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Spanish; Castilian Pages 240 [264] Year 2017
Oro y plomo en las Indias: los tornaviajes de la escritura virreinal Antonio Cano Ginés y Carlos Brito Díaz (eds.)
Iberoamericana • Vervuert • 2017
PARECOS Y AUSTRALES Ensayos de Cultura de la Colonia
19 «Parecos de nosotros los españoles son los de la Nueva España, que viven en Síbola y por aquellas partes», dice Francisco López de Gómara, porque «no moramos en contraria como antípodas», sino en el mismo hemisferio. «Austral» es el término que adoptaron los habitantes del virreinato del Perú para ubicarse. Bajo esas dos nomenclaturas con las que las gentes de Indias son llamadas en la época, la colección de «Ensayos de Cultura de la Colonia» acoge aquellas ediciones cuidadas de textos coloniales que deben recuperarse, así como estudios que, desde una intención interdisciplinar, desde perspectivas abiertas, desde un diálogo intergenérico e intercultural traten de la América descubierta y de su proyección en los virreinatos. Directores Rolena Adorno, Yale University, New Haven; Judith Farré, CSICCCHS, Madrid; Paul Firbas, Suny at Stony Brook; Margo Glantz, Universidad Nacional Autónoma de México; Roberto GonzálezEchevarría, Yale University, New Haven; Esperanza López Parada, Universidad Complutense de Madrid; Raúl Marrero-Fente, University of Minnesota Twin Cities, Minneapolis-Sain Paul; José Antonio Mazzotti, Tufts University, Medford; Luis Millones, Colby College, Waterville; Carmen de Mora, Universidad de Sevilla; Alberto Pérez-Amador Adam, Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa; María José Rodilla León, Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, Ciudad de México
Oro y plomo en las Indias: los tornaviajes de la escritura virreinal
Antonio Cano Ginés y Carlos Brito Díaz (eds.)
IBEROAMERICANA • VERVUERT • 2017
La edición de este libro ha sido subvencionada por la Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias.
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Índice
Introducción Carlos Brito Díaz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7 I. Escritura y descubrimiento Evolución de las crónicas de Indias y sus principales modalidades Paloma Jiménez del Campo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23 Las escrituras descubridoras Juan-Manuel García Ramos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45 II. Flujos e interflujos De un lado a otro: los objetos de las Indias en Europa Esperanza López Parada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65 El tornaviaje de la conquista: iconografía del indio honrado en el teatro del Siglo de Oro Carlos Brito Díaz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83 III. Reinvenciones Simulación de la oralidad en los Comentarios reales del Inca Garcilaso Ana Valenciano López de Andújar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101 La anarquía del interregno: espacio visual en la Carta de Jamaica de Simón Bolívar Francisco-J. Hernández Adrián . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115
IV. Mujer en Indias La mujer en Indias: la otra conquista Antonio Cano Ginés . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141 Los dos poemas de sor María de los Ángeles: otra «Labor de manos» Nieves María Concepción Lorenzo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157 V. Canarias en América El papel de Canarias en la conformación de la cultura virreinal americana Andrés Sánchez Robayna . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 183 Épica y periferia: leer Canarias desde la América colonial. Tentativa de interpretación José Antonio Ramos Arteaga . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 205 Bernardo de Gálvez y la colonización de la Luisiana española Manuel Hernández González . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 221 VI. Otros lenguajes Visiones y revisiones de la conquista en el cine, desde Werner Herzog hasta Icíar Bollaín Isabel Castells Molina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 239 Sobre los autores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 259
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El dilatado intervalo cronológico que la crítica ha definido para América como período virreinal anda aún falto de visitas que ajusten y maticen la heterogénea conjunción de escrituras que irradiaron las cuatro demarcaciones administrativas que la Corona castellana determinó para el vasto territorio continental de influencia hispánica: el virreinato de Nueva España (1535-1821), el virreinato del Perú (1542-1824), el virreinato de Nueva Granada (1717-1723, 17391810 y 1816-1819) y el virreinato del Río de la Plata (1776-1814). Ante desigual cronología se imponen la prudencia y la consideración de que la decantación de una sociedad multiforme merced al encuentro de dos civilizaciones —embozadas en los eufemísticos Viejo y Nuevo Mundo— consolidó mixturas y recíprocas contaminaciones que generaron un flujo de ida y vuelta —un tornaviaje, pues— de fijaciones culturales en migración continua de una orilla a otra del océano. No podemos soslayar la evidencia de que, en feliz expresión de Juan-Manuel García Ramos, el signo de la atlanticidad determinó el sentido de esta aventura de trasterrados acá y allá, como tampoco podemos obviar la estratégica influencia que las Islas Canarias ejercieron como puerto de anclaje, plaza comercial, foco de emigración y bastión de intersección entre el umbral americano y el europeo. La relación, históricamente acreditada, entre el archipiélago y los territorios de América, desde Luisiana hasta Tierra de Fuego, impone el signo de un mestizaje particular de lo canario-americano inserto en el proceso de aculturación mayor que integró un vértice tricontinental (no debe dejarse a un lado la vertebración de África en el concierto de civilizaciones atlánticas). La identidad virreinal decanta en el dominio de la escritura un corpus textual de heterogénea naturaleza al amparo de un archi-
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género de curiosos sincretismos y violentas conciliaciones que dio en llamarse crónica: relación, testimonio, narración, excurso, relato, declaración o semblanza son categorías que no satisfacen el inclasificable dominio textual que se inició con las visiones y recreaciones de los primeros viajeros y conquistadores de las Indias. El discurso ecfrástico de la realidad nueva enseguida se contagió de las licencias de la ficción que dieron pie a la reposición y sustitución de las latitudes originales por un impulso adánico que determinó «la invención de América» y no su descubrimiento, según la citadísima expresión de Edmundo O’Gorman. Este proceso de suplantación antropológica no puede desligarse del principio de la reversibilidad de mundos: la hispanización corre pareja a la criollización en el inesperado espectáculo en que se convirtió el hallazgo del Nuevo Mundo, el occidente del Occidente. Paloma Jiménez del Campo sortea los escollos del magma textual discernible como crónicas, un conjunto misceláneo de textos, géneros, perspectivas, temas y objetivos que fueron evolucionando desde los aspectos épicos, militares y geográficos, más atentos a los sucesos de la Conquista y a los acontecimientos próximos, a otros asuntos más elevados a medida que se fue asentando la colonia. Esta selva textual integra cartas y relaciones de conquistadores, crónicas de la Conquista, las primeras historias generales de las Indias, diarios de navegación, relatos autobiográficos de navegantes, viajeros y náufragos, relaciones geográficas y las descripciones generales emanadas de ellas, historias de la evangelización e historias eclesiásticas, crónicas generales de alcance regional, crónicas conventuales, biografías civiles (de gobernantes, relaciones de servicios de capitanes, genealogías y compendios de varones ilustres) y hagiografías (bajo la forma de sermones fúnebres, cartas edificantes, interrogatorios sobre virtudes y milagros, biografías particulares de obispos o provinciales, las biografías incluidas en textos sobre santuarios o menologios), crónicas rimadas, historias de ciudades, diarios de sucesos notables, anales, misceláneas, relaciones de fiestas... Con el siglo xviii y el interés racionalista por la observación directa y por la ciencia aparecen las guías de forasteros, los almanaques y calendarios y los primeros directorios con los datos de los prohombres civiles y religiosos de cierta eminencia e historias regionales. A esta nómina diversa y heterogénea deben añadirse géneros más desaten-
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didos como la narrativa hierofánica y las relaciones de sucesos. Este multiforme corpus textual además debe atender a la consideración de la historiografía de autoría indiana, complemento llamativo de la europea, y con una visión donde se relativiza el mesianismo providencialista predicado desde la mirada oficial. A través de las crónicas, lato sensu, se dibuja el tránsito del fragor bélico de la Conquista (siglo xvi) a un paradigma sociogeográfico más asentado de la colonia (siglo xvii) donde se atiende más a la conquista espiritual, que da paso a una perspectiva cientificista del medio y a su racionalización historiográfica de conjunto con el proyecto de creación del Archivo General de Indias, idea de Juan Bautista Muñoz, que fue comisionado para escribir una historia de América con documentos incontestables que contrarrestaran el efecto de las historias de autores extranjeros sobre el mundo novohispano. Este fue acaso uno de los últimos intentos integradores producidos en el umbral de la fragmentación que con los procesos de independencia habría de iniciarse. Juan-Manuel García Ramos traza la genealogía de la escritura descubridora o fundacional, los descendientes de Colón en su aventura adánica y providencialista. Las crónicas del almirante dan inicio a un modo de establecimiento de la realidad en virtud del lenguaje que la crea y cuyos parámetros conllevaban el estigma del mundo conocido. El descubrimiento de América es la identificación refleja o especular de la vieja Europa proyectada como un palimpsesto que prefigura y anticipa la naturaleza americana y que la literatura nos devuelve con clásico anacronismo. El signo de la fabulación primigenia que caracteriza gran parte de las letras novohispanas desemboca en esta mirada novel e ingenua de las crónicas, sustentadoras de un discurso más de reconocimiento del mundo conocido que del descubrimiento del ignoto. El cronista se convierte en garante del mesianismo colombino, disfraz ideológico de móviles menos espirituales. El hallazgo es invención, el desvelamiento constatación de lo ya existente. El modelo está prefigurado en la renacentista Relación de Pigafetta y en las crónicas indianas que reintegran a García Márquez su construcción fidedigna de la circunstancia oscilante del delirio —visión cervantina al cabo— bajo las especias del realismo mágico. Las revisiones colombinas (Carpentier, Benítez Rojo, Posse, Roa Bastos, Marlowe, Aridjis, Martínez, Fuentes) no han acotado
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las múltiples y controvertidas significaciones del mito, pero han reproducido el instinto de fundación lingüística en un tránsito anacrónico hacia las fuentes primarias. Los hijos de Pigafetta (Libertella, Baccino Ponce de León) constatan que la literatura reescribe la historia o silencia la mirada santificadora en busca de otros horizontes menos intervencionistas. La reinvención de América bajo el paradigma científico de Humboldt también propició filiaciones literarias (Romero) con la hibridez que la metaliteratura destila. El Dorado viene determinado no como mitologización de la codicia conquistadora sino como el devanamiento del cálamo universal que deshace escrituras descubridoras en busca del embrión de la palabra fundadora. Signo y estigma que distrae —en feliz expresión de García Ramos— «a la retina de la rutina». Esperanza López Parada analiza el trasiego de objetos de una civilización a otra y las consecuencias ideológicas que resultan de la aculturación de enseres vinculados al rito o a la práctica consuetudinaria en una y otra latitud simbólica. La divergencia en la conceptualización de las cosas traza comportamientos antitéticos a un lado y otro del Atlántico: los nativos, al mutar la funcionalidad de los objetos, retienen en ellos el sustrato ritual que ocupan en el espacio nuevo (topotesia hierofánica), mientras que los europeos silencian y desnudan a los ídolos indígenas de toda función simbólica relegándolos a la periferia de las rarezas (exotica mirabilia), sin otro valor que el decorativo en el inventario de los coleccionistas a partir de los realia o bagajes patrimoniales de obsequio a la Corona. El uso herético de los enseres sustraídos por los indios viene sancionado por la mirada del conquistador pues, aunque desplazados, los objetos cobran la dignidad de la utilidad en la civilización indígena: se produce una desviación conceptual del objeto que implica adquisición de contenido simbólico. Sin embargo, la vieja Europa transforma en simples instrumentos suntuarios aquellas materialidades que revestían ritualidad hierofánica y que son sometidas a un proceso de deslexicalización religiosa en la consigna contrarreformista de no multiplicar manifestaciones de la herejía, motivadas por el celo a que condujo la iconoclastia de los movimientos de la Reforma. De nuevo el trasiego o flujo de objetos obra la paradoja: en el tornaviaje los objetos del conquistador se asimilan a la función sagrada de la religión que precisamente desea ser transformada, la nativa, y los
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objetos de veneración indígena, aunque pierden la función votiva en su nuevo emplazamiento decorativo, irradian la metamorfosis de su función simbólica en objeto artístico, incorporada pese a todo a la materialidad del conquistador. Sinergia inequívoca de mundos que oscila, en Europa, de la topotesia a la topografía y en el Nuevo Mundo, del uso consuetudinario a la apropiación simbólica. Carlos Brito Díaz analiza algunos contextos que ayudaron a precisar la iconografía del indio americano a través de la realización dramática de que fueron objeto. Al margen del haz modesto de piezas teatrales sobre el Nuevo Mundo, ya advertido por la historiografía crítica, que no parece tener correspondencia con la envergadura épica, militar y cultural de la empresa de colonización transoceánica, los grabados, emblemas y representaciones pictóricas que jalonaron las crónicas y tratados sobre el inédito continente, con su parejo discurso ecfrástico, contribuyeron a crear un imaginario externo del que se alimentaron, entre otros, los dramaturgos del Siglo de Oro. Si bien mostraron cierta indolencia creativa al sustentar el discurso etnográfico sobre el palimpsesto de representaciones proyectadas desde Europa en una suerte de superposición dialéctica entre civilizaciones (véase, por ejemplo, la configuración del indígena americano alimentada por la iconología del salvaje prehispánico o guanche, habitante natural de las Islas Canarias, en las piezas americanas de Lope de Vega), una de las contribuciones más notables y efectivas para la constatación de los tornaviajes de la escritura fue la figura del indiano, chapetón o perulero, reverso sombrío y agrio del emigrante o conquistador en busca de una fortuna que, a la postre, se revuelve como estigma en la inserción social de los retornados al Viejo Mundo. Como en tantas cosas Lope de Vega vuelve a ser pionero en la articulación dramática de esta figura híbrida, en la bisagra existencial de dos civilizaciones, cuyo medro personifica la materialización de un ideal que se transforma, al regreso, en el signo vital del inadaptado objeto de prejuicios, envidias y rencores de cierto sabor antisemita, toda vez que el enriquecimiento, blanco del rechazo y del desprecio, se observaba en analogía de la exhibición incontinente de la riqueza asociada a las actividades económicas de los judíos. Ana Valenciano López de Andújar analiza pacientemente la ficcionalización de una entrevista del cronista Inca Garcilaso con
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un tío quechua como informante privilegiado de los contornos del mito fundacional de los incas que sitúa en el Libro i de sus Comentarios. El fingimiento o no de una situación oral como testimonio para la traducción y transcripción posterior al castellano de su crónica viene avalado por el bilingüismo funcional de que hacía gala el autor, criado al embozo de ambas lenguas en diferentes fases de su vida. Garcilaso hace emerger el saber oral de su informante si bien habrían de transcurrir muchos años hasta la terminación de su obra, de lo que se deriva un contexto de enunciación juvenil que luego se decanta y remansa en la reflexión serena que el tiempo brinda. La introducción de formas orales en su discurso histórico no solo se contempla como aditivo de la narración sino como cercanía a las fuentes de información primarias, simbólicamente administradas a partir del mito fundacional del pueblo por vía materna: el escritor letrado forzaba así la memoria («el corazón») del sustrato etnológico cuyo palimpsesto sonoro debía ser la lengua quechua, el lenguaje natural del saber primitivo contrastado. Y daba entrada así a la mnemónica artificial asociada a dibujos e imágenes que constituían el arsenal popular del pueblo conquistado y la esencia primigenia de su historia. Y con ello nos emplaza a la valoración de las fuentes orales quechuas en las crónicas, a la contaminación de la tradición popular americana con el sustrato hispánico y a las estrategias de la voz viva en el relato. El notario-cronista no pareció cumplir con la encomienda toda vez que la enunciación oral queda pervertida en su traducción a una lengua ajena, el castellano, sin los contornos simbólicos ni la realidad objetual y ritual de la quechua. El narrador acoge una estilización literaturizada de la cultura nativa que, bajo perfume de oralidad, nos presenta el espejismo de una visión directa e inmediata al saber oral popular, al reducto primario e incontaminado donde bulle la leyenda y se asienta el mito. Francisco-J. Hernández Adrián analiza la pre-posteridad, esto es, lo que se anuncia como futuro desde el pasado, en la Carta de Jamaica que Bolívar escribió en la isla caribeña en 1815. El documento refleja con especial incidencia el período de orfandad histórica y de vacilación geopolítica del llamado interregno en la fase de transición entre la liquidación de los virreinatos y la consolidación de los procesos de independencia nacionales. El paternalismo visionario, la estrategia panamericanista, la expresión racionalista y la
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incertidumbre histórica revelan un relato donde se enuncia la formulación de una nueva América, la reinvención en segundo grado de un continente a punto de decantarse política y territorialmente. Paradójicamente, Bolívar acude a las fuentes incontaminadas del Nuevo Mundo con el imaginario de los discursos coloniales a los que aplica un enfoque de gran angular que articula su concepción continentalista. El estratega, el artista, el militar, el político y el científico construyen un espacio visual integrador para cuya identidad adelanta límites geográficos y capitalidades, un colosal (segundo) imperio americanista bajo el tamiz de las revoluciones liberales cercanas. Destila inquietud, imprecisión y desasosiego el proyecto americano del Libertador, pero se conduce con el lenguaje enunciador de un tiempo nuevo para un hombre nuevo (bajo la especie metafórica del niño como individuo incontaminado), una pre-posteridad que anuncia sin desvelar, que enuncia sin precisar pero en la que acierta a manifestar la necesidad de una nueva formulación geopolítica del continente en la conciencia de que lo importante estaba aún por hacer. La imagen infantil describe aún un tiempo de inmadurez e inexperiencia para las repúblicas americanas, pero derrama el derecho y la ilusión por la libertad tras el dilatado sometimiento a un padrastro —más que padre (el Imperio)— ingrato que lastró el proceso de emancipación natural según la filosofía racionalista y prerromántica que se asoma, titubeante como niño en pañales (sigamos con el símil), en este documento de tránsito y de provisionalidad histórica que es la Carta de Jamaica. Antonio Cano Ginés descubre que la historia de las mujeres en la colonización de América ha deslizado tópicos en la percepción del papel de la mujer en el Nuevo Mundo. La circunstancia de la excepcionalidad aislada de ciertas mujeres bajo el perverso quid pro quo de la función masculina (mujeres que actúan como hombres porque para desempeñarse en libertad suplantan la identidad de aquellos: caso paradigmático de travestismo laboral y vital es el de la Monja Alférez) anula la valoración de las mujeres en tanto tales y subsume la apreciación del conjunto en el decálogo de sobresalientes casos particulares. El porcentaje de mujeres en la Conquista y la presencia notable de solteras determina una relación diferente de los conquistadores con las nativas pues desde bien temprano se autorizó la implantación de casas de lenocinio con mujeres europeas
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para evitar la mezcla racial. La crítica, y en especial la feminista, ha ido desvelando biografías de féminas destacables en todos los órdenes de la vida, desde la posición privilegiada de virreina a la de soldado o educadora. Otro aspecto llamativo es la decisiva importancia de las mestizas o criollas para el desarrollo de la anexión militar, una de cuyas funciones fue la de servir de intérpretes —lenguas o trujamanes— entre los visitantes y los naturales: caso llamativo es el de la Malinche, Marina, y otras nativas que se relacionaron personalmente con los caudillos en la Conquista. La intermediación de intérpretes reclutados de entre la población nativa fue una estrategia provechosa que los españoles ya habían utilizado en otros procesos de colonización, como el de las Islas Canarias, y el fundamento simbólico para la utopía interracial propia del ingenuo sincretismo que suele emanar del encuentro entre dos civilizaciones. Tres casos particulares ilustran el perfil de mujeres aguerridas en las primeras fases de la colonia: Mencía Calderón de Sanabria, adelantada de Asunción, que encabezó una expedición al Río de la Plata tras enormes tribulaciones y abogó por una defensa de los indios y por su protección frente a los abusos de los encomenderos; María Álvarez de Toledo y Rojas, considerada adalid de la postura lascasista, que fue la primera virreina de América y, al margen de su estirpe familiar (nuera de Colón y pariente de los Reyes Católicos y de los duques de Alba), se desempeñó como cabeza política en los períodos de ausencia de su marido en la corte a causa de los litigios colombinos y auspició un programa de fundación de escuelas, talleres y asistencia en los hospitales para los nativos y, si bien hubo de sortear presiones de nobles y colonos, administró La Española con pericia favoreciendo el buen trato hacia los indios, extremo que le granjeó no pocos sinsabores; y, por último, Catalina Bustamante, cuya labor pedagógica se extendió, primeramente, entre los círculos de los nobles asentados en la colonia y, posteriormente, en la red de escuelas para instrucción de los nativos que logró desarrollar y establecer con un soporte docente gracias a la mediación directa de la emperatriz Isabel de Portugal. La presencia de la mujer desde los primeros estadios de la Conquista contribuyó a fijar los estándares de la familia, de la lengua y de la convivencia entre naturales y extranjeros: los contingentes de mujeres europeas en las expediciones pretendieron un modelo de sociedad sin intersecciones ni
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contaminaciones, pero la evolución de la colonia enseguida decantó un paradigma de civilización sincrética y mestiza. Las formas de la espiritualidad femenina germinaron frutos literarios notables en la vida conventual. Nieves María Concepción Lorenzo retoma los estadios originarios de la literatura colonial venezolana con el caso aislado de sor María de los Ángeles, monja profesa en el cambio de siglo cuya obra parece no haberse conservado sino bajo el testimonio de dos poemas, uno en la tradición teresiana de la búsqueda y del goce místico y el otro de carácter circunstancial al calor del terremoto que asoló Caracas en 1812. Este trabajo rescata la escritura femenina en el seno de la orden carmelita (recordemos que sor Juana Inés de la Cruz profesó en ella antes de ser jerónima) y la aventura de la creación al amparo de la formación en las bibliotecas conventuales, si bien el caso de la monja venezolana se justifica por su inquietud intelectual y su educación en los ambientes refinados en su previa vida seglar. La nómina de escritoras en el seno de la vida conventual incorpora algunas más a su catálogo, al lado de la Monja Alférez: la dominicana sor Leonor de Ovando, la chilena Úrsula Suárez, las peruanas sor Juana Herrera y Mendoza y sor Leonor de la Trinidad, la colombiana sor María Josefa del Castillo (madre Castillo) y la ecuatoriana sor Catalina de Jesús Herrera, todas —según Concepción Lorenzo— a considerable distancia intelectual y literaria de sor Juana Inés de la Cruz. El autodidactismo creador de las mujeres encerradas, pero no al conocimiento ni a la composición literaria, es un capítulo de la vida colonial apasionante y aún por desbrozar. El caso de sor María de los Ángeles descubre, a su vez, el rezagamiento de la interpretación crítica de la literatura de la colonia en Venezuela frente a otros territorios, como Perú, Centroamérica o México, más atendidos y perfilados. El relato de convento asume géneros como la autobiografía, la epístola y el diario que conforman una identidad de escritor, urgido por la poesía circunstancial, por la oración fúnebre y otras variantes, abocado a una suerte de literatura «a su pesar» y como complemento de su «labor de manos» en paralelo y no al margen de su siglo. Andrés Sánchez Robayna analiza la impronta canaria en territorio americano y los flujos de interacción de los escritores de las islas en América, citando ejemplos llamativos de prosistas, poetas,
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políticos, historiadores o religiosos que, trasterrados o no, irradiaron modos de escritura con los que entendieron (y extendieron a) la visión de la colonia. A los paradigmáticos casos de José de Anchieta y Silvestre de Balboa en las instancias fundacionales de las literaturas brasileña y cubana se añaden otros, como el de Cairasco de Figueroa, cuyo modelo de academia y cuyo proyecto poético basado en el rescate de la sonoridad italiana y cultista en virtud de la práctica (insistente) del verso esdrújulo arraigaron en América. Los interflujos entre Canarias y el Nuevo Mundo no solo comportaron el trasiego de personas sino el de modos culturales merced al tráfico de libros, documentos y manuscritos de una orilla a otra. El de las Islas Canarias fue un modelo avanzado de colonización (económica, territorial, política, religiosa, cultural) que se exportó y aplicó al nuevo continente, si bien la cronología establece una simultaneidad entre la consumación del proceso de conquista del archipiélago y las primeras expediciones a tierras americanas. En los siglos xvii y xviii también se registran casos sobresalientes de la influencia de los hombres y de las letras canarias en la constitución de la identidad novohispana. El modelo insular se integra en la visión antropológica y lingüística del Nuevo Mundo pues ya nadie discute la aportación de la variedad dialectal canaria a la del español americano. Si Canarias se contempla historiográficamente como «una pequeña América», la realidad novohispana también debe interpretarse a la luz de una Canarias transcontinental. José Antonio Ramos Arteaga analiza el estatuto del historiador literario como garante de la criollización desde la perspectiva del género épico en que se funda la transmisión lírica de la categoría fundacional del espacio geopolítico: Pedro de Oña y Antonio de Viana para Araucania y Canarias, respectivamente, desarrollan un registro de la transculturación a modo de notarios anacrónicos en cuyo relato se cumple como vaticinio lo que la realidad ha decantado o traicionado en el presente de la escritura. Los recursos del sueño agorero y las visiones pornotópicas construyen un lenguaje que se apropia de las estrategias que el sistema colonial había materializado y que cobra una disidencia significativa en los espacios de la ficción desde la periferia del Imperio. Al margen de adanismos y miradas laterales garantes del exotismo, la neoépica escrita desde el territorio que la ficción representa precipita soluciones que destilan
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la habilidad del poeta épico para conciliar el mundo ideologizado con la escritura de encargo, para sostener el pasado disfrazado de idealismo con la disrupción de la realidad colonial y de paso justificar los procesos de aculturación y de ocupación. Las epopeyas periféricas arrostran la condición criolla desde posiciones muy resbaladizas en el forzado intento de hacer corresponder el pasado no tan remoto con el presente en el que se ha consumado no solo la definición territorial sino la gestión política y económica de la colonia. Lo que se propone como historia es una proyección diferida e interpuesta desde una actualidad que con miopía deliberada silencia el modelo de criollización divergente del que registra el relato épico. El espejismo híbrido del sincretismo se salda en la neoépica con la apropiación providencial de antropologías en contacto bajo las cuales se desliza un palimpsesto imperial hábilmente intervenido y cuyo notario es el propio poeta. Manuel Hernández González aborda uno de los capítulos más destacados de la emigración canaria a América: la repoblación de Luisiana en el último tercio del siglo xviii como consecuencia de la política inmigratoria llevada a cabo en un territorio estratégico para los intereses de la Corona dada la cercanía con las posesiones inglesas de Florida. La dinastía de los Gálvez, de firmes raíces políticas e inteligentemente emparentada con prohombres destacados, disfrutó de posiciones privilegiadas de que también hizo gala la familia política a ellos adscrita, en frecuentes licencias debidas al nepotismo con que obtuvieron cargos y prebendas que acrecentaron su influencia. Con celo y rigor se plantean las causas del fracaso de la política colonizadora de Bernardo de Gálvez a pesar de contar con suficientes recursos de la Corona. El modelo inmigratorio, basado en la recluta con incentivos económicos antes y después del viaje, atrajo a numerosas familias pero abrió la puerta a notables disensiones explicables por la precaria economía del archipiélago y por las necesidades de gran parte de la población de mano de obra activa. La aventura de ultramar se vendió como un reclamo y adelanta el signo migratorio de los isleños hasta los flujos más cercanos hacia Cuba y Venezuela, ya en los siglos xix y xx. La repoblación con contingente canario venía exigida por la necesidad de fortalecer colonias inestables políticamente mediante la fortificación, la mejora de la economía y el incremento de la población hispana.
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La necesidad de consolidar las guarniciones de la colonia motivó el reclutamiento de familias canarias a las que se sumó una proporción de acadianos que malvivían en Francia y que, paradójicamente, originó un arraigamiento de la cultura francófona en Luisiana y, en contra de lo esperado y a la postre, un afrancesamiento de la identidad hispana que debió asimilar el francés, como sucedió en una de las poblaciones resultantes, Valenzuela, en el bayú Lafourche, de notable población acadiana. De aquella empresa solo resta una población, San Bernardo, con población canaria debido a la endogamia que permitió conservar los lazos familiares y el idioma. Este es el minúsculo resultado de una ambiciosa estrategia política para la que nunca faltaron detractores en las propias islas, debido al desamparo que tal pérdida de población hábil originaba. Isabel Castells Molina reflexiona sobre diferentes lecturas críticas a las que la cinematografía ha sometido el proceso de conquista y colonización del Nuevo Mundo desde posturas antiépicas y poco afectas a la anestesia ambigua del sincretismo de civilizaciones. El cine ha realizado controvertidas indagaciones del proceso histórico y de la falsa apreciación de un nosotros que disfraza una realidad más disociada entre nativos y extranjeros. Frente a las versiones fílmicas oficialistas —de menor interés por su grado de miopía y previsibilidad— emerge una cinematografía inquieta, beligerante con la historia, enemiga de los bálsamos tópicos y de la perversa idealización democratizadora que allana diferencias y silencia divergencias. Desde la propuesta ácida de Herzog a la metarreferencial de Bollaín, el lenguaje de la narración discurre sin amabilidad ni complacencia para invertir la mirada y la visión hacia el viaje iniciático que realiza el descubridor, travesía que a menudo desemboca en un trayecto más de aventura ontológica que antropológica. La claudicación erótica, el inarmónico mestizaje, el estigma de la dominación y la imposibilidad de la simbiosis son atractivos fundamentos que cierto cine ha hecho suyos con flagrante disidencia, para discutir con lucidez el disfraz de la dialéctica de civilizaciones como consecuencia de un régimen de superposición y no de adscripción o yuxtaposición. El cine de autor vuelve a ser una válvula de escape para revisiones periféricas y en contradicción con la historia al uso y para relativizar el adanismo iluminador de los conquistadores o el simulacro de mesianismo de la civilización de superestrato; antes
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bien, las versiones fílmicas aquí contempladas (Herzog, Echevarría, Carrasco y Bollaín) fragmentan la mirada hacia discordancias que dialogan —en dirección opuesta— a la ideologización aquiescente de otros intentos (Scott, Joffé) y donde la voluntad de ficcionalización esgrime una autenticidad más cimentada que la de los relatos pretendidamente rigurosos y contaminados por una verdad resbaladiza e ilusoria. Este haz de artículos viene apoyado por la presencia de algunos investigadores (Ana Valenciano López de Andújar, Paloma Jiménez del Campo, Antonio Cano Ginés) del proyecto de investigación I+D «Intertextualidad y crónica de Indias: variedad discursiva de la escritura virreinal americana» (FFI2012-23235), cuya directora, Esperanza López Parada, también nos honra con un trabajo suyo. El propósito de este libro no fue otro que el de animar la controversia en el análisis de las escrituras virreinales y de sus variedades discursivas bajo el signo del tornaviaje, interflujo o contaminación recíproca de universos y contribuir a preservar una mirada inquieta y atenta a las siempre fructíferas relecturas que, generosamente, aún permite el período virreinal, quizá el más apasionante episodio de cruce de civilizaciones de la historia: oro y plomo sobre las Indias. Carlos Brito Díaz
I. Escritura y descubrimiento
Evolución de las crónicas de Indias y sus principales modalidades Paloma Jiménez del Campo Universidad Complutense de Madrid
Las crónicas de Indias están consideradas textos de fundación de la literatura hispanoamericana, pues suponen la primera toma de conciencia de la nueva realidad, «una toma de posesión imaginativa e intelectual», en palabras de Pedro Henríquez Ureña. Sin embargo, las primeras narraciones del descubrimiento y conquista americanos son un híbrido entre lo que el lector moderno asociaría con el discurso de la historia, la teología, la antropología, la geografía y las ciencias naturales. A pesar de todo, la importancia de estos libros no se debe exclusivamente a la riqueza de datos (que muchas veces son contradictorios), sino también a los aspectos más imaginativos y originales, los episodios cargados de ilusión, introspección y fracasos, y a aquellas partes en las que el acto de escribir evoca imaginarios ocultos del autor o se convierte en una forma de legitimación personal. Este tipo de cuestiones son típicas preocupaciones literarias y exigen, además, una forma de lectura ecléctica. Así pues, las crónicas de Indias presentan serios problemas para su definición debido principalmente a su hibridez genérica, a caballo entre el texto histórico y el literario (es «historia» de intención objetiva —o al menos descriptiva— a la vez que «relato» personal); a la variedad de sus contenidos (los descubrimientos, las guerras de conquista y los pleitos entre conquistadores, las misiones evangelizadoras y la historia de la Iglesia en las Indias, la geografía del Nuevo Mundo y la corografía de los virreinatos, la etnografía indígena,
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la fauna y flora americanas, las costumbres aborígenes y criollas, las biografías de hombres ilustres, etc.); a su heterogeneidad textual (diarios, cartas, relaciones, crónicas de la conquista y crónicas conventuales, historias generales y particulares, relatos de viajes, biografías, hagiografías y otros que veremos más adelante); y al amplio marco temporal de tres siglos de su proceso, cuyos límites pueden trazarse desde la Carta del descubrimiento de Colón (1493) hasta la Historia del Nuevo Mundo de Juan Bautista Muñoz (1793). Además, sus autores fueron españoles y extranjeros, que escribieron en su lengua1 o en latín, habiendo estado o no en el Nuevo Mundo; luego escribieron criollos, mestizos e indios2. La crónica indígena ha sido objeto de un especial interés en los últimos tiempos por la perspectiva que aporta: «la visión de los vencidos», y por el valor etnológico e histórico de su material informativo, aunque los misioneros escribieron también obras que han resultado reveladoras para la moderna antropología (en cierta medida, se anticiparon a esta disciplina) como la ejemplar Historia general de las cosas de la Nueva España de fray Bernardino de Sahagún, un verdadero monumento etnográfico basado en los testimonios de los ancianos supervivientes de la conquista. Su contenido se presenta en la lengua náhuatl original y en su correspondiente traducción castellana, complementando el lenguaje verbal con el pictórico, pues Sahagún sabía que los antiguos aztecas habían «redactado» parte de sus historias y libros rituales por medio de pinturas. La historia general aspiró a la síntesis acumulativa del enorme proceso, la historia particular se diversificó de acuerdo a las regiones para constituir una crónica mexicana, peruana, neogranadina y chilena, entre las provistas de mayor continuidad; y se modificó en el tiempo presentando variantes significativas en cada uno de los siglos coloniales.
1 Américo Vespucio y Antonio Pigafetta escribieron en italiano; Walter Raleigh en inglés; Nicolás Féderman y Ulrico Schmidl en alemán, por citar algunos de los ejemplos más prominentes de crónicas escritas en otros idiomas europeos. 2 También hay crónicas en lenguas indígenas, como la Crónica mexicayotl (1609) de Fernando Alvarado de Tezozómoc, escrita en náhuatl. La crónica india del Perú, en cambio, se escribió predominantemente en español, en el denominado español andino, transido de interferencias y préstamos de las lenguas autóctonas (fundamentalmente del quechua y el aimara).
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Walter Mignolo (1982), a mi parecer, clarificó enormemente la cuestión relativa a la difícil definición de las crónicas de Indias planteando que el principio caracterizador de las mismas no estaría determinado por la «formación textual» (amplias clases que se constituyen como unidad mediante los preceptos que las definen como disciplina: históricas, literarias, filosóficas, religiosas, etc.), ni por los «tipos discursivos» (forma de los textos y géneros), sino por el referente: las Indias. Mignolo establecía un segundo criterio: el cronológico-ideológico, aunque la utilización del término Indias engloba ese segundo criterio, pues lo que se denomina como «Indias» (o Nuevo Mundo) hasta el siglo xviii comenzará a denominarse «América» en el xix, lo cual no es tan solo un cambio de nombre, sino que implica una modificación conceptual relacionada con un cambio político-económico marcado por la independencia. Aunque este acercamiento es exacto, José Carlos González Boixo (2012) reclama la necesidad de una clasificación, pues «El mejor medio de conseguir esa entidad necesaria [una definición] es adentrarnos en las crónicas buscando su “clasificación”. Al clasificar las crónicas definimos también parcelas y el conjunto de esas definiciones es el que da validez a la definición general» (202). El criterio más utilizado ha sido el temático, que agrupa las crónicas en función de la materia o contenido de las mismas3, pero desde la perspectiva literaria se deberían manejar además criterios formales. Uno de los escasos análisis clasificatorios que siguen esta línea es el citado trabajo de Mignolo, pero solo analiza tres modalidades: cartas, relaciones y crónicas. No es 3 La primera ordenación de la historiografía indiana fue la realizada por Benito Sánchez Alonso, que incorpora secciones sobre la historia de Indias en su Historia de la historiografía española. Ensayo de un examen de conjunto (1941). La periodización responde a criterios peninsulares, no indianos, y los géneros historiográficos que completan la armazón en cada período están mucho más detallados en el caso peninsular, predominando en la historia de Indias las subdivisiones de carácter contenidista (historias generales, historias de los diversos territorios, historias consagradas principalmente a la noticia de indígenas, historias de sucesos particulares). La otra gran obra es Historiografía indiana de Francisco Esteve Barba (1964), estudio fundamental en el que se combinan criterios cronológicos y espaciales en la organización de los capítulos subdividiendo la historiografía de cada uno de los territorios conforme al estatus de los autores: conquistadores, religiosos, indios y mestizos, viajeros y descubridores, navegantes, poetas; o desde una perspectiva temática: relaciones del descubrimiento y la conquista, historiadores de las guerras civiles, historiadores de interés indígena.
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mi intención en este breve espacio realizar una clasificación exhaustiva y pormenorizada de este vasto corpus, ni mucho menos realizar el deslinde entre los documentos históricos y los que podrían ser considerados como textos más o menos literarios dentro de esta copiosísima producción cronística, pero he pensado que ante la actual proliferación de los análisis de detalle, sería útil una visión de conjunto que trazara el devenir de la crónica de Indias señalando a grandes rasgos los intereses temáticos y haciendo especial hincapié en las diversas modalidades de su escritura a lo largo de los tres siglos de su vigencia. Para ello he tomado como punto de partida un trabajo del historiador español Guillermo Céspedes del Castillo (1986), que me ha servido de faro para escribir estos breves apuntes. Mi principal labor ha consistido en la síntesis del proceso y la amplificación explicativa de algunos géneros no tenidos en cuenta o simplemente mencionados por el maestro, así como la necesaria elección de ejemplos ilustrativos. También he estimado de interés extenderme en dos tipos discursivos que no suelen ser considerados a la hora de estudiar y clasificar las llamadas crónicas de Indias: la narrativa hierofánica y las relaciones de sucesos. El primer paso en la crónica de Indias suele estar a cargo de los principales actores de los sucesos o de sus más inmediatos contemporáneos. Se trata de los diarios de navegación o de cartas que notifican un descubrimiento o una conquista y sus circunstancias. En esta línea están Colón, Cortés, Jiménez de Quesada, Valdivia… A su lado, formando parte de la expedición o del ejército, suelen ir escribanos que cumplen con la obligación de dejar constancia de lo sucedido en sus relaciones, o escritores que relatan espontáneamente los hechos que van viviendo4. Es también la época de los grandes historiadores generales de las Indias. Hasta 1650 aproximadamente coexisten en la historiografía indiana dos tipos de escritores: «cronistas» e «historiadores», aunque ambos utilicen indistintamente los términos de crónica e historia para intitular sus escritos5. Quien mejor los ha distinguido 4 Cfr. Esteve Barba 1992: 18. 5 Como señala González Boixo (2012: 197-200), los términos «crónica» y «cronista» pierden su significado original (la forma más característica de la escritura histórica en la Edad Media) a partir del siglo xvi. Su pervivencia se explica por el carácter oficial que la Corona otorga al cargo de «cronista» hasta el siglo xviii. Si en pureza terminológica el título de «cronistas» les corresponde a estos autores en
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es Raúl Porras Barrenechea (1962): «Los cronistas viven en el espíritu de los acontecimientos que describen y pertenecen a él. El historiador vive fuera de ese ámbito y trata de penetrar en él o de reconstruirlo, pero con un espíritu distinto de los hechos que narra […]. Los cronistas son […] los ojos y el corazón de la historia. La vieron y sintieron y pueden hablarnos con emoción» (13-15). Por tanto, la obra del cronista es puro relato. Típico del cronista es su pasión, su partidismo, el estar siempre contra alguien o a favor de algo. La aspiración a la imparcialidad que caracteriza al historiador no existe en el cronista. Entre los historiadores nos encontramos a los cronistas mayores6, pero también a los primeros historiadores generales: Pedro Mártir de Anglería, Gonzalo Fernández de Oviedo, Bartolomé de las Casas, Francisco López de Gómara y José de Acosta, quienes basaron sus historias no solo en los documentos, sino también en sus respectivas experiencias personales7, cargándolas, por tanto, de ese apasionamiento propio del cronista. razón de su cargo oficial, los métodos empleados a la hora de redactar sus obras por estos cronistas oficiales, que tenían acceso a la documentación oficial y que podían exigir los informes particulares que considerasen oportunos, se asemeja más a los ejercidos por los historiadores de hoy. Debemos tener en cuenta que las obras de los cronistas oficiales son una mínima parte del conjunto de obras que agrupamos bajo la denominación de «crónicas de Indias». Vaciada semánticamente de su significado medieval, la «crónica de Indias» equivale a «historia» o «relación» y, así, es fácil observar ya desde los primeros cronistas la utilización indistinta de estos términos al referirse a sus obras. Véase asimismo el análisis realizado por Mignolo (1982: 75-77) de la trayectoria y el sentido que tienen los vocablos «historia» y «crónica» en el siglo xvi y su confluencia en los escritos sobre el descubrimiento y la conquista de América. 6 En 1571 se crea la figura de cronista mayor de Indias, cargo que será desempeñado por un funcionario. En realidad, la crónica mayor fue una prolongación de la vieja crónica oficial, que en tierras peninsulares se venía realizando desde los tiempos de Fernando III. Debe tenerse en cuenta, además, la existencia de otros cargos paralelos al de cronista, como el de «cosmógrafo», y que en ocasiones se acumula al de cronista, como es el caso del primer cronista mayor: Juan López de Velasco, autor de Geografía y descripción universal de las Indias. Otros de los cronistas mayores más destacados fueron Antonio de Herrera, Antonio de León Pinelo y Antonio de Solís. Para los detalles del establecimiento y desarrollo de la «crónica mayor», su distinción de la «crónica oficial» y el estudio de los cronistas mayores, véase Rómulo D. Carbia (1934). 7 Salvo Mártir de Anglería y López de Gómara, todos vivieron con intensidad su experiencia indiana. La obra de Pedro Mártir de Anglería (quien no estuvo
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En cuanto a los géneros historiográficos cultivados en el siglo xvi y principios del xvii, además de las cartas y relaciones de los conquistadores, de las crónicas de la conquista y de las primeras historias generales, ocupan un lugar destacado los diarios de navegación y los relatos autobiográficos de navegantes, viajeros y náufragos. Esta «literatura de viajes» se inicia con las narraciones de descubridores y exploradores, continúa con testimonios de pasajeros y comerciantes y se enriquece con viajeros extranjeros que conocieron las Indias o residieron en ellas8, aunque solo se considerarán como parte del gran corpus de las crónicas de Indias los textos que entren en sus coordenadas cronológico-ideológicas, es decir, las obras de aquellos autores vinculados de alguna manera con la Corona española o cuyos textos tuvieron una repercusión relevante en la construcción literaria y cultural de las Indias, como es el caso de las cartas de Américo Vespucio o la relación sobre la primera vuelta al mundo de Pigafetta. Otros géneros destacados serán las relaciones geográficas y las descripciones generales de las Indias basadas en ellas. Los primeros navegantes y descubridores españoles debían enviar a la Corona descripciones e informes de las nuevas tierras, pero esta práctica no estuvo perfectamente configurada ni tuvo una estructura definida. En tiempos de Felipe II, las necesidades administrativas y de gobierno de un territorio tan extenso y complejo imponen la necesidad de una información metódica y unificada, y a partir de 1571 se oficializa la obligación de responder a unos cuestionarios elaborados minuciosamente por Juan de Ovando primero y Juan López de Velasco después9, con preguntas que se refieren ordenadamente en América, pero conoció y trató a numerosos protagonistas de las empresas descubridoras y conquistadoras) presenta un carácter mixto, ya que sus Décadas fueron redactadas fragmentariamente durante treinta y dos años a partir del epistolario mantenido con cultos corresponsales europeos. Aunque empezó a escribir sus cartas en 1493 sin un plan previo, el conjunto de las Décadas, desde la publicación parcial de 1516 a la edición completa de 1530, llega a formar un cuerpo completo y armónico organizado como una verdadera historia. 8 Véase Leonard (1972), sucinta antología e introducción al tema. La relación entre las crónicas de Indias y la literatura de viajes está suscitando una reciente atracción crítica. Véase López Mariscal (2004), Alburquerque (2011) y Rodríguez (2010). 9 Juan de Ovando fue visitador del Consejo de Indias en 1568 y su presidente desde 1571. Como consecuencia de su visita, se publicaron el 24 de septiembre
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a casi todos los asuntos y actividades de las tierras y poblados de las Indias: historia, geografía física y humana, lenguas, costumbres, creencias, gobierno y administración, botánica, zoología, riquezas materiales, etc. Se despacharon estos cuestionarios a Ultramar con orden expresa de que las autoridades civiles y eclesiásticas los respondiesen, pues se quería una información directa, recopilada por los hombres que allí vivían. Las respuestas dadas —siguiendo fielmente el interrogatorio— formaban una relación que era reenviada al Consejo de Indias, donde se ordenaban y guardaban. Estas son las famosas «relaciones geográficas de Indias»10. Todas ellas permanecieron inéditas11, pues fueron concebidas como instrumento de información. Entre las obras que las utilizan y que se modelan —en parte— bajo el mismo principio organizativo de las relaciones cuya base es el cuestionario, Mignolo (1982: 74-75) comenta la Geografía y descripción universal de las Indias del propio Juan López de Velasco y el Compendio y descripción de las Indias Occidentales del padre Antonio Vázquez de Espinosa. La labor de la conquista espiritual es más lenta, por lo que su historia es un poco posterior a la de la conquista. En una segunda pero inmediata etapa, comienza a escribirse la historia de la evangelización y la historia eclesiástica. Motolinía será el primero con su de 1571 unas Ordenanzas Reales en las que se ordena la formación de un Libro descriptivo de todas las provincias indianas y la creación del cargo de «cosmógrafo y cronista mayor de Indias», a quien se confió una doble tarea: la de corregir, ordenar y custodiar todas las descripciones geográficas del Nuevo Mundo, y la de escribir una historia general del mismo (véase nota 6). Desde ese momento, Ovando comienza a establecer exigencias rígidas a los pedidos de información para llevar a cabo la compilación de los datos necesarios para tal libro. Y comienza, asimismo, la confección de los cuestionarios que se mandan a gobernadores y virreyes. Los cuestionarios sufren muchas transformaciones hasta que, después de la muerte de Ovando en 1575, Juan López de Velasco se ocupa de reducir a cincuenta preguntas el cuestionario, el cual sería impreso varias veces a partir de 1577 para ser enviado a los territorios ultramarinos. 10 La mayor parte de estas relaciones geográficas son del siglo xvi y se redactaron fundamentalmente entre 1577 y 1587, pero hemos de señalar que hay alguna anterior y muchas posteriores. Cabe destacar las realizadas en el siglo xviii con el propósito de reorganizar la administración pública. 11 Marcos Jiménez de la Espada fue el pionero en el estudio de las relaciones geográficas de Indias. A finales del siglo xix publicó las correspondientes al Perú. Posteriormente otros investigadores lo siguieron con el estudio y publicación de las correspondientes a otras provincias.
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Historia general de los indios de la Nueva España, al que seguirán otros franciscanos: Jerónimo de Mendieta y Juan de Torquemada. En Guatemala aparecerá el dominico Remesal; en el Perú, el agustino Calancha, y luego, en todas partes, los jesuitas. Cuando los frutos del trasplante de cultura se vayan asentando, no tardarán en incorporarse indios o mestizos a la lista de historiadores, entre ellos algunos descendientes de familias reales de México (como Hernando Alvarado Tezozómoc, Juan Bautista Pomar, Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Chimalpáin o Diego Muñoz Camargo), y de Perú (como Titu Cusi Yupanqui, el Inca Garcilaso de la Vega, Juan de Santa Cruz Pachacuti o Felipe Guaman Poma de Ayala), que contribuirán de modo decisivo al mejor conocimiento de sus pueblos. Según Céspedes del Castillo, las crónicas generales de alcance regional constituyen el género historiográfico más cultivado y, probablemente, más rico y valioso. Iniciado con las cartas y relatos de conquistadores, se continúa en las crónicas primitivas y luego en las tardías, hasta desembocar en las verdaderas historias escritas en el siglo xvii. Insisto en que se cuentan entre los autores tanto españoles peninsulares como criollos, mestizos e incluso indios, con la consiguiente variedad de enfoque. Ya que no es posible referirme aquí ni siquiera a las más significativas, me limito a mencionar dos joyas de la literatura y la historiografía indiana: la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (1632) de Bernal Díaz del Castillo y la Crónica del Perú12 de Pedro Cieza de León. 12 No fue publicada de una vez, sino fragmentariamente y en etapas muy alejadas en el tiempo. La Parte primera de la Crónica del Perú fue impresa en 1553, un año antes del fallecimiento de su autor. La Segunda parte de la Crónica del Perú, que trata del Señorío de los Incas Yupanquis y de sus grandes hechos y gobernaciones no se publicó hasta 1880, de mano de Marcos Jiménez de la Espada. En 1946 Rafael Loredo comenzó a publicar en el Mercurio Peruano la tercera parte de la Crónica de Pedro Cieza de León. La cuarta parte, relativa a las guerras civiles, constaba de cinco libros en el plan general de la Crónica. Se conocen los tres primeros: el primero, con la guerra de las Salinas, fue publicado en el tomo LXVIII de la Colección de documentos inéditos para la historia de España (1877); el segundo, con la guerra de Chupas, se halla en el tomo LXXVI de la misma serie (1881), y el tercero, con la guerra de Quito, había sido dado a la prensa por Jiménez de la Espada en la Biblioteca Hispano Ultramarina, en 1877 (en 1909 se publicarían juntos por primera vez en el tomo XV de la Nueva Biblioteca de Autores Españoles). Los libros restantes de esta cuarta parte, guerras de Huarina y
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A partir del siglo xvii la historiografía, como la historia misma, cambia de dirección. La conquista se ha remansado y se inicia el período barroco con su gusto por la retórica hinchada y los casos peregrinos. Las crónicas son refundiciones, plagios o recuerdos indirectos sobre hechos pasados. En los primeros años del siglo se publican las últimas historias con el reflejo de la conquista, pero a la generación heroica le sucede la generación erudita. Ahora son historiadores de oficio y teólogos los que principalmente escriben. La historia se sumirá en la paz de los monasterios: hablará de frailes, de milagros, de virreyes; reflejará la vida tranquila de las ciudades. Proliferaron en esta época las llamadas crónicas conventuales, típicas del siglo xvii, aunque no faltan en los últimos años de la centuria anterior ni escasean en la siguiente. La primera impresa fue la Historia de la fundación y discurso de la provincia de Santiago de México, de la Orden de Predicadores, por las vidas de sus varones insignes, y casos notables de Nueva España de fray Agustín Dávila Padilla, que vio la luz en 1596 en Madrid y se volvió a publicar en Bruselas en 1625 y en Valladolid en 1634. Instrumento básico de cohesión interna y de defensa contra sus opositores, cada orden trató de conservar el recuerdo de sus fundaciones y actividades, encomendando a uno de sus miembros la elaboración de la historia de cada provincia13. Con frecuencia, los frailes no se limitan a hacer la historia de su propia orden, a relatar la vida y virtudes de los que a ella pertenecieron, a narrar las conversiones de los indígenas y a describir sus monasterios y las obras de arte que albergaban sus templos, sino que —aunque no siempre en igual medida—, saliéndose de los muros del convento, extienden su radio de acción a la sociedad entera. Esta circunstancia acrecienta el valor historiográfico y literario de estas crónicas, ya que proporcionan multitud de datos históricos, geográficos y etnográficos y contienen interesantes noticias sobre los ritos y creencias de los indios de la región, y las costumbres, pecados y virtudes de la sociedad del siglo xvii. Los datos recopilados en estas crónicas provinciales sirvieron, adeXaquixaguana, y dos comentarios sobre la fundación de la Audiencia y salida de La Gasca y otro hasta la entrada del virrey Mendoza, permanecen aún desconocidos o no fueron nunca redactados. Cfr. Esteve Barba 1992: 472-477. 13 En el siglo xviii hubo crónicas similares para zonas de misión como el Paraguay o California.
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más, para completar las historias generales que se hacían sobre sus órdenes en Europa, y a través de ellas influyeron en la concepción que los núcleos cultos del Viejo Continente tenían sobre el Nuevo Mundo. Cada una de las crónicas religiosas contiene particularidades dadas no solo por el carácter de sus autores, sino también por las actividades y organización de la orden a la que pertenecían14. Otro género histórico que alcanzó gran desarrollo durante el siglo xvii fue el biográfico15. Detrás de la historia existía también otro cúmulo de intenciones entre las que destacan aquellas dirigidas a la apología con el objeto de conseguir favores, mover a la emulación o demostrar el abolengo de los habitantes del Nuevo Mundo. Los primeros criollos —que estaban perdiendo los privilegios adquiridos como hijos de conquistadores— dan noticia de sus antepasados. Se escriben biografías de gobernantes16, relaciones de servicios de capitanes17, genealogías18 y compendios de varones ilustres19. Capítulo aparte merecen las hagiografías, biografías de esos «santos en ciernes» del Nuevo Mundo20 que, aunque se manifestó 14 Las órdenes religiosas más prolíficas en la escritura de crónicas provinciales americanas fueron la franciscana y la jesuita, a las que siguen dominicos y agustinos. 15 Céspedes del Castillo (1986) no alude a este género, pero he podido constatar el cuantioso número de obras biográficas publicadas en el siglo xvii. 16 Hay varias obras que exaltan la figura de don García Hurtado de Mendoza, cuarto marqués de Cañete, entre las que merece ser destacada Hechos de don García Hurtado de Mendoza (1613), dedicados al duque de Lerma, favorito de Felipe III, y redactados por Cristóbal Suárez de Figueroa a instancias del hijo del biografiado, que quiso ensalzar por este medio la memoria de su padre. 17 Por ejemplo, Relación de servicios de Alonso de Sotomayor (1620) de Francisco Caro de Torres o Memorial de la calidad y servicios de don Cristóbal Alfonso de Solís, séptimo adelantado de Yucatán, de Alonso Solís Valdeberano (1670), que llegaron a ser impresos en su momento. 18 La más conocida es la Ovandina (1621) de Pedro Mexía de Ovando, a la que cabe añadir Genealogías del Nuevo Reino de Granada (1674) de Juan Flórez de Ocáriz. 19 Citaremos los Varones ilustres del Nuevo Mundo (1639) de Fernando Pizarro y Orellana, obra poco estudiada. Además de las biografías de Colón, Ojeda, Cortés, los cuatro Pizarro, Almagro y el maestre de campo Diego García de Paredes, contiene un interesado «discurso legal de la obligación que tienen los Reyes a premiar los servicios de sus vassallos; o en ellos, o en sus descendientes», pues el autor era nieto de Hernando Pizarro. 20 Santa Rosa de Lima (1586-1617) fue la primera santa nacida en América, beatificada en 1668 y canonizada en 1671.
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como un género histórico desde el siglo xvi, no fue hasta el xvii y el xviii cuando dio sus frutos más logrados. Los textos sobre estos temas tomaron diferentes formas: sermones fúnebres, cartas edificantes, interrogatorios sobre virtudes y milagros, biografías particulares y biografías incluidas en textos sobre santuarios o en los menologios de las crónicas provinciales de las órdenes religiosas. A las vidas de santos, beatos, «siervos de Dios» (aquellos a quienes se les inició una causa ante la Sagrada Congregación de Ritos) y «venerables» (los que no fueron objeto de un proceso en Roma), cabe añadir las de obispos ejemplares y algunos provinciales regulares, modelos de santidad. Por su parte, la Compañía de Jesús también desarrolló una gran actividad hagiográfica debido, en buena medida, a la costumbre de sus miembros de escribir e imprimir «cartas edificantes» a la muerte de un ilustre predicador, hermano, rector o misionero de su instituto. La segunda mitad del siglo xvii vio aparecer, además, nuevos modelos hagiográficos relacionados con las vidas de monjas y las biografías de ermitaños. A lo largo del siglo xvii abundaron también las crónicas rimadas21; las historias de ciudades22; los diarios de sucesos notables, que registran noticias locales de diversa índole (llegadas de personajes, nombramiento de funcionarios, autos de fe, incendios, fenómenos naturales) sin dejar de recoger, además, acontecimientos de la monarquía entera, información que hoy figuraría en los periódicos23; los anales, que por lo general han sido elaborados a posteriori, en archivos y bibliotecas y por parte de investigadores, no por testi21 A la famosa Elegía de varones ilustres de Juan de Castellanos, cuya primera parte se publicó en Madrid en 1589, le seguirán otras crónicas rimadas como Argentina y conquista del Río de la Plata (1602) de Martín Barco de Centenera, Historia de la Nueva México (1610) de Gaspar de Villagrá y Compendio historial del descubrimiento, conquista y guerra del reino de Chile (1630) de Melchor Jufré del Águila, aunque en el caso de Barco de Centenera y de Gaspar de Villagrá, los límites entre la crónica rimada y el poema épico son difusos. 22 Una de las mejores es La fundación de Lima, de Bernabé Cobo, escrita en 1639 y publicada por primera vez en 1882. 23 Los diarios de Gregorio Martín de Guijo y de Antonio de Robles son testimonios de la vida diaria de la ciudad de México durante la segunda mitad del siglo xvii. Guijo registra la vida capitalina desde el año 1648 hasta 1664 y Robles, de 1665 a 1703. Para el público general, aparecieron por primera vez en 1853 en el primer tomo de la colección de Documentos para la historia de México publicada por el historiador Manuel Orozco y Berra.
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gos presenciales24; las misceláneas o colecciones de datos curiosos recogidos por algún erudito25; y las relaciones de fiestas, que eran los folletos o libros que se encargaban a los poetas y cronistas del momento para que relataran los actos festivos con que se solemnizaban en las principales ciudades de los virreinatos los hechos importantes acaecidos en la familia real, la entrada o recibimiento de un virrey o de un obispo, la beatificación o canonización de un santo y otros acontecimientos locales extraordinarios. En estos textos se describen la construcción de portadas y arcos triunfales para los recibimientos, la decoración de las calles, las autoridades que las promovían (ya fuera el cabildo o la catedral), el concurso de gente que asistía, el desfile, etc., y muchos de ellos incluyen poemas y los culteranos discursos pronunciados en el certamen literario de rigor, e incluso pueden añadir biografías de participantes en tales actos. Gran parte de la historiografía dieciochesca se escribe en los mismos moldes y presenta poca variedad. Hay, sin embargo, algunos géneros que evolucionan bastante, como las relaciones geográficas26 e incluso aparecen formas nuevas como las guías de forasteros. A comienzos del siglo xviii se empieza a añadir a los 24 Por ejemplo, el jesuita Claudio Clemente, nacido en Borgoña (entonces pertenciente a la Corona española) y residente en Madrid, consagró parte muy importante de sus Tablas cronológicas (1643) a los descubrimientos, conquistas, fundaciones, poblaciones, y otras cosas ilustres, así eclesiásticas como seculares, de las Indias Occidentales, islas y tierra firme del mar océano desde 1492 hasta 1642. Fueron repetidamente impresas y ampliadas por otros historiadores a lo largo del siglo xvii. 25 Podríamos calificar de miscelánea la obra titulada Memorial y noticias sacras y reales del imperio de las Indias Occidentales (1646) de Juan Díez de la Calle, quien se decidió a publicar datos curiosos que había ido anotando en veintidós años de ejercicio como oficial segundo de la Secretaría de Nueva España. 26 Céspedes del Castillo (1986: XXXIII-XXXIV) señala que las relaciones geográficas tienden a hacerse más detalladas y de contenido más rico, apareciendo en ellas las primeras estadísticas demográficas y económicas que —repetidas luego periódicamente— llegan a constituir los primeros verdaderos censos de población, típicos de los últimos decenios del siglo. Para dar una idea de la extensión y riqueza de contenido que llegaron a alcanzar, recuerda la colección de dibujos y acuarelas que mandó hacer Baltasar Martínez de Compañón mientras fue obispo de Trujillo (Perú) entre 1778 y 1788. Este tesoro gráfico fue enviado al rey sin texto alguno y es posible que se tratara de la ilustración y estadística destinada a una historia del obispado o bien una extensa descripción geográfica del mismo, que no se llegó a escribir.
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almanaques o calendarios (publicaciones de pequeño formato que incluían pronósticos sobre el tiempo y el año agrícola) efemérides, listas de virreyes o de obispos y otros datos cronológicos; en la segunda mitad de la centuria se incluyen también las listas de los principales funcionarios civiles, religiosos y militares y de personas notables de un lugar con indicación de sus nombres y la dirección de sus oficinas. Estamos en los albores de las guías de forasteros, una suerte de directorios útiles para hacer negocios, que a finales de siglo incluyen mapas y descripciones de provincias u otras circunscripciones territoriales, noticias históricas, datos demográficos e incluso breves disertaciones científicas. Aunque nacidas y configuradas en sus rasgos principales en el siglo xviii27, será en el siglo xix cuando las guías de forasteros alcancen un verdadero auge. Se trata de un tipo de textos relacionados con la literatura de viajes que estarían definidos por su carácter instrumental y su realización in situ, los cuales presentan una especie de radiografía de la ciudad o lugar al que se refieren (vendrían a ser un híbrido entre guía turística, almanaques y páginas amarillas de un directorio telefónico). Con el paso del tiempo han adquirido gran valor como fuente de información histórica, pues las guías de forasteros son muy precisas en las noticias sobre las instituciones y sus funcionarios, sirven como documentos sobre el patrimonio y, además, ofrecen muchas posibilidades de análisis sobre lo que una sociedad considera «datos útiles». Como reflejo de un claro avance en el proceso de regionalización, los historiadores centran su amor, su esfuerzo y atención en sus respectivas patrias chicas escribendo unos textos que además de ser regionales por su temática, son regionalistas por su enfoque. Sirva de ejemplo la Historia de la conquista y población de Venezuela (1723) de José de Oviedo y Baños, cuya parte más original es la concerniente a la fundación de Caracas. Y es que las historias urbanas van a ocupar un lugar destacable. Verbigracia, la Historia de la villa imperial de Potosí de Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela, y Llave del Nuevo Mundo, antemural de las Indias Occidentales (La
27 Lamadrid Lusarreta (1971), en su bibliografía sobre guías de forasteros y calendarios mexicanos, menciona una referencia fechada en 1775 que parece ser la primera obra nombrada como guía de forasteros.
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Habana descripta: noticias de su fundación, aumentos y estado) de José Martín Félix de Arrate. Es significativa la total ausencia de historias generales en la historiografía indiana del siglo xviii. Las que aparecen están escritas por extranjeros (el abate Raynal, francés; William Robertson, escocés). Muy leídos en Europa, difundieron la peregrina teoría del naturalista Buffon sobre la inferioridad de la naturaleza americana. Generalizando abusivamente hechos aislados —algunas especies, efectivamente, eran menores o más débiles en el Nuevo Mundo— y utilizando incorrectamente la lógica formal, cierto enciclopedista (Cornelio de Paw) llegó a incluir en la teoría a los seres humanos nacidos en América. Cuando los jesuitas expulsados de América iniciaron su exilio, hallaron en Europa esta polémica acerca de la bestialidad de los aborígenes y la inferioridad de los criollos americanos28. Comprensiblemente indignados, entraron en la polémica con explicable vigor dándole una nueva dimensión, mayor calidad científica y hasta un cierto apasionamiento patriótico. El mexicano Francisco Xavier Clavijero fue el más destacado, la voz más convincente y mejor informada de los jesuitas expulsos, que escribió en el exilio una Historia antigua de México (1780-1781)29 para mostrar la realidad cultural del México anterior a la conquista española, comparable a las grandes civilizaciones del mundo antiguo. Aunque incipiente, a mediados de siglo se empieza a sentir la influencia de la Ilustración y es perceptible una secularización del pensamiento. Los temas científicos despiertan un enorme interés y los asuntos económicos atraen una atención sin precedentes. Por otra parte, la historiografía racionalista se caracteriza por una creciente preocupación por las fuentes históricas. De ahí el renovado interés por documentarse, por reunir nuevas y más fidedignas 28 Antonello Gerbi escribió un fascinante estudio sobre este asunto titulado La disputa del Nuevo Mundo. Historia de una polémica, 1750-1900. 29 Aunque la obra fue escrita en español, en 1780-1781 se publicó la versión italiana del propio autor (Storia antica del Messico, cavata da’ migliori storici spagnuoli, e da’ manoscritti, e dalle pitture antiche degl’Indiani. Divisa in dieci libri, e corredata di carte geografiche, e di varie figure. E Dissertazioni sulla terra, sugli animali e sugli abitatori del Messico. Opera dell’abate D. Francesco Saverio Clavigero). La primera edición en castellano, publicada en Londres en 1824, fue una traducción de la edición italiana realizada por el español José Joaquín de Mora. El original en español de Clavijero permaneció inédito hasta 1945.
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fuentes de información, por manejarlas con mayor rigor y eficacia. Andrés González Barcia sería el gran pionero en este campo, con su valiosa colección Historiadores primitivos de Indias (1749) y su reedición del Epítome de León Pinelo (al que incorporó un cuantioso número de adiciones hasta convertirlo en un repertorio bibliográfico que abarca tres volúmenes), y Juan Bautista Muñoz, el último de los cronistas de Indias, otra figura clave. Cosmógrafo Mayor de Indias desde 1770, Muñoz recibió la comisión oficial de escribir una historia de América con documentos seguros e incontestables que diese digna réplica a Robertson, Raynal y otros extranjeros propaladores de versiones antiespañolas30. Reunió una extensa y valiosísima colección de originales y copias de obras antiguas de historiografía indiana y documentos históricos de todo tipo31 y a él se debe la idea de crear el Archivo General de Indias, lugar donde desde 1785 comenzaron a juntarse los papeles sobre el Nuevo Mundo que existían en distintos archivos oficiales con la idea de agruparlos y conservarlos. Por último, quiero referirme a la narrativa hierofánica y a las relaciones de sucesos, los dos géneros anunciados que no suelen tenerse en cuenta a la hora de estudiar y clasificar las llamadas crónicas de Indias, pero que por su contenido e intención podrían ser incluidos en ese gran corpus heterogéneo y multiforme. La narrativa hierofánica fue muy cultivada en el siglo xvii y se prolonga en el xviii32. Los relatos sobre las imágenes aparecidas milagrosamente en América, como las de la Virgen de Guadalupe o la Virgen de Copacabana —por poner algunos de los ejemplos más representativos— responden a la concepción histórica de la tradición occidental cristiana de la época (inmersa en el providencialismo mesiánico), según la cual la historia trataba no solo con realidades naturales, sino también con hechos sobrenaturales. Además de cumplir con los tres objetivos básicos de los textos históri30 Solo llegó a publicar en 1793 el vol. I de su Historia del Nuevo Mundo, que comprende hasta el año 1500. 31 Esta colección se conserva en la Academia de la Historia y ha sido tal vez el fondo más utilizado por los americanistas del siglo xix. Existe un catálogo publicado por la Real Academia de la Historia en dos tomos: Catálogo de la Colección de don Juan Bautista Muñoz, Madrid, 1954-1956. 32 Me baso en el excelente trabajo de Rubial García (2002).
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cos: enseñar (docere), entretener (delectare) y provocar sentimientos de admiración (movere), estas narraciones cumplen con la necesidad de construirle a América un mundo espiritual paralelo al de la vieja Europa y sirvieron para apropiarse de un pasado glorioso y enorgullecerse de un excepcional entorno geográfico. Las leyendas sobre la aparición de imágenes milagrosas se remontan al siglo xvi o a las primeras décadas del xvii y nacieron para suplantar los cultos a las antiguas deidades y para modelar la religiosidad de los nuevos grupos étnicos y sociales desarraigados. Estos iconos aglutinaban en todas las regiones los sentimientos de pertenencia al terruño y atraían a sus santuarios a numerosos peregrinos. En la mayoría de los casos, el proceso devocional se iniciaba con un culto desarrollado en el ámbito popular, que con el tiempo era promovido por el clero local y por los obispos españoles hasta convertirse en una devoción regional. Como factor decisivo en la expansión del culto, los escritores criollos fijaron por escrito las leyendas surgidas en torno a esas imágenes en una rica gama de textos que responden a una estructura bastante homogénea: en primer término se narraban los hechos prodigiosos que habían rodeado la aparición de la imagen. Esta, surgida de manos de un artesano o de factura divina, se presentaba siempre como el centro de un discurso que demostraba la legitimidad y necesidad de un tipo de culto negado por los protestantes. Además, la presencia de un indígena como principal receptor del milagro se presentaba como la ratificación celestial del éxito de la evangelización y como una defensa de la capacidad espiritual de los indios, base fundamental de la iglesia americana. No es gratuito que muchas de las apariciones se remonten, míticamente, a la primera mitad del siglo xvi, época en la que se implantó la nueva fe en la mayoría de los territorios. Enseguida venía la descripción del objeto (pintura o escultura) y del santuario. No podía faltar tampoco el espacio sagrado: un cerro o una cueva, elementos comunes a todas las leyendas de este tipo, y en su descripción se acentúan los rasgos retóricos de un locus amoenus lleno de delicias. La obra concluía generalmente con una serie de exempla, narraciones de los milagros individuales y colectivos que debían atribuirse a la imagen, que eran presentados como pruebas de su procedencia divina. Fuente inagotable de bienestar material y espiritual, las imágenes detenían epidemias, atraían las lluvias,
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curaban enfermedades, expulsaban demonios, protegían cosechas y animales y hacían aparecer de la nada los materiales necesarios para construir sus templos. El milagro, tema central de estos textos, debía ser considerado también como una metáfora que encerraba en sí una enseñanza moral pues traía consigo una moraleja: la fe en las imágenes y las ofrendas que a ellas se hicieran aportarían beneficios de todo tipo a los fieles que las veneraban, pero era fundamental un comportamiento virtuoso para obtenerlos. La finalidad primordial de estos escritos era estimular la devoción de los fieles, pero a veces también se constituían en vehículos para promocionar las informaciones sobre las apariciones, primer paso en el proceso de solicitud de reconocimiento del culto por parte de la Sagrada Congregación de Ritos en Roma. En todos ellos aparece como central la validez de esos cultos a pesar de la ausencia de documentos escritos en sus orígenes. Las narraciones hierofánicas americanas proceden de los modelos literarios nacidos en la Edad Media, enriquecidos por una larga tradición europea renacentista y barroca y pintados con los colores de un rico folklore local. Su información proviene de textos manuscritos, solicitados a menudo por los autores a los sacristanes de los santuarios, de los exvotos, en los que se pintan y se narran brevemente los numerosos prodigios y, sobre todo, de la tradición oral. Los autores de estas narraciones, más que ningún otro escritor de historia, utilizaron abundantemente información procedente del ámbito popular y, por tanto, deben ser consideradas como la síntesis y coronación de un largo proceso de creación colectiva, en la que el elemento popular se amalgamó y estructuró dentro de la óptica criolla. El otro tipo discursivo al que hacía referencia, de muy diferente índole, es el de las relaciones de sucesos, primer género del periodismo impreso, que se construye como tal a lo largo del siglo xvi y que sigue publicándose hasta el nacimiento de la prensa periódica e industrial que tendrá lugar en el xix33. Se define cómo «género 33 La Universidad de Sevilla tiene una magnífica exposición virtual «Relaciones de sucesos en la BUS: antes de que existiera la prensa…» (http://expobus. us.es/relaciones/) que pretende dar a conocer el extraordinario fondo de relaciones de sucesos y gacetas de la Edad Moderna conservado en su biblioteca, comparable a otras colecciones similares como las de la Biblioteca Nacional, la Hemeroteca
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editorial», pues surge gracias a la mediación de la imprenta, y se nutre de otros géneros para conformarse. En su origen, las relaciones de sucesos absorben un género manuscrito preexistente: el de las epístolas y las cartas de relación, que comprenden tanto las comunicaciones interpersonales como las cartas oficiales cruzadas entre gobernantes e instituciones, y las cartas de avisos, es decir, noticieras, que se diseminaban por las principales redes de poder europeas y que se movían por tanto en una esfera semipública. De este modo, lo que distingue la relación de sucesos en su origen histórico no es el contenido o la forma, sino la recepción: el nuevo género editorial tiene sentido en cuanto se dirige a un público numeroso y plural —no me atrevo a calificarlo todavía como masivo— que consume estos productos a menudo a través de la lectura colectiva y oralizada a partir del soporte impreso. Los textos responden a un objetivo básico informativo (y por lo tanto también a la conformación de una opinión pública primeriza), aunque la información no excluya el entretenimiento ni la reelaboración de materiales claramente literarios o ficticios. Se trata de un género menor de variopinta factura (hojas volantes, pliegos sueltos, boletines o gacetillas), que trata de sucesos políticos y militares (noticias de embajadores, victorias de capitanes, tratados de paz), acontecimientos, ceremonias y fiestas cortesanas (nacimientos, bodas, muertes, llegadas de reinas y virreyes), sucesos religiosos (milagros, beatificaciones, fiestas, autos de fe), catástrofes naturales (cometas, terremotos, diluvios) y casos espantosos (fenómenos monstruosos y crímenes). Las relaciones de sucesos indianos resultan escasas comparadas con la gran cantidad de impresos relacionados con los sucesos políticos y militares que tuvieron lugar en Europa, norte de África y Turquía, y las fiestas y solemnidades de la corte española. La primera de la que se tiene noticia es la relativa al terremoto acaecido en Guatemala en septiembre de 1541, que lleva por título Relación del espantable terremoto que agora nuevamente ha acontescido, en Municipal de Madrid, la Real Academia de Historia o la Biblioteca de Cataluña. Los artículos académicos enlazados a cada una de las salas de la muestra sirven de introducción al marco histórico general y comunicativo particular de este género, aunque lamentablemente no se traten las relaciones americanas de sucesos ni las relaciones de sucesos indianos.
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las Yndias en una ciudad llamada Guatimala, es cosa de grande admiración, y de grande exemplo para que todos nos enmendemos de nuestros pecados, y estemos aprescibidos para quando Dios fuerere [sic] servido de nos llamar y que va firmada por el escribano Juan Rodríguez34. Al tratar los orígenes del periodismo en la América hispana, Torre Revello (1991) desgraciadamente excluye de su panorama las hojas volantes, simples boletines o gacetillas, que comenzaron a publicarse en América en la primera mitad del siglo xvi, ya que aunque a tales impresos se les puede considerar como precursores del verdadero periodismo, carecen precisamente de esa periodicidad, que es una de sus principales características, y también, porque en sus planas no siempre se registran noticias de interés local o americano, por ser los tales impresos mera repetición, casi siempre, de lo que referían papeles similares europeos (160).
Sin embargo, un poco más adelante, afirma que «en esas pequeñas y modestas hojas coloniales se encuentran los primeros alientos literarios y científicos de algunas de las más destacadas personalidades que nacieron y vivieron en América en aquellas pasadas centurias» (161). Es el caso de Carlos de Sigüenza y Góngora, autor de algunas relaciones de sucesos como la Relación de la Armada de Barlovento a finales del año pasado y principios de éste de 169135, que narra las peripecias de una afortunada aventura militar contra los franceses en Santo Domingo, o el Mercurio volante con la noticia de la recuperación de las provincias del Nuevo México (1693), sobre la exitosa represión de una rebelión indígena en los nuevos territorios del remoto norte. Sin embargo, las relaciones de sucesos 34 José Toribio Medina (1958, vol. I: 167) consigna «Sin año ni lugar, pero los bibliógrafos le señalan la fecha de 1541, en vista de que se refiere al terremoto que tuvo lugar en 10 de septiembre de 1541. Nos parece sin embargo más probable que esta edición y la siguiente sean, por lo mismo, de 1542». 35 Aunque en la portada no aparece el nombre del autor, es obra de Sigüenza y Góngora. Como señala William G. Bryant en su edición de Seis obras del autor novohispano (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1984), en el Trofeo de la justicia española (1691) escribe el autor en el segundo capítulo: «…reformando por segundas cartas lo que (valiéndome de las primeras que de ordinario son diminutas) en una relación publiqué, referiré aquí con más difusión todo el suceso para perpetua memoria» (p. 86, nota 1).
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indianos apenas están estudiadas (exceptuando, quizá, las relaciones de fiestas) y creemos que constituyen un corpus que merece ser investigado. Con todo lo expuesto espero haber contribuido a asentar una base sobre la que empezar a profundizar en los aspectos formales de cada una de estas modalidades de escritura estudiando las poéticas y retóricas de la época ya que, tal vez, una clasificación de tipo formal pudiera arrojar alguna luz sobre la consideración de los valores literarios de las crónicas de Indias. Bibliografía Alburquerque García, Luis. «Crónicas de indias y relatos de viaje: un mestizaje genérico». En Pilar Latasa (ed.). Discursos coloniales: texto y poder en la América hispana. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/ Vervuert, 2011, pp. 29-42. Carbia, Rómulo D. La crónica oficial de las Indias Occidentales. Buenos Aires: Imprenta López, 1934. Céspedes del Castillo, Guillermo. «Estudio preliminar. Las fuentes históricas (1492-1898)». En Textos y documentos de la América hispánica (1492-1898). Seleccionados y presentados por Guillermo Céspedes del Castillo. Tomo XIII de Historia de España, dirigida por Manuel Tuñón de Lara. Barcelona: Labor, 1986, pp. XVII-LXXXVI. Esteve Barba, Francisco. Historiografía indiana. Madrid: Gredos, 1992. 2.ª ed. rev. y aum. (1.ª ed. 1964). Gerbi, Antonello. La disputa del Nuevo Mundo. Historia de una polémica, 1750-1900. Traducción de Antonio Alatorre. México/Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1982. 2.ª ed. corr. y aum. (1.ª ed. en español, 1962; 1.ª ed. en italiano, 1955). González Boixo, José Carlos. «Hacia una definición de las crónicas de Indias». En Letras virreinales de los siglos xvi y xvii. México: UNAM, 2012, pp. 197- 244. Jiménez de la Espada, Marcos. Relaciones geográficas de Indias. Perú. Madrid: Ministerio de Fomento, 1881-1897, 4 vols. (Reimpreso en B.A.E., vols. 183-185. Estudio preliminar de José Urbano Martínez Carreras. Madrid: Atlas, 1965). Lamadrid Lusarreta, Alberto A. «Guías de Forasteros y Calendarios mexicanos de los siglos xviii y xix existentes en la Biblioteca Nacional de México». Boletín del Instituto de Investigaciones Bibliográficas 6 (julio-diciembre 1971), pp. 9-135.
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Las escrituras descubridoras Juan-Manuel García Ramos Universidad de La Laguna
Introducción En la primera invitación a colaborar en este trabajo conjunto, sus coordinadores ya nos anticipaban y nos proponían, entre los objetivos de esta cita, el análisis de los diferentes discursos de la época virreinal y su vigencia en nuestros días. Esa invitación me animó a volver, en parte, sobre algo ya indagado en una obra un poco lejana: Por un imaginario atlántico. Las otras crónicas, publicada en 1996 por la editorial Montesinos en Barcelona, y en otras investigaciones posteriores al respecto, en especial las defendidas en el año 2006 en el VII Congreso Internacional de la AEELH (Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos), celebrado en Valladolid con motivo del quinto centenario de la muerte de Colón. Es decir, a preguntarme sobre la vigencia de esos discursos de la época virreinal en el quehacer literario de la actualidad. Comienzo y leitmotiv Como ya nos advirtiera el narrador nicaragüense Sergio Ramírez en un catastrófico1 ensayo sobre Cien años de soledad, inserto 1 En ese texto, Ramírez (2007: 529-546) se refiere al personaje de Cien años… Apolinar Moscote como «Teodoro Moscote», equivoca los papeles de los
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en la solemnizada y no corregida edición de esa obra por la Real Academia Española, cuando Gabriel García Márquez, en 1982, en el discurso de recepción del Premio Nobel, tuvo que justificar su militancia en el realismo mágico y en sus libertades creativas se remontó a una relación viajera, obra de un gentilhombre vicentino, Antonio Pigafetta, un noble del Renacimiento italiano que nos dio cuenta del primer viaje circunterráqueo. Cuatrocientos noventa años después del Descubrimiento de América, Gabriel García Márquez reconocía que el modelo de sus novelas estaba vislumbrado ya en Pigafetta y en los cronistas de Indias en general. No citó García Márquez, en tan ceremoniosa ocasión, ni a Miguel Ángel Asturias, ni a Alejo Carpentier, ni a Arturo Uslar Pietri, que se habían atribuido siempre la puesta en circulación de ese modo de narrar las cuestiones de América, cuando coincidieron en París en 1929, escribiendo, respectivamente, libros como Leyendas de Guatemala, Ecue-yamba-O, o la colección de cuentos Red, y decidieron «nombrar» el Nuevo Mundo desde otros presupuestos estéticos, luego etiquetados bajo los rótulos de «lo real maravilloso» y de «realismo mágico», el primero de esos conceptos incorporado por Alejo Carpentier y el segundo por Arturo Uslar Pietri, aunque el término «realismo mágico» ya se conociera en los ambientes europeos de la crítica de arte desde que el alemán Franz Roh publicara su libro Nach Expressionismus. Magischer Realismus, en 1925, traducido al español por la editorial Revista de Occidente en 1927. Las razones de ese hallazgo terminológico compartido con Carpentier las contó con detalle el mismo Uslar Pietri años después: Todavía era posible ir por los lados del Odeón y toparse con la librería de la flaca y hombruna Silvia Beach, que había hecho la primera edición de Ulises y hasta con un poco de suerte mirar al rescoldo de los estantes la menuda figura de barbita y gafas de ciego del mismo Joyce. Las cosas de la vida americana nos asaltaban. Todo el arsenal inagotable de la naturaleza y de la geografía: los volcanes con nombre de mujer, los lagos poblados de espíritus, los inmensos ríos que devoraban
hermanos Segundo y le atribuye a Aureliano Segundo una actividad sindical que corresponde a José Arcadio Segundo…
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gentes y países, las selvas impenetrables que emanaban olores y humaredas como serpientes, los animales que no conocían los fabularios, el cenzontle, el campanero, el gallito de las rocas, rojo e inasible como una llama, el quetzal embrujado, los ocelotes y los jaguares, el manatí que fue sirena y que se queja en la noche de los ríos. Y luego los hombres y su drama. Los tiranos, los perseguidos, los iluminados, los empecinados, los indios, los negros cargados de magia y los hijos de los encomenderos con su encomienda de historia remota, los Dorados perdidos en la espesura, las ciudades abandonadas, las rutas de la sed y del delirio. (Polanco Alcántara 2002: 52-53)
La vinculación de Gabriel García Márquez con los cronistas de Indias ha sido advertida por muchos lectores y críticos pero, en especial y con anticipación, por su primer lector y crítico oficial, Carlos Fuentes (2007: xvii), que no dudó nunca en relacionar el trabajo del escritor colombiano con la obra de los Núñez de Balboa, los Fernández de Oviedo, los Gil González o los Pedro Mártir… También García Márquez, en sus agradecimientos, pudo ir más atrás y reconocer que Colón es el verdadero fundador de un género donde la imaginación siempre rivaliza con la realidad para superarla. La desaforada imaginación de Colón ante los nuevos escenarios, como la del José Arcadio fundador de Macondo fascinado por los inventos de los gitanos, va siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia. Lo que aporta Colón y otros siguen A partir de la escritura de Colón, las crónicas fijaron el canon de buena parte de la literatura de América Latina. Sin duda alguna, Colón promovió la legislación de las escrituras descubridoras. Las crónicas siguen vivas porque establecieron un paradigma donde las palabras estaban antes que la realidad que pretendían nombrar. Esas crónicas nunca han terminado de escribirse, inauguraron un palimpsesto inagotable. La literatura que las reescribe hoy parte de una comprobación: la historia de América Latina no estaba escrita o, si lo estaba, era frecuentemente una falsificación; una falsificación inaugurada por los primeros textos europeos que dieron cuenta del enigma americano.
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La voluntaria ausencia de rigor de algunas crónicas en la reconstrucción de los hechos históricos es una tendencia que veremos más tarde ejemplificada en el uso que hace el escritor argentino Héctor Libertella del texto de Pigafetta. Una deriva desenfadada a la hora de registrar no lo que se ve con los ojos, sino lo previsto en la imaginación antes de recorrer esos insólitos escenarios. Colón fue con las palabras del Viejo Continente a descubrir un Nuevo Mundo y, en la mayoría de los casos, quedó cautivo de su ilimitado acopio verbal. Si Dios creó el mundo a partir de la palabra es que esta existía antes del mundo, y con su poder evocativo lo generó, hizo posible ese proyecto descomunal. Las palabras, según la Biblia, siempre estuvieron antes que las cosas. Y las palabras también establecen el código moral colectivo y nos dicen qué es lo bueno, qué es lo útil y qué es lo bello. Lo recto, lo justo, lo decente. En definitiva: arman nuestra concepción del mundo y de la vida. Hemos de ver la América primera como confusión cosmográfica (error) y como con-fusión (mezcla) de muchos y diversos apriorismos espaciales: lo que decía la Biblia, lo que decía Marco Polo, los Amadises… Bernal Díaz del Castillo no elude referirse a algunas de estas gravitaciones al adentrarse en territorio mexicano: …y aquella calzada tan derecha y por nivel cómo iba a Méjico, nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís, por las grandes torres y cúes y edificios que tenían dentro en el agua, y todos de calicanto. Algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían, si era entre sueños… (Díaz del Castillo 2015: 37)
Los mitos y las utopías prevalecerán por encima de la realidad. Como sostiene el mismo Arturo Uslar Pietri (1988: 111-112): «no vemos sino lo que queremos ver y muy posiblemente no encontramos sino lo que queremos encontrar», como les sucedió a los conquistadores de América, a quienes el mito de las amazonas no les llega por la literatura griega, sino a través de los libros de caballerías, como ya sostenía Díaz del Castillo. En su avance descubridor, los españoles, al tropezarse con la costa occidental de México y avistar lo que es hoy la Baja Califor-
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nia, pensaron que se trataba de una gran isla que identifican sin más con la isla de las amazonas. La bautizan como California, que es el país de la reina Calafia, la soberana de las mujeres guerreras de la mitología griega. Más tarde, también Orellana, al dejar atrás la Sierra del Perú y acercarse al río Amazonas actual, insiste en haber descubierto en esas inmensidades acuáticas el legendario reino femenino. El realismo mágico es una consecuencia de aquella tensión entre lenguaje y conceptuación previa y realidad, ese realismo maravilloso al que se refirió Alejo Carpentier. Una vuelta a aquella ceremonia de integración descomplicada entre lenguaje por libre y realidad inapresable. Como nos sugeriría Ernst Cassirer (1959: 17): «Cabría averiguar si la denominación de las cosas precedió a la de las condiciones y a la de las acciones…» y si el lenguaje fue reo de esas articulaciones previas. Colón y el realismo mágico De la biblioteca personal de Cristóbal Colón queda un remanente hoy conservado en unas dependencias de la catedral de Sevilla, y dentro de ese remanente destacan algunos títulos que además aparecen subrayados y anotados por el almirante: la Historia Natural, de Plinio, en edición de 1489, y las Vidas paralelas, de Plutarco, de 1491; Imago Mundi, del cardenal reformador de Turena, Pierre d’Ailly; una edición del Libro de Marco Polo, de 1485, y el compendio geográfico del papa Pío II, o Eneas Silvio Piccolomini, Historia rerum ubique gestarum, de 1477. En una de las páginas de esta última obra se encuentra escrita una copia de la carta que el físico y astrónomo florentino Paolo del Pozzo Toscanelli escribió en 1474 al canónigo lisboeta Fernando Martins, donde aseguraba que era posible navegar a la India por el oeste. Según ha señalado Consuelo Varela, esa carta fue conocida por Colón en su estancia lisboeta y se convirtió en un documento decisivo en su aventura trasatlántica. A todos estos textos habría que añadir la colección de citas que constituye el Libro de las profecías de Colón, cuya redacción definitiva pudo quedar lista en 1502, como también afirma Consuelo Varela, pero que debió ser una compilación lentamente consumada
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de referencias bíblicas y patrísticas. En ese libro, Colón se irá identificando con distintas figuras sagradas, incluso con Moisés, para considerarse elegido por Dios para completar la construcción definitiva del mundo. En carta al rey y a la reina que abre el Libro de las profecías, plantea Colón: En este tiempo he yo visto y puesto estudio en ver de todas escrituras: cosmografía, istorias, corónicas y filosofía y de otras artes a que me abrió Nuestro Señor el entendimiento con mano palpable a que era hasedero navegar de aquí a las Indias y me abrió la voluntad para la hexecuçión d’ello; y con este fuego vine a Vuestras Altezas. Todos aquellos que supieron de mi inpresa con rixa le negaron burlando; todas las ciencias, de que dice ariba, non me aprovecharon ni las abtoridades d’ellas: en solo Vuestras Altezas quedó la fee y costançia. ¿Quién dubda que esta lumbre no fuese del Espírito Santo, así como de mí, el cual con rayos de claridad maravillosos consoló con su santa y sacra Escritura, a vos muy alta y clara, con cuarenta y cuatro libros del Viejo Testamento y cuatro Hevangelios, con veinte y tres Hepístolas de aquellos bienaventurados Apóstoles, abibándome que yo prosiguiese, y de contino, sin çesar un momento, me abiban con gran priesa? (Colón 1992: 11-12)
Y en páginas más adelante, dentro de la misma carta a los Reyes Católicos confirma, sin que le tiemble el pulso, la creencia en la naturaleza divina de su empresa: Ya dise que para la hesecuçión de la inpresa de las Indias no me aprovechó rasón ni matemática ni mapamundos: llenamente se cumplió lo que diso Isaías, y esto es lo que deseo de escrevir aquí por le redusir a Vuestras Altezas a memoria y porque se alegren del otro que yo le diré de Jherusalen por las mesmas autoridades, de la cual inpresa –si fee ay– tengan por muy cierto la vitoria. (Colón 1992: 15)
Y, al margen de las anteriores anotaciones y por si fuera poco, durante su tercer viaje descubridor, Colón complementa la teoría de su providencial misión y confiesa haber llegado a las puertas del mismo Paraíso Terrenal, lo que le comunicará al papa Alejandro VI en carta de febrero de 1502 para su conocimiento como depositario de la verdad de Cristo en la tierra, pues Colón admite «aquello que creyeron y creen tantos sanctos y sacros theólogos, que allí
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en la comarca es el Paraíso Terrenal» (Varela 1989: 311). Como también creyó hallarse en medio de la Edad de Oro, ese tópico de la literatura clásica grecolatina, como se deduce de las impresiones de las tierras visitadas en su primer viaje, recogidas en el diario de esas singladuras. El Paraíso como eutopía, el «buen lugar», y la Edad de Oro como eucronía, los «buenos tiempos», dos aspiraciones míticas tan viejas como la historia de la humanidad desde que esta se constituyó como tal. A toda costa, Colón quiso demostrar en sus textos que su hazaña era un encargo del más allá. Antes de 1492, Colón presentó su proyecto de navegación oceánica en Portugal, pero fue rechazado, y como su hermano Bartolomé corrió igual suerte en Inglaterra, decidió ir a España. El 20 de enero de 1486 se entrevistó con los Reyes Católicos en Alcalá de Henares. Los monarcas se interesaron por la idea, pero el dictamen de una junta de sabios, encabezada por fray Hernando de Talavera, fue desfavorable para el marinero genovés. En 1486, los asesores de los Reyes Católicos, con el tal Hernando de Talavera al frente, fraile jerónimo, prior de Nuestra Señora del Prado, cerca de Valladolid, confesor de la reina, evaluaron así la propuesta de Cristóbal Colón: Porque algunos decían que, pues al cabo de tantos millares de años que Dios creó el mundo, no habían tenido nunca conocimiento de tales tierras, tantos y tantos sabios y prácticos en las cosas del mar, no era verosímil que el Almirante supiese más ahora que todos los pasados y presentes. (Hernando Colón 1984: 88)
Durante todo su empeño por interpretar sus pasos al otro lado del océano, Colón trató de convencer a los sabios de la monarquía española de que la razón estaba de su lado en cuanto a los fundamentos teológicos. Los cronistas y el lenguaje. Colón y el canon Los cronistas ni mucho menos se atuvieron a ese principio de Wilhelm von Humboldt y de Ludwig Wittgenstein de que los límites del mundo que descubrían eran los límites de su lenguaje,
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pues iban provistos de un exceso verbal y ese exceso de alforjas expresivas alentó en ellos una peculiar manera de ver y de interpretar un nuevo continente. Desde Europa ya llevaban las respuestas anticipadas a las preguntas que les iba a suscitar la nueva realidad americana. No sería ocioso recordar aquí la tesis que el heterodoxo historiador mexicano, Edmundo O’Gorman, postuló y desarrolló desde 1958 (O’Gorman 1958)2: que América no había sido descubierta, sino que era «una invención del pensamiento occidental». Y esa tensión, ese divorcio, entre el lenguaje desproporcionado que acompañaba a los cronistas y la realidad con que se encontraron, ha permanecido como un rasgo de la literatura de América Latina, y así lo reconoció el mismo García Márquez al referirse a cómo el lenguaje clásico, el arcaísmo, no ha sido nunca extraño al escritor de las latitudes americanas. Por otra parte, ¿no es el Modernismo hijo de ese exceso verbal tradicional, de esa preponderancia del lenguaje por encima de la realidad cotidiana, no lo son Vallejo, Huidobro, Neruda? La palabra siempre más allá de la realidad Octavio Paz ha señalado los escalones sucesivos que desconectan definitivamente la literatura hispanoamericana de la literatura española peninsular. Esos escalones los sitúa el poeta y crítico mexicano en lo que supuso la heterodoxia expresiva elevada a categoría literaria del Martín Fierro (1872 y 1879); los sitúa en la literatura que vive de lenguaje y no de realidad, del Rubén Darío de Azul (1888); en la poesía en funciones mágicas y fundacionales del Vicente Huidobro de Altazor (1931); y, por último, en la apertura que supuso la novela hispanoamericana de los años sesenta del siglo xx a «los vientos del mundo» (Paz 2002: 47-48). Si analizamos esos cuatro saltos descritos por Paz, en el principio fue el verbo y el verbo ha seguido hegemonizando la fábrica de esa literatura. Una permanente adivinación poética de la realidad que no ha cesado de generarse a lo largo de los siglos.
2 Existen ediciones posteriores corregidas y aumentadas significativamente —la última, de 2006, publicada por la misma editorial—, aunque la tesis central del libro no se ha alterado.
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El hallazgo de caligrafiar por primera vez una realidad desconocida para el mundo revelado hasta entonces: África, Asia, Europa. Enumerar tan solo los afanes de autores posteriores por revivir esa aventura colombina de nombrar lo innombrado me llevaría un tiempo que no permite una colaboración como esta. Pero no puedo dejar de referirme a algunas tentativas en ese sentido, en especial a aquellas que giraron en torno a la celebración del quinto centenario del Descubrimiento de América. En 1996 incluí en mi trabajo ya citado, Por un imaginario atlántico. Las otras crónicas, el análisis de cuatro de esas obras: El arpa y la sombra (1979), de Alejo Carpentier, El mar de las lentejas (1979), de Antonio Benítez Rojo, Los perros del paraíso (1983), de Abel Posse, y Vigilia del Almirante (1992), de Augusto Roa Bastos. También debí de ocuparme, como a buen seguro me habría sugerido Seymour Menton (Menton 1993), de Memorias de Cristóbal Colón (1987), de Stephen Marlowe, Memorias del Nuevo Mundo (1988), de Homero Aridjis, y de Las puertas del mundo (una autobiografía hipócrita del Almirante) (1992), de Herminio Martínez… ¿De qué modo involucran esas novelas en sus páginas la figura y la escritura de Colón? En principio hay que decir que en todas esas obras narrativas subyace la aspiración de sentir y expresar —desde perspectivas muy diversas— el pálpito lejano que impulsó la escritura descubridora del Almirante de la Mar Océana. Como ya dije y escribí con posterioridad (García Ramos 2008: 183-197), cuando Alejo Carpentier confiesa que su novela El arpa y la sombra nace frente a dos libros que habían perseguido la canonización de Cristóbal Colón: El libro de Cristóbal Colón, de Paul Claudel (1868) y Le révelateur du Globe, de Leon Bloy (1884), inicia el más reciente catálogo de publicaciones sobre el almirante, un catálogo que llega a nuestros días intensificado por los aniversarios de 1992 y 2006 y que no ha hecho sino añadir confusión sobre la personalidad y la obra de Colón. Mientras Carpentier centra su interés en desmitificar las virtudes sobrehumanas y los supuestos perfiles beatíficos de Colón, sucesivos autores insistirán en darnos sus versiones particulares de la vida y la obra de nuestro personaje.
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Antonio Benítez Rojo analizará, en una de las cuatro historias incluidas en su novela El mar de las lentejas, la gesta del Descubrimiento y, lateralmente, la figura de Colón, y lo hará desde uno de sus protagonistas más humildes, Antón Babtista, una criatura inventada por el novelista cubano, pero no distante, en sus escepticismos y fracasos, de la figura del mismo don Cristóbal caído en desgracia. Abel Posse en Los perros del paraíso nos entregará una ópera bufa de Colón y se detendrá en sus amores con Beatriz de Bobadilla3, señora de La Gomera, y en su obsesión ya señalada por encontrar el Paraíso Terrenal. Carlos Fuentes en Cristóbal Nonato nos dará una versión futurista y algo distópica de los hechos del Descubrimiento aplicados a un México convulso. Stephen Marlowe en Memorias de Cristóbal Colón nos presenta a un almirante humanizado hasta lo picaresco que vuelve desde su muerte para litigar con sus biógrafos y darnos el tamaño exacto de su personalidad sobre la tierra (Menton 1993: 63), siempre bajo la óptica de Marlowe. Homero Aridjis en Memorias del Nuevo Mundo practica algo parecido a lo de Antonio Benítez Rojo: el Colón que nos allega viene a través de personaje interpuesto. Si en Benítez Rojo se usa al marinero Antón Babtista para esos menesteres, en la obra de Aridjis será Juan Cabezón, personaje ya creado por Aridjis en una novela anterior: 1492: vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla (1985), el que nos dará cuenta de los hechos y obras del almirante, todo ello mezclando el primer viaje del Descubrimiento con lo que significó la conquista de México. Herminio Martínez en Las puertas del mundo (una autobiografía hipócrita del Almirante) nos da, desde el mismo subtítulo de su narración, la clave de un Colón casi demente y rehén de sus lecturas más extravagantes. Herminio Martínez le hace guiños dentro de su fábula a las novelas ya citadas aquí de Carpentier y Posse (Pellicer 2004: 181-187). Augusto Roa Bastos en Vigilia del Almirante centrará su mediocre narración en la tesis del piloto desconocido que pudo infor3 Para saber de esos amores hay que acudir a los textos de Antonio Rumeu de Armas (1960: 255-279) y de Alejandro Cioranescu (1989).
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mar en su día a Colón de la existencia de tierras al oeste de Europa, mermando así la dimensión de la hazaña del almirante. Todos estos títulos citados, que podrían verse aumentados con facilidad, son en buena parte, como ya dije, reos del 92. La otra conmemoración, la que nos recuerda la muerte de Cristóbal Colón en 1506, ha cogido a los novelistas algo cansados del asunto, pero ha disparado otras caligrafías donde la historia, la misma literatura en sus versiones menos recomendables y el periodismo paracientífico han terminado por mancornarse para demostrarnos una vez más que Colón es una fuente inagotable de escritura en todas las direcciones. Un icono de interpretación infinita. Un mito en permanente metamorfosis. El grafómano más imitado y remedado. El deseo insatisfecho y voraz de ponerse en lugar del otro muchos siglos después, de experimentar con las mismas arcaicas fuentes documentales y de reactivar parecidos y elementales mecanismos gramaticales a la hora de narrarnos hechos extraordinarios ha sido una constante de la literatura narrativa posterior. Pigafetta reescrito Pero si bien los textos salidos de su pluma, la misma personalidad esquiva y la ambiciosa gesta de Colón han sido profusamente reescritos y parodiados por la narrativa contemporánea, no se han quedado a la zaga ni la crónica cincunnavegadora ni la discutible figura de Antonio Pigafetta. La versión que nos ha llegado de ese relato es la copia que Pigafetta (Pigafetta 1988) dedicó al Maestre de Rodas, que fue a parar a la Biblioteca Ambrosiana de Milán, donde la descubrió en 1800 el archivero Carlos Amoretti. En esas páginas, que uno lee hoy con gran satisfacción, están descritos los tres años de navegación dramática y sorprendente a lo largo de los tres océanos, Atlántico, Pacífico e Índico, en busca inicial de la especiería, y las muchas sorpresas deparadas en ese deambular por los mares del mundo: desde los cerdos con ombligo en la espalda de Brasil hasta las aves negras del reino de Zubu, que se introducen en las gargantas de las ballenas y les arrancan el corazón; los vasos de magnífica porcelana de
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Borneo, dentro de los cuales el veneno se vuelve inofensivo; los dos reyes moros de la isla Gialolo, padres de seiscientos y de quinientos veinticinco hijos; los pájaros que descubren en Bachián y que proceden del Paraíso Terrenal; las mujeres de Java que se queman junto a sus maridos cuando estos mueren; los habitantes de un codo de alto de la isla de Arucheto, que se acuestan sobre sus largas orejas y se tapan con ellas… Tanto el novelista y ensayista argentino Héctor Libertella como el uruguayo Napoleón Baccino Ponce de León, en su obra titulada Maluco: la novela de los descubridores (1990), han acudido al rescate de la memoria del gentilhombre vicentino del que se acordó Gabriel García Márquez al dar las gracias a la Academia sueca por haber distinguido su singular tarea narrativa. Como nos comenta la profesora de la Universidad de Buenos Aires, Silvina López (López 2012: 39-58), en 1985 se publica el texto «La leyenda de A. Pigafetta» de Héctor Libertella en Narrativa hispanoamericana 1816-1981. Historia y antología. La generación de 1939 en adelante. Argentina, Paraguay, Uruguay. El relato reescribe parte de la crónica viajera de Antonio Pigafetta, que trata sobre las vicisitudes de la expedición de Fernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano alrededor del mundo entre 1519 y 1522. También en 1985 aparece ¡Cavernícolas!, un texto conformado por tres relatos, el primero de los cuales es una nueva versión de «La leyenda...», entonces titulado «La historia de Historias de Antonio Pigafetta». En 2006, al poco tiempo de la muerte del escritor, se publica El lugar que no está ahí, texto en el que Libertella reescribe y expande los dos relatos anteriores. En esos tres relatos, lo que hace Libertella es carnavalizar la escritura de Pigafetta, reescribir a su antojo los deslumbramientos del vicentino y hasta aderezarlos con actualizaciones cómplices, como cuando adjudica el nombre de su compañero de generación literaria, César Aira, a uno de los niños salvajes con los que se encuentra la expedición magallánica: Pero, a cambio, diré que con nuestros propios ojos vimos a una horda de niños salvajes con los que tuvimos gresca: eran de una notable fiereza y sus cabellos, largos hasta el suelo, estaban pintarrajeados con extremo descuido. Pudimos capturar a uno de ellos y lo subimos al barco para educarlo. Concediéronme a mí el honor de bautizarlo, y ha-
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ciendo homenaje a la grandeza de mi raza, púsele César por nombre, y por apellido Aira, en memoria de nuestro compañero recién sepultado. (Libertella 1985: 20)
La escritura original de la crónica viajera de Pigafetta es usada por Libertella como un divertimento, un manuscrito inacabado donde es susceptible remover con toda libertad los textos previos allí transcritos. El mismo Libertella en oficio ensayístico explicó su «proyecto cavernícola» con suma claridad de objetivos: La compulsión para tejer, asociar y reescribir productos de cualquier época puede operar ahora como una seña también política, al disolver la ilusión de «progreso», acusar todo proyecto que quiera revivir esa ilusión, y descreer de cualquier superioridad de procedimientos modernos o de nueva síntesis teórica. ¿Bricolage [sic], recomposición, nuevo golpe de dados?: «hacer cosas nuevas con cosas viejas»… (Libertella 1977: 41)
Hacer cosas nuevas con cosas viejas: he ahí la expresión que explica todo y que, desde el ámbito de lo literario y sus licencias, devuelve a las crónicas descubridoras una lozanía que les había sido arrebatada por la sesuda ciencia historiográfica. No otra intención tiene también el trabajo citado del uruguayo Napoleón Baccino Ponce de León sobre la misma relación circunnavegadora de Pigafetta, trabajo en el que el personaje narrador elegido, el pícaro, judío converso y supuesto compañero de expedición de Pigafetta, Juanillo Ponce, natural de Bustillo del Páramo, en el reino de León, comunica una visión antiheroica y desmitificadora de lo que otros califican como gloriosas hazañas. Su narración, según declara, es «el relato puntual y verdadero de nuestras miserias, relato que en un todo falseó Pedro Mártyr de Anglería para mayor gloria de Su Alteza Imperial, así como de las muchas cosas que aquel sagaz caballero vicentino don Antonio de Pigafetta calló y enmendó por la misma razón» (Baccino 1990: 8)4. Los textos de Colón y Pigafetta como ejemplos elegidos, entre otros muchos, de la literaturización de lo que antes fueron inventa4 Para una visión más general de la obra de Baccino Ponce de León, ha de verse el trabajo de Malva E. Filer (1994: 293-300).
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rios titubeantes, pero interesados, de horizontes y de hechos desconocidos. Los textos de Colón y de Pigafetta usados para reescribir, acaso para negar, la historia a través de la libertad literaria. Un ejercicio de reescritura que otros narradores asimismo han practicado con los textos del ya aceptado como el segundo descubridor de América: Alexander von Humboldt. Hace algunos años constaté, al estudiar la novela póstuma e inconclusa sobre Humboldt, Recurrencia equinoccial, del abogado, profesor de Filosofía y narrador venezolano, Denzil Romero, un texto aparecido bajo el sello Iberoamericana Vervuert en Frankfurt am Main y Madrid en 2002, al cuidado de los profesores Karl Kohut y Antonio M. Isea, que Denzil Romero había sido seducido por la verbosidad clasificatoria de Humboldt y se había propuesto parodiarlo —como otros antes habían procedido con los textos de Colón y de Pigafetta—, jugar a su antojo con su prosa científica, barroquizarlo, caricaturizarlo. La novela de Romero es un torrente verbal que disfruta confundiendo registros, tomando citas de aquí y de allá, desfigurándolas, volviéndolas humor expresivo, carnaval, hasta música étnica cercana a los esfuerzos del brasileño Héctor Villa-Lobos por llevar a la partitura los sonidos de las selvas de su país. Según el profesor Antonio M. Isea, la novela de Denzil Romero es deudora principalmente de una de las obras de Humboldt, Cuadros de la naturaleza, aunque no deje de dialogar intertextualmente con otros títulos como Cosmos o el vasto Viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente. Y, desde luego, con la Relación histórica de ese viaje contenida dentro de la obra más ambiciosa de Humboldt. Final Esas embrionarias escrituras de las crónicas del Descubrimiento y la Conquista del Nuevo Mundo contenían, en sí mismas, la esencia de lo literario: el usar las palabras para crear mundos seductores y para huir de los mundos de la simple rutina y de la limitada retina.
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La reescritura posterior de la que han sido objeto esos relatos aurorales de América demuestra las potencialidades literarias que aquellos textos atesoraban. El encanto de lo imaginado es muchas veces superior al encanto de lo realmente vivido. El estupor ante los paisajes y los paisanajes americanos sigue vigente, aunque hoy circule por otros cauces retóricos impuestos por el devenir de los tiempos y de los ismos literarios. Los recursos de la literatura han alterado y manipulado por igual cartas, crónicas y relaciones (Mignolo 1980: 223 y 1982: 57116) del Descubrimiento y la Conquista. Una prueba fehaciente de que las viejas crónicas siguen vivas es que hoy estemos colaborando en un libro colectivo donde todos hemos vuelto a revivir la emoción y la pasión que la escritura de esos testimonios a buen seguro despertaron en sus muy lejanos autores. El asombro, la euforia, los procedimientos y los recursos expresivos de esos cronistas se han hecho consustanciales con nuestras letras (Arrom 1991: 36). Cuando el narrador y ensayista Ignacio Padilla (1968), uno de los integrantes del autodenominado grupo del «Crack», promoción que se dio a conocer como tal en México, en 1996, como respuesta al posboom latinoamericano, arriesga un balance de la tradición literaria hispanoamericana en su libro La isla de las tribus perdidas. La incógnita del mar latinoamericano, no hace sino volver sobre tesis muy conocidas: Los artistas de estas latitudes demuestran día a día que aún es posible reinventar su realidad calamitosa creando para ello las alteraciones, distanciamientos y puntos de vista requeridos para ilustrar lo que ni la realidad ni la historiografía consiguen mostrar. En nuestras lindes, la literatura renace para mostrar que han vuelto por sus fueros el vértigo de las contradicciones utopistas… (Padilla 2010: 191)
Buena parte de la narrativa que se escribe hoy en América Latina se sigue nutriendo de la tensión entre la utopía, la epopeya y el mito, esa tensión que caracterizó y hegemonizó el Descubrimiento de América y que gravitó en la escritura de los que quisieron contar
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la «barbarie» desde los códigos, los credos, los sueños, los anhelos y las obsesiones de la «civilización» de la que provenían. Una vieja Europa que sigue sin descifrar el laberinto americano por mucho que se esfuerce y a pesar de los siglos transcurridos. Bibliografía Arrom, José Juan. Imaginación del Nuevo Mundo. México: Siglo XXI, 1991. Baccino Ponce de León, Napoleón. Maluco: la novela de los descubridores. Barcelona: Seix Barral, 1990. Cassirer, Ernst. Mito y lenguaje. Buenos Aires: Ediciones Nueva Galatea/Nueva Visión, 1959. Cioranescu, Alejandro. Una amiga de Cristóbal Colón. Beatriz de Bobadilla. Santa Cruz de Tenerife: Caja General de Ahorros, 1989. Colón, Cristóbal. Libro de las profecías. Volumen preparado por Juan Fernández Valverde. Madrid: Alianza Editorial, 1992. Colón, Hernando. Historia del Almirante. Edición de Luis Arranz. Madrid: Historia 16, 1989. Díaz del Castillo, Bernal. Historia Verdadera de la Conquista de Nueva España, . [Consulta: 13 de marzo de 2015.] Filer, Malva E. «Maluco: re-escritura de los relatos de la expedición de Magallanes». Actas de XI Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas. University of California, Irvine, Dept. of Spanish and Portuguese (4) 1994, pp. 293-300. Fuentes, Carlos. «Para darle nombre a América». Edición conmemorativa de Cien años de soledad. [Madrid]: Real Academia Española/Asociación de Academias de la Lengua Española/Santillana Ediciones Generales, 2007. García Ramos, Juan-Manuel. Por un imaginario atlántico. Las otras crónicas. Barcelona: Editorial Montesinos, 1996. García Ramos, Juan-Manuel. «Colón: el novelador novelado». En Sonia Mattalía, Pilar Celma y Pilar Alonso (eds.). El viaje en la literatura hispanoamericana: el espíritu colombino. VII Congreso Internacional de la AEELH. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2008. Libertella, Héctor. ¡Cavernícolas! Buenos Aires: Per Abbat Editora, 1985. Libertella, Héctor. Nueva escritura en Latinoamérica. Caracas: Monte Ávila Editores, 1977.
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II. Flujos e interflujos
De un lado a otro: los objetos de las Indias en Europa1 Esperanza López Parada Universidad Complutense de Madrid
Al llevar bastimento a los sacerdotes jesuitas que intentaban evangelizar las desventuradas costas de La Florida, el capitán Vicente González pudo atisbar a los indios en la playa vestidos con sotanas y hábitos. Confirmando sus peores sospechas, los vio venir en canoas con «las patenas de los cálices», donde se colocaba la hostia consagrada durante la misa, por «chagualas, que es un ornato de que usan en la garganta». Para mayor desacato cristiano, los bárbaros, «estando desnudos (como es uso de los indios de toda aquella tierra)», se cubrían las «partes pudendas con los corporales», esto es, con el lienzo que adorna el altar, encima del ara. De este modo, el martirio de los religiosos se agravaba con la profanación de vasos, reliquias, ropa y ornamentos sacerdotales «en abominables usos», señala Luis Jerónimo de Oré en la Relación que dedica al caso (111-112). Parte consustancial del proceso conquistador fue esta incorporación de una materialidad ajena en el sistema de usos y creencias del conquistado: desde luego, dicha inserción sería siempre polémica para los dos lados en litigio. Pero, frente al silencio de otras situaciones, la transferencia de objetos y símbolos entre las dos culturas en disputa ofrecerá un abanico de testimonios sorprendentes
1 El presente trabajo forma parte de los estudios desarrollados en el proyecto de investigación I+D «Intertextualidad y crónica de Indias: variedad discursiva de la escritura virreinal americana» (FFI2012-23235).
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que, como indican Barbara Mundi y Dana Leibsohn, sirven para restañar, al menos parcialmente, la ausencia de la voz indígena2. Se trata desde luego de menciones incómodas en la superficie estable del archivo del poder, que apoyan ––como el ejemplo citado–– la denuncia de la barbarie en la puntualización condenatoria de sus manipulaciones, pero que actúan, generalmente a su pesar, como detecciones de formas de intervención autóctona, de iniciativas nativas de negociación o resistencia. Accedemos, de este modo, a la descripción de transculturaciones y trasvases, aunque sea por la vía de la condena y aunque en su núcleo se mantenga intacta la descalificación de partida. Si esos trámites son complejos, resultan aún más decisivos cuando la categoría del objeto «enajenado» lo sitúa en el ámbito de lo religioso; sobre todo, porque los préstamos se produjeron en las dos direcciones. Los indios en todo el virreinato del Perú, por ejemplo, acudían frecuentemente a los confesionarios con sus culpas apuntadas en el viejo sistema de escritura ritual que fueron para sus antepasados los ingeniosos quipus, los ramales de lanas de colores y nudos que ahora se destinan al cómputo de las faltas católicas3. 2 Disciplina reciente, los estudios en cultura material parecen competencia privilegiada de la arqueología (Weiner, Hodder), la antropología (Myers, Appadurai), la historia (Bauer), el arte (Russo, Mundi y Leibsohn) o las ciencias sociales (Patrick), que han querido revisar algunos supuestos –como la separación entre sociedad y procesos históricos- mediante el concurso del análisis objetual (Patrick 73). Pero en la medida en que las trazas de los empleos y usos materiales se pueden rastrear en los documentos, esta perspectiva implica también a las herramientas textuales en su delimitación. Además hay que pensar que el objeto no es un producto pasivo de una gestión puntual e histórica, sino agente activo a su vez, en ocasiones incluso gestor de historia y de textualidad (Auslander 1077). Textos y objetos entablan una correspondencia y una complementariedad, a veces una tensión que legitima el análisis de las estructuras narrativas, de los procesos de traducción de unos en otros. De hecho, los objetos y su circulación cubren ausencias del texto (Mundi y Leibsohn 1) y ofrecen una inestimable manifestación de los trueques, negociaciones y expolio de la riqueza material que el colonizador impone al colonizado (Auslander 1023). Véase también, para los estudios de cultura material en situaciones coloniales: Dommelen, Feest, Hoskins, Zamora, Katzew. 3 Hasta José de Acosta subraya la minuciosidad con que cierta anciana había apuntado los pecados de toda su vida en un «manojo de estos hilos» y «por ellos se confesaba, como yo lo hiciera por papel escrito». «Yo vi un manojo de estos hilos, en que una india traía escrita una confesión general de toda su vida y por ellos se confesaba, como yo lo hiciera por papel es-
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En un principio, esta adaptación de supervivencia de un elemento nativo en medio de las prácticas religiosas imperiales fue contemplado con buenos ojos por los propios confesores, alentado por mercedarios o jesuitas y sancionado por el III Concilio Limense en su Catecismo: Pues para que tu confesión sea buena y agrade a Dios. Lo primero, hijo mío, has de pensar bien tus peccados, y hazer quipo dellos: como hazes quipo, quando eres tambo camayo, de lo que das, y de lo que te deven: asi haz quipo de lo que has hecho contra Dios y contra tu proximo, y quántas vezes; si muchas o si pocas. (Tercero Catecismo 1585: 67v)
No obstante esta tolerancia inicial, el sistema de confesión por quipus, como señala Estenssoro Fuchs, se tambalea cuando empiezan a descubrirse las deficiencias a las que conduce: los indios se prestan las cuentas, se las intercambian y se confiesan por los yerros de los otros, incluidos aquellos que jamás habrían podido cometer por edad, fuerzas o sexo; o bien rentabilizan la redacción de un quipu, empleándolo en sucesivas confesiones iguales. La vigilancia de tales maniobras que, en contrapartida, recomiendan predicadores escandalizados como Pérez Bocanegra nos informa de una agencia nativa bastante dinámica y flexible, con operaciones de adaptación sorprendentes: una agencia ambivalente e insatisfactoria, y un intercambio que nunca fue equilibrado, sino impreciso y escasamente manejable incluso por los mismos misioneros a quienes, como señala Murray, no siempre les fue fácil crito; y aún pregunté de algunos hilillos que me parecieron algo diferentes y eran ciertas circunstancias que requería el pecado para confesarle enteramente» (210). Además de los quipus, otras formas de anotación indígena se emplearon también para favorecer la memoria en la catequesis. El propio Acosta, tras este testimonio citado y a renglón seguido, comenta: «Fuera destos quipus de hilo tienen otros de pedrezuelas por donde puntualmente aprenden las palabras que quieren tomar de memoria. Y es cosa de ver a viejos ya caducos, con una rueda hecha de predezuelas aprender el Padre Nuestro y con otra el Ave María y con otra el Credo, y saber cuál piedra es Que fue concebido del Espíritu santo y cuál Que padeció debajo del poder de Poncio Pilato. Y no hay más que verlos enmendar cuando yerran, y toda la enmienda consiste en mirar su pedrezuelas; que a mí, para hacerme olvidar cuanto sé de coro, me bastara una rueda de aquéllas. Déstas suele haber no pocas en los cementerios de las iglesias para este efecto» (210).
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«controlar los significados de lo que ellos introdujeron» (1999: 43), ni consiguieron erradicar del todo las prácticas simbólicas previas, mezclándolas en derivas irreductibles, en «focos de inestabilidad textual y cultural» (Ahern 225), en «zonas de contacto» o heterologías, según el término de Michel de Certeau, por la cual la impuesta unidireccionalidad de la colonia se abre en proyecciones y trayectorias varias bajo el principio de lo no predecible. Durante la guerra del Mixtón que se desencadenó a partir de la conquista de la Nueva Galicia ––nos relata Mendieta en su Historia eclesiástica (1596: 756-757)––, los indios que masacraron al franciscano Juan Calero, perseguidor furibundo de sus cultos y de sus altares, confeccionaron con el hábito que llevaba al morir una deidad especialmente poderosa, deidad que exhibían y veneraban como pieza mayor en el inventario de sus politeísmos. Podemos, entonces, apreciar cómo el hábito se desplaza del polo conquistador hacia el polo conquistado, donde se descontextualiza para resignificarse y revestirse de una nueva identidad de poder en tanto culto paralelo4. La paradoja, dibujada ahí, implica que el traje del fraile ocupe el puesto en el altar de los dioses que él mismo había derrocado. Para comprender mejor la economía propia de este tipo de adjuntos contradictorios, que se colocan en el vacío generado por ellos y circulan entre totalidad y fragmentación, sustituyendo una por otro, Homi Bhabha acude al juego doble que Derrida identificara como suplemento: el suplemento es una imagen que se erige sobre la oquedad dejada por una presencia. No tiene otro significado ni otro relieve. Vicario y compensatorio, su sentido se fija solo en el tomar lugar, en situarse en un punto, es decir, su sentido se erige sobre el circuito vicioso de horadar lo que luego va a ocuparse5. 4 «La imagen primigenia y fundadora del martirio franciscano entre la Iglesia indiana de la nueva ciudad de Dios ––la verdadera imagen del valiente sacrificio a manera de los primeros santos en los albores de la Iglesia–– deviene así otro ídolo entre los muchos que los franciscanos buscaron tan afanadamente destruir» (Ahern 2007: 218). 5 «Metonimy, a figure of contiguity that substitutes a part for a whole (an eye for an I), must not be read as a form of simple substitution or equivalence. Its circulation of part and whole, identity and difference, must be understood as a double movement that follows what Derrida calls the logic or play of the “supplement”: If it represents and makes an image, it is by the anterior default of a presence.
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Precisamente en el caso del hábito ––pero también en el uso remozado de los quipus––, se dibuja esta misma lógica: se trata de fetiches complicados que se levantan sobre la ausencia por ellos desencadenada; fetiches que se constituyen en tales solo a partir de la falta que han contribuido a crear. Y dicha lógica parece consustancial con un tipo de prácticas religiosas en «peligro» que amparan su continuidad en la traducción del oponente como deidad sustitutoria de los propios altares expoliados dentro de aquel juego de hibridaciones que Gruzinski consideraba característico de los imaginarios colonizados6. En contrapartida, el viaje contrario ––la incorporación de la novedad americana al sistema de creencias y al panteón de sus representaciones en el archivo mitográfico europeo–– se puede percibir como un proceso mucho más limitado y, desde luego, más intransigente. Es verdad que hace su entrada en tiempos en absoluto propicios: el Concilio de Trento, enfrascado en replicar a la guerra iconoclasta que desataran las acusaciones calvinistas, legislaba en su cuarta sesión sobre la iconografía correcta en las iglesias de la Contrarreforma. Una recién inaugurada severidad visual recelaría de toda forma de reapropiación pagana con la que antes, en cambio, se transigiera. Dada la «caza de ídolos» clásicos, cupidos, puttis y Minervas, una caza impulsada por el propio papa Pío V en el ––ahora purificado–– ámbito del Vaticano7, no resultaba muy procedente preocuparse por rarezas y deformidades transatlánticas que, en el fondo, no dejaban de ser sino otro botín más de guerra. De hecho, el saqueo de objetos valiosos como parte de la conquista misma y las coronaciones de nuevos monarcas, que solían celebrarse con el despliegue expositivo de su robos, constaba en Compensatory and vicarious, the supplement [evil eye] is an adjunct, a subaltern instance which takes-the-place. A substitute… [missing person] … it produces no relief, its place is assigned in the structure by the mark of an emptiness. Somewhere something can filled up of itself … only by allowing itself to be filled through sign and proxy» (Bhabha 1994: 54-55). 6 La frase exacta de Gruzinski dice: «los espacios del ídolo y del santo se cruzan y se imbrican constantemente» (1994: 179). Véase también Watthee-Delmotte, Marion y Boespflug. 7 Es Seznec el que cita estos casos y otros apasionantes ejemplos de las nuevas disposiciones icónicas surgidas del Concilio (309).
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tanto estrategia consolidada y reconocible desde la caída de Iberia o la toma de Constantinopla por los otomanos8. La hipótesis escéptica respecto a que los tesoros americanos no supusieran un cambio sustancial en las mentalidades europeas, una tesis que alienta Carina Johnson para relativizar la conceptualización anterior de contemplaciones suspensas y transformadas ante la realia traída de las Indias, no se ve invalidada por el asombro que, sin duda, dicha contemplación también propiciase9. Generaron sorpresa, desde luego, y admiración ahí donde se exhibían. Pero el asombro, primera de las pasiones según Descartes, era un sentimiento perfectamente codificado por el aparato propagandístico del poder que además, cuando devenía en energía peligrosa o nada confiable, sabía descontextualizar su causa y ubicarla aparte, en el compartimento estanco y garantista de lo intratable, de lo singular monstruoso. Es así que la rareza americana se segrega en el borde más marginado de la Wunderkammer, bajo el membrete tranquilizador de lo exótico y distante, entre otros cachivaches y peculiaridades con los que se confunde. Por eso cierto dios mixteca y coronado con dos cuernos, que hoy se custodia en Viena, uno de los ítems más tempranamente datados, aparece en un inventario de 1590, que se levantara en Graz para la Kunstkammer del nieto del emperador, el archiduque Carlos, bajo el membrete equívoco de «pieza de rostro morisco»10. Por eso tampoco el intento de ordenación que proyecta Samuel Quiccheberg para la colección de Alberto V en Múnich consigue asignar a estos productos indianos un emplazamiento específico y competente. Al contrario, ubicados sobre la superficie de una mesa amplia, o Tafel, la comparten con un batiburrillo irregular de armas persas, instrumen8 «The coronation of an emperor or King of the Romans included the investiture of the imperial regalia as part of his ceremonial acquisition of secular and sacral authority. The emperor or king-elect only assumed the imperial ceremonial garments after taking the coronation oath. He then received the sword, scepter, orb, and the crown, displaying his invested regalia to the assembled dignitaries and other witnesses. The coronation and its display of sacral objects were a visual spectacle» (Johnson 86). 9 En este sentido, además de Johnson, véase Benedict y, sobre todo, Greenblatt 19. 10 «Ain mohrnangesicht mit etlichen türgesen uns zwaien grossen perlin, darauf drei edlgstain und ein grosz perl verlorn» («rostro morisco con varias turquesas y dos perlas grandes, además de piedras preciosas y otra perla perdida») (Zimmermann 1888: XXIX). Cit. y estudiado por Feest (1990, 30 y 32).
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tos musicales y médicos, sistemas de medida, relojes, instrumentos de escritura, pintura o cirugía, en las inmediaciones de lujosos tejidos, joyas y muñecas vestidas a la manera de exóticas naciones, tableros de ajedrez, uñas de animales y cristal de roca.11
Jan Brueghel el Viejo, Los Archiduques Alberto e Isabella visitando un gabinete de curiosidades, c. 1621, The Walters Art Museum, Baltimore. 11 «The fourth section [section with Indian objects] is essentialy a combined museum of technology and anthropology. Musical instruments are followed by astronomical instruments; measuring devices and clocks; tools for sculptors,
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La cuestión no reside solo en su incorporación a esta forma menor de coleccionismo ambiguo, que no podía ocultar su origen en la Edad Media y su ordenación irregular, más propia de la ociosidad femenina que de la facundia del guerrero. Ocurre además que, dentro de estos gabinetes de maravillas ––en cualquiera de sus variantes, desde simples estuches, arcones, cajas o estantes a cámaras, studioli, dependencias y palacios––12 no adquieren sino un puesto difuso, equívoco, una categoría lábil y mezclada, desprovista de la condición de estima con que se trataba en el lugar de procedencia. Estamos, en efecto, ante una manera lateral de posesión, cuyo gesto mismo de reenvío, donación o trámite por parte de la Corona española ––que paga de ese modo un favor, condona una deuda o mantiene adhesiones––, nos informa del rango menor que el objeto americano ocupa en el régimen de propiedad de la Europa manierista. Las manufacturas nativas de las Indias no parecen haber alcanzado el estrato de lo inalienable, unidad medida máxima que la antropóloga Anette Weiner (1992) definiría como lo que no se compra, no se expropia, no se cambia ni se enajena. Dicho principio, lo inalienable, que corresponde a la inefabilidad del poder religioso e imperial, implica algo más que una dimensión política o económica. Conlleva una densidad simbólica adicional, una profundidad sin suturas ni disminuciones y una relevancia mistérica.
surgeons, and hunters; playthings to train both mind and body; exotic weapons: exotic, elegant clothing; dolls wearing the traditional costume of foreign nations: and finally valuable pieces of clothing and jewelry belonging to the forebears of the ruling family» (Bredekamp 29). 12 «The cabinets of wonders were distinguished in German as pieces of furniture used as display cases and Works of art in their own right (Kabinettschränke, Kuntschränke, WunderKabinette, or Wunderschränke), or as entire rooms known as Wunderkammern, harmoniously conjoining art and science (…) The Wunderkammern were most often described as collections of curious objects, displayed for ostentation or for the study of some art or science. From their inception, cabinets of curiosity were caught between wonder and the marvels of nature, man, and God, yet they oscillated also between the fear of and the desire to transgress God’s secrets» (Spitta 29). Véase también la diferencia que con estas Wunderkammern establece Checa Cremades para las colecciones imperiales españolas y, para los orígenes de la museística: Impey, Scheicher, Seelig.
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Todavía Hernán Cortés parece concedérsela a algunos de los tributos de Moctezuma que envía al emperador.13 Incluso Carlos V mantiene en algunos ejemplares esa categoría de no inventariables, al incorporarlos a sus arcas imperiales en calidad de piezas de altísima representatividad no venal. Pero rápidamente comienza la compraventa de realia azteca y antillana, dispersa entre toda la prole de los Habsburgo14. Y de hecho, la colección antes mencionada de Alberto V se vio considerablemente enriquecida con presentes americanos, recién donados por Isabel de Valois y Felipe II en el año de 1615 en que la frecuenta el anticuario de Padua, Lorenzo Pignoria. Allí seguramente Pignoria contemplaría la cabeza de madera de cierto ídolo de la Florida, que le va a ser especialmente útil para la tesis en ese momento en auge y para el proyecto que tiene justamente entre manos.15 Al proceder a la revisión de Le vere e nove imagini de gli dei delli antichi de Vicenzo Cartari, la exitosísima mitografía de 1553, ya un poco anticuada en los inicios del Barroco, Pignoria se decide a reeditarla con la incorporación de noticias sobre las prácticas religiosas novomundistas que, sobre todo a través de López de Gómara, su máxima fuente, se estaban difundiendo por Europa. Hasta entonces, ninguno de los importantes centones ni de las polianteas que recogen los mitos clásicos, 16 habían sido capaces de dar cuenta 13 «Cortés began sending Aztec treasure back to Iberia in an effort to gain Charles V’s approval the precious objects as gifts from a newly encountered, potential client Kingdom. […] In his public letters, Cortés emphasized the regalia symbolic meanings of the gifts» (Johnson 88, 99 y ss.) 14 Margarita de Austria también será receptora de los regalos transatlánticos que ella incorpora a su biblioteca: ornamentos, joyas, espejos, collares, armas y escudos, algunos de los cuales se donan a su vez a otros representantes de los Habsburgo y a dos dignatarios de alto rango. El duque de la Lorena obtendrá de Margarita espadas, abanicos de plumas y dos cabezas de animales, un presente con el que intentaba sellar la paz con Francia. Como el arzobispo Alberto de Mainz ejercía un papel muy activo en la política del Sacro Imperio Romano, recibió un suntuario envío de arte plumario, coronas y otras piezas delicadas con las que inclinar su voto a favor de Fernando, el candidato de Margarita (Johnson 89). 15 Véase para el proyecto de Pignoria, sus fuentes y su visita a la colección de Albrecht V, Mason 138. 16 «La gran corriente alegórica de la Edad Media, muy lejos de agotarse, se prolonga y amplía aún más (…) Hay quien cree reencontrar el secreto perdido de la
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de las variantes idolátricas de las Indias descubiertas: ni el de Gyraldi (1548), ni los de Natale Conti (1551) o, ya en lengua vernácula, tampoco el de Johannes Herold (1554). Quizá debido a la relevancia que el estudio de Cartari adquirió entre los círculos pictóricos del xvi, a los cuales servía de documentación para la representación del Olimpo, Pignoria no se atreve a remozarlo demasiado y mantiene escrupulosamente separados los dos mundos, el de los espejismos de la gentilidad grecolatina que había fijado Cartari y el de los yerros y aberraciones americanas que él incluye y destina a una segunda parte en «Apéndice»; esto es, al paratexto de la obra, a los márgenes del archivo clásico, rincón bastardo que además debe compartir con santones hindús, dioses sintoístas, extravagancias orientales. América jamás asciende al Olimpo. Paralelamente Pignoria será capaz de imaginar otra estratagema con la que se preserve la diferencia jerárquica entre idolatrías. Para ello apelará a los prodigios de Egipto en los que apuntalar la principal tesis de su trabajo: que los dioses mexicanos se parecen en mucho a los adorados en las tierras que baña el Nilo, cuyas conexiones Pignoria subraya al colocar a ambos lados de sus deidades de Indias los «cartuchos» egipcios que viera en la Tabula Isiaca, una placa de bronce exhumada durante las excavaciones en la Campania hacia 1527. Porque la tesis final del «Apéndice» de Pignoria afirma que las cercanías entre culturas, las coincidencias entre credos y entre sus imágenes no tiene más valedor que el demonio, ese «simio de dios», dice Pignoria, que las alienta para sembrar la duda y llamar a la admirada devoción de su poder. Sus creaciones, contrafactas deformes de la divina, reiteran sin gracia los misterios de la fe: es Lucifer el que inspira la revuelta coyuntura de advocaciones hindús, japonesas, chinas o budistas que dan colofón a esta colección de dioses indianos de Pignoria, por la cual el comparatismo cultural se ofrece como una disciplina practicada en los infiernos. Frente a las condiciones de producción y consumo como corazón de los estudios de cultura material para el primer mundo, en
sabiduría antigua cuando no hace más que volver a la doctrina que los Padres habían heredado de los últimos defensores del paganismo; se jacta de pisar las huellas de Platón, pero solo sigue senderos trillados desde Fulgencio» (Seznec 91).
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los territorios surgidos de una dominación colonial, desde el giro crítico propiciado en la década de los ochenta, la disciplina se ha interesado más por el seguimiento de la circulación de sus objetos. A este distinto comportamiento ––uso y gestión para el intercambio europeo, desplazamiento e imposición para la permuta americana––, viene a sumarse la cuenta pendiente que, dentro de esta última perspectiva, supone el seguimiento de las transacciones transatlánticas, de las negociaciones de ida y vuelta17. De hecho, si procedemos a enfrenar el hábito divinizado de Juan Calero con las comparaciones cairotas en la que Pignoria disuelve la propiedad singular de la teofanía azteca, podemos percibir de inmediato que nos encontramos ante dos dinámicas distintas en la historia de los canjes culturales y no solo debido a que ambas operen sobre escalas opuestas de la jerarquía icónica. La reverencia indígena, al concentrarse en el fetiche del conquistador elevado a dios del conquistado, contrasta de modo rotundo con la desacralización y tráfico europeos que reparten y regalan los elementos más señalados de la adoración nativa. Además esta última parece empeñada en restaurar al sitio expoliado formas sucedáneas de la sacralidad robada, aun cuando dichas formas pertenezcan al repertorio semiológico del invasor. Por el contrario, el europeo socava el símbolo indígena para neutralizar su potencial desestabilizante, convirtiéndolo en un artefacto sin apenas trascendencia representativa y en ruptura absoluta con el código de origen. Como señala Stephen Greenblatt, el objeto desplazado de su lugar provoca experiencias ambiguas (19), pero sobre todo desencadena ––si tenemos en cuenta el cambio de orientación que Silvia Spita introduce en el modo de abordar la cosa exportada, expropiada o impuesta–– un problema en primera instancia epistémico: ¿qué hacer con él? ¿Dónde ubicarlo y regresarlo a un orden?: un gesto imprescindible para que ese objeto inestable no solo se reu-
17 Creo importante subrayar estas dos velocidades en la tarea de apropiación y reenvío de objetos entre Nuevo y Viejo Mundo, véase, en ese sentido, North, Zamora, Schmale, Ette, Yun-Casalilla, Böger y Pieper, entre otros.
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bique sino que además coopere con el sistema, en lugar de ponerlo en crisis18. La secularización de estos elementos sagrados, su conceptualización en el esquema de lo exótico, su anatematización o repudio como barbarie son solo algunos de los procedimientos que permitirán, al precio de perder su sacralidad primitiva y su sentido básico, la adquisición y posesión en la Europa del iniciado siglo xvii. La imagen religiosa indígena parece desvirtuarse en el camino paulatino de instalarse en la centralidad representacional del poder del Imperio, dentro de la cual no obtiene sitio propio sino en los márgenes de un sistema que con dicha marginación confirma. Mientras que, a su vez, el imaginario occidental en manos americanas toma lugar, como veíamos, bajo la lógica derridiana del suplemento, vaciándose para ello del significado de partida para obtener el que el emplazamiento le brinda, pero conservando su condición sacra en ambos polos de la extradicción sobre él ejercida. Así, resulta sorprendente recordar el comentario del licenciado Polo de Ondegardo, guardián o confiscador de las momias incas en el Cuzco, cuando descubre que las ofrendas, dedicadas en las iglesias cristianas, las enderezan luego los indios e indias «en sus intenciones a lo que usaron sus antepasados» (1584). En contrapartida con el reduccionismo de la mirada mercantil barroca, la puntualización de Polo prueba con creces la elasticidad del sistema simbólico autóctono cuya supervivencia se conduce negociando lo que integra, aclimatándolo de modo dúctil y operativo, en prácticas tan clandestinas como hábiles y todo ello dentro de una plasticidad que contrasta con lo impenetrable y estratificado del archivo material europeo.
18 «Wonder, according to Stephen Greenblatt, causes a rift and a cracking apart of contextual understanding, and thus constitutes an elusive and ambiguous experience. While illuminating, analyses like Greenblatt’s quickly slip away from the wonder-arousing object to the awed subject. If we focus differently, and stay with the object rather than highlight the emotion of the observer, the enormous role of misplaced objects in the formation of our modern epistemology comes fully into view. Indeed, as I argue throughout, it is not the awed subject, but rather the misplaced object, that causes a rift in understanding» (Spitta 5).
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El tornaviaje de la conquista: iconografía del indio honrado en el teatro del Siglo de Oro Carlos Brito Díaz Universidad de La Laguna
Francisco Ruiz Ramón (1993: 13) se quejaba de la desatención literaria hacia el tema americano en nuestros autores del Siglo de Oro, con la honrosa excepción del poema épico de Ercilla: A la deslumbrante riqueza y variedad de las Relaciones y Crónicas de Indias corresponde inversamente la increíble pobreza, cuantitativa y cualitativamente a la vez, del tema americano en el teatro clásico español. Pobreza igualmente visible en los otros géneros literarios; pues no hay ni un Romancero de América, ni una novela de América ni un teatro de América de envergadura producidos por los autores españoles de los siglos xvi y xvii.
A pesar de este modesto panorama general también reconocía que abundan, especialmente en la dramaturgia áurea, las alusiones a América —vocablo que emplea por vez primera Calderón en La aurora en Copacabana ya mediada la centuria—, a las Indias o al Nuevo Mundo, que se estigmatizan como tópicos en la escena con la miopía colectiva que los europeos impusieron al continente recién incorporado1. El prejuicio de la desatención dramatúrgica ha1 En esos términos se manifiesta, entre otros, Glen F. Dille (1988: 492): «Es difícil pensar en un género más adecuado que la comedia para interpretar y difundir la fortaleza y valentía de los conquistadores y para hallar inspiración en lo
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cia lo americano se deshace, cuando menos, si reparamos en que los más notables ingenios de la escena —Lope de Vega, Tirso y Calderón, entre otros— dispusieron la empresa colonial para algunas piezas, cuyo repertorio se amplía en el ámbito del teatro breve (Urzáiz Tortajada y Brioso Santos 2001): Lope de Vega convocó su «invención de América» en tres dramas, El Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón, Arauco domado y Brasil restituido, amén de la avanzadilla antropológica que del indígena deslizó en Los guanches de Tenerife y conquista de Canaria; Tirso hizo lo propio con su trilogía sobre los Pizarro, escrita al dictado de sus mecenas: Todo es dar en una cosa, Amazonas en las Indias y La lealtad contra la envidia, mientras que Calderón paga su tributo con La aurora en Copacabana, ya aludida. También contribuyeron a dramatizar el Nuevo Mundo Ricardo del Turia con La belígera española, Francisco González de Bustos con Los españoles en Chile, las dos piezas de Gaspar de Ávila El gobernador prudente y El valeroso español y primero de su casa Hernán Cortés, Luis Vélez de Guevara con Las palabras a los reyes y gloria de los Pizarros, Antonio Enríquez Gómez (bajo el pseudónimo de Fernando de Zárate) con La conquista de México, Andrés de Claramonte y El nuevo rey gallinato y, por último, la comedia de creación colectiva Algunas hazañas de las muchas de don García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, escrita por nueve ingenios (Ruiz de Alarcón, Mira de Amescua o Guillén de Castro, entre otros). Sin embargo, la más temprana exótico que era por excelencia el Nuevo Mundo con sus ciudades fabulosas y su geografía imponente. No se puede argüir que después de un siglo no había tiempo suficiente para que los dramaturgos tuvieran una idea de la importancia del Nuevo Mundo, o que no tuvieran fuentes sobre las conquistas». Sobre la reorientación de las fuentes del Nuevo Mundo al sistema dramático de Lope de Vega, véase el trabajo de Alessandro Martinengo (2001: 5-20). Uno de los aspectos que analiza es el del «inicuo intercambio euro-americano» sobre un episodio amoroso español-india donde se truecan alfileres por oro, «contraponiendo el metal más noble al vil metal del que están forjados los alfileres; además de insistir así en su idea fundamental de identificar codicia y sensualidad, es ésta, creemos, su manera original y, es cierto, matizada por el humor (no sirven alfileres para prender vestidos que no existen) de aludir al gran drama histórico del encuentro entre dos mundos» en relación con los versos irónicos puestos en boca del soldado Arana («A andar así las mujeres/ de España, ¿quién se quejara?/ Mas si tanto oro sobrara,/ ni aun pidieran alfileres») sobre «la facilidad de las mujeres indígenas, directamente derivada del hábito de vivir desnudas» (19).
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inspiración teatral sobre el nuevo continente es la escena XIX del Auto de las Cortes de la Muerte, obra de Michael de Carvajal y Luis Hurtado de Toledo, editada en 1557 y compuesta al calor de las controversias de Valladolid entre Las Casas y Sepúlveda: la disputa decantó una tipificación del indio que se proyectaría en el itinerario del pensamiento español y una iconografía oscilante entre la degradación y la dignificación del indígena, extremos en los que asoma la vieja «disputa que desde casi principios de siglo había enfrentado a encomenderos, que defendían el derecho a la conquista violenta y a la explotación de los indios como mano de obra, y misioneros, especialmente dominicos, que propugnaban el trato humano y la conquista pacífica» (Ibidem: 19). En la referida escena se dan cita ante el Tribunal de la Muerte un grupo de indios presididos por su cacique. Con el palimpsesto obligado de las Danzas de la Muerte asisten al juez tres magistrados paradigmáticos, san Agustín, san Francisco y santo Domingo, como legación alegórica de las tres grandes órdenes evangelizadoras en el Nuevo Mundo, que actúan como defensores de los indios y mediadores con el acusado, el cristiano, cuyos testigos de descargo son, en redondo sarcasmo, Satanás, Carne y Mundo, los inequívocos enemigos del alma. Tras alegar su condición de evangelizados se desata un encendido parlamento que acoge algunos de los más reprobados móviles del conquistador (la crueldad, la codicia, la corrupción, la belicosidad, la explotación, el expolio) que se fijarán como estereotipos dialécticos; por boca del cacique se destila la doctrina lascasista (Carvajal y Toledo apud Ruiz Ramón: 262): ¿Qué campos no están regados con la sangre, que a Dios clama, de nuestros padres honrados, hijos, hermanos, criados, por robar hacienda y fama? ¿Qué hija, mujer ni hermana tenemos que no haya sido más que pública mundana por esta gente tirana que todo lo ha corrompido? Para sacar los anillos, ¿qué dedos no se cortaron? ¿Qué orejas para zarcillos
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Carlos Brito Díaz no rompieron con cuchillos? ¿Qué brazos no destrozaron? ¿Qué vientres no traspasaron las espadas con gran lloro? Destos males, ¿qué pensaron: que en los cuerpos sepultaron nuestros indios su tesoro?
Esta dolorosa imprecación, con el tono convencional que concede una decente majestad moral a las autoridades indígenas, desliza la asimilación artificial de los habitantes del Nuevo Mundo a los códigos y conceptos del Viejo, destilados en los paradigmas de la honra y de la fama, a los que se acreditan incluso antes de estar evangelizados: «honrados aun antes de ser civilizados», en feliz expresión de Isabel Castells (1998: 88). No aludimos solo aquí a las licencias dramatúrgicas en virtud de las cuales las muchachas indígenas se comportan como damas cortesanas, ni al estandarizado lenguaje caballeresco con que europeos e indios logran entenderse, ni a las preconcepciones con las que, en la ficción dramática, una civilización de sustrato se somete con inexplicable diligencia a la civilización de superestrato. Estos tácitos formulismos teatrales, legitimados por la comedia nueva lopesca, esconden ciertas estrategias de transculturación paradójica, que descansan en la irresoluble incompatibilidad de dos latitudes etnográficas en conflicto, y cuya identidad se define mediante la perspectiva antagónica de los conquistadores que simulan dar voz a los conquistados2. El signo teatral de esta dialéctica genera una tipología de caracteres contaminados por la irrealización moral a que son sometidos: la comedia de tema americano alegorizó la estandarización del indio bajo un arquetipo en el que los dramaturgos —Lope a la cabeza— amalgamaron polos paradigmáticos merced a la conjunción de «la visión de Las Casas —el Indio víctima, manso, humilde, inofensivo, pacífico—, la de Colón —el Indio otro, buen salvaje—, la de Sepúlveda —el Indio objeto, bárbaro, inferior, feroz— y la de Ercilla —el Indio mitificado, noble de ánimo y bello de cuerpo—» (Ruiz Ramón
2 Sobre la adaptación antropológica de los indígenas guanches canarios al molde etnológico de los indios americanos, véanse Sebastián de la Nuez Caballero (1998: 19-96) y nuestros trabajos (1998: 409-421) y (2000: 19-33).
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1993: 12). Esta figura dramática generó pintorescas variantes del mundo indígena: comparecen en las comedias el guerrero rebelde y antagonista del conquistador castellano, el cacique cuya majestad compite en nobleza con las autoridades extranjeras, el hechicero o brujo (bajo la identidad de agorero o adivino) que presagia con veladas profecías el cumplimiento de la historia oficial y el indio simple y cobarde pero lúcido, que adopta el perfil del gracioso o donaire a la usanza europea y se comporta como los criados convencionales de la escena. Hemos de añadir en la nómina a los tipos femeninos indígenas bajo la forma de princesa aguerrida, que defiende su virtud, su amor o a su pueblo, o bajo el tipo de la india crédula y elemental que es objeto de manipulación por parte de los conquistadores. La imagen del indio que nos revela el teatro del Siglo de Oro pone a prueba una vez más la ingeniosa teoría de Edmundo O’Gorman de que América no fue descubierta sino inventada por los europeos del siglo xvi una vez superado un doble ejercicio de reticencia e incorporada como «cuarta parte» del mundo: En efecto, vemos que no solo se reconoce la independencia de las nuevas tierras respecto al orbis terrarum y, por lo tanto, se las concibe como una entidad distinta y separada de él, sino que —y esto es lo decisivo y lo novedoso— se atribuye a dicha entidad un ser específico y un nombre propio que la individualiza. Mal o bien, pero más bien que mal, ese nombre fue el de América que, de ese modo, por fin, se hizo visible. Podemos concluir, entonces, que hemos logrado reconstruir, paso a paso y en su integridad, el proceso mediante el cual América fue inventada. Ahora ya la tenemos ante nosotros, ya sabemos cómo hizo su aparición en el seno de la cultura y de la historia, no ciertamente como el resultado de la súbita revelación de un descubrimiento que hubiese sido exhibido de un golpe un supuesto ser misteriosamente alojado, desde siempre y para siempre, en las tierras que halló Colón, sino como el resultado de un complejo proceso ideológico que acabó, a través de una serie de tentativas e hipótesis, por concederles un sentido peculiar y propio: el sentido, en efecto, de ser la «cuarta parte» del mundo. (O’ Gorman 2006: 172-173)3
3 Arturo Uslar Pietri (1996) radicaliza la visión o’gormiana afirmando que «América no fue descubierta»: «En rigor, lo que Colón y sus compañeros de viaje encontraron no fue sino una parte, importante pero limitada, de lo que más tarde vino a constituir el hecho americano, como fueron la realidad geográfica y natural y la presencia del indígena. A diferencia de lo que fueron las colonizaciones europeas
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Por un lado, debieron reajustar la revelación de la realidad nueva a los modelos clásicos rescatados por el Humanismo, condición que relativiza el aperturismo de la Europa renacentista al hacer valer la autoridad sobre la experiencia y, por otro, se aplicaron a silenciar el estatus de civilización adelantada de las nuevas latitudes con el disfraz de una cartografía imaginaria, que emplazó a sus tierras y a sus gentes a un limbo neolítico. Ambos prejuicios mediatizaron la iconografía del indio y de lo indígena en los corrales y tablados áureos. El modelo del buen salvaje4, avanzado en la Edad Media, se complació en las excelencias de una vida sencilla y pobre y «los franciscanos y algunas herejías cristianas llegaron a proponer la desnudez de los pueblos “salvajes” [como] una señal de inocencia y de pureza» (Sebastián 1992: 8). Este cliché clásico (rastreable de Hesíodo a Horacio) contaminó las primeras representaciones del indio americano por parte de los grabadores e ilustradores de libros, que en Asia y en África en el siglo xix, el nuevo hecho histórico tomó de inmediato un papel preponderante. Haber logrado que en no mucho más de medio siglo las poblaciones indígenas y africanas se hicieran cristianas, hablaran español y entraran a formar parte de una nueva realidad social es un hecho sin paralelo en la historia moderna, que constituye el rasgo más importante y original de la historia americana» (343). 4 A propósito de Arauco domado afirma Patrizia Garelli (1981: 293): «El indio, que combate la penetración de los conquistadores, no está, para Lope, ni privado de inteligencia ni desprovisto de actitud bélica. Por el contrario es un ser que da a entender su natural inclinación a la lucha. La intervención del hombre blanco no perturba el orden de un mundo pacífico e idílico; el mito del “buen salvaje” lo rechaza Lope categóricamente en Arauco domado». En correspondencia, la conquista es la empresa de un conjunto de hombres anónimos en quienes Lope confía el espíritu nacional de carácter intrahistórico: «Mostrar un enemigo valeroso y preparado equivale, indirectamente, a ensalzar las virtudes militares de los españoles. Lope presenta la conquista como momento cumbre de la actualización de las aspiraciones político-religiosas de todo un pueblo. No se trata, pues, de la empresa de algunos grandes personajes cuyos nombres se eternizan en la historia, sino de un suceso que se realizó también gracias al valor de hombres oscuros, cuya procedencia, cuya clase social, pueden callarse, pues todos son hijos de la gran patria española. El más humilde de los espectadores puede identificarse, de este modo, con los hombres que participaron en la empresa colonial desempeñando un papel secundario, y vivir los momentos culminantes de la exaltación nacional. Lope no dudaría en confiar la enseñanza religiosa de los nativos a estos hombres, aunque se trate de simples marineros, como si las fatigas, las dificultades, las vigilias y, sobre todo, la nostalgia por la patria y la familia pudieran purificar sus intenciones, con frecuencia no propiamente espirituales» (294).
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no hicieron otra cosa que reproducir las visiones idealizadas que los primeros cronistas de Indias habían expurgado entre sus lecturas, como hizo Colón de los supuestos viajes del inglés Juan de Mandevilla (John de Mandeville) en el Libro de las maravillas del mundo, obra muy leída desde la Baja Edad Media y en la moda de los mirabilia. Asimismo, el lastre de la antropofagia5 como propiedad del indio americano lo arraigó la célebre carta de Americo Vespuccio a Pier Francesco de Medici (París, 1503?-Augsburgo, 1504), a la que se irán sumando otras voces con noticias de razas marginales o monstruosas, como los hombres con hocico de perro o cinocéfalos o canefalles (que Colón leyó en el libro de Mandeville, pero ya presentes en Ctesias según Plinio) o los panocios, con hipertrofia en algún órgano y desarrollo desmesurado de las orejas (también ya en Ctesias y Megástenes) o los cíclopes, los esciápodos que se cubren con su único pie o los hombres acéfalos con el rostro a la altura del pecho (que Plinio y san Isidoro habían denominado blemias): América asumió la topotesia generada por la brumosa mitología, por los bestiarios y por las deformaciones incitadas por la fabulación del mundo clásico y concretó el imaginario de las tierras lejanas de las que se hablaba en obras enciclopédicas de la Antigüedad y de la Edad Media e irradiadas de manera nociva por obras como la de Mandeville. En las comedias del Siglo de Oro los dramaturgos tratarán el canibalismo y la antropofagia como un elemento folclórico y, en ocasiones, cómico: en Arauco domado el gracioso español, Rebolledo, preso y a punto de ser asado y devorado, hace uso de un ardid para escapar fingiendo una enfermedad grave que se llama «escapatoria»; en El Nuevo Mundo Dulcanquellín previene un banquete de agasajo para los españoles «con cuatro criados / de los 5 Ingrid Simson (2001: 1219) destaca el carácter lateral del canibalismo en el teatro áureo frente a su presencia en las fuentes historiográficas debido a razones ideológicas: «Los indígenas americanos en el teatro del Siglo de Oro tienen que adaptarse a las normas cristianas. Según el carácter didáctico de la comedia del Siglo de Oro, los indios —como los salvajes de otras regiones— tienen que ser convertidos a la religión cristiana. Por eso, las figuras del teatro no pueden ser caníbales verdaderos. Aunque sean salvajes, tienen que pertenecer a la especie humana y tiene que existir la posibilidad de que se conviertan a un vida cristiana y más civilizada. Figuras que practicaran el consumo de carne humana estarían en contra de esas exigencias del género. El antropófago verdadero excedería los límites de lo posible en las comedias».
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más gordos que hallares» —le dice a Auté— y «los pon en la mesa asados, / entre silvestres manjares» (Lope de Vega 1980: 30). El remate simbólico lo sirve Lope de Vega en su auto sacramental La araucana donde Caupolicán-Cristo se ofrece como vianda frente al rival Rengo-Satanás como alegoresis de la eucaristía: las prácticas caníbales se trasmutan en argumentos a favor de la religión católica. Influidos por los cronistas de Indias y por las leyendas que suscitó el Descubrimiento, la primera alegorización6 de América fue su definición simbólica como cuarta parte del mundo en los repertorios y tratados iconográficos junto a las imágenes de Europa, Asia y África: al margen de la cartografía y del arte decorativo para la fiesta emblemática, la representación que fija la alegoría es la estereotipada en la Iconología (Roma, 1593) de Cesare Ripa, tratado de prestigio y muy editado que gozó de estimación entre los artistas y escritores del Barroco. Viene descrita del siguiente modo: La pintamos sin ropa por ser costumbre y usanza de estos pueblos el andar siempre desnudos, aunque es cierto que se cubren las vergüenzas con ciertos paños que hacen de algodón y cosas semejantes. La corona de plumas es el adorno que suelen utilizar más comúnmente; y aún se puede decir que en ocasiones acostumbran a emplumarse el cuerpo por entero… Arco y flechas son las armas que emplean de continuo… El cráneo humano que aplasta con los pies muestra bien a las claras cómo aquellas gentes, dadas a la barbarie, acostumbran generalmente a alimentarse de carne humana, comiéndose a aquellos hombres que han vencido en la guerra, así como a los esclavos que compran y otras diversas víctimas, según las ocasiones. En cuanto al lagarto o caimán es animal muy notable y abundante en esta parte del Mundo… (Ripa 1987, II: 109)
Esta figuración consolida dos preconcepciones, ya apuntadas en fuentes precedentes y heredadas sucesivamente (de cronistas a literatos, de grabadores a pintores), de la civilización indígena: la barbarie, que se pinta en el teatro con los prejuicios del primitivismo religioso (frecuentemente politeísta), social (al amparo de una estructura primaria de clan o tribu posneolítica) y moral (bajo el estigma de desór6 Para el teatro, véase el estudio panorámico de Miguel Zugasti (1998: 449469) donde hace un recorrido que abarca de los Diálogos de apacible entretenimiento de Gaspar Lucas Hidalgo (1605) a las loas calderonianas.
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denes como el canibalismo, la hostilidad y la ausencia de raciocinio), y su permeabilidad bajo la dialéctica escénica de la manipulación/ credulidad, adulteración/inocencia y sometimiento/claudicación de dos realidades de integración inviable: no es fortuito que el teatro desarrolle la estrategia del conflicto bélico para justificar la connatural incompatibilidad de ambas civilizaciones, ni que el indio sea contrafigura del conquistador cuyo antagonismo inicial, fundado en los derechos de la tierra y de la libertad, se disuelva incomprensiblemente (de ahí el deus ex machina articulado sobre el milagro o la aparición sobrenatural) cuando se conciertan uniones y se desagravian deshonras. El honor de Dácil en Los guanches de Tenerife, el de Fresia en Arauco domado, el de Guacolda en La belígera española o el de Tacuana en El Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón mimetizan la dignidad personal con la colectiva y descubren impropiedades étnicas que confunden la emancipación con la ofensa a un principio moral, el del buen nombre personal bajo la ética de la apariencia, que en modo alguno corresponde a la naturaleza del indio. Cuando los graciosos indígenas desnudan los móviles profundos de los españoles (codicia material y sexual) se conducen con la consigna de la moralización como los sirvientes sermoneadores que en la comedia nueva ejercen de conciencia externa de sus amos o señores. El teatro incorpora incluso la presencia de anaconas o yanaconas en pareja similitud de los sirvientes o subalternos del drama áureo, como comparsas que hacen sentir el paisaje de una sociedad jerarquizada como telón de fondo. Mención aparte merece la conducta de las muchachas indígenas como discretas enamoradas de la comedia ante el irresistible atractivo de los conquistadores: Palmira y Erbasia, en Los guanches de Tenerife, son seducidas y engañadas por sus amantes castellanos con el subterfugio de haberles «regalado el alma», abstracción que no alcanzan a entender pero que consideran justo pago del servicio amoroso. La india Tacuana, en El Nuevo Mundo, disfraza la restitución de su honra, tras su secuestro, como un ardid para que el español Terrazas desate su reprimida atracción mientras cumple con la encomienda de devolverla a su esposo legítimo: Basta, que aqueste español no es Dios, pues que no conoce el pensamiento que traigo,
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Pueden multiplicarse los ejemplos y en todos ellos resulta inverosímil la inconcebible rapidez con la que las mujeres indias claudican ante el extranjero, del mismo modo vertiginoso con el que se someten a la religión ajena desestimando la propia, a pesar del milagro que genera la conversión siempre con la violencia forzada de un deus ex machina (una cruz que reverdece, la aparición de un santo o la Virgen). Debemos entender que esta acelerada entrega se debe a la connatural síntesis dialéctica que impone el tempo dramático, donde se escamotea el largo proceso de rendición de la voluntad de las muchachas indígenas a los aguerridos guerreros. Sin embargo, los empleos, argucias, modos y añagazas con que se conducen las mujeres indias, más damas avezadas que primitivas bárbaras, proceden del decálogo de la comedia nueva en una suerte más de irrealización con la que el teatro conceptualiza la naturaleza americana, concebida como un motivo dialéctico más en el arsenal temático de la historia cercana. Los dramaturgos del Siglo de Oro, al modo de los cronistas, grabadores, epistológrafos e historiadores de Indias, percibieron América como la formalización de una auctoritas, como la ejecución de un paradigma intelectual tamizado a través de las leyendas, figuraciones, relaciones, tratados, enciclopedias y epopeyas con que se fue desdibujando la realidad verdadera bajo la miopía de la ficción, que se impuso a la primera. No es cierta la desatención de la comedia áurea hacia el tema americano: simplemente ocurrió que los dramaturgos fijaron los estereotipos indígenas sobre los modelos clásicos, derivando el fructífero encuentro de dos civilizaciones hacia el signo de la incompatibilidad, que se hace visible en la imposibilidad de una coexistencia confirmada por la historia y disfrazada por la dramaturgia (como la crónica o la epopeya) con el espejismo de la convivencia. El teatro subraya la inadaptación de los indios al Viejo Mundo tras la conquista y la colonización de
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América, punto inicial de un recorrido histórico que se cierra, circularmente, en el arquetipo del indiano, el retornado enriquecido en la carrera de las Indias que tampoco pudo reintegrarse a la corte y a la vieja Europa, en su más desarrollado paradigma del tornaviaje7. Entrevisto como un grosero arribista, objeto frecuente de desprecios y de envidias, el perulero o chapetón, que ambicionaba hábitos y honores, fue incorporado por Lope de Vega tempranamente a la galería de figuras teatrales de la comedia nueva y cruza toda su trayectoria, desde las primaverales comedias de la década de 1580 a la otoñal Dorotea. El retornado de la aventura de Indias se convertía así en el símbolo de nuevos vicios, como la avaricia, el materialismo, la vulgaridad, el poder corruptor del dinero y la falta de respeto a las jerarquías, actividades asociadas a los judíos8; no en vano la comedia hagiográfica legitimó modelos americanos de 7 Para el primer Lope, véase el completo estudio de Julián González-Barrera (2008) donde analiza los trasiegos del viaje de ida y de vuelta en relación con las personas pero también con los objetos que pasan de una orilla a otra (Esperanza López Parada da buena cuenta de ello en su trabajo en este libro) y que se revalorizan, especialmente las esencias, polvos y pieles que se cotizan como artículos de lujo o se aplican a la cosmética y a la medicina (véase especialmente 201 y ss.) y que amplían la oferta comercial de las Indias más allá del oro y de la plata. Nos referimos, claro está, a la fijación de su valor mercantil, un nuevo aspecto del tornaviaje, y no ideológico, pues «algunas de aquellas mercancías, que apenas valían nada en América, alcanzaban precios desorbitados nada más llegar a la Península, por lo que eran codiciadas por los comerciantes extranjeros, que se especializaron en su compra y venta para disgusto de los españoles» (202). 8 La bibliografía sobre el indiano en el Siglo de Oro ha ido alumbrando aspectos relevantes de esta contrafigura del conquistador, a menudo inadaptado en su regreso a Europa: véase Héctor Brioso Santos (1998: 423-434) y las apreciaciones sobre el nuevo tipo sociológico: «En realidad, la honda enemistad contra los indianos era cosa grave, puesto que se los acusaba efectivamente de esquilmar las nuevas tierras en su propio beneficio, de mercadear sin tasa y, en fin, de ser verdaderas almas sin conciencia. De hecho, la frase “más ancho que una conciencia de Indias” se hizo tópica [...] Así pues, una especie de realidad oscilante cervantina parece afectar al venido de las Indias en la dramaturgia de Lope: miserable y pródigo, noble y plebeyo, víctima y agresor, afortunado y desdichado» (428-429). Para mayor ahondamiento del indiano en el teatro áureo véanse los trabajos de Miguel Zugasti (1993) y los tres (Campbell, Martínez Tolentino y Cornejo: 69-82, 83-96 y 97126, respectivamente) contenidos en el monográfico América en el teatro español del Siglo de Oro que la revista Teatro (Universidad de Alcalá de Henares) publicó en el número 15 (2001) y cuyos ecos críticos llegan al teatro de Agustín Moreto (Brioso Santos 2013: 755-762).
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santos en contraste, como san Luis Beltrán o santa Rosa de Lima (Rípodas Ardanaz 2001: 129-142), frente al diablo y la idolatría (McGrath 2001: 143-164). Concluimos: el siguiente grabado de Wolfgang Kilian en la obra del enigmático monje benedictino Honorio Philopono o Philonus Nova typis transacta navigatio novi orbis Indiae Occidentalis (1621) presenta un fondo del océano Atlántico con una enorme ballena junto a varias embarcaciones; por la parte occidental se divisa el perfil de la península ibérica y la costa noroccidental de África; al sur quedan las Islas Canarias —Insulae Fortunatae— y al norte, la isla de San Brandán. El cetáceo presenta en su lomo un altar con un sacerdote y fieles asistiendo a la celebración de una misa. El grabado desliza una vieja leyenda que se remonta —según Sebastián (1992: 104 y ss.)— a unos cuentos árabes, al texto latino de la Navigatio y al poema del arzobispo Benedit sobre la búsqueda del paraíso por parte del abad irlandés Brandán y catorce compañeros
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hasta el final de la tierra. Esta aventura del pez-isla aglutina las coordenadas con que el Nuevo Mundo fue inventado antes de ser descubierto y europeizado antes de ser civilizado: la interpretación de América no es más que una quimera deshecha cuando el suelo firme sobre el que se celebra la ceremonia de la falsa integración (la misa) no es más que el lomo de un ser marino sumergido en el dominio de la leyenda y del misterio. Bibliografía Brioso Santos, Héctor. «La figura del indiano teatral en el Siglo de Oro español». En Concepción Reverte Bernal y Mercedes de los Reyes Peña (eds.). América y el teatro español del Siglo de Oro. Actas del II Congreso Iberoamericano de teatro. Cádiz: Universidad de Cádiz, 1998, pp. 423-434. Brioso Santos, Héctor. «Lo peor de ambos mundos: dos entremeses americanos de Luis Quiñones de Benavente y Vicente Suárez de Deza». Teatro. Revista de Estudios Teatrales 15 (2001), pp. 227-250. Brioso Santos, Héctor. «“He hallado las Indias en este hombre”: América en el teatro de Agustín Moreto». En Alain Bègue y Emma Herrán Alonso (eds.). Pictavia aurea. Actas del IX Congreso de la AISO (Poitiers, 11-15 de julio de 2011). Toulouse: Presses Universitaires du Mirail (Anejos de Criticón 19), 2013, pp. 755-762. Brito Díaz, Carlos. «Canarias y América: el mundo aborigen en dos piezas teatrales de Lope de Vega». En Concepción Reverte Bernal y Mercedes de los Reyes Peña (eds.). América y el teatro español del Siglo de Oro. Actas del II Congreso Iberoamericano de teatro. Cádiz: Universidad de Cádiz, 1998, pp. 409-421. Brito Díaz, Carlos. «“Las otras Indias”: visiones del aborigen canario en el teatro español del Siglo de Oro». Acotaciones 4 (enero-junio 2000), pp. 19-33. Campbell, Ysla. «La otra imagen del indiano en algunas comedias de Lope de Vega». Teatro. Revista de Estudios Teatrales 15 (2001), pp. 69-82. Castells Molina, Isabel. «“Suele Amor trocar las armas con Marte”: la conquista erótica y militar del Nuevo Mundo en tres comedias de Lope de Vega». Anuario Lope de Vega IV (1998), pp. 87-96. Cornejo, Manuel. «Sevilla: puerto y puerta de las Indias. El motivo de la indianización y su papel en las comedias sevillanas de Lope de Vega». Teatro. Revista de Estudios Teatrales 15 (2001), pp. 97-126.
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III. Reinvenciones
Simulación de la oralidad en los Comentarios reales del Inca Garcilaso Ana Valenciano López de Andújar Universidad Complutense de Madrid
Las llamadas crónicas de Indias que, como es bien sabido, se inician con las primeras cartas de Colón y que, por convención, admiten una variedad de géneros, van evolucionando a lo largo del siglo xvi desde unos relatos esencialmente descriptivos hacia los que, entrado el siglo xvii, asumen una mayor conciencia del significado histórico de la conquista. Bien es cierto que, en ambas etapas, los cronistas pretendieron dotar a sus narraciones de verosimilitud; escribir hazañas creíbles, de las que ellos podían ser los protagonistas, con el fin de obtener prestigio y, por supuesto, beneficios1. El Inca Garcilaso de la Vega intentó asimismo dotar de verosimilitud a su crónica dirigida prioritariamente a lectores europeos pero también a «compatriotas» americanos como él, en este caso desde una experiencia muy particular, unos amplísimos conocimientos de fuentes escritas y orales, y un dominio de las técnicas narrativas renacentistas volcadas en los Comentarios íntimamente
1 Un caso paradigmático de ese intento generalizado de verosimilitud (difícilmente de veracidad) lo encontramos en los Naufragios de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, cuya edición prínceps apareció en Zamora, en 1542 (2000). Pese a la advertencia que Cabeza de Vaca nos adelanta en el Proemio dirigido al monarca cuando, aludiendo a su obra, dice que escribió «con tanta certinidad que, aunque en ella se lean cosas muy nuevas, y para algunos difíciles de creer, pueden sin duda creerlas», pretendió que se le adjudicara la facultad de resucitar a los muertos a la manera de Cristo (76).
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ligados a la trayectoria vital del autor. Esa verosimilitud, que el cuzqueño alcanza en diversos pasajes de su obra a través de una oralidad simulada en la escritura y un narrador que toma las riendas del relato, como se pretende mostrar en este trabajo, ofrece unas estrategias narrativas que lo acercarían a los lectores de su época y que han contribuido a mantener la vigencia de su crónica. A la traducción de los Diálogos de amor de León Hebreo, con la que Garcilaso se dio a conocer, le siguió La Florida, publicada en Lisboa en 1605, que inició su obra cronística y que contó en su día con dos redacciones, porque la seriedad intelectual del escritor le obligó a incluir determinada información que llegó a sus manos cerrada ya la primera redacción. Se trata de una narración de las llamadas «de oídas» de la fracasada expedición de Hernando de Soto y el que le informó, «capítulo por capítulo» en palabras del cronista, fue un tal Gonzalo Silvestre que había participado en la expedición; además, como señala también Carmen de Mora (1988) en la introducción a su edición de esta crónica, el hecho de que el autor no hubiera formado parte de la expedición no evitó que Garcilaso se implicara en el relato a través de comentarios destinados a fijar la veracidad histórica de los hechos. Y, aunque dado el tipo de relato predomine el estilo indirecto, en La Florida vamos a encontrar ya un intento de simulación de oralidad cuando «el narrador cede la palabra a sus personajes o deja que se oiga su voz» (69) con la intención de aportar más dramatismo y vivacidad a la narración. Finalmente, su obra magna fue publicada en dos partes: los Comentarios reales, un proyecto anunciado desde 1586, aparece en el año 1609 en Lisboa y la segunda parte, la Historia General del Perú, fue publicada en Córdoba en 1617, muerto ya Garcilaso. Pese al interés de los numerosos estudios existentes sobre la figura del Inca y sobre sus escritos, son múltiples las posibilidades de acercamiento que todavía nos brinda la relectura de un texto de las características de esta crónica, tan variada en su contenido como expresiva en su discurso porque, como corrobora Pupo Walker (1978), los Comentarios «necesariamente alcanzan una tensión intelectual y un grado de elaboración que incrementa el atractivo de la narración y que posibilita lecturas diversas del texto» (398), lo que justifica la mencionada proliferación de trabajos críticos dedicados al estudio literario, histórico, lingüístico, sociológico y demás
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de esta interesantísima obra que no viene al caso enumerar aquí. En consecuencia, siempre encontraremos resquicios que, al recorrer el camino por el que discurrió la vida del cronista a la par de la lectura de su obra, nos sigan permitiendo considerar alguno de los aspectos que pudieran afectar a la elaboración de su narración; un texto, madurado a lo largo de muchos años, en el que Garcilaso conjuga con indiscutible destreza su conocimiento directo de las fuentes orales y su maestría para asimilar las estrategias literarias de un escritor renacentista. Uno de esos resquicios, que será el hilo conductor de este breve trabajo, es la posible incidencia en la obra del cuzqueño de los mecanismos y estrategias que le relacionan con la transmisión de los géneros poéticos narrativos de tradición oral, primando en esta ocasión los cantados o dichos en castellano ya que, en último término, fue el castellano la lengua elegida por el cronista para la redacción de sus Comentarios, y si bien encontramos «discursos disidentes» entre los innumerables estudiosos de Garcilaso en función de las diversas propuestas teóricas o metodológicas aplicadas en cada ocasión, sí parece haber bastante consenso cuando se trata de adjudicar al comentarista la capacidad para la redacción de su crónica en un castellano impecable. A lo anterior cabe añadir la escasez de textos transmitidos oralmente en quechua (sobre todo los de poesía de tono épico) recogidos por especialistas conocedores de esa lengua en etapas relativamente cercanas, los inevitables problemas de la transcripción escrita de los mismos y, sobre todo, las dificultades de la traducción a lenguas que poco tienen que ver con la lengua de origen; aunque, desde luego, lo anterior no permita negar las posibles resonancias de las narraciones épicas del entorno quechua (que apenas conocemos) en la redacción del relato. Garcilaso convive con la oralidad La infancia del cronista se desarrolló en el ámbito materno en lengua quechua, por consiguiente en convivencia con una cultura de carácter memorial que, en términos de Walter Ong (1987), podemos considerar de oralidad primaria, puesto que los antepasados peruanos de Garcilaso desconocían la escritura; una cultura en
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la que los géneros de transmisión oral (como lo fueron los cantos laudatorios acerca de los ancestros de los reyes incas a los que alude el escritor) sustituían a los de elaboración letrada, y el término «memoria» era un elemento clave para un pueblo en cuya lengua equivalía al término «corazón». Sin cortar la relación con su madre, se trasladó a la residencia paterna donde recibió la formación propia de un noble, junto con otros mestizos e indios de clase alta, en armas y humanidades y con buenos preceptores, lo que sentaría las bases de su formación letrada, si bien cabe deducir que, a lo largo de su infancia y de su primera juventud, el cronista tuviera que convivir y, en consecuencia, conocer los géneros populares o tradicionales de transmisión oral vigentes en ese período, actualizados tanto en quechua como en castellano. Asimismo, y situándonos en el siglo xvi, viene al caso insistir en que su educación letrada y militar se desarrolló en un ámbito de lengua castellana, en esta ocasión de oralidad secundaria, asimismo en términos de Ong (1987), puesto que se daba a la par que la escritura, y que esa convivencia con el castellano se ampliaría en la dilatada etapa vital del comentarista, desarrollada plenamente en contacto con la lengua peninsular. En cuanto al trasvase de los géneros de transmisión oral de unas comunidades a otras, a veces distanciadas en el espacio y en el tiempo, viene a colación recordar el lapsus del cronista de mediados del siglo xvi, Pedro Cieza de León (1985), si es que, en efecto, se trató de un lapsus, cuando, refiriéndose a la tradición incaica que acostumbraba a utilizar a cantores «profesionales» para rememorar públicamente las hazañas de los antepasados del señor que asumía el poder, escribía en su obra intitulada El Señorío de los Incas: los que sabían los romances (la cursiva es mía) a grandes voces, mirando contra el Inca, le cantaban lo que por sus pasados había sido hecho, y si entre los reyes alguno salía remisio, cobarde, dado a vicios y amigo de holgar sin acrescentar el señorío de su imperio, mandaban que déstos tales hobiese poca memoria o casi ninguna. (56)
Dada la calidad literaria de la crónica, abundan los trabajos que destacan la trascendencia de las fuentes eruditas en la obra de Garcilaso (incluidas, desde luego, las crónicas peruanas), como resultado de las lecturas realizadas sobre todo con posterioridad a su traslado a España en 1560, fuentes en parte documentadas en los
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inventarios de su nutrida biblioteca (Durand 1948: 2), en la que cabe reconocer la ausencia de los llamados «romancerillos», cancioneros o la de cualquier otro testimonio que reflejara el interés de Garcilaso por los textos castellanos de procedencia oral. También son numerosos los estudios dedicados a los Comentarios que enfatizan la incidencia de la oralidad (avalada por el dominio de la lengua quechua del que, orgullosamente, hacía gala el autor) y que remiten, como es natural, a la etapa cuzqueña. Entre estos últimos investigadores se encuentra José Antonio Mazzotti (2005), especialmente interesado en rastrear el trasfondo del sistema cultural quechua en los Comentarios. Pues bien, este mismo estudioso, y frente a aquellos que han primado la influencia del Garcilaso peninsular en el autor de la crónica, ha llamado la atención sobre la importancia de la tradición oral hispánica en los gustos literarios del Inca al señalar que «las preferencias poéticas del inca estaban mucho más cerca de los cancioneros tradicionales y del romancero (…) que del poeta toledano» (179). Los géneros de transmisión oral en la Península Volviendo al contexto cultural en el que se desenvolvió la mayor parte de la vida del cronista, cuando el entonces joven Garcilaso arribó a la Península en 1560, el número de componentes de la élite letrada era, en España, ciertamente muy limitado: la audición de la lectura de las novelas de caballería era práctica común, los cuentos, leyendas y romances amenizaban entonces las reuniones de gentes de toda condición, los dichos y refranes salpicaban la lengua comunitaria y las coplas y chascarrillos eran parte integrante de las celebraciones festivas. El éxito de esos géneros literarios de transmisión oral alcanzó de lleno a las clases que podríamos considerar más eruditas en las que cabría incluir al cuzqueño, pues diversos relatos populares o viejas baladas hispánicas aparecen insertadas en algunas de las obras de escritores de reconocido prestigio como Cervantes, Lope y muchos otros. En este sentido, viene a cuento recordar que, como mostró en su día la investigadora María Rosa Lida (1962), en el Siglo de Oro la incorporación más o menos fragmentada de los textos de proce-
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dencia oral a los de factura letrada solía contribuir a su prestigio2 porque, en esa etapa, insiste Pupo Walker (1982), «se exalta a menudo el goce que ha de proporcionarnos la sabiduría memorizada» y «en ese quehacer del escritor —continúa el mismo estudioso— se perseguía el equilibrio ideal entre los cánones formalizados del discurso y la fluidez y espontaneidad que retienen las formas populares del relato» (61). En lo que se refiere concretamente a la lengua castellana, y como nos recuerda Mazzoti (1996), «dentro del español del xvi las interferencias entre oralidad y escritura son todavía sumamente frecuentes y las fronteras confusamente tenues» (66). A lo anterior cabe sumar la incorporación, si bien fragmentaria, de las canciones narrativas a las llamadas crónicas de Indias, entre las que se encuentran algunas de las peruanas, lo que confirmaría la temprana presencia en América de la tradición oral de origen hispánico en opinión de los tradicionalistas, como lo era Menéndez Pidal (1953, II: 226-234, 341-356); y aunque, como cabría esperar por el asunto central de la obra, en los Comentarios de Garcilaso no aparezcan rastros reconocibles de lo que pudiera considerarse ni siquiera un residuo de las antiguas baladas hispánicas, sí se ha señalado la presencia de cuentos, ratificados como de origen español por la investigadora Mercedes Serna (2000). A continuación paso a comentar determinadas estrategias discursivas que introducen el mito fundacional del pueblo inca, con el fin de señalar determinadas técnicas de marcada eficacia narrativa propias de la oralidad, lo que también nos va a permitir reflexionar acerca del papel que asumió el escritor a la hora de transmitir lo memorizado, porque el discurso literario de nuestro cronista trata de reflejar la adaptación de lo memorizado en la infancia y la juventud a una redacción a menudo calificada de arcaizante pero extraordinariamente expresiva cuando se trata de rememorar episodios significativos del pasado cuzqueño a los que el redactor de la crónica «colorea y le comunica sentido y vida» (17) como afirma Sáenz de Santa María (1987). 2 En cuanto a otros argumentos relacionados con la lectura en alto de las obras que alcanzaron una mayor difusión en el siglo xvi, o al predominio de la transmisión oral de cultura en ese período, baste remitir al excelente y documentado estudio elaborado por la investigadora Margit Frenk intitulado Entre la voz y el silencio. La lectura en tiempos de Cervantes (1997).
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La entrevista Se trata, como he dicho, del fragmento que antecede a la aparente actualización oralizada del mito fundacional (al que solo aludiré de pasada), uno de los pasajes más frecuentemente estudiados (capítulos XV-XVI del Libro primero, 1991), donde el cronista enfatiza dos de los aspectos más relevantes y reiteradamente señalados por los especialistas: verosimilitud de lo historiado y funcionalidad de la memoria, porque, como comenta el antes citado Sáenz de Santa María (1987), Garcilaso «dejó caer en forma de recuerdos hechos entrañables de su vida en ocasión de comentar sobre las personas y las cosas a quienes consagra su atención en la copiosa y extensa obra histórica» (77). Para conseguir esos objetivos, el redactor de la crónica parece apropiarse de las estrategias narrativas más propias de la cultura tradicional. Me refiero a la escena, porque de una escena dramatizada se trata, en la que el joven Garcilaso entrevista a su anciano tío, con el fin de obtener información, en apariencia veraz, del saber de sus antepasados; información, en principio fiable, que el autor de los Comentarios se propone transmitir a sus lectores. La ciudad de Cuzco como telón de fondo, como escenario, la casa natal de entrañables recuerdos para el cronista y la madre del cuzqueño presidiendo la reunión de los parientes que acudían a verla: Es así que residiendo mi madre en el Cuzco, su patria, venían a visitarla cada semana los pocos parientes y parientas que de las crueldades y tiranías de tahuallpa (…) escaparon. En las cuales visitas siempre sus más ordinarias pláticas eran tratar del origen de sus reyes (…). En suma, no dejaban cosas de las prósperas que entre ellos hubiese acaecido que no la trajesen a cuenta.
Mediante una modalidad narrativa muy característica de la balada hispánica se actualiza un antes en un después; se rememora la escena que, con visos de realidad, mimetiza una reunión familiar, en este caso de alto rango; una comunidad de potenciales «informantes» que muy a menudo, «cada semana», compartían sus recuerdos actualizándolos oralmente para no olvidarlos (se supone); unas reuniones en las que Garcilaso, todavía un adolescente inquieto, se había introducido en el pasado como testigo: «En estas pláticas yo,
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como muchacho, entraba y salía muchas veces donde ellos estaban y me holgaba de oírlas como huelgan los tales de oír fábulas». Extraordinaria memoria la del entrevistado que iba a recordar en forma cabal el extenso mito fundacional y, por supuesto, al menos en apariencia, la de Garcilaso, pues le iba a permitir rememorar en detalle el acontecimiento vivido en su juventud (incluido el mito), pasados más de cuarenta años, si resultara cierto el momento en que él parece disponerse a redactar la anécdota que sitúa exactamente «71 años que los españoles entraron en el Perú». Porque, transcurrido el tiempo, el testimonio de su anciano tío le pareció «la mejor traza y el camino más fácil y llano de contar lo que en mis niñeces oí muchas veces», —escribe el cronista— remitiéndonos a una infancia en la que el papel del autor de la crónica habría sido lo que, salvando las distancias y en términos de transmisión del folklore, podríamos llamar «hablante pasivo», esto es, la época en que Garcilaso niño escuchaba el lenguaje tradicional pero no lo memorizó para poder transmitirlo. «Porque en mis niñeces —insistirá más adelante el escritor— me contaban sus historias como cuentan las fábulas a los niños» (cap. XIX, 1991). Creación literaria de un contexto adecuado a las circunstancias mediante la descripción de las condiciones requeridas para el aprendizaje de los géneros literarios de transmisión oral. «Pasando pues días, meses y años, siendo yo ya de 16 ó 17 años», continúa Garcilaso, ahora simulando no recordar la fecha exacta, el joven cuzqueño, ya con cierta madurez e instruido en el conocimiento de las letras, cambia de papel y asume la función de un moderno investigador de campo que, sopesada la ocasión favorable, se dispone a interrogar al informante que sabe más cualificado para acceder a aquello que le interesa y resultara más creíble, según queda constatado en los Comentarios porque, «será mejor que se sepa por las propias palabras que los Incas lo cuentan»; incas de clase noble a los que, quizá por pertenecer a esa clase, Garcilaso les adjudica «literariamente» mayor credibilidad que al pueblo llano cuyos relatos solía considerar despectivamente como «fábulas desordenadas». Finalmente, lo que hemos dado en llamar la «entrevista» arranca con una cuestión de carácter general que resume el objetivo perseguido por el autor de la crónica cuando se dispone a recabar la
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información: «¿Qué noticias tenéis del origen de nuestros reyes?», interés que justifica de inmediato ante su hipotético informante —como lo haría un investigador de campo que conoce su profesión— aduciendo la necesidad de recoger ese relato por la carencia de historia escrita del imperio incaico. Y, casi de inmediato, Garcilaso enristra una tras otra todas las preguntas que podría contener un cuestionario elaborado de antemano pero, en este caso, sin detenerse a esperar las consiguientes respuestas: «¿qué memoria tenéis de vuestras antiguallas?, ¿quién fue el primero de vuestros incas?, ¿cómo se llamó?, ¿qué origen tuvo su linaje?, ¿de qué manera empezó a reinar?, ¿con qué gentes y armas conquistó este gran imperio?, ¿qué origen tuvieron nuestras hazañas?». El cronista, como he dicho, no se detiene a esperar cada una de las respuestas, a sabiendas, podemos deducir, de que toda la información se va a hallar contenida en el relato que, nos dice, se dispone a escuchar, puesto que, como reconoce explícitamente «ya otras muchas veces lo había oído, mas ninguna con la atención de entonces». Presentado el pasaje, se nos plantean las primeras dudas sobre la literalidad del discurso que suponemos actualizado en lengua quechua, lengua que Garcilaso afirma dominar. El relato, siempre según el comentarista, parece haberse memorizado en la misma lengua, pues el cronista se va a disculpar, en alguna medida, por la traducción. Pasan los años y, aunque Garcilaso ya tuviera en mente la redacción de la crónica desde 1586, la publicación de los Comentarios no se produce hasta transcurridos más de cuarenta años desde su salida del Cuzco. ¿Es posible, entonces, concebir una traducción literal del largo mito narrado por su tío tantos años atrás una vez rememorado por el escritor y reproducido en un impecable castellano? ¿Cabe elucubrar sobre la posibilidad de que el cuzqueño, cumplidos ya los dieciséis años, como él dice en el mismo pasaje, pudiera anotar en español, al menos en parte, la narración explicitada por su tío por tratarse del mito fundacional sobre el origen del imperio de sus antepasados? Porque aunque el comentarista insista una y otra vez en que guarda en la memoria los sucesos oídos en sus «niñeces», también alude a la importancia de lo testimoniado por escrito. Y yendo más allá, cabe preguntarse: ¿qué papel como comunicador de una cultura tradicional oralizada podemos adjudicar a
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Garcilaso, en este caso de la cultura quechua, en el proceso de elaboración de los Comentarios? El supuesto informante, por su parte, «holgándose de haber oído las preguntas por el gusto que recibía de dar cuenta de ellas» se dispone «de buena gana» —nos dicen— a informar a su sobrino, al tiempo que le recomienda «oírlas y guardarlas en el corazón», esto es, en su memoria. En consecuencia, el joven cuzqueño es considerado por su pariente como el futuro depositario del saber colectivo de sus antepasados al entregarle el testigo de un testimonio conservado hasta entonces. Iniciado el relato, y ahora en su papel de consagrado escritor, Garcilaso parece distanciarse del legado familiar y, a modo de disculpa, en esta ocasión ante sus lectores, introduce una acotación obviamente impropia de un genuino recopilador de mitos: «Adviértase, para que no enfade, el repetir tantas veces estas palabras: nuestro padre el sol que era lenguaje de los incas y manera de veneración y acatamiento, decirlas siempre que nombraban al Sol porque se preciaban descender de él», fórmulas reiterativas que sabemos constituyen una parte sustancial del bagaje del discurso que define los géneros narrativos de transmisión oral. El reiterado interés de los investigadores por la interpretación del relato que nos ofrece este determinado pasaje de la crónica, incluido por supuesto el mito fundacional, se justifica por constituir, en palabras de Garcilaso, «la primera piedra de nuestro edificio (aunque fabulosa) en el origen de los Incas Reyes» (cap. XIX, 1991), elemento clave y materia seminal de la narración para la comprensión global de la crónica, y no debe considerarse casual que Garcilaso adelantara la inclusión del mito fundacional al Libro primero de los Comentarios, que quisiera dejar constancia de que la actualización oral del mismo se había realizado superados ya los años de su niñez y, sobre todo, que la decisión de transcribir esa determinada situación pudiera considerarse como la mejor opción entre las tenidas en cuenta tras un largo período de reflexión: «después de haber dado muchas trazas y tomado muchos caminos para entrar a dar cuenta del origen y principio de los Incas». Garcilaso se ha involucrado con su presencia en los hechos que narra y el mito adquiere, en consecuencia, un carácter altamente testimonial con determinadas acotaciones que tanto pueden pro-
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venir del relator del mismo como del «transcriptor» de la anécdota. Parece adjudicada al redactor de la crónica la acotación que traduce un término quechua, como es el caso de «Pacárec Tampu, que quiere decir venta o dormida que amanece», pero el resto se adjudica al hipotético informante que, curiosamente, llega a reprochar a su sobrino su ascendencia paterna cuando, poco antes de finalizar la narración, resume: «Estos fueron los primeros principios que esta nuestra ciudad tuvo para haberse fundado y poblado como la ves. Estos mismos fueron los que tuvo este nuestro grande, rico y famoso imperio que tu padre y sus compañeros nos quitaron». ¿Cabe pensar que tal acusación sea ficción literaria para enfatizar la verosimilitud con tal afirmación? Un mito que el escritor va a denominar intencionadamente «relación» a la manera de la historia y que, escribe textualmente Garcilaso, ha «procurado traducir fielmente» al castellano, lengua que asume como «ajena», consciente de su incapacidad para reproducir —continúa el escritor— «la majestad de palabras que el Inca habló ni con toda la significación que las de aquel lenguaje tienen». Sin embargo, y de inmediato, confiesa haber censurado en alguna medida esa «relación» reduciéndola y «eliminando aquellas cosas que pudieran hacerla odiosa», para concluir que espera que «bastará haber sacado el verdadero sentido (...) que es lo que conviene a nuestra historia». «Y pésame —dice por último— de no haber preguntado otras muchas para tener ahora la noticia de ellas sacadas de tan buen archivo (refiriéndose a la memoria) para escribirlas aquí». Sin detenernos a tratar de explicar ese carácter odioso referido a «aquellas cosas», pasemos a comentar el papel asumido por Garcilaso como transmisor de un género, llámese mito o leyenda, perteneciente al acerbo de la cultura tradicional de transmisión oral. Obviamente, si la escena de la entrevista se dio en la realidad, solo cabe elucubrar que Garcilaso apuntara, si es que lo hizo, aquellas palabras en quechua que, por una u otra razón, despertaran su interés, pero también se podría plantear, asimismo como mera hipótesis, que el joven Garcilaso, ya ducho en el conocimiento de la lengua paterna, pudiera haber ejercido de traductor simultáneo realizando, como he dicho, algunas anotaciones en castellano para evitar lo que a menudo les ocurría a sus congéneres, que «como no tuvieron letras, se les olvidaba para siempre todo lo que, por su tradición,
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dejaban de encomendar a la memoria» (cap. IV). En cualquier caso, y al margen de hipótesis por el momento indemostrables, el autor de los Comentarios no se consideraba un eslabón más en la cadena de transmisión de aquellos saberes tradicionales; en última instancia, no asumía el papel de futuro informante como depositario del «archivo memorial» de una comunidad y transmisor del mito como deseaba su pariente. Porque un auténtico transmisor de tradición, aunque no sea esa su intención, podrá introducir variantes en un texto recibido como herencia de sus mayores (en menor medida si se trata de un relato codificado poéticamente y con mayor facilidad en las narraciones en prosa cuyo discurso es más laxo), pero siempre tratará de reproducir fielmente el «texto» recibido de sus mayores, porque su función primordial es mantener impoluto ese legado recibido como herencia para el conocimiento o deleite de las siguientes generaciones. Garcilaso, además de traducir, labor inevitable en su caso, asumió deliberadamente la tarea de presentar una situación que le permitiera reelaborar un relato que dice haber sido memorizado en su juventud; reconoce, explícitamente, que no ha podido reproducirlo en su forma original (aunque no se aluda a las limitaciones derivadas de la traducción al castellano) pero, además, admite que lo ha censurado y reducido aplicando unos criterios que suponemos de carácter ideológico, y además estético; algo irreversible cuando se trata de transcribir cualquier texto cuyo origen remita a la oralidad. En consecuencia, y como él mismo reconocía explícitamente, Garcilaso no cumple la misión encomendada por sus mayores al romper consciente y voluntariamente, como he dicho, la cadena natural de la transmisión tradicional. Y concluyo reconociendo que la cuestión planteada hasta aquí, de momento limitada al análisis de un breve fragmento, y encaminada a señalar un cierto reflejo de las modalidades discursivas y de las prácticas de encuesta de la tradición oral hispánica en un escritor familiarizado desde la infancia con la transmisión oral de su cultura de origen, no ha pretendido otra cosa que corroborar la destreza de Garcilaso para dejar constancia del saber de sus mayores simulando la voz de su pueblo, porque el complejo equilibrio entre oralidad y escritura fue plenamente conseguido por el autor de los Comentarios.
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La anarquía del interregno: espacio visual en la Carta de Jamaica de Simón Bolívar Francisco-J. Hernández Adrián Durham University
1. Pre-posteridad de Bolívar El lugar común de que todo se ha dicho, pensado y estudiado en torno a Bolívar es, no obstante la inmensa masa del archivo y la historiografía bolivarianos, una invitación a pensar la idea misma de la visión de América desde una de sus más apasionantes fronteras históricas, la de los textos bolivarianos1. Una de las características que más globalmente definen el campo de los estudios latinoamericanos es la conciencia inevitable, tanto entre las comunidades nacionales como en las diásporas, de los siglos precedentes a las fundaciones de las modernas repúblicas. El llamado «período colonial» de la historia y la literatura que hoy conocemos como hispanoamericanas es así, más allá de los límites históricos de unos trescientos años, un trasfondo, un subsuelo y una presencia mucho más que 1 Simon Collier prolongaba esta tradición con lapidaria elocuencia: «Toda nueva discusión de prácticamente cualquier rasgo de la vida o del pensamiento de Simón Bolívar corre el riesgo inevitable de cubrir un terreno cuya más íntima topografía habrá sido minuciosamente escrutada desde hace tiempo por generaciones de investigadores» (Collier 1983: 37). Todas las traducciones del inglés son mías, salvo cuando aparezca indicado otro traductor en la bibliografía.
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espectrales. La historia se muestra aquí pre-postrera, en expresión de Mieke Bal2. Es decir, contra toda razón aparente, la historia del «período colonial» está presente en la posteridad y aparece además adelantada a nuestros esfuerzos por analizar y comprender las culturas del presente. No solo hay larga duración de los fenómenos de la historia. Tampoco hay simplemente repetición. Hay, más bien, pre-posteridad. El período colonial es una presencia constitutiva, casi obsesiva, que explica la regeneración de los temas coloniales y barrocos en la literatura, en las prácticas críticas y en la cultura. El pasado colonial sigue constituyendo el presente de forma a veces inesperada, y por esta razón es importante estudiarlo a partir de los momentos de crisis histórica y conceptual. Uno de estos momentos es el proceso de acabamiento del sistema político, económico y cultural de los virreinatos en el primer tercio del siglo xix. Dentro de este proceso, un autor, Simón Bolívar, y un texto, la llamada Carta de Jamaica de 1815, nos ofrecen, como planteo a continuación, una perspectiva privilegiada sobre el final de las culturas virreinales hispanoamericanas3. Y por perspectiva entiendo, en sentido tanto literal como figurado, el esfuerzo por visionar el espacio desde un punto de vista personal. Bolívar —a quien leo desde el punto de vista del Caribe insular y litoral (es decir, Jamaica y Haití tanto como Colombia y Venezuela)— es una de las voces inaugurales de la crítica latinoamericana y es también, dos siglos después de la fecha de composición de la Carta, una figura abierta al escrutinio crítico y a la relectura. 2 En su libro Quoting Caravaggio escribe, en el contexto de su argumento sobre inscripciones y revisiones del Barroco en ciertos artistas contemporáneos, entre ellos Ana Mendieta y Andrés Serrano: «Tales revisiones del arte barroco no confunden el pasado con el presente, al modo de un presentismo mal concebido, ni reducen el pasado para hacérnoslo más cercano, al modo de un problemático historicismo positivista. Más bien, demuestran una posible forma de enfrentarse al “pasado hoy”. Esta inversión, que sitúa lo que cronológicamente se dio en primer lugar (“pre-”) como un efecto tras (“post”) su posterior reciclaje, es lo que quisiera llamar una historia pre-postrera [a preposterous history]. En otras palabras, es una forma de “hacer historia” que conlleva incertidumbres productivas y momentos [highlights] iluminadores; es decir, una visión de cómo re-visionar el Barroco» (Bal 1999: 7). 3 A partir de aquí Carta. Cito por la versión incluida en Bolívar (2009: 66-87).
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La visión ensayística de Hispanoamérica que se extiende a partir de José Martí, pongamos por caso, contempla el primer tercio del siglo xix, el del colapso y transformación del sistema virreinal, los procesos de independencia y la creación de las repúblicas hispanoamericanas, como un panorama extrañamente romántico y pre-postrero. Como explico a continuación, tal panorama sugiere preguntas importantes para nuestra comprensión de la Hispanoamérica de los siglos xix y xx y aun de la de hoy. En el período de la emancipación política y cultural de la América hispana, ¿cómo se imaginaron visualmente el presente y el futuro, o el presente-futuro de los virreinos en trance de disolución? ¿Cómo visualizar hoy, en fin, el proceso de transformación —de continuidad y discontinuidad— entre los paisajes cambiantes y disconexos del virreinato y la república? Como veremos a continuación, las maneras de ver de este período son las de Humboldt y el academicismo afrancesado, pero hay también un espacio visual huérfano, ciego y visionario: el de una visualidad por venir, la de la América independiente que sigue y excede al interregno, culminándolo y declarándolo terreno atemporal de la heroicidad revolucionaria. Las páginas que siguen exploran estas preguntas a través de una lectura crítica de la Carta. 2. Universo criollo / espacio visual La Carta, que Bolívar escribe en 1815 en su exilio jamaicano, revela un indeciso y sugerente espacio visual del interregno americano, el que se formuló a partir de los zozobrantes edificios del pesado sistema virreinal. En la primavera de ese año, en medio de una guerra civil, Bolívar se había visto obligado a abandonar la lucha por mantener la independencia de las Provincias Unidas de la Nueva Granada. Refugiado en la colonia británica de Jamaica, Bolívar le dirige este texto extrañamente explicativo y especulativo a un Sr. Henry Cullen, con la intención implícita (y aceptada en la historiografía) de alcanzar, según John Lynch, «al más amplio mundo angloparlante»: «Como un réquiem al fracaso pasado y una celebración de las posibilidades futuras, la elocuencia de Bolívar eleva la revolución hispanoamericana a las alturas de la historia mundial,
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y su propio papel al de liderazgo intelectual tanto como político» (Lynch 2006: 92)4. El ideario político de Bolívar es bien conocido, así como lo son sus opiniones sobre la historia de las ideas políticas, sobre el poder colonial y sobre las formas de gobierno que habrían de sustentar el nuevo orden social en los territorios virreinales en trance de liberación y en pugna con la resistencia reaccionaria de los realistas. Sabemos que Bolívar hace una lectura selectiva del influyente texto de Montesquieu El espíritu de las leyes / L’esprit des lois (1748). Sabemos también que sus ideas liberales aparecen salpicadas de enciclopedismo y de la teoría política de Rousseau. Por otra parte, puede hablarse de un pensamiento bolivariano que se sustentaría en los discursos y manifiestos, la correspondencia y los diversos escritos menores del Libertador, sobre todo los posteriores a la Carta5. Los estados criollos (los Estados Unidos de Norteamérica, Haití, las naciones de Hispanoamérica y Brasil), en expresión de Benedict Anderson, suceden y hasta cierto punto replican en el diverso caso hispanoamericano los límites administrativos y territoriales de los virreinatos (Anderson 1991: 47; Collier 1983: 47). Los virreinatos, estructuras de representación y ejecución de la autoridad real organizadas jerárquicamente en torno a la figura del virrey, operaron desde las cortes virreinales —pero nunca desde las cortes en el sentido de asambleas parlamentarias, sino en el exclusivo de residencias oficiales y representativas— a partir de Antonio de Mendoza, primer virrey de la Nueva España en la primera mitad del siglo xvi (Burkholder y Johnson 2001: 81-84). Teniendo en cuenta esta genealogía, pienso que la Carta puede interpretarse en su múltiple dimensión de artefacto cultural, de documento histórico y de discurso crítico sobre el frágil presente del interregno político en la Nueva Granada. La retórica visual y espacial de la Carta está por consiguiente marcada por figuras de la crisis y de la incertidumbre. Tomemos como ejemplo de esto un pasaje donde se visualiza a un 4 La Carta, con fecha de 6 de septiembre de 1815, se publicó en inglés con el título de «Answer of a South American to a Gentleman of this Island» en la Jamaica Quarterly Journal and Literary Gazette en julio de 1818. Una versión en castellano apareció en Caracas en 1833 (Lynch 2006: 91; 313, n. 5). 5 Sobre la presencia de las ideas republicanas de Rousseau en Bolívar, ver Castro Leiva, citado por Coronil (1997: 88-89).
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sujeto americano extrañamente asilvestrado pero también indómito, si no anárquico, que prefigura el auge de las literaturas llanera y gauchesca, amazónica y de la selva: He dicho la población que se calcula por datos más o menos exactos, que mil circunstancias hacen fallidos sin que sea fácil remediar esta inexactitud, porque los más de los moradores tienen habitaciones campestres y muchas veces errantes, siendo labradores, pastores, nómades, perdidos en medio de los espesos e inmensos bosques, llanuras solitarias, y aisladas entre lagos y ríos caudalosos. ¿Quién será capaz de formar una estadística completa de semejantes comarcas? (Carta: 73)
Otros textos de Bolívar entrevén los designios geopolíticos y culturales de la América posvirreinal con mayor seguridad. No así la Carta, escrita apenas unos meses después de la derrota definitiva de Napoleón en Waterloo y del fin de su hegemonía política y militar en Europa. Bolívar, momentáneamente fuera de juego durante la invasión española de Venezuela y Colombia a principios de 1815, intenta recavar el apoyo de Inglaterra para regresar al continente y enfrentarse a los españoles. La Carta es por lo tanto un texto intersticial y como a la espera, profundamente inseguro en sus pronósticos y sueños, pero certero en el análisis del presente y en el compromiso con el proyecto revolucionario, que Bolívar no contempla todavía con la rica sutileza de los diversos textos de la década del veinte, escritos a partir del llamado Discurso de Angostura de febrero de 1819: Mi delirio sobre el Chimborazo (1822); el Proyecto de Constitución para Bolivia (1826); el Mensaje a la Convención de Ocaña (1828); Una mirada sobre la América española (1829) y por supuesto la extensa y profunda correspondencia. Si estas son las condiciones del período que vengo llamando interregno americano, ¿qué es exactamente esta noción de un espacio visual en tal interregno? Por espacio visual entiendo un recorte del texto que hace referencia a la materialidad de lo visto, es decir, a las imágenes concretas que podemos hacernos de la Nueva Granada de 1815 y de la Gran Colombia independiente que ya Bolívar imagina y planea a estas alturas6. La noción de espacio visual no es idéntica 6 El estado republicano de la Gran Colombia existió entre 1819 y 1831 y comprendió los territorios de Colombia, Panamá, Venezuela y Ecuador, así como una frac-
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a la de campo visual, entendido como el perímetro de lo que podemos percibir y estructurar visualmente; es decir, el espacio que la mirada recorre —de manera a veces errante, como veremos— desde el punto de vista del sujeto que observa. Tampoco es análoga al concepto de espacio o campo discursivo, pues la visualidad que se expresa en el texto no indica el espacio o campo como metáfora, sino como referente preciso, en el sentido de que indica referencias concretas y reconocibles, ya sea en el mundo natural o en el de la imaginación. Pienso, por ejemplo, como referentes literarios y discursivos del primer tercio del siglo xix, en algunos de los poemas más canónicos de Andrés Bello y de José María Heredia. En otras palabras, el espacio visual de la Carta es la construcción retórica de la experiencia visual, o la recreación del espacio material en los textos, ya sea con fines estéticos o de otro tipo. Tal experiencia, donde se cruzan de manera pre-postrera nuestras propias proyecciones libidinales con las del primer tercio del siglo xix, presupone la construcción a través de la mirada de un sujeto nuevo o naciente, que en el caso de la Carta es eminentemente político y revolucionario. Sin embargo, se lamenta Bolívar, «los usos de la sociedad civil» son viejos, desencajan con el carácter nuevo —es decir, joven o inexperto— «en casi todas las artes y ciencias» de los americanos (Carta, 73; ver también Lavrin 1996: 327-331). Las prácticas de representación y autorrepresentación deben refigurarse, deben aparecer como por primera vez. Pero la compleja aventura de su maduración será larga y discontinua, extendiéndose a lo largo de dos siglos. El caso de Bolivia es característico: El siglo xix fue un periodo de alienación cultural y adhesión a las formas francesas, mientras que los artistas bolivianos del siglo xx se han enfrentado a problemas de etnicidad en la población nacional y han respondido a los imponentes rasgos geográficos del país, las regiones de alta montaña y de valles, así como las tierras bajas tropicales. Alejándose del gusto decimonónico por el retrato oficial, los artistas bolivianos desarrollaron su propia forma de indigenismo como respuesta a la situación social de la nación. (Querejazu 1996: 234)
ción de la Guayana Británica (la Guayana Esequiba) y zonas de las actuales repúblicas de Brasil, Nicaragua y Perú. Sobre su fundación, ver Lynch 1986: 245-246.
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En torno a 1815 y aún hacia 1830, año de la muerte de Bolívar, hay un ascenso de nuevas formas de pensarse y decirse en las Américas. Son fechas en que se aprecia el inicio del romanticismo literario, y una sensación de suspenso o abismo inquietante en el interregno político y cultural de las revoluciones de independencia que leemos en la Carta. Pero los nuevos géneros visuales que pronto se instalan en las repúblicas americanas —el retrato heroico, el paisaje costumbrista y alegórico, y un tímido historicismo académico y eurocentrado— apenas rompen con el pasado virreinal. Hasta ese momento, por ejemplo, «el noventa por ciento de lo que resulta interesante en la arquitectura colonial española es arquitectura religiosa» (Bayón 1984: 709). Todo aparece, más que por reconstruir, por imaginar, construir y representar. Pero más allá del contexto preciso en que Bolívar compone la Carta, los espacios que en ella se inscriben obedecen más a una voluntad de plasmar una cierta visión de lo político que de lo pintoresco, lo sensorial o lo sublime. Martin Warnke observa que «entre los más sencillos rasgos políticos de cualquier paisaje se hallan los límites que separan los territorios privados, regionales o nacionales, los dominios eclesiásticos o seculares, y las esferas de influencia» (1994: 10). El universo criollo en el que Bolívar se forma en parte aparece atravesado por una serie de barreras que delimitan los privilegios, ambiciones y frustraciones políticas de su clase de plantadores terratenientes y esclavistas, y no me parece excesivo afirmar que tales demarcaciones predominan en el imaginario espacial de los escritos bolivarianos y en el de la Carta en concreto. La visión necesariamente provinciana y localista de la pequeña clase criolla se transforma en Bolívar en un imaginario espacial de dimensiones continentales y hemisféricas. Este universo o imaginario cultural criollo no puede reducirse a los intereses de clase social ni tampoco limitarse a la formulación hoy muy estereotipada de una articulación del paisaje como principal horizonte estético de la nación. Si sugiero aquí que Bolívar es un escritor cuya sensibilidad se aproxima a la del Romanticismo, lo hago no tanto desde la prescripción de la historiografía literaria, sino más bien alejándome de la misma. Marcada por los límites de la cartografía militar y por las necesidades del campo de batalla, la estética visual de Bolívar se ilumina a la luz del imaginario de las ciencias naturales. La llamada ciencia humboldtiana fue ejemplar para Bolívar y para
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otros intelectuales y estadistas criollos como un recurso ideológico en contra de las estructuras virreinales de la segunda mitad del siglo xviii, en el sentido preciso de su proyecto enciclopedista: el de la exploración, observación y descripción del terreno físico, «una dedicación enciclopédica a la medición sistemática y precisa de tantos parámetros físicos como fuera posible» (Dettelbach 2001: 10). Pero un Humboldt de carácter más bien romántico y desde luego ideológico, el de la síntesis analítica o construcción de espacios intelectuales y epistémicos de orden cosmopolita, antiesclavista y antiimperialista, orienta también la imaginación visionaria de Bolívar7. La visión incipiente del universo criollo sugiere otra genealogía que es pictórica solo en segundo término. Esa genealogía es la de los métodos de registro científico de Humboldt que Alicia Lubowski-Jahn denomina «el atlas pintoresco», y que enumero aquí de manera muy sucinta: anotación tras la observación en el transcurso del trabajo de campo; descripción y explicación discursiva; bosquejo o anotación dibujada; por último, en el gran laboratorio de publicaciones parisino, «transcripción» e interpretación de estos materiales esquemáticos en grabados y pinturas (Lubowski-Jahn 2014: 71). Tales materiales pasarán a engrosar las elegantes y rigurosas ediciones en folio por las que Humboldt fue inmensamente popular en el siglo xix, y por las que hoy tenemos un panorama visual desplazado (reconstruido en París) y paradójico (¿dónde figura aquí la destrucción de la guerra?) de las Américas en trance de independencia que quedará ya estereotipado en la larga tradición visual y cultural del Romanticismo. Las obras de los artistas alemanes Johann Moritz Rugendas y Ferdinand Bellermann, de espíritu etnográfico y costumbrista, marcadas también por las ciencias naturales y por el patrocinio del propio Humboldt, dan cuenta de los inicios de este proceso (Baddeley y Fraser 1989: 12-15). Todo esto, en las décadas de 1820 y 1830, justo cuando la fotografía está a punto de irrumpir en el campo de construcción de los espacios visuales no solo en Europa sino también en Latinoamérica. 7 Más allá de la herencia empiricista, un Humboldt ideológicamente romántico se ha leído en clave organicista, trascendentalista y kantiana, y estética y aventurera. Como observa Dettelbach, citando una frase del suizo Philippe Albert Stapfer, Humboldt era «Leibniz et Cook dans un seul homme» (Dettelbach 2001: 10-11; 18). Para una lectura reciente de Bolívar como héroe militar romántico, ver Harvey (2011).
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3. La mirada panorámica La tropología espacial de la Carta es escuetamente descriptiva y aparece cuidadosamente codificada por las necesidades cartográficas, logísticas y geoestratégicas del discurso militar. No hay que olvidar que la Carta es sobre todo un documento de crisis y de guerra cuyas intenciones y cálculos son fundamentalmente estratégicos y militares, diplomáticos y políticos. Notemos los dilatados espacios metafóricos que se sugieren en pasajes como este: «más grande es el odio que nos ha inspirado la península que el mar que nos separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes, que reconciliar los espíritus de ambos países» (Carta: 67). Si el estilo de la Carta echa a veces mano de la hipérbole, las comparaciones no son por ello menos sintomáticas de un deseo de ver más allá de lo particular y corográfico para romper con los hábitos imaginativos del modelo virreinal. «Echemos una ojeada y observaremos una lucha simultánea en la inmensa extensión de este hemisferio» (Carta: 68). La imaginación espacial de la Carta es hemisférica y proteica; sus dimensiones son inabarcables desde el punto de vista de cualquier estética del paisaje, pues registran más bien un imaginario de fuerzas titánicas que parecen escapar incluso a la comprensión racional8. Si leemos la retórica visual de la Carta en el contexto de las tensiones geopolíticas en torno a 1815, apreciaremos cómo el imaginario titánico señala la inmensidad no solo del proyecto de las luchas de independencia, sino también la herencia y memoria de las guerras napoleónicas. El espacio visual —expresado en la Carta de forma abarcadora como espacio de simultaneidades hemisféricas— se traduce en la pluralidad de los espacios políticos. Como observa otra vez Bolívar, tal vez echando mano tanto de Montesquieu como de Humboldt, así acabó el Imperio Romano: Yo considero el estado actual de la América, como cuando desplomado el Imperio Romano cada desmembración formó un sistema 8 Nicholas Mirzoeff habla de un «geoimaginario revolucionario» («revolutionary geoimaginary») y no duda en afirmar, al caracterizar los procesos de las revoluciones atlánticas, y en particular la francesa y la de Haití: «aquí se formó el imaginario moderno» (Mirzoeff 2011: 77-78).
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político, conforme a sus intereses y situación o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias o corporaciones; con esta notable diferencia, que aquellos miembros dispersos volvían a restablecer sus antiguas naciones con las alteraciones que exigían las cosas o los sucesos… (Carta: 73)
En mi opinión, no hay ni un paisaje ni un imaginario de lugar que Bolívar prefiera más allá de la noción enciclopedista de geografía. En este sentido, Bolívar, estéticamente un precursor de la primera generación de ensayistas del Romanticismo hispanoamericano, evita codificar los espacios de la nación y sus binarismos: llano/montaña, ciudad/poblados, valles/costas de manera novedosa, oponiéndose a las construcciones culturales de espacio del período virreinal9. El espacio visual de las nuevas naciones, tanto como el discursivo y el político, o, analógicamente, el de «cada desmembración», debe ceñirse a la autoconciencia de un imaginario cultural criollo, que Bolívar describe en el mismo pasaje como mestizo e intersticial, expresando la posición que ocupa el hemisferio americano entre mares e imperios: [M]as nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que por otra parte no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles: en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar a éstos a los del país y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores… (Carta: 73-74)
Bolívar reduce así a vestigios los elementos culturales e identitarios que definieron a los españoles de América durante los siglos
9 Como observaba Robert J. Mead, Bolívar «es un bello ejemplo de un tipo bastante común en la vida hispanoamericana: el hombre de acción que también posee talento para la literatura» (Mead 1956: 25). Sobre Bello, no obstante, escribe: «Marcha en 1810 a Londres, con Bolívar, para servir a la junta revolucionaria de Caracas y allí se queda hasta 1829. Allí publica su famoso periódico, Repertorio Americano, y varias de sus obras poéticas, y conoce el romanticismo francés e inglés en su cuna» (26). Por otra parte, Mirta Yáñez, centrada sobre todo en la narrativa del Romanticismo, define «tres grupos generacionales» y «tres grandes zonas de coetaneidad» a partir de los autores nacidos entre 1810 y 1825. Sin embargo, Bello es «neoclásico según su entender» (Yáñez 1989: 13-14; 33).
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virreinales. Su punto de vista establece un claro intervalo entre «lo que en otro tiempo fue» y el nosotros que satura aquí el discurso insurgente. Esta identificación con el presente-futuro de la revolución adopta una retórica de tono liberal donde figura, entre «legítimos propietarios» y «usurpadores», un sujeto social y político que sabe nombrarse, el de «los americanos por nacimiento» cuyos derechos son los de Europa. Como he observado más arriba, el imaginario de la Carta es proteico, titánico, de una magnitud que responde consciente o imaginativamente a la cultura de las campañas hemisféricas de la era napoleónica10. La mirada del estratega que fue Bolívar se traduce aquí en lo que podríamos llamar un discurso panorámico, donde las grandes figuras de la imaginación geopolítica (continentes, océanos, istmos que conectan y separan los mares) sugieren al mismo tiempo la presencia de una mirada panorámica, menos interesada en los accidentes y tropos del paisaje (símbolos, lugares codificados, anécdotas políticas, sociales o culturales) que en los efectos de continuidad y discontinuidad de las grandes masas territoriales de las Américas. También en esta dimensión visual del texto, la Carta se muestra extrañamente pre-postrera o anticipatoria en su articulación de una mirada americana panorámica y continental. Pero me parece necesario señalar que la que llamo aquí mirada panorámica debe distinguirse de la que Roger Benjamin (2014) describe como panoramania en los contextos coloniales y orientalistas del período 1880-1930, y en el marco específico de las exposiciones coloniales, muy marcadas por el desarrollo de la fotografía, estampas y postales, y de las tecnologías previas al cinematógrafo. Las maneras de ver y visionar el panorama revolucionario en curso difieren marcadamente del postrer desarrollo de las prácticas, procesos y discursos visuales que a lo largo de la segunda mitad del siglo xix ocupan un lugar central en la construcción de los imaginarios na10 Mirzoeff nos recuerda que la «visualidad heroica» («heroic visuality») del período corresponde a un proceso de «burocratización de la visualidad como herramienta del gobierno imperial» donde, patrocinados por Napoleón, a los ingénieurs géographes se unen ahora los ingénieurs artistes (Mirzoeff 2011: 126). A partir de la decisiva campaña italiana de 1796-1797, la representación del campo visual de las campañas napoleónicas coincide con la perspectiva militar y heroica del campo de batalla.
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cionales y regionales, en estados tan disímiles como Argentina y Brasil (Andermann 2007; Brizuela 2012). Un año antes de su prematura muerte, Bolívar regresa al discurso panorámico de la Carta en un texto menos comentado, escrito justo antes de que prendiera el auge de la visión latinoamericanista: Una mirada sobre la América española (1829). Pensado tal vez para publicarse inicialmente en algún periódico o en forma de folleto en Colombia, el texto —Bolívar lo llama bosquejo— recuerda una importante sección al comienzo de la Carta donde se describe, mide y mapea la totalidad del continente hispanoamericano, echando mano de los métodos ilustrados de la geografía humana y de la estadística. Allí donde la Carta describía «[e]l belicoso estado de las provincias del Río de la Plata» (Carta: 68), el texto de 1829 habla de la República Argentina como «la que está más al sur, y al propio tiempo presenta las vistas más notables en todo género de revolución anárquica» (Bolívar 2009: 336). Pero el avance ordenadamente norte-sur de la mirada descriptiva en la Carta se torna desordenado y agitado en el texto de 1829, pues se trata de ilustrar los múltiples ejemplos del caos institucional y político que parecen arrasar las nuevas repúblicas, en particular en sus dos grandes polos territoriales, la fragmentaria o anárquica Argentina y la tiránica México: De un cabo a otro, el Nuevo Mundo parece un abismo de abominación; y si faltara algo para completar este espantoso caos, el Perú, con demasía, sería bastante para llenarlo. Cómplice de sus tiranos durante la guerra de la Independencia, sin conseguir todavía bien la libertad, el Perú se anticipa a rasgar su propio seno en los primeros días de su existencia. (Bolívar 2009: 341)
El tono amargo de «esta mirada sobre la América española» contrasta con el visionario y esperanzado de la Carta. Ya en la conclusión Bolívar despliega uno de sus magistrales golpes de efecto discursivos, en la imagen de «esta feroz hidra de la discordante anarquía, monstruo sanguinario que se nutre de la sustancia más exquisita de la República» para detener la mirada de cronista en una imagen ecfrástica: «El retrato de esta quimera es el de la revolución que hemos pasado ya, aunque nos aguarda todavía, si todos no alentamos con vigor enérgico el cuerpo social que está para
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abismarse» (Bolívar 2009: 341). Como la visión desde la cumbre del Chimborazo, la intuición del abismo de la América española invade a Bolívar en su crónica del panorama de las revoluciones que parecen haber alcanzado su paradójica culminación11. El impresionante arco textual y temporal que se extiende entre la Carta y la mirada de 1829 expresa la continuidad de la que podríamos llamar visión panorámica de la economía política revolucionaria. Tal mirada se articula como proyecto visionario en la Carta. En el texto de 1829, la mirada es errante como los sujetos caóticamente desorientados de las jóvenes repúblicas que Bolívar imaginaba en 1815 —«porque los más de los moradores tienen habitaciones campestres y muchas veces errantes» (Carta: 73)—. Encontraremos en los próximos doscientos años una similar actitud no solamente descriptiva sino también panorámica y continental entre los escritores (Domingo Faustino Sarmiento y Julio V. Mansilla; José Eustasio Rivera y Pablo Neruda); entre los artistas (los muralistas mexicanos, en particular Orozco y Siqueiros; Ana Mendieta y Tomás Sánchez); y, más recientemente, entre los directores de cine: pienso en Diarios de motocicleta (Walter Salles, Argentina y EE. UU., 2004); Y tu mamá también (Alfonso Cuarón, México, 2001); Revolución: el cruce de los Andes (Leandro Ipiña, Argentina, 2010); Libertador (Alberto Arvelo, Venezuela, 2013)12.
11 Sobre Mi delirio sobre el Chimborazo (1822) escribe Mary Louise Pratt: «Aunque sigue las huellas cósmicas de Humboldt, nada se apartaría más del repertorio imaginativo y verbal de Humboldt que este delirio místico y su alegoría paternal/imperial sin disimulos» (Pratt 2011: 181). No coincido con la conclusión de Pratt, pues Humboldt no fue ajeno ni a lo que (injustamente) podríamos llamar «delirio místico» ni a las alegorías de signo patriarcal e implícitamente imperialistas. 12 Menciono solamente algunos ejemplos de cine hispanoamericano, excluyendo el de Brasil. A esta lista mínima añadiremos, por su importancia en la construcción de espacios fílmicos: Soy Cuba / Ya Kuba (Mikhail Kalatozov, URSS-Cuba, 1964), y la serie todavía abierta de películas americanas y «tropicales» de Werner Herzog: Aguirre, la ira de Dios (RFA, 1972); Fitzcarraldo (RFA, 1982); Cobra verde (RFA, 1987); Cerro Torre: Schrei aus Stein / Scream of Stone (Alemania, 1991); y el documental The White Diamond (Alemania, 2004).
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4. Ideario político / ideario visual Desde el punto de vista de las metáforas visuales, el proceso del ocaso virreinal en el que Bolívar participa como protagonista está lleno de vestigios y ruinas, estructuras que decaen o se fragmentan al desplomarse en temporalidades disímiles: la decadencia lenta y anunciada del monopolio económico de los virreinos; el colapso administrativo y político precipitado por la invasión napoleónica de la península ibérica; la presión de las doctrinas liberales y de la mentalidad generalmente emancipatoria en el entorno de la Constitución de Cádiz; y un paternalismo frecuentemente interesado hacia negros e indígenas. Dentro del interregno que se abre ahora como posibilidad de reinvención de lo político, la Carta intenta contemplar también un ideario visual, habitado por nuevos sujetos políticos y sociales pertrechados en este proceso entre los espectros y ruinas del pasado reciente y la necesidad de la reconstrucción política y cultural. La visión bolivariana del esclavo en este momento de la revolución parecería ser negativa, incluso peyorativa: «El Perú, por el contrario, encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y liberal: oro y esclavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad: se enfurece en los tumultos o se humilla en las cadenas» (Carta: 83; véase también Anderson 1991: 48-50). Una posible clave interpretativa de este ambiguo pasaje se halla en otro anterior, donde Bolívar subraya en términos políticos y no subjetivos la dificultad del proyecto emancipatorio: «Es más difícil —dice Montesquieu— sacar un pueblo de la servidumbre, que subyugar uno libre» (Carta: 79). La abolición de la trata de esclavos (al menos su eliminación formal o jurídica) que se decide en el Congreso de Viena condiciona la orientación abolicionista de la Carta que, no lo olvidemos, Bolívar compone en la colonia esclavista de Jamaica, no lejos de la recientemente emancipada República de Haití. Sin embargo, resulta difícil comprender cómo imagina o visualiza el espacio posesclavista de su Nueva Granada natal y de los numerosos territorios de la América española donde persisten las prácticas esclavistas. La subjetividad revolucionaria equipara a los sujetos de diferentes condiciones a partir de una comprensión
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universalista del concepto de ley natural. Resulta sin embargo enigmático, si no sorprendente, el sentido de un breve pasaje donde Bolívar menciona de paso a ciertos salvajes: La Nueva Granada se unirá con Venezuela, si llegan a convenirse en formar una república central, cuya capital sea Maracaibo, o una nueva ciudad que, con el nombre de Las Casas, en honor de este héroe de la filantropía, se funde entre los confines de ambos países, en el soberbio puerto de Bahía-honda. Esta posición, aunque desconocida, es más ventajosa por todos respectos. Su acceso es fácil y su situación tan fuerte que puede hacerse inexpugnable. Posee un clima puro y saludable, un territorio tan propio para la agricultura como para la cría de ganado, y una grande abundancia de maderas de construcción. Los salvajes que la habitan serían civilizados y nuestras posesiones se aumentarían con la adquisición de la Goagira. Esta nación se llamaría Colombia como un tributo de justicia y gratitud al creador de nuestro hemisferio. (Carta: 82)
El imaginario geoestratégico se impone a otras consideraciones: ¿dónde, en primer lugar, establecer la capital, el centro de poder? Pero Bolívar busca también de manera astutamente pragmática, aquí y en otros pasajes de sus escritos, un término medio y productivo a largo plazo —es decir, un lugar ventajoso— desde el punto de vista de las necesidades estratégicas y militares, de la estabilidad política y del cálculo económico en cada región del hemisferio hispanoamericano. Y es aquí, en el gesto planificador del estratega, donde la imaginación política se muestra pre-postrera al revelar los límites utópicos del imaginario liberal. La utopía, si la hay, en el pensamiento espacial bolivariano, se inspira en una cierta identificación con las imágenes de los primeros conquistadores, con una cierta fantasía mítica o mitificadora del origen: Las Casas es «este héroe de la filantropía» y Colón «el creador de nuestro hemisferio». El imaginario imperial se reinscribe así a través de una identificación de los designios liberales y emancipatorios del Libertador con las genealogías heroicas y paternalistas de los hombres fuertes. Se trata, pues, de un panorama de vestigios, ruinas y fragmentos de la realidad material y de la memoria histórica y mítica. Los fantasmas fundacionales y patriarcales perviven desfigurada pero insistentemente. Cada texto de este período, que podemos situar con John Lynch en torno a 1808-1826, declara el final catastrófico
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del antiguo orden monárquico y virreinal, pero afirma también el progreso imparable de un orden distinto (Lynch 1986). Dentro de esta declaración de un ocaso se esboza también el inicio de un tiempo nuevo, el de una independencia que se afirma con fervor pero que solo podrá imaginarse como proyecto, borrosamente, y con recurso a las visualidades muy estereotipadas del mundo clásico y del Mediterráneo, filtradas por los escritos de Rousseau (Coronil 1997: 88-89). Recordemos que Humboldt, cuyas expediciones americanas tienen lugar entre 1799 y 1804, describe el espacio del Gran Caribe como Méditerranée des Antilles (Mediterráneo de las Antillas) y Méditerranée mexicaine (Mediterráneo mexicano) (Gillman 2014: 505). Bolívar, por su parte, imagina en Centroamérica el epicentro de un futuro imperio, «el emporio del universo»: Los estados del istmo de Panamá hasta Guatemala formarán quizás una asociación. Esta magnífica posición entre los dos grandes mares podrá ser con el tiempo el emporio del universo, sus canales acortarán las distancias del mundo, estrecharán los lazos comerciales de Europa, América y Asia, traerán a tan feliz región los tributos de las cuatro partes del globo. ¡Acaso solo allí podrá fijarse algún día la capital de la tierra como pretendió Constantino que fuese Bizancio la del antiguo hemisferio! (Carta: 82)
El imaginario visual del tiempo nuevo que Bolívar esboza con evidentes deseos de planificación es, como he señalado antes, hemisférico y proteico, pero la designación de espacios concretos en la toponimia del virreinato —Panamá y Guatemala forman parte de la Nueva Granada— revela una dimensión muy particular de este imaginario. Me refiero a la que Sara Castro-Klarén llama «la visión panamericana del Libertador» (2003: 25)13. En la Carta y en otros textos bolivarianos, la visión continentalista reinscribe un imaginario imperial cuya visualidad es la de la tradición alegórica del 13 Se trata más concretamente de la visión continental y transcontinental de Bolívar, a quien con frecuencia se ha mencionado en relación con el proyecto de una «Confederación de Naciones Hispanoamericanas», como se ha aludido también a Jefferson, para recordar su proyecto panamericanista de un «Hemisferio Occidental» (Mignolo 2005: 60; 68). Castro-Klarén señala también la genealogía bolivariana de las ideas panamericanistas del Martí de «Nuestra América» y del Ariel de Rodó (2003: 32-33).
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imperio, desde el siglo xvii hasta Giovanni Battista Tiepolo. Las monstruosas alegorías de los continentes de van Kessel —Europa, África, América, Asia (1664-1666)— todavía resuenan un siglo más tarde como una pesadilla de espejos coloniales en el gran fresco de la Alegoría de los planetas y los continentes de Tiepolo, sobre la escalinata rococó del palacio de Würzburg (Schneider 2009: 157168)14. Las miradas pictóricas barroca y tardobarroca que viajan desde las crónicas al grabado, al lienzo y al esplendor transcontinental de los frescos de Tiepolo contrastan con un deseo de ver no solo panorámica sino también abarcadoramente en Bolívar. En la Carta se imaginan los territorios del hemisferio a partir de la experiencia y designios del presente, pero en el espacio que ocupan en Tiepolo y en otros pintores alegóricos de los imperios las grandes estructuras monumentales de las monarquías europeas hay ahora un vacío, una zona de invisibilidad que Bolívar apenas esboza al imaginar cómo será «el emporio del universo». Su tiempo predilecto, inmerso sin contradicción en la retórica visual de la Antigüedad clásica, es el tiempo futuro, conector y mercantil, que Denis Cosgrove sitúa en la figura de la isla: No solo estaba a punto de aumentar el número de los continentes, sino que la tierra no cautivaba ya la imaginación global de los europeos. Tal imaginación se hallaba dominada por la isla, cuyas espacialidades autónomas ofrecían el patrón geográfico perfecto para las teorías sistemáticas de la «naturaleza» que debatían filósofos y naturalistas racionalistas como Montesquieu, Rousseau, Lineo y Buffon. (Cosgrove 2001: 188-189)
En uno de sus textos mayores, dirigido al Congreso Constituyente de Bolivia de 25 de mayo de 1826, y dedicado a comentar su Proyecto de Constitución para este país, Bolívar condensa en la imagen de la isla un mensaje político de acento romántico y visionario. La figura de la «pequeña isla de libertad» rodeada por un «inmenso océano de opresión», azotada por olas y huracanes, extrapola elo-
14 En el Palacio Real de Madrid, Tiepolo pintó entre otras obras el espectacular fresco del Salón del Trono, La grandeza y poder de la Monarquía española (1764), que contiene, además de otros detalles y conjuntos alegóricos, una serie de «alegorías de virreinatos americanos» (Sancho 2004: 88).
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cuentemente la tropología del Caribe al enclave continental de la joven República de Bolivia: ¡Legisladores! Vuestro deber os llama a resistir el choque de dos monstruosos enemigos que recíprocamente se combaten, y ambos os atacarán a la vez: la tiranía y la anarquía forman un inmenso océano de opresión, que rodea a una pequeña isla de libertad, embatida perpetuamente por la violencia de las olas y de los huracanes, que la arrastran sin cesar a sumergirla. Mirad el mar que vais a surcar con una frágil barca, cuyo piloto es tan inexperto. (Bolívar 2009: 277)
La independencia, ya lo deja sentir la Carta con angustia, es tan difícil en el plano político como en el simbólico, el de la generación de nuevas imágenes de América. Como escribía Ángel Rama en su libro Tranculturación narrativa en América Latina: «[las letras latinoamericanas]» [c]asi desde sus comienzos procuraron reinstalarse en otros linajes culturales, sorteando el «acueducto» español, lo que en la Colonia estuvo representado por Italia o el clasicismo y, desde la independencia, por Francia e Inglaterra, sin percibirlas como las nuevas metrópolis colonizadoras que eran, antes de recalar en el auge contemporáneo de las letras norteamericanas. (2008: 15-16)
Rama subrayaba, de manera tal vez excesivamente historicista, pero pienso que acertadamente: «desde el discurso crítico de la segunda mitad del siglo xviii hasta nuestros días, esa fue la consigna principal: independizarse» (ibíd.). Las figuras de la independencia se convierten así en una presencia permanente en los imaginarios hesmisféricos, nacionales y regionales que suceden al fin del sistema virreinal. El tiempo ciego y generador de ilusiones visionarias del primer tercio del siglo xix recuerda el de los comienzos del proyecto colonizador en torno al inicio del siglo xvi15. El tiempo ciego es, en fin, un tiempo de visiones e incluso de alucinaciones volcadas sobre el futuro.
15 Continuando una corriente historiográfica que ve en las transformaciones del imperialismo borbónico un esfuerzo de reconquista, Lynch subraya un «nuevo imperialismo de Carlos III»: «La segunda conquista de América fue ante todo una conquista burocrática» (Lynch 1986: 5; 7).
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Si la patria es una tiránica madrastra —«todo lo sufrimos de esa desnaturalizada madrastra», escribe Bolívar (Carta: 68)—, la filiación patriarcal de las revoluciones de independencia no deja lugar a dudas: Las Casas y Colón, Montesquieu y Humboldt, y el propio Bolívar, actúan como figuras tutelares de la construcción del presente-futuro del Nuevo Mundo en trance de liberación. Los designios de la visión bolivariana son por tanto profundamente patriarcales. La noción de una América fértil y maternal que atraviesa el ensayismo del siglo xix desde Bello hasta la madre América de Martí no figura en la Carta16. Los vestigios de la pesada sombra de España como «vieja serpiente» (Carta: 70) parecen limitar, al menos a alturas de 1815, la visión de una América no solo maternal sino —¡impensable quimera!— femenina y matriarcal. Las figuras de la nación son militares y masculinas; solo al alzar femeninas o reproductivas, pues la única imagen materna que circula por el imaginario bolivariano es la de la España imperial. 5. Un pequeño género humano / delirio pre-postrero El compromiso de Bolívar con las ideas ilustradas, liberales y republicanas es palpable en todos sus textos. Menos directamente, Bolívar es también un estadista romántico y, como se ha señalado justamente, con tendencias autoritarias; es decir, un soldado de clara filiación republicana en la estela de los ideales de la Revolución francesa y del imperialismo napoleónico. Sus referencias a las luchas políticas en curso, a las revoluciones, a la devastación de la guerra y a las consideraciones económicas y demográficas revelan al estadista calculador y apasionado. De ahí que, más allá de abrazar el ideario de los revolucionarios franceses y del republicanismo internacional, tome también muy en serio el dilema, escenificado una y otra vez en el primer tercio del siglo xix, entre la libertad entendida 16 No obstante, Collier recuerda que la «metáfora estándar» de Bolívar para referirse a «la nación como colectivo de gentes» («the nation-as-collection-of-people») es la de la familia, mientras que la nación en tanto abstracción («the nation-as-abstraction») recibe atributos maternales, al menos en las misivas a los habitantes de Coro (6 de junio de 1821) y en «A los patianos, pastusos y españoles» (18 de febrero, 1822) (Collier 1983: 43).
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como derecho universal y la libertad particular de los esclavos en su dimensión de igualdad. La Revolución, para Bolívar, tiene acento criollo y antillano, no necesariamente francés. El imaginario político de Bolívar responde al menos indirectamente a los efectos inmediatos de la Revolución de Haití que arranca en 1791 y a la Declaración de Independencia de 1804; es decir, reacciona a la transformación de la colonia francesa de Saint-Domingue, cuyos esclavos se emancipan en 1793, en la República de Haití. Bolívar habría sido consciente sin duda del importante proceso revolucionario que sacudió las estructuras jurídicas y territoriales del imperio francés. Sabría, como observa Laurent Dubois, que, por una parte, «[l]a emancipación de los esclavos en Saint-Domingue en 1793, ratificada y aplicada a todas las colonias francesas en 1794, estableció un nuevo orden jurídico en las colonias francesas». Sabría también que «la administración de la libertad conllevaba liberación tanto como formas de racismo republicano que excluían a los antiguos esclavos de la plena ciudadanía» (Dubois 2004: 172). ¿Cuál será entonces la figuración visual de la Revolución, muy reconstruida a posteriori? ¿Hasta qué punto cabe también considerar la presencia de un espacio visual del interregno político, entre virreino y república, en el corpus textual bolivariano? ¿Hay, en fin, una dimensión iconográfica, paisajística o ecfrástica de estos textos? El propio Bolívar escribe, echando mano de una figura que parece haberle marcado: «En mi concepto, esta es la imagen de nuestra situación. Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte; cercado por dilatados mares; nuevo en casi todas las artes y ciencias aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil» (Carta: 73)17. La imagen, de tono utópico (y 17 Bolívar se sirve aquí del tropo de un ámbito natural autónomo tanto en el espacio como en el tiempo. La visión del «buen salvaje» que la imaginación ilustrada apoya en el imaginario de las crónicas, en libros de viajes y en diversas tradiciones iconográficas, resurge en la Carta como un rasgo de conciencia americana. En palabras de Jean Franco: «La Europa del siglo xviii proyectaba sobre las Américas dos mitos contradictorios: el de la Utopía habitada por buenos salvajes y el mito contrario, el de los pueblos inferiores que deben ser civilizados» (Franco 1987: 39). Por otra parte, al considerar el corpus de los libros de viaje hugonotes de fines del siglo xvi, y concretamente la relectura ilustrada de la Histoire d’un voyage faict en la terre du Bresil de Jean de Léry, Frank Lestringant observa: «Así, el siglo xviii
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distópico), surge de forma tal vez abstracta en el pensamiento político de Bolívar, pero aparece con fuerza. Sorprende la afirmación abierta del imaginario continental («poseemos un mundo aparte»), que recuerda los discursos coloniales sobre la isla-continente de Australia, o sobre el nórdico continente-isla de la Nueva Francia y de Canadá. En la conclusión de la Carta, Bolívar regresa a esta imagen de «un mundo aparte, cercado y nuevo», acaso para tomar conciencia del ejercicio crítico que acaba de ejecutar, nada menos que el de describir, comentar y traducir para su interlocutor el conjunto inconmesurable de este Nuevo Mundo que se encuentra en trance de hacerse otra vez nuevo. Vuelve, pues, sobre la figura del aislamiento y de la condición no solo geográfica sino metafísica que Lestringant identifica en el imaginario de la Ilustración y en el Marqués de Sade en concreto, como «insulario de las tinieblas» (Lestringant 2002: 356): «La América está encontrada entre sí, porque se halla abondonada de todas las naciones; aislada en medio del universo, sin relaciones diplomáticas ni auxilios militares, y combatida por la España que posee más elementos para la guerra que cuantos nosotros furtivamente podemos adquirir» (Carta: 86). «Encontrada entre sí, abandonada, aislada, sin relaciones y combatida», la inmensa extensión del continente americano que Bolívar llama la América aparece inmersa en las más profundas tinieblas de su crisis, incapaz de ver luz, frágil y huérfana. Bolívar infantiliza de forma dramática su visión panorámica. No se trata solamente de situar a escala o miniaturizar los espacios americanos, sino de localizar en el espacio y en el tiempo —«esta es la imagen de nuestra situación»— el estado de cosas de las guerras de independencia a alturas de 1815. El «pequeño género humano» sugiere la figura infantil de la inexperiencia y de la herencia cultural, pero también la figura no menos preocupante de los oscuros determinismos estructurales que requieren la tutela paternalista de una nación madura. La imagen de la orfandad sugiere asimismo la percepción idealizada de un renacimiento en libertad, o abocado a la libertad tras la larga pesadilla de la servidumbre forzada a una inventó un siglo xvi a su propia imagen, una prehistoria antropológica que se ajustaba a sus deseos. Esta reinvención, lo hemos visto, no se dio sin errores; la aparente simplicidad de un lenguaje anticuado contribuyó a adornar la pintura de los niños desnudos del Nuevo Mundo» (2002: 136).
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«desnaturalizada madrastra» (Carta: 68). Y esta figura infantil, tan elaborada posteriormente en las culturas literarias y visuales del Romanticismo, le sirve a Bolívar para definir una posible imagen del avance de la emancipación, la independencia y la futura gloria de América. La visión que se inscribe en la Carta de 1815, esa mirada y ese proyecto de reconstrucción sobre las malhadadas y secas ruinas de la España virreinal, sigue operando hoy en las culturas visuales del Caribe y de Latinoamérica. Ayer como hoy, imaginar el futuro perfecto equivale a reconocer los límites sensoriales y afectivos de la imaginación política y de sus espacios: «tenía a mis pies los umbrales del abismo». Bibliografía Andermann, Jens. The Optic of the State: Visuality and Power in Argentina and Brazil. Pittsburgh: University of Pittsburgh Press, 2007. Anderson, Benedict. Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism. London: Verso. Ed. rev., 1991. Baddeley, Oriana y Fraser, Valerie. Drawing the Line: Art and Cultural Identity in Contemporary Latin America. London: Verso, 1989. Bal, Mieke. Quoting Caravaggio: Contemporary Art, Preposterous History. Chicago: University of Chicago Press, 1999. Bayón, Damián. «The architecture and art of colonial Spanish America». En Leslie Bethell (ed.). The Cambridge History of Latin America. Colonial Latin America. Cambridge: Cambridge University Press, 1984, vol. II, pp. 709-745. Benjamin, Roger. «Colonial Panoramania». En Jay Martin y Sumathi Ramaswamy (eds.). Empires of Vision: A Reader. Durham/London: Duke University Press, 2014, pp. 111-137. Bethell, Leslie (ed.). The Cambridge History of Latin America. Vol. 2. Colonial Latin America. Cambridge: Cambridge University Press, 1984. Bolívar, Simón. Doctrina del Libertador. Caracas: Fundación Biblioteca Ayacucho, 2009. Bolívar, Simón. El Libertador: Writings of Simón Bolívar. Ed. David Bushnell. Trad. Frederick H. Fornoff. Oxford: Oxford University Press, 2003. Brizuela, Natalia. Fotografia e império: Paisagens para um Brasil moderno. Trad. Marcos Bagno. São Paulo: Companhia das Letras / Instituto Moreira Salles, 2012.
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IV. Mujer en Indias
La mujer en Indias: la otra conquista Antonio Cano Ginés Universidad de La Laguna
Introducción La necesidad de hacer visibles a las mujeres de Indias tiene que ver con hacer visible la realidad, «el mundo es uno y los sexos son dos; a esa evidencia corresponde que el conocimiento, los saberes, los modos de estar en el mundo se expresen siempre a dos voces, en masculino y en femenino» (Rivera Garretas 2005: 66). Nuestra idea es contribuir a que el colectivo de las mujeres que construyeron la América que hoy conocemos ocupen el lugar que sin duda merecen en la historia y en la literatura. Es cierto que se ha recuperado a través de los textos un puñado de ejemplos de mujeres excepcionales, pero este hecho, desde nuestro punto de vista, ha servido como coartada a los historiadores e investigadores en general para justificar la ausencia entre sus páginas del conjunto de las mujeres, ya que cuando se nos presenta su excepcionalidad, esta radica en su vivir, hacer, comportarse y estar en el mundo como un varón más. Junto a estas mujeres hay otras muchas que con su labor silenciada, que no callada, construyeron una nueva sociedad en todos sus ámbitos. Los cronistas, los autores de los relatos de la conquista y colonización, sencillamente, no enfocaron su mirada en ellas. Estado de la cuestión El universo femenino existe tangencialmente en las crónicas, por supuesto. Está en algún detalle, en alguna línea perdida,
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entre líneas, pero para hacerse con una visión de conjunto es necesaria una gran perseverancia investigadora que han llevado a cabo especialmente las investigadoras feministas, que han sido capaces de reconstruir, como si de un puzle se tratara, una historia para las mujeres. De este modo, varios son los investigadores, historiadores, filólogos y antropólogos, especialmente mujeres que, con duro empeño, sobre todo en el siglo xx y lo que va de xxi, llevan reivindicando a través de sus trabajos el alcance de la figura femenina en la conquista del Nuevo Mundo. El discurso de Cesáreo Fernández Duro para su ingreso en la Real Academia de la Historia en 1902, titulado La mujer española en Indias, marca un renacimiento en esta línea de investigación. Tras él, el crítico, poeta e historiador mexicano Francisco de Icaza publica en 1923 el Diccionario autobiográfico de conquistadores y pobladores de Nueva España, obra reveladora para recabar datos sobre españolas en México. Importantes son también los trabajos de la historiadora mexicana Josefina Muriel, fallecida en 2008. Escritora, investigadora, bibliófila y académica mexicana estuvo especializada en la historia del mundo femenino y religioso de la época de la Nueva España. Destacamos aquí por insoslayable su trabajo titulado: Las mujeres de Hispanoamérica (1992). Felizmente, la nómina de investigadores a partir de los años ochenta del siglo xx se hace muy extensa y no podemos detenernos en reseñarlos a todos. Sí señalamos a continuación los dos trabajos más significativos para el estudio de la mujer en España y América Latina. Son, por un lado, la obra en tres volúmenes dirigida por Isabel Morant: Historia de las mujeres en España y América Latina (2005), cuyo segundo volumen, dedicado al mundo moderno, es de especial interés para la época que nos ocupa; y, por otro lado, el volumen titulado Españolas del Nuevo Mundo, de Eloísa Gómez-Lucena (2013), que profundiza en las figuras femeninas más relevantes de la época. Las miradas que desde la Filología se han acercado a la figura femenina a través de los textos de las crónicas también van en aumento. Los trabajos de Juan Francisco Maura, profesor de la Universidad de Vermont, son una buena muestra de ello: La influencia lingüística de las españolas en el Nuevo Mundo (2012), Españolas
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de Ultramar en la historia y en la literatura (2005) y Adelantadas, virreinas y aventureras en los primeros años de la conquista de América (2002) son ineludibles para un acercamiento a la figura de la mujer en Indias. Primeras pobladoras En efecto, no lo hicieron todo los conquistadores, ni fueron ni permanecieron siempre solos. Si hoy conocemos la vida de esas primeras pobladoras y conquistadoras es gracias a la imparcialidad de algunos como Cervantes de Salazar (¿1514?-1575) que en su Crónica de la Nueva España (1546) hace una prolija relación de españolas y de sus hechos más relevantes. Gracias también al criollo Ruy Díaz de Guzmán (1559-1629) en su obra La Argentina (1612) o al cacereño Martín del Barco Centenera (¿1535?-1605) en su poema histórico La Argentina o la conquista del Río de la Plata (1601), quienes nos han acercado las vidas de las mujeres sin escatimar elogios hacia ellas. Disponemos, además, de mucha información sobre estas mujeres en los registros religiosos, de pasajeros, relatos de misioneros, documentos legales, testamentos, etc., que ayudan a testimoniar su presencia. Si la investigación en los documentos relativos a los pasajeros de Indias ha demostrado fehacientemente la presencia de la mujer, hemos de pensar, sin embargo, que fueron muchas más de las registradas puesto que no todas dejaron un rastro documental por diferentes razones: el que aparece es su marido o sus padres, eran criadas o prostitutas1, o porque su licencia de pasaje era clandestina, como señalan algunos investigadores (Arauz 2012; Martínez Martínez 2011).
1 «En 1526, dos reales cédulas, firmadas por el secretario del emperador y por tres piadosos obispos (los de Osma, Canarias y Ciudad Rodrigo), autorizaron la instalación de sendos lenocinios en Santo Domingo y en San Juan de Puerto Rico, con mujeres que, al menos parcialmente, eran blancas. Según Pérez de Barradas, en 1516, el secretario del rey, Lope de Conchillos, tenía en Santo Domingo 10 o 12 mozas desempeñándose como prostitutas. Hacia finales de siglo, en la rica Potosí había hasta 120 profesionales del amor pago, en buena parte europeas, para servicio de los señores que desdeñaban ayuntarse con indias o mestizas» (Herrén 1997: 29).
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Desde los primeros años de la conquista y colonización de las Indias, los Reyes Católicos aconsejaron que los conquistadores viajaran con sus esposas e hijos. La Corona fue aquilatando la normativa sobre los casados en Indias con nuevas disposiciones que multaban o condenaban a prisión a quienes viajaban sin el permiso de sus esposas o a quienes no las reclamaban cuando estaban asentados en América durante más de dos años2. La vida familiar, pensaba la Corona, propiciaba la pacificación, el poblamiento y el cultivo de los territorios conquistados cuyo corolario sería la transmisión cultural y la propagación de la fe católica. Algunos investigadores (Navarro 2004; Maura 2002; Gómez Lucena 2013), siguiendo los estudios geobiográficos de José Luis Martínez (1983), señalan que «el porcentaje de emigración femenina que llegó al Nuevo Mundo a través de España llegó a ser de hasta un 28,5% en el período 1560-1579. De las 5.013 mujeres registradas que van a América en esta veintena, 1.980 (cerca del 40 %) eran casadas o viudas, y 3.024 (60 %) solteras» (Martínez 1983: 168). Llama la atención que, según estas cifras, el 60 % de las mujeres españolas emigradas sean solteras, algunas de ellas acompañadas de niños, y que este número sea en total más alto que el de las casadas. En este sentido, Richard Konetzke intenta aclarar estas cifras apuntando a «que se explica recordando que entonces existía un exceso de mujeres y que a muchas de ellas les resultaba imposible casarse» (1945: 146). Lo que parece cierto es que estas cifras «contradicen y desmienten la idea de que los españoles únicamente tuvieron acceso a mujeres nativas del recién descubierto continente» (Maura 2002: 33). Ejemplos de mujeres embarcadas en la aventura de Indias hay muchos ya desde los primeros viajes de Colón y con perfiles humanos muy distintos. Por destacar algunos, mencionaré a las guerreras como Beatriz Bermúdez de Velasco [¿1500?-2.ª mitad s. xvi], soldado en la conquista de Tenochtitlán que obligó, espada en mano, a volver a la batalla a los españoles que se rendían; Catalina de Erauso [1592-1635], que huyó de un convento en España para viajar al Nuevo Mundo y combatir como soldado de infantería en los 2 Para un estudio pormenorizado de la normativa, véase Arauz Mercado (2012: 69-82) y Ots Capdequi (1920).
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reinos de Chile y Perú; Isabel Barreto [¿1567?-1612], la primera almirante de la Armada y líder de una expedición por el Pacífico que la llevaría a las Islas Salomón; María Escobar [¿1500?-2.ª mitad s. xvi], que introdujo y distribuyó el trigo en América, con la revolución nutricional que ello supuso; Inés Suárez [1507-1580], amante, espía, confidente y correligionaria de Pedro de Valdivia, que intervino en la conquista de Chile, de especial dureza; María de Estrada [1480-1535], miembro destacado de la expedición de Hernán Cortés en México; María de Toledo [1490-1549], primera virreina de las Indias occidentales; Mencía Calderón [¿1514?1570], la adelantada de Asunción; o Catalina Bustamante [1490¿1546?], considerada la primera educadora de América. Todas ellas y otras muchas tenían un gran referente: la reina Isabel, cuya tenacidad, ejemplaridad y valentía serviría sin duda de acicate y modelo a cada aventura particular. También hubo ejemplos de mujeres mestizas e indias que merecen mención: Anayansi, casada con Vasco Núñez de Balboa, hija de un cacique de la actual Panamá; Tecuelhuatzin (María Luisa) en el Perú, casada con Pedro de Alvarado, hija del cacique Tlaxcalteca; Tecuichpoch, Isabel de Moctezuma, apadrinada de Cortés, casada cinco veces y clave para la hispanización de México; Marina «la Malinche», la lengua de Cortés, cuya memoria sigue viva como la gran traidora a su pueblo por sus servicios al conquistador; o la hija mestiza del loco Lope de Aguirre, Elvira, muerta a manos de su propio padre para que no fuera deshonrada tras su muerte. En este trabajo me ocuparé de tres de estas mujeres: una viuda (Mencía Calderón), una casada (María de Toledo) y una beata (Catalina Bustamante), pues me parece que el acercamiento a estos tres perfiles dará una visión general del universo femenino en Indias y del caletre de las nunca débiles mujeres que vivieron en primera persona la epopeya americana. Mencía Calderón de Sanabria [Medellín, (Extremadura, España) ¿1514?-Asunción (Paraguay), 1570], viuda hidalga de Juan Sanabria, empeñada en cumplir la aventura que su marido comenzara y que no pudo culminar porque le sorprendió la muerte en Sevilla a principios de 1549. El fatal desenlace ocurrió mientras su marido preparaba las naves con las que pretendía conseguir el
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adelantamiento del Río de la Plata tras el desastre gestor de Cabeza de Vaca en Asunción. Doña Mencía, llena de deudas y acuciada por los plazos que le imponía la Corona antes de proponer a otro adelantado, prosiguió con el proyecto, avalada por una cédula por la que Carlos V, el 12 de marzo de 1549, nombra a Diego Sanabria, hijo del primer matrimonio de su marido Juan, heredero y sucesor de todos los títulos, derechos y obligaciones de Juan Sanabria. Esta extremeña de Medellín, con 36 años y una vez cumplidas las exigencias que la Corona le había impuesto a su marido para autorizar la expedición3, logró partir con tres de las seis naves con que contaría la expedición Sanabria. Las otras tres partirían de Sevilla, con su hijastro Diego a bordo, en el otoño de 1552, pero los pilotos confundieron los derroteros y acabaron destruidas por un huracán en las costas de Venezuela, cerca de la Isla Margarita. Las mujeres en esta expedición, como en todas, tuvieron un papel sobresaliente en la supervivencia del grupo: cosían velas, cocinaban, cuidaban a los enfermos o entretenían con sus lecturas y, cuando fue necesario, realizaron los trabajos de los hombres. En el primer grupo, en el que viajaba doña Mencía, partirían además 247 hombres y niños, y 53 mujeres y niñas el 10 de abril de 1550 (Gómez Lucena 2013: 137). Tras seis años de naufragios, en los que su expedición perdió dos de sus tres naves en la costa africana, y su última nave, el patache San Miguel, ya en las proximidades del puerto de Biazá en Santa Catalina, en la costa brasileña; tras terribles hambrunas4, el saqueo de la expedición por el pirata normando Escorce; tras dos años y medio de cautiverio y reclusión en Santa Catalina y atravesar 1.600 km de selva amazónica, 17.000 km en total desde que saliera de Sevilla, llegó a Asunción en los primeros días de marzo de 1556 con el título honorífico de doña 3 Que podríamos resumir en «todo a vuestra costa y misión» y «fundar un pueblo en la Costa de Santa Catalina y otro en la boca del Río de la Plata». Se le exigió, además, llevar seis barcos con 80 hombres casados y sus mujeres e hijos, 20 doncellas casaderas y 250 solteros, hombres y mujeres de cualquier edad. Cfr. Gómez Lucena, 2013: 136-138. 4 Más por incapacidad que por no haber comida: «padecieron muchas necesidades y trabajos, y como toda la gente era de poca experiencia, no se daba maña a proveerse de lo necesario por aquella tierra, siendo tan abundante de caza y pesquería». Cfr. Ruy Díaz de Guzmán 210.
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Mencía, la adelantada, otorgado «por los supervivientes y los asunceños» (Gómez-Lucena 2013: 138). Entró en la ciudad a pie, rechazando los caballos de quienes salieron a su encuentro, los cuales no los habían rescatado de su cautiverio en Santa Catalina, aunque podían haberlo hecho. Para hacernos una idea de la dureza de esta travesía, valga el dato de que de los 300 que partieron de Sevilla solo 120 celebraron esa primera Navidad de 1550, como señala Juan de Salazar en una carta del 1 de enero de 1552 (ibíd: 141). Durante su reclusión en Santa Catalina, casó doña Mencía a su hija mayor María Sanabria Calderón con el capitán Hernando Trejo, y fruto de este matrimonio nacería en 1552 Fernando Trejo Sanabria, quien heredó de su abuela su combativo amor por los indios5 y los protegió como ella de los abusos de los encomenderos. Fundaría también su hijo Fernando la Universidad de Córdoba, en Argentina, la primera del Río de la Plata. Doña Mencía Calderón murió en Asunción, pero finalmente su epopeya personal había merecido la pena. María Álvarez de Toledo y Rojas [Castilla (España), 14866-Santo Domingo (República Dominicana), 1549], generalmente citada como María de Toledo, fue la primera virreina en América. Fue sin duda la mujer de mayor categoría social que habitó las Américas durante el siglo xvi. Era no solo la esposa de Diego Colón, hijo primogénito de Cristóbal Colón, sino también sobrina nieta de los Reyes Católicos y de los duques de Alba. Semejante calidad de linaje no le impidió, sin embargo, luchar en frentes muy dispares. Por un lado, fue el gran apoyo para su marido en los llamados pleitos colombinos contra la Corona de Castilla, pleitos que don Diego ganó finalmente y por lo que se le otorgaron los bienes y privilegios que debía heredar a la muerte de su padre, Cristóbal Colón. Estos pleitos, que obligaron a don Diego Colón a viajar a España, convirtieron a doña María en virreina de la Española durante su ausencia, entre 1515 y 1520, y asumió una gobernación 5 Mencía Calderón denunció por carta ante la Corona el trasiego de esclavos indios y el incumplimiento de las leyes que los amparaban. Cfr. Eloísa Gómez-Lucena 2013: 144. 6 Fecha muy controvertida. Todo parece apuntar a que nacería en torno a 1485-1490 en alguna de las villas adscritas a la casa de Alba, y falleció en La Española (la actual Santo Domingo) el 11 de mayo de 1549.
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compleja y turbulenta que supo manejar con una pericia ejemplar y una entereza a prueba de humillaciones de sus propios compatriotas (obispo de Santo Domingo incluido). Por otro lado, su defensa de los derechos de los indios que habitaban las islas convirtió a doña María de Toledo en blanco de la ira y los desprecios de la clase privilegiada de los nuevos territorios conquistados. La indudable influencia de fray Bartolomé de Las Casas, y más tarde de Francisco de Vitoria, la convertirán en la primera gran defensora de los derechos de los indios de América. La educación de María de Toledo fue excelente, probablemente a la altura de la que recibieron las infantas, y con mayor libertad que la recibida por mujeres nacidas posteriormente, ya que los tutores de la época y los del primer cuarto del siglo xvi aún no estaban influidos por los trabajos de Luis Vives (1524 en latín, 1528 traducción al castellano del libro llamado Instrución de la mujer cristiana) que veía en el silencio de la mujer una virtud. Para Cristóbal Colón, una mujer de la casa de Alba era la candidata perfecta para su hijo Diego, de manera que las familias firmaron un acuerdo matrimonial en 1502, antes del cuarto viaje de Colón. La boda se aplazó hasta 1508 por varias razones (especialmente por la muerte de Cristóbal Colón en Valladolid en 1506). Por fin la pareja contrajo un matrimonio agridulce en 1508, ya que a Diego ese mismo año le nacieron dos hijos naturales, uno de la burgalesa Constanza Rosa y otro de la bilbaína Isabel Samba. Además, 1508 fue el año en que comenzaron los pleitos colombinos7. Partieron para las Indias en mayo de 1509 en una gran flota que partió desde Sanlúcar de Barrameda (Cádiz) al mando de Diego Colón. María de Toledo llevaba un séquito de damas y doncellas, como apunta Las Casas, «para casar, como las casó después en esta 7 Las presiones del duque de Alba, tío de María de Toledo, consiguieron que Diego fuera nombrado gobernador de las Indias tras la destitución de Nicolás de Ovando, pero como este cargo le fue concedido por gracia del rey Fernando, regente tras la muerte de la reina Isabel, y no por los privilegios colombinos, Diego entabló un pleito con la Corona. Reclamaba el cargo hereditario de virrey y gobernador de todas las Indias, en la jurisdicción española a partir de la línea de demarcación, el gobierno de Puerto Rico, Veragua y Urabá, la facultad de nombrar a todos los oficios de justicia en su jurisdicción y de crear un tribunal en Sevilla para todos los asuntos comerciales de Indias. Reclamaba asimismo el derecho a percibir el diezmo de todas las rentas de Indias, sin contribuir a ningún gasto.
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isla con personas honradas y principales» (1956: 180), «porque en verdad (señala Fernández de Oviedo) había mucha falta de tales mujeres de Castilla además de criadas y esclavas negras» (1851: 97). Y continúa Oviedo diciendo más adelante «y aunque algunos cristianos se casaban con indias, había otros mucho más que por ninguna cosa las tomaran en matrimonio, por la incapacidad y fealdad de ellas. Y así, con estas mujeres de Castilla que vinieron se ennobleció mucho esta ciudad […] como porque otros hidalgos y personas principales han traído sus mujeres de España» (ibíd.). Fijarían su residencia definitiva en el palacio de estilo gótico mudéjar que sobrevive al paso del tiempo sobre los farallones del río Ozama y que es conocido como Palacio Virreinal o Alcázar de Colón. En 1510, María de Toledo tuvo a su primera hija, Felipa Colón y Toledo. Aún tendría cinco más: María, que nacería al año siguiente, Juana en 1512, Isabel, la menor de sus hijas, en 1513, Luis (1522) y Diego (¿1524?). En estos primeros años de estancia en La Española, mientras su marido mal gobernaba y se iba granjeando, por un lado, el odio de los encomenderos y, por otro, el recelo de la Corona por su ambición, María de Toledo se ocupaba, junto con otras damas de la isla, de intentar trasplantar la sociedad española a la isleña. «Fundaron escuelas para niñas mestizas e indígenas, ayudaban en los hospitales y fomentaron los telares y talleres de costura en donde las indígenas y mestizas aprendían el oficio» (Gómez-Lucena 2013: 69). Todo por intentar recrear la vida que dejaron atrás. Las casas patricias eran construidas y decoradas a imitación de las peninsulares. En definitiva, pretendieron hacer de la vida colonial un trasunto de la peninsular en la medida de lo posible. Tuvieron que aplicar las Reales Ordenanzas dadas para el buen regimiento y tratamiento de los indios, más conocidas como las Leyes de Burgos, de 1512, de obligado cumplimiento para virreyes, gobernadores y regidores del Nuevo Mundo, y cuya consecuencia principal fue la prohibición de esclavizar a los nativos. El matrimonio tuvo que sufrir humillaciones por intentar cambiar el régimen privilegiado de quienes poseían indios y no estaban dispuestos a cambiar de condición social. Maura (2000: 162) señala en este sentido que «pese a las calumnias esparcidas por sus enemigos, su gestión como
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gobernador fue honrada y por todos los medios a su alcance procuró disminuir la opresión de que eran víctimas los indios». No pudo evitar, sin embargo, ser llamado por el rey Fernando a la corte, quien lo destituyó de sus cargos pues recelaba de su creciente poder y el largo brazo de los Alba. Diego Colón permaneció en España entre 1515 y 1520 de pleito en pleito, cinco largos años en los que gobernó en funciones María de Toledo, auxiliada y limitada al tiempo por los monjes jerónimos que el cardenal Cisneros nombró para dirigir los asuntos económicos y administrativos de La Española. Las Casas siempre escribe bien de doña María, sin escatimar adjetivos positivos al narrar las amarguras que tuvo que pasar en la isla después de ido su marido a España a ocuparse no solo de sus pleitos sino también de las quejas que recayeron en su persona por su gestión. Para Las Casas era además «señora prudentísima y muy virtuosa, y que en su tiempo, en especial en esta isla y dondequiera que estuvo, fue matrona, ejemplo de ilustres mujeres» (Vega 2003: 129). Diego Colón obtuvo de nuevo el gobierno en 1520 y regresó a La Española, pero los continuos enfrentamientos con los jueces de la Audiencia de Santo Domingo y la primera insurrección de los esclavos negros producida en ese ambiente de mal gobierno enviaron a Diego Colón de nuevo a la Península. Ya en España, y a pesar de los pleitos, fue invitado a la boda del rey Carlos con Isabel de Portugal, boda a la que no llegaría a asistir porque falleció de camino a su celebración en Sevilla en 1526. Tenemos constancia por Fernández de Oviedo de que, muerto su marido, doña María decidió seguir con los pleitos colombinos para luchar por los títulos y beneficios que les pertenecían a ella y a sus hijos. Y en efecto lo consiguió. En 1530, ya con 45 años, viaja doña María a España con su cuñado Fernando y sus hijos Isabel y Diego. Hasta su vuelta a La Española, en 1544, comprometió a su hija Isabel con Jorge de Portugal, y a través de la emperatriz Isabel logró para Diego el nombramiento de paje del príncipe Felipe. Para su entonces heredero, Luis, quinientos ducados anuales como ayuda de costa más diez mil ducados de oro anuales de las rentas que produjera la isla. Consiguió de los emperadores dotes cuantiosas para sus hijas solteras. Y finalmente, asegurado el futuro de sus hijos, acepta en 1536 el arbitraje de la Corona por el que la familia
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Colón renunciaba a los privilegios concedidos en las capitulaciones de Santa Fe, conservando los títulos para los herederos varones de almirante de Indias, duque de Veragua y Capitán General de La Española. Consiguió además exhumar los cadáveres de su suegro Cristóbal Colón y de su marido Diego Colón, enterrados en Sevilla, para darles sepultura definitiva en la Catedral de Santa María la Menor en Santo Domingo. En palabras de Oviedo «lo cual fue todo negociado e concluido con la diligencia de tan buena e prudente madre como ha sido la visorreyna a sus hijos, e a quien sin duda ellos deben mucho; porque […] consistió el efecto de estas mercedes y su conclusión en la solicitud de esta señora, e en su bondad, e buena gracia para lo saber pedir y porfiar» (Oviedo 1851, Libro IV, Cap. VII: 115-116). En 1544, con 59 años, se embarca de nuevo hacia La Española. Lo que encontró a su llegada tras catorce años de ausencia debió ser terrible. El cronista Antonio de Remesal da cuenta de ello en su Historia General de las Indias Occidentales y particular de la governación de Chiapa y Guatemala (1966, Tomo I: 39) «[…] halló su hacienda robada, los hijos ausentes; y esto, el ser viuda fue causa que los vecinos no le hiciesen el acogimiento, ni la tuviesen el respeto que a ser quien era ella, sin ser virreina, se le debía». Así pues, con su palacio saqueado y sus ingenios en manos ajenas, pasó sus últimos cinco años retirada y suponemos que agotada. Falleció en 1549 y fue enterrada según su deseo, no en la misma sepultura de su marido, sino debajo, en el suelo del templo. Catalina Bustamante [Llerena (Extremadura, España) 1490-Texcoco (México), ¿1546?]. Primera maestra de América. De probable origen hidalgo y con formación humanista8, partió el 5 de mayo de 1514 de Sanlúcar de Barrameda hacia Santo Domingo junto a su marido, Pedro Tinoco, sus hijas María y Francisca
8 Sabía leer y escribir, y tenía amplios conocimientos de lengua griega y latina. Una formación poco frecuente en una mujer nacida a finales del siglo xv. Posteriormente la educación femenina se inspiró más en «rigurosos manuales impregnados de ignorancia y misoginia, que imponían discreción, sancionaban la supuesta incontinencia de las mujeres, proclamaban su inferioridad con respecto al hombre, aconsejaban mantenerlas ágrafas y recomendaban vigilar sus lecturas para que no se extraviaran con las ficciones de las obras de amor cortés». Cfr. Iwasaki Cauti 1993: 582.
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y sus sobrinas María y Juana. En sus primeros años de estancia se cree que se encargó de la instrucción de las hijas de hidalgos y gente acomodada (Gómez-Lucena 2013: 123). Años después tenemos noticia de ella en la Nueva España ya solo con sus hijas. Había enviudado y se ocupó allí también de la educación de las hijas de los capitanes de Hernán Cortés. Catalina Bustamante fue avalada ante la Corona por el obispo fray Juan de Zumárraga para asumir labores educativas, según él era mujer «honrada, honesta y virtuosa y persona de muy buen ejemplo»9. Era terciaria franciscana10, lo que la obligaba a una existencia decorosa y pía, una condición que sin duda también la favoreció para ser nombrada directora del primer colegio de niñas indígenas en Texcoco. Allí las niñas aprendían lectura, escritura y cuentas, a cantar oraciones, cuestiones domésticas básicas, lo que se llamaba «regir la casa»11. También se iniciaban en algún oficio relacionado con la artesanía12 en lo que se llamaba la sala de labores de los colegios. «Catalina Bustamente fue inculcando en las adolescentes indígenas el derecho a formar una familia monógama e indisoluble, lejos del arbitrio paterno donde, hasta ese momento, las hijas eran mercancía para sellar alianzas con caciques o capitanes españoles. Animó a estas jóvenes a formarse una nueva conciencia regida por el derecho a elegir esposo y a vivir en sintonía con la moral cristiana» (Gómez Lucena 2013: 128). Protegió y defendió a sus alumnas con verdadera pasión. Desde México «escribió una carta a Carlos I en 1529 exigiendo justicia por el atropello del
9 «Carta del electo obispo de México del 27 de agosto de 1529». Apud Muriel 1995: 56. 10 Las órdenes terceras tienen su origen en «S. Francisco de Asis, quien hacia el 1212 comenzó a admitir seglares que, sin abandonar su propio género de vida, se incorporaban de alguna forma a la orden franciscana» Cfr. Bel Bravo 2012: 223. 11 «La alimentación y los saberes que implica; los cuidados que necesita una persona cuando está enferma; el cuidado de los espacios comunes; el valor de las relaciones, etc.». Ibíd: 225. 12 «Las indígenas sabían hilar el algodón y el ixtle, pero no el lino ni la lana. Hubo una orden de la reina Isabel a la segunda audiencia mandando que las mujeres de la Nueva España hilaran la lana. Para enseñar todo esto las maestras llevaron a América los elementos necesarios tales como hilos, agujas, tijeras, etc., y con todo ello se fue enriqueciendo la artesanía nativa produciéndose un hermoso mestizaje artesanal que aún se halla vivo en prácticamente toda la geografía hispanoamericana». Cfr. Ibíd: 226.
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que habían sido víctimas dos alumnas indígenas y, por extensión, el colegio de Texcoco que ella dirigía» (ibíd 2013: 123). Nos relata Josefina Muriel (1995: 57 y ss.) cómo una noche de 1529 un grupo de indios asaltó el colegio para raptar a Inesica, hija de un cacique, y a su criada, por orden de un alcalde español Juan Peláez de Berrio, que se había encaprichado con la joven. La directora del colegio denunció el secuestro ante el obispo, que exigió la devolución de Inesica y su criada, pero la denuncia no prosperó porque el presidente de la Audiencia de México era hermano de Juan Peláez, el regidor que había ordenado el secuestro. Fue entonces cuando Bustamente escribió a Carlos I. Ausente el emperador, la carta con el relato de lo sucedido acabó en manos de la emperatriz Isabel de Portugal, que se indignó ante la ofensa y ordenó reclutar «mujeres letradas de conducta ejemplar», lo que se conoce como «beatas»13 para instruir a las niñas de Nueva España. Asimismo, dio órdenes a las autoridades mexicanas para que intervinieran, y a las niñas y maestras «no se les hiciera agravio alguno»14. Su lucha por mejorar la educación en el Nuevo Mundo la llevó de nuevo a España en 1535, con 45 años, para denunciar ante la Corona la falta de apoyos a su labor pedagógica. Isabel de Portugal volvió a respaldarla con fondos y con el reclutamiento de tres terciarias maestras. Consiguió Catalina para las elegidas que la emperatriz les pagara el pasaje y el matalotaje, la manutención y un ajuar. Gracias a ellas la instrucción de niñas indígenas se expandió por México de suerte que en 1536 Zumárraga ya administraba diez colegios con cuatrocientas alumnas en cada uno de ellos en su jurisdicción (Gómez-Lucena 2013: 131; Bel Bravo 2012: 228), también para las hijas de familias pobres y «doncellas pobres de buena conducta», que no eran otra cosa que niñas desprotegidas o destinadas a un matrimonio amañado por el padre. Finalmente, las terribles pestes de 1545 acabarían con la vida de Catalina Bustamante, la primera educadora de América. 13 «La condición de beata era ante todo una opción personal que rechazaba tanto el matrimonio como el convento, la autoridad paterna y la dominación conyugal. Al consagrarse al servicio divino, las beatas se colocaban fuera del espacio de poder masculino laico». Cfr. Iwasaki Cauti 1993: 582-583. 14 Cfr. AGI. Audiencia México, 1088-1, real cédula al electo Zumárraga, Toledo, 24 de agosto de 1529.
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A modo de conclusión, debemos decir que no todas las primeras pobladoras fueron heroínas o grandes señoras sino que pertenecieron a todas las clases sociales y que, aun con vidas desconocidas, contribuyeron notablemente a la consolidación de la cultura española en el Nuevo Mundo. La mujer española constituye en gran medida el elemento conservador de la tradición por excelencia, la que hizo posible la continuación de la cultura a lo largo de todos los territorios conquistados. En este sentido, en lo que a la difusión del español se refiere, podemos decir hoy (aunque ha constituido un controvertido debate entre lingüistas destacados) que los estándares lingüísticos en la americana hispanohablante, el porqué de los rasgos característicos de la lengua española en América es, precisamente, la influencia de la mujer extremeña y andaluza, especialmente sevillana. Sin duda estas primeras española en cruzar el Atlántico dejaron fuertemente arraigada su presencia en todas las facetas de la vida social americana. «El trasplante de la sociedad española a las tierras de ultramar hubiese tenido una dimensión mucho más transitoria y provisional sin tan fundamental presencia femenina» (Maura 2011: 54). En torno a ellas se formó la familia hispanoamericana, sustentándose tanto en la experiencia india como en la llegada desde España, y en ella «se fraguó la transculturación que dio origen a la sociedad hispano-criolla» (Arrom 1992: 392 y ss.). Ellas imprimieron en América «el sello de la cultura occidental en su versión española» (Gálvez, 1990: 16). Todas ellas fueron necesarias, «Nobles y plebeyas, afortunadas o sin fortuna, hidalgas de abolengo lo mismo que humildes labradoras y menestrales, colaboraron eficazmente en la civilización del nuevo mundo, depositando en terreno fértil y abonado las semillas de su virtud, constancia y sufrimiento» (Fernández Duro 1902: 441). Bibliografía Arrom, Silvia Marina. «Historia de la mujer y la familia hispanoamericana». Historia Mexicana 42 (1992), pp. 379-418. Bel Bravo, Mª Antonia. «La mujer como generadora de una nueva cultura. Una lectura diferente de la colonización española de América». Hispania Sacra LXIV (2012), pp. 211-235.
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Los dos poemas de sor María de los Ángeles: otra «Labor de manos» Nieves María Concepción Lorenzo Universidad de La Laguna
Hemos dado la espalda con demasiada facilidad a ese espejo de silencios que es nuestra historia colonial. Carlos Fuentes
I. Preliminares Los que nos dedicamos al estudio de la literatura venezolana hemos leído hasta el cansancio que sor María de los Ángeles es la primera poeta venezolana. Sin embargo, la crítica ha transitado tímidamente por los textos de la monja carmelita y no se ha ocupado de precisar qué puesto desempeña esta pionera en la poesía colonial ni cuáles son sus filiaciones. Por consiguiente, se hace necesario un análisis detenido de los dos poemas conservados: «Anhelo» y «El terremoto», reducida obra que, como sabemos, es frecuente en los autores de la colonia, por lo que parece lógico pensar que el resto de la obra se ha perdido. Por otro lado, el escaso tratamiento que tradicionalmente se ha conferido a la literatura colonial venezolana en contraposición a otras artes, como la pintura o la música, se explica, en parte, por el mayor desarrollo que tuvieron estos lenguajes con respecto a la producción de las letras. Además, urge revisar los archivos públicos, los de los conventos, fondos privados, bibliotecas o museos —in-
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cluso de otros países— con el objetivo de exhumar los textos de esa otra literatura. Habría que precisar también que en la literatura femenina conventual, los textos —esa «labor de manos», según Margo Glantz, como la repostería, el bordado, los trabajos de artesanía, la lectura o la escritura1— han sido olvidados, silenciados o, lo que es más grave, esa «palabra oculta» ha supuesto una voz «negada o censurada o desvalorizada; incluso a veces enajenada» como se explica en investigaciones de los últimos años (Rossi de Fiori 2008). Más aún, desde una perspectiva continental, habría que deslindar la afirmación y el esplendor cultural que descuella en los virreinatos del Perú y de Nueva España, de la poesía que se escribió en ese mismo período en el territorio de Venezuela. En este sentido, si Bernardo de Balbuena definió las excelencias del México virreinal como «el primor del mundo», el escritor venezolano José Balza se expresa de una manera muy gráfica al respecto: «A diferencia de lo que ocurrió con los hombres de México, Centroamérica y Perú, nosotros no fuimos interpretados ni escritos durante siglos» (2001:30). De todas maneras, resulta ineludible el estudio de las voces «locales» y que se desarrollan dentro de las fronteras nacionales, pero en permanente diálogo con los espacios «centrales», pues también contribuyen a esa visión de conjunto del proceso cultural hispanoamericano (Cornejo Polar; Moraña). El creciente interés que desde los años ochenta se ha desatado en torno a las expresiones discursivas de la colonia, y que ha incidido ya no solo en nuevas prácticas de lectura y en otra perspectiva historiográfica, sino en un cambio en el concepto de «literatura», ha llegado con considerable retraso a Venezuela. Estas nuevas propuestas afectan a «las nociones de imaginario social y de representación subjetiva» y que, de hecho, se tornan permeables y porosas o, según el caso, más precisas y delimitadas (Rodríguez Carucci 1999: 10). Pero, hasta fecha reciente, los estudios coloniales venezolanos se limitaban a «una percepción documentalista y especular, europeísta y esteticista, o han sido objeto de un prolongado desdén que se extiende desde los tiempos de la fundación de nuestra República» (ibíd. 9).
1 Recordemos que sor Juana Inés de la Cruz se preguntaba con «empeño» y grandes dosis de ironía, a la vez que hacía uso del recurso del juego de máscaras: «¿Qué podemos saber las mujeres sino filosofía de cocina?» (93).
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Así, la literatura colonial venezolana es una manifestación que nos ha llegado fragmentada y dispersa por el azote del tiempo, los avatares históricos y físicos —incluido por supuesto el considerable retraso de la llegada de la imprenta—, pero también por prejuicios, contra los que la investigación, la lectura y la crítica, en definitiva, deben posicionarse. Con todo, el legado literario que ha sobrevivido (poemas circunstanciales dedicados a gobernadores, obispos o escritos para conmemorar acontecimientos históricos, inauguración de obras públicas, poesía religiosa, sermones, vejámenes universitarios, epigramas, etc.2) forma parte de un devenir que adopta un giro hacia la segunda mitad del siglo xviii (Kohut), momento en el que la sociedad va haciéndose más estable y cuya literatura responde a una conciencia incipiente de realidad y de sujeto que se explica, sin duda, con el principio de José Martí: «No hay letras, que son expresión, hasta que no hay esencia que expresar en ellas» (Martí 1972: 50). Para ilustrar esas ideas estereotipadas (la carencia de textos) y que habría que revisar o, por lo menos, entenderlas en un contexto periférico —y no por ello menos digno de tenerse en cuenta— y a las que hacíamos referencia supra, bien vale un solo ejemplo. Para referirse a los poetas venezolanos del final del período colonial (Vicente Salias, Vicente Tejera y Domingo Navas Spínola, entre otros), el crítico Gonzalo Picón Febres no cede en catalogarlos de simples «versificadores», «fríos, amanerados, incoloros y desprovistos de todo gusto literario»; pero, es más, aclara categóricamente que sus obras «se leen hoy apenas como curiosidad bibliográfica y fenómeno de evolución, revelan el esfuerzo infecundo de la inteligencia por alcanzar las altas cimas de la poesía, y están llenas de prosaísmos y de ripios» (Picón 1972: 208). El estudioso deja fuera de este juicio, a mi parecer demasiado simplista, el singular caso de sor María de los Ángeles y, por supuesto, la figura encomiable de Andrés Bello.
2 Las palabras de Miguel Luis Amunátegui, biógrafo de Andrés Bello, ilustran los primeros años del xix: «No había matrimonio, ni bautizo, ni colación de beneficio eclesiástico o grado universitario, ni día de santo, ni banquete, ni fiesta pública o privada, en que no se leyeran o recitaran redondillas, décimas, octavas, sonetos y las estrofas autorizadas por el uso» (VIII).
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Insisto de nuevo: la literatura de la colonia venezolana se constituye con los versos y la prosa de autores no suficientemente estudiados, y en los que no quedó exenta la pasión por lo barroco, la estética del conceptismo y el culteranismo y, en general, la mejor tradición de la literatura española y la cultura europea, como se percibe en los sermones de Nicolás Herrera y Ascanio3 o en la babélica obra Arca de letras y Teatro Universal (1783) —deudora de las Etimologías de San Isidoro de Sevilla—, del erudito fray Juan Antonio Navarrete4. Otra posición supondría negar la existencia de una literatura (culta o popular), a veces escrita para la ocasión, que tuvo que afrontar el paso del tiempo y las vicisitudes de la gesta emancipadora y, más tarde, las contiendas republicanas. Ciertamente, en esa búsqueda de identidad canalizada a través de esa doble vía —y que se presenta en forma de poesía épica o religiosa, canciones, letrillas, coplas, décimas, romances, poesía satírica y otros modelos—, la densidad y la pertinencia literaria tienen un peso desigual según los autores y según el corte temporal. Es por esto por lo que sería legítimo preguntarnos ¿qué ha pasado durante dos siglos, desde los versos épicos de Elegías de Varones Ilustres de Indias (1542), de Juan de Castellanos a la prosa de la Historia de la conquista y población de la provincia de Venezuela (1723), de José de Oviedo y Baños? Si nos remitimos a 1958, y en un trabajo pionero, no se duda en afirmar que son «pocos, muy pocos […] los poemas salvados o despertados en los archivos y en los conventos» 3 Entre estas alocuciones, cabe destacar el célebre sermón titulado Lágrimas amorosas, pronunciado en las exequias de su amigo el obispo Diego de Baños y Sotomayor, fallecido en Caracas en 1706. Dos años después, Herrera y Ascanio publica en México el Panegírico —heredero de la retórica sagrada y clásica y en el que usa el artificio de un pintor—, en honor al príncipe Luis Felipe, y cuyo texto va precedido por un saluda de Juan Ignacio de Castorena y Ursúa, rector de la Universidad de México y amigo y editor de la obra de sor Juana Inés de la Cruz (Balza 1997: 22-23). El original de este sermón se conserva en la Biblioteca del Museo Británico (Lovera-De Sola 23). 4 Este curioso personaje de la Caracas del xviii supo cuidarse muy bien del ambiente inquisitorial de la época al dejar constancia de la intención de su enciclopédica obra, justamente en el primer folio manuscrito: «Yo no escribo sino para mi utilidad. Quémese todo después de mi muerte, que así es mi voluntad en este asunto. No el hacerme Autor, ni Escritor para otros». Evidentemente, el fraile tenía una clara conciencia del oficio de escritor, máxime cuando páginas más adelante aclara en la dedicatoria: «Arca de Letras te ofrezco, lector curioso» (Navarrete 7).
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(Albareda 1958: 15). Por otra parte, Guillermo Meneses argumentaba en 1970 que «cuando se habla de poesía en [la] Venezuela colonial suele darse un brinco» de Castellanos a Oviedo y Baños. No ha llovido mucho desde entonces, pues, hay que ser conscientes de que el acceso a estas fuentes coloniales no es tarea fácil. Y si Roberto Lovera-De Sola anotaba en 1985 que la literatura de la colonia constituía un «campo casi inédito de nuestra historia literaria» (Lovera 1998:16), en fecha reciente José Balza —uno de los más tenaces defensores de la cultura de la colonia— tiene una visión más arriesgada y alerta de que es «probable que no se haya realizado una investigación completa de los textos escritos por venezolanos en el siglo xviii y que permanezcan en archivos de Venezuela, Europa y América» (Balza 2008: 61). Todo lo dicho hasta aquí no hace sino sobreestimar una nueva investigación, llevada a cabo por Mauro Páez-Pumar, publicada póstumamente en 1979 y que supone una valiosísima aportación a los estudios de la poesía colonial venezolana. Así, en un intento de salvar ese «naufragio de los siglos», el investigador antologa una totalidad de cuarenta autores de los siglos xvi-xviii: José Ignacio Moreno —aparte de festivo y satírico, autor del Libro copiador (1777), un cuaderno manuscrito de poesías, propias y de otros autores—, Pedro de la Cadena, el poeta-soldado Ulloa, el escandaloso padre Eguiarreta, el sacerdote José Antonio Montenegro —vicerrector de la Universidad caraqueña, lector de libros prohibidos y autor de obras en castellano y en latín—, sor María de los Ángeles, entre muchos otros del extenso catálogo. En la introducción del denso volumen, Juan Ernesto Montenegro insiste en el alcance del proyecto de Páez-Pumar: emprendió la tarea que no se había realizado antes y que estaba pidiendo a gritos la historia de nuestra cultura. Bien podemos observar en su colección antológica que […] si bien existen grandes lagunas de olvido; extensos espacios de calendario en los cuales no se descubre un vestigio de obra en verso —no porque no existieran los númenes creativos, sino porque los manuscritos son fáciles presas de abandono y de la inadvertencia—, el azar ha permitido el descubrimiento de algunas muestras literarias que se han salvado de ese inmenso naufragio de los siglos en que ha perecido la mayor parte de la obra poética venezolana (45-46).
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Si por un lado hay que reconocer el florecimiento literario de los virreinatos del Perú y de Nueva España, tampoco podemos menospreciar una literatura considerada tradicionalmente menor como es la poesía venezolana colonial, ni tampoco sobrevalorar un hecho que, a todas luces, está por estudiarse y que, en función de los proyectos de investigación en curso, tendrá nuevas aportaciones en los próximos años. Al fin y al cabo, toda la producción literaria de la época virreinal participa de una estructura mayor —otro espacio de convivencia—, por lo que contribuye a la fundación del sujeto hispanoamericano. Desde un primer momento, consideramos pertinente explorar las cartografías de la literatura venezolana colonial y, a la vez, revisar el lugar de sor María de los Ángeles en la historiografía y en la crítica literaria, desde la primera aparición en la temprana antología de Julio Calcaño de 1892 al vasto volumen Antología crítica de escritoras venezolanas del siglo xx (2003), de Yolanda Pantin y Ana Teresa Torres, para quienes la poeta carmelita supone el origen de la proliferación de la escritura femenina en las últimas décadas. Hoy resulta totalmente insostenible la visión negativa que un crítico perspicaz como Jesús Semprum —uno de los adelantados de la crítica literaria moderna en Venezuela— mantenía acerca del final de la colonia, quien llega a señalar que «aquella sociedad no se preocupaba por los problemas de índole […] artística ni poseía sensibilidad para gustar obras de arte», por lo que no duda en identificar a esta poeta colonial como «un fenómeno rarísimo en aquel medio y en aquella época» (Semprum 1986: 95). En efecto, la «primera poeta» nace en una sociedad colonial en la que imperaba la limpieza de sangre, «verdadera polilla […] más perjudicial que el hambre y que las pestes», en palabras del historiador Rafael María Baralt, pero en la que las rígidas estructuras sociales comenzaban a tambalearse (Baralt 1841: 302). Habría que añadir también que tenían lugar representaciones teatrales, sobre todo de carácter religioso inspiradas en el Siglo de Oro5, se escuchaban las obras de Haydn y de Mozart, y se compuso —según los expertos— la músi5 En la celebración de fiestas o acontecimientos, aparte de autos sacramentales y obras religiosas, también se representaban comedias, al aire libre y en espacios improvisados en la Plaza Mayor o en los patios de las casas solariegas (García Chuecos 286).
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ca «más refinada y culta de todo el continente» (Lira Espejo 68), en la que destaca la Escuela de Chacao (Calcaño 1958); y todavía cabe señalar que en ese ambiente se desarrolló la pintura en sus diversas facetas de la mano de figuras como Juan Pedro López —abuelo de Andrés Bello e hijo de canarios— o la Escuela de los Landaeta, en la que brillaron, aparte de pintores, plateros y doradores (Boulton, Duarte). Podemos condensar lo dicho hasta aquí con unas palabras de Mariano Picón Salas —otro adelantado de la crítica— no exentas de cierta idealización pero capaces de dar al traste, para 1940, con la leyenda negra que todavía se cernía sobre la colonia venezolana a la que también habían llegado «los navíos de la Ilustración»: «Sin la majestuosidad de México o Lima, ni el espíritu sabio de la recatada Bogotá, aquella Caracas de fines del siglo xviii y comienzos del siglo xix es una de las más agradables ciudades indianas» (Picón 1952: 39). II. Sor María de los Ángeles: dos poemas sumergidos María Josefa Damiana Paz del Castillo y Díaz Padrón nace en una familia de origen mantuano en el municipio de Baruta en 17656. Durante años no se supo con exactitud la fecha de nacimiento hasta que el académico e historiador Carlos Möller localizó su partida, cuya información se registra en el libro del autor Páginas coloniales (1962). Ingresa en el convento de las Carmelitas Descalzas de Santa Teresa de Caracas en 17907, con 25 años, a raíz de lo que adopta el nombre que ya conocemos y toma los votos en 1792. Aunque algunos autores apuntan el año de 1818 como fecha de fallecimiento (Balza 2008: 72), no hay consenso al respecto —hecho que probablemente esté relacionado con las vicisitudes de la República y con la extinción de los conventos de 6 Agradecemos a Carlos Duarte, director del Museo de Arte Colonial de Caracas, los datos y las referencias relacionadas con el nacimiento de la monja, así como las imágenes facilitadas para el estudio de esta. 7 Dos años antes de ingresar sor María de los Ángeles en el convento, a saber, en 1788, comienza a aplicarse la Real Pragmática que regulaba los «matrimonios desiguales» y supuso una manera de restringir la dinámica de una sociedad mestiza y criolla (Pellicer 214 y ss.).
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monjas decretada por el presidente Guzmán Blanco en 1874—, por lo que Lovera-De Sola apunta que muere después de 1812 (1990: 49). Familia de próceres de la Independencia —sus hermanos Blas y Juan—, de educadores y del poeta venezolano Fernando Paz Castillo —uno de los autores fundamentales del pasado siglo8—, sor María de los Ángeles tiene ascendencia canaria. Su padre, Blas Paz del Castillo (ca. 1745-), procedía de la burguesía agraria de Granadilla (Tenerife, Canarias), y su madre, Juana Isabel Díaz Padrón (1750-1814), era hija del canario Antonio Díaz Padrón (ca. 1726-), teniente de Justicia Mayor de Guarenas, quien participó junto con el herreño Juan Francisco de León en la rebelión contra la Compañía Guipuzcoana en 1749 (Cioranescu 607; Dávila 13-23; Hernández 102). Por tanto, la genealogía de la monja responde, por un lado, al papel que cumplieron los canarios en los movimientos sociales y políticos del xviii y, por otro, a la participación en el desarrollo económico de ese período (Hernández). A la formación de la mujer en la colonia contribuyeron las bibliotecas de las familias notables y las de los conventos, como bien lo demuestra la del convento de las Concepcionistas de Caracas9, cuyo legado forma parte de los fondos de la Biblioteca Nacional de Venezuela. No debe olvidarse que durante la colonia el convento se perfila como una de las opciones de las mujeres en contraposición al matrimonio. No obstante, señalamos la observación que hace Lovera-De Solay que, en cierto sentido, hay que entender contextualizada dentro de las diferencias que marcan los conventos coloniales venezolanos y los de los virreinatos, a lo que habría que sumar la austeridad de la orden carmelita: «¿Cómo se puede explicar la cultura que subyace tras los poemas de nuestra primera creadora sor María de los Ángeles?, ya que toda su formación no pudo beberla
8 Exactamente el padre del poeta Paz Castillo era sobrino de sor María de los Ángeles, hijo de su hermano Blas Paz Castillo, caído en la batalla de Urica (Anzoátegui, Venezuela, 1814). 9 Hay que desterrar definitivamente la leyenda negra de la ausencia de libros en Venezuela durante la colonia. Los prolijos inventarios de los testamentos evidencian las suculentas bibliotecas del período (Möller 27; Leal). Clara muesta de ello sería la biblioteca del franciscano Juan Antonio Navarrete, reseñada en su ingente obra Arca de letras y Teatro Universal.
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solamente en su convento caraqueño de la esquina de Carmelitas porque llegó al claustro ya formada, a los veinte y cinco años» (Lovera 1990:1999). En efecto, antes de ingresar en el convento, la joven Paz del Castillo participó en los cenáculos intelectuales caraqueños de finales del xviii y que servirían de modelo a tertulias posteriores como la de los Ustáriz. Precisamente en ese ambiente intelectual y galante, la futura poeta destacó y recibió la admiración de los asistentes. Según un contemporáneo, el escritor Eugenio Méndez y Mendoza: «brillaba […] en los salones, si bastante por su rara hermosura, mucho más por el ingenio que solo se revelaba a los 16 años en la frase intencionada, en la oportunidad con que expresaba un concepto» (cit. por Montenegro 67). Incluso, el testimonio anecdótico del poeta Fernando Paz Castillo —familiar de la monja, como ya señalamos— llega a ser revelador al respecto: «Cuando era muy joven oí decir a don Eugenio Méndez y Mendoza que conservaba algunos de sus versos. No sé si todavía existen» (373). No deja de llamar la atención el comentario de Paz Castillo, cuyo recuerdo aporta datos de la vida de María Josefa y de su temprano vínculo con el ambiente cultural, dado que ayuda a establecer nuevas hipótesis. De todas maneras, la biografía, la personalidad y la trayectoria de esta poeta siempre quedará como conjetura: «Su vida, al parecer tuvo muchos sinsabores, propios de la época», concluye Paz Castillo (369). ¿A qué se refería el poeta del linaje familiar cuando alude a esos inconvenientes e insatisfacciones? ¿A un modelo social en crisis contra el que los mantuanos luchaban pero que, a la vez, también supuso la pérdida de ciertos privilegios? El más significativo sería sin duda esa visión de una colonia «ingenua y feliz», tal y como la entendía Teresa de la Parra (490). Y continuamos con el bosquejo de la autora. De los recuerdos de infancia, el escritor Fernando Paz Castillo rememora el halo de misterio que rodeaba a la monja poeta y recuerda, en este sentido, un retrato suyo que se conservaba en la casa de un familiar y que debió de ser realizado —anota el escritor— por uno de los pintores de la época antes de que abandonara «el mundanal ruido» en 1790, como ya se anotó: «Un medallón ovalado de caoba. En él aparecía su rostro suave. El cabello peinado en dos trenzas, a la manera española, derramaba un raudal de sombras sobre la frente pálida. En
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torno al cuello una cinta de terciopelo, de la cual pendía una cruz de azabache que le llegaba a la mitad del pecho (369)»10. Resultaría gratificante pensar que la figura de sor María de los Ángeles aflora como la punta de un iceberg en las letras nacionales y que vendría a sumarse al nutrido elenco de autoras que se ha generado en otras regiones hispanoamericanas: la Monja Alférez, la dominicana sor Leonor de Ovando, la chilena Úrsula Suárez, las peruanas sor Juana Herrera y Mendoza y sor Leonor de la Trinidad, la colombiana sor María Josefa del Castillo (madre Castillo) y la ecuatoriana sor Catalina de Jesús Herrera, entre muchas otras. Todas a una considerable distancia de la autora mexicana de Primero sueño (1692): «Sor Juana Inés es una cima; pero no una cima en un páramo sino en una cordillera», como la define Luis Monguió (45). La autobiografía, el diario y el documento epistolar, inmersos en lo que se denomina ‘relato de convento’ y, en menor medida, el modelo de la literatura de la época, al que responden poemas circunstanciales, oraciones fúnebres y otros formatos, fueron los géneros por medio de los que se expresaron estas monjas, «escritoras a pesar de sí mismas», a instancias del confesor de turno. Marcando prudentes distancias, tampoco sería descartable cierta conexión entre sor María de los Ángeles y sor Juana Inés de la Cruz, ya apuntada por críticos como Carlos Möller o Juan Ernesto Montenegro; de imitadora de versos «fáciles» la tacha García Chuecos (291), a la vez que Márgara Russotto se refiere a la monja venezolana como «imitadora menor» de la mexicana (37): el paso previo por la cultura de salón, la decisión por la vida enclaustrada y el oficio de las labores literarias (autora, lectora). Téngase en cuenta que los textos de la monja mexicana se leyeron en la sociedad venezolana como bien lo demuestran los inventarios de libros de los testamentos y las investigaciones al respecto. Aun así, de parte de sor María de los Ángeles solo disponemos de muy pocos datos y de una producción reducida a dos composiciones, por lo que —insistimos— hay que ser muy cautos con las conclusiones sobre este discurso monjil. 10 Dentro de los géneros pictóricos del siglo xviii en Hispanoamérica, el retrato alcanzó considerable difusión como reflejo de una sociedad más consolidada y en la que comenzaba a erigirse la afirmación de «lo criollo» que discurría entre la pertenencia y la diferencia (Boulton 63 y ss.).
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Como escritura conventual, por el momento en Venezuela solo está registrado el caso de sor María de los Ángeles, que no ha encontrado continuidad en otras órdenes ni en otros géneros y que, por tanto, se erige en una isla solitaria. En efecto, para Antonio López Ortega, se trata de un «botón de una prenda desconocida» (70), pero tal vez las investigaciones en curso y los futuros estudios sobre la colonia venezolana podrían despertar otras expectativas y aportar nuevos conocimientos sobre las letras de ese período e, incluso, sobre la literatura conventual. De ahí que, quizá, podría no ser tan categórica la afirmación de Semprum de que esta poeta enclaustrada sea una rara avis. No obstante, los factores de índole histórica que motivaron la «dispersión reconocida de las posibles fuentes de estudio o su destrucción (producto muchas veces del no reconocimiento de su importancia), hacen que la labor de reconstrucción antropológica e intrahistórica de la escritura femenina en Venezuela resulte tan difícil», como apunta la investigadora Joana Boersner (3). Comenzaremos nuestro análisis por el poema «Anhelo», ateniéndonos a que, de las dos composiciones de sor María de los Ángeles, fue el primero del que se tuvo noticia en 1892, a través de las páginas de Parnaso venezolano, de Julio Calcaño, incluido luego por Pedro Barnola en Las cien poesías líricas venezolanas, de 1943. En contraposición a la elipse barroca, el círculo trazado en este texto entronca con el ideal de la tradición mística, que ha sido reconocida en el texto por distintos estudiosos, desde el mencionado Calcaño, Gonzalo Picón Febres, Carlos Möller, Basilio Tejedor hasta Domingo Miliani, entre otros. El aliento religioso del poema, unido a la aureola de misterio que rodea a sor María de los Ángeles por la falta de información, ha contribuido, sin duda, a mitificar la personalidad de esta escritora, y un claro ejemplo de ello resultan las palabras de la poeta Luz Machado: «ha quedado una hermosa muestra de puro sabor teresiano. Una hermosa muestra que marca la continuidad de estos motivos en América, a la cual pasó, con el lenguaje de Castilla el estilo místico del siglo clásico» (cit. por Paz Castillo 373). Pero, en realidad, el único estudioso que hace una reflexión detenida es, nuevamente, Fernando Paz Castillo, quien identifica en la monja carmelita «uno de nuestros místicos más puros», si la comparamos con otros poetas venezolanos que abordan
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temas trascendentes pero que no se apoyan en los fundamentos espirituales ni en el modus vivendi de la mística (374). En sentido general, este texto responde al principio religioso que imperaba en la sociedad y en el pensamiento de la colonia y que da forma a, por ejemplo, los versos épicos de Juan de Castellanos, Pedro de la Cadena o del vate conocido como Un ingenio cántabro, o el aliento lírico de no pocas figuras (fray Juan Moro, José Ignacio Moreno Mons, Mariano Talavera), entre las que despuntan, incluso, versos jocosos y satíricos (padre Eguiarreta)11. Pero, específicamente, el poema de sor María de los Ángeles se inscribe en un modelo de poesía religiosa de carácter lírico y personal, una poesía de transición pero también heredera de una tradición, y que comienza a despuntar en medio de un canon de erudición barroca y de la estética neoclásica. Si nos atenemos al corpus general, estos poetas en tránsito no abandonan los principios gongorinos o quevedescos ni la poética calderoniana, que se comportan como estrategias para acentuar la subjetividad del poema. Pero veamos las especificidades de la pieza «Anhelo». El poema está compuesto por siete coplas encadenadas, cuya concatenación se refuerza con una anadiplosis continua: «espero»-«deseo»-«muriendo-«quiero»-«desfallezco»-«tormento», en las que la voz poética («triste tórtola») insiste en el deseo vehemente de la unión mística y, por tanto, en el «anhelo» por reunirse con el objeto amado: «bien que adoro» (v. 15). El yo-místico fluye en versos sustentados en la antítesis y la paradoja en los que resuenan ecos conceptistas y que, en definitiva, constituyen «la llama doble» del ser que ama (Paz 23-24). En modo alguno esta transustanciación de un sentimiento aflora convertida en simple superficie formal y, precisamente, en este aspecto la monja venezolana se aproxima a la ontología teresiana12. Así es que el poema parece escribirse des11 A la hora de establecer un criterio comparativo, Basilio Tejedor apunta que la poesía religiosa de la colonia venezolana fue producto de «autores laicos casi en la misma proporción que […] [de] clérigos o religiosos» (109). 12 En las paredes del convento de las Carmelitas de Caracas en el que ingresó sor María de los Ángeles se exhibía un cuadro que representaba a Santa Teresa de Jesús, obra del pintor Juan Pedro López, el artista más importante de la Caracas de la segunda mitad del xviii. Aparte del tema religioso, que define la producción de este artista, la crítica ha destacado en esta imagen la dirección de la luz o la insistencia en determinados colores (marrones, ocres, blancos) (Boulton 53). El símbolo
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de la confesión y desde la experiencia vivida por sor María de los Ángeles, si bien Santa Teresa asciende una vía más y transforma la teología en una vida fusionada o en una poética de la encarnación (García de la Concha 172). Habría que precisar al respecto que la escritura de los conventos femeninos hay que entenderla como una imagen «aparente», en tanto se erige en un síntoma o máscara que solo «refleja» la verdadera identidad. Por lo que este juego especular vendría a ser el «testigo del juego de miradas y seducciones»: «Seducir a Dios, o dejarse seducir por él, y ganarse el beneplácito del confessor serán los objetivos fundamentales de la letra-confesión» (Ferrús Antón 59). Para el lector, el poema parece responder a una gradatio, que desglosa lírica y reiteradamente el concepto de la vida como sufrimiento («tormento»), y que marca el punto de partida y el punto final de la serie: «pues muero de lo que vivo/ y vivo de lo que espero» (vv. 3-4), con claras resonancias de las conocidas «Coplas del alma», de San Juan de la Cruz y el «vivo sin vivir en mí» («Aspiraciones de vida eterna»), de Santa Teresa. Pero el cuerpo enclaustrado del yo poético se abre, en primer lugar, con los fluidos de las lágrimas, explícitos en las dos últimas estrofas (gimo/lloro/peno), pero que, en efecto, articulan todo el poema y que, además, cierran contundentemente la composición: «lágrimas son mi sustento» (v. 28). Ya Francisco de Osuna había insistido en la retórica de las lágrimas (llantos, suspiros y otras manifestaciones), tradición que recoge la carmelita abulense. «Lágrimas sean tus armas: por la gloria peleando» apunta el maestro franciscano en su doctrina, y que se convierten en un código de comunicación con la divinidad (García de la Concha 121). Y si Santa Teresa consigue la contención con la ascética, la contemplación, la acción y, por supuesto, el deseo, en los límites impuestos por el poema «Anhelo», el goce del sufrimiento y del dolor («mi tormento», vv. 2, 24-25) constituye el fundamento de ese camino de perfección o situación in extremis (Bataille). Pero incluso, si leemos entre líneas, quizá la clave del texto puede aportarla la penúltima estrofa, pues «mis arrullos», esto es, el cantar de la paloma representada en esta delicada tela se asimila a la experiencia mística del poema «Anhelo», cuyo vuelo o perfección solo se logra —aunque no se alude explícitamente en el texto— gracias a la experiencia espiritual. Actualmente esta obra forma parte de los fondos del Museo de Arte Colonial de Caracas.
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grave de la tórtola en celo13 o el quejido de la mujer enamorada, rompen el voto de silencio y fundan un lenguaje propio. Así, las lágrimas y el susurro monótono y seductor (de la tórtola-amada) se comportan como «metáforas de no lenguaje, de una “semiótica” que la comunicación lingüística no oculta» (Kristeva 221). En definitiva, «Anhelo» acude al tema de la muerte de amor no correspondido o cárcel de amor, de larga data en la mística, la poesía trovadoresca y los cancioneros, a la vez que no podemos soslayar que el tema religioso constituye la razón de ser de estas siete coplas. Pero, ahora bien, «Anhelo» parece responder a un ejercicio de escritura «en libertad» desde el sujeto femenino. Incluso, en esta pieza, ubicada en un contexto de finales del xviii o principios del xix, también podríamos proponer otra experiencia de lectura —al punto de resultar arriesgado—, y que nos llevaría a afirmar que este poema también supone una experiencia propiamente autobiográfica, sacralizadora del goce y el dolor del cuerpo—síntesis del éxtasis—. Por lo que esta «máscara o transparencia» vendría a aproximar, de nuevo, la monja venezolana a las nuevas interpretaciones desacralizadoras de Teresa de Cepeda y Ahumada (Zavala). Por otra parte, hasta 1979 no se conocía directamente el otro poema conservado («El terremoto») sino por referencias de otros autores (Lovera-De Sola 1990: 15), e incluso se mantiene la idea, muy extendida en los poetas coloniales, de que el resto de su obra se ha perdido (Calcaño, cit. por Paz Castillo 373; Albareda 1958: 16; Paz Castillo 370; Montenegro 68; Balza 2008: 73). La anunciada y extensa composición, de cincuenta y cinco estrofas de hechura irregular, pero que no deja de tener interés, constituye un testimonio poético del seísmo que asoló la capital venezolana en 181214 y se 13 Para la tradición, la tórtola —a veces con forma de paloma— se erige en una alegoría del «amor conyugal» y este sentido es el que adopta, por ejemplo, en la obra de Francisco de Osuna, o del «alma» en el Cántico espiritual, de San Juan de la Cruz. De la transmutación o unión de la tórtola y el amado surge el erotismo sagrado que consigue una fusión absoluta con Cristo. 14 Aunque es difícil determinar el número de fallecidos, algunos autores señalan aproximadamente diez mil (Altez 341). Distintos escritores han dejado constancia en letra impresa (documento directo, investigación de gabinete o relato impresionista) de este devastador acontecimiento, desde Humboldt —si bien no fue testigo— al escritor costumbrista Nicanor Bolet Peraza, entre otros. En el ámbito de la plástica, el pintor Tito Salas, en la obra El terremoto de 1812 (1921),
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publica por primera vez en Orígenes de la poesía colonial venezolana, de Mauro Páez-Pumar. Posiblemente fue Fernando Paz Castillo quien facilitó el manuscrito al compilador (Balza 2008: 72-73). Un dato que corroboraría esta afirmación es el pie de texto que acompaña al poema en la referida Antología15. En contraposición al poema «Anhelo», «El terremoto» se emparenta con el linaje de la poesía popular, que se había ido fraguando, por lo menos, desde el siglo xvi en composiciones propiamente populares como romances, décimas y epigramas, y que encuentra una veta de expresión en las postrimerías coloniales, en las cuartetas y tercerillas de arte menor del obispo Díez Madroñero, las coplas de Fray Juan de Moro y, sin duda, en los versos del padre Eguiarreta, a la vez que se prolonga en las distintas promociones de autores costumbristas16. Con respecto a la expresión poética popular que gana cultores a medida que avanza la colonia, Montenegro aclara que esta corriente era reflejo de un modelo social menos rígido —mestizo e híbrido—, en el que, de hecho, los religiosos habían obtenido algunas licencias para «cantar al amor profano» (64). Asimismo, este ambiente disoluto permitía «cierto desenfreno en las tertulias literarias de los círculos intelectuales, los cuales no tenían tan próximas las amenazadoras sombras inquisitoriales que se cernían sobre claustros y
supo captar el dramatismo del acontecimiento y los distintos sectores afectados por el desastre natural. Pues, en efecto, las consecuencias del terremoto ponían en peligro el programa emancipador iniciado dos años antes por los patriotas, por lo que, en la Plaza de San Jacinto, Bolívar decide dirigirse a los venezolanos. Al respecto relata José Domingo Díaz, un venezolano furibundo partidario del rey, que mientras el fogoso líder arengaba a las huestes entre las ruinas: «En su semblante estaba pintado el sumo terror, o la suma desesperación. Me vio y me dirigió estas impías y extravagantes palabras: “Si se opone la naturaleza, lucharemos contra ella y la haremos que nos obedezca”» (39). En el lugar donde el Libertador, supuestamente, pronunció esta célebre consigna —que tantas veces la historia ha descontextualizado—, al lado de su casa natal, se levanta hoy un imponente monumento que tiene inscrita dicha leyenda. 15 Se trata de la siguiente leyenda: «Procedencia: Lucila L. de Pérez Díaz, Luisa Dolores L. de Reyna, F. Paz Castillo, Luis Beltrán Guerrero» (294). 16 Montenegro se refiere a un romance burlesco y satírico del padre Eguiarreta con estas concluyentes palabras: «Es de un criollismo genuino y vibrante, y ya que no existe otra pieza anterior, de la misma cesura, y comparable, le debemos dar el crédito de ser la primera creación criollista venezolana. […] nos dejó muestras del más genuino y tradicional criollismo» (65-66).
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conventos» (ibíd.). Por otra parte y con una mirada prospectiva, no debe olvidarse la estrategia del «humor grotesco e hiperbólico, la ironía más o menos sarcástica» de la que hicieron uso las distintas generaciones de costumbristas a lo largo del siglo xix. Todo ello en aras de la construcción de una nueva ciudadanía y de una nación imaginaria (Lasarte 176). Paz Castillo sintetiza muy acertadamente «El terremoto», que reconoce como «desigual, pobre de técnica, pero rico en elementos pintorescos», y aclara, además, que hay que entenderlo como una «crónica rimada sin mayores aspiraciones líricas; llena de un sentimiento familiar, que no excluye la mística española, como puede verse en pasajes de la admirable obra de Teresa de Jesús» (370). En relación con el significado de la controvertida estética teresiana o sermo humilis, habría que subrayar la esencia de este coloquialismo: «expresar de manera directa y eficaz la vivencia interior, sin mediatizaciones convencionales de fórmulas estereotipadas; expresarla, a la vez, con fidelidad» (García de la Concha 101). Para Montenegro, a pesar de que «El terremoto» discurre «ingenuamente» y está conformado por inflexiones «cándidas», es una pieza con ciertas particularidades: «Si no es poesía elevada a las alturas de la crítica tradicional, es testimonio del uso del octosílabo suelto en una época de excepcional interés histórico» (68). No cabe duda de que los desaciertos técnicos o la falta de ornato lastran el poema si lo situamos en paralelo a otras composiciones canónicas, pero no es menos cierto que en esta pieza de sor María de los Ángeles se advierte un nuevo registro que no deja de causar extrañeza a un lector de principios del xix, a pesar de los cambios, todavía acostumbrado a los parnasos dieciochistas; asimismo, el poema transciende la propia experiencia autorial y apunta a una intencionalidad específica del texto —en la que insistiré más adelante— y, por supuesto, al nuevo sujeto criollo. No estaría de más preguntarnos si ese carácter llano y coloquial de «El terremoto» o este nuevo tono del decir poético —y no precisamente la factura poética sensu stricto—podría justificar el tardío conocimiento y difusión del poema. Por otra parte, resulta llamativa esta composición salida de la pluma de una religiosa si tenemos en cuenta que fueron justamente las autoridades eclesiásticas (y los grupos realistas) quienes manipularon los orígenes del desastre sísmico del 26 de marzo de 1812,
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haciendo creer a los venezolanos que había sido un castigo divino porque los patriotas habían desafiado el orden legítimo del soberano español y, justamente, un jueves santo (vv. 19-22). Este discurso poético supondría entonces, si no un gesto de atrevimiento de la monja, sí una visión más humana del desastre natural que, en cierto sentido, desafiaba la tradición de la escritura de devoción religiosa. Con un lenguaje llano y un tono imbuido de un sentimiento de resignación frente a la adversidad, pero con gracia criolla y no menos dosis de ironía, la monja carmelita describe el improvisado hogar, «hermoso» y «amurallado», a la intemperie, levantado con «cuatro tablas» («registradas y patentes» en definitiva), al que fueron trasladadas las religiosas después que el convento fuera devastado por el terremoto: «Entramos ya por las puertas / de nuestra nueva mansión / y salen a recibirnos / las bestias, gracias a Dios!» (vv. 111-114). A lo largo de las sucesivas estrofas, se van dibujando, con trazo ágil, los distintos elementos arquitéctónicos de la nueva casa («el mapa del gran convento del Carmen», v. 215): la reja, el postigo, el locutorio, el refectorio, la iglesia, el coro, los pilares, las celdas, los techos, los paramentos y la cocina, amén de las imágenes y el retablo. Pero además, el nuevo habitáculo improvisado a las faldas de la montaña se compara con el castillo interior del místico Alberto Magno, autor leído en la Venezuela colonial, y que supone una larga tradición emanada del maestro Eckhart y de Teresa de Jesús. Para la monja de Ávila, esta edificación o «morada», identificada con «nuestra alma», es «un castillo todo de diamante o muy claro cristal». En cambio, el convento en el que «estamos enclaustradas» —aclaran los versos de la venezolana— no responde al castillo del alma teresiana, e incluso toda la descripción del nuevo emplazamiento, formado por «cuatro tablas» y a cielo descubierto, contraviene la idea sagrada del espacio «cerrado» del eterno retorno. De igual modo, el relato de los acontecimientos se erige en una crónica pintoresca en la que la autora no cede al humor que, en determinadas estrofas, más que recurso o tímido signo de un imaginario nacional, se comporta próximo a una ética frente a la devastasión y la ruina; el término criollo (caney, cabulla, sabana); la expresión popular cargada de oralidad («señá Chapona», «el señor Locuteriado») y el uso del diminutivo (criollo o con sentido de juego semántico: «ni un poquitico delgada / al pie de esta está la reja /
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con su muchito candado», vv. 159-161) constituyen algunos de los procedimientos del largo poema. En síntesis, todos estos mecanismos conviven con un sentimiento de resignación ante lo sucedido: «no se oye / entre sus tristes querellas, / sino una conformidad / que enternecerá las piedras», vv. 42-45); aunque tampoco falta el realismo más descarnado que coquetea con la vanitas: imágenes de mantuanas lujosamente «ataviadas y compuestas», cuyos cadáveres sobresalían de los escombros y eran despedazados y devorados por los perros hambrientos. En último lugar, herederos de una tradición son los tópicos paródicos como el locus amoenus («Este sitio es tan ameno / y fértil en producir», vv. 49-50); las plagas que pretenden aportar un carácter «objetivo» al poema (la muerte, la ruina, el fuego, el calor, la aridez, el agua, etc.) o lo escatológico, ya con sentido pintoresco, ya con sentido humorístico (ratones, bestias). En contraste con «Anhelo», en este extenso poema destacamos muy especialmente la escritura vinculada a la oralidad, como ya he señalado. Si Teresa de Jesús escribía «por obediencia» y sor Juana Inés de la Cruz «por ruegos y por preceptos ajenos», la monja venezolana, «de corazón ajetreado» (aleteado por el amor divino), aclara irónicamente en el cuarto verso que escribe «para distraerse en algo». En la segunda estrofa, aparece un dato cronológico que ayuda a fechar el poema: «los asuntos/ que se han presentado/ en el discurso de un año» (vv. 5-7). Por tanto, teniendo en cuenta que el terremoto tuvo lugar en 1812, el texto podría fecharse hacia 1813 y este dato no es deleznable. Pues, aunque podemos pensar que a principios del xix todavía la vida de la mujer venezolana era bastante limitada, ya no respondía estrictamente a lo que Margo Glantz denomina «labor de manos» y que circunscribía a la mujer al espacio privado del hogar o al ámbito sagrado del convento. Lamentablemente, la infravaloración de estos papeles salidos de manos femeninas explicaría, como apuntábamos al inicio de este trabajo, la escasa obra conservada escrita por mujeres (Ferrús Antón). En las dos composiciones de sor María de los Ángeles, además, se da el agravante de que estas no responden al ingenio y a la conciencia intelectual de sor Juana ni al juego barroco de sor Francisca Josefa del Castillo. Sin embargo, haciendo una lectura detenida de los textos de la carmelita, y al calor de la poesía venezolana de entresiglos (xviii-xix) y, por otra parte, en diálogo con la escritura conven-
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tual —de la que también se distancia—, el caso que nos ocupa trasciende la mera curiosidad poética, a la vez que presenta rasgos incipientes de la escritura criolla. Al hilo de esta reflexión, las palabras de Márgara Russotto sintetizan acertadamente el retrato de la mujer venezolana en esta etapa de su historia: «No fue cortesana, ni mística ni monja ilustrada, sino sobre todo mediadora de civilización. Inmersa activamente en las urgencias de la vida económica de la población, fue cacica, administradora y hasta gobernanta» (42; Troconis). Y continúo insistiendo en el acto (y el gesto) de la escritura. Sor María de los Ángeles confiesa que escribe por distracción («para distraerse en algo», v. 4) y que ha sido justamente el terremoto («tristes… asuntos», v. 5) el motivo que la ha incitado a tomar la palabra, esto es, a narrar en verso el desafortunado hecho, y luego aclara —y ahí parece entrar en una paradoja— que «ellos», los acontecimientos (casi personificados por el devastador alcance) suscitaron la escritura: «que una muda así hable» (v. 10). Pero, además, la monja acude a la hipérbole cuando, insistiendo en el yo («creo»), especifica que «hasta las bestias hablaran / si fuera dable» (vv. 11-12). Si la palabra y el silencio, o «palabra encarcelada», responde a una larga tradición que vehicula a autores como Góngora, Quevedo, Calderón y, por supuesto, sor Juana, quien confesaba su desvelo por «el sosegado silencio de mis libros», ¿qué explicaría la mudez de la monja venezolana? ¿El voto de silencio como religiosa, una decisión propia que la conduce a asumir esa «rara mercancía del callar», según Gracián, o acaso se trata efectivamente de una confesión de humilitas o la plena conciencia de la levedad de sus versos (místicos unos y circunstanciales otros)? Recuérdese en este sentido que en el poema «Anhelo» está presente la retórica de las lágrimas entendida como un lenguaje no verbal, a lo que habría que añadir, además, que antes de optar por la vida enclaustrada ya sor María de los Ángeles había elaborado los primeros textos en las tertulias y los salones literarios, de cuyo «ingenio» ya dejara constancia Méndez y Mendoza. Para Paz Castillo, si bien las estrofas de «El terremoto» no constituyen ejemplos «muy valiosos como poesía», son «suficientes para conocer el consuelo que encontraba la religiosa en la práctica de escribir», por todo lo cual el poeta supone que «su obra, lírica y religiosa, debió ser fecunda y variada» (Paz 1964: 370).
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En realidad, lo que sor María de los Ángeles pretende es narrar el infortunio terrenal y describir la nueva «morada» de las carmelitas desde un sentimiento de devoción y desde el distanciamiento que supone la ironía: «Para que nada se quede / ni en enigmas ni en bosquejos» (vv. 144-145) —justifica así la autora el relato de los hechos—. En última instancia, el texto va dirigido a un destinatario o, mejor, a un interlocutor explicitado en ese «señores» del verso 214, por lo que deducimos que estas estrofas fueron escritas con la finalidad de dar a conocer una realidad («tristes asuntos») desde la perspectiva de un testigo ocular, para quien los principios religiosos ya resultaban insuficientes. En este sentido, aunque comparto la opinión del estudioso Basilio Tejedor, para quien esta composición «no deja de ser un documento sentido y muy testimonial desde el punto de vista religioso, puesto que refleja con exactitud la conformidad cristiana que representaban tanto las monjas carmelitas, arrojadas del convento, como gran parte de los habitantes caraqueños» (117) y, por tanto, no cabe duda de que tras el texto está presente la lectura de la Teresa de Ávila más espiritual, también quiero insistir en que ese palimpsesto deja entrever otras posibilidades, por lo menos, de lectura. No deja de sorprender el modo en que la crítica se ha referido a sor María de los Ángeles y ha exaltado sus valores literarios (¿o personales?) sin ahondar en el significado de los dos textos: de «esclarecida», «notable» y «hermosa» mujer nos habla Calcaño; «rara hermosura» según Eugenio Méndez y Mendoza; a «extraordinaria poetisa», «suave y delicada» se refieren Ginés de Albareda y Francisco Garfias; y Domingo Miliani —seducido por la digresión— alude a una «tenue línea poética» que se «desliza» «como furtiva manifestación» y en la que está integrada «la suave monja» (Miliani 1971: 102), e incluso quien la reivindica no deja de calificarla con el eterno tópico de «un ángel», como Páez-Pumar, para no extender la interminable lista de atributos —y la cohorte de autores—. Con todo, la obra de sor María de los Ángeles, lamentablemente reducida a dos composiciones, tiende puentes a la tradición cultural y literaria, a la escritura conventual (cuyo modelo no imita, como hemos visto) y, a su vez, los nuevos tonos de la teresiana (el humor, la ironía o la expresión coloquial) preludian, sin duda, la literatura costumbrista y criolla que estaba por venir. El estudio de «Anhelo»
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y «El terremoto» nos ha permitido valorar la posición de la monja poeta en el contexto de la poesía colonial y de la literatura genuinamente venezolana que se abría paso cada vez más firme a finales del período de la colonia. Ni círculo ni elipse, la obra de sor María de los Ángeles, aun con sus desaciertos técnicos, constituye un arco de nuevas fórmulas que llegarán con el costumbrismo y el criollismo y, en última instancia, la autora y estos dos textos sumergidos quedan abiertos a nuevos hallazgos y nuevas perspectivas. Bibliografía Albareda, Ginés de y Garcias, Francisco. «Introducción». En Antología de la poesía hispanoamericana. Venezuela. Madrid: Biblioteca Nueva, 1958. Altez, Rogelio. El desastre de 1812 en Venezuela. Caracas: Universidad Católica Andrés Bello/Fundación Polar, 2006. Balza, José. «Crítica natural en la colonia». Espejo espeso. Caracas: Equinoccio/Ediciones de la Universidad Simón Bolívar, 1997, pp. 21-30. ––– (2001). Fulgor de Venezuela. Obras selectas. Caracas: Fondo Editorial de Humanidades y Educación/Universidad Central de Venezuela. ––– (2008). Pensar a Venezuela. Caracas: Bid & Co. Baralt, Rafael María. Resumen de la Historia de Venezuela. Paris: Imp. H. Fournier y Comp., 1841, . (Consulta: 18 de octubre de 2015). Barnola, Pedro Pablo. Las cien poesías líricas venezolanas. Rev. y pres. Basilio Tejedor. Caracas: Universidad Católica Andrés Bello, 2002. Bataille, George. El erotismo. Barcelona: Tusquets Editores, 1984. Bello, Andrés. Obras completas. Vol. III, Poesías. Introd. Miguel Luis Amunátegui. Santiago de Chile: Dirección del Consejo de Instrucción Pública, 1883. Boersner, Joana. «Modernidad y escritura femenina en Venezuela». Revista Nacional de Cultura 327, LXV, 2003. Boulton, Alfredo. Historia abreviada de la pintura en Venezuela. Tomo I: Época colonial. Caracas: Monte Ávila Editores, 1971. Calcaño, José Antonio. La ciudad y su música. Caracas: Tip. Vargas, 1958.
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V. Canarias en América
El papel de Canarias en la conformación de la cultura virreinal americana Andrés Sánchez Robayna Universidad de La Laguna
Dos datos se imponen, antes que nada, a la hora de examinar el asunto que aquí desarrollaré, es decir, cuál fue la contribución de Canarias a la cultura virreinal americana, objeto de este libro, y cómo debemos interpretar el significado de esa contribución. Se trata de dos datos ineludibles. El primero es la extraordinaria complejidad de lo que llamamos el período virreinal americano, en el que se conjugan factores demográficos, sociológicos y culturales que, si examinamos por separado, no tienen la significación y la trascendencia que poseen si los consideramos de manera conjunta. Así, lejos de ser un período uniforme, se dan en él etapas o fases diferentes, y lejos de constituir una unidad territorial fácilmente abarcable, debemos ser conscientes de las dimensiones continentales a las que se enfrenta necesariamente cualquier análisis, unas dimensiones que impiden pensar que lo que es válido para el virreinato de Nueva España lo es igualmente para el de Nueva Granada; que lo que explica determinadas situaciones del virreinato del Perú nos permite entender igualmente las realidades de La Española (la isla de Santo Domingo tiene, de hecho, una relevancia mucho mayor de la que habitualmente le concedemos)1. Tiempo y espacio, pues,
1 En relación con esa diversidad y con el papel de Santo Domingo, véase Sánchez Robayna (2010).
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en una interacción compleja, determinada tanto por la amplitud de su cronología —tres siglos, en un período en el que el tiempo corría de manera muy distinta a la actual— cuanto por la magnitud territorial y por las condiciones y características que definían cada uno de los espacios y geografías que la conformaban. En efecto: solo así, esto es, visto en su heterogeneidad temporal y espacial, cabe advertir la complejidad de lo que llamamos «período virreinal». El segundo hecho al que he aludido está estrechamente ligado al anterior. Me refiero a la circunstancia definitoria de que la cultura del «período virreinal» es una realidad hija de la interacción España-América; no una realidad estrictamente americana, ni el peculiar resultado del influjo ejercido por España en América, sino exactamente la cultura del intercambio, el interflujo, la interacción de lo español y de lo americano. Tenemos de esta realidad versiones muy variadas pero coincidentes en lo esencial. No hace mucho caían en mis manos, por ejemplo, unos comentarios sobre la música barroca novohispana, en los que se subraya el hecho de que la música culta española, trasplantada, adoptó unas características peculiares al absorber determinados elementos melódicos, armónicos y rítmicos derivados lo mismo de los aborígenes de América que de los negros procedentes del continente africano venidos a Indias en las primeras remesas de esclavos. La música barroca novohispana es, pues, lo que podríamos llamar un producto de hibridación cultural. El ejemplo de la música es extensivo a otras artes. En todas ellas, sin duda, puede hablarse, como en el caso de la música, de un «capítulo específico» de una historia cultural conformada por la fusión o interacción aludida. El aporte español en la formación de esa cultura presenta muy distintos componentes, inscritos a su vez en planos muy diversos, desde el político-administrativo hasta el educativo y religioso. Es aquí donde conviene subrayar, desde ahora mismo, que no todas las «Españas», no todos los territorios que las integraban, desempeñaron el mismo papel en el desarrollo de la compleja y multiforme realidad virreinal. Investigaciones históricas muy diversas han señalado que la sociedad formada en las Islas Canarias a lo largo del siglo xv y, de manera especial, entre los dos últimos decenios del xv y los dos primeros del xvi, fue una sociedad hecha por un proceso
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de asentamiento (Fernández-Armesto 1997: 14)2, pero la historia económica muestra que las Islas poseyeron desde un principio una personalidad mercantil y financiera propia, marcada por su realidad atlántica, y distinta a la del resto de España. Se ha señalado asimismo que la población del archipiélago —que fue el primer territorio conquistado por la expansión ultramarina de Castilla— experimentó «un dramático proceso transculturativo de similares proporciones al que le esperaba a la población indiana tras su descubrimiento», para decirlo con palabras del historiador económico Antonio Macías Hernández (1992: 10). Y es este mismo investigador quien nos asegura que la intensa migración canario-americana, a lo largo de los tiempos, es un capítulo decisivo en la historia de las dos orillas, hasta el punto de que «recreó vivencias y culturas en tal magnitud que resulta incomprensible sin una lectura desde ambas orillas» (Macías Hernández 1992: 9). El papel de Canarias, así pues, en la colonización de las Indias occidentales y en el desarrollo de las sociedades americanas —muy especialmente en el marco rural y en el decisivo ámbito de la economía productiva— había de ser, por fuerza, distinto al de otras regiones o comunidades españolas. Debemos prestar especial atención a los caracteres que singularizan la contribución de las Islas al mundo virreinal, y tratar de ver de manera específica, en lo que aquí nos interesa, qué aportó en tal sentido a su cultura literaria. Me propongo en lo que sigue examinar brevemente algunos de los jalones que, a mi juicio, marcan las aportaciones de autores canarios, o de ingenios relacionados con Canarias, a lo que aquí llamamos «discursos virreinales»; al mismo tiempo, intentaré subrayar que el papel de Canarias respecto a las tierras transatlánticas fue, en efecto, distinto al de otras comunidades españolas, y que no es en absoluto ajeno a esta circunstancia el hecho mismo de que la conclusión de la conquista castellana del archipiélago canario se produjera cuatro años después del descubrimiento del nuevo continente. Las relaciones entre Canarias y la realidad americana constituyen casi un tópico en la investigación realizada en el archipiélago
2 Aunque cito por la edición de 1997, la primera edición del libro, en lengua inglesa, es de 1982 (The Canary Islands After the Conquest, Oxford University Press).
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durante los últimos decenios, especialmente en el plano de la historia general. Un hito en esa investigación fue sin duda la publicación en 1992 del Diccionario biográfico de canarios americanos, en el que el recordado Alejandro Cioranescu recogió los datos de más de diez mil individuos que únicamente, afirma el compilador, «son una gota de agua en relación con la realidad histórica de los contactos y la emigración» de los isleños hacia el otro lado del Atlántico (Cioranescu 1992: III), pero que da buena idea del tráfico insular con el Nuevo Mundo y, al mismo tiempo, permite ver en toda su complejidad a un conjunto de personas en situaciones concretas, desde los propios viajes hasta las herencias indianas, pasando por los empleos, el comercio, el drama de la emigración o las muertes lejanas, es decir, la realidad misma de los pobladores de las Islas en su trasiego americano. Tiene razón Cioranescu al subrayar, dicho sea de paso —y, reconozcámoslo, no solemos detenernos en ello—, que estamos ante una historia que no tiene razón de ser, ni podemos entender cabalmente, sin los expresivos datos de los humildes, los sacrificados, los desconocidos, incluidos aquellos —no lo olvidemos— que ni siquiera llegaron a poner el pie en el continente y se quedaron por el camino. Para muchos de esos individuos, viajar a América era asunto de familia, porque alguno de los suyos establecido allí los estaban esperando. Muchas veces viajaban familias enteras, con los gastos del viaje por cuenta del beneficiario del registro para Indias o, si se trataba de colonos, con los gastos de viaje por cuenta de la Corona. Sin esos emigrantes humildes, en efecto, que son la mayoría, no es posible comprender lo que Cioranescu llama «la hermosa y cruel realidad de la participación canaria en el desarrollo plurisecular de América» (ibíd.: IV). Los tres siglos que abarca este diccionario biográfico —xvi, xvii y xviii, dejando a un lado algunos años del xv— se corresponden con el marco histórico virreinal objeto de este volumen. La investigación del profesor rumano es completamente coherente al incluir también en el diccionario a los descendientes de emigrantes canarios como, pongamos por caso, figuras de la talla de Simón Bolívar o Andrés Bello. La sola mención de estos dos nombres bastaría para resaltar la importancia de la contribución canaria al desenvolvimiento de la cultura de los virreinatos. Ocurre, sin embargo, que hay un conjunto de escritores —para limitarnos ahora a la literatura culta— que tu-
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vieron un papel decisivo en la conformación de la cultura virreinal americana, y de ellos quisiera tratar aquí. La contribución de esos escritores, con todo, no podrá entenderse si no se ve como una parte de la aportación general de miles y miles de emigrantes canarios, es decir, si no insertamos las obras de esos ingenios insulares dentro de la historia general que dibujan incontables emigrantes, de los cuales los más de diez mil nombres registrados por Cioranescu son sin duda una muestra ilustrativa. Trasiego de gentes, pero también trasiego de libros, documentos, cartapacios, manuscritos. Subraya Juan Marichal que no es una exageración decir que la importación de libros comenzó en las mismas naves colombinas, y que ese hecho, prolongado durante varios siglos en los navíos españoles y portugueses, permite trazar la historia intelectual de América Latina. A pesar de la Inquisición y de otros impedimentos, esos libros circulaban la mayor parte de las veces por caminos y senderos de herradura. La historia intelectual de América Latina, añade Marichal, es un «traslado, literal, […] de las ideologías más ortodoxas de la Iglesia católica. Esto es, la historia intelectual de la América Latina tiene una larga época de unidad ideológica, reflejo directo de la unidad religiosa de la península ibérica» (Marichal 1992: 116). Esa unidad ideológica duró hasta finales del siglo xviii, en que «el libro importado cobra un nuevo carácter y empieza a ser leído como una incitación a la reforma de los modos de vida individuales y colectivos» (ibíd.). Se iniciaba en ese momento otra fase de la historia iberoamericana; se cerraba el ciclo virreinal y se iniciaba el de la independencia de los distintos territorios del continente. Viajan las gentes, así pues, y viajan los libros y toda clase de papeles escritos. Y durante largos años las Canarias fueron estación obligada en el viaje. A mediados del xvi así lo reconocía el historiador Francisco López de Gómara, «por ser las islas de Canaria —afirmaba— camino para las Indias», hecho que todos conocían y que el humanista soriano (que, como es sabido, no cruzó nunca el Atlántico) no hacía sino refrendar. ¿Qué ofrecía de particular ese camino en su estación isleña, qué papel desempeñó en relación con los territorios transatlánticos? En el ámbito de los estudios lingüísticos y literarios, se ha avanzado mucho en el conocimiento de las relaciones entre Canarias y
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América, pero estamos lejos de poseer esas visiones de conjunto tan necesarias para interpretar debidamente unos fenómenos que, sin esas visiones, se nos aparecen solamente como un cúmulo de hechos aislados. En materia de lengua, algo sabemos ya de la llamada «herencia lingüística» de Canarias en Santo Domingo, en Cuba, en Puerto Rico, en Luisiana o en Montevideo, y en fecha no lejana ha podido publicarse un elocuente Tesoro léxico canario-americano (Corrales y Corbella 2010) que resulta muy elocuente en tal sentido, un corpus luego ampliado y «precisado» bajo el rótulo, muy apropiado a mi juicio, de «la impronta canaria en América» (Corrales y Corbella 2013). Ya los autores del Tesoro se encargaron de subrayar que «el proceso de interacción canario-americano fue muy profundo», y que afectó a todos los ámbitos sociales y culturales; la lengua no ha quedado fuera de este continuo ir y venir, de tal manera que la fonética, el «deje», determinados rasgos morfológicos y buena parte del vocabulario son, en gran medida, un avance de lo que se va a encontrar más allá del Océano. (Corrales y Corbella 2010: 28)
A la hora de subrayar esas profundas interrelaciones del español atlántico, el lingüista Juan Antonio Frago, en el prólogo al volumen, señala que «hay aspectos del español americano que serían inexplicables sin el factor canario, tanto fonéticamente como en términos de sus coincidencias gramaticales». Y el autor de la conocida Historia del español de América fue todavía más expresivo en otra ocasión al señalar que «Canarias es como una pequeña América en pleno Atlántico» (García Saleh 2010). Pues bien, de esa impronta poseemos asimismo importantes datos en el plano literario, tanto desde el punto de vista de la literatura culta como desde el ángulo de las formas populares o tradicionales. Piénsese por ejemplo solamente, en cuanto a ciertas modalidades líricas, en la importancia de las décimas, una forma que se diría un fruto perfecto de las migraciones culturales. En un sentido amplio de la actividad literaria, por lo demás, tendríamos que referirnos aquí a formas o modalidades peculiares de creación como pueden ser, entre otras, las cartas o las historias de sucesos particulares. Por razones de tiempo y de método, me limitaré aquí a las aportaciones literarias que considero más notables, aquellas en las que debe
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apoyarse sustancialmente, a mi juicio, cualquier reflexión sobre el tema que nos ocupa3. Aunque no se inscribe propiamente en el marco de los virreinatos, sino en el de las «capitanías» de la costa subcontinental americana explorada por la Corona portuguesa, no es posible dejar fuera de una visión general como la presente la figura del jesuita tinerfeño José de Anchieta (1534-1597). Como en el caso de Silvestre de Balboa respecto a Cuba —lo veremos enseguida—, importa poco aquí que Anchieta sea o no el primer poeta épico de América, como ha sido considerado muchas veces, aunque, de hecho, su largo poema De gestis Mendi de Saa (Coimbra, 1563), dedicado al conquistador portugués que pacificó a los indios tamoyos y puso fin a las luchas con los franceses, es anterior en seis años a la publicación de la primera parte de La Araucana de Ercilla (1569)4. Fundadora de una tradición de artes de gramática de lenguas aborígenes fue, por otra parte, su Arte de grammatica da lingoa mais usada na costa do Brasil, publicada en Coimbra en 1595, pero muy usada por los jesuitas en su colegio de Bahía desde mediados de siglo. Debemos a Anchieta, ciertamente, una obra que «no tiene igual en las letras coloniales americanas» (Kohut 2000: 155). La magnitud de la contribución de Anchieta al mundo americano ha sido señalada en muy diversas ocasiones, y en los últimos años se han realizado también en Canarias estudios de considerable importancia en relación con la visión anchietana de la realidad social, antropológica y cultural del Brasil del siglo xvi. Recordemos solamente lo que Alejandro Cioranescu nos dice acerca de la personalidad del gran misionero y escritor y sobre su modo de afrontar las realidades que en América encontró desde su llegada al continente en 1553, que no fue otro que el de la completa identificación: [José de Anchieta] no es solamente el primer nombre con que se abre, más o menos casualmente, el álbum de la literatura brasileña; es también un poeta considerado como brasileño, integrado en la pode-
3 Una primera aproximación a este asunto puede verse en Sánchez Robayna (1994). 4 El primer poema épico de tema americano podría ser, tal vez, De Mira noviorbis detectione poetica pro lusio, obra atribuida a Álvar Gómez de Ciudad Real y anterior a 1538, año de la muerte de su autor (Kohut 2000: 152).
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rosa y original corriente de una civilización y de una literatura que para él son trajes prestados, pero con las que se identificó y, más aún, que creó él mismo. (Cioranescu 1987: XX)
Anchieta es esencialmente un misionero, pero un misionero en quien se dan la mano inseparablemente el poeta multilingüe, el gramático, el traductor, el teólogo y el dramaturgo. Nos sorprende hoy, estéticamente hablando, el plurilingüe Auto representado nafesta de São Lourenço, escrito en portugués, español y tupí, pero ha de tenerse en cuenta que la pieza estaba destinada a una comunidad lingüísticamente variada y necesitada de perspectivas diferentes, y que el poliglotismo garantizaba la eficacia catequética, ya encauzada por el mismo molde teatral. Polifacetismo, pues, indesligable tanto de la realidad indígena encontrada en la costa del Brasil como derivado de los modos más eficaces de evangelización. Debemos preguntarnos si esa realidad —esto es, esa diversidad lingüística y el elemento aborigen— no estaba ya, de una manera u otra, prefigurada en la mente y el espíritu de Anchieta, que en su Tenerife natal, hasta abandonar la isla a sus 16 años, vivió en el seno de una sociedad formada por españoles, portugueses, flamencos, judíos, genoveses o franceses, pero también, no se olvide, por numerosos descendientes de guanches y aborígenes procedentes de otras islas del archipiélago. Igualmente atractiva, aunque mucho menos conocida, es la personalidad del grancanario Bartolomé Cairasco de Figueroa (15381610). En menor grado que en Anchieta, también la componente aborigen está presente en su obra, incluso lingüísticamente, a través por ejemplo de los pasajes en lengua guanche contenidos en su Comedia del recibimiento a don Fernando de Rueda, obispo de Canaria (1582). Nos interesa menos, sin embargo, el caso de Cairasco en este sentido concreto que en el de su significación histórico-literaria y en el de la irradiación del verso esdrújulo en América. Cairasco no cruzó el Atlántico, pero su huella es, desde luego, muy visible en el nuevo continente de dos maneras. Primero, a través de la modesta «academia» renacentista que mantuvo en la ciudad de Las Palmas en el último tercio del siglo xvi, y segundo a través de los ecos de su propia obra tanto en ingenios americanos como en autores españoles pasados a Indias. Veámoslo brevemente. En cuanto a lo primero, bastará con recordar que hoy se reconoce ampliamente el hecho de que el grupo de poetas de Puerto Príncipe,
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en Cuba —núcleo en el que nació el poema Espejo de paciencia, que abordaremos enseguida—, es una suerte de reflejo o eco caribeño de la «Academia del Jardín» presidida por Cairasco en Gran Canaria. Agrupó esta, como sabemos, tanto a ingenios canarios de la época como a autores no naturales de las Islas pero residentes o de paso en ellas. Por la academia, dedicada a Apolo Délfico, desfilaron desde el ingeniero Leonardo Torriani hasta el poeta Antonio de Viana, pasando por fray Juan de Abreu Galindo, Bernardo de la Vega, fray Alonso de Espinosa, Gonzalo Argote de Molina, Juan de la Cueva, Ambrosio López o Luis Pacheco de Narváez, entre otros. Balboa no fue, no pudo ser, ajeno a esa realidad de su isla natal. Pero el papel de Cairasco es también relevante en lo que se refiere a la proyección de su obra —hoy cada día más estudiada en su significación histórica— sobre la conformación de la cultura virreinal. Los experimentos del poeta canario con el verso esdrújulo, que no inventó él, por supuesto, pero del que fue su más insistente cultivador durante largos años, se dejaron sentir en América. Sugiere Millares Torres que el albacea de Cairasco, Juan Bautista Pino, pudo haber enviado la Esdrujúlea del lírico canario a don Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros, tenido por el primer virrey poeta de América. Ese envío parece hoy más que probable. Lo cierto, en todo caso, es que Cairasco remitió dos poemas laudatorios a don Juan de Mendoza mientras este era virrey de México (1603) y, cuatro años más tarde, del Perú (1607). Esos y otros poemas de Cairasco fueron sin duda conocidos por el poeta novohispano Arias de Villalobos, que en su «Canción a San Hipólito, patrón de la ciudad de México» (1621, publicada dos años más tarde) recibe una clara influencia del canónigo canario y de su poema, también en esdrújulos, dedicado igualmente a san Hipólito mártir. Esto ha hecho pensar, recientemente, al investigador Antonio Henríquez que esos dos poemas de Cairasco «debieron de conocerse en el entorno donde gobernaba el virrey Montesclaros», primero en México y más tarde en Perú, y que «no sería descabellado que cualquier día aparecieran copias del poema de Cairasco, dedicado al patrono de la ciudad de México, en algún cartapacio olvidado del país americano». Sea como sea, la influencia de los esdrújulos se dejó sentir en distintas partes del nuevo continente, desde Brasil (Gregório de Matos, Manuel Botelho de Oliveira) has-
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ta el Perú (Juan del Valle Caviedes), pasando por la misma Nueva España, con Agustín Salazar y Torres y, sobre todo, sor Juana Inés de la Cruz quien, como es sabido, adoptó la variante de poner los esdrújulos no al final del verso sino al comienzo de este. Tenidos por «extravagantes», los versos esdrújulos, aunque pesados y con demasiada frecuencia ilegibles, contribuyeron, en cambio, de manera muy viva a la formación y posterior consolidación de la poética cultista, esto es, del espíritu barroco más genuino. No fue menor, como se ve, el papel desempeñado en este sentido, y singularmente en América, por el canónigo esdrujulista desde su isla atlántica. Volvamos por un momento, sin embargo, a la academia de Cairasco. Debemos mencionar, siquiera sea de paso, un dato más que curioso. Uno de los asiduos del «conventículo» o «conciliábulo», el citado Juan de la Cueva (1543-1612), pasó como es sabido a Nueva España en 1574, y allí permaneció tres años. Sorprende, en su epístola «Al licenciado Laurencio Sánchez de Obregón, primer corregidor de México», un gusto tanto por la naturaleza indiana como por los vocablos autóctonos: Mirad aquesas frutas naturales: el plátano, mamey, guayaba, anona, si en gusto las de España son iguales, pues un chicozapote a la persona del rey le puede ser empresentado por el fruto mejor que cría Pomona. El aguacate, a Venus consagrado, por el efecto, y tunas de colores al capulí y zapote colorado, la variedad de yerbas y de flores de que hacen figuras estampadas en lienzo, con matices y labores, sin otras cien mil cosas regaladas de que los indios y españoles usan, que de los indios fueron inventadas. (Tenorio 2010: 169-170)
Es el mismo gusto que volveremos a encontrar en Espejo de paciencia de Silvestre de Balboa. Pero nos sorprende igualmente
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que otro poeta vinculado a Canarias, Eugenio de Salazar, comparta también con Juan de la Cueva y con Silvestre de Balboa esta tendencia. El madrileño Eugenio de Salazar (1530-1602), en efecto, fue gobernador de las islas de Tenerife y La Palma entre 1567 y 1573 (o 1574). Pasó luego a Indias y fue oidor en Santo Domingo; más tarde, fiscal de la Audiencia de Guatemala, y por último, desde 1581 hasta 1598, fiscal y oidor de la Audiencia de Ciudad de México. En su «Bucólica», en la que se incluye la fundación de Tenochtitlán y cuyos personajes representan a los virreyes marqueses de Villamanrique, aparece ese mismo gusto: Tecpeccingo llamó al peñol primero, Que un cerro algo pequeño significa, Y Tepeapulco al que es peñol postrero, Porque en el agua y aire se amplifica. Xico al que entre los dos es medianero, En quien nombre del medio verifica; […] Allí el bermejo chile colorea Y el naranjado ají no muy maduro; Allí el frío tomate verdeguea […] (Ibíd.: 245 y 247)
Igualmente llamativo es que este gobernador de Tenerife y La Palma durante unos siete años sea también autor de esdrújulos, los contenidos en otra «Bucólica», esta vez dedicada al misterio de la Encarnación, y compuesta por una sextina doble, en la que habla «el autor», y un canto en el que hablan los doce apóstoles, composiciones ambas escritas «a imitación del trímetro yámbico, que los italianos llaman verso sdrucciolo»: Silvestre musa que el sonoro cántico Oíste dentro del florido término De aqueste valle, do terrestre víbora No deja rastro ni llorosa lástima, A los cantores del celeste pámpano Que enjirió el cielo en una vid sin mácula5.
5 Tomo estos versos de la edición que de la Silva de poesía de Salazar prepara Agustín Yeray Morales, a quien agradezco la copia de este poema.
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Salazar pertenece, pues, al conjunto de ingenios que se sintieron atraídos por el verso esdrújulo, ese tipo de verso que, según el tinerfeño Antonio de Viana, identificaba en la época un «estilo» canario, según leemos en el canto decimoquinto de su Conquista de Tenerife (1604), en el que el adelantado Alonso Fernández de Lugo sueña que llega a un «alcázar suntuosísimo» y que Salen a recibirle nueve ninfas y en tono levantado le cantaron una canción a lo canario esdrújula.
Y es que, en efecto, el verso esdrújulo acabó identificando no solo a Cairasco, sino también, en general, a la poesía canaria de este período (Sánchez Robayna 1990: 20). Lo que podríamos llamar la irradiación del autor de la Esdrujúlea resultó, pues, considerable, y su influencia, en realidad, «fue tan intensa sobre los autores peninsulares e hispanoamericanos como sobre los canarios» (Díaz Armas 2010: 267). Es bien conocido el caso del grancanario Silvestre de Balboa (1563-1640) y su Espejo de paciencia (1608). No repetiré aquí los datos fundamentales relacionados con el texto y con su autor, pero sí cabe subrayar que el escribano canario de Puerto Príncipe va más allá de las convenciones y los usos del poema épico, y realiza de este una peculiar versión adaptada a la interpretación del mundo multirracial que encuentra en Cuba. ¿Cómo explicar esa interpretación, es decir, esa naturalidad con la que mira y se identifica con la «gente de la tierra» cubana? ¿Cómo debemos entender y explicar su modo de incorporar al poema tanto la realidad natural como la realidad cultural americana? Tiene razón a mi juicio la profesora Belén Castro Morales (1994: 227) al subrayar lo que ella llama «la perspectiva periférica e insular» de Balboa. Y en esa perspectiva cabría situar, en buena parte, el sentido último de un poema cuya materia es la piratería y cuyos protagonistas no son otros que los «valientes insulanos» caribeños. Tanto una cosa como la otra tienen relación con la misma «otredad» canaria del autor: Es indudable que Balboa llevó a Cuba algo que le permitió comprender el mundo multirracial que allí encontró: el preconocimiento
El papel de Canarias en la conformación de la cultura virreinal 195 del «otro» y la conciencia de la «otredad»: de los hombres semidesnudos y pies descalzos que en orilla de acá eran los guanches, y en la orilla cubana de allá eran los indios taínos o ciboneys, los esclavos negros, los primeros mestizos y criollos que Balboa, con orgullo, denomina «valientes insulanos», «gente de la tierra». (Ibíd.: 228)
Pero también, no lo olvidemos, «la piratería, materia temática del poema, está ya en esa primera experiencia insular canaria», como señala igualmente la profesora Castro Morales; era algo con lo que Balboa estaba ya muy familiarizado. Se diría incluso que lo que Severo Sarduy (1969: 68-69) ha llamado «lo cubano como superposición», es decir, la imbricación del plano autóctono y el plano suprainsular, en mezcla original —presente en Espejo de paciencia—, puede ser visto desde el ángulo de la tierra de procedencia de Balboa, tan marcada por la diversidad de lenguas y culturas a lo largo del siglo xvi, en la que, como ya vimos, flamencos y genoveses, judíos y negros, convivían con los descendientes de los guanches. Recordemos algunos versos del poema: Vinieron de los pastos las napeas y al hombro trae cada una un pisitaco y entre cada tres de ellas dos bateas de flores olorosas de nabaco; de los prados que acercan las aldeas, vienen cargadas de mehí y tabaco, mameyes, piñas, tunas y aguacates, plátanos, y mamones y tomates. Bajaron de los árboles en naguas las bellas hamadríades hermosas con frutas de las siguas y macaguas y muchas pitijayas olorosas; de birijí cargadas, y de jaguas salieron de los bosques cuatro diosas, dríades de valor y fundamento, que dieron al pastor grande contento6.
6 Cito por la edición del poema que ofrece Graciella Cruz-Taura («Espejo de paciencia» y Silvestre de Balboa en la historia de Cuba. Madrid-Frankfurt: Iberoamericana-Vervuert, 2009: 175-177), pero me aparto de su lectura del verso segundo, en el que prefiero el término mehí de otras ediciones en lugar de «maíz», por razones métricas.
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Pero hay otro factor importante en cuanto a la tierra de procedencia de Balboa. Será preciso insistir en algo sobre lo que ya en su día llamó la atención Manuel González Sosa. Transcribo aquí sus palabras: Vista a través del punto de mira canario, sorprende la perplejidad de algunos escritores cubanos respecto de la existencia de un núcleo de versificadores cultos en el Camagüey (entonces Puerto Príncipe) de comienzos del siglo xvii. Basta tener en cuenta la oriundez, directa o mediata, de tres por lo menos de esos versificadores para sospechar en seguida que el grupo de Puerto Príncipe fue sencillamente una hijuela transmarina de la tertulia con pujos de academia renacentista que en los últimos lustros del siglo xvi reunía Cairasco de Figueroa en su casa de Las Palmas, vecina al convento de San Francisco, en la orilla del Guiniguada frontera a Vegueta. (González Sosa 2006: 73-74)7.
La reflexión no puede ser más explícita ni, a mi juicio, más certera. Podemos tener cuantas dudas razonables puedan suscitarse en torno a determinados rasgos de Espejo de paciencia, pero es indudable que el grupo de Puerto Príncipe tiene una realidad histórica perfectamente acorde con el lugar de procedencia de Balboa. Se ha discutido, en los últimos tiempos, si Espejo de paciencia es o no el texto fundador de la literatura en Cuba8. No entraré 7 Aunque cito por su edición en Segunda luz, el artículo de González Sosa se publicó por vez primera en 1991. 8 En el año 2002, los profesores Ángel Esteban y Álvaro Salvador, de la Universidad de Granada, incorporaron como anexo a una reedición de la conocida Antología de poesía cubana (1965) de José Lezama Lima los capítulos referidos a Cuba (algo menos de cinco mil versos) de La Florida, largo poema épico —más de 21.000 versos— del franciscano andaluz fray Alonso de Escobedo, que los editores consideran como el primer poema cubano, anterior en diez años a Espejo de paciencia. Pero del mismo modo que este ha suscitado algunas dudas en cuanto a autoría, fecha y hechos históricos aludidos en el poema, también hay dudas de fecha en el caso del texto de Escobedo. El profesor J. Rus Owre, que ya en 1962 había dado noticia de La Florida en su artículo «Apuntes sobre La Florida de Alonso de Escobedo» (Actas del Primer Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, publicadas bajo la dirección de Frank Pierce y Cyril A. Jones. Oxford: The Dolphin Book, 1964: 401-407), señala que en el ms. no consta fecha; y añade que Gregory J. Keagan y Leandro Tormo Sanz (Experiencia misionera en la Florida, siglos xvi y xvii. Madrid, 1957: 21) «dicen que Escobedo escribió el poema en 1606-1607, pero no citan autoridad» (401). Escobedo anduvo por la Florida, al parecer, unos diez años.
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en la discusión, porque el hecho de que sea o no el primer poema escrito en la isla carece de verdadera relevancia en relación con lo que aquí examinamos; la primacía no cambia, en rigor, el sentido del texto. Si fueron las 600 octavas del capítulo cubano del poema La Florida, de Alonso de Escobedo, o las escasas 146 (comparativamente hablando) del Espejo los versos más antiguos relacionados con la isla caribeña, es cosa que nada quita ni añade a lo que venimos viendo. Lo importante es la identificación de Balboa con la realidad americana y la gracia de su juego estético. El hecho de «reflejar la primitiva sociedad colonial cubana y la naturaleza insular» (Valdés Bernal 1982: 143) se diría que es algo directamente relacionado con el origen canario del autor, lo mismo que su «tendencia en favor de lo autóctono», para decirlo con Max Henríquez Ureña (1967, I: 48). En la primera mitad del xvii tenemos también, en Guatemala en este caso (y antes en el Perú), al franciscano tinerfeño Luis Melián de Betancurt (1567-1642). Su obra poética, apenas conocida hoy, es probablemente la primera literatura en castellano escrita en Guatemala, tal vez incluso anterior a la de la poetisa y dramaturga sor Juana de Maldonado (1598-1666). Por desgracia, de Melián de Betancurt seguimos ignorándolo casi todo. Un poema recuperado por Agustín Millares Carlo (1987, vol. V: 207-208) nos despierta las ganas de leer más versos suyos. Muy singular es el caso del escritor palmero Pedro Álvarez de Lugo (1628-1706), que nunca atravesó el Atlántico pero que, sin duda, estuvo siempre muy pendiente de las novedades de las Indias. Aficionado a la pintura y a la escultura, había estudiado leyes en Alcalá de Henares y regresado luego a La Palma, donde ejerció su profesión y donde tuvo algún que otro cargo político, como el de lugarteniente en la isla del corregidor de Tenerife. Publicó un volumen de poemas, Vigilias del sueño (Madrid, 1664), cuyo título revela ya su arrebatado espíritu barroco, y un tratado de moral, Convalecencia del alma (Madrid, 1689)9, un libro que, según Cristóbal Cuevas, es «una experiencia aleccionadora para la comprensión actual del “conceptismo”», y que muestra a un escritor «dueño 9 Existe edición facsimilar; véanse Álvarez de Lugo 1993 y Sánchez Robayna 1993.
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de una de las plumas más reflexivas y sintomáticas de nuestra prosa confesional barroca» (Cuevas 1993: 14). Álvarez de Lugo dejó también algunas obras inéditas. Entre ellas, un detallado comento de Primero sueño de sor Juana Inés de la Cruz, escrito a fines del xvii10 y que, por desgracia, quedó inconcluso. Nada tiene de extraño, por los datos que acabamos de mencionar, un trabajo de este tipo en un ingenio tan representativo del pensamiento y la creación literaria de la época. Álvarez de Lugo era muy coherente con una tradición que había explicado a Garcilaso, en su día, y más tarde a don Luis de Góngora según las preocupaciones del humanismo y su evolución, cada vez más interesadas en la erudición y en el trasfondo clásico de toda clase de referencias, preocupaciones ahora, a finales del xvii, ampliadas a la ciencia. Tampoco es extraño, ciertamente, el que ese minucioso comento de Primero sueño surgiera en un territorio que era paso obligado en el camino de las Indias, escala ineludible tanto en los viajes de ida como de vuelta, un trayecto en el que el trasiego de libros, como vimos que subrayaba Marichal, resulta capítulo imprescindible para interpretar la realidad cultural de las comunicaciones entre España y el nuevo continente. Ilustración al Sueño de la décima musa mexicana es el único comentario hasta hoy conocido sobre el gran poema de sor Juana, y que fue escrito en su tiempo. Este hecho, ya significativo en sí mismo, queda resaltado por otro de no menor interés, y es que Pedro Álvarez de Lugo fue muy consciente de la extraordinaria relevancia de Primero sueño en la literatura de su tiempo. Hemos tenido oportunidad de señalar en otra ocasión que por su cerrada voluntad exegética, así como por el esfuerzo crítico que representa, la Ilustración… es, aun en sus limitaciones, un escrito de considerable interés histórico, un texto que convierte a su autor en uno de
10 Sánchez Robayna 1991. En la reproducción, «aligerada de citas latinas y de comentarios», que del texto de Álvarez de Lugo hace Antonio Alatorre en su libro Sor Juana a través de los siglos (1668-1910). México: El Colegio de México/El Colegio Nacional/UNAM, 2007: 434-466, el editor sitúa el texto en 1705, «porque su autor murió en enero de 1706». Es probable, sin embargo, que sea anterior a esa fecha, porque no sabemos cuándo los problemas de la vista, confesados por él mismo, le impidieron completar el comento, que termina en los vv. 225-233 del poema.
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los primeros intérpretes del gran poema de sor Juana, y no solo uno más de los fervientes admiradores que la monja jerónima tuvo en su tiempo. Las anotaciones del escritor palmero permiten a los estudiosos actuales del gran poema analizar un caso de «recepción» coetánea del Sueño y confrontar su propia interpretación de los puntos más oscuros con las lecciones del comentador canario, poniendo así de manifiesto la utilidad de los comentaristas, de los que tanto provecho han sacado los investigadores y amantes de la poesía de los siglos xvi y xvii. Ya en la tercera y última etapa de los virreinatos, es decir, la del siglo xviii (la primera, según algunos americanistas, arranca desde el fugaz virreinato colombino hasta 1524, y la segunda, desde esta última fecha hasta 1700, período de consolidación con la creación de universidades, colegios y audiencias), podemos mencionar a diferentes personalidades canarias hasta cierto punto marginales a nuestros intereses de hoy. Se trata de autores ocasionales que escriben en géneros actualmente no considerados dentro del ámbito estrictamente literario, pero que resultan extremadamente significativos en lo que Alfonso Reyes, en su «virreinato de filigrana» —es decir, la etapa barroca de Nueva España—, llamó «el mayor volumen de prosa» de la época, desde la crónica general, local o de órdenes religiosas hasta la oratoria sagrada, pasando por la gramática o la ciencia. Precisamente en una variante de esta última debemos enmarcar dos curiosas guías de navegación, una impresa en Cádiz en 1730, debida al grancanario José Fernández Romero (1697-?), diputado en Buenos Aires; y otra, Navegación especulativa y práctica… (1734), escrita por el tinerfeño José González Cabrera Bueno, que viajó por ambas Américas y paró por Acapulco y ciudad de México. Cabe mencionar asimismo a los hermanos Álvarez de Abreu, naturales de La Palma. Antonio José Álvarez de Abreu (16881756) anduvo por Caracas, de cuya provincia fue gobernador, y es autor, junto a Pedro Tomás Pintado, de un informe escrito en 1715 sobre el comercio entre Castilla y las Indias, entre otras obras. Su hermano Domingo Pantaleón (1683-1763) fue arzobispo de Santo Domingo y, más tarde, pasó a la diócesis de Puebla de los Ángeles; escribió una Carta pastoral sobre la utilidad de la instrucción en la lengua mexicana para la enseñanza de los indios, citada por Viera
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—y que debe ser inscrita en la línea del Arte de grammatica… de Anchieta, que ya vimos—, así como una Compendiosa noticia de la isla de Santo Domingo en el Mar Océano. El palmero Juan de Vinatea y Torres (1688?-1767), corregidor de Piura, en el Perú, escribió, dice Viera y Clavijo (1967, II: 919), «poesías nobles, elegantes, armoniosas y dignas de la pública luz», que es lo que siguen esperando hoy. El ilustrado tinerfeño Antonio Porlier fue fiscal protector de indios en la Audiencia de Charcas (Bolivia); más tarde, fiscal de la civil en Lima y fiscal supremo del Consejo de Indias. Le debemos algunos trabajos históricos y, sobre todo, el Discurso jurídico sobre el origen, aplicación y distribución de los bienes expoliados y diferencia entre los de España y las Indias. Otro ilustrado tinerfeño, Felipe de la Torre Barrio y Lima, que pasó al virreinato del Perú, escribió Arte o cartilla del nuevo beneficio de la plata, impreso en Madrid en 1743. Por último —aunque la lista podría alargarse, y aquí solo pretendemos esbozar un panorama—, Antonio Romero Vibero (1725-1766), natural de Gran Canaria, anduvo largos años por Caracas y nos ha dejado un diario de sus viajes. Todo este volumen de prosa y verso del siglo xviii, de lo que esto es solo una pequeña muestra, revela las estrechas relaciones del archipiélago con el nuevo continente, refrendadas en un período posterior tanto por figuras como la del tinerfeño Graciliano Afonso (1775-1861) y la del también tinerfeño Antonio Pereira Pecheco (1790-1858) —que ya escapan al marco aquí examinado— como por un notable contingente de inmigrantes, del que ya se habló, y que nutrió con sangre natural de las Islas la vida toda del continente. Tiene especial interés el hecho de que, casi al final del ciclo histórico de los virreinatos, el tinerfeño Dámaso de Quesada y Chaves (1728-¿1805?) redacte en Roma una historia de Canarias con el significativo título de Canaria ilustrada y puente americano. Sabemos que poco antes de esas fechas, hacia mediados de siglo, se produjo una mayor intensidad migratoria desde el archipiélago a causa del «derecho de familias», recluta regia con la que se intentaba controlar las amenazadas fronteras de los territorios indianos. La recluta de familias se suprimió en 1764, pero no cesó la corriente migratoria, porque las dos décadas siguientes—es decir, los años en que escribe Quesada su crónica— conocieron una intensificación del contingente migratorio proveniente del archi-
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piélago canario, frenado en torno a 1800 a causa sobre todo de las guerras de emancipación. Recapitulemos brevemente. Algo tan intangible en el aspecto material, pero tan trascendental y decisivo en el plano ideológico y estético, como la forma mentis, convertía al hombre de Canarias en una persona capaz de identificarse con sociedades americanas que, en rigor, estaban conformándose al mismo tiempo que la de su propia región de origen. Se trata de sociedades muy diferentes, desde luego, en cuanto a escala territorial y poblacional, pero en gran medida paralelas en cuanto a otras componentes, como el sustrato aborigen o el proceso político-administrativo de colonización. Canarias fue, en este sentido, un «pequeño y breve laboratorio de una experiencia que, a partir de 1492, se realiza a escala continental en América» (Morales Padrón 1982: 10). Se produce, de hecho, una «continuidad histórica» entre las conquistas canaria y americana, como afirma el historiador Silvio Zavala (1991: 7)11. El Arte de grammatica da lingoa mais usada na costa do Brasil, de José de Anchieta, no nos extraña en un religioso que había nacido apenas cuarenta años después de que su isla de origen fuera definitivamente incorporada a la Corona de Castilla; tampoco nos extrañan las actitudes ideológicas y estéticas de Silvestre de Balboa, de Eugenio de Salazar y Juan de la Cueva (en su costado novohispano) o la curiosidad barroca de Álvarez de Lugo. Y lo que hemos llamado la «irradiación» de Cairasco de Figueroa desborda el ámbito de su propia poesía: se extiende a la academia por él presidida, que a tantos ingenios agrupó, con las correspondientes secuelas americanas. Del mismo modo, en suma, que Canarias ha sido considerada, desde fecha muy temprana, «una pequeña América» —para decirlo con las ya mencionadas y exactas palabras de Juan Antonio Frago—, diversos núcleos de la cultura virreinal americana recibieron la rica aportación canaria como una componente fecunda, lo que vino a contribuir de manera no precisamente irrelevante a su evolución y desarrollo.
11 Aunque cito por esta edición, el texto se publicó por vez primera en la revista madrileña Tierra Firme II 1 (1936).
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Épica y periferia: leer Canarias desde la América colonial. Tentativa de interpretación José Antonio Ramos Arteaga Universidad de La Laguna
La lógica de la historiografía literaria suele tirar su flecha del tiempo hacia delante y desde el viejo al nuevo continente. En las ocasiones en las que dicha historiografía se ocupa de los viajes de ida y vuelta, los artefactos literarios suelen comportarse a ojos del investigador como los productos manufacturados del triángulo colonial del comercio atlántico. En cualquiera de los casos, en ese trasiego oceánico y simbólico hay un grupo de archipiélagos de la Macaronesia (Canarias, Azores, Cabo Verde y Madeira) cuyo papel no ha suscitado excesiva atención: como lugares de paso y avituallamiento en la ruta colonial, los orígenes de su conquista y poblamiento solo resultan interesantes para los estudiosos locales o como mera etapa experimental del primer momento atlántico de la modernidad. Ni los mecanismos de colonización (en el caso de las inhabitadas), ni los procesos de exterminio y aculturación de sus aborígenes (en el caso de las Islas Canarias) parecen interesar a los estudios sobre la colonialidad del poder a la hora de desentrañar la madeja genealógica de las construcciones históricas de lo colonial previas al momento americano (Segato 2015: 44-45). Parece que 1492 sigue siendo el terminus post quem de la primera modernidad colonial. Este trabajo tiene como objetivo violentar esa flecha temporal e invertir el viaje a partir de una lectura a la contra de algunos textos literarios cuya problemática naturaleza ayudaría a resituar
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los territorios macaronésicos (en nuestro caso, las Islas Canarias) en una posible perspectiva poscolonial. La «tentativa» del título de este ensayo tiene su origen en la dificultad de aplicar la metodología poscolonial, acostumbrada a territorios y experiencias en las que el poder colonial se superpuso ágilmente sobre la tierra conquistada y sus habitantes, naturalizando los procesos de violencia bélica, ocupación y reparto en una teleología providencialista aún presente en muchos análisis actuales. Sin embargo, algunos elementos a los que la perspectiva poscolonial ha prestado fundamental reflexión en sus producciones es posible encontrarlos en Canarias no tanto en el momento caliente de la confrontación como en el segundo momento en que hay que instaurar una interpretación congruente de un pasado muy reciente que interpela al vencedor: el debate lascasiano, la desestructuración territorial en los repartos colonos frente a la organización aborigen, la mítica fundacional de las crónicas y su lectura del indígena, la ventriloquía simbólica de las primeras producciones artísticas… Por esta razón, la flecha temporal en cuestión se activa no solo con la cronología inversa, sino de la dirección espacial habitual: la avidez letrada española y criolla por normalizar estos procesos en narraciones clausuradas sirve para leer similar intento en el ámbito canario. Algunas brújulas de marear en el campo de las ideas (Dussel 2014) o las artes (Gruzinski 2000) servirán de acicate a este viaje a contrapelo, además de intentos propios previos en otros campos (Ramos Arteaga 2014). En primer lugar, es preciso acotar sobre qué problema aplicaré esta tentativa de lectura al revés. El propósito que dio origen a este ensayo toma partido por un marco general de los problemas que podrían contrastarse entre el corpus literario virreinal y el corpus canario: el teatro, las crónicas, los tempranos textos prosísticos, la producción jurídica y circunstancial, la poesía. Todos ellos eran susceptibles del cotejo con mayor o menor pertinencia. Pero no es mi intención trazar un esbozo de paradigma explicativo global que dé fe de un panorama tan amplio como inasible en el fondo. Frente a la tentación del paradigma, me propongo realizar un corte en todo ese magma literario a partir de algunas claves de lecturas que permitan legitimar críticamente el careo de fuentes. En ese proceso de establecer trazos para un conato de caligrafía comparada nos encontramos con dos figuras centrales en cada una
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de sus tradiciones literarias cuyas trayectorias y agendas parecían solaparse de manera extraordinaria: Pedro de Oña (Arauco domado) y Antonio de Viana (Antigüedades de las Islas Afortunadas de la Gran Canaria. Conquista de Tenerife y aparescimiento de la Imagen de Candelaria). Ambos escriben desde/sobre las periferias de sus respectivos centros; ambos por encargo para desdecir el tratamiento recibido por sus mecenas en la construcción del relato de la conquista de los territorios correspondientes (Araucania, Tenerife) por cronistas o poetas anteriores; los dos se acogen al género épico con aparente respeto a la tradición clásica (Fernández López 2010-2011: 257-277, Brito Díaz 1993: 195-21), más consciente de la singularidad de su escritura en su dimensión documental; escriben y publican sus textos en las mismas fechas (Oña con una primera edición en Lima en 1596, reimpresa en Madrid en 1602; Viana culmina la redacción hacia 1602 y se edita en Sevilla en 1604); en ambos la figura del aborigen está mediatizada por las tensiones entre un legado libresco contradictorio (del buen indígena al salvaje absoluto), su percepción directa (en el caso de Viana ya muy asimilada), la verdad de los «papeles» que sus patrocinadores les proporcionan para lavar su imagen ante la posteridad y, finalmente, la reivindicación continua de su papel diegético de enunciación como testigos-coleccionistas-custodios en la memoria del verso de la antigua historia (o prehistoria) de su presente (a modo de etnógrafos adelantados). Estaríamos, pues, ante lo que Solodkow (2014) ha definido como «discurso etnográfico» colonial y su papel instrumental «en la conformación de los imaginarios coloniales y en la formación de los relatos de identidad durante la emergencia de la primera modernidad colonial» (21): …leer el discurso etnográfico colonial implica enfrentarse a modos singulares y específicos de construcción de límites culturales y antropológicos, de clasificaciones y de órdenes taxonómicos, de tipologías que intentan poner freno a la proliferación constante de la diferencia que produce el «encuentro» con la alteridad. En fin, se trata de comprender los modos a partir de los cuales la soberanía imperial articula una exterioridad complementaria mediante el juego dialéctico entre lo interior y lo exterior. (20)
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Pero todos estos puntos que he enumerado pueden reunirse bajo un tema que sí me parece decisivo a la hora de relacionar ambos textos: la problemática subjetividad de los autores, ambos nacidos en ese espacio que aún se está conformando escrituralmente, confrontados ante una legitimidad precaria como «naturales» frente a la legitimidad desplazada del indígena y la legitimidad coercitiva del conquistador. La escritura se convierte así en síntoma de la ansiedad por encontrar en este ambiguo contexto un lugar y una legitimidad que tardará algún tiempo en convertirse en conciencia, la del criollo. Es ya lugar común acudir al llamado «Discurso de Angostura» de Simón Bolívar ante el Congreso de Angostura en febrero de 1819 para ver la expresión taxativa de esa conciencia. Al iniciar su reivindicación de la soberanía nacional, Bolívar lanza «una ojeada sobre lo pasado» reivindicando el caso «extraordinario y complicado» de los que ni son «europeos», ni son «indios», sino algo intermedio: «Americanos por nacimiento y europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer, contra la oposición de los invasores». Aparece en estas escuetas líneas el elemento casi esquizofrénico que definirá el largo proceso de la construcción de la identidad criolla. Como bien ha señalado Mazzotti (2000): No es ya demasiado aventurado hablar de una «nación criolla» como concepto ubicable en las coordenadas axiológicas de fines del siglo xvi y los dos que siguieron. Los estudios tradicionales sobre el periodo virreinal han tendido a simplificar el problema de la escurridiza diferencia criolla al aceptar sin cortapisas la condición legal y cultural de españoles en esos descendientes de peninsulares nacidos en el Nuevo Mundo. La postura común es ubicarlos como un apéndice y una variable de la subjetividad dominante, obviando así la especificidad y el carácter dialógico de su producción discursiva con el contexto americano inmediato. Sin embargo, bastaría revisar documentos y crónicas de la época en los que se insiste en la condición alterna y superior del criollo continental, en su indisputable calidad intelectual, espiritual y hasta biológica, para volver a considerar las características particulares de esta formación cultural, lejos también del otro extremo de interpretación, el de una teleología nacionalista modernizante, hija más bien del pensamiento ilustrado. (143)
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Esta figura del criollo como «nación» de subjetividades alojada en un imaginario y contexto jurídico e institucional imperial sigue siendo un tema abierto a la discusión crítica (Martínez Peláez 1998, Bauer y Mazzotti 2009, Recinos Aquinos 2013): bien como «nación», bien como «conciencia», bien como «identidad» estamos de acuerdo con Mazzotti (2000) en que es posible apuntar una «agencia criolla» que afecta a la construcción discursiva en la literatura virreinal. Y Pedro de Oña es un caso claro de ese temprano discurso criollo (Mazzotti 2003). Como afirma Castillo Sandoval (1995) en su análisis sobre esta ansiedad en Oña frente al discurso legitimado de su contramodelo, Ercilla, Pedro de Oña, en cambio, escribe su Arauco domado en la corte de Lima careciendo de la autoridad que le había sido otorgada a su antecesor por su participación directa en la guerra fronteriza. El poeta criollo, en un gesto diametralmente opuesto al de Ercilla, suple esta deficiencia recurriendo a su conocimiento más cercano del entorno geográfico y cultural de Arauco, adquirido durante su niñez y adolescencia en la ciudad-fuerte de Angol. Oña construye su auctoritas con elementos que amplían sustancialmente el papel que Ercilla les había asignado a los araucanos. Estos ya no son meramente los portentosos y bárbaros enemigos retratados en La Araucana, sino que también funcionan como fuentes de información y de legitimación del conocimiento del autor. (240)
Y concluye Castillo Sandoval: De esta manera, el estamento criollo, el de Oña mismo, se insinúa tras las efigies de los demás actores que ponen en escena las contradicciones propias de su grupo social. El Arauco domado, a este nivel discursivo, no es tanto la representación de una gesta heroica como la puesta en escena de una pugna sorda por el territorio natal, la cual un criollo como Oña solo puede representar de modo oblicuo, a pesar de estar involucrado tan directamente en ella. (245)
Es importante que retengamos el concepto de la representación «oblicua» que plantea Castillo Sandoval para entender algunas de las estrategias discursivas que desarrollará Antonio de Viana en Canarias. Pero, ¿es posible hablar de «agencia criolla» en Viana? ¿Cabe la noción de criollo en un territorio cuya «colonialidad» es anómala, y para muchos una aberración interpretativa? Aquí es donde este
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trabajo abandona las tranquilas aguas de la discusión académica y emprende esa lectura a contrapelo en la que el chileno nos servirá de Protoagonístes y Viana como Deuteroagonístes. Oña se nos presenta (por su trayectoria vital y profesional) como un ejemplo perfecto en el ámbito peruano de lo que Jáuregui (2008) define como «letrado criollo» para la Nueva España (210): «El letrado criollo construye su lugar orgánico como intérprete, traductor y sujeto epistemológicamente privilegiado que aglutina y aprehende la algarabía étnico-cultural y lingüística novohispana y oficia la inteligibilidad de lo heterogéneo». Detrás de esta visión del criollo como trujamán, subyace la idea de la «ciudad letrada» tan fructífera para entender el papel de estos instruidos profesionales nacidos o aclimatados a la realidad americana. También la biografía de Viana (Alonso 2010) repite algunas de estas experiencias del letrado criollo: como bachiller que se traslada a la metrópolis sevillana a estudiar, que se convierte en su isla en pluma alquilada para las apetencias linajudas de su patrón en la reclamación familiar de honores de conquistador, que regresa para hacer fortuna en las instituciones isleñas como profesional de la medicina y que vive en las dos «ciudades letradas» del archipiélago sus experiencias de poeta novel (Las Palmas de Gran Canaria y la Academia del Jardín del poeta Cairasco de Figueroa, por un lado; y, por otro, su ciudad natal, La Laguna, a la que se referirá siempre en su poema como sede de la cultura, las letras y la erudición frente al resto de la isla). Este imaginario común chileno y canario de la ciudad y las letras es fruto del tráfico y adaptaciones al espacio por excelencia que sirve de nicho cultural a estos profesionales del saber: el Atlántico (incluyendo también aquí el «mundo antártico» de Oña, como propone Firbas 2000). Como bien ha expuesto Marrero-Fente (2008) en muchos de sus trabajos sobre Silvestre de Balboa (también canario de origen, también frecuentador de la tertulia bucólica de Cairasco de Figueroa, también autor de poema épico), la relación entre el espacio atlántico y el imperio encuentra en la épica un género casi natural de expresión (y de transgresión, con respecto a la épica renacentista europea). En el caso de la literatura virreinal, esta relación ha sido estudiada en algunos de sus autores épicos (Cebollero 2009); en Canarias, algunas incursiones apuntan a que podría dar muchos frutos la articulación de ambas orillas en un marco menos rígido del concepto
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de lo colonial para este primer momento de la modernidad (Armas Wilson 1997; Meredyz 2009). Sin embargo, no une a Oña y Viana solo la experiencia geopolítica atlántica o la elección de un género discursivo cuyo prestigio fundacional no está exento de problemas. La abigarrada y dispar formación libresca o los solapamientos entre los modelos italianos y la crónica no dejan de generar cierta angustia autorial, cuando no ironía, introduciendo en la materia épica un elemento conscientemente distorsionador. Así, por ejemplo, Oña (1917) en el canto XVI, acabada la relación por parte de Quidora de su sueño-visión, remata: Con esto dio la bárbara hermosa Remate, conclusión y finiquito Al cuento o cuentas frívolas de Quito Que no debió de serle fácil cosa; A mí me ha sido bien dificultosa, Por ser de cuanto falta y queda escrito El reventón más áspero y fragoso, Estéril, intrincado y peligroso.
O Antonio de Viana (1986) cuando en pocos versos y de manera velada nos transmite su crítica a la lucha intergeneracional por el poder en la capital del archipiélago (canto XVI): Y si (por ser hoy mucho el número de regidores nobles) hay en ellos, entre prudentes canas venerables, muchos mancebos, cabe en todos ellos tanta capacidad, virtud y ciencia, correspondiendo en todo a sus pasados que son sus partes, proceder y méritos de sempiternas alabanzas dignos
Además encontramos algunos enfoques sobre aspectos concretos de los personajes y su tratamiento que merecerían algo más que una breve referencia: la compleja relación triangular entre el conquistador, su oponente indígena y los ayudantes indígenas de aquel (con un papel que va más allá del de simples «lenguas» o traductores), la función de los linajes en la política matrimonial y amorosa de las múltiples historias amorosas que salpican la materia
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épica y su repercusión en el reparto colono posterior (que en el caso de Viana construyen sustantivamente la arquitectura textual de la reconciliación de los bandos conquistador-oponente indígena, oponente indígena-ayudante indígena, conquistador-todos los indígenas), la idea de la verdad esencial del relato de primera mano por un «natural» con la inclusión de palabras y costumbres exóticas al lector europeo (el conocimiento de «la frasis, lengua y modo» aborigen del que presume Oña al narrar los más secretos pasajes de idolatría de los araucanos en el Canto II; o la exhibición etnográfica y lingüística de Viana). Todos estos aspectos podrían llevarnos a nuevas tentativas de análisis, pero en este trabajo me centraré en uno de los aspectos que redunda en la idea de la temprana identidad criolla de ambos que he destacado antes: la función de prolepsis que cumplen los sueños proféticos y su relación con la cualidad pornotópica de toda empresa colonial. Tanto en Oña (Canto II, XIV, XV, XVI) como en Viana (Canto III, XV) los agoreros indígenas y sus visiones (caso de Oña y Viana) como los sueños proféticos del conquistador (Viana) resuelven la elipsis temporal entre los hechos narrados (en las guerras araucanas, Oña se centra en los momentos iniciales de una lucha que durará siglos; en Viana acaba en 1497) y el momento de la redacción (finales del siglo xvi). En ese lapso la dominación colonial ha construido sus espacios de influencia y poder, su maquinaria económica y la reestructuración territorial. También en ese lapso aparecen la combinatorias de población (europea, indígena y africana) y las consiguientes estrategias («agencias» en palabras de Mazzotti 2000). Tanto Oña como Viana son parte de esos «nuevos» naturales de origen europeo que, como apuntaba Bolívar, en «derecho» son europeos pero por nacimiento en lucha contra los pobladores aborígenes y también contra la metrópolis. Es la «patria» (que invocan tanto el araucano Galvarino en el canto XII como «patria mía» y el propio Oña como «Chile, patria cara» del canto XVII), o la presentación de la fundación de la primera ciudad de la isla, para pobladores y conquistadores, ocupando una fértil laguna de Viana (canto XVI): Luego fundaron al dichoso santo una devota ermita, dando asiento a la ciudad famosa en aquel sitio y por glorioso nombre San Cristóbal
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y repartiendo sitios y solares el noble general a cada uno según su calidad, persona y méritos. Hubo luego principio de edificios, formando casas, plazas, calles tan bien fundadas y con tal concierto, que puede competir con las ciudades del asiento mejor que tiene el mundo: a donde se conoce claramente la gran curiosidad de las personas que la poblaron y conquistaron.
Para que la aparición de ese nuevo territorio simbólico colectivo resulte legitimado y sancionado no por la lógica de la violencia bélica sino por un designio que trasciende el negocio humano, es necesario que los autores habiliten soluciones que interpreten coherentemente el statu quo colonizador en una narración histórica providencial (base de la razón de ser del criollo): la falta de unidad indígena (es la función principal de los ayudantes indígenas del conquistador) es uno de los más recurrentes, su salvajismo o idolatría, otro. Pero nada mejor para la eficacia narrativa que el sueño profético o los vaticinios de agoreros pues permitirá a Oña y Viana situarse privilegiadamente en un presente profetizado en el pasado para explicarlo como causa eficiente de su cumplimiento. En Arauco domado tenemos, al igual que en Viana, la paradoja de que los agoreros idólatras, por exigencias de guion épico, no se equivocan en sus agüeros y son los líderes aborígenes los que rechazan lo profetizado. El contenido de los sueños es distinto en el caso chileno y el canario; sin embargo, en los dos casos se comportan igual en la trama: en el extenso sueño de Quidora se exalta la figura del futuro virrey de Perú, García, a partir de un acontecimiento que poco podía entender el araucano (una rebelión sofocada por la autoridad de García). La lectura es clara para el lector, aunque oscura para los indígenas del poema: la exaltación de su valor en la guerra araucana, origen del encargo a Oña, viene legitimada «oblicuamente» por la férrea actividad de gobierno en la convulsa Lima del futuro narrado en el sueño premonitorio de la indígena. La sustitución de los jefes indígenas por este nuevo guerrero al que se dota de las virtudes de gobierno y de guerra aparece como inevitable destino confirmado por el presente. Desconocemos si en la anunciada segunda parte del
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Arauco domado Oña habría utilizado recursos semejantes, aunque por sus palabras finales sí apreciamos que era consciente del uso extemporáneo de la visión limeña: Queda lo principal y más granado De lo que solo a Chile pertenece, Por donde lo de ahora es flor que ofrece El fruto para entonces sazonado; Déjolo pues aquí, considerado Que la materia y no la forma crece, Y porque si han gustado de escucharme, Quiero con tal ganancia levantarme.
En el caso de Viana, el proceso resulta algo más complejo. La explicación de la realidad colona aparece especialmente tratada a partir de un sueño que el adelantado tiene en su campamento: con una puesta en escena de sabor grecolatino se narran las bodas del general con la personificación femenina de la isla (Nivaria, en nombre indígena). Ella, pornotópicamente se ofrece al yugo marital y, por ende, militar: La dote que se ofrece a tu grandeza es de sus tierras libre señorío y una ciudad insigne por cabeza favorecida en tu poder del mío:
A estos esponsales sigue la nueva organización espacial del territorio indígena en función de los repartimientos y las fuentes económicas de cada zona. El fruto de esta visión es, en gran medida, la percepción idealizada de la nueva realidad colona que coincide con el momento de redacción del poema (el presente del autor), pero también refleja los procesos de aculturación, por un lado, y de ocupación, por otro, que han generado esa «especie híbrida» de naturales (Baucells Mesa 2013): [La Laguna, capital de la isla] De agudo entendimiento y gran prudencia serán sus naturales ciudadanos, amigos del trabajo, estudio y ciencia de pechos nobles, generosos, sanos, buenos jinetes y por excelencia pulidos mozos y los viejos llanos:
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y las damas serán de gran cordura, graciosa honestidad y hermosura.
[La Orotava, antiguo reino beligerante de Taoro. Nótese el «vuelto al revés» del primer verso.] Vuelto al revés el nombre de Taoro, se llamará Orotava por grandeza, un pueblo bello, que en sus tierras oro descubra el corvo arado pieza a pieza.
[Icod. Nótese el «otro Icode» futuro que percibe el general en su sueño.] Tigaiga, Icode el Alto y acredito aquella vega fértil, celebrada donde otro Icode habrá más adelante de panes, sedas y vinos abundantes.
[Garachico, principal puerto de la isla en la época de Viana.] Allí donde un gran roque está cercado del mar que lo combate, certifico que ha de ver un gran pueblo celebrado y ha de tener por nombre Garachico; será seguro puerto frecuentado de mercaderes, en contratos rico y próspero en tesoros y dineros e ilustrado en nobles caballeros.
[Sur de la isla y zona de resistencia importante.] Adeje, Daute y Vilaflor, si en ellos la valerosa gente isleña mora, después se poblarán de noble hidalga, que siempre en guerras victoriosas salga.
[Taganana, reino de uno de los jefes belicosos.] Taganana ha de ser do Beneharo tuvo de rey corona, cetro y silla. y aquí, varón insigne, te declaro de Nivaria el valor que se te humilla.
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Pero toda esta transformación del espacio insular se pondrá en marcha a través de un mandato real aunque con la autonomía señorial de los derechos de conquista y fuente de la organización política y económica de una oligarquía local semejante en sus tensiones y vasallajes con el poder peninsular a la experiencia colonial (Fernández Rodríguez 2013): Y al general le vino la conduta Del adelantamiento de Canaria Con facultad real que repartiese Las tierras de la isla y aprobando Todo lo que ya hubiese repartido Y para que nombrase regidores, Jurados, escribanos y justicia.
Queda así clausurada en el sueño del adelantado en el pasado (1497) la realidad presente de Viana. La nueva población resultante descrita en los versos de arriba es fruto de unas paces que describe Viana en estos términos: Pasan alegres horas de alegría, ya con conversaciones muy gustosas ya con banquetes, fiestas y comvites; inventan juegos, visten todos galas, dando de mano la nivaria gente al traje miserable, pobre y rústico.
Llegados a este punto podríamos señalar algunas conclusiones provisionales que nos ayuden en el futuro a establecer nuevas comparaciones o profundizar en algunas de las señaladas al hilo de esta tentativa de interpretación: a pesar de la discusión vigente sobre la pertinencia del término criollo para designar una identidad definida y compacta en la primera modernidad, sí es posible advertir algunos hechos diferenciales entre el discurso letrado (en este caso, el épico) generado en la metrópolis imperial y en los territorios de su periferia que van más allá de los consabidos exotismos y que responden a una perplejidad del letrado ante su lugar en la enunciación ficcional (y la búsqueda de una coherencia entre dicha narración y el mundo al que se dirige). Dentro de la nómina posible de situaciones coloniales, Canarias puede ser leída en esa clave pues no solo comparte un espacio geopolítico sino también algunas de las
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estrategias que la maquinaria colonial adoptó en su implantación. Finalmente, el cotejo entre Pedro de Oña y Antonio de Viana nos permite observar cómo la neoépica en contextos de contacto con realidades antropológicas concretas habilita soluciones textuales análogas para solapar a la lógica imperial de la conquista un plan providencial del que el letrado se siente garante. Bibliografía Alonso, María Rosa. El poema de Viana: estudio histórico-literario de un poema épico del siglo xvii. Madrid/Las Palmas de Gran Canaria: Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales/Gobierno de Canarias, 2010. Armas Wilson, Diana de. «“Vuelta por alta mar, isleño esquife’’: Antonio de Viana’s Conquista de Tenerife». Calíope: Journal of the Society for Renaissance and Baroque Hispanic Society 3 2 (1997), pp. 24-36. Baucells Mesa, Sergio. Aculturación y etnicidad: el proceso de interacción entre guanches y europeos (siglos xiv-xvi). La Laguna: Instituto de Estudios Canarios, 2013. Bauer, Ralph y Mazzotti, José Antonio (eds.). Creole Subjects in the Colonial Americas: Empires, Texts, Identities. Williamsburg/Virginia: Chapel Hill University/North Carolina Press, 2009. Brito Díaz, Carlos. «La neoépica en Canarias: para un análisis de la “segunda función” en Antonio de Viana y Silvestre de Balboa». Homenaje a José Pérez Vidal. Coord. Carmen Díaz Alayón. La Laguna: Universidad de la Laguna, 1993, pp. 195-213. Castillo Sandoval, Roberto. «¿Una misma cosa en la vuestra?: el legado de Ercilla y la apropiación postcolonial de la patria araucana en el Arauco Domado». Iberoamericana LXI 170-171 (1995), pp. 231-247. Cebollero, Pedro. Discurso, retórica y agencia del criollo mexicano: en “Nuevo Mundo y Conquista” de Francisco de Terrazas. Saarbrücken: VDM Verlag Dr. Müller, 2009. Dussel, Enrique. «Meditaciones anticartesianas: sobre el origen del antidiscurso filosófico de la modernidad». En Boaventura de Sousa Santos y María Paula Meneses (eds.). Epistemologías del Sur (Perspectivas). Trad. Antonio Aguiló. Madrid: Akal, 2014. Fernández López, Jorge. «“Ulises Telamonio” en América: retórica y mitología clásica en el Arauco domado de Pedro de Oña (1596)». Faventia 32-33 (2010-2011), pp. 257-277.
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Bernardo de Gálvez y la colonización de la Luisiana española Manuel Hernández González Universidad de La Laguna
Bernardo de Gálvez. El hombre y el mito Nacido en Macharaviaya el 23 de julio de 1746, Bernardo de Gálvez y Madrid, el único hijo varón de Matías Gálvez, estaba llamado a ser el sucesor en la dinastía familiar de su tío José, el todopoderoso secretario y presidente del Consejo de Indias. Ingresó muy joven en la academia militar de Ávila. En 1762, como teniente de infantería, inició su carrera en el ejército en la campaña contra Portugal. Marchó poco después por dos años a Nueva España, donde fue comandante en San Felipe el Real de Chihuahua. Más tarde, con el regimiento de Cantabria sirve en Francia, lo que le permitió perfeccionar sus conocimientos de francés. En 1775 con el regimiento de Sevilla participó en la desastrosa expedición de Argel, en la que fue herido de gravedad y fue premiado con el rango de teniente coronel. Pero su carrera se acelera desde que en 1776 fue designado José de Gálvez secretario y presidente del Consejo de Indias, empleos que desempeñará hasta su muerte por espacio de once años. En ese año ascendió de golpe dos grados en el escalafón, algo por lo que otros esperaban muchos años, al nombrarlo coronel del regimiento de Luisiana, e, inmediatamente después, gobernador interino de ese territorio en sustitución de su futuro concuñado y paisano Luis de Unzaga. Luisiana constituía un área de vital importancia para los intereses españoles por la proximidad de las posesiones británicas en
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la Florida, que llegaban hasta el mismo río Misisipí y por la recién declarada insurrección de los colonos ingleses de América del Norte. Confirmado al año siguiente como capitán general, desarrolló la política colonizadora del territorio con emigrantes canarios y malagueños, por lo que varias de sus localidades llevarán los nombres del clan, tales como San Bernardo o Galveztown. En 1777 ingresó en la orden de Carlos III y contrajo matrimonio con Felicitas Saint Maxent, una joven viuda originaria de Nueva Orleans y de padres franceses, cuyo progenitor, Gilbert Antonio de Saint Maxent, era un rico comerciante y colono galo natural de Saint Dagobet, diócesis de Trevés. Dueño de cuatro plantaciones, se había significado en la Luisiana francesa y se había adherido a la ocupación del territorio por España. Fue un matrimonio como tantos otros del clan de los Gálvez que contravinieron la política regia en la materia, al tolerar, contra lo legislado, desposorios con personas nacidas en la provincia donde se ejercía el mando. La boda fue celebrada en secreto, a pesar del obligatorio consentimiento regio. El 2 de noviembre fue llamado a la mansión del gobernador el cura párroco de la iglesia de San Luis de Nueva Orleans porque, bajo el pretexto de hallarse in articulo mortis y haber contraído esponsales con su futura mujer, deseaba confirmarlos. La boda se hizo pública cuatro años más tarde, el 2 de julio de 1783, al llegar el permiso real, y bendijo la unión el obispo de Santiago de Cuba Santiago de Hechevarría en la capilla de su palacio episcopal en La Habana. Fueron padrinos el comerciante y hacendado habanero Miguel Antonio de Herrera y Chacón y la condesa viuda de Macuriges. El prelado reconoció que ese rito se omitió «por el preciso sigilo con que se ejecutó a causa de carecer de real permiso para ello y hallarse con el mando de La Luisiana, de donde es oriunda» su esposa. Sin embargo, «logrado el enunciado real permiso, que nos hizo constar, ha tenido su Excelencia hacer público con esta demostración su matrimonio secreto» (A.H.N. Calatrava 1009). Tres fueron sus hijos: Miguel, Matilde y Guadalupe, esta última póstuma. Una irregularidad y un nepotismo que cultivarán todos los concuños de Bernardo de Gálvez, promocionados por su inserción en el clan con altos cargos en la administración indiana. La primogénita, María Isabel, se casó en 1770 con el malagueño Luis de Unzaga, premiado con las capitanías generales de Luisiana —cargo que os-
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tentaba al contraer nupcias— La Habana y Caracas. Entre los varones, Gilbert, Maximiliano y Celestino ocuparon cargos militares: el primero, de comandante en Valenzuela y Galveztown; el segundo, como gobernador de Florida y el tercero, en el regimiento de Luisiana. Dos de las hermanas, María Victoria y María Antonieta, se desposaron respectivamente, en 1781 y 1784, en su localidad natal, con dos futuros intendentes de Nueva España, Juan Antonio de Riaño y Manuel de Flon. Significativamente, el padrino de Antonieta será el tesorero malagueño Félix Martín Navarro. Mariana contrajo nupcias en 1792 con Joaquín de Osorno, capitán del regimiento de Luisiana y comandante de Mobila, pero su matrimonio había sido concertado en fechas ya tardías para alcanzar más altas cotas de poder, cuando el clan había desaparecido como grupo de presión en la corte. Su padrino había sido nada más y nada menos que el capitán general de Luisiana Antonio de Ulloa (Coleman 1968). En el escenario de Luisiana, Bernardo de Gálvez expande los principios de la política de su tío que, como reflejó Linda Salvucci (248-249), serán consustanciales más tarde en Nueva España. Según ella, cuando la oportunidad económica tocaba a la puerta, el prestigio del cargo no podía por sí solo asegurar lealtad a los intereses de la Corona, al preocuparse por los lazos que pudieran formarse entre los burócratas coloniales y la sociedad a la que servían con un sistema administrativo en el cual ese problema era cada vez más grave. No solo los altos cargos de la administración enlazaron con criollas, sino que mantenían con absoluta complicidad lazos mercantiles con sus familiares más allegados. Así, el mismo tesorero de la Real Hacienda Félix Martín Navarro proporcionaba a la firma de su compadre Gilbert Antonie de Saint Maxent, suegro de Bernardo, el contrato de las mercancías que iban a ser distribuidas a los indios. El suministro de las naciones indias estuvo a su cargo. Aunque Francia había finalizado el monopolio del comercio de pieles de Saint Maxent, él había sido revestido como comisionado español para asuntos indios y continuó controlando ese tráfico con elevados beneficios. Unas relaciones que fueron sancionadas primero por el capitán general, su yerno Unzaga, estrechamente ligado a los Gálvez, y más tarde con el casamiento de su hija con Bernardo de Gálvez. Como reflejó Coleman (42-45), su proceso de enriquecimiento le había proporcionado una fortuna considerable
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y su estrella se había convertido en un meteoro. Una fortuna que no dudó en incrementar en plena guerra de las Trece Colonias con un espectacular negocio de contrabando en Jamaica con el enemigo británico, que se convirtió en un escándalo de considerables dimensiones y cuyas repercusiones y sentencia logró paralizar en la corte José de Gálvez durante su gobierno del máximo tribunal indiano. Su sentencia solo tuvo lugar muchos años después de su muerte, al igual de otras acusaciones sobre sus negocios en Luisiana, que solo tuvieron repercusión después de fallecidos los Gálvez. Como todo lo concerniente al mito Gálvez, en el que ocupa un papel crucial su victoria frente a los británicos en Pensacola, su gestión ha sido sobrevalorada, olvidando los aspectos de abierto nepotismo y sus fracasos en la dirección de la política colonizadora, a pesar de los gigantescos recursos del Estado de los que dispuso. Sus planteamientos desde esa perspectiva estaban inspirados por el alicantino de ascendencia gala Francisco Bouligny. Invitado por José de Gálvez a la corte en 1776, elaboró para él su Memoria de Luisiana, sobre la que se inspirará la política inmigratoria desarrollada en ese territorio. En ella ocupará un papel clave la superintendencia general de indios y de las nuevas poblaciones, que desempeñará él tras su instauración. En ella se recoge el impulso a la colonización tanto de acadianos franceses como de españoles y fue el basamento esencial de las instrucciones proporcionadas por José de Gálvez a su sobrino, por lo que este no actuó por propia iniciativa, sino por los argumentos de tales recomendaciones. El levantino fue premiado por Bernardo con el cargo de teniente gobernador, siendo cesado por este y acusado de «ideas erróneas» ante su tío sin proporcionar pruebas. En este comportamiento pesó su prepotencia y soberbia frente a los inferiores que discutían sus órdenes y su afán de favorecer los negocios de su suegro, que fue recompensado significativamente con el empleo de Bouligny (Din 1993). El éxito de la migración acadiana y el fracaso de la andaluza En esa atmósfera crítica, la decisión regia de colonizar Luisiana en 1776 hizo que la cuestión migratoria de la noche a la mañana se convirtiese en un argumento esencial para la estrategia española.
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José de Gálvez resolvió adoptar medidas enérgicas para el incremento de la defensa de las colonias españolas. Ante la declaración de independencia de las Trece Colonias, este territorio se convertía en la mayor debilidad, que debía fortalecerse de forma inmediata. La referida memoria de Francisco Bouligny, capitán de su batallón, recibida ese mismo verano, recomendaba su fortificación, una mejora en su economía y un incremento de su población hispana. En mayo de 1777 los británicos se apoderaron de varios navíos españoles en el lago Pontchartain. Gálvez contraatacó y capturó once pequeños barcos flotantes dedicados al comercio ilegal en el Misisipí. Los ingleses enviaron un buque de guerra a Nueva Orleans para exigir su devolución. Conscientes de que Luisiana se enfrentaba a mayores peligros, se ordenó la creación de un segundo regimiento fijo, para el que se autorizó el reclutamiento en Canarias de setecientos soldados, que debían ser preferentemente casados para consolidar con sus familias un asentamiento permanente. El Estado pagaría el transporte de mujeres, niños y parientes cercanos. Con esa decisión se lograría tanto el aumento de las guarniciones como la expansión económica y se reforzaría el poblamiento español de la provincia (Din 2010: 30-31). Eran plenamente conscientes de la decidida voluntad migratoria a América de su población y de las dificultades que originaba la recluta en tierras peninsulares, incluida su propia tierra, donde solo pudo enganchar ochenta inmigrantes de la Axarquía, por lo que se tuvo que recurrir junto con el aporte canario a los acadianos. Los primeros acadianos habían arribado a Luisiana durante la etapa de gobierno de Antonio de Ulloa. Fueron un total de 193, que arribaron al puerto de Nueva Orleans en febrero de 1765. En julio de 1767 fueron asignados al fuerte de San Gabriel y en febrero de 1768 a San Luis de Natchez. Tales decisiones originaron un gran resentimiento entre ellos, lo que explicó su activa participación en la revuelta criolla de 1768. Pero será en la época de Bernardo de Gálvez cuando se tome la decisión de conducir a ese territorio a la comunidad acadiana residente en Francia, que vivía en una situación económica crítica. En octubre de 1783 una real cédula autorizaba su transporte (Brasseaux 1987: 67-68). Entre mayo y octubre de 1786, 1596 de ellos, casi la totalidad de la población de ese origen que vivía en Francia, se embarcó en siete barcos mer-
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cantes con destino a Luisiana. La mayoría de ellos se establecería en el Bayou Lafourche, con lo que esa decisión política española dará paradójicamente un impulso decisivo a la permanencia y consolidación de la cultura acadiana en el área. En 1804 ya se estimaban en unas cuatro mil personas (Richard 2013). La migración granadina tuvo unos resultados desastrosos. Un pequeño número de familias llegó en el Santa Teresa en mayo de 1778. Trajeron semillas para desarrollar plantaciones, pero los resultados fueron desfavorables con considerables gastos para la Hacienda pública. José de Gálvez insistió en su retorno a España después de la guerra, pero su sobrino se empecinó en continuar con sus esfuerzos en la promoción del cultivo del lino. Finalmente, diez familias de cuarenta personas retornaron a España en 1784, aunque algunas decidieron permanecer (Din 2014: 16). Sin embargo, a pesar de los supuestos casi quinientos malagueños recogidos por Caughey (1986: 81), en realidad solo arribaron 82, en su mayoría procedentes de la Axarquía, por lo que la migración canaria fue el único aporte real de procedencia hispana (Morales Folguera 1987: 302). La naciente población a la que fueron asignados, Nueva Iberia, cuyos trabajos de constitución comenzaron en enero de 1779, solo contó con cuatro familias de ese origen. El censo de 1785 solo aportaba un total de 125 habitantes (Din 2014: 18). Suponían un total de dieciocho varones casados, dieciocho esposas, un hombre soltero, veinte niños y trece niñas, por lo que fue completado el número de vecinos con acadianos (Bergerie 2000: 156). La emigración canaria como alternativa hispana En definitiva, la Luisiana, recién ocupada por los españoles, tras su cesión por parte de Francia, fue el territorio escogido preferentemente por la estrategia poblacionista y militar de José de Gálvez. Entre 1777 y 1783 se embarcaron para ella un número superior a los cuatro mil isleños, de los cuales arribarán definitivamente a ese territorio norteamericano alrededor de dos mil, pues se deben descontar las deserciones en Cuba y Venezuela y los fallecidos en las travesías. Din elevó finalmente la cifra total de arribados a Lui-
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siana a unos 2.500 (Din 2014: 15). Estimó que sobre un 45 % de los emigrantes procedía de Tenerife, cerca de un 40 % de Gran Canaria y los restantes eran originarios de La Gomera, Lanzarote y La Palma (2010: 36). Otro autor, Miguel Molina Martínez (1982, tomo II: 143), estimaba más alta la participación de Tenerife, pero ello se debe a que no incluía en esas cifras a los 393 gomeros. Se dio la circunstancia de que desde mediados de 1779 las salidas se paralizaron por la Guerra de Independencia estadounidense, y se reanudaron, pero ya con escasa intensidad, en 1783. Un informe del capitán general marqués de la Cañada, fechado el 15 de mayo de 1780, nos proporciona la cifra exacta de los que salieron de las Islas para Luisiana: 4.312 personas entre solteros y casados con sus mujeres e hijos, número total que derivaba de su libro de registro cuando ya se hallaba concluida. A diferencia de su antecesor, la había graduado «por beneficiosa, mediante a que cuantas familias se han alistado, han sido de las más miserables o que sus ejercicios y arbitrios no correspondían a su regular manutención» (B.M.T. Fondo manuscrito, 67). Ese monto tan elevado demuestra la intensidad de la migración y acrecienta de forma inusitada el número de inmigrantes que se establecieron de forma definitiva en Cuba. Debemos tener en cuenta que las deserciones en los últimos navíos fueron muy elevadas por las circunstancias bélicas. En 1778 Francia había declarado la guerra a Inglaterra. El navío Sagrado Corazón de Jesús había llegado a La Habana en julio de 1779, coincidiendo con la entrada de España en el conflicto. El capitán general decidió detenerlo en Cuba, junto con otros dos recién llegados, el Nuestra Señora de los Dolores y el San Carlos. Din (2010: 47) afirma que no se conoce el número exacto de los que viajaron en estos, pero calcula que el número que los que murieron o se fugaron en Cuba estaría en torno a las 250 personas o más. Unos 300 serían los que llegarían a Luisiana tras la guerra. Caso aparte es el del San Pedro. Según lo recopilado por Din (2010: 41) tendría, cuando salió de Santa Cruz de Tenerife, 159 pasajeros. Nunca llegarían a Luisiana pues, al arribar a Caracas, parece que se perdió la pista de ellos. Nosotros podemos dar respuesta a sus interrogantes. Según el obispo Mariano Martí (1988, tomo II: 305), eran 400 las personas que llegaron a Caracas. Pero, como se perdió el convoy y murió el piloto, se optó por formar
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con ellas una colonia en río Guarapiche en la región de Cumaná. En sus inmediaciones el intendente Ávalos propondrá en 1779 la fundación de Nueva Palencia. Tendría su comienzo con el envío de las familias embarcadas en el San Pedro. Insistió en llevar otras de Canarias y Cataluña «que pudiesen instruir a los naturales en los ejercicios de la agricultura y otras artes», pero se desestimó por la conflictividad bélica reinante (A.G.I. Caracas, 93). Eran matrimonios jóvenes, con niños pequeños y hermanos. Un censo de Nueva Palencia de 1784 formado por su capitán poblador Diego Guevara proporcionó un total de 91 personas, de las que 64 eran isleñas. El de 1793 elevó la cifra a 109 (A.G.I. Caracas, 468 y 521). Pese a esos avatares y su incendio en 1783, las comunidades isleñas prosperaron lentamente con la ganadería y el tabaco. Esta política poblacionista fue directamente inspirada por Matías Gálvez, que se convertirá en el reclutador de los soldados y de las familias. Natural de Machalaviaya, una pequeña localidad de la montaña malagueña, había permanecido en Tenerife entre 1757 y 1775. Había arribado a ella para ocuparse de la administración de la hacienda de la Gorborana en el Realejo de Abajo, que pertenecía a los marqueses de Guadalcázar, propietarios absentistas que residían en la Península. En pocos años conoció a la perfección la sociedad isleña y escaló a puestos cada vez más influyentes dentro de ella gracias al influjo de su hermano José. Su ascendente carrera política comenzó cuando pasó de capitán de milicias a castellano de Paso Alto y finalmente al recién creado cargo de teniente del rey en las islas. En 1777 se le nombró coronel y en 1778 segundo comandante general de Guatemala; y finalmente en 1782 teniente general y virrey de México. Como comenta Francisco María de León (1978: 5), «tal es por lo regular el aumento rápido, debido al favor en todos tiempos y bajo todas las formas de gobierno». Al ser destinado a Guatemala, fue sustituido en la recluta por su amigo el ingeniero Andrés Amat de Tortosa, natural de la localidad almeriense de Huécija, por lo que fue premiado por José con la intendencia de Guanajuato el 21 de febrero de 1787. Precisamente la recluta de Luisiana sería el argumento sobre el que giraría su encumbramiento. Consciente de las posibilidades que ofrecían las islas para ella en una época de crisis, a la que acudirían prestos muchos isleños por las facilidades de transporte gra-
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tuito y el aliciente de recibir 90 reales de vellón de sueldo, la mitad al principio y el resto en el momento de la arribada. Además se les abonaban cuatro reales diarios hasta el momento en que saliese el barco. Era sabedor de que muchos canarios no sabían dónde estaba Luisiana, ni qué futuro se les podía ofrecer, pero pesaría sobre ellos más que nada el ansia por encontrar la Arcadia prometida. En este sentido Francisco Javier de Izurriaga, fiscal de la Audiencia de Canarias, refrendó que «el achaque dominante en Canarias es el de pasar a la América. [...] Solo este principio y el que sin más recurso que el de la Providencia solían hasta aquí marchar contentos, podrá V.S. inferir el efecto que causará el enviarles con una peseta diaria desde que se alistan, el admitir casados, de prometérseles para allá tierras en propiedad para su cultivo y goce y la conducción sin costo alguno de ellos, sus mujeres y sus hijos [...]. Me han asegurado que acuden como moscas a alistarse y que si no fuera por desearse la talla un poco dispuesta, habría alistadas 100 familias en toda esta isla y en negocio de 8 días» (A.H.N. Consejos, 2685: 25). Algunas personas cometían fraude induciendo a amigos a alistarse para recibir una compensación monetaria. Estos falsos reclutas desertaban antes de que los barcos zarpasen. Incluso algunas familias pobres se alistaban con el objeto de obtener el pago diario de que disfrutaban hasta la partida de la nave y se esfumaban a la víspera. Se dio incluso el caso de deserciones de esposa e hijos, que dejaban que su marido se embarcase solo (Din 2010: 35). Aunque en un principio se dio cierta importancia a los solteros para la formación del batallón, finalmente se optó por privilegiar a los casados. De ahí que hasta 1779 predominasen los hombres y las mujeres casados, 444 y 641 frente a los hombres solteros, 156. Completaban las familias hasta esa fecha 133 mozos, 292 niñas y 341 niños (Molina Martínez 1982: 152). Se miró en la recluta también la talla, la edad y el origen sociorracial, pues se prohibía la incorporación de mulatos y de personas penitenciadas o empleadas en oficios considerados indignos, como molineros o carniceros. Esa discriminación llevaría a decir al fiscal que de esa forma solo quedarían en las islas «los viejos que no reciben y los mulatos que también desprecian» (A.H.N. Consejos, 2685: 25). La real orden de 15 de agosto de 1777 ordenaba que el comandante general del archipiélago reclutase 700 hombres para servir
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en el regimiento de Luisiana. Había sido diseñada en unos momentos de intensa migración en la isla de Tenerife. Tendría que haber sido contestada por las clases dominantes por los graves riesgos que traería por la despoblación de la isla. Sin embargo, significativamente solo recibió la oposición del máximo valladar de la inmigración, el comandante general, el marqués de Tabalosos, que se resistió abiertamente a la misma. El hacendado lagunero Lope de la Guerra reflejó en sus Memorias (2002: 425-426) que, noticiado de la encomienda de la recluta a Matías Gálvez, inmediatamente se opuso, «diciendo que si los Gálvez querían hacer su fortuna a cuenta del Rey no lo permitiría, ni libraría dinero de la tesorería a ese fin». Alegó para ello una súplica del cabildo lagunero para suspender la recluta de La Habana, para la que había venido un oficial con veinte soldados desde enero, «por hacer notable falta la gente que se sacaba, así para el cultivo de los campos y artefactos, como para la defensa de la Isla». La razón de su oposición fue reflejada por Juan Antonio de Urtusáustegui (Urtusáustegui 2011: 114): «este lo hacía no tanto por el bien y la utilidad del común de las islas, cuanto por ser negocio encargado a un hermano a quien no profesaba afecto alguno por otro hermano y para el regimiento de un hijo, de lo que podría resultar a todos tres un mérito grande». Indudablemente no formaba parte del círculo de los Gálvez. Era una lucha por el poder entre las camarillas de la corte, en las que en los asuntos indianos José de Gálvez era todopoderoso, por lo que pagaría cara su impugnación. Eugenio Fernández de Alvarado, primer marqués de Tabalosos, era un militar criollo, originario de Barbacoas, en Popayán (Nueva Granada), hijo de un antiguo gobernador de esa provincia y de El Callao, desposado con la limeña María Catalina de Perales y Hurtado. Tras una larga carrera militar en Italia y tras haber sido director del Seminario de Nobles de Madrid y gobernador de Zamora y Orán, sobre la que dio a la luz un tratado histórico, se le concedió en 1775 ese título nobiliario. En ese año fue ascendido a la capitanía general de Canarias. En ella desarrolló un plan político y militar del Archipiélago, que proporcionó unas amplias estadísticas sobre la sociedad y las defensas insulares (Vega Viera 1990). Destituido de su empleo en 1779, solo sobrevivió ocho meses a su salida de las Islas pues, como reseña Lope Antonio de la Guerra
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(2002: 562-563), «en Madrid tuvo el disgusto de que no fue bien recibido, y se dijo que le habían condenado en 22.000 pesos por un decomiso que hizo a unos malteses, sobre lo que formaron recurso y que tenía que devolver unas prensas o su legítimo valor». Era una muestra más del triste destino final que les esperaba a los opositores del todopoderoso marqués de Sonora. Tomás de Nava (2011: 113-114) sostenía que el comandante general tenía razón, pero que su actitud contrastaba con «la indolencia y el disimulo que usaba en orden a los pasajeros de nuestras embarcaciones del comercio», por lo que «semejante oposición no dimanaba de celo por el Real Servicio, ni por el bien público de la Provincia, sino de odio contra el teniente del rey y de otras miras personales». Paradójicamente, el cabildo de Tenerife, enfrentado con la máxima autoridad militar del Archipiélago, por ir en su contra, bendijo la recluta. Llegó hasta tal punto que, como consta en el acta de 10 de noviembre de 1777, Juan Porlier aseveró que «le parecía providencia del Altísimo para el honor de estas islas el establecimiento de isleños en la Luisiana, con que tendrían el honor de guardar la puerta del Reino de México, como el que ya tiene desde el año de 28 de guardar el otro Reino, de que es puerta Montevideo con el establecimiento de estos isleños» (A.H.N. Consejos, 2685: 25). Tal actitud fue enjuiciada por Tomás de Nava (2011: 114) con ecuanimidad. Para el cabildo, Matías Gálvez, residente en Tenerife por espacio de veinte años, había recibido general estimación y su hermano José había aprobado importantes reivindicaciones suyas. Frente a esa política favorecedora, el comandante general «había perseguido y desterrado a los Regidores y cometido otras violencias consecuentes al plan de hacerse absoluto y formidable». Para él la posición capitular era reflejo de los principios inconstantes por los que se gobierna, por lo que obró con manifiesta inconsecuencia, «pues pocos días antes había acordado se solicitase la suspensión de la Recluta para el regimiento fijo de La Habana por el grave perjuicio que resultaba a la isla de la emigración de sus naturales». Esa discordancia era característica de las clases dominantes canarias. En los propios encargados de la recluta las contradicciones bullen a flor de piel. Tres de ellos se niegan a ponerla en ejecución. Antonio José Eduardo, miembro de una familia de la burguesía comercial
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isleña, no la efectuó en La Laguna. Igual actitud mostró en Güímar Bernardo de Torres, significativo miembro de su burguesía agraria; y el administrador del señorío de Adeje, Francisco del Castillo Santelices, el cual, tras reclutar unas pocas familias, decidió concluirla. Pero otros la impulsaron, como acaeció en La Orotava con Marcos de Urtusáustegui, hijo de Juan Antonio, uno de sus máximos contradictores. Esa deserción explica que desde Santa Cruz se embarque el mayor número de la isla, el 34,5%, sencillamente porque desde La Laguna o Güímar no se hizo recluta. Además, este puerto recogió inscritos tanto de otras islas, como La Gomera, como de otros pagos de Tenerife (Molina Martínez 1982: 142-144). El propio reclutamiento de La Orotava incorporó gente de La Gomera, como confirmó su alcalde mayor Ignacio Antonio Benavides: «se hallan acuartelados en esta villa 200 personas poco más o menos, naturales de la Gomera donde por fama pública corre han quedado muchas casas yermas». El icodense Fernando Hurtado de Mendoza se hizo eco de que algunos deudores y fiadores han aprovechado la recluta para embarcarse y no pagar las deudas por lo que «corre que algunos de esta jurisdicción se han sentado ocultamente [...]. En La Orotava y Santa Cruz se han ido a sentar algunos de esta jurisdicción y observan cada día más viveza en sentarse» (A.M.L.L. S-iii-36). No cabe duda de que entre los emigrantes existían personas que tenían pequeñas propiedades, las cuales fueron vendidas de forma rápida y a bajo precio, como denunció Juan Antonio de Urtusáustegui (2011: 126): «jamás a ninguno se les daba el valor en que se estimaban, pues los compradores, a infame título de precisión, no escrupulizaban en el justiprecio», algunos como un padre de familia gomero que poseía bienecitos como de casi doscientos pesos. Otros eran medianeros, como los de Icod del Alto, que «hacían a partido de renta o medias algunos trazos». No cabe duda de que un importante sector estaba constituido por jornaleros sin tierra que veían en la emigración a Luisiana una posibilidad económica de mejorar su situación. Según el alcalde mayor de La Orotava, los reclutados en la villa eran «únicamente los que con propiedad pueden llamar vagamundos». Sin embargo, los de «extraños vecindarios, parte de ellos estaban medianamente vestidos y otros en suma desnudez, que
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apetecían el embarque por hallarse oprimidos de la hambre e intentar la fuga acosados de las deudas, todos hombres de buenas familias, sin permitirse que entrara a servir ninguno de color pardo» (A.M.L.L. S-iii-36). Del análisis de la procedencia social y geográfica de los inmigrantes, cabe resaltar, en primer lugar, que la proporción notablemente elevada de Gran Canaria frente a la tónica habitual de la inmigración por la vía habitual se debe al hecho de que desde Tenerife resultaba menos compleja la emigración por otras vías, bien a través de la recluta de La Habana o como pasajero de alforja, y se conocían mejor en los pueblos las posibilidades devengadas por Cuba o Venezuela. Con menores conexiones en el mundo americano, para los campesinos grancanarios sin recursos se les abría con la recluta una vía factible y barata para emigrar. Ello se ve con precisión si se observa que en las áreas tradicionales de emigración de Tenerife, como Tacoronte o Acentejo, apenas emigró nadie, puesto que tenían estrechas conexiones de familiares y amigos en La Habana o Caracas. Era menos complicado emigrar hacia una tierra donde se sabía a qué se iba y en la que se podía introducir con cierta ayuda que comenzar de cero en una zona sobre la que nada se conocía y en la que el futuro era incierto, por muchas tierras que se les ofrecieran. Así lo especificó Urtusáustegui (2011: 129) al afirmar que «si no fuera el desasosiego de nuestros paisanos a esta translación, no llegaríamos a experimentar que del lugar de La Victoria que lo componen 300 vecinos se hayan embarcado en el presente año de 40 a 50 hombres para La Habana de pasajeros y ni uno para la Luisiana». En Tacoronte ocurría otro tanto. Su alcalde, Nicolás Hernández de Barrios, perteneciente a un linaje del comercio canario-americano y con muchos parientes establecidos en La Habana, se expresó de esta forma: «En esta jurisdicción no ha salido familia alguna para la Luisiana, sí sólo únicamente salió un hombre llamado José el villero, de color blanco, [...] oficio viñatero, el que no dejó hijo ninguno, y según tuve entendido al tiempo de su embarque se fue con el motivo de la mala vida que entre el susodicho y su mujer Manuela Padrona tenían, la cual ha quedado sola en su casita» (A.M.L.L. S-viii-28). De ahí que, para las clases dominantes tinerfeñas, la recluta de Luisiana había sido menos dañina que los llamados pasajeros de al-
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forja o las reclutas para el regimiento de La Habana. Hay una total coincidencia en todos los testimonios. De ahí que Urtusáustegui (2011: 130) se maraville de cómo «hayan podido fundar colonias en muchas provincias de la América, alguna de ellas de consideración, y que actualmente provean al pie de 300 soldados para La Habana, más de un batallón y 2.000 almas para la Luisiana, que todo esto es poca cosa en comparación del sin número diario para todas partes de aquel continente, y lo peor sin destino, ignorando la patria y la familia su paradero y establecimiento». Los emigrantes canarios en Luisiana dieron pie a tres poblaciones, que tuvieron una vida plagada de dificultades en un medio hostil, para ellos desconocido. Aunque en principio los setecientos primeros fueron llevados allí como reclutas para el nuevo batallón del regimiento fijo de Luisiana, finalmente se encaminaron a la formación de cuatro poblaciones: San Bernardo, relativamente cerca de Nueva Orleans, Barataria, al otro lado del Misisipí; Galveztown, en la confluencia del río Amite y el bayú Manchac y Valenzuela en el bayú Lafourche. Barataria y Galveztown fracasaron bien pronto. La primera a causa de dos huracanes en 1779 y 1780. La segunda por su mala situación geográfica que traía consigo rápidas inundaciones y prolongadas sequías. La insalubridad del terreno llevó en ambas a la emigración de la población. En la primera se dispersó por San Bernardo y Nueva Orleans. En la segunda, salvo algunas familias que permanecieron cultivando la tierra en sus proximidades, la mayoría se trasladó hacia la entonces llamada Florida Occidental, una franja territorial que siguió siendo española hasta 1810, cuando la Luisiana fue devuelta a Francia y Napoleón la vendió a Estados Unidos. Estos colonos emigraron a lo que luego sería la capital del actual estado de Luisiana, Baton Rouge, donde una parte de la localidad continuó con el nombre de «Spanish Town» durante el siglo xix. Un grupo de ellos, finalmente, se trasladó a Cuba, donde en 1819 dieron lugar a la localidad de San Fernando de Nuevitas en la provincia cubana de Camagüey. Las otras dos localidades formadas por canarios fueron San Bernardo, que hoy continúa llamándose así, y Valenzuela, en el bayú Lafourche. En esta última ya existían con anterioridad inmigrantes acadianos franceses, por lo que la integración cultural fue más rápi-
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da. Los canarios se hicieron bilingües y aprendieron el francés. Sus señas de identidad se fueron perdiendo y sus apellidos se afrancesaron. Rodríguez se convirtió en Rodrigue, Plasencia en Plaisance, Acosta en D’Acoste y Campos en Campeaux. El auge del azúcar en los años veinte del siglo xix transformó por completo el área, y estos pequeños agricultores se retiraron a áreas marginales. El cultivo de la caña de azúcar solo era factible para los hacendados por las exigencias en tierras, esclavos, animales y capital. Solo en San Bernardo es donde la herencia cultural canaria se ha preservando hasta la actualidad en torno al bayú denominado Terre-aux-Boeufs (Tierra de Bueyes). La endogamia interna de la comunidad isleña, que se mantuvo en cierto grado hasta fechas bien recientes, permitió la continuidad de las costumbres y el idioma, un español con caracteres arcaicos, el dialecto que hablaban los canarios del siglo xviii transformado por la evolución histórica. Agricultores en su mayoría, vendían vegetales que transportaban con sus carros de bueyes a Nueva Orleans. Pero también había pescadores que vivían de la abundancia de mariscos que caracteriza la zona por ser toda ella de marismas y pantanos; oficio en el que destacaron y del que no pocos viven aún hoy. Complemento importante fue también la caza, bien del venado, de la nutria o del armiño (Din 2010). Abreviaturas de archivos A.H.N. Archivo Histórico Nacional A.M.L.L. Archivo Municipal de La Laguna B.M.T. Biblioteca Municipal de Santa Cruz de Tenerife
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VI. Otros lenguajes
Visiones y revisiones de la conquista en el cine, desde Werner Herzog hasta Icíar Bollaín Isabel Castells Molina Universidad de La Laguna
I. Tres visiones de la conquista: sincretismo, violencia y mito Si, ya en 1590, nos decía José de Acosta en su Historia natural y moral de las Indias que «el Nuevo Mundo ya no es nuevo sino viejo, según hay mucho dicho y escrito de él» (Acosta 1957: 58), difícil, si no imposible, se hace, en el reducido espacio de estas páginas, realizar siquiera un somero resumen del modo en el que el cine ha abordado con su peculiar lenguaje y sus variados propósitos y estilos la controvertida cuestión del «descubrimiento», «conquista», «encuentro» o cualesquiera términos con los que historiadores, artistas y pensadores de todos los tiempos se han referido, de forma neutra, crítica o eufemística, a este complicado momento de la historia universal. Partiré, entonces, dada la limitación señalada, de tres posturas que de distintas maneras acaban desembocando, para ser refrendadas o refutadas con imágenes, en los títulos cinematográficos que repasaremos en las páginas que siguen. La primera posición de la que podemos partir, puesto que, de algún modo, es la que parece dominar en el momento presente, es la que engloba en el concepto de «sincretismo» la final coexistencia e interinfluencia de la cultura castellana y la indígena, sin olvidar que en su momento histórico dicha convivencia tuvo el signo de
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la violencia y la imposición. Bien conocidas son las reflexiones de Octavio Paz en su capital libro El laberinto de la soledad en relación con la problemática naturaleza del pueblo mexicano —y que en gran medida podríamos aplicar, al menos para nuestro actual propósito, a todas las culturas prehispánicas— como resultado de un conflictivo mestizaje que deviene hermetismo y orfandad, según desarrolla el autor en el lúcido capítulo «Los hijos de la Malinche» (Paz 1986: 59-80). El ilustrativo lienzo de Antonio Ruiz El sueño de la Malinche (1939) refleja modélicamente la idea de una nueva civilización construida a partir de la claudicación erótica por parte de una indígena, tema este muy recurrente en el cine, como veremos pronto. Mucho menos conciliadora es la posición crítica ante este modo de construir una civilización no tanto entre o junto a los cimientos de una ya existente, sino por encima y de forma no precisamente simbiótica, de ellos. Son muchos los ejemplos que podría aducir aquí para ilustrar esta postura en pensadores de una y otra orilla, pero me centraré ahora en la ruidosa polémica que desataron los artículos publicados en la prensa por Rafael Sánchez Ferlosio durante los fastos conmemorativos del Quinto Centenario del Descubrimiento —llamémoslo, de momento, así— de América en 1992. En efecto, en sus ardientes declaraciones, el autor de El Jarama declara que «resulta embarazoso y hasta cínico que todavía haya quien sostenga la falacia histórica de que en América hubo fusión de razas y culturas» (Ferlosio 1992: 547), para arremeter sin miramientos contra Hernán Cortés, a quien califica de personaje «espeluznantemente funcional» (539) y acabar concluyendo que, más que hablar de «encuentro» entre dos culturas, sería más propio hablar de «encontronazo» (552 y ss.). Esta postura ideológica —de la que, a diferencia de productos hollywoodienses más comerciales, se nutre el llamado «cine de autor»— nos resulta especialmente interesante por proceder de un escritor en principio forjado en la cosmovisión etnocentrista europea, en la medida en que reacciona contra ella con idéntica vehemencia a la que exhiben Werner Herzog e Icíar Bollaín en sus oscuras películas, como veremos pronto. A medio camino —y siempre desde los acotados fines de estas páginas—, nos encontramos con una visión poética o mitificadora
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que, desde luego, no excluye las cruentas circunstancias históricas, pero sí las suplanta por una percepción de los conquistadores o, mejor, descubridores como seres iluminados que se encontraron con una suerte de paraíso terrenal o actualización de los eternos valores de la legendaria Edad de Oro. Esta visión se refleja paradigmáticamente en el libro Isla cofre mítico, del surrealista Eugenio F. Granell, que llegó al Nuevo Mundo huyendo de los horrores de la Segunda Guerra Mundial en Europa y del franquismo en España y al que, por tanto, no podemos acusar de frivolizar sobre las lecciones de la historia. En esta sugestiva obra, a medio camino entre el ensayo, el poema y la crónica, Eugenio F. Granell nos presenta a un Colón visionario, de espíritu privilegiado y guiado por irracionales premoniciones que se materializaron en la prodigiosa naturaleza americana. Veamos estas inusuales palabras dirigidas por el pintor-poeta al celebérrimo marino: Solo la existencia de ese fluido que opera sobre ciertas sensibilidades raramente dotadas para ligarlas entre sí puede explicar el viaje de Colón… […] Aparte la razón y la ciencia… la supersensibilidad de Colón fue lo que aprovechó al hallazgo de las Indias. (Granell 1951: 27-28)
El cine no puede dejar de nutrirse, en muchas ocasiones para trivializarlas, de visiones como la que representa Granell, en la medida en que posibilitan, en especial para las películas destinadas al gran público, la creación de personajes carismáticos que se desenvuelven en parajes preciosistamente iluminados y cuyas hazañas se subrayan con espectaculares bandas sonoras que acaban por ser más famosas que las películas mismas. Tal es el caso de la fría película de Ridley Scott 1492: La conquista del paraíso, filmada en 1992 al calor de los fastos del Quinto Centenario y en la que un vehemente Gerard Depardieu se esfuerza en transmitir una imagen de Colón como incomprendido aventurero que finalmente acaba por llevar a término su empresa, en medio de intrigas y dificultades de toda índole. La exuberante fotografía de la película y la magnífica banda sonora del célebre Vangelis son, en efecto, lo más sobresaliente de esta cinta de encargo en la que difícilmente podemos encontrar ni la fascinante personalidad crea-
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dora del autor de Blade Runner ni una reconstrucción medianamente sólida, desde el punto de vista ideológico, de tan complicado momento histórico. Lo mismo podríamos decir de La misión (Roland Joffé, 1986), película que, a pesar de estar dedicada más a la «conquista espiritual» de los indígenas que a la dominación militar (en todo caso muy mitigada también en la película de Scott), debe su fuerza no solo a las convincentes interpretaciones de Jeremy Irons y Robert De Niro sino, de nuevo, a una apabullante fotografía en parajes de ensueño y a una de las más elogiadas bandas sonoras de la historia del cine a cargo de Ennio Morricone. Siendo —injusto sería negarlo— tanto la una como la otra dos interesantes películas, no dejan de suponer sendos productos edulcorados en los que las duras circunstancias históricas, que en ningún caso se ocultan, aparecen en cierto modo maquilladas en el confortable formato de un tipo de cine amable para un espectador poco exigente y que no suponen, ni tampoco se lo plantean, ninguna propuesta crítica desde el punto de vista ideológico ni mucho menos una apuesta arriesgada en lo que respecta al lenguaje cinematográfico propiamente dicho. Precisamente por eso y pese a ser dos obras notables, me interesa para mi objeto de estudio ese otro tipo de películas vinculadas al género del cine de autor, tal vez más incómodas para el espectador medio pero mucho más sugestivas desde la doble dimensión ética y estética desde la que, creo, debe abordarse un controvertido tema como el que ahora nos ocupa. Pero antes de iniciar este breve recorrido, tengamos en cuenta que no parece lícito exigir al cine, como reconstrucción en imágenes ficticias de hechos históricos, un rigor y una objetividad que no podemos presuponer ni en el género documental ni incluso, si atendemos a las propuestas de Hayden White (2011: 490 y ss.), en los propios manuales de historia1. Revisemos, pues, cómo algunas 1 En efecto, según las propuestas del autor de Metahistoria (2011: 481 y ss.), todo relato histórico se nutre inevitablemente de procedimientos literarios y obedece a puntos de partida ideológicos que le otorgan una cualidad más textual que factual, lo que los convierte, ante todo, en puntos de vista (en el caso que nos ocupa, las mismas crónicas ofrecen todo tipo de interpretaciones tanto desde el ámbito de su redacción como desde el de su recepción, aspecto este que tampoco puedo
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películas, desde las posibilidades expresivas del lenguaje audiovisual, aportan su peculiar punto de vista en la recreación de un episodio histórico que, aceptémoslo, nunca dejará de ser reinventado. II. Tres revisiones: Aguirre o la cólera de Dios, Cabeza de Vaca y La otra conquista Voluntariamente alejados de los circuitos comerciales y a años luz del tono y pretensiones de 1492 y La misión, los tres títulos que vamos a repasar someramente constituyen, ante todo, experiencias estéticas radicales y exigen un tipo de espectador determinado porque constituyen indagaciones de mayor complejidad sobre la materia tratada y, muy especialmente, sobre las posibilidades expresivas del lenguaje cinematográfico mismo. La primera referencia inevitable es Aguirre o la cólera de Dios, película ya clásica de Werner Herzog del año 1972 que supone, más que «la conquista del Paraíso» que nos proponía Ridley Scott, un extravagante y angustioso descenso a los infiernos a través de la recreación de la histórica figura de Lope de Aguirre, traidor a la Corona española y deseoso de fundar su propio y unipersonal imperio bajo el hechizo mítico de las tierras de El Dorado2, encarnado por Klaus Kinski en una de sus más destacadas interpretaciones. La cinta discurre con la lentitud de una sofocante pesadilla, en la que un paisaje nada paradisiaco constituye el rostro amenazante de la otredad para el personaje y el espectador europeos: existe una clara disonancia entre, por ejemplo, el diseño del vestuario o la caracterización tanto de los protagonistas como de sus abalorios y unas localizaciones naturales que parecen engullirlos a cada paso, de suerte que la locura del personaje principal no solo se cifra en su utópico propósito sino en su inadecuación a un entorno contra el que es incapaz de luchar. La progresiva degradación moral de abordar en este breve ensayo). Del mismo modo, las fronteras entre el documental y la película de ficción son cada vez más difusas, como demuestran los ejemplos señeros, entre muchos otros, de Wim Wenders o José Luis Guerín. 2 Carlos Saura filmó en 1998 El Dorado, película de ritmo lento y pretensión esteticista en la que recrea este mismo episodio, pero sin la virulencia y el tono asfixiante de la de Herzog.
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Aguirre constituye, a la vez, la lenta derrota frente a una naturaleza agresiva, llena de obstáculos y en nada idílica: el rostro oculto y peligroso del Nuevo Mundo, el reverso de esos parajes míticos que evocaba Eugenio F. Granell y que se complace en mostrar el cine comercial. El enemigo en esta película de Herzog no es el hombre —ni el europeo ni el indígena— sino una naturaleza inhumana pero a la vez animada que se resiste a la mancilla. Recursos como un guion lacónico y una iluminación sombría se ponen al servicio del peculiar tono de la película, ya que, en palabras de Pinuaga y Van der Vaart: el realizador consigue transmitir de forma eficaz un clima de angustia a lo largo de toda la proyección, fundamentándose en una fotografía oscura, unos paisajes grandiosos y amenazantes y unos diálogos parcos y escuetos que hacen que durante la expedición por el río Amazonas, el silencio adquiera casi la condición de personaje, ya que no hace sino redondear la angustia que sufren los protagonistas ante la inminencia de los peligros que les acechan. (Pinuaga y Van der Vaart 2010: 103)
La película constituye, además, un claro retrato de los excesos de cualquier proyecto megalómano, incluyendo, así, una nada velada crítica a los conquistadores españoles, ejemplificados en la representación del alienado antihéroe y sus seguidores. Dos momentos ilustran claramente este propósito: en primer lugar, la intención por parte de Aguirre de delegar momentáneamente el poder en un bufonesco glotón, una suerte de Sancho Panza pero sin ingenio ni dignidad, contrafactura grotesca de la figura del líder carismático que Herzog pulveriza. Más estremecedor resulta el momento final de la película, en el que un Aguirre definitivamente enloquecido ensalza, ante un auditorio de monos, la creación de una nueva raza de hombres perfectos que no es difícil relacionar con las pretensiones nazis. Llegados a este punto, como veremos también en el caso de También la lluvia, de Icíar Bollaín, ya no estamos solo ante una película sobre la conquista del llamado Nuevo Mundo, sino ante una reflexión, tomando este momento histórico como punto de partida, sobre temas eternos como la ambición, la lucha de poder y, en definitiva, las ansias de dominación y superioridad de un pueblo, una raza, sobre otro. Cualquier discurso crítico sobre la conquista se
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nutre, en mayor o menor medida, de este perspectivismo histórico, de este cotejo de distintas épocas, para establecer equivalencias y constatar así la omnipresencia de temas tristemente eternos. Controvertida, pues, como toda la trayectoria del realizador alemán, Aguirre no solo resulta fascinante como película en sí misma en virtud de los recursos someramente mencionados más arriba sino —y es lo que nos interesa ahora— porque supone una revisión de la tradicional concepción de la conquista como una gesta, más o menos sangrienta, más o menos injusta, según el punto de vista adoptado, pero en la mayor parte de los casos sublime y heroica. El Aguirre de Herzog no es ni el iluminado Colón que nos presenta Granell ni el aguerrido marinero que nos muestran las crónicas oficiales y la película de Scott: muy al contrario, es el demente capitán de la nave de los locos, en un océano tenebroso en el que naufragan quienes han perdido, definitivamente, el norte, una vez extinguida la estrella de su ambición. Y ya que hablamos de tormentosas navegaciones, recalemos ahora en un interesantísimo texto de problemática travesía: me refiero a la obra de Álvar Núñez Cabeza de Vaca titulada justamente Los naufragios (1542) e hipotexto3 de la siguiente película que vamos a examinar: Cabeza de Vaca, de Nicolás Echevarría, 1991. El texto, en efecto, oscila entre distintos géneros, ya que a los rasgos de la relación propiamente dicha que en principio lo definen se unen características de los libros de viajes, los estudios antropológicos e históricos y, en el terreno que nos ocupa ahora, la narrativa o los escritos autobiográficos, como indica Enrique Pupo Walker en su atinada introducción a la obra (Álvar Núñez Cabeza de Vaca 1992: 81-154). Los Naufragios constituyen, así, un auténtico crisol textual, posmoderno avant la lettre, donde el concepto de mestizaje obtiene una doble significación, no solo porque nos cuenta —o mejor, evoca— el proceso de asimilación por parte del autor-protagonista de la cultura aborigen sino, muy especialmente, porque la coexistencia de los distintos tipos de discurso menciona-
3 Utilizo aquí la terminología de Genette (1989: 19 y ss.) según la cual la adaptación de un texto al cine constituye un ejercicio de intertextualidad en el que el libro de partida constituye el hipotexto y la película resultante el hipertexto.
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dos más arriba convierte esta obra en una aventura creadora inclasificable y, por eso mismo, tremendamente actual. No debe sorprendernos, por tanto, que, además de la película que vamos a tratar ahora, las extravagantes peripecias de este singular personaje histórico hayan sido objeto de más de una recreación y en distintos lenguajes artísticos. En efecto, entre 1978 y 1991 José Sanchís Sinisterra redacta su obra dramática Naufragios de Álvar Núñez o La herida del otro, que apareció, junto a Eldorado y Lope de Aguirre traidor, en la llamada Trilogía americana, una nueva revisión de acontecimientos y personajes de este período histórico que nos remite, como vemos, a las respectivas experiencias de Herzog y Saura. Por su parte, Abel Posse publica en 1992 la sugestiva novela El largo atardecer del caminante, texto crepuscular que de modo analéptico reconstruye a través de la ficción narrativa esos notables silencios que, como veremos, constituyen el aspecto más atractivo del texto de Cabeza de Vaca. Podemos comprobar, a través de estos tres ejemplos, que, por su notable capacidad de sugerencia, Los Naufragios es un texto que navega entre distintos géneros y que, por tanto, está abocado a desembarcar en el cine, el teatro y la literatura. Intentemos esbozar ahora en qué reside la originalidad de la obra de Cabeza de Vaca hasta convertirse en fuente de inspiración para creadores de distintos géneros y contextos. Ya el «Prohemio», con el inevitable tópico de la captatio benevolentiae, parece anunciar al lector un texto más novelesco que histórico o incluso autobiográfico: y por nuestros pecados permitiese Dios que de cuantas armadas a aquellas tierras han ido ninguna se viese en tan grandes peligros ni tuviese tan miserable y desastrado fin, no me quedó lugar para hacer más servicio de éste, que es traer a Vuestra Majestad relación de lo que en diez años que por muchas y muy extrañas tierras que anduve perdido y en cueros, pudiese saber y ver, así en el sitio de las tierras y provincias de ellas, como en los mantenimientos y animales que en ella se crían, y las diversas costumbres de muchas y muy bárbaras naciones con quien conversé y viví, y todas las otras particularidades que pude alcanzar y conocer. (Núñez Cabeza de Vaca 1992: 180)
Más adelante, el propio autor nos previene ante la extrañeza que dichas «particularidades» pueden provocar en el lector de la época
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(en efecto inverso al atractivo que supone para el actual): «Lo qual yo escrebí con tanta certinidad que aunque en ella se lean algunas cosas muy nueuas, y para algunos muy diffíciles de creer, pueden sin dubda creerlas; y creer por muy cierto que antes soy en todo más corto que largo» (Núñez Cabeza de Vaca 1992: 180). Esta consciencia de ser «más corto que largo», más que prevenir contra posibles disonancias en la verosimilitud, lo que está haciendo es anunciar los clamorosos silencios agazapados en las elipsis de una obra que dice más con lo que oculta que con lo que relata. Estas elipsis no solo omiten los detalles del necesario proceso de ósmosis entre el español y sus no siempre afables anfitriones, sino que reducen el relato a tibias evocaciones de lo que sin duda constituye el aspecto más interesante de la aventura de Cabeza de Vaca: su condición de «chamán evangelizador». La naturaleza de lo narrado, lógicamente, determina el modo de la narración y los fundados temores sobre la lectura de esta relación en la corte castellana. En palabras de Pupo Walker, toda descripción de las actividades que Cabeza de Vaca llevaba a cabo como hechicero se exponía al repudio de censores, e incluso podían dejar en entredicho la ortodoxia cristiana de Núñez y los suyos. Ante tales posibilidades, es admirable la sutileza con que Núñez suele matizar esos incidentes que aluden a curaciones o al despliegue de dones sobrenaturales (Núñez Cabeza de Vaca 1992: 122-123).
Esta «sutileza» abre, en efecto, una serie de caminos para la interpretación del texto y, principalmente, para su recreación. Asistamos, por ejemplo, al lacónico relato de una de estas sesiones terapéuticas: la manera con que nosotros curábamos era santiguándolos y soplarlos y rezar vn Pater Noster y un Ave María y rogar lo mejor que podíamos a Dios nuestro Señor que les diesse salud y espirasse en ellos que nos hiziessen algún buen tratamiento. Quiso Dios Nuestro Señor y su misericordia que todos aquellos por quien suplicamos, luego que los santiguamos decían que estauan sanos y buenos; y por este respecto nos hazían buen tratamiento y dexauan ellos de comer por dárnoslo a nosotros y nos dauan cueros y otras cosillas. Fue tan extramada el hambre que allí se passó que muchas vezes estuue tres días sin comer ninguna cosa, y ellos también lo estauan, y parescíame ser cosa imposible durar la vida, aunque en otras mayores hambres y necesidades me vi después… (Cabeza de Vaca 1992: 230)
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Este sobrecogedor párrafo, en el que el hambre actúa como acicate para intervenir en rituales más que presuntamente cuestionables por los censores de la época, nos da la imagen desolada de un auténtico antihéroe, para quien la gesta no es otra que la supervivencia; la conquista, la del sustento diario y la gloria, la de un dudoso relato que debió ser tan desconcertante en su momento como fascinante nos resulta ahora. Cabeza de Vaca no es ni un ambicioso Aguirre ni un voluntarioso Colón ni un aguerrido Cortés: es un robinsón hambriento y sin hábitos ilustrados, superviviente de una estremecedora tormenta que nos relata en el más puro estilo literario: Como la costa es muy brava, el mar de un tumbo echó a todos los otros, envueltos en las olas y medio ahogados, en la costa de la misma isla, sin que faltasen más de los tres que la barca había tomado debajo. Los que quedamos escapados, desnudos como nacimos y perdido todo lo que traíamos, y aunque todo valía poco, para entonces valía mucho. Y como entonces era por noviembre, y el frío muy grande, y nosotros tales que con poca dificultad nos podían contar los huesos, estábamos hechos propia figura de la muerte. (Cabeza de Vaca 1992: 221)
Esta descripción, que anticipa el tenebrismo de ciertos cuadros de Vermeer o Turner, será magistralmente recreada en los precréditos de la película de Echevarría, donde, mediante una puesta en escena de tintes teatrales, asistimos a una prodigiosa interpretación de Juan Diego, convertido en la imagen misma del miedo y la derrota. Tras la amarga declaración por parte del protagonista de que «aquí acaba España» y con un rotundo subrayado musical, aparece el título de la película en un desolador fondo negro, poniendo el acento, como también hacen Abel Posse y José Sanchís en sus respectivas recreaciones, en el protagonista como eje de un relato, ya sea narrativo, fílmico o teatral, en el que tanto los sucesivos naufragios como la llegada a escenarios ignotos se convierten en excusas para ahondar en los aspectos más problemáticos de la condición humana: la soledad, el viaje como conocimiento pero también como indagación personal y, fundamentalmente, el progresivo camino hacia la incomprensión, el olvido y la muerte. Como en el caso de Aguirre o la cólera de Dios, Cabeza de Vaca nos muestra el periplo del protagonista a través de un difícil entor-
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no que, en este caso, le viene impuesto por las circunstancias más que por un deseo de dominar o evangelizar nuevas tierras. La película de Echevarría es, por tanto, tan árida y dura como las vivencias de este singular náufrago y, como él, apasionante y compleja por su elocuente replanteamiento de la idea del mestizaje. Es oscura, además, no solo por el tenebrismo y los colores ocres sabiamente escogidos por el director de fotografía sino por el retrato desolado que hace de una y otra cultura. No hay maniqueísmo alguno, en efecto, en la confrontación entre la cultura cristiana y la indígena, como muy bien ha señalado Guido Rings, al constatar que el director ha rehuido tanto el cliché del noble indígena civilizado como el del español cruelmente dominante en favor de un propósito de «acentuar la barbarie como constante humana» (Guido Rings 2010: 236). Echevarría se acerca, así, más a la visión crítica de Sánchez Ferlosio que a la conciliadora idea del sincretismo que defiende Octavio Paz. Y desde luego, nada hay de poético o mítico ni en la representación de la naturaleza ni en la caracterización del protagonista, cuyo final proceso de transculturización lo lleva al más completo desaliño y a la casi total pérdida del lenguaje. Con todo, y pese a ser una película que tiene incluso menos diálogos que Aguirre, lo más llamativo para el espectador que conoce los ya mencionados silencios de los Naufragios es el modo en que Echevarría nos ilustra con impactantes imágenes todo lo que el Cabeza de Vaca histórico omite en su escritura. Aquello que el náufrago español sugiere y silencia en su entrecortada relación cobra vida en la impecable interpretación de un Juan Diego en estado de gracia, que es capaz de reproducir los más escabrosos rituales indígenas con todo lujo de matices y detalles, ofreciendo así al espectador una minuciosa recreación de cómo debió ser en realidad la cotidiana experiencia del personaje. Eso no implica —y aquí reside, en mi opinión, el mayor acierto de la película— que Echevarría se proponga una reconstrucción realista y fidedigna de un determinado momento histórico. Antes al contrario, Cabeza de Vaca destila, fotograma a fotograma, un indisimulado aroma de puesta en escena conscientemente exhibida no solo a través de una dirección de fotografía hiperrealista y casi goyesca sino, principalmente, a la buscada y magnífica sobreactuación del actor protagonista. Y sin ocultar su ficcionalidad,
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nos cuenta y explicita muchas más cosas que el inevitablemente ambiguo texto de origen. Lo mismo cabe decir de la novela El largo atardecer del caminante, donde un Álvar Núñez cercano a la muerte evoca desde su modesto domicilio sevillano sus aventuras —o mejor, desventuras— americanas. La novela que, junto a Daimon (1978) y Los perros del paraíso (1983) forma la llamada «Trilogía del Descubrimiento», realiza en esencia lo mismo que Echevarría, aunque con un tono bastante más crítico y a la vez levemente irónico. Uno de los momentos más interesantes de esta novela tiene lugar cuando el autor imagina un diálogo entre Fernández de Oviedo en el que este realiza a Álvar Núñez el siguiente reproche: «Cuando se leen sus Naufragios uno tiene la sensación de que usted oculta más de lo que cuenta. […] Hay contradicciones. Años enteros solucionados, o escamoteados en pocos renglones» (Posse 2013: 42-43). A lo que nuestro protagonista, consciente de la problemática recepción de su relato, concluye: El viejo me observaba. En realidad quería tener una semblanza final de mi discutida personalidad. Para eso había venido y para ver si obtenía de mí alguna revelación secreta o sensacional de la realidad. Los dueños de la Crónica, sin excepción, me tienen por un ser sospechoso. (Posse 2013: 43)
Podemos concluir, así, que tanto a Echevarría como al propio Posse debemos esa «semblanza» que el verdadero personaje histórico nos niega: del mismo modo que la película no escatima secuencias escabrosas en las que se abordan situaciones violentas e incluso temas tabú como el canibalismo, la novela se detiene en un aspecto que tampoco es difícil presuponer de las peripecias de Cabeza de Vaca: su relación íntima con una indígena y la formación de una familia mestiza a la sombra del mítico concepto de la Malinche. En efecto, Echeverría fabula en torno a la más que posible, aunque históricamente no probada, relación de nuestro personaje con una indígena y en su novela llega a recrear el nacimiento de dos hijos y el reencuentro con uno de ellos, convertido en esclavo, en tierras sevillanas. Lo mismo hace José Sanchís Sinisterra en la mencionada obra Naufragios de Álvar Núñez o la herida del otro, interesante pro-
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puesta metateatral en la que, mediante un juego especular de tiempos y espacios, reconstruye las peripecias de nuestro protagonista enfrentando el pasado histórico con el presente de la representación. Para este propósito, resulta crucial el personaje ficticio de Shila, en quien, según ella misma nos sugiere al final de la obra, recae todo el ejercicio de evocación al que el espectador-lector acaba de asistir —«todo eso, todo lo que ha ocurrido… lo estoy soñando yo» (Sanchís Sinisterra 1996: 176)—, materializándose así en escena el significado del lienzo El sueño de la Malinche mencionado más arriba. Recalamos una vez más en el controvertido concepto de mestizaje que, en este caso, tal y como indica el subtítulo de la obra —La herida del otro—, deviene de un conflicto histórico que acaba por ser individual, existencial incluso, en la medida en que hace dudar al protagonista de la etnia a la que pertenece. Asistamos a este diálogo entre Castillo y Álvar: —Te meabas encima de rabia, Álvar Núñez. Mordías los cueros que te sujetaban, Álvar Núñez, porque no querías volver con los tuyos, con los nuestros… (Sale del «tipi» Shila, temerosa y angustiada, llevando en los brazos una cuna india, y se refugia en Álvar, que la acoge. Cesa de golpe el tumulto creciente y, en el silencio, se escucha murmurar a Álvar.) —¿Quiénes son… los nuestros? (Sanchís Sinisterra 1996: 171)
Como muy bien indica Virtudes Serrano, «en el proceso de mestizaje espiritual que se lleva a cabo en el personaje es interesante tener en cuenta el momento en que por primera vez se plantea pronominalmente su identidad, cuando rechaza el “nosotros” en el que lo incluye Dorantes» (Sanchís Sinisterra 1996: 171-172, nota 99). Esta es justamente la esencia, la raíz, del conflicto que abordan estas revisiones de la conquista americana: dónde reside y en qué consiste el «nosotros» una vez que la prepotencia etnocentrista de la visión oficial europea ha sido matizada o directamente suplantada por una revisión no solo crítica sino, incluso, empática frente a los representantes de esa cultura otra que hace tambalear los cimientos de una cosmovisión unitaria. Desembocamos así en la tercera cala de este breve recorrido: una película que muestra sin rodeos ni matices la violencia y el sig-
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no inevitablemente problemático del sincretismo entendido como disolvente de la oposición entre nosotros y ellos. Hablamos de La otra conquista, de Salvador Carrasco, una propuesta fílmica que resulta especialmente interesante para nuestro propósito no solo porque está contada desde el punto de vista mexicano sino porque, de forma muy novedosa, la puesta en escena, la banda sonora e incluso los diálogos —muchos de ellos en lengua indígena— se inspiran en el mundo azteca y no, como viene siendo habitual, en códigos y lenguajes que el espectador occidental tiene incorporados en sus experiencias cinematográficas. Nuevamente a través del recurso del flash-back, asistimos a la evocación, por parte de un religioso español ya en la senectud, de la dolorosa peripecia de Topilzin, un destacado y rebelde azteca al que se acaba imponiendo por la fuerza la religión cristiana y el nombre de Tomás. Importante es de nuevo la figura femenina, amante de Topilzin y que se ve forzada a convertirse, esta vez literalmente, en la Malinche, ya que en la película aparece obligada a mantener relaciones con el mismísimo Cortés, caracterizado con los cruentos rasgos morales que, como vimos, le adjudicó Sánchez Ferlosio. Un mestizaje, como vemos, tanto religioso como erótico, que en ninguno de los dos personajes aparece como un proceso de fértil ósmosis intercultural, sino como violencia alienadora. Esta feroz alienación se revela de forma visualmente muy potente en una de las secuencias finales de la película, en la que vemos a un Toziltin-Tomás ya definitivamente fuera de sí, en el sentido estricto, y en quien se mezclan, en un delirio alucinatorio, las iconografías azteca y cristiana, a través de una frenética concatenación de imágenes en las que la virgen María se convierte en su amante indígena y el niño Jesús en el hijo que tiene con esta. La propia caracterización del personaje —por un lado, tonsurado al estilo cristiano y, por otro, despojado de su vestimenta monacal en favor de la desnudez indígena— mientras abraza, en angustioso afán sincrético, una representación de la Virgen que él mismo ha arrancado de su pedestal, es reflejo de esta identidad, de este erotismo, de esta superposición de creencias que, si atendemos a esta película y a los testimonios reflejados en los textos indígenas, está muy lejos de la armoniosa fusión de culturas. Muy al contrario, la imagen dual del protagonista de esta película y su fatal desenlace —aplastado por
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el icono de María-Malinche— constituye una perfecta metáfora visual de lo que Sánchez Ferlosio denominaba el encontronazo de dos civilizaciones bajo el signo de la dominación y el sometimiento. La esquizofrenia de Tozitlin, la demencia de Aguirre y la atormentada y silenciosa ambigüedad de Cabeza de Vaca son, como vemos, tres manifestaciones de una problemática coexistencia de civilizaciones en un momento histórico especialmente favorable a la reflexión crítica que vincula el pasado de la fabulación fílmica con el presente del espectador. Este es el propósito que anima a Icíar Bollaín en la última parada de nuestro recorrido. III. Revisión de las revisiones: También la lluvia Bajo el moderno y eficaz formato del metacine, También la lluvia (2010), de Icíar Bollaín, basa su argumento en la filmación de una película sobre la conquista justo en el momento en el que se está produciendo en Bolivia la llamada «Guerra del agua»4. Este planteamiento ya suscita, de entrada, reflexiones muy interesantes. Por un lado, ficcionalizar los aspectos del rodaje de una película sobre el momento histórico que nos ocupa posibilita la exhibición de distintas posturas ideológicas representadas en las actuaciones, en ocasiones radicalmente opuestas, de los distintos personajes: el productor, el director, los actores, los extras y todo el elenco que compone un equipo de profesionales del cine. Hablamos, así, de revisión de las revisiones porque la cinta de Bollaín exhibe el proceso de elaboración de una película que pretende ser crítica con los sucesos históricos que recrea, algo que se observa al mostrarnos la complejidad de la filmación de momentos especialmente duros (pensemos, por ejemplo, en la secuencia en la que una figurante se niega a representar el momento en el que una indígena prefiere ahogar a su hijo antes que entregarlo a los conquistadores). Esta misma crítica se enfoca, asimismo, al propio ejercicio de la filmación cinematográfica, de suerte que merced a la autorreferencialidad se
4 La llamada «Guerra del agua» tuvo lugar en el año 2000 y constituyó una sonada victoria de la población civil frente a una multinacional extranjera que intentó privatizar el servicio de distribución del agua.
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establece una interesante correspondencia entre sujeto y objeto, lo que permite a la realizadora hacer que el propio cine se cuestione a sí mismo, añadiendo así nuevos niveles de significación a este recurso metaficcional (Pérez Bowie 2005: 123). Por otro lado, el hecho de situar, no por casualidad, el momento del rodaje de la película en un período histórico especialmente problemático en Bolivia permite abordar la cuestión que verdaderamente interesa a la realizadora: la dolorosa vigencia de situaciones que se repiten cíclicamente en la Historia. En este caso, en efecto, la actitud de la empresa multinacional extranjera en el siglo xxi refleja, en perseguido efecto especular, la misma voluntad de dominación e imposición por parte de los castellanos contra la población indígena que se vivió cinco siglos antes en las mismas latitudes. Más aún, el equipo de rodaje de la película intradiegética, de nuevo en la terminología de Genette5, reproduce esta misma actitud con su pertinaz e insensible tentativa de acabar el rodaje en contra, si es preciso, de los intereses e integridad de la población boliviana y del elenco de actores. Un tercer elemento añade interés y complejidad a También la lluvia, ya que, además de la filmación de la película sobre la conquista, nos muestra la elaboración de un documental que refleja no solo las circunstancias del rodaje propiamente dicho sino también los acontecimientos que suceden a su alrededor en relación con el mencionado conflicto civil. Encontramos, pues, una elocuente manifestación de lo que Lucien Dällenbach (1991) denomina «relato especular», que en este caso nos permite, además, reflexionar sobre los difusos límites que separan el relato ficticio del documental. Este aspecto se refleja modélicamente en la figura del actor nativo que en la película intradiegética interpreta a un indígena y que, a la vez, en la película-marco constituye un representante destacado de la lucha civil: dos actitudes —que, en el fondo, son la misma— encarnadas en un mismo rostro, lo que, como venimos apuntando,
5 Aplico aquí al cine la terminología utilizada por Gérard Genette (1989b) para referirse al relato incluido dentro del relato, que establece un segundo nivel de ficción. En el caso de También la lluvia tenemos, en efecto, una segunda película, sin título, cuyo proceso se nos exhibe. Hablamos, así, de película-marco y de película intradiegética incluida en la primera.
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propicia elocuentes correspondencias entre el pasado filmado y el presente de la filmación. Idénticas relaciones especulares se establecen, como también se ha apuntado, en otros personajes de la película-marco: el director —interpretado por Gael García Bernal y convertido en imagen del conquistador todopoderoso y exclusivamente preocupado por su empresa—, el productor —Luis Tosar, que evoluciona del exclusivo interés económico hasta la total empatía con el pueblo sometido— y el protagonista —Karra Elejalde que, a través de su interpretación de Cristóbal Colón, exhibe ante el espectador un proceso de cuestionamiento y crítica de un momento histórico que, como vimos al principio, aparece edulcorado en títulos como 1492—. En este último caso, como ocurría en el anteriormente mencionado del actor boliviano, observamos distintos grados de ficcionalidad al mostrarnos, junto a la película de una película, la interpretación de una interpretación. Un juego de espejos, de muñecas rusas, que nos devuelve el reflejo nítido de una misma y eterna realidad: la de la dominación de una cultura sobre otra bajo el signo implacable de la ambición. ¿Qué diferencia hay, en efecto, entre el conquistador que quiere imponerse sobre una civilización, el empresario que quiere negociar a costa del bien más preciado —el agua— y el director de cine que quiere lograr a cualquier precio la consecución final de su proyecto? El desenlace final de También la lluvia parece indicarnos que ninguna, ofreciéndonos, así, una conclusión agridulce: mientras, por un lado, algunos conflictos logran solucionarse y algunos personajes pueden modificar su inicial etnocentrismo, siguen existiendo, por otro, situaciones que, de forma cíclica y recurrente, se repiten incesantemente en distintos tiempos y espacios. Icíar Bollaín explota, así, de forma enormemente eficaz dos de las más recurrentes posibilidades de la metaficción. En primer término, la autorreferencialidad le permite realizar, al mostrarnos el proceso de gestación de la película misma, un ejercicio de autocrítica que cuestiona los modos de realización, producción, interpretación de los actores y, en fin, de las posibilidades del propio lenguaje cinematográfico, lo que, a la postre, aborda el siempre espinoso aspecto de la carga ideológica que encierra toda tentativa de filmar un período histórico tan complejo como el que tratamos.
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No es difícil imaginar —y precisamente por eso hablamos aquí de revisión de las revisiones— que muchas de las cuestiones que se plantean, por ejemplo, en los diálogos entre actores y director o entre director y productor y, en definitiva, muchos de los conflictos que se muestran en este ficticio rodaje debieron producirse en la gestación de todas y cada una de las películas que he mencionado en páginas anteriores. En segundo lugar, la creación de distintos niveles de ficción —la película-marco, la película intradiegética cuyo rodaje se nos muestra y el documental que se rueda en paralelo— y la nada casual ubicación de la trama justo en el momento en que se desarrolla la «Guerra del agua» posibilitan un interesantísimo juego de espejos y reflejos que, como apuntamos más arriba, elabora un minucioso retrato no ya de episodios históricos concretos sino —y eso es lo importante— de la condición humana misma, todo ello dentro del marco ficticio, y a la vez, muy auténtico de una película inventada que, precisamente al exhibir su propio desarrollo, resulta más real —o, al menos, convincente— que muchos libros de historia. Decía, antes de iniciar este recorrido, que no parece pertinente exigir al cine ningún tipo de rigor histórico. Sin embargo, después de revisar títulos como Cabeza de vaca —donde Echevarría completa los huecos que deja la relación histórica—, Aguirre o la cólera de Dios —donde Herzog nos ofrece, bajo el manto de la locura, la más que probable imagen del conquistador ambicioso—, La otra conquista —donde Carrasco nos desvela la trágica faz bicéfala del llamado sincretismo— y, en fin, También la lluvia —donde Icíar Bollaín nos muestra que los modos de invasión y dominación económica se perpetúan en el tiempo y el espacio cambiando tan solo de rostro— creo estar en condiciones de concluir, de nuevo con Hayden White, que la postmodernidad presupone que dado que la escritura histórica es una clase de discurso, más específicamente, discurso narrativo, no existe ninguna diferencia sustancial entre las representaciones de la realidad histórica y las representaciones de acontecimientos y procesos imaginarios. Y va más allá y sostiene que la escritura literaria de la modernidad es más «objetiva» que la escritura histórica basada en hechos en la medida en que muestra sus modos de producción como elementos de su «contenido». Es esta autorreferencialidad del texto
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literario moderno lo que lo libera de su estatus como «ficción» y nos permite ver las formas en las cuales, precisamente por la ausencia de esta autorreferencia, el relato histórico tradicional cae en la ideología de manera inevitable. Esto no significa que la autorreferencialidad garantice la ausencia de ideología, solo que nos advierte contra la ideología del objetivismo, la ideología que se desconoce como tal. (2011: 530)
Si aceptamos, así, estas atractivas reflexiones de White, llegamos sin dificultad a la paradójica certidumbre de que, dado que todo —manuales de historia, novelas, películas, obras teatrales…— se reduce, a la postre, a la estricta condición de relato, puede resultar más auténtico aquel que no oculta su ficcionalidad que el que se esfuerza, esgrimiendo la bandera del rigor histórico, por exhibir una veracidad que es solo ilusoria. La eterna circularidad del tiempo y un mestizaje que acaba por englobar todas las manifestaciones artísticas dentro del difuso concepto de texto nos devuelven, una vez más, a Cervantes y al más crédulo y apasionado de los lectores: don Quijote, quien supo anteponer la verdad de la ficción a las trampas de una realidad inevitablemente oscilante. Y, sin duda, el hidalgo archilector de ficciones legendarias hubiera dado más credibilidad al Álvar Núñez de Echevarría, Posse y Sanchís; al Cortés de Salvador Carrasco y al Aguirre de Herzog que a las representaciones, a menudo tendenciosas, que de esas mismas figuras nos han ofrecido durante siglos muchos manuales de historia. Bibliografía I. Manuales Acosta, José de. Historia natural y moral de las Indias (ed. de José Alcina Franch). Madrid: Historia 16, 1987. Dällenbach, Lucien. El relato especular. Madrid: Visor, 1991. Fernández Granell, Eugenio. Isla cofre mítico. San Juan de Puerto Rico: Editorial Caribe, 1951. Genette, Gérard. Palimpsestos. La literatura en segundo grado. Madrid: Taurus, 1989a. — Figuras III. Barcelona: Lumen, 1989b.
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Núñez Cabeza de Vaca, Álvar. Los naufragios. Ed. de Enrique Pupo Walker. Madrid: Castalia, 1992. Paz, Octavio. El laberinto de la soledad. México: Fondo de Cultura Económica, 1986. Pinuaga, Álvaro y Van der vaart, Yannick. Rodamos historia. Madrid: T&B, 2010. Posse, Abel. El largo amanecer del caminante. Pamplona: Leer-e, 2013. Pérez Bowie, José Antonio. «El cine en y desde el cine: metaficción, reflexividad e intertextualidad en la pantalla». Anthropos 208 (2005), pp. 122-137. Rings, Guido. La conquista desbaratada: identidad y alteridad en la novela, el cine y el teatro hispánicos contemporáneos. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2010. Sánchez Ferlosio, Rafael. Ensayos y artículos. Vol. II. Barcelona: Destino, 1992. Sanchís Sinisterra, José. Trilogía americana. Madrid: Cátedra, 1996. White, Warren. La ficción de la narrativa. Ensayos sobre historia, literatura y teoría. 1957-2007. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2011.
II. Películas Bollaín, Icíar (dir.). También la lluvia. Coproducción España/Francia/ México, Morena Films, 2010. Carrasco, Salvador (dir.). La otra conquista. Carrasco & Domingo Films, 1998. Echevarría, Nicolás (dir.). Cabeza de Vaca. Instituto Mexicano de Cinematografía (IMCINE)/Televisión Española (TVE), 1991. Herzog, Werner (dir.). Aguirre o la cólera de Dios. Werner Herzog Filmproduktion, 1972. Joffé, Roland (dir.). La misión. Warner Bross, 1986. Scott, Ridley (dir.). 1492: La conquista del paraíso. GB/España/Francia, Cyrk/Legende/Due West, 1992.
Sobre los autores
Carlos Brito Díaz es profesor titular de Literatura española en la Facultad de Humanidades de la Universidad de La Laguna. Doctor en Filología Española con una tesis doctoral sobre la obra no dramática de Lope de Vega. Premio Extraordinario de Licenciatura y Doctorado. Sus líneas de investigación comprenden las relaciones arte y literatura, la literatura del Siglo de Oro, la literatura emblemática, la edición y la literatura de Canarias. Ha colaborado en los Proyectos “Idées sur le théâtre” y “En los bordes del archivo: escrituras periféricas en los virreinatos de Indias”. Ha publicado sendas ediciones de José de Anchieta, Poesías líricas castellanas y Manuel Álvarez de los Reyes, Libro real de la carta executoria (siglos xvi y xvii), y El libro del mundo en la poesía canaria de los Siglos de Oro. Antonio Cano Ginés es doctor en Filología Hispánica y profesor en el Departamento de Filología Española de la Universidad de La Laguna. Sus principales líneas de investigación son la lingüística aplicada a la enseñanza del español, la lexicografía aplicada a ELE y el lenguaje de las crónicas de Indias. Ha colaborado como investigador en tres proyectos I+D centrados en literatura colonial: “Intertextualidad y crónica de Indias (Variedad discursiva de la escritura virreinal americana)”, “La crónica india en la región andina (El legajo de Francisco de Ávila)” y “En los bordes del archivo: escrituras periféricas en los virreinatos de Indias”. Entre sus publicaciones se encuentran La dimensión de la variedad lingüística en
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el proceso de enseñanza aprendizaje del español como lengua extranjera (2017), Nuevas palabras para nuevos conceptos. El caso de la ELAO (2014) o Consideraciones para el estudio de la alternancia de modo en español (2012). Isabel Castells Molina es doctora en Literatura Española y profesora titular del Departamento de Filología Española de la Universidad de La Laguna desde 2000. Sus principales líneas de investigación son la intertextualidad y la interdisciplinariedad, aplicadas a diferentes épocas y contextos, con especial atención a Cervantes y el surrealismo. Ha participado en un proyecto I+D dedicado a la digitalización y análisis de las revistas surrealistas hispanoamericanas y es autora de diversos estudios y ediciones. Entre sus principales publicaciones se encuentra la edición de la obra escrita de Remedios Varo, Cartas, sueños y otros textos (1997) o Emeterio Gutiérrez Albelo, Poesía surrealista (1931-36) (2007). Es autora, además, de diferentes estudios dedicados a explorar la relación entre literatura y cine, con especial atención al realizador checo Jan Svankmajer, al que ha dedicado sendos trabajos en los volúmenes Jan Svankmajer, la magia de la subversión (2000) y El surrealismo y sus derivas: visiones, declives y retornos (2013). Nieves María Concepción Lorenzo es doctora en Filología Española y profesora titular de Literatura Hispanoamericana en el Departamento de Filología Española de la Universidad de La Laguna (1990). Sus líneas de investigación preferentes son la narrativa hispanoamericana, la literatura venezolana y las relaciones Canarias-América. Entre sus publicaciones destacan La realidad fabulada en Miguel Otero Silva (2001), Antonio López Ortega. Narrativa (2015) y, en volúmenes colectivos, Los otros diálogos atlánticos (2013), La minificción y otras artes (2009), Mujeres y religiones. Tensiones y equilibrios de una relación histórica (2008). Juan-Manuel García Ramos es escritor, catedrático de Filología Española de la Universidad de La Laguna y miembro de la Academia Canaria de la Lengua. Ha sido consejero de Educación, Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias y, desde
Sobre los autores
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2015, presidente de la Comisión de Educación y Universidades en su calidad de diputado. Tiene publicadas cinco novelas, Bumerán (1974), Malaquita (1980), El Inglés. Epílogo en Tombuctú (1991), El guanche en Venecia (2011) y El zahorí del Valbanera (2013). Ha publicado, además, numerosos trabajos críticos donde prevalecen sus preocupaciones por la literatura hispanoamericana contemporánea, a los que se suman sus estudios y proyectos de investigación y editoriales sobre lo que él mismo ha definido como la Atlanticidad. Ha recibido números premios por su obra, entre los que destacan el Premio Internacional «José Vasconcelos» por la fundación y dirección de la Biblioteca Básica Canaria (México, 1997), y el Premio Canarias de Literatura (2006), el máximo galardón de las letras insulares, por el conjunto de su trayectoria creativa, crítica y docente. Francisco-J. Hernández Adrián es doctor en Literatura Latinoamericana por University of New York (NYU). Ha sido Assistant Professor of Spanish and Latin American Studies en Duke University (Durham, North Carolina) y, en la actualidad, es Assistant Professor of Hispanic Studies en University of Durham (Inglaterra), donde dirige el máster de Cultura Visual (MA in Visual Arts and Culture). Ha publicado numerosos artículos sobre surrealismo y vanguardia, cine y cultura visual, estudios coloniales y teoría poscolonial y de género en contextos caribeños y atlánticos, en revistas como Cuadernos del CEMyR, Cultural Dynamics, The Global South, Hispanic Research Journal, Journal of Romance Studies y Third Text. Es editor asociado de la revista Cultural Dynamics: Insurgent Scholarship on Culture, Politics and Power y miembro de los consejos asesores de The Open Arts Journal y Karib: Nordic Journal for Caribbean Studies. Manuel Hernández González es catedrático de Historia de América de la Universidad de La Laguna. Miembro de la Academias Nacionales de la Historia de Venezuela, República Dominicana y Cuba. Ha sido profesor invitado de Johns Hopkins University (Baltimore) y coordinador del Centro de Documentación canario-americana del O.A.M.C. del Cabildo Insular de Tenerife. Sus líneas de investigación son los cambios sociales y transforma-
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ciones culturales en el mundo del Caribe (aspectos ideológicos, culturales y sociales de Cuba, República Dominicana y Venezuela de los siglos xvii al xix), historia moderna y contemporánea de Canarias y de sus relaciones con América. Ha publicado más de cincuenta libros, entre los que destacan Los canarios en la Venezuela colonial (1670-1810), Los canarios en la independencia de Venezuela, La América española. Cultura y vida cotidiana (1763-1898), La guerra a muerte. Bolívar y la campaña admirable (1813-1814) y El primer teatro de La Habana. El Coliseo (1775-1793). Paloma Jiménez del Campo es doctora en Literatura Hispanoamericana y profesora titular en el Departamento de Filología Española IV de la Universidad Complutense de Madrid. Sus investigaciones abarcan diversos géneros y etapas de la literatura hispanoamericana con especial énfasis en la época virreinal, la literatura cubana y el cuento hispanoamericano. Actualmente es miembro del equipo investigador del proyecto I+D “En los bordes del Archivo, I: Escrituras periféricas en los Virreinatos de Indias” y ha participado asimismo en otros, entre los que cabe destacar “Relaciones culturales entre el Viejo y el Nuevo Mundo: algunas crónicas virreinales del Perú” y “Fuentes para la historia del cuento hispanoamericano”. Ha publicado Escritores canarios en Cuba. Literatura de la emigración (2003) y una edición crítica de la Relación de las fábulas y ritos de los incas de Cristóbal de Molina (2010), además de diversos artículos. Sus últimos se trabajos se centran en la recepción de las crónicas de Indias. Esperanza López Parada es doctora en Literatura Hispanoamericana y profesora titular en el Departamento de Filología Española de la Universidad Complutense de Madrid desde 1994. Sus líneas de investigación preferentes son la literatura de la colonia, la poesía contemporánea y la producción marginal latinoamericana. Ha sido investigadora principal en varios proyectos I+D centrados en literatura colonial. Entre sus publicaciones destacan las ediciones críticas de la Relación de ritos y fábulas de los Incas de Cristóbal de Molina el Cuzqueño (2010) y de Auto de la fe, celebrado en Lima a 23 de enero de 1639 de Fernando de
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Montesinos (2016) o la publicación Una mirada al sesgo. Literatura hispanoamericana desde los márgenes (2000). Como poeta ha publicado los títulos Los tres días (1994), El encargo (2001), La rama rota (2006) y Las veces (2014), y ha traducido a Jules Laforgue o Saint-John Perse, entre otros. José Antonio Ramos Arteaga es doctor en Filología Hispánica, profesor del Departamento de Filología Española de la Universidad de La Laguna. Sus líneas de investigación son la literatura medieval, el teatro popular e indígena (en especial, la obra del padre Anchieta), la teoría queer aplicada a los estudios literarios y culturales. En la actualidad coordina el grupo de investigación “Palimgestos” de cultura y teatro popular en el contexto atlántico. Ha editado diversos trabajos sobre la violencia simbólica en el proceso de evangelización y colonización, entre los que destaca la edición de textos teatrales del xvi y xvii de autores como Cairasco de Figueroa. Andrés Sánchez Robayna es doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona y catedrático en la Universidad de La Laguna. Sus principales líneas de investigación son la literatura española de la Edad de Oro, la literatura española del siglo xx, la literatura comparada, las relaciones arte-literatura y la traductología. Entre sus libros figuran Tres estudios sobre Góngora (1983), Para leer ‘Primero sueño’ de sor Juana Inés de la Cruz (1991), Álvarez de Lugo y la moralística española del Barroco (1993), Silva gongorina (1993), etc. Ha sido profesor visitante y conferenciante en varias universidades de Europa y América (São Paulo, Nueva York, Roma, San Juan Puerto Rico, etc.), así como director del Departamento de Debate y Pensamiento del CAAM, de la sede canaria de la UIMP y del Taller de Traducción Literaria de la Universidad de La Laguna. Su obra poética se recoge en el volumen En el cuerpo del mundo (2004). Ana Valenciano López de Andújar es catedrática emérita del Departamento de Filología Española IV de la Universidad Complutense de Madrid e investigadora de la Fundación Ramón Menéndez Pidal y del Instituto Universitario Menéndez Pidal (UCM) del que ha sido directora. Sus líneas de investigación principales
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son la edición de los géneros literarios de transmisión oral y, en el ámbito de la literatura hispanoamericana, la incidencia de la oralidad en las crónicas. Entre sus publicaciones destacan: Un camino para la investigación del Romancero: la tradición hispanoamericana (1999), Crítica a la edición y edición crítica de los romances de tradición oral moderna (2002) y Las fuentes orales de la poesía narrativa tradicional (2003).