primera edición del Índice en 1550 en Lovaina, para hacer posible su labor censora, la Inquisición construyó la «categoría de autor», entendida como fundamento de la asignación y, por tanto, del reconocimiento de las obras (Pardo Tomás, 1991:
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Sobre esta desvinculación del representante (actor) hacia agente (autor) de las acciones, dice Hobbes en Leviatán: «Las palabras y acciones de ciertas personas artificiales son reconocidas por suyas por aquél a quienes ellas representan. La persona es entonces actor; quien reconoce como suyas las palabras y las acciones es el autor, y en este caso el actor actúa en virtud de la autoridad que ha recibido. Porque aquél que, en materia de bienes de todo tipo, es llamado propietario, es llamado, en materia de acciones, el autor» (1940: 139-140, el énfasis es mío). Dicha diferenciación se asume en el marco de una reflexión sobre el hombre artificial, es decir, la persona entendida como principio de identidad y unidad volicional de un cuerpo político. Para el desarrollo de esta cuestión se puede consultar, entre otros, a Herrero López (2012) y Le Gaufey (2001).
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373-374). Es más, las siguientes ediciones españolas de los índices, y, sobre todo, el de Sandoval y Rojas (1612) y el de Quiroga (1683-84), al establecer tres clases de censura en su política examinadora, instauraron, sin más, una triple configuración de la función-autor. El primer presupuesto censor se centraba en condenar todas las obras de los autores considerados heréticos, abarcando tanto los textos escritos como los previstos. En consecuencia, el nombre propio del autor era tenido como la única fuente de pensamiento expresado en las obras. La obra excedía su temporalidad y, por tanto, su materialidad, mientras que la figura del autor se convertía en la condición sine qua non de su emergencia. La segunda clase de censura, al expiar no el conjunto de la obra, sino unos escritos particulares de un autor concreto, daba primacía precisamente a su nombre propio como único mecanismo de identificación de los textos. Asimismo, al proponer listas de las obras clasificadas según el orden alfabético de los apellidos de sus autores, que servían de fuente de actualización de los índices, la función-autor seguía perpetuándose en el tiempo independientemente de las particulares ediciones materiales de los textos. Finalmente, el tercer presupuesto censor condenaba las obras publicadas como anónimas después de una fecha establecida. Así, la falta del nombre propio del autor y del impresor del texto impedía la definición de la obra, su clasificación y, por ende, su inserción o eliminación de la circulación, simbólica y material, en la cultura letrada. En tal delineado panorama, el último aspecto que requiere atención, para cerrar el marco de los procesos de formulación de las autorías altomodernas, es la, previamente mencionada, construcción de la función-autor sobre la base de la propiedad literaria.8 Esta cuestión necesita dos aclaraciones previas. Primera, se debe recordar que los discursos científicos, religiosos y literarios, junto con sus formas intermedias, no obedecían a temporalidades idénticas en cuanto a la distribución y la designación de la autoría y autoridad, aunque sí respondían a las coordenadas filosóficas, estéticas, jurídicas y espirituales de la época, y, por ende, atestiguaron cambios paralelos. Segunda, si bien la función-autor como propietario en el sentido económico se instauró en el sistema legal en Inglaterra en 1709, por la aplicación del right in copy a través de Estatuto de los libreros de Londres9 (Rose, 1988: 8 En el presente capítulo no resulta posible profundizar en el complejo tema de la definición y el funcionamiento de la propiedad intelectual desde una aproximación de la historia textual y literaria. Para el análisis de la formulación de la autoría como forma de propiedad intelectual en la sociedad del ochocientos, cf. Patterson (1968) y Rose (1988). Para una mirada al sistema legal del Renacimiento y Barroco y el análisis de las dinámicas de los privilegios reales como formas de protocopyrights, cf. Arellano, Strosetzki y Williamson (eds.) (2009), Bouza (2012) y Bugbee (1967). 9 Es la tesis propuesta por Mark Rose (1988) en su artículo «The Author as Proprietor: Donaldson v. Becket and the Genealogy of Modern Authorship», en el que se analiza el caso de
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51-85), ya antes del siglo xvii aparecen indicios de la tendencia de mezclar la propiedad moral y la económica (propriety y property respectivamente, según la nomenclatura propuesta por Mark Rose [1988: 51-85]). De hecho, las condiciones legales de los primeros impresos, de impronta literaria laica y religiosa, se vincularon con el antiguo sistema de los privilegios otorgados por el monarca y antecedieron los significados nuevos dados a la propiedad y el mercado. A través del privilegio real se concedía el derecho a la impresión de la obra, se delimitaba su temporalidad y se condicionaban sus posibles reimpresiones (estas fórmulas legales fueron utilizadas en España, Francia e Italia, mientras que su variante en Inglaterra fueron los copyrights) —instaurando una función-autor contractual, que era concedida temporalmente al autor, en tanto que sujeto social—. En los reinos de Castilla, después de la pragmática de 1558 sobre la autorización previa de la impresión, la inclusión de los preliminares (la autorización administrativa, la censura aprobatoria, la licencia correspondiente de la autoridad eclesiástica y la tasa) era obligatoria e incluso su uso precedió la formulación de la norma legal.10 Evidentemen-
los libreros londinenses que, ante el cambio en el antiguo sistema de publicación y al ver en peligro sus intereses de copyright perpetuo, indujeron hacia la formulación de la figura de un autor propietario-dueño perpetuo de su obra. Tal solución les otorgaba a ellos el mismo derecho perpetuo en el caso de haber redimido la obra del autor. Mark Rose establece este proceso en paralelo al surgimiento del derecho natural de Locke formulado en Two Treatises of Government (1690). Dice Rose al respecto: «All of these cultural developments, the emergence of the mass market for books, the valorization of original genius, and the development of the Lockean discourse of possessive individualism, occurred in the same period as the long legal and commercial struggle over copyright. Indeed, it was in the course of that struggle under the particular pressures of the requirements of legal argumentation that the blending of the Lockean discourse and the aesthetic discourse of originality occurred and the modern representation of the author as proprietor was formed. Putting it baldly and exaggerating for the sake of clarity, it might be said that the London booksellers invented the modern proprietary author, constructing him as a weapon in their struggle with the booksellers of the provinces» (1988: 56). Igualmente, esta tesis la han formulado o confirmado, entre otros, Patterson (1968), Chartier (2000: 89-105) y Gómez-Arostegui (2014). 10 Junto a estos paratextos, se imprimían la dedicatoria, el prólogo u otras advertencias al lector. Los preliminares podían incluir también unas poesías laudatorias a la obra o al autor/ la autora. Al principio o al final de la obra se incluía la tabla de contenidos y la fe de erratas, en la que el corrector oficial confirmaba la contabilidad del texto impreso con el original que el Consejo de Castilla había autorizado publicar. Todos estos elementos paratextuales, junto con los mencionados privilegios, los expedientes de escribanías y las censuras, revelan las dinámicas y políticas de publicación en las que el autor —en ambos sentidos antes evocados— desempeñaba una función real y estratégica. Para la importancia de los paratextos en la aventura de los textos, cf. el último estudio de Bouza (2012) sobre los expedientes legales del Quijote cervantino. Como indica el historiador, muchas son las respuestas que «estos expedientes de las escribanías de cámara pueden ofrecernos para la historia de la imprenta, así como la de la espiritualidad, la literatura, el debate político e incluso para la de la lengua» (Bouza, 2012: 180-181). El uso estratégico de los
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te, el concepto de la perpetuidad de la propiedad literaria se instauró en paralelo a la nueva conceptualización de la originalidad y la obra literaria, cuyos principios se podrá establecer en el momento de la negociación de las dinámicas de autoría literaria en la sociedad áurea antes analizadas. Sin embargo, esta perpetuidad no ha visto su máximo despliegue hasta el voto de Statute de 1709 y el debate que movilizó y fusionó argumentos provenientes del orden estético, eclesiástico-jurídico y moral: To summarize the logic of the literary property debate […] we might say that there were three principal exchanges between the parties [de los libreros-editores londinenses y los de provincias]. First, the proponents of perpetual copyright asserted the author’s natural right to a property in his creation. Second, the opponents of perpetual copyright replied that ideas could not be treated as property and that copyright could only be regarded as a limited personal right of the same order as a patent. Third, the proponents responded that the property claimed was neither the physical book nor the ideas communicated by it but something else entirely, something consisting of style and sentiment combined. What we here observe, I would suggest, is a twin birth, the simultaneous emergence in the discourse of the law of the proprietary author and the literary work. The two concepts are bound to each other. To assert one is to imply the other, and together, like the twin sons of a binary star locked in orbit about each other, they define the center of the modern literary system. (Rose, 1988: 65, el énfasis es mío)
Aunque la cita es larga, resulta esclarecedora al indicar los elementos principales que entraron en el proceso de la negociación e incidieron en las dos definiciones diferentes de la propiedad intelectual. Por un lado, la originada en el derecho natural, tal y como lo formuló Locke, donde la creación literaria se entendía como producto de la labor de las manos. En este sentido el autor, en cuanto individuo histórico, poseía el derecho de controlar/limitar la circulación de su texto para proteger su reputación pública (su honra/su virtud), es decir, la imagen autoral pública. Por el otro, sea esta propiedad entendida en el sentido intangible de la particularidad de «estilo y sentimientos»11 (Blackstone apud paratextos en la formulación de la posición autoral en la escritura de las mujeres se basó en unos mecanismos específicos que se analizarán detalladamente en la parte tercera del presente trabajo. 11 William Blackstone, un abogado inglés que intervino en el debate sobre la perpetuidad de los copyrights, separó definitivamente la materialidad del contenido intelectual del libro, instaurando solamente en el segundo el origen del derecho de autor: «Style and sentiment are the essentials of a literary composition. These alone constitute its identity. The paper and print are merely accidents, which serve as vehicles to convey that style and sentiment to a distance. Every duplicate therefore of a work, whether ten or ten thousand, if it conveys the same style and sentiment, is the same identical work, which was produced by the author’s invention and labour» (Blackstone [1765-69] apud Rose, 1988: 63).
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Rose, 1988: 63) o de la materialidad/tenencia (occupancy), se la vinculaba con su valor económico. En este punto resulta indispensable acentuar la singularidad del teatro en el proceso de profesionalización de la figura del literato y del artista.12 De acuerdo con la tesis propuesta por Javier Portús Pérez, fue precisamente en el marco de la cultura barroca del espectáculo cuando se estrechó el vínculo de la figura del autor profesional con su vocación popular y la remuneración económica (Portús Pérez, 1999: 76). De hecho, los postulados del Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo (1609) de Lope confirman, a la vez que postulan, un cambio de las dinámicas autor-escritor-público y negocian el paradigma autoral vigente. Por consiguiente, no resulta casual que también en la España áurea los escritores y las escritoras que más comúnmente vivieron de la pluma fueron precisamente quienes escribían comedias. De hecho, fueron el drama, junto con las relaciones de acontecimientos públicos y, a partir del siglo xvii, la novela cortesana los géneros más comerciales y, por ende, mejor pagados en el efervescente mercado literario áureo. En tal contexto, y salvando las diferencias, las quejas de Lope de Vega (1562-1635) ante la circulación de ediciones piratas de sus comedias o las intervenciones de Ana Caro Mallén de Soto)13 desde el prólogo a sus piezas, donde demanda la compra y la subsiguiente remuneración por sus obras, son evidencias de cómo, en el turno de los siglos xvi y xvii, el orden económico y el orden moral empezaron a interactuar o sobreponerse. Justamente, fue el Quijote cervantino quien remató, con la agudeza que le es propia, la dimensión económica del sentido de propiedad en la cultura escrita: «Yo no imprimo mis libros para alcanzar fama en el mundo, que ya en él soy conocido por mis obras: provecho quiero, que sin él no vale un cuatrín la buena fama» (Cervantes, 1999: 704). 12
Por ser especialmente complejo, y debido al limitado marco del capítulo, no es posible ampliar el tema de la configuración de la posición autoral dentro del género dramático. Para el análisis de estos aspectos, cf. Hormigón (1996), Díez Borque (1996) o García Gómez (2008). Sin embargo, resulta relevante recordar la diferente negociación de la noción autor dentro del género dramático entre el solicitante del texto, el director de la obra y el escritor. Durante el periodo áureo, «autor de comedias» hacía referencia no al escritor de las piezas, que se denominaba «poeta» o «ingenio», sino a quien compraba las obras, recibía la licencia de presentarlas en el corral y estaba encargado de gestionar la compañía. Asimismo, hay que tomar en cuenta cierta reserva subyacente entre los escritores a imprimir obras dramáticas debido a la incompatibilidad estética «entre el destino natural de las obras teatrales, que estaban escritas para ser representadas, vistas y oídas, y la forma impresa, que les privaba de su “vida”» (Chartier, 2000: 130). Sobre la conflictiva e inestable atribución de los papeles en el proceso de las prácticas teatrales, da cuenta, entre otros, el estudio de Oehrlein (1993). 13 Por otra parte, se sabe que Ana Caro Mallén fue una de las contadas autoras que podemos calificar como escritora de oficio y que cobraba habitualmente por sus textos, fuesen estos dramas o relaciones de actos oficiales de la Casa Real, como el Contexto de las reales fiestas (1637), por el que recibió 1100 reales (Baranda Leturio, 2004a: 411-414).
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Por lo que se refiere a la autoría de un texto de impronta religiosa, y de acuerdo con lo ya señalado, es posible discernir las coordenadas de escritura específicas, en cuanto a los temas y modelos literarios (la intentio auctoris) y, hasta cierto grado, las dinámicas generadas por la misma producción, circulación y recepción de los textos. Sin embargo, y en contra de la opinión bastante difundida en el ámbito de la historia literaria (Tietz, 2011; Jung, 2011; Kagan, 1991), la pertenencia de un texto al discurso religioso o espiritual, a no ser que se tratase de las autoridades bíblicas o patrísticas, no aseguraba de antemano la intervención en el espacio público ni, mucho menos, garantizaba el reconocimiento del autor como fuente de verdad. Esta diferenciación, que le pasa desapercibida a Foucault (2000: 1-42), pone en tela de juicio nada menos que las cambiantes dinámicas de apropiación de la autoridad que iba desplazándose desde los textos latinos de las antiguas auctoritates hacia los textos en lengua vulgar identificados por la figura autoral. Como recuerda Roger Chartier, en la formulación de las autorías en las sociedades altomodernas, «de forma duradera, la validación de una experiencia, la autentificación de un descubrimiento o la acreditación de una proposición [científica o teológica] supone la garantía del nombre propio», pero, como avisa más adelante, «del nombre propio de aquellos que, por su condición social, tienen poder para enunciar la verdad» (Chartier, 2000: 100), y, eso, independientemente del ámbito cultural en el marco del que se tomaba la palabra. Las particularidades de las coordenadas de la escritura que se podría calificar de religiosa y la permeabilidad de las diferentes culturas en la realidad de la España áurea, junto con el carácter teocrático de la monarquía en el poder (Strosetzki, 2009: 159-162), así como las coordenadas específicas de su codificación en las autorías femeninas, se analizarán detalladamente en los siguientes capítulos. A estas alturas importa subrayar que, ante la interactuación y mutua influencia de los campos discursivos religiosos y laicos y a la luz de la formulación del orden moderno de los libros, las preguntas relevantes atañen más a la configuración y a las dinámicas entre la autoría literaria y la autoridad (secular y espiritual) y no necesariamente responden, ni se pueden limitar, a lo que podríamos denominar las «formaciones discursivas» (Foucault, 2004: 5065) desde el punto de vista actual.14 A grandes rasgos, se puede afirmar que la 14 Se sigue aquí el presupuesto de Foucault propuesto en La arqueología del saber (1969). En este libro, y, sobre todo, en la parte segunda, sobre las regularidades discursivas, el filósofo francés explica sus preocupaciones respecto al análisis de las formaciones discursivas que pueden llevar fácilmente a interpretaciones anacrónicas. Como ejemplo le sirve la diferenciación que se suele asumir entre las principales formas del discurso, como la filosofía, la religión y la literatura. Si, según él, no podemos estar seguros de estas distinciones hoy en día, entonces, ¿cómo reconocerlas si examinamos estos campos de expresión que, en el tiempo de su formación, han sido distribuidos y caracterizados de manera diversa? Foucault señala que nuestras divisiones actuales son también
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función-autor en los discursos religiosos y científicos estaba condicionada más por el sentido de la propiedad moral (propriety) que de la económica (property). De hecho, el teólogo, el clérigo y el sabio se concebían como autores cuya autoridad podía atestiguarse por las estrategias de autoría antes analizadas, y, además, por la inspiración divina y la tradición clásica o cristiana. En este sentido, el anonimato (real o supuesto) y la reticencia frente a la publicación impresa, aunque en ningún momento fuesen rasgos exclusivos de los discursos religiosos, en su caso subrayaban el hecho de que por detrás de este anuncio de la verdad del texto no había, por lo menos formalmente, un interés por tener un mayor renombre o una ganancia material. En consecuencia, la veracidad del texto se atestiguaba, precisamente, por su distanciamiento de la dimensión económica de la propiedad literaria. Se ha señalado (Chartier, 2000; Strosetzki, 2009) que un mecanismo que pudo derivar de esta configuración de relaciones entre el anonimato-ganancia económica y la veracidad del discurso se puede observar en el siglo xviii entre los miembros de la República de las Letras y la figura aristocrática de los gentleman-writers, donde el anonimato y la circulación manuscrita sirven como herramientas para la diferenciación del estatus. Sin embargo, como se verá en lo que sigue, estas estrategias discursivas no atañían del mismo modo a los autores y las autoras por la desigual posición que ocuparon en la distribución de los roles sociales, culturales y sexuales y el acceso al discurso público. De hecho, tales fórmulas organizaban la retórica de los textos y reproducían la negociación entre la autoría y la autoridad de las jerarquías sociales del momento. Este aspecto lo retoma Roger Chartier en el análisis de la relación entre el anonimato, el patronazgo y el discurso científico, apuntando que la validación de la experimentación a través de un testimonio principesco o aristocrático era la regla en toda la Europa moderna. […] La retórica de las dedicatorias expresa claramente esta dualidad de la función-autor, compartida entre el hombre de ciencia y el príncipe a quien la obra está dedicada. Se alababa al destinatario como si fuese el primer autor, el inspirador de la obra que recibía. (Chartier, 2000: 100)
En los discursos espirituales y los teológico-religiosos, a este quiasmo de mutuas dependencias, se sobreponía una autoridad máxima y superior a toda la jerarquía mundana —la divina—, en el marco de la cual el emisor del texto ocupaba una posición doble de artifex homo y artifex Deus. En tal contexto, la función-autor era resultado de una negociación entre el orden medieval y el moderno, es decir, entre el auctor y el actor, dando preponderancia a los aspectos unas categorías reflexivas y como tales tienen que ser verificadas. En este sentido, la división y yuxtaposición de la cultura teológico-religiosa y laico-artística propuesta por algunos investigadores (Tietz, 2011; Jung, 2011) carece de justificación suficiente según el enfoque del presente estudio.
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de la verdad anunciada, la fidelidad a la doctrina y la enseñanza espiritual. De hecho, tanto en los discursos literarios como en los religiosos, la inscripción del texto en el orden de la lengua vulgar podía tomarse como un aspecto clave que lo introducía en la red de dinámicas nuevas y trasladaba la autoridad del mensaje hacia la figura autoral (Strosetzki, 2009: 159-174). Asimismo, aspectos como la, cada vez más frecuente, presencia del retrato del fenotipo social del autor de los textos de impronta religiosa en el frontispicio del impreso, captado a menudo en el acto mismo de la escritura, o la aparición del nombre propio del autor resultan indicios claros de una nueva identidad del texto referida a la figura autoral. De esta relación no exenta de ambigüedades da cuenta el prólogo al lector de Alonso de Villegas incluida en la segunda edición de la quinta parte de su Flos sanctorum, publicada junto con el Fructus sanctorum en 1594: Al Lector. Por averse impresso (cristiano lector) diversas vezes sin orden mía las partes del Flossanctorum, que yo he compuesto, y las impressiones dellas han salido con muchos errores, algunos de los quales son pretendidos de industria por personas que, siguiendo sus particulares pareceres, dizen otro de lo que yo digo, y tengo bien averiguado; por obviar este daño, di lugar a que el muy diligente en su arte de platero, Pedro Angel, hiziesse este retrato, que es como firma mía, y assí, donde estuviere se entenderá que la impressión se hizo por orden mía, y por lo mismo irá mejor correta; y, por el contrario, digo que cualquiera de las partes del Flossanctorum donde no se hallare éste mismo, sino otro contrahecho por él, que no se tenga por mía, antes devría evitarse como sospechosa. Vale. (Villegas, 1997, preliminares, s. p.)
La argumentación de Villegas evidencia el proceso de una nueva identificación entre el nombre del autor, el autor del discurso y su imagen. Asimismo, es uno de tantos ejemplos que dan cuenta de la cada vez más insoslayable relación entre el nombre propio, la propiedad moral y las nuevas materialidades del texto y del libro. 1.1.2. El sujeto del discurso y la función-autor: un acercamiento teórico-metodológico Llegados a este punto de prospección es preciso atreverse a formular una definición de la autoría, aunque sea solo con un valor heurístico, ya que eso permitirá mantener abiertos otros modos de investigación en el futuro. Tomando en consideración la raíz latina de augo como “aumentar” y “hacer nacer”, se recuperan cualidades como la causa sustancial, la idea de proyección y de proyecto, que es un gesto y un devenir «con el vector de creación» (Prado Biezma
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et al., 1994: 199). Así se puede entender la autoría como la causa instrumental que encarna en los sentidos literal y simbólico el proceso de la escritura-lectura, que busca codificar en el lenguaje los elementos que «son causa sustancial-problemática de la creación literaria» (Prado Biezma et al., 1994: 199). Para abordar críticamente tanto los sujetos que intervienen en el proceso de la comunicación literaria como el contexto en el que se desenvuelven —o sea, «el mundo» según Albaladejo Mayordomo en su proyecto de la semántica extensional (Albaladejo Mayordomo, 1989: 194-195)—, se acude a la perspectiva de la semiología pragmática, tal y como la define María del Carmen Bobes Naves (1989; 1992; 1994). En la aproximación teórica de esta investigadora, el lugar central lo ocupa el concepto del signo dinámico abarcado en situación, es decir, «no el producto objetivado en una forma, sino todo el proceso de producción que lo crea y en el que se integra para adquirir sentido» (Bobes Naves, 1989: 102).15 De esta manera, seguiré su propuesta de análisis de las relaciones e interrelaciones entre el texto, el emisor, el receptor y el contexto (social y textual) en los sistemas culturales que concurren simultáneamente en el proceso comunicativo. De este modo se busca superar tanto las aproximaciones extrínsecas, focalizadas en los fenómenos periféricos de la obra literaria, como los métodos inmanentistas, limitados al análisis del signo lingüístico. Al abordar los tres aspectos de la producción literaria, el productivo (poiesis), el comunicativo (katharsis) y el receptivo (aisthesis), se la aprehende como un proceso comunicativo en sus vertientes formal, de significante y de uso (Dolezel, 1997: 237). Dicho de otro modo, se propone aprehender el texto literario en la totalidad del proceso comunicativo (emisión, mensaje, recepción) en tres niveles, de los siete especificados por Ulpiano Lada Ferreras (2001: 62) en su descripción del proyecto semántico-pragmático: de las relaciones de los signos con los sujetos participantes en el proceso semiósico y semiótico, de la relación de los signos con la situación semiológica en la que se usan y de la relación de los signos con la situación social, cultural e ideológica en la que se usan. Por lo tanto, en tal marco de introspección, el artefacto textual opera como un signo que genera procesos semióticos de expresión, significación, comunicación, interacción e interpretación. Ahora, con el fin de localizar los elementos cruciales para el presente enfoque en el análisis del sujeto del discurso —en su dimensión de emisor gramatical 15
Al respecto de la teoría de los signos dinámicos de Bobes Naves, Ulpiano Lada Ferreras subraya que son aprehendidos en la vertiente sociocultural y utilizados «por unos sujetos en un proceso semiósico, dentro de un contexto determinado»; además, la «pragmática se ocupa de las circunstancias en que se produce el proceso de expresión, comunicación e interpretación de los signos, en un tiempo, un espacio y una cultura determinados, trascendiendo, de esta forma, el propio texto» (Lada Ferreras, 2001: 61 y 70).
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y emisor de la función-autor—, propongo partir desde la definición especulativa de sujeto del discurso acuñada por Laura Scarano (2000), que lo entiende como un dispositivo semiótico que diseña un espacio disponible para ser ocupado por el lector (en el juego de la semiosis), pero que remite inocultablemente a la instancia de producción y enunciación. Ese espacio-sujeto responde en su conformación a un proyecto de escritura, mediado por una selección de material lingüístico y de representación, con la indudable evaluación que supone dicha selección. Supone advertir su pertenencia a una formación social, cruzada por diversos discursos (sujeto interdiscursivo) desde donde emerge como conciencia productora. (Scarano, 2000: 20)
Esta definición constituye una alternativa abierta y dinámica a las teorías posestructuralistas acerca del ocaso del sujeto y la muerte del autor y, con el concepto del sujeto interdiscursivo, se acerca a las posiciones de sujeto foucaultianas (1991; 2013) y dialoga con las voces tal y como las aprehendió Bajtín (1989; 1993a). Localiza los puntos sensibles de ambas teorías, siguiendo el énfasis puesto en la desesencialización de la autoría, tanto en el ámbito empírico como en el del inmanentismo lingüístico, y la dota de una dimensión funcional y pragmática altamente operativa, como se demostrará en el siguiente apartado, en la aproximación a la autoría femenina altomoderna. Por lo tanto, se entiende el sujeto del discurso como un espacio de cruce de múltiples factores y procesos, multiforme y dinámico, que permite escapar tanto a la esencialización (en este caso, el peligro del biografismo o la falacia intencional) como a la relativización (vía la deconstrucción), que lo reduciría a nada más que un juego azaroso del lenguaje. Asimismo, propone abarcar la autoría en y de la escritura en deuda con la polifonía bajtiana, que advierte su carácter dinámico, en tanto que un lugar de tránsito y un espacio de cruce «de múltiples factores, ambivalente y multifacético, pero que está signado por la pulsión de la figuración, de la corporización, de la voz y la mirada. [De este modo] se construye un sujeto con los restos del sujeto que produce, del sujeto que lee, de los numerosos sujetos que habitan los discursos en su articulación en formaciones sociolingüísticas» (Scarano, 2000: 20) Al indagar la subjetividad en el discurso, es decir, una identidad de la voz textual, resulta imperativo realizar una aproximación que cuestione el estatus semiológico del sujeto en las prácticas discursivas, primordialmente, de los textos literarios y paraliterarios. Dicha subjetividad se entiende como voz del texto, que emerge en el intersticio de la escritura/lectura, y lugar de enunciación de una voz contextualizada, semiótica e institucional. En la clasificación de Scarano (2000: 20-22), estas dos modalidades corresponden con «la voz de la escritura» y la «voz en la escritura», respectivamente. En este sentido, se asume la naturaleza contradictoria del sujeto sujetado al discurso, que es a la vez el objeto de la
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configuración del lenguaje y el agente de su articulación. Entonces, ya que no es posible separar los textos de los sujetos que los producen ni de las culturas desde las que emergen y en las que circulan, tampoco resulta posible pensarlos extenuando su condición simbólica articulada verbalmente en formaciones sociolingüísticas. En los apartados anteriores, teniendo en mente la teoría fractal del sujeto propuesta por Juan Malpartida (1993: 81-89), y con el foco dirigido hacia la realidad de la primera modernidad y la formulación de las autorías literarias, se ha constatado que las subjetividades solo se pueden captar en tanto sujetos contradictorios o «metáforas en tránsito, en una realidad que les ofrece identidades, espejos, reflejos» en su continuo devenir, pero que, sin embargo, nunca se pueden absorber ni pensar más allá de las categorías afirmación/refutación (Malpartida, 1993: 82; Mariscal, 1991: 31-98). En este sentido, la tensión entre el sujeto discursivo y el empírico conlleva el desafío entre representación y construcción, realidad y lenguaje, que son un «sistema dinámico de unidades culturales que se configuran semióticamente. En el interior del texto el sujeto se hace cultura (adviene en la forma de un yo) porque solo así puede incorporarse en la semiosis» (Cuesta Abad, 1991: 239). En esta dinámica entre la acción discursiva y la enunciativa, el estatuto del sujeto del discurso se desdobla y ocupa el lugar del emisor y del productor, o sea, el autor y el enunciador, según la teoría de la comunicación literaria. Dicho de otro modo, mientras que la transformación del lenguaje en el discurso se ejerce por la enunciación, el sujeto en el acto de dicha enunciación construye un mundo como objeto y está reconstruido por este. Esta enunciación, implica, según Eliseo Verón, una concepción del enunciador como «modelización abstracta que permite el anclaje de las operaciones discursivas a través de las cuales se construye, en el discurso, la imagen del que habla» (Verón, 1987: 3-4, el énfasis es mío).16 Ahora bien, el acercamiento lingüístico-textual al sujeto busca establecer una correlación en las figuraciones autorales disponibles entre las formas lingüísticas y sus referentes coherentes (Scarano, 2000: 24). En la enunciación, sin embargo, faltan otros parámetros, diferentes del marco hablante-escritor, del acto discursivo. Por otra parte, como se ha constatado, la figura del emisor y enunciador en el proyecto semántico-pragmático de la comunicación literaria abarca dos niveles de introspección: la construcción textual y la realidad empírica, que continuamente se sobreponen en el pacto de lectura, entendido como
16 Esta definición de Verón se establece como contrapunto a las aproximaciones empiristas que igualan la enunciación con el «hecho mismo de que el enunciado haya sido producido, el acontecimiento histórico» constituido por la aparición de la enunciación, como propone Oswald Ducrot (1980: 5), entre otros.
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la regla primaria de la comunicación literaria, como indica José María Pozuelo Yvancos (1994). En la comunicación «socialmente diferenciada y pragmáticamente específica» (Pozuelo Yvancos, 1994: 266), el estatuto ficcional del yo ocupa un lugar importante. Simplificando, y sin atender a la especificidad de los géneros literarios, la ficcionalización del yo en el marco del discurso literario se entiende como el «hablar imaginario», cuando el sujeto aprehende una serie de acciones codificadas en el lenguaje para representarse que conducen a su desdoblamiento en la figura del sujeto textual. En términos generales, para comprender dicha ficcionalización del yo es necesario entender que quien habla no es «un sujeto de enunciación fingido que imite o simule un acto de enunciación real», como señala Pozuelo Yvancos parafraseando a Kate Hamburger, sino que «el yo-origen real desaparece y lo que emerge es un mundo con un yo-origen ficcional» (Pozuelo Yvancos, 1994: 275) dentro de la convención semiótico-literaria. Para esclarecer este proceso se puede acudir a las figuras del sujeto enunciador y enunciatario que Gianfranco Bettetini define como «simulacros presentes en el texto y casi siempre enmascarados o desplazados en su superficie significante: el enunciador, productor y producto del texto, es el origen del discurso […] y el estratega de los recorridos que se realizan; el enunciatario es la imagen del receptor que el texto se construye […] producido por el enunciador y el propio texto» (Bettetini, 1984: 26). Aunque estas distinciones sean provisionales, para el propósito del presente trabajo resultan altamente operativas. Se abordarán con más detalle las particularidades de la ficcionalidad del hablante concernientes a distintos géneros literarios, discursos preliterarios y paratextos en el capítulo de análisis de los modelos autorales. A estas alturas quedan por precisar los elementos clave de aproximación teórica hacia la figura autoral en cuanto a un hablante de la función-autor. En los apartados anteriores se han analizado su inscripción y funcionamiento en los procesos históricos y culturales concernientes a la Alta Edad Moderna. En estas reflexiones se ha constatado el problemático límite, esta frontera líquida, entre el texto y su exterior, señalando hacia las continuidades e interdependencias de la figura autoral textual y ontológica y su carácter históricamente construido e ideológicamente cargado. Asimismo, se ha dicho que las aproximaciones posestructuralistas y posmodernas a dicha cuestión, que Laura Scarano define como «teorías negativas del sujeto», aunque eficazmente cuestionaron la «falacia intencional» y el biografismo, no llegaron a desacreditar «la pertinencia de la cuestión de la subjetividad enlazada en su emergencia sociocultural» (Scarano, 2000: 29-31). En este punto del problema, la figura autoral derivada de la polifonía del sujeto en la dimensión abierta por Mijaíl Bajtín, y desarrollada por el proyecto dialógico de Myriam Díaz-Diocaretz e Iris M. Zavala, constituye una interesante y productiva perspectiva de acercamiento crítico. Antes de exponer de qué manera se aplicará la propuesta teórica de Díaz-Diocaretz
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y Zavala,17 que constituye el eje metodológico del presente estudio, se especulará sobre otras aproximaciones fructíferas que permiten el regreso del autor en la reflexión y la praxis crítica con el fin de establecer herramientas auxiliares para el presente análisis (Zawadzki, 2006: 217-247). Tal y como señaló David Lodge, se produjo una revisión constructiva hacia el concepto de la figura autoral, después de su radical desaparición, por un desplazamiento desde la búsqueda de esta ausencia hacia la indagación sobre los espacios donde emerge como categoría institucional (Lodge, 1990: 98-100). De hecho, y de manera concisa, en el panorama de las propuestas teóricas que confrontaron esta cuestión, como señala Lodge (1990: 108), los seguidores inmediatos de la sentencia de Barthes dicen ya que el autor no coincide con el lenguaje del texto, no existe. En cambio, los que asimilaron la línea bajtiana contraargumentan que justamente porque no coincide se ha de reclamar su existencia. Mientras tanto, una aproximación crítica a la teoría foucaultiana permite tender un puente entre ambas posiciones. El nombre del autor,18 como dispositivo semiótico introducido por Foucault, remite a este quiasmo con un planteamiento prometedor, aunque no sea aceptable sin reservas. Su propuesta funcional de autoría la sitúa en el extremo del sistema textual y empírico, permitiendo la convivencia del orden del discurso y el orden sociohistórico. Se ha constatado que la aplicación del nombre del autor como principio de reconocimiento de cierta unidad textual en el proceso histórico resulta muy compleja. En lo que sigue se volverá a esta cuestión respecto a su problemática identificación en los textos de autoría femenina. Dicha complejidad confirmó el estatus fundacional de este «ser del discurso» (Foucault, 2000: 13) que permite un análisis de la dimensión social de los textos y las autorías. Es precisamente el condicionamiento histórico, cultural e ideológico, junto con la divergencia de los modelos de su apropiación, lo que define su carácter circunstancial y dinámico. Teniendo en cuenta la especificidad histórica antes analizada, la función-autor en el presente estudio se sitúa en el cruce de la propuesta foucaultiana y la bajtiana: como campo de coherencia ideológica y conceptual, unidad estilística y cruce de aconteci-
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Véanse particularmente Bajtín (1993b: 217-243); Díaz-Diocaretz (1993: 77-124) y Zavala (1991b; 1992: 13-15; 1993a: 27-76). 18 Foucault explica este concepto de la manera siguiente: «El nombre del autor no va, como el nombre propio, del interior del discurso al individuo real y exterior que lo ha producido, sino que corre, en algún modo, en el límite de los textos […]. Manifiesta el acontecimiento de un cierto conjunto de discursos, y se refiere al estatuto de este discurso en el interior de una sociedad […]. El nombre del autor no está situado en el estado civil de los hombres, tampoco está situado en la ficción de la obra, está situado en la ruptura que instaura un cierto grupo de discursos y su modo de ser singular» (Foucault, 2000: 14).
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mientos en un momento histórico concreto. Asimismo, se tiene en cuenta la posición de Chartier, quien reclama mantener abierta dicha función hacia la experiencia fenomenológica del escritor en cuanto individuo singular (1999: 12). La posicionalidad del sujeto en el discurso resulta ser una bisagra efectiva que hace posible un análisis histórico de los discursos desde la tipología atenta a «las modalidades de su existencia: los modos de circulación, de valoración, de atribución, de apropiación [que] varían con cada cultura y se modifican en el interior de cada una» (Foucault, 2000: 28). De ahí que cobren pertinencia no solo los temas o conceptos que se emplean, sino los muchos egos y las múltiples posiciones-sujeto que diferentes individuos pueden ocupar en el orden del discurso. La afirmación de Foucault de que «en la escritura […] no se trata de la sujeción [épinglage] de un sujeto en un lenguaje; se trata de la apertura de un espacio en el que el sujeto que escribe no deja de desaparecer» (2000: 7) aprehende esta disolución del sujeto real y textual recuperada por las huellas que quedan en la escritura, los signos de autor y su formación social. Esta búsqueda de los signos de autor constituye una de las líneas más provechosas de la restitución de la figura autoral.19 Para la filosofía de la huella, resultan cruciales los conceptos de corporalidad y placer del texto que inducen hacia una nueva forma de presencia de la figura autoral en el discurso, que ya no es interpelada por diferentes formas de poder e identificada por las instituciones, ni tampoco es una entidad biográfica, sino una autoría inconclusa y corporal en su continuo suceder que deja en el texto marcas individuales, los restos de la experiencia. La recepción de estas señas autorales no posee, sin embargo, un carácter cognoscitivo (de reconstrucción y descripción), sino más bien ético y emocional (un sujeto para amar, según Barthes). Es importante señalar que, en la dinámica de la autoría, el texto es el único portador de estas marcas, que pueden ocurrir solo en su espacio, que destruye cualquier forma de identidad estable: The pleasure of the text also includes the amicable return of the author […]. The author who leaves his text and comes into our life has no unity […] he is not a (civil, moral) person, he is a body […]. For if, through a twisted dialectic, the Text, destroyer of all subject, contains a subject to love, that subject is dispersed […]: where I a writer, and dead, how I would love it if my life through the pains of some friendly and detached biographer, were to reduce itself to a few details, a few preferences, […] let us say: to biographems whose distinction and mobility might go beyond any fate and come to touch, like Epicurean atoms, some future body, destined to the same dispersion. (Barthes, 1989: 8-9) 19
Véanse particularmente Barthes (1989), Czermińska (1994: 165-173), Foucault (1991 y 2000), Nycz y Bolecki (2004) y Zawadzki (2006: 217-247).
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Las inestables señas autorales (biographems), transmisores de la autoría, igualmente fluctuante pero no por ello intangible, derivan de la inmediatez del cuerpo autoral. A este postulado tardío barthesiano se sobreponen dos interesantes aproximaciones a la cuestión, fructíferas para la reconstrucción de la presencia autoral. La primera se circunscribe a las diferentes formas de escribirse que Ryszard Nycz denomina «formas del sujeto siléptico» (1997: 108).20 La segunda, que se podría denominar «ético-empírica», hace hincapié en el desplazamiento de la problemática de la restitución de la figura autoral textual e histórica, desde una visión supuestamente universal y teórica, hacia la praxis ética y política. De acuerdo con la concepción de sujeto ético de Gianni Vattimo (1990: 115), la autoría es arrancada de su ilusoria universalidad e incrustada en las concomitancias de lo empírico con un contexto sociocultural e histórico concreto (Zawadzki, 2006: 217-247). En resumen, si se tuviera que señalar un rasgo común en estas aproximaciones sobre el retorno a la figura del autor, sería el intento por superar las categorías finales de su presencia o ausencia radicales y orientarse hacia un continuo indagar, para «captar los puntos de inserción, los modos de funcionamiento y las dependencias del sujeto» (Foucault, 2000: 28) en y de la escritura. Por lo tanto, el proyecto de la tipología de discursos, especialmente pertinente para los propósitos del presente estudio, aprovecha los elementos de estas aproximaciones teóricas extendiéndolas hacia las modalidades de la autoría y los modelos disponibles para su aplicación en función de las dinámicas sociales y las categorías de diferenciación particulares. Gracias al denominado «retorno» al sujeto del discurso es posible darle la vuelta a la pregunta tradicional que, parafraseando a Foucault, busca entender cómo la libertad de un sujeto es capaz de moldear, desde el interior, las reglas del lenguaje para realizar los objetivos que le son propios y ofrecer indagaciones nuevas. Algunas de estas preguntas coinciden con las postuladas por Foucault (2000: 28-29): «¿Cómo, según qué condiciones y bajo qué formas algo como un sujeto puede aparecer en el orden del discurso? ¿Qué lugar puede ocupar en cada tipo de discursos, qué funciones ejercer, y obedeciendo qué reglas?». Asimismo, esta apertura teórica permite dar un paso más allá buscando superar la visión, hasta cierto grado reduccionista, que circunscribe el sujeto/autor al estatuto de una función para analizar dicha función, en el interior de la cual algo como la figura autoral, con su marca social e histórica, podría efectuarse.
20
El yo siléptico debe de ser entendido en dos modos diferentes al mismo tiempo: como real e imaginario, como empírico y textual, como auténtico y ficcional (Nycz, 1997: 108).
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1.2. LA AUTORÍA SITUADA Y LA PERSPECTIVA DIALÓGICA: PROPUESTA DE UN MODELO INTERPRETATIVO DE LOS TEXTOS DE AUTORÍA FEMENINA ALTOMODERNA
Quien emprende una obra —por modesta que sea muestra […] lo innombrable en la obstinación de nombrar, y nos convoca a él. Françoise Collin (2006b: 179)
A estas alturas resulta provechoso retomar las contribuciones al tema desarrolladas en el pensamiento feminista y de género, ya que, y asumo por el momento una simplificación estratégica, es precisamente en el marco de estas teorías aplicadas al campo de la semiótica social, al análisis del discurso y a la historia cultural donde se ha podido enunciar con una eficacia política que «la muerte del sujeto ha muerto» (Ortega, 1999: 20), como señaló Julio Ortega en Diálogos sobre género, diferencia y literatura. En el pensamiento feminista, sobre todo de raíz ilustrada, se ha vuelto a señalar por sospechosa la forma en la que se llevó a cabo la crítica y muerte del sujeto en el paradigma posmoderno en el mismo momento en que las mujeres empezaban a autodesignarse como tales. Fueron Rosi Braidotti, Françoise Collin, Nancy Hartsock y Celia Amorós las primeras filósofas en denunciar el carácter no transparente de esta paradoja. Collin describe este proceso con una agudeza que le es propia: Cuando [los feminismos] denuncian la tradición del pensamiento dominante como operación del dominio instrumental a través de la dualización del sujeto y del objeto y la asimilan a la posición masculina, las mujeres, las feministas, avanzan pues sobre una tierra quemada: ya hace algún tiempo que ese sujeto-amo al que se oponen se ha hecho el hara-kiri […]. Podemos preguntar, sin embargo, si el lazo que ciertos filósofos anudan entre lo posmetafísico o la denuncia del sujeto y lo femenino […] no da lugar a confusión […]. Siempre llegando tarde, las mujeres pretenden ser sujetos cuando ya no hay sujeto [...]. Quieren la cabeza de lo acéfalo. Reclaman el derecho a la palabra porque no han comprendido que donde «yo» habla, no hay nadie que hable. Qué trivialidad. (Collin, 2006a: 22-24)
Asunción Portolés, por otra parte, señala hacia una especie de anacronismo masoquista que hace revindicar a los grupos marginados u oprimidos aquello que en los estratos dominantes de la sociedad ya se ha desvalorizado o rechazado. Propone, siguiendo a Braidotti y Collin, poner en la tela de juicio el devenir femme de la filosofía posmoderna como otra forma de ejercer las políticas de dominación que hace volver a situar a las mujeres en el lugar de la alteridad (Portolés, 2009: 443-473). A lo largo del presente estudio, se aprehende el su-
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jeto como situado en deuda con la propuesta ofrecida por Nancy Fraser y Sandra Lee Bartky (1992) y ligado a las posiciones-sujeto tal y como las aprehende Diana Fuss (1999: 127-146). El «enfoque pragmático del discurso» propuesto por Fraser y Bartky constituye una respuesta alternativa tanto a la asignación del sujeto monolítico como a las identidades dispersas y fragmentadas. Ligado a otras propuestas del sujeto situado, imposibles de atender en el marco de este trabajo, propone interpretar la narratividad como una acción, no como una representación. En este sentido, como demuestra Asunción Portolés al analizar el pensamiento de Fraser, los discursos pueden ser entendidos como «prácticas sociales de comunicación históricamente específicas» (Portolés, 2009: 465) y múltiples, que, por tanto, inducen una diversidad de posiciones comunicativas posibles para ser ocupadas por los individuos. Nancy Fraser propone un modelo del sujeto contextualizado por y enraizado en las realidades históricas concretas y diversas. Además, y esto es de crucial relevancia para el presente enfoque, subraya la agencia del sujeto, ubicado socialmente y en constante redefinición, en el proceso comunicativo. Tal propuesta teórica permite reconocer la pluralidad y mutabilidad de discursos y posiciones de sujeto alejándose de las teorías de las identidades sociales monolíticas y a la vez ofreciendo una «alternativa ante los que postulan una identidad fragmentada o dividida, o ante posiciones, como la de Butler, en la que existe la agency pero no el sujeto» (Portolés, 2009: 465). 1.2.1. El género como categoría de análisis histórico y literario Es difícil sopesar las influencias que las críticas desde la perspectiva feminista y de género inspiraron y posibilitaron en las investigaciones sobre la historia de las mujeres, así como el papel que ejercieron en el (re)descubrimiento del legado cultural de autoría femenina que durante siglos permaneció desatendido e infravalorado.21 Además del ejercicio de la recuperación de voces y experiencias femeninas del pasado,22 estos enfoques críticos indagaron la condición de las 21 Entrar en las complejidades de los enfoques feministas y sus avances obviamente excede el propósito del presente libro. Por necesidad y por fuerza, se tendrá que acudir a ciertas generalizaciones. Sin embargo, se deben tener en cuenta la pluralidad de los feminismos y la necesidad de matizar y contextualizar cada enfoque. Esta premisa se verá respaldada y desarrollada en los siguientes apartados del estudio. Las posiciones de diferentes enfoques que se mencionan a continuación son hasta cierto punto posiciones límite presentadas esquemáticamente. Obviamente, ni las corrientes ni sus pensadoras pueden reducirse a los elementos señalados. Efectivamente, desde su mismo origen polimorfo y dinámico el pensamiento feminista sobrepasa estas definiciones en un constante circular entre ellas. 22 Realizado mayoritariamente por las corrientes de la ginocrítica. Cf. el ensayo crítico fundamental de Elaine Showalter, «Feminist Criticism on the Wilderness» (1981), donde, entre
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autoras en cuanto sujetos sexuados en femenino, así como en las propias tecnologías de la heterodesignación y las dinámicas de producción y reproducción de una feminidad normativa (Amorós, 2009: 12). De este modo abrieron perspectivas de interpretación originales y múltiples con la finalidad de construir una epistemología diferente, poniendo en tela de juicio la supuesta universalidad y totalidad de los enfoques y relatos dominantes. En el pensamiento crítico de Françoise Collin me interesaría recapitular los postulados que la filósofa desarrolló principalmente en seis ensayos — «Praxis de la diferencia. Notas sobre lo trágico del sujeto», «Deconstrucción o destrucción de la diferencia de los sexos», «La salida de la inocencia», «El sujeto y el autor. O el acto de escribir como acto universal», «Poética y política o los lenguajes sexuados de la creación» y «El libro y el código. De Simone de Beauvoir a Teresa de Ávila»— respecto a las contribuciones y controversias de la crítica literaria desde perspectivas feministas, o sea, una crítica que busca establecer, formal y epistemológicamente, una genealogía literaria femenina. El plausible éxito de las historiadoras y críticas de la literatura que lograron «capitalizar a las autoras del pasado» (Collin, 2006d: 192) constituye un logro palpable y un fundamento que permite trazar su historia desde una tradición literaria, cultural y estética que incluye las perspectivas y las experiencias femeninas. La perspectiva que asumió la ginocrítica en la segunda ola feminista es válida y justificable, pues aseguró un espacio real de repercusión para centenares de obras de mujeres. Al mismo tiempo, la estrategia de recuperar del olvido a las creadoras del pasado posibilitó a las escritoras del presente confrontar su identidad o, por lo menos, su existencia, con una representación simbólica que permita su identificación. Por su parte, como indica Gloria García
otros temas cruciales para el feminismo de la segunda ola, la autora especifica la ginocrítica como alejada de las tendencias revisionistas y enfocada en el estudio afirmativo de la especificidad de la escritura de las mujeres, el análisis y la recuperación de la tradición literaria femenina y de sus experiencias a lo largo de la historia. Algunos aspectos de esta aproximación, aplicados críticamente, siguen vigentes para el enfoque del presente trabajo. Se comparte el énfasis puesto en la experiencia de las mujeres, entendida en el sentido amplio, como adquirida y negociada en un marco cultural y aprehendida como factor clave de la diferencia sexual. Magdalena Potok formula un resumen acertado del enfoque de la crítica literaria feminista anglosajona entendiéndolo como una aproximación que afirma la existencia de una identidad femenina «que deriva del cuerpo, moldeado luego en un proceso social. El hecho de nacer mujer pone en marcha todo un proceso de manipulaciones que la sociedad ejerce sobre el sujeto. Se reproducen pautas de pensamiento, posturas y artefactos culturales que transmiten una estricta delimitación de los roles de género. La identidad femenina es articulada de acuerdo con las normas establecidas para la mujer en la cultura determinada. En esta replicación de modelos de conductas seculares, la diferencia sexual está fuertemente arraigada en la realidad corporal y espiritual del ser, así como en la experiencia y cultura de la sociedad» (Potok, 2010: 27-28).
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González (2006: 31), la historia de las mujeres en tanto disciplina académica implicó una reconsideración del sentido del pasado y una reivindicación de los procesos históricos, los datos empíricos y los espacios simbólicos. Sin embargo, durante largas décadas sus logros permanecieron como simples anexos a la historia universal debido a la sistemática particularización de la creación femenina, que, en su máximo extremo, llevó a la ghettoización de su producción artística, o sea, a la construcción de un single-sex ghetto desde el que hablaron «las mujeres» (Jehlen, 1981: 575-561). El paso de la historia de las mujeres hacia la historia de género permitió superar, hasta cierto punto, la perspectiva dialéctica de oposiciones binarias para «explicar las diversas experiencias y prácticas sociales a la luz de la diferente identidad de género de sus protagonistas» (García González, 2006: 21). En la misma medida, la incorporación del análisis de las relaciones sociales entre lo femenino y lo masculino, en el plano normativo y el plano de actuación, permitió percibir la diversidad de los modelos de feminidad en virtud de los contextos sociales e históricos. No obstante, no fue hasta las últimas décadas, momento en que se produce el citado retorno al sujeto en los estudios filosóficos, sociohistóricos y literarios, cuando se afianza una línea historiográfica que presta atención a las experiencias femeninas y las analiza con métodos propios, haciendo de ellas un objeto de estudio legítimo y, al mismo tiempo, valorándolas como voces representativas de una época. Este ha sido un proceso, al decir de María-Milagros Rivera Garretas (1997a: 89-106), que ha devuelto a las mujeres su subjetividad. En diversas corrientes feministas se señaló que la denuncia de la autoridad del sujeto solo puede resultar efectiva cuando es pronunciada por un individuo que posee una posición de autoridad, o sea, una posición desde la cual se oye su palabra y responde a su acción (Braidotti, 1994 y 1997; Fraser y Bartky, 1992; Collin, 2006d: 171-185; Felsky, 2003, entre otras). Como subraya Collin, quien «no ha tenido acceso a la autoridad, quien aún no ha sido reconocido como sujeto de su propio discurso […] está forzado a reivindicar la obtención de este espacio. Así se lleva a las mujeres a quererse sujetos, o sea, ocupar la posición de sujetos, aunque no sea más que para hacer oír la destitución del sujeto» (Collin, 2006a: 31-32). Solamente tomando como punto de partida este presupuesto teórico-metodológico y político es posible escuchar y apreciar las particulares voces del yo, sujetas a las dinámicas de sexo/género, clase, situación geopolítica e histórica concreta, sin correr el riesgo de reducirlas a una alienación/alteración, tal como propone Collin (2006a: 32). De este modo, se logra demostrar «how other kinds of cultural consciousness can occupy the speaking centre of literary forms» (Hughes, 1999: 12) y cómo dicho centro de pronunciación fue accesible/ pensable para diferentes sujetos y comunidades de individuos a lo largo de la historia (Felsky, 2003: 59-64).
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Para una aproximación crítica a la categoría de género aprehendida en su especificidad cultural e histórica, el presente trabajo sigue primordialmente la propuesta de Joan W. Scott (1986; 2010) y las especialistas que han compartido su línea de aproximación a la cuestión, salvados los matices, como Natalie Z. Davis (1980; 1992), Susana Reisz (1990), Gisela Bock (1991), Constance Jordan (1992), Ruth El Saffar (1995), Jodi Bilinkoff (2000a; 2005; 2014); Mary Nash (2004), Gloria García González (2006) y Barbara F. Weissberger (2005). El género constituye un concepto útil de análisis histórico cuando permanece crítico ante categorías binomiales como mujer/hombre o femenino/masculino y también hacia su propia función en la recreación de las dinámicas sociales basadas en la diferencia sexual. En este sentido se sigue el proyecto de la historiadora americana de ir más allá de las connotaciones programáticas y metodológicas de género en que los significados de mujer y hombre se presentan como fijados y solamente se utilizan para describir los diferentes roles sociales y no para interrogarlos. Así pues, la categoría de género mantiene su utilidad analítica cuando se toma como invitación a una reflexión crítica sobre cómo los significados de los cuerpos sexuados se producen y reproducen en una relación recíproca y cómo estos significados son desplegados y cuestionados en función de un contexto sociohistórico concreto. Consecuentemente, resulta erróneo reducir las dinámicas entre hombres y mujeres a las categorías de lo masculino y lo femenino, ya que «la diferencia está instruida por la dominación que se inscribe en la realidad bajo formas múltiples, irreducibles a una causa única o a un origen histórico determinado» (Collin, 2006a: 29). Así pues, el análisis debe enfatizar no tanto los diferentes roles asignados a mujeres y hombres como la construcción de la propia diferencia sexual (Scott, 2010: 10). En consecuencia, las categorías de género y sexo se interpelan recíprocamente y se asume como principal un estudio de vexed relationship (around sexuality) between the normative and the psychic, the attempt at once to collectivize fantasy and to use it for some political or social end, whether that end is nation-building or family structure. In the process, it is gender that produces meanings for sex and sexual difference, not sex that determines the meanings of gender. If that is the case, then […] there is not only no distinction between sex and gender, but gender is the key to sex. (Scott, 2010: 14)
Un marco teórico que atienda las categorías de sexo/género exige la contextualización historiográfica para analizar los modos en los que el sexo y la diferencia sexual han sido concebidos, reproducidos o cuestionados a lo largo de la historia. De ahí que el análisis histórico de las relaciones de género no se reduzca a «some known quantity of masculine or feminine, male or female» (Scott, 2010: 14), ya que es precisamente el mismo significado de género lo que
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se convierte en objeto de análisis en las fuentes historiográficas y literarias. Para el tema de la diferencia de los sexos sigo aquí la concisa definición acuñada por Françoise Collin (2006b: 43) que asume por diferencia «cierta especificidad, histórica o estructural, de las mujeres con relación a los hombres [con la que se] reivindica la consideración de sus respectivas aportaciones a la reestructuración igualitaria de un mundo común». Este trabajo se guiará por unos postulados generales al respecto. Primero, la diferencia entre los sexos se concibe como posible de discernir solo en la praxis cultural, política y sociohistórica como «un movimiento […], un obrar que opera la transformación de los diferentes» (Collin, 2006d: 179). Si, como agudamente puntualiza la filósofa belga en su ensayo «Diferencia y diferencio: la cuestión de las mujeres en filosofía» (2000: 319-357) y como desarrolla en «Praxis de la diferencia. Notas sobre lo trágico del sujeto» (Collin, 2006a: 42), «hombre y mujer no dependen de lo sustantificable, de lo definible del enunciado», entonces la diferencia de los sexos solo se hace identificable en relación e interactuación dialógica entre mujeres y hombres en el espacio público y privado. Asimismo, a pesar de su inevitabilidad, es susceptible a cambios en el plano individual y en el social. De ahí que los esfuerzos de identificación (o negación) de una feminidad inducen irrevocablemente hacia una falacia esencialista o a un agotamiento teórico. «Las dos afirmaciones, “mujer no existe” y “mujer es esto”, son similarmente especulativas y similarmente inquisitoriales […]. La diferencia es teoréticamente indecible, pero se decide y se redice en toda relación» (Collin, 2006a: 37). Consecuentemente, la diferencia se aprehende en la pluralidad de las posiciones en el mundo de los posibles (factibles) para ser ocupados por los sujetos. «La diferencia de los sexos es la puesta en acto de un diferendo en el que el entendimiento [entente] integra el malentendido. “Te oigo mal” implica que al menos hay una escucha y es preferible al “no dices nada” o “lo que dices es nada” del amo oportunamente sordo a todo lo que no es su propio eco» (Collin, 2006a: 38). De hecho, la diferencia así interpretada constituye una relación activa que presupone una posibilidad de actuación en función de la acción política y la praxis crítica y permite superar tanto la dialéctica de sujeto-amo como la reapropiación de una esencia. Asimismo, aprehender el género como categoría contingente, de acuerdo con la propuesta de Gloria García González (2006: 17-34), permite evitar la «tentación de hablar de las mujeres como colectivo socialmente aislado», que solo reforzaría la dinámica de lo central y lo subalterno (Nash, 1993: 18), y más bien se propone atender y explicar la amalgama de prácticas y experiencias a la luz de las diferentes configuraciones de género de sus protagonistas. Finalmente, se suscribe el entendimiento de la diferencia como un acto performativo o dialogal dentro de una situación comunicativa concreta. En tal marco teórico, el acto de habla refleja diferentes posiciones de lo que se dice y de quien lo dice: «En todo
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enunciado se halla, en suspenso y en tela de juicio, lo que quiere decir hombre y lo que quiere decir mujer, ya sea en la violencia del enfrentamiento como en la paz del entendimiento: la diferencia de los sexos es un acto a la vez político, ético y simbólico» (Collin, 2000: 354). De ahí que mantener el carácter abierto de la categoría de género, que indaga sobre las formas, los significados y los contextos de las dinámicas de su reproducción, resulta un modo eficaz para conservar la validez de su aplicación en el análisis histórico y literario. 1.2.2. La posicionalidad del sujeto y el lugar de la enunciación en los textos de autoría femenina Partiendo de estos presupuestos teóricos resulta imperioso preguntar qué elementos de análisis se deben poner de relieve para no obviar la posicionalidad sexuada del sujeto del discurso en los textos de autoría femenina. Las teóricas Iris M. Zavala y Myriam Díaz-Diocaretz abogan por una poética del texto social en tanto que discurso sexuado. Con este enfoque se amplían las herramientas metodológicas y la orientación teórica que permite abordar la identidad como construcción cultural y entidad interdiscursiva al trasluz del proceso de la construcción del discurso genérico (Zavala, 1993b: 9-12). Conciben la subjetividad en y de la escritura, fusionando los conceptos de heteroglosia bajtiana23 y las posiciones sujeto de Foucault, como la relacional, la provisional y la múltiple. Zavala y Díaz-Diocaretz tienden un puente entre la dimensión ideológica del yo, principal para las concepciones sociocríticas del círculo de Bajtín (1993a; 1993b), y las tecnologías del yo foucaultianas,24 lo que les posibilita aprehender los textos cul23
El concepto de heteroglosia, fundamental para la comunicación dialógica en el planteamiento de Bajtín, refleja la multiplicidad de voces —una polifonía— y la alternancia de tipos y variantes lingüísticas de los sujetos y la aparición de diferentes niveles del lenguaje. Representa un «amalgama de lazos, relaciones e interacciones que se producen entre distintas voces de naturaleza social, cultural e idiosincrásica» (Acosta y Rodríguez Palmero, 2007: 31-32). En el proyecto de Zavala y Díaz-Diocaretz se reacentúan la heterogeneidad del discurso y la agencia del sujeto en la singularidad de la actividad comunicativa, que se reapropia del lenguaje en una composición única en función de la situación comunicativa concreta. 24 En el pensamiento más tardío de Foucault, las tecnologías del yo constituyen un tipo de hermenéutica del sujeto epistemológico que se conforma y confirma a través de una permanente verbalización. Dichas tecnologías son entendidas como mecanismos para actuar sobre uno mismo que construyen la subjetividad del individuo en relación a la verdad y que responden a los modos en los que el sujeto se constituye como un objeto de conocimiento para sí mismo. La genealogía de la subjetividad de la cultura occidental propuesta por el autor se fundamenta en los principios del disciplinamiento y de la confesión cristiana, entendida como un dispositivo discursivo y cultural que exige observación de sí mismo, indagación y formulación teórica de una subjetividad. En tal marco, «el cuidado de sí» y «la escritura del yo» son percibidos como factores primordiales
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turales como «palimpsestos de distancia, silencios y diferencias» (Zavala, 1993b: 11). Semejante fusión les permite superar el paradigma posestructuralista de la otredad entendida como ausencia (la difuminación del sujeto y la borradura del significado) y comprenderla como intrínsecamente social: Un individuo […] tiene múltiples posiciones de sujeto —identidades e identificaciones imaginarias que la interpelan, desde el marco de los discursos institucionalizados: la Iglesia, el Estado, la ley […]—. No tenemos solo una posición en el mundo, sino que nos podemos mover entre las fronteras, rechazando, polemizando o aceptando las posiciones de sujeto que nos interpelan. (Díaz-Diocaretz, 1993: 70, el énfasis es original)
Tal planteamiento, además de constituir otra alternativa teórica del retorno del sujeto en su dimensión social y textual, resulta altamente operativo para los objetivos del presente estudio al introducir categorías tales como discursos institucionalizados y agencia del sujeto sexuado, formuladas en respuesta a ellos en un continuo suceder. Propone establecer un correlato texto-lectura que permite abrir un marco de interrogaciones sobre el rol de las prácticas sociales en la construcción de las subjetividades y los problemas de identificación que «revelan el impacto de la lectura en la constante producción de otredad que caracteriza el texto literario» (Zavala, 1993b: 11). Su proyecto aprehende y expande la heteroglosia bajtiana hacia una filosofía del lenguaje entendida como intrínsecamente polifónica y dialógica y hacia una aproximación al sujeto múltiple como constructo empírico e imaginario en relación constante con otros discursos sociales. Así planteada, la subjetividad social, que «absorbe, selecciona, modifica y reacentúa ciertos topoi que migran a lo largo de un momento histórico» y que «tiene privilegio de hablar por sí» (Zavala, 1992: 13-14), se libera de la carga determinista y se vuelve central para el entendimiento del texto literario. Sin embargo, al mismo tiempo permanece alejada de «una categoría privilegiada por el inconsciente y se concibe como una zona de encuentro de voces, en un presentes en el proceso de construcción de uno mismo (Foucault, 1993: 223). Celia Amorós, por su parte, sitúa el origen del sujeto moderno en el nominalismo del siglo xiv, teorizado por Duns Scoto en el marco de los procesos de individuación, o sea, una serie de coordenadas que condujeron a que el individuo entrase en una fase de actualización «sobre unas potencias que solamente pueden ser actualizadas en la medida en que son apropiadas, es decir, en la medida en que el sujeto las hace suyas porque sólo las configura, configurándose él mismo en este proceso» (Amorós, 1997: 36). De esta forma se adelanta en casi dos siglos a los principios de individuación defendidos por muchos filósofos contemporáneos en “la deriva individualista del sujeto” de Locke y Hobbes (Renaut apud Portolés, 2009: 457). Ambas aproximaciones —al ubicar el surgimiento del sujeto moderno individual en el bajo medievo— confirman los presupuestos teóricos del presente trabajo.
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auditorio social interno y externo» (Zavala, 1991b: 115, el énfasis es mío). La relectura de Bajtín que propone el círculo de Zavala permite una reevaluación del sujeto como agente posicionado: su carga social, su saturación ideológica y su intrínseco dialogismo se recobran con el fin de compaginar el sociolecto cultural y el idiolecto autoral (Díaz-Diocaretz, 1993: 95).25 Las autoras proponen pensar la autoría como situada, es decir, una socialidad deíctica en tanto que locus de encuentro «entre el yo, el ser social, el sujeto que escribe y el sujeto del enunciado. Todos ellos están condicionados por los mecanismos de la producción discursiva y al mismo tiempo los modifican» (Díaz-Diocaretz, 1993: 96). En el marco del presente análisis, el concepto de autoría, así entendido, ofrece una flexibilidad teórica indispensable para no quedarse atrapado en las miradas puramente textuales o empiristas y analizar la posicionalidad que los discursos ofrecen a diferentes sujetos. Al recuperar el lugar de la enunciación en su red de saberes y poderes, se ofrece una apertura prometedora para pensar los itinerarios de la subjetividad ligada a su posición geocultural, sexual y racial que supera el cerco puramente lingüístico desde el que fue pensada, pero sin negar el carácter primariamente verbal de su representación: Se esboza así —como modelo para armar— una historia crítica, hermenéutica, que se distingue de la acostumbrada «representacional», no solo por su objeto de estudio —la construcción del género sexual, la objetivización del cuerpo, la dimensión normativa de la identidad—, sino porque refleja el significado social de tal actividad. La mayor diferencia radica en problematizar los objetos culturales y sus imaginarios e interpelaciones dentro de la axiología o evaluación de la cultura. (Zavala, 1993a: 10)
Como se ha señalado, la perspectiva dialógica de la crítica literaria feminista propuesta por Zavala y Díaz-Diocaretz es deudora de la deconstrucción del discurso esencialista y la propuesta dialógica de la semiótica del texto social elaborada por Bajtín. El dialogismo expuesto por Bajtín en Teoría y estética de la novela ([1975] 1989: 93-117) se explica en términos de la capacidad discursiva que abre las fronteras del diálogo, en su dimensión textual y comunicativa, y cuya realidad explícita en el texto la constituye el discurso del otro:
25 La autora propone entender el sociolecto como «lenguaje comprendido no solo como relación entre léxico y gramática, sino como receptáculo de las mitologías sociales» (Díaz-Diocaretz, 1993: 95), mientras que el ideolecto se concibe como «una actividad semiótica específica del individuo y, en el caso del lenguaje poético, el léxico y la gramática específicos del texto» (DíazDiocaretz, 1993: 95). En su propuesta hay que distinguir además entre el ideolecto del escritor (que puede estar genéricamente definido), el sociolecto de la cultura y, en una dimensión distinta, el sociolecto del patriarcado.
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Un enunciado vivo, apreciado conscientemente en un momento histórico determinado, en un medio social determinado, no puede dejar de tocar miles de hilos dialógicos vivos, tejidos alrededor del objeto de ese enunciado […]; no puede dejar de participar activamente en el diálogo social. Porque tal enunciado surge del diálogo como su réplica o continuación, y no puede abordar el objeto proviniendo [sic] de ninguna otra parte. (Bajtín, 1989: 94)
Resulta pertinente notar que, entre las múltiples condiciones de diferenciación que enumera el teórico ruso (la clase económica, la profesión, la edad, los círculos de entretenimiento, la pertenencia a una vecindad y familia dada), en ninguna formulación teórica del texto social consideró pertinente incluir la diferencia sexual como factor condicionante en las prácticas comunicativas. Esta laguna ha sido señalada por varias críticas (Zavala, 1992; Reisz, 1990), que, retomando las posibilidades de la dialogía del modelo bajtiano, han aprovechado su potencial para introducir en él una apertura hacia la posicionalidad sexuada del sujeto. Con tales premisas la relación dinámica del enunciado puede servir para demostrar que tanto lo dicho como lo no dicho afectan al enunciado en función de las marcas de género adscritas al discurso. La propuesta de leer los textos dialógicamente significa, entonces, analizarlos desde el punto de vista político y semiótico «al trasluz del vocabulario excluyente […] las voces del objeto marginado y silenciado» (Zavala, 1993a: 38), para poder revisar las totalizaciones, las reducciones y las teleologías. A la luz de tales presupuestos, el texto literario, en tanto «expresión verbal de la experiencia en la diferencia» (Potok, 2010: 27), es uno de los discursos en los que mejor se visibilizan las marcas de construcción de género vigente en una sociedad y época determinadas. Las preguntas que Zavala y Díaz-Diocaretz hacen al texto, y que resultan especialmente relevantes para el presente enfoque, no solo se refieren al significado o al mensaje del texto, sino que interrogan en «qué formas de vida [el texto] proyecta, qué epistemologías o conocimientos construye, y cómo y cuándo y quién los proyecta o reproduce» (Zavala, 1993a: 38). Además, tal perspectiva exige una aplicación cautelosa de nociones como canon, género literario o literatura, cuyo significado e implicaciones sociosemióticas varían según el momento histórico. Este proyecto pretende, pues, huir de las interpretaciones anacrónicas, las explicaciones totalizadoras y las justificaciones esencialistas. La diligencia en la aplicación de la terminología adecuada que se asume deriva de la propuesta foucaultiana expuesta en La arqueología de saber (1969), donde se enfatiza la necesidad de distinguir entre la terminología de análisis, que presta atención a los clichés comunes, y el material analizado. Se endeuda en la perspectiva del filósofo francés que hace hincapié no tanto en el análisis textual/filológico de las obras como en la identificación de los tipos y las
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normas de las prácticas discursivas que atraviesan los textos. Por lo tanto, deben despertar inquietud algunos conceptos totalizadores, como autoría, literatura o canon, y ciertas divisiones que se han hecho obvias para un investigador contemporáneo, como cultura medieval y moderna, sacra y profana, popular y oficial, etc. En la presente aproximación metodológica se sigue esta postura crítica que permite cuestionar las formas de continuidad establecidas y arrancar de su cuasi obviedad estas nociones. En resumen, el presente enfoque parte de la poética dialógica para estudiar las estrategias creativas y las prácticas discursivas de las escritoras del ambiente conventual femenino moderno para construir su posición autoral, tanto discursivamente —como funciones textuales— como en fenotipos sociales. Tal mirada no se limita a afirmar la producción cultural de las mujeres, sino que busca reconocer el funcionamiento de diferentes discursos en los textos y las formas de subjetividad, construidas y aplicadas por las autoras, que funcionaban y se proyectaban en el manejo de los cánones y géneros literarios. Susana Reisz acentúa estas dinámicas introduciendo la figura del representante acreditado del grupo social en la que participa el hablante, que retoma de Bajtín (1986; 1989) y Todorov (1981), y con lo que hace referencia al oyente real y al ideal. En este sentido, incluso cuando el hablante no dirige su enunciado a un interlocutor presupuesto o real, siempre tiene presente la figura de un oyente implícito «que encarna la visión del mundo, los patrones evaluativos y las formas de expresión típicas de la comunidad lingüística de la que él (o ella) siente que forma parte» (Reisz, 1990: 206). Esta premisa, aplicada a los textos de autoría femenina, abre camino a una serie de preguntas particularmente pertinentes si se tienen en cuenta las diferencias en el acceso al saber y al poder, en la situación corporal y en las formas de configuración social que se aplicaron a lo largo de la historia a las mujeres frente a los hombres.26 A estas diferencias socialmente aceptadas que afectan 26
Como se verá en la parte segunda del presente estudio, la disimetría sexuada en el campo artístico, como la denomina Collin (2006c: 154), es un aspecto más llamativo de la disimetría más general, sociocultural e histórica. Debido a que el arte es una dimensión humana constitutiva en esta materia, el silenciamiento de las voces femeninas o la trivialización de sus atribuciones ha sido especialmente feroz. Al mismo tiempo, la labor de redescubrimiento de las tradiciones artísticas de autoría femenina, sin perder nada de su pertinencia, todavía en la mayoría de los casos se refleja con un eco vacío de los estratos dominantes de la cultura. En este sentido, siguen vigentes y perentorias las preguntas planteadas por la filósofa belga respecto al tipo de autoridad necesaria para poder reclamar la creación de autoría femenina como arte en términos de originalidad, creación y genio. «¿Quién hay que ser, qué lengua hay que hablar y, sobre todo, desde dónde hay que hablar para que el “esto es arte” se ratifique, encuentre el “asentimiento del otro”?» (Collin, 2006c: 154). La «mutación cultural» del legado cultural femenino se debe en parte también a que «ni siquiera las vivas que las redescubren —en su mayoría mujeres— tienen una verdadera autoridad sobre la herencia simbólica» (Collin, 2006c: 154).
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de manera significativa a las mujeres, se deben sumar las que se derivan de su condición específica de escritoras y de escritoras monjas en un momento histórico determinado, pues las relaciones sociosemióticas que se derivan del uso de los modelos literarios establecidos, así como de las dinámicas existentes en el campo literario, están condicionadas por la asunción de una configuración prefijada del sexo/género que es explícitamente discriminatoria hacia la autora en tanto que mujer. ¿Qué elementos acreditan su autoridad para pronunciar la verdad del texto —particularmente de tema religioso— en el marco de una doxa que considera inferiores a las mujeres? ¿Cuál es el/la representante acreditado/a del yo lírico o la voz narrativa asumida por una autora que se expresa dentro de los modelos literarios establecidos que, sin embargo, no la legitiman como autora? ¿Cuáles son los diferentes representantes acreditados/as en la plétora de las voces y los lenguajes mimetizados por una autora que forma parte y a la vez se sitúa fuera de los círculos de la cultura literaria de su tiempo? La intervención de las autoras en el campo literario, y, particularmente, en los modelos literarios establecidos, presupone una configuración prefijada del sexo/género, ¿qué valores y tensiones asume una autora por su condición de mujer escritora? ¿A través de qué elementos acredita su autoridad para pronunciar la verdad del texto en el marco de una doxa que se fundamenta en la inferioridad intelectual femenina socialmente aceptada? La pregunta por el lugar desde donde se habla, común para esos interrogantes, que en parte se basa en la propuesta, de gran resonancia, de Diana Fuss (1999: 127-146), es en realidad una pregunta por los modos y las condiciones en los que un individuo puede ejercer la autoridad literaria y cumplir con la función-autor y la función-lector en la totalidad del proceso comunicativo. De este modo, se supera tanto el estatus puramente textual como el empirista y se dirige la atención hacia la fuerza generadora de la «articulación verbal de una identidad social» (Scarano, 2000: 35) marcada por una circunstancia histórica y cultural concreta. En tal marco se abre paso una teoría del sujeto semiótico como intrínsecamente dialógico que aprehende el concepto de enunciación como un camino hacia la subjetividad posicionada como diferencia (lingüística, racial, genérica), que resulta crucial para una aproximación viable al corpus textual del presente estudio. Esta posición-sujeto permite analizar las elecciones y las expectativas de registro, enunciación y código lingüístico al trasluz de categorías de diferencia como género, sexualidad, etnicidad o locación geopolítica, constitutivas en cualquier práctica y producto culturales. Igualmente, tal pregunta no permite obviar un condicionamiento análogo del propio investigador o investigadora asumiendo el mutuo diálogo entre el sujeto cognoscitivo y el objeto cognoscible, que se interpelan recíprocamente en la distancia de la disparidad de la historicidad hacia una fusión de horizontes, la Horizontverschmelzung de Gadamer
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(2002: 74-89). En este sentido se sigue la propuesta de Susana Reisz de un modelo crítico de discurso que asume sus propias fisuras sin pretensión de universalidad ni de ocultamiento del sujeto que lo articula (Reisz, 1990: 199-201). De este modo la autoría y la autoridad literarias femeninas pueden ser aprehendidas como problemas epistemológicos que articulan de manera interdisciplinaria la teoría feminista, la crítica literaria y la historia cultural, primordialmente, entre conocimiento e interpretación y entre formación y construcción del sujeto. 1.2.3. La escritura de autoría femenina como problema interdiscursivo La lectura dialógica de los textos de autoría femenina escritos en la Alta Edad Moderna presupone una aproximación crítica al concepto de escritura femenina27 en relación con el contexto sociocultural específico en un momento histórico dado. Al analizar los textos de las escritoras monjas se aplicará el concepto de literatura de autoría femenina para ganar más flexibilidad conceptual y repensar las ideas clave de los discutidos conceptos de écriture féminine y women’s writing.28 Estas categorías, tan prolíficas como controver27
Como ha señalado Susana Reisz, la expresión «escritura (literatura) femenina» conlleva una triple ambivalencia que dificulta tanto la distinción entre lo biológico y lo cultural como al hecho de si lo femenino se refiere al sujeto o al objeto de la actividad misma. De hecho, escritura femenina se puede referir a, primero, la literatura escrita por mujeres sin tener en cuenta una modalidad particular de escritura; segundo, la literatura escrita para las mujeres, o sea, un conjunto de publicaciones pensadas para satisfacer el gusto de una construcción normativa de la mujer; tercero, una literatura escrita por mujeres que es leída desde la posición que identifica e interpreta su marca de género, y, por último, una literatura feminista cuyo objetivo es cuestionar la lógica de los discursos dominantes patriarcales (Reisz, 1990: 202). El presente trabajo se centrará en el estudio de los conceptos tercero y cuarto. 28 El concepto de escritura femenina que aquí se discute aborda, a grandes rasgos, tres perspectivas. En términos generales, la primera se podría identificar con una escuela angloamericana (ginocrítica) que ha puesto en el centro de su interés las obras escritas por mujeres entendiéndolas como un tipo de tradición literaria específicamente femenina. Este enfoque propone estudiar la literatura de autoría femenina como legado textual diferenciado por una serie de características comunes basadas en la concepción social de lo femenino, y, de manera secundaria, por características biológicas. Las críticas a esta aproximación señalaron que, llevada al extremo, puede conducir a fortalecer los binarismos y los mecanismos de la exclusión de la cultura dominante creando un gueto desde el que hablan las mujeres. La segunda perspectiva, derivada del feminismo de la igualdad, identifica el potencial liberador de la escritura de autoría femenina si esta supera su estatus de lo particular/personal y accede a las cuotas de lo neutro/universal. En tal perspectiva, lo femenino constituye una marca de diferenciación que se debería superar en el camino hacia la equidad (equity), que, sin embargo, tiene el peligro de resultar cercana a la mismidad (sameness): «La corriente igualitaria del feminismo es heredera del pensamiento de la Ilustración pasado a través del marxismo. Identifica diferencia y dominación para terminar concibiendo tan sólo indi-
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tidas para diversas corrientes de la crítica literaria y feminista, constituyen un importante punto de partida hacia un análisis de los posibles modelos literarios, formas de autoría y dinámicas de escritura existentes en los textos del corpus del presente estudio. Aplicadas como patrón de lectura crítica, ofrecen herramientas para observar configuraciones que en otros modos de lectura pasan desapercibidas. En este sentido ejercen un papel de revelador original, siempre y cuando mantengan hacia su propio enfoque una actitud crítica que les aleje de la trampa totalizadora, anacrónica, mitificante o ideologizante. Por tanto, acercarse a la escritura de autoría femenina desde una óptica sensible a las marcas de género y a la posicionalidad sexuada del sujeto del discurso es operativa y hasta imprescindible, «a condición de que reconozca sus propios límites, es decir, de que no transforme un método en ontología» (Collin, 2006d: 183). Al no poder analizar de manera pormenorizada los enfoques críticos que abordaron la escritura femenina, en la plétora de contribuciones, se deben señalar los principales puntos de encuentro y discordia en relación con la orientación teórica del presente estudio. Generalizando, a precio de simplificación, el incuestionable logro de las corrientes feministas de la diferencia (o «de la especificidad» de «la/una mujer», según Luce Irigaray) al revalorizar la diferencia en términos positivos dotó a ciertas formas de creatividad femenina de un espacio real de repercusión. Gracias a este enfoque, las formas de autoría y escritura femeninas, hasta entonces menospreciadas o desapercibidas, lograron situarse en posiciones de lo normativo o, como mínimo, lo ontológico, de acuerdo con el presupuesto de que «el sexo femenino cuenta con una especificidad que provoca el desarrollo de un lenguaje y de un modo de simbolización originales» (Collin, 2006d: 176). Las teóricas partidarias del femenino marcado elaboraron clasificaciones que particularizan la escritura femenina y que después fueron asumidas por las aproximaciones deconstruccionistas o posmodernas, aunque las resignificaron como categorías aprehendidas más allá del sexo biológico del sujeto autoral. De este modo, como destacan Vanda Zajko y Miriam Leonard en su Laughing with Medusa viduos abstractos y equivalentes» (Collin, 2000: 352). La tercera aproximación, propuesta por las feministas de la diferencia que entablaron un diálogo con el psicoanálisis freudiano y lacaniano, basa sus propuestas en los conceptos de parler femme y écriture féminine. Al exaltar la diferencia se contraponen al feminismo de la igualdad, convirtiendo dicha diferencia no en un obstáculo por superar, sino en una fuente generadora fundamental del campo simbólico. Con las herramientas del deconstruccionismo y el psicoanálisis, esta corriente crítica constató el carácter construccionista de la identidad femenina producida en y por el lenguaje. Para un resumen crítico de estas aproximaciones y su contextualización sociohistórica más amplia, cf. Sánchez Dueñas (2009). Para una mirada crítica sobre la aplicación de las metodologías feministas a la luz del paradigma de la interdisciplinariedad de las ciencias humanas, cf. Felsky (1989 y 2003) y Stanford Friedman (2001: 504-509).
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(2006), en el pensamiento de autoras como Hélène Cixous,29 Julia Kristeva, Bracha Ettinger y Luce Irigaray, salvando los diversos matices, lo femenino se entiende como posición desde la cual entender el mundo y ejercer la escritura. Sin embargo, tal aproximación corre el riesgo de la esencialización de las identidades en cuerpos reales y simbólicos, así como de imponer una mirada que antepone «lo femenino […] a las mujeres como colectividad sociopolítica», creando un discurso social que las inmoviliza «sustituyendo a las mujeres por La mujer» (Collin, 2006d: 176 y 178). Como subrayó Ann Rosalind Jones, por muy estimulante y políticamente pertinente que sea en su contexto sociohistórico, tal aproximación deja desatendida la cuestión de la comunicabilidad de lo específico hasta correr el riesgo de encerrarse en un callejón ciego: «The notion as put forward by Cixous raises many problems. The realm of the body, for instance, is seen as somehow immune to social and gender condition and able to issue forth a pure essence of the feminine. Such essentialism is difficult to square with feminism which emphasizes femininity as a social construction» (Jones, 1981: 253). En su crítica Jones tilda de elitista y políticamente estéril este enfoque crítico, sin dejar de apreciar, sin embargo, su aportación metodológica al estudio de la literatura de autoría femenina que aquí se comparte: We need to examine the words, the syntax, the genres, the archaic and elitists attitudes toward language and representation that have limited women’s self-knowledge and expression […]. [However] women’s writing will be more accessible to writers and readers alike if we recognize it as a conscious response to socioliterary realities, rather than accept it as an overflow of one woman’s unmediated communication with her body […]. [Women’s writing] need to be looked at and understood in their social context if we are to fill an adequate and genuinely understood picture of women’s creativity. (Jones, 1981: 260-261)
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Sobre la concepción de écriture féminine en La risa de la Medusa y su revisión posterior, existe una amplia bibliografía, de la que destaca Ver con Hélène Cixous (Segarra, 2006). En la «Introducción» de ese volumen Marta Segarra señala que es de principal importancia indicar que este concepto a menudo ha sido erróneamente interpretado en clave esencialista, muy al contrario de los presupuestos constructivistas de Cixous. Écriture féminine debe ser entendida como una práctica de escritura subversiva que pone en cuestión el logos y el falogocentrismo y que puede ser ejercida tanto por las mujeres como por los hombres. El texto Le rire de la Méduse, en tanto un manifiesto escrito en 1975, hay que interpretarlo en su contexto como una exhortación a las mujeres a ejercer una escritura del cuerpo, el sexte (sexo/texto) con un sentido de praxis política concreta. La escritura es entendida como alteridad interna de una multitud de yoes. El manifiesto ha sido revisado por la propia Cixous, quien, como indica Segarra, hoy, más que de escritura femenina, prefiere hablar de écrire a secas, un verbo intransitivo y sin adjetivos.
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Muy completa reevaluación al respecto de los elementos estelares asociados al discurso femenino parece dar Maria Graciete Besse (2001) en su libro Percursos no Feminino, deudora de Béatrice Dider en L’écriture-femme (1981) y de Luce Irigaray en Ce sexe qui n’en est pas un (1979) y Parler n’est jamais neutre (1985), indicando, entre otros, elementos como los lazos con la autobiografía, el manejo del estilo oral, el uso de un tiempo estático o cíclico, la fluidez, la porosidad y la plasticidad, la presencia del cuerpo o la importancia de las figuras de la madre/hija en tanto rasgos de diferenciación en positivo. Con estos elementos Rosa Eugenia Montes Doncel (2005) elaboró una sistematización restringida de los constituyentes formales y temáticos de mayor utilidad pragmática de la escritura femenina, que se organizan en seis coordenadas, cuatro de las cuales entrañan un cierto interés acorde a los propósitos del presente trabajo —como se verá—, aunque deben ser tomadas como indicios e inclinaciones autorales que se afirman desde una posición social, cultural y sexual históricamente específica. Todo tipo de estrategias discursivas ha sido y siempre será la fuerza resultante de las coordenadas socioculturales que encarnan y desatienden formas específicas de marginalidad real y simbólica de los sujetos que participan en la situación comunicativa. Dado que, como señala Reisz en su crítica a los enfoques anacrónicos y totalizadores, «la conciencia de ser marginal y necesidad de expresarla —o de poner resistencia textual al sistema marginador— es un proceso histórico sumamente complejo, como tal sujeto a determinadas condiciones espaciotemporales, sociales e incluso individuales» (Reisz, 1990: 204), cada intento de construir un esquema universal de tipos o modos de una escritura femenina se acerca peligrosamente al esencialismo o, debido a la necesidad de introducir una serie de objeciones y ajustes, se hace críticamente ineficaz. En consonancia con estas premisas, a continuación se indican algunas hipótesis sobre los elementos de representación y las estrategias discursivas de los textos de autoría femenina que resultan relevantes para el corpus del estudio. La primera coordenada de diferenciación propuesta por Montes Doncel es la atenuación de los juicios propios, ligada a la teoría de gran difusión en los años setenta de los palimpsestos30 de Gilbert y Gubar (1998: 87-89) o los desafíos subterráneos analizados por Patricia Meyer Spacks (1975: 317-318) y 30 De este acercamiento, tan difundido como controvertido en la crítica literaria e historia de la literatura, se debe destacar su indudable valor de aplicar una lectura desde la sospecha que permitió revalorizar los huecos, los silencios u omisiones de las obras en su contexto y sacarlas de una supuesta transparencia. Muy acertada resulta la afirmación de Elaine Showalter sobre este enfoque crítico que ensalza su capacidad de «considerar el significado de lo que antes ha sido un espacio vacío. El argumento ortodoxo retrocede y otro argumento, hasta ahora sumergido en el anonimato del fondo, destaca en marcado relieve como una huella digital» (apud Gilber y Gubar, 1998: 89).
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la presencia en la ausencia de la que hablaron Carolyn Heilbrun y Catherine Stimpson (1975: 62). Este rasgo se imbrica en los mecanismos de censura y autocensura como condicionantes de los modelos de aplicación del lenguaje y los patrones de elección estética y estilística de las autoras. En tal sentido, la retórica de la feminidad, teorizada y críticamente aplicada por Alison Weber (1996) en su estudio de Teresa de Jesús, junto con la ironía, la inferencia, el eufemismo y el sobreentendido, constituiría un conjunto de recursos especialmente vigorosos para un análisis de los textos de las religiosas altomodernas. La segunda se basa en la recurrencia de una semiótica de los espacios reducidos, que se puede ligar al concepto de acosmia elaborado por Françoise Collin (2006d: 173-174), con la que se acentúan las restricciones reales y simbólicas de la producción, recepción y circulación de las obras de autoría femenina. La acosmia de las autoras, clasificada como una acosmia por defecto, a diferencia de la de los autores, entendida como por exceso, sería un efecto de la incapacidad y el impedimento de identificar un mundo más allá de su patio. De este efecto se derivaría entonces la propensión de las escritoras a desarrollar los escenarios de la privacidad, cotidianos, domésticos, cerrados, de mayor intimidad y menor inclinación hacia lo épico, lo político, lo público o lo general. Obviamente tal clasificación no puede aceptarse sin numerosas reservas; sin embargo, resulta operativa para resaltar los planos narrativos típicamente aplicados en la prosa, el teatro e incluso la poesía de las autoras del corpus de análisis. No obstante, como se verá más adelante, dicha poética o semiótica de espacios reducidos a la esfera privada cobrará una plétora de significados particulares en la escritura de autoría femenina originada en los claustros, donde la celda, la soledad y el espacio intramuros obedecieron a unas dinámicas y figuraciones originales, y, hasta cierto grado, opuestos al entendimiento de la acosmia por defecto que se deriva de las reflexiones citadas de Collin, así como de las de Gilbert y Gubar (1998: 98). La tercera se refiere a la inclinación hacia la sintaxis fragmentada, que en el caso del corpus analizado respondería más a una razón pragmática (las restricciones al acceso a la educación formal) que programática. Sin embargo, una sintaxis simple o pausada y una manera específica de aplicar la retórica de humildad y la captatio benevolentiae pueden ser causadas por la inseguridad a la hora de ocupar de manera legitimada, la posición autoral y la falta del poder efectivo, o autoridad, para ejercer la escritura. La cuarta es la relativa a la inclusión de imágenes relacionadas con la especificidad de la experiencia femenina, incluyendo las figuras arquetípicas de madre e hija, así como las referencias a la corporeidad femenina, y también encuentra particular desarrollo en el corpus de análisis. A diferencia de las propuestas teóricas de investigadoras como Montes Doncel (2005 y 2008) o Hermosilla (2000: 287-298), estas características no se ciñen a los significados ideologizantes o de
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contenido, sino que responden a un imaginario extremamente prolífico, propio del misticismo y de las corrientes espirituales de la época. Como se verá en la parte de análisis, este campo literario contó con un indiscutible protagonismo de las mujeres y fue especialmente productivo para el desarrollo de un registro lingüístico original. Esta característica se tendrá presente en dicha parte y en las conclusiones como punto de referencia posible y susceptible a la modificación y la ampliación en la indagación sobre los modelos autorales y patrones de comunicación literaria en la creación de las autoras religiosas. El uso de la noción literatura de autoría femenina implica estar pendiente de la diversidad y multiplicidad de los discursos que influyeron en la creación textual de estas autoras. Por tanto, busca reconocer esta escritura no tanto, o no únicamente, como una posible tradición literaria, en deuda con los enfoques ginocríticos, sino como un marco para sus prácticas textuales dentro del contexto social, cultural y político de su tiempo. De ahí que con este concepto particular se quiere indagar no solo sobre la obra escrita como un artefacto cultural, sino sobre la misma fenomenología del acto de escritura, o sea, los modos en los que una escritora negocia, piensa y afronta su posición sexuada cuando escribe. Tal presupuesto asume que la praxis escritora está sometida al proceso sociohistórico e individual o, dicho de otro modo, que ni todas las autoras afrontan su posición sexuada de una misma manera ni su posición individual es una constante en diversas situaciones comunicativas. A tal fin se busca inquirir cómo estas escritoras construyeron una posición de autoría en función de las dinámicas de la cultura letrada de su tiempo a través de la aceptación/adaptación o rechazo de los códigos ideológicos dominantes. Igualmente se pregunta en qué modo estas posiciones acotaron las diferencias entre las esferas privada y pública y sus fronteras reales y simbólicas a la luz de la heterodesignación y de lo que se establecía como feminidad normativa en la época. Semejante aproximación hace posible la pregunta sobre la conciencia institucional de autoría y la cuestión de construcción y aplicación de los modelos literarios en el manejo de la diversidad de los géneros literarios, corrientes estéticas y espirituales y códigos retóricos vigentes. Al proponer una lectura crítica de los conceptos écriture féminine y women’s writing, se logra permanecer atento ante el peligro de una visión totalizadora de la experiencia femenina que podría llevar a una esencialización de su escritura y a una sexuación de su agencia.31 Con todo ello, a lo largo del trabajo 31
Esta afirmación toca un agudo problema menoscabado o no suficientemente aprovechado por la mayoría de las corrientes de la crítica feminista, es decir, que el análisis de la escritura de autoría femenina visto como una negociación de la posición de mujer y la experiencia sexuada en el marco de un contexto sociocultural concreto no presupone que la autoría masculina careciese de las marcas de sexuación o que estas fuesen menos importantes, si bien la escritura masculina quisiese vestirse de universal. Al mismo tiempo, se responde afirmativamente a las frecuentes ob-
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se mencionarán elementos de ambas aproximaciones teóricas en función de las cuestiones planteadas en el propio corpus de análisis. El peculiar carácter de los textos de las monjas áureas, profundamente marcados por las censuras eclesial y estatal, así como la autocensura, por las características intrínsecas de las estéticas literarias y corrientes espirituales de la época, y las singularidades materiales del corpus, incompleto, ya que una parte significativa fue quemada por orden de los confesores en una práctica común de obediencia y sumisión, suscita nuevas preguntas que solo se pueden abordar desde una mirada histórica y culturalmente contextualizada. Estas suposiciones teóricas invitan a una lectura cautelosa, o a la aproximación desde la sospecha propuesta por Françoise Collin (2006a: 31-39) y Asunción Portolés (2009: 446-473), entre otras, que haga énfasis en la posición y las funciones que el sujeto puede abarcar en la diversidad de los discursos y el análisis de la génesis de las identidades dentro del campo de las prácticas sociales de comunicación históricamente específicas. En términos generales, se asume, siguiendo a Díaz-Diocaretz y Zavala, que es el uso de la palabra, a través de la experiencia y la aplicación, el que compone el mensaje. Por lo tanto, «las palabras no están predeterminadas […] no son marcadas genéricamente ni son epifenómenos sexuados», aunque las particularidades del contexto histórico y cultural permiten preguntar «por qué ciertos ideologemas han sido más frecuentes entre las escritoras» (Zavala, 1993a: 55) que entre los escritores. El lenguaje es performativo y no posee una marca genérica predeterminada en las palabras, con lo cual, se debe recordar, si bien, «en una cultura determinada, jetivaciones de la posibilidad de analizar la escritura de autoría femenina fuera de la clave comparatista. Se asume que para emprender un análisis de los modos y modelos de autoría femenina no resulta indispensable una aproximación comparatista para yuxtaponer lo masculino y lo femenino y así resaltar las diferencias del segundo. Tal aproximación llevaría a una inevitable simplificación, reforzando el dualismo de la diferencia sexual y posicionando a las mujeres otra vez en el lado de lo específico versus masculino/general. Este conflicto, que puntúa hacia una grieta entre las críticas feministas de diferencia y las de igualdad, se encierra en la alternativa entre reapropiación o superación de las diferencias. lo que, en última instancia, lleva a limitar la identidad sexual como necesariamente unitaria o esencialmente dual. «Tan difícil como admitir que la diferencia de los sexos sea un mero producto de la opresión que desaparecería sin dejar rastro cuando ésta desapareciera, es admitir que exista un territorio femenino en cierto modo auténtico, incontaminado de toda interferencia fálica. Se trata de afirmaciones de valor más bien programático que fenomenológico. Antes que explicar los hechos tal cual existen, expresan un proyecto, incluso un deseo» (Collin, 2000: 353). Françoise Collin propone salir de este quiasmo resaltando el carácter dinámico, recíproco e inestable de las, perdonen la redundancia, diferentes diferencias. Se asume con la autora que con tal sexuación en la escritura se abre espacio a la comunicabilidad en función del contexto social e histórico: «Para que [la comunicabilidad] se produzca no son necesarias ni la asexuación de lo universal ni la conformidad con la generalidad de un sexo. La comunicabilidad pasa por la organización, siempre singular, de las determinaciones sexuadas, lingüísticas, nacionales, sociales. Quien escribe nunca es el hombre, ni la mujer, sino alguien» (Collin, 2006d: 180).
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se pueden destacar ciertos rasgos lingüísticos propios de un sexo, en primer lugar, estos rasgos no son inmutables y, en segundo lugar, se sufren, pero también se asumen» (Collin, 2006d: 180). La búsqueda de un lenguaje femenino en el corpus de textos del presente análisis se juzga utópica debido a que la diferencia sexual se entiende como originada no en el lenguaje como tal, sino en el mensaje y los modos del acto comunicativo que con el lenguaje se están construyendo. Por esa razón, el objetivo está en abordar una lectura dialógica y un análisis de la creación textual de las mujeres relacionadas con los ambientes claustrales en un contexto que va extramuros, enfocando el análisis desde el marco cultural e histórico general y no desde el restringido efecto de privacidad y excepcionalidad que se ha supuesto a las prácticas culturales conventuales. Este análisis, que se resiste a constreñir la obra literaria de las monjas, permitirá analizar qué, cómo y por qué escribían y cuáles eran los perfiles de estas escritoras autoras. Ubicar la escritura de las monjas en el contexto social e histórico específico permitirá observar los posibles modelos culturales concretos que construyeron estas autoras situándose en la posición particular de una mujer educada que vive fuera de y a la vez forma parte de la cultura oficial. Asimismo, se podrá interrogar por las ideas y estrategias recurrentes o priorizadas que estas autoras, en tanto sujetos sexuados en femenino, utilizaron para afirmar múltiples posiciones-sujeto en el marco de la cultura eclesiástica y literaria de su tiempo. Ahora bien, si, como señala Gloria García González, más del treinta por ciento de la reciente producción historiográfica en España concierne a los estudios de la religiosidad, entendida, sobre todo, en su dimensión social, psicológica y cultural (García González, 2006: 23), y si, al mismo tiempo, más del ochenta por ciento de la producción literaria de las mujeres de la Alta Edad Moderna proviene de los espacios claustrales, habría que preguntarse por qué todavía carecen de reconocimiento, salvo unas pocas figuras icónicas, centenares de autoras y permanecen como una excepción o como un anejo a menudo infravalorado e incómodo, tanto para la historiografía tradicional como para las investigaciones feministas. La causa radica en la especificidad de las condiciones de esta producción literaria —una escritura que a menudo se ejerce como un tipo de transcripción de los dictados divinos, una escritura mística de lo inefable o una escritura por el mandato del confesor— o en las delimitaciones de su circulación y recepción: muchas veces restringidas a los espacios intramuros. Aunque también es posible que se deba a la aparentemente poco variada temática, circunscrita a la piedad y la espiritualidad, así como a una cierta tendencia de los estudios posmodernos a la relativización y desconfianza hacia los fenómenos de la espiritualidad, en un amplio sentido de la palabra. Baste decir que la creación literaria de las monjas todavía suena de un modo extraño y, en el mejor de los casos, nos es ajena. De ahí que el propósito principal que plantea este trabajo
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sea leer los textos de las monjas no como un tipo de escritura específica adjunta al complejo panorama de las primeras voces femeninas ni como un universo alternativo, sino como un conglomerado de voces diversas inmersas en los procesos socioliterarios y constitutivo de ellos, o sea, como escritura innovadora. Tal acercamiento crítico debe ser aprehendido desde la doble vertiente de la palabra. Según Simone de Beauvoir, la innovación de una obra radica en la aprehensión y construcción de un mundo, del mundo (Beauvoir, 1998: 194). Por otro lado, Françoise Collin la fija en la capacidad de ordenar un mundo y no solamente ocupar un lugar (Collin, 2006c: 158). Finalmente, el propósito que subyace a ambas definiciones es escribir «lo que no ha sido escrito, y lo que no se escribe, escribir para delimitar zonas blancas» (Collin, 2006e: 196). Debemos recordar que la idea de la mujer como sujeto histórico —creativo y creador— cuestiona el rol comúnmente aceptado de espectadora pasiva de la historia, un ser carente de agencia, al que le está vedado producir nuevos sentidos, o sea, ser autora. Este ser autora, reconocido en su singularidad, agudiza las preguntas por la autoridad, el nombre propio y la firma que llevan hacia una identidad autoral construida en función de los cuerpos sexuados reales y simbólicos. Como se verá más adelante, las experiencias femeninas de las vidas enclaustradas desembocaron en la expresión artística y cultural en modos y formas múltiples y disímiles. Fue precisamente en la escritura donde muchas monjas encontraron una vía para hacer pensable y narrable su experiencia personal y así hacer posible una vida vinculada estrechamente a la creación literaria y el pensamiento. En la literatura originada en los claustros femeninos, la identidad autoral representa un quiasmo complejo que, por imposición de las políticas eclesiásticas y la doxa de la inferioridad intelectual femenina, sufrió el borrado de sus nombres y de sus firmas solo por el hecho de ser mujeres autoras. En las dinámicas de la cultura escrita, las autoras religiosas enfrentaron una posición especialmente conflictiva en su lucha por el signo en pluma empuñada por mujer en el marco de los discursos dominantes de su tiempo que condicionaron, limitaron y prescribieron el cuerpo de la escritura. «Cuerpo que no sólo remite al cuerpo físico, sino que también articula una figuración literaria de otredad» (Zavala, 1993b: 9). En su escribir enfrentaron el doble constreñimiento para decir un yo, autodesignar su autoría y autoridad literarias desde una doble otredad, como mujeres y como monjas. Sus textos revelan las múltiples posiciones autorales en función de su estatus social, su formación intelectual y su conciencia institucional de autoría. Una lectura atenta a la relación indisoluble entre el género y el condicionamiento sociohistórico de los sujetos permite indagar la posición y las posibilidades vitales de las mujeres y así conocer las dinámicas de su producción cultural en un marco histórico concreto. Desde tal óptica, la creación literaria de las monjas de la Alta Edad Moderna puede ser considerada como una fuente, abundante y
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diversa, para conocer cómo reaccionaron estas mujeres frente a los intentos de la cultura oficial de definir y limitar su identidad. Este enfoque crítico hace posible reflexionar sobre las fronteras, reales y simbólicas, existentes en el discurso público con las que aquellas autoras religiosas tuvieron que enfrentarse y, por lo tanto, permite interpretar su creación como un acto de superación, de alguna manera, de los límites establecidos por el discurso de la cultura oficial que les dificultó, pero no impidió, el acceso a la esfera del diálogo público. Además, nos deja atentos a las peculiaridades de la escritura ejercida desde la clausura y a sus elementos específicos, como el rol del confesor, el significado de la censura eclesiástica, el sentido de la autocensura y el significado de la autoescritura ejercida por mandato. En suma, un conjunto de condicionantes que cada una de las escritoras monjas tenía que afrontar de modo individual construyendo una posición autoral propia.
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Es preciso «pensar en relaciones» si se quiere entender el género no sólo como una categoría analítica, sino como una realidad cultural, tanto del pasado como del presente. Gisela Bock, El género en historia (1991)
Una aproximación a los Siglos de Oro españoles implica tomar en consideración el carácter multifacético del Renacimiento y el Barroco en la Península Ibérica en tanto respuestas originales pero fundadas en las grandes corrientes de la cultura europea del momento. En el subcapítulo inicial de esta parte —«Cultura y valores en la sociedad española de los Siglos de Oro»—, se toman en cuenta las principales características de la cultura escrita de ese periodo, entendiéndolas como componentes indispensables para la ubicación de cualquier tipo de intervención literaria individual. El primer apartado, «El pensamiento y la cultura escrita», indaga brevemente la dinámica de la producción textual en los estratos letrados de la sociedad a la luz de los movimientos y las corrientes literarios e intelectuales del periodo. Posteriormente, en el apartado «La religiosidad y la literatura», se analiza el significado de la literatura religiosa para la sociedad del momento con el objetivo de comprender la producción y la circulación de los textos dentro de los cauces de la religiosidad oficial y de la popular. A continuación, se estudia la censura para reflexionar, por una parte, sobre las dinámicas de circulación de los saberes y los textos, y, por otra, en torno a la relación entre la cultura oficial y la no oficial (popular). En tal contexto, el segundo subcapítulo, «La noción de mujer: la teología y el imaginario común», analiza la construcción del ideologema mujer en la cultura oficial. En el primer
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apartado de esta sección, «Las normativas: la mujer y el sistema legal», se ahonda en la posición jurídica del sujeto femenino en la realidad ibérica de los siglos xvi y xvii. El segundo, «La mujer como noción: la teología y el imaginario universal. El sistema de lo posible», presenta algunos marcos discursivos de la conceptualización modélica de la mujer. A partir de este panorama, en el tercer subcapítulo, «La cultura literaria femenina», se analiza la praxis literaria femenina. Al ponerla a la luz de la configuración oficial de las nociones lectora y escritora, este subcapítulo se pregunta por las posibilidades normativas y factuales de la participación de las mujeres en la cultura escrita de ese periodo. De ahí que, el siguiente apartado, «La pragmática: los círculos de lectoras. Las lectoras como transmisoras de los contramodelos», se detenga en el problemático papel de las mujeres lectoras a partir de su comprensión como posibles transmisoras de modelos alternativos a las regulaciones de la cultura escrita. Seguidamente, en «La querella de las mujeres y la cuestión de la autoría literaria femenina en los debates oficiales de la época» se indaga la configuración normativa de la noción autora y se analizan las dificultades que impidieron la integración de las autoras dentro del discurso literario y cultural de su tiempo. Se intentan definir unos modelos de posición-autora mediante el análisis de las respuestas que dieron algunas autoras de diferentes contextos socioculturales a los primeros debates oficiales sobre la cuestión de la autoría literaria femenina. Se cierra este subcapítulo con una aproximación a las coordenadas sociohistóricas y a la práctica literaria de las autoras auriseculares que participaron en la construcción de la cultura literaria de ese periodo («Ser autora en los Siglos de Oro: reflexiones acerca de las coordenadas y la práctica literaria»). En el cuarto y último subcapítulo, «Las mujeres consagradas a Dios», se estudian las coordenadas vitales de las mujeres que se decidieron por la vida religiosa, dentro o fuera de las normativas católicas ortodoxas. Para tal fin, el apartado «El monacato femenino hispánico», se abre con una breve reflexión sobre los procesos de configuración de la vida cenobítica femenina en el territorio hispánico y el desarrollo del monacato femenino dentro de los marcos de la ortodoxia cristiana. A continuación, en el apartado «Las coordenadas sociopolíticas del monacato español en los siglos xvi y xvii», se indican las coordenadas sociales, políticas y económicas de la realidad conventual femenina del momento. El monacato femenino se analiza al trasluz del conjunto de la cultura religiosa cristiana española, poniendo mayor énfasis en los tres movimientos decisivos de su formación: la reforma católica española iniciada por los Reyes Católicos, el auge reformatorio filipino y la respuesta a la Reforma protestante y las políticas del Concilio de Trento.1 Con el 1
Siguiendo a John W. O’Malley, a lo largo del libro se distinguirá entre los siguientes términos: la Contrarreforma [The Counter Reformation], la Era tridentina [The Tridentine Age], la
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propósito de aproximarse a la realidad cotidiana de las monjas, y a los procesos y cambios que les afectaron a lo largo de estos siglos, en el apartado «El cenobio como microcosmos», se analizan los contextos interno y externo de los claustros femeninos y se indaga el funcionamiento de estas comunidades, sus jerarquías internas, las normativas y reglamentaciones de la vida diaria, el significado de la arquitectura de estos espacios junto con el funcionamiento de los conventos dentro de la urbe. El siguiente apartado, «La monja: coordenadas sociohistóricas y construcciones modélicas», está dedicado a la imagen de la monja creada por los tratados de los moralistas, las reglas y las constituciones de las órdenes particulares; en él, la monja modelo se yuxtapone a los usos y las aplicaciones concretas que quisieron y pudieron dar las religiosas del momento a estas normativas. En la última parte del subcapítulo, «Las mujeres semirreligiosas», se indican otras formas de la religiosidad femenina, no normativas desde el punto de vista de la ortodoxia cristiana del momento. 2.1. CULTURA Y VALORES EN LA SOCIEDAD ESPAÑOLA DE LOS SIGLOS DE ORO Questions remain about the very terms we use to describe, categorize, and analyze early women’s lives and texts: Where did we get our model of the past and how do we construct its history? Margaret Ezell, Writing Women’s Literary History (1996)
De la historia de las literaturas europeas modernas se infiere que la construcción del canon literario ha ido indisolublemente relacionada con el concepto de nación, ha constituido una evidencia fundamental del proceso de construcción de la conciencia nacional y ha devenido un signo de su soberanía. Este proceso ha sido analizado por Itamar Even-Zohar, quien demostró
Reforma protestante [Reformation] y la Era confesional o el catolicismo confesional [Confesional Age or Confesional Catholicism] (O’Malley, 2002). Para designar el programa de renovación religiosa interna de la Iglesia católica, se acudirá al término reforma católica (Martínez Ruiz, 2004: 111-173). En los últimos cincuenta años, la utilidad de los términos Reforma y Contrarreforma ha sido cuestionada por historiadores que apuntaron la excesiva simplificación inherente a tal oposición binaria. La necesidad de reconsiderar estos denominadores en referencia a la España de los siglos xvi y xvii resulta especialmente pertinente, debido a que el país ha sido interpretado como bastión de la Contrarreforma y considerado como más reactivo que activo en su agenda religiosa. La revalorización de la información disponible acerca de la reforma católica interna ejercida en España desde el siglo xv ha dado lugar a una nueva comprensión de cómo se llevó a cabo esta antes y después del protestantismo.
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el papel fundamental de las literaturas en la formación y formulación de los Estados nacionales europeos (Even-Zohar, 1996: 39-59). En la construcción del Estado-nación moderno acorde al modelo europeo, España fue uno de los primeros países que vertebró su cohesión social y cultural por medio de la producción literaria en un idioma estandarizado, reconocido por un relativamente heterogéneo grupo de lectores y convertido en referente para la creación literaria ulterior.2 Este patrimonio común fue internalizado, transmitido, pero también cuestionado, por los autores procedentes de los estratos privilegiados seculares y eclesiásticos de la sociedad, quienes «por su condición social poseían el poder para enunciar la verdad» (Chartier, 2000: 100). Del mismo modo, permitió establecer un punto de partida y una plataforma de diálogo para las autoras —mujeres creadoras de nuevos sentidos—, que, sin embargo, no gozaban del mismo estatus en el sistema discursivo y difícilmente habían sido reconocidas como escritoras dentro de las políticas oficiales de la cultura literaria de su tiempo. Consecuentemente, y en correspondencia con lo señalado por Mary Nash (2004) al referirse a la historia de las mujeres, la comprensión de la cultura escrita de autoría femenina demanda una aproximación que considere su relación con la tradición cultural nacional de su tiempo, aun cuando dicha relación sea conflictiva. De allí que se afirme, siguiendo a Gisela Bock y Joan Kelly, que, al estudiar las experiencias femeninas del pasado, no se trata de hacer hueco a las mujeres ni restituirlas a la historia, sino restituir la historia a las mujeres (Bock, 1991: 2; Kelly, 1984a: 65-109). Con lo cual se quiere ampliar tanto el modelo de la historia de mujeres, que analiza la categorización de las mismas como sujetos sociales del pasado (Duby y Perrot, 1993; Anderson y Zinsser, 2000), como la perspectiva de género y diferencia, para no dejar de escapar la especificidad sociohistórica, aspecto crucial en el estudio de la agencia femenina en los tiempos modernos. Todo ello con el objetivo de llevar a cabo, siguiendo a Constance Jordan (1992) e Iris Zavala (1993a: 59-67), una interpretación del discurso sexuado y de la construcción de las diferencias históricamente específicas.3
2
Se recuerda que la Gramática de la lengua castellana de Nebrija constituye la primera empresa de este tipo en el panorama humanista europeo. Siguiendo el ejemplo de la gramática latina de Lorenzo Valla (De Elegantiis Latinae Linguae [1471]), Nebrija establece un molde moderno para la construcción de las gramáticas nacionales. 3 Obviamente, no se pretende ofrecer un resumen exhaustivo de los procesos socioliterarios en la cultura española áurea. Por razones de espacio, así como para no desviar el enfoque principal del presente estudio, se indican los elementos de los procesos y las corrientes socioculturales, literarios y filosóficos que permitirán trazar un esbozo general del panorama histórico en el que sea posible y válido indagar la agencia literaria y autoría femeninas.
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2.1.1. El pensamiento y la cultura escrita La cultura letrada de los Siglos de Oro4 canalizó las inquietudes despertadas por este periodo de cambio, cuando las certezas intelectuales, sociales y religiosas se vieron cuestionadas, primero en siglo xvi, por la Reforma protestante, y, posteriormente, por la revolución filosófica y científica del siglo siguiente. Por esta brecha se inició una transformación que constituirá el primer desencantamiento (disenchantment) de la mentalidad y la realidad social europea moderna (M. Weber apud Monod, 1999: 3, 10). Las principales corrientes de pensamiento —el erasmismo, el neoplatonismo y el humanismo en el siglo xvi; el neoestoicismo y el escepticismo en el xvii— condicionaron la reflexión intelectual y literaria del periodo. Junto con la división en el seno del cristianismo occidental, canalizados por el humanismo italiano, se introdujeron nuevos valores civiles y seculares y una reivindicación de la estética clásica antigua. En consecuencia, el ambiente cultural quedó impregnado por los ideales del neoplatonismo, el humanismo y, su vertiente particularmente importante para la Monarquía hispánica, el humanismo cristiano. Posteriormente, como consecuencia de la revolución científica y de la crisis moral europea del siglo siguiente, el escepticismo y el neoestoicismo abrieron la brecha hacia lo que será la transformación y el desengaño del arte barroco. Con una dosis de generalización, se puede decir que de este cuestionamiento y del posterior reavivamiento del paradigma religioso y de sus tensiones surgió la literatura que hoy se clasifica como literatura de los Siglos de Oro, marcada por un compromiso social, moral e individual y en constante búsqueda de equilibrio entre estas tres dimensiones. A pesar de que es posible hablar de Renacimiento en España antes del siglo xvi, fueron las circunstancias políticas de este siglo —la conquista de Nápoles y la sucesión de Carlos V— las que propiciaron unas condiciones favorables para la intensificación de los modelos neoclásicos italianistas y el humanismo norteño. Durante estos dos siglos, la corriente humanista influyó significativamente en la concepción del individuo, en la sociedad y en la religiosidad en la produc4 Siguiendo a Pedro Ruiz Pérez (2010), en este estudio se asume la existencia de un Renacimiento propiamente español, caracterizado por una transcendencia de lo religioso y de los elementos medievales y por una temprana difusión de las lenguas nacionales, junto con rasgos esencialmente humanísticos. En el marco cronológico se siguen las clasificaciones de Orozco Díaz (1973) y Hatzfeld (1964), que, aunque establecidas hace más de cuatro décadas, resultan vigentes para el enfoque del presente estudio en su propuesta de división del periodo áureo según los parámetros del cambio en la cultura escrita. Ambos historiadores dividen el siglo xvi en dos corrientes principales: el erasmismo y el neoescolasticismo, señalando el año 1559 como momento decisivo para la cultura letrada; el siglo xvii se ramifica en la corriente crítica hasta los años treinta, la culminación de la crisis y una literatura reivindicativa hasta los años ochenta y un periodo final marcado por los novatores y una actitud cínica del desengaño.
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ción escrita y produjo nuevos sistemas en el marco de la filosofía moral de studia humanitatis, como el Diálogo de la dignidad del hombre (1586), formulado por Fernán Pérez de Oliva, o la propuesta de Oliva Sabuco de Nantes Barrera en su Nueva filosofía de la naturaleza del hombre (1587).5 Tanto en la literatura moralista y en la religiosa como en la de entretenimiento, se compartieron las indagaciones sobre la agencia del individuo, la condición del artista como trabajador intelectual libre, los límites de la percepción de la realidad o los patrones de la educación estandarizada. La fuerza del modelo ideal de dignitas hominis, reapropiado por los seguidores de Erasmo, disminuyó a mediados de siglo para dar primacía a las corrientes contrarreformistas impulsadas por las estipulaciones del Concilio de Trento (1545-1563) y la reformulada ortodoxia católica (Batllori, 1986: 10-45). Una de las respuestas católicas a la Reforma protestante más productivas intelectualmente fue la reforma educacional inspirada por Ignacio de Loyola, que, con el programa de la Ratio Studiorum, proponía a los clásicos como modelos para la enseñanza y la escritura. De su mano, el misticismo español, un fenómeno clave para la literatura de ese periodo y determinante para la espiritualidad contrarreformista, se afianzó como una de las más prolíficas tradiciones literarias españolas. Debido a su específica sensibilización de la realidad interna y la conciencia aguda de la realidad externa, las literaturas mística y ascética influyeron también en géneros literarios seculares como la picaresca, la novela o la corriente realista (Robbins, 2008: 137-148). Como ya se ha señalado, durante el siglo xvi se consolidó el significado de la literatura considerada nacional, que se fortalecía como referente identitario por estar escrita en lengua vernácula. Con los comentarios de Fernando de Herrera del 1580 y El Brocense del 1574 sobre la poesía de Garcilaso de la Vega se inauguró simbólicamente un periodo de mayor estimación y autonomía de la literatura escrita en lengua castellana. Fue también Garcilaso quien dio las pautas para la formación de la novela pastoril española, iniciando con ello una prolífica tradición influida por el ideario neoplatónico. La proporción, la armonía y el balance en el marco de una naturaleza idílica inspiraron el imaginario de Il cortegiano (1528), de Castiglione, o Dialoghi d’amore (1535), de León Hebreo —dos ejemplos ampliamente conocidos—. Asimismo, como se verá en adelante, estos textos influyeron en las autoras religiosas y seculares, dando como fruto unas 5 Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, de Oliva Sabuco, fue publicada en Madrid en 1587 y se convirtió en un texto de gran impacto para el humanismo español y un ejemplo de la filosofía precartesiana promovida por los médicos-filósofos, como Gómez Pereira o Francisco Sánchez. Sin embargo, la autenticidad de la autoría femenina del texto ha sido reiteradamente cuestionada, atribuyéndola durante siglos al padre de la escritora, Miguel Sabuco Álvarez. Para saber más de la disputa sobre los mecanismos de la desautorización de este texto a la luz de las políticas discriminatorias de género, cf. Romero (2008) y Martínez Jarén (2008).
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obras más tardías como Vigilia y Octavario de San Juan Bautista (1679), de Ana Francisca Abarca de Bolea, las Novelas amorosas y ejemplares (1637), de María de Zayas y Sotomayor, o las poesías amorosas pastoriles a lo divino de Luisa de Carvajal y Mendoza y Cecilia del Nacimiento. La corriente neoplatónica inspiró la poesía amorosa y espiritual del periodo al permitir que se cuestionase el dualismo agustiniano de cuerpo y mente en autores como Luis de Granada, Teresa de Jesús o Luis de León. De este modo, estas tendencias filosófico-estéticas se convirtieron en una base que facilitó conceptualizar las nociones de amor y belleza, tanto en la dimensión corporal como en la espiritual, abriendo así la posibilidad de transcendencia de lo material para cada individuo y marcando una dimensión importante para la formulación y formación de la autoridad y autoría literarias. El carácter religioso de la literatura de los siglos xvi y xvii respondió a lo que fue el eje central de cualquier mentalidad moderna y no, como algunos investigadores querían sostener —siguiendo la línea de Ramón Menéndez Pidal—, a una especial ortodoxia o mentalidad dogmática de los peninsulares. Por consiguiente, la continuidad entre el Renacimiento y el Barroco se basó en el papel pragmático de la literatura centrada en dar respuestas prácticas, y no tanto análisis sistemáticos, a los más emergentes problemas espirituales, morales y políticos del momento (Robbins, 2008: 137-148; Gaylord, 2008: 222-236). A comienzos del siglo xvii, los elementos estéticos del Renacimiento se vieron alterados por unas circunstancias políticas y sociales diversas y una diferente condición del ser humano (Bennassar, 2004: 7-16). La confianza y el idealismo humanistas fueron transformados por el sentido del desengaño y la desilusión, los cuales trajeron como consecuencia una reflexión crítica de la realidad política y social que desembocó en una profunda crisis durante el siglo siguiente (la Guerra de los Treinta Años, las guerras francesas, los numerosos conflictos y revueltas nacionales). La longevidad del humanismo español durante buena parte del siglo xvii resulta ser una originalidad en el panorama europeo, gobernado por entonces por el atomismo epicúreo y la filosofía mecanicista. El escepticismo y el neoestoicismo barroco eran causas, a la vez que consecuencias, de este humanismo tardío defendido en el pensamiento español. La respuesta en clave de filosofía moral humanista al cambiante clima político y moral del nuevo siglo se fundó en la reivindicación de los paradigmas existentes y en una reflexión crítica de los binarismos predominantes —como el parecer versus ser, el pragmatismo moral versus las éticas idealistas—, así como en una literatura políticamente comprometida encabezada por los arbitristas, quienes sentaron las bases para las epistemologías empíricas de la Ilustración. El neoestocicismo impulsó una reflexión que enfatizó la necesidad de separar las apariencias y los artificios del mundo para llegar a un estado de desengaño de la realidad. De esta forma, la literatura de este momento se inclinó hacia las tendencias antitéticas,
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convirtiendo las oposiciones de cuerpo-alma, salvación-condena y tierra-cielo, complementarias durante el neoplatonismo, en bruscamente antagónicas (Robbins, 2008: 143). La estética del arte barroco se basó en una transformación hacia la exageración de ciertos modelos y tendencias anteriores. La dificultad, la metatextualidad y la complejidad del arte respondían al objetivo principal de crear una literatura elitista que enganchase al lector en un juego de sentidos y sentimientos. Consecuentemente, la literatura del barroco se caracterizó por una abstracción y un sensualismo de sus imágenes, por ser intuitiva en sus lenguajes y más artificial y formal en la construcción de la voz literaria y en la concepción del individuo que presentaba. La fusión del neoestoicismo con el escepticismo llevó a unas respuestas epistemológicas innovadoras, propagadas por los novatores, que cuestionaron las verdades absolutas y afrontaron un sentido de radical inseguridad, desconfianza y desengaño. Esto, a su vez, inspiró una contrarrespuesta que defendía los valores y las verdades absolutas del cristianismo, cuyas definiciones del bien y del mal no dejaban mucho espacio para la vacilación o el cuestionamiento crítico. Es importante recordar que la producción y difusión de la cultura de aquel periodo se desarrolló en el marco de la relación del patronato, el cual sostenía una dependencia del artista y marcaba unas pautas concretas del proceso creador definidas a priori. Sin embrago, como se ha explicado en el primer capítulo, las nociones de libertad artística y expresión individual deben de aprehenderse dentro de la especificidad del contexto sociocultural del momento. Este contexto respondía a los ideales humanistas y a la regla clásica de enseñar entreteniendo, influida por la reforma católica en su vuelta a la regla primitiva, que entonces colocaba al artista en el lugar de la conciencia social y la voz intelectual de su momento, para el bien de la comunidad y el desarrollo del individuo. La literatura de este tiempo, tanto de autoría masculina como femenina, estuvo marcada por un profundo compromiso social: desde la contestación de los límites de la autoridad y el control civil y religioso sobre el texto, pasando por las reflexiones acerca de la honra y la deshonra sociales e individuales, hasta las críticas de las desigualdades políticas e institucionales en la construcción y el tratamiento de los individuos. Así pues, se debe recordar que la literatura escrita por mujeres, por muy diferentes que sean sus coordenadas de vida y por muy restringidas que sean las posibilidades de su expresión pública, también respondía a estos procesos socioculturales. El sistema clasicista de la sociedad áurea, las presiones entre los cristianos viejos y los conversos, la preponderancia de la limpieza de sangre y la honra y las expectativas del ascenso social de las clases más bajas tuvieron un reflejo inmediato en producciones culturales del periodo como el romancero, la picaresca, la novela de caballerías o el arte nuevo de hacer comedias. Asimismo, estas marcas de clasificación indican la difícil mutabilidad de los roles sociales asig-
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nados por causa del sexo, la creencia y la clase social, que, por su parte, influía en la desigual retribución de las posibilidades vitales y creativas, diferentes para los hombres y las mujeres y para cada estrato de aquella sociedad. Me refiero así a una sociedad que se construía en el marco de la mutua influencia e interrelación entre la alta cultura y la popular, la religiosa y la secular, formando de esta manera una realidad nacional a base de tensiones. Como ya se había dicho en otro momento, la primacía que se suele dar a la omnipresencia de los poderes del Estado y la Iglesia católica a la hora de interpretar la realidad de los Siglos de Oro resulta discutible y aquí se distancia de este tipo de interpretaciones totalizantes. Además de lo señalado por Ricardo García Cárcel (1989: 8), quien ha afirmado que «se ha despreciado demasiado el papel del mercado consumidor como elemento configurador de la cultura producida», se añade el hecho de que se ha exagerado al generalizar las interpretaciones de la literatura, el arte y, en general, la cultura de estos siglos como herramientas de propaganda del orden señorial y auxilio de la Inquisición. Sin pretender defender una autonomía creativa del artista, se quiere señalar su cierta independencia en pensar y crear en respuesta hacia la realidad que le rodeaba. Con lo cual se acerca, aunque con cautela, a la concepción social del artista propuesta por Arnold Hauser (1969: 388) como «trabajador intelectual libre». Recordar esto permite pensar en las autoras del momento como portavoces culturales de su época y creadoras de los nuevos sentidos, entendiendo su escritura en las dos dimensiones del acto creador, es decir, la individual y la social. Al mismo tiempo, entender que la religiosidad formaba parte integral de la mente moderna y de su producción cultural posibilita comprender la dinámica de la creación y recepción de los textos escritos en el marco de la producción religiosa, sin calificarlos automáticamente de exclusivamente piadosos o dogmáticos. 2.1.2. La religiosidad y la literatura Durante el periodo de la primera modernidad, e inducida por un conjunto de factores sociales y políticos en la literatura española de los siglos xv y xvi, se produjo una renovación e intensificación de la religiosidad que llevó a la publicación de más de tres mil libros denominados «religiosos» (Di Salvo, 1986: 466). A este número se deben añadir los impresos religiosos comunes —por ejemplo, los borradores y catecismos de mano—, los autos sacramentales, las publicaciones eclesiásticas —como las ediciones de las Sagradas Escrituras, las ediciones críticas de los Padres de la Iglesia, los sermones y los escritos del derecho canónico o las guías de los clérigos—, la poesía devocional y toda la tradición de las obras caballerescas y pastoriles alegorizadas a lo divino (cf. Poutrin, 1995). Las
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estimaciones estadísticas de Melquíades Andrés Martín (1994: 85-88) hablan de unos mil doscientos libros espirituales escritos en latín, castellano y catalán durante los Siglos de Oro y unas cuatrocientas cuarenta y cuatro hagiografías publicadas entre 1480 y 1770, un número que no incluye las autobiografías espirituales, las reediciones de las vidas de los santos ni las obras marianas. Esos textos, junto con los inventarios de los impresores y los libreros, analizados por Alison Weber (2005c: 149-158), que revelan la existencia de decenas de miles de libros religiosos accesibles por unos maravedís, ofrecen una idea general del grado de difusión de la literatura religiosa y obligan a preguntar por el significado que este tipo de escritos tenía para las dinámicas de producción, circulación y recepción de la cultura letrada.6 El espíritu de la recién concluida Reconquista, las reformas eclesiásticas iniciadas por Cisneros y su apoyo a la educación humanista cristiana, el ambiente de la renovación del espíritu franciscano y de la devotio moderna crearon unas condiciones propensas para la renovación espiritual y devota que se extendió más allá de la élite religiosa. La popularidad de las obras de Erasmo7 y de sus seguidores en el reino español8 excedió el marco de las élites, llegando a formar un fenómeno que desde la aristocracia fue llevado a las capas populares de la sociedad. En la Península, el erasmismo compaginó el espíritu humanista con una vuelta hacia un evangelismo interiorista basado en la doctrina de la philosophia Christi (Abellán, 1992: 158). Hasta la segunda mitad 6 Una necesidad obviada ya por historiadoras como Elizabeth Rhodes (1990: 43-66) y Keith Whinnom (1994: 159-175), entre otras. 7 El Manual del caballero cristiano y los Coloquios alcanzaron mayor repercusión después de la junta de los teólogos en Valladolid (1528), inicialmente pensada para censurarlos. En la etapa de confrontación y diversificación de las vías espirituales en la España pretridentina (Martínez Ruiz propone fecharla entre 1490-1550 [2004: 471]), la influencia del erasmismo es difícil de sobreestimar. Los más efervescentes debates entre sus defensores y detractores tuvieron lugar en las universidades e imbuyeron los círculos salamantinos (los detractores, sobre todo, los dominicos y los franciscanos), vallisoletanos y alcalinos (los proerasmistas, predominantemente benedictinos, cistercienses y jerónimos). Todavía en 1527, las obras de Erasmo eran defendidas en el nivel estatal al prohibir los ataques al autor en público (el decreto del representante de Carlos V Alonso de Manrique). El contexto cambió en los siguientes años, cuando tuvieron lugar los primeros procesos contra los erasmistas, con los resonantes casos de Ana Osorio y Juan de Vergara (1535-1540). El auge de la persecución llegó con la inscripción de las obras de Erasmo en el Índice de Valdés de 1559. En este mismo año, en el Índice de Roma se le incluyó entre los autores condenados primae classis y además se le añadió la frase que prohibía cualquier texto suyo, incluso los no relacionados con los temas religiosos: «Con todos sus comentarios, anotaciones, escolios, diálogos, cartas, opiniones, traducciones, libros y escritos, aun de aquellos que no contienen nada contra o acerca de la religión». Cf. Martínez Romero (2005: 238). 8 Entre otros, los hermanos Alfonso y Juan de Valdés; los profesores de la Universidad de Alcalá de Henares Sancho Carranza de Miranda y Pedro de Lerma; el abad de la Universidad de Valladolid, Alonso Enríquez y los predicadores Alonso de Virués, Gil López de Béjar, Luis de Granada y Juan de Ávila.
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del siglo xvi, y antes del endurecimiento del ambiente antialumbradista y antierasmista, los libros que propagaban la reforma religiosa y la reflexión acerca de la nueva espiritualidad eran repetidamente reeditados, como dejan ver las diez ediciones de Enchiridion publicadas en dos años. Por otro lado, en la Monarquía hispánica esta expansión del pensamiento erasmiano ya había sido facilitada anteriormente por los ecos del movimiento europeo de la devotio moderna y las siguientes reformas cisnerianas. Esta forma de devoción estimuló una masiva producción de manuales de oración mental, que permitían discernir la oración ortodoxa de la desviación herética, llevando en efecto a más de veintidós títulos editados en nueve años, entre 1500 y 1509 (Weber, 2005c: 152). Los índices de libros prohibidos y expurgados funcionaron como papel de tornasol de las dinámicas de difusión de la literatura espiritual, lo que refleja el desigual impacto que la censura tenía para la praxis de la cultura letrada religiosa. Por un lado, mirando, por ejemplo el éxito del manual de Francisco de Osuna, Abecedario espiritual, que contó con veintiséis ediciones de sus respectivas partes entre 1527 y 1556, o las obras de otros autores, como Bartolomé Carranza (Comentarios de fray Bartolomé Carranza de Miranda sobre el catecismo cristiano [1558]), Francisco de Borja (Obras muy devotas y provechosas para cualquier fiel cristiano [1556]) o Juan de Ávila (Audi filia [1556]), se puede percibir la demanda del mercado de estas formas de escritura y su brusca coartada, una muerte tipográfica, que supuso su inclusión en el listado del Índice de Valdés. En el caso de las obras de Osuna, «ninguna de sus obras romances volvería a ser publicada en España y en lengua castellana, salvando una muy tardía edición del Tercer Abecedario en Madrid en 1638, aparecida ya en un contexto sociocultural muy diferente al de Osuna» (Pérez García, 2013: 121). Por otro lado, en otros casos, debido a la fuerza de la religiosidad popular y la difusión manuscrita, se logró mantener vivas las circulaciones de los textos prohibidos mediante el desarrollo de un mercado paralelo a las demarcaciones oficiales. Un ejemplo de esta tendencia lo ofrece el Libro de la vida, de Teresa de Jesús, o el Libro de oración y meditación, de Luis de Granada.9 Lo que resulta incuestionable, sin embargo, es que los índices marcaban un
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La primera redacción del Libro de la vida, de 1562, se asume por perdida; la segunda, de entre 1564 y 1565, empezó a difundirse en copias a partir de 1570. La recepción del texto no disminuyó, pese al proceso inquisitorial iniciado por las denuncias enviadas desde Córdoba, Valladolid y Sevilla y haber permanecido en los archivos del Santo Oficio de Madrid durante casi doce años (Manero Sorolla, 1992b: 157). Asimismo, el Libro de oración y meditación de Luis de Granada, a pesar de haber sido inscrito en el Índice del 1559, alcanzó sesenta y cuatro ediciones europeas hasta el año 1578 y al año siguiente contó con más de cien ediciones nacionales. Su Guía de pecadores en el cual se enseña todo lo que el cristiano debe hacer desde el principio de su conversión hasta el fin de la perfección fue reeditada ochenta y cuatro veces solamente en español, superando así cuatro veces el número de las ediciones del Quijote de Cervantes (Manero Sorolla, 1992b: 153).
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límite cronológico en la edición y difusión de las obras escritas en romance y constituyeron, de este modo, un punto de inflexión importante en la difusión de la cultura letrada entre las mujeres, habitualmente de formación autodidacta o no estandarizada, quienes mayoritariamente no poseían conocimientos de latín. La amplia difusión de las autobiografías espirituales y las poesías místicas son un síntoma de la infusión de la erótica a lo divino en la reflexión sobre la doctrina y las Sagradas Escrituras, después de la prohibición de las lecturas y las traducciones de los textos espirituales a las lenguas vernáculas. Este tipo de meditación religiosa abrió un vasto campo de negociación para las autoras monjas, quienes, por primera vez, vieron cómo la experiencia desde el cuerpo femenino les podía servir de legítima fuente de autoridad simbólica para entrar en el discurso público y ortodoxo.10 A este fenómeno se volverá en lo que sigue; sin embargo, es preciso tener en cuenta la interrelación en la construcción de los modelos autorales, las modalidades de expresión literaria y las normativas legales efectuadas desde el poder civil y eclesiástico del momento. Asimismo, la amenaza protestante y el espíritu de la reforma católica, que tuvo su auge en los cambios impuestos por las directrices tridentinas, empujó a la Iglesia católica a fortalecer su discurso ortodoxo al encontrar en la escritura uno de los medios más proclives para tal fin. La política contrarreformista, entre otros aspectos, se centró en la promoción de la escritura hagiográfica, las vidas, las crónicas conventuales, las poesías devocionales y el teatro religioso. Este cambio supuso una proliferación de la creación literaria femenina dentro de los marcos de la ortodoxia cristiana y los muros conventuales, creando un ambiente propenso para la formación de los primeros círculos literarios femeninos en la sociedad moderna (Baranda Leturio, 2005: 20-25). De ahí que la renovación espiritual debe ser entendida en su interrelación con la cultura escrita y desde el impulso que propiciaron las capas más altas de la sociedad. Estas, por su parte, promoviendo el nuevo modelo de devoción a través del libro y la lectura, influyeron en la expansión de la literatura espiritual en lengua castellana a escala global. En esta tendencia participaron todas las líneas espirituales cristianas, con un predominio de los franciscanos y la promoción intelectual de Cisneros, los carmelitas y los dominicos, junto con las líneas heterodoxas, principalmente el erasmismo fomentado desde los círculos cortesanos (cf. Baranda Leturio, 2005: 17-33; Martínez de Bujanda, 1984: 90-120, 303-595). La sociología de la producción y la recepción de la cultura escrita y visual en la sociedad de los Siglos de Oro hay que entenderla, principalmente, en la interdependencia entre la cultura popular y la sabia/culta (o la cultura oficial y no 10
Sobre la relación del cuerpo-escritura-clausura en la creación literaria de las monjas de los Siglos de Oro, cf. Ferrús Antón (2005). Este tema se desarrolla en los apartados 3.2.I y 3.2.IV.
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oficial, según la nomenclatura propuesta por Kamen [1999]), pero también en respuesta al control censor ejercido desde el Estado y la Iglesia católica. Entre otros historiadores, fue Peter Burke, en su Cultura popular en la Europa moderna (1991), quien sugirió distinguir dos fases principales en el proceso de interrelación entre lo popular y lo culto en la cultura de la Europa Occidental. La primera correspondería con el siglo xvi y la fascinación por lo popular en la cultura sabia, que dio como fruto en el Reino español una literatura inspirada por el cancionero y el romancero y un verdadero brote de la creación mística. La segunda, correspondiendo con el siglo xvii, parecería una inversión del esquema: era la cultura académica la que suprimió lo popular y dictó las pautas de conducta y del arte para las élites letradas. De ahí que la comprensión de esta interdependencia entre lo popular y lo culto sirva para advertir cierta circularidad, al decir de Mijaíl Bajtín (1990), o una mixtificación, como propuso Roger Chartier (1992), de motivos, formas de expresión, temas, géneros, estilos y modelos que construyeron el repertorio para la creación cultural y textual de la época. Lo que se podría llamar la «cultura oficial» correspondería al discurso efectuado desde los estratos del poder real y eclesiástico, que imponían una estandarizada visión del mundo en el contexto histórico particular (García Cárcel, 1989: 12-18; Kamen, 1999: 101- 130, 235-260). Por otro lado, y entendiendo el poder no solamente como una mera imposición estructural, sino como una interacción entre las esferas sociales desde las jerarquías políticas hasta los contextos cotidianos, la cultura popular o no oficial puede ser aprehendida como un discurso de respuesta o resistencia frente a la primera (Foucault, 1977: 116). Es precisamente en este marco de referencia a una verdad normalizada y supuestamente universal donde se establecen las reglas de comunicación y se forman las fronteras dentro de las que los sujetos tienen posibilidad de movilidad individual y donde se crean y recrean los discursos (Foucault, 1977: 116). De ahí que, de acuerdo con los análisis de la participación femenina en la formulación de los grandes procesos históricos propuesto por Joan W. Scott (2011: 95-101), se pueda constatar que el poder y la resistencia están en una continua tensión e interrelación entre el discurso oficial, desarrollado dentro del marco ideológico normativo de un contexto sociohistórico concreto, y el discurso no oficial, alternativo a este, pero no necesariamente opuesto, a través de la subversión, la negociación o la asimilación estratégica. Como demostró Ricardo García Cárcel (1989; 2004a), la cultura oficial y popular, lo religioso y lo secular, se vieron entrelazados en los diversos discursos de los Siglos de Oro, excediendo la óptica de unas oposiciones binarias o esferas separadas. Si se entiende que la mentalidad moderna está profundamente impregnada por la religiosidad, se pueden llegar a percibir las coordenadas específicas de la creación individual, precisamente como fruto de la pluralidad de expresiones de lo religioso en aquella sociedad en los diversos sistemas de representación con los que se construía el sentido de la existencia individual.
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Es menester recordar que la política estatal constituyó la principal plataforma de los impulsos regulativos de los sistemas educacionales y de la producción, circulación y difusión de la creación literaria, estableciendo con ello una estrecha relación con el catolicismo institucionalizado (Bennassar, 2004: 38-40, 250-256). Las reformas iniciadas por los Reyes Católicos se implantaron en respuesta a la necesidad de consolidación del poder monárquico sobre los distintos reinos y la pertinencia de reformar el clero regular y monástico.11 A partir de la reforma del Cardenal Cisneros brotaron los intentos de renovar la religiosidad, exaltada en apariencia, y de mejorar la formación de los eclesiásticos mediante la fundación de centros de educación administrados por órdenes religiosas, como la de Alcalá de Henares o la de San Esteban de Salamanca. El principal objetivo político que hubo detrás de estas iniciativas de cambio fue la búsqueda de una unidad religiosa que pudiese ser controlada por los monarcas en su dimensión política (Santa Hermandad), social (Santa Inquisición) y doctrinal (subordinación de las órdenes militares al Estado) para formar la columna vertebral del proyecto político de la unión de los reinos de Castilla y Aragón (Graña Cid y Fernández-Gallardo, 2003: 56-63). De acuerdo con lo señalado por Henry Kamen (2008), resulta problemático aventurar valoraciones generales sobre el impacto facticio de la Inquisición en la circulación de los saberes. Asimismo, proliferan las tendencias que sobrevaloran el rol del poder eclesiástico sobre el desarrollo y la difusión de la producción cultural en los Siglos de Oro. No obstante, se considera válido pensar en la Iglesia católica del momento como uno de los ejes principales del poder estatal y como un complejo sistema, tanto de control como de apoyo, de producción cultural. En este sentido, la Inquisición, entendida como el brazo ejecutivo de la política religiosa del Estado, se puede percibir como un órgano oficial que implementaba las normativas del pensamiento ortodoxo y registraba su correspondiente reflejo en los comportamientos sociales particulares. El Santo Oficio, transformado y acreditado por el poder real en 1476, desde el año 1492 empezó a censurar las señas de las posibles heterodoxias en el pensamiento y los comportamientos que podrían indi11 La reforma católica romana tuvo sus inicios en Europa en la segunda mitad del siglo xiv y en la Monarquía hispánica se implantó como acción reformista de los Reyes Católicos, encabezada por Francisco Jiménez de Cisneros. Los historiadores, entre ellos Enrique Martínez Ruiz, señalan que los orígenes del deseo de la reforma católica romana hay que buscarlos en la condición de decadencia de la Iglesia debida a «la relajación de la vida interna […], la feudalización de los monasterios, […] las consecuencias del Cisma de Occidente, que fragmentó las órdenes en dos ramas con autoridades distintas» (Martínez Ruiz, 2004: 112). En la Península Ibérica, este deseo de reforma interior, anterior a la reacción contra Lutero, se implantó en la escala global en el programa del máximo religioso de los Reyes Católicos, que, «además de la reforma del clero regular, comprendía acabar con el paganismo y la herejía a fin de alcanzar la implantación total de la ortodoxia cristiana» (Martínez Ruiz, 2004: 123).
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car la diferencia racial y étnica. La respuesta a la Reforma protestante trajo consigo mayor vigilancia de la ortodoxia del pensamiento individual y colectivo, mientras que la paulatina crisis del imperio del siglo xvii llevó a un incremento de las herramientas de control social (García Cárcel, 1989: 130-135; 2004b: 160). El grado de ideologización de la cultura oficial encontraba su reflejo en los manuales de conducta, los sermones y los dictados de los moralistas, pero también en las pautas de organización del teatro, la poesía y la pintura, siguiendo los patrones de lo normativo según el pensamiento dominante. A principios del siglo xvi, el mayor control censor se dirige en contra de los judíos, los cristianos nuevos y los moriscos, mientras que, lógicamente, en el periodo de la Contrarreforma (1545-1648), mayor severidad examinadora se pone a los delitos ideológicos en sus distintas expresiones del luteranismo, las blasfemias o proposiciones heréticas. Como demostró Jean-Pierre Dedieu (1994), en su estudio L’Espagne de 1492 à 1808, el alcance del control ideológico de la Inquisición no fue unánime en la perspectiva diacrónica, lo que evidencia cambios y tensiones en la política de la Santa Sede y las políticas nacionales de los subsiguientes monarcas españoles. La Pragmática de los Reyes Católicos de 1502, «por la inexistencia de una voluntad fiscalizadora y de una práctica en tal sentido» (Pérez García, 2013: 119), no consiguió crear un sistema eficaz de control y censura de la cultura escrita. Sin embargo, a la luz de la crisis alumbrada y erasmista, producida entre 1524 y 1535, aproximadamente, la circulación de los saberes fue cada vez menos tolerante hacia los comportamientos que excedían la normativa de la ortodoxia. Los fracasos de los coloquios teológicos en los años cuarenta del siglo xvi y las respuestas militares a los conflictos nacionales endurecieron la situación (Pérez García, 2013: 120-122). De este modo, la década de los años cincuenta trajo consigo una exacerbación de la censura ideológica y su implementación en la sociedad. Es entonces cuando «la Pragmática sobre libros de 1558 viene a instaurar un sistema de censura previa ejercido desde el Consejo Real que […] funcionó constriñendo con fuerza la actividad tipográfica y creativa» (Pérez García, 2013: 120-122). Evidentemente, la intervención que la Inquisición ejercía sobre el pensamiento, el comportamiento y las creencias individuales se centraba en gran medida en el control de la cultura escrita, su circulación y su reproducción, debido a que era el texto escrito un elemento de más inmediata verificación y censura. Tal y como se ha dicho, este tipo de intervención se legitimaba desde y se reflejaba en los índices expurgatorios y de los libros prohibidos.12 Es preciso recordar que el control sobre los escritos disconformes con la 12
Dos índices de mayor resonancia fueron publicados en el siglo xvi. El primero, de Valdés, de 1559, incluía una lista de setecientos títulos, la mayoría copiados de otras listas europeas, sobre todo del Índice de Lovaina. Su objetivo, según Henry Kamen, era mantener fuera de España los principales títulos heréticos europeos (2008: 104-105). En este listado, entre los títulos castellanos, destacó la prohibición de catorce libros de Erasmo, el Audi Filia de Juan de Ávila, el Libro de
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doctrina oficial no era unísono. El inquisidor general podía otorgar unas licencias especiales para la lectura de los textos censurados (vid. el breve de Pablo IV, impreso junto con el catálogo de 1559) y, de este modo, influir en que se crease una minoría privilegiada de lectores familiarizados con lo prohibido que, por lo menos potencialmente, podían convertirse en los aliados de la institución inquisitorial y reforzar así su control sobre la sociedad (García Cárcel, 1989: 130-132). En tal contexto, si se toma en cuenta el transcurso de la configuración de lo legible, es posible comprender los procesos de influencia entre la cultura oficial y la producción cultural del momento. A partir de los años 1520-1545, y con la abolición de los Coloquios de Erasmo en el 1559, aumentaron las repercusiones antiprotestantes. Desde la segunda mitad del siglo xvi, y con la publicación del Índice de Valdés, se estandarizaron las listas de los libros heréticos, poniendo mayor énfasis en las traducciones de la Biblia y prohibiendo la lectura de muchos de los autores espirituales europeos y nacionales, como Taulero, Herp, Erasmo, Luis de Granada, Francisco de Borja y Teresa de Ávila, y de los escritores clásicos, como Luciano, Platón y Séneca, entre otros. Como señala Rafael Pérez García (2013: 119), al condenar cuarenta títulos de los libros escritos en romance, se suprimieron más de ciento cuarenta ediciones de estos libros. Se verificaron los libros sin autor y los manuscritos sobre las Sagradas Escrituras, el dogma cristiano y los sacramentos. Además, los elaboradores de los catálogos prohibitorios realizaron «una cuidada selección de obras y autores que consiguió señalar con la sombra de la duda todas y cada una de las órdenes religiosas y corrientes religiosas ortodoxas que se habían expresado y difundido gracias a aquellos» (Pérez García, 2013: 120). No obstante, el verdadero auge de los textos velados, como señalan Ricardo García Cárcel (2003) y Eugenia Fosalba y María José Vega (2013), no llegó hasta el Índice de Quiroga, donde el concepto de heterodoxia se amplió a cualquier obra, mística, teológica o devocional, que aludía a los dogmas prohibidos o que contenía incongruencias o errores respecto a la interpretación oficial de las Sagradas Escrituras. De acuerdo con lo indicado por Rafael Pérez García (2013: 120), en el trasfondo de estos procesos se hallan líneas de fractura en el seno de una comunidad teológila oración de Luis de Granada, Las obras del cristiano, de Francisco Borja, y los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola, además de diecinueve obras literarias seculares, entre ellas, el Cancionero general y El Lazarillo de Tormes. El segundo índice fue publicado bajo los auspicios del inquisidor general Gaspar de Quiroga y editado en dos volúmenes: de libros prohibidos, del año 1583, y de libros expurgados, del 1584. El segundo suponía cierta novedad introducida por el rey Felipe II y un tipo de liberalización de la censura, ya que permitía la circulación de libros prohibidos, de los que fueron borrados los pasajes, los capítulos o las hojas considerados heterodoxos. En el siglo xvii, que fue el periodo del paulatino descenso de los procesos inquisitoriales, aunque no del rigor censor, se editaron cuatro índices: el de Sandoval y Rojas, de 1612-1654, el de Zapata, de 16281632, y los de Sotomayor, de 1640 y 1667. Cf. Martínez de Bujanda (1984), Kamen (2008) y García Cárcel (2004a).
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ca «polarizada y enfrentada acerca de la relación entre Teología mística y Teología escolástica, el alcance y frecuencia de aquella, la voluntad divulgadora de los autores espirituales y su reivindicación de la capacidad del laico y la mujer para una íntima relación religiosa con Dios». Con la entrada en el siglo xvii, el proceso censorio se extendió a las escuelas y todas las corrientes de pensamiento. Con estos instrumentos de control ideológico se buscó vigilar los intentos polémicos de confrontación o resistencia entre los individuos y las comunidades, algo que permite entender la censura de literatura religiosa como un síntoma, a la vez que un reflejo, de importantes procesos que dominaron la relación entre el poder oficial, la cultura popular y la expresión individual dentro de aquella sociedad. De ahí que la censura de los textos de la devotio moderna pueda indicar el miedo al alumbradismo y la vigilancia del poder católico de la monarquía. Así también, la desconfianza que se tenía hacia el ensayo religioso o el teatro —entendidos como formas con un mayor margen de improvisación y de más difícil escrutinio censor— puede indicar la influencia de estas formas literarias sobre la proyección popular. Igualmente, la suspicacia que se inculcó hacia ciertas lecturas humanistas y su espíritu crítico denuncia el ambiguo carácter de las consecuencias de los procesos censores. Por un lado, al igualar «el espíritu crítico con herejía» se dificultó la circulación del pensamiento humanista y la investigación en diferentes niveles de la cultura (Pérez, 2012: 177-178). Por otro lado, este temor antihumanista demuestra que la influencia social del ejercicio de libre examen y el espíritu crítico de la literatura humanista en la España inquisitorial no era marginal ni endeble. 2.2. LA NOCIÓN DE MUJER: LA TEOLOGÍA Y EL IMAGINARIO COMÚN El discurso no explica la realidad de su presencia; ciego, sólo la ve a través de una imagen, la de la Mujer que corre el riesgo de volverse peligrosa por sus excesos […] no la muestra, la inventa […] no puede dejar de sustraerla a sí misma. Natalie Zemon Davis y Arlette Farge, Historia de las mujeres (2000)
Partiendo de la premisa de que las relaciones de género se hacen visibles en las prácticas discursivas, sus normas y sus demarcaciones (Zavala, 1993a: 2830), es en las interrelaciones de los discursos científicos, artísticos y populares donde podemos observar la episteme de la época (Foucault, 1974: 6), entendida como un conglomerado de saberes que abarcan, entre muchos otros, los límites del marco de la feminidad aceptada en una sociedad y una cultura. De este modo, abocan a un tipo de silencio cultural la presencia de las mujeres, reem-
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plazando sus voces por representaciones y modelos discursivos en los debates oficiales. Entonces, y de acuerdo con lo que dice Lola Luna, resulta imposible encontrar lo femenino sin confrontarlo con la diferencia encarnada o provocada por otro, por lo masculino. Pero la diferencia no es el otro o lo otro, sino el espacio de intersección entre los códigos de percepción, representación y comunicación de ambos grupos. Es decir, la historia de las relaciones entre los géneros. (Luna, 1992: 55)
De este modo, la pregunta por la visibilidad histórica de las mujeres lleva a repensar la propia categoría mujer dentro de las coordenadas de los discursos oficiales del momento. Si se quiere entender cómo se construían y expresaban y cómo se percibía a las escritoras, primero hay que entender la visión codificada que se tenía de la mujer en la sociedad de los siglos xvi y xvii. Para ello, se analizará la mujer como noción sujeta a la modificación y el reajuste en tanto categoría cultural, que fue transmitida por los discursos y el imaginario hegemónico de aquel momento histórico. Dentro de estos discursos se definían las posibilidades vitales y expresivas de los sujetos sociales que fueron sexuados en femenino, por utilizar los términos de Rivera Garretas (1997a: 89-93). Obviamente, se toman en consideración las discrepancias existentes entre la cultura oficial y la no oficial antes mencionadas o, dicho de otro modo, la realidad normativa y la vivida. Dentro de la primera, se analizarán los modelos de comportamiento femenino transmitidos entre los siguientes discursos: el legal, el ético, el filosófico y el teológico, centrándose principalmente, y de acuerdo con la línea principal del presente estudio, en los dos últimos. Se preguntará, siguiendo la propuesta teórica de Myriam Díaz-Diocaretz (1993: 96-102, 108-118), de qué forma y hasta qué punto se reproducían estos modelos entre los discursos en forma de clichés y cómo, de este modo, se construía la doxa, o sea, el afianzado sistema de lo posible para las mujeres de aquella sociedad acorde a la clase social. Después, dentro de la cultura no oficial, se observará cómo respondían en realidad las mujeres a los modelos normativos de madre/esposa versus monja/virgen santa que las confinaban en un universo limitado de posibilidades vitales. 2.2.1. Las normativas: la mujer y el sistema legal Desde los tiempos del Imperio romano, la posición legal de la mujer en la Península Ibérica estaba regida por el régimen de patria potestas, cuyo centro de poder y responsabilidad legislativa se fundaba en la figura del padre/marido (pater familias). Independientemente de ciertos privilegios económicos concedidos a las mujeres a lo largo de la Alta Edad Media, el sistema legislativo no cuestionaba la desigualdad entre los sexos:
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In general, these laws [Ervigian Code of 681] conceded women certain economic rights and protected women physically in public spaces, but they strictly controlled women’s sexuality. This control turns out to be sufficiently ample to subjugate women, since it derives from and exists in a system in which reproduction is woman’s only legitimate function. Control that, and you control everything. (Kaminsky, 1996: 2)
Con un cierto grado de generalización y tomando en cuenta las diferencias existentes según el reino y la situación sociogeográfica, se puede decir que durante la Edad Media la base judicial del individuo, tanto mujeres como hombres, se establecía conforme a su linaje, su creencia y su estatus económico (Hillgarth, 1976: 83). Esto, sin embargo, no implicaba que la variable del género resultase transparente para la configuración de las posibilidades vitales de un individuo. Siguiendo la línea de pensamiento del, ya clásico, análisis de Gerda Lerner en The Creation of Feminist Consciousness (1993), es bien visible que una mujer con estatus de noble, libre y cristiana no solamente no disfrutaba de los mismos derechos que un hombre del mismo estrato social, sino que precisamente por su adscripción al colectivo mujeres estaba privada de la posibilidad de reconocimiento en tanto que individuo, del acceso a la formación, de las normativas legales que precisasen su estatus social como sujeto independiente económica y políticamente o de decidir sobre el uso de su propio cuerpo (Lerner, 1993: 46-64, 247-283). Las mujeres, hasta cierto punto, funcionaban como sujetos legales; por ejemplo, en el matrimonio se les concedía cierta autonomía económica, como el derecho a heredar bienes y detentar la patria potestad en caso de muerte del marido, o incluso les era posible defender su caso en un juicio, aunque no intervenir en el caso del otro (cf. King, 1972: 102-103). Sin embargo, su valor legal y material no se correspondía con el del hombre. Las leyes del rey Ervigio (681-683) protegían a la mujer del rapto y del secuestro, asociando de este modo el principio de la identificación legal femenina con su honra, o sea, la castidad sexual, y convirtiéndola así en una cuestión pública. El valor jurídico del hombre y de la mujer ante el crimen era equiparable, ya que se exigía igual pago monetario fuese la víctima de uno u otro sexo (Hillgarth, 1976: 84). Sin embargo, esta misma ley concedía el derecho al crimen de honor por adulterio al marido o al hermano de la mujer, e incluso se admitía el exilio social y simbólico de la esposa en caso de esterilidad (Hillgarth, 1976: 84). Posteriormente, la creciente urbanización de finales del siglo xii, los desequilibrios demográficos provocados por la Reconquista, así como la política pobladora de los Reyes Católicos, facilitaron a las mujeres un cierto acceso a la esfera pública. Simultáneamente, se propagaba cada vez más el rígido modelo de la madre-esposa limitada al espacio doméstico, cuya libertad e igualdad legal se veían restringidas por el control sobre su sexualidad, siempre en manos
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de algún hombre de su familia. Contra lo que se podía esperar, la unificación legal de 1567, publicada como Recopilación de las leyes destos Reynos, no supuso avances y mejoras en la posición social de las mujeres de ningún estrato social. Las leyes gananciales de 1505, junto con las posteriores directrices del Concilio de Trento, cuestionaban el estatus de la mujer como un sujeto legal, lo que iba en contra de sus derechos hereditarios y otorgaba, en consecuencia, un control económico absoluto sobre sus bienes al marido o hermano. Como se ha podido ver en la parte primera, uno de los valores principales de la sociedad áurea era la honra, entendida en el sentido de «reverencia, acatamiento y estimación que se hace a la virtud, autoridad y mayoría de alguna persona» (Real Academia Española, 1780: 532). Esta honra, en el caso de las mujeres, se entendía, sin embargo, como «una integridad virginal» (Real Academia Española, 1780: 532). De ahí que una de las realizaciones tangibles de la vida honrosa de una familia estribaba precisamente en guardar la castidad de todas las mujeres de la misma sangre. Esa primordial diferenciación del entendimiento social y legal del honor según el género queda plasmada en uno de los textos de entretenimiento de gran éxito en el siglo xvii, los Diálogos de apacible entretenimiento de Gaspar Lucas Hidalgo: Esta reputación y honor no está de una propia manera situada en el hombre y en la mujer; porque el hombre puede fundar la honra en muchos y diversos títulos y la mujer en solo uno. Declaróme: puede un hombre situar su reputación en letras, en armas, en gobierno y en virtud; pero la mujer en sola virtud puede fundar su honor; porque ni ellas son menester para las letras, ni para jugar las armas ni salir con ellas al enemigo, ni para gobierno que pase de remendar unas mantillas a sus criaturas y dar unas sopillas a los gatos de casa; y, si más hacen, es meterse en la jurisdicción de sus maridos y dueños. De modo que solo pueden conservar reputación y honra en la virtud; pero, como el honor y estimación con las gentes respeto a la mujer no consiste más de solo una virtud, que es la honestidad y el ser prenda de un solo dueño […]. Y no va el vulgo fuera de razón en hacer compromiso de toda la honra y virtud de las mujeres en sola la honestidad y fidelidad de sus dueños: así parece de derecho natural que la mujer sea prenda de un solo dueño y miembro de sola una cabeza y, hasta llegar a este estado de tener dueño, sea de ninguno y esté guardada en la clausura del estado virginal y honesto. (Lucas Hidalgo, [1603: fol. 103r] 2010: 172)
En esta larga cita se pone en evidencia que, la configuración de los roles, y, por tanto, de los espacios vitales adscritos a cada género, confinaba a las mujeres en la invisibilidad social, legal y jurídica, en la reificación y, por lo tanto, en la pertenencia a su superior masculino, «ser prenda de un solo dueño», afirmada por el usus e ius naturale. Además, al limitar la identificación de la honra feme-
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nina con su castidad, la mujer se encontraba ante un doble constreñimiento:13 tener que demostrar su castidad con un comportamiento honroso y permanecer honrada debido precisamente a su condición de mujer casta. A lo largo del periodo moderno, la posición en el sistema legal de las mujeres en España está muy lejos de ser uniforme, mucho menos favorecedora para sus derechos (Rodríguez Cuadros, 2009: 97-136). Según la región y el grado de unificación administrativa, en algunas zonas los estatus legales del Medievo perduraron hasta la primera modernidad, mientras que, en otras, sobre todo en Castilla y Aragón, se ajustaron a la política unificadora del Estado y a las normativas sobre moral y política religiosa de los monarcas del momento. El estatus legal de la mujer, aunque siempre sometido al varón de su familia, iba ligado al entorno en el que vivía. Es necesario recordar que, al contrario de lo que podría suponerse, era más frecuente encontrar mujeres con poder económico en los espacios rurales que en los contextos urbanos: Peasant women had their responsibilities in the home and in the fields. There were women, many of them widows, in commerce and in the military [religious] orders. At the beginning of the eighteen century more than 20 percent of the landlord ships of the religious/military Order of Calatrava in Castile and Aragon were under the titular control of women. (Kaminsky, 1996: 7)
La discrepancia entre la libertad social de las mujeres nobles y las de la clase media rural tuvo un momento de auge durante los Siglos de Oro, reforzada por la creciente resistencia de las provincias ante las libertades de la corte. De ahí que no resulte sorprendente que también en los espacios conventuales el estatus legal de la mujer poseía sus propios matices y era regulado siguiendo unas pautas específicas: «Se puede aventurar la tesis de que la ley eclesiástica concedía a las mujeres una personalidad jurídica superior a la de la ley secular […] representada en forma de una personalidad colectiva, fue encarnada por el personaje de la priora y sus decisiones» (Borkowska, 2002: 336-337, traducción mía). Se acuerda con la tesis propuesta por Małgorzata Borkowska (O. S. B.),14 que, aun siendo fruto de la observación de la realidad de la Europa central, en este caso, la República de las Dos Naciones (1569-1795), bien puede extenderse a la situación europea de la Alta Edad Moderna en este aspecto concreto. En el contexto 13
La double-bind paradox, un término de Alison Weber, que la investigadora tomó de Gregory Bateson, en su estudio sobre los mecanismos retóricos en la construcción de la autoría literaria en Teresa de Jesús, cf. Weber (1996). 14 Małgorzata Borkowska es monja benedictina de Staniątki (Polonia) y una de las principales investigadoras de la historia del monasticismo femenino en el contexto polaco. Cf. Borkowska (1996; 2002).
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claustral, continúa la historiadora, bajo el gobierno de la superiora se extendía cierto sentido de la autonomía y la responsabilidad legal: «La superiora era elegida por el voto común de la congregación, no se imponía desde el exterior, sino que gobernaba por la elección y el mandato de sus subordinadas» (Borkowska, 2002: 336-337, traducción mía). Aunque, como se verá más adelante, esta libertad de elección variaba en diferentes momentos y fue restringida después del Concilio tridentino, el sentido de las comunidades religiosas como «comunidades femeninas gobernadas por las féminas» era significativo (Borkowska, 2002: 336-337, traducción mía). En resumen, mientras que la libertad legal y cierto tipo de poder económico era común entre las mujeres laicas de estratos medios y bajos, con frecuencia, debido a causas puramente pragmáticas, las mujeres nobles tenían más posibilidades para establecer alianzas, repercutir en su entorno y, por lo tanto, ejercer algún tipo de poder simbólico dado su acceso a la formación, los círculos de lectores y la cultura letrada como tal. Sin embargo, estas demarcaciones no afectaban al pie de la letra a los espacios claustrales femeninos. Ciertamente, dentro de estas comunidades se reproducían las jerarquías de la sociedad estamental, operando sobre la división de la comunidad en las monjas del coro, predominantemente nobles, y las legas, de estratos más bajos. Asimismo, mientras que el poder de los monasterios establecidos en zonas rurales se basaba en el valor económico de sus propiedades, los claustros urbanos, muchas veces fundados con licencia real y el respaldo de unos poderosos mecenazgos, ejercían un rol importante en la vida cultural de su entorno en el plano del poder simbólico y mediador y de todos los aspectos de la devoción cotidiana. Aunque se volverá a este tema en el apartado «Las mujeres consagradas a Dios», es preciso adelantar que una parte significativa de las nuevas fundaciones urbanas de la época moderna se debió a la iniciativa de mujeres nobles, que aprovecharon el poder de su linaje para materializar sus ambiciones y garantizarse a sí mismas y a las mujeres de su entorno unos espacios «castos, seguros y de renombre» (Perry, 1990: 84- 85; Atienza López, 2008: 322). Su estatus legal superior les permitía desarrollar otra trayectoria vital sin amenazar los códigos de la cultura dominante. Ángela Atienza López (2008: 326) denomina este mecanismo, específico para el contexto moderno y dominante en el conventualismo español, «las fundaciones emprendidas por mujeres para sí mismas», y las entiende como un tipo de fundación del Antiguo Régimen [que] estuvo impulsada por mujeres que buscaron en estos claustros su propio acomodo, bien al calor de una iniciativa íntima y propia, de una opción religiosa personal, bien bajo el peso dominante que no concebía la posibilidad de que las mujeres permanecieran solas, bajo la influencia de esos códigos sociales que instaban a las mujeres al matrimonio o al convento. […] [Las nobles] viudas fundadoras concibieron el convento que fundaban no sólo como un lugar
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en el que retirarse, sino también como el lugar en el que seguir ejerciendo un papel relevante, de mando y preeminencia, un lugar y un papel así acorde con su posición social. (Atienza López, 2008: 327-328, 332)
Simultáneamente, hay que recordar que en el nivel legal las religiosas eran concebidas como las esposas de Cristo y, como tales, estaban subordinadas a la legislación eclesiástica, que les concedía otros derechos y deberes y que también respondía a una cronología de cambios diferente. El punto de inflexión en la censura de las libertades jurídicas y económicas constituía la respuesta de la Iglesia católica a la Reforma protestante y la enunciación de las directrices del Concilio de Trento —unas circunstancias que, como se verá en adelante, de modo decisivo moldearon la posición y las posibilidades estatuarias de las monjas—. 2.2.2. La mujer como noción: la teología y el imaginario universal. El sistema de lo posible El acto de representación es en sí mismo un acto de regulación. Linda Nead apud Marián López Fernández-Cao, Creación artística y mujeres: recuperar la memoria (2000)
En el momento de la universalización de la imprenta y la consolidación de las tradiciones literarias nacionales en lenguas vernáculas, la consideración social de la mujer todavía se basaba en los discursos clásicos de la autoridad: la Biblia, los Padres y Doctores de la Iglesia, impregnados por el pensamiento aristotélico, y los teólogos medievales (Chartier, 2000: 42-50; cf. Amorós, 1997: 30-54). Como se acaba de mostrar, a pesar de que muchos de los críticos quisieran ver en el Renacimiento un periodo de protoemancipación femenina, reproduciendo la afirmación de Burckhardt de 1890, que colocó a la mujer del Renacimiento «on a footing of perfect equality with men» (Burckhardt, 1950: 240), tal afirmación no ha sido sustentada por las evidencias y ha sido cuestionada por numerosos estudios, sobre todo del campo feminista:15 15 Como es sabido, a raíz de esta polémica se encuentra el texto de Joan Kelly (1984b) «Did Women Have a Reinassance?», de 1977. Este giro en lo que se solía considerar la «historiografía normativa» se debe a la historiografía feminista radical. Lo explica bien Margo Hendricks (2002: 363): «Feminist and radical historiography, in its attempt to address Kelly’s provocative (at the time) question, “Did Women have a Renaissance?”, has fundamentally altered what constitutes normative historiography. Moreover, in tracing the history of laboring women, unruly women, women writers, mystics, rebellious women, as well as wives, mothers, daughters, sisters, whores,
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The rite of passage [as the Renaissance growth of socio-economical, urban, and technological power supposed], while it liberated men, worked by and large to the detriment of women. The forces at work during the Renaissance had the effect of deepening the split within the masculine subject, and, as an effect of that split, of making that masculine subject capable of relating to the feminized other only thorough a pattern of dominance and control. (El Saffar, 1995: 178)
Que las mujeres no hayan compartido los avances del renacimiento cultural del momento es consecuencia de que la periodización de su historia respondía a unas pautas y, por lo tanto, a un tiempo diferente. Por necesidad y a la fuerza, ha sido confinada en forma de respuesta a las condiciones establecidas por la cultura dominante (masculina) y sus normas: The lines of demarcation that have structured modern notion of history function differently for men and women (as well as for individuals of different social classes and ethnicities). Although great military and political events affect both men and women, their impact is differentially felt and progress may be measured differently, depending on one’s gender. (Kaminsky, 1996: 2)
La conceptualización de la noción de mujer no fue uniforme a lo largo de los Siglos de Oro y tampoco fue homogénea en los distintos discursos. Es difícil establecer unas demarcaciones lineales, ya que no se puede hablar de un tipo de evolución en la percepción social de las mujeres en los siglos xv, xvi y xvii. Por un lado, el humanismo eliminaba «su poder de midons de la corte medieval, la libertad del romancero y la fantasía de la caballería a favor de los prejuicios patriarcales de la cultura clásica» (Rodríguez Cuadros, 2012: 200). Por el otro lado, los ideales promovidos por este indujeron ciertos avances en la esfera doméstica para las mujeres. Sin embargo, la severa reacción ante la Reforma protestante y la política postridentina sacaron a España de su camino hacia el humanismo cristiano y crítico. De tal modo que, a finales del siglo xvi y a principios del xvii, podemos hablar de un retroceso en la configuración de los modelos femeninos dentro de los confines globales (la sociedad) y locales (el hogar). courtesans, tribades and “spinsters”, feminist cultural, social and literary historians have facilitated historicist approaches to literary texts and have broadened the basis of evidence that constitutes sites of discursive engagement […]. Seeking to “re-vision” women’s literary past and to reveal some of the assumptions embedded in the current model of feminist historiography concerning the connections between gender and modes of literary production and about historical conditions of authorship’, these two very different works challenged traditional assumptions about our ability to “recover” a past or a “women’s tradition”». En la misma línea que Joan Kelly se pronunciaron, entre otras, Merry Wiesner-Hanks, Ruth El Saffar, Elaine Hobby, Margaret Ezell y Jean-Louis Flandrin.
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Los textos de los moralistas y teólogos de amplia divulgación en aquel momento demuestran que los loci communes sobre la mujer y su rol social durante el periodo de la primera modernidad se codificaron según los parámetros de las autoridades clásicas (Maclean, 1980: 3). De los textos de gran repercusión lectora que unieron los tópicos misóginos de la época se debe señalar el tratado Arcipreste de Talavera o Corbacho (1438) de Alonso de Martínez de Toledo y Maldezir de mujeres (c.1445) de Pere Torrellas. Cómo señala Emily C. Francomano (2018: 46): «[These texts] are gynophobic and anxiety-ridden, painting women as frightening creatures that deprive men of power». Sin embargo, la misoginia se codificaba no solamente en las imágenes descritas por el lenguaje, pero también en el lenguaje mismo. En el usus de la lengua castellana la noción mujer se consolidó por la segregación o por la manipulación léxica. En la segunda edición del Tesoro de la lengua castellana o española (1674), Sebastián de Covarrubias, siguiendo la argumentación expuesta en las Etymologiae de san Isidoro de Sevilla, establece la definición por el uso de perífrasis y negación: «la mujer es la que no es virgen» («Del nombre latino mulier, a molititie [un inquit Varro] inmutata et detracta litera, quasi mollier, et propie mulier dicitur quae virgo non est» [Covarrubias, 1674: 117]). Para sustentar dicha tesis, Covarrubias acudió a los argumentos de autoridad clásica y patrística —de Diógenes y Máximo a Marco Aurelio y san Maquino— al reproducir el discurso de la desigualdad que indicaba que no hay desdicha mayor que una mujer mala: «Digo con San Máximo que la mala [mujer] es tormenta de la casa, naufragio del hombre, embaraço del sosiego, cautiverio de la vida, daño continuo, guerra voluntaria, fiera doméstica, disfraçado veneno, y mal necesario» (Covarrubias, 1674: 117). En la argumentación de Covarrubias se difumina la frontera entre la palabra, su significado y el sentido amparado en todo el catálogo de tópicos misóginos de la tradición clásica y de la cristiana. Se reproduce el modelo negativo y así se constriñe el imaginario universal sobre la mujer hasta, por lo menos, la recepción del texto. Como puso de relieve Ruth El Saffar en The «I» of the Beholder (1995), la mujer en el discurso público funcionaba como un signo vacío (silencio/ausencia) o maligno (El Saffar, 1995: 179). Lo femenino se ha construido, en la mayoría de los casos, por inversión o exclusión (Valcárcel, 1991: 31, 40-51). Y, mientras que en la Alta Edad Media el poder femenino entendido como el Otro se solía valorar en positivo, como demuestran la iconografía y la literatura del momento, ya desde el siglo xii «women come increasingly to represent the passions and the emotions that work to destabilize the social order […]. The sense of lack, inferiority, and powerlessness inherent in the other as female extends from its origins in the male imaginary out into all forms of social, cultural, political, and economic expression under certain sociohistoric conditions» (El Saffar, 1995: 179, 181). Esta idea recurrente se encuentra en una de las obras
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de mayor resonancia entre las clases acomodadas rurales, La perfecta casada, de Luis de León. El autor reescribió la sentencia paulina «Mulier in silentio discat cum omni subiectione» (BSV, 1 Tim. 2: 11)16 y en su fervor moralista excluyó a la mujer de esta condición de ser reflexivo y racional: Porque así como la naturaleza […] hizo a las mujeres para que, encerradas, guardasen la casa, así las obliga a que cerrasen la boca. […]. Porque el hablar nace del entender […]; por donde, así como a la mujer buena y honesta la Naturaleza no la hizo para el estudio de las ciencias, ni para los negocios de dificultades, sino para un oficio simple y doméstico, así les limitó el entender, y, por consiguiente, les tasó las palabras y las razones. (Luis de León, 1910: 180)
Pintada por los moralistas, escritores, religiosos y artistas del momento, la mujer mantenía una relación excluyente entre la fertilidad y el acceso al espacio de la cultura, como quedó plasmado en el archiconocido monólogo cervantino de la pastora Marcela. Su condición de ser libre, cuando proclama «[n]ací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos» (Cervantes, 1999: 105), se equipara, y a la vez restringe, al estado del buen salvaje: «Con los árboles […] comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos» (Cervantes, 1999: 106). Es más, en el discurso oficial el signo mujer se convertía en una paradoja cuando, por ejemplo, la explicación de su condición de subyugada y maligna se ponía en boca de las propias mujeres: «Somos, dixo una, para dar consejos muy pobres, para acarrear daños, y desdichas poderosísimas, y en fabrica de un engaño grandes artifices» (Covarrubias, 1674: 117). O cuando su presencia se explicaba en términos de ausencia, haciendo de su existencia en la esfera pública no solamente una condición de invisibilidad sino de imposibilidad, como muestra el conocido fragmento de Juan de Zabaleta (1610-1670), que reescribe de modo negativo el tópico conocido desde Plutarco:17
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Mientras que esta frase paulina es la más citada entre los moralistas de la época, pocos se refieren a las ideas del santo que promovían la activa participación femenina en la Iglesia, como, por ejemplo, sus menciones de Junia, Priscila o su intercesión a favor de Febe, una diaconisa de la Iglesia en Cencreas (BRV, Rm. 16: 1-2). Resulta de gran interés entre los críticos actuales la idea central de San Pablo que puede ser interpretada como un principio cristiano de la igualdad social entre los sexos: “Ya no hay varón ni mujer, todos sois uno en Cristo Jesús” (BRV, Gl., 3: 28). El tema de la misoginia en la doctrina cristiana o la falsificación de esta (por ejemplo, a través de las traducciones o la falsa atribución de los textos en las epístolas pseudoepigráficas) despertó últimamente gran interés entre los investigadores de teología y también entre las teólogas feministas. De entre muchos estudios accesibles destacan Getty-Sullivan (2001), Rodríguez-Ennes (2007) y Vidal García (2007). 17 La imagen de Afrodita-Venus que apoya uno o sus dos pies sobre la tortuga ha sido utilizada por varios autores con matices diferentes. Plutarco hacía hincapié en su rol de la dueña
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La tortuga en público está encerrada. Muy dentro de sí ha de estar la mujer en público: los párpados echados sobre los ojos la encubren toda; el silencio la hace ausente. Nunca está una [mujer] más hermosa que cuando está dormida: nunca parece mejor una mujer que cuando no está donde está. (Zabaleta, 1983:76)
En el discurso teológico, la conceptualización de la noción mujer se establecía principalmente dentro del marco escolástico, que primaba el sistema de las dualidades aristotélicas reinterpretadas y promovidas por Tomás de Aquino. Lo femenino como pasivo, material e interno se construía como analogía por deficiencia a lo masculino: activo, letrado, (per)formativo y público. Las ideas de Tomás de Aquino sintetizaban el paradigma de Aristóteles de la mujer como carencia y, aunque varios teólogos (Cornelio a Lapide o Martín Lutero, entre otros) rechazaron el concepto de la imperfección sexual femenina, realmente hasta finales del siglo xvii no se propuso ningún cuestionamiento sistemático de la interpretación tomista de la mujer como versión incompleta del hombre (Maclean, 1980: 9-11). Por lo tanto, aun a pesar de algunas interpretaciones profemeninas que le atribuían a la mujer un alma racional («la mujer como gloria del hombre», de Cornelio a Lapide, por ejemplo) o la fuerza atribuida a su cuerpo (propuesta por Paracelso y después seguida por Guillaume Postel en Les trés-merevilleuses victoires des femmes du nouveau monde [1553]), comúnmente se mantenía el sentido simbólico de la subordinación femenina en la esfera familiar y social. Si se quiere pensar en algún tipo de reconsideración de la noción de mujer a favor de su corporeidad y su alma, habrá que buscar este tipo de ideas dentro de las corrientes gnósticas y neoplatónicas. La mística unión amorosa y la suprema belleza como marca de la bondad femenina en Marsilio Ficino u otros textos de resonancia de Pietro Calanna (Philosophia seniorum sacerdotia et platonica, 1599) y André du Chesene (Figures mystiques du riche et précieux cabinet des dames, 1605) afectaron la didáctica del momento. Sin embargo, como señala Ian Maclean, «the mystical prerogatives find no translation into lasting advantages or advances. […] While it is true that [Ficino’s] system of love is highly influential and revolutionary, it does not seem to bring about a profound change of
y protectora del hogar mientras que, en otros, como el antes citado Juan de Zabaleta, Andrea Alciato (Emblematum libellus, 1531) o Luis de León (La perfecta casada, 1584), esta imagen se aprovechaba para apoyar las ideas misóginas que defendían la innata limitación mental de las mujeres, lo que, por ende, las predestinaba a la esfera privada. Dice fray Luis de León (1910: 180) al respecto: “Fidias, escultor noble, hizo a los elienses una imagen de Venus que afirmaba los pies sobre una tortuga, que es animal mudo y que nunca desampara la concha; dando a entender que las mujeres por la misma manera han de guardar siempre la casa y el silencio. Porque, verdaderamente, el saber callar es su sabiduría propia”.
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attitudes towards the relative position of the sexes» (Maclean, 1980: 25). De este modo, el ideario neoplatónico no ponía en cuestión los presupuestos esencialistas de la desigualdad sexual, demostrando lo difícil que era abandonar el sistema escolástico de síntesis a favor de los nuevos modelos de pensamiento. Asimismo, su falta de presupuestos para reformular las dinámicas de roles sexuales señalaba lo problemático que era encontrar modos de formular las ideas a favor de las féminas por lo difícil que era expresarse fuera de los modelos y mecanismos lingüísticos y filosóficos dominantes. Esta imposibilidad de pensar la mujer más allá de las nomenclaturas excluyentes queda bien ejemplificada en este texto de Baltasar Castiglione: «Pues que yo, respondió el Magnífico, tengo licencia de formar esta Dama a mi placer, no solamente no quiero que use esos ejercicios tan impropios para ella, pero que aún aquellos que le convienen los trate mansamente, y con aquella delicadeza blanda que, según ya hemos dicho, le pertenece» (Castiglione, 1994: 354). Su diálogo erudito El cortesano (Il cortegiano, 1528), junto con obras como las Instrucciones para los confesores (Avvertenze […] ai confessori nella cittá es diocese sua, 1574), de Carlo Borromeo, De legibus connubialibus —un tratado legal sobre el matrimonio de André Tiraqueau de 1513 o, en cierto sentido, el Jardín de nobles doncellas de Martín de Córdoba y las Epístolas de Alonso de Guevara—, ejemplifican el uso de los tópicos sobre la inferioridad de la mujer entendida como su rasgo innato. A lo largo de los siglos xv, xvi y parte del xvii, y a pesar de la resonancia de los ideales neoplatónicos, a la hora de definir la noción mujer el modelo escolástico permaneció estable, aunque no sin divergencias. Asimismo, y en contra de la opinión sobre los ideales liberales promovidos por la Reforma protestante, tampoco en el marco de las doctrinas reformadas las mujeres podían encontrar la posibilidad de agencia más allá del universo madre-esposa. A pesar de que la diferente actitud sobre la lectura y la interpretación individual de las Sagradas Escrituras, dotaban de cierta independencia lectora a las mujeres, no existía en aquel momento aquiescencia social sobre su instrucción ni sobre su activa participación en la cultura. La dicotomía intus/foris se interponía sobre la dicotomía de los sexos. En el pensamiento de Calvino, analógicamente como en los textos católicos, la ausencia femenina en la esfera pública se justificaba por la argumentación al orden natural, divino y el ius commune como en el Primer toque de trompeta contra el monstruoso régimen de las mujeres (The First Blast of the Trumpet Against the Monstrous Regiment of Women, 1558) de John Knox: Promover a una mujer para que ejerza el gobierno, la superioridad, el dominio o el imperio sobre cualquier reino, nación o ciudad es un acto que repugna a la naturaleza, una insulta a Dios, una cosa de lo más contraria a su voluntad revelada
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y a su ley aprobada; […] la mujer, en su mayor perfección, fue hecha para servir y obedecer al hombre […] como razonaba San Pablo con estas palabras: «El hombre no es de mujer, sino la mujer del hombre» (Knox apud King, 1993: 206).
Efectivamente, cierta interpretación de la doctrina paulina sirvió como el modelo y molde más utilizado entre los moralistas de la época. La lectura selectiva y parcial de los evangelistas, enraizada todavía en el Medievo, sustentaba los argumentos para la justificación de la misoginia del momento y seguía incorporándose como la pauta de conducta más legitima para las féminas dentro de los círculos católicos y protestantes y de igual modo para autores religiosos y seculares. La conceptualización de Tertuliano, retomada por los teólogos en la Baja Edad Media, de la mujer como puerta del diablo consolidó el principio del silencio femenino: Vosotras sois la puerta del mal, vosotras violasteis el árbol sagrado fatal; vosotras fuisteis las primeras en traicionar la ley de Dios; vosotras debilitasteis con vuestras palabras zalameras al único sobre el que el mal no pudo prevalecer por la fuerza. […] sois las únicas que merecíais la muerte; por culpa vuestra el hijo de Dios tuvo que morir. (Tertuliano, 2001: 343)
El énfasis puesto en el pecado de Eva, que por medio de la palabra engañó a Adán, impidió el derecho a hablar a todo el género femenino; a la mujer se la prohibió predicar y enseñar —una vez más, recapitulando las máximas paulinas: «Doceri autem mulieri non permitto» (BSV, 1 Tim. 2: 12)—; igualmente, fue excluida del sacerdocio y sus funciones, la intermediación confesional y la administración de los sacramentos. Las mujeres, como grupo mutilado en el discurso oficial, fueron destinadas a perpetuar el silencio social (como las nacidas para desempeñar las funciones que carecen de reconocimiento público y son limitadas a permanecer en la esfera del hogar) — «Las señoras que quieren tener gravedad, no sólo han de callar las cosas ilícitas y deshonestas, mas aún las lícitas si no son muy necesarias, porque la muger jamás yerra callando y muy pocas veces acierta hablando» (Guevara, 2004: 333-334)— y el silencio simbólico (como las privadas de la posibilidad de hablar en público, es decir, de establecer el principio de la autoridad simbólica, a lo que se volverá en adelante). Esto no quiere decir que no haya habido modalidades afirmativas en la percepción de las mujeres y las formas de la vida modélica que les ha sido asignada. Tal y como se ha dicho, hubo ciertos avances en el momento de la reforma en el seno de la Iglesia católica y con los ideales promovidos por los humanistas y filósofos erasmistas. Y, aunque los programas educativos para las mujeres, defendidos por los moralistas y teólogos del momento, fueron pensados para crear mejores esposas, amas de casa y madres de los futuros herejes, sin duda
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contribuyeron a crear nuevas oportunidades dentro de los espacios aceptados y accesibles a las mujeres. La repetidamente citada La formación de la mujer cristiana (1528) (De institutione feminae christianae, 1524), de Juan Luis Vives, ejemplifica la alteración del modus operandi pensado para la mujer, que se limita a admitir un cierto grado de formación en la lectura y la escritura: «Cuando a la doncella se le enseñe a leer, coja en sus manos aquellos libros que inciden en la formación de las costumbres; cuando se le enseñe a escribir, jamás deben darse como modelos a imitar versos ociosos o inútiles, sino algún pensamiento profundo, prudente y puro, extraído de las Sagradas Escrituras» (Vives, 1994: 53), pero no de la divulgación pública o la interpretación del saber. Su conocimiento de las letras tiene que limitarse a la esfera de la casa y debe basarse en la repetición de modelos y no en el ingenio o la erudición: «La elocuencia de la mujer es algo que nada me preocupa porque ella no la necesita» (Vives, 1994: 53). Por su parte, la idea erasmiana de la igualdad y de la inteligencia independiente del sexo, junto con la doctrina promovida por los neoplatónicos sobre la igualdad de los sexos ante la gracia divina, influyeron hasta cierto grado en la discusión sobre la más igualitaria consideración social de la mujer. Asimismo, estos ideales marcaron la continuación del antiguo debate filosófico-social de la querelle des femmes, al que se añadieron nuevos aspectos de reflexión, como la posibilidad de la autoridad simbólica femenina y el acceso a la divulgación del conocimiento, junto con el uso público de la palabra, cuestiones relevantes que se desarrollarán en lo que sigue. Entre las obras que se podrían clasificar de profemeninas hay que destacar las siguientes: Triunfo de las donas (c. 1440), de Juan Rodríguez del Padrón; Defensa de las virtuosas mujeres (anterior a 1445), de Diego de Valera; Libro de las claras e virtuosas mugeres (1446), de don Álvaro de Luna; en ciertos aspectos, Defensa de las donas (c. 1450), de Pere Torrellas escrita como contrapunto al anteriormente mencionado Maldezir de mujeres (c. 1445). Esta tendencia «culmina a mediados del siglo xvii, cuando el bibliógrafo Nicolás Antonio, en su Bibliotheca Hispana [nova] sive Hispanorum [scriptorum], además de incluir los nombres de mujeres escritoras junto a los escritores, les dedica a ellas un apéndice completo» (Graña Cid, 1999: 218). Este apéndice, titulado Gynaeceum Hispanae Minervae Sive de Gentius Nostrae Foeminus Doctrina Claris ad Bibliothecam Scriptorum, adjunto por primera vez al Manual de historia vulgar o Erato en el orden de las Musas (Antonio, 1648: 349r-372v)2, constituirá la más conocida, en el momento, galería de mujeres ilustres. Además, como señala Lola Luna, podrá ser entendido como «práctica bibliográfica diferencial, heredada de la historiografía […] del Renacimiento [que opera] con una categoría taxonómica de sexo para construir una categoría cultural de género femenino. Al separarlas de los escritores y marcar una diferencia, Nicolás Antonio delimita con criterio selectivo un primer paradigma
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de escritoras españolas» (Luna, 1997: 246). A este tema se volverá al analizar la configuración del modelo de escritora; sin embargo, es preciso observar que una tendencia, minoritaria, del pensamiento oficial establece una imagen de la mujer erudita canonizada «que pasa a formar parte de los modelos de género femenino reconocidos por ciertos sectores de la cultura oficial» (Graña Cid, 1999: 218). Al mismo tiempo, hay que señalar que, en el nivel de percepción social de la mujer y su rol, los valores de tolerancia propagados por la retórica de los humanistas y los debates igualitaristas no necesariamente tenían por objetivo reformar la pragmática social y cultural, otorgar a la mujer acceso a la palabra pública ni admitir los resultados prácticos que tales cambios conllevarían. Lo demuestra perfectamente la ambigua argumentación de Castiglione que «forja la imago mulieris creando un idealizado mapa estético y gestual, pero de exigente domesticidad burguesa» (Rodríguez Cuadros, 2012: 200): «¿No creéis vos que se hallarían muchas tan sabias en el gobierno de las ciudades y de los exércitos como los hombres? Mas yo no he querido dalles este cargo, porque mi intinción [sic] es formar una dama y no una reina» (Castiglione, 1994: 356). Hasta cierto punto, y de acuerdo con estudiosas como Christine Planté (1988) o María Josefa Porro Herrera (1995), las mujeres que eran excepciones, subrayando su singularidad, actuaban como mecanismo regulador de lo que era posible para todas las demás. Más o menos desde el boccacciano De claris mulieribus (ca. 1360) se hicieron bastante populares los catálogos de mujeres ilustres/virtuosas/excepcionales. Autores como Jacobo Filippo Foresti (De claris mulieribus, 1497), Pierre de Bourdeille (Vies des dames galantes, ca. 1534), Pierre Le Moyne (La gallerie des femmes fortes, 1668) o, en España, Juan Pérez de Moya (Varia historia de sanctas e ilustres mujeres en todo género de virtudes, 1583) y Cristóbal Acosta (Tratado en loor de las mujeres, 1592) compilaron los inventarios de las féminas excepcionales desde la Antigüedad hasta la Edad Media. Sin embargo, precisamente este tipo de categorización hacía de ellas figuras alegóricas y morales suficientemente alejadas de la praxis como para poder forjar de algún modo la recepción social de la mujer real: «Esa memoria arqueológica provee de razones (aunque sean simbólicas) a la realidad histórica de la ausencia de la mujer» (Rodríguez Cuadros, 2012: 201), ya que opera «tras la figura de la mujer excepcional, empleada por el patriarcado como medida de silenciamiento del resto de sus coetáneas —pues el ser excepcional anula la visibilidad de las demás—» (Graña Cid, 1999: 218). Al mismo tiempo, es menester señalar que, a pesar de haberla destinado al cuidado del espacio doméstico, o precisamente debido a esto, será en las ideas sobre el matrimonio donde algunos autores humanistas como Enrique Cornelio Agripa (De nobilitate et praeccellentia faemini sexus, 1529), Luis Vives o Erasmo (Sancti matrimonii institutio, 1526) darán un paso hacia la igualdad de la mujer
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respecto al hombre. Este tipo de igualdad «emerges in that the same punishment and reward await both sexes in the next life» (Maclean, 1980: 20). Dicha premisa, por primera vez utilizada por san Basilio el Magno, abrirá paso a otro tipo de argumentación a favor del acceso femenino a la palabra sagrada: «The word (logos) is as much for woman as it is for man; thus the text of the Bible […] is as appropriate to them as to men» (Maclean, 1980: 20). Por consiguiente, si la obra de Vives, dedicada a la reina de Inglaterra Catalina de Aragón (1485-1536) y su hija, la princesa María Tudor (1516-1558), realmente no proponía ningún cuestionamiento de las relaciones entre los géneros, ya que atribuía a la mujer la libertad de formarse solo en función de ser madre/esposa, en la doctrina erasmiana podemos percibir un intento de ofrecer una educación clásica sin tales restricciones. Por otro lado, a modo de respuesta a ciertos ideales reformados formulados por los protestantes, dentro de la Iglesia católica también se vio la necesidad de fortalecer un discurso que promoviera una imagen positiva de «la mujer». De este modo, el culto mariano, con su énfasis puesto en el rol redentor de la Virgen María, ofrecía otro tipo de modelo que compensaba la imagen sublunar de Eva-pecadora. Sin embargo, es preciso recordar que en la política eclesiástica los argumentos mariológicos se convertirán en un arma de doble filo, ya que consolidaban una imagen de mujer como signo oximorónico, es decir, uno «en el cual la confluencia simultánea de dos signos primarios pone en evidencia una tensión no resuelta».18 Entonces, María se convertía en un ideal insostenible: un ser humano sin pecado original y una mujer que era a la vez la madre (y así cumplía con su rol biológico y social) y la virgen (de este modo protegía su sentido simbólico de castidad entendida en términos de la plenitud).19 Con lo dicho hasta aquí, se ha podido ver cómo los modelos promovidos por el discurso teológico oscilaban entre las designaciones extremas, fijando unas pautas inalcanzables de conducta para las mujeres en su cotidianidad. Del mismo modo, como se ha demostrado, los principios de argumentación profemenina no defendían prototipos reales sino impecables mentes iluminadas remontando a la tradición bíblica de mujeres excepcionales, como las matriarcas del pueblo de Israel: Sara, madre de Isaac, Rebeca, madre de Esaú y Jacob, Raquel, madre de José y de Benjamín y Lea, madre de Rubén, Simeón, Leví, Judá, Isacar y Zabulón, o de las elegidas, como Isabel, madre de Juan Bautista y María de Nazaret. Estos ejemplos se utilizaban para clasificar aquellas mujeres que no entraban en el marco de los modelos dominantes por las maravillosas rara aves.
18
Cf. la definición de símbolo polisémico de Turner (1967). El tema de la Inmaculada Concepción ha sido eficazmente utilizado por las autoras monjas como principio de autorización de su escritura. Este asunto se trata en los apartados 3.II y 3.IV. 19
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De este modo se explicaba la existencia de las mujeres ilustres, las creadoras, las autoras, las predicadoras o las artistas como ejemplares eruditas, beatas, ilusas o endemoniadas, sin necesidad de reformular o cuestionar los moldes vigentes del discurso oficial. La tendencia a promocionar las mujeres excepcionales funcionó también como mecanismo de silenciamiento del resto de sus coetáneas, que siguieron sus caminos, pero cuyo modo de vida no se reconoció dentro de los modelos aceptados. Resumiendo, la configuración normativa de la noción de mujer se constituía sobre tres paradigmas del pensamiento teológico: el primero era el matrimonial (virgen/esposa/viuda, cf. Maclean, 1980: 26); el segundo era el psicológico, relacionado con la inferioridad racional femenina (su versión positiva advocaba el modelo de la madre; la negativa se refería a la sexualidad femenina como una fuerza devastadora, cf. El Saffar, 1995: 179-189), y el tercer paradigma se consolidaba en la argumentación discursiva: mostraba a la mujer en las Sagradas Escrituras, buscando la razón de su inferioridad en la etimología y la argumentación patrística o forjando un modelo inalcanzable y paradójico. 2.3. LA CULTURA LITERARIA FEMENINA20 El mundo continúa estando figurado por los varones y representándose como masculino. […] Así que rara vez se acepta que la palabra de las mujeres pueda introducir la novedad —una novedad que concierne al conjunto de la humanidad— y rara vez se la reconoce e interpreta como tal. Françoise Collin, Praxis de la diferencia. Liberación y libertad (2006)
Si por historia se entiende una memoria reconstruida por un significado social (García González, 2006: 19-35) y lo que se busca es una comprensión contextualizada de las vidas femeninas del pasado, resulta imperioso indagar ahora sobre aquellos integrantes de la historia (o las historias) que hablan de las mujeres como creadoras desde la singularidad de sus experiencias —un contexto y unas formas de vida diferentes—, que son contadas a través de las palabras. Por otro lado, y siguiendo la línea de pensamiento de Françoise Collin, el hecho de que se acepte cierta universalidad de la obra «en su propia singularidad» no imposibilita asumir a modo de hipótesis de lectura que «la sexuación, al igual que la 20
Este tema también ha sido materia de reflexión para el artículo «Est virgo hec penna, meretrix est stampificata: Autoría y autoridad literaria en las escritoras de la Alta Edad Moderna» (2016b).
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pertenencia a una cultura nacional o a una época determinada, impregna la materia y la forma de una obra, aunque no bajo un aspecto determinista» (Collin, 2006e: 195), sino particular y diferente para cada texto. De ahí que, asumiendo dicha sexuación como uno de los puntos de partida para la lectura, es válido suponer que esta «no adopta la forma de una tesis sino la de una tensión» (Collin, 2006e: 195), tanto en la temática como en la forma de la producción cultural. Como recapituló en el 2004 Hélène Cixous en su revisión del emblemático ensayo La risa de la Medusa (1975), por razones histórico-culturales las mujeres han mantenido una relación conflictiva y compleja con la escritura (Cixous, 2004: 12-21). Sin embargo, siempre encontraban un espacio/tiempo/contexto, que eran las condiciones mínimas invocadas por Virginia Woolf en The Room of One’s Own (1929), para expresar a través de la escritura su vivencia particular, sus inquietudes intelectuales, darse a conocer, dejar marca de su experiencia o manifestarse a los demás. Los vacíos que se afrontan hoy en día al acercarse a la historia de la literatura de autoría femenina son, en gran medida, resultado de paradigmas epistemológicos posteriores, sobre todo a partir del siglo xix, y no un reflejo fiable de la cultura literaria femenina en los tiempos de la Alta Edad Moderna. Como ya se ha constatado en otro momento, las escritoras que forman el corpus de análisis del presente estudio, a las que se quiere dar voz y presencia en la historia de la literatura, han sido ignoradas y marginadas o se las clasificaba bajo las etiquetas de rara avis o mujer varonil; en todo caso, una excepción a la regla que funcionaba fuera del sistema universal de referencias y de los cánones.21 Sin embargo, el reconocimiento de la autoría femenina en los primeros siglos de la Modernidad y de su tradición literaria (que implica la existencia de ámbitos culturales propios, de la crítica y de las continuadoras) sigue siendo conflictivo y complejo también para las investigadoras e historiadoras feministas actuales (cf. Scott, 2011; Weissberger, 2005: 43-48; Barbeito Carneiro, 2006: 59-75; Weber, 2006: 77-93). Se ha hablado sobradamente en los apartados anteriores de que esta dificultad se basa en la necesidad de afrontar el problema de la esencialización de la experiencia femenina común y ahistórica y el de la ghettoización, al separar las experiencias femeninas de las universalizadas y supuestamente objetivadas experiencias masculinas conocidas como la historia. De esto se desprende el problema siguiente: si se mira la producción cultural de las mujeres desde la óptica de los modelos e indicadores de la cultura oficial y dentro de los cánones establecidos, hay que afirmar, después de la ya mencio21
Hay muchos estudios excelentes sobre la conflictiva relación que las autoras mantuvieron con las políticas sexistas del canon. Para el periodo de la primera modernidad, cf. Baranda Leturio (2007); para una buena selección de estudios en el contexto hispano, cf. el volumen colectivo Ibeas y Millán (1997), y, para un resumen del significado de las políticas del canon en la formación de la tradición literaria femenina, cf. Servén Díez (2008: 7-20).
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nada tesis de Joan Kelly (1984b: 19-50), «that women didn’t have Reinaissance» y que las épocas de esplendor cultural no abarcaron de igual modo la creación masculina y la femenina. Sin embargo, al asumir esta óptica hasta las últimas consecuencias, se convierte a las mujeres en «protagonistas ausentes» (el término es de Joan Connelly de Ullman, 1981: 11-44) de la historia cultural: marginadas y desprovistas de las posibilidades de creación, algo que, aunque con palabras diferentes, afirmó también Virginia Woolf: «La libertad intelectual depende de las cosas materiales. La poesía depende de la libertad intelectual. Y las mujeres han sido pobres siempre» (Woolf, 2012: 148). Sin embargo, si nos acercamos a los diversos testimonios de autoría femenina valorando y reconociendo su creatividad desde moldes diferentes, que dan cabida a lo que era experiencia y existencia femenina dentro de un contexto cultural e histórico particular,22 entonces se puede apreciar la inmensa aportación cultural y la presencia de los discursos creativos y las tradiciones culturales creados y expresados por las artistas y las escritoras que construyeron su autoridad simbólica y su autoría dentro de los marcos de la cultura dominante, negociando a su favor los contextos que les eran accesibles y los modelos culturales que les eran impuestos: Si [las] experiencias femeninas son medidas en un juego propio, que da cabida a la diferencia sexual, que reconozca su libertad y no solo la de ellos, que no vele ni borre la abertura de ella a su trascendencia, entonces el panorama histórico que resulta es distinto; es menos homogéneo, menos oscuro, menos acusador también. Porque tanto durante el neolítico como durante el Renacimiento italiano, la revolución francesa o el capitalismo postindustrial, las mujeres […] han dejado testimonio en las fuentes históricas de estar pasando, a su modo, por unas etapas de gran creatividad en las que estuvo o está presente un sentido propio de sí. (Rivera Garretas, 1998: 15) 22 Tal y como plantea Gloria García González, la aproximación y el florecimiento de la historia de las mujeres se debió en gran parte al cambio de los paradigmas de la investigación historiográfica tradicional propuesta desde las investigaciones feministas más radicales, que, por primera vez, nombraron la ausencia de las mujeres en la documentación oficial y el discurso histórico tradicional. La búsqueda, localización y valoración de fuentes nuevas acordes a patrones diferentes permitió la revalorización de las mujeres «en su condición de sujetos y sus experiencias de vida, incorporadas a la mejor comprensión de los acontecimientos y procesos históricos» (García González 2006: 19). En el contexto hispánico, los trabajos de, por ejemplo, Richard L. Kagan (1981) o María del Mar Graña Cid (1999) sobre las políticas educativas contrarreformistas supusieron una revalorización de las tesis propuestas por Joan Kelly, señalando otros moldes de valoración de los avances en la formación y participación en la cultura de las mujeres y marcando la importancia de otros fenómenos antes poco estudiados como, por ejemplo, la existencia de una revolución educativa en la Castilla de principios del siglo xvi y sus consecuencias entre las mujeres o el fomento de otras formas de acceso a la cultura letrada en el seno de la reacción católica a la Reforma protestante.
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Insistir en que las vidas y las actividades artísticas de las mujeres fueron fundamentales para la formación social y cultural de la primera modernidad europea permite reescribir las fronteras de la historiografía y llegar a tiempo para reconsiderar no solo el compromiso ético y político con las historias aquí contadas, sino, sobre todo, el papel capital de las mujeres en crear la historia (cf. Hendricks, 2002: 362). 2.3.1. La pragmática: los círculos de lectoras. Las lectoras como transmisoras de los contramodelos Ahora bien, si la visión normativa de la mujer modélica quedó confinada en las dicotomías, eso no quiere decir que las mujeres de carne y hueso hayan reproducido estos modelos de comportamiento al pie de la letra, que no los hayan rebatido, modificado o revocado, ni tampoco que todas vivieran aquella realidad como profundamente opresiva o asfixiante. A pesar de estar destinadas a una vida en la privacidad de la casa/celda, no se puede asumir que todas las mujeres vivieron una vida limitada al mundo cíclico de la naturaleza ni mucho menos que todas sometieron sus vidas a las normativas gobernantes. Pese a que «women’s participation in the history of Spain has not always been visible» y «the organization of history from the point of view of certain powerful and politically successful men, have made it seem that “the” Spanish woman is a fundamentally ahistorical being» (Kaminsky, 1996: 2), la participación de la mujer en la cultura no se limitó a unas cuantas excepciones, que por su rareza tienden más a confirmar la regla que a alterar la ausencia femenina en la historia.23 Y, aunque la influencia de personajes como la reina Isabel, Teresa de Jesús o Juana Inés de la Cruz era realmente considerable, esto no debería restringir sino fomentar nuestra percepción y nuevas lecturas sobre la organización de la vida cultural y el rol de las mujeres en su configuración. A estas alturas, para seguir con la reflexión acerca de la formación de círculos de autoras y lectoras en el contexto moderno, resulta eficaz recurrir al 23
Un hecho que ya destacó en 1989 Ana Navarro al hablar de la participación femenina en las letras, sobre todo, en la poesía. Sin embargo, el panorama literario actual no parece haberse alterado significativamente, como se infiere de las últimas antologías de la poesía del Siglo de Oro, por ejemplo, la Antología de la poesía española del Siglo de Oro, editada por Espasa Libros (2007), o los manuales de historia tanto para la enseñanza secundaria como la de tercer grado, que tienden a limitarse a unas breves entradas acerca de unas pocas autoras emblemáticas como Teresa de Jesús, Juana Inés de la Cruz, María de Zayas de Sotomayor, Ana Caro Mallén, Feliciana Enríquez de Guzmán y María de Jesús de Ágreda. Por otro lado, todavía se publican antologías que reproducen esta ausencia, como en el caso de la de Ariadna G. García, Poesía española de los Siglos de Oro (2009), que no incluye ninguna escritora de estos siglos.
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concepto de habitus de Bourdieu, que asume un ars inveniendi, es decir, un agente entendido no como mero soporte de las estructuras ni tampoco definido exclusivamente por su libre albedrío, sino como un agente operativo fuera del campo de la representación, las «estructuras estructurantes estucturadas» (Bourdieu, 1995). El sociólogo, al hablar sobre la dimensión colectiva de las existencias individuales, propone una tercera vía entre el esencialismo hermenéutico y la subjetividad, lo intencional y lo estructural. En este sentido, el habitus no es meramente reproductivo, sino inventivo, y opera fuera del cuerpo de la representación (ars inveniendi). Adoptando este presupuesto, se entiende que muchas de las mujeres de ese período histórico transformaron lo reproductivo en inventivo, no necesariamente en forma de excepciones a la regla, sino como agentes que dieron respuestas a la vez originales y comunes a los procesos sociales específicos del momento. Entonces, y antes de centrarse en las escritoras —entendidas como creadoras de los nuevos sentidos—, se observarán los procesos de la cultura literaria femenina de los Siglos de Oro desde la óptica de sus receptoras. Para ello se quiere indagar sobre la construcción y el significado de los círculos de lectoras, ya que, de acuerdo con Françoise Collin (1996e: 194), «no hay escritura sin lectura y toda lectura es una especie de reescritura. Así pues, esta potencial universalidad es una universalidad que nace de la singularidad de la obra, pero también de la singularidad del lector, de la lectora». De este modo, se preguntará por las mujeres lectoras vistas como posibles transmisoras de los contramodelos y como mediadoras entre la cultura de lo escrito/normativo y la realidad vivida. Se mirará también el proceso de alfabetización femenina, tomándolo como piedra de toque de los avances en la posición social y las perspectivas vitales de las mujeres de una sociedad concreta.24 Los programas educativos diseñados por los humanistas, al igual que los modelos de mujer piadosa propagados por la doctrina católica y protestante que se han señalado anteriormente, incluían, entre otros, el aprendizaje de la lectura y, en cierto grado, de la escritura (Maclean, 1980: 16; Luna, 1992: 95). Tanto la reflexión humanista como la doctrina religiosa solían clasificar el colectivo mujeres en cuatro estados: la doncella, la esposa, la religiosa y la viuda, que estaban unidos por el vínculo de la mujer con una autoridad masculina correspondiente. Para cada uno de estos estados se especificaba el tipo y el grado de la formación necesaria transmitida, de un modo u otro, desde una instancia mediada por un hombre. De la dama, entendida dentro del anteriormente analizado modelo
24 Obviamente, se mantiene la cautela necesaria para una aproximación general a los procesos de la cultura escrita moderna, distinguiendo entre los datos que nos proporcionan los listados de los libros aconsejados, que no tienen por qué coincidir con los catálogos de las bibliotecas particulares y conventuales ni tampoco pueden sustituir las verdaderas lecturas del momento.
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cortesano presentado por Baltasar Castiglione, se demandaba el conocimiento de las letras — «quiero que la dama tenga noticia de letras»—, pero entendiéndolo como atributo superficial de recreación junto otros como la música y la pintura (Castiglione, 1994: 356). Como se ha dicho anteriormente, la mujer de la corte era pensada como un efecto de la formación de su maestro, que, por su parte, tenía la «licencia de formar esta Dama a [su] placer» (Castiglione, 1994: 356). Asimismo, dicha educación no se vinculaba con la sabiduría como tal, relacionada con el poder y la capacidad de gobernar. A las mujeres que dedicaron su vida al servicio a Dios, por regla general les correspondía el derecho a la lectura en voz alta y, a veces, también en la intimidad de su celda (Arenal y Schlau, 1989: 214-229). Leer y escuchar la lectura en el refectorio se convertía en un rito didáctico y un modo de adoctrinamiento de las hermanas, «que se den de buena voluntad a leer y a oír lectión; que en toda obra de manos que hizieren, tengan siempre en la boca la oratión» (Talavera, 2012: 53). Las comunidades religiosas fueron los únicos espacios exclusivamente femeninos donde la lectura se convertía en una suerte de obligación profesional, por lo cual se potenciaba «esta habilidad al servicio del grupo» (Baranda Leturio, 2005: 32; Arenal y Schlau, 1989: 214-221). Además, a las monjas provenientes de las capas nobles les pertenecía, a modo de ius non scriptum, el derecho/obligación del ejercicio de la escritura a solas en la celda (Talavera, 2012: 51-52). Sin embargo, para las hermanas legas este acto se consideraba censurable: «Nunca recebir carta ni escrivir que no passe primero por mano de la prelada» (Talavera, 2012: 38) y quedaba constreñido a las funciones de copistas o escribas. Si se analiza la cultura letrada en la España de los Siglos de Oro, se debe recordar que estamos hablando de un sector privilegiado de la sociedad. La alfabetización en el siglo xvi no era todavía un fenómeno común y, obviamente, aspectos de diferenciación como la procedencia geográfica urbe/campo, la clase social y el sexo determinaban y limitaban el acceso a la lectura y la escritura. Hasta el siglo xvii, la mayoría de la población entraba en contacto con las fuentes escritas a través del sacerdote, el pregonero y la lectura en común. Los sermones, los edictos, las constituciones, pero también el cancionero, el romancero y hasta la novela, influían y constituían el imaginario común por vía oral (Chartier, 1994: 23-40). Aunque cualquier tipo de visión panorámica sobre la escala y difusión de la alfabetización en las sociedades de los tempranos tiempos modernos sea parcial, parece necesaria una aproximación al tema. Efectivamente, las conclusiones que se pueden sacar de la línea comparativa que propone Antonio Viñao en uno de sus estudios (1999: 39-84) dicen más sobre la variabilidad y diversidad del fenómeno que sobre una correlación sistemática entre las variantes sociales, geográficas, cronológicas, etc. Sin embargo, a partir de los datos disponibles, es posible afirmar que la alfabetización activa, o sea, la que va
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más allá de la capacidad de firmar, estaba indisolublemente relacionada con el ámbito urbano o, en su gran mayoría, con el contexto claustral. La mujer alfabetizada modélica vivía en una ciudad y era noble o abadesa de algún claustro de renombre. Por otra parte, por regla general, las mujeres de bajo nivel económico y procedentes del ámbito rural eran analfabetas y las zonas menos alfabetizadas eran Castellón, Cuenca y Extremadura (Baranda Leturio, 2005: 20). De igual modo, si se mira el fenómeno desde la perspectiva diacrónica, resulta claro que el porcentaje de mujeres alfabetizadas crecía a la par que el desarrollo y la universalización de la imprenta y la alfabetización masculina, con un aumento importante a principios del siglo xvi, un periodo bastante estable a lo largo de la primera mitad del siglo siguiente y una significativa regresión a finales del xvii aunque con variedades importantes según la ubicación geográfica (Baranda Leturio, 2005: 19). De todos modos, el número de mujeres alfabetizadas a lo largo de los siglos xvi y xvii no superó nunca un treinta y cinco por ciento, y, frente a las que vivían en ciudades grandes, se mantenía en un cero por ciento para el ámbito rural (Baranda Leturio, 2005: 17-33). En la sociedad estamental, sin movilidad entre las clases y con una muy lenta evolución estructural, las coordenadas de la diferencia de género sexual (hombre/mujer) y cultural (lo masculino/lo femenino) fueron marcas de exclusión. Sin embargo, como señala Jodi Bilinkoff (2000b: 168), la fractura más fuerte que dividía la sociedad moderna se establecía por el estrato social y la pertenencia al clero (masculino) o la nobleza; en este sentido, toda la población laica respondía, hasta cierto grado, a la categoría de lo femenino por su dependencia simbólica del clero masculino, su «debilidad y pobreza espiritual» (Bilinkoff, 2000b: 168), su propensión al pecado y la constante lucha por la santidad. Esta división influyó en la construcción de discursos conformadores de lo que se podrían llamar «identidades colectivas» conforme al estrato social y el marco de comportamiento para él preestablecido (Luna, 1997: 247). Así, por ejemplo, mientras que para los hijos varones la educación en las letras suponía siempre una ventaja y promoción en la escala social, esta tendencia se vuelve inversa en el caso de las hijas. Como se ha señalado anteriormente, la formación de las mujeres promovida por los moralistas se destinaba y limitaba al marco de lo que cabía en el conjunto de las obligaciones femeninas, en este caso, los quehaceres domésticos. Entonces, el coste elevado que para las familias significaba educar a sus hijos no encontraba una justificación pragmática en el caso de las hijas. De ahí que, por carecer de las posibilidades de desarrollo profesional y de impacto en la esfera pública, la formación femenina se vio confinada a los temas de la devoción y la domesticidad. El discurso normativo del momento, generado desde la Iglesia y apoyado por las políticas estatales y el derecho canónico, reducía el horizonte
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de las lectoras exclusivamente a las lecturas espirituales y de formación moral, aunque sin admitir los campos de la teología o la escolástica relacionadas con la sabiduría y, por ende, con el poder. En la Suma y breve compilación de cómo han de bivir y conversar las religiosas de Sant Bernardo que biven en los monasterios de la cibdad [sic] de Ávila (escrita entre 1485-1492), de Hernando de Talavera, se recopila el primer listado de obras devocionales adecuadas para las mujeres, lo que supuso el primer repertorio ortodoxo para las lectoras religiosas. Este texto, aunque preparado para una comunidad particular de hermanas cistercienses de Ávila, pronto se difundió hacia otras comunidades religiosas que seguían las reglas de la reciente reforma eclesiástica25 y, con menores alteraciones, permaneció vigente a lo largo de los Siglos de Oro, convirtiéndose en un catálogo regular de lecturas autorizadas para mujeres, tanto laicas como religiosas. Dentro de esta lista encontramos libros en romance: la Biblia; vidas de santos; libros de san Agustín, san Buenaventura, san Jerónimo y san Gregorio; la Vita Christi del franciscano catalán Françesc Eiximenis, y los cuatro volúmenes de la Vita Christi de Ludolfo de Sajonia, el Cartujano, traducidos al castellano por Ambrosio de Montesinos Alcalá (1502-1503). Dicho corpus incluía los manuales de conducta y los libros espirituales de moda del momento, como el Abecedario espiritual de Francisco de Osuna; el Arte a servir a Dios, de Alonso de Madrid; Audi Filia, de Juan de Ávila (con casi trescientas ediciones españoles e incluido en el Índice de Valdés), o la Subida del monte Sión por la vía contemplativa, de Bernardino de Laredo, en el siglo xvi, o la Guía espiritual que desembraza el alma […], de Miguel de Molinos, en el siglo siguiente (Trambaioli, 2011: 461-481). Además, en una sociedad tan impregnada por la «religiosidad popular» (término de Sánchez Lora [1988]), los recientemente canonizados santos despertaban un interés inconmensurable, entre ellos, san Isidro Labrador, san Francisco Javier, san Juan de la Cruz, san Ignacio de Loyola y santa Teresa de Jesús, en loor de los cuales se compusieron obras laudatorias y poesías, presentadas en justas y certámenes, especialmente populares entre el público femenino. Otro género espiritual en boga entre los círculos de lectoras fueron las horas,26 que, junto con otros títulos de oración (misales, breviarios, libros de oficios, de letanías, salmos, etc.), respondían al programa de la devotio moderna: una lectura íntima y piadosa y una oración mental ampliamente difundida en el momento (Vigier, 1994: 103-115). Como señala Nieves Baranda Leturio (2005: 17-33), la biblioteca 25
Tarcisio de Azcona observó que la Suma se convirtió en «el esquema de reforma de todas las religiosas de Castilla y Aragón» (1993: 723). 26 «Aparecen en muchas formas y tipos: “de Nuestra Señora”, “de Santo Domingo”, grandes, medianas, pequeñas, en pergamino, manuscritas, impresas, iluminadas, en latín, en romance, viejas o de tanto lujo, que por su riqueza pueden llegar a tener consideración de joya más que de libro. Raro es el inventario de libros de mujer que no las cita» (Baranda Leturio, 2005a: 25).
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femenina más común del momento incluiría unos tres o cuatro tomos, de los cuales uno sería el libro de horas y los restantes, de oración o devotos. La divulgación de estos libros permite percatarse de los cambios en la cultura no oficial, la vivida y la leída por las mujeres. De ahí que «un estudio comparativo con el [programa de lecturas] propuesto por la primitiva “Constitución” teresiana, éste bastante más reducido y menos diversificado, podría revelar un cierto grado de evolución y cambio de mentalidad sobre la lectura espiritual a lo largo del siglo xvi» (García Oro, apud Baranda Leturio, 2005: 24-25, n. 19) y podría desvelar aún más detalles sobre la especificidad de los círculos de lectoras en aquel momento de transformación de la espiritualidad y la religiosidad sociales. Otro grupo importante de lectoras, al que se volverá en lo que sigue, es el formado por las propias escritoras, que, por regla general, aunque no sin excepciones, poseían un repertorio más amplio y mucho más diverso. Por ejemplo, Teresa de Jesús, en su Vida, además de los textos del canon talaveriano, pone un especial énfasis en los del Cartujano y Subida del monte Sión de Bernardino de Laredo, el Arte para servir a Dios, de fray Alonso de Madrid, y varias obras de procedencia medieval, como el Tratado de la vida espiritual, de san Vicente Ferrer. La novedad, en sus Constituciones, son los libros de autores en censura, cuya ortodoxia ha sido discutida en algún momento: La imitación de Cristo, atribuida a Tomás de Kempis, y los libros de Luis de Granada, más probablemente el Libro de la oración y meditación (Salamanca, 1554), la Guía de pecadores (Lisboa, 1556) y tal vez el Memorial de la vida cristiana (Lisboa, 1561). Además, hay en su listado libros de Pedro de Alcántara, Tratado de la oración y meditación (Lisboa, 1556-57) y sus opúsculos espirituales, a los que Teresa de Ávila aludió en su Vida. Por otro lado, Valentina Pinelo, una monja profesa de San Leandro de Sevilla de finales del siglo xvi y principios del xvii, procedente de una familia acomodada de comerciantes de linaje, verosímilmente venecianos, repite y amplía este repertorio: la Vita Christi de Ludolfo de Sajonia, Vitae sanctorum, de Aloysio Lipomano y Laurentio Surio, el Flos sanctorum, el renacentista (15161580) y el de Alonso de Villegas (1578-1603) y la Leyenda de los santos probablemente la de la imprenta sevillana de Juan Varela de Salamanca (1520-1521). Como quedó dicho en otro momento, el impacto de la imprenta popularizó de manera significativa el libro como objeto y, aunque el acceso al libro impreso era restringido y elitista, los círculos de lectores aumentaban en paralelo al creciente número de traducciones e impresiones de los autores neolatinos.27 Por
27 Aunque es difícil trazar aquí una panorámica del mercado, debido a la complejidad de los datos a considerar, se deben mencionar los principales centros de con imprenta. De acuerdo con el estudio de Bartolomé Bennassar (2004: 283-295), a principios del siglo xvii destacaron Sevilla, Valladolid y Toledo; después del traslado de la corte a mitad del siglo, también Madrid.
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otro lado, en el discurso normativo a través de los textos pedagógicos, los tratados de los moralistas y las lecturas devotas, se diseñó un modelo de la lectora y su lectura como un acto no marcado (cf. Fuss, 2013: 24). No obstante, analizando la praxis lectora se puede observar que esta invisibilidad se vio quebrada por la inclinación del público femenino hacia ciertos géneros literarios, moldeando las prácticas editoriales y la coyuntura del mercado acordes a su demanda. La recepción en los círculos femeninos de títulos concretos de géneros como los libros de caballerías y la novela sentimental durante el siglo xvi, los libros de pastores a finales de ese siglo y la novela corta durante el siglo xvii propició su éxito editorial a largo plazo (Chartier, 2000: 199-217; Bouza, 2005: 174). Los libros de caballerías, a pesar de invocar a un lector implícito masculino, gozaron de especial interés entre el público femenino, tanto religioso como secular. Por otro lado, el horizonte textual de la novela sentimental, con las obras de Diego de San Pedro o Juan de Flores, al igual que los libros de pastores, presuponía la existencia de una lectora, de ahí que estas constituyeran un foro que contribuyó a la promoción de estos géneros literarios (Marín Pina, 1999: 129-148). A pesar de la carencia de inventarios documentales que puedan mostrar el número y el tipo de mujeres que poseían los títulos de ficción de mayor demanda, fuentes paratextuales como las dedicatorias, las censuras y las defensas de los textos ofrecen evidencias suficientes sobre la importancia de este fenómeno (Baranda Leturio, 2005: 31). Además, a este repertorio profano habrá que añadir libros específicos que mostraban los intereses particulares de sus dueñas, como los tratados historiográficos, de gobierno, libros sobre música, lunarios o de medicina casera, entre otros. El tono de indignación y reproche de uno de los humanistas más progresistas del momento refleja la tensión entre lo normativo y la realidad vivida que marcaba las experiencias de estas mujeres: Veo algunas que cuando quieren acabar de perder seso, se ponen a leer estos libros [de caballería] para ocupar su pensamiento en aquellas cosas conformes a su locura. Estas tales, no sólo sería bien que nunca hubieran aprendido letras, pero fuera mejor que hubieran perdido los ojos para no leer y los oídos para no oír. (Vives, 1793: 32)
De este modo, y lejos de verse constreñidas por los modelos textuales ejercitados desde los manuales moralistas, queda comprobado que las lectoras edificaron su panorama imaginativo en cierta medida de manera independiente, contribuyendo a construir por su parte los contramodelos que seguidamente poblaron el imaginario creativo de muchas de las autoras, tanto seculares como religiosas. María de Zayas y Sotomayor , Mariana de Carvajal y Saavedra (16201670), Ana Caro Mallén, Feliciana Enríquez de Guzmán (1569-1644), Ana
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Francisca Abarca de Bolea y Ángela de Acevedo (¿?-1644), cada una de estas autoras, dentro de la novela, el drama o la poesía, se nutrió de estas tradiciones, creando un mundo de heroínas que subvertían los códigos normativos precisamente desde su experiencia lectora (vid. por ejemplo, los personajes femeninos de la Vigilia y Octavario de San Juan Bautista [1679], de Ana Francisca Abarca de Bolea; el parnaso de caracteres femeninos libres de relaciones parentales en Navidades de Madrid y noches entretenidas [1663], de Mariana de Carvajal, o las protagonistas de las Novelas amorosas [1637] y los Desengaños amorosos [1647], de María de Zayas, presentadas como unas lectoras avispadas). De entre los grupos de lectoras, presentan un interés especial las mujeres eruditas, las puellae doctae del siglo xv y principios del siglo xvi, pertenecientes a los círculos privilegiados de la corte, donde recibían una formación esmerada en latín y griego bajo la tutela de maestros. Fueron ellos quienes acotaban los límites de los saberes de las mujeres, de los que se excluían, entre otros, la retórica, por ser una herramienta directamente relacionada con el acceso al mundo del poder y la política. Estas «genios educadas» apenas podían acceder a los conocimientos acotados por los «maestros, que a su vez, las mimaron […] inscribiéndolas en su tradición de inmortales, haciendo para ellas un hueco específico en el canon de la disciplina: el espacio de las “mujeres ilustres”, mujeres a las que ellos otorgaron el derecho a hablar» (Rivera Garretas: 1997a: 95). Muchas de estas jóvenes amaestradas eran también escritoras. De entre ellas sería preciso destacar a Juana de Contreras (ca. 1460-ca. 1533), la primera heroína28 y erudita, Beatriz Galindo (ca. 1465-1535) y Luisa Medrano (1484-ca. 1527), todas ellas unas excelentes intelectuales de gran influjo en la corte y la universidad. Fuesen lectoras-escritoras o solamente lectoras de textos, estas mujeres construyeron un modelo específico de recepción y actuación dentro de la cultura letrada fijada por las élites masculinas. En la mayoría de los casos, y sin pretensiones de subvertir abiertamente las normas que les eran impuestas, «buscaron su emancipación en el saber masculino definido como neutro, que ellas hicieron propio» (Rivera Garretas: 1997a: 95). De esta manera contribuyeron a construir otro tipo de contramodelo, el de la mujer erudita que no teme la fama ni la ambición y que se opone a la humildad femenina prescriptiva de los moralistas. Un ejemplo de esta configuración de la posición de la lectura disconforme con los modelos establecidos lo proporciona Juana de Contreras en su correspondencia con Lucio Marineo Sículo. Y, aunque de sus cartas conservamos solamente las 28
Es bien conocido el debate que Juana de Contreras mantuvo con su maestro Lucio Marineo Sículo sobre la posibilidad de decir en latín heroína, conjugándolo según la primera declinación, en vez de herois, y, aún más, ser denominada así, según su propia propuesta. Este acto de ambición y autonomía (ser heroína por su propia valía y no musa que existe por y para inspirar al otro) convierte a Juana en un prototipo de erudita independiente, cf. Rivera Garretas (1997a: 89-106).
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respuestas del último, estas nos indican los puntos de discordia y el patrón de lectura al que aspiraba Juana, severamente criticada por su maestro precisamente por querer salirse de los límites del modelo de mujer erudita como inspiradora pasiva y sumisa: «Pues así como te exhorto a la fama y a los auténticos loores de la virtud, de la misma forma debo disuadirte de la ambición […] pero si sigues el camino iniciado […] te auguro con seguridad que tendrás un lugar no ya entre las heroínas, sino más bien entre las nueve hermanas» (Sículo, 1514 s. p. apud Rivera Garretas, 1997a: 100, el énfasis es mío). Las nueve hermanas a las que se refiere el maestro son las nueve musas, inspiradoras, pero nunca creadoras, de nuevos sentidos. Oponiéndose a estas directrices, con su formación exquisita y destreza en el repertorio clásico, las puellae doctae aprovecharon este saber masculino para demostrar que el modelo femenino vigente era inadecuado o, por lo menos, anticuado (Rivera Garretas, 1997a: 94-104). La diversidad tipológica de lectoras, y aún más la existencia de ciertos grupos elitistas de lectoras eruditas, no debe desviarnos, sin embargo, de una comprensión panorámica de la totalidad del fenómeno aquí analizado. Es necesario recordar, de nuevo, que en una sociedad casi totalmente iletrada la mayoría entraba en contacto con los textos escritos de forma oral, bien a través de la lectura en voz alta en las casas o los refectorios de los claustros, bien a través de los sermones o las recitaciones públicas de textos poéticos y teatrales. De hecho, no saber leer en la realidad cotidiana de la Alta Edad Moderna no necesariamente implicaba un analfabetismo cultural. Es más, como demuestran los casos de las autoras iletradas que compusieron sus obras dictándolas a las escribas, la incapacidad para escribir tampoco excluía de la activa participación en el mundo de la cultura escrita (vid. los casos bien distintos de tres religiosas: Isabel de Jesús [1586-1648], monja recoleta agustina de la Villa de Arenas; María de Santo Domingo29 [ca. 1485-ca. 1524], visionaria de la Orden Tercera en Piedrahita, o Juana de la Cruz [1481-1534], terciaria franciscana en la villa de Cubas, que dictó sus sermones recopilados en el famoso libro Conorte, todas ellas con capacidades técnicas e intelectuales y un repertorio suficiente para construir un discurso, o sea, ser autoras). Mucho más que la habilidad técnica, lo que importaba era el contexto inmediato en el que se movía la escritora, su pertenencia a un grupo erudito y la posibilidad de entrar en contacto con textos escritos, condiciones estas que se cumplían en los ambientes claustrales y los círculos de la nobleza de las zonas urbanas (cf. Baranda Leturio, 2005: 73, 145146; Herpoel, 1989: 390-405). Sin embargo, también es menester subrayar que en estos ambientes literarios las mujeres lectoras/receptoras constituían el grupo 29
A esta autora se dedica más atención en 3.2.V.
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más susceptible a los cambios de las normativas oficiales sobre la circulación y reproducción de los textos. Si recordamos que la mayoría de las mujeres que poseían la capacidad lectora no tenía conocimientos de latín, o sea, constituía un grupo significativo del mercado lector que dependía exclusivamente de los textos escritos en romance, resulta fácil comprender cuáles eran los mecanismos de control que constreñían su horizonte intelectual al marco de lo posible como lo único disponible para ellas en cuanto lectoras (Díaz-Diocaretz, 1993: 88-91). De ahí que el antes mencionado momento de la prohibición de los escritos espirituales: religiosos y devotos en romance que llegó a mediados del siglo xvi constituyese un importante punto de inflexión en el desarrollo del mercado lector femenino. El Índice de Valdés otra vez marcó un antes y un después en la cultura escrita, excluyendo los círculos de lectoras del acceso a las obras doctrinales, desde la Biblia hasta autores como Juan de Ávila, Luis de Granada o Constantino de Ponce de la Fuente. Se censuraron muchos de los flos sanctorum, libros de horas en romance, libros de oración y devoción, especialmente populares entre el público femenino (cf. Martínez de Bujanda, 1984). De este modo, los aires de renovación espiritual de la primera mitad del siglo xvi, impulsados por la devotio moderna, el franciscanismo y la reforma cisterciense, junto con el erasmismo promovido desde las élites cortesanas, que a la vez coincidieron con el auge en la alfabetización femenina, se vieron suprimidos a mediados del mismo. Su lugar fue ocupado por una religiosidad ritualizada, enfocada hacia lo externo, donde la contemplación y la oración mental se vieron reemplazadas por lo visual y lo sensorial (Weber, 1996: 22-33). Como en el siglo anterior, también en el xvii el repertorio de lecturas sigue dominado por los textos en romance de orientación espiritual (los flos sanctorum, las meditaciones, los libros de oración, de práctica diaria, etc.) pero no teológica (vid. Sanz Hermida, 1997: 133-232). La espiritualidad exterior favoreció el auge de la lectura de vidas y hagiografías de beatos y santos «casi coetáneos» (Baranda Leturio, 2005: 30). Este modelo, idealizado a la vez que cercano, resultó especialmente atractivo para el público femenino. La experiencia compartida con beatas y santas (Rivera Garretas y Bárbara Ozieblo, 1993: 10-32) posibilitaba a muchas jóvenes algún tipo de identificación con modelos de mujer hasta cierto punto independientes, muchas veces con una activa participación en la esfera pública (el máximo ejemplo era el Libro de las fundaciones, de Teresa de Jesús, escrito entre 1573-1582 y que hasta 1610 circuló en múltiples copias manuscritas). Estos textos giraban alrededor de universos distintos a los mundanos, servían a una causa mayor no mediada por la mano y la razón de los maestros. Con estos breves apuntes se ha querido orientar la lectura hacia una aproximación sociohistórica de género, de acuerdo con las propuestas de Blanca Garí y Alicia Padrós-Wolff (1995) y Lola Luna (1992), en la que se puede apreciar el
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papel de las lectoras como negociadoras entre la cultura de lo escrito/normativo y la realidad vivida. Los procesos de alfabetización femenina, entendidos como piedra angular de los avances en la posición social y las perspectivas vitales de las mujeres, nos permiten cuestionar la tesis propuesta por Françoise Collin (2006e: 194-195) según la cual «tanto en el momento de su elaboración como en el de su publicación, o en el de su historización las obras de mujeres han carecido de sus lectores —y, sin duda, de lectoras— susceptibles de coconstruirlas, de establecer esta relación escritura-lectura que permita a la obra convertirse en obra». Como se verá, estos grupos de lectoras, en cuanto receptoras, críticas y continuadoras, fomentaron recíprocamente la formación de foros de escritoras y las incipientes tradiciones literarias femeninas. 2.3.2. La querella de las mujeres y la cuestión de la autoría literaria femenina Analizar la autoría femenina en el contexto de los siglos xvi y xvii exige recordar que la reflexión acerca de la autoridad simbólica femenina se visibiliza ya en las incipientes iniciativas de la querella de las mujeres, anterior al siglo xiii.30 La querella, intertexto que se vincula al derecho procesal, es una interesante respuesta para pensar el lugar de la mujer en la escritura. En los siglos posteriores, este debate giró en torno a dos temas de principal importancia para el marco del presente estudio: el ideal de la igualdad simbólica entre los sexos y el lugar de la autoría literaria femenina dentro de la tradición poética nacional. Por un lado, las puellae doctae del siglo xv y su saber amaestrado y, por otro, las escritoras que buscaron una relación con «su divino (su autoridad simbólica) no mediada por hombres» (Rivera Garretas, 1997a: 94) ofrecen respuestas pragmáticas a las disputas intelectuales subyacentes en la querella. Asimismo, compusieron la genealogía del saber femenino que se halla tras las obras de María de Jesús de Ágreda, Marcela de San Félix, Ana Francisca Abarca de Bolea, Francisca de Santa Teresa, Valentina Pinelo y Teresa de Jesús María, entre muchas otras. 30 La querella es asociada simbólicamente con la reacción crítica de las mujeres ante la publicación en 1277 de unas reflexiones misóginas de Jean de Meung añadidas al texto cortesano de Guillame de Lorris Roman de la Rose (1225); sin embargo, cabe recordar que sus ideales se remontan ya a la Alta Edad Media. Entonces, en Europa Central se desarrollaron dos caminos para el cuestionamiento del rol femenino de madre/esposa frente al de mujer piadosa. El primero, el de las Frauenfrare, en el territorio de la actual Alemania, se basó en la renuncia al matrimonio y a la vida religiosa reglada. Estas mujeres «vivieron en unos grupos informales […] de las muchas organizaciones heréticas o semiheréticas que aparecieron en Europa a raíz del primer milenio» (Rivera Garretas, 1996: 27). El segundo, el de las beguinas y las cátaras de los siglos xii y xiii, asumió una defensa del derecho a la espiritualidad femenina independiente que se oponía al poder masculino (Kelly, 1984a: 65-109).
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Como se ha constatado en otro momento, los ideales del humanismo cristiano y el neoplatonismo indujeron ciertas tendencias que propiciaron la intervención de la mujer en el mundo de la literatura, sea a través del acceso a la formación y la lectura, sea fomentando sus posibilidades y habilidades de escritura. Resulta notorio que, al observar la cultura literaria femenina de la primera Edad Moderna española, se puede percibir una separación entre las autoras que escribieron mayoritariamente en latín, de las cortes de Juan II de Castilla, los Reyes Católicos y Carlos V, y las autoras que lo hicieron en lenguas vernáculas. Esta división en dos ambientes literarios femeninos representa en realidad dos modelos o modos diferentes de relacionarse con la palabra escrita y, por consiguiente, dos formas de construir la autoridad simbólica y la autoría discursiva femenina, o sea, «de vivir las mujeres su creatividad literaria y su originalidad filosófica» (Rivera Garretas, 1997a: 95). Es preciso observar que las políticas de la memoria colectiva o, dicho de otro modo, histórica, tuvieron presentes a las primeras autoras en latín, cuyas obras en la mayoría de los casos desconocemos, mientras que relegaron al olvido casi por completo a las antecesoras de las escritoras en lengua vulgar. Esta configuración de la tradición literaria española respondía a los conflictos y las luchas políticas del momento, debidas a las divisiones y restricciones en el acceso a la más poderosa palabra escrita, la sagrada, y a la secularización del poder que marcó a las sociedades feudales en su tránsito hacia los estados modernos (Rivera Garretas, 1997a: 95). Se ha señalado anteriormente que las puellae doctae formaron un ambiente significativo y específico de las receptoras de la cultura escrita ya desde el siglo xv. Entre ellas hubo muchas que tomaron la pluma con el deseo de exponer su erudición y su formación filológica y científica y tomar posición en los debates contemporáneos que marcaban la pertenencia a la élite social. De las numerosas humanistas del Renacimiento español solo se conservan obras de unas pocas. Sin embargo, el conocimiento de este entorno permite constatar que autoras como las anteriormente mencionadas, Juana de Contreras, Beatriz Galindo, Luisa de Medrano, Francisca de Nebrija o Ana Cervató (finales del xv-principios del xvi) y Luisa Sigea de Velasco (1522-1560), entre otras, representaron un modo específico de construir la posición autoral a base del conocimiento universal —supuestamente neutro—, interviniendo en el discurso desde dentro del orden simbólico masculino.31 Las jóvenes latinas eran 31
Juana de Contreras, erudita y noble castellana, sobrina de Lope de Baena y discípula de Sículo; Beatriz Galindo, erudita de influencia política y escritora de la corte de Isabel la Católica, conocida por el sobrenombre la Latina, escribió Comentarios a Aristóteles y poesías latinas; Luisa de Medrano de Bravo de Lagunas de Cienfuegos, noble de padres vinculados con la corte de Isabel la Católica, aunque no se conservan referencias a sus obras, del testimonio de Sículo y de Pedro de
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educadas por los maestros más progresistas del momento, que les «otorgaron el derecho de hablar» (Rivera Garretas, 1997a: 97). Aprovechando su posición privilegiada, estas mujeres ilustres traspasaron las fronteras de lo posible desde dentro del sistema discursivo y redujeron la normativa sobre la inferioridad intelectual femenina, con sus alardes de erudición, a una paradoja. Y, aunque con sus intervenciones en la cultura escrita del momento no invirtieron las reglas del orden simbólico, que seguía sustentada por una autoridad masculina, es innegable que sus numerosas voces renegociaron los límites y los horizontes de lo que significaba ser una mujer letrada en aquella sociedad. Las prácticas de escritura pública y privada, así como las traducciones, alteraron significativamente el panorama intelectual del momento, abriendo una brecha en el monolítico saber masculino.32 El reconocimiento social de estas genios fue común y, por otra parte, contribuyó a fundar cada vez círculos más amplios de seguidoras/elogiadoras.33 Todavía no se sabe el número de mujeres que durante el Renacimiento formaron parte del movimiento intelectual de las puellae doctae en la Península Ibérica. Sabemos, sin embargo, que su actividad se
Torres, sabemos que fue catedrática de Humanidades y probablemente también de Derecho de la Universidad de Salamanca a principios del siglo xvi; Francisca de Nebrija, hija de Elio Antonio de Nebrija, colaboró en la redacción de la Primera gramática castellana y en 1522, tras la muerte de su padre, le sustituyó en la cátedra de Retórica de la Universidad de Alcalá, y Luisa Sigea de Velasco, escritora profesional y erudita de la corte del rey Manuel el Afortunado de Portugal, poeta, autora del Diálogo entre dos doncellas […] (1522), que se conserva manuscrito en Toledo y que quedó inédito hasta el siglo xx. De Ana Cervató sabemos que formó parte de la corte de Germana de Foix (1488-1538), la reina consorte de Aragón (1505-1516) y virreina de Valencia (1523-1538), y se conserva una de sus cartas, enviada a Lucio Marineo Sículo el 14 de octubre de 1512; además, se la atribuye De sarracenorum apud Hispaniam damnis. 32 En poesía culta, Luisa Sigea, su hermana Ángela Sigea, la portuguesa Paula Vicente, Beatriz Galindo o Isabel González. En los diálogos, por ejemplo, el Diálogo entre dos doncellas sobre la vida cortesana y privada, también de Luisa Sigea. Respecto a los tratados históricos, por mencionar uno, La eternidad del rey Don Felipe III, de Ana Castro Egas. Las más conocidas traducciones son las de la monja de Tordesillas María Téllez de Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, de Ludolfo de Charteux, y del Vita Christi de Ludolfo de Sajonia; la de Francisca de los Ríos de la Vida de la bienaventurada Ángela de Fulgino o la de Isabel de Vergara de los textos de Erasmo. En cuanto a las correspondencias donde se plantearon las cuestiones de autoría y formación femenina, son muchas: por ejemplo, de Isabel I con la erudita italiana Casandra Fedele, de Juana de Contreras con Lucio Marinero Sículo o de Isabel de Baena con la duquesa del Infantado. En los debates, los centros de las humanistas en la corte de la reina Isabel con Beatriz Galindo; de la infanta María, hija del rey Manuel y Leonor de Austria, con Luisa Sigea o las de Juliana Morell. 33 Como las contemporáneas de Ana Castro Egas que conocemos precisamente por ser autoras de las composiciones laudatorias en su honor: Clara María de Castro, Justa Sánchez de Castillo, Juana de Luna y Toledo o Vitoria de Leyva, Ana María de Castro, Catalina del Río, María Manuel de Mendoza y, lo que resulta sintomático, cuyos versos se publican en condición de iguales al lado de los de Lope de Vega, Antonio de Herrera Manrique o José de Valdivielso, entre otros.
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desarrolló, sobre todo, alrededor de las cortes, entre las que destacaron como núcleos principales la de la reina Isabel la Católica (1451-1504), María de Portugal (1482-1517), Germana de Foix y Mencía de Mendoza (1508-1554) (Borreguero Beltrán, 2011: 95). A partir de fuentes dispersas: poemas laudatorios, cartas o poemarios que se han redescubierto, se puede suponer que el fenómeno tuvo un alcance verdaderamente amplio, aunque no duradero. Tras las muertes de las reinas, infantas y nobles mecenas, el espíritu que alimentaba este movimiento comenzó a decaer, perdurando con dificultades hasta comienzos del siglo xvii (Borreguero Beltrán, 2011: 96). Fuera de los herméticos contextos cortesanos, estas mujeres no tenían posibilidad de incorporarse al mundo masculino de las letras, la política o la cultura, el contramodelo femenino que encarnaban no cabía en los moldes de la sociedad misógina clasista del momento. En este contexto resulta notorio el final de la historia de Luisa Sigeaque en 1559 se dirigió a la corte de Felipe II en Valladolid buscando inútilmente empleo. Murió un año después, probablemente, viviendo en la miseria y con depresión (George, 2000: 192). El segundo modelo de autoría presente en ese momento tenía sus raíces ya en el Medievo y fue desarrollándose al margen de los discursos oficiales, la ciencia universitaria y las autoridades masculinas. Estas autoras —cuyas antecesoras en los siglos previos serían Leonor López de Córdoba (1362/63-1430), Teresa de Cartagena (1420-1470) e Isabel de Villena (1430-1490)— basaron su principio de autoría en la experiencia propia, no mediada por el poder masculino y centrada más en la originalidad de pensamiento que en la exhibición del conocimiento de los cánones clásico y escolástico. Asimismo, acudían con frecuencia al recurso de la inspiración divina, presentándose como las más susceptibles receptoras de las palabras de Dios.34 En su escritura transmitían las experiencias propias, vividas y narradas, que presentaban por una fuente suficiente para cons34
La exigencia femenina de una relación con lo divino, que hace referencia a una «autoridad simbólica no mediada por hombres» (Rivera Garretas, 1997a: 94) se remontaba al ideal medieval de la igualdad de todos los seres humanos ante la gracia divina. En el contexto de la crisis bajomedieval del monopolio masculino sobre la palabra sagrada, nacieron diversos movimientos espirituales femeninos: las beatas, las beguinas, las espirituales, las muradas y las brujas, que buscaron otra vía para relacionarse con lo divino fuera de los moldes androsociales. Estas escritoras, en cuanto autoras, frecuentemente hablaban fusionando el orden corporal, espiritual, divino y humano, construyendo una posición autoral diferente. La declaración de Ángela de Foligno (1248-1309) en su última carta «¡Oh incomprensible caridad! ¡Oh amor por encima del cual no hay amor mayor! ¡Mi Dios se hizo carne para hacerme Dios! El Verbo se hizo carne para hacerme a mí Dios» (Foligno, 1510: 60r), además de su tono místico y extático, resulta ejemplar para otras formas de construcción autoral entre las religiosas. Esta estrategia literaria de legitimación del discurso constituirá una de las importantes formas de construcción de la posición autoral entre las escritoras monjas que centran el presente estudio, vid. 3.2.IV y 3.2.V.
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trucción de la función-autora. Esta experiencia «no entraba en diálogo ni con los modelos vigentes de género femenino ni con el orden simbólico que los regulaba» (Rivera Garretas, 1996: 31). De esta manera, por primera vez convirtieron la experiencia vivida desde el cuerpo sexuado en femenino en fuente legítima y germen fundacional de la realidad textual abstracta. Asimismo, consolidaron un modelo de autoría a caballo entre el régimen antiguo, asegurado por la auctoritas divina, y el moderno, que ya requería la función-autor en el sentido de dueño y responsable del conjunto del texto. Como señala Rivera Garretas (1997a: 96), «ellas reconocieron la autoridad femenina teorizándola; es decir, midiéndola directamente con su divinidad, con su realidad completa, con su infinitud trabajosamente descubierta; una infinitud que les permitió ver y vivir con libertad sus limitaciones personales». Si, de acuerdo con Ricœur (1991: 76, el énfasis es mío), «[the] text introduce the distance between the innmediacy of experience and the self, in that distance, codify the experience» y «texts are communication in and through distance», nos es posible entender esta intervención en la cultura escrita como una innovadora producción textual, entendiendo por innovación su capacidad para ordenar el espacio simbólico y real y no solo ocupar un lugar en él (Collin, 2006c: 158). De acuerdo con lo anteriormente señalado, en el contexto de la querella35 la cuestión de la existencia de una autoridad cultural femenina iba relacionada con la disputa sobre la igualdad entre los sexos y se desarrolló en el marco de dos teorías: la de la «polaridad entre los sexos» (basada en el reavivamiento de las teorías aristotélicas que hemos analizado en los apartados anteriores)36 y la de la «complementariedad entre los sexos», que defendía la diferencia esencial, sustentada en el cuerpo, y la igualdad de todos los seres humanos en su valor. En este marco ideológico,
35 Se supone que los autores españoles pudieron tener conciencia de debates de índole semejante entre los intelectuales árabes y judíos anteriores al siglo xv. En el contexto cristiano desconocemos casi por completo los testimonios femeninos de estos debates, aunque María Jesús Fuente (2010: n. 20) señala que «[en] las cartas de mujeres conservadas en la Genizah de El Cairo, y en la obra de algunas poetisas hispano-judías, como Merecina de Girona y Doña Tolosana de la Caballería, se podrían vislumbrar las ideas femeninas». De los intelectuales más conocidos que se expresaron con un espíritu profemenino, hay que destacar a Averroes (1126-1198), Yishaq ibn Jalfun, un escritor judío que vivió en Córdoba en el siglo xi, o el texto de Yehudah b. Yishaq ibn Sabbetey, Minhat Yehudah (escrito en 1188). Con estos pioneros, los círculos intelectuales árabes y hebreos se adelantaron casi en dos siglos en lo que será la controversia desarrollada en la querella entre los cristianos (Fuente, 2010: 19-24). 36 Estas teorías, que defendían la absoluta superioridad del sexo masculino frente al femenino, cobraron protagonismo en las universidades europeas a partir de 1255, cuando los textos de Aristóteles se convirtieron en obligatorios en las aulas de la Universidad de París, que sirvió de modelo para otros núcleos académicos europeos.
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la causa eficiente de Aristóteles pasó a ser la causa principal, que en el Renacimiento se identificó, a través de los textos de Vasari y Alberti, en el artista, el sujeto autónomo, en definitiva, el genio. Por ello, de este hilemorfismo mal entendido surgieron palabras femeninas abstractas y los agentes masculinos, la justicia, la libertad frente al libertador y el juez, y por ello mismo, la creación, pero el creador. (López Fernández-Cao, 2000: 16)
Conviene recordar que, aunque no podemos hablar de una vindicación de los derechos de las mujeres en el sentido que les dieron los avances de la Ilustración y las primeras sufragistas37 (Rivera Garretas, 2003: 80), hay que reconocer en la querella no solamente un debate literario de quejas, sino también una crítica social y legal de acuerdo con la etimología y el uso de la palabra queror, queri en aquel momento: en el sentido de “lamento”, pero también de “protesta” (Rivera Garretas, 2003: 88).38 Hasta el siglo xv, y la intervención de Christine de Pisan (1364-1430) con L’Épistre au Dieu d’Amours (1399), Le Débat de Deux Amans (1400) y Le Dit de la Rose (1402), y las obras clave para el debate L’Avision de Christine y Le Livre de la Cité des Dames, ambas de 1405, el marco de la querella fue dominado por las voces masculinas. Esta autora entró en el debate conociendo el contexto de las 37 Quedo en deuda con la línea de pensamiento de Eric Hicks, reconociendo el peligro de una atribución anacrónica del término feminismo en el contexto del debate del siglo xv. Sin embargo, tal y como Hicks señala, acuerdo que la historia de ideas necesita un enfoque de larga duración y que, además, resulta igualmente anacrónico ver en la actualidad un tiempo completamente único y original. Así, comparto la observación de que «it is therefore not so much that Christine’s feminist consciousness in the City [de Christine de Pisan] is surprisingly modern, but rather […] that the problems facing women in our own time are so surprisingly archaic. They too have survived» (Hicks, 1992: 13). De hecho, para una mayor claridad de la nomenclatura en el trabajo, se opta por clasificar estas intervenciones de protofeministas o profemeninas. 38 Algunas críticas ven en este movimiento un signo del tiempo, que no se proyectó más allá de una queja sobre el statu quo de una parte privilegiada de las mujeres letradas de la sociedad: «Periódicamente, las mujeres exponen sus quejas ante los abusos de poder de que dan muestra ciertos varones, denostándolas verbalmente en la literatura misógina o maltratándolas hasta físicamente. No ponen en cuestión la jerarquía de poder entre los géneros ni vindican la igualdad» (Amorós, 1997: 55). Sin embargo, en este aspecto parecen más acertadas María-Milagros Rivera Garretas, Joan Kelly y Elena Laurenzi cuando interpretan el fenómeno de la querella como un tipo de debate protoemancipatorio: «La protesta de las mujeres contra los argumentos misóginos [de Jean de Meung] […] arraigó rápidamente en la universidad y en las cortes europeas y el debate se prolongó hasta el estallido de la Revolución Francesa. Tal acontecimiento cambió radicalmente el escenario, marcando el nacimiento del Feminismo como movimiento político: la protesta de las mujeres salió de los salones para unirse con la práctica política y con la lucha social, animada por las perspectivas de cambio abiertas por la ideología del progreso. A falta de tales perspectivas y de una efectiva radicalización social, la querelle des femmes mantuvo un carácter esencialmente reactivo e ideológico» (Laurenzi, 2009: 303).
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discusiones académicas en torno al valor de la mujer tanto entre los partidarios como entre los adversarios de la inferioridad natural femenina. Su obra empezó a tener eco en los contextos humanistas, abriendo una vertiente distinta en los debates actuales sobre la noción de mujer respecto a su presencia simbólica en los discursos oficiales y la pragmática de la autoría literaria femenina. Las ideas de Christine de Pisan fueron conocidas en la Península Ibérica y tuvieron una difusión amplia, desde la corte de Isabel de Castilla (que tenía en su biblioteca sus textos en versión francesa) a la de Leonor de Portugal (comprometida en la traducción de Le Livre des Trois Vertus, conocida también como Le Trésor de la Cité des Dames). En España la línea de argumentación en defensa de la creatividad femenina y la condición de la mujer como autora, defendidas por Pisan, la retomaron las autoras del momento, como Teresa de Cartagena, Isabel de Villena u Oliva Sabuco.39 Todas ellas negociaron su posición autoral en el sentido legal, como dueñas de sus palabras y responsables, simbólica y jurídicamente, de sus textos (Chartier, 1999: 14; 2000: 92). Este tipo de formulación y negociación de autoría resonará con un eco fuerte en los siglos posteriores, en autoras como María de Zayas, Ana Caro Mallén, Isabel Mejía o Ana Francisca Abarca de Bolea, entre otras. Asimismo, en España sus ideas supusieron una intensificación de las posiciones masculinas que podríamos considerar como profemeninas, hecho que demuestra el carácter heterogéneo del mismo debate desde la perspectiva diacrónica.40 Entre los primeros partidarios del valor femenino, aunque no libres de aspectos misóginos, encontramos a Juan Rodríguez de Padrón (Triunfo de las donas, ca. 1445) o los antes mencionados Álvaro de Luna (Libro de las claras y virtuosas mugeres, 1446), Diego de Valera (Tratado en defensa de las mujeres, 1444-1445) y fray Martín de Córdoba (Jardín de nobles doncellas, 1469). Es importante destacar el planteamiento protofeminista que desarrolla Álvaro de Luna en los cinco preámbulos de su obra, pues, al defender la tesis de que la forma de actuar de las mujeres no está determinada por su naturaleza, se opuso 39 Como señala Graña Cid, este modelo de autoría, aunque con características particulares, se desarrolló en base a dos aspectos: el valor que se concedía a la observación y al conocimiento de uno mismo como pilares para construir una voz autoral viable y legítima, cf. Graña Cid (1999: 211-242). 40 De acuerdo con el estudio de Graña Cid (1999: 211-242), las voces misóginas del debate que defendían la total incapacidad femenina para el aprendizaje y la escritura a finales del siglo xvi y, sobre todo, en el xvii evolucionan hacia un cierto reconocimiento de la figura de una mujer letrada con las subsiguientes generaciones de mujeres de la pluma, presentes en el imaginario social y simbólico: «Tenemos, pues, ya desde finales del siglo xvi, una imagen de mujer escritora/erudita canonizada que pasa a formar parte de los modelos de género femenino reconocidos por ciertos sectores de la cultura oficial, imagen que señala el paso a una escritura pública de mujeres […] a una escritura que no es sólo de carácter instrumental o administrativo, sino también creativo e intelectual» (Graña Cid, 1999: 218).
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a los papeles sociales asignados a estas en función de su condición biológica (Luna, 2002: 23). Además, como señala María Jesús Fuente, al afirmar que las menguas no les vienen a las mujeres por naturaleza sino por costumbre, estaba haciendo implícitamente una definición de género, al señalar que lo que se consideraba propio de mujer había sido establecido por la costumbre, entendiendo como tal la norma que se les había asignado y se había venido cumpliendo por tradición. La costumbre, pues, asumida e interiorizada por las propias mujeres no era otra cosa más que la construcción patriarcal de los papeles de cada género. (Fuente: 17-18)
Resulta crucial señalar que la argumentación a favor del valor, la capacidad intelectual y, sobre todo, la autenticidad de la autoría femenina41 propuesta por Christine de Pisan difería de los dos principios de autoridad literaria femenina que se acaban de destacar. Su reflexión no se basó ni en el saber abogado por las autoridades masculinas ni en el derivado de las experiencias solitarias y mediado por la autoridad de Dios. La escritora propuso un enlace entre estas dos formas de pactar para sí la existencia simbólica basándose en un saber hecho, negociado y recibido por las mujeres directamente y en relación entre sí. De acuerdo con lo indicado por Nieves Ibeas Vuelta (1996: 1229), «de algún modo sucede que la escritura […] obliga a Christine de Pisan a definir su posición en y con lo real, y al tomar conciencia del mundo que le toca vivir, la práctica literaria le sirve para subvertir el orden establecido». Para instaurar una posición autoral suficientemente fuerte, se basó en la experiencia compartida e inmediata con numerosas donnas de su entorno parisino. Asimismo, transgredió las cuotas de sumisión de la palabra femenina a lo privado al hablar como primera femme de lettres profesional y al pronunciar un discurso sobre el colectivo de las mujeres desde su posición como autora y lectora (Ibeas Vuelta, 1996: 130-133). En este sentido, su obra puede ser entendida como transgresora, ya que Christine se pronuncia fuera de la esfera privada para decirse en público y «reivindicar su propia legitimidad significándose a sí misma» (Ibeas Vuelta, 1996: 132). En su argumentación, al aceptar hasta las últimas consecuencias el statu quo de la mujer como un ser inferior, lo convierte en una imagen torcida y ridiculizada, 41 La autenticidad en el marco de las sociedades medievales o de incipiente modernidad hace referencia no a la originalidad del pensamiento, sino a la «apropiación […] de un método de conocimiento y de un referente de autoridad» impropio del autor/la autora (Rivera Garretas, 1997a: 101). En el caso de las mujeres, lo impropio se debía a una apropiación del discurso científico o religioso, que, por la práctica discursiva y judicial, debería estar mediado por alguna instancia masculina. Se recuerda que la acusación de plagio, entendido como la imposibilidad de autoría, ha sido una estrategia frecuente de la deslegitimación de los textos de autoría femenina. Este y otros mecanismos parecidos se analizan en el apartado 3.2.
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en una paradoja: «Llegué a la conclusión de que al crear Dios a la mujer había creado un ser abyecto […] ya que, si creemos a esos autores, la mujer sería una vasija que contiene el poso de todos los vicios y males» (Pisan, 2006: 7). Después, conociendo el estatus social de sus adversarios y sabiendo que discutir las argumentaciones de «filósofos, poetas, moralistas, todo —y la lista sería demasiado larga— “que” parecen hablar con la misma voz para llegar a la conclusión de que la mujer, mala por esencia y naturaleza, siempre se inclina hacia el vicio» (Pisan, 2006: 64), exigirá una argumentación ingeniosa y propone un razonamiento inductivo brillante en su supuesta sencillez: Volviendo sobre todas estas cosas en mi mente, yo, que he nacido mujer, me puse a examinar mi carácter y conducta y también la de otras muchas mujeres que he tenido ocasión de frecuentar, tanto princesas y grandes damas como mujeres de pequeña y mediana condición […]. Me propuse decidir en conciencia si el testimonio reunido de tantos varones ilustres podría estar equivocado. Pero, por más que daba vueltas y más vueltas a estas cosas, las palabras por el cedazo, las escudriñaba, yo no podía ni comprender ni admitir que su juicio sobre la naturaleza y la conducta de las mujeres estuviera bien fundado. Al mismo tiempo, sin embargo, yo me empeñaba en acusarlas porque pensaba que sería muy improbable que tantos hombres preclaros, tantos doctores de tan hondo entendimiento y universal clarividencia […] hayan podido discurrir de modo tan tajante y en tantas obras. (Pisan, 2006: 64-65)
Retomando aquí el sentido que para el término escritura en femenino propone María-Milagros Rivera Garretas (1990: 88-89), o sea, «una comunicación de un conjunto de experiencias comunes a un grupo más o menos amplio pero significativo de la sociedad», es posible percibir cómo la autora veneciana construye un discurso que se podría tildar «de la diferencia», articulado desde una conciencia del carácter construido de los roles de género y lo femenino como proyección masculina politizada (Amorós, 1985: 132-142; Laurenzi, 2009: 301-308). Christine de Pisan, más allá de la queja, propone una crítica a las estructuras de poder sustentadas por la legislación y ex usu que excluyen a las mujeres de la participación en la cultura letrada, desde su estatus como mujer noble y letrada, partiendo de la experiencia compartida con un colectivo concreto. Reconoce el abuso del poder masculino y su carácter monopolizador: «En realidad ellos se van cargados de tanta autoridad moral que se atribuyen el derecho de acusar a las mujeres de los peores defectos y crímenes […]. Así el hombre siempre tiene el derecho a su favor porque pleitea representando a ambas partes» (Pisan, 2006: 208), y proyecta una mirada crítica sobre la tradición intelectual en su totalidad a través de diversos casos particulares, con lo que señala su carácter retorcido y fragmentario. Por lo tanto, se puede ver cómo «Christine de Pisan reached what
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has come down to us as the first analysis of the sexual bias of culture» (Kelly, 1984a: 80). El significado de la intervención de Christine de Pisan en la cultura oficial y el más efervescente debate sobre lo femenino del momento se proyectaron más allá de lo sintomático (cf. Laurenzi, 2009: 301-308). Al proponerse como un agente activo de su propia escritura y convertir su experiencia, sus ideas y sus opiniones en materia literaria, consolidó otro modelo de legitimación de la autoría femenina que servirá como referente y plataforma de diálogo para las siguientes generaciones de escritoras, tanto laicas como religiosas.42 2.3.3. Ser autora en los Siglos de Oro: reflexiones acerca de las coordenadas y la práctica literaria Recapitulando lo dicho hasta ahora, la creación literaria femenina en los Siglos de Oro españoles, aunque a menudo subestimada por la crítica literaria y ausente en el canon oficial,43 fue prolífica. No constituyó un fenómeno aislado ni contó con casos particulares que por su rareza confirmasen la norma, sino que estableció una significativa y original contribución a la cultura moderna, cada vez más marcada por lo escrito. Para especificar quiénes eran las escritoras de los Siglos de Oro, es menester problematizar, aunque brevemente, el panorama más general de la cultura escrita de autoría femenina de la primera modernidad junto con las posibilidades normativas y reales de la participación femenina en su construcción, su difusión y sus movimientos. Como ya se ha dicho, la cotidianidad en el paso hacia la modernidad se veía marcada por lo escrito y, cada vez más, por lo impreso. Sabemos que los textos, en sus diferentes variantes —desde la documentación oficial, los memoriales y las crónicas, pasando por los billetes amorosos, los pliegos sueltos y las cartas como fundamento de la continuidad en las relaciones sociales y «los pasquines de anuncios, difamaciones, bandos, decorativos, religiosos» (Baranda Leturio, 42 Obviamente, estos tres modelos o moldes de posición autoral ni son ni pretenden pasar por exclusivos para el momento aquí estudiado. Habrá que mencionar por ejemplo las poetisas de los certámenes, cuya participación en la cultura literaria áurea, aunque efímera o muchas veces episódica, fue ante todo pública. Para tal fin se podría analizar el círculo poético antequeranogranadino con Cristobalina Fernández de Alarcón (1576-1646) al frente. Sin embargo, con los modelos aquí esbozados se ve cumplido el objetivo de marcar las líneas principales que se desarrollaron desde el siglo xv hasta el periodo áureo en la gestión de los discursos por las autoras mayoritariamente laicas a fin de construir una posición autoral viable y legítima para la intervención en el discurso público. Este marco de modelos autorales servirá como punto de partida para los análisis del apartado 3.2. 43 Para la posición teórica de este estudio acerca del concepto de canon literario, vid. apartado 1.2. Para una breve aproximación a esta problemática, cf. Díaz-Diocaretz (1993: 77-124).
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2005: 65), junto con las formas del propio libro: manuscrito e impreso, leído en privado o en las lecturas comunes para los letrados y los analfabetos— empezaron a desempeñar un papel cada vez más importante, especialmente entre los habitantes de las ciudades y villas más grandes. Sin embargo, se debe recordar que, simultáneamente, en el siglo xvi la escritura todavía suponía una destreza elitista y estaba ligada estrechamente a fines prácticos, que pudieran compensar, en forma de un beneficio palpable, los elevados costes de su adquisición. De este modo, el carácter instrumental que la escritura poseía todavía en dicho siglo impedía que se alfabetizase a los que no precisasen leer o escribir, fuesen mujeres u hombres, para ejercer su oficio o para defender sus intereses patrimoniales (Bouza, 1999a: 176 y siguientes). Incluso, entre los moralistas del siglo siguiente, hubo muchos que desaconsejaron la divulgación de las letras, percibiendo la educación fuera de los contextos cortesanos como perniciosa para el populus y la riqueza de la Monarquía, como todavía en el 1633 decía Diego Hurtado de Mendoza y Vergara, viendo en ella un cursus vitae y la razón de la decadencia de las actividades que calificaba de «productivas» (apud Bouza, 1999a: 113-114). En tal contexto se producía una profunda brecha social, ya que los requisitos diseñados para cada género, anteriormente analizados, excluían de antemano a las mujeres de la esfera pública, lo que podría haber dado un sentido social y pragmático a la formación de las hijas en modo equiparable a los hijos varones. Y, aunque el acceso a la cultura escrita estaba limitado por fines utilitarios y una condena moral de las lecturas por placer igual para hombres y mujeres, los acicates de lo posible y lo útil eran construidos de modos diferentes. A diferencia de la formación masculina, que en el momento estaba mediada ya por las instituciones públicas seculares (la universidad, el colegio), las mujeres laicas permanecían confinadas en los marcos de la educación doméstica, teniendo en el pater familias el principal depositor de su derecho al mundo de las letras, a no ser que llegaran a participar en las academias (provinciales o de la corte).44 Como 44
El contexto familiar como último condicionante de la formación de las mujeres fue defendido por varios tratadistas, por ejemplo, Juan de la Cerda en el Libro intitulado vida política de todos los estados de mujeres (1599), y ferozmente criticado por autoras como María de Zayas en Desengaños Amorosos (1649). Por otro lado, por su escaso número, los colegios de doncellas del siglo xvii —como instituciones religiosas de formación para las jóvenes antes de su casamiento o del ingreso en la vida religiosa—− no llegaron a ser una alternativa real para la educación básica pública (Bouza, 2005: 179). Por su parte, investigadoras como Aurora Egido (1988: 69-87) o Alicia Zuese (2011: 191-208) apoyan la tesis de que las academias fueron los lugares que ofrecían un modelo alternativo y favorable a la educación de las mujeres: «Despite their delimitations [económicos, geográficos, sociales] early modern Spanish academies were porous, allowing women to participate and serving as a site of education for them […]. […] Not only women like María de Zayas, but also men who did not follow university studies looked to academies as a source of intellectual enrichment» (Zuese, 2011: 194).
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se ha señalado anteriormente, la necesidad de su formación se debatía entre los moralistas de la época —desde los más liberales humanistas, como Luis Vives o Antonio de Guevara, hasta los teóricos contrarreformistas, como Alonso de Herrera, Juan de la Cerda, Luis de León o Gaspar de Astete—, siempre en el contexto de las tareas domésticas, agrícolas y pedagógicas, admitiendo solamente estos elementos de la educación que pudieran servirles para desempeñar mejor los papeles de madre, esposa o ama de casa. Hasta la segunda mitad del siglo xvi, los moralistas promovieron además la figura de la madre como la proveedora de la palabra y de los fundamentos de la formación para sus hijos (por ejemplo, Luis Vives en la citada Instrucción de la mujer cristiana). Sin embargo, hay que recordar que «la evasión humanista de la lengua de la madre» no se prolongó lo suficiente como para tener un efecto generacional y suponer una modificación de las nociones de autoridad ni tampoco subvertía la asociación oficial de lo femenino con la castidad-silencio, viendo en la madre una educadora silenciosa y sumisa, siempre relegada al dominio de lo privado (Graña Cid, 1999: 220-223). En este sentido, la incipiente autoridad cultural otorgada a las mujeres difícilmente pudo producir una resonancia pública, y estas se mantenían en la esfera de la invisibilidad social y la acosmia.45 Sus méritos y contribuciones a la cultura eran cosas «que se ven todos los días, pero nadie les presta la debida atención», como señalaba Christine de Pisan (2006: 183). A estos condicionantes genéricos habrá que añadir determinantes formales como «las dificultades con la grafía, las carencias lingüísticas y ortográficas derivadas de la escasa formación y la reducción del universo conceptual por la dificultad de acceder, como lectoras, a ciertos temas» (López-Cordón, 2005: 196). Así, el estereotipo de la mujer sabia conformado desde el siglo xvi no poseía una aplicación intelectual sino moral y religiosa: «Se trataría de la mujer virtuosa, fiel a unas normas que, en su observación plena, podían incluso conducirla a la santidad, y que estaban destinadas a definir roles y espacios femeninos cerrados en consonancia con la formación del Estado moderno» (Graña Cid, 1999: 219). Con los modelos vigentes de madreesposa y mujer piadosa, la escritura permanecía en la esfera, sino de lo vedado, por lo menos de lo desaconsejado, ya que no conducía a una mejora espiritual y moral, podía llevar a conductas indiscretas y era un ejercicio de un control a posteriori (cf. Bouza, 2005: 180). Si la escritura se entiende más allá de una herramienta de comunicación, o sea, en su vertiente de palabra pública y política, resulta altamente significativa la constante preocupación de los moralistas y teólogos del momento por el control al acceso, la divulgación y la producción escrita de las mujeres. Al mismo 45
Para la explicación del concepto de acosmia, reapropiado por Françoise Collin de Simone de Beauvoir, vid. el apartado 1.2.3.
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tiempo, sin embargo, los argumentos y la severidad de estas voces públicas para censurar y organizar el acceso femenino a la escritura son reveladores por sintomáticos. Su fervor por refrenar y controlar la escritura femenina muestra que esta debió de presentar una corriente significativa, tanto en la cantidad como en la calidad, para ser percibida como relevante en el conjunto de la cultura letrada del momento. Al afirmar que «[l]a mujer no ha de ganar de comer por el escribir ni contar, ni se ha de valer por la pluma como un hombre», Gaspar de Astete resumía los límites de la relación de las mujeres con las letras públicas en su Tratado de gobierno de la familia, y estado de las viudas y doncellas (1597). Medio siglo más tarde, Juan de Zabaleta, en Errores celebrados (1653), discurso severamente misógino, criticaba ferozmente a las poetas, incluso si estas componían los versos solamente para «leérselos a sus conocidos», señalando las consecuencias nocivas, que incluso podían llevar a la muerte de los hijos cuando la mujer, en vez de ocuparse del hogar, se ocupa de «no levantar la pluma del papel» (Zabaleta, 1709: 80 y 81). El autor califica a las mujeres poetas de «animal mas imperfecto, y mas aborrecible, de quantos forma la naturaleza» y argumenta ad vocem que su positiva recepción social se cataloga como un pecado: «Al que celebra a una mujer por Poeta, Dios se la dé por mujer, para que conozca lo que celebra» (Zabaleta, 1709: 81). Si se refrenda la opinión de José Freitas Carvalho de que el parnaso literario se construye a base de «juicios de poetas sobre otros poetas» (apud Baranda Leturio, 2007: 423), el tono burlesco y satírico de los canónicos autores áureos sobre las poetas y eruditas contemporáneas deja de ser anecdótico y adquiere una dimensión política. La culta latiniparla (dos versiones del texto: de 1629 y 1631) de Quevedo, la Dama boba de Lope de Vega (el estreno fue en 1613), con sus comentarios irónicos y moralejas conservadoras, o las sátiras contra bachilleras al ridiculizar la imagen de una mujer culta desestabilizan los intentos femeninos de intervenir en el mundo de la sabiduría y la cultura escrita.46 Sin embargo, aunque las prescripciones formales delimitasen estrechamente las relaciones de las mujeres con la escritura, los usos dados a estas normativas en la praxis social eran bien distintos. En varios estudios sobre la historia de las mujeres en la Península Ibérica se ha subrayado el disímil desarrollo de la alfabetización femenina a lo largo de los Siglos de Oro, señalando un ambiente favorable a finales del siglo xv y la primera mitad del xvi y un significativo declive desde la segunda mitad de este siglo y a principios del siguiente (López-Cordón, 2005: 193-232). Sin embargo, todavía queda por averiguar si realmente pode-
46 Para el análisis de la construcción del canon y las políticas de exclusión de la presencia femenina en las antologías y por tanto en las políticas y tradiciones literarias durante los Siglos de Oro, cf. Baranda Leturio (2007).
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mos hablar de una paulatina desaparición de las lectoras y escritoras desde el momento de la implantación de las políticas contrarreformistas o si más bien, como propone María del Mar Graña Cid (1999: 211-242), estamos ante un fortalecimiento en el nivel teórico de los discursos contra el uso femenino de la palabra y un significativo cambio de los paradigmas escriturales para las mujeres. Estas y muchas otras advertencias semejantes condujeron a las investigadoras a buscar con otras lentes y desde esquemas de valoración diferentes la participación femenina en el mundo de las letras áureas. Como indicó Gloria García González (2006: 34-36), superar los límites de los métodos cuantitativos y los balances globales permitió invalidar tesis que afirmaban que las mujeres de los siglos modernos habían leído muy poco y escrito aún menos, para así analizar y comprender estos espacios y mecanismos de la cultura letrada que eran protagonizados por las mujeres. Primero, al ampliar la noción de texto literario hacia los géneros menores o paratextos, se pudo percibir, por ejemplo, que las mujeres en la Castilla del siglo xvi dominaron el panorama de la expresión epistolar,47 un género per excellence renacentista, o que contribuyeron significativamente al desarrollo del teatro urbano de los siglos dorados como dramaturgas, directoras y actrices (cf. Doménech, 1996a: 391-401). Asimismo, al incluir en la historia y sociología de lo escrito formas delegadas de la escritura, como cuentas, notas varias y todo tipo de los escritos desde los claustros, que se analizarán detalladamente en lo que sigue, se transformó irreversiblemente el panorama de la cultura escrita moderna. Igualmente, al analizar el fenómeno de la cultura escrita como intrínsecamente relacionada con lo oral y lo leído (de acuerdo con la clásica propuesta de Harvey J. Graff [1981]), se pudo percibir la inmensa aportación de las mujeres en la circulación de los saberes desde los ambientes cortesanos y conventuales.48 Entendiendo también la oralidad y la lectura como antesalas de la escritura, se consiguió constatar una continuidad de autoras castellanas entre 47
Para el análisis de las posibilidades que abrieron las cartas a las mujeres domesticadas, cf. Goldsmith (1989); para los usos que las autoras le dieron al género epistolar, cf. Torras Francés (2001). 48 Además de los círculos anteriormente mencionados, es preciso nombrar el de la duquesa del Infantado, en el que desarrollaron su actividad como escritoras, lectoras y maestras Isabel de la Cruz (¿?-¿?) y María de Cazalla (1487-¿?), posteriormente acusadas de herejes (1524 y 1525), quienes mantuvieron relaciones con Brianda de Mendoza, Isabel de Aragón y Mencía de Mendoza, entre otras. Igual de influyentes fueron los ambientes inmediatos de las nobles Luisa María de Padilla, condesa de Aranda (ca. 1590-1646) y María de Guevara, condesa de Escalante (¿?-1683), que detalladamente analiza Baranda Leturio (2005: 35-64). En este momento eran varias las familias nobles que formaron círculos de lectura y escritura, cuyos integrantes iban más allá de las relaciones de sangre. En el círculo de la reina Isabel I (1451–1504), hay que recordar, además de la mencionada Beatriz Galindo, a Juana de Mendoza (ca.1425-1493?), quien mantenía relaciones estrechas con Teresa de Cartagena, o la amistad y relación con Antonio de Nebrija, cuya hija, Francisca de Nebrija (nacida a finales del siglo xv), participó en los mismos círculos intelectuales.
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el siglo xv y los siglos posteriores, que antes había pasado desapercibida: «Frente a la tendencia evolutiva negativa de las políticas de educación, coexistiendo con ella, se asiste a lo largo del Quinientos hispano a la intensificación de presencia femenina en el ámbito de la cultura escrita» (Graña Cid, 1999: 212), lo que permite entender el auge de los escritos literarios de autoría femenina del siglo xvi. De igual modo, como señaló Lola Luna, las posturas profemeninas del siglo xvii pudieron resonar con un eco universal debido precisamente a la tradición previa de escritoras (Luna, 1996c: 105). Estas, sin embargo, a pesar de su resonancia pública, tampoco contaron con políticas favorables que posibilitasen preservar su memoria y, por ende, construir una tradición literaria: El Siglo de Oro, a partir de 1600, conoció la existencia de un nutrido grupo de escritoras que se afanaron por darse a conocer, por publicar, por participar en actos públicos. Su presencia fue apenas acusada entre los escritores, que a través de la dispersión en la cita impidieron la formación de un grupo definido de nombres, lo que dejó la selección en manos de los eruditos, más proclives a hurgar en la antigüedad y el halo de saber a través del acarreo de fuentes de autoridad que a hacer una relación fundamentada en datos históricos fehacientes, comprobables y actualizados. (Baranda Leturio, 2007: 446-447)
Como se ha podido constatar, la primera mitad del siglo xvi atestiguó un fenómeno relevante con los círculos de mujeres eruditas, que «logran hacer suyas las escrituras públicas o al menos mediatizarlas» (Graña Cid, 1999: 232). A mitad de siglo se produjo un giro en la percepción oficial y social del modelo de la escritora inspirado por la figura de Teresa de Jesús (Weber, 1996: 158-165). La publicación de sus obras en 1588, gracias a los esfuerzos de Ana de Jesús (15451621) y Luis de León (1527-1591), cuestionó el modelo vigente que asociaba la intervención pública de la voz femenina con la vanagloria y la rebeldía. Con esta edición, ya conocida a través de múltiples copias manuscritas, Teresa de Jesús consolidó un nuevo modelo autoral concorde, por lo menos aparentemente, con las características y los valores que debía representar la autora modélica en cuanto a humidad y sumisión. De este modo se convirtió en la primera escritora de masas insertada en las prácticas del parnaso anteriormente analizadas. Su posterior beatificación, santificación y nombramiento como copatrona de España (1614, 1622 y 1626, respectivamente) consolidaron la dimensión legal de esta forma de autoría femenina, que servirá de palanca importante para las siguientes generaciones de autoras religiosas y laicas, a través de la imitación o el desvío del modelo establecido.49 El inesperado turno teresiano surge en un momento propenso a la promoción y vigorización de la escritura de autoría femenina en 49
El modelo autoral construido a base del legado teresiano se analiza en el apartado 3.2.I.
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los espacios públicos (Baranda Leturio, 2007: 421-447). Las coordenadas sociales, políticas, culturales y religiosas, señaladas por, entre otras, Baranda Leturio (2005), García González (2006) y Weber (2005c) como: la confesionalización reformista y contrarreformista, el énfasis que las reformas religiosas pusieron en las formas tangibles de la espiritualidad, la popularización de la imprenta, el florecimiento del mercado de los libros, la apertura a modelos literarios extranjeros, sobre todo, franceses e italianos, junto con la creciente demanda social de la novedad, conformaron un contexto especialmente favorable para que las mujeres se atreviesen a conquistar ciertos espacios de la cultura letrada. No es casual que, en la primera bibliografía de autoras españolas, Apuntes para una biblioteca de escritoras españolas desde el año 1401 al 1833 (Serrano y Sanz, 19031905), se cataloguen más de quinientas autoras del periodo comprendido entre 1500 y 1700, mientras que escasean en esta compilación los ejemplos anteriores a estas fechas, que, como vimos, eran numerosos. La brecha que supuso la popularización de la imprenta y el boom de los libros impresos de autoría femenina a partir de 1590 permitió, aun con dificultades y prejuicios, que se ampliase el reconocimiento social de la autoría femenina. Por lo tanto, no se trata solamente de la expansión de la participación femenina en las letras, sino de un cambio en su recepción social y legal, junto con cierta profesionalización de la función autoral, como demuestran las cada vez más explícitas demandas de las propias autoras, que en este momento reclaman el reconocimiento de su escritura como un oficio. Para acudir al ejemplo señalado en el primer capítulo, Ana Caro Mallén, en el prólogo al lector de su Contexto a las reales fiestas que se hizieron en el Palacio del Buen Retiro (1637), exige la remuneración por su obra, dejando constancia de su trabajo y originalidad: «Suplícote le censures como tuyo, y le compres como ajeno, que con esto, si tú no contento, yo quedaré pagada» (Caro de Mallén, 1637: s. p.). Sin embargo, se debe recordar que las políticas editoriales del momento no se mostraban especialmente favorables a la publicación de las obras de autoría femenina, ya que, para los impresores de finales del siglo, the difference of the female author figures brought with it another set of risks and potentialities and a different nuance of the notion of textual authority on the market […]. [Female] textual authority lies not simply in the legitimacy of the textual project published in her name but in the ability of her gender difference to produce return for the printer, a return that was sometimes intellectual and aesthetic, but that was almost always commercial as well. (Chang, 2009: 21 y 23)
Aun así, al mirar los índices de las publicaciones impresas, se percibe que a partir de 1600 esta cuestión problemática a menudo se resolvía a favor de tal
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empresa. Llevados por la novedad, que podría ocupar un nicho del mercado y significar un beneficio económico concreto, o también en respuesta a determinadas políticas familiares y religiosas, los impresores invirtieron en publicar obras de autoría femenina, religiosas y morales (de Valentina Pinelo, en 1601; de Isabel de Liaño, en 1604), teatrales (de Ana Caro Mallén, en 1653 y posteriores; de Feliciana Enríquez de Guzmán, en 1624 y posteriores), novelas (de María de Zayas, en 1637 y posteriores; de Mariana de Carvajal y Saavedra, en 1663) y tratados (de Luisa María de Padilla, la primera publicación, en 1637). También hubo bastantes casos de mujeres que asumieron las tareas editoriales, sobre todo tras la muerte de sus maridos escritores o impresores, quienes a menudo prologaron las obras que editaban (por ejemplo, Ana Girón de Rebolledo, esposa de Juan de Boscán, o Francisca de Aculodi, redactora y autora de noticias en el periódico Noticias principales y verdaderas). Este momento fue la antesala de la participación femenina en los certámenes poéticos que surgieron con fuerza desde los primeros años del siglo xvii. Y, aunque este tipo de participación femenina en las letras no transformó el parnaso literario del momento (Baranda Leturio, 2007: 423-425), dejó una marca en los modelos de expresión y aceptación pública de la figura de la autora, por ser «ocasiones en los que los versos adquieren una dimensión performativa, y, por ende, pública» (Trambaioli, 2011: 466). Buen ejemplo de la feminización de estos acontecimientos literarios es la justa celebrada en Zaragoza (1617) en honor de la condesa de Aranda, en la que la presencia de poetas nobles y religiosas dominó totalmente el escenario de la fiesta, contando con autoras como Ana de Bolea, la condesa de Morata y la condesa de Fuentes.50 Resulta relevante observar que, cuando en la segunda mitad del siglo xvi las posibilidades de uso público de la palabra disminuyen, las mujeres vuelven a dominar ciertos ámbitos de la escritura, renegociando la frontera entre lo público y lo privado. Desde la segunda mitad del xvi y a lo largo del siglo xvii, todo el panorama de la escritura «de la experiencia» aparece dominada por voces femeninas (cf. Rodríguez Cuadros, 2009: 97-136). Las autobiografías, las vidas, las biografías de otras hermanas monjas, las cuentas de conciencia en el ámbito de la escritura conventual, así como el diario y las cartas, se convirtieron en géneros en los que las mujeres encontraron espacios para expresarse y, además, al ser moldeados principalmente por las voces femeninas, ofrecieron márgenes mayores para su expresión, no tanto en cuanto a la originalidad como a la subje50
A este acontecimiento acudieron, entre otras, la abadesa de Santa Lucía, Ana de Heredia, Bárbara de Almao, sor Constanza Hortal, María Cáncer, Ana María López de Boyl, Agustina Hernández, Francisca Gerónima Carvi, Ursola Polonia Marco, Polonia de Cis y de Ceriza y la navarra María Gómez de Fuentes. Los textos fueron publicados un año más tarde por fray Pedro Martín en el Certamen de la traslación de las reliquias de San Ramón Nonat, 1618, cf. Egido (1998: 9-41).
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tivación, acordes a los parámetros personales de cada autora. En este momento la escritura de autoría femenina «aparece claramente como instrumento de afirmación individual y de comunicación interpersonal que propicia la configuración de una subjetividad femenina» (Graña Cid, 1999: 232). De las particularidades de la escritura relacionada con los ambientes conventuales femeninos se hablará detenidamente en la parte tercera del presente trabajo, sin embargo, al revisar las regulaciones y posibilidades de la participación femenina en la cultura escrita del momento junto con la praxis escritural, es difícil no mencionar el papel que desempeñó el contexto claustral al permitir la formación de círculos literarios exclusivamente femeninos. A partir de la segunda mitad del siglo xvi y, sobre todo, en el xvii, el convento será el ambiente de escritura femenina por antonomasia. Y, aunque el contexto monástico era relevante para la formación femenina ya desde la Edad Media, a partir del Concilio de Trento y de la reacción política y social ante la Reforma protestante, este se convierte en el ámbito específico, especialmente propicio y estimulante para la aparición de diversas formas y modos de la creación literaria femenina y también para la implantación de esta escritura extramuros. El espacio conventual funcionó como esfera de exilio, real y simbólico, diferente del ámbito doméstico-familiar típicamente femenino. Como quedó dicho, las políticas contrarreformistas estimularon, aunque no explícitamente, el acceso y uso de la palabra escrita por las mujeres: el énfasis puesto en la confesión, junto con la promoción de los santos y las santas, llevó a la proliferación de cuentas de conciencia, vidas y poemas místicos que, junto con actividades como la copia de manuscritos, las lecturas, las prácticas de meditación espiritual o los espectáculos de teatro religioso, supusieron una apertura en las coordenadas del silencio femenino en el claustro. Hablar desde la celda significaba hablar desde un intersticio cultural, desde un espacio entre lo privado y lo público. Gracias a haber podido construir un espacio marginal propio, estas escritoras consiguieron hablar desde dentro del régimen de mediación femenina (Rivera Garretas, 1997a: 89-106). La cultura conventual facilitó y fomentó el florecimiento de verdaderos centros de creación artística y producción textual femeninos detrás de las rejas. Obviamente, no se puede hablar aquí de centros análogos a los salones franceses y de su influencia en la sociedad literaria del momento, pero, si se refrenda la definición propuesta por Baranda Leturio (2005: 62) acerca de los escenarios literarios franceses como ambientes de «sociabilidad continuada donde las mujeres tuvieran un papel cultural propio», nos podemos arriesgar, hasta cierto punto, a hacer esta comparación. Así pues, la cultura literaria femenina creada desde los espacios conventuales vendría a rellenar la grieta en las líneas femeninas de recepción, producción y transmisión de la escritura que se produjo en el ambiente cortesano desde la segunda mitad del siglo xvi.
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2.4. LAS MUJERES CONSAGRADAS A DIOS51 2.4.1. El monacato femenino hispánico52 La tradición del monacato femenino se remonta a los tiempos de los primeros siglos de nuestra era y fue en el Egipto del siglo iv donde se formaron las primeras comunidades cenobíticas femeninas cristianas. Desde los más tempranos antecedentes paganos (por ejemplo, las vestales en la antigua Roma), las mujeres que decidían vivir una vida apartada dedicada a la religión mantenían la condición de vírgenes, algo que en poco tiempo se transformó en condición sine qua non del estado de la religiosa en el sistema cristiano ortodoxo.53 Mientras que el martirio y el ayuno eran rasgos principales de la vida comunitaria cristiana tanto para los hombres como para las mujeres, la castidad y el ascetismo, entendido este como abstracción de los bienes materiales y las relaciones familiares, se con-
51
La denominación «movimiento religioso de mujeres», propuesta por Herbert Grundmann en el siglo xix, quiso dar cabida al conjunto de fenómenos, desde la Baja Edad Media, de la espiritualidad femenina en sus distintas vertientes. Dada la limitada utilidad del término, hoy suele reemplazarse por «movimientos sociorreligiosos» (según Koch y Werner), «movimientos medievales de mujeres» (Weinmann) o «movimiento religioso de laicos o de penitencia» (WehrliJohnson). En mi opinión, y siguiendo las fuentes primarias que designan a las mujeres de los movimientos religiosos medievales como mulieres sanctae, mulieres religiosae, sorores, beatae, beguinae o susteren, es de utilidad el término propuesto por Elisja Schultz van Kessel (2006: 186-223), «mujeres consagradas a Dios», que se aplicará en lo que sigue. 52 Es de suma importancia destacar aquí la nomenclatura monasterio/convento/cenobio/claustro, que se utilizará a lo largo del estudio, pero que hasta hoy produce ciertas dudas y sigue aplicándose de modos diversos. Siguiendo a estudiosas como María del Mar Graña Cid, Asunción Lavrin y Ángela Atienza López, entre otras, se usará el término convento al referirse tanto a las comunidades religiosas mendicantes como a su lugar de residencia (del latín conventus, “congregación”). Por otro lado, el término monasterio solamente se aplicará a la unidad arquitectónica de las congregaciones contemplativas (del latín monasterium, “único, solitario”, que hace referencia a su carácter de vida alejada de la población). Cenobio es un término más amplio, que se utilizará para dejar constancia de las formas diversas de la vida comunitaria religiosa. Con claustro se hará referencia a, uno, el patio principal de la abadía, de ordinario rodeado de pórticos, donde se reúnen los monjes/las monjas para su recreo, y, dos, en sentido figurado, significará el estado religioso regulado. Obviamente, soy consciente de la diversidad de aproximaciones a estos usos en las investigaciones del campo. Cf. Miura Andrades (2014) y Serrano Estrella (2010). Con esta elección no se pretende resolver las dudas existentes, sino dar cabida del modo más eficaz y económico posible a los fenómenos principales del presente estudio: las formas y los modelos de la vida comunitaria religiosa femenina en la Edad Moderna. 53 Las primeras vírgenes consagradas eran a menudo familiares de los obispos, presbíteros o diáconos, que dedicaban la virginidad de sus hijas o hermanas a favor de Dios. Se puede decir, entonces, que la virginidad consagrada dio lugar a la institucionalización de la vida monacal femenina (Martínez Ruiz, 2004: 69).
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virtieron en rasgos distintivos de la vida religiosa comunitaria femenina y han sido manipulados a lo largo de la historia en sus vertientes sociales, culturales y políticas (cf. Atienza López, 2008; Arana Benito de Valle, 1994). Todavía hoy el monacato femenino sigue definiéndose desde el valor de la castidad, primando la virginidad en el proceso de la diferenciación entre la vida femenina laica y la consagrada e inscribiendo a la monja en el modelo de la Virgen María, encarnación de los ideales paradójicos de la sociedad patriarcal, que santifica la maternidad impecable, o sea, una maternidad sin pérdida de la virginidad (Santonja, 2003-2006: 209-227). La paz constantiniana, desde las ordenanzas del Concilio de Milán (313) y del Concilio de Nicea (325), fortaleció lo que se podría considerar el primer movimiento cenobítico cristiano, mientras que el Concilio de Elvira en la Hispania Bética del siglo iv finalmente legitimó las agrupaciones femeninas formadas por vírgenes ascetas como congregaciones (Schultz van Kessel, 2006: 180-223). Sin embargo, conviene recordar la diversidad de formas de la vida religiosa femenina de estos primeros siglos del cristianismo, en los que las comunidades cenobíticas constituían solamente una de las múltiples posibilidades del ascetismo femenino: las comunidades urbanas de vírgenes, las ascetas domésticas, las mujeres casadas que mantuvieron la virginidad o las mujeres anacoretas en el desierto (Paladino apud Albarrán Martínez, 2009). Como muestran los estudios de Maria Zina Gonçalves de Abreu, entre otros, la fase de la Era Apostólica consolidó una cierta igualdad e influencia efectiva del movimiento cenobítico femenino en la promoción de la nueva fe, dando lugar a fundaciones en el Alto Egipto (bajo los auspicios de Pacomio), Belén (de las seguidoras de Jerónimo de Estridón), Oriente (Capadocia, Turquía, bajo auspicios de san Basilio y san Ambrosio) e Hipona (fundada por san Agustín) (Gonçalves de Abreu, 2007: 99-121). Sin embargo, con la institucionalización del cristianismo pronto se limitaron las posibilidades de la mediación femenina y la «inferioridade e subordinação das mulheres foram reiteradas com um vigor acintoso e, uma vez mais, desvalorizada a sua mediação metafísica, com a sua exclusão dos asuntos teológicos e eclesiásticos» (Gonçalves de Abreu, 2007: 213). Desde este momento las mujeres no podrán recibir la ordenación sacerdotal ni convertirse en miembros del clero regular. De hecho, la única vía legal existente para la vida religiosa de las mujeres se limitó al estado monjil, convirtiendo cualquier otro modelo en semirreligioso y, por tanto, en heterodoxo (Schultz van Kessel, 2006: 187). Las primeras estipulaciones de la convivencia cenobítica femenina, establecidas durante la Alta Edad Media, con más o menos modificaciones, estuvieron en vigor hasta la reforma conventual del siglo xv (Schultz van Kessel, 2006: 187). Desde la Baja Edad Media hasta principios del siglo xv, la mayoría de las congregaciones, tanto masculinas como femeninas, adoptaron la regla de san Agustín o la de san
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Benito, del siglo iv (restaurada por la reforma del papado para la orden cisterciense en el siglo xii), que jugaron un papel principal en el desarrollo del modus vivendi de los monasterios europeos medievales. En la Península Ibérica la diversidad de las reglas primitivas se suprimió a favor de las tres principales: la de san Leandro (Libellus de institutione virginum, diseñada para ordenar las normas de vida cenobítica femenina),54 la de san Isidoro de Sevilla y la de san Fructuoso (Martínez Ruiz, 2004: 72). Es menester señalar que, debido a las circunstancias político-militares (sobre todo, la presencia musulmana y la posterior reconquista cristiana), la espiritualidad monástica española se desarrolló según una cronología y unos modelos diferentes a los del resto del Occidente cristiano, «dando lugar a la aparición de cenobios que en tierra musulmana mantendrán ritos creados en tiempos visigodos siguiendo las ideas del monacato de san Isidoro, recibiendo el nombre de mozárabes» (Martínez Ruiz, 2004: 74). En consecuencia, la respuesta militar a la invasión musulmán, sobre todo, a partir del siglo xi, llevó a un fortalecimiento de los reinos cristianos del norte y a una influencia de la espiritualidad europea (marcada por los giros de Cluny, Citeaux y del mundo cartujo): «En un momento dado, y debido a cuestiones tanto de índole política —necesaria reafirmación de sedes episcopales bajo dominio cristiano (por ejemplo, Santiago)— como religiosa, se producirá un choque entre el rito mozárabe y el latino establecido en Occidente por las reformas del papa Gregorio VII y defendido por los cluniacenses» (Martínez Ruiz, 2004: 74). En consecuencia, se eliminarán las formas del monasticismo visigótico, llevando a una incorporación plena del monacato hispánico al resto de las corrientes europeas dominantes. A finales del Medievo, la vita apostolica de las mujeres se intensificó en tal grado que es posible hablar de una incipiente cuestión femenina en la Iglesia católica, surgida de la necesidad de las religiosas de encontrar moldes diferentes para expresar su espiritualidad y su modo de relacionarse con lo divino (Rivera Garretas, 1997a: 89-92). Esta necesidad llevó finalmente a la separación de las reglas femeninas de sus homólogas masculinas. Las reglas respecto a los monasterios dúplices se establecieron en el Concilio II de Sevilla en 619 —se comentan en algunos apartados de la Regula Communis (Campos Ruiz y Roca Meliá, 1971: 137-163)— y abarcan el plano administrativo, el legal y el espiritual de la vida religiosa comunitaria. La configuración y separación de las ramas femeninas no se produjo al unísono ni estuvo exenta de tensiones, sobre todo después de la reforma promovida por 54
La regla fue escrita como Libro de la educación de las vírgenes y del desprecio del mundo por Leandro de Sevilla aproximadamente en la década de los 80 del siglo vi como regalo por la profesión de su hermana Florentina. Se conservan varios ejemplares manuscritos, muchos de ellos fragmentados. Se ha consultado la versión de la BNE, Ms. 4307. La primera versión impresa fue publicada por Prudencio de Sandoval en 1604.
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Gregorio VII y el establecimiento de nuevas jerarquías eclesiásticas y monásticas (Gonçalves de Abreu, 2007: 137-147). Veamos algunos ejemplos. En lo que se refiere a las reglas monásticas, las benedictinas adoptaron y reformularon la regla de san Benito escrita para órdenes masculinas con la prevalencia, además de los votos de pobreza, castidad y obediencia, del precepto del trabajo (fuese este físico o intelectual). Esta regla, escrita en La Rioja en el 976 para el monasterio femenino de las santas Nunilón y Alodia, constituye la única propiamente hispana del periodo altomedieval y demuestra la presencia e importancia del monacato femenino en este momento (Martínez Ruiz, 2004: 78-79). Las reformas de Gregorio VII, en contra de la relajación de las costumbres en las congregaciones, produjeron una reactivación de la regla de san Agustín y llevaron a la creación de reglas nuevas: el Císter, la Cartuja y los premostratenses. Los cistercienses, bajo el auspicio de los monasterios franceses, entraron en la Península a mediados del siglo xii y no alcanzaron su independencia hasta el siglo xv. Sus homólogas femeninas fueron aceptadas en 1213 y, desde la fundación del monasterio burgalés de Santa María la Real de las Huelgas, cobraron un gran protagonismo, con más de veinte fundaciones hasta el siglo xv, convirtiéndose en la principal orden monástica femenina en la España medieval. En el siglo xv se desprenderán de ella las reformadas cistercienses recoletas. Por detrás de los cartujos, cuyas homólogas femeninas no alcanzaron una importancia pareja en la Península, la tercera orden de mayor presencia durante el Medievo fueron los canónigos regulares de san Agustín (o sea, los premostratenses), fundados por san Norberto de Xantén, que se instalaron en el territorio hispánico a partir del siglo xii. Las canónigas regulares estaban presentes en dicha orden desde sus comienzos, como «las canonesas, ocupadas en las labores domésticas, alojadas en un edificio cercano al masculino y sometidas a una priora que dependía en todo del abad» (Martínez Ruiz, 2004: 87). En cuanto a las órdenes mendicantes, se debe recordar que entre las razones de su creación se encuentra una profunda inestabilidad económica que, junto con el desarrollo de las ciudades y las universidades y la crisis de las formas coetáneas de religiosidad, llevó a la Iglesia católica a formular un proyecto de reforma que incluía el retorno a la austeridad y la humildad de la religiosidad primitiva. Las órdenes mendicantes, a diferencia de los grandes señoríos de los monásticos, se instalaron en las ciudades y grandes villas con la misión de atender las necesidades de una población urbana en constante crecimiento mediante la pobreza individual y colectiva, el apostolado y los trabajos piadosos (Martínez Ruiz, 2004: 94-97). Las dos órdenes urbanas de mayor influencia eran los dominicos y los franciscanos, contando ambas con reglas femeninas propias desde su fundación. Las dominicas, como sus homólogos masculinos, era una orden predicadora propiamente española, fundada por Domingo de Guzmán en el siglo
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xiii y relacionada, en cierto modo, con los movimientos cátaros. En la orden de Dominico se retomaron algunos principios fundamentales de estos movimientos, como la relación personal con Dios, la crítica a la corrupción eclesiástica y la necesidad de la reforma, y el establecimiento de la rama femenina se hizo precisamente con el objetivo de acoger a las jóvenes conversas de la herejía cátara (Muriel, 2004: 15-20). Las dominicas siguieron las normas elaboradas por sus superiores masculinos hasta la llegada de la reforma que surgió bajo la influencia de Catalina de Siena y se instauró en España en el siglo xv, abarcando las ramas femenina y masculina. Por otro lado, los franciscanos, u orden de Hermanos Menores, se fundó con el objetivo de realizar una labor misionera, apostólica y caritativa. A pesar de las diferencias entre los rigoristas, o zelanti, y los comunitarios, o moderados, la orden franciscana alcanzó una expansión significativa, entrando en tierras hispanas a principios del siglo xiii y abriendo nuevas fundaciones en todo el territorio. La rama femenina de las clarisas estaba vinculada a la orden franciscana, ya que fue fundada por la discípula del santo, Clara de Asís, en 1212. La regla de las clarisas, escrita por Clara de Asís con la asistencia y revisión del cardenal Rinaldo Brancaccio —después Alejandro IV— y aprobada por el papa Inocencio IV (1253), era la primera regla de vida comunitaria religiosa de autoría femenina. Sin embargo, en el caso de una congregación femenina, los votos de pobreza colectiva eran difíciles de compaginar con el obligatorio voto de clausura, por ello la mayoría de los conventos de clarisas aceptó el modelo tradicional de dotaciones patrimoniales (Echániz Sans, 1991: 15-20). Las principales órdenes femeninas mendicantes, establecidas en las postrimerías del Medievo, tuvieron en sus fundamentos un importante protagonismo femenino, como era el caso de santa Brígida de Suecia, santa Beatriz de Silva y santa Juana de Valois, fundadoras, respectivamente, de las brígidas o brigitinas (Orden del Salvador, 1344, a España llegan en el siglo xvii), las concepcionistas (Orden de la Inmaculada Concepción, 1489) y las anunciatas (Orden de la Anunciación de María, 1501). De entre otras órdenes mendicantes y de redención de cautivos de gran significado para el monacato femenino, hay que destacar las carmelitas calzadas y descalzas y las trinitarias regulares y descalzas. La presencia de los carmelitas calzados en España es tardía, data de la segunda mitad del siglo xiii, y las primeras fundaciones se establecieron en Cataluña, Aragón, Valencia y Mallorca. Su rama femenina fue fundada en 1263 por doña Frisia, una penitente de Mesina, quien reunió a las mujeres que vivían en estado semirreligioso bajo el control de los hermanos carmelitas. Sin embargo, hasta el siglo xv no se establecerán monasterios femeninos carmelitas, con las primeras casas en Écija (Martínez Ruiz, 2004: 101-102). El vigor de la vida contemplativa, su dimensión mariana y la búsqueda de una tercera vía entre el voluntarismo franciscano y el intelectualismo dominico, que desde el principio estarán en las
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bases de la espiritualidad carmelita, cobrarán protagonismo solamente después de la reforma instaurada por Teresa de Jesús, lo que propició la separación de la rama reformada descalza en 1565. En lo que se refiere a las Hermanas de la Santísima Trinidad, estas fueron fundadas por Constanza de Aragón en 1198, estableciendo el primer convento en tierras hispanas en 1201. Las sórores, sin embargo, estaban presentes en las casas de los trinitarios desde sus comienzos, desempeñando el papel de enfermeras y sirvientes. De la rama regular se desprenderán las dos ramas reformadas: las trinitarias descalzas —fundadas por el místico Juan Bautista de la Concepción en 1612— y las contemplativas —fundadas por Ángela María de la Concepción en 1680—. El propósito de la labor apostólica de los trinitarios era la redención de cautivos, el trabajo en hospitales y el apoyo espiritual a los marginalizados y esclavos bajo la veneración del Cristo redentor de oprimidos (Porres Alonso, 1997: 300). Finalmente, la orden de las concepcionistas fue aprobada por el papa Inocencio VIII en el año 1489, con el hábito monjil y diversos usos propios. Después de la muerte de su fundadora, Beatriz de Silva, en 1492, se aprovecharon los vínculos que las concepcionistas compartían con los franciscanos en su devoción mariano-inmaculista y, en el fervor de las reformas del padre Cisneros, se ordenó su subordinación a la regla franciscana. Sin embargo, la primacía femenina en el desarrollo de la orden concepcionista fue una constante, siendo una de las pocas órdenes que consiguió una regla femenina elaborada ex profeso. La misión iniciada por Beatriz de Silva contó con el apoyo de la reina Isabel la Católica y fue continuada a lo largo de los siglos siguientes. Durante sus etapas más dificultosas, la autonomía de la orden fue defendida por Teresa Enríquez de Alvarado (ca. 1450-1529), quien, a pesar de la inclusión oficial de las concepcionistas en la orden franciscana y la desvaluación creciente de la autoría femenina del proyecto originario, logró mantener su matiz original, es decir, la prevalencia de la devoción a la Inmaculada Concepción y la Virgen María. Con estas breves características se ha podido observar el curso de la formación del monacato femenino al trasluz de los procesos de la vida cenobítica masculina y su implantación en el territorio peninsular. Queda patente que, con la llegada del siglo xv, la balanza se decanta a favor de las órdenes mendicantes; sin embargo, el monacato de raíz benedictina «aún conserva enormes propiedades y potestades jurisdiccionales que le permiten mantener saneadas haciendas» (Martínez Ruiz, 2004: 101-102) y jugar un papel activo en el panorama espiritual español. Por otro lado, según avanzaba la Reconquista, empezaron a establecerse nuevas órdenes de perfiles bien diferentes, sobre todo, mendicantes y redentoristas. Prácticamente todas las ramas femeninas tuvieron que subordinarse a sus homólogos masculinos y adaptarse a las reglas escritas para ellos, con la notable excepción de las clarisas, las concepcionistas y las dominicas.
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Sin embargo, aún desde la posición subordinada de la segunda orden, el movimiento religioso femenino regulado ha marcado los procesos de la religiosidad comunitaria moderna en la historia de la Iglesia y su posición con respecto a las mujeres, aunque esta seguía manteniéndolas alejadas del sacerdocio y el apostolado activo. Es menester señalar que, a pesar de las limitaciones legislativas que circunscribían el monacato femenino a las reglas masculinas, las agrupaciones de mujeres religiosas bajo diferentes reglas consiguieron mediar los espacios, simbólicos y reales, para desarrollar estas formas de espiritualidad y piedad que les eran más cercanas o satisfactorias. Un papel nada baladí en este proceso lo desempeñaron las mujeres de origen noble, hermanas o familiares de los fundadores, que supieron jugar a su favor este margen de poder a su alcance, como Clara de Asís, Beatriz de Silva o Frisia de Mesina. Asimismo, una vez formadas las reglas homólogas femeninas, las abadesas y fundadoras de nuevos conventos supieron mediar con tendencias espirituales coetáneas, como el culto mariano o la devoción a la Inmaculada Concepción, que hacían referencia explícita a la sexualidad femenina y otorgaban agencia a las mujeres. Es preciso recordar que, a partir del siglo xiv, la vida monástica masculina empezó a girar cada vez más alrededor del perfeccionamiento espiritual y la mendicante, hacia la labor apostólica, dejando de lado la producción cultural. Ocurría lo contrario con el monacato femenino, que, en su dimensión tanto monástica como mendicante, experimentó una intensificación de las fundaciones, que se convirtieron en centros de producción cultural, creando un espacio propicio para diferentes manifestaciones de la expresión artística individual y colectiva: textual, oral, teatral, musical y artesanal.55 Esta divergencia es debida, entre otras cosas, al perfil social de los miembros de las respectivas comunidades religiosas, ya que las masculinas reclutaban sus miembros entre las clases medias y no acomodadas, sin habilidades escritoras y ajenas al mundo de la cultura letrada. Asimismo, debido a la falta de vocaciones y la difícil situación demográfica, con frecuencia se suprimía el pago de la dote, lo que, en la práctica, permitía el acceso de todas las capas sociales a la vida religiosa. Por el contario, en los conventos femeninos el sine qua non para ser monja era el pago de una dote bastante elevada que, en consecuencia, propiciaba un carácter elitista, selectivo y, hasta un grado significativo, letrado de estas instituciones (Schultz van Kessel, 2006: 187).En este panorama de fuerte implantación social del monacato femenino en tierras españolas, 55
Resultan muy interesantes los estudios que analizan las actividades particulares de las mujeres de los ambientes conventuales, como la gastronomía, el arte, la música o el teatro (cf. Rey Castelao, 2009: 59-67). Sin embargo, todavía escasean los análisis panorámicos y comparativos que nos permitirían establecer relaciones entre diferentes reglas conventuales o círculos geográfico-históricos. El campo de estudio de los posibles modelos o tradiciones de las diferentes manifestaciones culturales de las monjas todavía queda por explorar.
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de cierto poderío económico, pero también de pérdida paulatina de los ideales fundacionales y de conflictos internos, se sitúa el horizonte religioso regular al inicio de la época moderna. 2.4.2. Las coordenadas sociopolíticas del monacato español en los siglos XVI y XVII La realidad social, económica y política de los conventos femeninos en la Alta Edad Moderna era una suma de largos procesos de cambios estructurales y mentales iniciados en el siglo xv, durante el reinado de los Reyes Católicos, gracias a su política religiosa y el sistema de reformas. Para entender la influencia de la cultura oficial sobre la vida cotidiana de los conventos femeninos españoles modernos, es necesario analizar los marcos de la política religiosa del Estado junto con las estipulaciones de la Santa Sede, entendiéndolos como sucesivas etapas en la transformación de los modos y modelos de la religiosidad oficial y su reflejo en la praxis social: primero, la incipiente reforma de los Reyes Católicos, encabezada por Francisco Jiménez de Cisneros (1436-1517); después, una continuación de reformas en la política de Carlos V hasta el auge reformatorio filipino, y, finalmente, la asamblea del Concilio de Trento y el desenlace final de la reforma. Sin embargo, para poder llevar a cabo un análisis de la dimensión sociopolítica de la reforma católica española, resulta preciso indicar las principales corrientes de espiritualidad del momento, sus trances e impacto sociocultural durante la realidad pre- y posconciliar. Es menester recordar que el tránsito entre el siglo xv y xvi estuvo marcado por unas nuevas formas de espiritualidad, centradas principalmente en el recogimiento y la oración mental, que derivaron de los procesos de la reforma de las órdenes en el Occidente cristiano, la devotio moderna y la intensificación de la religiosidad popular, sobre todo en forma de comunidades laicas dedicadas al servicio a Dios. Tanto la religiosidad popular como la de las élites contenían unas características propicias a esta renovación espiritual, como lo eran el énfasis en las formas de piedad más íntimas y la búsqueda del contacto individual con Dios. Sea en forma de vida beguina, begarda o beata, que se analizarán en los apartados siguientes, sea en forma de la espiritualidad de la devotio moderna, en este momento se produjo un clima favorecedor a la renovación espiritual que surgía en oposición a la religiosidad heredada del Medievo, considerada supersticiosa, externa y acusada de corrupta. En el territorio español los principales exponentes de la devotio moderna surgieron entre los franciscanos y los círculos de las clases acomodadas judeoconversas (entre sus representantes se encontraban Vicente Ferrer, Juan de Torquemada,
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García de Cisneros, Teresa de Jesús, Pedro de Alcántara y Diego de Estella). Además, es necesario recordar que en la Península Ibérica el panorama espiritual marcado por la devotio coincidió con la política religiosa de los Reyes Católicos, que se formuló, junto a importantes factores político-económicos, en respuesta a la urgente necesidad de reforma de las órdenes religiosas y del clero español. Según la clasificación propuesta por Enrique Martínez Ruiz y sus colaboradores en la obra El peso de la Iglesia. Cuatro siglos de órdenes religiosas en España (2004: 469-471), en la espiritualidad pretridentina es posible distinguir un proceso en tres fases: primera, la génesis y formación de las reformas y la observancia hasta 1490; segunda, el desarrollo de la mística de recogimiento y la oración mental hasta 1530, y, tercera, una diversificación de las vías espirituales hasta 1550. A grandes rasgos, la primera fase respondía a un periodo de florecimiento de los estudios teológicos y religiosos, «un cierto alejamiento de la filosofía escolástica tradicional y su afán por racionalizar a Dios, volviéndose hacia un cierto agustinismo-platonismo donde lo importante es el amor a Él y dejarse llevar por la providencia divina, mostrándose permeables al humanismo imperante» (Martínez Ruiz, 2004: 472). Resulta de suma importancia para el presente estudio señalar que la religiosidad reformada y la vuelta a la observancia, aparte de la labor activa al servicio de la comunidad y el pueblo, suponían una importante vuelta a la introspección y la reflexión profundizada que impulsaban un proceso de individuación del religioso y la religiosa en su camino a la perfección y salvación personal bajo el modelo de la vita contemplativa. Otras características principales de esta reformulación de la espiritualidad eran la imitación de Cristo en el camino a la virtud y la salvación, la devoción al trabajo, la mortificación corporal y el retorno al silencio y el eremitismo. Asimismo, se promovieron otras formas de la literatura devocional en las que la experiencia individual de la deidad ocupó el centro de la práctica espiritual. En las siguientes etapas, intensificadas después de la publicación de la Biblia políglota complutense (1520), las corrientes espirituales de renovación giraron en torno a la ampliamente entendida acentuación de las prácticas de la oración mental.56 También en ese periodo, hasta 1530 aproximadamente, se particularizaron las escuelas religiosas, lo que llevó a la formulación de diversos tipos de espiritualidad específicas, agravando los conflictos y las divisiones internas entre las órdenes. Se debe señalar que, como resultado de las influencias de las nuevas corrientes espirituales europeas y de la reforma del clero, en estas décadas se testifica un surgimiento de diver-
56 La práctica sistemática de esta forma de piedad se inició entre los benedictinos de Valladolid y los franciscanos de Villacreces; el primer tratado oficial sobre el método fue publicado en 1500 en el monasterio de Montserrat por García de Cisneros, iniciando una oleada de obras sobre el tema.
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sos movimientos religiosos que establecerán la base para la formulación de la religiosidad española moderna. El iluminismo —con las vertientes alumbradas y molinosistas—, el erasmismo cristiano, el recogimiento y la reforma descalza estaban entre las principales vías espirituales que llevaron a la confrontación con las modalidades de la religiosidad oficial del momento (Flors, 1963: 177-190). Por otro lado, la segunda mitad de siglo supuso una vuelta hacia una espiritualidad al servicio de las políticas estatales. En torno al Concilio de Trento, entendido en su dimensión política, intelectual, religiosa y popular, cobraron protagonismo las formas de espiritualidad exterior normativizada acordes a la reajustada ortodoxia católica: Salieron por entonces de las imprentas con profusión tratados teológicos, devocionarios, libros piadosos, guías para ser perfectos cristianos y catecismos. […] Por su parte, la Monarquía Católica (imbuida de un providencialismo mesiánico propio del momento político y del clima social existente en Europa […]) toma partido por las corrientes espirituales más ortodoxas, marginando a los que postulan ideas que pueden amenazar la unidad o la esencia misma del catolicismo. (Martínez Ruiz, 2004: 479)
La España de los Felipes, sobre todo de Felipe II, se declaró defensora de la ortodoxia cristiana a ultranza, convirtiendo la piedad y la espiritualidad en herramientas eficaces de control político e ideológico del Imperio: «La disciplina se impuso a través de una universidad controlada por la Iglesia, un Santo Oficio al servicio del trono y los altares como mejor modo para adoctrinar a los fieles» (Martínez Ruiz, 2004: 479). En este contexto se debe recordar la etiqueta de los Siglos de Oro como la «edad dorada de las controversias», que, además de referirse a los conflictos teológicos, remite a los intereses concretos de los grupos religiosos de mayor influencia en la corte y las élites del país. La gran controversia acerca de la predestinación (la cuestión de auxiliis) y las disputas mariológicas dominaron el escenario, convirtiéndose, como se verá en el siguiente capítulo, en temas de incidencia teológica, literaria, política y popular: En una sociedad convulsa, dominada por las pasiones, mediatizada por el ansia de prestigio y agitada por la crisis religiosa europea, las polémicas religiosas entabladas entre los regulares eran el reflejo fiel de las distintas tendencias y tensiones existentes en el seno de unas órdenes enzarzadas en un pugilato por hacerse dueñas de la «verdad teológica» y conseguir el liderazgo de la Contrarreforma. (Martínez Ruiz, 2004: 481)
El periodo barroco estuvo marcado por una búsqueda de Dios a través de formas diversas y no pocas veces contradictorias. El impresionante desarrollo de
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la prosa doctrinal, teológica y espiritual, el auge de la oratoria sagrada y la predicación, junto con el misticismo y el visionarismo, dominaron el escenario de la espiritualidad de finales del siglo xvi y en el siglo xvii. En respuesta directa e indirecta a los procesos conducentes al cisma, se fortalecieron aquellos elementos de la espiritualidad cristiana que podían imbuir un sentido de supremacía y consolidar a los católicos como una comunidad a través de un rito compartido público. En esta etapa se puso énfasis en el aspecto encarnacionista de Dios, se intensificó la veneración de los santos, beatos, visionarios y místicos y se impulsaron ciertos cambios en la teología oficial, como en el caso del culto a la Inmaculada Concepción, cimentado por la veneración popular (cf. Bilinkoff, 2000b). La espiritualidad barroca se tildó de ser un «nuevo teocentrismo, teñido [entonces] de un ascetismo religioso y una mística interior profundamente enriquecedores de la vida espiritual» (Martínez Ruiz, 2004: 490). Por otro lado, la excepcional frescura y calidad de la producción literaria mística del momento contrastó con el «proselitismo interesado, juegos de poder, desacuerdos doctrinales, enfrentamientos de escuelas, equívocos favorecidos por un principio de autoridad mal entendido, enseñanzas arcaizantes, pugnas personales y erudiciones dogmatizadas hasta el absurdo» (Martínez Ruiz, 2004: 492). Esbozado el marco de las principales corrientes espirituales que moldearon los procesos de la religiosidad moderna española, en lo que sigue se indagará sobre algunos aspectos particulares de la política y la legislación religiosas como emisoras de los marcos normativos para el conventualismo español moderno, preguntando por la construcción, el funcionamiento y el desarrollo de su vertiente femenina. La reforma religiosa iniciada durante el reinado de Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, en efecto, permaneció vigente a lo largo de la Edad Moderna. Su objetivo principal consistía en realizar una reforma observante con el fin de suprimir el conventualismo, un objetivo que siguió siendo de principal importancia para la política religiosa de los siguientes reyes del periodo áureo (Andrés Martín, 1994: 20-60). Sin embargo, a diferencia de sus iniciadores, para Felipe II, Felipe III, Felipe IV y Carlos II la reforma regia no significaba una reforma moral, una corrección de abusos de las costumbres del estado religioso, sino más bien una restauración del poder real y del control social que finalmente condujo a la confesionalización del Estado español (Palomo, 1997: 121-136).57 57
El término confesionalización fue propuesto por Wolfgang Reinhard y Heinz Schilling para dar cabida a la influencia de las Iglesias en los procesos de construcción del Estado moderno europeo, así como observar los fenómenos religiosos en relación con aspectos políticos, sociales y culturales. La idea de la confesionalización de los Estados europeos modernos se defendió primordialmente a partir de tres elementos: las similitudes en forma de organización institucional entre los principales grupos religiosos de Europa y sus instrumentos de influencia social, la formación
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El programa de reforma de los Reyes Católicos, propugnada por el cardenal Cisneros, iba más allá de la transformación del clero regular: su objetivo principal consistía en la implantación de la ortodoxia cristiana y la erradicación de todas las formas de herejía, paganismo o heterodoxia. Este programa de renovación religiosa y moral desembocó en dos vías principales de difusión: las instituciones eclesiásticas y las congregaciones religiosas monásticas y mendicantes. No obstante, no fue hasta tiempos del papa Alejandro VI (1492-1503)58 cuando la sede apostólica otorgó las facultades necesarias para proceder a realizar cambios en la administración de los conventos y suprimir la relajación en la disciplina dentro de las comunidades religiosas (Palomo, 1997: 123-172). La reforma contra el conventualismo tuvo un mayor impacto en Castilla, Cataluña y Aragón59 y, con el apoyo de la política papal (la bula Ite vos de León X [1513-1521]), pudo declararse oficialmente la primacía de la rama observante como la única legitima representante de la orden. De este modo se logró condenar el conventualismo a una paulatina extinción hasta su supresión total debido a las reformas filipinas (Palomo, 1997: 126-127). Es de crucial importancia señalar que la política de reforma afectó al monasticismo femenino antes que al masculino, realizando el cambio en los conventos catalanes desde 1493. Como era de esperar, la resistencia a las ordenanzas impuestas, con la clausura estricta como su eje principal, fue enorme. Aunque se volverá a este tema a la hora de analizar los estatutos tridentinos y la cuestión femenina, a estas alturas toca subrayar cómo, desde el principio, el tema de la reclusión de las religiosas y, por ende, de su relación con el mundo exterior, su participación en la cultura y la política y el incipiente mercado han sido el foco de conflictos y el hilo conductor que guiaba las políticas eclesiásticas sobre la reforma religiosa. La resistencia a estas políticas de reclusión por parte de las monjas catalanas resulta bien ilustrativa al respecto: Las resistencias en Cataluña fueron enconadas, en lo que influyeron las intervenciones de gente ajena a los monasterios que resistían por la fuerza, incluso, y anide grupos confesionales homogéneos a través de una serie de medidas ideológicas y el papel de la Iglesia en el fortalecimiento de las identidades territoriales. Cf. Schilling (1992: 205-245). 58 El papa Alejandro VI aprobó dichos cambios en la bula Quanta in Dei Ecclesia de 1493, que constituyó la base de la reforma monástica en España. Su contenido iba ampliándose con el progreso de la misma: «En 1496 le encomendaron a Cisneros y a Deza la [reforma] de los franciscanos y dominicos, respectivamente, y […] en 1499, ellos dos y Desprats reciben la misión de reformar los mendicantes» (Martínez Ruiz, 2004: 126). 59 Resulta relevante señalar que, a la par de apoyar el espíritu de la observancia, Cisneros avivó el panorama educacional fundando, entre otros, los colegios de San Pedro y San Pablo en la Universidad de Alcalá de Henares. Del espíritu conservador de sus aulas provinieron muchos predicadores, poetas, místicos y teólogos, algunos de los cuales formaron parte de la asamblea tridentina como Domingo de Soto o Benito Arias Montero (Bennassar, 2004: 145-150).
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maban a las religiosas a no escuchar a los visitadores, retiraban a las monjas de su familia y daban asilo a las que huían. Pero los Reyes reforzaron la autoridad de los visitadores —hasta los facultaron para deponer a los superiores que se resistieran a la reforma—. (Palomo, 1997: 127)
La política de Carlos V se mantuvo en la misma línea reformatoria con la ayuda de Juan Pardo de Tavera, designado como el responsable superior de la reforma. Con la bula Meditatio cordis nostri del papa Clemente VII (15231534) se concedió la gestión absoluta de los proyectos reformatorios al monarca y, por ende, a Tavera, de cuyas decisiones destaca el hecho de iniciar la reforma observante entre los trinitarios y los mercedarios, antes no incluidos en el proyecto de cambio. De la reforma carolina hay que destacar una disposición relevante respecto a los cenobios femeninos: por el breve Quanto magis religionis, concedido al monarca, se designó en las tierras de Navarra y Aragón a los religiosos gestores responsables de realizar la reforma en la rama femenina de su propia orden. Con estos estatutos se encontraron bajo supervisión real las familias hidalgas, dueñas de significativos derechos en el régimen monástico, que ahora veían en peligro sus intereses oligárquicos. La norma observante buscó liquidar estos favores de los linajes a través de un sistema electivo y trienal. De todas las regiones, fue en Castilla donde la reforma tuvo mayor éxito.60 Junto a los cambios en la observancia, cobró importancia la reforma descalza que desde la segunda mitad del siglo xvi protagonizó una expansión geográfica y espiritual, convirtiéndose en eje de la transformación religiosa del periodo siguiente y motor de cambio incomparable con cualquier otro proyecto hasta entonces conocido (Bilinkoff, 2000b: 161-172). El tema del monacato femenino resultó ser especialmente espinoso para las reformas carolinas. Aunque se autorizó el proyecto reformador per se, muchas de las directrices propuestas desde Madrid fueron rechazadas por Roma. Ignacio de Loyola, Fernando de Loaces (inquisidor de Cataluña), Francisco de Borja y Jaime de Cassador (obispo de Barcelona) encabezaron la reforma en las tierras catalanas, que otra vez demostraron ser las más resistentes a la mutilación de las libertades monásticas: los conventos de Santa Clara, Valdoncella y Montealegre son ejemplos de oposición abierta por parte de las monjas clarisas y jerónimas (Schultz van Kessel, 2006: 203-209). La exigencia de una clausura estricta volvió a constituir el eje central de los cambios, provocando dificultades económicas por impedir prácticamente por completo los ingresos procedentes del exterior y convirtiéndose en causa principal de la inefectividad de la reforma, al menos durante estas décadas del siglo xvi. La 60 Durante el reinado carolino, la observancia abarcó la orden benedictina masculina y femenina, mientras que la del Císter iba consolidando sus prerrogativas en los claustros de Huerta, Óvila y San Pedro de Gumiel, entre otros (Martínez Ruiz, 2004: 134-142).
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clausura, como normativa del aislamiento completo del mundo exterior, traía consigo mucho más que la falta de ingresos y una vida al borde de la pobreza. Entre sus consecuencias, destacan las restricciones en el intercambio cultural y económico: el impedimento de la venta de los bienes producidos por las monjas; la censura de la correspondencia; la exclusión de la participación en los certámenes poéticos, en las celebraciones de la corte y la urbe; la limitación del rol de consejera, de maestra de las niñas de la corte, de enfermera, de partera, etc. Las directrices propagadas marcaron un antes y un después en la vida monástica femenina en su dimensión legal y social y, aunque las respuestas dadas a estas estipulaciones eran bien variadas, hay que señalar que lo que se produjo era un ambiente general de tensión por el mecanismo de opresión-resistencia que marcó la existencia cotidiana de las monjas del periodo posterior a la reforma (cf. Bajtín, 1990; Scott, 2003: 225).61 A partir de 1565 se intentaron imponer las regulaciones tridentinas de la clausura buscando soluciones reales que a veces diferían de las directrices originales, como era el caso de Galicia, donde se quiso suprimir los monasterios femeninos haciendo que sus bienes fueran gestionados por otros. Simultáneamente, durante el reinado de Carlos V se fundaron nuevas órdenes de clérigos regulares, divididos entre la necesidad del apostolado activo y la vida monástica a través del sacerdocio. En su larga evolución, en muchos aspectos esta forma de religiosidad se desarrolló en órdenes mendicantes como la de los dominicos.62 Con la llegada de Felipe II (1556), las asambleas tridentinas ya estaban avanzadas y el fervor antiprotestante fomentado por el espíritu contrarreformista marcó la dirección de las reuniones de los años siguientes. Sin embargo, la cuestión de las congregaciones religiosas no se resolvió hasta la última sesión del Concilio del 4 de diciembre de 1563, cuando se ejecutó el decreto oficial respecto a la reforma de los regulares. A lo largo de los tres reinados de los Felipes, la política de reforma religiosa, en el seno de la Iglesia católica y como respuesta a la Reforma protestante, no era unánime. No cabe duda de que fue Felipe II quien puso más esfuerzo en la ejecución de la vuelta a la observancia y la aniquilación del conventualismo. En 1567 se inició el proyecto de unificación de la geografía monástica de sus reinos, ordenando
61
La bibliografía que aborda el análisis de las particularidades de la reforma para diferentes órdenes femeninas y distintos claustros es abundante. Sugiero como punto de partida para profundizar en el tema García Oro (1982: 331-349), Azcona (1982: 311-378), Castro (1983: 21-148), Vasaio (1984: 53-64), Fernández Terricabras (1993: 159-171) y Arana Benito de Valle (1992). 62 Entre las instituciones más destacadas de este nuevo tipo se encuentran los jesuitas, fundados por san Ignacio de Loyola en 1534 y aprobados en 1540. En cuanto a las ramas femeninas, la forma más original la presentaron las Madres Angélicas de San Pablo (rama de los barnabitas, aprobada en 1535), que no eran sometidas a la clausura ni a las reglas de sus coetáneas, pero no llegaron a expandirse fuera de su cuna italiana (Schultz van Kessel, 2006: 183).
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la supresión de ciertas órdenes y estableciendo nuevas normativas para los conventos particulares y estipulaciones respecto al pago de las rentas, como señala Marion Reder Gadow (2000: 297): «El propósito de Felipe II era instaurar la observancia, evitar monasterios autónomos, unificar las órdenes bajo única jurisdicción, y asegurarse así su vinculación a la Corona». La observancia fue aceptada en la mayoría de las provincias, a no ser que las dificultades económicas o territoriales supusieron obstáculos insuperables, convirtiendo algunas normas en meramente teóricas (Martínez Ruiz, 2004:145). Se puso especial énfasis en reformar los monasterios de la tercera orden regular franciscana, cuyos mayores centros se encontraban en Andalucía, Galicia y León,63 debido a su compleja división interna en conventuales, observantes, alcantaristas y terciarios regulares. Respecto a las órdenes femeninas, se ejecutaron las estipulaciones tridentinas sobre la clausura estricta para todas las órdenes segundas y la disolución de las terciarias, los beguinajes, los beaterios u otras formas no ortodoxas de las comunidades religiosas. El impacto económico de estas estipulaciones fue enorme y para su implantación efectiva se instauró una diferenciación entre dos dimensiones del retiro religioso, el activo y el pasivo, manteniendo como imperativo para el monacato femenino a ambas vertientes. El primero de ellos subrayaba la obligación de la monja de permanencia perpetua en el claustro y el segundo iba dirigido contra las visitas, los contactos y las relaciones que las religiosas mantenían con los seglares, entre los cuales no faltaban miembros de las élites o familiares reales.64 Vale la pena señalar que el papa Pío V (15661572) ejerció una política aún más severa al respecto, impidiendo la posibilidad de cualquier otra forma de comunidad religiosa que no fuese de clausura estricta. A través de la bula Cum gravissimus (1566) se otorgó la jurisdicción 63
Esta orden adquirió un carácter peculiar en tierras españolas, portuguesas y americanas por la aprobación del papa Pablo III, quien afianzó, forzado por la perseverancia de los terciarios en conservar el estatus autónomo de la orden, la existencia de las tres particularidades de la orden franciscana: los hermanos en congregaciones, las religiosas y los terciarios que vivían fuera de los claustros. Estos últimos no guardaban la clausura, aunque mantenían los votos de pobreza, obediencia y castidad, dedicándose primordialmente a labores caritativas. Estos derechos fueron cancelados por el papa Pío V, quien ordenó la observancia para todas las ramas de franciscanos, delimitando para las religiosas los votos solemnes y la clausura estricta (Schultz van Kessel, 2006: 180-190; Evangelisti, 2007: 201-229). 64 En esta época, la función de consejera espiritual la desempeñaron numerosas monjas. La posición de venerable, mística o santa implicaba la posibilidad de tener contactos con los poderosos y ricos del país y del extranjero, asegurando la credibilidad de los consejos y creando un contexto oportuno, por legítimo, para el desarrollo intelectual y la creación literaria/escrita. Este tema se desarrolla en el apartado 3.2.V. Otra vertiente de este tipo de relaciones se producía cuando al convento entraban mujeres de las familias reales, que mantenían vasta correspondencia con los círculos cortesanos y en numerosas situaciones de tensiones en la corte servían de consejeras (cf. Manero Sorolla, 1994: 305-318).
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de las congregaciones femeninas a los obispos diocesanos, con lo que se pudo realizar un control más estricto y limitar las relaciones de las monjas con otros religiosos y otras comunidades. En este momento se propusieron también las primeras estipulaciones en cuanto a la gestión de los claustros, que intentaron controlar el número de las profesas en cada orden y la comisión de los bienes que les pertenecían (el breve De statu Ecclesiarum de 1568). Asimismo, hay que subrayar que el reinado de Felipe II estuvo sometido a fuertes tensiones con la sede apostólica, que proponía una política más liberal de la reforma observante en comparación con las propuestas reales. Esto llevó a Roma a esbozar un proyecto de normativas diferentes exclusivas para España, que, sin embargo, no entraron en vigor (la bula Militantis Ecclesiae de 1565 que afirmaba la reforma de franciscanos, agustinos, carmelitas, benedictinos y premostratenses fue su consecuencia). Las siguientes reformas filipinas llevaron al éxito final de la observancia sobre el conventualismo, que abordó la paulatina aniquilación de los claustrales, la apropiación de sus bienes por los observantes bajo la dirección de los diocesanos y la introducción de una perspectiva de la reforma en todas las órdenes que no tenían la rama observante (las órdenes redentoras de cautivos, mercedarios y trinitarios). Los breves Maxime cuperemus, de 1566, y el Superioribus mensibus, de 1567, aseguraron dichos cambios en el plano legal.65 También en este periodo se produjo el auge de las vocaciones para el clero regular como resultado de las directrices tridentinas y el carácter de la religiosidad barroca, exuberante y eufórica, llevando a un número elevado de nuevas fundaciones, una intensificación de la labor apostólica y numerosas canonizaciones. Entre las fundaciones, nuevas o reformadas, de finales de siglo se encuentran los capuchinos, con la rama femenina en Granada fundada en el año 1588 por Lucía de Jesús; las mercedarias descalzas, fundadas en Sevilla en 1617, y las franciscanas descalzas también de Granada, fundadas en 1588. Los agustinos volvieron a su regla primitiva y ya como recoletos fundaron casas nuevas en Castilla, Aragón y Andalucía. En aquel entonces, el papa Clemente VIII reconoció legalmente a los Hermanos Reformados Descalzos de la orden de la Santísima Trinidad en 1599, quienes, a partir de 1625, empezaron a funcionar como orden de redención de cautivos. Su rama femenina se estableció en tierras hispanas ya en el siglo xiii, pero hasta el xvi solamente contaba con dos conventos en Lérida y Salamanca. Habrá que esperar a la reforma iniciada por Juan 65
Martínez Ruiz aporta la siguiente información: «Superioribus mensibus […] ha sido definido como “auténtico código de la reforma española”: reiteraba el contenido del Máxime cuperemus para acabar con los conventuales, apremiaba la reforma de mercedarios, carmelitas y trinitarios y ordenaba la incorporación de diferentes institutos a lo que se consideraba su rama principal: es decir, isidros […] y premonastenses a los jerónimos, y los terciarios regulares franciscanos a la observancia» (Martínez Ruiz, 2004: 147).
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Bautista de la Concepción en 1612 y la fundación del convento de las Trinitarias Descalzas de San Ildefonso en Madrid para la expansión de esta regla tanto en la Península Ibérica como el mundo hispanoamericano. Es precisamente en este convento madrileño donde, como veremos, se creó un ambiente especialmente favorable a la labor artística y literaria de las religiosas, con Marcela de San Félix y Francisca de Santa Teresa como sus más destacadas autoras. Durante el reinado de Felipe II se inició también la reforma crucial de la Orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo. La misión reformista, larga y costosa, encabezada por Teresa de Jesús, se inició en el seno del Carmelo Calzado de San José de Ávila con el objetivo de volver a la regla primitiva de san Alberto, adaptándola al contexto actual. Sin entrar aquí en las complejidades del proyecto teresiano, se quieren señalar algunos de sus rasgos distintivos, que le concedieron posición de acción ejemplar en cuanto a la reforma religiosa moderna. El énfasis puesto en la espiritualidad individual, que se desarrollaba por vía de la oración mental y la contemplación, y la vuelta hacia la pobreza, la austeridad, la renuncia a los bienes mundanos y materiales, junto con los preceptos de la igualdad, eran los pasos indispensables, según la reformadora, para la unión con Dios. A todo eso se añadía la lectio: las prácticas de escritura y lectura, el estudio de los Padres de la Iglesia y las Sagradas Escrituras, que concedieron a los descalzos un lugar destacado entre los teólogos y místicos modernos.66 Teresa de Jesús y Juan de la Cruz edificaron la reforma que abordó más de cuarenta conventos y abarcó territorios más allá de la Península Ibérica (Ana de San Bartolomé, María de San José y Ana de Jesús Lobera67 eran las principales propagadoras de la reforma teresiana en el norte de Europa e Inés de la Cruz, Mariana de la Encarnación y Marina de la Cruz en el Virreinato de Nueva España). Es importante señalar que la reforma descalza fue aprovechada por la política real (entre otros, por el duque de Flandes, que la patrocinaba), que vio en las monjas enclaustradas y viajeras una herramienta importante contra los movimientos protestantes y una posibilidad inconmensurable de darle un ímpetu nuevo a la política imperialista ideológicamente fortalecida por el catolicismo ortodoxo. La vuelta a las reglas primitivas,
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Teresa de Jesús precisó las normativas sobre la reforma descalza primordialmente en las Constituciones, Visita de descalzas, el Libro de las fundaciones y el Camino de perfección. No se sabe exactamente cuándo redactó la primera constitución para el funcionamiento de la orden descalza, pero, como indica al respecto Pilar Manero Sorolla (1992b: 400), «es de suponer que ésta fue elaborada en el primer año de la vida de San José [de Ávila, primer convento descalzo], o sea, en el 1562, una vez concedido el breve de fundación por parte de Pío IV». Asimismo, la estudiosa destaca que ya en el Camino de perfección podemos encontrar ordenanzas sobre la vida conventual: «En este sentido también el Camino de perfección ha de verse, entre otras cosas, como un escrito legislativo fundamental del Carmelo Descalzo femenino». 67 A estas autoras está dedicado el apartado 3.2.I.
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a través de formas de vida y espiritualidad más rígidas y austeras, presente en las ramas descalzas, observantes y recoletas, constituyó el rasgo distintivo de las reformas durante el reinado de Felipe II. Según Enrique Martínez Ruiz, es posible entender estas tendencias solamente en el contexto del conjunto de la política real y los cambios en la religiosidad del momento, o sea, la «segunda reforma española», que conjuntamente convirtieron el «último tercio de Quinientos y de la primera mitad del Seiscientos en la época más intensa de fundaciones en España» (Martínez Ruiz, 2004: 160). Durante los siguientes reinados de Felipe III (1598-1621) y Felipe IV (1621-1665), no se vuelve a producir esta cohesión en la política de reforma religiosa. Ambos monarcas relegaron la política de control de las nuevas fundaciones, que brotaron intensamente, hasta tal grado que, al llegar el reinado de Carlos II (1665-1700), su expansión en Castilla y Aragón llevó a elevar peticiones de las cortes al papado sobre un control de estas (Bennassar, 2004: 194-201). La situación de desequilibrio —entre el sector de producción y los clérigos, que consumían los bienes— preocupaba a los intelectuales de la época, como quedó señalado por el arbitrista y jurisconsulto Mateo López Bravo en 1616: «El trabajo del pueblo alimenta a los sacerdotes» (apud Torres Sánchez, 1991: 130). A la luz del incesante incremento de las nuevas fundaciones, se apostaba por el definitivo control sobre estas, ya que, en palabras de Diego Saavedra Fajardo, «su exceso [es] muy dañoso a la república y al príncipe» (Saavedra Fajardo, 1942: 178). En cuanto a las comunidades de religiosas, se prosiguió la política de clausura, sin que se llegase a su aplicación total a causa de la ya mencionada resistencia por parte de las monjas. De manera concisa, y antes de abordar el tema de las estipulaciones tridentinas respecto a la cuestión femenina, con este breve resumen sobre las transformaciones en el seno del monacato español se ha querido perfilar la geografía de cambios y procesos en el conventualismo español de los siglos xvi y xvii. Una geografía en sentido doble: de esparcimiento y difusión de los claustros, por una parte, y de topografía jurídica y social que condicionaba la situación de los claustros femeninos, por otra. Al trazar la expansión del monacato femenino a la luz de las reformas oficiales del momento, se ha podido conocer el marco jurídico, civil y eclesiástico que la hicieron posible. A modo de recapitulación, y tomando con precaución los informes estadísticos, se señalarán algunos datos demográficos relativos a los conventos a finales del siglo xvi. El censo de 1591 pone de manifiesto el incremento de la población de clérigos, hasta el 1,14% del total de la población, aproximadamente 6,5 millones de habitantes; así pues, se calculan unos 74.153 clérigos, de los que 20.369 eran religiosas regulares, frente a 20.697 religiosos regulares, y 33.087 eran clérigos seculares (Torres Sánchez, 2000: 121). Obviamente su distribución por el territorio peninsular era desigual,
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localizándose la mayor concentración de conventos en Castilla y Andalucía, pero con predominio de órdenes diferentes en cada provincia. Con el desarrollo de los mendicantes, y de acuerdo con su función apostólica, se pudo percibir una saturación de las fundaciones en los núcleos urbanos y un progresivo abandono de las zonas rurales, una tendencia perceptible por igual en las fundaciones masculinas y femeninas, aunque en el caso de las segundas, durante el siglo xvi, se puede hablar de un verdadero auge de fundaciones clarisas y franciscanas concepcionistas en las ciudades. El clero regular tuvo un mayor crecimiento entre las órdenes masculinas debido a la falta de plazas más que a la carencia de vocaciones entre las mujeres. Se puede decir que en la segunda mitad del siglo xvi el panorama de las fundaciones queda básicamente consolidado hasta el proceso de desamortización del siglo xix (Torres Sánchez, 2000: 160-161; Tomás y Valiente, 1989: 40-45). Durante los reinados de Felipe II y Felipe III se impusieron reformas descalzas o recoletas entre los cistercienses, dominicos, benedictinos, mercedarios y trinitarios, en prácticamente todas las órdenes femeninas en la Península —agustinas (1589), bernardas (1594), concepcionistas (1603), jerónimas (1603), brígidas (1637)— y en aquellos conventos de dominicas y benedictinas que se incorporaron a las nuevas ramas surgidas de la reforma (Reder Gadow, 2000: 298). En lo que sigue me centraré en la situación de las religiosas en el marco de las estipulaciones del Concilio de Trento, teniendo en cuenta que este suele ser considerado como motor de cambio decisivo en la vida cotidiana de las congregaciones religiosas femeninas (Pérez Baltasar, 1985: 13-23; Martínez Ruiz, 2004: 267-271). Como ya se ha dicho, la cuestión femenina no fue planteada explícitamente en ninguna de las sesiones tridentinas, aunque sí se expusieron las directrices concretas sobre las reformas de las órdenes religiosas, entre ellas las femeninas, durante la XXV sesión de la asamblea.68 Oportunamente, y al margen de lo aquí explicado, se subraya que se mantiene distancia de las interpretaciones generales que proponen una visión totalizadora sobre el impacto tridentino en cuanto a dicha cuestión. Tales análisis 68 Dicho decreto sobre la reforma de los regulares cedía la gestión de los conventos femeninos a los confesores extraordinarios elegidos por el obispo. Asimismo, en las normativas se detallaron cuestiones como la toma del velo o la quiebra de los votos, promoviendo la irreversibilidad de los solemnes. Junto con el establecimiento de la edad mínima para el ingreso a los dieciséis años, se consideró pecado mortal el ingreso forzado, bajo pena de excomunión a los que violentaran a las mujeres a tomar el hábito. Las normativas se impusieron de manera autoritaria a todas las congregaciones femeninas; sin embargo, su ejecución efectiva difería mucho según la regla, la geografía y el momento. Mariló Vigil (1986: 212-215) señala que las normativas del Concilio resultaron en mayor vigilancia del encierro, pero no cambiaron la situación de los ingresos forzados o las injusticias internas. Aunque todos los papados de los años siguientes se centraron en ejercer las estipulaciones tridentinas, solo en los últimos años del pontificado de Clemente VIII (15091605) es posible hablar de su efectiva implantación en la praxis cotidiana.
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presentan la realidad postridentina como un abismo en el que se perdieron todas las iniciativas estimulantes de cambio a favor de la situación de las mujeres en el seno de la Iglesia católica.69 Es cierto que las decisiones del Concilio (aplicadas con distinto éxito y no pocas veces boicoteadas) limitaron las posibilidades para la vocación religiosa femenina, cercándola en un único modelo aceptable: la profesión con votos solemnes y clausura estricta, algo que en realidad, y en sintonía con lo que hemos visto, fue en gran parte una repetición de las estipulaciones propuestas desde las décadas de la reforma de Cisneros. Sin embargo, aunque de modo indirecto, estas disposiciones tuvieron también un impacto positivo y vivificante. Por las razones anteriormente mencionadas, o sea, la promoción de la espiritualidad exuberante, la veneración de beatas y santas, el fomento de la formación y la escritura en diferentes vertientes, se observó un incremento de las fundaciones femeninas y se propiciaron otras formas de expresión de la espiritualidad entre las mujeres, y muy versátiles, creando un ambiente especialmente propenso para las expresiones místicas y textuales. Asimismo, estimularon el desarrollo de las artes visuales (frescos, pinturas), musicales y textiles (bordados, tapicería). El énfasis puesto en la piedad, las prácticas de confesión y de veneración de santos y santas, de místicos y místicas, culminó en una verdadera oleada de autobiografías espirituales, cuentas de conciencia, cartas espirituales y poesía de estirpe mística (Vollendorf, 2005a: 93-110). Se acuerda con José Luis Sánchez Lora que este tipo de libertad interna no estaba exenta de ambigüedades y paradojas debido al adoctrinamiento común por el que debían pasar las jóvenes con el fin de convertir la clausura en única vía hacia la autonomía, como bien explicaba Antonio Arbiol en La religiosa instruida, con doctrina de la sagrada escritura: Se pretende que la religiosa haga suya y abrace su situación de emparedada, pero para que eso sea así de forma satisfactoria es necesario alcanzar un estado mental en el que la monja no desee «legarse a la puerta, ni a la red, ni a las ventanas exteriores del convento, ni se acuerde de que las tiene. Nada ha de apetecer de lo que no le conviene, ni ha de trabajar por lo que no le conviene apetecer». (Arbiol, 1717: 179 apud Sánchez Lora, 2005: 139) 69
A este respecto estoy más cerca de las propuestas de Jodi Bilinkoff o Silvia Evangelisti, quienes subrayan que la historia de la Iglesia demanda una aproximación interdisciplinaria: «Thus a Counter-Reformation Church supposedly bent on snuffing out all vestiges of female charismatic spirituality did an excellent job of perpetuating it. At the same time that many clerics were subjecting religious women to increased suspicion and surveillance, other, differently disposed, clerics were busily promoting women as exemplars, and constructing saintly religious behavior […]. Clearly we need to move away from assumptions about an undifferentiated and monolithic Church» (Bilinkoff, 2000b: 168). Resulta imprescindible subrayar que la época tridentina diseñó un modelo complejo de mujer religiosa en el sentido cultural de la palabra y este ideal difirió en su praxis según cual fuese la realidad sociogeográfica.
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Sin embargo, tal mirada no excluye la posibilidad de percibir esta vertiente de los mecanismos de la reforma católica, que propició a las mujeres nuevas oportunidades de manifestación individual, con una margen dentro del marco del dogma y ortodoxia cristianas que ellas supieron hacer propia. Era a través del papel de las místicas, las consejeras espirituales, las profetisas, las confidentes reales, etc., como las religiosas podían demostrar su lealtad hacia la Iglesia y confirmar un rol distintivo en el que los hombres no podían o no querían marcar su dominio. Entre otras estipulaciones significativas del Concilio, y como respuesta a las vocaciones forzadas que iban creciendo en paralelo a la cada vez más espinosa situación económica del país, se demandó una atestiguación de que la niña tomaba el velo por voluntad propia, algo que, no obstante, fue muy difícil de comprobar dada la limitada conciencia de las jóvenes y el adoctrinamiento sociocultural.70 Los moralistas e intelectuales de la época, como Francisco Osuna, Luis Hurtado o Calderón de la Barca, recogían en sus textos esta cuestión espinosa subrayando el periodo de prueba, durante los cinco primeros años, que, sin embargo, se convertía en una ley ficticia, ya que una joven después del noviciado muy a menudo no tenía opción para regresar a la vida secular. El Concilio de Trento intentó, también, resolver la cuestión de la organización interna de los claustros, es decir, la jerarquización de acuerdo con la posición social de procedencia de las monjas. Cuando los votos solemnes de castidad, obediencia y pobreza eran accesibles solamente a las mujeres de las clases acomodadas, se creaban situaciones verdaderamente paradójicas. Con este problema, como quedó señalado, se enfrentó Teresa de Jesús y la reforma descalza, y ahí también se cruzaron los intentos de volver a la observancia de las reglas primitivas. Por otra parte, el restablecimiento de una vida comunitaria restringida, tan esperada por los miembros del Concilio, a través de la ruptura con los lazos familiares (implantada a través del mayor control de la clausura activa y pasiva) era un arma de doble filo. Por un lado, buscaba limitar las diferencias desproporcionadas en
70 La inflación encontraba su reflejo, entre otras, en la política matrimonial de las familias españolas y esta, a su vez, iba determinando el número de profesiones religiosas femeninas. La dote matrimonial superaba significativamente la cuota necesaria para esposar la hija con el Cristo, que durante la crisis económica se convirtió en un reto para las familias nobles empobrecidas. Debido a que una de las coordenadas de diferenciación en aquella sociedad seguía siendo la limpieza de sangre, la manera más fácil de evitar la deshonra, a causa de un casamiento desigual, era ingresar a la mujer en un convento de renombre, decisión que beneficiaba también a la propia familia, pues permitía una mejora en la posición social, ingresos adicionales y mediación directa ante Dios. Estos beneficios, sin embargo, se verán afectados al aplicar las directrices de Trento, que limitaron de manera significativa los lazos de las religiosas con sus familiares y el mundo extramuros (Schultz van Kessel, 2006: 203-210).
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las jerarquías sociales entre las monjas de velo blanco y las de velo negro71 y así disminuir la influencia de las familias importantes en las comunidades. Por otro, reforzaba el control en la participación de las religiosas en la vida pública y reducía sus influencias en el mundo exterior. La bula Circa pastoralis, redactada por Pío V en 1566, otorgaba el estatus de verdaderas religiosas solamente a las mujeres que vivían bajo la clausura estricta y habían profesado los votos solemnes, relegando otros tipos de convivencia religiosa a una asociación de vida activa. El objetivo de extremar la clausura no iba dirigido, al menos no principalmente, contra la relajación de la disciplina o la exagerada comodidad y los lujos que, si existían, no ponían en peligro el monopolio del poder de la Iglesia católica y más bien se daban en casos o conventos excepcionales. Las medidas disciplinarias extremas encontraban su mayor enemigo en la religiosidad exaltada, o sea, en la expresión de la espiritualidad individual, directa y no mediada por los confesores, como en el caso de las místicas, las carismáticas y las profetisas, alrededor de las que se creaban verdaderos centros de culto local y cuya influencia alcanzaba círculos amplios (Vollendorf, 2005a: 32-38, 100-112). Asimismo, las estipulaciones tridentinas subrayaron la importancia del celibato incondicional y la reglamentación de la vida conventual que destacaba el valor de la castidad. Con esto se reforzó la imagen simbólica de la monja como ideal de pureza y virginidad. El objetivo principal de la Iglesia al ensalzar la virtud como valor supremo consistía en resaltar el carácter exclusivo de las instituciones religiosas católicas y separarlas de otras formas de convivencia espiritual no ortodoxas, ejerciendo, de este modo, el control sobre lo que podríamos denominar una santidad canonizada (Durán López, 2007: 209). Igual de significativo, como ya se ha subrayado, resultó ser el impacto económico producido por las prescripciones del Concilio, porque, aunque algunas estipulaciones buscaron remedio contra las precarias condiciones de las congregaciones femeninas, en realidad lo que trajeron consigo fue un empeoramiento de la situación económica de los conventos femeninos. Restringir la clausura activa y pasiva significaba privar a las monjas de sus primordiales fuentes de ingreso: las limosnas, los trabajos de piedad y el pequeño comercio de artesanías. Ante tal situación no son de extrañar la rebeldía y resistencia de los claustros, pues estas mujeres luchaban no por su participación en el mundo, sino por las posibilidades de supervivencia.72 71 Para un análisis de las estructuras internas de los claustros femeninos, cf. Vigil (1986). Se desarrolla este tema en el apartado 2.4.3. 72 Aunque no se conocen muchos testimonios de mujeres sobre estos acontecimientos, con las fuentes rescatadas hasta ahora se puede observar la resistencia pasiva y activa de estas mujeres: boicotear la clausura cerrándose con barricadas en los claustros, los rezos y las procesiones; las fugas, las rebeldías y hasta actos de violencia y suicidio eran algunas de las respuestas de las religiosas sujetas a unas directrices que no podían negociar, cf. Scaraffia y Zarri (1999).
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A modo de conclusión de este apartado, se propone trazar una línea de procesos en la situación sociopolítica y cultural de los conventos femeninos de los Siglos de Oro. Desde el reinado de los Reyes Católicos se prosiguió la reforma religiosa hacia la observancia y el rechazo del conventualismo. De ahí que los postulados tridentinos, en el caso de España, resultaron ser más que un cambio una consecuencia y una prolongación, a veces reformulación o vigorización, de dichas tendencias. No cabe duda que, dentro del proceso de reforma, la cuestión de las congregaciones femeninas fue seguida con mayor cohesión y constancia. La clausura activa y pasiva, junto con la prohibición de cualquier forma de comunidad no supervisada por el poder episcopal, constituyó la columna vertebral del proceso de reforma. Vale la pena recordar que, en muchos aspectos, la renovación en el seno monástico femenino en tierras españolas tuvo un margen mucho más restringido en comparación con otros países de Europa Occidental, como Francia o Italia, por ejemplo. Mientras que las nuevas órdenes masculinas, dedicadas al apostolado activo, florecían por la Península, a las congregaciones femeninas se las coartaba y controlaba por la disciplina de la clausura. Y, aunque a mitad del siglo xvi todavía hubo comunidades de religiosas que vivían fuera de la clausura, como las beatas que en Sevilla se ayudaban a mujeres marginalizadas (Perry, 1990: 102-103), resulta muy significativo que en España no se contó con movimientos de apostolado femenino activo como las ursulinas (fundadas en 1535 en Italia) o las monjas de la Visitación (Ordo Visitationis Beatissimae Mariae Virginis, fundadas en 1610 en Francia), que florecieron con gran impacto en tierras italianas y francesas y, después, alemanas y suizas. Esta cuestión demandaría, por supuesto, un estudio aparte, sin embargo, puede resultar interesante plantear aquí unas preguntas al respecto. Tanto las ursulinas como las monjas de la Visitación, las jesuitas (del Instituto de la Bienaventurada Virgen María, comúnmente llamadas English Ladies) o las Hijas de la Caridad representaban diversas respuestas a la necesidad del apostolado activo femenino, la creciente demanda de la formación femenina pública y la incorporación de las mujeres a las obras de caridad y labores sociales. Las mujeres que realizaron estas formas de apostolado activo desempeñaron las funciones que Trento reservó para las laicas casadas y viudas: Indeed, in the wake of Trent, Catholic reformers recognized the importance of education, and of learning the principles and obligations of the Catholic faith. They saw the potential for women to contribute, and encouraged their involvement in teaching Christian lessons in the schools and their neighborhoods, offering the help to the poor and the needy, and joining the female congregations. But in addressing the married women as well as widows —they do not include nuns—. (Evangelisti, 2007: 202)
El caso de Francia puede servir de ejemplo emblemático y también de contrapunto para analizar la situación española. Ante las secuelas de la guerra de
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los Treinta Años (1618-1648), el incremento de la miseria social y de pobres, enfermos y niños huérfanos, se produjo un giro en el apoyo institucional —del Estado, la Iglesia y la aristocracia francesas— hacia las comunidades femeninas de mayor orientación social y caritativa. Resulta relevante que tanto en el caso de las ursulinas, cuyas integrantes fueron reclutadas entre las capas más humildes de la sociedad, como en el de las monjas de la Visitación —procedentes de las élites urbanas— el objetivo primordial de la enseñanza, el cuidado y la atención a los más necesitados las convirtió en modelo social alternativo a la vida enclaustrada y al matrimonio. Dada su función social específica, se les concedió un estatus legal, así como un reconocimiento social y simbólico, desde las instancias estatales y eclesiásticas.73 Al mismo tiempo, a pesar de las inflexibles políticas eclesiásticas que demandaron la institucionalización de estos grupos en respuesta a las coordenadas de Trento, la premisa de la clausura no supuso el debilitamiento ni el cese de su labor apostólica y caritativa. Gracias a haber contado con el apoyo institucional nacional y una apreciación y reconocimiento social, estas congregaciones pudieron negociar otras condiciones y normativas, permaneciendo, en un grado considerable, fieles a sus presupuestos originales.74 De ahí que se puede preguntar si la causa de la falta de estas formas de apostolado activo en España habría que buscarla en el homogéneo, especialmente ortodoxo y severo carácter de la política de la Iglesia española, junto con el apoyo estatal hacia la exacerbación de las normativas de la reforma planteada ya desde el siglo xv, o, tal vez, en unas coordenadas socioculturales particulares que canalizaron las necesidades de la labor apostólica femenina en forma de un movimiento reformista —el de descalzas— encabezado por una mujer —Teresa de Jesús—, pero conservador en sus objetivos, pues se centraba en la labor contemplativa, bajo clausura estricta, y estipulaba más la perfección individual que la labor apostólica pública. Una vez esbozados los procesos de evolución del monacato femenino áureo en su contexto sociohistórico, religioso, político y económico, me voy a centrar en su dimensión social y el significado simbólico para las mujeres que, por diferentes razones, renunciaron a la vida seglar e ingresaron en los claustros. Desde la pers-
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Como el patrocinio a las ursulinas por parte de Carlo Borromeo, que vio en ellas unas agentes imprescindibles para la causa católica, la lucha antiprotestante y el fortalecimiento de la religiosidad católica en la sociedad. Su apoyo, sin embargo, llevó a la institucionalización de la orden: “Borromeo became head of the Ursulines and insititucionalized their charitable and teaching functions by making these activities —that they already performed in parish churches and hospitals— a prescriptive role of members” (Evangelisti, 2007: 208). 74 Después de largos procesos de resistencia, las ursulinas adoptaron la clausura en 1572 y las monjas de la Visitación, en 1618. Sin embargo, este cambio no se instauró de una manera unánime, llevando a grandes divergencias en los modos de vivir de estas congregaciones en diferentes países de Europa.
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pectiva dialógica y la crítica feminista se quiere indagar sobre los aspectos sociales y culturales determinantes para estas mujeres que decidieron vivir la vida religiosa: ¿cuáles eran los motivos que llevaban a las mujeres, las jóvenes, las madres o las viudas, a tomar el velo? ¿Qué coordenadas de estas instituciones se podrían considerar favorables y cuáles hostiles para el desarrollo de diferentes formas de creatividad intelectual, individual y colectiva? ¿Cómo funcionaba el convento en el espacio físico y simbólico de la urbe, o sea, cuál era, siguiendo a Frédérique Morand (2006: 1019-1044), la muralla confesional de una ciudad? ¿Es posible hablar de una reapropiación de la posición de relegada por parte de estas mujeres dentro de las estructuras ofíciales de la sociedad? ¿Hasta qué punto se puede hablar de las murallas permeables (Lehfeldt, 2005), los centros de cultura, los enclaves de arte, los aparcamientos de mujeres (Vigil, 1986: 208-214), o sea, referirse a los conventos en términos elaborados por la epistemología contemporánea con que se intenta abordar el carácter ambiguo, complejo y fronterizo de estas instituciones? 2.4.3. El cenobio como microcosmos En lo que sigue, para completar el cuadro del modus operandi de las comunidades religiosas femeninas, me detendré en el análisis de su cotidianidad como componente más palpable de la realidad histórica (Bolufer Peruga y Morant Deusa, 1998: 17-23). Observar la organización espacial de los conventos, las estructuras internas, el funcionamiento de los poderes intra y extramuros, así como el lugar que ocupan en su contexto social inmediato, permitirá entender mejor la microhistoria de los claustros en los que vivieron las escritoras que nos ocupan (cf. Amelang, 2003; Kagan, 1991). Concebir el cenobio como microcosmos facilitará entender las posibilidades y limitaciones cotidianas y el claustro y su entorno urbano para comprender mejor las redes culturales, las tradiciones, los ideales y los valores que actúan como subtexto del corpus del presente estudio. 2.4.3.1. Las jerarquías: las predestinadas y las subordinadas Heterogeneidad es la palabra clave para comprender las estructuras internas de los ambientes cenobíticos modernos. Todavía hasta hace poco75 las comunidades religiosas reproducían las estructuras jerárquicas de la sociedad secular, un hecho que en la sociedad moderna se justificaba como reflejo de la jerarquía 75 Fue en el Concilio Vaticano II (1962-1965) cuando se afirmó la necesidad de unificar las jerarquías de las comunidades religiosas y se suprimió la división entre monjas legas y de coro. Cf. Pío XII, 1950.
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celestial. El término sociedad conventual,76 acuñado por Torres Sánchez, ayuda a abordar las estructuras y jerarquías comunes a todos los conventos sin renunciar a los elementos de diferenciación entre las órdenes masculinas y las femeninas. Asimismo, este término es de utilidad para reconocer que, si se está hablando de unas comunidades exclusivamente femeninas, las interacciones entre hombres y mujeres, además de los modelos y las estructuras de poder intrínsecamente relacionadas con los roles de sexo/género, quedaron significativamente modificadas y, en algunos casos, aniquiladas. La división jerárquica que articulaban estas comunidades establecía las diferencias entre las monjas legas y las del coro. Esta división se correspondía con la clase social de procedencia y se manifestaba por el color del velo: blanco para las primeras y negro para las segundas, denominadas también conversae.77 El grupo de las monjas de velo negro, procedente de clases altas y familias adineradas, se encargaba de las funciones de gestión de los claustros y tenía los cargos más prestigiosos. Por otro lado, las sirvientas, procedentes de las clases humildes, mayoritariamente iletradas, se ocupaban de los trabajos más duros, relacionados con la explotación cotidiana del convento. Su posición subordinada se mantenía «en interés de toda la comunidad»,78 impidiéndoles en mayoría de los casos el acceso a la formación básica y reservando, como se ha visto, el derecho a la lectura y a la escritura solamente para las monjas del coro. De hecho, la mayoría de las escritoras monjas se puede encontrar entre las abadesas/prioras o maestras de novicias y raramente hay testimonios artísticos de las monjas legas. Sin embargo, esta cuestión está lejos de aparecer de forma unánime, ya que, por ejemplo, entre las reglas reformadas carmelitas o benedictinas, hubo intentos de asegurar la formación a las novicias procedentes de las clases más humildes. También hay ejemplos de monjas iletradas que, por circunstancias particulares, aprendiendo
76 Torres Sánchez explica al respecto: «El término sociedad conventual nos parece el más acertado, pues los claustros […] tienden a reproducir en su interior las estructuras sociales del exterior; y no sólo en jerarquización social, sino también en aquellos elementos destinados a mantener el orden y la armonía requerida para el buen desarrollo de la vida en religión» (Torres Sánchez, 2000: 138). 77 La diferencia de estatus entre las monjas se reflejaba también en la disposición de los espacios conventuales. Las monjas de coro muchas veces disponían de sus propias celdas, podían tener sirvientas y la comida en el refectorio normalmente se les servía primero y por separado a las legas. Sin embargo, la reforma descalza se ocupó, entre otras cosas, de suprimir las desigualdades de clase, lo que, sin embargo, tuvo diferentes resultados. Cf. Evangelisti (2007: 13-65). 78 Las mujeres nobles querían mantener su estatus social también detrás de las rejas y repetían los comportamientos y las relaciones con otras hermanas basándose en las que conocían de su vida extramuros. Silvia Evangelisti (2007: 31) estima que las monjas sirvientes en los claustros femeninos, tanto en Italia como en España, llegaron a ser un treinta por ciento de la totalidad de la comunidad.
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a leer y escribir, ascendieron en la jerarquía de la comunidad, como Ana de San Bartolomé, Isabel de Jesús o Ana de Jesús, la Pobre, entre otras. Los monasterios y los conventos femeninos de diferentes órdenes mantenían un organigrama parecido. Al frente de la congregación estaba la prelada (para las órdenes mendicantes) o la abadesa (para las órdenes monásticas), denominada también priora o comendadora. En comparación con sus homólogos masculinos, las prioras/abadesas gozaban de mayor independencia, ya que no eran nombradas por el capítulo provincial, como en el caso de los hombres, sino que se las escogía en unas elecciones comunes entre las monjas del coro controladas por un visitador masculino.79 Junto a la priora, el órgano rector constaba de la subpriora o la vicaria y la maestra de novicias. La madre prelada o la abadesa era responsable del funcionamiento del convento/monasterio y del cumplimiento de la regla y las constituciones «así en lo espiritual como en lo temporal» (Teresa de Jesús, 2012: 18).80 La importancia de las preladas se afianzó en la reforma descalza, fortaleciendo su carácter de modelo para el resto de las religiosas. Concha Torres Sánchez habla incluso del carácter maternofilial de las relaciones entre las preladas y las novicias, debido a su máxima autoridad para las jóvenes y a una cierta reproducción de la patria potestas detrás de las rejas del convento (Torres Sánchez, 2000: 142). Es de crucial relevancia señalar el papel principal de la priora en la creación de las bibliotecas conventuales y, por tanto, su rol en delimitar el horizonte lector de la comunidad: «Tenga cuenta la priora con que haya buenos libros, en especial Cartujanos, Flos sanctorum, Contemptus mundi, Oratorio de religiosos, los de fray Luis de Granada y del padre fray Pedro de Alcántara; porque es en parte tan necesario este mantenimiento para el alma, como el comer para el cuerpo» (Teresa de Jesús, 2012: 10). En esta normativa se pone un énfasis especial en elegir libros diversos pero adecuados para el mejor desarrollo de la espiritualidad reformada individual y colectiva. Luego, la subpriora y la vicaria, elegidas por la priora, que vigilaban el orden de la clausura, se ocupaban del coro —«para que rezado y cantado vayan bien y con pausa» (Teresa de Jesús, 2012: 18)— y sustituían a la abadesa en sus periodos de ausencia. Otro cargo de relevancia fue el de maestra de novicias, responsable de la formación de las jóvenes en la escritura, la lectura y los conocimientos básicos de los ritos de devoción. Teresa de Jesús, en sus Constituciones, le otorga la máxima importancia a este cargo, entendiendo su significado en términos estratégicos e ideológicos: «Mire la que tiene este oficio, que no se descuide en nada, porque es 79
Antes del siglo xv, las prioras eran elegidas por el obispo o la autoridad civil. Después, se introdujo un cambio que limitó el periodo de mandato sin la posibilidad de la reelección tanto para las órdenes masculinas como para las femeninas. 80 Teresa de Jesús escribió su libro de Constituciones en 1567 y lo reformuló un año antes de su muerte, en 1581. Estos textos sirvieron de base para la mayoría de las órdenes reformadas.
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criar almas para que more el Señor […] y ponga más en lo interior que en lo exterior» (Teresa de Jesús, 2012: 19). Entre otros oficios conventuales, fue relevante el de la tornera, que controlaba el contacto intra- y extramuros por el torno, un tipo de ventana giratoria y punto de comunicación con el mundo. Se la solía elegir de entre las monjas de más años de profesión y con cierta estima. Las estipulaciones de Teresa de Jesús señalan la confianza que demandaba desempeñar este cargo: «No deje llegar a ninguna hermana al torne [sic], sin licencia; llamar luego a tercera […] no dar cuenta a nadie de cosa que allí pasare, si no fuere a la prelada, ni dar carta, si no fuere a ella, que la lea primero; ni dar ningún recado a ninguna, sin darlo primero a la prelada, ni darle fuera, so pena de grave culpa» (Teresa de Jesús, 2012: 19). Junto con la tornera, era la portera la guardiana de la clausura, aunque después de la reforma ambos cargos eran desempeñados por una sola persona: «El oficio de la receptora y portera mayor ha de ser toda una» (Teresa de Jesús, 2012: 19). Las clavarias eran responsables de las bibliotecas conventuales y de la documentación administrativa. La vigilancia de las buenas costumbres y la disciplina estaba en manos de las celadoras, mientras que todas las conversaciones tenían lugar en presencia de la redera o la escucha, que a veces era un cargo único. Además de estos cargos administrativos, estaban los oficios relacionados con las materias religiosas (vicaria de coro, hebdomadaria) y el abastecimiento, la ropa y la cocina (provisora, ropera, refitolera, depositaria). Al margen de estos cargos oficiales internos, en el convento se hallaba un grupo de personas ajenas a la comunidad, que funcionaba en el intersticio del mundo religioso y del seglar. No resulta irrelevante el hecho de que, excepto las sirvientas seculares —que trabajaban por una remuneración, a diferencia de las legas, que servían sin salario y por el mérito de la humildad y caridad—,81 todas estas personas del mundo extraconventual eran hombres. De este modo, hasta un grado significativo, se reconstruían las estructuras de poder del mundo secular, donde la mujer (en el mundo extramuros, esposa y aquí, monja) se encontraba en un espacio cerrado (la casa o el convento) junto con otras personas de su mismo sexo (las hijas, la madre, las sirvientas o la comunidad de religiosas) bajo control y censura de un hombre (el padre/el marido o el confesor ordinario/excepcional) que, en muchos casos, era el único vínculo que el grupo femenino tenía con la cultura oficial y pública. Estas personas no pertenecientes a la comunidad eran los demandaderos —a los que se pagaba el servicio de mensajero y que eran necesariamente seglares—, el vicario —que representaba la comunidad ante los padres superiores—, y los confesores y capellanes, fun-
81 Para el tema de la división del trabajo y la existencia de labores remuneradas junto con la presencia de criadas y criados en el ambiente conventual, cf. Rey Castelao (2009: 59-76) y Mapelli López (2004: 181-200).
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ciones a veces desempeñadas por la misma persona. Respecto a la importancia del papel del confesor para la comunidad femenina se volverá en el capítulo siguiente; sin embargo, conviene señalar aquí algunos aspectos generales de este tipo de relaciones. El oficio de confesor lo solía realizar el fraile/hermano de la rama masculina de la misma orden. Su asistencia estaba relacionada con las cuestiones espirituales de las monjas y su proceso de formación. Como guardián de la ortodoxia y primer censor de la escritura de las religiosas, el confesor debía de poseer una reputación impecable, a la que se añadía la edad mínima de cuarenta años y una formación superior en teología, derecho canónico y en las reglas y constituciones particulares de la orden. Se quiere indicar que, debido a la mayor severidad del control sobre la clausura después de Trento, se había introducido el cargo de confesor extraordinario: visitaba a las monjas varias veces al año durante la ausencia de sus confesores ordinarios para controlar mejor las relaciones entre las monjas y sus padres espirituales. Dado que las religiosas no podían desempeñar las funciones sacerdotales, en las congregaciones femeninas se encontraba también un grupo de personas responsables de las cuestiones relacionadas con el culto: los capellanes, los ministros y el capellán mayor. Este último cargo resultaba ser el más ambiguo, ya que algunos de sus deberes se entrecruzaban con los de la abadesa/priora, llevando a conflictos sobre asuntos tales como la selección de las futuras monjas.82 2.4.3.2. La realidad cotidiana Las normativas de cada comunidad se basaban en las reglas —estipulaciones comunes para todas las congregaciones de sus respectivos institutos referidas al santo que les dio nombre y que contenían ordenaciones generales no susceptibles de mutaciones ni cambios— y las constituciones (estatutos, ordenamientos, costumbres o definiciones) —documentos legislativos mutables que variaban según el instituto y cuyas directrices abordaban temas específicos para cada congregación, tanto ideológicos como económicos y de gestión—. Las constituciones se podían modificar durante las reuniones generales según las necesidades de cada congregación, salvo que fueran en contra de la regla del fundador. Entre las congregaciones femeninas, después de la reforma teresiana, se percibe cierta uniformidad de las constituciones, ya que las modificaciones impuestas por Teresa de Jesús fueron incorporadas en la mayoría de las órdenes reformadas
82 Estos conflictos podían llegar a tener una repercusión global e impedir el funcionamiento de la orden, dividiendo sus miembros en dos bandos. Los memoriales remitidos a la Cámara de Castilla, entre otros, ofrecen testimonios de tales situaciones.
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(Torres Sánchez, 2000: 120). El mayor énfasis recayó sobre la autonomía que las congregaciones femeninas querían mantener y que fue asegurada por otro tipo de documentos —los manuales, los ceremoniales y las instrucciones—. Sin embargo, estas normativas tenían que pasar por la censura de los padres generales, los provinciales de la orden, los vicarios y los patronos, así que no siempre podían asegurar la soberanía de la comunidad (Torres Sánchez, 2000: 120). En estos documentos se detallaba el sistema de disciplina particular para cada congregación; los privilegios, los deberes y los comportamientos aceptables y prohibidos.83 Un lugar relevante ocupaban las normativas relacionadas con el cuerpo, que revelan un código de conducta y de disciplina que no encontramos en las prescripciones de las comunidades masculinas, como deja ver el ejemplo citado del Ceremonial de la comunidad de las descalzas de Madrid: No fixar sus ojos con demasiada viveza y afecto. Y quando se ríe, que sea sin abrir descompuestamente la boca; quando habla, sin torcer los labios ni subir ni baxar com demasía los sobrecejos. […] El cuerpo y el cuello muy derecho no le están bien a la humildad de la monja, mas antes le conviene estar algo encogido y quebrantado. (Carmelitas Descalzas, 1662: s. p.)
La organización de los días en la comunidad se establecía según las horas canónicas —en la mayoría de los casos, a partir de las seis de la mañana, cada tres horas: prima, tercia, sexta y nona, y, además, el rezo de vísperas, de completas y maitines— y se cumplía con el objetivo de mantener la disciplina y el buen funcionamiento del grupo (Sánchez Lora, 2005: 137-141). La reforma descalza puso un énfasis mayor en las horas de contemplación y oración mental, con lo cual se fomentó cierta autonomía individual de las monjas, puesto que, como dictó Teresa de Jesús, «todo el tiempo que no anduvieran con la comunidad […] se esté cada una por sí en las celdas […] de que esté cada una por sí» (Teresa de Jesús, 2012: 1). En su dimensión espiritual la vida cotidiana estaba ordenada de acuerdo con las virtudes de los votos solemnes: la obediencia, la castidad y la pobreza, a las que se podían añadir otros votos, como el de atención a los pobres o el de especial obediencia al papado.84 Aunque los tres votos solemnes eran 83
Las constituciones se establecían en el momento de fundar una orden y se reformaban durante su existencia. Aunque pueda parecer paradójico, un detallado sistema de culpas y castigos dejaba un margen de libertad mayor en manos de las monjas, como pasó en el caso de las Constituciones teresianas. Allí un sistema estricto de culpas y sus correspondientes castigos hacía innecesaria la vigilancia exterior masculina. Teresa de Jesús puso énfasis en la soberanía de las comunidades femeninas bajo la rígida disciplina que garantizaba la convivencia pacífica en un ambiente heterogéneo, cf. Torres Sánchez (2000: 157-163). 84 Algunas órdenes añadieron un cuarto voto: los hospitalarios, de atención a los enfermos; los mercedarios, de redención de cautivos; los jesuitas, de obediencia especial al papa; los sale-
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iguales para los religiosos y las religiosas, su práctica cotidiana difería significativamente debido a las diferentes coordenadas de las vidas claustrales de las órdenes masculinas y femeninas. En el caso de las segundas, el voto de obediencia procuraba imponer a las monjas una deliberada resignación ante cualquier acto de imposición ajena, en este caso masculina, con lo cual se aseguraba un mayor control sobre esta. De acuerdo con lo ya señalado, la economía de los conventos resultaba ser una cuestión problemática tanto para la política real como para las propias comunidades, debido a que las jurisdicciones acerca de poseer bienes e ingresos propios no funcionaban de igual modo para las órdenes monásticas y para las mendicantes, sino que dotaban de mayor libertad a las primeras (Martínez Ruiz, 2004: 331-353). Aunque el voto de pobreza fue acentuado por las directrices tridentinas pese a las legislaciones oficiales, se relajó este en favor de poder mantener la imposición de la clausura estricta. En la práctica de cada día se aceptó la posesión de los bienes, las propiedades y hasta las tierras en las comunidades de religiosas mendicantes para limitar y restringir la necesidad de las monjas de buscar apoyo económico fuera de los muros conventuales. En consecuencia, el sentido del voto de pobreza se orientaba más hacia las necesidades individuales de cada monja y no tanto hacia las de la comunidad en su totalidad. De hecho, cualquier apego por parte de la monja a los objetos materiales, a los regalos o a los recuerdos que despertasen el sentimiento hacia las cosas mundanas quedaba censurado y castigado por la priora. Este tipo de comportamientos se regulaba también mediante los manuales de conducta, pensados para construir una imagen de la monja modelo, lo que se verá más adelante. Ahora conviene señalar un ejemplo de este tipo de idealizaciones. El Retiro de profanas comunicaciones necesarias a las esposas de Christo (1651), de Manuel de Vega y Cuadros, es un texto oficial para las monjas de Toledo, «a cuya lectura eran animadas a través de la concesión de indulgencias» (Vega y Cuadros, 1651: 62), donde, mediante un tono sermonario, se señalaban los peligros de «dar, recibir, y retener sin licencia: que condenan los sagrados Decretos, y Doctores por pecado mortal» (Vega y Cuadros, 1651: 62). El autor indicaba el sentido ideológico del voto de pobreza: Á las Religiosas inhabiles, e incapaces de dar, recibir, disponer, y retener cosa alguna de qualquiera persona Seglar, o Religiosa, parienta, ó estraña sin licencia del Superior, en tanto grado que al que la recibe, ó da, ó retiene califican los Santos, por sianos, de apostolado entre los jóvenes; las misioneras de la caridad, de servicio a los pobres. Las benedictinas seguían el lema de ora el labora, y la mediación de las Sagradas Escrituras y el trabajo, sintetizados en Zelo zelatus sum pro Domino Deo exercituum, encabezaba la misión religiosa de los carmelitas, cf. Duby (1996: 60).
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ladron: Hurto es, dize S. Basilio, posseer la Religiosa cosa alguna sin linencia. Y S. Agustin: Si alguno encubriese cosa alguna, recibiendola, óguardandola sin licencia: sea condenado de hurto. (Vega y Cuadros, 1651: 54)
Sin embargo, las monjas procedentes de familias acomodadas no pocas veces ostentaban atributos de clase, como libros, pinturas o comida, que eran regalos frecuentes de sus familiares y marcaban las diferencias estamentales dentro de la comunidad. Además, se dedicaba mucha atención al carácter simbólico de los objetos de uso cotidiano de la religiosa: espejos, todo tipo de adornos, objetos de lujo o pinturas profanas, cuya prohibición dependía de la aplicación efectiva de tales legislaciones en cada claustro y en función del periodo. Si se observan los censos de las celdas de algunas de las monjas, se puede percibir la disonancia entre las estipulaciones y la práctica diaria de los claustros: libros de tipo muy diverso, objetos de arte, instrumentos musicales, aparatos científicos, piezas de joyería o pomadas cosméticas (Lehfeldt, 2005: 81-105). En este contexto resultan un tanto vanos los avisos de Manuel de Vega y Cuadros cuando dice: «Tiemblen las Esposas de Christo de quebrantar á su Esposo la lealtad, que deben, usurpándole el dominio, que le ofrecieron de sus bienes temporales, y el uso dellos sin su gusto, expresado por la voluntad de su Prelada. Tiemblen de los severos castigos que á executado, y executa el Cielo en las Religiosas propietarias» (Vega y Cuadros, 1651: 58). A la problemática del voto de pobreza se suma también la cuestión de la labor en los claustros, donde otra vez la cotidianidad dista significativamente de las estipulaciones y, aún más, del imaginario actual sobre la realidad de los claustros femeninos en la Alta Edad Moderna: [L]a imagen de laboriosas monjitas haciendo pasteles, bordando primorosas labores de aguja o zurcidos invisibles se corresponde con su reconversión posterior a las desamortizaciones del siglo xix —y a la necesaria búsqueda de recursos de los que vivir— y a un cambio social a la baja. Hasta entonces, tanto las órdenes monásticas —benedictinas, cistercienses, jerónimas—, como las conventuales, las viejas o las nuevas, acogían en España a un colectivo improductivo y consumidor, compuesto por unas 20.000 mujeres a fines del xvi, 27.665 en 1768, 25.813 en 1787 y 24.471 en 1797, en su mayoría de buena cuna, de edad media joven, con escasa preparación y atendidas por numerosas hermanas legas y por criados y criadas. (Rey Castelao, 2009: 59)
En la realidad del día a día de las órdenes reformadas, de acuerdo con las Constituciones teresianas, la labor manual se interpretaba como un tipo de ejercicio de humildad cuyo efecto debería ser espiritual y, en un grado menor, económico. En otros casos se prohibía cualquier forma de producción de bienes con el fin de una ganancia económica, simbólica o para satisfacción propia. Un ejem-
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plo de tales normativas es la Regla de la gloriosa Santa Clara, editada y ampliada a base de los estatutos concedidos por Alonso Colma, obispo de Barcelona, a las monjas capuchinas de Barcelona: Advertimos mas, que ninguna Hermana presuma hacer ninguna labor por su propio parecer […] por la qual cosa pueda ser justamente notada de vanidad, curiosidad, o de otra nota […]. Guardense las Monjas, que en ninguna manera hagan confituras, dulces, o cosas para dar a Seglares, a el Confessor, o a los que diran Missa en la Iglesia, por que de aquí se siguen grandes inconvenientes, de mas de la perdida de tiempo. (Clarisas, 1647: 252-253)
Es preciso recordar que las comunidades femeninas tenían limitadas posibilidades de afrontar los problemas económicos debido a la prohibición de la labor sacerdotal y apostólica, que, a su vez, conllevaba una menor valoración de la utilidad social de estas congregaciones (Vigil, 1986: 219). El trabajo manual era permitido solamente si no distraía la mente, ya que esta debería estar siempre centrada en el rezo y la contemplación espiritual: «No se haga labor curiosa: sea la labor hilar, ó otras cosas que no sean tan primas, que ocupen el pensamiento para no le tener en el Señor» (Agustinas Descalzas, 1614: 47). En su dimensión devocional, las labores manuales eran pensadas también para combatir el mayor enemigo de la pobreza espiritual, es decir, la ociosidad. Los moralistas y los confesores frecuentemente interpretaban estas labores como soporte de la pobreza en el combate contra la vanidad y el ocio: «La ociosidad es raíz, y origen de muchas tentaciones, y de muchos males: y assi nos importa mucho, que nunca el demonio nos halle ociosos, sino siempre ocupados» (Rodríguez, 1704: 349). La preocupación por la labor adecuada era una constante de los estatutos adjuntos a las reglas, como en el caso de la ya citada Regla de la gloriosa Santa Clara: Es convenientissimo que hagan labor, y trabajen, por que de esta manera emplearán bien el tiempo, huirán de la ociosidad, y escusarán parlerías, guardarse han de tentaciones, tendrán mas salud […] por lo contrario de la ociosidad nacen muchos males, por que es ruina, y perdición de todos los hombres, y en particular de las Religiosas, y particularissimamente de las tan pobres como son las Capuchinas. (Clarisas, 1647: 251-252)
Entre otros valores principales, se encontraban la virginidad, la limpieza y la pureza como sinónimos del estado monjil ideal. La castidad, en el cristianismo —como ya se ha dicho—, era valorada de modo particular en las mujeres, llegando a constituir «un signo distintivo de la santidad en femenino, de la misma manera que la profesión de fe en actos y palabras se convirtió en el de la santidad masculina» (Schultz van Kessel, 2006: 193). En efecto, la virginidad se
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asociaba con la pasividad y esta con la feminidad: «Entre los santos, no se conocen confesores femeninos, ni tampoco vírgenes masculinos» (Schultz van Kessel, 2006: 193). La castidad de las religiosas era garante del control sobre los cuerpos y las mentes de estas féminas, ya que posibilitaba que se le asignase a la mujer un papel reconocible para el orden simbólico de aquella sociedad: la esposa de Cristo. Esta separación del mundo de las monjas era pensada para un mayor bienestar de la sociedad, porque, con el rezo, las penitencias y mortificaciones, las religiosas ganaban el cielo no solo para sí mismas, sino para su comunidad en el micro- y el macrocontexto. Las monjas rezaban por la salud de los reyes, de los nobles y de sus familiares, por una buena cosecha, por la paz, por un buen parto para las reinas o por caza abundante para los reyes. No obstante, a veces sus rezos iban dirigidos en negativo: sorprende al lector actual la confesión de la monja de Soria María de Jesús de Ágreda cuando dice después de la muerte de Oliver Cromwell (1658) que «en […] vida he deseado la muerte a nadie sino es a Cromwell»,85 debido a su rol en el proceso de exclaustración de la Inglaterra de Enrique VIII. De este modo, el estatus social de la mujer, laica o religiosa, se definía por la referencia, factual o simbólica, respecto al sexo masculino: En la esfera de la virginidad religiosa, la sexualidad femenina funcionaba de modo similar, como pieza de cambio («token») ofrecida a Dios como signo de renuncia; el cuerpo de la virgen pertenecía al esposo celestial […]la sexualidad femenina estaba siendo usada estructuralmente de la misma forma [como en el matrimonio]. (Castelli, 1986: 86)
La clausura, el hábito, la penitencia mental y la mortificación corporal eran elementos clave para poder asegurar la castidad en su dimensión efectiva y asignarle un significado simbólico, con el cual la monja-virgen alcanzaba un estatus social privilegiado o incluso superior al de la mujer casada.86 En los claustros femeninos la castidad estaba indisolublemente relacionada con la clausura. Como se ha podido ver, desde los inicios de la reforma católica, este aspecto se consolidó como un rasgo condicionante de la vida religiosa femenina. Sin embargo, y de acuerdo con la opinión de Silvia Evangelisti (2007: 33-40), la tensión entre la clausura y la apertura de la vida conventual debe ser analizada en un contexto más amplio y no restringida a las estipulaciones tridentinas. Se debe recordar que, a la luz de los movimientos protestantes que querían reprimir la vida enclaustrada, para las monjas católicas la clausura poseía un 85
Carta al rey Felipe IV, fechada el 25 de octubre de 1658. Tal conclusión se puede deducir de los tratados morales y las obras de teólogos que consolidaron una imagen de santa virgen y mujer modelo, vid. el apartado 2.2. 86
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significado estratégico (cf. Marshall, 1989). Muchas religiosas, al sentir violada su vida eremítica por la Reforma y la disolución de las comunidades monásticas y conventuales, percibieron la clausura como un elemento que las diferenciaba del resto de la sociedad y de los grupos heterodoxos y les permitía consolidarse como una comunidad. Por ello, para entender mejor la relevancia de la clausura, hay que buscar las respuestas tanto en el contexto sociopolítico como dentro de los propios claustros. En el primer caso, se debe tomar en consideración que las normativas del Concilio de Trento concedieron a la vida enclaustrada el estatus de única modalidad ortodoxa de la vida religiosa femenina. Como se ha podido ver en los subcapítulos anteriores, incluso las órdenes terceras, que se dedicaban al apostolado activo y las obras de caridad, tuvieron que responder de alguna manera a estos estatutos (Scaraffia y Zarri, 1999: 83-112). Además, las resoluciones tridentinas constituían un referente de gran importancia para las legislaciones del reino, convirtiéndose en leyes de aplicación universal en algunos casos. Por otro lado, se debe recordar que todavía queda por estudiar el impacto efectivo de la clausura y el grado de resistencia entre las comunidades femeninas. Algunas investigadoras ponen en tela de juicio la verdadera realización de las directrices, denominando el cambio postridentino una «reforma fantasmagórica» (Vigil, 1986: 220). Por lo cual, se puede constatar que hubo comunidades que siguieron la vida no enclaustrada después del Concilio, como, por ejemplo, las mercedarias sevillanas de la Asunción de Nuestra Señora (Perry, 1990: 82) y las que buscaron el retiro estricto muchos años antes de las directrices conciliares, como las clarisas. Así pues, en la primera modernidad española no podemos hablar de una geografía y un significado uniformes de la clausura femenina. 2.4.3.3. Entre la pared y la reja: el espacio físico de los conventos, el convento en la urbe Las coordenadas de la realidad comunitaria religiosa femenina están relacionadas también con un espacio arquitectónico concreto, el claustro87 — que podía ser parte de un monasterio, en el caso de las órdenes contemplativas, 87
En lo que sigue se analiza la dinámica del espacio de los claustros conventuales, es decir, los espacios de vida de las órdenes mendicantes surgidas después de la crisis de la Iglesia en la Baja Edad Media que se construían dentro de las murallas de la urbe y que formaron unos ambientes de interrelación entre el mundo secular y el religioso. Por otro lado, los monasterios fundados en las afueras recordaban el origen de la vida ermitaña, cuya relación con el poder secular, después de la época de Cluny, afectaba a los negocios de las grandes propiedades (los monasterios eran señoríos con tierra propia y vasallos y se los denominaba «abadengos»). Como se verá en adelante, los conventos de las órdenes femeninas mendicantes reprodujeron en un grado significativo el modelo arquitectónico de los monasterios de las reglas contemplativas, lo que no se produce para los conventos masculinos (Serrano Estrella, 2010: 129-147).
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o un convento, en el caso de las mendicantes—, dentro de una geografía urbana particular cuya estructura influía en el funcionamiento de esta comunidad. Las paredes, las rejas, las puertas, las celdas, el locutorio, los patios, la capilla, etc., creaban el escenario de la vida diaria de las religiosas y, además de una función ritual concreta, poseían una dimensión simbólica comprensible solamente en el contexto social y cultural de la época. La estructura general del claustro se mantuvo sin mayores cambios desde la Edad Media. Sin embargo, las reformas posconciliares marcaron unas reestructuraciones en la arquitectura de los claustros femeninos como lógica consecuencia de sus estipulaciones, principalmente sobre la clausura estricta. Sin poder abordar este tema en su totalidad, sí conviene subrayar las diferencias en la ubicación y el funcionamiento de los conventos femeninos y masculinos dentro de la urbe. También se indicarán elementos clave de su arquitectura interna —la puerta, las rejas, la celda, el locutorio y la capilla—, dotados de una funcionalidad específica para la vida cotidiana en los espacios religiosos femeninos, así como de un significado simbólico crucial para entender las vidas de las residentes. El plan de reformas arquitectónicas de los conventos femeninos en España, como en la mayoría de los países católicos de Europa, seguía las estipulaciones del arzobispo de Milán Carlo Borromeo formuladas en Instructionum fabricae et supellectilis ecclesiasticae (editadas en la segunda mitad del siglo xvi). Las tensiones relacionadas con el encierro estricto de las monjas llevaron a una serie de reestructuraciones para poder cumplir con la dimensión activa y pasiva de la clausura, es decir, para que las monjas permaneciesen invisibles al mundo y el mundo se mantuviese invisible para ellas. Asimismo, influyeron en la ubicación y edificación de los conventos dentro de la urbe, de acuerdo con las políticas fundacionales que marcaban los ejes sacros para cada contexto urbano. En lo que se refiere a la ubicación de los conventos de monjas, las estipulaciones tridentinas supusieron otra vez un antes y un después para las normativas del monacato femenino: Bonet Correa (1991: 79) habla incluso de dos tipos de estos conventos, pre- y posconciliares. El objetivo de mantener la clausura perpetua marcó las disposiciones sobre la edificación de las casas conventuales femeninas: «A partir del Concilio, […] asistimos a la fijación con gran pulcritud del lugar que deben ocupar las monjas en la ciudad, que se distancia al de los frailes» (Serrano Estrella, 2010: 131). Mientras que para las congregaciones mendicantes masculinas se reservaban espacios fronterizos, cerca de las murallas, este ámbito se desaconsejaba para las comunidades femeninas por el peligro que suponían los intersticios, así como por las posibles dificultades en mantener el control sobre las reclusas y su clausura. Y así se aconseja que los conventos femeninos «se funden en lugares intramuros, lejos de las murallas y de las torres desde las que se pudiera examinar el interior de los mismos» (Serrano
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Estrella, 2010: 133). Sin embargo, al mismo tiempo no se recomendaba construir los conventos femeninos en los centros de las ciudades debido a su vecindad con los edificios religiosos y civiles más importantes y el bullicio de las ceremonias derivadas, que podría dificultar el mantenimiento de la clausura, y también, como señaló Carlo Borromeo (2000: 160-163), por no limitar el poder de la autoridad civil sobre los lugares más representativos de la urbe. Estas normativas no afectaban a los conventos masculinos, cuya presencia en los lugares más vivaces y de mayor asistencia pública se veía provechosa por su posible positiva influencia moral sobre la comunidad secular (Alberti apud Serrano Estrella, 2010: 134). Como quedó dicho, una cuestión de suma importancia en el caso de las comunidades femeninas era la honra, entendida en el sentido simbólico — como aval de la prosperidad de toda la familia de la que procedía la religiosa— y factual —sellada por la virginidad y el estatus de ser la esposa de Cristo—. En tal contexto, la edificación del convento femenino no atañía solamente cuestiones económicas y políticas, sino que también respondía a necesidades simbólicas — la custodia de la honra de todas las mujeres de la comunidad—. Por esa razón se puso énfasis en evitar las peligrosas vecindades, particularmente «las mancebías y otros oficios calificados como deshonrosos» (Serrano Estrella, 2010: 134, el énfasis es original). Además, se intentó impedir el contacto con otras casas religiosas, tanto femeninas como masculinas, u otras viviendas particulares que «pudieran dominar […] a las monjas» (Serrano Estrella, 2010: 134). Tal dominio hace referencia a los frecuentes casos de enseñoreo cuando al edificio vecino de una comunidad femenina se mudaba otra comunidad religiosa o un residente particular no deseado. En tales casos, las monjas podían pedir por vía legal «el tabicado de las ventanas por las que se pudiera dominar [el claustro femenino], hasta el traslado de los “incómodos” vecinos» (Serrano Estrella, 2010: 134).88 Todas estas regulaciones, cumplidas según las posibilidades geográficas de cada urbe, dejan ver el complejo andamiaje de poderes simbólicos que condicionaban el funcionamiento de cada congregación religiosa. 88 Felipe Serrano Estrella trae a colación unos interesantes ejemplos de manipulación de estas estipulaciones legales por parte de las monjas en la ciudad de Jaén. Uno de los primeros pleitos fue protagonizado por las clarisas a principios del siglo xiv, quienes acusaron a los párrocos de San Andrés, que se apropiaron de una antigua sinagoga, de enseñoreo. Como nos explica el investigador (Serrano Estrella, 2010: 135-136), «detrás de esta evolución del espacio religioso se esconde un exacerbado rencor, pues el edificio de la antigua sinagoga había sido donado a las monjas». La presión de las clarisas llevó no solamente a la recuperación del edificio, sino «incluso a la destrucción de la primitiva torre parroquial». Otro ejemplo demuestra el conflicto entre las dominicas de Santa María de los Ángeles y los agustinos de la misma ciudad, que se trasladaron a una casa enfrente de la portería del claustro dominico: «Nuevamente las razones que se esconden tras esta acusación eran mucho más complejas y el temor a la competencia ante un nuevo mendicante en la ya saturada ciudad vieja para esconderse tras el pretendido señoreo» (Serrano Estrella, 2010: 135-136).
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En lo que se refiere a la arquitectura interna de los edificios, las diferencias en las políticas de género se hacen aún más patentes. Es preciso recordar que las comunidades mendicantes masculinas, a diferencia de las femeninas, aplicaban el modelo arquitectónico de las órdenes monásticas solamente en el grado que les parecía útil, y así se deshacían de todos los elementos espaciales que los alejaban del modelo de religiosidad reformada; por ejemplo, construían celdas en vez de grandes dormitorios para potenciar la intimidad necesaria para el estudio y la oración mental. Debido a la estricta clausura, las monjas mantuvieron mayor fidelidad al modelo monacal de stabilitas loci y, en su caso, la falta de flexibilidad en la disposición de las estancias, junto con la estricta separación de los espacios públicos del cenobio —como las viviendas para capellanes, la iglesia, la sacristía o todas las viviendas de los laicos a su servicio— delineaban el orden interno de estas casas. La puerta principal era el punto de contacto intra- y extramuros. De ahí que, siempre bien vigilada, solamente disponía de cerraduras interiores, cuyas llaves guardaban las porteras, o la abadesa y la portera, lo que dificultaba eventuales casos de soborno.89 Por esta puerta se les traía a las monjas el abastecimiento y el correo y por allí entraban también los visitadores especiales.90 Cabe señalar que toda la correspondencia, tanto la que salía como la que llegaba al convento, era previamente censurada por la priora o el confesor ordinario. Durante las celebraciones de la profesión de los votos solemnes, cuando las novicias, simbólicamente, morían al mundo, las jóvenes pasaban por esta puerta, por la cual no volvían a pasar, en teoría, hasta su entierro, lo que ocurría solo en el caso de las abadesas o de las hermanas de mayor renombre.91 Las ventanas que daban a la calle, por decisión del papa Clemente X, fueron tapiadas y las que daban a la huerta y al jardín se cubrían con una reja hecha de madera para evitar posibles miradas. El torno, formado por unos tubos giratorios encajados en la pared, lo que impedía el contacto con el exte89
El modelo carmelitano diseñado por Francisco de Mora en 1610 en San José de Ávila fue un prototipo de amplia difusión a lo largo del siglo xvii y se impuso, entre otros lugares, en Loeches, Alba de Tormes o la Encarnación de Madrid. 90 Generalmente, para estos fines funcionaban dos puertas separadas. Los visitadores especiales, como, por ejemplo, los médicos o los confesores en una situación excepcional como una enfermedad, entraban por una de ellas. La prohibición de entrar al claustro para cualquier persona ajena se reformuló en la bula Felici expedida por el papa Alejandro VII (1596-1667). 91 Durante la celebración de los votos la novicia llegaba a la portería, donde era recibida por la comunidad, pasaba al coro, donde se le quitaba todo su ajuar como símbolo de humildad para después colocarle el velo. Posteriormente, la joven, tendida en el suelo, juraba los tres votos solemnes y prometía la obediencia como esposa de Cristo ante el sacerdote que se encontraba al otro lado de la reja. Como señala Silvia Evangelisti (2007: 50), una vez cerrada la puerta, la monja no volvía a pasarla en vida ni después de la muerte, ya que mayoritariamente a las monjas se las enterraba dentro del claustro, cf. Rubial García (2006: 223-224).
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rior, servía de guardián y de esclusa por la cual se recibían los objetos menores. La Regla de la gloriosa Santa Clara señala que «en cada Monasterio se haga un torno fortísimo, de altura, y anchura competente» que debe de estar hecho de tal manera que «ninguna persona pueda por las juntas, o hendeduras de el mirar dentro de el Monasterio, ni las Monjas aun en ninguna manera puedan ver cosa alguna fuera» (Clarisas, 1647: 173-174). Estos elementos, introducidos para una mejor vigilancia de la clausura, obviamente no se reprodujeron en la arquitectura de los claustros masculinos, en los que la relación con el mundo extramuros, e incluso la constante mutabilidad de los espacios claustrales, estaba promovida desde los estatutos.92 Aquí se quieren subrayar las diferencias existentes entre las regulaciones y la praxis diaria en los claustros femeninos y los masculinos. Martín de Torrecilla (1694: 170, el énfasis es mío) señalaba que «la clausura de los Conventos de Religiosos no es perpetua, ni absoluta, como la de las Religiosas consta de la práctica. Los Religiosos pueden salir todos los días de su Convento, con licencia del Prelado». Esta línea de argumentación permanecerá vigente para todo el periodo moderno, como dejan ver las enseñanzas del padre Arbiol en el siglo xvii, quien justifica la diferencia esencial entre la clausura femenina y la masculina por el ius commune y el ius naturale: «El voto de clausura es el muro de la castidad, y de todas las virtudes. Contra el general peligro en que viven con su negra libertad todas las mujeres del mundo, se ordenó el encerramiento y retiro» (apud Sánchez Lora, 2005: 137). Se ha señalado que los espacios de mayor relevancia dentro de los claustros femeninos eran el locutorio y la iglesia, por ser fronterizos entre la realidad sacra y seglar: era allí donde las monjas veían sin ser vistas, es decir, donde marcaban su participación en el mundo extramuros sin vivir en él. A los locutorios podían acceder los visitadores con un permiso del obispo, limitado a los familiares más cercanos de la religiosa. Las rejas que dividían el espacio del parlour, según la regla benedicta, debían estar cortadas de manera que «ni mano ni brazo pase por ellas» (apud Balderas Vega, 2008: 116) y las ordenanzas de Santa Clara especifican su construcción de modo que «sean también en ella puestos muchos clavos luengos, e agudos a las partes de afuera, y a la parte de adentro se ponga un paño negro de lienzo, en tal manera que las Hermanas no puedan ver a los de fuera, ni ellos a ellas» (apud Sánchez Lora, 2005: 138). También Hernando de Talavera especifica la construcción de este espacio particular: 92
Aunque, como señala Felipe Serrano Estrella (2010: n. 24), hubo intentos de ordenar una clausura más estricta a las comunidades masculinas para evitar el «descontrol que suponían los frailes fuera de sus conventos […]. Es en este contexto donde se aprecia esa búsqueda del convento ideal, hacia el que caminan frailes y monjas». Sin embargo, tales proyectos nunca llegaron a efectuarse.
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El qual tenga dos redes de hierro o de madera, una de parte de dentro, y otra de partes de fuera, y tenga un lienço clavado cada una d’ellas, o a lo menos la red que sale a la parte de fuera, por que las orejas puedan oír, y los ojos no puedan ver lo que no es menester y podría empecer […]. Y mire la que habla que guarde allí en sus hablas toda religión y sanctidad, de manera que las tales personas y la anciana que es allí presente vayan bien edificadas. (Talavera, 2012: 50-51)
Sin embargo, a pesar del control de la parlera y las restricciones en cuanto a las horas de visitas, los locutorios nunca llegaron a convertirse en unos espacios silenciosos y austeros. Como se puede ver en las pinturas de la época93 y como consta en las relaciones de las crónicas de las órdenes, los locutorios frecuentemente estaban decorados a modo de salas o salones, con sillas, mesas y pinturas en las paredes (Evangelisti, 2007: 51). Estos espacios reflejaban en escala reducida la permeabilidad de los dos mundos, el secular y el claustral. Las monjas que frecuentaban las citas en los locutorios con nobles y eclesiásticos no limitaban su presencia al rol de escuchas o consejeras espirituales, sino que discutían sobre asuntos relacionados con su comunidad, recibían noticias del mundo extramuros, comisionaban obras de arte, negociaban, vendían o compraban propiedades y tierras, participando de modo activo en una gran variedad de negocios de la urbe. Se ha podido ver que las monjas frecuentemente desempeñaban tareas concretas al servicio de la sociedad, como el de consejera espiritual, profetisa o mística, a las que acudían nobles, aristócratas y la realeza del país. Las cortinas, las pinturas, las sillas cómodas y las mesas convertían los locutorios en espacios de carácter semiprofano que daban una buena acogida a acontecimientos como conciertos, espectáculos teatrales o bailes, a los que acudía el público secular y que, de igual manera, eran presentados para las monjas. Un tipo de fiestas características de la religiosidad barroca eran los espectáculos y certámenes de gran solemnidad en nombre de san Juan Evangelista y san Juan Bautista, convirtiéndose en una «especie de justas caballeresco-religiosas en versión femenino-hispano-barroca» (Vigil, 1986: 235). Este tipo de participación de las monjas en el intersticio de ambos mundos y ambas culturas resonaba con eco en la sociedad, donde «se hablaba […] por la cualidad de decoraciones y dinero gastado» en estas fiestas (Vigil, 1986: 235). Por otro lado, estos acontecimientos eran criticados por moralistas, escritores y religiosos, que tendían a disminuir su importancia señalando su carácter femenil, lo que quiso decir, secundario. Así, Alonso de Andrade y Bernardino de Villegas —ambos calificadores del Santo Oficio— 93 Obviamente de un modo idealizado, pero señalando elementos clave como la diversidad del público o el carácter solemne y ceremonial de estos encuentros. Algunas ideas al respecto sugieren los cuadros de Giovanni Antonio Guardi (1699-1750), El locutorio, pintado alrededor de 1740, o de Toribio Álvarez (1668-1730), La habitación de la monja, entre otros.
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reprimían esta costumbre por vana y superficial; Cristóbal de Castillejo y Francisco de Quevedo ridiculizaban estos acontecimientos, quitándoles importancia y una posible recepción social positiva. Incluso se decía que las monjas hacían estas fiestas para «honrarse a sí mismas […] para que se entienda que ellas solas son las poderosas para revolver el mundo» (Villegas, 1635: s. p.). La creciente popularidad del teatro urbano y conventual, a la par que el desarrollo de la escenografía y la tramoya, endurecía las críticas de los moralistas, que la juzgaban un «peligroso juego de apariencias»: «¿Cómo puede ser conveniente que […] una mujer deshonesta represente a la Virgen María o Santa Catalina?» —dice el padre Juan de Mariana en el Tratado contra los juegos públicos sobre el teatro religioso urbano. El peligro residía en que la actriz pudiera engañar y desviar con sus apariencias a los espectadores, entre ellos, a los religiosos: «Así sabemos que a otro sacerdote de la misma ciudad de Toledo […] le costó la vista seguir por diversos lugares a una de estas mujercillas» (Mariana, 1854: 423, 426). Cuando los espectáculos tenían lugar en los conventos y agrupaban a un público de fuera de la comunidad, se añadían los reproches de la vanidad, indecencia y lujuria, tan condenables en la esposa de Cristo. Sin embargo, las posturas de los moralistas no disminuyeron la gran popularidad del teatro religioso, donde las comedias de santos, los conciertos y las justas poéticas atraían siempre a un público numeroso y variado (Alarcón Román, 2004: 183-192). Volviendo a las estructuras arquitectónicas de particular importancia, se deben destacar las iglesias de los conventos por su función intermediaria, ya que en ellas la comunidad religiosa y la laica se encontraban en el mismo acto eucarístico. Frailes y monjas concedieron una gran importancia a la iglesia conventual, expresando el carácter singular del espacio que era morada de Dios, de ahí que siempre fuera el primer elemento en constituirse, aunque lo hiciera en los portales de una casa o en la ermita más humilde. El templo es el lugar en el que arranca la comunidad y en torno a él se irán desarrollando el resto de dependencias. (Serrano Estrella, 2010: 142-143)
Asimismo, incluso entre las órdenes reformadas, las iglesias podían ostentar cierto lujo en la decoración y el ornamento, ad maiorem Dei gloriam: «Aunque en lo demás seamos pobres, en esto, y para esto, seamos ricos y no aya cosa en la Iglesia, en que no se muestre y resplandezca el amor diligente de los que en ella sirven» (San Nicolás, 1664: 138-139). Nuevamente, las imposiciones y ordenanzas para la construcción de las iglesias de frailes y monjas diferían debido a su función dentro de la comunidad urbana. Y, así, las iglesias de las órdenes masculinas eran más grandes y de mayor lujo, de espaciosas capillas, para atraer
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al mayor número posible de fieles. En cambio, las iglesias de las órdenes femeninas se construían lejos de las vías públicas y con ventanas que solamente daban al monasterio; el altar mayor no podía tener capilla mayor y poseía una pared que dividía la iglesia interior de la exterior, donde el sacerdote oficiaba la ceremonia. En comparación con las iglesias de los conventos masculinos, las de las monjas eran por lo general más pequeñas, debido a su función de clausura y a la prohibición de desarrollar la labor sacerdotal. Asimismo, en el caso de las iglesias de los conventos femeninos se hace patente el cambio en su construcción y ubicación después de las ordenanzas de Trento, entre otros, en la del coro bajo: «La llamada “iglesia interna”, el coro bajo, se adentra en el monasterio y une el espacio más público del mismo con el más privado. Además, esta “iglesia de las monjas” no se construirá cerca de las vías públicas, sino en la parte más interna del monasterio» (Serrano Estrella, 2010: 144). También se especificaba la ubicación y el uso del comulgatorio, el único sitio donde se daba el contacto directo y físico entre monjas y curas, que debía tener forma de «ventanita construida por otra parte del altar, en la pared trasversal, que sería la más ancha posible y protegida por batientes de hierro» (Wigley, 1857: 122). Detrás del coro, situadas a lo alto y detrás de las rejas dobles con una ventana que se abría hacia la iglesia exterior, las monjas participaban en la liturgia, cantaban la misa y escuchaban el Evangelio, siendo oídas, pero no vistas, por el resto de los fieles. La continuidad entre la realidad intra- y extramuros se extendía más allá de los espacios de culto y rezo. En los corredores, los patios, los jardines y las celdas se reconstruían los espacios de las casas familiares, los palacios y los parques que las religiosas conocían de su vida secular. Conviene recordar que en muchos casos los monasterios se fundaban adaptando unas casas ordinarias a la función religiosa. De tal situación habló, por ejemplo, María de Jesús de Ágreda, quien profesó, junto con su hermana y su madre, en el convento de la Orden de la Inmaculada establecido en su casa familiar en Soria, donde las tres mujeres permanecieron toda su vida.94 Las celdas, originalmente las cellas o cellulas, eran lugares de rezo, reflexión íntima y refugio, pero no de reposo. Generalmente, las monjas dormían en las salas comunes ubicadas en la parte superior del claustro. Revisando las reglas de cada orden, se puede percibir hasta qué grado la realidad secular invadía estos espacios, constituyendo una fuente de constantes tensiones. Por ejemplo, lo que se dice al respecto de la posesión de mascotas en la Regla de la gloriosa Santa Clara es una buena
94 Consolación Baranda Leturio (2001: 17), en la introducción a la antología de la correspondencia de María de Ágreda con Felipe IV, dice: «Cierto es que el ambiente doméstico y especialmente la figura de su madre [Catalina de Arana] serían elementos decisivos en la posterior trayectoria biográfica de Sor María».
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muestra de esta permeabilidad de los dos mundos: «No se permita en ninguna manera a las Religiosas, que tengan perritos de falda, o otros animalejos, por que es grandissima la relaxacion, y señal de poco espíritu, o a lo menos de poca mortificación» (Clarisas, 1647: 253-254). Este tipo de espacios, ubicados entre la realidad conventual y la secular, dan cuenta de la complejidad de las vidas de estas religiosas, que se desarrollaban en paralelo a la religiosidad popular y entrecruzándose con ella. La construcción de estos lugares satura la ambigüedad de la posición de la religiosa en aquella sociedad, donde el estatus de invisible no tenía que corresponder con el de ausente. Tanto antes como después del Concilio de Trento, las monjas mantuvieron una participación en la cultura extramuros, ajustándose y modificando el margen que les era asignado por la ley eclesiástica y los poderes episcopales y civiles. La doble marginalización, por ser mujer y religiosa, fue reapropiada por las monjas, de manera que su apartamiento del mundo seglar y las limitaciones que este provocaba en la realidad cotidiana resultaron ser incluso propicios para la construcción de otros modelos de participación activa en la cultura del momento. Como se verá en lo que sigue, fueron muchas las religiosas que se aprovecharon de esta posición intersticial y, como escritoras, dramaturgas, actrices, poetas o místicas, entraron en la esfera pública, creando unos espacios propios de agencia dentro de los discursos dominantes. 2.4.4. La monja: coordenadas sociohistóricas y construcciones modélicas En verdad te casaste con Cristo, a él le entregaste tu carne, a él desposaste tu madurez. Tertuliano, De virginibus velandis (1954: XVI, 4)
Como se ha podido observar en los subcapítulos anteriores, las posibilidades vitales de las mujeres de la realidad altomoderna estaban constreñidas a una dicotomía matrimonio-convento. Sin embargo, como señalan Mariló Vigil y M.ª Helena Sánchez Ortega, dicha dicotomía se debe entender, dentro del horizonte mental de la época, como una vía de realización emocional y psicológica, pero también «una vía de integración social» (Vigil, 1986: 211; Sánchez Ortega, 1992: 35-58). El hecho de hacerse monja, por vocación religiosa, por orden paternal o por un impulso individual de otra naturaleza (intelectual, por ejemplo), era un cambio radical del estilo de vida acorde con las reglas y constituciones particulares, pero también podía llevar a una integración
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dotada de reconocimiento social, político y simbólico. En la dimensión íntima, suponía el rechazo de los valores y bienes mundanos —expresado por la simbólica muerte al siglo— y la reapropiación de sí misma simbolizada por un rito de iniciación: un nuevo nombre, el cambio de la ropa seglar por el hábito y la reunión con una nueva familia: «Después cortados los cabellos alrededor, y desnudada del habito seglar, séanle concedidas las tres tunicas, y manto. Y de allí adelante no le sea licito salir fuera del monasterio sin provechosa, manifiesta, y probable causa» (Clarisas, 1647: 21). En el caso de las religiosas, este cambio de vestimenta adquiría una dimensión simbólica de travestismo con un significado particular, inexistente en el caso de los religiosos. Como señala María-Milagros Rivera Garretas, en la estela de voces de investigadoras como Luce Irigaray o Luisa Muraro, la cuestión del adorno femenino, la vestimenta y sus funciones, constituía una herramienta importante de control y disciplinamiento, en el sentido foucaultiano del término, de los comportamientos femeninos desde los tiempos más remotos (Rivera Garretas, 1996: 25-39).95 En el Renacimiento esta cuestión fue planteada con vigor durante la querella y seguía siendo un tema espinoso que «tocaba nódulos clave de la vida social» (Rivera Garretas, 1996: 31) para las siguientes generaciones de moralistas y escritores y las puellae doctae (por ejemplo, Laura Cereta, humanista italiana, o Luisa Sigea de Velasco y Christine de Pisan, que representaron unas posiciones bien distintas al respecto). Esta dimensión simbólica del hábito monjil queda patente en las advertencias de Bernardino de Villegas: Considere la Religiosa que tiene regla aprobada, que le corta la ropa y habito que debe usar, desde el velo de la cabeça, hasta el calçado del pie, y señala la cantidad, y calidad de todo; pues excediendo della, y de las ordenes de sus Prelados en el vestido, es cosa cierta, que peca en ello: si es leve el excesso, será pecado venial: y si es grave, será mortal. (Villegas, 1635: 526)
95
Desde las obras de Tertuliano, que fue el primero en formular los preceptos sobre la virginidad religiosa, la vestimenta femenina se convirtió en tema de debate moral común: la mujer que se adorna es, desde entonces, una pecadora y una rebelde que desafía la obra divina. Tertuliano, en De virginibus velandis y De culto feminarum, inauguró la retórica de Sponsa Christi que desde entonces se aplicó a todas las comunidades femeninas (Cuadra García y Muñoz Fernández, 1998: 289). Al respecto de este tema, Rivera Garretas (1996: 34) señala: «La cuestión del adorno nos sitúa, pues, ante una manifestación de libertad femenina en la historia, una manifestación de amor femenino de la madre que “ignora que todo cuanto nace es obra de Dios”, como decía Luisa Sigea de Velasco. Una manifestación de libertad femenina en la historia, que el patriarcado trunca y reconduce hacia el amor heterosexual y el matrimonio, hacia lo que las humanistas llamaban “esclavitud”». La problemática del adorno femenino ha sido analizada desde perspectivas diversas y tan solo en la crítica literaria feminista posee una bibliografía exuberante. Para una aproximación al tema, cf. Irigaray (1984) y Cavarero (1994: 83-111).
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Tal «fractura fundamental» (Rivera Garretas, 1996: 34-36) introducida entre la mujer y su cuerpo96 tenía su máxima cristalización en el hábito monjil: el cuerpo cubierto, denegado y desexualizado cumplía la función de operar una deconstrucción de la integridad de la mujer como individuo y posibilitaba un mayor control sobre todas las dimensiones de su vida. Al profesar los votos simples, seguidos, en muchos de los casos, por los votos solemnes, se trazaba para la mujer, por lo menos legalmente, un nuevo horizonte vital entre la obediencia, la pobreza y la castidad. El camino de la mortificación corporal y espiritual se imponía desde el principio del noviciado y sin duda constituía la «novedad más dura de aceptar para la futura novicia» (Torres Sánchez, 2000: 144). Entrar en el convento implicaba para la mujer apropiarse de un espacio simbólicamente marginal (cierta separación de la urbe y del grupo femenino y sus roles) y el único legítimo, desde las políticas eclesiásticas, para la mujer fuera del ámbito doméstico. De acuerdo con el imaginario de la cultura dominante, la religiosa funcionaba dentro del marco simbólico del matrimonio espiritual: tomaba el velo, se unía con su celestial Esposo en las bodas espirituales y, gracias al voto de castidad, se le asignaba el papel de esposa de Cristo. Se adelanta aquí que esta nomenclatura será reforzada, reasimilada y aplicada con matices propios en los textos de las monjas y, sobre todo, en su poesía mística. Los conventos eran un verdadero crisol de heterogeneidad, sometidos a procesos de cambio continuados y complejos. Las monjas procedían de ambientes muy diversos y su motivación para dejar la vida seglar, es decir, el siglo, difería en cada caso particular, dependía de su procedencia social y geográfica, que determinaba sus posibilidades y, por tanto, sus elecciones vitales. El microcosmos del convento incluía también otros grupos de mujeres de procedencia laica: niñas, doncellas —que se dedicaban a la enseñanza básica de las monjas— y huéspedes (Vigil, 1986: 212). A medida que se iba introduciendo la reforma descalza, ciertas órdenes prohibieron la presencia de este tipo de visitantes, a pesar del beneficio económico considerable que suponían (Torres Sánchez, 2000: 150). A estas alturas, parece provechoso contrastar testimonios de tres escritoras monjas que describieron el momento de cambio de la orden secular a religiosa, dando muestra de las motivaciones diversas que hubo detrás de estas decisiones. Teresa de Jesús profesó los votos en el convento de la Encarnación, en Ávila, en el año 1536, cuando tenía veintiún años. Unos veinticinco años más tarde,97 habló de 96
Anastasio de Alejandría (ca. 353-373), en De virginitate, al decir «no te desvistas nunca […] jamás otra mujer vea tu cuerpo desnudo», prohíbe a la mujer una confrontación con su propio cuerpo, cf. Cuadra García y Muñoz Fernández (1998: 291). 97 Teresa de Jesús de Ávila dio fin a la primera redacción de su Vida durante su estancia en el palacio de doña Luisa de la Cerda en 1562. Sin embargo, es muy probable que haya podido incluir en la versión final de su texto toledano algunos escritos anteriores, como la relación de su
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este momento en términos de una acción forzada, un ánimo contra sí misma. El noviciado lo presentó como un largo proceso de negociación entre las esperanzas de fe, la ambición individual y las circunstancias externas, no siempre del todo favorables: Acuérdeseme a todo mi parecer, y con verdad, que cuando salí de casa de mi padre, no creo que será más el sentimiento cuando me muera; porque me parece cada hueso se me apartaba por sí, que, como no había amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes, era todo haciéndome una fuerza tan grande que, si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante. Aquí me dio ánimo contra mí […]. Olvidé de decir cómo en el año del noviciado pasé grandes desasosiegos con cosas que en sí tenían poco tomo; mas culpábanme sin tener culpa hartas veces. Yo lo llevaba con harta pena e imperfección, aunque con el gran contento que tenía de ser monja, todo lo pasaba […]. Era aficionada a todas las cosas de religión, mas no a sufrir ninguna que pareciese menosprecio. Holgábame de ser estimada. (Teresa de Jesús, 2014: 16)
Otra monja descalza, de las carmelitas de Cuerva, Teresa de Jesús María, en Tratado de una breve relación de su vida98 narra su vocación religiosa como fruto de la inspiración divina desde la más temprana edad99 y, entonces, el momento de entrar en el claustro constituye un cumplimiento de sus deseos. Se presenta ante el lector implícito del texto como un ser diferente, emocionalmente retirado y, desde la niñez, marcado por la vocación religiosa: Siendo como de tres años, y aun pienso que no los tenía, me llamó nuestro Señor para monja descalza, y aunque yo no entendía entonces qué cosa fuese este estado, decía muchas veces y en todas las ocasiones que había de ser monja, y de qué religión y qué convento, aunque yo no le conocía. […] Jamás se pegó mi corazón a ninguna criatura […] ni a mis propios padres, hermanos y parientes. Jamás tuve ningún asimiento, antes deseaba mucho apartarme de todos, y el hacerlo no me costaba ningún trabajo ni sentimiento natural, ni por esto derramé nunca lágrimas. […] Este día recibí el hábito, con gran solemnidad, con gran ternura y devoción de mis padres y consuelo mío, y tanto ánimo, que al despedirme de mis padres no me causó ternura ninguna. (Teresa de Jesús María, 1921: 3, 6-8) Vida escrita a instancias del dominico Pedro Ibáñez en 1560, junto con las Cuentas de conciencia y otros escritos, cf. Manero Sorolla (1992b: 153-156). 98 Este y otros textos de la autora se analizan en el apartado 3.2.IV. Para el bosquejo biográfico, el listado completo de sus obras y la bibliografía crítica, vid. base digital de datos biobibliográficos de las autoras. 99 Presentar la vocación como algo innato se puede entender en términos de una estrategia recurrente entre las escritoras monjas que les permitía consolidar una posición de seres excepcionales, unas elegidas y tocadas por Dios desde los primeros momentos de sus vidas. Esta y otras estrategias de autoría se analizan en el apartado 3.2.
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Por otro lado, Juana Inés de la Cruz (1651-1695), monja jerónima del Virreinato de Nueva España, dejó una muestra de otro tipo de motivaciones que pudo haber detrás de la toma del velo: sus inquietudes intelectuales y un deseo de cierta independencia para decidir su destino. Después de su etapa en la corte, donde vivió como dama de la virreina desde los dieciséis hasta los veintiún años, ingresó en el convento de San Jerónimo siendo ya escritora de renombre entre las élites. En su narración se presenta como una mujer independiente, valiente y decidida en sus elecciones vitales. La convivencia en una comunidad religiosa y la necesidad de cumplir con el rito y la norma constituyen, en su caso, un mal menor y el precio que está dispuesta a pagar para cumplir con la mayor de sus pasiones: los libros, el estudio y la escritura: El escribir nunca ha sido dictamen propio, sino fuerza ajena […]. Lo que sí es verdad que no negaré […] que desde que me rayó la primera luz de la razón, fue tan vehemente y poderosa la inclinación a las letras, que ni ajenas represiones —que he tenido muchas—, ni propias reflejas —que he hecho no pocas—, han bastado a que deje de seguir este natural impulso que Dios puso en mí: […] Entreme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las formales) muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir […]. [H]e intentado sepultar con mi nombre mi entendimiento, y sacrificárselo sólo a quien me lo dio; y que no por otro motivo me entré en religión, no obstante que al desembarazo y quietud que pedía mi estudiosa intención y eran repugnantes los ejercicios y compañía de una comunidad. (Juana Inés de la Cruz, 2009: 18-21)
Estos ejemplos dejan claro que la comprensión de las motivaciones que guiaban a las mujeres a profesar los votos religiosos no solamente carece de una respuesta unánime, sino que también está limitada por nuestras posibilidades de indagar más allá de lo que los textos de las propias monjas, sus experiencias y el estudio de su contexto histórico dejan entrever. Sin embargo, estas fuentes permiten discernir algunas de las situaciones modelo que, de manera reiterada, llevaron a estas mujeres a decidirse por la vida en clausura. Primero, si la mujer tomaba el velo por vocación religiosa, esta debe de entenderse en el marco de la religiosidad de la época, donde las esferas de lo sacro y lo profano y lo factual y lo sobrenatural se entrecruzaban y construían recíprocamente. El misticismo, la espiritualidad carismática, los estigmas y las visiones eran manifestaciones presentes en la realidad cotidiana.100 La vocación 100 Las mujeres dotadas de carisma, las santas vivas, las visionarias y las profetisas formaban parte del panorama social cotidiano del primer Renacimiento. Se acudía a las charismaticae o divine madri para pedir consejos, escuchar opiniones, buscar protección o justicia divina. Las mujeres
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de la joven podía ir en contra de los intereses matrimoniales de la familia y no escasean los testimonios en que se cuenta que las mujeres huían de sus casas familiares para poder profesar. También hubo casos en los que las jóvenes se veían forzadas por sus familiares a ingresar en una comunidad particular, de prestigio real, u otro patrocinio importante, ya que consagrar su hija a Dios proporcionaba a la familia unos beneficios espirituales y materiales concretos: primero, le aseguraba a esta una educación básica, no solamente en materia religiosa y de alfabetización —algo que, como se ha señalado, difería según la orden, la regla y el periodo—,101 sino también en lo relacionado con el cuidado del hogar, como cocinar, bordar o limpiar, con lo que en el futuro la joven podía convertirse tanto en una buena religiosa como en una esposa y madre perfecta. Como ya se ha dicho, la situación económica del país encontraba un reflejo en el número de vocaciones religiosas: a causa de la inflación, muchas familias nobles no podían pagar las cada vez más altas dotes matrimoniales; por el contrario, en algunos periodos el dinero necesario para ingresar a la hija en una orden religiosa era relativamente más bajo.102 Sin embargo, los conventos tampoco querían admitir
cercanas a la sabiduría divina desempeñaban papeles importantes a nivel local y nacional, involucrándose en las cuestiones espirituales, religiosas, políticas y sociales de su entorno. Sin embargo, a partir de los años treinta del siglo xvi, y como consecuencia de los movimientos en vísperas de la Reforma protestante, se produjo un giro en cuanto a su aceptación social. Como señala Schultz van Kessel, “aquella explosión de la vida espiritual había revelado la asombrosa potencialidad de la devoción femenina. En una cristiandad dividida, la contención de esta fuerza terminó por adquirir una importancia esencial para el éxito de una nueva ofensiva reformadora” (Schultz van Kessel, 2006: 191). Este tema se profundiza en el apartado 3.2.V. 101 Además de las reglas y constituciones que pueden especificar la actitud que se tenía en cada orden hacia la escritura, son los censos de las bibliotecas los que señalan las posibles lecturas de las monjas. Sin embargo, se debe recordar que las instrucciones dicen más sobre el comportamiento modélico que se exigía de las monjas de dicha comunidad que de la realidad vivida. Por ejemplo, la escritura y la lectura eran actividades especialmente estimadas en la orden de las Carmelitas Descalzas, lo que se puede ampliar hacia todas las ramas descalzas debido a la influencia de la reforma teresiana. La lectura constituía una de las ocupaciones diarias y obligatorias también para órdenes monásticas como las benedictinas y las cistercienses. Después de la reforma descalza se percibe un mayor énfasis en las lecturas adecuadas y su accesibilidad en las bibliotecas conventuales. 102 Silvia Evangelisti resume la situación en Italia a finales del siglo xvi de la siguiente manera: «Convent dowries […] were between one-third and one-tenth of marriage dowries. This resulted in a boom of female monastic professions: in Florence, between 1500-1799, 46 per cent of the women of the female elite […] entered religious institutions. In Milan three-quarters of the daughters of the aristocracy lived in convents» (Evangelisti, 2007: 5). Tales aproximaciones resultan adecuadas también para la situación de la Península Ibérica: «Había una cola de 160 peticiones para los conventos de Madrid» (Domínguez Ortiz, 1993: 115). Sostiene esto Mariló Vigil: «A medida que la situación económica se hacía más difícil y que la cuantía de las dotes iba aumentando, la colocación de las hijas se convertía en un problema angustioso, sobre todo para las familias de clases medias y de la pequeña aristocracia» (Vigil, 1986: 220).
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a las mujeres endeudadas, cuya entrada podía convertirse en una carga para la comunidad. Esta preocupación por las cuestiones económicas, aunque con un matiz diferente, se hace palpable, por ejemplo, en los interrogatorios de entrada por los que pasaban las posibles candidatas a los conventos de renombre, donde la vocación era igual de relevante, o incluso menos, que la solvencia de la joven. En tal entrevista se averiguaba, entre otras cosas, «si [la candidata] ha pagado sus deudas y esta de todo lo temporal desnuda. Si viene con promptitud de animo, se le ha de interrogar a la misma» (Archivo General de Simancas, Estado, 163 apud Vilacoba Ramos y Muñoz Serulla, 2010: 119).103 Simultáneamente, para las familias nobles empobrecidas el convento garantizaba un ambiente seguro donde las honras de sus hijas, hermanas o viudas estaban vigiladas, con lo que se evitaba manchar el linaje a causa de casamientos desiguales. Como se ha constatado, el valor que desde la cultura patriarcal se asignaba a la virginidad no solamente atañía a la mujer, sino que se proyectaba hacia toda su familia. Además, la esposa de Cristo aseguraba unos beneficios materiales y un prestigio social mayor si el padre de la familia podía conseguir a su hija una posición importante en la jerarquía de la comunidad religiosa. Mirando el panorama de los conventos españoles en las grandes urbes a principios del siglo xvii —de mayor concentración en Sevilla, Ciudad Real, Burgos, Valladolid, Salamanca, Madrid, Toledo, Córdoba, Jaén y Granada (Vigil, 1986: 213)—, es posible trazar una imagen de las instituciones elitistas, que atraían el patronato de las familias nobles y reales. Como se ha podido señalar, muchas nobles fundaron conventos para sí mismas y para las mujeres de su entorno, como era el caso del convento de Nuestra Señora del Socorro en Sevilla, fundado en 1522 por doña Juana de Ayala para las veinte mujeres nobles de su círculo más cercano, incluida su hermana doña María de Ayala (Perry, 1990: 84). A lo largo de los siglos xvi y xvii, esta casa y otros cinco conventos más antiguos de Sevilla hospedaron a más de cien mujeres nobles, que, antes de las imposiciones de la clausura estricta, desempeñaron funciones sacerdotales en la catedral y los sepulcros de la ciudad (Perry, 1990: 84). Asociar a la familia, a través de la fundación, los obsequios y las dotes, con un convento de renombre permitía construir una relación de beneficios recíprocos, posibilitando al convento presumir de un patronato real o de un fundador de la alta nobleza. Se puede decir que en la sociedad moderna estas relaciones constituían una especie de inversión, donde la hija funcionaba como objeto de intercambio de un valor
103 En las diversas cartas entre la abadesa de las Descalzas y el general de la orden, fechadas en 1583, se encuentra un tipo de interrogatorio del convento de las Descalzas Reales de Madrid hecho a la entrada de las jóvenes para averiguar su linaje, su limpieza de sangre y cualquier tipo de obstáculos que pudieran descalificarlas del acceso a este convento elitista.
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concreto y contable para ambas partes involucradas. Tal elitismo reforzaba las relaciones basadas en la selectividad y el nepotismo entre las familias y los conventos más prestigiosos. Como señaló Mariló Vigil (1986: 209), la práctica de favorecer a las hijas de las familias de cancilleres reales, militares de alto rango o artistas de renombre, dificultando, e incluso a veces negando, el acceso a las mujeres de procedencia humilde, era una práctica común. Tales demandas fueron formuladas, por ejemplo, en una de las congregaciones más elitistas de España renacentista, las dominicas de Nuestra Señora de la Consolación de Salamanca, conocida también como el monasterio de las Dueñas. Como cita Álvarez Solar-Quintes de las Reales cédulas de Felipe II, para entrar en esta comunidad las mujeres tenían que ser «nobles e hijasdalgo y por lo menos queremos que sean limpias de sangre» (Álvarez Solar-Quintes, 1962: 25-26). Se recuerda que para ingresar en los conventos de mayor renombre las jóvenes pasaban por un escrupuloso interrogatorio en el que se investigaba, entre otras cosas, si «en ella o en su linaje ay sospecha de algún error […] que no sea mancillada por ninguna infamia. […] Si es sana o si tiene alguna enfermedad. Si está atada con alguna sentencia de excomunión y entredicho» (Archivo General de Simancas, Estado, 163 apud Vilacoba Ramos y Muñoz Serulla, 2010: 119). El mosaico conventual, compuesto por las religiosas con vocación espiritual y las que lo eran por obligación, se complementaba con un número bastante elevado de mujeres que apostaron por la vida religiosa por un impulso individual e intelectual. Poetas, dramaturgas, actrices, escritoras, pintoras, músicas y compositoras vieron en el convento, en la mayoría de los casos, el único ámbito donde podían desarrollar sus inquietudes intelectuales y artísticas. En otros casos, una vez dentro del convento, estimuladas por las coordenadas propicias al desarrollo intelectual, desarrollaron sus facetas de escritoras y artistas, lo que, con gran probabilidad, en otro ambiente difícilmente podrían haber hecho ni haber contado con el apoyo de su entorno. Eso, obviamente, no quiere decir que estas autoras necesariamente careciesen de vocación religiosa o aspiraciones espirituales. Sin embargo, con o sin estas inquietudes, muchas mujeres encontraron detrás de las rejas un espacio propicio e inspirador para poder desarrollar sus capacidades intelectuales o sus deseos estéticos individuales. Un tipo de libertad intelectual, el acceso a las bibliotecas, los ejercicios de escritura y lectura, las relaciones epistolares con nobles, artistas, intelectuales y eclesiásticos de alto rango, que muchas de las religiosas mantenían a diario, junto con el hecho de ser percibidas como mujeres diferentes o no sexuadas y sujetas a la clausura religiosa, les concedía otros derechos y otras posibilidades. Se veían liberadas del marco doméstico y sus roles, el de mujer, madre, hija o hermana. Simultáneamente, en la vida religiosa se las estimulaba, y hasta exigía, a desempeñar actividades individuales, que frecuentemente consistían en rezos, copias de manuscritos,
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escritura, ejercicios devotos, lecturas individuales y en voz alta, meditaciones y representaciones teatrales, entre otras. A lo largo de los capítulos anteriores se ha señalado que los conventos en la sociedad moderna, e incluso desde la Baja Edad Media, desempeñaron el papel de centros de cultura relacionados con el mundo extramuros, con las redes económicas y culturales. Las monjas eran autoras, receptoras inmediatas y comisionistas de la producción cultural: los frescos, las pinturas, los bordados, las obras de tapicería, los instrumentos musicales y científicos y el amplio legado textual que se puede encontrar hoy en los conventos son solamente una muestra modesta de los bienes que circulaban por sus salas en los días de su esplendor.104 Al analizar las motivaciones que conducían a las mujeres a dejar el siglo, no se pueden olvidar casos menos frecuentes, pero sintomáticos, como los de las viudas, las ex prostitutas y las mujeres que por alguna razón —por un defecto físico o una enfermedad mental— estaban excluidas de la dinámica matrimonial. Entre los libros de profesiones de las novicias no faltan las mujeres con pasado, no pocas veces traumático, que en los muros del convento encontraron su último refugio. Hace falta recordar que hubo conventos, como el de Santa María Magdalena de la Penitencia, en Madrid,105 dedicados a la ayuda a mujeres maltratadas, a las que querían dejar los prostíbulos o a solteras cuyos maridos les habían dejado con hijos y sin medios para sobrevivir. El convento como refugio funcionaba también para las mujeres de la realeza cuyos maridos o padres, durante sus frecuentes viajes, querían inmovilizar a sus esposas en un lugar protegido. Las Descalzas Reales, el convento de la Encarnación, de Santa Isabel, 104 Las obras de arte de los conventos y monasterios suelen clasificar en retratos de religiosas de renombre, retratos de patrones, fundadores y mecenas, pinturas devocionales de Dios, santos y la Trinidad, pinturas marianas y cuadros de costumbres que representan la liturgia, el culto y la oración o la vida cotidiana. A esto habrá que añadir las muestras de objetos diversos, desde relicarios de lujo hasta las más humildes cerámicas de uso diario. Se mencionan aquí algunos ejemplos: el Retrato de Sor Ana Dorotea, por Pedro Pablo Rubens (1628), en las Descalzas Reales de Madrid; Santa Humbelina, por Ángelo Nardi, del siglo xvii, en el monasterio de San Bernardo, de Alcalá de Henares; el Retrato de cinco religiosas concepcionistas franciscanas, por Juan Carreño de Miranda, del siglo xvii, en el convento de Santa Úrsula, de Alcalá de Henares, y las esculturas de San Pedro de Alcántara y Santa Clara de Asís, de Pedro de Mena y Medrano, ambas de la segunda mitad del siglo xvii, que se encuentran en las Descalzas madrileñas. Vale la pena destacar también la Natividad, de Luis de Tristán, del monasterio de la Inmaculada y San Pascual en Madrid, y el Ecce Homo de Juan Antonio de Frías y Escalante, del Tercer Monasterio de la Visitación, de las salesas, en Madrid. 105 La Orden de Santa María Magdalena de la Penitencia (Congregatio Sororum Sanctae Mariae Magdalenae de Poenitentia) fue aprobada en el año 1227 por el papa Gregorio IX. Al principio, las magdalenas asumieron la regla benedicta, que después cambiaron por la agustina. Su carisma era la penitencia por los pecadores, principalmente las mujeres moralmente descuidadas. A partir del siglo xiii se establecieron varios conventos en España, Portugal, Alemania, Francia, Polonia y Chequia.
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de Nuestra Señora de Loreto, todos de Madrid, o el convento de Santa Clara en Tordesillas, entre otros, estaban estrechamente vinculados con la Casa Real y la política religiosa de los Austrias. Allí profesaban, o simplemente convivían con las monjas por algún periodo, las hijas, las viudas o las esposas de los nobles. Sin embargo, tanto las mujeres de la realeza que aparcaban106 en los claustros temporalmente como las que buscaron en ellos un retiro de vida secular en su vejez o viudez tenían que ajustarse a las reglas, obedecer la clausura y pagar la dote al convento. Como es de suponer, dicha convivencia no se desarrollaba sin fricciones. Lo señala de modo enfático la exclamación de una monja cordobesa del siglo xvii: «¡Nunca más viudas en nuestro convento! ¡Y recordad que nuestra Regla las prohíbe!» (apud Evangelisti, 2007: 202). Resulta importante ver este impulso de vida retirada en mujeres seglares como un síntoma de cierta búsqueda y apropiación de una vía vital diferente; aunque poco reconocida, era frecuente y constituía un tipo de convivencia socialmente aceptada. Para concluir, conviene subrayar la dimensión simbólica de la toma del velo de una mujer de clase acomodada tanto para la ciudad como para la familia y, obviamente, para la propia mujer. En la literatura de la época hay numerosas relaciones de las fiestas solemnes que acompañaron esta ceremonia de las jóvenes aristócratas, nobles o hijas de las familias reales: flores, procesiones, lujosos vestuarios; los duques, los obispos y los representantes de la nobleza y la realeza creaban un cuadro ceremonioso en estas bodas espirituales. Su epicentro constituía la vida de una mujer que, tras el ritual, empezaba la vida comunitaria de la práctica religiosa, entendida desde entonces como un fundamento de su cotidianidad. Este rito de transición poseía una dimensión política, ya que, regalando a la seglar a la vida en Cristo se fortalecía la alianza entre los poderes eclesiásticos y las élites seculares de la sociedad. Por otro lado, para la familia de la religiosa esta transformación significaba un prestigio social y una ocasión de exhibir no solamente sus riquezas e influencias, sino, sobre todo, la posición privilegiada de todo su linaje ante Dios. Finalmente, para la propia mujer, según su situación y motivación particular, el claustro podía significar un encerramiento involuntario, un refugio para su desarrollo individual o un retiro para sus inquietudes espirituales. 2.4.4.1. La monja real y la monja modelo El discurso oficial sobre la monja modelo, con su función principal de disciplinamiento y normalización de los comportamientos, tiene sus raíces en las
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Se usa aquí el término aplicado por Mariló Vigil (1986: 208-261), que habló de los conventos como «aparcamientos de mujeres».
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posiciones del monopolio masculino en la religión cristiana, enraizados ya en la tradición patrística y la narración sobre las vírgenes consagradas, conocida como ordo virginum (Cuadra García y Muñoz Fernández, 1998: 311). Después de haber desarrollado la figura de la monacha, los moralistas y clérigos se volvieron especialmente rigurosos al perfilar la imagen de una religiosa modelo. Asimismo, en sus textos pusieron un énfasis especial en señalar los antimodelos surgidos desde los principales puntos de fractura entre el ideal imaginado y la realidad cotidiana de los claustros femeninos. El discurso católico normativo —históricohagiográfico, de cartas pastorales, de manuales de conducta, reglas y constituciones, de sermones funerarios, etc.— creó una imagen de la religiosa confinada en la disciplina ritual muy centrada en los elementos exteriores de este estado, expuestos visualmente a través del velatio: «Frente a la humildad y pobreza que impregna el orden de significación del vestuario masculino, la castidad nupcial se impone con demasiada frecuencia en las normativas dirigidas a las religiosas […] [es] difícil salirse de roles especulares» (Cuadra García y Muñoz Fernández, 1998: 311). Los siglos de la reforma católica y, después, de la Contrarreforma añadieron un importante capital simbólico respecto a la formulación del ideal de esposa de Cristo en una dimensión triple: para el imaginario común, de modelo para las otras monjas dentro de la comunidad y de un ser diáfano, mediador entre el mundo terrenal y el celestial. Los tratados, los manuales de conducta, las correcciones y las regulaciones inscribieron esta identidad en un sistema codificado de posturas y comportamientos ideales y prohibidos, señalando un modelo al que aspirar y un antimodelo que combatir. En estas estipulaciones, la figura del confesor desempeñó un papel principal en la confirmación, pero también en la negociación, de las normas oficiales en el caso de cada penitente. Observar las dos dimensiones del papel de los confesores, en tanto agentes censores de la Iglesia institucional e intermediarios inmediatos más cercanos a la religiosa entre las normativas y la vida cotidiana, permite percatarnos de varios niveles de la realidad cotidiana conventual femenina. Al analizar estas configuraciones teóricas, y a través de la comprensión del horizonte de lo normativo y los marcos de lo posible perfilados por las ordenanzas oficiales, se pretende indagar sobre los usos y las aplicaciones de estas normativas en la vida diaria de las religiosas del momento. Para llegar a este fin, y siguiendo los postulados de Cristina Cuadra García y Ángela Muñoz Fernández (1998: 311-312), «uno de los caminos pasa por discernir las consecuencias que se derivan de la intencionalidad del sujeto sexuado de enunciación, por aclarar las claves de la enunciación personal ante la recepción de una norma heterodesignada». Entonces, según esa lectura, me interesa indagar tanto sobre la norma como sobre la posible desviación o negociación, es decir, en el significado que a esta norma pudieron y quisieron dar las religiosas del momento. Asimismo, se debe tener presente el propósito que
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hubo detrás de estos patrones de comportamiento, y de acuerdo con lo señalado por Asunción Lavrin (1999: 535): «La monja es una figura real con un valor simbólico igualmente real. Hay una conexión sutil entre la invención de un modelo de religiosa, sublimación de la realidad conventual, y la necesidad de esa invención». Una buena fuente al respecto son las cartas pastorales, en su calidad de textos oficiales difundidos desde la mayor autoridad espiritual y temporal de la Iglesia en sus respectivas diócesis. Los discursos de los obispos dirigidos a las religiosas permiten captar la manera de entender el rol de la monja en el panorama religioso general del momento: perfilado sobre un ideal de santidad como medio para la salvación individual y la protección espiritual de la sociedad en su entorno más inmediato. Las monjas debían aspirar al máximo perfeccionamiento espiritual para cumplir con su rol de intermediarias entre la comunidad local y Dios. Como indica Asunción Lavrin (1999: 583), «la mayor dignidad demanda el mayor esfuerzo. La religiosa debe ser tanto más rigurosa cuanto se puede demandar más de los escogidos. Ese quid pro quo envuelve una renuncia a las ataduras del mundo para entregarse por completo a la voluntad de Dios». Se debe recordar que los rezos, la mortificación espiritual y corporal y el sacrificio diario de ascesis, obediencia y humildad de la monja eran indispensables para asegurar el desarrollo de la vida terrenal del pueblo como preparación hacia la vida verdadera, la eterna. La aspiración a la santidad poseía, sobre todo, una dimensión social colectiva y era posible solamente a través del cumplimiento de las directrices de la observancia: «La que guarde perfectamente la Regla, conseguirá eminente santidad» (Palafox, 1769: f. 14v). El paradigma de la monja inventada asumía su posición privilegiada situándola por encima de otros estados, pero reprimiéndola en las formas de agencia —el apostolado activo, la predicación, la participación en el discurso teológico, etc.— que, según el patrón vigente construido a base de las premisas de la esencial inferioridad femenina antes analizadas, se encontraban fuera de los roles del género femenino. A grandes rasgos, a la monja modelo se le exigían las mismas cualidades que a una mujer laica: debía ser casta, sumisa, humilde, obediente, vergonzosa, etc., pero llevando todas estas características hasta un extremo. Ya que su objetivo debía restringirse a los rezos y cantos de divinas alabanzas, solamente dentro de tal marco sus actividades podían adquirir una legitimidad. Una de las construcciones modélicas de la monja de mayor impacto fue la difundida en la obra de Hernando de Talavera, que ya se ha mencionado al hablar de la difusión de los listados de lecturas ortodoxas para las mujeres. En Suma y breve compilación de cómo han de bivir [sic] y conversar las religiosas de Sant Bernardo que biven [sic] en los monasterios de la cibdad [sic] de Ávila, escrita entre 1485 y 1492, este religioso jerónimo, posterior arzobispo de Granada y confesor de la reina Isabel I, consolidó un ideal de monja que pronto se convirtió en punto de referencia para las
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siguientes generaciones de moralistas y teólogos. El texto talaverano propone una imagen de la religiosa carente de individualidad: dentro del mundo religioso ha de prescindir de todos los signos de diferenciación, incluso el hábito se convierte en una pieza intercambiable y común (cap. XI). El énfasis puesto en suprimir todas las señas de individuación (la prohibición de tener posesiones [cap. IX] o de mirarse en el espejo [caps. XII y XXVI]) hace de la monja un ser autárquico, velado por el silencio (cap. XV) y la humildad (cap. VIII) y sellado por la obediencia hacia los superiores, en última instancia, siempre masculinos (cap. XIII). La esposa de Cristo ha de estar tapada y encerrada, reproduciendo a pequeña escala la organización y el funcionamiento de su claustro. En tal contexto, las estipulaciones acerca de la doble cerradura en la puerta (cap. XXIII) y el tapamiento de todos los huecos que dan al exterior, junto con la expulsión de todo elemento masculino del interior, hacen del convento y de la monja una identidad cerrada sobre sí misma. Por la misma razón queda prohibido mirar por la ventana, oír noticias del mundo exterior o enviar cartas sin permiso de la abadesa (cap. XII). Sin embargo, hay que reconocer también la existencia de normativas que concedían a las religiosas unas posibilidades concretas de agencia. En el texto de Talavera, un lugar especial lo ocupa el ideal de la monja lectora. La lectio como lectura espiritual, el libro como objeto y, en casos contados, la escritura son elementos que acompañan a la monja en su quehacer diario. No obstante, la lectura, en el proyecto del monje jerónimo, está pensada no tanto para la adquisición de conocimiento como para el aprendizaje de comportamientos modélicos (cap. XXVIII). La maestra está obligada a dar una formación básica a las novicias y, así, una vez adquirida la capacidad lectora, se debe practicar antes de vísperas, después de completas y cada vez que varias monjas se encuentren juntas (cap. VII). El estatus privilegiado que se concede a la lectura lleva a que sea el libro el único objeto que pueda poseer una religiosa. Además, cuando las monjas no pueden leer —durante los trabajos manuales o la comida—, la lectura en voz alta se convierte en una especie de fondo sonoro. Un trato especial concede Talavera a la lectora, que obedece reglas distintas dentro de la comunidad, puede entrar en el refectorio y comer antes del grupo, incluso en el periodo de ayuno (caps. VII y XX). En la construcción modélica de la monja talaverana, se codifica también la relación de las monjas con la escritura. Las contadoras, responsables de las cuentas, las maestras de novicias, la sacristana, la priora, la subpriora y la abadesa pueden escribir, a veces, en la intimidad de sus celdas (cap. XXVI). Los moralistas de la época edificaron la imagen de la monja acorde a la dualidad del pensamiento cristiano, entre el gaudete in Domino semper y la vanidad del ser humano, que trajo como efecto una proyección binaria entre la monja extática y la monja vana, es decir, enfatizó tanto una construcción del modelo como de un antimodelo. Los textos de Alonso de Andrade (jesuita), Libro de
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guía de la virtud y de la imitación (1642), de Bernardino de Villegas (jesuita), La Esposa de Cristo, instruida con la vida de Santa Lutgarda Virgen, Monja de San Bernardo (1635), de Manuel de Vega y Cuadros (racionero y visitador de los conventos de las monjas de Toledo), Retiro de las profanas comunicaciones necesario para las Esposas de Cristo (1651) o de Miguel Batista de Lanuza (caballero de la Orden de Santiago), Vida de la venerable madre Jerónima de San Estevan (1653) y Vida de Feliciana de San Joseph (1654), dedicadas a sus hijas,107 desarrollan estas dos imágenes como dos facetas de la vida de las religiosas. Asimismo, algunos de ellos, al centrarse en corregir y reprimir los comportamientos que pudieran transgredir o cuestionar el modelo de las santas vírgenes, señalan las actitudes que debían de ser comunes, los hábitos y las experiencias diarias de las religiosas de diferentes reglas y órdenes. La configuración del comportamiento modélico de una religiosa se centraba no tanto en la esencia, es decir, la formación de su espíritu, como en la apariencia, destacando todas las formas de conducta que la relacionaban con el mundo y la gente de su entorno. Entre las obligaciones principales, se repite la necesidad de vigilar el silencio, debido a que «imposible es ser una persona de oración, y trato con Dios, siendo parlera, ni ser quieta, callada, sino siendo devota y contemplativa» (Villegas, 1635: 249). Asimismo, por la quiebra de esta regla, Alonso de Andrade propone infligir a las religiosas castigos severos, argumentando esta decisión por el ius commune: «Si de esta manera [ayuno o excomulgación] se castigaran las Religiosas, sin duda hablarían menos y rezarían mas […] porque dicen que las Beatas y las Monjas son parleras» (Andrade, 1642: 221). Sin embargo, este silencio, que para Andrade es la «madre de la virginidad» (Andrade, 1642: 217), en Villegas se extiende sobre otros sentidos corporales (Villegas, 1635, caps. VIII, IX, X, XI y XII). La monja puede mirar, pero no ver, «porque cierta es la sentencia de San Gerónimo que en las vírgenes es mayor la codicia y hambre de deleites» (Villegas, 1635: 290), oír, pero no escuchar, y tocar, pero sin recibir las sensaciones del tacto de otras personas: «El bienaventurado San Basilio quiso que las vírgenes guardasen tanta circunspección en el sentido de tacto que aun vedó dar la mano a sus propios hermanos» (Villegas, 1635: 406). Después, se señalan por pertinentes todas las normas que hablan de los comportamientos aceptables y los reprimidos respecto al propio cuerpo de la religiosa: «Que procuren las Esposas de Cristo Jesús […] despreciar sus cuerpos, humillándolos» (Andrade, 1642: 250). La monja no solo debe despreciar su cuerpo, sino evitar además cualquier contacto con este, «nunca palpar vuestro cuerpo», «que nunca se miren a espejo ni jamás trayan sus manos desnudas por su cuerpo» (Talavera, 2012: 38, 53), o con el cuerpo de otras mujeres, ya que «dentro de su misma casa hallará 107
Teresa María de San José y Vicenta Josefa de Santa Teresa, ambas monjas descalzas de San José de Zaragoza.
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[…] quien la enlace en los lazos de su propia carne» (Villegas, 1635: 232). Las necesidades carnales, entre ellas el deseo sexual, aunque reprimidas, no eran invisibles ni para los jerarcas de las órdenes ni para la gente laica, como demuestra la poesía erótica del momento y las sátiras del comportamiento lascivo en estas comunidades. Uno de los muchos poemas contra las religiosas que se escribieron en esa época satiriza el desfase entre lo modélico y lo vivido por las monjas: Alégrase en su convento La madre monja parlera, Y aunque la fiesta es defuera, Toca dentro el instrumento. Si sus voces lleva el viento, Por dolor ó melodía, Cállelo la musa mia, Porque no ha de sonar bien. Remédielo Dios, amen. (Trillo y Figueroa, 1857: 101)
Es de suponer que, en una comunidad femenina, donde en un espacio reducido se desarrollaban todas las actividades vitales de un grupo heterogéneo pero limitado de mujeres, las relaciones entre ellas poseyeran muchos matices y niveles. Se tiene constancia de fuertes conflictos, roces y enemistades,108 y también nos han llegado testimonios que podrían indicar amistades, amores y fascinaciones que se pudieron dar entre ellas (cf. Lavrin, 1999: 550-552; Mérida Jiménez, 2008). Muchas veces estas relaciones reproducían los modelos de comportamiento enseñados a las religiosas desde las hagiografías, donde cierta exaltación en el trato y exageración, desde el punto de vista actual, de las emociones o actitudes eran lo deseado y aspirado. Es innegable que para los contemporáneos las posibles relaciones homosexuales no presentaban el atractivo que hoy en muchos estudios, desde lados opuestos, se tiende a recalcar.109 De igual modo, 108 El informe Visitatio hispanica, de 1567, deja constancia de los problemas de clase dentro de los conventos femeninos. Eran frecuentes los enfrentamientos debido a la penuria y la escasez de alimentos y vestuario. Se conocen testimonios de conflictos entre las monjas de velo negro y sus criadas, sobre todo en las colonias, donde a la clase se añadían la raza y la etnia (Lavrin, 1999: 550). Para satirizar este tipo de tensiones, varias autoras, como Marcela de San Félix, de las trinitarias descalzas de Madrid, compusieron textos que en forma burlesca permitían afrontar las situaciones más espinosas de la cotidianidad. Este tema se desarrolla en el apartado 3.2.III. 109 El ejemplo más palpable y quizá más discutido por la crítica es el de las posibles relaciones homoeróticas entre Juana Inés de la Cruz y la virreina María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, condesa de Paredes. En su estudio sobre anticipaciones feministas en la vida y obra de Juana Inés de la Cruz, varias estudiosas (por ejemplo, Aralia López González o Linda Egan) atribuyeron a la monja jerónima un comportamiento libertino, dotándola de la «ambigüedad que alude a una
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así como eran conocidos los amores de locutorios, a veces duraderos, otras veces efecto de los cortejos de los devotos de monjas, que les seducían en los parlours, así también la opinión común tenía constancia de que las mismas pasiones podían llevar a las religiosas a afectos y amores ente ellas. Que tales comportamientos tenían lugar, pero que igualmente eran infrecuentes, nos muestran Alonso de Andrade y Bernardino de Villegas siguiendo a san Buenaventura y su descripción de los estados de la amistad entre las mujeres, que respondían a los siete tipos de relaciones que las mujeres podían mantener en los conventos. Villegas (1635: 232-235) habla del último tipo, el que se tuerce hacia una relación carnal, como peligroso y nocivo para la comunidad. En lo que se refiere a las relaciones con hombres mundanos (Villegas, 1635: 300), estas, desarrolladas a través de cartas y billetes amorosos, pocas veces excedían los marcos de los amores platónicos.110 Y de un grado superior a posibles comportamientos inmorales eran precisamente estas vanas correspondencias, que se censuraron con severidad por parte de los moralistas. Los billetes amorosos y el intercambio de regalos y dulces denueva moral sexual» (López González 1993: 341) y presentando unas hipótesis biográficas de relaciones homosexuales y de una sexualidad reprimida, aludiendo «al dogmatismo y al sexismo eclesiástico de índole patriarcal» (López González, 1993: 342). Parte de la crítica sorjuanista feminista tendió a interpretar los poemas amorosos de la monja como sexualmente rebeldes, en los que el uso de la voz femenina que canta al amado-varón es tomado por una exégesis erótico-amorosa. En mi opinión, este tipo de lectura se acerca peligrosamente a una interpretación anacrónica, ya que identifica el yo poético de la poesía amorosa, y, aún más, de todo el conjunto de la creación sorjuanina, con el autor histórico. No se quiere afirmar aquí que Sor Juana fuera o no lesbiana, ya que lanzar tales afirmaciones constituiría igualmente un abuso sobreinterpretativo, solamente se cuestiona la lectura lésbica de los poemas amorosos cortesanos dirigidos hacia las virreinas debido a las construcciones de modelos y convenciones literarios de los poemas amorosos del momento. No se rehúsa el significado homosexual en el plano simbólico de los sonetos amorosos de Juana Inés de la Cruz, pero se constata que en el plano manifiesto estos poemas presentan una relación de sentimiento platónico entre dos mujeres. Por otro lado, entre la crítica sorjuanista hay bastantes voces que niegan tácitamente la posibilidad de las relaciones homoeróticas entre las autoras modernas. Es de gran agudeza la crítica de Emilie Bergmann contra de Octavio Paz y sus estudios sobre la sexualidad de la poetisa jerónima: «A pesar de que acierta Paz en decir de entrada que no podemos saber lo que sentía esta mujer, sigue buscando una explicación biográfica […] y concluye, sin brindarnos un análisis coherente de la cuestión, que no pudo haber sido lesbiana la monja« (Bergmann, 1993: 172). «El problema está en los términos biográficos de esta negación [la de la supuesta homosexualidad], que cierran el paso a la cuestión de lo erótico en los textos poéticos» (Bergmann, 1993: 175). No se trata de que la elucubración de Paz parezca o no verosímil. Lo censurable, según los presupuestos metodológicos de este estudio, está en la forma enfática de su discurso y, asimismo, en el tono sensacionalista de ambas perspectivas críticas. 110 Mariló Vigil (1986: 244), indicando los documentos de Pellicer y Barrionuevo, recoge casos de secuestros de monjas “«acadas por las ventanas» y escándalos de amores ilícitos descritos en las cartas de algunos jesuitas. Sin embargo, como señala la investigadora, eran casos más bien anecdóticos, descritos en las gacetas o en los libros de noticias del momento bajo las etiquetas de «sensaciones» o «rarezas».
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bían de ser fenómenos bastante comunes, dadas las numerosas críticas y sátiras que recibieron por parte de los escritores del momento. La monja codiciosa, como «una perpetua esponja chupadera» (Molina, 1855: 33) y la «santa bizcochadura» (Molina, 1855: 15), que se ocupa de hacer «vizcochos para regalar, ó vender, […] [o] labrar galas profanas para mujeres perdidas, ó para hombres viciosos» (Andrade, 1642: 503), son imágenes a través de las que los moralistas construyeron la representación de una monja vana. De ahí que se puede constatar que tanto las relaciones entre las monjas como los amores de locutorio formaban parte de la cotidianidad del microcosmos conventual, y de lo que se encargaron las voces censoras era no tanto de reprimirlas como de controlar sus señales más ostentosas. Ahora bien, el asunto que resultó especialmente espinoso para el funcionamiento de los conventos femeninos, tanto para los moralistas como para el aparato administrativo de la Iglesia, era la autonomía de estas comunidades. Dicha autonomía abarcaba tanto el plano comunitario, la orden femenina particular y su superior homólogo masculino, como el plano individual, la relación de cada monja con su confesor. En las últimas décadas, varias estudiosas han puesto de relieve la especificidad de las comunidades religiosas femeninas marcando las formas de concienciación de grupo que se producían en estos lugares y que construían una plataforma de resistencia a las normativas que negaban a las monjas el acceso a las formas más autónomas e íntimas de relacionarse con lo divino (Evangelisti, 2007; Scaraffia y Zarri, 1999: 83-111). Las normativas de control que ya se han indicado —la vigilancia de la clausura y el liderazgo de los prefectos y frailes— frecuentemente producían una resistencia por parte de las religiosas. Un tema especialmente arduo constituía el pago de la renta a las comunidades masculinas por los servicios rituales (confesiones, misas, etc.), que «a veces se transformaba en dominación abusiva y explotación económica» (Vigil, 1986: 23). Teresa de Jesús, en su proyecto de reforma descalza, luchó por independizar las comunidades femeninas de las autoridades masculinas y aumentar su autonomía, por ejemplo, al conceder los permisos ordinarios, las dispensas o elegir los confesores fuera de la orden. Sin embargo, como se verá en adelante, la autonomía conseguida por Teresa de Ávila no fue duradera ni pudo proyectarse fuera de las órdenes reformadas. En España, a diferencia de Italia o Francia, la jurisdicción de los conventos femeninos se mantuvo en manos de la Corona y, a nivel local, en las de los frailes. Al contrario que con una jerarquía de superioridad episcopal, este mecanismo suponía un control mayor perpetuado en escala reducida. En el plano individual, la relación de cada monja con su confesor constituía un foco de atención y control desde las regulaciones eclesiásticas. Se ha señalado que el confesor estaba presente en numerosos contextos cotidianos, era el prin-
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cipal intermediario con el mundo extramuros y con las jerarquías superiores, un guardián de la piedad normativa y muchas veces el primer censor de las actividades intelectuales o experiencias espirituales de la religiosa. Desde el punto de vista formal, la monja debía a su confesor una obediencia absoluta: De la obediencia a sus confessores, sin cuya voluntad, y expresso mandamiento, [las monjas] ni den passo, ni beben un trago de agua, […] ni tiene un rato de oración con Dios […] quantos passos dá […] todos sean con la obediencia, y dirección de su Superior. Assi lo cumplen estas Religiosas […] en lo que toca al alma, como en lo que toca al cuerpo. (Andrade, 1642: 132)
En la vida cotidiana, como se deduce de las legislaciones de la Santa Sede y de las normativas propuestas en los tratados de conducta, no eran infrecuentes los casos de violaciones de las normas en la relación penitente-superior, con abusos psíquicos, morales o físicos por parte de los religiosos, que podían llevar a situaciones de conflicto a gran escala (como, por ejemplo, entre Juana Inés de la Cruz y Antonio Núñez de Miranda). Que tales casos sucedían con cierta frecuencia puede deducirse del hecho de que la Inquisición creara una categoría de solicitantes, es decir, confesores que habían violado las normas de relación con su penitente (Lavrin, 1999: 553). Entre las herramientas legales que intentaron codificar las relaciones entre las monjas y sus confesores, destaca el documento del papa Pío IV que condenaba los abusos por parte de estos y que precedió a la bula papal de Gregorio XV (1622) que ordenaba unas normas en cuanto a la elección de los confesores, consolidando una base para las de los siguientes papas, Clemente X, Benedicto XIII y Clemente XII (Vigil, 1986: 227). También, las propias religiosas estaban obligadas a denunciar cualquier forma de abuso de poder de sus padres espirituales bajo pena de excomunión (Vigil, 1986: 227). Asimismo, de la importante y compleja relación entre los confesores y sus penitentes dan constancia las normativas de manuales de confesores, como Práctica de el confessonario y explicación de las LXV proposiciones condenadas por la santidad de N.S.P. Inocencio XI (1690), que, en forma de diálogos modélicos, presenta las situaciones conflictivas recurrentes. El ya citado Bernardino de Villegas dedica a esta cuestión cuatro capítulos de su libro, dando al confesor el papel de guarda de las buenas costumbres e incluso de responsable del funcionamiento de toda la comunidad religiosa: «No hay que dudar, sino que si los Confessores hizieran su oficio, como tienen la obligacion, medicinando á los penitentes, y previniendo de antemano sus caídas, que ni huviera tantos pecados en el mundo como ay, ni tantos escándalos en las Republicas, como cada dia vemos» (Villegas, 1635: 401). Aunque se volverá sobre el tema en el capítulo de análisis de las autoras, a estas alturas es preciso señalar que esta relación entre monja y confe-
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sor frecuentemente se desarrollaba fuera del binomio penitente-superior. El confesor, en la mayoría de los casos, era el primer receptor, censor y, muchas veces también, inspirador de la creación literaria de las monjas. El carácter de mandato de muchos escritos cubría una compleja red de interrelaciones entre las monjas, sus confesores y las políticas oficiales de la institución y de la comunidad particular: Cada vez que un confesor «ordena» da a su penitente femenina la oportunidad de representar los actos de humildad y obediencia que son las piedras angulares para forjar una reputación de santidad. Cada vez que una penitente «obedece», éste le brinda a su confesor la oportunidad de ejercer sus poderes de discernimiento espiritual. (Weber, 2005a: 117)
Esta mutua promoción queda ilustrada por testimonios de, por ejemplo, María de Jesús de Ágreda, Luisa de Carvajal y Mendoza, Mariana de Jesús(O. M. D., 1565-1624) y Mariana de San José, cuyas vidas fueron utilizadas por sus consejeros espirituales o para el éxito propio y la promoción de su claustro y de su orden. Asimismo, el carácter recíproco de estas relaciones queda patente en los casos de apadrinamiento, cuando el confesor defendía a la autora frente a las denuncias de censores o concedía a su penitente predilecta solicitudes necesarias para legitimar sus escritos frente al poder supremo del Consejo inquisitorial, como ocurrió en el caso de María de Jesús de Ágreda y su segundo confesor, fray Juan de la Palma, o en el apoyo substancial de fray García de Toledo en el caso de la redacción del Libro de la vida de Teresa de Jesús. Para muchas de las autobiógrafas es una vía de introspección y reconfortante autoconocimiento, así como una salida al exterior y a las posibilidades de influir extramuros; para muchos confesores es una forma de promocionarse como descubridores de nuevas Santas Teresas, incluso cuando sus pupilas jamás hubiesen deseado tan alto destino. (Durán López, 2007: 209)
En el caso de los biógrafos de monjas, no escasean los ejemplos en los que estos se hicieron literalmente aficionados de sus santas o místicas, como ocurrió, por ejemplo, con Antonia de San Jacinto, monja profesa de Santa Clara de Jesús en Querétaro (Virreinato de Nueva España), y sus dos confesores, fray José Gómez y fray Benito de Figueroa (Lavrin, 1999: 546-551). Además de una fascinación emocional entre un hombre y una mujer dentro de los marcos legítimos de la reglamentada vida claustral, resulta notable cómo los confesores encargados de guiar a las religiosas y mantener el modelo de perfección para ellas, van construyendo dentro de sí mismos la imagen de perfec-
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ción espiritual de las mismas que les lleva a creer que están en presencia de un espíritu iluminado. En este proceso tienen que reconocer que su hija de confesión tiene cualidades que ellos mismos no poseen y, gradualmente, a través de la confesión, el análisis, y consultas entre sí, crean la visión transcendental de una religiosa con alto grado de perfección. (Lavrin, 1999: 553)
No obstante, la escritura por mandato también hace patente el marco institucional que empoderaba al destinatario a censurar, publicar, destruir o denunciar el documento. Este tipo de poder, ejercido dentro de la legislación eclesiástica, influía en la forma final del texto, muchas veces reescrito y reapropiado según las correcciones del confesor, que también podía introducir notas marginales, modificaciones lingüísticas u ortográficas o decidir sobre la disposición gráfica si al texto se le concedía el imprimátur. Asimismo, no se puede olvidar que la destrucción del manuscrito constituía una prueba de obediencia y de rechazo a lo material, acercando de este modo a la autora al ideal de santidad deseada. Lo expresa, por ejemplo, Estefanía de la Encarnación (1597-1665) en una «Carta de la Religiosa a su confesor en que le remite estos papeles» [hablando de su texto Siete hojas]: «Entregue V.P. mi obra al fuego, que no por eso quedaré desconsolada, sino gozosa de que he servido a Dios desnudamente de todo afecto humano» (Estefanía de la Encarnación, 1630-1632: [párrafos] 1409-1630). A pesar de haber un posible tópico de humilitas detrás de esta declaración, no se debe rechazar del todo la interpretación en clave de las elecciones espirituales de la autora, vistas como legítimas formas de satisfacción y cumplimiento personal. En resumen, en los apartados anteriores se han podido analizar la construcción de un discurso normativo de comportamiento y una imagen de la monja modelo creada desde las instancias masculinas, confesores, obispos y teólogos. A pesar del indudable poder y monopolio del discurso normativo que estas reglamentaciones indican, se tiene que recordar que la realización de tal imagen modélica solo era posible de conseguir a través de las «adeptas que encarnaran el ideal y lo practicaran, o sea, lo hicieran real» (Lavrin, 1999: 557). Por otro lado, estos discursos normativos señalan hasta qué grado «la excepcionalidad hecha arquetipo es una construcción intelectual» (Lavrin, 1999: 557) e indican las diferencias entre la vida real y el modelo impuesto. Asimismo, se puede percibir cómo las propias monjas mediaron en estos modelos a su favor, convirtiendo la aspiración a la santidad en una vía de promoción individual, desarrollo intelectual y otras formas de agencia. Es precisamente este diálogo entre la monja modelo y las experiencias particulares lo que se debe tener presente a la hora de acercarse a la producción escrita de las religiosas.
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2.4.5. Las mujeres semirreligiosas Assi a las que professan este modo de vida, llamaron en la ley de Gracia Beatas, que es lo mismo que bienaventuradas, benditas, santas, y escogidas de Dios, nombre que no sea dado a ningunas otras Religiosas, aunque son de estado mas perfecto. Alonso de Andrade (1642: 135)
En las páginas anteriores se ha señalado cómo las normativas implantadas desde las políticas eclesiásticas postridentinas limitaron las posibilidades de la vida cenobítica femenina para favorecer, en su lugar, la vida enclaustrada como única modalidad legítima. Sin embargo, repetidamente se ha referido a otras formas de desenvolvimiento de ambiciones e impulsos espirituales por parte de las mujeres que decidieron buscar vías diferentes, no institucionalizadas, de la vida dedicada a Dios. Una parte significativa del movimiento religioso femenino fue constituido por mujeres que, manteniendo vínculos con la vida laica, apostaron por el servicio a Dios fuera de los claustros. Las recluse, pinzoche (hermanas de vida en común), beatas, cellane, emparedadas o terciarias son sus diferentes variantes geográfico-históricas. «En sus orígenes y su trayectoria posterior, estas formas de religiosidad secularizada […] supusieron una reacción a la clericalización y fortalecimiento de las estructuras de la Iglesia y a los instrumentos de control del laicado resultantes de la reforma gregoriana acometida en el siglo xi» (Muñoz Fernández, 1994: 7). La vida religiosa no enclaustrada, desarrollada en los primeros siglos del cristianismo, fue revalorizada desde el movimiento de beguinas de los Países Bajos, llevando en el Alto Medievo a una expansión amplia en todo el Occidente cristiano. Sin embargo, ante las fuerzas desestabilizadoras de otros movimientos cristianos, esta forma de religiosidad femenina —no vinculada con el clero y centrada en distintas formas de apostolado activo— supuso un elemento incómodo y discrepante con los intentos eclesiales de segregación de las formas de culto y piedad femeninas enclaustrada. Es más, «este modo de vida enmascaraba las distinciones entre los estados —clérigos y laicos— y también creaba confusión en el campo jurídico y, sobre todo, en lo relativo al derecho sucesorio» (Schultz van Kessel, 2006: 187). Por todo ello, un acercamiento a estas formas de protagonismo femenino religioso permite destacar dos corrientes de procesos interrelacionados y de crucial relevancia para discernir los contextos específicos de la religiosidad femenina moderna. Primero, señala las brechas existentes en el sistema social y cultural de la religiosidad oficial, que fueron aprovechadas y apropiadas por estas mujeres para escapar de los roles sociales y eclesiales femeninos normativos. Segundo, una exploración
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sobre su recepción social —promoción y críticas—, así como acerca de las políticas eclesiásticas que intentaron ordenar estos movimientos, da muestra de las tensiones y resistencias existentes en torno a la agencia femenina dentro de la Iglesia católica. En el contexto español de los siglos xv y xvi, bajo la denominación de beatas,111 se encuentran principalmente dos modalidades de la vida religiosa femenina. La primera es representada por las mujeres que sin profesar los votos —o, excepcionalmente, solo el voto de la castidad— seguían formas de vida religiosa viviendo en casas particulares y distinguiéndose por un hábito original y diferente de los monjiles. Se mantenían gracias a su propio trabajo, mayoritariamente labores caritativas y educativas, como la asistencia a los pobres, los enfermos o los niños huérfanos, entre otras. Desde el punto de vista legal, estaban subordinadas a la jurisdicción obispal. La segunda modalidad se acercaba más a las coordenadas de la vida monjil, refiriéndose a los grupos de terciarias que, aunque vivían en mundo secular y mantenían ciertas particularidades en su forma de piedad, conservaban una estrecha relación con alguna orden mendicante —más frecuentemente franciscana o dominica— al asumir su regla y, en algunos casos, los votos de pobreza, castidad y obediencia, pero casi nunca el de clausura. Con las reformas religiosas estas comunidades femeninas no institucionalizadas quedaron suprimidas y fueron convertidas en órdenes terceras regulares (Schultz van Kessel, 2006: 187). El fenómeno de las beatas españolas sigue siendo un tema poco difundido entre los estudios historiográficos hispánicos112 y difícil de abordar en su totalidad. Este tema merece una atención particular, que ahonde en más detalles de los que puede ofrecer el presente estudio; sin embargo, lo que se quiere destacar al respecto son las formas de agencia religiosa y de autonomía individual y colectiva de estas mujeres para señalar los denominadores distintivos y los comunes que estas compartían con las monjas de clausura ya analizadas. Para tal fin, por una parte, se indagará acerca del surgimiento y la evolución diacrónica de los movimientos religiosos femeninos no institucionalizados, a
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La denominación beatas aparece principalmente a las fuentes del territorio castellano y aragonés. En otras regiones se pueden encontrar también beguinas y reclusas (Muñoz Fernández, 1994: 7-8). 112 Ángela Muñoz Fernández (1994: 7-8) explica el estado de los estudios relativos a las beatas y beguinas españolas señalando la escasez de documentación de los primeros siglos cuando surgió el fenómeno, lo que impide establecer su evolución temporal desde el Medievo hasta la Edad Moderna (sobre todo, por la falta de análisis de la documentación de los siglos xii-xiv). Asimismo, la tarea es difícil por la fragmentariedad de los estudios desde la perspectiva inquisitorial, que predominan en el campo, y que llevaron a una visión torcida, centrada en los tópicos negativos e imágenes devaluadas de estos movimientos religiosos femeninos.
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la luz de los procesos de la formación del Estado moderno. Por otra parte, se abordará el significado social, la recepción popular y la oficial, de estas formas de comunidades religiosas. Asimismo, se observará su estructura interna, sus actividades y su horizonte de posibilidades, teniendo en cuenta los marcos de agencia, autoridad y poder en el movimiento beato. 2.4.5.1. Las formas de agencia femenina religiosa no institucionalizadas Después del periodo de intensificación de las diversas formas de vida religiosa femenina y la popularidad social de las santas, divine madri, visionarias y beatas, este escenario cambió radicalmente a partir del vuelco dado hacia la formación del Estado moderno. En la antesala de la Alta Edad Moderna, la mayoría de las comunidades femeninas se vuelve institucionalizada, al atenerse a las normativas y reglas monacales/conventuales dictadas tras el Concilio de Viena (1311-1312), donde por primera vez se formuló la prohibición del beguinaje, que fue clasificado como una «especie de locura» (apud Tanner, 2003: 128). Y, aunque las normativas del papa Clemente V fueron mitigadas por su sucesor, fue en este momento cuando se tachó de sospechoso este modelo de servicio religioso femenino. Como se ha señalado anteriormente, la santidad femenina, en su dimensión popular y oficial, constituyó un fenómeno clave en la formulación de la agencia femenina dentro de la religiosidad cristiana. Las santas y las místicas altomedievales, como figuras de reconocimiento local y general, «ejercían influencia, no sólo en los acontecimientos religiosos, sino también […] políticos y sociales de su tiempo» (Schultz van Kessel, 2006: 189). Sin embargo, desde finales del siglo xv, la continuidad de los beaterios se ve interrumpida debido a la entrada en el escenario político de la idea del Estado moderno absolutista, consolidado por la uniformidad religiosa. Las políticas de los Reyes Católicos, junto con las posteriores filipinas, centraron su interés en la reforma de las órdenes religiosas hacia una centralización institucional. Asimismo, las estipulaciones del Concilio tridentino expusieron un programa de unificación de la ortodoxia cristiana. Todos estos procesos supusieron la fundación de «una política sexual que […] tiene como meta la supresión o reducción de formas de vida religiosa ajenas al control de los poderes establecidos» (Muñoz Fernández, 1994: 20). Bajo este control cayeron las comunidades beatas, vistas como «endémicos brotes de autonomía religiosa femenina» (Muñoz Fernández, 1994: 20). A comienzos de la era moderna, el mapa del movimiento de las beatas en el territorio peninsular es muy disímil. Desde la época musulmana, son de principal importancia los núcleos urbanos situados en la Meseta sur, junto con
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las zonas al sur del río Tajo y al norte de Sierra Morena (Muñoz Fernández, 1994: 13-14). En estas áreas destacaron principalmente tres centros: Toledo, como portador del liderazgo religioso regional y sede del importante arzobispado y de numerosas órdenes religiosas; Guadalajara, como palanca de los beaterios influidos por los poderosos de la familia Mendoza, y Madrid-Alcalá, como «ciudad experimento del Cardinal Cisneros» (Muñoz Fernández, 1994: 13-14). Es importante señalar que en estas zonas era predominante la presencia de la Orden de los Hermanos Menores, bajo cuyos auspicios se establecieron numerosos beaterios afiliados a la Orden Tercera de la Penitencia. La espiritualidad franciscana, con su énfasis puesto en las formas internas de piedad, la oración mental y la experiencia mística, resultó complementaria de las principales modalidades de espiritualidad femenina beata. Desde el punto de vista cuantitativo diacrónico, la mayor incidencia de los beaterios se produjo desde el último tercio del siglo xiv hasta finales del siglo xvi, contando con «cerca de medio centenar de beaterios de proporciones y continuidad temporal diversa» (Muñoz Fernández, 1994: 21). A estas estimaciones se deben añadir las beatas solitarias y las que, agrupadas en las órdenes terceras, mantuvieron las peculiaridades del estado semirreligioso y que «la historiografía posterior, o bien las ha ignorado, o bien las ha hecho pasar por monjas […]. [Estas mujeres] sumadas a las monjas constituían una inmensa masa de mujeres consagradas a Dios, cuyo número superaba holgadamente el del clero masculino» (Schultz van Kessel, 2006: 188). Como demuestra en su estudio Ángela Muñoz Fernández (1994: 24-25), las formas no duraderas de estas comunidades, junto con el carácter doméstico de sus viviendas, dificultaban cualquier acercamiento estadístico al fenómeno. La investigadora, centrándose en la dimensión castellana de los beaterios, estima un importante desarrollo de estas comunidades en el siglo xv y «una proliferación desbordada de comunidades femeninas de similares características» (Muñoz Fernández, 1994: 25) en la segunda mitad del siglo —tal fue el caso de grandes urbes como Cuenca, Vallecas, Alcalá de Henares y Ciudad Real, pero también de núcleos pequeños como Cubas de la Sagra o Albacete—. El núcleo de mayor relevancia, en cuanto a la cantidad y el desenvolvimiento de estas formas de vida religiosa comunitaria femenina, fue Toledo, con más de dieciocho centros femeninos religiosos distintos entre los siglos xv y xvi. El siglo xvi atestigua una intensificación del movimiento beato en tierras andaluzas y extremeñas, lo cual lleva a una frecuente confusión con los grupos alumbrados y a una intensificación del control y las persecuciones locales (Pérez, 2012: 70-75). Además, como quedó dicho, un porcentaje estimable de los conventos femeninos de las grandes ciudades, como Toledo o, después del traslado de la corte (1561), paulatinamente Madrid, eran construidos a base de beaterios previos, manteniendo alguna impronta de este tipo de religiosidad (Perry, 1990: 81-101).
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Como en el caso de las monjas de clausura, entre las mujeres que vistieron el hábito beato se puede hablar de una diversidad de motivaciones, ambiciones y situaciones personales que les llevaron a este camino vital. Sin embargo, a diferencia de las formas de religiosidad reguladas, los beaterios parecen conformar unas comunidades menos clasicistas, compuestas tanto por mujeres nobles como por viudas, solteras, pobres o marginadas. Asimismo, al ofrecer formas de apostolado y un menor control desde los poderes oficiales eclesiásticos, los beaterios atrajeron a estas mujeres, que de modo especialmente intenso buscaron una satisfacción vital en el oficio apostólico o misionero. La fundación de un beaterio podía hacerse sin seguir procesos formales, bastaba con una simple agrupación de mujeres, incluso de procedencia más humilde, reunidas en torno al servicio de Dios, como ocurrió en el caso del conocido, gracias a Juana de la Cruz, beaterio de Cubas de la Sagra. «En Cubas, algunas mujeres de la comarca se reunieron con la intención de “recogerse y servir a la madre de Dios”, tomaron una casa en la aldea mientras se edificaba su edificio en “el cual gastaron el caudal de sus haziendas”. Agotadas sus posibilidades económicas, por ser mucha su pobreza, se sustentaban con el propio trabajo de sus manos» (Navarro, 1622: 42-46, apud Muñoz Fernández, 1994: 28). Sin embargo, es de suma importancia señalar que los beaterios, aunque muchas veces comprometidos con la labor caritativa, no eran necesariamente refugios solo para las mujeres más pobres o marginadas, que no podían permitirse la dote matrimonial ni conventual. Muchas de estas mujeres procedían de clases acomodadas, nobles o hidalgas «con recursos económicos y sociales suficientes para emprender su propia fundación conventual» (Navarro, 1622: 42-46, apud Muñoz Fernández, 1994: 28). Este hecho permite señalar otras motivaciones, de índole más individual que económica, que pudieron llevar a las mujeres a elegir este modelo de vida religiosa como una búsqueda de otro camino fuera del binomio matrimonio-convento. Cabe destacar entonces que la toma del hábito beato pudo responder a varios impulsos, entre ellos: el carácter elitista de las fundaciones conventuales y a la insolvencia económica de un gran grupo de mujeres para desarrollar la vida monjil regular; la insuficiencia de plazas en los conventos, que, debido a la estricta clausura impuesta desde Trento y, por ende, la consecuente penuria económica, influía en que solo pudieran permitirse de entre diez a veinte monjas, y el impulso individual de ejercer una labor caritativa o intelectual permite ver en los beaterios comunidades femeninas de apostolado activo, es decir, «un proyecto acometido por mujeres que disponían de sí mismas con autonomía y buscaban perpetuar ese autocontrol en marcos vivenciales cerrados a los hombres y con laxos vínculos de dependencia clerical» (Muñoz Fernández, 1994: 35). Si se piensa en los beaterios como espacios específicamente femeninos, se debe preguntar por las formas de autonomía y autoridad femeninas en
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su establecimiento y desarrollo. El análisis de la relación entre el espacio, la experiencia religiosa y la recepción social de las vidas de las beatas ofrece respuestas interesantes. Al contrario que en el caso de las monjas de clausura, las normativas que prohibían o limitaban la participación de las beatas en la vida diaria de su localidad no las atañían directamente. Viviendo solas o en grupos pequeños, en casas particulares o donadas, mantenían una relación estrecha con las necesidades más pertinentes de su entorno inmediato, al que acudían para pedir limosna o actuar como enfermeras, niñeras de huérfanos, asistentes de pobres, etc. Las relaciones abiertas entre la casa/calle «marcan la marcha interna del beaterio, y sus ulteriores etapas de evolución institucional, vienen acompañados de modificaciones introducidas en la sede física de la comunidad y de un replanteamiento en sus relaciones con los espacios públicos» (Muñoz Fernández, 1994: 35). A partir del análisis de las fuentes disponibles, sobre todo, los relatos de las vidas de beatas como María García, de Toledo; Águeda de la Cruz, de Aranzueque; Catalina Álvarez Marco, de Albacete, y María Ruiz, de Alcaraz (Muñoz Fernández, 1994: 37-44; Sánchez Ortega, 1992: 36-80), pero también de las que alcanzaron una mayor resonancia y fama, como María de la Visitación, de Lisboa; Magdalena de la Cruz, de Córdoba, o Luisa de Carvajal y Mendoza, de Cáceres, es posible dibujar ciertas tendencias generales de este estilo de vida religioso. En el proceso hacia la formación del Estado moderno, se puede observar una sobrevaloración social de los modelos de vida contemplativa conventual frente a la vida eremítica solitaria o el apostolado activo, lo que llevó a una sistemática transformación de estas formas de vida en una religiosidad controlada por el impulso regulador externo o por iniciativa de la fundadora113 de la comunidad. Asimismo, se puede percibir la importancia de un espacio físico particular para la constitución de la comunidad. Esta necesidad de un espacio propio «se denota como […] urgente y casi obsesiva, al juzgar que los relatos crónicos ponen en el tema, es el inevitable punto de partida de unas formas de convivencia religiosa articuladas en ausencia de votos impuestos y regla, lo que no quiere decir desprovistas de programa religioso y de pautas organizativas» (Muñoz Fernández, 1994: 39-40). Asimismo, en las trayectorias vitales de las beatas es posible observar un denominador común: la mortificación, la práctica de una religiosidad interiorizada —desde la oración mental y la contemplación— y el ascetismo —entendido como pobreza ritual, 113
La fundadora, en la mayoría de los casos, asumía el cargo de gobernadora de la comunidad, quien hacía las veces de consejera superior y a quien el resto debían atender. En muchas ocasiones, las fundadoras eran dotadas de algún carisma, que constituía un elemento principal alrededor del cual se desarrollaba toda la comunidad beata. La estructura interna de los beaterios se basaba en un sistema rotativo de elección, donde el liderazgo del grupo se ejercía en términos de sororidad, como una hermana mayor.
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desprendimiento de las relaciones familiares y un dominio sobre el cuerpo y sus necesidades—. El modo más común de vida religiosa no institucionalizada era el del beaterio, una comunidad femenina informal inspirada por los ideales mendicantes y el apostolado activo. Frente a esta forma más generalizada existían también otras vertientes, como el modelo contemplativo —inspirado por los ideales jerónimos y la vida eremítica solitaria— y el activo —basado en el ideal de pobreza evangélica y asistencia a los pobres—. Estos modelos no eran rígidos, sino permeables, como se ve en la descripción del beaterio de Cubas de la Sagra hecha por Pedro Navarro en Favores de el rey de el cielo hechos a su esposa la Santa Juana de la Cruz (1622): Su ejercicio de todas era darse a la oración y contemplación y los ratos que vacaban della a la obra y labor de las manos con que ganaban el sustento por ser mucha su pobreza […]. Salían también por los pueblos comarcanos para pedir limosnas porque no tenían clausura […] porque su profesión era más de beatas recogidas que de monjas. (Navarro, 1622: 42)
Sin embargo, este mismo autor pone en tela de juicio esta forma de vida religiosa femenina no enclaustrada, dejando clara muestra de la conflictividad que suscitaban los beaterios a nivel local y oficial: El salir estas mujeres de su Convento, y andar vagueando por aquellos pueblos, fue principio de entibiarse su espíritu, y distraer con el trato seglar, que Monasterios de Monjas sin voto de clausura son como ciudad con los muros desmantelados y aportillados a vista del enemigo […]. Y así no se avía de permitir Monjas que no quardassen clausura y estuviessn encerradas si fuesse possible. (Navarro, 1622: 43)
No obstante, es de crucial importancia recordar que, cuando sus señas más incómodas para la ortodoxia cristiana estaban bajo control, esta forma de apostolado activo constituyó para la Iglesia católica una herramienta eficaz en la lucha contra los infieles y la conversión al catolicismo: «Y ha passado tan adelante este zelo santo en algunas que han passado a tierras de herejes, y de infieles […] [reduciendo] a muchas de las tinieblas de la heregia» (Andrade, 1642: 134). La beata, por su capacidad para moverse y tener un mayor margen de aceptación social como predicadora o visionaria, podía contar con un apoyo en su labor apostólica o misionera desde algunas corrientes espirituales, sobre todo, la franciscana y la jesuita (el padre Cisneros y Alonso de Andrade, entre otros), y desde la realeza y nobleza del momento (Isabel la Católica, Felipe II, el marqués de Villena y los Mendoza, entre otros). Alonso de Andrade, tan severo como se ha visto, al delimitar los marcos de autonomía para las monjas de clau-
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sura manifiesta una posición no solo de aceptación, sino también de promoción y estimación de esta forma de apostolado femenino: «Han salido a las plaças, ya enseñar la doctrina a los ignorantes, no sin grande fruto, y edificación del pueblo» (Andrade, 1642: 133). De entre las beatas apreciadas destaca a Catalina de Herrera, de Santo Domingo de Toledo; Estefanía Manrique, de Castilla; Marina de Escobar, de Valladolid; Mariana de Jesús, de la Orden Tercera de San Francisco, y Luisa de Carvajal y Mendoza. Dice el monje de la primera que «de [su] fervor pudieron tomar exemplo los varones mas Apostólicos de la Iglesia; porque enseñava la doctrina a los niños, y a los pobres en la plaças» (Andrade, 1642: 133). Prosiguiendo en su descripción, acude al topos de la mujer visionaria: «Sus palabras eran llamas, nacidas del fuego de su pecho, que encendían a quien hablaba» (Andrade, 1642: 133). Sin embargo, esta valoración de la labor de predicación en las beatas no le impide al autor, unas páginas antes, prohibir cualquier forma de apostolado para las monjas de clausura «que no vaya [la monja] a peregrinaciones ni a romerías, porque de romera a ramera ay poquissima distancia» (Andrade, 1642: 210). De esta configuración paradójica de la beata en el discurso oficial y su recepción social se pueden sacar conclusiones interesantes. La definición de este estado religioso propuesta por Andrade, y citada al principio de este subcapítulo, asume una posición nítida, borrosa o hasta inefable de la mujer beata que se explica tautológicamente por la misma razón de su existencia: «Assi a las que professan este modo de vida, llamaron en la ley de Gracia Beatas, que es lo mismo que bienaventuradas, benditas, santas, y escogidas de Dios» (Andrade, 1642: 135). Las beatas son escogidas por Dios porque son beatas, su estado es distintivo y superior al de la monja: «[Beata es] nombre que no sea dado a ningunas otras Religiosas, aunque son de estado mas perfecto» (Andrade, 1642: 135). En la valoración social cuentan a su favor, precisamente, estas características, que son las que restan en la estimación de una monja de clausura: el trabajo social, el don de la predicación, la autonomía del carisma y la religiosidad íntima, «este linaje de virginidad, y de pureza no le alcançan los Ángeles; […] porque es adquirida á fuerza de armas, y a costa de inmenso trabajo» (Andrade, 1642: 179). Sin embargo, lo que suscita inquietud, sospecha y, por ende, censura oficial y social es la forma de configuración de un tercer estado fuera de las posiciones aceptadas y pensadas como exclusivas para la mujer dentro de las políticas sexuales patriarcales. Los beaterios se construyen a partir de las relaciones de fraternidad femenina, es decir, la sororidad,114 que materializa el deseo femenino de
114 Marcela Lagarde, al explicar el significado que tiene la sororidad para la acción política del feminismo actual, le quita a este término el significado religioso argumentando que «este no es un concepto religioso, pero sí tiene un latinajo “sor” (hermana). Significa que ninguna está je-
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construir y vivir en unas relaciones sociales diferentes a las posiciones definidas desde la autoridad masculina. Como destaca Muñoz Fernández (1994: 48), «un modelo en el que las mujeres abiertamente se desmarcan de las estructuras de parentesco, real y artificial, que rigen la sociedad patriarcal del momento, aquéllas que tienen en la noción convencional de familia, siempre regida por varones, dominantemente el padre, un referente institucional y simbólico dominante». Se ha podido observar que tal configuración autónoma, debido a las jerarquías impuestas y fortalecidas por las normativas oficiales y la construcción del espacio claustral, casi nunca se podía dar en los ambientes conventuales. Allí, como se ha visto, la abadesa/priora muchas veces desempeñaba el rol simbólico del pater familias, reproduciendo las estructuras de poder de la familia tradicional secular. Los beaterios, por su parte, encarnaron el sistema de la fratría femenina (se reapropia el término de Muñoz Fernández, 1994: 48), donde en una comunidad exclusivamente de mujeres no se reproducía el reparto sexuado de roles y se les daba un margen de autonomía considerable en cuanto a la formulación de su agencia y autonomía. En tal contexto, la relación con lo divino quedaba libre de la mediación masculina y se desenvolvía en el plano íntimo, que para las monjas de clausura era posible solamente dentro del misticismo, la santidad o la profecía. La sororidad como proceso, y como manifestación del status quo de una comunidad femenina, incita a una actualización importante e invita, aunque con la debida precaución sobre posibles anacronismos, a una comprensión más amplia del fenómeno que permite ver en estas formas de vida comunitaria femenina un valioso ejemplo de incorporación de valores comunes para el compromiso social y ético feminista actual. Simultáneamente, permite una mirada más amplia que abarque puntos críticos, muchas veces no apercibidos por la historiografía, del proceso de la expresión de la autonomía de las mujeres modernas: La sororidad es posible como un proceso, siempre y cuando cada una sea posible de alcanzar la mismidad, basada en la autonomía de las mujeres. «Auto» […] quiere decir «yo», poder tener la independencia, también sexual. La mismidad consiste en ir asumiendo esta construcción de las mujeres como sujeto, como nosotras mismas y en el mundo. Está relacionada con el empoderamiento individual y con el colectivo. (Lagarde, 2009: 4-5) rarquizada. Tiene como sentido la alianza profunda y compleja entre las mujeres» (Lagarde, 2009: 4-5). El enfoque aquí presentado propone precisamente recuperar este origen del término, que se considera constitutivo y complementario con el sentido del proyecto de sororidad: «Sororidad/ soridad/sisterhood: pacto político de género entre mujeres que se reconocen como interlocutoras. No hay jerarquía, sino un reconocimiento de la autoridad de cada una. Está basado en el principio de la equivalencia humana, igual valor entre todas las personas porque si tu valor es disminuido por efecto de género, también es disminuido el género en sí. Al jerarquizar u obstaculizar a alguien, perdemos todas y todos» (Lagarde, 2009: 4-5).
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3 PRÁCTICA LITERARIA
3.1. LAS DINÁMICAS DE LA CREACIÓN LITERARIA DE LAS MONJAS Más sé dezir, que mientras mas voy escribiendo, entiendo mas, y siento mas luz, que a mas me llama Constanza de Osorio, Huerto de Celestial Esposo (1686) ESCREVER/ Vim achar na pena descanso Joana da Gama, Ditos da freira ([ca. 1555] 2010)
Antes de abrir la sección de análisis y ahondar en el mundo de la performance textual de las autoras monjas, es importante indicar las principales dinámicas socioculturales y discursivas de esta creación. Después de haber inscrito el fenómeno del monacato femenino hispánico en un panorama más amplio de antropología social, política y religiosa de los siglos xvi y xvii, se pudo constatar su naturaleza potente, heterogénea y permeable. El análisis aprehendido desde la historia de las relaciones y del género permitió observar los marcos de sociabilidad normativa y vivida, junto con los reflejos de las estrategias políticas del momento ejercidos sobre y en el seno del movimiento religioso femenino. Esto, a su vez, posibilitó considerar el deseo y la experiencia personal y cotidiana de
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las monjas como un componente historiable. Ahora, para entender el papel que jugaron las autoras religiosas dentro de su contexto conventual inmediato y cultural más extenso, se inquirirá por las coordenadas conjuntas de esta expresión textual y las dinámicas internas y externas de su producción y circulación. Dentro de las posibles actividades femeninas en el contexto de los siglos xvi y xvii —posibles en el sentido de aceptadas por las estructuras de poder de aquella sociedad: el Estado y la Iglesia católica—, la escritura de las monjas puede ser entendida como una práctica de desalienación, un acto a la vez sumiso y subversivo, ya que transcurre en el intersticio de lo vigilado —por la Iglesia y la doctrina, en la figura del confesor— y lo íntimo —revelado en el subjetivo y solitario gesto de autodescubrimiento que se produce entre la conciencia autoral y el papel en blanco—. Los textos de las religiosas que se han podido conservar hasta hoy constituyen un verdadero crisol de heterogeneidad en cuanto a géneros literarios, temas, estilos, metros, nivel de complejidad y procesos de producción y circulación. Asimismo, esta escritura se manifiesta indisolublemente relacionada con la cultura letrada del momento, reflejando, a la vez que inspirando, sus corrientes estéticas o procesos de cambio. En conjunto, reflexiona sobre un amplio repertorio de temas, desde el adoctrinamiento religioso y la experiencia espiritual personal y colectiva por los acontecimientos políticos, sociales y económicos más actuales hasta la necesidad de un reconocimiento de autoría, una búsqueda de autonomía e intimidad. Al mismo tiempo, proporciona una mirada muy rica en matices sobre cómo estas autoras reaccionaron frente a los intentos de la cultura oficial secular y de la eclesiástica de decidir los límites de su voz, superando en unos casos, negociando y moldeando en otros, los marcos de acceso a la esfera del diálogo cultural. La amplitud de esta producción induce a realizar un tipo de sistematización previa de las aportaciones que, en aras de ordenar la exposición, llevará inevitablemente a esquematizar o generalizar sobre la misma. En lo que sigue se destacarán los componentes principales de la creación textual en los claustros femeninos. En primer lugar, se quiere señalar su difícil clasificación genérica, es decir, una hibridación formal y material que, a su vez, determina reflexionar sobre los mecanismos de la difusión manuscrita e impresa de esta producción textual. Asimismo, se analizarán brevemente las diferentes modalidades de esta escritura en el terreno de la prosa, la poesía y el teatro y se reflexionará sobre las formas intermedias, los paratextos y la producción que no entraron en la clasificación de las bellas letras, es decir, los textos paraliterarios y su significado en el conjunto de la escritura de las monjas. En segundo lugar, se destacarán las principales fuentes para el estudio de las autoras religiosas y su legado textual para, al final, proponer preguntas perentorias para el campo y posibilidades de lecturas nuevas. De este modo se abrirá paso al análisis de diversas estrategias de autoridad y autoría literarias femeninas y a una tipología de los modelos autorales de las escritoras religiosas de ese periodo.
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3.1.1. La escritura híbrida y sus dinámicas de difusión Como se ha podido constatar en el capítulo anterior, las razones de la escritura en las comunidades religiosas eran, desde su misma base, pragmáticas. Un monasterio o un convento, para un funcionamiento eficaz, tanto en la dimensión administrativa, económica y social como en la devocional, precisaba de una producción textual diversa. Resulta evidente que la oralidad no podía satisfacer todas sus necesidades, como gestionar una extensa red de relaciones, tramitar su memoria colectiva o construir un eficaz mecanismo de transmisión didácticoespiritual para la comunidad y la sociedad extramuros. Se ha indicado que, a pesar del control encarnado por toda una jerarquía de supervisores masculinos, una comunidad religiosa femenina podía y debía de mantener cierto grado de autonomía, que inducía, entre otras cosas, al contacto inmediato y diario con la palabra escrita. Dada la experiencia común de lectura, cuyo aprendizaje era obligatorio para las monjas de velo negro y, en ciertos casos, admisible para las de velo blanco, para muchas tomar la pluma suponía un paso bastante natural y frecuente. Es más, teniendo como base las diversas formas de esta comunicación por mandato, relativamente pronto la obligación de escribir podía derivar en prácticas voluntarias llevadas por el deseo de plasmar por escrito sus vivencias personales, espirituales e íntimas, reflexiones o juicios propios de índole teológica, dando por ello usos nuevos a la comunicación escrita religiosa. El vasto universo de la escritura de religiosas que se ha recuperado de los archivos provoca problemas específicos de diverso orden al no caber en los marcos de estudio de la literatura institucionalizada. Como indican Nieves Baranda Leturio y M.ª Carmen Marín Pina (2014: 11-45) en «El universo de la escritura conventual femenina: deslindes y perspectivas» que introduce el volumen colectivo Letras en la celda. Cultura escrita de los conventos femeninos en la España moderna1, la escritura de las monjas, ante todo, se caracteriza por la hibridación, una borrosa división genérica que anula la efectividad de las clasificaciones preestablecidas desde la historia y los estudios literarios. Además, esta fluidez de
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Este volumen, de indudable impacto para la disciplina, ha sido fruto del congreso Escritoras entre Rejas. Cultura Conventual Femenina en la España Moderna (Madrid, 5-7/07/2012), organizado por el grupo de investigación BIESES. Este encuentro interdisciplinario e internacional de especialistas resultó especialmente enriquecedor para la delimitación final del corpus del presente estudio y para una confrontación de las perspectivas metodológicas aplicadas en la investigación. Fueron decisivas las ponencias y la posibilidad del posterior diálogo con investigadoras como Asunción Lavrin, Isabelle Poutrin, Frédérique Morand, Gabriella Zarri, Nieves Baranda Leturio, y María del Mar Graña Cid. Asimismo, este congreso dio como fruto una cooperación a largo plazo con unas jóvenes investigadoras del campo y me posibilitó entablar unos proyectos compartidos que actualmente se encuentran en fase de trámite.
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géneros y estilos literarios, es decir, la hibridación formal, es intensificada por las propias características materiales de gran parte de los textos conservados en manuscritos misceláneos, que contienen materiales profundamente heterogéneos «donde conviven en alegre confusión escritos de muy diversa procedencia, autoría, contenido e intención, a veces de un solo convento, otras de varios» (Baranda Leturio y Marín Pina, 2014: 14-15). De ahí que, y a pesar de que contamos con textos de género definido (por ejemplo, las poesías místicas, los escasos diálogos, las crónicas, los autos sacramentales), la mayoría de ellos posee un perfil polimorfo. La vida o autobiografía espiritual,2 el género más en boga entre las escritoras monjas, mayoritariamente escrito por mandato del confesor de la autora u otro superior de la orden, puede derivar hacia el texto místico, las cuentas de conciencia, las meditaciones, la autobiografía propiamente dicha o las obras de mujeres ejemplares, que ofrecían «sus propias oraciones, mediaciones, ejercicios y penitencias para la vida espiritual» (Weber, 2005a: 118). Frecuentemente incluye elementos doctrinales y reflexiones de índole teológica que imponían un mayor escrutinio censor debido al peligro de la herejía y de quebrar el cerco de la escritura privada o menor. En su núcleo, las autobiografías espirituales son formas intersticiales entre la oralidad y la escritura, es decir, entre la formalidad del relato hagiográfico escrito y la cotidianidad de una confesión oral íntima, aprovechando elementos de ambas vertientes. Tienen las mismas características los escritos pedagógicos y didácticos, compuestos para el adoctrinamiento y la formación de la comunidad, que se valen de la catequesis y la oratoria sagrada, sin prescindir de elementos descriptivo-narrativos o cuasi autobiográficos; las guías espirituales, los manuales de formación de novicias y las oraciones aprovechan y reformulan los modelos eclesiásticos en clave personal; asimismo, las poesías ascético-místicas, devocionales y didácticas pueden presentar una variedad de modalidades y son utilizadas para fines muy diversos. Paralelamente, el carácter utilitario del arte epistolar —especialmente prolífico entre las monjas— no impide que las cartas incluyan igualmente variadas manifestaciones. Así, en la vertiente autobiográfica pueden servirse de los mode-
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El término autobiografía por mandato fue acuñado por Sonja Herpoel en su tesis doctoral de 1987 y se adoptó con éxito en el campo de la historia literaria religiosa. A pesar de las controversias o simplificaciones a las que puede conducir la denominación de mandato, sigue vigente en los estudios actuales, cf. Weber (2005a: 118). Se asume que el uso intercambiable de los términos vida, autobiografía por mandato y autobiografía espiritual continúa constituyendo un foco de debates acalorados. Sin embargo, el presente estudio se inclina hacia el uso inclusivo del término para evitar redundancias o digresiones innecesarias y para dar cabida a una mayor variedad de textos del yo de autoría femenina del momento. En este planteamiento se sigue el estudio, igualmente paradigmático para el campo, de Isabelle Poutrin (1995) y la contribución reciente de Fernando Durán López (2007).
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los de relatos de conciencia o de narraciones autobiográficas; en su dimensión informadora explotan moldes de géneros parahistóricos como la crónica o el relato de la fundación, el martirologio o la hagiografía, y, finalmente, pueden ser utilizadas como formas poéticas breves o tipos de paratextos. Esta laxitud formal se debe principalmente al hecho de que, a diferencia de los miembros del clero regular y los monjes de procedencia más acomodada, las religiosas no tenían una escolarización institucionalizada. Y, aunque indudablemente constituían el colectivo femenino de mayor grado de alfabetización y formación, no tenían acceso a la misma educación estandarizada, ni mucho menos universitaria, que era accesible a sus homólogos masculinos. Obviamente hubo bastantes monjas que alcanzaron los más altos niveles de formación, como demuestran los casos de Juana Inés de la Cruz (ca. 1648-1695), religiosa jerónima del Virreinato de la Nueva España; Valentina Pinelo, agustina profesa en Sevilla; las hermanas Sorillo, del Carmen Descalzo de Valladolid: María de San Alberto y Cecilia del Nacimiento, o Ana Francisca, de la familia de los Abarca de Bolea, una cisterciense de la villa de Casbas, en Huesca; todas ellas, exceptuando a la primera, forman parte del corpus de análisis del presente estudio. Sin embargo, incluso en estos casos —cuando la formación se ha obtenido en el contexto de una familia humanista o en las celdas del claustro— el conocimiento de la retórica, la gramática, los idiomas, la teología, la filosofía, la astronomía y la literatura sacra y profana no era una práctica cultural sistematizada, llevando, en muchos casos, a usos originales no estandarizados. Así, la hibridación genérica, que podía situar esta creación literaria fuera de la circulación oficial de la cultura letrada del momento, ofrecía a las autoras mayor libertad de expresión y negociación, imposible de alcanzar dentro de los rígidos moldes de los géneros literarios dominantes. Igualmente, la retórica, que no se podía perfeccionar en las confrontaciones públicas, se desarrollaba paralelamente a los usos cultos y según las necesidades más perentorias de estas escritoras, como la defensa de la autoridad para escribir y la viabilidad de su voz y, por ende, de la autoría literaria. Los textos de las monjas ofrecen una muestra insoslayable de gran variedad y originalidad en el uso de las figuras retóricas, muchas de ellas de origen popular, que han sido clasificadas como modelos propios de esta expresión literaria bajo la etiqueta propuesta por Alison Weber (1996) de retórica de feminidad. Los recursos como la ironía, la humildad, la mistificación, el silenciamiento o la sugestión eran reapropiados por estas autoras con el fin de construir modelos eficaces de legitimación de su autoría y, a la vez, mantenerse dentro de los marcos de la ortodoxia cristiana. Otro rasgo particular de este corpus, que es un efecto directo de la necesidad de negociar el lugar desde donde se ejerce la autoridad literaria, es el uso diferente de los paratextos. Por lo general, las investigadoras del campo, partiendo de los presupuestos establecidos por Alberto Porqueras Mayo (1957) sobre
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la posibilidad de leer los prólogos de la literatura áurea en función de género literario, han señalado repetidamente que los prólogos de las escritoras, tanto religiosas como laicas, revelan una complejidad de estructura, argumentación y volumen mucho mayor que en el caso de las obras de los escritores de la época (Luna, 1996b: 41-48; Baranda Leturio, 2005; Egido, 1983: 581-607; Rossi, 1984; Jude, 2012: 41-58). En los textos de las monjas este uso estratégico del prólogo excede tanto las modas vigentes para la literatura áurea como los modelos de la escritura de autoría femenina secular, para convertirse en una negociación de la legitimidad de la autoría, una muestra de erudición y un acto de fe que cede la última responsabilidad del texto a Dios, que es la primera causa y el último objetivo de tomar la pluma. Su carácter estratégico frecuentemente se basa en la argumentación ad mea mediocris y la estilización del texto al sermo rusticus, que quedan refutadas en el propio texto, por su peso y erudición, convirtiendo de este modo la opinión común sobre la inferioridad intelectual femenina en una paradoja. Además, los preliminares de estas obras, casi exclusivamente de voces masculinas avaladas por ocupar una elevada posición eclesiástica o administrativa, también sobrepasan sus usos habituales, con una extensión y un peso argumental mayores. Su voz es, al fin y al cabo, una indispensable confirmación de la ortodoxia del pensamiento de la autora, su posición simbólica en la cultura religiosa y la vía para que el texto adquiera estatus de obra admitida para su difusión. Se ha señalado en el capítulo primero que, en los discursos religiosos, la función-autor iba desarrollándose en correspondencia a los procesos de la cultura letrada del momento, pero manteniendo matices propios. Para evitar repeticiones innecesarias, solamente se quiere recordar que la anonimia y la reticencia frente a la publicación impresa en textos religiosos podían (pero no tenían que) responder a una negociación estratégica de la función-autor, indicando que, tras el anuncio de la verdad del texto, no había, al menos expresamente, pretensiones de reconocimiento individual o provecho económico, ya que la obra había sido compuesta ad maiorem Dei gloriam. En el caso de la escritura de las monjas, donde el nivel de anonimato era relativamente alto, esta negociación de autoría, cuando no se debe a la pérdida del nombre en la copia del texto, tiene que ser vista a la luz de las particulares condiciones de esta escritura, privada de autoridad simbólica y, por tanto, en constante interpelación de la legitimación de la voz y la autoría. En el corpus de las fuentes primarias se pueden distinguir varias formas de anonimato femenino. Una de ellas sería el pseudónimo, que, en el caso de las religiosas, puede ser entendido como un desdoblamiento de la máscara literaria que se sobrepone al nombre de ordenación de la autora, un yo ya travestido. Este era el caso, por ejemplo, de Luisa Magdalena de Jesús (O. C. D., 1604-1660), nacida Luisa Enríquez Manrique de Lara, condesa de Paredes,
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quien publicaba como Aquiles Napolitano (Año sancto. Meditaciones para todos los días en la mañana, tarde y noche, Madrid, 1658), María de Santa Isabel, es decir, María Fernández López, quien dio a conocer sus textos bajo el nombre de Marcia Belisarda o Maria Magdalena Eufemia da Gloria (O. S. C., 16721759), quien publicó bajo el anagrama de Leonarda Gil da Gama. En el caso de la segunda, sin embargo, se debe advertir que su nom de plume más bien se acerca a un juego literario que a un intento de ocultación de su identidad.3 Una vertiente de este tipo de pseudónimo, correspondiente con la moda literaria de los juegos verbales, la constituyen los nombres cifrados en forma de anagramas o dísticos, como, por ejemplo, el de Luisa del Espíritu Santo en el Novenario espiritual a Nuestra Señora de Monte-Santo o Luisa de Carvajal y Mendoza en varias de sus composiciones poéticas. Otra forma de anonimato se encuentra en las adscripciones genéricas, a veces con una fuerte carga de humilitas, que ocultan la identidad autoral tras fórmulas impersonales como «una carmelita», «la indigna» o «la Esposa del Señor». Igualmente, son frecuentes las adscripciones a una comunidad, dando muestras de la permeabilidad de los sistemas de propiedad intelectual y función autoral antiguos y nuevos y sus formas intermedias, a caballo entre el orden medieval y el moderno. Asimismo, habrá una categoría del anonimato a posteriori cuando nos son irreconocibles pautas del texto que en su tiempo eran legibles y obvias dadas las circunstancias o los acontecimientos que se describen, las hermanas monjas que se nombran u otras indicaciones que actualmente no son identificadas. Finalmente, se podría identificar un tipo de anonimia estratégica, ligada con las formas anteriores, que pretende disminuir o anular la importancia, por lo menos formalmente, de la función autoral, inscribiendo la autoría en el desarrollo del texto y alejando, de este modo, la responsabilidad simbólica y legal que tal autoría literaria conllevase. Los estudios sobre las redes de promoción y contacto de los espacios conventuales femeninos en cuanto núcleos de creación cultural, sus vínculos internos y externos, junto con la praxis de cada comunidad espiritual, han sido ob3 Tal conclusión presenta Martina Vinatea Recoba en su reciente edición crítica de la poesía completa de María de Santa Isabel. La investigadora dice al respecto: «Consideramos que María de Santa Isabel escribe bajo el nombre de Marcia Belisarda, como un juego de ocultamiento de identidades y quizá también un homenaje literario a Lope de Vega por sus Novelas a Marcia Leonarda. La monja María de Santa Isabel más que esconderse, juega con su nombre y escribe bajo el seudónimo de Marcia Belisarda, que, en realidad, es un anagrama de sus nombres reales. No existe una ocultación de nombre total, como lo hacían muchas escritoras para salvar la honra de la mujer real y de la monja por haber roto la norma del silencio, porque los poemas encomiásticos que le dedican sus amigos juegan —como ella— tanto con el nombre real como con el seudónimo. Así pues, no se debe considerar una forma de atenuación autoral, sino al contrario se trata de un recurso literario, que la revela como parte de una sociedad de creadores en la que adopta una actitud de autora plena» (Vinatea Recoba, 2015: 61, el énfasis es mío).
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jeto de análisis diversos, especialmente prolíficos en el contexto italiano, ibérico e hispanoamericano durante la última década. El reavivamiento de investigaciones desde disciplinas, perspectivas y herramientas metodológicas diversas llevó a una redefinición del significado y de las dinámicas de los ambientes religiosos femeninos, así como de la producción cultural en ellas originada. Asimismo, este boom de estudios de campo hizo posible descifrar enigmas y cuestionar hipótesis previas. Como demuestran los últimos estudios sobre las dinámicas del monacato femenino en el contexto ibérico e hispanoamericano(cf. bibliografía final), la escritura de las monjas carecía, en su gran mayoría, de patrones rígidos o de una estricta formalización escritural, como ampliamente se ha sostenido en los estudios anteriores. Tal consideración abre camino a un cambio de perspectiva que interprete estas obras más allá del paradigma de la imitatio e indique a aspectos como la inventio, la singularidad, la originalidad y el impacto. Igualmente, el cotejo de los textos de las monjas de los diferentes contextos culturales —hispanoamericano, español, portugués e italiano— dejó entrever unas redes de promoción espiritual4 consolidadas, de contacto y continuidad, lo que no anula, sin embargo, las diferencias originarias de cada uno de estos núcleos identitarios. Las tan esperadas colaboraciones entre los especialistas que investigan sobre el periodo áureo y los medievalistas pudieron confirmar el papel del movimiento religioso femenino en la transmisión de procesos de larga duración, como la espiritualidad barroca americana (Greer y Bilinkoff, 2003; López, 2010), o la continuidad generacional de tradiciones en reglas monásticas, como en el caso de las clarisas de Manresa (Rosillo Luque, 2013: 169-184) o las mercedarias barcelonesas (Rodríguez Parada, 2013: 45-78). Del mismo modo, se han desvelado las manipulaciones en los mismos manuscritos y sus posteriores versiones impresas, si las hubo, por parte de los superiores de la Iglesia, lo que genera nuevas preguntas sobre los procesos de difusión y circulación de los textos. Este último aspecto resulta especialmente importante si se toma en cuenta que gran parte de las obras de autoría femenina religiosa no pasaron de la fase manuscrita. Como señalan Baranda Leturio y Marín Pina en el estudio antes
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Las redes de promoción espiritual aquí se entienden en términos amplios, propuestos por Blanca Garí (2014: 3-17), pero extendiendo su marco temporal hacia los siglos xvi y xvii. Entonces, la promoción espiritual es comprendida como «toda aquella actividad que implica la existencia de iniciativas capaces de poner las condiciones, elevar, mejorar o apoyar la realización de algo concreto, en este caso los espacios de espiritualidad femenina medievales». Por su parte, la red es utilizada como «trama de relaciones, sean estas de parentesco, afinidad, afecto, autoridad o de otro tipo, a través de la cual circula y cobra realidad esa actividad de promoción espiritual» (Garí, 2014: 7-8). Resulta especialmente útil al respecto la nueva herramienta digital presentada por el grupo de investigación BIESES que permite visualizar las redes de sociabilidad de las escritoras de la Edad Moderna, cf. BIESES.
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mencionado (2014: 16-24), el hecho de que la mayoría de los escritos de las monjas se conserven en copias únicas, y muchas de ellas hológrafas, nos hace recordar que estamos frente a otros modelos de difusión de los textos, en los que la lectura en voz alta, el canto o la memorización de fragmentos eran comunes: El manuscrito es el medio habitual de difusión para las cartas, pero hay que considerarlo inherente a muchos de los géneros de la escritura conventual, como las vidas de las hermanas modélicas, las autobiografías, las versiones de oraciones, los escritos didácticos… De ello se sigue que cada convento se nutría de dos vías en íntima relación: la manuscrita, que era esencialmente propia y que en algunas circunstancias podía ser trasladada a un circuito más extenso, por lo general dentro de la misma orden […] y la impresa, donde residía el acervo común con otros conventos y la sociedad en general. (Baranda Leturio y Marín Pina, 2014: 16-17)
Esta doble dinámica de la cultura letrada conventual permitía que, a través de la producción escrita, la comunidad mantuviese una posición particular en las redes sociales y culturales de su contexto, situándose en el intersticio de las culturas privada y pública y en posición del agente mediador entre los dos mundos, el terrenal y el eterno, manteniendo su autonomía. Ahora bien, si en la cultura letrada de los claustros femeninos domina el manuscrito único, por un lado, se restringe significativamente el alcance e impacto de esta producción a la congregación y su entorno más próximo. Por otro lado, sin embargo, ante tal panorama surge la necesidad de revaluación de las obras de las monjas que se han conservado en varias copias y en fragmentos insertos en otros códices misceláneos. Su impacto adquiere mayor relevancia y debe de ser analizado al trasluz de elementos como el lugar y el año de la copia o la procedencia del manuscrito, aspectos frecuentemente desatendidos por la crítica literaria. Asimismo, se hace pertinente valorar en su justa medida la materialidad de cada uno de los ejemplares y, aún más, de los que llegaron a ser impresos, ora después de la muerte de la autora —por ejemplo, casi una treintena de títulos de la dominica catalana Hipólita de Jesús Rocabertí (1551-1624) o la Mística Ciudad de Dios, de María de Jesús de Ágreda)—, ora en vida de la misma, como es el caso de los textos de Valentina Pinelo o Ana Francisca Abarca de Bolea. La materialidad de los códices presenta una escala de variedad significativa y sintomática. De ahí que, como se ha dicho, los manuscritos misceláneos pueden contener un material muy desemejante, habitualmente subordinado al fin último de su compilación: la redacción de una crónica, materiales aportados en un proceso de beatificación o en respuesta a una demanda de otra índole. La desigual calidad de letras y papeles, la diversidad de su origen, los documentos con autoría y los anónimos, una fluctuante disposición gráfica, junto con la fragmentariedad y agregación de textos incompletos, o que suponen continuidad con otros que desconocemos,
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y que la autora o la escriba probablemente tenían frente a sí, son características propias de esta modalidad escrita y sin duda hacen más arduo el proceso de interpretación. Además, la materialidad de los códices permite deducir su desigual impacto y estimar su valor como objeto en las redes sociales religiosas y profanas del momento. En este aspecto, el corpus abarca textos de características diversas. Primero, nos encontramos con códices de lujosa ornamentación y disposición gráfica con las que se quiso imitar el modelo del texto impreso, como algunas obras de Estefanía de la Encarnación, de María de Jesús de Ágreda o de Mariana de Jesús (O. S. C., ca.1555-1635). También hay textos autógrafos valorados como reliquias si su autora gozaba de una posición espiritual privilegiada, avalada por los superiores de la Iglesia, donde el valor espiritual, el material y el meritorio se confundían como era el caso de la obra literaria de Jerónima de la Asunción (O. S. C., 1555-1630), fundadora del Real Monasterio de Santa Clara en Intramuros (islas Filipinas) o la prolífica autora dominica Hipólita de Jesús Rocabertí (1551-1624). Después, están las copias en limpio, hechas por una escriba de la orden o el padre espiritual de la autora, que en su mayoría están recogidas en manuscritos dedicados a, o preparadas por, una única autora y que pueden contener tanto textos de la autora como notas y comentarios sobre ella. Vistas en conjunto, estas modalidades se caracterizan por una fuerte identificación entre la función-autor y la figura autoral. Por otro lado, se encuentran los textos considerados secundarios, preparados para una compilación mayor, escritos a petición en manuscritos mayoritariamente hológrafos incluidos como códices de trabajo: con notas al margen, tachaduras y cambios realizados por la autora o por una mano autorizada, normalmente masculina, carentes del fenotipo social del autor, pero no por ello privados de la función-autoral. Como se ha dicho, el número de obras que llegaron a ser impresas no es elevado si consideramos la totalidad de los textos hoy conocidos, sin embargo, su existencia es notoria. Para su justa valoración, estas obras deben ser vistas a la luz de la totalidad de la presencia de textos de autoría femenina en la cultura impresa del momento, que, aunque ha sido analizada en el apartado «La cultura literaria femenina», a estas alturas del análisis requiere una consideración adicional. Conviene recordar que las razones que llevaron a que las obras de las monjas fuesen impresas no tienen por qué responder a un impulso individual, como ocurre entre las escritoras seglares, sino que el destino último de la obra podía estar determinado por el confesor u otro superior de la orden. Entonces, por un lado, para una autora religiosa la impresión del texto indudablemente implicaba un reconocimiento y, aunque esta fuese hecha post mortem, suponía la consolidación y el significado simbólico de su autoría en el panorama literario crucial para sus continuadoras. Sin embargo, al mismo tiempo, al crecer el impacto de la obra aumentaban las potenciales críticas y censuras al texto, es decir,
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aparecía la responsabilidad jurídica y social por la obra y cada una de sus formas inmediatas. Por otro lado, para las autoridades la decisión de que el texto de una monja pasase a la imprenta se debía en última instancia a la necesidad de controlar y fijar su versión final, acordada como ortodoxa, frente a las copias o posibles cambios hechos por la propia autora en el manuscrito. No obstante, en uno y otro caso la autoría quedaba legitimada por la visibilidad adquirida a través de la estampa. Según el análisis del panorama literario de autoría femenina planteado por Nieves Baranda Leturio en: «Historia de las escritoras españolas de la Edad Media al siglo xvii. (Una propuesta programática)» (2005: 123-174) y «“Por ser de mano femenil la rima”: de la mujer escritora a sus lectores» (2005c: 91-120), el Reino español, en comparación con otros países europeos como Italia o Francia, fue reticente a incluir a las mujeres en el mercado del libro impreso. Efectivamente, hasta finales del siglo xvi el sistema de la cultura escrita no aceptó, solo como una excepción, la presencia de autoras en las dinámicas del mercado de los libros impresos, que suponían, lógicamente, una mayor difusión, posibles beneficios económicos y una supeditación legal y eclesiástica. La entrada en el discurso impreso extremaba los problemas planteados ante cada intervención femenina en la esfera del diálogo público, que se correspondían con la imposibilidad de legitimación de su autoría como voz emisora de una verdad. Como se ha indicado antes, aquí se sostiene que las mujeres, al estar privadas de la participación en el legado cultural compartido de autoridad, quedaban excluidas de crear un discurso autorizado y, por ende, de la posibilidad de que este fuese aceptado en la recepción general (Luna, 1996c: 102-128). De hecho, ante tal paradoja, las autoras religiosas solían recurrir, entre otras, a la argumentación ad divinam voluntatem: refiriéndose a la voluntad de Dios como el primer y el último objetivo de su escritura, dejaban en sus manos la responsabilidad simbólica del texto y su destino. Indudablemente, esta estrategia de legitimación de la voz, que se ha mantenido también para los textos impresos, otorgaba a la publicación otro significado, creando un marco específico de relaciones legales, eclesiásticojurídicas y espirituales. En tal estado de la cuestión, no resulta sorprendente que el punto de inflexión que inició un largo proceso de cambios en el sistema de la cultura impresa en España fuese precisamente la publicación de las obras de la más venerada religiosa del momento, Teresa de Jesús.5 En la segunda parte 5 En Évora se publica, pocos meses después de la muerte de Teresa de Jesús, el primer texto, Camino de perfección, bajo el título Tratado que escribió la madre Teresa de Jesús a las hermanas religiosas de la Orden de Nuestra Señora del Carmen del monasterio del Señor san José de Ávila de donde a la sazón era priora y fundadora, por Teutonio de Braganza. En 1585 se publica en Salamanca la edición castellana de la obra. El 1588 aparece el Libro de la vida, a petición de la emperatriz María de Austria, hermana de Felipe II. Las Cuentas de conciencia se publican a partir de 1588 en varias ediciones fragmentadas; en 1610, el Libro de las fundaciones; en 1611, las Meditaciones sobre el
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ya se ha analizado el significado de este acontecimiento para el proceso de formulación y negociación de la autoría femenina, y ahora se señala su impacto a la hora de promocionar un modelo concreto —autora religiosa de repercusión global—6 como detonante crucial para la participación de las autoras monjas en el diálogo cultural público. La edición preparada y prologada por fray Luis de León bajo el impulso editorial de una de sus discípulas predilectas —Ana de Jesús (Lobera)— abrió una brecha en el monopolio masculino de los impresos, que no esperó mucho para convertirse en verdadera ruptura a nivel nacional. Ampliamente leídos en su versión manuscrita en vida de la autora, las subsiguientes ediciones impresas de las obras de Santa Teresa (1588, 1589, 1597, 1602, 1606 y siguientes), preparadas ya después de su muerte, constituyeron un hito sin precedentes en cuanto a su escala y resonancia. Vista a la luz de estos acontecimientos, la creciente participación de las mujeres, religiosas y laicas, en las justas y los certámenes poéticos, así como la cada vez más frecuente inserción de sus versos en los preliminares a otras obras impresas, resultan hechos sintomáticos. Son igualmente reveladores los numerosos elogios que estas autoras recibieron de autores coetáneos de gran renombre, como Lope de Vega, Pérez de Montalbán, José de Valdivielso o Andrés de Uztarroz, entre otros. El primer caso de este tipo de publicación apunta precisamente al año 1588, y la primera publicación de un texto anónimo de una monja en este tipo de celebraciones se Cantar de los Cantares; en 1613, Modos de visitar los conventos; en 1637, Constituciones (incluidas en la Historia de la Orden Reformada del Carmen de Jerónimo de San José) y en 1658, las Cartas. Las poesías, sin embargo, no llegaron a imprenta hasta 1861. 6 Los textos de Teresa de Jesús alcanzaron una difusión manuscrita incomparable aún en vida de la autora, sin que la Inquisición pudiera realmente controlarla: «Sin exceptuar al rey, los diferentes estratos sociales se deleitan al adentrarse en los meandros del peculiar pensamiento teresiano […] desde dama noble hasta la criada más anónima encuentran en la fundadora de las carmelitas descalzas una portavoz excepcional, que intuye sus problemas, a la vez que deja vislumbrar una posible salida» (Herpoel, 1999: 37). El Libro de la vida de Teresa de Jesús fue prohibido por el Santo Oficio en 1576, después de casi diez años de divulgación manuscrita, aprobada por Juan de Ávila en 1586. Los repetidos intentos de Ana de Jesús (Lobera) de recuperar el autógrafo de santa Teresa llevaron a la publicación del texto en 1588 en Salamanca y Barcelona. La circulación de las obras teresianas constituye un hito al forjar un modelo de escritora de resonancia social, política y religiosa global. Por haberse difundido en un contexto sociocultural especialmente propenso, el ejemplo teresiano influyó en una tendencia nueva de popularización de un modelo de escritora y de una tradición literaria religiosa femenina, sacando este tipo de escritura de su lastre de ejemplos aislados. Con esto, sin embargo, no se quiere sugerir que las obras de santa Teresa no tengan detrás toda una tradición de escritoras, como Isabel de Villena, Teresa de Cartagena o María de Ajofrín, que Ronald Surtz denomina las «madres de Santa Teresa» (Surtz, 1995) y cuyos textos fragmentados han sido editados por Anna Caballé (2004). No obstante, los escritos de estas autoras anteriores a santa Teresa no llegaron a imprimirse, quedando su difusión restringida a la circulación manuscrita. Para un resumen de la bibliografía sobre Teresa de Jesús, cf., por ejemplo, sus Obras completas (1979) o la Antología editada por Manero Sorolla (1992b).
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produce en el año 1601, en la justa celebrada por la canonización de Raimundo de Peñafort en Barcelona (Baranda Leturio, 2004a: 378). El fenómeno alcanza su cumbre, para la impresión tanto de preliminares como de poesías de concursos, en los años 1614 y 1622 —fechas de las festividades de la beatificación y la canonización de la santa abulense— y sigue con éxito hasta aproximadamente la mitad del siglo xvii: Estas cifras, concentradas fundamentalmente en el siglo xvii (registro más de cuatrocientos nombres de poetas en el Siglo de Oro), revelan una voluntad generalizada de la mujer de expresar socialmente su cultura, de exhibirla como un bien de consumo deseable que, por tanto, tiende a su extensión. En este sentido, no conviene olvidar la presencia del personaje de la culta en el teatro y la sátira de las bachilleras por esos mismo años, lo que nos habla de dos tendencias en oposición: las mujeres religiosas y seglares buscando por la escritura para el público un modo de expresión y la oposición cada vez más acérrima de ciertos sectores, que seguramente no critican tanto la adquisición del conocimiento como su demostración, que siempre se censura como exhibición impropia de la condición femenina. (Baranda Leturio, 2005: 95)
Dicha búsqueda de expresión en público queda bien ilustrada en el decenio 1600-1610 por tres mujeres, dos de ellas, religiosas, cuyas obras se publican: Valentina Pinelo, con su Libro de las alabanças y excelencias de la gloriosa Santa Anna (Sevilla, 1601); Magdalena de San Jerónimo,7 con su Razón y forma de la galera y casa real (Salamanca, 1608 y Valladolid impreso en el mismo año), e Isabel de Liaño, con su Historia de la vida, muerte y milagros de Santa Catalina de Sena, dividida en tres libros (Valladolid, 1604).8 En este periodo sale de la 7
De Magdalena de San Jerónimo (o Gerónimo) apenas se conservan datos. La fuente principal son las informaciones proporcionadas por Camilo María Abad (1966; Carvajal y Mendoza, 1966), en su estudio sobre Luisa Carvajal y Mendoza, con la que Magdalena mantuvo una estrecha correspondencia, y por Isabel Barbeito Carneiro (1991), quien estudió el sistema penal en relación con las mujeres. Se desconocen las fechas exactas, pero su vida debió de transcurrir entre la última década del siglo xvi y principios del xvii. Procedente de una familia noble del reino de Vizcaya, Beatriz Zamudio probablemente nació en Valladolid y allí entró en contacto con los círculos de la realeza. Destacó por su labor caritativa, dirigida a la conversión y la reforma de la vida de las prostitutas. Beatriz disponía de una significativa fortuna, que destinó a la fundación de la Casa Pía de Arrepentidas de Santa María Magdalena de Valladolid y la Galera de Madrid, cárcel destinada a la reclusión de vagabundas y delincuentes. Mantuvo una estrecha relación con la nobleza, especialmente con Margarita de Austria y la infanta Isabel Clara Eugenia, a la que sirvió entre 1600-1607, probablemente como maestra de las doncellas del palacio de Bruselas (Lacarra, 1993: 177). No se sabe si ingresó en alguna congregación (pudo ser bernardina o cisterciense) o si se mantuvo en un estado independiente como religiosa terciaria. 8 La obra de Valentina Pinelo, que comprende una exégesis bíblica y una hagiografía, se inscribe en la larga tradición de escritura femenina que busca establecer una genealogía del saber transmitido por vía materna. Su publicación, que fue posible gracias al apoyo económico del
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imprenta también la Crónica de la fundación del convento de san José de Granada (1610), de Ana de Jesús (Lobera), incluida en la edición bruselense del Libro de las fundaciones de Teresa de Jesús. De tal configuración de títulos se desprende que tanto el estado religioso como la temática espiritual servían a las autoras de eficaz respaldo y salvoconducto para la entrada en el mercado de los libros impresos. Se debe recordar que la cédula de impresión se concedía por un tiempo limitado, pocas veces mayor de diez años. Tal periodo de legítima publicación fue otorgado a Valentina Pinelo por el rey y, en su nombre, Luis de Salazar le escribe lo siguiente: Por la devoción que teniadeys, y nos pedistes y suplicastes, os mandacemos conceder licencia para le [el libro sobre Santa Ana] imprimir, y privilegio por diez años […] vos o la persona que para ello vuestra poder tuviere y no otra alguna, podays imprimir y vender dicho libro […] damos licencia y facultad a qualquier impresor destos nuestros reynos que vos nombraredes, para que durante el dicho tiempo la pueda imprimir, por el original que en nuestro consejo se vio […]. (Pinelo, 1601, Preliminares, s. p.)
Resulta importante señalar que cada ejemplar se imprimía sin los primeros pliegos, que se añadían una vez certificada la correspondencia del impreso con el original censurado y aprobado. En las décadas siguientes, las cifras de los impresos de autoría femenina aumentan hasta tal grado que es posible hablar de un asentamiento público de esta escritura, con impresos de autoría monjil sobre todo en el campo de la poesía. En esta etapa publica Violante do Céo (O. D., 1607-1693), primero de forma puntual, en preliminares a Várias Poesías (Lisboa, 1629), de Paulo Gonçalves de Andrade, donde su soneto se imprime al lado de otro de una monja de su comunidad, Leonarda de la Encarnación. Después, las poesías de Violante do Céo se imprimen en Francia en una colección independiente de Rimas varias de la Madre Soror Violante del Cielo, religiosa en el monasterio de la Rosa de Lisboa (Rouen, 1646), un hecho sin precedentes en la cultura letrada ibérica del momento. Asimismo, en este decenio María de Santa Isabel prepara un manuscrito de poesías para su publicación, que, aunque fuese aprobado para la imprenta, nunca llegó a publicarse por razones desconocidas. sobrino de la autora, Dominico Pinelo, tuvo gran repercusión, suscitando tanta admiración como censuras. El texto de Magdalena de San Jerónimo, un tratado legal sobre la transformación del sistema penal en función de género, «inventado por muger contra mugeres» (Magdalena de San Jerónimo, 1608: s.p.), despertó el interés del mismo rey, Felipe III, y alcanzó el estatus de plan de reforma. Explora un género difícilmente accesible para las escritoras y, en el sentido estricto del término, constituye una obra pionera de autoría femenina para el campo de los tratados sobre temas seculares. La obra de Isabel de Liaño pertenece al género hagiográfico y refuerza el modelo de libro escrito «por una mujer para las mujeres», como hace constar la autora desde el prólogo (Liaño, 1604: 2r-2v).
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Es importante señalar que ambas poetas escribieron versos de índole profana —un fenómeno poco frecuente entre las escritoras monjas—, lo que puede indicar un cambio paulatino hacia una mayor aceptación social de la autoría femenina para la escritura de ocio. Esta tesis queda comprobada por la creciente presencia de impresos de autoras seculares en géneros como la comedia, la novela o la tratadística, es decir, modalidades de mayor reconocimiento, antes impensables para una mujer. A partir de los años treinta del siglo xvii, el mercado cuenta con publicaciones de Feliciana Enríquez de Guzmán, Ana de Castro Egas, Ana Caro Mallén, María de Zayas y Sotomayor, Luisa María de Padilla y, unos años más tarde, de Ángela de Acevedo, Mariana de Carvajal y Leonor de Meneses. A mitad del siglo, los impresos de autoría femenina constituyen ya una tradición reconocida y abarcan tanto nombres como géneros diversos. De entre las religiosas cuyas obras llegan a la imprenta, destacan las que están publicadas en vida de la autora y con más de un título, como la mencionada Ana Francisca Abarca de Bolea (Catorce vidas de Santas de la orden del Císter, en 1655, y su complemento, Vida de la Gloriosa Santa Susana, de 1671; Vigilia y octavario de San Juan Baptista, de 1679, y varias poesías sueltas [1650; 1654; 1656]) y Mariana de San José (Ejercicios espirituales, en 1627, y las Oraciones, jaculatorias y advertencias, que incluyen también sus poesías místicas y constan de un conjunto de papeles manuscritos e impresos del siglo xvii). Este giro en las políticas editoriales contribuye a una concepción distinta de la autoría y, por lo tanto, a la diferente atribución de la autoridad literaria que se otorga a las propias autoras. Mientras que entre las primeras escritoras impresas predomina la necesidad de legitimar su autoría a través de una genealogía del saber femenino, donde la herencia teresiana ocupa un lugar medular, en las autoras de las décadas posteriores se va afianzando un modelo de autoría más independiente, avalada por el reconocimiento entre sus coetáneos y el mismo afán y posible lucro económico o simbólico de la escritura. De modo general, su producción literaria cumple, aunque no sin excepciones, con las características de una escritura profesional propuestas por Fernando Bouza (2014), pero señaladas ya por Baranda Leturio (2005): deseo de relacionarse con un grupo literario más amplio; creación textual que abarque más de una obra o un género literario; reconocimiento en el círculo más próximo, que impulsa la subsiguiente publicación, y reconocimiento entre un público más amplio, lo que implica conciencia de pertenecer a un grupo de escritoras o una continuidad literaria de autoría femenina. Finalmente, en la última década del siglo xvii se observa una oleada de publicaciones de vidas y obras doctrinales que son divulgadas, incluso en ediciones repetidas, después de la muerte de sus autoras: constituyen un hito el Ejercicio espiritual de retiro y la segunda versión de la Mística Ciudad de Dios, ambas de María de Jesús de Ágreda, publicadas repetidamente entre 1670-1686 en Espa-
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ña y Europa. Contamos también con unas vidas de monjas escritas por sus compañeras y las relaciones de fundación basadas principalmente en la experiencia compartida directa, como son los casos de Manuela de la Santísima Trinidad (O. C. D., 1622-1696), quien describe la fundación de las descalzas de la Purísima Concepción en Salamanca (1696), o Magdalena de la Santísima Trinidad (O. Cist., ¿?-1677), de cuya obra Luz del entendimiento se llegó a imprimir un fragmento en otro texto de Anastasio de Santa Teresa (Reforma de las Descalzas de Nuestra Señora del Carmen, 1655). En este libro también se incluyen censuras y valoraciones sobre la autora acordes al modelo de preliminares para una posible publicación futura. Asimismo, estos años están marcados por la presencia de Juana Inés de la Cruz, que cierra estos dos siglos de publicaciones de autoría femenina con un éxito editorial incomparable: su Inundación castálida de la única poetisa se imprime en Madrid en 1689 y en breve, ante la demanda del público, se reimprime repetidamente (Madrid, 1690; Barcelona, 1691; Zaragoza, 1692 y ediciones postmortem).9 Le siguen la edición del Segundo tomo de las obras de sóror Juana Inés de la Cruz en Sevilla (1692), seguidas por tres ediciones en Barcelona (1693) y, con el título de Obras poéticas, en Madrid (1715; 1725). Además, cinco años después de la muerte de la autora, se prepara una lujosa edición de Fama y obras póstumas del fénix de México, publicada y reimpresa en Madrid (1700; 1701; 1714) y Barcelona (1725). Vale la pena anotar que, en la primera edición madrileña, en los preliminares, se incluyen versos de hasta seis autoras: Catalina de Alfaro Fernández de Córdoba, María Jacinta de Abogader y Mendoza, Francisca de Echavarri, sor Marcelina de San Martín, Inés de Vargas, y una autora anónima que firma como «discreta y apasionada al ingenio de sor Juana». En resumen, se puede constatar que la presencia de Juana Inés de la Cruz en el mercado impreso a tal escala, además del incuestionable talento y mérito de su producción literaria, fue posible precisamente gracias a los cambios en las estruc9
Varias composiciones de Inundación castálida habían sido incluidas anteriormente en otras publicaciones. Emilio Abreu Gómez (1934: 161-162) proporciona el siguiente listado: Villancicos que se cantaron en la Santa Iglesia Metropolitana de México en los Maitines de la Purísima Concepción de Nuestra Señora (México, 1676); Villancicos que se cantaron en los Maitines del Gloriosísimo Padre S. Pedro Nolasco ([s.l.], 1677); Villancicos que se cantaron en la Santa Iglesia Metropolitana de México: en honor de María Santísima Madre de Dios, en su Assumpción Triumphante (México, 1685); Villancicos que se cantaron en la Santa Iglesia Metropolitana de México: en honor de María Santísima Madre de Dios, en su Assumpción Triumphante (México, 1686); Villancicos que se cantaron en la Santa Iglesia Cathedral de la Puebla de los Ángeles, en los Maitines solemnes de la Purísima Concepción de Nuestra Señora, este año de 1689 (Puebla de los Ángeles, 1689); Villancicos con que se solemnizaron en la Santa Iglesia Catedral de la Ciudad de la Puebla de los Ángeles los Maitines del Gloriosísimo Patriarca Señor S. Joseph, este año de 1690 (Puebla, 1690), y Villancicos con que se solemnizaron en la Santa Iglesia, y primera Cathedral de la ciudad de Antequera, valle de Oaxaca, los Maytines de la Gloriosa Martyr Santa Catalina (Puebla de los Ángeles, 1691).
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turas y mentalidades que con tanto esfuerzo impulsaron las autoras precedentes y que, por su parte, constituyeron otro punto de inflexión y legitimación de la escritura para las escritoras de las décadas siguientes. Así pues, se constata que el siglo xvii marcó un asentamiento de la autoría femenina pública, tanto secular como religiosa, que se ilustra con muestras de diversos géneros literarios, modalidades de autoría y medios de difusión pública. No cabe duda que estas autoras partían de moldes literarios creados en los marcos de dominio masculino que las anulaban como posible voz emisora. Con tal punto de partida, cada escritora negociaba el sistema de lo dado y lo decible según los parámetros personales y, si no alteraba los moldes a su alcance, seguramente introducía perspectivas, temas e intereses nuevos y, en muchos casos, ajenos a los escritores: «Cuando las mujeres pueden hablar por sí mismas rechazan estos clichés [de la inferioridad femenina], mostrando a través de sus escritos que era posible alterar el imaginario que, en mayor medida que muchas otras cadenas, les ataba a una condición subalterna» (Baranda Leturio, 2004a: 392). Sin embargo, es menester señalar que a finales del siglo xvii la tradición literaria femenina secular y la religiosa recorren caminos diferentes. Las escritoras seculares vieron disminuida su presencia y su memoria difícilmente pudo perdurar para sustentar algún tipo de legado literario compartido como posible punto de partida para las generaciones siguientes: «A partir de la década de 1670 […] lo que pudo haber sido el inicio de una literatura de mujeres se vio truncado y la huella de su escritura borrada del canon» (Baranda Leturio, 2004a: 392). En este sentido, las autoras del siglo xviii repetirán casi ab ovo el camino de reinstaurar la voz femenina en las letras públicas, sintiendo de nuevo que son las primeras al no tener a su alcance las obras, los nombres y los modelos de autoría que tan trabajosamente consiguieron crear sus predecesoras. Esta supresión de nombres y aniquilación de la memoria compartida no afectó por igual a las autoras religiosas, debido a que, como se verá en lo que sigue, los modelos de autoría y las redes de promoción intelectual y espiritual, junto con las vías de transmisión de la memoria escrita, siguieron dinámicas diferentes y, hasta cierto punto, independientes. 3.1.2. La escritura de las monjas: modalidades10 La amplitud de textos en prosa de índole teológica y ascético-mística, sin contar por el momento la tratadística y la historiografía, producidos en los am-
10 Para un listado detallado de todas las obras de las escritoras del corpus, su periodización y localización, junto con un resumen biográfico y la bibliografía crítica, vid. La base digital de datos biobibliográficos de las autoras.
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bientes conventuales femeninos es sintomática de la espiritualidad moderna, orientada hacia la práctica de virtudes y el desterramiento de vicios. Las meditaciones sobre la moralidad cristiana, los manuales que versan sobre la práctica de los sacramentos o las disposiciones y los relatos de conciencia y espíritu responden a la pugna de la espiritualidad renovada: intensa y centrada en la práctica de la perfección individual como un proyecto del hombre nuevo que integra lo interior con lo exterior a través de la vida centrada en cultivar las virtudes (Martínez Ruíz et al., 2004: 469). Este modelo, especialmente intenso en las corrientes carmelita, franciscana y agustina, se une a la necesidad de construir modelos de religiosidad y piedad eficaces y propios para las comunidades femeninas que, más allá de la afirmación individual, buscan preservar su identidad colectiva particular y «dejar pública constancia del privilegio que suponía fijar referentes de moralidad y ejemplos de vida, dignos de ser recordados» (García González, 2006: 34). En este sentido, los ejercicios, los soliloquios y las conferencias espirituales, los devocionarios y las meditaciones para el año litúrgico suponían una «afirmación del espacio conventual [femenino] como lugar donde escribir y como lugar donde preservar el legado bibliográfico de la orden para, desde los textos escritos, construirse el convento como comunidad intelectual a la par que comunidad religiosa» (García González, 2006: 34). De entre la producción literaria de los contextos claustrales femeninos, el género por excelencia fue la autobiografía espiritual o vida, mayoritariamente escrita por mandato del confesor. En lo que sigue, a esta modalidad de escritura se le dedicará más espacio por ser indispensable para la mayoría de las autoras del corpus en su trayectoria literaria y por manifestar eficazmente las difusas fronteras de los géneros literarios en uso. La función y la circulación de estos relatos, dado su carácter polimorfo, deben de ser aprehendidas en tres dimensiones: como textos sociales, como textos de índole hagiográfica, en su dimensión espiritual y literaria, y como un ejemplo particular de egodocumentos (Weber, 2005a: 116-119). En el marco de los textos sociales entendidos en los términos propuestos por Jerome J. McGann (1991: 21-22), es decir, como «eventos materiales o series de eventos, un punto en el tiempo […] donde se practican ciertos intercambios comunicativos», se puede observar la diversidad de discursos superpuestos que abarcan varios niveles de la figura social de la autora, sus diversas posiciones discursivas, los lectores implícitos y factuales, los usos sociales de estos textos, multiplicando las vidas de la vida dentro de la circulación más amplia de la cultura escrita áurea. Como se ha constatado antes, para comprender las dinámicas que rigieron esta modalidad escrita hay que salir de la interpretación en clave penitente-superior y devolverle la naturaleza compleja y recíproca de la relación entre la autora y el contratante/censor del texto. Es importante anotar que para muchas monjas este tipo de escritura constituía no solo una posible vía
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para su manifestación individual, sino un modo permitido para propagar modelos de santidad internalizados y compartidos, enseñar la doctrina y erradicar en otras monjas modos de vida laicos sirviéndoles de ejemplo y guía, lo que ya en sí presuponía hablar desde una posición privilegiada. La redacción de una vida era un trámite obligatorio para confirmar la ortodoxia del pensamiento de su autora, y a las monjas cuyas relaciones no pasaron tal examen generalmente les eran prohibidas otras modalidades de escritura e intermediación espiritual. Es necesario anotar que este tipo de escritura no era obligatorio para los religiosos, cuyas experiencias espirituales o reflexiones teológicas no tenían que ser puestas a la luz de su conducta anterior para legitimar su veracidad. La función formativa de las vidas, en tanto textos hagiográficos, señala su carácter instrumental, en la medida en que por la vía de la ejemplificación ejercen un control ideológico sobre los que los leen u oyen. Sin embargo, tal didactismo no necesariamente resta autonomía creativa y autoridad literaria a sus autoras, ya que les concede la posición privilegiada de santas modélicas e indiscutibles protagonistas de los relatos. Esto, a su vez, implica un grado superior de autoridad espiritual, cuyas huellas son posibles de encontrar tanto en la retórica como en la estética y la estilística de estos textos (Durán López, 2007: 204). En la dimensión egodocumental se accede a una visión subjetiva de un pasado individual inscrito en actos de mandato y obediencia que deben de ser entendidos más allá del proceso de censura, control y dirección de la vida espiritual. Como es sabido, las monjas no solamente escribían sus autobiografías por mandato del confesor o consejero espiritual, sino que también muchas de ellas quemaban sus escritos o volvían a redactarlos por orden del mismo, manifestando su rechazo de las cosas materiales y su obediencia, es decir, los dos votos principales que debían guardar. Esta particular repetición de los actos de escritura, borrado y reescritura debe ser aprehendida como un tipo de «rituales que evocan y reconstruyen modelos anteriores de dirección espiritual» (Weber, 2005a: 117) y que, dado el carácter fluido de sus dinámicas, necesariamente deben de ser tratados como categorías abiertas. Según Alison Weber (2003; 2005a), las vidas representan una particular inestabilidad formal, ya que la relación entre confesor y penitente […] puede cambiar en el tiempo, dando como resultado que la fuerza ilocucionaria del mandato de escribir sea imposible de precisar (¿Cuándo el mandato se transforma en petición o invitación, o viceversa?). […] Si la reputación de santidad de la escritora crece, los lectores y los usos sociales del texto se multiplican: lo que inicialmente era un ejercicio o prueba para un lector se convierte en un libro de guía espiritual, testimonio a favor de la canonización o, incluso, una santa reliquia para muchos otros lectores. (Weber, 2005a: 118)
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Con la llegada del siglo xvii, después del «turno teresiano» que llevó a la significativa popularización de la escritura femenina del yo, la autobiografía espiritual alcanzó su máxima notoriedad. Desde el punto de vista de las políticas de la Iglesia, las vidas de las monjas respondían a la necesidad de confrontar y controlar las polémicas doctrinales abiertas por la Reforma protestante mediante una religiosidad apologética, forjando un modelo de piedad y promocionando unos entornos religiosos concretos (una orden, un claustro, un santo, un confesor determinado). Su objetivo era abiertamente propagandístico: se buscaba influir en un lector social particular —la comunidad religiosa—, aunque eran frecuentes los casos de divulgación fuera de los contextos propiamente religiosos con funciones hagiográficas. Como señala Fernando Durán López, en su estudio de la autobiografía religiosa en España, esta modalidad de escritura consolidaba una red de dependencias mutuas: Para determinadas órdenes [la autobiografía por mandato] es la mejor manera de consolidarse atrayendo vocaciones, donaciones y canonizaciones; para la Iglesia en general y la Inquisición es un mecanismo de control de la gran masa de mujeres enclaustradas, que combate al mismo tiempo el laicismo en la sociedad, la mundanidad en los conventos y la herejía en ambos sitios. (Durán López, 2007: 209-210)
Consecuentemente, aunque en sus inicios las vidas pudieron ser pensadas únicamente para la circulación intramuros, los avatares de los manuscritos eran difíciles de controlar y dependían del momento político, la posición social de la autora, la demanda de lecturas y las relaciones entre los claustros, es decir, una correlación de variables que podían llevar a una amplia circulación del texto sin el consentimiento, muchas veces estratégico, de su autora11 (Baranda Leturio, 2005: 159). Resulta difícil trazar el desarrollo diacrónico de las autobiografías por mandato, dado que estamos ante un fenómeno heterogéneo y en constante reformulación a lo largo de los siglos xvi y xvii. Después de la primera generación 11
Se recuerda aquí el conocido caso de la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, de Juana Inés de la Cruz, y la retórica de excusatio propter infirmitatem con la que explicaba la sorpresa e incomodidad al ver publicado su Carta atenagórica (Puebla de los Ángeles, 1690), de contenido autobiografizante. En uno de los apartados de la carta, la autora dice: «Y así, en lo poco que se impreso mío, no sólo mi nombre, pero ni el consentimiento para la impresión han sido dictamen propio, sino libertad ajena que no cae debajo de mi dominio, como lo fue la impresión de la Carta Atenagórica; de suerte que solamente unos Ejercicios de la Encarnación y unos Ofrecimientos de los Dolores, se imprimieron con gusto mío por la pública devoción, pero sin mi nombre; de los cuales remito algunas copias, porque —si os parece— los repartáis entre nuestras hermanas las religiosas de esa comunidad y demás de esa ciudad» (Juana Inés de la Cruz, 2004: 372).
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de carmelitas, que en su gran mayoría adaptaron sus testimonios al modelo inmediato de la autobiografía teresiana (como Catalina de Jesús [1540-1586], Catalina de Cristo [ca. 1543/4-1594/9] o Ana de San Agustín [1555-1624]), el carácter de las vidas se va diferenciando en formas y modelos divergentes. Al perder su carácter exclusivamente carmelitano, empieza a incluir textos cada vez más heterogéneos, de ahí que podamos distinguir entre el carácter más general, centrado en lo sobrenatural, más narrativo que reflexivo, de la primera etapa del desarrollo de este género —entre 1606 y 1624, según el marco cronológico propuesto por Sonja Herpoel (1999: 37)— y la segunda fase, ya más intimista, de mayor literalidad del texto y con una mayor conciencia de las autoras de formar parte de un fenómeno más amplio y de resonancia fuera de los contextos claustrales. Asimismo, se debe recordar que el contenido místico, frecuente en este tipo de testimonios, se formulaba según los particulares modus vivendi de cada regla monástica y los procesos y corrientes espirituales moldeados por las coordenadas sociopolíticas del momento. Obviamente esto imponía significativas diferencias estéticas en estas producciones, debido a que «cada escuela mística [era] un orgánico formado con los elementos comunes de la mística cristiana y elementos propios» (Cilveti, 1974: 150), por lo cual el común objetivo de la búsqueda de la unión con Dios por medio de una vida vivida en oración, con fe, abnegación y humildad se desplazaba hacia caminos diferentes, con estéticas y espiritualidades específicas para cada corriente, diferenciándose también para las ramas tradicionales y las reformadas. Como se ha señalado antes, la creciente desconfianza hacia las formas de la devotio moderna influyó de modo significativo en el repertorio de obras espirituales y místicas consideradas ortodoxas, en las posibles lecturas y, asimismo, en la libertad expresiva de las místicas, sobre todo de las ramas reformadas. Los procesos inquisitoriales a los fundadores de la orden carmelita descalza, Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, y las censuras y la reescritura de sus textos, que llevaron a manifiestas modificaciones de su vía espiritual, influyeron en la forma de los testimonios místicos de sus seguidoras inmediatas y posteriores. El aumento en el número de autobiografías que se produjo en el siglo xvii, entre otras razones, fue debido a la exacerbación del control sobre los claustros femeninos como actos de la política postridentina, obstaculizando las vías de la renovación religiosa del siglo anterior (Sánchez Lora, 1988: 234). Al aumentar el poder, la instrumentalización y el control institucional sobre el movimiento monacal femenino, se acudió a otros modelos de agencia y, por tanto, a otros modos y posibilidades de negociación del espacio de autonomía de la expresión y representación de la propia experiencia espiritual y de la búsqueda de un público con el que comunicarse. De esta manera, el paso de una monja autobiógrafa, entendida como excepción a la regla, hacia la escritura de vi-
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das como fenómeno más extenso, compartido y aceptado desde las instancias censoras, añade otra dimensión a la lectura de estos testimonios individuales, marcándolos con características de la espiritualidad y la escritura colectivas. Asimismo, abre la necesidad de una perspectiva doble, atenta tanto al proceso de individualización como a la inscripción en una política más amplia de religiosidad taumatúrgica fundamentada en un modelo de mortificación, prodigio, castidad y sacrificio. En este tipo de revelaciones, los lectores y las lectoras del momento encontraban no solo modelos de edificación moral y espiritual, sino también un entretenimiento devoto, tan acorde con la demanda popular de lo maravilloso. Además, a esta proliferación de relatos siguió toda una literatura necrológica de cartas edificantes, «en donde se relataban los méritos y hazañas morales de religiosos que acababan de fallecer para ornato del propio instituto y como modelo a seguir por los nuevos miembros o la gente común» (Martínez Ruiz, 2004: 529). Resulta interesante señalar que la antes mencionada reticencia de los moralistas y teólogos a dar difusión impresa a las obras femeninas quedaba hasta cierto punto suavizada cuando se trataba de las autobiografías por mandato, debido a que el objetivo último era utilitario y la autonomía del acto de escritura quedaba formalmente circunscrita al control y la demanda de un superior masculino. A la luz de tal presupuesto, resulta sintomático que el primer texto impreso de una religiosa fuera precisamente una vida, la de María de Santo Domingo (O. D., ca. 1475/85-1524), más conocida como la Beata de Piedrahita, escrita por orden del cardenal y obispo de Tortosa y publicada en 1518, probablemente en Zaragoza. Sin embargo, aún en el contexto de verdadera abundancia de impresos de vidas de monjas, la autoría femenina era astutamente manipulada cuando no eran difundidos los textos hológrafos, sino las versiones preparadas por el confesor. En numerosos casos eran ellos quienes, a partir de los escritos autobiográficos y testimonios de otros religiosos y religiosas, componían la edición normativa del texto. En tales escritos la identificación de la función-autor con la figura autoral quedaba significativamente disminuida por tácticas como la omisión de la autoría, el uso del seudónimo u otro nombre genérico (una religiosa, una clarisa, una madre devota) o simplemente el cuestionamiento o anulación de la autoría femenina. El carácter ambiguo, secundario y filtrado, pero respaldado por una autoridad oficial masculina, de las vidas que llegaron a la imprenta debe de ser tomado en cuenta, sobre todo, cuando se accede a los fragmentos de textos autógrafos a través de sus versiones oficiales. Recordemos la Autobiografía, en que se explica el camino por donde Dios llevó su alma, puesta en tres estados y la Exposición teológica sobre la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, ambos de Cecilia del Nacimiento: de entre la abundante obra en prosa y verso de la escritora, cuya
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autoría se cuestionó reiteradamente,12 estos fueron sus únicos textos publicados y con gran probabilidad nunca hubieran llegado a la imprenta de no haber sido incluidos en una obra de autoría masculina, la Reforma de los Descalzos de Ntra. Señora del Carmen, de Manuel de San Jerónimo (Madrid, 1644). Igualmente, confirman este fenómeno de selección antológica las poesías espirituales de Luisa de Carvajal y Mendoza, que hoy se conocen por la Vida y virtudes de la Venerable Virgen Doña Luisa de Carvajal y Mendoza, preparada por Luis Muñoz y publicada en Madrid en 1632. También en este caso, otros textos de la autora nunca pasaron a la imprenta. Las monjas —mujeres de estratos sociales diversos, de diferente formación, distintas posibilidades, motivaciones y habilidades para escribir, desigual receptividad y sensibilidad estética y, finalmente, diversos grados de compromiso espiritual—, formularon sus testimonios dentro de un género estereotipado y acorde a modelos de santidad predeterminados. Sin embargo, «si estamos lo suficientemente atentos a estos momentos de revelación personal en los que el sujeto se aparta del guion prefijado» (Weber, 2005a: 118), la lectura de las vidas se abre a unas posibilidades de indagación más allá del molde retórico o convencional. Es allí, en el intersticio de las elecciones estilísticas de las autoras, los modelos estéticos y literarios que les son accesibles y los patrones retóricos por ellas aplicados, donde la especificidad de las posiciones autorales, vistas al trasluz de las experiencias corporales, especialmente palpables en este tipo de escritos, se hace más evidente y sensible a la vez. En tal estado de la cuestión, resulta justificado pensar que la hibridación formal de esta modalidad escrita demostró ser un impulso eficaz para que las autoras se atrevieran con otros géneros literarios. Ser autora de una autobiografía frecuentemente abría paso a convertirse en biógrafa de una hermana monja de la orden, como en el caso de Cecilia del Nacimiento, Francisca de Santa Teresa, Luisa de San José (O. C. D., ¿?-1638), María de San José e Inés de Jesús María (O. C. D., ¿?-1659) , entre otras. El género biográfico, que ofrece la inapreciable ocasión de acceder a la visión que estas mujeres tenían de sí mismas, fue cultivado frecuentemente por las cronistas anónimas, como dejan constancia las fuentes de las mercedarias de Alarcón, las carmelitas de Santa Teresa, las agustinas recoletas de la Encarnación o las trinitarias carmelitas de Loeches. Asimismo, con frecuencia se desarrollaba a la par que la escritura epistolar (por ejemplo, Ana de San Bartolomé, Ana Francisca Abarca de Bolea o Juana de Jesús María [O. A. R., ¿?-1674])
12 Varios, y algunos de los mejores, poemas de Cecilia fueron durante siglos atribuidos a san Juan de la Cruz e, igualmente, obras doctrinales de su autoría, a Constanza Osorio. Para una información más detallada, vid. la ficha sobre Cecilia del Nacimiento en las «Notas biográficas» al final del libro y la base digital de datos biobibliográficos de las autoras.
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y la composición de historias sobre su orden o su comunidad (por ejemplo, María de San José, Luciana de Jesús [O. S. C. Cap., principios del siglo xvii] o Manuela de la Santísima Trinidad), poniendo en relación la vida cotidiana con cuestiones políticas, espirituales y teológicas. A menudo servían de aval para plasmar por escrito las narraciones fundacionales y las genealogías que hasta el momento circulaban solo de manera oral. Por si fuera poco, el medio autobiográfico facilitaba el acceso a la hagiografía, tanto de índole clásica (Ana Francisca Abarca de Bolea) como moderna (Mariana Sallent, O. S. M., 1665-1746), a través de la cual se descubrían continuidades y herencias espirituales más amplias y se transmitía la memoria individual y colectiva. De acuerdo con la tesis propuesta por Gloria García González (2006: 2734), más allá de las circunstancias externas favorables a la escritura del yo antes analizadas y de la necesidad perentoria en el contexto contrarreformista de afianzar ante los más próximos la lealtad al propio credo, las autobiografías espirituales constituyen la manifestación material más temprana de conciencia femenina, ya que «la elaboración de un relato sobre sí, implica una identidad previa e innegociable. Sin identidad no hay, no puede haber, autobiografía» (García González, 2006: 29). La experiencia propia es convertida en relato, historizada y nombrada desde un yo que quiere hacerse inteligible para un otro. Además, en su vertiente religiosa, a esta necesidad de nombrarse a sí misma se suma el deseo de situar ese yo en relación con la divinidad transcendente, de modo que «el texto acaba de producir un desplazamiento radical de infinidad de vidas ordinarias desde los márgenes a la centralidad pública» (García González, 2006: 30). Desde la perspectiva actual, si se amplía el enfoque hacia la permeabilidad con otros géneros afines, aunque de raíz más formal y carentes del filtro intimista, como las hagiografías y las biografías, se abre la posibilidad de unas lecturas comparativas interesantes. Así, las biografías de monjas escritas por sus correligionarias —como la de Francisca de Santa Teresa sobre su maestra Marcela de San Félix, la de Marcela de San Félix sobre Catalina de San Josef, la de María de Santa Isabel sobre María Bautista, la de María de la Cruz sobre Catalina María o la de Cecilia del Nacimiento sobre su discípula Ana de Trinidad— permiten redibujar unas redes de promoción no solamente espiritual, sino, antes que nada, intelectual y unos tejidos de herencia simbólica, extremadamente importantes para la reconstrucción de las primeras tradiciones literarias y artísticas de autoría femenina. Asimismo, las hagiografías y las vidas son elementos clave para ir comprendiendo la importancia que las genealogías femeninas tuvieron para afianzar unos incipientes modelos de autoría y autoridad literarias femeninas. El componente autobiográfico, o escrito según ese estilo, es un marcador diferenciador si estas modalidades de escritura se comparan con las de autoría masculina. La clave autobiográfica impregna en un grado significativo la mayoría de los textos de
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monjas: en los contados tratados y diálogos y en la copiosa producción epistolar, incluso cuando no se trata de cartas privadas sino oficiales, el didactismo o el carácter edificante de las obras queda filtrado por la experiencia personal de la autora. Por consiguiente, las monjas justifican su escritura argumentando ad experientiam, es decir, se conceden a sí mismas la autoridad para hablar porque han visto, han tocado, han oído o han sentido algo personalmente. Utilizan este modo de argumentación con frecuencia casi igual que la referencia a la inspiración divina. De la así configurada autoría, individual y colectiva, se derivan también particularidades en otros géneros literarios cultivados por las religiosas. La poesía originada en los claustros es probablemente el que tuvo más visibilidad social e impacto público. Abarca una gran variedad de formas (metros cultos como sonetos, décimas, octavas o liras y populares, como romances, endechas, redondillas, quintillas, villancicos, seguidillas, letrillas o proverbios) y retoma tradiciones bíblicas y literarias varias, entre las que el amor a lo divino del Cantar de los Cantares, el petrarquismo, el amor cortés y los poemas enmarcados en la corriente tradicional de los cancioneros son las más frecuentes. A grandes rasgos, se podría clasificar en tres modalidades principales: mística, ascética y devocional, que generalmente respondían a los metros cultos, para la primera, y a las formas tradicionales, para las restantes (García de la Concha y Álvarez Pellitero, 1982: xii). De la enumeración de Alonso de Ledesma (Conceptos espirituales, 1605) se desprende el predominio de los siguientes temas: la Santísima Trinidad; la divinidad y humanidad de Cristo; la transfiguración y muerte de Jesús; la resurrección y ascensión; el Santísimo Sacramento; la vida de la Virgen María; las vidas de los santos, sobre todo, de san Juan Evangelista, san Juan Bautista, san José, san Buenaventura, santa María Magdalena y santa Lucía; la fundación de conventos y las vidas de las fundadoras y los fundadores; las alegorías de las virtudes y los pecados, y las fiestas relacionadas con la orden. Cabe recordar también que gran parte de la poesía religiosa improvisada, o bien nunca pasó a ser escrita, o bien se copiaba en soportes perecederos, como pliegos sueltos, que poco a poco se van redescubriendo entre manuscritos misceláneos. En todos los casos, la mezcla de tópicos bíblicos, provenzales, místicos y pastoriles se somete a fines didácticos y devocionales. La poesía de las monjas no se concibe «sino en función mutua de la práctica y experiencia de la vida cotidiana» (Sabat de Rivers, 2001: 450), que inspiraba los versos. Sea mística — enormemente intensificada por la espiritualidad carmelitana descalza—, ascética, didáctica, laudatoria, circunstancial o lúdica, la poesía monjil se recita en los certámenes y las justas poéticas, se incluye en preliminares, se publica en obras de variada índole y sus autoras reciben comisiones de la realeza y de la nobleza para la celebración de actos públicos.
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Como señalan Víctor García de la Concha y Ana María Álvarez Pellitero en sus estudios sobre los cancioneros carmelitanos de Valladolid (García de la Concha y Álvarez Pellitero, 1982) y Medina del Campo (Álvarez Pellitero, 1984) —las dos principales colecciones de poesía claustral femenina accesibles hoy en día—, las dinámicas de la autoría colectiva permitían construir redes de intercambio intelectual paralelas a las corrientes y los mecanismos de supervisión de la cultura oficial. Por otro lado, como demuestran los estudios de poesía religiosa femenina recogidos en el volumen Studies on Women’s Poetry of the Golden Age. Tras el espejo la musa escribe (Olivares, 2009), la lírica resultó ser un medio más estético y estilísticamente encubierto que permitió a las autoras monjas acceder a la esfera de la cultura letrada del momento, no únicamente como portavoces culturales de su comunidad y modelos espirituales de los que se sentían representantes, sino como autoras individuales, aunque siempre identificadas con la orden a la que pertenecían. Las monjas poetas son reconocidas y públicamente elogiadas: así, por ejemplo, Ana Francisca Abarca de Bolea por Baltasar Gracián, quien la incluye como referente de su teoría de arte poética en Agudeza y arte de ingenio (Huesca, 1648). Además, sus poemas se premian en concursos (como los de las hermanas Sobrino Morillas, en varias justas poéticas), se recitan, copian y publican (de forma extensa, entre otras, Violante do Céo, Mariana Sallent y Maria do Céo [O. F. M., 1658-1753]), sin contar los numerosos pliegos sueltos. Los versos encomiásticos, que se incluyen en los preliminares a numerosas obras religiosas y profanas, como las de doña Juana de Bayllo, monja toledana de Santa Isabel el Real, a las poesías de María de Santa Isabel, dan muestra de la relevancia y, por tanto, la autoridad literaria conseguida a través de esta modalidad literaria. Se ha mencionado anteriormente que el manuscrito de poesías de María de Santa Isabel nunca llegó a imprimirse por razones desconocidas, con bastante probabilidad debido a la censura. Igual destino compartió el cancionero, hoy perdido, de Valentina Pinelo, al que, a juzgar por los preliminares a otro texto suyo —el Libro de las alabanças y excelencias de la gloriosa Santa Anna—, la autora dedicó varios años de su vida y quería verlo impreso. Y, aunque su reconocimiento como poeta en los círculos sevillanos, y quizá también fuera de estos, queda comprobado por unos versos laudatorios del mismo Lope de Vega, el desconcierto general y las críticas que llegaron tras la publicación de su tratado exegético con toda probabilidad debieron paralizar el proceso de publicación de sus poemas. Independientemente de estos obstáculos, la presencia generalizada de la voz poética de autoría femenina religiosa en la cultura letrada del momento ofrece una muestra insoslayable de que las autoras monjas eran activas e importantes participantes de la escena literaria áurea, totalmente integradas en las redes y los círculos literarios cortesanos y urbanos. Asimismo, los versos laudatorios sobre
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su autoría y los compuestos sobre ellas descubren las amistades, dependencias y redes de contacto personales y colectivas con un entorno literario variado y extenso. Desde tal mirada, se multiplican los usos y objetivos de la poesía claustral más allá del ocio, la formación espiritual o la distracción individual. Estos versos demostraron ser un medio efectivo para comunicarse y darse a conocer al mundo fuera de las murallas del convento y, a veces, por encima de su condición religiosa anónima. Un caso no menos interesante dentro del corpus lo ofrecen las obras de teatro escritas en los conventos femeninos, que abarcan diversas formas, desde lo ceremonial hasta lo puramente dramático. Exceptuando los casos ya mencionados y los tardíos, como el de Juana Inés de la Cruz y Maria do Céo, o las obras de autoras seculares que profesaron los votos religiosos ya en su madurez como Ángela de Acevedo o Juliana Morell, las obras teatrales de las monjas no llegaron a la imprenta, lo que no significa que su recepción se hubiese circunscrito a la comunidad religiosa. Más allá del teatro intramuros, este tipo de obras también podía estar comisionado por los nobles y la realeza y ser representado en festividades y acontecimientos públicos, en corrales (exceptuando el periodo de crisis teatral de 1597 a 1600)13 o colegios. Los manuscritos de autoría monjil accesibles hoy en día representan un relevante legado dramático, aunque menos copioso en comparación con otros géneros literarios, cuya importancia todavía está pendiente de valoración con respecto a las tradiciones escritas dentro de cada orden como la cultura literaria más amplia.14 Generalmente, estas obras se corresponden con los modelos y las materias del teatro religioso del momento, abarcando temas teológicos (como la igualdad espiritual de todos los seres humanos, tan discutida durante el Concilio de Trento, o la cuestión de las finezas espirituales concedidas a la humanidad por Cristo), de formación espiritual y devota, histórico-hagiográficos y, sobre todo, de piedad cotidiana. 13
Francisco Florit (2006), siguiendo a Marc Vitse (1988: 205-210), denomina «crisis teatral» al periodo posterior a la muerte de la infanta doña Catalina (1597), cuando se decretó suspender la creación y representación de comedias en Madrid, cuya prohibición general se dictó el 2 de mayo de 1598. Durante el reinado de Felipe III, la cuestión de la licitud del teatro fue sometida al juicio de una junta teológica, que sentenció que las comedias hasta entonces representadas eran ilícitas y acordó las condiciones para un teatro reformado. Dichas normas fueron aceptadas por el Consejo de Castilla con modificaciones para que se pudiesen representar las piezas siempre y cuando estas pasasen por el escrutinio de «personas doctas y graves […] para que en ellas [las comedias] ni en entremeses ni cantares no haya cosa indecente ni reprobada» (Cotarelo apud Florit, 2006: 314 n. 9). 14 Importantes contribuciones sobre este aspecto se deben, entre los estudios más recientes, en el ámbito español a Fernando Doménech (2003) y M.ª Carmen Alarcón Román (2000; 2007; 2014) y, en el ámbito hispanoamericano, a Luz Méndez de la Vega (2002).
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Entre las modalidades más cultivadas por las monjas dramaturgas del periodo destacan los coloquios,15 los autos sacramentales,16 junto con las loas17 que los acompañaban, sin olvidar los entremeses (o pasos),18 que también podían estar relacionados con las loas y los coloquios de profesión solemne. En el marco de estos subgéneros se solía acudir también a las convenciones del teatro secular, adaptando con frecuencia elementos de moda del momento, como los del teatro de Gil Blas o de Lope, pero siempre ajustándolos a los fines para los que estas piezas habían sido creadas, didácticos o de entretenimiento espiritual. De la importancia que para las religiosas tenían las representaciones públicas, puede dar cuenta la carta de María de Jesús de Ágreda al rey Felipe IV sobre la licitud de las comedias (ca. 1648),19 donde la monja no opina necesariamente
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En estas obras alegóricas de un acto se solían intensificar las características del drama litúrgico medieval. Además del coloquio o coloquio espiritual, las propias autoras denominaban esta modalidad dramática como fiestas, festejos o festecicas. Según Sabat de Rivers, los coloquios de las monjas «conservan la sencillez de la trama del género teatral más antiguo con rasgos del misterio medieval al modo del teatro religioso de Lope y Valdivielso» (Sabat de Rivers, 2001: 229). Asimismo, Alarcón Román rastrea sus raíces en los antiguos autos de Navidad, el auto sacramental típicamente barroco y el realismo cómico típico del teatro áureo comercial (Alarcón Román, 2000: 262). 16 Los autos sacramentales —en tanto obras alegóricas cortas de un acto— cobraron nueva importancia en la España postridentina, convirtiéndose en una herramienta eficaz de comunión en la fe colectiva al ensalzar el tema eucarístico y la humanidad del Cristo redentor. Además de este mensaje teológico podían tratar temas bíblicos, hagiográficos, marianos, mitológicos o historiográficos. En el periodo contrarreformista constituyeron un género subvencionado por las autoridades civiles y eclesiásticas y fueron cultivados por autores religiosos y laicos, como Lope de Vega, José de Valdivielso, Gabriel Téllez (Tirso de Molina) y Calderón de la Barca, cuyas obras constituyen el punto álgido de esta modalidad dramática. El carácter alegórico de estas piezas fue fuertemente criticado por las corrientes neoclásicas del siglo siguiente, hasta llevar a la prohibición de su representación dictada por la Cédula Real de 1765. Para su clasificación general, cf. el estudio ya clásico de Wardropper (1950) y para un acercamiento al impacto del auto sacramental en la cultura letrada española puede consultarse Arellano y Duarte (2003). 17 Las loas sacramentales, en tanto formas breves en verso y muchas veces de tono burlón, sintetizaban elementos clave de la obra a la que precedían. Entre las escritoras monjas frecuentemente eran utilizadas como un tipo de paratextos dramáticos que, por su carácter menor y cómico, les posibilitaban un mayor margen de libertad de expresión. Una maestra de esta forma menor fue, sin duda, Marcela de San Félix. 18 Se recuerdan aquí las conocidas competiciones de los dos santos Juanes, san Juan Bautista y san Juan Evangelista, que consistían en todo tipo de manifestaciones festivas y ornamentales, incluyendo representaciones dramáticas. Este tema ha sido desarrollado en el apartado 2.4.3.3. 19 Hoy la carta se considera perdida, aunque dan cuenta de ella varios testimonios y Serrano y Sanz recoge la existencia de la misma bajo la referencia 989: «Carta a Felipe IV en la que defendía ser lícitas las representaciones de comedias. Cítala Bances Candamo en su Theatro de los Theatros […] que afirma que existía en la Biblioteca de Palacio y que constaba de seis pliegos» (Serrano y Sanz, 1903: 639). Asimismo, en la carta de 15 de marzo de 1646 la religiosa insiste:
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a favor de esta forma de entretenimiento público. En paralelo a la tradición del teatro religioso público, la «tradición puertas adentro», según la denominación propuesta por Georgina Sabat de Rivers en su estudio de la obra de Marcela de San Félix (2001: 441), constituyó una importante corriente, que tenía lugar principalmente en la celebración de las profesiones solemnes, el Corpus Christi, la Noche de Reyes y, particularmente, la Navidad dentro de los conventos. Sobre esta cuestión Fernando Doménech (1996a: 391-398), en su estudio del teatro de autoría femenina en la España moderna, propone distinguir entre el teatro monjil en su dimensión pública/por encargo y privada/de mayor autonomía. En esta segunda vertiente, el teatro religioso destinado casi exclusivamente al público intramuros20 se convertía en una importante práctica colectiva cerrada, basada en una estrecha relación entre las espectadoras y las autoras/directoras y que involucraba en el proceso de preparación y representación de las piezas a una parte significativa de la comunidad (elaboración de escenografía y vestuarios, actuación, música y dirección del espectáculo). En tal contexto dramático exclusivamente femenino, el margen de libertad de expresión se ampliaba significativamente al operar dentro de un mundo de símbolos, imágenes, situaciones y tensiones comunes y propias. Tal metalenguaje del teatro intramuros constituía una suerte de paraguas protector, dado que «los nombres, lugares, paisajes, que hoy permanecen ocultos para nosotros, pertenecían al mundillo común de puertas adentro, al lenguaje cerrado, pero muy conocido, del cual todas las monjas conocían la clave» (Sabat de Rivers, 2001: 441). Este carácter particular del género dramático fue eficazmente aprovechado por varias autoras monjas. Las primeras dramaturgas del contexto ibérico de las que se tiene noticia fueron las hermanas Sobrino Morillas, Cecilia del Nacimiento (1570-1646) y María de San Alberto (1568-1640), de la comunidad de las carmelitas descalzas de Valladolid, a las que les siguieron Marcela de San Félix y su discípula y heredera literaria, Francisca de Santa Teresa en el siglo xvii y posteriormente, aunque con un grado menor de autoría autónoma, Ignacia de Jesús Nazareno (¿?-ca. 1792), todas ellas de la comunidad de las trinitarias descalzas de Madrid. Asimismo, hay testimonios de celebraciones en los conventos de Sevilla, Aragón y Toledo en las que se registran también autoras de piezas únicas o perdidas y que son muestra importante de la continuidad de esta tra«En su nombre agradezco á V[uestra] M[ajestad] que remedie los trages [sic] tan profanos de todos y especialmente los de las mugeres [sic], y desterrar las comedias; y más en estos tiempos, que será de grande serbicio [sic] y agrado del Altíssimo» (María de Jesús de Ágreda, s.a. [Cartas], Ms. 9993: 49v-50v). 20 No se puede negar la posibilidad de que, para algunas representaciones, especialmente las hechas para la profesión de novicias, acudiera también un público ajeno a la comunidad: familiares, amigos o miembros del clero.
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dición, como Gregoria Francisca de Santa Teresa (O. C. D., 1653-1735), Luisa del Espíritu Santo (O. S. C., 1711-1777) o Escolástica Teresa Cónsul (O. S. B., ca. 1750-1834) (Alarcón Román, 2000: 257-266, 2008 y 2007; Doménech, 1996a: 397).21 Esta dinámica del teatro puertas adentro se desarrolló también en Portugal (las obras de Magdalena Eufemia da Gloria y Joana Theodora de Sousa son producciones bilingües) y los virreinatos hispanoamericanos, teniendo en México, Potosí y Lima sus focos principales. Gracias a las acotaciones de algunas obras, sabemos que tanto la escenografía como los vestuarios, a pesar de la escasez de medios, eran importantes para las directoras y las actrices monjas. Rayando los límites de lo apropiado y lo deshonesto, en la puesta en escena, las religiosas se disfrazaban con trajes mundanos de todo tipo, utilizando no pocas veces la ropa masculina para representar a un galán, un licenciado o un príncipe. Tal travestismo adquiere una dimensión subversiva añadida si se recuerda que en el teatro seglar las mujeres no podían vestirse de hombres, salvando los casos cuando la protagonista se disfrazaba durante el tiempo real del espectáculo para defender la honra de su familia. Las acotaciones de una máscara de 1692, posteriormente atribuida a Francisca de Santa Teresa, precisan el contenido de los bastidores del claustro de las Trinitarias de Madrid: «Arca de los trajes, que conserva la antigüedad para estas ocasiones, con pelucas de estopa, otras de hilo teñido, cuyo subido color pudiera poner como un papel a la olla de los domingos» (Francisca de Santa Teresa, 1692: 368). Además, resulta relevante indicar que, en la tradición de la poesía carmelita teresiana, de enorme influencia en todas las escuelas espirituales de la Península, también se podrían deducir prácticas dramáticas intramuros. En las cartas de Teresa de Jesús a su hermano Lorenzo de Cepeda y Ahumada o a su hermana monja María de San José, encontramos indicios de que el aspecto performativo de la poesía devota era para ella especialmente importante y su recreación —el canto de coplas y villancicos, las pequeñas representaciones y las celebraciones en el convento− constituía un contrapunto festivo a la jornada y la austeridad
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A este corpus hay que añadir obras que siguen siendo anónimas. Mayoritariamente son piezas para celebrar la profesión de novicias. Los nombres antes indicados son, hasta ahora, los más conocidos, sin embargo, la labor archivística sigue ofreciendo nuevos hallazgos. Del mismo archivo de las Trinitarias Descalzas de Madrid, Alarcón Román, siguiendo el estudio de Barbeito Carneiro (1986: 768), da noticia de una pieza anónima que bien pudo salir de la pluma de Marcela de San Félix, Francisca de Santa Teresa o de otra dramaturga cuyo nombre, por ahora, se desconoce. La obra se intitula Brebe festexo que e iço por orden de N[uest]ra M[adr]e priora, p[ar]a alegrar la comunidad, la noche de los rreies desde año de ¿1613 ó 1653? y consta de tres folios sueltos encuadernados en el tomo Vida de Religiosas Trinitarias Descalzas, Ms. Madrid: Archivo de las Trinitarias Descalzas (Alarcón Román, 2000: 261, n. 15).
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eremíticas. Las poesías de circunstancias que se creaban en función de las celebraciones de la comunidad —sobre todo, las profesiones, los viajes o las visitas importantes—, dado su carácter oral, muchas veces dramatizado, con unas partes dialogales intercaladas y su recepción creaban un espacio cercano al arte escénico, en los límites de la lírica y el teatro, confirmando la permeabilidad de los géneros literarios en la praxis literaria claustral. Como se ha podido constatar hasta ahora, el legado escrito de los conventos femeninos es un universo muy amplio, de características desiguales y propias, que necesita herramientas flexibles y aproximaciones interdisciplinarias para su justa valoración. Además de los géneros literarios analizados y sus formas de difícil adscripción genérica, se debe señalar que fueron los paratextos —las dedicatorias, los prólogos, los epígrafes o los epílogos, junto con textos paraliterarios, especialmente, las cartas— las modalidades escritas con mayor margen de autonomía creativa para las autoras monjas. La importancia de estos textos deriva de su supuesto carácter endeble y marginal, lo que suponía una menor rigurosa (auto)censura y permitía otros usos, más allá de los fines puramente didácticos o religiosos. Los preliminares dispersos e inconexos, tanto de autoría masculina como femenina religiosa y secular, una vez analizados en su conjunto, desvelan las relaciones y el alcance de la creación literaria de las monjas, nos informan sobre su papel a pequeña y gran escala y permiten yuxtaponer modelos autorales imposibles para diferenciar desde la escritura estandarizada.22 Son una fuente incomparable para acceder a elementos de la dinámica de la cultura escrita, como la recepción y la circulación de los textos de autoría femenina, las negociaciones y la posición de la autoría en el campo literario y la cultura letrada del momento, las redes de promoción y patronazgo, las construcciones de la función-autora o la posición de la autora en cuanto fenotipo social a la luz de la recepción y la censura. De este modo constituyen un puente eficaz, e incluso la pieza clave, entre las fuentes documentales auxiliares (censuras, índices, inventarios de bibliotecas, comentarios, poéticas, cartas, etc.) y el mundo de la ficción literaria, impregnada por las convenciones y corrientes estéticas del momento. 22 Durante el periodo de la presente investigación, en el marco del grupo BIESES (Bibliografía de Escritoras Españolas), se activó un proyecto nuevo, Autoras desde el umbral, destinado a analizar las dinámicas de la cultura escrita y la autoría femenina precisamente desde los paratextos recopilados de las fuentes primarias relativas a las escritoras españolas hasta 1800. Para una comparación de datos más efectiva, se ha acudido al sistema de etiquetado semántico en el lenguaje XML/TEI (Textual Encoding Initiative), que permite un análisis cuantitativo y, con el apoyo de la teoría fundamentada (grounded theory), cualitativo de los mismos. Aunque el objetivo del presente estudio difiere significativamente de tal análisis, las herramientas de BIESES: Autoras desde el umbral ofrecen un interesante aparato auxiliar y confirman las intuiciones y los presupuestos del presente trabajo sobre la importancia del análisis de los paratextos en la recuperación de los procesos y las dinámicas autorales en la escritura femenina moderna.
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Respecto a las cartas, se debe diferenciar entre las familiares y las oficiales, informativas o espirituales, que seguían patrones de escritura bien distintos de acuerdo con las indicaciones de los manuales de moda, como los de Antonio de Torquemada (Manual de escribentes, ca. 1552), Jerónimo Paulo de Manzanares (Estilo y formulario de cartas familiares, 1600) o Gaspar de Texeda (Cosa nueva. Estilo de escrivir cartas mensajeras, 1547). La regla del decoro determinaba las características formales de esta forma de comunicación, aunque, en el caso de las cartas de religiosas, otra vez nos encontramos con un mayor margen de flexibilidad formal y temática. Desde el punto de vista de la materialidad de las cartas, la mayoría mantiene el formato de pliego o cuarto de pliego. Su disposición gráfica es diversa, al igual que su multigrafismo, que corresponde con el nivel de formación y la destreza al escribir de la autora. En el corpus analizado coexisten testimonios de amplia competencia gráfica, de letra humanística cursiva, como la de María de Jesús de Ágreda, con otros donde se evidencia una menor soltura, que tanto puede deberse a la formación autodidacta de la autora como a las propias circunstancias de la escritura (falta de la luz, enfermedades o avanzada edad de la escritora). Para complementar la propuesta de clasificación del corpus de la escritura desde la celda, resulta necesario mencionar las obras perdidas, cuya ausencia es tan reveladora como sintomática. El cotejo de las fuentes en los archivos claustrales y nacionales revela que una gran cantidad de textos escritos por monjas sufrió las consecuencias de procesos destructivos: incendios, inundaciones, robos, guerras, expropiaciones y expurgaciones y recordemos aquí el impacto de las desamortizaciones españolas— que deben de ser tomados en cuenta a la hora de valorar el estado y la accesibilidad de las fuentes. Por el otro lado, se recuerda otra vez que la destrucción del manuscrito o del libro en alguna etapa de su preparación fue un gesto de absoluta obediencia, utilizado con frecuencia no solamente desde instancias superiores, sino también por las mismas autoras. Un caso relevante al respecto lo presenta la obra de Mariana de San José, fundadora de las Agustinas Recoletas, quien destinó su copiosa obra de carácter doctrinal, didáctico y espiritual al fuego. Su preservación solo se debe a la desobediencia de una de las hermanas monjas, Catalina de la Encarnación, quien guardó durante cerca de diez años los autógrafos de Mariana para luego, después de su muerte, darlos a la imprenta (los publicó Luis Muñoz en 1646, en Madrid). Además de Mariana de San José y la ya repetidamente citada Valentina Pinelo, de entre las escritoras del corpus de estudio se poseen datos sobre textos perdidos de Cecilia del Nacimiento (el autógrafo perdido de su Vida editada por Manuel de San Jerónimo en la Reforma de los descalzos de Nuestra señora del Carmen [1710], un cuaderno de Mercedes y una obra dramática, exceptuando una pieza, Festecica para una profesión religiosa), Ana Francisca Abarca de Bolea (Vida de San Félix
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Cantalicio y la Historia del aparecimiento y milagros de Nuestra Señora de la Gloria), Estefanía de la Encarnación (Hoja cuarta. De la Encarnación, que formaba parte de un tratado teológico-doctrinal Siete Hojas, y Prados a Jerusalén), María de Jesús de Ágreda (Meditación sobre la Pasión de Nuestro Señor, transcrito por la autora en otro texto, Segundas Leyes de la Esposa) y María de San Alberto (Relación de su muerte, transcrita en fragmentos por Manuel de San Jerónimo en la Reforma de los Descalzos de Nuestra Señora del Carmen). Gracias a los registros detallados que algunas autoras hacían de su propia obra y a las referencias metatextuales, es posible establecer estimaciones de estos trabajos desaparecidos y, en muchos casos, seguir con la esperanza de su hallazgo. Las ya mencionadas recopilaciones de fragmentos, citaciones y reescrituras son una fuente especialmente valiosa e imposible de sobreestimar ante la gran cantidad de lagunas, hipótesis e interrogaciones surgidas en este campo. Todas estas particularidades del corpus, junto con la pérdida de autógrafos, mucho más común de lo que se pudiera esperar, imponen una aproximación cautelosa para hacer una verificación y valoración de las fuentes más apropiada. 3.1.3. Fuentes para el estudio de la cultura escrita de los conventos femeninos: indagaciones y propuestas críticas La indudable revitalización de la investigación sobre la historia de la cultura escrita femenina española durante las últimas décadas no habría podido llevarse a cabo de modo tan eficaz sin contar con el estudio de Manuel Serrano y Sanz titulado Apuntes para una biblioteca de escritoras españolas desde el año 1401 al 1833. El libro, publicado en Madrid, constituyó un trampolín inapreciable para investigaciones de diversa índole orientadas hacia una reconstrucción y reinterpretación de la historia literaria femenina. Hasta hoy, aunque con la debida precaución sobre la veracidad de los datos recogidos, esta obra sigue siendo el primer punto de partida para el rastreo de la información biobibliográfica sobre las autoras modernas. Sin embargo, como apuntan las ya citadas Nieves Baranda Leturio y M.ª Carmen Marín Pina (2014: 24), pocos recuerdan que el estudio que tan detalladamente desarrolló el historiador guadalajarense tuvo como inspiración y fuente primaria un proyecto anterior, el de una Biblioteca de autoras españolas, de Gumersindo Laverde (1835-1890), pensado como una obra colaborativa con Marcelino Menéndez y Pelayo y Juan Valera. Estos dos proyectos monumentales, uno en forma de borrador y otro impreso, han servido de motor principal para el desarrollo de las subsiguientes líneas investigadoras del campo, así como de los intentos de análisis panorámicos y comparativos de variada índole. En los más de cien años que median entre la publicación del
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libro de Serrano y Sanz y el actual estado de la cuestión, se han podido revisar la mayoría de los datos por él ofrecidos, corregir las falsas atribuciones, precisar las referencias bibliográficas primarias y secundarias y profundizar en el estudio de algunas autoras apenas mencionadas por el bibliotecario de la Biblioteca Nacional. Esta labor de revisión y reinterpretación de fuentes relacionadas con la época moderna se debe principalmente al grupo de investigación BIESES, junto con colaboradores del mundo académico interdisciplinario e internacional. La base de datos de la plataforma virtual del grupo actualmente registra trescientos quince nombres de autoras religiosas de entre 1400 y 1800, una cantidad casi cuatro veces mayor respecto a las autoras seglares recuperadas para el mismo periodo. Estos números, además de constituir un corpus de gran peso, resultan reveladores a la hora de interpretar y valorar la contribución factual de las monjas a la cultura escrita religiosa y secular de los tiempos modernos. Además de estas dos herramientas de referencia para la búsqueda de las autoras religiosas, disímiles en importancia pero necesariamente complementarias, la fuente principal, y todavía no suficientemente explorada, siguen siendo los archivos particulares de los conventos y monasterios, así como los archivos municipales, de curias, diócesis e instancias superiores de la Iglesia católica. Sin embargo, su acceso está restringido y se necesita una colaboración con las respectivas autoridades, es decir, un apoyo institucional y un margen de tiempo adecuado. De entre otros archivos de gran relevancia, están el de la Biblioteca Nacional, el Archivo Histórico Nacional, el de la Real Academia de la Historia, el Archivo General de Simancas, el de la Biblioteca Real, el de la Biblioteca Capitular Colombina y el Archivo Franciscano Ibero-Oriental. De sumo interés, y a veces con hallazgos inesperados, puede ser el rastreo en las reservas de las bibliotecas universitarias, sobre todo, de la Universidad de Barcelona, de la Complutense de Madrid, de la Universidad de Valencia, de la de Granada, de la de Santiago y Compostela, de la Universidad de Zaragoza y de la de Salamanca. Asimismo, puede resultar de provecho volver a los repertorios bibliográficos locales, hoy en día en su mayoría digitalizados, y a los catálogos de las bibliotecas de las órdenes religiosas, como las consultadas ya por Serrano y Sanz: la Biblioteca carmelitana (1752), de Cosme de Villiers; la Biblioteca Mercedaria (1825), de José Antonio Garí y Siumell, y la Biblioteca universal franciscana (1732-1733) de Juan de San Antonio, con ediciones respectivas para el contexto hispanoamericano y el luso-brasileño. Primordial para este tipo de registros resulta toda la producción historiográfica de las órdenes, destinada a recuperar datos sobre sus figuras más destacadas y que permite la preservación de los nombres de muchas monjas escritoras. Igualmente, referencias puntuales ofrecen las colecciones periódicas y las revistas especializadas patrocinadas por las órdenes particulares, pensadas como un tipo de continuidad de la tradición historiográfica monacal, como, por
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ejemplo, Carmelus, Acta Custodiae, La Ciencia Tomista, Cuadernos Franciscanos, Memoriae Ecclesiae, Missionalia Hispanica, Revista de Espiritualidad, Revista de la Institución Teresiana, y otras. No obstante, a pesar del indudable mérito de estos estudios archivando las referencias de interés, su principal objetivo sigue siendo el de la promoción y el adoctrinamiento religioso, que obedece a un modelo prefijado de recuperación de datos muchas veces a dispensas de un contexto más amplio. Finalmente, como demuestran los últimos estudios de M.ª Carmen Marín Pina (2013 y en prensa), las sentencias y los impresos de los certámenes poéticos, que como se ha visto fueron las primeras plataformas de visibilidad pública de la autoría femenina, siguen constituyendo una fuente que documenta gran número de autoras todavía no redescubiertas, muchas de ellas religiosas. Los estudios sobre las escritoras monjas desde perspectivas y disciplinas diversas constituyen hoy una rama especialmente vigorosa y en continuo proceso de revalorización en el conjunto de los análisis literarios e históricos. Debido al particular carácter del corpus, que implica unos esquemas de valoración y análisis independientes de los marcos preestablecidos desde las disciplinas tradicionales, esta aspiración sigue siendo perentoria para todas las especialistas del campo. La crítica especializada coincide en que, para una reevaluación e inserción efectivas en lo que sería ya no un canon, sino un panorama dinámico de las letras hispánicas, resulta indispensable una colaboración a gran escala entre metodologías y enfoques diversos. Solamente desde contribuciones inter- y multidisciplinarias se podrá aprehender un estudio sistemático de tan amplio legado textual, revisar e incluir los análisis existentes y, a la vez, evitar generalizaciones apresuradas o lecturas parciales. Las preguntas decisivas en el campo, a la par que se amplía y profundiza en la labor historiográfica sobre el corpus, son cada vez más numerosas, pero también más precisas. Entre otras cuestiones urgentes, se debe avanzar en el análisis de la creación literaria y artística monjil desde una visión panorámica que examine continuidades y redes de transmisión y de contacto entre diferentes conventos y órdenes en el contexto español e internacional. Las indagaciones que tal estudio permite desarrollar se engloban dentro del proyecto más amplio de reconstrucción de las primeras tradiciones intelectuales femeninas, que el presente trabajo comparte, al preguntar por aspectos como cuáles eran los mecanismos de producción, circulación y recepción de esta creación; cómo transmitían las autoras monjas su experiencia vivida en los moldes y modelos de la cultura escrita de su tiempo; cómo actuaban en tanto escritoras, lectoras, mecenas y transmisoras de este legado cultural propio y común, y, más concretamente, en qué modo respondían a las convenciones literarias; cómo negociaban los géneros literarios para dar cabida a su voz y experiencia femeninas; qué temas, formas métricas, dramáticas y narrativas utilizaban y por qué; qué formación, imaginario y medios de co-
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municación tenían a su disposición y cómo estos diferían en cada regla u orden religiosa; para quién escribían y qué imagen de espiritualidad y devoción representaban, y de qué manera el contexto receptor lector influía en las modalidades de su escritura, su publicación y su conservación. A estas preguntas de índole histórico-literaria se unen las reivindicaciones y reinterpretaciones introducidas desde la perspectiva de los estudios de género y la crítica literaria feminista, en su sentido amplio, que permiten inquirir, entre otras cuestiones, por el deseo de la escritura, la conciencia de autoría, el significado del cuerpo facticio y simbólico en la producción artística, los mecanismos de control y la sociabilidad normativa, los marcos de lo decible y lo pensable/lo dado y lo creado para grupos y sujetos históricos concretos, la sexuación del discurso y los aspectos externos —espacio-temporales, situacionales, socioculturales y cognitivos— del uso de la lengua en función del género sexual en su contexto histórico. Asimismo, las nuevas propuestas teóricas interdisciplinarias permiten ampliar los planos conceptuales hacia la performatividad, las sensibilidades o los afectos y emociones. En este sentido aparecen en escena cuestiones antes desentendidas, como las conciencias e inconsciencias de la relación texto-autora, el significado de las emociones como prácticas sociales y culturales en la construcción de sus relatos y la introducción de la intensidad corporal al mundo del significado cultural; en el fondo, las emociones y la performatividad de los cuerpos como expresiones convencionalizadas por la cultura en relación con el ambiente social. De hecho, ante la necesidad de propuestas programáticas nuevas para aproximarse al corpus, contamos con una interesante proposición de Nieves Baranda Leturio (2013), retomada críticamente en un reciente volumen colectivo editado por la investigadora juntamente con Anne J. Cruz (2018): su propuesta metodológica fue expuesta teóricamente en términos de una pragmática del texto en el sentido social, estructural y comunicativo. Como punto de partida esta aproximación toma la liquidez formal, es decir, la antes analizada laxitud de las fronteras entre las formas y los géneros literarios de la escritura de las monjas, para proponer un modelo que las aprehendiese fuera de los paradigmas de la crítica literaria tradicional y dirigiese la mirada hacia las dinámicas de la producción, recepción y circulación de los textos. Este modelo interpretativo, al que se refieren Baranda Leturio y Marín Pina en la nota introductoria al antes mencionado tomo Letras en la celda, busca leer el texto en «el marco situacional original del proceso comunicativo, a su voluntad perlocutiva y a sus destinatarios» (Baranda Leturio y Marín Pina, 2014: 34). En tal lectura se pueden distinguir tres grupos principales de textos que unen los géneros literarios más diversos, pero que comparten la misma función pragmática. El primer grupo lo constituirían los egotextos, entendidos en el sentido amplio del término, como: las autobiografías, las cartas, las cuentas de conciencia, las visiones, las disposiciones de
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espíritu y las conferencias espirituales, o sea, todos los escritos en clave intimista y confesional, formalmente no destinados a la publicación ni a una circulación más amplia. El segundo grupo estaría compuesto por las obras que fueron producidas bajo demanda para la preservación de la memoria de la orden: las hagiografías, las biografías, las crónicas de las fundaciones, etc., todos los textos que comparten la experiencia personal como trasfondo de su relato, que no ha sido elaborado en clave intimista ni espiritual. El tercer grupo que se distingue serían todas las modalidades escritas con el fin didáctico de la formación espiritual y de las pautas de comportamiento de la comunidad: «Su finalidad es modificar las conductas, convertir las palabras en actos, y sus destinatarios son las hermanas del convento entre quienes la autora ocupa una posición de autoridad, por eso tienen una difusión inmediata y restringida» (Baranda Leturio y Marín Pina, 2014: 34). En este último grupo se podrían incluir tanto los manuales de formación de novicias, los modos de oración, las jaculatorias y exhortaciones como las poesías, el teatro o, en algunos aspectos, las vidas. Gracias a tal configuración metodológica, las particularidades de la escritura monjil son provechosas para descubrir las continuidades temáticas, retóricas y formales. Así, el carácter fragmentario, disperso, líquido o informal del corpus no resta, sino más bien reafirma, su autoridad literaria. Ante tal demanda del campo de estudio y a la luz de las propuestas mencionadas, en lo que sigue se buscará proponer otro modelo interpretativo, no en competencia sino complementario con las propuestas existentes. En su conjunto, dicho modelo ha sido expuesto en la parte introductoria y su andamiaje metodológico aparece en el capítulo primero. Para evitar repeticiones innecesarias, aquí solamente se quiere subrayar dos aspectos clave de la propuesta. Primero, la lectura del corpus aprehendida desde el concepto de innovación, en el sentido propuesto por Françoise Collin (2006c: 158), como voluntad de construir un mundo y no solamente de ocupar un lugar, está dirigida al análisis de las diferentes modalidades de autoría con el fin de observar no solo la aptitud de cada autora para participar en la escena cultural y literaria de su tiempo, sino su capacidad de moldearla y transformarla, en términos individuales u oficiales. Al indagar sobre el significado de las estrategias discursivas aplicadas por las autoras monjas para el reconocimiento de su autoridad literaria, sobre las formas de agencia de estas en relación con su público y sobre la construcción de una posición autoral específica acorde a los parámetros personales y las coordenadas socioculturales del momento, se buscará diferenciar una tipología de patrones autorales de esta creación textual. Lejos de presentarse exhaustiva y cerrada, se considera representativa para el actual estado de las fuentes del campo e innovadora, en tanto que se establece en el cruce de las propuestas existentes para provocar un cuestionamiento del enfoque. En este sentido, este proyecto pregunta por la escritura
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de los claustros femeninos, que nace del deseo estético, testimonial o de la inspiración religiosa, como apropiación de una posición autoral concreta a través de la función estratégica del discurso. De la misma manera, la propuesta tipológica posibilita observar cómo los modelos autorales están interrelacionados con las condiciones sociales, políticas y religiosas concretas y cómo se reflejan en las estrategias retóricas y las elecciones literarias específicas. La diversidad de las estrategias de autoridad y autoría literarias usadas por las monjas permite demostrar el abanico de posiciones autorales y, por ende, de formas particulares de agencia femenina en el mundo moderno. Asimismo, un análisis de las continuidades entre los particulares modelos autorales ayuda a reconstruir el marco más amplio de la realidad conventual como núcleo cultural y centro principal en las redes de producción, circulación y traducción textual de crucial relevancia para la cultura letrada femenina del mundo moderno. Por otra parte, la noción de autoría literaria, que actúa como eje principal del análisis, permite reconocer la creación de autoras tradicionalmente analizadas en estudios separados, abarcando los más diversos contextos de formulación de la autoridad femenina y demostrando las interrelaciones y permeabilidades de los modelos autorales en uso. Tal propuesta programática permite salir del paradigma del redescubrimiento y la reconstrucción de las primeras tradiciones intelectuales femeninas en tanto corrientes aisladas, subsidiarias o colaterales a la cultura escrita oficial para reconocer las formas y los modelos de autoría con las que estas escritoras monjas intervinieron en la cultura escrita de su tiempo, alterando la doxa de la inferioridad intelectual femenina. 3.2. MODELOS 3.2.1. Argumentum ad verecundiam: la tradición teresiana como herencia conflictiva A lo largo del presente estudio se ha constatado repetidamente que la intervención de Teresa de Jesús en la cultura escrita, y su posterior inclusión en las dinámicas del mercado impreso, constituyó un hito sin precedentes para la formulación de un modelo de autoría literaria femenina de repercusión pública. Asimismo, se ha señalado el carácter complejo de la figura de Teresa-autora en las siguientes generaciones tras la reforma carmelita. Por un lado, su imagen como escritora —captada en el momento mismo de la creación y con la pluma dorada en la mano— señala que se había legitimado o incluso convertido en convencional la idea de una monja autora por las políticas eclesiásticas más urgentes. Como se ha visto en los apartados
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1.1.1 y 2.4.2, los procesos de beatificación y canonización de Teresa de Jesús fueron utilizados por la causa contrarreformista y debido a la necesidad de fortalecer las alianzas entre el poder monárquico y el eclesial. Convertirla en santa (1622) y copatrona de los reinos de España (1626) fue la culminación paradójica de un largo proceso de controversias sobre la ortodoxia del pensamiento teresiano originado en el ambiente anticonverso y antialumbradista de la segunda mitad del siglo xvi. Por otro lado, sus textos espirituales y místicos, las cartas, las crónicas fundacionales y de la reforma ofrecieron un modelo de activismo religioso y literario para varias generaciones de mujeres, laicas y religiosas, que, animadas por su ejemplo y éxito, vieron en la escritura un medio para su expresión individual. Sobre el impacto teresiano en la cultura literaria de autoría femenina se ha hablado en el apartado 2.3.3, examinando el significado de la publicación de su vida para los estamentos letrados femeninos seculares y religiosos. Por su parte, en el subcapítulo 3.1 se ha podido analizar el carácter rompedor que el ejemplo de la santa supuso para el afianzamiento de la escritura entre las religiosas, convirtiéndose en un detonante decisivo para la intervención de las autoras monjas en una cultura letrada más amplia. Asimismo, como es sabido, la vida y la obra de la santa de Ávila, así como la de algunas de sus discípulas inmediatas —las carmelitas descalzas Ana de Jesús (Lobera), Ana de San Bartolomé y María de San José—, han despertado significativo interés en la investigación contemporánea y hoy cuentan con una bibliografía estimable.23 Entonces, profundizar en la misma línea que se ha consolidado como dominante en los estudios teresianos resultaría poco provechoso o hasta redundante. A la luz de tal estado de la cuestión, el objetivo que aquí se establece es doble y difiere sutilmente del patrón que se aplicará en el análisis de los siguientes modelos de autoría. Por un lado, se quiere destacar el carácter conflictivo del modelo autoral construido a base de la referencia a la herencia teresiana. Recurrir al legado espiritual y literario de Teresa de Jesús resultó ser un recurso de legitimación de autoría especialmente usado por las religiosas que encabezaron la reforma descalza justo antes e inmediatamente después de la muerte de su reformadora. En el contexto de difusión de las fundaciones descalzas por otros países europeos y la insegura situación del proyecto en ojos de las autoridades eclesiásticas, se diversificaron las opiniones sobre la verdadera voluntad de la santa, llevando a interpretaciones incluso antagónicas y estableciendo varias líneas de espiritualidad teresiana, en conflicto y en
23 Cf. las fichas sobre las respectivas autoras en las «Notas biográficas» al final del libro y en la base digital de datos biobibliográficos de las autoras. Para un resumen de la bibliografía crítica sobre Teresa de Jesús, cf. Manero Sorolla (1992b).
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juego con diferentes políticas religiosas oficiales.24 Por otro lado, el presente subcapítulo quiere analizar en su complejidad el significado que se ha dado a la herencia teresiana considerada como la primera tradición literaria entre las monjas españolas, según los estudios de Baranda Leturio (2005), Arenal y Schlau (2010a) o Weber (1996), entre otros. Para tal fin se analizarán dos modalidades de argumentum ad verecundiam donde la autoridad de Teresa de Jesús justifica formas de autoría diversas y, hasta cierto grado, en competencia. Con tal presupuesto se busca romper con una visión idealizada y simplicista del significado de la herencia teresiana como continuidad literaria necesariamente afirmativa, pacífica y homogénea. Se analizarán algunos escritos escogidos de María de San José y Ana de San Bartolomé25 que desarrollaron dos interpretaciones bien distintas de la herencia teresiana: la primera, encarnando el sentido estratégico de la reforma como proyecto de misión femenina independiente y autosuficiente y la segunda, derivada del sentido primario de una vuelta a la regla primitiva y la prioridad del voto de obediencia a los superiores. La primera autora, de procedencia acomodada y formación humanística cortesana, promocionó las descalzas por la Península, con fundaciones en Andalucía y Lisboa. Fiel a lo que era, según ella, el espíritu teresiano independiente y humanístico, luchó por la autonomía de las comunidades descalzas frente a las intervenciones de las autoridades masculinas. Enfrentándose con el archienemigo de Teresa de Jesús, el provincial Nicolás Doria, y sus partidarios, fue encarcelada, secuestrada y probablemente asesinada en su lucha hasta las últimas consecuencias por lo que asumió como legado teresiano. La segunda autora, de origen campesino, conocida como la «humilde enfermera» de Teresa de Jesús y su discípula predilecta, encabezó el proyecto de reforma en Francia y Flandes, donde se enfrentó a un severo conflicto por la subordinación de la orden al provincial francés, Pierre de Bérulle. Propagadora de la interpretación rígida de las constituciones teresianas, entabló un largo pleito con Ana de Jesús, Juan de la Cruz y Jerónimo Gracián en contra de lo que consideró la deformación de la voluntad de la santa.
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Para un análisis de la reforma descalza a la luz de las políticas eclesiásticas del momento, cf. la monumental edición de quince tomos de Silverio de Santa Teresa (1935-1949) y Melquiades Andrés Martín (1975); para un acercamiento a la historia de la orden carmelita descalza femenina en Europa a la luz de la vida y los escritos de Teresa de Jesús, cf., por ejemplo, Otger Steggink y Efrén de la Madre de Dios (1975). Asimismo, un marco panorámico del contexto político inmediato a la expansión de los conventos descalzos lo ofrecen los epistolarios de las autoras aquí analizadas, cf. fichas en la base digital de datos biobibliográficos de las autoras. 25 Para un bosquejo biográfico y el listado completo de las obras de cada una de estas autoras, junto con la bibliografía crítica, vid. la base digital de datos biobibliográficos de las autoras.
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Para contextualizar mejor la dinámica de este modelo autoral no unánime, se recurrirá de modo puntual a la obra de la mencionada Ana de Jesús, otra discípula íntima de Teresa de Jesús y la que más interés ha recibido por parte de la crítica. Priora de las descalzas de Madrid y Salamanca, después de la muerte de su maestra también se encargó de fundaciones en Francia y Flandes. Por otro lado, para señalar el significado estratégico que el legado teresiano pudo tener para la consolidación de la autoría literaria femenina, se recurrirá también a un ejemplo más tardío de una monja clarisa franciscana, Estefanía de la Encarnación (1597-1665). Procedente de otro contexto sociocultural, contemporánea a los procesos de legitimación del legado teresiano y profesa de la primera regla religiosa encabezada por una mujer, santa Clara de Asís, esta monja vallisoletana negociará otros usos del argumento de autoridad de la santa abulense. En cierto sentido, Estefanía de la Encarnación representa la segunda generación de escritoras monjas, con autoras como Cecilia del Nacimiento o María de San Alberto, que son objeto de estudio de análisis posteriores, sobre las que recayó la responsabilidad de asegurar que la memoria de Teresa de Jesús ocupara un lugar legítimo entre las santas de la Iglesia católica. Por último, en su manejo del argumentum, la autoridad teresiana está privada de la carga emocional y el significado político inmediato que poseía para las reformadoras carmelitas. En este sentido, se convierte en una figura retórica más de su obra teológica y espiritual, cuyo significado se puede moldear acorde a las necesidades inmediatas del texto. 3.2.1.1. El espejismo de Santa Teresa. La autoridad reversible En los análisis de la literatura de autoría femenina de la Alta Edad Moderna y de las políticas del canon literario que han hecho, entre otros, María del Mar Graña Cid (1999: 211-242), Antonio Castillo Gómez (2006) y Nieves Baranda Leturio (2007: 421-448), se han destacado cuatro mecanismos o estrategias de desautorización de la autoría femenina en sus primeros intentos de asentarse en la esfera pública. Estas estrategias incluyen la acusación de plagio —en el sentido que se le atribuye en la primera modernidad—,26 la imputación de suplantar la autoridad masculina o divina —en el caso de subvertir el principio de silenciamiento femenino y subordinación según la interpretación patrística de 26
Como en el caso de Teresa de Cartagena o Ana Francisca Abarca de Bolea, que son objeto de análisis en el siguiente subcapítulo. El sentido de plagio en la obra de Teresa de Cartagena fue analizado por María-Milagros Rivera Garretas (1997a: 91), quien constató que «aparte de que copiar sea muy corriente entre los cultos medievales, pienso que lo intolerable del gesto de Teresa fue precisamente el decir su realidad desde dentro de un régimen de mediación femenina viva».
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los dictados paulinos— y la denuncia de presentar una obra menor en el sentido de género literario, temática, argumentación, metro o forma elegidos. A este listado, Monserrat Cabré (1996: 77-98) añade una cuarta estrategia, quizá la más subversiva en tanto que opera de soslayo: la mujer excepcional convertida en medida del silenciamiento del resto de sus coetáneas. En otro lugar se ha constatado que el espejismo de las grandes figuras femeninas de la Antigüedad o de la Biblia funcionó como herramienta que reforzaba el anonimato y el silencio del resto de mujeres de acuerdo con el planteamiento de que «la excepción confirma la regla». En este sentido, construir grandes mitos alrededor de unas cuantas figuras excepcionales, como ocurrió en el caso de Teresa de Jesús o, posteriormente, de Juana Inés de la Cruz, en vez de fortalecer la legitimidad de la autoría femenina, la empujaba al callejón sin salida de rara avis que anulaba la visibilidad de las demás escritoras que no pudiesen aspirar al estatus de la décima musa. Este aspecto, en tanto que mecanismo de argumentación usado por parte de los autores que intentaban explicar la aparición de las escritoras en el incipiente mercado de los libros impresos, se retomará en el siguiente apartado al analizar la construcción argumentativa de los preliminares de autoría masculina en los libros de autoría femenina. Aquí lo que se quiere destacar es la dinámica de este mecanismo de devaluación de la autoría femenina a partir de la construcción de un icono inalcanzable e irreproducible. Mirado desde otro ángulo, para las autoras recurrir a la autoridad reconocida de otras mujeres cultas, tanto antiguas como modernas, resultó ser una estrategia frecuente a la hora de buscar un paradigma literario propio en el que situarse y desde el que expresarse. Esta línea de defensa de la autoridad ad verecundiam feminarum se basaba en la necesidad de encontrar una genealogía del saber femenino para poder presentarse como una representante más de una tradición asentada y legitimada. Además, respondía a lo que María-Milagros Rivera Garretas (1997a: 91-92) acertadamente ha denominado «régimen de mediación femenina» y que explicó de la manera siguiente: «Siempre ha habido en el orden sociosimbólico patriarcal mujeres y grupos de mujeres que han buscado y han hallado un sentido de sí en femenino en la reflexión, la traducción en imágenes, la narración oral y la escritura de su experiencia personal». En el caso de las autoras monjas, este concepto, libremente ligado con lo que Luisa Muraro (1994 y 1995b) explicó como el orden simbólico de la madre, puede entenderse como un orden sociosimbólico articulado en torno a la relación con otro que era mujer (la patrona, la abadesa, la reina) y un infinito femenino que, siendo escritoras, desplegaron como espacio ilimitado en el que conocerse a sí mismas y desde el que comunicar al mundo lo que tenían que decir. Sin embargo, es preciso advertir que, en la praxis escritora, basar la justificación de la autoría en la mención de mujeres insignes por su cultura, su valor o
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su firmeza constituía un arma de doble filo, ya que al mismo tiempo reforzaba la interpretación del texto en clave de condicionamiento biológico y no permitía desafiar la doxa que consideraba la obra despectivamente femenil, es decir, carente del valor. Como señala Beatriz Ferrús Antón al analizar la Respuesta a Sor Filotea27 de Juana Inés de la Cruz, que, por cierto, es un ejemplo perfecto de esta forma de argumentación paradójica, la Respuesta, principal texto autobiográfico de Sor Juana, resulta una exhibición de arquitectura retórica que busca convencer a «Sor Filotea», y a todo aquel que se avenga a leer, de la legitimidad existente en el afán de la mujer por acceder al conocimiento. La narradora se ve obligada a jugar en el marco de una paradoja interesante, porque aunque busca demostrar que el espacio del conocimiento es neutro, terminará por verse obligada a remitirse a su propia experiencia como mujer para explicar sus ansias de conocer. […] El conflicto se traba sobre la capacidad intelectual y creadora de Sor Juana y el reconocimiento que por ella recibe. (Ferrús Antón, 2005: 72-73)
Desde este punto de vista, la legitimación de la autoría está necesariamente relacionada con la autoridad simbólica de pronunciar un discurso de una verdad que, por su parte, está ligada al lugar que las autoras monjas ocupan en el seno de las instituciones religiosas y a su relación con la esfera del diálogo público. Entonces, el eje de esta negociación se encuentra en la privación del poder simbólico para nombrarse, como si el significante monja-escritora careciese de ese significado en tanto forma no fenoménica, impensable, donde el intento de identificarse se convierte en espejismo o trampa del lenguaje. Si poner nombre »a las cosas o a las relaciones sociales es una operación lingüística y, por tanto, una operación política» (Rivera Garretas, 1997a: 89), entonces es, en potencia, una acción gratificante porque abre espacios de libertad. Ante la necesidad de nombrar lo innombrable, la herencia literaria y espiritual de Teresa de Jesús resultó ser un acicate eficaz, aunque no exento de ambigüedades, una justificación de la autoría y una fuente de inspiración y aprendizaje que permitía acceder a cotas de autoridad sin cuestionar abiertamente la posición de subordinación en la jerarquía eclesiástica. Una vez reconocido el legado teresiano por la Santa Sede, se propagaron las pautas de decibilidad para lo que era ser
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Se recuerda que bajo el nombre ficticio de sor Filotea se escondía Fernández de la Cruz, el obispo de Puebla y editor de su Carta Atenagórica. El texto fue redactado por Juana Inés de la Cruz en 1691 en respuesta a los reproches sobre la ilegitimidad de una interpretación teológica femenina. La bibliografía crítica sobre la autora es abundante, para un resumen, cf. González Boixo (2009: 66-67); para un análisis de su obra a la luz de los procesos socioculturales del Virreinato de Nueva España, cf. Montes Doncel (2008) y Perelmuter (2004).
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religiosa, escritora, reformadora y mística. En este sentido, como señalan Arenal y Schlau (2010a: 10), Santa Teresa fusionó significados antes tenidos por oximorónicos e irreconciliables: «Teresa of Ávila bent her needs to the wishes of the Church in a complex mix of submission and subversion. While bowing to and praising the Rules of silence and of “holy ignorance” for women promulgated by the Council of Trent, she pioneered a persuasive, down-to-earth, “homely” yet spiritual style that would pose no threat to men». Las autoras que representan el corpus del presente subcapítulo, y, en gran parte, de todo el estudio, pertenecieron a las comunidades descalzas o a órdenes influidas directa o indirectamente por la reforma teresiana. El ejemplo de Santa Teresa marcó un antes y un después en la dimensión espiritual, fundacional, devocional e intelectual de la cotidianidad cenobítica femenina. Asimismo, el reconocimiento oficial de sus obras abrió el camino para la producción de miles de textos en los que las autoras buscaron imitar tanto los temas como el estilo de la santa, a veces por iniciativa propia, otras veces por el mandato de sus confesores, con el fin de promocionar su comunidad con las nuevas teresitas. Las mediaciones y las poesías místicas y ascéticas; las exégesis bíblicas e interpretaciones teológicas, y los escritos pedagógicos, epistolares, fundacionales y reglamentarios, todas estas modalidades ofrecían unos modelos de escritura que fueron seguidos por las discípulas de la monja abulense. El incomparable éxito de su Libro de la vida, de su Libro de las Fundaciones y de dos obras cumbre de la mística carmelita reformada, El camino de perfección y el Castillo interior, permitió establecer redes de recepción y transmisión de escritura entre las religiosas de diversos conventos, donde el hilo de continuidad se basó en la celebridad de su autora. Los últimos veinte años de la vida de Santa Teresa, entre 1568 y 1582, suponen un periodo cumbre en su actividad reformadora, iniciada en 1562 —fundó entonces la mayoría de conventos descalzos—, y escritora —escribió cinco libros, numerosos escritos menores y más de mil cartas—. Como es sabido, ya en vida se convirtió en la más conocida reformadora de la Iglesia católica y, aunque su crítica iba dirigida hacia la laxitud moral y la hipocresía del clero, como los movimientos de la Reforma protestante, se mantuvo fiel a la ortodoxia católica, volviendo hacia las raíces de la Iglesia primitiva. Promotora de una mayor o una completa clausura, en una pobreza total y una estricta obediencia, ella misma pasó casi la mitad de su vida viajando por todo el país, negociando con las autoridades y peleando por su proyecto y por la adecuada interpretación de lo que para ella era la regla reformada. Además, como señalan Arenal y Schlau (2010a: 9), «some of the strength of purpose and power visible in Saint Teresa’s life and writing may be attributed to her position as a conversa». La larga historia de persecuciones en su familia y el ambiente abiertamente hostil hacia los cristianos nuevos pudieron en parte motivar su proyecto de reforma, en la que uno de los
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presupuestos principales rechazaba el principio de la limpieza de sangre como condición indispensable para la profesión religiosa; con lo cual, se abría un horizonte nuevo para las mujeres conversas, cuya cristiandad se ponía en duda y cuyas vidas corrían peligro, pues desde entonces podían aspirar a un ascenso y una aceptación social antes impensables. Asimismo, se contestaba el sentido de las jerarquías sociales que hasta entonces se habían establecido como base para las profesas, perpetuando el orden de la comunidad religiosa sustentado en la honra derivada del linaje. En este aspecto, Teresa se mostrará especialmente tajante, convirtiendo su sentido de ilegitimidad social en un principio de lo que era un cambio institucional: «¡Oh, váleme Dios, hermanas, si entendiésemos qué cosa es honra y en qué está perder la honra! […] ¡qué al revés anda el mundo! […] [que] Dios nos libre de monasterios adonde hay puntos de honra: nunca se honra en ellos mucho a Dios» (Teresa de Jesús, 1979, 63, 3). Al mismo tiempo, al elaborar conjuntamente con Juan de la Cruz y Antonio de Jesús una enseñanza de espiritualidad íntima basada en la oración mental, el recogimiento, el silencio y el ascetismo, la reforma teresiana de las órdenes carmelitas contribuyó a satisfacer la necesidad de cambio, favoreciendo que España se protegiese, en ese momento, tanto del aumento de la influencia protestante como de un mayor endurecimiento de la política contrarreformista. De este modo, «[t]hrough inspired practice and detailed writings, she transformed the impulse toward religious rebellion into orthodox idiom» (Arenal y Schlau, 2010a: 10). Sin embargo, quizá lo más importante para captar el significado simbólico que tiene el legado teresiano para las subsiguientes generaciones de religiosas es la orientación profemenina de sus enseñanzas. Encaminado a particularizar la especificidad de la experiencia espiritual femenina, aunque muy lejos de idealizarla, su proyecto constituyó un gesto disidente en el marco de la religiosidad oficial. Se recuerda que incluso en la espiritualidad reformada de recogimiento, inspiradora y afín al plan de la reforma teresiana, la interpretación del rol y del posicionamiento de la mujer en la sociedad y en las estructuras de la Iglesia seguía siendo severamente misógino.28 En este sentido, Teresa abre una brecha tanto en la reflexión espiritual como en las normativas institucionales, por la cual empieza a brotar una corriente de religiosidad renovada que reivindica el 28 Daniel de Pablo Maroto (2013) recuerda que el propio Francisco de Osuna, de primordial influencia para la formación espiritual de Teresa, se mostró extremadamente paulino en cuestiones referidas a la religiosidad femenina, como bien demuestra el fragmento de Norte de estados (Osuna apud Manero Sorolla, 2001: 42): «Desque vieres a tu mujer andar muchas estaciones y darse a devoterías y que presume de santa, ciérrele la puerta, y si esto no bastase, quiébrale la pierna si es moza, que coja podría ir al paraíso dende [sic] su casa sin andar buscando satidades sospechosas. Bástale a la mujer oir un sermón y hacer, si más quiere, que le lean un libro mientras hila y asentarse so la mano de su marido».
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lugar de la mujer en su experiencia íntima de lo divino y el de las comunidades femeninas en un proyecto religioso más amplio. Este acotamiento de un mundo femenino se produce dentro más que frente a las jerarquías dominantes, con lo cual, la reforma teresiana, particularmente después del breve Pia Consideratione de Gregorio XIII (1580) y del apoyo puntual que recibió por parte de Felipe II,29 se presenta como un paraguas protector para formas de agencia espiritual femenina, fundando su autonomía dentro de la más estricta ortodoxia católica. 3.2.1.2. El fenómeno de las descalzas: en busca de la nueva Teresa La necesidad de reclamarse como la única legítima intérprete del modelo espiritual y literario teresiano, que de modo acusado caracteriza los escritos de María de San José y Ana de San Bartolomé, revela que hubo un claro conflicto de autoridad. En el plano legislativo, el núcleo del conflicto era la subordinación de las nuevas fundaciones femeninas a la jurisdicción del provincial; asimismo, se discutía la pertinencia de la subordinación de las comunidades femeninas a la rama descalza masculina. Otro eje del enfrentamiento fue la cuestión de la libre elección de los confesores fuera de la orden descalza, la autonomía de los conventos y, por tanto, del gobierno de las prioras. El agravamiento de la disputa se originó con el nombramiento de Nicolás Doria como segundo provincial y primer general de la orden, lo que inició una paulatina tergiversación de la herencia espiritual teresiana original que culminó con la adulteración de sus Constituciones y la persecución de los superiores de los descalzos coetáneos y amigos íntimos de Santa Teresa: el primer provincial, Jerónimo Gracián, será expulsado en 1591 y en el mismo año Juan de la Cruz morirá en su destierro en La Peñuela; Ana de Jesús estará confinada en su celda durante tres años y María de San José durante uno.30 En el sentido epistemológico y espiritual, la lucha atañía el significado 29
De la relación entre Teresa de Jesús y el monarca habla el artículo de Manero Sorolla (2001: 826-834) poniendo en duda la opinión de especial apego de Felipe II a la reformadora y su rol en consolidar la descalcez en España y Europa. 30 Nicolás Doria estaba convencido que las Constituciones teresianas otorgaban demasiada autonomía a los conventos femeninos permitiendo a la priora un tipo de poder poco mediado por las autoridades externas. De hecho, Doria acusó la reforma teresiana de ser demasiado relajada, alejada de la verdadera ascética y amenazada por la laxitud e incontrolable familiaridad entre la priora y los clérigos que oficiaban en los conventos. Por lado de Doria se puso una parte de religiosas, entre ellas Ana de San Bartolomé. Las severas modificaciones impuestas por Doria llevaron a una protesta de varias prioras aliadas con el antiguo provincial, Jerónimo Gracián, Juan de la Cruz y Luis de León que fue conocida como «la revuelta de las monjas». Las religiosas, entre ellas María de San José y Ana de Jesús, acudieron directamente a Roma para desacreditar los cambios de Doria pidiendo justicia ante el papa Sixto V, que les concedió breve Salvatoris (1591-1592), aprobando
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dado por la santa de Ávila al voto de obediencia. Como puntualizó Rosa Rossi (1984: 48-49) en su análisis de la obra teresiana, primariamente la expresión por obediencia fue utilizada por Teresa de Jesús con dos sentidos: como licencia del superior (masculino) otorgada a la religiosa y como inclinación espiritual del alma a cumplir con los deseos divinos. Su idea de la obediencia no concernía al sentido de ser subyugado, de subordinarse a la voluntad del superior (Rossi, 1984: 49, n. 19). La interpretación e importancia dada a este concepto por María de San José y Ana de San Bartolomé dista largamente y puede servir de hilo conductor en el análisis del significado que cada una ha dado a las enseñanzas de Santa Teresa, a su modelo espiritual y, primordialmente, a su patrón de autonomía y autoría. 3.2.1.2.1. María de San José y la memoria militante «Que también a ellas [las mujeres] les toca, como a los hombres, hacer memoria de las virtudes, y buenas obras de sus madres y maestras, en cosas que solo ellas que las comunican pueden saber, y forzosamente ocultas a ellos» (María de San José, 1913: 7).31 Esta frase recoge bien el sentido de perpetuar la memoria de la orden que dio María de San José en tanto manifestación material de la conciencia femenina. Puesta en boca del personaje de Gracia, detrás del que se esconde la autora en su Libro de Recreaciones (1583-1585), señala hacia los elementos clave de lo que era el sentido de continuidad para las monjas de la primera generación de las descalzas, que a su vez constituyeron los temas que mayor reserva despertaron entre los superiores masculinos. Primero, se hace patente la necesidad de consolidar una genealogía femenina: «¿Cómo supiéramos tanto regalos y mercedes como el Señor ha hecho a tantas santas, como sabemos de Santa Catalina de Sena, de Santa Isabel, Santa Brígida, y Ángela de Foligno y otras, si no gustara que se dijera?» (María de San José, 1913: 27). Segundo, se establece el sentido de la especificidad de la experiencia femenina que resulta incomprensible para los hombres. Este presupuesto se expone de modo más explícito en Consejos que da una priora (1590-1592): «Y aunque sé los muchos
como legítimas las Constituciones «primitivas» de Teresa. Sin embargo, al año siguiente el nuevo papa Gregorio XIV anuló el breve aprobando la mayoría de las modificaciones de Doria. Para el complejo tema de los conflictos de poder durante las primeras generaciones de las fundaciones descalzas, cf. Weber (2000). 31 La edición de obras de María de San José de Silverio de Santa Teresa (1913) contiene los siguientes textos: Libro de recreaciones; la Carta de una pobre y presa descalza; Avisos y máximas para el gobierno de las religiosas; Ramillete de mirra al mi amado y varias composiciones poéticas. Las poesías se citan o por esta edición o por la edición de Romero López et al. (María de San José, 2007).
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santos que de esto han escrito y cada día escriben, creo que sus levantados espíritus no se aplican a menudencias de mujeres, porque sin duda es necesaria otra ciencia y artificios para encaminarlas en paz y aprovechamiento; y pues nosotras lo somos, tendremos licencia de advertirnos y enseñarnos» (María de San José, 1599, Prólogo, s. p.). Después, se señalan los mecanismos de silenciamiento de la tradición femenina: «En caso de escribir y tratar de valor y virtud de mujeres, solemos tenerlos [a los hombres] por sospechosos, y a las veces nos harán daño» (María de San José, 1913: 7). Ante este estado de la cuestión, el personaje de Gracia-María se otorga a sí misma el papel de cronista (María de San José, 1913: 9) y bachillera docta (María de San José, 1913: 34), que por ser testigo ocular de la fervorosa empresa de la reforma sabe nombrar las cosas por su nombre adecuado y apreciarlas por su justo valor. En diálogo con Justa —que en el texto representa la antagonista de Gracia y es otro alter ego de la autora—, se explica el sentido del linaje y la herencia femenina, donde la escritura aparece como vehículo de comunicación entre el colectivo monjil y la madre fundadora. Asimismo, al referirse a Santa Teresa por su nom de plume, se destaca su papel de escritora —entendido como una profesión—, y este legado se establece como origen de la autoridad para continuar su tarea: Lo que puedes, hermana, hacer —dijo Justa—, pues el llamarte Dios y traerte a la Religión fue por medio de la heroica y admirable Madre nuestra Ángela,32 comienza por ella y di cosas que viste desde que la comenzaste a conocer; […] Dios […] te lo pague, hermana —dijo Gracia— […] deme tú orden para que vaya escribiendo, pues es tu nombre Justicia, para dar a cada cosa lo que es suyo: a Dios la gloria de todo, y a nuestra santa Madre nombre perpetuo por la parte que fue yo y otras muchas viniésemos a la Religión. (María de San José, 1913: 7)
El Libro de recreaciones, elaborado durante el largo priorato de María de San José en Lisboa,33 es una empresa ambiciosa en materia y estilo. Escrito a modo de diálogo humanístico, representa una excepción en el panorama de la escritura de las religiosas y, según las observaciones de M.ª Pilar Manero Sorolla (1992a: 505), puede ser clasificado como la primera obra de este género literario de 32
El nombre de Ángela fue utilizado por Teresa de Jesús en las cartas a su confesor, Jerónimo Gracián, quien, en el texto de María de San José, aparece como el personaje del padre Eliseo. 33 María de San José vivió en Lisboa durante dieciocho años, a partir de 1584. Fue enviada allí a petición de Jerónimo Gracián y a instancias del cardenal Alberto, príncipe y virrey de Portugal, para salvarse de las persecuciones de los adversarios de la reforma. Allí fundó el Carmen de San Alberto, del que será priora entre 1591 y 1603. Su periodo lisboeta coincidió con la anexión de Portugal al trono de los Austrias y, por tanto, con una mayor presencia de españoles en la corte portuguesa. Todos sus escritos datan de estos años, exceptuando unas poesías de su etapa en la corte de Toledo.
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autoría femenina escrita en lengua castellana y también la primera donde todas las interlocutoras del diálogo son mujeres.34 En cuanto al tema, este también resulta pionero: la autora no solamente elabora la primera crónica de la orden carmelita descalza, después del Libro de las fundaciones de Santa Teresa, sino que anticipa el momento cumbre de lo que será un siglo de biografías de mujeres santas escribiendo la memoria de su insigne maestra, que en aquel momento contaba solamente con dos aproximaciones, la de Julián de Ávila y Luis de León (Manero Sorolla, 1992a: 511). Entonces, propone un patrón nuevo de la escritura memorialista, que, junto con las autobiografías espirituales, serán dos géneros clave en la cultura literaria religiosa femenina. En su texto, el diálogo opera como prefacio para introducir relatos de diversa índole: la autobiografía espiritual, la crónica de la orden y la fundacional, la biografía de Santa Teresa, su gesta y el tratado de oración. El hibridismo temático de la obra, mediante constantes alusiones metatextuales, es definido por la autora como «olla podrida» o «ensalada», entrelazando hábilmente y con ironía el plano ficcional del texto, la cotidianeidad claustral y la cultura letrada extramuros en un juego de sentidos: «—Bien dices, hermana —replicó Josefa—, que ya me va pareciendo, de lo poco que he oído, olla podrida, que se hace de muchas cosas. —Más honesto nombre parece ensalada —dijo Dorotea—, o aquellos huevos que nos dan en refectorio con mucho pan rallado» (María de San José, 1913: 11). Además, es un primer ejemplo de autobiografía espiritual enmascarada en forma de diálogo que entrelaza la historia de la orden con la de la vida de la autora, proponiendo una fusión de la confesión escrita y la crónica, «haciendo una manera de representación al vivo, aunque todo como pintado» derivada de la «obediencia que me obliga á decir algunas cosas de mi vida, que por ir con nombre fingido se sufrirá» (María de San José, 1913: 3-4). De este modo, mediante un atípico pacto autobiográfico, la figura autoral se desdobla en las dos protagonistas y se autoficcionaliza en una estilización literaria. La historia de la comunidad es interiorizada y la frontera entre las vidas reales, los exemplum y las experiencias de los personajes se difumina: «¡Bendito sea el Señor! —decía Gracia— que ya veo lucir las obras 34 La autora elaborará la misma forma en otros textos posteriores: Carta de una pobre y presa descalza (1593) e Instrucción de novicias (1602). Manero Sorolla (1992a: 501-515) analiza este tema reivindicando el lugar de María de San José al lado de Luisa Sigea de Velasco, autora de Duerum virginum colloquiom, también escrito en forma de diálogo humanístico. La investigadora indica que María de San José debió de inspirarse en los Diálogos del tránsito de la Madre Teresa de Jesús de Jerónimo Gracián, que pudo conocer de forma manuscrita, o en la obra de Luis de León De los nombres de Cristo (1583), que era lectura corriente en las comunidades carmelitas femeninas, figurando como lectura obligatoria en las Constituciones modificadas por Sixto V en 1590. De paso se señala que estas mismas Constituciones fueron promovidas por Ana de Jesús, colaboradora de fray Luis, con el que preparó, como se recuerda, la primera edición de las obras de Teresa de Jesús.
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de mis manos […] trae, hermana el libro de las crónicas, donde las tales se suelen escribir y va asentando las que dijere […]. Gracia, alzando los ojos al cielo, comenzó pidiendo al Señor moviese su lengua y dijo: […] quisiera, hermana, otra lengua que la mía para decir […]» (María de San José, 1913: 11-12). Ahora, lo que resulta especialmente interesante es el sentido que se da a la herencia teresiana en los tres niveles del texto: el tema, el modelo para la formulación de las ideas y el vínculo directo entre la autora y las receptoras del texto, que asimismo se ficcionalizan como personajes del diálogo. Tal y como se ha dicho, la pretensión de perpetuar el único espíritu verdadero teresiano tiene que ver con el concepto de la obediencia, tanto espiritual como institucional y, por lo tanto, está ligado con la autoridad para delimitar sus marcos. Desde la dedicatoria, María de San José es consciente de que su obra —escrita por una mujer sobre una mujer y para las mujeres (María de San José, 1913: 3-4)— supone una disidencia frente a las normas dominantes, tanto eclesiásticas (enseñar sobre la doctrina) como seculares (escribir). De acuerdo con lo señalado por Arenal y Schlau (2010a: 37), «the work juxtaposes women’s unswerving fidelity to the spirit of the Founding Mother’s Reform of religious life with the arrogance and ambition of some men». Lamentando la traición de algunos elementos primarios de la reforma teresiana, como la espiritualidad íntima, y destapando las faltas institucionales de la Iglesia, que obstaculizó a las mujeres el acceso a la formación, dificultándoles una plena participación en la religión («pero ¿no ves que [los hombres] han tomado por gala tener a las mujeres por flacas, mudables e imperfectas y aun inútiles e indignas de todo ejercicio noble?» [María de San José, 1913: 4]), la autora presenta una rogativa para perpetuar la memoria femenina. Siguiendo el planteamiento de Gloria García González (2006: 17-36) en su análisis del significado de la memoria para el monacato femenino, la escritura actúa aquí como un «poderoso instrumento de legitimación que indaga en el pasado el origen de las fundaciones y se proyecta hacia el futuro mediante una hagiográfica relación de las excepcionales personalidades que un día habitaron dentro de sus muros» y destaca por entrelazar el plano colectivo y el individual en una dinámica de mutua legitimación: «El texto convertido en documento confirmaba la voluntad de ser, así como de seguir siendo comunidad, de preservar una identidad diferenciada» (García González, 2006: 32 y 34). Al escribir su historia, la comunidad femenina interviene en el orden simbólico contribuyendo a mantener una herencia propia, la de la madre (Muraro, 1994: 34-35). Por consiguiente, reclama el espacio real y discursivo construido por las mujeres como lugar desde donde escribir, ejercer un tipo de poder y construirse como comunidad religiosa a la par que intelectual. Por un lado, en el caso de Teresa de Jesús, esta herencia femenina ha sido reconocida, hasta cierto grado, por la cultura oficial, con lo cual, podría parecer que no se situaba paralelamente a la his-
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toria oficial, sino que reclamaba su lugar dentro del canon: «Esta mujer valerosa […] ha despertado a las mujeres flacas a tomar la cruz de Cristo, mas avergonzó y sacó al campo a los varones, y los hizo seguir la bandera de su capitana» (María de San José, 1913: 9). Sin embargo, como señala María de San José, su sentido ha sido falseado y el legado femenino silenciado por la cultura dominante: «Es lástima ver esta casa y real edificio de esta altísima Reina [la Virgen del Carmelo], la poca noticia que de él hay y el descuido que nuestros padres han tenido hasta aquí en hacer memoria de su grandeza» (María de San José, 1913: 49). Al contrario de lo que podría sugerir el título de la obra —Libro de recreaciones—, que posee aquí una función retórica de ofuscación, el objetivo que el texto sigue desde la dedicatoria no es recreativo, sino imperiosamente político e ideológico: Resta, carísimas, que desechado todo ánimo mujeril, os esforcéis á seguir á vuestra capitana, dando mil vidas porque no se pierda un punto de lo que con tanto trabajo se ha renovado; sed agradecidas á este soberano señor, que en tiempo de tanta necesidad como ahora hay, de que se renueve la penitencia y aspereza en lo interior y exterior para contradecir á los malvados herejes, os escoció á vosotras, porque se pueda decir lo que en el tiempo de aquella valerosa Débora se dijo: nueva manera de batalla ha elegido el Señor. (María de San José, 1913: 4, el énfasis es original)
El campo semántico dominante en esta invocación es de combate, de enfrentamiento y de lucha. Teresa-capitana —como la profetisa y jueza Débora— es presentada como líder de una acción militante no solamente para el contexto español, sino para toda la comunidad católica. Por su parte, María de San José, en su función-autora ejercida desde el prólogo, asume el papel de guía y mediadora que posibilita la continuidad para que las palabras de la santa cobren vida en la acción religiosa (política) concreta. Teresa de Jesús, en otro lugar comparada con Abigail y con la Virgen María, logró «animar el ejército de Dios» en la lucha por la vuelta a la regla primitiva «plantando y trasplantando este divino jardín del Carmelo, que tan olvidado y destrozado estaba» (María de San José, 1913: 9). En esta acción de reforma, Gracia censura severamente a «los varones […] que habían vuelto las espaldas al rigor y virtud primitiva» (María de San José, 1913: 9), desafiando el sentido original del espíritu teresiano. El antagonismo monjas/monjes y monjas/superiores masculinos destaca de modo acusado el conflicto de supremacía que María de San José tuvo que afrontar luchando por la independencia de su comunidad y será una constante en su escritura. Aun cuando la autora recurre al humor y al recurso de la falsa humildad («digo, hermanas, que es de poca fuerza y de ningún crédito lo que dijéremos, por ser mujeres» [María de San José, 1913: 8]) para suavizar el tono de sus críticas o cuando, por medio de la praeteritio, disimula no tocar temas graves como la
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doctrina,35 la dinámica del texto opera sobre antagonismos, un enfrentamiento entre nosotras y ellos. Aunque se evita plantear aquí una interpretación en clave biografista, no es del todo irrelevante que este vocabulario de combate responde a los años en los que aumentaron las persecuciones y María de San José fue dos veces convocada ante el tribunal inquisitorial (1575 y 1578) y encarcelada por primera vez debido a las falsas acusaciones de alumbradismo y comportamiento escandaloso por la cercana relación con su confesor, Jerónimo Gracián. Resulta evidente que su papel de mártir y guerrera por la causa teresiana se confirma cuando los conflictos con Nicolás Doria la llevan a protagonizar, junto con Ana de Jesús, la famosa «revuelta de las monjas» (Weber, 2000: 127-150). De esta década datan sus Avisos de una priora, Ramillete de mirra y, el más tardío escrito didácticodoctrinal, Tratado de los tres votos, que ejemplifican su profunda preocupación, a la vez que compromiso, en liderar, como antes Santa Teresa, el Carmen Descalzo tanto femenino como masculino, tocando el espinoso problema del magisterio de una mujer sobre hombres: «Navíos somos, los religiosos, llenos de jarcias. Y no faltan perlados36 que con nuevos preceptos y leyes nos cargan y nos arrojan a las olas de mil miserias y tempestades por las cuales navegamos al deseado puerto de la perfección. Piloto es el perlado» (María de San José, 1599, Prólogo, s. p.). Es importante notar que su militancia en mantener el legado teresiano, entendido en términos de un combate, está también en su poesía. Contrariamente al caso de Ana de San Bartolomé, así como de otras monjas posteriores que desarrollaron en sus textos el tema de la herencia teresiana, como Estefanía de la Encarnación, María de San Alberto o Cecilia del Nacimiento, María de San José no limita sus versos a la función laudatoria dominante o exclusiva en otras autoras. Y, aunque su apoyo a la reforma, expresado mediante elogios en tono espiritual a la líder, marca algunas de sus composiciones, el carácter abiertamente político y reivindicativo de las demás permite preguntar por otra función de 35
En la Segunda recreación, por medio de un diálogo entre Justa y Gracia María, introduce hábilmente su opinión acerca del apostolado femenino, la espiritualidad renovada y los sacramentos, usando el recurso retórico de que no se va a decir lo que acaba de decirse: «—Me parece, hermana Gracia —dijo Justa—, que te vas metiendo en lo que no te mandan ni es tuyo de hacer. —¿En qué? —dijo Gracia. —En escribir doctrina […] y enseñar a los otros cómo han de llegar almas a Dios […]; —Nunca Dios quiera —dijo a esto Gracia— que yo hable de los ministros del Señor y de los que la Iglesia, nuestra Madre, nos tiene puestos para enseñarnos […] Y así, dejando aparte a los que es su propio oficio enseñar, hablo de ti y de mí» (María de San José, 1913: 14), y con este oráculo se introduce una larga exposición de cuestiones doctrinales que termina así: «Y porque, como dijiste, no es mío escribir doctrina, lo dejaré para volver a nuestro intento» (María de San José, 1913: 14). 36 María y otras autoras del periodo utilizan las dos formas ortográficas del sustantivo, la más antigua perlado/a y la posterior prelado/a.
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estos versos, más allá de la didáctica, la devocional o la recreativa. En su estudio del, quizá, mejor conocido poema de la autora, la Elegía («En el nombrado puerto de Ulisea»), Isabel Colón Calderón (2007: 109) destaca la valentía con la cual María de San José expone su postura utilizando una paronomasia donde el recurso a la falsa modestia se convierte en un arma arrojadiza: «Y aunque la menor soy, determinada / estoy a padecer de cualquier modo, / que aunque me tienen muda, no mudada, / ni mudaré jamás en parte, o en todo, / aunque con más trabajos me den priesa / y me deshagan y pisen como a lodo» (María de San José, 2007: 96-103, vv. 241-246). La estructura de este poema es compleja: entrelaza la voz de la narradora con la de la protagonista-pastora en secuencias irregulares, donde ambas relacionan hechos «de Carmela casa» (v. 8) en Lisboa, el «puerto de Ulisea» (v. 1), y que se entretejen con el canto elegiaco en tono pastoril a Teresa de Jesús como la Virgen del Carmelo. Lo que me interesa destacar aquí es la contraposición entre pasado y presente, típica de las elegías, que adquiere una función explícitamente política y cobra el sentido de invocación a la resistencia. La muerte de Santa Teresa es la causa de la quiebra en el seno del Carmelo («¿Cómo, Teresa, relumbrante estrella / de nuestro firmamento, te quitaron, / y principio se dio a nuestra querella?», vv. 109-111), con lo cual se advierte el fraude del sentido de la reforma («los perros que se ordenan contra robos, / contra el ganado simple y descuidado / se vuelven y arremeten como lobos», vv. 205-207) a causa del cambio del gobierno («Mas ya por otra mano repasada», v. 127). El común enemigo, que al principio del poema es referido como «demonio» (vv. 4; 13; 283), «lobo» (v. 137) o «bestia fiera» (v. 230), con el paso de los versos se identificará con los carmelitas descalzos («mala raza», v. 327), encabezados por el provincial Doria (v. 128). La respuesta para salvar esta «manada desprecida [sic]» y «cumbre destrozada» es la resistencia, la rebeldía y la defensa hasta las últimas consecuencias de la «ley teresiana»: «No temeré por cierto defenderlo, / y por culpada quiero ser tenida; / pues que lo soy, yo quiero parecerlo; / y por menor ley pondré la vida» (vv. 328-331). Este sentido martirológico se extiende sobre todas las verdaderas teresianas que, en otro poema, una Redondilla, son convocadas a la acción misionera: «Sali[d], hermanas, no temáis, / que en tal caso ha de ir ufana / cada cual de buena gana, / pues que trabajos buscáis» (María de San José, 1913: 207, vv. 30-33). Sin embargo, el texto donde el conflicto de autoridad cobra un absoluto protagonismo y donde la visión antagónica se cristaliza en un enemigo común es la Carta de una pobre y presa descalza, consolándose y consolando a sus hermanas e hijas que por verla así estaban afligidas. Año de 1593. En este escrito, redactado durante su segunda detención en la cárcel conventual de Lisboa, se traza un conflicto interior entre una líder de acción de reforma y una religiosa enfocada en la perfección espiritual mediante el sufrimiento y la resignación. Ambos sem-
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blantes la acercan aún más al ideal teresiano, que le da crédito para continuar la labor reformadora independientemente de su coste. En este conflicto, expresado mediante un diálogo implícito entre la autora y sus correligionarias, colisionan la formación humanística y la espiritualidad ascética de María de San José, que se compaginan mediante una tercera vía —la obediencia entendida como humanismo cristiano—, la libertad individual de ofrecerse a la voluntad de Dios para la redención de las culpas de los otros: «Habémonos embarcado con Cristo en la navecilla, hace de levantar tempestad, y aunque el Señor duerme y parece que nos vamos anegando, Su Majestad recordará a tiempo, y nos librará. No os desmayéis, carísimas, no os enflaquezca vuestra fe por ver que al parecer el Señor nos ha dejado tantos tiempos en manos de los que nos persiguen y afligen» (María de San José, 1913: 173). Tal sentido mesiánico le permite a María de San José dar un significado positivo a su reclusión y las persecuciones sufridas, a la vez que dotar de agencia a su aislamiento. De este modo consigue convertir su humillación en perfeccionamiento y su silenciamiento en acción: Y por eso no tengo por vano lo que escribo, aunque sé que no lo podéis leer, mas servirá también de lo que siempre pretendo en lo que escribo de tener un testigo delante de Dios y de los hombres, que me acuse si lo contrario hiciere de lo que aquí con mi mano escribo, y para mostrar que siempre os tengo presentes y nunca de mi memoria os apartaré, aunque me hayan apartado a una tan estrecha prisión. (María de San José, 1913: 175-176)
Un sentido parecido —reformativo más que imitativo— de la herencia teresiana lo representa la ya mencionada Ana de Jesús. En su epistolario y en la Crónica de la fundación del convento de san José de Granada (1582-1586),37 que relata la primera fundación descalza no encabezada por la propia Santa Teresa, Ana dejó constancia de una aproximación independiente hacia las normativas y los superiores. En una carta a un destinatario desconocido, firmada en Dijon el 2 de marzo de 1606,38 esta religiosa propone una modificación de las Constituciones teresianas para aumentar el número de monjas en la fundación parisina, pensando que desde allí va a llevar a cabo la expansión del Carmen Descalzo en Francia. Por aquel tiempo, después de haber fundado casas junto a Santa Teresa en la Península y posteriormente, de manera independiente, en Francia, su significado para la reforma seguramente era conocido entre las autoridades de la Orden. Aun así, el hecho de modificar las regulaciones originales de la Santa era 37 La Crónica […] se cita por la edición de Manero Sorolla (1993b: 121-147). Las Cartas por la edición de Torres Sánchez (1995). En casos contados se recurre a los manuscritos indicando la signatura y respectivo archivo de la fuente. 38 Carta Nº10, Archivo de MM. Descalzas de San José de Bruselas.
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un gesto disidente y también iba muy en contra de la misión de Ana de Jesús de conservar el espíritu teresiano original. Para resolver el conflicto, la fundadora se justificó alegando que tal proyecto cumplía con la voluntad de Dios, lo que, por un lado, le permitía evitar la responsabilidad inmediata por la quiebra de los reglamentos y, por el otro, invocaba una autoridad suprema a la de su maestra. La carmelita —mostrándose como un simple instrumento en la gesta divina— logró ejercer el cambio sin subvertir abiertamente la autoridad de la Santa. Sin embargo, a la luz de ciertas preguntas aquí planteadas —el significado factual y el retórico de la herencia teresiana en la construcción de la posición autoral legítima y en la formulación del sentido de autoridad individual—, la obra de Ana de Jesús no parece ofrecer nuevos hallazgos. Incluso resulta sorprendente la ausencia de la figura de Teresa de Jesús, tan hábilmente reconstruida en la función estratégica del discurso por María de San José. Y, aunque, como causa de esta ausencia, se podría indicar la posible falta de vocación literaria de Ana de Jesús (Manero Sorolla, 1993b: 122), las obras que ha dejado la autora son una muestra suficiente para indagar más allá del desprecio hacia la escritura y, por consiguiente, una resistencia a considerar a su fundadora como modelo de escritora. La lectura atenta de las pocas cartas conservadas cruzadas entre ella y Teresa de Jesús, a la luz de la mencionada crónica de la fundación de Granada, revela un conflicto de autoridad entre Ana de Jesús y su maestra. Como demuestra María Pilar Manero Sorolla (1993b: 121-147), quien recuperó y editó la relación de la fundación granadina, los silencios de la crónica resultan altamente significativos: «No ha lugar en la crónica fundacional de Ana de Jesús para consideraciones negativas de aspectos y personas contrarias o morosas en la expansión de descalces. […] No hay tampoco espacio […] para la mención de los desacuerdos internos de la comunidad descalza, ni mucho menos de inclusión de la censura de Santa Teresa […] a la nueva fundadora». Por su parte, que tal censura tuvo lugar lo sabemos por la carta de Santa Teresa enviada a María de San José en junio de 1582, donde la madre fundadora se queja del comportamiento impropio de su otra discípula y precisa que quería ver a María como su sucesora en el gobierno del convento granadino (Teresa de Jesús,1979: 1094). Sin embargo, ni ella ni María de San José vieron satisfechas sus aspiraciones, ya que, desde la fundación, el gobierno de la casa de Granada lo asumió Ana de Jesús. En una carta escrita en abril de 1582, Teresa le había reprochado a Ana la desobediencia a sus reglas, su magisterio e imprudencia y la acusa de abuso de poder (Teresa de Jesús, 1979: 1102-1105). Manero Sorolla (1993b: 134) clasifica esta carta como «terrible; de las más duras del Epistolario teresiano». Con lo cual, es de suponer que la ausencia, o más bien la fantasmagórica presencia, de Santa Teresa en los textos de Ana de Jesús como autoridad discursiva para la construcción de la posición autoral viable puede derivar del conflicto personal entre las dos carmelitas, que
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no se pudo evitar a la hora de buscar un modelo de escritura. Y, aunque Ana de Jesús sigue en su crónica el patrón de las Fundaciones teresianas, que consta de diversas partes (la etapa inicial de la fundación, las dificultades que acompañan la empresa y el logro definitivo que confirma la grandeza de Dios), su argumentum ad verecundiam siempre recurre a la autoridad de Dios como la suprema y única justificación de sus acciones y palabras. De hecho, relatando los sucesos de la fundación de San José de Granada, que tanta controversia han despertado en su maestra, no teme errar porque su razón es la razón divina: «La seguridad interior que Dios me dava […]. Fue que (con gran peso o particularidad) oy interiormente aquel verso que dize: Scapulis suis obumbrabit tibi, et sub pennis eius sperabis»39 (Ana de Jesús apud Manero Sorolla, 1993b: 367). 3.2.1.2.2. Ana de San Bartolomé y la simple (des)obediencia En una carta de principios de 1622, la por entonces priora de Amberes, Ana de San Bartolomé,40 definió usando citas de autoridades el significado del voto de obediencia: «Mire lo que dice Contentus mundi41 [sic], que es a ese propósito: Anda como quieres y por donde quieres, que no hallarás reposo sino en la simple obediencia. Y San Pablo dice: El que resiste a la obediencia de sus perlados, resiste al Espíritu de Dios» (Ana de San Bartolomé, 1998: 1230). La epístola, dirigida a su correligionaria y amiga íntima, Ana de la Ascensión, en el clímax del conflicto de autoridad sobre las descalzas inglesas,42 ejemplifica bien el sentido que este concepto clave de la herencia teresiana tuvo para su discípula. El valor del voto de obediencia trasciende la temporalidad de las normativas, incluso las escritas por Teresa de Jesús. Para Ana de San Bartolomé, el significado de la espiritualidad teresiana sobrepasaba su legado inmediato; internalizó los votos de castidad, pobreza, silencio y obediencia tal y como le enseñó su madre espiritual, es decir, no como normativas tangibles, sino como principios 39 Aquí Ana cita el Libro de los Salmos: «El Señor te cubrirá con sus plumas, y vivirás seguro debajo de sus alas» (BRV, Sal, XC: 4). 40 Para una mayor comodidad de lectura, sus textos en prosa, exceptuando la Autobiografía, se citan por las ediciones de Urkiza (1998 y 2014). La poesía se cita por la edición digitalizada de la web de la Asociación de Amigos de Ana de San Bartolomé (consulta: 10/08/2015): . La Autobiografía A se cita por la edición de Antolín (1969). 41 La autora hace referencia al tratado Contemptus mundi (De imitatione Christi) de Tomás de Kempis. 42 Ana de la Ascensión, monja profesa de Mons, fue junto con Ana de San Bartolomé cofundadora del primer monasterio descalzo de Amberes. En 1624 encabezó la separación de las monjas descalzas inglesas de la jurisdicción de los superiores de la orden, pasando a la del obispo.
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espirituales. De ahí que consideró que las regulaciones dadas por Santa Teresa podían o, aún, debían de ser modificadas de acuerdo con sus mismos principios: la mayor humildad, subordinación y abnegación de la voluntad propia. Para no defraudar el espíritu teresiano, hubo que ajustar sus normas. En esto la religiosa se mostró cercana a la posición de Nicolás Doria, entendiendo sus modificaciones como apertura espiritual y no como restricciones de la libertad. El encierro estricto reclamado por el provincial, que incluía también el cese de contacto con los confesores de otras órdenes y la subordinación a los descalzos, protegía, según Ana de San Bartolomé, a las religiosas de la corrupción exterior, permitiéndoles ampliar marcos de libertad interna. La opinión de la monja, como en otras ocasiones, provenía no de su propio parecer, sino de las visiones proféticas en las que hablaba con la propia Santa. De hecho, lo que a primera vista podría parecer una incoherencia o una paradoja en una priora respondía a la profunda convicción de ser elegida por Santa Teresa como su continuadora y heredera, lo que confirmaba el don visionario que le había sido concedido, como creía, por la santa abulense: «Dios nos la ha dado a las dos de ser hijas de la Orden, que todas las demás han salido desbaratadas» (Ana de San Bartolomé, 2014: 642). Hablando de su amiga Leonor de Jesús y de sí misma, negó a otras hermanas cercanas a la Santa, entre ellas Ana de Jesús y María de San José, el derecho a reclamar su herencia. Lo que resulta especialmente interesante es el uso estratégico que los dictados y las milagrosas intervenciones de Teresa de Jesús adquieren en los escritos de Ana de San Bartolomé. A diferencia de María de San José, quien trazó un sentido de continuidad y memoria teresiana simbólica, esta autora fijó su condición de hija predilecta en una argumentación basada en la experiencia y el milagro. De este modo, reinscribió la espiritualidad teresiana en una tradición taumatúrgica más antigua. El hecho de convivir con la Santa y acompañarla en su día a día durante cinco años de fundaciones, incluso, literalmente, tenerla en los brazos en el momento de su muerte, le concedía a la monja una autoridad difícilmente superable. Como mujer de clase baja y de formación autodidacta y tardía —según su testimonio, también adquirida por la intervención milagrosa de Santa Teresa—, para formular un discurso propio (autoría) y verosímil (autoridad) acudió a los recursos retóricos más inmediatos, que le permitieron superar su posición de inferioridad: los miraculous inedita y la experiencia individual (Bynum, 1995: 15, n. 4). Sin embargo, y este es quizá el rasgo que más la diferencia de las autoras que basaron su sentido de autoridad en la experiencia extática y mística de los siglos anteriores, ella no se consideró una herramienta pasiva en manos de una autoridad superior. Además de ser el vivo vínculo que transmitía el legado espiritual e histórico de Santa Teresa, en numerosos escritos,
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sobre todo en sus cartas y en la Autobiografía espiritual,43 Ana de San Bartolomé se presenta como la intérprete. Si la figura de Santa Teresa está siempre presente en sus textos como autoridad espiritual y literaria, Ana es la única que sabe descifrar y trasmitir sus palabras. Entonces, para ella el legado teresiano consiste no solo en lo que la monja de Ávila escribió, es decir, las enseñanzas aceptadas por las jerarquías eclesiásticas, sino también en lo que le dijo a su discípula durante largas horas de conversaciones privadas y de lo que siguió transmitiéndole mediante comunicaciones post mortem, es decir, aquello que se podría considerar una herencia no mediada o una herencia de la madre (Muraro, 1994: 35). Un buen ejemplo de cómo el orden religioso teleológico44 sirve para construir una autoridad discursiva lo constituye la visión relatada en su vida, donde la intervención de Santa Teresa se utiliza para explicar la decisión controvertida de dar su apoyo a la reforma de Doria: «Y díjome [Teresa]: “Mira, yja, las monjas que se me van de la Orden”. Y mostróme muchas juntas en un locutorio que ablavan con seglares. Los de fuera eran rreligiosos y seglares y qlérigos todos de otras Ordenes y ablando con ellos se bolvían las monjas negras como cuervos; y los de fuera tenían cuernos; las monjas tenían picos, como si propiamente fueran cuervos» (Ana de San Bartolomé, 1969: 112). Aquí, acudiendo a una simbología conocida de los textos teresianos, empleada con un matiz de código, el alegórico, la autora construye una visión de función argumentativa de inventio: convencer y emocionar. Ellas —las monjas que decidieron rebelarse contra las directrices de su superior— han caído en manos del demonio y, en tanto embaucadas por él, son una viva encarnación del pecado. El lamento de la madre fundadora al ver la perdición de sus hijas, entre las que Ana de San Bartolomé ocupa el lugar de testigo privilegiado, sirve para delimitar claramente dos flancos del conflicto, en el cual la lucha entre el bien y el mal no admite vacilaciones ni claroscuros. Ana, al apoyar el régimen impuesto por Doria, cumple con la voluntad de la Santa y además impide la corrupción de la orden. Se repite entonces el sentido mesiánico del legado teresiano presente en María de San José; sin embargo, el antagonismo aquí trazado concierne no al binomio masculino/femenino, sino a la autoridad institucional y a cualquier forma de insubordinación, es decir, de interpretación independiente. 43 Existen dos versiones de su autobiografía, la primera conocida como Autobiografía de Amberes (A), de mayor extensión y redactada entre 1604-1625. La segunda, Autobiografía de Boloña (B), es un texto dos veces más corto, escrito a finales de 1622. Aquí me refiero a la Autobiografía de Amberes en edición de 1969. Cf. la ficha sobre Ana de San Bartolomé en la base digital de datos biobibliográficos de las autoras. 44 Aquí teleológico se aplica en un sentido amplio de acuerdo con la propuesta de Bilinkoff (1996: 309-312), como canalizador de los poderes sobrenaturales para fines específicos sin necesariamente corresponder con las directrices eclesiales.
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No obstante, sería erróneo clasificar la manera de entender el legado teresiano por parte de Ana de San Bartolomé como institucionalista. Como acertadamente señaló Alison Weber en su análisis de algunos textos de la autora, «la interpretación de Ana del legado teresiano es, con frecuencia, particularista y personal» (Weber, 2005b: 85). Con lo cual, se puede observar cómo esta religiosa moldea el argumento de la autoridad teresiana acorde a sus necesidades perentorias para legitimar su intervención en materias que no le concernían por ser mujer, monja y plebeya, como la doctrina y el magisterio religioso. En este sentido, el papel de Santa Teresa como madre espiritual y literaria es temático y retórico y funciona como argumento urgente que desacredita otras autoridades, incluyendo la de los confesores y padres espirituales. Miremos algún ejemplo. Cuando su confesor pone en duda que Ana haya tenido una visión de Cristo durante uno de sus arrebatamientos, la monja resuelve el conflicto de autoridad acudiendo al juicio supremo de su madre espiritual, quien, mediante otra visión, le asegura la ortodoxia de su experiencia: «Y fue [sic] a nuestra Santa que me dijese si era ansí, y díla cuenta de todo lo que me aví pasado. Y díjome que no tuviese pena, que no era demonio, que ella avía pasado por esa mesma oración, con los confesores que no la entendían. Con esto yo quedé consolada y creý que lo que la Santa deçía era Dios» (Ana de San Bartolomé, 1969: 296). De este modo, la autora anula la relación jerárquica penitente-confesor y cede la función censora a la Teresa-difunta, que transmite mensajes divinos, accesibles y legibles solamente para Ana. Este tipo de razonamiento tautológico le asegura en la práctica un ilimitado espacio de agencia y, al mismo tiempo, la absuelve de la responsabilidad jurídica y simbólica por lo dicho y lo escrito. El marco de independencia que Ana se concede a sí misma es tan grande que no vacila en oponerse a su superior francés, Pierre de Bérulle, como explica en su Autobiografía: Y vino este perlado [Bérulle] al torno y llamóme; y empezó a tomar quejas de lo pasado […]. Y estuvo bien una hora litigando en cosas de las Constituciones y Regla de algunas cosas que quería mudar. Yo le contradecía, y decía que él sabía las cosas tan bien como yo. Yo le dije que eso no; que él sabría bien de sus letras mas que no tenía experiencia como yo, de las cosas de la religión. (Ana de San Bartolomé, 1969: 141-142)
Su independencia de juicio consolida también su afianzamiento como autora, que queda patente en la construcción de la invocatio a su vida. Se ha constatado en otro momento que la dinámica de las autobiografías espirituales se basaba en una particular relación y mutua dependencia entre la monja y su padre espiritual. En la mayoría de los casos el hecho de redactar un tes-
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timonio espiritual respondía a la demanda del superior o, en otros casos, tal orden funcionaba como eficaz argumento para la justificación de la escritura. La Autobiografía de Ana de San Bartolomé representa en este aspecto una excepción interesante. La monja no solamente desacredita el mandato de su confesor negándose a escribir otro relato espiritual —«En lo que v.m. [vuestra merced] me manda que le escriva de mi ynterior, suplico a v.m. [vuestra merced] me perdone y no me lo mande» (Ana de San Bartolomé, 1998: 236)—, sino que prácticamente invisibiliza a su superior en la construcción argumentativa del relato. La autobiografía empieza con una invocación: «Jesús, María, José y nuestra Santa Madre Teresa de Jesús, en cuyo nombre hago esto que lo manda la santa obediencia» (Ana de San Bartolomé, 1969: 21) y después sigue con el típico orden del relato de vida, donde no nos encontramos con las tópicas menciones al mandato del confesor y prescinde de sus pautas para descifrar las visiones y los favores espirituales. Este tribunal de autoridad celestial y la falta de un mediador terrenal indican que para Ana el texto pudo tener un sentido superior al limitado marco penitente-confesor y la función hagiográfica. De modo parecido como ocurrió en el caso de María de San José, cuando el ambiente alrededor de Ana de San Bartolomé se hace abiertamente hostil y aumentan las persecuciones por parte del superior y de las hermanas de la comunidad parisina, la intermediación de la Santa se hace más urgente. Al verse sumida en un conflicto de autoridad irresoluble, el de fidelidad hacia el superior Bérulle y su compatriota, general de los carmelitas en los Países Bajos, Tomás de Jesús, y ante el extremo ostracismo que está sufriendo entre las hermanas monjas, que han sido convencidas por Bérulle para boicotear su autoridad como priora, Ana se reafirma como la hija predilecta de la Santa. Es consciente de su valor estratégico para el proyecto fundacional en Francia y Flandes: «Ellos no me gustaban ni me querían para cosa, sino por vanidad, para decir al mundo que la compañera de la Santa Madre hallaba bueno su gobierno y se quería quedar con ellos» (Ana de San Bartolomé, 1998: 361). Asimismo, las visiones de la Santa se hacen más emocionales y personales, como si la autora, consolándose en su soledad, se afianzase en su condición de autoridad, de quien «hace que algo crezca y prospere» (Corominas, 1987: 54): Y se llegó a mí la Santa y me dijo: «Ve con ánimo, que ahora yo te acompañaré un poco mejor». Y así fue de verada, que después que me alejé de estos señores que gobernaban diferentemente de lo que muchas cosas mandaba la Regla, yo tenía más paz y libertad de hacer lo que en París no me dejaban; y así estas deshonras y testimonios, que todo era por mí, me eran como espinas de lejos que no me llegaban a herir. (Ana de San Bartolomé, 1969: 151)
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Con tal uso estratégico y retórico de la herencia teresiana, se puede decir que Ana de San Bartolomé precedió a las autoras que conocieron el legado teresiano de modo indirecto. Como se ha dicho, el contexto de los procesos de beatificación y canonización de Teresa de Jesús ayudó a consolidar un ambiente favorable para la expresión escrita y pública de las religiosas. En este sentido, invocar la figura de la santa abulense se convertía en una herramienta discursiva eficaz para instaurarse en el orden ortodoxo de lo decible para una monja escritora. Un caso paradigmático son los escritos de Estefanía de la Encarnación. Esta prolífica escritora clarisa franciscana, conocida también por su talento para la pintura y la influencia que probablemente ejerció sobre la espiritualidad mariológica de María de Jesús de Ágreda (Barbeito Carneiro, 2000: 79-98), fue autora de, entre otros, unos tratados exegético-alegóricos, un género poco frecuente entre las escritoras monjas. Su Tabernáculo místico (1627-1628) y el tratado de Siete hojas (1630-1632) constituyeron una empresa ambiciosa y controvertida para las normativas de la Iglesia, según las cuales, como se recuerda, la interpretación de las Sagradas Escrituras se limitaba al grupo de poder masculino privilegiado. Además, a juzgar por las censuras al primer texto, cuyo autógrafo viene abundantemente anotado por el confesor de la monja, quien introduce correcciones estilísticas, de materia y de registro, nos podemos preguntar partiendo de qué principio esta autora construyó una posición viable para sus interpretaciones teológicas, es decir, una posición de autoridad. En este sentido resulta interesante la explicación de su vocación literaria en su vida. Redactada justo después de su primer tratado doctrinal, pero antes del segundo, en 1631, este texto sugiere el uso estratégico de la figura de Santa Teresa en el proceso de justificación de la escritura y legitimación de autoría: Estando un día de nuestro Padre San Francisco en el coro (ya yo tendría veinte y ocho años o iría para ellos) sentí la gloriosa Santa Teresa a mi lado, siendo aquel día el de su dichoso tránsito, y entre otras mercedes y favores fue uno de darme su pluma para que yo escribiese como la Santa escribió, diciéndome que lo pusiese por obra. Desde entonces quedé inclinada a hacerlo. (Estefanía de la Encarnación, 1631: 141v-142r)
La simbólica entrega de la pluma consolida el sentido de continuidad y herencia, mientras que el mandato de la Santa —«que lo pusiese por obra»— afianza el sentido de autoría. Las clarisas del monasterio de la Ascensión de Nuestro Señor de Lerma, donde Estefanía de la Encarnación profesó a los diecinueve años, mantenían con especial énfasis la genealogía y la continui-
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dad femeninas (Cervera Vera, 1985: 112-130); por otro lado, el legado espiritual de las carmelitas descalzas propiciaba ejemplos de magisterio docto escrito, de ahí que las dos tradiciones le facilitaron a la autora un horizonte de referentes desde los que construir la autonomía y el mérito autorales. En otras ocasiones Estefanía recurrirá a la autoridad de santa Catalina, de santa Clara y de la Virgen María, construyendo un sentido de continuidad entre ella y las santas doctas. Asimismo, no faltarán referencias al tópico de la inspiración divina con fórmulas de falsa humildad: «Tomándome Dios (siendo yo tan vil) por instrumento» o «Y mandóme [Dios] con grande fuerça tomase la pluma en la mano y que empeçase a escribir según Dios me dictase, y que no escribiese sino quando me sintiesse dictada y inflamada del divino Amor» (Estefanía de la Encarnación, 1627-1628, Prólogo, s. p.). En conjunto, estas construcciones retóricas cumplen la misma función estratégica: justificación de la escritura y legitimación de la autoría, como la invocación a la santa abulense expuesta en la autobiografía. Sin embargo, el lugar otorgado a la continuidad femenina predomina en los escritos y posee también un matiz diferente. En otra parte de su obra doctrinal (Hojas quinta y sexta. De la vida de Cristo, 1632), al igual que en la vida, la autora desarrolló una espiritualidad predominantemente mariológica. Además, la Virgen es presentada como mediadora de su escritura ante Cristo, fuente inagotable de saber y madre-inspiradora de sus textos: «Señora mía, […] daré fin a la obra vuestra, pues me pusisteis vos la pluma en las manos […]. Aquí en ésta doy fin en vuestras manos, pidiéndoos, pues sóis mi protectora, que pidáis a vuestro precioso Hijo reciba mi trabajo» (Estefanía de la Encarnación, 1632: 392r). En numerosas ocasiones, las referencias a santa Teresa de Jesús sirven para fortalecer el sentido de matrilinaje, constituyendo un vínculo más cercano, coetáneo, para construir una continuidad de la herencia simbólica femenina. Por tanto, se puede decir que, más que un legado espiritual para ser transmitido o una figura estratégica desde la cual construir el sentido de poder y la justificación de la agencia, para las autoras posteriores —como Estefanía de Encarnación—, santa Teresa de Jesús se convirtió en la pieza que faltaba, clave para una genealogía femenina del saber. Hasta cierto punto abstraída de su magisterio espiritual, la santa de Ávila fue absorbida tanto por el discurso eclesiástico dominante como por las autoras religiosas según la consideración estratégica del discurso. Para concluir, es provechoso acudir a uno de los últimos escritos de Ana de San Bartolomé, Defensa de la herencia teresiana (1621), que de algún modo resulta emblemático para la creación literaria y la agencia religiosa de las autoras aquí analizadas. Compuesto como relato hagiográfico, entrelaza de modo indisoluble el magisterio de Teresa de Ávila con la agencia espi-
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ritual y fundadora de sus discípulas inmediatas, defendiendo no tanto la ortodoxia religiosa de su líder como la capacidad de construir una continuidad. Con este componente, antecede el significado que a la figura de Santa Teresa le han dado las autoras de las siguientes generaciones. Para Ana de San Bartolomé y María de San José, la herencia de Teresa de Ávila, más que una enseñanza por aprender, fue entendida como un devenir posible para mediar y les sirvió para construir su propio sentido de valía y legitimidad. Su adhesión al voto de obediencia, interpretado por cada autora de modo distinto, demuestra cómo se utilizaron las ambigüedades que intervinieron en la aplicación de este principio espiritual y religioso con la finalidad de construir un sentido de autoridad simbólica propia. En los turbulentos años posteriores a la muerte de la Santa, las religiosas que emprendieron el reto de seguir con la reforma tuvieron que afrontar los intentos de las autoridades de asumir el control absoluto sobre las comunidades femeninas y el modelo espiritual descalzo. El conflicto que dividió a las herederas inmediatas de Teresa de Jesús estuvo marcado por estas luchas de poder entre los jerarcas masculinos y las políticas eclesiásticas ajenas a los presupuestos de la Iglesia reformada y los marcos de espiritualidad y religiosidad delimitados por la santa de Ávila. En este contexto, lejos de asumir una posición subordinada, Ana de San Bartolomé y María de San José construyeron alrededor del legado teresiano un andamio retórico de su supremacía y santidad. Cada una a su modo, y a través de los medios literarios y extraliterarios que les eran accesibles, lograron fundar un territorio autorizado en el que podían conseguir el derecho a escribir y enseñar. 3.2.2. Argumentum ad feminam: la autoría desde los paratextos La construcción de la función-autora y las modalidades de la autoridad literaria abarcaron trayectorias diversas y no respondían necesariamente a un discurrir lineal o a una evolución hacia formas más complejas. En cada contexto específico se daban condiciones en las que unos elementos se debilitaban y otros se reforzaban, ganando más resonancia en función de factores diversos, como la formación y la destreza literaria de la autora, su voluntad y el objetivo final de su escritura, los procesos de producción del texto, la censura, la recepción implícita e inmediata y el género literario utilizado o los factores de la pragmática del texto más amplios en el marco del asentamiento de las políticas o estéticas concretas. En lo que sigue se examinarán las modalidades particulares de autoría literaria femenina establecidas desde los paratextos, leyéndolos como espa-
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cios literarios trasversales.45 Dicho de otro modo, se analizarán estos espacios intersticiales de los textos que fueron aprovechados por las autoras para establecer un pacto autoral —sobre su autoría literaria y su autoridad simbólica— a partir de la negociación de su condición sexuada y su experiencia escritural, instaurando estos elementos como origen de su auctoritas, principal fuente de legitimación de la voz literaria. A este propósito se observarán los prólogos y las dedicatorias de tres autoras: Valentina Pinelo, Ana Francisca Abarca de Bolea y María de Santa Isabel,46 que escribieron en un momento especialmente turbulento para la consolidación de la autoría literaria femenina religiosa. El prólogo de Valentina —monja agustina de San Leandro de Sevilla—, leído en el contexto más amplio de su obra exegética, se considera especialmente iluminador para repensar el significado de la innovación en la literatura religiosa femenina y, por ende, funcionará como eje principal del análisis de este modelo autoral. Ana Francisca Abarca de Bolea —religiosa cisterciense de la Villa de Casbas—, posterior a Valentina en más de medio siglo, coloca en su escritura el peso del argumentum ad feminam dentro de una tradición literaria femenina ya asentada. El prólogo de Marcia Belisarda (pseudónimo de María de Santa Isabel), que hay que leer en el conjunto de paratextos al manuscrito de sus poesías, reitera los elementos clave de los ejemplos anteriores e introduce una autoría femenina como posición discursiva perentoria. Como contrapunto para matizar el proceso analizado, se utilizarán otros ejemplos sintomáticos de los paratextos, como el de la precursora de la defensa de la autoría literaria femenina, la canonesa agustina Teresa de Cartagena (ca. 1425-ca. 1478), Teresa de Jesús y otras escritoras religiosas y seculares del momento como Isabel de Liaño (1570-después de 1604), Ana Caro Mallén y María de Zayas y Sotomayor, así como algunos ejemplos de preliminares de autoría masculina.
45 La primera intención de tal modelo autoral se debe al estudio de Lola Luna (1996a), quien hipotetizó un paralelismo entre los prólogos de autoría femenina como respuesta a la falta de autoridad circunstancial para pronunciar un discurso público. Propuso ver el prólogo femenino de los Siglos de Oro como «género literario determinado por un conflicto entre autoría y autoridad que condiciona su estructura retórica» (Luna, 1996a: 48). Aquí se retoma el hilo de lo apuntado por la investigadora hace más de veinte años y, al mismo tiempo, se propone una aproximación crítica a su opinión de que este paralelismo y la especificidad del prólogo femenino se basaban en el predominio de la captatio benevolentiae como variante principal de instauración de la autoría literaria. 46 Para el bosquejo biográfico y el listado completo de las obras de estas autoras, junto con su bibliografía crítica, vid. las «Notas biográficas» al final del libro y la base digital de datos biobibliográficos de las autoras.
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3.2.2.1. «Y fue madre de la Virgen, y abuela de Dios y hombre»: autoridad femenina desde el Nuevo Testamento47 El Libro de las alabanças y excelencias de la gloriosa Santa Anna48, de Valentina Pinelo, fue publicado en 160l y es el único libro suyo que actualmente se conoce. Después de este, escribió también poemas de circunstancias, hoy perdidos, que circularon manuscritos en forma de Cancionero de rimas. Con el Libro de Santa Anna, Valentina intervino en uno de los debates teológicos más feroces de su tiempo, el de la Inmaculada Concepción.49 La autora se incorporó a esta disputa, enraizada en una larga querella entre los maculistas e inmaculistas, a través de una exégesis bíblica y proponiendo una nueva elaboración de la genealogía del saber femenino. En su libro construyó un modelo de matrilogio derivado del saber de la primera mujer del cristianismo —Santa Ana—, que es invocada como «la madre de la Madre», es decir, la madre de la Virgen María, y, por consiguiente, abuela de Cristo y de toda la humanidad.50 47
El tema de la autoría y la autoridad literarias en la creación de Valentina Pinelo ha sido también materia de reflexión para el capítulo «“Cuando escrivo me hallo bollando”: autoridad y autoría en el Libro de las alabanças y excelencias de la gloriosa Santa Anna de Valentina Pinelo» (Lewandowska, 2013a). 48 Los paratextos de la obra constan de la licencia real de impresión, firmada por Luis de Salazar en nombre del rey el 2 de septiembre de 1600 en Villacastín (2 hs.); licencia del prelado, doctor Diego Muñoz de Ocampo, firmada el 28 de febrero de 1600 en Sevilla (1h.), y la aprobación de fray Rafael Sarmiento, del monasterio de Santa Anna del Señor San Bernardo de Madrid, el día 30 de julio de 1600 (2 hs.). Después vienen los versos encomiásticos a la autora: dos sonetos de Lope de Vega y cuatro octavas sin autor, que bien pudieran haber sido escritas por una de las primas de Pinelo, monja de la misma comunidad (Baranda Leturio, 2005: 102). Los paratextos de la propia Valentina son la dedicatoria a Dominico Pinelo, cardenal de la Santa Iglesia de Roma (4 hs.); el prólogo al lector, iniciado por la frase terenciana «Quot capita tot sententia» (7 hs.), y una introducción, encabezada por el lema del Libro del Eclesiástico «Toda sapientia a domino Deo est» («Toda sabiduría es de Dios») (4 hs.), donde la autora expone, entre otros, el propósito principal de la obra. Al final del libro hay una tabla de contenidos, un índice de las fuentes citadas y el colofón «Impresso en Sevilla, en San Leandro, Convento de Monjas de nuestro Padre San Agustín, Por Clemente Hidalgo. Año de 1601». 49 Recordemos que la Inmaculada Concepción como dogma de la fe católica fue establecida en el siglo xix (por la bula Ineffabilis Deus del 8 de diciembre 1854). Sin embargo, los monarcas del territorio ibérico defendieron esta causa ya desde el rey visigodo Wamba, en el siglo vii. Después, también los reyes Fernando III el Santo, Jaime I, Jaime II de Aragón, Carlos I y Felipe II fueron especialmente devotos de la Purísima Concepción, utilizando esta verdad de fe en sus campañas militares. Desde el siglo xiv se establecían cofradías en honor a la Inmaculada y en el siglo xvi se revitalizó el fervor de su defensa. En el subcapítulo 2.4 se ha analizado su significado a la luz de otras grandes controversias teológicas de la época. 50 El Libro de Santa Anna se divide en cuatro partes: la primera está centrada en reconstruir la imagen de Santa Ana «a partir de lo que más probado y autorizado estuviere de fidedignos autores»; la segunda trata de la Inmaculada Concepción de la Virgen María; la tercera, de san
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De acuerdo con los presupuestos establecidos en la parte primera de este estudio, resulta justificado buscar la posible temporalidad para el surgimiento de la autoría moderna en el carácter trasversal e infractor de la obra, ya que pone más énfasis en la lógica del inventio que de la imitatio. Dicho de otro modo, se asume con Roger Chartier que «los textos, los libros y los discursos empezaron a tener realmente autores en la medida que podían ser transgresivos» (Chartier, 1999: 14). Se considera aquí que el libro de Valentina Pinelo fue transgresor, pero no porque se basara en fuentes heterodoxas —y se recuerda de paso que la información sobre santa Ana deriva principalmente de dos Evangelios apócrifos, el protoevangelio de Santiago, del siglo ii, y el del Pseudo-Mateo,51 ya que, aun así, la veneración de los santos y la promoción de los beatos encajaba perfectamente en la política contrarreformista del momento—, sino por el hecho de hablar sobre una figura controvertida, de interpretación inestable dentro de la ortodoxia cristiana. Porque, a pesar de que santa Ana gozó de gran repercusión en la tradición popular, y especialmente en Andalucía, donde el libro se publica y donde la autora posee un reconocimiento más amplio, al mismo tiempo debemos recordar que en ese momento el ambiente sevillano fue una de las escenas principales de la controversia de la Immaculata Virginis Conceptio. Los enfrentamientos entre los partidarios de la Inmaculada —los franciscanos, Joaquín, y la cuarta, de san José y la vida de María de Nazaret. En su conjunto compagina elementos mariológicos y cristocéntricos en forma de tratado doctrinal sobre la maternidad de las dos primeras mujeres del cristianismo. Tal y como señala Marín Pina (2006: 35), el texto «rebasa el cauce genérico de la simple hagiografía», introduciendo historias profanas clásicas y pasajes de doctrina moral. A esto se suma un capítulo sobre la formación de las religiosas y dos vidas de santos: Joaquín, marido de Ana, y José, marido de María. De carácter profundamente híbrido, el texto incluye también las explicaciones etimológicas, cabalistas y astrológicas. 51 Valentina Pinelo se refiere también al texto de Pedro Orlando Cartujano Historia de la Gloriosa Santa Ana, que ha sido añadido a la Vita Christi de Ludolfo de Sajonia. Pudo encontrar unas pocas referencias también en las versiones impresas de grandes familias de santorales castellanos medievales y renacentistas —el Flos sanctorum (1516-80) y la Leyenda de los santos (1520), ambas basadas en la Legenda aurea de Santiago de la Vorágine—, o posteriores, basados en las Vitae sanctorum, de Lipomano y Surio, que también cita en su obra. Brevemente se ocupan de este personaje Pedro de Ribadeneyra en el Flos Sanctorum de 1599 y Alonso de Villegas en el Flos Sanctorum de 1578 y 1591. Álvaro de Luna coloca a santa Ana al frente de su tercera obra, Libro de claras y virtuosas mujeres. Aunque Valentina no la cita, no se puede descartar la posibilidad de que conociese la varias veces reeditada en el siglo xvi temprana obra de Juan de Robles, La vida y excelencia y milagros de Santa Ana y de la gloriosa Nuestra Señora Santa María (1511), y otros Vitae Christi que se referían al tema de la natividad de la Virgen María. Además, la autora cita al respecto las Epístolas de san Jerónimo; el libro primero de la Historia Eclesiástica de Nicéforo; a san Epifanio; a san Juan Damasceno; al hagiógrafo bizantino Simón Metafraste; a Eusebio, en la Historia Eclesiástica, y a san Cirilo. A Germano, arzobispo de Constantinopla lo cita como de Nicomedia (10r), así que bien pudo referirse a Gregorio, arzobispo de Nicomedia, y, además, citar por una fuente indirecta.
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a los que con el tiempo se unieron los jesuitas, los clérigos regulares y la gente común— y sus detractores —los dominicos, seguidores de santo Tomás y el santificatio in utero—52 a principios del siglo xvi se convirtieron en un debate de carácter popular e incluso violento. La relevancia sociocultural de este conflicto fue enorme, basta recordar que la declaración de la Inmaculada fue adoptada por el discurso de la limpieza de sangre hasta tal punto que se identificó ser un buen español con ser inmaculista (Sanz, 1995: 73-101).53 En este sentido, involucrarse en la disputa era condición indispensable si se pretendía tomar posición y tener voz en el discurso teológico y devocional del momento. Sin embargo, no podía pasar desapercibido que dicha voz era la de una monja y, además, de origen extranjero, en este caso genovés. Valentina Pinelo, en su lectura hermenéutica de la Biblia, propone una reivindicación del papel de María en la historia del cristianismo, como lo hicieron también santa Gertrudis (1256-1302), Isabel de Villena (1430-1490) o María de Jesús de Ágreda.54 Sin embargo, la autora agustina trastoca la escena actual de modo más evidente en la medida en que interviene en el debate teológico vigente con una interpretación propia que no se basa, como en el caso de las místicas y visionarias, en la experiencia espiritual y carnal propia, sino en la auctoritas del tema que está tratando. Defiende la genealogía materna de Cristo dando prioridad a las figuras de María y Ana y cuestionando de este modo, o por lo menos relegando a un segundo plano, la concepción cristocéntrica de la religión. No obstante, a diferencia de las argumentaciones mariológicas frecuentes en otras 52 Los inmaculistas tenían sus partidarios también entre los letrados universitarios de Colonia, Sorbona y Valencia. Los centros más importantes del conflicto en este momento se establecieron precisamente en Granada y Sevilla, donde en 1613 se dio una expansión concepcionista amplia y un clamor en contra de los dominicos. Después de la petición oficial de los inmaculistas dirigida al papado para desacreditar a los maculistas, se logró obtener la bula de 1617 de Paulo V que concedía libertad en todas las festividades de la Inmaculada. Durante el reinado de Felipe IV, la disputa permanecía abierta, a pesar de la bula de 1655 que autorizaba su culto. 53 De la gran repercusión de la advocación mariana en la cultura escrita del momento da cuenta el Cancionero de la Inmaculada Concepción (1875), de Francisco Rodríguez Zapata y Álvarez, editado después de establecerse la Inmaculada Concepción como dogma de la Iglesia católica (8 de diciembre de 1854). El cancionero recoge unas quinientas composiciones de autores de la época, entre los cuales hay treinta y cuatro textos de Lope de Vega en defensa de la Purísima Concepción. 54 De la Mística Ciudad de Dios (1655-1660), de la madre María de Jesús de Ágreda, se tratará en la parte 3.2.V. Es necesario indicar que esta obra constituye una de las más importantes hermenéuticas de la vida de la Virgen y un tipo de reflexión metanarrativa sobre María de Nazaret como modelo de santidad femenina, pero también de autoridad derivada de su condición de madre de Dios. En este sentido, la imitatio mariae, en tanto uno de los elementos comunes para la reflexión espiritual de las autoras religiosas, contribuye a establecer vínculos entre feminidad, maternidad y conocimiento.
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escritoras monjas, Valentina discute la cuestión de la Inmaculada desde la limpieza de santa Ana, privilegiando la relación entre madre e hija y desarrollando toda una genealogía bíblica materna. Es preciso recordar que durante siglos santa Ana representó lo que, de acuerdo con la terminología de Victor Turner, sería un símbolo polisémico (Turner, 1967: 24). Como subrayan Katleen Ashley y Pamela Sheingorn (1990, Introducción, s. p.) en su estudio de la figura de santa Ana en las sociedades bajomedievales, las representaciones de la sacra parentela, de Ana con Joaquín o del trinubium posibilitaban interpretaciones diversas, no pocas veces contradictorias entre sí. Una de ellas, aparentemente privada de las codificaciones de género, presentaba a santa Ana como imagen neutral que representaba el linaje y la dinastía. Otra aproximación, enmarcada por cuestiones de identidad de género, hacía hincapié en su papel fundamental como madre de la Virgen María. En su lectura, Valentina Pinelo supo aprovecharse de ambas perspectivas, con lo que logró resaltar el sentido contradictorio de la imagen de santa Ana y de la Virgen María como encarnaciones de los ideales paradójicos de la sociedad patriarcal que santificaba la maternidad impecable, es decir, una maternidad sin pérdida de virginidad. La autora, en su interpretación, invirtió el orden paterno hacia la trinidad carnal materna o, dicho de otro modo, propuso una genealogía y una cronología bíblica desde la herencia maternal. En el caso de Valentina Pinelo, transgredir los círculos lectores intramuros y llegar al cristiano lector, invocado en el prólogo del libro, significaba alcanzar el reconocimiento de sus contemporáneos: tanto las alabanzas como la censura de su escritura lo indican. La apropiación penal de la que habla Chartier, es decir, la responsabilidad jurídica y judicial del autor sobre su texto, remite tanto a la función-autor como al individuo histórico (Chartier, 1999: 14, 2000: 92; Foucault 2004: 65-81). De ahí que ambas posiciones sociodiscursivas demuestran que Valentina fue reconocida y valorada como autora en el discurso público de su momento. Cuando el Libro de Santa Anna sale de imprenta, Valentina ya posee cierta autoridad y recibe alabanzas como poeta en los círculos artísticos de Sevilla. Lope de Vega la elogia en los preliminares del libro, la menciona en varias de sus obras teatrales y la coloca dentro del parnaso de las ilustres féminas, entre doña Isabel de Esforcia, Oliva Sabuco de Nantes, María Enríquez y Ana de Zuazo.55 Asimismo, su fama perdurará tras su muerte cuando Nicolás Antonio la añada al final del apéndice sobre autoras ilustres de su Manual de historia 55
Vid. El hijo pródigo (1892: 57) y El peregrino de su patria (1973: 378-380). Resulta muy interesante, pero imposible de abarcar en este estudio, la hipótesis planteada por M.ª Carmen Marín Pina sobre la influencia que pudo tener el libro de Valentina Pinelo sobre Lope de Vega a la hora de escribir la comedia Madre de la mejor (1610-1615), que expone el tema de santa Ana y la Inmaculada Concepción, cf. Marín Pina (2006: 34, n. 3).
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vulgar o Erato en el orden de las Musas (1648: 349r-372v), que reedita después adjunto a la primera bibliografía de la literatura española, la Bibliotheca Hispana Nova (1672). Con el mismo estilo encomiástico, un siglo más tarde, hablará de ella Diego de Zúñiga (1796: 186). Igualmente, el impacto inmediato de su texto exegético tuvo que ser considerable, a juzgar por el hecho de que el teólogo franciscano Pedro de Alva y Astorga reutilizará su argumentación inmaculista en su Militia Inmaculatae Conceptionis Sacratissime Virginis Mariae (1663). Por otra parte, el escrito anónimo56 de la censura que ha llegado a nosotros le reprueba a Valentina Pinelo su falsedad e ignorancia. El censor-monje desacredita y desautoriza su discurso reprochándole no solo sus errores teológicos, sino el atrevimiento de dar una interpretación personal de la Sagrada Escritura, y más aun siendo monja y mujer, por lo que debería estar callada, de acuerdo con las máximas paulinas: »Mulier in silentio discat» (BSV, 1 Tim. 2: 11), y jamás debería enseñar e interpretar: «Docere autem mulieri non permitto» (BSV, 1 Tim. 2: 12). O, como resumió uno de tantos moralistas de la época, Juan Huarte de San Juan, «quedando la mujer en su disposición natural, todo género de letras y sabiduría es repugnante a su ingenio […] porque su sexo no admite prudencia ni disciplina» (Huarte de San Juan, 2016: 235). El hecho de censurar una obra ya en circulación y con licencias puede ser muestra del éxito y alcance que debió de haber alcanzado tras su impresión. Entonces, y como demuestra la carta dilatoria, el atrevimiento de la autora no consistiría solamente en el tema o la posición tomada en el debate, sino en el hecho de atreverse a interpretar la doctrina. Incluso cuando Valentina dirige su refutatio en contra de la herejía luterana, mostrándose claramente partidaria de las políticas contrarreformistas, el censor no admite su intromisión en materia teológica porque «replicar no es propio de mujeres» (Carta dilatoria apud Marín Pina, 2006: 36 y 43). Como se ha podido ver en las partes anteriores del estudio, la validación «de un descubrimiento o una interpretación […] supone la garantía de nombre propio, pero del nombre propio de aquellos que por su condición social tienen poder para enunciar la verdad» (Chartier, 1999: 22). El largo listado de los casos inquisitoriales contra la interpretación teológica femenina, desde Juana de la Cruz, Isabel Ortiz (1524/26-después de 1558), María 56 Contamos con un documento anónimo e incompleto de censura, que se encuentra en la British Library, que presenta graves problemas de lectura al faltar los dos últimos folios y por el deterioro del papel. María del Carmen Marín Pina supone que fue escrito por un jesuita y censor calificado (se encuentra entre varios papeles mayoritariamente relacionados con esta orden). Probablemente la censura se escribió en el momento de mayor control sobre los escritos espirituales, o sea, la segunda etapa, que coincide con la publicación del Índice (1612-1614) de Bernardo Sandoval y Rojas. Se desconoce si la censura abrió el proceso inquisitorial contra la autora o si ella conoció este texto, sin embargo, no figura como prohibida en los Índices de 1612 ni de 1632.
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de Cazalla (1487-¿?) o María de Jesús de Ágreda, demuestra que las mujeres, independientemente de su estado y condición social, no poseían la autoridad cultural simbólica suficiente para decir la verdad o para que su verdad se consolidase en un discurso más amplio. En todos estos casos, se cuestionaba tanto la veracidad de la doctrina como la capacidad femenina para su interpretación. En tal contexto resulta especialmente interesante observar cómo Valentina Pinelo negocia su posición de autora-teóloga ante el discurso de autoridad consagrado por la tradición y el usus. Para entender su manejo de la posición-autora, resulta crucial el prólogo del Libro de Santa Anna, desde donde Valentina negocia su autoridad y pacta con el lector su auctoritas, que desvela una clara y firme, para utilizar la expresión de Gilbert y Gubar, «ansiedad de autoría» (Gilbert y Gubar, 1998: 62-63). 3.2.2.2. «Y assi digo que yo soy poco escrituraria»: el género y las instancias autorales desde los prólogos En los mencionados estudios de Alberto Porqueras Mayo (1957; 1965) sobre el prólogo de los Siglos de Oro como género literario, el investigador, al interpretar los prólogos de los libros de caballerías, señala que estos reúnen topoi pertenecientes generalmente a las cinco partes de la inventio: la introducción (prooemium o exordium), la narración (narratio), la demostración (argumentatio o probatio), la confutación de las tesis adversarias (refutatio) y el resumen de ideas (peroratio o epilogus). La misma estructura clásica del exordio para otros géneros literarios la analiza Roland Barthes en La antigua retórica (1982: 92100). Estos elementos, pronunciados por el sujeto lingüísticamente señalado en el texto mediante deícticos, representan declaraciones reales en el nivel estilístico, de contenido y de estructura de la obra, teniendo su correspondencia en el propio texto. Dichas «verdades de autor», según la denominación de Claudia Dematté (2001: 416-418), por un lado, introducen el lector, mediante los topoi, en la dimensión literaria del discurso y, por el otro, marcan la «dimensión “comisiva” del sujeto autoral que se compromete, a partir de los umbrales del texto y también de la obra misma, a establecer un pacto narrativo, del cual tendrá que ser responsable, con el lector» (Dematté, 2001: 416). Simplificando, los loci communes frecuentes en estos prolegómenos se pueden clasificar, partiendo del estudio ya clásico de Curtius (1992), de acuerdo con la motivación retórica de su aplicación en macro-topoi, como la falsa modestia, el recurso a la autoridad, la causa scribendi, el modus scribendi y el topos relacionado con un género literario en particular, de los que el caballeresco ha sido el más destacado por la investigación (Dematté, 2001: 416-420).
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Ahora, al considerar, siguiendo a Barthes (1982: 37), que «la palabra es un poder y hasta un poder político» y que cada autor y cada autora articula su discurso y construye su posición autoral dentro de las políticas de género sexual concretas, resulta interesante preguntar cómo la doxa afectó y condicionó la construcción del sujeto autoral y discursivo en este marco prologal. Dicho de otro modo, aquí me interesa observar cómo el lugar común de la incapacidad intelectual e inferioridad femeninas, perpetuado por el discurso moralista/teológico e internalizado por cada comunidad, influyó en el modelo autoral negociado por las autoras desde el prólogo, en tanto que espacio neurálgico de la comunicación directa con el lector. En términos generales, los prólogos a las obras de autoría femenina secular y religiosa se construyeron por la necesidad de conferir la autoridad a la voz y la figura autorales, rebatiendo la opinión común de la inferioridad intelectual de las mujeres y justificando la autenticidad de su escritura. Los macro-topoi antes mencionados mantuvieron su función en la estructura argumentativa —la dispositio es más o menos fija y obedece el patrón clásico de Quintiliano—, mientras que la función argumentativa y la aplicación retórica de la elocutio posee matices divergentes y propios. Lola Luna (1996b: 47) propone clasificar el prólogo-apología en función de las categorías del discurso y su aplicación retórica. A tal propósito, y con una dosis de generalización, se podrían explicitar tres categorías o lugares principales comunes: de la autenticidad de la autoría, de la probabilidad de una autoría femenina en refutación de la doxa y de la imposición de la escritura. La primera categoría responde al temor de que el sujeto de la enunciación (función-autor) se confunda con el sujeto empírico (escritora) y, por tanto, que la autoría (el origen de la escritura) se viera desprovista de autoridad (el valor del texto). En forma sintética, tal silogismo opera sobre un esquema: sujeto-mujer-inferior = enunciado/discurso femenino-inferior (Luna, 1996b: 47). A este propósito, las autoras tienden a construir un andamio retórico que autentifique su autoría. Una vía es el recurso a las referencias testimoniales, una suerte de argumentación del indicio seguro o tekamerion57 (Barthes, 1982: 52): «Me lo han dicho/lo he visto/lo he sentido-lo he escrito/lo he dictado-soy autora». Otra vía es la ridiculización de los argumentos adversos para convertirlos en una paradoja: «yo (que comparto la condición sexuada femenina) escribo que las mujeres son incapaces de escribir/argumento mediante un discurso erudito que las mujeres no son capaces de estudio», etc. La segunda categoría se expone frecuentemente a través del argumento retórico, usando el entimema/ silogismo truncado, acorde al sentido que le dio Quintiliano (1926: 226). En tal caso, la premisa mayor o la premisa menor suelen omitirse para comprobar la pro-
57 Barthes propone una definición de esta premisa entimemática como «lo que cae bajo los sentidos, lo que vemos y oímos […], evidencias físicas que sirven de puntos de partida a razonamientos implícitos» (Barthes, 1982: 52).
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babilidad de la autoría femenina, como, por ejemplo, en el siguiente razonamiento: la premisa mayor, «el ser humano es una criatura razonable»; la premisa menor «la mujer es un ser humano»; conclusión, «la mujer es razonable». Con tal exposición se construyen también razonamientos categóricos condicionales (modus tolles y modus ponendo ponens) que permiten justificar afirmaciones del tipo: «si los seres humanos son capaces de tener un pensamiento abstracto y creativo» —las premisas omitidas: «las mujeres son seres humanos» y «el pensamiento abstracto incluye construir un discurso propio»—, «entonces las mujeres pueden construir un discurso original y propio». En este caso se consigue rebatir tanto la opinión común —las mujeres no saben escribir— como la norma social —las mujeres no pueden escribir—. En el último caso, la categoría de la imposición de escritura suele manifestarse como un recurso retórico auxiliar que, a base de una paradoja, reafirma los dos anteriores y sirve de última alegación ante cualquier acusación de una ilícita apropiación del espacio simbólico vedado. Dicha argumentación puede referirse tanto a los condicionantes biológico-espirituales («soy un sujeto flaco —Dios revela los misterios a los más débiles— entonces me ha conferido esta sabiduría a mí»); socioculturales, en caso de la escritura por mandato de un superior eclesiástico, o místicos («soy un instrumento en las manos de Dios/su oreja/su pluma»). A estas alturas, hay que recordar que el exordio y el epílogo constituyen las dos partes emotivas (animos impellere) de la dispositio y están situadas en quiasmo con las dos partes demostrativas, la narratio y la confirmatio. Establecen los lugares para interpelar, conmover, seducir y volver dócil al juez, que en el discurso escrito está encarnado por la figura del lector implícito. En este sentido, sobrepasan el logos y advienen al orden de los afectos que pueden ser entendidos como prediscursivos (Labanyi, 2010: 223-233). De estas dos partes de la taxis el significado del proemio debe ser percibido como más abrupto, en tanto que establece «las primeras palabras [que] cortan el hilo virtual de un relato sin origen» (Barthes, 1982: 67). Empezar a hablar posee entonces el sentido de domesticar: hacer propio lo ajeno mediante la palabra y la emoción. Para las autoras, cuyo valor simbólico de su discurso no se reconocía como equivalente al de los autores, el empezar a hablar añadía una dimensión violenta: una necesidad ya no solo de apropiarse de un espacio, sino de encontrar un lenguaje, correr el riesgo de despertar a lo desconocido/escandaloso y no poder dar nombre/origen a su pensamiento. 3.2.2.3. «Suele Dios en cuerpos flacos de mujeres tiernas, plantar ánimos fuertes y valientes de espíritu»: el prólogo y el devenir autora En el Libro de Santa Anna, Valentina Pinelo deja manifiesto el poder que ejerce sobre la palabra escrita y la voluntad de dar una amplia difusión a sus textos. Y, aunque se apoya en varias estrategias retóricas como la mea mediocritas
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o el sermo rusticior, no acude al tópico de la escritura por mandato o la escritura disimulada recurrente entre las monjas escritoras de la tradición teresiana: «Muchos años ha que comencé este libro [sobre Santa Ana], y lo dejé porque me ocupaba todo el año en las fiestas de la Orden haciendo algunas letras que saldrán agora siendo Dios servido en otro libro impressas. Pero aquel era un ejercicio tan cansado que me han faltado las fuerzas y aquí cobré la salud que allí perdí» (Pinelo, 1601, Prólogo, s. p.). Unos cincuenta años más tarde, este tipo de escritura de soberbia la defenderá Ana Francisca Abarca de Bolea desde el espacio prologal a los tratados hagiográficos Catorze vidas de santas de la Orden del Cister58 (Zaragoza, 1655) y Vida de la gloriosa Santa Susana59 (Zaragoza, 1671), dos textos que reconstruyen una genealogía de mujeres ilustres y valientes. En su caso, la «reinvindicazione della parola», un término de Rosa Rossi (1984: 19-25) aplicado al discurso de Santa Teresa, tampoco se verá dominada por la falsa modestia o el topos de la escritura por obediencia. Ana Francisca hablará desde una posición autoral firme, presentando su escritura como el «desahogo de su inclinación», un «ejercicio afectuoso, no vano» que ejerce sin temor, ya que «poco acobarda el temor a quien determinado escribe» (Abarca de Bolea, 1655, Prólogo, s. p.). Y, mientras que el proemio al primer texto, las Catorze vidas de santas, todavía guarda cierto decoro de humilitas expresado
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La obra está dedicada a fray Miguel Escartín, obispo de Barbastro y consejero real. Los preliminares constan de dos cartas alegatorias sobre la autora y su obra de Manuel de Salinas y Lizana, canónigo y prepósito de la catedral de Huesca, y de Francisco de la Torre, de la Orden de Calatrava. Después les siguen la censura y la aprobación de Íñigo Royo, abad de San Victorián, las aprobaciones del jesuita Francisco Salvá y de fray Juan Bautista Ruiz de Medina, monje del monasterio de Valdigna, y la licencia de la orden firmada por fray Vicente Redorad, abad del Real Monasterio de Rueda, y fray Matías Villava, el secretario de la misma congregación, firmada el 3 de abril de 1655. Tras estos paratextos legales, la dedicatoria de la autora a Miguel Escartín, la tabla de contenidos y la fe de erratas. Por último, aparece el «Proemio» de veinticuatro páginas, redactado a modo de crónica sobre el convento de Casbas y que concluye con un soneto dedicado a la Virgen de la Gloria, patrona del monasterio. El libro incluye un breve resumen a modo de epílogo que valora el texto en su conjunto. 59 Los preliminares a este libro constan de la dedicatoria a Juan de Austria; la aprobación de Joseph Corredor, doctor en Teología de la Universidad de Zaragoza; la licencia de fray Rafael Trobado, vicario general de la congregación cisterciense (fechada el 29 de abril de 1665); la aprobación de fray Raimundo Lumbier, carmelita y calificador del Santo Oficio (el 4 de mayo de 1665); la licencia de Francisco de Gamboa, arzobispo de Zaragoza (el 15 de julio de 1665), y la aprobación de Bartolomé Pérez de Nueros, consejero real (6 de febrero de 1665). Después, como paratexto literario, la dedicatoria a don Juan José de Austria (Casbas, 20 de abril, de 1671). Finalmente se encuentra el prólogo de la autora, donde se explica la causa scribiendi, se menciona algunas de las fuentes manejadas y se justifica la delación en la publicación de la obra, que en 1665 tenía todos los permisos legales, pero no pasó a la imprenta hasta 1671.
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en términos de compasión (eleos) e hipérbole — «El conocimiento propio pudiera servir de freno a mi inclinación para tener a raya el deseo de sacar a luz mis primeros borrones […] pero como la variedad hace hermosa a la naturaleza, parecerá menos monstruoso este parto de mi ingenio con que podré excusar los temores que hasta ahora me han acobardado» (Abarca de Bolea, 1655, Prólogo, s. p.)—, el gran éxito y la positiva recepción de su primera obra afianzaron a Ana Francisca en su oficio de historiadora y cronista: «Es grande [la confianza y rendimiento] la que tengo en el agrado de los lectores, por lo que aplaudieron las Catorce vidas de santas de mi orden, los deseo propicios así para la presente obra como para otras dos que ya tengo trabajadas» (Abarca de Bolea, 1671, Prólogo, s. p.). Es de crucial relevancia el cambio que se produce respecto a las autoras anteriores al autoafirmarse en su posición autoral, y que se puede observar en los paratextos de ambas escritoras. Aunque con matices diferentes, las dos religiosas comprenden la escritura como una ocupación autónoma: «Voluntariamente emprendí este trabajo, y ya le hallo por una de mis mayores obligaciones» (Abarca de Bolea, 1655, Prólogo, s. p.). Se conceden a sí mismas una posición de libertad para escribir, para elegir el género y también su correspondiente forma y estilo. Valentina Pinelo, en virtud de una decisión íntima, se abstiene de escribir el cancionero para dedicarse exclusivamente a la hagiografía de santa Ana. Sin embargo, todavía necesita una justificación exterior para su escritura y a través del tópico de la modestia afectada busca el reconocimiento del cristiano lector para presentarse como experta en el ejercicio escritural, que describe como oficio exigente y difícil: Chistiano lector, conviene dar razón de mí, y assí digo que yo soy poco escrituraria, o por mejor dezir, lo que yo sé es poco más que nada, y esta verdad me á traído siempre acobardada y temerosa, y por conocer en mí el flaco subjeto de muger, algunas vezes, se me á ofrecido ocasión, y quando escrivo me hallo bolando con algún lugar de escriptura […] en el cancionero á sido el trabajo, y aquí el descanso, pues mi regalo y consuelo es considerar las excelencias y prerrogativas, de la bienaventurada santa Anna […] ofreciéndole mi desseo y mi trabajo. (Pinelo, 1601, Prólogo, s. p., el énfasis es mío)
De alguna forma anticipa la posición de Ana Francisca Abarca de Bolea, que se muestra indiferente al juicio del público cuando dice: «No seré la primera que avrá escrito sin la dicha del ageno aplauso» (Abarca de Bolea, 1655, Prólogo, s. p.). Esta indiferencia —en su dimensión estratégica—, que no debe confundirse con desinterés, evidentemente corresponde con un asentamiento de autoría más profundo, mayor seguridad del juicio propio y la habilidad —en el sentido de saber cómo y tener la capacidad simbólica— de expresarlo:
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Siempre me guió mi genio a estas ocupaciones: detuve estos impulsos en mi infancia, temiendo precipitados sus rudimientos. Oy, que ni la niñez los desacredita, ni la mucha edad me oprime, le he consentido este desahogo a mi inclinación, y los primeros buelos a mi pluma, para que aquella no muriera a manos de la tibieza, ni esta quedará cortada a rigores de la desconfiança. (Abarca de Bolea, 1655, Prólogo, s. p.)
Ana Francisca construye su posición-autora en relación con una tradición del saber femenino más amplio. Ya no solo los ejemplos puntuales de las mujeres extraordinarias de la Biblia sino toda una tradición de sabias y santas tanto las más antiguas como las del entorno más próximo: «Estimuláronme a esta empressa los escritos de mugeres científicas, el deseo de seguir sus pisadas» (Abarca de Bolea, 1655, Prólogo, s. p.). En este sentido, sus hagiografías le permiten ampliar la justificación de la autoría desde la experiencia del yo o de la autoridad de una maestra hasta convertirla en un fenómeno más amplio, que afirma la presencia de la autoría femenina como tradición establecida. Tal aproximación práctica a una epistemología femenina permite a Ana Francisca Abarca de Bolea ubicarse simbólicamente fuera del paradigma mujer-objeto de escritura y asumir la posición de sujeto creador. Es menester señalar lo diferente que estas formas de justificación de la autoría femenina se muestran respecto a los prólogos teresianos. En su pionero y excelente estudio de los proemios de Teresa de Jesús, Aurora Egido (1983: 581607) señaló hacia un modelo de autoría articulado a partir del pacto literario establecido con un público lector femenino restringido. A este modelo autoral se volverá en el apartado sobre el argumentum ad auditorem, pero ahora lo que me interesa es destacar las particularidades de los diversos modos prologales. La santa de Ávila y sus seguidoras inmediatas a menudo decidían escribir para un público exclusivamente femenino o, al menos, circunscribir estratégicamente el círculo de receptores de sus textos a las mujercillas y los iletrados. Estas autoras, tanto religiosas como seculares, que en su mayoría escribían en la segunda mitad del siglo xvi y principios del xvii, prefieren acercarse al menos de forma expresa a grupos de receptores seleccionados, que coinciden con ellas en encontrarse al margen del poder social en situación de tutela. De ahí que Isabel de Liaño seleccione [como lectoras de su texto] a las mujeres, Feliciana Enríquez de Guzmán se inscriba en un círculo familiar y que la Condesa de Aranda se dirija a los menores de edad. Se trata de defenderse restringiendo el ámbito de difusión de la propia obra a aquellos lugares o personas con las cuales la mujer podía sentirse igual o superior. (Baranda Leturio, 2005: 117-118)
De este modo, la autoridad de la voz literaria negociada desde el proemio se presentaba como desprovista, por lo menos explícitamente, de las preten-
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siones de ser un discurso culto y público. Hablar desde la ignorancia, en el caso de las autoras monjas, desmotivaba las críticas por usurpar el espacio vedado y quebrar el voto de humildad, aunque no necesariamente limitaba la circulación de la obra al espacio intramuros. Bien ilustrativo al respecto resulta el prólogo al «curioso lector» de Isabel de Liaño.60 En su caso, la defensa de la publicación de la hagiografía en verso sobre santa Catalina de Siena opera sobre el argumentum ad feminam llevado al extremo.61 Su experiencia como mujer escritora, quien elige como materia del libro un ejemplo destacado de una mujer docta, dedica su texto al patronato de la reina Margarita de Austria y restringe su recepción al público femenino, es presentada como clave para la comprensión de la obra: «Y tú, lector, si tibio te sintieres / y mis versos en ti mal se perciben, / no los leas, te ruego, si quisieres, / pues para ti los tales no se escriven: / solo los escribí para mugeres, / que lo que es devoción mejor reciben, / y aunque no lo merezca, harán estima, / por ser de mano femenil la rima» (Liaño, 1604: 2v, vv. 49-56). Liaño aprovecha los tópicos sobre la extrañeza de la autoría femenina y la condición de rara avis de la mujer autora para ganar la estima del público femenino y protegerse ante posibles acusaciones por parte de los lectores. Amy K. Kaminsky describe la estrategia de Liaño como un tipo de retorsio argumenti: 60 Sobre Isabel de Liaño apenas se conservan datos biográficos, excepto unas informaciones que se pueden deducir de su único texto conservado, la Historia de la vida, muerte y milagros de Santa Catalina de Siena (Valladolid, 1604). El folio titular de la obra declara que nació en Palacios de Campos y el censor del texto, Luis de la Puente, atestigua que Isabel era por entonces viuda y monja del convento de las dominicas. Con toda probabilidad recibió una formación humanista en su casa, que bien pudo ser la del pintor Felipe de Liaño, discípulo de Sánchez Coello. Anne J. Cruz aporta datos adicionales sobre la autora: «Liaño fue testigo de la boda del medio hermano de Alonso Sánchez Coello, Jerónimo Sánchez Coello con Antonia de Liaño el 22 de octubre de 1584. También, Liaño podría haber sido la autora del libro Vida de Santa Caterina de Siena que aparece en el inventario del pintor Vicente Carducho» (Cruz, 2009a: 44, n. 10). De su obra, la investigadora destaca el controvertido hecho de haberla dedicado a Margarita de Austria en el periodo de su competencia con el duque de Lerma y el valor estratégico de su proemio en la defensa de la autenticidad y el mérito de su obra. 61 El texto de Isabel de Liaño, un primer poema épico de autoría femenina que en su versión completa llegó a la imprenta, es considerado por la crítica el ejemplo más destacado de autoría femenina que rechaza el patronato y cualquier mediación masculina en su proceso de producción y difusión. Janet Pérez y Maureen Ihrie señalan al respecto: «Whereas many books of the same period were dedicated to Philip III, the duke of Lerma, or the court of Lemos, by dedicating her poem to the queen, Liaño keeps her discourse among women. Her book written by a woman, dedicated to a woman of prominence, concerned with the relationships between women in and outside of convents, features a female hero as principal protagonist. Furthermore, evidence suggests that the book was printed by a female printer (Margarita Sánchez) and probably founded by nuns, or at least sold to them. Hence the Historia represents the most thorough rejection of male patronage Spain had ever known» (Pérez y Ihrie, 2002: 351-352).
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For Liaño to say that her poem ought to stay within a purely feminine world is to suggest that Paul’s prohibition against women’s public voice is not really broken. If the poet writes only for other women to read her, her voice never reaches the public sphere, in which, by definition, only men are present. Of course, this announcement […] makes sense only if the text reaches the male audience. (Kaminsky, 1996: 12)
Asimismo, la autora dominica se ve obligada a responder a la más típica estrategia de la desautorización de la autoría femenina: la acusación del plagio que fue lanzada también contra Ana de Bolea, Oliva Sabuco de Nantes, Juana Inés de la Cruz y, un siglo antes, Teresa de Cartagena. Una de las cosas menos admitida entre leyes humanas es la ciencia administrada por femeniles juicios. Debió de ser conveniente, pues un tan gran santo como san Pablo aprueba la misma opinión. Junto con esto sabemos que por la mayor parte entre escritores antiguos y modernos anda nuestro nombre aniquilado. […] saqué mi trabajo a luz, quedando más oscurecida mi justicia con la incredulidad de nuestros contradictores, diciendo que hurté esta poesía y que alguno que la hizo la quiso atribuir a mí por aventajarse en la venta de ella, pues por tener nombre de autor tan desacreditado gustarían de verla todos con curiosidad y como cosa a su parecer imposible». (Liaño, 1604: 6r y 8r, el énfasis es mío)
De esta negociación de autoría se debe destacar la conciencia de Isabel de Liaño del silenciamiento de la tradición literaria femenina y la advocación a una sensibilidad femenina compartida, que establece como base para una lectura del texto marcada por el género. Tal estrategia le permite a la autora beneficiarse de la consideración de la escritura femenina como menor o marginal, como señala Amy K. Kaminsky: To declare that she does not wish the male reader’s participation is to affirm that his judgement is beside the point. If he wishes to read her, he then must take in the responsibility of approximating a woman reader’s reception, which is founded, according to Liaño, on a moral superiority that includes a greater appreciation for devotional themes and a disdain for rhetorical ostentation, in favor of humility, when dealing with the sacred. (Kaminsky, 1996: 12)
Más tarde, y volviendo a la línea de la argumentatio del prólogo al Libro de Santa Anna de Valentina Pinelo, después de establecer las bases para una recepción más comprehensiva de su texto, la autora agustina insiste en escribir «sin comunicar con letrado ninguno jamás […] y [sin] otro maestro que a Dios, ni otros cursos que las siete horas canónicas, ni otra escuela y academia que el coro» (Pinelo, 1601, Preliminares, s. p.). Y, aunque esta sentencia res-
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ponda a una función tópica, podemos entenderla también como una decisión, la de prescindir de cualquier tipo de mediación masculina. A la luz del carácter erudito de su tratado y del listado de fuentes citadas recogidas en el índice final,62 tal afirmación resulta ser un diestro antífrasis que le permite a la escritora presumir de una sabiduría adquirida con esfuerzo individual, alejándose de posibles acusaciones de soberbia o vanidad. En esta estrategia, Valentina está muy cerca de Teresa de Cartagena y su «Introducción» a la Admiraçión operum Dey (ca. 1481), anterior a su texto en más de un siglo. Cuando Teresa dice: «Yo no ove otro maestro, ni me conseje con otro algún letrado, ni lo traslade de libros, como algunas personas con maliciosa admiraçcion suelen desir» (Cartagena, 1967, Admiraçión, s. p.), consolida realmente las bases para lo que será un prólogo-apología de la autenticidad de autoría femenina. Recordemos que en dicha «Introducción» Teresa de Cartagena está defendiendo la autoría de su primera obra, una autobiografía espiritual intitulada Arboleda de los enfermos,63 que escribió como un desahogo ante la sordera que le afectó ya en su madurez. Al haber compuesto un tratado de gran erudición y soltura literaria siendo mujer y sin formación reglada, fue acusada de plagio y su autoría quedó desacreditada. Para defenderse de tal desautorización, la autora acude a una estrategia basada en la paralipsis y el anacoluto, que le permiten desestabilizar las acusaciones sin enfrentarlas abiertamente. Estos tropos, habitualmente empleados para hacer indirectamente un ataque ad hominem (Barthes, 1982: 78), le posibilitan revalorizar su obra y manifestar su autoría manteniéndose dentro de la actitud de la humilitas.64 Y, mientras que en Ar62 El Índice de Sagradas Escrituras, que la autora incluye al final de su libro, registra unas cuatrocientas veintidós referencias al Antiguo y Nuevo Testamento. Por su texto sabemos que era una avispada lectora de los clásicos, los Evangelios, los Padres de la Iglesia, el libro de los Salmos y el libro de los Proverbios. Este repertorio lector coincide con las bibliografías ortodoxas establecidas por san Jerónimo y los Padres de la Iglesia. Resulta interesante apuntar que en el repertorio de Valentina Pinelo se encuentra el Cantar de los cantares, tan controvertido para los doctores de la Iglesia y los teólogos. El mismo san Jerónimo desaconsejaba su lectura para las mujeres en Cartas sobre la educación de las jóvenes. 63 Ambos textos se encuentran en un códice manuscrito del siglo xv, copiado por Pero López de Trigo. El volumen, de noventa y una hojas, contiene la Admiraçión operum Dey; la Arboleda de los enfermos; el tratado Vençimiento del mundo, de Alonso Núñez de Toledo, y las Sentençias de philósophos e sabios, anónimo que algunos críticos atribuyen a Teresa de Cartagena, enviado desde Elche a doña Leonor de Ayala. Cito por la edición digitalizada de los paratextos de las obras de BIESES, vid. el apartado de bibliografía citada. 64 «Muchas veces me es hecho entender, virtuosa señora, que algunos de los prudentes varones y asimismo hembras discretas se maravillan o han maravillado de un tratado que, la gracia divina administrando mi flaco mujeril entendimiento, mi mano escribió. Y como sea una obra pequeña, de poca sustancia, estoy maravillada. Y no se crea que los prudentes varones se inclinasen a quererse maravillar de tan poca cosa, pero si su maravillar es cierto, bien parece que sea denuesto
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boleda de los enfermos Teresa legitima su autoría con los tópicos de la escritura por mandato y la inferioridad intelectual y biológica femenina — «la bajesa y grosería de mi mujeril ingenio»—, su posterior defensa se basa más en los topos del modus scribiendi y causa scribiendi: «E comoquier que la buena obra que ante el sujeto de la soberana verdad es verdadera y cierta, non empece mucho si en el acatamiento y juicio de los hombres humanos es habida por dudosa, como esta, puede estragar y estraga la sustancia de la escritura, y aún parece evacuar muy mucho el beneficio y gracia que Dios me hizo» (Cartagena, 1967, Admiraçión, Introducción, s. p.). En consecuencia, tal estrategia, leída al trasluz de los cambiantes procesos de la cultura escrita del momento, podemos interpretarla como indicio de una autoría más marcada y como evidencia incipiente de la función-autora, ya que es esta quien da coherencia y asegura la unidad del conjunto de los textos. En el caso de Valentina de Pinelo, esto se verá respaldado además por la auctoritas del tema que está tratando. Al dar a un libro misceláneo un título referido a la figura de santa Ana, establece el principio de autoridad todavía a caballo entre un régimen antiguo, asegurado por la auctoritas bíblica, y uno moderno, que ya demanda la función-autor. Sin embargo, unos cuarenta años más tarde, la función-autora como única fuente legitimadora de la voz literaria y la unidad codicológica del libro permitirán a María de Santa Isabel presumir de la recopilación de sus poesías varias en un tomo autoral. Resulta muy interesante la transformación de los procesos de conceptualización de la figura autoral y, por tanto, la función discursiva que podemos observar en el proemio al libro de las Rimas varias65 (ca. 1642-1646) que esta religiosa firmó con su nom de plume, Marcia Belisarda. La argumentación que Marcia expone, ante «quien leyere estos versos», demuestra una posición autoral lo suficientemente firme para ser interpelada, lo que constituye una legitimación de la autoridad de su voz poética; ya no la modestia afectada ni una autoridad externa al texto, sino la propia escritora, en su condición social y genéricamente marcada, se reclama como fuente de la autoridad literaria:
no es dudoso, ca manifiesto no se hace esta admiración por meritoria de la escritura, más por defecto de la autora o componedora de ella» (Cartagena, 1967, Admiraçión, Introducción, s. p.). 65 Los paratextos de este manuscrito preparado para imprenta, que nunca pasó a ella, constan de una décima en loor de la autora por un anónimo; un prólogo de la autora dedicado a «quien leyere estos versos»; otros versos encomiásticos de doña Juana de Bayllo, monja del Monasterio Real de Santa Isabel de Toledo, y décimas de Jacinto Quintero y del licenciado Montoya, opositor de los curatos. Después se insertan versos de agradecimiento a María de Ortega, la mecenas de la autora y del libro, y otros versos de un franciscano anónimo a favor de la poeta y, finalmente, las ciento treinta y ocho composiciones de Marcia Belisarda.
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Siendo pasión natural amar los hijos (aun sin ser hermossos, mayormente los del entendimiento), no se extrañará que estos del corto mío recoja mi amor, porque desperdiciados cada uno por sí, se exponen á padecer injustos naufragios en el crédito de las jentes; y juntos, podrán más bien balerse unos con otros, por quanto la cadencia y las bozes de ellos darán señas suficientes de ser, no hijos de muchos padres, sí de uno solo. (María de Santa Isabel, 2015:114)
Los indicios de esta transición los podemos encontrar ya en el caso de la «Introducción» a la Admiraçión operum Dey. Este texto prologal a un libro manuscrito, entonces de restringida circulación, por un lado, obedecía a la lógica medieval del señor/amo y, por el otro, ya introducía elementos de la propiedad moral autoral moderna. Allí, los conocidos tópicos de la captatio y la falsa modestia fueron contrastados con una negociación de la autoría que introducía el nuevo concepto de la originalidad: [C]a ni me puede dañar la injuria ni aprovechar el vano loor. Así que yo no quiero usurpar la gloria ajena ni deseo huir del propio denuesto. Pero hay otra cosa que no debo consentir, pues la verdad no la consiente, ca parece ser no solamente se maravillan los prudentes del tratado ya dicho, más aún algunos no pueden creer que yo hiciese tanto bien ser verdad: que en mí menos es de lo que se presume, pero en la misericordia de Dios mayores bienes se hallan. (Cartagena, 1967, Admiraçión, Introducción, s. p.)
Es precisamente la originalidad así concebida, como origen del pensamiento y fundadora de conocimiento nuevo, la que dará lugar a la preponderancia de la inventio en la obra de Valentina Pinelo. La autora agustina usa como impulso de su escritura, que presenta en términos de combate, el amor, «afecto más valiente de todos los de nuestra alma: y el que mayores hazañas emprende», por lo cual «agora de esta [empresa] me prometo salir con victoria» (Pinelo, 1601, Prólogo, s. p.). De respaldo le sirven tanto el tema como el mérito de sus protectores: el cardinal Dominico Pinelo, quien se hizo cargo de la impresión del libro, y el mismo Dios y la Virgen María, que no solamente aseguran la veracidad del libro, sino que «le han de hazer famoso», que es el objetivo que Valentina, en cuanto autora, está persiguiendo (Pinelo, 1601, Prólogo, s. p.). 3.2.2.4. «Dirá vuestra Señoría Illustrissima, que á sido valentía derivada del nombre, y fortaleza más que de muger»: la autoridad en negociación y el pacto lector El prólogo al Libro de Santa Anna va más allá de la típica función persuasiva del exordio, es más bien una abrupta negociación entre la autora y el sujeto
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de enunciación. Funciona como un espacio de resistencia y diálogo donde se entrecruzan diferentes voces y diferentes discursos del momento: por un lado, la tratadística, la literatura paremiológica, los textos de autoridades y Padres de la Iglesia, es decir, todos los que construyeron la feminidad modélica o la doxa de la inferioridad social e intelectual femeninas, y, por otro, las voces diversas de Valentina Pinelo como autora, lectora e intérprete con los que quiso desafiar esta doxa. Siguiendo a Lola Luna en su primera aproximación a la obra de la autora agustina (Luna, 1989: 91-104), cuando Valentina negocia con el discurso social normativo, propone una estrategia sorprendente y original. En primer lugar, aplica los recursos de la «retórica de intrusión», según la denominación de James Amelang (2003: 138), de la autoridad maravillosa procedente de una fuente divina. Después, acepta los prejuicios sobre la mujer como un ser inferior o un no ser para, en seguida, dar un nuevo significado al espacio discursivo que la norma social adjudicaba a las féminas. De ahí que lo convierte en un protón pseudos o un absurdo, ya que, pensemos, ¿puede hablar como erudito quien carece de potestad cognitiva o presencia simbólica?: Humildemente suplico que no pierda crédito y opinión este libro, y a quien dixere que le falta valor, por no tener un auctor graduado en sacra Theologia: respondo que la sagrada Escriptura tiene tanta auctoridad consigo que no la puedo desautorizar yo, por la falta del sujeto, o por no haber estudiado. (Pinelo, 1601, Prólogo, s. p.)
En un segundo lugar, Valentina advierte de que va a apoderarse del lenguaje que le está vedado conociendo todas las consecuencias legales, es decir, las implicaciones penales de tal acto, pero no deja de presentarse como autora, en el sentido de dueña de su texto, que goza del mismo acto de escribir: [A]lgunas vezes, se me á ofrecido ocasión [de escribir], y cuando escrivo me hallo bolando con algún lugar de escriptura, y lo dexo luego con resistencia, y bueluo me a paso llano, temiendo el daño que á venido a muchas personas, por querer saber demasiado, mayormente en las mujeres que les es proyibido. (Pinelo, 1601: Prólogo, s. p.)
Asimismo, deja constancia de su voluntad de escribir e intervenir con voz propia en el debate teológico del momento y reclama ser autor de sus actos: «É tomado este medio para satisfación de mi gusto, empleado en ella mis pensamientos y palabras» (Pinelo, 1601, Prólogo, s. p.). En tercer lugar, Pinelo construye su discurso desde su experiencia lectora. Como se ha podido ver, la praxis de la lectura en los claustros femeninos se desarrolló, en grado significativo, con mayor independencia de las políticas contrarreformistas que entre las masas populares. La comunicación literaria entre las
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órdenes, gracias a las dinámicas internas de la circulación y recepción, impulsó el establecimiento de comunidades lectoras de larga duración y repercusión. Siendo monja de uno de los centros religiosos económica y culturalmente neurálgicos en la región, Valentina Pinelo tuvo a su alcance un repertorio amplio de lecturas devotas, teológicas, espirituales y filosóficas que aprovechó para leer desde su posición genérica. Si se asume, siguiendo a Diana Fuss (1999: 127-145), que el acto de leer como mujer66 se produce en el punto liminar de la interpretación del texto, cuando la lectura se desvía del patrón establecido o del sentido fijado por un modelo masculino normativo, Valentina, en su exégesis bíblica, propone una lectura disidente. Cuando, en el curso del texto, se sorprende ante la ausencia femenina en los textos bíblicos, cuando subraya la falta de reconocimiento de la agencia femenina en el proceso de construir el primer linaje cristiano y rechaza las interpretaciones que infravaloran o deforman la imagen de las mujeres de la Biblia,67 induce su yo-mujer en el proceso de lectura, incorporando a la hermenéutica interpretativa su experiencia genérica y transformando, de este modo, el sentido dado del texto. Por tanto, al rechazar el «pensamiento circular» (Luna, 1996a: 16) sobre la inferioridad intelectual femenina o su ausencia en el proceso histórico, se enfrenta a un vacío simbólico del que logra reapropiarse cuando, como autora, se propone el reto de reescribir la genealogía de Cristo desde la perspectiva de la herencia y filiación maternas: Evangelista San Mateo comiença el primer capítulo de su Evangelica historia, diciendo, libro de la generación de Jesu Christo hijo de David, hijo de Abraham: discurriendo hasta llegar a Jacob Padre de Joseph varón de María, de la qual nació Jesús, que se llama Christo, pues siendo como es Fé Catolica, que no fue hijo de Joseph, ni engendrado de varón, sino por obra de el Espíritu Santo, de el Eterno Padre nacido esencialmente primero que de la Virgen, según la carne: parece pone aquí el sagrado Evangelista un confuso, y en breve quedara averiguado. (Pinelo, 1601: 6v-7r, el énfasis es mío)
Esta exploración de un horizonte interpretativo nuevo lleva inevitablemente a la búsqueda de otro lenguaje con el que articular la genealogía del saber femenino, del que se siente heredera. Para tal fin, Pinelo acude a dos tradiciones que le permiten dar una interpretación propia y, a la vez, mantenerse dentro de la ortodoxia cristiana. En primer lugar, utiliza la imagen de santa Ana enseñan-
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A partir del ya clásico debate textual que Diana Fuss (1999: 127-145) estableció con Jonathan Culler (1985: 43-61) sobre el significado y la posibilidad axiológica de leer como mujer, se puede proponer una definición de trabajo que asume como tal una lectura resistente a los mitos, tópicos, estereotipos o lugares comunes con los que se construye el sistema de definiciones de lo femenino y su lugar en la cultura. 67 Sobre todo, en el Libro I, caps. 1-5; 13; el Libro II, caps. 8-9, y el Libro III, caps. 7-14; 21-30.
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do a leer a la Virgen. Sobre esta base construye un modelo de lectora y maestra religiosa que le permite una intercambiabilidad de posiciones y perspectivas. El tema de santa Ana instructora, de larga tradición iconográfica, ha sido especialmente querido entre los pintores y escultores sevillanos del momento. Fueron José Montes de Oca (su escultura data de finales del siglo xvii), Juan de Roelas (ca. 1610), Bartolomé Estaban Murillo (ca. 1655) o Diego Velázquez (ca. 16151617),68 entre otros, quienes fortalecieron a través de sus obras el tipo icónico de la madre-maestra que enseña a leer a su hija y, a veces, a su nieto. Esta imagen de maestra y lectora fue aprovechada por la autora agustina para señalar el libro como una vía legítima en la transmisión del conocimiento entre las mujeres. El simbolismo modélico de dicha escena le sirve a Pinelo como marco de referencia evidente y permite fijar un sentido y una tipología comprensible y transmisible para otras lectoras de esa época. En este sentido, aludir desde el prólogo al cristiano lector se abre a una interpretación nueva. La defensa del magisterio femenino escrito anticipa su lectura de la genealogía del saber femenino y permite presentarse ante el receptor implícito como una sublime intérprete y una mulier theologus que se apodera de la palabra escrita y que sabe descifrarla. En segundo lugar, Valentina hace una lectura hermenéutica de la caracterización de santa Ana como madre de la madre de Dios que introduce ya desde el proemio. Este sobrenombre, utilizado en el debate inmaculista por, entre otros, Pedro de Ribadeneyra, Diego Muñoz de Ocampo o Miguel Cid, destacaba el papel intercesor de santa Ana en el proceso de redención de la humanidad. En manos de Pinelo, sin embargo, su valor queda elevado por rasgos que la divinizan, acercándose de forma arriesgada a una interpretación idólatra: [V]uestra dadiva haze competencia con la del eterno padre; quien si el dio su unigénito hijo para redimir los hombres, vos le disteys vuestra hija, para que fuesse el medio de tanto bien, y tuviesse remedio el género humano, por lo que Dios y vos señora disteys a el mundo […] y assí que al eterno padre disteys esposa siendo infinito, y de infinita grandeza, y ella nacida de vuestro vientre, y criada a vuestros dichosos pechos, y dandole vos la leche que convirtió en sangre, para que de ella y de vuestra carne se vistiesse el unigénito hijo de Dios. (Pinelo, 1601: 278r)
Este lenguaje mariológico era utilizado con frecuencia por las autoras y místicas del momento, ya que abría la posibilidad de incorporar la experiencia 68
La contribución de Diego Velázquez al tema deriva de un hallazgo reciente de John Marciari, quien atribuyó al pintor sevillano el cuadro La educación de la Virgen, encontrado en los sótanos del museo de la Universidad de Yale (Marciari, 2010: 149-153). Este descubrimiento arrojó luz nueva sobre la primera etapa de creación del artista y supuso un reavivamiento de estudios entre los críticos y especialistas de la obra velazqueña.
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sexuada femenina en la construcción e interpretación del «gran relato cristiano» (Criado, 2013: 77). Y, si bien la autora pudo conocer y adaptar la poética y la metafórica marianas de la ampliamente leída Vita Christi (1497) de Isabel de Villena, u otros testimonios femeninos que apelaban a la imitatio mariae, aquí su aplicación se amplía hacia una relación entre madre-hija que se compara con la de Dios-Jesucristo, desestabilizando, en cierto modo, la jerarquía trinitaria. Veamos ahora la secuencia de la argumentatio. En el capítulo tercero, Pinelo establece el estado de la cuestión que va a tratar: «Creed sin duda ninguna, que la Sagrada Escritura no sin gran misterio suspendio las alabanças de la bienaventurada santa Anna» (Pinelo, 1601: 21r). Después, advierte sobre la incapacidad de los apóstoles y doctores de la Iglesia para aproximarse a tan alta materia, «pues ninguno pudo llevar tan discreto y breve lenguaje» (Pinelo, 1601: 22v), es decir, darle a la santa un nombre adecuado. En consecuencia, se presenta como posible intérprete, interpelando directamente a santa Ana: «O feliscissima Anna, que título fue aqueste que os dio el Cielo? […] Que nombre es este tan singular? Veamos si tiene alguna etimología como los demás: démosle (Señora) alguna interpretación» (Pinelo, 1601: 22r). La defensa de la condición especial de santa Ana fue una de las causas de la mencionada censura del texto. Recordemos que los postulados tridentinos no aceptaron el lugar privilegiado de la madre de la Virgen, pues eso supondría una nueva jerarquización en el panteón divino cristiano. En su argumentación a favor de santa Ana, Valentina va más allá de reinstaurar su papel entre los santos: no se detiene en el nivel espiritual ni exegético de la interpretación, sino que, con un lenguaje jurídico-legal, indica las causas de la ausencia de progenitoras en las interpretaciones de la Biblia. Posteriormente, reivindica ese modo de lectura y propone una revaloración del papel fundador de las mujeres, Ana y María, en el cristianismo, en la creación (carnal e intelectual) de Dios-hombre y en la redención del género humano. El mayor oficio que el cielo repartió y dio en la tierra […] y la mayor dignidad entre todas ellas, fue ser madre d[e] Dios y assi mismo ser madre de la Madre de Dios: y esta verdad no tiene contradición […]. El ser Madre de Dios fue mayor alteza, excedió a los Ángeles en el oficio y en la gracia, y en la pureza a los Cherubines, y en la licencia a los Serafines y en el fuego de amor: es mejor que todos: pues fue lunbrera de los Patriarcas y Profetas, Maestra de los Apóstoles, exemplo y fortaleza de los Mártires, Capitana de las Vírgenes, más sabia que todos los Confessores y Doctores […] ella lo fue de todos, y más elegante, y más erudita que todos los Predicadores. […] / pero vos gloriosa Anna disteys una joya tan preciosa, que todo el oro de la tierra no le yguala, pues en ella se atesoró el del cielo: in quo sunt omnes thesaum: la qual fue para la redempción de captivos y resurreción de muertos; y assí quedó por este medio todo el linaje humano redimido y con nueva vida. (Pinelo, 1601: 20r-20v y 280v)
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A la luz de tal hermenéutica bíblica, marcada por el lenguaje de la redemptoris mater, de una interpretación en el límite de la ortodoxia para la Iglesia del momento, la retórica del exordio del libro adquiere una dimensión estratégica. Si, como recuerda Barthes (1982: 67), «la función del proemio es, pues, en cierto modo, exorcizar lo arbitrario del todo comienzo», para intervenir en el horizonte de la lectura en función-autora, la escritora debía de establecer una salvaguarda discursiva que la protegiese de posibles acusaciones de plagio, entendido como usurpación de la palabra, pero también de un espacio y un poder que no le pertenecían. Pinelo, conociendo seguramente los casos de Isabel Ortiz, María de Cazalla, María de Santo Domingo o Teresa de Jesús, cuyas intervenciones en materia teologal las llevaron a largos procesos inquisitoriales, debió de tener en mente que ni el imprimátur real ni el mecenazgo eclesiástico serían suficientes para protegerla ante un juicio si su discurso sobrepasase los límites de lo aceptable según el Santo Oficio y la ortodoxia coetánea. De hecho, la primera frase del proemio, es decir, la que exorciza la interrupción en el horizonte lector, es un intento de avalarse ante posibles detractores. Al iniciar el texto con la sentencia terenciana «Quot capita, tot sententiae», seguida por un largo cuadro alegórico de la ignorancia que ilustra la relatividad de los juicios humanos, Pinelo construye una especie de filtro de seguridad. Busca relativizar las potenciales acusaciones, ya que «cuantas fueren las cabeças tantos han de ser los pareceres, y si cada uno que leyere mi libro á de dar su decreto, paciencia», y de este modo reduce posibles censuras a solo una «variedad de pareceres» (Pinelo, 1601, Prólogo, s. p.). De manera eficaz, rompe el filo de las críticas anticipando las potenciales acusaciones y demostrando su naturaleza tópica. Las clichés sobre la mujer como ser inferior y la monja como ser ignorante son burlados mediante unas diestras antífrasis, si se leen a la luz de la totalidad de este tratado doctrinal culto: «Y persuadida estoy a que á de haver variedad de pareceres y no todos han de ser en mi favor, pues quien no juzgare mi intención que es bueno, condenará por atrevimiento, el aver osado acometer a tan alta empresa, siendo muger y sin letras, y con poca havilidad, y encerrada» (Pinelo, 1601, Prólogo, s. p.). Recapitulando los mecanismos de negociación autoral, se puede decir que, en el contexto de la totalidad de la obra, el prólogo le sirvió a Valentina Pinelo como un espacio para negociar con el lector su posición-autora y su validación como escritora. Escrito en «la lengua bestezuela de muger», anticipaba un tratado de erudición y una prueba exegética de la filiación materna de Jesús. Para acometer tan alta empresa, la autora construyó su función-autora basándose en la máxima paradoja de defender su falsa ignorancia a través de los tópicos de la falsa humildad y, a la vez, presumir de su amplio saber —fruto de un autodidactismo aplicado, de su deseo de saber y conocer—. De este modo, logró resemantizar y ridiculizar la doxa. Al inicio del capítulo primero, Valentina advierte al
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lector de que su texto va a ser «como canto llano», que su voz «ni será de Ángel, ni de hombre, sino de muger que no puede alçar la boz, ni subir el punto como quisiera» (Pinelo, 1601, Prólogo, s. p.). Sin embargo, no renuncia al reto: de acuerdo con el principio horaciano de sapere aude, decide «yr discantando con un grano de sal de Teología en la lengua», con la confianza de que «la razón y la voluntad (si algo vale) suplirá todas las faltas» (Pinelo, 1601, Prólogo, s. p.). 3.2.2.5. «En el negocio de virtud la desigualdad está en los cuerpos no en los ánimos»: las escritoras ante los paratextos de autoría masculina Llegados a este punto del análisis, es necesario hacer hincapié en un último elemento del modelo autoral analizado para completar el enfoque; quiero estudiar las dinámicas internas de los prólogos de autoría femenina y el resto de paratextos legales y literarios: los versos encomiásticos, las cartas y las aprobaciones. ¿Qué tipo de tópicos o modos de negociar la legitimidad de la voz de las escritoras proponen los y las mecenas, poetas, censores y editores de los textos? ¿Cómo se ven reflejados o refutados estos tópicos en los exordios de las propias autoras? ¿Qué aspectos del debate más amplio sobre la participación de las mujeres en la cultura parecen preponderantes en estos espacios intersticiales de la negociación de la autoría del texto? En los preliminares de los libros de las religiosas, los paratextos laudatorios destacan por su carácter intermediario entre el microcosmos conventual y un escenario literario más general. Esta característica se mantiene incluso cuando las autoras gozan de reconocimiento en los círculos literarios más amplios, como demuestran precisamente los casos de Valentina Pinelo, Ana Francisca Abarca de Bolea y María de Santa Isabel. Los versos encomiásticos en el Libro de Santa Anna, de Pinelo, al igual que las cartas laudatorias a las Catorze vidas de santas, de Abarca de Bolea, legitiman la voz de las autoras recurriendo a dos valores principales para las sociedades modernas: el linaje, reclamado por el discurso legal, y la castidad, evocada por el discurso religioso. «Hechos que de tu gloria dan vislumbre / Y esclareciendo el nombre de Pinelo» (Pinelo, 1601, Preliminares, s. p.) —ensalza un autor anónimo en los versos laudatorios a la obra de Valentina—. Asimismo, Manuel de Salinas construye su alegato de justificación de la autoría de Ana Francisca alrededor del concepto de la herencia y el nombre propio como determinantes biológicos: «Suele la naturaleza vincular en algunos linajes la inestimable joya del entendimiento, sin excluir rigurosamente a las mugeres» (Abarca de Bolea, 1655, Preliminares, s. p.), para después reconstruir una genealogía patrilineal del saber empezando por el tatarabuelo de la autora. Igualmente, para las propias autoras el nombre de la familia sirve de salvocon-
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ducto para alcanzar mayor notoriedad y capacidad de intervención en la cultura más allá de los muros conventuales. Invocar el linaje de los Bolea y los Pinelo funciona como un argumento contundente en el advenimiento de la autoridad literaria, tal como se puede comprobar en los discursos prologales de ambas autoras. Se ha podido analizar en otro momento cómo en la sociedad áurea dichos conceptos éticos operaban para cada género y cómo, en el caso de las mujeres, se convertían en coartada y andamiaje para sustentar su agencia y autonomía.69 Asimismo, se ha señalado que el discurso de la virtud y de la limpieza de sangre, las dos dinámicas socioculturales que determinaron la formación de las posiciones de los sujetos modernos, seguían en constante competición y proponían modelos no pocas veces contradictorios. Este proceso, profundo y no exento de ambigüedades, ha sido analizado por George Mariscal (1991), quien señaló el carácter incompatible de los modelos del hombre y de la mujer que suponían estos valores: The link between impure blood and feminization ran deep in the ideological assumptions of all the groups that made up seventeenth-century Castilian society. […] Any claim to subjectivity not founded on Christian and male categories was to be denied access to power and in fact to be considered outside culture […] [these] categories functioned not so much to distinguish between men and women as to determine the distribution of power among men. (Mariscal, 1991: 33 y 59-60, el énfasis es original)
Si el linaje, la virtud y las andanzas funcionaron como discursos masculinos normativos, eso no significa que no hayan sido asimilados y aprovechados por las autoras como eficaces herramientas de consolidación de su verdad. La centralidad del discurso de clase se percibe de manera llamativa en los textos de María de Zayas y Sotomayor, donde el nosotros, frente al ellos, encarna la división entre la élite y las clases humildes, por encima de otras categorías de identificación. La voz de Lisis, de la décima Noche oscura, sería uno de los muchos ejemplos de la preeminencia de la sangre y el estatus: «Los criados y las criadas son animales caseros y enemigos no excusados que los estamos regalando y gastando con ellos nuestra paciencia y hacienda» (Zayas y Sotomayor, 1950: 458). Asimismo, sabemos que María de Santa Isabel, a pesar de haber decidido publicar bajo un nom de plume, hace constar que quiere asegurar la memoria de su linaje (María de Santa Isabel, 2015: 114). Por su parte, Valentina Pinelo, en la dedicatoria a Dominico Pinelo, le recuerda la amistad con su padre y pronuncia decididamente: «Sea yo heredera de esta honra, quien tanto á dado a todo mi linaje
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bien afortunado» (Pinelo, 1601, Preliminares, s. p.). El caso de Ana Francisca Abarca de Bolea resulta ser más complejo. Su pertenencia a una de las familias humanistas más influyentes de la aristocracia aragonesa y el hecho de haber crecido en el ambiente intelectual elitista del monasterio real de Nuestra Señora de Casbas provocaron en ella una temprana vocación literaria y resultaron ser un eficaz trampolín para dar el salto a círculos literarios más amplios. De las tres autoras tratadas en este apartado, ella es la única que concede preponderancia a su comunidad religiosa, por encima de la ascendencia familiar, un hecho un tanto sorprendente y opuesto a la argumentación brindada por sus mecenas y censores, que, como se ha dicho, consideran que es el linaje noble la razón de su talento y la justificación de su autoría. Sin embargo, la identificación de Ana con la casa cisterciense también sigue la retórica del discurso de clase, aquí entendida más en términos espirituales que materiales. Asimismo, y no menos importante, resulta el hecho de que la autora formula los marcos de identificación en una comunidad que cuenta con patronazgo real y estrecha vinculación con las élites aragonesas, donde la piedad estaba intrínsecamente relacionada con el estatus social. En este sentido, es posible decir que, en el caso de las autoras de procedencia noble, los intereses de clase y el estatus se situaban por encima de otras categorías de diferenciación, imposibilitando una formulación precoz de la identificación comunitaria femenina: «More generally, the alterity of all nonaristocratic groups worked to define the borders of the aristocratic body, even as categories of maleness determined the extent to which all groups, including aristocratic females, would gain or be denied access to subjectivity itself» (Mariscal, 1991: 61). Por su parte, se ha visto que la honra, en tanto que reflexión moral estrechamente relacionada con los valores cívicos, en el caso de las mujeres se refería a la «integridad virginal» (Real Academia Española, 1780: 532). La ubicación del valor de la virtud femenina en un espacio privado/biológico, en oposición a la virtù masculina del espacio público/civil, colocaba a los promotores de los textos de las autoras ante una encrucijada difícil de ignorar. Recordemos que el lugar común aceptado reiteraba que «la mujer en sola virtud puede fundar su honor; porque ni ellas son menester para las letras, ni para jugar las armas ni salir con ellas al enemigo, ni para gobierno» (Hidalgo, 2010: 172). Ante tal situación, se recurría principalmente a dos estrategias que permitiesen autorizar un discurso femenino público y mantener su condición casta, en tanto intacta por «las cosas del mundo» (Hidalgo, 2010: 172). En primer lugar, se apelaba al tópico de la virago, lo que permitía colocar la razón (siempre masculina) en un cuerpo femenino y un tipo de «milagroso travestismo», según la noción propuesta por Alison Weber (1996: 32). Esta categorización funcionaba de modo especialmente eficaz en los discursos de las monjas neutralizadas por el discurso
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simbólico patriarcal como seres diferentes, excluidos de las funciones femeninas, es decir, asexuales. En segundo lugar, se ensalzaba el carácter excepcional y milagroso de tal autoría a través del tópico de la rara avis (el cisne negro, el fénix, la musa, una entidad etérea, etc.) y la intervención divina. Como se ha dicho anteriormente, el recurso a la mujer excepcional funcionaba como forma de silenciamiento del resto de sus coetáneas: una genio anulaba la visibilidad de las demás autoras de su entorno. Recordemos que, incluso en el caso de Teresa de Jesús o María de Jesús de Ágreda, es decir, escritoras de autoridad reconocida, aunque con reservas, por la Iglesia católica, la excelencia de su estilo literario o el peso doctrinal de sus escritos se legitimaban masculinizando a las autoras.70 En este sentido, y acudiendo a la definición de género, propuesta por Judith Butler (1990: 140), como una serie de efectos permeables producidos por una performance cultural reiterada, los tópicos de la hic mulier y la rara avis son recursos para asumir la excepcionalidad de una autoría literaria y agencia cultural femeninas manteniendo intactos al mismo tiempo los códigos culturales y las normativas de género. Como muestra de estos mecanismos, basta traer a colación los documentos de los Procesos de beatificación y canonización de Santa Teresa de Jesús (1934-1935), donde se reiteran etiquetas del tipo «mujer viril», «alma masculina», «coraje masculino», etc. (Silverio de Santa Teresa, 1934-1935, vol. 20: xiii, xxii, xiii). Semejante retórica mantuvieron los versos encomiásticos, entre otros, de Diego de San José, quien asume: «Vos bien mereceys llamaros este nombre, porque vuestras hazañas no son de muger sino de varón glorioso» (Diego de San José, 1615: 11v). Repiten este esquema los sermones laudatorios a Teresa de Jesús recogidos en el volumen Relación sencilla y fiel de las fiestas que el rey D. Felipe IIII hizo al patronato de sus Reynos de España Corona de Castilla (1627). Las palabras de Francisco de Jesús permiten percibir los elementos clave de tal retórica predicadora: Querer levantar hasta el cielo una tan grande maquina sobre tan flaco cimiento parece manoscabo de la misma obra. Pero no fue falta sino sutileza grande de Dios […]. Esta dize el Santo, yá dexó de ser muger restituiendose en el ser de varon con 70
Se dice de paso, y no sin resentimiento, que estos mecanismos de validación de la autoría femenina se han mantenido hasta los tiempos actuales, como demuestra la argumentación de Andrés Ocerín-Jáuregui (1924: 1013-1015) sobre los textos místicos de María de Jesús de Ágreda: «María es un hombre por su rara madurez y gravedad». En esto influyó, además, el hecho de que, por razones estratégicas, las propias autoras se autodefiniesen mediante genéricos masculinos para evitar fórmulas despectivas y minusvaloradoras del oficio de escribir (por ejemplo, Marcela de San Félix se refiere a sí misma como «el poeta»). Como señalaron Gilbert y Gubar, en el estudio mencionado La loca del desván, y como mucho antes afirmó Virginia Woolf, «la autora parece encerrada en un doble y desconcertante brete: tenía que escoger entre admitir que “sólo era una mujer” o reclamar que “era tan buena como un hombre”» (Gilbert y Gubar, 1998: 78).
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mayor gloria suya que si lo uviera sido desde principio, pues enmendó á la naturaleza con su virtud volviéndose con esta al huesso de adonde salió. (Francisco de Jesús, 1627: 16-17)
En este pasaje, el lugar común de la debilidad y la subordinación física e intelectual femeninas queda reafirmado por la autoridad de las Sagradas Escrituras, mientras que la autora, despojada de su cuerpo sexuado y de su agencia, se convierte en una suerte de recipiente vacío y mudo ante un obrar milagroso de Dios. En las obras de Ángela de Foligno o Catalina de Siena, que fueron editadas y prologadas por censores masculinos, se observa desde bien temprano un tipo de composición en los paratextos que sigue ese patrón. En el ámbito hispánico, uno marco de referencia lo constituye la publicación de la primera autobiografía mística femenina, la de sor María de Santo Domingo, la Beata de Piedrahita, a cargo de un fraile franciscano anónimo (s. a. [1518?]). La Oración y contemplación de la muy devota religiosa y gran sierva de Dios soror María de Sancto Domingo va precedida por cuatro tipos de paratextos que, además de legitimar la voz autoral, tenían que afrontar el conflictivo ambiente acerca de la ortodoxia del pensamiento da la visionaria. Aparte de la dedicatoria y la exposición del contenido, el texto va precedido por una breve biografía de la autora, que busca justificar su autoría al exaltar la santidad, obediencia, humildad y excepcionalidad de María de Santo Domingo, y un prólogo al lector que disculpa la inconveniencia de prologar un texto de autoría femenina a través de los tópicos de la escritura maravillosa y el obrar divino. En este aspecto, se puede decir que los paratextos de las obras de las autoras aquí analizadas se mantienen fieles a estos mecanismos discursivos y, en algunos casos, muestran particularidades interesantes. Por ejemplo, en los versos encomiásticos para legitimar y ensalzar la calidad de los versos de María de Santa Isabel, un padre francisco (María de Santa Isabel, 2015: 130-131) acude a la imagen abstracta de la inteligencia, es decir, «una entidad inmaterial, como los ángeles, que es toda comprensión» (Vinatea Recoba, 2015: 127), con estas palabras: «No hay razón para extrañar / al notar vuestra elocuencia / la sentencia, / porque solo pudo hablar / tan alto una inteligencia» (María de Santa Isabel, 2015: 130, vv. 5-9). De este modo, al descorporeizar el fenotipo social de la autora, al mismo tiempo lo desexualiza y puede exaltar el valor del texto creativo sin afectar a la doxa. El autor acude también a los tópicos de la extrañeza de la escritura femenina y la necesidad de su subordinación: «¿Cúyas sois? que aún no recelo / el dueño, obras peregrinas, / pero el veros tan divinas / publica que sois del cielo» (María de Santa Isabel, 2015: 130, vv. 1-4). Y añade: «Digna admiración consagro / hoy a vuestra erudición, / que afectos debidos son / los asombros a un milagro; / al ser de mujer, zozobras, / halla el genio, en los que os ven, / pero
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¿quién / esperará malas obras / de ardor que piensa tan bien?» (María de Santa Isabel, 2015: 130, vv. 19-27). Lo interesante de estos versos, sin embargo, no reside en la reiteración de los clichés, sino en los cambios producidos en las dinámicas sociales reflejadas en el mismo poema. Después de acudir a los tópicos de legitimación de la autoría femenina, el autor anónimo hace referencia a un cambio en la cultura letrada de aquel momento que atestiguaba una presencia creciente de las poetas en la escena pública, en competencia directa con los autores masculinos: «Ya a las damas, los poderes / negaban leyes confusas / de hablar, como si las musas / no hubieran sido mujeres; / mas hoy, los altos renombres / que les gana vuestro ser / da a entender / que aprender pueden los hombres / a escribir de una mujer» (María de Santa Isabel, 2015: 130, vv. 28-36). Entonces, aun sin poseer un estatus reconocido en las normativas que rigen el mercado de los libros y el orden simbólico patriarcal, la autoría femenina ocupaba cada vez más espacio en el universo lector religioso y laico. Este espacio, arduamente conquistado por las escritoras en un constante devenir de la función autoral, resulta especialmente visible en los prolegómenos de los textos. A estas alturas cabe preguntarse en qué modo reflejan, refutan o reafirman dichos modos de negociar la legitimidad de la voz femenina las propias autoras. El proemio de Marcia Belisarda a sus Rimas varias ofrece interesantes respuestas al respecto. Se ha dicho que el manuscrito responde a la disposición habitual de las obras impresas, aunque no pasó por la censura y carece de los paratextos legales. En este sentido, y tomando en cuenta la dinámica de la cultura escrita conventual, mayoritariamente manuscrita, aunque posible, no resulta necesario el deseo de su publicación. Como demuestra Martina Vinatea Recoba, en la muy reciente edición crítica de la poesía de Marcia Belisarda, lo que sí se puede confirmar es que estamos ante una obra «cerrada y definitiva, o una copia en limpio, avalada por el entorno literario que pretende elevarla como conjunto a la consideración del lector» (Vinatea Recoba, 2015: 65). Como se ha dicho, la función-autora se convierte en referente único de la unidad codicológica del tomo y revela el deseo de la autora de «canonizarse […] dentro del circuito de consumo de literatura conventual y comunitaria para el cual se preparó la recopilación» (Vinatea Recoba, 2015: 67). La voluntad de recopilar composiciones de muy diversa índole, aunque hubiesen sido compuestas en circunstancias divergentes, responde a una toma de conciencia de la dimensión estratégica del discurso cuando es el estilo de la autora el único factor de unidad de la colección de los textos. Igualmente, el pseudónimo literario, en su sentido estratégico, revela, por un lado, la deuda literaria contraída por la autora con Lope de Vega y, por el otro, apunta al carácter marcial, de enfrentamiento y liderazgo, que la autora asume en su empresa literaria. Asimismo, en el proemio, Marcia Belisarda indica un posible patrón interpretativo que como autora pretendió para la lectura de su
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texto: «Porque [los versos] desperdiciados cada uno por sí, se exponen a padecer injustos naufragios en el crédito de las gentes, y juntos podrían más bien valerse unos con otros por cuanto la cadencia y las voces de ellos darán señas suficientes de ser, no hijos de muchos padres, sí de uno solo» (María de Santa Isabel, 2015: 114). El tópico de la relación filial del autor con su obra recuerda a los prólogos masculinos de la época, como el cervantino al Quijote (Cervantes, 1999: 27): «Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso».71, o el de Jorge de Montemayor al Segundo Cancionero (1579: xii): «Así que, Señor Ilustrísimo [duque de Sessa], pues (según los Filósofos quieren) los libros son hijos del entendimiento del que los compone, y como tales deben ser amados». Consecuentemente, se puede decir que Marcia Belisarda adopta la metáfora de la paternidad literaria, que, según el estudio de Harold Bloom (1973), revela una ansiedad de influencia, y la adapta a fines más urgentes para una mujer-autora, que demuestran una ansiedad de autoría: la necesidad de negociar la veracidad de su voz literaria y la autoridad simbólica. Este proceso, característico de las escritoras modernas, ha sido detalladamente analizado en el ya clásico estudio de Sandra Gilbert y Susan Gubar,72 quienes señalaron sus elementos más sensibles: A diferencia de su igual masculino, la artista femenina […] para definirse como autora, debe redefinir los términos de socialización […]. Con frecuencia sólo puede iniciar su lucha [por autoría] buscando activamente a una precursora que, lejos de representar una fuerza amenazante que haya que negar o matar, pruebe mediante el ejemplo que es posible una revuelta contra la autoridad literaria patriarcal. (Gilbert y Gubar, 1998: 64-65)
Los versos de Marcia Belisarda dedicados a Teresa de Jesús, Clara de Asís o Catalina de Siena reconstruyen un matrilineado literario perdido, manifestando la vigencia de su voz poética y de un legado intelectual coherentes: «Teresa insigne, tu nombre / aumenta gloria a tu patria / y a tu nobleza, blasones, / préstame tu ingenio, en tanto / que el afecto mío logre, / si no elogios que te cuadren, / a alguna virtud conformes» (María de Santa Isabel, 2015: 178, vv. 10-16). Por lo
71 Obviamente, el tópico de la presentación metafórica del libro como hijo del autor está presente ya en Ovidio. Sin embargo, los autores de esa época modifican esta idea con la inmediata mención al ingenio, utilizado aquí en el sentido de la inventio. 72 Se han señalado en el capítulo teórico los elementos de influencia de esta propuesta crítica. Aunque con las debidas reservas hacia el enfoque psicoanalítico y el marco teórico de la crítica literaria feminista anglosajona de los años ochenta, sobre todo, en lo relativo a los elementos esencialistas y separatistas, ciertas observaciones confirman su validez respecto a las autoras de los siglos áureos y siguen siendo un punto de partida vigente para una lectura más actual.
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demás, de la temática tratada en su poesía, que, además de los motivos espirituales dominantes en la época, desarrolla los profanos, junto con la fluidez de su voz y las convenciones poéticas, fácilmente se deducen los vínculos con otros poetas y el ambiente literario toledano, la familiaridad con las circunstancias políticas y los eventos sociales más generales. Se sabe que la autora actuó como mecenas de otras poetas menos conocidas. En su tomo encontramos versos laudatorios de Juana de Bayllo («No elogio, sino deuda a estas obras divinas. De doña Juana de Bayllo monja en Santa Isabel del Real de Toledo» y la «Décima de Juana de Bayllo, monja de santa Isabel el Real, a otra que le dio un desmayo»), a quien Marcia Belisarda responde también con un poema («Respuesta mía por los consonantes mismos»), estableciendo de este modo un interesante diálogo estético y poético. Incluyó también versos de una religiosa anónima de Ocaña, «por digna de ser celebrada, en primer lugar, y por leerla yo algunas veces» (María de Santa Isabel, 2015: 444), dando indicios de que su apodo poético funcionó como aval suficiente para introducir nuevas voces femeninas en el escenario literario. Todos estos elementos, analizados a la luz de la retórica del proemio, muestran una función-autora muy alejada de la tópica de la autoría disimulada, casual o maravillosa. Además, la voz autoral del prólogo se incardina en una disputa más amplia sobre la autoridad simbólica y la agencia cultural femenina. Al retomar dos argumentos clave de la querella de las mujeres, María de Santa Isabel demuestra, por un lado, ser partidaria de una posición concreta y, por el otro, ser hija de una tradición intelectual bien asentada: Ociosa satisfacción para los que con discreta y urbana atención o intención [de] bien advertir que quien dio alma a la mujer la dio al hombre y que no es de otra calidad que esta, aquella, y que a muchas concedió lo que negó a muchos; y si dando a conocer estos versos su legítimo autor (por serles en todos sus defectos parecidos) no bastare para que se dude la gloria que en la duda le adquiriesen, se deberá a Dios y cuando no la goce, no le falte la de su cielo que es la que desea y pretende. (María de Santa Isabel, 2015: 114)
La igualdad del alma ante la gracia divina y las cualidades individuales de las mujeres, que pueden incluso superar a las de los hombres, son argumentos que empoderan la voz autoral lo suficiente como para establecer el fenotipo social de escritora como legítimo y significativo. Marcia Belisarda adula doblemente a los lectores para que puedan aceptar las argumentaciones profemeninas, asegurándose de este modo una recepción amigable de su texto. El modelo autoral negociado desde el prólogo por Marcia Belisarda, con los elementos que se acaban de destacar, es quizá el que de manera más llamativa entra en diálogo con los prólogos de las autoras seculares. Un ejemplo eximio y el más conocido es el proemio de María de Zayas a sus Novelas amorosas, y exemplares (Zaragoza,
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dos ediciones de 1637).73 No menos abrupto en la negociación de la posición autoral resulta el brevísimo prólogo de Ana Caro Mallén a su Contexto de las reales fiestas que se hizieron en el palacio del Buen Retiro (Madrid, 1637). En ambos casos, las autoras avalan su discurso no por el tema ni la autoridad del patronazgo, sino por la escritura en sí misma. La voz autoral desde los prólogos se dirige a los lectores de ambos sexos y entornos diversos viendo en ellos ya no tanto a los censores como a los compradores de sus textos. En las palabras de Zayas, quien viste la voz prologal de un gesto desprovisto, se discierne un claro orgullo de poseer un libro de autoría propia y una voluntad de reconocimiento que indica la profesionalización del ejercicio de la escritura: «Y no sólo debes hacer esto, mas anhelar por la noticia de su autora a no estar sin su libro tu estudio, no pidiéndolo prestado, sino costándote tu dinero, que aunque fuese mucho, le darás por bien empleado» (Zayas y Sotomayor, 2012: 363). Una actitud semejante revela Ana Caro Mallén cuando dice: «Suplícote le censures [el libro] como tuyo y le compres como ajeno, que con eso si tú no contento, yo quedaré pagada» (Caro, 1637, s. p.). Y, aunque el aspecto crematístico resulta tópico para las obras de este periodo, como demuestran los estudios mencionados de Porqueras Mayo (1968: 111 y siguientes), en manos de las autoras esta estrategia retórica adquiere un significado diferente. En palabras de Baranda Leturio (2005: 107), tal exhortación al lector hecha por las escritoras prueba que «cimentan su actitud en la posición ganada por méritos propios dentro de los círculos literarios, en los que se mueven y compiten en igualdad de condiciones con los hombres en ese mismo género [literario]. Desde luego no serían las únicas mujeres en desear que su publicación fuera rentable, pero sí las más valientes al declararlo». A la luz de tales presupuestos, el deseo de Marcia Belisarda de recoger en un libro propio sus poesías varias, la voluntad de Valentina Pinelo de imprimir tanto su Cancionero de rimas como su extenso texto exegético y, finalmente, el gradual afianzamiento en la condición de cronista, escritora, poeta e historiadora de Ana Francisca Abarca de Bolea adquieren la consideración de escritura profesional. Su lectura se actualiza, permitiendo observar sus interrelaciones con las dinámicas de la cultura letrada más amplia y el germen de una autoría literaria femenina legítima y afianzada. Para concluir, el análisis de los paratextos que se acaba de proponer demuestra ser una vía especialmente productiva para el discernimiento de las posiciones autorales difíciles de percibir desde otras modalidades de la escritura estandarizada. 73
El prólogo de Zayas ha sido objeto de numerosas aproximaciones críticas, que destacaron, sobre todo, su carácter protofeminista. La argumentación igualitarista, sin embargo, mantiene su carácter clasista, propio del pensamiento de Zayas, como se ha mencionado anteriormente. De entre los muchos análisis, destacan los de Lisa Vollendorf (2005b: 57-73), Susanne Thiemann (2009: 109-136) y Margaret Rich Greer (2000).
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Como umbral textual de naturaleza intersticial, las introducciones y los prólogos ofrecen un margen mayor para la negociación de la voz autoral y el pacto lector que facilitaba la recepción comprensiva de un texto de autoría femenina en relación con el contexto inmediato del mundo conventual y el más amplio de la cultura letrada del momento. Por la misma razón, estos textos prologales nos permiten redibujar las redes de circulación, recepción y patronazgo literario, apuntando hacia diversas formas de agencia femenina en los procesos de dicha cultura. Los proemios fueron aprovechados por las autoras para establecer su autoría literaria y su autoridad simbólica a través de la negociación de su condición sexuada y su experiencia escritora, propuestas como condiciones primarias de su auctoritas. Mediante un hábil manejo de los tópicos y las construcciones retóricas, estos paratextos permitieron señalar la marca de autora dentro de un debate más amplio y muchas veces en conflicto con los puntos de vista de las autoridades culturales clásicas, los censores y el mundo lector, tanto dentro como fuera de los claustros. Asimismo, vistos en conjunto, los proemios de las autoras monjas confirman las múltiples conexiones existentes entre la escritura de las religiosas y la cultura letrada más amplia, así como el impacto concreto que este tipo de creación pudo tener tanto en la esfera privada de los conventos como en la esfera pública. Al manejar ejemplos diversos de estas formas de escritura auxiliar, se aprecian las diferentes categorías de identificación que las autoras supieron aprovechar acorde a sus necesidades. Se ha indicado antes, y aquí se reafirma, que la lectura de los textos de las autoras monjas, en tanto escritura innovadora, ha pasado desapercibida para la crítica o ha sido silenciada por las herramientas epistémicas con demasiada frecuencia. En la yuxtaposición de fuentes y posiciones de lectura que se acaba de exponer, se abre la posibilidad de una relectura de la creación literaria de las monjas precisamente desde la óptica de la innovatio. Hace más de diez años, Françoise Collin advertía que «muy a menudo la novedad de las mujeres ha ido llegando enmascarada u oculta bajo la convención» (Collin, 2006e: 192). Aproximarse a ella desde los paratextos en su contexto más amplio facilita el establecimiento de una perspectiva que permite leer por detrás de esta máscara. 3.2.3. Argumentum ad auditorem: la autoría puertas adentro Como quedó señalado en los apartados anteriores, una de las principales diferencias entre los textos de las monjas se debe al carácter heterogéneo de su público, ya que algunas de sus obras eran destinadas exclusivamente a la recepción intramuros, mientras que otras se difundieron en círculos literarios más
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amplios y fueron publicadas en el incipiente mercado de libros impresos.74 Asimismo, quedó dicho que en la construcción de la posición autoral y la funciónautora muchas escritoras monjas, con Teresa de Jesús a la cabeza, aprovecharon la dimensión estratégica del auditorio claustral femenino. Sabemos que la circulación de los manuscritos podía sobrepasar los círculos lectores inmediatos incluso sin la aprobación de las propias escritoras. No obstante, en la mayoría de los casos, destinar sus textos a un público exclusivamente femenino, confiadamente conocido y cerrado, potenciaba unas modalidades de autoría y autoridad literarias particulares. Adaptar los registros de escritura en función del auditorio de una comunidad religiosa concreta significaba que la creación literaria empezaba a retroalimentarse según códigos propios, cuyos matices eran comprensibles solamente dentro de un grupo lector selecto. En tal marco, circunscribir el círculo receptor de los textos a las monjas otorgaba inmediatamente a la escritora una posición de autoridad y con frecuencia le concedía el privilegio de ejercer el papel de maestra espiritual de dicho colectivo. Simultáneamente, al conocer todos los aspectos de la vida cotidiana de la comunidad, la autora gozaba de mayor libertad de expresión, lo que le permitía desarrollar usos diferentes de la escritura más literarios, más allá de los fines puramente didácticos o espirituales. Al operar en un contexto de símbolos, imágenes, situaciones y tensiones comunes y propias, el margen de autonomía de expresión se extendía significativamente, trabando un tipo de metalenguaje. Un diestro manejo de estos códigos permitía salvar las censuras sin silenciar necesariamente cuestiones espinosas y controvertidas para una comunidad dada o para el modelo espiritual seguido. En este sentido, legitimar la escritura por el argumentum ad auditorem, en un nivel fáctico y simbólico, desestabilizaba hasta cierto punto la supremacía de la autoridad exterior, creando una práctica literaria colectiva femenina más autónoma, que muchas veces desarrollaba formas y recursos literarios originales y propios en el lenguaje poético y dramático. Al mismo tiempo, resulta importante señalar que un auditorio restringido exigía nuevos ingenios y mayor variación, estimulando a las escritoras a innovar en cuanto a la métrica, el estilo, el lenguaje, los conceptos, los temas y las referencias intertextuales. Para analizar el modelo autoral construido a partir de 74 La distinción entre producción intra- y extramuros quedó señalada en el subcapítulo 3.1. Entre los muchos investigadores que pusieron de relieve esta cuestión, aquí se hace referencia principalmente al estudio de Fernando Doménech, que diferencia entre teatro conventual, «escrito, dirigido e interpretado por mujeres (las monjas o las novicias) para público de mujeres (el resto de la comunidad)», y teatro también escrito por monjas, pero «no […] para la comunidad, sino para el exterior: para los teatros comerciales o palaciegos» (Doménech, 2003: 1243-1260). Esta categorización corresponde con la distinción ya mencionada entre la literatura por encargo versus privada (Doménech, 1996a: 391-398).
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la referencia ad auditorem y la especificidad de la dinámica de la vida claustral femenina, en los siguientes apartados se observarán dos modalidades de la tradición literaria puertas adentro.75 La primera, que constituirá el eje central del análisis, atañe a la creación de Marcela de San Félix (1605-1687), monja trinitaria de San Ildefonso de Madrid, poeta religiosa y una de las más prolíficas dramaturgas de los Siglos de Oro. Marcela formuló su autoría a partir de una profunda libertad interna, invocando condiciones personales y su comunidad madrileña como legitimadoras de su escritura. Aprovechando el particular carácter de la escritura intramuros, negoció una autoridad simbólica que le permitió hablar como maestra sobre asuntos espinosos de la cotidianeidad, la piedad y la espiritualidad de su congregación. El análisis de la obra marcelina se matizará con referencias a la creación de su discípula y heredera literaria, Francisca de Santa Teresa (1654-1709), poeta y dramaturga de la misma comunidad. La segunda modalidad, que servirá como contrapunto al análisis, así como referencia anterior al eje cronológico de los procesos en la cultura letrada femenina, es proporcionada por las hermanas Sobrino Morillas, María de San Alberto (1568-1640) y Cecilia del Nacimiento (1570-1646),76 monjas de la congregación de la Concepción de Nuestra Señora del Carmen de Valladolid. Estas escritoras formularon la autoría literaria en estrecha vinculación con el modelo teresiano, pero modificándolo según parámetros personales y las demandas de su comunidad. Siendo mujeres de procedencia noble, exquisita formación humanista y contactos con círculos literarios más amplios, asentaron un tipo de tradición literaria original y un diálogo intelectual en el seno del Carmen vallisoletano. En tal contexto, la escritura de Marcela, autorizada por dos musas —su padre, Lope de Vega, y la soledad como fuente de su autonomía—, servirá para
75 Como se ha señalado anteriormente, este concepto fue acuñado por Georgina Sabat de Rivers (2001: 435-450), en su estudio sobre la literatura manuscrita de los conventos femeninos, para destacar las particularidades y la dinámica interna de esta creación literaria. Sabat de Rivers puso un énfasis especial en el carácter autónomo e innovador de la creación dramática y poética de Marcela de San Félix. Dentro de la misma lógica de la creación intramuros, Alison Weber (1996), en su estudio sobre la obra de Teresa de Jesús, destacó aspectos diferentes con su concepto de la retórica de la feminidad, Este concepto apunta especialmente hacia la retórica de la ironía, la humildad y la ofuscación, que le permitieron a la Santa desarrollar el pensamiento doctrinal y teológico sin subvertir abiertamente la supremacía masculina. Hablar como mujercilla para un aforo de mujercillas protegió eficazmente su escritura ante las acusaciones de usurpación del poder, mientras que mantener su discurso dentro del registro oral, supuestamente alejado de las pretensiones intelectuales, le permitió a Santa Teresa ejercer una agencia fundadora y reformadora, evitando reproches por su falta de humildad y quiebra del decoro. 76 Igual que en los casos anteriores, para el bosquejo biográfico y el listado completo de las obras de cada una de estas autoras, junto con la bibliografía crítica de documentos antiguos y estudios modernos, vid. la base digital de datos biobibliográficos de las mismas.
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demostrar la difícil y compleja relación que las autoras monjas mantuvieron con sus respectivas comunidades religiosas y con el mundo extramuros. Esto permitirá plantear la paradoja de la libertad interna —representada, metafórica y literalmente, por el concepto de la celda propia— como acicate del advenimiento de la autoría literaria femenina—. 3.2.3.1. Espacio intramuros: Marcela de San Félix y la autoridad desde la celda propia77 Marcela Vega de Luján (hija de Lope de Vega), conocida por su nombre religioso Marcela de San Félix, fue una de las autoras monjas de una actividad intelectual profundamente polifacética. En su faceta de poeta, dramaturga, compositora, directora y actriz, resulta difícil de valorar la impronta que dejó en ella el hogar familiar, vinculado al mundo teatral y literario del momento. Siendo hija ilegítima de Lope de Vega y de la muy talentosa, aunque iletrada, actriz Micaela de Luján —la Camila Lucinda de los versos lopescos—, su vida empezó marcada por las limitaciones legales y las reducidas posibilidades de ascenso social. Sin embargo, su capital social se fundó en la formación artística y literaria que le proporcionaron, primero, su madre Micaela y, después, su madrastra —también actriz—, Marta de Nevares Santoyo, además de su padre y su padrino, un conocido escritor de autos sacramentales, José de Valdivielso. Este ambiente proporcionó a la joven contactos con los círculos artísticos, aristocráticos y religiosos más relevantes. Aun manteniendo una distancia prudente con interpretaciones en clave biográfica o psicoanalítica, se quiere señalar que las huellas de la conflictiva relación con el padre, la temprana orfandad tras la muerte de la madre y la necesidad de enfrentarse con la condición de bastarda en una sociedad clasicista y clientelar resultan manifiestas en varias de las obras poéticas y dramáticas de Marcela, así como en la totalidad de su vida artística y religiosa. Una prueba al respecto la proporciona su biografía, escrita post mortem por una de las hermanas de su comunidad, muy probablemente su discípula y amiga Francisca de Santa Teresa. En dicho testimonio, la autora explica la decisión de Marcela de tomar el hábito de la manera siguiente: «Que sus padres la tenían poco amor y que por huir sus molestias se había venido al sagrado como los delinquentes cuando huyen de la Justicia» (Francisca de Santa Teresa,78 1762: 194). 77
El tema de la soledad y del espacio propio en la creación de Marcela de San Félix ha sido también materia de reflexión para mi artículo «(Des)alienar las voces femeninas del convento: “La celda propia” de sor Marcela de San Félix» (Lewandowska, 2013b). 78 La «Vida de nuestra venerable madre Marcela de San Félix» se encuentra en el códice misceláneo Fundación del convento de Descalzas de la Santísima Trinidad de Madrid, y noticia de las
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Seguramente, el carácter turbulento del ambiente familiar, con continuas aventuras amorosas y arrepentimientos morales de Lope —en los que Marcela se vio involucrada haciendo de mensajera y copista de las cartas amorosas de su padre— y la necesidad de buscar una vía de legitimación social más allá de un matrimonio honroso y una potencial vocación religiosa crearon un contexto propicio para su toma del velo. Ingresar en uno de los más prestigiosos conventos del país, con conexiones letradas de primera fila,79 le aseguró a la adolescente un entorno favorable para desarrollar sus ambiciones literarias y conseguir una legitimación simbólica. El claustro requería concentración en la dimensión metafísica de la reclusión, inmediatez en la veneración del Santísimo Sacramento y constante prontitud para ejercer el carisma redentor propio de las órdenes trinitaria y mercedaria. La total dedicación al celestial Esposo conducía a un empoderamiento espiritual y, por tanto, facilitaba un ascenso simbólico en la jerarquía social (Bilinkoff, 2000b: 169-172). Marcela vivió en el claustro sesenta y cinco años, desde 1622 hasta su muerte en 1687, desempeñando en este periodo los oficios más diversos, desde gallinera o provisora hasta los de mayor prestigio y responsabilidad, como maestra de novicias y tres veces priora de la congregación. Por su parte, en la memoria biográfica se subrayan sus papeles de maestra y guía espiritual de la comunidad, destacando por su capacidad de persuasión y una piedad íntima y extrema
religiosas que en él han florecido, 1762, Madrid, Archivo del Convento de las Trinitarias Descalzas. Abarca los folios 193 a 230, numerados a lápiz y con errores en el orden. Describen el manuscrito Arenal y Sabat de Rivers (1988: Introducción, s. p.). 79 La comunidad de las Trinitarias Descalzas Reales de Madrid, perteneciente a la Orden de la Santísima Trinidad y de los Cautivos, fue instaurada en 1612 tras la reforma iniciada por san Juan Bautista de la Concepción. La congregación madrileña, fundada por Francisca Romero Gaitán, hija del capitán de los ejércitos de Felipe II en las guerras con Flandes, fue la primera casa reformada femenina de clausura estricta de esta orden. En principio, las religiosas ocuparon las fincas de la familia Romero; sin embargo, a raíz de un conflicto con la fundadora, la protección del capítulo fue delegada a María de Villena y Melo, marquesa de la Laguna. El proceso de edificación iniciado en 1693 duró un año y después se retomó en 1673. La regla reformada de san Juan de Mata fue aprobada por el papa en 1624, ya durante la profesión en religión de Marcela de San Félix. A diferencia de las Trinitarias Calzadas, las Descalzas dependían directamente del obispo diocesano, lo que suponía un control menor y, por ende, una mayor autonomía de la congregación. En vida de Marcela, la comunidad constaba aproximadamente de cuarenta monjas, varias de ellas pertenecientes a familias de tradición literaria, como la hija de Cervantes, Isabel de Saavedra; una parienta de Calderón de la Barca, María Francisca de Calderón; la hija del comediógrafo Bartolomé Romero, Mariana Romero y Catalán, y la nieta de este, Mariana Antonia Rufina de Ortes. Una nota de la comunidad de finales del siglo xix deja constancia de la tradición literaria presente entre las monjas trinitarias de San Ildefonso, señalando la obligación de escribir versos para las celebraciones de la Cruz de Mayo. Esta nota, inserta en el manuscrito de la copia de la obra de sor Marcela hecha para la Real Academia Española, ha sido reproducida por Ana Navarro (1989: 31).
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formulada acorde al modelo de la devotio moderna (Francisca de Santa Teresa, 1762: 193-230). Poco antes de su muerte, Marcela dejó constancia de su orgullo por haber sido legitimada y reconocida como autoridad, a pesar de las condiciones vitales, diciendo: «¡Pobre de mí, que he venido a hacer más papel que hacía en el mundo, donde era una desvalida, que no merecía que me mirasen la cara!» (Francisca de Santa Teresa, 1762: 207). Por medio de la humilitas y el tópico de la falsa modestia pudo reclamar su éxito literario, el respeto y la autoridad conseguidos por su cuenta e ingenio. En este sentido, la separación física y la exclusión de los roles «femeninos» por la situación de clausura le permitieron desarrollar sus ambiciones artísticas y convertir su invalidez en formas de agencia y valía concretas. En uno de los estudios pioneros sobre la vida y la creación literaria de Marcela de San Félix, las editoras de su obra completa, Electa Arenal y Georgina Sabat de Rivers (1988),80 destacan cuatro cuestiones de vital importancia para abordar el acercamiento a esta escritora: su ilegitimidad por nacimiento y la búsqueda de autolegitimación; los beneficios y problemas de ser hija de uno de los más famosos dramaturgos de la escena literaria áurea; la censura y la autocensura que moldearon la obra marcelina y el ascetismo como vía para conseguir la autonomía espiritual e individual. Los estudios posteriores de Electa Arenal y Stacey Schlau (1989), Bárbara Mujica (2003), Susan M. Smith y Georgina Sabat de Rivers (2006), junto con las primeras intuiciones y posteriores ensayos críticos de Isabel Barbeito Carneiro (1982, 1986 y 2007), consolidaron y, en su mayoría, se limitaron a estas cuestiones. Sin embargo, de estos temas deriva una pregunta central sobre las estrategias de legitimación del papel como escritora y el modelo o los modelos autorales que Marcela construyó negociando su posición de la autora. La doble lectura interpretativa propuesta por María del Mar Graña Cid (1998: 150-172) en su lectura simbólica de la actividad reformadora de Teresa Enríquez de Alvarado (1450-1529) resulta ser aquí una eficaz herramienta adicional para realizar un análisis en dos niveles paralelos y necesariamente complementarios: el de la representación y el de la construcción. El primero permite observar el orden simbólico del discurso oficial de la sociedad del siglo xvii y de la crítica posterior que inscribió a Marcela de San Félix en el papel de la monja piadosa y sumisa, así como la respuesta de la propia autora frente a tal modelo. El segundo plano permite examinar los modos de construcción de la función-autora, los múltiples yoes de sus textos literarios vistos como significados edificados según las condiciones individuales e inmediatas. En conjunto y yuxtapuestos, ambos planos muestran cómo el uso del recurso heurístico 80
Se utilizará la versión digitalizada de la obra completa y estudio disponible en . Cf. apartado de bibliografía.
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del argumentum ad auditorem le permitió a Marcela negociar su autoridad como escritora y legitimarse en el papel de conciencia de su comunidad, desarrollando modelos de piedad, espiritualidad e introspección originales sin desafiar a las autoridades censoras. 3.2.3.1.1. Marcela representada: modelos y contramodelos Estando de acuerdo con Iris Zavala cuando defiende que cada representación, en tanto ilusión referencial, «forma parte de las figuraciones de la palabra, de donde provienen todos los significados culturales» (Zavala, 1993a: 35), las imágenes oficiales de Marcela de San Félix nos dicen mucho sobre las dinámicas de género y las estrategias de exclusión que operaron en las políticas del canon literario, tanto en el momento de su creación como en los siglos siguientes.81 Es interesante ver cómo el testimonio más inmediato que tenemos de Marcela, el que dejaron sus compañeras de claustro, en este caso, la que probablemente fue su discípula Francisca de Santa Teresa (Francisca de Santa Teresa, 1762: 193-230), sigue los tópicos literarios del modelo hagiográfico, que construye una imagen de monja modelo a partir de las diferencias sexuales establecidas por las voces masculinas, las ideologías y las políticas eclesiásticas que formularon la feminidad normativa para el contexto sociohistórico y cultural dado.82 Dicha biografía ofrece la imagen de una monja sumisa, casta, humilde, ajena a las cosas mundanas y las pasiones humanas, cuya creación y sabiduría deben de ser entendidas como infusas.83 A diferencia de lo que se pudo ver en el apartado 81
Se subraya aquí la deuda en la comprensión de las dinámicas y la construcción del canon mismo con el planteamiento de Myriam Díaz-Diocaretz (1993: 77-124) y el de Iris Zavala (1993b: 9-20). Esta cuestión ha sido desarrollada en el capítulo 1. Se asume, según las investigadoras, que la función del canon debe de ser analizada históricamente y al trasluz de los procesos que buscan «reforzar y establecer la estabilidad e identidad de una comunidad en sus proyecciones hacia el futuro. El canon asegura así las identidades e identificaciones de los sujetos nacionales; forma parte de los discursos que interpelan a [tales] posiciones» (Zavala, 1993a: 39). En este sentido, el canon literario nacional es una construcción epistémica que proyecta y quiere establecer un común horizonte de expectativas sobre qué es, y seguirá siendo, un sujeto identitario, en este caso nacional. Para ampliar la discusión acerca del concepto de canon, cf. Damrosch et al. (2011). 82 Este tema se aborda más detalladamente en el subcapítulo 2.2 y se particulariza en las monjas en el apartado 2.4.4. 83 Resulta interesante anotar aquí que el molde hagiográfico es seguido por una autora y no por un autor, lo que puede demostrar dos cosas. Primero, señala hasta qué punto las ideologías y las políticas sexuales han sido internalizadas por los participantes en ese contexto comunicativo independientemente de su propia posición sexuada como emisor. Segundo, y este es el caso aquí analizado, ya que conocemos otros testimonios de la misma autora, indica un diferente nivel de sexuación del discurso y de la orientación estereotípica de los distintos géneros literarios. Aquí la
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anterior, donde la justificación de la escritura femenina en los textos metacríticos84 se construía apelando a los tópicos de la excepcionalidad o la virilización, aquí la estrategia es mucho más simple, ya que no busca la autentificación de la autoría, sino la santificación de la imagen de la autora. Al indicar que Marcela desde su primera juventud era «hermosa en extremo, cándida y pura como un ángel […] discreta y bien instruida» (Francisca de Santa Teresa, 1762: 198), se la asocia a la representación estereotipada que reclama los valores típicos de una mujer-modelo: la castidad, la obediencia y una belleza corporal que refleja la belleza interior. Asimismo, cuando se da cuenta de su papel como maestra espiritual de la congregación o como consejera en círculos eclesiásticos y aristocráticos más amplios, se señala que había conseguido «más ella con los ejercicios del coro y humildad, que ellos con los de sus estudios y cátedras» (Francisca de Santa Teresa, 1762: f. 198). De este modo, se borran los rasgos de quien debería ser sujeto en estos testimonios —la capacidad creativa, la autoridad simbólica y la agencia—, convirtiéndolo en objeto que es mirado, clasificado e inmovilizado en su posición subordinada. La imagen oficial de Marcela de San Félix, en tanto efecto de la codificación normativa de la autoridad patriarcal, se construyó también a partir de las referencias de aquellos contemporáneos que participaron en la cultura letrada pública: unos poemas de su padre, las cartas de este a su mecenas, Luis Fernández de Córdoba, duque de Sessa, otras cuantas a la poeta peruana Amarilis (ChangRodríguez, 1995: 180-196) o la dedicatoria que le hace Lope en su comedia El remedio en la desdicha (1619).85 En estos testimonios, que en su mayoría se convención de la biografía espiritual actúa como molde que la autora, probablemente Francisca de Santa Teresa, no quiere o no sabe utilizar a su favor. Mientras que, como se verá en lo que sigue, la poesía alegatoria, quizá por su alto grado de artificio formal o mayor encubrimiento de la voz emisora, permitirá a Francisca transmitir una imagen de Marcela de San Félix disconforme con el modelo anterior. Esta capacidad de cuestionar o redibujar los modelos literarios fue diferente en la creación de las distintas autoras. Uno de los más tempranos y llamativos ejemplos en la tradición latino-cristiana de negociación de la doxa de la sumisión, o pasividad, modélica femenina se encuentra en la ya analizada polémica textual de Christine de Pisan. Otro ejemplo interesante lo proporciona la propia Marcela de San Félix en la biografía que escribió sobre otra monja de su comunidad, Catalina de San Josef. Aquí, bajo la apariencia de la convención hagiográfica, la autora genera una polémica con la imagen estereotipada oficial. Esta cuestión se desarrollará más adelante. 84 Utilizo el término en el sentido que le da Zavala (1993a: 31), con el que se busca abordar todos los discursos críticos construidos en torno a la autorización o desautorización de la escritura de un agente perteneciente a un grupo marginado o varios grupos marginados a la vez, es decir, carentes del poder simbólico para autolegitimarse. 85 Lope de Vega dio noticia de Marcela en las cartas 77, 91, 93, 97, 115, 122, 123, recogidas en Cartas (1985). El dedicarle a ella su obra no fue un hecho excepcional: pocos años después dedicó El verdadero amante, gran pastoral Belarda, publicada en 1620, al hermano de Marcela, Lope Félix del Carpio y Luján.
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refieren al paso de dama a monja, se mantiene, y aun refuerza, la representación estereotipada de la belleza femenina, que, en última instancia, desautoriza a Marcela como autora, pues se refieren a su hermosura, alegría o docilidad. Un ejemplo de ello aparece en la carta en verso escrita a Francisco de Herrera Maldonado, publicada en La Circe, colección de rimas y prosas que Lope sacó a la luz en 1624: «No vi en mi vida tan hermosa dama, / Tal cara, tal cabello y gallardía; / Mayor pareció a todos que su fama. / Ayuda a la hermosura la alegría, / A talle tal brillo, al cuerpo, que estrenaba / los primeros chapines aquel día. […] No pudo acercarnos a Marcela / hipérbole mayor que su hermosura, / Si a la envidia deslumbra, al sol desvela» (Vega, 2003: 312-313). La dinámica de esta representación sostiene la imagen convencional sexualizada propuesta desde una ideología dominante, que, en el caso de la hija de un autor de notoriedad nacional, poseía una dimensión estratégica y política concreta. De la copiosa obra de Marcela de San Félix, recogida en cuatro códices y dos cuadernos manuscritos, hoy se conoce solamente una mínima parte, ya que la autora quemó el resto obedeciendo el mandato de uno de sus confesores. De hecho, solo se pueden formular hipótesis sobre el contenido de la obra destruida, parte de la cual podría haber atestiguado su atormentada juventud, con su agitado paso a la edad adulta y de la realidad secular a la claustral. Entonces, deberíamos preguntarnos si la destrucción de parte de su obra, cumpliendo con un protocolo común para las religiosas, fue debida al exceso de celo y prudencia de uno de sus padres espirituales al considerarla demasiado atrevida o profana para la imagen de una monja ejemplar o si se debió a que, por las posibles críticas hacia el clero y hacia su padre, podría ser perjudicial para la imagen pública de Lope (Marcela de San Félix, 1988: Introducción, s. p.). Si se acuerda con la primera hipótesis, entonces el tono audaz del manuscrito conservado sugiere que es el último, escrito bajo supervisión de un confesor más liberal y cuando la autora poseía un cierto renombre; sus vaivenes posteriores corroboran, al menos parcialmente, esta idea. En el siglo xix, cuando se ordenó una copia de los textos de Marcela de San Félix para la Real Academia Española, se omitieron los versos más irreverentes, burlescos y cómicos de varios de sus textos.86 Esta censura, por mano de la copista sor Carmen del Santísimo Sacramento (1844-1923), aunque debió de haber sido acordada con las superioras de la congregación, pudo corresponderse con un intento de modelar una imagen ejemplar de Marcela en un contexto histórico en el que no cabían elementos considerados frívolos, críticos hacia la Iglesia, groseros o simplemente livianos.
86 Por ejemplo, en la loa que empieza «Cómo sé que la piedad» se omiten unos setenta y dos versos, rescatados en la edición de Arenal y Sabat de Rivers (1988). En la «Otra loa a la profesión» se suprimen las estrofas 7, 11 y 31.
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A esta modelización, hasta cierto punto estereotipada, se opone el testimonio poético que de Marcela dejó Francisca de Santa Teresa. Los versos intitulados De una indigna hija de nuestra madre Marcela de San Félix. Octavas, insertos como anónimos en el manuscrito conservado, fueron rescatados por la misma copista, quien, basándose en indicaciones textuales y paratextuales, atribuyó el texto a la heredera literaria de Marcela. En estas octavas se hace referencia a la quema de los manuscritos, lo que significó la ruptura de la continuidad literaria y, por tanto, dejó a su comunidad en una situación de orfandad simbólica. El sujeto lírico del poema, por medio de unas afectuosas metáforas e hipérboles, lamenta la pérdida de la manifestación material de este legado literario en un tono elegiaco: «Los libros, madre mía, que quemaste, / vuelve a nuestra ternura mejorados. / ¿Por qué cuando a la llama lo arrojaste / a tu mismo volcán no las entregabas, / restituyendo ardor que tú exhalaste / con que el Etna en nosotras avivabas? / Mas ¡ay!, que a mi dolor aún no suaviza / que eternices el fuego en la ceniza» (Marcela de San Félix, 1988: 505). Tal imagen, obviamente no menos convencional que los ejemplos antes mencionados, supone sin embargo una disolución, en tanto que opera más allá de las categorías de género femenino representado como endeble, con lo cual propone una identificación disconforme con los códigos culturales dominantes. Es el semblante de escritora, poeta y madre espiritual el que se recoge para ser fijado en la memoria colectiva. Este modelo alternativo cobra aún más importancia si se toma en cuenta que la recuperación de la obra de Marcela, como herencia artística que retomaba Francisca, contribuyó de manera eficaz a establecer su propia autoridad literaria. Los pocos comentarios sobre Marcela de San Félix hallados en los testimonios contemporáneos con frecuencia la inscriben en el estereotipo de mujercilla ignorante, por lo que dirigen sus comentarios hacia «la santa hija de Lope» (Roca de Togores, 1870)87 o a una «delicada figura femenil» (Ramón Laca, 1987) (Marcela de San Félix, 1988: Introducción, s. p., n. 25). Tal configuración de la imagen de Marcela en su recepción contemporánea fue debida en parte a que los críticos, incluyendo a Miguel Serrano y Sanz, quien editó parcialmente sus textos (1903: 234-298), se basaron en la versión censurada del manuscrito. Entonces, aun cuando en el discurso oficial se reconocía la autoría literaria de Marcela y sus coetáneos se refirieron a su «don de sabiduría»88 o, entre los críti87 El marqués de Molins destacó el carácter particular de la comunidad religiosa de las Trinitarias Descalzas de Madrid precisamente por su ambiente literario: «Santas criaturas, que visten el mismo sayal que llevaron las hijas de Cervantes y de Lope, y que leen diariamente los versos de Sor Marcela, creen […] que el ingenio es, después de la virtud, la más bella manifestación del poder de Dios» (Roca de Togores, 1870:146). 88 Este rasgo lo exaltaron, entre otros, Antonio Félix de Paravicino, predicador real y poeta trinitario descalzo; Francisco de Ancos; Jerónimo de Valderas; Lorenzo de la Cruz; Antonio de la Concepción, redentor general de la provincia de Portugal, y el místico Juan Falconi.
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cos contemporáneos, a su «don de letras»,89 siempre se tomaba en consideración respecto a una instancia superior, en este caso su padre, Lope de Vega. En este sentido, y de acuerdo con la reformulación de la teoría del enunciado de Bajtín propuesta desde el feminismo dialógico (Díaz-Diocaretz, 1993: 100), no se reconoció su autoridad simbólica como autolegitimadora de su discurso y, por ende, su obra no fue autorizada ni canonizada por razones de jerarquía social y de prestigio. Tal silenciamiento de la creación femenina mediante la desautorización de su discurso forma parte de un fenómeno más amplio y en la perspectiva diacrónica se explica parcialmente desde el concepto de ley de Lina Vannucci, acuñado por Luisa Muraro (1995a: 69-97 y 2005: 39-47) y críticamente aplicado por María-Milagros Rivera Garretas (1994 y 2008: 63-71).90 Este concepto pone de relieve la particular situación de la agencia femenina a lo largo de la historia, señalando que las mujeres actuaron y escribieron, fomentaron la vida cultural y participaron en ella, pero no pasaron a la historia, lo que queda bien visible con la ausencia de la obra de Marcela de San Félix en el actual canon literario. Su autoridad literaria dentro del discurso social, es decir, en la producción, el procesamiento, la circulación, la reproducción y la recepción, sufrió un mutismo cultural como efecto de la progresiva autoridad patriarcal de la cultura. A estas alturas resulta central observar cuál era la respuesta de Marcelaautora a los intentos de acotar su agencia espiritual y literaria. En primer lugar, importa preguntar cómo entendió, cuestionó o reacentuó la propia marginalidad estética e idealización modélica. Los escritos de Marcela, tanto poesías como dramas, nos ofrecen una mirada muy rica en matices sobre las complejidades de la vida de un círculo cerrado de religiosas, ya que, como se ha dicho, toda su obra fue escrita para un público limitado y conocido de las trinitarias de San Ildefonso. Asumiendo, de acuerdo con Díaz-Diocaretz (1993: 101), que la significación literaria de una obra de autoría femenina resulta de la «interacción artístico/estética; pero no menos que de una conjugación y/o disyunción del 89
Marcelino Menéndez y Pelayo y Francisco García Lorca. Esta regla de interpretación fue formulada por Luisa Muraro respecto a la (in)visibilidad de Lina Vannucci, quien empezó las campañas electorales a favor de Romano Prodi, pero nunca apareció en el discurso oficial y su presencia fue relegada a las trastiendas. Dice Muraro: «Cuando reflexionamos sobre la ausencia o sobre la escasa presencia femenina en la historia documentada, tendríamos que recordar siempre que esto vale más para la representación de las cosas que para las cosas representadas, más para las mediaciones que para la realidad que hay que mediar, más para los códigos culturales que para la cultura que estos intentan representar. Esta regla hermenéutica yo la he denominado Ley de Lina Vannucci. Es el nombre de una mujer que organizó un acto para apoyar, en sus comienzos, la campaña electoral de uno que quizá esté destinado a llegar a ser el jefe del gobierno de mi país. En la única y breve noticia de este acto, salieron los nombres de unos y de otros, pero no el suyo. Este hecho me pareció esclarecedor» (Muraro, 1995a: 69). 90
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sociolecto e ideolecto activada a través de la estructura textual», entonces es en la intersección de estas estructuras donde se puede percibir la conciencia estratégica de la voz autoral de la escritora. La respuesta que da la autora a su imagen santificada por la cultura extramuros se puede encontrar en una de sus loas («Otra loa a la profesión»), donde, por boca del licenciado-pícaro, en un tono burlón, se reiteran los tópicos exageradamente para presentar a Marcela y a otras monjas como figuras reales, íntegras y atrevidas, o incluso maliciosas y crueles: Parto al convento en dos saltos, mas, ay, que topé a la puerta un león, un tigre hircano en fin, con una Marcela. […] Pues ésta me dio ocasión a que contase mis menguas en un convento de monjas, mejor dijera, de fieras en lo crüel, en lo acervo más que víboras se ostentan. […] Las mujeres más sangrientas, monjidemonios escuadra y el colmo de la miseria. (Marcela de San Félix, 1988: 294-304, vv. 100-103; 51-64)
Mantenida por las propias monjas hacia el exterior y santificada por la cultura dominante en numerosos tratados y manuales de conducta, la imagen de la religiosa tenía que responder al de mujer compasiva y sumisa que se anula a sí misma en un acto de supremo sacrificio para el bien de los otros y aspirando a la santidad. Marcela contradice y se mofa de este retrato idealizado de la vida monacal presente en la cultura oficial. En este fragmento, con tono burlón e irónico, la poeta juega, para transgredirla, con la imagen idealizada de una madre Marcela, confronta el modelo santificado, angélico y piadoso con una imagen del otro polo de la codificación de lo femenino, entendido como salvaje, sangriento e irracional. De este modo ridiculiza ambos extremos de las categorías binarias dominantes relativas a la mujer y, al mismo tiempo, devuelve a las monjas su dimensión sexuada y carnal y, por ende, su subjetividad. Es discutible hasta qué grado se puede hablar aquí de una subversión de los códigos de la cultura oficial, sin embargo, la imagen presentada por la autora destaca de forma más acusada el conflicto entre la realidad vivida y la proyección modélica que tanto ella como sus compañeras vivían y sentían a diario. Así, al referirse a una
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experiencia compartida y exclusiva de este colectivo femenino, Marcela logra resemantizar los códigos del discurso modélico operando dentro del universo simbólico de la comunidad y, con un tono burlesco e irónico, romper la tensión sin desafiar a las autoridades censoras o caer en un moralismo demagógico. De acuerdo con los presupuestos de la crítica dialógica feminista, expuestos por Iris Zavala (1993a: 38), el acercamiento al texto exige preguntar no solamente qué significa, sino «qué formas de vida proyecta, qué epistemologías o conocimientos construye, y cómo y cuándo y quién los proyecta o reproduce». De ahí que haya que subrayar la destreza con que Marcela de San Félix se mueve en la frontera de los dos mundos, intra- y extramuros, y en sus códigos, estéticas y tópicos literarios. Cuando cuestiona su propia imagen de monja-modelo, pone en la tela de juicio los extremos de la representación simbólica femenina religiosa y secular con habilidad, aprovechando los registros y las convenciones del teatro y de la poesía de la época. Cuando, en otros textos, discute la religiosidad y la devoción exagerada (por ejemplo, el coloquio «Celo indiscreto»), describe la pobreza de la vida conventual (por ejemplo, el «Otro romance a la miseria de las provisoras») o critica los vicios de la convivencia entre las religiosas (por ejemplo, el coloquio «Muerte de Apetito»), lo hace con pluma ligera, gran sutileza y destreza, dejando a las lectoras/espectadoras un cuadro divertido e irónico, pero nunca ofensivo, que hábilmente se mueve entre diversos registros, desde lo humilde hasta lo solemne. En el marco dramático, la autora sabe aprovecharse del margen que da esta modalidad ficcional, en la que la elocuencia de la palabra aparece en el intersticio de lo presentado por el actor y lo recibido por el espectador, y puede así adaptarlo a sus necesidades. La dinámica de construcción y deconstrucción de su propia imagen ocurre en dos planos paralelos, el textual y el escénico, como ocurre en el caso de «Ofrecimiento que hacen las religiosas al Niño Jesús recién nacido», que constituye una versión dramatizada de un rito religioso colectivo. En él se nombra a las treinta y cinco compañeras monjas que, junto con los patrones y las santas —Ildefonso, Paula y Teresa, que se representaban mediante estatuas—, ofrecen sus dones individuales en homenaje simbólico al Niño Jesús. La autora logra recapitular en pocos versos las características y virtudes de cada una de sus hermanas, mientras que para sí misma se reserva un remate paródico: «Sor Marcela de san Félix / quiero por alto pasarla, / que quien no tiene virtudes / no podrá ofreceros nada, / y quien no da lo que ofrece, / no ofrezca, que no hará falta» (Marcela de San Félix, 1988: 413-420, vv. 77-82). Sin embargo, sus acciones contradicen tal ofrecimiento, ya que en la procesión se coloca al lado de la imagen de Santa Teresa, subrayando su papel de maestra y conciencia espiritual de la comunidad. Otro ejemplo en que Marcela de San Félix discute la representación modélica de las religiosas, muy diferente de la convención del teatro y sus códigos,
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aparece en su texto hagiográfico sobre una hermana de la comunidad, «Noticias de la vida de la madre sor Catalina de san Josef». En este breve testimonio, la autora construye una imagen santificada de su compañera y, aprovechando la convención que le permite hablar en primera persona, introduce comentarios acerca de su propia experiencia y conducta. Usando las estrategias retóricas de pauca e multis y la praeteritio (Curtius, 1955: 232), describe la imagen de una santa viva ajena a las pasiones humanas, extrema en su piedad y mortificación, desapegada a todo lo material: Yo cierto no hallo palabras que me puedan satisfacer ni que puedan llegar a los menos que ella alcanzo y ejercitó en la obediencia […]. [M]ás parecía muerta que mortificada, que decir sólo que lo fue, es muy poco […]. […] No se le conoció inclinación a nadie; ya se dijo cómo se negó a los del siglo, pues lo mismo hizo con las religiosas. A todas amaba en general, a todas respectaba y quería y servía; de todas huía con el mismo cuidado. […] La amásemos con amor muy espiritual sin mezcla del natural, porque no dio jamás lugar a eso. (Marcela de San Félix, 1988: 201)
Esta imagen elevada contrasta con las pasiones, las imperfecciones, las ambiciones, los deseos y la vida de Marcela-escritora. En tal sentido, y poniendo dicho escrito a la luz de la posible quema de su autobiografía, el testimonio se presenta como un tipo de mémoire a la inversa. El texto reitera los aspectos mundanos de la vida de las monjas, sus desasosiegos y celebraciones diarias, y la intensidad en la convivencia de la comunidad. Arenal y Schlau sugieren una posible interpretación en clave de «ambivalent pean to undeveloped life —what her [Marcela’s] own life might have been if the virtue of negation had been stronger for her» (Arenal y Schlau, 2010b: 243). Sin embargo, más que una lamentatio por la santidad nunca alcanzada, me inclino a leer este texto como una confesión ambigua que da muestra de un conflicto entre la faceta artística e intelectual y la espiritualidad mística como modelos potencialmente atrayentes para Marcela, pero que la autora percibía como incompatibles. De hecho, en el mismo texto da cuenta del carácter inconciliable de la santidad y la escritura, advocando la segunda como su ocupación: «Y con ser santa de veras [Catalina de San Josef ], no escribió en cuanto fue religiosa, ni invió [sic] recado a nadie. Sola una vez me pidió respondiese a una carta de un hermano suyo, que la instaba por comunicación familiar, y aunque sabía escribir no quiso que fuese de su mano» (Marcela de San Félix, 1988: 198). El rechazo a ocuparse de la escritura entendida como actividad pecaminosa, el silencio y el desinterés en los asuntos del mundo extramuros son los elementos que más contrastan con la actividad diaria, y preferida, de Marcela. No obstante, la autora no rechaza ni se arrepiente de su lado profano, más bien hábilmente tiñe de exagerado el perfil de la santa con un diestro uso de la ironía:
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Había tanto que hablar en lo mucho que ella calló que fuera más acertado, pues no nos hemos de dilatar, remitirnos al mismo silencio y decir que fue sumo, que fue continuo; que no hubo ocasión ni accidente que se le hiciese dispensar, no sólo el de obligación sino al que ella por su grande perfección se obligó. Caso raro que ni en tiempo de elecciones, de alegrías u [sic] de pesares de enfermedad o oficios ocasionados, como una enfermería, un torno, no deslizase una sola vez, que dijese una palabra inadvertida o escusada, una leve murmuración, una mínima queja. Si es varón perfecto el que no ofende a nadie con su lengua, mujer perfectísima fue sin duda nuestra hermana. Y tengo por cierto que ni del demonio dijo mal ni se quejó. […] Más parecía ángel que mujer humana sujeta a las miserias de la vida. (Marcela de San Félix, 1988: 206)
Por lo señalado hasta ahora, se puede constatar que, independientemente del genera dicendi aplicado al debate contra la imagen de la religiosa arquetípica y la subsiguiente defensa de la valía individual, Marcela interpeló a su auditorio inmediato moldeando el discurso de modo que fuese explícito y legible solamente dentro del contexto particular de su comunidad. En los casos señalados, la escritura cubrió, entre otras, la función persuasiva de reinvención de sí misma en una imagen construida con el fin de reintegrarse en el orden social y simbólico del que, como bastarda y mujer, había quedado excluida. Las aproximadamente cuarenta monjas de San Ildefonso formaban un público familiar y, en el caso de las religiosas del coro, culto. Las hijas de las familias letradas se movían con habilidad en las convenciones poéticas y dramáticas dominantes y, al mismo tiempo, cotidianamente vivían en las mismas condiciones. En este sentido, constituían un aforo privilegiado que permitió a Marcela operar en varios niveles de la representación literaria y lingüística y defender, explícita o implícitamente, la experiencia femenina religiosa compartida como tema medular en gran número de sus composiciones. Por consiguiente, resulta especialmente interesante ahondar en este aspecto y analizar el significado de la dinámica de la escritura intramuros no solo para formular una legitimidad personal, sino para autorizar una autonomía creativa y la construcción de la función-autora. 3.2.3.1.2. Marcela (auto)construida: la escritura intramuros y el advenimiento de la autora Paradójicamente, el hecho de explorar géneros dramáticos menores del teatro breve, como la loa y el coloquio,91 le abrió a Marcela de San Félix opor-
91 Según la clasificación por el tema tratado, se podría considerar auto sacramental solamente el Coloquio del Santísimo Sacramento. Esta clasificación es compartida por Isabel Barbeito Carneiro (1982:1-12) y Sabat de Rivers (2001).
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tunidades artísticas más amplias. Debido a la difusión limitada de estos textos y su formato conciso y secundario, la dramaturga pudo dar rienda suelta a su capacidad satírica, desarrollar un estilo más arriesgado, jocoso, irónico e irreverente. Marcela, en tanto autora, consideraba su rol en términos de fuerte didactismo, por eso escribía —siguiendo el modelo teresiano— con el énfasis puesto en el enseñar entreteniendo y la instrucción de sus hermanas en los retos y las complejidades del camino hacia la perfección espiritual. Sus representaciones teatrales, que involucraban directa e indirectamente a toda la comunidad92 y creaban un marco circunscrito e intimista, propiciaban un tipo de psicodrama que, por medio de las emociones compartidas, como la risa, la ira o la vergüenza, permitía desarmar las tensiones de la convivencia diaria del colectivo monjil. Sin embargo, aludir a la dimensión formativa de los textos en el caso de Marcela tenía también una faceta estratégica. La autora habló reiteradamente del placer de la escritura, que entendía como una ocupación intelectual individual: «Así me ha dado mi ingenio / la historia más adecuada» (Marcela de San Félix, 1988: 257-263, vv. 69-70). Su voluntad de cumplir con una vocación personal en el convento tuvo una buena acogida, y esto le dio un argumento superior para proseguir en esta empresa. De hecho, para justificar las horas dedicadas a este ejercicio, se servía de la explicación del bien común y el fin edificante de sus escritos (Marcela de San Félix, 1988: 63-118; 251-254; 290-295, vv. 263-275 y otros). En esta argumentación Marcela estaba muy cerca de su maestra carmelitana, que aprovechó estratégicamente al lector implícito para negociar los diferentes registros de la autoridad literaria que quería ejercer desde sus textos. Como demostró Aurora Egido en su estudio del círculo receptor teresiano (Egido, 1982: 85-121) y los prólogos a sus textos (Egido, 1983: 581-607), Teresa de Jesús se valió del registro semiprivado y conversacional para obliterar las posibles censuras y mantenerse dentro de las cuotas de lo discursivamente aceptable para una mujer religiosa, en tanto secundario y privado. A pesar de la amplia difusión manuscrita de sus textos, la autora carmelitana eligió dirigirse a un círculo circunscrito de mujeres y hombres «A mujeres digo esto y a los hombres que han de sustentar con sus letras la verdad»; Teresa de Jesús, 2012: 424) que no poseían una formación estandarizada y, como ella, manejaban el discurso devocional a partir de los textos en romance. En la realidad posconciliar, cuando se prohibieron los textos espirituales en lenguas vernáculas, tal limitación hacía más estrecha la relación entre auditorio-autora, que se estable-
92 Las tres hermanas monjas que, junto con Marcela, representaban como actrices las piezas teatrales se conocen por su nombre de religión: Jerónima del Espíritu Santo, Mariana y Escolástica. El resto de la comunidad asistía a las representaciones como público.
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cía desde el papel de la madre-maestra. Respecto al modelo autoral manejado por Santa Teresa, Alison Weber acudió al término, dentro de la retórica de la feminidad, de la «retórica de ironía»: Teresa consciously adopted, as rhetorical strategy, linguistic features that were associated with women, in the sense that women’s discourse coincided with the realm of low-prestige, nonpublic discourse. Teresa’s feminine rhetoric was affiliative […] used, first of all, to gain access to her audience and, secondly, to reinforce the bonds of a small interpretative community. (Weber, 1996: 97)
En su escritura Marcela mantuvo el objetivo de esta retórica de afiliación; sin embargo, los medios utilizados difirieron significativamente. Como Santa Teresa, interpretó su capacidad escritural en clave neoplatónico-cristiana presentando, en algunas ocasiones, su quehacer literario como fruto de la inspiración divina (por ejemplo, Marcela de San Félix, 1988: 257-263, vv. 59-60). En su caso, sin embargo, tal justificación o subterfugio tenía un matiz diferente, no tanto en la legitimación de la autoría, sino en la autorización de la libertad creativa: la despreocupación por las reglas del arte, la libre mezcla de códigos y registros, la falta del decoro. Georgina Sabat de Rivers (2001: 440) interpreta tal modelo de autorización de la escritura como independiente de la convención literaria que «considera como una vanidad el aprendizaje de reglas estéticas porque la voz de Dios es la regla primordial única que debemos oír y que debe enseñarnos». No obstante, el don divino en el caso de Marcela no servía para ocultar las carencias en su formación ni tampoco para disimular una sancta ignorancia, sino para justificar su deseo de innovar a través de la interpretación original del mensaje doctrinal o la hibridación formal que combinaba elementos de la picaresca, las ensaladas de los villancicos, lo burlesco, lo autobiográfico o lo popular. Su obra, y me limito por ahora a su producción dramática, destaca por su agudo ingenio, chistes atrevidos sobre la vida del clero, la corte y el convento y facilidad en el uso de formas y estructuras diversas. Aunque Marcela trabaja temas conocidos también de los autos sacramentales de su padre y de su padrino, su influencia parece ser más un estímulo para desarrollar el estilo propio que un modelo a imitar. Como señala Sabat de Rivers (2001: 440), Marcela de San Félix elabora su propio lenguaje dramático, alejado de la comedia de santos lopesca, cervantina o de Terrega, pero también de las sutilezas doctrinales calderonianas. Debido a las condiciones particulares del teatro intramuros, tuvo que ceñir el dramatis personae a cuatro o cinco personajes, buscando dar mayor profundidad a sus textos a través del uso del discurso indirecto y la participación oblicua de más voces. Cierta vuelta, aunque renovada, a las raíces medievales del teatro religioso era posible porque la autora poseía
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un conocimiento de la construcción de personajes, las técnicas de diálogos y el movimiento escénico del teatro moderno, que podía ir modificando acorde a sus necesidades. Sus coloquios, que iban acompañados de loas, son de mediana y larga duración (de una hora y cuarto a dos horas y media) y no presentan mayor variación métrica (versos de ocho sílabas, en su mayoría de rima asonante), aunque haya piezas de significativa irregularidad que se explican solamente como intentos de probar versificaciones nuevas. Se puede suponer que Marcela manejaba hábilmente también otros géneros dramáticos menores, como la jácara, la letrilla dialogada a lo divino o la mojiganga para fiestas religiosas, cuyas características se reflejan en las piezas de la autora (Huerta Calvo, 1983: 32-34). La acción dramática, los personajes, el lenguaje y la elocuencia de estos espectáculos operan dentro de una «teología puertas adentro» (Sabat de Rivers, 2001: 449). Esto quiere decir que, a diferencia de Lope o Valdivielso, en su teatro los personajes reales no se mezclan con los alegóricos, el mensaje doctrinal es explícito, el movimiento dramático escasea, predomina el lirismo y la acción queda subordinada a un discurrir lineal del argumento espiritual.93 Sin embargo, esto no supone llaneza conceptual o simplicidad lingüística. Se ha dicho que un público limitado y la escasez de recursos tramoyísticos y teatrales suponían también una mayor presión en la variación para añadir un nuevo sentido o matiz a cuestiones conocidas. En este aspecto Marcela, tanto en su interpretación del mensaje doctrinal como en la forma de presentarla, se muestra intensamente innovadora y presume de ello en el momento en el que se refiere a sí misma con el genérico masculino «el poeta», lo que le permite competir simbólicamente en condiciones de igualdad con otros escritores cuando presenta a su público un texto «nuevo y nunca oído», fruto de su «ingenio» (Marcela de San Félix, 1988: 257-263, vv. 95;103 y 69). Asimismo, si falla en su ambición de innovar no titubea en llamarse a sí misma al orden diciendo «mas ya he tocado esta tecla» (Marcela de San Félix, 1988: 276-287, v. 254). La preferencia dada a la figura del Niño Jesús frente al Cristo Redentor —intensificada por la propia regla de san Juan de Mata—, una atención especial prestada a los aspectos mariológicos de la doctrina o el énfasis puesto en la dimensión carnal del misterio de la Eucaristía inscriben la obra marcelina en una estética más amplia de textos religiosos de autoría femenina y la disputa sobre el rol de la mujer en «el gran relato cristiano» (Criado, 2013: 77). Asimismo, la autora combina hábilmente temas propios del teatro medieval, como el misterio del Nacimiento, con los temas de moda 93
Esta dinámica se mantendrá en la obra de su heredera literaria, Francisca de Santa Teresa, aunque con ciertas alteraciones, como, precisamente, la mezcla de personajes reales y alegóricos, un sincretismo del tiempo real y dramático o la inclusión de registros lingüísticos más variados, desde el castellano culto hasta el sayagués literario estilizado a la habla rústica, y un latín macarrónico, utilizados con finalidad humorística (Alarcón Román, 2007: 69).
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en el siglo xvi, como el misterio del Santísimo Sacramento. Ingeniosamente aprovecha el contexto cerrado de su teatro, que le permite disertar sobre aspectos espinosos para la Iglesia del momento y, desde una posición sexuada concreta, establecer interpretaciones poco dogmáticas buscando un lenguaje femenino afirmativo. Una buena muestra de ello aparece en el coloquio «Muerte de Apetito» (Marcela de San Félix, 1988: 3-58, vv. 212-275), con su reinterpretación de la imagen de Eva, a quien la autora dota de moral e inteligencia equiparables a las de Adán y la absuelve de ser la causante única del pecado original, repartiendo la responsabilidad entre ambos. En Coloquio espiritual del Nacimiento (Marcela de San Félix, 1988: 122-155, vv. 325-328), avanza en esta interpretación atribuyéndole la culpa solo a Adán, sin mencionar a la primera madre: «Violó de Dios el precepto / el primero de los hombres, / y todos con él perdieron / la libertad y exenciones». Frente a la interpretación ortodoxa de este pasaje bíblico, en su coloquio la imagen del hombre-pecador contrasta con la de María Inmaculada, con la cual toca otro de los temas controvertidos para la Iglesia del periodo, presentada como una suprema sublimación del género femenino (Marcela de San Félix, 1988: 122-155, vv. 187; 198 y ss.; colofón). Tal reescritura del Génesis en clave mariológica tuvo, como ya se ha visto, una significativa resonancia en otras autoras, como Valentina Pinelo, María de San José (Salazar), Cecilia del Nacimiento, Estefanía de la Encarnación o, en el contexto colonial, Juana Inés de la Cruz y Clarinda, una autora peruana anónima.94 El coloquio citado antepone la visión positiva del rol femenino y su cuerpo sexuado en el marco religioso cuando cada cristiano es invocado como «madre del Cristo», que por el misterio eucarístico puede albergar en su seno al Niño Jesús (Marcela de San Félix, 1988: 122-155, vv.198-199 y ss.). Es muy original la significación que la autora da a la vestimenta, el maquillaje y la joyería femeninos entendidos como protección ante el pecado en Coloquio espiritual del Santísimo Sacramento (Marcela de San Félix, 1988: 196-242, vv. 37-62), frente a la concepción opuesta que de estos adornos dieron Luisa Sigea, Catalina de Siena o santa Clara. Si se recuerda el significado simbólico del hábito monjil, y en particular para una religiosa descalza, la defensa que la autora hace de la cosmética y la ropa se convierte en una evidencia de la negociación de nuevos horizontes para la codificación de lo femenino. Aún más, la intención de innovar se impone también sobre el propio lenguaje, que insiste en neologismos, metáforas y conceptos originales como el monji-serafín, monjirripico, monjidemonio o el virgíneo claustro, siendo el último el término con el que 94
El tema de la reescritura del mensaje bíblico del Génesis en la creación de autoras coloniales lo trató, entre otras investigadoras, Georgina Sabat de Rivers (1998: 133-150).
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se describe el vientre de María de Nazaret95 como la madre de Jesús. El léxico utilizado por Marcela posee matices propios derivados de las características de la espiritualidad trinitaria que la autora aprovecha para fortalecer la relación con sus espectadoras. A este respecto, Arenal y Sabat de Rivers (1988: 25) especifican «los términos relacionados con la captura y el rescate» (Marcela de San Félix, 1988: 122-155, vv. 332; 371; 381, etc.) propios de las órdenes de redención de cautivos. En la comunidad de las trinitarias debió mantenerse vivo el recuerdo del memorable rescate de Miguel de Cervantes por sus correligionarios, que, con toda probabilidad, fue enterrado en el propio claustro de San Ildefonso.96 También, destaca el «vocabulario de la oración y ejercicios espirituales» (Arenal y Sabat de Rivers, 1988: 25), que debió de tener una recepción particular entre un público que conocía de memoria pasajes de Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, cuya regla reformada se seguía en la comunidad. La autora tampoco deja de lado aspectos formales del teatro, consciente de la recurrencia y cierto agotamiento de los metros utilizados, así como de la necesidad constante de la inventio: «Todo envejece y se pudre, / todo se olvida y se acaba, / ¿y sólo han de estar en pie / las loas? Cosa es pesada» (Marcela de San Félix, 1988: 257-263, vv. 2932). En este sentido, se puede decir que el teatro marcelino es profundamente práctico, ajustado al contexto inmediato, a niveles diversos de formación entre su público y atento a sus necesidades más perentorias, centrado en proporcionar tanto la lectio como la venatio a las hermanas de la comunidad. Asimismo, tal configuración de la producción dramática constituye otro lazo que ligaba a «la autora, su obra y sus oyentes» (Sabat de Rivers, 2001: 449), en una dinámica de indisolubles influencias y dependencias mutuas. Tanto los coloquios como las loas de Marcela dan cuenta de los temas de la fe, la piedad, el dogma y las costumbres de la comunidad. Para entender el significado estratégico de tal escritura intramuros, más allá de su cauce didáctico o moralista, es de crucial relevancia concebirla en su conjunto, observar cómo elementos aparentemente opuestos —el simbolismo alegórico, el humor, las revelaciones de tono místico, la piedad y la ironía— se unen en un cuadro estilístico y estético, mostrando una vida en tensión entre la estética secular y la reflexión profundamente religiosa que marcó intensamente la experiencia individual de la autora. Un buen ejemplo de la particular dinámica de este modelo autoral es 95 Arenal y Schlau comentan que sor Marcela utiliza la forma Nazaret junto con las menos conocidas Nazarem y Nazarén (Marcela de San Félix, 1988, Coloquio espiritual del Nacimiento, n. 20). 96 Se sigue sin confirmar el último hallazgo del 17 de marzo de 2015 de un grupo arqueológico-antropológico sobre una tumba común localizada bajo la iglesia del convento de las Trinitarias de San Ildefonso. Sobre la cuestión del posible lugar de enterramiento de Cervantes, de su esposa Catalina de Salazar y de su hija Isabel de Saavedra, cf. la polémica de Francisco Rico (2015). Para una visión de conjunto, cf. Alvar Ezquerra (2004).
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el que ofrece el coloquio espiritual «Muerte de Apetito», donde, en un cuadro satírico, los personajes alegóricos —el Alma, el Apetito, la Desnudez y la Mortificación— bromean sobre la gula de los frailes, se quejan de la permanente escasez de alimentos y se burlan de las formas extremas de piedad y mortificación. Bajo el humor, sin embargo, se encuentra un intento de expresar las presiones y los placeres de la piedad femenina, que las monjas compartían a diario: la rutina monacal y las obligaciones hacia la comunidad; la compasión y la espiritualidad, que debían ser el motor y motivo principal de sus días, pero que a veces se veían restringidas o deformadas por la vida mundana. El tono jocoso de la pieza no debilita el verdadero peso del juicio que ilustra el conflicto entre la materialidad vivida y la virtud anhelada. A los personajes, que ilustraban las principales virtudes y los pecados de la vida cotidiana, se les añadían rasgos en que resonaban lugares comunes de la época. Así, por ejemplo, el Apetito redondea la imagen tópica de un galán que es visto como cazador, hechicero o brujo (Marcela de San Félix, 1988: 3-58, vv. 96-100), que embauca al Alma como un seguidor a una doncella, y recordemos aquí las conocidas amonestaciones ante tal tipo de Juan Luis Vives en su Instrucción de la mujer cristiana. Por su parte, el Alma, con la indecisión e inclinación hacia los placeres sensuales, trae como referencia «la moza» (Marcela de San Félix, 1988: 3-58, vv. 456), una donna mobile que, sin embargo, en última instancia vence a los sentidos por medio de sus virtudes. Tal construcción de personajes se ajustaba al gusto del público, al que no eran ajenos las novelas pastoriles y de caballería, facilitando la lección moral, que, a pesar de su supuesta sencillez, suponía una constante mejora espiritual. El mensaje religioso, en el que Marcela sigue la espiritualidad teresiana y sanjuanista, ponía énfasis en la renuncia del mundo material y de sí misma por medio de la pobreza, obediencia y humildad. Solo «con obrar y no hablar» (Marcela de San Félix, 1988: 3-58, vv. 543), los ejercicios de la mortificación y el rechazo de cualquier deleite, el alma se acercaba a la unión con Dios y el deseo de santidad era sustituido por su forma más pura de «querer y no querer» (Marcela de San Félix, 1988: 3-58, vv. 874-875). Este mensaje, que —como se verá en adelante— Marcela recuperará de forma más acusada en su creación lírica, pone en tela de juicio las formas extremas de piedad, que denomina el «celo indiscreto», que se pierde en su anhelar a Dios, su activa búsqueda de la santidad y el gozo de la mortificación. «En deleites no repares / aunque sean más divinos» (Marcela de San Félix, 1988: vv. 903-904) es la recomendación de la Desnudez, que actuaba como advertencia a las monjas para no caer en formas de mortificación exagerada o en un falso misticismo, ferozmente perseguido por el Santo Oficio del momento. La disputa que en este aspecto emprende la Desnudez con el Alma cuestiona los códigos de la religiosidad superficial («por gustos y sabor»), alertando a su auditorio frente a una visión idílica de la religio-
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sidad vivida como búsqueda de una satisfacción individual que se iguala con una perpetua inmadurez («no saldrán jamás de niñas»): Las almas interesadas que por gustos y sabor buscan a Dios y le sirven selladas de esta afición, en lo mismo que pretenden reciben su galardón. No saldrán jamás de niñas, que el esforzado varón sólo sirve por servir y da su amor por amo. (Marcela de San Félix, 1988: 3-58, vv. 945-953)
Tales cuadros alegóricos parenéticos, con el énfasis puesto en el modelo de religiosidad femenina con todos sus placeres y amarguras, operaron como lecciones depuradoras y vigilantes para sus hermanas monjas. Las loas, que funcionaban como paratextos dramáticos y preparaban el auditorio para los asuntos más serios, tratados en los coloquios, le permitieron a Marcela crear pequeños cuadros de costumbres de carácter paródico y, de modo más libre, desarrollar su chispa humorística e ingenio crítico. De sus textos dramáticos son estas las más mundanas y han sido censuradas, como ya se ha dicho, en el proceso de fijación de la imagen oficial de la autora. Entre las piezas más audaces destaca la loa que empieza por «Cómo sé que la piedad», caracterizada por las reiteradas alusiones a la vida cotidiana de la comunidad y a la experiencia personal secular y religiosa de la autora, que serían incomprensibles o reprochables si hubiesen tenido una difusión más allá de las murallas del convento. Esta obra es una buena muestra de su función-autora, construida en estrecho vínculo con el público a partir de una recepción del espectáculo dramático basada en la confianza y el entendimiento mutuos. En esta pieza, la dramaturga satiriza el microcosmos conventual burlándose de las preladas, las provisoras y las torneras y satirizando los rituales colectivos y las asperezas de la vida humilde, marcada por la falta de comida, las enfermedades o las plagas de insectos. Por boca de un cómico Licenciado hace esta crítica, intensificándola con la mala pronunciación y los equívocos verbales: Tengo grandes desconciertos de tripas y de cabeza, estoy hidrópico y tísico, tengo modorra y viruelas, sarampión, gota coral,
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lamparones y sordera, duélenme muelas y dientes, tengo una quijada abierta como lo dice este parche que la cura y la remienda. (Marcela de San Félix, 1988: 263-274, vv. 19-28)
La realidad descrita dista mucho de ser el cuadro idealizado de la vida enclaustrada, armoniosa o arcádica, y la voz del pícaro, representado por una de las religiosas —probablemente, la propia Marcela (Arenal y Schlau, 2010b: 234)—, poco tiene de la indulgencia modélica monjil: «Y también puedo contar […] / la numerosa cuadrilla / y la multitud perversa / de piojos, chinches y pulgas / que me afligen y molestan, / que esto siempre y mucho más / está anejo a la pobreza» (Marcela de San Félix, 1988, 263-274, vv. 33-40). En su afán censor, la autora de la loa, cuya presencia resulta visible en los interrogantes y las emociones que el texto plantea, no se salva a sí misma, sabiendo burlarse de la ambigüedad de su rol como provisora, escritora y maestra espiritual, así como de su conflictiva posición social debido a su nacimiento. La autoironía le sirve como eficaz salvaguarda para desarmar de antemano las posibles críticas que podrían reprocharle audacia, falta de humildad e indecencia, y de este modo indica que ella misma era consciente del carácter ambiguo y controvertido de sus textos. Asimismo, en esta pieza se recuperan temas centrales del teatro de la época que se adaptan a la lógica y el mensaje moral de la realidad claustral femenina. Como otras dramaturgas religiosas —Cecilia del Nacimiento o María de San Alberto—, Marcela pone en tela de juicio las dinámicas sociales jerárquicas relativizando y, por tanto, parodiando los grandes temas de la sociedad áurea, como la limpieza de sangre y la honra. Además, tanto la virtud como la honra adquieren una dimensión espiritual no solo relacionada con la castidad que predominaba en el discurso de los moralistas. En «Cómo sé que la piedad», a través de un monólogo fanfarrón, el Licenciado/poeta declara ser descendiente de un gran rabino y una célebre bruja, dos de las figuras más perseguidas por el Santo Oficio, haciendo de este modo una eficaz ridiculización de las etiquetas de exclusión y marginalización social, cuya dinámica le era a la autora particularmente cercana y dolorosa: Diéronme muy noble sangre mis padres, que gloria tengan, porque descendió mi padre y vino por línea recta del más célebre rabino que se halló en toda Judea.
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Mi madre no fue tan noble, mas su vida fue tan buena, que suple bien por la sangre y excede toda nobleza. Volaba por esos aires, penetraba chimeneas, grande bruja de Logroño famosa en toda la tierra. (Marcela de San Félix, 1988, 263-274, vv. 53-66)
Los versos 59-62 adquieren aún mayor resonancia y resultan más irreverentes si se ponen en relación con las ostentosas pretensiones de Lope de mistificar la condición natural de su hija y exhibir su intermediación directa con el linaje celestial. Los versos en que el dramaturgo describe la profesión en religión de Marcela y traza su descendencia directamente desde la Virgen María (Vega, 2003: 312-313) seguramente se conocían en un contexto más amplio y debían de resonar con eco grotesco para las monjas-espectadoras de dicha loa. Sor Marcela de San Félix, al igual que otras religiosas escritoras de su tiempo, escribió con seguridad y humor sobre cuestiones religiosas y seculares. Sin embargo, la común inquietud sobre el espíritu heterodoxo y las restricciones impuestas después de Trento influyeron en todos los escritos de la época. Las limitaciones del papel de la mujer en la Iglesia católica y la prohibición de la participación femenina en el debate teológico condicionaron no solamente la elección de los temas en la creación literaria, sino, sobre todo, el lenguaje, las formas y estructuras de esta (Zavala 1993c: 227). Para sortear esta difícil posición, Marcela, de modo parecido a otras muchas escritoras religiosas, se sirvió de un conjunto de estrategias retóricas y estructuras estilísticas que le permitieron expresar sus ideas sin poner en cuestión la ortodoxia cristiana ni discutir abiertamente la autoridad eclesiástica masculina. Se ha podido analizar cómo muchas de las escritoras religiosas, sobre todo coetáneas y discípulas directas de Teresa de Jesús, se apoyaron en su legado como vía para legitimar su escritura. Además, al igual que había hecho la Santa, ellas también se basaron en la retórica de la feminidad (Weber, 1996: 158-165), en la que las estrategias de falsa humildad, la captatio y el estilo coloquial y humilde introducido por medio de la rusticitas les sirvieron de respaldo frente a las acusaciones de heterodoxia o de usurpación del poder y de la esfera pública que les eran vedados. Marcela, como otras autoras monjas, acude regularmente al fastidium, la falsa humildad y el eleos apelando a la insuficiencia de su ingenio femenino y la compasión del lector hacia su estilo grosero y sin primor. Con el pauca e multis y el tópico de «lo indecible» (Curtius, 1955: 232) construye su imagen de literata sin riesgo de quebrar las normas de decoro correspondientes a una mujer religiosa. A estos recursos, esenciales para
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la legitimación de la escritura y la autorización del acto de revelar los pensamientos íntimos, las experiencias y las ideas, Marcela añadió una contribución original: evocó la persona de su padre, refiriéndose al don literario heredado y asumiendo la importancia, aunque no exenta de ambigüedades, de esta figura en su proceso de formación como escritora. Cuando profundizó en su labor poética y dramatúrgica, después de la muerte de Lope (1635), reclamó ser su heredera literaria, buscando una nueva vía para la validación de su autoría y convirtiendo a Lope en «multi-faced thematic resource» (Arenal, 1999: 222). En la mencionada loa «Como sé que la piedad» (Marcela de San Félix, 1988: 263-274), las torneras le solicitan al Licenciado que escriba una loa de profesión a cambio de la comida, de modo que una de ellas pueda disimular ser autora de dichos versos: «Por vida del licenciado, / que de su buena cabeza / me saque una linda loa, / que yo la pondré a mi cuenta, / y quedando agradecida, / no comerá sólo berzas» (Marcela de San Félix, 1988: 263-275, vv. 111-116). Después de haberle indicado qué elementos debe incluir en el texto, el personaje de la monja insiste: «Y que nos haga una loa / tan acabada y perfecta / que no la pudiera hacer / tan linda Lope de Vega» (Marcela de San Félix, 1988: 263-274, vv. 194-196). A lo que el Licenciado responde: «Pues, desdichado de mí, / que en mi vida fui poeta / ni le ha habido en mi linaje / por el siglo de mi agüela», y, anunciando el final de su tarea, dice: «Que yo en prosa las diré / que al coloquio se prevengan / con benévola atención / que le ha compuesto Marcela / por el deseo que tiene / que las madres se entretengan» (Marcela de San Félix, 1988: 263-274, vv. 197-200 y 285-290). Otro modo de reivindicar esta herencia literaria, en forma de captatio al iniciar el texto, la encontramos en la «Loa a la profesión de la hermana Isabel del Santísimo Sacramento» (Marcela de San Félix, 1988: 441-451): «Yo soy un pobre estudiante / tentado por ser poeta, / cosa que, por mis pecados, me ha venido por herencia / porque: Qualis pater, talis filius, etc.» (vv. 9-13). Al reclamar el «girón [sic] de poeta», muchas veces de modo indirecto por medio de una broma o ironía, como en los versos citados, Marcela utilizaba una herramienta de legitimación de la autoría de doble filo. Por un lado, certificaba su labor literaria por descendencia ante la comunidad de religiosas, que, conociendo su contexto familiar, sabían leer tal ambigüedad del juego. Por el otro, le permitía presumir de la estima y valía ganadas entre sus hermanas monjas ante otros escritores, aristócratas y eclesiásticos con los que mantenía contacto directo y epistolar, convirtiéndose con los años en su consejera y mentora. En su teatro, para ganar distancia y mayor margen de autonomía de juicio, Marcela a menudo se aprovechaba de los personajes masculinos de clase baja, que le permitían introducir comentarios que de otro modo serían censurables para una escritora. El ingenioso manejo de la convención cómica del pícaro o del bobo (un Licenciado o un Estudiante de sus textos) ampliaba sus posibili-
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dades expresivas multiplicando su voz y dándole a la autora la posibilitad de hablar sobre la dimensión mundana de ser escritora y religiosa, criticar los vicios de la débil naturaleza humana y comentar las interacciones entre el mundo conventual y la realidad extramuros. En otros casos, sin embargo, especialmente cuando el contexto cotidiano era más complejo y las tensiones por la escasez de comida y los problemas económicos del convento aumentaban, la autora utilizó el personaje de Marcela como figura consoladora, guía o bufona de la comunidad. Por medio de alabanzas hiperbólicas sobre la gran santidad de la congregación, las garantías amistosas y la crítica de sus propios vicios y faltas, así como la expresión de ira o congoja, se lograba catalizar las emociones negativas de las monjas ofreciéndoles otra lección de perfeccionamiento espiritual mediante constantes pruebas en el quehacer diario, como dejan ver los siguientes versos: «Las Trinitarias son ésas / ¡Oh, son unos angelillos / como una alcorza y manteca! / Son grandes amigas mías, / siempre de honrarme se precian, / y todas mis boberías / las aplauden y celebran» (Marcela de San Félix, 1988: 276-287, vv. 192-198); «Estoy como una pimienta, / echo por los ojos fuego / ¡y pólvora por las venas!» (Marcela de San Félix, 1988: 276-287, vv. 164-166). Otro ejemplo de esto aparece en la «Otra loa» (Marcela de San Félix, 1988: 276-287), en el diálogo entre Jerónima, como Estudiante, y Marcela, que aborda cuestiones espinosas y pertinentes en un momento especialmente turbulento para la comunidad debido a una crisis económica y el gobierno de una provisora extremadamente rígida (sor Juana), que ha sido objeto de burlas también en otras composiciones: «Todos lloran, todos gimen; / sólo se alegra sor Juana / porque sus grandes miserias / las ve ya canonizadas, / y no podemos decirle / que ha tenido falta en nada» (Marcela de San Félix, 1988: 276-287, vv. 19-24). Una dinámica parecida y, hasta cierto punto, continuadora de la trabada relación entre auditorio-obra-función autoral y autora-fenotipo social se observa en la producción artística de Francisca de Santa Teresa (1654-1709). Se ha dicho que esta correligionaria fue discípula y heredera literaria de Marcela de San Félix, con quien convivió en el mismo convento durante unos quince años. Nacida en una familia acomodada, bien relacionada en los círculos cortesanos, Francisca poseía una educación estandarizada que incluía dominio de latín y portugués y conocimientos básicos de derecho, astronomía y astrología (Alarcón Román, 2007: 37). Su abundante obra, dramática y lírica, deja constancia de la gran influencia creativa de Marcela de San Félix, convirtiendo a Francisca no solamente en una diestra continuadora de los temas, la estética o las formas especialmente usados por su maestra, sino en una activa creadora del legado literario de las trinitarias y una artista innovadora. Lo que me interesa aquí es poner de relieve los mecanismos de construcción de la posición-autora y los modos de legitimación de la voz autoral que Francisca articula a partir del modelo autoral antes analiza-
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do, manteniendo puntos de cruce precisamente allí donde el auditorio adquiere un significado y una función estratégicos. En su obra dramática, Francisca se mantuvo muy cercana a la chispa humorística y el tono burlón y autoirónico de Marcela. Su humor, quizá menos sarcástico que el de su maestra, también cumplió la función catalizadora de las tensiones cotidianas de la comunidad, lo que queda bien visible en obras como «Coloquio para la profesión de sor Manuela Petronila» (Alarcón Román, 2007: 18r-37r), «Coloquio al Nacimiento de Nuestro Redentor» (Alarcón Román, 2007: 66r-83r)97 o el «Entremés del Estudiante y la Sorda» (1709: 153r-160v). Asimismo, el humor y la sátira de Francisca fueron utilizados como herramientas para legitimar la voz autoral y sus opiniones, muchas veces audaces, sobre los asuntos intra- y extramuros, alejando las posibles voces censoras, aunque incluía críticas a los confesores de la comunidad, que también podían asistir a las representaciones de las piezas, o comentarios a favor de la decadente monarquía de los Austrias menores. En sus coloquios (por ejemplo, en «Coloquio para la víspera de la Nochebuena» o en «Coloquio al Nacimiento de Nuestro Redentor»), Francisca retoma el tema, tan obsesivamente trabajado por Marcela, de la penuria económica de la comunidad, la escasez de la comida y, por tanto, las conflictivas relaciones internas. Con este propósito utiliza imágenes familiares para el auditorio, juegos verbales y ambigüedades posibles de discernir solamente entre un público que conoce los referentes, como los equívocos lingüísticos basados en anécdotas comunes o los comentarios acerca de la vida comunitaria monjil.98 Tampoco se salva de su crítica y de su sátira la religiosidad excesiva centrada en los aspectos externos de la piedad y el falso misticismo, igualmente despreciados por Marcela, dejando constancia de una continuidad del legado espiritual teresiano y la predominancia de un modelo ascético de devoción. Directa e indirectamente se interpela al auditorio monjil en todas sus piezas, sea mediante la ridiculización de las conductas nocivas (por ejemplo, «Coloquio espiritual de las finezas de Amor Divino»), sea a través de instrucciones afectuosas (por ejemplo, 97 Estos dos coloquios se citan por la edición crítica de Alarcón Román (2007: 95-114 y 115132). El tercero, al carecer de una edición moderna, se cita por el manuscrito no autógrafo (1709). 98 En el «Coloquio al Nacimiento de Nuestro Redentor», mediante un desdoblamiento del plano teatral interno y externo y en un tono agridulce, se cantan al final unas seguidillas que dicen: «Los bizcochos y vino / son linda cosa […] el chocolate alegra siempre a las monjas» (Alarcón Román, 2007: 131-132, vv. 602-603 y 609-610). En el «Coloquio para la profesión de sor Manuela Petronila», el personaje de Sinceridad, al ver el Mundo, que es un viejo, inhábilmente disfrazado de galán, dice: «¡Jesús, y qué hombre tan feo!». Responde Mundo: «Qué melindres monjidamos! / ¡Qué gentiles aspavientos! / ¿No ha visto jamás un hombre?» (Alarcón Román, 2007: 104, vv. 332-335). Dice Alma ante los intentos del Mundo de convencerla de dejar la vida enclaustrada: «Recreaciones tenemos / algunas veces al año, / que no es todo tan estrecho» (Alarcón Román, 2007: 105, vv. 361-363).
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«Coloquio para la Noche del Infante») (Alarcón Román, 2007: 43-46). A propósito de la religiosidad exacerbada, la autora describe la imagen de unos falsos místicos con estas palabras: «De mortificarse, tísicos / se ponen con los ayunos, / a todos son inoportunos, / quieren infundir respeto / con un afligido aspecto. […] La voz no es vista ni oída, / la cabeza algo torcida, / la risa, poquito a poco, / por parecer santo, es loco» («Coloquio espiritual de las finezas de Amor Divino», vv. 847-851 y 854-857 apud Alarcón Román, 2007: 44). Aquí, al aprovechar el particular contexto espectador y al referirse a un antimodelo genéricamente masculino, la autora logra construir una crítica de doble sentido. Por un lado, por trabajar un referente indirecto suaviza el tono de su ataque, con lo cual el mensaje pedagógico no causa incomodidad en el auditorio. Por otro lado, interviene en un debate más amplio en torno a la religiosidad femenina, sobre la cual pesaba un estigma de falsedad y exageración. Al crear una imagen que satiriza la religiosidad exaltada masculina y demuestra su carácter espurio, contrarresta la idea común de la mística-loca-bruja, aliviando las inquietudes de sus hermanas monjas y oponiéndose a la opinión común dominante sobre la exaltación espiritual de las mujeres. En este sentido, opera sobre un metalenguaje induciendo sentidos colaterales derivados del horizonte lector particular. Más tarde, como su maestra, Francisca dirige su crítica también a sí misma y a la diversidad de papeles desempeñados. En este marco, resultan especialmente interesantes los puentes que se establecen entre su perspectiva sobre el ejercicio literario y el sentido que a esta labor le daba Marcela. La autocrítica sobre el papel de dramaturga y poeta de la comunidad, bajo los recursos retóricos de la humilitas y la captatio, demuestra una vocación literaria y una conciencia autoral firme y madurada, pero presentándola con gracia y humor. En la «Loa a la profesión de sor Rosa», a diferencia de otras piezas en las que justifica su escritura como resultado del mandato de la priora, demuestra un semblante autoral seguro y en concordancia con los cambiantes procesos de la cultura letrada de finales del siglo xvii. En dicha loa, el personaje del Poeta manifiesta su inquietud por un texto cuya copia encargó a un escritor-escriba: «¡Hijos de mi trabajo, versos inocentes, / os entregué a un Herodes que os degüelle! […] Y aun más temo / no verlos puestecitos a andar, / pues los pies aún no sabe sacar, / mas, según me los trata, / espero mis coplitas con su pata» («Loa a la profesión de sor Rosa», vv. 80-89 apud Alarcón Román, 2007: 47). Mediante la voz de dicho Poeta, que con toda probabilidad fue representado por la propia Francisca, se establece la autoría literaria en el sentido del origen de la autoridad del texto y la fuente de pensamiento original. Asimismo, se indica una conciencia de autorizar un legado literario concreto y la voluntad de ver sus textos en un círculo más amplio. Como en el caso de Marcia Belisarda, que se ha analizado anteriormente, aquí también se desarrolla una maternidad metafórica sobre el texto producido que
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hace pensar en cierta profesionalización y en la conciencia del oficio de escritora. El remate final del «Coloquio al Nacimiento de Nuestro Redentor» ofrece un guiño sobre su labor literaria que permite entrever cómo negociaba Francisca su posición autoral en su comunidad y consigo misma. El texto se cantaba en forma de seguidillas: «Y nuestra Madre logre / muchos aumentos, / que atesore y que cuente / mucho dinero. […] Porque tuviera vena / me puso ahíta / y otra, por atajarla, / muy borrachica. […] Los bizcochos y vino son linda cosa» (Alarcón Román, 2007: 131, vv. 583-586; 597-600 y 602-603). Aquí la «vena», es decir, «el numen poético, ù facilidad de componer versos» o «la misma composición poética» (Real Academia Española, 1726-1739), es a la vez un objeto de deseo y de constreñimiento. Las hermanas secundan a Francisca en su afán poético regalándole «bizcochos y vino»; sin embargo, la autora entiende que los regalos pueden tener la intención oculta de querer refrenarla, «atajar» su vena poética debido a su imperfección o celos. Que ella se tomaba en serio su labor literaria lo atestigua el carácter de los textos escritos por encargo extraconventual, de los que destacan las piezas de circunstancias que respondían a acontecimientos políticos concretos. Un texto elegiaco compuesto con motivo del destierro a Toledo de la madre del rey Carlos II, intitulado «A la Reina Madre, nuestra señora doña Mariana de Austria cuando fue a Toledo», o la composición dedicada a Leopoldo I de Austria por la recuperación de Buda —hoy Budapest— del dominio turco («Al Agustísimo Señor Emperador Leopoldo de Austria, con ocasión de la expugnación de Buda») (Alarcón Román, 2007: 42) demuestran su interés por la actualidad política del país y también su voluntad de participar en un intercambio cultural más allá del círculo conventual. Además de los textos citados, Fernando Doménech y M.ª Carmen Alarcón Román le atribuyen a Francisca de Santa Teresa la autoría de la relación de la fiesta Máscara que se corrió en el patio del Buen Retiro de las Trinitarias descalzas de esta Corte a la recuperada salud de nuestro Católico Rey, que Dios guarde (1692),99 escrita para celebrar la recuperación de Carlos II en 1692. Esta manifestación parateatral, típica en la cultura barroca y escrita cinco años después de la muerte de sor Marcela, podría indicar que Francisca asumió el cargo de escritora oficial de su comunidad, ampliando sus funciones como intermediaria entre el mundo intra- y extramuros. Transcrita como anónima por Antonio Paz y Melia (1964: 335-337), fue estudiada por Doménech (1996a: 460; 1996b: 43) y Alarcón Román (2007: 51-54), quienes señalaron su valor en tanto «documento a través del cual conocemos con detalle el desarrollo de la fiesta, además de aportarnos datos sobre la vida cotidiana del convento y 99
Se cita por la versión digitalizada disponible en: Biblioteca Digital Hispánica [BDH], cf. bibliografía citada.
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de mostrarnos su faceta [de Francisca] de prosista y su peculiar gracejo como escritora» (Alarcón Román, 2007: 53). Resulta especialmente interesante este último aspecto, que revela las particulares relaciones entre la dramaturga, su público inmediato (el auditorio monjil) y el contexto cortesano extramuros con el que se dialoga a lo largo de la obra. La transposición del plano de la realidad de la fiesta palaciega sobre el plano teatral externo de la pieza, que se representó en el patio conventual denominado por la autora «del Buen Retiro», produce una sensación de permeabilidad de las realidades de dentro y fuera del convento.100 A esto se añade un juego de papeles del plano teatral interno en el que las protagonistas de la pieza continuamente operan en dos niveles paralelos: su personalidad ficticia y la religiosa, que, al sobreponerse a la factual de cada actriz, revela su carácter igualmente dramatizado y especular. La mojiganga, como la denomina la autora (Francisca de Santa Teresa, 1692: 373), fue celebrada en imitación de las fiestas reales, pero superponiendo el plano espiritual sobre el ritual cortesano. La mascarada fue hecha en honor y consolación de María de San Bernardo —amiga o monja de la comunidad—,101 que, por su avanzada edad y dones espirituales, poseía una posición privilegiada entre las hermanas monjas. El tema principal es su preocupación por la salud del rey Carlos II, y las monjas trinitarias la intentan consolar mediante intervenciones poéticas (el romance «Recibe, monica virgen», cantado por Mariana de Jesús), desfiles bailados en parejas y motes de bandas dedicados a María. Este paraespectáculo siguió un esquema preestablecido acorde al modelo de mascarada palaciega en la que cada participante desempeñaba un rol prefijado. Sin embargo, en el entorno claustral la carencia general de medios se intentaba cubrir con unos pocos recursos, la imaginación y, si esta no bastaba, con el humor y la ironía: Acabado el romance, repitió el concurso todo en altas voces: ¡Viva! ¡Viva! ¡Viva nuestro Rey! arrojando los sombreros, que eran unos cestillos de finísimo mimbre, y se dio principio á la máscara en seis parejas, vestidos de disfraces del arca de los trajes, que conserva la antigüedad para estas ocasiones, con pelucas de estopa, otras 100
Las representaciones estilizadas de las fiestas palaciegas no eran infrecuentes en el teatro religioso femenino. Los estudios de Borrego Gutiérrez (2014), Sánchez López (2011) y Doménech (2003) recuerdan los casos de las comedias de tipo palaciego representadas en los conventos aragoneses, sevillanos, asturianos y toledanos. Por ejemplo, en el convento de San Pablo de Toledo la princesa Juana de Austria ofreció a Isabel de Valois una comedia representada por las monjas (Sánchez López, 2011: 954) y en el convento de las Descalzas Reales de Madrid, alrededor de 1590, se menciona una representación de la comedia Dafne, sobre el amor frustrado de Apolo por la ninfa. 101 Alarcón Román sugiere que fue una monja trinitaria de San Ildefonso que profesó en la comunidad en 1641 (2007: 137, n. 39), mientras que Doménech opina que visitaba la comunidad madrileña desde otro convento de Segovia (1996a: 412).
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de hilo teñido, cuyo subido color pudiera poner como un papel á la olla de los domingos, llevando sor Mariana de Jesús y sor María Teresa de la Asunción, como padrinos de la Máscara, las dos más preciosas ropillas que, según la tradición de Madres á hijas, fueron de los bisabuelos paternos de nuestras fundadoras; diferentes adornos y jaeces de papel de colores […]. Iban en velocísimos caballos de á pie […] y faltando hachas, acudió la liberalidad de nuestra Sacristana mayor, la madre Jerónima del Espíritu Santo, con doce cabos de vela, con vuelta después de la función, encargándonos mucho no lo hiciéramos llorar, que eran chiquitos. (Francisca de Santa Teresa, 1692: 368)
La descripción, rica en indicaciones escénicas detalladas, recompensa las escasas acotaciones del teatro religioso femenino que nos han llegado y muestra de modo ejemplar la dinámica de estos actios puertas adentro, en particular el carácter poroso de los modelos y las modas literarias coetáneas pero traspasadas con independencia e ingenio a las particularidades del modus vivendi claustral femenino. La actitud rigurosa de Francisca ante la escritura, el deseo de escribir y la conciencia autoral firme colisionan con las dinámicas de la autoría y el modelo de vida colectivos: Siendo mandato de nuestras Constituciones que después de los ejercicios y mortificaciones de la Cuaresma se les dé á las religiosas un día de recreación […] parecióme discurrir alguna celebridad para el día […] para lo cual dije á algunas de las más mocitas se llegasen con alguna prevención á nuestra celda. No lo hube bien pronunciado, cuando estaba llena que no cabíamos, y con bastante ruido para espantar mi musa, que estaba escribiendo romance y motes; á que me dijeron no harían más ruido que el que ocasionase gran multitud de cascabeles; y convencida de que éste no podía estorbar mi testa, por la gran semejanza, proseguí, y concluido, me adelanté á prevenir á nuestra Segoviana [María de San Bernardo]; y con aquellas cortesías y venias, ejecutadas con el garbo que se deja considerar de los que supieren mi buen arte. (Francisca de Santa Teresa, 1692: 365-366)
En otras composiciones, como «Coloquio para la profesión de sor Manuela Petronila», se produce un «trasvase de la ficción a la realidad», como señala Alarcón Román y «los personajes alegóricos parecen despojarse de repente de sus vestiduras […] y comienzan a debatir sobre los avatares de la comunidad, de manera que las monjas, que hasta ahora han encarnado personajes ficticios, pasan a representarse a sí mismas» (Alarcón Román, 2007: 71). Entonces, al aprovechar la dinámica trasversal del teatro, que ha sido introducida también por los autores seculares, como Juan del Encina, Ana Caro Mallén o Lucas Fernández, Francisca-directora y Francisca-actora se sitúan en un punto extremo, obliterando la frontera entre el mundo ficticio y el real, el religioso y el profano, lo que produce otro nivel de comunicación y una mutua dependencia en la lí-
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nea autora-obra-auditorio. En este sentido, Francisca conserva el uso heurístico del argumentum ad auditorem —que se ha podido observar en la obra marcelina— de negociar su autoridad literaria advocando los contextos extraliterarios comunes para la escritora y el público, donde la función-autora se establece a base de un intercambio de significados, jerarquías y emociones específicas para un colectivo concreto. Igual que su preceptora, su diestro manejo de los códigos lingüísticos y extralingüísticos propios de un contexto dado le permite salvaguardarse de las reprobaciones y, a la vez, opinar sobre asuntos controvertidos en el plano administrativo, espiritual e incluso, en su caso, de la vida política. Al mismo tiempo, la escritura de Francisca de Santa Teresa parece dialogar más con la realidad extramuros, con lo cual añade otros matices a esta dinámica autoral. Hasta ahora se ha constatado que, mediante la burla, la jocosidad conceptual y un lenguaje muy vivo, que expresa «el idealismo de una religiosidad acendrada al tiempo que nos transmite el habla conversacional de la existencia diaria del Madrid del siglo xvii» (Sabat de Rivers, 2001: 439), ambas dramaturgas lograban construir un puente emotivo con su público. De este modo, y de acuerdo con la lógica del argumentum ad auditorem, conseguían volver dócil a su aforo, apelando —de modo parecido a un pregonero—102 a sus emociones y argumentaciones extratextuales, ganando de esta manera el favor de las espectadoras y aumentando su credibilidad. Este peculiar auditorio, conocido y cerrado, devolvía en una relación de reciprocidad la autoridad simbólica admitiendo su verdad y, por ende, permitiendo a Marcela y a Francisca asentar su autoría literaria en el sentido hobbesiano de quien posee sus palabras y sus acciones. Recordemos el pasaje de Leviatán: «Quien reconoce como suyas las palabras y las acciones es el autor […]. Porque aquél que, en materia de bienes de todo tipo, es llamado propietario, es llamado, en materia de acciones, el autor» (Hobbes, 1940: 139-140, el énfasis es mío). En este sentido, el teatro intramuros, con una dinámica que operaba a partir de opuestos (sacro/profano, público/privado, humilde/ostentoso, solemne/burlón), a través de géneros supuestamente endebles y en el marco de un público circunscrito y conocido, resultó ser un medio especialmente favorable y eficaz para el advenimiento de la autoría femenina. Las dos escritoras llegaron a reclamarla en el sentido doble de la palabra: como directoras de las piezas representadas103 y como originadoras de un pensamiento 102 De esta función del teatro habló Calderón, quien consideraba el espectáculo «un gran sermón representado para seducir, conmover y convencer a los espectadores con las verdades eternas» (Orozco Díaz, 1969: 113). 103 Este aspecto de la noción-autor particular para el teatro de la época se desarrolla en el apartado 1.1.1. A la luz del tema analizado, no resulta del todo irrelevante que fuese Lope de Vega el primer dramaturgo español en reclamar la autoría de sus piezas dramáticas frente a los derechos de las compañías teatrales.
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nuevo. Ambas dimensiones se constituyeron en la afirmación ontológica de su autoridad, capaz de expresar una verdad propia. A estas alturas se quiere indicar que la recepción oral e inmediata del teatro y ciertas formas de la lírica religiosa femenina consolidaron muy tempranamente la argumentación ad auditorem como eficaz herramienta retórica para instaurar la voz autoral. Sin embargo, las discípulas de Santa Teresa y sus sucesoras inmediatas manejaron esta específica relación real y simbólica con unos matices particulares. Debido a la falta de tradición reconocida y ante la muy reciente aparición de un modelo de mujer-autora con la que podía identificarse el auditorio cerrado y conocido del convento, se creaba un espacio de seguridad desde el cual era posible fortalecer la legitimidad de la voz propia. En este caso, invocar al auditorio semiprivado como el receptor simbólico de sus textos podía ser una herramienta auxiliar para elaborar temas o formas inaccesibles, en tanto que impropias, para una autora en la cultura letrada oficial. Las escritoras vallisoletanas María de San Alberto y Cecilia del Nacimiento, autoras de los primeros textos conservados de la tradición dramática femenina, permiten introducir importantes matices en esta dinámica de la negociación de la autoridad literaria. En el apartado 3.2.I se ha señalado que estas dos autoras hábilmente manejaron la argumentación ad verecundiam, convirtiendo a Teresa de Jesús en fuente de legitimación de su escritura y modelo para la negociación de la posición de la mujer en las políticas de la Iglesia católica. Aquí, el legado intelectual especialmente vasto y variado de María y Cecilia se limitará al estudio de su producción teatral. Las dos hermanas Sobrino Morillas profesaron en el convento de la Concepción del Carmen tan solo seis años después de la muerte de su fundadora, Teresa de Jesús, al que la Santa tuvo un apego especial (Teresa de Jesús, 2012: 707). De este modo, rechazaron el ingreso en un claustro de mayor prestigio que les había sido ofrecido, el monasterio cisterciense de las Huelgas Reales, donde había sido enterrada su madre, prematuramente fallecida, Cecilia Morillas. Esto pone en evidencia que ambas tenían una devoción en clave espiritual carmelitana reformada. El ambiente de su comunidad era muy cercano al modelo recién instaurado por Santa Teresa, manteniendo muy vivo el sentido de la misión espiritual reformada en la práctica diaria. Ambas hermanas poseían una formación humanista muy amplia que les había transmitido su madre, reconocida políglota, iluminista, erudita y escritora salmantina. La influencia de ambas figuras, la de la madre biológica como maestra intelectual y la de Teresa de Jesús como madre espiritual, fue fundamental en la formulación del sentido de autoría y autonomía de María y Cecilia. En los cincuenta y dos años que convivieron como correligionarias, desempeñando los más altos cargos de la comunidad vallisoletana, y, en el caso de Cecilia, también de la calahorrana, cimentaron e intensificaron su apoyo
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mutuo no solo en clave íntima, sino, sobre todo, en clave erudita y espiritual. En los años cumbre de su creación literaria, entre 1600 y 1640, actuaron como mecenas, copistas, archivistas y correctoras, poniendo un empeño especial en la promoción recíproca de su obra literaria. Esta relación fue reconocida por el resto de las hermanas monjas como, hasta cierto punto, nuclear para la unidad de toda la comunidad, como se constata en el testimonio biográfico intitulado Virtudes de la M. Cecilia del Nacimiento, de sor Petronila de San José: «[Fueron] unas en el espíritu estas dos santas hermanas, como lo fueron en la hermandad de la sangre […] apenas se podía hacer diferencia cuál se aventajaba más en ella. Las religiosas las tenían por dechado y las amaban tiernamente» (Petronila de San José apud Alonso-Cortés, 1944: 27). A pesar de que nos han llegado solamente cuatro piezas estrictamente dramáticas de su autoría,104 varias de sus composiciones líricas, de acuerdo con la tradición poética carmelitana, destacan por un carácter performativo, habiendo sido compuestas para ser cantadas o representadas, cosa que de hecho se hizo, de modo ininterrumpido entre 1600 y 1643, lo que permite presumir su condición de tradición asentada, particularmente importante para la piedad cotidiana de dicha comunidad. Las obras de la madre María de San Alberto se inscriben en el marco del teatro de circunstancias de impronta popular y de los escritos para la celebración de las fiestas navideñas. Destacan por su carácter híbrido, pues siguen el patrón de los autos de nacimiento, que desde el medievo se intercalaban con la liturgia y que hábilmente se entremezclaban con formas del teatro cómico breve, como el entremés y la loa. La obra de Cecilia del Nacimiento, escrita para celebrar el acto de profesión de una novicia, tiene forma de coloquio y compagina elementos pastoriles y alegóricos, en forma de romances y endechas, con el tema lírico de la relación entre el Amado y la Amada del Cantar de los cantares y el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz, acorde a la simbología del matrimonio religioso. En la obra de María destaca la plasticidad de los personajes, diestramente caracterizados por la maleabilidad y diversidad del lenguaje: los tipos graciosos de la gitana (Festecica de Navidad), el vizcaíno (el villancico que empieza «Vizcaíno, qué dirías / si gran milagra te muestras»), junto con los pastores y las pastoras (Fiesta del Nacimiento), conservan un discurso lírico que entronca con la antigua lírica española y muestran un asomo de rusticidad estilizada a lo guineo, parodiando el habla de los esclavos africanos (el villancico que empieza «Gurugú, gurugú mandinga») o el dialecto caló (Festecica de Navidad) 104
María de San Alberto nos ha dejado Fiesta del Nacimiento, Fiesta del Nacimiento con cuatro virtudes: paz, justicia, verdad, misericordia y Festecica de Navidad; de Cecilia del Nacimiento se conoce solamente una pieza, Festecilla para una profesión religiosa. Para el listado completo y descripción de las obras, cf. la base digital de datos biobibliográficos de las autoras. Las obras de ambas se citan aquí por la edición de Alonso-Cortés (1944) y de Arenal y Schlau (2010: 150-184).
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(Arenal y Schlau, 2010a: 146). Por su parte, Cecilia se ciñe a un tono místicolírico, mucho más intimista y emotivo, extrapolando hábilmente la estética de las Églogas de Garcilaso al plano espiritual-místico e inspirándose tanto en el teatro de Gil Vicente como en la poesía de san Juan de la Cruz. En el teatro de ambas hermanas resultan muy interesantes las acotaciones, que, aunque breves, ofrecen indicaciones que evidencian su conciencia dramatúrgica, en particular, el peso del canto y del baile en el caso de las obras de María y la escenografía simbólica y el movimiento de los personajes en el caso de la pieza de Cecilia.105 La permeabilidad de los planos teatrales y los reales es hábilmente aprovechada por María en la Festecica de Navidad, donde las religiosas se desdoblan en el plano dramático externo como actrices y en el interno como personajes. Mediante este juego de los niveles de representación, que también fue utilizado por Marcela de San Félix y Francisca de Santa Teresa, la autora logra construir una relación más directa y emotiva con su público, obliterando la frontera entre el mundo ficticio y el real. En su afán didáctico y su deseo por perpetuar la línea espiritual teresiana y sanjuanista, perfecciona la forma satírica sin perder de vista la lectio divina a que tal obra debía de contribuir, pues el regocijo de sus hermanas es la puerta por la que puede introducir su enseñanza: «[Salen dos monjas cantando y tañendo] Esta noche hay un gran consuelo / de una fiesta singular, / y quien la ha de festejar / son las monjas primitivas del Carmelo» (Alonso-Cortés, 1944: 107). La obra está escrita en clave de villancico teatral paralitúrgico, que tradicionalmente iba intercalado en la celebración de los maitines.106 Como señala Esther 105 Por ejemplo, en la Fiesta del Nacimiento, las entradas de los actores se indican del modo siguiente: «Entrada cantada. Cantan las pastoras»; «Entran los pastores y dicen esto, cantando y bailando» o «Luego dice la 2.ª pastora (arrobándose)» (apud Alonso-Cortés, 1944: 102; 103 y 106). En la pieza de Cecilia, Festecilla, encontramos las siguientes anotaciones: «Salen el Esposo en traje de pastor y el Amor divino con su arco y aljaba»; «Responde la Esposa desde dentro como que está en la cabaña» o «Vánse el Amor divino y el Esposo, y sale la Esposa en traje de pastora, medio vestida» (apud Alonso-Cortés, 1944: 145-148). 106 En la escena primera, los personajes presentados compiten con sus regalos y virtudes ante el Niño Jesús y la acción dramática se ciñe a un desfile de personajes que son caracterizados mediante breves recapitulaciones cómicas. En la escena segunda, la dramaturga introduce un interesante elemento original al intercalar en forma de «entremesicos de compacencia» unas formas poéticas recitadas por las mismas actrices/monjas. Las octavas, el romance y las liras al Nacimiento (Alonso-Cortés, 1944: 108110), que introducen un mensaje espiritual sobre la encarnación y la redención o Jesús como maestro, hacen patente de nuevo el hábil manejo de la variedad de tonos y registros, desde los más solemnes hasta los más populares, y, en el caso del romance en forma aconsonantada, incluso de formas arcaicas (Alonso-Cortés, 1944: 112). La obra prosigue con la entrada de unas «gitanillas de allá de Egipto», que bruscamente contrastan con el tono lírico de los versos sobre la redención de Jesús y potencian un remate cómico al introducir el personaje de una gitana que habla de asuntos trascendentales en una jerga estilizada. La fiesta se cierra con un canto de diez seguidillas sobre la estrella de Belén y Jesús comparado con el sol divino, con un estribillo cantado por el coro de todas las monjas.
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Borrego Gutiérrez, «se compone de escenas que bien podrían ser independientes, si no fuera por el motivo común, y hasta escénico, del nacimiento; podríamos decir que se componen a modo de retablo» (2014: 27, el énfasis es original). Este retablo, además de su función lúdica, le permitía a María dar rienda suelta a sus capacidades musicales, gestoras, visuales y dramáticas de modo más libre, así como, por un momento, situarse como pregonera de la comunidad. Se puede afirmar que en esta y otras obras dramáticas de María predomina el mensaje religioso y la exhortación a las emociones sobre la acción dramática, subrayando su carácter efímero y privado, muy al contrario, como se ha visto, de las piezas líricas destinadas a certámenes y competiciones públicos. En este sentido, nos encontramos ante un desdoblamiento del modelo autoral, que en los textos dramáticos opera según la dinámica de puertas adentro, y esto es aprovechado por la escritora para desarrollar usos y facetas diferentes de su escritura, en este caso más personales, humorísticas o cotidianas. Una disociación parecida, pero quizá más atrevida, se encuentra en la obra de Cecilia del Nacimiento. Sabemos que su producción poética contó con un reconocimiento mucho mayor que la de su hermana, puesto que su mensaje espiritual y su tono ascético-místico se inscribieron con mayor facilidad en las políticas eclesiásticas dominantes del momento. En cierto modo, la Festecilla para una profesión religiosa es un extracto del meollo doctrinal del pensamiento espiritual carmelitano servido en una fórmula apacible y aceptable para quien acaba de incorporarse al nuevo orden social y vital que presuponía una muerte al mundo. Sin embargo, usando esta poética, fusión de motivos clásicos y bíblicos, la autora toca un tema especialmente espinoso, tanto para su público como para las políticas contrarreformistas del momento, la honra femenina. El personaje de la pastora engañada, acosada y violada en el camino hacia su amado ideal, más allá de su significado metafórico religioso, subraya los elementos clave con que se medía el valor de una mujer en la sociedad de la época: la castidad y la obediencia. En este marco, el significado simbólico del viaje que emprende la pastora, y durante el cual pasa de ser una mujer burlada a convertirse en esposa obediente recompensada por la unión/matrimonio con el divino esposo, fue una lección importante y depuradora para el grupo de mujeres de diversa procedencia y coordenadas vitales que decidieron dedicar su vida a la religión. Ese significado, sin embargo, permanecería ajeno al auditorio secular cortesano. Recordemos que las constituciones teresianas introdujeron una modificación en cuanto a la política de recepción de las novicias, oponiéndose decididamente a la asimilación de la virtud con la limpieza de sangre. En esta composición se promueve el concepto revisado de la honra, tomando como punto de partida el mérito espiritual acorde a la reivindicación introducida por la Santa, y originado en sus propias circunstancias vitales. Como señalan adecuadamente Electa Are-
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nal y Stacey Schlau (2010a: 149) sobre esta configuración de la honra, lo que se pone en el centro es «the exchange of honour between the shepherdess and her lovig Shepherd, not her purity of blood nor even her virginity». Entonces, tomando en consideración estos dos acercamientos al teatro intramuros, se puede decir que se trata aquí de defender los lugares comunes de la piedad femenina (María de San Alberto) o reivindicar aspectos espinosos relacionados con la condición de ser mujer y religiosa (Cecilia del Nacimiento), restringiendo el contexto lector a un auditorio familiar. María de San Alberto y Cecilia del Nacimiento, tanto en su poesía como en su teatro, acuden a una configuración alegórica que les permite evitar malinterpretaciones debido a las competencias literarias de su auditorio, que decodifica los significados de la convención literaria. Se establece el horizonte de expectativas comunes para las lectoras y la autora-fenotipo social, lo que permite construir un espacio metadiscursivo que confiere validez a los textos y las formas de autoría en él empleadas. El grupo de monjas de la Concepción compartían el estatus de encontrarse en una posición de tutela y en situación de ambigüedad simbólica por su condición femenina y profesión religiosa. Ambas coordenadas fueron estratégicamente aprovechadas por las hermanas Sobrino Morillas, que, más allá de la legitimación de su autoría, mediante el argumentum ad auditorem elaboraron una función-autoral auxiliar de su faceta poética oficial. 3.2.3.2. La soledad como fuente de escritura: la celda propia y la escritura como desalienación Si, de acuerdo con Zavala, «cada género lleva inscritas sus propias doxologías o juicios de valor […] que podríamos llamar premodelos de producción textual» (Zavala, 1993a: 39), entonces la creación dramática de las monjas se podría clasificar de práctica y mundana, mientras que la poesía sería más intimista y espiritual, aunque también tuvo una aplicación formativa concreta. En su gran mayoría, si bien no sin excepciones, que se mencionarán en lo que sigue, los coloquios y las loas les permitieron a las dramaturgas utilizar la burla, el atrevimiento y el humor, que, gracias a la convención del género literario y la praxis intramuros, no llegó a desafiar las normas de la censura. Por otro lado, las poesías expresaban las preocupaciones, dolencias y búsquedas espirituales más íntimas que en otro caso podrían pasar por atrevidas o ambiguas, pero que, envueltas en imágenes telúricas y metáforas de amor a lo divino, quedaban legitimadas por la propia forma de habla (Zavala, 1993a: 39). En el caso de Marcela de San Félix, entre sus numerosas composiciones líricas, en su mayoría romances, se puede discernir un tema central de anhelo de una
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experiencia mística en tanto un deseo constante e incumplido. Inspirándose en las fuentes sacras y profanas, por medio de los metros y las rimas de la lírica tradicional en forma de romances y romancillos, Marcela logró crear poemas teñidos de una erótica a lo divino107 y escribir sobre el amor religioso, el fervor espiritual y el matrimonio místico, expresándose con un lenguaje muy emocional pero conciso. Siendo gran conocedora de la mística teresiana y sanjuanista, del Cantar de los cantares, y también una lectora avispada de la lírica popular, los romances cortesanos y trovadorescos, Marcela se movía con destreza entre las imágenes y las estéticas líricas diversas, buscando en esta riqueza de códigos los modos para expresar el deseo de la unión extática con Dios. En la reflexión espiritual, presente en su poesía y teatro, la autora convirtió la clausura, la censura y la autovigilancia en partes de una piedad accesible para todas aquellas religiosas que se vieron privadas de la experiencia mística o de la mediación divina directa. De este modo, satisfizo su ansia por la sensualidad santificada, convirtiendo la soledad —entendida en términos de ascetismo espiritual y vital— en la condición sine qua non de la perfección espiritual. Arenal y Schlau interpretan este gesto espiritual y artístico en términos de un misticismo intelectual: «Marcela de San Félix’s paradoxical view of the convent as a place that permits freedom from the prison of the senses parallels her notion of the cell as the enclosure that frees the Soul from the prison of itself» (Arenal y Schlau, 2010b: 241). En este sentido, se puede entender que la soledad como estado físico, emocional y espiritual propio de la clausura estricta femenina —y presentada como fuente y estímulo en su camino a la perfección espiritual— se convirtió en una musa distinta, otra fuente de legitimación de su escritura puertas adentro en la dimensión real y, mucho más, simbólica. En el imaginario del arte barroco, la noción de soledad daba cabida a los sentimientos de añoranza, extrañeza o desesperación comunes en los turbulentos tiempos del desengaño del siglo xvii. El concepto de soledad se convirtió en una marca de la experiencia artística desde Góngora y Quevedo hasta Lope y Calderón de la Barca (Bouza 2005: 169-175; cf. Barbeito Carneiro, 1986). En la escritura ascético-mística de los siglos modernos, el tema fue especialmente pertinente en el marco de la religiosidad reformada de la devotio moderna. Allí la soledad se entendía como instrumento necesario para la unión divina y para una experiencia más amplia de plenitud y realización individual más allá de uno mismo (Martínez Ruiz, 2004: 468-471). Marcela de San Félix le dedica a este tema de modo directo tres composiciones («Loa a la soledad de las celdas», «Romance de un alma que temía distraerse al salir de un retiro» y «Otro romance a 107
Esta faceta de la producción marcelina, que no se aborda en el presente trabajo, la desarrolla Electa Arenal (2009: 233-254).
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una soledad»);108 no obstante, el concepto late indirectamente en muchas otras piezas, convirtiéndose en eje central de su reflexión espiritual e intelectual. En su entendimiento de la soledad, la autora parte de la tradición contemplativoactiva del misticismo carmelitano, sobre todo teresiano, que le sirve de escudo eficaz para desarrollar una reflexión teológica propia sin desafiar los marcos instaurados por su regla reformada. Asimismo, recoge las influencias de Francisco de Osuna, Luis de León, Miguel de Molinos y, en un sentido más amplio, de toda la tradición de dialogar con Dios propia de la devoción moderna. Debemos recordar que el autor del Tercer abecedario, Francisco de Osuna, consideraba la comunicación y la amistad con Dios en vida como una obligación que se podía cumplir volviéndose hacia el interior, hacia el corazón, en una actitud de recogimiento (Osuna, 1638: 240-242 y otros). Este recogimiento estará intensamente presente en la obra de Marcela. Además, en su escritura, más allá del molde ascético-místico, la autora retomó el concepto de la soledad profana de influencias populares, trovadorescas y de la lírica petrarquista y, manejando ambos registros, hizo de la cualidad de estar sin nadie más el núcleo de su creación poética y perfeccionamiento religioso. En su obra, sobre todo lírica, la soledad es abordada como inspiración, vía y objetivo de su escritura y del proceso de conocimiento de Dios y de uno mismo. Para dar a conocer el significado pleno de esta noción la autora la describe desde tres ángulos. El primero responde a un espacio físico concreto: una celda propia, la esfera íntima donde —gracias a la tranquilidad, el silencio y la comodidad— uno puede desarrollar el segundo tipo de soledad mucho más profunda, la que Marcela denomina «soledad interna». Más allá, la autora le atribuye a la soledad su inspiración, la invoca como musa de su poesía, convirtiéndola en fuente particular de reconocimiento de su autoridad literaria. El primer sentido de la soledad, el literal, inevitablemente se asocia con el concepto de la habitación propia propuesto por Virginia Woolf trescientos años más tarde y retomado después por la reflexión feminista en estudios de, entre otras, Elaine Showalter (1991) y Luisa Muraro (2005: 39-47).109 En una definición escueta, pero acertada, de Muraro se indican elementos clave de lo que entiende como libertad: «Para una mujer, el pasaje a la libertad es el sentido libre de su diferencia, como mujer y como ella, tomada en singular, las dos cosas a la vez. Sentido libre significa que ella misma, en relación con sus semejantas 108 Se sigue la titulación de acuerdo con la edición de Arenal y Sabat de Rivers (1988), que mantiene la del manuscrito. Otros estudios, como la antología de Olivares y Boyce (1993), proponen una propia. 109 Desarrollado por Woolf en su ensayo The Room of One’s Own (1929), el concepto de cuarto propio fue retomado en los años ochenta por la crítica literaria feminista y daba cabida al condicionamiento social, político, económico y simbólico de la presencia femenina en el mundo literario en sus dos dimensiones, figurativa y literal.
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[sic], en el contexto en el que vive, con los recursos de la lengua materna, intenta leer su experiencia, orientarse en el mundo y actuar en él» (Muraro, 2005: 41). Aplicada al análisis de la creación literaria de las religiosas de clausura, permite detenerse en la paradoja de la reclusión física —tanto la voluntaria como la impuesta—, entendida como propensa a la liberación y emancipación individuales en los niveles de creatividad y reflexión intelectual, es decir, una libertad interna. En tal configuración, la celda propia es entendida como un espacio físico necesario para el desarrollo emocional, espiritual e intelectual. Marcela, al igual que su contemporánea Juana Inés de la Cruz, también puso énfasis en lo que podría parecer una dimensión trivial de dicha noción: Estar yo escribiendo y venir una amiga a visitarme, haciéndome muy mala obra con muy buena voluntad, donde es preciso no sólo admitir el embarazo, sino quedar agradecida del perjuicio. Y esto es continuamente, porque como los ratos que destino a mi estudio son los que sobran de la regular vida de la comunidad, esos mismos les sobran a las otras para venirme a estorbar; y sólo saben cuánta verdad es ésta los que tienen experiencia de la vida común. (Juana Inés de la Cruz, 2004: 352-353)
Ambas escritoras reiteradamente reclaman el valor de poseer un espacio propio para la lectura y la escritura y muestran una fuerte inquietud ante la posible falta del mismo. Además, en el caso de Marcela, los recuerdos de una casa tumultuosa, donde «la vasta habitación que servía de recibidor se reservaba sólo para los hombres [mientras que] las mujeres se sentaban en el suelo en una pequeña habitación adyacente» (Marcela de San Félix, 1988: Introducción, s. p.), pudo influir en una mayor apreciación de tal espacio íntimo. El recinto conventual proporcionó a Marcela, aunque no de modo ininterrumpido, la quietud y la intimidad indispensables para poder dedicarse a la oración mental y la escritura. Por muy mundana que pareciera la soledad física, en el contexto de la vida comunitaria y su particular dinámica de las actividades colectivas, adquiría un estatus de raro privilegio. Como priora y maestra de la congregación, Marcela era consciente de que el retiro íntimo era condición previa e indispensable para poder profundizar en la lección espiritual y, como administradora del convento, sabía lo difícil que era propiciar tal espacio a cada monja. A la luz de las necesidades concretas y prácticas, y como respuesta a la mudanza y un largo proceso de construcción del nuevo edificio para su congregación, escribió la «Loa a la soledad de las celdas» (Marcela de San Félix, 1988: 309-313), en la que sintetizó el camino devocional para sus hermanas monjas. Su vía espiritual va desde la soledad exterior a la segunda dimensión del concepto —la soledad interior—, para finalmente llegar al encuentro con Dios y uno mismo: «Entrad, pues, madres gozosas, / fervorosas y animadas, / que el Señor que dio las celdas / también dará lo que falta» (Marcela
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de San Félix, 1988: 309-313, vv. 73-76). El anhelo de apartarse de los alborotos y las ocupaciones diarias, inevitables para un eficaz funcionamiento de la casa conventual, pudo ser comprendido solamente por un auditorio que conocía de modo directo la dinámica de la cotidianidad claustral. Reelaborando el imaginario teresiano aprendido desde el Castillo interior, Marcela construyó su propio cuadro de las moradas, donde la libertad interna se puede alcanzar solamente desde una concentración adquirida en la soledad exterior: «Que la celda material / ha de servir como caja / que guarda la interior celda / donde el Esposo descansa» (Marcela de San Félix, 1988: 309-313, vv. 85-88). Aunque privado del ardor extático de una experiencia mística, tal encuentro con Dios en las nupcias espirituales está descrito de modo muy sugestivo: Marcela realiza un «envolvimiento en silencio y en sí misma» dialogando con la idea de recogimiento desarrollada por Juan de Valdés (Diálogo de doctrina cristiana [1529]) y la «quietud del alma» propuesta en la Guía espiritual que desembaraza el alma (1675) de Miguel de Molinos. Sin embargo, debió de recordar que, tal y como demostraron los casos de María de Santo Domingo, María de Cazalla o su contemporánea María de Jesús de Ágreda, simpatizar con los ideales iluministas y, posteriormente, molinosistas inevitablemente conducía, si no a la sentencia inquisitorial, por lo menos a un mayor escrutinio censor. En este sentido, dicha loa —escrita alrededor de 1646, mientras que la obra de Molinos se prohíbe en 1685—, más que definir una concepción espiritual, parece indagar en terreno inseguro, buscando modos más adecuados para expresar el mensaje teológico e incorporando elementos que se desarrollarán con toda profundidad en «Otro romance a una soledad». Debido al particular carácter de su auditorio, con disímil nivel de formación, desiguales etapas en el proceso de perfeccionamiento espiritual y distinto rango jerárquico, Marcela sabía que, aparte del nivel filosófico-teológico, sus escritos tenían que responder a las necesidades de las batallas espirituales y corporales cotidianas de sus hermanas monjas. De hecho, en reiteradas ocasiones subrayó que lo crucial en los ejercicios de soledad era su dimensión espiritual y mental, que llevaba a la aceptación de este apartamiento y renuncia del mundo material. En su reflexión distingue con cautela entre una religiosidad profunda y una devoción superficial. En otro coloquio, «El celo indiscreto», critica la religiosidad excesiva describiéndola en términos de una locura compulsiva. A este aspecto vuelve en la «Loa a la soledad de las celdas», donde, por medio de imágenes de gran plasticidad, contrasta la actitud de una mujer consagrada a Dios y la de una prisionera, basadas, precisamente, en su entendimiento de la soledad interna: «Si faltase el espíritu / y la oración en el alma, / más que santa religiosa, / será mujer encerrada» (Marcela de San Félix, 1988: 309-313, vv. 89-92). La unión con lo divino solo se puede cumplir cuando el apartamiento físico y mental es un estado madurado y voluntario, como recuerda en otra composición, «Romance
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al Nacimiento»: «Que de amar a Dios se precian, / las que viven encerradas / dentro de sí, que no en celdas» (Marcela de San Félix, 1988: 400-412, vv. 6-8). El modelo que Marcela quiere transmitir a sus compañeras es el de una religiosidad mesurada que busca un equilibrio entre la contemplación espiritual y la realidad corporal, entre lo mundano y lo inmaterial, lo solemne y lo humilde, que encontraba reflejo en la estética de su escritura: autoirónica, de gran plasticidad pero conceptualmente concisa. En su poema de mayor impronta místico-ascética,110 «Otro romance a una soledad», la poeta se refiere a la tercera dimensión de la soledad. En estos versos, la convierte en el centro de su reflexión, un tema inagotable que retroalimenta la reflexión espiritual y permite compaginar dos niveles de la experiencia mística: el extático y el contemplativo. En este sentido la soledad, posible de alcanzar solamente para quienes decidieron dedicar su vida a Dios, se convierte en la vía para el autoconocimiento, una herramienta eficaz para construir el sentido de autoridad y de autenticidad (Arenal y Schlau, 2010b: 228). El romance describe un viaje emprendido por el alma en búsqueda de la experiencia directa de Dios, que se percibe en y a través de la quietud y el placer de la soledad interna. Al verse privada de la soledad material, se desmorona la paz interior y el alma naufraga por el mar tempestuoso, alejándose de la unión mística. De vuelta al estado de retiro real y simbólico, se ve liberada y satisfecha en los pechos de una Soledad-madre que le ofrece «admirable and priceless freedom from the prison of self; it also replaces loneliness by nourishing the inwardly expressesd love of the imposible» (Arenal y Schlau, 2010b: 246, el énfasis es original). En su ensayo crítico intitulado «Soledades de Sor Marcela», Georgina Sabat de Rivers (1993: 17-35) puntualizó un aspecto particular del pensamiento marcelino en relación al tema de la soledad en la literatura española del periodo, que ha sido retomado en otros trabajos de Electa Arenal (1999: 221-237) y Arenal y Stacey Schlau (2010a). Las autoras unánimemente clasificaron este poema como el único conocido del periodo y del contexto hispánico que personifica la soledad, convirtiéndola en objeto de amor. Mediante continuas anáforas, el sujeto lírico del romance, en veintiuna de las treinta y seis estrofas, invoca la soledad entendida como origen del conocimiento de uno mismo. Envuelta en metáforas del lenguaje mariológico, la soledad domina el horizonte imaginativo de la composición: es la madre, la progenitora en cuyos senos se alimentan las virtudes cristianas y que libera las almas de la esclavitud del cuerpo y su materialidad
110 Electa Arenal (2009: 247) argumenta su clasificación del poema como ascético-místico y no solo místico debido a la presencia de un intermediario, en este caso la soledad, en el camino hacia la unión mística. Se comparte esta categorización, que, por otro lado, queda confirmada por la lectura del poema aquí propuesta.
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(Marcela de San Félix, 1988: 321-327, vv. 121-140): «La pureza, la oración, / la contemplación divina, / tus hijas son, Soledad, / de ti nacen, tú las crías. / ¿Qué virtud no se alimenta / con tus pechos y caricias, / quién deja de estar contento / si te busca y te codicia?» (Marcela de San Félix: 321-327, vv. 125-132). Su poder redentor empodera el alma y la lleva a emprender una búsqueda activa de Dios, tan criticada por la autora en otras composiciones (por ejemplo, Muerte del Apetito). El carácter liberador y soberano de la soledad contrasta bruscamente con la descripción del Amado, que apenas cobra forma figurada en estos versos, acercándose más a la imagen impersonal y abstracta de Dios todopoderoso que la de Cristo-hombre. En este sentido es posible hablar de cierto trueque de los códigos poéticos cuando la soledad es invocada en el modo tradicionalmente reservado en la poesía ascética y mística a Cristo. Arenal y Schlau interpretan la soledad del poema como instrumento de la realización «of divine union, which in turn is only part of a larger experience of wholeness, history, and selfhood» (Arenal y Schlau, 2010b: 246). Estando de acuerdo con esta opinión, asimismo se señala que, más que un medio, en el sentido que le da Marcela, es un fin, el gozoso puerto del encuentro con Dios y con uno mismo. Tal entendimiento de la soledad, hasta cierto punto, corre en paralelo al sentido propuesto más de cincuenta años antes por María de San Alberto en su «Lira a la soledad» (apud Arenal y Schlau, 2010a: 160-161). En el poema de la vallisoletana, el sentido liberador de la soledad está indisolublemente relacionado con la aceptación del último destino del ser humano, el reposo se convierte en la muerte y la soledad es el puente entre los dos mundos, el terrenal y el eterno: «O soledad amiga / que de todo te muestras ser señora / […] En ti deseo verme / para vivir en Cristo reposado / por que si el cuerpo duerme/ el alma esté velando / pues tengo de morir y no sé cuando» (apud Arenal y Schlau 2010a: 161, vv. 1-2 y 16-20). Bien al contrario, el sentido liberador pero carnal y liminal pero terrenal que le da Marcela a la soledad no solamente refleja las cambiantes estéticas y el diferente horizonte filosófico de la época, sino que deja claro el sentido estratégico que el aislamiento poseía para la trinitaria. Este sentido no se encontrará en la creación místico-ascética de sus contemporáneas, donde predominará el sentido apofático de la noche oscura sanjuanista. Buen ejemplo de ello lo proporciona el «Soneto espiritual de Silva», de la mártir y misionera terciaria, mencionada en otro lugar del estudio, Luisa de Carvajal y Mendoza, cuyas primeras estrofas invocan a la soledad como una causa mayor de la desdicha y el vacío espiritual: «¡Ay, soledad amarga y enojosa / causada de mi ausente y dulce Amado! / ¡Darda eres en el alma atravesado, / dolencia penosísima y furiosa!» (Carvajal y Mendoza, 1632: 228, vv.1-4).111 Si 111
A esta autora se le dedica más espacio en el subcapítulo 3.4. Se cita el poema por la edición selecta de Muñoz (Carvajal y Mendoza, 1632).
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hubiese que medir de la misma forma, entonces la soledad en manos de Marcela adquiriría el sentido catafático, de luz frente a las tinieblas. Tal imagen de la soledad transcendente remata el «Romance de un alma que temía distraerse al salir de un retiro», que en tono elegiaco añora el apartamiento de los alborotos cotidianos de la vida monjil porque solamente en el retiro el alma llega a la unión amorosa con Dios en vida y a un conocimiento de sí misma: «¡Ay soledad amada / donde con tanta gloria / de mi esposo gozaba! (Marcela de San Félix, 1988: 386-392, vv. 122-124). De acuerdo con Arenal y Sabat de Rivers, en este poema intimista, Marcela «parece dialogar tanto consigo misma como con Dios, tratando de ser psicológicamente sabia» (Marcela de San Félix, 1988: 47), aunque sabe que una vez en la aldea sus esperanzas espirituales han de verse frustradas: «Y que en dejando yo / tu soledad sagrada / y en volviendo a la aldea, / mitigaré mis ansias, / que el confuso tropel / de crïaturas tantas, con las ocupaciones, / apagarán la llama» (Marcela de San Félix, 1988: 386-392, vv. 61-68). De este modo, el amor divino se ve contrarrestado por el amor propio y por una necesidad de nosce te ipsum de san Agustín, ya que dice: «Mas ¿cómo puede ser / amarte ni buscarte, / si amándome a mí misma / me busco en todas partes?» en el «Romance a Nacimiento» (Marcela de San Félix, 1988: 313-317, vv. 73-76). Resulta altamente interesante observar cómo, en estos y otros romances (entre otros, «A un efecto amoroso», «Otro. A un efecto amoroso», «Otro. A unas ansias amorosas»), la poeta dialoga con las convenciones de la poesía religiosa mística y ascética, la secular popular y la culta, logrando compaginar elementos de tradiciones supuestamente opuestas. La novela amorosa, picaresca y celestinesca, la poesía cortesana, la mitología, junto con el imaginario de la experiencia mística extática de la espiritualidad carmelitana, nutren el lenguaje poético de la autora. Aplicando los códigos de la erótica a lo divino, logra construir cuadros muy sugestivos de un delicado equilibrio entre lo místico y lo ascético y conquistar, hasta cierto punto, la experiencia de lo inefable, dándole un nombre y un aspecto muy concretos, como en este romance, «Otro. A un efecto amoroso»: «Y no entiendas, pastor, / que me quejo que sean / las heridas muy grandes: / ojalá que lo fueran / y que por penetrantes, / la muerte fuera cierta; / mas no soy tan dichosa / que merecerla pueda. / ¡Ay si me viese yo / como el alma desea: / o morir de abrasada / o herida con tus flechas!» (Marcela de San Félix, 1988: 343-348, vv. 94-104). La asociación con la transverberación de Teresa de Jesús en su dimensión más extática y carnal resulta aquí explícita. Recordemos que en este momento las políticas oficiales de la Iglesia habían certificado la ortodoxia de las experiencias místicas beatificando y, después, canonizando a la santa de Ávila (en 1614 y 1622, respectivamente). En este sentido, referirse a su herencia espiritual y advocar su legado literario constituyó un modo seguro de justificación de la autoría.
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Sin embargo, la poeta trinitaria no solamente invoca la herencia y se nutre del imaginario teresiano, sino que reutiliza su modelo literario como un resguardo de legitimidad para proseguir con una interpretación propia de la experiencia mística que percibe en clave mucho más dinámica y, hasta cierto punto, más independiente que la santa abulense. El matrimonio místico es invocado en términos bélicos (Marcela de San Félix, 1988: 343-348, vv. 129-132), metáforas más frecuentes en la reflexión sanjuanista, mientras que el alma es un agente activo y femenino que no cesa de desear y buscar a su Amado: «Bien sabes que te pido / que se rompa la tela, / y acabe de gozarte / en posesión entera» (Marcela de San Félix, 1988: 343-348, vv. 41-44). Este ardoroso lenguaje erótico sin duda ejemplifica la sensibilidad imaginativa y la conciencia poética de la autora. En palabras de Arenal y Sabat de Rivers (1988: 48), es «un ejemplo brillante de la estrategia de la unión del pensamiento individual con la religión ortodoxa». Dicha estrategia es especialmente visible en el citado «Otro romance a una soledad». En la interpretación de este romance, las investigadoras citadas han destacado, por especialmente innovadora, la inversión que la poeta introduce en la dinámica clásica de la unión mística conocida de los poemas de autoría masculina. Marcela aprovecha ingeniosamente el género gramatical del alma (femenino), que le permite una fusión total con el sujeto lírico (también femenino) y, de este modo, una unión con Dios en un plano mucho más directo y lineal. Con esta estrategia la poeta logra subvertir o anular la distancia e intermediación presentes en la convención de la poesía mística, donde el sujeto lírico solamente puede observar y describir la fusión del alma en la unión extática. Aquí el observador es sustituido por un agente que no solo realiza la experiencia de unión plena con Dios, sino que incluso la incita. Con este ejemplo, el estilo de Marcela se podría calificar de estética ascética («an aesthetic of asceticism», Arenal y Schlau, 2010b: 235), que busca un modo más conciso, directo y desnudo para describir la infinita riqueza sensual de la unión mística. Tal desnudez se puede alcanzar precisamente en y a través del ejercicio de la soledad. Según el mensaje teológico discernible en el trasfondo de la poesía marcelina, el verdadero encuentro con Dios, que es la última elocuencia, tiene lugar en uno mismo. La elocuencia, que se expresa en la perfección ascética y no en unos recursos estilísticos exuberantes, deriva de la gracia del Espíritu Santo, que habla a los que se comunican con él en silencio. Este círculo autopropulsor de la práctica espiritual y literaria que propone Marcela112 propicia una visión muy particular sobre el rol de la experiencia
112 El modelo espiritual que propone Marcela establece una contribución original al pensamiento y la estética ascético-mística española, cuya relevancia todavía debe ser estudiada y profundizada.
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individual en el misterio místico cristiano. No desdeña la vida mundana, sino más bien busca su plena realización a través del ejercicio de la soledad, que le permite liberarse de la confusión de la existencia cotidiana, de la prisión de sí misma, que «pide templanza, armonía y equilibrio en la vida real, antes que transcendencia» (Arenal y Sabat de Rivers, 1988: 49) y establecer un espacio real y simbólico para la realización de la vocación poética: En ti, soledad amada, hallaba mi compañía, en ti los días son glorias, en ti las noches son días. […] En ti gocé libertad de tanto precio y estima, que darlo todo por ella no será paga cumplida. […] En ti estuve tan gozosa, contenta y entretenida, que no podré encarecer lo menos que en ti sentía. […] ¡Oh si gozara de ti lo que durara mi vida, a quien triste muerte llamo sin tu presencia querida! (Marcela de San Félix, 1988: 321-327, vv. 1-4; 29-32; 37-40; 113-116)
Esta expresión de la experiencia espiritual personal se configura dentro del horizonte de pensamiento y religiosidad de la época. La unión mística presentada por Marcela parte de los códigos de la espiritualidad carmelitana, se basa en el legado teresiano y sanjuanesco, pero también los transgrede. El campo léxico se nutre de la fusión, frecuente para la mística femenina, del lenguaje mariológico y la erótica a lo divino, enraizada en el imaginario de la tradición del Cantar de los cantares y los vitae Christi. La poeta construye un orden alternativo de significados propios, derivados de su experiencia y de la condición de hablar desde un cuerpo de mujer, cuando atribuye a la soledad unos rasgos físicos femeninos. La imagen de la soledad maternal —con senos y dando de mamar— hace referencia a María, que amamanta al Niño Jesús. Lejos de leer este cuadro en clave psicoanalítica, sugerida por otras investigadoras, ora como una supresión de algunos deseos maternales (Rivera
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Garretas, 1996: 25-39), ora como alusión dolorosa a la temprana pérdida de la madre (Sabat de Rivers, 1993: 33-34), la soledad presentada en clave mariológica nos confirma una muy consecuente convención poética y una interesante estrategia de autoría. La imagen de la soledad-madre que «engendra a los santos» (Marcela de San Félix, 1988: 321-327, v. 121) y «amamanta a las virtudes» (Marcela de San Félix, 1988: 321-327, vv. 125-130) fortalece a los que la invocan y experimentan: «Mas no me doy por contenta, / que mi afecto a más aspira, / y solo el mismo podrá / dar satisfacción cumplida» (Marcela de San Félix, 1988: 321-327, vv. 89-92). En este sentido, escribir desde la celda queda autorizado por la soledad endiosada a base de un razonamiento petitio principii y permite a la autora presumir de una agencia afectiva (y efectiva) sin reclamar abiertamente ser autora de sus actos. La propuesta de leer los textos dialógicamente asume que «la retórica y los tropos de marginalización se alimentan de metáforas eróticosexuales sobre el cuerpo» (Zavala, 1993a: 37). Desde tal perspectiva, la elocuencia de este poema opera en el espacio fronterizo de la reflexión espiritual, la inspiración mística y «un canto de la mujer a sí misma» (Marcela de San Félix, 1988: Introducción, s. p.). La voz del poema es una voz femenina marcada mediante las formas verbales activas aprendí, prometí, te experimento, te valoro, etc., que invoca la soledad como amada que le devuelve al sujeto lírico/alma el goce, la libertad y la agencia propios. Esta voz expresa su visión de la soledad a través de un yo fuerte y sensual de modo diferente de los yoes de los poemas de los autores místicos; la relación amorosa se establece entre el sujeto lírico femenino/el alma y el objeto también femenino, la soledad. Además, resulta pertinente señalar que en este marco de la reflexión místico-ascética el propio auditorio es utilizado como otra herramienta retórica —de un lector ideal que le permite a la autora dialogar consigo misma e iniciar el proceso de devenirse sujeto-autora en el sentido que le da Françoise Collin de «aparecer mediante su palabra y su acción» (Collin, 2006a: 31)—. De acuerdo con la filósofa belga, la escritura «hace advenir un autor en un sujeto» (Collin, 2006d: 180). Tal advenimiento, en el caso de una autora, pasa por el proceso de un juego de espejos debido a que, por la falta de la presencia simbólica y por una infinidad de representaciones en el orden del discurso, su apariencia se produce de modo indirecto. En este marco, el argumentum ad auditorem, en su sentido factual y simbólico, le devuelve a Marcela-escritora la legitimidad necesaria para establecerse en la posición de alguien que puede, en el sentido de saber cómo y tener la capacidad discursiva de hacerlo, «nombrar lo innombrable» (Collin, 2006d: 181) y devenir autora.
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3.2.4. Argumentum ad experientiam: la autoría de y desde el cuerpo Non est ad astra mollis e terris via Séneca, Hercules furens
Para las místicas, escribir significa convertir su cuerpo en lenguaje y en «superficie de la expresión artística» (Collin, 2006a: 219). A primera vista, en los testimonios de las vidas de las monjas modernas, el sujeto-autora parece carecer del poder de agencia, y, entonces, se reduce a mero corpus transmisor de los discursos ajenos. Sin embargo, la somatización de la escritura,113 abordada en su dimensión estratégica y metafórica, puede ser entendida como construcción retórica aplicada al texto (Gubar, 1999: 179-203). Asimismo, podemos entenderla como forma de legitimación de la autoría femenina cuando la experiencia corporal de la escritora logra el estatus de posible para poder ser contada. Aun siendo consciente de que la concepción substancial del cuerpo, entendido como entidad física, conlleva el riesgo de inmovilización de las identidades, en el presente subcapítulo evocaré el cuerpo en un doble sentido, como potencialidad (potenciality) y como localización (locatedness), de acuerdo con la propuesta para historiar el concepto de cuerpo formulada por Caroline Bynum (1995: 15). Estas dos dimensiones nos permitirán preguntar por cuestiones de autoridad, materialidad y deseo de escritura cruciales en el contexto de la creación autobiográfica y mística. Con esto se quiere demostrar que pronunciar un discurso del cuerpo —sobre el cuerpo como tema y materia literaria— y desde el cuerpo — desde la experiencia del cuerpo— pudo conferir a las escritoras de la Alta Edad
113 Se acude a este término con toda la precaución de su uso estratégico y metafórico para dar cabida a la dimensión psicológica, fisiológica y filosófica del proceso de la somatización de la escritura proveniente de la experiencia mística/extática. En este subcapítulo me sirvo de la definición de Stefano Canali y Luca Pani, que describen la somatización como «un proceso mediante el cual una persona percibe, interpreta y actúa sobre la información proveniente de su propio cuerpo» (Canali y Pani, 2003: 59). Como punto de referencia adicional, se recurre a los estudios de Snyder y Bruggemann (2002), que desarrollan la teoría de la discapacidad (disability theory) aplicada a los estudios humanísticos. Para la aplicación crítica de este enfoque a los textos de la autoría femenina tardomedieval, es especialmente iluminador un estudio de Encarnación Juárez (2002: 131-143). Simultáneamente, me valgo del proyecto de la crítica somática desarrollada por Adam Dziadek (2007), que aprovecha la yuxtaposición de las nociones soma y sema para acuñar una regla más general respecto a la representación de la experiencia corporal en y a través de los textos. Dziadek basa su proyecto crítico en la búsqueda de la equivalencia entre el cuerpo físico y el cuerpo del texto; o, dicho de otro modo, entre el somatismo y la semiología, que construyen puentes entre la teoría general del signo y la sintomatología, rama de la especialización médica que se dedica a los síntomas físicos y psíquicos de las enfermedades (Dziadek, 2007: 69-82).
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Moderna la posibilidad de un uso estratégico de su propia materialidad a la hora de buscar el reconocimiento de su autoría. A tal fin se indagará el significado del cuerpo, tanto en su dimensión factual como en la simbólica, en la escritura de una monja carmelita de Cuerva, Teresa de Jesús María (1592-1642),114 en su discurso autobiográfico, intitulado Tratado de una breve relación de su vida que cuenta una monja carmelita descalza, y acudiendo a otros escritos suyos: Comentarios sobre algunos pasajes de la Sagrada Escritura, Segundos Comentarios sobre pasajes de la Sagrada Escritura y Explicación de lo místico de los Trenos de Jeremías.115 Para comprender mejor el modelo autoral ad experientiam, y como correlato para matizar su dinámica, acudiré a los escritos autobiográficos, la poesía y las cartas de Luisa de Carvajal y Mendoza (1566-1614), beata y mártir de la alta nobleza italiano-española. El testimonio del camino espiritual de esta misionera en la Inglaterra protestante, basado en una absoluta negación de su corporeidad, nos permitirá preguntar por el significado del sacrificio carnal en el proceso del reconocimiento de sí mismo en la experiencia116 y la agencia política concretas. Este advenimiento del sujeto y de la autora, vistos a la luz del turbulento tiempo de la Reforma y la Contrarreforma, periodo en el cual transcurrieron las vidas 114
El tema del dolor y la enfermedad en la experiencia corporal y mística de Teresa de Jesús María ha sido también materia de reflexión para mi artículo «Non est ad astra mollis e terris via: la escritura, el cuerpo y la herida en Teresa de Jesús María (María de Pineda de Zurita)» (Lewandowska, 2016a). 115 Los manuscritos de Teresa de Jesús María se encuentran en la Biblioteca Nacional de Madrid bajo las signaturas Ms. 8482 y Ms. 8476. El presente estudio se basa en la lectura comparada de los autógrafos de la autora y a la edición moderna de sus textos a cargo de Serrano y Sanz (Teresa de Jesús María, 1921). Para mayor comodidad del lector, en el orden citado, se referirá a los textos por las abreviaciones V; CSE; SCSE y EMTJ, respectivamente y con referencia a la paginación de la edición de Serrano y Sanz. 116 Este reconocimiento de sí en la experiencia dialoga, de modo más libre que sistemático, con la idea de ipseidad de la hermenéutica del sí de Ricœur (1996) en tanto que quiere desplazarse heurísticamente de la metafísica a la praxis narrativa. En este sentido, y de acuerdo con lo expuesto en la parte teórica, la aproximación a la identidad se entiende como una actividad interpretativa y creativa que, aprovechando el espíritu de la frónesis aristotélica, se establece en una zona media: «A medio camino de la prueba, sometida a la construcción lógica, y del sofisma, motivado por el gusto de seducir o la tentación de intimidar» (Ricœur, 1996: 25). Con este motivo mediador, la hermenéutica del sí se sitúa entre dos tradiciones filosóficas radicalmente divergentes en cuanto al entendimiento del rol de la imaginación en la cuestión de la identidad: la epistemología moderna de Descartes, que desestima el recurso a la ficción en el esencialismo identitario, y la otra, cercana a la posmodernidad, pero inspirada ya por Nietzsche, que reivindica la invención en el advenimiento del yo. Frente a estas dos posiciones de la hermenéutica del sí, Ricœur quiere superar el falso dilema entre un sujeto ensalzado a modo de fundamento y otro humillado a causa de su dispersión. La tercera vía se basa en «ensayar una aproximación a la identidad que, sin militar en la certeza inmediata que aborrece cualquier digresión imaginativa, tampoco ceda a la tentación de una inventiva irrefrenable que desemboque en la fragmentación» (Nájera, 2006: 74).
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de ambas religiosas, exige pensar en la diversidad de los modos y modelos con los que estas mujeres, en cuanto autoras, se inscribieron en la larga tradición mística de escribir cuerpos, estableciendo sus propias estrategias narrativas. Para complementar el análisis se referirá también al testimonio de la vida diferente de una esposa, después viuda y monja trinitaria de Sevilla de procedencia humilde, Ana de Jesús (1560-1617), más conocida como la Pobre Sevillana. Esta religiosa y extática convirtió la experiencia corporal femenina en una eficaz herramienta para construir un sentido de valía individual que le permitiese avalar no tanto su escritura como la autoridad espiritual de una visionaria. 3.2.4.1. Las vidas de la vida Gracias a las indagaciones desde el enfoque de estudios feministas y de género hechas en los últimos años,117 se pudo percibir que, dentro del crisol de la creación literaria de los Siglos de Oro, las vidas de monjas y los testimonios de sus experiencias místicas constituyeron una puesta en escena de los cuerpos que se transformaron «en la matriz del relato, trabado por el sentido último de cumplir el programa de Imitatio Christi» (Ferrús Antón, 2005: 9). De este modo impusieron preguntas nuevas respecto a nociones tales como sujeto hablante, autoría y autoridad literarias, abordadas en relación con las autoras históricas y sus experiencias corporales concretas. Así lograron superar, hasta cierto punto, el impasse de la relativización posmoderna de la figura del autor. Los estudios sobre la escritura de las religiosas modernas permitieron comprobar que, como testimonio autobiográfico, las vidas de monjas excedieron los marcos de la definición de Phillipe Lejeune de «una narración retrospectiva en prosa escrita por una persona sobre su propia existencia centrándose en su vida individual y particularmente en la historia de su personalidad» (Lejeune, 1975: 2). Lejos de anticipar modalidades de la autobiografía en el sentido rousseauniano, más bien pueden ser definidas como su opuesto, pues en ellas priman elementos como la reducción del sujeto hablante, la omnipresencia de la divinidad, presentada como origen de la escritura, o una existencia movida por el deseo de ejemplaridad e imitación de un modelo previo (por ejemplo, las vidas de Ana de San Agustín, Catalina de Cristo o María de Jesús de Ágreda). Quedó dicho que, desde el punto de vista de las políticas eclesiásticas, las autobiografías espirituales de las monjas respondían a la necesidad de forjar un modelo de
117 Aquí quiero destacar, principalmente, los estudios de Ferrús Antón (2005 y 2006); García González (2006); Lavrin y Loreto (2002); Lavrin (2014), y, desde un enfoque más historiográfico, Durán López (2007).
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piedad y de promocionar unos milieus religiosos concretos. Se realizaban con el claro objetivo de influir en un lector social particular, la monja, aunque eran frecuentes los casos de divulgación fuera de los contextos propiamente religiosos y su función hagiográfica (Baranda Leturio, 2005: 142-148; Zavala, 1987: 7). Desde los años ochenta del siglo xvi hasta mediados del siglo siguiente, la intensa defensa de la fe católica ante la herejía protestante intensificó la publicación de las vidas, convirtiendo las voces femeninas en eficaces herramientas a favor de dicha causa. Aunque, como se ha podido ver, este fomento respondió también a otros factores relacionados con la cultura letrada más amplia, como indican los registros: A great increase of interest in contemplative exercise in the second half of the sixteenth century and first half of the seventeenth - the product not only of the Catholic reform of the early sixteenth century, but also of the Catholic response to Protestantism. The relative participation of women and men in this increased as yet to be determined; the great presence of female author of religious works where previously there were so few is nevertheless striking. (Rhodes, 1998: 888)
Al delinear el desarrollo de la autobiografía religiosa española en función del género literario, Fernando Durán López advierte de la perpetua minoría de edad de esta modalidad escrita que, según el investigador, se organiza alrededor de una entrega «por completo a la guía de muchos otros, tanto divinos como humanos […] en una íntima persecución de santidad que pasa por humillar el ego» (Durán López, 2007: 27, el subrayo es original). No se está de acuerdo con esta interpretación y se señala, en deuda con la reflexión de José M.ª Pozuelo Yvancos (2006: 31-46), que, ante tal entrega total de un yo, lo que se produce es precisamente una confirmación del ego que se establece y visibiliza en y a través de este juego ficticio y literario propio del género autobiográfico. De acuerdo con lo señalado por Gloria García González en su reflexión sobre la construcción de la memoria en la cultura letrada monacal, «la elaboración de un texto autobiográfico […] presupone al menos una conciencia de una experiencia propia, diferenciada, en la que el/la autor/a empeña no poco esfuerzo intelectual por convertirla en relato y otorgarle un sentido teleológico que le haga inteligible al otro» (García González, 2006: 29). Lejos de proponer una relación de verosimilitud de una comunicación libre y sincera entre la autora y el sujeto hablante, la función autoral de la autobiografía religiosa invoca un juego trágico de disfraz, ocultación y disimulo de una vida novelada que «se construye a sí misma para el otro» (García González, 2006: 29). La alteridad se hace presente siempre en la vida, ya como receptor real o como destinatario implícito del
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texto, y funciona como un referente desde el que construirse uno mismo y confirmar su identidad autoral dinámicamente construida y discursivamente mediada.118 Asimismo, Sherry Velasco (2009: 102-106), siguiendo la reflexión de Elizabeth Rhodes, sugiere que las vidas de religiosas, siendo un género autobiográfico exclusivamente femenino donde el deseo del sujeto hablante se ve sustituido por el deseo del espectador/lector, anticiparon, hasta cierto punto, la dinámica del voyerismo: «The spiritual life story is as a genre burdened with the writing women’s sense of obligation to please and to bare the intimacies of her relation with God» (Velasco, 2009: 103). Así planteado, el problema, que en su núcleo toca la cuestión del cuerpo erotizado y fetichizado, en los testimonios de las experiencias místicas introduce en la reflexión al interlocutor como complemento necesario para la narración de la vida. En tal sentido, la experiencia mística verbalizada en el marco de la convención literaria de una autobiografía por mandato se convierte en aval de un relato no tanto de una subjetividad o de una identidad como de un yo-cuerpo. Este «yo-cuerpo enlaza los episodios de la narración —se apodera del texto hasta absolutizarlo— y poseerlo. Es la matriz que sostiene el relato» (Ferrús Antón, 2006: 70). El relato de la vida de Teresa de Jesús María, escrito entre 1624 y 1634 interrumpidamente, se puede inscribir en la segunda corriente de testimonios autobiográficos por mandato, según la clasificación de Herpoel (1999: 37), que se caracterizan por ser más intimistas que narrativos y por tener un entramado literario más desarrollado. Del mismo modo, como otros ejemplos de autobiografías espirituales de este periodo, este texto se caracteriza por una alta hibridación formal, donde lo místico, lo cotidiano, lo teológico, lo real y lo maravilloso se entrelazan en una manifestación de un yo expresada desde su vivencia corporal: una vivencia corporal dolorosa y completa, real y simbólica, que siempre reclama «una identidad ajena para construir la propia» (Rivera Garretas, 1990: 177). Al somatizar su escritura, Teresa de Jesús María pudo construir una posición autoral lo suficientemente firme como para acceder a unas cotas de autoridad teológica —y no solamente mística— generalmente inaccesibles para las religiosas dentro del marco de la espiritualidad católica ortodoxa. Sin embargo, su autoría se hace patente precisamente dentro del sistema ideológico y el orden social dominante. «Víctima al tiempo que heroína», nos presenta un discurso que no busca rebeldía o «soterrada resistencia» (Durán López, 2007: 194). Su construcción de la función autora y la toma de conciencia de la condición femenina se 118
Este entendimiento de la identidad autoral dialoga libremente con el sentido dado por De Lauretis (1986: 8-9 y 14).
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desenvolvieron esencialmente dentro de las cotas de la espiritualidad cristiana ortodoxa. La mayor disidencia de este texto reside no en cuestionar el espacio marginal al que, como monja de clausura, Teresa de Jesús María estaba relegada, sino en actuar de acuerdo con las reglas del sistema dominante, poniendo lo dicho y lo silenciado, lo vivido y lo imaginado, lo espiritual y lo corporal a su favor. Al presentarse como una santa que ha de vivir en un estado «de los más altos y perfectos de la gloria de Dios, y demás de esto el estado y dignidad de especialísima Esposa suya» (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 324), la función-autora se convierte en una herramienta de autoafirmación «realizada mediante el uso de los códigos de los discursos dominantes» (Herpoel, 1999: 224). Tal construcción de la posición autoral permite percibir una disidencia intrínseca a la espiritualidad contemplativa católica a través de una apertura de «los códigos de la Iglesia con sus propias reglas dentro del juego» (Herpoel, 1999: 224) y, así, entender cómo Teresa de Jesús María logró encontrar espacio de enunciación propio «en los intersticios de la rigidez discursiva del sistema que la tenía bajo su control como mujer y religiosa» (Herpoel, 1999: 212). María de Pineda de Zurita nació en 1592 en Toledo, en el seno de una familia noble acomodada. Entre los papeles varios que nos informan sobre la fundación del convento donde profesó, el de las Carmelitas Descalzas de Cuerva, se encontró una interesante carta119 que aclara el año de su muerte —1642— y evidencia la importancia de sus textos para sus correligionarias y su posible circulación extramuros. En su relación autobiográfica, María —cuyo nombre de religión fue Teresa de Jesús María—120 siguió los puntos del modelo hagiográfico, poniendo especial énfasis en los siguientes elementos: su temprana vocación
119 La carta autógrafa de Manuela de la Madre de Dios que precisa la fecha de la muerte de María de Pineda se encuentra ahora en la BNE bajo la signatura Ms.18668/41. El documento, que consta de dos hojas, destinado al prelado y fechado en 3 de octubre de 1642, en Cuerva, dice: «Tocante a lo que pide de nuestra venerable madre Teresa de Jesús María que ha poco murió, las religiosas darán sus dichos jurados y yo enviaré a vuestra reverencia un traslado de su vida, que escribió por obediencia; hay grandiosos papeles de cosas altísimas, que piden libro de por sí andando en tiempo». 120 María dice que al principio del noviciado tomó el nombre de María del Cristo, para después cambiarlo a Teresa de Jesús María debido a la devoción que en su convento se tenía a la Santa (Teresa de Jesús María, V, 1921: 9). Este nombre ha sido la razón de la confusión que se produjo entre la Teresa de Jesús de Ávila y la de Toledo y contribuyó a ofuscar cuestiones de autoría de los textos de la última. Como se verá en lo que sigue, a lo largo de su texto María explícitamente expresó su deseo de santidad, sintiendo ser elegida y tocada por Dios (Teresa de Jesús María, V, 1921: 14, 22 y 25). A la luz de estas ambiciones, se puede entender la elección de este nombre como un gesto no solamente simbólico, sino estratégico, que propició a la autora un marco de repercusión más amplio y, en ciertos casos, aseguró la legitimidad de sus interpretaciones y exégesis.
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religiosa,121 una inclinación hacia las penitencias corporales,122 el poco afecto que tenía hacia sus padres y hermanos o el rechazo hacia el matrimonio terrenal. Una austeridad emocional, una salud débil, una inteligencia precoz y una inclinación al estudio indudablemente influyeron en el temprano llamamiento espiritual de María. A lo largo de su servicio a la religión, cuarenta y un años en el claustro y treinta y tres en profesión, Teresa de Jesús María desempeñó cargos diversos, como los de maestra y dos veces priora del convento (en 1626 y 1633), funciones que cumplió con «grandísimo sentimiento y repugnancia» (Teresa de Jesús María, V, 1921: 26). Mediante repetidas afirmaciones de su alteridad («los dones poco ordinarios y excepcionales» de las que habla), se otorgó a sí misma la autoridad de ser «una de las mayores santas que hubiese en la Iglesia de Dios» (Teresa de Jesús María, V, 1921: 25). Sin embargo, sus tempranas experiencias místicas no le facilitaron la profesión ni la posterior vida en religión. Las autoridades eclesiásticas hicieron recaer sobre ella un aire de sospecha y, de hecho, no se admitieron sus votos antes de que se examinasen sus experiencias y testimonios en una asamblea especial convocada en Toledo en 1609 (Teresa de Jesús María, V, 1921: 12). Una vez aceptada en el claustro, iba ganando la admiración y simpatía de otras religiosas, fortaleciendo su autoridad espiritual: «Hablaba de las cosas espirituales, de manera que las religiosas y todas personas que me oían, se admiraban y lo juzgaban por cosa notable y extraordinaria» (Teresa de Jesús María, V, 1921: 8).123 De ahí que, desde el principio, Teresa de Jesús María tuvo que negociar una posición bastante ambigua. Por un lado, se sintió una predilecta de Dios, la única capaz de entender las palabras que quería exteriorizar en intimidad y aislamiento (las «ansias de soledad y silencio imposible para alcanzar», como menciona Teresa de Jesús María, [SCSE, 1921: 403]).
121 La relación autobiográfica abunda en ejemplos tópicos de este tipo: «Siendo como de tres años, y aun pienso que no los tenía, me llamó nuestro Señor para monja descalza, y aunque yo no entendía entonces qué cosa fuese este estado, decía muchas veces y en todas las ocasiones que había de ser monja, y de qué religión y qué convento, aunque yo no le conocía» (Teresa de Jesús María,V, 1921: 3). 122 Resulta justificado pensar que, además del sentido tópico de estas afirmaciones, tal y como lo presenta la autora, el carácter introvertido, hasta autista (a los cinco años María pidió «con grande ansia» a sus padres que la trasladasen a una «piececilla muy apartada […] y harto inmunda» donde pasaba todos sus días «con grandísimo consuelo y gusto», como comenta, al verse apartada «de la comunicación con criaturas», [Teresa de Jesús María, V, 1921: 4]), junto con las frecuentes enfermedades y dolores de su joven cuerpo, una dificultad de cooperar con otros niños y el sentido de culpa por los breves episodios de vivir una vida de «travesuras y juegos» dejaron huella en su futura forma de relacionarse con el mundo, con la divinidad y con su propio cuerpo. 123 De tal retórica de excepcionalidad se sirve otra escritora, que se ha analizado en el apartado 3.2.I, Estefanía de la Encarnación, cuando dice en su Vida: «Los hechizaba [yo] a todos, y no sé por qué» (Estefanía de la Encarnación, 1631: f. 43r).
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Al mismo tiempo, poseía un admirable conocimiento de la doctrina cristiana, de lo que se desprendió su ansia no solo de recibir sino también de comentar, explicar y enseñar las cuestiones teológicas. Además, logró ganarse rápidamente una posición de guía y mentora de sus hermanas monjas, que querían envolverse en el aire de su santidad. Simultáneamente, tenía que afrontar la posición de beata sospechosa para algunos jerarcas de la Iglesia. 3.2.4.2. Cuerpos místicos/cuerpos polifónicos A estas alturas se considera provechoso recurrir al planteamiento que propone Judith Butler según el cual la reducción de la mujer a su corporeidad constituyó un sine qua non de la emergencia del sujeto masculino ya desde la cosmogonía platónica. El ella-cuerpo permitió la constitución del sujeto masculino como un ente de razón «que requiere que las mujeres, los esclavos, los niños y los animales sean el cuerpo, realicen las funciones corporales, lo que él no realizará» (Butler, 2002: 86). Esta reducción a la corporeidad privó a las mujeres de la posibilidad de identificarse con la noción autor establecida desde una idea abstracta de ser descorporizado, definido por su capacidad de nombrar y crear, es decir, de engendrar y transcenderse a sí mismo. Sin embargo, al plantear el concepto de escritura corpórea, la imposibilidad autoral resulta ser, si no transgredida, al menos, hasta cierto punto, cuestionada. Obviamente, reclamar el cuerpo como origen de la creación refuerza la asociación de la creación femenina con la reproducción, lo maternal y lo carente de ratio, entonces desautorizado. Sin embargo, una afirmación como «no soy un intelectual. Escribo con el cuerpo» (Lispector, 2000: 18) posee también una dimensión diferente. Como señala Aina Pérez Fontdevila, «al corporeizar la autoría, se introduce en dicha noción todo aquello que tiene que ver con la finitud, la vulnerabilidad o la necesidad del otro» (Pérez Fontdevila, 2012: 402); a una autora le posibilita poner en entredicho la idea del sujeto autoral abstraído de la materialidad y legitimar su escritura a base de la lógica de la experiencia corporal viva. Por otra parte, se debe recordar que el estado místico suponía una renuncia total de la materialidad, «la conquista de sí mismas hasta el punto más extremo, el que despoja el espíritu de la materia» (Nelken, 1930: 52). En este arrastre de exaltación mística es cuando «el individuo se halla sólo frente a la Divinidad, [se] ofrece el peligro de hacer aparecer ésta conforme a los deseos de la imaginación individual; es decir, de apartar, involuntaria, inconscientemente, al místico de la letra. Más grave aún: de hacerle creer que la revelación por él experimentada es más verdad que la letra» (Nelken, 1930: 52). Entonces, para una mística, ser autora (o para una autora ser mística, que, como se verá, presupone un entramado
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de aproximación paralelo) suponía conciliar posiciones oximorónicas a la hora de plantear una narración desde su posición como autora —una función del discurso— sobre lo inefable, vivido a través de su cuerpo como mística —un individuo histórico concreto— (Chartier, 1999: 14; 2000: 92; Foucault, 2004: 65-81). A lo largo de la historia, tanto los místicos como las místicas compartieron la conceptualización religiosa de sus cuerpos, en su dimensión simbólica y factual, como una herramienta necesaria para la salvación de su alma. La redención del alma no era posible desde la aniquilación del cuerpo, sino desde su constante reutilización y su omnímoda presencia: las penitencias internas, como la experiencia de la culpa, y las externas, como las mortificaciones del cuerpo, de las que habló Ignacio de Loyola. «Agustín de Hipona, Catalina de Siena, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, junto con Rosa de Lima, diseñan una tecnología corporal y sensorial y un código de actuación y de escritura» (Ferrús Antón, 2005: 11). Estas tecnologías corporales, con un largo etcétera de autoras, se enraizaron en la herencia común del cristianismo que apelaba el sentido maniqueo del cuerpo entendido como el origen del pecado y la única vía redentora para la salvación del alma (Kristeva, 2005: 151). Entendiendo la indisolubilidad de estos dos cuerpos, el sublimado y el perverso, las escritoras místicas encontraron lugares propios de enunciación «donde la simbolicidad interfiere su corporeidad» (Kristeva, 2005: 151). La herencia de autoras medievales como Catalina de Siena, que desarrolló una simbología de cuerpo andrógino, anémico y extenuado; el cuerpo como locus de deseo y la dulce caída de Matilde de Magdeburgo, o el cuerpo disciplinado/mutilado de Luisa de Carvajal y Mendoza representan solamente algunos ejemplos en la escala de posibilidades de voces y escrituras del cuerpo. Así entendido, el cuerpo místico deja de ser transparente y mudo para convertirse en una herramienta potente y dinámica en el proceso de emergencia y consolidación de la autoría femenina. Es preciso recordar que tanto en el Medievo como en la Alta Edad Moderna, al igual que en la actualidad, no existía un discurso único ni uniforme sobre el cuerpo. Para los teólogos del siglo xvi, el cuerpo era una estructura de órganos, opuesta a los conceptos medievales de humores o fluidos (Bynum, 1995: 12). Así percibido, el cuerpo teológico constaba de varias esferas, desde la carne hasta el alma sensitiva y la intelectiva, es decir, el lugar de «huellas pisadas por Dios», según explicaba Luis de Granada (1989: 483). Desde la Baja Edad Media, en los discursos teológicos se aplicó una triple categorización: el cuerpo (corpus), el espíritu (animus o spiritus) y el alma (anima) (Bynum, 1995: 15). Sin embargo, los discursos sociales sobre el cuerpo eran variados y no pocas veces contradictorios, ya que evocaban otros principios y usos de la corporalidad, de acuerdo con lo señalado, en un tono algo irónico, por Caroline Bynum (1995: 8, el énfasis es original): «It would be no more correct to say that medieval doctors, rabbis,
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achemists, prostitutes, wet, nurses, preachers, and theologians had a concept of the body that it would be to say that Charles Darwin, Beatrix Potter, a preacher, and a village butcher had a concept of the rabbit». De ahí que, a pesar de que en el cristianismo se puede encontrar una concepción moral y ontológica de la noción del cuerpo más o menos común, se deben tener en cuenta las discrepancias existentes entre los discursos teológicos, legales, devocionales y cotidianos, que señalaban un uso del cuerpo más bien heterogéneo. De acuerdo con lo dicho anteriormente, para los fines de este subcapítulo se ciñe a dos dimensiones del cuerpo —como potencialidad (potenciality) y como localización (locatedness)— para analizar las cuestiones de autoridad, deseo y materialidad de la escritura y preguntar sobre el cuerpo de la autora entendido como una posición estratégica del discurso (Bynum, 1995: 10-15), que se puede reasumir, parafraseando a Denise Riley, en un exclamo cuasimístico, en «¿soy yo este cuerpo?».124 Manteniendo la distancia de la idea de un cuerpo/identidad (essential bodilliness), se guía por la idea del cuerpo construido, que, a su vez, lleva el cuerpo del discurso y el discursivo y permite abarcar la plétora de narraciones sobre el cuerpo en los tiempos modernos e indagar sobre su significado en los textos literarios —místicos y narrativos— particulares. 3.2.4.3. Textualizar el cuerpo/somatizar el texto. La escritura, el cuerpo y la herida en Teresa de Jesús María y Luisa de Carvajal y Mendoza En su experiencia mística, Teresa de Jesús María dotó de nuevas dimensiones al concepto del cuerpo, abordándolo precisamente desde la visión cristiana binaria antes mencionada. De modo parecido a otras autoras carmelitas descalzas posteriores a Santa Teresa, su énfasis y écfrasis se centró tanto en las capacidades simbólicas de su cuerpo como en el misterio de la encarnación del Verbo, proponiendo una fusión entre estos dos horizontes. El modelo espiritual de Teresa de Jesús María, imbuido por la espiritualidad teresiana y sanjuanista, se mantuvo abierto a las influencias de otras escuelas místicas y ascéticas, predominantemente la ignaciana. En este sentido, se inscribió en lo que Michel de Cer-
124 Se refiere a «¿Soy yo ese nombre?» El feminismo y la categoría de «las mujeres» en la historia («Am I that Name?» Feminism and the Category of «Women» in History) de Denise Riley (1988), un texto fundacional para la verificación política de la categorización del sujeto mujer, que señaló, entre otros, que las categorías de género son históricamente inestables e incoherentes y que se van entrelazando con otros factores cambiantes —sexuales, raciales, de clase y etnia—, construyendo conjuntamente la identidad establecida discursivamente. Por todo ello, se concluyó que, así como es imposible la separación del género de los contextos culturales, políticos e históricos, de igual modo es ilusorio hacerlo con la categoría cuerpo, Butler (1990).
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teau denomina «mística renovada», entendida como «an approach that caressed, wounded, ascended the scale of perceptions, attained the ultimate point, which is transcended. It spoke less and less. It was written in unreadable massage on the body transformed into an emblem or a memorial engraved with the suffering love» (Certeau, 1995: 6, el énfasis es original). En su Vida, entrelazada con otros textos suyos de carácter teológico y exegético, sor Teresa extrajo su experiencia del cuerpo dolorido —enfermo, subyugado y sufrido— y del cuerpo en goce —amado, abrazado y satisfecho—, de un cuerpo a la vez vencido y vencedor. Cuando presenta su cuerpo como fuente de pecado, quiere verlo y sentirlo en constante vigilancia, es decir, como un cuerpo sin descanso —siguiendo a san Jerónimo— (Teresa de Jesús María, ETJ, 1921: 392), como enemigo (Teresa de Jesús María, ETJ, 1921: 242) o como un cuerpo muerto (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 148; 170; 249). Sin embargo, el deseo de deshacerse de su propia materialidad —el cuerpo aniquilado (Teresa de Jesús María, V, 1921: 31; CSE, 60, 68)— evoca su presencia más dolorosa y palpable, que se percibe con cada uno de los cinco sentidos tradicionales: su cuerpo mutilado y sacrificado (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 40- 45, 328) se experimenta a través del oído, es un cuerpo en llanto; el olfato lo recibe como maloliente (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 40); la vista percibe un cuerpo sangriento o un cuerpo como un calabozo oscuro (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 40); el gusto lo reconoce como amargo, y, finalmente, el tacto reclama el cuerpo como vaciado y áspero. Por otro lado, a este corpore peccati se le sobrepone un elaborado conjunto de visiones de corpore sanctorum: su cuerpo queda endiosado y transmutado a lo divino (Teresa de Jesús María, V, 1921: 37; CSE 93-95), es un cuerpo-lienzo y tierra fértil (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 57, 76), un cuerpo nutriente (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 97, 101), que finalmente llega a confundirse con Cristo, convirtiéndose en su templo y tabernáculo (Teresa de Jesús María, SCSE, 1921: 411). En su libro Pain: A cultural History, Javier Moscoso (2012) propone aprehender el dolor experimentado y expresado en los textos de los místicos medievales y modernos desde una aproximación histórico-filosófica, algo genérica pero no por eso menos convincente, bajo la denominación común de teatralización del sufrimiento y el uso dramático del dolor en la religión. El dolor de las monjas, según Moscoso, se convierte en un espectáculo debido a que, en el teatro, los mismos gestos purgativos, la mortificación corporal o las dolencias pueden ser interpretadas «as a necessity or abuse, as a form of punishment or a way to salvation» (Moscoso, 2012: 43). Sin embargo, a diferencia de Moscoso, se cree que este philopassionism (un término que el investigador toma prestado de Esther Cohen, 2000: 54), en el sentido de la búsqueda del dolor como instrumento sublime en la imitación de Cristo, posee matices más profundos que los
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sugeridos por el autor, es decir, ser una mera copia/reproducción de los esquemas de comportamiento forjados desde los modelos literarios de las hagiografías medievales (Moscoso, 2012: 45).125 Se considera que a raíz de esta analogía se pueden percibir los ejercicios corporales y la escritura que se fomenta, nace y realiza desde el martirio carnal como una forma de estrategia retórica, literaria y sociocultural que sitúa a la mística en un espacio desde donde le está permitido hablar y ejercer cierto tipo de autoría y autonomía. Se acuerda con el investigador en que el espacio de ascetismo religioso es un lugar liminar de enunciación, un espacio permeable que es «neither entirely public nor completely private; that is neither totally visible nor radically opaque; that is not marked by necessity, but rather by the iron will and unbreakable determination to live and feel the others. In this place that is at once real and fictitious, literary and extraliterary, neither things nor people are what they seem» (Moscoso, 2012: 45). Pero es precisamente gracias a esta ambigüedad del espacio claustral que las escritoras monjas pueden adquirir una posición privilegiada en la cual su deseo, su experiencia y su cuerpo ganan un estatus de factibles y posibles para ser contadas. En ningún momento de su texto sor Teresa prescinde de la materialidad de su cuerpo dolorido y coyundeado, convirtiéndolo en una forma discursiva de su Cristomimesis. De este modo se inscribe en la tradición de las esposas de Cristo, determinadas a imitar el dolor de la Pasión hasta el punto de transformarse en la carne y la sangre de Jesús, de las que este, una vez resucitado y subido al cielo, se quedó despojado. «Las disciplinas y cilicios que traía de día y noche» (Teresa de Jesús María, V, 1921: 14) le permiten a sor Teresa convertirse en una prolongación dinámica de Dios, que, por ser descorporizado, «no puede tener tristeza ni dolor», por lo tanto, «como corazón suyo y en su nombre» será ella quien somatizará «esta muerte y pasión de su Hijo unigénito» (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 75). No obstante, esta imitatio Christi, entendido como meditación e imitación de experiencia a modo ignaciano, posee también una dimensión textual retórica y estratégica concreta. Al somatizar y transformar la Pasión en un cuerpo escrito, las místicas encontraron un modo eficaz de penetrar el lenguaje teológico y hablar «por medio de una corporalidad transformada en particular semiótica» (Ferrús Antón, 2005: 124). Como señala Ruth El Saffar (1994: 100), «in women visionaries the key to the mystic’s encounter with Christ’s image is surrender to 125
Las autoras monjas son presentadas por Moscoso en el marco de las categorías de copia y reproducción: «They do not live; they copy. They do not feel; they imitate; they reproduce schemas and behaviors that they have learned from the pages of their bedside reading, either in hours of solitude or moments of group devotion» (Moscoso, 2012: 45). Esta afirmación se queda en la superficie del fenómeno estudiado sin adentrarse en la retórica de los textos ni en las circunstancias específicas de la escritura mística que permiten entenderla como creación innovadora y original.
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the brokenness represented by his Passion, a masculine imaged as vulnerable rather than powerful». Al mismo tiempo, se recuerda que el imaginario del arte barroco saturaba hasta el extremo con las visiones de unos cuerpos doloridos, sufridos, enfermos y agonizantes que apelaban, por un lado, la vanidad y finitud del ser humano y, por el otro, resaltaban aún más la extraordinaria belleza del último sacrificio de Dios encarnado. Según el Breviloquium de san Buenaventura (2010: 292-294), el sufrimiento de Cristo en la cruz alcanzó su apogeo debido precisamente a su condición de ser el «cuerpo más perfecto». El radical concepto de lo físico de la religión barroca aportó un contexto especialmente provechoso para que se continuasen eventos somáticos como los estigmas o los miraculous inedia desarrollados en el Medievo (Bynum, 1995: 15, n. 4). Si a esto se añade la premisa de que el único cuerpo canónico en el siglo xvii seguía siendo el masculino, resulta especialmente interesante el uso estratégico de la mimesis de Cristo en los textos de las místicas. En la así entendida humanidad de Dios y divinidad de un cuerpo en sacrificio, Teresa de Jesús María supo establecer un pacto literario que le permitió vivir el cuerpo imaginario de Cristo imitándolo en su padecer y así encontrar espacios legitimados para desarrollar una reflexión exegética y teológica. Aquí descansa el verdadero peso de su utilización del argumentum ad experientiam, ya que su propuesta va más allá del autocastigo o la consagración de la enfermedad iniciados por las místicas medievales, como Catalina de Siena, y continuados en la tradición teresiana. Es importante señalar que, en otras autoras, como su contemporánea Ana de Jesús, la Pobre, que poseían una escasa formación espiritual, las manifestaciones palpables de la gracia divina en forma de arrobos, estigmas, bilocación o vuelos operaron en un plano mucho más directo, siendo utilizados solo como pruebas de la santidad de la autora y de la autenticidad de su mensaje. En su Vida de la Venerable Ana de Jesús escrita por ella misma,126 compuesta entre 1610 y 1617, esta visionaria terciaria, a través de la experiencia de su cuerpo, realmente no sale del paradigma del argumentum ad divinam voluntatem como vía para justificar su escritura y pronunciar la verdad de su experiencia. Al testimoniar su dolor y su éxtasis, el énfasis se pone en construir, a través de esta experiencia corporal, no tanto un sentido de autoridad como de autenticidad de la comunicación con Dios. Dicho de otro modo, Ana de Jesús quiere que Dios hable por ella y no que le conceda autoridad para tomar la palabra. En la edición póstuma de su autobiografía, su confesor, Eusebio del Santísimo Sacramento, va más allá argumentando la veracidad de su mensaje por el estatus de santidad de la autora a base del razonamiento silogístico de la correlación coincidente (post hoc): «Y si alguno preguntare, qué autoridad tienen cosas tan prodigiosas como 126
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Se cita por el manuscrito del Archivo de la BNE: Ms. 13493.
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la Madre Anna dexó escritas, mas que el dezirlo ella, y que siendo en causa propia, no se debe admitir su dicho, yo digo lo contrario, que basta dezirlo ella para que se le dé crédito; pues los Santos no dirán falsedad por todo el mundo» (Ana de Jesús, 1610-1617: Preliminares, s. p.). Argumentado la legitimidad de su toma de la pluma, Ana de Jesús está muy cerca de las demostraciones de las místicas tardomedievales, que se presentaban como las amanuenses de Dios, cuando dice: «Sigo su divina voluntad en todas las cosas que su caridad desea a lo qual me fueron dichas estas palabras» (Ana de Jesús, 1610-1617: 220r) o «me fueron dadas las palabras en esta forma aras al Dios [que] dijo: serás mi mano, con tu corazón y de toda tu alma y con todas tus fuerzas y derramarás tu corazón […] de sus [divinas] misericordias serán llanas tus potencias» (Ana de Jesús, 1610-1617: 236r). En este caso, la argumentación sobre la experiencia del cuerpo funciona no tanto como un aval de la autoridad simbólica, ya que esta, en última instancia, se cede a Dios, sino como una herramienta en manos de una autoridad exterior al texto, la divina. Al identificarse con el Cristo indefenso y al referirse a la vulnerabilidad de su propio cuerpo —extremadamente débil, enfermo y flaco—, Teresa de Jesús María propone un razonamiento original que le permite acceder al misticismo intelectual, habitualmente vedado a las místicas que ejercían un misticismo emocional, «desde el corazón» —según explicaba san Juan de la Cruz—. La autora habla repetidamente de sus raptos en términos puramente intelectuales, los cuales, debido a la fragilidad de su cuerpo, que «el Señor conoce», son los que resultan «de mayor agrado a Dios» (Teresa de Jesús María, V, 1921: 14). Este Dios exige de ella una mortificación intelectual y no corporal (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 37), por lo que sor Teresa entiende sus misterios «de un modo mejor que otras criaturas terrenales» (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 37). En su forma de traducir el sufrimiento de Cristo en la superficie de su cuerpo femenino, Teresa de Jesús María se aleja bastante del lenguaje teresiano, un balbuceo místico, en el que la necesidad estratégica de hablar como mujercilla obligó a la Santa a prescindir de los cauces teóricos y hacerlo desde su ignorancia. Aunque sigue la tradición teresiana de autorizar su discurso por la experiencia, no se abstiene de reafirmar cada una de sus visiones extáticas con citas bíblicas y extensas referencias a la tratadística. Su discurso se fortalece con fragmentos de la literatura paremiológica, la patrística y las exégesis bíblicas, demostrando su conocimiento del repertorio ortodoxo y su capacidad interpretativa. La unión con Dios, que alcanza en el tercer camino de perfección, la permite comprender «el misterio de la generación eterna del Verbo» (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 127 y ss.) y, por lo tanto, proseguir con comentarios a las Sagradas Escrituras, que, presentadas por separado, podrían pasar, como mínimo, por atrevidas e inadecuadas.
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Es interesante notar que el martirio corporal de sor Teresa no se limita a este deliberado padecer: es muy diferente para la autora el dolor que proviene de las enfermedades, un dolor no voluntario, y aquel que está determinado por su decisión de sacrificio. Desde su primera juventud, sufre enfermedades crónicas que condicionan su modo de relacionarse con el mundo y con su propio cuerpo. En principio rechaza la enfermedad como una realidad impuesta y ajena a la gracia. Sin embargo, con el tiempo pasará a entenderla como un elemento inmanente de un cuerpo místico y una puerta para acceder a toda una larga tradición de cuerpos enfermos, tanto bíblicos como hagiográficos, describiendo sus dolores como superiores a los vividos por santa María Magdalena y el santo Job. Al empezar el relato, la enfermedad es presentada como un obstáculo «para todo género de ejercicios» (Teresa de Jesús María, V, 1921: 29) y para el desarrollo espiritual: «Con este zaratán y la calentura continua que tengo […] me parece que es muy poco el trabajo que me causa y mucho lo que me impide el hacer algo por Dios y cumplir con mis obligaciones» (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 327). Su corpus ut aegrum evoca el Dios del Antiguo Testamento, un Dios vengativo que le envía castigos, a los que se somete entregando su cuerpo como campo de batalla entre el bien y el mal: «Ofrecíale a Nuestro Señor mi cuerpo que tomase en él la venganza que quisiese y pidiese su divina Justicia, aunque fuese ponerme como Santo Job» (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 328). Además de los ataques de artritis, que ella describe como «unos pasmos en los miembros que se ponían yertos, fríos y tiesos, como de cuerpo muerto y helado» (Teresa de Jesús María, V, 1921: 16) y las migrañas, que le «torcían los sesos» (Teresa de Jesús María, V, 1921: 16), hacia la mitad de su vida —alrededor del año 1626— Teresa padeció un cáncer de mama, que denomina «un zaratán», y que se convirtió en una experiencia clave para sus posteriores experiencias místicas. En este involuntario padecer, encontramos las raíces de lo que se desarrollará como el mito de la enfermedad, el síntoma del castigo y el efecto de una corrupción interior. Tal sentido de enfermedad se propuso ya en el conocido tratado médico Flos Medicinae Salerni (1480), que define el cáncer como «un tumor melancólico que come partes del cuerpo» mediante «putrefacción interior» (apud edición crítica de Frutos González, 2010: 143-1195, vv. 654-655 y 1970). Sin embargo, al proseguir la narración —que abarca más de diez años—, su enfermedad se convierte en tema y materia del relato en el que sor Teresa se presenta como exemplum que a través de la imitatio supera la imperfección de la corporeidad femenina. Desde aquí, en el estricto marco de redacción de la vida y de limitación de la palabra femenina, el lenguaje corporal empieza a funcionar como una alternativa a la palabra oficial, una voz encubierta que descubre la especificidad de la expresión femenina. Su cuerpo, aun en el acto de la imitatio Christi, sigue siendo un cuerpo de mujer: marca
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un deseo y una especificidad fisiológica femenina allí donde estos deberían ser borrados. En tal dinámica del cuerpo-texto, la «textualidad y sexualidad se traban sobre un continuum, resultado de una concepción específica del texto y del cuerpo» (Ferrús Antón, 2005: 9). De acuerdo con lo que dice Susan Sontag (2011) sobre el misticismo como desmitificación de la enfermedad, al percibir esta como metáfora, sor Teresa empezó a dotar de sentido transcendental a su involuntario padecer, del modo que lo hicieron otras religiosas, como Teresa de Cartagena, Teresa de Jesús o María Vela y Cueto (1561-1617). Asimismo, consiguió un espacio de autoobservación, es decir, una introspección alimentada por una mayor conciencia de sentir el propio cuerpo. El Diccionario de autoridades (1726-1739) define zaratán como «un género de enfermedad de cáncer, que dá a las mugeres en los pechos, el que les vá royendo, y consumiendo de tal suerte la carne, que por lo regular vienen á morir de esta enfermedad». Y, aunque Teresa quedó curada de esta enfermedad, por el amor de Dios y los rezos de una amiga suya, una tal Francisca de la Merced de Dios, esta experiencia marcó decisivamente el modo en que articuló su discurso místico posteriormente, dando primacía a las imágenes relacionadas con la fisionomía femenina, antes poco visibles y exiguas. Resulta muy peculiar la manera en la que sor Teresa, a través de la retórica de la falta y el dolor factual de su pecho enfermo, llega a introducirse en la larga tradición de devocionarios que personificaban a Cristo y la Iglesia en términos femeninos. Esta tradición fue compartida tanto por los místicos como por las místicas; sin embargo, la figura del Cristo nutricio—conocida de los bestiarios medievales que alega a Cristo como pelícano bueno—, «que alimenta eucarísticamente a los cristianos con el líquido destilado de su pecho [y] la sangre derramada en la cruz» (Ferrús Antón, 2005: 151), pudo llegar a su realización tangible únicamente a través de la materialidad femenina, puesto que sus carnes eran capaces de hacer lo mismo que el Cristo-hombre: «Nutrir, sangrar, engendrar y morir en dar la vida por los demás» (Ferrús Antón, 2005: 151). El valor supremo de tal imitatio por identificación le permite conseguir a la escritora la autoridad necesaria para avalar su discurso. En el imaginario desarrollado por Teresa de Jesús de María, los «pechos derramados e inmensos» como «mares de vino de amor» o «mares de leche y dulzura» (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 133) son atributos de un Dios materno y contrastan con las imágenes de su propio pecho: vacío, enfermo, fuente de dolor y ansiedad (Teresa de Jesús María, V, 1921: 29, 327). Es interesante notar que este tipo de imaginario, influido por los grandes místicos especulativos, como el Maestro Eckhart, aunque presente en otras autoras monjas, como Catalina de Siena o Marcela de San Félix, no era común entre las místicas del momento, que se veían convertidas con más frecuencia en metafóricas madres del Niño Jesús que en criaturas alimentadas por un Dios materno. Sor Teresa presenta a Dios
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como una «madre amorosísima» (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 97) que no solo le da el pecho para mamar, recibiendo «divinas perfecciones y propiedades» (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 98), sino que cuida de ella como de una niña en y a través de su corporeidad. Por ser una hija tierna y delicada se le conceden los dones intelectuales del Espíritu Santo —sabiduría, entendimiento, ciencia y consejo—: «Teresa, mientras estás en carne mortal […] te miro y con amor ternísimo te amo; bien puedes venir a mamar de mis pechos, que yo haré contigo lo que las madres amorosísimas hacen con las criaturas pequeñas, que es gorjearlas sobre sus rodillas, besarlas y darles el pecho» (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 98). De este modo, la autora otra vez convierte una vivencia corporal concreta —la enfermedad mortal exclusivamente femenina y la maternidad biológica— en origen y justificación de su autoría. Sin embargo, a diferencia de Santa Teresa, que «ajena al saber letrado traba su historia sobre lenguajes de la experiencia» (Ferrús Antón, 2005: 119), Teresa de Jesús María accede a unas cuotas de autoridad diferentes, las del magister misticus: la leche materna es un líquido corporal de continuum, un aval simbólico a la hora de enseñar e interpretar. Así entendido el magister misticus, manteniendo la función estratégica de la narración del y sobre el cuerpo, fue extendido más allá de la textualidad y convertido en acción misionera y política mediante la experiencia de mártir de Luisa de Carvajal y Mendoza. Esta mujer, de procedencia noble y acomodada, pasó diez años de su vida, desde 1604 hasta su muerte en 1614, como misionera en Londres, predicando, enseñando y ejerciendo labores caritativas en defensa de la fe católica. De su labor apostólica dejó constancia en un abundante legado epistolar y varios escritos autobiográficos, en los que destacó su carácter de maestra espiritual. En una carta al marqués de Caracena habló de su rol de pregonera: «Yo siempre en la calle de pechos sobre un tablón» (Carvajal y Mendoza, 1966: 268),127 siendo consciente de la subversión de las normativas de género que este hecho conllevaba: «La señora […] decía […] que no era posible sino que yo no era mujer, sino sacerdote romano en hábito mujeril» (Carvajal y Mendoza, 1966: 269) y «como oyeron [la multitud del pueblo] que éramos tres, ya decían que todas éramos sacerdotes; y otros, sin duda frailes» (Carvajal y Mendoza, 1966: 273). Aunque las circunstancias vitales —la temprana pérdida de ambos padres y años de abuso psíquico y físico que sufrió bajo la tutela de su tío materno— bien pudieron llevar a una quiebra psíquica de la joven, durante toda su vida trabajó para transformar la tragedia personal en un sentido de valía y mérito individual. En su caso, el dolor impuesto «por mano ajena» (Carvajal
127 Se cita por la edición de sus textos autobiográficos y cartas de Abad (1966). Cuando la transcripción difiere del original, se cita por el manuscrito del Archivo del Convento de la Encarnación.
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y Mendoza, 1966: 186) le sirvió para intensificar su deseo de piedad penitencial y de virtudes en imitación de los santos mártires católicos. Su testimonio textual de sufrimiento corporal, que después utilizó como medio para legitimar su agencia espiritual y política concretas, refleja un amplio conocimiento y un hábil manejo de las prácticas espirituales y políticas contrarreformistas, aprovechadas para una realización individual y, hasta cierto punto, independiente si son vistas en el marco de las normativas del momento, que limitaban la actividad religiosa femenina a una piedad colectiva enclaustrada.128 Una vez en Inglaterra, durante el interrogatorio ante el que fue sometida por haber predicado en la calle los dogmas de la fe católica, preguntada por la razón de su estancia en estas tierras respondió: «Yo […] había venido por seguir los ejemplos de muchos santos que desampararon voluntariamente su patria, amigos y deudos por vivir con desamparo y pobreza en tierras extrañas, por amor de nuestro Señor» (Carvajal y Mendoza, 1966: 274). Fundadora de la Compañía de la Soberana Virgen María, Nuestra Señora —que agrupaba a mujeres que querían proseguir la labor misionera encarnando, en sentido figurativo y literal, los ideales de las mártires católicas de la Iglesia primitiva—,129 Luisa se apropió de los valores de la Contrarreforma: la mortificación, la abnegación y el martirio, construyendo sobre ellos un sentido de valía y autonomía. Para el propósito del presente apartado, resulta especialmente interesante anotar que Luisa preparó tres versiones de la relación autobiográfica sobre los ejercicios corporales impuestos, primero, en su juventud, por mano de su aya, Isabel de Ayllón,130 y después llevados al extremo por su tío, Francisco Hurtado 128 Del carácter militante y político de su misión en Inglaterra habló Rhodes (1998: 887911). Una muestra palpable de la importancia de su figura para las acciones contrarreformistas es su presencia en el Calendar of State papers y en los Downshirepapers, donde el arzobispo de Canterbury, George Abott, opinó negativamente respecto a su vocación, y la recepción que tuvo en la embajada de España y en la corte de Felipe III. 129 Luisa pudo tener noticia sobre la historia de las primeras mártires católicas en los Flos sanctorum, que circularon ampliamente por entonces en España. Asimismo, Abad sugiere que había leído el libro de Joseph Creswell, Historia de la vida y martirio que padesció este año de 1595 el P. Henrico Valpolo. Con gran probabilidad conoció, directa o indirectamente, las historias populares en los años noventa del siglo xvi sobre los católicos perseguidos en Inglaterra, como las de Rivadeneyra, Historia eclesiástica del scisma del reyno de Inglaterra (1588), o Yepes, Historia particular de la persecución de Inglaterra (1599) (Abad, 1966: 133). 130 Los ejercicios de la piedad penitencial le fueron inculcados desde su estancia en la corte entre 1572-1576, donde permaneció cercana al círculo de Juana de Austria, la única mujer que secretamente fue admitida para ingresar en la Compañía de Jesús y cuya extrema devoción resultó ser una piedra angular para la formación espiritual de la joven. Allí, bajo la tutela de Isabel de Ayllón, Luisa fue formada especialmente en severas formas de piedad y mortificación corporal. Uno de tantos ejemplos deja entrever la práctica de dormir honestamente, que Luisa describe de la manera siguiente: «No me permitía [Isabel de Ayllón] echar sobre el lado izquierdo, porque no
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de Mendoza, marqués de Almazán. Pero, hasta donde dejan entrever las explicaciones detalladas de Luisa, estas penitencias bien pudieron sobrepasar la frontera del abuso sexual, con unas técnicas de una violencia física y psíquica extrema: Y no con menos cuidado me exhortaba mi buen tío a una perfecta obediencia y negación de mi propia voluntad; […]. Y de mil modos probaba y quebrantaba la mía. Y cuidando en esto más y más cada día, se resolvió de ejercitarme en modo bien extraordinario y dificultoso a mi natural humor, teniendo yo entonces catorce años de edad. Había en casa una persona muy sierva de Dios […] a la cual ordenó [el marqués] […] que tomase a su cargo humillarme con mortificaciones y disciplinas; y a mí me mandó la obedeciese en esas cosas […]. Había un oratorio muy conveniente y secreto […]. Y entrando, cerradas las puertas con llave, con severo rostro, […] me mandaba descubrir las espaldas; y, quedando desnuda hasta la cintura […] y hincada de rodillas, ofrecía a nuestro Señor aquel sacrificio, como el más duro y áspero, en mi opinión, que se me podía mandar […]. Ella llegaba con unas disciplinas de cuerdas de vigüela nada blandas, y me disciplinaba el tiempo que le parecía con golpes tan bien, que apenas los podía algunas veces sufrir; y, para no mostrarlo exteriormente, me era necesario hacer gran fuerza en las manos, una con otra, o apretando los puños […]. Todo mi sentimiento y dificultad estaba en el extraño empacho que sentía de desnudarme […]. Y muchas veces me pareció que no pudiera sentir más la misma muerte, y más cuando se resolvía en que la disciplina fuese de los pies a la cabeza, con una toalla puesta por la cinta, de manera que se pinta un crucifijo, y los pies en la tierra fría, y una soga de cáñamo a la garganta, con cuyos cabos se ataban las muñecas y manos a la columna. (Carvajal y Mendoza, 1966: 162, 181-182, 183)
Estos relatos, en una perspectiva diferente a como son presentados, constituyen el meollo temático alrededor del cual se construye la narración y son los únicos que se conservan en más de una versión en los escritos autobiográficos de Luisa. Este hecho, más allá de una simple coincidencia histórica, puede indicar que, a pesar de haber excluido del escrito oficial de su autobiografía, que entregó en 1603 a su confesor Michel Walpole, los detalles más sádicos o sangrientos, la autora quiso guardarlos entre sus papeles íntimos, muy probablemente para otra redacción de su vida. Por encima de su fragmentariedad, vistos en conjunto presentan las experiencias penitenciales más duras a modo de la imitatio Christi, mediante escenas del vía crucis. Asimismo, los fragmen-
corriese fácilmente algún humor dañoso al corazón, y hacíame cruzar los brazos sobre el pecho en forma de cruz. Y luego, tirando la camisilla hasta los pies, hacía que un doblez de ella dividiese las rodillas, y en el verano hilvanaba la ropa de la cama por los dos lados, por la salud y por la modestia, de que tanto ella cuidaba» (Carvajal y Mendoza, 1966: 143).
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tos sin censura parecen haber inspirado más directamente sus poesías ascéticas y místicas, escritas mayoritariamente entre 1593 y 1601, durante el periodo de intensificación espiritual de la autora.131 Las imágenes del cuerpo mutilado y mórbido (Carvajal y Mendoza, 1966: 161-162 y otros), humillado y hasta desapropiado (Carvajal y Mendoza, 1966: 169; 173 y otros), que crean el horizonte imaginativo de sus textos autobiográficos, penetran intensamente las coplas, los romancillos y las redondillas, los sonetos y las liras, donde se estetizan utilizando la convención poética y mística. En este sentido, el dolor del cuerpo real queda instrumentalizado en el cuerpo ficticio del poema, que lo inmoviliza y abstrae de la materialidad contingente, con lo cual se supera la realidad de recordatio, en la que uno es el objeto pasivo de la introspección, para instalarse en el universo de la creatio, de construir y fundar una agencia y, por tanto, una autoría propia. Las analogías entre los fragmentos que no entraron en la versión final de la vida y las metáforas del sacrificio y la unión místicos trabadas en sus poemas resultan sugestivas. Miremos algunos ejemplos. Entre las notas sueltas encontramos las descripciones más morbosas de los ejercicios de mortificación, que seguían las pautas de «los siete derramamientos de sangre de nuestro Señor»:132 131
Los investigadores no están de acuerdo respecto a la datación exacta de la producción poética de Luisa de Carvajal y Mendoza. Cruz (2009b: 255) y Fox (2008: 246) opinan que esta debió de escribirse en los años noventa del siglo xvi, durante el periodo de mayor tranquilidad y aislamiento de la autora, después de la muerte de los marqueses de Almazán (1592), pero antes de su salida a Londres (1604) o de su mudanza a Valladolid (1601). García-Nieto Onrubia (1990: 16) propone el periodo 1596-1599 sin indicar las razones. Olivares y Boyce postulan 1593-1601 (1993: 479). Su primer biógrafo, Camilo María Abad, transcribe la carta de Luisa que aclara un poco la cuestión, donde indica su alivio ante verse liberada del control familiar y la voluntad de proseguir un camino individual, al margen del binomio matrimonio-convento: «[A]cé los ojos a Dios y díle inmensas gracias, porque me veía del todo sola y libre para irme, sin ningún estorbo, tras los desprecios y desamparos de Cristo […]. [Nuestro Señor] me arrojó desde donde estaba y dio conmigo en una gran soledad (aunque dentro de los límites de la babilonia [sic] de Madrid), cortándome del trato de mis deudos, amigos y conocidos» (Abad, 1966b: 69). En estos años, la por entonces treintañera Luisa se independizó en su camino espiritual, estableciendo un tipo de beaterio femenino bajo tutela de los jesuitas y profesando una serie de votos de los que dos respondían a un modelo de piedad extrema, como se puede ver en su declaración del voto de martirio: «Yo, Luisa de Carvajal, lo más firmemente que puedo, con estrecho voto, prometo a Dios nuestro Señor que procuraré, cuanto me sea posible, buscar todas aquellas ocasiones de martirio que no sean repugnantes a la ley de Dios; y que siempre que yo hallare oportunidad semejante, haré rostro a todo género de muerte, tormentos y riguridad» (Carvajal y Mendoza, 1966: 245). 132 Esta secuencia de penitencia corporal constaba de «circuncisión, sudor del güerto, columna, coronación de espinas, desnudarle la vestidura, enclavarle y la lanzada» (Carvajal y Mendoza, 1966: 180). Se sabe que, entre otros, Francisco de Borja fue especialmente devoto a esta forma de piedad penitencial. Por otro lado, se desconoce si Francisco Hurtado de Mendoza seguía personalmente dicho camino, aunque del testimonio de Luisa sabemos que el marqués gustaba
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Después halló mi tío otra persona, de las mismas de casa, a propósito para esto, y a veces ordenaba a la una, a veces a la otra. Y así, ordenaba algunas veces que me llevasen desnuda y descalza, con los pies por la tierra friísima, con una cofilla en la cabeza que recogía el cabello solamente y una toalla atada por la cintura, una soga a la garganta que algunas veces era hecha de cerdas de silicio, y otras de cáñamo, y atadas las manos con ella, de unos aposentos a otros, como a malhechora hasta un último oratorio pequeño que estaba al cabo de ellos. (Carvajal y Mendoza, 1966: 183) Una mañana, me acuerdo que vino a mí,133 estando yo en la cama134 […]. Y estando yo descuidada por ser muy temprano, vino, como digo a mí, y cogióme de repente sobre las cinchas. Pero no dijo nada, sino mandóme levantar; y desnuda, con sólo un lienzo por la cintura hasta las rodillas, como otras veces he dicho, y con la soga a la garganta y manos atadas, llena de frío y incomodidad, me llevó a un oratorio cercano, que él y el paso estaba solo; y a puertas cerradas y habiéndome disciplinado, me hizo echar en el suelo, donde me disciplinó de los pies hasta los hombros; y no sé qué palabras de menosprecio, me puso uno de sus pies sobre el pecho, en medio dél. Y como tenía un zapato de dos suelas, grueso, y debió descuidarse en cargar demasiado, sentí grande pena dentro del pecho y en todo lo interior dél; tanto, que si no acertaba a levantalle presto, me pareció podía recibir mi salud notable daño. La otra destas dos… [aquí la narración se interrumpe]. (Carvajal y Mendoza, 1966: 184-185)
Estas imágenes dialogan vivamente con versos como los que dan comienzo al «Romance espiritual de Silva. De los efectos de amor de Dios»: «¡Ay, si entre los lazos fieros / que a mi gloria aprisionaron / por mi libertad, yo viera / enlazar mi cuello y manos! […] ¡Oh cuán mil veces dichosa / aquella, de ejecutados / mil sangrientos sacrificios / y abrasados holocaustos / se te ofrece, Cristo mío»135 (Carvajal y Mendoza, Poesías: 3, vv. 1-4 y 17-21). Más allá de la convención de la poesía a lo divino, popularizada por San Juan, o la ascética de Luis de León y Luis de Granada, de cuyos textos Luisa era especialmente devota (Abad, 1966: 134), la autora traba aquí su propia estética del misticismo de la pasión, en el de escuchar las relaciones minuciosas de estos acontecimientos, de los que la joven tenía que informarle de rodillas durante largas horas en su cuarto, mientras él la escuchaba, leía o dormía. 133 De la relación no se puede asegurar si se refiere a una de las sirvientas contratadas para estas prácticas o al marqués mismo. 134 En el autógrafo, aquí, aparece al margen esta anotación: «Desde mi cama me llevó [ilegible]» y en el mismo folio (2v), verticalmente escrito «disciplinas» subrayado a doble raya. 135 Para mayor comodidad de lectura, las poesías y las cartas se citan por la versión digitalizada indicando el número de la composición/carta según aparece en la página de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, vid. el apartado de bibliografía citada. Estas versiones digitalizadas siguen la edición de González Marañón y Abad (1965).
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sentido religioso y profano de la palabra.136 El imaginario místico por ella propuesto, indudablemente imbuido por la espiritualidad teresiana pero también enraizado en la composición de lugar ignaciana, excede los marcos de estas escuelas místicas ensalzando los elementos vividos y figurados de un modo que el sujeto lírico ya no sufre para Cristo sino en lugar de este. El lugar central del dolor que se da en su vida como fuerza aniquiladora en los versos aparece extrapolado al plano de la divinidad. De este modo el trauma adquiere una dimensión de herida posible para ser cicatrizada: «Y más que sanar no puede, / si no es la mano que hirió, / heridas tan penetrantes, / que aquestas sus burlas son: / ¿qué serán veras de amor?» (Carvajal y Mendoza, Poesías: 10, el énfasis es original). En otro «Romance Espiritual de Silva. En que, de paso, va tocando lo sucedido, en su espiritual camino» (Carvajal y Mendoza, Poesías: 4), según la convención de la lírica pastoril a lo divino, el personaje de Silva —un anagrama del nombre de la autora—,137 dialogando con el Pastor/Jesús, dice exaltada: «Y te tendrás por su esclava / y que será tu blasón / verte por el aherrojada / a romper dificultades / de continuo aparejada […] / apremiada del dolor / que la consume y acaba» (Carvajal y Mendoza, Poesías: 4, vv. 48-53 y 59-60). Estos ejemplos muestran dos modos diferentes de la presencia del cuerpo que se quiere superar mediante la fusión con la divinidad encarnada. Sin embargo, tal unión resulta posible solamente a través de la presencia del cuerpo más palpable por medio del vía crucis o el furor misticus. En este sentido, como acertadamente señaló Gwyn Fox en su estudio del cuerpo místico en la poesía femenina áurea, «the body remains insistently present both as a canvas on which to paint Christ-like suffering and as a participant in the pleasure of physical union» (Fox, 2008: 251). El cuerpo/corpus queda instrumentalizado y desapropiado en la práctica religiosa para después ser extrapolado a la formación discursiva —de la autobiografía y de la poesía—, produciendo un trueque: la localización es cambiada por la potencialidad, el cuerpo ignominiosamente vencido se convierte en un yo-cuerpo triunfante. Resulta altamente interesante observar que Luisa, en su reflexión teológico-mística, no desarrolla el imaginario relacionado con la figura de la Virgen María, lo que influye en la intensificación de otras modalidades y temáticas literarias. La devoción mariana, absolutamente central para otras escritoras, como María de Jesús de Ágreda, Valentina Pinelo o Ana Francisca 136 Mi lectura de la poesía de Luisa está en deuda principalmente con la interpretación de la poesía eucarística de Annie J. Cruz (2009b: 255-269), aunque esta, sin embargo, la desarrolla en una dirección diferente, llevándola hacia la poética afirmativa del amor divino envuelta en la convención de la poesía pastoril y petrarquista. Otras interpretaciones interesantes las proponen Fox (2008), Cruz (2004) y Rees (2002). 137 Se recuerda que en el siglo xvii la u es la grafía usual también para v, por esa razón Silva es un anagrama de Luisa.
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Abarca de Bolea, no recibe mayor atención en los textos de Luisa de Carvajal ni en los de Teresa de Jesús María. A pesar de esto, o precisamente debido a la falta de la figura intermediadora de María de Nazaret, las dos autoras desarrollan intensamente la poética eucarística entendida como forma directa y superior de participación en el misterio cristiano. Stephen Haliczer, en su estudio sobre las místicas españolas y siguiendo las reflexiones de Carolyn Bynum, sugirió que el hambre por la eucaristía en las religiosas manifestaba su obsesivo deseo de fundirse en la persona de Cristo mediante la unión con la transmutación (Haliczer, 2002: 214). Por su parte, Gwyn Fox recuerda que la importancia de la eucaristía en la poesía religiosa femenina «stems from its significance as the transubstantiated real flesh of Crist, and the opportunity thus provided for women to partake of his male body» (Fox, 2008: 256). De acuerdo con lo señalado por Carolyn Bynum, ya desde el Medievo autoras como Margarita Kempe, Ángela de Foligno o Catalina de Siena introdujeron la realización tangible y corporal de la unión eucarística en los testimonios de sus vivencias espirituales. En su caso, la relación con Cristo encarnado abarcaba sensaciones físicas muy concretas, como el jugar con el Niño Jesús, abrazar o ser abrazadas por Cristo o ingerir su cuerpo: «To eat God was to take into one’s self the suffering flesh on the cross. […] That which one ate was the physicality of the God-man» (Bynum, 1987: 67). El cambio en la percepción y la recepción del cuerpo de Cristo atestiguado entre los siglos xii y xiv creó un nuevo entendimiento del anhelo/hambre por la unión mística en tanto expresión no de una falta, sino de un deseo, de este modo, «the emphasis moved from heavenly manna to meat and blood» (Fox, 2008: 262). A diferencia de los místicos, cuya relación con la divinidad puede ser entendida como más abstracta e impersonal, para las místicas el trato con lo divino se desarrollaba en un nivel carnal, sensual y sensorial muy concreto. Esta tendencia se mantuvo viva entre las místicas del periodo moderno, cuya experiencia de la unión eucarística con Jesús no demandaba una racionalización adicional representando un tipo de comunicación directa y emocionalmente cargada en línea con yo-cuerpo-cuerpo de Cristo. Para muchas de ellas, el amor y la reverencia por la hostia sagrada se expresaba en términos paradójicos de una experiencia de goce y dolor simultáneos e inseparables. En este aspecto, las dos autoras aquí analizadas demuestran unas semejanzas interesantes. A lo largo de sus éxtasis místicos, Teresa de Jesús María no deja despojarse de sí misma, perderse o deshacerse en la unión divina: su cuerpo se convierte en un vivo retrato de Dios y está poderosamente presente a lo largo de todo el trance místico, hasta convertirse en un cuerpo incorruptible y un tabernáculo para el Santísimo Sacramento (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 70). Al contrario del reclamo de Santa Teresa, donde el yo está aniquilado y «el cuerpo queda como muerto, sin poner nada de sí muchas veces» (Teresa de Jesús, 2014: 107), Teresa de Jesús
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María, durante sus arrebatamientos, no se esfuma ni se borra en la divinidad, sino que más bien se fortalece o, aun, diviniza. Construyendo una interpretación profemenina del libro del Génesis en la que Eva no es ni esposa ni mujer de Adán, sino una simile sibi, es decir, su semejante (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 63), la autora se presenta a sí misma como otra pareja afín para Cristo y para Dios, unida con este en cuerpo como hermana y compañera, en continua y perfecta imitación. En la descripción de uno de sus arrobos místicos, la autora pone en boca de Cristo estas palabras: «Hagamos a Teresa semejante a él [a Dios], démosle una compañera que sirva de otro serafín» (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 64). Separando entre el plano literario y el de la enunciación mediante la introducción del discurso indirecto y la tercera persona, se presenta como otro elemento de la Trinidad que ella contempla y ve «tan de ordinario intelectualmente» (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 68), hasta llegar a remplazar en ella a Cristo a través de un «inefable trueco» (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 78). Este trueco, que ocurre después de las nupcias celestiales, queda expresado por Cristo como una demanda dirigida directamente a Dios: «Padre, quiero que esta esposa que me diste esté donde yo estoy y que viva dentro de tu mismo pecho, como vivo yo, y que […] quede este espíritu como en mi lugar, y yo estaré en el mundo como en lugar suyo» (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 77). Uno de estos desposorios místicos tiene lugar precisamente el día de la fiesta de la Encarnación, un hecho que la autora explica de la manera siguiente: Como aquel día el Verbo Divino se desposó con la naturaleza humana, el Espíritu Santo quería desposarse conmigo con la unión muy semejante, y que tomaría entera posesión, no sólo de mi alma, sino también de mi cuerpo, vivificándole y gobernándole con gran particularidad y asistencia amorosa. […] Así, en su manera, la persona de Cristo sacramentado, entrando en mí por la comunión, reformaría mi cuerpo y le haría como vivo retrato suyo, que éstas son las tablas o puertas del cedro incorruptible que le dieron a la Esposa en día de su desposorio […] como si dijera la Santísima Trinidad […] ego sum ostium, pongámosle también las puertas de esa divina puerta pintando su cuerpo, sus sentidos y sus acciones, que parezcan imagen suya. (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 70, el énfasis es original)
Teresa desarrolla aquí un misticismo encarnado, lo que Fox (2008: 254) denomina «embodied misticism», que le permite introducir las experiencias concretas de su cuerpo y hablar de modo palpable sobre lo inmaterial e inefable. Una estrategia paralela sigue también Luisa de Carvajal y Mendoza en su poesía pastoril a lo divino, que Annie J. Cruz acertadamente denominó «poética de la transustanciación» (Cruz, 2009b: 265-266). Mediante esta convención poética, Luisa logra captar la dimensión carnal de Dios y de su —espiritual y material— encuentro amoroso con este. La fusión del dolor y goce que la poeta
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propone abarca tanto el nivel de las imágenes como el del leguaje, trazando un eficaz puente entre los locus de la contemplación ignaciana y la vivencia interior primordial para las carmelitas, lo que se puede observar en el «Soneto de Silva al Santísimo Sacramento» que la poeta subtitula con un «¡Hostia!»: «Contra los “hostes” soberano y fuerte / amparo, do tu nombre se deriva/ de cristalinas aguas fuente viva / que templa la abrasada ansia de verte. / Muerte eres, vida eterna, de mi muerte, / y de aquella manzana tan nociva / remedio contrapuesto que la esquiva / fortuna, nos volvió en dichosa suerte» (Carvajal y Mendoza, Poesías: 17, vv. 1-8). Aquí la autora aprovecha el doble sentido del vocablo hostia: «la res que se ofrecía como víctima en sacrificio, quitándola la vida en el ara» (Real Academia Española, 1726-1739) y el pan comunal. Otra vez, mediante la voz de la pastora, Silva juega con el significado paronímico de hostes (“huestes”) y hostia, colisionando la metáfora militante jesuítica y la del alberque del castillo interior asegurado por la eucaristía. De este modo, el cuerpo real y el simbólico resultan ser un cruce eficaz entre la dimensión redentora y la militante de la misión católica en su sentido colectivo —referido a la culpa de los primeros padres («aquella manzana tan nociva»)— e individual —que busca superar la finitud de la existencia singular («muerte eres, vida eterna, de mi muerte») (Carvajal y Mendoza, Poesías: 17, vv. 1-8)—. Además, vale la pena apuntar que ambas autoras, en su cotidiana veneración al Santísimo Sacramento, llegaron a una experiencia totalizante, subrayando en varias ocasiones la necesidad, y hasta el alivio, de recibir la eucaristía prácticamente a diario. Es sabido que Luisa, gracias a la amplia red de contactos e influencias de alto rango, logró recibir la comunión incluso durante sus encarcelamientos y tenía guardada hostias en las embajadas, un hecho sin precedentes para las normativas eclesiásticas del momento (Abad, 1966: 94). Por otra parte, Teresa de Jesús María, en su relato de vida, deja constancia de que el privilegio de comulgar a diario le fue concedido con «tan solo nueve años», subrayando, de este modo, su condición de predilecta, especialmente querida por Dios, que la nombra su «corazón» (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 70) o «su Jerusalén», «el monte Sion» y «el monte Líbano» (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 83, 84), traduciendo la voluntad divina en la capacidad fecundadora de su cuerpo, cuando por boca de Dios se dirige a toda la humanidad: «En Teresa que es mi Israel, será tu heredad y serás sembrado y echarás raíces, que es mi escogida» (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 83). Este misticismo encarnado operaba en dos planos complementarios: el ascetismo de la crucifixión y el goce de la encarnación eucarística, propiciando una síntesis de ambas experiencias que llevaba a una sensación de plenitud. En este sentido, el dolor y el goce, en tanto que configuraciones extremas del cuerpo y únicas formas extáticas accesibles a las religiosas, les abrían la vía para el autorreconocimiento y la valía individual. Este philophassionismo en ma-
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nos de Luisa adquiere una dimensión de la práctica discursiva y también de las políticas concretas. Cuando abandona el modo de vida ermitaño y ascético del beaterio madrileño, las prácticas penitenciales le sirven de escudo y de llave maestra para instalarse en el proyecto contrarreformista de la Iglesia católica en Inglaterra y negociar su margen de agencia individual. A diferencia de las místicas medievales, como Hadewijch de Amberes, Catalina de Siena o Margarita Kempe —que, privadas de la mediación de las Sagradas Escrituras, operaban dentro del misticismo corporal como un apasionado y no mediado encuentro con Cristo—, pero también de las místicas posteriores, como Teresa de Jesús María, que realizaban su misión religiosa en la clausura física —entonces individual y espiritual—, Luisa de Carvajal utiliza su cuerpo como medio de conquista intelectual en el plano público y colectivo. Su unión con Cristo, intensamente especulativa de acuerdo con lo sugerido por Fox (2008: 259),138 está indisolublemente relacionada con su proyecto misionero y mártir, por lo cual opera en el plano no solo del perfeccionamiento individual, sino de una salvación colectiva y una reforma eclesiástica más amplia: «¡Ojalá rematásemos nuestro camino con violenta y dichosa muerte, por la confesión de la santa fe católica!» (Carvajal y Mendoza, 1966: 319). Este deseo, lejos de limitarse al sentido figurado, lo incluyó Luisa en la «Instrucción sobre la vida espiritual y religiosa», destinada a sus compañeras de la Compañía de la Soberana Virgen María, Nuestra Señora (Carvajal y Mendoza, 1966: 318-324). La congregación, creada en el mismo periodo en que Mary Ward abría su Instituto de la Bienaventurada Virgen María (IBVM), más conocido como las Damas Inglesas (1608-1611), Luise de Marillac fundaba las Hijas de Caridad (FDC) (1633) y la catalana Isabel Roser negociaba ante el papado la fundación de la rama jesuita femenina,139 fue de hecho su proyecto más ambicioso y de ambigua clasificación para los jerarcas eclesiásticos. Del epistolario y las relaciones autobiográficas de otras religiosas, como las de Inés de la Encarnación (1564-1634, O. A. R.) o Mariana de San José, sabemos que su empresa suscitó un amplio interés, despertando en otras
138 Se acuerda con Fox que la espiritualidad de Luisa poseía más marcas ascéticas que propiamente místicas: «Carvajal y Mendoza herself denies any special divine treatment or mystical phenomena when she goes on to affirm that she did not take account of such sensory perception, preferring pursuit of the essence of virtue and a pure and strong love of God. This rejection supports my contention that what is often regarded as her ecstatic mysticism comes rather from her own strong determination as to the course of her life and her pathologically intense focus on Christ, as well as from the influence of Jesuit meditative practices» (Fox, 2008: 259). 139 Para tener más detalles de la «controversia de Roser» en la historia de la Compañía de Jesús y el rol de las mujeres dentro de la congregación, cf. Burrieza Sánchez (2005: 85-116). Liebewitz (1979: 132-152) estudia el tema del apostolado femenino en la Iglesia católica durante la Contrarreforma y Rapley (1990), en la Francia del siglo xvii.
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religiosas el deseo de imitar sus pasos.140 Se recuerda que la labor misionera femenina, que evidentemente suponía un margen de autonomía, movilidad y libertad mucho mayor que la vida enclaustrada, constituía un tema controvertido para las políticas religiosas incluso en un momento tan agitado como el de las persecuciones de los católicos en tierras protestantes. El proyecto de Mary Ward, quien sin duda conoció indirectamente a Luisa de Carvajal, tuvo un éxito enorme en Inglaterra y otros países, para pronto verse cancelado por decreto papal en 1631 y su líder detenida por la inquisición del Vaticano (Rapley, 1990: 30). Su idea original de fundar una congregación de mujeres misioneras en toda Europa y las colonias comparable a la de los jesuitas bien pudo inspirarse en los ideales del proyecto de Luisa. Sin embargo, el objetivo de este tipo de iniciativas cuestionaba abiertamente las normativas establecidas por el concilio tridentino para el monacato femenino, llevando al límite de la contradicción las regulaciones y los modelos establecidos frente a las necesidades más perentorias en un momento de conflicto en el seno de la Iglesia romana. De hecho, el proyecto de Ward fue calificado como blasfemo, debido a que «it was never heard in the Church that women should discharge the Apostolic Office» (Pastoralis Romani Pontificis apud Rapley, 1990: 31-32). La censura papal abordaba el núcleo del conflicto reprochándole precisamente la agencia femenina pública en la interpretación de las Sagradas Escrituras y la práctica de pregonar, que chocaba con el monopolio masculino y el orden patriarcal de la Iglesia católica: The members arrogate to themselves the power to speak of spiritual things before grave men and priests, and to hold exhortations in assemblies of Catholics and usurp ecclesiastical office […] moving freely everywhere, without submitting to 140
Inés de la Encarnación expresa su deseo de juntar a Luisa en su mortificación por la fe católica en su vida, recogida por Alonso de Villerino en la historia de la orden: «Y assí me determiné a irme con una señora llamada Luysa de Carbajal, que me quería llevar por su compañera a Inglaterra» (Vida apud Villerino, 1690: 206). Mariana de San José, la fundadora y priora de las Agustinas Recoletas, con la que Luisa mantuvo una estrecha amistad, en una de sus cartas le asegura: «Confieso a vuestra merced que, a lo que ahora parece, tuviera por suma felicidad acompañarla y servirla, que […] lo hiciera con gran estima y consuelo mío […]. Con los nuevos mártires nos hemos alegrado mucho, y de que tenga nuestro Señor otros dos soldados en su corte» (Carvajal y Mendoza, 1965: 454-455). Por otro lado, es de sobra conocida la anécdota sobre el deseo de mortificación de Teresa de Jesús. Asimismo, la discípula de la santa abulense y la fundadora de las Carmelitas Descalzas en Bruselas y París, Ana de Jesús, destacaba el carácter de martirio de su misión religiosa: «Veniamos a padezer con Nuestro Esposo donde siempre le están crucificando» y «Grande ánimo hazen y padecen y muérense por ser mártires» (apud Manero Sorolla, 1993a: 664 y 665). Sin embargo, los investigadores han indicado el carácter retórico de este tipo de declaraciones recordando que el nivel de la vida y la recepción de las comunidades religiosas católicas difería mucho según la región y el momento histórico. Las carmelitas fundadas por Ana de Jesús, por ejemplo, fueron bien acogidas en París y lograron acomodar para su clausura una casa palaciega.
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the laws of clausura, under the pretext of working for the salvation of souls; they undertook and exercised many other works unsuitable to their sex and their capacity, their feminine modesty, and, above all, their virginal shame. (Pastoralis Romani Pontificis apud Rapley, 1990: 32-33)
En este contexto, el hecho de que Luisa lograse ver realizado su proyecto no puede argumentarse solamente por su posición adinerada y su origen noble o por haber tenido la suerte de contar con el apoyo de los círculos diplomáticos y religiosos más influyentes. Por encima de estos factores había un plan preciso que pudo llevar a cabo gracias solamente a su determinación por incardinarse en las jerarquías de los misionarios católicos en Inglaterra, la comprensión del contexto político-religioso y la conciencia estratégica, que le permitía el ser una semirreligiosa y que le aseguraba un tipo de agencia e intervención públicas diferentes de las que tenían las monjas en los conventos. De acuerdo con lo señalado por Elizabeth Rhodes, «she was doing work that Catholic men could not do, at the time and place she was doing it; she was filling in, not taking over» (Rhodes, 1998: 906). La investigadora americana interpreta felizmente la misión de Luisa de Carvajal como una bind-misionary: The ongoing repression of Catholicism in England in the early 1600s, with its accompanying immobilization of male Catholic priests, produced a crack in the ecclesiastical monolith through which a determined woman like Carvajal managed to slip and, in her own way, prosper. As she herself observed, a female missionary caught the English authorities and populace off guard long enough for her to realize her ambition, if not fulfill her final vow. (Rhodes, 1998: 906)
Esta misión religiosa basaba su eficacia política precisamente en el uso estratégico del cuerpo como performativo, es decir, un cuerpo material y discursivamente captado en el momento del martirio. La misión de Luisa —entendida como aportación importante a las políticas de la España contrarreformista— pudo llevarse a cabo debido a que ella fundamentó su agencia y la autoridad de su proyecto en la capacidad intermediadora de lo que era el ideologema del cuerpo femenino religioso, es decir, un cuerpo-mediador entre el orden terrenal y divino y un cuerpo-herramienta en la comunicación con Dios (misticismo) y en la redención de la humanidad (martirio). Resulta igualmente crucial señalar que Luisa encaminó sus pasos a un ambiente donde la así entendida agencia femenina era en general posible y podría contar con un apoyo institucional e ideológico. La acción misionera en Inglaterra consistía en recuperar las almas perdidas y no, como en los casos de las misiones transatlánticas, en descubrirlas. Con lo cual, y tal como defiende Elizabeth Rhodes, se puede suponer que «the officially endorsed women’s role in the Catholic church during this period was
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to reinforce the existing framework, not initiate new objectives» (Rhodes, 1998: 906). En su correspondencia, Luisa dejó clara su fidelidad al monarca español considerado el más devoto, Felipe III, presentándose como la encarnación viva de su proyecto de la reconsolidación del monopolio católico nacional e internacional (Carvajal y Mendoza, Cartas: 151, 170, 178 entre otras). En sus epístolas, en medio de las declaraciones de devoción al monarca, insistió en unas acciones políticas y militares específicas, como las de armar a Irlanda, reprochándole al rey su tibieza al conseguir la paz con Francia y los Países Bajos a costa de la causa católica. En su carta a Rodrigo Calderón, fechada en Londres el 5 septiembre de 1613, en un tono apremiante, dice: Ya vuestra señoría sabe lo que me duelen aflicciones de la Santa Iglesia, cuyas cosas están tan eslabonadas y entretejidas con esas del Rey nuestro señor, que son indivisibles; y esto ha tenido en pie la monarquía de España. Toda mi vida he tenido este celo encendido, que me hace tomar muchas veces licencias en que no sé si excedo; pero paréceme que merezco perdón. […] ¡Con qué poquita ayuda podrían hacer mucho en el estado en que se hallan! […] Las piedras y campos claman por socorro en Irlanda. Con tres o cuatro mil soldados que entrasen de nuevo harían maravillas; y aun sin ellos, si tuviesen dinero para municiones y mantener los que ellos se buscasen. Represéntelo vuestra señoría al duque instantemente, que Dios le hará mucha merced por ello. A costa y persuasión del Rey nuestro señor se debía hacer esto, escondiendo su mano; en otra manera no habrá ánimo en Roma. En lo que yo deseo la descubra Su Majestad es en Holanda; con muy grandes veras. ¡Oh, señor, si se rompiese esta paz y treguas tan largas! (Carvajal y Mendoza, Cartas: 170)
Al entrelazar el plano de la experiencia corporal, las vivencias espirituales y las decisiones políticas con la providencia divina que opera a través de su persona, Luisa entretejió un andamio estratégico que le aseguró un modo legítimo de intervención en cuestiones de Estado y acciones misioneras concretas. A fin de cuentas, su piedad penitencial, ofrecida como compromiso con la causa nacional, resultó ser una bisagra efectiva que le permitió compaginar las normativas políticas dominantes de la Contrarreforma con la realización personal y la autodesignación como autora, en tanto dueña de sus palabras y de sus actos. A modo de resumen, se puede constatar que, a las mujeres que decidieron dedicar su vida al servicio de la religión, el argumentum ad experientiam permitió teorizar su propia corporalidad por encima de la mirada canónica del cuerpo femenino. La tensión entre el deseo de autoridad sobre la narración (narrative authority, según Velasco, 2009: 102) y la ansiedad por reclamar su agencia textual resulta especialmente pertinente allí donde la corporalidad in-
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terfiere y condiciona la textualidad. Las monjas, beatas y terciarias acudieron a la configuración extrema de la materialidad de sus cuerpos localizados para abrir, mediante el dolor, pero también el goce, la potencialidad de su agencia como vías para una libertad, real y simbólica, desconocidas. La larga tradición del misticismo femenino utilizó una amplia gama de maneras posibles de escribir el cuerpo, en el cual el sentido de autoridad se lograba midiéndose directamente con su divinidad, concibiendo su propia finitud y hablando por sí y no por boca del otro. Autoras como Luisa de Carvajal y Mendoza o Teresa de Jesús María convirtieron su experiencia corporal en el tema y la materia de su discurso. Paradójicamente, en su caso el único marco legitimador de su práctica literaria estaba en el canon ortodoxo cristiano. Asumiendo que la experiencia escrita, en tanto una tradición textual, es discursivamente construida, ambas autoras lograron crear «an alternative authorithy within the textual practices they had inherited by positioning the essential assumption about experimental difference» (Quilligan, 1991: 16). Retomando la sentencia de Séneca, que no por casualidad abre el presente subcapítulo, en la yuxtaposición de las aproximaciones al uso estratégico de su propia corporalidad en servicio de la más diversamente entendida agencia propia, se ha podido observar cómo estas autoras místicas y mártires trazaron su camino para acceder a las cuotas de autoría y autoridad literarias per aspera ad astra. Su cuerpo físico se convirtió en generador de cualquier forma de discurso. Al mismo tiempo, su experiencia del cuerpo dolorido y mórbido, al confirmar que «sin cuerpo sufriente no hay relato, porque no habrá lenguaje» (Ferrús Antón, 2005:127), se abría a una relación dialógica con toda una serie de intertextos, desde la Vida de Santa Teresa, que consagró la enfermedad y reformuló el lenguaje de la experiencia tras la búsqueda mística a través del autocastigo y el entrenamiento corporal ignaciano, hasta el lenguaje de fluidos corporales de Catalina de Siena. El ejercicio de la escritura encerraba el cuerpo en un espacio de narración donde el dolor, esta hipertrofia del ver y del sentir, reaparecía como el ideal de santidad y el modelo más accesible de autoría. En su autobiografía, Teresa de Jesús María habla de un cuerpo con órganos, completo y desafiante. Sin embargo, a diferencia de la Vida de Santa Teresa, donde la narración mística ocupó un sitio central del texto, en las narraciones aquí analizadas esta parece haber realizado primordialmente una función de justificación de la escritura. El misticismo de la monja toledana era altamente simbólico y catafático, al igual que, podríamos decir, lo era la experiencia de su cuerpo. Después de uno de sus raptos místicos, Teresa de Jesús María dijo: «Dióseme a entender que ya no había quedado nada, ninguna cosa mía, si no era el cuerpo» (Teresa de Jesús María, V, 1921: 42). Este cuerpo tan extática y dolorosamente presente que tuvo potencia y pudo hacerse escritura.
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3.2.5. Argumentum ad divinam voluntatem: la agencia femenina y el providencialismo político Uno de los aspectos de larga duración que vincula los monasterios y los conventos femeninos, en tanto espacios religiosos, culturales e intelectuales, en el mundo medieval y moderno es el oficio de asesoramiento espiritual que las monjas o las comunidades ejercían con los monarcas, su reino y su sociedad. Desde el Medievo, aunque bajo condiciones diferentes, las santas vivas desempeñaban los papeles de carismáticas, visionarias o profetisas, influyendo en asuntos religiosos, sociales y políticos a nivel local y, muy a menudo, nacional. Sin embargo, el prestigio de las divine madri, como Catalina de Siena, Hildegarda de Bingen o Matilde de Canossa, en la antesala del cisma protestante y los aprietos de la reforma católica, se vio coartado por un clima de profunda desilusión, fortaleciendo la autoridad religiosa curial, institucionalizada y masculina. A pesar de recortar su presencia pública, las carismaticae resultaron imposibles de borrar en la veneración popular y nuevamente las particularidades del ambiente político y religioso de finales del siglo xvi y pleno siglo xvii favorecieron su rehabilitación oficial y validación en su rol de consejeras espirituales y mediadoras directas ante Dios en los reinos católicos durante los turbulentos tiempos de la Contrarreforma. Partiendo de este contexto, en el presente subcapítulo se analizará el profetismo femenino entre las religiosas de clausura y las terciarias que utilizaron el argumentum ad divinam voluntatem como eficaz herramienta de consolidación de su posición autoral y de su agencia textual, espiritual y política, muchas veces disidentes respecto a las normativas eclesiásticas o corrientes espirituales y políticas dominantes. En esta aproximación se dialogará con el concepto de «conciencia estratégica del discurso» con el que Myriam Díaz-Diocaretz (1993: 98-103), retomando el concepto de Tzvetan Todorov, hizo referencia a una forma de subversión en el uso femenino de la escritura que consiste en el uso público de la palabra escrita con el fin de ejercer influencia y marcar la autoría literaria en términos de una autoridad simbólica concreta. Tal aspecto estratégico de la escritura se discierne en un complejo de relaciones, donde la significación literaria (en una hipotética forma identificada sexualmente) resulta de la interacción artístico/estética; pero, no menos que de una conjugación y/o disyunción del sociolecto e ideolecto activada a través de la estructura textual y las operaciones interpretativas […]. En la intersección se escucha la voz de la mujer y su conciencia estratégica. (Díaz-Diocaretz, 1993: 101)
Se servirá también de la aproximación de Gerda Lerner (1993: 65-115), quien señaló la dimensión retórica de las experiencias místicas y proféticas utili-
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zadas por las mujeres «to proceed to another level of re-definition […] and establish their full […] humanity by insisting on their ability to speak to God and to be heard by God» (Lerner, 1993: 18). Desde este punto de partida se planteará la lectura de unos escritos escogidos de la monja concepcionista María de Jesús de Ágreda, apuntando especialmente hacia su papel de intermediadora en la corte de Felipe IV y mística visionaria de importancia clave para las políticas eclesiásticas de un imperio en decadencia. El meollo del análisis lo propiciaran las cartas de María al monarca español, vistas al trasluz de su correspondencia con otras importantes figuras de la escena política del momento y ubicadas en el contexto de la escritura, posterior destrucción y reescritura de su obra cumbre, Mística Ciudad de Dios. El análisis se matizará con los ejemplos de otras visionarias reales, como María de la Antigua, Luisa de la Ascensión, María de Cristo, Lucrecia de León o María de la Visitación, destacando de modo más acusado entre ellas a la terciaria dominica María de Santo Domingo, más conocida como la Beata de Piedrahita, que propiciará un ejemplo temprano de la construcción de la autoría sobre la base de la figuración de la santidad femenina en el tiempo de la reforma católica. Asimismo, se traerá a colación la creación textual y agencia fundacional de la agustina Mariana de San José con el fin de establecer puentes entre ambas realidades y subrayar la dimensión activa de este modelo autoral entendido más allá del papel de una amanuense de Dios. 3.2.5.1. Las nuevas Casandras: la agencia femenina y el mensaje de las profetisas Una mirada atenta a las fuentes epistolares, biográficas y las vidas de monjas de la Alta Edad Moderna evidencia que el interés y gusto por las visiones y profecías en la España de los Austrias era común y compartido tanto por el pueblo como por la nobleza y el clero. Los trabajos pioneros sobre las religiosas visionarias de Sonja Herpoel (1999) e Isabelle Poutrin (1993 y 1995) establecieron las bases para un amplio entendimiento del fenómeno dentro de las políticas de género dominantes, más allá de su carácter popular o marginal pero definitivamente arraigado en el ambiente sacralizado y ávido de manifestaciones prodigiosas, características del periodo. Cierto es que en la época tridentina la aceptación institucional de la permeabilidad de los mundos —terrenal y celestial— y los tiempos —presente y futuro— iba acotándose acorde a las normativas de una espiritualidad más sistematizada y, por ende, más controlable. Como acertadamente señaló Karl Rahner, la ruptura en el seno de la Iglesia católica supuso un constreñimiento de la visión privada a favor de una teología mística, lo que llevó a «una desvaloración de lo profético, en beneficio de una revalorización de lo no-profético, o sea, de la contemplación infusa» (Rahner, 1955: 23). Segura-
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mente, la dimensión profética del protestantismo, el sentido de predestinación y el principio formal de la sola scriptura extremaron la necesidad de canalizar las manifestaciones de los prodigios y poderes taumatúrgicos individuales mediante la vigilancia de los teólogos en un tipo de devoción dentro de la ortodoxia católica. No obstante, y al mismo tiempo, la necesidad de fortalecer la devoción de masas y el hito sin precedentes que para tal fin supuso la beatificación y canonización de Teresa de Jesús crearon un contexto propicio para que se promocionasen la santidad y la profecía femeninas en función de unas políticas eclesiásticas concretas. Durante el Concilio de Letrán V (1512-1517) se establecieron normativas para la divulgación de las revelaciones, su clasificación y anunciación por los predicadores (Caro Baroja, 1978: 57). El tema se volvió a plantear durante el concilio tridentino, originando una oleada de tratados enfocados en discernir las iluminaciones verdaderas de las mistificaciones, analizando con especial escrutinio el carisma femenino. Los tratados de Juan Orozco y Covarrubias (Tratado de la verdadera y falsa profecía [Segovia, 1588]), Juan de los Ángeles (Diálogos de la conquista del reino de Dios [Madrid, 1595]), Juan Bautista Fernández (Primera parte de las demostraciones católicas [Logroño, 1593]) o Leandro de Granada (Luz de las maravillas que Dios ha obrado desde el principio del mundo en las almas de sus Profetas [Valladolid, 1607]) compartieron el énfasis puesto sobre la necesidad de plasmar por escrito este tipo de visiones para su más eficaz censura y también para una más amplia divulgación del mensaje divino. Cabe recordar que, de acuerdo con el evangelista san Marcos (BRV, Mc. 16: 15, 17-18, 20),141 la profecía para cumplir con su función debía de ser difundida en el plano de la evangelización pública, perdiendo su carácter íntimo y recogido propio del misticismo a favor de una clara proyección social. De hecho, mientras que la experiencia mística suponía una unión con la divinidad difícilmente traducible a una expresión verbal y operable dentro de la dinámica de silencio, alusión y sugestión, la revelación divina apelaba a la palabra directa, concreta y hasta reiterativa, que cumplía su misión una vez transmitida a la comunidad. Dichos tratados compartieron también la intención de clasificación de las visiones diferenciándolas en tres tipos, corporales, imaginativas e intelectuales, y concediendo mayor veracidad a las últimas. Sin embargo, tanto en la teoría como en la praxis espiritual, las fronteras entre unas y otras eran más bien borrosas y los elementos constitutivos para un tipo de revelación frecuentemente estaban mezclados entre sí, con predominio de los aspectos imaginativos y cuadros ale141
«Y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura»; «Y estas señales seguirán a los que creyeren: En mi nombre echarán fuera demonios, hablarán nuevas lenguas»; «Tomarán serpientes en las manos y, si bebieren cosa mortífera, no les dañará; sobre los enfermos impondrán sus manos, y sanarán»; «Y ellos, saliendo, predicaron en todas partes, ayudándoles el Señor y confirmando la palabra con las señales que la seguían» (BRV, Mc. 16: 15, 17-18, 20).
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góricos de gran plasticidad e inmediatez en el mensaje. Los místicos intelectuales, como Juan de la Cruz o Ignacio de Loyola, se mostraban escépticos ante este tipo de fenómenos espirituales predominantes entre las mujeres, aconsejando, sino una general desconfianza, al menos un «razonable distanciamiento», que permitiría evitar «tentaciones y engaños del demonio», especialmente frecuentes en estos marcos espacio-temporales imprecisos. Desde el punto de vista de las autoridades censoras —habitualmente los padres espirituales y los confesores de las monjas—, justificar la irrupción del mensaje divino a través del cuerpo y la palabra femeninos en la esfera de lo público y lo político demandaba confrontar las normativas sobre el silenciamiento de las mujeres y la prohibición de la predicación establecidas desde las demandas paulinas. Para circunnavegar entre el docere autem mulieri non permitto y el mensaje apostólico dado por una profetisa, se solía acudir a un razonamiento de petitio principii y un topos de impossibilia, justificando la veracidad de la autoría femenina precisamente por la falta de su autoridad simbólica. Un ejemplo especialmente rico en este tipo de argumentaciones lo ofrece el «Prólogo galeato» del obispo de Plasencia, José Jiménez Samaniego, adjunto a la segunda redacción de la obra cumbre de María de Jesús de Ágreda, Mística Ciudad de Dios. En este introito de más de cien páginas de extensión, el confesor de la monja agredana construye una verdadera obra maestra de paradojas, presentando a María como la autora y la no autora de esta Historia divina y vida de la Madre de Dios, intentando compaginar los principios excluyentes de la prohibición del apostolado femenino activo y la ortodoxia del mensaje teológico que María transmitía a sus coetáneos: Es el estilo de Omnipotente Providencia, escoger las cosas flacas del mundo, para confundir las suertes, y revelar a los párvulos, lo que a los sabios esconde […]. Ni hay que estrañar, que tengamos tantos libros de este genero, que dictaron, ó escribieron mugeres pues fuera de ser investigables los juizios de Dios, se descubren razones, que facilitan el credito. Puedese aplicar la que dio Santo Tomás de la mayor devoción de las mugeres; pues como el tener estas menos ocasiones de elacion, las haze, que más fácilmente la compriman, y pensando baxamente de sí, se entregan totalmente á Dios, también por esse medio las haze más aptas de recibir estos Divinos dones. […] A Santa Cathalina de Sena; que alegaba la imbecilidad, y condición de su sexo, para expensarse de enseñar, la respondió el Señor: Adeó increvit superbia eorum, qui se litteratos, et sapientes putant, ut Divina justitia idulterius ferre nequeat, eos que vult pudefacere per foeminas virtute, et sapientia instructas. (Jiménez Samaniego, 1721: s. p.)
En el fragmento citado, el editor del texto, y a la vez el padre espiritual que asesoró a María en las últimas horas de su vida, certifica la veracidad del escrito,
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pero no legitima la autoría. Para explicar la intervención femenina en las materias doctas, defiende el paradigma de una innata subordinación femenina y su incapacidad creativa e intelectual y, cosificando al colectivo mujeres, las presenta como meros soportes de una autoría superior e innegociable del comunicado, la divina. Explicar la sabiduría y el alto conocimiento teológico como derivados de la ciencia infusa permitía reconocer el mérito del mensaje espiritual sin subvertir las dinámicas de género discriminatorias respecto a la agencia social e intelectual femenina. Tal marco explicativo se mantuvo también en uno de los interrogatorios inquisitoriales —iniciado en 1635 y reabierto en 1649— convocado para comprobar la veracidad de las experiencias de bilocación de la monja de Ágreda en las tierras de Nuevo México entre 1620 y 1631. El juez designado para el caso, el padre trinitario Antonio del Moral, escribió al inquisidor general el resumen del examen señalando: «He reconocido en Sor María mucha virtud, o por mejor decir todas las virtudes en un compuesto profundamente fundadas y canjeadas con raíces de caridad, grande inteligencia en cosas de Sagrada Escritura, a mi parecer más adquiridas con la oración, trato continuo e interior con Dios, que con estudio o algún trabajo exterior suyo» (María de Jesús de Ágreda, 1914: s. p.). En la misma línea, el último confesor de María, Andrés de Fuenmayor, admite: «Sabe, que la dicha Madre Sor María de Jesús tuvo la ciencia infusa sobrenaturalmente […] pues constándole que nunca había estudiado letras, le oyó muchas veces hablar en todo género de ciencias» (apud Baranda Leturio, 2001: 19). Debido a la consideración general sobre la innata debilidad de la naturaleza femenina y su propensión al engaño, la profecía femenina demandaba siempre un mayor escrutinio y control, como señala Gaspar Navarro en su Tribunal de superstición ladina (1631): Se tenga cuenta del sexo del que tuviere las revoluciones, á saber, si es muger, ó hombre, porque, caeteris paribus, mas credito se ha de dar a las revelaciones del hombre que de la muger: porque este sexo femenino es más flaco de cabeza, y las cosas naturales, ó ilusiones del Demonio las tienen por del Cielo, y de Dios; […] son mas imaginativas, que los hombres, pues como tengan ellas menos juyzio y discurso, y menos prudencia, mas se inclina el Demonio a engañar a las mugeres con aparentes y falsas imaginaciones, revelaciones, y visiones. A mas desto se ha de mirar en las costumbres, si son las mugeres distraydas, habladores, locas, amigas de enseñar, y predicar á los demas, si assi fueren, no solamente engañan a si mismas, sino tambien á los hombres muy doctos. (Navarro, 1631: 32)
En tal paradigma, acudiendo a la autoridad de los filósofos antiguos y los padres de la Iglesia, como las archiconocidas Etimologías de san Isidoro de Sevilla, en el mencionado prólogo Jiménez Samaniego asume que «la muger es de mas débil, y flaco natural, assi es de complexion mas humida, de phantasia mas
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flaca, de apetitos mas vivos, de pasiones mas ansiosas, de razon menos solida, de juicio mas ligero, de coraçon mas blando, y mudable fácilmente: de este natural nace la mayor aptitud, ó peligro de engañarse, y engañar» (Jiménez Samaniego, 1721: s. p.). En consecuencia, la verificación de la autenticidad de lo pronunciado debe dejarse en manos de los varones doctos: «Sus manifestaciones y visiones [de las mujeres] traen de aí una sospecha especial, que se necesita con particularidad excluir, haciendo dellas más exacto examen, y averiguación mas rigurosa, que de las que reciben los varones» (Jiménez Samaniego, 1721: s. p.). Por lo tanto, como se ha dicho, el paso obligatorio era plasmar por escrito la revelación, transformando un presagio en un tipo de sermón acorde a las reglas de oratoria con un fin persuasivo y misivo, pero también en una conciencia que permitiría introspección en el proceso de la experiencia espiritual. Los testimonios de las visiones los escribían las propias donadas; sin embargo, no eran infrecuentes los casos en que las copiaban las escribas, a veces durante el mismo momento de la visión. En este caso se preparaban dos versiones independientes del texto, redactadas por dos personas diferentes para aumentar la veracidad del testimonio (Van Deusen, 2007: 163-176).142 En cualquier caso, resulta crucial señalar que la mayor preocupación censora atañía no tanto a la veracidad del mensaje pronunciado ni a su carácter ortodoxo como al complejo problema de la usurpación de la autoridad provocada por tal intervención teológica pública femenina: Empero […] la prohibición de S. Pablo solo es, de que las mugeres no enseñen en la Iglesia, y en publico concurso de fieles congregados en el lugar de la oración común, ni de oficio, ó autoridad; aunque fuesse en particular, ó en otros lugares […] al docere mulier non permitto; añade neque dominari; que es dezir, que no usurpen la autoridad, que viene con el oficio del magisterio publico […]. Pero en particular, sin usurpación de oficio, y como personas privadas, no les está prohibido el enseñar; como grave, y eruditamente […] prueba Cornelio á Lapide. (Jiménez Samaniego, 1721: s. p.)
Para obedecer el principio paulino de neque dominari, la visionaria debía circunscribir su mensaje a un entorno cerrado y privado y, por lo tanto, pronun142
Van Deusen trae a colación un ejemplo de la compañera íntima de Rosa de Lima, Luisa Malgrejo, y el acto de arrebatamiento que la última experimentó durante la beatificación de su maestra. Los participantes del acto pronto se dieron cuenta de la importancia de su visión, y su confesor, Juan Costilla de Benavides, «previno tinta y papel y fue escribiendo todo lo que la dicha dona Luisa Malgarejo, iba diciendo con algunos accentos y pausas que hacía; y habiendo escrito como tiempo de una hora, pareciéndole al padre Francisco Nieto de la orden de Santo Domingo que estaba presente, que este testigo se cansaba, así por ello como porque si se la pasaba alguna palabra que no escribiese, lo podría hacer él; tomó asimismo tinta y papel y a una mano fueron continuando; hasta que la dicha dona Luisa Malgarejo acabó» (apud Van Deusen, 2007: 174).
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ciar un presagio estéril desde su mismo origen. Su posible divulgación social se dejaba en manos de los censores, que intervenían en el proceso comunicativo en condición de autoridad terrenal que certificaba el texto: «Esta comunicación se puede hazer, o en voz, o por escrito, y es accidental se haga de la una, y otra forma; si bien la revelación escrita de manos de quien la recibió, viene más libre de las sospechas de viciada, ó añadida si la autoridad del que la refiere no las excluye igualmente» (Jiménez Samaniego, 1721: s. p., el énfasis es mío), es decir, si el discurso no ha sido pronunciado por quien está privado de la capacidad simbólica de ser reconocido como sujeto. El concepto de demanda social de los acontecimientos prodigiosos en los Siglos de Oro, acuñado por José Luis Sánchez Lora (1988: 340) en su trabajo sobre religiosidad barroca, ha sido eficazmente aprovechado en los estudios sobre las autoras carismáticas y místicas para examinar las visionarias reales —las religiosas de clausura y las terciarias, que desempeñaron la función de consejeras espirituales cercanas a los círculos cortesanos—. Sobre el carácter común del fenómeno en el contexto español habló, entre otras, María Pilar Manero Sorolla (1994: 305-318), recordando los casos de la extática Magdalena de la Cruz (1487-1560), abadesa del convento de Santa Isabel en Córdoba —quien anunció la victoria en la batalla de Pavía, el encarcelamiento del Francisco I de Francia y su matrimonio con la reina Leonor—; Juana de la Cruz (1481-1534) —quien reveló a Carlos V que su política suponía un plan divino preestablecido—; la estigmática María de la Visitación (1551-1603), más conocida como la Monja de Llagas —quien desempeñó el papel de consejera de confianza de Felipe II y su sobrino Alberto de Austria, entonces virrey de Portugal—; Catalina de Cristo —cuyas amonestaciones solicitaba el marqués de Almazán, virrey de Navarra—, o Ana de San Bartolomé, conocida como la Libertadora de Amberes por sus presagios sobre la invasión protestante de dicha ciudad, y Lucrecia de León —ambas, predicadoras de la catástrofe de la Armada Invencible—. De hecho, los ejemplos de la primera y las dos últimas bien ilustran cierta autonomía y hasta independencia de juicio y voz por parte de las profetisas, cuyos presagios no necesariamente tenían que responder a las tendencias reales o políticas dominantes, como dejan entrever también los casos de María de Jesús de Ágreda, Ana de San Agustín o María Vela y Cueto. Ante la falta de una autoridad circunstancial suficiente para pronunciar un discurso autorizado, el modelo de santidad cifrada en manifestaciones taumatúrgicas permitía a las religiosas una vía rápida para irrumpir con su discurso en la esfera pública y construir un sentido de autoridad simbólica muy espectacular, que, sin embargo, era igualmente inestable. En la relación entre la carismática y el solicitante de sus consejos, en el plano de la pronunciación y de la actuación se truncaba la dinámica de las dependencias, permitiendo a las religiosas ocupar simbólicamente el lugar de autoridad sobre
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sus protegidos. No obstante, este trueque de poderes era un arma de doble filo. A ojos de los censores y padres espirituales, la autoridad dada por la divinidad podía convertirse igual de rápido en marca de una posesión diabólica, locura o fraude, bajando a la venerada del pedestal de la santidad y autoridad. En casos leves, tal desengaño suponía pasar por el proceso inquisitorial, la excomunión y, en ocasiones, la deportación, como ocurrió con María de la Visitación, expatriada a Brasil por embaucadora. En casos más graves, cuando la fama y las influencias de una visionaria eran más amplias, se ordenaba una abjuración de vehemendi,143 que podía incluir pena de prisión, excomunión o condena a muerte. Tal inestable dinámica de la (des)autorización era característica para las que construían el sentido de validación simbólica y valía individual como homine inspiratus, de acuerdo con lo señalado por Manero Sorolla: Con bondad e ingenuidad, necedad o malicia, vanidad o histeria; sugestionadas o alucinadas, alimentadas de lecturas milagreras y de sublimes vidas de santos, las religiosas captaron el mensaje y presentaron réplica que otros o ellas mismas transmitieron de palabra o fijaron por escrito para hacerla pública. Las inducía a ello su propia afirmación social —muy discutible—, la escalada social que, aun dentro de la clausura, obtuvieron y los posibles donativos que pudieran reportar al convento con el ejercicio de la ciencia política «emanada de la sabiduría divina», no constreñida a la sucesión lógica del tiempo y del espacio o de la ley de la causa y del efecto. (Manero Sorolla, 1994: 318)
Para las autoras monjas, cuya voz y palabra escrita eran privadas del estatus oficial y la efectividad política, traducir el mensaje divino suponía un camino eficaz para acceder a cotas de autoridad en las prácticas públicas, difícilmente accesibles fuera del paradigma de lo milagroso. La profetisa, al ser considerada una transmisora y no una productora de la palabra pronunciada, no suponía, por lo menos explícitamente, una desestabilización del orden simbólico dominante, ya que su voz, al fin y al cabo, constituía un eco de la palabra ajena. Al fijar el origen de la autoridad fuera del discurso pronunciado, en la instancia divina —superior e incuestionable—, la visionaria se situaba en un plano desdoblado de las relaciones textuales en la línea autor-función autoral y el sujeto hablante. Presentarse como mano, oreja o pluma de Dios formalmente dispersaba el sentido de 143 Las sentencias después de la abjuración de vehemendi «podían imponer, entre otras cosas, ayunos, peregrinaciones, azotes, la vergüenza pública, el destierro, las galeras, la confiscación de bienes para los reconciliados y relapsos, la cárcel perpetua para los reconciliados justo antes de dictarse la sentencia definitiva, el uso del sambenito que deberían vestir los condenados como signo humillante de su falta, la hoguera para los relapsos». Quien abjuraba de vehemendi y volvía a repetir su pecado «sería tratado como relapso, esto es, como quien reincide en prácticas heréticas, para quien no había más pena que una irrevocable sentencia a la hoguera» (Bravo Aguilar, 2004: 109).
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la responsabilidad jurídica y legal por la palabra articulada y, al mismo tiempo, aseguraba la veracidad de lo pronunciado. Por otro lado, la elección de Dios, la conexión directa con la divinidad como «relación sin relación con el Otro» (Collin, 2006f: 216), dotaba a la profetisa del estatus de privilegiada, tocada por lo sobrenatural, y le permitía establecerse como misionera de la palabra que trastoca la escena de la actualidad y sus leyes. Tal configuración paradójica de la autoridad sin autoría suponía una subversión radical en el nivel simbólico, ya que, como oportunamente señaló Françoise Collin en su lúcido ensayo «El libro y el código. De Simone de Beauvoir a Teresa de Ávila», cuando la carismática en sus páginas «puede hacer que Dios hable» realmente lo que hace es «hablar en su lugar», entonces «escuchar y decir, no significa afirmar el poder del sujeto, ni su dependencia del otro Sujeto, sino abrirse al hálito del poder (del Todopoderoso)» de hecho «hoy, apenas podemos imaginar parecido “sacrilegio”» (Collin, 2006f: 216 y 219). 3.2.5.2. Autoría sin escritura: el mensaje profético entre las terciarias Como se ha dicho, las coordenadas de la santidad femenina dependían casi exclusivamente de las políticas eclesiásticas, produciendo oleadas de promoción y de freno de esta forma de apostolado femenino. La reticencia frente a los presagios se atenuaba cuando el mensaje divino era pronunciado por una beata o terciaria, es decir, fuera de las dinámicas de la vida monacal y de una supervisión normativizada de las autoridades eclesiales. Paradigmático al respecto parece el caso de María de Santo Domingo, cuyas amonestaciones fueron solicitadas por el rey Fernando de Aragón y el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros,144 pero que, sin embargo, terminó enclaustrada a la fuerza y su mensaje profético silenciado (Sanmartín Bastida, 2013: 141-143). Esta beata, de procedencia humilde y probablemente casi o completamente iletrada —sus revelaciones han sido copiadas por un/a escriba—, marcó su presencia en la escena política y religiosa en el momento neurálgico de la reforma católica. Su carisma, orientado hacia la experiencia mística, pero también una reforma religiosa concreta, ejemplifica lo que fue una oleada más amplia del movimiento caterinista, surgido a principios del siglo xvi (según la clasificación de Jodi Bilinkoff [1989: 55-66]). Las amonestaciones de esta terciaria dominica (en Piedrahita y después en Ávila) estaban relacionadas con asuntos políticos y religiosos como la conquista de Orán en 144 Se recuerda que Cisneros promocionó el modelo visionario femenino publicando por primera vez las traducciones al español de las obras de Catalina de Siena y Ángela de Foligno. También fue benefactor de Juana de la Cruz, y su influencia fue decisiva para que se pusiesen por escrito sus largos sermones.
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1509, que predicó hablando de una conversión masiva de moros, la construcción de su convento de Aldeanueva o la reforma de la Orden de los Predicadores (2014, ff. 240r-260v y siguientes). Sus Revelaciones propician ejemplos de una interesante integración de los modelos proféticos medievales, con predominio del de Catalina de Siena y Ángela de Foligno, y un molde renovado, impregnado por los cambiantes contextos políticos de la reforma de Cisneros, donde las actividades visionarias, penitentes y de caridad empiezan a entrelazarse entre sí de modo más sistemático y también poseen una importante marca de pietas, aprehendida en su dimensión popular. Del mismo modo que su contemporánea Lucia de Narni, también terciaria dominica, María interviene en el diálogo público avalada por un protector noble, don Fadrique Álvarez de Toledo, duque de Alba. Rebeca Sanmartín Bastida (2013: 141-159) propone trazar aquí una analogía con la carismática italiana, insertando a ambas religiosas en una cadena de imitaciones cuyo modelo cumbre será Catalina de Siena, protegida por Raimundo de Capua, su confesor y biógrafo. En todos estos casos, es una autoridad masculina —en relación cercana con la visionaria—, quien produce un discurso de aval del carisma. Sin poder adentrarse aquí en el análisis de la experiencia mística de María, en su raíz cristomimética, con el énfasis puesto sobre la capacidad purificadora del sufrimiento corporal, resulta necesario acentuar dos elementos. Primero, su vivencia extática está indisolublemente relacionada con la profética, un hecho que no se produce en las visionarias posteriores, como Mariana de San José o María de Jesús de Ágreda. Por otro lado, precisamente como en el caso de las místicas posteriores, su profetismo se realiza mediante una acción religiosa concreta. Como su maestra italiana de Siena, María de Santo Domingo también ejerce un tipo de maternidad espiritual que le permite negociar su posición de autoridad e incluso intervenir en la esfera pública como predicadora (Sanmartín Bastida, 2013: 157). Como mamma espiritual —un apodo que comparte con la santa de Siena—, ejerce una labor caritativa con los niños pobres en su convento de Aldeanueva, atiende como consejera a sus confesores, Diego de Vitoria y Diego de San Pedro, y encabeza la reforma entre las casas dominicas toledanas con el permiso del provincial Diego Magdaleno. En este apartado resulta especialmente interesante observar cómo la beata maneja el recurso ad divinam voluntatem en el marco de su experiencia profética y una agencia política imprevista, que, aunque parezca paradójico, produce autoría, pero no escritura. Como en el caso de su coetánea, también procedente de una zona rural, Juana de la Cruz, cuyos sermones fueron copiados por su correligionaria en el convento de Cubas de la Sagra y recogidos en el Libro de conorte, María pronuncia un discurso a partir de la autoridad simbólica alcanzada por su relación privilegiada con la divinidad. Sin embargo, ni María ni Juana toman «la iniciativa de hacer el traslado [del mensaje] al papel, no se produce [entonces]
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una transgresión abierta del obligado silencio femenino» (Baranda Leturio, 2005: 146). A diferencia de las autoras posteriores, en el mensaje de María de Santo Domingo la glorificación del mandato divino se plantea no solamente frente a una ausencia de la voluntad propia, sino mayoritariamente pese a su explícita, y estratégica, resistencia. De hecho, aunque la visionaria articule sus amonestaciones fuera del contexto claustral, la lógica de la función-autor en uso se ajusta al patrón de la obediencia conventual. Presentándose como portavoz a la fuerza de las decisiones de Dios, se difumina el sentido de la responsabilidad sobre lo que se dice y obra y la repulsa estratégica es un aval ante la acusación de usurpación de la autoridad. Al operar esta lógica ante lo pronunciado, se sortea otro tipo de resistencia para poder llevar a cabo proyectos como el de la reforma de la Orden de Predicadores, inspirada por María. Igual de importante resulta el hecho de que su numen místico es canalizado, por así decirlo, por una autoridad masculina, su biógrafo anónimo, en forma de libro publicado probablemente en vida de la autora (Oración y contemplación de la muy devota religiosa y gran sierva de Dios soror María de Sancto Domingo de su orden y hábito, dirigida al muy reverendíssimo señor Cardenal y Obispo de Tortosa nuestro padre y general inquisidor y mi señor [¿1518?]). En otro subcapítulo se ha podido observar cómo, por medio de los paratextos de esta obra, se intentó justificar la autoría femenina acudiendo a los tópicos de la escritura maravillosa y de la inspiración divina. Aquí se quiere destacar que la narración de María no se desvía del patrón de la sierva obediente, humilde y despojada de la pretensión del reconocimiento propio. Ella es el instrumento por el que obra la providencia divina, pues, aunque hable María, es Dios quien dice la palabra: «Mirando que no estaba yo templada para que tu dulcemente en mi tañesses. No estaba concertado el instrumento de mi alma para que tu pusieses la mano suave en él del amor tuyo, de la voluntad tuya» (María de Santo Domingo, [1518] s. a.: 22r). En las cartas enviadas a las autoridades eclesiásticas y de la corte, con el fin de asegurarse los convenios necesarios para proseguir con la reforma, la frontera entre la retórica de la humilitas y la internalización de los códigos de la vanitas cristiana resulta muy borrosa. Lo vemos, por ejemplo, en la epístola dirigida al cardenal Cisneros (abril de 1511, apud Cortés Timoner, 2015: 157-158): «Señor: Suplico a vuestra reverendísima señoría me perdone, por yo, llena de mancillas, tengo atrevimiento para hacer esto o hablar de la vida, nunca abrazando sino muerte; e nunca la muerte de la voluntad, mas la del alma, que me destierra el corazón, que debería enviar a Dios, mi Señor. Suplícole que no me olvide», o en la carta consolatoria enviada a un noble anónimo de Segovia (apud Cortés Timoner, 2015: 185-186): «Miremos pues, triste yo, lastimada de mí, miremos en los lazos tan enlazados de este triste y engañoso mundo, y en el cautiverio de él, y quán presto nos haze perder el camino de aquella gloriosa y tan preciosa Ciudad. Y cómo nos ciega los ojos
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porque no podamos entrar en el conocimiento de nuestra miseria, flaqueza y poquedad, ni en las plaças de aquella Hierusalem de todo nuestro bien y amor Jesús está». De ahí que se pueda decir que, al carecer del aval simbólico que suponían los votos solemnes de clausura y también ante la imposibilidad de controlar la materialidad de su discurso para las terciarias, y, sobre todo, las terciarias iletradas, el argumento a la inspiración divina operaba no solamente en el nivel retórico, sino también simbólico del discurso, produciendo un tipo de autoría endeble. Les permitía superar subrepticiamente barreras de participación en la esfera pública y construir espacios de agencia propia, operable dentro de los actos devocionales en el momento cumbre de la reforma católica. 3.2.5.3. In nomine Domini: María de Jesús de Ágreda y el oráculo político145 «Con una mano de papel y tres plumas y una redoma de tinta se sustenta una monja toda la vida», constató a mediados del siglo xvi en tono burlón el jurista granadino Juan de Arce de Otálora en los Coloquios de Palatino y Pinciano (1995: 859), apuntando hacia el sentido paradójico en aquel contexto de la noción monja-escritora. Pero era precisamente con la pluma, el papel y la tinta como María de Jesús logró marcar su presencia en el discurso teológico y político de su tiempo, afirmando la legitimidad de su autoría a partir del argumentum ad divinam voluntatem. La monja de Ágreda construyó su posición autoral buscando brechas en los modelos de los discursos proféticos dados y que transmitía por medio de las cartas, meditaciones espirituales y tratados doctrinales, en los que encontraba «marcos de libertad simbólica en los que cupiera lo que ella tenía que decir» (Rivera Garretas, 1997a: 97). Además de su obra mística, espiritual y teológica, que abunda en sentidos y matices, es el legado epistolar, de casi mil cartas cruzadas entre ella y varios destinatarios, el que constituye especialmente un interesante campo de indagación por su amplitud, variedad y perspectiva diacrónica, no encontradas en otro tipo de escritos. En esta correspondencia destacan particularmente las cartas intercambiadas con el rey Felipe IV y Francisco y Fernando de Borja, que, de hecho, son las que más interés y emoción han suscitado entre los críticos por sus aspectos políticos y sociales. Sin embargo, en la aproximación a estos escritos el objetivo que aquí se plantea va más allá de interpretarlos en el marco de un «cometido escueto de la transmisión de una serie de noticias» para configurarlas
145 El núcleo de este tema ha sido también materia de reflexión para mi artículo «La consciencia estratégica del discurso: acerca de las cartas de María de Jesús de Ágreda al rey Felipe IV» (Lewandowska, 2014).
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«como conciencia de la subjetividad y como exteriorización del yo que escribe» (Páges-Rangel apud Castillo Gómez, 2006: 32). Desde esta perspectiva me interesa indagar sobre la conciencia estratégica del discurso en las epístolas de María de Jesús y responder, entre otros, a los siguientes interrogantes: ¿cómo se construye la función autoral en las epístolas al rey? ¿Cómo se la mantiene a lo largo de los años de correspondencia y cómo se presenta a la luz de otras cartas y textos espirituales de la autora? ¿Por medio de qué estrategias retóricas y metatextuales se negocia la autoridad del enunciado? ¿Es posible hablar de adaptación de un estilo literario o de construcción de un orden alternativo de significados acorde a los parámetros personales en su correspondencia al monarca? ¿Cómo se negocia la imagen de religiosa, consejera espiritual y escritora en estas cartas? María de Jesús de Ágreda y el rey mantuvieron correspondencia durante veintidós años, desde 1643 hasta la muerte de María en 1665, un total de trescientas doce cartas, de las más de seiscientas que integran el archivo epistolar de Felipe IV. Como es sabido, estos años abarcaron un periodo especialmente complejo para el Estado español tanto en la dimensión política como en la económica y, en consecuencia, en la social. Durante estos años, los conflictos internos —la guerra en Cataluña, las insurrecciones en Portugal, la conspiración independentista en Andalucía por parte del duque de Medina Sidonia y la de Aragón por parte del duque de Híjar, entre otros— y la extremadamente difícil situación externa —la derrota en Rocroi, la insurrección en Sicilia y Nápoles, la declaración de bancarrota, la Paz de Westfalia y, posteriormente, la de los Pirineos— concluyeron en la intensificación de la decadencia y el ocaso del dominio español en Europa. De los cuarenta y cinco años del gobierno de Felipe IV, en más de la mitad María desempeñó el papel de consejera espiritual. Su conocimiento sobre política, economía y la corte se basaba en la amplia correspondencia que mantuvo con los nobles, políticos y eclesiásticos de alto rango, entre los que destacan, además de los mencionados Fernando de Borja, por entonces virrey de Aragón y Valencia, y su hijo Francisco, capellán de las Descalzas de Madrid, Rodrigo de Silva Mendoza y Sarmiento, V duque de Híjar; Giulio Rospigliosi, nuncio de España y futuro papa Clemente IX; las religiosas del convento de Caballero de Gracia, y los misioneros de la Custodia franciscana de Nuevo México.146 Ella misma alude a estas relaciones en la carta del 15 de 146 Aparte de la correspondencia con el rey, que cuenta con ediciones selectas de Silvela (1885-1886), Seco Serrano (1958) y Baranda Leturio (2001), cuando se inició el presente trabajo el resto del epistolario permanecía inédito. Últimamente se ha publicado la edición crítica de la correspondencia con los Borja, que abarca doscientas veinte cartas conservadas en el Archivo de las Descalzas Reales de Madrid, a cargo de Consolación Baranda Leturio (2013). De los manuscritos sin transcribir de la correspondencia con la duquesa de Alburquerque se ocupó recientemente Chicharro Crespo (2013: 191-213). De las casi mil cartas cruzadas con otros destinatarios, hasta
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febrero de 1647 cuando dice: «Confieso que tengo harto conocimiento de las materias de palacio, de las de la Monarquía» (María de Jesús de Ágreda, [s. a.] Ms. 9993: 76r),147 que parecen ser revalidadas por el monarca cuando aprecia la valía de sus consejos y afirma: «Pues se reconoce que lo estudiáis en buen libro». Es necesario recordar que el conjunto de la correspondencia hay que entenderlo dentro del carácter particular de la escritura epistolar de aquel tiempo: por un lado, altamente formal, regulada por numerosos tratados y manuales, como los más populares del momento, de Antonio de Torquemada (Manual de escribentes, ca. 1552), Jerónimo Paulo de Manzanares (Estilo y formulario de cartas familiares, 1600) y Gaspar de Texeda (Cosa nueva. Estilo de escrivir cartas mensajeras, 1547); por otro, de cierta flexibilidad de estilo y temática e hibridación formal, característica de la escritura de las religiosas. A grandes rasgos, el diálogo en las cartas se regía por la regla del decoro y, así, la organización de la jerarquía social determinaba las características formales de la comunicación epistolar. En las cartas al rey este aspecto queda reflejado en el carácter aparentemente familiar y privado que envuelve la conciencia de la repercusión pública de la correspondencia y una relación claramente desigual y jerárquica entre los corresponsales. María se refiere a esta subordinación en repetidas ocasiones, y con el respaldo de la excusatio propter infirmitatem, diciendo, por ejemplo: «Pues me tomo más licencia de la que me da la condición flaca de ser mujer y de inferior a V. M.». Por un lado, el estilo ajustado a la «condiçión y calidad de la persona» (Torquemada, 1994: 137) era un reflejo del código de comunicación de la cultura dominante, un sistema concreto de la representación y del inconsciente político o, dicho de otro modo, un reflejo del control social a través de los usos de la lengua. Por otro, aunque estas reglas fuesen interiorizadas por María, ella supo manipularlas, modificarlas y moverse con cierta libertad dentro de este código, manejando lo dicho y lo silenciado mediante la apropiación de las fórmulas retóricas para fines propios, lo que le permitía expresar su ideario, su experiencia y sus opiniones dentro del marco y la convención de la epístola familiar y consejera. Igual de interesante es la disposición gráfica de este epistolario, que refleja un deseo de confidencia y una clara voluntad de control de difusión por parte del rey, quien demanda en la carta del 4 de octubre de 1643: «Sor María de Jesús: escríboos a media margen, porque la respuesta venga en este mismo papel, y os encargo y mando que esto no pase de vos a nadie» (María de Jesús de Ágreda,
hoy en día, con el decreto de 20 de marzo de 1762 y con ocasión del proceso de beatificación de María de Jesús de Ágreda, se confirmó la autenticidad de ochocientas treinta y dos epístolas. 147 El estudio de la correspondencia de María de Jesús con Felipe IV se ha basado en la lectura comparada de las copias manuscritas Ms. 9993, Ms. 9994 y Ms. 2911 y se cita por ellas. La correspondencia con los Borja se cita por Baranda Leturio (2013).
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[s. a.] Ms. 2911: 2v).148 En el momento de iniciarse la correspondencia, María poseía ya el reconocimiento público de mística y la fama de visionaria, y fue sin duda su popularidad la que llevó al soberano a buscar en ella la mediadora más adecuada para su reinado, marcado por la crisis, lo que queda bien patente en la misma carta: «Desde el día que estuve con vos, quedé muy alentado por lo que me ofrecisteis rogaríais a Nuestro Señor por mí y por los buenos sucesos de esta Monarquía, pues el afecto con que os reconocí entonces, a lo que me tocaba me dio gran confianza y aliento» (María de Jesús de Ágreda, [s. a.] Ms. 2911: 2v). En cuanto al alcance temático de la correspondencia con el monarca, esta se limita a los asuntos políticos y religiosos; no aparecen los rumores cotidianos, el cotilleo, lo humorístico ni lo íntimo, al contrario de lo que se puede hallar en las cartas de ambos interlocutores a otras personas de su entorno.149 De hecho, resultan altamente sugestivos los silencios, es decir, aquellos elementos de la cotidianidad religiosa, política y palaciega que no se mencionan en estas cartas, a pesar de ocupar un espacio importante en misivas del mismo periodo a otros corresponsales.150 Felipe IV mantiene un registro de familiaridad permisible so-
148 En la copia manuscrita hecha por el padre Francisco Carlos de Cañizar para los monjes capuchinos de San Antonio de Madrid se acalara al respecto: «Las cartas todas son de a pliego y dobladas por medio, el Rey escribia en la mitad y en la otra mitad respodia la V[enerable M[adre], y si por llegar mojada, no podia responder en ella la V[enerable] M[adre] lo hacia aparte, pero devolvia a S[u] M[ajestad] la carta por orden que tenia para ello» (María de Jesús de Ágreda, [s. a.] Ms. 4308: f. 4r). 149 La dependencia jerárquica entre los corresponsales, aunque con matices diferentes, se mantiene a lo largo de la correspondencia. Como señala Consolación Baranda Leturio (2001: 35), estamos frente a unas cartas familiares pero no noticieras, por eso no encontraremos en ellas una visión panorámica de la realidad histórica o detalles de la vida cotidiana del momento. 150 Una prueba al respecto la ofrecen las cartas de Felipe IV a Luisa Enríquez Martínez de Lara, la condesa de Paredes de Nava y, desde 1647, religiosa carmelita en Malagón con el nombre de Luisa Magdalena de Jesús. Esta correspondencia, estudiada por Joaquín Pérez Villanueva (1986) y recientemente editada por Pilar Vilela Gallego (2005), abunda en detalles sobre la vida cortesana, las fiestas palaciegas, las inquietudes políticas y los detalles íntimos sobre el estado de ánimo del monarca, especialmente después del fallecimiento de la reina Isabel. Las epístolas enviadas por las mismas fechas a ambas mujeres distan diametralmente en cuanto al registro y los asuntos. El cotilleo sobre las conquistas amorosas (por ejemplo, la carta del 14/7/1654) o la inquietud por la concepción de un descendiente con su segunda esposa, la por entonces quinceañera Mariana de Austria, que ofrece a sor Magdalena indican el carácter informal de la correspondencia, carente de fines estratégicos. Por ejemplo: «Hasta a[h]ora no es muger mi sobrina, con que no es fácil el hacerse preñada»; «Verdad es que tengo el hierno [sic] que decís, y su esposa está harto contenta de que yo me huelgo mucho. En fín, ya que le ofendí quando tube esta prenda, se la he dado para solicitar con esto el perdón de lo que le he ofendido. Muy regozijadas carnestolendas hemos pasado, y la gente moza se ha divertido y entretenido» (carta de 7 de marzo de 1650, apud Vilela Gallego, 2005: 73). Por su parte, la única carta conservada de la condesa (15 de octubre de 1644) mantiene el mismo estilo familiar con el decoro reservado a una mujer y de un estatus inferior.
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lamente a alguien superior en la jerarquía social, crea una imagen a base de ethos y pathos, seleccionando los aspectos negativos de la realidad, sus caídas y pecados del reino, que pintan el retrato de una monarquía en crisis y, por tanto, refuerzan la necesidad de intermediación ante Dios e interpelan a María para un arbitraje espiritual constante. Con el tiempo, su actitud se volverá más personal e íntima, convirtiendo a la monja de Ágreda en la única persona ajena a la corte para quien el soberano reservará el trato de amiga. Mientras que María profesionaliza su rol de consejera espiritual y, obrando por medio de presagios y mensajes divinos, transmite una muy clara visión respecto a la situación sociopolítica del Reino, su voz, pese a la retórica de la humilitas, evoca la imagen de una mujer sabia, que participa en el debate teológico de su momento y actúa de manera cómplice en la misión de rescate del país. Por otra parte, es una voz carente de vacilaciones, pero también del humor y la ironía que están presentes, por ejemplo, en las cartas a los Borja, con quienes la religiosa mantuvo correspondencia paralelamente y que le sirvieron como fuente de información confidencial sobre los asuntos de la corte, relación que se estrecha justo en el momento de asentarse su correspondencia con Felipe IV. La común inquietud sobre el espíritu heterodoxo en aquel tiempo influyó en todos los escritos de la época. La necesidad de escribir sobre los asuntos espirituales se vio constreñida por las limitaciones del papel de la mujer en la Iglesia católica y la prohibición de la participación femenina en el debate teológico, lo que influía decisivamente en la elección de los temas y modelos de expresión. Para superar esta posición, María de Jesús de Ágreda, de modo parecido a otras escritoras religiosas del momento, se sirvió de un conjunto de estrategias retóricas y estructuras estilísticas que le permitieron expresar sus ideas sin poner en cuestión la ortodoxia cristiana ni subvertir abiertamente la autoridad eclesiástica masculina. De acuerdo con lo que se pudo constatar en los subcapítulos anteriores, las estrategias de la falsa humildad y la captatio benevolentiae fueron aplicadas como defensa frente a las posibles acusaciones de heterodoxia o de usurpación de la autoridad simbólica. María también acude a las fórmulas de la modestia afectada, afirmando ser «el más vil gusano de la tierra» (26 de junio de 1645) (María de Jesús de Ágreda, [s. a.] Ms. 2911: 26v) y «la menor de […] siervas y vasallas [de Dios]» (14 de septiembre de 1643) (María de Jesús de Ágreda, [s. a.] Ms. 2911: 2r) y autorizando de este modo su entrada en el orden del discurso público hegemonizado por los hombres. Otra estrategia frecuente es advocar la doxa de la inferioridad femenina, asumiéndola hasta las últimas consecuencias y convirtiéndola, de este modo, en una paradoja insostenible a la luz del contenido erudito de su discurso. Cumplen el mismo objetivo, un juego entre lo dicho y lo silenciado, los anacolutos, las elipsis y las catacresis, cuyo uso aparece de manera abundante a lo largo de este intercambio epistolar. Además
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de estas estrategias, María se vale de un recurso diferente y no muy frecuente entre las monjas escritoras: mientras que muchas de las autoras religiosas, con Teresa de Jesús a la cabeza, recurrieron al tópico retórico de la rusticitas, asimilando un estilo coloquial, ermitaño y humilde como vía para hablar sin subvertir la relación de subordinación respecto a la palabra masculina, María de Jesús de Ágreda procesa, con el tiempo, la estrategia contraria. Al afianzar su relación con el monarca, sabe cargar sus palabras de autoridad y valía frente a un interlocutor superior, dando muestras de su erudición y formación a través de las citas literarias, glosas de sermones y alusiones de un amplio corpus de lecturas. Este tipo de escritura culta, donde la posición de autora erudita se establece como principio de autoridad del texto, la ejercían también Valentina Pinelo, Ana Francisca Abarca de Bolea o Juana Inés de la Cruz. En el caso de la monja de Ágreda, a la necesidad de legitimar su autoría se sobrepone la dimensión pública y política de su intervención escrita. Para legitimar sus consejos tiene que construir una posición de autoridad desde la que le sea posible entrar en ámbitos que le son ajenos: la política real y los asuntos de la corte. María habla desde una posición posible no solamente por ser religiosa y visionaria, sino por saber fortalecer además estas dotes con la virtud social necesaria, la credibilidad y una insinuada objetividad. Sabe compaginar la auctoritas y la humilitas, presentándose como la «más humilde sierva», cuya labor espiritual, sin embargo, constituye una solución práctica a los problemas del Reino, ya que «Dios puede y suele hablar» y obrar «por los pequeñuelos». Este equilibrio entre ser el sujeto que habla y el objeto transmisor de las palabras, entendido como un recurso estratégico, puede verse, por ejemplo, en la carta del 25 de noviembre de 1661: Señor mío, si en esta Corona hubiere enmienda y se hiciere penitencia, los castigos severos que experimentamos se convertirán en misericordias […]. Deseosa de esta dicha y de la salvación de V.M., con encogimiento de pobre religiosa diré a V.M. mi sentir, no para que V.M. se aflija, sino para que con magnificencia de Rey y Señor poderoso lo ejecute. (María de Jesús de Ágreda, [s. a.] Ms. 9994: 372r)
Cuando María manifiesta sus estrechas relaciones con las personas más influyentes del entorno real, logra ganar prestigio y confirmar su crédito a los ojos del rey. Igualmente, cuando se presenta como intermediaria ante Dios y reclama el origen divino de sus palabras, se apodera de la posición privilegiada de quien posee el derecho de aconsejar e influir sobre el rey, y eso, recordemos, por escrito. Esto lleva a una interesante comparación con la posición estratégica de vasalla del rey que se puede ver en el epistolario y la labor fundacional de Mariana de San José, que antecede a María en más de treinta años. Los modelos autorales presentes en la obra de esta prolífica escritora doctrinal y reformadora de la regla
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agustina representan una bisagra efectiva entre lo que se podría considerar una tradición teresiana, de la que se proclama heredera directa Mariana (Mariana de San José, 1645: 45, 60 y otros), y la vía carismática avalada por la palabra divina. Sin embargo, mientras que María de Jesús tiene que afianzar su autoridad con constantes referencias a la inspiración divina en el paradigma de un obrar maravilloso, a Mariana le basta ser religiosa y estar ungida por Santa Teresa para argumentar y después realizar un plan de reforma a escala internacional: «Estando un día leyendo en el Libro de la vida de la Santa Madre Teresa de Jesús, llegando a la fundación de Ávila, se me dio a entender (yo no sé cómo, ni quién, ni fue con palabras, mas con gran certeza), entendí que yo también saldría de aquella casa y fundaría otras adonde nuestro Señor se serviría mucho» (Mariana de San José, 1645: 45). En sus cartas a nobles —Magdalena de Austria, por entonces gran duquesa de Toscana (diecinueve epístolas); su patrono, Felipe IV (una epístola); los Olivares, la condesa y el conde-duque (tres epístolas); Anna Colonna Barberini (dos epístolas) y la condesa de Miranda (nueve epístolas)—, lo que destaca es el sentido del poder religioso y la efectividad de su agencia. El hecho de que su fundación más importante, la del monasterio de la Encarnación, tuviera el patronato regio y estuviera directamente conectada con el alcázar real abrió un margen mayor de maniobra, literal y simbólica, en el trato con los círculos cortesanos. Y, mientras que en los años tempranos (1606-1610) en la correspondencia oficial predominan los asuntos religiosos y espirituales, en la etapa de su colaboración directa con la corte (1611-1637), Mariana de San José se centra en realizar la reforma presentándose como la más eficaz mediadora entre las políticas religiosas nacionales y las demandas desde la curia romana (por ejemplo, en el caso de la beatificación de su amiga, y quizá pariente, Luisa de Carvajal y Mendoza [carta al papa Urbano VIII, 1628]) o entre la corte española y la corte de Florencia (por ejemplo, carta del 26 de septiembre de 1618). Aquí, el argumentum ad divinam voluntatem parece cubrir casi exclusivamente su función retórica, desprovista del contenido prodigioso o místico. De hecho, muy al contrario que para la monja de Ágreda, para Mariana la experiencia extática, que comprende una parte significativa de su Vida, de sus textos doctrinales y de sus poesías, no parece facilitarle una vía provechosa para intervenir en la esfera del liderazgo religioso y de la intermediación política. Como se ha dicho, la extensa correspondencia entre María de Jesús de Ágreda y Felipe IV, que abarca más de una década de la vida de ambos, lleva a hacerse preguntas de diversa orden imposibles de plantear desde otro tipo de textos literarios. La lectura de las epístolas de María, siguiendo el curso diacrónico, deja entrever una gradual adaptación del estilo literario y una creciente conciencia del poder estratégico de la escritura. De hecho, se podría hablar de una toma de conciencia del significado de la escritura donde la función-autora se ajusta a las
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cambiantes coordenadas biográficas y al contexto extratextual. No basta, aunque sea relevante, la explicación de que abarcan un periodo de tiempo muy extenso, ya que no se pueden observar características paralelas en el conjunto de las cartas escritas por el rey. La uniformidad y hasta monotonía de la voz de Felipe IV resalta aún más la mutabilidad y la evolución del estilo en los textos de María de Jesús. A pesar de que dicha evolución es paulatina, se puede observar que el momento de mayores cambios se produce alrededor de los años 1646-1648. Las razones de tal transformación pudieron responder a varios motivos. Una de las causas pudiera ser la muerte de su confesor, fray Andrés de la Torre. Ante la falta de una autoridad que la guiase en temas y materias relativos a esta correspondencia, y que la apoyase en su papel de consejera y amiga del rey, María tuvo que asumir inesperadamente su posición de modo más independiente. Esta suposición confirmaría también el hecho de que por entonces escribe a los Borja con el claro deseo de intensificar la relación al verse privada de otros corresponsales de confianza: «Ahora habré menester más el amparo y consejo de v.ª ex.ª [Vuestra Excelencia] y su señoría, y si yo pudiera retirarme, como deseo, no me hiciera tanta falta mi padre [espiritual]» (carta del 23 de marzo de 1647). Sin embargo, la necesidad de encontrar asesoramiento nuevo respondió también a las coordenadas políticas del momento, que pusieron en peligro a María, situándola como posible cómplice en la conspiración del duque de Híjar dentro del contexto más amplio de la participación de los profetas en los movimientos antiolivaristas y separatistas (Moreno, 2015).151 Al enterarse de que una de sus cartas (del 20 de julio de 1648) había sido utilizada por el acusado ante el Santo Oficio como prueba de su inocencia, tiene que construir un andamiaje de interlocutores de confianza y garantizarse una coartada, que utilizará durante los subsiguientes interrogatorios en 1648, 1649 y 1650, sabiendo que «daña menos el enemigo hablador que el callado», como ella misma constatará en sus conocidas Sentencias para governar perfectamente, y prudentemente las acciones (María de Jesús de Ágreda, [s. a.] Ms. 9561: 220r). Una nota adicional del manuscrito del convento de Ágreda, facilitada por Consolación Baranda Leturio (2001: 148-149), donde María relata las vicisitudes relacionadas con el ambiguo caso del duque de Híjar, sorprende por su amplio marco explicativo, como si quisiera justificar de antemano su inocencia. Asimismo, en este momento María logra recuperar una 151 Doris Moreno (2015), en su lúcido artículo sobre el rol del profetismo en la política de los últimos Austrias, analiza el caso del visionario jesuita Francisco Franco, involucrado en el anunciamiento de un rey ungido que rescatará la monarquía en crisis. Pedro de Isabal, en Zaragoza, se presentó como el rey redentor, contando con el apoyo de las visiones de Franco, quien quiso verse a su lado en el papel de papa angélico que llegaría a reformar la Iglesia. Como se ha dicho, la crisis política intensificó la tendencia a utilizar los mensajes proféticos como arma ideológica por grupos contrarios al rey y movimientos radicales.
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arquilla con sus autógrafos y papeles relacionados con ella que estaba en posesión de su confesor y que decide quemar: «Sacaron traslados, y estoy temerosa si alguno se ha quedado ahí. Todos los que han llegado a mi noticia los he recogido […] y un arca de papeles, los quemé al punto, y el original y traslados de la Vida de Nuestra Señora» (carta de 20 de agosto de 1649). Resultan explícitos aquí su conciencia y temor ante una posible instrumentalización de sus escritos. De hecho, la ejecución de Pedro de Silva y Carlos Padilla el 5 de diciembre de 1648, la condena a prisión perpetua de Rodrigo de Silva Mendoza y los procesos judiciales de los religiosos y terciaros del entorno real, el padre franciscano Francisco Monterón y Francisco Chiriboga,152 involucrados en el complot, marcan el punto crítico en la misión política de María. Quedan plasmadas en el contenido y la forma y revelan el trascurso de un proceso de consolidación de la conciencia literaria que permite preguntar tanto por su particular estilo literario como por el significado estratégico de su posición como autora. No es de interés examinar aquí la influencia facticia de María sobre la política real, aspecto muy discutido por los críticos, entre otros, Antonio Castillo Gómez (2000: 105-117), Carlos Seco Serrano (2000: 11-23) o Isabel Barbeito Carneiro (2007: 377-392). Sin embargo, como punto de partida se quiere aproximar la opinión de Consolación Baranda Leturio (2000: 61-78; 2001: 3446), quien considera más preciso hablar no de una influencia práctica de la monja en las decisiones políticas del rey, sino de que este manipuló su relación y utilizó a María como un instrumento más en la lucha por el bien del Estado. De ahí que resulte especialmente interesante ir más allá del panorama de los estudios actuales para observar cómo María se resistió a este papel pasivo que le 152
Moreno explica los casos de Monterón y Chriboga a la luz de las interdependencias de las políticas religiosas y los movimientos de oposición: «El anti-olivarismo se sirvió intensamente de aquella nube de profetisas. Es especialmente significativo lo ocurrido en Zaragoza unos meses después de la caída del Conde-Duque en enero de 1643. En 1643, estando Felipe IV en Zaragoza, su confesor fray Juan de Santo Tomás, un hombre de gran prestigio en los ambientes religiosos y creyente en presagios y profecías, convocó una congregación de profetisas en esa ciudad en el verano de 1643. El padre franciscano fray Francisco Monterón, presente en aquellas congregaciones, daría cuenta del encuentro en su Historia apologética. La inesperada muerte del confesor que había propiciado el encuentro poco después, en 1644, invirtió el juego de influencias y los profetas fueron encarcelados progresivamente por el Santo Oficio. […] La salida del poder del Conde-Duque desató una guerra entre facciones que tuvo su reflejo y correlato entre profetas y visionarios. Los jesuitas participaron activamente. […] En la oposición, es bien conocido el protagonismo del padre González Galindo, su defensa de las visiones del laico D. Francisco Chiriboga, que con su llamamiento a Felipe IV al arrepentimiento y a un cambio de política basado en un gobierno profético, encajaban bien con sus ansias de reforma […]. Los anti-olivaristas insistieron para que el rey oyese las profecías de Chiriboga, sugiriendo que debía instalar al vidente en una habitación de palacio en calidad de embajador divino y archivo de la voluntad y consejos de Dios» (Moreno, 2015: s. p., el énfasis es original).
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era asignado por su corresponsal y cómo, sin poner en cuestión sus demandas, afirmó su autoría y negoció la posición de autoridad simbólica y los marcos de agencia propia.153 Moviéndose con gran destreza en la frontera entre lo admitido y lo velado, lo dicho y lo silenciado, la monja de Ágreda introduce su voz y cuerpo femeninos en la esfera política y pública, lo que le permite trasgredir las fronteras de los roles impuestos y certificar su voz autoral por medio de la experiencia legitimada por Dios, como en la apertura de la carta del 1 de octubre de 1645 (María de Jesús de Ágreda, [s. a.] Ms. 2911: 52v) «Señor: La estimación que hago de V.M., el deseo que tengo de aliviarle y la compasión de sus trabajos y penas ha vencido el encogimiento de mi natural, para decir a V.M. claro algunas cosas que me pasan en mi interior, depositando en su real pecho mi secreto» (el énfasis es mío). En esta misma epístola, acudiendo a las fórmulas retóricas de la modestia afectada, María da consejos muy concretos respecto a la política real, la función de los validos en la corte y los riesgos que estima en ciertas decisiones del rey. A lo largo de los años, el ideario político de la religiosa se mantiene estable, basándose en tres cuestiones principales, de acuerdo con lo señalado por Carlos Seco Serrano (2000: 14-15): la insistencia en limitar la privanza de los favoritos, la justificación de las guerras con los países cristianos, en este caso Francia, y la estimación a las bases constitucionales de la monarquía. Asimismo, no resulta casual que, en los puntos más controvertidos, como la influencia de Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, o, posteriormente, Luis de Haro, los consejos de María se corresponden con las cuestiones discutidas con los Borja, con quienes, como se ha dicho, la autora consultaba toda su táctica política. El cotejo de la correspondencia con Felipe IV con la dirigida a los Borja ofrece una lectura entre líneas que deconstruye el andamiaje retórico y formal de estos textos y permite indagar el significado que para la monja tuvo el oficio de consejera espiritual del rey durante más de una década en un momento histórico crítico. Desde el año 1646 (carta del 1 de enero), María, en su mensaje a Francisco de Borja empieza a emplear un sistema de mensajes en clave para referirse a su relación con Felipe IV. Desde este momento, el término enfermo designará al monarca; dedos malos, a los validos, y el médico será la propia religiosa, quien lo examina y le aconseja medicinas (por ejemplo, las cartas del 30 de abril de 1646, 13 de agosto de 1646, 1 de febrero de 1647 y siguientes hasta el año 153 Los estudios de la producción literaria de María de Jesús suelen centrarse en su Mística Ciudad de Dios y raramente abarcan el conjunto de su obra escrita. Por otro lado, la correspondencia de María con Felipe IV se suele abordar desde la perspectiva sociopolítica, limitando su carácter literario y su interés para una lectura intertextual. La presente aproximación se endeuda principalmente en el enfoque interdisciplinario de Antonio Castillo Gómez (2000: 105-117), Consolación Baranda Leturio (2000 y 2008) y, en algunos aspectos teóricos, de Beatriz Ferrús Antón (2008).
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1648, o sea, el momento crítico de su misión política). Esta nomenclatura, con raíces en las Sagradas Escrituras y la asociación entre el pecado y la enfermedad característica de la medicina salutis de la práctica pastoral penitencial, era común en la literatura arbitrista del momento y, en este sentido, María se inscribe en la tradición más amplia de los textos de consejeros de los príncipes, cuyo imaginario era conocido por la autora. Asimismo, permite trazar una línea de diálogo con fórmulas parecidas, aunque más abstractas, aplicadas por Teresa de Jesús en algunas de sus cartas, pobladas de mariposas, águilas, aves nocturnas y ángeles que designaban a las monjas descalzas, los frailes y las monjas semiluteranas, las religiosas calzadas o las autoridades inquisitoriales (Galende Díaz, 1995: 101 y ss.). En uno y otro caso, la necesidad de acudir a un lenguaje cifrado respondía al inestable contexto político, la conciencia de las autoras de su rol estratégico en una empresa de implicaciones públicas y políticas y el sentido de responsabilidad por mantener la confidencialidad de sus escritos. En el caso de las cartas de la monja de Ágreda, tal clave lleva a un interesante desdoblamiento entre el sujeto hablante, la función-autora y la escritora, creando un marco cuasi narrativo que utiliza manteniendo la gradación de los planos textuales, como, por ejemplo en la carta del 13 de agosto de 1646, cuando relata la ineficacia de su terapia: «El médico me asegura que muere de pena y dolor y confusión por la enfermedad y dispusición [sic] de su doliente, porque tal deseo de ser sano y mejor admitir las medicinas y menos lucirse no se ha visto jamás». De hecho, la codificación del lenguaje demuestra, por un lado, gran confianza y familiaridad entre ella y don Francisco —cómplice en este intercambio—; por otro, ratifica el grado de compromiso de María en mantener una influencia factual sobre el monarca y sus decisiones, llegando a veces a un verdadero desasosiego por la desobediencia del rey respecto a sus consejos: «En dos [cartas] he escrito a vª. sª. [Vuestra Señoría] tocante a el enfermo y su purga, y en la última decía la calidad de la medicina; no he sabido el efecto, ni el enfermo respondió al médico, el cual siempre teme no se inflamen los dedos malos por llegar el ardor de la medicina a ellos, que los purgantes siempre son demasiadamente cálidos» (carta del 1 de febrero de 1647). María concibe su relación con el monarca en términos de deber y oficio, no siempre satisfactorio, demostrando un deseo de agencia y conciencia del significado estratégico de su papel. Y, mientras que los Borja la impelen a dar consejos políticos concretos, su confesor Francisco de Andrés la asesora en los temas y el arbitraje espirituales de esta relación, recibiendo copias de estas cartas, contra la disposición inicial de Felipe IV. En su correspondencia, la religiosa dialoga cuidadosamente con las expectativas de ambas autoridades e introduce las estrategias que ella considera más adecuadas y eficaces. Deja bien marcada la frontera entre su obrar y las influencias que pueden ejercer sus corresponsales. Ante la falta de los resultados esperados —por ejemplo, cuando Felipe IV no
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limita la influencia de Luis de Haro ni prosigue con los cambios en la política internacional o monetaria sugeridos—, María quiere dejar claro que la falta de éxito no se debe a su incompetencia, sino a la tardanza o torpeza del monarca: En su última carta que recibí de vª. sª., escrita de Pamplona, me decía que juzgaba por acertado que el médico desengañe aquel enfermo pues en esto no se aventuraba sino su disgusto y el retirarse, que era lo que se deseaba de parte de el médico y de el paraco [sic]. Yo soy de este mismo sentir y sé se principió vivamente [a] hacerse, pero no disgusta de la medicina, sino que no ejecuta; avivaranse y se trabajará lo posible. (carta del 13 de mayo de 1646)
Al fin y al cabo, sobre ella reposa el peso de la fidelidad al rey y la responsabilidad ya no solo mundana, sino eterna, por su conducta, algo que la monja intenta difuminar también en su relación con los Borja: «Tiene mil inconvenientes el ser tan frecuente la correspondencia y no hablarle claro, porque después se hallará frustrado [Felipe IV] y dirá que le hemos engañado» (3 de julio de 1646, el énfasis es mío). A partir de mayo de 1647, en su deseo por compartir los mensajes de modo seguro, María da un paso más, proponiendo a Fernando un lenguaje cifrado solo comprensible para la persona que disponga de una tabla de equivalencias entre las letras y los signos/las cifras asignados. En estas cartas en clave, María se permite un margen de libertad y confianza antes impensable, marcado también por la aplicación de un estilo más descuidado y lleno de coloquialismos. Sin redondeos deja clara la importancia, pero también la carga, que para ella supone este constante asesoramiento espiritual, donde predomina el sentido de impotencia ante la poca influencia que logra tener por medio de sus cartas, incluso en asuntos de poca importancia política, como la prohibición del uso del guardainfante o la restricción de las representaciones de las comedias, que pide en la carta al rey de 15 de marzo de 1646 (María de Jesús de Ágreda, [s. a.] Ms. 9993: 49v-50v): «No podré encarecer a vª. sª. el sentimiento y amargura que he tenido de que el rey admita comedias en el palacio, no entiendo a este señor; y el día de ceniza me escribió una carta de cartujo, que quería hacer grandes cosas en la cuaresma y ser muy perfecto. Quién le pudiera responder lo que siento, que aunque diga mucho, no lo que el desseo me pide» (carta del 6 de marzo de 1648).154 De las particularidades de esta corresponden154
Con la cursiva se marcan las palabras escritas en clave. Se desconoce quién logró descifrar el nomenclátor, que, como indicó Consolación Baranda Leturio (2001: 22), en el autógrafo de una breve carta del 15 de mayo de 1653 viene traducido por una mano diferente de la del escriba. Ya Silvela (1885-1886) admite haber leído las cartas de los Borja descifradas. Consolación Baranda Leturio (2001: 21) supone que el autor del código fue fray Francisco Andrés, el confesor de María, fallecido poco antes de iniciar esta forma de correspondencia.
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cia trató Consolación Baranda Leturio (2000: 27-46; 2001: 13-32), señalando que «el empleo de una cifra entre particulares no es trivial, delata unos lazos de confianza poco habituales y al tiempo, a medida que se emplea, contribuye a fortalecerlos; establece entre sor María y don Francisco de Borja un ámbito de relación privada y única desde el momento en que el nomenclátor es exclusivo y excluyente, un secreto velado para el resto» (Baranda Leturio, 2001: 21). Estando de acuerdo con la opinión sobre el carácter personal y hasta íntimo de esta relación, se quiere señalar la ausencia de contenido espiritual, visionario o místico, lo que contribuye a destacar de modo aún más acusado el empleo de las profecías, los presagios y mensajes divinos en la correspondencia con el rey y, así, nos permite ver la taumaturgia como una medida estratégica de esta dirección espiritual. Esta consideración ratifica el hecho de que, al referirse a la explicación de la inspiración divina, recurrente entre otras monjas escritoras, la monja de Ágreda pocas veces se presenta como una simple herramienta en las manos de Dios, como pluma que transcribe inconsciente y pasivamente sus palabras. En la mayoría de casos, el argumentum ad divinam voluntatem le sirve para destacar su papel de mediadora ante el Señor cuando se presenta como la elegida, a quien «la verdad el Altísimo no se la oculta», la única capaz de entender e interpretar su voluntad. María sabe aprovecharse de esta mediación divina que de ella espera su interlocutor y que le da la auctoritas necesaria para expresar sus ideas. Para comentar y asesorar sobre aspectos concretos de la política real, la autora recurre a las visiones y voces de los santos y los muertos, lo que le permite arriesgar más en cuanto al mérito de sus consejos. Uno de los ejemplos más llamativos de este tipo de presagios son sus visiones de ultratumba de la recién fallecida reina Isabel de Borbón (6 de octubre 1644) y del hijo del rey prematuramente muerto, Baltasar Carlos (9 de octubre 1646), único heredero masculino a la corona. En estas visiones, las recomendaciones de los muertos se construyen como plano narrativo muy afectivo, de carácter íntimo, que busca conmover y aumentar un efecto concreto sobre el lector de la carta. Su mensaje se ajusta al pie de la letra a las opiniones y los consejos de María en otros momentos de la correspondencia. Asimismo, dan cuenta del hábil manejo de los recursos literarios y de la facilidad que tiene la escritora para crear un texto narrativo atractivo, en el que sabe aprovechar el poder que, como autora, tiene sobre las emociones de su receptor. En un documento adjunto a la correspondencia, redactado a petición del rey y de su confesor, María transmite las «Revelaciones del alma del príncipe Baltasar Carlos», ubicándolas en el ambiente político del país en aquel momento. A primera vista, en esta y otras revelaciones, destaca la identificación entre la razón de Estado y la razón divina, proyectando, en oposición a las tendencias maquiavelistas que ganaban popularidad en el momento, una subordinación de la segunda al mandato superior del reino celestial. Aquí, y en cartas a los
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Borja (por ejemplo, la del 13 de agosto de 1646), María pone especial cuidado para no ser considerada estadista, que, acorde al significado de esta palabra en la época, designaba a los que querían mantenerse cerca del poder justificando todas sus acciones por razón de Estado (Real Academia Española, 1739), actitud severamente criticada por, entre otros, Quevedo y fray Juan de Salazar. Su palabra revela un plan superior divino y está despojada de cualquier deseo de reconocimiento individual o ganancia económica. La correspondencia entre el bien de la monarquía y la gloria de Dios justifica la relación entre ella y el rey: «Desde aquel día fueron continuándose las inteligencias y noticias del estado del alma del príncipe; […] el alma como el ángel me encargaban y pedían […] que atendiese a todo lo que me diría porque así convenía para gloria de Dios y bien de la monarquía» (Revelación […] apud Baranda Leturio, 2000: 109); «me dijo [el alma del príncipe] muchas otras [razones] de grande desengaño y enseñanza para el gobierno de la monarquía, y las confirmó en otros aparecimientos que después ha hecho» (Revelación […] apud Baranda Leturio, 2000: 110) y «porque casa de Austria ha sido elegida y señalada por Dios para especial amparo de la Iglesia, y que por su medio se dilate la santa fe del Evangelio por el mundo» (Revelación […] apud Baranda Leturio, 2000: 111-112). No basta que el mensaje político sea articulado explícitamente por el hijo muerto, sino que lo que se pone en juego es la razón de su prematura muerte y la salvación de su alma, posible solamente cuando el rey actúe de acuerdo con la voluntad divina, cuya única legítima transmisora es María: Me dijo [el príncipe]: «Madre, el Altísimo quiere que de la boca de párvulo oigas la verdadera sabiduría y prudencia». […] El alma de Su Alteza me declaró estos secretos y díjome: «Sor María, de mi muerte se vale Dios para enseñar la verdadera sabiduría y arte de gobernar cristianamente esta monarquía. Y una de las razones porque el Todopoderoso anticipó tanto mi muerte en tan tiernos años fue porque el infierno había hecho unos conciliábulos contra mí, dando arbitrios, para comenzar a perderme y divertirme con vicios y depravadas costumbres». (Revelación […] apud Baranda Leturio, 2000: 109 y 111)
Estas revelaciones, vistas a la luz de las dos cartas del monarca escritas por María durante la enfermedad del príncipe y justo después de su muerte, cobran sentido como estrategia política. Aquí María juega hasta las últimas consecuencias la flaqueza emocional del rey frente a lo sucedido, manipulando el duelo y la desesperación del monarca para forzar cambios políticos acordes a su misión. Miremos otros ejemplos. Las cartas del 7 y 10 de octubre de 1646 son las únicas de la correspondencia que rompen con el esquema de carta oficial y disposición protocolar y, aunque mantienen el decoro de la relación señor-siervo, conmueven por la inmediatez de sentimientos y desilusión ya no de un rey, sino de un
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padre en busca de consuelo en la enfermedad y tras la pérdida de su hijo, que interpreta como una prueba de su relación no solo con María, sino también con Dios (María de Jesús de Ágreda, [s. a.] Ms. 2911: 99v; 100r; 100v): «Ahora es tiempo, Sor María, en que se juzgue la amistad; espero que vuestras oraciones y peticiones me han de librar deste cuidado»; «[T]odo lo que he podido he hecho para ofrecer a Dios este golpe, que os confieso me tiene traspasado el corazón y en estado que no sé si es sueño o verdad lo que pasa por mí» y «Sor María, encomendadme muy de veras a Nuestro Señor, que me veo afligido y he menester consuelo». La inmediatez de la respuesta de María (12 de octubre) (María de Jesús de Ágreda, [s. a.] Ms. 2911: 100v-101v) y de la visión que tiene del difunto justamente después155 puede ser leída como una efectiva y bien medida táctica política. En la mencionada carta, María prepara el terreno para sus futuras amonestaciones diciendo: «Quisiera que todos los golpes de pena dieran en mí y que no tocara a V.M.; aliéntame el que da Dios a V.M. prendas su amor y salvación con tanto padecer, pues los trabajos con paciencia son señal de predestinación» (María de Jesús de Ágreda, [s. a.] Ms. 2911: 101r-101v). Después, en la relación del presagio, destaca su posición de intermediaria subrayando que es ella quien marca los límites de lo revelado y lo silenciado: «Y no digo más de esto porque no es necesario»; «[E]ntre estos avisos me declaró aquella bendita alma algunas particularidades, dejando en mi voluntad el manifestarlas, y porque me parece bastante lo que he dicho no me alargo más» (Revelación […] apud Baranda Leturio, 2000: 116, 118). Con esto se sitúa en una posición de autoridad para amonestar a Felipe IV por su política, con una crítica directa y severa, mientras mantiene amparada su voz por la voluntad del alma del príncipe y el plan divino: Sobre eso añadió y dijo [el príncipe]: Alma, no te encojas ni temas ejecutar lo que nuestro Dios Todopoderoso manda; y advierte que Él te ha señalado y escogido, para que, siendo fiel y esposa Suya, seas instrumento de Su voluntad, en beneficio de la casa de mis padres y de otros […] manifestarás a mi padre el peligro en que vive, porque está rodeado de tantos engaños, falsedades, mentiras y tinieblas de los más allegados y de otros que le sirven en diferentes ministerios […] y aunque otros le desengañarían, no pueden […]. Adviértele pues, alma, con instancia y cuidado, que vuelva sobre sí y se levante […] aunque sea a costa de grandes trabajos y sacudiendo de sí a todos; […] le conviene [a Felipe IV] que ninguno se particularice ni se señale en dar mano para el gobierno. (Revelación […] apud Baranda Leturio, 2000: 116-117) 155
María anuncia al rey esta visión en noviembre, pero no la envía hasta enero del año siguiente. Esta demora le permite ganar un margen de tiempo necesario para articular, mediante el presagio, todos sus consejos políticos. Se recuerda que en este momento se logra rescatar Lérida de la ocupación francesa a raíz de la sublevación de Cataluña. No puede ser casual que el alma del príncipe se le aparezca a María precisamente el mismo día de la vitoria de Lérida (cf. Baranda Leturio, 2000: 112, n. 66).
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Que la visión posee un fin concreto viene ratificado por el cierre de la carta, que, sin vacilaciones, ordena la aplicación de sus consejos en la praxis política: «Para dar fin a esta visión me despidió el Señor, su Madre Santísima y los santos muy llena de misericordias, pero diciéndome estas palabras: “Anda, que allá te espera el demonio y el mundo para batalla”» (Revelación […] apud Baranda Leturio, 2000: 118). Órdenes precisas y atrevidas que difícilmente se podrían pronunciar fuera del marco taumatúrgico y el aval divino. A estas alturas es importante señalar que dichas cartas evolucionan también estilísticamente. Mientras que las primeras presentan una narrativa bastante sencilla y personal, basadas en una sintaxis simple y donde escasean las figuras estilísticas, con el tiempo el estilo de los escritos se torna más sofisticado, elaborado y organizado y aparecen los cultismos y los latinismos. En la composición de las frases la autora acude a una variedad de recursos estilísticos e intercala unos relatos cortos de gran plasticidad. Además, aparecen las digresiones y meditaciones de cauce filosófico y moral. De una prosa simple y directa pasa a una narrativa bastante compleja, elaborada, donde abundan las citas de autoridades, se mencionan los sermones de moda del momento y aparecen referencias a la cosmografía, la astronomía y la matemática. Con todos estos recursos, la autora afianza su autoridad y construye un sentido de continuidad entre ella y otros religiosos que tomaron la pluma. En las epístolas tardías, su reflexión siempre va acompañada de alusiones bíblicas y sentencias de los apóstoles. Son David, san Pablo y el Ángel hablando a Elías, el Verbo encarnado, etc., quienes avalan sus consejos y autorizan su intervención, bien sea en el ámbito de lo político, de lo espiritual o de lo teológico. Los siguientes ejemplos dan cuenta de esta literalidad y finura estética. En la carta del 21 de junio del año 1652 dice María: Señor mío carísimo, no hallará V.M. remedio y desahogo de sus grandes cuidados en las influencias de los planetas, en las furias de los vientos, variedad de animales, en los minerales de oro y plata de la tierra ni en la posesión de todo el Orbe, desde Oriente a Poniente y del Septentrión al Mediodía, ni teniendo V.M. a su disposición y obediencia todos los hombres valerosos que ha habido desde Adán hasta hoy, si Dios eterno no concurre con su favor como Autor de toda naturaleza y de la gracia. (María de Jesús de Ágreda, [s. a.] Ms. 2911: 344r)
En otros momentos este carácter literario se consolida por el pulso narrativo y la ficcionalización del contenido, por ejemplo, al relatar las parábolas bíblicas. María, como autora, sabe aprovecharse de la figura de la monja María —sierva del rey y de Dios— y entonces se produce el desdoblamiento entre el yo autoral y el sujeto que habla, típico de géneros fronterizos como el diario o la autobiografía:
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Si mis ansias y deseos se pudieran reducir a ejecuciones, próspero estuviera V.M. y con grandes felicidades divinas y humanas. Están naturalizados en mi afecto los anhelos al bien de V.M., y le es tan propio y consiguiente el solicitarlos como bajar piedra de su centro y subir el fuego a su esfera; con que para mí no es trabajo trabajar por V.M. y su Corona. No reconozco violencia en el mayor cuidado, ni olvido en la fragilidad que me llama, despierta y lleva toda mi atención y ser a emplearme en los ejercicios religiosos y espirituales, y a encaminarlos a este fin. […] Pues a lo humano nada soy, a lo divino indigna de que lleguen mis clamores al Tribunal de Dios (carta del 8 de octubre 1655) (María de Jesús de Ágreda, [s. a.] Ms. 9994: 186v)
Asimismo, las metáforas, comparaciones e imágenes se vuelven más complejas y de alto valor literario, como, por ejemplo, la imagen del valle de lágrimas por el cual navegan las almas que, gracias a los trabajos de piedad, que son presentados metafóricamente como lastres para los barcos, se aseguran el camino para la salvación (carta del 11 de septiembre de 1648) (María de Jesús de Ágreda, [s. a.] Ms. 9993: 191r-193r) o la metáfora del hombre como el universo completo de significativa profundidad estética y conceptual (carta del 6 de marzo de 1654) (María de Jesús de Ágreda, [s. a.] Ms. 9993: 117r-119r).156 Esta complejidad contrasta con cierta llaneza de estilo de las epístolas tempranas, como, por ejemplo, la del 28 de marzo de 1646 (María de Jesús de Ágreda, [s. a.] Ms. 9993: 51r-52r), cuando María acude a la metáfora de España como nave que se está inundando, pero sin desarrollar ni profundizar en esta archiconocida imagen: «Aunque llegue el agua a la garganta y parezca que esta navecilla de España se anega». Es menester recordar, también, que este afianzamiento en la escritura y la conciencia del poder estratégico de la autoría corresponden en el tiempo con la segunda redacción de la Mística Ciudad de Dios, la más compleja y discutida obra teológica de la monja agredana. Durante este periodo, entre 1655 y 1660, después de haber quemado la primera versión del texto por orden de su
156 Dice María: «Señor mío, los filósofos y teólogos dicen que el hombre es mundo pequeño, porque en él se encierra y contiene el ser de las piedras, la vida de las plantas, el sentir de los animales y la inteligencia de los ángeles. Y es cuerpo mixto porque está compuesto por los cuatro elementos, tiene día y noche, día por la gracia y noche por la culpa; en su interior está tribunal formado, entendimiento con que conoce y hace distinción de la luz y las tinieblas, de lo útil e inútil, de lo bueno y malo; memoria, con que lo tiene presente, y voluntad, con que elige y reprueba, admite o arroja, quiere o no quiere; razón que mira y abraza lo mejor; sindéresis, que es el alguacil de la conciencia, que estimula la culpa y hace que esté remordimiento en ella; tiene parte superior y espíritu, por donde recibe la luz e influjos del Espíritu Santo, y la parte sensitiva inferior natural, infecta y débil por la culpa, con propensión a cometerla, concupiscible e irascible». Y en breve respalda su interpretación citando a David y San Pablo.
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confesor,157 María retoma el reto y reescribe la historia divina y la vida de la Virgen. Sin poder adentrarnos aquí en las complejidades del mensaje doctrinal del texto ni en sus vicisitudes por la censura, es menester destacar el conflicto de autoría que subyace en el proceso de la escritura, quema y reescritura de esta obra. En el prólogo a la segunda redacción del texto, María busca desacreditar su primera versión de la obra: «Por voluntad del Señor y orden de la obediencia he escrito segunda vez esta divina Historia; porque la primera, como era la luz con que conocía sus misterios tan abundante y fecunda y mi cortedad grande, no bastó la lengua, no alanzaron los términos, ni la velocidad de la pluma para decirlo todo» (María de Jesús de Ágreda, 1685: Introducción, 6). Asimismo, no es del todo irrelevante el hecho de que la autora cambie ligeramente el título del libro, convirtiendo lo que era un texto revelado en dictado y manifestado, por lo tanto, evitando palabras cuyo campo semántico derivase de lo milagroso y emocional. Por si fuera poco, en otra nota autógrafa suya claramente censura la primera versión de la obra y concede el valor del original a la segunda redacción: «Este libro se a de quemar porque no está ajustado al orijinal que se escribió segunda vez, començando a 8 de Diciembre Año de mil seiscientos y cincuenta y cinco, como consta de 8 tomos que tengo escritos y añadidos» (apud Serrano y Sanz, 1903: 580). Sobre esta cuestión, parece válido suponer que el temor ante los recelos inquisitoriales que marcó la recepción de la inicial versión del texto puso a María en la necesidad de negociar su autoría de modo diferente. La inspiración divina y la intermediación mariana, que hasta entonces le habían servido de salvoconducto eficaz y eficiente, se han perdido; la veracidad del mensaje cuestionado y el estatus de autora inspirada se han puesto en la tela de juicio. A lo largo del proceso de escritura, tanto de la primera como de la segunda versión, la monja de Ágreda se mostrará especialmente inquieta por la circulación del libro y la fidelidad de las copias con la versión original, mostrando, de este modo, una clara conciencia de autoría en el sentido moderno, es decir, de la responsabilidad judicial y civil por cada manifestación material de su texto. Sin embargo, la violencia simbólica con la cual las autoridades eclesiásticas respon-
157
La primera versión de la obra, redactada entre 1637 y 1643, circuló en copias manuscritas por los ambientes religiosos, encontrándose con críticas por parte de las autoridades eclesiásticas. De hecho, su, por entonces, confesor Andrés de la Torre le mandó quemarla y la única copia que se conservaba de esta versión fue la enviada al rey. Esta se quemó en 1682, después de haber sido prohibida la obra por el Santo Oficio de Roma. Hoy poseemos fragmentos de la primera redacción insertos en Segundas Leyes de la Esposa (Tratado III) y Hoja suelta destinada al Rey. De los procesos censores de la Mística Ciudad de Dios trata el artículo de Vázquez Janeiro (2000: 119141), con un apéndice donde se transcriben documentos relevantes para el proceso romano y la censura de Sorbona; de la hermenéutica del mensaje mariano tratan, entre otros muchos, Enrique Llamas (2000: 155-168) y Antonio María Artola (2000: 189-214).
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dieron a la hermenéutica de la vida de la Virgen María, redactada «para nueva luz del mundo», como versa el título, pusieron a la autora ante un quiasmo difícil de negociar. Circunscribir la circulación del texto, silenciar su dimensión profética y disipar su autoría resultaron ser los únicos mecanismos válidos para desviar el ojo censor de su persona. Resulta por lo menos paradójico el hecho de que cien años más tarde dicha obra le servirá a la Real Academia de la Lengua como referente para el Diccionario de autoridades por «haber tratado la Lengua Españóla con la mayor propriedád y elegancia» y a la Santa Congregación de los Ritos como argumento clave para la validación de la santidad de María de Jesús, asumida ya sin reparos como autora de dicho texto. Buen ejemplo del cambio de configuración en la atribución de la autoría lo proporciona Isidro Francisco Andrés en su Oración gratulatoria (1757): Ya no puede dudarse que la Venerable Madre Maria de Jesus escribió la celebrada obra de la Mística Ciudad de Dios. Ya no puede negarse, que sublimo las ocupaciones regulares de el sexo á un estudio, que fuera digno empleo de los Varones mas doctos; […] dexen passar á la Venerable Madre Maria de Jesus, que viene en triumpho, con una declaración, y authentico testimonio, de haver escrito sus libros con su propia mano, de ser los caracteres identicos de su letra, de ser toda la obra dé su misma pluma. (Andrés, 1757: 6 y 8)
De ahí que se pueda constatar que estos escritos no solamente permiten verificar la calidad de su prosa, sino que indican que el devenir autora suponía un proceso de severas negociaciones entre la autoridad de la palabra divina — entendida como citada y en perpetua anterioridad respecto a la propia obra— y la identificación de sí misma con la figura de la autora —la que hace nacer, es decir, que es la causa sustancial, un gesto y un devenir—.158 Asimismo, resulta indispensable observar que dicha evolución de estilo literario en las cartas de sor María emerge paralelamente a su conciencia del poder estratégico de la escritura. Si, al principio de la correspondencia, los consejos políticos de María son concretos, explícitos y a veces incluso audaces, con el tiempo, y con la cada vez más compleja situación en la corte, la 158
Una posible pista para profundizar en el tema de la conciencia autoral y el uso estratégico que María hace de su posición como autora más allá del modelo de argumentum ad divinam voluntatem, en la que me es imposible ahondar en este subcapítulo, sería observar estos escritos al trasluz de otras obras doctrinales que relatan la experiencia de escribir y reescribir la Mística Ciudad de Dios. Me refiero en particular a las Segundas leyes de la esposa, elaboradas tras terminar la primera versión de la obra, y a los Apuntamientos espirituales conocidos como Sabatinas, en los cuales la autora medita sobre la segunda versión de su obra maestra. Dichos escritos, hasta cierto punto, objetivan la cuestión de la autoría en un discurso metaliterario al transmitir la experiencia de María como escritora y centrarse en el ejercicio de la escritura entendido como un proceso.
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autora adapta una posición mucho más distanciada, su discurso se vuelve más sugestivo, implícito, cubierto de citas y mucho más doctrinal. En las cartas tardías no se repetirán consejos como los del 23 de octubre de 1645, donde María insiste y hasta demanda al rey «reformar ministros, cabezas y todos los que tocan al gobierno, y hacer eleccion de los mejores […] y este punto en la divina estimacion pesa hoy mucho, y la luz que tengo me obliga á representarlo á V.M. y á pedir continuamente que Dios […] la ponga en el corazon de V. M. para que conozca y obre lo que conviene» (María de Jesús de Ágreda, [s. a.] Ms. 2911: 56v). De ahí que se puede constatar que, con el tiempo, María de Jesús asume tanto el poder como los peligros que entrañan sus escritos si fuesen utilizados por terceras personas. Se protege de la posible manipulación cuando después de la muerte de su confesor Francisco Andrés de la Torre, que estaba en posesión de las copias de toda su correspondencia, intenta controlar la difusión de esta y decide quemar la mayor parte. Por otro lado, inmediatamente después escribe a fray Juan de la Palma para que este acepte ser su padre espiritual y solicita de él un documento que afirme, entre otras cosas, que nadie pueda exigir el acceso a sus escritos sin el permiso de su confesor (cf. Baranda Leturio, 2001: 40-41). Por lo tanto, con este documento quiere garantizarse protección ante cualquier posible mal uso de sus textos. Asimismo, es de suma importancia el hecho de que en este periodo se ha puesto en cuestión la ortodoxia de sus experiencias espirituales (el caso judicial de María se abrió en el año 1635, pero no se llegó al interrogatorio de la Inquisición hasta 1649-1650, cf. Serrano y Sanz, 1903: 571, 580). Es entonces cuando María expresa sus inquietudes como autora de la Mística Ciudad de Dios, diciendo al rey que «de la historia de la Reina del cielo no han dicho nada; no deben de saber. Hasta que se aquiete esta tormenta mejor que está oculta. Hagase en todo la voluntad de Altissimo, y me guarde» (18 de febrero de 1650) (María de Jesús de Ágreda, [s. a.] Ms. 2911: 261r). Efectivamente, no cabe duda de que las epístolas de María de Jesús de Ágreda al rey Felipe IV, vistas al trasluz de su correspondencia con Francisco y Fernando de Borja, representan un material con muchas posibilidades de lectura, a la vez que un legado fragmentario y arbitrario. La posición de consejera espiritual, y el manejo y la negociación de esta por medio de las cartas, demuestra un proceso, un deseo y un empeño voluntario donde la toma de conciencia se produce a través de la escritura. De hecho, las cartas —un sostén imprescindible en la red social en aquella sociedad— se convierten en una vía eficaz para superar las barreras de acceso al ámbito público en lo institucional —como herramienta de negociación e influencia— y en lo privado —superando el encerramiento simbólico y físico—. Asimismo, el presagio y la inspiración divina se perciben como un medio estratégico para acceder a las cotas de autoridad
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simbólica pública y política por encima del voto de humildad y clausura, pues permiten autorizar el discurso y la agencia política y religiosa desplazando la responsabilidad por lo dicho a una autoridad prediscursiva y precontractual. En el presente análisis se ha querido sugerir una aproximación al topos de la voluntad de Dios centrada en la cuestión de la conciencia de autoría dentro del campo de las prácticas sociales de comunicación históricamente específicas. Al yuxtaponer las distintas configuraciones del argumentum ad divinam voluntatem, se han podido observar usos disidentes de la santidad femenina en una función retórica y estratégica que fue utilizada por las autoras para hacer su voz audible, sus opiniones viables y sus decisiones ejecutables, subvirtiendo las normativas eclesiásticas sobre la incapacidad femenina para actuar en el ámbito público, utilizando sus propias reglas e inscribiéndose en el juego de poder.
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CONCLUSIONES: CON LA PLUMA EN LA MANO EL PLURILINGÜISMO AUTORAL DE LAS MONJAS
Si por innovación se entiende una ruptura, cambio o modificación que el autor o la autora introduce en una serie literaria, los modelos autorales que se acaban de exponer, junto con las estrategias discursivas de su implementación mediante la función-autora, son muestras de la originalidad de las escritoras religiosas. Para inscribir su voz en el sistema simbólico dominante —que universalizaba y privilegiaba la voz masculina—, las autoras monjas construyeron y manejaron una serie de mecanismos discursivos para negociar, establecer y nombrar su autoridad simbólica y autoría literaria. Cada uno de estos mecanismos, en grado y forma diferentes, constituía una ruptura respecto al sistema masculino normativo de la cultura letrada secular y religiosa, una transgresión de sus normas y la reapropiación de estas a su favor. Los mecanismos de desautorización de la voz y, por ende, de la autoría femenina actuaron para suprimir la potencia transgresora de estas participantes de la cultura letrada para mantener el statu quo de los grupos dominantes y sus privilegios establecidos. La acusación de plagio, la imputación de suplantar la autoridad masculina, la concepción estereotipada de la imagen autoral, la reescritura o la restricción de la circulación y de la recepción son solo unos ejemplos de las estrategias que censuraban la autoría literaria femenina o cuestionaban su misma posibilidad. Se ha podido ver que la ruptura o transgresión simbólicas en la producción escrita de las monjas abarcó tanto la obra escrita —un artefacto cultural— como la misma fenomenología del acto de escritura —los modos en los que una escritora está negociando, pensando y afrontando su posición sexuada cuando escribe—. La praxis escritora ha sido analizada como sometida al proceso sociohistórico e individual, lo que permitió ver que ni todas las autoras
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afrontaron su condición de mujer de una misma manera ni su posición autoral permanecía invariable en diversas situaciones comunicativas. La plétora de estrategias de negociación de la posición autoral ha sido expuesta en forma de tipología de modelos autorales. Esta clasificación no está compuesta por bloques cerrados y autónomos, sino por estructuras maleables en proceso de continua negociación con otras variantes discursivas y metadiscursivas, así como por un conjunto dinámico e interactivo. Los factores elementales que componen cada modelo comprenden la fuente de autoridad simbólica, el medio de transmisión del mensaje y el receptor implícito e inmediato. En conjunto, los modelos autorales se han configurado y ordenado para poder observar el nivel de transgresión simbólica de cada uno de ellos y, a la vez, marcar el nivel de autoridad que permitiese su implementación en el texto y el discurso más amplio manteniendo una relación de reciprocidad entre los dos factores; una mayor transgresión permite y exige a la vez una mayor autoridad. En consecuencia, se ha podido observar que la correspondencia entre el modelo autoral y el contexto sociocultural es indisoluble o, dicho de otro modo, que la esfera simbólica y la realidad histórica se condicionan mutuamente. Sin embargo, al mismo tiempo se comprobó que tal interdependencia no puede llevar a establecer un discurrir lineal diacrónico con la pretensión de instaurar la formulación de autoría literaria femenina como un proceso lineal o evolutivo. En los textos analizados se repiten las reflexiones en torno al propio proceso de escritura, la conciencia de autoría, la reivindicación del esfuerzo individual y el derecho a ocupar un lugar en un espacio literario reservado a los hombres. La tipología de modelos ofrecida permitió confirmar la tesis principal del presente estudio sobre la centralidad del concepto de autoridad tanto en el nivel individual, de la negociación de la autoría literaria por cada una de las escritoras del corpus, como en el sentido de la tradición literaria femenina de una serie histórica más amplia. Sin duda, lo más destacable de las obras de las autoras analizadas es la conciencia de la propia condición femenina, que, por su parte, induce la necesidad de dar una explicación, de pactar y de autorizar su voz. Dicho de otro modo, lo que caracteriza todo el corpus de análisis es la conciencia de formular su discurso desde el punto liminar de la cultura oficial y la obligación de justificar su intervención en la esfera del diálogo público religioso y secular mediante la palabra escrita. Esta actitud se origina en el hecho de pertenecer a un grupo simbólicamente impotente, conceptualizado como inferior e incapaz de interpretar las verdades de la fe, la relación individual con Dios o la agencia espiritual pública. De hecho, el denominador común de todas las monjas como emisoras y creadoras de textos no es su particular afectividad, formada y expresada mediante un tipo de lenguaje genéricamente marcado, ni la resistencia para reconocerlas como sujetos legales o su alfabetización, que no
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responde a patrones estandarizados, sino la falta de autoridad. Una autoridad entendida en su dimensión factual y simbólica, que se deriva de la identificación y el reconocimiento que el sujeto emisor puede adjudicar a sí mismo y a su discurso y que influye en las dinámicas de recepción y circulación del texto. Ante la falta de una autoridad simbólica que permitiera articular un discurso viable, en la producción escrita de las monjas la intervención en la cultura escrita tenía que partir de la construcción de una función autoral que permitiese establecer una comunicación con el público. En este orden de cosas, para tomar la palabra y la pluma se debía instaurar una posición autoral para poder convertir al otro en el receptor factual e implícito del texto. Tal tipología de modelos autorales como herramienta metodológica permitió comprender la continuidad de las tradiciones literarias de la alta modernidad originadas en los claustros femeninos y una vista panorámica de los textos hasta ahora analizados selectivamente. En la primera parte, «¿Cómo acercarse a los textos de autoría femenina de la Alta Edad Moderna?», siguiendo la concepción foucaultiana de la literatura como institución regulada por un código de preceptos controlados desde sus instancias de autorización y censura, se analizan conceptos clave para la formulación de la autoría literaria de la Alta Edad Moderna. En el capítulo «“La palabra no olvida de donde vino”: las interpelaciones autorales», se propone una aproximación teórica a la figura autoral, entendida como categoría institucional, lo que permite indagar el surgimiento de la escritura individual no anónima y la noción de autor y autora comprendidos en las dinámicas de la cultura letrada del momento. Después del análisis de los elementos discursivos de la figura autoral, en «La autoría situada y la perspectiva dialógica: propuesta de un modelo interpretativo de los textos de autoría femenina altomoderna», se propone un modelo interpretativo nuevo recurriendo a la perspectiva dialógica feminista aplicada al estudio de los textos de autoría femenina de la primera Edad Moderna. El marco metodológico se establece en el cruce del análisis de la historia cultural de lo social (Roger Chartier, James Amelang, Jodi Bilinkoff, Caroline W. Bynum y Ángela Atienza López) y la perspectiva dialógica de Mijaíl Bajtín reformulada por la crítica literaria feminista (Iris M. Zavala y Myriam DíazDiocaretz), fomentada por enfoques que enfatizan la estrecha relación entre el género y el estudio histórico (Joan Scott, Gisela Bock, Constance Jordan, Mary Nash y Gloria García González). Aprovechando elementos de la dialogía bajtiana, la semiología pragmática y la noción de género como categoría de análisis histórico, cultural y literario, se logra establecer un marco metodológico interdisciplinario que permite reflexionar sobre las nociones de autoridad y autoría literaria femeninas en la especificidad cultural e histórica del monacato femenino hispánico de la época moderna.
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De gran importancia para el marco metodológico es la noción de literatura de autoría femenina, que fue establecida desde una lectura crítica de los conceptos écriture féminine y women’s writing (Hélène Cixous, Julia Kristeva, Luce Irigaray, Sandra Gilbert y Susan Gubar, Carolyn Heilbrun, Catherine Stimpson y otras). Con esta noción se pusieron en evidencia los peligros de caer en una visión totalizadora y homogeneizadora de la experiencia femenina que podría llevar a una esencialización de su agencia y escritura. La literatura de autoría femenina confirma, pues, su carácter de apuesta original y de concepto eficaz para abarcar la escritura de las monjas tanto como una posible tradición literaria, en deuda con los enfoques ginocríticos, como un marco de prácticas textuales dentro del contexto social, cultural y político de su tiempo. El concepto abre un espacio para inquirir en la tipología de posiciones autorales en función de las dinámicas de la cultura letrada de su tiempo, analizando el proceso de aceptación/adaptación/negociación de los códigos ideológicos dominantes. Igualmente, permite preguntar en qué modo estas posiciones acotan las diferencias entre las esferas privada y pública y sus fronteras reales y simbólicas a la luz de lo que se había establecido como feminidad normativa en la época. Semejante aproximación permite analizar la conciencia institucional de autoría y la construcción y aplicación de los modelos literarios en el manejo de la diversidad de los géneros literarios, las corrientes estéticas y espirituales y los códigos retóricos vigentes. En la segunda parte, en los capítulos «Cultura y valores en la sociedad española de los Siglos de Oro» y «La noción de mujer», la reflexión se centra en estudiar los conflictos y procesos de negociación que descubren valores como la honra, el linaje y la castidad, que las mujeres, para poder intervenir en el ámbito del discurso oficial, tenían que afrontar desde posiciones distintas. En «La cultura literaria femenina» se definen los mecanismos de esta entendida en su especificidad sociohistórica y cultural, buscando precisar los factores determinantes de esta producción cultural, los procesos de su difusión, circulación y recepción. Partiendo de los marcos de reflexión fenomenológica y hermenéutica del primer capítulo, se incardina la autoría literaria femenina secular en las coordenadas sociohistóricas propias del contexto creador. Se propone considerar el papel de las mujeres lectoras como posibles transmisoras de modelos alternativos al discurso oficial. Después, se analiza la noción escritora desarrollada en los primeros debates oficiales sobre la autoría literaria femenina desde el siglo xv. Se interpreta la praxis literaria a la luz de la conceptualización normativa de esta noción indagando las posibilidades reguladas y reales de la participación femenina en la cultura escrita. Seguidamente, se rastrea el significado de la escritura para mujeres de diferentes contextos socioculturales, sus posibles impulsos creadores y
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modos de desenvolver su inventio dentro de los espacios privados y públicos que no les eran favorables. A continuación, en «Las mujeres consagradas a Dios», al haber inscrito el fenómeno del monacato femenino hispánico en el panorama más amplio de la antropología social, política y religiosa de los siglos xvi y xvii, se constata su naturaleza potente, heterogénea y permeable. El análisis que se deriva de la historia de las relaciones sociales y de género permite observar los marcos de sociabilidad normativa y vivida junto con los reflejos de las estrategias políticas del momento ejercidos sobre y en el seno del movimiento religioso femenino. Esto, a su vez, permite establecer como componente historiable el deseo y la experiencia personal y cotidiana de las monjas. En la tercera parte, en el capítulo «Las dinámicas de la creación literaria de las monjas», se examinan las coordenadas conjuntas de la expresión textual de las monjas y las dinámicas internas y externas de la producción y circulación de la creación literaria originada en los claustros femeninos. Se valoran los componentes principales de esta creación y se ofrece una propuesta de sistematización previa de la cultura letrada femenina religiosa. Para aproximarse a la cultura literaria de los contextos claustrales femeninos, se ha optado por presentar las coordenadas de la producción textual a base de ejemplos heterogéneos que exceden el corpus de análisis para trazar un horizonte más amplio de los procesos, el desarrollo y las temporalidades específicas de esta producción. Aprovechando las herramientas que ofrece una lectura pragmática de los textos de autoría monjil, en la parte inicial del capítulo, se señala la indisolubilidad del sentido social, estructural y comunicativo de esta producción, marcando pautas para su clasificación según el patrón situacional del proceso comunicativo del cual el texto forma parte. Siguiendo este patrón de lectura, se hace posible discernir las continuidades formales y temáticas en diferentes modalidades escritas, como, por ejemplo, las autobiografías espirituales, las cuentas de conciencia y los testimonios proféticos. También se indican posibles dependencias o similitudes de patrones retóricos, como en los paratextos o entre la poesía y el teatro conventual. Al analizar la inestabilidad formal de esta producción escrita en sus diversas vertientes de, entre otros, la literatura del yo, los textos historiográficos y de formación espiritual, se valora de manera positiva el significado del carácter fragmentario, híbrido o endeble de esta escritura. Se constata que la hibridación genérica y material de los textos de las monjas les abre nuevos marcos para la libertad de expresión y la negociación que difícilmente eran accesibles en los modelos hegemónicos fijados en la cultura letrada del momento. También, se indican las particularidades de la escritura por mandato y los usos particulares del pseudónimo y el significado de la anonimia, en sus diversas vertientes, para las políticas eclesiásticas, las propias autoras y la actual aproximación historiográfica.
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La cultura escrita femenina religiosa se examina como centro de creación cultural femenina de la Alta Edad Moderna, que solo se puede comprender a la luz del conjunto de las redes de promoción espiritual y los vínculos internos y externos de cada comunidad religiosa y en el panorama más amplio de la cultura literaria y la participación femenina en su formulación. Esta parte sirve como aproximación introductoria, pero minuciosa, a las dinámicas de la cultura escrita de las monjas, las posibilidades de aproximación crítica y principales fuentes para su estudio, abriendo camino para las indagaciones nuevas. En consecuencia, en el capítulo de análisis textual de la tercera parte, intitulado «Modelos», se propone una tipología de modelos autorales organizados con arreglo a las modalidades de la autoría y las formas de negociación de la autoridad presentes en los textos. Siguiendo los presupuestos del patrón interpretativo dialógico, se analizan diferentes posiciones autorales para observar la participación factual de las escritoras monjas en la escena cultural de su tiempo y su capacidad para moldear y transformar los marcos de decibilidad impuestos desde la cultura literaria y religiosa dominante. En términos generales, se han analizado las estrategias discursivas manejadas por cada autora del corpus en la diversidad de situaciones comunicativas de los textos particulares, preguntando por sus formas de agencia en relación con su público inmediato e implícito y la construcción de las diversas posiciones autorales en función de los parámetros individuales, los moldes de géneros literarios y las coordenadas socioculturales más amplias. Aprovechando el enfoque de los estudios de género, la historia cultural, la crítica literaria y la historia del pensamiento y de la religión, se consiguió examinar la producción escrita de las monjas no como aneja a un orden previo de representación o colateral a este, sino como innovadora. Al especificar cinco patrones autorales, independientes pero interrelacionados entre sí, se han puesto de relieve diferentes modalidades de la capacidad efectiva de estas escritoras para participar e intervenir en la cultura literaria intra- y extramuros y se ha señalado su capacidad transformadora. Cada uno de los cinco modelos desarrollados permite exponer estrategias de negociación distintas aplicadas por las escritoras para conseguir la autoridad simbólica y crear un discurso propio. Este inventario de modelos autorales pone en evidencia que se trata más de una combinación de modalidades que de un mecanismo lineal, que supondría una progresiva y creciente complejidad o perfeccionamiento de un modelo teleológico, que no se corresponde con la naturaleza y las características del corpus. Este corpus, formado por diecisiete autoras, fue clasificado según los modelos de argumentación y negociación de la autoría literaria y autoridad circunstancial que les ofrecen una posición legítima para intervenir en las dinámicas de los discursos literarios, espirituales y religiosos.
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La distancia autoral que se puede observar entre el modelo de argumentación ad verecundiam y ad feminam se debe a un contexto cambiante y a las dinámicas intrínsecas de la cultura letrada, pero no puede entenderse en términos de mejora. En el primer caso, ante la carencia de una autoridad simbólica individual, para superar las limitaciones internas impuestas desde el entorno inmediato y la cultura más amplia, se acude a una autoridad exterior al texto que permita construir la autoría literaria propia. En este sentido, se buscan las precursoras y un modelo más inmediato de mujer escritora que se podría invocar/negociar a la hora de insertar su voz en la esfera de discurso simbólico. De este modo, se delega la responsabilidad simbólica por la verdad pronunciada en un agente externo al texto, pero que comparte la misma situación simbólica sexualmente marcada. Es preciso observar que las argumentaciones que invocan la autoridad divina, la clásica o bíblica y, finalmente, la de la primera escritora de reconocimiento nacional —Teresa de Jesús— poseen unas dinámicas de base paralelas. En cada uno de estos casos, la función-autora maneja hábilmente la línea de tensiones intra- y extradiscursivas y se sitúa, por así decirlo, en el punto liminar de su propia producción literaria. Sin embargo, su significado, y, por tanto, el alcance de la transgresión simbólica, no es, ni pretende ser, igual. Invocar la inspiración divina puede servir para buscar una pretendida anulación de la autoría, que se deja en las manos de Dios (María de Santo Domingo), para ser señalada como su única fuente (Teresa de Cartagena, Ana de Jesús, la Pobre) o para fundar una herramienta de legitimación del discurso adicional (Valentina Pinelo, Marcela de San Félix). Por otro lado, el modelo argumentativo sobre la autoridad de la herencia teresiana permite superar la falta de modelos de escritora autorizados con los que identificarse y se presenta como estrategia autónoma que cada autora negocia para sí misma. Las autoras que sucedieron a Teresa de Jesús, como discípulas o herederas literarias, mantuvieron el argumento de la autoridad divina como un refuerzo adicional. En su caso, el legado teresiano se manejó como eficaz punto de partida para romper con el aislamiento simbólico. Cuando María de San José y Ana de San Bartolomé invocan la autoridad de la santa abulense como intercesora de sus escritos, quieren inscribir su autoría en la línea de la autoridad literaria femenina por ella conseguida y establecida como ortodoxa para la cultura letrada más amplia. Sin embargo, tampoco en este caso tal modalidad se muestra uniforme. En cuanto a las primeras historiadoras del Carmen Descalzo, la autoridad teresiana se convierte en la manifestación más palpable de la materialidad de un legado literario y una memoria propios. Para las discípulas inmediatas de Teresa de Jesús, su herencia constituyó una herramienta para mediar y desde la cual construir su propio sentido de valía y legitimidad. Por
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otro lado, para autoras posteriores, como Estefanía de la Encarnación, el legado teresiano no respondía a la ortodoxia religiosa de su líder, sino a la capacidad de construir una continuidad. En este sentido, se presentó ya como tradición de escritura y pensamiento consolidada. Entre ambas generaciones se produce una ruptura significativa cuando Santa Teresa —una escritora y mística de ambigua posición para las instituciones censoras, cuyos escritos se guardaban bajo la llave en los archivos inquisitoriales— se convierte en una autora santificada de reconocido legado espiritual, doctrinal y literario. En este sentido, las primeras autoras establecen el pacto lector con un auditorio más restringido o buscan un aval adicional como la experiencia vivida con la Santa, los dones espirituales por ella concedidos o el sentido de ser heredera de su misión espiritual y fundadora. Mientras que, para escritoras que ya se sienten incardinadas en una tradición o genealogía femenina y en un intercambio intelectual más amplio, acudir a la autoridad de Teresa de Jesús les permite ya no solo imitar sus estrategias de autoridad simbólica, sino ampliar su alcance e incrementar la transigencia autoral en el horizonte de expectativas de círculos lectores diversos. En todo caso, acudir a un modelo de escritora oficialmente asentado demuestra la atención que las autoras prestaron al modelo femenino positivo, cuya aceptación social abrió una brecha para su propia escritura. El modelo argumentum ad feminam implementa una interesante modificación, más que ruptura, que invoca un amplio repertorio de estrategias retóricas de intrusión y es especialmente visible en los textos que pasaron a la circulación abierta de la cultura impresa. Aquí la autoría literaria y autoridad simbólica han sido establecidas desde la negociación de la condición sexuada en la experiencia escritora de cada autora. La condición femenina, mediante un hábil manejo de los tópicos y las construcciones retóricas expuestos en los paratextos, fue instaurada como origen de la auctoritas, la principal fuente de legitimación de la voz literaria. El hecho de intervenir con sus textos en la cultura impresa supuso una importante transgresión simbólica. La autoridad para avalar la intrusión en la esfera de uso de los letrados tenía que ser igualmente reconocida para asegurar la autonomía del texto en su amplia difusión y permanencia fuera de los espacios privados. Vistos a la luz de ejemplos tempranos, de otras autoras religiosas y seculares y de los preliminares de autoría masculina, los prólogos y las dedicatorias de Valentina Pinelo, Ana Francisca Abarca de Bolea y María de Santa Isabel permiten apreciar tres modalidades distintas de señalar la marca de autora como derivada de la posición sexuada dentro del debate más amplio, y muchas veces en conflicto, con los puntos de vista de las autoridades antiguas, los censores y el mundo lector, tanto intra- como extramuros. Es interesante notar que, por un lado, desde el punto de vista generacional, se está hablando de una etapa de la escritura femenina como un fenómeno, sino aceptado, por lo menos pensado
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como posible para la cultura letrada del momento. Por el otro, las cotas de esta posibilidad autoral todavía reducen la producción literaria femenina a la esfera privada, marcada por la oralidad y carente del potencial innovador. En tal estado de cosas, el argumentum ad feminam funciona como salvaguarda especialmente transgresora. Su eficacia reside en el sentido estratégico otorgado a la condición de mujer, que, mediante un retorsio argumenti, sitúa la autoría femenina como posición discursiva perentoria. Después, el modelo de argumentum ad auditorem resulta crucial para entender el significado estratégico del espacio conventual femenino para la adquisición de una autoridad simbólica. Este aspecto, aunque señalado por varios estudios del campo, como los de Georgina Sabat de Rivers, Isabel Barbeito Carneiro, Stacey Schlau y Electa Arenal y Nieves Baranda Leturio, entre otras, todavía no ha sido lo suficientemente valorado. El ámbito claustral demuestra ser un espacio bifronte y permeable, semipúblico y semiprivado, que posibilita configurar una dinámica de producción y recepción textuales particular. Por un lado, al limitar la recepción del texto a una comunidad religiosa, la autora mantiene el carácter privado, y, por eso, menos transgresor, de su voz en el acto de emisión. Por el otro lado, la escritura conventual se mueve en unas condiciones de difusión manuscrita propias que permiten una circulación más amplia del texto sin la explícita intervención de su emisora. De este modo se logra legitimar la autoría y establecer la autoridad simbólica necesaria para pronunciar un discurso propio sin cuestionar abiertamente las normativas del silencio femenino. Además, al diferenciar los registros de escritura en función del auditorio de una comunidad religiosa concreta, se abre una brecha para modalidades literarias diferentes: la creación literaria empieza a retroalimentarse siguiendo códigos particulares, cuyos matices son comprensibles solamente dentro de un grupo lector selecto, en un convento u orden dada. En tal marco, analizando la escritura de Marcela de San Félix y Francisca de Santa Teresa, se puede ver cómo estas autoras entran en relación con un receptor conocido a partir de una supuesta igualdad simbólica para convertir el auditorio en acicate para superar la propia inferioridad simbólica y desde la que construir una posición de autoridad como maestra espiritual para sus receptoras. Además, estos ejemplos señalan continuidades literarias posibles de discernir en comunidades o reglas concretas, en este caso, la de las Trinitarias Descalzas de Madrid. Mediante un metalenguaje derivado del horizonte de la espiritualidad y cotidianeidad de su comunidad, estas autoras introducen temas controvertidos o espinosos, protegiéndose de las posibles censuras. En este sentido, legitimar la escritura por medio del argumentum ad auditorem, en el nivel fáctico y simbólico, suplanta la autoridad exterior porque construye modos de práctica literaria colectiva femenina más autónomos,
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que muchas veces desarrollan formas originales y propias del lenguaje poético y dramático. María de San Alberto y Cecilia del Nacimiento proponen un semblante diferente de tradición literaria puertas adentro, fundamentado en un diálogo intelectual entre la tradición teresiana y su propia comunidad del Carmen de Valladolid. Su ejemplo funciona como modalidad bisagra que, aprovechando el particular carácter del teatro y ciertas formas de la lírica religiosa femenina como performativa, se mueve con destreza entre la argumentación de la autoridad teresiana y el sentido de autoría derivado de la legitimidad adquirida entre el auditorio cerrado y conocido del convento. Aquí el estatus de ambigüedad simbólica y la situación de tutela propios de la comunidad religiosa femenina fueron aprovechados para establecer una autoridad situacional que funcionara como adicional a otras formas de autoría literaria negociada en el espacio público. En todos estos casos, el argumentum ad auditorem se entiende como puente emotivo específico construido por la autora con su público. Apelando a las emociones y los factores extratextuales, se gana el favor del receptor y se establece una posición de credibilidad y confianza. En consecuencia, es el auditorio el que avala la verdad y, por ende, la autoría del emisor del texto en una relación de particular correspondencia. Los dos últimos modelos, el argumentum ad experientiam y el argumentum ad divinam voluntatem, representan dos puntos en la escala de posibilidades polimorfas de la autoridad negociada desde la experiencia corporal. En el primer caso, la escritora construye un discurso del y desde el cuerpo para negociar su propia materialidad en el devenir autora. En el segundo caso, el cuerpo está, por lo menos aparentemente, desprovisto de la potencialidad subversiva y se convierte en un instrumento en manos de la divinidad. Al analizar los testimonios de Teresa de Jesús María y Luisa de Carvajal y Mendoza, y acudiendo a un ejemplo temprano de Ana de Jesús, la Pobre, se traza el proceso de negociación de la experiencia corporal como legítima fuente de autoridad discursiva. El cuerpo/corpus se instrumentaliza primero en la práctica religiosa para después ser extrapolado a la formación discursiva, lo que produce un trueque de estatus: la localización del cuerpo es convertida en potencialidad que permite materializar el deseo de autoría. La práctica discursiva de las místicas y mártires abre el cuerpo a una continuidad narrativa donde el dolor reaparece como ideal de santidad y modelo más accesible de autoría. Para muchas autoras, acudir a una conceptualización limítrofe de la materialidad de sus cuerpos, factuales y simbólicos, les asegura marcos de agencia impensables para la mirada canónica del cuerpo femenino. Argumentar su voluntad de escribir acudiendo a la experiencia de su cuerpo inscribe a las escritoras en una larga tradición del misticismo femenino, cuya autoridad funcionaba como aval adicional
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para instaurarse como autoras. El estatus de legitimidad de este modelo autoral deriva entonces tanto del sentido del continuum femenino de escribir cuerpos como de la apuesta individual cuando el cuerpo físico se convierte en generador de cualquier forma de discurso. Finalmente, el argumentum ad divinam voluntatem en la modalidad de providencialismo político fue una estrategia discursiva especialmente usada entre las visionarias y profetisas. Se ha dicho, siguiendo estudios de María Pilar Manero Sorolla y Rebeca Sanmartín Bastida, que la inspiración divina como fuente de escritura fue un topos de gran resonancia entre las escritoras religiosas, también fuera de los marcos institucionalizados de la Iglesia, como demuestra el caso de María de Santo Domingo. Junto con la escritura por mandato, este argumentum funcionó como salvaguarda más recurrente a la hora de justificar la escritura y construir el sentido de autoría. Sin embargo, la actividad pública y política de María de Jesús de Ágreda y otras visionarias reales demuestra que este argumento fue utilizado también con fines específicos y con un grado de trasgresión de la obediencia, la humildad y la clausura muy relevantes. Por un lado, la monja de Ágreda o Mariana de San José utilizaron la intervención divina para desplazar el sentido de responsabilidad jurídica por su discurso hacia un agente externo al texto, una autoridad suprema incuestionable. Por el otro, en el caso del intervencionismo político, ser un instrumento en las manos de Dios aseguraba a la autora un espacio de efectiva repercusión de sus palabras y unas capacidades de influencia política y de agencia que abrían de manera inusitada las posibilidades de una autoridad simbólica dentro de los límites marcados por la ortodoxia cristiana. De esta tipología de modelos autorales se infiere, como conclusión general, que los mecanismos discursivos utilizados por las escritoras en situaciones comunicativas particulares marcan el discurso de tal modo que, sin su justa valoración, el sentido de la obra se hace ininteligible. Esto quiere decir que los modelos autorales no solo anticipan el texto producido, sino que están inscritos en él y condicionan su recepción. Los modelos autorales afectan el propio texto en el nivel temático y formal. El primer caso responde a dos factores. Por un lado, porque algunos temas, motivos o géneros facilitan el desarrollo de una argumentación particular: por ejemplo, el caso del teatro conventual y el argumentum ad auditorem; el argumentum ad feminam, propio para el especio prologal; o el argumentum ad experientiam, cuyo sentido es posible de descifrar solo en el marco de la experiencia mística o mártir. Por el otro lado, porque son los únicos temas/géneros admisibles en el horizonte de expectativas preestablecido del receptor privilegiado del texto: por ejemplo, el argumentum ad divinam voluntatem se limita a los casos de presagio o visión para cumplir con su función providencialista sobre el receptor de un
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estatus simbólico superior; el argumentum ad experientiam, sin embargo, tiene una aceptación lectora diferente, dependiendo de si se desarrolla en el marco de una autobiografía espiritual o una poesía, etc. En el segundo caso, las particularidades formales de los textos están condicionadas por la modalidad de justificación de la autoría, mientras que la retórica y la poética adquieren usos vicarios que se deben tanto a la necesidad de dotarlas de una función estratégica concreta como a la formación no estandarizada de las autoras. Por ejemplo, el argumentum ad auditorem destaca por la aplicación de referentes de proximidad entre la autora y su auditorio, mientras que en el argumentum ad feminam se acentúa la retórica de feminidad con especial preponderancia de las fórmulas de captatio, falsa humildad y el fastidium topos. Por su parte, en el argumentum ad verecundiam el legado teresiano se invoca bajo el tópico de la obediencia y sumisión o la autoimposición de una regla codificada como norma. Estos cambiantes, entre otros que se han detallado a lo largo del estudio, deben de ser analizados y valorados en la aproximación crítica a cada una de las autoras y al conjunto de su obra. Vista en conjunto, la clasificación demuestra ser un modelo de gran potencial interpretativo, que se abre a preguntas de enfoques diversos, como el estudio de las emociones y la teoría de los afectos, que se espera desarrollar en futuros proyectos.1 Además, se la puede utilizar como un marco metodológico en investigaciones sobre el patrimonio escrito cultural e intelectual de las mujeres, así como un impulso de una lectura diferente de textos de autoría femenina con una perspectiva que subraya la estrecha relación entre el género, la retórica y el análisis histórico. Para concluir, se podría decir que el presente libro pretende aportar nuevos conocimientos en tres niveles de estudio: el histórico, el archivístico y el epistemológico. El marco metodológico interdisciplinario constituye una apuesta eficaz para el acercamiento a la autoría literaria femenina en su especificidad histórica y puede resultar válido para futuras aproximaciones críticas desde los campos de la historia de la literatura y de la espiritualidad, la crítica literaria y los estudios culturales y de género. Con el estudio documental de las fuentes primarias de un amplio marco temporal, material y temático, se aportan ma1 Hasta ahora este modelo interpretativo, presentado y discutido en dos conferencias invitadas (22/4/18 en Barcelona por el ADHUC–Centro de Investigación de Teoría, Género y Sexualidad de la Universitat de Barcelona y 11/5/18 en Varsovia por el Instituto de Investigación Literaria de la Academia Polaca de Ciencias y el Instituto de Estudios Religiosos de la Universidad Jagellónica) ha demostrado ser un puente prometedor entre los investigadores de la alta modernidad y los medievalistas en el campo de la historia de las mujeres. Se espera ahondar en esta dirección con el nuevo proyecto de investigación sobre la contribución del pensamiento de las mujeres a la interpretación de las fuentes de la religión cristiana (siglos xiv-xvii) (Lewandowska, 2019).
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teriales nuevos y se consigue catalogar fuentes poco estudiadas, que pueden ser fácilmente localizadas gracias a la base digital de datos biobibliográficos de las autoras. Dicha base de datos cuenta con una clara disposición gráfica, ofrece breves entradas biográficas, fuentes primarias en forma de fichas archivísticas y bibliografía crítica, que en conjunto invitan a ser interrogadas desde otras disciplinas y enfoques. Por su parte, la tipología de modelos autorales ofrece una herramienta epistemológica original que permite analizar la escritura de las monjas más allá de los marcos de estudio de la literatura institucionalizada y las herramientas y el aparato crítico de la historia y los estudios literarios, que resultan ahora insuficientes. El plurilingüismo autoral de las monjas, visto dentro de las coordenadas sociohistóricas y culturales precisas, destaca a las mujeres religiosas en cuanto escritoras y el proceso de devenir autoras: adaptar a sus necesidades el margen concedido por la cultura dominante y reapropiarse de este sitio hablando desde el límite entre lo permitido y lo vedado. Mi intención final es que este tipo de lectura pueda abrir espacio para indagaciones nuevas que permitan entender el proceso de subjetivización en el contexto de los procesos históricos en los que las mujeres se convierten en sujetos, agentes y autoras/creadoras de nuevos sentidos.
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¡Basta de silencios! ¡Gritad con cien mil lenguas! Porque, por haber callado, ¡el mundo está podrido! Catalina de Siena
Durante los cinco años que duró el proceso de investigación del presente estudio, pasaron cinco años de mi vida. Una vida, como todas, llena de tormentas, desiertos y sutiles arcoíris cada día. A veces, mis monjas me creaban ansiedad. Se me cruzaban en la cabeza miles de imágenes fundadas en y recreadas por sus palabras, frutos de los juegos azarosos de la plasticidad de sus textos, pinceladas de las representaciones visuales de la época fusionados todos por mi imaginación. Experiencias, cuerpos, emociones, deseos. No podía sacarlas de mi cabeza, masticando impacientemente cada palabra, buscando en ella lo conocido y lo extraño, lo peregrino y lo doméstico. Otras veces, me daban sosiego. Imaginarlas en sus celdas, con la pluma, escribiendo a la luz de la vela. Sentirlas murmurando el avemaría, durmiendo con una serenidad posible de alcanzar solamente por las que viven en la frontera entre los dos mundos, el terrenal y el celestial, por las que relegaron su vida al Otro. Pero, en la mayoría de las horas de estos días, que se convirtieron en meses y en años, mi actitud hacia ellas era de una admiración, de un respeto y de una… familiaridad. No más unas palomas cándidas y angélicas ni unas víctimas atrapadas en el tejido de control y resistencia, sino agentes de sus propias vidas, capaces de actuar, de interpelar, de hacer ruido. Fue de Valentina Pinelo de quien aprendí que «cuantas fueren las cabezas tantos han
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de ser los pareceres» y que nunca llegaré con mi libro a satisfacer los apetitos y las esperanzas de todos sus posibles lectores/as. Fue con Teresa de Jesús —la patrona de toda mi escritura— con la que aprendí que «la paciencia todo lo alcanza» y que ningún texto ni ningún pensamiento pueden madurar a un ritmo acelerado. Por otra parte, Ana Francisca Abarca de Bolea me enseñó otro significado de la palabra insistencia, que se planteaba más allá de lo que uno debe y se acercaba a lo que uno anhela. Teresa de Jesús María, en un momento menos esperado, pasó a ser mi guía durante los difíciles periodos de una enfermedad y dos accidentes que bruscamente interrumpieron durante un año la despreocupación de mi estudio. Las huellas de Luisa de Carvajal y Mendoza y Ana de Jesús, que trazaron caminos entonces inéditos por las carmelitas entre Cáceres, Valladolid, Bruselas, París y Londres, me dieron el coraje de buscar más allá de lo conocido, de ir confrontando mis ideas, reflexiones y pensamientos con un público más amplio, a veces muy alejado de los temas, la época, la problemática o la perspectiva de mi trabajo. Con las hermanas Sobrino Morillas, aunque suene un poco ingenuo, me volví más cercana a las dos mías, teniendo en ellas a mis primeras lectoras y censoras de mis textos. Ana de San Bartolomé encarnó para mí los ideales de la Cenicienta, donde el rol del príncipe lo asumía la propia santa abulense y la determinación y la fe en sí misma jugaron el papel de trampolín hacia una vida diferente. Como ocurre en los casos de una relación tan íntima y larga como la que tuve yo con las escritoras monjas, hubo también una predilecta, pero no por eso privada de ambigüedades. Marcela de San Félix fue la que más me inquietó desde la primera lectura y la que, con cada aproximación nueva a su figura y a su obra, no dejaba de hacerlo. No era solo admiración por la complejidad de pensamiento o la satisfacción y risa por su extraordinario sentido del humor. Marcela me atraía y me espantaba al mismo tiempo, creando una relación inclasificable de amor-odio. Su constante búsqueda de la soledad real y simbólica, su desasosiego por la experiencia mística nunca alcanzada, sus chistes irreverentes y autoirónicos y el carácter cortante que citaron las hermanas-monjas de su comunidad me permitían percibir la distancia y la proximidad que nos separaban. En este intersticio, que con el tiempo empecé a percibir más como una apertura que una grieta, adquirí una conciencia del porqué de este estudio, más allá de sus fines académicos. La conciencia de la fragilidad de estas vidas, de la vulnerabilidad de todas las vidas y la finitud de la condición humana me interpelaron para ver en este tipo de intervenciones un modesto intento de una alternativa política. Me di cuenta de lo importante que era dejar marca, trazar huella por aquellas que, para utilizar la expresión de Françoise Collin, desaparecieron dejando una herencia sin testamento. Lo primordial de este gesto, entendido en su praxis concreta, reside precisamente en hacer el máximo ruido en torno a las que fueron sujetos, es decir, «aparecieron mediante su palabra y su acción» (Collin,
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2006a 31), aunque durante siglos fuesen reconocidas solo por ser sujetas, volverlas agentes, actrices del mundo común para hacer estallar la autoridad con toda la carga rebelde que este gesto implica, estallar una idea segura de la autoridad que hace que unas imágenes pasen por invisibles, ciertos sonidos por inaudibles y ciertas palabras por indecibles. De acuerdo con los presupuestos de Barthes expuestos en su ensayo crítico sobre Jules Michelet (1954), la masa histórica debe ser entendida no como un rompecabezas para ser reconstruido, sino como un cuerpo para ser abrazado. Entonces, el objetivo del estudio histórico no reside en la reconstrucción, sino en un (re)nacimiento, en hacer que el pasado cobre vida en la persona del investigador o de la investigadora. En tal marco, recordar las historias de mis monjas reclama su raíz latina y recalca ad infinitum el significado de “volver a pasar por el corazón”. Tal recordatio hace posible realizar una acción insólita donde la afectividad, en vez de ser un obstáculo para la distancia supuestamente necesaria para la comprensión histórica, se convierte en el motor de narración del pasado. La posibilidad de sentir el pasado como anhelo y como deseo establece las bases para otros modos de investigación y abre horizontes dignos de ser seguidos. La presente investigación, sumándose a otras empresas parecidas, busca hacer este lugar más cercano, habitable, común o incluso ordinario. En eso confío. Vale.
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MODELO I Ana de Jesús (Lobera) (O. C. D.) OTROS NOMBRES Anna de Jesús Ana de Jesús Lobera Ana Lobera Torres FECHAS 1545-1621 LUGAR Medina del Campo, Valladolid-Bruselas (Bélgica) ESTADO Beata de la Compañía de Jesús (1562), monja de la Orden Carmelita Descalza (1570); conventos de Ávila, Salamanca, Beas, Granada, Madrid, París, Pontoise, Dijon, Bruselas y Mons. DATOS BIOGRÁFICOS Ana de Lobera nació el 25 de noviembre de 1545 en Medina del Campo, en una familia enriquecida procedente de la villa de Beas. No se dispone de documentos que confirmen su supuesta sordomudez, milagrosamente curada a la edad de seis años, a la que se refieren los historiadores del Carmelo
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Descalzo. Después de la muerte de sus padres, a los nueve años, se mudó a la casa de sus abuelos, en Plasencia, donde recibió una educación elemental. Desde su más temprana juventud permaneció bajo la influencia de la espiritualidad jesuita, la corriente más nueva e innovadora en la España renacentista, de entre cuyos monjes eligió posteriormente a varios de sus padres espirituales. Uno de ellos, fray Pablo Hernández, la presentó a Teresa de Jesús (1515-1582), entonces priora del primer convento carmelitano reformado, el de San José de Ávila, dando inicio a una larga y fructífera relación entre ambas religiosas. En 1570, por influencia de fray Pedro Rodríguez, Ana decidió ingresar en Ávila, profesando como monja carmelita un año después (el 1 de agosto) en Salamanca bajo el nombre de Ana de Jesús, donde permanecerá hasta febrero de 1575. Su prima María de Lobera ingresó en el mismo convento en 1572. Consejera y amiga íntima de Santa Teresa, Ana de Jesús se convirtió en la principal continuadora de la labor fundacional teresiana al lado de María de San José Salazar (1548-1603) y Ana de San Bartolomé (1549-1626). Desde que presidió las primeras fundaciones en Andalucía (1575), fue ocupando cargos de cada vez mayor responsabilidad, cumpliendo felizmente con el de priora del convento de Santa Ana en Madrid, cuatro años después de la muerte de la Santa, que tanto lo había deseado. Durante su priorato en Madrid, entró en contacto con las élites cortesanas y entabló relación con la hija de Felipe II, Isabel Clara Eugenia, que posteriormente le encargará las fundaciones en los Países Bajos. En esa villa conoció también al padre Jerónimo Gracián, el último confesor de Teresa de Jesús, quien la inició en la tarea de editar las obras de la Santa, guardadas entonces en los archivos inquisitoriales. La edición de los textos teresianos (Los libros de la madre Teresa de Jesús, fundadora de los monasterios de monjas y frailes de Carmelitas Descalzos de la primera Regla, Salamanca, 1588), a cargo de fray Luis de León, se debe a su iniciativa, así como el encargo de las primeras traducciones al francés de los textos teresianos hechas por Juan de Quintanadueñas de Brétigny, en 1601. Esta labor editorial pudo contribuir a afianzar su reputación de monja polémica entre los superiores de la orden e influir en su posterior expatriación a Francia y Flandes. El punto crítico y decisivo para su posterior trayectoria religiosa fue el conflicto con el capítulo general de la Orden Descalza, Nicolás Doria, ante el cual defendía el modelo de reforma acorde a las Constituciones teresianas, contrario a la centralización de la supervisión propuesta por este. Las consecuencias de este desacuerdo le costaron una reclusión obligatoria en su celda del convento madrileño durante tres años y el traslado forzoso a Salamanca. Este momento marcó el inicio de la etapa misionaria de Ana de Jesús y de la expansión de las descalzas, primero en Francia (1604) y después en Flandes (1607). En agosto de
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1604, Ana fue nombrada superiora del primer convento descalzo francés, el de la Encarnación de París. Para participar en esta fundación, también vino de España otra religiosa cercana a Teresa de Jesús, la beata Ana de San Bartolomé, con quien Ana tuvo un largo conflicto ideológico sobre la interpretación más fiel del espíritu teresiano y el liderazgo de la reforma. El carácter de las fundaciones en Francia, bajo los auspicios de Pierre de Bérulle (15751629), se alejaba cada vez más del proyecto originario, creando una rama separada del tronco de la orden para descontento de la discípula teresiana. Tras varias fundaciones (Pontoise y Dijon, ambas de 1605), viendo que la línea teresiana había sido transformada por el proyecto de Bérulle, Ana de Jesús, dispuesta a regresar a España, recibió el encargo de fundar en Bruselas. En enero se erigió el convento provisional en esta ciudad, después fundó las casas en Lovaina y Mons. Debido a su intervención, se aceleró la preparación del breve papal (15 de octubre de 1609 por Pablo V) para la fundación de la rama masculina de los carmelitas en Francia y Bélgica. En los siguientes años promovió las fundaciones en Cracovia (1612), Amberes (1619) y varias en Inglaterra. En 1615 visitó los conventos en Flandes el capítulo general, Ferdinando de Santa María, confirmando por tercera vez como priora de Bruselas a Ana de Jesús. En estos años su estado de salud empeoró significativamente y sufrió un largo periodo de enfermedades que no acabaron hasta su muerte, el 4 de marzo de 1621. Su actividad como escritora no es copiosa, a pesar del espíritu teresiano, promotor de la vocación literaria. Además de su epistolario, es autora de la crónica fundacional del convento de San José en Granada, de las relaciones para el proceso de la beatificación de Teresa de Jesús y de algunas poesías religiosas. Aunque era estimada por su inteligencia y formación, y a pesar de que la animaron repetidamente a escribir textos espirituales o memorias de su vida, nunca redactó su autobiografía, por lo que quedaron silenciadas casi en su totalidad sus experiencias espirituales e íntimas. A su muerte, su sucesora como priora del convento de Bruselas, Beatriz de la Concepción (Beatriz de Zúñiga, 1569-1646), rescató varios de sus manuscritos, que se han conservado hasta hoy. Sin embargo, resulta significativo el silencio que ha rodeado a la figura de Ana de Jesús, omitiendo su protagonismo en la historia del Carmelo Descalzo durante las siguientes generaciones; así Quiroga no la menciona en su Vida del venerable Juan de la Cruz ni hay rastro de su labor fundacional en los dos primeros tomos de las Crónicas.
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Ana de San Bartolomé (O. C. D.) OTROS NOMBRES Ana García Manzanas Anna García FECHAS 1 de octubre de1549-7 de enero de 1626 LUGAR Almendral de la Cañada, Toledo-Amberes (Bélgica) ESTADO Religiosa, Orden de Carmelitas Descalzas; convento de San José en Ávila; convento de Carmelitas Descalzas de Pontoise, convento de Carmelitas Descalzas de París, convento de Carmelitas Descalzas de Tours; convento de Carmelitas Descalzas de Amberes. DATOS BIOGRÁFICOS Ana García Manzanas nació el 1 de octubre de 1549 en Almendral de la Cañada (Toledo), en una humilde familia campesina y numerosa que no le pudo asegurar ningún tipo de formación. Antes de cumplir diez años perdió a ambos padres, lo que pudo influir en su posterior vocación religiosa. Cuando tenía veintiún años decidió ingresar en el primer convento carmelita reformado, el de San José de Ávila, tomando el nombre de Ana de San Bartolomé en gratitud a este santo por la milagrosa curación de una severa enfermedad. Pocos meses después conoció a Teresa de Jesús, estableciendo pronto una amistosa relación con la fundadora. Esta amistad se estrechó significativamente a partir de 1577, llevando a Ana a desempeñar las tareas de cocinera, secretaria, consejera y futura fundadora del Carmelo Descalzo. La simpatía y confianza que sintió la Santa por ella eran conocidas, convirtiendo a la monja de San Bartolomé en testigo y activa participante en los cruciales acontecimientos de los seis últimos años de la actividad fundadora de Santa Teresa (Ana estará presente en las fundaciones de Villanueva de la Jara, 1580; Palencia, 1580; Soria, 1581, y Burgos, 1582) y en la asistente más cercana durante las últimas horas antes de su muerte (1582). Recibió formación en letras cuando se hizo monja y muy probablemente a cargo de la misma Santa Teresa; sin embargo, parece poco probable la creencia de que aprendió a escribir milagrosamente un día de 1579 copiando una carta de Teresa de Jesús. Este año sí que marcó un cambio en su trayectoria vital, cuando la fundadora, abrumada por en-
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tonces por la correspondencia que generaba el auge de la reforma, le encargó a Ana que le hiciese de escriba-secretaria a pesar de su condición de hermana lega. Esta práctica epistolar le permitió a Ana mantener después su propia correspondencia (más de setecientas setenta cartas según las estimaciones de Julián Urkiza) e introducirse en el mundo de las letras. Después de la muerte de la madre fundadora, la vida espiritual de Ana se intensificó y sus visiones y presagios alcanzaron verdadera fama tanto entre los superiores de la orden como en los círculos cortesanos y nobles, especialmente después de la pérdida de la Armada Invencible de 1588, presagiada por la beata. En 1604 Ana fue reclamada para implantar el Carmelo teresiano en Francia, junto con otras religiosas descalzas, entre ellas Ana de Jesús y María de San José. En 1605 fundó el Carmelo de Pontoise, fue elegida priora del convento de París y tres años después fundó el Carmelo de Tours. En 1612, reclamada por la infanta Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II y entonces soberana de los Países Bajos, llegó a Flandes para fundar el Carmelo de Amberes, del que fue priora hasta su muerte. En Flandes gozó de fama como heredera espiritual de Santa Teresa y visionaria predilecta de Dios, cuyos rezos y presagios sobre la invasión protestante le valieron el título de Libertadora de Amberes, concedido por el obispo de la ciudad. A principios de 1626 su estado de salud se resintió, agravado aún más por la muerte de su prima Francisca, en marzo del mismo año. Ana de San Bartolomé murió de acuerdo a su deseo, «sin ruido ni barahúnda», rodeada de sus hermanas monjas, el domingo 7 de junio de 1626. La muerte en olor de santidad aumentó su veneración y propició un proceso de canonización impulsado por la infanta Clara Eugenia y la reina María de Médici. El proceso se vio interrumpido por la situación política en Flandes y no culminó hasta 1917, cuando Benedicto XV la proclamó beata de la Iglesia católica, defensora de la paz. Estefanía de la Encarnación (O. S.) OTROS NOMBRES Estefanía Gaurre de la Canal Estephanía de la Encarnaçión FECHAS 1597-1665 LUGAR Madrid-Lerma, Burgos
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ESTADO Monja profesa en la Orden Franciscana del convento de Nuestra Madre Santa Clara (también llamado monasterio de la Ascensión de Nuestro Señor), en la ciudad de Lerma. DATOS BIOGRÁFICOS Estefanía Gaurre de la Canal nació en Madrid, en el seno de una familia italiano-española. Su padre, un noble de la Borgoña, se llamaba Esteban Guarre, y su madre, de una familia noble empobrecida, natural de San Martín de Valdeiglesias, se llamaba María de la Canal. Ambos sirvieron en la casa de Benito de Cisneros y doña Margarita Leyton y, después, en la de los marqueses de Laguna. Estefanía era la segunda hija de aquel matrimonio y en su casa natal recibió una esmerada formación humanista y religiosa. En 1601 la familia se trasladó, junto con la corte, a Valladolid, donde la niña continuó bajo la tutela materna una educación que incidía en moldear su espiritualidad de acuerdo a piadosos ejemplos, como los de la santa Catalina y san Jacinto, que la autora menciona como sus primeras lecturas. De acuerdo con la información proporcionada por la propia escritora en su autobiografía, Estefanía se inclinó por las letras desde su más temprana edad, ya que sabía leer y escribir a los siete años y dedicaba todo su tiempo libre a la actividad lectora. También a esta edad, y siguiendo el ejemplo de las hagiografías, hizo voto de castidad para acercarse a las santas mujeres. En Valladolid ganó experiencia sobre la vida en la corte ayudando allí a sus padres en el servicio. La misma autora, entre sus vicisitudes de la vida cortesana, describe su afán por las costumbres y el modo de vida aristócrata, su interés por seguir las modas del momento, como el consumo de búcaro a fin de empalidecer su rostro, un signo visible de pertenencia a la élite social. Alrededor de los catorce años pasó un tiempo como dama de compañía de su tía, cuyo marido, Alonso Páez, era un reconocido retratista en la corte madrileña. Al mostrar una especial inclinación hacia el pincel, su tío se ofreció a enseñarle esta materia y pronto Estefanía ganó un reconocimiento como pintora de gran habilidad entre los círculos aristocráticos del reino. Ella misma era consciente de su talento, llegando a compararse en sus posteriores relaciones autobiográficas con Sofonisba Anguissola, la famosa retratista italiana de la corte de Felipe II. Alrededor de 1613 pasó a ser dama de Beatriz de Villena, hermana de María de Villena e hija de Enrique de Sosa, conde de Miranda. Al parecer fue precisamente la relación con doña Beatriz, futura monja descalza en el convento de las franciscanas de Lerma, lo que orientó la vida de Estefanía hacia la trayectoria religiosa y el servicio a Dios. Según su propio testimonio, sabemos que se consideraba una mujer bella y que gozaba de este atractivo y del coqueteo con los hombres de la corte.
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Sin embargo, cuando el duque de Miranda quiso disponer su casamiento con un noble de gran patrimonio, la joven se negó rotundamente. Oponiéndose a los deseos de sus padres, que la veían bien instalada en el mundo palaciego, el 10 de abril de 1616 decidió tomar el velo en la comunidad de Lerma como monja descalza franciscana. En el claustro pronto se ganó fama de excelente pintora y escritora, realizando varios encargos de mucho prestigio, como la decoración del coro y la composición de versos para honrar la profesión de una monja protegida del duque de Uceda, escribir las cartas por encargo de la beata mercedaria Mariana de San José y otras labores de este tipo. Su vocación literaria se afianzó con el paso de los años y siguió el ejemplo de Teresa de Jesús, que la joven eligió como patrona de su escritura. Aunque no fue mística, describe su espiritualidad con gran plasticidad, y sus emociones se nutren de la estética del misticismo carmelitano. Su obra más ambiciosa, una exégesis bíblica de tipo alegórico, Tabernáculo místico (1627-1628), constituye uno de los pocos ejemplos de autoría femenina en este género literario y se sitúa entre las mejores obras de este tipo en el canon espiritual español. Durante su trayectoria religiosa, Estefanía seguía manteniendo estrechas relaciones con el mundo cortesano y noble de Valladolid y Madrid. Su espiritualidad mariológica y semejanzas formales entre su Hoja sexta y la Mística Ciudad de Dios de María de Jesús de Ágreda, junto a unas falsas atribuciones de los textos de Estefanía a la monja concepcionista, llevaron a los críticos a suponer algún tipo de influencia entre las dos autoras. Este tema ha sido tratado por Isabel Barbeito Carneiro (2000: 79-98). Murió a los sesenta y ocho años en la misma comunidad de Lerma, en que gozó de gran renombre y estima entre sus hermanas monjas. Sus obras fueron copiadas a solicitud de su confesor, Alonso de Villamedina, aunque permanecen inéditas. María de San José (O. C. D.) OTROS NOMBRES María de San José Salazar María Salazar María de Salazar Torres FECHAS 1548-1603 LUGAR Toledo-Cuerva, Toledo
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ESTADO Monja profesa de la Orden Carmelita Descalza, priora en el convento de Malagón (1572-1575), en el convento de Sevilla (1575-1578; 1579-1584), en el monasterio de San Alberto (Lisboa) (1584-1603) y en el convento de Cuerva (Toledo). DATOS BIOGRÁFICOS María de Salazar y Torres nació en 1548 en una familia noble afincada en Toledo, de parentesco lejano con la casa de Medinaceli y la del Infantado. Los datos respecto a sus orígenes son incompletos y confusos. Según el Libro de profesión del Carmelo de Malagón, fue hija de Pedro de Velasco y María de Salazar, ambos procedentes de Aragón (Manuel Serrano y Sanz y Simeón de la Sagrada Familia presentan datos diferentes). Su primera juventud y adolescencia las pasó en el palacio de doña Luisa de la Cerda, donde, en condición de dama de compañía, entró en contacto con los círculos más influentes del, por entonces, Toledo imperial. Allí recibió una formación clásica, aprendió idiomas, entre ellos francés y latín, retórica e historia. Este ambiente humanista, abierto a las corrientes religiosas reformadas y transmisor de las nuevas corrientes estéticas literarias, fue decisivo para su desarrollo intelectual y espiritual. También, en este contexto palaciego, llegó a conocer a Teresa de Jesús cuando en 1562 fue al palacio para consolar a doña Luisa por la inesperada muerte de su marido, Arias Pardo de Saavedra. Este encuentro marcó la posterior trayectoria vital de María. La madre Teresa, priora por entonces del convento de la Encarnación en vísperas de su legalización, se interesó por la joven, que destacaba por su inteligencia, trato y formación. Es evidente que esta convivencia de seis meses influyó en el desarrollo espiritual de María; sin embargo, por el testimonio incluido en el Libro de recreaciones, sabemos que estos años fueron para la joven una lucha constante entre su gusto por los valores mundanos y la atracción por el recogimiento. María siguió con su vida en la corte durante los siguientes siete años, componiendo por entonces sus primeras poesías, unas dieciséis redondillas de corte religioso intituladas Si algún bien me habéis de hacer. De este periodo provienen también otros versos de carácter espiritual, como Ansias de amor (una paráfrasis libre del Cantar de los cantares) o Del cuidado desta vida (escrito en el año de su noviciado). En 1569 tuvo lugar su segundo encuentro con la madre fundadora, inmersa entonces en el proyecto de reforma (las fundaciones de Medina del Campo, Valladolid, Toledo y Pastrana fueron realizadas entre 1567 y 1569), y fue entonces cuando María declaró su vocación religiosa y el deseo de involucrarse en el proyecto teresiano. En 1570 tomó el hábito, profesando los votos solemnes en 1571, en el convento carmelitano en Malagón, una fundación especial, patrocinada por doña Luisa de la Cerda, que poseía licencia para
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seguir la regla mitigada. Estos primeros años estrecharon su relación con la santa abulense, quien, por consejo de su confesor, el padre Jerónimo Gracián, la eligió para las posteriores fundaciones en Andalucía: Beas de Segura (1575), Caravaca y Sevilla (1575). María fue elegida priora de este último convento con veintisiete años, permaneciendo en dicho claustro el decenio siguiente, o sea, durante el periodo de mayores controversias y luchas del proyecto de la reforma teresiana. Asimismo, durante esta etapa tan dificultosa, María se vio envuelta en dos procesos inquisitoriales, uno contra Teresa de Jesús, emprendido por la falsa delación de una beata, María del Coro, y otro contra ella misma, debido también a falsas acusaciones. En este tiempo María no pudo desarrollar sus ansias literarias, absorbida por la gestión del convento y las conflictivas relaciones que conllevaba el priorato. Sin embargo, desde 1576 entabló una correspondencia con Teresa de Jesús, que durará hasta finales de la vida de esta. Sus habilidades gestoras e interpersonales y la inteligencia y la determinación que encarnaba llevaron a Santa Teresa a ver en ella su sucesora espiritual, tal como se puede comprobar en una carta de marzo de 1582, enviada a María pocos meses antes de la muerte de la santa abulense. En 1584 empieza una etapa importante para María, tanto en su labor religiosa como en la literaria. El padre Jerónimo Gracián, el primer provincial de las descalzas y padre espiritual de María entonces, contraviniendo las decisiones de la abadía, la eligió para que encabezase las fundaciones reformadas en Portugal. Este plan, forjado para proteger a María frente a los ataques y las persecuciones de los enemigos de la reforma, tuvo el respaldo de la realeza portuguesa en la persona del cardenal-príncipe Alberto de Austria. La intención del abate de Brétigny era que la incómoda heredera del legado espiritual teresiano se ocupase de introducir el Carmelo Descalzo en Francia. Se puede decir que María poseía un sentido profético de su propia existencia, previniendo en su juventud las persecuciones y los encarcelamientos que marcaron sus años de actividad reformadora, consecuencia también de su actitud rebelde hacia los superiores (fue encarcelada por las falsas acusaciones en Sevilla, en 1575 y 1578, y en Lisboa, en 1591; en 1590, junto con Ana de Jesús, encabezó la denominada «revuelta de las monjas» en contra del padre provincial, Nicolás Doria, el principal enemigo del sentido renovado de la reforma teresiana). La etapa portuguesa, donde ejerció como priora de la comunidad carmelita reformada (1591-1603), resultó ser intelectualmente prolífica. Allí escribió toda su producción en prosa, excepto un texto breve titulado Santa concordia, y la mayor parte de su poesía. Su obra es amplia y variada en géneros (autobiografía; prosa didáctica, pedagógica, teológica; tratado histórico, y poesía circunstancial, mística y espiritual), abarcando formas raramente presentes en otras escritoras de la época, como el diálogo humanístico. Su estilo, extremadamente erudito, se caracterizó por el uso de la ironía y la parodia, el análisis metódico y una gran soltura en manejar
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y modificar los modelos literarios dominantes del momento. A pesar de la indiscutible calidad literaria e importancia histórica de sus escritos, sin contar las ediciones francesas de 1612 y 1620, estos permanecieron inéditos hasta nuestros días. Hoy se considera a María de San José la primera historiadora de la reforma carmelita y la líder más destacada en la continuación del proyecto de reforma tras la muerte de Teresa de Jesús, junto con Ana de San Bartolomé. Sus últimos años siguen siendo un enigma. Se sabe que en 1603 recibió la orden del nuevo general descalzo, Francisco de la Madre de Dios, para un destierro a Cuerva. Al llegar a la villa no fue aceptada por la priora del convento y en pocos días, el 19 de octubre, murió en circunstancias poco claras. MODELO II Ana Francisca Abarca de Bolea (O. Cist.) OTROS NOMBRES Ana de Bolea Ana Francisca Ana Francisca Abarca de Bolea y de Mur Francisca Abarca FECHAS 1602-ca. 1686 LUGAR Zaragoza-Casbas, Huesca ESTADO Monja de la orden cisterciense en el Real Monasterio de Santa María de la Villa de Casbas. DATOS BIOGRÁFICOS Ana Francisca Abarca de Bolea y de Mur y Castro nació en el seno de una de las más ilustres e influyentes familias humanistas aragonesas, los Abarca de Bolea. Sus padres eran Ana de Mur y el barón de Torres y de Clamosa, don Martín Abarca de Bolea, político, diplomático, escritor y poeta aragonés, autor de obras sobre cosmografía, geografía, historia de temas exóticos, poemas épicos y religiosos, como Historia de la grandeza y cosas maravillosas de las provincias orientales (Zaragoza, 1601). Tras el descubrimiento del testamento de don Martín en 1993, María Ángeles Campo Guiral pudo demostrar la fecha y
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el lugar de nacimiento de Ana: el 19 de abril de 1602 en Zaragoza. A los tres años, sus padres le aseguraron a la niña, la menor de los siete hijos, una educación en el monasterio real de Nuestra Señora de la Gloria, en Casbas, donde se encontraba una de las más prestigiosas escuelas monacales femeninas del Reino español del momento. En este monasterio cisterciense, reformado bajo los auspicios de doña Beatriz Cerdán de Escatrón y Heredia, Ana recibió una exquisita formación religiosa y humanística, incluyendo conocimientos de latín. Ocho años después de quedar huérfana, el 4 de junio de 1624, profesó como monja de clausura en el mismo monasterio. En el momento de su ingreso, la abadía de Casbas ya había implantado las directrices tridentinas expuestas en el breve de Clemente VIII sobre la clausura estricta. Sin embargo, la concesión papal permitía la convivencia de toda clase de personas seculares: criadas, sirvientas, alumnas, madres, cuñadas y otras residían en el espacio intramuros. La comunidad de quince religiosas, la mayoría vinculada a las élites aragonesas, encarnaba los ideales de la reforma religiosa, creando un ambiente especialmente piadoso y elitista. También, desde el punto de vista económico, la comunidad constituyó uno de los más esplendorosos conglomerados monásticos del país, lo que, sin embargo, no aseguró que no pasase por momentos financieros realmente precarios, uno de ellos durante la vida en religión de Ana. En tal contexto, y a pesar de permanecer toda su vida en el espacio claustral, Ana Francisca Abarca de Bolea pudo participar activamente, e incluso influir, en la escena literaria aragonesa del momento. Como religiosa desempeñó el cargo de maestra de novicias (1655) y, ya mayor, el de abadesa del monasterio (1672/73-1676), siendo el último un cargo de gran responsabilidad que incluía no solo la guía espiritual de la comunidad, sino la gestión de toda la abadía, que por entonces contaba con varias villas y castillos. Sin embargo, Ana pudo satisfacer también su vocación intelectual, que desembocó en su pasión por el estudio, la música, la pintura y las letras. A pesar de que su primera obra no se publicó antes de 1655 (Catorze vidas de santas de la Orden de Cister), de los paratextos que nos dejó la autora se puede deducir que la escritura era una de sus ocupaciones predilectas desde su temprana juventud. En el parnaso literario Ana intervino por primera vez en 1646, participando en el certamen poético convocado para honrar al recién difunto príncipe Baltasar Carlos, hijo de los reyes Felipe IV e Isabel de Borbón, en el que obtuvo el tercer premio. La edición de las obras de dicho acontecimiento, preparada por Juan Francisco Andrés de Uztarroz, incluye dos sonetos suyos. Es interesante notar que dos de sus hermanas, doña Catalina y doña Francisca Abarca de Bolea, condesa de Fuentes, también intervinieron en este tipo de acontecimientos poéticos, pero no alcanzaron la fama de su hermana menor. Conocida es su correspondencia erudita con importantes humanistas y escritores de los círculos zaragozanos y
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oscenses. Pudo desarrollar su vocación literaria en gran parte gracias al mecenazgo del prócer de Huesca don Vicencio Juan de Lastanosa, a cuyo famoso círculo literario Ana permaneció cercana durante toda su carrera, a partir de 1646. Además, entre sus corresponsales hay que destacar al conde de Salinas, quien alabó su amplia erudición y profundo conocimiento teológico, y al cronista Juan Francisco Andrés de Uztarroz, quien colaboró activamente en la preparación de una de sus publicaciones. Su fama de poetisa se propagó entre las élites humanistas, llevando a Baltasar Gracián, el más destacado miembro del círculo lastanosino, a elogiar a la autora en su tratado poético Agudeza y arte de ingenio (Huesca, 1648), citándola en el Discurso XXXI como uno de los ejemplos de su teoría poética. Esta apología de Gracián no solamente evidencia que en el año 1648 ya se conocía la producción poética de la monja, sino que también testifica, con la autoridad del humanista, la cualidad literaria y resonancia de esta. En estos años empezaron también sus graves problemas de salud, que le impidieron ir cumpliendo con las fechas que se propuso para sus siguientes libros (Catorze vidas de santas y Vigilia y octavario de San Juan Baptista). En 1650 participó en otro certamen poético de gran importancia histórica que se organizó con motivo del casamiento en segundas nupcias de Felipe IV con su sobrina Mariana de Austria, impulsado por el sobrino de Ana, Luis Abarca de Bolea, marqués de Torres. También en esta ocasión destacó como autora, mereciendo el segundo premio. Sin embargo, por las alusiones indirectas insertas en su posterior y último libro publicado, Vigilia y octavario (publicado en 1679, pero escrito por lo menos quince años antes), sabemos que la poeta aspiraba a ganar dicho concurso. El débil estado de salud la llevó a prescindir temporalmente de la clausura y a viajar, en agosto de 1650, a la casa de los marqueses de Torres en Siétamo. Después de recobrar fuerzas pudo mantener encuentros personales con amigos y literatos del círculo oscense. Sus últimos años los pasó al lado de su sobrina, monja del mismo convento, doña Francisca Bernarda, que aparece entre los ejecutores del testamento de la autora, elaborado en el año 1679, probablemente unos siete años antes de su muerte. Ana Francisca Abarca de Bolea es una de las pocas autoras monjas que desarrollaron ampliamente géneros populares y escribieron sobre temas profanos de inspiración clásica. Asimismo, algunas composiciones suyas resultan de gran interés lingüístico por ser unos de los pocos ejemplos conservados de textos escritos en aragonés del siglo xvii. De su activa participación en la vida literaria de su momento, así como de las originales modalidades de su creación en prosa, se infiere una imagen de Ana como escritora atenta a la actualidad histórica, política y artística de la época, hábil en el manejo de los dominantes modelos literarios barrocos, pero también con una faceta original y propia, de gran sensibilidad, claridad y atención a los temas y motivos locales.
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María de Santa Isabel (O. S. J.) OTROS NOMBRES Marcia Belisarda María Fernández López [en muchos estudios anteriores, erróneamente referida como María de Catalina de Santa Isabel de Melida Rosalinda] FECHAS ca. 1600-después de 1646 LUGAR Ajofrín, Toledo-Toledo ESTADO Monja profesa de la Orden de las Comendadoras de Santiago de Toledo. DATOS BIOGRÁFICOS Muy pocos son los datos accesibles acerca de esta autora religiosa. Se sabe que nació en la villa de Ajofrín a principios del siglo xvii, en una familia de cristianos viejos perteneciente a la burguesía acomodada. La más reciente investigación archivística de Martina Vinatea Recoba (2015) ofrece datos reveladores y desmiente la tesis, mantenida desde la publicación de Serrano y Sanz (19031905), de que la autora perteneció a la comunidad de la Inmaculada Concepción de Toledo. Por lo que revela ese estudio, el seudónimo de Marcia Belisarda perteneció a María Fernández López, hija de Marcos Fernández e Isabel López. Según la investigadora, María ingresó en la congregación de las comendadoras de Santiago en el convento de Santa Fe, que por entonces compartía el edificio del palacio de Galiana con la comunidad de las concepcionistas franciscanas. Con gran probabilidad fue este hecho, junto con encontrarse ante tres poemas de la monja dedicados a la fundadora de las concepcionistas, Beatriz de Silva, el que había desviado a la crítica en sus hipótesis biográficas sobre la autora. Asimismo, el estudio de Vinatea Recoba reconoce que, aparte de su creación poética, Marcia Belisarda fue también autora de una biografía de María Bautista, una hermana de su comunidad. El estudio de los manuscritos llevó a considerar que María de Santa Isabel debió de obtener una formación esmerada en letras ya en su primera juventud. Su legado lírico abarca unas ciento treinta y ocho composiciones, y parece que el manuscrito fue preparado para su publicación, a juzgar por su encuadernación y los paratextos, pero, por razones desconocidas, el proceso fue paralizado antes de llegar a manos de los censores. A partir de su
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producción textual, podemos deducir que la autora participó en la escena literaria de su tiempo en certámenes y justas poéticas y estaba familiarizada con las principales corrientes estéticas de la época. De la variedad de ritmos y formas se infiere que tenía una profunda cultura literaria, probablemente de origen autodidacta. El hecho de pertenecer a una comunidad religiosa de renombre seguramente le facilitó a María de Santa Isabel la participación en los círculos de los literatos toledanos, y el mecenazgo de María de Ortega promocionó activamente su obra entre los círculos cortesanos de la ciudad. Se sabe que María mantuvo diálogo, a través de su poesía, con literatos y nobles de estos ambientes, tomando parte en la disputa acerca del valor intelectual de las mujeres e inscribiéndose en la larga tradición de las que participaron en la querelle des femmes. Asimismo, ella misma fue promotora de la producción literaria de otras autoras, como Juana de Bayllo y otras anónimas, cuyas composiciones incluye en su libro. A pesar de que muchas de sus composiciones versan sobre un desengaño amoroso, resulta forzado tomarlas como rastros autobiográficos. Su primer poema lo compuso a los veintisiete años: «Al evangelista San Joan». El conjunto de sus poesías va precedido por un interesante prólogo al lector en el que María legitimó su autoría y expresó su deseo de ver publicado en un volumen sus composiciones. Valentina Pinelo (O. A. R.) OTROS NOMBRES FECHAS finales del siglo xvi-1624/29 LUGAR ¿Sevilla/Génova?-¿Sevilla? ESTADO Monja profesa de la Orden de las Agustinas Recoletas en el convento de San Leandro de Sevilla. DATOS BIOGRÁFICOS Pocas son las fuentes disponibles para reconstruir el perfil biográfico de la autora. Valentina debió nacer en la segunda mitad del siglo xvii, probablemente en Sevilla. Procedía de una familia de comerciantes del linaje de los Pinelo, de
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origen genovés, que se trasladaron a Sevilla. Según las suposiciones de Teófilo Aparicio López, es probable que su madre fuera Francisca Francisquín. Los hombres de su familia desempeñaron cargos importantes en la jerarquía eclesiástica. Su hermano, Agustín Pinelo, llegó a ser canónigo de la catedral de Sevilla y Dominico Pinelo, su sobrino, cardenal de la Santa Iglesia de Roma y arcipreste de Santa María la Mayor. A este último le dedica Valentina su Libro de Santa Anna. No sabemos nada respecto a la niñez de la autora, a pesar de que antes de haber cumplido los cuatro años ingresó en el convento agustino de la ciudad, donde se crio, tomó el hábito y al parecer nunca salió de este. Su pertenencia a una familia acomodada, que tenía el patronato de la capilla del Pilar en la catedral y el hecho de crecer en Sevilla durante el auge del comercio transatlántico y cultural de la ciudad permite explicar su formación y su aceptación en uno de los conventos de mayor renombre del momento, el de San Leandro de Sevilla. La comunidad de las agustinas sevillanas era un ambiente especialmente propicio al desarrollo intelectual, artístico y literario de las religiosas y un centro neurálgico económico en la ciudad. Recordemos que a este mismo convento, en el siglo siguiente, estarán vinculadas escritoras como María Francisca de Zúñiga (de Ayamonte), Juana de Madariaga, hija de los marqueses de las Torres, y Leonor de Saavedra Maldonado. Valentina debió de aprender a leer y escribir en su primera juventud. Llegó a dominar un repertorio amplio de lecturas clásicas, las Sagradas Escrituras, la patrística, así como la lengua latina. Sabemos también que se interesó por el arte, encargando, en 1598, la construcción de un retablo para el altar, que llamó de san Agustín, para la iglesia del convento. Dentro de la comunidad desempeñó cargos diversos, siendo clavera (1596) y sacristana del monasterio (1598). Aunque a nosotros nos llegó solamente su Libro de las alabanças y excelencias de la gloriosa Santa Anna, por los paratextos que nos dejó la autora, sabemos que compuso también un Cancionero de rimas de circunstancias que estaba preparado para su publicación antes de 1601 y que probablemente circuló en forma manuscrita entre los literatos residentes en la Sevilla del momento. Con el Libro de Santa Anna, publicado en la misma ciudad por Clemente Hidalgo gracias a la intervención y el apoyo económico de su sobrino, Valentina intervino en uno de los debates teológicos más feroces de su tiempo sobre la Inmaculada Concepción, objeto de enconada disputa entre los maculistas e inmaculistas. El texto, de difícil clasificación, podría considerarse una hagiografía erudita de Santa Ana y una exégesis de las Sagradas Escrituras y de los Padres de la Iglesia, escrito en una prosa de carácter ascético. Es muy probable que Valentina pudiera opinar sobre un tema tan controvertido gracias a que gozaba ya de cierta autoridad intelectual en los círculos literarios sevillanos. Tenía fama de excelente poeta, de la que queda constancia en las alabanzas de autores como Lope de Vega, quien podría haberla conocido personalmente: la
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elogia en algunos sonetos y octavas incluidos en los preliminares al Libro de Santa Anna, la menciona en varias de sus obras teatrales (en El hijo pródigo y el Peregrino en su patria) y la sitúa en el parnaso de las ilustres féminas, junto a autoras como Isabel de Esforcia, Olivia de Nantes, María Enríquez y Ana de Zuazo. En el mismo tono encomiástico se refirieron a ella Leonardo de Argensola, Diego de Zúñiga y, posteriormente, Nicolás Antonio, colocándola al final de su apéndice de autoras ilustres, Gynaecum Hispanae Minervae (1648: 372v), adjunto al Manual de la historia vulgar. No poseemos más datos sobre los siguientes años de su vida. Se supone que gozó de reconocimiento y fama como poeta y mística hasta su muerte, en 1624 o 1629. MODELO III Cecilia del Nacimiento (O. C. D.) OTROS NOMBRES Cecilia Sobrino Morillas Sor Cecilia Sobrino Sor Cecilia de la Natividad FECHAS 1570-7 de abril de 1646 LUGAR Valladolid-Valladolid ESTADO Monja descalza de la Orden Carmelita del convento de la Concepción de Nuestra Señora del Carmen (Valladolid) y el convento de Calahorra (La Rioja). DATOS BIOGRÁFICOS Cecilia Sobrino Morillas era la menor de ocho hermanos de una familia noble luso-española afincada en Valladolid. Su padre, Antonio Sobrino (ca. 1518-1588) era bachiller y abogado graduado de la Universidad de Salamanca y secretario de la Universidad de Valladolid. Su exquisita formación religiosa e intelectual, al igual que la del resto de sus hermanos, que también destacaron por sus dotes artísticas, intelectuales y espirituales, se debió principalmente a los esfuerzos de su madre, la reconocida humanista, políglota y escritora Cecilia Morillas (1539-1581). De la relación autógrafa de Cecilia, su hija, sabemos que su madre puso especial énfasis en enseñarles gramática, retórica,
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las Sagradas Escrituras y filosofía. Entonces, y gracias principalmente a la posición artística e intelectual de Cecilia Morillas, la casa natal de la futura monja se convirtió en una suerte de salón intelectual, frecuentado por los artistas y literatos de la ciudad, que, por entonces, era donde residía la corte. Después de quedarse huérfana de madre a los once años y de padre siete años más tarde, la joven profundizó en su formación bajo los auspicios de su hermana mayor, María, junto a quien ingresó en el convento de las Carmelitas Descalzas de su ciudad, bajo la advocación de la Concepción, en el año 1586. Las hermanas Sobrino Morillas eligieron el claustro de la austera regla reformada, a pesar de haber sido invitadas a ingresar en uno de los más prestigiosos monasterios de su ciudad, el cisterciense de las Huelgas Reales. Seis de sus siete hermanos también se decidieron por la vida religiosa, llegando a desempeñar altos cargos dentro de la Iglesia, un hecho que influirá en el posterior apoyo y promoción de la producción literaria de ambas hermanas, monjas descalzas. Desde entonces la vida de Cecilia, cuyo nombre de religión era Cecilia del Nacimiento, iba indisolublemente relacionada, a nivel artístico, religioso y personal, con la de su hermana María, llamada María de San Alberto. Una vez en la congregación, las dos ganaron pronto reconocimiento, desempeñando los más altos cargos de la comunidad. Durante su vida religiosa Cecilia fue nombrada priora, superiora, varias veces sacristana, portera y maestra de novicias de la comunidad vallisoletana. Asimismo, sus habilidades gestoras, aunque también unas delicadas cuestiones relacionadas con una supuesta insubordinación de su confesor Tomas de Jesús frente a las autoridades nacionales, impulsaron a los superiores de la Orden a enviarla a hacerse cargo de la comunidad descalza en Calahorra. Allí Cecilia, durante un decenio (1601-1612), convirtió este forzoso traslado en su periodo de mayor prosperidad intelectual y también de oficio, siendo dos veces priora (1605 y 1608) de la comunidad riojana. De entre sus logros, hay que destacar el cambio de la congregación a un nuevo edificio y la fundación de la congregación descalza masculina. Este periodo fue también muy fructífero en cuanto a su creación literaria, ya que en Calahorra Cecilia del Nacimiento compuso la mayor parte de sus mejores poemas. Su regreso a Valladolid fue solicitado por las mismas autoridades en 1612, donde pasó los siguientes años, hasta su muerte en 1646. Su obra artística difería de la de su hermana, a pesar de que ambas poseían la misma formación y estaban familiarizadas con las mismas tradiciones ascético-místicas y estéticas, compartiendo una especial admiración hacia la obra de Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Según Electa Arenal y Stacey Schlau, la producción de Cecilia se centra en la teología mística, es más reflexiva y, sobre todo, se caracteriza por un mayor refinamiento y pureza estilística. Su abundante legado literario abarca un texto historiográfico sobre la fundación en Calahorra, varios tratados teo-
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lógicos, una única obra dramática conservada, que hace suponer que la autora escribió más textos de este tipo, la biografía de la familia, su autobiografía espiritual, cartas y algunos poemas de circunstancias. Sin embargo, el centro de su producción artística lo ocupan las poesías y la prosa de carácter espiritual y místico de gran refinamiento conceptual, lingüístico y estilístico. A pesar de haber conseguido cierta fama en los círculos literarios de la época, la falta de reconocimiento de la autoría literaria a las mujeres, junto con las posteriores políticas del canon literario, llevaron a que uno de sus mejores poemas haya sido atribuido, durante siglos, a Juan de la Cruz. Ambas hermanas, además de la creación propia, trabajaron como copistas, secretarias y archivistas, poniendo especial énfasis en acreditar y promocionar mutuamente su trabajo literario. Las obras de Cecilia del Nacimiento quedaron inéditas hasta el siglo xx, con la edición de sus Obras completas por el padre José M.ª Díaz Cerón (Madrid, 1970) y de fragmentos en la tesis doctoral de Blanca Alonso-Cortés, Dos monjas vallisoletanas poetisas (1944). Francisca de Santa Teresa (O. SS. T.) OTROS NOMBRES Francisca de Santa Teresa de Jesús Manuela Francisca Escárate Manuela Francisca Descárate FECHAS 5 de agosto de 1654-7 de abril de 1709 LUGAR Madrid-Madrid ESTADO Monja de la Orden Trinitaria Descalza en el convento de San Ildefonso y San Juan de Mata de Madrid. DATOS BIOGRÁFICOS Manuela Francisca Escárate nació en una familia de la alta burguesía urbana, afincada en Madrid y posiblemente con ascendencia portuguesa por parte materna. Sus padres eran don Raimundo Escárate (o Descárate) y doña María Voto de Ledesma. Son muy pocos los datos biográficos de la escritora que actualmente se conocen, sin embargo, gracias principalmente al trabajo
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biobibliográfico de Isabel Barbeito Carneiro (1986), al estudio de Fernando Doménech (1996a: 391-604) y a la edición crítica de M.ª Carmen Alarcón Román (2007), el perfil de la autora ha sido recuperado para el lector actual. De la infancia de Manuela Francisca apenas se conservan datos, a pesar de que podemos asegurar que fue bautizada en la parroquia de San Sebastián el 15 de agosto de 1654 y que tuvo, por lo menos, un hermano, Juan López Noguerol, futuro secretario de Carlos II. Manuela Francisca debió de obtener una formación elemental en la casa materna, incluyendo el conocimiento de la lengua portuguesa, que aplicará en su posterior producción literaria. Hasta los dieciocho años vivió en la casa familiar en el llamado «barrio de los comediantes» (la actual calle Núñez de Arce), habitada durante los Siglos de Oro por literatos y artistas de gran talla, como Miguel de Cervantes, Lope de Vega o Francisco de Quevedo. Como señala Alarcón Román, el barrio variopinto de posadas, casas de juegos y mancebías seguramente influyó en el imaginario poético de la futura escritora. En 1672 Manuela Francisca decidió ingresar en el convento de las Trinitarias Descalzas de San Ildefonso y San Juan de Mata en Madrid, conocido por su ambiente elitista e intelectual. Entre las monjas de esta comunidad se encuentran, entre otras, la hija de Cervantes, Isabel de Saavedra; la hija bastarda de Lope de Vega, Marcela del Carpio; una pariente de Calderón de la Barca, María Francisca de Calderón; la hija del comediógrafo Bartolomé Romero, Mariana Romero y Catalán, y la nieta de este, Mariana Antonia Rufina de Ortes. La joven Francisca profesó los votos solemnes un año más tarde, tomando el nombre de religión en honor de la santa de Ávila, modelo ineludible de escritora para las autoras de la época. Se desconocen las razones que motivaron la toma del hábito, sin embargo, el semblante espiritual de sus escritos deja clara su vocación religiosa y la búsqueda espiritual en unos momentos de vacilación e intensificación. Una vez en el claustro, Francisca de Santa Teresa siguió su educación, profundizando en el estudio del latín, el repertorio de las Sagradas Escrituras, la patrística y los modelos literarios áureos de la poesía y el teatro religiosos. Al principio, su actividad literaria obedecía al mandato de la priora del convento, sor Gregoria de Santa Isabel; sin embargo, para el desarrollo de su posterior obra, fue crucial su relación con la reconocida poeta y dramaturga Marcela de San Félix (Marcela del Carpio, 1605-1687), monja de la misma orden con la que convivió durante quince años. La obra de Marcela, de la que hoy conocemos solamente una quinta parte, seguía un modelo dramatúrgico que unía la práctica del teatro conventual a su original estilo y formación literaria heredada de su padre, Lope de Vega, y de su padrino, también poeta y dramaturgo, José de Valdivielso. Cuando Francisca de Santa Teresa ingresó en el convento, Marcela de San Félix, de avanzada edad, gozaba de reconocimien-
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to como sobresaliente dramaturga y poeta, y sus obras didácticas, morales y espirituales moldearon la piedad cotidiana de las trinitarias madrileñas. Hasta cierto punto, Francisca aceptó el reto de continuar esta línea artística al convertirse en heredera literaria de Marcela y sucesora suya en los oficios literarios del convento. En esta línea particular de un teatro altamente alegórico, con una estructura dramática poco compleja, pero dotado de unos diálogos vivaces, que hábilmente se sitúan entre la jocosidad y la solemnidad, se encuentra también la producción de Francisca, aunque se puede decir que la discípula no superó a su maestra en cuanto a plasticidad y agudeza lingüísticas. Francisca de Santa Teresa cultivó con éxito no solo el teatro, sino también la prosa y la poesía. Es autora de un corpus lírico extenso del que se conservan ochenta y una piezas. Poemas de metros muy variados (endechas, liras, romances, redondillas, coplas, seguidillas, estrofas irregulares y cuartetas) giran en torno a los siguientes bloques temáticos (clasificación de Alarcón Román): poemas de circunstancias sobre asuntos políticos, festividades trinitarias, reformas de la Iglesia; poemas espirituales de temas místicos, teológicos y festividades eucarísticas; poemas de profesión de novicias, y poemas de asuntos conventuales. Los numerosos poemas de circunstancias y por encargo, antes mencionados, confirman que la fama de Francisca de Santa Teresa se propagó más allá de los círculos intramuros. Por otra parte, la autora mantuvo una correspondencia literaria y, según algunos indicios, es de suponer que complementó su vocación artística con la pintura y la interpretación, protagonizando, como su maestra, las piezas de su propia autoría. Los investigadores Fernando Doménech y M.ª Carmen Alarcón Román le atribuyen a Francisca la autoría de una anónima relación de la fiesta Máscara que se corrió en el patio del Buen Retiro de las Trinitarias descalzas de esta Corte (18 de mayo de 1692). También se ha sugerido que pudo escribir una breve biografía de Marcela de San Félix, Vida de nuestra venerable madre Marcela de San Félix (ca. 1700), clasificada por otras fuentes como anónima. A la muerte de la autora, la antes mencionada priora Gregoria de Santa Isabel promovió la recopilación y transcripción de sus obras en un solo tomo, bajo el título de Poesías de la Madre Sor Francisca de Santa Teresa, religiosa trinitaria descalza en la Villa de Madrid, sujeto de ejemplarísima virtud, la que premio el cielo con su feliz muerte el día 7 de Abril del Año 1709. Este volumen, custodiado en el archivo del Convento de Trinitarias Descalzas de Madrid, es el único manuscrito de las obras de Francisca de Santa Teresa que ha llegado hasta nosotros, exceptuando un poema en octavas reales, insertado como anónimo en los Coloquios espirituales de su protectora y maestra Marcela de San Félix. Debido a que no se conocen sus autógrafos, sino el manuscrito escrito por las copistas, algunas incertidumbres ortográfico-lingüísticas quedan irresolubles.
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Marcela de San Félix (O. SS. T.) OTROS NOMBRES Marcela Vega de Luján Marcela de Vega y Luján Marcela (del) Carpio (y Vega) Marcela Lope de Vega Sor Marcela de San Félix Lope de Vega y Luján FECHAS 8 de mayo de 1605-9 de enero de 1687 LUGAR Toledo-Madrid ESTADO Hija ilegítima, monja profesa de la Orden Trinitaria Descalza en el convento de San Ildefonso (posteriormente San Ildefonso y San Juan de Mata) de Madrid. DATOS BIOGRÁFICOS Marcela del Carpio nació a principios de mayo de 1605 en la ciudad de Toledo, según se infiere de su hoja de bautismo en el octavo día de este mes. En el mismo documento se indica: «Hija de padres desconocidos», por ser hija ilegítima de Lope de Vega y la actriz Micaela de Luján. El padre de Marcela se traslada a Madrid y su madre muere o abandona el hogar, dejando a la niña y a su hermano, Lope Félix, bajo la tutela de una sirvienta de confianza, Catalina. En 1613 los dos hijos ilegítimos de Lope se mudan a vivir con el padre, viudo ya de su esposa Juana Guardo. La joven Marcela recibió una esmerada formación literaria por parte de su padre y de su padrino, José de Valdivielso, reconocido autor de obras dramáticas religiosas. Según se ha constatado, la decisión sobre la toma de velo de la joven Marcela vino motivada por varias circunstancias. Primero, por su condición de hija natural, lo que excluía la posibilidad de un matrimonio honroso y la situaba en una posición social marginal. Segundo, por su vocación religiosa, que pudo sentir bajo la influencia de fray Luis de la Madre de Dios, un trinitario descalzo cercano a la familia. Finalmente, la propia escritora ofrece datos para suponer que el azaroso ambiente familiar, con constantes aventuras amorosas y los consiguientes arrepentimientos morales de su padre, le resultaba fastidioso e incómodo. Sabemos que, involuntariamente, la joven estaba involucrada en los episodios amorosos paternos, ya que hacía de copista se-
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creta de sus cartas a otra amante suya, Marta de Nevares Santoyo, a petición del protector de Lope, el duque de Sessa. Por todo ello, y de acuerdo con lo que nos dejan suponer sus testimonios, cuando el 5 de marzo de 1622 Marcela profesó en la comunidad de las Trinitarias Descalzas se produjo un cambio decisivo en su posición social y en el reconocimiento de su propia identidad. A partir de entonces, fue ganando renombre dentro de su comunidad, desempeñando cargos de menor y mayor relevancia: gallinera, refitolera o provisora del convento, prelada (1660, 1668, 1674) y maestra de novicias. De la obra marcelina se conserva hoy únicamente una mínima parte, ya que ella misma quemó dos cuadernos de su autobiografía y tres manuscritos de escritos varios, obedeciendo el mandato de su confesor. La obra conocida hasta ahora abarca seis coloquios espirituales, ocho loas, veintisiete romances (cinco en esdrújulos), otros poemas diversos y una breve biografía-hagiografía de una hermana monja llamada Catalina de San Josef (entró en religión en 1630 y murió en 1641). Es importante señalar el hábil manejo de la autora de las formas dramáticas y poéticas, la diversidad de los metros y el irónico y burlón carácter de sus obras dramáticas. Estos rasgos, junto con una espiritualidad profunda, expresada en la poesía amorosa a lo divino de marcas sanjuanistas y teresianas, constituyen características distintivas de la obra marcelina. Sabemos que, una vez en el claustro, renovó la relación con su padre, ya bajo otras condiciones, y que este la visitaba a menudo después de la misa en la iglesia de su convento. Además, con el paso de los años, Marcela, que se mantenía bien informada de la actualidad del mundo secular, actuó como consejera no solo de su anciano padre, sino de un grupo de aristócratas madrileños y teólogos. Marcela ganó fama como principal escritora de las Trinitarias Descalzas, influyendo en las generaciones posteriores, especialmente en su heredera literaria, Francisca de Santa Teresa (1654-1709), y en Ignacia de Jesús Nazareno (¿?-ca. 1792). Sin embargo, la actividad artística de Marcela no se limitaba a la escritura. Se sabe que la dramaturga también componía la música, hacía de directora, actriz y diseñadora de los vestuarios para sus espectáculos. En su labor dramática contó con el apoyo de varias hermanas monjas, entablando una estrecha colaboración y relación amistosa con Jerónima del Espíritu Santo. Falleció el 9 de enero de 1687, encontrándose bajo la tutela del padre Ignacio Vergara, después de sesenta y seis años de vida religiosa y con el reconocimiento de sus hermanas, como demuestra la autora anónima de su biografía post mortem, con probabilidad Francisca de Santa Teresa, en la que, de acuerdo con el modelo hagiográfico, se alaban tanto los dones espirituales de Marcela como los intelectuales y artísticos. Sin embargo, su reconocimiento como escritora no llegó hasta el siglo xx, con el estudio de Manuel Serrano y Sanz (1903-1905) y el excelente estudio y la edición moderna de su obra a cargo de Electa Arenal y Georgina Sabat de Rivers (1988). De los pocos comentarios que de ella se hallan en los
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testimonios modernos, la mayoría la consideran según el tópico de mujercilla ignorante, por lo que incluyen comentarios sobre «la santa hija de Lope» (Mariano Roca de Togores, marqués de Molins) o su «delicada figura femenil» (Juan Ramón de Laca). Esta imagen de Marcela condicionó su recepción moderna hasta tal punto que, cuando se publicó parcialmente su obra en la antología del anteriormente mencionado Serrano y Sanz, se siguió la versión preparada para la Real Academia Española por sor Carmen del Santísimo Sacramento, que censuraba setenta y dos versos del texto, es decir, una parte decisiva de una de sus loas («Cómo sé que la piedad»), que resultaban demasiado irreverentes e irónicos para el universalizado modelo de monja piadosa. María de San Alberto (O. C. D.) OTROS NOMBRES María Sobrino Morillas FECHAS 18 de diciembre de1568-1640 LUGAR Valladolid-Valladolid ESTADO Monja profesa descalza de la Orden Carmelita del convento de la Concepción de Nuestra Señora del Carmen de Valladolid. DATOS BIOGRÁFICOS María Sobrino Morillas nació en Valladolid como hija mayor en la familia de los Sobrino, de descendencia noble humanista. Fue bautizada en la iglesia de la ciudad el 26 de diciembre. Su padre, Antonio Sobrino (ca. 1518-1588), de ascendencia portuguesa, era bachiller y abogado graduado por la Universidad de Salamanca y secretario de la Universidad de Valladolid. Su madre, Cecilia Morillas (1539-1581), se ocupó de asegurarle una exquisita formación intelectual a sus ocho hijos, siendo ella misma escritora, políglota y artista de procedencia salamantina, con fama reconocida entre las élites cortesanas españolas. María recibió su formación en su casa natal, gestionada acorde al modelo del salón literario y frecuentada por escritores y artistas de la élite intelectual del momento, y comprendía gramática, retórica, Sagradas Escrituras, filosofía, música y pintura. A la muerte de su madre, María asumió la función de maestra, ocupándose,
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sobre todo, de su hermana menor, Cecilia, con la que compartirá el resto de su vida en una relación intelectual y emocional muy cercana. En 1586, siendo huérfanas de ambos padres, las hermanas se deciden por la vida religiosa, tomando hábitos en el convento carmelitano descalzo de su ciudad. El resto de los hermanos, excepto uno —Juan Sobrino—, también eligieron la vida religiosa, llegando a desempeñar cargos de alto rango dentro de la Iglesia y también en la corte, hecho que influirá en el posterior apoyo y promoción de la producción literaria de ambas hermanas, monjas descalzas. En la congregación, las dos pronto ganaron reconocimiento, ocupando los puestos más altos de la comunidad. María fue varias veces priora y subpriora del convento (1600, 1604, 1626, 1629), sacristana, maestra de novicias y tornera. Poseía una gran capacidad gestora y administradora, que pudo desarrollar durante los años de su priorato, afrontando con éxito varias situaciones de apuros económicos graves de la comunidad vallisoletana. Entre 1601 y 1612 se separó, por primera y única vez, de su hermana, a quien enviaron para hacerse cargo de la comunidad descalza en Calahorra. Durante estos años, las hermanas entrecruzaron varias cartas sobre asuntos oficiales, espirituales e íntimos. La espiritualidad de María se caracterizaba por una piedad mucho más extrema que la de su hermana y una devoción absoluta al modelo de vida teresiana. María sufrió graves enfermedades relacionadas con sus experiencias místicas y las gracias espirituales recibidas. Sus visiones fueron aprobadas por el general de la orden, fray Esteban de San José, quien confirmó que entraban dentro de la doctrina; sin embargo, los superiores no cesaron de acusarla de herejía hasta sus últimos años de vida. Para atestiguar la ortodoxia de sus experiencias, María recibió el mandato de escribir el testimonio de sus dones espirituales, que recogió bajo el título de Favores recibidos de Nuestro Señor por la Venerable M. María de San Alberto. Ambas hermanas, además de su ocupación literaria, poseían una gran habilidad para la pintura, el dibujo, el bordado y la música. Por la breve relación biográfica que Cecilia escribió de su hermana (Relación de algunas cosas de la Venerable Madre María de San Alberto), se sabe que María recibió varios encargos de restauración de pinturas que cumplió con gran éxito. El corpus literario de María que se conserva constituye solamente una pequeña parte de la totalidad de su producción. Según el testimonio de la propia autora, además de la creación poética, las tres piezas dramáticas y unos escritos en prosa que se especifican en la base digital de datos, fue autora de varias obras ascético-místicas, hoy perdidas. Menciona unos comentarios a los Salmos, la explicación de las tres vías de la experiencia mística, una autobiografía espiritual y unas exclamaciones amorosas del alma a Dios. Su reconocimiento como poeta fue menor que el de su hermana, pero, paradójicamente, resultó ir más ligado a las tradiciones poéticas seculares y populares. María no desarrolló los patrones clásicos de la poesía mística, como lo hizo Cecilia, sino que apostó por
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formas híbridas, innovadoras y originales que se nutrían de un amplio abanico de formas menores, como los versos, los dichos y las canciones populares, caracterizados por una gran destreza lingüística y formal. Son conocidos sus poemas estilizados a lo guineo (una jerga de los esclavos africanos), con un hábil manejo del eusquera, el andaluz o partes intercaladas en latín. Asimismo, fue autora de juegos laberínticos acordes a los modelos barrocos, de glosas de ocasión y, junto a su hermana, de varios poemas de circunstancias compuestos con motivo de las justas poéticas relacionadas con los más importantes acontecimientos religiosos y políticos del momento. Ambas hermanas, aparte de su creación propia, trabajaron como sus copistas, secretarias y archiveras, poniendo especial énfasis en acreditar y promocionar su mutuo trabajo literario. MODELO IV Ana de Jesús (O. SS. T.) OTROS NOMBRES Anna de Jesús Ana Santillana Ana de Jesús, la Pobre La Pobre Sevillana FECHAS ca. 1560-21 de julio de 1617 LUGAR ¿?-Sevilla ESTADO Casada, viuda, beata, monja de la Orden Trinitaria Descalza. DATOS BIOGRÁFICOS Ana de Jesús procedía de una familia humilde de comerciantes castellanos que, al perder sus bienes, se trasladaron a Andalucía. Nacida en Sevilla, quedó huérfana de madre en los primeros meses de vida y fue adoptada por una familia acomodada, también de comerciantes castellanos afincados en la ciudad hispalense. En aquella casa adquirió una formación básica: aprendió a leer y, probablemente, rudimentos de escritura. Los datos sobre la vida de Ana derivan de su testimonio autobiográfico y de los comentarios que de ella dejaron su último confesor, Antonio del Espíritu Santo, y el editor de una redacción posterior
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de su Vida, fray Eusebio del Santísimo Sacramento. Ana escribió su Vida por orden del padre Antonio del Espíritu Santo, trinitario descalzo. Al parecer, y de acuerdo con el molde narrativo de este tipo de escritos, su inclinación hacia la religión, la voluntad de servir a Dios y unos dones sobrenaturales marcaron su vida desde su primera juventud. Alrededor de 1567 superó el primer interrogatorio espiritual, realizado por fray Miguel de Santa María, del convento de San Pablo de Sevilla, quien declaró la ortodoxia de sus visiones y le concedió derecho a comulgar. Cuando Ana tenía trece o catorce años, su madre adoptiva murió, dejándole una parte de la herencia, lo que provocó un conflicto entre ella y otros miembros de la familia, que la destinaron al servicio como dama de compañía y buscaron para la joven un matrimonio provechoso. Durante estos años fue acusada de tener falsas visiones y de mantener relaciones sexuales con uno de sus confesores. Sin embargo, estas acusaciones no impidieron que su fama de beata se propagase, llegando incluso a la condesa de la Niebla, la madre del duque de Medina Sidonia, quien quiso pagarle la dote para su ingreso al convento donde ella residía. Sin embargo, la dama a cuyo servicio estaba Ana la destinó al matrimonio, que fue acordado alrededor de 1578 con un viudo de la familia Santillana. Tres años después del casamiento, su marido fue encarcelado por deudas, dejando a la joven esposa sola con cinco hijos, tres de su primer matrimonio y dos de su relación con Ana. En los años siguientes, Ana se dedicó a hacer encajes y bordados, pero los ingresos eran mínimos, llevando a la familia a vivir en la extrema pobreza. A los veintiséis años se trasladó con los niños a Lisboa, donde residía su marido después de salir de la cárcel, intentando recuperar allí los bienes de la familia, y unos años después volvieron a Sevilla, donde Ana dio a luz a dos hijos más, aunque la familia seguía viviendo en la miseria y contando a menudo solo con los ingresos de sus trabajos. Durante su matrimonio, Ana tuvo visiones y experimentó bilocaciones, pero su vida espiritual se intensificó después de la muerte de dos de sus hijos. Ana sentía especial apego a la espiritualidad jesuita y de entre sus monjes eligió a varios de sus padres espirituales. Bajo la tutela del padre Angulo emprendió un estilo de vida beato, permaneciendo como madre en casa, pero dedicando la mayor parte de sus actividades al perfeccionamiento espiritual. Tras la muerte de su marido, estrechó aún más su relación con los jesuitas, superando el segundo examen espiritual, realizado por fray Bernardo de la Cruz, abad de las Trinitarias Descalzas de Sevilla y capítulo general en Roma, que pasó a ser su confesor. Alrededor de los cuarenta y cinco años, por influencia de fray Miguel de los Santos, tomó el hábito de las trinitarias descalzas de la casa recién fundada en Sevilla, pero sin el voto de clausura. Como monja trinitaria ejerció cierta labor apostólica de visionaria y profetisa. En ese periodo, entre 1610 y 1617, empezó a escribir su autobiografía espiritual, único texto conocido de su autoría. En los últimos años de su vida experimentó múltiples dones es-
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pirituales sobrenaturales (visiones, profecías, estigmas, vuelos espirituales, etc.), que le propiciaron fama y veneración como santa, tanto entre el pueblo como en los círculos aristocráticos sevillanos. Tras una larga y dolorosa enfermedad, murió en olor de santidad y su tumba, en la iglesia del convento de las Trinitarias Descalzas de Sevilla, se convirtió en lugar de peregrinación popular. Luisa de Carvajal y Mendoza (terciaria) OTROS NOMBRES Luisa de Carbajal FECHAS 2 de enero de1566-2 de enero de 1614 LUGAR Jaraicejo, Cáceres-Londres ESTADO Seglar, venerable, terciaria. DATOS BIOGRÁFICOS Luisa procedía de una familia noble del linaje de los Mendoza. Nació en Jaraicejo, en la provincia de Cáceres, la sexta hija, después de cinco hermanos, del matrimonio de don Francisco de Carvajal y Vargas (corregidor en León) y doña María Hurtado de Mendoza y Pacheco. A los seis años, al quedarse huérfana de los dos padres, fue enviada sola a Madrid para vivir bajo la tutela de su tía María Chacón, la madre del futuro arzobispo de Toledo, D. Bernardo Sandoval y Rojas, que por entonces era camarera de las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, hijas de Felipe II. De los seis a los diez años vivió en el Palacio Real de Madrid bajo el cuidado de Isabel de Ayllón, donde profundizó su camino de ayuda a los pobres que le había enseñado su madre, conocida por su labor caritativa. Después de cuatro años, en 1576, a la muerte de su tía, la reclamó su tío materno, don Francisco de Mendoza, marqués de Almazán. Luisa vivió durante los siguientes años con su familia, recibiendo una esmerada formación intelectual y doméstica, dominio del latín y un amplio repertorio de libros espirituales. A los trece años, después de que su tío fuese nombrado virrey de Navarra, tuvo que dejar la familia para ir a vivir sola con él a Pamplona. Allí don Francisco la sometió a «sádicas penitencias», tal como, años más tarde, Luisa relatará en su autobiografía. Sin poder precisar qué tipo de experiencia tuvo
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la joven, queda claro que la extremadamente severa disciplina moral y corporal, que bien pueden interpretarse en términos de abuso psíquico y físico, y la piedad exacerbada promovida por su pariente la orientaron hacia una vida religiosa y un deseo de apostolado y martirio, que posteriormente desembocarán en su viaje misionero a Inglaterra. A partir de 1590 Luisa vive en Madrid. Allí, después de la muerte de sus tíos de Almazán y con la ayuda de su confesor jesuita, decidió instalar un beaterio, profesando votos no solemnes de pobreza y obediencia, a los que añadió el de martirio. En esta época, desarrolló su faceta poética, escribiendo la mayor parte de su obra mística y espiritual con una clara influencia carmelita descalza, sobre todo, sanjuanista. Sin embargo, su estilo de vida ascético y austero no contó con la aprobación de sus familiares, que le negaron sus derechos de herencia. A pesar de los votos de pobreza, y en contra del principio de sumisión que se esperaba de una mujer en la época, Luisa reaccionó contra la injusticia económica e inició un pleito contra su hermano y los ejecutores de la herencia. Este largo pleito la obligó a trasladarse a Valladolid, donde residía la corte, entre 1601 y 1604. Allí estrechó sus contactos con los jesuitas, que marcaron significativamente su posterior trayectoria vital, y también conoció a los religiosos responsables de la misión católica en Inglaterra, Richard Valpolo y Joseph Creswell. También mantuvo contactos con influyentes nobles: la condesa de Castellar, la duquesa de Medina de Rioseco, Leonor de Quirós —condesa de Miranda— y la condesa de Puebla, que la apoyaran en su misión inglesa. Una vez resuelto el caso, dispuso su testamento, destinando toda su hacienda a la fundación de un noviciado para la misión de los jesuitas en Lovaina, Bélgica, y disponiéndose a cumplir su promesa de una vida de martirio. En 1604, y a consecuencia de las persecuciones católicas en tierras británicas, Luisa decide partir hacia allí en misión, iniciando un largo y peligroso viaje vía París y Bruselas. Su llegada a Londres coincidió con un periodo especialmente hostil hacia los católicos, agravado después de la conspiración de la pólvora (Gunpowder Plot) en contra del gobierno de Jacobo I. Durante los diez años de su apostolado inglés, que quedó descrito en una abundante correspondencia, la autora se refugió en diversas casas católicas hasta que se trasladó a una residencia propia cerca de la embajada española, donde desarrolló su labor misionera, un apostolado activo de ayuda a los católicos perseguidos y apoyo espiritual a los religiosos del país (entre otras empresas logró fundar la Compañía de la Soberana Virgen María, Nuestra Señora para las mujeres que querían seguir la labor misionera). Estas actividades le costaron severas persecuciones y dos encarcelamientos. En el primero, Luisa fue detenida bajo acusación de incitar a la rebeldía contra los protestantes y en el segundo (28 de octubre de 1613) fue asaltada en su casa y acusada de organizar un supuesto monasterio con monjas profesas, prohibido desde el reinado de Enrique VIII. A pesar del apoyo diplomático de la embajada
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de España y la intercesión de las esposas de diversos embajadores, el rey y el arzobispo de Canterbury (George Abott) se negaron a una negociación, lo que, en consecuencia, llevó a una crisis diplomática entre España e Inglaterra. En su segundo ingreso en prisión, Luisa cayó gravemente enferma y, aunque salió de la cárcel gracias a la intervención de Diego de Sarmiento, embajador de España, murió pocos meses después, a los cuarenta y siete años. Sus restos, contra su voluntad, fueron trasladados al Real Monasterio de las Agustinas Recoletas de la Encarnación de Madrid, donde aún se encuentran. Teresa de Jesús María (O. C. D.) OTROS NOMBRES María de Pineda de Zurita María de Pineda María Pineda de Zurita FECHAS 1 de octubre de 1592-¿8 de agosto? de 1642 LUGAR Toledo-Cuerva, Toledo ESTADO Monja profesa de la Orden de las Carmelitas Descalzas de Cuerva. DATOS BIOGRÁFICOS María de Pineda de Zurita fue hija de Juan de Pineda y Gabriela de Zurita, ambos de linaje noble, procedentes de Toledo. Nació el 1 de octubre de 1592, según los datos que nos dejó en su autobiografía. Excepto los documentos oficiales de la congregación y algunas noticias debidas a las religiosas de su orden, no se conocen otras fuentes que pudieran complementar su biografía. María debió de recibir una formación elemental en el ambiente doméstico. En la mencionada Vida dejó constancia de su vocación precoz y su inclinación hacia los libros, la mortificación corporal y el recogimiento espiritual. Todavía siendo niña se decidió por la vida religiosa; sin embargo, resulta difícil distinguir con claridad las informaciones dictadas por los modelos propios de la autobiografía espiritual de los acontecimientos factuales de su vida. Por su testimonio sabemos que quiso entrar en el claustro con tan solo nueve años y que superó satisfactoriamente un examen extraordinario sobre la doctrina para poder cumplir con este deseo. Su
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noviciado y posterior servicio en religión transcurrieron en el convento de las descalzas de Cuerva, fundado por doña Aldonza Niño de Guevara, esposa de Garcilaso de la Vega. María profesó los votos solemnes el 13 de mayo de 1609, como consta en el Libro de profesiones de la comunidad de Cuerva y se transcribe en el manuscrito sobre varias fundaciones descalzas, custodiado en la BNE. Al profesar, en un principio tomó el nombre de María del Cristo, para después cambiarlo a Teresa de Jesús María debido a la devoción que en su convento se tenía a la santa abulense, y esta, precisamente, ha sido la razón de la confusión que se produjo entre la Teresa de Jesús de Ávila y la de Toledo, lo que dificultó la atribución autoral de los textos de Teresa de Jesús María. Como religiosa, pronto ganó fama entre sus correligionarias por los dones espirituales y místicos y sus formas de piedad extremada; sin embargo, la resonancia de su santidad fue objeto de escrutinio por parte de la Inquisición, que examinó sus experiencias y testimonios en una asamblea especial convocada en Toledo (1609). Desde entonces, las denuncias de otras religiosas y la censura de sus subsiguientes padres espirituales fueron una constante. A los treinta y cuatro años fue elegida priora del convento (el 21 de noviembre de 1626), un cargo que repitió otra vez en 1630, tras las elecciones del 26 de julio. Es de suponer, por sus dos renuncias antes de cumplirse la cadencia, que no encontraba este puesto particularmente provechoso o cómodo. Esta incomodidad pudo tener su origen en su dedicación a la escritura y el tipo de textos que por entonces estaba componiendo, ya que prefería aquellos géneros literarios que suponían un mayor riesgo para una escritora e implicaban un mayor escrutinio censor. Además del relato de su vida, escrito por orden de su confesor, interrumpido en 1626 y retomado al cabo de diez años, compuso obras teológicas relativas a las grandes controversias de la época, como la cuestión del libre albedrío, el dogma de la Inmaculada Concepción de María o el tema del amor en el Cantar de los cantares y las exégesis de las Sagradas Escrituras, que se recogen en dos volúmenes. El primero, de 1636, cuenta con más de quinientas páginas, y el segundo, terminado en 1639, unas cuarenta, además de unos comentarios a las lamentaciones (trenos) de Jeremías. Igual que ocurre en otros casos de místicas extáticas, sus experiencias y dones espirituales se relacionaron con un débil estado de salud y múltiples enfermedades de carácter supuestamente mortal que sufrió a lo largo de su vida. Además de las fuertes migrañas y los ataques artríticos en la mitad de su vida, alrededor de 1626, María sufrió un cáncer de pecho que fue milagrosamente curado por los rezos de una de las hermanas monjas, Francisca de la Merced de Dios. Todas estas experiencias condicionaron su relación con el mundo, con su propio cuerpo y, por supuesto, con la escritura, cuya originalidad, estilo y profundidad permaneció en un olvido casi absoluto hasta nuestros días (la primera y única edición es de Manuel Serrano y Sanz, de 1921). Teresa de Jesús María murió
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después de una larga enfermedad, a finales de 1642, como se puede inferir de la carta autógrafa de Manuela de la Madre de Dios (BNE, Ms.18668.41), recogida en Serrano y Sanz: «Tocante a lo que pide de nuestra venerable madre Teresa de Jesús María que ha poco murió, las religiosas darán sus dichos jurados y yo enviaré a vuestra reverencia un traslado de su vida, que escribió por obediencia; hay grandiosos papeles de cosas altísimas, que piden libro de por sí andando en tiempo» (Teresa de Jesús y María, 1921: XV). A modo de apostilla, se advierte que el mismo nombre de religión fue elegido por doña Teresa Capata, hija de don Gerónimo Walther Capata y doña Francisca Velásquez. La documentación relativa a esta religiosa, que murió en el mismo año 1642, el 8 de agosto, se encuentra en la Bibliothèque Royale de Belgique Albert 1er, Ms. 14 148. Por una falsa atribución, se menciona a Teresa de Jesús María (María de Pineda) como la protagonista de la biografía en Vidas de algunas venerables religiosas que resplandecieron en virtud y santidad en el convento de nuestro Padre San José de Carmelitas Descalzas de Ávila (Manuscrito, Archivo Histórico Nacional, Papeles Carmelitas). MODELO V María de Jesús de Ágreda (O. I. C.) OTROS NOMBRES María Coronel y Arana María Fernández Coronel y Arana La Venerable Madre Ágreda FECHAS 2 de abril 1602-24 de mayo de 1665 LUGAR Ágreda, Soria-Ágreda, Soria ESTADO Monja profesa en la Orden Descalza de la Inmaculada Concepción en el convento de la Concepción, en Ágreda. DATOS BIOGRÁFICOS María Fernández Coronel y Arana nació el 2 de abril de 1602 en Ágreda (Soria, diócesis de Tarazona, en casa de una hidalga vasca, Catalina de Arana,
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y un converso de la villa, Francisco Coronel. De los once hermanos que tuvo solamente sobrevivieron tres ya que ocho de ellos murieron pronto después del nacimiento. Toda su vida transcurrió en la casa natal de Ágreda, que, posteriormente, fue remodelada para acoger el convento de las Concepcionistas Descalzas. Los datos sobre su familia, su niñez, su primera juventud y su vida religiosa se basan en el testimonio autobiográfico de la autora y las relaciones de algunos contemporáneos, como su confesor fray Andrés de Fuenmayor y fray José Jiménez Samaniego. Su infancia no distó mucho de las de otras religiosas de la época, siendo la etapa de las primeras experiencias espirituales, pero también de periodos de alejamientos de Dios e intentos por encontrar otras vías de desarrollo personal. La relación con sus padres era más bien áspera, debido al carácter introvertido de la niña. A los doce años María sabía leer e inició el proceso de ingreso en el convento de las carmelitas descalzas de la advocación de Santa Ana, en Tarazona. A los trece años cayó gravemente enferma, hasta tal punto que se iniciaron los preparativos para su entierro, pero sanó milagrosamente, lo que despertó la curiosidad y el respeto hacia ella entre las gentes de la villa. En este momento, su madre tuvo una visión espiritual en la que Dios la mandaba convertir su casa en un convento, una visión que fue confirmada por su confesor, fray Juan de Torrecilla. A pesar de las dificultades para llevar a cabo esta empresa y la protesta inicial del padre, el 13 de enero de 1619 se fundó en la casa natal el convento de las Concepcionistas Descalzas por la relación de Catalina Arana con los franciscanos del convento de San Julián de Ágreda y por la intensificación del fervor inmaculista en este periodo. En él ingresaron la madre y sus dos hijas (María y Jerónima), mientras que el padre, siguiendo el ejemplo previo de sus dos hijos (Francisco y José ingresaron en 1615), entró como franciscano en el convento de San Antonio de Nalda. María profesó como monja de clausura el 2 de febrero de 1620, jurando los votos solemnes junto a su madre, desde entonces, Catalina del Santísimo Sacramento. Poco después, hizo sus votos su hermana, quien tomó como nombre de religión el de Jerónima de la Santísima Trinidad. Aparte de algunos conocimientos básicos, que María pudo recibir en su casa natal, su formación se basó en el estudio autodidacta, que la misma autora y sus biógrafos califican como ciencia infusa proveniente de la inspiración divina. Cualquiera que fuese el origen de su sabiduría, su trayectoria posterior como escritora, religiosa visionaria y mística deja clara su erudición y profundo conocimiento de diversas materias, desde las Sagradas Escrituras, la patrística, la cosmografía o la filosofía hasta la astronomía y la teología. Su vida en religión fue todo menos monótona y alejada del mundo. Desde que cumplió dieciocho años, fueron constantes las visiones y experiencias místicas y extáticas, como los arrobos y las bilocaciones, que experimentó múltiples veces entre 1620 y 1631: los misioneros franciscanos de Texas y Nuevo México atestiguaron su
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presencia en aquellas tierras. Los fenómenos de bilocación fueron certificados por sus confesores, Juan de Jesús de Torrecilla, Juan Bautista de Santa María y Tomás Gonzalo. En 1650, en el proceso inquisitorial, dirá sor María que estas experiencias duraron «unos años» y las calificará como «baraúndas». A estas experiencias espirituales siguió toda una serie de enfermedades que fortalecieron su fama de santa y venerable entre los seglares, lo que la convirtió en la mística más reconocida y más frecuentemente consultada entre las élites aristocráticas y cortesanas de la España barroca. Sin embargo, la propia María, conocedora de los peligros que en su momento conllevaba este tipo de espiritualidad, especialmente la protagonizada por las mujeres, siempre se mostró humilde e incómoda frente a la fama y el reconocimiento público. A pesar de esto, su comportamiento cauteloso no la salvó del proceso inquisitorial que se inició en 1631, se reabrió cuatro años después y se repitió en 1650, con un interrogatorio personal sobre los fenómenos místicos y elementos de la doctrina que presentaba en sus escritos, en particular la cuestión de la Inmaculada Concepción de María. Su fama entre sus contemporáneos y, sobre todo, la estrecha relación que mantuvo con el rey Felipe IV como su consejera espiritual le sirvieron de respaldo ante posibles acusaciones de heterodoxia y herejía. Sin embargo, no fueron suficientes para detener los procesos de censura de su obra cumbre, Mística Ciudad de Dios, que hubo de pasar los censos inquisitoriales del Reino español y de Roma. Esto no fue óbice para que Francisco de Quevedo propusiese su nombre, en vida de la religiosa, frente a la candidatura de Teresa de Jesús como copatrona de España junto al apóstol Santiago. Dentro de la comunidad desempeñó el cargo de prelada durante casi toda su vida, ya que fue elegida con tan solo dieciocho años, para lo que fue precisa una dispensa especial de Roma, y apenas tuvo un periodo de pausa entre 1651 y 1655. En este periodo realiza la segunda redacción de Mística Ciudad de Dios y se ocupa de la fundación de las concepcionistas descalzas de Borja y, posteriormente, de las de Tafalla, Lerín, Estella y Tortosa. De la época anterior a su nombramiento datan sus primeros escritos, que, aunque fueron destruidos por la autora, a petición de sus confesores, en dos ocasiones, hacia 1645 y 1647, se salvaron fragmentos en varias copias. La abundante correspondencia que mantuvo con destacados aristócratas, religiosos y las más altas autoridades eclesiásticas confirma la estrecha relación y el interés que María tuvo con la vida extramuros y, especialmente, su conocimiento de las cuestiones políticas del momento. Su abundante creación literaria deja constancia de un particular talento, una capacidad literaria, una profunda erudición y un deseo de participar en el discurso espiritual de su tiempo. María murió asistida por el provincial, fray José Jiménez Samaniego, y el ministro general de la Orden Franciscana, el padre Alonso de Salizanes, el 24 de mayo de 1665. El proceso de beatificación se inició durante el pontificado de Clemente X, en 1673.
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María de Santo Domingo (O. D.) OTROS NOMBRES La Beata de Piedrahita FECHAS ca. 1485-ca. 1524 LUGAR Aldeanueva de Santa Cruz, Ávila-¿? ESTADO Religiosa terciaria, Orden de Santo Domingo, convento de Santo Domingo de Piedrahita, convento de Santa Catalina y convento de Santo Tomás, todos de Ávila. DATOS BIOGRÁFICOS Muy pocos son los datos conocidos acerca de esta religiosa. Ni siquiera se pudo constatar su nombre secular y la fecha de su nacimiento. Se estima que debió de haber nacido entre 1475 y 1485 en la villa de Aldeanueva, en la provincia de Ávila, que por entonces se encontraba bajo la jurisdicción de los duques de Alba. De la misma diócesis proceden Ana de San Bartolomé y Mari Díaz. Probablemente María pertenecía a una familia piadosa, de origen campesino, y fue casi o completamente iletrada. Su obra literaria fue dictada y transcrita por un/a escriba. Desde su primera juventud se relacionó con los dominicanos del monasterio de Santo Domingo de Piedrahita. Alrededor de 1502 entró en el beaterio adjunto a la orden, donde vivió como terciaria algunos años y, posteriormente, se mudó al beaterio de Santa Catalina en Ávila, donde permaneció otros cuatro años. Gracias a su personalidad fuerte y decidida, María pronto encaminó sus pasos para mejorar su posición social. Sus siguientes años de vida resultan tan controvertidos como enigmáticos, ya que los testimonios conservados proceden de su cuarto, y último, juicio inquisitorial y recogen las opiniones de sus protectores y detractores (entre ellos, Juan Hurtado de Mendoza, Antonio de la Peña, su confesor, y Diego de San Pedro, su patrocinador). Probablemente debido a conflictos internos en la comunidad de Santa Catalina, la joven decidió mudarse a la residencia adjunta al monasterio dominico de Santo Tomás, en Ávila. Su reconocimiento como visionaria y mística iba creciendo en los círculos de la ciudad, llegando a Toledo y Burgos. Acompañada por beatas y frailes, que se consideraban seguidores suyos, empezó a desempeñar funciones de consejera y profetisa para las élites de estas ciudades. Al mismo tiempo, su ascetismo extremo, la total devoción hacia la Inquisición y las críticas a los conversos cau-
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saron agitaciones entre los habitantes de la ciudad y una reprimenda pública del obispo. Estas controvertidas opiniones no impidieron que su fama llegase a la corte de Fernando de Aragón y su círculo, incluyendo el cardenal Cisneros. El asombro generalizado por su fuerte personalidad y sus dones espirituales le valieron a María un puesto de consejera espiritual del rey. Al mismo tiempo, su devoción por la vida austera y recogida suscitó inquietudes entre los jerarcas de la Orden Dominica, siendo el general de la Orden de los Predicadores, Tomás Cayetano, su mayor detractor. Tras una serie de asambleas especiales convocadas por este, se recibió un permiso papal para investigar detalladamente a la profetisa, su doctrina y sus escritos. María compareció ante el tribunal cuatro veces, entre 1508 y 1510. Solamente se conservan los testimonios del último y decisivo juicio, que la absolvió de todas las acusaciones, sentenciando la ortodoxia de su pensamiento y sus palabras. Fue elegida priora del convento de Santa Cruz de María Magdalena, en su villa natal, Aldeanueva, fundado en su honor por el duque de Alba. Por la crónica conservada de ese convento, se sabe que permaneció allí hasta su muerte, alrededor de 1524. Mariana de San José (O. A. R.) OTROS NOMBRES Mariana Manzanedo María Ana Manzanedo FECHAS 5 de agosto de 1568-15 de abril de 1638 LUGAR Alba de Tormes, Salamanca-Madrid ESTADO Monja profesa de la Orden Recoleta de San Agustín, convento de las Agustinas Recoletas en Éibar (1603), Medina del Campo (1604), Valladolid (16061610), Palencia (1610), Madrid (Monasterio de Santa Isabel, 1611-1612, y Monasterio de la Encarnación, 1612-1638). DATOS BIOGRÁFICOS Mariana Manzanedo nació el 5 de agosto de 1568 en Alba de Tormes, en una familia noble que mantenía relaciones cercanas con los círculos cortesanos. Su padre, Juan de Manzanedo de Herrera, era abogado, licenciado de la Univer-
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sidad de Salamanca, y perteneció al círculo de consejeros de Fernando Álvarez de Toledo (1507-1582), duque de Alba. Su madre, treinta y seis años menor que su marido, María Maldonado y Camargo, procedía de Coria (Cáceres), donde vivía en el claustro de clarisas en condición de educanda. El matrimonio tuvo siete hijos, de los cuales la menor era Mariana, que quedó huérfana de madre diez días después de su nacimiento. Después de este acontecimiento el padre se marchó a Roma, de donde volvió, ya en condición de sacerdote, para honrar la memoria de su difunta esposa. En la casa natal Mariana aprendió a leer y probablemente a escribir. También se sabe que a la edad de cuatro años fue llevada a la iglesia de Alba de Tormes, donde recibió de manos de Teresa de Jesús una bendición personal. Por su relación autobiográfica sabemos que durante su infancia vivió un intento de violación por parte de uno de los criados de la casa. En 1574 Juan de Manzanedo decidió mudarse a Ciudad Rodrigo junto con sus hijos menores. Sin embargo, al año siguiente murió y los familiares de Mariana la hicieron ingresar, sin su consentimiento, en el convento de Santa Cruz de dicha ciudad, donde estaban dos tías suyas y su hermana mayor, Francisca. Las otras hermanas, María y Catalina, entraron en el convento de la tercera Orden Franciscana, en Coria. En el convento de Ciudad Rodrigo Mariana Manzanedo vivió, como anteriormente su madre, en condición de educanda y permaneció en este claustro los siguientes veinticinco años de su vida. Allí recibió educación en letras y formación espiritual, llegando a conocer las principales lecturas religiosas del momento, entre las cuales la vida de santa Catalina de Siena y los libros de fray Luis de Granada y Pedro de Alcántara eran sus preferidas. En su testimonio dejó claro que los primeros años de la vida claustral le resultaron muy difíciles y desagradables, ya que fue un periodo de enfermedades graves y conflictos con su hermana y las otras religiosas. Asimismo, durante esos años sentía preferencia por el casamiento y la vida seglar que por la vocación religiosa. Parece que las lecturas piadosas despertaron en la joven los anhelos espirituales y el deseo de hacerse monja siguiendo el ejemplo de su hermana mayor, quien tomó el hábito en 1579. En 1581 Mariana tuvo su primera experiencia mística, con la visión del último juicio, que marcó significativamente toda su posterior trayectoria religiosa. Durante los siguientes años, Mariana vivió en constante lucha entre la vida espiritual y el mundo secular, ya que se sintió especialmente atraída por los libros de caballerías e hizo de escriba de tarjetas amorosas para otras mujeres del convento. De hecho, viviendo un conflicto interior entre los valores seculares y espirituales, sintió especial devoción por santos conocidos por su pasado pecador, como san Pablo o santa Magdalena. Finalmente, a los dieciocho años, después de haber encontrado patrocinio para el pago de la dote, profesó los votos solemnes, entrando en religión el 15 de febrero de 1587. A partir de este momento, Mariana se hizo devota de la espiritualidad teresiana. Asimiló
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los principales conceptos espirituales e hizo de Camino de perfección, que supuestamente conocía de memoria, un modelo para su futuro desarrollo religioso. También le eran familiares otros escritos de la Santa: los Avisos, las Moradas y la Vida, que le entregó, autógrafos, la propia autora antes de su muerte. Durante su vida en el convento de Ciudad Rodrigo desempeñó las funciones de sacristana, tornera, maestra de novicias y, repetidas veces, priora. Fuese cual fuese el cargo ocupado, Mariana se veía atraída por las relaciones amorosas seculares y platónicas, por esa razón mantenía correspondencias afectuosas con varios hombres y recibía visitas de algunos pretendientes en el locutorio del claustro, sucesos de los que ella misma deja testimonio en su Vida. Su gobierno como priora (1599-1602) se caracterizó por una disciplina especialmente severa y dio comienzo al plan de reforma recoleta de la regla agustina. Al acabar su priorato en Ciudad Rodrigo, fue elegida para fundar en Éibar, hacia donde partió con otra monja de su comunidad, Leonor de Miranda. La fundación en Éibar constituye el inicio de un gran proyecto de retorno a las formas primitivas de la regla de san Agustín, llevada a cabo con el apoyo del padre Agustín Antolínez. Mariana, junto con otras monjas elegidas para esta empresa (dos del convento de Santa Úrsula de Toledo, dos de Salamanca y una de Ávila), y como priora de la nueva comunidad, profesó según las nuevas Constituciones el 23 de mayo de 1604. Este mismo mes fue elegida, con otra compañera suya, Leonor de Miranda (de la Encarnación), para otra fundación en Medina del Campo. Esta resultó ser la más problemática, debido a conflictos de intereses entre los fundadores seculares (Baltasar Gilimón y Agustina Canovio) y varias crisis económicas que la comunidad tuvo que afrontar después de la inundación del edificio. Sus siguientes fundaciones fueron en Valladolid (1606-1610), Palencia (1610) y Madrid (monasterio de Santa Isabel, 1611-1612, y monasterio de la Encarnación, 16121638). Intervino, apoyó e influyó directa e indirectamente también en otras fundaciones de la orden (Villafranca del Bierzo, 1623; Castilla de la Cuesta [Sevilla], 1625; Carmona, 1629; Requena, ca. 1630; Medellín [Cáceres], 1631; Pamplona, 1634, y Lucena, después de su muerte, en 1639, pero siguiendo su plan). Sin duda su proyecto más importante fue la fundación del monasterio de la Encarnación de Madrid bajo los auspicios de la reina Margarita de Austria, quien entabló con Mariana una relación de amistad, mecenazgo y mutua inspiración. Durante la construcción del nuevo edificio, las cuatro monjas venidas para establecer la comunidad vivieron, con el consentimiento de Felipe III, en la Casa del Tesoro, al lado del palacio, por lo que ambas mujeres podían visitarse a diario. La interrupción de la amistad por la muerte posparto de la reina no paralizó el proyecto, que fue llevado a cabo en los años siguientes bajo la supervisión personal del rey. Estas relaciones cercanas entre Mariana, como priora del convento, y la corte fueron objeto de severas críticas en los círculos aristocráticos
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y cortesanos, llegando a imprimirse doscientas copias de un panfleto que fueron difundidas entre la élite madrileña. A pesar de esta conflictiva relación, la comunidad mantuvo cercanía con las políticas del Reino de los siguientes monarcas. En 1625 Felipe IV completó las escrituras de la fundación, iniciadas ya por Felipe III. Asimismo, las religiosas asumieron nuevas Constituciones, escritas y puestas en práctica por la propia Mariana. Estas estipulaciones fueron aprobadas por el papa Pablo IV en 1616 y el papa Urbano VIII extendió su uso a todas las comunidades agustinas recoletas a partir de 1625. El periodo del priorato madrileño fue especialmente relevante para la producción literaria de Mariana. En estos años escribió sus Comentarios al Cantar de los cantares y los Ejercicios espirituales y repartimientos de todas las horas. Además de una correspondencia abundante, compuso otros textos breves, como Consejos y máximas, Jaculatorias, Oraciones y prácticas piadosas, Apuntamientos, Poesías, Advertencias para la reformación religiosa, Versículos y Testamento espiritual. En los últimos años Mariana padeció graves enfermedades. Se dice que diez años antes de su muerte perdió toda su dentadura y estuvo tan enferma del estómago que casi no comía, manteniéndose, según los testimonios, gracias al Santísimo Sacramento. A pesar de esto, permaneció activa intelectualmente hasta los últimos días de su vida. Murió de tifus exantemático cuando estaba a punto de cumplir los setenta años, el 15 de abril de 1638. Después de su muerte, Spínola realizó dos retratos suyos, que fueron colocados en su celda y en la silla de priora del convento, respectivamente. Catalina de la Encarnación, una religiosa de su comunidad, guardó sus autógrafos durante más de diez años y después los sacó a la luz, a pesar de que Mariana había dado orden de quemarlos. También se dispuso a hacer un informe sobre la vida y las virtudes de Mariana de San José, al que respondieron cuarenta religiosas. En 1642 Luis Muñoz recogió estos testimonios y los autógrafos de la autora y en 1645 publicó su biografía. Mariana de San José es venerada como sierva de Dios dentro de la Iglesia católica. Su proceso de beatificación fue paralizado debido a complicaciones de índole política.
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
V duque de Híjar, véase Rodrigo de Silva Mendoza y Sarmiento IV condesa de Castellar, véase Beatriz Ramírez de Mendoza IX duque de Medina Sidonia, véase Gaspar Alfonso Pérez de Guzmán y Sandoval XI condesa de la Niebla, véase Sandoval, Juana de A Abad, Camilo María 221, 366-367, 369 Abarca de Bolea y Mur, Ana Francisca, véase Abarca de Bolea, Ana Francisca (sor) Abarca de Bolea, Ana Francisca (sor) 23, 36, 81, 117, 120, 126, 217, 223, 231, 232, 234, 240, 249, 272, 281-283, 294, 296, 302, 372, 396, 420, 428 [nota biográfica en 440] Abarca de Bolea, Catalina 441 Abarca de Bolea, Francisca Bernarda 442 Abarca de Bolea, Francisca, véase Abarca de Bolea, Ana Francisca (sor) Abarca de Bolea, Luis 442 Abarca de Bolea, Martín 440 Abellán, José Luis 84
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Abigail (personaje bíblico) 259 Abogader y Mendoza, María Jacinta 224 Abott, George 367, 459 Abreu Gómez, Emilio 224 Acevedo, Ángela de 117, 223, 235 Acosta, Cristóbal 105 Aculodi, Francisca de 136 Adán (personaje bíblico) 103, 321, 373, 406 Agripa, Enrique Cornelio 105 Águeda de la Cruz (de Aranzueque) (beata) 205 Agustín (santo), 114, 139, 141, 169, 346, 358, 445 Ajofrín, María de 220 Alarcón Román, María Carmen 178, 235236, 238, 320, 328-333, 449-450 Albalalejo Mayordomo, Tomás 45 Albarrán Martínez, María Jesús 139 Alberto (santo) 154 Alberto de Austria (archiduque de Austria) 386, 439 Alciato, Andrea 101 Alejandro IV (papa) 142 Alejandro VI (papa) 149 Alejandro VII (papa) 175 Alemán, Mateo 36
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Alfaro Fernández de Córdoba, Catalina de 224 Almao, Bárbara de 136 Alodia (santa) 141 Alonso de Madrid (fray), 114-115 Alonso-Cortés, Blanca 336-337, 448 Alva y Astorga, Pedro de 277 Alvar Ezquerra, Alfredo 322 Álvarez de Toledo, Fadrique 389 Álvarez de Toledo, Fernando 466 Álvarez Marco, Catalina (de Albacete) (beata) 205 Álvarez Pellitero, Ana María 233-234 Álvarez Solar-Quintes, Nicolás 187 Álvarez, Toribio 177 Amaral, Ana Luisa 28 Amarilis (María de Alvarado o María Tello de Lara) 310 Ambrosio (santo) 139 Amelang, James 18, 162, 289, 415 Amorós, Celia 52, 54, 59, 97, 125, 128 Ana (santa) 222, 273-274, 276, 281-282, 287, 290-292, 445 Ana de Jesús (Lobera) (sor) 23, 134, 154, 220, 222, 247, 248, 249, 254, 257, 260, 262, 263, 264, 265, 376, 428, 431, 432, 433, 435, 439 [nota biográfica en 431] Ana de Jesús, la Pobre (sor) 23, 164, 352, 362, 363, 419, 422, [nota biográfica en 455] Ana de la Ascensión (sor) 264 Ana de San Agustín (sor) 229, 352, 386 Ana de San Bartolomé (sor) 268-270, 286, 419, 428, 432-433, [nota biográfica en 434] Ana de Trinidad (sor) 232 Ana Francisca Abarca de Bolea (sor) 23, 36, 81, 117, 120, 126, 217, 223, 231232, 234, 240, 249, 272, 281-283, 294, 296, 302, 396, 420, 428, [nota biográfica en 440] Ana Francisca Abarca de Bolea y de Mur, véase Abarca de Bolea, Ana Francisca (sor)
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Ana Francisca, véase Abarca de Bolea, Ana Francisca Ana García Manzanas, véase Ana de San Bartolomé (sor) Ana Lobera Torres, véase Ana de Jesús (Lobera) (sor) Ana Santillana, véase Ana de Jesús, la Pobre Anastasio de Santa Teresa (fray) 224 Ancos, Francisco de 312 Andrade, Alonso de (fray) 177, 192-193, 195, 200, 206 Andrés de Uztarroz, Juan Francisco 220, 441-442 Andrés Martín, Melquíades 84, 248 Andrés, Francisco (fray) 384, 398, 401, 402, 408, 410, 462 Andrés, Isidro Francisco 409 Ángela de Acevedo 117, 223, 235 Ángela de Foligno (santa) 123, 255, 298, 372, 388-389 Ángela María de la Concepción (sor) 143 Anguissola, Sofonisba 436 Anna de Jesús, véase Ana de Jesús, la Pobre Anna, véase Ana (santa) Antolínez, Agustín 467 Antonia de San Jacinto (sor) 198 Antonio de Jesús (fray) 253 Antonio de la Concepción 312 Antonio del Espíritu Santo (fray) 455-456 Antonio, Nicolás 104, 276, 446 Aparicio López, Teófilo 445 Aquiles Napolitano, véase Luisa Magdalena de Jesús Arana Benito de Valle, María José 139, 151 Arana, Catalina de 179, 461 Arbiol y Díez, Antonio (fray) 157, 176 Arce de Otálora, Juan de 391 Arellano, Ignacio 38, 236 Arenal, Electa 24, 112, 248, 252-253, 258, 307-308, 311, 316, 322, 325, 327, 336-337, 340-341, 344-348, 421, 447, 452 Arias Montero, Benito 149 Artola, Antonio María 408
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
Ashley, Katleen 276 Astete, Gaspar de 131-132 Atienza López, Ángela 18, 96-97, 138189, 415 Austria, Juan José de 281 Averroes (Ibn Rushd) 124 Ayala, Juana de 186 Ayala, Leonor de 286 Ayala, María de 186 Ayllón, Isabel de 367, 457 Azcona, Tarcisio de 114 B Baena, Isabel de 122 Baena, Lope de 121 Bajtín, Mijaíl 58, 60, 313, 415 Balderas Vega, Gonzalo 176 Baltasar Carlos de Austria 403-405, 441 Baranda Leturio, Consolación 179, 384, 392-394, 398-400, 402-406, 410 Baranda Leturio, Nieves 31, 41, 86, 108, 112-116, 118-119, 129, 132-137, 211-212, 214, 216-217, 219, 221, 223, 225, 228, 241, 244-245, 248249, 273, 283, 302, 353, 390, 421 Barbeito Carneiro, Isabel 24, 108, 221, 238, 269, 308, 317, 340, 317, 340, 399, 421, 437, 449 Barrionuevo, Jerónimo de 195 Barthes, Roland 49, 50, 278-280, 286, 429 Bartky, Sandra Lee 53 Basilio el Magno (santo) 106 Bateson, Gregory 95 Batista de Lanuza, Miguel (fray) 193 Batllori, Miquel 80 Bautista Fernández, Juan 382 Bautista Ruiz de Medina, Juan (fray) 281 Bayllo, Juana de 234, 287, 301, 444 Beata de Piedrahita, la, véase María de Santo Domingo Beata de Piedrahita, véase María de Santo Domingo Beatriz de la Concepción (sor) 433
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Beatriz de Silva (santa) 142-144, 443, Beatriz de Zúñiga, véase Beatriz de la Concepción Beauvoir, Simone de 54, 72 Benedicto XIII (papa) 197 Benedicto XV (papa) 435 Benito (santo) 140, 141 Bennassar, Bartolomé 81, 88, 115, 149, 155 Bergmann, Emilie 195 Bernárdez, Enrique 21 Bernardino de Laredo 114-115 Bernardo de la Cruz (fray) 456 Bérulle, Pierre de 248, 267-268, 433 Bettetini, Gianfranco 48 Bilinkoff, Jodi 19, 24, 56, 113, 148, 150, 157, 216, 266, 307, 388, 415 Blackstone, William 40 Blas, Gil 236 Bloom, Harold 300 Bobes Naves, María del Carmen 45 Bock, Gisela 19, 56, 75, 78, 415 Bolea, Ana de, véase Abarca de Bolea, Ana Francisca Bolecki, Włodzimierz 50 Bolufer Peruga, Mónica 162 Bonet Correa, Antonio 173 Borja, Francisco de (santo) 85, 90, 150, 369, 400, 403 Borkowska, Małgorzata (sor) 95-96 Borrego Gutiérrez, Esther 332, 338 Borreguero Beltrán, Cristina 123 Borromeo, Carlo 102, 161, 173-174 Bourdeille, Pierre 105 Bourdieu, Pierre 29, 111 Bouza, Fernando 31, 33, 38-40, 116, 130-131, 223, 340 Bowers, Fredson 31 Boyce, Elizabeth J. 341, 369 Braganza, Teutonio de 219 Braidotti, Rosi 52, 55 Brancaccio, Rinaldo 142 Bravo Aguilar, Nauhcatzin Tonatiuh 387 Brígida de Suecia (santa) 142, 255 Brown, Cynthia J. 36-37
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Brueggemann, Brenda J. 350 Buenaventura (santo) 114, 195, 233, 362 Bugbee, Bruce W. 38 Burckhardt, Jacob 97 Burke, Peter 87 Burke, Sean 28 Burrieza Sánchez, Javier 375 Butler, Judith 53, 297, 357, 359 Bynum, Caroline Walker 24, 265, 350, 358-359, 362, 372, 415 C Caballé, Anna 220 Cabré, Monserrat 33-34, 250 Calanna, Pietro 101 Calderón de la Barca, Pedro 158, 236, 307, 334, 340, 449 Calderón, María Francisca de 307, 449 Calderón, Rodrigo 378 Calvino, Juan 102 Campo Guiral, María Ángeles 440 Campos Ruiz, Julio 140 Canal, María de la 436 Canali, Stefano 350 Cáncer, María 136 Canovio, Agustina 467 Cañizar, Francisco Carlos de 394 Capata, Teresa 461 Capua, Raimundo de 389 Carbajal, Luisa de, véase Carvajal y Mendoza, Luisa de Carducho, Vicente 284 Carlos I (rey de España) 273 Carlos II (rey de España) 148, 155, 331332, 449 Carlos V, véase Carlos I Carmen del Santísimo Sacramento (sor) 311, 453 Caro Baroja, Julio 382 Caro Mallén de Soto, Ana, véase Caro Mallén, Ana Caro Mallén, Ana 36, 41, 110, 116, 126, 135-136, 223, 272, 302, 333
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Carpio (y Vega), Marcela (del), véase Marcela de San Félix Carpio y Luján, Lope Félix del 310, 451 Carranza de Miranda, Sancho 84-85 Carranza, Bartolomé 85 Carreño de Miranda, Juan 188 Cartujano, el, véase Ludolfo de Sajonia Carvajal y Mendoza, Luisa de (terciaria) 23, 81, 198, 205, 207, 215, 231, 345, 351, 358-359, 366, 369, 373, 379, 397, 422, 428 [nota biográfica en 457] Carvajal y Mendoza, Luisa de 23, 81, 198, 205, 207, 215, 231, 345, 351, 358359, 366-369, 373, 379, 397, 422, 428 [nota biográfica en 457] Carvajal y Saavedra, Mariana de 116, 117, 136, 223 Carvajal y Vargas, Francisco de 457 Carvajal, Mariana de, véase Mariana de Carvajal y Saavedra Carvi, Francisca Gerónima 136 Casanova Valdaliso, Cavadonga 33-34 Cassador, Jaime de 150 Castelli, Elizabeth 171 Castiglione, Baltasar 80, 102, 105, 112 Castillejo, Cristóbal de 178 Castillo Gómez, Antonio 249, 392, 399-400 Castro Egas, Ana 122, 223 Castro, Ana María 122, 223 Castro, Clara María de 122 Castro, Manuel de 151 Catalina de Aragón (reina de Inglaterra) 106 Catalina de Cristo (sor) 229, 352, 386 Catalina de Herrera (de Toledo) (beata) 207 Catalina de Jesús (sor) 229 Catalina de la Encarnación (sor) 240, 468 Catalina de San Josef (sor) 232, 310, 316, 452 Catalina de Siena (santa) 142, 284, 298, 300, 321, 358, 362, 365, 372, 375, 379, 380, 388-389, 427, 466 Catalina del Santísimo Sacramento (sor), véase Catalina de Arana
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
Catalina María (sor) 232 Catalina Micaela de Austria (infanta) 457 Cavarero, Adriana 181 Cayetano, Tomás 465 Cayuela, Anne 32 Cazalla, María de (beata) 133, 278, 293, 343 Cecilia de la Natividad, véase Cecilia del Nacimiento Cecilia del Nacimiento (sor) 23, 81, 213, 230-232, 237, 240, 249, 260, 305, 321, 325, 335-336, 338-339, 422 [nota biográfica en 446] Cecilia Sobrino Morillas, véase Cecilia del Nacimiento Cepeda y Ahumada, Lorenzo de 238 Cepeda y Ahumada, Teresa, véase Teresa de Jesús Cerda, Juan de la 130, 131 Cerda, Luisa de la 182, 438 Cerdán de Escatrón y Heredia, Beatriz 441 Cereta, Laura 181 Certeau, Michel de 360 Cervantes, Miguel de 307, 312, 322, 449 Cervató, Ana 121-122 Cervera Vera, Luis 270 Chacón, María 457 Chang, Leah C. 135 Chang-Rodríguez, Raquel 310 Chartier, Roger 18, 29-32, 36-37, 39, 41-43, 50, 78, 87, 97, 112, 116, 126, 274, 276-277, 358, 415 Chesene, André du 101 Chicharro Crespo, Elena 392 Chiriboga, Francisco 399 Cid, Miguel 291, Cilveti, Ángel L. 229 Cirilo (santo) 274 Cis y de Ceriza, Polonia de 136 Cisneros, Benito de 436 Cisneros, Francisco Jiménez de (cardenal) 88, 145, 388 Cisneros, García de 146 Cixous, Hélène 66, 108, 416
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Clara de Asís (santa) 142, 144, 188, 249, 300 Clarinda 321 Clemente IX (papa) 392 Clemente V (papa) 202 Clemente VII (papa) 150 Clemente VIII (papa) 153,156, 441 Clemente X (papa) 175, 197, 463 Clemente XII (papa) 197 Cohen, Esther 360 Collin, Françoise 18, 23, 27, 52, 54-58, 62, 65-66, 68, 70-72, 107-108, 111, 120, 124, 131, 245, 303, 349-350, 388, 428 Colma, Alonso 170 Colón Calderón, Isabel 261 Colonna Barberini, Anna 397 conde de Salinas, véase Silva y Mendoza, Diego de conde-duque de Olivares, 397, 400 condesa de Miranda del Castañar, véase Zúñiga, María de condesa de Olivares, véase Zúñiga y Velasco, Inés de Connelly de Ullman, Joan 109 Constanza de Aragón (princesa de Aragón) 143 Contreras, Juana de 117, 121-122 Córdoba, Martín de 102, 126 Corominas, Joan 268 Coronel y Arana, Francisco (fray) 462 Coronel y Arana, Jerónima 462 Coronel y Arana, José (fray) 462 Coronel y Arana, María, véase María de Jesús de Ágreda Coronel, Francisco (fray) 462 Corredor, Joseph 281 Cortés Timoner, María del Mar 390 Costilla de Benavides, Juan 385 Covarrubias Orozco, Sebastián de 32, 34, 99-100 Creswell, Joseph 367, 458 Criado, Miryam 292,320 Cristo, véase Jesucristo
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ESCRITORAS MONJAS
Cromwell, Oliver 171 Cruz, Anne J. 24, 244, 284, 369, 371, 373 Cuadra García, Cristina 181-182, 190 Cuesta Abad, José Manuel 47 Culler, Jonathan 290 Curtius, Hans Robert 278 Czermińska, Ewa 50 D Damasceno, Juan (santo) 274 Damrosch, David 309 Darnis, Pierre 31 De Lauretis, Teresa 354 Dedieu, Jean-Pierre 89 Delgado, Mariano 28, 33 Dematté, Claudia 278 Descárate, Manuela Francisca, véase Francisca de Santa Teresa Descartes, René 351 Deza, Diego 149 Di Salvo, Angelo J. 83 Díaz Cerón, José M.ª 448 Díaz, Mari 464 Díaz-Diocaretz, Myriam 18-19, 48-49, 58-61, 70, 92, 119, 129, 309, 313, 380, 415 Dider, Béatrice 67 Diego de San José 297 Diego de San Pedro 116, 389, 464 Díez Borque, José María 41 Diógenes de Sinope 99 Dolezel, Lubomír 45 Doménech, Fernando 133, 235, 237-238, 304, 331-332, 449-450 Domínguez Ortiz, Antonio 185 Doria, Nicolás (fray) 248, 254-255, 260261, 265-266, 432, 439 Duarte, José Enrique 236 Duby, Georges 78, 168 Ducrot, Oswald 47 duque de Lerma, véase Gómez de Sandoval y Rojas, Francisco
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Durán López, Fernando 159, 198, 212, 227-228, 352-354 Dziadek, Adam 350 E Echániz Sans, María 142 Echavarri, Francisca de 224 Eckhart de Hochheim (Maestro Eckhart) 365 Eco, Umberto 21 Efrén de la Madre de Dios (fray) 248 Egan, Linda 195 Egido, Aurora 130, 136, 214, 283, 318 Eiximenis, Françesc 114 El Brocense, véase Sánchez de las Brozas, Francisco el príncipe [Baltasar Carlos], véase Baltasar Carlos de Austria El Saffar, Ruth 19, 56, 98, 99, 107, 361 Elías (santo) 406 Encina, Juan del 333 Enrique VIII (rey de Inglaterra) 171, 458 Enríquez de Alvarado, Teresa 143, 308 Enríquez de Guzmán, Feliciana 110, 116, 136, 223, 283 Enríquez Manrique de Lara, Luisa, véase Luisa Magdalena de Jesús Enríquez Martínez de Lara, Luisa 394 Enríquez, Alonso 84 Enríquez, María 276, 446 Epifanio (santo) 274 Erasmo de Rotterdam 80, 84, 89-90, 105, 122 Ervigio (rey visigodo) 93 Escárate (Descárate), Raimundo 448 Escárate o Descárate, Manuela Francisca, véase Francisca de Santa Teresa Escárate, Manuela Francisca, véase Francisca de Santa Teresa Escartín, Miguel (fray) 281 Escobar, Marina de (de Valladolid) (beata) 207 Escolástica (trinitaria descalza) (sor) 318
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
Escolástica Teresa Cónsul 238 Esforcia, Isabel de 276, 446 Estefanía de la Encarnación (sor) 23, 199, 218, 241, 249, 260, 269-270, 321, 356, 420 [nota biográfica en 435] Estella, Diego de 146 Estephanía de la Encarnaçión, véase Estefanía de la Encarnación Ettinger, Bracha 66 Eusebio (santo) 274 Eusebio del Santísimo Sacramento (fray), 362, 456 Eva (personaje bíblico) 103, 106, 321, 373 Evangelisti, Silvia 152, 157, 160-161, 163, 171, 175, 177, 185, 189, 196 Even-Zohar, Itamar 77-78 Ezell, Margaret J. M. 77, 98 F Falconi, Juan 312 Febe (santa) 100 Fedele, Casandra 122 Felipe II (rey de España) 90, 123, 147148, 151-156, 187, 206, 219, 254, 273, 307, 386, 432, 435-436, 457 Felipe III (rey de España) 122, 148, 155156, 222, 235, 267, 278, 467-468, Felipe IV (rey de España), 148, 155, 171, 179, 236, 275, 381, 391-395, 397402, 405, 410, 441-442, 463, 468 Felsky, Rita 55, 65 Ferdinando de Santa María 433 Fernández Coronel y Arana, María, véase María de Jesús de Ágreda Fernández Coronel y Arana, María, véase María de Jesús de Ágreda Fernández de Alarcón, Cristobalina 129 Fernández de Córdoba y Aragón, Luis (duque de Sessa) 310 Fernández de la Cruz (fray) 251 Fernández López, María, véase María de Santa Isabel
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Fernández López, María, véase María de Santa Isabel Fernández Terricabras, Ignasi 151 Fernández, Lucas 333 Fernández, Marcos 443 Fernández-Gallardo Jiménez, Gonzalo 88 Fernando II (rey de Aragón) 148 Fernando III el Santo (rey de Castilla) 273 Ferrer, Vicente (santo) 115 Ferrús Antón, Beatriz 86, 251, 352, 354, 358, 361, 365-366, 379, 400 Ficino, Marsilio 101 Figueroa, Benito de (fray) 198 Firsia de Mesina 142 Flandrin, Jean-Luis 98 Flores, Juan de 116 Florit, Francisco 235 Flors, Juan 147 Foligno, Ángela de (santa) 123, 255, 298, 372, 388-389 Foresti, Jacobo Filippo 105 Fosalba, Eugenia 90 Foucault, Michel 29-30, 42, 49, 50-51, 58 Fox, Gwyn 369, 371-373, 375 Francisca de la Merced de Dios (sor) 365, 460 Francisca de Santa Teresa (sor) 23, 120, 154, 231-232, 237-238, 305, 306, 308-310, 312, 320, 328, 331-334, 337, 421, [nota biográfica en, 448] Francisca de Santa Teresa de Jesús, véase Francisca de Santa Teresa Francisco de Asís (santo) 142 Francisco de Jesús 297 Francisco de la Madre de Dios (fray) 440 Francisco I de Francia (rey) 386 Francisco Javier (santo) 114 Francisquín, Francisca 445 Franco, Francisco (fray) 398 Francomano, Emily C. 99 Fraser, Nancy 53 Freitas Carvalho, José 132 Frías y Escalante, Juan Antonio 188 Fructuoso (santo) 140
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ESCRITORAS MONJAS
Frutos González, Virginia de 364 Fuenmayor, Andrés de (fray) 384, 462 Fuente, María Jesús 124, 127 Fuss, Diana 53, 63, 116, 290 G Gabriel Téllez, véase Tirso de Molina Gadamer, Hans-Georg 63 Galende Díaz, Juan Carlos 401 Galindo, Beatriz 117, 121-122, 133 Gama, Joana da 215 Gamboa, Francisco de 281 García (de Toledo), María (beata) 205 García Cárcel, Ricardo 83, 87, 89-90 García de la Concha, Víctor 233-234 García de Toledo (fray) 198 García Gómez, Ángel María 41 García González, Gloria 19, 55-57, 71, 107, 109, 133, 135, 226, 232, 258, 352-353, 415 García Lorca, Francisco 313 García Manzanas, Ana, véase Ana de San Bartolomé García Manzanas, Francisca 435 García Oro, José 115, 151 García, Ana, véase Ana de San Bartolomé García, Ariadna G. 110 García-Nieto Onrubia, María Luisa 369 Garcilaso de la Vega 80, 460 Garí y Siumell, José Antonio 242 Garí, Blanca 16, 20, 119, 216 Gaurre de la Canal, Estefanía, véase Estefanía de la Encarnación Gaylord, Mary M. 81 George, Edward V. 123 Germana de Foix (reina consorte de Aragón) 122-123 Germano de Constantinopla (arzobispo) 274 Gertrudis (santa) 275 Getty-Sullivan, Mary Ann 100 Gil de Gama, Leonarda, véase María Magdalena Eufemia de Gloria
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Gilbert, Sandra M. 67-68, 278, 297, 300, 416 Gilimón, Baltasar 467 Girón de Rebolledo, Ana 136 Giulio Rospigliosi, véase Clemente IX Goldsmith, Elizabeth C. 133 Gómez de Fuentes, María 136 Gómez de Sandoval Rojas y Padilla, Francisco (I duque de Lerma) 284 Gómez de Sandoval y Rojas, Francisco (I duque de Lerma) 284 Gómez Fernández, Julián, véase Silverio de Santa Teresa Gómez, José (fray) 198 Gómez-Arostegui, H. Tomás 39 Gonçalves de Abreu, Maria Zina 139, 141 Gonçalves de Andrade, Paulo 222 Góngora, Luis de 340 González Boixo, José Carlos 251 González Galindo, Pedro 399 González Marañón, Jesús 370 González, Isabel 122 Gonzalo, Tomás 463 Gracián (de la Madre de Dios), Jerónimo 248, 254, 256-257, 260, 432, 439 Gracián, Baltasar 234, 442 Graciete Besse, Maria 67 Graff, Harvey J. 133 Graña Cid, María del Mar 24, 88, 104105, 109, 126, 131, 133-134, 137138, 211, 249, 308 Greer, Allan 216 Greg, Walter 31 Gregoria de Santa Isabel (sor) 449-450 Gregoria Francisca de Santa Teresa (sor) 238 Gregorio (santo) 114 Gregorio de Nicomedia (arzobispo) 274 Gregorio IX (papa) 188 Gregorio VII (papa) 140-141 Gregorio XIII (papa) 254 Gregorio XV (papa) 197 Guardi, Giovanni Antonio 177 Guardo, Juana 451 Guarre, Esteban 436
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
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Gubar, Susan 67-68, 278, 297, 300, 350, 416 Guevara, Alonso de 102 Guevara, Antonio de 131 Guevara, María de 133 Guzmán y Pimentel, Gaspar de, véase conde-duque de Olivares Guzmán, Domingo de (santo) 141
Huerta Calvo, Javier 320 Hughes, Robert 55 Hurtado de Mendoza y Pacheco, María 457 Hurtado de Mendoza y Vergara, Diego 130 Hurtado de Mendoza, Francisco 369 Hurtado de Mendoza, Juan 464 Hurtado, Luis 158 Hyży, Ewa 28
H
I
Hadewijch de Amberes 375 Haliczer, Stephen 372 Hamburger, Jeffrey F. 16 Haro, Luis de 400, 402 Hartsock, Nancy 52 Hatzfeld, Helmut 69 Hauser, Arnold 83 Hebreo, León (Judah Abravanel) 80 Heilbrun, Carolyn 68, 416 Hendricks, Margo 97, 110 Heredia, Ana de 136 Hermosilla, María Ángeles 68 Hernández, Agustina 136 Hernández, Pablo (fray) 432 Herp, Hendrik 90 Herpoel, Sonja 118, 212, 220, 229, 354, 355, 381 Herrera Maldonado, Francisco de 311 Herrera Manrique, Antonio de 122 Herrera, Alonso de 131 Herrera, Fernando de 80 Herrero López, Montserrat 36 Hicks, Eric 125 Hidalgo, Clemente 273, 445 Hidalgo, Gaspar Lucas 94 Hildegarda de Bingen (santa) 380 Hillgarth, Jocelyn Nigel 93 Hipólita de Jesús (Rocabertí) (sor) 217-218 Hobbes, Thomas 37, 59, 334 Hobby, Elaine 98 Hormigón, Juan Antonio 41 Hortal, Constanza (sor) 136 Huarte de San Juan, Juan 277
Ibeas Vuelta, María Nieves 127 Ignacia de Jesús Nazareno (sor) 237, 452 Ihrie, Maureen 284 II duque de Uceda, véase Gómez de Sandoval Rojas y Padilla, Francisco Inés de Jesús María (sor) 231 Inés de la Cruz (sor) 16, 110, 154, 184, 194-195, 197, 213, 224, 228, 250251, 285, 321, 342, 396 Inés de la Encarnación (sor) 375-376 Inocencio IV (papa) 142 Inocencio VIII (papa) 143 Irigaray, Luce 65-67, 181, 416 Isabal, Pedro de 398 Isabel (santa) 255 Isabel Clara Eugenia de Austria (infanta) 221 Isabel de Aragón (reina consorte de Portugal) 133 Isabel de Borbón (reina) 403, 441 Isabel de Jesús (sor) 118, 164 Isabel de la Cruz (sor) 133 Isabel de Valois (reina consorte de Es-paña) 332 Isidoro de Sevilla (santo) 99, 140, 384 Isidro Labrador (santo) 114
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J Jacinto (santo) 436 Jacobo I (rey de Inglaterra) 458 Jaime I de Aragón (rey de Aragón) 273 Jaime II de Aragón (rey de Aragón) 273
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ESCRITORAS MONJAS
Jannidis, Fotis 28 Jay, Paul 29 Jehlen, Myra 55 Jerónima de la Asunción (sor) 218 Jerónima de Santísima Trinidad (sor), véase Coronel y Arana, Jerónima Jerónima del Espíritu Santo (sor) 318, 333, 452 Jerónimo (santo) 114, 274, 286, 360 Jerónimo de Estridón 139 Jesucristo 97, 100, 115, 143, 146, 158, 171, 174-175, 178, 180, 182, 186, 189-190, 192-193, 233, 235-236, 257, 259, 262, 267, 270, 273, 275, 290, 320-321, 345, 360-363, 365, 369, 370-373, 375 Jesús, véase Jesucristo Jiménez de Cisneros, Francisco (cardenal) 88, 145, 188 Jiménez Samaniego, José (fray) 383-386, 462, 463 Joaquín (santo) 274, 276 Job (santo) 364 Jones, Ann Rosalind 66 Jordan, Constance 19, 56, 78, 415 José (santo) 233, 274 José Vega, María 90 Juan Bautista (santo) 233, 236, 307 Juan Bautista de la Concepción (santo) 143, 153, 307 Juan Bautista de Santa María 463 Juan de Ávila (santo) 84-85, 89, 114, 119, 220 Juan de la Cruz (santo) 114, 154, 229, 231, 248, 253-254, 322, 336-337, 358, 363, 383, 433, 447-448 Juan de la Palma (fray) 198, 410 Juan de los Ángeles 382 Juan de San Antonio (fray) 242 Juan de Santo Tomás (fray) 399 Juan Evangelista (santo) 177, 233, 236 Juan II (rey de Castilla) 121 Juana de Austria (princesa) 332, 367 Juana de Jesús María (sor) 231
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Juana de la Cruz (santa) 118, 204, 206, 277, 386, 389 Juana de Valois (santa) 142 Juana Inés de la Cruz (sor) 16, 110, 184, 194-195, 197, 213, 224, 228, 250251, 285, 321, 342, 396 Juárez, Encarnación 350 Jude, Verónique 31, 214 Julián de Ávila (fray) 257 Juliana Morell (sor) 122, 235 Jung, Ursula 28, 42-43 Junia (santa) 100 K Kagan, Richard L. 42, 109, 162 Kamen, Henry 87-90 Kaminsky, Amy K. 93, 95, 98, 110, 284-285 Kelly, Joan Kempe, Margarita 372, 375 Kempis, Tomás de 115, 264 King, Margaret L. 103 King, Paul David 93 Knox, John 102 Koch, Gottfried 138 Kristeva, Julia 66, 358, 416 L Labanyi, Jo 280 Lacarra, Eukene 221 Lada Ferreras, Ulpiano 45 Lagarde, Marcela 207-208 Lapide, Cornelio a 101, 385 Laredo, Bernardino de 114-115 Lastanosa, Vicencio Juan de 442 Laurenzi, Elena 125, 128-129 Laverde, Gumersindo 241 Lavrin, Asunción 15,024, 138, 191, 194, 197-199, 211, 352 Le Gaufey, Guy 37 Le Moyne, Pierre 106 Leandro de Granada 382
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
Leandro de Sevilla (santo) 140, Ledesma, Alonso de 233 Lehfeldt, Elizabeth A. 162, 169 Lejeune, Phillipe 352 León X (papa) 149 Leonard, Miriam 65 Leonor de Austria (reina) 122 Leonor de la Encarnación (sor) 467 Leonor de Portugal, 126 Leonor de Viseu, véase Leonor de Portugal Leopoldo I de Austria (emperador del Sacro Imperio Romano) 331 Lerma, Pedro de 84 Lerner, Gerda 93, 380, 381 Lewandowska, Julia 273, 306, 351, 391, 424 Leyton, Margarita 436 Leyva, Vitoria de 122 Lezcano Tosca, Hugo 31 Liaño, Antonia de 284 Liaño, Felipe de 284 Liaño, Isabel de 136, 221-222, 272, 283-285 Libertadora de Amberes, véase Ana de San Bartolomé Liebewitz, Ruth P. 375 Lipomano, Aloysio 115, 274 Lispector, Clarice 357 Llamas, Enrique 408 Loaces, Fernando de 150 Lobera Torres, Ana, véase Ana de Jesús Lobera, María de 432 Locke, John 33, 39-40, 59 Lodge, David 49 Lope de Vega y Luján, Marcela de San Félix, véase Marcela de San Félix Lope de Vega y Luján, Marcela, véase Marcela de San Félix Lope de Vega, Marcela, véase Marcela de San Félix López Bravo, Mateo 155 López de Béjar, Gil 84 López de Boyl, Ana María 136 López de Córdoba, Leonor 123
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López de Trigo, Pero 286 López Fernández-Cao, Marián 97, 125 López González, Aralia 195 López Noguerol, Juan 449 López, Isabel 443 López-Cordón, María Victoria 131-132 Lorenzo de la Cruz 312 Loreto, Rosalva 352 Lorris, Guillame de 120 Loyola, Ignacio de (santo) 80, 90, 114, 150-151, 358, 383 Lucía (santa) 233 Lucía de Jesús 153 Luciana de Jesús (sor) 232 Luciano di Samósata 90 Lucrecia de León 381, 386 Ludolfo de Charteux, véase Ludolfo de Sajonia Ludolfo de Sajonia 114-115, 122, 274 Luis de Granada (fray) 81, 84-85, 90, 115, 119, 164, 358, 370, 466 Luis de la Madre de Dios (fray) 451 Luis de León (fray) 81, 100-101, 131, 134, 220, 254, 257, 341, 370, 432 Luisa de la Ascensión (sor) 381 Luisa de San José (sor) 231 Luisa del Espíritu Santo (sor) 215, 238 Luisa Magdalena de Jesús (sor) 214, 394 Luján, Micaela de 306, 451 Lumbier, Raimundo (fray) 281 Luna y Toledo, Juana de 122 Luna, Álvaro de 104, 126, 274 Luna, Lola 92, 104-105, 111, 113, 119, 134, 214, 219, 272, 279, 289-290 Lutero, Martín 88, 101 M Macedo, Ana Gabriela 28 Maclean, Ian 99, 101-102, 106-107, 111 Madariaga, Juana de 445 Madre Ágreda, véase María de Jesús de Ágreda Maestro, Jesús G. 28
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ESCRITORAS MONJAS
Magdalena de Austria 397 Magdalena de la Cruz (de Córdoba) (sor) 205, 386 Magdalena de la Santísima Trinidad (sor) 224 Magdalena de San Jerónimo (Gerónimo) (sor) 221-222 Magdalena Eufemia de la Gloria (sor) 238 Magdalena, véase María de Magdala Magdaleno, Diego 389 Mainer, José-Carlos 29 Maldonado y Camargo, María 466 Malgrejo, Luisa (sor) 385 Malpartida, Juan 47 Manero Sorolla, María Pilar 85, 152, 154, 183, 220, 247, 253-254, 256-257, 262-264, 376, 386-387, 423 Manrique de Lara y Gonzaga, María Luisa (virreina de Nueva España) 194, 214 Manrique, Alonso de 84 Manrique, Estefanía (beata) 207 Manuel de San Jerónimo (fray) 231, 240-241 Manuel I el Afortunado (rey de Portugal) 122 Manuela de la Madre de Dios (sor) 355, 461 Manuela de la Santísima Trinidad (sor) 224, 232 Manzanares, Jerónimo Paulo de 240, 393 Manzanedo de Herrera y Maldonado, Catalina 466 Manzanedo de Herrera y Maldonado, María 466 Manzanedo de Herrera, Juan de 465-466 Manzanedo, María Ana, véase Mariana de San José Manzanedo, Mariana, véase Mariana de San José Mapelli López, Enrique 165 Maquino (santo) 99 Marcela de San Félix (sor) 23, 120, 154, 194, 232, 236-238, 297, 305-328, 337, 339-340, 342-349, 365, 419, 421, 428, 449-450 [nota biográfica en 451]
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Marcelina de San Martín (sor) 224 Marcia Belisarda, véase María de Santa Isabel Marciari, John 291 Marco Aurelio Antonino Augusto (empera-dor de Roma) 99 Marco, Ursola Polonia Marcos (santo) 382 Margarita de Austria (reina) 221, 284, 467 María (Virgen), véase Miriam de Nazaret María Ana Manzanedo, véase Mariana de San José (sor) María Bautista (sor) 232, 443 María de Austria (emperatriz consorte del Sacro Imperio Romano; infanta de España) 219 María de Cristo (sor), véase Teresa de Jesús María María de Jesús de Ágreda (sor) 23, 110, 120, 171, 179, 198, 217-218, 236237, 240-241, 260, 275, 278, 297, 343, 352, 371, 381, 383-384, 386, 389, 391-398, 400, 402, 405-408, 410, 423, 437, [nota biográfica en 461] María de la Antigua (sor) 381 María de la Cruz (sor) 332 María de la Visitación (de Lisboa) (sor) 205, 381, 386-387 María de Magdala (santa) 233, 364 María de Médici (reina consorte de Francia) 435 María de Nazaret 106, 139, 143-144, 148, 178, 230, 233, 259, 270, 273-276, 281, 288, 290-292, 322, 326, 367, 371-372, 408-409, 445, 460, 463 María de Pineda de Zurita, véase Teresa de Jesús María María de Portugal (infanta de Portugal) 123 María de Salazar Torres, véase María de San José María de San Alberto (sor) 23, 213, 237, 241, 249, 260, 305, 325, 335-336, 339, 345, 422, 447, [nota biográfica en 453]
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María de San Bernardo (sor) 332-333 María de San José (sor) 23, 154, 231-232, 238, 247-248, 254-263, 265-266, 268, 271, 321, 419, 432, 435, [nota biográfica en 437] María de San José Salazar, véase María de San José María de Santa Isabel (sor) 23, 215, 222, 232, 234, 272, 287-288, 294-295, 298-301, [nota biográfica en 443] María de Santo Domingo (terciaria) 23, 118, 230, 293, 298, 343, 381, 388390, 419, 423, [nota biográfica en 464] María del Coro (sor) 439 María del Cristo, véase Teresa de Jesús María María do Céo (sor) 234-235 María I (María Tudor) (reina de Inglaterra) 106 Maria Magdalena Eufemia da Gloria (sor) 215, 238 María Magdalena, véase María de Magdala Mariana (sor) 333 Mariana de Jesús (sor) 198, 207, 218, 332-333 Mariana de Jesús (terciaria) 207 Mariana de la Encarnación (sor) 154 Mariana de San José (sor) 23, 198, 223, 240, 375-376, 381, 389, 396-397, 423, 437, [nota biográfica en 465] Mariana Sallent (sor) 232, 234 Mariana, Juan de 178 Marillac, Luise de (santa) 375 Marín Pina, María del Carmen 116, 211212, 216-217, 241, 243-245, 274, 276-277 Marina de la Cruz (sor) 154 Mariscal, George 47, 295-296 Marshall, Sherin 172 Marti, Susan 16 Martín de Córdoba (fray) 102, 126 Martínez de Bujanda, Jesús 86, 90, 119 Martínez de Toledo, Alonso de 99
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Martínez Jarén, Eduardo 80 Martínez Romero, Tomás 84 Martínez Ruiz, Enrique 77, 84, 88, 138, 140-143, 146-150, 152-153, 155156, 168, 226, 230, 340 Mata, Juan de (santo) 307, 320 Matilde de Canosa 380 Matilde de Magdeburgo (santa) 358 Máximo (santo) 99 McGann, Jerome J. 226 McKenzie, Roderic 31 Medrano de Bravo de Lagunas de Cienfuegos, Luisa de 121 Medrano, Luisa 117, 121, 188 Mejía, Isabel 126 Melida Rosalinda, María de Catalina de Santa Isabel de, véase María de Santa Isabel Mena y Medrano, Pedro 188 Méndez de la Vega, Luz 235 Mendoza, Brianda de 133 Mendoza, Francisco de 457 Mendoza, Juana de 133 Mendoza, María Manuel de 122 Mendoza, Mencía de 123, 133 Menéndez Pidal, Ramón 81 Menéndez y Pelayo, Marcelino 241, 313 Meneses, Leonor de 223 Merecina de Girona 124 Mérida Jiménez, Rafael M. 194 Metafraste, Simón (santo) 274 Meung, Jean de 120, 125 Meyer Spacks, Patricia 67 Michelet, Jules 429 Miguel de los Santos (fray) 456 Miguel de Santa María (fray) 456 Millán, María Ángeles 108 Miranda, Leonor de, véase Leonor de la Encarnación Miura Andrades, José María 138 Molina, Tirso de 236 Molinos, Miguel de 114, 341, 343 monja de Lisboa, la, véase María de la Visitación
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ESCRITORAS MONJAS
Monja de Llagas, véase María de la Visitación Monod, Paul Kléber 79 Montaigne, Michel de 33 Montemayor, Jorge de 300 Monterón, Francisco (fray) 399 Montes de Oca, José 291 Montes Doncel, Rosa Eugenia 67-68, 251 Montesinos Alcalá, Ambrosio de 114 Mora, Francisco de 175 Moral, Antonio de 384 Morand, Frédérique 162, 211 Morant Deusa, Isabel 162 Morell, Juliana 122, 235 Moreno, Doris 398-399 Morillas, Cecilia, véase Cecilia del Nacimiento Moscoso, Javier 360-361 Mujica, Bárbara 308 Muñoz de Ocampo, Diego 273, 291 Muñoz Fernández, Ángela 181-182, 190, 200-205, 208 Muñoz Serulla, Teresa 186-187 Muñoz, Luis (fray) 231, 240, 468 Mur, Ana de 440 Muraro, Luisa 181, 250, 258, 266, 313, 341-342 Muriel, Josefina 142 Murillo, Bartolomé Estaban 291 Myers, Kathleen Ann 24 N Nájera, Elena 351 Nardi, Ángelo 188 Nash, Mary 19, 56-57, 78, 415 Navarro, Ana 110, 307 Navarro, Gaspar 384 Navarro, Pedro 206 Nebrija, Elio Antonio de 78, 133 Nebrija, Francisca de 121-122, 133 Nelken, Margarita 357 Nevares Santoyo, Marta de 306, 452 Nicéforo de Constantinopla (santo) 274
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Nicolás (santo) 178 Nietzsche, Friedrich 351 Niño de Guevara, Aldonza 460 Norberto de Xantén (santo) 141 Nunilón (Nunilo) (santa) 141 Núñez de Miranda, Antonio (fray) 197 Núñez de Toledo, Alonso 286 Nycz, Ryszard 50, 51 O O’Malley, John W. 76-77 Ocerín-Jáuregui, Andrés 124 Oehrlein, Josef 41 Olivares, Julián 234, 341, 369 Orlando Cartujano, Pedro 274 Orozco Díaz, Emilio 79, 334 Ortega, Julio 52, Ortega, María de 287, 444 Ortiz, Isabel 277, 293 Osorio, Ana 84 Osorio, Constanza de 209, 231 Osuna, Francisco de (fray) 85, 114, 253, 341 Ovidio (Publio Ovidio Nasón) 27, 300 Ozieblo, Bárbara 119 P Pablo (santo) 285, 406 Pablo III (papa) 152 Pablo IV (papa) 90, 468 Pablo Maroto, Daniel de 253 Pacomio (santo) 139 Padilla (y Manrique), Luisa María de 133, 136, 223 Padrós-Wolff, Alicia 119 Páez, Alonso 436 Palafox y Mendoza, Juan de 191 Palomo, Federico 148-150 Pani, Luca 350 Paracelso (Teofrasto Paracelso) 101 Paravicino, Antonio Félix de 312 Pardo de Tavera, Juan 150
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
Pardo Tomás, José 38 Patterson, Lyman Ray 38-39 Paz y Melia, Antonio 331 Paz, Octavio 195 Pedro (santo) 116 Pedro de Alcántara (santo) 115, 146, 164, 188,466 Pedro Rodríguez, Pedro (fray) 432 Pellicer de Tovar, José 195 Peña, Antonio de la 464 Peña, Manuel 31 Peñafort, Raimundo de 221 Pereira, Gómez 80 Perelmuter, Rosa 251 Pérez Baltasar, María Dolores 156 Pérez de Guzmán y Sandoval, Gaspar Alfon-so (IX duque de Medina Sidonia) 391 Pérez de Montalbán, Juan, 220 Pérez de Moya, Juan 105 Pérez de Nueros, Bartolomé 281 Pérez de Oliva, Fernán 80 Pérez Fontdevila, Aina 357 Pérez García, Rafael M. 85, 89-90 Pérez Villanueva, Joaquín 394 Pérez, Janet 284 Pérez, Joseph 91, 203 Perry, Mary Elizabeth 96, 160, 172, 186, 203 Petronila de San José (sor) 336 Pineda de Zurita, María de, véase Teresa de Jesús María Pineda, Juan de 459 Pineda, María de, véase Teresa de Jesús María Pinelo, Agustín 445 Pinelo, Dominico (cardenal) 222, 273, 288, 295, 445 Pinelo, Valentina (sor) 23, 115, 120, 136, 213, 217, 221-222, 234, 240, 272278, 280, 282, 285-286, 288-290, 293-295, 302, 321, 371, 396, 419420, 427, [nota biográfica en 444] Pío IV (papa) 154, 197
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Pío V (papa) 152,1 59 Pío XII (papa) 162 Pisan, Christine de 125-129, 131, 181, 310 Planté, Christine 105 Platón 90 Plutarco (de Queronea) 100 Pobre Sevillana, la, véase Ana de Jesús, La Pobre Ponce de la Fuente, Constantino de 119 Poot-Herrera, Sarah 24 Porqueras Mayo, Alberto 213, 278, 302, Porres Alonso, Bonifacio 143 Porro Herrera, María Josefa 105 Portolés, Asunción Oliva 28, 52-53, 59, 70 Pórtus Pérez, Javier 41 Postel, Guillaume 101 Potok, Magdalena 54, 61 Poutrin, Isabelle 83, 211-212, 381 Pozuelo Yvancos, José María 48, 353 Prado Biezma, Javier del 44-45 Priscila (santa) 100 Prodi, Romano 313 Pseudo-Mateo 274 Puente, Luis de la 284 Q Quevedo, Francisco de 36, 132, 178, 340, 404, 449, 463 Quilligan, Maureen 379 Quintanadueñas de Brétigny, Juan de 432 Quintero, Jacinto 287 Quintiliano, Fabio M. 279 Quiroga, Gaspar de 38, 90 Quirós, Leonor de 458 R Rahner, Karl 381 Ramírez de Mendoza, Beatriz (condesa de Castellar) 458 Ramón de Laca, Juan 453 Ramón Laca, Julio de 312 Rapley, Elizabeth 375-377
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ESCRITORAS MONJAS
Reder Gadow, Marion 152, 156 Redorad, Vicente (fray) 281 Rees, Margaret 371 Reinhard, Wolfgang 148 Reisz, Susana 19, 56 Rey Castelao, Ofelia 144, 165, 169 Reyes Católicos 76, 88-89, 93, 121, 145146, 149, 160, 202 Rhodes, Elizabeth 24, 84, 353, 354, 367, 377-378 Ribadeneyra, Pedro de 274, 291 Rich Greer, Margaret 302 Rico, Francisco 18, 31, 36, 322 Ricœur, Paul 124, 351, Riley, Denise 359 Río, Catalina del 122 Ríos, Francisca de los 122 Rivadeneyra, Manuel 367 Rivera Garretas, María-Milagros 24, 55, 92, 109, 117-125, 127-128, 137, 140, 181-181, 249, 251, 313, 348, 354, 391 Robbins, Jeremy 80-82 Robles, Juan de 274 Roca de Togores, Mariano 312, 453 Roca Meliá, Ismael 140 Rodríguez Cuadros, Evangelina 95, 98, 105, 136 Rodríguez del Padrón, Juan 104 Rodríguez Palmero, María Luz 58 Rodríguez Parada, Concepción 216 Rodríguez Zapata y Álvarez, Francisco 275 Rodríguez, Alonso, 170 Rodríguez-Ennes, Luis 100 Roelas, Juan de 291 Romero Gaitán, Francisca 307 Romero López, Dolores 255 Romero y Catalán, Mariana 307, 449 Romero, Bartolomé 307, 449 Romero, Rosalía 80 Rosa de Lima (santa) 358, 385 Rose, Mark 36, 38-41 Roser, Isabel 375 Rosillo Luque, Araceli 13, 216
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Rossi, Rosa 214, 255, 281 Royo, Íñigo 281 Rubens, Pedro Pablo 188 Rubial García, Antonio 175 Rufina de Ortes, Mariana Antonia 307, 449 Ruiz (de Alcaraz), María (beata) 205 Ruiz Pérez, Pedro 28, 79 S Saavedra Fajardo, Diego 155 Saavedra Maldonado, Leonor de 445 Saavedra, Isabel de 307, 322, 449 Sabat de Rivers, Georgina 233, 236-237, 305, 307-308, 311, 317, 319-322, 334, 341, 344, 346-349, 421, 452 Sabuco Álvarez, Miguel 80 Sabuco de Nantes Barrera, Oliva 80 Salazar Torres, María de, véase María de San José Salazar, Catalina de 322 Salazar, Luis de 222, 273 Salazar, María de, véase María de San José Salinas y Lizana, Manuel de 281 Salizanes, Alonso de 463 Salvá, Francisco 281 Sánchez Coello, Alonso 284 Sánchez Coello, Jerónimo 284 Sánchez de Castillo, Justa 122 Sánchez de las Brozas, Francisco (El Brocense) 80 Sánchez Dueñas, Blas 65 Sánchez López, Gustavo 332 Sánchez Lora, José Luis 114, 157, 167, 176, 229, 386 Sánchez Ortega, María Helena 180, 205 Sánchez, Francisco 80 Sánchez, Margarita 284 Sandoval y Rojas, Bernardo (cardenal) 38, 90, 277, 457 Sandoval, Prudencio de 140 Sanmartín Bastida, Rebeca 388-389, 423 Santiago (santo) 463
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
Santiago de la Vorágine 274 Santonja, Pedro 139 Sanz Hermida, Jacobo 119 Sanz, María Jesús 275 Sarmiento, Diego de 459 Sarmiento, Rafael (fray) 273 Scaraffia, Lucetta 159, 172, 196 Scarano, Laura 21, 29, 46-48, 63 Schilling, Heinz 148-149 Schlau, Stacey 24, 112, 248, 252-253, 258, 308, 316, 322, 325, 336-337, 339-340, 344-345, 347, 421, 447 Schultz van Kessel, Elisja 138-139, 144, 150-152, 158, 170-171, 185, 200-203 Scott Kastan, David 31 Scott, James C. 151 Scott, Joan W. 19, 29-30, 56, 87, 108, 415 Seco Serrano, Carlos Segarra, Marta Séneca, Lucio Anneo 90, 350 Serrano Estrella, Felipe 138, 172-174, 176, 178-179 Serrano y Sanz, Manuel 135, 236, 241242, 312, 351, 408, 410, 438, 443, 452-453, 460-461 Servén Díez, Carmen 108 Shakespeare, William 35 Sheingorn, Pamela 276 Showalter, Elaine 53, 67, 341 Sículo, Lucio Marineo 117-118, 121-122 Sigea de Velasco, Ángela 122 Sigea de Velasco, Luisa 121-122, 181, 257 Silva Mendoza y Sarmiento, Rodrigo de 392, 399 Silva y Mendoza, Diego de (conde de Salinas) 442 Silva y Mendoza, Pedro de 399 Silva, Beatriz de 142-144, 443 Silvela, Francisco 392, 402 Silverio de Santa Teresa (fray) 255 Simeón de la Sagrada Familia (fray) 438 Sixto V (papa) 254, 257 Smith, Susan M. 308 Snyder, Sharon 350
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Sobrino Morillas, Cecilia, véase Cecilia del Nacimiento Sobrino Morillas, María, véase María de San Alberto Sobrino Morillas, María, véase María de San Alberto (sor) Sobrino, Antonio 446, 453 Sobrino, Cecilia, véase Cecilia del Nacimiento Sontag, Susan 365 Sosa, Enrique de 436 Soto, Domingo de 149 Sotomayor, Antonio (fray) 90 Sousa, Joana Theodora de 238 Stanford Friedman, Susan 65 Steggink, Otger 248 Stimpson, Catherine 68, 416 Strosetzki, Christoph 28, 38, 42-44 Surio, Laurentio 115, 274 Surtz, Ronald 220 T Talavera, Hernando de 114, 176, 191-192 Tanner, Norman P. 202 Tanselle, G. Thomas 31 Taulero, Juan (fray) 90 Téllez, María (sor) 122 Teresa de Cartagena (sor) 123, 126, 133, 220, 249, 272, 285-286, 365, 419 Teresa de Jesús (de Ávila) (santa) 16, 35, 68, 81, 85, 95, 110, 114-115, 119, 134, 143, 146, 154, 158, 161, 164167, 182, 196, 198, 2219-220, 222, 229, 238, 246-250, 254-259, 261, 263-265, 268-272, 283, 293, 297, 300, 304-305, 318, 322, 326, 335, 346, 355, 358, 376, 382, 396-397, 401, 419-420, 428, 432-434, 437440, 447, 460, 463, 466 Teresa de Jesús María (sor) 23, 120, 183, 351, 354-356, 359-366, 372-375, 379, 422, 428, [nota biográfica en 459]
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ESCRITORAS MONJAS
Teresa María de San José 193 Tertuliano (Quinto Septimio Florente Tertuliano) 103, 181 Texeda, Gaspar de 240, 393 Thiemann, Susanne 302 Tietz, Manfred 28, 33, 42-43 Tiraqueau, André 102 Todorov, Tzvetan 62, 380 Tolosana de la Caballería 124 Tomás (santo) 275 Tomás de Aquino 101 Tomás de Jesús (fray) 268, 447 Tomás y Valiente, Francisco 156 Torquemada, Antonio de 240, 393 Torquemada, Juan de 145 Torras Francés, Meri 133 Torre, Andrés de la (fray) 398, 408, 410 Torre, Francisco de la 281 Torrecilla, Juan de (fray) 462 Torrecilla, Juan de Jesús de 463 Torrecilla, Martín de 176 Torrellas, Pere 99, 104 Torres Sánchez, Concha 155-156, 163164, 167, 182, 262 Torres, Pedro de 122 Trambaioli, Marcella 28, 114, 136 Trillo y Figueroa, Francisco de 194 Tristán, Luis de 188 Trobado, Rafael (fray) 281 Tudor, María, véase María I Turner, Victor 106, 276 U Urbano VIII (papa) 397, 468 Urkiza, Julián 264, 435 Uztarroz, Andrés de 220, 441-442 V Valcárcel, Amelia 99 Valderas, Jerónimo de 312 Valdés, Alfonso 84 Valdés, Juan de 84, 343
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Valdivielso, José de 122, 220, 236, 306, 320, 449, 451 Valera, Diego de 104, 126 Valera, Juan 241 Valera, mosén Diego de 104, 126 Valla, Lorenzo 78 Valpolo, Richard 367, 458 Van Deusen, Nancy 385 Varela de Salamanca, Juan 115 Vargas, Inés de 224 Vasaio, María 151 Vattimo, Gianni 51 Vázquez Janeiro, Isaac 408 Vega de Luján, Marcela, véase Marcela de San Félix Vega y Carpio, Félix Lope de 41, 122, 132, 215, 220, 234, 236, 273, 275276, 299, 305-306, 310, 313, 337, 334, 445, 449, 451 Vega y Cuadros, Manuel de 168-169, 193 Vega y Luján, Marcela de, véase Marcela de San Félix Vega, Garcilaso de la 80, 337, 460 Vela y Cueto, María (sor) 365, 386 Velasco, Pedro de 438 Velasco, Sherry 354, 378 Velásquez, Francisca 461 Velázquez, Diego 291 Venerable, la, véase María de Jesús de Ágreda Vergara, Isabel de 122 Vergara, Juan de 84 Verón, Eliseo 47 VI duque de Sessa, véase Fernández de Córdoba y Aragón, Luis VI duque de Sessa, véase Luis Fernández de Córdoba Viala, Alain 29 Vicenta Josefa de Santa Teresa 193 Vicente, Paula 122 Vidal García, Senén 100 Vigier, Françoise 114 Vigil, Mariló 156, 159, 162, 170, 172173, 180, 182, 185-187, 189, 195-197
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ÍNDICE ONOMÁSTICO
Vilacoba Ramos, Karen 186-187 Vilela Gallego, Pilar 394 Villamedina, Alonso de 437 Villava, Matías (fray) 281 Villegas, Alonso de 44 Villegas, Bernardino de (fray) 177, 181, 193, 195, 197 Villena y Melo, María de 307 Villena, Beatriz de 436 Villena, Elionor Manuel de, véase Isabel de Villena Villena, Elionor Manuel de, véase Villena. Isabel de Villena, Isabel de (sor) 123, 126, 220, 275, 292 Villena, María de 307, 436 Villerino, Alonso de 376 Villiers, Cosme de 242 Vinatea Recoba, Martina 215, 298, 299, 443 Viñao, Antonio 112 Violante do Céu (sor) 222, 234 Virués, Alonso de 84 Vitoria, Diego de 389 Vitse, Marc 112, 235 Vives, Juan Luis 104-106, 116, 131, 323 Vollendorf, Lisa 157, 159, 302 Voto de Ledesma, María 448 W Walpole, Michel 368 Walther Capata, Gerónimo 461 Wamba (rey visigodo) 273 Ward, Mary 375-376 Wardropper, Bruce 236 Weber, Alison 22, 68, 84-85, 95, 108, 119, 134-135, 198, 212-213, 226, 227, 231, 248, 255, 260, 267, 296, 305, 319, 326
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Weber, Max 79 Wehrli-Johnson, Martina 138 Weinmann, Ute 138 Weissberger, Barbara F. 19, 56, 108 Werner, Ernst 138 Wetzel, Michael 28 Whinnom, Keith 84 Wiesner-Hanks, Merry 98 Wigley, George J. 179 Williams, Raymond 32-33, 38 Williamson, Edwin 38 Woolf, Virginia 108, 109, 297, 341 Y Yehudah b. Yishaq ibn Sabbetey 124 Yepes, Diego de (fray) 367 Yishaq ibn Jalfun 124 Z Zabaleta, Juan de 100-101, 132 Zajko, Vanda 65 Zamudio, Beatriz 221 Zapata y Cisneros, Antonio (obispo) 90 Zarri, Gabriella 24, 159, 172, 196, 211 Zavala, Iris M. 18-19, 21, 48-49, 58-61, 70, 72, 78, 91, 309-310, 315, 326, 339, 349, 353, 415 Zawadzki, Andrzej 28, 49-51 Zayas y Sotomayor, María de 36, 81, 110, 116-117, 126, 130, 136, 223, 272, 295, 301-302 Zuazo, Ana de 276, 446 Zuese, Alicia 130 Zúñiga de Ayamonte, María Francisca 445 Zúñiga, Diego de 277, 446 Zurita, Gabriela de 459
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