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Spanish Pages [402] Year 1989
NHC Nueva Historia de Colombia
Director Científico y Académico ALVARO TIRADO MEJÍA Asesores JORGE ORLANDO MELO JESÚS ANTONIO BEJARANO
Plan de la obra
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Colombia Indígena - Conquista y Colonia
2
Era Republicana
I
Historia Política 1886-1946
II
Historia Política 1946-1986
III
Relaciones Internacionales, Movimientos Sociales
IV
Educación y Ciencias, Luchas de la Mujer, Vida Diaria
V VI
Economía, Café, Industria Literatura y Pensamiento, Artes, Recreación
NHC Nueva Historia de Colombia
VI Literatura y Pensamiento, Artes, Recreación
PLANETA
Dirección del proyecto: Gloría Zea Gerencia general: Enrique González Villa Coordinación editorial: Camilo Calderón Schrader
Material gráfico: Museo de Arte Moderno de Bogotá, Museo Nacional, Museo 20 de Julio, Museo de Desarrollo Urbano, Biblioteca Nacional, Biblioteca de la Cancillería en el Palacio de San Carlos, Archivo de la Cancillería, Hemeroteca Luis López de Mesa, Academia Colombiana de Historia, Federación Nacional de Cafeteros, Museo Numismático del Banco de la República, Fondo Cultural Cafetero, Biblioteca de la Universidad de Antioquia, Biblioteca Pública Piloto de Medellín, Archivo FAES, Archivo Nacional de Colombia, Sala de la Constitución de la Casa de Nariño, Centro Jorge Eliécer Gaitán, UTC, CTC, CGT, CSTC, Centro Cultural Leopoldo López Alvarez de Pasto, Cromos, El Tiempo, El Espectador, El Siglo, Revista Proa, Patronato de Artes y Ciencias, Centro de Documentación Musical (Colcultura), Conferencia Episcopal Latinoamericana, Archivo de la Catedral de Bogotá, CINEP, Cinemateca Colombiana, Compañía de Fomento Cinematográfico Focine, Corporación Nacional de Teatro, Teatro Popular de Bogotá, Corporación de Teatro La Candelaria, Fundación Teatro Libre de Bogotá, Escuela Militar de Cadetes José María Córdova, Archivo Melitón Rodríguez, Colección Pilar Moreno de Ángel, Colección Carlos Vélez, Archivo Planeta Colombiana.
Diseño: RBA, Proyectos Editoriales, S.A. Barcelona (España) Investigación gráfica: Juan David Giraldo Asistente: Ignacio Gómez Gómez Fotografía: Jorge Ernesto Bautista, Luis Gaitán (Lunga), Arturo Jaramillo, Guillermo Melo, Oscar Monsalve, Jorge Mario Múnera, Vicky Ospina, Carlos Rodríguez, Fernando Urbina. Producción: Osear Flórez Herreño Impreso y Encuadernado por: Editorial Printer Colombiana Ltda.
©PLANETA COLOMBIANA EDITORIAL S.A., 1989 Calle 31, No. 6-41, Piso 18, Bogotá, D.E. Colombia ISBN (obra completa) 958-614-251-5 ISBN (este volumen) 958-614-259-0
La responsabilidad sobre las opiniones expresadas en los diferentes capítulos de esta obra corresponde a sus respectivos autores.
Sumario
Sumario Introducción Jorge Orlando Melo 1 Literatura y pensamiento. 1886-1930 Andrés Holguín Holguín
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2 Literatura colombiana. 1930-1946 Juan Gustavo Cobo Borda
35
3 Literatura y pensamiento. 1946-1957 Luis Antonio Restrepo Arango
65
4 Literatura y pensamiento. 1958-1985 Luis Antonio Restrepo Arango
89
5 El periodismo en Colombia. 1886-1986 Enrique Santos Calderón
109
6 Cien años de arte en Colombia Eduardo Serrano Rueda
137
7 Un siglo de arquitectura colombiana Alberto Saldarriaga Roa, Lorenzo Fonseca Martínez
181
Nueva Historia de Colombia. Vol. VI
8 Cien años de teatro en Colombia Carlos José Reyes Posada
213
9 Historia del cine colombiano Luis Alberto Álvarez Córdoba
237
10 La música de Colombia Otto De Greiff Haeusler
269
11 La música en Colombia en el siglo XX Hernando Caro Mendoza
273
12 La cultura popular colombiana en el siglo XX Gloria Triana Varón
303
13 Humor regional en Colombia. Prototipos, características y vertientes Daniel Samper Pizano
327
14 El deporte en Colombia Mike Forero Nougués
351
15 El ajedrez en Colombia Boris De Greiff Bernal
391
Introducción
5
Introducción Jorge Orlando Melo. muerte de Silva, en un trágico gesto, y
desde la época de Pombo, la poesía ha sido una forma de arte muy propia de los colombianos, buena parte de los cuales aprende las fábulas de Pombo desde Literatura y Pensamiento la escuela y conoce al menos la obra más popular de Silva, Valencia, Flórez, l último volumen de esta obra De Greiff, Barba-Jacob o Carranza. En aborda temas que tradicional- la década de los veintes la novela abre mente se han dejado por fuera de los un nuevo horizonte al país, que recolibros y tratados históricos, y que han noce sus conflictos y procesos de camsido considerados como propios de estu- bio en las obras de Osorio Lizarazo o dios especializados. La historia del arte, de Rivera. Los años posteriores a la seo de la literatura, por ejemplo, han sido gunda Guerra Mundial han visto un cretema de importantes trabajos, pero no cimiento casi abrumador de la produchan formado parte de las historias gene- ción literaria, pero también un claro rales del país. Por esto, su tratamiento afianzamiento de una calidad que perha dejado de lado las relaciones, com- mite confrontar la obra de muchos coplejas pero indudables, entre las formas lombianos con la literatura universal. del pensamiento y la actividad política García Márquez, por supuesto, resulta o económica de la sociedad. En nuestra la más fuerte confirmación de lo anteépoca, cuando la ambición de los histo- rior. Pero la historia de nuestra literatura no es sólo la de quienes han logrado el riadores es rendir cuenta plena de la evo- reconocimiento amplio del público, y lución de conjunto de una sociedad, de por ello las páginas siguientes atienden la totalidad de las formas de manifesta- a esos autores de vanguardia cuyo inción de la actividad humana, resulta in- flujo puede ser restringido pero procompleta una historia de Colombia que fundo y duradero, y a los escritores que ignore estos aspectos. han tratado, en el ensayo social o filoLa historia de la literatura comienza, sófico, de comprender los aspectos como parece propio para la Colombia esenciales de nuestra nacionalidad. Lóde hace cien años, ante todo con la his- pez de Mesa, Fernando González, Gertoria de una nación de poetas: desde la
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mán Arciniegas, Hernando Téllez: su obra recibe una necesaria inscripción en el horizonte de su tiempo, para poder señalar sus alcances y limitaciones. Las últimas décadas, por lo demás, muestran la creciente afirmación de una cultura literaria abierta al mundo, pero al mismo tiempo enfrentada a un país complejo y difícil: novelistas, poetas, ensayistas atentos a todas las corrientes de Europa o América, muchas veces trashumantes, pero que buscan comprender y no idealizar a una Nación desgarrada pero creadora. Buena parte de la visión que los colombianos tienen de Colombia se ha formado, hasta los años más recientes, a través de la prensa. Si en el siglo XIX su circulación reducida la hizo vehículo de los enfrentamientos políticos de la élite, ya desde las primeras décadas de este siglo fue el agente principal de la conformación de la ideología política de las clases medias. Para mediados de siglo, la lectura diaria del periódico se había convertido en hábito irrenunciable de la mayoría de los pobladores urbanos, y a veces parecía que el país no sólo se conocía a través de la prensa, sino que lo manejaban los periódicos. Esta historia la narra, desde dentro, un autor que puede reconocer los aportes de la prensa pero también advertir los procesos que amenazan su realidad contemporánea, tentada por el sensacionalismo y la trivialización, y amenazada por los nuevos medios de comunicación. Las artes y la recreación El examen de la evolución de las artes colombianas durante la última centuria resulta sorprendente y revelador. Han sido años de una rápida transformación de los lenguajes expresivos y de ruptura y desintegración de las convenciones académicas. De la exposición de Bellas Artes de 1886, extensa y abrumadora, en la que todavía aparecía como válida la copia de los cuadros famosos de Europa, a la multiplicidad de formas de expresión de los pintores y escultores de los últimos años, el arte ha cambiado considerablemente. Y así como se trans-
formaron los lenguajes y las técnicas, y el contenido expresado por telas y grabados, se modificó la relación entre el artista y su medio social: en estos cien años el arte dejó de estar ligado necesariamente a la celebración y adorno de edificios monumentales y significativos, para convertirse en un producto de consumo cultural privado, con un mercado comercial de una gran amplitud. En forma paralela, la arquitectura, como profesión formal dejó de estar limitada a las grandes construcciones públicas o religiosas, para contribuir a la edificación, primero de las viviendas privadas de los grupos sociales de mayores ingresos y luego, con los conjuntos residenciales oficiales, de todos los grupos urbanos y a veces de amplios sectores rurales. La historia de la arquitectura colombiana corre parejas con la expansión de las ciudades y con el abandono de las estructuras urbanísticas tradicionales. En este proceso, las influencias de los cambios sociales han sido definitivas, dan para conducir a la situación contradictoria actual, donde coexiste una arquitectura técnicamente avanzada y de alta calidad con una práctica muchas veces rutinaria, e imitativa. El teatro tiene una larga tradición en el país, y fue, como puede verse en este volumen, una de las formas favoritas de diversión urbana en los comienzos de siglo. Pese a la competencia creciente del cine, y más recientemente, de la televisión, ha logrado desarrollarse, y en los últimos años un conjunto amplio de directores de primera calidad ha mantenido un nivel creativo que continúa garantizando su supervivencia. Aunque desplazado como forma masiva de comunicación y entretenimiento, su impacto sobre grupos reducidos pero significativos es innegable: los medios universitarios, ciertos sectores sindicales, algunas barriadas con alta cohesión parecen constituir públicos de elección para un teatro que quiere ser crítico y al mismo tiempo estéticamente válido. Fue el cine la forma de expresión triunfante durante las décadas que siguieron a 1920. Aunque el público ha visto
Introducción
ante todo un cine extranjero, desde la segunda década del siglo han sido muchas, muchas más de lo que cualquiera creería, las películas hechas en Colombia. María, Aura o las violetas, tantas obras literarias, hasta el reciente Cóndores no entierran todos los días: en ellas se encuentra la historia de la búsqueda de un cine propio. Otras formas de expresión de la creatividad reciben atención en estas páginas. Por una parte, la música, cuyos caracteres la alejan de todo nacionalismo radical, es en buena parte la historia de quienes incorporan al país los lenguajes universales; sin embargo, la creación nacional es destacada, aunque no constituye aún una actividad continua y atendida por los aficionados del
país. En claro contraste con el universalismo de la llamada música culta, se presentan las diversas manifestaciones de la cultura "popular": en estas páginas aparece una descripción muy ilustrativa de algunos aspectos de ella, en particular su expresión en fiestas y danzas de grupos indígenas del país, o de celebraciones colectivas como los carnavales de Barranquilla. Por último, no podía faltar en esta Nueva historia una visión del humor nacional y sus características, ni' el recuento de la vida deportiva, que tantas implicaciones ha tenido y tiene a todo nivel en nuestro país. Se cierra así, un panorama de las letras y las artes que incluye también, como expresión creativa, la recreación.
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Literatura y pensamiento. 1886-1930 Andrés Holguín cia paganizante, un renovado culto al
cuerpo humano, que se aprecian en la escultura y también en la literatura; y vueltos hacia la antigüedad griega y Antecedentes literarios romana, reviviéndola más que copiána literatura nace, en la geografía dola, ya hay en Italia figuras como Peque hoy es Colombia, como una trarca y Botticelli, como Maquiavelo y débil prolongación —un eco apenas, Galileo. Para entonces, España prolonga, un apéndice— de aquello que era la penumbrosamente, su dilatada Edad literatura de España en uno de sus instantes más brillantes y sobrecogedo- Media, hasta el punto de que muchos res. Si el siglo XV fue, en su final, el se han preguntado, con razón, si existe del asombroso descubrimiento de un verdadero renacimiento en aquella América y allí mismo empezó la gesta cultura que, demasiado aferrada tode la Conquista, de tanta gloria para davía a los modelos religiosos —en los españoles como de tanto infortunio contraste con el resto de Europa—, no y desamparo para los indígenas, los si- avanza con la ciencia del momento glos XVI y XVII representan, por exce- —piénsese en la astronomía—, no ha lencia, la llamada «edad de oro» de las regresado al culto del cuerpo humano y a la sensualidad que ello supone, y letras hispánicas. El Renacimiento había llegado tar- cuya literatura es, en las postrimerías de, sin embargo, a España; y si, en las del siglo xv, sustancialmente medioeletras concretamente, Italia ya era ple- val, como en el caso de ese gran poeta, namente renacentista durante los si- don Jorge Manrique, autor de las «coglos XIV y XV, ese fenómeno no se ha- plas» a la muerte de su padre don Robía extendido todavía a la península drigo. Pero si este soplo italianizante del ibérica. Ciencia nueva, «cosmos» nuevo y, sobre todo, un hombre nuevo Renacimiento llega tarde a España, y habían ya surgido en Italia; y sus pen- sus primeros brotes son ya los que sadores, novelistas y poetas tienen ya aparecen bien entrado el siglo XVI, con el sello inconfundible de la nueva Garcilaso y Boscán, bajo el gobierno edad. Hay un aire nuevo, una tenden- imperial de Carlos V, se prolonga lue-
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La madre Francisca Josefa del Castillo y Guevara (1671-1742), escritora y poetisa tunjana. Sobresale en la literatura colombiana especialmente por su autobiografía (Grabado de Peregrino Rivera Arce, "Colombia Ilustrada", 1890).
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llevaban consigo. Y el hombre nuevo que ha aparecido no sólo es dubitativo y pesimista, sino que vive, en carne propia, como don Francisco de Quevedo, toda la crisis, la decadencia y el morir de España que se avecinan. El gran poeta lo experimenta todo por anticipado. Es la época de Cervantes. Y es también la de Shakespeare. Y, en lo concerniente a las letras castellanas, son las dos vertientes en que se abre el Barroco: el culteranismo de don Luis de Góngora, y el conceptualismo del mismo don Francisco de Quevedo, que en prosa como en verso expresa la dualidad de su temperamento y los contrastes que se transparentan en su época y en su obra. Ese doble movimiento barroco, muy característico del siglo XVII de una España que ya vislumbra su ruina, se cierra admirablemente con una poderosa figura del teatro, don Pedro Calderón de la Barca, que si se emparenta con Shakespeare (el paralelo de Hamlet y Segismundo, con sus dos monólogos, es un lugar común de la literatura), de otra parte retorna cristianamente al ideal go en una literatura polifacética, que de los «autos sacramentales» que viea finales de ese siglo se desdobla pa- nen a culminar, en cierto modo, con radójicamente en el movimiento de la su El gran teatro del mundo. mística (con figuras tan notables en la prosa como fray Luis de León y Los vagos comienzos en la poesía con el extraordinario Cántico espiritual de san Juan de la Cruz), Vagas resonancias de todo ello fueron para vivir o revivir, en forma dramá- lo que llegó hasta nosotros durante los tica, los comienzos de la decadencia largos y opacos siglos de la Colonia, española, ya bajo el cetro sombrío de hasta el punto de que son muy pocas Felipe II. El tránsito de un siglo al las figuras notables que logran seguir otro, del XVI al XVII, señala un cambio las huellas a los grandes genios del Rede rumbo: es el paso del clasicismo se- nacimiento español. En el caso de la reno y triunfante al barroco agónico. Nueva Granada, apenas merece una El Renacimiento mismo ha hecho cri- mención la monja Castillo, más por su sis para buscar, desde las entrañas de autobiografía que por sus débiles verEspaña, a ese hombre nuevo que es, sos; y bien vale la pena subrayar la imen buena medida, Lope de Vega, pero portancia excepcional que tiene un que lo son a cabalidad no sólo don Mi- original y hermético poeta, discípulo guel de Cervantes sino su héroe de- de Góngora, es cierto, pero que, tanto mencial y triste, melancólico y nostál- en breves como en extensísimos poegico, patética figura de una nueva mas, da la medida de un talento lírico edad que surge entre derrotas y bru- excepcional: es Hernando Domínguez mas. Atrás quedaron clasicismo y Re- Camargo. Y, sin otras creaciones de nacimiento; y atrás quedaron, sobre mérito especial, se llega pronto a la todo, la confianza y la serenidad que época de la Independencia y, algo más
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tarde, a la renovación literaria que implica el romanticismo. Lo que queda atrás, o sea, los finales del siglo XVIII y una buena parte del siglo XIX, tiene los límites y la marca pobre de un «costumbrismo» sin verdaderas proyecciones estéticas. Y el marco fijado para este comentario literario —en particular sobre la poesía— es otro: es el comprendido entre el año de 1886, que coincide con una nueva forma de gobierno y una nueva constitución política, y el de 1930 cuando, llegado el partido liberal al gobierno, la totalidad de las estructuras del país empiezan a modificarse radicalmente, con un cambio de mentalidad que se hará muy visible en las artes y en las letras. Literatura frente a la tierra y la historia Antes de entrar en el estudio de aquel lapso (1886-1930), y a fin de poder analizarlo adecuadamente, es preciso aludir a una tendencia muy arraigada en la literatura colombiana, que va a marcar diversas épocas pero tal vez de la manera más notoria el período mencionado. Me refiero al aislacionismo y al subjetivismo del escritor colombiano. Es un fenómeno que podría pareder paradójico —casi incomprensible—, pero no por ello menos real. Y es factor que no puede dejar de tenerse en cuenta, pues es una de las líneas directrices de nuestra cultura, al menos en ese tiempo: los finales del siglo XIX y las tres primeras décadas del siglo XX. Véase lo que ocurre. Con base en la doctrina positivista (Augusto Comte en la filosofía; Hipólito Taine en su aplicación al arte) y, luego, con la más fundamentada del materialismo histórico (Marx, Engels), se ha sostenido habitualmente que el arte, y con éste la literatura, son el resultado necesario, por no decir fatal, de las circunstancias históricas en que ese arte se desenvuelve, como fruto de la vida social, política y económica del respectivo país. Es decir, que la creación literaria está condicionada, o determinada, por un conjunto de
factores externos que, en cierto modo, juegan con el artista y con su supuesto poder creativo. Lo cierto es que todos, en una u otra forma, hacemos parte de este todo mayor que es la colectividad, la cual explica al individuo y no a la inversa. Este concepto puede conducir a la hermosa tesis del «unanimismo» de Jules Romains o, en otra área del pensamiento, a la hipótesis de un «inconsciente colectivo» tal como fuera formulada por Freud y Jung, para descubrir los recónditos impulsos que mueven al grupo social, inclusive para forjar sus leyendas y sus mitos, y que mueven paralelamente al individuo; en este caso especial, al escritor. Todo ello es lo aceptado; y afirmar lo contrario parecería una insólita herejía. Más aún: desde hace ya muchos años se ha venido sosteniendo la tesis del artista «comprometido», no sólo como un ideal en el caso del novelista,
Hernando Domínguez Camargo (1606-1659), poeta gongorino y culterano de talento lírico excepcional, autor del "Poema heroico San Ignacio de Loyola", publicado en Madrid en 1666. Nacido en Santafé, este poeta tiene una importancia indiscutible en las letras castellanas del siglo XVII.
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Aviso publicitario de la Librería Torres Caicedo, publicado en "El Heraldo". de Bogotá, 1892.
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Esa actitud del escritor colombiano del ensayista y del poeta, sino como algo de lo cual es imposible escapar: —evasiva o subjetiva—, que se eviel escritor es eco o portavoz de su dencia en formas literarias tan disípueblo, de su generación, de su tierra miles como el cuento, la novela y la poesía, viene de atrás. El ejemplo más misma. Y, sin embargo... Sin embargo, al notorio es el de la época de la Indemenos en el caso colombiano y en el pendencia. En un momento de tal breve lapso de tiempo del que se ocu- trascendencia histórica, el de la ruppa este estudio (1886-1930), el fenó- tura del régimen colonial, la poesía comeno se presenta con notas muy di- lombiana no encontró quien cantara ferentes. ¿Una es acaso la teoría, apli- ese episodio heroico, ni quien cantacable a casos recientes (Picasso, Mi- ra dignamente a Bolívar y su gesta guel Hernández, Pablo Neruda...) y emancipadora. Era una época románotra, muy distinta, la situación que ha- tica, como eran románticos sus penbitualmente puede comprobarse en las sadores y sus héroes. Nótese cómo el letras colombianas, y, de manera muy romanticismo aparecerá mucho más especial, en ese período que va de la tarde en nuestras tierras, hacia la miépoca de la Regeneración hasta el as- tad del siglo XIX; cómo el cantor de censo del partido liberal al poder en Bolívar, Miguel Antonio Caro, co1930? rresponde a una época ya muy distanLo cierto es que, al releer y analizar te de la epopeya de la independencia; la literatura colombiana correspon- y, sobre todo, cómo los poetas de la diente a ese período de cuarenta y cin- generación libertadora —como Luis co años, la realidad del país no apa- Vargas Tejada— se mantienen todarece por parte alguna —salvo mínimas vía dentro de una vertiente costumexcepciones—, y de ninguna manera brista muy pobre (Las convulsiones) o podría afirmarse que los escritores de dentro de formas literarias que son esa época —novela, cuento, poesía— apenas una débil prolongación de la hayan reflejado, paso a paso, así sea retórica del siglo XVIII. diseñando vagamente, los cambios suNótese cómo otro tanto ocurre con fridos por el país, sus abruptas o la generación del 1885-1886. Se trata cruentas transformaciones, sus gue- de otra época decisiva para el país. rras civiles, sus metamorfosis políti- Éste se transforma notoriamente. Encas, económicas, sociales... Nada de frentamientos políticos e ideológicos ello es tema central de la literatura. en todas partes; guerra civil de 1885; Ése es el hecho. Y es un hecho que cambios sociales y políticos profunreclama una clara interpretación: ¿au- dos. El sistema federalista, que quedó sentismo? ¿evasión? ¿subjetivismo? plasmado en la Constitución de Rio¿alejamiento voluntario de una reali- negro de 1863, entró en quiebra y cridad inmediata que, muchas veces, re- sis definitivas. Era una utopía, una sulta agobiadora o traumática? ¿o es hermosa pero delirante utopía polítiuna realidad que no es juzgada como El sistema federalista, con sus goobjeto propio del arte? ¿o es el anhelo ca. bernantes autónomos en los territorios de lograr una obra literaria más per- que hoy constituyen, aproximadamendurable y trascendental? ¿o es acaso una reacción, en profundidad, frente a te, los respectivos departamentos, dolas anteriores formas del costumbris- tados de ejército propio y política, mo local? Muchas pueden ser las in- moneda y leyes locales, desarticuló a terpretaciones, o las hipótesis. Pero el la nación, llevándola hasta la más caóhecho mismo está a la vista: la falta de tica de las situaciones. De ahí la imconcordancia, incluso de comunica- periosa necesidad de un cambio. Ese ción, entre una dura realidad del país cambio, que reunificó a una nación y la desenraizada actitud de sus escri- antes atomizada en inútiles feudos, estableciendo un régimen presidencial tores. muy fuerte, una pálida «descentrali-
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zación administrativa» y un vigoroso centralismo político, que todavía impera entre nosotros, fue lo que quedó estructurado en una nueva Constitución, la de 1886, como resultado de un amplio movimiento político, el de la Regeneración, y el de una alianza de dos alas de los partidos tradicionales, el liberal (con Rafael Núñez) y el conservador (con Miguel Antonio Caro). No fue la revolución que necesitaba, y acaso sigue necesitando, el país inconforme; pero fue la búsqueda de una solución aceptable para los partidos y para la nación, más una solución pactada desde lo alto que un acuerdo popular, de raíz, al que jamás se ha llegado. Sea de todo ello lo que fuere, el país cambió de fisonomía; si retrocedió en algunas cuestiones fundamentales —como la nueva alianza del gobierno con la Iglesia católica y la prolongación de un deplorable «status» para los indígenas y sus tribus—, en muchos otros aspectos se metamorfoseó favorablemente. La unificación del país; la implantación de leyes comunes; la coordinación de unas fuerzas armadas antes dispersas; la formación de una política civil (a cuyo régimen ideal habrá que regresar algún día no lejano), y numerosas reformas económicas, todo ello produjo cambios muy significativos en nuestra historia, en nuestras costumbres, en nuestra economía. Infortunadamente, dos hechos funestos señalan la terminación de un siglo y el comienzo de otro: una nueva y desastrosa guerra civil (la llamada de «los Mil Días») y la separación de Panamá; mejor dicho, el infame zarpazo que Theodore Roosevelt, en nombre del imperialismo, dio a una parte indefensa de nuestro territorio, para adueñarse del istmo. Pocas veces se han conjugado, en forma tan perfecta, la audacia del invasor con la ineptitud del ofendido, nuestro país gobernado por el señor Marroquín, autor de La perrilla. Mientras todo ello ocurre en nuestra nación, ¿en qué se halla empeñada nuestra poesía? Está, sin duda, por otros rumbos. Ése es el hecho, como
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en la época de la Independencia. Para bien o para mal: ése es el hecho desde el punto de vista literario. Ajena por completo a esos cambios políticos y a catástrofes tan tremendas como dos guerras civiles, abrumadoras, y la mutilación del territorio, la lírica está buscando sus propios y personales derroteros. Dentro de ellos, vamos a encontrar —no hay que dudarlo— vetas prodigiosas, minas sorprendentes. La incomunicación entre la realidad que vive el país y la lírica que es creada en aquellos años permite afirmar, por una parte, que sus poetas no dan testimonio alguno de su tierra y de su historia; y, por otra, que la poesía misma cobra un vuelo excepcional, al menos en los versos de algunos vates sorprendentes. En una «reflexión final», al término de mi Antología crítica de la poesía colombiana (1974), ya me planteaba el
Miguel Antonio Caro (1843-1909), excelente traductor latino y prosista, cantor de Bolívar y miembro destacado del movimiento regeneracionista: "No fue la revolución que necesitaba, y acaso sigue necesitando, el país inconforme, pero fue la búsqueda de una solución aceptable para los partidos y para la nación..." (Óleo de Ricardo Gómez Campuzano, ca. 1938, Biblioteca Nacional).
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Portada de "María" (México, Viuda de Ch. Bourel, 1928 - Fondo Cultural Cafetero) y Jorge Isaacs, foto de Paredes, de 1867, año en que se publicó la primera edición de la novela. El romanticismo se produce tardíamente en Colombia y se prolonga también hasta época muy avanzada, tanto en novela como en poesía.
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grave interrogante: el que alude a la existencia (inclusive a la posibilidad) de una auténtica poesía colombiana. Y allí, tras aludir a algunas pocas excepciones, indicaba que en la mayor parte de nuestros poetas la tierra colombiana, y todo lo que ella implica, era la gran ausente. Señalé allí también que no se conoce mucho mejor a Colombia después de recorrer las páginas de sus poetas; que nuestros líricos, actuando en áreas muy dispares, no tienen un lenguaje común, o un común denominador lírico; y que su poesía es, en general, «desenraizada», como desligada del terruño y del habla y de los modismos locales, con la evidente excepción del poeta cartagenero Luis Carlos López. Señalé también que otro tanto ocurre con la historia: y que no sólo el mundo precolombino está ausente —al contrario de lo que sucede en México y en el Perú—, sino que nuestra lírica ha sido creada al margen de la historia, y de ahí que los graves problemas colectivos, incluso los coetáneos al poeta, como las guerras y la violencia, la erosión de las tierras o el hambre, los conflictos de los campesinos o de los indígenas, no aparecen reflejados, vivenciados en sus poemas. El poeta colombiano no ha sido «él y su circunstancia», para emplear la expresión de Ortega, y de ahí la dificultad de hablar de una verdadera «poesía colombiana». Ésta se inserta, en mejor forma, dentro del contexto de la poesía hispanoamericana o dentro de las vertientes de las diversas escuelas poéticas. Los hechos señalados no implican, obviamente, un concepto de «valor» sobre la poesía colombiana. Me he limitado a la comprobación de un hecho. Lo cierto es que el poeta colombiano se ha vuelto sobre sí mismo —ésa es su actitud habitual— y, a través de una interioridad muy rica, con una sensibilidad agudísima y una visión muy personal de hombre y mundo, nos ha entregado —en sus mejores instantes— una poesía intensa, subjetiva, emotiva; sin duda, perdurable. Los poetas colombianos han escrito
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más sobre ellos mismos que sobre la naturaleza que nos rodea, sobre los hechos sociales o sobre la historia —lejana o inmediata—. Ésa ha sido —me parece— su actitud más característica, su nota distintiva. El romanticismo. Rafael Pombo y otros poetas El romanticismo aparece muy tardíamente en Colombia y se prolonga, de manera insólita, hasta épocas muy avanzadas. Este fenómeno, que se evidencia en la narrativa, ya que la María de Jorge Isaacs aparece en 1867 (quedando por fuera de nuestro estudio, que parte de 1886), es especialmente significativo en el área de la poesía. El juego cronológico resulta, aquí, desconcertante. La palabra «romántico» fue forjada por Juan Jacobo Rousseau en 1765 cuando, al pasearse cerca del lago de Bienne (Suiza), lo describe como novelesco (roman-tique). El movimiento poético así denominado se incuba ya en las postrimerías del siglo XVIII, especialmente en Alemania e Inglaterra, y obviamente sirve de preámbulo a la Revolución francesa de 1789, así como al movimiento de independencia de los Estados Unidos. Desde esos cuatro polos culturales, el romanticismo poético se extiende pronto por todo el mundo. Mientras triunfa decisivamente en Francia en las primeras décadas del siglo XIX con Víctor Hugo, Lamartine, Vigny y Musset, Colombia se mantiene todavía, en ese mismo lapso, dentro de moldes neoclásicos, como ya lo subrayé en el caso de Var(1817-1853); llegará a su plenitud con Rafael Pombo; y se prolongará, en vertientes decadentes, hasta la muerte de Julio Flórez en 1923. Son más de setenta años de poesía romántica, expresada en versos que se desenvuelven en muy distintos niveles. Pero, en el período que nos concierne, sólo una gran voz romántica en realidad: la de presada en versos que se desenvuelven en muy distintos niveles. Pero, en el período que nos concierne, sólo una gran voz romántica en realidad: la de
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José Eusebio Caro (1817-1853), iniciador de la poesía romántica en el país, con composiciones como "En altamar", "Despedida de la patria" y "Estar contigo".
Rafael Pombo (1833-1912), muy conocido por sus "Fábulas y verdades", "Cuentos pintados" y "Cuentos morales para niños formales", es autor de poemas perfectos, como "Noche de diciembre", "Preludio de primavera" y "Hora de tinieblas". Con él, la poesía romántica llega a su perfección en Colombia.
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Diego Fallon (1834-1905), cantor de la luna.
Joaquín González Camargo (¡865-1866), perfección formal.
José María Rivas Groot (1863-1923) autor del poema "Constelaciones".
Candelario Obeso (1849-1884), inaugura la poesía negra en Colombia.
Rafael Pombo, que no es sólo el mejor poeta del romanticismo hispanoamericano, sino el mejor del romanticismo en lengua española. Al lado suyo, aparecen como poetas muy menores los otros románticos latinoamericanos, lo mismo que los de España (Espronceda, el duque de Rivas, Carolina Coronado, Núñez de Arce, incluso Gustavo Adolfo Bécquer). De la obra de Rafael Pombo, demasiado vasta, seguramente por falta de sentido autocrítico, como ocurrió con frecuencia en otros grandes románticos, perduran unos pocos, prodigiosos poemas. Se trata de unos cuantos poemas extraordinarios por su confesión personal, muy auténtica, por la intensidad de la emoción, por la insólita belleza del lenguaje musical, por los problemas trascendentales que, con frecuencia, suscita, a través de estrofas inolvidables. El mejor poema de Rafael Pombo es, sin duda, su «Noche de diciembre», cruzado de amor y de hondas angustias. Es un poema asombrosamente perfecto, inspirado por un profundo amor: Noche como ésta, y contemplada [a solas, no la puede sufrir mi corazón: da un dolor de hermosura irresistible, un miedo profundísimo de Dios... Mira ese cielo... Es demasiado cielo para el ojo de insecto de un mortal: refléjame en tus ojos un fragmento que yo alcance a medir y a sondear... Un poema que debe ser leído y admirado en su totalidad. Sin embargo, existen otros casos en los que Pombo solamente tiene aciertos fragmentarios, como en el poema titulado «Siempre», en el cual se encuentra esta bellísima estrofa: Voy hacia atrás pisada por pisada, recogiendo el rumor de nuestros pies, repensando un silencio, una mirada, un toque, un gesto... tanto que fue [nada y que un diamante hoy es.
La compleja personalidad de Pombo le lleva a veces a éxtasis místicos, como en su soneto «De noche»; otras veces, a hermosos raptos de amor, como en «Preludio de primavera»; pero también su espíritu se siente penetrado por las más sombrías dudas y es entonces cuando aparece un poeta rebelde y blasfemo, que lanza imprecaciones sobre la existencia y contra Dios, de la manera más desgarrada. Así ocurre en el gran poema de Pombo titulado «Hora de tinieblas», algunos de cuyos fragmentos resultan en verdad estremecedores: ¡Oh qué misterio espantoso es éste de la existencia! ¡Revélame algo, conciencia! ¡Habíame, Dios poderoso! ¿Por qué vine yo a nacer? ¿Quién a padecer me obliga? ¿Quién dio esta ley enemiga de ser para padecer?... Las décimas, al estilo de Calderón de la Barca en La vida es sueño, se entrelazan en una serie de preguntas y dudas que conmueven, pues son las que el hombre se ha planteado, sin respuesta posible, desde el comienzo de los tiempos: Oh Adán, ¿cuándo estuve en ti? ¿Quién te dio mi alma y mi pecho? ¿Quién te concedió el derecho de que pecaras por mí?... Son pocos los poemas de Rafael Pombo que perduran por su frescura, su emoción y su hondura lírica. Pero con esos pocos resulta suficiente. Y ocurre con este poeta que generalmente se le admira por lo que no es. Se le admira por las fábulas y cuentos pintados que, en su mayor parte, son traducciones o adaptaciones del inglés. O se le admira por poemas seudoépicos (ése no era su talante) y por poemillas folclóricos. Todo ello debe dejarse de lado y relievar, más bien, los seis u ocho poemas conmovedores que Pombo escribió en verdaderos instantes de inspiración y de sobrecogi-
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miento, experiencias tan hondamente vividas que todavía hoy se transmiten al lector con igual energía. Al lado de José Eusebio Caro, antes, y de Rafael Pombo, después (ellos representan, ejemplarmente, los dos ciclos de nuestra poesía romántica), los demás poetas del romanticismo colombiano desmerecen mucho. Don Rafael Núñez —más importante en la política que en la poesía— escribió versos duros y sin emoción, que no logran rozar —como él pretendió— la frontera de la filosofía; Epifanio Mejía —frustrado, demencial, fracasado— dejó su hermoso canto a la raza antioqueña; Diego Fallon cantó a la luna, en estrofas que oscilan entre un romanticismo tardío y un naciente parnasianismo, por la perfección que buscó en cada uno de sus cuartetos lunares; Gutiérrez González se expresó románticamente, con más sentimentalismo que acierto lírico («Auras», «Julia»)...; muchos otros versificaron, dentro del ámbito romántico, con desigual fortuna. Pero vale la pena destacar el caso de un poeta que muere muy joven (1865-1886), Joaquín González Camargo, que, en su muy breve obra, deja dos bellos poemas («Viaje de la luz» y «Estudiando») que, lo mismo que el poema «Constelaciones» de José María Rivas Groot (1863-1923), buscan formas más perfectas y trabajadas de expresión poética. Y, al lado de ellos, ocupando un puesto aislado dentro de nuestra lírica romántica, aparece Candelario Obeso, muerto trágicamente en 1884, quien inaugura la poesía de color en Colombia. Es, por lo tanto, un precursor. Un precursor de excelente calidad. Hace «poesía negra» con gracia y hondura. Por primera vez emplea, en nuestra lírica, el habla negra de nuestras costas y de los bogas del río Magdalena. Su «Canción del boga ausente» es justamente célebre: Qué trijte que ejtá la noche, la noche qué trijte ejtá: no hay en er cielo una ejtreya... Remá, remá...
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Rafael Núñez (1825-1894), "más importante en la política que en la poesía, escribió versos duros y sin emoción, que no logran rozar -como él pretendióla frontera de la filosofía."
Epifanio Mejía (1838-1913). "Frustrado, demencial, fracasado, dejó su hermoso canto a la raza antioqueña ('Antioquia o la mano de Dios')."
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Final de siglo y comienzo de otro. José Asunción Silva y Guillermo Valencia
José Asunción Silva (1865-1896) y Guillermo Valencia (1873-1943), El primero, antes de suicidarse, había escrito de su puño y letra su "libro de versos", verdadero testamento poético. Dos años después, Valencia irrumpe innovadoramente en la poesía del país con su libro "Ritos" de estilo nuevo y muy original para la época. Significativamente, ningún poeta colombiano deja un gran número de poemas "inmortales": ni Silva, ni Pombo, ni Guillermo Valencia.
Dejando de lado el romanticismo, hay que considerar lo que ocurre, respecto de la poesía, en las postrimerías del siglo XIX y los comienzos del siglo XX. José Asunción Silva se suicida en mayo de 1896 a los treinta años de edad. En ese mismo año había escrito, de su puño y letra, su Libro de versos: es su testamento poético que, infortunadamente, los recopiladores posteriores no han respetado, pues —con el ánimo de editar la «obra completa»— han agregado textos discutibles, poemillas de infancia, versos de circunstancias, es decir, todo lo que el poeta mismo repudió de modo explícito, a mi entender. No han faltado, así, quienes se dediquen a hacer muy voluminosas «obras completas» de Silva (Instituto Caro y Cuervo, Colcultura, etc.), cuando lo necesario es precisamente proceder a la inversa, o sea, seleccionar cuidadosamente los pocos poemas realmente perdurables, conmovedores, que aparecen en el célebre Libro de versos. Ningún poeta colombiano nos lega un gran número de poemas «inmortales». El caso de Pombo es bien significativo. Y lo mismo lo es el caso de José Asunción Silva, del cual perduran, a no dudarlo, como resultado de una de las sensibilidades líricas más hondas, unos cuantos poemas incomparables: Los «Nocturnos», «Crepúsculo», «Estrellas»..., «Midnight Dreams», «Triste», «Los maderos de San Juan»... muy poco más. Es lo esencial, lo esencial de su misteriosa, conmovedora, desolada poesía. Dos años después (1898), Guillermo Valencia irrumpe en las letras nacionales con un primer volumen de poesías que, complementado con otros versos, será su célebre tomo Ritos, publicado luego en Londres (1914). La poesía de Valencia revela, entonces, un estilo nuevo, muy original para la época, versos logrados estéticamente, muy depurados, despojados del sentimentalismo propio de la era román-
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Banquete en homenaje al poeta Guillermo Valencia, en Bogotá, noviembre de 1932. Lo acompañan Mariano Ospina Pérez, Baldomcro Sanín Cano, el presidente Enrique Olaya Herrera y Tancredo Nannetti.
tica, tocados de elegancia verbal y también afectados de cierta elocuencia como en su notable «Anarkos». Si Silva es un poeta intimista (como en su «Nocturno» Una noche...), Valencia es objetivo y descriptivo. Valencia resulta deslumbrante en varios de sus grandes cuadros poéticos, como en «Cigüeñas blancas», en «San Antonio y el Centauro» y en «Los Camellos». Pero, con frecuencia, Valencia resulta hoy un tanto frío o académico, más anecdótico que estremecedor. Su obra adolece de cierta «retórica», la propia del modernismo que entonces se difundía por toda Hispanoamérica, encabezado genialmente por el nicaragüense Rubén Darío. Valencia explora las nuevas riquezas del lenguaje modernista, sus metáforas, sus temas exóticos o históricos. Rara vez Valencia se vuelve sobre sí mismo y, sin embargo, es en esos momentos excepcionales cuando crea algunos de sus poemas más perdurables para nuestro gusto, como «Job» y «Hay un instante...». De este modo, el contraste entre los dos poetas —a finales del siglo— es completo. Lo mejor de Silva está en sus poemas más personales y subjetivos colmados de un oscuro misterio, que es el de su vida misma y el del mundo enigmático que él
vislumbra desde su abismo psicológico. Valencia es todo lo contrario: es un poeta narrativo o descriptivo, que muy poco nos habla de él mismo. Su tema no es, evidentemente, Guillermo Valencia. Cigüeñas, centauros (como cisnes y princesas lejanas en Rubén Darío), o Erasmo o César. Todo ello resta calor y emotividad a sus poemas, que pueden ser, hoy, más admirados que compartidos. De todos modos, con Valencia se inaugura una nueva era en la poesía colombiana: va a ser la época modernista. Y él, Valencia, va a convertirse en el «maestro» por excelencia, para varias generaciones. Sus poemas, sus prosas, sus discursos colmarán todo un ciclo de la vida nacional, imponiendo su sello, su gusto, su estética. A Silva hay que estudiarlo en el instante dramático de su muerte. A Valencia, en la plenitud, un tanto paganizante, de su existencia. La clave de Silva está, a mi modo de ver, en las causas recónditas que le llevan al suicidio; y que no son ni la muerte del padre, ni la muerte de la hermana amada, ni la bancarrota financiera, ni ningún otro hecho objetivo. Hay que ir más al fondo de su personalidad. Silva nunca entendió el mundo en que le tocó vivir. Es un anticipo del mundo absurdo y del hombre absurdo. De allí
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Víctor M. Londoño (1876-1936), poeta que, en la tradición de Valencia, es amigo de temas orientales y autor de versos vibrantes v rítmicos.
provienen, en otra vanante, sus sarcasmos, sus ironías, sus «gotas amargas», que sirven para definirlo psicológica pero no poéticamente. Esas extrañables causas de su suicidio explican, retrospectivamente, sus enigmáticos poemas, pero no pretendo desarrollar aquí ese tema: quede apenas esbozado. Leopoldo de la Rosa (1888-1964), poeta barranquillero, cantor de la angustia, de la soledad, de la noche y del mar, heredero de la tradición de Guillermo Valencia.
Romanticismo de Pombo... Poemas misteriosos de Silva... Poemas deslumbrantes de Valencia... Así se cierra el siglo XIX en nuestra lírica. Y varias corrientes partirán de allí hacia las primeras décadas de nuestro siglo XX. Si, para entonces, el romanticismo comienza a agonizar, el legado de Silva (más simbolista que modernista) se prolongará luego, en especial en poetas como Eduardo Castillo; y la herencia de Guillermo Valencia será la que recibirán otros poetas de principios del siglo, como Víctor M. Londoño, José Eustasio Rivera o Leopoldo de la Rosa. Ya volveré sobre todo ello más adelante, cuando deba tratarse, además, el caso especialísimo de uno de nuestros mejores poetas: Porfirio Barba-Jacob (1883-1942). La narrativa: Tomás Carrasquilla y José Eustasio Rivera En el período de nuestro análisis (1886-1930), la narrativa colombiana fue de extrema pobreza. Atrás había quedado ya esa obra muy caracterizada del romanticismo que fue la María de Isaacs (primera edición, 1876), un relato más poemático que novelístico, con hermosas descripciones de un paisaje de excepción como es el Valle del Cauca. De allí en adelante, durante un largo lapso, la narrativa se limitó a unos efímeros cuadros de costumbres o a unos relatos que no alcanzaban la fuerza del realismo de otras latitudes. Algunos nombres sobresalen evidentemente: Ángel Cuervo, José María Rivas Groot, Lorenzo Marroquín; pero no puede afirmarse que sus esquemas novelísticos hayan perdurado. Y de las varias novelas escritas por José Manuel Marroquín (Entre primos, Blas Gil, etc.) quizá la única que mantiene algún atractivo es El Moro, la autobiografía de un caballo de la Sabana de Bogotá, aunque no sobrepasa los límites del costumbrismo de la época. Muchos otros nombres y novelas naufragan rápidamente, y sólo son conservados en páginas vacilantes de los especialistas.
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Todo ello cambia cuando aparece un cuentista y novelista de verdad, como lo fue don Tomás Carrasquilla (1858-1940). Gran parte de su obra narrativa fue publicada en el período que nos concierne (Ánima sola, El padre Casafús, En la diestra de Dios Padre, La marquesa de Yolombó, etc.) Es, por fin, una obra de gran narrador, auténtica, veraz. Su lenguaje áspero, crudo, toma las modalidades y dichos de su tierra antioqueña. Antioqueños son casi siempre sus personajes, de vigorosos caracteres, estudiados muchas veces en profundidad. Si es erróneo hablar de Carrasquilla como de un «clásico» y resulta desorientador el paralelo con Pereda, lo cierto es que el «maestro» tenía un estupendo talento y conocía muy bien la técnica del cuento y de la novela, al menos los de su instante histórico. Es cierto, sin embargo, que ese instante ha pasado; y que, frente a la narrativa actual, los cuentos y pequeñas novelas del antioqueño pierden cada vez más vigencia. Su obra más lograda, La marquesa de Yolombó (sin olvidar En la diestra de Dios Padre, que fue puesta en escena con mucho éxito por el grupo de Enrique Buenaventura), sirve, a un tiempo, para mostrar las calidades y las limitaciones de Carrasquilla: un excelente narrador de la anécdota, dentro de una técnica y un estilo que hoy se ven claramente superados. De todos modos, en el largo lapso que va de la María hasta el año de 1930, sólo la obra de Carrasquilla, al lado de La vorágine de José Eustasio Rivera, se mantiene, y conserva, casi paradójicamente por encima del costumbrismo y falso realismo, su sabor auténtico y su hechizo. La vorágine cierra este ciclo de cuarenta y cinco años de narrativa. Su primera edición es de 1924, pero muchas otras se han multiplicado hasta nuestros días, dado el éxito de la novela de Rivera. Ella corresponde a un nuevo concepto de la novela hispanoamericana, el que intentó fundir al hombre y la naturaleza. Muchos propósitos similares impulsaron a escritores de di-
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versos países latinoamericanos, como a Ángel Rangel (Infierno verde) en Brasil y a Rómulo Gallegos (Doña Bárbara) en Venezuela. Estos novelistas rebasaron el costumbrismo anterior, y también el falso realismo. Por primera vez, el escritor colombiano hizo frente a una naturaleza real, hostil y abrumadora. Selva y llano, el hombre indefenso, los problemas sociales —en especial los derivados de la explotación del caucho—, todo se entrecruza en La vorágine en una afortunada síntesis. Es claro que no se trata, ya hoy, de repetir el experimento y el propósito de aquellos escritores
El novelista Tomás Carrasquilla (1858-1940) en Bogotá, hacia 1920. Atrás, a la derecha, Guillermo Quevedo Z. "Cuentista y novelista de verdad, su lenguaje áspero, crudo, toma las modalidades y dichos de su tierra antioqueña, como antioqueños son casi siempre sus personajes, de vigorosos caracteres, estudiados muchas veces en profundidad."
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Portada de la primera edición de "La marquesa de Yolombó", la obra más lograda de Carrasquilla, publicada por la Librería de A.J. Cano, Medellín. 1928.
latinoamericanos de las primeras décadas del siglo XX; pero es indudable que ellos abrieron nuevos derroteros, tuvieron una mirada nueva sobre la naturaleza y sobre el hombre de América Latina. Más que el estudio psicológico de los caracteres (Cova, Alicia), resulta de vivo interés la nueva medida del paisaje colombiano, la presencia de una selva impenetrable que no se presenta ya con las notas amables de una naturaleza romántica, sino con el poder incontrastable de una fuerza demoníaca. En este sentido, es bien interesante el paralelo que puede establecerse no sólo entre los personajes sino entre los paisajes de María y de La vorágine. La ausencia de filosofía. El ensayo Si es evidente que no puede hablarse de una «filosofía» colombiana, es legítimo estudiar la forma literaria del «ensayo». La ausencia de filosofía es una tradición española. Lo cierto es que, a lo largo de muchos siglos, la historia de la filosofía no pasó por España. Algunos emperadores y pensadores romanos, de ascendencia ibérica, se aproximaron más a los temas de la moral que de la filosofía (Séneca, Adriano, Marco Aurelio...) Y así siguió ocurriendo en España desde la expulsión de los moros hasta las postrimerías del siglo XIX. La ausencia de un auténtico pensamiento metafísico en España —en alarmante contraste con Francia, Inglaterra y Alemania— se agravó notablemente en la península con la influencia del absorbente pensamiento religioso. Si la religión impulsó ese asombroso movimiento poético que fue el de la mística a fines del siglo XVI, lo cierto es que frenó del todo la expansión de un pensamiento libre, sin el cual la investigación científica y filosófica no es viable. La filosofía implica el asombro —como ya lo sabían Platón y Aristóteles—, y ese poder de maravillarse no existe cuando ya se tiene la verdad en la palma de la mano. Nada excluye más a la fi-
losofía que una verdad religiosa ya aceptada. Y ése fue, infortunadamente, el caso, no sólo de España, durante muchos siglos, sino también el de sus colonias americanas. Habrá que esperar hasta la célebre generación de 1898 para que Unamuno exprese filosóficamente su propio existir y sus propias dudas, incertidumbres y angustias; y para que Ortega, tras estudiar en las universidades alemanas, pueda pensar, en nuevos términos filosóficos, en su yo y su circunstancia. Pero ni el uno ni el otro dejarán de exponer su pensamiento filosófico a través de hermosas aproximaciones a Don Quijote de la Mancha. Dentro de esta tradición, y dentro de ese contexto, no puede sorprender que en Colombia, como en la mayor parte de los países hispanoamericanos, la filosofía haya sido siempre una planta exótica. El ensayo literario ha tenido mejor suerte que la filosofía. En aquel desdoblarse de un siglo a otro —sin que se presentara una ruptura visible ni en las letras ni en las costumbres—, aparecieron ensayistas, lingüistas, filólogos, juristas..., oradores y predicadores que pasaron pronto; algunos pocos pensadores cuyas páginas perduran. En este bloque de escritores, que engañosamente parece monolítico a la distancia, hay líneas de pensamiento y visiones muy disímiles. Allí sobresalen —es obvio, pero hay que reiterarlo aquí— Miguel Antonio Caro, Rufino José Cuervo y Marco Fidel Suárez. Enlazados por la tradición hispánica, por las preocupaciones lingüísticas y la perfección del idioma y del estilo, dejan, sin embargo, tres obras de diversos niveles y perfiles. Suárez perdura, sobre todo, por sus doce volúmenes de los Sueños de Luciano Pulgar, multitud de ensayos, reflexiones y enseñanzas de toda índole. A la vez místico y sarcástico, amante del tono franciscano y de la sátira, es autor que resulta, hoy, de difícil lectura. Las preocupaciones y los hechos que fueron de su época han quedado abolidos por el tiempo; y ya sólo los estudiosos de
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nuestra literatura —en esa dimensión— pueden complacerse en una lectura que fatiga y desencanta. Un crítico mordaz dijo, tal vez con razón, que a Suárez le faltó escribir «El sueño del lector»... La obra de Cuervo tiene un ámbito más preciso y restringido; y, por lo mismo, acaso, de mayor valor. Su interés es el idioma, el que se desenvuelve lentamente, como un organismo, desde el medioevo y Cervantes hasta su propia época (1844-1911). No hay allí una intención literaria —aunque a veces cae en desvarios críticos— sino lingüística. Fue un maestro en tratar con frescura y con ingenio los temas más áridos. Y así nacieron sus Apuntaciones sobre el lenguaje bogotano, el Castellano popular y castellano literario y su monumental Diccionario, tan monumental que, habiendo llegado sólo hasta las primeras letras comentadas (A, B, C), el Instituto Caro y Cuervo se ha consagrado a continuar la labor. Caso más complejo e interesante es el de Miguel Antonio Caro. Además de que colmó con su presencia y sus dircursos medio siglo de la política nacional, fue un espléndido jurista, a quien principalmente se debe la Constitución de 1886, que, aunque reformada varias veces, rige todavía el país. En su vasta obra de pensador y ensayista revela una cultura inagotable. Tradujo, en octavas reales soporíferas, La Eneida de Virgilio. Tradujo muchos otros poetas latinos, bíblicos, franceses e ingleses. Como poeta original, perduran algunos de sus sonetos («Pro senectute», «Patria»...) y, en medio de una literatura más retórica que lírica, más formal que intensamente sentida (como lo había sido la de su padre, José Eusebio), la «Oda a la estatua del Libertador». Dirigida a esta estatua hecha por Tenerani que se halla en el centro de la plaza de la capital, esta oda está alimentada por un hermoso pensamiento: es el del Bolívar triste, desengañado, melancólico y vencido por la vida. Así lo vio el escultor y así lo cantó Caro en unas «liras» de rara perfección, que constituyen uno de los
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Rufino José Cuervo (1844-1911), figura cimera de la lingüística, "maestro en tratar con frescura los temas más áridos", autor de "Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano" (1872), "El castellano en América" (1901) y "Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana" (1886-93). Marco Fidel Suárez (1856-1927). Perfeccionista del idioma y del estilo, perdura sobre todo por los doce volúmenes de los "Sueños de Luciano Pulgar" (óleo de F. Mastellani, pintado en 1893).
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Felipe Pérez (1836-1891), ensayista boyacense de estilo ameno y libre, autor de numerosos cuentos y novelas e iniciador del género de la novela histórica en el país.
Antonio Gómez Restrepo (1869-1947), ensayista notable a comienzos del siglo XX, autor de la monumental "Historia de la literatura colombiana" (1945-46) y de notas y artículos escritos "con generosidad, precisión y justicia."
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a una vigorosa personalidad, constituye la gigantesca obra de un titán de las letras, agudo y polémico. Esta generación, que ha sido llamada «clásica» sin mucho sentido, se complementa con otros escritores de muy diversa tendencia, como Felipe Pérez, autor de numerosos ensayos, escritos en forma más amena y libre («Carlota Corday», «Huayna Cápac»...) y, sobre todo, muchos cuentos y novelas, como Los Gigantes, con los cuales se cierra efectivamente el siglo XIX. Ya en los comienzos del siglo XX, tres ensayistas notables aparecen en un horizonte nuevo. Don Antonio Gómez Restrepo deja una monumental Historia de la literatura colombiana, que complementó con notas y arpoquísimos ejemplos de poesía épica tículos escritos con la generosidad, en Colombia. En esas liras hay sobrie- precisión y justicia que siempre le caracterizaron. Se diría, con razón, que dad y, a veces, grandeza y nostalgia: él prolonga esa tradición colombiana que viene de atrás, especialmente la Inclinando la espada, de Caro, Cuervo y Suárez (En menor tu brazo triunfador parece inerme; medida y en una obra demasiado disterciado el grave manto; la mirada persa, lo hizo también don Baldomero en el suelo clavada; Sanín Cano, que infortunadamente no mustia en tus labios la elocuencia [duerme. dejó un libro original que diera la dimensión de su personalidad, de sus La multitud de ensayos de Caro gustos y conocimientos literarios). De —sobre todos los temas imaginables— otro lado, Fernando González (1895da el mejor testimonio de la vastedad 1964), que escribió también cuentos y de sus conocimientos, de su actitud ju- novelas, dejó algunos memorables esrídica, de sus preferencias literarias; tudios biográficos, como el dedicado a también de sus ideas políticas y reli- Bolívar, y numerosos ensayos, como giosas, no exentas de dogmatismo y, a su célebre Viaje a pie, que revelan veces, de fanatismo. Todo ello, aliado —caso bien excepcional en las letras colombianas— una personalidad filosófica, fuerte y liberada de prejuicios. Pero lo cierto es que sus libros se difunden en una época posterior al 1930, por lo cual apenas hago alusión a su fascinante figura literaria. Y otro tanto sucede con un prolífero y cuidadoso, aunque rebuscado, escritor del mismo instante: me refiero al ilustre profesor Luis López de Mesa (18841967). Pensador múltiple, serio y muy consciente de su misión de escritor, reaccionó —con claras nociones evolucionistas— contra el pensamiento tradicional; analizó, desde su ángulo siempre original, nuestro país y nues-
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tra historia; y se planteó, como problema primordial, la identidad del hombre colombiano por encima de la variedad que denotan nuestras regiones. Fue López de Mesa el primer sociólogo colombiano. Obras suyas como La sociedad contemporánea, De cómo se ha formado la nacionalidad colombiana y, sobre todo, su Disertación sociológica dan una nueva imagen del país y su habitante. Pero, por lo ya indicado, quede hecha apenas esta breve alusión a la vasta obra sociológica (sus cuentos y novelas tienen menor trascendencia) de López de Mesa. Muchos otros ensayistas aparecen antes de 1930, pero no pretendo hacer una lista completa y fatigosa... La poesía a principios del siglo XX Si la narrativa y el ensayo, a fines de un siglo y principios del otro, resultan escasos y, con frecuencia, decepcionantes (dejando a salvo las importantes excepciones que he señalado en esos dos géneros), la poesía, en cambio, mantiene su hermosa tradición, que debe, eso sí, ser juzgada en su verdadero valor, o sea, no tanto por la profusión de alegres o bohemios versificadores —que han dado una imagen equivocada al país—, sino por la presencia singular de unos pocos poetas admirables. Lo cierto es que la poesía es un extraño milagro, hecho tanto de sensibilidad como de altísima cultura, de intuición y dominio del lenguaje, de música y hechizo. Y ese «milagro» rara vez se da. Piénsese que a lo largo de más de cien años (todo el siglo XVIII), ni Francia ni España nos dejaron un poeta, ni un poema... a pesar de los muchos versos escritos. Ese rigor con el cual debe apreciarse la verdadera poesía —precisamente por el prodigio humanó que representa— conduce a otra conclusión que ya he sugerido en líneas anteriores: es que cada poeta nos deja, apenas, unos cuantos poemas perdurables; y que, así, las grandes obras, como las «obras completas», resultan gravemente engañosas. Novalis decía que cada poeta
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sólo deja un poema. Y es cierto: deja un poema, el que expresa lo esencial de su vida o de su cosmovisión, acaso expresado en unas pocas formas poemáticas, o en versos dispersos. Ya señalé que ese fenómeno se reitera al pasar de José Eusebio Caro a Rafael Pombo, y de Silva a Valencia. Será una ley constante en la lírica de nuestro país. Retomando el hilo de la poesía colombiana, hay que observar que del simbolismo de Silva deriva un poeta bastante desconocido pero de excelente condición lírica. Es Eduardo Castillo. Y del modernismo, de corte parnasiano, de Guillermo Valencia, se desprenden los sonetos de José Eustasio Rivera; surgen, así, dos libros de marcado interés: El árbol que canta y Tierra de promisión. Castillo, opacado por la fama de Valencia, circulaba nostálgico y bohemio en una Bogotá lluviosa, de alcohol y de droga. Vistos ahora, a la distancia, Valencia y Castillo han cambiado notoriamente. Transformados por el tiempo, la obra de Valencia se ha desvalorado en buena medida (como los frescos de Pompeya), mientras los sonetos de Castillo perduran. Aunque los versos de Castillo parecen
Eduardo Castillo (1889-1938). Del simbolismo de José Asunción Silva deriva este poeta de excelente condición lírica, evocador de la nostalgia, la ternura, la melancolía y la intimidad (Caricatura de Coriolano Leudo, "Moncrayón", 1918).
Fernando González (1895-1964), autor de cuentos, novelas y estudios biográficos, dejó numerosos ensayos, como su célebre "Viaje a pie" (1928), "que revelan, caso bien excepcional en las letras colombianas, una personalidad filosófica, fuerte y liberada de prejuicios." (Foto de Jorge Obando, hacia 1936).
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fruto de un decadentismo finisecular, un tanto pasado de moda, los indudables aciertos de sus sonetos nos siguen asombrando, como aquella mujer, apenas entrevista en los ensueños del amanecer, que fue algo como la sombra de una [sombra o un sueño recordado en otro sueño, y también la novia lejana o la mujer soñada que el poeta ha buscado incesantemente y que, quizá, se halla dispersa y difundida en todas:
José Eustasio Rivera (1888-1928), en la última foto que le fue tomada en vida, en Nueva York, y en una caricatura de Ricardo Rendón. Es el autor de "La vorágine" (1924), y también el espléndido sonetista de "Tierra de promisión" (1921).
versos nacidos de un temperamento poético, de una sensibilidad muy aguda, y de un innato sentido de la música del verso. En la otra vertiente, José Eustasio Rivera trazó, en sus sonetos de Tierra de promisión, unos vivos cuadros del trópico. Selva y llano, flora y fauna reviven en unos versos más trabajados que emocionales. Si allí falta la delicada emoción que hay en Castillo —o, antes, en Silva—, hay pinceladas que perduran en la memoria como los «raudos potros» que, al término de su carrera delirante, oyen llegar al retrasado viento. Los sonetos de Rivera constituyen un espléndido contrapunto de su novela La vorágine. La poesía colombiana presenta siempre sorpresas. Y una de las mayores es la aparición del gran poeta de Cartagena, Luis Carlos López (18831950). En pleno apogeo del modernismo, y escribiendo sonetos a la manera modernista, el «Tuerto» López permanece aislado o solitario en su actitud poética. «De mi villorrio», «Posturas difíciles» y «Por el atajo» (escritos entre 1908 y 1920) resumen lo mejor de su original poesía, que rompe con el lenguaje habitual de nuestra lírica y busca una temática muy distinta. El idioma (sin juventud la cosa está fregada / más que fregada, viejo Bode-
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gón) no tiene relación alguna con el de Silva, Pombo o Valencia. Hace poesía con elementos que, hasta ese momento, están considerados como «antipoéticos», como al hablar del cariño que le inspira Cartagena: bien puedes inspirar ese cariño que uno le tiene a sus zapatos viejos. Por primera vez, la provincia emerge en la lírica colombiana, de manera muy especial el litoral del Caribe y Cartagena misma. Con humor, con gracia inimitable, una sutil y nostálgica poesía se desprende de estos versos desencantados y burlescos. Algunos críticos, con evidente error, lo consideran el mejor poeta colombiano. Hay que situarlo en su verdadera dimensión, como un innovador original. Sus retratos del alcalde, del peluquero, del cura del pueblo, tienen una frescura y una precisión admirables. Burla y humor han entrado de lleno, con él, en el ámbito de nuestra poesía. Y también esa secreta nostalgia y esa vaga sonrisa con que subraya la situación de las solteronas que hacen decir al diablo con los brazos en cruz: ¡pobres [muchachas! El destile de los poetas es largo: Mario Carvajal, José Umaña Bernal, Juan Lozano y Lozano (justamente célebre por su hermoso soneto a la catedral de Colonia), Gregorio Castañeda Aragón, Octavio Amórtegui, Alberto Ángel Montoya (hay que rescatar su soneto «Al amor» en medio de una obra demasiado extensa y «galante»)...; muchos otros poetas también. En medio de todo ello, otra nota original: es el libro titulado Suenan timbres publicado por Luis Vidales en 1926. Con algunos toques surrealistas —fenómeno digno de ser subrayado ya, el surrealismo, de tanta trascendencia en países como México, Argentina y Perú, no echó raíces en Colombia—, la obra lírica de Vidales es no
Luis Carlos López, "El Tuerto", en una fotografía juvenil y en una caricatura de R. Gómez Reynero, 1921. "Por primera vez, la provincia emerge en la lírica colombiana, de manera muy especial el litoral del Caribe y Cartagena misma. Con humor, con gracia inimitable, una sutil y nostálgica poesía se desprende de sus versos desencantados y burlescos..."
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Luis Vidales (1904-) irrumpe en la poesía colombiana en 1926 con un libro de gran originalidad: "Suenan timbres" Con elementos surrealistas, ingenioso, picaresco, inconforme, rebelde y antiburgués, su poesía abre nuevos horizontes.
Una reunión poética en los años 30: Luis Eduardo Nieto Caballero (Lenc), la niña María Paulina Nieto, Roberto Liévano, Miguel Rasch Isla y Eduardo Castillo.
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sólo ingeniosa y picaresca, sino que, revelando una insólita personalidad, nos muestra, con frecuencia, la otra cara de la luna, y de la realidad diaria. Inconforme, rebelde, antiburgués, su lírica abre nuevos horizontes. Después de ese libro inicial, Vidales ha derivado hacia una poesía «comprometida» que, personalmente, me despierta menos interés. Dejando de lado a Jorge Zalamea Borda, más importante como prosista que como poeta, en especial por su Vida maravillosa de los libros (su Sueño de las escalinatas resulta mediocre por su retórica y su elocuencia, y por su cercanía a Saint-John Perse, al cual tradujo, por lo demás, en forma excelente), es forzoso regresar a la gran poesía. Y ésta queda nuevamente simbolizada por un nombre y unos pocos poemas estelares. Es Porfirio BarbaJacob, que renueva profundamente nuestra lírica en la década de los años treinta. Su nombre era Miguel Ángel Osorio (1883-1942). Nacido en Antioquia, en Santa Rosa de Osos, viaja incansablemente por islas y repúblicas del Caribe, buscándose, sin hallarse jamás. Finalmente, ancla en México, donde muere bohemia y pobremente, como había vivido. Por su forma y su tono, es una poesía postmodernista. Lírica autobiográfica, fresca, dolorida, punzante. Aunque en sus versos perduran huellas del modernismo de Darío y de Valencia, a los que admiraba con pasión, lo que resulta fascinante en Barba-Jacob, como en Silva y en todo gran poeta, es su acento muy personal. Es lo que, muy auténticamente, tiene que transmitir al lector. De ahí que Barba-Jacob, como Baudelaire __con el cual tiene algún parentesco lírico—, no pueda ser clasificado fácilmente. Está en una encrucijada; en él confluyen muchas voces e irradiaciones; y de él parten otros caminos. Lo único importante, en poesía, es esa voz íntima, o última, del poeta, es su ternura o su alarido inconfundible; es el secreto y recóndito mensaje de sus versos singulares. Es la confesión de una experiencia que el
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lector ya conoce. En el poema sobre el tedio, Baudelaire exclama: Tú conoces, lector, a este monstruo [exquisito, hipócrita lector, mi hermano y [semejante. Desde allí, el lector será ya siempre el semejante: así se inicia la poesía moderna; y de ahí que, compartiendo la experiencia del poeta, el lector quede estremecido con la entrecortada voz del otro, que puede llamarse Antonio Machado o Pablo Neruda; o Porfirio Barba- Jacob. Aunque los poemas de Barba son casi siempre autobiográficos, sus exégetas han fallado al tratar de fijar el alcance de sus versos haciendo el estudio de su vida errabunda, de sus viajes y drogas, de su doble erotismo: nada de ello explica o clarifica su obra. Lo esencial es su acento, lúcido o sombrío, su rebeldía, su desgarrado terror frente a la vida y a la muerte, su perplejidad ante las estrellas y ante las cosas cotidianas. Quedan en él algunas reminiscencias románticas: Entre los coros estelares oigo algo mío disonar; Porfirio Barba-Jacob (Miguel Ángel Osorio Benítez, 1883-1942), en una fotografía de 1927. Al lado, ' un autógrafo suyo incluido en "Antorchas contra el viento", compilación de sus poesías realizada por Eduardo Santa. Lo esencial en Porfirio "es su acento, lúcido o sombrío, su rebeldía, su desgarrado terror frente a la vida y a la muerte, su perplejidad ante las estrellas y las cosas cotidianas."
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Porfirio Barba-Jacob, caricatura de Lisandro Serrano.
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su retorno hacia la infancia, sus sueños y alucinaciones. Prima en él lo emotivo, sin duda. Sabía, por ello, que el significado de su poesía «hay que desentrañarlo, no en la complejidad de sus pensamientos, sino en la complejidad de sus emociones». Pero es la suya una obra muy trabajada, lograda día a día, que «resume los esfuerzos de muchos años de experiencia honda y seria sobre el dolor humano», son sus propias palabras. Así, su poesía parte de una profunda experiencia emotiva pero se transforma en una verdadera obra de arte. Un magnífico ejemplo de su poesía autobiográfica es el poema «Futuro»: Decid cuando yo muera... (y el día esté [lejano) soberbio y desdeñoso, pródigo y [turbulento, en el vital deliquio por siempre [insaciado, era una llama al viento...
En 1937, cuando Porfirio Barba-Jacob se encontraba muy enfermo en México, su amigo Juan B. Jaramillo Meza publicó en la Imprenta Departamental de Manizales "La canción de la vida profunda y otros poemas", edición que el poeta desautorizó.
El poeta se analiza en profundidad y comprende que, a pesar de su dolor y de su angustia, ha vivido tan intensamente que puede exclamar como en su «Canción innominada»: ¡Y nadie ha sido más feliz que yo! Es el trágico y vital ritornello de su poema. Sufrimiento y júbilo se entremezclan, así, en su alta poesía. Pero el poeta no puede negar ni olvidar el legado de la muerte inexorable. El final de su «Elegía de septiembre» lo expresa bellamente: He vivido con alma, con sangre, con [nervios, con músculos, y voy al olvido. En esta poesía tan vital, la presencia constante es la de la muerte. Por ello, en su muy conocida «Canción de la vida profunda», tras aludir a los cambiantes estados del alma y del corazón en el vaivén de los días (hay días en que somos tan móviles, tan móviles, hay días en que somos tan plácidos, tan
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plácidos, hay días en que somos tan lú- Pardo García habla, más bien, de sus bricos, tan lúbricos...) el poeta regresa páramos entrañables, de su secreta desa la verdad del morir: esperación. Rafael Maya pasa de La vida en la Mas hay también, oh Tierra, un día, sombra (es el título de su primer libro [un día... un día... de poemas, de 1925), con versos intien que levamos anclas para jamás mistas muy conmovedores [volver. Un día en que discurren vientos Volver a verte no era sólo un ligero y constante empeño, [ineluctables... sino anudar dentro del alma Un día en que ya nadie nos puede el hilo roto del ensueño; [retener! volver a verte era un oscuro presentimiento que tenía Similar mensaje, entre lo dionisíaco de la vida y lo patético de la muerte, de hallarte ajena, y sin embargo es el que se encuentra expresado en seguir creyendo que eras mía... otro de sus mejores poemas, la «BaVolver a verte tras la noche lada de la loca alegría». Para formarse impenetrable del abismo una cabal idea de esta creación lírica, era hallar en tus ojos una el lector tendrá que ir hacia esos teximagen vieja de mí mismo..., tos; y a muchos otros, como «Canción de la soledad», «Un hombre», «La- pasa así de sus versos primigenios a mentación de octubre»... para hallar, otros poemas de más alto vuelo, los en toda su hondura humana, la voz del gran poeta. Los Nuevos. Otros poetas. Piedra y Cielo Hay que cerrar este rápido esquema de la poesía colombiana con una alusión al grupo llamado de «Los Nuevos». Cerrarlo así un tanto arbitrariamente, en cuanto estos poetas nacen aproximadamente con el siglo XX pero la irradiación de sus poemas se prolonga más lejos, mucho más acá de 1930. Bastará esa breve alusión. Y concretándola a tres nombres principales. ¿Lo mejor de León de Greiff? La música encantada de sus versos. ¿Lo mejor de Rafael Maya? Su serena emoción, que parece la de un clásico de nuestros días. ¿Lo mejor de Germán Pardo García? El mensaje de angustia que atraviesa sus poemas. León de Greiff (1895-1976) maneja una orquesta personal, como los viejos juglares lo hacían con el laúd en el medioevo. En los poemas de Maya, como antes en los campos de Guillermo Valencia, renace en Popayán que murió casi del todo en reciente catástrofe.
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León de Greiff (1895-1976), foto tomada hacia 1918, por la época en que era contador del Banco Central y publicaba poesías en semanarios y revistas literarias con el pseudónimo de Leo Legris. ¿Lo mejor de su poesía? La música encantada de sus versos.
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León de Greiff (tercero en la segunda fila) e integrantes del grupo La Fragua, de la Universidad de Antioquia, 1912. Tres años más tarde De Greiff fundaría el famoso grupo literario de los Panidas, también en Medellín.
que aparecen en los Coros del mediodía (1928) y, luego, en su volumen titulado Después del silencio. Allí están algunos de los mejores poemas escritos en nuestro país. Baste citar su «Invitación a navegar» y «En las primeras horas». Hay que anotar que, por un extraño fenómeno, tal vez de aquellas afinidades electivas de que habló Goethe, las últimas generaciones colombianas, tanto de críticos como de poetas, experimentan cierta repulsa —más instintiva que reflexiva— frente a los poemas de Rafael Maya y de Germán Pardo García. Quizá algo falta o falla en la obra de Maya: tal vez la voz tan personal de Silva o de Barba-Jacob, la aguda sensibilidad de Pombo o la sugestiva picardía del «Tuerto» López o de De Greiff. Lo cierto es que Maya parece con frecuencia demasiado medido o ecléctico. Muchos piensan que su poesía es más susceptible de ser admirada que amada. Y ello es grave. Un mayor consenso existe respecto de la admirable creación poética de León de Greiff. Influido fuertemente por los simbolistas franceses, que son sus indiscutibles maestros, tiene la música inefable y la gracia sutil de una poesía melodiosa y alada, con notas autobiográficas y alusiones cultas, que exigen
del lector compartir o recrear el poema: Poeta soy, si es ello ser poeta. Lontano, absconto, sibilino. Dura lasca de coridón, vislumbre oscura, gota abisal de música secreta. Amor apercibida la saeta. Dolor en ristre, lanza de amargura. El espíritu absorto, en su clausura. Inmóvil, quieto, el corazón veleta. Poeta soy si ser poeta es ello. Angustia lancinante, pavor sordo. Velada melodía en contrapunto. Callado enigma tras intacto sello. Mi ensueño en fuga. Hastiado y [cejijunto. Y en mi nao fantasma único a bordo. Este soneto («Poeta soy») revela significativamente el personalísimo lenguaje y el tono lírico de León de Greiff. Pero el abanico de su poesía es muy amplio. Y, si el lector desea hacer una aproximación, así sea fugaz, a esta obra múltiple, deberá sumergirse largamente en los volúmenes del poeta antioqueño. Allí encontrará sus canciones, sus baladas, sus relatos, una inmensa riqueza poética. Todo lo vi-
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vido, lo leído, lo amado. De ahí sus constantes alusiones a su propia vida, a su aventura o su bohemia, a lo que alguna vez pensó o soñó o escribió. Ello hace de su obra un extraño laberinto. En la última instancia, la poesía de León de Greiff es una prolongada, inacabable confesión. Es también su «testamento». Es el testimonio de su vida, de su larga vida de poesía y música, sueño, cultura, vivencias. Germán Pardo García es, en mi opinión, uno de los mejores poetas colombianos. No tanto por sus cuarenta libros de versos dispares sino (como ocurre también en otros grandes poetas) por un puñado escaso de poemas emotivos, angustiados, doloridos, muy puros. Un ejemplo de síntesis poética, con el ritornello de su angustia, es el breve poema titulado «Tempestad»: En la dulce magnolia cotidiana y en el candor de su simplicidad han tocado mis dedos muchas veces la tempestad. En el agua de espíritus serenos y piedras en su limpia oscuridad, he escuchado en las tardes más [hermosas la tempestad. En el fresno que me abre sus maderas como un hombre que brinda su [bondad, al ir a reclinarme he presentido la tempestad. En los ojos de todas las criaturas, en toda pequeñez o inmensidad, ha encontrado mi alma frente a frente la tempestad. Vendrá el silencio de absolutas formas, descenderé a la múltiple unidad, y todavía escucharé en el polvo la tempestad. Muchos otros poetas merecerían un estudio cuidadoso, en especial Antonio Llanos, Aurelio Arturo y los in-
tegrantes del grupo de Piedra y Cielo, como Eduardo Carranza, Arturo Camacho Ramírez, Tomás Vargas Osorio, Carlos Martín, Jorge Rojas, Darío Samper y Gerardo Valencia; pero son poetas mucho más cercanos a nuestros días (Espejo de naufragios, el primer libro de Camacho Ramírez, es de 1935) y salen, por tanto, del marco fijado a este capítulo. Lo cierto es que los movimientos literarios (novela, cuento, ensayo, poesía...) no coinciden con los cambios políticos del país; y soy consciente de que ni empecé en 1886 ni terminé en 1930 como me lo había propuesto. Pero la literatura, como la vida, también está hecha de aproximaciones y de incertidumbres...
Rafael Maya (1898-1980), estudio fotográfico de 1919. En su poesía se debe destacar la serena emoción, "que parece la de un clásico de nuestros días."
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Literatura colombiana. 1930-1946 J. G. Cobo Borda
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n 1930, León de Greiff (18951976) publica, en Medellín, su Libro de signos, segundo mamotreto, como acostumbraba a subtitularlos, de su producción poética. En 1945, en Buenos Aires, Germán Arciniegas (1900) ve editada su Biografía del Caribe. ¿Qué ha pasado entre estas dos fechas en la literatura, latinoamericana en general y en la colombiana en particular? Un cambio que hoy nos resulta evidente pero que en aquel entonces no era fácil percibir en medio de tantas tendencias, tan diversas entre sí, y todas conviviendo en el mismo ámbito. Denuncia y protesta en el contexto latinoamericano Como el título de un libro del poeta peruano Luis Nieto aparecido en 1938: Puños en alto. Poemas de barricada y combate, la primera y más obvia es la que hace suya la denuncia anti-imperialista (United Fruit, Standard Oil, explotación minera) y el ataque a los intermediarios locales, la vieja oligarquía terrateniente, la nueva, y
ya ávida, burguesía industrial, centrándose tanto en el análisis del latifundio como en el de los emigrantes europeos, al sur del continente. En el suburbio como en las desdichas del campo. La primera imagen, en consecuencia, y quizás también la más superficial, es la de las gruesas líneas, en blanco y negro, de los grabados en madera con los cuales se ilustraban libros y revistas por aquellos tiempos. Un buen ejemplo, a nivel colombiano, lo constituyen los de Mancha de aceite (1935), la novela de César Uribe Piedrahíta (1897-1951) sobre los yacimientos petrolíferos en Venezuela. Campesinos en los puros huesos; obreros que protestan sobre un telón de fondo de fábricas y chimeneas; banqueros, de lustroso sombrero de copa y un puro entre los dientes. El garrote del Tío Sam. Esta iconografía se repitió, sin mayores variantes, por toda América. Tenía que ver, nadie lo duda ahora, con el encuentro en Washington, en 1938, de Franklin Delano Roosevelt y el perpetuamente reelegido dictador de Nicaragua, Anastasio Somoza. La lista de dictadores es extensa y abarca del Caribe al Río de la Plata:
Grabados de Gonzalo Ariza para la edición de "Mancha de aceite" (1935), novela de César Uribe Piedrahíta: iconografía de la denuncia antiimperialista.
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Jorge Artel (1909-), poeta cartagenero, exponente de la afirmación de la auténtica poesía negra con libros como "Tambores en la noche" (1940), muy en la línea preconizada por el cubano Nicolás Guillén con títulos como "Motivos del son", "Sóngoro cosongo" y "West Indies Ltd."
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ción, en 1946, de Juan Domingo Perón como presidente, no por ello dejaría de reanudarse al poco tiempo. Pero es quizás la muerte de Juan Vicente Gómez, de Venezuela, en 1935, lo que mejor sintetiza este período. La perdurabilidad de los dictadores adquiría ya caracteres legendarios. (Sobre Gómez, el colombiano Fernando González (1895-1964) escribiría un libro: Mi compadre, en 1934.) Así lo entendió muy bien Miguel Ángel Asturias, quien abrió este mismo ciclo a nivel literario con sus Leyendas de Guatemala (1930), donde la mitología maya y el surrealismo francés engendran un producto típicamente latinoamericano de alto voltaje poético, cerrándolo en 1946 con la obra que retrataba ante el mundo el personaje nuestro por excelencia: El señor presidente. Al lado de las dictaduras castrenses, que Colombia entonces no tuvo, las preocupaciones, ya sea por el indígena o por el negro, alimentan una producción literaria que bien puede suborRafael Leonidas Trujillo, en la República Dominicana, sobre el cual, en dinar la validez estética a la reivindi1953, el escritor colombiano José An- cación social, en tantos casos apenas tonio Osorio Lizarazo (1900-1964) pu- esquemática: indios y blancos, patroblicó una elogiosa semblanza, pagada nes y obreros. Las referencias canópor el propio Trujillo: La isla iluminada nicas son, en la novela, Huasipungo (1946); Maximiliano Hernández Martí- (1934), de Jorge Icaza, y El mundo es nez, en El Salvador; Jorge Ubico, en ancho y ajeno (1941), de Ciro Alegría; Guatemala; Fulgencio Batista, en y como curiosidad frustrada, El tungsCuba. Los dictadores latinoamericanos, teno (1931), del poeta peruano César apoyados en tantos casos por Estados Vallejo; y en la poesía: Motivos del Unidos, manejaron sus países como ha- son (1930), Sóngoro cosongo (1931) y ciendas y prefirieron, antes que senados West Indies Ltd. (1934), de Nicolás obsecuentes, el terror y el paternalismo Guillén. Es apenas natural, en consecomo métodos para mantener un cesa- cuencia, que escritores colombianos como Antonio García, en Colombia, rismo, en verdad, poco ilustrado. SA (1934) y en Pasado y presente del No es extraño entonces que «la era indio (1938), y Jorge Artel, en Tamde Trujillo», como él mismo quiso au- bores en la noche (1940), se adscriban, todenominarla, iniciada en 1930, coin- con carácter derivado, a estas líneas cida, en sus comienzos, con la llamada mayores. Como lo decía García, en un «década infame» en la Argentina. El artículo aparecido en la Revista de las golpe militar del teniente general José Indias, en 1941 («La novela del indio Félix Uriburu en contra del presidente y su valor social»): «Ciro Alegría está radical Hipólito Yrigoyen habría de escribiendo en novelas la sociología del inaugurar en aquel país, tan alejado Perú.» Sólo que deteniéndonos, con en apariencia de las llamadas «repú- mayor atención, en el terreno, y conblicas bananeras», una cadena inter- templándolo, en detalle, veríamos minable de golpes de cuartel que si cómo al lado de esta literatura «combien parecía suspenderse con la elec-
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prometida» en sus inflexiones ideológicas y sociológicas hay también otra que desde la vertiente ensayística reflexiona buscando una trascendencia mayor. Reflexión y trascendencia Esta segunda línea la ejemplariza el título del libro de Raúl Scalabrini Ortiz aparecido en 1930 en Buenos Aires: El hombre que está solo y espera. ¿Quién es él? El habitante de la gran ciudad. El transeúnte que en medio del acelerado desarrollo urbano busca sus raíces queriendo conocer, a fondo, esa patria, en tantos casos ajena, que tiene allí delante. Lo hará, en ocasiones, desde la lírica. En otros, y apelando a las nuevas ciencias del hombre —antropología, sociología, psicología— elabora aportes capitales para la comprensión de estos países. Enumero tres: Radiografía de la Pampa (1933), de Ezequiel Martínez Estrada, en la Argentina; Casa grande e senzala (1933), de Gilberto Freire, en el Brasil; y Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940), de Fernando Ortiz, en Cuba. Estas páginas, aún válidas, y volcadas con atención minuciosa al análisis de realidades concretas, tratan de una geografía y un mestizaje; una historia y un desarrollo; unas relaciones de producción y una filosofía, incluso. Hasta una concepción del «ser nacional» bien puede desprenderse de allí. Por las mismas fechas, Luis López de Mesa (1884-1967), entre nosotros, se preguntaba igualmente De cómo se ha formado la nación colombiana (1934), Eduardo Mallea redactaba las páginas de su Historia de una pasión argentina (1937) y Samuel Ramos trazaba el Perfil del hombre y la cultura en México (1938). Se buscaba la América profunda, la América esencial, y se trataba de rehacerla, de nuevo, a través de la educación y la cultura, la autenticidad y el deporte, los clásicos griegos o las lenguas indígenas, superando tanto el nepotismo dictatorial como las desigualdades sociales. Para ello eran útiles
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Portada de "Pasado y presente del indio", de Antonio García, con prólogo de Benjamín Carrión, publicado por Editorial Centro, de Bogotá. "Las preocupaciones, ya sea por el indígena o por el negro, alientan una producción literaria que puede subordinar la validez estética a la reivindicación social."
Una concepción del "ser nacional": Luis López de Mesa (Oleo de Inés Acevedo Biester (Academia Colombiana de Historia).
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Eduardo Castillo, caricatura de Arboleda, 1919. Frutos tardíos del modernismo con su libro "El árbol que canta", de 1928.
tanto el evolucionismo de López de Mesa como el idealismo de Mallea, como el positivismo de Ramos, como el marxismo que José Carlos Mariátegui revelaba en un libro programáticamente titulado: Defensa del marxismo (1934). Era una cultura progresista, en su reformismo democrático, que buscaba dejar atrás la devota penumbra clerical y su empecinado aislamiento del mundo moderno. Quedaba atrás la «república vieja» como se dijo en el Brasil, en 1930, cuando Getulio Vargas subió al poder. Pero quizás otros nombres expresen,
de manera más clara, tal viraje. Los de Lázaro Cárdenas, en México, nacionalizando las compañías angloholandesas y norteamericanas explotadoras de petróleo. O el de Rómulo Gallegos, el autor de Cantaclaro (1934), Canaima (1935) y Pobre negro (1937), quien en 1940 había sido candidato simbólico a la presidencia de su país, Venezuela, obteniéndola luego, efectivamente, para el período 1948-1952, y siendo derrocado en noviembre de 1948 por un golpe militar. Desterrado en Cuba, y luego en México, sólo diez años más tarde volvería a su patria. Política y exilio: dos constantes del escritor latinoamericano en ésa y en casi todas las épocas. ¿No aspiró también acaso José Vasconcelos a ser presidente de México, siendo derrotado en 1930? ¿No publicó en 1933 Alejo Carpentier su primera novela, de tema afro-cubano: ¡Ecué-Yamba-O!, teniendo que exiliarse, en París, al poco tiempo, por culpa del dictador cubano de turno? En todo caso, en el Perú, mientras Víctor Raúl Haya de la Torre promueve las consignas socialistas del APRA, reforma agraria, defensa del indio, Estado anti-imperialista, uno de los hombres que lo secunda con mayor entusiasmo, Luis Alberto Sánchez, historiador y crítico literario, publica en 1940 un libro denominado: Balance y liquidación del novecientos. Se clausuraba el modernismo entre nosotros; y sus últimos estertores decadentes. Se buscaba dejar atrás aquel movimiento que en Colombia parecía dar frutos tardíos con El árbol que canta, de Eduardo Castillo, aparecido en 1928, pero que sin embargo contribuiría aún a nutrir las obras poéticas de Porfirio Barba-Jacob (1883-1942) y de Rafael Maya (1897-1980) y a tornarse apenas decorativo y ya carente de nervio en los madrigales galantes de Alberto Ángel Montoya (1902-1970). Fin de una época y comienzo de otra: la explosión, en la década de los veinte, de las vanguardias, se había amortiguado, y sus ecos, en Colombia, salvo el único ejemplo tantas veces citado de Suenan timbres (1926),
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de Luis Vidales, no fueron oídos. Sin embargo una tercera, y por ahora última mirada, al imaginario mapa literario de América Latina que vamos esbozando, nos permitirá advertir, aquí y allá, secretas manchas de verdor que retomaban el ímpetu de la vanguardia, adensándolo. Tales manchas presagiaban el verdadero cambio. El verdadero cambio ¿Quién fue su artificie? Varios. Entre ellos, y en primer lugar, Jorge Luis Borges. En 1932 aparece en la Argentina, con el título de Discusión, una recopilación de sus ensayos: la poesía gauchesca, la Cábala, el cine, el escritor argentino y la tradición, las versiones homéricas, Whitman y Flaubert. Allí, también, un ensayo fechado en 1930 y titulado La supersticiosa ética del lector. En su página final asienta Borges esto: «La preferida equivocación de la literatura de hoy es el énfasis. Palabras definitivas, palabras que postulan sabidurías angélicas o resoluciones de una más que humana firmeza —único, nunca, siempre, todo, perfección, acabado—, son de comercio habitual de todo escritor. No piensan que decir de más una cosa es tan de inhábiles como no decirla del todo, y que la descuidada generalización e intensificación es una pobreza y que así lo siente el lector. Sus imprudencias causan una depreciación del idioma.» Concluyendo: «Ignoro si la música sabe desesperar de la música y si el mármol del mármol, pero la literatura es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido, y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin.» Por los mismos años en que una literatura honesta y animada de buenas intenciones, o patética y tremendista, o simplemente panfletaria, pretendía cambiar el mundo, Borges modificaba el ángulo de enfoque y hacía que la literatura se mirase a sí misma. Gracias a tal modificación, nuestras letras se volvieron mucho más eficaces. A la
Alberto Ángel Montoya, en 1960. Sus madrigales galantes, último reducto del modernismo, ya carente de nervio.
Luis Vidales: único ejemplo de las vanguardias con sus poemas de "Suenan timbres", publicado en 1926.
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"Los maestros", doble retrato de Baldomero Sanín Cano v Guillermo Valencia, pintado por Efraín Martínez en 1932 (Biblioteca Nacional, Bogotá).
Eduardo Caballero Calderón, su esposa Isabel Holguín y sus hijos Antonio, Beatriz, María del Carmen y Luis. Este autor, "teniendo siempre en mira la lengua de Castilla, fija su terruño boyacense con nostalgia pasatista..."
suma de protestas, quejas y llantos se oponía ahora la resta, donde imperaban tanto el humor como el pudor, el juego y la ironía, la creativa erudición. La literatura latinoamericana ya no se agotaría más en la servidumbre de la denuncia sino que se trocaba en el sueño lúcido de una prosa, y en una poe-
sía, tan despojada como tumultuosa, tan exacta como reveladora. Ahora sí la realidad era recreada de arriba abajo gracias a la imaginación. Lo confirman el Borges de Historia universal de la infamia (1935) y el Borges, ya plenamente dueño de sí, de El jardín de senderos que se bifurcan (1941) y de Ficciones (1945). El Felisberto Hernández de Por los tiempos de Clemente Collins (1942), en el Uruguay, o el ambiguo mundo, entre fantasmal y concreto, de la chilena María Luisa Bombal, en La última niebla (1935) y La amortajada (1938). También la precisa «irrealidad» científica de Adolfo Bioy Casares en su novela La invención de Morel (1940). Y el fecundo aporte, a nivel de la prosa ensayística, de autores como el colombiano Baldomero Sanín Cano (18611957), con Crítica y arte (1932), el mexicano Alfonso Reyes, con La experiencia literaria (1942), y el dominicano Pedro Henríquez Ureña en Plenitud de España (1942) y Las corrientes literarias en la América hispánica, en su edición en inglés de 1945. Sin embargo, y utilizando una expresión del historiador francés Fernand Braudel, podemos decir que también en América Latina conviven historias paralelas con velocidades distintas. En 1941, en el mismo año en que Eduardo Caballero Calderón (1910), en Colombia, publica Tipacoque, estampas de provincia, José María Arguedas, en el Perú, edita YawarFiesta y Juan Carlos Onetti, en Uruguay, edita Tierra de nadie, precedida, en 1939, por El pozo. El solitario de Onetti; y esos exiliados, no sólo de Europa, sino de toda ilusión colectiva, eran ya hombres que se miraban a sí mismos con el desapego y la morosidad típicos del existencialismo. La novela como fenomenología. La confluencia de puntos de vista, en la obra de Arguedas: costeños, serranos, mistis, indios, y su incorporación del quechua en pro de la ductilización de un lenguaje que los unifique, hace de ella un producto natural de la transculturación narrativa.
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Por su parte, Caballero Calderón, teniendo siempre en mira la lengua de Castilla, fija su terruño boyacense, y sus inconfundibles campesinos, con nostalgia pasatista: ése también era un mundo arcaico que la industrialización arrasaría. Ciudad y campo, sí, gamonales y siervos, sí, liberalismo y fascismo, sí, modernidad y anacronismo, también, pero así mismo una literatura, en todo el continente, que buscaba ir más allá de esas oposiciones binarias y en tantos casos apenas maniqueas. Si, en la década de los treinta, Arturo Uslar Pietri, con Las lanzas coloradas (1931), asume la barbarie de las guerras de Independencia, Roberto Arlt, con sus Aguafuertes porteños (1933), aparecidas antes en los diarios, hace suyo el desamparo de los proletarios, los marginados, y el nihilismo radical de los anarquistas defensores del acto gratuito, a través de un lenguaje del todo ajeno a la Academia pero en cambio pleno de vitalidad y fuerza. Los tiempos disímiles confluían en espacios comunes, buscando una nueva Independencia. A ella contribuirían la industria, la educación y
el voto democrático. Independencia que, empleando expresiones del libro de López de Mesa ya citado, nos permitiría superar la etapa de la «emotividad adolescente» e ir más allá de un arte que sólo era «un sollozo de soledad», «el gemido de un errabundo en el vacío». Donde se dio en forma más palpable este propósito de renovación literaria fue en la poesía. Allí se destacan, con claridad, las obras señeras. Altazor, de Vicente Huidobro, aparecido en 1931; las Residencia en la tierra I y II, de Pablo Neruda, aparecidas en 1933 y 1935, respectivamente; los Nocturnos, de Xavier Villaurrutia, en 1933, y su Nostalgia de la muerte, en 1938; Tala, de Gabriela Mistral, en el mismo año; y Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz, de César Vallejo, clausurando la década de 1930 a 1940. ¿Sólo ellos? No, por supuesto. También allí, comenzando, o definiéndose, las obras de Ricardo Molinari y de Enrique Molina, en la Argentina, cuyo primer libro, Las cosas y el delirio, data de 1941; Rosamel del Valle y Humberto Díaz CasanuePablo Neruda a su llegada a Bogotá, en septiembre de 1943. A su lado, Arturo Camacho Ramírez y Eduardo Carranza. "Residencia en la tierra" (1933, 1935), de Neruda, fue una de las obras señeras en el propósito de renovación de la poesía.
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Eduardo Carranza con Salvador Dalí, y en su biblioteca. Con este poeta irrumpe en la poesía el grupo de Piedra y Cielo. Obra significativa de este momento es "Canciones para iniciar una fiesta", de 1936.
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va, en Chile; Emilio Adolfo Westphalen, en el Perú —Las ínsulas extrañas es de 1931 y Abolición de la muerte, de 1935—; José Lezama Lima, en Cuba: Enemigo rumor es de 1941; Jorge Carrera Andrade, en el Ecuador; Pablo Antonio Cuadra y Carlos Martínez Rivas, en Nicaragua... Los gérmenes renovadores a los cuales no era ajeno el surrealismo habrían de tener una larga y robusta descendencia. Esta década y media que había visto el ascenso de Hitler al poder, en 1933; sentido, en carne propia, la tragedia que fue la guerra civil española, iniciada el 18 de julio de 1936 —el mismo año en que Eduardo Carranza (19131985) publica, en Colombia, sus Canciones para iniciar una fiesta—; y padecido, en todos los órdenes, las incidencias de la segunda guerra mundial, entre 1938 y 1945, es la que ahora sí podemos entrar a estudiar teniendo en cuenta este marco latinoamericano, y desde la perspectiva específica de las obras literarias colombianas de alguna significación que se editaron durante estos quince años: 1930-1946. Los años, en Colombia, de la llamada República Liberal. Caracterizados, en poesía, por los nombres de De Greiff, Porfirio Barba-Jacob (1883-1942), Rafael Maya, Aurelio Arturo (19061974) y la irrupción de Piedra y Cielo, con Eduardo Carranza a su cabeza. En el ensayo, por Sanín Cano, López de Mesa, Germán Arciniegas, Jorge Zalamea (1905-1969), Hernando Téllez (1908-1966), y en la novela, por Eduardo Zalamea (1907-1963), Uribe Piedrahíta, Osorio Lizarazo, Caballero Calderón y Fernando González, oscilante entre ella y el ensayo. No son todos, pero sí algunos de los que conviene tener en cuenta. Colombia literaria: reacción y progreso La convivencia, en el mismo lapso, de por lo menos tres generaciones: la del Centenario, la de Los Nuevos y la de Piedra y Cielo; la imagen que nos deparan las revistas literarias más des-
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tacadas de la época (Revista de las Indias [1936-1950], Pan [1935-1940]); las tensiones advertibles, entre una modernización que se desea y unos remanentes vetustos cuyo peso era todavía decisivo; la voluntad democrática, a nivel popular, que llevaba a escritores como Germán Arciniegas, después ministro de Educación en 1941, a dar con prosa ágil versiones revisadas de la historia, en general, y la de Colombia, en particular (el caso de El estudiante de la mesa redonda [1932], con todo el ímpetu juvenil de éste como transmisor de cultura y abanderado de grandes cambios; su trabajo sobre Los comuneros [1938] o su biografía de Jiménez de Quesada, revaluando el barro indígena y convirtiendo su figura, al final, en una resurrección del Quijote andariego por tierras de América), todo ello apunta hacia esa búsqueda, que la nación, y el espíritu, emprendían de «mejores aires», como lo proclamaba León de Greiff en sus poemas. De más amplios horizontes, como los que Baldomero Sanín Cano iba acotando. Colombia, a raíz de la depresión económica de 1929, padecía los vaivenes del mercado mundial e incluso en ella varias cosas se modificaban. Fijada, siempre, dentro de la órbita del Respice polum, la estrella del norte que simbolizaba a Estados Unidos, en aquel período sus contactos con el resto de América Latina se hicieron más fluidos. Lo prueban, a nivel literario, algunos ejemplos: la inclusión, en la antología Laurel, de México, en 1941, coordinada en su parte americana por Xavier Villaurrutia y Octavio Paz, de 18 poemas de Profirio Barba-Jacob, todos ellos fechados entre 1910 y 1920: «Canción de la vida profunda», 1914, «Elegía de septiembre», 1915, «Los desposados de la muerte», 1919, «Balada de la loca alegría», 1921, «Futuro», 1923. Por ello, cuando se empiezan a editar, en la década de los treinta o cuarenta, sus primeras recopilaciones poéticas (Canciones y elegías es de 1932, Rosas negras, de 1933, Canción de la vida profunda y otros poe-
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Germán Arciniegas, "transmisor de cultura y abanderado de grandes cambios"', en la época de publicación de "El estudiante de la mesa redonda" (1932).
Porfirio Barba-Jacob, el hombre con cara de caballo: sus poemas tuvieron rápida difusión en Latinoamérica.
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Germán Arciniegas, embajador de Colombia en México, hace entrega de las cenizas de Porfirio Barba-Jacob al gobernador de Antioquia, Germán Medina Ángulo, y al director de educación Ramón Jaramillo Gutiérrez, en presencia de familiares del poeta, enero 14 de 1945. La foto, tomada en el Cementerio Universal de Medellín es de Carlos E. Rodríguez.
Fernando González y Luis Enrique Osorio, en la finca "La Samaritana", fotografía publicada por "Cromos", 1942.
mas, 1937, El corazón iluminado, de 1942) se estaba reconociendo, primero fuera, la importancia de uno de los pocos auténticos «malditos» que ha tenido la literatura colombiana, y los méritos de un destacado miembro de la segunda generación modernista. Pero no sólo eso. El hecho de que Fernando González, con su «método emocional», y su vitalismo un tanto in-
coherente, centrarse su atención en Juan Vicente Gómez el tiempo suficiente para dedicarle un libro —«mezcla de ángel y de tigra parida» lo llama—, atestigua que en él, como en el Uribe Piedrahíta de Mancha de aceite, las fronteras nacionales eran imposiciones ajenas, frutos de los desmembramientos producidos por las guerras civiles posteriores a la Independencia, o de la balcanización ulterior, propiciada por el capital extranjero, y no por necesidades emanadas de la propia realidad americana, cuya unidad ya era perceptible. En este sentido el libro clave es la Biografía del Caribe (1945), de Germán Arciniegas. En él toda la historia de estos pueblos, una historia que no cesa en ningún momento, es siempre idéntica. Narrada en presente, desbordada de anécdotas, y animada por un humor leve y una fulgurante rapidez narrativa que le da ímpetu de novela, gracias a ella nos acostumbramos a tratar con naturalidad a los seres más remotos e inaccesibles. Va de Colón a Theodore Roosevelt, del siglo XVI al XX, y todo ello bajo el sol de las Antillas. Como lo dice Arciniegas, refiriéndose a una de las ciudades de este mundo: «allí cada nación arroja un nuevo grupo de colonos, cada conti-
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nente un color, cada lengua un acento, hasta hervir una de esas espumosas ollas podridas que son la gloria del puchero universal». Fernando González, por su parte, afirmaba que Suramérica era «el teatro del gran mulato», entendiendo por mulato todo individuo de sangre mezclada. Asumiendo, entonces, el mestizaje como base de nuestra cultura, Arciniegas logra darnos una visión de ese arco insular que se extiende sobre unos 4.700 kilómetros, en el cual la belleza natural y la rapiña imperialista, como en el caso del canal de Panamá, los contrastes de culturas y el sincretismo religioso y musical, forman un ininterrumpido estrépito histórico que no podía menos que sacudir la gris molicie colombiana de aquel entonces, con su bien manejada prosa de periodista viajero. En realidad todo contribuía a sacudir la modorra. El conflicto armado con el Perú, en 1932, en el mismo Putumayo de Uribe Piedrahíta, en Toá (1933); las reformas tributarias y la nueva ley de tierras, de López Pumarejo, en el 36; el fracaso del golpe militar contra él, en Pasto, en 1944; y, cómo no, la presencia de Jorge Eliécer Gaitán y las masas que lo acompañaban, a todo lo largo de estos años. Esto se reflejaría de modo muy claro en la narrativa de Osorio Lizarazo, uno de sus biógrafos, quien en 1939 publica un folleto titulado Ideas de izquierda. Liberalismo, partido revolucionario, donde critica la primera administración de López, considerando ya frustrada su Revolución en Marcha. En una república anodina e impersonal, dice, y además eminentemente conservadora, sólo ha habido un cambio de rótulo. Más certeras, en cambio, son sus novelas, aparecidas por aquellos años que parecen hacer de él la figura arquetípica del período, con todas las limitaciones que ello implica. Una, La cosecha (1935), y otra, El hombre bajo la tierra (1944), lo abren y cierran, en forma previsible, refiriéndose a la vida en las haciendas cafeteras o a la explotación de las minas, todo ello dentro del área rural.
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Pero la urbanización, tan decisiva, es lo que mejor estudia en su ciclo bogotano, que comprende, para este período: La casa de vecindad (1930), Hombres sin presente (1938) y Garabato (1939). La brevísima descripción de su contenido es ya un reflejo cabal de aquellos tiempos: En la primera, y debido a la llegada de los linotipos, un tipógrafo pierde su empleo, y acaba convertido en mendigo. En la segunda, «novela de empleados públicos», como la subtitula, Osorio logra conciliar el análisis de la incipiente burocracia con una monotonía —la monotonía bogotana— aun más intole-
Portada de "La cosecha" (1935) de José Antonio Osorio Lizarazo, publicada por el editor Arturo Zapata, M anizales, 1939. Osorio es la figura novelística arquetípica del período de la República Liberal.
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Aurelio Arturo visto por Eduardo Ramírez Villamizar a finales de los años 40. Su poema "Morada al Sur", publicado en 1942, "confirma la importancia de la poesía para representar a un país en su verdad más íntima y sin embargo más compartible."
rable que la propia mediocridad de sus pequeños seres. Y en la tercera, remontándose a principios de siglo y llegando hasta Enrique Olaya Herrera, nos da un cuadro muy amplio de un niño que sufre los rigores de la educación eclesiástica, el reacomodamiento de las clases sociales una vez terminadas las guerras civiles, y, sobre todo, de la miseria inalterable de un Bogotá sombrío, de velas de sebo, que Osorio Lizarazo buscaba despertar con sus relámpagos justicieros. Los mismos que se volverían realidad, en poco tiempo, con los incendios del 9 de abril de 1948, los cuales arrasarían con esa época.
La nueva cultura, una cultura del deporte y la radio, una cultura de la cañe, en ebullición, que ante la escasez sentida por todos —fueron años de hambre— desencadenó intensos y variados cambios sociales, obligando a la gente a abandonar su secular pasividad y participar activamente en la vida colectiva, convivía con otra, de signo contrario. Convivía, sí, pero también luchaba contra ella, en forma denodada. Con razón López de Mesa, al final de su trabajo acerca De cómo se ha formado la nación colombiana, decía: «el desorden de la cultura en que vivimos denota un período de transición», agregando: «Nuestro mundo es una fantasmagoría, el cinematógrafo lo representa ante la historia.» Muy seguramente. Pero también, ante estos avances, otros prefirieron replegarse, explorando mundos interiores y sacando a luz tesoros ancestrales. No es insólito que uno de los poemas más aplaudidos de la época sea La ciudad sumergida (1939), de Jorge Rojas, un laborioso descenso al interior de sí mismo, al mar del tiempo y la memoria, donde la búsqueda se hace mediante «un conocimiento luminoso, sin mancha de experiencia», en impecables tercetos. Pero es quizás la publicación, en 1942, del poema «Morada al Sur», de Aurelio Arturo, en la revista de la Universidad Nacional, la institución que mejor encarna la nueva cultura por aquel tiempo, donde esa inmersión confirma la importancia de la poesía, como lo había hecho ya De Greiff, para representar a un país en su verdad más íntima y sin embargo más compartible. Ya «no eran jardines», ni «atmósferas delirantes». Era una sola hoja: pequeña mancha verde, de lozanía, de [gracia, hoja sola en que vibran los vientos que [corrieron por los bellos países donde el verde es [de todos los colores, los vientos que cantaron por los países [de Colombia.
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la que daba razón de ser a una tierra y a unas gentes, alimentándose de su circunstancia, pero trascendiéndola gracias a la síntesis melódica que sus ritmos, purificados de toda nostalgia espuria, alcanzaban. Era el adiós a una naturaleza convertida en magia. En los mismos años de la preocupación hispánica de Piedra y Cielo, y los sucesivos furores gongorinos, garcialorquianos, nerudianos y miguelhernandezcos; de la asimilación de la derecha francesa por parte de Los Leopardos; o de la eficacia comunicativa, en su tarea biográfico-periodística, a la usanza norteamericana, que demostraba Arciniegas, Aurelio Arturo recordaba el hilo de un diálogo entre el poeta y su medio, que nacido, quizás, en Silva, atravesaba esa decisiva época de cambios, para mantener y renovar una tradición. Para perdurar, siendo algo original. Algo que atiende a los orígenes de nosotros mismos. El liberalismo reformista que subió al poder con Olaya Herrera, otorgando derechos a la mujer y posibilitando el acceso a la conducción del país de una clase empresarial más próxima a una burguesía moderna, suscitaría,
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por simpatía o rechazo, por afinidad o distancia, diversas propuestas literarias. Esos avances y esos retrocesos, esas pugnas y esos marginamientos, son los que ahora podemos medir mejor, a través de varios casos concretos. Literatura que en tantos casos parecía evadirse de los problemas inmediatos, la fuga desembocó, en los mejores, en obras inconfundiblemente nuestras. Otros, medularmente compenetrados con su momento, parecen más bien devorados entre la rigidez de dos fechas. Sin embargo, la auténtica literatura, que es siempre un perpetuo presente, se nutre tanto del pasado como de los imprevisibles caminos que va abriendo. Baldomero Sanín Cano, maestro benévolo La revista Patria, de Bogotá, decía en su edición correspondiente al 6 de noviembre de 1924: «Ha salido de Londres con rumbo a la República Argentina, de donde se encaminará a esta ciudad, nuestro ilustre compatriota don Baldomero Sanín Cano, quien ha estado ausente de la patria desde hace cosa de veinte años, durante los cuales Guillermo Valencia y Baldomero Sanín Cano en el estudio del pintor Efraín Martínez, en Popayán, mientras posaban para su doble retrato de 1932 (ver página 40).
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ha contribuido al brillo del nombre colombiano por su vasta erudición literaria y sus campañas de prensa al servicio de las más benévolas ideas.» Nombrado representante a la Cámara por el partido liberal, en 1933; miembro de número de la Academia de la Lengua, en 1935, y rector de la Universidad del Cauca, en 1942, el retorno de Sanín Cano a Colombia lo convierte en una figura pública. Más importantes, por cierto, son los libros que durante estos quince años edita. Son cuatro: Crítica y arte (1932); Divagaciones, filologías y apólogos literarios (1934); Ensayos (1942) y Letras colombianas (1944). Aparecidos dos en Bogotá, un tercero en Manizales y el cuarto en México, comprueban su voluntad de religarse a su tierra, brindándole el caudal de lecturas, países, idiomas, y amable sentido de las proporciones, que había ido adquiriendo en sus dilatados desplazamientos por el mundo. Periodista siempre, y «aclimatador de novedades», como fue calificado en forma despectiva, fue, en realidad, el fundador entre nosotros de la moderna crítica literaria, a partir de sus maestros Taine y Brandes. Calificado, además, de «neo-liberal», por José Carlos Mariátegui, «porque la palabra liberalismo sabe a cosa rancia, bastante desacreditada», Sanín Cano sirvió de puente para conectar a Colombia con el mundo, y lograr que el estrecho ámbito parroquial, que nos ahogaba, adquiriera unas dimensiones mucho más amplias. Era un viejo «modernista», si así puede decirse —recuérdese que nació en 1861— que en aquella década del treinta al cuarenta recogía su cosecha, sin por ello anquilosarse, con los ojos vueltos al pasado. Por el contrario: los tenía muy abiertos para reconocer, en 1936, que Tomás Carrasquilla —según su criterio, «el mejor novelista de Colombia»— no había hecho otra cosa que leer y escribir, «las ocupaciones fundamentales del hombre de las letras», y destacar, un año después, las virtudes de León de Greiff en sus Va-
riaciones alrededor de nada (1936). Hablando de De Greiff repite lo que dijo de Carrasquilla: «Toda su vida, toda su inteligencia, todos sus estudios miran a la poesía.» Entender el oficio intelectual como una tarea diaria fue, aunque parezca insólito, una de sus lecciones más fecundas. En segundo lugar, la atención que siempre prestó a las letras colombianas, ubicándolas dentro de un marco comparativo, a nivel latinoamericano y, en general, universal. No fue intolerante, en ningún momento, y su rigor, a simple vista, no resulta demasiado perceptible. Pero el tono de su prosa está allí, en los periódicos, día tras día, y luego en los libros, hasta convertir su presencia reiterada en una modificación radical de la escala de valores: hablaba de lo que sabía y conocía. Los que debían ser tomados en cuenta —Silva, Valencia, Isaacs, Carrasquilla, Luis Carlos López, Rivera, Maya, De Greiff— lo fueron, por fin, de manera tradicional y justa. Si a comienzos de siglo les descubría a los colombianos el porqué de la pintura impresionista, en los treinta, con idéntica generosidad de espíritu, y a partir del nivel intelectual que él mismo había obtenido, les demostró que formaban parte del mundo y que era necesario dicho conocimiento para que el aporte nuestro, quizás insignificante, quizás valioso, fuera posible. Hay, al final, en su prédica, una insistencia demasiado paternal, ante una grey que no parecía escucharlo, pero si bien ello lo torna digresivo, y algo errático, sus elementales mandamientos no fueron estériles. Entre el nacionalismo a ultranza y el cosmopolitismo mimético, el impulso, el cambio de una visión crítica que luego, en discípulos suyos como Hernando Téllez, (Inquietud del mundo, 1943; Luces en el bosque, 1946; Diario, 1946), habría de volverse más personal y urticante. Pero sin Sanín Cano nada de ello habría sido posible. Sereno, antidramático, jovial, en medio de hispanistas rezagados, censores eclesiásticos y maniáticos de la ortografía, él repre-
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sentó la ecuanimidad, el mundo, la alegría de leer, la sabia sonrisa. No parece mucho, visto desde hoy día, pero en su momento tal aporte fue decisivo. León de Greiff, uno y múltiple El De Greiff de aquellos años, como lo resaltaba Sanín, pasaba por su mejor momento. Publica Libro de signos (1930), Variaciones alrededor de nada (1936) y Prosas de Gaspar (1937), redactadas estas últimas entre 1918 y 1925. Inspirado y burlón, travieso y erudito, bardo y místico, da la impresión de no tomarse a sí mismo demasiado en serio y, sin embargo, está produciendo algunos de sus más significativos poemas: los «Relatos», por ejemplo. Gran lector de libros de viajes, en una de las «Favilas» recogidas en Variaciones se interroga: ¿Qué se hicieron los vagos anhelos [innocuos? ¿Mi fuga? ¿Mi evasión? ¿Mis periplos jasoneos? ¿Qué se hicieron los cálidos vinos de la [Aventura y los tesoros de mis noches estremecidas en el selvoso [asilo bolombólico? Anclado. Al pairo. En mi sitio. Dijo el Otro. El Otro, que era él mismo. Como Harald el Obscuro, todos sus viajes eran ya viajes de regreso. Había hallado el lugar y la fórmula. Su transhumancia, en el tiempo, y sus desplazamientos, en el espacio, se concentraban, ahora, en la variedad infinita de su escritura, que crecía, precisamente, ante la chatura del medio que la rodeaba. Lodo, barro, nieblas; bruma, nieblas, [brumas de turbio pelaje, de negras plumas. Y luces mediocres. Y luces mediocres.
León de Greiff cuando tenía un año de edad, fotografía tomada en Medellín por Melitón Rodríguez. Durante los años 30, De Greiff vive uno de sus mejores momentos: "Inspirado y burlón, travieso y erudito, bardo y místico, da la impresión de no tomarse a sí mismo demasiado en serio y, sin embargo, está produciendo algunos de sus más significativos poemas..."
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León de Greiff en la madurez. Sus seudónimos: Leo Legris, Guillaume de Lorges, Sergio Stepansky, Gaspar von der Nacht, Bogislao von Greiff, Matías Aldecoa, Erik Fjordson, Claudio Monteflavo, Ramón Antigua, Gunar Tremholt, Diego de Estúñiga, Proclo, El Shalde, Harols el Obscuro, Lope de Aguinaga, Miguel Zulaibar, Beremundo el Lelo, Alipio Falopio, Tantonto Bandullo, Adenagodosor el Tratajoso.
si amor no fue, / ningún otro amor seria atemperaba su salacidad jocunda: ¡Oh Rosa de los abrazos / de fulva leona en brama! / Rosa picara felina. Y esta lujuria de buena ley —«dóname tu lagar tibio y recóndito»— contribuía a vigorizar el pentagrama infinito de sus ritmos; su obsesión por convertir el poema en pura música. Sólo que la corporeidad era palpable. Admitía el sarcasmo contra ¡toda la trinca, todo el cotarro!, ¡el zafio lote! y hacía que un lenguaje añejo se desempolvara con su desparpajo de juglar extemporáneo. Parecía precipitarse en el absurdo, por culpa de sus caprichos, pero nunca caía. Erguido y robusto, sabía muy bien su origen sueco, y las fuentes que lo nutrían; de Barba-Jacob a Poe, de Verlaine y Rimbaud a Baudelaire y Laforgue, de Tristán Corbiére y Heine al Flaubert de Bouvard y Pecuchet. Sabía también hacia dónde —«se encaminaba su nave»— para emplear uno de sus topicos predilectos: hacia sí mismo. En el «Relato de Gaspar» lo dice: en orgulloso narcisismo espiritual aposente el entero ritmo de las fazañas antañonas y el palpitante ritmo de mi iluso ensoñar y también el turbulento inverecundo ritmo de mi pasión [desbordada, y el ritmo sincopado de mi definitivo [aburrimiento: en orgulloso narcisismo, Oh Risa! Contra «el grasoso potaje de la vida cotidiana» él enfila su tedio y enrumba su odio, en ningún momento dañino. Eran formas de un discurrir distraído, y en el fondo inocente, de grata charla bohemia y entre amigos. Pero esta charla, ingeniosa, viva, y animada por muchas lenguas, mucha música, y diversas literaturas, no le impedía mantener, con claridad, las distancias, lejos de Santanderes y Bolívares, como dice en el «Relato de Aldecoa». El ocioso era lúcido; y su no hacer nada, terriblemente fecundo. Incluso en la exploración de tierras vírgenes
(cómo se reiría, con tal expresión) había sido pionero, mucho antes que Uribe Piedrahíta y Zalamea Borda, en sus respectivas novelas. Él, De Greiff, también dejó la ciudad y se fue a perseguir el oro, en los ríos de Antioquia, el Nare, el Porce, con puertos soleados, tiendas de lona, gentes de aventura, alcohol y alegres damiselas, que ahora resurgen, en su memoria, como el paraíso perdido. El barco ebrio de Rimbaud, anclado en una altiplanicie —Bogotá— poblada de nubes y mugre. Era la vida en bruto; la vida sana, en fin, la que había quedado atrás y a la cual ahora el fastidio urbano va haciendo perder brillo. Pero todo un paisaje muy concreto, de ríos y quebradas, de casas de zinc y guaduas, de aguardiente y hamacas, se trueca, sin perder por ello nada de su sabroso picante, en una saga mitológica, donde venus y sirenas conviven con robustas campesinas, en algo inconfundiblemente colombiano, dentro de su peculiar mitología. Es ya Bolombolo, «región salida del mapa», tan real como imaginaria, y a la cual él puebla con sus copiosos personajes. Una multitud de alter-egos que él ha puesto en marcha, con su talento, y en plan de conquista, como señala Jorge Zalamea, para ocupar esa tierra que ya era suya mediante el idioma, la música, la ironía y el amor perceptible. Todos ellos —el pícaro truhanesco, el juglar medieval, el sentimental claudicante, el iracundo polemista—, todas estas máscaras sugieren su prodigiosa capacidad inventiva, sustentada en una férrea realidad: la fidelidad a sí mismo; a sus quimeras, invenciones y mentiras. Su máxima evasión, su mayor irrealidad, era vivir en Colombia. Entre Ofires soñados y penurias reales, De Greiff va tejiendo su vasta tela, de «cazador cazado». «Corazón desalado y espíritu burlón», «de poeta (y en el Trópico) estoy»: qué mejor definición que la suya propia. El resultado, en estos años treinta —véase el «Relato de Sergio Stepansky» o el «Relato de Guillaume de Lorges»—, es insuperable.
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yo nací en una urbe hecha de granito y de mármol con escudos de piedra tosca que unen la clave de los arcos, Conservador en política, católico en y llena de polvo y de huesos religión y clásico en poesía, Rafael como un antiguo catafalco Maya publicó, en estos años, tres volúmenes de versos: Coros del medio- («Invitación a navegar», de Coros del día (1930), Después del silencio (1935) mediodía). y Tiempo de luz (1945). Y tres de ensayos: Alabanzas del hombre y de la La cita resulta ilustrativa: confirma tierra, volumen I, 1934; volumen II, su devoción por el pasado y por ciertas 1935, y Consideraciones críticas sobre figuras literarias—Virgilio, Horacio— la literatura colombiana (1944), acaso que le ayudan a expresarlo. Así la el más personal y valioso de sus tra- poesía de Maya, en este período, manbajos, en este campo. tiene vigente su admiración por los personajes de la mitología griega —Flora, Afrodita, el joven Arcade—, Una poesía clásica o cristiana —Jesucristo como poeta en un tiempo de cambio crucificado, en uno de los poemas diaLa obra poética de Maya se destaca logados de Después del silencio—, o por su sobriedad expresiva y el afecto incluso del fantasma romántico, como inalterable hacia ciertos temas, cons- en su romance «Mujer y rosa». Pero tantes a todo lo largo de su produc- cuando trata de incluir en ella las nueción. Primero que todo, su ciudad na- vas realidades —En las abiertas calles tal, Popayán: / forjaba sus motores / o movía sus héRafael Maya (1879-1980), o la tradición conservadora
Una excursión del grupo Los Nuevos, a mediados de los años 20. Conformaban este grupo literario Rafael Maya, Alberto y Felipe Lleras Camargo, Germán Arciniegas, Eliseo Arango, León de Greiff, José Mar, Jorge Zalamea, Luis Vidales, José Umaña Bernal. Germán Pardo García, Octavio Amórtegui, Juan Lozano y Lozano, Rafael Vásquez, Alberto Ángel Montoya.
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Rafael Maya: "Conservador en política, católico en religión, clásico en poesía..."
lices / la divina mecánica («La muerte del héroe»)—, la estructura se resiente, y fracasa. Debe, como en otro de sus poemas dialogados, «Rosa mecánica», contrastar la naturaleza, en sus formas más simples, un tallo de hierba, un escarabajo azul, con una conflagración cósmica (palabra, esta última, que utiliza con frecuencia) en la cual caen mil fábricas por el suelo. Sólo así se siente insertado, de nuevo, en el mundo que le es propio: el de la tierra, en sus ciclos legendarios; el del firmamento, siempre inmutable. Igual sucede en romances como el de «Elegía de las lámparas», donde la llegada de la luz eléctrica a un pueblo le dicta amargas reflexiones. Se reza menos, y la luna, provinciana, se pierde en alegre / calle de letreros. / ¡Todo lo cambiaron / los negros inventos! Sí, el mundo de Maya no es el del ruidoso / mecánico infierno. Pero no se piense por ello que se complace en el rechazo fácil. Si bien ama las sombras todas / del antiguo tiempo, en algunos de sus mejores momentos logra una acertada fusión de formas clásicas y temas eternos, todavía válidos. Su «Invitación a navegar» es muy lograda, en tal sentido. El adiós que profiere a su tierra, y a sus propios límites, es sereno, y logra crear una vasta atmósfera en torno suyo, no diluyéndose en él, sino manteniendo vivas sus raíces. Esta estrofa es un buen ejemplo: La tibia noche de mi infancia oyó una historia de naufragios en que mi abuelo, que tenía un corazón de Ulises bárbaro, murió de viejo en una isla comiendo dátiles dorados. La utopía poética se torna palpable, y la voluntad de huida se asume en correspondencia con un sentimiento entonces muy generalizado. Lo corroboran la novela Cuatro años a bordo de mí mismo. (1934) de Eduardo Zalamea y el título, y el contenido, de un libro de poemas de José Umaña Ber-
nal: Itinerario de fuga, también de 1934. Igualmente, en «Mujer sobre el ébano», otro poema dialogado, infunde a su verso, en ocasiones demasiado lógico, un muy humano erotismo: Yo vi su desnudez ligera dorar la alcoba, como la luna un [puerto nocturno. Parecía que de sus hombros arrancaban dos llamas para iluminar [su cuerpo, y que toda ella, desde la raíz de las [vértebras hasta el nácar mínimo de las unas, participase alegremente de la energía [elástica del fuego. Pero este erotismo no se mantiene, en otros textos, ni logra volver más accesibles sus largas y a veces un tanto monótonas reflexiones filosóficas; o su titanismo, un tanto sumario. Quizás, consciente de ello, él prefiere concentrar sus esfuerzos en la flexible cárcel del soneto. Tiempo de luz, por ejemplo, es un libro que sólo contiene sonetos: 49, escritos entre 1940 y 1945. Limita así su ambición, como el que lleva igual título, a una estética, no por menor, menos reveladora. Ahora voy a lo humilde, a lo pequeño, buscando en todo la fracción divina de un amor, de un crepúsculo, de un [sueño. Y sólo así mi corazón advierte la unidad que se encuentra en toda [ruina, y el designio creador que hay en toda [muerte. Los tiempos modernos no impedían escribir poesía. Le daban, por el contrario, un extraño encanto. El de manifestar, en versos libres, su distancia de una modernidad, y un progreso, que definitivamente no le interesaban. Más aún: de repudiar una «revolución en marcha» —que, por cierto, no era la suya, y que, además, comenzaba a estancarse— apelando a. la intemporalidad clásica. Poeta culto, poeta in-
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telectual, poeta docto, estas preocupaciones se hacen más claras en sus ensayos. Una crítica justa ante una tradición precaria «Fue firme siempre sin arrogancia vana, y orgulloso, sin vanidades pueriles»: así describe Maya a José Eusebio Caro y algo de eso hay también en Maya. Continuidad y rigor, desdeña el histérico brillo de los aciertos ocasionales y elige, en cambio, la penumbra diligente. Trabaja a largo plazo. «Somos un pueblo de hombres apasionados y, por lo tanto, mudables e inconstantes», escribe en su ensayo sobre «Aspectos del romanticismo en Colombia», y luego agrega: más que apasionados somos, en realidad, «simplemente emotivos». Esto explica quizás «el país de burócratas y de eminencias pedigüeñas», como lo definió; y da pie para su aristocratismo de espíritu: los prejuicios dominantes y la voluntad sañuda y vengativa de las masas —tales son sus palabras— arra-
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sarán con cualquier jerarquía, recreándose en el espectáculo final «de una vasta e incurable mediocridad». El Ortega y Gasset de La rebelión de las masas (1929) entusiasmó a muchos latinoamericanos. Esta conciencia crítica sustentada en una ética del lenguaje le fue útil para analizar nuestra breve tradición anterior, con gran perspicacia. «Muchas de las poesías de Rafael Núñez son exposiciones prosaicas de temas científicos, escritas en renglones cortos.» «¿Qué cosa quedó de ese humanismo del siglo pasado, de ese fervor por los estudios clásicos de que fue símbolo preclaro Miguel Antonio Caro? Quedó un poco de fraseología, la afición por ciertos temas eruditos y algo que podríamos definir como la manía o prurito del greco-latinismo. En fin: un humanismo fraccionado y acomodaticio, para uso de la oratoria y el periodismo, y con todos los estigmas del ripio y del rezago.» «Pequeña, muy pequeña, en relación con su vida, su talento y su formidable ilustración, es la obra de Valencia.»
Grupo de escritores y poetas, entre los que se distingue a Arturo Camacho Ramírez, Jorge Rojas, José Umaña Bernal, Eduardo Carranza, Juan Lozano y Lozano, Felipe Lleras, Enrique Uribe White, Luis Eduardo Nieto Caballero, Rafael Maya, Hernando Turriago (Chapete).
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En 1944 se definió con estas palabras: «No me ha disgustado nunca la palabra retrógrado, ni cuando se aplica en sentido literario, ni cuando se le da significación política y religiosa. Si algo necesita apoyarse en los suelos más duros del pasado es la revolución.» He aquí el fundamento de su fe en «la continuidad lírica de Colombia». «Como todos los pueblos pobres y felices, hemos cantado mejor de lo que hemos logrado vivir. La belleza nos ha prestado auxilio siempre para suplir abundantemente lo que nos negó la menguada realidad.» Mirada al contorno En un país de nueve millones de habitantes, como el que describió muy bien la norteamericana Kathleen Romoli, en su libro Colombia (Buenos Aires, Editorial Claridad, 1944), donde sólo había 35.000 extranjeros registrados como residentes, y «en el que la clase gobernante es limitada y el 80 por ciento de la población es analfabeta», era apenas natural que los escritores buscasen perpetuar el carácter ideal de su república literaria. Como lo dijo Alberto Lleras, a la presidencia de la República se podía llegar por una escalera de alejandrinos pareados. Sólo que por aquellos años, y con buen olfato, ya percibían las modificaciones que experimentaría su hábitat. Ahora sólo les quedaban los suplementos literarios de los periódicos, y no el país, para medir sus fuerzas. Otro viajero, el boliviano Alcides Arguedas, había registrado en su libro La danza de las sombras (1934) el tiraje de los diarios, al comenzar la República Liberal, en el 30. Eran éstos: «El Tiempo, 30.000 ejemplares en edición ordinaria y hasta 50.000 los domingos; Mundo al Día, 20.000 y, los sábados, hasta 40.000; El Espectador: 15.000; El Nuevo Tiempo: 5.000; El Diario Nacional; 4.000; El Debate: 3.000. Allí, a través de ellos, y, claro está, mediante la radio, se daría la batalla por la modernización y el cambio. Pero los ensayos de Maya, releídos
hoy, resultan demasido largos para una volandera hoja de periódico. Eran, si se quiere, más profundos y más graves. No es que Maya se situase al margen de lo que estaba pasando. Por el contrario. Como director de la crónica literaria del diario El País, de Cali, impulsó, desde 1936, las primeras apariciones públicas de Piedra y Cielo y, antes, los trabajos premonitorios de Aurelio Arturo. Y, aunque breve, su participación, en 1944, como miembro del partido conservador en la Cámara de Representantes, muestra con claridad sus simpatías políticas. Pero hay algo en él que se sustrae a los afanes de la hora. Una solidez en su tarea crítica y una equilibrada frialdad en su quehacer poético, que demuestran la firme profesionalización de su tarea y el recto criterio con que siempre la puso en práctica. Sin abdicaciones y a la vez sin concesiones. Jorge Zalamea (1905-1969), la praxis de un hombre de letras En 1933, Jorge Zalamea publica su ensayo político: De Jorge Zalamea a la juventud colombiana. Era vicecónsul en Londres. Se trata de una vigorosa diatriba contra la generación del Centenario, «inconsciencia, debilidad, histrionismo y mezquindad en sus fines», tales las acusaciones, y un llamado de alerta a los miembros destacados de su generación —Los Nuevos, título de una pequeña revista literaria de la cual sólo aparecieron cinco números en 1925— previniéndolos acerca de su «adhesión entusiasta a los hombres y doctrinas» del Centenario. Los Nuevos más destacados eran los hermanos Felipe y Alberto Lleras Camargo, Maya, Arciniegas, Elíseo Arango, León de Greiff, Francisco Umaña Bernal, José Mar, Manuel García Herreros y Luis Vidales, a juzgar por la nómina de colaboradores. La carta de Zalamea es, además de un programa de gobierno, una defensa de la independencia del hombre de letras ante la política, y a la vez de su libertad de
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participar, si así lo exige su conciencia, en tareas colectivas. «Un pueblo económicamente enfermo no puede producir cultura; si ya la tenía, la pierde; si carecía de ella, jamás estuvo tan lejos de alcanzarla», dice allí Zalamea, y a su regreso a Colombia, en el año 36, habría de entregarse, con gran entusiasmo, a las tareas que en el campo cultural promovía la primera administración de López Pumarejo. En ella Zalamea se desempeña como secretario general del Ministerio de Educación y luego, por 18 meses, encargado interino del mismo, y como director de la Comisión de Cultura Aldeana. Si en el primer cargo defiende con brillante inteligencia, ante la Cámara y el Senado, la reforma educativa, en el segundo publica una muy válida monografía sociológica sobre el departamento de Nariño (1936). De 1937 a 1938 es secretario general de la Presidencia y en tal cargo elabora un estudio sobre La industria nacional (1938). El niño que había comentado libros de los decadentes franceses, en Cromos; que se había embarcado, aventurero adolescente, por tierras de América, con una compañía de teatro; y que de 1928 a 1933, precozmente maduro, viajando, entre otros países, por España, había mantenido con Federico García Lorca una estrecha amistad, según lo corroboran las hermosas cartas de este último, había puesto su vocación literaria al servicio de una causa con la cual se sentía identificado. Había conocido el poder, y las obligaciones que conlleva. Su conferencia, en mayo de 1936, en el Teatro Municipal, titulada «La cultura conservadora y la cultura del liberalismo», es una cabal muestra del debate intelectual y político, en aquellos años. A las acusaciones de «ordinariez y mental bajeza» que se le hacen al gobierno liberal, él responde con un análisis de los treinta años de hegemonía conservadora: 1900-1930. No sobra recordar que en el plano de las ideas, y de manera asaz esquemática, estos
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Jorge Zalamea: una vocación literaria al servicio de la causa liberal y de la Revolución en Marcha.
años han sido los del positivismo (1880-1900), los del espiritualismo (1900-1920) y los de planteamientos socialistas, entre 1920 y 1940, con el reconocimiento del populismo como factor importante de la escena política latinoamericana. Consecuente con esa renovación progresista, Zalamea saca sus conclusiones. ¿Cuáles son? La existencia, durante aquellos treinta años, de un proceso de mixtificación que había sustituido «la cosa concreta y viva» por la retórica; que había disimulado «la ignorancia de la geografía humana y del hecho económico», con acicalamientos de clásico o intemperancia de románticos, cuando no con «el bálsamo milagroso destilado en tierras ultramarinas por los Barres y los Daudet y los Maurras». La última alusión era transparente: se refería a esa «Acción francesa» traducida a Manizalez, que era el grupo de Los Leopardos, varios de los cuales habían colaborado en Los Nuevos, con artículos por demás dicientes. Au-
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Augusto Ramírez Moreno (1900-1974), uno de los fundadores del grupo de Los Leopardos. La polémica literaria se convertía en lucha política. Silvio Villegas (1902-1972), miembro de Los Leopardos, foto de 1923, cuando escribió su poema "Ilusionismos"
gusto Ramírez Moreno, en el N.° 1, el titulado «La orientación reaccionaria de la juventud», y Silvio Villegas, en el N.° 3, con el denomiado «Reflexiones inactuales». La polémica literaria se convertía en lucha política. A la vibrante oratoria de Los Leopardos, que había escuchado con atención las vociferaciones de Mussolini y los silencios de Franco, Zalamea oponía la pragmática construcción de escuelas, colegios y universidades. A la profesión de fe religiosa y política, en asuntos educativos, una amplia tolerancia de credos e ideas. Pero el asunto no era fácil y él mismo reconocía allí, en esa intervención, la «pesada y lenta marcha de los órganos administrativos»; y el débil e intermitente interés de las regiones por la acción del gobierno central. La modificación.del estilo y el tono de la vida nacional, que había señalado como meta de su gobierno López Pumarejo, al asumir el poder en 1934, no parecía factible lo-
grarla en tan poco tiempo, pero de todos modos la construcción de la Universidad Nacional, a lo cual Zalamea coadyuvó en forma tan eficaz, atestigua su capacidad de trabajo, en el terreno de la praxis cultural. Originados en la misma voluntad pedagógica son los tres libros que publica en un mismo año: 1941. Son ellos La vida maravillosa de los libros, viajes por las literaturas de España y Francia, que fueron, originalmente, charlas por la radio; Nueve artistas colombianos, breves textos de presentación de los pintores del momento: Pedro Nel Gómez, Ignacio Gómez Jaramillo, Gonzalo Ariza, Luis Alberto Acuña, Sergio Trujillo y el escultor Ramón Barba, entre otros; e Introducción al arte antiguo, un breviario didáctico. En estos años, la vocación de Zalamea se encaminaba más hacia la tarea pública, en sus aspectos de divulgación cultural y actualización de referencias, que hacia la elaboración de una obra. Sólo años más tarde, en el exilio argentino, redactaría su mejor obra: El gran Burundún-Burundá ha muerto (1952) y experimentaría «la consolación», deparada por sus traducciones de Saint-John Perse. Ahora, en estos años, Zalamea asumía con honestidad su identificación con un partido, el liberal, y un gobierno, el de López Pumarejo, que encarnaba, en el campo administrativo, similares propuestas renovadoras a la suya en el campo literario. Esta propuesta suya, similar a la de Sanín Cano cuando, en contra del peso de la tradición hispanizante, presentó las literaturas nórdicas a un público que las desconocía de plano, muestra también las ambigüedades y conflictos de un medio que, por pobre y precario, no permitía a verdaderos hombres de letras como eran Baldomero Sanín Cano y Jorge Zalamea el pleno despliegue de su fuerza creadora. Debían, primero, crear el espacio propicio donde su obra pudiera desarrollarse. Sólo que, por desgracia, en tal tarea secundaria consumieron buena parte de su energía y su talento.
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Ilustración para la versión discográfica de "El gran Burundún Burundá ha muerto", publicado por la emisora HJCK en la voz de su autor, Jorge Zalamea Borda. Es su mejor obra, escrita en Argentina.
Dos novelistas: César Uribe Piedrahíta y Eduardo Zalamea Borda Uribe Piedrahíta publicó dos novelas y dejó trunca una tercera: Caribe. La primera, Toá (1933), está referida a las regiones caucheras del Caquetá y el Putumayo. Exploración de un territorio y exploración de una conciencia, la primera concluye con la expulsión de los colonos colombianos, provenientes de Tolima y Antioquia, por las milicias armadas de la casa Arana. La segunda exploración, la de la conciencia, se centra en la relación amorosa entre un médico blanco y una indígena, y termina con la muerte de la mujer, en un parto, y la conversión del médico en un despojo alucinado: balbucea palabras ininteligibles en dialecto carijona y huitoto. Escrita nueve años después de La vorágine, retoma varias de sus preocupaciones: la ciudad apática, la huida hacia una selva redentora, la ferocidad de una naturaleza que se creía factible dominar y que terminaría por devorarlos. Quizás por ser Uribe Piedrahíta médico, las páginas de la obra se hallan
sostenidas por un laconismo que les veda el arrebato exaltado, ante la vegetación, ante la injusticia, ante las pasiones, y que, por el contrario, le permite ser muy sobrio en sus descripciones. Se trata de un mundo opaco, en el cual hombres y animales llegan a confundirse, reaccionando del mismo modo. El retrato es simple pero acertado. «Durante la década de los años treinta, casi se supera el vanguardismo en favor de la tradición realista que se vuelca hacia la protesta social. Es importante notar la persistencia de la postura vanguardista y particularmente que algunas novelas de protesta también adoptan la actitud vanguardista ante la invención de la realidad y la innovación técnica»: así caracteriza a esta época el crítico John J. Brushwood, en su obra La novela hispanoamericana del siglo XX (México, . 1984) y sus palabras son perfectamente aplicables a Mancha de aceite (1935), la segunda novela de Uribe Piedrahíta, anunciada, antes de su aparición, como «novela anti-imperialista». En ella el texto y los grabados de Gonzalo Ariza tienen igual impor-
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Ilustración de Alberto Arango Uribe para "Toá" (1933), de César Uribe Piedrahíta, novela sobre las explotaciones caucheras del Coquetá y Putumayo y sobre las actuaciones de la casa Arana.
Ilustración de Gonzalo Ariza para la novela "Mancha de aceite" (1935), de César Uribe Piedrahíta.
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tancia, integrando un solo bloque, compuesto, además, por cartas, documentos oficiales, y rápidos flashes informativos que nos dan una visión global de la explotación petrolera, desde el lago de Maracaibo hasta el Catatumbo. «La más vigorosa novela del petróleo en Venezuela hasta el presente», se ha dicho, y la razón reside en la capacidad de Uribe Piedrahíta para, con muy poco, decir mucho. Para mostrar la compleja red de causas y efectos que van desde el adulterio, entre un médico colombiano y la esposa del superintendente norteamericano de los pozos petroleros, hasta el dictador que desde Caracas rige todo el país, pasando por la horda de intermediarios y las previsibles tensiones entre unos y otros. Con buen oído para el lenguaje hablado, como ya lo había demostrado en Toá, la novela finaliza con el fusilamiento, por los gringos, del médico, luego de haber intentado fundar en vano un sindicato. La explosión final de un pozo, «holocausto de venganza, muerte y purificación», parece contradecir, en algo, su lograda sobriedad realista, pero estas 130 páginas de texto grabado quedan como cabal incorporación de los recursos gráficos —tipografía, márgenes, ilustraciones— a un contenido militante. Collage socialista sin héroes positivos. Si bien traza con rapidez los caracteres —prepotencia de los conquistadores yanquis, sinuosidad untuosa de los intermediarios, abyección impuesta a los naturales—, el saldo final la convierte en la novela-ejemplo de los años treinta, tanto por el contenido como por su técnica. Es como un largo afiche de protesta, en 130 páginas. El viaje a la Guajira de Eduardo Zalamea Borda Más compleja, indudablemente; más lírica, en su ambientación; más enamorada de sí misma en el análisis de una mente y un cuerpo, es Cuatro años a bordo de mí mismo (1934). Subtitulada «Diario de los cinco sen-
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tidos», ellos se abren para su protagonista en la Guajira, como los del anti-héroe de Uribe Piedrahíta se abrieron en las selvas del Putumayo. Es el viaje iniciático —las singladuras de De Greiff, el Viaje a pie (1929) de Fernando González, la invitación a navegar de Rafael Maya— llevado a cabo por todo el territorio colombiano, y por la psiquis de sus habitantes. Se trataba de descubrir un país llamado Colombia, tanto desde la novela, la poesía y el ensayo como desde la sociología o la economía. Recuérdese la monografía de Jorge Zalamea sobre Nariño; la Geografía económica de Caldas, de Antonio García. En el caso de Eduardo Zalamea, la educación sentimental, dentro de un orden constituido; y la experiencia rebelde que esta estructura les impedía tener a los jóvenes —sexo, violencia, aventura, otras tierras, la disolución en una naturaleza que era a la vez amenaza y tentación— es el motor que les impulsa. Atrás quedaba el Bogotá estrecho y frío, y «con pretensiones de urbe gigante», al cual volverían, luego
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de la crisis andariega, viéndolo tal como en realidad era: un pueblucho de casas viejas, bajas, y personas generalmente antipáticas, todas vestidas con trajes oscuros». El mismo que dibujaba De Greiff, el mismo que pintaba Osorio Lizarazo. Pero en el caso de Zalamea sus lecturas —Virginia Woolf, Aldous Huxley, Dos Passos, Caldwell, Faulkner, Proust—, con tan buen criterio glosadas en sus columnas de El Espectador, le permiten dar forma a esa vida en estado puro; a ese enceguecimiento que le produce el sol, la arena, las blancas salinas de Manaure y el resplandor del sexo en medio de una naturaleza yerma. Irracionalidad primitiva en que se mezclan los colores «fauves» de las mantas guajiras con las reverberaciones impresionistas de un horizonte hecho todo de luz. Muchachos que querían ser libres y a la vez enriquecerse, anímicamente o, de modo más práctico, mediante alguna explotación de caucho, sal u oro, en aquellas comarcas inexploradas. Cuando el protagonista de Cuatro años... retorna a la La plana mayor del grupo Piedra y Cielo: Gerardo Valencia, Arturo Camocho Ramírez, Jorge Rojas, Eduardo Carranza y Darío Samper. La foto fue tomada en "Santa Rosa", la casa del poeta Rojas en Bogotá.
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ciudad, su rechazo es tajante: «Aquí está la civilización, llena de números, de fechas, de marcas. Allí, la vida verdadera, dura y desnuda como una piedra. Allí estaban las mujeres desnudas, los hombres francos, los peligros simples y con los dientes descubiertos. Aquí está todo velado, escondido, falsificado.» El retorno lo hace con los dos libros que lo habían acompañado: Los trabajos y los días, de Hesíodo, y El viajero y su sombra, de Nietzsche. El contraste, sólo en apariencia, es notorio. Se trata, en verdad, de dos intelectuales que revelan los caracteres de su sociedad, huyendo de ella. Pero, curiosamente, a través de los libros que escriben terminarán por hallarla, retratada en sus páginas. Las dos novelas —Toá y Cuatro años a bordo de mí mismo— son el verdadero viaje. Eduardo Carranza (1913-1985). «Salvo mi corazón, todo está bien.» Si bien los primeros poemas de Aurelio Arturo, aparecidos en suplementos literarios de 1931 a 1934, constituyen el punto de ruptura en medio del largo dominio modernista, éste sólo falleció oficialmente en Colombia en 1936 con la aparición del libro inicial de Eduardo Carranza: Canciones para iniciar una fiesta, al cual habrían de seguir, dentro del período que contemplamos, otros dos: Seis elegías y un himno (1939) y Ellas, los días y las nubes (1941). Y fue quizás la personalidad beligerante de Carranza, nacido en Apiay, en los Llanos Orientales, y afirmada en su destino de poeta, la encargada de dar carta de ciudadanía a una poesía esbelta y emotiva, llena de sugerencias musicales y que tenía como elementos más propios un cielo perpetuamente azul y un coro de doncellas inmateriales, o de «doradas señoritas lánguidas», como las llamaría cuarenta años más tarde. Esta poesía, que encontraba en Garcilaso y en Gustavo Adolfo Bécquer algunos de sus paradigmas, respiraba un clima de juventud y lozanía,
regido por una gracia ágil, entre nebulosa y mágica, a través de la cual asomaba un idealizado pero perceptible paisaje tropical; y una vibrante sonoridad, surcada de juegos de palabras: ¿En que jardín del aire o terraza del [viento, entre la luz redonda del cielo [suspendida, creció tu voz de lirio moreno y la [subida agua surtió que te hace de nube el [pensamiento? Transparente en el sentimiento y artificial en la forma, había en ella, sin embargo, algo íntimo en medio de su levedad. Sin embargo, como lo dijo Jorge Zalamea en 1940: «Eduardo Carranza tiene alas para vuelos más altos y amplios que los circulares que ensaya en su clausurado jardín de niñas como alondras y jazmines como niñas.» En contra de la altisonancia predominante, Carranza opuso un adelgazamiento verbal y un acento más fino, hecho casi siempre de nostalgia: Asomada en su alma, ella sonríe detrás del aire, pensativamente. Al mismo tiempo, Carranza, amparado en Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez, iniciaba sus campañas líricas y, secundado por Bolívar, el Bolívar autoritario, el Bolívar de la constitución boliviana, sus escaramuzas políticas. En 1935, por ejemplo, conocerá a Guillermo Valencia, quien desde la aparición de Ritos (1889) había ejercido una dictadura poética, dictadura que habría de prolongarse aún por algún tiempo, y a la cual no eran ajenos el hecho de haber sido dos veces candidato frustrado a la presidencia de la República y el vivir, arisco y señorial, en una ciudad hecha a su medida, popayán, de la cual llegó a ser cantor y símbolo. Carranza, de veintidós años, quien acaudillaba un movimiento ju-
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venil de tipo nacionalista y redactaba un semanario llamado Derechas, le reprochó a Valencia el exceso de cultura en su poesía; de cautela y contención, que la tornaba fría, y recibió la respuesta que su insolencia merecía: «Amigo, en las más altas cumbres hace frío.» Años más tarde, en 1941, volvía a la carga calificando a Valencia de «retórico genial al servicio de un poeta menor», en un resonante artículo titulado «Bardolatría», en el cual esbozaba su poética: «En el lirismo lo esencial no es lo que se dice sino lo que no se dice, la dorada niebla de sugestión que esfuma los contornos del poema.» Se afiliaba así a una ilustre tradición colombiana que de José Asunción Silva a Eduardo Castillo y de éste a Aurelio Arturo ha preferido la insinuación al grito. La voz baja a la voz alta. Pero en ese entonces Carranza ya no era, como se autodefiniría en 1974, «el secreto adolescente triste» sino «el joven victorioso en su relámpago». Su relámpago fue Piedra y Cielo. Apropiándose del título de un libro de Juán Ramón Jiménez, y con el patrocinio de Jorge Rojas, mecenas del grupo, aparecieron entre septiembre y diciembre de 1939 cinco cuadernos, y el año siguiente dos, que recogían producciones del propio Rojas, Carlos Martín, Arturo Camacho Ramírez, Eduardo Carranza, Tomás Vargas Osorio, Gerardo Valencia y Darío Samper. Con los ojos fijos en la generación española del 27, que la célebre antología de Gerardo Diego, en 1932, ha-
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Arturo Camacho Ramírez en 1935, a los 25 años de edad. Es el autor "Presagio del amor", "Espejo de naufragios" y "Límites del mundo", entre otros libros de poemas.
Fotografía y firma autógrafa de Tomás Vargas Osorio (1908-1941), poeta piedracielista autor de "Un hombre sueña" "Regreso de la muerte", "Territorio amoroso" y "Travesía terrestre".
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bía puesto a circular por toda América, esta poesía aérea, delicada y suspirante, que retomaba «el imperio tan dulce como tiránico de las eternas normas poéticas», según las palabras de Jorge Zalamea, adquirió, sin embargo, en el caso de Carranza, una entonación propia. Base de su fama fueron sus sonetos, recogidos en Azul de tí (1937-1944). Allí se agrupan versos que la memoria colectiva no olvida, como aquellos de «Teresa en cuya frente el cielo empieza» o el conocido final de su «Soneto con una salvedad»: «salvo mi corazón, todo está bien», que gozaron de justa resonancia. La poesía, ha dicho Carranza, es anécdota trascendida, y en ella un neo-romántico exaltaba, dentro de la tradición clásica española, el mito del amor juvenil. La palabra melancolía, una melancolía entre enternecedora y elástica, define muy bien dicho período, en el cual mantiene la añoranza de un paraíso feliz, y perpetuamente perdido. Un paraíso de palmeras y vastos horizontes por el cual flotan, translúcidas, o saltan gimnásticas, innumerables muchachas, siempre en flor. Su lenguaje diáfano y su buen gusto le impiden caer en el riesgo sentimental, como lo ha señalado Fernando Charry Lara. Una nota de Carranza, fechada en 1943, y referida a su compañero de Piedra y Cielo, Jorge Rojas, define bien los objetivos del grupo: la vigencia de los mismos, entre 1920 y 1935, ha quedado atrás; atrás han quedado, entonces «los deleznables tópicos ultraístas, la denominada poesía social, a base de un falso sentimiento revolucionario y una reiteración internacional de lugares comunes; la utópica poesía pura con su pretencioso hermetismo». «Se buscaron de nuevo la claridad conceptual, la clásica ordenación, la métrica y los ritmos tradicionales y una prudente objetividad; se procuró —aun reaccionando contra la anécdota literaria y el poema argumental— dar a la poesía asideros mentales y sentimentales y reducir su misteriosa
fluidez, su aroma volandero, a más lógicas y obvias fórmulas expresivas.» Como él mismo lo reiteraba, «volvieron a los eternos asuntos con las eternas palabras: el amor terreno y el celeste amor, la angustia del tiempo, del espacio, de la muerte, la ausencia, la voluptuosidad, la nostalgia, la melancolía, la alegría o la pena de existir. Había pasado la tormenta, y el campo, el aire y el cielo de la poesía eran de nuevo puros, azules, cristalinos». Sólo que esa poesía primaveral, rnimética, en ocasiones, de la de Pedro Salinas, de la de Jorge Guillén, de la del propio Paul Valery, cuyo Cementerio marino tradujo Jorge Rojas en 1945, corría varios peligros. El mayor, como lo expresó, en 1944, Joaquín Pi-eros Corpas, refiriéndose a la totalidad del piedracielismo, era el comprobar cómo «la excesiva finura de las imágenes» comunicaba a los textos «una fragilidad exasperante». Lo que fue asombro, y metáforas sorpresivas, se había trocado en fórmula. A partir de allí, y utilizando el mismo arsenal metafórico, Eduardo Carranza se dedicó a cantarle, en voz alta, a la patria. Fabricó, así, una poesía pública y enumerativa, conmemorando paisajes y sobre los cuales ha caído, en forma justa, el peso del tiempo. En esa ruta, próxima al «nerudismo», lo había precedido Rojas con sus conocidos poemas «El cuerpo de la patria» y la «Parábola del nuevo mundo», dedicado este último a Cristóbal Colón y fechado en el año 1945. Autor de uno de los primeros artículos que se escribieron en Latinoamérica sobre José Antonio Primo de Rivera, el caudillo falangista; defensor, en el juicio universal, de Benito Mussolini; cantor de Cara al sol, «el himno más hermoso de amor y muerte que yo conozco», Eduardo Carranza era, mediando la década de los cuarenta, un poeta célebre quien, en cierto modo, había desplazado a Guillermo Valencia, arrebatándole su «cetro de insigne marfil». Viajaría, en 1946, a Chile, como agregado cultural, y allí, como luego, más tarde, en Espa-
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El poeta Eduardo Carranza con el escritor y académico español Camilo José Cela, durante una visita a la casa de Antonio Machado, en Segovia, 1953. En ese momento, Carranza era agregado cultural de la embajada de Colombia en Madrid.
ña, entre 1951 y 1958, su poesía experimentaría un cambio sensible. Maduraría y se enriquecería. Precisamente un poeta chileno, Pablo de Rokha, proverbial enemigo de Neruda, visitó por aquellos años, 1945-1946, a Colombia, publicando sus impresiones en un libro titulado Interpretación dialéctica de América Los cinco estilos del Pacífico (Buenos Aires, Ediciones Libertad, 1947). Miembro del partido comunista y defensor a ultranza de la Unión Soviética, Rokha se sorprende al ver cómo, durante el segundo gobierno de López Pumarejo, muchas «figuras intelectuales de la clase media, que adoptan las formas académicas de la versificación caduca», y que «arrastran aún la marca de la camisa negra del fascio», representan una tendencia innovadora. Le asombra aún más comprobar cómo «la actitud académica de Piedra y Cielo aparece como revolucionaria», y cómo la reacción hace la revolución liberal contra la reacción y apoyándose en los reaccionarios, todo lo cual, «indiscutiblemente» —según él—, «va a la demagogia». Tal era el contradictorio clima en que se desarrolló Piedra y Cielo, calificado por Rafael Gutiérrez Girardot de «Revolución en la tradición».
Sin embargo, cuarenta años más tarde, estas palabras de Danilo Cruz Vélez hacen justicia al aporte inicial de Carranza: «El primer libro de Carranza —dice— significó una ruptura con una tradición de extemporaneidad y una incorparación de la poesía colombiana a la modernidad.» ¿La razón? En Canciones para iniciar una fiesta «el poema se desliga de lo dado, y no tiene que buscar su verificación en las cosas —en los objetos exteriores, en los sentimientos, en el mundo cultural— sino en sí mismo». Autonomía de la poesía para cantar lo que su propio lenguaje le dicta y de esta manera poder recobrar, de nuevo, el mundo. Tal la contribución de Carranza y su grupo. Un aporte, como todos los de este período 1930-1946, marcado por las fecundas contradicciones de una época de cambio. Pero, como diría Borges, ¿no son acaso todas las épocas, épocas de cambio? Así, por lo menos, y en este caso concreto, lo atestigua esta literatura, debatiéndose, de continuo, entre un pasado que la constriñe y un futuro que no logra visualizar, del todo, en sus retrocesos y en sus rupturas. En su estabilidad renovadora y en sus avances, a veces no del todo perceptibles.
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Bibliografía América Latina en su literatura. Coordinación e introducción: César Fernández Moreno. México, Siglo XXI - UNESCO, 1972. Carranza por Carranza. Bogotá, Editorial La Rosa, 1984. COBO BORDA, J. G. «Notas sobre la literatura colombiana», en Colombia hoy, Bogotá, Siglo XXI, 1978. COBO BORDA, J. G. La tradición de la pobreza. Bogotá. Carlos Valencia Editores, 1980. COBO BORDA, J. G. La otra literatura latinoamericana. Bogotá, El Áncora - Procultura, 1982. CHARRY LARA, FERNANDO. «LOS poetas de Los Nuevos». En Revista Iberoamericana, Pittsburgh, N.° 128-129, julio-diciembre de 1984. CHARRY LARA, FERNANDO. «Eduardo Carranza en la poesía colombiana», estudio preliminar a la antología de Carranza: Hablar soñando, México, Fondo de Cultura Económica, 1983. GUTIÉRREZ GIRARDOT, RAFAEL, «La literatura colombiana en el siglo XX, en Manual de Historia de Colombia, vol. III, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1980. JARAMILLO URIBE, JAIME. «Las ideas políticas: gobiernos liberales». Lecturas Dominicales, El Tiempo, noviembre 21 de 1982, p. 11 (suplemento dedicado a los años treinta). ORJUELA, HÉCTOR H. Fuentes generales para el estudio de la literatura colombiana, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1968. Revista de las Indias, 1936-1950. Selección de textos. Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, Colección Autores Nacionales N.° 28, 1978.
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Literatura y pensamiento. 1946-1957 Luis Antonio Restrepo
E
n el ocaso de la República Liberal, marzo de 1946, Luis López de Mesa, ex ministro y uno de los más prestigiosos intelectuales del país, dio comienzo a un ciclo de conferencias en la Universidad Nacional. En la primera conferencia se refirió al crosopterigio, pez de aletas franjeadas, probable transición entre los vertebrados marinos y los terrestres. Dos días después, el ministro de Educación, Germán Arciniegas, recibía una comunicación firmada por monseñor Ismael Perdomo, arzobispo de Bogotá: «Tengo el honor de dirigirme a Su Señoría para manifestarle muy respetuosamente que tuve oportunidad de oír la conferencia que dictó antier el doctor Luis López de Mesa, con motivo de inaugurarse la Facultad de Filosofía de la Universidad. El señor López de Mesa sostuvo las ya anticuadas hipótesis que tratan de explicar el origen del hombre mediante un falso evolucionismo, en abierta oposición con las enseñanzas católicas sobre la materia. Como, según se ha anunciado, el conocido Profesor continuará la exposición de tales teorías, y es deber mío
velar por la integridad de la doctrina que se enseñe en cuestiones que se rocen con la Religión, desearía no verme en la penosa obligación de desautorizar las anunciadas conferencias, con detrimento del buen nombre de la Universidad Nacional. Ruego, pues, muy atentamente a S.S. se digne tomar las medidas que estime convenientes a este respecto.»
Luis López de Mesa y los "crosopterigios", caricatura de Alberto Arango Uribe alusiva a la polémica tardía surgida con la Iglesia a propósito de la teoría evolucionista en marzo de 1946.
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Monseñor Ismael Perdomo, arzobispo primado (óleo de Ignacio Salas, colección del Celam, Bogotá). El famoso incidente de las "sardinas" con el profesor López de Mesa, evidenció la prohibición por parte de la Iglesia de ensenar la teoría de la evolución, apelando para ello a la autoridad que le confería el Concordato, así como el temor del liberalismo a los eventuales efectos electorales de una polémica con la jerarquía eclesiástica.
Lopéz de Mesa suspendió inmediatamente sus conferencias. Haciendo gala de su fino humor, explicó, por medio de una carta, su decisión. En ella relata el origen de lo que él mismo denomina la «tempestad de la sardina»: un periodista había escuchado un chiste de uno de los asistentes a la conferencia y publicó un artículo donde afirmaba que el profesor López de Mesa sostenía que una lamprea o sardina había salido del mar a producir los vertebrados terrestres. Más adelante López de Mesa comenta, no sin cierta distancia aristocrática, el tumulto que había producido su conferencia: «Y aquello fue punto menos que un ataque de histeria, en que hasta sesudos varones de la comarca bailaron el "porro de la sardina" con música de Darwin y de otros más o menos he-
rejes.». Sin embargo, al final de su carta se percibe el argumento de más peso para la cancelación del ciclo de conferencias: «Un político discreto y alerta me llamó por teléfono a recordarme que había elecciones próximas y polémicas universitarias muy candentes, añadiendo en su vocabulario peculiar patético: "¿No habría modo de hacer nacer esos cochinos vertebrados en alguna otra parte?"» Sin duda, mirada de cerca, la popular historia del profesor López de Mesa y su sardina es algo más que una anécdota. En primer lugar, es un ejemplo del poder de la Iglesia católica sobre la difusión de la cultura, pues la nada jocosa comunicación oficial del arzobispo Perdomo es simplemente la prohibición de la enseñanza de la teoría de la evolución, apelando a la autoridad que le confería el Concordato de 1887. En segundo lugar, deja muy en claro el temor del liberalismo a los eventuales efectos electorales de una polémica con la jerarquía eclesiástica. No deja de ser significativo que este incidente ocurra después de dieciséis años de régimen liberal. El liberalismo, no siempre con la misma firmeza, había reivindicado la libertad de pensamiento y de cátedra, en oposición a la tradición confesional instaurada desde la época de la Regeneración. De aquella época data la consolidación de la tradicional alianza entre el partido conservador y la Iglesia. A cambio del apoyo religioso, el régimen entregó al clero el control ideológico de la educación, desde la escuela primaria hasta la universidad; hecho importante, sin duda, aunque es bueno no olvidar que todavía en las primeras décadas de este siglo la inmensa mayoría de la población estaba al margen del aparato educativo. De derecho y de hecho se ejerció una aplastante censura sobre las ideas que real o supuestamente se separaban de la ortodoxia católica. Esta situación generó una tendencia muy fuerte a la homogeneidad, que, asumida por la mayoría de la población, funcionó como un mecanismo de pre-
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sión que reemplazó, muchas veces, la acción de las autoridades civiles y eclesiásticas. La arrogancia de un clero educado en el espíritu del Syllabus (la carta del arzobispo Perdomo al ministro de Educación es un excelente ejemplo) se reforzó por el papel político de la Iglesia durante la hegemonía conservadora. El clero no sólo legitimaba espiritualmente el régimen, sino que la sucesión en la presidencia de los grandes jefes conservadores estaba, en última instancia, en manos del arzobispo primado de Colombia, y una vez tomada la decisión, las parroquias del país funcionaban como eficientísimas agencias electorales. Esta situación se prolongó por casi medio siglo y modeló profundamente la sociedad colombiana; no es pues exagerado definir la cultura de la época como una «cultura de sacristía». Ciertamente una minoría resistió, pero la mayoría se adhirió por convicción o por interés. El factor religioso fue pues un componente importante en la configuración de la fisonomía social y cultural de la Colombia moderna, pero no fue el único. Una sociedad polarizada entre la miseria y la riqueza, con una clase media inexistente en muchas regiones y débil en otras, sólo podía producir una cultura de clérigos, burócratas, generales y doctores que en sus ratos de ocio cultivaban las «bellas letras», la oratoria y la gramática. El desarrollo económico del país, en particular en la tercera década, produjo cambios relativamente importantes en la mentalidad de los sectores que sufrieron el impacto de la industrialización y el crecimiento urbano que lo acompañó. Los años veinte ven surgir el movimiento obrero y las primeras organizaciones socialistas. El partido liberal, o más precisamente un sector de él, da un viraje de sus tradicionales posiciones individualistas y antiintervencionistas, hacia políticas de contenido reformista. En el conservatismo, su ideología autoritaria y confesional fue impregnándose de
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ideas fascistas en boga en la Europa de la época. La versión española del fascismo, el falangismo, por su carácter católico y su culto al hispanismo fue naturalmente el modelo para los políticos e intelectuales conservadores. Cuando en 1934 el presidente Alfonso López Pumarejo puso en marcha sus proyectos de reformas, la oposición se le hizo en nombre de las tradiciones hispánicas y católicas del país. Ya se tratara de la ley orgánica de la Universidad, la reforma del Concordato, el proyecto de reforma agraria, el ataque apuntaba a denunciar el carácter ateo, masón y comunista del gobierno. Pero también desde el ala derecha del partido de gobierno se denunciaba la tendencia «socializante» del sector liberal que seguía a López Pumarejo. La guerra civil española (19361939), que coincidió con los años de la Revolución en Marcha, agudizó aún más los rasgos fascistas del conservatismo. Además, el compromiso de la Iglesia católica con el franquismo se reflejó en el escenario colombiano en forma bastante inquietante, pues el clero, que veía amenazados sus privilegios tradicionales, reaccionó asumiendo actitudes similares a la «cruzada» franquista. Como prueba bastaría mirar los sermones pronunciados durante el Congreso Eucarístico de Medellín, en 1936: se invita al pueblo colombiano a «entregar hasta la última gota de sangre» en defensa de los «eternos valores cristianos». Proclamar la posibilidad de desatar una guerra religiosa se volvió rutinario en los mensajes de los obispos y los sermones de los eclesiásticos. Por su parte el conservatismo suscribió entusiastamente estas incendiarias declaraciones, tan útiles para sus fines partidistas. Durante los dos gobiernos que siguieron al de la Revolución en Marcha, el de Eduardo Santos y el segundo de López Pumarejo, esta constelación ideológica pasó a estado de latencia, parcialmente al menos. El liberalismo había depuesto sus aspi-
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raciones reformistas, poco podían objetar las derechas. En 1946, el liberalismo dividido pierde las elecciones presidenciales; es, sin embargo, mayoría en el Congreso. Mariano Ospina Pérez es consciente de la necesidad de una transición para poder consolidar el poder conservador. Pero no es fácil manejar al sector acaudillado por Laureano Gómez que exige prontitud en el desmonte de los aparatos liberales y al liberalismo que pugna por pasar el cuatrenio con los menores golpes posibles, antes de recuperar la presidencia. El país se caldea y en los campos y pueblos comienza la Violencia. Jorge Eliécer Gaitán, dirigente indiscutido del partido, hace vibrar a grandes masas populares con su oratoria vindicativa de tipo populista, que al mismo tiempo genera miedo en las clases altas. Su asesinato el 9 de abril de 1948 desata un levantamiento espontáneo en muchos lugares del país, pero en Bogotá tiene efectos arrasadores. El intento de rehacer el gobierno de Unión Nacional tiene resultados melancólicos y el cierre del Congreso por orden del ejecutivo, en 1949, pone fin al entendimiento, así fuera mínimo, entre los partidos tradicionales. El 9 de abril reabre el debate sobre la cultura colombiana. Tanto la Iglesia como el conservatismo sindicaron a las reformas educativas llevadas a cabo por la Revolución en Marcha y más inmediatamente a la intelectualidad de la izquierda liberal. El Siglo, el 27 de noviembre de 1948, con ejemplar nitidez, establece el vínculo de causalidad entre liberalismo y 9 de abril: «Pero el señor ministro dirá que eso fue un abuso, que no fueron los liberales, sino los comunistas, los autores del 9 de abril. Convengamos con ello. Pero pregunto a Su Señoría: ¿qué partido hizo posible la implantación del comunismo entre nosotros? Cuál . de los dos partidos pagó, con dineros de la nación, al tenebroso comunista Lombardo Toledano, para que viniera a presidir los congresos sindicales? ¿Cuál de los dos partidos abrió las
puertas de la nación a la emigración roja española? El partido liberal no se puede lavar las manos de las atrocidades del 9 de abril, porque él proclamó la Revolución en Marcha, cuyo desfile destructor, sacrilego y criminal es una fecha que cubrió de luto y de vergüenza a la patria.» La Universidad Nacional y la Escuela Normal Superior fueron repetidamente señaladas como los focos de donde habían salido las ideas materialistas y ateas que, a través del magisterio y otros medios de difusión, habían infectado a parte del pueblo colombiano. Ya desde los días siguientes al levantamiento se eleva la inquietante consigna de que se trata de «una lucha de la civilización cristiana contra la barbarie». En 1950 asume la presidencia Laureano Gómez, cuyas posiciones fascistas eran de todos conocidas. El liberalismo había ordenado la abstención en las elecciones por falta de garantías mínimas. El país entraba de lleno en una virtual guerra civil, que por eufemismo se ha llamado la «Violencia». Gómez planteó abiertamente la recristianización del país como la meta suprema de su gobierno; a la lucha política se le daba pues la significación de una cruzada religiosa. La Iglesia lo acompañó en la tarea, aunque no siempre la jerarquía eclesiástica se expresó con la beligerancia fanática de Miguel Ángel Builes, obispo de Santa Rosa de Osos. Se inicia un doble proceso de purificación: en la burocracia, de elementos liberales (cosa normal en las costumbres políticas de la época) y purificación ideológica del país; esta combinación resultó nefasta porque potencializó al máximo el sectarismo tradicional. En el terreno de los aparatos transmisores de cultura, la actitud de intolerancia se puso de manifiesto abiertamente. La Universidad Nacional fue el primer blanco. Era uno de los símbolos de la Revolución en Marcha. A través de ella se habían introducido las ciencias sociales: sociología, econo-
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mía, antropología, antes desconocidas en el país como disciplinas académicas. Desde ella se intentaron poner las bases para el desarrollo de una filosofía diferente al escolasticismo tomista dominante hasta 1936. Ya el 3 de febrero de 1948, El Siglo exigía la educación confesional: «El fin principal de la educación, si es que se quiere conjurar el total eclipse de la justicia en el mundo, tiene que ser el inculcar en la juventud la noción y la práctica de los principios morales; la moral, por otra parte, debe descansar como sobre insustituibles fundamentos sobre postulados religiosos; la conciencia no puede tener otro respaldo distinto de los eternos valores del espíritu. De sobra sabemos el ruidoso fracaso de las morales inmanentes y racionalistas de tipo kantiano: inútil recordar cuán perjudiciales, cuán maléficos son los resultados de la moral utilitaria. Consiguientemente —aprendemos a decirlo sin miedo—, la educación debe ser confesional.» Al día siguiente, desde El Tiempo, se defendía la libertad de cátedra, aunque el sector santista siempre se había sentido algo incómodo con la promoción de las ideas marxistas que la libertad de cátedra permitía hacer en la Universidad. La lucha por el control de la Universidad Nacional termina una vez se ha posesionado Laureano Gómez. Se liquida la ley orgánica y se realiza la aspiración de años: la Universidad es confesional en consonancia con el Concordato. No sólo el «veneno latente del marxismo» fue erradicado; el Instituto de Filosofía de la Universidad Nacional cayó bajo la inquisidora mirada de El Siglo. No se trataba del marxismo, en este caso, sino de otra «ideología foránea» que usurpaba el puesto de la filosofía perenne. El 12 de septiembre de 1950, El Siglo denuncia: «... que un estrecho e intransigente grupo de secuaces de Heidegger y Kierkegaard se va adueñando del Instituto de Filosofía y que el tomismo ha sido barrido como si fuera una detestable alimaña».
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Pero ya en julio de 1948, en un artículo de la revista de la Universidad Nacional, se había colocado el Instituto de Psicología Aplicada de dicha Universidad bajo el patronato del padre Balmes, pues según el autor del artículo: «Designio providencial el que esta primera actuación pública (del Instituto) haya podido vincularse al recuerdo de Balmes en la fecha del primer centenario de su prematura muerte.» Se procedió a arreglar cuentas con otro de los símbolos del liberalismo: la Escuela Normal Superior. Los cargos eran graves. Según El Siglo, José Francisco Socarrás, rector de la Normal Superior, «causó a la educación en Colombia el más abominable de los males: escoger alrededor de 500 licenciadas incrédulas, indigestas con la filosofía de Marx y de Kant, con la sicología de Freud, las cuales se adueñaron de nuestros colegios y de los cargos directores en el magisterio y en la dirección de la educación, llevando adelante la obra satánica de educar sin Dios y de corromper nuestra niñez y juventud dándoles en forma cruda y descarnada una información freudiana sobre las operaciones más sagradas de la vida animal humana». Este expediente contra la Normal Superior es del 16 de enero de 1948; tres años después, en el gobierno de Laureano Gómez, el ministro de Educación Rafael Azula Barrera dividió la institución en dos secciones, una masculina en Tunja y otra femenina en Bogotá, nombrando los respectivos rectores de extrema derecha. De esta manera, tanto el peligro ideológico como el sexual quedaron conjurados. En ese año le tocó el turno a la Revista de las Indias. En el número 117 de marzo de 1951, una lacónica nota anunciaba que por disposición del ministro de Educación, Rafael Azula Barrera, la revista dejaba de aparecer y en su reemplazo se fundaba la revista Bolívar, que sería dirigida por el poeta Rafael Maya. En verdad, se trataba de un acto simbólico: hacer desaparecer el nombre,
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Germán Arciniegas, director de la "Revista de las Indias", durante su segunda etapa, en el gobierno de Eduardo Santos.
El pintor Ignacio Gómez Jaramillo, colaborador de "Revista de las Indias".
Gerardo Molina, otro importante colaborador de "Revista de las Indias".
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internamente asociado a la Revolución en Marcha; pues la revista Bolívar no se diferencia en lo fundamental de la hacía tiempos conservatizada. Revista de las Indias La historia de esta publicación es bastante significativa. Había sido fundada en julio de 1936, como órgano del Ministerio de Educación, con la explícita función de divulgar las realizaciones que en el terreno de la educación y la cultura llevaba a cabo el gobierno de la Revolución en Marcha. Los nueve números publicados desde su fundación hasta comienzos de 1938 permiten captar los objetivos educativos y culturales de la Revolución en Marcha. El primer número difunde el homenaje a Tomás Carrasquilla con motivo de la entrega que se le hizo del premio José María Vergara y Vergara. En el número 2 aparece «Arte Quimbaya» de César Uribe Piedrahíta, excelentemente ilustrado con dibujos del autor. Recuérdese que Uribe Piedrahíta había traducido, en colaboración con el profesor Hermann Walde-Waldegg, el libro de K. Th. Preuss Arte monumental prehistórico, sobre San Agustín. También en este número aparecen ilustraciones y fotografías sobre los recientes descubrimientos de los hipogeos de Inzá. En el número 5 se publicó «Máscara de oro de Inzá» de José Pérez de Barradas, y en el 7 «Investigaciones arqueológicas de Tierra Adentro» de Gregorio Hernández de Alba. Vale la pena anotar que este interés por las culturas indígenas precolombinas fue característico de un sector de la intelectualidad liberal influenciada por la Revolución mexicana, las ideas del aprismo y la interpretación del marxismo de José Carlos Mariátegui. La revista dedicó su número a la reestructuración de la Universidad Nacional; se hace un informe muy completo sobre la departamentalización y las nuevas áreas académicas como sociología, psicología, filosofía, geografía e historia. Se anuncia la incorporación del Instituto
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Agrícola de Medellín a la Universidad y el proyecto de incorporación de la Escuela Nacional de Minas. También en el número 8 se publica el «Plan para una escuela modelo» de Fritz Karsen. Colaboran en la revista Gerardo Molina, Antonio García, Germán Arciniegas, Gonzalo París Lozano, Ignacio Gómez Jaramillo, Gonzalo Ariza, Gerhard Mazur, León de Greiff, Aurelio Arturo, Luis Vidales y Eduardo Carranza. Pero esta excelente revista fue parcialmente afectada por la célebre «pausa» liberal personificada por Eduardo Santos. A fines de 1938, comienza una segunda época de la revista; se argumenta que la función que venía cumpliendo la revista como órgano de difusión de la cultura colombiana la llenan muy bien la revista Javeriana, la del Rosario y la revista Pan. Debe, pues, la Revista de las Indias convertirse en una revista americana que será dirigida por Germán Arciniegas. La Revista de las Indias deja de ser el portavoz de un proyecto político cultural estatal, lo que al fin de cuentas es muy lógico, pues el liberalismo ya no tenía ninguno para ese entonces. De todas maneras, la revista continuó su labor como revista de la cultura general. Las realizaciones de la «recristianización» del país deben ser colocadas en un contexto más amplio. La censura de prensa afectó a las publicaciones periódicas de oposición. Así fue como Crítica, quincenario político cultural dirigido por Jorge Zalamea, tuvo que cerrar en 1950 bloqueado por la censura previa. Crítica publicaba traducciones de grandes autores contemporáneos europeos y norteamericanos, comentarios sobre música clásica y crítica de las artes plásticas, nacionales y extranjeras. En su corta existencia hizo mucho por romper las tradicionales murallas del provincialismo cultural. La persecución se generalizó por todo el país. El caso de la Casa de la Cultura de Medellín es un buen ejem-
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León de Greiff y Carlos Castro Saavedra.
Jorge Zalamea, director del quincenario político "Crítica", que hubo de cerrar en 1950, bloqueado por la censura (En la fotografía. Zalamea firma autógrafos en una feria del libro de los años 60).
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El novelista Manuel Mejía Vallejo, uno de los fundadores de la Casa de la Cultura, de Medellín, en 1947, cuyo más importante programa fue la creación de bibliotecas en los barrios de la ciudad. El proyecto fue perseguido.
En la Biblioteca Santander, de la Casa de la Cultura, en Medellín, algunos de sus principales promotores: César Rincón Noreña, Manuel Mejía Vallejo, el escultor José Horacio Betancur; atrás: Carlos Castro Saavedra, Balmore Alvarez, Luis Marte! y Alberto Aguirre (fotografía de Carlos E. Rodríguez, mayo de 1948).
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promovía música y talleres de artes plásticas, pero su trabajo más importante fue un programa de bibliotecas culturales en los barrios; fue este trabajo el que desató la acusación de «peligrosos comunistas», por parte de los diarios conservadores de la ciudad, La Defensa y El Colombiano. La institución fue desmontada y sus miembros hostigados y expulsados de sus trabajos. La lucha contra el «basilisco», ese monstruo con miembros liberales y masónicos y una diminuta cabeza comunista, se adelantaba cuidadosamente en todo el país. En Medellín, un alcalde concibió la idea de destruir los frescos que Pedro Nel Gómez había pintado en el Palacio Municipal. Argumentaba que los desnudos de la obra eran «obscenos», un insulto a la moral tradicional de los plo. De carácter privado, sin patri- antioqueños; afortunadamente, se llemonio oficial, había sido fundada en gó a una transacción y los frescos se 1947 por un grupo de intelectuales. Su conservaron pero cubiertos con cortijunta directiva estaba conformada por nas. Inmediatamente viene a la meManuel Mejía Vallejo, Fernando moria el escándalo que se desató en González, Pedro Nel Gómez y Alber- Medellín a raíz de los desnudos exto Aguirre. Entre otros colaboraban puestos por Débora Arango en 1939. activamente José Horacio Betancur, La Defensa los declaró apenas dignos Jorge Artel, Arturo Echeverri Mejía y de las «casas de venus». La prensa liLuis Martel. La Casa de la Cultura beral salió a la defensa de la discípula
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de Pedro Nel Gómez y el escándalo tuvo proyecciones nacionales, pues Jorge Eliécer Gaitán, ministro de Educación, la invitó a exponer en el Teatro Colón. El senador Laureano Gómez, en un debate contra el gobierno, citaba entre otras pruebas del irrespeto del régimen liberal a los principios patrios, las exposiciones pictóricas de índole pornográfica en el Teatro Colón. En Pamplona, una publicación católica les recordaba a los niños y jóvenes hijos de liberales que a los padres se les debía imitar, pero sólo en sus virtudes y no en sus vicios. Aunque se podrían multiplicar indefinidamente los ejemplos de la intolerancia y fanatismo de los agentes oficiales y oficiosos de esa «recristianización», que también afectó a la minoría protestante, difícilmente se daría cuenta de la situación del país en esos trágicos años. La cultura colombiana no había tenido, preciso es decirlo, ningún desarrollo espectacular en el período anterior al 9 de abril, pero de todas maneras el impulso de la Revolución en Marcha, por lo menos había sacudido a un sector de la intelectualidad y lo había hecho más sensible a los problemas sociales del país. Ahora, dada la ideología del régimen conservador, todo esto era reprimido y, con el pretexto de la defensa de las tradiciones hispánicas y católicas, se volvía en muchos aspectos a los valores culturales dominantes en los años de la hegemonía conservadora. José Antonio Osorio Lizarazo publicó, en 1952, su novela El día del odio, cuyo tema es la vida de una humilde mujer del pueblo, enmarcada en una descripción de los barrios pobres de Bogotá y el estallido del 9 de abril. Hernando Téllez dice sobre esta novela: «Osorio ha hecho la conquista literaria de Bogotá, para la novela. De un Bogotá latente y dantesco que ciñe y pone cerco con su cinturón de miseria y dolor a la otra ciudad, la vanidosa y confiada ciudad donde viven los poderosos y los soberbios.» Téllez no ocultaba los defectos de la obra, en
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Tomás Carrasquilla, Antonio José Restrepo, León de Greiff (sentados) y Otto Morales Benítez, José Eustasio Rivera, Fernando González, Gabriel García Márquez y Juan Zuleta Ferrer, mural de Pedro Nel Gómez en la Biblioteca Pública Piloto, Medellín, 1980.
Pedro Nel Gómez en plena ejecución de uno de sus murales, en 1961. Al final de los años 40, los frescos que el pintor había realizado en el Palacio Municipal de Medellín fueron cubiertos por orden de un alcalde conservador.
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Portada de "El Cristo de espaldas" de Eduardo Caballero Calderón, 1952.
Novelistas de la Violencia: José Antonio Osorio Lizarazo, autor de "El día del odio" (1952) y Daniel Caicedo, autor de "Viento seco" (1953).
particular el alegato sociológico, pero resaltó la capacidad del autor para enfrentar la complacencia y la comodidad intelectuales. Veinte años después de la publicación de El día del odio, Ernesto Volkening, en un ensayo para la revista Eco titulado «Literatura y gran ciudad», se refiere a la volcánica erupción de El día del odio, en la cual «alternan pasajes de enorme pujanza, de ferocidad terrible, con otros insoportablemente melodramáticos». También de 1952 es El Cristo de espaldas de Eduardo Caballero Calderón, una de las primeras novelas sobre el tema de la Violencia. Aunque hay en ella un manejo literario correcto, pues el autor es un profesional de la
escritura, no es convincente la concepción que del fenómeno social se hace en ella; de ninguna manera se le exige al autor, ni en éste ni en ningún caso, un manejo sociológico, psicológico o histórico de tipo extraliterario, sino la capacidad de iluminar, por los medios estéticos, una parcela de la realidad. Pero Caballero Calderón, más que iluminar, idealiza y simplifica. En 1953 aparece Viento seco, de Daniel Caicedo. En esta obra, por el contrario, se trata de mostrar en toda su fuerza la masacre que castigaba al país. Pero el autor, con gran torpeza literaria, acumula desgracias y desgracias —que podrían ser fundadas en documentación de archivo—, sin por eso
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lograr producir una obra de literatura, ni develar el sentido vital e histórico del drama. A pesar de todos sus esfuerzos, el prologuista de la obra, Antonio García, no logra convencer a nadie de que con buenos propósitos, bastante nebulosos, por lo demás, y sin conocimiento del oficio, que para García es algo secundario frente al «compromiso», Viento seco sea una verdadera novela. No fueron pocos los que ilusamente creyeron que el «tema» de la Violencia, con toda su carga de dramatismo, les iba a permitir escribir una novela, a pesar de la falta de talento y el desconocimiento del oficio, como si la clave del trabajo literario estuviera en el tema: los resultados fueron desastrosos. Fue necesario esperar a que García Márquez transformara la Violencia en objeto literario con su El coronel no tiene quien le escriba. Alfonso López publicó en 1953 Los Elegidos, una interesante novela sobre la clase dominante colombiana en la época de la guerra. López Michelsen logra una obra escrita en un lenguaje escueto, sin barroquismos o prosa seudopoética, cosas tan corrientes en la literatura de la época. La obra plantea una excelente relación con la temática urbana así como con el manejo de la «interioridad». El Gran Burundún-Burundá ha muerto, de Jorge Zalamea (19051969), publicada en Buenos Aires en 1952, es la obra representativa de esta sombría época de la historia del país. Escrita durante el «voluntario y melancólico exilio» del autor en Argentina es, según lo dice el mismo Zalamea en carta a Germán Arciniegas, «una forma híbrida de relato, poema y panfleto», mediante la cual trata de restablecer el contacto entre el escritor y el pueblo, obra que más que ser leída «debe ser recitada ante las masas a las cuales se dirige». En la misma carta, Zalamea señala que El Gran Burundún-Burundá ha muerto «es como un eco de las quejas y el llanto de los pueblos colombianos», pero al mismo tiempo pretende alcanzar la universalidad. Zalamea se pregunta si
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lo ha logrado. La respuesta a su pregunta la ha dado el tiempo. La obra, como toda verdadera obra de arte, logra la síntesis de lo particular y lo universal. Jorge Zalamea es con León de Greiff el prototipo del intelectual altamente calificado, con una visión sólidamente universal y al mismo tiempo profundamente comprometido con la sociedad en que vive. En 1946 inició sus traducciones de Saint-John Perse, Elogios, Lluvias, Nieves, Exilio, Anábasis. En octubre de 1949, «bajo el terror de la época», había publicado, en su quincenario, Crítica, «La metamorfosis de Su Excelencia»,
Parlada de "El coronel no tiene quien le escriba", de Gabriel García Márquez, edición de Alberto Aguirre, Medellín, 1961. La aparición de este libro, significó la transformación de la Violencia en verdadero objeto literario.
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Portada del primer libro publicado por Gabriel García Márquez, "La hojarasca" (1955), con diseño de la pintora cartagenera Cecilia Porras. Escrita cuatro años antes, esta obra "muestra la guerra de un escritor serio que trabaja para asimilar las técnicas de la novela moderna y que al mismo tiempo tiene la capacidad innata de la evocación poética."
Durante el primer Festival del Libro, en Bogotá, una entrevista de Alberto Zalamea, director de "Semana", con Eduardo Caballero Calderón y Manuel Scorza, agosto de 1959.
magnífico relato sobre el poder, germen de El Gran Burundún. En ese mismo año aparece Minerva en la rueca, recopilación de ensayos literarios. En 1955 aparece La hojarasca, de Gabriel García Márquez. Esta obra contrasta con todas las demás que se escriben en este período, bastante pobre por cierto. No es una revolución en la novela colombiana, pero sí marca una distancia muy nítida con el conservadurismo de Eduardo Caballero Calderón, que había escrito un año antes Siervo sin tierra, con la inconsistencia de un Osorio Lizarazo. ¿Qué decir, pues, del producto medio que seguía moviéndose entre el costumbrismo y la cursilería? La hojarasca muestra la guerra de un escritor serio, que trabaja para asimilar las técnicas de la novela moderna y que al mismo tiempo tiene la capacidad innata de la evocación poética. Hernando Téllez (1908-1961) fue, después de Baldomero Sanín Cano, el más lúcido de los críticos colombianos. El autor de Literatura y sociedad escribió un ensayo en 1951, titulado ¿Pero hay tradición humanística?, donde hace la vivisección del humanismo colombiano. En un pasaje de dicho ensayo, Téllez dice: «¿Se puede admitir como real una tradición humanística de la cultura colombiana,
paralela a esa tradición de analfabetismo, de miseria económica y desajuste político en que ha vivido el pueblo? He ahí una grave cuestión que, en mi sentir, anula la ilusión del humanismo colombiano en el sentido social ya indicado, puesto que demuestra cómo la cultura en Colombia no se ha beneficiado, no ha podido beneficiarse con el mensaje de sus humanistas, cuya obra sigue siendo desconocida o enigmática para ese pueblo. Antes, pues, de que la cultura colombiana tenga una dimensión humanística propiamente dicha, correrá mucha agua y, lo que es peor, mucha sangre, bajo los puentes de la historia, según puede colegirse de los signos del zodíaco social.» Quien escribía estas palabras había sabido sacar las consecuencias del 9 de abril y de la represión generalizada —y de la respuesta desesperada a esta represión— que se ha llamado la Violencia. Pero, desgraciadamente, muy pocos intelectuales estuvieron a la altura de las circunstancias históricas. Desde la óptica conservadora, ya se lo vio más atrás, se insistió en achacar la responsabilidad de lo que estaba ocurriendo en el país a la «nefasta influencia» del liberalismo; directamente, a veces, o indirectamente, en cuanto cómplice del materialismo ateo co-
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Baldomero Sanín Cano, ya octogenario, "sin duda el hombre que más hizo por despertar la cultura del largo sueño en que la sumieron la Regeneración y la hegemonía conservadora." (Fotografía tomada en la casa de Guillermo Valencia, en Popayán).
munista. En el sector liberal, frecuentemente se desvió el análisis de las causas de la Violencia, de buena o de mala fe, esto poco importa, a peregrinas argumentaciones sobre la ignorancia del pueblo colombiano, cuando no se llegó hasta apelar a sospechosas teorías, por decir lo menos, sobre el ancestro indígena, pero sin atreverse a plantear el problema de las condiciones sociales y económicas. El prestigioso ensayista Germán Arciniegas publicó en 1952, en el exterior, pues en Colombia era imposible, Entre la libertad y el miedo. Es una denuncia de las dictaduras latinoamericanas, incluyendo la virtual
dictadura de Laureano Gómez. Es un libro bien documentado, pero adolece de dos fallas que están íntimamente ligadas. En primer lugar, la concepción política de Arciniegas se mantiene rígidamente enmarcada en una idea formalista de la democracia, y, en segundo lugar, este libro, como todos los demás del autor, está dominado por esa peculiar manera de abocar el trabajo histórico que consiste en la simplificación sistemática en aras de un efecto literario, muy exitoso, por cierto, pero más que discutible. En 1949 el ya octogenario Baldomcro Sanín, sin duda el hombre que más hizo por despertar la cultura co-
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León de Greiff: durante seis décadas su presencia en la poesía colombiana es absolutamente única y original. La musicalidad, la recreación del lenguaje, la identidad de sonido y sentido y su relación intensa y crítica con la vida caracterizan su obra.
lombiana del largo sueño en que la su- Era la Poesía como la luz del viento mieron la regeneración y la hegemo- cuando discurre —sordo—, cuando [divaga —ciega—. nía conservadora, publica De mi vida y otras vidas, y en 1955, dos años antes Símbolo puro del infinito dentro del [momento de su muerte a los noventa y seis años, sale, editado por Losada, su último li- y de lo efímero que dura y que perdura bro: El humanismo y el progreso del [y que se va y que nunca llega. hombre. León de Greiff (1895-1976) empieza a publicar sus poemas en la Era la Poesía como campo reseco tras revista Partida, editada en Medellín en [la siega, 1915. Su presencia en las letras colom- como el océano después de la borrasca, bianas es, desde ese momento, un he[híspido y lento. cho único. El carácter verdaderamen- Igual a la hembra poseída, saciada te musical de su poética, es decir, la [—Ípsilon, Gama, Omega— identidad de sonido y sentido; su tenaz y al hombre pensieroso, trascendental, trabajo de recreación del lenguaje, o [hierático, virulento. sea, su capacidad para rescatar la palabra de su desgaste cotidiano, y, fi- La Poesía es cosa de pasmo y sortilegio nalmente, su relación intensa y crítica [y maravilla; con la vida hacen de él un poeta difí- fácil tonada que la discanta el cilmente accesible al lector común y al [caramillo; intelectual medio, educados en la grandilocuencia y sensiblería de la aria aérea en la cálida voz sexual de la poética dominante. En este período [contralto. aparecen Fárrago, quinto mamotreto Todo el dolor inmerso en la congoja; (1954); Velero paradójico y Bárbara [toda la euforia. Apenas brilla charanga (1957). lumbrada ocasional si zozobrante: [estride sólo el grillo... En Fárrago, quinto mamotreto, León de Greiff da una definición de La Poesía cosa es cimera tallada en [corazón si de cenizas de basalto. poesía, bella y profunda:
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Sin embargo, León de Greiff no representa la orientación de la poesía en los años cuarenta y cincuenta, pues son los «piedracielistas», en particular Eduardo Carranza, quienes inspiran a los jóvenes poetas. Los poetas de Piedra y Cielo distribuyeron a manos llenas «niñas», lirios, nubes, palomas, azules, muchos azules, etc. y con ellos aderezaron sus clisés sobre el amor y la mujer. Este ejercicio poético sentimental se adecuó muy bien a la tradición poética del país, que se había movido entre Guillermo Valencia y Julio Flórez. El piedracielismo tenía todas las condiciones para convertirse en la poesía oficial de la época de Laureano Gómez: poesía de evasión, con una idea del amor que excluye todas sus contradicciones, todos sus riesgos, quedando sólo una dulzarrona melancolía, mientras que la naturaleza, perdida toda su densidad simbólica, se convierte en un falso decorado. Pero, además, el piedracielismo tenía un ingrediente político, su culto a la hispanidad (la España de Franco, claro está) y al catolicismo. El falangismo de sus máximos representantes fue un
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factor suplementario de aceptación oficial y de identificación para las «muchachadas de derecha». En los poemas de Aurelio Arturo (1906-1974) escritos entre 1945 y 1972, recogidos en Obra e imagen, se encuentra una de las experiencias poéticas más profundas de la literatura colombiana. Los tres poemas publicados en el primer número de Golpe de dados en 1972, «Palabra», «Lluvias» y «Tambores», forman un verdadero tríptico en el que se condensa la temática más profunda de la poesía de Arturo, la reflexión poética sobre el lenguaje. «Palabra» comienza así: nos rodea la palabra la oímos la tocamos su aroma nos circunda palabra que decimos y modelamos con la mano fina o tosca y que forjamos con el fuego de la sangre y la suavidad de la piel de nuestras [amadas Eduardo Carranza con su hija María Mercedes y el poeta Eduardo Cote Lamus en tierras de Norte de Santander, 1962. Carranza y los piedracielistas representan la orientación de la poesía en los años 40 y 50: son ellos quienes inspiran a los poetas jóvenes de la época.
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En «Tambores» son los instrumentos del hombre, la objetivación del trabajo de la especie: suenan en siglos y milenios lejanos transmitiendo en la tierra hasta muy [lejos la palabra humana la palabra del hombre y que es el [hombre la palabra hecha de fatiga y sudor y [sangre y de tierra y lágrimas y melodiosa saliva...
Aurelio Arturo: en su libro "Obra e imagen" se encuentra "una de las experiencias poéticas más profundas de la literatura colombiana".
Es la palabra en su ser inmediato, humano, cotidiano. En «Lluvias» el poeta escucha la naturaleza, se ubica en los estratos más arcaicos, allí donde el mito funde al hombre con su mundo circundante: así principian esas lluvias [inmemoriales de voz quejumbrosa que hablan de edades primitivas y arrullan generaciones y siguen narrando catástrofes y glorias y poderosas germinaciones cataclismos diluvios hundimientos de pueblos y razas de ciudades
Y la palabra se hace canción: «Canción del viento», «Canción del verano», «Canción de hojas y de lejanías»; las raíces de este tríptico hay que buscarlas en toda la obra de Aurelio Arturo, comenzando por Morada al sur. Jaime Ibáñez, Andrés Holguín y Fernando Charry Lara son los más conocidos representantes del movimiento de Cántico, también llamados Cuadernícolas. Desde el punto de vista de la poética, el movimiento de Cántico fue muy similar a Piedra y Cielo; también en él predomina el modelo español; esta vez Vicente Aleixandre es el modelo. Holguín escribió en 1974 La poesía inconclusa y otros ensayos, libro que ayudó a ampliar el panorama de la reflexión crítica en el país. Su labor como traductor del francés ha sido también importante: Poesía francesa, antología y La poesía de François Villon. Estuvo posteriormente vinculado a la revista Mito. Charry Lara ha sido poeta y ensayista. Aunque el gran público sólo conoció la poesía de Rogelio Echavarría en 1964, a raíz de la publicación de El Transeúnte, hecha por el Ministerio de Educación, parte de su obra fue escrita entre 1945 y 1955. Ciertamente tiene razón Luis Vidales cuando señala algunas de las características de su estilo: control de la emoción, asepsia de la expresión poética; pero debe agregarse que lo que más llama la atención en esta poesía es la intensa y desmitificada relación con el mundo, mundo urbano, duro, desencantado:
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Todas las calles que conozco son un largo monólogo mío llenas de gentes como árboles batidos por oscura batahola Y frente al pastiche piedracielista del amor, bastaría oponer como un verdadero antídoto los primeros versos de «Seguro de su sombra»: Desde mi oscuridad veo todo tu cuerpo y tú, que estás iluminada, no ves mis [ojos ni siquiera mis ojos, ensombrecidos de [luz tuya... De 1946 es el libro de poemas del antioqueño Carlos Castro Saavedra, Fusiles y luceros. A pesar de la estrecha relación con el modelo nerudiano, esta obra, la mejor de Castro Saavedra, logra una expresión personal que redime su poesía de la dependencia formal del gran poeta chileno.
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El 13 de junio de 1953, el general Gustavo Rojas Pinilla tomó el poder. Laureano Gómez no alcanzó a imponer, mediante una Asamblea Constituyente, su proyecto de constitución de tipo fascista; tampoco había podido eliminar la resistencia de sectores campesinos liberales, a pesar de la feroz represión que incluyó bombardeos aéreos a las zonas de guerrilla. El general Gustavo Rojas Pinilla, conservador, católico y anticomunista, era de entera confianza para el conservatismo ospinista, la Iglesia católica y el Departamento de Estado y su política de paz le atraía las simpatías del perseguido partido liberal. Sobre estas bases estableció su prestigio momentáneo. El gobierno de Rojas fue, en lo fundamental, la continuación de los dos anteriores, excepción hecha de la nueva actitud frente al partido liberal. Este continuismo, se verá más adelan-
Recepción a Camilo José Cela, en junio de 1953; aparecen con él Lucio Pabón Núñez, Fernando Charry Lara, Jorge Rojas, Oscar Echeverri Mejía, Rodrigo Jiménez Mejía y Gilberto Alzate Avendaño (fotomontaje publicado por "Índice Cultural").
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te, es particularmente claro en el terreno cultural. La persecución al partido comunista, muy fuerte desde el 9 de abril, es intensificada por el gobierno militar y culminará en el decreto legislativo 434 de 1956, contra las actividades de índole comunista. Según este decreto, se castigaban estas actividades con presidio o relegación a colonia agrícola penal, de uno a cinco años; con interdicción del ejercicio de cargos y funciones públicas por diez años; incapacidad para actuar como dirigente sindical por el mismo tiempo, e impedimento de por vida para pertenecer a las fuerzas armadas. Entre las actividades comunistas, así penalizadas, están las siguientes: «Quien redacte documentos, panfletos, hojas volantes, libros o cualquier otro tipo de publicaciones en apoyo de los fines u objetivos del comunismo, o los distribuya, embarque o remita como propaganda.» Quedaba al criterio de los encargados del ejercicio de la represión establecer qué tipo de publicación podía considerarse como subversiva; según las circunstancias, podía ser El Capital de Marx o un ensayo sobre el subdesarrollo. Era, pues, el decreto 434 un poderoso y cómodo medio de represión. Durante el régimen de Rojas Pinilla el comunismo siguió cumpliendo el papel de chivo expiatorio. El 9 de abril el gobierno conservador había acusado al «comunismo internacional» de ser el causante de la muerte de Gaitán y del subsiguiente levantamiento popular. Por su parte, Rojas Pinilla acusó a los comunistas de los hipotéticos disparos contra la tropa que, según la versión oficial, obligaron al personal militar a repeler el ataque, matando a varios estudiantes en pleno centro de Bogotá, el 9 de junio de 1954. También el general Rojas sindicó al partido comunista como el responsable del estallido de una caravana de camiones cargados con explosivos, que había sido estacionada en una populosa zona de la ciudad de Cali. El general Rojas trató de desprestigiar a los comunistas
y, al mismo tiempo, ocultar la irresponsabilidad del gobierno, que no había tomado las más mínimas medidas de seguridad, como se demostró en una investigación oficial posterior. Rojas Pinilla adoptó la política cultural de su antecesor, aunque, es preciso reconocerlo, con un cierto margen de tolerancia para con los intelectuales liberales. Pero en términos generales no se nota ninguna ruptura con el culto a la «civilización cristiana» y a la «España eterna», tan cara a la intelectualidad conservadora que asesoró a Rojas. Es más, bajo el gobierno de Rojas las relaciones con la España franquista se mantuvieron con el mismo entusiasmo que en las épocas de Ospina Pérez y de Gómez. Con Rojas los elogios al «Caudillo», que desde hacía unos años se había vuelto aliado de los Estados Unidos, se complementaron con los elogios a otro mimado de Washington, el dictador de la República Dominicana, Rafael Leonidas Trujillo, el «Benefactor», para el cual escribía como «plumífero» a sueldo José Antonio Osorio Lizarazo. Otro factor de continuidad fue el rechazo de cualquier planteamiento de tipo reformista; como en el tiempo de Gómez, hablar de reformas era ya de por sí subversivo. Una situación que materialmente presionaba a la intelectualidad a la aceptación expresa o tácita del status quo y bloqueaba el ejercicio de la crítica, fundamento esencial de una cultura viva. Aunque fundada durante el gobierno de Ospina Pérez, la revista Hojas de Cultura Popular Colombiana, dirigida por Jorge Luis Arango, fue la publicación oficial más representativa de la época de Rojas. Esta revista sorprende por la calidad del diseño y el lujo de las reproducciones. Pero un análisis de contenido permite hacer algunas reflexiones, cuyo alcance no se limita a esta publicación. En Hojas de Cultura Popular Colombiana, como en la revista Bolívar, domina un enfoque de la cultura que transforma su forma tradicionalista, oculta la exclusión de todo tema que
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implique el tratamiento de los problemas reales del país, así como la controversia seria de tipo teórico. Por eso una nebulosa «cultura general», reiterativa hasta el cansancio, llena las páginas y páginas de estas revistas. Es patente, por ejemplo, la ausencia de toda referencia a los movimientos filosóficos y literarios contemporáneos tanto de Europa como de Estados Unidos. Solamente tienen cabida los ensayos sobre «hispanidad», en los que frecuentemente se insiste en la crítica al «equivocado y nefasto camino» tomado por la cultura occidental —excepto España, naturalmente— a partir del Renacimiento y la Reforma, lamentablemente continuado por la Ilustración, para desembocar trágicamente en la Revolución francesa, el liberalismo y, finalmente, en el engendro fatal de este proceso: el socialismo. Además, lo «popular» está «idealizado» por la vía de un folklore fácil, mientras que los grandes problemas del pueblo colombiano, el analfabetismo, la carencia de tierra, las condiciones de salubridad, la violencia brillan por su ausencia. Lo mismo ocurre con el proceso de urbanización tan importante en esa década del cincuenta. Se puede afirmar, sin peligro de exagerar, que la lectura de Hojas de Cultura Popular Colombiana produce la extraña impresión de que Colombia era un país de felices campesinos y de pequeñas y cultas ciudades coloniales, o, cuando más, decimonónicas. También el sector conservador fiel a Laureano Gómez publicó su revista. Belisario Betancur y Diego Tovar Concha dirigieron desde marzo de 1955 la revista Prometeo. La revista tiene cierto aroma teológico. En ella, al lado de traducciones de Hölderlin y ensayos sobre literatura colombiana, se encuentran denuncias sobre la penetración de la herejía protestante en Colombia; y al lado de una crítica a la persecución contra Gerardo Molina, la defensa ultramontana del proyecto constitucional de Laureano Gómez suscrita por los directores de la publicación. Prometeo miraba al pasado.
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Refiriéndose a esta época, Fernando Charry Lara decía: «La cultura del país sufrió en la mayoría de sus aspectos una paralización que apenas puede tomarse como reflejo del desastre nacional. Nadie puede ser ajeno a una sensación de desconfianza de todos los valores, a un estado de escepticismo de todas las circunstancias y a una des-
Belisario Betancur (foto de 1946, con Baldomero Sanín Cano) y Diego Tovar Concha (abajo), directores de la revista "Prometeo", publicada desde marzo de 1955 con criterio conservador.
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Jorge Gaitán Durán y Hernando Valencia Goelkel, directores de la importante revista "Mito" que congregó a los principales intelectuales y literatos de los años 50, con un énfasis en las corrientes vivas de la cultura universal. Se caracterizó por su rechazo a todo dogmatismo o intransigencia y por su defensa del pluralismo ideológico.
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ilusión de todos los mitos.» Charry Lara sintetiza en forma magistral ese estado de desconfianza, escepticismo y desilusión en la minoría que se atrevía a pensar. Estado que fue la precondición afortunada para que se intentara un replanteamiento de la posición del intelectual frente a la sociedad. La primera manifestación de esta nueva actitud fue la revista Mito. En abril de 1955 aparece el primer número de Mito, dirigido por Jorge Gaitán Durán (1924-1962) y Hernando Valencia Goelkel. El comité patrocinador estaba compuesto por Luis Cardoza y Aragón, Carlos Drummond de Andrade, León de Greiff, Octavio Paz y Alfonso Reyes. Este comité no es un simple formalismo, sino más bien el reconocimiento por parte de los fundadores de la revista de la necesidad de establecer una conexión con aquellos que en su calidad de «maestros» habían abierto el camino. Es característico de Mito el que nunca se planteó el falso problema de la lucha de generaciones; por el contrario, la revista Mito puso siempre por delante la calidad y la lucidez de sus colaboradores. Aún más, Gaitán Durán y sus compañeros señalaron siempre lo que les unía a la cultura colombiana y latinoamericana independiente, de ahí su énfasis en figuras como las de Baldomero Sanín Cano, León de Greiff y Jorge Zalamea. Mito quiere ser una revista nueva, no posar de rebelde. Hay en ella algo así como un afán por recuperar el tiempo perdido durante el sombrío interregno que siguió al 9 de abril. El énfasis puesto por Mito en las corrientes vivas de la cultura universal era la manifestación de la protesta de un sector de la intelectualidad colombiana contra el aislamiento cultural que se había impuesto al país por una década. Aquellos que no entendieron el verdadero significado de este esfuerzo acusaron a Mito de snobismo, sin darse cuenta de lo cerca que estaba su crítica de aquella que rechazaba todo lo que pudiera cuestionar el status quo con el mote de «ideologías foráneas».
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En el primer número se exponen con claridad los principios que inspiran a la nueva publicación: rechazo a todo dogmatismo y a todo sectarismo, intransigencia sólo frente a aquello que atente contra la condición humana. Al terminar la presentación se afirma: «no es anticonformista el que reniega de todo, sino el que se niega a interrumpir su diálogo con el hombre. Pretendemos hablar y discutir con gentes de todas las opiniones y todas las creencias. Ésta será nuestra libertad.» No pasó mucho tiempo para que comenzara la polémica sobre Mito. El número 4 de la revista reprodujo la extensa carta de Darío Mesa en la que se criticaba a Mito desde la óptica del marxismo ortodoxo. Darío Mesa dice, sin duda, verdades sobre la realidad colombiana, hace juicios certeros sobre el devenir cultural del país, pero su texto está escrito en ese lenguaje a medias justiciero, a medias condescendiente, que es característico de los que escriben con la seguridad de poseer la verdad y de ir en la dirección correcta del movimiento dialéctico de la historia. Los directores de Mito no pretendían tener la clave de la historia, pero ¿quién la tenía? En 1955, muchos tenían la sensación de que el país estaba hundido en un verdadero pantano histórico. Los dirigentes de los partidos tradicionales llevaban a cabo las primeras gestiones para retomar el poder con el menor sacrificio de sus privilegios. Entre los intelectuales, algunos colaboraban con la dictadura, otros seguían las directrices de sus jefes políticos, mientras que una minoría, consciente de la necesidad de una transformación de la estructura socioeconómica del país, planteaban otra salida. Sectores liberales de izquierda y el partido comunista representaron una posición alternativa. Los comunistas proclamaban la transformación radical de la sociedad, la revolución socialista. Un análisis de los documentos del partido comunista
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deja ver las debilidades de sus planteamientos, consecuencia del esquematismo de sus análisis de la situación coyuntural del país. Además, los comunistas se veían obligados a hacer justificaciones que resultaban poco o nada convincentes acerca de los trágicos conflictos que acompañaban el proceso político en los países socialistas. Esto se vio muy claro cuando Mito abrió un debate sobre la invasión soviética a Hungría y el fusilamiento de Imre Nagy. Mientras que para un socialista independiente como Gerardo Molina se trataba de un crimen y una equivocación, para Darío Mesa, Nagy había sido «aniquilado en la corriente de la mayor revolución de la historia humana». En este estado de incertidumbre histórica se puso en marcha Mito y trató de cubrir tres frentes principales. En primer lugar, ser un medio de expresión para las diversas manifestaciones de la literatura y el pensamiento colombianos y latinoamericanos, incluyendo también a los escritores españoles perseguidos por el franquismo. Aquí abajo, novela de Juan Goytisolo, exiliado en París, fue publicada por la revista. En segundo lugar, la revista asumió sistemáticamente la tarea de la traducción de textos inéditos en castellano de grandes autores modernos. La labor de la revista apuntaba a hacer conocer textos que posiblemente nunca serían traducidos o lo serían muy tarde, y al mismo tiempo a motivar el interés de los lectores. Éste es el sentido de las traducciones de Bertold Brecht, Gottfried Benn, Martin Heidegger, Jean Paul Sartre, el marqués de Sade, Georges Bataille, SaintJohn Perse, Dylan Thomas, Ernst Cassirer, André Malraux, Vladimir Nabokov, Samuel Beckett, John Updike, etcétera. Mito publicó una serie de testimonios o documentos sobre la vida cotidiana del pueblo colombiano: «Un juez rural en Guataquí», «Historia de un matrimonio campesino», «Historia de una muchacha colombiana», «El drama de las cárceles en Colombia»,
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Gabriel García Márquez, fotografía tomada en París, 1957. Vinculado al grupo de "Mito", se publican en esta revista su "Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo", en 1955, y también "El coronel no tiene quien le escriba", tres años más tarde.
«Historia clínica de un homosexual», etc., y en una forma más elaborada, «Muestrario de hospitales», un informe sobre el hospital de Melgar y textos históricos sobre los hospitales en la colonia y un fragmento del Diario del año de la Peste de De Foe. También se publicó «La Iglesia y el Estado en Colombia vistos por diplomáticos norteamericanos», así mismo uno de los documentos fue la transcripción de una canción, «El guerrillero», recogida en Tolima. Como documentos podían también considerarse el texto de Eduardo Cote Lamus, «Diario del Alto San Juan y del Atrato», «La izquierda en Colombia» de Gerardo Molina y «Crónica de mayo» de Pedro Gómez Valderrama, sobre el 10 de mayo en Bogotá y la actividad de los intelectuales, en particular los del «grupo» de Mito. Estos documentos, en especial «Historia de un matrimonio campesino», sacudieron a los lectores de Mito. Era algo nuevo en un ambiente acostumbrado a la censura y, lo que es peor, a la autocensura. En el número 4, de octubre-noviembre de 1955, apareció «Monólogo de
Isabel viendo llover en Macondo», del autor de La hojarasca, Gabriel García Márquez. Del mismo autor se publicó El coronel no tiene quien le escriba, en el número 19, de mayo-junio de 1958 la realización literaria por excelencia sobre la Violencia. Paralelamente, las Ediciones Mito publicaron Literatura y sociedad de Hernando Téllez; Pesadumbre de la belleza y otros cuentos de Baldomero Sanín Cano; Muestras del diablo de Pedro Gómez Valderrama; El museo vacío de Marta Traba; Sade, textos escogidos y precedidos por un ensayo: El libertino y la revolución de Jorge Gaitán Durán, con un dibujo de Alejandro Obregón. La portada del número 20, 1958, reproducía una obra de Ramírez Villamizar. Las críticas de arte, teatro y cine tienen un lugar importante en Mito; la de cine es ejercida con un rigor nuevo en el país, pues no se limita al comentario de la película sino que muchas veces viene acompañada de textos explicativos, como en el caso de Senso de Luchino Visconti y de Las noches de Cabiria, de Federico Fellini Los críticos eran Hernando Salcedo Silva, Guillermo Angulo y Hernando Valencia Goelkel. En febrero de 1958, Jorge Gaitán Durán se vio envuelto en un incidente que dice mucho sobre la situación de la cultura colombiana. Miembro de la Junta Nacional de Censura, organismo adscrito al Ministerio de Educación, Gaitán Durán, propuesto para ese cargo por la Asociación de Escritores y Artistas de Colombia, renunció públicamente, denunciando al mismo tiempo la prohibición de la película francesa Rojo y negro, basada en la novela del mismo nombre, de Stendhal. En su carta de renuncia afirma que había aceptado el cargo de censor nacional de cine para evitar que películas como ésta y como El que debe morir fueran prohibidas o mutiladas. Los defensores de la moral reaccionaron agresivamente; se sacó a relucir como argumento que la obra de Stendhal estaba en el Índex de los li-
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Inauguración de la emisora HJCK, septiembre 15 de 1950: Gloria Valencia de Castaño, Gonzalo Rueda Caro, Alfonso Peñaranda R., Roberto Arciniegas, monseñor Emilio de Brigard Ortiz, Eduardo Caballero Calderón y Eduardo Carranza.
bros prohibidos. El Siglo complementó con la acusación de que la película estaba financiada por los comunistas, y, finalmente, la señora presidenta de la Junta Nacional de Censura, encargada por el gobierno para defender la moral del pueblo colombiano, argumentó «sabiamente» que aquellos que criticaban la prohibición de Rojo y negro no habían leído el libro ni visto la película; pues en el primer caso, ¿cómo podían haber leído el libro si estaba en el Índex? y en el segundo, no podían haber visto la película pues había sido prohibida. Finalmente, la señora directora amenazó a la burguesía con las consecuencias de la lectura del libro o la presentación de la película: sus esposas e hijas serían violadas como Julieta de la Mole o Luisa de Renald. El 10 de mayo de 1957, Mito publicó un número extraordinario de cuatro páginas; incluía una declaración de la revista firmada por Pedro Gómez Valderrama, Jorge Gaitán Durán y Hernando Valencia Goelkel, así como la «Declaración de los intelectuales colombianos durante el paro general» firmada, entre otros, por Baldomero Sanín Cano, Eduardo Caballero Calderón, Hernando Téllez, Alejandro
Obregón, Ignacio Gómez Jaramillo, Alberto Zalamea, Jorge Eliécer Ruiz y los firmantes de la declaración de Mito. El general Rojas había perdido el apoyo del sector ospinista; el liberalismo, con sus órganos de prensa censurados, había vuelto a sufrir el hostigamiento de la época anterior; los dos partidos tradicionales sentían el peligro implícito en las tendencias del gobierno de Rojas para perpetuarse en el poder mediante la creación de una tercera fuerza política; la Iglesia le retiraba el apoyo, esa misma Iglesia que había legitimado el golpe del 13 de junio, a pesar de las airadas y amargas protestas de Laureano Gómez, que, con razón de su parte, creía haber servido al máximo a la consolidación del poder del clero en Colombia. Entre otras razones de conveniencia política, la Iglesia estaba descontenta con la pretensión del general de fundar una fuerza sindical propia, en detrimento de la Unión de Trabajadores de Colombia, creación de la Iglesia y asesorada por los jesuitas. Se formó entonces un Frente Civil que incluía al sector laureanista, y un paro general, en gran parte de tipo patronal, dio al traste con el gobierno de
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Rojas; una Junta Militar lo reemplazó el 10 de mayo. Comenzaba el Frente Nacional: alternación en la presidencia y paridad en los puestos públicos. En principio, no era, propiamente hablando, un proyecto de transformación a fondo de las estructuras sociales del país; sin embargo, el nacimiento del Frente Nacional trajo sus consecuencias en el ámbito de la cultura, consecuencias positivas en la medida en que el Frente Nacional restableció
las libertades formales, posibilitando un debate abierto sobre los problemas del país; negativas, en cuanto que el Frente Nacional implicaba la amnesia colectiva sobre las causas reales de más de una década de persecución y sangre. El Frente Nacional era, pues, una invitación a la complicidad, así como el expreso reconocimiento del fracaso de los partidos tradicionales para funcionar en el marco de la clásica democracia liberal.
Bibliografía COBO BORDA, JUAN GUSTAVO.
«Notas sobre la literatura colombiana». En: Colombia hoy, Bo-
gotá, Siglo XXI, 1978. «La literatura Colombiana en el siglo XX». En: Manual de historia de Colombia, tomo III, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura. 1980. TÉLLEZ, HERNANDO. Textos no recogidos en libro, tomo I; Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura. 1979. GUTIÉRREZ GIRARDOT, RAFAEL.
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Literatura y pensamiento. 1958-1985 Portada de la segunda entrega de "Mito", junio-julio de 1955, con artículos de Hernando Téllez, Drummond de Andrade, Alvaro Mutis, Gerardo Diego, Martin Heidegger, Andrés Holguín, Jean Reverzy y Pedro Gómez Valderrama.
Luis Antonio Restrepo El grupo de Mito
L
a revista Mito permite ubicar, así sea sin mucho rigor, un grupo de escritores que ya sea como orientadores de la publicación o bien como sus habituales colaboradores se han denominado el «grupo de Mito». Como se observará, la mayoría de los participantes en esta espléndida aventura intelectual nacieron entre 1920 y 1930. Pudieron, pues, vivir el 9 de abril y sus consecuencias. A finales de la década del cincuenta participan en la transición al Frente Nacional. Sus posiciones políticas son diferentes, aunque tienen en común la aceptación del pluralismo en las ideas y una actitud crítica ante la situación del país. No siempre con la misma intensidad y claridad. Aunque tampoco existe entre ellos identidad en el campo estético, es visible la red de afinidades en sus intereses y valoraciones. Su mutuo reconocimiento no fue casual. Entre Alvaro Mutis, Jorge Gaitán Durán y Gabriel García Márquez existen conexiones que no pueden reducirse al dato mecánico de una teoría de las ge-
neraciones, siempre tan discutible, por decir lo menos. Jorge Gaitán Durán (1924-1962), fundador de la revista, es, sin duda, uno de los más representativos entre los intelectuales que hacen la transición de la dictadura al Frente Nacional. Sus primeros libros de poesía, ln-
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Solo en la palabra, luna inútil, [miramos Cómo nuestros cuerpos son cuando se [abrazan, Se penetran, escupen, sangran, rocas [que se destrozan, Estrellas enemigas, imperios que se [afrentan, Se acarician efímeros entre mil soles Que se despedazan, se besan hasta el [fondo, Saltan como dos delfines blancos en el [día, Pasan como un solo incendio por la [noche.
Jorge Gaitán Durán y Eduardo Cote Lamus, Madrid, hacia 1954. Portada de "Si mañana despierto" (1961), de Jorge Gaitán Durán, con ilustración de Enrique Grau Araújo.
sistencia en la tristeza (1946), Presencia del hombre (1947) y Asombro (1951) son obras de formación, de búsqueda. China (1952-1955) y El libertino (1953) muestran el tránsito hacia una poética personal que está representada por Amantes (1958) y Si mañana despierto (1961). El poema «Se juntan desnudos», de Amantes, permite captar la temática de amor y de muerte que domina esta obra. Dos cuerpos que se juntan desnudos Solos en la ciudad donde habitan los [astros Inventan sin reposo al deseo. No se ven cuando se aman, bellos O atroces arden como dos mundos Que una vez cada mil años se cruzan [en el cielo.
Lo más importante de la prosa de Gaitán Durán está constituido por su Diario (1950-1960), la Revolución invisible (1959) y El libertino y La Revolución (1960). Toda la prosa de Gaitán Durán está atravesada por su máxima preocupación, la política. El Diario, por ejemplo, está estructurado a partir de la reflexión política sobre Europa, la Unión Soviética y China, países visitados por el autor. La Revolución invisible es uno de los esfuerzos más serios, si no el más, por comprender el destino histórico del país cuando apenas se iniciaba el Frente Nacional. El libertino y La Revolución, a pesar de cierta abstracción en el tratamiento del tema y de una dependencia —explícitamente reconocida por el mismo Gaitán Durán— de Georges Bataille, Maurice Blanchot y Sartre, es una obra bastante interesante, aunque se podría preguntar si el pensamiento del marqués de Sade no podría haber ayudado a pensar un tema más cercano como el de la Violencia en Colombia. En 1961 Gaitán Durán escribió el libreto para una ópera, Los hampones, que le permitió trabajar en asocio de otros artistas importantes de aquellos años: Luis Antonio Escobar, autor de la música, el director de la Orquesta Sinfónica de Colombia, Olav Roots; el director de teatro Santiago García y el pintor David Manzur. El texto de Gaitán Durán permanece demasiado cerca de sus fuentes de inspiración: Ber-
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told Brecht, Jean Genet y Sartre. Desde el punto de vista literario, Los hampones es una obra excesivamente esquemática, y como teatro está calcada sobre la estructura más simple de la dramaturgia brechtiana. Eduardo Cote Lamus (1928-1964) colaboró en Mito con traducciones del alemán y crítica de libros; también publicó en esa revista «Diario del Alto San Juan y del Atrato». Su primer libro de poesías Preparación para la muerte (1950) carece de interés. Con Salvación del recuerdo (1953) y Los sueños (1951-1955) se va consolidando su estilo. Pero es en Estoraques (19611963) donde alcanza su madurez como poeta. Si bien esta obra no está exenta de recaídas retóricas, a las que siempre fue proclive este autor, hay en ellas hallazgos indiscutibles:
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Empecé por abrir la soledad como quien destapa una botella y no encontré ningún camino, di pasos atrás para buscar palabras y [cantar y no vi nada; volví por la ciudad y sólo el viento, el que viene y el que va, como perdido como buscando Dios, como arañando los altos, los duros, los broncos [estoraques. Pedro Gómez Valderrama (1923), estrechamente asociado a Mito desde su fundación, publicó en Ediciones Mito su libro Muestras del diablo (1958). También es autor de El retablo de maese Pedro. En el año 1976 apareció su novela La otra raya del tigre y en 1984 La barca de los locos, colección de relatos.
Con el profesor Archibald McLeish, Aurelio Arturo, Eduardo Carranza, Gustavo Wilches, José Pubén, Fernando Arbeláez, Fernando Charry Lora y Eduardo Cote Lamus.
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Pedro Gómez Valderrama y Alvaro Mutis. El primero, autor de "Muestras del diablo", "El retablo de maese Pedro", "La otra raya del tigre" y "La nave de los locos". El segundo, autor de "Los elementos del desastre", "Los trabajos perdidos", "Diario de Lecumberri", "Summa de Maqroll El Gaviero", "La mansión de Araucaíma", "Caravansary", "La nieve del almirante", "Ilona llega con la lluvia" y "La última escala del Tramp Steamer"
Fernando Charry Lara realizó una intensa labor como crítico, que luego habría de continuar en la revista Eco. Andrés Holguín, antiguo miembro del grupo de los Cuadernícolas como Charry Lara, también colabora con Mito y en sus ediciones aparece en 1961 su libro La Tortuga, símbolo del filósofo. Eduardo Mendoza Varela, ensayista y crítico, autor de El Mediterráneo es un mar joven, también estuvo vinculado a la revista. Hernando Valencia Goelkel (1928) llevó a cabo en este período una labor sustancial en su doble calidad de organizador y de crítico. Cofundador de la revista Mito, desplegó en ella toda su capacidad como ensayista lúcido, dotado de una formación universal. Fue también uno de los primeros en asumir la crítica de cine en forma se-
ria. Después de la desaparición de Mito, pasó a la dirección de Eco, de 1963 a 1967, y allí continuó su trabajo, recogido en parte por Colcultura en Crónicas de libros. Álvaro Mutis (1923), cuya Reseña de los hospitales de ultramar apareció en el número 2 de Mito, es uno de los más grandes poetas colombianos vivos. Su obra lentamente elaborada y meditada a fondo no tiene fisuras. Alvaro Mutis no improvisa. A partir de Los elementos del desastre (1953) se hace dueño de su voz poética que se despliega a través de Los trabajos perdidos y Reseña de los hospitales de ultramar. En 1984 publicó Los emisarios, demostrando en este libro las virtudes de su poética cada vez más decantada. Su prosa, desde el Diario de Lecumberri (1960) pasando por la La
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mansión de Araucaíma hasta concluir, provisionalmente, en Caravansary (1981), es también muy interesante. De capital importancia para comprender la posición vital y literaria de Mutis es su ensayo La desesperanza (1965). En el número 19 de Mito, a mediados de 1958, apareció El coronel no tiene quien le escriba de Gabriel García Márquez (1928). El maltratado tema de la Violencia se convertía en objeto literario por obra y gracia de la alquimia artística del autor de La hojarasca. En 1967, Cien años de soledad, una novela que no tiene comparación en las letras colombianas. Quizá una de las claves para explicar la acogida universal de esta obra sea la maravillosa relación que en ella se establece con el sustrato mítico. En Cien años de soledad el mito no es una referencia virtuosista sino que constituye una unidad con el trabajo literario consciente de sí mismo.
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García Márquez, como todo gran escritor, había formado sus propios lectores. Les había enseñado a reconocerlo y a reconocerse en la límpida prosa y la clásica estructura de Cien años de soledad. Pero en 1975, después de siete años de trabajo silencioso, les deparó una sorpresa muy desconcertante: El otoño del patriarca. Hubo miradas atónitas, salidas en falso de críticos áulicos, tímidas tentativas de rechazo, etc.; no era para menos, no porque se tratara de un intento de experimentación literaria, pues hasta el menos diestro reconoce, si se lee la obra, que está frente a un trabajo meticuloso desde la primera palabra hasta la última. A esta obra sí que le cabe la anotación de Humberto Eco: «... en primera instancia, una novela no tiene nada que ver con palabras. Escribir una novela es una cuestión cosmológica, como la historia contada por el Génesis...». El desconcierto nace de la exigencia que se le
Portada de la primera edición de "Cien años de soledad", de Gabriel García Márquez, publicada en Buenos Aires por la Editorial Suramericana en abril de 1967. Gabriel García Márquez y Pablo Neruda, Premios Nobel de Literatura en 1982 y 1971, respectivamente.
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Alvaro Cepeda Samudio, su hija Patricia y su esposa Teresa Manotas en Nueva York, a finales de los años 60. "La casa grande", de Cepeda, fue el último libro publicado por Ediciones Mito, y de él se han realizado numerosas ediciones, traducciones y adaptaciones al teatro. "Se leerá siempre con el placer que producen las obras escritas con talento."
hace al lector desde la obra misma: asumir otra estructura, otro estilo de relato, como condición para introducirse en el cosmos del dictador, sin nostalgia por la estructura cartesiana de Cien años de soledad o de El coronel no tiene quien le escriba. El lector tiene que comenzar por renunciar a una pregunta: ¿Quién habla? Al fin de cuentas, esta novela está «tejida» de infinidad de voces que resuenan en un tiempo distinto al cotidiano cómodamente lineal. No hay que culpar al lector, la exigencia es fuerte. El otoño del patriarca es tan buena como Cien años de soledad, sólo que obedece a lógicas diferentes. Sí, de la misma manera en que José y sus hermanos de Thomas Mann y el Ulises de James Joyce son obras maestras de la novela moderna. Nadie puede olvidar su contacto con una obra literaria de calidad; se trata de un recuerdo activo, la sensación de que algo se ha hecho parte de su propia vida. Pero después de leer Crónica de una muerte anunciada (1981), sólo queda el vacío; cuanto más, se puede recordar que el número de ejemplares impresos para la primera edición fue de 1.050.000 ejemplares, y eso porque se trata de un número que parece sa-
lido de las ensoñaciones del patriarca. Es un caso patético de cómo el virtuosismo puede devorar una obra. Adquieren un carácter premonitorio unas palabras de Hernando Téllez cuando saludaba la edición mexicana de El coronel no tiene quien le escriba: «La impresión que deja un escritor tan fluido, tan ágil, tan iluminado, es la de que puede hacer con el tema y con su prosa lo que quiera. Pero uno teme al mismo tiempo que esa presteza, esa comodidad, esa libertad de movimientos puedan llegar a satisfacerse por sí mismas y volverse un ejercicio, una receta. La intuición y la facilidad son dos hadas maravillosas y engañosas. Hasta ahora todo parece ir bien en una carrera literaria que apenas comienza. Pero no parece impertinente recordarle al autor los riesgos que van incluidos en esta clase de virtudes y complacencias.» El último libro publicado por Ediciones Mito, La casa grande, novela de Alvaro Cepeda Samudio (1927-1972), se leerá siempre con el placer que producen las obras escritas con talento. En Mito aparecieron también ensayos y piezas del dramaturgo y director de teatro Enrique Buenaventura, (1925), el primer hombre de teatro en Colombia, por su profesionalismo y por su calidad. Fue fundador del Teatro Estudio de Cali (TEC) y autor de A la diestra de Dios Padre, basada en el cuento de Tomás Carrasquilla, Los papeles del infierno, y La orgía, entre otras. En 1960 se publica en Medellín Antares, de Arturo Echeverri Mejía (1919-1964); era un diario de viaje, sin pretensiones literarias, aunque bien escrito y no carente de interés. Marea de ratas enfrenta el tema de la Violencia, donde tantos fracasaron estruendosamente, y el resultado es una obra donde las limitaciones son compensadas ampliamente por la capacidad del autor para manejar el relato. Echeverri Mejía escribió otras dos novelas, El hombre de Talara y Bajo Cauca, ambas publicadas en 1964. En ellas no sólo se mantiene el nivel de Marea de
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ratas, sino que es visible un mayor control en el estilo. Según su editor y crítico Alberto Aguirre, el resto de su obra es fallida. Marea de ratas no pasó desapercibida. Jorge Gaitán Durán la catalogó como una de las cinco mejores obras aparecidas en Colombia durante el año de 1960. Posteriormente fue subestimada y olvidada por la crítica, hasta su reedición por Colcultura en 1981. Manuel Mejía Vallejo (1923) había escrito en 1945 una novela de juventud, La tierra éramos nosotros, bajo la influencia de Tomás Carrasquilla, pero con una asimilación del modelo suficientemente activa como para que no se pueda acusar a esta novela de simple imitación. En 1963 apareció El día señalado, la novela más lograda de Manuel Mejía Vallejo y una de las mejores del período. La sobriedad del relato, el trabajo sobre las palabras para amplificar su poder evocativo y el ritmo sostenido que le da una gran unidad al texto son sus mejores cualidades. Posteriormente, Mejía Vallejo se ha lanzado a arriesgados y discutibles experimentos literarios en Aire de tango, Las muertes ajenas y La tierra sigue andando. Puede no ser equivocado añorar la belleza y hondura de El día señalado. Jorge Zalamea, una vez vuelto al país después de años de exilio «voluntario», desplegó una sorprendente actividad intelectual. Entre otras obras publicó El sueño de las escalinatas (1964), ejemplo poco convincente de su tesis de una poesía escrita para ser declamada ante las masas. En 1965 apareció su penetrante ensayo Poesía ignorada y olvidada y, fiel a su vocación pedagógica, en el más alto sentido de la palabra, escribió Introducción a la prehistoria (1967), publicada como homenaje al primer centenario de la Universidad Nacional. De esta época es también su traducción de Mares de Saint-John Perse. Al momento de su muerte, 1969, se encontraba trabajando en Cantata del Che. En la década del sesenta, también se
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Jorge Zalamea, en los años 60. Su obra "El sueño de las escalinatas", de 1964, ilustra su tesis de una poesía escrita para ser declamada ante las masas.
destacó Héctor Rojas Herazo con sus novelas Respirando el verano y En noviembre llega el arzobispo. León de Greiff, el gran maestro de la poesía colombiana, publicó Nova et vetera en 1973. Son poemas tardíos en los que domina la meditación sobre los grandes temas de su vida: el amor y la poesía, vistos desde la perspectiva de la senectud. León de Greiff asume la caducidad de la vida con serenidad y humor, lejos de cualquier trascendentalismo:
León de Greiff lee a García Márquez. En 1973, tres años antes de su muerte, publica "Nova et vetera", donde trata los temas del amor y de la poesía vistos desde la senectud.
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Nieva tras de los vidrios (eskaldiana nieve, si no en mi corazón). Mi corazón se entregó a la galbana con qué blas-pascaliana sinrazón. Antes, a diestra y zurda, tarambana corazón regalaba, corazón de León. A troche y moche, desde edad [temprana y hasta en madura edad, sin ton ni son. Nadaísmo, irrupción de la juventud El último número de Mito, junio de 1962, estuvo dedicado a mostrar escritos de los nadaístas: Gonzalo Arango, Amílcar Osorio (Amílcar U.), Jaime Jaramillo Escobar (X-504), Eduardo Escobar, J. Mario Arbeláez (J. Mario), Elmo Valencia, Humberto Navarro, Diego León Giraldo. Era la nómina, casi íntegra, de los nadaístas. Para completarla habría que incluir a Luis Darío González, Malgrem Restrepo, Alberto Escobar, Jaime Espinel y Darío Lemos. Este movimiento nació en Medellín en 1958. Su fundador fue Gonzalo Arango, (1931-1976), un intelectual antioqueño más o menos desconocido, que había colaborado con la dictadura de Rojas. Fue el autor del Manifiesto nadaísta, documento en el que se hacía un llamado a la rebeldía, en un lenguaje efectista y sin bases teóricas serias. Es una mezcla de anarquismo con un existencialismo de cliché. Gonzalo Arango, con un notable talento publicitario, eligió el camino del escándalo para hacerse conocer. Quema de libros en la Plazuela de San Ignacio, frente al Paraninfo de la Universidad de Antioquia. Afiches funerarios anunciando la muerte de la poesía colombiana, etc. En 1959, sabotaje al Congreso de «Escribanos Católicos», lo que le costó a Gonzalo Arango unos días de cárcel. Efectivamente, lograron su objetivo, pues la prensa de Medellín y de Bogotá comenzó a interesarse por el nadaísmo. Tal vez uno de los primeros en escribir un artículo serio sobre el tema fue Estanislao Zuleta. En el semanario La Calle, julio de 1958, bajo
el título de «Variaciones alrededor del nadaísmo», Zuleta señala la inanidad de la pretendida oposición nadaísta a la sociedad burguesa. Ésta no los considera como su antinomia, sino como hijos descarriados. En un pasaje de su artículo, dice Zuleta: «Pues bien, mi querido "Nadaísta", he aquí una noticia horrorosa, pero que de todas maneras conocerás: la ciudadanía no está dispuesta a tomar medidas contra tí, agita tu calavera una vez más, emplea la blasfemia, "motílate" como quieras, todo será en vano: ni una sola beata se santiguará.» Políticamente, el nadaísmo no ofrecía ningún peligro para el naciente Frente Nacional. En eso tiene toda la razón Zuleta. Sin embargo, este movimiento que nace en Medellín, la industrial y católica segunda ciudad del país, no puede ser comprendido sino como reacción a los valores dominantes en dicha ciudad. La valoración de la marihuana, la prédica de la liberación sexual, incluyendo, a veces, la reivindicación del homosexualismo, el rechazo del trabajo, los enfrentó a la sociedad y más de una vez a la policía. Aunque el nadaísmo también tuvo alguna acogida en Cali, sólo en Medellín adquirió importancia, y en cierto modo sus límites fueron marcados por la oposición a un tipo determinado de sociedad. En Bogotá pasan desapercibidos, en la Costa son simplemente inconcebibles. Dentro de esa lógica, la apoteosis del nadaísmo tenía que ocurrir, como efectivamente ocurrió, en Medellín. En 1961, la Santa Misión se había apoderado de la ciudad. Un nutrido grupo de jóvenes y fanáticos sacerdotes españoles invadieron a Medellín. Todo el ritualismo religioso de que es capaz el catolicismo se combinó con la emotividad religiosa antioqueña. Hubo voces discordantes como la del decano de arquitectura de la Universidad Pontificia Bolivariana, Antonio Mesa Jaramillo, católico por fuera de toda sospecha, quien escribió un artículo criticando la Santa Misión, a la que llamó «cristianismo de pandereta», lo
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que le costó la fulminante expulsión de la universidad. En la noche de la solemne clausura de la Santa Misión en la catedral de la ciudad, algunos nadaístas, fingiendo comulgar, se dedicaron a meter las hostias en libros; fueron descubiertos por los fieles, y, una vez que el arzobispo logró evitar que fueran linchados por la enardecida multitud, se los trasladó, de acuerdo a su edad, a la casa de menores o a la cárcel de La Ladera. ¿Qué más podía hacer el nadaísmo? Dos años después, el movimiento se había dispersado.. Desde el punto de vista literario el anáfisis del nadaísmo no es fácil. No contaron con un medio de expresión; el proyecto de la revista Nada nunca se concretó. Sus relatos, poesías y manifestaciones aparecieron en periódicos y revistas, sobre todo en Bogotá y Cali. Aunque los nadaístas no pueden ser enfocados como un bloque homogéneo, pues más allá de los clichés propiamente «nadaístas» se expresaba su individualidad, se pueden captar ciertas líneas de influencia. El existencialismo sartriano fue mucho menos influyente de lo que se cree, pues para la mayoría de ellos Sartre era demasiado serio y comprometido políticamente. Henry Miller, Jack Kerouac, Alien Ginsberg y Laurence Durrell, con su, en ese entonces, famoso Cuarteto de Alejandría, fueron los modelos. Para Amílcar U., como para algunos otros nadaístas, Rimbaud, Constantin Kavafis, Lautréamont y Robbe-Grillet fueron muy significativos. Fernando González, el controvertido autor de Viaje a pie, no sólo influyó sobre el nadaísmo sino que fue el único intelectual de prestigio en valorar positivamente al grupo; con razón se reconocía en muchos de los aspectos del nadaísmo, en particular en el vitalismo que él venía predicando desde la década del treinta. Gonzalo Arango dejó una obra literaria, recogida en parte en Obra negra (1974), de poca calidad. Tuvo más suerte como periodista; sus colaboraciones para La Nueva Prensa, donde publicó la columna «Todo y nada»,
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El fundador del Nadaísmo y la actriz Fanny Mickey durante el Festival de Arte de Cali, 1964. "Con un notable talento publicitario, Arango eligió el camino del escándalo para hacerse conocer."
son quizás las mejores. También escribió para Cromos y El Tiempo. Al final de su vida entró en un misticismo muy de acuerdo con la moda del hippismo criollo de comienzos de los años setenta. Humberto Navarro (1932) escribió Amor en grupo, la crónica del nadaísmo, como la denominó Amílcar U. Esta novela, además de su evidente valor documental, literalmente es muy interesante. Sin embargo, no es conocida por los críticos, ni siquiera por aquellos que se han especializado en la «novela urbana». También ha publicado Alguien muere al grito de la garza, Pescador de imágenes y Juego de espejos. Amílcar Osorio (1940-1985), el nadaísta con la más sólida formación intelectual, dejó inédita la mayor parte de su obra. La revista Eco publicó en 1969 su cuento «El caudatario», y un poco antes de su muerte accidental salió en edición limitada su libro de poemas Vana stanza. Tanto el relato como estos poemas muestran una característica del quehacer literario de Amílcar U., su independencia con los clichés nadaístas cultivados por Gonzalo Arango y J. Mario. «Cuerpo celeste» lo muestra muy bien:
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Fanny Bu i trago, autora de "El hostigante verano de los dioses", "Cola de zorro", "Los pañamanes" y "Los amores de Afrodita". Desde su iniciación literaria con el grupo nadaísta, desembocó en su narrativa más personal, de buen dominio del idioma y gran capacidad imaginativa.
con aplicación reverente va fundando besos por todo mi cuerpo aquí uno frío y rápido como un Aldebarán apagado, aquí uno más leve pero tibio, aquí uno ardiente, Betelgense, aquí un mordisco, aquí una luna, aquí otro y otro aquí, asteroides, aquí las Pléyades, y en el pecho la vagante supernova, una binaria azul en las caderas, uno de cráteres abiertos en la boca, hasta convertirse en la equivocada constelación de la medusa fija en el firmamento de esta noche.
Jaime Jaramillo Escobar (1932) X-504, es autor de «Narices por orejas», un corto pero excelente relato sobre la Violencia, publicado por la revista Esquemas en 1961. Su poesía apareció inicialmente en Los poemas de la ofensa, premio Casius Clay de poesía nadaísta (1969). Luego publicó Poemas de tierra caliente (1983) y Sombrero de ahogado (1984).
J. Mario, Eduardo Escobar, Jaime Espinel y Darío Lemos son otros de los nadaístas que continúan escribiendo. También habría que tener en cuenta a dos escritores generalmente asociados con el nadaísmo: Fanny Buitrago, autora de El hostigante verano de los dioses, y Mario Rivero. Este último es autor de una obra poética que, desgraciadamente, con los años ha ido perdiendo la dureza para penetrar en la experiencia vivida. De esta etapa lo mejor está recogido en Baladas sobre ciertas cosas que no se deben nombrar. Independientemente del nadaísmo, Giovanni Quessep (1939) escribe una poesía de alta calidad. En 1961 publicó su primer libro, Después del paraíso, que fue seguido por El ser no es una fábula y por Duración y leyenda. Objetivo: la realidad colombiana En La revolución invisible (1959), Jorge Gaitán Durán, al enjuiciar el Frente Nacional, se refería a él como a «un proyecto en el vacío» y señalaba con lucidez la sensación que muchos intelectuales compartían en ese momento: «Sentimos que se ha producido una ruptura dramática en la historia de Colombia —durante años hemos percibido en la vida cotidiana un sabor de lodo y de muerte—, sentimos el ruido subterráneo de un cambio, de un gran movimiento de estructuras. Sabemos que estamos al borde de un proyecto decisivo, pero ignoramos cómo integrarnos a él, cómo iniciarlo, cómo realizarlo. Nuestra mentalidad sigue siendo anterior a la tragedia.» Se trataba, pues, de ponerse a la altura de la experiencia histórica y de adquirir instrumentos intelectuales para analizar el presente; un presente que para muchos intelectuales se presentaba como una gran frustración colectiva, pues el Frente Nacional no planteaba soluciones de fondo a los grandes y viejos problemas del país. El acuerdo de los dos partidos tradicionales era ante todo una repartición del poder entre fracciones acaudilla-
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das por los viejos políticos. Como respuesta a esta situación los intelectuales que tenían una posición crítica se lanzaron al estudio de la historia del país y de su economía. Faltaba preparación y había que adquirirla sobre la marcha. Darío Mesa había publicado en Mito (1957) Treinta años de historia de Colombia 1925-1955. Este ensayo hecho con la óptica del marxismo seguía paso a paso el proceso económico y las contradicciones políticas del país. Indalecio Liévano Aguirre publicó por entregas, en la revista Semana y luego en la Nueva Prensa, Grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia, una interpretación a contrapelo de la historiografía tradicional. Ni en el primer caso ni en éste interesa la corrección o no de los análisis: lo que importa es su impacto sobre la gente joven que se interrogaba sobre la historia colombiana. Esta actitud de búsqueda se materializa en la recuperación de libros olvidados y subestimados. Luis Eduardo Nieto Arteta escribió una obra en la que trataba de replantear la historia de Colombia, Economía y cultura en la historia de Colombia, cuya primera edición fue hecha en 1942; veinte años después sale la segunda edición. El interés manifestado en 1962 por la obra de Nieto Arteta es indicativo de una nueva actitud frente a la historia. A pesar del esquematismo y las limitaciones en el terreno de la información, el libro de Nieto Arteta se valoraba como un esfuerzo importante hacia nuevas temáticas de la investigación sobre la realidad colombiana. Un libro escrito hacía más de cuatro décadas, Problemas colombianos, de Alejandro López, es sacado de las bibliotecas y empieza a ser estudiado con interés: al fía de cuentas, «la lucha del hacha contra el papel sellado» seguía siendo actual. Industria y protección en Colombia, obra pionera de nuestra historia económica, de Luis Ospina Vázquez, había salido en 1955 y sin pena ni gloria envejecía en los anaqueles de las li-
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brerías y en cajas de cartón en la residencia del autor, vástago de una de las más poderosas familias de la burguesía criolla. A comienzos de los sesenta se agota. La segunda edición la hará una editorial marxista de Medellín, la Oveja Negra. Los intelectuales de izquierda leen el informe de la misión Lebret, así como El desarrollo económico de Colombia, de la CEPAL. Se hace cada vez más claro que el problema del país es concreto, cuantificable: mortalidad infantil, desempleo, analfabetismo, carencia de vivienda, en fin, subdesarrollo y dependencia. Se lee pues a Paul Baran, La economía política del crecimiento, a Paul Swewzy, Teoría del desarrollo capitalista, a Maurice Dobb, Economía política y capitalismo, etc. Como el Frente Nacional trae consigo el reconocimiento de que la Violencia algo tiene que ver con la estructura de la propiedad de la tierra, y se inicia tímidamente un estudio sobre una posible reforma agraria, crece el interés por el análisis de los problemas del campo. En 1957 aparece en la revista de la Universidad de Medellín el estudio de Hernán Toro Agudelo Planteamiento y soluciones del problema agrario. Toro Agudelo, con un excelente acopio de información estadística, demostraba que «éste no es un país de pequeños propietarios sino de pocos pero fuertes latifundistas». El sociólogo Orlando Fals Borda había inaugurado en 1957 el análisis sociohistórico con su libro El hombre y la tierra en Boyacá. Los intelectuales tenían dos opciones políticas. De un lado estaba el partido comunista, que había podido volver a la legalidad a raíz del plebiscito de 1957. El partido había resistido y sobrevivido en la clandestinidad. Ahora volvía a la palestra política, publicaba su semanario Voz de la Democracia y trataba de acomodarse mediante alianzas a los estrechos límites del Frente Nacional. El XX Congreso del PCUS había oficializado la campaña de desestalinización, lo que, teóricamente al menos, colocaba a los co-
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munistas en una mejor posición en el terreno de la lucha ideológica; sin embargo, los duros esquemas de pensamiento heredados de tres décadas de dogmatismo y represión generalizados no cedieron tan fácilmente, ni en política ni en filosofía, menos aún en el dogma de un arte y una literatura sometidos a los cánones del «realismo socialista». En Colombia, el partido comunista era una opción poco atractiva para esos intelectuales que el mismo partido definía como «pequeñoburgueses». La otra opción era el Movimiento Revolucionario Liberal, cuyo medio de expresión, el semanario La Calle, hacía el papel de voz discordante en la aparente armonía preestablecida del Frente Nacional; su jefe, Alfonso López Michelsen, cuestionaba lo que llamaba «el club del Frente Nacional» y denunciaba la formación de una coalición irreversible de los partidos tradicionales, para repartirse el poder y el presupuesto. Pero la experiencia histórica hacía temer las veleidades de los jefes liberales, siempre dispuestos a reintegrarse a la máquina oficial, una vez lograda una posición de fuerza con la disidencia. Así ocurrió con el MRL. En 1962, este movimiento parecía haberse convertido en un desafío serio al Frente Nacional. En las elecciones presidenciales de ese año, López Michelsen obtuvo más de medio millón de votos; se trataba, pues, de un movimiento de masas que clamaba por cambios profundos en la estructura social colombiana. Sin embargo, el MRL comenzó lentamente a derivar hacia el Frente Nacional hasta fundirse con él, creando un vacío político que sólo vino a ser llenado fugazmente por el equívoco movimiento populista, la Anapo, dirigido por el ex dictador Rojas Pinilla. El primero de enero de 1959, Fidel Castro entraba a La Habana y en cierto modo comenzaba la Revolución cubana. No es fácil medir el impacto de esta primera revolución latinoamericana. La Revolución rusa de 1917, la china de 1949, se presentaban a los ojos del latinoamericano como hechos
históricos lejanos, rodeados de una aureola épica que los hacía más distantes aún; pero la revolución dirigida por hombres jóvenes, cercana en el espacio y el tiempo, obsesionó a todos los que soñaban con un cambio social. Esa obsesión tendría complejas consecuencias históricas en Latinoamérica en general, y en Colombia en particular. El ejemplo de Mito fue seguido por una serie de revistas efímeras cuyo contenido deja ver los intereses intelectuales que flotaban en el ambiente. En 1958, Francisco Díaz y Carlos Rincón fundan la revista Tierra Firme, donde se traduce a Jean Hyppolite, a Martin Heidegger, a Hölderlin, y salen ensayos sobre la situación económica del país de Jorge Child y sobre la Universidad, de Rafael Gutiérrez Girardot. A finales de 1961 aparece Esquemas, dirigida por Germán Colmenares, Jorge Orlando Melo y Rubén Sierra Mejía; trae artículos de los directores y de Fanny Buitrago, José Pubén, Fernando Abeláez, Amílcar U. y traducciones de Herbert Marcuse y Wright Mills. La revista Eco, patrocinada por Carl Buchholz, cuyo objetivo era el de difundir «la cultura occidental», en particular la de la República Federal Alemana, fue, a pesar de tan sublimes y oficiosos propósitos, un verdadero medio de difusión de la filosofía, la crítica literaria y la obra de grandes autores alemanes y de otros países europeos: así mismo abrió sus puertas a autores colombianos, y en ella escribieron Danilo Cruz Vélez, Jorge Eliécer Ruiz, Rafael Gutiérrez Girardot, Carlos Rincón, Marta Traba, Germán Colmenares, Darío Ruiz, Fernando Charry Lara, Álvaro Mutis, etc. Esta dinámica se debe en gran parte a quienes la dirigieron desde su fundación en 1960 hasta su extinción en 1985: Hernando Valencia Goelkel, Nicolás Suescún, Ernesto Volkening y Juan Gustavo Cobo Borda. Eco publicó buena parte de la obra crítica de Ernesto Volkening. Sus ensayos y traducciones contribuyeron a romper la tendencia de la cultura colombiana al
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provincialismo. Volkening, residente en el país desde la edad de veintiséis años, alcanzó a captar maravillosamente el ambiente cultural de su país de adopción, como lo demuestran sus ensayos sobre autores colombianos. E1 grupo de Estrategia Una de estas revistas, también de corta duración, apenas tres números, pero sin embargo de una gran significación por sus consecuencias teóricas, fue Estrategia, publicada en Bogotá a partir de 1962, dirigida por Estanislao Zuleta y Mario Arrubla, ambos nacidos en 1935. Se asume como una publicación marxista no dogmática. Sus directores habían sido miembros del partido comunista, pero se habían retirado en protesta por la insistencia del grupo en una línea dogmática en la teoría y artesanal en la práctica política. La revista también se enfrentaba al extremismo de izquierda, que en aquella época comenzaba a tomar fuerza entre los medios estudiantiles. Inicialmente era portavoz de un pequeño grupo político, el partido de la revolución socialista, que rápidamente hizo crisis por la aparición de «tendencias aisladas y aventureras» en algunas de sus regionales, trasformándose en la Organización Marxista Colombiana. En este trabajo político-intelectual, Zuleta y Arrubla estuvieron acompañados por intelectuales y estudiantes de Bogotá, Medellín, Cartago e Ibagué, entre los cuales estaban Jorge Orlando Melo, Jaime Mejía Duque, Jorge Villegas, Javier Vélez, Alvaro Tirado, Margarita González, Moisés Melo, Socorro Castro y Humberto Molina, entre otros. En el número 2 de esta publicación aparece esbozada la posición del grupo frente a las relaciones entre el marxismo y otras disciplinas. Zuleta critica la actitud cerrada de los partidos comunistas, mantenida a pesar de las autocríticas del XX Congreso PCUS: «El psicoanálisis, la fenomenología, la lingüística estructural, casi toda la antropología, han sido arrojadas entre
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las basuras de la historia por un esquema dogmático incapaz de comprenderse a sí mismo ni de seguir la evolución del mundo contemporáneo.» Estrategia reivindica la importancia que para la izquierda tiene el estudio de Husserl, Sartre y MerleauPonty, Lévi-Strauss, y marxistas heterodoxos como Lefebvre y el Lukács de Historia y conciencia de clase, que no el de El asalto a la razón, buen ejemplo del dogmatismo staliniano. Una de las consignas de la revista era la invitación a la lectura de las obras de Marx, sin la tradicional mediación de los manuales del Instituto de Marxismo-Leninismo de la Unión Soviética, así como una fuerte crítica, inspirada en particular en Sartre, del materialismo dialéctico en Engels y Lenin. Sartre tuvo una especial importancia para este grupo. En 1960 había aparecido la edición francesa de su Crítica de la razón dialéctica, precedida de un ensayo, Problemas de método, en el cual el máximo representante del existencialismo francés llamaba al marxismo «la insuperable filosofía de nuestro tiempo», «el humus de todo pensamiento particular y el horizonte de toda cultura». No es difícil imaginar el entusiasmo producido por una validación como ésta de una concepción bastante maltrecha por varias décadas de stalinismo. Jorge Orlando Melo tradujo Problemas de método, y ésta fue la única publicación de las Ediciones Estrategia. Otra de las características del grupo de Estrategia fue su defensa del psicoanálisis, de un psicoanálisis «con base marxista», como decía Zuleta en su ensayo «Marxismo y psicoanálisis», en el número 3 de la revista. Se trataba de una visión del psicoanálisis apoyada en la lectura directa de la obra de Freud y algunos de sus seguidores franceses, que comenzaban a conocerse en el país, como Jacques Lacan, J. B. Pontalis y Daniel Lagache. La literatura era, para el grupo de Estrategia, uno de los medios privilegiados para el conocimiento de la rea-
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lidad; esta tesis tenía sus raíces en el mismo Marx; basta recordar el papel que juegan en su obra nombres como los de Balzac, Shakespeare y Goethe. Además, la literatura era también central en el pensamiento de Lukács y Sartre. Era una continuación de la mejor tradición marxista, pues rechazaba la estéril «teoría del reflejo» que había dominado a los intelectuales marxistas ortodoxos. La literatura no se concebía como el reflejo pasivo de la realidad, ni como la expresión mecánica de una ideología de clase, sino como una interpretación creadora e iluminadora sobre la realidad en cuanto materia prima del trabajo literario. Implicaba también un interés por disciplinas que potencializaran el análisis literario como la etnología, la historia, el psicoanálisis y la lingüística. En el último número de la revista, enero de 1964, apareció una lista de futuros trabajos, algunos de los cuales salieron efectivamente en el transcurso de los años en otras revistas, pero que se pueden enfocar como indicativos de las tendencias teóricas de este sector de la intelectualidad de izquierda: «Paranoia y esquizofrenia: polos psicológicos del mundo burgués», «Sigmund Freud y la sociedad antioqueña», «Introducción a la obra de Kafka», «Introducción a la obra de Dostoiewski», «El estudiantado colombiano y la revolución», «El nadaísmo y la juventud colombiana». Estanislao Zuleta escribió posteriormente Teoría de Freud al final de su vida, Conferencias sobre historia económica de Colombia, Comentarios a la «Crítica de la economía política», de Carlos Marx, Comentarios a «Así habló Zaratustra», de Nietzsche, La propiedad, el matrimonio y la muerte en Tolstoi y «La Montaña Mágica» y la llanura prosaica; estos últimos libros son un ejemplo del trabajo de interpretación de obras literarias realizado por Zuleta. Mario Arrubla publicó a mediados de los sesenta su novela La infancia legendaria de Ramiro Cruz, una obra del género de las lla-
madas «novelas de formación». Esta obra ha sido objeto de un sistemático silencio por parte de la crítica, silencio injustificado, pues la obra de Mario Arrubla tiene valores literarios evidentes. No es el menor de ellos el tratamiento del fenómeno urbano en la perspectiva del proceso de migración acelerado que ocurre a comienzos de la década del cincuenta, como consecuencia de la agudización de la Violencia. Estudios sobre el subdesarrollo colombiano (1969) de Mario Arrubla se convirtió en un best-seller universitario durante los años setenta. El libro tiene como punto de partida dos ensayos sobre la economía del país, aparecidos en los números 2 y 3 de Estrategia. En él está plasmada la concepción que de la economía y la historia tenía el sector marxista no comunista de los años sesenta, concepción que, si bien es un poco apocalíptica, había, sin embargo, captado con bastante claridad las fallas estructurales de la sociedad colombiana. La importancia de Marx, Freud y Sartre para los intelectuales críticos de aquella época se puede visualizar fácilmente en las palabras de Jorge Gaitán Durán, en la introducción a La revolución invisible: «Creo que el país se ha engañado sobre la formación de los escritores que más o menos tienen mi edad. Pertenezco a una generación marcada con más hondura por Marx, Freud y Sartre que por Proust, Joyce o Faulkner; nos interesa y nos entusiasma la experiencia literaria de Borges y Robbe-Grillet o la experiencia ontológica de Heidegger, pero prestamos más atención a Machado, Lukács o Henri Lefebvre; nos conmueve la aventura humana de Henry Miller o Jean Genet, pero es una película como Paths of glory, de Stanley Kubrick, donde nos reconocemos. Nuestro humanismo es quizás una paradoja: sentimos en carne viva la fascinación del pensamiento y arte de este tiempo que gritan con desesperanza la negligencia del hombre frente a una historia implacable y a la vez creemos que podemos reformar el mundo.» Son las
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palabras de un actor y testigo de excepción de ese tiempo, que sintetizan lo que pensaba y a lo que aspiraba la joven élite intelectual surgida de un pasado de fanatismo y violencia. El marxismo vuelve a la universidad pública. El Frente Nacional, poco a poco, fue levantando las prohibiciones que desde comienzos del cincuenta pesaban sobre la enseñanza y discusión del pensamiento marxista en la universidad colombiana. Las tesis de Marx pasan a formar parte de la formación de los estudiantes de filosofía. Los postgraduados que vuelven de París, Franckfurt, Berlín u otras universidades europeas traen el interés que por el marxismo se abría paso entre los medios intelectuales del Viejo Continente. Si más adelante el marxismo universitario cayó frecuentemente en estériles esquematismos, también es cierto que su influencia fue benéfica para impulsar a muchos estudiantes y profesores por el camino de investigaciones concretas, en particular en la economía, la historia, la sociología y la antropología. La editorial Oveja Negra, fundada en Medellín en 1968 por un grupo de jóvenes intelectuales de izquierda y dirigida por Moisés Melo, expresa muy bien los nuevos intereses culturales. Publicó textos de los clásicos del marxismo y obras de autores colombianos como Luis Ospina Vásquez, Luis Eduardo Nieto Arteta e Indalecio Liévano Aguirre. Esta editorial fue el modelo de muchas otras que aparecieron durante los años setenta, como La Carreta, La Pulga, El Tigre de Papel, etc. En 1974 aparece la revista Cuadernos Colombianos, editada por Mario Arrubla, Jesús Antonio Bejarano, Moisés Melo, Alvaro Tirado y Jorge Orlando Melo. Ejemplifica la orientación tomada por la investigación en ciencias sociales. Publicó artículos sobre historia y economía colombianas, así como de crítica literaria y psicoanálisis. Pero la situación política y social en el marco institucional del Frente Nacional se presentaba cada vez más in-
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satisfactoria para una juventud ilusionada por el ejemplo de la Revolución cubana. De ahí que las propuestas de un marxismo abierto como la del grupo de Estrategia fueran descalificadas como «humanismo pequeño-burgués» por los grupos políticos de izquierda que comenzaban a formarse al margen del partido comunista, calificado a su vez de «reformista». A mediados de la década se estaban organizando dos grupos de tipo armado: el Ejército de Liberación Nacional, de inspiración castrista y reclutado casi exclusivamente entre estudiantes de la Universidad Nacional y la de Santander. Como consecuencia de una disidencia dentro del partido comunista, en parte producida por la ruptura chino-soviética, aparece el grupo maoísta que se autodenominó Partido Comunista Colombiano Marxista Leninista y procedió a organizar grupos guerrilleros bajo el nombre de Ejército Popular de Liberación. En este caso también predominó el elemento estudiantil. Aunque formalmente los dos grupos se enfrentaban entre sí por la adopción del modelo castrista del «foco guerrillero» en el caso del ELN y «la guerra popular» en el del EPL, en realidad se trataba de dos formas de «foco guerrillero». Más adelante apareció otro grupo maoísta, el Movimiento Obrero Independiente Revolucionario, MOIR, cuyo ámbito de acción fue, a pesar de su nombre, casi exclusivamente la universidad. Estos grupos y otros grupúsculos competían entre sí y con el partido comunista en el escenario socialmente bastante restringido de la universidad pública y de algunas privadas. Para finales de la década del sesenta y durante buena parte de la siguiente, la vida universitaria se ve conmocionada por interminables asambleas estudiantiles, huelgas, pedreas, a veces con lamentables saldos de víctimas. El gobierno cierra y reabre las universidades, reprime a veces, como durante el gobierno del presidente Pastrana. Entre los militantes universitarios toma fuerza la idea de «destruir la
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El padre Camilo Torres Restrepo, durante un incidente con la fuerza pública en Bogotá (noviembre de 1965), acompañado por Jaime Arenas, Víctor Medina Morón y Julio César Cortés.
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dida de relación con la realidad del país; pues, equivocados o no, muchos estudiantes partieron para «el monte» de donde un buen número no volvió jamás, ya fuera por caer bajo las balas de las Fuerzas Armadas o eliminados en las frecuentes purgas internas ocurridas dentro de los grupos guerrilleros. Otros volvieron frustrados a reintegrarse al mundo burgués que habían tratado de destruir. Algunos permanecieron en esas organizaciones que después de muchos avatares lograron instalarse en el campo hasta la actualidad. El caso más representativo es el de Camilo Torres Restrepo, sacerdote y sociólogo, que en 1965 convocó a los grupos de izquierda para que se congregaran en un Frente Unido contra la burguesía y el imperialismo. Éste fue el intento más serio para que la izquierda tomara contacto con las grandes masas. Sin embargo, el bloqueo creciente por parte del gobierno y la Universidad», aparato ideológico del Iglesia a la actividad política de Casistema, bajo la influencia del movi- milo lo fue inclinando hacia la concepmiento estudiantil europeo del 68 y de ción armada de la revolución. El crela Revolución cultural china. cimiento de la abstención en las elecSin embargo, este proceso de poli- ciones del Frente Nacional, consetización bastante discutible, por decir cuencia del desgano de los electores lo menos, va acompañado como con- para votar por un candidato del parsecuencia de la reforma universitaria, tido contrario al que pertenecían por de la aparición del profesorado de tradición, así como la lógica sensación tiempo completo y de la apertura de de estar participando en un ceremonuevas unidades docentes, sobre todo nial sin sentido, pues la alternación le en el ámbito de las ciencias humanas. quitaba parcialmente el interés a la La llamada «nueva historia», con su participación electoral, fueron interénfasis en la historia económica, ha pretados por la izquierda no comunisproducido resultados que, traducidos ta y por el mismo Camilo Torres como en obras, no son desdeñables. Y algo un índice inequívoco de descontento parecido, aunque con resultados me- popular. Fue un espejismo que se ennos sólidos, se puede decir de los tra- carnó en la consigna de la «abstención bajos en filosofía, sociología y antro- beligerante», acogida por Camilo Topología. Estos trabajos se hicieron por rres, dándoles así más peso a las tenesfuerzo personal, con algún apoyo dencias armadas dentro del Frente institucional, no siempre coherente, y Unido. Su carisma personal y su doble cacon la hostilidad de los grupos radirácter de sacerdote y universitario le calizados que no veían en la investigación otra cosa que «academicismo». permitieron a Camilo contar con una Sería simplificar las cosas no mirar gran acogida entre los medios estula situación de los estudiantes radica- diantiles, incluyendo a sectores católes sino desde el punto de vista de su licos, pues no debe olvidarse que, a jerga, de su dogmatismo y de su pér- raíz del Concilio Vaticano II, convo-
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cado por Juan XXIII en 1962, la Iglesia replanteó su política social. Por esto también contó Camilo con una moderada aceptación por parte de sectores sindicales católicos. Aunque la base de opinión del Frente Unido fue predominantemente estudiantil, logró alguna penetración entre los sindicatos de izquierda de Barrancabermeja, Bucaramanga y Medellín. Pero Camilo Torres finalmente optó por la vía armada. El ELN distribuyó un comunicado acompañado de una foto de Camilo con barba, uniforme y fusil al hombro, en que anunciaba su incorporación a la guerrilla. Meses después aparecía en la primera página de los periódicos la foto del cadáver de Camilo, caído en combate en Patio Cemento, Santander, el 15 de febrero de 1966. La posibilidad de un movimiento de izquierda, amplio y de masas, se cerraba de esta manera. En la inauguración del Primer Congreso de Sociología en la Universidad Nacional, en 1966, se rendiría el tributo de un minuto de silencio a Camilo Torres, lo que produciría el airado retiro del ministro de Educación de ese entonces. «Elemento subversivo dado de baja por las autoridades» para el Frente Nacional, prototipo del intelectual comprometido integralmente con el destino de su pueblo para los intelectuales y estudiantes de izquierda, ése fue Camilo Torres. El mundo de los guerrilleros, sus redes urbanas, sus luchas internas, pasaron a ser parte de la literatura colombiana. Existen dos novelas sobre el tema, escritas en forma responsable y de una calidad indudable: El desertor de Plinio Apuleyo Mendoza y Sin remedio de Antonio Caballero. El crecimiento económico sostenido del país, notable desde mediados de la década de los sesenta, no solucionó, sin embargo, los problemas estructurales que la intelectualidad crítica venía denunciando desde los comienzos del Frente Nacional. Para millones de colombianos, la lucha por la supervivencia seguía siendo un reto cotidiano. La Reforma Agraria, sobre la cual
105 Cruz que señala el sitio de Patio Cemento donde fue abatido el padre Camilo Torres, el 15 de febrero de 1966.
tanto se había discutido en los años sesenta, fue enterrada sin pena ni gloria por el acuerdo de Chicoral: el problema agrario seguía vigente. Las ciudades siguieron creciendo y con ellas crecieron también los cinturones de miseria, refugio de desempleados y carentes de los más mínimos servicios. ¿Qué puede significar la palabra cultura para estas gentes marginadas por el mismo proceso económico? ¿Acaso el porcentaje de analfabetismo absoluto no continuó siendo lo suficientemente grande como para avergonzar a un país que se pretende civilizado? ¿Y qué decir del analfabetismo funcional? Parece como si se quisiera mantener el analfabetismo para que el presidente de turno monte su campaña de alfabetización patriótica. Ciertamente el crecimiento económico amplió la base de la clase media, generándose así una extensión del mercado de productos culturales. Ante todo, naturalmente, de esa cultura de masas tan bien representada en nuestro medio por la televisión estatal, las cadenas radiales y la proliferación de una literatura folletinesca. Por otra parte, el relativo crecimiento
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de la universidad, en particular de la estatal, también ha coadyuvado al crecimiento de la industria editorial. Todavía en los años sesenta la industria editorial colombiana era pequeñísima, los tirajes de libros fluctuaban entre 1.000 y 1.500 ejemplares, una edición de 3.000 ejemplares era algo extraordinario. Después de mediados de los setenta, este crecimiento se acelera y además de las editoriales colombianas comienzan a instalarse filiales de editoriales extranjeras. En los últimos años llama la atención la difusión de colecciones de libros, discos y folletos, muchas veces de alta candad intelectual, vendidos a precios módicos en puestos de revistas y supermercados. Sin embargo, las pocas estadísticas sobre lectura de prensa y libros de que se dispone arrojan resultados poco alentadores. Descontando el problema del analfabetismo, es preciso tener en cuenta que la docencia en la escuela primaria y secundaria, tanto pública como privada, es bastante adversa al desarrollo de una actitud positiva frente a la lectura. A lo anterior hay que agregar que los modeladores de la opinión pública, la radio (exceptuando las emisoras culturales), la televisión y la relativamente poco leída prensa, si se tiene en cuenta el porcentaje alfabeta de la población del país, tienen una actitud frente a la cultura que va desde el desconocimiento, en aras de la promoción de una subcultura de masas en la radio comercial, hasta un condescendiente lugar secundario en la televisión y la prensa. Como autojustificación, se alega siempre que la cultura pensada como actividad crítica y creadora es asunto de una ínfima minoría. La situación de las bibliotecas públicas del país no es muy animadora. No se trata de insistir en la virtual ausencia de bibliotecas en las pequeñas poblaciones, sino de señalar cómo en las ciudades intermedias, y aun en las grandes ciudades, el servicio de las bibliotecas públicas es bastante deficiente y se combina negativamente con la relativa ausencia de interés por parte
de una población sometida a los limitantes atrás mencionados. Si desde el punto de vista del lector potencial las cosas no van bien en Colombia, el balance de la actividad creadora en la esfera de la literatura y otros aspectos del pensamiento, durante las dos últimas décadas, también deja mucho que desear. El otorgamiento del premio Nobel a Gabriel García Márquez, que, dicho sea de paso, nada quita ni agrega a su genio literario, ha producido desgraciadamente un ruido cultural que se ha traducido en una autocomplacencia acrítica hábilmente manipulada desde arriba. Pero cuando se apaga un poco el coro del elogio a la cultura colombiana y se procede a analizar con serenidad el estado de la narrativa y la poesía colombianas en la última década, sólo se puede sacar una conclusión: el trabajo literario, con contadas excepciones, está dominado por la improvisación y su correlato, la superficialidad, y en los últimos años por las exigencias del mercado editorial. Germán Espinosa, nacido en Cartagena en 1938, publicó Los cortejos del diablo en 1970; seis años más tarde, Colcultura editó su colección de cuentos Los doce del infierno, y en 1982 apareció su mejor obra: La tejedora de coronas. Albalucía Ángel (1939) publica inicialmente Los girasoles de invierno en 1966 y después, en España, Dos veces Alicia (1972). Su obra más lograda, Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón, apareció en 1975. Luego, en 1979, Colcultura publica su libro de cuentos ¡Oh gloria inmarcesible!. Y en 1982, también en España, publica una obra de carácter experimental «titulada Misiá señora. Óscar Collazos, nacido en 1942, cuyo primer libro de cuentos El verano también moja las espaldas fue publicado en Medellín por Ediciones Papel Sobrante en 1967; más adelante publicó Esta mañana del mundo en 1968 y Disociaciones y despojos en 1974; su última novela, Todo o nada, es de 1982. Gustavo Álvarez Gardeazábal (1945) es autor de una novela so-
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bre la Violencia, Cóndores no entierran todos los días, sin lugar a dudas su obra mejor lograda; ha escrito también Dabeiba, El bazar de los idiotas, El titiritero y El divino. Entre estas excepciones es necesario citar en primer lugar a Andrés Caicedo, nacido en Cali en 1951; intensamente atraído por el cine, fundó en su ciudad natal la revista Ojo al Cine. En 1975 publicó un relato, «El atravesado», y en 1977 Colcultura publica su novela ¡Que viva la música!. El 4 de marzo de ese mismo año se suicidó. ¡Que viva la música! es, sin lugar a dudas, una de las mejores novelas escritas en Colombia en la década del setenta. Independientemente de su valor testimonial, que es muy grande, lo que sorprende en el trabajo literario de Andrés Caicedo es su capacidad para crear un espacio literario de gran intensidad, con medios inéditos. La «Mona» es el personaje femenino mejor logrado de la literatura colombiana, sin falsificaciones, sin clichés; en la novela de Andrés Caicedo por primera vez en nuestra literatura irrumpe otro personaje: la música. Su libro póstumo Destinitos fatales no ha hecho otra cosa que corroborar su garra de escritor. Otro explorador de la literatura es Rafael Humberto Moreno-Duran (1946), residente en España durante varios años, ha publicado cuatro novelas: Juego de damas, El toque de Diana, Finale capriccioso con madonna y Los felinos del canciller. Roberto Burgos Cantor (1948) es autor de una excelente colección de cuentos, Lo amador, y una novela, El patio de los vientos perdidos, publicada por Planeta Colombiana en 1984. Tomás González (1950), cuya primera novela, En el comienzo era el mar, es una obra bien estructurada y de una poética contenida y eficaz. Es también significativa la novela de Luis Fayad (1945) Los parientes de Esther, publicada en España por Alfaguara. Entre los poetas más destacados de la década del setenta está Juan Manuel Roca (1945), autor de Memoria
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Andrés Caicedo (1951-1977). autor de "¡Que viva la música!"'. "Independientemente de su valor testimonial, que es muy grande, lo que sorprende en su trabajo literario es su capacidad para crear un espacio literario de gran intensidad, con medios inéditos."
del agua (1972), Luna de ciegos (1974), Señal de cuervos (1979), Fabulario real (1980) y Umbrales (1982). La crítica literaria, concebida como un trabajo de formación del lector, bien fundada en una cultura sólida por parte del crítico, es escasa en el país. Ya se vio atrás cómo el camino abierto por Baldomero Sanín Cano fue seguido por unas cuantas personalidades a las cuales ya se ha hecho referencia. En la última parte de este período habría que señalar a algunos intelectuales que han mantenido el ejercicio de la crítica literaria en un nivel respetable. Rafael Gutiérrez Girardot, antiguo colaborador de Mito, que ha escrito sobre Jorge Luis Borges y Antonio Machado, es autor de «La literatura colombiana en el siglo XX», polémico ensayo que hace parte del Manual de historia de Colombia, de Colcultura. Jaime Mejía Duque, desde la perspectiva de Lukács, se ha consagrado al análisis de la literatura colombiana y es autor de varios libros, entre los que se destacan Literatura y realidad y «El otoño del patriarca» o la crisis de la desmesura. Darío Ruiz Gó-
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mez, autor de dos novelas, La Ternura que tengo para vos y Hojas en el patio, ha escrito en revistas y en los suplementos literarios ensayos sobre la literatura contemporánea nacional y extranjera. Juan Gustavo Cobo Borda es autor de varios libros de crítica, de compilaciones y antologías de literatura colombiana; es preciso destacar su trabajo sobre Baldomero Sanín Cano. Fernando Cruz Kronfly y Jorge Alberto Naranjo, el primero de ellos autor de la novela Falleva, y de algunos ensayos lúcidos sobre la literatura contemporánea; el segundo se ha concentrado en el análisis de obras de Kafka, Lowry y Juan Rulfo, entre otros.
Uno de los aspectos más relevantes del quehacer cultural de este período fue la labor realizada por Gloria Zea, Juan Gustavo Cobo Borda, Santiago Mutis y el equipo de Colcultura entre 1974 y 1982. La Biblioteca Básica Colombiana, la Colección Autores Nacionales y la Biblioteca Popular permitieron a un amplio público el conocimiento de las obras más representativas de la novela, la poesía y el ensayo de la Colombia moderna. El Manual de historia de Colombia, bajo la dirección de Jaime Jaramillo Uribe, es otro de los aportes sustanciales de Colcultura al conocimiento del país: es, pues, de lamentar que esta labor no haya continuado después de 1982.
Bibliografía «Síntesis de historia política contemporánea», en Colombia, hoy. Bogotá, Siglo XXI, 1978. GAITAN DURÁN, JORGE. La revolución invisible. Bogotá, Ediciones Tierra Firme, 1959. SANTAMARÍA, S., RICARDO y GABRIEL SILVA LUJAN. Proceso político de Colombia. Bogotá, Cerec, 1984. TÉLLEZ, HERNANDO. Textos no recogidos en libro, tomo II. Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1979. ARRUBLA, MARIO.
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El periodismo en Colombia. 1886-1986 Primera página del "Papel periódico de la Ciudad de Santafé de Bogotá", del miércoles 9 de febrero de 1791, fundado y dirigido por Manuel del Socorro Rodríguez, con el cual se inicia el periodismo de publicación regular en Colombia.
Enrique Santos Calderón
S
egún Antonio Cacua Prada, autor del único registro histórico completo del periodismo en Colombia —referencia indispensable, pese a sus fallas, para cualquier investigación sobre el tema—, un terremoto originó el periodismo colombiano. En efecto, el movimiento sísmico que hace doscientos años, el 12 de julio de 1785, sacudió a Santa Fe de Bogotá, dio lugar a la primera noticia impresa. Se llamó «Aviso del terremoto», fue redactado por un grupo de frailes, publicado en la Imprenta Real y alcanzó a sacar tres números en el lapso de un mes, con información sobre los estragos causados por el temblor. Al margen de antecedentes como el «Aviso del terremoto», se ha convenido en que el periodismo colombiano propiamente dicho, es decir, periódico de publicación regular, nació el 9 de febrero de 1791 con la aparición del Papel Periódico de la Ciudad de Santa Fe de Bogotá, que fundó y dirigió Manuel del Socorro Rodríguez. Don Manuel, nacido en La Habana, Cuba, había llegado dos años antes al Nuevo Reino de Granada en calidad de ami-
go personal y asistente del virrey Ezpeleta, quien lo nombró en el cargo de bibliotecario real. Con periódicas y muy explicables interrupciones, el Papel Periódico logró sostenerse durante seis años, los mismos que duró el mando del virrey Ezpeleta, hasta el 6 de enero de 1797.
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Primer número de "El Espectador", publicado en Medellín el martes 22 de marzo de 1887. Menos de tres meses más tarde, el gobierno de Rafael Núñez suspendió este periódico por primera vez; luego, por ley 61 de 1888 ("la ley de los caballos") se ordenaron duras medidas de represión contra la prensa oposicionista.
Durante el siglo XVII y hasta fines del XIX, cuando se puede decir que arranca la era del periodismo colombiano contemporáneo, nacieron y murieron a lo largo y ancho del territorio nacional varios miles de publicaciones de diversa índole, sobre todo políticoliterarias, que en su accidentado devenir, con sus altos y bajos, fueron conformando, a golpe de tenacidad, tinta y talento, lo que es considerado hoy como uno de los géneros periodísticos más respetados de Latinoamérica.
El surgimiento del periodismo colombiano moderno se podría ubicar más precisamente con la aparición de El Espectador, el 22 de marzo de 1887, fundado por Fidel Cano en Medellín. Esta publicación apareció con la consigna de «trabajar en bien de la patria con criterio liberal y en bien de los principios liberales con criterio político», máxima que posteriormente fue cambiada por «trabajar en bien de los principios liberales con criterio patriótico». De formato tabloide, El Espectador se editó dos veces por semana, martes y viernes, y se presentaba como un «periódico político, literario, noticioso e industrial». La suscripción por ocho números costaba 20 centavos, pero «cuando por cualquier motivo se suspende el periódico, se devolverá a los suscriptores la suma correspondiente a los números que faltan». La advertencia no era casual, porque las suspensiones eran frecuentes y por lo general impuestas desde arriba. En su primer editorial, don Fidel Cano anunció que se proponía «aprovechar al servicio del liberalismo como doctrina y como partido, la escasa suma de libertades que a la imprenta le han dejado las nuevas instituciones, y luego procurar que otros contribuyan al cultivo de la Patria». Cuando iba por el número 30, el 8 de junio de 1887, el gobierno de Rafael Núñez suspendió la edición de El Espectador. A los seis meses reapareció, pero el 7 de marzo de 1888 el presidente Núñez dictó nuevas medidas contra la prensa, sobre todo la tristemente célebre ley 61 de 1888 —-«la ley de los caballos» que llamara Fidel Cano—, que castigaba con la prisión, el exilio o la pérdida de derechos políticos a quienes alteraran el orden público, y que constituyó el más implacable instrumento represivo contra la prensa opositora de la época. Y es que la censura y el despotismo fueron la norma durante la Regeneración de Rafael Núñez. En este mismo período fueron suspendidos, además de El Espectador,
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Fidel Cano, fotografía de Melitón Rodríguez. En los primeros veinte años de "El Espectador", debió enfrentar una accidentada historia de censuras y cierres forzosos.
más de una docena de periódicos liberales (El Relator, El Demócrata, El Autonomista, El Debate, El Derecho, entre otros) y fueron desterrados o encarcelados intelectuales y periodistas tan destacados como José María Vargas Vila, Rafael Uribe Uribe, los ex presidentes Santos Acosta y Santiago Pérez, el «Indio» Uribe y el propio Fidel Cano. Todo dirigente político de importancia dirigía o colaboraba en algún periódico, herramienta indispensable de las labores proselitistas de la época. El 8 de agosto de 1893, cuando El Espectador iba a la altura de su número 282, el gobernador de Antioquia, Abraham García, ordenó silenciarlo y mandó poner preso a Fidel Cano. Tres años después reanudó su publicación, pero en junio del 96 el periódico recibió una orden de suspensión indefinida. En diciembre de ese mismo año el Congreso aprobó una nueva ley de prensa y a ella se acogió Cano, quien reanudó la publicación de su periódi-
co. Pero a menos de tres meses de finalizar el siglo XIX, el 19 de octubre de 1899, cuando ya iba por el número 505, estalló la guerra de los Mil Días. Nuevo silencio forzoso para el bisemanario de los Cano, que volvió a aparecer en octubre de 1903, ya como diario, y continuó hasta diciembre de 1904, cuando fue suspendido por órdenes del gobierno del general Rafael Reyes. Volvió a la calle ocho años después, y en junio de 1913 llegó a las mil ediciones. Su accidentada historia de censuras y cierres forzosos, la misma de casi todas las publicaciones liberales de entonces, demuestra cómo esa consigna de Fidel Cano «trabajar en bien de la patria con criterio liberal» resultó harto difícil. Era de verdad una labor casi heroica, en una época regida por gobiernos conservadores de corte autoritario, que nunca se reconciliaron con la libertad de prensa, pues consideraban la mordaza oficial como la forma más eficaz de combatir la prensa políticamente adversa.
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La prensa de fin de siglo
Rafael Núñez, bronce en la Casa de Nariño. El principal dirigente de la Regeneración impulsó su movimiento con plena conciencia del poder de la prensa en la difusión de las ideas. Sus artículos aparecieron en "El Porvenir", de Cartagena y en "La Luz", de Bogotá ambos de su propiedad.
La importancia de la prensa durante la época de la Regeneración la da en buena medida el hecho de que este movimiento político haya estado promovido y estimulado por su principal dirigente, Rafael Núñez, desde periódicos políticos. Sus artículos en El Porvenir de Cartagena, que había aparecido en 1877, y en La Luz de Bogotá (1882), de su propiedad, dieron siempre la línea a sus seguidores. Retirado de la presidencia efectiva, de 1888 a 1894 los gobernantes seguían en Bogotá las indicaciones que, explícitas o sibilinas, leían en los editoriales de El Porvenir, donde no se publicaba una línea sin la revisión previa del Regenerador. Durante la misma época surgió el primer diario privado exitoso: El Telegrama, de Jerónimo Argáez, que circuló entre 1886 y 1901: además de subrayar la publicación de noticias —los periódicos anteriores eran ante todo de comentarios—, se apoyó en el cable internacional, que le permitió contar con información diaria recibida a través de Buenaventura. Otros diarios importantes surgieron en los años siguientes, como El Correo Nacional, que bajo la dirección del conservador Carlos Martínez Silva apareció en septiembre de 1890 y contó entre sus colaboradores a don José Manuel Marroquín y a Juan B. Pérez y Soto. En noviembre de 1894 fue suspendido por orden oficial y entre los motivos que anotaba el ministro de Gobierno Luis Holguín para silenciar el diario estaba el de que su redacción, al llevar «los odios personales al terreno político», había convertido a aquel diario en «instrumento de sistemática agresión contra la autoridad del jefe de Estado», y que además se había «anticipado a publicar documentos oficiales sin competente permiso». En enero de 1895 El Correo Nacional reapareció bajo la dirección de don Rufino Cuervo Márquez, hasta el año de 1899, cuando fue nuevamente suspendido a la altura de su edición
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2.601. Volvió a aparecer en mayo de 1903, dirigido por el historiador Gerardo Arrubla, y fue suspendido nuevamente en 1909, para reaparecer en agosto de 1913. Este diario ya traía fotografías desde 1906. En 1913 publicó la del candidato conservador a la presidencia, José Vicente Concha. Tenía un tamaño de pliego y unas excelentes presentación y armada para la época. En materia de avances técnicos, en estos últimos años de El Correo Nacional, ya comenzaban a llegar al país los primeros linotipos —inaugurados hacia 1911 por La Gaceta Republicana— y la primera rotativa, estrenada por El Diario Nacional en 1915. Ante la imposibilidad física de reseñar los muchos periódicos que nacieron y murieron a todo lo largo del territorio nacional a finales del siglo XIX y las numerosísimas publicaciones de carácter literario que también proliferaron en la época, se podría intentar una síntesis diciendo que el periodismo de este período se destacó por su militancia, combatividad y extrema politización. Todas esas publicaciones contribuyeron a radicalizar posiciones y a exacerbar los ánimos de unos partidos que buscaron los campos de batalla para dirimir sus diferencias. El periódico era un arma fundamental de las luchas políticas y de las contiendas fratricidas que se libraron en aquella época. Entre los diarios liberales, además de El Espectador, se destacaron Relator, dirigido por el ex presidente Santiago Pérez y clausurado por el gobierno en 1893; La Crónica, dirigido por José Camacho Carrizosa, que expresó las ideas de los liberales pacifistas en 1897-1899, y El Autonomista, orientado por Rafael Uribe Uribe, órgano de expresión de quienes no veían otra salida que la rebelión para recuperar los derechos del liberalismo. Dadas las fuertes restricciones a la prensa vigentes, no tanto bajo la Constitución de 1886 como bajo la famosa ley K, vigente entre 1887 y 1898, muchos opositores buscaron formas burlescas e irónicas de expresión, y los
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"El Correo Nacional", dirigido por Carlos Martínez Silva, apareció en 1890 y entre 1895 y 1899 fue dirigido por Rufino Cuervo Márquez.
"La Gaceta Republicana", de Enrique Olaya Herrera, inauguró los primeros linotipos en 1911.
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periódicos satíricos y de caricaturas se hicieron comunes, y surgían frecuentemente, para morir bajo la censura. Entre los polemistas más notables de la época estuvieron Antonio José Restrepo y Juan de Dios Uribe, el «Indio», editores de La Siesta (1886) y Sagitario (1889); Uribe sufrió destierros y persecuciones y murió en el exilio. Entre los caricaturistas fue famoso Alfredo Greñas, quien hizo circular El Zancudo, que a partir de 1890 se dedicó a ridiculizar a los gobiernos de la Regeneración y duró hasta fines de 1891. Greñas editó también El Demócrata, en 1891 y 1892, un periódico más tradicional en el que colaboran los principales liberales del momento, al que también correspondió su dosis de multas y suspensiones. Luego publicó El Barbero, antes de exiliarse en Costa Rica, en 1893. En medio de la guerra de los Mil Días apareció un nuevo periódico orientado por los liberales José Camacho Carrizosa y Carlos Arturo Torres: El Nuevo Tiempo. En 1905 lo adquirió el poeta y periodista conservador Ismael Enrique Arciniegas, y desde ese momento se convirtió probablemente en el más influyente de los periódicos del país, por el poder de que gozó duró durante toda la hegemonía conservadora, y vino a cerrarse en 1932. Además de su importancia política, dio amplio espacio a la lite"El Zancudo" y "El Demócrata", dos de los periódicos orientados por Alfredo Greñas entre 1889 y 1892, para fustigar a los gobiernos de la Regeneración. Fecha su periódico en 1791 irónicamente, dando a entender el atraso de las ideas en el país. Bien diciente es también la frase "Los grandes no nos parecen tales sino porque estamos de rodillas..."
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ratura e incluyó El Nuevo Tiempo Literario como suplemento especial, de 1903 a 1915, y luego a partir de 1927.
A comienzos del siglo XX se fundan importantes diarios, algunos de los cuales habrían de marcar la pauta de la prensa colombiana hasta nuestros Revistas e ilustraciones días. En 1915 El Espectador comienza a publicarse en Bogotá como diario a fines de siglo vespertino bajo la dirección conjunta A partir de 1880 empezaron a surgir de Luis Cano y Luis Eduardo Nieto periódicos que daban un gran espacio Caballero (LENC), mientras que la a las ilustraciones: se trataba de gra- edición matinal continuó saliendo en bados, elaborados a partir de fotogra- Medellín hasta 1923, bajo la dirección fías o pinturas, y que, más que ilustrar de Gabriel Cano. Durante la gran crila noticia, eran adiciones artísticas a sis económica del año treinta, El Esperiódicos esencialmente literarios y pectador estuvo al borde de la bancaculturales. El más famoso de todos fue rrota total. Logró sobrevivir gracias a El Papel Periódico Ilustrado (1880-85) la ayuda de Eduardo Santos, quien, de Alberto Urdaneta, en el que cola- según Gabriel Cano, «salvó al moriboraron los principales escritores de bundo al abrirle en condiciones libelos dos partidos tradicionales. Suspendido por la muerte de Urdaneta, su tarea fue continuada por Colombia Ilustrada (1889-92), dirigido por José T. Gaibrois. Además de estas publicaciones, bastante elegantes y lujosas, circularon varias revistas culturales muy influyentes, como Repertorio Colombiano (1878-1899) de Carlos Martínez Silva, Revista Colombiana (1895-97) de José Luis María Mora, Revista Gris (1892-96) de Maximiliano Grillo, donde hizo sus primeras publicaciones importantes Baldomero Sanín Cano, y El Montañez, (1898-99) de Mario Ospina Vásquez, donde publicaban Tomás Carrasquilla y Efe Gómez.
Siglo XX: El Tiempo y El Colombiano El siglo XX se inicia en Colombia en medio del olor a pólvora de la guerra de los Mil Días y con el eco aún vivo del fragor de los enfrentamientos partidistas que desgarraron a la nación durante buena parte del siglo XIX. Combates civiles y luchas internas en las que el periodismo jugó una parte decisiva, en la medida en que siempre adoptó un papel militante en favor de uno u otro de los dos bandos enfrentados y fue esencial instrumento de lucha de las formaciones políticas. La pluma era tan valiosa como la espada en las pugnas entre liberales y conservadores.
Maximiliano Grillo, director de la "Revista Gris", de literatura, ciencias y variedades, 1892-1896. Abajo, primera entrega de "El Tiempo", enero 30 de 1911.
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Portada de "El Colombiano", de Medellín, correspondiente a julio 23 de 1912. El martes 6 de febrero del mismo año se inició la publicación de este periódico dirigido por Francisco de Paula Pérez y cuya primera plana estaba totalmente dedicada a la publicidad.
ralísimas las puertas de los talleres de El Tiempo. Eran épocas en las que la solidaridad ideológica contaba más que la competencia comercial. En 1955, El Espectador se convierte en diario matinal. En 1912 aparece en Medellín el bisemanario conservador El Colombiano, dirigido por Francisco de Paula Pérez, que en 1914 se convierte en diario y comienza a destacarse por sus exitosos esfuerzos informativos. Como el realizado durante la primera guerra mundial, cuando El Colombiano integra un pool informativo con otros diarios conservadores (El Nuevo Tiempo, que dirigía en Bogotá el poe-
ta Ismael Enrique Arciniegas, La Nación de Barranquilla, y La Época de Cartagena), y contrata los servicios de una agencia europea de noticias, cuyos despachos llegaban a Buenaventura y de allí a los diarios. El Colombiano conquista a través de los años una notoria influencia regional y es en la actualidad el tercer periódico en circulación nacional. Un año antes de la fundación del decano de la prensa antioqueña, había aparecido en Bogotá, el 30 de enero de 1911, El Tiempo, una pequeña hoja de cuatro páginas impresa en una artesanal prensa de madera construida en Ibagué. El Tiempo fue fundado por Alfonso Villegas Restrepo, quien apoyaba al gobierno republicano de Carlos E. Restrepo. En 1913, Villegas se lo ofrece en venta al joven abogado bogotano Eduardo Santos, su futuro cuñado, quien poco a poco lo convierte en un importante órgano de opinión y, eventualmente, en el diario más influyente del país. Factor de peso en el éxito de El Tiempo es el haber sido desde el comienzo una empresa económicamente autosuficiente, en trance permanente de modernización y hábilmente gerenciada durante treinta y seis años (191349) por Fabio Restrepo. El doctor Santos solía recordar que en el primer mes El Tiempo le produjo una utilidad de 16 pesos y que «desde el segundo, me dio lo necesario para vivir». En 1919 adquiere sus dos primeros linotipos y una máquina plana «Duplex», importada de Nueva York. Otro factor de importancia en el ascenso periodístico de El Tiempo es también la vinculación en 1920 de Enrique Santos Montejo, hermano de Eduardo, quien orientó durante largos años la labor informativa, y bajo el seudónimo de Calibán, se convirtió a través de su columna «Danza de las horas» en el comentarista más leído de la prensa colombiana. Antes de la fundación de El Tiempo, Calibán ya era un combativo periodista que había iniciado en Tunja La Linterna (1909-19), una publica-
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ción radicalmente liberal que lo hizo acreedor a varias excomuniones, en ese fortín del clericalismo conservador que era la capital boyacense. Calibán institucionaliza en Colombia el género y la profesión del columnista —en el sentido de una vocación exclusiva— con su «Danza de las horas», que escribió ininterrumpidamente tres veces a la semana durante treinta y nueve años, desde 1932 y hasta dos días antes de su muerte, en 1971. Otros columnistas importantes, que adquirieron prestigio durante la década de los veinte, fueron Luis Tejada, José Mar y Luis Eduardo Nieto Caballero, quien continuó escribiendo
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hasta 1957. En la siguiente década el más popular fue tal vez Jaime Barrera Parra. Luego comenzó la carrera de humorista de Lucas Caballero Calderón (Klim), que se extendió hasta hace muy poco. Entre las mujeres, fue notable la cronista Emilia Pardo Umaña. La segunda década de siglo, además de El Colombiano, vio surgir varios de los periódicos regionales de mayor influencia y duración. Así, en 1915, se fundó El Correo Liberal, de Medellín, que duró hasta mediados de siglo; en 1916 El Relator, de Cali, y en 1919 La Defensa, periódico conservador de Medellín, donde inició su carrera periodística Belisario Betancur. Luis Eduardo Nieto Caballero en los talleres de "El Tiempo", años 30. "Factor de peso en el éxito de este diario es el haber sido desde el comienzo una empresa económicamente autosuficiente, en trance permanente de modernización y hábilmente gerenciada durante 36 años (1913-1949) por Fabio Restrepo.
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Entre los que sobreviven aún, deben señalarse La Patria, fundado en 1921 en Manizales, y el diario bumangués Vanguardia Liberal, fundado en 1919 por el dirigente de ese partido Alejandro Galvis Galvis, que no tarda en volverse el más importante órgano informativo y vocero liberal de Santander. Sus combativas posiciones editoriales y sus críticas a una Iglesia identificada con los regímenes conservadores le valen varias censuras eclesiásticas. En 1949, los obispos de Santander prohiben bajo pecado mortal «vender, leer, oír, comprar o guardar» Vanguardia Liberal. Este tipo de sanciones clericales, junto con las excomuniones de sus directores, son frecuentes contra toda la prensa liberal, que se oponía ahincadamente a la intervención de la Iglesia en política. La primera mitad del siglo XX y más específicamente hasta la segunda guerra mundial, se caracteriza por un periodismo de sabor aún provinciano aunque eminentemente político-partidista. Era una prensa con limitada visión del mundo exterior, sometida a los vaivenes de las luchas políticas doPortada de "La Linterna", semanario publicado en Tunja por Pedro A. Zubieta y Enrique Santos Montejo (Calibán), junto con el médico Juan C. Hernández, a partir del 30 de julio de 1909. De este periódico aparecieron 502 números, el último en julio de 1920.
mésticas, con fuerte énfasis literario y con la mira intelectual apuntada hacia Europa, de donde provenían las grandes corrientes del pensamiento y de donde se nutrían literaria e ideológicamente nuestros políticos y periodistas. Que en ese momento son casi lo mismo: políticos y periodistas. Porque si algo caracteriza al periodismo colombiano es que ha estado siempre hermanado a la política. El periodismo nacional ha sido y sigue siendo semillero de presidentes y líderes partidistas. Un importante hecho en la historia del periodismo nacional fue la consolidación de las revistas de tipo gráfico. La más notable de todas ha sido Cromos, fundada en 1916 por Gustavo Arboleda y el impresor Miguel Santiago Valencia. Desde los primeros números intentó utilizar la fotografía como elemento central de su diseño, y a lo largo de su existencia ha ido utilizando los diversos adelantos técnicos en la reproducción gráfica, sobre todo mediante un uso creciente del color. Varias publicaciones han tratado de competir con Cromos, sin que se haya hallado una fórmula realmente exitosa. Estampa fue la más duradera de ellas, y se publicó entre 1938 y 1970. Prensa y poder político Basta adelantar la mirada al presente para comprobar cómo casi todos los jefes de Estado de los últimos cien años han ejercitado el periodismo y se consideran como hombres de la prensa. Belisario Betancur hizo sus primeras armas políticas e intelectuales desde La Defensa y luego en El Siglo, periódico del cual fue subdirector y director. Misael Pastrana lo descubrió tardíamente, pero lo ejercita a través de su revista Guión y en La Prensa. Los dos Lleras, Alberto y Carlos, han sido periodistas toda su vida. Carlos Lleras Restrepo fue brevemente director de El Tiempo en el año 1941, dirigió en 1961 el semanario Política y algo mas, y desde 1974 es director-fundador, supremo orientador y escritor del semanario Nueva Frontera.
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Presidentes periodistas, 1886-1986 Rafael Núñez (1880-82; 1884-90): La Democracia (1850), El Porvenir (1877), La Luz (1881-84). Carlos Holguín (1886-92): La Prensa (1866), El Deber (1877). Miguel Antonio Caro (1892-98): El Tradicionista (1871), La Nación (1885) Carlos E. Restrepo (1910-1914): La República (1891), El Correo de Antioquia (1899), Vida Nueva (1904), Colombia (1916). José Vicente Concha (1914-18): El Día (1897). Marco Fidel Suárez (1918-22): El Nacionalista (1897). Pedro Nel Ospina (1922-26): El Deber (1876). Miguel Abadía Méndez (1926-30}: El Ensayo (1887), El Colombiano (1891). Enrique Olaya Herrera (1930-34): El Mercurio (1904), El Comercio (1903), Gaceta Republicana (1909): El Diario Nacional (1912-38). Eduardo Santos (1940-42): La Revista (1909); El Tiempo (1913), Intermedio (1950), La Tarde (1930), Revista de América (1945). Mariano Ospina Pérez (1946-50): El Colombiano (1930), La República (1954). Laureano Gómez: La Unidad (1909), El Siglo (1934), Revista Colombiana (1933), Diario Gráfico (1950). Roberto Urdaneta Arbeláez (1952-53): El País (1913). Alberto Lleras Camargo: Los Nuevos (1925), La Tarde (1930). Guillermo León Valencia: Claridad (1936), El Liberal (1938-51), El Tiempo (1931); Semana (1946), El Independiente (1956). Gustavo Rojas Pinilla (1953-57): Alianza Popular (1959-66). Carlos Lleras Restrepo: El Tiempo (1941), Política y Algo Más (1961), La Nueva Economía (1961), Nueva Frontera (1974). Misael Pastrana Borrero: El Porvenir (1945), Guión (1977). Alfonso López Michelsen: El Liberal (1949-51), La Calle (1957). Belisario Betancur: La defensa (1940), El Siglo (1952), La Unidad (1954-55), Prometeo (1955-57). Sólo se han incluido aquellos casos en los que el periódico es dirigido por el presidente, o es de su propiedad, o escribe los editoriales.
Alberto Lleras Camargo fue director de El Liberal (1938), inspirado por el presidente Alfonso López Pumarejo, y que tuvo notable influencia política (1938-51). Posteriormente, Lleras Camargo lanzó la revista Semana (1946-61), fue columnista y editorialista de El Tiempo, y orientador durante varios años de la revista Visión. La trayectoria política de Alvaro Gómez Hurtado ha estado siempre vinculada a la de El Siglo, diario fundado en 1936 por su padre, Laureano Gómez, quien se apoyó en este diario para aumentar su fuerza política, y fue posteriormente presidente de la República. El ex presidente Mariano Ospina Pérez fundó en 1954 el diario La Re-
pública. Eduardo Santos, presidente de 1938 a 1942, fue director de El Tiempo a lo largo de más de cuarenta años. Hasta un ex presidente tan poco inclinado a las letras como Julio César Turbay Ayala ha hecho sus escarceos en el campo de la prensa, fundando el fugaz semanario Democracia e impulsando en 1979 la creación de la revista Consigna, y más recientemente del semanario Hoy por hoy. Alfonso López Michelsen fue editorialista de El Liberal a fines de los cuarenta, y en 1958 fundó el semanario La Calle, órgano del MRL, aunque ha sido el presidente que menos ha contado con una prensa propia o que lo respalde decididamente. Su hijo Felipe López Ca-
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Juan Lozano y Lozano, director de "La Razón" (1936-1948) y Alberto Lleras Camargo, director de "El Liberal" (1938-1951), fotografía tomada en Medellín, 1950. "La Razón" se apuntó la primicia del asesinato de Gaitán, publicada el mismo 9 de abril de 1948.
Portada de "Mundo al día", magazín que inauguró el reporterismo gráfico en el país y publicó las primeras historietas gráficas nacionales ("Mojicón" y "Los tres mosqueteros"'). Fue fundado el 15 de enero de 1924 por Arturo Manrique (llamado "El Kiosko") y Luis Carlos Páez y se publicó hasta 1938.
ballero, sin embargo, orienta hoy la revista Semana y un influyente noticiero de televisión. Entre las décadas de los treinta y los cincuenta, el país presenció el espectáculo de un periodismo dinámico —siempre partidista— en el que surgieron, y también desaparecieron, diarios y revistas que constituyen invaluable testimonio de su tiempo. Veamos algunos de los más sobresalientes. La Razón (1936-1948), el diario dirigido por el poeta e intelectual liberal Juan Lozano, que dio la «chiva» histórica sobre el asesinato de Gaitán. El Liberal (1938-1951), el diario orientado por el ex presidente Alfonso López Pumarejo, que circuló catorce años, hasta su deceso por razones económicas y políticas. Mundo al Día (1924-38), magazín que inauguró el reporterismo gráfico en Colombia y publicó las primeras historietas gráficas nacionales. Sábado (1943-57), importante semanario liberal fundado por Armando Solano y Plinio Mendoza Neira. Semana (1946-61), fundada por el ex presidente Alberto Lleras, diri-
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gida luego por Hernando Téllez. Esta revista adaptó la fórmula informativa de Time al país, cuya presentación gráfica también acogió: fue la primera revista de síntesis semanal, y se destacó por el brillante estilo de sus redactores y por sus magníficas crónicas políticas, así como por las caricaturas de Jorge Franklin. Del lado conservador fueron notables Diario de Colombia (1952-57), órgano del fogoso líder Gilberto Alzate Avendaño, que se hizo célebre por los avisos que publicara burlando la censura de prensa, y Diario Gráfico (1950-56), que dirigió Enrique Gómez Hurtado hasta su destierro por el general Gustavo Rojas Pinilla, quien clausuró el periódico en 1956. Un rasgo dominante de la prensa colombiana de primera mitad de este siglo, y que se ha prolongado hasta ahora, a pesar de los intentos del capital financiero por apropiarse de algunos órganos de expresión, es el carácter marcadamente familiar de los más importantes diarios. El Tiempo ha estado vinculado a la familia Santos en forma muy estrecha, así como El Espectador a los Cano. El Siglo ha estado siempre vinculado a la familia
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Gómez, y La República a Mariano Ospina Pérez y sus herederos. El Colombiano, vinculado a los Ospina, ha sido orientado por los Gómez Martínez. En estos casos, se trató en general de periodistas que lograron crear empresas de gran magnitud y solidez. En épocas más recientes, los diarios han surgido ante todo por la vinculación de grupos empresariales que desean ampliar su poder político, como se señala más adelante. Del provincialismo al teletipo La prensa suele reflejar el estado de desarrollo social, económico y cultural del país y ha sido y será un espejo —aunque no siempre perfecto, ni totalmente fiel— de su realidad circundante. Su provincialismo de comienzos de siglo, para llamarlo de alguna manera, era el resultado de las naturales dificultades que existían para comunicarse con el mundo exterior y estar al tanto de los acontecimientos internacionales. Tal circunstancia se refleja claramente en el cubrimiento que hace la prensa colombiana de la primera guerra mundial, de la cual lleUn almuerzo ofrecido por Plinio Mendoza Neira, director de "Sábado" a sus colaboradores, con motivo de la publicación de su primera entrega, que circuló el 17 de julio de 1943. Entre los asistentes, Jorge Rojas, Eduardo Carranza, Lucas Caballero (Klim), Adolfo Samper, Alejandro Vallejo, Arturo Camocho, Carlos Martín, José Antonio Osorio Lizarazo y Antonio Cardona.
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gaban noticias fragmentarias y aisladas, que los periodistas trataban de colocar dentro de un contexto comprensible para sus lectores. Existen anécdotas significativas de la época, como aquella que solía contar Eduardo Santos sobre las noticias que en 1917 provenían de la Revolución rusa y de los combates entre bolcheviques y mencheviques. Durante muchas semanas, Santos y toda la redacción de El Tiempo estuvieron convencidos de que se trataba de una guerra entre un general de apellido Bolchevique contra otro llamado Menchevique. Tales eran la desvinculación y lejanía de los acontecimientos de comienzos de siglo, que las personas mejor informadas de Colombia cometían estos errores de apreciación. La aparición del teletipo marca un ingreso frontal de la prensa colombiana, y, por ende, de la opinión del país, al mundo exterior. Este avance técnico define la integración del país a la noticia internacional y de allí surgen las grandes agencias de prensa, consorcios europeos y norteamericanos como UPI, AP, AFP, y REUTER. Este vínculo con el exterior era complementado ocasionalmente con la designación de corresponsales especiales en capitales claves del mundo. Sin embargo, la capacidad de comunicación de estos cronistas no podía jamás competir con teletipos que durante veinte horas al día transmiten sin cesar noticias de todos los continentes. Pero es definitivamente a partir de la Guerra Civil española (1936-39) e inmediatamente después durante la segunda guerra mundial (1945), cuando la prensa colombiana se abre de veras al escenario de la política internacional. Durante la segunda guerra mundial, los periódicos comienzan a tomar partido de manera tajante frente a los acontecimientos mundiales. Ya lo habían hecho con motivo de la Guerra Civil española, que impactó y dividió profundamente a la opinión pública colombiana entre la izquierda y la derecha de aquella época (entre los conservadores, que se sentían
identificados en su mayoría con las fuerzas que acaudillaba el general Francisco Franco, y los liberales y comunistas, que defendían a la República española). De la misma manera, aunque con más matices y menos pasión, más adelante se presentarían simpatías con el conservatismo por el eje de Mussolini-Hitler, y del liberalismo y su prensa por las fuerzas aliadas de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. Los editoriales, noticias y los mismos titulares de los diarios evidencian bien hasta qué punto eran vehementes sus lealtades y discrepancias internacionales. La posguerra, a partir del 45, marca no sólo el surgimiento de Estados Unidos como la potencia económica y militar de Occidente, sino también el de su influencia decisiva en el campo de la comunicación. Aquí el periodismo colombiano comienza a cambiar sus fuentes de inspiración y sus patrones profesionales de Europa hacia el gran vecino del Norte, que pasa a la vanguardia en tecnología de la información y se convierte en modelo de periodismo para nuestros diarios. Sobre todo en el aspecto técnico-formal, vale decir, en determinadas pautas sobre elaboración de periódicos: forma de organización de las empresas periodísticas; métodos, técnicas de distribución y mercadeo; estructura de la noticia; y, en fin, en una serie de esquemas de conducta empresarial y profesional del periodismo norteamericano que comienza a pesar decisivamente sobre los diarios colombianos. Es una influencia más de forma que de contenido, porque, en lo que a concepción misma de la noticia e información se refiere, siguen existiendo diferencias significativas. Los grandes diarios norteamericanos, que en un comienzo eran todos marcadamente partidistas e identificados con algunas de las dos formaciones políticas tradicionales de ese país, poco a poco evolucionaron hacia posiciones de independencia. Pero, hoy en día, más del noventa por ciento de los diarios norteamericanos se autodefinen como
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«independientes» frente al gobierno y a los partidos republicano y demócrata. Los medios informativos norteamericanos asumen, pues, el periodismo como una misión de fiscalización global, no sólo del Estado sino también de los partidos políticos. Las revistas de los intelectuales Los grupos generacionales que han tratado de expresar sus opiniones han apelado con frecuencia a la publicación de revistas de opinión y cultura. En la década de los veinte, Luis López de Mesa fundó con Agustín Nieto Caballero la revista Cultura, y Germán Arciniegas publicó Universidad, radical y polémica. Antes, León de Greiff había dirigido Partida, y en 1925 Alberto Lleras Camargo encabezó la generación expresada en Los Nuevos. Durante la década siguiente la principal publicación cultural fue oficial, lo que expresaba la presencia creciente del Estado en todos los aspectos de la vida nacional: la Revista de las Indias, dirigida entre otros por León de Greiff, perduró hasta mediados de siglo, cuando fue transformada por el gobierno conservador en la revista Bolívar. En los años cuarenta se destacó la revista Pan, de Enrique Uribe White, y durante los primeros años del Frente Nacional tuvieron particular influencia Mito, orientada por Jorge Gaitán Durán, y Estrategia, de Estanislao Zuleta y Mario Arrubla: estas publicaciones divulgaron el existencialismo, el marxismo, el psicoanálisis y la literatura de vanguardia que influyeron a los jóvenes intelectuales de los años cincuentas y sesentas. Después, este tipo de revistas culturales han proliferado y se han especializado, algunas orientadas a la literatura y otras a las ciencias sociales: su número hace imposible mencionarlas. La distorsión partidista Los grandes diarios colombianos, los nacionales y los regionales, los grandes y los pequeños, mantienen una fi-
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liación político-partidista determinada, y casi sin excepción se declaran como liberales o conservadores. Aún hoy, no se encuentra un diario colombiano de influencia que no se atribuya la condición de depositario de la doctrina liberal o conservadora y que no asuma esta función como ingrediente importante de su labor informativa. Se trata en realidad de una característica sui generis de la prensa colombiana. No se observa en otros países de América Latina, donde los periódicos, si bien adoptan posiciones combativas en lo político e ideológico, generalmente no asumen con tanto énfasis lealtades partidistas, ni se sienten tan vinculados histórica, emocional e intelectualmente con la trayectoria de sus partidos políticos. Entre otras cosas, porque pocos países latinoamericanos han tenido una tradición de bipartidismo tan larga y estable como la colombiana. Se trata, pues, de un rasgo distintivo de nuestro periodismo, que lo marca desde el siglo pasado, que sigue vigente hoy y que incide sobre su conducta informativa. Esta vocación político-partidista tiene un lado saludable en la medida en que los diarios promueven la confrontación de ideas y procuran llevarles a los ciudadanos la necesidad particular en política. Su aspecto negativo surge cuando estas lealtades partidistas interfieren la imparcialidad informativa. Tal distorsión se aprecia sobre todo en las épocas de campaña electoral, cuando la información política tiende a inclinarse por las preferencias de cada diario y no se establece una separación clara entre el comentario editorial y la información propiamente dicha, ni se da un tratamiento equitativo a todas las opciones políticas en juego. Aunque esta situación se ha atenuado con el pasar de los años, aún hoy los periódicos colombianos les otorgan claras ventajas informativas a sus compromisos partidistas liberales o conservadores, en una actitud que no se corresponde bien con el estado de ánimo ni las expectativas de un país donde más del cincuenta por ciento de la
Portada del número de Navidad 1938 de la revista "Pan", de Enrique Uribe White, que llegó a publicar 36 números entre agosto de 1935 y mayo de 1940.
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opinión pública expresa sistemáticamente en las encuestas que no se siente identificada con ninguno de estos partidos; que se considera independiente, que es apolítica, o que tiene otras lealtades ideológicas. En los años duros de la Violencia (1946-1953), se aprecian bien los brotes francamente pasionales que alcanzó la vocación partidista de la prensa colombiana. Repasar los diarios de esta época es una experiencia aleccionadora y digna de profundizar. Tanto los periódicos liberales como los conservadores incurren en distorsiones poco menos que escandalosas de la realidad: inflan titulares, inventan emboscadas, exageran los muertos. Este período de la historia colombiana marcó un ejemplo de desmesura tipográfica, que llegó a extremos que hoy se considerarían como la negación máxima de profesionalismo. El día de la toma de posesión de Laureano Gómez como presidente de la República en 1950, ningún diario liberal mencionó su nombre. El Tiempo, El Espectador y otros periódicos liberales evitaron durante dos años mencionar a Laureano Gómez, el jefe del Estado. También es cierto que estaban sometidos a la persecución constante de un régimen que se proponía silenciar por cualquier medio al liberalismo. Del lado conservador, la pasión y el sectarismo no sólo eran comparables, sino en gran medida responsables de la situación creada. Los diarios, liberales y conservadores, fueron parte activa de este clima de violencia. Aquí se puede decir que sí influyeron en el comportamiento político de los ciudadanos en forma directa. Asumieron el enfrentamiento bipartidista sin reservas y sin mayores intentos por llamar a la reflexión. En estos años, la prensa fue no sólo un reflejo de la exacerbación del momento, sino un factor de alimentación de la misma, en un período en que la objetividad informativa estaba totalmente subordinada al combate doctrinario. Tan fuerte era la vocación partidista de la prensa, que un excelente
diario creado con la intención de mantenerse independiente de los partidos, y dirigido «paritariamente» por el liberal Pedro Gómez Valderrama y el conservador Mario Laserna, El Mercurio, apenas duró tres meses, en 1955. Frente Nacional: la pausa que refresca Con el pacto bipartidista del Frente Nacional, en 1957, luego de la caída del general Rojas, se inicia una etapa de serenidad y reflexión sobre el pasado. La prensa se acopla al espíritu del Frente Nacional y entra en su correspondiente fase de tregua informativa. Se trataba de no reavivar los sectarismos partidistas y de quitarles piso a los remanentes de la Violencia, que comenzaba a tomar visos de bandolerismo puro. Este fenómeno da lugar a reuniones de directores de grandes diarios del país, con el fin de llegar a un acuerdo que limitara el despliegue noticioso sobre ese subproducto patológico de la violencia liberal-conservadora, que cobraba un creciente auge en las sangrientas hazañas de «Chispas», «Sangrenegra», «Desquite» y demás bandoleros legendarios que sembraban el terror en departamentos como el Tolima y Huila. Pactos que en el fondo no resultaron, porque el «síndrome de la chiva» siempre terminaba por ser determinante. Pero, de cualquier forma, hay una toma de conciencia y un intento por superar esta etapa de pasión tipográfica que caracterizó la época de violencia política de la década anterior. En los años sesenta se inician en algunos diarios las primeras discusiones sobre la necesidad de independizarse de los directorios políticos para darle cabida a cierto pluralismo en la información política, que no es otra cosa que registrar, sin epítetos ni adjetivos denigrantes, la actividad de los adversarios políticos. Se logran algunos avances, aunque tímidos. Si se analiza lo que es durante el Frente Nacional el comportamiento de la llamada «gran prensa» liberal y conservadora en relación
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con la oposición de la época —el tratamiento que se da al MRL de López Michelsen, por ejemplo, y posteriormente a la Anapo—, salta a la vista que una falta de equilibrio informativo, heredada del pasado, sigue vigente. Durante el Frente Nacional (195774), los diarios colombianos inician una etapa de mayor profesionalización. El paulatino abandono de las pasiones partidistas, la búsqueda de imparcialidad, coinciden con un período de grandes avances técnicos en el que los periódicos compiten más como empresas comerciales y se consolidan como grandes industrias. En los años sesenta se desarrolla simultáneamente una mayor conciencia profesional entre redactores y comentaristas. Se perfilan y adquieren fuerza relativa los primeros gremios de periodistas (CPB, ACP, CNP) y se evidencia un mayor énfasis en el profesionalismo, es decir, en la incorporación de pautas informativas y editoriales provenientes de las democracias occidentales, según las cuales la independencia política y económica de la prensa —además de elementales requisitos de veracidad, exactitud y objetividad— se considera como ingrediente esencial de su credibilidad. El énfasis mayor en la objetividad y el paulatino abandono de esa subordinación informativa a las pasiones políticas tradicionales también tienen que ver con el progresivo desarrollo de la radio y la televisión, como órganos que no sólo entretienen sino informan. La independencia de estos dos medios se encuentra, sin embargo, condicionada por el hecho de pertenecer al Estado, que las entrega a particulares para su explotación comercial. Circunstancia que genera una tutela respecto de los gobiernos de turno que no se da en la prensa escrita, la cual legalmente no está sometida al control estatal. De hecho, a lo largo del Frente Nacional, se puede observar cómo los gobiernos utilizan la radio y la televisón, sobre todo en coyunturas determinadas, generalmente relacionadas con el orden público,
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cuando se aplica un control oficial directo sobre ambos medios. La televisión, en especial, es celosamente vigilada por el Estado y los dos partidos tradicionales. No es casual, en este sentido, que todos los noticieros informativos de la TV sean tradicionalmente adjudicados, según una repartición casi milimétrica, entre las principales corrientes liberales y conservadoras gobiernistas. La libertad de prensa En el período del Frente Nacional se consolida en Colombia una ya emergente tradición de libertad de prensa. Si bien es cierto que a fines de siglo XIX y hasta 1909 la censura de prensa y la suspensión de los diarios eran más bien la regla, en la medida en que durante los últimos cincuenta se fueron solidificando las instituciones políticas y consolidando la estabilidad del Estado, también se fue enraizando, no sólo como concepción jurídica sino en la propia conciencia nacional, la libertad de prensa. En el último medio siglo la prensa colombiana ha gozado del privilegio de estar libre de la censura militar o del chantaje oficial indirecto que han agobiado en forma casi permanente a la mayoría de los países latinoamericanos. Después de varias décadas de libertad de prensa, el partido conservador reintrodujo la mala costumbre de la censura, cuando regresó al poder en 1946, tras dieciséis años de República Liberal. Cuando Mariano Ospina Pérez decreta la clausura del Congreso en 1949, también impone la censura directa de prensa, endurecida luego bajo el régimen de Laureano Gómez, elegido en 1950 en comicios en los que no participó el partido liberal, perseguido en sus adherentes y amordazado en su prensa. El caso de censura de prensa más explícita en el último medio siglo —con cierre de periódicos— se dio bajo el general Gustavo Rojas Pinilla, que inició su gobierno en 1953 con el cierre de El Siglo, órgano de expre-
Estampilla de correos conmemorativa del TV Congreso Panamericano de Prensa, 1946, con la imagen de Antonio Nariño.
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Laureano Gómez con periodistas de "La Defensa", de Medellín, en 1945: Juan Mejía, Alberto Giralda López, Ovidio Rincón Peláez, Julián Uribe Cadavid, Bernardo Naranjo, Belisario Betancur, Joaquín Rincón Peláez y Luis Guillermo Velásquez Moncada. "LaDefensa" fundado en 1919, fue destruido el 9 de abril del 48.
sión del régimen de Laureano Gómez y que estaba naturalmente identificado con todos los excesos del gobierno conservador. El general Rojas no tardó en censurar también a la prensa liberal y fue así como en 1955 clausuró El Tiempo y seis meses después El Espectador. La dictadura militar permitió, sin embargo, que estos diarios reaparecieran a los pocos meses bajo distinto nombre: Intermedio (1956-58), sugestivo título bajo el cual circuló El Tiempo, y El Independiente (1956-58), ambos de todos modos sometidos a una estricta censura cotidiana. Ante las declaraciones de Eduardo Santos a la prensa extranjera para condenar la censura, Rojas Pinilla expidió un decreto en el que establecía que toda crítica a su gobierno desde el exterior sería considerada «traición a la patria».
La prensa de izquierda Derrocado Rojas y conformado el Frente Nacional, los diarios comienzan a operar dentro de una libertad de prensa casi total. No existían mayores contradicciones entre ellos mismos, ni tampoco con el gobierno compartido, que todos respaldaban. Las restricciones más notables a la libertad informativa se reducen a un esporádico hostigamiento de la frágil prensa de oposición del momento, de predominante inspiración marxista. Esta prensa, balbuciente y no muy periódica (con la notable excepción del semanario del partido comunista, Voz de la Democracia, luego transformado en Voz Proletaria), es el reflejo de formaciones políticas de izquierda, que al calor de la revolución cubana incursionan en la universidad, los sindicatos y
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"El Intermedio", diario que reemplazó a "El Tiempo" cuando fue censurado por Gustavo Rojas Pinilla. Circuló entre el 21 de febrero de 1956 y el 7 de junio de 1957, dirigido por Enrique Santos Montejo (Caliban).
el campesinado. También en la lucha armada, cuya persistencia y propagación dan lugar a frecuentes abusos gubernamentales contra la libertad de organización, movilización y expresión de la oposición política revolucionaria. Si bien no se puede decir que a lo largo de los últimos treinta años la prensa de izquierda ha gozado de totales garantías, no ha habido tampoco una censura deliberada y sistemática.
En Colombia, la prensa no adscrita a los partidos tradicionales no se ha destacado por su continuidad ni difusión. Con la excepción ya anotada del órgano oficial del partido comunista, que lleva más de veinticinco años de existencia casi ininterrumpida, ha sido una prensa endeble y casi artesanal, muy ideológica y poco informativa. Uno de los primeros y más notables esfuerzos por desarrollar una prensa "El Independiente", diario que sustituyó a "El Espectador" durante la dictadura, entre el 20 de febrero de 1956 y el 31 de mayo de 1957, con algunas interrupciones. Fue dirigido por José Salgar, Alberto Lleras, Guillermo Cano y Eduardo Zalamea.
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Dos portadas de "Unirismo", el semanario de Jorge Eliécer Gaitán publicado en 1934, como órgano de la Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria (Unir), que él había fundado el año anterior.
de orientación socialista y sindical fue la fundación en Cali, en 1925, de La Humanidad, inspirado y dirigido por Ignacio Torres Giraldo. A los pocos años, en 1932, apareció Tierra, el segundo diario comunista de Suramérica, que alcanzó a publicar 42 números y cuya imprenta fue destruida por una «poblada» durante la guerra colomboperuana (el comunismo calificaba la guerra como el resultado de las luchas imperialistas de Estados Unidos e Inglaterra y pidió a los soldados de ambos países volver las armas contra sus verdugos). Tierra reapareció como se-
manario oficial del partido comunista, y duró hasta 1939. A partir de 1942, cuando el PC lanzó una línea democrática y de colaboración con las potencias occidentales, se editó el Diario Popular, que duró hasta 1947 y aparecía como órgano del Partido Socialista Democrático, nombre adoptado entonces en vez del de partido comunista. A partir de 1947 se volvió a un semanario, Vanguardia del Pueblo, que pudo circular hasta 1950; entre 1950 y 1957 la prensa del partido fue clandestina e ilegal. De los agitados años veinte datan también El Socialista, de Juan de Dios Romero, que duró con varias suspensiones hasta 1937, pese a los sistemáticos carcelazos que ganaba el director; Vanguardia Obrera, editado en 1924 por el dirigente sindical Raúl E. Mahecha; La Justicia, orientado en Medellín por María Cano y por los periódicos del movimiento anarquista La Voz Popular (Bogotá, 1924), Vía Libre (Barranquilla, 1925) y Organización, vocero del Grupo Libertario de Santa Marta (1925). El gaitanismo, por su parte, se expresó por medio del diario Unirismo (1934) y luego por el semanario Jornada (1974). Posteriormente, la Liga de Acción Política, movimiento socialista creado en 1943 por Gerardo Molina, Antonio García, José Francisco Socarrás y otros editó el diario Acción Política hasta julio de 1944. El MRL (Movimiento Revolucionario Liberal) de Alfonso López Michelsen imprimió el mordaz semanario La Calle (195766), y el Frente Unido, que aglutinó a fines de la década de los sesenta el sacerdote Camilo Torres Restrepo, tuvo la publicación del mismo nombre. La Anapo, a su vez, publicó Alianza Popular entre 1959 y 1966 y el semanario Alerta durante los años setenta. La característica central de todas estas publicaciones era sobrevivir mientras durara su respectivo movimiento político, lo que resalta su exclusivo carácter de voceros ideológicos y partidistas.
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En un plano más profesional, o menos partidista si se quiere, merece ser destacada en el campo del periodismo oposicionista e independiente La Nueva Prensa, que circuló entre los años 1960 y 1967 bajo la dirección de Alberto Zalamea, quien en su último año quiso convertir su publicación en plataforma del movimiento «nacional revolucionario» del ex ministro de Defensa, general Alberto Ruiz Novoa. En los años setenta, el experimento periodístico más interesante lo constituyó la revista Alternativa (19741980), a cuya fundación estuvo vinculado el premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez, y que se distinguió por su política de buscar un público más amplio del que representaban los lectores «cautivos» de la izquierda y, también, por su intento de cambiar la oposición política al sistema bipartidista liberal-conservador mediante el uso de técnicas periodísticas modernas y un contenido temático más variado y ágil. Llámese La Humanidad, La Nueva Prensa o Alternativa, la prensa no liberal ni conservadora del último siglo se ha caracterizado por su corta vida y su crónica escasez de recursos económicos, que revela la carencia de ese sostén vital de los medios informativos en los países capitalistas, que es la pauta publicitaria. Pero al margen de esta falta de anuncios oficiales o privados, que podría interpretarse como una forma indirecta de boicot económico, la tradición de libertad de prensa en Colombia se compara muy favorablemente con la del resto del Continente. La existencia de una prensa combativa, dinámica y con influencia política ha sido sin lugar a dudas —y pese a sus acostumbrados excesos partidistas— un soporte esencial de la democracia representativa en nuestro país. No deja de ser significativo que desde la dictadura del general Rojas Pinilla no ha habido en Colombia ninguna publicación censurada o suspendida por decreto oficial.
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Descubrimiento de la objetividad; consolidación del profesionalismo Como decíamos anteriormente, durante las décadas del sesenta y setenta cobran importancia las agremiaciones periodísticas de los redactores de la prensa, que intentan reivindicar sus puntos de vista como profesionales de los medios, y comienzan a ingresar también a los periódicos las primeras promociones de universitarios, egresadas de las facultades de periodismo o comunicación social. Este fenómeno marca la llegada colectiva a las redacciones de una generación con mayor formación académica, que no vivió la Violencia ni se siente tan identificada con los partidos tradicionales, portadora de una mayor objetividad y profesionalismo. Durante este período, el periodismo colombiano experimenta un desapasionamiento partidista. Los periódicos continúan desempeñando su papel de voceros liberales y conservadores, pero dentro de una tónica más reposada y de mayor objetividad informativa, lo cual estimula el desarrollo de una práctica periodística más equilibrada y proyectada hacia el exterior, en lo que a búsqueda de pautas profesionales más rigurosas se refiere. Durante los años setenta aparece ya el pluralismo político dentro de los mismos diarios. En El Tiempo, en medio de no pocos forcejeos internos, se consolidan columnas editoriales impulsadas por periodistas vinculados a las directivas del diario, que expresan análisis y comentarios que no sólo difieren de la orientación política del periódico, sino que en muchas ocasiones resultan francamente antagónicas respecto de sus editoriales. Las columnas «Contraescape» de Enrique Santos Calderón y «Reloj» de Daniel Samper Pizano podrían considerarse en cierta forma como las precursoras del moderno pluralismo de opinión dentro de las páginas editoriales de la llamada gran prensa colombiana. Pluralismo que obviamente nunca ha sido perfecto, como lo evidenció la salida del columnista Klim (Lucas Caballero Cal-
Primera plana de "Jornada", el día de elecciones del 16 de marzo de 1947. Fundado un mes antes, prolongó labores hasta abril de 1957 con colaboradores como Jorge Uribe Márquez, Darío Samper, Alejandro Vallejo, Rafael Maldonado Sánchez y Jorge Villaveces.
"La Calle", órgano de oposición al Frente Nacional y vocero del MRL. Fundado el 20 de septiembre de 1957 por Alfonso López Michelsen, con Alvaro Uribe Rueda como director, se publicó por última vez en 1966.
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"La Nueva Prensa", publicación dirigida por Luis Zalamea en los años 60, en diferentes formatos v en distintas épocas. En sus páginas centrales publicó Indalecio Liévano Aguirre su obra "Los grandes conflictos socio-económicos de nuestra historia".
derón) de El Tiempo, por sus virulentos comentarios contra el presidente López Michelsen. Es ése, de todos modos, un fenómeno que causa desconcierto inicial, en la medida en que los directores de la prensa no están acostumbrados a la discrepancia interna, ni los jefes políticos liberales a que en esos diarios, antes homogéneos y disciplinados, se ventilaran opiniones críticas de su partido. Primaba y aún prima dentro de ciertos círculos la creencia de que cualquier disparidad de criterios dentro de un periódico produce necesariamente la desorientación del lector, quien aún es concebido más como un elector en potencia que como un ciudadano pensante, y al que hay que impartirle línea política sistemática, más que información objetiva y elementos de juicio diversos. Esta tendencia a la institucionalización de columnas de opinión independientes se expande a otros diarios liberales (El Espectador, El Heraldo, Diario del Caribe, Vanguardia Liberal), mientras que los periódicos conservadores se inclinan más bien por la homogeneidad de sus páginas editoriales. La fundación en 1979 del diario El Mundo en Medellín, por un grupo de empresarios progresistas de Antioquia, demuestra hasta dónde se ha logrado implantar en el país una concepción más independiente y amplia del quehacer periodístico. Pese a que se define como doctrinariamente liberal, El Mundo se propone desde su primer número una filosofía de pluralismo de opinión en sus columnas editoriales y de imparcialidad política en sus páginas informativas, lo que, junto con una ágil diagramación y un agudo sentido de las necesidades tecnológicas e informativas del periodismo moderno, hace que hoy sea considerado como uno de los mejores diarios que se publican en Colombia. Un rasgo peculiar de los años setenta es la proliferación de semanarios políticos orientados por ex presidentes de la República: Nueva Frontera
(1974), fundado y dirigido por Carlos Lleras Restrepo; Guión (1977), de Misael Pastrana Borrero, y Consigna (1979), de la corriente política de Julio César Turbay Ayala. En 1982 aparece nuevamente Semana, dirigida ahora por Felipe López Caballero, quien adquirió el nombre de la antigua publicación de Alberto Lleras Camargo. Pese a ser propiedad del hijo del ex presidente López Michelsen, Semana se distingue de las demás revistas políticas porque no aparece como vocera de opiniones personales de un ex mandatario, y logra un nivel de objetividad que la convierte en el semanario de información política de más peso entre el público. El capital financiero en los medios La otra cara del relativo alejamiento de la subordinación partidista durante el Frente Nacional es el paulatino ingreso de los grandes grupos financieron a los medios de comunicación. Ya no se trata de los directorios políticos como tales, sino de dueños de empresas no periodísticas, que ven en el progresivo control económico de los medios de comunicación una fuente de múltiple poder. Este hecho no tarda en volverse un peligro para la libertad de prensa, en la medida en que se consolidan grandes cadenas de opinión, con el subsiguiente efecto de monopolización del proceso informativo. También, porque quienes actuaban como financistas de la prensa, a través de la publicidad para sus empresas, deciden más bien entrar a orientar directamente a los medios. El fenómeno se ha evidenciado en la radio a través del control de la Cadena RCN por el conglomerado Ardila Lulle, o en la prensa del Valle del Cauca con diarios como El País, del grupo Lloreda, Occidente, del grupo industrial de la familia Caicedo, y El Pueblo, de la familia Londoño, concesionaria del consorcio japonés Sharp; o en la Costa Atlántica, con Diario del Caribe, propiedad del grupo Santo Domingo.
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Tal vez el caso más significativo del intento de controlar la prensa por parte de un conglomerado financiero es el protagonizado a comienzos de los años ochenta por el grupo Grancolombiano, bajo la tutela de su presidente Jaime Michelsen Uribe. Este grupo, que ejerció una enorme influencia sobre prensa, radio y TV a través de su abultada pauta publicitaria y de la programadora RTI, logró el control de la revista Cromos, trató de consolidar un imperio de distribución de prensa y revistas, y llegó a decretarle un boicot publicitario a El Espectador, como represalia por las denuncias de este diario sobre irregularidades financieras del grupo. Este episodio desempeñó un importante papel en el eventual colapso del Grancolombiano y quedó como aleccionadora experiencia sobre los antidemocráticos excesos a los que puede conducir la pretensión del gran capital financiero de intimidar o silenciar la prensa que critica sus actuaciones. El periodismo investigativo En los años setenta también se consolida en Colombia el llamado periodismo investigativo, o aquella tendencia según la cual el ejercicio periodístico busca descubrir hechos de relevancia social que alguien pretende mantener ocultos, y cuya exposición es fruto del trabajo del periodista. El periodismo investigativo constituye una de las más elaboradas formas de fiscalización social que ejerce la prensa (otras son el comentario y la información en sí). A partir de los años finales del siglo pasado se desarrolló en Estados Unidos una gran escuela de periodismo investigativo que produjo varias figuras de importancia, e investigaciones que suscitaron reformas sociales de alguna trascendencia en ese país. Posteriormente pasó la ola, y, durante años, apenas unos pocos periodistas (Jack Anderson, I. F. Stone, Jessica Mitford) continuaron la escuela del exposé. Con el deterioro político y social
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que produjeron en Estados Unidos la guerra de Vietnam y la administración Nixon, surgió una nueva ola de reporteros de investigación, entre ellos los famosos Bob Woodward y Carl Bernstein, que fueron «hollywoodizados» debidamente en el filme Todos los hombres del presidente. El periodismo investigativo en Colombia no surgió sino después de la segunda mitad del siglo. A mediados del siglo XIX floreció la revista satírica El Alacrán, que ejercía algunas funciones de denuncia. Por la época de la gran cosecha de los muckrakers (1903 y siguientes), el periodismo colombiano estaba muy comprometido políticamente, y su vocación informativa era apenas un embrión: ello explica que allí no cupiera esta forma de fiscalización. En las décadas siguientes la prensa ocasionalmente adelantaba campañas de denuncia; algunas de ellas contenían elementos de exposé; pero en realidad no obedecían a ímpetus y circunstancias profesionales, sino a propósitos y campañas políticas. El cuidado de los dineros públicos y otras materias que tradicionalmente convocan a los periodistas de investigación suscitaban, es verdad, publicaciones y denuncias, pero más por interés político que por actitud profesional. En los años sesenta y setenta surgen las primeras investigaciones que se modulan dentro de la definición del periodismo investigativo y que no obedecen a móviles políticos, sino a un afán profesional de fiscalización. Fueron en un principio publicaciones ocasinales: de Daniel Samper Pizano sobre los vínculos del ex ministro Rodrigo Llorente con una firma urbanizadora; de Germán Castro Caycedo sobre algunas actuaciones del contralor Jorge Enrique Escallón, de Luis E. Cardozo (El Pueblo, Cali) sobre irregularidades en la Empresa de Servicios Públicos local. En 1977 se publican dos investigaciones que empiezan a darle cuerpo definitivo al periodismo investigativo. Una es la de Daniel Samper y Alberto
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Donadío en las instalaciones del Senado de la República; la Presidencia del Senado se niega a permitir el acceso a sus archivos, los dos periodistas demandan el oficio ante el Consejo de Estado, éste acepta su demanda y el Senado se ve obligado a abrir sus puertas a los periodistas, que descubren toda suerte de anomalías relacionadas con proveedores fantasmas, facturas supercostosas, nóminas de empleados inexistentes, etc. El escándalo es grande. A finales del año, Samper y Donadío publican su investigación conjunta sobre favoritismo en contratos del Ministerio de Obras Públicas, que da pie a varias investigaciones condenatorias de las autoridades (Contraloría, Procuraduría, Comisión de Acusaciones de la Cámara). Las actividades del Senado y el Ministerio de Obras constituyen la gestación de la Unidad Investigativa de El Tiempo, que empieza su labor en agosto de 1978 con un informe de ecos internacionales acerca del comercio ilegal de animales silvestres. Desde entonces, la Unidad Investigativa ha publicado más de 130 informes en que se denuncian los más diversos temas, y ha ganado varios premios de periodismo por ello.
Diarios de Colombia, 1927 y 1985 Antioquia Atlántico Bolívar Boyacá Caldas y Risaralda Cauca Cundinamarca Magdalena Nariño Santander Norte de Santander Tolima y Huila Valle Total
1927
1985
5 5 4 0 3 0 10 2 1 2 2 0 3 37
2 3 1 1 3 1 7 2 2 4 2 1 4 33
El éxito de la UI de El Tiempo multiplicó las oficinas similares en otros diarios. Tuvieron o tienen unidades investigativas, a imitación de aquella, El Heraldo, Colprensa, El Mundo, El País, Vanguardia Liberal y El Espectador. Alberto Donadío ha publicado tres libros con investigaciones de fondo: Banqueros en el banquillo, ¿Por qué cayó Michelsen? y El espejismo de las cajas de compensación. En varias universidades se dicta el periodismo investigativo como cátedra, y hay algunos periodistas colombianos afiliados a un organismo internacional especializado del gremio, Investigative Reporters and Editors. A Colombia se le reconoce la vanguardia en periodismo investigativo en América Latina. Los años ochenta: prensa y terrorismo La década de los ochenta arranca dominada por una polémica, cada vez más aguda, sobre las relaciones entre la prensa libre y la violencia política. Más precisamente, sobre las limitaciones y responsabilidades de los medios informativos frente a los actos de terrorismo y subversión que socavan la estructura misma de sociedades democráticas que toleran la libertad de expresión. El debate cobra toda su intensidad bajo el gobierno de Belisario Betancur, que inaugura no sólo una política de acercamiento dialogado con los protagonistas de la violencia política —las guerrillas—, sino también una actitud de máximo respeto por la libertad de información, que contrasta significativamente con la de su predecesor. En efecto, bajo la administración de Julio César Turbay Ayala (1978-82), delicadas situaciones de orden público dieron lugar a un estricto control oficial —y en algunos casos directamente militar— sobre los noticieros de radio y televisión. En 1980, el cubrimiento noticioso de un acontecimiento que congrega en Bogotá a la crema y nata de la prensa mundial, la toma de la Embajada Dominicana por
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Diarios que se editan en Colombia. 1985 En Colombia se editan más de treinta diarios cuya circulación colombiana se calcula en casi un millón y medio de ejemplares diarios. Medidos por circulación (promediando días ordinarios y domingos), volumen y nivel informativo, cubrimiento e influencia nacional, se considera que los primeros 10 diarios del país son los siguientes: 1. El Tiempo. Bogotá (1911), circulación certificada de 259.000 ejemplares diarios. Director: Hernando Santos Castillo. 2. El Espectador. Bogotá, (1887), circulación no certificada de 176.000 ejemplares diarios. Director: Guillermo Cano( 1986). 3. El Colombiano. Medellín, (1912), circulación certificada de 112.000 ejemplares. Director: Juan Gómez Martínez. 4. El País. Cali, (1950), circulación certificada de 71.000 ejemplares. Director Alvaro José Lloreda. 5. El Heraldo. Barranquilla, (1933), circulación certificada de 59.000 ejemplares. Director: Juan B. Fernández Renowitzky. 6. El Mundo. Medellín, (1979), circulación de 45.500 ejemplares. Director: Darío Arizmendi Posada. 7. Vanguardia Liberal. Bucaramanga, (1919), circulación certificada de 35.000 ejemplares. Director: Alejandro Galvis Ramírez. 8. La Patria. Manizales, (1921), circulación de 35.800 ejemplares. Director: Luis José Restrepo Restrepo. 9. El Siglo. Bogotá, (1936), circulación de 69.000 ejemplares. Director: Gabriel Melo Guevara. 10. Occidente. Cali, (1961), circulación de 56.000 ejemplares. Director: Alvaro Caicedo González. Además de los anteriores, circulan en el país los siguientes diarios: Diario
Ciudad
Año de fundación
La República Diario del Caribe La Libertad El Frente El Pueblo El Universal La Opinión Diario de Huila
Bogotá Barranquilla Barranquilla Bucaramanga Cali Cartagena Cúcuta Neiva
1954) 1956) 1979) 1942) 1975) 1961) 1960) 1966)
El Derecho Diario del Sur
Pasto Pasto
1928) 1983)
La Tarde Diario del Otún El Liberal Diario Vallenato El Espacio Diario del Oriente Diario de la Frontera El Informador La Tierra El Bogotano El Caleño El Deber Cinco PM
Pereira Pereira Popayán Valledupar Bogotá Bucaramanga Cúcuta Santa Marta Tunja Bogotá Cali Bucaramanga Bogotá
1975) 1982) 1938) 1980) 1965) 1969) 1958) 1958) 1984) 1972) 1976) 1923) 1985)
Director Rodrigo Ospina Hernández. Alfonso Fuenmayor. Roberto Esper Rebaje. Rafael Ortiz González. Alejandro González Jaramillo. Gonzalo Zúñiga Torres. Eustorgio Colmenares. María Mercedes Rengifo de Duque. Francisco Muriel Buchelli. Jorge Hernando Carvajal Pérez. Gonzalo Vallejo. Javier Ramírez González. Eduardo Gómez Cerón. Lolia Acosta de Villarroel. Jaime Ardila Casamitjana. José Jaimes Espinosa. Teodosio Cabeza Quiñónez. Edgardo Vives. Antonio Martínez Martín. Consuelo Salgar de Montejo. Oscar Hincapié. Feisal Mustafá Barbosa. Luis Guillermo Vélez T.
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el M-19, se desarrolla bajo la cuidadosa supervisión estatal de estos medios. Así mismo, se ejerció una amplia manipulación de la información, como en la supuesta entrevista del principal acusado del asesinato del ex ministro Pardo Vuelvas, y que era un video militar. El gobierno Betancur se inicia, sin embargo, con la declarada intención de no ejercer presión alguna sobre los medios informativos («prefiero una prensa desbordada a una censurada», dijo en su momento el jefe del Estado), lo cual permite un cubrimiento exhaustivo, a veces frenético, de todos los hechos noticiosos provenientes de ese tema hasta entonces velado, que es la guerrilla. Sobre todo entre aquellos medios —radio y TV—, que habían estado sometidos a una tutela oficial en la materia y que aprovechan esta ausencia de ataduras con un celo competitivo y una dedicación al tema que no tardan en generar reacciones sociales y tensiones políticas. El «descubrimiento» de la guerrilla en una coyuntura de aproximación gubernamental a este fenómeno antes tabú y de libertad de prensa total, significa el súbito ingreso de los jefes de la subversión a la primera plana de los medios masivos de comunicación. Los parias de ayer se transforman en las nuevas «vedettes» de la noticia y comienzan a disfrutar de un despliegue casi inusitado y en ocasiones irreflexivo e ingenuo, que tiende a magnificar la dimensión y significado mismos del fenómeno social y político que representan los grupos armados. El veterano jefe de las FARC, Manuel Marulanda Vélez, el legendario «Tirofijo», disfruta, en el período de la firma de los acuerdos de tregua y cese del fuego, de una atención periodística más extensa e intensa de la que recibiera a través de treinta años de una actividad armada e ilegal que lo hacen acreedor al título de jefe guerrillero más antiguo de América. Acciones armadas de la guerrilla, como la toma de Florencia o de Yumbo, son transmitidas en directo por las cadenas radiales, y hasta los grupos que prac-
tican ejecuciones o asesinatos políticos y rechazan la paz son entrevistados por los noticieros radiales y televisados de gran sintonía. Viene entonces la mencionada reacción de un sector de la opinión, que denuncia la utilización que hacen de una prensa cegada por el «síndrome de la chiva» algunos grupos marxistas armados, que nunca aplicarían semejantes criterios de amplitud informativa si estuvieran en el poder. Y es así como en la Colombia de los ochenta se plantea, con todo su vigor y emotividad, esa polémica hoy vigente en tantas democracias del mundo occidental en torno al modo de cubrir los actos de violencia política y, más específicamente, los de un terrorismo que se ha mostrado experto en el empleo de la prensa para divulgar sus consignas y cuyos actos más impactantes por lo general buscan capturar titulares. Igualmente complejo es el problema de la transmisión de enfrentamientos de orden público, lo que hace que las informaciones transmitidas entren a hacer parte de los elementos de decisión de los grupos guerrilleros o terroristas, que pueden ver cómo la transmisión del hecho genera presiones sociales o políticas de gran magnitud y restringe las posibilidades de acción del gobierno mismo. Los periodistas, por su parte, ansiosos por tener relaciones favorables con quienes pueden ofrecerles las más espectaculares «chivas», pueden estar tentados a presentar la información de modo que no irrite a quienes crean oportunidades tan notables de tener una inmensa audiencia prendida de la radio o la televisión. Esta discusión sobre la responsabilidad que entraña la libertad de prensa en las democracias —sobre todo en las subdesarrolladas—, que estalla en toda su intensidad bajo el gobierno Betancur, incita a toda la prensa colombiana a una nueva reflexión. Y a un nuevo interrogante. ¿Es el periodista de hoy el «idiota útil» de quienes saben manipular su deseo de espectacularidad y búsqueda de noticias «ca-
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Algunas colecciones de artículos periodísticos BARRERA PARRA, JAIME.
Notas del Week-end. Bucaramanga, Imprenta del De-
partamento, 1933. BARRERA PARRA, JAIME. Panorama antioqueño. Medellín, 1936. BARRERA PARRA, JAIME. Prosas. Bogotá, Continente, 1965. CEPEDA SAMUDIO, ALVARO. En el margen de la ruta (Periodismo juvenil 1944-
1955). Recopilación y prólogo Jacques Gilard. Bogotá, Oveja Negra 1985. GARCÍA MÁRQUEZ, GABRIEL. Obra periodística. Vols. I y II, Textos costeños; Vols. III y IV, Entre cachacos; Vols. V y VI, De Europa y América. Selección Jacques Gilard. Bogotá, Oveja Negra, 1983. GARCÍA PEÑA, ROBERTO. Rastro de los hechos. Selección Rafael Gómez Hoyos. Biblioteca del Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, XX. Bogotá, Eds. de la Revista Ximénez de Quesada, 1970. GARCÍA PEÑA, ROBERTO. Medio siglo sobre El Tiempo. Colección Biblioteca Pública Piloto. Vol. II. Medellín. Ed. Letras, 1978. GÓMEZ MARTÍNEZ, FERNANDO. Los que son y los que fueron. Medellín, Biblioteca Pública Piloto. 1980. LOZANO Y LOZANO, JUAN. Obras selectas. Medellín, Eds. Horizontes, 1965. NIETO CABALLERO, LUIS EDUARDO. Entrevistas del cronista Espejo. Bogotá, Ed. A.B.C., 1946. PARDO UMAÑA, EMILIA. La letra con sangre entra. Colección Literaria, n.° 3. Bogotá, Fundación Simón y Lola Guberek, 1984. Periodismo: Los Santos: Eduardo, Enrique y Gustavo. Bogotá, Selección Samper Ortega, 1936. SANTAMARÍA, GERMÁN. Colombia y otras sangres. Bogotá, Planeta, 1987. SANTOS CALDERÓN, ENRIQUE. La guerra por la paz. Bogotá, Cerec, 1985. SANTOS MONTEJO, ENRIQUE. Danza de las horas. Bogotá, Colcultura, 1972. SOLANO, ARMANDO. Glosas y ensayos, 1923-1945. Selección Hernando Mejía Arias. Bogotá, Colcultura, 1981. TEJADA, LUIS. Gotas de tinta. Bogotá, Colcultura, 1977. TÉLLEZ, HERNANDO. Textos no recogidos en libro, 2 vols. Bogotá, Colcultura, 1979. URIBE, JUAN DE DIOS. Sobre el yunque. En: Obras completas. Recopilación Antonio José Restrepo. Bogotá, Imprenta La Tribuna, 1913. ZULETA FERRER, JUAN. La historia contra la pared. Selección de ensayos y editoriales, El Colombiano 1930-1978. Medellín, Biblioteca Pública Piloto, 1978.
lientes»; o es el simple «chivo expiatorio» de la crisis de su tiempo, al que se le reprocha el solo hecho de reflejar lo que pasa? Por su parte, el gobierno Betancur, presionado por sectores sociales que nunca se reconciliaron con el guerrillero en primera plana, y consciente a su vez de «excesos y desbordamientos» de no pocos medios informativos, decide modificar su actitud inicial de extrema tolerancia. Así,
en mayo de 1985, tras una entrevista radial de Caracol con un grupo guerrillero que había asaltado una estación de carabineros en Suba, y luego de otra por televisión en el Noticiero de las Siete, con un encapuchado que defendió el asesinato de un abogado laboralista en Medellín, el ministro de Comunicaciones envió una enérgica carta de protesta al Círculo de Periodistas de Bogotá.
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Lo significativo de la conducta oficial, lo meritorio, si se quiere, es que en lugar de aplicar una censura directa o una sanción administrativa sobre estos medios (que, de todas formas, pertenecen al Estado), prefirió devolverles el problema a los periodistas, para que fueran ellos mismos, a través de sus gremios y de su propia conciencia profesional, los que propusieran la solución a este complejo dilema de nues-
tros tiempos. Dilema que, pese a sus nuevas formas y envolturas, tiene mucho que ver con la clásica máxima que alude al sentido de responsabilidad de una prensa libre. Los desafíos y responsabilidades que para el periodista colombiano de los ochenta plantea el tratamiento —sin chantajes, ni tutelas— de esta realidad explosiva, son los que con seguridad marcarán su evolución en los años venideros.
Bibliografía ANGARITA SOMOZA, AGUSTÍN.
lima, 1970. CACUA PRADA, ANTONIO.
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Cien años de arte en Colombia Eduardo Serrano Finales del siglo XIX. Un nuevo espíritu
E
l ánimo centralista que propugnaba por un Estado fuerte de proyectos ambiciosos y que habría de dar origen a la Regeneración, se vio pronto reflejado en el área de las artes visuales a través de dos hechos fundamentales para el desarrollo de la pintura y la escultura en Colombia, que tienen lugar exactamente en 1886: la apertura de la Escuela Nacional de Bellas Artes, entidad que se encargaría de la formación de prácticamente todos los artistas de comienzos de siglo; y la celebración de la Primera Exposición Anual, gran muestra-inventario sobre el patrimonio artístico del país, la cual marca también el surgimiento del concepto de «arte contemporáneo» en la sociedad colombiana, y, por ende, del arte como reflejo de la sociedad en la cual y para la cual es producido. En ambos hechos fue figura crucial el pintor y dibujante bogotano Alberto Urdaneta (1845-1887), personalidad avasalladora y fiel reflejo del es-
píritu romántico que imperaba en esa época como lo hacen manifiesto las múltiples ocupaciones que desempeñó durante su corta vida. Urdaneta, quien viajó repetidamente a Europa, además de fotógrafo fue un agudo escritor y caricaturista político, lo cual le trajo como consecuencia la prisión y un destierro temporal. Fue también el militar encargado por el gobierno de Rafael Núñez de la fiscalía en el consejo de guerra a Ricardo Gaitán Obeso, caudillo del ejército insurgente en la guerra de 1885. Y fue así mismo el fundador y director de El Papel Periódico Ilustrado, una de las empresas más logradas y ambiciosas, no sólo dentro del periodismo sino también dentro del campo artístico, que se hayan emprendido en el país. De todas las empresas culturales de Urdaneta, sin embargo, las que más claramente reflejan el espíritu de la época, las que más firmemente apuntan hacia el nacimiento de otra era y las que más directa incidencia tendrían en el desarrollo de las artes visuales en Colombia fueron la Exposición de 1886 y la Escuela Nacional de Bellas Artes. La primera, porque situó a la pintura y la escultura del país en su justa dimensión, enfatizando su valor
Ricardo Acevedo Bernal. "Alberto Urdaneta", 1883. Óleo sobre lienzo. Museo Nacional de Colombia, Bogotá. Urdaneta, fundador y director de "El Papel Periódico Ilustrado", personaje de la Regeneración, fue el fundador de la Escuela de Bellas Artes y organizador de la primera Exposición Anual en 1886.
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Pantaleón Mendoza. "Catalina Mendoza' 1890. Oleo sobre lienzo, 92.5 x 72.5 cm. Museo Nacional, Bogotá. Epifanio Garay "Autorretrato" Lápiz sobre papel. Museo de Arte Moderno. Bogotá.
como patrimonio artístico e iniciando su apreciación en un contexto histórico e, inclusive, universal. La segunda, porque aparte de ser un centro docente de comprobada solvencia intelectual, habría también de convertirse en punto de enlace de los mejores artistas y en principal escenario de las actividades creativas hasta la segunda década del presente siglo. La academia y el retrato Por otra parte, tres profesores de pintura de la Escuela Nacional de Bellas Artes, los bogotanos Pantaleón Mendoza, Epifanio Garay y Ricardo Acevedo Bernal, fueron los artistas que gozaron de más reputación a finales del siglo XIX, y quienes llevaron el arte del retrato a un nivel de calidad pocas
veces igualado en nuestra historia. Sus trabajos resumen las mejores virtudes académicas. Los tres fueron fotógrafos que nutrieron su realismo con imágenes logradas con la cámara, y la obra de cada uno a su manera es fiel reflejo de los valores y ambiciones que estimulaban la creatividad visual en esa época. Con ellos quedaron atrás la ingenuidad y gracia de la pintura llamada «republicana» (por haber sido realizada después de la Independencia, aunque estéticamente responda a los mismos parámetros de la pintura colonial). Su trabajo es más certero, culto y elegante, representando, por consiguiente, un cambio contundente de objetivos y un claro rompimiento en nuestra tradición artística. Pero ya no eran tampoco los héroes de las gestas emancipadoras, con sus coloridos uniformes y sus enhiestos penachos, los personajes que ordenaban y adquirían las obras de arte, sino la clase alta citadina que miraba fijamente a Europa en cuanto a sus afectaciones y sus modas, y quien era amiga de mostrar su buen gusto, su influencia y su poder, en sus retratos. Pantaleón Mendoza (1855-1911), el menos prolífico de ellos, fue discípulo de Urdaneta y de Felipe Santiago Gutiérrez (pintor mexicano que alcanzó gran éxito en Bogotá con su trabajo de fuertes rasgos académicos). Posteriormente se radicó en Madrid, donde estudió a los grandes maestros españoles, cuyas obras reprodujo con beneficios evidentes en su desarrollo pictórico. Aunque exploró temas religiosos y costumbristas, es el retrato la modalidad que expresa mejor sus aspiraciones y talento. Sus obras son sobrias en color y en elementos, haciendo manifiestos un agudo sentido de la intimidad y un especial deleite en el contraste de luces y de sombras. Aunque con algunos objetivos similares como el realismo y las normas académicas, la obra de Epifanio Garay (1849-1903) resulta muy distinta de la de Mendoza en talante y en presencia. Garay —quien se inició como
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pintor de cuadros de género e incursionó también en los temas religiosos y el desnudo— ha sido llamado con razón el retratista máximo en la historia del país. Su producción de retratos no sólo fue constante, sino que representa un logro indiscutible, como resumen de la personalidad de los modelos, por la fidelidad a sus rasgos físicos, y por la experta realización como pinturas. Garay estudió en la Academia Julian de París y fue también cantante de ópera, lo cual, aparte de permitirle viajar extensamente (adquiriendo la sofisticación y el aliento mundano que son perceptibles en sus obras), determinó su inclinación por la utilería, los accesorios y el vestuario, que se hace plenamente manifiesta en su producción al óleo. Podría decirse que el artista pensaba con detenimiento sobre la escenografía en que debían aparecer los personajes, de manera que ésta fuera una corroboración de su belleza o de su ánimo, de su espiritualidad o su prestancia. En los retratos masculinos —entre los cuales son dignos ejemplos los de los presidentes MaEpifanio Garay. "Retrato del general Jesús Casas Castañeda", Oleo sobre lienzo, 125 x 105 cm. Colección particular.
Epifanio Garay. "La mujer del levita Efraín", 1899. Óleo sobre lienzo, 128 x 198 cm. Museo Nacional, Bogotá.
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Ricardo Acevedo Bernal. "Modelo", París, 1889. Óleo sobre lienzo, 61.5 x 49.3 cm. Museo Nacional, Bogotá. Ricardo Acevedo Bernal. "Retrato del pintor Francisco Antonio Cano", 1917. Oleo sobre lienzo, 75.4 x 47.1 cm. Museo Nacional. "Interpretaciones simples y directas, sin tantas arandelas y escenografías; su pincelada es más firme y notoria, su color más medido y amable."
nuel A. Sanclemente y Rafael Núñez—, los modelos aparecen por lo regular en su despacho en clara indicación de entrega a sus labores, ya acompañados por libros, plumas y bastones que son señal de su intelectualidad y don de mando. En los retratos femeninos —entre los que sobresalen los de Elvira Tanco de Malo y Teresa Díaz-Granados de Suárez Lacroix— llaman en cambio la atención el cuidado en los detalles, el vigoroso sentido del color y especialmente la sensualidad en la interpretación de encajes, sedas, joyas y abanicos con los cuales enfatizaba su feminidad. Ricardo Acevedo Bernal (18671930), el de más larga vida de los tres —razón por la cual su trabajo se siente más moderno—, fue alumno de Mendoza, estudió en los Estados Unidos, y, como Garay, asistió a la Academia Julian en París. Su obra abarca una variedad de géneros más amplia, concentrándose sin embargo la mayor parte de su producción en los temas religiosos y el retrato. Se ha comparado con frecuencia la fuerza de la obra de Garay con la suave delicadeza del trabajo de Acevedo Bernal, cuyas figuras son menos concretas y no revelan al ánimo de caracterización psicológica evidente en el trabajo del primero. Sus interpretaciones, sin embargo, son simples y directas, sin tantas arandelas y escenografía; su pincelada es más firme y notoria, y su color es más medido y amable. Sus retratos —entre los que cabe mencionar el de su señora, Rosa Biester, y el de una modelo en París— permiten comprobar su gran capacidad de observación, especialmente en la confrontación deliberada de ciertos retos académicos que el artista se imponía, entre los cuales se cuenta una iluminación variante (oblicua, directa, natural, artificial, etc.) y extraños y difíciles puntos de vista. Con Mendoza, Garay y Acevedo aparecen finalmente, en la pintura colombiana, la correcta perspectiva, el ajustado escorzo, la composición equilibrada, las precisas proporciones y
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acertadas consideraciones de luz y de color. Con ellos se inicia en nuestra historia el internacionalismo artístico, en oposición al primitivo nacionalismo del período republicano. Con su obra cobran fuerza los conocimientos y la habilidad técnica en la valoración del arte. Y con su ejemplo aparece en la pintura del país una actitud nueva y claramente coincidente con las metas académicas: el profesionalismo. Otros artistas cuya obra revela un fuerte ascendiente académico, aunque no necesariamente en el área del retrato, son el boyacense Ricardo Moros Urbina (1865-1942), quien además de pintor fue un prolífico acuarelista y dibujante, así como el iniciador del arte publicitario en el país; el sacerdote bogotano Santiago Páramo (1841-1915), quien revivió, con gran admiración por las obras maestras del arte univer-
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Ricardo Moros Urbina. "Mirador de la Quinta de Bolívar", 1905. Acuarela sobre papel, 30 x 25 cm. Quinta de Bolívar, Bogotá.
Santiago Páramo. "Muerte de San José". Oleo sobre lienzo, 22.5 x30cm. Colección particular, Bogotá.
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Andrés de Santa María. "Las segadoras", 1895. Óleo sobre lienzo, 80 x 106 cm. Museo de Arte Moderno, Bogotá. Es el pintor que inicia el modernismo en Colombia.
sal, la pintura religiosa que había tendido a desaparecer desde el período colonial; el cucuteño Salvador Moreno (1874-1940), quien produjo algunos óleos cuidadosos sobre la figura humana, y Francisco Antonio Cano, Eugenio Zerda y Coriolano Leudo, de quienes se hablará más adelante. Andrés de Santa María. "Autorretrato" (detalle), 1923 c. Óleo sobre lienzo, 70 x 61 cm. Museo Nacional, Bogotá.
Comienzos de otra era: el modernismo Se utiliza en arte el término «moderno» para referirse genéricamente a aquellas actitudes y movimientos pictóricos que comienzan con el impresionismo y que, por lo tanto, son en su mayoría aportaciones del siglo XX. Sus más comunes características son las siguientes: el haber presentado un reto, otra salida, en relación con las limitantes disciplinas de las distintas academias; y el haberse constituido, en su momento, en la vanguardia del trabajo artístico. Pues bien, a finales de 1893 llegó de regreso a Colombia, después de pasar
su infancia y juventud en Europa, el artista bogotano Andrés de Santa María (1860-1945), quien estudió en la Academia de Bellas Artes de París y participó con éxito y frecuencia en el acreditado Salón de Artistas Franceses. Santa María había presenciado el surgimiento del impresionismo, había seguido con pasión la polémica originada por su aparición y había tomado partido a su favor; es decir, había escogido la más libre interpretación de formas y contornos y el énfasis en la inestabilidad de la luz y los reflejos —que eran patentes en las obras de ese grupo— como metas inmediatas de su devenir pictórico. Sus primeros cuadros, como Lavanderas del Sena, hacen manifiesta, por ejemplo, la inclinación del artista por el agua, ese elemento tan definitivo en la pintura impresionista, mientras que en otras obras, como El té, la escena de esparcimiento al aire libre y la moda parisina de fin de siglo hace forzosa su comparación con algunas realizaciones de los artistas de ese movimiento.
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No obstante, la influencia del impresionismo en el trabajo de Santa María ha sido permanentemente exagerada, puesto que sólo es reconocible en sus más tempranas obras. Y no en todas, prefiriendo el artista en algunos casos, como en Las segadoras, rendirle un homenaje —con claros toques de nacionalismo— a Jean-François Millet. Es éste precisamente el período de su producción que pasó inadvertido para el público colombiano de finales de siglo, acostumbrado a la solemnidad de la academia, y obsesionado con las rivalidades políticas. Y son éstos los trabajos que obligaron un seguro y discreto silencio por parte de la crítica que había leído sobre el impresionismo, pero que aún no había aprendido sus innovaciones ni comprendía sus objetivos. Paradójicamente, cuando en 1904 la crítica de arte decide discutir su obra y hablar de impresionismo (dando pie a una interesante polémica en la cual intervinieron Baldomero Sanín Cano, Maximiliano Grillo y Ricardo Hinestroza Daza), se produce un viraje en sus ideas y en su manera de pintar, que lo alejará cada vez más de los patrones de esa tendencia. Ese año cambia los pinceles por la espátula y comienza a dejar a la vista los golpes de color, las huellas de sus movimientos, iniciando así la etapa de su obra que se ha calificado como expresionista por sus distorsiones y emotividad, pero cuya individualidad constructiva y expresiva culminaría realmente en un post-impresionismo muy particular, en el cual fueron objetivo principal e inspiración fecunda el pigmento, la materia, el jugoso óleo, y el placer de prepararlo y aplicarlo a borbotones sobre el lienzo. Su obra incluye una extensa variedad de temas: paisaje, retrato, bodegón y cuadros de costumbres, religiosos e históricos. Es una obra culta que refleja los valores e intereses de su tiempo. Además es una obra que hace patente una continua reflexión artística, especialmente en el tratamiento de la luz; la cual se convertiría en el
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único elemento que define las figuras, que las saca de esa pasta oscura y rugosa —sin perspectiva ni otra indicación de espacio— que cubriría los lienzos de su último período. En conclusión, el trabajo de Santa María —aparte de ser reflejo de una sensibilidad exaltada y de una permanente reflexión pictórica— actualizó el arte del país en relación con las vanguardias europeas y abrió, por consiguiente, campos de creatividad desconocidos hasta entonces. Primero como profesor de pintura y escultura, y luego como director de la Escuela de Bellas Artes (entidad que transformó positivamente ensanchando sus áreas de enseñanza), Santa María ejerció una fecunda influencia en sus alumnos, quienes aprendieron con él, no sólo la validez artística de cualquier tema o sujeto, sino también a trabajar el desnudo con modelo y a pintar al aire libre. Su labor al frente de ese centro docente, sin embargo, le acarrearía el rencor de los enemigos del gobierno del general Rafael Reyes, quienes lo harían blanco de sus críticas y determinarían su regreso a Europa a comienzos de 1911. Radicado en Bruselas, Santa María continuaría acrecentando el empasto hasta llegar a pinturas como La pesca
Andrés de Santa María. "En la playa de Macuto", 1907. Oleo sobre lienzo, 292 x 246 cm. Museo Nacional. Hacia 1904, Santa María "cambia los pinceles por la espátula y comienza a dejar a la vista los golpes de color, las huellas de sus movimientos, iniciando así la etapa de una obra que se ha calificado como expresionista por sus distorsiones y emotividad, pero cuya individualidad constructiva y expresiva culminaría en un post -impresionismo muy particular, en el cual fueron objetivo principal el pigmento, la materia, el jugoso óleo y el placer de prepararlo y aplicarlo..."
Andrés de Santa María. "Flores y frutas", 1917 c. Óleo sobre lienzo, 55 x 45 cm. Museo Nacional, Bogotá.
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Portada de la revista "Lectura y Arte", febrero de 1906, dirigida por Marco Tobón Mejía, Francisco y Antonio J. Cano y Enrique Vidal.
Marco Tobón Mejía. "La danza". Bronce, diámetro 6 cm. Colección particular, Bogotá.
milagrosa y Concierto campestre, en las cuales las escenas son de muy difícil lectura dada la generosidad de la materia; y hasta lograr también un amplio reconocimiento artístico como lo pone de presente el libro que sobre su obra publicó el crítico André Ridder, así como su consagratoria exposición retrospectiva celebrada en 1936 en el Museo de Bellas Artes de esa ciudad. Ahora bien, el término «moderno» tiene otra acepción artística estrictamente relacionada con un movimiento en las artes decorativas de gran auge en Europa y los Estados Unidos a finales del siglo XIX y comienzos del XX: el «art nouveau». En este sentido el introductor del «estilo moderno» en Colombia es el escultor antioqueño Marco Tobón Mejía (1876-1933), algunos de cuyos relieves acusan la línea larga, sensible y sinuosa característica de esa tendencia. Marco Tobón Mejía se inició en la labor escultórica bajo la tutela de Francisco Antonio Cano, con quien fundó en Medellíh la revista Lectura y Arte en la cual se difundieron las inquietudes pictóricas y literarias de comienzos de siglo. En 1905 viajó a París, donde se radicó hasta su muerte, aunque con algunas temporadas en Colombia e Italia, y manteniendo siempre estrechos vínculos con su país natal como lo indican las diversas obras de tipo conmemorativo que produjo.
Su escultura es de corte neoclásico, pero de mayor pulcritud que la de su maestro Cano y mucho más expresiva que la de César Sighinolfi (1833-1902) y la de Dionisio Cortés (1863-1934), autores de algunas obras conmemorativas ubicadas en la capital de la República. Desnudos femeninos de Tobón Mejía como los titulados La poesía y El silencio persiguen claramente el ideal de noble grandeza propia de la escultura de la antigüedad, pero haciendo al mismo tiempo perceptible cierta atrayente sensualidad, a la que contribuyen la monumentalidad de las figuras y el momentáneo estatismo de las poses, así como la pureza del mármol y la tersura del acabado. Su obra de este tipo constituye el trabajo tridimensional más logrado de comienzos del siglo en Colombia (no el más «moderno», si se tiene en cuenta la mayor libertad en las formas de las esculturas de Santa María); y también el más ambicioso como realización y concreción de ideales y creencias estéticas. La producción más personal y más interesante de Tobón Mejía, sin embargo, son sus relieves en bronce y otras aleaciones, en los cuales el artista hace gala de sus dotes de diseñador, de sus conocimientos del «estilo moderno», y de su admiración por subjetivismos de los simbolistas y en particular por su acento en la imaginación y en la fantasía. En su obra Murciélago, en la cual representa a una joven con las alas de este animal, por ejemplo, es notoria su intención de misterio y su aguda inventiva, y en trabajos como Salomé —ese tema favorito del «art nouveau»— salta a la vista su inclinación por lo sobrenatural y recóndito, mientras que el título, involucrado al diseño, subraya su afición por los rasgos decorativos del mencionado movimiento. El ímpetu modernista —en sus dos acepciones— no habría de extenderse de inmediato en Colombia, disminuyendo notablemente con la partida de Santa María y Tobón Mejía hacia Europa. Otras preocupaciones habrían de surgir en el panorama artístico del
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Marco Tobón Mejía. "Murciélago", 1910. Bronce, 12 x 8.5 cm. Museo Nacional, Bogotá. "En sus relieves en bronce y otras aleaciones, el artista hace gala de sus dotes de diseñador, de sus conocimientos del 'estilo moderno' y de su admiración por los simbolistas."
país, limitándose la expresión de modernidad, en las primeras décadas del siglo XX, a contadas expresiones en el campo pictórico. La primeras décadas del siglo XX: el paisajismo De las enseñanzas de Santa María, las que más hondo calado tuvieron en Colombia fueron: su creencia en la dignidad de cualquier tema como sujeto artístico; el acento nacionalista patente en algunas de sus obras (pese a que estilísticamente se inscriban dentro de los parámetros de la vanguardia europea); y su predilección por pintar, o al menos bosquejar, al aire libre. Santa María, por ejemplo, es el introductor del paisajismo en Colombia, no sólo por su tratamiento repetido y afortunado del tema, sino también porque habiendo sido nombrado como primer profesor de esta materia en la Escuela Nacional de Bellas Artes (junto con el pintor español Luis de Llanos, quien murió al poco tiempo de iniciadas las clases), fue él quien realmente infundió en sus alumnos la devoción por este tipo de pintura.
En corto plazo el paisaje se convirtió no sólo en sujeto meritorio sino en el principal tema del trabajo artístico, desalojando en la atención de los artistas a las aristocráticas matronas, a los encopetados caballeros y a la vida de los santos. Casi la totalidad de los pintores de comienzos de siglo en el país practicaron el paisaje; y lo hicieron con fruición, buscando cada cual con su representación la proyección de su talento y particularidad. Además, con el interés de estos artistas se inició la expresión consciente de lo aledaño, de lo propio, de lo cotidiano, con el lenguaje universal de la pintura (objetivo que habría de convertirse en fructífera constante a lo largo de todo el siglo XX). El incipiente nacionalismo implícito en la idea, por ejemplo, habría de generar una pintura idealizada, que canta a las bellezas naturales del país, que alaba sus valles y montañas, que ensalza sus costas y sus ríos, que enaltece su flora y su topografía y que glorifica sus ocasos, poniendo de presente una gran admiración por la tradición europea de la pintura de paisajes, aunque no precisamente por el modernismo.
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Ricardo Borrero Alvarez. "El Boquerón", 1905 c. Óleo sobre madera, 17 x 23 cm. Colección particular, Bogotá.
Jesús María Zamora, "Paisaje", 1915 c. Oleo sobre cartón, 25.8 y 35 cm. Museo de Arte Moderno, Bogotá. "Sus panoramas remiten a la pintura clásica por el orden que destacan en la naturaleza, por su pastoral serenidad y por su énfasis en la luz y en las atmóferas..."
Cada uno de estos artistas tuvo un estilo diferente y mostró predilección por un tipo especial de paisajes. Por ejemplo, el pintor huilense Ricardo Borrero Alvarez (1874-1931), uno de los más sobresalientes cultores de la modalidad, prefería las montañas y quebradas como tema de sus lienzos; y éstos son de una gran delicadeza, suavemente trabajados y de armónico
color, evidenciando amplios conocimientos y destreza técnica. Sus cuadros de exteriores incluyen además vistas de ciudades, calles y edificios, en los que la pincelada, más libre y definida, insinúa cierta intención de modernismo. Pero su obra en general revela una actitud que puede asimilarse a la de la Escuela Barbizon en su confrontación del paisaje por el paisaje mismo —sin justificaciones de otra clase— y presenta cuidadosos acabados, así como una cierta aura romántica. El artista boyacense Jesús María Zamora (1875-1849) prefirió en cambio la Sabana de Bogotá y los Llanos Orientales como motivos de sus óleos de clara entonación poética. Sus primeros cuadros, generalmente de parajes, se fueron aclarando y ganando en extensión hasta convertirse en panoramas que remiten a la pintura clásica por el orden que destacan en la naturaleza, por su pastoral serenidad, y especialmente por su énfasis en la luz y en las atmósferas. Zamora —quien también trató temas históricos— interpretó con frecuencia la hora del crepúsculo, infundiéndoles a sus obras un
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acento melancólico con sus cielos rosados y sus intensos arreboles. La obra de Roberto Páramo Tirado (1859-1939, antioqueño residente en Bogotá la mayor parte de su vida) está casi realizada sobre diminutos lienzos y cartones (de 9x13 cm en promedio), y es una obra que ante todo hace perceptible su atracción por lugares pintorescos, su capacidad de observación y su agudo sentido para las composiciones. Páramo pintó jardines, parques y rincones, pero sus obras más interesantes y dicientes son aquellas en que, gracias a su extraordinaria organización del espacio pictórico y a pesar de las reducidas dimensiones, logra incluir líricos e inmensos panoramas que hacen alusión al infinito. Su trabajo, fino, grácil y de sensible cromatismo, constituye una de las expresiones más particulares en nuestra pintura de paisajes. El pintor bogotano Eugenio Peña (1860-1944) se concretó a su vez en las regiones sabaneras, aunque el verdadero tema de su obra son los árboles: su altura, su esbeltez y su follaje, los accidentes de sus troncos, las bifurca-
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ciones de sus ramas y los diferentes verdes de sus hojas. Su trabajo tiene una calidad arcádica, de ensueño, que refuerza la apariencia patriarcal y serena de sus árboles, subrayando en esta forma la reacción que representa en gran parte la pintura de paisajes, contra el crecimiento urbano suscitado por el uso del concreto en las primeras décadas del siglo.
Roberto Páramo Tirado. "Paisaje", 1900 c. Óleo sobre cartón, 9.2 x 13.7 cm. Museo de Arte Moderno, Bogotá.
Eugenio Peña. "El Boquerón". Óleo sobre cartón, 31 x 40 cm. Museo Nacional, Bogotá.
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El pintor cartagenero Jeneroso Jaspe (1846-1918) vio en los edificios históricos de su ciudad natal y en el paisaje marino circundante el motivo ideal para sus óleos, en los cuales, como en sus fotografías, prima un interés documental. El artista y crítico tunjano Rafael Tavera (1878-1957) se inspiró en el territorio de Boyacá, Cundinamarca y los Llanos Orientales para sus pinturas, acudiendo con frecuencia al recurso de la fauna (bandadas de pájaros, hatos y rebaños), para incrementar la sensación de espacio y avivar sus perspectivas. El bogotano Luis Núñez Borda (1872-1970) eligió en cambio los jardines de la capital y la exuberante flora de los climas cálidos, en particular de las cuencas del Cauca y del Magdalena, para sus composiciones de estudiado colorido. Mientras que su coterráneo Ricardo Gómez Campuzano (1893-1981) encontró en los parques, en las plantaciones y en los atardeceres luminosos su principal fuente pictórica. La naturaleza había pasado a convertirse —al igual que en la literatura— en la principal inspiración de los pintores, y a su representación habrían de recurrir también Moros, Luis Núñez Borda. "Ribera del Magdalena", 1920 c. Óleo sobre cartón, 34 x 49 cm. Museo de Arte Moderno, Bogotá.
Cano, Leudo, Fídolo Alfonso González Camargo, Miguel Díaz Vargas y Domingo Moreno Otero, artistas todos ellos de gran significación en el movimiento paisajista de comienzos de siglo, pero cuya frecuente confrontación de la figura humana ha motivado que sus obras sean tratadas en otra parte de este escrito. Además, aunque la representación tradicional de los paisajes decaería al acercarse a la mitad el siglo XX, su vigencia habría de mantenerse hasta ese entonces (e inclusive hasta más tarde) para artistas como los bogotanos José María Portocarrero (1874-1932) y Rafael Mena (1897-1973), el boyacense Félix María Otálora (1876-1961) y el santandereano Oscar Rodríguez Naranjo (1911), así como para el vallecaucano Dolcey Vergara (1912) y el caldense Sergio Trujillo (1911). Los destacados fotógrafos cundinamarqueses Luis B. Ramos (1900-1956) y Erwin Kraus (1911), incursionaron igualmente, con algunos resultados positivos, en interpretaciones pictóricas de la naturaleza de corte tradicional, pero cuyas simplificaciones se convertirían en presagio del surgimiento de otro gusto y de otra época.
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Francisco Antonio Cano. "Bodegón", 1912. Oleo sobre lienzo, 40 x 61 cm. Museo de Arte Moderno, Bogotá.
Finalmente, la acuarela, esa técnica cuyas luminosas transparencias se prestan admirablemente para las representaciones de exteriores, alcanzó a partir de los años treinta un cierto auge vinculado al interés por el paisaje. Especialmente en Medellín —donde se destacan los trabajos de Pedro Nel Gómez, Humberto Chaves (1891-1971), Luis Eduardo Vieco (1882-1955) y Rafael Sáenz (1910)— pero también en Bogotá —como lo ponen de presente las obras de Ignacio Gómez Jaramillo y José Restrepo Rivera (1895-1952)— y en Cartagena —como lo demuestra la producción de Hernando Lemaitre (1925-1970)— los artistas no pudieron sustraerse a la atracción de interpretar la naturaleza con las amplias y fluidas manchas características de esta técnica. El bodegón El bodegón, o sea la representación pictórica de objetos inanimados (generalmente comestibles pero también flores y utensilios), ha sido, como el paisaje, un tema tradicional en la pintura desde los grandes maestros del Renacimiento hasta nuestros días.
Como el paisaje, también el bodegón gozó a comienzos de este siglo de afortunados cultores en Colombia, entre quienes se cuenta en primer término el artista antioqueño Francisco Antonio Cano (1865-1935), quien estudió también en la Academia Julian de París, reiterando la influencia de dicho centro en nuestra pintura de comienzos de siglo. Cano fue, como la mayoría de los artistas sobresalientes de la época, profesor y director de la Escuela Nacional de Bellas Artes. Fue así mismo crítico de arte; y además de su trabajo al óleo realizó diversas esculturas de tipo conmemorativo y fue un hábil y talentoso dibujante.. Su trabajo no tiene en realidad límite temático, puesto que, como retratista, produjo innumerables obras de gran fidelidad a las fisonomías; como intérprete de cuadros religiosos, temas clásicos y alegorías, fue un pintor prolífico y de amplia aceptación; como autor de motivos costumbristas alcanzó encomiosos comentarios (especialmente por su obra Horizontes, en la cual muestra una pareja campesina sobrecogida ante la inmensidad del panorama); como paisajista fue ampliamente reconocida su habilidad
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Roberto Páramo. "Naturaleza muerta del pintor". Óleo sobre cartón, 17,5 x 11 cm. Colección particular, Bogotá.
Ricardo Borrero Álvarez. "Rosas". Óleo sobre tela, 60.5 x 94.5 cm. Museo Nacional, Bogotá.
de trasladar al lienzo la apariencia de montes y parajes; y como autor de bodegones se hizo acreedor a numerosos premios desde los inicios de su carrera artística. Su obra está imbuida por un interés de corrección y por la gravedad que corresponde con su formación y vocación académicas, por lo cual no es extraño que —particularmente en sus retratos— sea reminiscente del traba-
jo de Acevedo y de Garay. Sus bodegones representan por lo regular ramos de rosas y otras flores contra fondos que resaltan su frescura y su color; y están delicadamente trabajados —aun en su época madura, cuando empieza a demostrar cierto interés en el gesto y en el pigmento— haciendo manifiestas tanto su ambición decorativa como la destreza del pintor. Aparte de Cano —y, por supuesto, de Santa María—, también trabajaron sobre el tema Roberto Páramo Tirado, quien involucraba objetos autóctonos como vasijas de barro en sus representaciones de frutas tropicales; Ricardo Borrero Álvarez, autor de ramos de rosas que compiten con los de Cano en la atención a los detalles; y también, en un sentido laxo, Domingo Moreno Otero y Miguel Díaz Vargas, cuyos cuadros sobre ventas de frutas y verduras son verdaderos bodegones por la importancia de estos elementos en la obra, aunque sean al aire libre y hagan claras referencias costumbristas. La naturaleza muerta o bodegón iría transformándose de acuerdo con nuevas actitudes artísticas, encontrándose sensibles ejemplos de los años treinta y cuarenta realizados por Ignacio Gómez Jaramillo y Pedro Nel Gómez. Así mismo, el artista antioqueño Eladio Vélez (1897-1967) incursionó con particular percepción en este tema, produciendo obras bien estructuradas, algunas de las cuales son reminiscentes de Paul Cézanne. Mientras que el antioqueño Santiago Medina (1911) involucra piezas de arte prehispánico y colonial —aludiendo como Páramo a lo propio y lo local— en su bodegones de equilibrada composición y cromatismo. El costumbrismo_ _ Finalmente, los temas costumbristas, otra especialidad pictórica de larga trayectoria en la que se presentan escenas cotidianas y comunes, tuvieron así mismo algunos exponentes de talento al iniciarse el siglo XX. Aun cuando en el país se habían ejecutado
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algunos cuadros de costumbres, éstos seguían constituyendo novedad, no sólo por el carácter trivial de las representaciones (en oposición a los temas importantes, históricos o religiosos, de la inmensa mayoría de los pintores), sino también por la inclusión de situaciones familiares y corrientes (a cambio de las escenas típicas que se habían acentuado en las obras de este tipo), así como por las características de su realización, puesto que hasta el período finisecular no son pintadas bajo las luces académicas, y hasta los primeros años de este siglo no lo son con objetivos modernistas. Entre los artistas que trabajaron temas costumbristas con ánimo moderno sobresale el bogotano Fídolo Alfonso González Camargo (1883-1941), cuya obra podría calificarse —como la de su maestro Santa María— de postimpresionista, puesto que a conciencia busca una manera de pintura diferente de la impresionista, y así lo hacen manifiesto el énfasis en la materia y el imaginativo colorido de sus cuadros. El desdén por el detalle y la interpre-
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tación de los volúmenes por medio de manchas de color atestiguan, a su vez, su decidida voluntad antiacadémica y sus claras ambiciones de particularidad. Su trabajo no se limitó a los temas de costumbres, sino que incursionó también con sensibles resultados en el
Fídolo Alfonso González Camargo. "Poniendo la mesa". Óleo sobre madera, 27.2 x 35 cm. Colección particular, Bogotá.
Fídolo Alfonso González Camargo. "El bazar", 1915 c. Óleo sobre madera, 16 x 24.5 cm. Colección particular, Bogotá. "Su obra podría calificarse de post-impresionista ... por el énfasis en la materia y por el imaginativo colorido."
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Francisco A. Cano "Lavanderas en el río", 1919. Óleo sobre lienzo, 61.5 x 73.5 cm. Colección particular, Bogotá. Coriolano Leudo. "Nocturno", 1915 c. Óleo sobre lienzo, 49 x 60 cm. Colección particular, Bogotá.
bodegón y en el retrato (modalidad esta última en la cual hizo patente su habilidad para el dibujo); pero sobre todo en el paisaje, que trató con admirables libertad y concisión. Los chircales y otros parajes aledaños a la capital fueron los lugares predilectos para sus expresivas representaciones, aunque también pintó amplios panoramas de formato pequeño, reminiscentes de la misma paradoja en el trabajo de Roberto Páramo.
Pero es especialmente en las escenas exteriores y en los motivos familiares donde el artista logra hacer más clara la individualidad de su visión. En su obra Aguadoras en el chorro de Padilla, por ejemplo, salta a la vista su gran capacidad de percepción y de simplificación, dadas la economía en elementos y detalles y su limitación a los toques de color apenas necesarios para visualizar la escena. Mientras que en El bazar son evidentes su dominio del contraste y la soltura del pincel; sin que por ello se pierda información sobre el ánimo con que se acostumbraba asistir a estas festividades. Sus escenas domésticas son, por otra parte, trabajos que podrían calificarse de intimistas, no sólo por su temática de oficios cotidianos y de jardinería, sino ante todo por su aproximación somera, sobria y personal, a dichos temas. En ellos, una figura femenina —por lo regular la de su madre— aparece cosiendo, bordando, cocinando, pero siempre trasluciendo, tanto la devoción del artista por el ambiente del hogar, como su agudo sentido compositivo y su permanente reflexión cromática. Por otra parte, entre los artistas que trataron temas de costumbres dentro de esquemas más tradicionales figuran —además de Francisco Antonio Cano— los pintores bogotanos Margarita Holguín y Caro (1875-1959), quien realizó algunas obras de este género con la misma ingenuidad y recato manifiestos en sus cuadros religiosos; y Eugenio Zerda (1878-1945), quien además de pintor fue escultor y profesor de música, y cuyos cuadros exteriores, como el titulado En el parque, dejan entrever —con el debido respeto por las normas académicas— cierto interés por el impresionismo, tanto en las consideraciones de la luz como en el carácter espontáneo y casual de las escenas. También bogotano, Coriolano Leudo fue un artista de variada temática, que descolló en el campo del retrato y que trabajó algunos cuadros de costumbres con atención y esmero, si
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bien ceñido a los valores aprendidos primero con Enrique Recio y Gil (pintor español de acento tradicionalista radicado por algún tiempo en Colombia en las postrimerías del siglo XIX), y luego en la Academia de San Fernando en Madrid. Cuadros suyos como Mantillas bogotanas hacen manifiesto, por su cuidado en la representación de los textiles, modas y tipos humanos, el interés documental implícito en el tema. Roberto Pizano —quien, como Leudo, era bogotano y estudió en la Academia de San Fernando— también realizó en los años veinte algunas obras de tipo costumbrista, como La misa en el pueblo (en la cual registra los atuendos campesinos, la presencia de la orquesta y el recogimiento de los fieles), amén de retratos y pinturas de tipo familiar. Pizano fue además un estudioso del arte colonial, crítico agudo y entusiasta impulsador del arte. Entre sus discípulos figuró el artista payanés Efraín Martínez (1898-1956), quien produciría igualmente algunos cuadros de costumbres en las siguientes décadas. Por último, el pintor santandereano Domingo Moreno Otero (1882-1948) y el bogotano Miguel Díaz Vargas (1886-1956) trabajaron así mismo sobre temas de costumbres, inclinándose su obras por las escenas típicas de la vida campesina. Ambos estudiaron en la Academia de San Fernando en Madrid (hecho que subraya la importancia que adquiere este centro docente, después de la Academia Julian, en la formación de los artistas colombianos de la primera mitad de este siglo); ambos fueron profesores de la Escuela de Bellas Artes en los años veinte; en las obras de los dos es distinguible un cierto eco de las enseñanzas de pintores españoles; y los dos encontraron —como todos los artistas destacados de su época— en las revistas El Gráfico y Cromos una entusiasta difusión de sus pinturas. En la obra de Moreno Otero —quien además hizo ilustraciones y pintó temas históricos y retratos— se
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Roberto Pizano. "Autorretrato con mi hijo Juan", 1927. Óleo sobre lienzo, 93 x 73.5 cm. Colección particular, Bogotá.
destacan particularmente sus paisajes de Santander, en los cuales incluye con frecuencia poblaciones y cuya realización hace evidente un personal deleite en el color. En sus cuadros sobre las afueras de Bucaramanga, por ejemplo, la erosión rojiza de la tierra, el azul fuerte del cielo y los verdes es-
Domingo Moreno Otero, "Frutos de mi tierra", 1940. Óleo sobre lienzo, 197 x 205 cm. Museo Nacional, Bogotá.
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Miguel Díaz Vargas "En el mercado", 1940 c. Óleo sobre lienzo, 110x90 cm. Fondo Cultural Cafetero, Bogotá. "Autorretrato", sin fecha. Óleo sobre tela. Museo Nacional, Bogotá.
peciales que utilizaba en relación con la naturaleza, son claro testimonio de su inclinación por los contrastes. Sus temas costumbristas incluyen Escenas de arriería y ventas de mercado como la titulada Frutos de mi tierra, de claro espíritu nacionalista. Miguel Díaz Vargas fue un artista dedicado en primer término a representar, según sus propias palabras, «las escenas domésticas de las gentes pobres». También pintó retratos, así como paisajes, que varían entre románticos recodos y vistas panorámicas. Su atracción por la vida campesina, por los productos de la tierra y, sobre todo, por el exuberante color local, quedó fielmente reflejada en lienzos como En el mercado, de manifiesta audacia cromática; sus cuadros —como los de Moreno Otero del mismo tipo— abren camino a la pintura
de interés social que en corto tiempo habría de imponerse en nuestro medio. En otras palabras, si bien es cieno que Díaz Vargas y Moreno Otero no muestran en sus obras ninguna inclinación por las vanguardias internacionales, su trabajo, no obstante, por su atención a temas de índole social y por su ánimo nacionalista, es precursor de uno de los grandes cambios que habrían de iniciarse a mediados de los años treinta en la pintura colombiana. En las primeras décadas del siglo, en conclusión, hubo en el país espíritus alertas como Santa María, Tobón Mejía y González Camargo, quienes propugnaron por una expresión contemporánea y al mismo tiempo propia en la pintura y la escultura. La inmensa mayoría de los artistas, sin embargo, trabajó dentro de las normas académicas y sobre la consagrada temática del paisaje, el retrato, el bodegón y las costumbres; aunque cada cual con objetivos particulares y sinceros, y asentando y definiendo en cada cuadro —por las preferencias, sensibilidad y gusto que hacen manifiestos y también por los valores que desdeñan— los inicios de una tradición pictórica en Colombia. El trabajo del antioqueño Ricardo Rendón (1894-1931) y del bumangués Alfredo Greñas (1859-1949), aunque dentro del campo específico de la caricatura y de la sátira política, merece también una especial mención como agudo testimonio de los álgidos debates partidistas del período. Los años treinta y cuarenta. Nacionalismo y teorías En 1934 regresó a Bogotá el artista antioqueño Ignacio Gómez Jaramillo (1910-1970), después de haber estudiado en algunos talleres particulares en Madrid y en la Academia de la Grande Chaumiére en París, y de haber participado con relativo éxito en diversas exposiciones europeas. La muestra que presentó en el Teatro Colón, ese mismo año, no dejó duda sobre el talento del artista ni sobre el es-
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píritu moderno que alentaba su pintura, inspirada en especial en las concepciones plásticas de Paul Cézanne. Dos años más tarde el artista viajó a México, iniciando, bajo el fértil influjo de los maestros del muralismo mexicano, Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros, su trabajo en este género pictórico. El impacto de esa escuela, y en particular de su temática socialmente combativa, se hizo claro de inmediato en los murales Liberación de los esclavos y Los comuneros realizados en el Capitolio Nacional a su regreso; y habría de perdurar a lo largo de toda su carrera en algunas producciones en las que no sólo incursionó en temas humanistas, sino que llegó a denunciar la violencia política que se extendió en Colombia al acercarse la mitad del siglo XX. En su obra no hay ninguna intención de ilusionismo, y de ahí la libertad en sus interpretaciones de figuras, bodegones y paisajes en los cuales se evidencian una visión sólida y sintética, un dibujo dinámico y preciso y una clara preferencia por el orden y la concisión. Sus trabajos se presentan a veces divididos en diferentes planos, como los de Cézanne, adquiriendo cierta calidad abstracta con su organización eminentemente plástica de formas, y ganando así también una estructura lógica y severa de donde provienen su contundencia y solidez.
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El color en Gómez Jaramillo es mesurado, depurado por la simplificación, sobresaliendo por regla general en cada obra una tonalidad romántica y callada: los ocres en las Vistas de Toledo, los grises en el San Sebastián. Gómez Jaramillo —quien fue así mismo un hábil dibujante, y también imaginativo ilustrador— incursionó por algún tiempo en la pintura abstracta y trabajó frecuentemente en el desnudo femenino proyectando, entre el rigor y sobriedad propios de su obra, un cierto acento poético y sensual.
Ignacio Gómez Jaramillo. "Vista sobre Toledo", 1930 c. Óleo sobre lienzo, 99 x 118 cm. Colección particular, Bogotá.
Ignacio Gómez Jaramillo. "Desnudo", 1964. Óleo sobre lienzo, 70 x 146 cm. Colección particular, Bogotá.
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Pedro Nel Gómez. "Autorretrato", 1960. Acuarela sobre papel, 59x47 cm. Museo Pedro Nel Gómez, Medellín.
Luis Alberto Acuña. "Retablo de los dioses tutelares de los Chibchas", 1935 c. Oleo sobre madera, 200 x 300 cm. Museo Nacional, Bogotá. Acuña sería "el más articulado y coherente expositor del indigenismo pictórico en Colombia y fundador del grupo Bachué."
El carácter de avanzada —en lo social y lo pictórico—, patente en su trabajo, suscitó álgidas polémicas que condujeron hasta el cubrimiento de los murales del Capitolio (con ocasión de la IX Conferencia Panamericana). Su obra, sin embargo, constituye sin lugar a dudas una de las expresiones más personales y logradas del arte colombiano de mediados de este siglo, y fue influencia fecunda para generaciones posteriores que supieron valorar su aproximación simultáneamente sensible e inteligente a la pintura. Con su trabajo reingresa la conjugación de contemporaneidad y nacionalismo en el arte del país. Pedro Nel Gómez (1899-1984) estudió simultáneamente arte e ingeniería en Medellín, y presentó en 1924 en Bogotá una muestra de paisajes realizados en acuarela, los cuales, si bien tradicionales en tratamiento y en composición, fueron premonitorios de la aguda visión que habría de caracterizar su obra. El año siguiente viajó a Holanda, Francia e Italia, radicándose hasta 1930 en Florencia, donde estudió pintura y arquitectura, y donde se familiarizó con el trabajo —sobre todo
con los frescos— de los grandes maestros del Renacimiento. El impacto de la pintura mural renacentista y el auge que había cobrado dicha técnica gracias al ímpetu del muralismo mexicano (iniciado en 1921) incidieron sin ninguna duda en la predilección de Pedro Nel Gómez por las obras de arte público. El contenido político y social del movimiento mexicano, su acendrado humanismo y su exaltado nacionalismo, aunado al sentido artístico y arquitectónico de Florencia —la ciudad donde se descubrió la perspectiva—, estarían siempre latentes en los miles de metros cuadrados de frescos con que el artista ornamentó diversos edificios, especialmente en Medellín, conformando el más rico y relevante legado del país en este género pictórico. El hombre, el amor, el trabajo, la historia, la mitología, los problemas sociales y la riqueza de Colombia son básicamente los temas de su obra mural, para la cual partía de armoniosos bosquejos abstractos a los que ajustaba posteriormente las representaciones. El vibrante colorido, y la fuerza y la energía de los motivos y de la rea-
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lización, complementan el dramatismo implícito en su escala. Aparte de la arquitectura y el mural, Pedro Nel Gómez trabajó en pintura de caballete, escultura, dibujo, grabado y, sobre todo, en acuarela, técnica en la que su producción resulta, además de prolífica, especialmente innovadora y personal. La acuarela gana con su obra en dimensión artística, no sólo por haberla realizado en formatos relativamente grandes, sino, en primer lugar, por haberla convertido en vehículo apropiado para obras ambiciosas y profundas con su particular lenguaje de colores vivos y enérgicos brochazos, poco usuales en la modalidad. Sus acuarelas incluyen motivos diversos como el bodegón, el paisaje y el desnudo, pero especialmente el tema del baharequeo y la minería de socavón de su nativo Anorí, así como los mitos populares presentes también en sus murales. «Lo que he pintado en mis cuadros y en mis frescos no lo inventé, lo bebí en la realidad», solía decir, haciendo referencia a su sinceridad creativa y al carácter acentuadamente regional de su trabajo. Su obra, que fue objeto de encendidas polémicas políticas y estéticas en su momento, conforma una de las más ricas y coherentes expresiones plásticas de nuestra historia. Desde 1929, por otra parte, había regresado al país el artista santandereano Luis Alberto Acuña (1904) —quien había sido alumno de Roberto Pizano— después de asistir a diversas academias y talleres particulares en París y Madrid. Acuña sería el más articulado y coherente expositor del indigenismo pictórico en Colombia, y el fundador del grupo Bachué, cuyos miembros buscaron ante todo la integración del arte del país con las condiciones específicas y particulares de su medio. Acuña exalta con tal fin la mitología aborigen, interpretándola en grandes óleos como el Retrato de los dioses tutelares de los Chibchas, de brillante colorido en consonancia con la exube-
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rancia tropical. Más adelante acalla un poco su paleta confiriéndole cierta tonalidad metálica, pero sigue revaluando lo autóctono y lo propio, especialmente a través de la representación de las costumbres y las peculiaridades étnicas del campesino del país, a quien interpreta exagerando con orgullo sus ojos rasgados, sus labios pronunciados y sus pómulos salientes. Las figuras, además, son de una contextura sólida y maciza que indica fortaleza y sana voluptuosidad, cualidades estrechamente emparentadas con su obra tridimensional en piedra, cerámica y madera. Las pinturas de Acuña están ejecutadas mediante pequeños toques de color que remiten al puntillismo de Georges Seurat y Paul Signac (artista este último a quien conoció durante su permanencia en París), pero su técnica no se halla encaminada como la de estos dos pintores a comprobar teorías científicas sobre la visión y combinación de los colores, sino a enfatizar la contundencia y solidez de sus figuras. Acuña, quien aparte de pintor y escultor ha sido crítico, historiador, museólogo y profesor de arte, también se cuenta entre los iniciadores de ese febril nacionalismo que comienza en los años treinta en la pintura colombiana, y que habría de tener inmediato eco en el trabajo de artistas más jóvenes como Carlos Correa, Débora Arango y Alipio Jaramillo. Carlos Correa (1912) nació en Medellín, donde estudió con Humberto Chaves, Eladio Vélez y Pedro Nel Gómez. Su trabajo, en un comienzo interiores y retratos de inclinación realista, fue haciéndose cada vez más expresionista y orientándose hacia la problemática social y la denuncia política, hasta desembocar en una diatriba sobre los misterios religiosos. Posteriormente, Correa ha tratado diversos temas, entre ellos el pre-hispánico inspirado especialmente en la estatuaria de San Agustín. Débora Arango (1910), también antioqueña y alumna de Eladio Vélez y Pedro Nel Gómez, se orientó hacia
Ignacio Gómez Jaramillo. "Autorretrato", Madrid, noviembre 1930. Óleo sobre tela. Colección particular, Bogotá.
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Gonzalo Ariza. "Cerros de Bogotá", 1947 C. Óleo sobre lienzo, 77.5 x 58 cm. Colección particular, Bogotá.
una temática social, ruda y agresiva en la cual se refleja ampliamente la radicalización política que ocurre en el país durante los años cuarenta. Su condición de mujer y el moralismo de los medios oficiales de entonces colaboraron en el rechazo que su obra produjo en Medellín y, por consiguiente, en su alejamiento de los círculos del arte. Su trabajo es tajante y vigoroso, evidenciando, como el de Correa, un claro acento expresionista, sobre todo en su fuerte colorido y en las distorsiones con las cuales enfatiza sus mensajes. Finalmente, el artista caldense Alipio Jaramillo (1913) escogió así mismo la problemática social y la exaltación de las virtudes del pueblo colombiano como tema en su pintura. Influenciado
por Siqueiros, con quien colaboró en Chile, su trabajo representa motivos obreros y campesinos en composiciones sólidas y bien determinadas tanto en su obra de caballete como en su pintura mural. Un caso especial dentro de la pintura que surge en estas décadas lo constituye el artista bogotano Gonzalo Ariza (1912), quien comenzó también por tratar temas sociales pero que pronto habría de encontrar un derrotero no sólo propio sino aparte. Ariza estudió en el Japón «para que la influencia oriental no le llegara a través de los impresionistas sino directamente», al decir de un crítico de arte. El artista invoca la prehistoria común de las culturas orientales y aborígenes de América, haciendo referencia a las relaciones de su obra con la pintura japonesa, particularmente en su aproximación a la naturaleza como a un todo ilímite, majestuoso e impactante. Aunque ha pintado pájaros y flores tropicales, los óleos y acuarelas de Gonzalo Ariza están prácticamente dedicados a representar las peculiaridades del paisaje andino: flora, luz, atmósfera y topografía. En su obra se enfatizan, por lo tanto, la autenticidad del paisaje nacional, su variedad y su inédita belleza, comenzando por el páramo poblado de frailejones, descendiendo a la sabana con sus cielos grises y cargados, continuando entre la niebla hacia las zonas cafeteras, hasta desembocar en la vegetación feraz cercana al Magdalena. Su perspectiva es con frecuencia aérea, por lo cual cada parte de algunos de sus cuadros es equidistante del punto de vista del pintor; mientras que sus composiciones son, por regla general, irregulares, fragmentarias, sin la tradicional preocupación por el balance. Gran parte del espacio, por ejemplo, puede presentarse cubierto de nubes o neblina, sugiriendo apenas que la naturaleza se extiende por debajo, más allá de los límites del cuadro. Su trabajo, en general, constituye una de las expresiones más particulares y logradas de la pintura nacional.
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La escultura Este ánimo nacionalista que aparece en el arte colombiano al aproximarse la mitad del siglo encuentra igualmente expresión en el trabajo de algunos escultores como el boyacense Rómulo Rozo (1899-1964), cuya producción, decididamente indigenista, alcanza un alto grado de simplificación. Aunque su obra es muy escasa en el país (por haber transcurrido la mayor parte de su vida en México), una escultura suya sobre la diosa Bachué bautizó al citado movimiento artístico. También boyacense, José Domingo Rodríguez (1895-1968) trabajó en los más diversos materiales (mármol, granito, cemento, bronce, madera), llegando a cierta elegante concisión en su variada temática, que incluye, por supuesto, motivos campesinos. Ramón Barba (1894-1964, nacido en España pero radicado desde muy joven en Colombia) orientó su labor, de tendencia
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realista, hacia temas históricos, populares e inclusive políticos, haciendo perceptibles cierta expresividad en sus personajes y un especial cuidado en los detalles. Dos alumnas suyas, ambas bogotanas, Josefina Albarracín (1910) y Hena Rodríguez (1915), quienes prestaron notoria atención a los rasgos étnicos de sus modelos, complementan finalmente la nómina de escultores cuya obra —si bien modesta y mucho más tradicional que la pintura— revela de todas maneras la predilección por lo local, la decidida devoción por lo autóctono y el espíritu nacionalista que caracteriza y define al arte colombiano de las décadas del treinta y el cuarenta. Obras conmemorativas Son numerosos los pintores citados a lo largo de este escrito que trabajaron en obras conmemorativas, y por consiguiente relacionadas con la nacioRómulo Rozo. "Mater Doloroso", 1930. Bronce, 17 x 19 x 30 cm. Museo Nacional. Bogotá.
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Santiago Martínez Delgado. "Bolívar en el Congreso de Cúcuta" 1945-1947. Fresco, 6.84 x 7.62 ms. Salón Elíptico, Capitolio Nacional, Bogotá.
nalidad, entre quienes cabe destacar a Urdaneta, Santa María, Acevedo Bernal, Cano, Zamora, Tavera y Moreno Otero. A ellos se suma en estas décadas el artista bogotano Santiago Martínez Delgado (1906-1954), autor del mural que preside el salón elíptico del Capitolio Nacional y cuyas ilustraciones para la revista Vida ofrecen un buen ejemplo de su habilidad para el diseño. También son numerosos los trabajos públicos que ornamentan plazas, parques y edificios en distintas ciudades de Colombia, y entre cuyos autores se cuentan —aparte de varios extranjeros— prácticamente todos los escultores mencionados, desde Cano y Tobón Mejía hasta Rodríguez y Rozo. Trabajaron así mismo en obras de este género a mediados de siglo el artista quindiano Roberto Henao Buriticá (1898-1964); el bogotano Gustavo Ardía (1895-1963), los boyacenses Carlos Reyes (1903) y Julio Abril (19121979) y los antioqueños José Horacio Betancur (1920-1959) y Bernardo Vieco (1813-1956).
Dentro de los cultores de la escultura conmemorativa, merecen una especial mención el artista cundinamarqués Miguel Sopó (1918), cuya obra, pese a su acendrado conservadurismo, presenta una ejecución adecuada y cierta ambición de particularidad; y el artista antioqueño Rodrigo Arenas Betancur (1919), autor de las más numerosas y espectaculares obras de este género en Colombia. Arenas estuvo radicado por largo tiempo en México, adquiriendo de los muralistas el ánimo monumental, pero sus piezas, aunque enérgicas, con implicaciones simbolistas y colocadas frecuentemente en complicados andamiajes, se inscriben realmente dentro del realismo de corte tradicional. En las obras de la mayoría de los artistas que surgen en los años treinta y cuarenta, en conclusión, es notoria una fuerte ascendencia teórica, por ejemplo, en su rechazo —más preconizado que real— a las influencias foráneas, y en su ambición de conciliar el trabajo artístico con temas políticos y sociales, posiciones ambas heredadas del muralismo mexicano. Son obras en las que resulta cristalina la búsqueda consciente de raíces y particularidades culturales, y en las que es claramente perceptible ese ánimo nacionalista que se vislumbró por primera vez en este siglo a través del paisajismo, que reforzaron algunos cuadros costumbristas, y que, como se ha visto, cobró realmente fuerza y coherencia teórica durante las décadas en consideración. Mediados de siglo. Abstracción y expresionismo Al iniciarse el siglo XX, empieza a percibirse en el arte europeo un impulso cada vez más fuerte que lo aleja de la imitación del mundo visible, surgiendo, con sus expresiones más extremas, el concepto de «arte abstracto» en la historia del arte occidental. Si bien algunos de los movimientos generados por dicho impulso, como el cubismo, el suprematismo y De Stijl gozaron de
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Marco Ospina. "Aurora", 1950, Oleo sobre lienzo, 75.5 x 150 cm. Museo de Arte Moderno, Bogotá. Es el introductor de la pintura abstracta en el país.
reconocimiento antes de 1945, el arte abstracto sólo alcanza preeminencia internacional después de la segunda guerra mundial, cuando Nueva York comienza a remplazar a París como capital de la vanguardia artística. En Colombia, esa fuerza o actitud creadora alejada de la imitación de la naturaleza se manifiesta primero, sutilmente, en la obra de Ignacio Gómez Jaramillo, la cual, no obstante asentarse en lo real, alcanza cierta calidad abstracta —vía Cézanne— por su división en planos, simplificación de formas y esencialización. Pero es realmente en la segunda parte de la década de los cuarenta cuando una actitud definitivamente abstracta comienza a perfilarse en el país, y así lo pone de presente la obra del artista bogotano Marco Ospina (1912-1983), quien partiendo de esquematizaciones de la naturaleza, como en Flor, llega a composiciones en las que la naturaleza ya no es reconocible aunque permanezca como inspiración, puesto que lo importante es la interacción independiente de formas y colores. Pocos años después el artista nortesantanderano Eduardo Ramírez Villamizar (1923) presentó en Bogotá una serie de pinturas realizadas en París, ciudad que permanecía como centro de la abstracción geométrica. En estas obras, con base en colores planos y con clara injerencia de la geometría,
Ramírez no partía de la naturaleza sino que apelaba a su agudo sentido constructivo, por lo cual dichos trabajos resultan precursores de sus posteriores relieves y esculturas. Y ya a mediados de los años cincuenta, Guillermo Wiedemann (1905-1969, nacido en Alemania pero radicado en Colombia desde 1939) también comienza a realizar composiciones abstractas, inspiradas primero en el mundo visible, pero concebidas más tarde en términos puramente pictóricos como color, forma, composición y textura. Las más tempranas obras de Wiedemann en el país revelan su interés por la vegetación tropical y por la población negra de la costa del Pacífico y las riberas del Magdalena, que interpretó con un dibujo seguro y ex-
Guillermo Wiedemann. "Muralla china", 1964. Óleo sobre lienzo, 96.5 x 168 cm. Museo de Arte Moderno, Bogotá.
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Alejandro Obregón "Blas de Lezo (Autorretrato)", 1979. Acrílico sobre tela, 90 x 100 cm. Colección Gabriel García Márquez. Alejandro Obregón. "Fuga y muerte del alcatraz", ¡963. Óleo sobre lienzo, 200 x170 cm. Museo de Arte Moderno, Bogotá.
presivo aunque con manchas de color cada vez más sueltas y poéticas. Posteriormente desaparecía el dibujo y con él todo vestigio de figuración, adentrándose su abstracción por un lirismo de corte expresionista y de acento primordialmente cromático. Ya en los años sesenta, Wiedemann se decide por la «abstracción pura» y, trabajando en acuarelas, óleos y «collages», confronta la creación libre sin alusiones a otra realidad distinta de la de sus obras. Sus acuarelas mantienen a través de sensibles transparencias el hálito poético de sus primeros cuadros; sus óleos presentan fuertes trazos y cierto asomo de geometría, no obstante su carácter expresionista y su énfasis en el pigmento; mientras que sus «collages» —en los que utilizaba alambres, cuerdas, cabuya, yeso, tela y papel— son cuidadosamente construidos revelando gran conciencia en la composición y en la consideración de los distintos elementos. Su obra
toda ha tenido gran repercusión conceptualmente en el desarrollo de la pintura del país. El impulso hacia la abstracción, sin embargo, no siempre se exteriorizaría por medio de posiciones tan extremas como las de Ospina, Ramírez y Wiedemann, sino que también se haría sentir, a través de expresionismo, es decir, a través de obras que se alejan deliberadamente de la imitación de lo real en favor de una vehemente proyección de sentimientos y emociones. Tal es el caso del trabajo de Alejandro Obregón (1920, nacido en Barcelona, España, pero radicado en la Costa atlántica), cuya obra, a pesar de centrarse en la naturaleza, hace manifiestas una fértil imaginación y una singular vitalidad. Obregón, como la mayoría de los artistas de su generación, vivió por algún tiempo en Europa y los Estados Unidos, iniciando su carrera en el país a mediados de los años cuarenta con un trabajo que todavía acusaba fidelidad a la academia, pero que iría actualizándose y singularizándose hasta convertirse en un lenguaje pictórico de personalidad y profundidad inapelables. La evolución de su trabajo causó un fuerte impacto en los círculos artísticos, suscitando de inmediato la gran admiración y el amplio reconocimiento de que ha gozado desde entonces en Colombia. Su pintura pasa del naturalismo al expresionismo paulatinamente, a medida que el artista va exaltando su paleta, dominando los pigmentos, definiendo símbolos y signos y reconstruyendo con intención poética —después de haberlas fragmentado— las múltiples figuras que conforman su temática. Su estilo está compuesto de contrarios: inmensos espacios de brochazos enérgicos y detalles minuciosos de pincelada delicada; misteriosas veladuras y figuras contundentes; zonas grises y calladas y áreas de colores fuertes, vivos, contrastantes; referencias directas a la realidad y alusiones inequívocas a la magia, los enigmas y la fantasía.
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Alejandro Obregón. "Colibrí hechizado por una mojarrita", 1962. Oleo sobre lienzo, 30 x 51 cm. Colección particular, Bogotá.
En su obra se conjugan, además, el concepto de arte como idioma universal y el de arte como expresión de una cultura, razón por la cual su ímpetu creativo y su libertad expresiva se hallan con frecuencia referidos al paisaje y la flora y fauna tropicales: manglares, volcanes, cóndores, toros y alcatraces que transforma en símbolos de su país y el continente, gracias a su fuerza pictórica y su intensidad cromática. Obregón también ha incursionado en temas de connotación política y social (Velorio, Violencia, Homenaje al Che Guevara)., subrayando su preocupación regionalista; y ha realizado numerosos grabados así como algunos dibujos y esculturas con temas y objetivos similares a los de sus lienzos. Su trabajo, que en estilo y contenido ha ejercido extensa influencia, sobresale como una de las expresiones pictóricas latinoamericanas más ambiciosas y logradas de este siglo. Planteamientos tridimensionales También para el trabajo tridimensional soplan vientos abstraccionistas en los años cincuenta, como lo patentizan las obras de Edgar Negret y Eduardo Ramírez Villamizar, quienes por esa época comienzan a definir los pará-
metros de sus lenguajes escultóricos, ambos utilizando elementos geométricos, ambos basados en el impulso constructivo, pero con resultados completamente distintos entre sí. Edgar Negret (1920) nació en Popayán, estudió en Cali y desde los años cuarenta, cuando aún revelaba una formación académica, empezó a mostrar su obra en nuestro medio. Más tarde presentó algunas piezas cuyas simplificaciones y pronunciadas
Edgar Negret. "Libélula", 1983. Aluminio pintado, 62 x 53 x 60 cm. Colección particular, Bogotá.
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Eduardo Ramírez Villamizar. "Recuerdo de MachuPicchu No. 1", 1984. Hierro oxidado, 108 x 1000 x 150 cm. Colección del artista, Bogotá.
Enrique Grau. "Autorretrato en sepia", 1986. Óleo sobre tela, 74 x 47 cm. Colección del artista, Bogotá.
protuberancias y concavidades eran inequívoca señal de una intención abstracta. Pero es sólo a finales de la década de los cincuenta, a su regreso de Europa y los Estados Unidos —tras experimentar con el yeso, la cerámica, el acero y el hierro y haber escogido el aluminio como el material propicio para sus pronunciamientos—, cuando Negret confronta al público colombiano con una obra escultórica sin objetivos de representación. Recortando las láminas pero manteniendo las formas ensambladas en un solo plano, uniendo más tarde elementos modulares en afirmaciones de franca tridimensionalidad, y curvando o arqueando finalmente el aluminio, Negret ha conformado una obra que hace agudas alusiones a la tecnología y a la naturaleza sin salirse de un estricto y meditado ordenamiento. El aluminio pintado de rojo, blanco o negro mate pierde visualmente su calidad metálica ortorgándoles a las piezas tal liviandad que parecen que fueran a elevarse, pero los tornillos a la vista con los cuales las sujeta denotan claramente los procesos y herramientas empleados en su construcción, amén de ser una directa indicación de su estructura.
La idea de movimiento sugerido por las direcciones y dobleces de los elementos, en oposición con la manera en que se engranan y se afianzan, establece una tensión que se refuerza con el constante contrapunto entre curvas y rectángulos y espacios ocupados y vacíos. Su trabajo es meticuloso, disciplinado, exacto, y simultáneamente expresivo y sugestivo, constituyendo una de las obras más definidas y personales de la plástica contemporánea. Eduardo Ramírez Villamizar comenzó por llevar a una exigua tridimensionalidad los planteamientos geométricos de sus pinturas —a las cuales ya se ha hecho referencia— mediante la construcción de relieves en madera pintados de blanco y en los que, sobre un amplio plano, produciendo un sutil juego de luces y de sombras, se suceden líneas horizontales y verticales así como algunos círculos o sus segmentos. Su obra, austera, segura, rigurosa, está siempre fuertemente estructurada y apoyada en formas cuya precisión no es obstáculo en la proyección de sensibilidad y de lirismo. Ya en los años sesenta el artista experimenta con diferentes materiales como el aluminio, el acrílico y el hierro en la producción de piezas plenamente tridimensionales (es decir, que no demandan el punto de vista frontal propio de la pintura y los relieves), para concentrarse más adelante en formas modulares que aumentan y disminuyen de tamaño de acuerdo con un ritmo establecido y con paralelos en el crecimiento orgánico. Realizadas en láminas de hierro pintadas de blanco, negro o rojo, estas obras testimonian la admirable capacidad de síntesis del artista y su enérgica voluntad de ordenación, al tiempo que hacen claros unos patrones de desarrollo interno —reminiscentes de los del caracol que ha servido con frecuencia como inspiración de su trabajo— que determinan su lógica y carácter. Ramírez ha realizado numerosas esculturas públicas (inclusive muchas de
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sus obras más pequeñas dan la impresión de anteproyectos para trabajos monumentales), como la situada en el Parque Nacional de Bogotá, en la cual dieciséis módulos de acento vertical invitan a un recorrido interno y contradicen con su exactitud y contundencia las formas caprichosas de la naturaleza circundante. Su trabajo —como el de Negret— se destaca plenamente dentro del panorama de la escultura internacional contemporánea. Continuidad de la figuración Si bien es cierto que en la década del cincuenta comienza la abstracción a extender con fuerza sus dominios en el arte colombiano, también es cierto que la pintura figurativa no ha perdido nunca vigencia en el país, pudiendo citarse esta constante como característica de la escena artística regional. Así lo hacen manifiesto por esos mismos años los trabajos de Enrique Grau y Fernando Botero, quienes después de algunas veleidades abstraccionistas (Grau con óleos esquematizantes y Botero con dibujos de acento expresionista) comienzan a definir morfologías, con grandes diferencias entre sí, aunque con patentes intenciones de representación y definitivamente centradas en la figura humana. Grau (1920, nacido en Panamá pero cartagenero por familia y residencia) inicia, como Obregón, su carrera artística en los años cuarenta, aunque es sólo después de sus estudios en Nueva York y en diversas ciudades italianas cuando comienza realmente a cimentar los parámetros de su lenguaje. Extraños personajes de cabezas angulares y túnicas a rayas, perfectamente estáticas, como sorprendidos in fraganti por una luz frontal, empiezan a poblar sus lienzos junto con objetos como huevos, velas, máscaras y jaulas, de inequívoca entonación simbólica. A comienzos de los años sesenta las figuras van perdiendo angularidad y trasformándose en seres rollizos, carnosos, voluptuosos, ricamente ataviados con encajes, plumas, sombreros y
abanicos, como personajes extraídos de tarjetas postales de los primeros años de este siglo. Sus escenarios van llenándose a la vez de múltiples objetos (alacenas, cajas, máscaras y flores) con los cuales conforma los ambientes recargados que determinan en gran parte el carácter anecdótico de sus representaciones. Pero si las figuras manifiestan cierto ánimo idealista
Enrique Grau. "La niña del bodegón", 1969 Óleo sobre lienzo, 140 x 160 cm. Fondo Cultural Cafetero. "Nariño y los Derechos del hombre", 1983. Oleo sobre lienzo, 159 x 189 cm. Casa de Nariño, Bogotá.
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Fernando Botero. "Obispos muertos" 1957 Óleo sobre lienzo, 171 x 195 cm. Museo Nacional, Bogotá.
Fernando Botero. "Pedrito", 1971. Óleo sobre lienzo, 192.5 x 124 cm. Museo Nacional, Bogotá.
en su obesidad y solidez, los detalles patentizan claras miras de realismo, particularmente en la interpretación de texturas y de consistencias. Grau aplica el óleo con espátula y pincel, y define sus volúmenes mediante la interrelación de luz y sombra, evidenciando con su rico cromatismo y generosidad con el pigmento,
su pericia y su deleite en el oficio. Su trabajo, que también ha ejercido una amplia influencia en el país, incluye —aparte de varias escenografías y producciones cinematográficas— numerosos dibujos, témperas, murales y grabados, así como diversas obras tridimensionales construidas primero mediante el ensamblaje de objetos antiguos e industriales, pero que más recientemente reproducen, en bronces sensualmente elaborados, el fino humor, los recónditos misterios y las nostálgicas evocaciones que distinguen su pintura. El antioqueño Fernando Botero (1932) es, por otra parte, el más reconocido internacionalmente de los artistas del país, habiendo conformado un mundo pictórico donde la monumentalidad, el humor, la ironía, la ingenuidad y el dominio técnico juegan un papel preponderante. Sus primeras obras revelan claramente su admiración por los muralistas mexicanos y por los grandes maestros del Renacimiento italiano, bajo cuyo influjo se inicia su labor pictórica. A finales de la década de los años cincuenta, sin embargo, Botero engorda sus figuras hasta cubrir buena parte de sus lienzos, enunciando así ese estilo, mezcla de realismo y distorsiones, que hace al tiempo original y prácticamente inclasificable su trabajo. Su obra de esos años, además, se nutre temáticamente de la historia del arte (Homenaje a Mantegna, la Mona Lisa, El niño de Vallecas) y de motivos extraídos de la vida y mitos colombianos (Obispo durmiente, Apoteosis de Ramón Hoyos, La Virgen de Fátima), los cuales habrían de convertirse en fuentes constantes de su repertorio. Su pincelada, en un principio enfatizada y concreta permitiendo entrever la estructura de sus cuadros, va haciéndose cada vez menos notoria, al tiempo que sus figuras, objetos y frutas van adquiriendo sensualidad con la amplificación y con la aplicación cuidadosa y delicada del pigmento. Sus perspectivas son a veces caprichosas y
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arbitrarias, como lo es la escala en las figuras, que varía de acuerdo con su importancia en la composición, mientras que la gordura le sirve como base para una cariñosa burla que complementa con las expresiones de descuidada inocencia de sus personajes. La obra de Botero —quien trabaja la escultura en bronce, mármol y materiales sintéticos— trae a la memoria la cerámica prehispánica y la pintura del período colonial, combinando de manera magistral la singularidad de su visión pictórica con las formas y el color de sus experiencias y de su cultura. También en la década de los años cincuenta comienzan a verse en el país algunas obras como las de Antonio Roda, David Manzur, Leopoldo Richter, Jorge Elias Triana, Augusto Rivera y Armando Villegas, las cuales, o bien oscilan entre la abstracción y la figuración o bien revelan conocimientos y raciocinios abstractos, aunque la representación continúe siendo un objetivo principal dentro de sus concepciones. El trabajo de Antonio Roda (1921, nacido en España pero radicado en Colombia desde 1955), por ejemplo, ha pasado de momentos como el de sus Tumbas, en los que el sujeto es prácticamente irreconocible —entre la gestualidad exacerbada y la libertad cromática— a períodos en que la representación es más directa y acentuada, en concordancia con sus connotaciones históricas, místicas o literarias: Felipes, Cristos, Autorretratos y Objetos del culto. El objetivo de comunicar un ánimo, un espíritu, ha primado siempre en su pintura, representando por regla general espacios ambiguos e imprecisos que contrastan con el dinamismo y la emoción que derivan de su color y de su técnica. En los últimos años, Roda ha trabajado simultáneamente la pintura y el grabado enriqueciendo cada una de estas expresiones con sus experiencias en la otra. Sus grabados —mezcla de aguafuerte, aguatinta y puntaseca— son más precisos y realistas y más dependientes del dibujo según las exi-
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gencias de este medio, pero en ellos también pueden encontrarse áreas que aisladas revelan intenciones de composición abstracta. En su obra toda es perceptible una cierta entonación sugestiva y romántica, coincidente con el carácter íntimo, secreto, de sus temas. El artista caldense David Manzur (1929) ha variado en cambio de manera radical entre la abstracción y la figuración, aunque conservando ciertas constantes en su obra como la experimentación lumínica y el carácter sugerente del color y las texturas. Su producción abstracta incluye obras de intención espontánea, expresionista, y trabajos en los que priman, en el otro extremo, la geometría, la lógica y el impulso constructivo. Su producción figurativa hace agudas y constantes referencias a la historia del arte, especialmente en los bodegones y en los personajes. Hay detalles —como las
Fernando Botero. "Autorretrato a los 50 años", 1982. Óleo sobre lienzo, 55 x 43 cm. Colección particular, Bogotá.
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Manolo Vellojín "Beato de Burlero", 1985. Acrílico sobre lino crudo, 120 x 120 cm. Colección particular, Bogotá.
moscas y las transparencias— de un cuidadoso realismo en sus pinturas, pero su obra se distingue por su carácter idealista, por su énfasis en el medio utilizado y por su entonación misteriosa y poética. Otra mira diferente siguen los trabajos de Leopoldo Richter (18961984, nacido en Alemania, pero radicado en Colombia la mayor parte de su vida), quien, como Wiedemann en sus inicios respecto a la raza negra, se inspira en los indígenas para registrar en pequeños óleos y dibujos la frescura de su vida y la atractiva pureza de su mundo. Richter esencializa y por lo tanto abstrae dicho universo, e ignora la perspectiva tradicional para representar con armoniosas distorsiones y finas estilizaciones dicientes de su imaginación y sensibilidad, los animales, la vegetación, y, esencialmente, las actividades, ritos y costumbres de ambientes primitivos. También el tolimense Jorge Elias Triana (1921) y el caucano Augusto Rivera (1922-1982) continúan trabajando en la figura humana, aunque
aplicando conceptos y teorías que tienen que ver con la abstracción. Triana primero hizo directas alusiones al cubismo para enfatizar más tarde la expresión, especialmente en sus pinturas de temática política. Y Rivera, quien tuvo un período de abstraccionismo puro, regresa a la figuración, no con ánimo de imitación sino con atención a la espontaneidad. Otro artista que ha oscilado entre la figuración y la abstracción es Armando Villegas (1929, nacido en Perú), cuyas primeras obras carecen de intenciones de representación, aunque las más recientes interpretan personajes mitológicos pre-hispánicos, ricos en vestimentas y tocados. Finalmente, la mujer, quien empieza a figurar de manera consistente en el arte colombiano a partir precisamente de mediados de siglo, participa así mismo de la disyuntiva entre la representación y la abstracción, como lo hacen manifiesto los trabajos de la artista caldense Judith Márquez (1929), de la pereirana Lucy Tejada (1924), y de la cartagenera Cecilia Porras (19221971). Judith Márquez pasa de una abstracción geometrizante y de vivo cromatismo a una figuración que se podría catificar de expresionista. Lucy Tejada ha regresado en cambio a la figuración, habiéndose iniciado con interpretaciones espontáneas de la naturaleza. Mientras que Cecilia Porras, siempre interesada en la representación, especialmente de la flora y las calles y murallas de su ciudad natal, pintaba dichos temas bajo el impulso abstraccionista de la simplificación y de un libre e idealizado colorido. Las ultimas décadas En los años cincuenta, en conclusión, el arte del país se abre a una serie de tendencias cuyas más notorias características son su ímpetu moderno y su internacionalismo (no obstante sus continuas alusiones al medio colombiano). El expresionismo y la abstracción darán pie para el trabajo de numerosos artistas que han seguido sus
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raciocinios y preceptos. Y dada la cercanía de Nueva York —una ciudad que los artistas colombianos visitan aún más asiduamente que sus predecesores a París—, tendrán pronto eco en nuestro medio los rompimientos conceptuales y los movimientos de vanguardia. La geometría En cuanto a la abstracción, por ejemplo, en los años sesenta surgen obras como la del artista cundinamarqués Carlos Rojas (1933), la del vallecaucano Ornar Rayo (1928), la de la bogotana Fanny Sanín (1935) y la del barranquillero Manolo Vellojín (1943), las cuales establecen, cada una a su manera, nuevos planteamientos dentro de la tendencia geométrica iniciada durante el anterior decenio. Rojas —quien también es escultor— inicia su obra con pinturas de intención cubista, pasando luego a lienzos de colores planos que proponen sensibles divisiones del espacio. Posteriormente hace pinturas de líneas por lo regular horizontales que no obstante su poder evocativo aluden claramente a proporciones y medidas. Pero más recientemente ha aparecido el dorado en sus pinturas y con él no sólo el gesto de su aplicación sino también un carácter atmosférico reminiscente de los astros. Rayo, por otra parte, ha logrado la consolidación de un lenguaje de «cintas», por lo regular en blanco y negro, las cuales tienen un efecto de tridimensionalidad logrado con el vaporizador en las áreas que corresponden con sombras y dobleces. Sanín pasó de hacer unos trabajos de acento expresionista a pintar bandas verticales dicientes de su interés cromático, las cuales irían entretejiéndose con bandas horizontales para armar cuadrados y rectángulos simétricos. Mientras que Vellojín, apoyado primero en bastidores irregulares cuya forma coincide ópticamente con el encuentro tridimensional de dos o más espacios, concentrado después en el cuadrado y el rectángulo, y más recientemente con
claras alusiones a emotivas experiencias (esquelas, ritos religiosos, funerales), ha ido conformando una obra ascética y severa en la que cuentan por igual actitudes tan disímiles como la introspección y la contemplación. La disección pictórica de los paisajes del antioqueño Alvaro Marín (1946), las pinturas monocromas divididas en áreas mates y brillantes del risaraldense Rafael Echeverri (1952) y las construcciones de colores sutilmente variantes en varios bastidores del caleño Camilo Velásquez (1950) continuarían sensiblemente, ya en la década de los setenta, con la tradición de la pintura geométrica en Colombia. En cuanto a la escultura, los artistas antioqueños John Castles (1946), Alberto Uribe (1947), Ronny Vayda (1954) y Germán Botero (1946) serían los encargados de proseguir en los últimos años la exploración de las aptitudes tridimensionales de la geometría. Castles, primero con varillas y láminas de hierro sin pintar, posteriormente fundiendo sus distintos elementos y más recientemente dejando al descubierto las uniones de las piezas lo que relieva su estructura, se ha aden-
John Castles. "Sin título", 1985. Hierro fundido, 8.5 x 207 x 79 cm. Colección del artista, Bogotá.
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Feliza Bursztyn. "Baila mecánica", 1979. Estructuras metálicas, motores eléctricos y telas. De su instalación en la Galería Garcés & Velásquez, Bogotá.
trado en construcciones que enfatizan progresión, equilibrio y simetría. Uribe, utilizando varillas de hierro pavonado, sostiene bloques de maderas tropicales en condiciones que resaltan, bien su peso, bien su masa, o bien un giro inesperado en su colocación. Vayda, mezclando la dura transparencia de láminas de vidrio con la contundencia de formas geométricas de hierro, construye piezas que, grandes o pequeñas, remiten a una arquitectura sin función determinada. Mientras que Botero parte del cubo como Castles, pero para la elaboración de módulos que se interrelacionan describiendo el vacío mediante líneas de aluminio anodizado. Caso aparte lo constituyen los trabajos de los artistas bogotanos Feliza Bursztyn (1933-1982), Olga de Amaral (1932) y Manuel Hernández (1928), del santandereano Antonio Grass (1937), de la nortesantandereana Beatriz Daza (1927-1968) y del caleño Alvaro Herrán (1937), cuyas obras, bien por los materiales empleados —tejidos en lana y cerda en el caso de Amaral y muros en cerámica en el de Daza— o bien por su acento expresionista dentro de la abstracción,
representan una respuesta estética a la simplificación y precisión de la geometría. Bursztyn, por ejemplo, se inició trabajando la chatarra, a la que luego añadió sonido y movimiento, realizando más tarde ambientaciones en las que mezcló música, vestuarios y escenografía. Herrán comenzó haciendo pinturas que podrían calificarse de informalistas, y aunque pasó por un período geométrico, su interés pronto habría de evolucionar hacia sutiles y sensibles campos de color. Hernández abandonaba la figuración en los sesenta para configurar una morfología de colores callados y signos gaseosos que habría de madurar en la siguiente década. Mientras que Grass acude a símbolos y formas pre-hispánicas para abstracciones con cierto énfasis matérico. La representación Aun cuando la figuración, como se ha visto, nunca pierde vigencia en la pintura del país, muchas de las obras que se han inclinado por este género en las últimas décadas permiten comprobar una fuerte ascendencia expresionista (convirtiéndose paradójicamente por
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su conservadurismo en precursoras del auge de que empieza a gozar esta tendencia internacionalmente). Las hirientes pinturas de mujeres disectadas del cartagenero Norman Mejía (1938), y los sugestivos Congos del barranquillero Ángel Loockhartt (1933), la crítica social a base de espontáneos grafismos del caldense Luciano Jaramillo (1933-1984) y la denuncia política de violento cromatismo del tolimense Carlos Granada (1933), las ácidas deformaciones dibujísticas del caleño Pedro Alcántara (1942) y las pasionadas distorsiones eróticas del también vallecaucano Leonel Góngora (1932) son ejemplo pertinente. A sus obras habría que añadir la del bogotano Antonio Samudio (1934), quien altera las figuras con sentido satírico, humorístico, y más recientemente la de su coterráneo Luis Caballero (1943), quien explorando el cuerpo humano con intenciones eró-
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ticas y haciendo claras alusiones a la historia del arte ha conformado una obra en la que cuentan por igual las referencias violentas y las connotaciones místicas. También Jim Amaral (1923, nacido en los Estados Unidos) ha trabajado el dibujo y la pintura con objetivos de representación, aunque con ánimo sensual e inspiración surrealista. Mientras que la antioqueña Marta Elena Vélez (1938) pintaba sobre telas estampadas cambiando su lectura, y la manizalita María de la Paz Jaramillo (1948), ya en los últimos años, ha testimoniado, en gráfica y en pintura de claro corte expresionista, los bailes populares y las actitudes femeninas en la sociedad colombiana. Aparte de María de la Paz Jaramillo y de otros artistas ya mencionados como Roda y Alcántara, el caucano Luis Ángel Rengifo (1906), el antioqueño Augusto Rendón (1933), el cucuteño Luis Paz (1937), el quindiano
Luis Caballero. "Sin título", 1976. Lápiz y pastel sobre papel. 57 x 76 cm. Museo de Arte Moderno. Bogotá.
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En los años sesenta, por otra parte, la pintura figurativa se abre también en una dirección de más clara vanguardia bajo los influjos del arte pop, algunas de cuyas peculiaridades sirven como base a buen número de artistas del país para iniciar lenguajes que, a la postre, se diferencian plenamente de este movimiento de origen norteamericano. Tal es el caso de las obras del artista payanés Santiago Cárdenas (1937), del cartagenero Álvaro Barrios (1945), de la bumanguesa Beatriz González (1938), del samario Hernando del Villar (1944), del antioqueño Javier Restrepo (1943) y de los bogotanos Bernardo Salcedo (1939) y Ana Mercedes Hoyos (1942); y también del artista pereirano Hernando Tejada (1925), quien se desempeña desde los años cincuenta como pintor y muralista, pero quien en los setenta comienza a realizar trabajos tridimensionales en madera que hacen manifiesto un fino humor mediante su absurda mezcla de figura humana e implemento utilitario.
Ana Mercedes Hoyos. "Bodegón", 1985. Óleo sobre lienzo, 290 x 145 cm. Colección de la artista, Bogotá.
Hugo Zapata (1945) y los bogotanos Nirma Zárate (1933), Juan Manuel Lugo (1945) y Margarita Monsalve (1948), así como Umberto Giangrandi (1943, nacido en Italia), han trabajado con particular empeño y notables resultados en el área del grabado, dentro de estilos y temáticas que permiten clasificarlos en la representación expresionista.
Beatriz González, por ejemplo, comenzó por trasladar a esmalte sobre lata (en referencia a nuestros buses y camiones) comentarios sobre la iconografía popular colombiana, los cuales insertó más adelante en muebles que complementan irónicamente su sentido. Últimamente altera con pintura el contexto de objetos industriales creando situaciones de agudo humor crítico que aluden a instituciones, costumbres o sucesos del país. Alvaro Barrios, en cambio, se inició con dibujos y collages que crecerían tridimensionalmente hasta convertirse en cajas que involucran objetos cursis y baratos. Más tarde se adentró en el conceptualismo trabajando a su manera sobre la obra del artista francés Marcel Duchamp, pero regresando en los últimos años a un dibujo culto e imbuido por un aura mística y onírica. Salcedo, por otra parte, presenta en los sesenta unas cajas construidas con diversos elementos producidos industrialmente y pintadas siempre de blanco. Poco después incursiona en el con-
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ceptualismo haciendo amplio uso de frases y palabras. Y más recientemente muestra su predilección por el absurdo poético, bien mediante el ensamblaje de dos o más objetos sin relación entre sí, o bien utilizando hojas de serrucho para representar las olas y sugerir el agua. Ana Mercedes Hoyos también alude al pop en su temática inicial de buses y avisos comerciales, pero más adelante, a través de la interpretación de puertas y ventanas, y haciendo énfasis en su geometría, llega prácticamente a la abstracción. En su última producción ha regresado a la representación agigantando bodegones de la historia del arte y subrayando su calidad pictórica mediante el uso exaltado y consciente del pigmento. Finalmente, Hernando del Villar, cuyas primeras obras presentaban la figura humana en colores planos re-
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Bernardo Salcedo. "Mediterráneo", 1984. Madera y acero. 60 x 28 x 90 cm. Colección del artista, Bogotá.
Hernando del Villar. "San Felipe de Barajas", 1985. Acrílico sobre tela, 90 x 130 cm. Colección del artista, Bogotá.
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Miguel Ángel Rojas. "Baños", 1984. Mosaicos y sonido ambiental. Instalación en la Galería Garcés & Velásquez, Bogotá.
miniscentes de la publicidad —y quien llega en los setenta a la abstracción geométrica— se orienta por último hacia el paisaje que interpreta con la vibrante exuberancia cromática de la naturaleza tropical. En los últimos años su obra se ha ido complicando intencionalmente con la creación de sinuosos patrones que avivan y enriquecen su festiva producción. Otros artistas que se han dedicado últimamente a la representación de la naturaleza
son: el antioqueño Rodrigo Callejas (1937), quien recrea con sensible colorido el ambiente de los bosques; el boyacense Antonio Barrera (1948), a quien interesan primordialmente las atmósferas de la Sabana; y la ibaguereña Ana María Rueda (1954), cuyas pinturas son realmente simplificaciones del paisaje en cuanto a su omisión de los detalles. El nuevo realismo Otro movimiento internacional que tuvo una amplia y entusiasta acogida en Colombia en los últimos años fue el nuevo realismo (llamado igualmente hiperrealismo), movimiento que también se desarrolla en el país con características propias como la supresión en ciertos casos de la imagen fotográfica y como su énfasis en la temática social en muchos otros. El nuevo realismo comienza a verse en el país a través del trabajo de Santiago Cárdenas, un artista interesado en el aspecto físico de objetos contemporáneos no simbólicos (de donde parten sus relaciones con el pop) y quien sin apoyarse en la imagen fotográfica llega a un contundente ilusionismo acentuado por la correspondencia en forma y en escala de sus lienzos y de los objetos de profundidad escasa que interpreta. Su trabajo hace patente una aguda percepción de los aspectos más definitorios de las cosas y una gran destreza técnica. También al iniciarse los setenta, pero haciendo en cambio amplio uso de la fotografía, el artista bogotano Miguel Rojas (1946) inició la representación de close ups del cuerpo humano con intenciones abiertamente eróticas. Sus últimos dibujos de grandes dimensiones, sin embargo, representan pantallas de cinematógrafo y acusan cierta calidad abstracta paradójicamente derivada del realismo con el cual interpreta, por ejemplo, una proyección fuera de foco. Rojas también ha incursionado en el conceptualismo construyendo ambientaciones en las cuales la recreación de una rea-
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lidad autobiográfica sigue siendo objetivo principal. El artista caleño Ever Astudillo (1948), por otra parte, hizo por un tiempo dibujos de calles de barrios y pequeñas poblaciones que hablan a las claras de su interés en plasmar la realidad objetiva, pero más recientemente su trabajo se ha vuelto más libre y expresivo, interviniendo más constantemente la espontaneidad y la imaginación. Igualmente dentro del realismo, el cartagenero Darío Morales (19441988) ha alcanzado una calidad excepcional en sus representaciones de modelos desnudas en el estudio del pintor, en las cuales, no tanto por la desnudez como por la posiciones y puntos de vista, hay con frecuencia un llamamiento erótico. Su trabajo, se trate de dibujos, pinturas o esculturas, alude con frecuencia a la historia del arte y hace manifiesta una entonación poética y romántica. El antioqueño Gregorio Cuartas (1938), quien se basa en una temática renacentista y de marcado misticismo; el payanés Juan Cárdenas (1939), cuya obra —básicamente autorretratos— evidencia cierto espíritu nostálgico; el caleño Oscar Muñoz (1951), inclinado por comentarios de índole social; el santandereano Saturnino Ramírez (1946), a quien interesan en primer término las expresiones de los billaristas y el ambiente oscuro y denso del «café»; y el antioqueño Óscar Jaramillo (1947), quien interpreta prostitutas destacando el estilo, estampado y hechura de sus ropas, son también artistas cuya obra sobresale por captar de manera exacta y fiel la realidad. Finalmente, los artistas cartageneros Arnulfo Luna (1946), Alfredo Guerrero (1936), Cecilia Delgado (1941) y Roberto Angulo (1946), y el antioqueño Luis Alfonso Ramírez (1957) también se han dedicado a la interpretación realista de figuras femeninas, de puertas y ventanas, de paisajes y de ambientes urbanos, respectivamente. Mientras que el ceramista pastuso Fabio González (1952) ha repetido con minuciosa precisión
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piedras comunes que recuerdan las limitaciones de la vista, puesto que sólo al cerciorarnos de su peso permiten comprender que son producto de la intervención humana. El conceptualismo En las postrimerías de los sesenta también aparecen en el país los primeros ejemplos de arte conceptual —una modalidad creativa que cuestiona la importancia del objeto artístico enfatizando en cambio los alcances de la idea—, tendencia que conformaría sin duda el más revelador y radical acontecer en la escena artística colombiana de la siguiente década. Aparte de algunos de los artistas mencionados pre-
Darío Morales. "Autorretrato", 1975. Óleo sobre lienzo, 195 x 150 cm. Colección particular, Bogotá.
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Beatriz González. "Naturaleza —mesaviva", 1971. Esmalte sobre lámina de metal ensamblado en mueble metálico, 110 x 130x75 cm. Colección de la artista, Bogotá.
viamente en relación con otro aspecto de su obra, los barranquilleros Ramiro Gómez (1949), Sara Modiano (1951) y Alvaro Herazo (1947), los antioqueños Juan Camilo Uribe (1945), Santiago Uribe (1958) y Adolfo Bernal (1954), el bogotano Antonio Caro (1950) y la caleña Alicia Barney (1952) sobresalen por los alcances y originalidad de sus propuestas. Gómez, por ejemplo, produce ensamblajes con materiales de desecho enfáticamente no atractivos (cajas y zapatos viejos, vidrios rotos, animales disecados, brea y puntillas) de apariencia peligrosa y mágica. Juan Camilo Uribe hace «collages» con estampas religiosas retocadas. Modiano realiza grandes construcciones en ladrillo que revelan su interés en el anverso y el reverso de un espacio dividido escalonadamente. Barney organiza en bolsas plásticas objetos que recoge en una especie de arqueología del mundo actual. Caro apela a cambios de contexto para hacer críticas irónicas como la de su valla Colombia en la cual aparece el nombre del país con el tipo de letra y colores con que se escribe
Coca-Cola. Bernal presenta una o dos palabras en carteles publicitarios que disemina en las ciudades incitando a poéticas asociaciones. Y Santiago Uribe, inyectando humor en el área del diseño, produce muebles absurdos de apariencia extravagante y de funcionalidad dudosa. Herazo, por otra parte, se halla dedicado a la acción artística o performance con miras históricas y políticas, mientras que su coterráneo Inginio Caro (1952) ha incursionado igualmente en el conceptualismo modelando en cera imágenes y objetos religiosos destinados a ser devorados por el fuego. Los bogotanos Germán Linares (1947), quien usa ramas como bastidores en los cuales teje lienzos y papeles que pinta con colores y patrones extraídos de decoraciones populares, y Liliana Villegas (1951), quien mezcla varias artes como la música, la danza y la pintura en presentaciones colectivas, también han reforzado en su trabajo los conceptos empleados por sobre la permanencia o la finura del objeto de arte. Con el conceptualismo, finalmente, se abre un campo de
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ricas posibilidades creativas para la fotografía, que se convierte en material propicio para el experimento, y así lo comprendieron los artistas antioqueños Luis Fernando Valencia (1946) y Jorge Ortiz (1949) y la bogotana Becky Mayer (1944), quienes se apoyan en la cámara para pronunciamientos que trascienden los valores fotográficos. El nuevo expresionismo Por último, ya en los años ochenta, es perceptible un renacer en la pintura del país —como prácticamente en la de todo el mundo— de la tendencia expresionista, respirándose una nueva libertad creativa que se manifiesta en el carácter espontáneo e intuitivo de las obras de más reciente aparición. A grandes rasgos, entonces —según se colige del trabajo de los artistas como los bogotanos Gustavo Zalamea (1951), Lorenzo Jaramillo (1945), María Teresa Vieco (1953) y Andrés García-Peña (1964), de los antioqueños Raúl Fernando Restrepo (1949) y Mario Ossaba (1949), del pereirano Carlos Enrique Hoyos (1951) y del barranquillero Rafael Panizza (1953) —, el arte de los jóvenes pone de presente una aproximación exuberante y apa-
sionada a la pintura, en la que el calor individual juega un papel preponderante. Y con este movimiento que propone un olímpico desdén por la academia y una confrontación indiferenciada de la abstracción y la figuración, se complementa el pluralismo de estilos y tendencias vigentes en el país y que conforma a grandes rasgos la principal característica de su escena artística actualmente. En conclusión, en el arte colombiano de los últimos cien años es plenamente perceptible la intención de conjugar un. ánimo nacionalista que subraya peculiaridades culturales, especialmente en su temática, con un afán de modernismo evidente primero en la preponderancia académica como esfuerzo de actualización, y más tarde en la entusiasta acogida que se brinda a los movimientos de vanguardia, los cuales, si bien comienzan a hacerse sentir esporádicamente, hoy gozan de inmediata y amplia acogida en nuestro medio. En consecuencia, la escena artística colombiana es en la actualidad alerta y culta, habiendo comprendido que su metas son la excelencia y los aportes a la conciencia y a la historia del país, y por ende a la civilización occidental, de la cual hacemos parte irremediablemente.
Revistas de artes plásticas Título
Fecha
Ejemplares
Plástica Plástica Prisma Arte en Colombia Revista del Arte y la Arquitectura en América Latina
1945 1956-60 1957 Desde 1976
2 16 12 38
1978-81
8
Director Escuela de Bellas Artes Judith Márquez Marta Traba Celia de Birbragher
Alberto Sierra
Otras publicaciones que sin estar totalmente dedicadas a las artes visuales han contribuido a la difusión del arte del país son El Papel Periódico Ilustrado (1881-1887), Revista Ilustrada (1898-99), las revistas Cromos y El Gráfico entre las décadas del diez y el treinta, y la revista Espiral en su segunda época (1948-1953).
Antonio Caro. "Colombia", 1976. Esmalte sintético sobre metal, 56 x 80 cm. Museo de Arte Moderno, Bogotá.
C apítulo 6
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Escuela Nacional de Bellas Artes 1886-87 1887-93 1893 1894-95 1895 1896-98 1898-99 1899-1902 1902 1903-04 1904-11 1911-17 1918-22 1923-27 1928-29 1929-30 1930 1931-34 1934-35 1936-37 1938 1938-39 1939 1940-43 1944-46 1946-48 1948-49 1949-50 1950-53 1953-57 1957-59 1959-60 1960-61 1962 1962-64 1964 1964-66 1967-72 1972-75 1975-76 1976-77 1978-79 1980-82 1982-83 1984 1984-85 1985 1986 1988
Directores
Edificio
Alberto Urdaneta César Sighinolfi Epifanio Garay Mariano Santamaría Cierre por la Guerra Civil Mariano Santamaría Epifanio Garay Cierre por la Guerra Civil Ricardo Acevedo Bernal Ricardo Moros Urbina Andrés de Santa María Ricardo Acevedo Bernal Ricardo Borrero Álvarez Francisco Antonio Cano Roberto Pizano Ricardo Gómez Campuzano Rafael Maya Coriolano Leudo Miguel Díaz Vargas Alberto Arango José Rodríguez Acevedo Miguel Díaz Vargas José María González Concha Ignacio Gómez Jaramillo Luis Alberto Acuña Miguel Díaz Vargas Alejandro Obregón Marco Ospina Efraín Martínez Dolcey Vergara Jorge Elias Triana Jesús Arango Eugenio Barney Juan Ferroni Eugenio Barney Luis Ángel Rengifo Manuel Hernández Francisco Cardona Santiago Cárdenas Héctor Castro Carlos Granada María Elvira Iriarte Alfonso Mateus Nirma Zárate Gerardo Aragón Armando Villegas Cecilia Ordóñez Diego Mazuera Mariana Varela Navarro
Colegio de San Bartolomé Convento de la Enseñanza
Pabellón de Bellas Artes Academia de la Lengua (El Pabellón de Bellas Artes continuó utilizándose para exposiciones hasta 1933) Facultad de Matemáticas e Ingeniería
Convento de Santa Clara
Universidad Nacional
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Salones Nacionales Fecha 1940
Nombre oficial I Salón Anual de Artistas Colombianos
1941 1942
II Salón Anual de Artistas Colombianos III Salón Anual de Artistas Colombianos
1943 1944
IV Salón Anual de Artistas Colombianos V Salón Anual de Artistas Colombianos
1945
VI Salón Anual de Artistas Colombianos
1946
VII Salón Anual de Artistas Colombianos
1950
VIII Salón Anual de Artistas Colombianos
1952
IX Salón Anual de Artistas Colombianos
1957
X Salón Anual de Artistas Colombianos
1958
XI Salón Anual de Artistas Colombianos
1959 1961
XII Salón Anual de Artistas Colombianos XIII Salón Anual de Artistas Colombianos
1962
XIV Salón Anual de Artistas Colombianos
1963
XV Salón de Artistas Colombianos
1964
XVI Salón de Artistas Colombianos
1965
XVII Salón de Artistas Colombianos
1966
XVIII Salón de Artistas Nacionales
Primeros premios Ignacio Gómez Jaramillo Ramón Barba Santiago Martínez Delgado Carlos Correa José Domingo Rodríguez Desierto Miguel Díaz Vargas Miguel Sopó Jorge Ruiz Linares María Teresa Zerda Dolcey Vergara Margarita Posada Carlos Díaz Josefina Albarracín Luis Alberto Acuña Moisés Vergara Blanca Sinisterra de Carreño Tito Lombana Enrique Grau Hugo Martínez Fernando Botero Julio Fajardo Enrique Grau Luis Ángel Rengifo Eduardo Ramírez Villamizar Manuel Hernández Ignacio Gómez Jaramillo Pedro Hanné Gallo Alejandro Obregón Eduardo Ramírez Villamizar Antonio Roda Carlos Granada Pedro Alcántara Edgar Negret Beatriz Daza Augusto Rendón Augusto Rivera Leonel Góngora Eduardo Ramírez Villamizar Norman Mejía Feliza Bursztyn Pedro Alcántara Alejandro Obregón Eduardo Ramírez Villamizar Pedro Alcántara Augusto Rendón Roxana Mejía
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1967 1969 1970 1971 1972 1973
XIX Salón de Artistas Nacionales XX Salón de Artistas Nacionales XXI Salón de Artistas Nacionales XXII Salón de Artistas Nacionales XXIII Salón de Artistas Nacionales XXIV Salón de Artistas Nacionales
1974
XXV Salón Nacional de Artes Visuales
1976
XXVI Salón Nacional de Artes Visuales
1978
XXVII Salón Nacional de Artes Visuales
1980
XXVIII Salón Nacional de Artes Visuales
1985
XXIX Salón Nacional de Artes Visuales
1986
XXX Salón Anual de Artistas Colombianos
1987
XXXI Salón Anual de Artistas Colombianos (Medellín) XXXII Salón Anual de Artistas Colombianos Cartagena
1989
Edgar Negret Carlos Rojas Ornar Rayo Olga de Amaral Sin premios Ever Astudillo Juan Antonio Roda Carlos Rojas Juan Cárdenas John Castles María de la Paz Jaramillo Santiago Cárdenas Germán Botero Ana Mercedes Hoyos El Sindicato Beatriz Jaramillo María Consuelo García Ronny Vayda Carlos Salazar Leonel Góngora Gustavo Zalamea Luis Fernando Peláez Doris Salcedo Diego Mazuera Miguel Angel Rojas Bibiana Vélez Hugo Zapata
Bibliografía BARNEY CABRERA, EUGENIO. Temas para la historia del arte en Colombia. Bogotá, Universidad
Nacional, 1970. GIRALDO JARAMILLO, GABRIEL. La pintura en Colombia. México, Fondo de Cultura Económica,
1948. ORTEGA RICAURTE, CARMEN.
Diccionario de artistas en Colombia. Bogotá, Plaza & Janes Edi-
tores, 1979. «Breve historia de la Escuela Nacional de Bellas Artes». En: Iniciación de una Guía del Arte Colombiano. Academia Nacional de Bellas Artes. Bogotá, Imprenta Nacional, 1934. SERRANO, EDUARDO. Un lustro visual. Ensayos sobre arte contemporáneo colombiano. Bogotá, Museo de Arte Moderno de Bogotá y Ediciones Tercer Mundo, 1976. SERRANO, EDUARDO. Andrés de Santa María. Bogotá, Carlos Valencia Editores y Museo de Arte Moderno de Bogotá, 1978. TRABA, MARTA. Historia abierta del arte colombiano. Cali, Museo de Arte Moderno La Tertulia, 1974. Marta Traba. Bogotá, Museo de Arte Moderno de Bogotá y Editorial Planeta, 1984.
SAMPER ORTEGA, DANIEL.
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Un siglo de arquitectura colombiana Alberto Saldarriaga R. Lorenzo Fonseca M. 1886
M
ientras el país intentaba una vez más promulgar una constitución política y trataba de restablecerse de sus guerras civiles, las que habrían todavía de proseguir por diecisiete años más, las ciudades y pueblos colombianos, las casas y edificios, las haciendas y las casas campesinas mostraban todavía los trazos característicos de las herencias de la arquitectura colonial y del ancestro indígena. Estas herencias fueron la base principal de las construcciones efectuadas en el territorio nacional durante el siglo XIX y, en 1886, daban alojamiento a los tres millones de habitantes de ese territorio. La herencia de la arquitectura colonial se manifestó prácticamente en todos los niveles del trabajo del urbanismo y de la arquitectura del siglo XIX, especialmente en aquellas regiones en las que el poblamiento hispánico había dejado huellas más profundas. El trazado de pueblos y ciudades regido por una malla o cuadrícula de calles y manzanas ya se había incor-
porado en la conciencia colectiva de los habitantes, quienes lo aplicaron en las incontables fundaciones de los nuevos frentes de poblamiento que expandieron las áreas habitadas del territorio colombiano. Ejemplo de ello son los pueblos establecidos durante la colonización antioqueña, ese vasto movimiento poblador del área central del país, iniciado en Antioquia a finales del siglo XVIII y que para 1886 alcanzaba ya las tierras de Risaralda y del Quindío. Sus pueblos, génesis de algunas de las ciudades intermedias actuales, siguieron rigurosamente la pauta española de la cuadrícula, aun en terrenos de fuertes laderas, filos y cañadas. La casa de zaguán y patio, de común construcción en Colombia durante el siglo XIX, fue otra muestra de esa herencia española, la que todavía está vigente en muchas regiones del país. La construcción propia de esas viviendas fue la que empleó muros gruesos en adobe y grandes techos en teja de barro. Sin embargo, las técnicas constructivas propias de la herencia indígena subsistían en áreas en las que, por motivos ambientales y culturales, eran más adecuadas. Estas técnicas se basan en el empleo de materiales ve-
Pabellón de las Artes, en el parque del Centenario, de Bogotá, 1810 (Postal turística en la colección del Museo de Desarrollo Urbano, Bogotá).
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El Capitolio Nacional, de Bogotá, todavía en construcción en esta fotografía tomada hacia 1895. Las obras se iniciaron en 1847 con los planos del arquitecto inglés Thomas Reed, y sólo concluyeron en 1928, tras 80 años de trabajos.
getales y minerales sin elaborar; tapias, bahareques, guadua, cañas, hojas de palma, paja, esteras, piedras, etc. fueron parte de la otra gran herencia arquitectónica que configuró la tradición popular colombiana. Para 1886, se habían iniciado ya cambios en la arquitectura promovidos por familias adineradas, por la Iglesia y por el Estado. Desde los comienzos mismos de la vida republicana algunas minorías urbanas habían orientado sus preferencias arquitectónicas en dirección a los aires ingleses, franceses y norteamericanos. En 1847 se inició la construcción del Capitolio Nacional de Bogotá, encargado por el entonces presidente general Tomás Cipriano de Mosquera y planeado por el arquitecto inglés Thomas Reed en el más severo estilo neoclásico, entonces en boga en Europa. Ese mismo estilo fue acogido con fervor por las familias adineradas que comenzaron a adoptar, en sus viejas casonas coloniales, detalles ornamentales del nuevo estilo y a construir nuevas casas de trazado colonial con fachadas y detalles evocadores del neoclasicismo euro-
peo. Los centros de Bogotá, Medellín y Cali, Popayán y Bucaramanga se transformaron gradualmente con estas incursiones del neoclasicismo criollo, dando como resultado una primera hibridación de las construcciones de las áreas históricas, en este caso poco destructiva y ampliamente decorativa. Los cambios en las técnicas constructivas se dieron en dos campos: la producción y empleo del ladrillo cocido y la ornamentación en hierro. Fábricas de ladrillo se instalaron en varias ciudades del país, especialmente en Bogotá. Las ferrerías y los talleres de ornamentación en hierro se incrementaron. Estas técnicas sirvieron para dar nueva estabilidad y apariencia a las edificaciones y para desarrollar algunas posibilidades estructurales y decorativas diferentes a las tradicionales. El aumento de técnicas exclusivamente decorativas, especialmente las molduras en yeso y el papel de colgadura, permitió transformar el austero espacio interior de la arquitectura colonial en espacios vistosos y coloridos y el espacio público en un ambiente urbano lleno de texturas y color.
Capítulo 7
En 1886 el país estaba claramente formado por regiones cuya intercomunicación era todavía difícil. En cada una de las regiones se había desarrollado una arquitectura diferente, con elaboraciones particulares de sus herencias e influencias. Al norte, en la costa del Caribe, las ciudades de Cartagena, Barranquilla y Santa Marta conservaban todavía su trazado y su arquitectura coloniales. Su auge como puertos y centros de comercio estaba todavía por producirse. En la vasta región costera de grandes haciendas y latifundios predominaba la arquitectura autóctona de casas de bahareque, con grandes cubiertas en hojas de palma, arquitectura que se extendía hacia el interior, a lo largo del río Magdalena hasta lugares situados al sur de la ciudad de Neiva. En la cordillera oriental se encontraban fuertemente arraigadas las tradiciones y al tiempo se producían cambios originados por el intercambio comercial fronterizo en Cúcuta, por el auge del tabaco y el florecimiento comercial de Bucaramanga y obviamente por el cambio cultural y político que irradiaba la capital, Bogotá. Esta misma tradición hispánica ser conservaba en el extremo suroccidental del país: Valle, Cauca y Nariño. En estas regiones la economía
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agrícola estaba todavía centrada en las grandes haciendas. La arquitectura estaba fuertemente ceñida a las pautas coloniales y los cambios todavía se encontraban en estado incipiente. En la cuenca del río Cauca se producía el fenómeno más pujante y significativo del siglo XIX, la ya mencionada «colonización antioqueña», que había dejado a su paso, de norte a sur, alrededor de ochenta fundaciones urbanas importantes. Medellín se perfilaba en 1886 como un centro económico de primera magnitud, con el primer auge de la economía con los comienzos del trabajo industrial. La arquitectura de la colonización antioqueña y su empleo de la guadua como material de construcción fueron desde el siglo XIX una de las expresiones culturales más definidas del país. En el resto del territorio nacional la arquitectura era predominantemente nativa, con raíces africanas en la costa pacífica y con raíces indígenas en el territorio de los Llanos Orientales y de la selva amazónica. No fueron muchas las nuevas obras de significación comenzadas antes de 1886. El Capitolio Nacional en Bogotá se encontraba en proceso de construcción desde 1847. En 1874 se dio comienzo en Medellín a la construcción de la catedral de Villanueva, con plaEstado actual de la Plaza de Bolívar, de Bogotá, con la estatua del Libertador de Pietro Tenerani en el centro, y con la fachada del Capitolio en el costado sur. La plaza fue remodelada en 1959 por Fernando Martínez Sanabria.
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iniciado cambios en su apariencia y los tipos «republicanos» ya se encontraban establecidos en las distintas ciudades del país. La Constitución de 1886 y el período que inauguró iniciaron en el país un proceso de estabilización gradual conocido por los historiadores como la «Regeneración». Es a partir de entonces cuando se incrementan notablemente las obras públicas, las construcciones civiles y en general la transformación urbana. Ese año marcó entonces un límite virtual entre el pasado arquitectónico de pueblos y ciudades y los cambios que habrían de sobrevenir. Catedral de Villanueva, en Medellín, obra iniciada en 1874 con diseño del arquitecto italiano Felipe Crosti.
Pabellón de la Industria en el Parque Centenario, de Bogotá, 1910.
nos iniciales del arquitecto italiano Felipe Crosti, pero en 1883 y por diversos inconvenientes la obra se suspendió. En Bogotá, en 1874 se dio comienzo a la construcción del Panóptico Municipal (hoy Museo Nacional), con planos de Thomas Reed. En 1879 esta obra contaba ya con un adelanto considerable y estaban al servicio muchas de sus dependencias. En 1884 se inauguró en Bogotá el Parque del Centenario, que puede considerarse el primer ejemplo de parque urbano en el país. Las viviendas urbanas habían
1886 -1936. De la república tradicional a los comienzos del país moderno En los cincuenta años transcurridos entre 1886 y 1936, la situación de la arquitectura del país se transformó considerablemente y pasó, por así decirlo, de lo colonial a lo moderno. Esto no significa que una enorme cantidad de edificaciones se construyeran en los términos de la arquitectura moderna internacional, sino que se construyeron ejemplos aislados en que las
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Pabellón Egipcio en el Parque del Centenario, Bogotá, 1910. Para las exposiciones de los cien años de la Independencia, intervinieron en el diseño de los pabellones arquitectos como Pietro Cantini y Arturo Jaramillo.
formas y la técnica fueron transformándose hasta alcanzar niveles análogos a los establecidos internacionalmente como pautas de progreso. El curso seguido por la arquitectura colombiana en estos cincuenta años fue interesante. El incremento de construcciones públicas en las ciudades fue notable, lo mismo que el de construcciones residenciales privadas. De este período datan los ejemplos más importantes de la llamada «arquitectura republicana» en Colombia. Al finalizar el período, la vivienda de las familias adineradas no sólo había cambiado sus estilos, sino también se había trasladado de los densos barrios céntricos de las ciudades a barrios periféricos dotados de amplias zonas verdes. Nuevos barrios de vivienda media se establecieron en los bordes de los centros históricos y en ellos se desarrolló una arquitectura urbana muy característica en la que se asociaron elementos coloniales con otros prestados de la arquitectura pública y de la arquitectura de vivienda costosa. Se construyeron también los primeros proyectos de vivienda para empleados y obreros, promovidos por entidades oficiales u organizaciones caritativas.
Existen dos aspectos importantes en los cambios producidos en la ciudad y en la arquitectura colombiana entre 1886 y 1936. El primero de ellos fue en la concepción misma de la ciudad y del espacio público que abandonó la retícula tradicional e implantó ideas análogas a las de ciudad-jardín y a los trazados diagonales que evocaron imágenes de gran ciudad europea. El segundo cambio se operó en las edificaciones mismas, que pasaron de una influencia neoclásica a una adaptación de «estilos» diversos, dentro de lo que se califica como «eclecticismo» en la arquitectura del período, y de allí pasaron a las pautas modernas. La mayor parte de las ciudades colombianas de comienzos del siglo conservaban su trazado tradicional, de origen colonial en las más antiguas y de origen republicano en las más recientes. Estas estructuras urbanas muy compactas albergaron en sus manzanas y predios las viejas casas conservadas y las nuevas construidas dentro del espíritu republicano. En este tejido se insertaron algunos de los nuevos edificios públicos, que en ocasiones exigieron la destrucción de antiguos conventos o casas y en ocasiones apro-
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Vista sobre la catedral durante el incendio de Manizales, en 1925. Después de la tragedia, se inició un período de auge constructivo en la ciudad, que ya desde comienzos de siglo se había manifestado, gracias al avance económico.
vecharon algunos de los escasos terrenos sin construir en los centros antiguos. Los límites de las ciudades se mantuvieron casi intactos mientras en su interior se efectuaba una densificación considerable. Tal es el caso de Bogotá, que para 1910 todavía conservaba límites semejantes a los que había tenido un siglo atrás. La nueva construcción urbana a lo largo del siglo XIX había bordeado las manzanas existentes y, dentro del recinto así constituido, las nuevas construcciones se hicieron al lado o sobre las antiguas, sin perderse la trama organizada y compacta, y sin desplazar lugares simbólicos de fuerte raigambre en cada ciudad: la plaza y sus construcciones, las iglesias parroquiales, los ríos todavía descubiertos y con agua,
los mercados, etc. Medellín creció en este período proporcionalmente más que Bogotá y su fisonomía a comienzo del presente siglo distaba mucho de parecerse a la población de 1810. Algo semejante sucedió en Cúcuta, ciudad que debido a su localización fronteriza tuvo importancia y desarrollo notables a comienzos del siglo. Las ciudades nuevas como Manizales y Pereira se encontraban a comienzos del siglo en una situación muy parecida a la de los pueblos. Sin embargo, y gracias a su vertiginoso avance económico, se adelantaron en ellas algunas construcciones que habrían de perdurar por un tiempo, hasta la llegada de nuevas maneras de construir. En Manizales este proceso se inició después del incendio de 1925. En los primeros años del siglo se incrementó la construcción de parques en las ciudades y se usó para muchos de ellos el espacio de plazas o plazoletas ya existentes. Entre los parques urbanos importantes construidos en este período se encuentra el Parque Centenario en Cartagena, con el que se celebraron los cien años de la declaración de independencia de la ciudad. El Parque de la Independencia en Bogotá se embelleció con diversas construcciones y fuentes. El Parque Santander se engalanó también a finales del siglo XIX y se denominó oficialmente como parque en 1909. En Medellín se inauguró el Bosque de la Independencia en 1913. Sin embargo, perduró todavía la idea tradicional de ciudad sin árboles, herencia del período colonial. La construcción de redes de ferrocarriles se inició en el país antes de 1886 y se desarrolló considerablemente en los primeros treinta años del presente siglo. Éste fue un avance notable en la comunicación interna de las regiones del país y dio origen a la construcción de estaciones en las ciudades y pueblos conectados por las redes. Las más importantes de estas estaciones se localizaron, como es lógico, en las ciudades principales. La estación de la Sabana de Bogotá (arquitectos
Capítulo 7
Gastón Lelarge y Mariano Santamaría 1910), la estación Medellín en la capital antioqueña (Enrique Olarte, 1914), la estación de Manizales (Ullen y Cía., 1922), la estación de Montoya en Barranquilla y la estación de Chiquinquirá, son ejemplos muy representativos de la arquitectura republicana de los ferrocarriles. Posteriormente, entre 1925 y en 1936 se construyeron otras estaciones, dentro del espíritu ecléctico de la época. Entre 1886 y 1925 se construyeron en Bogotá varios edificios públicos destacados, la mayor parte de ellos del espíritu del neoclasicismo. El Teatro Colón se inició en 1886 con planos del arquitecto italiano Pietro Cantini y se concluyó en 1895. En 1902 se inició la construcción del edificio Liévano en el costado occidental de la plaza de Bolívar, con planos del arquitecto francés
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Gastón Lelarge e intervención del arquitecto bogotano Julián Lombana. En 1908 se inauguró el Palacio de la Carrera, con planos atribuidos a los dos arquitectos mencionados. Después de 1910 se construyeron otros edificios importantes: el edificio de la Gobernación de Cundinamarca (Gastón Lelarge y Arturo Jaramillo) se inició en 1918 y se concluyó en 1933. Para la alcaldía de Bogotá se construyó en 1927 un pequeño edificio aledaño al edificio Liévano. El Capitolio Nacional se concluyó en 1928, tras ochenta años de trabajos y con la intervención de muchos de los arquitectos extranjeros y bogotanos ya mencionados. Su conclusión marcó en cierta manera el final de período republicano de la arquitectura bogotana y el final de un proceso de búsqueda de la estabilidad nacional.
Estación de ferrocarril de Manizales, de la firma Ullen y Compañía, 1922. La construcción de redes ferroviarias tuvo considerable desarrollo en las tres primeras décadas del siglo XX, dando origen a la construcción de estaciones de notable arquitectura en diferentes regiones del país.
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Hogar Escuela de San Antonio, Bogotá, construido a comienzos de siglo por Julián Lombana.
Las construcciones para la educación y la salud tuvieron un impulso semejante al de los edificios públicos. En Bogotá se edificaron sedes para algunas dependencias de la Universidad Nacional de Colombia: Matemáticas e Ingeniería, hoy Museo Militar (1913), Derecho en el antiguo claustro de Santa Clara (Arturo Jaramillo, 1914), la Escuela de Medicina (Gastón Lelarge, con intervención de Arturo Jaramillo, Alberto Manrique Martín y Guillermo Herrera Carrizosa, 1916 en adelante). El Gimnasio Moderno (Francis Farrington, 1919), el Colegio Pedagógico Nacional (Pablo de la Cruz, 1927) y el Colegio Departamental de la Merced (José Lascano Bertí, 1926) son tres excelentes ejemplos de arquitectura para la educación secundaria. La remodelación y ampliación del antiguo claustro de San Ignacio para el Colegio Nacional de San Bartolomé, efectuadas por Carlos Camargo desde 1919, dieron como resultado otro edificio educativo con una fachada neoclásica cuidadosamente trabajada en piedra. La escuela municipal conocida como «República Argentina», obra de Alberto Manrique Martín y construida en 1914, indica el alto nivel de calidad de las construcciones públicas. En el campo asistencial se activó la participación del Estado en la provi-
sión de instalaciones para el cuidado de la salud y para la ayuda a los desvalidos. Los hospitales de San José y La Hortúa se construyeron en Bogotá en 1905 y 1924 respectivamente. El primero contó con la intervención de Pietro Cantini y Diodoro Sánchez y el segundo con la intervención de Ramón Cardona y Pablo de la Cruz. El Asilo de San Antonio (Julián Lombana) y el Hogar Escuela de San Pablo (atribuido a Gastón Lelarge) fueron construidos antes de .1920. Medellín tuvo un incremento similar en las construcciones públicas y privadas durante este período. La catedral de Villanueva se reinició en 1889, esta vez con planos del arquitecto francés Charles Carré y la dirección de obra de Heliodoro Ochoa. En 1919 intervino en la obra el sacerdote arquitecto salesiano Juan Buscaglione, quien diseñó los altares, el púlpito y el coro; la obra se inauguró en 1931. El Hospital de San Vicente de Paúl se inició el 4 de agosto de 1916, con planos iniciales del arquitecto francés Auguste Gavet, desarrollados por Enrique Olarte, Agustín Govaertz y Félix Mejía. Su construcción se concluyó en 1934. El arquitecto belga Agustín Govaertz proyectó el edificio de la Gobernación de Antioquia, iniciado en 1925 y aún sin concluir. En la misma
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Hotel Magdalena, en Puerto Berrío, primer edificio en concreto reforzado que se construyó en el país, entre 1908 y 1912. La fotografía fue publicada en el Álbum de Medellín, de la Sociedad de Mejoras Públicas, 1922.
fecha se inició la construcción del Palacio Nacional, obra del mismo arquitecto, también inacabada. En 1924 se inició la construcción, en un solo edificio, del Teatro Junín y del Hotel Europa, con planos de Govaertz. Este bello edificio fue destruido en 1967 para dar paso a la torre de Coltejer. Igual suerte corrió el Teatro Bolívar, obra de H. M. Rodríguez y Enrique Olarte. En el campo de las construcciones para la educación se destacan en Medellín los edificios del Colegio de San Ignacio (Félix Mejía y Agustín Govaertz, 1925), con su iglesia correspondiente, la Universidad de Antioquia (H. M. Rodríguez e Hijos, 1916) y el excepcional edificio para el Seminario Conciliar, construido desde 1919 con planos de Juan Buscaglione y actualmente recuperado como centro comercial. Entre las construcciones realizadas en Antioquia, fuera de la ciudad de Medellín, deben destacarse el puente colgante sobre el río Cauca en Santa Fe de Antioquia, obra del ingeniero José María Villa, construido en 1895, y el Hotel Magdalena en Puerto Berrío, construido entre 1908 y 1912, primer edificio en concreto reforzado construido en el país. La ciudad de Manizales tuvo su auge arquitectónico correspondiente
después del incendio de 1925. Su categoría de centro cafetero principal ya se había establecido para esa fecha. La construcción de la ciudad después del incendio se efectuó dentro de las posibilidades económicas que brindó la prosperidad de algunos de sus ciudadanos. La iniciación de la obra del Palacio Departamental en 1924 antecedió la iniciación de la obra de la catedral, la que contó con planos del arquitecto francés Auguste Polty. El Palacio Departamental, obra del arquitecto norteamericano John Wotard, al servicio de la compañía Ullen, es un raro ejemplo de arquitectura ecléctica, con un tratamiento muy especial de la decoración. La catedral, enorme construcción en concreto reforzado, evoca la imagen de una catedral gótica, a pesar de no tener su trazado correspondiente. El Edificio Sanz, obra de Papío y Bonarda constructores, según reza alguna placa, fue construido antes de 1930. El Teatro Olympia fue uno de los raros ejemplos de teatro en herradura que fueron hechos en distintas ciudades del país y, en este caso, destruido para dar paso a un parqueadero de automóviles. En la ciudad de Cali, antes de 1925 se destaca la construcción del Teatro Municipal, inaugurado el 9 de abril de 1918, obra de los ingenieros Rafael
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Edificio de la Aduana, Barranquilla, construido por E.A. de la Rosa y Compañía entre 1919 y 1921.
Fachada del Teatro Faenza, de Bogotá, obra de J.M. González Concha, 1924, uno de los más interesantes ejemplos de influencia del "art nouveau" europeo en la arquitectura colombiana.
Borrero y Francisco Ospina. Las obras del Palacio Nacional y del Edificio Otero en la Plaza de Cayzedo, se iniciaron en 1925. El primero, con planos del arquitecto belga Joseph Martens, se concluyó en 1933. El segundo, con planos de Borrero y Ospina, fue el primer edificio construido en concreto reforzado en la ciudad de Cali.
En el resto del país se destacan, antes de 1925, los edificios de la Aduana (E. A. de la Rosa y Cía., 1919-1921), y del Hospital de Barranquilla (1921), el Coliseo Peralta (1893) y el Club del Comercio en Bucaramanga (Pedro Colón Monticoni, 1920), el Mercado de Cúcuta (1891), la Plaza de Toros de la Serrezuela (Marcelo Calvo, 1925) y el Teatro Heredia (Felipe Jaspe, 1910) en Cartagena. El Heredia fue una bella interpretación del teatro clásico italiano, construido con elementos decorativos labrados en madera. La Plaza de la Serrezuela, construida quince años después, es también una estructura en madera con gran cantidad de motivos ornamentales. La casi totalidad de las edificaciones enumeradas hasta ahora se proyectaron siguiendo los cánones del neoclasicismo europeo del siglo XIX, interpretados de distintas maneras según la procedencia directa de los autores o de las influencias. Son excepciones notables los ejemplos góticos de la iglesia de Chapinero (Julián Lombana, 1900) y el antiguo Seminario (Juan Bautista Arnaud, 1920), en Bogotá, el goticismo de la Gobernación de Antioquia y de la catedral de Manizales y el estilo románico de la catedral de Villanueva en Medellín. Excepciones aun más notables son los pocos ejemplos que muestran influencias del «art nouveau» europeo: el Hotel Victoria en Barranquilla y la fachada del Teatro Faenza en Bogotá (J. M. González Concha, 1924) son dos de esos raros ejemplos. En la lista de autores mencionados hasta ahora se encuentra otro aspecto interesante: la gran mayoría de ellos eran arquitectos extranjeros que llegaron al país específicamente para proyectar o construir una obra particular. Es el caso de Thomas Reed, Gastón Lelarge, Alejandro Manrique y Lorenzo Murat en Bogotá, Charles Carré, Agustín Govaertz y Juan Buscaglione en Medellín, Papío y Bonarda y John Wotard, este último al servicio de Ullen y Cía., en Manizales, Joseph Martens en Cali, Pedro Colón Monticoni en Bucaramanga,
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entre otros. Los arquitectos nacionales del período fueron formados en su mayoría en trabajos al lado de los extranjeros, o en las escuelas de ingeniería. A partir de 1920 se producen cambios más fuertes en la situación urbana del país y transformaciones en su arquitectura. Este fenómeno conduce más directamente a la modernización de concepto y realizaciones acordes con pautas del urbanismo y de la arquitectura de Estados Unidos y de las corrientes de la arquitectura moderna europea que para esa época había avanzado considerablemente en su proceso de definición y consolidación. Uno de los hechos que contribuyó a acelerar el proceso de modernización de la arquitectura fue el establecimiento de dependencias oficiales encargadas de atender obras públicas y construcciones para la asistencia social. El Ministerio de Obras Públicas se creó en 1905 y contó con una Dirección de Obras Públicas Nacionales a cargo de edificios nacionales, ferrocarriles, caminos, puentes, baldíos, etc. En el Ministerio de Obras Públicas trabajaron ingenieros y arquitectos titulados y con conocimientos técnicos más avanzados que el resto de sus colegas en el país. Esto estimuló el proceso de modernización de las construcciones mucho antes de que se produjera el cambio más definido hacia los conceptos de la arquitectura moderna. El Edificio Pedro A. López, hoy Banco Cafetero, construido entre 1919 y 1924 por Robert M. Farrington, ingeniero norteamericano, es el primer edificio técnicamente representativo del cambio que se opera en Bogotá. Neoclásico en su exterior, fue construido en concreto, y en su dotación se emplearon materiales e instalaciones importados. En el mismo espíritu se construyeron en Bogotá el Edificio Cubillos (Alberto Manrique Martín, 1927) y el Banco Hipotecario de Paul Stuper y Fred T. Ley, ambos norteamericanos (1929). La construcción del Hotel Granada en Bogotá,
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iniciada en el año 1928, con planos de Diego Suárez Costa y Alberto Manrique Martín, y terminada por los arquitectos chilenos Julio Casanovas y Raúl Manheim, es sin duda un claro ejemplo de la situación de transición arquitectónica hacia lo moderno. Técnicamente, el edificio fue avanzado en todos sus aspectos, pero su apariencia conservó la composición neoclásica, ya entonces en proceso de desaparición. Con menos elegancia se construyó el edificio Manuel Pedraza, conocido también con el nombre de Hotel Estación (ingeniero Francisco Cano, 1929) frente a la estación de la Sabana de Bogotá, obra de considerables especificaciones técnicas en proporción a su modesto carácter.
Edificio Pedro A. López, en la avenida Jiménez, de Bogotá, construido en 1919-1924 por Robert A. Farrington, ingeniero norteamericano. Técnicamente, es la primera edificación representativa del cambio hacia la arquitectura contemporánea en la capital. Abajo, edificio del Hotel Granada (1928), planos de Diego Suárez Costa y Alberto Manrique.
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El incremento de la actividad industrial y comercial que se inició en los primeros años del siglo XX en especial en Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla y Cartagena, aumentó la capacidad adquisitiva de nuevos sectores de población que se dedicaron precisamente a esas actividades. La demanda de nuevos barrios residenciales para población de altos ingresos, con nuevas especificaciones, condujo, hacia 1920, a la formación de barrios periféricos tales como El Prado en Barranquilla, el Prado en Medellín, Manga en Cartagena, La Merced en Bogotá y El Centenario en Cali. En Bucaramanga, en Cúcuta, Santa Marta, Neiva e Ibagué, el mismo fenómeno se reprodujo en pequeña escala y en sectores más vecinos a los centros principales. El común denominador de los nuevos barrios fue el abandono de la concepción tradicional de viviendas en hilera para implantar la edificación suelta o pareada rodeada de jardines que, en casos como el del barrio Manga en Cartagena, alcanzaron proporciones de parque. En estos nuevos barrios se edificaron casas muy distintas de la vivienda republicana, inmediatamente anterior. El neoclasicismo, ahora sí definido como un estilo, se combinó Casa de El Prado, en Barranquilla, uno de los barrios periféricos cuya construcción se inicia hacia 1920 en las principales ciudades del país.
con otros estilos, con la intención de resaltar el prestigio de sus dueños y el buen gusto de una clase social. Es así como en estos barrios se edificaron casas de apariencia mudéjar, española, californiana, medieval, inglesa, etc. El barrio de La Merced en Bogotá, constituido hacia 1930, conservó desde sus comienzos una apariencia homogénea dada por el llamado «estilo inglés», lo que permitió lograr un conjunto urbano de gran unidad visual y espacial. Estos barrios se encuentran actualmente sujetos a una despiadada destrucción que ha acabado con sus cualidades urbanas. Se conocen algunas referencias de edificios importantes construidos en el país entre 1925 y 1936, demolidos en los años del vandalismo urbano entre 1950 y 1980. El Teatro Olympia de Manizales, (1927), el Hotel Granada y el Hipódromo (Vicente Nasi, 1928) en Bogotá, el Teatro Garnica de Bucaramanga, y el Hotel Alférez Real en Cali (Borrero y Ospina, 1928) se cuentan entre estas pérdidas. Entre los ejemplos que sobreviven se destacan especialmente el Palacio Municipal de Medellín, construido entre 1931 y 1937, y la fábrica de la Compañía Nacional de Chocolates también en Medellín, construida en 1928, obras am-
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bas de Nel Rodríguez, trabajadas en lenguaje muy cercano a la arquitectura moderna. Las obras del Ministerio de Obras Públicas en diversos lugares del país muestran combinaciones diversas de lenguajes eclécticos y modernos. El Edificio Nacional de Neiva (Alberto Wills y Rafael Lelarge, 1933), el Edificio Nacional de Villavicencio (Pablo de la Cruz y José María Cifuentes, 1933-35) y el de Bucaramanga (Pablo de la Cruz, 1932-35) son muestras de estas combinaciones. Entre 1930 y 1936 se construyeron varios edificios más claramente definibles como modernos, según las pautas internacionales del momento. El proyecto para la Biblioteca Nacional en Bogotá (1933-1938) y el Edificio del Instituto Nacional de Rádium (1933), obras del arquitecto Alberto Wills Ferro, son ejemplos del abandono de los estilos pintorescos y de la localización dentro de los lincamientos de sobriedad propios de las ideas modernas de los arquitectos europeos y norteamericanos del momento. Hacia 1930 el grupo de arquitectos colombianos había aumentado notablemente, con profesionales graduados en universidades extranjeras y con ingenieros que hicieron estudios especiales de arquitectura, ya que los esUn aspecto del Edificio Nacional, de Neiva, construido por Alberto Wills y Rafael Lelarge en 1933, con el lenguaje ecléctico o mezcla de estilos que caracterizó la arquitectura oficial.
Biblioteca Nacional, en Bogotá, vista desde la fachada norte. Alberto Wills Ferro la construyó entre 1933 y 1938.
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tudios en Colombia estaban adscritos a las escuelas de Ingeniería. El mayor volumen de la construcción urbana era realizado por los «constructores», personas hábiles en el manejo de obras y con capacidad de contratar obreros y efectuar las labores necesarias para la edificación. Las ciudades eran hechas por estos constructores, quienes atendieron prácticamente las necesidades de todos los sectores sociales. Muchos de ellos adquirieron prestigio y capacidad económica suficiente para actuar independientemente y desarrollar por su cuenta, o en asocio con urbanizadores, barrios enteros. El trabajo de los arquitectos fue, por contraste, restringido a los sectores de altos ingresos y al mismo tiempo vinculado a las empresas del Estado. Entre 1930 y 1936 esta situación de competencia entre arquitectos, ingenieros y constructores se agudizó y condujo a determinar con mayor precisión el alcance académico y profesional de la arquitectura colombiana. La fundación de la Sociedad Colombiana de Arquitectos en 1934 asumió precisamente esta labor. La arquitectura popular antes de 1936 se realizó siguiendo las pautas tradicionales regionales. La formación de los grupos populares urbanos, que data del siglo XIX, incluyó la trasposición de elementos de la arquitectura de otros sectores sociales a las construcciones necesarias para albergar la población de bajos ingresos. Los constructores, los albañiles y otros artesanos de la construcción eran los encargados de hacer la arquitectura de la ciudad y al hacer la suya propia imitaron a veces imaginativamente los detalles y las apariencias de las construcciones más influyentes. La arquitectura moderna en Colombia: 1936 La Sección de Edificios Nacionales del Ministerio de Obras Públicas, reorganizada en 1932 durante el gobierno de Olaya Herrera, fue el centro de convergencia de una generación de pro-
fesionales que por su formación ya estaban al tanto de los movimientos y tendencias de la arquitectura moderna en los Estados Unidos y en Europa. La posibilidad de intervenir en proyectos de cierta magnitud a escala urbana se intensificó gracias a la creación de otras entidades oficiales tales como el Banco Central Hipotecario, antiguo Banco Hipotecario Nacional (1932) y el Instituto de Acción Social de Bogotá. Si bien las primeras realizaciones fueron concebidas todavía en términos del eclecticismo convencional, muy pronto las ideas modernas se hicieron presentes en sus realizaciones. Estas ideas que se filtraron gradualmente en la práctica profesional de la arquitectura colombiana eran ya de común interés en Europa y en Estados Unidos, aun cuando no hubiese todavía muchas obras construidas. Las nuevas ideas planteaban un enfoque formal y técnico de la arquitectura enmarcado dentro de un ámbito social de carácter progresista y revolucionario. El umbral en que se encontraba el mundo de los países ya industrializados hacía vislumbrar nuevos estados sociales, económicos, políticos y culturales, guiados por la racionalidad industrial, por una mentalidad de progreso a toda costa y por la expectativa de una amplia difusión del bienestar. La arquitectura moderna fue entendida y propuesta como parte esencial en la construcción de esos nuevos estados, como portadora y representante no sólo de una nueva estética sino también de una nueva visión de los modos de vivir. La conjunción de una ideología política de progreso y del mensaje de la arquitectura moderna confluyó en la implantación de esas ideas en Colombia como parte de la «Revolución en Marcha» pregonada por el gobierno del doctor López. Dos planes desarrollados en Bogotá entre 1934 y 1936 por arquitectos extranjeros marcan el punto de cambio entre lo tradicional y lo moderno. El Plan Regulador de Bogotá, propuesto por el urbanista aus-
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triaco Karl Brunner, fue el primer plan de ordenamiento urbano concebido en términos del siglo XX en el país. El Plan General de la Ciudad Universitaria desarrollado por los alemanes Fritz Karsten (pedagogo), Eric Lange y Leopoldo Rother (arquitectos) fue el primer plan de conjunto que obedeció a una planeación académica moderna y dio cuerpo físico a una entidad de la magnitud de la Universidad Nacional. En esa misma universidad y dentro de su proceso de reorganización, se fundó en 1936 la Facultad de Arquitectura, hecho que ratificó el reconocimiento formal de una profesión que hasta entonces había sido minoritaria, dependiente y aristocrática. Arquitectura y planeación fueron ya partes necesarias de la actividad económica de la nación. La Sociedad Colombiana de Arquitectos desarrolló intensa actividad entre 1934 y 1940, en busca de una identidad profesional más definida. La construcción de la Ciudad Universitaria en Bogotá se inició en 1936. Entre 1937 y 1940 se construyeron algunos de los edificios más importantes en su historia arquitectónica, primeros en ofrecer una imagen moderna. Estos edificios fueron: Geociencias (Eric Lange, 1937), Estadio Alfonso López y Rectoría (Leopoldo Rother, 1937), Veterinaria (Eric Lange y Ernest Blumenthal, 1938), Derecho (Alberto Wills Ferro, 1938), Viviendas para profesores y portería de la calle 45 (L. Rother, 1939), Residencias Santander (1939) y Nariño (1940) de Julio Bonilla Plata, Ingeniería (L. Rother y Bruno Violi, 1940), Arquitectura (E. Lange y E. Blumenthal, 1940) y Laboratorio de Ensayo de Materiales (L. Rother, 1940). De este conjunto de edificios se destacan especialmente las obras del arquitecto alemán Leopoldo Rother por su carácter claramente moderno, las que trajeron al país influencias del lenguaje arquitectónico de la Bauhaus, escuela alemana que entre 1919 y 1933 revolucionó muchos conceptos del diseño de edificios y de conjuntos urbanos.
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El surgimiento de las ideas modernas en Colombia no fue un fenómeno de amplio alcance inmediato en ningún campo. En la arquitectura se conservó durante varios años más el eclecticismo y algunos resabios neoclásicos. Aun en el seno de entidades tales como el Ministerio de Obras Públicas, el Banco Central Hipotecario y la Caja de la Vivienda Popular, en donde se impulsaron algunas ideas modernas, muchos arquitectos aplicaron tanto estas ideas como las más convencionales, de acuerdo con el criterio del cliente o del lugar de cada obra. Pioneros tales como el arquitecto Gabriel Serrano Camargo, uno de los principales impulsores de las ideas modernas en la arquitectura colombiana, realizaron obras neoclásicas y eclécticas. Ejemplo de ello son el Edificio del Jockey Club (G. Serrano y A. Manrique Martín, 1933), obras de Carlos Martínez, Alberto Manrique Martín y Guillermo Herrera C., las casas inglesas de los barrios La Merced, Teusaquillo y El Nogal en Bogotá, obras de Nel Rodríguez en Bogotá y Medellín, de Manuel Carrerá en Barranquilla y Cartagena (Hoteles del Prado y Caribe, finales de la década de los treinta) y de muchos otros arquitectos en todo el país. Sin embargo, después de la declaración de independencia profesional de los arquitectos y de la fundación de la primera Facultad de Arquitectura, esta mezcla de tendencias disminuyó y las ideas modernas se impusieron. 1936-1950. Transformaciones en la arquitectura y en las ciudades de Colombia La situación del país en el lapso comprendido entre 1936 y 1950 fue bastante particular. Después de iniciarse el proceso de modernización y de haberse logrado unos cambios en la política, la economía y la cultura se vislumbraban la continuación y expansión de ese progreso, lo cual sólo sucedió en algunos sectores del país, mientras que los conflictos internos se
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agudizaron hasta estallar en las revueltas del 9 de abril de 1948 y su posterior secuela de violencia política. El crecimiento demográfico del país entre 1938 y 1951 muestra cambios considerables en la distribución de la población. Según los datos censales correspondientes, en 1938 la población urbana apenas constituía el 29 % de la población total. El 71 % restante era población rural. Bogotá contaba con 320.000 habitantes, seguida por Cali, Medellín y Barranquilla con poblaciones menores de doscientos mil habitantes. En 1951 la población urbana alcanzó un 39 % del total, con la reducción de la población rural al 61 % restante. Bogotá llegó a los 648.000 habitantes, Medellín contó con 358.000, Cali alcanzó 284.000 y Barranquilla en cuarto lugar, tuvo 258.000 ciudadanos. La duplicación casi exacta de la población urbana se dio también en Bucaramanga y Pereira. Estos datos indican el inicio del fuerte proceso de crecimiento urbano que llevó a una situación actual en la que se asume un porcentaje de población urbana cercano al 70 %. Entre 1936 y 1950 la arquitectura colombiana se orientó hacia una modernización más amplia con efectos que se hicieron sentir sobre sectores más amplios de población, por obra y gracia de la expansión de la planeación y de la acción institucional de vivienda, educación, salud, etc. En 1939 se creó el Instituto de Crédito Territorial como parte de una campaña social dirigida a elevar el nivel habitacional de la población de bajos ingresos en las zonas rurales y urbanas. La sección de asuntos urbanos se abrió en 1942, pero no produjo proyectos importantes hasta 1947. En ese mismo año de 1942 se fundó en Bogotá la Caja de la Vivienda Popular, que reemplazó al Instituto de Acción Social. En 1948 se estableció la Caja de Crédito Agrario, que asumió la responsabilidad de atender las zonas rurales, mientras que el sector urbano se asignó al ICT y al BCH con proyectos para sectores de ingresos medios y bajos.
Entre 1936 y 1950 se produjo un considerable aumento de profesionales de la arquitectura y se fundaron nuevas facultades en la Universidad Nacional de Medellín y en la Javeriana y Los Andes en Bogotá. Los nuevos profesionales, en asocio con ingenieros, iniciaron una activa intervención en las ciudades, de acuerdo con sus ideales, mezcla de rasgos aristocráticos y de aspiraciones de servicio social. Se establecieron numerosas firmas de arquitectos e ingenieros que encauzaron la actividad profesional; la intervención individual, por contraste, tuvo poca importancia en este período. El centro de atención fue la ciudad de Bogotá; a ella vinieron a estudiar los aspirantes provenientes de otras regiones del país y de ella salieron a difundir sus conocimientos y a transformar lo tradicional en moderno. Entre 1936 y 1950 los gremios de ingenieros y arquitectos efectuaron una fuerte campaña contra los urbanizadores y constructores no titulados, los que eran, como ya se dijo, los verdaderos realizadores de las ciudades colombianas. Esta campaña no fue efectiva hasta tanto las entidades públicas iniciaron planes masivos de vivienda. En 1949 el ICT inició la constitución de los barrios Los Alcázares y Muzú, para la población de ingresos medios y bajos respectivamente. Se dio así comienzo a la era de los proyectos de vivienda a gran escala, la que habría de crecer gradualmente. El BCH había realizado hacia 1940 proyectos en los barrios Colombia, Alfonso López, Muequetá y Teusaquillo, en la ciudad de Bogotá. Hacia 1950 había proyectos del ICT en Cúcuta, Palmira y Medellín. Con esta nueva oferta, amparada por el crédito oficial, se opuso una contraparte efectiva a la labor de los constructores, quienes, sin embargo, duraron hasta mediados de los años sesenta controlando el mercado de la vivienda de costo medio y bajo en las ciudades y pueblos del país. Un proceso iniciado en este período es el de transformación de los viejos centros de las ciudades, en especial en
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aquellas de mayor crecimiento. La demolición de construcciones antiguas para dar paso a nuevos edificios dejó huellas muy marcadas en los barrios tradicionales: La Candelaria en Bogotá, La Merced en Cali y los barrios centrales de Medellín, Barranquilla, Bucaramanga y Manizales. Las normas urbanas formuladas en este período asumieron que esa transformación era necesaria e indispensable para la modernización de las ciudades, sin tomar en consideración el valor histórico de esos centros y su importancia en la memoria colectiva de las ciudades. Los hechos violentos del 9 de abril de 1948 aceleraron estos procesos. Tres sectores del centro de Bogotá sufrieron destrucción parcial: La Candelaria cerca a la Plaza de Bolívar, San Victorino cerca a la Plaza de Mercado y la carrera 7.a entre la avenida Jiménez de Quesada y la Calle 22. Estos destrozos permitieron que algunos inversionistas y profesionales aprovechasen la oportunidad para establecer planes y proyectos de sustitución de las viejas edificaciones por edificios altos, los que gradualmente invadieron el centro y desalojaron sus casas republicanas de agradables escala y apariencia. Entre 1936 y 1950 se construyeron algunos de los edificios más representativos de la primera época de la arquitectura moderna en Colombia. Además de los edificios ya mencionados en referencia a la Ciudad Universitaria de Bogotá, se construyeron allí mismo dos importantes obras de Leopoldo Rother: el Instituto Químico Nacional, iniciado en 1941, y el edificio de la Imprenta (1945); además del de la Escuela Nacional de Minas en Medellín. En estos edificios la técnica del concreto se manejó con gran propiedad y se empleó como material a la vista. Del mismo arquitecto, en el mismo período, se construyeron tres importantes obras fuera de Bogotá: el Edificio Nacional de Barranquilla, el Mercado de Girardot y la Facultad de Agronomía de Palmira. En ellos se muestra también un notable manejo
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Edificio de la Caja Colombiana de Ahorros, Bogotá, 1948, de Cuéllar Serrano Gómez. En él se desarrolló todo un despliegue de técnicas constructivas nuevas y de detalles arquitectónicos de alta elaboración.
del concreto y una seria aproximación al problema del clima cálido en las tres ciudades. En Bogotá sobresalen también como obras representativas de este período el Teatro Colombia, hoy Teatro Jorge Eliécer Gaitán (Richard Aek y Guillermo Herrera Carrizosa, 1940), el edificio de apartamentos en la calle 21 con carrera 7.a (Julio Casanovas y Nel Rodríguez, 1939), y la sede de la Compañía Colombiana de Seguros (Trujillo Gómez & Martínez Cárdenas y Uribe, García, Álvarez, 1940). La firma Cuéllar Serrano Gómez realizó en Bogotá sus primeros edificios modernos de gran tamaño. Entre ellos se destacan cuatro construcciones hospitalarias: el Hospital de San Carlos (1948), el Hospital de San Juan de Dios (1948), la Clínica David Restrepo (1950) y el Hospital San Ignacio (1950). El edificio de la Caja Colombiana de Ahorros (1948) fue un despliegue de técnicas constructivas nuevas y de detalles arquitectónicos de alta elaboración. En el Hospital San Juan de Dios se empleó por primera vez el sistema de entrepiso «reticular celulado», desarrollado por los ingenieros José Gómez Pinzón, Doménico Parma, Andrius Malko y el arquitecto Gabriel Serrano.
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El Estadio de Béisbol en Cartagena, construido en 1949, fue proyectado por un grupo de profesionales que trabajaban en ese momento en el Ministerio de Obras Públicas: Edgar Burbano, Jorge Gaitán Cortés, Alvaro Ortega y Gabriel Solano y el ingeniero Guillermo Zuleta. Este estadio es considerado unánimemente como un aporte estructural y estético, ejemplo del desarrollo vertiginoso de los conocimientos profesionales que en algo más de una década pasaron de estados incipientes a logros avanzados. El arquitecto italiano Vicente Nasi, residente en Colombia desde 1927, construyó en Bogotá el Amparo de Niños (1938) y el Hotel Continental (1948), obras de clara presencia moderna que contrastan con otras de sus obras realizadas con el criterio de estilos aptos para su clientela de altos ingresos. Como edificios notables de este período se pueden mencionar el Edificio García en Barranquilla (Manuel Carrerá, 1939) y el Hotel Tayrona en Santa Marta (Ministerio de Obras, Fernández Ferro, 1945). En Medellín se destaca la fábrica de la Compañía Colombiana de Tabaco, proyecto de John Sierra y realización de la firma H. M. Rodríguez e Hijos, obra que sorprende por su simplicidad geométrica y que contradice parcialmente la supuesta hegemonía bogotana en asuntos de calidad de construcción. Entre 1940 y 1950 se construyeron en el centro de Medellín muchos otros edificios de lenguaje moderno; el Hotel Nutibara (Ingeniería y Construcciones, 1947) es un buen ejemplo de esta tendencia, que condujo a modernizar esta ciudad con mayor rapidez que otras, inclusive Bogotá. En Manizales se construyó en 1949 la Escuela de Bellas Artes (José M. Gómez Mejía), también en el lenguaje moderno de la época. El arquitecto Carlos Martínez desarrolló entre 1930 y 1950 varias obras importantes en Bogotá: los Talleres Municipales (1935), la escuela y el mercado de La Concordia (1935), el Teatro Infantil y la Biblioteca del Par-
que Nacional (anteproyecto, 1936), el edificio Ibérica (1945, en asocio con Gutiérrez y Hermida Ltda.), amén de varias escuelas públicas, mercados y edificios particulares. El mismo arquitecto ganó por concurso el proyecto para el Hotel Termales de Paipa, hoy Hotel Colonial (1937). Su máxima realización fue, sin embargo, la fundación en 1946 de la revista Proa en asocio con Jorge Arango Sanín y Manuel de Vengoechea. En 1948, Martínez y Arango publicaron el libro titulado Arquitectura en Colombia, primero en su género en el país. En este período revisten importancia particular los cambios en las técnicas constructivas impuestos forzosamente por las nuevas tendencias arquitectónicas. A partir de 1936 se incentivó la construcción de edificios en concreto reforzado; las viejas ventanas y puertas de madera se reemplazaron por las de hierro y los techos inclinados en teja de barro dieron paso a las cubiertas planas. Las estructuras metálicas comenzaron a difundirse y se construyeron algunas bastante interesantes (Talleres Municipales, Carlos Martínez). Para las instalaciones de agua, electricidad y teléfono se emplearon tuberías y cables adecuados, hasta entonces poco utilizados. Los accesorios se renovaron y se desarrolló una nueva imagen arquitectónica, apreciada inicialmente por pocos y que luego, gracias a la difusión propagandística de sus ventajas, se convirtió en la meta deseable para ciudades y pueblos, para personas de altos ingresos, medios y bajos. 1950-1970. Crisis urbana y desarrollo de la arquitectura profesional en Colombia El crecimiento de la población urbana del país entre 1951 y 1973, año del último Censo Nacional de Población, fue considerable. La gran mayoría de las ciudades triplicaron su población, Bogotá la cuadruplicó. La población migrante de las zonas rurales a las ciudades afectada por la violencia política
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formó una enorme masa marginal que se alojó en inquilinatos, barrios piratas e invasiones, iniciando el proceso aún en marcha de pauperización de la vivienda y del espacio urbano y la expansión de las áreas de vivienda subnormal. El aumento de las urbanizaciones piratas ha sido apreciable y señala la incapacidad de las entidades públicas y de la empresa privada corporada para responder a la demanda masiva de vivienda de la creciente población urbana. En el documento titulado «Ensayos sobre planeación», del economista Lauchlin Currie, apareció en 1936 una propuesta titulada «Operación Colombia», subtitulada «Un programa nacional de desarrollo económico y social». Éste fue el primer esbozo definido de una orientación económica que pretendía convertir la construcción en un factor de desarrollo social. En la propuesta se consideró de capital importancia concentrar esfuerzos en programas masivos de construcción de viviendas de bajo costo y de servicios públicos en ciudades con perspectivas de oferta de un alto nivel de empleos permanentes adicionales. Estas políticas adoptadas por el gobierno del doctor Carlos Lleras Restrepo (1966-1970) contribuyeron a convertir al BCH en un eslabón muy importante en el financiamiento de la construcción de viviendas y a las demás instituciones nacionales y locales en ejecutoras de nuevos y más ambiciosos planes de vivienda masiva. El BCH tuvo durante estos cuatro años la política explícita de diversificar sus préstamos entre un gran número de constructores y de esta manera se dio impulso excepcional al ejercicio de la arquitectura y de la construcción. Dadas las condiciones del clima social y económico del país en el lapso de 1950 a 1970, es evidente que existieron dos fenómenos de magnitud excepcional: el crecimiento urbano y la demanda de vivienda para la población de ingresos más bajos. Los arquitectos profesionales, quienes fueron cada vez más numerosos gracias a
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la fundación de nuevas facultades de arquitectura, mostraron inicialmente mucho interés por proponer nuevas formas de aproximarse al problema de la vivienda para ingresos medios y bajos. En la vivienda de bajo costo se apreció desde entonces una cierta parálisis del talento profesional, educado tal vez dentro de un excesivo temor hacia la pobreza. Entre 1960 y 1970, cuando la escala de los problemas aumentó, las soluciones profesionales disminuyeron gradualmente en aportes e interés y la atención pareció cifrarse en la vivienda de mayores costos, en contraste con la intención gubernamental. Entre los proyectos de vivienda urbana construidos para sectores de ingresos medios entre 1950 y 1960 se destacan los promovidos por el BCH. En Bogotá se realizaron los barrios Quinta Mutis, Veraguas y Polo Club, en los que intervinieron algunos de los arquitectos más destacados de la segunda gran generación de egresados de las facultades de arquitectura; Guillermo Bermúdez, Manuel Carrizosa, Dicken Castro, Hans Drews, Fernando Martínez, Eduardo Pombo, Arturo Robledo y Germán Samper. Ellos y otros arquitectos proyectaron también barrios en Barranquilla, Bucaramanga, Cali, Cúcuta, Medellín y Pereira, en los que se logró un buen nivel de calidad ambiental, urbanística y arquitectónica. En el campo de la vivienda de bajo costo los proyectos realizados fueron en general poco adecuados, pero al menos contaron con esquemas urbanísticos generosos y lotes individuales de amplias dimensiones que, al pasar el tiempo, han permitido densificar los barrios y multiplicar las viviendas inicialmente construidas. Un experimento interesante a muy pequeña escala fue el barrio La Fragua en Bogotá, proyectado por el arquitecto Germán Samper y desarrollado por acción comunal y autoconstrucción, entre 1959 y 1960. El interés de este proyecto radicó más en las formas de organización comunitaria y en el sistema de realización de las vivien-
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Edificio del Banco Industrial Colombiano, Cali, construido por Borrero, Zamorano y Giovanelli, 1959-1960.
das que en el diseño mismo, que, sin embargo, fue superior a los prototipos convencionales del momento. La gran cantidad de nuevos edificios urbanos construida entre 1950 y 1960 respondió a la expansión de la industria y del comercio en el país. Se aprecian con bastante claridad en estos edificios la búsqueda de un lenguaje moderno y los ensayos técnicos necesarios para lograrlo, en un medio en el que la construcción común se encontraba en situación tradicional. Como ensayos formales y técnicos son de especial interés los edificios construidos en Bogotá por las firmas Cuéllar, Serrano Gómez y Obregón Valenzuela y
Cía. De la primera sobresalen los edificios para Seguros Bolívar (1956), Acción Cultural Popular (1957) y Ecopetrol (1957-1960), acreedor éste del Primer Premio Nacional de Arquitectura en 1962. De la segunda firma cabe destacar el edificio para la Compañía Nacional de Seguros en el Parque Santander (1957-59). Como obra especial debe mencionarse el edificio del Banco de Bogotá, con planos de la firma estadinense Skidmore Owings and Merrill, ajustados por los arquitectos Pablo Lanzetta Pinzón y Reinaldo Valencia. Este edificio fue considerado, en su momento, de diseño bastante avanzado, y sus semejanzas con el edificio Lever construido en Nueva York en 1951 por la misma firma le colocaron en un lugar de cierta importancia a nivel internacional. El edificio para el Servicio Nacional de Aprendizaje Sena, construido en Bogotá entre 1959 y 1960, con diseño del arquitecto Germán Samper, marca una búsqueda muy diferente, en la que la influencia de las obras del arquitecto suizo Le Corbusier se exalta de manera notable. El edificio para el diario El Tiempo, en Bogotá, obra del arquitecto italiano Bruno Violi, contrasta con los edificios hasta ahora mencionados por su empleo de un lenguaje con tendencias neoclásicas elaborado a la manera del arquitecto francés Auguste Perret. Entre los edificios construidos entre 1950 y 1960 fuera de la ciudad de Bogotá se destacan el Banco Industrial Colombiano y el Banco Cafetero (Borrero, Zamorano y Giovanelli, 195960) y el National City Bank (Lago y Sáenz, 1959-60) en Cali; el Banco de Bogotá en Cartagena (Obregón Valenzuela y Cía., 1956-58); el Banco de la República en Barranquilla (Cuéllar, Serrano Gómez, 1950); y en Medellín los edificios de los bancos Central Hipotecario e Industrial Colombiano (H. M. Rodríguez e Hijos). Los edificios mencionados hasta ahora corresponden en su gran mayoría a sedes bancarias importantes Entre 1950 y 1960 se construyeron
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también los edificios nuevos para funciones industriales, de transporte y de comercio. Merecen especial mención el aeropuerto Eldorado en Bogotá (Cuéllar, Serrano Gómez, 1958), primer aeropuerto moderno del país cuyo espacio principal, audazmente construido en concreto, se conserva aún como un espacio memorable en la arquitectura colombiana; el aeropuerto Olaya Herrera de Medellín (Elias Zapata), que se caracterizó por el empleo de bóvedas de concreto que le otorgaron una apariencia muy especial. Los Laboratorios Abbot en Bogotá (Esguerra Sáenz Urdaneta Suárez y Germán Samper, 1959-61), la fábrica Squibb (Jorge Arango y Fernando Murtra, 1955) y la fábrica Gillette en Cali, las fábricas Clark's (Francisco Pizano de Brigard, 1953), Phillips Colombiana (Pizano Pradilla y Caro Ltda. 1957) y los talleres para la Volkswagen (Bruno Violi, 1955) en Bogotá, configuran un excelente conjunto de ejemplos de arquitectura para las actividades industriales. La arquitectura para la educación construida entre 1950-60 incluyó colegios, escuelas, facultades universitarias y bibliotecas. En Bogotá se construyeron el Colegio del Rosario (Cuéllar, Serrano Gómez, 1954-1959) y el edificio para los cursos preparatorios de la Universidad Nacional, hoy Facultad de Odontología (Cuéllar, Serrano Gómez, 1952). El edificio para el Centro Interamericano de Vivienda, Cinva, de Herbert Ritter y Eduardo Mejía, también en la Universidad Nacional (1952) es ejemplo de arquitectura educativa. El Liceo Bolívar en Cartagena, de Arturo Robledo y Hans Drews (1959) fue un proyecto de concepción novedosa, por cuanto trajo al país la idea de campus estudiantil para un colegio de bachillerato. Dentro de esta misma idea se construyó el colegio Nueva Granada en Bogotá (G. Bermúdez y E. Arango) y se proyectó el Emilio Cifuentes de F. Martínez y G. Avendaño, (1959), proyecto de concurso que suscitó interés y controversia por su nuevo lenguaje.
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La vivienda individual para familias de altos ingresos fue un campo muy especial de la arquitectura colombiana desde los años cincuenta. A nivel internacional se había creado ya una especie de acuerdo en el que los arquitectos dedicaban especial interés a estas viviendas, en las que se podían diseñar detalles con especificaciones exquisitas y refinadas. La casa individual de clase alta era ya el símbolo de la mejor arquitectura, a pesar de que los ejemplos construidos fuera y dentro del país no siempre fuesen excelentes. Entre 1950 y 1960 se impuso en Bogotá la moda de las casas de un solo piso, con amplio jardín posterior, vivienda que reemplazó las viejas casonas de dos o tres pisos de la década anterior. La casa de Rafael Obregón en Bogotá (1955), en la que se asimilaron influencias de la arquitectura moderna norteamericana y japonesa del momento, generó una tendencia en la arquitectura residencial bogotana. Barrios como El Chicó en Bogotá, desarrollados en este lapso, marcaron otra etapa en la migración de la población de alto ingreso hacia la periferia de la ciudad, fenómeno que se presentó posteriormente en otras ciudades del país. Existían en 1960 diez facultades de arquitectura en todo el país, cantidad
Sede de los Laboratorios Squibb, de Cali, de Jorge Arango y Fernando Murtra, 1955, un buen ejemplo de calidad arquitectónica al servicio de actividades industriales.
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que sobrepasaba la de otras disciplinas, medicina por ejemplo. El número de entidades públicas que abrieron oficinas de planeación, arquitectura y construcción había crecido también en forma notable lo mismo que las firmas privadas y las oficinas individuales dedicadas al diseño y a la construcción. Este crecimiento gremial fue acompañado por una estratificación profesional surgida de las diferencias en la calidad de la formación profesional, en la procedencia social de los arquitectos y en la ubicación de los mismos en las empresas privadas o en las entidades públicas. El espíritu emprendedor y en cierto modo mesiánico de la primera época de la arquitectura moderna se sustituyó por una actitud de carácter elitista y el desarrollo del individualismo profesional en el estrato más exclusivo del gremio y por actitudes burocratizadas y comercializadas en otros estratos. La ruptura de la unidad profesional se reflejó en la diversificación de lenguajes y en una gradual estratificación social de la calidad de la arquitectura, con un decremento considerable en aspectos conceptuales, formales y técnicos de una buena parte de la producción. Para 1960 la arquitectura popular del país también había cambiado en forma apreciable, como consecuencia de las nuevas formas de asentamiento urbano de la población y de la asimilación de las nuevas técnicas de construcción. La arquitectura tradicional quedó relegada a los pueblos y a las áreas rurales de regiones cuya raigambre cultural se mantuvo relativamente estable frente a los avances de la influencia urbana. En las ciudades la nueva arquitectura popular se desarrolló en condiciones muy distintas a las de la arquitectura tradicional, con premura y bajo presiones muy fuertes de índole social, económica e institucional. Los barrios y las viviendas inacabadas se establecieron como los asentamientos típicos de la población pobre; el empleo del ladrillo y del concreto se incorporó definitivamente en la construcción popular urbana.
Los proyectos masivos de vivienda entre 1960 y 1970 fueron ya de escala gigantesca y causantes de un impacto urbano sin precedentes. Ciudad Techo ó Ciudad Kennedy en Bogotá, planeada con la expectativa de alojar 80.000 personas en su primera fase, probó ser un desatino urbanístico y arquitectónico que por fuerza de las circunstancias se convirtió en ciudad, cambiando el curso del desarrollo urbano de Bogotá. Otros proyectos posteriores en la misma ciudad, Timiza por ejemplo, fueron propuestos como muestra de otra actitud ante el problema de la vivienda de bajo costo en la que primaron consideraciones de orden urbano y arquitectónico, sin llegar a constituirse en solución efectiva. La labor del BCH en esta década continuó dentro de la línea de calidad ya establecida, con la construcción de barrios como los de Niza y Córdoba y en conjuntos de apartamentos tales como El Polo (G. Bermúdez y R. Salmona, 1959-60) y Calle 26 (A. Robledo y R. Velásquez, 1962) en Bogotá. El BCH, al término de esta década, construyó una obra excepcional, en términos urbanos y arquitectónicos: el conjunto de «Residencias El Parque» en Bogotá (R. Salmona, 1970). Esta ha sido una de las obras más influyentes en la historia reciente de la arquitectura profesional colombiana por sus cualidades de implantación urbana y por el manejo de formas y materiales y se ha convertido en una referencia internacional obligatoria. En la década de los años sesenta se producen varios fenómenos significativos dentro del marco de la arquitectura profesional colombiana. El primero de ellos es la aparición y difusión del rascacielos o torre como símbolo del progreso de las empresas privadas y, más importante aun, como usufructo comercial del espacio urbano. El concurso para la sede de la empresa Avianca en Bogotá, efectuado en 1963, fue el iniciador de este fenómeno. Las bases del concurso establecieron una altura máxima de 21 pisos, a la que se ciñeron todos los concur-
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santes menos el ganador, quien propuso una torre de 40 pisos, con el argumento de la importancia del nuevo símbolo urbano sobre el tejido circundante. (Esguerra Sáenz Urdaneta Suárez y G. Samper, 1963-70). Además del desacierto en el fallo del jurado, la endeblez de la Oficina de Planeación de Bogotá aceptó esa propuesta que rompía las normas existentes y abrió la brecha a la realización de una serie de edificios cada vez más altos. El ejemplo de Bogotá fue seguido en Medellín en el concurso del edificio Coltejer, ganado por la misma firma en 1968, ocasionando el mismo efecto sobre la ciudad. En Cali, el edificio del Banco Ganadero sentó el precedente, que afortunadamente no fue seguido de inmediato. Para 1970 el edificio en altura estaba en su apogeo, con efectos urbanos francamente indeseables. Un segundo fenómeno propio de los años sesenta se conoce con el nombre de «guatavitismo» y se refiere al efecto de la construcción de la nueva población de Guatavita, cerca a Bogotá, para trasladar los habitantes de un viejo poblado colonial que debía ser inundado por las aguas de la represa
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del Tominé. Los arquitectos encargados de este proyecto dieron rienda suelta a una imaginación que combinó ideas del planeamiento moderno y una expresión arquitectónica con más elementos de Hollywood que de la arquitectura tradicional de la Sabana de Bogotá. En esta población se construyeron una serie de edificios extraños pero llamativos, como un muestrario de formas y materiales que en nada se refirieron al discreto trazado y la apa-
Unidad residencial Calle 26, de Bogotá, diseñada por los arquitectos Robledo y Velásquez para el Banco Central Hipotecario, en 1962.
La vieja plaza de toros de Santamaría con el conjunto residencial Torres del Parque al fondo, una de las obras más elogiadas del arquitecto Rogelio Salmona; Bogotá, 1970.
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cible arquitectura de la vieja población. Aquí se dio el problema del cambio de contexto de los habitantes, quienes pasaron de sus amplios predios y casas tradicionales a unos pequeños lotes con casas compactas, fragmentadas en niveles y sin ninguna privacidad. Este proyecto causó otros muchos desajustes por la falta de conocimiento sobre la vida aldeana. Y sin embargo, para los visitantes el pueblo se convirtió en lugar de atracción y de admiración. El «estilo guatavita» se difundió primero en Bogotá y luego en todo el país, como símbolo de las aspiraciones de la población media y de los nuevos ricos entonces en vías de surgimiento. Entre 1960 y 1970 se construyeron en Bogotá obras importantes a nivel institucional. La Facultad de Enfermería de la Universidad Javeriana (Aníbal Moreno, 1966), la Facultad de Economía (G. Bermúdez y F. Martínez, 1960-61) y la Facultad de Sociología (R. Valencia, 1964) de la Universidad Nacional son muestras interesantes de la arquitectura universitaria de la década. El edificio para la Flota Mercante Grancolombiana, obra póstuma del arquitecto Hans Drews Arango realizada por Cuéllar, Serrano Gómez, marcó un hito en la construcción en concreto en Bogotá, con sus grandes voladizos de 9 metros que permitieron un espacio libre en el primer piso. Este planteamiento ha debido tomarse como pauta a seguir por las construcciones vecinas, pero, lamentablemente, la intención no trascendió posteriormente. El proyecto para la remodelación de la Plaza de Bolívar (G. Avendaño y F. Martínez), realizado entre 1960 y 1962, dio como resultado una acertada caracterización de plaza cívica y complementó de manera discreta el espíritu de las edificaciones circundantes. Este ejemplo fue copiado en otros sitios del país, no siempre con el mismo acierto. Entre las obras construidas fuera de Bogotá entre 1960 y 1970 cabe destacar el edificio para la Caja de Crédito Agrario en Barranquilla (Martínez y
Avendaño, 1961), en el que se trabajó concienzudamente el problema del clima, usualmente olvidado en otros ejemplos. En Cali se construyó la Plaza de Toros de Cañaveralejo (Camacho y Guerrero y Guillermo González Zuleta, 1958-62), audaz estructura en concreto que todavía se aprecia como un edificio original y adecuado a su finalidad. En la misma ciudad se desarrolló y construyó el campus de la Universidad del Valle, obra de conjunto que reunió a muchos de los arquitectos influyentes en el país bajo la coordinación del arquitecto Jaime Cruz. En este proyecto se siguió demasiado fielmente la idea de campus universitario de la arquitectura moderna con su dispersión de edificios y su intrincado sistema vial. Las construcciones (1968) para los Juegos Panamericanos dotaron a Cali de instalaciones deportivas y de obras de paisajismo que hoy en día subsisten como aportes a la vida urbana de la ciudad. En la ciudad de Medellín no se realizaron muchas obras afortunadas en este período, dado que sus grandes proyectos se orientaron más hacia las edificaciones en altura y la arquitectura general de la década fue predominantemente pragmática. Sin embargo, una nueva generación de arquitectos egresados de las universidades Nacional y Bolivariana en esa ciudad inició sus labores hacia 1965 y condujo gradualmente la arquitectura antioqueña hacia búsquedas y realizaciones que comenzaron a dar resultados a finales de la década siguiente como una alternativa regional tanto o más interesante que lo acontecido en Bogotá. En las obras profesionales realizadas entre 1960 y 1970 se percibe una indiferencia hacia la situación urbana que para entonces ya había alcanzado niveles de complejidad y deterioro alarmantes. Esta indiferencia se aprecia en las actitudes adoptadas frente al problema de la vivienda para sectores pobres: la actitud puramente pragmática y cuantitativa tendiente a reducir especificaciones urbanas y arquitectónicas y la intención esteticista
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de crear espacios y formas irregulares e interesantes sin tomar en cuenta limitaciones económicas. La primera actitud, que fue la predominante, ocasionó desastres urbanísticos y sociales, y la segunda intención desvió la atención de la discusión hacia las formas físicas sin permitir identificar un campo de acción más relacionado con la situación de los grupos populares del país. Los intentos por atender requerimientos de vivienda dieron espacio pero no constituyeron ni ciudad ni hábitat cultural. La arquitectura popular urbana continuó entonces un curso accidentado, afectado cada vez más por las normas urbanas que fueron adoptadas incluso por urbanizaciones piratas como pauta de tamaño de predios y de vías, mas no como pauta de legalidad. Se redujo cada vez más el tamaño de predios y de vías encogiendo así el espacio habitable para la gran cantidad de pobladores de bajos recursos. La década de los sesenta terminó entonces en el punto crucial de desintegración de las ciudades por efecto de una comercialización creciente del espacio urbano y por una pauperización espacial correspondiente de sus más amplios sectores de población. 1970-1986. La era de la arquitectura comercial El comienzo de la década de los setenta y el cambio de un régimen liberal a uno conservador fueron puntos de cambio en la orientación del país hacia un modelo de desarrollo basado con más fuerza en la economía de consumo y en la concentración monopolística del dinero. En el campo del desarrollo urbano y de construcción esto se manifestó en la transformación de los sistemas financieros, mediante la implantación del sistema llamado de «Unidades de Poder Adquisitivo Constante» o Upacs, como se conocen comúnmente. Este sistema es una variación del sistema de captación en forma masiva, del ahorro individual para financiar, esta vez a través de
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«Corporaciones de Ahorro y Préstamo», la construcción de viviendas y de edificios comerciales. La corrección monetaria al ritmo de la devaluación, añadida a los intereses corrientes del dinero, creó un incentivo para el ahorrador. Las corporaciones, empresas privadas, se expandieron notablemente y se convirtieron en grandes monopolios financieros que, a través de empresas urbanizadoras y constructoras creadas como subsidiarias o satélites, adquirieron grandes porciones de tierra urbana y desarrollaron proyectos de muy alta rentabilidad económica, usualmente de muy baja calidad urbana y arquitectónica. De esta forma el control financiero del desarrollo urbano y de la construcción pasó de manos del Estado a manos de la empresa privada, la que ha determinado la pauta de cantidad y precio de la vivienda y en general de la construcción en el país y ha contribuido a la considerable reducción de las especificaciones de la vivienda y de la ciudad, sacrificando calidad y habitalidad en aras de las considerables ganancias de financiadores y de constructores. De este proceso emergió una nueva ciudad colombiana, la ciudad upaquizada, rodeada con cinturones de barrios de considerable magnitud y suburbios extensos, con viviendas que por la reducción de su tamaño ahora llegan a límites francamente inverosímiles, a la par que sus costos sobrepasan también las posibilidades reales de la población. Si lo anterior ha sucedido en el campo de la vivienda media, anteriormente destacada por la calidad de la oferta, los efectos de este fenómeno sobre la vivienda de bajo costo han sido aun más delicados. Desde 1971 se oficializaron unas «normas mínimas de urbanización, servicios públicos y servicios comunitarios» preparadas para el Instituto de Crédito Territorial por un grupo de consultores privados. En estas normas se consagró la reducción de especificaciones como estrategia para reducir costos en los proyectos oficiales de vivienda. La reducción, adop-
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Unidad residencial Carlos E. Restrepo, IV Etapa, Medellín, de la firma de arquitectos L. y L.H. Forero Limitada (1978-1982), una buena muestra del interés de la arquitectura colombiana por soluciones de vivienda multifamiliar.
tada inmediatamente por las entidades públicas, condujo a proyectos de un grado de precariedad hasta entonces desconocido y posteriormente acentuado todavía más. El efecto del «Upac» en la arquitectura profesional colombiana ha sido definitivo, por cuanto alteró substancialmente la estructura del mercado del trabajo y alteró también las reglas de juego profesional por el ingreso de grandes capitales y enormes ganancias en un trabajo que hasta entonces había medrado en escala relativamente menor. Las reglas de la competencia cambiaron en forma análoga, rompiéndose unos códigos de ética que, si bien eran endebles y habían sostenido un trato bastante equitativo, fueron insuficientes para manejar la avalancha de la construcción masificada que se desató con las medidas financieras de 1970-80. El descenso reciente en la actividad constructora y el desempleo profesional actual muestran las condiciones artificiales del auge precedente y la falta de sensatez en la distribución de los recursos financieros y en el manejo de la oferta y la demanda del trabajo profesional. La producción arquitectónica colombiana en los últimos diecisiete
años es hetereogénea y de múltiples expresiones. En el campo de la vivienda los ejemplos más notables de este período se localizan, al igual que en la etapa precedente, en casas individuales aisladas y en algunos proyectos de conjunto. En Medellín se encuentran como ejemplos destacados en este último campo la Etapa IV del conjunto Carlos E. Restrepo y la Ciudad San Diego (L. y L. H. Forero, Arquitectos Ltda. y otros, 1978-1982) y la Tercera Etapa de la Nueva Villa de Aburrá (Nagui Sabet y Asociados, 19791982), obras de acentuado carácter urbano que contrasta con el carácter habitual de ciudad-jardín dado a este tipo de proyectos en épocas anteriores. En.Bogotá se construyeron los conjuntos La Esmeralda y Manuel Mejía (Álvaro Botero y L. E. Reyes, 1976-1978) y La Primavera (Alfonso García Galvis, 1972), de apartamentos de costo medio y bajo, también con carácter definitivamente urbano. La modalidad de conjuntos cerrados de vivienda unifamiliares fue originada en Bogotá y fue especialmente destacada en la obra de la firma Rueda Gómez y Morales, a comienzos de la década de los años sesenta. Esta modalidad se difundió posteriormente
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en otras ciudades del país y se aplicó también a viviendas bifamiliares y multifamiliares. El resultado en general es heterogéneo e incluye proyectos de diversa calidad arquitectónica y dudosa calidad urbana, dadas las intenciones explícitas de aislamiento del entorno circundante y el cobro del costo de ese privilegio. Ejemplos sobresalientes de esta tendencia son los conjuntos El Bosque y Santa Teresa (Rueda G. y Morales, 1972-1975), Polo del Country (Urbs Ltda., 1980), La Calleja (Campuzano, Herrera y Londoño, 1979) y Los Sauces (A. García Galvis, 1982) en Bogotá. En Medellín los conjuntos de Quebradahonda (Nagui Sabet y Asociados, Arquitectos Ltda., Arboleda y Cía., 1980), y Villa Concha (Arquitectos Ltda. 1980) son igualmente representativos. La acción del Estado en el campo de la vivienda de bajo costo ha sufrido un deterioro considerable en los últimos dieciséis años. Después de instauradas las normas mínimas, se construyeron los primeros barrios en Bogotá: La Manuelita (CVP, 1972) y Garcés Navas (ICT, 1972). Proyectos semejantes
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se extendieron por todo el país. La reducción de los predios, la eliminación de vías vehiculares, la modalidad de la construcción a partir de un cuarto inicial, y la autoconstrucción sin asistencia técnica han contribuido a producir barrios predeteriorados sin posibilidades de mejoramiento. Esta tendencia aumentó todavía más con la política reciente de producción masiva de vivienda de bajo costo que, con el
Conjuntos cerrados de vivienda unifamiliar: Quebradahonda, en Medellín, 1980, de las firmas Nagui Sabet Arquitectos ltda. y Arboleda y Cía.
Unidad residencial Villa Concha, Arquitectos Ltda., Medellín, 1980.
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Centro de Convenciones de Cartagena, Esguerra Sáenz y Samper, 1979-1982, uno de los edificios más opulentos construidos en una época de auge de negocios ilícitos, de monopolios financieros y de afán de ostentación del propio Estado.
lema de «vivienda sin cuota inicial» y con normas aun más mínimas, producen actualmente barrios en los que la calidad urbana y arquitectónica se ha reducido por debajo de los límites de lo aceptable. Por contraste, entre 1970 y 1980 se construyeron en el país algunos de los edificios más opulentos en la historia nacional. El auge de los negocios ilíCentro comercial Villanueva, de Medellin, meritoria labor de readaptación a nueva finalidad arquitectónica del antiguo edificio del Seminario Conciliar, efectuada por L.H. Forero y Arquitectos, Ltda.
citos, la riqueza producida por los monopolios financieros y el afán de ostentación del mismo Estado dejaron ejemplos de especificaciones, tamaños y costos considerables. El Centro de Convenciones de Cartagena (Esguerra Sáenz y Samper, 1979-1982) es el más representativo de los edificios resultantes de esta pretenciosa visión del trabajo profesional, con una presencia urbanística y arquitectónica ingrata para la ciudad histórica. Los centros comerciales Unicentro (Pizano Pradi11a y Caro, 1974) y el Granahorrar (Luis Raúl Rodríguez y Asociados, 1980) en Bogotá son ejemplos de la traducción al lenguaje nacional de modelos norteamericanos de centros comerciales, con una negación rotunda hacia la ciudad y con el uso de materiales vistosos y de exagerada ostentación. Contrastan con estos ejemplos las labores de recuperación del entorno urbano y de sus edificios que se han efectuado en el país en los últimos años. El centro comercial Villanueva de Medellin (L. H. Forero y Arquitectos Ltda., 1982) se instaló en el edificio del antiguo Seminario Conciliar de la ciudad, gracias a una tarea de reciclaje meritoria en la que se trabajaron discretamente los nuevos elementos necesarios para el desarrollo co-
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mercial sin destruir el edificio y dando a sus visitantes la grata presencia del pasado. Como otra modalidad de reciclaje se construyó también en Medellín el centro comercial Almacentro, para el que se utilizaron estructuras de bodegas industriales (L. y L. H. Forero y Condiseño, 1983). La restauración de construcciones antiguas ha tenido un incremento notable en el país en los últimos años y existen trabajos de calidad extraordinaria efectuados sobre estructuras coloniales, republicanas y del período previo a la arquitectura moderna. En Bogotá y sus alrededores se han efectuado trabajos interesantes: la restauración de la hacienda Cortés en Bojacá (Enrique Triana U., 1972), la casa de La Moneda (Germán Téllez, 1978), la iglesia de Santa Clara (Colcultura, 1984), la casa del Fondo Cultural Cafetero (G. Téllez, I. Díaz y E. Moure, 1981), la casa de Liévano, hoy sede de Colcultura (A. Barrera, 1979), la Fábrica de Chocolates, hoy Rectoría de la Universidad de Los Andes (J. L. Cerón y R. Gutiérrez, 1977) y el Colegio de La Merced, hoy Biblioteca Pública Distrital (Rafael Gutiérrez, 1983), entre muchos otros. En Tunja se efectuó el trabajo de restauración del antiguo convento de San Agustín (Álvaro Barrera, 1980), con una original aproximación a la reconstrucción de un claustro semidestruido. En Cartagena, ciudad histórica por excelencia, se han efectuado magníficos trabajos de restauración y, paradójicamente, se demolió el Teatro Heredia, para una reconstrucción que parece que nunca ha de comenzar. En Cali, Bucaramanga y Manizales se han efectuado también trabajos notables. Pero es sin duda la reconstrucción de la ciudad de Popayán la tarea más ardua a la que se enfrentan los restauradores colombianos, después del sismo de 1983. Esta tarea ha puesto en evidencia el desconcierto profesional trente a la historia como ciudad, mientras que el manejo de las edificaciones aisladas ha sido hasta el momento bastante afortunado.
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La década de los setenta y los años transcurridos de la época de los ochenta que han sido bastante importantes en el cambio general de actitudes y enfoques de la arquitectura internacional, han configurado en Colombia un período de fuertes contrastes entre edificios muy especiales y de muchos valores y la gran producción masiva previamente descrita. En estos años se han generado fenómenos diferentes en las distintas ciudades del país. En Bogotá, por ejemplo, se definió una «escuela de ladrillo», tomando como base una tendencia previamente dada en forma espontánea por unos pocos profesionales a comienzos de la década de los sesenta. La arquitectura bogotana del ladrillo ha cobrado importancia a nivel internacional gracias a la difusión que ha recibido a través de exposiciones y publicaciones. Buena parte de las obras construidas en ladrillo en Bogotá son edificaciones de vivienda para la población de ingresos medios y altos. A nivel de edificios de interés público se encuentran algunos ejemplos significativos: el coliseo cubierto El Salitre (Camacho Guerrero, 1972), el edificio para el Icfes (Aníbal Moreno, 1971), el de la Universidad Santo Tomás (Enrique Triana, 1974) y el de la Universidad Distrital (Instituto de Desarrollo Urbano, 1984) son ejemplos destacados de esta escala de la arquitectura del ladrillo.
El Salitre, de Bogotá, diseñado por los arquitectos Camacho y Guerrero, 1972.
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Nuevo aeropuerto José María Córdoba, Rionegro/Medellín, 1985, uno de los mejores ejemplos de arquitectura aeroportuaria más reciente en el país.
En Medellín ha sucedido un fenómeno arquitectónico particular, el incremento notable de realizaciones arquitectónicas de muy alta calidad que, sin configurarse como escuela en el mismo sentido de la arquitectura bogotana y dentro de una concepción bastante ecléctica, muestran respeto por la ciudad y por el paisaje que aún subsiste en medio del acelerado crecimiento urbano del valle de Aburrá. Además de sus realizaciones, algunos arquitectos antioqueños han sido en los últimos años vehementes defensores del espacio urbano y han promovido eventos en los que los problemas de la ciudad se discuten y se comentan con mucho interés y participación.
En tanto se logra definir mejor las escuelas regionales y se establecen unos términos más claros de participación urbana de los profesionales, la actividad del diseño y de la construcción continúa en la tarea de dotar a las ciudades de edificios indispensables para su actividad y para asumir las nuevas formas de comunicación y transporte, propias de su crecimiento. Cabe terminar este recuento de los últimos años citando algunos de los edificios para el transporte y la administración, construidos entre 1970 y 1986. Los aeropuertos de Palmaseca en Cali (Camacho y Guerrero, 1970), Ernesto Cortisoz en Barranquilla (Aníbal Moreno, 1981), y José María Córoba en Medellín (CEI DARCO, TAMS, 1985) son los tres ejemplos más importantes en su género y muestran diferentes aproximaciones al problema del tráfico aéreo y del clima. Los terminales de transporte en Cali (Zornosa y O'Byrne, 1974), de Bogotá (Estrada, Bonilla y Gáfaro, 1984) y de Medellín (Departamento de Diseño, Terminal de Transportes, 1984) son también una muestra de nuevas soluciones a los problemas metropolitanos del país. Como ejemplos no del todo adecuados de centros administrativos se encuentran el Centro Administrativo Distrital de Bogotá (Cuéllar, Serrano Gómez, 1972), el Centro Administrativo Municipal de Cali (Esguerra Sáenz y Samper, 1978) y el Centro Administrativo La Alpujarra de Medellín, aún en desarrollo. En ellos se intentó localizar en conjuntos arquitectónicos homogéneos las dependencias, administrativas de las ciudades, olvidando la importancia de los centros históricos existentes y de sus edificios significativos. En problemas de escala metropolitana cabe señalar la importancia del proyecto para el Parque Simón Bolívar en Bogotá, primer parque a escala metropolitana que se realiza en el país. En las 57 hectáreas de tierra urbana disponibles, un equipo interdisciplinario dirigido por el arquitecto Arturo Robledo Ocampo ha diseñado
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Base del Centro Administrativo Distrital de Bogotá, de Cuéllar Serrano Gómez, 1972.
un enclave de paisajismo y edificaciones para la recreación masiva que, al ser terminado en 1992, dotará a la ciudad de un espacio libre indispensable que compensará, en alguna medida, la pérdida del paisaje de la Sabana de Bogotá causada por el crecimiento urbano desmedido e incontrolado. Este parque sirve de comparación con aquellos parques de comienzos de siglo que atendieron las necesidades de una ciudad de escasos cien mil habitantes y que en su momento fueron equivalentes. Hacia el futuro Cien años de arquitectura colombiana constituyen un reflejo no siempre exacto del curso errático y en ocasiones indeciso de la vida del país. Los cambios que se han producido en la arquitectura que hace un siglo era tradicional y hoy en día es heterogénea, son parte de un proceso cultural a lo largo del cual el país pasó de su aislamiento relativo de hace un siglo a su vinculación en un panorama intercultural contemporáneo, no sólo como espectador y receptor, sino también como protagonista.
El cambio, si bien ha sido una realidad, no ha sido completamente favorable. Si hace un siglo estaba apenas en formación una cultura urbana y ésta se enmarcaba dentro de los límites de las distintas regiones culturales del país, el siglo transcurrido hasta ahora no ha ayudado a dar cuerpo a esa cultura y sí ha contribuido a perder aquellos valores regionales que antes dieron identidad y capacidad propias a poblaciones enteras, ahora sujetas a las leyes de un mercado inexorable. Pero el país y su arquitectura han llegado a un presente en el que el conocimiento de problemas y de instrumentos para resolverlos ha aumentado considerablemente, en relación con esa especie de limbo en el que el país se sumergía hace un siglo. En la arquitectura profesional ha existido mucho talento, pero ha faltado noción de pertenencia a los lugares y a sus historias respectivas. La enumeración de ejemplos incluidos en este recuento no es completa pero sí es suficiente para mostrar la alta calidad alcanzada en una parte del trabajo profesional. Esta capacidad de un potencial que puede dar impulso a las acciones que se orienten hacia el futuro,
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siempre y cuando, obviamente, el país adopte un rumbo. La arquitectura popular, sus tradiciones y sus cambios forman esa otra parte esencial de la arquitectura colombiana en la que se encuentran, al lado de considerables problemas, incontables soluciones que esperan ser entendidas y debidamente aprovechadas para transformarse en normas de planeación, en nuevos esquemas de participación profesional y en múltiples posibilidades de hacer arquitectura. Ahora, cuando se discuten a nivel internacional múltiples alternativas para hacer de la arquitectura un instrumento significativo en términos sociales y culturales, quizá sea posible
convertir la arquitectura colombiana en un instrumento de recuperación del espacio habitable para beneficio de la población y de la misma historia; espacio que pueda ofrecer un punto de referencia no sólo para el presente sino para el futuro. En este cambio el proceso histórico del último siglo sirve como un parámetro de referencia para entender cómo el país y sus circunstancias han dado pasos atrás y adelante y cómo, con el conocimiento y el entendimiento de su propia historia, la arquitectura colombiana puede alcanzar nuevos estados en los que servirá para vivir colectiva e individualmente los senderos que esa historia constantemente habrá de construir.
Bibliografía ARANGO, J., y MARTÍNEZ, C. Arquitectura en BERNAL, M., GALLEGO, A. L., y JARAMILLO,
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Cien años de teatro en Colombia Carlos José Reyes Posada El edificio teatral
L
a historia del teatro de los pueblos tiene una estrecha relación con los edificios en los cuales se llevan a cabo las representaciones, pues es precisamente en estos espacios donde se produce la relación del actor con su público, fundamento de la existencia misma del arte dramático. En la capital colombiana, el edificio que dará lugar a una actividad continua y coherente será construido en tiempos de la Ilustración, a fines del siglo XVIII, coincidiendo con la conmemoración del III centenario del descubrimiento de América. Será levantado en 1792, pese a la desaprobación del arzobispo de Santafé, Baltazar Martínez Campañón, por el comerciante Tomás Ramírez, y adquirido, alrededor de 1840, por don Bruno Maldonado, por lo cual, a partir de esta fecha recibirá el nombre de «Teatro Maldonado». En este edificio tendrá lugar la mayor parte de la actividad teatral de los últimos años de la Colonia, la Independencia y la República, a todo lo
largo del siglo XIX, pero a fines del siglo resultará inadecuado para una ciudad que crece rápidamente y que requiere de un edificio teatral más acorde con su desarrollo y con el prestigio que tiene de ciudad culta. Precisamente a los cien años de ser levantado el primer teatro, durante la presidencia de Rafael Núñez, en tiempos de la Regeneración, sobre las ruinas del primer coliseo se levantará el Teatro Colón de Bogotá, como un homenaje al IV centenario del descubrimiento de América, razón por la cual se le bautizará con el nombre del gran almirante de la mar océana. Para la construcción del nuevo edificio, se acude a los servicios del mismo grupo de arquitectos y decoradores que por la misma época trabajan en la terminación de la obra del Capitolio Nacional, iniciada en tiempos del general Mosquera. El proyecto del arquitecto Pietro Cantini era edificar un gran teatro en la carrera 8.a, a un costado del Observatorio Astronómico, muy cerca del sitio donde, por los mismos años, se construye el Teatro Municipal; pero por razones de presupuesto, en los tiempos austeros del doctor Núñez se resolvió expropiar el caserón semiderruido del antiguo Tea-
Figurines de Enrique Grau para "El rey Lear'', de Shakespeare, montaje del Teatro Libre de Bogotá, 1979.
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Cartel para la Junción de teatro de la pieza "El trapero de Madrid", dedicada a los artesanos de Bogotá y a beneficio del gracioso de la compañía española de Mariano Ruiz. La función comenzó con una obertura a gran orquesta, dirigida por José María Ponce de León e incluyó la elevación de un globo a la puerta del teatro y la rifa de un novillo que fue exhibido en la entrada. Los precios oscilaban entre 5 fuertes y 50 centavos. Fue el jueves 26 de febrero de 1880.
tro Maldonado, para levantar sobre sus escombros el nuevo teatro, propiedad de la nación. El 14 de septiembre de 1885 fue dictado el decreto de expropiación, firmado por el propio presidente Rafael Núñez y por su ministro de Fomento, don Julio E. Pérez. El viejo coliseo fue demolido y sobre sus cimientos comenzó a levantarse el nuevo Teatro Nacional. Una de las grandes novedades que trajo consigo la construcción del nuevo coliseo fue la iluminación, pues hasta el momento, como era costumbre en los teatros «a la italiana» desde el siglo XVIII, sólo era posible «alumbrar» con lámparas de aceite y can-
delabros provistos con velas de sebo, con el riesgo de que cayeran residuos de esperma derretida sobre los espectadores, como cuenta en sus Reminiscencias Cordovez Moure. La nueva iluminación fue un acontecimiento notable y uno de los más visibles registros del progreso en la capital, por cuanto el alumbrado se hizo «mediante el sistema eléctrico incandescente» bajo la dirección del electricista señor José Vergnam, para lo cual se hizo venir de Italia todo un tren de motores de vapor, dínamos, conmutadores, máquinas, etc., todo de superior calidad, como señala don Nicolás Ortiz en su libro Provincia de Bogotá. El 12 de octubre de 1892 se llevó a cabo una velada literaria, con la asistencia del Congreso, para la inauguración del teatro, ya bautizado con el nombre de Colón. A ella asistieron diversas personalidades de renombre en los campos de las letras y la política, como el poeta Rafael Pombo y el escritor José Joaquín Casas, fundador años más tarde del Boletín de Historia y Antigüedades. En un comienzo, el Teatro Colón realiza, simultáneamente, reuniones de carácter político y social, compartiéndolas con actividades escénicas y literarias, veladas musicales y presentaciones de grandes óperas, actividad que no resulta extraña a las características de un edificio como el Colón. En cambio, la dramaturgia nacional sólo aparece esporádicamente en el escenario del Teatro Colón, teniendo que esperar las escasas y breves temporadas que le dejan las compañías visitantes de ópera y zarzuela, así como las de comedias y saínetes españoles, argentinos y mexicanos, que se desplazan por los principales teatros del continente. En algunas ocasiones, llegan figuras importantes del teatro en el mundo, como doña María Guerrero y don Fernando Díaz de Mendoza, Ricardo Calvo, Margarita Xirgu o Nélida Quiroga, nombres que el público bogotano recordará durante mucho tiempo, pero a la vez aparecerá un sinnúmero de compañías comerciales que
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viven en gira permanente, llevando un repertorio pensado única y exclusivamente en función de la taquilla, con dramas folclóricos o comedias de doble sentido, que puedan atraer a un gran número de espectadores. En otras ciudades del país, la construcción de teatros es algo más tardía. Por ejemplo, en Medellín, en 1909, se inaugura el Circo España, teatro de uso múltiple al aire libre. En 1918, sobre la estructura envejecida del llamado Teatro de La Gallera, se construye el Teatro Bolívar, que hasta su destrucción irreflexiva en los cincuenta será la sede principal de la actividad teatral. Las obras de más éxito, sin embargo, se presentaban en el Teatro Junín, una sala de 4.000 asientos dedicada principalmente al cine e inaugurada en 1924. En Bucaramanga, el Circo Teatro Garnica fue inaugurado en 1924; antes existió el Teatro Peralta, y más tarde fue fundado el Teatro Alarcón y Camacho. Y la ciudad de Pasto tuvo su primera sala con el Teatro Imperial, inaugurado en 1922. En otros países, como México o Argentina, este tipo de teatro comercial dará lugar a una intensa actividad profesional y a la apertura de gran cantidad de salas, que consigue atraer a los espectadores en forma masiva, al Margarita Xirgu, una de las grandes figuras del teatro que pasaron a comienzo de siglo por el Teatro Colón. Al lado, el Circo España, de Medellín, inaugurado en 1909, para múltiples usos y al aire libre.
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Fachada del Teatro Bolívar, Medellín, construido sobre la vieja estructura del teatro de La Gallera en 1918. Será la sede principal de la actividad teatral en la capital antioqueña hasta los años 50, cuando es destruido irreflexivamente.
tiempo que se van desarrollando formas locales de teatro popular, y, más tarde, algunas experiencias renovadoras en busca de una dramaturgia propia, como el llamado «grotesco criollo», en Argentina, el teatro bufo cubano o el «sainete», la «pastorela» y el «auto» mexicanos. Primeros intentos de escritura teatral en el siglo XX En nuestro caso, la dramaturgia nacional sólo llega a producir en el primer tercio del siglo XX lo que podríamos llamar un teatro «de salón», textos es-
critos más para ser leídos que representados, elaborados por novelistas, poetas y políticos que ensayan el diálogo dramático como un género literario más, sin que lleguen a ser confrontados con el público, quizás por la ausencia de un movimiento teatral con actores y compañías como los que por esa misma época existen en otros países de América Latina, a los que nos hemos referido. Y no es que falten nombres o títulos de obras teatrales; la lista en sí misma podría dar la impresión equívoca de una fecunda producción, si no nos preguntáramos cuántos de esos títulos llegaron a ser estrenados. Se sabe, por ejemplo, que el propio Rafael Núñez escribió muchas notas referidas a grandes obras teatrales, ensayó el género dramático en una pieza, que aún permanece inédita, titulada Las caricaturas. Otros políticos y presidentes, como don José Manuel Marroquín, incursionaron en este difícil género. Marroquín, aparte de las crónicas costumbristas, la poesía lírica o satírica, la novela, los textos gramáticos y ortográficos y los escritos políticos, fue un prolífico autor teatral. Entre los títulos de sus comedias se cuentan: El entierro de mi compadre, Santos y reyes, El ministro inglés, La disparidad de cultos (1884), Variaciones sobre «El médico a palos», Las viejas, El elixir de la juventud (estrenada en 1884) y El azote de Bogotá, éstas últimas muy conocidas en su época. También el hijo del presidente poeta, don Lorenzo Marroquín, académico, novelista y diplomático, escribió dramas y comedias. Entre las segundas, algunas dedicadas a Rafael Pombo y a León XIII, y los dramas: Cartagena heroica, La soberanía del dolor y Lo irremediable, escrito en colaboración con Rivas Groot, y estrenado en 1905 en el Teatro Colón. El tema de la obra apuntaba a una novedosa apertura realista, al plantear los problemas éticos y sentimentales derivados de las oportunidades de corrupción que se daban en el medio gubernamental.
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El teatro escrito por literatos tiene figuras muy representativas de la novela, la poesía y la literatura panfletaria con nombres tan notables como José Eustasio Rivera, Porfirio BarbaJacob y José María Vargas Vila. Del autor de La vorágine se tiene noticia de algunos dramas: Juan Gil, Los escarabajos, Las arrepentidas, El virrey son las piezas escritas por José Eustasio Rivera, que desafortunadamente permanecen inéditas. En cuanto al teatro del poeta Porfirio Barba-Jacob (pseudónimo de Miguel Angel Osorio), se conocen su comedia Main Ximénez y un sainete titulado La familia modelo, escrito en colaboración con Caicedonio Junco de la Vega. Como una referencia teatral, y una alusión al Dante, su autobiografía se titula La divina tragedia. Vargas Vila, cuyas novelas y panfletos se destacaron por el sarcasmo y la virulencia, escribió una tragedia lírica titulada El huerto del silencio. Aparte de estos desconocidos textos de célebres autores, las corrientes literarias más importantes del siglo, así como los círculos y movimientos intelectuales, también desarrollaron una producción teatral de un cierto valor, que vale la pena mencionar. La Gruta Simbólica Un pintoresco movimiento de carácter bohemio, integrado por poetas satíricos y repentistas, se produjo en Bogotá durante el primer cuarto de siglo. Sus integrantes celebraban tertulias y duelos poéticos, reunidos bajo el nombre de La Gruta Simbólica. Algunos de sus miembros escribieron piezas teatrales, además de la poesía y los c h i s p a s surgidos al calor de los aguardientes, en sus tertulias y veladas sabatinas. Federico Rivas Frade, uno de sus miembros más asiduos, escribió los saínetes Temperando y El solterón, las comedias Contra avaricia, viveza, Las pelucas y Un empleado en viernes, todas ellas en verso, así como los dramas Entre la tierra y el cielo y El más allá.
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Porfirio Barba-Jacob, autor de la comedia "Maín Ximénez" y del sainete "La familia modelo", escrito en colaboración con Caicedonio Junco de la Vega.
Otro de los repentistas más asiduos al grupo, y que también se destacó como novelista, fue el poeta Clímaco Soto Borda, sobre el cual se cuentan innumerables anécdotas y gracejos en las veladas a las que nos hemos referido. A él se deben las comedias Caspiroleta y Cómo pasaron las cosas, esta última escrita en compañía de su gran amigo y contertulio de La Gruta Simbólica, Jorge Pombo. Clímaco Soto Borda (1870-1919), contertulio de la Gruta Simbólica, autor de las comedias "Caspiroleta" y "Cómo pasaron las cosas", ésta última escrita con Jorge Pombo.
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Fachada del Teatro Junín, de Medellín, construido en 1924. Dedicado al cine principalmente, fue también el sitio de presentación de las obras de mayor éxito en las tablas, gracias a su sala con capacidad para 4 mil espectadores.
Teatro Municipal de Bogotá, sobre la carrera 8a entre calles 9a y 10a, construido por Mariano Santamaría. Fue derribado en 1947. Alternó con el Colón en la presentación de compañías teatrales nacionales y extranjeras.
Las líneas trazadas por los autores de La Gruta Simbólica son comunes al teatro escrito en el país durante el primer cuarto de siglo. O bien se trata de sainetes satíricos y costumbristas, con pinceladas de humor amable y provinciano, o, por el contrario, las piezas son trascendentales dramas en verso, en los cuales abundan las preocupaciones morales, metafísicas y religiosas. En lo «cómico», en la comedia y el saínete, se desborda una personalidad más viva, realista o costumbrista, pero donde alcanzan a dibujarse tipos y personajes más adecuados al género teatral. En los dramas y tragedias, los personajes resultan acartonados, y las situaciones forzadas, donde los pesados diálogos en verso sirven como pretexto para transmitir una ideología moralista y conservadora, bajo la influencia de autores españoles de moda, como José Echegaray y más tarde Jacinto Benavente. Este último género desapareció por completo con su tiempo, revelando que en términos de la producción teatral en nuestro país los géneros dramático y trágico no resultan por regla general los más aceptados.
Los premios teatrales En el primer tercio de nuestro siglo los escritores y poetas se reunían en distintas formas, agrupaciones e instituciones, algunas de las cuales lograron perdurar, como la Academia Colombiana de Historia. La llamada «Sociedad de Escritores» concedió distintos premios, alrededor de los años veinte, incluyendo entre ellos al teatro. Entre los autores premiados podemos mencionar a Adolfo León Gómez, abogado, parlamentario, cuentista, fabulista y comediógrafo. Ya a fines del siglo anterior su drama El soldado había provocado una temprana censura oficial. En efecto, la pieza, escrita en verso, presentaba en forma muy crítica la situación de los reclutas de las guerras civiles. Al estrenarse en el Colón en 1892, el entusiasta aplauso del público parece haberse concentrado en textos y momentos que podían sentirse como alusivos a la administración de Miguel Antonio Caro. Por esto, el gobierno decidió prohibirla. En carta de José Vicente Concha se afirmaba que en la obra «se ataca la institución militar, se escarnece la justicia, las instituciones y las autoridades de la República, por lo cual, según el artículo 513 del Código de Policía, no puedo darle el pase a la obra aludida». Otras de sus obras están inspiradas por sentimientos patrióticos, como El siete de agosto y La bandera de la patria. Entre sus comedias, en las cuales el tema político y parlamentario desempeña un importante papel, se destacan los títulos: El derecho de pataleo, La política exaltada o burla de las exageraciones de partido en la guerra de 1876. Además de varios dramas y comedias de un orden similar, escribió diálogos y juguetes escénicos para ser representados en las escuelas. Corazón de mujer fue estrenada en 1917. Otros autores premiados fueron FeUpe Lleras Camargo, cuya comedia El descanso fue laureada por la Sociedad de Autores en 1925; Emilio Franco, cuyo drama Si hablaran los perros obtuvo el Premio Nacional en 1933. Don
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Pantaleón Gaitán, hombre muy informado sobre la producción teatral en nuestro país, que había logrado reunir un gran número de piezas colombianas en su biblioteca, escribió las comedias El regalo de bodas y El ministro. Su comedia-zarzuela En Virlandia fue laureada en 1918 por la Sociedad de Autores de Bogotá. En el año de 1919 obtuvo el premio de la Sociedad de Autores de Colombia la obra Lauro Candente, del autor antioqueño Alejandro Mesa Nicholls. Una de las mejores obras de los primeros años de este siglo es Susana, del antioqueño Gabriel Latorre, estrenada en Medellín en 1908. En la década siguiente, la compañía de Arturo Acevedo Vallarino logró presentar varias obras en el Colón y en el Teatro Municipal, y llevarlas en amplias giras a otras ciudades del país. Entre su repertorio se destacaban El tesoro de Ángel María Céspedes y El escollo de Daniel Samper Ortega. Por fuera de Bogotá se continuó haciendo un teatro con énfasis folclórico, como el de Ciro Mendía, autor de Arrayanes y mortiños y Pa'que no frieguen, estrenadas en Medellín en la década de los veinte, o como el de Enrique Otero D'Acosta, cuya pieza La cenicienta se conoció en Manizales en 1923. A veces afloraban ciertos contenidos más realistas, como en el caso de Guayabo negro, adaptación teatral del cuento de Efe Gómez, representada en 1920 en Medellín. También en Bucaramanga, Barranquilla y Popayán hubo un incipiente movimiento teatral, y en Medellín un grupo de aficionados dirigido por Teresa Santamaría acostumbró al público de comienzos de la década de los veinte a ver papeles femeninos representados por actrices, cuando en general eran interpretados por hombres. Antonio Alvarez Lleras Sin duda, el autor más importante de las primeras cuatro décadas de nuestro siglo es el doctor Antonio Alvarez Lleras. Nació en Bogotá el 2 de julio
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El poeta Ciro Mendía, (Carlos Edmundo Mejía Angel, 1894-1979), autor de numerosas comedias: "Prometeo desencadenada", "La negra tiene la palabra", "El traje azul", "El papá de Trina", "Arrayanes y mortiños", "Pa que no frieguen", "Pérdidas y ganancias" "La dulce mentira" "El enemigo malo" "El traje gris" "Dos mujeres" "La máscara de oro" "La caja de papel" "Locuras de familia"
Francisco —EfeGómez Escobar (1873-1938). Una adaptación de su cuento "Guayabo negro" fue presentada en Medellín sin mucho éxito, a pesar de sus contenidos realistas.
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Antonio Álvarez Lleras (1892-1956) dramaturgo y fundador de la compañía de teatro Renacimiento, famoso autor, entre otras muchas obras, de "Víboras sociales' (1911) y "Como los muertos" (1916), ambas adaptadas después al cine.
de 1892 y murió en la misma ciudad el 14 de mayo de 1956. Fue odontólogo, diplomático y novelista, pero, en este caso particular, su actividad más constante y por la cual es conocido fue la escritura dramática. A diferencia de las piezas antes mencionadas, una gran parte de sus obras fue llevada a escena, e incluso al celuloide, en un momento dorado de la naciente industria cinematográfica colombiana, que tuvo una etapa pujante entre los años veinte y treinta, interrumpida en forma inexplicable en los años siguientes. La producción de Álvarez Lleras es abundante y variada y, aparte de su constancia en la escritura del género, la razón fundamental para que sus piezas fueran representadas se debe a que el dramaturgo fundó y dirigió una compañía teatral llamada «Renacimiento», quizás para enfatizar el hecho de que con él surgía una nueva etapa de la actividad escénica, como en los tiempos de su pariente y antecesor don Lorenzo María Lleras, a mediados del siglo XIX. Álvarez Lleras escribió comedias y saínetes, entre cuyos títulos se destacan: El marido de Mimí, El ángel de navidad, Sirena pesca marido, Fuego
extraño y El doctor Bacanotas. Pero de su escritura teatral se destacan especialmente las piezas dramáticas y el teatro histórico. Entre las últimas, se cuentan obras como La toma de Granada, Los traidores de Puerto Cabello, y El virrey Solís. Sus obras dramáticas más conocidas y representadas fueron: Víboras sociales, de 1911, y Como los muertos, de 1916 (presentadas en teatro y llevadas a cine). Sobre esta última obra escribió el crítico y ensayista Luis Eduardo Nieto Caballero, alrededor de 1926: «...¡Rara virtud la del dramaturgo, que logra conmover hasta el estremecimiento, hasta la ansiedad y hasta el martirio! Alquimia poderosa y terrible la de quien es capaz de interesar en sus existencias ficticias hasta obligar a sentir, por simpatía, en el cuadro de su desolación, un dolor físico. Álvarez Lleras ha sido ese nigromante que ha forzado a sacar, por medio de su arte, lo que los hombres guardan con mayor cuidado que sus tesoros: las lágrimas...». El zarpazo, drama sobre el incesto, estrenado en 1927, tuvo más de cien representaciones en Bogotá. Álvarez Lleras, en síntesis, fue el más importante dramaturgo colombiano durante casi treinta años y uno de los pocos, tal como lo resalta Nieto Caballero, que logró éxito con el género dramático. Autores de transición Hacia los años cuarenta aparece una nueva generación de escritores y dramaturgos cuya obra teatral será un reflejo directo de las tendencias y preocupaciones de la literatura hasta el medio siglo, cuando la fuerza de los acontecimientos sociales transformará la lírica y la dramaturgia, así como transformó al país en todos sus aspectos. Entre estos escritores puede mencionarse a José Umaña Bernal, nacido en Tunja en 1900, y quien perteneció a la generación llamada de Los Nuevos. Su comedia El buen amor fue laureada en el concurso nacional de 1927. Francisco Gnecco Mozo, nacido en
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1905, autor de La libertadora del Libertador, que constituyó un gran éxito en su momento y alcanzó el mayor número de representaciones hasta esa época. Antonio Gómez Restrepo, académico, diplomático y ensayista, quien también incursionó en el género dramático con la comedia En la región de ensueño. Con una producción más constante se destaca en el teatro de los años cuarenta la producción de Rafael Guizado, nacido en Corozal, Bolívar, en 1913. Entre sus dramas se cuentan: La mujer de Loth, El hombre de las cerillas, Verano, Complemento, Allegro, Canción de cuna, Sobre las más altas montañas y la que consideramos su pieza más importante, y que se anticipa a un teatro con preocupaciones de orden social, como el que aparecerá más tarde, la obra titulada: Brazos caídos. Nacido en Cúcuta en 1919, Arturo Laguado, abogado y cuentista, también produjo una obra dramática de cierta importancia, con comedias como: El entremés de los fantasmas cándidos, Pericardios, Se permite la aventura y el drama El gran guiñol. Tal como lo desarrolla en sus cuentos, el estilo de Laguado es muy personal e imaginativo, amigo de lo extraño y lo insólito. Su teatro, así como el de Rafael Guizado, fue dado a conocer especialmente en el Radioteatro de la Radio Nacional de Colombia, un programa que divulgó nuestra dramaturgia alrededor del medio siglo, hasta los años sesenta. A esta misma generación y al grupo de los poetas de Piedra y Cielo pertenece el teatro de Gerardo Valencia, académico, poeta, ensayista, nacido en Popayán en 1914. Entre sus dramas cabe destacar El chivato, Alfredo o la soledad, Cuento de miedo, El hombre que descubrió el mar y Chonta. También poeta y académico, periodista y profesor universitario, Néstor Madrid Malo ha escrito dramas de un carácter social y patriótico, como La bandera, Los frutos masacrados, El fugaz retomo y Padres a domicilio.
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Uno de los poetas más versátiles y de un verbo inspirado y elocuente, Jorge Zalamea Borda, escribió varios dramas, como El regreso de Eva (1933) y El rapto de las sabinas, más para ser leídos que representados (y de hecho se divulgaron luego a través del grupo de teatro de la Radio Nacional) así como un coloquio para radio titulado Horas de soledad. Su interés por el teatro lo llevó además a traducir la obra de Jean Paul Sartre El diablo y Dios, y su cuento El gran Burundú Burundá fue llevado a escena por el grupo Acto Latino, bajo la dirección de Sergio González. Cultivadores de la novela y ambos doctores en Medicina, los hermanos Juan y Manuel Zapata Olivella han cultivado el género teatral, y sus obras han sido llevadas a escena en distintas oportunidades. La obra más conocida de Juan Zapata Olivella, La bruja de Pontezuela, ha sido representada en Colombia y en otros países de Centroamérica y el Caribe. Ha escrito,
Representación de "Las convulsiones" (1828), de Luis Vargas Tejada, en el Teatro Colón, marzo de 1916.
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Dramaturgos del medio siglo, grupos y autores teatrales
Escena culminante de "El loco de moda" de Luis Enrique Osorio, presentado en el Teatro Municipal de Bogotá en enero de 1924.
además, La Patoja, y un drama histórico, El grito de independencia o los mártires de Cartagena de Indias. El teatro de Manuel Zapata Olivella, de un carácter eminentemente social, ha tenido como preocupaciones principales los problemas de la raza india y la raza negra de la Costa atlántica colombiana. Entre sus dramas más representativos se cuentan: El retomo de Caín (Premio Festival de Arte de Cali, 1962), Caronte liberado, Mangalonga el liberto y Los pasos del indio, todas ellas llevadas a escena en distintas oportunidades. A la lista de escritores poetas habría que añadir dos nombres muy importantes de la corriente poética agrupada bajo el nombre de Piedra y Cielo: el de Arturo Camacho Ramírez, con su obra Luna de arena, y el de Jorge Rojas, con su drama La doncella del agua, ambas muestras destacadas del teatro lírico en nuestro país. Y finalmente mencionaremos en este grupo de autores del medio siglo el nombre del historiador cartagenero Eduardo Lemaitre Román, a cuya pluma se deben las obras: Ifigenia, Pedro Claver, El florero de Llorente y La aventura de don Melón y doña Endrina, tomada esta última de El libro de buen amor, del Arcipreste de Hita.
No podríamos seguir adelante esta ya muy prolífica enumeración de autores, sin antes detenernos a examinar la evolución del movimiento teatral propiamente dicho, en los aspectos primordiales que hacen del arte dramático una forma viva de comunicación con el público. En este sentido, surgen varios nombres de dramaturgos, maestros y hombres de teatro, que, aparte de escribir obras o llevar piezas a escena en forma esporádica, se dedicaron a constituir elencos estables, organizar compañías teatrales y formar actores, con métodos empíricos e intuitivos, a veces, o bien inspirados en el estilo y las formas de expresión a las que eran más adictos. Así, aparecen los nombres de Luis Enrique Osorio, comediógrafo y creador de la Compañía Dramática Nacional y de la Compañía Bogotana de Comedias, y, posteriormente, constructor del Teatro de la Comedia (a fines de la década de los años cincuenta); el nombre de Emilio Campos (Campitos), creador de un género de revista satírico-política y de grupos de teatro de variedades, en representaciones con títulos como Don Juan Tenorio Jaramillo, Mi familia presidencial y otras comedias de caricatura política que obtuvieron un gran éxito de público, especialmente de clase media y popular. Como actor y director teatral, así como director de la Escuela Nacional de Arte Dramático, cabe mencionar el nombre de Víctor Mallarino, bajo cuyas enseñanzas se formó una buena parte de los actores más estables del movimiento teatral colombiano. Durante muchos años, Víctor Mallarino dio recitales como declamador, y su actuación y puesta en escena de la obra Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, se presentaron en forma continua durante largo tiempo. También fue bien recibida por parte del público su comedia Un poeta de ayer y una niña de hoy, y muy especialmente el
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El momento de los aplausos después de la representación de "Hogar, dulce hogar", en el Teatro Rosalía de Castro, de Nueva York: Alejandro Oramas, Luis Carlos Sánchez, Jorge Salamanca, Víctor Mallarino, Ana Luz Rivadeneira, mayo, 1951.
programa radiofónico Hogar, dulce hogar, que fue durante años la comedia con mayor sintonía en la radio colombiana. Aunque sin tener la dirección de ninguna escuela de arte dramático, un gran formador de actores, a través del teatro, la radio, la TV y el cine, fue la figura de Bernardo Romero Lozano. Su programa de radioteatro de la Radiodifusora Nacional de Colombia sir-
vió para difundir las obras maestras del teatro universal, dar a conocer importantes corrientes renovadoras del teatro contemporáneo y descubrir nuevos autores colombianos del momento, como fue el caso de Arturo Laguado o Rafael Guizado, a quienes mencionamos en páginas anteriores. Tanto en la radio como en la TV y el teatro, Romero Lozano dedicó sus esfuerzos a la formación de los actores, Alicia del Carpio y Bernardo Romero Lozano durante una grabación de radioteatro en los estudios de la Radiodifusora Nacional de Colombia, años 50.
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Luis Enrique Osorio
Luis Enrique Osorio (1896-1966), comediógrafo y director de teatro, autor de obras satíricas y críticas de la realidad nacional. En los años 50 fundará el Teatro de la Comedia, en Chapinero. (La fotografía es de 1960).
procurando actualizar los métodos de enseñanza y divulgar los escritos y teorías de los grandes creadores de la puesta en escena del siglo XX, Konstantín Stanislavsky y Bertolt Brecht. En Barranquilla, desde comienzos de la década de los años cuarenta, funciona la Compañía Nacional Amira de la Rosa, que en 1945 es dirigida por Alfredo de la Espriella. Ellos representan obras propias en el Teatro Municipal, entre otras, Las viudas de Zacarías, Los humos de doña Pepa, Solitos en Miramar y La madre borrada, escritas por Amira de la Rosa.
En esta etapa de nuestra dramaturgia y puesta en escena, cabe destacar la rica producción de Luis Enrique Osorio, ya citado, cuyo teatro presenta una gama muy variada de estilos y búsquedas, desde el costumbrismo de carácter parroquial, a la comedia satírica y el teatro con pretensiones sociales y políticas. Sin duda alguna, el teatro de Luis Enrique Osorio estuvo muy ligado a su público, que lo acompañó durante más de treinta años de intensa actividad. Osorio había fundado en 1924 una compañía de teatro nacional, y una de sus primeras obras, La ciudad alegre y coreográfica, había sido clausurada por escandalosa. La obra de Luis Enrique Osorio se mueve entre las necesidades comerciales de un teatro de taquilla y un populismo de corte liberal, inspirado en buena parte en los postulados del gaitanismo. Precisamente por aquellos años, y con especial énfasis tras la derrota liberal de 1946 y con el movimiento «por la reconquista del poder», el caudillo Jorge Eliécer Gaitán llevaba a cabo sus famosos Viernes culturales en el Teatro Municipal, situado al lado del Observatorio Astronómico y de espaldas al Capitolio. En estas sesiones políticas, Gaitán le hablaba al pueblo con su lenguaje directo y agudo, y, a ese público, Luis Enrique Osorio presentaba —en el mismo escenario— sus comedias satíricas y críticas de la realidad nacional y del hombre de todos los días. Este contacto directo con un público nuevo y emotivo produce los mejores estímulos y también las limitaciones del teatro de Osorio. Estímulo para la obra teatral más prolífica hasta entonces, con calidades relativas, pero con una singular acogida en la mayor parte de los casos, y, a la vez, limitaciones, por cuanto Osorio no buscaba criticar ni transformar o educar a ese público, ni plantearle conflictos que pudieran comprometerlo, sino tan sólo darle gusto, muchas veces en forma simple y en extremo complaciente.
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Pese a sus limitaciones, algunos títulos del teatro de Osorio merecen destacarse. Entre sus comedias satíricas y de costumbres se cuentan: El rajá de Pasturacha y Ahí sos camisón rosao, Lo que el diablo se llevó, El zar de precios, Adentro los de Corrosca, Al son que me tocan bailo, Rancho ardiendo, Entre cómicos te has de ver, Préstame tu marido o Se fuga una mujer. Como un personaje característico de la vida nacional, cuyo nombre caracteriza toda una actitud de nuestra vida y costumbres políticas, Osorio creó al más importante de sus personajes: El doctor Manzanillo, cuyo éxito fue tan rotundo que se vio obligado a escribir una segunda obra con el mismo personaje como protagonista: Manzanillo en el poder. Su fuerza y caracterización fueron tan grandes, que de allí surgió la palabra manzanillismo y manzanillo, para referirse a un determinado tipo de intrigante y oportunista de la actividad política. La relación del teatro de Luis Enrique Osorio con la figura de Gaitán y con la política del medio siglo adquiere alcances dramáticos con el asesinato del caudillo el 9 de abril de 1948. A partir de ese momento, la obra de
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Osorio ya no será la misma, y toda la cultura colombiana habrá cambiado en sus raíces más hondas. El teatro posterior al 9 de abril El profundo impacto del 9 de abril se verá reflejado gradualmente en los distintos órdenes de la vida nacional, y desde luego, en la cultura, la novela, el cuento y el teatro. Este impacto dividirá en dos la obra de Luis Enrique Osorio, primero que la de ningún otro. El teatro de los grandes éxitos y también el de las oraciones políticas del caudillo desaparecido, será demolido poco tiempo después del magnicidio, aunque el edificio no fue alcanzado por las llamas del 9 de abril o por los disparos de los francotiradores, sino que su destrucción fue ordenada tal vez para destruir el símbolo que habían significado los Viernes culturales de Gaitán. Cualesquiera que hayan sido las razones de la destrucción de ese histórico coliseo, en mala hora para el teatro nacional, lo cierto es que, años más tarde, el actual Teatro Municipal de Bogotá —como un justo desagravio— recibió el nombre de Jorge Eliécer Gaitán. Estreno de "La culpable", de Luis Enrique Osorio, en el Municipal, Bogotá, mayo de 1924.
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Los títulos de las obras de Luis Enrique Osorio producidas tras el sangriento Bogotazo no pueden ser más elocuentes: Toque de queda, Sí, mi teniente, Nube de abril, Los pájaros grises, Bombas a domicilio, Sed de Justicia, entre otros. Aún se trata de comedias, pero con un acento más ácido y cruel, y con algunos elementos —aunque prudentes y mesurados— de crítica social y política. La presencia de Seki-Sano en Colombia Durante el gobierno del general Gustavo Rojas Pinilla se dará un importante viraje a la vida nacional en diversos aspectos, algunos de los cuales van a incidir notablemente en nuestra cultura y por lo tanto en la producción teatral. Habíamos hablado del «teatro radiofónico» y de las escuelas de arte dramático. Durante el gobierno de Rojas Pinilla se buscará una conciliación con los guerrilleros del Llano —tema del cual trata la obra Guadalupe años cincuenta, sobre la cual hablaremos más adelante—, se harán grandes esfuerzos por detener los genocidios del período llamado de la Violencia, y entre otros hechos, para Víctor Mallarino (Don Juan) y Antonio Martínez (El Comendador), en la escena del acto IV de "Don Juan Tenorio" Teatro Colón, diciembre de 1957.
referirnos a aquellos que tienen relación con nuestro teatro, está la llegada de la televisión a Colombia, en 1954, y a la traída del japonés Seki-Sano, un poco más tarde, con el objeto de formar actores para el nuevo medio que acababa de instaurarse en nuestro país. Sin embargo, la labor de Seki-Sano no se limitó a preparar personal «calificado» para actuar en la televisión oficial y comercial, como tal vez lo esperaban quienes lo habían traído, sino que se dedicó a tratar de formar una verdadera escuela de actores, con el llamado «método de vivencia», del maestro ruso del Teatro de Arte de Moscú, Constantin Stanislavsky. Los planteamientos del director y maestro japonés van a influir notablemente sobre el incipiente movimiento teatral, tanto en la formación de los actores como en la concepción de la organización y estructura de los grupos. A partir de este momento se inicia una nueva etapa en el movimiento teatral colombiano, que va construyendo sus pasos en forma continua y coherente. Desde entonces, directores, actores y grupos desarrollan un nuevo tipo de trabajo, no ya como algo esporádico e incidental, sino como una actividad profesional y un trabajo permanente.
Capítulo 8
El Festival Nacional de Teatro A fines de la década de los años cincuenta, se crea el Festival Nacional de Teatro, que un tiempo más tarde se constituye como una corporación sin ánimo de lucro. Este festival se llevaba a cabo anualmente en el Teatro Colón, otorgando premios a los mejores grupos, actores, directores y escenógrafos, como un estímulo a la mejor producción teatral del año y que en su momento jugó un importante papel en la consolidación del movimiento. Desde luego, muchos elencos se formaban con el único propósito de participar en el Festival, deshaciéndose una vez éste terminaba, pero también fue a partir de estos eventos como comenzaron a consolidarse los grupos estables por medio de los cuales el movimiento fue tomando forma en las siguientes décadas. En tiempos del Festival Nacional de Teatro, dirigido inicialmente por un húngaro, profesor universitario y gran aficionado al teatro, Ferenc Vajta, y posteriormente por el maestro Bernardo Romero Lozano, un amplio sector de la clase dirigente colombiana colaboró en la promoción y realización del Festival y un público numeroso asistía a las representaciones. Este público era el mismo que asistía a conciertos, exposiciones de pintura y otros eventos semejantes, pero todavía no se podía considerar como el público nacido del movimiento teatral que comenzaba a formarse, sino el sector elitista, amante de la cultura, al que era factible movilizar al concentrar las representaciones y la publicidad en un festival, pero que no alcanzaba a nutrir una actividad permanente del teatro a lo largo del año; a este nuevo público había que crearlo tras una paciente y continua labor. Con los festivales del teatro se cohesionan grupos y escuelas como el teatro experimental El Búho, el Teatro Escuela de Cali TEC, la Escuela de Teatro del Distrito, la Escuela Nacional de Arte Dramático, los grupos formados por actores de TV y otros
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grupos independientes, cuyos miembros más interesados por continuar actividades teatrales se fueron integrando a los grupos que se perfilaban como más estables. El repertorio Entre los años de 1955 y 1965 se producen notables cambios en el tipo de teatro llevado a escena tanto para los festivales como en la actividad más permanente de las escuelas y grupos que comienzan a nacer. El teatro de carácter costumbrista" o la comedia sin mayores complicaciones, como la que podían traer compañías comerciales en gira por América Latina, es sustituido por nuevas búsquedas. La intención fundamental es la de «ponerse a la altura de los tiempos», montando obras de «teatro de vanguardia», que en aquel momento incluían actores de muy diversas y aun opuestas corrientes, como el realismo, el expresionismo, el teatro político, el teatro «del absurdo» y el teatro «épico», de Bertolt Brecht. Se montan obras de Ionesco, de Beckett, de Adamov, las piezas cortas de Chéjov, tratando de aprovechar las rudimentarias lecciones de la escuela de vivencia que dejó Seki-Sano. También existe un gran interés por los nuevos autores norteamericanos; El Búho estrena varias piezas de Thornton Wilder. Se montan obras de Tennessee Williams, de William Saroyan, de Eugenio O'Neill y de Arthur Miller. También existe un gran interés por el teatro poético y fantasioso: obras de Michel de Ghelderode, de Federico García Lorca y de Giraudoux son llevadas a escena. En menor proporción se representa a los clásicos. Enrique Buenaventura monta La discreta enamorada, de Lope de Vega; Fausto Cabrera, El caballero de Olmedo, también de Lope de Vega, y, un poco más tarde, Santiago García dirige El abanico, de Car-o Goldoni. Por esos mismos años el teatro de Bertolt Brecht comienza a ser cono-
Un aviso del Festival Nacional de Teatro. Creado a fines de los años 50 y dirigido por el profesor Ferenc Vajta y luego por Bernardo Romero Lozano, alcanzó gran popularidad en los años 60.
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cia brechtiana sirvió para iniciar nuevas búsquedas tendientes a desarrollar una dramaturgia propia, más acorde con los tiempos presentes. Enrique Buenaventura
Enrique Buenaventura ante carteles del Teatro Experimental de Cali, TEC, 1981. Una larga trayectoria teatral tras las huellas de Bertolt Brecht...
cido en Colombia. Se efectúan dos o tres montajes de Los fusiles de la señora Carrar. Luego, algunos directores viajan a Europa y observan la forma como se trabaja el famoso «distanciamiento brechtiano». Se intenta poner en práctica el nuevo método, que va a influir de un modo determinante una gran parte de las experiencias que vendrán a continuación. A partir de la puesta en escena de Un hombre es un hombre ya no se habla tanto de «la vivencia» de Stanislavsky. Quizás —aunque en forma esquemática en muchos de los intentos—, la experien-
El primer autor en realizar una experiencia dramatúrgica nueva, a partir de los postulados brechtianos, es Enrique Buenaventura. Tras un viaje por Suramérica y las Antillas, que va a influir notablemente en su producción posterior, regresa a Colombia a finales de la década de los años cincuenta y se incorpora como profesor de la Escuela de Teatro de Cali, que entonces dirigía el español Cayetano Luca de Tena. Posteriormente, Enrique Buenaventura será el director tanto de la Escuela como del Teatro de Cali, TEC, que trabaja ininterrumpidamente desde entonces. A los montajes de obras clásicas y modernas de teatro universal, como Edipo Rey de Sófocles, La casa de Bernarda Alba de Lorca o La loca de Chaillot de Giraudoux, se van sumando los títulos de las primeras piezas de Buenaventura. El monumento, sátira política a las viejas concepciones de los héroes de la historia patria, La tragedia del rey Cristophe, sobre el legendario monarca haitiano en los tiempos de la independencia, y El réquiem por el padre Casas, son parte de su primera producción. También a esta etapa, antes de 1960, corresponde la primera versión del cuento de Tomás de Carrasquilla, A la diestra de Dios Padre, la obra fundamental del elenco del TEC a lo largo de casi treinta años. Cuando se inicia la etapa del grupo estable, la dramaturgia de Buenaventura se desplaza hacia nuevas búsquedas. Aparece un teatro más comprometido políticamente. La influencia de las técnicas y la poética brechtianas se hace más notoria en Los papeles del infierno, ciclo de piezas breves sobre distintos aspectos de la historia cotidiana reciente, del país inmerso en la violencia posterior al 9 de abril.
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Entre estas piezas se destacan La maestra, que habla de la violencia en la lucha por la tierra, La tortura, La autopsia, La audiencia y, muy especialmente, la que consideramos la obra más importante de este ciclo: La orgía. Pieza desgarrada de humor negro y ácida sátira social sobre los problemas de la miseria, el lumpen y la ruina de los sectores medios, que, a la vez de experimentar una influencia brechtiana, muestra una especial vocación por la caricatura goyesca y el esperpento valleinclanesco, que pertenecen al más rico ascendiente de la obra teatral de Buenaventura. Las preocupaciones políticas sobre aspectos nacionales o internacionales aparecen en piezas como La denuncia o Seis horas en la vida de Frank Kulak, que narra una historia documental sobre la experiencia de un soldado norteamericano en la guerra del Vietnam. La denuncia es una pieza de carácter histórico-político que recoge la denuncia hecha por el caudillo Jorge Eliécer Gaitán, alrededor de 1930, sobre la matanza de las bananeras, álgido acontecimiento de nuestra historia social contemporánea, acaecido a fines de 1928 y en 1929. Siguiendo la línea esperpéntica de La orgía escribe la pieza El menú, una farsa disparatada sobre el ascenso de un candidato político en medio de un grotesco banquete. Sobre la prostitución y las relaciones amorosas escribe la obra El convertible rojo. Tomando como punto de referencia el tema de una dictadura latinoamericana (la del presidente Ubico, de Guatemala), escribe la mordaz sátira La trampa, que lo llevará años más tarde a pensar en la escritura de una trilogía sobre el Caribe, que hasta el momento incluye las obras: Historia de una bala de plata (una nueva mirada en la historia del rey Cristophe, tras una lectura crítica de la pieza El emperador Jones, de Eugenio O'Neill) y La opera bufa, una de sus últimas producciones. Enrique Buenaventura ha realizado, además, muchas adaptaciones y versiones de las obras que el TEC ha
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llevado a escena, como La Celestina, de Fernando de Rojas, El rey Ubu, de Alfred Jarry, El fantoche de Lusitania, de Peter Weiss, y Soldados, a partir de una versión de Carlos José Reyes sobre algunos capítulos de la novela La casa grande, de Alvaro Cepeda Samudio. Las nuevas salas teatrales Tras la experiencia de una labor continua del Teatro El Buho, que desapareció alrededor de 1962, años más tarde comenzaron a abrirse nuevas salas de teatro independiente, en Bogotá y en otras ciudades del país. Primero fue la «Casa de la Cultura», de Bogotá, que integró el grupo de Santiago García con el TAP (Teatro de Arte Popular) que dirigía quien escribe estas líneas. La Casa de la Cultura inició actividades en una sala arrendada, en el centro de la ciudad, para trasladarse a la zona histórica, al barrio de La Candelaria, adquiriendo este nombre desde entonces (alrededor de 1969).
Escena de "A la diestra de Dios Padre", adaptación de un cuento de Tomás Carrasquilla, dirigida por Enrique Buenaventura con Elías Fernández y otros actores del TEC, 1972. Esta obra, que también fue adaptada para la televisión, ha sido pieza fundamental del elenco de este grupo caleño desde finales de la década de los años 50.
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Camilo Medina (Tío Eduardo), Alvaro Ruiz (Tío Pancho) y María Eugenia Dávila (Eugenia) en "Ifigenia", comedia de Eduardo Lemaitre dirigida por Bernardo Romero Lozano, Teatro Colón, 1968.
Entre 1966 y 1970 se abren varias nuevas salas teatrales: el Teatro La Mama, dirigido inicialmente por Kepa Amuchástegui, que sólo en un comienzo tuvo alguna relación con el grupo La Mama de Nueva York, y que posteriormente fue dirigido por Eddy Armando. Este grupo vivió los conflictos de una sala tomada en arriendo, y sólo tras una prolongada lucha, realizando campañas de diferente naturaleza, logró abrir su propia sede en la calle 62 con carrera 9.a, donde funciona actualmente. El Teatro El Local, dirigido desde su fundación por Miguel Torres, ha mantenido abierta una pequeña sala de teatro experimental desde 1969 y actualmente trabaja por construir su sede propia en el centro de la ciudad. Fundado por algunos hombres de teatro que regresaron de hacer estudios teatrales en Checoslovaquia, como Jaime Santos, Rosario Montaña y Jorge Alí Triana, el Teatro Popular de Bogotá, TPB, se estructuró como grupo profesional desde 1968 y, tras presentar distintas temporadas en diversas salas, adquirió el viejo edificio del Teatro Odeón, que había sido la
sede del Teatro El Búho, realizando una actividad ininterrumpida hasta la actualidad, cuando ha iniciado trabajos de remodelación y construcción de una nueva sede, como un gran Centro Cultural Integrado, en el mismo sitio de la avenida Jiménez con carrera 5.a de Bogotá. Entre los años de 1970 y la actualidad han surgido en el país nuevos grupos que cuentan o han contado en algunas etapas con una sede propia. El Teatro El Alacrán, creado a fines de 1972 y actualmente integrado al TPB. El Teatro Taller de Colombia, dirigido por Jorge Vargas, quien ha realizado una interesante y singular experiencia de teatro callejero; el grupo Acto Latino, que realizó una actividad continua durante cerca de quince años, y el Teatro Libre de Bogotá, dirigido por Ricardo Camacho y Germán Moure, que cuenta con sedes propias en el barrio La Candelaria y en el teatro La Comedia, en Chapinero, son los grupos más estables de la capital. El teatro universitario y el Festival de Manizales En este punto es necesario hacer un alto para hablar de la importancia del teatro universitario en el desarrollo del actual movimiento teatral. Por un lado, desde los comienzos del trabajo de los grupos mencionados y de hombres de teatro como Santiago García, Enrique Buenaventura, Eddy Armando, Miguel Torres, Ricardo Camacho, Jorge Alí Triana, Luis Alberto García, Paco Barrero, Germán Moure, Kepa Amuchástegui, y de extranjeros vinculados al movimiento teatral, tales como Fausto Cabrera, Dina Moscovici, Pedro Martínez y Fanny Mickey, el teatro se fue cohesionando en forma de grupos estables, que comenzaron a crear su propio público, especialmente entre las capas medias de la población, y en forma particular, con gran afluencia de estudiantes universitarios, quizás el público más importante desde el punto de vista cuantitativo.
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Celmira Yepes, Carlos Perozzo y Margalida Castro en "La noche de los asesinos", de José Triaría, dirigida por Perozzo a comienzos de los años 60.
Pero la irrupción del sector universitario frente al desarrollo teatral no se limitó a la asistencia a las funciones. En muchas universidades se crearon grupos y escuelas o laboratorios teatrales, muchos de los cuales consiguieron mantener un grupo coherente durante años, como el Teatro Estudio de la Universidad Nacional, el Teatro de la Universidad Libre, de la Universidad Externado de Colombia, de la Universidad de los Andes y de la Universidad de América, para citar sólo esos casos de Bogotá, y de otras ciudades, como la Universidad Industrial de Santander, en Bucaramanga, o la Universidad Santiago de Cali. El desarrollo del movimiento teatral en la universidades llevó a los direc-
tivos de los centros de educación superior como el Icfes y la Ascún (Asociación Colombiana de Universidades) a crear su propio Festival Nacional de teatro universitario, distinto del Festival Nacional que venía celebrándose hasta el momento. Podría decirse que estas primeras etapas del movimiento universitario y el «independiente» y «experimental» (para no hablar de profesional, que en ese entonces, antes de 1970, parecía un término reservado tan sólo a los actores de radio y TV) se alimentaban mutuamente. De la universidad salían los actores, como la escuela y el «espacio» social más adecuado, y del movimiento teatral los profesores y directores de los grupos. El Teatro Estudio
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Cartel para "La boda", de Bertolt Brecht, dirigida por Santiago García en la Escuela de Arte Dramático.
de la Universidad Nacional, que había sido dirigido por Dina Moscovici y Santiago García, incluyó nuevas figuras entre quienes habían pertenecido a los claustros universitarios y ahora ensayaban la actuación, dirección y escritura teatral: Carlos Parada, Carlos Duplat, Carlos Perozzo, entre otros. El Teatro Libre de Bogotá tuvo su origen en la fusión de actores que habían surgido con el movimiento universitario, en grupos como los de la Universidad Nacional, la Libre y muy especialmente la Universidad de los Andes. Otros nombres vinculados al movimiento universitario tuvieron una gran importancia: Joaquín Casadiego (quien había surgido de la experiencia de Seki-Sano, y luego de El Búho) en Bucaramanga. Jairo Aníbal Niño —director, dramaturgo, titiritero, cuentista y novelista— en la Universidad de Medellín; Danilo Tenorio (quien hizo parte del elenco del TEC durante años), como director del grupo de la Universidad Santiago de Cali, y Carlos José Reyes, tanto en Bucaramanga como en Bogotá, especialmente la Universidad Externado de Colombia, cuyo grupo dirigió durante seis años. El desarrollo de los festivales de teatro universitario y la apasionada búsqueda de nuevos públicos planteada por este movimiento, llevaron a la creación, en el año 1968, del Festival Internacional de Manizales, para aprovechar la construcción de su gran sala de teatro con todos los recursos de la técnica moderna, sala que recibió el nombre Los Fundadores, sin duda hasta el momento el teatro mejor dotado del país. La posterior crisis del movimiento universitario y su división con el movimiento teatral independiente, así como el deseo de darle al evento una mayor proyección, llevaron a los directivos de Manizales a cambiar la estructura del Festival, invitando a grupos experimentales y profesionales, primero de Latinoamérica y luego del mundo entero.
Nuevas perspectivas del movimiento teatral A partir de 1970 se producen notables cambios, que van a repercutir de un modo trascendental en la evolución del movimiento teatral colombiano. Los grupos independientes se reunieron en un nuevo gremio, con el objeto de defender sus intereses, y en esta forma fue creada la Corporación Colombiana de Teatro, que en un principio integró a la mayor parte de los grupos existentes en el país. Sin embargo, con las divisiones entre la mayor parte del teatro universitario y el sector principal de los grupos más estables del movimiento que venía consolidándose desde años atrás, se crearon diversas corrientes tanto desde el punto de vista estético como desde las perspectivas políticas y teatrales. Durante un tiempo, la «Asonatu» coordinó las actividades de los grupos universitarios que se habían radicalizado a la par con el movimiento estudiantil, y la Corporación Colombiana de Teatro organizó muestras y presentaciones de los grupos en las salas independientes y en los barrios populares, hasta la creación del Festival del Nuevo Teatro, en el cual los propios conjuntos evaluaban regionalmente sus propios trabajos, seleccionando, sin jurados exteriores, a aquellos que deberían representar a cada región en el Festival Nacional. La creación colectiva A partir de estos hechos, los distintos conjuntos y tendencias fueron desarrollando su propia estética y algunos lincamientos de su producción, tanto en la política de repertorio como en la organización de los grupos y su proyección en la búsqueda de un público popular hasta el momento ausente del hecho teatral. Los nuevos trabajos de búsqueda y participación democrática del grupo en la producción del hecho artístico llevaron a varios creadores y grupos a trabajar de un modo colectivo. Enri-
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Presentación televisiva de la obra "I took Panama", creación colectiva del Teatro Popular de Bogotá, TPB, con dramaturgia de Luis Alberto García.
que Buenaventura y el TEC escribieron un «método» sobre la manera de llevar a cabo los montajes; se efectuaron talleres y seminarios, con resultados dispares, pero dejando un balance positivo en los mejores trabajos de los grupos más estables, demostrando que el montaje colectivo no puede excluir al creador, al director o al artista que coordine y organice el material, que de otro modo se dispersa en un caos de lenguaje, en una colcha de retazos donde se ligan, sólo por una necesidad ideológica, las ideas y los gustos de los distintos miembros del grupo. Entre las obras creadas o llevadas a escena en forma colectiva, hay que destacar piezas como Guadalupe años cincuenta, del teatro La Candelaria, con dirección de Santiago García; Bananeras, de Jaime Barbín, El abejón mono, de Eddy Armando; I took Panamá, del TPB, con dramaturgia de Luis Alberto García, pieza satírica sobre la intervención norteamericana en la separación de Panamá durante el gobierno de Teddy Roosevelt, etc. Una variación importante en el espec-
táculo colectivo la constituyen los trabajos de teatro callejero del Teatro Taller de Colombia, cuyas obras Cuando las marionetas hablaron, La cabeza de Gukup y otras han sido presentadas en forma masiva en plazas y calles. Los nuevos autores teatrales A pesar de las dificultades y las limitaciones del medio, la existencia de un movimiento teatral vivo ha permitido la escritura de nuevas obras teatrales, la gran mayoría de las cuales han sido presentadas al público antes de ser publicadas, al contrario de lo que solía acontecer en nuestro medio. Entre estas obras y autores cabe destacar la experiencia del taller de dramaturgia del Teatro Libre de Bogotá, y muy especialmente las obras de su principal motivador, Jairo Aníbal Niño, cuya obra dramática, de estilo lírico y simbólico, revela grandes preocupaciones de carácter político y social, como es el caso de una de sus primeras y más representadas piezas, El monte Calvo, que
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narra los recuerdos y muestra la dramática situación de un grupo de miembros del batallón Colombia, veteranos de la guerra de Corea, y su lamentable situación de abandono y miseria tras el regreso a Colombia. Golpe de Estado y Alguien muere cuando nace el alba, representadas en festivales de teatro universitario, Santa Bárbara, sobre una famosa huelga del sector obrero en Medellín, Las bodas de lata o el baile de los arzobispos, ganadora de un premio de autores teatrales, que muestra en forma satírica los conflictos de un matrimonio a lo largo de sus «bodas de lata», y como últimas producciones, que corresponden a la época del taller de dramaturgia del Teatro Libre, las obras Los inquilinos de la ira, que muestra las distintas procedencias y motivaciones sociales de un barrio de invasión, El sol subterráneo, poema dramático sobre uno de los temas de la historia colombiana acerca del cual se han escrito novelas, cuentos y piezas teatrales en mayor profusión: los sucesos de la zona bananera en 1928. Como seguidores del taller de dramaturgia del Teatro Libre de Bogotá, cabe mencionar otros nombres cuyas obras han alcanzado una indudable repercusión: Esteban Navajas, especialDesfile en el día internacional del teatro durante el Festival Internacional de Teatro, en Manizales, abril de 1983. Este festival, creado en 1968 con sede en el Teatro Los Fundadores, es hoy uno de los más importantes a nivel latinoamericano.
mente por su pieza La agonía del difunto, presentada en distintos países de América Latina y llevada al cine; Sebastián Ospina, con las obras La huelga y Tiempo vidrio, y recientemente Jorge Plata con su pieza El muro en el jardín, sobre temas de violencia urbana en nuestra época. Aunque ha trabajado fundamentalmente el sistema de creación colectiva, coordinando la producción de obras como Nosotros los comunes (Comuneros, 1781), La ciudad dorada, Guadalupe años sin cuenta y Golpe de suerte, Santiago García ha explorado la escritura dramática en los últimos años con dos obras que han sido llevadas a escena por el grupo de La Candelaria: El diálogo del rebusque, inspirada en La vida del buscón y otros textos satíricos y burlescos de Quevedo, y el poema teatral Corre, corre, Carigüeta, sobre la muerte del inca Túpac Amaru. Mención especial merece la actividad teatral llevada a cabo en Medellín, donde, a pesar de innumerables dificultades de distinta naturaleza, se ha producido una constante actividad en las últimas dos o tres décadas, con la permanente y prolífica actividad en la formación de escuelas y grupos,
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en la puesta en escena de obras colombianas, latinoamericanas y del repertorio universal, por hombres de teatro como Mario Yepes, Gilberto Martínez, Rodrigo Saldarriaga y otros. Mario Yepes, como director teatral y de ópera y como organizador y director de la escuela de teatro de la Universidad de Antioquia, ha realizado una fecunda labor. Desde 1983, a su vez, participó como coordinador general del Premio Universidad de Medellín, creado para estimular la producción dramatúrgica colombiana. Rodrigo Saldarriaga, director del Pequeño Teatro de Medellín, ha conseguido estabilizar la actividad de su grupo, realizando temporadas continuas con obras del repertorio universal, así como de varios autores colombianos: Sebastián Ospina, Jairo Aníbal Niño y, entre los más recientes, Henry Díaz, miembro del grupo, quien obtuvo el primer premio del concurso teatral de la Universidad de Medellín (octubre de 1985) con la obra El cumpleaños de Alicia, estrenada por el Pequeño Teatro. Ésta es una pieza intensa y dura sobre las relaciones humanas de un grupo de mujeres, sus frustraciones y su soledad, hasta culminar en una cruda tragedia. Muestra algunas influencias de Edward Albee o Harold Pinter, pero a la vez descubre una fuerte personalidad de parte de su autor en la construcción de personajes y situaciones de notable fuerza y verismo. Como un importante director, dramaturgo, ensayista y promotor de teatro, Gilberto Martínez ha realizado una variada e ininterrumpida labor desde hace veinticinco años, para consolidar el movimiento teatral en Medellín y darle una proyección nacional y latinoamericana. Sus piezas revelan una constante preocupación social y política. Ha escrito algunas obras con temas propios, de una corrosiva sátira, como Los mofetudos, El horóscopo, o Zarpazo; obras inspiradas en hechos históricos, como El grito de los ahorcados, basada en el levantamiento comunero de 1781, y también obras
creadas a partir de temas ya existentes, como el poema de Pombo Doña Pánfaga Sabelotodo, o como uno de sus últimos trabajos, Proceso al señor gobernador, basada en La condena de Lúculus de Bertolt Brecht. Otras obras suyas son: El poder de un cero, El tren de las cinco no sale a las cinco en punto y Dos minutos para dormirse. Gilberto Martínez ha realizado también diversos trabajos teóricos sobre la producción teatral, como el titulado Hacia un teatro dialéctico, y ha logrado mantener durante varios años, como algo excepcional en Colombia, una revista sobre la actividad escénica, Teatro, de la cual habían salido hasta 1986 catorce números. Entre las producciones más recientes se destacan las obras La cueva del infiernillo, de Carlos Perozzo, una evocación muy personal del Hamlet en los tiempos actuales, y Los tiempos del ruido, creación colectiva del teatro «La Mama», coordinada y dirigida por Eddy Armando. Se trata de búsquedas muy novedosas, tanto desde la perspectiva del actor dramático, como una reflexión sobre las dudas y conflictos del hombre de hoy, como de la actitud de un grupo que asume su experiencia de la vida humana más allá del simple testimonio naturalista, para dar rienda suelta a una alegoría poética dura y amarga sobre la violencia, la soledad y el desgarramiento que se viven en nuestras grandes urbes de hoy, muy particularmente en la ciudad de Bogotá. Perspectivas Algunos hechos nuevos se han presentado en los últimos años. Tras una tesonera lucha por abrir una nueva sala que presente adecuadas condiciones para la representación teatral permanente, Fanny Mickey —antes promotora del Festival de Arte de Cali, de grupos como el TEC y el TPB, y del Café Concierto— concentró sus esfuerzos en torno al proyecto de una institución denominada Teatro Nacio-
Cartel para "Guadalupe, años sin cuenta", creación colectiva del Teatro La Candelaria, bajo la dirección de Santiago García.
Cartel de Santiago Cárdenas para "Seis personajes en busca de autor", de Luigi Pirandello, dirigido por Germán Moure en el Teatro Libre de Bogotá.
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nal, adecuando una sala muy agradable en la calle 71 con carrera 9.a, en Bogotá. El Teatro Nacional no cuenta con un elenco estable, sino que llama a los actores y directores para cada puesta en escena, aunque existe un equipo que ha trabajado en forma más constante en la institución, como es el caso del director argentino David Stivel o de Ricardo Camacho, quienes han efectuado allí varios montajes. También tiene gran importancia la apertura de salas promovidas por empresas o entidades, como es el caso del
Auditorio Roberto Arias Pérez, de Colsubsidio, un moderno y amplio escenario, o el Auditorio Crisanto Luque, de la Contraloría General de la República. Las nuevas salas y la remodelación y mejor dotación de las ya existentes permiten la diversificación y el enriquecimiento de la actividad teatral, que después de muchos intentos fallidos y pasos vacilantes se va consolidando y produciendo resultados tangibles, como uno de los lenguajes más adecuados para plasmar nuestras realidades y sueños.
Bibliografía Nuevo teatro en Colombia. Actividad creadora y política cultural. Bogotá, Publicaciones CEIS, 1983. GONZÁLEZ CAJIAO, FERNANDO. «El proceso del teatro en Colombia». En: Manual de literatura colombiana, tomo II. Bogotá, Planeta, 1988. ORJUELA, HÉCTOR H. Bibliografía del teatro colombiano. Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1974. PARDO, JOSÉ MANUEL, Comp. Teatro contemporáneo colombiano. Bogotá, Tres Culturas, 1985. REYES, CARLOS JOSÉ, y MAIDA WATSON ESPENER, Comps. Materiales para una historia del teatro en Colombia. Biblioteca Básica n.° 33, Bogotá, Colcultura, 1978. VARGAS BUSTAMENTE, MISAEL, Comp. El teatro colombiano. Bogotá, Ediciones del Alba, 1985. ARCILA, GONZALO.
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Historia del cine colombiano Luis Alberto Álvarez El cine llega a Colombia
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n 1897, dos años después de la legendaria sesión inaugural de los hermanos Lumiére en París, aparece registrada la llegada a Colón, por entonces todavía ciudad colombiana, del Vitascopio de Edison. Era uno de esos aparatos con que el recién nacido cine se extendió, en poquísimo tiempo, por todos los continentes. Es posible seguirle la pista por nuestro territorio, de Colón a Barranquilla y Magdalena arriba, hasta Bucaramanga y Bogotá, donde sabemos que en agosto-septiembre de ese mismo año se dio a conocer en el Teatro Municipal. En Medellín, el 29 de octubre de 1898, un comentarista entusiasta describe la próxima representación en la «capital de La montaña» de los señores Wilson Gaylord & Co., quienes asombrarán al público con un aparato de la Compañía Edison, el Proyectoscopio, «la última y más grande invención del brujo de Menlo Park, conocida con el nombre de Proyectoscopio o cinematógrafo proyector de Edison, una máquina que lanza sobre un telón
blanco fotografías de objetos en movimiento y es, por lo tanto, el resultado más conspicuo del genio humano y la ciencia fotográfica». Después de una detallada descripción técnica, el cronista del diario El Espectador dice que pronto tendrá lugar en la ciudad la exhibición y que «todo estará a la altura del gusto de la culta Medellín». Según el artículo, la primera función debió tener lugar el 1o de noviembre de 1898. Muy pronto hay referencias de exhibiciones en Rionegro, en Cali y en otras ciudades, todas en el último año del siglo XIX. En agosto de ese mismo año hay referencias de que el aparato de los hermanos Lumière, el Cinematographe, retrasado en Colombia frente a la competencia norteamericana, entró al mercado en 1899 con su gran acopio de «vistas» de países lejanos a los que, sin duda muy pronto, se suman imágenes registradas en nuestro país. En el anuncio de una de estas exhibiciones en Medellín aparecen referencias a imágenes de la ciudad. Es imposible decir si se trata de cine o de imágenes estereoscópicas fijas que, con frecuencia, acompañaban la exhibición de películas. De todas maneras, el entusiasmo inicial por el nuevo medio y, sobre
Mara Meba, diva del cine colombiano de los años 20. Su verdadero nombre fue Lyda Restivo y llegó al país desde Italia, su patria, para filmar "El amor, el deber y el crimen".
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todo, los pálidos comienzos de una producción de imágenes colombianas en movimiento, parece haberse frenado en gran medida con la guerra de los Mil Días, en medio de la cual Colombia recibiría la llegada del siglo XX. El final de la guerra, en 1902, traerá consigo una reactivación de la naciente industria de la exhibición: poco a poco irán surgiendo teatros dedicados exclusivamente al cine, máxime cuando, gradualmente, se va incrementanFrancisco Di Domenico, uno de ios pioneros del cine colombiano.
do la longitud de las películas, y del registro de curiosidades se va pasando a historias concebidas para el cine con dramaturgia propia. 1903 es el año de la película norteamericana El gran asalto al tren, de Edwin Porter, en los orígenes de una poderosa industria del entretenimiento. En la década inicial del siglo hay filmaciones y exhibiciones de temas colombianos y existe incluso la sospecha de que el general Rafael Reyes haya hecho venir de Francia un camarógrafo con el fin de eternizar en el celuloide momentos que él consideraba importantes en su actividad política y social. Pero es comenzando la década de los años diez cuando Colombia comienza a tener lo que podría llamarse una industria cinematográfica sólida, si bien con su máximo peso en la rama de la exhibición y sólo esporádicamente en la de la producción. De 1910 hasta fines de los veinte un nombre sobresaldrá con fuerza: Di Domenico Hermanos. Vicente, Francisco y los otros
Cartel del cinema Olympia, frente al parque de la Independencia, de Bogotá, para la función del martes 18 de julio de 1911. En programa "La vida de Napoleón", "Paseo histórico a Versalles", "Fabricación de muñecas", "El árbol de la fortuna" y "Nicolás perdió sus llaves".
En noviembre de 1910 Vicente y Francisco Di Domenico salieron de Castelnuovo di Conze, provincia de Salerno, en Italia, con destino América. Venía con ellos Benedetto Pugliesi y un equipo de dos proyectores, un generador de 6 CV y un número de películas adquiridas en Milán y en París. Estos pioneros italianos se instalaron, en primer lugar, en la isla antillana de Guadalupe, luego en Trinidad y luego en Venezuela, hasta que terminaron en las costas colombianas. En Barranquilla, Ciénaga y Santa Marta, la joven empresa vivió innumerables aventuras hasta que, después de haberse separado del amigo Pugliesi, los Di Domenico decidieron poner rumbo hacia Bogotá. En la capital colombiana comenzaron con modestas exhibiciones en el Bazar Veracruz y, poco a poco, pero con seguro instinto del negocio, fueron creando una próspera industria de exhibición. A Vicente y Francisco se les unieron muy pronto
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los primos Juan y Donato y los cuñados Peppino y Erminio di Ruggiero. En 1912 la empresa había progresado tanto que se pudo emprender la construcción de una gran sala, exclusivamente para proyectar cine, un palacio adecuado para una actividad que se había vuelto seria. El Salón Olympia fue construido en participación por Di Domenico Hermanos, quienes asumieron su administración, y por un grupo de caballeros bogotanos, entre ellos el connotado Nemesio Camacho. La inaguración tuvo lugar el 8 de diciembre de 1912, con la película italiana La novela de un joven pobre. Era una sala para 3.000 espectadores, con telón de proyección en el centro, un estilo común por aquellos años, que también compartían otros renombrados teatros de la época, como el famoso Circo España de Medellín, estrenado en 1910. El paso a la producción: la SICLA En 1913 se constituyó una nueva sociedad que hizo pronto el intento de una producción nacional en forma: la Sociedad Industrial Cinematográfica Latinoamericana (SICLA). Los Di Domenico tuvieron que enfrentarse desde el comienzo a una competencia sin reglas en el campo de la exhibición, una batalla en la que todo valía y en la que se recibían tantos golpes bajos como se daban. Es posible que esta necesidad de mantener el nivel de competitividad los haya movido a abrirse hacia el campo de la producción. Francisco Di Domenico mismo filmaba en las calles de Bogotá su Diario colombiano, imágenes de actualidad que procesaba por la noche y exhibía al día siguiente de tomadas. Bogotá, una ciudad de 150.000 habitantes, se enteraba con rapidez de los eventos que iban a ser registrados y se preparaba a salir en ellos convenientemente. Procesiones y actos sociales se mostraban antes de los largometrajes, casi inmediatamente después de haber ocurrido. Muy pronto se pasó a poner en escena historias de ficción,
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entre las que se mencionan Una notabilidad rural, La hija del Tequendama, Nobles corazones y Ricaurte en San Mateo. De esas películas, una dejó una huella mayor, por el impacto social de su temática: El drama del quince de octubre. La primera película política El drama del quince de octubre, que parece irremediablemente perdida, fue una curiosa anticipación de ciertos dramas documentales contemporá-
Propaganda del Circo-Teatro España, inaugurado en 1910. Allí se realizaban sesiones de cine al aire libre, a las que concurría en masa el público de Medellín.
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Leovigildo Galarza y Jesús Carvajal, asesinos de Rafael Uribe Uribe y actores del filme "El drama del quince de octubre", de los hermanos Di Domenico. Abajo, Gerardo Bueno en el papel del general Uribe Uribe.
neos. El asesinato del general Rafael Uribe Uribe era un hecho que había conmovido al país no hacía mucho tiempo. Los victimarios estaban todavía en el panóptico de la capital y los Di Domenico pensaron que podían realizar con ellos, y con otras personas que fueran testigos directos o indirectos, una reconstrucción cinematográfica fiel. Leovigildo Galarza y Jesús Carvajal, los asesinos, fueron convencidos con 5.000 pesos de honorarios, y el director de la cárcel permitió que, con toda la paciencia y cuidado, los Di Domenico hicieran todas las tomas necesarias. Ese mismo director quedó encargado de guardar los 5.000 pesos, que los sindicados no estaban autorizados a recibir mientras estuvieran en prisión. El escándalo estalló en todo el país. Un fiscal ordenó la confiscación del dinero, considerado delictuoso, y
mandó entregarlo al tesoro nacional. La familia del general Uribe expresó vivamente su protesta por el abuso de la memoria de su pariente, y luego la prensa de todo el país hizo una campaña para que se prohibiera la exhibición de la cinta. Los comentarios virulentos en periódicos de Bogotá, Medellín, Cúcuta y Barranquilla obligaron a los Di Domenico a efectuar cortes radicales en su película. Pero dichos cortes no le dieron satisfacción a la indignada opinión pública, que consideraba una afrenta imperdonable la exhibición oportunista de los asesinos y la explotación de un hecho doloroso. El drama del quince de octubre no tiene sólo valor anecdótico; es la primera película (y tal vez la última en muchas décadas) que toca de alguna manera la fibra íntima de la nación y que demuestra claramente el potencial social y político inherente al medio cinematográfico. Ello podría haber dado origen a una aproximación distinta al cine y, por ende, a un cine nacional significativo. Pero no fue así. No mucho tiempo antes de El drama del quince de octubre una película norteamericana, El nacimiento de una nación, no sólo consolidó el arte cinematográfico sino que puso al cine en el primer plano del debate nacional, con consecuencias vastas y profundas. Por otra parte, con la película de Uribe Uribe, los Di Domenico comienzan a dirigir sus esfuerzos a la conformación de una industria productora nacional, aprovechando la coyuntura de la primera guerra mundial y la infraestructura técnica que ellos mismos habían ido creando. Estas esperanzas se interrumpirían bruscamente en la década siguiente, pero todavía durante unos años hay tiempo para que surja la pequeña historia del cine colombiano en la era del cine mudo. Las experiencias documentales y la creciente calidad técnica de las producciones Di Domenico hacen que, espontáneamente, comiencen a surgir los sueños. ¿Cómo habría sido si, con un poco más de esfuerzo, hubiéramos tenido
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dramas, comedias, cine de aventuras completamente colombianos? El centenario de Boyacá, el 1919, hace que se abrigue la esperanza de reconstruir en la pantalla la gesta libertadora. La Academia de Historia muestra su interés y nombra una comisión para estudiar el proyecto. Con la máxima probabilidad, la idea no llegó siquiera a la etapa de guión. Los años veinte: María La década de los veinte vería impulsada la producción nacional de ficción con un número relativamente grande de largometrajes, algunos de ellos acogidos con entusiasmo popular. La versión para la pantalla de la María dé Jorge Isaacs, filmada en la hacienda El Paraíso entre 1921 y 1922, daría el arranque a una serie de producciones de lo que podría llamarse, no sin cierta ironía, «la edad de oro del cine colombiano». María, hecha de un guión cuidadosamente preparado, fue la idea de un ex franciscano llamado Antonio José Posada. Se dice que este sacerdote colgó los hábitos llevado de su excesiva pasión por el cine, que luego se fue a Panamá, donde llevó vida agitada, y luego regresó a Colombia a fundar el Teatro Bogotá. Se dice que en los últimos años regresó a su convento. El actor español Alfredo Del Diestro entró a participar en el proyecto de Posada como socio capitalista y director de la película. Del Diestro hacía con frecuencia giras teatrales por Colombia y había sido descrito a su llegada a Medellín en 1906 como «el mejor cómico que ha venido por estos mundos», añadiendo que «en lo serio y en lo trágico no se conoce actor alguno superior a él». Posada conocía los trabajos cinematográficos hechos en Panamá por otro español llamado Máximo Calvo y logró convencerlo de que se viniera a Colombia a hacer la María. Calvo codirigió, no sin roces fuertes, al lado de su compatriota Del Diestro y fue, asimismo, fotógrafo y operador. Calvo realizó el trabajo de revelado en la misma finca El Paraíso,
en un cuarto oscuro improvisado. La película obtuvo un enorme éxito de público, no solamente en Colombia sino en los países de habla española, constituyéndose con ello en un modelo que nunca más ha podido ser alcanzado por ninguna otra película colombiana. Por lo que a sus cualidades estéticas se refiere, es imposible emitir un juicio, ya que hasta ahora no ha podido encontrarse ninguna copia. Las fotos fijas existentes revelan un melodrama extremadamente convencional, lo cual no implica que haya carecido de fuerza y expresión. Fué estrenada en Buga en 1922.
El actor Alfredo del Diestro, director de "María" (1922), sobre la novela de Jorge Isaacs.
El atractivo de la literatura popular: Aura o las violetas El éxito de María fue un desafío para muchos, por supuesto que también para los hábiles Di Domenico, que hacía tiempo estaban buscando la ocasión de una gran película de ficción. Como en María, el recurso hacia la literatura popular y de gran difusión parecía ineludible. Tras Isaacs, pues, José María Vargas Vila. Entre sus obras, Aura o las violetas, un auténtico best-seller, parecía la más adecuada. La compañía SICLA se lanzó a la
Roberto Estrada Vergara, protagonista de "Aura o las violetas" (1924), sobre la novela de José María Vargas Vila, dirigida por Pedro Moreno Garzón para los hermanos Di Domenico.
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empresa. Los Di Domenico construyeron un estudio en los terrenos del Salón Olympia y se le encargaron a Pedro Moreno Garzón la puesta en escena y la dirección de actores mientras que Vicente Di Domenico hacía el trabajo de cámara. Después de buscar durante un tiempo una actriz adecuada, se encontró a la joven bogotana, de padres europeos, Isabel van Walden. Su actuación, de acuerdo a críticos de la época, fue memorable, sobre todo «en el diálogo del jardín cuando dice: "no te vayas, José María, no me abandones", en el palco del Colón cuando exhibe magistralmente la desesperación de su alma, y en el rictus de la muerte, cuando vencida por el dolor cae desplomada sobre el lecho». Los Acevedo, competencia para los Di Domenico Arturo Acevedo y sus hijos Alvaro y Gonzalo se convirtieron muy pronto en franca competencia para la empresa Di Domenico. El doctor Acevedo, dentista de profesión, había comenzado su actividad artística en la escena, como fundador de la Compañía Isabel von Walden, la protagonista de "Aura". Su actuación, según la crítica de la época, fue memorable.
Nacional de Teatro, muy afamada en la capital de la República. Acevedo se pasó al cine en la década de los veinte, primero como exhibidor y luego en la producción. La tragedia del silencio fue el primer fruto de esta dedicación al cine. Acevedo dirigió y Hernando Bernal, discípulo de Vicente Di Domenico, hizo la fotografía. La película fue protagonizada por Alberto López Isaza y entre los actores figuraba Gonzalo, el hijo y colaborador de Arturo Acevedo. El 1.° de mayo de 1924, no sabemos si antes, después o contemporáneamente al estreno en el Teatro Faenza de Bogotá, los Acevedo sacaron a la luz una revista llamada Cine Colombia, como primer número de una serie que habría de traer, en forma de novelas, las producciones de la Casa Cinematográfica Colombia. Con la narración de La tragedia del silencio, e incluso con la partitura musical de Alberto Urdaneta, la revista mostraba imágenes de la inauguración de la empresa: la bendición por el arzobispo Ismael Perdomo y la presencia del presidente de la República y sus ministros, del gobernador de Cundinamarca y del alcalde de Bogotá. Esas fotos demuestran que los intentos de un cine nacional no eran interés de artistas aventureros y bohemios. «Hemos de tener arte propio», dijo el presidente en aquella ocasión. La empresa de los Acevedo comenzó también a elaborar noticieros, de modo que por aquellos años competían estas imágenes documentales con las producidas por la SICLA de los Di Domenico. La tragedia del silencio, por su parte, logró superar las fronteras nacionales y ser exhibida, por lo menos, en Panamá y en Venezuela. La SICLA continúa su producción de largometrajes Después de Aura o las violetas la compañía de los Di Domenico y su colaborador, Pedro Moreno Garzón, se animaron a producir un nuevo largometraje. Esta vez tomaron como base no una novela sino una obra teatral:
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Como los muertos, de Antonio Álvarez Lleras. Moreno Garzón escribió un guión adaptado a las exigencias del medio cinematográfico y atrajo con ello la indignación del autor literario, quien se sintió traicionado en su creación. Para esta película se construyó un buen estudio, bien dotado técnicamente, que pudo haberse constituido en cuna de una industria profesional y tecnificada en el país. Como los muertos era una historia melodramática, con el toque terrorífico de la lepra como tema. Esta vez se aprovechó la presencia en Colombia de una compañía ambulante de teatro y se contrató a dos de sus estrellas para los papeles protagónicos: Matilde Palau y Joaquín Sem, quienes habían interpretado sus respectivos papeles sobre las tablas. La fama de los actores incidió fuertemente en los costos de producción y, pese a todo, no hizo a la película más exitosa que Aura o las vio-
letas. También Como los muertos tuvo su pequeño escándalo, porque hubo quien consideró que un protagonista con lepra podía dañar gravemente la imagen del país en el exterior e incluso producir bajas en el precio del café. Después de Como los muertos la SICLA incursionó por tercera vez en el largometraje de ficción con El amor, el deber y el crimen, seleccionada, según su director Pedro Moreno Garzón, por sus «fuertes contrastes dramáticos de tendencia socialista». En Cali, la Colombia Film Company, que mencionaremos nuevamente más tarde, había importado a la actriz italiana Lyda Restivo (alias Mara Mebo), ante la dificultad para conseguir actrices colombianas para sus películas. Los prejuicios sociales impedían que las jóvenes de la época participaran en una actividad que, como el cine, era considerada de dudosa reputación. La SICLA contrató a Mara Mebo para su
Cartel de "La tragedia del silencio", dirigida por Arturo Acevedo en 1924, con Isabel y Lely Vargas, Alberto López Isaza, Inés Niño Medina, Jorgito Acevedo González y Alberto de Argáez. El estreno se efectuó en el Teatro Faenza.
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nueva película y el rodaje tuvo lugar en un tiempo récord de veinte días. La cinta no obtuvo, sin embargo, buena respuesta de público. Don Gonzalo Mejía, pionero antioqueño del cine A comienzos de los años diez, Gonzalo Mejía, hombre de empresa antioqueño, había estado perfeccionando en los Estados Unidos un modelo de hidroplano, con el fin de utilizarlo en el Magdalena. Crónicas de prensa hablan de funciones cinematográficas en Manizales y en Medellín, en las cuales se presenta el avión de don Gonzalo. En su juventud, llevado por su espíritu aventurero, había buscado convertirse en estrella de Hollywood. Arruinado y enriquecido sucesivamente, se puso, entre otras tareas de su imaginación creativa, a la de construir un enorme teatro de 4.000 butacas para Medellín, una ciudad que sólo tenía 150.000 habitantes. Con los Di Domenico, Nemesio Camacho, Camilo C. Restrepo y Harold B. Maynham, llevó a cabo este proyecto, el Teatro Junín, una obra cuya calidad y prestigio perduraron hasta hace pocos años, una tíGonzalo Acevedo, actor de "La tragedia del silencio", fue camarógrafo de "Bajo el cielo antioqueño", película producida entre 1924 y 1925 por Gonzalo Mejía.
Escena culminante de "Bajo el cielo antioqueño". El rodaje duró 7 meses, debido a que los actores eran miembros de la alta sociedad de Medellín y debían compartir el trabajo con sus actividades.
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pica obra de don Gonzalo, para quien la rentabilidad y la ganancia nunca fueron criterio fundamental. Con este mismo espíritu decidió la realización de un largometraje en Medellín. Bajo el cielo antioqueño Para llevar a término su idea, don Gonzalo Mejía buscó los servicios de Arturo Acevedo, convertido en veterano del cine de ficción con La tragedia del silencio. Acevedo escribió el argumento original de Bajo el cielo antioqueño y se constituyó la empresa Compañía Filmadora de Medellín S.A. Gonzalo Acevedo, el hijo de Arturo, actor en el largometraje de su padre, fue contratado para hacer la fotografía. No era camarógrafo profesional, pero la producción no podía permitirse importar uno de otro país. La cinta comenzó a rodarse en diciembre de 1924 y terminó el 13 de junio de 1925, siete meses de rodaje, debido a que los actores, miembros todos de la alta sociedad de Medellín, tenían que alternar su trabajo con las obligaciones sociales y comerciales ordinarias. Bajo el cielo antioqueño fue realizada enteramente y en casi todos sus aspectos por la alta burguesía de Medellín y casi podría denominarse una autocelebración de la misma. Con excepción de los bogotanos Acevedo, profesionales del cine, todos los demás acudieron como a una enorme fiesta de siete meses de duración, un juego de sociedad novedoso y apasionante. Luis Mejía, hijo de don Gonzalo, describe así la atmósfera: «No había nadie que no fuera de los nuestros. Para mi papá la película era propaganda. Mi papá y la sociedad de Medellín quisieron hacer una película y figurar. Como la película no era comercial, ni le hicieron propaganda, ni era promocionada, ni nadie les ayudaba, se gastaron una plata entre todos e hicieron la película. ¿Cuánto costó? Yo creo que mucho y nada, porque las casas eran de ellos, los caballos, los actores eran ellos, las ropas; a la que le tocaba bailar de pájaro
compraba el disfraz de pájaro. ¿Había que almorzar? Almorzaban en la casa a donde habían ido. Ni llevaban cuentas, ni cálculos, ni tenían presupuestos ni estimaciones. Si se gastaban cuatro o seis meses era lo mismo. No había sindicato de artistas, ni nómina, ni había que economizar..., era un juego». El argumento de Bajo el cielo antioqueño es banal y melodramático. Una joven de sociedad se ve a escondidas con un novio a quien su padre no acepta. El muchacho es acusado falsamente de un asesinato, pero el amor de su novia hace triunfar la verdad y el padre termina por aceptar a su yerno. Importante es que la película estaba llena de variedades, de lugares y de situaciones diversos y que dejaba entrever el espíritu lúdico en que fue concebida. Pese a que no tenía pretensiones comerciales, se convirtió en éxito de taquilla y no sólo en Antioquia. Y lo curioso es que no sólo la alta sociedad acudió para hacer su propio reconocimiento, sino gente de todas las clases sociales. El número de actores y la duración de dos horas y
Escena de filmación de "Bajo el cielo antioqueño". En primer plano, el director Arturo Acevedo y el camarógrafo Gonzalo Acevedo. El personaje de pie, al fondo, es Gonzalo Mejía, promotor de la película.
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como siempre, a otra cosa. Para esta mente inquieta el cine pasó a un segundo plano, y la Compañía Filmadora de Medellín no volvió a filmar nunca.
Félix Rodríguez, director de "Alma provinciana" (1926), cinta sobre la vida de un estudiante de provincia en Bogotá. Fue filmada en escenarios naturales.
Otras producciones de los veinte
diez minutos convierten a este divertimento medellinense en una especie de superproducción. Concluida la película, Gonzalo Mejía demostró lo que quería demostrar. Este Kane criollo decía que era posible hacer una película nuestra y que tuviera éxito. Una vez concluida su argumentación, pasó, Elenco de actores de "Alma provinciana", durante la filmación, febrero de 1926.
El santandereano Félix Rodríguez, quien había tenido contactos con el cine en los Estados Unidos, fue autor dramático, poeta y exhibidor en provincia. De una de sus propias piezas teatrales hizo Alma provinciana en 1926, película de la que fue autor completo, del guión a la dirección y de los decorados al trabajo de laboratorio. La cinta, acerca de la vida de un estudiante de provincia en Bogotá, fue filmada en escenarios naturales. Es una de las pocas películas de los veinte de la cual se conserva copia, o lo que queda de una copia. A fines de la década se usó una vez más el tema del general Uribe Uribe, en una película realizada en Medellín y Bogotá y llamada Rafael Uribe Uribe y el fin de las guerras civiles en Colombia. La película fue dirigida por Pedro J. Vásquez y el argumento escrito por el famoso literato antioqueño Francis-
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co («Efe») Gómez. La película estaba dividida en dos partes y veinte «actos», que eran como una serie de tableaux de reconstrucción histórica, muy al estilo de las películas históricas de Griffith y otros. No se sabe si Pedro J. Vásquez haya sido un realizador colombiano o una importación, pero se menciona su experiencia en México y en La Habana. La película no parece haber despertado las polémicas de diez años antes con la primera cinta sobre Uribe Uribe. La figura del general se había convertido ya en historia lejana, en tema de glorificación y no de política viva. La producción en Cali y la Colombia Film Company En 1923 el cine se veía como negocio y actividad artística prometedora no sólo en Bogotá. Ante el éxito de María surgió en Cali otra compañía productora, la Colombia Film Company, esta vez una sociedad anónima, como años más tarde la malograda Procinal. La Colombia Film Company no era una empresa de artistas sino de gente de industria y comercio: Isaías Mercado, Alejandro Garcés P., Elias Quijano, Juan de Dios Restrepo, Pedro Pablo Caycedo, Rodolfo de Roux. En busca de un nivel alto de producción, ellos contrataron en Italia a un director, a un camarógrafo y a dos actrices. Una de ellas fue la ya mencionada Mara Mebo. Con los actores no había problemas porque no tenían las dificultades sociales que encontraban las intérpretes femeninas colombianas. Dos años enteros emplearon para preparar el lanzamiento de la empresa con todos sus detalles: importación de equipos y decorados, construcción de estudios, todo con alto profesionalismo y responsabilidad. Las imágenes conservadas de las películas de la Colombia Film Company revelan un nivel alto en la composición, en la calidad de los decorados, por encima de las producciones de aquellos años en otras compañías. Suerte y azar, en 1925, y Tuya es la culpa, en 1926, fue-
ron el lanzamiento de la compañía caleña. Parece que el éxito fue grande en el Valle del Cauca, pero que una mala distribución hizo que no ocurriera lo mismo en el resto del país. Este fracaso de taquilla contribuyó enormemente a que la empresa se viniera abajo después de unos comienzos con excelentes auspicios. En 1927 sólo se hizo un documental, Tardes vallecaucanas, y luego vino el cierre. Otras películas fueron filmadas en los veinte, con menos pretensiones, en ciudades de provincia como Pereira y Manizales. Máximo Calvo, el español de María, hizo Nido de cóndores en Pereira, y Samuel Velásquez hizo Madre, un melodrama rural caldense del cual él mismo había escrito una novela. La película todavía se conserva. Ninguna de las dos películas dio origen a una producción continua en esas regiones. La actividad documental tuvo, por supuesto, una mayor estabilidad, dado que los noticieros exigían siempre nuevo material y los rivales SICLA y Acevedo e Hijos buscaban registrar todo lo importante en el acontecer nacional y, sobre todo, bogotano. Un periódico en Medellín registra la exhibición en la ciudad de un documental sobre Marco Fidel Suárez, con imágenes en vida del presidente y con las tomas filmadas en su entierro. Muy probablemente no fueron las únicas documentaciones de este tipo. Cine Colombia y el fin de una cinematografía nacional sólida En 1927 comenzó sus actividades en Medellín Cine Colombia. Esta empresa se dedicó en un principio a la explotación de películas en el Circo España de la capital de Antioquia (estrenado en 1910) y luego adquirió la empresa de Belisario Díaz, una de las primeras distribuidoras en Colombia. El primero de sus teatros en el país fue el Rialto de Cartagena, y con otros teatros se fueron haciendo acuerdos de exhibición en todo el país. Pero fue en 1928 cuando esta empresa intervino
El actor español Máximo Calvo, quien co-dirigió "María" (1922) con Alfredo del Diestro y luego hizo "Nido de cóndores", filmada en Pereira.
Portada de "Películas", revista dirigida por Francisco Bruno y editada por Di Domenico Hermanos a fines de los años 10 y en los 20. Este número, de 1923, presenta a la actriz infantil Marx Kornman, en el filme "Una calle tranquila ".
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retirados de la brega, el cine colombiano murió una vez más. Sus posteriores resurrecciones han sido bastante parciales. La llegada del sonoro y los desérticos años treinta
Luis David Peña, vinculado a fines de los años 30 a Colombia Films y colaborador importante de la Sección de Cultura Popular del Ministerio de Educación, con Jorge Eliécer Gaitán, quien se propuso adelantar un programa de producción y divulgación cinematográfica. Tocayo Ceballos y Lily Alvarez en "Allá en el trapiche" (1943), dirigida por el chileno Gabriel Martínez para la Ducrane Films.
directamente en la base más firme que había en el país para constituir una producción industrial y permanente de cine. Por 1.250.000 pesos Cine Colombia compró la totalidad de la empresa de los Hermanos Di Domenico, no para asumir la producción de películas sino para eliminarla, porque se la consideraba competencia indeseable para el cine extranjero que Cine Colombia distribuía y exhibía. Tras este paso, los Acevedo de Bogotá y Colombia Film Company de Cali, las productoras más importantes del país, se vieron obligadas a suspender labores. Los únicos laboratorios existentes en Bogotá eran los de Di Domenico y la empresa antioqueña los clausuró. Los de Colombia Film en Cali cerraron por conflictos internos de la empresa y con ello el país quedó sin donde revelar su cine. Las películas extranjeras podían adquirirse a bajo costo y garantizaban éxito de taquilla. Las nacionales, que costaban cerca de 35.000 pesos en esa época, eran difícilmente amortizables y un 40 % tenía que ser devuelto a los productores. Cine Colombia suspendió también el 10 % que se les daba a los productores de documentales para noticieros y con ello la producción de los mismos se vio también abocada a la muerte. Con los estudios Di Domenico convertidos en imprenta, los laboratorios cerrados y los pioneros
El cine sonoro, que revolucionó la industria internacional del cine a finales de los veinte, fue un golpe más para el problematizado cine nacional, ya que aumentaba las dificultades técnicas. Con todo, Colombia tuvo su «inventor» del cine sonoro en Carlos Schroeder, un nacional de padres alemanes que había tenido experiencia cinematográfica en la Casa Messter de Berlín. Schroeder desarrolló un complicado sistema que llamó Cronotófono y que presentó por primera vez en 1929. Pero pronto los sistemas americanos de sonido invadieron el mercado y el cine parlante entró de lleno al país en su forma más tecnificada y universalizada. Los años treinta vieron la suspensión casi total del cine argumental y la permanencia de sólo algunos noticieros. En este material de noticieros están las únicas dos o tres cosas que pueden mencionarse en estos años: un documental sobre la guerra con el Perú y un difundido recuento de los funerales del presidente Olaya Herrera. Como primera película sonora aparece mencionada Al son de las guitarras, dirigida por Alberto Santana y con técnica sonora del inventor Schroeder. Pero parece que la película no fue jamás terminada. A fines de la década aparece un nuevo esfuerzo en Bogotá, la Colombia Films, fundada en marzo de 1938. Pese a haber traído de Europa al camarógrafo austríaco Hans Brückner, la empresa no pasó de unos cuantos cortos de danzas. Los dos largometrajes anunciados, Sangre criolla y Un bambuco vale un millón, no llegaron nunca a ver el celuloide. En este esfuerzo abortado estuvo comprometido Luis David Peña, quien tuvo un papel importante en otro experimento novedoso pero fracasado: la oficina de
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cine de la Sección de Cultura Popular del Ministerio de Educación. Esta idea del ministro Jorge Eliécer Gaitán comienza con una maravillosa dotación de cámaras, copiadoras, grabadoras, proyectores y cinemóviles, que fueron encomendados a Gonzalo Acevedo. El resultado fue que todas estás unidades no llegaron a producir nada de valor permanente. Los años cuarenta: el sonido retardado y la Ducrane Los años treinta pasan, pues, sin pena ni gloria, tal vez con más pena que gloria, y es sólo en 1941 cuando aparece el primer largometraje argumental parlante en nuestro país. Su realizador es el exitoso cineasta de María, Máximo Calvo. Flores del valle, con mucha música, tiene un cierto éxito. Como siempre el problema es enfrentarse a los compromisos de exhibición con el cine extranjero. En los años cuarenta, después de una década de recesión, hay una relativa reactivación en la producción de largometrajes. Leopoldo y Jorge Crane Uribe, junto con Oswaldo y Enrique Duperly, fundaron la Ducrane Films Ltda. y contrataron el austríaco Hans Brückner, fracasado en su contrato con la efímera Colombia Films. Brückner entró a trabajar como director, guionista y camarógrafo. Allá en el trapiche fue el primer trabajo de la Ducrane. La responsabilidad artística la asumió un grupo chileno de teatro y radio, la Compañía Álvarez-Sierra. Gabriel Martínez, perteneciente a ese grupo, dirigió la película, y también la actriz principal, Lily Álvarez, formaba parte del mismo. El papel masculino fue interpretado por el famoso cómico radial Tocayo Ceballos. La película ¡cómo podía ser de otro modo! era un vehículo para muchas canciones y folklore. Él público y la crítica la recibieron con benevolencia y parece que la música de Emilio Murillo se adaptó sin dificultad a esa fusión de teatro chileno popular, radio y cine sonoro primitivo.
La Ducrane continuó el camino emprendido con Golpe de gracia y con planes ambiciosos de convertirse en gran industria. Primero se buscó ampliar los estudios bogotanos y luego se adquirió en Sasaima, no lejos de la capital, una finca con piscina que se quiso convertir en un pequeño Hollywood con todas las de la ley. Entre los sueños estaba el de adaptar la piscina para la filmación de escenas marítimas. Golpe de gracia fue una especie de show cómico-musical, un intento de integrar el mundo de la farándula y la radio colombianas al cine. La película, de nuevo con Tocayo Ceballos, pero ya sin los chilenos, que hicieron casa aparte, fue un fracaso económico.
Esperancita Calvo en "Flores del Valle" (1941), primer largometraje argumental sonoro realizado en el país por Máximo Calvo. Como era lógico, el eje de la película era la música.
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Un fotograma de "Sendero de luz" (1945), filme para el que Jaime Ibáñez, famoso autor de radionovelas, escribió el guión. Fue la única película de la década dirigida por un colombiano: Emilio Correa Alvarez.
Crédito de presentación de Acevedo e Hijos. En los años 40 los Acevedo se convirtieron en un simple equipo de filmación, sin producciones propias.
La tercera película de la Ducrane, un argumento dramático, se llamó Sendero de luz. El autor del guión era Jaime Ibáñez, famoso en el mundo de las radionovelas por Cada voz lleva su angustia, que sería filmada posteriormente. Sendero de luz fue la única película de esa época dirigida por un colombiano, Emilio Correa Alvarez. Se consideraba que el talento chileno, austríaco, mexicano o francés era una mejor garantía para logros de nivel internacional. En realidad, si se juzga por los resultados, la diferencia no es palpable. Lo que sí se ve en todo momento es el ansia por adecuarse a los modelos convencionales del cine internacional de la época, a los melodramas mexicanos, al cine de entretenimiento y acción norteamericano, a las tragedias metafísicas europeas. Esta época del cine colombiano, debido entre otras cosas a las limitaciones del sonido, aparece mucho más deslucida, estática e inepta que en los años veinte (Hans Brückner tenía que trabajar en una cabina de cristal para que no se escuchara el ruido de la cámara, un sistema por ese entonces superado en todas partes).
La Ducrane fue un nuevo eslabón en la cadena de frustraciones de nuestro cine industrial. Por aquel entonces la empresa de los Acevedo se había convertido en simple equipo de filmación, sin producciones propias. Duró hasta 1946 y su archivo, gracias sobre todo a su Noticiero Nacional y a otras documentaciones, es una de las escasísimas fuentes de nuestra memoria visual a lo largo de tres décadas. La empresa Esso adquirió ese archivo y lo conservó. Desde hace unos años está en proceso de clasificación y restauración. A comienzos de los años cuarenta se dio en Colombia la primera ley de protección y fomento de la industria cinematográfica, la ley 9.a de 1942, que fue en parte la responsable del incremento de producción de aquellos años. La ley suprimía los aranceles de aduana a la materia prima cinematográfica y eximía de impuestos a los teatros que mostraran cine nacional. La ley fue incapaz de promover suficientemente nuestra débil cinematografía frente a la presencia masiva del cine norteamericano, mexicano y de otros países con cinematografía fuerte. Pese a las buenas intenciones, la ley terminó perdiendo toda su fuerza y efectividad. En todo caso, los intentos de aprovechar las facilidades otorgadas al cine hicieron que la producción creciera, por lo menos durante un tiempo. Patria Films y la identidad nacional La compañía teatral Álvarez-Sierra, que había contribuido decisivamente a la conformación y al éxito de Allá en el trapiche, decidió fundar su propia casa productora, con el nombre de Patria Films. Esta hija de la Ducrane hizo tres largometrajes: Antonia Santos, Bambucos y corazones y El sereno de Bogotá. El grupo de chilenos defendió con ardor su pertenencia a la identidad colombiana. Se nacionalizaron y buscaron ser, en todo, más colombianos que los colombianos mismos. Antonia Santos se realizó entre agosto de 1943 y mayo de 1944. Co-
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Una escena de "Antonia Santos" (1943-44) que reproduce documentalmente la firma del Acta de Independencia en el Cabildo de Santafé de Bogotá, según el cuadro de Coriolano Leudo. El elenco fue conformado con actores de la compañía Alvarez-Sierra y fue dirigida por Miguel Joseph Mayol y Gabriel Martínez para la Patria Films.
menzó a dirigirla Miguel Joseph y Mayol, pero luego, por una serie de conflictos, fue asumida por Gabriel Martínez. Antonia Santos fue una especie de superproducción, con escenas de batalla y complicados problemas de vestuario y dirección artística. De nuevo aquí, como en la película de Uribe Uribe, la reconstrucción histórica en forma de tableaux era un recurso socorrido: para la firma del acta de la Independencia, por ejemplo, se compuso el encuadre de acuerdo a una pintura de Coriolano Leudo, y la prisión del virrey Amar de acuerdo a otro cuadro existente en la Gobernación de Cundinamarca. Debido a las complejas y movidas escenas era imposible hacer un sonido directo. Por lo tanto, se acudió a una dificilísima post-sincronización. Los diálogos fueron grabados en discos en La Voz de la Víctor de Bogotá y luego integrados a la cinta. Como no había mesa de montaje, la sincronización debió ser hecha al cálculo, contando fotograma por fotograma. A pesar de estos problemas, parece que el público recibió con benevolencia la cinta, que duraba cerca de una hora y a cuyo estreno asistió el
presidente Alfonso López con sus ministros y todas las autoridades de la capital. Patria Films continuó su carrera en 1944 con Bambucos y corazones. Parece que este desfile de canciones y chistes también contó con la simpatía del público. El argumento se desarrollaba en un pueblo de la Sabana, completamente provinciano, llamado «Alpargatoca». Los personajes son, por una parte, muchachas sedientas de vida libre, de amor y deportes y, por otra, las viejas tías chismosas y regañonas que no soportan los modos de la nueva generación. También esta película produjo ganancias, lo que implica que los teatreros chilenos tenían un ascendiente sobre el público y una cierta capacidad de hacer cine popular. El sereno de Bogotá fue la tercera y última película de Patria Films. Gabriel Martínez dirigió esta versión de la novela de José Ignacio Neira. Esta vez la clave no fue ni la folclórica, ni la cómica, ni la histórica, sino el viejo y seguro melodrama. Pero la crítica fue más dura, si bien el flujo de público permitió que la película obtuviera ganancia económica.
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Secuencia de "El castigo del fanfarrón", filme protagonizado por Fernando Cadavid. Es la última película dirigida por Máximo Calvo, después de los problemas de distribución que tuvo con ella.
Federico Katz y su equipo técnico en el primer "tour de manivelle" de "La canción de mi tierra", septiembre 23 de 1944.
El filme transcurre a finales del siglo pasado y el personaje es un anciano vigilante nocturno que le cuenta su vida a un bogotano insomne. Esa vida es una cadena interminable de lacrimosas tragedias. En 1946 Patria Films concluyó su carrera y vendió sus equipos.
Cofilma y otros productores de los cuarenta A finales de los cuarenta, Máximo Calvo, el pionero de María, hizo una nueva incursión en el largometraje argumental con El castigo del fanfarrón. La película tuvo problemas de distribución y Calvo se retiró definitivamente de este tipo de proyectos, concentrándose en el documental y en el material de noticiero. Otra compañía de esta década, abundante en empresas y pobre en calidad de realizaciones, fue Cofílma, una nueva arremetida de antioqueños en colaboración con un técnico alemán, Federico Katz. Cofilma llevó a cabo dos películas: Anarkos, basada en el poema de Guillermo Valencia, y La canción de mi tierra, un ensayo en la fórmula de Allá en el trapiche. Camilo Correa, crítico y cineasta antioqueño a quien nos referiremos más adelante, acusa a esta empresa de ser la máscara que encubría negocios menos santos. Está por definir la perso-
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nalidad de Katz, a quien algunos consideran un hábil cinematografista profesional y otros acusan de haberse valido del cine como truco para obtener un pasaporte colombiano. En franca posguerra esta ambigüedad no deja de prestarse a vuelos de fantasía novelesca. Parece ser que Cofilma contrató también a un colombiano que vivía en México y que se hizo pasar por director, y que ésta y otras eventualidades semejantes llevaron a la empresa al desastre. Es muy característico que cada una de estas compañías de cine colombiano parece empezar siempre de nuevo, sin edificar jamás sobre las amargas experiencias de las predecesoras. Roberto Saa Silva, un chileno de los de Ducrane y Patria Films, fue el encargado de dirigir Anarkos, con fotografía de Katz. Esa vez la reacción del público y la prensa fue, más que negativa, de completa indiferencia y apatía. Las pretensiones literarias de alto vuelo parecen haber despertado el escepticismo. Un comentarista conjura que no se les vaya a ocurrir, la próxima vez, hacer el Nocturno de Silva, y otro les pide que más bien hagan películas policíacas o comedias, en vez de dedicarse a filmar poemas famosos. La segunda película de Cofilma acude, por lo tanto, a una vena más comercial: la música, el folclore y el humor radial. Por desgracia, este cambio de actitud no mejoró su suerte. La película fue filmada en Medellín y lo que queda de ella deja entrever un nivel francamente bajo en todo sentido. Una sesión privada para la prensa produjo comentarios tan negativos que los productores no quisieron estrenarla en Medellín, sino que se fueron a ensayar a la vecina Itagüí. Animados, tal vez, por reconocer parajes conocidos, personajes de su ambiente, canciones y situaciones familiares, las gentes de Itagüí acogieron la película y la aplaudieron. Cofilma decidió entonces darla en Medellín y luego en Bogotá. En Medellín funcionó de alguna manera, pero en Bogotá el fracaso fue total, en parte por malas con-
diciones de exhibición. Los actores principales de La canción de mi tierra fueron dos cantantes, ambos miembros de la ópera antioqueña fundada por aquella época, Alba del Castillo y Gonzalo Rivera, y los payasos Rojas Baena y Moscoso. Uno de los críticos más duros con La canción de mi tierra fue Camilo Correa, una figura que está presente durante varios años en los avatares del cine colombiano. Camilo Correa y la lucha por el cine de identidad nacional Correa fue uno de los primeros críticos colombianos y desde las páginas de El Colombiano de Medellín mantuvo con ardor y honestidad una cruzada permanente en favor de la creación de nuestro cine, así como una posición implacable frente a los que él consideraba sus desvíos. Más tarde él mismo se vio envuelto en las dificultades y contradicciones de crear una industria, pero su figura quijotesca merece un homenaje y un estudio a fondo. Textos suyos son, por ejemplo: «el arte nacional no lo podemos crear sobre la base antinacional de la imitación de ambientes y personajes extraños» o, refiriéndose a los ensayos pasados del cine colombiano: «en esas producciones está la más formidable cartilla negativa para hacer el futuro de nuestro cine: bastará a los productores no hacer nada de lo que en estas películas se hizo». Y en 1949 hace la siguiente confesión: «durante ocho años he trabajado por crear ambiente a una industria cinematográfica. Los últimos tres años los he pasado tratando de hacer, yo mismo, el cine que los capitalistas no quieren realizar. Cada fin de año me he dicho que en el próximo nacerá la industria que el país tanto necesita. Pero el condenado cine no nace y ahora, en 1949, me encuentro en Itagüí tratando de montar otros laboratorios y talleres con la esperanza de que 'ahora sí', nazca el cine, el más de malas de los hermanos de la industria nacional».
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Los noticieros y la realidad candente El año 1948, con el Bogotazo, dio al cine documental la ocasión de probarse en la candente realidad nacional. Camilo Correa, Charles Riou y otros camarógrafos captaron un momento único y dramático en un material que, por desgracia, se conserva sólo en parte. En los cincuenta, después del golpe de estado de Rojas Pinilla, Marco Tulio Lizarazo filmó la entrega de armas de la guerrilla de los Llanos y, más tarde, Ivo Romani captó los sangrientos episodios del 10 de mayo en Medellín, el día de la caída de Rojas. Con la llegada de la televisión y la abundante política de propaganda del gobierno Rojas, el material documental y propagandístico creció enormemente. El trabajo de clasificarlo no ha sido todavía hecho, pero su sola abundancia es de importancia histórica. A partir de los cincuenta la documentación audiovisual entra de lleno a la historia del país. Con los noticieros de televisión, primero los oficiales y luego los comerciales, comienza la producción constante de materiales de realidad cotidiana y de eventos nacionales de importancia. El trabajo del rescate de este cine está por emprender. Ivo Romani, camarógrafo de la televisión, captó los sangrientos episodios del 10 de mayo de ¡957 en Medellín, a la calda de Rojas Pinilla.
Camilo Correa, Procinal y Pelco De los restos de la Ducrane, Camilo Correa extrajo el equipo necesario para fundar Procinal en Bogotá, en 1946. Charles Riou, un francés residenciado en el país, fue su compañero de fundación. Por otra parte, en 1947 nació en Medellín la empresa Pelco, fundada por Alberto Estrada y Guillermo Greiffenstein, con la asesoría y presencia muy permanente de Camilo Correa. Éste se encontró, pues, animando dos empresas en dos ciudades distintas. Cuando se dio cuenta de que Fontibón no era el lugar adecuado para Procinal, por razones de clima y de mala calidad de los operarios, decidió trasladarse definitivamente a Medellín. Correa se trajo consigo al camarógrafo austríaco Hans Brückner con el fin de que éste se encargara de la producción en Pelco, donde él mismo trabajaba sin sueldo. En abril de 1947 se presentó el primer cortometraje de la compañía, al cual luego siguieron varios más. Parece que el trabajo de Brückner en Medellín fue de muy buena calidad. Durante un tiempo la empresa fue la única productora de cine activa en el país. Después, por desinterés de sus dueños, se fue muriendo gradualmente.
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La aventura de Procinal en Medellín Dedicado enteramente a Procinal y con los equipos adquiridos en Pelco, Camilo Correa inició la nueva época de su empresa con cortos y el Noticiero Colombia, una mezcla de notas sociales y publicitarias. La historia de Procinal es casi legendaria. La compañía era una sociedad limitada, pero con el fin de aumentar el capital se la convirtió en sociedad anónima. Surgió entonces la idea de hacer un largometraje y la junta directiva autorizó la contratación de un camarógrafo italiano para su realización. Camilo Correa había comenzado ya a filmar una historia suya llamada Cristales, la historia de un maestro de escuela en un pueblecito. Este rodaje resultó imposible por falta de dinero y se decidió entonces a hacer Colombia linda, con más perspectivas comerciales. A Colombia linda se le incorporó el metraje de Cristales, aunque la historia del maestro de escuela desapareció por completo. Colombia linda no tenía, propiamente, un argumento, y todo se basaba en la presencia de conocidas figuras de farándula, el Dueto de Antaño, Montecristo, Raúl Echeverri «Jorgito» y Mario Jaramillo. Era una especie de show televisivo. El mayor esfuerzo se centró en la publicidad para la película y, sobre todo, en la venta de acciones de la compañía. Se hizo un «concurso de fotogenia» para que las candidatas, con cada voto obtenido, convirtieran sus gracias en acciones de Procinal. Se hizo un gigantesco desfile por las calles de Medellín, con todas las «fuerzas vivas» para promover el interés por el cine colombiano. Estas campañas atrajeron la simpatía y los ahorros de cientos de inversionistas populares, que soñaban con las ganancias y con ser gestores del nuevo cine colombiano, tan bueno como el mexicano o argentino que consumían. Colombia linda fue un fracaso estruendoso, aunque no es suficiente para explicar el derrumbe total de la empresa Procinal. En todo caso,
en esa quiebra perdió su dinero mucha gente, y Camilo Correa terminó pasando ocho meses en la cárcel, por circunstancias que nunca quedaron claras. De esta manera, el sueño de Correa fracasó definitivamente y Procinal se convirtió en una lápida más en la pirámide de empresas fracasadas del cine colombiano. Equipos y película fueron rematados en pública subasta: una moviola fue vendida por 25 pesos, toda la película Colombia linda por 21 pesos. El material documental estuvo a punto de ser arrojado al río Medellín en vista de que nadie lo quería. Sólo la presencia de un apasionado del cine evitó que esto sucediera. En este proceso sucumbió mucho del material del Bogotazo.
Camilo Correa, critico de cine, fundador de Procinal (1946) y colaborador y asesor de Pelco, director del Noticiero Colombia y director de "Colombia linda".
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Enoc Roldán, los logros de un amateur Paralela a la experiencia de Procinal está la de Enoc Roldán. Estuvo presente en los momentos álgidos de Procinal y en la empresa adquirió una pequeña cámara de 16 milímetros. Como amateur realizó con ella, en película reversible, una serie de trabajos que merecen la atención. El hijo de la choza fue casi una superproducción, para la que movilizó incluso al Parlamento y la Guardia Presidencial, porque se trataba de filmar en lugares originales escenas de la vida del presidente Suárez. Cuando la gente de Bogotá observó al actor Juan Pablo Piedrahíta con banda presidencial y escoltado por la guardia se pensó que había habido un golpe de Estado. Roldán exhibió, él mismo, su película de barrio en barrio y de pueblo en pueblo, haciendo la publicidad con un parlante sobre su automóvil y logró así un éxito hasta ahora sin precedentes en el cine colombiano: la película costó 9.000 pesos y dejó 100.000 de ganancias. En otras condiciones, Roldán podría haber sido un cineasta popular de gran envergadura, por su sentido de la acción y de El pintor David Manzur, protagonista de "El milagro de sal" (1958), del director Luis Moya, filmada en las salinas y hornos de Zipaquirá y ganadora de un premio en el festival de San Sebastián, primero obtenido internacionalmente por un filme colombiano.
las reacciones del público y por su sentido intuitivo de la narración. Roldán realizó para las hermanas de la Madre Laura un largo documental con puesta en escena parcial, Luz en la selva, sobre la vida y la acción de esta religiosa fundadora en lo más profundo de las selvas colombianas. Roldán filmó la película en los lugares originales. Más tarde documentó con El llanto de un pueblo el desalojo del Peñol, en Antioquia, para la construcción de una represa. El «grupo de Barranquilla» intenta el cine de autor En 1954 en Barranquilla un grupo de intelectuales, Alvaro Cepeda Samudio, Enrique Grau, Nereo López, Luis Vicens y Gabriel García Márquez, hacen un ensayo de amigos, completamente independiente y personal: La langosta azul. La cinta es, probablemente, el primer intento de «cine de autor» en el país. Es una historia con claros visos surrealistas y poéticos, y un bello documento sobre Barranquilla y sus barriadas populares. La película es completamente amateur, pero tiene un toque poético y una inventiva fresca que la hacen digna de verse.
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Otros intentos de los cincuenta hasta El milagro de la sal Los cincuenta vieron otra serie de intentos de producción que son mencionables sólo para la crónica: en Medellín, la Colombia National Films produjo Antioquia crisol de libertad, una reconstrucción histórica de Antioquia desde los aborígenes hasta nuestros días, interrumpida continuamente por comerciales de las empresas paisas patrocinadoras. La Colombia National Films comenzó también, sin poder concluirlo, un melodrama de circo con carpa incendiada y otras atracciones llamado Entre risas y máscaras. En Cali, Guillermo Ribón hizo en 1955 La gran obsesión, sobre el desarraigo campesino, una película que parece no haber tenido ningún eco importante. En 1958 se filmó en Zipaquirá El milagro de la sal, bajo la dirección del mexicano Luis Moya, una producción de la Empresa Cinematográfica Colombiana. El milagro de la sal tuvo como intérpretes a Bernardo Romero Lozano, David Manzur, Teresita Quintero y Julio E. Sánchez Vanegas y obtuvo un reconocimiento en el Festival de San Sebastián en España, el primero obtenido por una película colombiana en toda la historia de nuestro cine. El milagro de la sal es un novelón muy sentimental, pero la película tenía una ambientación lógica y realista y una identidad claramente colombiana. Es la primera, tal vez, que busca esta identidad no en el folclorismo y en el recurso nacionalista fácil sino en el esfuerzo por captar una realidad y su contexto. La promesa del cine de los sesenta: Arzuaga y Luzardo En los años sesenta se da lo que, hasta entonces, es el impulso temático y estético más importante en la dura historia del cine colombiano. Las películas de José María Arzuaga y Julio Luzardo, malogradas en muchos aspectos y, sobre todo, sin continuidad, son sin embargo el modelo de lo que
podría ser un cine colombiano significativo socialmente, estéticamente válido y una reflexión importante sobre nuestro ser nacional. José María Arzuaga, español de nacimiento, llegó a Colombia a comienzos de la década y casi inmediatamente le fue encargada por Julio Roberto Peña la revisión de un guión llamado Raíces de piedra. Poco a poco terminó involucrándose en el proyecto hasta asumir la dirección. Raíces de piedra, una historia de corte neorrealista en los chircales de las afueras de Bogotá, es una película llena de defectos técnicos y que, para colmo, tuvo que ser doblada en España, con actores españoles imitando el acento colombiano. Y a pesar de ello, en Raíces de piedra las imágenes tienen una fuerza, un realismo vital, una presencia que ninguna otra película colombiana había tenido hasta ese momento, unas imágenes que revelan a Arzuaga como un hombre de gran sensibilidad, un extranjero que, en poquísimo tiempo, fue capaz de captar maravillosamente nuestro país inédito. La película fue rechazada por los exhibidores por «falta de calidad» y la censura la mutiló por lo que llamó «distorsión de la realidad nacional». Raíces de piedra obtuvo, sin embargo, algunos reconocimientos internacionales. En los festivales a los que asistió, se percibió que aquí podía estar naciendo algo nuevo y se pasó por encima de los problemas técnicos. Arzuaga pudo comenzar en 1965 un nuevo largometraje argumental que fue terminado sólo en 1967: Pasado el meridiano. Si Raíces de piedra era el neorrealismo del cine colombiano, Pasado el meridiano es su «nueva ola». Es una película claramente marcada por el lenguaje cinematográfico de los años sesenta, pero sin poses, espontáneamente. Es la interiorización de un personaje, una jornada hacia sí mismo, como en Antonioni por aquellos mismos años. Pero no es un personaje prestado del cine europeo, sino un colombiano medio, tal vez el primer arquetipo del colombiano presente en una pantalla. Pasado el meridia-
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Fotograma de "El río de las tumbas" (1964) de Julio Luzardo, con el personaje del alcalde y con Carlos José Reyes. Esta película es "fuerte en la descripción espontánea de la provincia colombiana y de la omnipresente violencia."
Julio Luzardo, director de "Tiempo de sequía" "La sarda", "El río de las tumbas" y "Semana de pasión"
no es una película que experimenta y busca y que está llena de interesantes intuiciones y soluciones formales. Por desgracia, Arzuaga no contaba con técnicos suficientemente hábiles e inventivos para poner en práctica adecuadamente sus ideas. Por eso la película aparece más malograda técnicamente que Raíces de piedra y la inestabilidad de una cámara movida en la mano y de mala manera hace que a veces la visión resulte difícil. Pero la película, como su predecesora, tiene imágenes y momentos que se graban, que permanecen, que son iconografía colombiana importantísima. Julio Luzardo regresó al país en los comienzos de la década del sesenta, después de haber realizado estudios cinematográficos en los Estados Unidos. El joven realizador comenzó por filmar en Bogotá un mediometraje basado en un cuento de Manuel Mejía Vallejo, Tiempo de sequía, en 1961. En cada cinta, realizada como trabajo personal y sin presiones comerciales, Luzardo revela un sentido cinematográfico poco usual en nuestro medio, una habilidad para hacer que sean las imágenes quienes cuenten la historia y para integrar personajes y ambientes. La película tiene un insólito y recón-
dito tono de ironía y un laconismo ejemplar en una cultura como la nuestra, que ha tendido siempre a excesos verbales. En 1962, Luzardo asistió a Alberto Mejía en la historia de ciudad El zorrero y dirigió, por su parte, La sarda, una estilizada pero muy precisa historia de pescadores. Los tres mediometrajes pasaron a constituir el largometraje Tres cuentos colombianos que es, con las películas de Arzuaga y El río de las tumbas de mismo Luzardo, el núcleo de lo que podría haberse constituido en un importante cine colombiano. El río de las tumbas es una película dictada por intereses encontrados, irregular, malograda en sus intentos de ser comedia pero fuerte en la descripción espontánea de la provincia colombiana y de la omnipresente violencia. Al lado de personajes caricaturescos hay otros, como el del alcalde, de una tridimensíonalidad y verosimilitud que dejaron esperar mucho del cine posterior de Luzardo. La falta de condiciones adecuadas y la fallida constitución de una industria en los años sesenta hicieron que las películas que vinieron después fueran, ante todo, compromisos. Las cualidades del realizador sólo volvieron a hacerse apreciables recientemente, con
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el mediometraje Semana de pasión (1985), aunque no con la consecuencia de los comienzos. El cine de identidad colombiana y la censura El intento de integrar temas relevantes y propuestas políticas al cine comercial encontró, en estos años, duros obstáculos. A la imposibilidad de encontrar eco en los monopolios de distribución y exhibición, se sumó pronto la censura. Raíces de piedra fue prohibida en su totalidad y sólo un premio internacional hizo que se revisara la decisión. Tierra amarga, un documental filmado en el Chocó por el cubano Roberto Ochoa, fue también prohibido y sólo autorizado posteriormente después de varios cortes. Pasado el meridiano de Arzuaga corrió la misma suerte. La cinta nunca llegó a exhibirse comercialmente. Esta situación contribuyó, sin duda, a que en Colombia se delimitaran dos formas de producción cinematográfica, en una dicotomía no deseable pero correspondiente a condiciones reales. Un grupo de cineastas buscó su libre expresión en un cine independiente, en 16 mm, y su difusión en exhibiciones alternativas. Ese cine está insertado en un movimiento más amplio del cine y la cultura mundiales, en la contestación y los movimientos estudiantiles, en el despertar del Tercer Mundo y en fenómenos afines de los últimos años de la década del sesenta. Son los años en que el cine latinoamericano, particularmente el cubano y el cinema novo brasileño comienzan a hacer impacto estético y político en todo el mundo. Es la época de La hora de los hornos. Dentro de ese marco, el cine «marginal» colombiano obtiene también un cierto grado de interés y reconocimiento internacionales. Asalto de Carlos Álvarez, Camilo Torres de Diego León Giraldo y Carvalho de Alberto Mejía están entre los primeros productos de esta tendencia. Carlos Álvarez y su esposa Julia realizan con Colombia 70, ¿qué es la democracia?
y Un día yo pregunté documentales como instrumento de análisis y de lucha. Por su parte Marta Rodríguez y Jorge Silva desarrollaron en sus películas Chircales, Planas y Campesinos documentales antropológicos y políticos con elementos propios y originales que han sido apreciados en todo el mundo. En un estilo que se emparenta con el de Joris Ivens y Robert Flaherty, Rodríguez y Silva hacen un cine de paciente y larga investigación, en cuyo resultado final, imágenes, ritmo y dialéctica están estrechamente implicadas las comunidades humanas que documentan. Es un cine de con-
Diego León Giraldo, director del documental político "Camilo Torres" (1966), de numerosos trabajos de cine experimental y de cortos sobre la realidad sociológica del país.
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"Chircales", de Marta Rodríguez y Jorge Silva, cine marginal de gran eficacia visual.
vivencia y participación con su sujeto. A diferencia del cine de Carlos Álvarez, donde la preocupación estética ocupa un lugar secundario, el cine de Marta Rodríguez y Jorge Silva busca unas imágenes propias e inéditas que resultan con frecuencia fuertes y sugestivas. Chircales es una película en la que las dificultades técnicas y de presupuesto son notorias, pero, con todo, sigue siendo una de las mejores cosas que se hayan hecho jamás en Colombia. Su realismo empeñado posee insospechadas dosis de expresión poética. En años recientes la pareja de realizadores ha buscado una evolución de su estilo en ciertas formas de puesta en escena e imaginería mítica integrada a sus documentaciones. Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (1982) es el resultado muy interesante de estos intentos. También «marginal», en el sentido de independiente de los circuitos comerciales y de las fórmulas convencionales de producción, es la obra documental de Carlos Mayolo y Luis Ospina en los años setenta. En Oiga vea, la más interesante de sus películas de esta época, los realizadores muestran con humor y sentido crítico la situación de Cali y sus gentes durante los
Juegos Panamericanos del 71. Este estilo suelto, irónico hasta lo sarcástico y distanciado, es característico de las películas de este tándem caleño, que no ha dejado de estar presente, de modo estimulante, en el cine colombiano de las dos últimas décadas. El sobreprecio y el comienzo de la era semiindustrial En 1972 el gobierno reglamenta la llamada «ley del sobreprecio», por medio de la cual se obliga a los exhibidores a acompañar la presentación de todo largometraje extranjero con un cortometraje colombiano y autoriza en contraprestación a cobrar más por la boleta de entrada. Este «sobreprecio» se reparte después en determinada proporción entre el productor del corto y el exhibidor. Esta ley promovió, sin duda alguna, una fuerte actividad productiva y poco a poco el público colombiano se fue habituando a ver en las pantallas la imagen, real o distorsionada, de su país y sus gentes. La evaluación de esta era del sobreprecio está todavía por hacer. Por una parte, muchos directores y técnicos hicieron dentro de este sistema su aprendizaje y sus primeras armas. Un
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aprendizaje real, en un país sin escuelas de cine. Por otra parte, esta ley bien intencionada fue aprovechada con pocos escrúpulos por ciertos sectores, lo cual llevó a un exceso de producciones de mínima calidad e interés y al represamiento de algunos de los mejores cortos. En los primeros tiempos del sobreprecio las películas de una nueva generación de realizadores llevaban planteamientos interesantes sobre la realidad nacional: El oro es triste, La patria boba y El cuento que enriqueció a Dorita de Luis Alfredo Sánchez, Yo pedaleo tú pedaleas de Alberto Giraldo y Lisandro Duque, Corralejas de Ciro Durán y Mario Mitrotti, están entre los cortos que fueron objeto de polémica y comentario intensos por parte de los espectadores. Algunas de estas películas obtuvieron premios internacionales y fueron exhibidas en otros países. Bajo el impulso del sobreprecio comenzó a esbozarse, de nuevo, una reactivación del largometraje. A diferencia del cortometraje de sobreprecio, que el público no tenía libertad de elegir, los largos tenían que enfrentarse a una serie de difíciles obstáculos: espacio en los circuitos de exhibición, publicidad, atracción al público. En un país donde
la entrada a cine tiene un precio controlado por el Estado y donde la apertura de mercados extranjeros es prácticamente imposible, los largometrajes colombianos tuvieron que ponerse a buscar «fórmulas», maneras seguras de atraer un público masivo. Cintas como Mamagay de Jorge Gaitán (1977), El candidato de Mario Mitrotti (1978) o El Patas de Pepe Sánchez (1978) buscaron equilibrar el comentario social y político con el entretenimiento fácil, pero las más exitosas fueron las completamente intrascendentes de Gustavo Nieto Roa, que buscaba solamente un éxito amplio de taquilla con esquemas industriales de entretenimiento. Si en algunos casos, como en El taxista millonario (1979), este éxito tuvo lugar, la estructura de nuestra exhibición y distribución no permitió que, ni siquiera este tipo de cine, pudiera establecerse sólidamente. Por estos años un documental, originalmente concebido como cortometraje, logró una acogida sin precedentes en mercados internacionales: Gamín de Ciro Durán. Es una película cuyo tema, la insoportable situación de la niñez abandonada, sobrepasa posibles intentos de especulación comercial y adquiere fuerza propia. "Gamín", de Ciro Duran. "Su tema, la insoportable situación de la niñez abandonada, sobrepasa posibles intentos de especulación comercial y adquiere fuerza propia."
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Focine y el nuevo largometraje colombiano
Cartel de la diseñadora Marta Granados para "Tiempo de morir", sobre un cuento de Gabriel García Márquez, dirigido por Jorge Alí Triana. Producción de Focine en la era de María Emma Mejía.
p. 262B David Guerrero y Adriana Herrón en "Carne de tu carne" (1983), dirigida por Carlos Mayolo. Descrita como "una gótica historia de amor", Mayolo realizaría en el 86 "La mansión de Araucaíma", sobre la obra homónima de Alvaro Mutis, cuyo subtítulo es "novela gótica de tierra caliente".
En 1979 se da un paso trascendental con la creación de la compañía de fomento cinematográfico Focine. Con Focine el Estado colombiano reconoce la importancia de la expresión cinematográfica y considera que debe ser objeto de fomento y subvención. Focine ha pasado en los pocos años de su existencia por una serie de avatares, debido sobre todo a que ha tenido que irse inventando y ajusfando por el camino. El hecho es que, desde su fundación, el número de largometrajes colombianos ha aumentado considerablemente y que es posible ver un lento pero seguro crecimiento técnico y estético en estas películas. Focine ha fomentado la industria y los productos meramente comerciales, pero también ha facilitado la creación de películas con intenciones artísticas y expresivas más acentuadas. A pesa de la existencia de Focine, los realizadores han tenido que seguir buscando «fórmulas», porque el problema de la exhibición no está resuelto y es necesario atraer a los teatros el mayor número posible de espectadores. Directores de talento como Luis Ospina y Carlos Mayolo han buscado su fórmula en los géneros tradicionales del cine de Hollywood,
el de terror por ejemplo, y han hecho el intento, en películas como Pura sangre y Carne de tu carne, de asimilar entretenimiento comercial con elementos de mitología nacional y con parábolas de sabor político. Cortometrajistas críticos como Luis Alfredo Sánchez y Lisandro Duque han apelado a la comedia y a los elementos melodramáticos para encontrar el enganche en La Virgen y el fotógrafo y El escarabajo. Ninguna de estas fórmulas ha producido resultados satisfactorios. ¿Pueblo «agarrado» o reflejado adecuadamente? No sólo el éxito internacional de Gamín, sino una serie de películas de inferior calidad que utilizaron como capital los desequilibrios sociales del país, llevaron a plasmar el concepto de «pornomiseria». Agarrando pueblo, de Luis Ospina y Carlos Mayolo, plantea de modo, sarcástico, y muy discutido, ese abuso cinematográfico tan abundante en los años setenta. Pero el cine colombiano comenzaría muy pronto a hacer otro tipo de planteamientos con respecto a la realidad y a la historia de la nación. Curiosamente, como en los años sesenta el español Arzuaga o en los comienzos mismos del cine los italianos Di Domenico,
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Frank Ramírez (León María Lozano) y Vicki Hernández (Agripina, su mujer) en "Cóndores no entierran todos los días", del director Francisco Norden, sobre la novela de Gustavo Alvarez Gardeazabal. Filme seleccionado en Cannes (1984) y en muchos otros festivales internacionales de cine.
fue un extranjero quien llevó a cabo el primer largometraje significativo de la nueva época: Canaguaro, del chileno Dunav Kuzmanich, una cinta con trazos épicos, verosímil, sensible, una cinta que no busca el espectáculo fácil y que intenta, con medios cinematográficos, escudriñar y explicarse nuestra sangrienta historia reciente. Desgraciadamente, la película tuvo dificultades técnicas, que deslucen un poco su valor, y encontró obstáculos muy grandes para su distribución comercial. En cualquier caso, Canaguaro es un momento importante del cine colombiano, un momento que sigue buscando su continuidad. La primera película producida por Focine, que encontró eco positivo de la crítica y resonancia internacional apreciable, fue Cóndores no entierran todos los días, una aproximación, como Canaguaro, a la historia política del país, esta vez por el camino de la filmación literaria. Francisco Norden adaptó con sensibles cambios de acento la novela de Gustavo Alvarez Gardeazabal y obtuvo la película colombiana más acabada e importante. La cinta fue acogida con relativo entusiasmo por el público.
Futuro interrogativo En pocos años, Focine, y por ende el cine colombiano, ha pasado una serie de crisis graves, que han llevado a varios estancamientos en el camino iniciado. Para mantener a la industria activa se inició una serie de mediometrajes destinados a la televisión; las producciones grandes de largometraje han buscado, más bien, el camino de la coproducción con otros países: México, Argentina, Venezuela y Cuba han comenzado ya a colaborar con el cine colombiano. Mientras tanto, se estudia la posibilidad de esquemas de producción más accesibles para otras películas nacionales, y en este camino no se excluye la entrada de las nuevas técnicas electrónicas y de video. Una serie de jóvenes de talento está esperando su oportunidad. En estos últimos años, debido a la creciente integración del cine con la televisión, la actividad cinematográfica no es ya una aventura ni un pasatiempo amateur. Mucha gente vive del cine en Bogotá. Lo otro, lo más importante, es hacer que esa actividad produzca obras de arte.
Cartel de Carlos Duque para "Pura sangre", de Luis Ospina.
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Las revistas de cine en Colombia Las publicaciones especializadas sobre cine han seguido en Colombia dos vertientes principales: la promocional-divulgativa y la crítico-informativa. En ninguna de estas dos líneas hay resultados de llamativa continuidad o estabilidad. Mientras que las revistas promocionales aparecen, obviamente, ligadas a la industria de la distribución y exhibición, las publicaciones críticas están estrechamente conectadas con el movimiento de cine-clubes y sus derivados. Las décadas de los veinte a los cuarenta, el auge del medio cinematográfico y la presencia masiva del viejo Hollywood son la época clásica de la revista publicitaria. A partir de los cincuenta, y sobre todo de los sesenta, la actitud de reflexión crítica sobre el medio crea el otro tipo de revista de cine. Se encuentra ya en 1908 la revista bogotana El Cinematógrafo, en 1913 se publica El Olympia (como su nombre lo indica, ligada a las cadenas de teatros), y al año siguiente, en Sincelejo, aparece El Kine. Otros nombres de esta época son El Cine Universal (de Cali), El Cine Gráfico (de Cúcuta) y Películas (de los Di Domenico), así como Revista Colombia, Cine Colombia. Pese a la procedencia publicitaria de estas publicaciones, se encuentran en ellas, con frecuencia, análisis más críticos. Este tipo de revistas ha tenido su continuación en años recientes con Películas y Exhibidores (originalmente más dirigida a estos gremios que al público en general) o Toma Siete, y otras más efímeras. El encuentro cineclubístico con el cine de autor en los años sesenta y la importancia mundial de publicaciones como Cahiers du Cinema o sus émulas hicieron surgir publicaciones críticas entre nosotros, casi siempre con graves problemas de financia-
ción e incapaces de prolongar su existencia más allá de unos pocos números. Notable en estas revistas es, desde el principio, la reflexión encaminada a promover un cine nacional. Guiones y Cinemés son las dos revistas características de los años sesenta, y en ellas, como en las que vendrían después, es muy difícil definir una política editorial coherente, un concepto redaccional. La falta, por otra parte, de una cinemateca o de una tradición dentro de la historia universal del cine, hace que el tipo de crítica e información esté saturado de errores, de desequilibrios de apreciación y otros problemas semejantes. La revista que más se ha acercado a este concepto de redacción y la que ha logrado un sabor más propio y original fue, en los años setenta, la caleña Ojo al Cine. El grupo que llevó a cabo los pocos números que pudieron salir a la luz ha mantenido su unidad en la producción cinematográfica y es importante dentro del cine nacional. De las revistas surgidas en provincia merece mencionarse también Cuadro, publicada en Medellín en dos épocas distintas y con relativa longevidad. Durante su administración de la Cinemateca Distrital de Bogotá, Isadora de Norden hizo posible una revista con más medios, Cinemateca, que tuvo su continuidad formal después en Cine, órgano de la Compañía Cinematográfica Focine. La Cinemateca continuó después el trabajo editorial con números monográficos sobre los realizadores colombianos, que no han dejado de publicarse y que son una fuente importante. El último esfuerzo de calidad fue hecho en Cali por el grupo de Ojo al Cine, con la revista Caligari, de brillante diseño y muy buen nivel de contenido. Por desgracia, no pudo hacerse sino un número. En los últimos años,
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Capítulo 9
Arcadia va al Cine, de Bogotá, ha recogido la bandera de todos estos frustrados esfuerzos y ha publicado una revista irregular, pero interesan-
te e informada, aparte de las publicaciones casi de carácter subterráneo de cineclubes, facultades de comunicación o entidades semejantes.
Los cineclubes Las políticas caóticas de distribución y exhibición en el país y la absorción de los mercados por la producción norteamericana, así como la carencia de archivos cinematográficos, han dificultado enormemente el desarrollo de la cultura cinematográfica en nuestro país. Gran parte de los méritos en este campo son del movimiento de cineclubes que, con increíble precariedad de medios y con esfuerzo idealista, ha trabajado durante años en este campo, en diversos lugares del país. Pioneros fueron los fundadores del Cine Club de Colombia, que continúa su meritoria carrera después de casi medio siglo, y que comenzaron labores en 1940. Once años más tarde, Camilo Correa, pionero también en la crítica y en la realización y producción, fundó el Cine Club de Medellín. Ya desde el comienzo la actividad de estas instituciones fue objeto de sospechas y ataques. El cine, por aquellos años más que nunca símbolo de inmoralidad y depravación, resultaba todavía más digno de desconfianza si era visto por miembros de una especie de sociedad secreta, y si entre sus programaciones había predilección por las películas italianas y francesas, que aparecían más dignas de reproche que las norteamericanas. El Cine Club de Medellín no sobrevivió a estos ataques y debió ser resucitado más tarde. A mediados de los años cincuenta se fundó en Bogotá el Cineclub de la Prensa, y Alberto Aguirre y Orlando Mora reemprendieron
el trabajo de Camilo Correa en Medellín. Pero fue sobre todo en los años sesenta y setenta cuando la forma de cineclub, particularmente orientada por universitarios, alcanzó una mayor difusión. La diferenciación surgida en aquellos años del cine de autor frente a la del cine simplemente comercial y de consumo, llevó a la fundación de estas instituciones empeñadas en cultivar el medio como expresión artística y como portadora de mensajes políticos. En Barranquilla tomó fuerza un cineclub fundado por Alvaro Cepeda, y, en Pereira, otro dirigido por Albalucía Ángel. En Cali el grupo de cineastas y críticos formado por Luis Ospina, Andrés Caicedo, Carlos Mayolo, Ramiro Arbeláez, Sandro Romero y otros tuvo su origen en trabajo de cineclub, y en muchas otras ciudades del país se fueron formando grupos similares, con frecuencia centrados en las universidades, y que después han logrado, con más o menos éxito, coordinarse como una fuerza a nivel nacional. Posteriormente han ido surgiendo sedes permanentes de cultura cinematográfica, algunas con subvención oficial, como la Cinemateca Distrital de Bogotá o La Tertulia de Cali, otras como el Subterráneo de Medellín o el fenecido Nickelodeón de Manizales. Todas estas entidades han ido tomando conciencia de que su trabajo es una alternativa única e importantísima a las siempre peores políticas cinematográficas comerciales.
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717
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Año
1980
1981
1982
1983
1984
1985*
277:3
277:3
277:3
275:2
275:2
275:2
586
586
596
602
600
600
81.0
64.2
64.9
64.9
64.2
52.8
2.5
0.9
0.6
1.4
2.3
2.5
Largometraje Largometraje extranjero nacional asistencia asistencia millones de millones de espectadores espectadores
—1985, estimado Focine. La asistencia a cortometraje nacional es equivalente a la del largometraje extranjero. — En la fecha la clasificación por categorías es como sigue: (*) Datos aproximados.
Número teatros
Capacidad Número de teatros en instalada millones sillas operación
1985
1984
1983
1982
1981
1980
Año
400
400
400
400
400
400
Especial Primera Segunda Tercera Nivel municipal
Categoría
25
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36
31
24
21
Número de Número de largometrajes largometrajes extranjeros(*) nacionales exhibidos exhibidos
65 117 98 64 232
N.° Teatros
83.5
65.1
65.5
66.3
66.5
55.3
Capacidad utilizada millones de sillas
$ $ $ $ $
100 75 55 35 48
Tarifa
30.1 %
23.4 %
23.6 %
24.0%
24.1 %
20.0 %
Porcentaje de capacidad utilizada
1980 -1985, teatros, capacidad instalada y utilizada, teatros en operación, asistencia a largometrajes extranjeros y nacionales.
Exhibición cinematográfica
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Bibliografía ÁLVAREZ, LUIS ALBERTO. Páginas de CINEMATECA DISTRITAL. Cinemateca.
cine. Medellín, Universidad de Antioquia, 1988. Cuadernos de Cine Colombiano. Bogotá, desde marzo
1981. Cinemateca. Cuadernos de Cine Colombiano. Bogotá, desde marzo 1981. N.° 1 Julio Luzardo. 2 Ciro Durán. 3 Francisco Norden. 4 Marco Tulio Lizarazo. 5 José María Arzuaga. 6. Gustavo Nieto Roa. 7 Jorge Silva, Marta Rodríguez. 8 Jairo Pinilla Téllez. 9 Luis Alfredo Sánchez. 10 Luis Ospina. 11 Camila Loboguerrero. 12 Carlos Mayolo. 13 Lisandro Duque. 14 Leopoldo Pinzón. 15 Fernando Laverde. 16 Jorge Gaitán Gómez. 19 Manuel Busquets Emiliani. 20 Jorge Alí Triana. 21 Cine-Mujer. 22 Cine-Taller. 23 Oswaldo Duperly. 24 Gloria Triana. 25 Mario Jiménez. DUQUE, EDDA PILAR. La aventura del cine en Medellín, tesis de grado para la Facultad de Ciencias de la Comunicación U.P.B. Inédita. MARTÍNEZ PARDO, HERNANDO. Historia del cine colombiano. Bogotá, Editorial América Latina, 1978. SALCEDO SILVA, HERNANDO, Crónicas del cine colombiano 1897-1950. Bogotá, Carlos Valencia Editores, 1981. SÁNCHEZ MÉNDEZ, ISABEL, Comp. Cine de la Violencia. Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 1987.
CINEMATECA DISTRITAL.
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Capítulo 10
La música de Colombia Otto de Greiff Música de Colombia La sola enunciación de este título indica a la vez una limitación y una extensión. La primera supondría la consideración de la música dentro de los términos o fronteras que encierran un territorio definido por una geografía más política que natural; la segunda entrañaría la música nacida o compuesta dentro de tal territorio. Y el título escueto de «Música de Colombia» haría pensar en algo homogéneo dentro del país, y diferente fuera de él. Nada más erróneo. Pues el fenómeno musical, como cualquier otro fenómeno cultural, no se ciñe estrictamente, ni mucho menos, a los linderos fijados artificialmente por las circunstancias históricas. Colombia es un país joven, sumamente joven si se compara, por ejemplo, con Italia o con Alemania. Y al decir Italia no hay que olvidar que la llamada unidad italiana no tiene mucho más de un siglo, pero que antes la denominación Italia se asignaba al conjunto de los diversos gobiernos (ducados, principados, repúblicas)
que se amalgamaron finalmente, y que antes tenían en común la lengua, que si bien era oficialmente la toscana, en las diversas comarcas se hablaba, y se sigue hablando popularmente, un gran número de dialectos locales. Pero algo más importante tienen en común: una cultura milenaria, que harto se diferencia de las de los conglomerados geográficos que la rodean. Lo propio puede decirse de Alemania, así hoy sea políticamente dos, y así, antes de la reagrupación de las antiguas nacionalidades, muy análoga a la italiana, fueran no pocos sus gobiernos. Pero todos sentimos que la música italiana y la música alemana son entidades bastante definidas, y cimentadas en muy larga tradición. Música nacional He aquí otra designación no menos engañosa. Hace buen número de años, más de medio siglo, o sea hacia las primeras décadas del actual, se despertó entre nosotros, y en otros países vecinos, el sentimiento hacia la llamada música nacional. Fue un fenómeno tardíamente derivado del que se suscitó en Europa por allá a mediados del siglo XIX. Nacionalismo musi-
Intérpretes de un grupo musical de Bucaramanga, hacia 1920, fotografía de Serrano & Suárez.
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cal se le llamó, y consistió en el apartamiento del concepto muy difundido, que había culminado en el socorrido lugar común de la música, lenguaje universal. Nada más falso, pues hubiera bastado comparar, no la música de tierras vecinas sino la de regiones distanciadas, el centro de Europa y la música del lejano oriente, para comprobar lo poco universal que es la música como lenguaje. Surgieron así compositores como Smetana, Grieg, Albéniz, para citar solamente tres, que se dieron a explotar, en la falsamente llamada música culta, los aires populares de sus respectivos países. Y decimos países, no naciones, dentro del sentido italiano de la palabra paese o comarca. Ellos son, en los ejemplos elegidos, la antigua Bohemia, Noruega y España. Pero se observa en el caso más familiar, el de España, que Albéniz escribió piezas llamadas «Navarra», «Córdoba», «Asturias», «países» del país España, que folclóricamente se descompone así en una serie grande de países pequeños, cada uno con su música «nacional» (léase regional) propia. Entre nosotros vino una pretendida estilización de piezas fáciles, no muy acertadamente llamadas populares, de compositores tales como Pedro Morales Pino, Luis A. Calvo, Emilio Murillo y tantos más. Surgió así la moda, que llegó a querer imponerse como deber patriótico, de componer la también mal llamada «música nacional». Tal fue el caso del más ilustre y fecundo de nuestros compositores, Guillermo Uribe Holguín, de formación eminentemente francesa, como lo fue más tarde Antonio María Valencia. Uribe Holguín escribió obras cuyos títulos denuncian ya la tendencia nacionalista, arrancando desde los chibchas mismos; así por ejemplo, Ceremonia indígena, Bochica, Tres ballets criollos y la vastísima serie de piezas para piano Trescientos trozos en el sentimiento popular. Nos consta, por confesión del propio autor, que hizo tal labor a regañadientes y con poca convicción, pues estaba lejos de creer en la música nacional. Basta observar el nombre de
la serie citada, en donde el «sentimiento popular» es una manera casi tácita de afirmar que Uribe Holguín pensaba poco en una música francamente popular o nacional; en mente parecía tener apenas la expresión de un sentimiento harto impreciso. Otros compositores de entonces y de ahora se incorporaron a este movimiento nacionalista pero sin dejar de producir obras dentro del idioma internacional. Podrían citarse Antonio María Valencia (Chirimía y Bambuco sotareño), Fabio González Zuleta (Sinfonía del café), Luis Antonio Escobar (Cánticas), Adolfo Mejía {Pequeña suite), Rozo Contreras (Tierra colombiana), Alvaro Ramírez Sierra (El valle de Lili), Alejandro Tobar (Amanecer en Patiasao) y muchos otros. Pasada en cierta manera la ola nacionalista, los compositores nuevos, como ocurre en el resto del mundo, han seguido, cada uno por su lado, las tendencias muy diversas y opuestas de la música contemporánea. Lo que el común de las gentes suele englobar, con una mezcla de temor y de desvío, dentro de la idea general de música moderna, es un mundo extraordinariamente complejo. Bien sabido es que los músicos de hoy van desde el tradicionalismo más conservador (neoclásicos, neorrománticos) hasta las tendencias de vanguardia más extremadas, con sus connotaciones con la música electrónica y otras técnicas experimentales de no muy extenso recibo entre el público ordinario, no sólo aquí sino en el mundo entero. Así podemos arrancar de Jesús Bermúdez Silva (también parcialmente adherente del viejo nacionalismo) hasta llegar a los nombres mucho más nuevos de Blas Emilio Atehortúa y Germán Borda, que se citan como ejemplos casi al azar, o como la lamentada Jacqueline Nova, innovadora audaz prematuramente desaparecida. Música en Colombia Por las razones anteriores podría decirse que, en esta serie de ensayos y
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Capítulo 10
epítomes sobre la historia de Colombia, la parte correspondiente a la música, más que la música de Colombia debiera llamarse la música en Colombia. Se atiende así al hecho de que en nuestro país ocurre un fenómeno muy semejante al de otros países de nuestra América hispana. Tal vez habría que exceptuar a México y al Brasil; al primero, porque en él la influencia indígena es mucho más fuerte que en otros países donde (como en Colombia) tal influencia puede considerarse prácticamente nula; y al Brasil, porque en la inmensa nación suramericana confluyen casi por igual los influjos de las muy diversas razas indígenas, de los negros, de España, y, en buena parte, de Alemania o Italia. El reflejo de la cultura negra o africana es, en los llamados países del cono sur (un cono que no es cono sino triángulo), realmente nulo, y muy escaso el de los aborígenes indígenas. Bolivia quedaría dentro de este triángulo. Del Perú hacia arriba, en el resto de la América del Sur, en la Central y hasta los Estados Unidos mismos, como es bien sabido, la penetración negra es evidente, y quizás superior a la española en muchas zonas del Caribe. Esto explica la necesidad de distinguir, en el aspecto musical y en otros, la cultura, no en regiones diversificadas simplemente por divisiones políticas artificiales, que nada significan, sino, curiosamente, no por la latitud geográfica, sino por la altitud. En el caso de Colombia, por ejemplo, una es la zona andina, con muy escasa influencia negra y mucha hispana, otra la costera, del Caribe y del Pacífico, donde las cosas ocurren inversamente:
mucho influjo negro, pero no menos, aunque no mucho menos, influjo español. Fenómenos especiales ocurren en algunas regiones; en el Chocó, por ejemplo, tal vez por su aislamiento anterior, los etnomusicólogos, o los folcloristas en general, han encontrado que ciertos aires antiguos de España, y ciertas peculiaridades literarias, como los viejos romances españoles, se incrustaron en la cultura popular. Un ejemplo muy característico es el del viejo romance del conde Olinos («Cabalgaba el conde Olinos / la mañana de San Juan / a dar agua a su caballo / a las orillas del mar») que en el Chocó se transformó, ingenua y disparatadamente, en «Se levanta un corderillo», con los tres versos restantes exactamente iguales a los del romance original; y con la música ligeramente modificada con respecto a la popular española de hace casi cinco siglos. Tan encontradas y diversas influencias hacen que sea más adecuado hablar, en cuanto a la música popular, y grosso modo, de música andina y música costeña. Hay mucha mayor analogía entre la nuestra del Cauca y de Nariño, con la de las sierras del Ecuador, Perú y Bolivia, que entre la primera y la nuestra de los litorales Caribe y Pacífico, que a su turno guardan mucha mayor semejanza con la de las islas de las Antillas. Y en el medio, es decir, en las zonas templadas, ocurren toda suerte de mezclas y combinaciones. Los aires puramente andinos y los puramente caribes son casi totalmente diferentes, como lo son los instrumentos correspondientes, al punto que los cultores de unos son insensibles a los otros.
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Programa del acto inaugural del Teatro Colón, de Bogotá, el 12 de octubre de 1892, con un concierto dirigido por la compositora, pianista y directora Teresa Tanco de Herrera.
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Capítulo 11
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La música en Colombia en el siglo XX Hernando Caro Mendoza Introducción
E
l solo enunciado del tema del presente ensayo suscita variados interrogantes. ¿Qué debe entenderse por música colombiana, o de Colombia, o en Colombia? ¿En qué se diferencia la colombiana de la argentina o la francesa? ¿Hay una sola música colombiana, o habrá una música costeña y otra llanera y otra andina? Éstas y otras inquietudes son planteadas, con su lucidez habitual, por el profesor Otto de Greiff, en el capítulo anterior de esta obra. Cortando, en forma simplista, el sugerido nudo gordiano, el responsable de estas líneas precisa, de una vez, que las páginas que siguen estarán dedicadas a los músicos colombianos que han compuesto música personal, original y, de acuerdo con sus criterios, de alta categoría artística, en lo que va corrido del siglo XX. Completará el panorama una reseña sucinta de lo que se ha hecho en el país en los campos de la docencia, la interpretación y la difusión musicales, en dicho lapso.
Otra limitación, que seguramente será mal interpretada por algunos, será la de que nos hemos visto obligados a excluir totalmente de nuestro trabajo los ricos veneros del folclore y de la música popular, y nos ocuparemos únicamente de la música llamada equívocamente, a falta de mejor término, «culta o erudita». En el fondo, creemos que será la misma exigencia a la que tendrán que someterse los historiadores de la literatura o las artes plásticas, quienes posiblemente tengan que trabajar al nivel de León de Greiff y García Márquez, o Botero y Alejandro Obregón. Una última limitación, la del espacio previsto en esta publicación, nos obligará, en muchos casos, a un tratamiento escueto, casi esquemático, del material disponible y a una orientación mucho más informativa que crítica del mismo. En el texto mismo se indican las razones por las que hemos escogido como fechas límites de nuestro estudio las de 1910 y 1985. Pero, antes de entrar en nuestro siglo, tal vez sea útil una somera información sobre los períodos anteriores de nuestra historia musical.
Integrante de la banda del regimiento Ayacucho, Medellín, 1919, foto de Benjamín de la Calle.
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Música colonial El cultivo de la música, sobre todo religiosa —canto llano y polifonía—, fue especialmente importante en el virreinato de la Nueva Granada (hoy República de Colombia). En la catedral de Bogotá se conserva, hasta hoy, uno de los más ricos archivos musicales de la época de la Colonia en toda la América hispana. En él se encuentran, al lado de grandes nombres universales, Palestrina, Francisco Guerrero o Tomás Luis de Victoria, figuras valiosas como las del español residente en estas regiones Gutierre Fernández Hidalgo o el bogotano Juan de Herrera y Chumacero. Varios de los libros corales en que está contenida esta música fueron hermosamente ornamentados por el artista del mimado Francisco de Páramo, a comienzos del siglo XVII.
Órgano de la catedral de Bogotá, en cuyo archivo musical se encuentran valiosos libros corales y obras de compositores de la Colonia, como Gutierre Fernández Hidalgo y Juan de Herrera y Chumacero.
Música precolombina No conocemos la música misma de los habitantes de la actual Colombia antes de la llegada de los españoles, pues aquéllos, al parecer, no tenían escritura musical. El mismo es el caso de toda América: «Como sucede con muchas otras regiones y períodos de la historia —escribe Daniel Devoto—, debemos resignarnos a ignorar cómo era la música de la América precolombina.» Los únicos datos disponibles se hallan en los vagos relatos de los cronistas de Indias y en algunos ejemplos arqueológicos, sobre todo de instrumentos musicales, algunos finamente trabajados en oro. De otra parte, la tradición oral ha sido tan fuertemente influida por la música española y africana que no ofrece ninguna garantía de autenticidad. En un terreno puramente conjetural, se supone que se trataba de música monofónica, tal vez con elementos heterofónicos (instrumentos de percusión y similares), en la que se empleaban escalas defectivas, posiblemente pentafónicas.
Para finales del siglo XVIII, aunque Bogotá contara con un teatro en el que se representaban «tonadillas» y otras obras con música y en algunas celebraciones se hubieran interpretado «hasta sinfonías de Haydn y Cannabich», como apunta con ingenuo orgullo algún cronista, el nivel de la cultura musical en estas regiones había descendido considerablemente. La Independencia Y la decadencia se acentuó en el período de la llamada «Guerra de Independencia» (1810-1819) y los turbulentos años posteriores. La práctica musical se reducía a las marchas militares y a la música de salón. Del decaimiento general trataron de reaccionar algunos músicos de cierta formación, Juan Antonio de Velasco, Nicolás Quevedo Rachadel y el inglés Henry Price, quienes se esforzaron, en condiciones muy adversas, por implantar en estas regiones algunos de los aspectos de la música europea, que llegaban como ecos lejanos. En la segunda mitad del siglo actuaron en Bogotá, en un ambiente ciertamente pobre y limitado, algunos
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músicos de talento, entre otros José Joaquín Guarín, Julio Quevedo Arvelo y el inquieto teórico, poeta y matemático Diego Fallon, quien ideó un curioso sistema de notación musical. También brilló en la parroquial ciudad José María Ponce de León, quien al parecer había estudiado en París, autor de dos óperas, Ester y Florida, de elemental sabor italianizante, que fueron representadas en el Teatro Colón. La pianista Teresa Tanco compuso una notable zarzuela: Similia Similibus. A este propósito, cabe anotar que la música operática italiana —centrada en los tres nombres claves de Rossini, Donizetti y Bellini— era la única que se apreciaba y conocía en los círculos intelectuales y «cultos». Con esos presupuestos, el dinámico organizador Jorge W. Price —hijo del mencionado Henry Price— funda (1882) la Academia Nacional de Música, que habría de ser el germen del actual Conservatorio Nacional, como se indicará luego. Por estos mismos años un tenor italiano de ópera, Oreste Sindici, compuso una canción patriótica con texto del entonces presidente de la nación, Rafael Núñez, que sería reconocida muchos años después (1920) como el Himno Nacional de la República de Colombia. La música moderna Las condiciones descritas en los párrafos anteriores perduran hasta ya entrado el siglo XX. Como se indicó, puede considerarse que la música moderna en Colombia comienza en 1910, cuando Guillermo Uribe Holguín funda el Conservatorio Nacional y la primera orquesta sinfónica digna de este nombre. Uribe Holguín Nace Guillermo Uribe Holguín el 17 de marzo de 1880 en Bogotá. Perteneciente a una familia de la denominada «clase alta», recibe una buena educación general y se inicia en la música como simple «aficionado», como
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José María Ponce de León (1846-1882), autor de las dos únicas óperas colombianas llevadas a escena durante el siglo pasado: "Ester" y "Florinda".
violinista y pianista «de salón». A los once años ingresa a la mencionada Academia Nacional de Música regentada por Jorge W. Price, donde recibe las primeras nociones y llega a ser profesor en el mismo instituto ¡a los catorce años de edad! Muestra muy característica de lo rudimentario del medio bogotano en la época. En años posteriores viaja a Estados Unidos, donde su muy insuficiente formación musical no le permite iniciar ninguna carrera seria. La iniciación de ésta tendrá lugar en 1907, cuando el gobierno del general Reyes lo envía a Europa. En París ingresa a la Schola Cantorum, regentada por el discípulo de César Franck, Vincent d'Indy, una de las figuras más importantes y controvertidas del momento en la capital francesa. Estudia paralelamente violín con Armand Parent y materias teóricas y composición con el propio D'Indy, hacia quien Uribe Holguín mantuvo, a todo lo largo de su extensa vida, una veneración y admiración sin límites. Vuelve al país a mediados de 1910 y a fines del mismo año es nombrado di-
Jorge W. Price (1853-1953), fundador de la Academia Nacional de Música. Su padre, Enrique Price (1819-1863) había sido, a su vez, el fundador de la Sociedad Filarmónica de Bogotá.
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Guillermo Uribe Holguín (1880-1971), el compositor de mayor significación en la historia de la música colombiana. A los 12 años ya era profesor de violín en la Academia Nacional de Música. Foto dedicada al padre Carlos Umaña Santamaría, maestro de capilla y organista de la catedral de Bogotá.
rector de la Academia ya varias veces mencionada. Procede inmediatamente a cambiarle el nombre por el de Conservatorio Nacional de Música y a reorganizarla tomando como modelos los de la Schola parisiense y algunos conservatorios europeos que pudo conocer. Se rodea de los mejores profesores del medio, actualiza los sistemas pedagógicos, consigue instrumentos, métodos y demás material modernos y apropiados y, en una palabra, como anota algún crítico, «transforma una modesta escuela de música en un verdadero conservatorio». Funda además un conjunto instrumental que,
con el nombre muy francés de Orquesta de la Sociedad de Conciertos del Conservatorio, fue el origen de todas las orquestas que han existido hasta el presente en Colombia. El maestro Uribe Holguín dirige ininterrumpidamente el Conservatorio durante veinticinco años hasta 1935. En este lapso se pusieron las bases de lo que sería el desarrollo de toda la música «culta» en el país, en lo que va corrido del presente siglo, como se detallará en las páginas que siguen. Desde su retiro del conservatorio y de la sinfónica, repartió su actividad entre sus negocios particulares —centrados durante muchos años en el cultivo del café— y su labor como compositor. Honrado con numerosas distinciones, Caballero de la Legión de Honor de Francia, Cruz de Boyacá, Medalla Cívica del General Santander, Director Honorario de la Orquesta Sinfónica de Colombia y Profesor Honorario de la Universidad Nacional, Uribe Holguín falleció en Bogotá el 26 de junio de 1971, a los noventa y un años de edad. Pero Guillermo Uribe Holguín fue, ante todo y sobre todo, un compositor. El compositor tal vez más importante, hasta el momento, en la historia de la música en Colombia. Su obra de creación original —cuyo catálogo sobrepasa el opus 120— incluye todos los géneros y contempla varias de las tendencias más importantes de la música de su época. De ella pueden citarse, grosso modo, doce sinfonías, diez cuartetos de cuerda, siete sonatas para violín y piano, numerosas obras de música de cámara en las más variadas combinaciones, una producción pianística de la más alta calidad en la que sobresalen varios centenares de Trozos en el Sentimiento Popular, canciones, música de escena, ballets, poemas sinfónicos —Bochica, Conquistadores, Descubridores, Ceremonia indígena—, un réquiem para solistas, coro y orquesta, en memoria de su esposa, la distinguida pianista Lucía Gutiérrez, una partitura para acompañar la recitación del poema «Anarkos» de su amigo Guillermo Valencia, una
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Capítulo 11
canción con orquesta sobre el célebre «Nocturno» de José Asunción Silva y una vasta ópera, en la línea del drama lírico wagneriano, Furatena. Como características de esta extensa obra pueden considerarse el refinamiento de la orquestación y la sutileza de las armonías, herencia de sus maestros franceses, Franck, D'Indy, los impresionistas, y no pocas huellas estructurales de Wagner, desde luego, pero también de Richard Strauss, cuando no el colorido de muchas páginas de Falla o de Turina, por lo demás compañeros suyos en el París de comienzos de siglo. Pero también se aprecia en su rica y variada producción un corte melódico, con frecuencia sagazmente fragmentado, una elusiva intuición rítmica y una concepción formal irreductiblemente originales. Como se ha descrito repetidamente, la figura señera de Guillermo Uribe Holguín marca, por sí sola, toda una época de la historia de la música en Colombia. Contemporáneos de Uribe
Universidad Nacional de Bogotá. Muere en su ciudad natal el 26 de octubre de 1969. De su producción original pueden citarse un transparente poema sinfónico titulado Cuento de hadas, interpretado con frecuencia en el país y en el exterior, otra obra poemática, Torbellino, basada en la novela La vorágine de José Eustasio Rivera, una sinfonía, un concierto para piano, numerosas canciones y música de cámara y una obra pianística íntima y sencilla que incluye unas evocadoras Estampas de Santa Fe de Bogotá. Rozo Contreras Nacido el 7 de enero de 1894 en Bochalema, pequeña aldea del departamento de Norte de Santander, José Rozo Contreras se inicia a temprana edad en la música, con modestos instructores. Viaja a Europa en 1924 y trabaja en Italia, sobre todo en el campo de la instrumentación y dirección de bandas, con el gran especialista del género Alessandro Vesella. También sigue cursos en Viena con Eugen Za-
Entre los músicos colombianos nacidos en las últimas décadas del siglo XIX con nombres como los del teórico, pedagogo y compositor Santos Cifuentes y su colega Daniel Zamudio o el músico popular Jerónimo Velasco, se destacan los de Jesús Bermúdez Silva y José Rozo Contreras. Bermúdez Silva Nace Jesús Bermúdez Silva en Bogotá el 24 de diciembre de 1883. Adelanta sus estudios en la Academia de Price y presta sus servicios en el Conservatorio, desde su fundación hasta 1919, como profesor de violín. Años más tarde, en 1929, emprende viaje a Madrid y estudia en el Conservatorio Real con el maestro Conrado del Campo, quien dejará profunda huella en su estilo. De regreso al país, se dedica casi por entero a la pedagogía, como director y profesor en Tunja Ibagué y, en los últimos años de su extensa vida, en el Conservatorio de la
José Rozo Contreras (1894-1976), estudió dirección de banda y composición en Roma y Viena y dirigió la Banda Nacional de Bogotá durante más de cuarenta años. De su producción se destaca la suite "Tierra colombiana"
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Partitura original del Himno Nacional de Colombia, letra de Rafael Núñez y música de Oreste Sindici, estrenado en el Teatro de Variedades de Bogotá, el 11 de noviembre de 1887, y luego interpretado en el Palacio de San Carlos ante el presidente Núñez y su señora Soledad Román (Museo del 20 de Julio, Bogotá).
dor y Rudolf Nilius. Vuelve al país y, desde 1933, dedica prácticamente toda su actividad a la Banda Nacional, entidad a la que dirige casi hasta su muerte, acaecida en Bogotá el 17 de octubre de 1976. Paralelamente, regentó cátedras de su especialidad en el Conservatorio y en diversos institutos. De su producción original se destacan la suite Tierra colombiana, estrenada en Londres y ampliamente divulgada
en estas latitudes, un scherzo y una obertura sobre temas nacionales, una burlesca para orquesta, y otras. Algunas canciones y romanzas que revelan obvia influencia italiana —y» más específicamente, pucciniana—-, como las tituladas «A ti», «En el brocal» y «Día de diciembre», constituyen posiblemente lo más logrado de su producción. Muy solicitado para la composición de himnos y músicas de
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circunstancias, es además el autor de las versiones oficiales del Himno Nacional de Oreste Sindici.
Antonio María Valencia (1902-1952), estudio a lápiz realizado por Roberto Pizano, en París, diciembre de 1926. Allí estudió con Vincent D'Andy y con Manuel de Falla, en la Aschola Cantorum.
Comienzos del siglo XX Hasta el momento nos hemos ocupado de músicos nacidos o que han actuado en Bogotá. Corresponde ahora el turno a la provincia, con dos maestros nacidos ya en este siglo XX: Antonio María Valencia y Adolfo Mejía. Antonio María Valencia Nace Antonio María Valencia en Cali, el 10 de noviembre de 1902. Recibe desde muy niño excelente educación musical por parte de su padre, Julio Valencia, pedagogo y músico profesional. Siguiendo las huellas de Uribe Holguín, viaja a París en 1923 y estudia en la Schola Cantorum con D'Indy y varios de sus más notables colaboradores, Paul Le Flem, Pierné y De Falla, y, en el terreno del teclado, Paul Braud. De hecho, Valencia fue, posiblemente, el mejor pianista que se haya producido en Colombia en la época moderna. De regreso al país, funda, en 1933, el Conservatorio de Cali que hoy lleva su nombre, fecunda escuela donde se han formado varias generaciones de buenos músicos, intérpretes y compositores. El resto de su corta vida estará íntegramente dedicado a esta institución. Muere el notable pedagogo, pianista y compositor en su ciudad natal el 22 de julio de 1952. Su obra, muy escasa en número, pero de extraordinaria calidad, está centrada en la música vocal y de cámara. Como compositor para la voz humana, tal vez Valencia no tenga igual en la historia reciente del país: sus hermosas melodías, sobre textos franceses o españoles, con sutilísimos acompañamientos pianísticos, su música polifónica «a capella» en la que se destacan una hermosa «Ave María» y la soberbia Misa de réquiem compuesta para las exequias del poeta Guillermo Valencia. En el terreno de la música de cámara sobresalen un esplén-
dido trío para piano, violín y violoncelo titulado Emociones caucanas, de evocadora raigambre impresionista francesa, y un Dúo en forma de sonata para violín y piano escrito todavía en París, en 1926. No menos atractiva es su transparente Sonatina boyacense, para piano, que hace pensar en un Ravel. Curiosamente, los dos compositores de formación francesa, Uribe Holguín y Valencia, son las dos figuras más importantes de la música colombiana en la primera mitad del siglo XX.
Oreste Sindici (1837-1904), compositor de nuestro Himno Nacional. Llegó a Colombia en 1864, como tenor de la compañía de ópera del famoso barítono italiano Egisto Petrilli.
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cursos en París, y el resto de su vida transcurre en Cartagena, donde ocupa diversos cargos en la docencia y como director y asesor de entidades musicales. Muere Mejía en Cartagena el 7 de julio de 1973. Su producción original está representada sobre todo en varias partituras orquestales: la ya mencionada Pequeña suite (cuya cumbia es un logro indiscutible), los poemas sinfónicos América, Intima y Homenaje, un concertino para arpa y orquesta y un Capricho español. Además, varias obras corales y de cámara. Buen guitarrista, dejó numerosas composiciones para el instrumento. Su canción popular Cartagena es ampliamente conocida en el país y en el exterior. Mejía pertenece a la línea de los músicos «nacionalistas» que trabajan con frecuencia sobre material folclórico o popular y tal vez el mayor atractivo de su obra está en el vigor rítmico y la vistosa orquestación. Otra generación
Adolfo Mejía (1905-1973), famoso compositor de la canción "Cartagena" y premio Ezequiel Bernal por su "Pequeña suite" (1938).
Adolfo Mejía Nacido en Sincé, pequeña población cercana a Cartagena, en el departamento de Bolívar, el 5 de febrero de 1905, Adolfo Mejía adelantó estudios musicales desde temprana edad en el Instituto Musical de Cartagena, con el maestro Juan de Sanctis. Todavía muy joven, viaja a los Estados Unidos, donde se ocupa en la divulgación de la música popular colombiana. Vuelto al país, compone sus primeras obras de categoría y obtiene en el año 1938 el Premio Ezequiel Bernal —por esas fechas el máximo galardón musical del país— con su Pequeña suite. En este mismo año viaja a Europa y adelanta
Agrupamos con esta denominación a compositores nacidos entre 1915 y 1925, aproximadamente. Son ellos: Roberto Pineda Duque, Santiago Velasco Llanos, Luis Carlos Espinosa, Luis Carlos Figueroa, Luis Antonio Escobar y Fabio González Zuleta. Su música, de tendencias muy diversas, es la más ejecutada hoy día en conciertos y recitales y puede considerarse la más representativa de la época que nos ocupa. En general, estos artistas se mantienen dentro de la gran tradición de la música occidental, sin exageradas audacias de vanguardia. Roberto Pineda Duque El decano del grupo es Roberto Pineda Duque, nacido en Santuario, Antioquia, el 29 de agosto de 1910. Inició sus estudios musicales en el Instituto de Bellas Artes de Medellín, con los profesores Joaquín Fuster y Carlos Posada Amador. Ya como un hombre maduro sigue cursos de técnica coral en Cali con el maestro An-
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tonio María Valencia. Durante todo este tiempo compuso numerosas obras que revelaban la insuficiente técnica del autodidacta. Sólo a partir de sus estudios con el maestro italiano Cario Jachino, por ese entonces (1952) director del Conservatorio de Bogotá, comienza la carrera de Pineda como compositor de primera línea. Utilizando con fluidez y originalidad una libre escritura serial y dodecafónica, escribe una serie de partituras que le valen numerosos premios en certámenes nacionales e internacionales. Entre ellas se destacan varias misas, el oratorio Cristo en los infiernos y otros trozos religiosos (el compositor fue organista de la iglesia de Las Nieves en Bogotá durante muchos años), música de escena para el Edipo rey de Sófocles, ciclos de canciones, numerosa música de cámara, sonatas para violín solo, para viola y piano, para dos violines, para chelo solo, un trío con flauta y dos cuartetos. Y, seguramente, lo más sólido e importante de su producción, en el terreno sinfónico, concierto para violín, para piano, triple para violín, piano y violoncelo, y una sinfonía. Toda ella música de la más alta categoría, cuidadosamente elaborada dentro de un lenguaje plenamente vigente en las décadas de la mitad del siglo. En la última parte de su vida, Pineda Duque regentó cátedras en el Conservatorio de Bogotá y en algunos de la provincia y fue, desde 1974 hasta su muerte, acaecida en Bogotá el 14 de noviembre de 1977, director de la Banda Nacional. Santiago Velasco Llanos Nace Santiago Velasco Llanos en Cali, el 28 de enero de 1915. Realiza estudios musicales completos en el conservatorio de su ciudad natal con el maestro Antonio María Valencia. Viaja luego (1941) a Chile, donde adelanta cursos con Domingo Santa Cruz, Humberto Allende y Armando Carvajal, en la Facultad de Ciencias y Artes Musicales. A su regreso a Colombia es nombrado director del Conser-
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Roberto Pineda Duque (1910-1977). autor de tres misas (Solemne, de Réquiem y Pontifical), del oratorio "Cristo en los infiernos" y de la música incidental para "Edipo rey".
Santiago Velasco Llanos (1915-), muy conocido por su vasta partitura "Tío Guachupecito".
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vatorio de la Universidad Nacional en Bogotá, cargo que desempeña desde 1950 hasta 1953. Luego dirige el Conservatorio Antonio María Valencia de Cali. Desde su retiro en 1960, ha centrado su actividad en la dirección de coros (una de las máximas figuras en la especialidad, como buen discípulo de Valencia) y diversas entidades de divulgación cultural y enseñanza y, desde luego, en su labor de compositor. De la obra de Velasco Llanos, en la que se nota una sutil influencia francesa —especialmente de Ravel y, tal vez, Fauré—, merece destacarse su producción coral: motetes y madrigales para diversas combinaciones vocales, una misa «a capella» a tres voces a Santa María de los Ángeles, una deliciosa «Ave María» y numerosas canciones de inspiración popular, arreglos y transcripciones. En el campo de la música de cámara ha escrito dos cuartetos y una fuga para cuerdas y abundante obra pianística, además de un preludio para arpa, divulgado internacionalmente por Nicanor Zabaleta. Entre sus obras de más aliento, con orquesta, se cuentan una transparente Sinfonía breve, una muy difundida Danza indígena, unos delicados Trozos infantiles y una vasta partitura de inspiración folclórica titulada Tío Guachupecito. Luis Carlos Espinosa Otro discípulo del maestro Antonio María Valencia, el muy dotado compositor y pedagogo Luis Carlos Espinosa, nació en Belalcázar, departamento del Cauca, el 13 de enero de 1918. Formado en el Conservatorio de Cali, perfeccionó luego sus estudios en los Estados Unidos, en algunos cursillos, y por dos años, 1960-1961, en París, en la Schola Cantorum, la École Normale y la Martenot. En Colombia se ha dedicado preferentemente a la cátedra en los conservatorios de Bogotá y Cali y en la Universidad del Cauca, en Popayán. Su obra, pequeña en número, pero de gran musicalidad, incluye varias canciones polifónicas
religiosas y profanas, entre ellas una muy sugerente Añoranza indígena, trozos pianísticos, un cuarteto de cuerdas y algunas partituras de música para el teatro, En la diestra de Dios Padre, de Carrasquilla y Enrique Buenaventura, y El que recibe las bofetadas, de Chejov. Luis Carlos Figueroa El tercer compositor importante del grupo del maestro Valencia en el Conservatorio de Cali es Luis Carlos Figueroa. Nacido en Cali el 12 de octubre de 1923, completa su carrera en 1945 en la entidad mencionada y regenta algunas cátedras allí, hasta el año de 1950. En estos años inicia también una brillante carrera de pianista —digno sucesor de su maestro Valencia en este terreno— ofreciendo recitales y conciertos en diversas ciudades colombianas. En la fecha mencionada viaja a París, donde permanecerá diez años y realizará sólidos estudios bajo la orientación de maestros como Jean Batalla, Paul Loyonnet y Germaine Mounier, en piano, Dandelot en armonía, Rene Alix en contrapunto y fuga y Guy Delioncourt y Tony Aubin en composición. Asiste a cursos de interpretación de figuras legendarias, como Magda Tagliaferro y Alfred Cortot. De regreso al país, en 1959, dirige durante quince años el Conservatorio Antonio María Valencia, la orquesta y el coro del plantel. Posteriormente ha centrado su actividad en la pedagogía, en los conservatorios de Cali y Popayán, y en la composición. La obra de Figueroa, realizada tanto en París como en Colombia, es considerable, y revela, desde luego, influencia francesa, pero matizada con su fuerte personalidad original. De ella se destacan numerosas obras vocales polifónicas, canciones con piano, algunas de las más logradas de todo el repertorio nacional, como El caracol burlado, En la fuente del Rosel y María del Mar, y una vasta producción pianística que muestra tanto al virtuoso del instrumento como al fino ar-
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monista. Música de cámara con sonatas y obras varias para violín, viola y diversas combinaciones, con guitarra, flauta y oboe y un cuarteto de cuerdas. En el campo sinfónico, varias obras concertantes con flauta, un Preludio y danza colombiana, una sinfonía y dos obras ambiciosas con coro y orquesta, la cantata El boga, boga, bogando y el oratorio María Magdalena.
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Luis Carlos Figueroa (1923-), autor de canciones con piano, la cantata "El boga" y el oratorio "María Magdalena".
Luis Antonio Escobar Nacido en Villapinzón, departamento de Cundinamarca, el 14 de julio de 1925, Luis Antonio Escobar se inicia desde temprana edad en la música. Desde 1944 es alumno del Conservatorio de Bogotá. Con una beca de la Universidad Nacional viaja a los Estados Unidos, donde estudia con Nicolás Nabokov en Peabody y sigue luego cursos en la Columbia University. En 1951 viaja a Europa y trabaja en Berlín con Boris Blacher, quien ejercerá una importante influencia en su obra, sobre todo en el aspecto rítmico. Regresa a Colombia en 1954 y se incorpora muy activamente a la actividad musical del medio. Secretario y profesor del Conservatorio de Bogotá, conferencista, libretista y presentador de programas de divulgación musical en la radio y la televisión, editor o comentarista en periódicos y revistas. Ha ocupado, además, importantes cargos en el país y en el servicio consular en el extranjero. Y, al lado de esta polifacética carrera, Escobar ha compuesto música considerable, en todos los géneros. Cuantiosa obra vocal, con especial insistencia en el aspecto coral, cantatas campesinas, cánticas colombianas, madrigales y canciones; algunas partituras de cámara y una obra pianística interesante, de la que se destacan varias sonatinas y sonatas y numerosas piezas breves, de inspiración popular, que él ha denominado «bambuquerías». En géneros más ambiciosos, un gran ballet de tema indígena titulado Avirama y dos óperas, una para público infantil, La princesa y la arveja, y otra, muy audaz
Luis Antonio Escobar (1925-). Se destacan entre sus composiciones el ballet "Avirama", la ópera "La princesa y la arveja" y su "Sinfonía cero".
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Portada del programa de la ópera "Los hampones", de Luis Antonio Escobar, estrenada en el Teatro Colón en octubre de 1961, bajo la dirección de Olav Roots, escenografía de David Manzur y dirección escénica de Santiago García. Los textos fueron escritos por Jorge Gaitán Durán.
para su momento, con despliegue de instrumentos de percusión, Los hampones, basada en un texto del poeta Jorge Gaitán Durán, prematuramente desaparecido. Como música puramente sinfónica, un divertimento juvenil —tal vez de lo más logrado de su producción—, dos pequeñas sinfonías y una Sinfonía cero, y, con solistas, un delicioso concertino para flauta —también temprano en su carrera— y tres conciertos para piano. Fabio González Zuleta (1920-), con indios del Catatumbo. Son muy conocidas sus sinfonías.
Fabio González Zuleta Completa el cuadro de la generación que nos ocupa Fabio González Zuleta, nacido en Bogotá el 2 de noviembre
de 1920. Realiza sus estudios integralmente en el Conservatorio de la Universidad Nacional en Bogotá, donde tuvo como maestros, entre otros, al notable pianista y teórico griego Demetrio Haralambis y al organista italiano Egisto Giovanetti. Graduado como organista en 1944, recibe el Premio Ezequiel Bernal en 1945. Desde esa fecha hasta el presente, ha estado estrechamente vinculado al conservatorio bogotano, del que fue director durante muchos años. Con excepción de breves viajes a los Estados Unidos y Europa, es el único de los compositores nacionales importantes que ha desarrollado íntegramente su carrera en Colombia, aunque varias de sus obras han sido encargadas y ejecutadas en el exterior. Su obra, de una gran madurez, se caracteriza por una escritura muy sólida, de diestro manejo del contrapunto disonante, y un gran sentido del rigor estructural. De su vasta producción destacaríamos una imponente serie de nuevas sinfonías (muy divulgadas, sobre todo la número 4, intitulada Del café, y la bollante tercera, en un solo movimiento, estrenada en Washington), y diversas partituras orquestales, Díptico para cuerdas, Dos poemas del niño y el amor, música incidental para teatro, un íntimo Concierto seráfico para violín, y otro para piano. En el terreno
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vocal, dos partituras religiosas de gran aliento, un Te Deum para la paz en Colombia y el Salmo 116. Numerosas obras de música de cámara, tres cuartetos de cuerda, dos quintetos de viento (el segundo, titulado Abstracto, es una de sus más recias composiciones), tríos con flauta y violín, y sonatas para piano, clarinete y contrabajo. Es, además, autor del único ensayo de música integralmente electrónica realizado hasta ahora en el país, en colaboración con técnicos de la Radio Nacional de Colombia. Los nuevos Tanto por razones de claridad de exposición, como por motivos intrínsecos de tipo técnico y estético, agrupamos aquí a algunos compositores colombianos nacidos alrededor de 1930, cuyas obras comienzan a imponerse en los últimos años de la década de los sesenta. En contraste con los anteriores, casi todos ellos han trabajado escrituras de avanzada, el serialismo, la música aleatoria, gráfica, concreta o electrónica. Contemplaremos en las líneas que siguen los siguientes nombres: Jesús Pinzón Urrea, Blas Ernilio Atehortúa, Germán Borda, Jacqueline Nova (la única mujer compositora de gran categoría que ha tenido el país), Alvaro Ramírez Sierra, Luis Torres, Raúl Mojica y Guillermo Rendón. Jesús Pinzón Urrea Nacido en Bucaramanga el 11 de agosto de 1928, adelanta estudios musicales en su ciudad natal y luego completa su carrera académica en el Conservatorio de la Universidad Nacional, en Bogotá, hasta obtener los grados de maestro en dirección de orquesta y en composición. En su activa y muy variada carrera profesional, el maestro Pinzón Urrea ha sido director y docente de las universidades Pedagógica y de América, profesor en diversos períodos del Conservatorio Nacional, director de las orquestas Sinfónica y Fi-
larmónica, presidente de asociaciones de compositores y tratadista e investigador del folclore colombiano y latinoamericano, con numerosas publicaciones en el país y en el exterior. Pero, en medio de esta polifacética actividad, su producción como compositor es una de las más abundantes, variadas e interesantes de nuestra historia reciente. En el terreno de su música experimental, tenemos una línea «sonóptica», como él la denomina, ampliamente gráfica y aleatoria, y sus ensayos para integrar la música indígena, sobre todo de las selvas del Orinoco y el Amazonas, a las grandes estructuras sinfónicas o corales de occidente, por ejemplo en la cantata Goé Payarí (premiada en Caracas en 1982), el Rito cunebo, el coro Neé Iñati o la leyenda de los indios huitotos Bico Anamo. Pero también figuran en su catálogo numerosas composiciones pianísticas, de cámara o sinfónicas, en lenguaje universal, muchas veces con sutil influencia dodecafónica. Entre sus obras recientes más ambiciosas figuran una Cantata por la paz, la evocación histórica La revolución de los comuneros, una muy sugerente canción con orquesta sobre el célebre tex-
Jesús Pinzón Urrea (1928-), primer director de la Orquesta Filarmónica de Bogotá. Algunos de sus títulos: Sonfonía N°- 2, "Eucarística" ; "Nocturno sinfónico", "Exploraciones" para clarinete. Abajo, "Sonata", un ejemplo de su música "sonóptica".
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Portada del programa de estreno del poema sinfónico "Simón Bolívar", de BlaS Emilio Atehortúa, en el tricentenario del Libertador, bajo la dirección de Dmitr Manolov.
to del poeta colombiano León de Greiff Relato de Sergio Stepansky y un imponente concierto para timbales, premiado en La Habana (1985). De los comienzos de su carrera, pueden citarse como plenamente vigentes su Sinfonía (tesis de grado de la Universidad Nacional), un vistoso concertante para trompeta y algunas partituras de cámara con instrumentos de viento. Blas Emilio Atehortúa El inquieto músico colombiano Blas Emilio Atehortúa nace en Medellín el 5 de octubre de 1933. Inicia estudios a temprana edad en su departamento y los termina en el Conservatorio de Bogotá. Viaja luego a la Argentina y pertenece al prestigioso Instituto Torcuato di Tella, donde entra en contacto con figuras de la talla de Alberto Ginastera, Olivier Messiaen, Luigi Dallapiccola, Aaron Copland y Bruno Maderna. Su brillante carrera como
director, organizador y compositor se ha extendido a diversos países latinoamericanos. En Colombia ha sido profesor y director de varios conservatorios, incluyendo el de la Universidad Nacional en Bogotá. Su obra original, amplia y variada, abarca todos los géneros, pero, fuera de algunas atractivas obras de cámara, sonatas para diversos instrumentos, dos cuartetos de cuerdas y tres quintetos de viento, entre otras, lo más importante de su producción se halla en el campo sinfónico y vocal. Así, el interesante Tríptico para orquesta, obra juvenil de gran encanto, sus vistosos Estudios sinfónicos, una Obertura simétrica y un estupendo concierto para timbales (Atehortúa es un timbalista y percusionista virtuoso) en el campo puramente instrumental y ambiciosas partituras para coro, solistas y orquesta como la evocación indígena Apu Inka Atawalpaman; una cantata con textos de san Francisco de Asís; curiosamente, otra sobre el Deuteronomio y recientes partituras de inspiración judía, una «quasiópera» sobre Simón Bolívar y una vasta composición sobre la infancia desvalida. Además, ha escrito algunas ingeniosas «imitaciones» de los clásicos, de Vivaldi a Mozart y, en el otro extremo, un ensayo electrónico, Syrigma, realizado en el citado instituto bonaerense. Germán
Borda_
Muy distinta es la figura del compositor bogotano Germán Borda, nacido en 1935. Realiza sus estudios musicales casi exclusivamente en el exterior y recibe su doctorado en Viena, con el profesor Alfred Uhl. De regreso al país, regenta cátedras en las universidades de Los Andes y Nacional, escribe algo de crítica musical en periódicos y revistas y adelanta intensa actividad de divulgación en la radio y la televisión. Su obra, íntima y refinada, comprende cuatro densas partituras sinfónicas que él llama Orquestales, algunas Microestructuras para violín y piano, cuerdas y cobres, un cuarteto de cuerdas, y variadas páginas pianísticas.
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Jacqueline Nova Nacida en 1936 y muerta a muy temprana edad, en 1975, Jacqueline Nova ha sido la única mujer compositora de gran categoría de la historia de la música en Colombia. Realizó toda su carrera en el Conservatorio Nacional de Bogotá y luego perfeccionó sus estudios en el citado Instituto Torcuato di Tella de Buenos Aires. Poseedora de una muy sólida técnica y abierta a todas las ideas nuevas, Jacqueline dejó un puñado de obras significativas. En el campo orquestal, 12 móviles, Proyecciones, Pequeña suite, Metamorfosis; en combinación con música pregrabada, concreta o electrónica, Resonancias, Asimetrías, Homenaje a Catulo, Sincronización o HK 70. Alvaro Ramírez Sierra Un poco mayor que los anteriores, el compositor Álvaro Ramírez Sierra nace en Cali el 6 de junio de 1932. Se forma en el Conservatorio Antonio María Valencia de esa ciudad. Trabaja luego en los Estados Unidos, especialmente en los campos de la teoría superior y la composición, con Daniel Pinkham. A su regreso al país dicta cursos de materias teóricas e historia de la música en el Conservatorio de Cali. Su obra personal, menos «revolucionaria» que la de sus compañeros de generación, comprende amables partituras de cámara, Canto a mi tierra, para violín y piano (estrenada en Boston), trío para flauta, clarinete y fagot, un cuarteto de cuerdas, Psiquis, y algunas canciones. Y en el terreno orquestal, sugerentes composiciones descriptivas: Caucana, El valle del Lilí (ganadora de importante concurso), estudios sinfónicos y un cristalino concertino para piano y cuerdas. Luis Torres Nacido en Bogotá en 1941, cursa la carrera de filosofía y letras y, paralelamente, la de música en el Conservatorio de la Universidad Nacional, don-
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Jacqueline Nova (1936-1975), única compositora colombiana de gran categoría. Abajo, primera página de sus "12 móviles para conjunto de cámara" (1967), en edición de la Unión Panamericana, obra dedicada a la pianista Helvia Mendoza.
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de tuvo como maestros a Antonio Benavides, José Rozo Contreras, Fabio González Zuleta y Olav Roots. Su sólida formación académica se revela en un empleo magistral del contrapunto disonante y un certero sentido de la forma. De su producción, que incluye obras pianísticas y de cámara, se destacan algunas recias partituras orquestales: Imprompta, concertantes para trompeta, clarinete y trompa (con muy hábil tratamiento de los instrumentos solistas) y un cántico para violoncelo. Ha obtenido diversos premios y distinciones en concursos.
cional en Bogotá. Estudioso del fol--ore de diversas regiones del país, su obra original revela esa influencia en composiciones para pequeños grupos de cámara, Cheimesquenema y Reflexiones sonoras para quinteto de vientos, cuartetos de cuerda sobre motivos llaneros, andinos y negros, «Benkobios» para clarinete, piano y dos gaitas, y en otras de mayor aliento como la obra dramática Atabí y Transparencias chibchas y Mulaterías, para orquesta.
Raúl Mojica
Formado en el Departamento de Música de la Universidad de Caldas, Guillermo Rendón estudió con Ramón Cardona y luego en la Argentina con Jacobo Fischer y Alberto Ginastera. Ha viajado luego extensamente por el Brasil, Alemania y Checoslovaquia. Ha trabajado con muy modernas tendencias politonales, polirrítmicas y aleatorias, en diversos géneros, sonatas para diversas combinaciones, a veces con voz recitante, coros y canciones, música incidental para algunos cuentos de Juan Rulfo, numerosas obras para piano y algunas partituras orquestales, Módulos para orquesta, Sinfonía casi un poema y concierto para violín. Ha obtenido varios premios nacionales e internacionales.
Aunque bastante mayor que sus compañeros de grupo, pues nació en Legunita, al sur del departamento de La Guajira, el 31 de octubre de 1928, se incluye aquí porque su obra como compositor ha sido relativamente tardía. Adelantó estudios en provincia y luego en el Conservatorio de Bogotá, orientado primero hacia el canto, y luego hacia la composición con Olav Roots y Fabio González Zuleta. En 1965 viajó a Alemania, donde estudió con Willy Schneider y Bernard Ravenstrank. Desde su regreso al país dicta cursos en el Conservatorio NaGuillermo Rendón, autor de una monografía sobre Guillermo Uribe Holguín y compositor en diversos géneros dentro de tendencias politonales, polirrítmicas y aleatorias. Sus "Módulos para orquesta" le merecieron el Premio Nacional de Música de 1979.
Guillermo Rendón
Los últimos Para terminar esta información sobre los compositores colombianos del siglo XX, se ofrecen algunos datos de las más jóvenes figuras, cuyas edades oscilan actualmente entre los veinticinco y los cuarenta años, pero que ya se han dado a conocer con algunas obras importantes. Son ellos: Francisco Zumaque, Euclides Barrera, Eduardo Carrizosa y Luis Pulido. Francisco
Zumaqué_
Nace en Montería el 18 de julio de 1945 y completa su carrera académica en el Conservatorio de la Universidad
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Nacional con Rozo Contreras, Olav Roots y Fabio González Zuleta. Trabaja luego en París con la legendaria Nadia Boulanger, con Anette Dieudonné y Michel Philippot y se relaciona con los «patrones» de la música electro-acústica, Pierre Schaeffer y Guy Rebel. Muy competente director de orquesta, Zumaque ha escrito sobre todo para conjuntos grandes: Llanto por el cachorro para soprano y orquesta, Urutí para grupo de percusión, Missa sacerdotalis para coro, recitador y orquesta, el ballet Música para una cosmogonía, la ópera Simón, y dos obras vocales y orquestales, El gran Lengua y Oratorio de la paz. Ha obtenido diversos premios y distinciones en concursos nacionales e internacionales. Euclides Barrera Nacido en San Gil, Santander, el 12 de septiembre de 1949, realiza toda su carrera universitaria en el Conservatorio Nacional, con Blas Emilio Atehortúa, Francisco Zumaqué y Fabio González Zuleta. Posteriormente ha sido profesor en el mismo instituto y colaborador del Patronato Colombiano de Artes y Ciencias. Entre sus obras pueden citarse Iridiscencia y Día de campo, en el terreno de la música de cámara, y Tema y variaciones y El cañón del Chicamocha en el campo sinfónico. Eduardo Carrizosa Nace Eduardo Carrizosa Navarro en Bogotá el 10 de marzo de 1953. Estudios en el Conservatorio de la Universidad Nacional, especialmente en el campo de la composición, con Blas Emilio Atehortúa y Francisco Zumaqué. Numerosos cursos en el Brasil, República Dominicana, Panamá y la Argentina. Se ha orientado hacia la dirección coral y orquestal y es actualmente titular de la Banda Nacional, y ocasional director invitado de las orquestas Sinfónica de Colombia y Filarmónica de Bogotá. De su obra de
creación original, ya considerable, se destacan varias composiciones de cámara, sonatina para guitarra y flauta dulce, sonata para fagot y piano, imágenes para dos pianos, dúo para flauta y clarinete, algunas para orquesta, variaciones para violonchelo y Kantule (variaciones tímbricas) y música incidental para varias piezas montadas por el Teatro Libre de Bogotá: El rey Lear de Shakespeare, Las brujas de Salem de Arthur Miller y El burgués gentilhombre de Moliere. Luis Pulido El más joven del grupo, Luis Pulido nace en Bogotá el 4 de abril de 1958. Adelanta su carrera musical con profesores particulares, Luis Becerra, Alberto Gaitán y Catherine Muller en flauta y Jesús Pinzón Urrea en materias teóricas y composición. Orientado como instrumentista hacia la flauta, ha pertenecido a las orquestas Juvenil de Colombia y Filarmónica de Bogotá. En el campo de la composición sigue las líneas de la música aleatoria de su maestro Pinzón Urrea y ha presentado ya algunas obras audaces e interesantes: Laberinto para maderas y percusión, Estudios rítmicos, Aquelarre y La Madremonte. Compositores extranjeros Algunos músicos extranjeros vinculados al medio colombiano en la época moderna han dejado obra valiosa en el campo de la composición. El dinámico director italiano Pedro Biava, nacido en Roma en 1902, desarrolló una interesante labor en Barranquilla, en la orquesta y en la Escuela de Música. Es autor de varias obras de cámara para vientos, dos cuartetos de cuerda, canciones y obras pianísticas. El sólido músico belga León Simar —Prix de Rome en 1937— trabajó en la dirección y la docencia en Cali y dejó valiosas obras de cámara y algunas vistosas partituras de orquesta, entre ellas unas Danzas sinfónicas, premiadas en un concurso nacional. El im-
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La vida musical La actividad musical en Colombia en el siglo XX ha girado alrededor de los conservatorios y escuelas superiores de música, de los grupos orquestales, vocales y de cámara, de los solistas y, en general, de todos los intérpretes, de los teatros y salas de concierto donde actúan, y de los diversos medios de difusión. Se tratará de ofrecer una información panorámica de estos temas en las líneas que siguen. Conservatorios y escuelas
Portada del programa inaugural de la Orquesta Sinfónica de Colombia, julio 20 de 1953. Bajo la dirección de Olav Roots, se interpretó la obertura de "Los maestros cantores" de Wagner, el concierto "Brandenburgués" N° 3 de Bach y la 3a. sinfonía de Beethoven.
portante compositor italiano Carlo Jachino —por un tiempo director del Conservatorio de Bogotá— produjo entre nosotros algunas obras de relieve, como sendos conciertos para violín y piano. El director estoniano Olav Roots (1910-1974), director de la Orquesta Sinfónica de Colombia por cerca de veinte años y uno de los músicos más importantes del medio en el período que nos ocupa, dejó algunas obras de cámara y dos imponentes partituras orquestales, unas Variaciones y pasacalle y una Sinfonía. Por último, Mario Gómez Vignes, nacido en Santiago de Chile en 1936, ha desplegado interesante actividad como pedagogo en Medellín y, recientemente, como director del Conservatorio Antonio María Valencia en Cali. De su producción original pueden destacarse obras de cámara, algunas con participación vocal, y composiciones orquestales, como una audaz Sinfonía.
La principal escuela superior de música de Colombia es el Conservatorio Nacional, ahora denominado Departamento de Música de la Facultad de Artes de la Universidad Nacional. Fundado, como se anotó anteriormente, por Guillermo Uribe Holguín en 1910, ha sido el semillero de donde han surgido casi todos los compositores e intérpretes que han actuado en el medio nacional en estos setenta y cinco años. Luego de la importante labor de Uribe Holguín, a lo largo de los veinticinco años de su gestión, la entidad ha sido regida por algunos de los más notables músicos colombianos. Citaremos, entre otros, a Antonio María Valencia, las pianistas Lucía Vásquez y Lucía Pérez, el violoncelista Miguel Uribe, los compositores Santiago Velasco Llanos (en un período floreciente), Carlo Jachino, y, en varios períodos fructuosos, Fabio González Zuleta, así como, brevemente, los pianistas Sulamita de Ronis y Eduardo de Heredia, el compositor Blas Emilio Atehortúa, el profesor y fagotista austríaco Siegfried Miklin y actualmente (1985) la pedagoga Carmen Barbosa. En la provincia ocupa lugar de excepción el Conservatorio Antonio María Valencia de Cali, fundado, como se dijo, por el maestro Valencia en 1937. Entre sus discípulos figuran algunas de las más finas pianistas de Colombia, Elvira Restrepo de Durana, Rosalía Cruz de Buenaventura, Mary Fernández de Bolduc,
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Mireya Arboleda de Cruz —ellas, a su vez, maestras de decenas de importantes músicos nacionales— y de varios de los compositores mencionados en las páginas anteriores, Velasco Llanos, Figueroa, Espinosa y Ramírez Sierra. Dos de ellos, Santiago Velasco Llanos y Luis Carlos Figueroa, dirigieron el Conservatorio de Cali en años posteriores. En Medellín se creó en 1924 un Instituto de Bellas Artes, en el que colaboraron los músicos españoles Joaquín Fuster y Jesús Ventura. En 1959 se oficializó el Conservatorio de Música de Antioquia, con participación importante del director de coros Rodolfo Pérez. Posteriormente, se vincularon al claustro músicos tan notables como el español Miguel de Zulategui, el flautista y saxofonista Gabriel Uribe y el compositor chileno Mario Gómez Vignes. Allí recibieron su formación inicial pianistas como Harold Martina, Blanca Uribe y Teresita Gómez, y allí también ejerció la docencia el profesor Pietro Mascheroni. En el Tolima, el conocido compositor popular Alberto Castilla (1878-1937) es el alma de una escuela
de música que será luego el Conservatorio, que será regido, en diversas épocas, por importantes figuras, como Alfredo Squarcetta, el ya citado compositor colombiano Jesús Bermúdez Silva, el destacado teórico griego Demetrio Haralambis, César Ciocciano, Giuseppe Gagliano y Alfred Hering. Durante muchos años ha sido animadora permanente del claustro, y de los
Uribe Holguín, director de la orquesta del Conservatorio, que él organizó a su regreso de París, en 1910. Instituto de Bellas Artes y Conservatorio de Medellín.
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Guillermo Uribe Holguín y su señora Lucía Gutiérrez, con quien se casó en 1910.
conocidos Coros del Tolima, la señora Amina Melendro de Pulecio. En el departamento del Atlántico, Manuel Ezequiel de la Hoz —con estudios en Bogotá y en Alemania— funda, en 1914, una Academia que, con diversas denominaciones (hoy día Conservatorio de la Universidad del Atlántico), ha formado algunos buenos profesionales bajo la dirección del ya mencionado Pedro Biava, la pianista Marta Emiliani y el pianista y compositor Hans Federico Neumann, entre otros. En Cartagena, la señora Josefina de Sanctis funda una Escuela de Música en 1933. En años siguientes es importante figura del medio, como se dijo, el compositor Adolfo Mejía, y se relacionan con su ciudad natal los directores Guillermo Espinosa —por muchos años al frente de la música en la Unión Panamericana— y Jaime León, la distinguida pianista Helvia Mendoza y el joven trompetista y músico de cámara Luis Pérez. Durante algunos años se celebraron allí unos importantes Festivales Internacionales de Música. Y, justamente, en Popayán, hasta hace muy poco otra de las ciudades más bellas del país, se celebran unos Festivales Musicales de Semana Santa de la más alta categoría, promovidos por el dinámico organizador Edmun-
do Mosquera, con participación muy destacada del Coro de Popayán, dirigido por Stella Dupont de Mosquera y de las mejores orquestas y grupos instrumentales y vocales del país y algunos extranjeros. En Popayán tienen escuela de música desde el siglo pasado, y, en el presente, el austríaco Wolfgan Schneider puso las bases de un importante centro docente en el que han colaborado los compositores Luis Carlos Espinosa, Luis Carlos Figueroa, Mario Gómez Vignes, el flautista Óscar Álvarez y el intelectual José Tomás Illera. En Boyacá, Tunja posee excelente escuela superior de música a la que han estado vinculados, en los últimos años, la pianista Aura Moncada, el violinista y director Jaime Guillén Martínez, los hermanos Francisco y Mauricio Cristancho (hijos del célebre músico popular Francisco Cristancho), la pianista Ruth Marulanda, el director y compositor Eduardo Carrizosa, la pianista Martha Rodríguez Melo, el director de coros y notable pianista —formado en la Unión Soviética y en Alemania— Jorge Zorro, y, actualmente, Pilar Leiva, quien fuera «niña prodigio» del piano, hoy día dinámica publicista y organizadora. También en Tunja se celebran anualmente importantes Festivales Internacionales de Música, promovidos por el polifacético Gustavo Mateus. Hay también meritorias escuelas de música, cuya enumeración sería dispendiosa, en otras ciudades del país. Orquestas Como se apuntó anteriormente, Guillermo Uribe Holguín fundó, en 1910, la primera orquesta sinfónica digna de este nombre de nuestra historia. Al frente de ella Uribe hizo conocer el gran repertorio tradicional, buena parte de su producción propia y autores contemporáneos suyos, que causaban escándalo en ese momento: su amado maestro D'Indy, Franck, Fauré, Chausson, Debussy, Músorgski, Ravel, Richard Strauss, Turina y Wagner (este último muerto treinta
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Olav Roots dirigiendo uno de los famosos conciertos Glottmann de los años 50, muchos de los cuales eran transmitidos por televisión.
años antes, pero que continuaba siendo músico «difícil» en la Bogotá de la época). Al retirarse Uribe Holguín, en 1935, se reorganizó la agrupación con el nombre de Orquesta Sinfónica Nacional y fue confiada su dirección al cartagenero Guillermo Espinosa —luego director de la División Musical de la Unión Panamericana. Posteriormente, la dirigieron Jaime León (nacido en Cartagena en 1921), notable pianista, director y compositor, a quien volveremos a citar en estas líneas, y el violista Gerhard Rotstein, apreciable pedagogo, maestro de varios de los más notables intérpretes de instrumentos de cuerda de la siguiente generación. En 1952 el gobierno nacional procedió a una completa transformación de la entidad, a la que se le dio el nombre de Orquesta Sinfónica de Colombia, que conserva hasta la fecha. Con base en los mejores instrumentistas de la Nacional y un sólido refuerzo de nuevos músicos contratados en Europa (especialmente alemanes, austríacos y españoles) se integró una muy completa orquesta sinfónica
y se trajo para dirigirla al notable pianista y director de coros y orquesta Olav Roots. Olav Roots El maestro Olav Roots había nacido en Uderna (Estonia) el 26 de febrero de 1910. Realizó estudios completos de música, con especial énfasis en el piano, la dirección y la composición, en otras dos ciudades de su patria, Tartú y Tallin, y los perfeccionó en París y Salzburgo con profesores de la talla de Alfred Cortot y Nikolai Malko, para sólo citar dos nombres cumbres. A su regreso a Estonia actuó como director de orquesta en Tallin, en la radio, dirigió coros y continuó su carrera de pianista virtuoso y pedagogo. Los azares de la segunda guerra mundial lo llevaron a Suecia, de donde en buena hora fue traído para la recién nacida orquesta, al frente de la cual estuvo por más de veinte años, hasta su muerte, acaecida en Bogotá el 30 de enero de 1974. Durante este lapso, una verdadera «Edad de Oro»
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Jorge Arias de Greiff, Olav Roots e Igor Stravinsky observan con el empresario del gran compositor ruso una caricatura publicada con motivo de su visita a Colombia en 1960. Roots había incluido obras de Stravinsky en el repertorio de la Sinfónica, y despertado entusiasmo con ellas, especialmente con "La consagración de la primavera".
de nuestra música, se interpretó entre nosotros todo el repertorio clásico y romántico y buena parte de la música de hoy y del ayer más cercano: Stravinsky (incluso La consagración de la primavera), Berg, Bartók, Debussy, Ravel, Schönberg, Webern, Sibelius, Hartmann, Jolivet, Dutilleux, Petrassi, Respighi, Honegger, Copland, Turma, Rodrigo, Falla, Vaughan Williams, Gershwin, Orff y tantos otros. También los compositores de Latinoamérica, con cuya música el maestro Roots llegó a intimar, tuvieron amplia cabida en los conciertos de la sinfónica: Chávez, Ginastera, Villa-Lobos, Camargo Guarnieri, Orrego Salas, Gustavo Becerra, Roque Cordero, Blas Galindo y Silvestre Revueltas, para sólo citar los nombres más representativos. En cuanto a los compositores colombianos, tema que nos interesa primordialmente aquí, parece interesante reproducir un texto muy ilustrativo de profesor Otto de Greiff, autorizado comentarista musical colombiano: «Antes del maestro Roots, la obra de nuestro máximo compositor, Uribe Holguín, era apenas conocida por escasos ejemplos; Roots presentó no menos de 26 obras de Uribe
para orquesta sola, o con voces, y aun el primer acto de la ópera Furatena, que, de otro modo, continuaría totalmente inédita; y, de ellas, algunas en más de una ocasión (Del terruño, 5 veces, Anarcos también 5, los tres Ballets criollos, 17); así, el público pudo conocer o regustar siete sinfonías, más de una docena de obras orquestales y numerosas composiciones de cámara. Continuando con nombres de la vieja guardia, basta mencionar a Morales Pino, Bermúdez Silva, Jerónimo Velasco, Rozo Contreras, Adolfo Mejía, Antonio María Valencia. Otros, más recientes, fueron "lanzados", como suele decirse, por el propio maestro Roots: tales Roberto Pineda Duque (15 obras), Fabio González Zuleta (19), Santiago Velasco Llanos (4), Luis Antonio Escobar (14), Blas Emilio Atehortúa (13) y Luis Carlos Figueroa y Álvaro Ramírez Sierra y Luis Torres y Germán Borda y tantos otros, entre ellos algunos compositores extranjeros de tiempo atrás residentes en Colombia, como Leo Simar y Mario Gómez-Vignes. En total, 26 nombres y cerca de ciento cuarenta obras, lo que nadie osará decir que es poco.» De hecho, todos los composi-
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tores de alguna valía del medio fueron interpretados por Roots. Lo mismo puede decirse de todos los solistas, cantantes o instrumentistas, o directores colombianos, que hallaron siempre en la Sinfónica de Colombia y en su director apoyo y estímulo para sus respectivas carreras. En resumen, puede repetirse lo dicho al comienzo: los veinte años de la Orquesta Sinfónica de Colombia bajo la dirección de Olav Roots (1953-1973) han sido los más brillantes de la vida musical de Colombia en lo que va corrido del siglo XX. Años recientes: Tras la desaparición del maestro Roots, la sinfónica ha tenido una existencia agitada, con muchas altas y bajas, en las que han influido, obviamente, la mala situación económica del país, que ha motivado la deserción, en busca de mejores perspectivas en el extranjero, de muchos de los mejores músicos, y el continuo cambio de directores. Excelentes maestros como el chileno Víctor Tevah o el holandés André Rieu o el magnífico violinista Luis Biava (actualmente primera figura en la Orquesta de Filadelfia) tuvieron apenas un paso efímero por el podio de nuestra Sinfónica. El norteamericano Daniel Lipton, que lo ocupó varios años, tampoco dejó obra importante. Ac-
tualmente, la situación es incierta para la que fuera nuestra primera institución musical por muchos años. Orquesta Filarmónica de Bogotá La Orquesta Filarmónica de Bogotá fue fundada mediante acuerdo 71 de agosto de 1967 e inició actividades un año después, con ocasión del XXXIX Congreso Eucaristía), celebrado en la capital del país. Su primer director fue el norteamericano Melvin Strauss. Lo sucedieron, en breves períodos, el compositor Pinzón Urrea, el violinista Jaime Guillén, el español José Buenagú y el peruano José Carlos Santos. La vinculación del destacado pianista, compositor y director colombiano Jaime León (ya mencionado en páginas anteriores) fue decisiva para la definición profesional de la agrupación sinfónica (1972-1977). Al retiro del maestro León, asumen la dirección el violinista colombiano Carlos Villa, el español Agustín Cullel, el argentino Juan Carlos Zorzi, la directora peruana Carmen Moral y el trombonista norteamericano Marshall Stith. De 1981 a 1983 dirigió la Filarmónica el brillante músico búlgaro Dmitar Manolov —titular de la Orquesta Filarmónica de Sofía—, quien realizó una espléndida labor y consiguió el mejor Luis Biava, violinista y concertino.
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nivel de la orquesta en toda su breve historia. Además, Manolov logró despertar el interés de todos los públicos, especialmente entre la juventud universitaria, con un repertorio atrayente y una dirección siempre correcta y comunicativa. Posteriormente, han actuado al frente de los filarmónicos, con diversa fortuna, otro búlgaro, Georgi Notev, el guatemalteco Ricardo del Carmen, Jorge Sarmientos y Kamen Goleminov, todavía otro búlgaro, Alipi Naidenov, y el estadinense Everett Lee. La Filarmónica ha actuado, en los últimos tiempos, básicamente en el excelente auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional, con ampliación a diversas sedes de los barrios, escuelas, universidades e iglesias, tratando de ampliar el interés por la música de categoría a todos los sectores de la población. En el mismo orden de ideas, la entidad sostuvo durante dieciséis años, un programa de televisión, Música para todos, con un gran contenido didáctico, bajo la dirección de la pianista y pedagoga Ilda Pace de Restrepo, espacio semanal que fue premiado en dos oportunidades como el mejor programa cultural del medio. Con la Filarmónica de Bogotá han actuado muchos de los más destacados músicos del país y por sus atriles han pasado muchas composiciones de autores nacionales. En el segundo semestre de 1985 se presentó un enjundioso ciclo de compositores colombianos, destinado especialmente a las figuras más jóvenes y promisorias en este campo. Desde su fundación hasta el presente, la entidad ha contado con el competente músico y dinámico organizador Raúl García en calidad de director administrativo. Otras orquestas En varias capitales de departamento existen orquestas sinfónicas. En Cali, el maestro Luis Carlos Figueroa dirigió durante varios años una orquesta de cámara vinculada al conservatorio y Gustavo Yepes estuvo al frente de la Sinfónica del Valle. También en Me-
dellín hay una buena orquesta, dirigida por mucho tiempo por el maestro checo Joseph Matza, y actualmente por el joven santandereano Sergio Acevedo, con estudios en Bogotá y Viena. Adscrito al Conservatorio del Tolima ha funcionado un conjunto orquestal hasta el presente. En Barranquilla, el maestro italiano Pedro Biava —ya citado— mantuvo durante años una meritoria orquesta. En Bogotá han surgido y han tenido momentos muy brillantes algunas orquestas de cámara, fundadas y dirigidas por los violinistas Frank Preuss, Jaime Guillén, Luis Biava y Carlos Villa. Recientemente el joven director Manuel Cubides fundó y dirige una orquesta denominada Olav Roots. Con una mayor trayectoria y ya muy importantes ejecutorias en el ámbito nacional y en el internacional, funciona en Bogotá la Orquesta Sinfónica Juvenil de Colombia, fundada y dirigida por el excelente violista y competente director (alumno del maestro Roots) Ernesto Díaz. Uno de los rasgos más salientes de la meritoria entidad es que los jóvenes que la integran reciben, al mismo tiempo, una muy completa formación profesional por parte de los más distinguidos maestros. Una labor realmente admirable, que se muestra al público en frecuentes conciertos en salas, iglesias, escuelas o universidades. Por último, el dotado violinista Mario Posada organiza anualmente una orquesta que ofrece conciertos en el exterior, especialmente con música colombiana. Coros En las ciudades importantes del país existen numerosas agrupaciones corales dedicadas tanto al cultivo de la música folclórica y popular como al del gran repertorio universal. En Bogotá, durante muchos años, la entidad más destacada fue la Sociedad Coral Bach, fundada en 1952 por la distinguida pianista Elvira Restrepo de Durana y el profesor Ernesto Martín, prematuramente desaparecido. Desde el año si-
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Coro del Tolima en el Conservatorio de Ibagué, hacia 1910.
guiente se puso al frente de ella el maestro Olav Roots, quien la convirtió en el coro de aficionados más importante que haya tenido el país en toda su historia. Baste enumerar algunas de las obras interpretadas por Roots con Coral Bach y la Sinfónica de Colombia entre 1955 y 1971: Misa Theresian de Haydn, Requiem de Mozart, Misa en Do y Novena Sinfonía (nunca presentada antes en Colombia) de Beethoven, Homenaje a Bolívar de Guillermo Uribe Holguín y Cantata campesina de Luis Antonio Escobar, Magníficat de Bach, El Mesías de Haendel (también estreno entre nosotros, presentado nueve veces), Te Deum de Fabio González Zuleta, La creación de Haydn, el Requiem alemán de Brahms, la Misa de coronación de Mozart, Salmo 116 de González Zuleta, Carmina Burana de Orff (catorce presentaciones), Cristo en el monte de los Olivos de Beethoven y Misa de réquiem de Guillermo Uribe Holguín, entre otras. Una imponente labor. Tras la muerte de Roots, la Coral Bach ha continuado una trayectoria mucho más modesta. En años re-
cientes, el mejor coro de Bogotá es el del Instituto Colombiano de Cultura, que tiende a un «semiprofesionalismo». no del todo convincente. Con todo, gracias a la muy competente dirección del músico norteamericano Mathew Hazelwood, ha logrado un buen nivel y brillantes realizaciones en algunas óperas de las que nos ocuparemos en otro lugar y en audiciones del repertorio tradicional, entre otras una muy meritoria de La Pasión según San Mateo de Bach. También en la capital han actuado, durante lapsos más o menos largos, el coro de cámara de la Academia de profesor Antonio Varela (nacido en 1903), el decano de la especialidad en nuestro medio, el grupo Ballestrinque, fundado y dirigido por María Cristina Sánchez, el Coro de la Universidad de los Andes a cargo de Amalia Samper y coros infantiles organizados por fray Antonio Roa y Teresa Guillén. En la provincia, es célebre en el país y conocido internacionalmente el Coro del Tolima, especializado en música folclórica y popular colombiana. En otros campos pueden citarse a la Coral Palestrina de
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Cali, dirigida en su tiempo por los maestros Santiago Velasco Llanos y Luis Carlos Figueroa y, en Medellín, el Orfeón Antioqueño, orientado por José María Bravo Márquez, cuyo ejemplo se prolongó en la Coral Tomás Luis de Victoria de la que es alma Rodolfo Pérez y el Estudio Polifónico que dirige Alberto Correa. En Popayán, cuyos festivales de Semana Santa son memorables —como se indicó anteriormente—, la fina música Stella Dupont de Mosquera anima un excelente coro, tal vez el mejor de su género en el país. «En el cultivo de la música antigua —escribe el padre Perdomo Escobar en su indispensable libro Historia de la música en Colombia—, Haus Musik, que dirige la señora Louise Nichols de Botero, el conjunto Música Antigua de Bogotá, dirigido por Hernando Caro Mendoza, y el grupo Pro Música Antigua de Medellín.»
mento el trío Pro Arte formado por la pianista Hilde Adler, el violinista Panagiotis Kirkiris y el chelista Giorgio Mainardi, varios quintetos de viento con los flautistas Oscar Álvarez y Luis Becerra, el oboísta Theo Hautkappe los clarinetistas Roberto Mantilla y Jairo Peña, los trompistas Sergio Cremaschi y Efraín Zambrano y los fagotistas Alberto Fortina y Siegfried Miklin. También ellos presentaron, al lado de los maestros universales, a los compositores colombianos. En los últimos tiempos han surgido en la capital, entre otros, el cuarteto Arcos (Ruth Lamprea y Mario Díaz, violines, Ernesto Díaz, viola, y Ernesto Díaz Mendoza, violoncelo), un conjunto de instrumentos de viento de gran categoría, organizado por el trompista colombiano Luis Pérez y algunas formaciones barrocas animadas por el notable clavecinista nacional Héctor Montoya.
Grupos de cámara
Solistas
De los grupos de cámara —de vida más o menos efímera— que se han organizado en el país, merece citarse en primer término el Cuarteto Bogotá. Fundado en la década de los cuarenta por los profesores Herbert Froelich, Efraín Suárez, Gerhard Rothstein y Fritz Wallenberg, comenzó a difundir entre nosotros el gusto por esta música refinada y sutil. En años posteriores el Cuarteto fue cambiando de personal y, tal vez en su mejor momento, integrado por los violinistas Hubert Aumere y Jaime Guillén, el violista Ernesto Díaz y el violoncelista Ludwig Matzenauer, presentó lo más representativo del repertorio universal (incluyendo ciclos completos de los cuartetos de Beethoven y de Bartók, por ejemplo) y toda la música de los compositores nacionales para esa combinación. Numerosas agrupaciones de cámara, con base en instrumentistas de la Sinfónica de Colombia y la Filarmónica de Bogotá, se han establecido con buenos resultados. En forma bastante estable actuaron en su mo-
De la legión de instrumentistas y cantantes que ha dado el país en lo que va corrido de siglo, apenas podemos dar noticia escueta de los más destacados, corriendo el riesgo de incómodas omisiones que serán siempre involuntarias. Comenzaremos con una gran figura, de prestigio internacional, el clavicembalista bogotano Rafael Puyana, cuyos recitales, conciertos y discos han llevado el nombre del país a los grandes centros mundiales. Los violinistas Luis Biava (actualmente en la Orquesta de Filadelfia), Franck Preuss y Carlos Villa y los pianistas Harold Martina (nacido en Curazao, pero ya muy colombiano) y Blanca Uribe, quienes alternan frecuentes actuaciones en el país con sus carreras internacionales. En años recientes, un grupo de cantantes se ha impuesto en exigentes centros operáticos de Europa y los Estados Unidos: Carmiña Gallo, Zoraida Salazar, Martha Senn, Sofía Salazar, Alejandro Ramírez y Francisco Vergara. El mismo es el caso de la fina cantante de «Lieder»,
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ópera y oratorio Marina Tafur. En la generación anterior, el tenor Luis Macla, artista culto y profesor de varias generaciones, y otro respetado maestro, el barítono Luis Carlos García. También el bajo Álvaro Guerrera y el tenor Luis Dueñas, además conocido compositor de música popular. En la imposibilidad de mencionar siquiera las decenas de buenos solistas que han surgido en el país en el período que nos ocupa, citaremos apenas unos cuantos nombres de quienes más se han destacado en la interpretación de la música de los compositores colombianos. Además de los citados en páginas anteriores, las pianistas Helvia Mendoza, Mireya Arboleda de Cruz, Elvira Restrepo de Durana, Mary Fernández de Bolduc, Rosalía Cruz de Buenaventura, Mercedes Cortés, Beatriz Acosta y Teresita Gómez, quien ha grabado obras de Luis Antonio Escobar y Guillermo Uribe Holguín. En la generación anterior, dos eminentes pedagogas, Lucía Pérez y Tatiana Gontscharowa. Además de Biava, Preuss y Villa, los violinistas Jaime Guillén, Eduardo Berrío, Santos Pérez y Mario Posada, el violista Ernesto Díaz, la violinista Ruth Lamprea, el contrabajista Hernando Segura, los hermanos Luis, Antonio y Marina Becerra, los clarinetistas Roberto Man-
tilla y Jairo Peña, el flautista y saxofonista Gabriel Uribe, los hermanos Mauricio y Francisco Cristancho (hijos del célebre compositor de música popular Francisco Cristancho Camargo), la pianista Ruth Marulanda, los trompistas Efraín Zambrano y Luis Pérez, el violoncelista Luis Molina y el contrabajista Pablo Arévalo. En el terreno del canto, además de Luis Macía y las ya mencionadas Carmiña Gallo, Martha Senn y Marina Tafur, hay que citar a las sopranos Leonor Riaño, Silvia Moscowitz (de origen brasileño, pero muy colombiana), Julia Ballesteros y la caleña Elvira Garcés de Hannaford. La mezzosoprano Elsa Gutiérrez (que es además directora de coros y orquesta), los tenores Jorge López (además sociólogo e investigador, fundador del grupo folclórico Yaki-kandru), Manuel Contreras y Gerardo Arellano y el barítono Aureliano Hernández, entre otros. Como pianistas acompañantes especialmente diestros, podríamos citar a Jaime León, figura muy importante del medio, a Helvia Mendoza y a Pablo Arévalo. La ópera de Colombia En Colombia existe, desde el siglo pasado, un vasto público amante de la Rafael Puyaría (1931-), clavicenbalista. Junto con Gabriel García Márquez y Fernando Botero, es uno de los artistas colombianos de mayor renombre universal.
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ópera italiana que hizo posible que incluso importantes compañías nos visitaran. Tras algunos intentos tímidos, siempre fallidos, de crear una ópera colombiana, el dinámico organizador antioqueño Alberto Upegui Acevedo —gran conocedor del género— organizó a partir de 1970 festivales de ópera internacional en Medellín. La empresa tuvo éxito, se trasladó a Bogotá y desde hace unos diez años funciona en la capital la Ópera de Colombia, íntimamente ligada al Instituto Colombiano de Cultura, que ofrece temporadas anuales en el Teatro Colón, con ocasionales giras a capitales de provincia. El repertorio ha girado hasta ahora alrededor de los grandes nombres del siglo XIX, Verdi, Puccini, Donizetti, Rossini, Leoncavallo, Mascagni, la Carmen de Bizet y alguna opereta española o vienesa traducida. Tal vez el aspecto más positivo de la empresa es el haber permitido surgir a numerosos cantantes nacionales, algunos de los cuales, como se anotó, son hoy día fi-
guras internacionales. Han sido artífices de la empresa, además de Upegui, las directoras de Colcultura Gloria Zea, Aura Lucía Mera y Amparo Sinisterra de Carvajal, los maestros concertadores Pietro Mascheroni, Daniel Lipton y Jaime León y, en los últimos años, el cantante y organizador caleño Francisco Vergara.
Radio Durante los últimos cuarenta años han sido factor decisivo en la divulgación de la gran música algunas emisoras radiales. En primer lugar, como es obvio, la Radio Nacional; pero también algunas radiodifusoras privadas como la HJCK, El Mundo en Bogotá (Álvaro Castaño Castillo y Gonzalo Rueda Caro) y la Musicar (Luz Helena Yepes). Justamente el valioso archivo de grabaciones de la Radio Nacional nos permite presentar la siguiente lista de obras de compositores colombianos conservadas allí.
Obras de compositores colombianos conservadas en Radio Nacional Guillermo Uribe Holguín Anarkos, Tres ballets criollos, varias canciones, Ceremonia indígena, conciertos para piano, violín y viola, concertino para cuerdas, poema sinfónico «Conquistadores», diez cuartetos de cuerda, drama lírico «Furatena» (primer acto), Homenaje a Bolívar, Marcha festiva, Marcha triunfal (Rubén Darío), Nocturno (José Asunción Silva), poema sinfónico «Bochica», preludios para piano, misa de réquiem, sinfonías números 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 10, Sinfonieta campesina, sonatas para violín y piano números 1, 3, 5, 6 y 7, sonata para violoncelo, suites números 1 y 2 para violín, tema y variaciones para piano, tríos números 1 y 2, numerosos «trozos en el sentimiento popular», villanesca para piano y orquesta.
Jesús Bermúdez Silva Concierto para piano y orquesta, cuarteto de cuerdas, poema sinfónico «Cuento de hadas», Danza típica, sonata y sonatina para piano, poema sinfónico «Torbellino» (José Eustasio Rivera), dos tríos, suite para piano «Viejas estampas de Santa Fe», poema sinfónico «Orgía Campesina». José Rozo Contreras Burlesca para orquesta, canciones y romanzas, suite «Tierra colombiana». Antonio María Valencia Ave María, chirimía y bambuco, coplas populares, canciones, misa breve a Santa Cecilia, misa de réquiem, sonatina boyacense para piano, trío «Emociones Caucanas».
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Adolfo Mejía Poema sinfónico «América», canciones («Cartagena»), homenajes, pequeña suite, piezas para piano, trío. Roberto Pineda Duque Bagatelas para piano, canto místico, conciertos para flauta, piano y violín, concertino para orquesta, música para «Edipo Rey», canciones varias, preludio sinfónico, Sinfonía n.° 1, sonatas para varios instrumentos, Triple concierto, Trío para flauta, violín y viola. Santiago Velasco Llanos Adagio y allegro para cuarteto, Cuarteto de cuerdas n.° 1, Danza indígena, Romanza para violín y piano, Sinfonía breve, sinfonieta para cuerdas «El tío Guachupecito». Luis Carlos Espinosa Paisaje andino para piano, Ritmo mulato para voz y piano. Luis Carlos Figueroa Canciones, Colombiana n.° 2 para violín y piano, Preludio y danza colombiana para orquesta, Sonatina para violín, suite sinfónica. Luis Antonio Escobar Ballet «Avirama», Balada para piano y orquesta, Bambuquerías para piano, cantatas campesinas números 1, 2 y 3, Cánticas colombianas, Concierto barroco, conciertos para flauta, para piano (n.° 2), Concertino para flauta, Concertino grosso, cuartetos de cuerdas números 1 y 2, cantata «Juramento a Bolívar», madrigales, pequeña sinfonía, Preludios de Navidad, ópera infantil «La Princesa y la Arveja», quinteto de vientos «La Curaba», Sinfonía «Cero», Sonatinas para piano, Suite infantil. Fabio González Zuleta Canciones, Concierto para piano, Concierto «Seráfico» para violín, Cuartetos de cuerda números 2 y 3,
Ensayo electrónico, Preludios armónicos para piano, quintetos de vientos, nueve sinfonías, música para ballet, obertura sinfónica, Misa de Gloria, Salmo 116, Te Deum, música para la obra teatral «Asesinato en la catedral». Jesús Pinzón Urrea Capricho para cuarteto, Concertante para trompeta, Contrastes para cuerdas, Estructuras, Estudio para orquesta, Exploraciones para clarinete y orquesta, Gráfico n.° 1, Rítmica n.° 3, Primera sinfonía, Tripartita. Blas Emilio Atehortúa Cantata «Apu Inka Atawalpaman», Brachot para Golda Meier, Cantata «San Francisco», Cántico fúnebre, conciertos para piano y para timbales, cuartetos de cuerdas números 1 y 2, Deuteronomio 6-4, Diagramas, Divertimento a la manera de Mozart, estudios sinfónicos, piezas para piano y para piano a cuatro manos, Juegos infantiles, «Llanto de Isis», Obertura simétrica, Partita 72, Cinco piezas electrónicas, Psico-cosmos, Quinteto de vientos, Relieves para piano y cuerdas, Cantata «Simón Bolívar», Sonata para contrabajo, Sonocromías, Syrigma, Trío, Tríptico para orquesta. Germán Borda Armonías, Cuarteto n.° 1, Espacial, Espacios, Fanfarrias, Improvisación y scherzo, Introducción y allegro americano, Microestructuras, orquestales números 1, 2 y 3, Suite para flauta. Jacqueline Nova Asimetrías, Homenaje a Catulo, Metamorfosis III, Pequeña suite, Resonancias I, Resonancias 1969, Transiciones, 12 móviles. Álvaro Ramírez Sierra Canto a mi tierra, Concertino para piano y cuerdas, Estudio sinfónico,
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Suite vallecaucana, Poema sinfónico «El valle del Lilí». Luis Torres Canción del tiempo, Cántico, Coral Aurora, Díptico para cuerdas, Estancia I y II, Impronta, Introducción para clarinete y orquesta. Raul Mojica Atabí, Canciones onomatopéyicas, Cheimesquenema, Joropo para Gregorio, Mulaterías, Piezas para cuarteto de cuerdas, Piezas para quinteto de vientos, Reflexiones sonoras, Transparencias chibchas. Guillermo Rendón Cuarteto con clarinete, Grabado de Anna Bella, Sexteto de vientos, Sonata para piano, Sonata para violín, piano y recitador. Francisco Zumaqué Cantos de mescalito, Cuarteto de cuerdas, Cumbiamba, Misa sacerdotalis, Pikigui, Porro novo, cantatas «Simón» y «Uruti».
Euclides Barrera El cañón del Chicamocha. Eduardo Carrizosa Integración para flauta sola. Pedro Biava Canciones, Divertimento para maderas, Tonada del boyero, Vocalización. León J. Simar Danzas sinfónicas, Suite para violín y piano. Carlo Jachino Conciertos para piano números 1 y 2, Piezas dodecafónicas, Preludio di Festa, Preludio y fuga para piano. Olav Roots Homenaje a León de Greiff, meditación y rondó para piano, variaciones y pasacalle para orquesta. Mario Gómez Vignes Sonata para violín y piano.
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La cultura popular colombiana en el siglo xx Gloria Triana gios, le daba al conquistador el dereOrígenes
N
o es posible hablar de la cultura popular colombiana en el siglo XX sin tener en cuenta que ésta es el resultado de la confluencia de elementos heterogéneos que fueron conformándose en las distintas etapas de nuestra historia: la herencia de las grandes culturas precolombinas que al ser descubiertas ya habían desarrollado una serie de tecnologías adaptativas al medio ambiente y estructurado un conjunto de sistemas de pensamiento; la importación de la cultura española también diversificada por diferencias regionales o de sus componentes; y la presencia africana que se inicia en el siglo XVI con la llegada de los esclavos de ese continente pertenecientes a distintas etnias y culturas. Estos tres componentes culturales complejos y heterogéneos no entraron en interacción en pie de igualdad. La conquista y establecimiento de la Colonia trajeron consigo inevitablemente un estado de opresión, en el cual la cultura del dominador era considerada como superior y, entre otros privile-
cho de imponerla por la fuerza. Con la Independencia y la formación de la República este estado de cosas no cambia, pues llega al poder una «élite criolla» que antes de triunfar tiene un acceso limitado a los cargos para el desempeño de los cuales debe certificar su «pureza de sangre» y su lealtad a los principios de la cultura española dominante. Es decir, desde el comienzo se establece la existencia de dos categorías culturales antagónicas e irreconciliables; una cultura blanca, culta, sofisticada, de salón y europeizante, patrimonio de la élite, y una cultura popular, oprimida, subvalorada, despreciada, sofocada y desfigurada, patrimonio de los indios, negros y mestizos. Dado que desde el comienzo de la Conquista y Colonia se establece el mestizaje, primero entre el español y el aborigen y posteriormente con el negro africano, se produce una circulación de elementos culturales, interinfluencias recíprocas que dan como resultado la conformación de una cultura diferente a las culturas originales, una cultura mestiza, una cultura heterogénea, pero aun así sigue siendo
Adorno de cabeza de los indígenas Tanimucas (Amazonia), confeccionado en madera de balso pintado, con apliques de plumón.
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purrí» folklórico, concepto al cual se le da un carácter peyorativo para designar todo aquello que se considera inapropiado, inculto, burdo, ordinario y antiestético. Preferimos referirnos a la cultura popular tradicional y no utilizar el término folklore, no sólo por el uso inadecuado del término en el lenguaje corriente, sino porque a nombre de lo folklórico se han cometido en el país las mayores atrocidades presentando versiones desfiguradas e irrespetuosas de las tradiciones populares que han contribuido grandemente a la actitud de subvaloración y desprecio por esas expresiones. Por otra parte, al ser una palabra extraña al español y ante la dificultad de pronunciarla o comprender su significado, hemos oído a gente de nuestro pueblo referirse a su tradición como su «conflor» o su «florclor», términos castellanizados en el lenguaje popular. Para que se entienda bien cuando hablamos de cultura popular, nos referimos a toda una herencia cultural que nos viene del pasado como resultado de la mezcla de los elementos mencionados, que no sólo puede definirse por un conjunto de rasgos específicos sino también por oposición a la cultura dominante.
Músico Sinú, estatuilla de oro. Museo del Oro, Bogotá (Fotografía: Jorge Mario Múnera).
una cultura dominada a la cual no se la reconoce como tal. Si revisamos nuestros textos de historia social y económica oficial y de historia del arte, si visitamos nuestros museos (excepción hecha del Museo del Oro y uno que otro museo etnográfico), la cultura colombiana en su conjunto aparece como una colección de hazañas de los próceres, de elaboraciones literarias y estéticas de una sola clase, desconociéndose una rica herencia cultural que generalmente aparece a los ojos de nuestros intelectuales como carente de significado, perteneciente a un pasado que debe avergonzarnos, conformando un «pot-
Características de la cultura popular La cultura popular es una cultura oral, tradicional, heterogénea, subalterna y vital. Cultura oral Al afirmar que se trata de una cultura oral, no quiere con ello significarse que sus cultores son analfabetos o que es una cultura que carece de escritura, aunque uno o ambos de estos elementos sean rasgos de algunas de las expresiones de lo popular. Cuando se habla de oralidad en la cultura popular como de una de sus características, se quiere destacar su carácter predomi-
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nante en la trasmisión de conocimientos y valores. Estos conocimientos y valores no son trasmitidos a través de los sistemas formales de educación, no están codificados en libros, no son propagados a través de los medios de comunicación. Estos conocimientos y valores están en la mente de sus depositarios, que son cronistas y literatos orales, que son músicos y trovadores, que son danzantes o actores dramáticos o satíricos, que son artesanos que poseen la tecnología tradicional, y que, en una palabra, son los archivos vivientes de un legado histórico que desaparecerá con ellos. Cultura tradicional Cuando decimos que la cultura popular es tradicional nos referimos a todo el conjunto de rasgos que vienen como herencia de tiempos pretéritos y que se han estructurado en una configuración de ideas y valores que se han transmitido de una generación a otra. Pero tradicionalidad no quiere decir todo aquello que está relegado a un pasado fosilizado, porque la cultura tradicional no es estática, sino que está siempre emergiendo, desapareciendo y reapareciendo. Es sinónimo de actividad, no de pasividad. No es una cosa transitoria y pasajera como la moda. Es permanente, pero no una repetición de secuencias idénticas en períodos diferentes. La cultura popular en Colombia ha sobrevivido gracias a su capacidad de creación, adaptación y reinterpretación. Cultura heterogénea La heterogeneidad de la cultura popular hace referencia no sólo a que los componentes eran diversos en su origen, sino a que éstos se combinaron de manera diferente, lo que dio como resultado la existencia de culturas regionales específicas. Si en el presente todavía existen culturas indígenas vigentes que hablan en conjunto más de sesenta lenguas, es fácil imaginar lo que sería el panorama
de las culturas aborígenes a la llegada del conquistador. Muchos grupos fueron exterminados en las guerras de conquista; muchos otros, especialmente los que habitaban en la hoy llamada zona andina, se mestizaron; otros, protegidos por barreras climáticas o geográficas, sobreviven en la Amazonia y Orinoquia, en la Sierra Nevada de Santa Marta, en los ríos del litoral pacífico y la región desértica de la Guajira. El mestizaje biológico dio como resultado un mestizaje cultural con diferencias regionales, pues las culturas indígenas no eran homogéneas. Había tantas diferencias entre chibchas o muiscas, pijaos, quimbayas o guajiros, como las que había entre los españoles que venían de distintas regiones de la península y tenían orígenes de clase diversos. Los africanos procedentes en su gran mayoría de las costas del África Occidental pertenecían a culturas como la mandinga, viafara, yolofo, lucumí, bantú, caravalí, acravalí. La estrategia esclavista de dominación mezcló todos estos grupos con el objeto de evitar su comunicación y por ende los levantamientos, hecho que, entre a otros, llevó a la imposibilidad de estructurar una configuración homogénea de lo africano en Colombia, y el negro debió inventar mecanismos adaptativos para sobrevivir, conservando muy poco de sus esquemas de pensamiento. Sus asentamientos se dieron especialmente en las zonas fluviomineras y en las costas donde permanecen hasta hoy con diferentes grados de mestizaje. Cultura subalterna La cultura popular es subalterna porque ha estado siempre dominada y absorbida por una cultura hegemónica elitista, desarraigada y extranjerizante. Para el colombiano de las capas altas y medias sólo es cultura lo que viene de fuera o lo que producen las clases urbanas y académicas; la cultura hegemónica tiene sus canales de trans-
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Máscara Muisca, confeccionada con plumas, fique y semillas. Museo Nacional, Bogotá (Fotografía: Fernando Urbina).
misión institucionalizados, se enseña en los colegios y en las universidades, tiene a su disposición los medios de comunicación hablados, escritos y visuales, tiene historiadores, ensayistas y críticos, tiene sus escenarios (teatros, salas de concierto, auditorios), su conocimiento codificado y escrito quedará para la posteridad. A la cultura popular tradicional se la ha relegado al anonimato y en las pocas ocasiones en que ha invadido los espacios de la cultura dominante, el hecho no se registra en los medios de comunicación con el mismo entusiasmo y despliegue que se dedican a las expresiones de la cultura hegemónica, o simplemente se la ignora por completo. Pero la cultura popular no es anónima, ni producto de la creación colectiva como generalmente se la ha estereotipado. En la cultura popular existen los especialistas y creadores de fama y prestigio reconocidos, sólo que este prestigio no trasciende los límites de su región. Lo colectivo en lo popular tradicional hace referencia a que el artista es un poseedor de cualidades especiales entre muchas personas que hacen y repiten lo mismo que él, porque lo aprendieron por transmisión oral y mecanismos informales. El artista popular no busca la innovación, la repetición de los elementos tradicionales no es mal vista ni criticada, todas las producciones son aceptadas y en-
tendidas por todos y, aunque existan los especialistas y las personas que se destacan, ellos no tienen por este hecho una posición diferente dentro de su comunidad. En contraposición, en la cultura dominante, es muy importante la capacidad del artista de romper con la tradición, resulta totalmente normal que el arte deba ser interpretado y explicado por expertos para poder ser entendido y apreciado. El artista debe inventar nuevos patrones que reemplacen los elementos estandarizados empleados por sus antepasados. Está en la obligación de ser original, y ocupa una posición destacada en la sociedad. No se puede hablar de cultura popular sino en el contexto de sociedades estratificadas o sociedades de clases que establecen categorías contrastantes entre el arte sofisticado y manifestaciones populares; en sociedades no estratificadas cualquiera de los elementos es compartido por igual por cada uno de sus miembros y el conocimiento especializado está reservado sólo a una categoría de personas, generalmente vinculadas al dominio de lo mágico religioso. Lo popular se manifiesta en expresiones de diversa índole: la música, la danza, la poesía y la literatura oral, las interpretaciones dramáticas, la escultura y la pintura; la mayoría de estas expresiones no se representan aisladamente; por ejemplo, la poesía y la literatura oral suelen estar acompañadas de música, danzas y canciones; ya se den en el curso de ceremonias rituales o en festejos populares, suelen llevar máscaras; la pintura elaborada sobre distintos materiales puede ser un complemento de la parafernalia de danzas o interpretaciones dramáticas; la escultura se incorpora a las carrozas en los cortejos callejeros de los carnavales. En este trabajo analizaremos estas formas por separado y también el contexto de su configuración global cuando se encuentren reunidas en un solo evento.
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La cultura popular tradicional, que contiene elementos prehispánicos y posthispánicos y que se caracteriza por su transmisión oral y su práctica consuetudinaria, funciona en forma subordinada a la cultura dominante. Cultura vital La cultura tradicional popular no establece barreras entre la expresión artística y la vida. Las manifestaciones tradicionales se relacionan con manifestaciones importantes en el ciclo vital de los individuos: el nacimiento, la enfermedad o la muerte. Casi nunca tiene un carácter puramente recreativo o de divertimiento, está integrada a los hechos más importantes de su cotidianidad, juega un papel importante en la expresión de sentimientos, ideas y valores, manifiesta la concepción del mundo, la vida y las cosas y canaliza frustraciones individuales y colectivas. La fiesta colectiva y el arte popular La fiesta popular colectiva en Colombia tiene orígenes muy diversos. Las festividades religiosas católicas traídas por los españoles y que tenían a su vez origen en arcaicos ritos precristianos del Viejo Mundo, se mezclaron con ceremoniales aborígenes prehispánicos y ritos seculares africanos. Es precisamente la fiesta colectiva la que ha permitido que la interrelación de estos elementos haya encontrado un espacio social que posibilite la expresión de la música, la danza, la máscara, los disfraces, las interpretaciones dramáticas callejeras, la sátira, el juego, pues todos estos elementos se integran a la fiesta sin disgregación ni especialización. Las fiestas populares han jugado un papel muy importante en la conservación de tradición, pues si tuvieron un origen remoto en ritos religiosos o se desarrollaron vinculadas a ellos (situación que en algunos casos persiste hasta el presente), ciertas formas festivas son una verdadera parodia al culto religioso, son decididamente exteriores a la Iglesia y a la re-
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ligión, y pertenecen a una parte muy importante de la vida de la gente. Las festividades, cualquiera que sea su tipo, siempre han tenido un contenido esencial, un sentido profundo, han expresado siempre una concepción del mundo, del hombre y las relaciones humanas. La fiesta permite el desarrollo sin límites de la creatividad, reúne elementos heterogéneos, fibra de ideas convencionales y plantea al menos en forma transitoria un mundo diferente. Las parodias al poder, el cuestionamiento irreverente del orden establecido es permitido en los días de la fiesta a través de la sátira, la pantomima y el humor, y también es la ocasión de manifestar la elaboración de tradiciones y creencias que vienen del pasado adaptándolas a los cambios de la sociedad. Dados los diferentes elementos que se integran en la fiesta, ésta se convierte en el medio para reafirmar el pasado y en la forma de actualizar las frustraciones y desigualdades. La fiesta es el espacio en el cual el pueblo puede reafirmar su solidaridad comunitaria. Fiestas colectivas y danzantes Es muy difícil separar la música de la danza, puesto que casi siempre coexisten, y en el caso de la danza ésta no puede darse sin el acompañamiento musical. El encuentro de España, África y América dio lugar a sincretismos, transculturaciones y simbiosis de la música, el viejo romance hispánico se mezcló con las percusiones africanas y con elementos de expresión sonora del indígena; otro tanto sucedió con la danza. Sobre las características de la música y la danza prehispánicas dan testimonio los relatos de los cronistas y las investigaciones etnográficas realizadas en culturas que todavía conservan vigentes sus instrumentos, melodías y danzas, que generalmente están vinculados a sus ceremoniales; ritos de fertilidad, cosecha, caza y pesca, ritos
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"Bombero" o intérprete de bombo de los conjuntos de marimba del Pacífico: es un tambor de dos parches, fabricado en cuero de animal y madera; el instrumento es de origen africano y con él se interpretan ritmos "jugas", currulaos, bundes y arrullos (Foto: Múnera).
de iniciación a la pubertad, ceremonias curativas, culto a los ancestros, cantos de viaje y de guerra y ritos funerarios. En la Colonia se estableció una diferenciación entre la danza popular y la aristocrática. La primera se nutría de las tradiciones medievales europeas introducidas por los clérigos en las festividades religiosas y la segunda refleMáscara de los indios Tanimucas, de la Amazonia, confeccionada con tela de corteza y madera, brea y pinturas naturales, que se utiliza en el baile del muñeco. Colección Von Hildebrand . Bogotá (Foto: Urbina).
jaba el gusto y la moda de las capitales europeas filtrados a través de España. Los españoles traían consigo la tradición de danzas religiosas. Estas habían sido muy usuales en España, ejecutándose a menudo dentro de las iglesias. A nivel popular y sobre todo en la época de la evangelización, se impuso en América esta tradición medieval. Así fue como el teatro europeo en la Edad Media, instrumento de enseñanza de la fe cristiana, renació en el Nuevo Mundo acompañado de la danza y la música. En el crisol de lo indio, lo negro, lo criollo y lo mestizo en sus múltiples combinaciones, se forjaron las danzas colombianas del presente. En cada una de estas culturas la máscara estuvo asociada a la danza. En algunos lugares del África contemporánea sucede lo mismo que en muchos grupos aculturados en Colombia, donde ya nadie recuerda los festejos, desfiles y rituales del pasado, en que las máscaras constituían el elemento vital de la influencia que se atribuía a los antepasados sobre la vida de los individuos. En las máscaras talladas se manifestaban los espíritus y las bondades que éstos otorgaban a los vivos, sin dejar de ser por ello un complemento artístico del vestuario en los ritos de iniciación, cuando con sus piruetas y retozos el enmascarado pedía a los asistentes una estricta observancia de las reglas sociales, para así alejar a los malos espíritus que atormentaban la vida de la gente. Al igual que en América, arribaron al África los primeros navegantes europeos en el siglo XV. De las crónicas de los viajeros de esta época, de los estudios arqueológicos y etnológicos y de algunas manifestaciones actuales, se ha podido comprobar que existió una gran riqueza de máscaras en bronce, marfil y madera: figuras talladas y máscaras para las sociedades secretas, impresionante variedad de obras artísticas en madera y metal destinadas al ornato de los altares y numerosas máscaras destinadas a los espíritus de diferentes cultos.
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Pero toda esta riqueza de máscaras africanas no sobrevivió entre nosotros. Es fácil imaginar que con su traslado a América en la segunda mitad del siglo XVI, en una situación de expansión colonial y bajo el imperio del sistema esclavista, no les fuera posible a los africanos venidos a América conservar sus creencias y tradiciones de una manera integral. Máscara y danza ritual desaparecen casi por completo de la cultura negra colombiana. Por razones que deben profundizarse, no se realiza tampoco el sincretismo que se dio en el Caribe y en Brasil, donde al amparo de las sociedades secretas y expresado en el vudú, la santería y la macumba, se conservó el culto de los dioses africanos. En ninguna de las danzas negras del Pacífico que conservan melodías y ritmos e instrumental africanos ni en los cantos y danzas del ritual funerario que se celebra todavía en Palenque de San Basilio está presente la máscara, y si no fuera por la existencia de las máscaras de madera en el carnaval de Barranquilla podríamos afirmar su completa desaparición. En muchos lugares de Colombia se conservan danzas coloniales que generalmente están vinculadas a las fiestas religiosas o a los carnavales. Danzas religiosas. Diablos danzantes La existencia de diablos en las fiestas de Corpus Christi proviene de una antigua tradición europea, en la cual se resaltaba la presencia del demonio frente al Santísimo Sacramento, la lucha de contrarios, generalmente del bien contra el mal, y también formas satíricas dirigidas a los representantes del poder. Estas fiestas en Europa recibían el nombre de diabladas y recorrían las calles de los pueblos hasta llegar a la iglesia. Esta vieja costumbre fue trasplantada a América y en la actualidad existen distintos lugares donde los diablos danzantes están todavía vigentes. En Bolivia se realizan las llamadas diabladas en La Paz, Oruro, Cocha-
Trajes ceremoniales de "yanchama", en tela de corteza con pinturas naturales, de los indios Tarijonas, del Caquetá. Colección Schildler, Bogotá.
bamba y Potosí; en Panamá se conoce la existencia de diablos de Corpus en varias provincias, donde resalta como expresión del diálogo entre los danzantes; Venezuela es uno de los países donde se presenta una mayor dispersión geográfica de diablos danzantes. En Colombia han existido danzas de diablos en muchas poblaciones de la llamada depresión momposina, en las riberas del bajo Magdalena; en Uré, departamento de Córdoba; en el Paso Cesar, en Valledupar; y en Atanquez, en las estribaciones de la Sierra Nevada, donde la fiesta de Corpus se superpuso al ritual indígena de culto al Sol; en todos estos casos la danza de diablos es religiosa y nunca una danza de carnaval. Los diablos danzantes poseen una serie de rasgos comunes, lo que evidencia su remoto origen español (sin descartar el aporte africano, ya que en fiestas y cultos de origen afro salían a las calles grupos de personas enmascaradas con cuernos realizando diversos tipos de movimientos pantomímicos; sus miembros formaban parte de una sociedad secreta compuesta solamente por hombres). Poseen una rígida estructura jerárquica, dominada por los llamados capitanes, y consti-
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a las piernas, que constituyen un instrumento adicional que marca los pasos de la danza; y una maraca, instrumento musical de origen indígena. En los diablos de Guamal se mantiene la costumbre medieval del enfrentamiento del demonio con el Santísimo Sacramento y la lucha de contrarios, sólo que en este caso el mal está representado por el diablo y el bien por un pájaro de largo pico y largo cuello llamado cucamba. En el enfrentamiento triunfa el bien sobre el mal, y al terminar la procesión las cucambas pueden entrar a la iglesia y los diablos deben esperar en la puerta y danzar de espaldas al altar. Según una leyenda profana, generalmente contada en los velorios, la cucamba es una mujer disfrazada de pájaro que reta al diablo para salvar el alma de su marido, que ha tenido que venderla para proteger sus cosechas atacadas por bandadas de pájaros. Para engañar al diablo, se desnuda, se cubre el cuerpo de miel, se coloca plumas de diferentes aves e invita al diablo a una danza para que adivine su identidad; como el diablo no logra hacerlo, triunfa de nuevo el bien contra el mal y salva el alma de su marido. Danza de los Sanjuanes Diablos danzantes de Guamal, Magdalena. Interpretan la danza religiosa de Corpus Christi, a la que se vinculan a través de mandas o promesas, a veces de carácter hereditario. La danza participa en la procesión hasta llegar a la puerta de la iglesia, a la que sólo entran las cucambas, símbolo del bien; los diablos han de permanecer danzando en el atrio, de espaldas a la iglesia (Foto: Múnera).
tuyen una especie de hermandades fraternales o familiares y son esencialmente masculinas. La vinculación a la danza se hace a través de mandas o promesas religiosas que pueden ser temporales o vitalicias, y la pertenencia es generalmente hereditaria. En los diablos de Guamal, Magdalena, la danza pertenece a la familia Alfaro desde hace más de cien años y los capitanes ya mayores son miembros de ella desde la infancia. El vestuario mantiene ciertos elementos comunes, simbólicos e indispensables: máscaras, de varias formas y tamaños con diseños antropomorfos y zoomorfos; mandador o perrero, vara de madera que desempeña un papel importante en el desarrollo coreográfico de la danza; cascabeles atados
Esta danza de los Sanjuanes, de los indígenas kamxá del alto Putumayo, es una reinterpretación posthispánica de una tradición precolombina. Tiene su origen remoto en las ceremonias antiguas de los ancianos, rituales de yagé, en que la máscara era utilizada para comunicarse con los espíritus míticos de los antepasados. Existían dos tipos de máscara, una femenina que representaba la Luna y otra masculina, imagen del Sol. Este uso ritual de la máscara es común y aún vigente en muchas culturas amazónicas. Entre los cubeos, por ejemplo, se utilizan en las celebraciones fúnebres y representan a los malos espíritus que deben mantenerse alejados de los muertos; por este motivo las máscaras son incineradas el día del funeral. Entre los ma-
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cunas del río Apaporis y las tribus del Mirití Paraná se celebran fiestas con máscaras en los rituales de cosecha. Para la palabra máscara no existe ninguna denominación especial, debido a que no se considera como tal sino como la materialización de los espíritus de las plantas o animales con los cuales se busca influir sobre los seres naturales para aumentar la fertilidad del mundo vegetal y animal. Los bailes tienen un efecto cohesivo para el grupo al permitir la expresión ritual, y de hecho de conflictos inter e intragrupales. «Hay varias clases de bailes entre los yukuna-matapí y todos se celebran con zumos de frutas no fermentadas, tienen una ocurrencia estacional y requieren preparativos. Por lo contrario, los bailes con guarapo de pifia se celebran todo el año y son de carácter más sensible, pues los preparativos son más sencillos. El baile de chonta duro es entre otras cosas un rito de fertilidad, dirigido a los animales, que sirve también para simbolizar la renovación o recreación indispensable cuando las cosas han llegado a un estado de caos o desorden», dice Leonor Herrera. Al llegar al Nuevo Mundo, los españoles descubrieron semejanzas y coincidencias en los calendarios rituales indígenas y cristianos, como también la presencia de danzas en los ceremoniales religiosos. En su tarea de implantar una nueva religión y una nueva visión del mundo, integraron, cambiándoles su significado, las danzas precolombinas a los rituales católicos, sin entender que a su vez los indígenas hacían sus propias reinterpretaciones con un nuevo contenido simbólico. La danza de los Sanjuanes junto con los matachines y los saraguayes se bailaba en el Corpus y en la fiesta de la Santísima Trinidad, y para los españoles era la representación de la degollación de san Juan Bautista. Para los indígenas esta danza tiene otro significado: las máscaras ya no son iguales a las de la ceremonia del yagé, pues al haber sido desorganizado este ritual ya no se usa para comunicarse con los
Luis Eduardo Carvajal Alfaro, de Guamal, vestido de cucamba, con dos capas de palma tejida, que simulan la pluma de ese pájaro de la región, y con máscara de cuello largo y pico, que completan la representación (Foto: Múnera, 1983).
espíritus de los antepasados, sino que representan el rostro o disfraz que ellos quieren mostrar al invasor, con una sátira y una burla que expresan su sentimiento de rebeldía. Es posible que el ritual indígena coincidiera con la época en que el evangelizador estableció la fiesta religiosa y para poder conservarlo lo Máscara de la Danza de los Sanjuanes, de los indígenas Kamxá, del alto Putumayo. Tiene su origen en los rituales del yagé, donde los ancianos usaban la máscara para comunicarse con sus antepasados. Las había de dos tipos: sol y luna. Prohibido por los misioneros, el ritual conservó en parte la danza, pero las máscaras cambiaron de significado y son sátira o burla contra el invasor. Se danza en carnaval y en la Trinidad (Foto: Múnera).
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Danzantes de males
Danzantes de Males, de Córdoba (Nariño). Descendientes de los indígenas Pastos, han conservado esta danza de origen precolombino, gracias a su incorporación a festividades católicas. (Foto: Múnera)
Otra de las danzas de origen ritual precolombino que persisten hasta hoy gracias a su integración a las ceremonias católicas es la que ejecutan los danzantes descendientes de los indígenas pastos en el sur del departamento de Nariño. La danza, ejecutada al compás de una sola flauta y un solo tambor, se inicia el día de la fiesta de san Bartolomé en el atrio de la iglesia, realizando lo que se denomina el saludo de esquina a esquina. Posteriormente la danza integrada a la procesión recorre las calles del pueblo. Los danzantes conservaron elementos del vestuario, la música y una compleja coreografía dividida en 17 partes, pero perdieron con el tiempo el conocimiento completo de su contenido simbólico y ritual. Se dice que los antepasados indígenas tenían un gran temor a la serpiente y esta danza se hacía en su homenaje, imitando sus movimientos frente a un hechicero, pero su complejidad indica que debía pertenecer a un ritual mucho más importante.. La historia oral cuenta que la tribu de males procedía de la región de Guamúes, donde existía una ciudad que desapareció a causa de un terremoto; los sobrevivientes emigraron con todas sus pertenencias a fundar otra ciudad que, según una leyenda, debía construirse donde cantara un gallo; es el lugar donde hoy se encuentra adaptaron y lo vincularon al carnaval. Durante el carnaval del Putumayo, la el pueblo de Córdoba y viven los dancomunidad entera, desde el goberna- zantes donde el gallo cantó en 1575. dor del cabildo hasta los danzantes, al pasar frente a las autoridades eclesiás- Danzas de carnaval ticas deben arrodillarse en señal de sumisión y obediencia, pero los Sanjua- Se habla muy poco del hecho de que, nes pasan indiferentes, sin mirar al cien años antes del descubrimiento de obispo, y mientras la gente se arrodi- América, ya existían en España esclalla, ellos se colocan aparte y perma- vos africanos. Los famosos «cabildos» necen de pie en actitud rebelde. tienen antecedentes históricos muy Los Sanjuanes están dirigidos por antiguos en Sevilla, según lo vemos en un matachín que es el jefe y se distin- las crónicas de Ortiz de Zúñiga, quien gue de los demás por llevar una más- se refiere a los bailes y fiestas de los cara roja con un tocado de plumas, un esclavos africanos en la capital andacapisayo o ruana, y en su mano una luza durante el reinado de Enrique III campana con la cual dirige el cortejo. (1390). La organización social que Es-
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paña dio en su propio suelo a sus esclavos africanos fue la que trasplantó en América. Es así como desde finales de la Edad Media estos cabildos estuvieron vinculados a las festividades religiosas, sincretizando rasgos de los rituales africanos. Era usual que los cabildantes llevaran fetiches en sus comparsas, y todavía en Cuba, a principios de este siglo en los carnavales, algunos negros salían enmascarados llevando muñecos o ídolos de madera que ejercían la función de mensajeros de los espíritus y recibían el nombre de mojiganga. Estas danzas de los negros africanos en España debieron influenciar al teatro español, ya que las representaciones generalmente empezaban con una loa con canto y bailes populares en el primer acto de la comedia, que recibía el nombre de entremés; seguían con una jornada de baile y remataban con un fin de fiesta mojiganga. Las mojigangas llegaron a ser tan importantes que se desarrollaron como género dramático independiente del teatro, y de esta manera llegaron al país a través de España. El origen africano, tanto del nombre como de su contenido dramático, relacionado con actos rituales, es indiscutible por cuanto anota Fernando Ortiz que todavía, en Cuba, en 1938, un santero de Guanabacoa utilizaba una máscara que él llamaba «mojiganga» o «conga», que ejercía según él la función de mensajero o auxiliar del espíritu nkisi para averiguar cosas ocultas, pelear con los enemigos o contrarrestar sus malignidades. En los carnavales, según el mismo Ortiz, las máscaras mojigangas tomaban varias formas complementadas por disfraces de carácter inobjetablemente africano. Si bien es cierto que el origen más próximo de las fiestas populares en Colombia es occidental y los rasgos generales fueron impuestos por los colonizadores, no debe olvidarse que, tanto en las culturas africanas como en las aborígenes, existieron y existen todavía fiestas colectivas, algunas de las cuales fueron integradas a los rituales
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católicos durante la evangelización, cambiándoles sus significados; pero, a la vez, estas culturas hicieron sus propias reinterpretaciones. Están todavía vigentes en el África ceremonias o festivales donde se destaca la interpretación dramática de índole religiosa o ritual. El ejemplo clásico entre casi todos los pueblos africanos lo constituye la mascarada. La mascarada, por lo general, es la encarnación física de una entidad espiritual (divinidad, espíritu antepasado) cuya presencia es comunicada a los espectadores mediante la aparición, danza y ropaje del enmascarado. En ella predomina la dimensión dramática del ritual, pues el enmascarado o enmascarados ejecutan una interpretación dramática colectiva que evoca la interacción física entre los seres hu-
Danzantes de Males (Males es nombre de tribu). Se baila el día de San Bartolomé, saliendo del atrio de la iglesia y acompañando la procesión del santo. Originalmente, se habría ejecutado alrededor del hechicero para contrarrestar el poder de serpientes. El traje combina elementos indígenas y españoles de época, y llevan cascabeles en las piernas (Foto: Múnera).
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Balsada acuática en las fiestas de la Merced, en Istmina (Chocó), que duran 9 días, uno por cada barrio. Los temas cambian cada año y se premia al mejor (Foto: Múnera).
manos y los dioses. Estas mascaradas son un todo multifacético que incluye música, danza, drama ritual y simbología mágica. En la actual república de Níger, se ejecuta una complicada danza de contenido guerrero. Cada guerrero baila por separado sosteniendo una espada o lanza en la mano derecha seguido por un salmodista, un coro y un grupo de tamboreros. Tras unos pocos pasos el guerrero repite el mismo movimiento: intenta atravesar la tierra con la lanza o la espada en un gesto que simboliza el antiguo combate entre los sonianké y los tierko: cada vez que un sonianké realiza el gesto de la estocada, muere un tierko. Nótese en esta descripción de Ola Balagán los elementos comunes con la danza de los congos del carnaval de Barranquilla, que en su origen era una
danza guerrera y hoy es una danza de carnaval. Los congos también portan fetiches. En el África actual también se ha variado el contenido religioso y algunas de estas mascaradas han evolucionado considerablemente a partir de la función sagrada original hacia una etapa en la cual los aspectos dramáticos y de entretenimiento han tendido a convertirse en los preponderantes, como sucedió en la Colonia al integrarse las danzas rituales a las fiestas occidentales. Un ejemplo de este caso es el de la mascarada de la tortuga entre los calabares del delta del Níger. La ceremonia comienza con la aparición de Ikaki, vestido con un colorido ropaje con el caparazón de la tortuga atado a la espalda y una máscara tallada con la forma del animal, acompañado de dos niños. El trío se dirige hacia la playa observado por un público divertido y acompañado por bailarines y la percusión de los tambores; los personajes abordan la canoa y reman mar adentro. Estas máscaras acuáticas pueden haber sido el antecedente de nuestras balsadas religiosas del Pacífico o de las balsadas carnavalescas del río San Juan, en el Chocó. Lo que hoy llamamos carnaval no puede entenderse como el transplante mecánico de una costumbre europea, pues, como hemos anotado, todos los pueblos del mundo han tenido sus ciclos festivos, y todavía se encuentran en la actualidad, en África, en América y en Europa ritos vivos con todo su vigor y significado o supervivencias transformadas. Se atribuye a las danzas del congo del carnaval de Barranquilla un origen en los cabildos de la Cartagena colonial, que celebraban sus fiestas para la época de Candelaria, así como en Cuba se celebraba la fiesta de Reyes; y hay que aceptar que esta danza conserva hasta el momento rasgos verdaderamente africanos. Lo que no se ha estudiado ni explicado suficientemente es por qué estas expresiones desaparecieron de la cultura popular de Cartagena y pasaron en el siglo pasado
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a formar parte de la cultura del carnaval de Barranquilla en una población totalmente mestiza. Lo cierto es que hasta hace muy poco tiempo las danzas de congos realizaban encarnizados combates en determinados sitios de la ciudad, que ellos denominaban «conquistas», donde cada grupo de danza debía demostrar su superioridad bélica. Al ser prohibidas estas demostraciones por sus consecuencias sangrientas, la competencia en la actualidad se manifiesta en el vestuario, en las máscaras, en el número de integrantes que cada danza pueda reclutar y en la disciplina y destreza en el baile. Sobre el origen del carnaval en los ritos precristianos del Viejo Mundo, su traslado a América y su integración en la tierra conquistada con tradiciones aborígenes y africanas se ha hablado mucho; es por eso importante resaltar qué significado tiene en la cultura urbana de Colombia en el siglo XX
y qué razones explican su permanencia. Las manifestaciones actuales no son una réplica deformada o una caricatura de los elementos de las culturas originales: se trata de una nueva expresión, de una versión diferente que sólo conserva rasgos muy generales del pasado. Para la gente mestiza, zamba o mulata de los barrios populares de Barranquilla que pertenecen a la danza del congo, si sus antepasados eran congos, mandingas o caravalíes y pertenecían a los cabildos de la Cartagena colonial, es algo que desconocen por completo, lo mismo que su simbología mágico-ritual original; lo que sí conocen son los nombres de los fundadores de las danzas madres, como el Toro Grande, cuyo nacimiento se sitúa a mediados del siglo pasado. Saben también a través de qué personas y de qué tronco familiar se transmitió la tradición que sigue considerándose como propiedad privada de la familia. Las
La danza del Congo es la más representativa del carnaval de Barranquilla. Aunque supuestamente se originó en danzas guerreras del África, hoy los núcleos negros no la bailan. Se transmiten a través de líneas de familia y cada grupo tiene golpes de tambor propios.
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Congo del carnaval de Barranquilla: el danzante lleva fetiches, en la tradición de danzas africanas (Foto: Múnera).
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danzas, decía el capitán del Congo Reformado, son tradicionales no por ser antiguas sino porque no cambian de apellido. Muchas danzas se han terminado porque al morir el capitán ningún heredero suyo tiene la habilidad o capacidad de seguirlas manteniendo; en otras ocasiones, su continuidad ha estado garantizada porque alguien ajeno a la familia compra la tradición. Es ésta una prueba más de su carácter privado: comprar la tradición significa adquirir las melodías y ritmos de su música (cada danza de congo tiene toque de tambor diferente), los textos de ciertos coros y estrofas que se repiten y los movimientos y pasos de la danza. Para ser capitán no es suficiente haber heredado el título, es necesario tener cualidades de líder para organizar las finanzas, para reclutar los miembros, para dirigir los ensayos y mantener la cohesión y disciplina, trabajo que se realiza a lo largo de todo el año. El carnaval ha crecido y cambiado con la ciudad. Cuando no existían los grandes desfiles callejeros, como la gran parada y la batalla de flores, que tienen más bien un carácter de espectáculo que el pueblo ofrece a las otras clases, el carnaval se celebraba en los barrios. Como no existían tampoco los premios otorgados por jurados, la primacía de una danza sobre otra debía ganarse en combates callejeros que se realizaban en lugares determinados, donde «ganaba el que más palo diera y perdía el que más sangre derramara» (según sus propias palabras); si estos combates rememoran las luchas de las antiguas tribus en el África o las más recientes de los cabildos de las distintas etnias, es algo que ya no tiene importancia en el presente. Lo que ellos saben es que el congo El Torito nació como un movimiento de rebeldía de la gente joven contra el Toro Grande, que no admitía adolescentes en sus huestes, y que muchos de los congos actuales se han derivado de luchas de poder internas o escisiones creadas por el mismo crecimiento de la ciudad.
Existe la tendencia a considerar el carnaval como una época de rompimiento absoluto de todas las normas, de desenfreno colectivo, de ruptura total con lo cotidiano; sin embargo, todo esto se ve de una manera completamente diferente cuando se tiene la oportunidad de observar la organización, la participación y el trabajo colectivo preparatorio que la fiesta demanda. Ser congo es algo más que disfrazarse cuatro días al año, es en realidad tener algo con qué identificarse, algo por qué luchar, y la pertenencia a la danza tiene rasgos de una militancia política o religiosa: se es integrante para toda la vida, y, cuando un congo muere, la danza en pleno le rinde un homenaje. Lo que sucede con la danza del congo sucede con las otras danzas como el paloteo, los pájaros, las cumbiambas, las comedias callejeras. Todas poseen una estructura jerárquica regida por capitanes, a quienes, además de ser depositarios de la tradición, les corresponde asumir la responsabilidad de la financiación de los vestuarios, la organización de verbenas y toda clase de actos que hacen que el carnaval esté presente en la vida de la gente durante todo el año. Muchas de las danzas tanto precolombinas como africanas tenían un contenido guerrero, al igual que las danzas medievales europeas cuyas coreografías eran representaciones de combates. Este carácter guerrero ha llegado hasta el presente, especialmente a través de los congos de origen africano y del paloteo de origen español. En la danza del paloteo, cada danzante representa un país, que se simboliza al portar la bandera correspondiente y expresar en una relación (recitativo en verso) un trozo de su historia, que generalmente hace referencia al valor con que el pueblo luchó para obtener su independencia de la dominación colonial. Los recitativos se dividen en versos de casa, versos de palo y versos de bandera.
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Saludo de casa: Señores, con gran deseo franco [los visito para que vean lo bonito que tiene la danza del paloteo; también es el deseo de todos los concurrentes que el público sea decente. Verso de palo: Con los palos en la mano con el combate naval lucharemos como hermanos los tres días de carnaval. Verso de bandera (el abanderado de cada país se adelanta y recita su verso): ¡Somos libres! ¡Seámoslo siempre! Y que antes niegue [sus luces el sol que fallemos al voto [solemne que la Patria al Eterno [elevó. ARGENTINA: Son eternos los laureles que supimos conseguir, vivamos o juremos con gloria morir. URUGUAY: Orientales, la palma o [la tumba. ¡Libertad o con gloria [morir! es el voto que el alma [pronuncia y heroicos sabremos [cumplir. PARAGUAY: Paraguayos: ¡república [o muerte! Nuestro brío nos dio [libertad, ni opresores ni siervos [alientan donde reinan unión e [igualdad. Esta danza, con una complicada coreografía, implica una gran habilidad y coordinación de movimientos. Los danzantes portan unos palos a manera de espadas que en la danza se convierten en las armas de combate. El carnaval no se da solamente en Barranquilla: es una manifestación de toda la costa caribe, y en el litoral pacífico las fiestas patronales que se dePERÚ:
sarrollan alrededor de un santo católico cumplen todas las funciones y tienen todos los elementos de un verdadero carnaval, donde siempre están presentes la sátira, el humor y el cuestionamiento irreverente del orden establecido, expresado a través de danzas, comparsas y representaciones dramáticas callejeras. Una de las danzas satíricas del carnaval, que procede de una tradición muy antigua, es la de las farotas, de Talaigua, pueblo ribereño del Magdalena cercano a Mompox, que fue un resguardo durante la época colonial. En Talaigua, como en la mayoría de los pueblos de la llamada depresión momposina, en los cuatro días anteriores al Miércoles de Ceniza se realiza un carnaval que integra la música, la danza, los disfraces y las comedias callejeras que satirizan a situaciones y personajes involucrados en los acontecimientos más relevantes del año en la vida local. El nombre de esta danza fue tomado de un antiguo vocablo español derivado del árabe (jaruta), nombre que se daba a las mujeres de vida licenciosa que se entregaban a los invasores a cambio de regalos. Al son de la música de la flauta de millo y los tambores, los danzantes recorren calles y casas en los días de carnaval, siendo atendidos con bebidas y comidas por las familias que desean que la danza se ejecute en su presencia.
Danza de las Farotas, de Talaigua, Bolívar. Es una danza satírica, de origen colonial, en la cual los hombres, con vestidos femeninos y cargados de abalorios, se burlan de las mujeres que se entregaban a los españoles a cambio de baratijas. La palabra "farota" se deriva del árabe "jaruta", mujer de vida licenciosa. Se celebra en carnaval y está compuesta de un abanderado, un hombre que recibe el nombre de "mama" o alcahueta y 17 danzantes (Foto: Múnera).
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Danzante de Farotas, Talaigua, Bolívar. Con sombrero "vueltiao" forrado en tela y adornado de flores, lleva profuso maquillaje para completar el atuendo femenino. Los danzantes, en las calles, piden dinero o alcohol, y los vecinos ofrecen botellas de ron blanco o de chirrinchi. La danza completa dura una hora y media.
Los danzantes, 17 en total, son todos hombres vestidos de mujer llenos de abalorios y collares y con las caras pintadas. En un momento determinado de la danza, sacan unas sombrillas de colores: tanto sombrillas como abalorios son los símbolos de la entrega. Entre los danzantes uno hace el papel de mamá o alcahueta; la sátira no está dirigida al colonizador sino a sus propias mujeres, que despreciaban a los indígenas por el hombre blanco. Todas esas danzas tradicionales de carnaval tienen elementos teatrales, pues generalmente tienen argumento y personajes, lo que permitiría calificarlas como danza-teatro. Fijar los límites entre una expresión y otra es un tanto difícil; sin embargo, hay manifestaciones que, por su carácter, pueden enmarcarse más en la categoría de la representación dramática. Fiestas colectivas y representaciones dramáticas En las tribus yukuna, tanimuka, letuama y matapí del río Mirití, de la Amazonia, se realiza todos los años durante los meses de febrero y marzo, en el verano, una representación de danzateatro durante veinticuatro horas continuas, con el objeto de invitar a los animales a compartir la cosecha del chontaduro. La representación central se hace solamente por hombres que portan las máscaras de los animales selváticos, el mojojoy abuelo de los gusanos, la boa, mureru, el pájaro capitán de todos los animales bailadores, las mariposas asistentes del capitán mureru, el perro de monte, el pescado, el murciélago, el comején, la gaviota, el gallinazo, etc. La obra empieza cuando los hombres, que son los únicos actores, se colocan los vestidos y máscaras fuera de la maloca y antes de entrar toman la chicha de chontaduro. Los enmascarados van entrando por turnos y cada uno realiza la actividad según los hábitos del animal que está representando: la entrada del comején es silenciosa, vuela pero no canta; la gaviota entra de día simulan-
do volar por encima del agua; el gallinazo entra cantando y recorre la maloca figurando un vuelo pesado y buscando la carroña por todas partes; esta representación continúa hasta que se reúnen cien animales y es interrumpida por la aparición de Tori, un pescado con un gran falo que simboliza las tensiones sociales. Se dice que Tori viene de arriba para desvirgar a las muchachas, pero las jóvenes ríen y todos juegan y se burlan de él. Cuando este acto termina, hacen su aparición los disfrazados con cachos. Los danzantes llevan una rama en la mano y van cantando, pegando en el suelo de un lado a otro del cuerpo. Las sonajeras de los tobillos marcan el compás, entran y salen blandiendo las ramas mientras la gente los aclama. Cuando el sol empieza a salir y los hombres están cansados de cantar, de bailar, de beber chicha, mambear coca y de comer toda clase de caza y pescado ahumado, salen al puerto a bañarse. A pesar de existir una cierta homogeneidad cultural en el área amazónica, cada grupo posee sus propios relatos míticos y sus propios rituales. Sin embargo, existe el complejo mítico ritual del Yuruparí, que es común a varias tribus y que es a la vez el núcleo central de la filosofía amazónica. Se expresa también en una representación dramática colectiva de carácter masculino, siendo a la vez rito de iniciación de la pubertad, culto a los ancestros, fiesta de la cosecha de frutos silvestres y celebración de la concentración del poder y la sabiduría en los hombres. Yuruparí simboliza el principio de la vida, es la fuerza cósmica que asegura la armonía del ritmo cotidiano del mundo; con el nacimiento de Yuruparí, nacen también la música, la sabiduría y la sexualidad. La noche que comienza el ritual del Yuruparí, los hombres jaguar ocupan el centro de la maloca. Velan toda la noche y pasan hablando de los acontecimientos primigenios. Ésa es la noche de todo lo acontecido desde los comienzos, y también se cuentan pasajes relacionados con las demás tribus. Son quin-
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ce días dedicados a Yuruparí, quince días tocando las flautas sagradas, cuya voz estruendosa es como el rugido del jaguar. Serían interminables las descripciones de representaciones dramáticas todavía vigentes en las que se integra la música, la danza, el drama ritual y la simbología mágica, en las comunidades indígenas que aún sobreviven como entidades culturales separadas. Los españoles traían consigo la tradición de danzas religiosas que se ejecutaban a menudo dentro de las iglesias, lo mismo que el empleo del teatro como instrumento de evangelización. Las representaciones dramáticas orientadas a revestir las fiestas religiosas y profanas con elementos recreativos tienen todas su origen en los autos sacramentales, que se remontan al siglo XII; en ellos se trataba un tema, determinado en un solo acto, al que posteriormente se agregaron episodios musicales y un aparato escénico; los autos se convirtieron en elemento obligado de los festejos, y sus principales autores fueron los más destacados dramaturgos, como Calderón de la Barca y Lope de Vega. En un comienzo se ejecutaban los autos en el interior de los templos, muchas veces combinados con los actos propios del culto y con la intervención de sacerdotes y religiosos; posteriormente, a raíz de su gran éxito, hubo que sacarlos de las iglesias al aire libre, a los atrios de las mismas y a las calles y plazas de las ciudades. Cabe señalar otro aspecto poco documentado, pero referido dentro de las representaciones mudas o cuadros, que solían exhibirse en ocasiones como las del Corpus Christi, a veces con actuaciones pantomímicas espectaculares que representaban batallas, torneos y otras actividades profanas de dimensión considerable, en las que frecuentemente intervenía la danza. Evidentemente, las primeras representaciones dramáticas de este género en el Nuevo Mundo fueron traídas por los españoles, pero como los indígenas también tenían y aún conservan sus propias expresiones, éstas se fundie-
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ron en una sola con los posteriores aportes africanos. En Valledupar se celebra desde el siglo XVI un drama histórico religioso que sincretiza una leyenda de origen católico con un relato sobre los levantamientos de los indígenas tupes contra el invasor español. Se realiza todos los años el 29 de abril para celebrar la fiesta de la Virgen del Rosario, patrona de la ciudad, y es representado por el pueblo, que conforma una congregación a la cual se vinculan las personas a través de mandas o promesas. El drama se inicia en la misa dedicada a la Virgen, a la que todos los congregantes llegan vestidos como los antepasados, como los indígenas tupes o con elementos de los indígenas aruacos o guajiros. Terminada la misa, se da comienzo a la danza de la culebra, dentro de la iglesia, dirigida por el cacique y con acompañamiento de una gaita, un tambor y el sonido del caracol. Esta danza, según la tradición oral, era una danza ritual que los indígenas tupes ofrecían a sus beldades. En la tarde, en la plaza central, el drama denominado por ellos «El milagro y las cargas» se lleva a cabo con la participación de actores que representan un cacique, el capitán español, los soldados de la guardia, los negros y los indígenas tupes. Muchos de estos cargos son heredados a través de líneas familiares, como se heredan las posiciones de capitanes de danza en los carnavales. La obra comienza con la entrada triunfal del capitán español al territorio de los indios tupes con el objeto de recoger riquezas y ganado para la despensa del reino. Los caciques de los tupes y chimilas deciden realizar una alianza para emboscar a los españoles y resuelven envenenar con barbasco las aguas de la laguna que se hallaba en los alrededores de la sabana del Sicarare, donde el capitán español y los soldados mueren envenenados al tratar de calmar la sed. Cuando los indígenas emboscados salen de su escondite para rematar con sus flechas a los moribundos, aparece como flotando
Personaje de la celebración de la Leyenda Vallenata, en las fiestas del Rosario. Se trata de un drama histórico religioso sobre un levantamiento indígena, que se realiza desde el siglo XVI (Foto: Vicky Ospina).
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Un personaje que en el aire la figura de una bella mujer, representa al que con una vara de oro va reviviendo español en las uno a uno a los españoles. Se inicia enCuadrillas de San tonces un combate entre el cacique inMartín, Meta, fiesta de San Martín dio y el capitán español, en el cual de Tours, el 11 de muere el cacique. El jefe de la guardia noviembre. española lleva al cacique muerto y lo Participan también presenta ante la Virgen, que lo resucuadrillas de cita también, terminando la obra con el "cachaceros" o abrazo del español y el indio, iniciánnegros, indígenas Guahibos y moros, dose de este modo una convivencia papara un total de cífica. En la actualidad, la obra es una 48 jinetes. verdadera fiesta de la identidad. El juego ecuestre Estas interpretaciones dramáticas dura aproximadamente 4 horas, con 12 en las que se representaba la historia figuras sucesivas. reciente, cuyo tema era la lucha entre
españoles e indios con la consabida derrota de éstos y su conversión al cristianismo, fueron muy comunes en toda la América desde el siglo XVI. Dentro del contexto religioso ayudaron a propagar la fe cristiana de una manera más efectiva que cualquier sermón. La religión fue presentada en masivas producciones teatrales en las que los indígenas se sentían héroes al revivir los personajes. A este mismo género de teatro histórico-religioso como instrumento de evangelización pertenecen las cuadrillas de San Martín, que se originan en las moriscadas, una especie de epopeya danzada y actuada que narraba las hazañas de los cristianos en sus guerras contra los moros. En el caso de las cuadrillas de San Martín, se hace intervenir en el espectáculo a los indígenas y a los negros. El desarrollo general de este espectáculo ecuestre comprende una sucesión de figuras que empiezan con una guerra cuerpo a cuerpo en una esquina entre moros y cristianos y en la otra entre indígenas y negros, sintetizando en un solo escenario las luchas ibéricas del medioevo y los conflictos de las otras categorías étnicas que entraron en interacción después de la conquista de las tierras del Nuevo Mundo, para finalizar con figuras que simbolizan la integración de razas y culturas en el marco de la evangelización. En el carnaval del diablo que se realiza desde hace más de un siglo en Riosucio (pueblo que surgió al fundarse a principios de este siglo dos poblaciones que databan del siglo XVI: Quiebralomo Real de Minas, rico centro de explotación del oro con mezcla de españoles y negros esclavos, y La Montaña, núcleo indígena y sede de una parcialidad que aún existe) se conservan expresiones que a pesar de pertenecer a la zona andina tienen influencias africanas, indígenas y españolas como sucede en el área del Caribe. El carnaval tiene dos rasgos esenciales que lo hacen diferente a otros del país: la ritualización de un diablo bueno y una expresión literaria que
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está presente en los actos más importantes. Cómo logró conformarse a través del tiempo este carnaval con características propias, es algo que no está suficientemente aclarado, entre otras cosas porque es difícil determinar aquí qué elementos provienen de las antiguas fiestas de la chicha de los indígenas, cuáles de mascaradas rituales ancestrales africanas y cuáles de las famosas diabladas medioevales españolas. Lo cierto es que ésta es una de las fiestas colectivas más importantes del país, especialmente en lo que hace referencia a las interpretaciones dramáticas, que han llegado a conformar una serie de escritos literarios con un estilo definido, lleno de humor, sátira y crítica social. El espectáculo teatral, que es el núcleo de este carnaval expresado en forma artística, comienza con el convite, especie de mascarada colectiva dramatizada que remata con un coro y sigue con la actuación de las cuadrillas, que son parodias cantadas y declamadas; continúa con el saludo de la entrada del diablo, oratoria versificada semi-dramática, y remata con el testamento, en el cual se hace una síntesis en verso que describe los aspectos más sobresalientes ocurridos durante el carnaval. Todo este espectáculo está dirigido por matachines que pertenecen a varias categorías: el matachín poeta, o literato que escribe los versos y parodias; el matachín actor, que hace las representaciones (muchas veces estas dos funciones están concentradas en una sola persona), el matachín organizador, generalmente miembro de la junta del carnaval; y el matachín animador, que lleva por lo común un disfraz suelto, que no pertenece a ninguna cuadrilla, pero que cumple un papel importante en la coordinación de los desfiles callejeros. Con meses de anticipación, los participantes se reúnen para escoger los temas, escribir las letras de los decretos carnavaleros, de los convites de las cuadrillas, de los saludos y despedidas al diablo. Los temas no deben repetir-
se; el carnaval es la oportunidad de manifestar y exaltar las tradiciones y creencias que vienen del pasado, pero también se aprovecha para cuestionar el orden habitual a través de la sátira y la parodia, o reseñando acontecimientos importantes. El éxito de las cuadrillas se mide por la cualidad literaria e interpretativa y por la originalidad en el diseño del disfraz. Un fragmento del saludo al diablo del carnaval de 1983 nos sirve para ilustrar el tipo de relación que el pueblo tiene con el amo y señor de la fiesta, y lo que él simboliza para ellos. A cada invocación contesta el coro: ¡Ven pronto! PADRE CARNAVAL
Diablos, duendes, patasolas, madremontes y mohanes, viudas alegres, lloronas, con serpientes y alacranes: Yo os conjuro, yo os invito, ¡oh espantos de las tinieblas! para elevar un gran grito al símbolo de la fiesta: Luzbel, Viruñas, Don Santa, El Maldito, El Colmillón, aquel que llaman «El Patas», «El Mandingas» o «El Cachón». Oh pueblo desocupado, Parranda de boquiabiertos, a mosquearse, pues, pasmados, háganme coro, tarados, no se queden ahí parados, invoquemos con acierto al Diablo del Carnaval ¡que está vivo y no está muerto!
SALUDO DEL DIABLO (2) 1983
Patrono de los avernos Tentador Alebrestado Del parrandista alcahuete De los borrachos consuelo De los amantes juguete De matachines anhelo. De las viudas esperanza De las solteras amor
Figura del diablo en el carnaval de Riosucio, que se adorna con citas literarias. Cada dos años se fabrica una nueva cabeza para ser quemada en la noche final de la fiesta (Foto: Múnera).
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De los solteros bonanza De los maridos terror. Compinche de periodistas Del secuestro redentor Patrón de los futbolistas De los Nobel salvador. De políticos tocayo De políticos amigo Bájalos ya del papayo Váyanse todos contigo. Después de la invocación, y cuando el diablo ha hecho su entrada triunfal entre el delirio colectivo, se le informa cariñosamente que el año anterior danzas tradicionales del pueblo estuvieron presentes en Estocolmo durante la ceremonia de entrega del premio Nobel a Gabriel García Márquez: PADRE CARNAVAL
Salimos una mañana con una inmensa emoción con el cariño del pueblo metido en el corazón. En Bogotá, Belisario gozó mucho con «El Sapo», quiso coger «El Guatín» y hasta nos pidió guarapo. Y aún comentó sonriente: «Las Danzas del Ingrumá tienen un sapo igualito a uno que vi en Amagá.» Luego el jefe comentó que el grupo era extraordinario y la licencia le dio para Europa de emisario. Volando en un gran avión y tras veinte horas de viaje aterrizamos en Suecia con danzas y una canción como precioso equipaje. Esa canción era el Himno, el Himno del Carnaval, que cantábamos pasito cuando íbamos sobre el mar.
Y en un banquete de ensueño con Gabo, reinas y reyes, coronamos nuestros sueños ya transformados en dueños del mensaje colombiano, cultura y folclor por leyes. Quién hubiera presentido que aquel humilde folclor en Portachuelo nacido, brotado en Montaña Vieja, criado en Chancos y El Salado con viejitas por parejas al son de flauta y tambor, fuera a ser tan elogiado, lo mejor considerado, años y años trabajado por este su servidor. EL DIABLO RESPONDE:
Un abrazo fraternal para usté y los integrantes de esas danzas que brillantes fueron el eco mundial por el autóctono y genial de obras tan meritorias que a Riosucio dieron glorias por su bello historial... Es ésta sólo una muestra de la expresión literaria del carnaval a través de la cual se puede conocer la historia del pueblo, que se declama en los decretos carnavaleros, se actúa en los convites, se representa, se canta y se baila en las cuadrillas y, cuando se lee el testamento a manera de recuento de la fiesta, se quema una efigie del diablo, pues para el riosuceño el verdadero diablo del carnaval no muere, permanecerá en su morada escondido durante dos años, inspirando a poetas y letrados populares para hacer el año siguiente los relatos de todo lo acontecido durante su cautiverio. Fiesta de las Mercedes En Istmina, pueblo situado a orillas del río San Juan, en el departamento del Chocó, se celebra todos los años la fiesta de la Virgen de las Mercedes; en esta fiesta las representaciones dra-
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máticas tienen una gran importancia, pero, a diferencia de otros lugares, los temas que se escenifican nada tienen que ver con la religión. Se dramatizan canciones, películas, hechos de la vida cotidiana del pueblo y acontecimientos nacionales e internacionales. La fiesta dura nueve días, pues son nueve los barrios en que está dividido el pueblo. Cada barrio tiene a su cargo un programa que se inicia con la alborada musical, continúa con un pasacalle que es un disfraz que tiene un mensaje en sí mismo, sigue con comparsas que son obras dramatizadas (algunas de ellas son una combinación de teatro y danza) y remata con una verbena o baile colectivo que empata con la alborada del siguiente barrio. La fiesta tiene un ritmo permanente y sostenido con una participación total de la población, pues los que un día son actores del espectáculo, el otro día son espectadores. Durante la fiesta, las calles, plazas y patios de las casas se convierten en un escenario permanente. El último día se realizan balsadas, que son una especie de carrozas acuáticas. Los textos de las obras teatrales son producto de la creación colectiva de los habitantes de cada barrio y se escriben con meses de anticipación; todo el mundo participa en la fabricación de vestuarios y utilería y los ensayos se realizan por la noche en lugares escondidos, pues los temas son secretos y sólo pueden ser conocidos el día de la representación callejera. El contenido más frecuente de las obras es satírico y está orientado a la crítica de situaciones locales o a la protesta contra los poderes centrales; los temas nunca se repiten de un año a otro, razón por la cual la gente pasa todo el año a la caza de datos, hechos o situaciones que sean susceptibles de ser dramatizados. Fiestas colectivas y músicos En Colombia, a diferencia de otros países latinoamericanos, la música en muchas de sus regiones no sólo es una
mezcla de elementos europeos, africanos y aborígenes sino que existen áreas donde todavía la música indígena se conserva casi pura y la africana retiene muchos de sus rasgos distintivos originales. Muchos de estos rasgos generales son comunes a las tres culturas. Algunas descripciones de los cronistas anotaban similitudes entre la música indígena y la española. «Todos al son de sus instrumentos musicales cantaban unos y respondían otros.» Esto es: la alternancia entre solistas y coros no sólo existía y aún existe en los cantos indígenas, sino que además fue introducida por el colonizador y el africano.
En el río San Juan, balsada de la Virgen de las Mercedes, de Istmina, Chocó. El desfile se hace hasta el puerto y hay también alborada, pasacalle, comparsa (teatro) callejero) y verbena, que generalmente empalma con la alborada del día siguiente. Elementos de cada bolsada participan en la procesión de la Virgen.
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El sexteto palenquero, único en su género en Colombia, conformado por dos tambores (matambre y yamaró), un par de claves, maracas, marímbula y, hasta hace poco, el arco de boca. La marímbula, una caja de madera con flejes metálicos que hacen las veces de bajo, es un instrumento de origen Congo, presente en los conjuntos soneros del Caribe y sobre todo de Cuba. En Colombia, la música interpretada por éstos sextetos no tienen relación con la música palenquera y antes bien es más cercana de los sones cubanos de fines de siglo (Foto: Vicky Ospina).
Arco de boca tocado por un campesino de origen indígena, de Pueblo Bajo, Córdoba: Sindulfo Izquierdo es quizás el único intérprete actual conocido de este instrumento (Foto: Muñera).
Esta manera de cantar es conocida como «responsorial» o «antifonal», está presente en los estratos más antiguos de todas las culturas y en la música popular de cualquier latitud. Consta de dos partes a modo de «llamado y respuesta» o «estribillo y copla»; la primera generalmente cantada o recitada por un solista o guía y la segunda por el coro. Lo que se ha establecido como específico de la música africana es el hecho de que el coro repite la misma frase mientras el solista establece variaciones. Es entonces difícil establecer de dónde proviene la influencia de ciertos rasgos en la música indoafricana de muchas de nuestras regiones, en la que se integra el instrumental de las dos culturas y además, muchas veces, en sus coplas se introducen viejos romances españoles. Lo mejor es ver esta música y sus danzas correspondientes como el resultado de un largo proceso dinámico de préstamos, fusiones y a veces absorciones de una música por otra. Músicas que generalmente pertenecían a fiestas colectivas rituales se transformaron en música de carnavales y fies-
tas profanas, y esta música, orquestada y arreglada, se convirtió en la música popular bailable. Escribe Egberto Bermúdez: «Nos referimos al desarrollo de dicha tendencia en Colombia, durante los años cincuenta y sesenta, con la aparición de las orquestas de Lucho Bermúdez y Pacho Galán y otras de menor importancia como Ramón Ropain y Lico Medina. Los instrumentos utilizados eran básicamente los del big band, clarinetes, saxofones, trompetas y piano, entre los básicos. Esta nueva instrumentación sirvió para la reinterpretación de la música regional de la Costa atlántica (que ha sido por excelencia la música bailable en todas las regiones). En un comienzo el porro de las sabanas de Bolívar y Córdoba y la cumbia del litoral fueron los géneros básicos, pero más tarde bullerengue, mapalé, paseo merengue y otros se fundieron con los ritmos extranjeros... Otro de los aspectos que determinaron el éxito de esta música fue el hecho de que la instrumentación original fuese bastante cercana a la de los grupos que la reelaboraron. La música del litoral atlántico interpretada en
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"gaitas", flautas de millo y percusión no perdía mucho de su sabor original al tocarse en clarinete o saxofón y al tradicional porro o fandango sabanero no le eran extraños los bombardinos y los trombones utilizados tanto en la instrumentación original como en la nueva.» Es extraño que en esta reelaboración no interviniera la música de los sextetos «palenqueros», que actualmente se extingue a medida que se van muriendo los intérpretes de los instrumentos distintivos. El sexteto palenquero (Palenque de San Basilio) está formado por una «marímbula», instrumento de origen bantú (sanza o mbila), acompañado de dos tambores (quitambre y yamaró), maracas, claves y arco de boca, instrumento de origen congo (ya desaparecido en Palenque). El sexteto interpreta ritmos que pertenecen al género del son caribeño y que seguramente llegaron allí desde finales del siglo pasado y principios del actual, pues, como lo afirma Argeliers León, el cancionero del son puede hoy localizarse en una zona donde se movió un intenso comercio marítimo de cabotaje, que comprendía a Yucatán y Cartagena en el continente (por donde debió llegar), hasta la isla de Pinos y puertos del sur de Cuba, Jamaica, Haití, Santo Domingo y Puerto Rico. Esta música de los sextetos, que posee una gran riqueza rítmica y melódica, inexplicablemente no ha sido tomada por los compositores como sucedió con el «porro», la «cumbia» y las otras expresiones mencionadas. Esta música de tradición oral que no se tomó como tema de elaboraciones orquestadas y que no se graba, que no se difunde a través de los medios de comunicación, ejecutada la mayoría de las veces por instrumentos que sólo sus intérpretes sabían construir, está vigente todavía gracias a la existencia de las fiestas populares colectivas. Si no existieran los carnavales y las fiestas patronales, los cañamilleros, gaiteros, bandas chirimías, conjuntos de cuerda (andinos y llaneros), marim-
bas, marímbulas y tambores habrían desaparecido hace tiempo de la cultura popular colombiana. No se trata aquí de hacer un inventario de las manifestaciones musicales del país en el presente, que ya han sido agrupadas por los estudiosos por orígenes, regiones y características; lo que se quiere destacar es que todo ese universo sonoro del pueblo colombiano, resultado de una compleja trama de préstamos, asimilaciones, fusiones y desplazamientos, se encuentra igualmente amenazado. Con mayor intensidad el litoral pacífico donde no se dio masivamente el mestizaje, los indígenas coexisten en los mismos territorios conservando sin mezcla su música y sus rituales, y en las expresiones de los grupos negros se presenta un predominio de los africanos, excepción hecha de la reinterpretación de las danzas (jota, mazurca, danza y contradanza) acompañadas por los conjuntos de chirimías con instrumental europeo, que ha realizado el pueblo chocoano. No está muy lejano el día en que los picots, las emisoras y las orquestas de profesionales invadan por completo el espacio de la fiesta y desplacen a los músicos tradicionales. Esto está sucediendo ya en muchos lugares y sólo está contrarrestado en el presente por la aparición desde hace aproximadamente dos décadas de los llamados festivales folklóricos. Estos festivales por un lado permiten la conservación
Flautistas de la chirimía del resguardo indígena de Guambia, Cauca. Estas chirimías acompañan las fiestas relacionadas con pasos del ciclo vital: matrimonios, entierros de niños, fiesta de las Animas y carnavales.
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de la expresión a la cual están dedicados (festival vallenato, festival del porro, de la bandola y del arpa, la cumbia, la guabina y el tiple), pero por otro cambian el carácter participativo de la fiesta colectiva tradicional para convertirla en una fiesta espectáculo de carácter competitivo. Hace falta estudiar los complejos procedimientos de elaboración de los instrumentos que no se producen industrialmente y cuyo conocimiento ha sido transmitido por tradición así como los largos procesos de aprendizaje. Se tiene la idea de que el músico
popular es un músico anónimo e improvisado pero muy poco se sabe de los largos períodos en los cuales no sólo se aprenden los secretos de la elaboración e interpretación sino los mitos y creencias asociados. Por ejemplo, la marimba del Pacífico, según cuenta la historia oral, no la inventó el hombre: apareció una vez en mitad de la selva y fue hecha por los malos espíritus dueños de los montes; por lo tanto no sólo es necesario aprender a construirla y ejecutarla sino que se deben conocer los toques especiales que ahuyentan a los espíritus.
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BERMÚDEZ, EGBERTO.
Humor regional en Colombia. Prototipos, caracte~sticas y vertientes Daniel Samper Pizano egoísta; el antioqueño propondrá una Reparto, vertientes y códigos
«E
staban una vez un pastuso, un bogotano y un antioqueño.. .» El enunciado es muy frecuente en el esquema típico del chiste regional colombiano. La ecuación está planteada. No sabemos la peripecia que sigue, pero ya estamos enterados de la manera como ella va a desarrollarse, porque los prototipos son bien conocidos y el papel que éstos cumplen en el chiste de competencia ha sido definido mil veces por otros chistes anteriores. No es difícil aventurar que la continuación del chiste se planteará de la siguiente manera: Peripecia: un problema al cual se ofrece una solución, o una aventura que cada uno de los tres personajes va a recordar. Prototipos: el pastuso, tontarrón, bonachón y despistado; el bogotano, aprovechado, perezoso y aparentador; el antioqueño, vivo, mentiroso (si es preciso), ganador. Papeles: el pastuso propondrá una solución arrevesada o tonta; el bogotano propondrá una solución tonta y
solución brillante, sorprendente y que lo convierte en el vencedor absoluto del chiste de competencia. Pastuso, bogotano y paisa (o antioqueño) son los tres protagonistas básicos de los chistes regionales colombianos. Podría discutirse largamente acerca de otros coprotagonistas o personajes de reparto, tipos menores que también entran en la escena con una carga de valores y representaciones a cuestas, carga que les ha sido asignada de antemano por la tradición del reparto de papeles en el humor regional. Habría que mencionar, entonces, al santandereano (valiente, enfrentador , sin miedo a nada), al boyacense (campesino, malicioso), al opita (que cumple el mismo papel que el pastuso), al negro del litoral pacífico (cuya ubicación es similar a la del opita y el pastuso) y al costeño (que comparte con el bogotano la característica prototípica de la pereza, pero no la del egoísmo). Habrá, incluso, quien elabore aun más los papeles en el elenco de la farsa del chiste regional colombiano, y asigne funciones a algunos subtipos regionales: el marinillo es la subespecie pastusa del grupo antioqueño, por
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ejemplo. El gamín y el bogotano de clase baja constituyen subtipos especiales; el guajiro ha adquirido en los últimos años una carga representativa vinculada a los valores que se atribuyen al mundo de la riqueza ilícita súbita (narcóticos, contrabando) amén de la violencia y, de alguna manera, novorriquismo. Podríamos mencionar también de qué curiosa manera es muy frágil, casi inexistente, el papel que se dispensa en el reparto del chiste regional a algunas zonas del país cuya presencia en la economía y en las actividades culturales resulta, en cambio, muy importante. El caleño, por ejemplo, no cumple función de peso en el chiste regional colombiano. Muy de vez en cuando aparece con un papel mínimo, esquematizado generalmente tan sólo por el lenguaje —«oí, ve», «oiga, vea»— y no por una mayor definición de conducta o actitud. Lo mismo puede decirse de otros tipos regionales colombianos de alguna definición (el llanero, por ejemplo, que tiene incluso una música exclusiva y única de su área), que no son tenidos en cuenta por el folklore que desde hace años elabora los chistes regionales, compone el elenco y distribuye los papeles. Una cosa, sin embargo, es el esquema del chiste regional típico —con sus protagonistas y sus papeles—, y otra muy distinta son las formas de humor regional. De hecho, el esquema generalmente aceptado al cual venimos haciendo referencia procede de una de las principales formas de humor regional, que es la paisa (Antioquia, el viejo Caldas y sus áreas de influencia cultural). Ya era bastante sospechoso que en esta clase de chistes el triunfador fuese siempre el paisa. Una revisión del acopio de chistes de competencia que circulan en Antioquia —y que han sido recopilados o reciclados por, entre otros, Agustín Jaramillo Londoño y Enrique Aguirre López— confirma la sospecha de que la repartición de papeles en el chiste regional de compe-
tencia ha sido legada por el folklore paisa..., lo cual explica el monopolio de la viveza que en ellos ejerce el representante del tipo regional. El pequeño ensayo que desarrollaré en las páginas siguientes parte de la base mencionada atrás: es preciso distinguir los protagonistas del chiste regional colombiano y las vertientes del humor regional. Aspiro a proponer la idea de que las tres grandes modalidades de humor regional que existen en Colombia son la paisa, la bogotana y la del litoral atlántico o costeña. Por la confusión que ha planteado el reparto de papeles en el chiste de competencia —de cuna antioqueña— algunos podrían pensar que existe una vertiente importante de humor pastuso, o de humor opita, o de humor santandereano. No es así. Sin pretender desconocer algunas características especiales o algunos exponentes importantes de la gracia local (pienso en Luis Enrique Figueroa, de Bucaramanga; pienso en Alvaro Bejarano, de Cali), me atrevo a pensar que ninguno de estos aportes permite configurar una vertiente mayor en el humor regional colombiano. Considero como vertiente mayor a aquella que, por el entorno cultural que revela, por la forma peculiar como se expresa (no sólo el lenguaje, sino el esquema narrativo) y por la particularidad de estas características (no se parecen a las de otros tipos, no podrían reemplazarse por otros como sí lo haría el opita con el pastuso) configuran un modo de ser humorístico único. Esos modos de ser humorísticos mayores corresponden en Colombia, en mi concepto, a las tres áreas o regiones que menciono arriba: región paisa, región de la Costa atlántica y Bogotá. Surgen de inmediato dos preguntas: ¿Por qué Bogotá y no el altiplano cundinoboyacense? La respuesta es que están presentes en el humor bogotano ciertas influencias y modalidades netamente urbanas que se explican más por haber sido Bogotá la primera ciu-
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dad que tuvo históricamente el país, que por su vinculación cultural y etnológica con los habitantes del altiplano. ¿Y el pastuso qué? Pastuso y opita son meros trasplantes de un papel de reparto que existe en todos los países del mundo, y que se asigna gratuitamente (o casi gratuitamente) a alguna región o grupo étnico que después queda signado con la desventura del estereotipo del tonto. En Bolivia son los tarijeños; en Argentina, los gallegos; en Brasil, los habitantes de Campinhas; en Estados Unidos se reparten el ingrato papel los habitantes de origen polaco y los de Dakota del Norte. Los chistes polacos (Polish jokes) que uno escucha en los Estados Unidos son los mismos que ha escuchado en Colombia atribuidos a los pastusos, en México a los poblanos o en Europa a los belgas. Sobre los chistes de Dakota, la revista Carrusel, de El Tiempo, publicó el 7 de septiembre y el 5 de octubre de 1984 una breve antología que a su vez fue tomada del libro The North Dakota Joke Book (1982). Cualquiera que lea los chistes que se atribuyen perversamente a los pobres habitantes de Dakota se dará cuenta de que son los mismos que podrían atribuirse a los pastusos —con igual perversidad— dentro de esos estereotipos del humor regional. Al mencionar el tema del chiste pastuso no quiero dejar pasar las implicaciones sociales que ha tenido para los nariñenses el sobrellevar este papel que les asignó el folklore antioqueño y prohijó el humor general. Hasta incendios y tumultos ha desatado la reacción indignada de los pastusos ante el papel que se les atribuye. En abril de 1968, a raíz de la publicación en El Espectador de unos chistes pastusos, se produjo una indignada reacción de los habitantes de la capital de Nariño contra la prensa bogotana. Meses después, otros coterráneos suyos, igualmente ofendidos pero más inteligentes, lanzaron una oleada de «chistes defensivos pastusos», en los cuales el «vivo» de la historia era el representante de Nariño.
El curso del papel del pastuso en el reparto de humor permitió saber dos cosas. Primera, que la mejor manera de responder a un ataque de humor es con humor. Y segunda, que el chiste puede nacer de la voluntad consciente de atribuir un papel o dirigir un mensaje, pero que luego se irriga en la corriente del decir callejero y se incorpora al folklore sin otro título de legitimidad que su existencia en el corro popular. Exactamente así nacieron los estereotipos del elenco del humor regional, provenientes sobre todo de Antioquia; y Antioquia, con su honda y larga influencia humorística en el país, logró imponerlos. Fue lo que algunos denominarían «imperialismo». Las consideraciones anteriores explican por qué no acojo al pastuso, al opita, ni a otros protagonistas del elenco del chiste regional como expresiones de una vertiente humorística.
Luis Enrique Figueroa, exponente del humor local santandereano.
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Ellas son, a mi juicio, solamente las personaje, y la procedencia aporta tres que he mencionado. Pero, antes una bagaje instantáneo de datos al aude adentrarnos en cada una, es preciso ditor del chiste, que lo coloca de informular algunas observaciones sobre mediato en posición abierta al humor la importancia del humor regional en que pueda venir. En auditorios geneColombia. rosos la mera enunciación del origen Esta importancia —como venía di- regional de un personaje provoca la ciendo— se la conceden desde un primera sonrisa: «Tengo una secretaprincipio los chistes originarios en la ria pastusa» es una frase aparentemenvertiente antioqueña. Siendo una de te neutra que, sin embargo, es capaz sus características los chistes de com- de arrancar las primeras sonrisas en un petencia, indispensables para que el auditorio predispuesto al regocijo. antioqueño pueda lucir su viveza Que el estereotipo corresponda o triunfal frente a otros rivales regiona- no a la realidad; que sea cruel o inles; desde temprano adquieren impor- justa la carga simbólica que él encietancia en el humor nacional los este- rra; que llegue a suscitar fuertes reacreotipos regionales y las notas defini- ciones de protesta (habitantes de Pastorias que se les asignan. to, ya vimos, quemaron ejemplares de El empleo de tipos regionales im- la prensa bogotana, y grupos de Peplica una carga definida previamente y reira vetaron a una revista por un chisaceptada de antemano, que permite te sobre la imagen de las mujeres peacortar camino en la proposición có- reiranas) es panela de otro costal. El mica. Hace algunos años elaboré un hecho es que el humor de estereotipos par de rutinas o sketches cómicos para regionales funciona de manera imporuna obra de café concierto dirigida por tante en el humor colombiano, y su David Stivel que se llamó Los siete pe- peso opresor en la imagen de algunas cados capitales. El capítulo correspon- regiones lo demuestra. diente a «La envidia» tenía como protagonistas a Caín, Abel, dos mucha- Humor paisa chas jacarandosas amigas de Abel («la Coca» y «la Mona») y el Padre Eter- La riqueza del humor regional paisa, no. La parte más exitosa del sketch co- cuya difusión han acentuado los merrespondía a los diálogos de Abel con dios de comunicación social (ver páel Padre Eterno, por una simple ra- ginas finales), es lo que le ha otorgado zón: habíamos resuelto que el Padre primacía e influencia enorme en el Eterno hablara con acento costeño. país. Muchos chistes y formas cómiEste solo hecho constituía ya un feliz cas, que constituyen parte del archivo gag, que se repetía implícitamente a lo nacional colectivo de humor, provielargo de sus parlamentos. Es obvio nen realmente del humor antioqueño; que la ironía encerrada en un Dios de incorporados al folklore general, han origen costeño sólo resultaba evidente acabado por perder la marquilla de para los espectadores colombianos, origen. Así por ejemplo, los chistes de dominadores del código completo del competencias y las exageraciones. estereotipo regional. Sin embargo, el La tradición cómica antioqueña nos caso sirve para ilustrar la importancia ha legado, como observé atrás, esa redel recurso regional en el humor, que partición de papeles regionales en los le permite al chiste arrancar impulsa- que el paisa tiene el afortunado papel do por una convención y empezar a del vencedor. Conviene, entonces, trabajar cómicamente desde el primer que veamos cuáles pueden ser las cainstante. racterísticas del prototipo cómico del Tenemos, pues, que el código de los paisa. tipos regionales de humor funciona El paisa prototípico es astuto, gasubliminal e inconscientemente. El mero nador, ingenioso, francote, hiperbóliacento denuncia la procedencia del co y mal hablado.
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Astuto: «Dicen que antioqueño no se vara. Él sí se vara, pero lo bonito es cómo se desvara...» Con esta frase sintetiza Agustín Jaramillo Londoño las dotes del paisa para salir de problemas, sobre todo cuando éstos son económicos. Jaramillo ha recopilado El testamento del paisa, libro que seguiré de cerca en este capítulo. Así como el movimiento se demuestra andando, nada revela mejor el contenido de los chistes que un chiste. Entre los muchos dedicados a ensalzar la astucia del paisa, hay uno particularmente elocuente, pues en él no sólo se alaba su viveza en general sino en particular la astucia que despliega para los asuntos económicos, que ha dado fama a los antioqueños de industriosos y hábiles negociantes. El chiste es como sigue, según lo recoge el rico libro ya citado de Jaramillo Londoño: «Estaba un paisa varado en un puerto. Cuando supo que el capitán de un barco que estaba atracado en el muelle ofrecía pagar bien al hombre que acabara con las ratas que infestaban la nave. »—Yo soy el gallo —dijo el paisa. »—¿Usted matar todas ratas? »—Todas, míster. No dejo ni una con vida. ¡Te seguro! »—Bien: yo darle cien pesos ya, y cien cuando termine. »—Preste los cien, míster. »Cogió la plata, se la guardó en el guarniel, y subió al barco. Se sentó en un banquito, encendió un tabaco, se terció la ruana y, sacando su mocha de peinilla, le dijo al capitán: »—Listo el hombre, mi don: váyase trayendo las ratas una por una.» Ganador: Característica de los chistes de competencia antioqueños es que el paisa siempre gana. Son muchos y muy conocidos los chistes en que intervienen distintos personajes regionales, el último de los cuales es el paisa, quien siempre propone la fórmula más inteligente o derrota de una u otra manera a los coprotagonistas. No me de-
tengo por ello en la transcripción de chistes de esta especie. Lo que quiero hacer notar es que el paisa vence incluso en las circunstancias más adversas. Esta característica está ligada, por supuesto, a su astucia (viveza) y a su ingenio. Quiero transcribir como ejemplo de la exaltación de esta propiedad un chiste recogido por Jaramillo Londoño en que el paisa saca triunfo de lo que para otro habría sido una derrota: «Un paisa llevaba todo el día cazando en un monte y no había matado sino el ojo. Ya casi de noche mandó la promesa de que lo que cazara era en compañía con san Antonio... »Aí mismo le salieron un par de conejos. El paisa disparó y mató a uno. Mientras iba a recogerlo, decía: »—¡Vea cómo corre el de san Antonio...!» Ingenioso: Distingo a esta característica —el ingenio— de la astucia o viveza en cuanto la refiero más que todo a salidas verbales. Es, pues, en el mismo sentido en que el humor bogotano habla de «ingenios humorísticos» (ver últimas páginas) en el que lo incluyo aquí como nota del prototipo paisa que pinta el humor regional. Esta condición está íntimamente ligada, por supuesto, a la de ganador. El paisa prototípico de los chistes tiene siempre la capacidad, no sólo para imaginar la solución salvadora o asumir la conducta triunfal, sino para disparar la frase que lo saca del problema y pone punto final al asunto. Ocasionalmente se trata de un recurso al juego verbal que constituye pilar del humor bogotano. Se recoge una anécdota de Cosiaca —el popular y avispado personaje finisecular que encarna las mejores dotes de la viveza e ingenio paisas— que constituye excelente ilustración de esta característica. «Iba Cosiaca por la calle, y al verlo un hombre al que le debía un cuarto, le gritó: »—El cuarto, Cosiaca. El cuarto. »—"Honrar a padre y madre"... —contestó corriendo.»
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El bobo Marañas, personaje popular antioqueño. El "bobo vivo" encarna la viveza y el ingenio de la corriente humorística paisa.
Ese ingenio que le permite decir la frase rematadora también se le atribuye para pronunciar la expresión sabia o graciosa. Es famoso el chiste del bobo que se negó a aceptar como regalo una olla de ariquipe en la que un ratón había caído —y ya había sido sacado— con la reflexión de que «de eso tan bueno no dan tanto». Otro personaje popular antioqueño —«bobo vivo», como el anterior— era Marañas. La siguiente anécdota de Marañas lo coloca en trance de decir una gran e ingeniosa verdad: «Estando ya muy enfermo Marañas, vino una señora a visitarlo y le decía: »—Marañas, usté tiene que confesase. Vea que ya pronto va a tener que arreglar cuentas con Dios. »A lo cual respondió el ingenioso "bobo": »—Con yo no, no... no hay diferencias: ¡cómo Él diga tá bien...!» Filosófica la salida de Marañas. Y de una graciosa lógica la del paisa que viaja en un buque a punto de naufragar: «A bordo, todo eran carreras, confusión y pánico. El único que permanecía tranquilo era un paisa que estaba tirado en una poltrona, comiéndose una libra de dulce. »—¡Hombre, paisa, por Dios! ¡Usté qué está haciendo ai tan tranquilo! —le dice el capitán. »—Coma dulce, capitán —respondió el paisa—, que es mucha l'agua que vamos a tener que tragar.» Francote: A cierta franqueza que raya con lo despiadado o grosero se le llama en Colombia «brocha». Es una de las características que se le atribuyen al paisa, y que éste acepta y ejerce gustosamente, quizás como antítesis de la hipócrita buena crianza que el paisa adjudica al prototípico bogotano en sus chistes. Como en las demás notas de identidad del paisa, va mezclada muchas veces con otras, como el ingenio o la condición ganadora. La siguiente anécdota de don Pepe Sierra, el famoso campesino antioqueño que, sin poseer mayor educación,
llegó a ser el más grande millonario del país, pinta bien la franqueza «brocha» del paisa: »Don Pepe Sierra estaba haciendo una escritura para comprar una finca. En la minuta que entregó al notario decía: "... una acienda". El notario se rió: »—Don Pepe! ¡Cómo se le ocurre poner hacienda sin hache! »—Hombre —respondió don Pepe—. Yo, sin hache, tengo un poco de haciendas llenitas de ganao. ¿Y vos con hache cuántas tenés?» Hiperbólico: El paisa —según su propio diseño humorístico— es mentiroso y exagerado. Esta última condición corresponde a una de las que caracterizan al humor antioqueño, como veremos más adelante, que es la hipérbole. Fue famoso por sus exageraciones el sonsoneño Elias Botero. Dos anécdotas suyas que recoge Jaramillo Londoño ayudan a ilustrar la hiperbólica propiedad del paisa. «Por los días de la explosión de Hiroshima había una gran curiosidad acerca de la energía atómica, y muchos individuos se dedicaban a explicar el poder destructivo tan descomunal que tenía la bomba, a todo el que quisiera oírlos. Uno de estos individuos cogió por su cuenta a don Elias, una tarde, en la esquina del Café Regina. Cuando el sabio de ocasión terminó su erudita disertación, don Elias dijo por todo comentario: »—¡Cómo le parece! ¿Qué tal si le cae a uno en un ojo?» «En otra oportunidad, un amigo le propuso a don Elias el siguiente caso de conciencia: »—Suponé, Elías, que en la India hay un viejito muy viejito, muy achacado, padece enormes sufrimientos, es solo en el mundo y es dueño de una enorme fortuna que no tiene a quien dejar. El viejito está en gracia de Dios y si muere se va derechito pal cielo. Ahora: suponé que vos, apretando un botón, desde aquí podés matar al viejito y heredar toda su fortuna. Decime, hombre Elias: ¿vos apretabas el botoncito?
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»Y don Elias, sin vacilar respondió: »—Vea, hermano: ¡le daba con una almádena!» Mal hablado: Parte de la «brochudez» del prototípico paisa es su empleo de léxico vulgar. Es una característica que corresponde a la cultura paisa y cuyos orígenes hay que rastrear hasta los colonizadores españoles. A diferencia de otras regiones del país donde la mezcla inmigrante es más variada, como la Costa atlántica (españoles, mesorientales, africanos) o Bogotá (europeos, indígenas, colombianos de varias latitudes), la de Antioquia grande es básicamente española. El paisa hereda no sólo los apellidos y ciertas características físicas del español y especialmente del andaluz, sino la muy española tendencia a llamar las cosas por sus nombres. El paisa no es eufemístico, como sí lo es el bogotano. Los antioqueños y en general los colombianos empleamos términos que consideramos lugareñismos inventados quizás por nuestro propio pueblo. Ignoramos que muchos de estos modismos de supuesta naturaleza colombiana ya eran usados hace tres y más siglos por autores españoles. Traigo a colación tan sólo tres ejemplos de don Francisco de Quevedo (1580-1645) en los cuales es posible reconocer presuntos colombianismos: ¿Para qué nos persuades eres niña? ¿Importa que te mueras de viruelas? Pues la falta de dientes y de muelas boca de taita en la vejez te aliña. Que yo pienso que mi muerte fue errarme la cura negra curándome por martelo lo que se llama arrechera. Chusma de los bodegones que no hay bodrio que no esculque; canalla de los guisados, que huesos y carne suple. De venero del lenguaje llano español, del Quevedo que llama culo al culo y no posaderas, proviene el léxico
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que se atribuye al antioqueño. El paisa se precia de su estirpe de arriería —no es coincidencia que la máxima condecoración antioqueña sea la Orden del Arriero— y arriero que hable como señorita no es arriero. Por eso es famosa la respuesta de aquel paisa a quien un forastero pregunta a principios de siglo en un municipio extraviado en la montaña qué se necesita para llegar a Manizales. —Una mula y dos culos —es la respuesta inmediata. Características de la vertiente paisa Hemos examinado hasta ahora las características que se atribuyen al prototipo paisa pintado en los chistes regionales. Otro asunto son las características propias del humor regional. Esencialmente, la vertiente humorística paisa se distingue por dos elementos básicos, uno de contenido y el otro de técnica: la escatología y la exageración. No quiere ello decir, por supuesto, que otros rasgos enfatizados por la vertiente del litoral atlántico o por la del humor bogotano le sean completamente extraños. Es posible encontrar a veces en el folklore antioqueño cuentos, coplas o chistes que versan sobre el sexo o el sentido de la existencia, como sucede, característica y respectivamente, con el humor costeño y el bogotano. También es posible hallar el chiste de relato o el de retruécano, característicos de uno y otro. Pero estos contenidos o estas formas son excepcionales. Cualquiera que conozca bien el folklore antioqueño se sorprenderá —por ejemplo— de la ausencia de la truculencia sexual que en él se detecta, en contraste con el regocijo que producen en el humor antioqueño los temas relacionados con excrementos. Escatología: Los chistes escatológicos constituyen una constante en el humor paisa. De la misma manera como no existe en ellos la devoción por los símbolos sexuales que se aprecia en el humor de
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la Costa, es notable la recurrencia al tema de las «materias asquerosas que despiden de sí la boca, la nariz u otras vías del cuerpo», que es como elegantemente define a los excrementos el Diccionario de la Real Academia de la Lengua. La explicación de esta curiosa condición —detritos sí, sexo no— podría hallarse en la tradición religiosa del pueblo antioqueño. Careciendo las vías digestivas de la sombra pecaminosa que se proyecta sobre el sexo, es posible divertirse con aquellas sin incurrir en ofensas a los Mandamientos. En otras palabras, Dios no castiga la porquería sino la concupiscencia. Contribuye a explicar la predilección por los temas escatológicos el origen español del paisa. Aunque hay que reconocer que en algún momento el folklore antioqueño aplicó a esa tradición un filtro que retuvo los divertimentos sexuales —muy presentes en el humor español— y dejó pasar con entusiasmo los que se entretienen con los otros. Los ejemplos serían interminables. Baste con unos pocos para ilustrar el asunto. «Pillaron a Cosiaca (nos cuenta Jaramillo Londoño) sentado en medio de la calle haciendo una necesidad y lo llevaron a la alcaldía. »E1 alcalde, que sabía lo pobre que era Cosiaca, le puso una multa de cinco centavos. »—Tome —dijo Cosiaca—, ahí tan sus cinco; y cinco más. »—¿De qué son estos cinco? —preguntó el alcalde. »—Ah, ¿y es que la orinada no la cobran?» A veces el tema escatológico viene revuelto con alguna o algunas de las características del prototipo paisa, como en el siguiente chiste, que rinde homenaje a la astucia: «Estaba un paisa varado en Bogotá, echando cabeza a ver qué se ponía a hacer... Cuando en ésas pasó un chivo haciendo una necesidad. Así que el paisa vio el mundo de pildoritas que caían, dijo: "¡Éste es mi tiro!" Recogió las pildoritas y con papel plateado
de cigarrillos que encontró en la calle, las envolvió bien envuelticas. De ahí se paró en una esquina junto a la plaza de mercado y se puso a venderlas. »—A ver... ¡las pildoras para adivinar!... A diez centavos pildorita y el que las come se vuelve adivino. Mientras más pildoritas lleve, más fácil adivina. Aquí dos para el caballero, cinco para la señorita, una para la joven... »A ver, a ver... »Cuando ya casi acababa de venderlas, gritó uno del público: »—¡Paisa ladrón! ¡Esto lo que es, es pura caca de chivo! »—¡Efectivamente, señores! —dijo el paisa— ¡Miren qué prodigio! Aquí hay uno que ya comienza a adivinar...» Otro de ingenio relacionado con la misma materia: «La señora gorda llegó al almacén a preguntar por bacinillas. Le mostraron una y dijo que estaba muy chiquita. Le mostraron otra más grande, y todavía le pareció chiquita. Bajaron de por allá arriba otra más grande todavía, pero la señora dijo que no: »—¿No tienen más grandes? Es que está muy chiquita. »—¿Chiquita? —respondió el comerciante ya impaciente—. ¡Si me la llena de una sentada, se la regalo!» El humor paisa toca todo el rango de la escatología: «Un día llegó una vieja a una botica a preguntar por cualquier cosa. »—No hay... —contestó el boticario. »En ésas la vieja largó un vizcaíno. Y se fue a salir. Pero el boticario le echó mano del pañolón y le dijo: »—Venga acá: ¡que lo qu'es éste me lo tiene que ayudar a güeler!» Tal vez la historia que mejor reúne distintos elementos del humor paisa en torno a un tema de su predilección es una cuyo protagonista es uno de los personajes del folklore regional, el popular Pedro Rímales, a quien tantas astucias se atribuyen. «Iba Pedro Rímales recorriendo, cuando lo acosó una necesidá de las grandes. Muy tranquilo fue ensucian-
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do en medio del camino y de aí se quitó del cuello el pañuelo rabuelgallo y tapó con él lo que había hecho. Después se quitó el sombrero, lo puso encima con harta mañita, y se sentó a esperar... »A nada pasó un hombre en un caballo muy bonito y Pedro Rímales le dijo: »—Oiga, mi don: hágame el bien y me presta ese caballo un momentico que yo voy a traer una jaula. Acabo de coger aquí el pájaro más lindo del mundo; el pajarito de los siete colores. Vea: bájese y ponga la mano aquí, encima del sombrero, no vaya y se me vuele. »E1 hombre le prestó el caballo y Pedro Rímales se montó. »Pero antes de irse, le encargó otra vez: »—Allá se lo haiga, pues; no me demoro. No me lo vaya a dejar volar... ¡Cuidao! »—Váyase tranquilo, señor. »Pedro Rímales le pegó un fuetazo al caballo y salió despedido. »Y el otro aí, en cuclillas, esperando. »Pasó mucho rato y él aí... hasta que le fue dando como dudita; ej, ¿sería que ése se robó el caballo? ¿Demorarse tanto? ej, ¿que será que no aparece...? Yo siempre voy a ver ese pajarito de los siete colores... »Y aí mismo fue levantando el ala del sombrero con mañita, con mañita, hasta que tocó el pañuelo; metió la mano por debajo... y apenas rozó lo que había lo agarró duro y apretó; así que se dio cuenta de que se había vuelto miseria sacudió la mano duro; ¡guape! Y se dio contra el canto de una piedra. Fue tanto el dolor que, sin pensalo, se llevó los dedos a la boca, ¡a chupáselos! »Ai se quedó, varao en medio camino, limpiándose la mano en la gramita de l'orilla, escupiendo seguido y diciendo: »—¡Ve aquel hombre, carajo, cómo no sólo me robó el caballo, sino que me dejó aquí comiendo mierda!» A diferencia del humor bogotano
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Tomás Carrasquilla. No obstante que el chiste prevalece como unidad de expresión humorística en el antioqueño, también se da el relato divertido, como en las historias de Pedro Rímales o en muchas narraciones de Carrasquilla.
que se expresa frecuentemente en versos, prevalecen como unidad de expresión humorística en el antioqueño el chiste y en el costeño el relato. No quiere ello decir, por supuesto, que no existan el relato divertido ni el verso festivo en el humor paisa. De hecho, son varias las historias populares que circulan de Pedro Rímales, y es fácil hallar en muchas narraciones de Tomás Carrasquilla el cultivo de esta forma. También podemos citar poemas humorísticos de origen antioqueño. En el que transcribiremos parcialmente se encuentra otra vez la vena escatológica. El autor es un poeta del siglo pasado, Manuel Uribe Velásquez (1862-1894), y el poema se titula «Juancho el meón». Copio un par de estrofas. Empuña, pues, ¡oh musa peregrina! tu sagrado bacín como socorro, derrama sobre mí toda tu orina, sin que dejes en él ningún ahorro; luego en cuclillas te pondrás, cochina, y bien me puedes remitir un chorro de orines irritados y calientes que me inunden nariz, labios y [dientes. «A curas, sacristanes y beatas —Juancho exclamó— sin caridad [ensopo»,
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Rafael Pombo, retrato a lápiz por Alberto Urdaneta, diciembre 30 de 1880, Biblioteca Nacional, Bogotá. Pombo es uno de los exponentes del humor bogotano, fino e ingenioso y caracterizado por el empleo de retruécanos y chascarrillos, lo mismo que por su vena escéptica, negra y casi cínica.
y el obispo al mirar las cataratas de orines derramar por aquel popo, conjura al meador con mil bravatas con el agua bendita del hisopo: pero es en vano, que a la mitra el [zorro apunta y pega el espumante chorro. Hipérbole: La segunda característica de la vertiente de humor paisa es la exageración desmedida, que se complementa con las comparaciones cómicas. Las exageraciones antioqueñas han hecho toda una escuela —a veces algo reiterativa— a la cual contribuyen frecuentemente en sus artículos Brummel (La República, Guión) y Benjamín Ángel Maya (El Tiempo). Al examinar someramente las notas del paisa prototípico vimos su condición hiperbólica. Pero no es sólo exagerado el personaje, sino que la comicidad antioqueña se divierte en general con las exageraciones, muchas de las cuales han pasado a formar parte del folklore cómico nacional. He aquí algunas exageraciones recopiladas de diversas fuentes, todas ellas pertenecientes al humor paisa, y algunas que reflejan, además, la condición escatológica: Más ordinario que una monja con
guayos... Más ordinario que un sapo en un acuario... Más ordinario que iglesia con veladora... Más antioqueño que geranio en bacinilla... Más encartado que una gallina criando un pato... Más duro que ver la mamá bailando en cantina... Más peligroso que una sopa de anzuelos... Más fácil elevar una cometa de adobe... Más feo que uno cagando y otro mirando... Más largo que una semana sin carne... Más perdido que el hijo de Lindbergh... Más cansón que una visita con pecueca... Come más que cáncer toreado... Más frío que nalga de tullido... Cansa más que tres en un taburete... (De un restaurante tacaño): Aquí para ver carne hay que ir a mear... Es más fácil llenar un excusado de tren... Más trabajoso que sacarse un piojo con guantes de boxeo... Más falso que billete de seis pesos... Tan chiquito que se tira un pedo y levanta polvo... Más caído que teta de gitana... Más simple que beso de boba... Tiene más carne un pensamiento de san Luis Gonzaga... Tiene más carne un pedo de vigilia... Más peinado que Mandrake... Sube más un purgado... Habla más que un perdido cuando aparece... Tan flaco que se lo traga un pollo sin sacudirlo... Más aburrido que mico recién cogido... Más solo que un cumpleaños de Robinson Crusoe... Mejor marido es Tarzán, que sólo lleva raíces a la casa... Más pesado que aplanadora de pedales...» Humor bogotano Aunque el humor paisa ha sido el más extendido en todo el país —incluso sin que los colombianos lo sepan—, el más caracterizado y reconocido por sus peculiares notas es el bogotano. Al de Bogotá se le atribuye en general finura e ingenio. Se identifican como suyos los retruécanos y chascarrillos. Varios de sus exponentes —los poetas grutasimbolistas, Fraylejón, Rafael Pombo, Hernando Martínez Rueda— son ampliamente conocidos, en contraste con los autores paisas que, con pocas excepciones —Rafael Arango
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Villegas, Luis Donoso, Manuel Uribe Velásquez, Luis Lalinde Botero—, permanecen escondidos detrás de sus obras. Lamentablemente, la más interesante condición del humor bogotano —su vena escéptica, negra, casi cínica— no figura entre los atributos que a nivel llano se le reconocen. Por trasvase del humor paisa nacional, existe un estereotipo humorístico del bogotano, que mencionaré de pasada. El personaje bogotano es hipócrita, según lo radiografía el siguiente chiste anónimo: «Un bogotano llevaba huyendo varios meses de un acreedor, pero tuvo la mala suerte de divisarlo un día en una calle, razón que lo llevó a acelerar la marcha para perdérsele. Pero el acreedor también lo había visto y le siguió los pasos. Después de voltear varias esquinas sin lograr confundirlo, el bogotano llegó a una calle sin salida que remataba en una funeraria. Sin pensarlo dos veces, entró al local y se escondió en el primer ataúd que tuvo a mano. Pero fue inútil. El acreedor alcanzó a observar la maniobra, y dos minutos después llegó y abrió el féretro, para encontrarse con el bogotano, que, muy compuesto y educado, le decía: »—No, viejo, ¡yo aquí muerto de la pena contigo...!» El personaje bogotano es superficial, de acuerdo con Jaramillo Londoño: «Estaban un paisa y un bogotano muy varados en Nueva York. Un día ya no les quedaban sino tres dólares. El paisa salió a pedir trabajo y le encomendó al bogotano: »—Bueno, hermano; aquí están los tres dolaritos que nos quedan. Guárdelos usté bien pa no tener yo la tentación. Me voy a ver qué levanto por ahí... y si no consigo nada, con esos tres dólares comemos esta noche. »Volvió a la noche el paisa, fatigado y muerto de hambre, sin haber conseguido trabajo y le pidió al bogotano que fueran a comer con los tres dólares. »__No alita, me los gasté, mi viejo querido —contestó éste.
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»—¡No jodás! ¿En qué te los gastastes? »—¡Me hice retratáss!» El bogotano estereotípico es, además, perezoso y vividor. Dice una exageración antioqueña que «trabaja más el retrato de un bogotano voltiao para la pared». Estas no muy favorables características son las que le atribuye el humor paisa y que ha adoptado el humor nacional. Pero si uno examina las mues-
Luis Lalinde Botero, humorista y autor antioqueño, muy conocido por su "Diccionario 'jilológico' del paisa".
Rafael Arango Villegas (1899-1952), narrador festivo antioqueño. Por sus relatos desfilan el campesino, el arriero, el zapatero y el bobo del pueblo en forma realista y con su lenguaje de gracejo.
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tras de humor bogotano, que se expresan peculiarmente en epigramas y chispazos, verá que el bogotano se tiene a sí mismo como ingenioso, sarcástico e ilustrado. Es interesante observar que las dos imágenes conviven en la apreciación nacional. En la escena de la farsa, el personaje bogotano acusa las características que le ha asignado el folklore cómico paisa; pero a la vertiente humorística bogotana se le reconocen las virtudes que a sí mismo se atribuye el «cachaco». El proceso de urbanización —que hizo de Bogotá la primera ciudad moderna de Colombia y la convierte hoy en una metrópoli de cinco millones de habitantes— se ha reflejado en su humor. Por una parte, su contenido está atravesado de frecuentes referencias a elementos urbanos (el tranvía, el policía de la esquina, el Congreso de la República, el costo de la vida, etc.), que no aparecen, por razones obvias, en la vertiente antioqueña o la costeña, que tienen como escenario el campo. Por otra, figuran en el elenco de humor capitalino varios subtipos inspirados en relaciones de clase que se distinguen por su lenguaje, gustos y otros elementos culturales. Ya no es solamente la diferencia entre el habitante de la ciudad y el del campo llegado a ella (el «calentano» o el «corroncho»), sino la diferencia entre varios personajes nacidos en la misma urbe pero marcados por clases económicas, sociales y educativas. Algunos de ellos carecen de un territorio estable y definido (el gamín, el caballero cachaco supérstite, el lobo); pero otros tienen su propia jurisdicción geográfica, que resulta elocuente como dato para asignarle todo un código cultural. El bogotano del sur y el bogotano del norte son, así enunciados, dos subtipos evidentemente distintos, cuyas diferencias sólo resultan explicables a la luz de los parámetros socioeconómicos que determinan la compartimentación de las ciudades modernas. Considero que la vertiente humorística tradicional de Santafé y Bogotá se
caracteriza por los siguientes atributos: juego de palabras, sofisticación, cultismo, repentismo, actitud filosófico-existencial. Juego de palabras: La del retruécano o calambour ha sido la más festejada e identificada condición del humor bogotano. Es, hay que decirlo, una característica de antigua data. Ya en el siglo XVIII, durante el auge de los círculos literarios, el epigrama era una de las artes más admiradas y practicadas por los miembros de las tertulias. Varios de los exponentes de la poesía festiva del Santafé de entonces provenían de Popayán, ciudad que a la sazón mostraba muchos paralelos intelectuales con Bogotá. José María Valdez, un popayanejo que era miembro honorario de la famosa tertulia Eutropélica aunque murió antes de 1800 sin haber visitado nunca la ciudad de Bogotá, es el autor de este epigrama, cuya estirpe florecería un siglo después en la Gruta Simbólica: San Martín, con ser francés, partió la capa con Dios; y tú, Martín de Valdez, si Cristo tuviera dos quisieras quitarle tres. Coterráneo del anterior, aunque un poco posterior (1755-1817), fue don Francisco Antonio Rodríguez. De él se conservan unas pocas obras festivas, la más interesante de las cuales es una explosión de pirotecnia verbal con premoniciones degreiffianas llamada «Felicitación», que dedicó al oidor Nicolás Prieto Dávila. El título del homenajeado le permite hacer mil juegos de palabras del siguiente corte a lo largo del poema: Rezaré, sin faltar, todos los días con mucha devoción las letanías, sólo por repetir con grata voz juntos el audi y el exaudí nos; cantaré los sentidos corporales, y diré que son unos animales los que dicen que ver es lo primero porque al oír desde ahora lo prefiero;
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protesto ir a los serminos píos en que no diga el Padre: oyentes míos; será el objeto de mi fe devota todo auditor de la Romana Rota; contra los sordos guardaré rencores porque no son ni pueden ser oidores; trataré con injurias infinitas a cuantas cosas fueren inauditas... Contemporáneo del anterior fue don Francisco Javier Caro, otro de los fundadores del humor verbal bogotano. Aunque era latinista y helenista muy versado, hombre de extensas lecturas y calígrafo, a la hora de escribir versos optó por las décimas jocosas y los epigramas zumbones. Caro era andaluz (de Cádiz) y fue tronco de una familia que ha dado varios poetas y eruditos —José Eusebio, Miguel Antonio—, así como de otro ingenio local, don Víctor E. Caro, autor de «El pollo Chiras», «Mi pulgatorio» y otros poemas festivos. Transcribo, apenas como ejemplo, una décima de Caro, perteneciente al poema «Para dar noches o días». Todo me descuajaringo cuando estoy floxilindango y en echando un ringorango al punto me espingodingo. Pues dile al negro Domingo te escabeche una fritada de merengues de cebada; que después de rehen-chirlos puede en zambumbia expri-mirlos y ya verás qué ensalada. La versificación siguió siendo medio predilecto de expresión del humor bogotano desde entonces. En los primeros meses de 1849 se publicaron memorables ejemplos en El Alacrán, periódico satírico de los «cartacachacos» (cartageneros bogotanizados) Joaquín Pablo Posada y Germán Gutiérrez de Piñeres. Pero el apogeo del chascarrillo fue la Gruta Simbólica, denominación que abarcó a un variado, desigual y relativamente numeroso grupo de poetas protagonistas de la bohemia capitalina de fines del siglo XIX y comienzos del XX. De su seno
proceden muchos poemas románticos dignos de ser rigurosamente olvidados —sobre todo los de Julio Flórez y Francisco Restrepo Gómez—, pero también cientos de epigramas o «chispazos» que se exhiben y citan como la muestra más palpable y particular del humor bogotano. Fueron sus principales autores Clímaco Soto Borda y Jorge Pombo, aunque contribuyeron al acopio de chascarrillos muchos otros contertulios como Julio de Francisco, Rafael Espinosa Guzmán, Luis
Clímaco Soto Borda, uno de los epigramistas más brillantes de la Gruta Simbólica.
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«Que paren las mulas», gritaba Ana [Rosa; «que paren las mulas en el cambiavía.» Y dice un borracho con voz mistelosa: «No paren las mulas, no sea [mentirosa; las mulas no paren, que siga el [tranvía». Su capa por imprudente le hurtaron a don Darío, y no he visto, francamente, hombre que más se caliente cuando empieza a sentir frío. La señora Nicolasa no ha podido comprender por su inteligencia escasa que el que por poder se casa, se casa por no poder. Sólo una pieza a su amante le dio en el baile Teresa, y él, que estaba muy distante de creer cosa semejante, se ha quedado de una pieza.
Federico Rivas Aldana, Fraylejón (1902-1982), autor de numerosos poemas festivos que aparecieron durante años en su columna "Buenos días", de "El Tiempo".
María Mora, Federico Rivas Frade, Antonio «El Jetón» Ferro, Jotavé Castillo, Juan C. Ramírez... La autoría general de los epigramas se atribuyó a un seudónimo doble —«Cástor y Pólux»— que representa a todos los «grutasimbolistas» festivos y no solamente a los dos más destacados: Soto Borda y Pombo. Son muy conocidos los chispazos de la Gruta Simbólica, razón por la cual me permito transcribir apenas unos pocos, entonados en el registro de calambour que prevalece en esta expresión humorística:
Herederos de la escuela de juego de palabras santafereño han sido varios humoristas destacados de nuestro tiempo, como Fraylejón, Hernando Martínez Rueda y Alfonso Castillo Gómez. El primero fue autor de numerosos poemas festivos que aparecieron durante años en su columna «Buenos días», de El Tiempo; el segundo tiene geniales parodias y famosos poemas como «Balada» («.. .Augusto es Augusto pero Abdón es Abdón»); el tercero elaboró todo un Diccionario zurdo inspirado en trucos verbales, tales como la definición a tres bandas de «Manchuria»: «gringo enfermo». Todavía en las páginas de la prensa bogotana se sigue rindiendo culto al género del chispazo, a través de columnistas como Tizor y Sarcó, que comentan epigramáticamente los sucesos del país y del mundo. El dominio del lenguaje que, aparte del ingenio, exige el cultivo de esta forma, ha contribuido a dar a Bogotá la fama de ser el lugar del mundo
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Lucas Caballero Calderón (Klim) (1914-1981). "El mérito de Klim es haber superado el viejo molde del chascarrillo y haber dado un paso hacia el humor de situación. En Klim reconocemos muchos al padre del moderno humor local que, ufanándose de manejar un buen castellano, desborda los límites del regocijo semántico y propone sátiras y caricaturas de mayor dinamismo y profundidad."
donde mejor se habla el español. No se puede negar, sin embargo, que el abuso del epigrama, muchas veces vacuo y meramente formal, produjo también algunas reacciones entre los propios humoristas bogotanos más recientes. El mérito de Lucas Caballero Calderón (Klim) es el de haber superado el viejo molde de chascarrillo y haber dado un paso hacia el humor de situación. En Klim reconocemos muchos al padre del moderno humor local que, ufanándose de manejar un buen castellano, desborda los límites del regocijo semántico —divertido pero trivial— y propone sátiras y caricaturas de mayor dinamismo y profundi Sofísticación: A diferencia del humor paisa, que
rinde culto a la escatología, el humor bogotano —con su devoción verbal— se ampara en eufemismos y dobles sentidos. Es insólito, si no imposible, encontrar epigramas bogotanos en que haya concesiones a la vulgaridad. Justamente se consideran valores estimables en ellos la elegancia y la sofísticación. Existiendo éstas, lo demás se acepta, como en el siguiente chispazo de Cástor y Pólux: Llegó Inés hecha una sopa al Bodegón Santa Fe. Y al primero con quien topa dice alzándose la ropa: «Caballero, ¿me la-vé?» Cultismo: Nunca veremos en el humor paisa ni en el costeño referencias cultistas o in-
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Contertulios de la Gruta Simbólica, en fotografía de Aristides Ariza, hacia 1910. Los chascarrillos y epigramas de los miembros del grupo se atribuyeron al seudónimo general de "Cástor y Pólux".
telectuales, que sí abundan en el bogotano. Éste, finalmente, proviene de una élite ilustrada y culta, a diferencia de los otros dos, cuyo origen es popular. Un simple ejemplo de Cástor y Pólux: Aunque está el bolsillo exhausto y de llenarlo no hay forma, yo, del arte en holocausto, tengo por norma ir a Fausto y mi fausto es ir a Norma. Repentismo: Como expresión de agudeza intelectual e ingenio, el repentismo constituye uno de los valores a los que rinde culto el humor bogotano. La respuesta rápida y contundente —muchas veces engarzada en un juego de palabras—, la observación «pequeña, dulce, pican-
te» —de corte epigramático—, son atributos apreciados en la escuela de gracia capitalina. Dos anécdotas pintan bien el recurso. Copio la primera de La Gruta Simbólica: reminiscencias del ingenio y la bohemia, de José Vicente Ortega Ricaurte y Antonio «El Jetón» Ferro: «Una conocida dama invitó a [Jorge] Pombo a una comida campestre en la cual sirvieron exquisitos manjares. Cuando llegó el momento de servir la gallina, la dama distribuyo sus presas entre los invitados, dejando para ella la última, que era nada menos que una apetitosa pierna con pernil y todo. A Pombo le dio una de las alas. »Una vez que la dama se hubo servido, se volvió a Jorge y le dijo:
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» ¡Qué cosa más curiosa! Cuando como en el campo, casi siempre me tocan las piernas. »Y Jorge le respondió sin vacilar: » Es que usted da alas, mi señora.» La segunda es una de las muchas que circulan sobre el «Runcho» Germán Ortega, quien se hallaba apoyado contra la pared, tomando un trago y mirando bailar en una fiesta bastante aburrida. «Una dama de discutibles atributos físicos que había permanecido toda la noche sentada en el sofá, por falta de parejos que la solicitaran, vio que eran la ocasión y la víctima propicias. Incorporándose, se acercó al "Runcho" y, para ponerle tema de conversación, le preguntó: »—Y usted, ¿de cuáles Ortegas es? »A lo que respondió cortante el "Runcho", adivinando para donde iba la dama: »—De los Ortegas que no bailan.» Actitud filosófico-existencial: Acudí a esta equívoca denominación —«filosófico-existencial»— para nombrar la cualidad quizás más interesante de la vertiente de humor bogotano, que es su visión de los problemas del ser y la vida. Parece un poco pedante el enunciado, pero corresponde a una actitud que está presente en algunos de los mejores poetas representativos de la escuela. Se trata de una visión generalmente escéptica, amarga, a veces «negra», de la vida, no desprovista en ciertos casos de toques surrealistas. Un buen ejemplo es el siguiente chispazo de Eduardo Ortega, insigne grutasimbolista:
El mejor exponente de esta actitud filosófica ínsita en el humor bogotano es José Asunción Silva, cuyos poemas contenidos en el libro Gotas amargas acusan las influencias de ciertos pensamientos y la estética europea en boga (Schopenhauer, Leopardi, José María Bartrina, Heine). Muchos críticos pretenden reconocer en estas pildoras (su brevedad es interesante) de reflexión existencial no exentas de humor negro «la poesía de un enfermo de la psiquis, de un psicopático; poesía para que la analicen, más que críticos, psiquiatras» (Rufino Blanco Fombona). Otros definen a este Silva como un poeta atormentado por «congoja metafísica» (Miguel de Unamuno). En general, el suicidio posterior de Silva tiende a hacer pensar a sus críticos que Gotas amargas obedece al mismo mal común que lo llevó a quitarse la vida y que es, por tanto, un fenómeno peculiar y hasta patológico. No alcanzan a descifrar la importancia del ademán de humor ensartado en el ademán metafísico, ni a hermanarlo con la vertiente del humor bogotano, que es del mismo corte. Unos pocos ejemplos de esa poesía de Silva que representa el humor como amparo de reflexiones vitales:
Pienso cuando estoy fumando que todos vamos al trote, que la vida es un chicote que se nos está acabando. Si en el momento nefando Dios me llega a preguntar: __ ¿Quiere usted resucitar? le diré echándole el humo: —Mil gracias, Señor, no fumo Porque acabo de botar.
Madrigal
Idilio Ella lo idolatraba, y él la adoraba. —¿Se casaron al fin? —No, señor: ella se casó con otro. —Y ¿murió de sufrir? —No, señor: de un aborto. —Y él, el pobre, ¿puso a su vida fin? —No, señor: se casó seis meses antes del matrimonio de ella, y es feliz.
Tu tez rosada y pura, tus formas [gráciles de estatua de Tanagra, tu olor de lilas, el carmín de tu boca, tus labios tersos, las miradas ardientes de tus pupilas, el ritmo de tu paso, la voz velada, tus cabellos que suelen, si los despeina tu mano franca y fina toda hoyuelada,
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Luis Carlos López, el "Tuerto": "Un caso aparte en el humor costeño, como lo es en la poesía colombiana."
cubrirte como un rico manto de reina, tu voz, tus ademanes, tú... no te [asombres: todo está, y a gritos, pidiendo un [hombre. Psicoterapéutica Si quieres vivir muchos años y gozar salud cabal, ten desde niño desengaños, practica el bien, espera el mal. Desechando las convenciones de nuestra vida artificial, lleva por regla en tus acciones esta norma: ¡lo natural! De los filósofos etéreos huye la enseñanza teatral y aplícate buenos cauterios en el chancro sentimental. Recientes evoluciones de algunas características del humor bogotano que hemos anotado atrás han conducido al humor de situación relatado con cuidadoso léxico ya presente en Klim, e incluso a formas surrealistas de comicidad. Antonio Caballero, caricaturista y escritor nacido en 1945, se dio a conocer por unos «cartones» o caricaturas del más negro humor («absurdo cruel», según su propia definición). De vez en cuando, en medio de sus ágiles sátiras políticas o incluso en desarrollo de ellas, Caballero vuelve a esos ejercicios surrealistas que son propios del humor bogotano de los últimos años y del humor costeño de siempre, como veremos más adelante. A manera de ilustración de esta modalidad quiero transcribir parte de un artículo de Caballero titulado «El turbayismo por dentro» (Alternativa, marzo 12, 1979), cuyos gérmenes ya estaban sembrados, de alguna manera, desde el siglo pasado en el humor bogotano: «A muchos ha sorprendido la frialdad con que el Presidente, y los turbayistas en general, han recibido las denuncias sobre violaciones de los derechos humanos. Esa sorpresa se explica porque, como de costumbre, la opinión está mal informada. Si los turbayistas no se inmutan ante las viola-
ciones de los derechos humanos, es simplemente porque no se sienten aludidos. Los turbayistas no son humanos. »Éste no es juicio moral: es una observación científica. Nuestros lectores pueden cerciorarse por sí mismos de su veracidad procediendo a un experimento muy sencillo: la vivisección de un turbayista. »Lo primero que llama la atención al practicar la vivisección de un turbayista es su peculiar contextura. Está hecho de una materia esponjosa, babosa, viscosa, resbalosa, mucilaginosa, como la gelatina. Afincando más hondo el bisturí, el investigador se percata de que puede salir al otro lado de la materia turbayista sin encontrar resistencia ni dureza. Los turbayistas carecen de esqueleto. No lo tienen ni óseo, como los mamíferos, ni cartilaginoso, como los peces. Ni interno, como el homosapiens, ni externo, como los cucarrones y los artrópodos. Y es esta absoluta carencia de armazón la que explica la asombrosa flexibilidad, la ondulatoriedad prodigiosa de las figuras cimeras del turbayismo: ministros, parlamentarios, editorialistas de grandes diarios. Los turbayistas son masas gelatinosas que adoptan la forma del recipiente que los contenga, el cual suele ser un cargo público.» Humor costeño La Costa atlántica no ha tenido humoristas en el sentido en que los ha tenido la región paisa (Arango Villegas, Uribe Velásquez, Donoso, Lalinde Botero) o la capital (Cástor y Pólux, Alfonso Castillo Gómez, Klim, Álvaro Salom Becerra). Pero no porque carezca de una vertiente humorística, sino porque este talante ha llegado más bien al público por medio de varios de sus principales escritores, tales como Gabriel García Márquez, Alvaro Cepeda Samudio o David Sánchez Juliao. El fenómeno es muy explicable. Las características narrativas del humor costeño encuentran su mejor vehículo de expresión en géneros
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como el cuento o la novela. Y es allí donde puede percibirse la irrigación de la peculiar savia humorística del litoral caribe. Aparecen, es cierto, algunos ejemplos notables de humor, como el poeta cartagenero Luis Carlos López. Pero los poemas del popular «Tuerto» son en realidad algo sui géneris, sin muchos paralelos en la Costa. Si fuera preciso buscar parentescos poéticos a los versos de López, sería preciso remontarse a Silva y a algunos autores de la Gruta Simbólica. Aunque la ambientación de los poemas de López es rural, de puerto y de tierra caliente —en lo cual se diferencian por completo de los ambientes urbanos y de altiplano de los bogotanos—, hay en ellos la misma actitud de hastío, de escepticismo, de spleen (palabra favorita de la época) que puede percibirse en Silva y en otros poetas de la capital. Por todo lo anterior considero que el «Tuerto» López es un caso aparte en el humor costeño, como lo es en la poesía colombiana. Podríamos encontrar en el humor costeño tres características principales. Es narrativo; muchas veces llega a ser surrealista; y tiene en él gran importancia el elemento sexual. Narrativo: Tal vez la mejor manera de describir esta condición es diciendo que en el humor costeño tienen más importancia el transcurso del relato, los detalles de la peripecia, el proceso de la aventura, que el desenlace mismo. Es diferente el humor paisa, como vimos. Siendo el chiste una de las expresiones predilectas del humor paisa, la estructura es completamente distinta. En éste, los elementos confluyen rápidamente en dirección al desenlace, que es donde estallará el absurdo o la gracia. Por esta razón hay una economía utilitaria en el relato: se cuenta solamente aquello que resulte indispensable para dar mayor impulso al desenlace. Si echamos una mirada atrás al chiste del paisa que se ofrece para acabar con las ratas en un barco, notaremos que el planteamiento de la si-
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Caricatura de Lucas Caballero Calderón, Klim, por Héctor Osuna, 1981.
Héctor Rojas Herazo, exponente del humor costeño de largos relatos, en que se disfruta más con la descripción las expresiones y las peripecias.
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David Sánchez Juliao, humorista costeño, "se ha especializado en formas de relato cuidadoso y extenso, donde cada expresión y cada pequeño elemento es un aporte al ambiente cómico."
tuación se realiza en dos o tres pinceladas veloces. Solamente en el cuadro final hay esmero descriptivo y detallismo: «Cogió la plata, se la guardó en el guarniel, y subió al barco. Se sentó en un banquito, encendió un tabaco, se terció la ruana y, sacando su mocha de peinilla, le dijo al capitán: "Listo el hombre, mi don: váyase trayendo las ratas una por una." Esto obedece a que es allí donde estalla la pólvora del chiste y la descripción cuidadosa resulta una inversión para formarse mejor la idea cómica que luego tendrá su detonante en la frase final. El humor, costeño, en cambio, disfruta más con la descripción que con el desenlace. Son célebres, por sus largas historias contadas, el cartagenero Héctor Rojas Herazo y el momposino Miguel Facio Lince. Los auditorios domésticos y de amigos que festejan los cuentos de Rojas Herazo y Facio Lince suelen permanecer horas escuchándolos. El gozo está en los detalles descritos, en las expresiones que se ponen en boca de los personajes, en las peripecias de la historia, no tanto en un final que depare explosiones especiales de comicidad. Ni las exageraciones paisas ni los juegos de palabras tienen la importancia de una narrativa minuciosa. Es la misma que se puede encontrar en los cuentos y novelas de García Márquez posteriores a Los funerales de la Mama Grande, relato que marca una división entre la narrativa realista de El coronel no tiene quien le escriba y el delirio macondiano que le sigue. David Sánchez Juliao se ha especializado en estas formas de relato cuidadoso y extenso, donde cada expresión y pequeño elemento es un aporte al ambiente cómico. Algunos han sido publicados en libro; otros prensados en disco. De Miguel Facio Lince se han publicado varios cuentos y relatos. Dos de ellos —«Gamonales» y «Mi tío Alberto»— aparecieron en los suplementos literarios de El Espectador y El Tiempo. Colcultura publicó en 1978 su tomo Los cuentos de Miguel Facio, que han visto tres nuevas ediciones.
Surrealismo: Cuando dio a conocer el Manifiesto del surrealismo (1922), André Breton dijo que esta forma de expresión pretendía dar salida «al funcionamiento real del pensamiento, en ausencia de todo control ejercido por la razón y al margen de toda preocupación estética y moral». El concepto inicial ha terminado por ampliarse para recoger no solamente las asociaciones inconscientes y los ecos oníricos, sino escenarios donde la lógica natural aparece trastocada y el absurdo —a veces pintoresco— gobierna la situación. Años después (Tientos y diferencias, 1964), Alejo Carpentier propone un concepto más elaborado y más adecuado a la nueva literatura latinoamericana, al que bautiza «lo real-maravilloso». Se trata de una «revelación privilegiada de la realidad», de un rompimiento mágico de la realidad tangible a través de una circunstancia reveladora, cuya verosirnilitud no se afinca en la probabilidad de los hechos sino en la fe de quienes los perciben por verosímiles. Esta materia —«surrealista», «realmaravillosa» o como se quiera llamar— está presente en la vertiente de humor costeño. Anda por todos lados en la obra reciente de García Márquez; aparece en la de Cepeda Samudio; influye en los cuentistas costeños contemporáneos; y permea a los de otros lugares del país. Los Cuentos de Juana, de Cepeda Samudio, son un brillante ejemplo de este elemento del humor costeño. Una señora devorada por sus propios perros, las charadas de fray Bartolomé de las Casas, los leones que acuden a ver una película de la Metro, la mujer que mata con su cerbatana a los jugadores de fútbol, la historia del hombrecito de la Avena Quáker... Todos éstos son relatos emparentados con el mundo de García Márquez en que un cura levita cuando toma chocolate, una muchacha sube al cielo en alma y sábanas y un niño nace con cola de cerdo. Lo interesante es observar que no se trata solamente de la imaginación creativa de dos o tres autores, sino de
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un elemento cultural que ellos recogen de allí afuera. Con frecuencia, Cepeda menciona cómo muchas de las ideas de cuentos suyos, y aun de García Márquez («El ahogado más hermoso del mundo»), flotaron primero por ahí, en conversaciones con amigos o en cosas que escuchó en un bar, en un pueblo, en un puerto. Tampoco es una onda de los últimos años. Desde que escribía su «Jirafa», columna que publicó El Heraldo de Barranquilla entre enero de 1950 y julio de 1951, García Márquez ya daba muestras de esta característica de humor, también presente en las columnas de Alvaro Cepeda en El Nacional (iniciada en 1953). Sexualidad: Apenas unas pocas líneas para resaltar de qué manera el elemento sexual, prácticamente ausente del humor paisa y tratado de manera eufemística en el bogotano, constituye un tema constante y conspicuo en el costeño. Bajo la influencia de la cultura africana, que muestra por lo fálico y sexual el regocijo que experimentan los paisas por lo escatológico, son frecuentes las alusiones a asuntos relacionados con el tema. La dimensión, potencia, prestigio de los órganos sexuales pasan a ser datos de gran importancia, como lo sabe todo el que haya leído Cien años de soledad. No huye el humor costeño de la escatología (para muestra, algunos pasajes de En noviembre llega el arzobispo, de Héctor Rojas Herazo), pero es más importante en su temática la sexualidad. Las referencias escatológicas —«mierda», principalmente— son más mencionadas a manera de interjección que por su denotación exacta. Umbrales de un cambio Cualquiera que haya vivido en otro país, que conozca su literatura de humor o que haya recorrido con alguna extensión su geografía, sabrá que el chiste regional —y el prototipo humorístico regional— constituyen parte fundamental de la cultura popular.
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Portada de "Los cuentos de Juana", de Alvaro Cepeda Samudio. con ilustraciones de Alejandro Obregón. La primera edición se publicó en Barranquilla, en 1972; la reimpresión es de 1980.
La distribución de tipos humorísticos persigue casi siempre las conformaciones regionales, como en Colombia; pero es tan rica y dinámica su conexión con la realidad social que la produce, que en otros países esa distribución sigue otros patrones o los incluye también como coordenadas al mismo tiempo que el humor regional. Es lo que sucede en Estados Unidos con los «chistes étnicos», que definen grupos raciales o de origen nacional: judíos, negros, polacos, chícanos. En sociedades de compleja estratificación se agregan otros elementos que hacen aun más variada y sutil la tipificación del chiste. Ya no son sólo los chistes regionales; ya no son sólo los chistes étnicos; ahora son, además, los chistes que implican un estrato económico y educativo. Es así como han aparecido en los últimos lustros en Estados Unidos los chistes sobre, entre otros, lo preppies (niños ricos que estudian sus primeros años en establecimientos educativos de carácter exclusivo) y los yuppies (jóvenes urbanos profesionales).
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Alicia del Carpio, guionista, directora y actriz de la serie "Yo y tú", con personajes representativos de las diferentes regiones humorísticas colombianas.
En Colombia priva aún el vector regional en el humor, aunque —como anoté atrás y se verá más adelante con algún detalle— empiezan a aparecer ya otros parámetros sociales y económicos que enriquecen el humor. El humor antioqueño, matriz creadora de los tipos regionales, empezó a formar el elenco seguramente desde el siglo pasado. Pero con la aparición de los medios de comunicación modernos —radio y televisión— bastaron unos pocos años para afianzarlos y convertirlos en verdaderos estereotipos. Quien más ha contribuido a su difusión y definición ante vastos auditorios ha sido sin duda Guillermo Zuluaga, «Montecristo». No por casualidad antioqueño, «Montecristo» ha montado desde hace años una comparsa de personajes que él mismo representa, donde aparecen archicaracterizados algunos tipos regionales (el paisa, el bogotano, el pastuso, el costeño) y otros extraídos de la comunidad: la señora, el borrachito, el niño preguntón, el bobo. El impacto de Zuluaga en el humor de radio y televisión ha sido profundo y duradero. Algunos programas de chistes que se presentan o se han presentado en la televisión desde hace años (Operación Jajá, Sábados felices) trabajan dentro de los esquemas que legó «Montecristo». Pero no ha sido Guillermo Zuluaga el único responsable de la importancia de los tipos regionales en el humor que transmiten los medios de comunicación. Yo y tú ha sido el programa de más éxito en la historia de nuestra televisión. Y desde un principio su guionista, directora y protagonista, Alicia del Carpio —española, curiosamente—, incluyó en la comedia los tipos regionales. En la larga y feliz historia de Yo y tú ha habido bogotanos (de clase alta y baja), antioqueños, costeños, boyacenses, opitas e incluso el a veces inevitable «míster». Todos ellos son evidentemente tales, incluso aunque el actor no lo sea (Pacheco, que es «bogotanísimo», hacía las veces de costeño; Franky Linero, que es costeño, era el «míster»).
En 1982, cuando salió al aire otra comedia de éxito, Don Chinche, las concesiones al humor regional fueron aun más obvias. En cierto sentido Don Chinche es un pequeño parlamento nacional, con cuotas regionales proporcionadas y evidentes; el protagonista principal es un bogotano de clase popular, que está rodeado de una familia opita (su mejor amigo es huilense), una antioqueña de todo el maíz, un boyacense de toda la papa, un paisa urbano —lo sabemos por los dichos y ciertas referencias tales como la afición a un equipo de futbol de Medellín—, un costeño de todo el ñame, un caballero bogotano (el típico cachaco venido a menos)... La secuencia de las comedias de televisión exitosas muestra a partir de 1983 una nueva evolución. Cuando aparece Dejémonos de vainas, sus creadores se proponen edificarla sobre bases diferentes al humor geográfico y más bien convertir la cuestión regional en tema ostensible de diálogo y un elemento de tensión dramática. El actor que encarna a Ramiro —coprotagonista de la serie— no es escogido por su origen regional, aunque es costeño, sino por sus condiciones histriónicas. Bernardo Romero Pereiro, guionista y director de la comedia, ha dicho varias veces que Ramiro podría haber sido antioqueño si el actor escogido lo hubiese sido, o tunjano o bugueño o bogotano. El papel se acomodó después a quien lo encarnaba, en vez de lo contrario. Pero, como habría resultado inverosímil prescindir del elemento regional en una comedia que procura reflejar una sociedad donde ese elemento cuenta mucho, la antítesis entre el interior y la Costa ha estado siempre presente. Ésa ha sido la única concesión regional en Dejémonos de vainas. Semejante prescindencia de la cuota proporcional y equitativa a las regiones y la deliberada renuncia a operar con los estereotipos sembrados, suscitaron en muchos comentaristas serias dudas sobre las posibilidades de éxito que pudiera tener la serie en lugares distintos a Bogotá, sede de la
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obra. Así lo planteó, por ejemplo, un colaborador de El Tiempo, Sergio Arango Castro (mayo 22, 1985) cuando dijo que «para un paisano de San Jacinto o de El Copey, de Maicao o Calamar, resulta casi incomprensible el diálogo de programas como Don Chinche o Dejémonos de vainas, y muchos otros que alcanzan en Bogotá y el interior del país una alta sintonía». La respuesta a estas dudas se produjo unos meses después de iniciada la comedia y fue el público televidente el encargado de darla. En mayo de 1985 las encuestas del Centro Nacional de Consultoría indicaron que Dejémonos de vainas era el programa con mayor audiencia de la televisión colombiana. La región donde obtuvo la más alta sintonía (66,3 %) fue el centro-oriente (Boyacá, Santanderes), seguida por la Costa atlántica. Fue mayor la sintonía en la Costa (59,6 %) que en Bogotá (56 %). Le siguieron, en orden, la Costa pacífica (49,7 %) y la definida como «región paisa» (Antioquia, viejo Caldas), con 47,6 %. En todas estas regiones la comedia ocupó el primer lugar entre las audiencias. Al mes siguiente, la sintonía en la Costa atlántica superó a la del centro-oriente y la de Bogotá, aunque esta vez la primera fue el litoral pacífico (66,8 % ) . Las dos costas dominaron la sintonía de Dejémonos de vainas. El significado completo de estas cifras está aún por desentrañar. ¿Quieren decir que está pasando por agotamiento la época del humor estereotípico regional en Colombia? ¿Quieren decir quizás que, saturado del elenco por cuotas, el público está decidido a aceptar un humor más universal, donde las situaciones hilarantes reemplacen a la contradicción cómica de los papeles regionales o a la gracia de las parlas y acentos de región? ¿Quieren decir que el elemento de humor regional sigue siendo importante, pero podría explotarse más si se le mezcla con otras formas de humor? Durante los próximos años, los nuevos experimentos humorísticos que se realicen en radio y televisión podrán ayudar a responder estos interrogantes.
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Sin embargo, me atrevo desde ahora a pronosticar algunas tendencias: Se mantendrá la importancia de los estereotipos de humor regional, aunque ya no como elemento monopolístico de la comedia, sino como uno de muchos componentes de la misma. Se explorarán nuevas coordenadas estereotípicas diferentes a las que viene deparando el venero de los caracteres regionales. En la medida en que avancen la urbanización y la estratificación social en Colombia, se abandonará el vector regional para buscar y definir tipos cómicos, y se buscarán otras personificaciones de clase social, nivel educativo, etc. A tiempo que perderá importancia el estereotipo regional, la adquirirán los elementos que configuran algunas vertientes humorísticas regionales. En otras palabras, existe, por ejemplo, cierta saturación con el prototipo del bogotano aparentador e hipócrita, que le hará perder impacto comunicativo al personaje en el futuro. Pero las propiedades del humor bogotano —juego de lenguaje, reflexión existencial, surrealismo— estarán cada vez más presentes en muchas obras. Lo mismo puede decirse de las propiedades del humor costeño. Pienso que algunas propiedades del humor antioqueño (escatología, hipérboles, competencia), por haber sido trajinadas más largamente, no tendrán en el futuro la importancia que han tenido hasta ahora. Existirá mayor apertura de lenguaje tanto hacia neologismos (en cuya cantera los medios de comunicación de todos modos siempre han estado dispuestos a apertrecharse) como hacia expresiones consideradas vulgares o groseras. La literatura, el cine y el teatro abrieron ya la puerta; la prensa ha acabado por ingresar por ella; la radio y la televisión se encuentran tímidamente en los umbrales, pero ya empiezan a dar pasos en esa dirección. Creo, en fin, que en los próximos años veremos algunos cambios en las expresiones de humor a través de los medios de comunicación de masas.
Personajes de la serie "Dejémonos de vainas": Víctor Hugo Morant, Edgar Palacios, Maru Yamayusa, Paula Peña, Benjamín Herrera, Marisol Correa, Claudia Patricia Anderson y la bebé María Angélica Rivillas.
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El deporte en Colombia Mike Forero Nougués
A
unque las primeras manifestaciones deportivas de Colombia datan del siglo pasado, de manera oficial lo relacionado con la educación física solamente se mencionó el 3 de julio de 1904, cuando el vicepresidente de la República José Manuel Marroquín y el ministro de Instrucción Pública Antonio José Uribe dictaron el decreto número 491 del citado año «por el cual se reglamenta la ley 39 de 1903». El párrafo 48 de dicha ley dice lo siguiente: «Artículo 60. — La corrección en el vestido y un aseo riguroso son obligatorios para todos los niños. Los institutores pueden rehusar la entrada a la clase a los alumnos que no reúnan estas condiciones, dando aviso por escrito a los padres respectivos. »Artículo 61. — Los maestros deben habituar a sus discípulos a que guarden posición natural y correcta durante las lecciones. Después de cada una de éstas es necesario que los niños ejecuten algunos ejercicios gimnásticos: flexiones y extensiones de las piernas, de los brazos, de la cabeza, del tronco.
»Artículo 62. — La calistécnica y la gimnasia, como parte indispensable de un sistema completo de educación, se enseñarán en todas las escuelas, en las horas destinadas a la recreación, según las reglas sencillas y favorables al desarrollo de la salud y de las fuerzas de los niños. En las escuelas de varones se agregarán a los ejercicios gimnásticos, ejercicios y evoluciones militares, con arreglo a los métodos de instrucción del ejército. »Artículo 63. — Cada dos semanas se destinará medio día a paseo higiénico y recreativo. El institutor organizará juegos gimnásticos entre los alumnos.» Se empezó bien, ciertamente, pues se partió de un principio básico: guardar una posición correcta y natural. El decreto no tuvo eco; sin embargo, en las escuelas y en algunos casos más, el ejercicio se limitó a los varones y a las evoluciones de orden cerrado, dirigidas por ex militares. En el año de 1925, por iniciativa del representante a la Cámara Carlos Uribe Echeverri, por la circunscripción electoral de Antioquia, el Congreso de Colombia aprobó la ley 80 «sobre educación física, plazas de deportes y precio de las becas nacionales».
Jorge Perry, primer atleta colombiano que participó en una Olimpíada, primero en la maratón de Los Angeles, 1932, y luego en los Juegos de Berlín, 1934.
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Equipo de fútbol de La Salle, que se impuso por 3 a 0 al conjunto del Valle del Cauca, durante los primeros Juegos Nacionales, Bogotá, 1927. Aparecen el capitán Gutiérrez, el juez Ramírez, Alvarez, Escamilla y, con el balón, Cabrera.
Dicha ley creó la Comisión Nacional de Educación Física, compuesta por tres miembros nombrados por el poder ejecutivo, del director general de Higiene y del ministro de Instrucción Pública. Algunas de sus funciones principales eran: organizar todo lo referente a los concursos anuales de atletismo, a los que eran llamados todos los habitantes del país, fomentar la construcción de plazas de deportes, fundar asociaciones deportivas, relacionarlas entre sí y con las extranjeras, recabar de las autoridades y del sector privado donativos para el fomento del deporte. Dentro del entonces llamado Ministerio de Instrucción Pública, se creó una sección de Educación Física Na-
cional, origen del hoy llamado Instituto Colombiano de la Juventud y el Deporte (Coldeportes). En la exposición de motivos, suscrita por el representante Carlos Uribe Echeverri, se expresaron algunos importantes conceptos: «El admirable progreso de las ciencias biológicas ha colocado a la educación física —se decía— entre los primeros factores de progreso de los pueblos y bienestar y felicidad de los individuos. Ha imperado, al menos entre nosotros, la errada creencia de que los ejercicios físicos sólo logran acrecentar el vigor muscular, y por esa razón no se les ha conferido toda la importancia que tienen en el desarrollo de las modalidades de la inteligencia y sobre ciertas facultades esenciales del carácter.» Luego se añadía: «En nuestros días [en 1925] los deportes que se cultivan en Suecia nos han enseñado los efectos extraordinarios en la regeneración de ese país por medio de los ejercicios científicamente dirigidos. La organización gimnástica de los alemanes ha tenido una influencia poderosa en todo lo que en esa raza es unidad, fuerza, orden, disciplina. En Inglaterra los deportes han fijado también las características del pueblo y así lo dice la expresión consagrada: En los partidos de fútbol, de rugby de Eton, fueron desarrollados el valor y la tenacidad que cambiaron en Waterloo la derrota por la victoria.» Los primeros juegos deportivos nacionales —entonces llamados incorrectamente olímpicos— se efectuaron en Bogotá en el año de 1927, bajo el patrocinio del Ministerio de Instrucción y Salubridad Públicas, pero en realidad... no fueron nacionales. Se limitaron a unos cuantos partidos de fútbol y algunas pruebas atléticas celebrados en el estadio del Instituto de La Salle, que se hallaba situado en terrenos que hoy ocupa el barrio Los Alcázares. A pesar del carácter local de este evento, jugó, empero, un equipo de fútbol del Valle del Cauca que se enfrentó al equipo de La Salle. Este úl-
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Primer club deportivo de Cúcuta, en 1913. en el que se practicaban disciplinas como el fútbol, tenis, béisbol y ciclismo. Foto de Cabrales, publicada en el "Libro azul de Colombia", 1918.
timo se impuso por el marcador de 3-0. Los vallunos pidieron la anulación del encuentro alegando que «los jugadores bogotanos tenían medias de color distinto y no eran uniformes como lo ordenaba el reglamento». La solicitud no fue aceptada por el comité organizador. Para dirigir esos juegos informales, el Gobierno Nacional nombró al capitán Plinio Pessina, miembro de la misión militar suiza, también contratada para adiestrar al ejército colombiano. Su designación como director del evento fue firmada por el presidente de la República de entonces doctor Miguel Abadía Méndez y por su ministro de Instrucción Pública don Silvino Rodríguez. El presupuesto de estos juegos fue de cinco mil pesos oro. También en 1927 fue contratado el profesor Hans Huber, de la Misión Pedagógica Alemana, para dictar clases de gimnasia en Bogotá. El señor Huber empezó sus clases en el Instituto de La Salle, Escuela Nacional de Comercio y en el Gimnasio Moderno, que fundó y regentó durante muchos años el célebre pedagogo don Agustín Nieto Caballero, quien implantó en Colombia los sistemas más modernos de educación integral.
Las clases de gimnasia de Huber estaban inspiradas en las escuelas sueca y alemana. Su primer curso fue dirigido a un grupo multiplicador de 24 maestros, quienes asimilaron sus enseñanzas en ejercicios con aparatos, a mano libre, carreras, saltos y lanzamientos. Los primeros y verdaderos juegos nacionales, denominados olímpicos, se disputaron en 1928 en Cali, ciudad designada sede por medio del decreto número 560 de 1928, entre el 25 de noviembre y el 10 de diciembre. El programa fue el siguiente: a) Concursos colectivos de las escuelas de Cali; b) Concursos colectivos de los colegios de segunda enseñanza; c) Concursos colectivos e individuales generales para particulares. Como director general fue designado igualmente el señor Hans Huber. Los participantes en este evento, que interesó febrilmente a todo el país, fueron los siguientes: Fútbol, categoría particulares, Cúcuta Sport Club, de Cúcuta; Magdalena Club, de Santa Marta; Facultad de Medicina, de Bogotá; TécnicoBogotá, de Bogotá; Club Atlántico, de Barranquilla; Club Unión Depor-
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La señora Urquatt, esposa del cónsul del Reino Unido hace entrega de la copa Strong de polo a los ganadores De la Torre, Valenzuela, Santamaría y Samper, en el campo de La Magdalena, Bogotá, marzo, 1919.
tiva, de Bucaramanga; Club Medellín, de Medellín; Cali A y Cali B, ambos de Cali. Categoría «colegios»: Escuela Normal, de Santa Marta; Escuela Normal, de Tunja; Técnico-Junior del Instituto Técnico, de Bogotá; Escuela de Artes y Oficios, de Manizales; Instituto Universitario, de Manizales, y Normales, de Cali. Tenis, categoría «colegios»: Escuela Normal, de Tunja, y Gimnasio Moderno, de Bogotá. Básquetbol, categoría «colegios»: La Salle, de Bogotá; Escuela de Artes y Oficios, de Manizales; 2 de Tunja, 4 de Cali y 1 de Bogotá. Salto con garrocha: 20 deportistas de Bogotá, Manizales y Regimiento Ayacucho, de Manizales. Salto alto: 50 atletas de Bogotá, Manizales y otros no identificados. Lanzamiento del venablo (jabalina): 12 concursantes, 7 de Bogotá y 5 de Cali. Lanzamiento de la bola (bala): 24 concursantes. 7 de Bogotá, 3 de Bucaramanga y 9 del Regimiento Ayacucho, de Manizales, y 5 de Cali. Béisbol: 4 equipos del Liceo Celedón, de Santa Marta, Instituto La Salle, de Bogotá, y Cali A y Cali B, de Cali. Otras pruebas atléticas: obstáculos, 5.000 metros, 100 metros, lanzamiento del disco.
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Los juegos fueron dominados por el Valle, que fue declarado primer campeón. Este departamento, cuya capital es conocida desde entonces como la «capital deportiva de Colombia» mantuvo su supremacía a todo lo largó de los Juegos Nacionales hasta los de Neiva, en 1980, en donde Antioquia tomó la vanguardia, confirmando sus progresos en Villavicencio en 1985. Han sido sede de los Juegos Deportivos Nacionales —algunas veces llamados olímpicos y otras atléticos— las siguientes ciudades colombianas: Juegos Nacionales Cali Medellín Barranquilla Manizales Bucaramanga Santa Marta Cali Cartagena Ibagué Pereira Neiva Villavicencio Armenia
1928 1932 1935 1936 1941 1950 1954 1958 1970 1974 1980 1985 1988
Aun cuando después de los primeros juegos el ritmo de entusiasmo no contó con el fervor de los años 19271928, algunos deportes se organizaron con sus propias directivas gracias a la iniciativa privada. El fútbol, el golf, el béisbol, el polo y el baloncesto tuvieron confrontaciones que despertaban, ocasionalmente, mucho interés. En 1929 llegaron los primeros equipos extranjeros de fútbol, procedentes del Perú. El Chancay, el Círculo Sportivo Italiano y el Association fueron los precursores y los que empezaron a medir el valor técnico de los equipos que se habían formado en Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla, Bucaramanga y Cúcuta. En Cali debutó el Chancay frente al Europa ganando por marcador de 3-0; en Bogotá se impuso al Medicina por 1-0 y en Medellín al Medellín por 4-1.
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Un inmigrante alemán, don Roberto Kowell, fue el árbitro obligado, pues estaba considerado como un experto. El diario El Espectador organizó la primera prueba de ciclismo, de aliento, entre Bogotá-Tunja-Bogotá y el periódico El Tiempo una prueba de velocidad, sobre una distancia de 4.000 metros, entre Bogotá y el barrio de Chapinero. El automovilismo hizo, por ese año de 1929, sus primeros ensayos y anunció una carrera entre Bogotá-Capitanejo-Bogotá que finalmente sólo se hizo hasta Soatá, en el departamento de Boyacá. El motociclismo auspició una carrera entre Bogotá y Usaquén, actualmente un municipio anexado al Distrito Especial. El Polo Club de Bogotá fomentó este deporte en firme y el Country Club se dedicó al golf. El Magdalena Sport Club, el América y el Tequendama, propendieron por el desarrollo del tenis. El boxeo tuvo un ídolo en Bogotá en la persona de Rafael Tanco, miembro de una linajuda familia de la ca-
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pital de la República y quien se mantuvo, por varios años, invicto hasta que terminó su carrera frente al chileno Carabantes quien, en una pelea celebrada en el Circo de Toros de Santamaría, lo puso fuera de combate. Pero Tanco fue uno de los precursores, junto con Rafael Plata Z., del boxeo nacional.
Rafael Tanco, ídolo del boxeo en Bogotá durante los años 20.
La gran plaza de San Diego durante la pelea Tanco-Vásquez, abril de 1922.
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El fútbol, triunfos y derrotas ¿Cuándo comenzó el fútbol en Colombia? Su cuna se meció en Barranquilla, pero también tuvo mucho que ver con este nacimiento, la ciudad de Pasto al sur, en donde se formaron equipos que se medían con los del Ecuador. En Santa Marta, donde fondeaban buques ingleses, se hicieron los primeros ensayos. Los marineros salían de farra a la ciudad y concertaban partidos que despertaron un notorio interés popular. Sin embargo, el fútbol organizado nació, sin duda alguna, en Barranquilla. Allí fue fundado por miembros de la alta sociedad el Barranquilla Fútbol Club, que hizo sus primeras prácticas en el campo denominado de La Esmeralda, propiedad de José Francisco Insignares. Después de los partidos, estos precursores regresaban al Club Social, vestidos con sus uniformes de práctica, exponiéndose —como realmente sucedió algunas veces— a que la policía los pusiera a la sombra alegando que su presencia en tales condiciones atentaba contra las buenas costumbres. Equipo de fútbol 7 de Agosto, de Pasto, en 1924. Aunque el primer onceno se fundó en Barranquilla, en Nariño se formaron muy pronto grupos que competían con los del Ecuador.
Primer "team" del Club Deportivo Santa Marta, en enero de 1918.
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Primer equipo de fútbol organizado en Bogotá, por el Polo Club. Entre los competidores figuraron- Jaime Uribe de Brigard, Pepe Obregón, Carlos Dávila, Bernardo Vargas, Ulpiano Valenzuela y Camilo Sáenz. Foto de "El Gráfico", 1910.
En Bogotá, paradójicamente, un club de polo fue el primer impulsador del fútbol. Jaime Uribe de Brigard, Pepe Obregón, Carlos Dávila, Bernardo Vargas, Ulpiano Valenzuela, Camilo Sáenz, entre otros, por allá 1910 formaron equipos de fútbol. La Asociación Colombiana de Fútbol (hoy Federación), cuyo primer presidente fue Eduardo Silva Illera, fue apenas reconocida por el Gobierno en 1936. La entidad tuvo su sede en Barranquilla y con el correr de los años se asentó en Bogotá. Una vez oficializada, la Asociación se afilió a la Federación Internacional de Fútbol, FIFA. En Aguadas, Caldas, se radicó el europeo don Oscar Stemberg, quien tras formar unos equipos desafió a Manizales para un encuentro. El traslado se hizo a lomo de mula, pero ése fue el comienzo de una afición que en el viejo Caldas llegó a tener gran auge. En 1945, contra viento y marea y a causa de conflictos regionales que se disputaban la sede del fútbol colombiano, viajó por primera vez a un campeonato suramericano, en Santiago de Chile, un seleccionado nacional. El traslado se hizo por tierra entre Cali y
Lima y luego por mar de El Callao, puerto peruano, hasta Viña del Mar, y luego por tren a la capital chilena. En 1947, sonaron los primeros clarines del fútbol profesional; Millonarios, con el nombre de Deportivo Municipal, hacía sus primeras armas; el Santa Fe hacía otro tanto, el América de Cali funcionaba como equipo del Valle y el Cali A hacía esporádicas presentaciones. Bogotá invitó al connotado club uruguayo River Píate para jugar unos partidos con los equi-
El América en 1931: Luis E. Cárdenas, Alejandro Cuevas, Alfonso Umaña, Tomás González, Celino Torres.
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pos bogotanos y con el América de Cali. Este equipo, a su vez, inició giras por el Ecuador. Un barranquillero, Humberto Salcedo Fernández, quien asesoraba al América de Cali, empezó a hablar de la constitución de una División Mayor de Fútbol y de la creación de equipos profesionales. Alfonso Sénior Quevedo, también barranquillero, pero radicado en Bogotá, había contribuido, junto con don Manuel Briceño y el ecuatoriano don Mauro Mórtela, a crear y fortalecer el Club de Los Millonarios. Santa Fe, con la orientación de Gonzalo Rueda Caro y la asesoría del técnico inglés Jack Greenwell, hacía furor con sus presentaciones en el viejo estadio de El Campín. El 26 de junio de 1948, en la ciudad de Barranquilla, quedó formalizada la fundación de la División Mayor del Fútbol Colombiano, bajo la presidencia de Alfonso Sénior y la secretaría general de Humberto Salcedo Fernández, «Salcefer». A la reunión preliminar asistieron: Alfonso Sénior y
Santa Fe en 1950: Pineda, Rial, Luis López, Fernández y Mitten; Arnaldo, en el centro; y atrás, Zumudio, Delli, Martínez, Moyano, Bernao, Chamorro, Venegas, Peruca. Estadio de la Ciudad Universitaria de Bogotá.
Mauro Mórtela, por Millonarios de Bogotá; Gonzalo Rueda Caro, por Santa Fe de Bogotá; Manuel Usano, por Universidad de Bogotá; Federiko Kahn, por el Medellín; Jorge Osorio Cadavid, por el Atlético Municipal, de Medellín; Arturo Torres, por el Huracán, de Medellín; José María Burgos «El Cura», por el Victoria, de Medellín; Oscar Hoyos Botero, por el Deportes Caldas, de Manizales; Antonio Muñoz, por el Once Deportivo, de Manizales; Carlos Laffourie Roncallo, por el Atlético Junior, de Barranquilla; Armando Bohórquez y Libardo Rivera, por el Deportivo Cali, y Humberto Fernández, por el América, de Cali. A pesar de los obstáculos que oponía la Asociación Colombiana de Fútbol, se constituyó el primer consejo de la Dimayor, el cual quedó constituido así: Presidente, Humberto Salcedo Fernández; vicepresidente 1.°, Ernesto Álvarez Correa; vicepresidente 2.°, Oscar Hoyos Botero; tesorero, Jorge
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Osorio Cadavid; fiscal, Alfonso Sénior Quevedo. La nueva entidad fijó su sede en Bogotá. Los campeonatos profesionales, entre 1948 y 1987, fueron ganados por los siguientes equipos:
Año
Campeón
Subcampeón
1948 1949 1950 1951 1952 1953 1954 1955 1956 1957 1958 1959 1960 1961 1962 1963 1964 1965 1966 1967 1968 1969 1970 1971 1972 1973 1974 1975 1976 1977 1978 1979 1980 1981 1982 1983 1984 1985 1986 1987 1988
Santa Fe Millonarios Dep. Caldas Millonarios Millonarios Millonarios Nacional Medellín Quindío Medellín Santa Fe Millonarios Santa Fe Millonarios Millonarios Millonarios Millonarios Cali Santa Fe Cali U. Magdalena Cali Cali Santa Fe Millonarios Nacional Cali Santa Fe Nacional Junior Millonarios América Junior Nacional América América América América América Millonarios Millonarios
Junior Cali Millonarios Boca Juniors Boca Juniors Quindío Quindío Nacional Millonarios Tolima Millonarios Medellín América Medellín Cali Santa Fe Cúcuta Nacional Medellín Millonarios Cali América Junior Nacional Cali Millonarios Nacional Millonarios Cali Cali Cali Santa Fe Cali Tolima Tolima Junior Millonarios Cali Cali América Nacional
La implantación del fútbol profesional en Colombia creó situaciones de conflicto entre los empresarios de esta modalidad y los directivos de la Asociación Colombiana de Fútbol y estimuló celos de popularidad y prestigio. El éxito del primer campeonato, en 1948, puso en guardia a la Asociación, a pesar de que el espectáculo dejaba buenos ingresos a la entidad por concepto de los porcentajes que cobraba. Ya desde los años precedentes, sin organización profesional, los equipos que hasta entonces se limitaban a partidos amistosos entre sí y con algunos cuadros argentinos, peruanos y costarricenses, habían propiciado el llamado fútbol «marrón», es decir, un profesionalismo disfrazado de amateurismo. Los jugadores se pagaban por debajo de la mesa. El impulso del primer torneo profesional —que se jugaba en seis ciudades— contó con la cooperación de la empresa de aviación nacional que transportaba los equipos de un lado a otro, sin tropiezos. Las entradas se vendían casi en su totalidad y la prosperidad económica le dio a la Dimayor más poder que a la Asociación del Fútbol. No tardó en despertarse la disputa por el manejo de este deporte. Los equipos intensificaron la contratación de jugadores y técnicos extranjeros. Millonarios trajo de Argentina al profesor Carlos «Cacho» Al-
Millonarios en 1950: Aguilera, Mosquera, Di Stefano, Pedernera, Castillo, Cobo Zuluaga, Cabillón, Lires López; atrás: Pini, Ochoa, Aves, Cozzi, Soria, Rossi, Aldabe, García, Danilo y el masajista Malaver.
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dabe para que dirigiera el equipo. Con visión de profeta, Aldabe aconsejó la traída de los valores más importantes del fútbol argentino, lo cual se vio favorecido por el descontento de los jugadores de Argentina, quienes, frustrados por la mala paga, vieron en Colombia una mina de oro para satisfacer sus aspiraciones. Las transacciones —según el reglamento de la FIFA— debían hacerse de federación a federación y pagando altas sumas de dinero por el pase. Sin embargo, los huelguistas del fútbol argentino aceptaron ser contratados directamente, lo que significaba para ellos una ventaja y también para los equipos colombianos, que evitaban el pago de derechos internacionalmente convenidos. Así se inició el éxodo de jugadores no ya sólo de Argentina sino de Brasil, Paraguay, Perú, Hungría, Inglaterra, Yugoslavia y, en fin, de todos aquellos países en donde el fútbol se encontraba más desarrollado. Carlos «Cacho» Aldabe concibió la idea de contratar a Adolfo Pedernera, el jugador de mayor personalidad de la Argentina y hombre de gran ascendencia entre sus colegas. Se vinculó a Millonarios en 1949 y orientó la conRossi, Pedernera y Contreras: tres grandes figuras de la época dorada del fútbol colombiano.
El Cali en 1931: Luis A. Rojas, Fernando Rengifo, Marco T. Villalobos, A. Escobar, Isidro Díaz.
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tratación de otros jugadores, con lo cual quedó abierto el boquete de lo que se denominó el «fútbol pirata» de Colombia. Adolfo Pedernera, nacido en 1918 en Buenos Aires, fue un genio del fútbol que se inició en las divisiones inferiores del Club Huracán y luego, en 1933, pasó al famoso River Plate llamado también Los Millonarios, de Argentina. Este apelativo fue el que tomó luego el equipo Los Millonarios de Bogotá, como simple apodo del Municipal, pero en vista de la popularidad de ese nombre se adoptó oficialmente. El bautizo fue del periodista Luis Camacho Montoya del diario El Tiempo de Bogotá. Pedernera formó parte de la «maquinita» de River Plate al lado de Muñoz, Moreno, Labruna y Lostau. Hizo parte de la selección de Argentina, hasta que en 1949 llegó a Bogotá para enrolarse al equipo bogotano. Años después y tras haberse despedido de Millonarios, en un partido que este equipo disputó con el Vasco da Gama del Brasil, pasó al América de Cali. Pedernera fue la figura central de la época de El Dorado. El Deportivo Cali contrató por esa época al célebre jugador peruano Valeriano López, centro delantero y autor de cientos de goles que anotaba gracias a su estatura y buena cabeza. Fue el símbolo de la escuela peruana de entonces y tuvo en Cali la más cordial y entusiasta acogida. Formó parte de la selección del Perú. Otra de las figuras prominentes fue el brasileño Heleno de Freitas, colosal jugador que enriqueció el fútbol colombiano y que era considerado como uno de los delanteros más sobresalientes del mundo. En Colombia defendió los colores del Atlético Junior de Barranquilla. Los colombianos tenían pocas oportunidades por aquellos tiempos, pero la figura más sobresaliente fue Efraín «Caimán» Sánchez, arquero barranquillero, quien se inició con el Junior Pero luego prestó sus servicios al Deportivo Cali y al América. Pasó a ju-
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gar en la Argentina, en donde el célebre periodista Borocotó lo bautizó como el «Caimán de Boedo». En 1957, el «Caimán» fue arquero de la selección de Colombia que en Lima y en el desarrollo de un campeonato suramericano, venció a Uruguay por 1-0, disfrutando entonces del más impresionante y emocionante apoyo del público peruano. El único tanto del partido fue anotado por otra celebridad colombiana, Carlos Arango, de Santa Marta. El «Caimán» también fue protagonista del inesperado y glorioso empate de Colombia frente a la Unión Soviética, durante las finales
Caimán Sánchez, Cobo Zuluaga y Maravilla Gamboa.
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Gabriel Ochoa Uribe, portero de Millonarios y del América de Río de Janeiro, donde hizo sus estudios de medicina. Hoy, afamado director técnico, es el hombre que ha ganado más campeonatos en el fútbol nacional.
del campeonato mundial de fútbol de Chile. Los dos equipos dividieron honores a 4 tantos por bando en la norteña ciudad chilena de Arica. Efraín Sánchez se dedicó por último a la dirección técnica y tuvo la fortuna de clasificarse subcampeón de la Copa América en el año de 1975, tras perder la final disputada en Caracas frente a la selección del Perú. Millonarios trajo, también en 1949, a Alfredo Di Stéfano, quien, atraído por El Dorado de Colombia, no vaciló en trasladarse a Bogotá. Nacido en 1926 en Buenos Aires, hizo parte de la célebre «maquinita» del River Píate de Buenos Aires. Era tan veloz que mereció el apodo de «Saeta Rubia». Posteriormente pasó al famoso equipo español Real Madrid, en donde hizo una de las carreras futbolísticas más brillantes del mundo. Algunos lo han considerado, junto con Pelé, como uno de los más virtuosos atacantes a nivel mundial. Francisco «Cobo» Zuluaga, antioqueño, fue uno de los grandes baluartes del fútbol colombiano, y en ocasiones único jugador nacional de Millo-
narios, en donde actuó, como tal, solitariamente. También jugó con Santa Fe y Atlético Nacional de Medellín. En el mundial de Chile actuó como capitán de la selección de Colombia, siempre en su puesto de marcador de punta. Actualmente es escuchado como comentarista de fútbol en la ciudad de Medellín. De esta época de El Dorado también surgió el conocido técnico Gabriel Ochoa Uribe, antioqueño, y quien, a la par de su afición deportiva, siguió estudios de medicina. En Millonarios jugó como portero, suplente del célebre argentino Julio Cozzi, considerado como uno de los más notables arqueros del continente. Ochoa Uribe tuvo actuaciones muy notables; paró tiros penalty y en Río de Janeiro se distinguió como magnífico guardapalos hasta el punto que lo contrató el America de Río de Janeiro, en donde además continuó sus estudios de medicina. Ochoa Uribe tuvo sus mayores éxitos como técnico y es el hombre que ha ganado más campeonatos en la historia del fútbol nacional. Dirigió la selección de Colombia. Aunque muy
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controvertido, Gabriel Ochoa Uribe ha hecho escuela en Colombia distinguiéndose por su disciplina, rigor y eficacia. Jorge Orth, de Hungría, no sólo fue destacado jugador de su país habiendo formado parte de la selección de su patria sino que, dedicado a la dirección técnica, actuó como entrenador de la selección de Chile en 1930 para el primer campeonato mundial de fútbol en Uruguay. Contratado por el departamento del Valle, hizo escuela, y por cierto que entre sus discípulos figuran muchos que le dieron brillo al fútbol colombiano. Entre otros se recuerda a Delio «Maravilla» Gamboa, Marino Klinger, Daguía, Sinisterra, «Tabaco» Escobar, Abadía, Cóndor Valencia y muchos más. En el desarrollo del fútbol profesional, unos equipos sucumbían y otros surgían. El Universidad, que era el tercer equipo de Bogotá, cedió su ficha al Atlético Bucaramanga. El mismo Adolfo Pedernera intervino en re-
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presentación del Bucaramanga, en calidad de empresario, según negociación que se hizo con los señores Marco Alzate Avendaño y Hoyos Robledo, propietarios del equipo de la U. El Huracán y el Boca Juniors, de Medellín y Cali respectivamente, dejaron de existir. En la actualidad, los equipos que militan en la división profesional son 15: Millonarios, Santa Fe, Deportivo Cali, América, Cúcuta, Atlético Bucaramanga, Deportivo Independiente Medellín, Atlético Nacional, Tolima, Quindío, Unión Magdalena, Deportivo Pereira, Cristal Caldas, Atlético Junior y Sporting. Problemas de carácter financiero les hicieron dar a los equipos muchas vueltas. El Bucaramanga se convirtió en el Oro Negro y pasó a representar a Barrancabermeja, donde fijó su sede; luego se trasladó a Cartagena bajo el nombre de Real Cartagena. Su dirigente José Luis Mendoza Cárdenas parecía un gitano, buscándole recursos económicos al equipo que, fi-
Atlético Bucaramanga, antes Oro Negro, en 1950: Córdoba, D'Ambrosio, Ortiz, Cardozo, Rubio, Peluffo, Fraccione, Bustamante, Bernasconi, entre otros.
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nalmente, regresó a su sede original, donde permanece no sin haber participado de El Dorado, con jugadores de la talla de Gambina, Pesarini, Bernasconi, Peluffo, Asciolo y Fraccione. Un movimiento en favor del criollismo se desarrolló en Bogotá y en todo el país, gracias a los periodistas que empezaron a ver la necesidad de tener fútbol propio. Los jugadores nacionales eran entonces llamados «Los Galeotes» y su inclusión en los equipos fue aumentando paulatinamente, aunque algunos creen que no en el número más adecuado a las necesidades. Sea de ello lo que fuere, Colombia tuvo notabilidades de Argentina, Brasil y Perú; de Yugoslavia, Hungría e Inglaterra. Se habían roto todos los moldes, pero se descuidó el fútbol auténticamente nacional. Colombia ha participado en competiciones de Copa del Mundo, pero hasta ahora solamente una vez ha llegado a las finales, en 1960 en Chile. El historial de su intervención en este torneo, eliminatorias y finales, es el siguiente: 1957 (para Suecia, 1958) 16 de junio, Bogotá Colombia 1 - Uruguay 1 Colombia: Efraín Sánchez; Luis Rubio, Francisco Zuluaga y Hernando Moyano; Ricardo Díaz y Jaime Silva; Alejandro Carrillo, Marcos Coll, Carlos Arango, Jaime Gutiérrez y Héctor García. Director técnico: Orlando Orlandini, argentino. Uruguay: Taibo; Correa, Martínez y González; Gonçalvez y Miramontes; Borges, Pipo Rodríguez, Héctor Rodríguez, Ambrois y Campero. Goles: Arango (minuto 15) y Ambrois (minuto 51). 20 de junio, Bogotá Colombia 2 - Paraguay 3 Colombia: Sánchez; Hernán Echeverry, Rubio y Moyano; Díaz y Silva; Carrillo, Coll, Arango, Gutiérrez y García. Paraguay: Casco; Arévalo, Lezcano y
Echagüe; Villalba y Achúcarro; Agüero, E. Jara, Ángel Jara, Aguilera y Benítez. Goles: Gutiérrez (minuto 10) y Díaz (89). Ángel Jara (30 y 88) y Echeverri (autogol, 67). 30 de junio, Montevideo. Uruguay 1 - Colombia 0 Uruguay: Taibo; Correa, Martínez y González; Gonçálvez y Miramontes; Borges, Ambrois, Míguez, H. Rodríguez y Roque. Colombia: Sánchez; Zuluaga, Hernando Caicedo e Ignacio Calle; Díaz y Silva; Carrillo, Coll, Arango, Gutiérrez y Delio Gamboa. Gol: Míguez (de penal, minuto 89). 7 de julio, Asunción Paraguay 3 - Colombia 0 Paraguay: Casco; Lezcano, Arévalo y Echagüe; Villalba y Achúcarro; Agüero, E. Jara, A. Jara, Aguilera y Benítez. Colombia: Sánchez; Echeverri, Caicedo y Calle; Díaz y Silva; Carrillo, Arango, Gamboa, Gutiérrez y Valerio Delatour. Goles: Enrique Jara (minutos 11 y 77) y Juan Agüero (27). 1961 (para Chile, 1962) 30 de abril, Bogotá Colombia 1 - Perú 0 Colombia: Sánchez; Zuluaga, Hernán Echeverri, Calle y Rolando Serrano; Silva e Ignacio Pérez; Germán Aceros, Eusebio Escobar, Delio Gamboa y Héctor González. Director técnico: Adolfo Pedernera, argentino. Perú: Felandro; Fléming, Fernández, Cruzado y De la Vega; Calderón y Drago; Moltalvo, Uribe, Carrasco y Huapayá. Gol: Eusebio Escobar (minuto 27). 7 de mayo, Lima Perú 1 - Colombia 1 Perú: Cárpena; Calenzani, Fernández, Cruzado y De la Vega; Calderón y Flórez; Montalvo, Uribe, Márquez y Delgado.
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Colombia: Sánchez; Calle, Aníbal Alzate, Hernán Echeverri y Serrano; Silva y Pérez; Aceros, Escobar, Gamboa y González. Goles: De la Vega, de penal (minuto 3) y González (69). Serrano falló un penal en el minuto 85. Nota: Colombia obtuvo así su primera y única clasificación hasta el momento, para las finales de la Copa del Mundo, con un total de 3 puntos. Finales Chile, 1960 30 de mayo, Arica Colombia 1 - Uruguay 2 Colombia: Sánchez; Héctor Echeverri, Oscar López, Zuluaga y Jaime González; Silva y Coll (Luis Paz); Aceros, Klinger (Pérez), Gamboa y Jairo Arias (Carlos Aponte). Uruguay: Sosa; Emilio Álvarez, Troche, Méndez y Elíseo Álvarez; Gonçalvez y Sassia; Cubillas, Rocha, Langón y Pérez. Goles: Zuluaga, penal (minuto 18). Cubillas (57) y Sassia (84).
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3 de junio, Arica Colombia 4 - Unión Soviética 4 Colombia: Sánchez; H. Echeverri, Alzate, López y González; Serrano y Coll; Aceros, Rada, Klinger y Héctor González. URSS: Yashin; Cokheli, Ostrovsky, Voroin y Maslenkin; Netto y Chislenko; Ivanov, Ponedelnik, Kanevski y Meshki. Goles: Aceros (minuto 22), Coll (68), Rada (72) y Klinger (76). Ivanov (9), Chislenko (11) y Ponedelnik (13 y 57). 7 de junio, Arica Colombia 0 - Yugoslavia 5 Colombia: Sánchez; H. Echeverri, Alzate, López y J. González; Serrano y Coll; Aceros, Rada, Klinger y Héctor González. Yugoslavia: Suskic; Durkovic, Jusufi, Radakovic y Markovic; Popovic y Ankovic; Jercovic, Galic, Sekularac y Melic. Goles: Jerkovic (minutos 20, 25 y 88), Galic (62) y Melic (83).
El portero ruso Yashine, "La araña negra", increpa a los colombianos después de sufrir el primer gol en Arica, Chile, el 3 de junio de 1962, en partido que se empató en un memorable 4 a 4.
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1965 (para Inglaterra, 1966) 20 de julio, Barranquilla Colombia 0 - Ecuador 1 Colombia: Calixto Avena; Hermenegildo Segrera, Carlos Peña, Walberto Peña y José A. Vargas; Joaquín Pardo y Miguel Pérez; Henry Toscano, Jairo Aguirre, Oswaldo Moreno y Emiliano Gómez. Director técnico: Antonio Julio de la Hoz, colombiano. Ecuador: Ansaldo; Quijano, Lecaro, Macías y Bustamante; Cañarte y Cruz; Muñoz, Bolaños, Raymondi y Larrea. Gol: Washington Muñoz (minuto 17). 25 de julio, Guayaquil Ecuador 2 - Colombia 0 Ecuador: Ansaldo; Quijano, Lecaro, Macías y Bustamante; Gómez y Zambrano; Muñoz, Bolaños, Raymondi y Larrea. Colombia: Avena; Vargas, Teobaldo Torres, Segrera y Maya; Pérez y Pardo; Toscano, Antonio Rada, Moreno y Pedro Brugés. Goles: Raymondi (minutos 55 y 75). 1 de agosto, Santiago Chile 7 - Colombia 2 Chile: Nietzche; Valentini, Donoso, González y Contreras; Hodge y Méndez; Prieto, Campos, Foilloux y Sánchez. Colombia: Armando Pérez; Carlos Valderrama, Maya, Teobaldo Torres y Peña; Segrera y Pardo; Toscano, A. Tovar, Moreno y Brugés. Goles: Sánchez (minuto 6), Méndez (7 y 69), Foilloux (26 y 64), Campos (42) y Prieto (58). Hermenegildo Segrera (82 y 89). Expulsado: Joaquín Pardo, Colombia. 7 de agosto, Barranquilla Colombia 2 - Chile 0 Colombia: Avena; Maya, Vargas, Torres y Segrera; Pérez y Pardo; Toscano, Rada, Moreno y Olinto Fonseca. Chile: Nietzche; Valentín, Donoso, González y Contreras; Hodge y Méndez; Prieto, Landa, Foilloux y Sánchez.
Goles: Antonio Rada (minuto 70, de penal, y 72). Nota: El fútbol colombiano estaba dividido entre Adefútbol, que tenía el reconocimiento de la FIFA, y la Fedebol, entidad que manejaba el rentado. 1969 (para México, 1970) 27 de julio, Bogotá Colombia 3 - Venezuela 0 Colombia: Luis Largacha; Arturo Segovia, Segrera, Oscar López y Gabriel Hernández; Francisco García y Mario Agudelo; Jorge González, Alejandro Brand, Jorge Gallego y Norman Ortiz (Germán González). Director técnico: Francisco Zuluaga, colombiano. Venezuela: Colmenares (Fassano); Chicho, Sánchez, Freddy y David; Antonio y Pedrito; Tortolero (Rafa), Iriarte, Mendoza y Nitti. Goles: Jorge González (minutos 34 y 56) y Hermenegildo Segrera (76, de penal). 2 de agosto, Caracas Venezuela 1 - Colombia 1 Venezuela: Fassano; David, Freddy, Sánchez y Chicho; Pedrito y Antonio; Rafa, Mendoza, Iriarte y Nitti. Colombia: Largacha; Segovia, Segrera, López y Hernández; García y Agudelo; González, Gallego (Nicolás Lobatón), Brand (Javier Tamayo) y Norman Ortiz. Goles: Mendoza (minuto 10) y Tamayo (61). Expulsado: Jorge González (minuto 43). 6 de abril, Bogotá Colombia 0 - Brasil 2 Colombia: Largacha; Segovia, Segrera, López y Fernando «Bombillo» Castro; Joaquín Sánchez, García y Agudelo; Tamayo, Gallego (Gustavo Santa) y Norman Ortiz (Brand). Brasil: Félix; Carlos Alberto, Djalma Días, Joel y Rildo; Piazza y Gerson; Jairzinho (Paulo César), Tostao, Pele y Edú. Goles: Tostao (minutos 38 y 44).
Captado 14
10 de agosto, Bogotá Colombia 0 - Paraguay 1 Colombia: Largacha; Segovia, Segrera, López (Pedro Vásquez) y «Bombillo» Castro; Agudelo y García; Santa, Gallego, Brand y Norman Ortiz (Gabriel Hernández). Paraguay: Aguilera; Bobadilla, Molinas, S. Rojas y Mendoza; Sosa y P. Rojas; Martínez, Ocampos, Valdés (Escobar) y Jiménez (Saturnino Arrúa). Goles: Martínez (minuto 56). 21 de agosto, Río de Janeiro Brasil 6 - Colombia 2 Brasil: Félix; Carlos Alberto, Djalma Días, Rildo y Joel; Piazza y Gerson (Rivelino); Jairzinho, Tostao, Pelé (Paulo Cesar) y Edú. Colombia: Largacha (Otoniel Quintana); Segovia, Segrera, Luis «Camello» Soto y «Bombillo» Castro; Abel Álvarez y Agudelo (J. Sánchez); Jorge Ramírez, Orlando Mesa, Gallego y Santa. Goles: Tostao (minutos 14 y 41), Edú (55), Pelé (60), Rivelino (86) y Jairzinho (88). Orlando Mesa (17) y Jorge Gallego (89). 24 de agosto, Asunción Paraguay 2 - Colombia 1 Paraguay: Villanueva; Molinas, Bobadilla, Sergio Rojas y Mendoza; P. Rojas e Ivaldi; Mora (Ferreira), Arrúa, Ocampos y Jiménez. Colombia: Quintana; Segovia, Soto, Segrera y «Bombillo» Castro; Álvarez y Agudelo (Santa); Ramírez, Gallego, Mesa y Jorge González. Goles: Saturnino Arrúa (minutos 29 y 49). Hermenegildo Segrera (82, de penal). 1973 (para Alemania Occidental, 1974) 21 de julio, Bogotá Colombia 1 - Ecuador 1 Colombia: Pedro Zape; Segovia, Óscar Ortega, Jaime Rodríguez y Henry Caicedo; Brand, Segrera y Víctor Campaz; Willington Ortiz, Ernesto Díaz (Soto) y Jaime Morón.
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Director técnico: Todor Veselinovic. Ecuador: Méndez; Peláez, Portilla, Noriega y Ortiz; Cabezas (W. Muñoz), Bolaños y Camacho (Polo Carrera); Lasso, Estupiñán y Marcos Guime. Goles: Willington Ortiz (minuto 44) y Hermenegildo Segrera (72, autogol). 24 de junio, Bogotá Colombia 0 - Uruguay 0 Colombia: Zape; Segovia, Ortega, Rodríguez y Joaquín González; Segrera, Henry Caicedo (Adolfo Andrade) y Brand; W. Ortiz, Morón y V. Campaz. Uruguay: Santos; Olivera, Masnik, Ubiñas y Soryez; Cardaccio, Espárrago y Cubilla; Rey (Morena), Maneiro y Corbo (Bertocchi). Expulsados: Víctor Campaz y Olivera. 28 de junio, Guayaquil Ecuador: Méndez; Peláez, Portilla, Noriega y Jesús Ortiz; Bolaños, Camacho (Castañeda) y Muñoz; Lasso, Estupiñán y M. Guime (Polo Carrera). Colombia: Zape; Segovia, Ortega, Rodríguez y Gerardo Moncada; Luis Soto (Brand), H. Segrera y Domingo González; Díaz, W. Ortiz y Morón. Goles: Willington Ortiz (minuto 49, de penal) y Washington Muñoz (30, de penal). 5 de julio, Montevideo Uruguay 0 - Colombia 1 Uruguay: Santos; Ubiñas, Desimone, Masnik y Soryez; Cardaccio, Bertocchi y Espárrago; Cubilla, Morena y Corbo. Colombia: Zape; Segovia, Ortega, Rodríguez y Moncada; Soto, D. González y Segrera; Díaz, Ortiz y Morón (Andrade). Gol: Willington Ortiz (minuto 70). Nota: Uruguay obtuvo la primera casilla por la vía del gol-diferencia. Colombia terminó invicto. 1977 (para Argentina, 1978) 20 de febrero, Bogotá Colombia 0 - Brasil 0
"Fútbol", caricatura de Ricardo Rendón.
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Colombia: Luis G. López (nacido en Argentina); Segovia, Henry Caicedo (Gabriel Berdugo), José Zárate y Óscar Bolaño; Oswaldo Calero, Eduardo Retat y Diego Umaña; W. Ortiz, Eduardo Vilarete y Jorge R. Cáceres (nacido en Argentina). Director técnico: Blagoje Vidinic, yugoslavo. Brasil: Leao; Ze María, Amaral, Fuscao y Wladimir; Givanildo (Cazapava), Rivelino y Falçao; Gil (Waldomiro), Roberto y Zico. 24 de febrero, Bogotá Colombia 0 - Paraguay 1 Colombia: Luis G. López; Segovia, Caicedo (Berdugo), Zárate y Bolaño; Jorge Amado (nacido en Argentina), Umaña y Retat; Ortiz, Vilarete (Juan Moreno) y Jorge R. Cáceres. Paraguay: José Benítez; Espínola, Hugo Benítez, Aifuch e Insfrán; JaraSaguier, Sossa y Kiese; Lazzarini (Aquino), Paniagua y Bareiro. Gol: Jara-Saguier (minuto 26). 6 de marzo, Asunción Paraguay 1 - Colombia 1 Paraguay: Benítez; Espínola, Benítez Isasi, Aifuch e Insfrán; Jara-Saguier, Sossa y Aquino; Baéz (Lazzarini), Paniagua (Eladio Vera) y Bareiro. Colombia: López; Segovia, Zárate, Soto y Bolaño; Calero, Umaña (Amado) y Retat; Ortiz, Vilarete y Moreno (Alonso López). Goles: Jara-Saguier (minuto 89) y Eduardo Vilarete (58). 9 de marzo, Río de Janeiro Brasil 6 - Colombia 0 Brasil: Leao; Ze María, Luis Pereira, Carlos A. Torres y Marinho (Edinho); Cerezo, Zico y Rivelino; Gil (Joaozinho), Roberto y Paulo César Lima. Colombia: López; Segovia, Berdugo, Zárate y Bolaño; Calero, Umaña y Retat; Ortiz (Juan Moreno), Vilarete y Cáceres. Goles: Roberto (minutos 16 y 33), Zico (26), Marinho (41 y 55) y Rivelino (89). Expulsados: Zico y Zárate.
1981 (para España, 1982) 26 de julio, Bogotá Colombia 1 - Perú 1 Colombia: Pedro Zape; Jorge Porras, Astolfo Romero, Francisco Maturana y Fernando Castro; Juan Caicedo, Rafael Otero (Ángel M. Torres, minuto 45) y César F. Valverde (Rafael Agudelo, 86); Willington Ortiz, Eduardo Vilarete y Hernán Darío Herrera (capitán). Director técnico: Carlos Salvador Bilardo, argentino. Perú: Quiroga; Duarte, Díaz, Chumpitaz (capitán) y Rojas; Cuetto, Velásquez (Olaechea) y Uribe (La Rosa); Barbadillo, Cubillas y Oblitas. Director técnico: Elba de Padua Lima (Tim), brasileño. Goles: Hernán Darío Herrera (minuto 65) y Guillermo La Rosa (85). Arbitro: Arturo Ithurralde, argentino. Jueces de línea: Claudio Busca y Teodoro Nitti, argentinos. 9 de agosto, Montevideo Uruguay 3 - Colombia 2 Uruguay: Rodolfo Rodríguez; José Moreira, Juan Carlos Blanco, Hugo de León y Daniel Martínez; Eduardo de la Peña (Jorge Barrios, minuto 58), Ariel Krasowski y Rubén Paz; Ernesto Vargas, Waldemar Victorino y Julio Morales. Colombia: Zape; Porras, Romero, Maturana y F. Castro; Valverde, Sarmiento y Otero (Juan Caicedo, minuto 81); W. Ortiz (Diego Umaña, 73), Herrera y Ángel M. Torres. Goles: Rubén Paz (minuto 20), Julio Morales (80, de penal, y 86). Pedro Sarmiento (41) y Hernán Darío Herrera (58). 16 de agosto, Lima Perú 2 - Colombia 0 Perú: Quiroga; Duarte, Díaz, Chumpitaz y Rojas; Cueto, Velásquez (Olaechea) y Uribe; Barbadillo, La Rosa y Oblitas. Colombia: Zape; Porras, Maturana, Luis Eduardo Reyes y Castro; Otero, Valverde (Caicedo, 55) y Sarmiento (Vilarete, 46); Torres, Herrera y Ortiz.
Capítulo 14
Expulsado: Rafael Otero (minuto 60). Goles: Gerónimo Barbadillo (minuto 5) y Julio César Uribe (70, de penal). 13 de septiembre, Bogotá Colombia 1 - Uruguay 1 Colombia: Carlos Valencia; Evert González, Miguel Prince, Reyes (Germán Morales) y F. Castro; Sarmiento (J. Caicedo), Valverde y Umaña; Torres, Rafael Agudelo y Herrera. Uruguay: Rodríguez; Moreira, Blanco, Marcenara y Martínez (González); Barrios, Krasowsky (Russo) y Paz; Bueno, Victorino y Vargas. Goles: Hernán Darío Herrera (minuto 12, de penal) y Waldemar Victorino (43). 1985 (para México, 1986) 26 de mayo, Bogotá Colombia 1 - Perú 0 Colombia: Pedro Zape; Víctor Luna, Miguel Prince, Norberto Molina y Jorge Porras; Pedro Sarmiento, Germán Morales, (Hernán Darío Herrera) y
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Willington Ortiz; Amoldo Iguarán, Víctor Lugo y Jesús Barrios (Américo Quiñones). Director téc: Gabriel Ochoa Uribe. Perú: Acazuso; Rojas, Díaz (expulsado), Requena y Olaechea; Chirinos, Velásquez y Cueto; Barbadillo, Navarro y Oblitas (Uribe). Director técnico: Moisés Barack. Árbitro: Luis Barrancos, Bolivia. Gol: Miguel Prince (minuto 26); falló pena máxima (47). 2 de junio, Bogotá Colombia 1 - Argentina 3 Colombia: Zape (Octavio Gómez, 3); Luis N. Gil, Prince, Molina y Alonso López; Morales, Sarmiento y Quiñónez (Herrera): Manuel Córdoba, Ortiz e Iguarán. Argentina: Fillol; Claussen, Passarella, Trossero y Garré; Russo, Giusti, Trobbiani (Barbas) y Maradona; Burruchaga y Pasculi (Dertycia). Director técnico: Carlos Salvador Bilardo.
Selección Colombia en 1962: Rada, Acero, Coll, Klinger, J, González; López, H. González, Caimán Sánchez, Serrano, Alzate, Echeverri y el masajista Malaver.
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Árbitro: César Arnaldo Coelho, Brasil. Goles: Pasculi (minutos 43 y 68) y Burruchaga (88). Prince (61). 9 de junio, Lima Perú 0 - Colombia 0 Perú: Acazuso; Leo Rojas, Olaechea, Díaz y Gástulo; Chirinos, Cueto y Uribe; Barbadillo (Malásquez), Navarro e Hirano (La Rosa). Colombia: Octavio Gómez, Víctor Luna, Miguel Prince, Gonzalo Soto y Jorge Porras; Pedro Sarmiento, Germán Morales y Américo Quiñónez; Córdoba (Jesús Barrios), Willington Ortiz y Arnoldo Iguarán (Víctor Lugo). Arbitro: Juan Daniel Cardellino, Uruguay. 16 de junio, Buenos Aires Argentina 1 - Colombia 0 Argentina: Fillol; Claussen, Passare11a, Trossero y Garré; Giusti (Barbas), Russo, Burruchaga y Maradona; Valdano y Pasculli. Colombia: Octavio Gómez; Víctor Luna, Miguel Prince, Gonzalo Soto y Jorge Porras; Pedro Sarmiento (Américo Quiñónez), Germán Morales y W. Ortiz; Manuel Córdoba, Víctor Lugo (Carlos Ricaurte) e Iguarán. Árbitro: Gabriel González, Paraguay. Gol: Jorge Valdano (minuto 25). 23 de junio, San Cristóbal Venezuela 2 - Colombia 2 Venezuela: Baena; Landaeta (Maldonado), Acosta, Simonelli y Campos; Torres, Sánchez y Méndez; Añor, Cedeño (Carrero) y Márquez. Director técnico: Walter Roque, uruguayo. Colombia: Luis O. Gómez; Víctor Luna, Miguel Prince, Gonzalo Soto y Jorge Porras; Pedro Sarmiento, Germán Morales y Wilson Américo Quiñónez (Hernán Darío Herrera); Jesús Barrios, Willington Ortiz y Víctor Lugo (Luis E. Reyes). Director técnico: Gabriel Ochoa Uribe. Árbitro: Ramón Barreto, uruguayo.
Goles: Cedeño (6) y Bernardo Añor (64), Willington Ortiz (16) y Hernán Darío Herrera (minuto 60, de penal). 30 de junio, Bogotá Colombia 2 - Venezuela 0 Colombia: Carlos F. Navarro Montoya; Luna, Alvaro Escobar, Luis E. Reyes y Porras; Sarmiento, Carlos Ricaurte (Barrios) y Herrera (Eugenes Cuadrado); Córdoba, Ortiz y Lugo. Director técnico: Gabriel Ochoa. Venezuela: Nikolac; Torres, González, Acosta y Betancur; Carrero (Elli), Sánchez y Maldonado; Cedeño (Méndez), Márquez y Febles. Árbitro: Sergio Vásquez Sánchez, Chile. Goles: Córdoba (minuto 15) y Herrera (28, de penal). Herrera falló penal (42). Repesca-Primera fase 27 de octubre, Asunción Paraguay 3 - Colombia 0 Paraguay: Roberto Fernández; Juan Bautista Torales, Rogelio Delgado, César Zavala y Wladimiro Schettina (Virgilio Cáceres); Julio César Romero, Jorge Amado Núñez y Adolfino Cañete; Buenaventura Ferreira, Ramón Ángel Hicks y Roberto Cabañas (Jorge Guash). Director técnico: Cayetano Re. Colombia: Carlos Fernando Navarro Montoya; Félix Polo, Alvaro Escobar, Miguel Prince (Jorge Ambuila) y Carlos Mario Hoyos; Luis Murillo, Germán Morales y José Hernández (Carlos Valderrama); Gabriel Gómez, Willington Ortiz y John E. Castaño. Árbitro: Carlos Espósito, Argentina. Goles: Ramón Ángel Hicks (minuto 15), Julio César Romero (de penal, 70), Roberto Cabañas (79). 3 de noviembre, Cali Colombia 2 - Paraguay 1 Colombia: Carlos F. Navarro; Víctor Luna, Miguel Prince, Álvaro Escobar y Jorge Ambuila; Álex Escobar, Luis Murillo y Carlos Valderrama; Antony de Ávila (Sergio Angulo), W. Ortiz y John E. Castaño (Víctor Lugo).
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Director técnico: Gabriel Ochoa U. Paraguay: Fernández; Torales, Zabala Delgado y Schettina; Cañete, Núñez y Romero Ferreira, Hicks (Mendoza) y Cabañas (Guash). Director técnico: Cayetano Re. Arbitro: Roberto Wright, Brasil. Goles: Buenaventura Ferreira (minuto 57), Sergio Angulo (66) y Willington Ortiz (88). Ciclismo, los mayores triunfos Con el nombre de Sociedad Ciclista se fundó el primer club de Colombia, en la ciudad de Bucaramanga y en julio de 1898. Cien aficionados, dispersos, resolvieron convocar una asamblea con el fin de constituir un grupo organizado. En la hoja volante en la cual se invitaba a participar a esos pedalistas, se decía: «Formalmente excitamos a los ciclistas a que no desatiendan este proyecto. El escrutinio se verificará dentro de ocho días. ¡A votar pronto!» En Bogotá solían hacerse carreras cortas, en el tramo de Chapinero com-
prendido entre la calle 26 con carrera 7a y la calle 63 en sentido norte para luego regresar por la carrera 13 hasta la citada calle 26. Guillermo Pignalosa, más tarde directivo de la Federación Colombiana de Ciclismo, fue el gran animador de la época no sólo gracias a su aptitudes sino a sus bicicletas, las más modernas de entonces, importadas de Italia. En 1938, se incluyó el ciclismo en el programa de los I Juegos Deportivos Bolivarianos, con los cuales celebró Bogotá su cuarto centenario de fundación. La figura estelar fue el barranquillero Marcos Gutiérrez, ciertamente uno de los precursores del ciclismo competitivo en el plano internacional. En el año 1950, invitada Colombia a participar en los Juegos Centroamericanos y del Caribe de Guatemala, se decidió enviar un equipo de ciclistas que obtuvo medalla de oro en pista. En efecto, el equipo colombiano de 4.000 metros persecución por equipos obtuvo la victoria frente a Cuba, México y otros países. El equipo estaba El campeón Efraín Forero, El Zipa, bajando de Riosucio durante la II Vuelta a Colombia.
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integrado por Efraín Forero —a quien se conocía por sus prácticas en el incipiente ciclismo de Cundinamarca—, el capitán del ejército Ortiz, el seminarista Efraín Rozo, después conocido como el «cura Rozo», y el aficionado vallecaucano Jaime Tarquino. Forero cuenta su emoción inolvidable cuando al subir al pódium de los vencedores, junto a sus compañeros, escuchó las notas del himno nacional. Tal fue su primera gran experiencia internacional. Era el presagio de nuevas y sensacionales victorias. El joven atleta inglés, radicado en Bogotá, Donald Raskin, de profesión comerciante al lado de su padre, quien había emigrado a Colombia, tuvo la idea de organizar la primera Vuelta a Colombia. Se la propuso primero a sus compañeros de la entonces Asociación Colombiana de Ciclismo (hoy Federación) Guillermo Pignalosa, Mario «Remoladlo» Martínez y al periodista Jorge Enrique Buitrago «Mirón». Organizaron una expedición a Manizales, y sugirieron que Efraín Forero hiciera el recorrido a fin de comprobar si era posible o no que llegara una bicicleta. No sólo era posible sino que Efraín Forero, en su «caballito de acero», llegó primero que el vehículo que transportaba a los dirigentes. Inmediatamente, los directivos se dirigieron al periódico El Tiempo y ofrecieron el proyecto al redactor Pablo Camacho Montoya, quien se entusiasmó y persuadió a su periódico de la importancia de apoyar la iniciativa. El 5 de enero de 1951 partió la primera vuelta por vías intransitables y con la inscripción de 34 corredores de diferentes sitios del país. El costo de esta vuelta fue de unos siete mil pesos. Y Efraín Forero, el primer ganador. Convertido en ídolo, tuvo a su llegada a Bogotá el recibimiento más impresionante que se haya vivido. La muchedumbre gritaba: «A Francia... Efraín Forero a Francia.» La avenida Jiménez, frente a la Gobernación de Cundinamarca, en Bogotá, presenció una manifestación sin precedentes.
Ganadores de la vuelta El cuadro de honor de la Vuelta a Colombia está conformado por los siguientes ganadores:. 1951 — Efraín Forero (Cundinamarca) 1952 — José Beyaert (Francia) 1953 — Ramón Hoyos (Antioquia) 1954 — Ramón Hoyos (Antioquia) 1955 — Ramón Hoyos (Antioquia) 1956 — Ramón Hoyos (Antioquia) 1957 — José Gómez del Moral (España) 1958 — Ramón Hoyos (Antioquia) 1959 — Rubén Darío Gómez (Risaralda) 1960 — Hernán Medina C. (Antioquia) 1961 — Rubén Darío Gómez (Risaralda) 1962 — Roberto Buitrago (Cundinamarca) 1963 — Martín E. Rodríguez (Antioquia) 1964 — Martín E. Rodríguez (Antioquia) 1965 — Javier Suárez (Antioquia) 1966 — Martín E. Rodríguez (Antioquia) 1967 — Martín E. Rodríguez (Antioquia) 1968 — Pedro J. Sánchez (Tolima) 1969 — Pablo Hernández (Risaralda) 1970 — Rafael Antonio Niño (Boyacá) 1971 — Alvaro Pachón (Cundinamarca) 1972 — Miguel Samacá (Cundinamarca) 1973 — Rafael Antonio Niño (Boyacá) 1974 — Miguel Samacá (Cundinamarca) 1975 — Rafael Antonio Niño (Boyacá) 1976 — José Patrocinio Jiménez (Cundinamarca) 1977 —- Rafael Antonio Niño (Boyacá) 1978 — Rafael Antonio Niño (Boyacá)
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1979 — Alfonso Flórez (Santander) 1980 — Rafael Antonio Niño (Boyacá) 1981 — Fabio Parra (Boyacá) 1982 — Cristóbal Pérez (Boyacá) 1983 — Alfonso Flórez (Santander) 1984 — Luis Herrera (Cundinamarca) 1985 — Luis Herrera (Cundinamarca) 1986 — Luis Herrera (Cundinamarca) 1987 — Pablo Wilches (Cundinamarca) 1988 — Luis Herrera (Cundinamarca)
La Vuelta a Colombia, que se disputaba sobre caminos de herradura, con pesadas y ruidosas bicicletas, tuvo en su segunda versión la aparición de uno de los más notables protagonistas: Ramón Hoyos Vallejo. Fue en su segunda vuelta cuando Hoyos ganó, por primera vez, una etapa, la novena, disputada entre Cali y Sevilla sobre un recorrido de 169 kilómetros. En esa misma vuelta, al cumplirse la primera etapa entre Bogotá y Honda, Hoyos llegó fuera de tiempo y fue descalificado. Por una gracia especial, él y otros que estaban en la misma situación fueron readmitidos. Un año después, en la tercera vuelta, Hoyos ga-
Llegada del francés José Beyaert, campeón de la II Vuelta a Colombia, 1952. Con el español José Gómez del Moral (1957), es el único ciclista extranjero que ha obtenido este título.
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Ramón Hoyos Vallejo, pentacampeón de la Vuelta a Colombia, que ganó en 1953, 1954, 1955, 1956 y 1958.
Martín Emilio "Cochise" Rodríguez con el padre Feliciano Goesner y con Gustavo Pérez. Ganador de cuatro Vueltas a Colombia (1963, 64, 66 y 67).
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naba por primera vez la gran competición. Nacido en Marinilla, Antioquia, en 1932, fue campeón cinco veces, convirtiéndose en la figura más sobresaliente de los años cincuenta. Participó también en los Juegos Olímpicos de Melbourne, en 1956, y se destacó brillantemente en la Vuelta a México. Más tarde surgió Rubén Darío Gómez, «El Tigrillo», quien fue calificado, también por primera vez, como el «Deportista del año» según el concurso anual propuesto por el diario El Espectador. Luego surgió uno de los más notables corredores: Martín Emilio «Cochise» Rodríguez, ganador de cuatro vueltas, campeón mundial aficionado de la prueba de 4.000 metros de persecución individual, título obtenido en Varese, Italia, 1971, y plusmarquista mundial de la hora, marca conquistada en el velódromo de la ciudad de México en 1970. En Varese, la final de la prueba de persecución individual sobre 4.000 metros fue disputada por el colombiano frente al suizo Karl Fuchs, estableciendo un promedio de 48,972 kilómetros por hora. «Cochise» recorrió en la hora 47,553,24 kilómetros, quebrando la marca anterior que ostentaba Mogens Frey, de Dinamarca. Rafael Antonio Niño, nacido en Cucaita, Boyacá, ha sido el ciclista que ha ganado mayor número de vueltas. Acumuló seis victorias que lo acreditan como el corredor más fuerte que haya tenido el país. Las Vueltas a Colombia sólo fueron ganadas por extranjeros en dos ocasiones. En 1957 por el español José Gómez del Moral, quien contó con la ventaja de que se retiraron de la prueba de aquel año los corredores de Antioquia, debido a un chico pleito sobre si el corredor Hoyos se había remolcado o no, como lo afirmaba un juez que con la ayuda de unos binóculos sostenía que se había producido este hecho. En 1952, con motivo de la II Vuelta, el triunfo le corres-
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"Cochise" Rodríguez es triunfalmente recibido en Bogotá a su regreso de México, el 14 de octubre de 1970. después de haber establecido en el velódromo de esa ciudad la marca mundial de la hora en 47.533.24 km., antes en poder del danés Mogens Frey Jensen. Lo acompaña el entrenador Claudio Costa. Cochise también fue campeón mundial aficionado de los 4 000 ms persecución (Varese, Italia, 1971). Abajo, Martín Ramírez, campeón del Dauphiné Liberé, 1984.
pondió al francés José Beyaert, quien se impuso limpia y llanamente. Beyaert se radicó en Colombia y entre sus títulos internacionales figura el de haber sido campeón olímpico de ruta en Londres, en el año 1948. A partir de los años ochenta, el ciclismo cobró mayor importancia. Se empezó a hablar en términos internacionales. Se hicieron contactos con el viejo continente y se buscó financiación para posibles campañas en Europa. Los intentos, tímidos y modestos, que habían hecho por Europa los corredores colombianos, inclusive con la participación de Efraín Forero, el ganador de la I Vuelta a Colombia, habían fracasado. El presidente de la Federación de Ciclismo, Miguel Ángel Bermúdez, joven dirigente y dinámico trabajador, consiguió interesar a varias firmas comerciales para invertir un fuerte capital en la participación de Colombia en Europa. En 1983 se hizo el primer intento en la Vuelta a Francia, con resultados aceptables. En 1984 se insistió y mientras el colombiano Martín Ramírez, en actuación dramática, ga-
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naba la prueba clásica conocida como el Dauphiné Liberé, Lucho Herrera se imponía en el Alpe D'Huez durante la Vuelta a Francia. Estos primeros éxitos presagiaban un futuro halagador. En 1985, el ciclismo colombiano preparó una intensa campaña en Europa y decidió inscribir equipos en la Vuelta a España, en el Giro de Italia, en el clásico Dauphiné Liberé y en la Vuelta a Francia. Fue una difícil campaña pero con resultados positivos. En efecto, en España el colombiano Francisco Rodríguez, más conocido como
Lucho Herrera, en dos dramáticos momentos de su carrera en Europa, donde ha sido campeón de la Vuelta a España, en 1987. En Colombia, ha obtenido el campeonato en cuatro ocasiones: 1984, 1985, 1986 y 1988.
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«Pacho», logró clasificarse en el tercer lugar, aunque corriendo por un equipo español. A la Vuelta a Colombia y al clásico RC N de 1985 vinieron prestantes corredores europeos. El intercambio quedó enlazado y en la Vuelta a Francia, por fin, Lucho Herrera, el famoso «jardinerito» de Fusagasugá, se clasificó «rey de la montaña», superando a los mejores y convirtiéndose, virtualmente, en el mejor trepador de montaña del mundo. Además, los colombianos ganaron en el Tour tres etapas. Golf colombiano La historia del golf colombiano se remonta a más de setenta años y este deporte fue introducido por bogotanos que habían residido en Inglaterra. El más entusiasta de los precursores y virtual introductor de este deporte en Colombia fue don Joaquín Samper Brush, quien, junto a Carlos A. de Vengoechea, resolvió trazar el primer campo de golf en Bogotá en un potrero situado en la Carrera 13 con la Calle 37 en donde empezó a funcionar el Club de La Macarena. Participaron de esta feliz iniciativa, entre otros, Manuel S. de Santamaría, Ulpiano A. de Valenzuela, Frank Koppel, Eusebio Umaña y Tomás Samper Brush. La tradición del golf colombiano ha sido preservada por Enrique «Bambuco» Samper, hijo de don Joaquín Samper Brush, y puede decirse que este deporte, reservado en un principio a ciertas acomodadas familias, ha logrado popularizarse en la actualidad en todo el país. En 1921 vino un técnico inglés, Thomas Trendall, quien no sólo fabricaba los palos de golf sino que era técnico en la construcción de campos. Fue remplazado posteriormente por su compatriota Frank ApEl golf se extendió en los años treinta Por todo el país. Se fundaron el Club Campestre de Cali y el Club Campestre de Bucaramanga, Los Lagartos de Bogotá, Campestre de Manizales, San Andrés Golf Club de Fun-
za, Cundinamarca, y en 1947 se creó la Federación Colombiana de Golf. El número de practicantes del golf se estima en unos diez mil, incluyendo jugadores de clubes populares de Bogotá, como el de La Florida, El Porvenir, el Popular Club de Golf y otros. Los jugadores son de todas las edades, pero los hombres predominan. El país ha conquistado diversos títulos internacionales en América del Sur y en eventos celebrados en Centroamérica y en el Caribe. Las canchas del país están consideradas, algunas de ellas, entre las mejores del mundo, pero las del Club El Rincón se distinguen por su belleza y magnífico trazado. Algunos clubes gastan más de tres millones de pesos mensuales en su mantenimiento. El mejor jugador aficionado de golf de Colombia ha sido, posiblemente, Diego Correa, quien ostentó el título cinco veces. Sin embargo, Alberto Gamboa Álvarez fue durante diez años el jugador más destacado, aunque en la actualidad, con la renovación de las generaciones, el número uno es Luis Alfredo Puerto entre los profesionales, y Fabio Alberto Bernal entre los aficionados. La campeona nacional es Susana «Sussy» Faccini. Las mujeres no han practicado tanto el golf como los hombres, pero han ocupado en América del Sur posiciones muy destacadas.
Tenis El tenis, uno de los más antiguos deportes que se han practicado en Colombia, tuvo desde sus comienzos grandes clásicos. Fabio Villegas, de Manizales, fue históricamente el primer campeón nacional antes de los años treinta, cuando surgió un joven, Jorge Combariza, quien al ganar el título máximo ocupó las primeras planas de los diarios y revistas del país por sus brillantes actuaciones. Aún hoy, con más de setenta años de edad, Jorge Combariza practica el tenis y se ha constituido en el máximo ejemplo de permanencia deportiva.
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constituyéndose en ídolos deportivos al más alto nivel, Combariza en Bogotá y Echavarría en Medellín. En 1938, Combariza representó a Colombia durante los primeros Juegos Bolivarianos celebrados en Bogotá y allí se midió con el ecuatoriano Pancho Segura, quien ganó el título en gran final con el colombiano. Pancho Segura fue, posteriormente, uno de los mejores tenistas del mundo. Actualmente, el campeón nacional es Carlos Eduardo Gómez, del Valle del Cauca, y éste lleva ya dos títulos nacionales que lo acreditan como el mejor del momento. En la rama femenina se distingue Elsa Rodríguez, quien lleva acumulados doce campeonatos nacionales, lo que constituye una marca sin precedentes en la historia del tenis nacional. El tenis colombiano ha intervenido, con regular éxito, en la disputa de la famosa Copa Davis, el torneo más acreditado del mundo. Alguna vez, Colombia derrotó a la representación de los Estados Unidos, triunfo que sorprendió a la crítica mundial y que despertó mucho entusiasmo. Juegos Olímpicos
Carlos J. Echavarría, campeón nacional de tenis en los años 30.
En Medellín surgió, paralelamente, otro gran campeón, Carlos J. Echavarría, quien fuera un destacado industrial, llegando a ser el gerente y presidente de la compañía textilera Coltejer. Entre Combariza y Echavarría se sostuvo durante largos años una competencia y una rivalidad que llenaba las tribunas de los pequeños escenarios donde ellos se enfrentaban. De pantalón largo y blanco competían estos dos extraordinarios jugadores,
Los Juegos Olímpicos, máxima expresión del deporte en el mundo, sé celebran cada cuatro años. El certamen, que data de la antigüedad, fue restablecido en el año 1896 por el barón Pierre de Coubertin, de Francia, y los primeros juegos modernos tuvieron lugar en Atenas, como homenaje a la Grecia clásica. Colombia sólo vino a participar, casi extraoficialmente porque aún no había una organización adecuada, en 1932, en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, cuando se presentó a correr el maratón el colombiano (de Samacá, Boyacá) Jorge Perry Villate, cuya afición nació de sus viajes por Europa. Perry, más tarde instructor de educación física, no terminó la carrera, pero en el desfile inaugural de esos juegos portó la bandera colombiana como gran atleta solitario.
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En 1936, en pleno auge de Adolfo Hitler, los juegos se celebraron en Berlín, y Colombia envió una pequeña delegación gracias al entusiasmo de Juan de Dios Salgado, bogotano, educado en Francia, y que fue uno de los precursores del atletismo en Colombia. Entonces fueron atletas conocidos y prestantes como José Domingo Sánchez, de Cartagena, campeón de los 100 y 200 metros planos con tiempo de 11 segundos en los 100; Campo Elias Gutiérrez, de Cartagena, lanzador de disco; Emilio Torres, bogotano, corredor de 800 y 1.500 metros; y Hernando Navarrete, en 5.000 metros, quienes asistieron a los juegos de Alemania sin éxito alguno, pero cumpliendo la romántica máxima de Coubertin: «lo importante es participar». Esos deportistas, pregoneros de un movimiento moderno, viajaban en buques de carga y pasaje," mal alimentados y casi sin un centavo en el bolsillo. Colombia dejó de asistir a los juegos de Helsinki en 1952, cuando estaba en su apogeo uno de los atletas más prestigiosos del país, Jaime Aparicio, corredor de los 400 metros planos y 400 vallas, pruebas en las que había obtenido notables triunfos en Suramérica y en Centroamérica, así como en los juegos Panamericanos. Sin embargo, cuatro años después, un puñado de cronistas y aficionados, encabezados por Mike Forero Nougués, lanzador de la iniciativa, y el conocido narrador y presentador de radio Carlos Pinzón, propusieron la iniciativa de financiar con dineros colectados entre los amigos una delegación nacional a los Juegos Olímpicos de Melbourne en 1956. La campaña tuvo eco y en un avión DC-4, especialmente acondicionado por Avianca, el HK-136, viajó una buena delegación que participó en diversos deportes como atletismo, ciclismo, natación, pesas, lucha y otros. Ramón Hoyos Vallejo fue uno de los más destacados en la prueba de ruta, en la que pudo haber logrado un puesto de honor, pero, por un error de ubicación en el pelotón puntero, ape-
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nas consiguió un puesto modesto. Jaime Aparicio ya no se encontraba, en esa época, en su apogeo, y no tuvo por tanto la figuración que se esperaba. Posteriormente Colombia ha venido asistiendo a todos los Juegos Olímpicos ininterrumpidamente pasando por Roma, Tokio, México, Munich, Montreal, Moscú, Los Ángeles y Seúl. Paralelamente a los Juegos Olímpicos, Colombia continuó celebrando sus Juegos Nacionales, aunque con no pocos tropiezos. En 1980, estos juegos fueron limitados para categorías juveniles, empeño que continuó hasta los juegos de Armenia, Pereira, Manizales e Ibagué en 1988. Deportistas del año Desde 1960 hasta 1984, los deportistas más destacados, entre las 34 disciplinas deportivas que se practican en Colombia, y según las encuestas de El Espectador, en colaboración con periodistas especializados de todo el país, han sido los siguientes: 1960 — Rubén Darío Gómez (ciclismo). 1961 — Ingrid Berg (natación). 1962 — Bernardo Caravallo (boxeo). 1963 — Desierto. 1964 — Desierto. 1965 — Alvaro Mejía Flórez (atletismo). 1966 — Álvaro Mejía Flórez (atletismo). 1967 — Martín «Cochise» Rodríguez (ciclismo). 1968 — Martín «Cochise» Rodríguez (ciclismo). 1969 — Rodrigo Valdés (boxeo) y Alvaro Pachón (ciclismo). 1970 — Martín «Cochise» Rodríguez (ciclismo) y Olga Lucía de Angulo (natación) 1971 — Martín «Cochise» Rodríguez (ciclismo). 1972 — Antonio Cervantes (boxeo). 1973 — Antonio Cervantes (boxeo). 1974 — Helmut Bellingrodt (tiro).
Jaime Aparicio, una gloria nacional del atletismo. Especialista en 400 metros planos y 400 metros vallas, obtuvo triunfos en los Juegos Suramericanos, Centroamericanos y Panamericanos de los años 50 y 60
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Títulos mundiales en boxeo
Bernardo Caraballo, considerado el boxeador mejor dotado que ha tenido el país.
1975 — Pedro Antonio Zape (fútbol). 1976 — Fernando Cammaert (motociclismo). 1977 — Alonso Zapata (ajedrez). 1978 — Ricardo Cardona (boxeo). 1979 — Pablo Restrepo Moreno (natación). 1980 — Alfonso Flórez Ortiz (ciclismo). 1981 — Manuel Maturana (boxeo). 1982 — Cristóbal Pérez (ciclismo). 1983 — Domingo Tibaduiza (atletismo). 1984 — Helmut Bellingrodt (tiro). 1985 — Luis Alberto «Lucho» Herrera (ciclismo). 1986 — Miguel «Happy» Lora (boxeo). 1987 — José «Sugar Baby» Rojas Morales (boxeo). 1988 — Jorge Eliécer Julio Rocha (boxeo).
El boxeo colombiano tiene una vieja historia; después de los éxitos de Rafael Tanco y Rafael Plata en Bogotá aunque en un nivel modesto pero lleno de entusiasmo, hubo grandes figuras como el samario Kid Dunlop y Kid Colombia, dos técnicos que asombraron pero que, por falta de medios de comunicación, no tuvieron la popularidad que merecían. En Calamar, departamento de Bolívar, se realizó posiblemente la primera pelea entre un aficionado local y un norteamericano, marinero de profesión. Nadie recuerda ahora los nombres de los protagonistas. En Bucaramanga, otro miembro de la clase alta, Emilio Garnica, fue virtual campeón de la región. Instaló un gimnasio y difundió no sólo el boxeo sino la gimnasia culturista. Bernardo Caraballo, considerado justamente como el boxeador mejor dotado que haya tenido Colombia, fue el primero en disputar un campeonato mundial frente al brasileño, de fama mundial, Eder Joffre. Caraballo surgió, como aspirante al título mundial de los pesos gallos, después de haber derrotado al venezolano Ramón Arias. La pelea por el título mundial entre Caraballo y Joffre se llevó a cabo en Bogotá, improvisando un cuadrilátero en el estadio de El Campín, el 27 de noviembre de 1964. Fue un memorable desafío, pero el brasileño se impuso, por fuera de combate, en el séptimo asalto. En 1972, en desarrollo de los Juegos Olímpicos de Munich, Alemania, los pugilistas colombianos Alfonso Pérez y Clemente Rojas ganaron las primeras medallas olímpicas de bronce, tras una ardua campaña que levantó la moral del deporte colombiano. El 28 de octubre de ese mismo año, en Panamá, Antonio «Pambelé» Cervantes se convirtió en el primer campeón mundial de Colombia, en la categoría de los welters ligeros, tras imponerse por fuera de combate en el dé-
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Rodrigo "Rocky" Valdés, campeón mundial de los pesos medianos al derrotar en Mónaco a Benny Briscoe.
Antonio "Pambelé" Cervantes, primer campeón de boxeo de Colombia, en la categoría welter ligeros, al vencer a Alfonso Frazer, octubre de 1972.
cimo asalto al monarca de entonces, Alfonso «Peppermint» Frazer. La campaña de «Pambelé» ha sido la más notable que haya realizado peleador alguno en Colombia, no sólo por su larga carrera como campeón del mundo, sino por las jugosas bolsas que cobró. El segundo campeón mundial fue Rodrigo «Rocky» Valdés, al conquistar el cinturón en la categoría de los pesos medianos en Mónaco, Montecario, al derrotar a Benny Briscoe, de los Estados Unidos. «Rocky» Valdés se enfrentó, en dos ocasiones, a Carlos Monzón, considerado como uno de los boxeadores más afamados del mundo. Sin embargo, el argentino le derrotó en los dos combates. Ricardo Cardona fue el tercer campeón mundial al imponerse en la categoría pluma ligero a Soo Wanghong, de Corea del Sur, el 7 de mayo de 1978 en Seúl. Un hermano del anterior, Prudencio Cardona, fue el cuarto campeón
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Miguel "Happy Lora, campeón mundial de los gallos, al derrotar a Daniel Zaragoza, en 1985. En la foto de arriba, durante su defensa del título ante Wilfredo Vásquez, febrero de 1986. Al lado, con el presidente Belisario Betancur.
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del mundo, aunque fugazmente, en el peso gallo de la rama aficionada, después de imponerse a Chang Im-suk, de Corea del Sur, por decisión dividida de los jueces, en Montreal, Canadá, el 19 de noviembre de 1981. Finalmente, el 9 de agosto de 1985, en Miami, Miguel «Happy» Lora, de Montería, ganó para Colombia el quinto campeonato mundial de boxeo en la categoría gallo, en la cual su gran predecesor, aunque sin corona, había sido Bernardo Caraballo. Ese día, en una pelea pactada a doce asaltos, ganó el colombiano por decisión unánime de los jueces, después de haber enviado a la lona al mexicano Daniel Zaragoza en tres ocasiones. En realidad, en sus cinco primeras defensas del título, Miguel «Happy» Lora demostró claramente su talla de campeón. Las dos primeras y la última de 1987 —su época más dura— se llevaron a cabo en Miami, y en ellas fue
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derrotando fulminantemente a los primeros retadores que fueron amenazando su campeonato: inicialmente a Wilfredo Vásquez y a Enrique Sánchez, de República Dominicana, y al norteamericano Minus Ray, el 27 de noviembre de 1987. La tercera y cuarta defensa se llevaron a cabo en Barranquilla y en ellas derrotó a los dominicanos Alberto Dávila, por KO el 15 de noviembre de 1986, y a Antonio Alvear, el 26 de julio de 1987. En este año no sólo se dieron las mejores peleas de Happy Lora, sino dos nuevos títulos mundiales de boxeo para Colombia. El primero el 12 de febrero de 1987 en Ciudad de Panamá, cuando el retador colombiano Fidel Bassa derrotó por decisión al campeón mundial de la categoría mosca, el panameño Ilario Zapata. El 8 de agosto siguiente, el campeón mundial de la categoría supermosca, Santos Laciar, fue apabullado en Miami por el séptimo campeón colombiano, José «Sugar Baby» Rojas Morales, quien además tuvo su primera defensa del título en la misma ciudad, noqueando al argentino Gustavo Bailas, el 24 de octubre. A los dos meses de ganar su título, Fidel Bassa enfrentó una gran pelea viajando, casi solo, a defender su corona contra el británico David McAuley, en Belfast, en condiciones climáticas que lo dejaban en desventaja frente al retador. No obstante, Bassa confirmó el campeonato derribando a McAuley el 25 de abril de 1987. En el mes de agosto siguiente, su contendor fue el ex campeón Ilario Zapata, a quien derrotó en Barranquilla, en decisión que el panameño aún no ha reconocido, argumentando que un fanático en la esquina colombiana lo hizo resbalar y perder puntos definitivos. Y para confirmar aún más su título, Bassa derrotó al eterno retador de Zapata, el dominicano Félix Martí, el 18 de diciembre del mismo año, en Cartagena. Al terminar los 80, Colombia tenía en su historial tres medallas de bronce en boxeo logradas en Juegos Olímpicos
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(la última de Jorge Eliécer Julio, en Seúl) y siete títulos mundiales, tres de los cuales había obtenido poco antes. Triunfos beisboleros Cartagena fue la cuna del béisbol en Colombia, cuando el 10 de septiembre de 1903 los hermanos Gonzalo, Ernesto e Ibrahim Zúñiga Ángel, tras haber cumplido sus estudios en los Estados Unidos, regresaron a la Ciudad Heroica y aparecieron en la Plaza de Santo Domingo portando los primeros implementos de este deporte. De manera inmediata se dieron a la tarea de enseñar el juego de la pelota y las manillas. En 1912 se fundó el primer club con el nombre de La Popa. La Liga de Béisbol de Bolívar se fundó en 1914, y organizó el primer campeonato nacional en 1948. Sin embargo, años antes, en 1944, Colombia participó en la VII Serie Mundial de Béisbol de Caracas logrando dos victorias y acusando cinco derrotas. En 1947, en Cartagena, y después de haber intervenido en tres series mundiales, Colombia logró por primera vez el título mundial de aficionados. La gloriosa y recordada novena de 1947 estaba formada por un puñado de jugadores que eran más conocidos por sus apodos que por sus verdaderos nombres. Fueron ellos Pedro «Chita» Miranda, Carlos «Petaca» Rodríguez, Andrés «Fantasma» Cavadía, Ramón «Varita» Erazo, Armando «Niño Bueno» Crizón, Humberto «Papi» Vargas, Carlos «Pipa» Bustos, José «Mono Judas» Araújo, Manuel «Policía» Peñaranda, Néstor «Jiquí» Redondo, Andrés «Venao» Flórez, Julio Isidro «Cobby» Flórez, Cipriano «Flaco» Herrera, Marcial «Joló» Miranda, Enrique «Quique» Hernández, Julián «Pololo» de Avila, Miguel «Ñato» Ramírez y Roberto «Rápido» Pérez, quienes fueron dirigidos por el cubano Andrés «Pelayo» Chacón. Esta misma escuadra venía de ganar el título máximo de los Juegos Centroamericanos y del Caribe, en 1946.
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Colombia vence a Santo Domingo y es campeón mundial aficionado, Cartagena, 1947.
Por segunda vez Colombia ganó la Serie Mundial en 1965, celebrada en su XVI versión, con sede en las ciudades de Cartagena y Barranquilla. La novena fue dirigida en esta ocasión por otro cubano, Tony Pacheco, y el puñado de jugadores estuvo conformado por Gerardo Guzmán, Esteban Bonfante, José Miguel Corpas, Wilfrido Rodríguez, Guillermo Rodríguez, Ubaldo Salinas, Milciades Mejía, Martín Agustín, Edmond Cordero, Luis de Arco, José Castro, Isidro Herrera, Arthur Forbes, Juan Guerrero, Astolfo Alvear, Tomás Moreno, Óscar Luis Gómez y Ascensión Díaz. El primer colombiano en llegar a las Grandes Ligas fue Luis Castro, nacido en Panamá, a quien se atribuyen 41
juegos en 1902 con los Atléticos de Filadelfia, jugando en calidad de guardabases. Sin embargo, es Orlando «Ñato» Ramírez, pelotero de Cartagena, a quien se concede ese honor en los registros oficiales. Recientemente se incorporó también a las Grandes Ligas otro cartagenero, Joaquín Gutiérrez Ramírez, que se inició allí con Los Angelinos y luego pasó a las filas de los Medias Rojas de Boston. Casualmente estos dos jugadores se desempeñan como paracortos. Otros colombianos también actuaron en los Estados Unidos pero en categorías inferiores, y entre ellos se menciona a Enrique «Quique» Hernández, Carlos «Pipa» Bustos y Humberto «Papi» Vargas.
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El béisbol se practica principalmente en el litoral Atlántico, pero ya ha logrado penetrar a otros departamentos como Norte de Santander, Santander, Antioquia, Valle, Tolima y Bogotá. Los campeonatos nacionales se juegan regularmente, pero Bolívar mantiene el monopolio del juego. Una novena infantil, de Cartagena, ganó en 1985 el Campeonato Suramericano de esa categoría. El real semillero de peloteros y bateadores colombianos ha sido el Campeonato Nacional de Béisbol Aficionado, que dominó desde su primera edición en 1963 el departamento de Córdoba, equipo que cedió la corona
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que había conservado durante 19 años a la liga del departamento de Sucre en el torneo que —accidentado por la falta de buen tiempo— se llevó a cabo en Bogotá, en octubre de 1987. No obstante, el campeonato de Bogotá demostró el buen nivel de este deporte en Colombia y abrió aún más las puertas del béisbol profesional en el país, para dar cabida a las estrellas que han debido marcharse al exterior por la ausencia de un buen nivel permanente, como en el caso del bateador Joaquín «Jackie» Gutiérrez, quien actualmente es el primer jonronero del equipo Torices en la llamada «Liga Americana» de Estados Unidos.
Domínguez, el santandereano volador
E
fraín Domínguez Rueda, nacido en Barrancabermeja el 18 de agosto de 1953, es el colombiano que más títulos mundiales ha conseguido en menor tiempo. Hijo de un hogar de cinco hermanos, padre de una niña de cinco años y un niño de ocho, Efraín Domínguez tuvo que afrontar hasta sus mismos nervios para colocarse sobre el sillín de una bicicleta y rodar en los velódromos. Bachiller, con tres semestres en Administración de Empresas en la Universidad Pontifica Bolivariana de Medellín, Domínguez se propuso mejorar tres registros del mundo en pista, guiado por Mario «Papaya» Vanegas y con la venia médica de William Jiménez. Todo se preparó, todo se dispuso. El escenario escogido fue el velódromo La Magdalena Michuca, de Ciudad de México, con una longitud de 333,33 metros. Domínguez se adiestró en forma metódica para cumplir su triple hazaña: apoderarse de las marcas mundiales en velocidad, 500 metros y el kilómetro. El mejor apoyo: su corazón y el de
Jaime Ortiz Alvear
su esposa Marlene del Socorro Tabares. Su confianza: sus piernas y su velocidad nata. Dueño de un gran estilo, con su cuerpo dibujado por cicatrices de muchos accidentes en el cemento de los velódromos, Domínguez se metió en la cabeza la idea de vencer al cronómetro y obtener la triple corona en un esfuerzo solitario. Ex campeón panamericano, ex ganador del Caracol de Pista y múltiples veces vencedor en torneos nacionales, este santandereano afincado en Medellín, su cuna ciclística, se presentó en el óvalo azteca de La Magdalena el 8 de noviembre de 1985 para derrumbar la marca de velocidad sobre 200 metros lanzados y a la postre lo consiguió: 10 segundos 778 centésimas para un promedio horario de 66 kilómetros 802 metros, relevando el tiempo que tenía como primado mundial el italiano Antonio Maspes con 10,800 impuestos el 21 de julio de 1960. Domínguez le había ganado al tiempo. Veinticinco años tenía el registro de Maspes en la cúpula cronométrica.
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Ese mismo 8 de noviembre, Domínguez atacó el récord de los 500 metros lanzados y marcó 27 segundos y 897 centésimas para un promedio de 64 kilómetros y 523 metros por hora. El tope mundial pertenecía a Robert Dill Bundi de Suiza con 28,705 fijado el 11 de agosto de 1982 en el velódromo Oerlikon de Zurich. El 9 de noviembre, Domínguez rodó sobre el kilómetro lanzado y sumó su tercer récord del mundo en pista con 1 minuto 5 décimas 200 centésimas, desalojando de la tabla de plusmarquistas profesionales a Urs Freuler de Suiza, quien tenía 1.06.91 desde el 9 de agosto de 1983, cuando consiguió su registro en Zurich. Domínguez recorrió la primera vuelta en 23 segundos 740 milésimas, la segunda en 43,490 y la tercera, para completar el kilómetro, en 1,05,200, imponiendo un promedio de 55 kilómetros 214 metros por hora. El pistero colombiano empleó una bicicleta Cacho de Vaca sobre medidas, con un marco 55 1/2, una
rueda delantera de 26 radios y una posterior lenticular. El peso de la máquina fue de 10 kilos y bielas de 170. Domínguez se acomodó anatómicamente a la bicicleta y esto permitió una integración entre el corredor y el implemento, utilizando una multiplicación de 51 x 15. Mientras el médico William Jiménez lanzaba su sombrero al viento y «Papaya» Vanegas besaba un crucifijo, Efraín Domínguez quedaba bañado de sudor y lágrimas. En el fondo, él había cumplido el sueño de su vida: ganarles a los incrédulos, a ese miedo de los velocistas en la madera o en el cemento, y doblegar al cronógrafo. Domínguez ha conseguido una triple corona que pocos en la historia del pedal pueden lograr, que no han conseguido. Desde ya, Efraín Domínguez Rueda, ese temperamental deportista de Barrancabermeja, se ha convertido en uno de los más grandes soldados del músculo en todos los tiempos.
Lucho Herrera, el ciclista de los ochenta
Lucho Herrera, cuatro veces campeón de la Vuelta a Colombia, campeón de la Vuelta a España, y figura del Tour de France.
«En toda mi experiencia como ciclista, ni siquiera en Europa he visto a ningún corredor que suba tan rápido como Luis Herrera. Es algo formidable.» (Greg Lemond, campeón mundial de ruta.)
C
on Luis Alberto Herrera, el «Jardinerito de Fusagasugá», representando a nuestro país en las pruebas más difíciles del mundo, el ciclismo colombiano hace su entrada en la década de los ochenta. Las constantes noticias sobre los triunfos de los ciclistas colombianos en el exterior reafirman, desde los primeros
Ignacio Gómez Gómez
años de esta década, que en Colombia el ciclismo es el deporte nacional. Los ídolos de las regiones que ya no competían sobre la bicicleta se dedicaron a dirigir técnicamente a equipos nacionales. Las pasiones que antes se desataban por ellos —y que estuvieron a punto de generar incidentes de orden público— desaparecieron por completo cuando se trataba de recibir al equipo nacional que venía de triunfar en el extranjero. Los primeros éxitos de Lucho Herrera en la década de los ochenta convencieron a los patrocinadores de mirar al exterior y, a partir del subcampeonato de la montaña conquis-
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tado por el Jardinerito en el Tour de l'Avenir (el 19 de septiembre de 1982), comenzaron a multiplicarse los triunfos y las reverencias de los ciclistas extranjeros hacia «Los Escarabajos». Para los colombianos, la corona del mejor ciclista se había sucedido década por década en la cabeza de un deportista cada vez con mejores condiciones y experiencia: Ramón Hoyos Vallejo, en las carreteras destapadas desde las primeras competencias en la década de los cincuenta; Martín Emilio «Cochise» Rodríguez, imponiendo la marca del kilómetro en los sesenta y marcado en las competencias de cerca por su sucesor, Rafael Antonio Niño, quien más tarde sería rival y después director técnico del equipo de Lucho Herrera. El 29 de enero de 1980, Luis Alberto Herrera tomó por primera vez la partida en una competencia de carácter nacional. Él y su compañero Alirio Lagos conformaban el equipo «Ciclos Fusagasugá», al arrancar desde Popayán la XIII edición de la Vuelta de la Juventud. Al cabo de siete etapas, la competencia terminó en Bogotá dando como ganador a Martín Ramírez, quien más tarde se haría co-equipero de Herrera en competencias internacionales. En su debut, al Jardinerito le correspondió ser líder de la montaña, ganando el título en la última etapa —entre Melgar y Bogotá— y sorprendiendo a la prensa con sus ascensos en El Boquerón y Las Rosas, en los que dejó atrás al campeón Martín Ramírez y a Alirio Chizabas. Los patrocinadores no se hicieron esperar. Al año siguiente, Lucho Herrera vestía la camiseta de «Val Yin», de Pereira, junto con Juan de Dios Morales, Willian Cañón, José H. Betancur y Hernando Martínez, en la XXXI Vuelta a Colombia. De Cúcuta hasta Cali, se recorrieron 1.707 kilómetros, que fueron domi-
nados casi por completo por Fabio Enrique Parra. Por encima de Herrera en la clasificación general quedó Rafael Antonio Niño, quien competía con el equipo «Lotería de Boyacá A». En el puesto 16, a más de 45 minutos del primer lugar y sin clasificación destacada en la montaña, figuró el Jardinerito. El desquite con Fabio Parra fue ese mismo año en el ascenso de La Línea, superándolo ampliamente en la quinta etapa del Clásico RCN, pero de nuevo le correspondió el 16.° puesto en la clasificación general, esta vez a 22 minutos del campeón, Manuel Ignacio Gutiérrez. En 1982, la vigésima segunda versión del Clásico RCN tenía como principal atractivo la figura del campeón del Tour de l'Avenir, el francés Pascal Simon. Los extranjeros quedaron relegados a las últimas posiciones con el ataque que Lucho Herrera y el equipo «Val Yin» iniciaron cerca a Manizales, en la séptima etapa de la competencia. Herrera llegó un minuto y 17 segundos antes que su inmediato perseguidor, Rafael Antonio Niño, y se puso la camiseta de líder que conservó hasta Medellín, ganando inclusive la última etapa. En la Vuelta a Colombia de 1983 la nota dolorosa fue el accidente que obligó al Jardinerito a abandonar la competencia, cuando ocupaba el 7.° puesto en la clasificación general y se perfilaba como líder de la montaña. Sólo hasta el 19 de septiembre de 1982, Luis Alberto Herrera pudo conquistar su primer triunfo internacional, arrebatando la admiración de la prensa de Francia. En la décima etapa del Tour de l'Avenir, entre Dinvoc-Les-Bains y el alto de Morzine, apabulló a los demás competidores con una inolvidable escapada que le ayudó a conquistar la camiseta de líder de la montaña. Al final, Cristóbal Pérez fue tercero en la clasificación general y Rafael Acevedo campeón de la cuesta; Lucho He-
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rrera quedó un lugar por debajo de los dos. El éxito de los pedalistas colombianos en competencias europeas atrajo a muchos corredores de ese continente a los eventos del país, algunas veces con el propósito velado de aprender la técnica que los colombianos utilizan en los ascensos. En 1984, el entonces campeón mundial de ruta, Greg Lemond, y el ganador de la Vuelta a Francia, Laurent Fignon, se hicieron presentes en el Clásico RCN para enfrentar a los «escarabajos» en su propio terreno, acompañados por una nómina de campeones europeos que incluía a Pascal Simon, Marc Madiot, Charles Mottet y el grandioso Robert Millar. Como era de esperarse, Lucho Herrera se coronó de nuevo campeón del Clásico RCN. El año anterior también había venido un equipo francés patrocinado por la firma Renault, con la sensible baja de Sean Kelly, quien se accidentó en otra competencia; el Jardinerito se coronó rey de la montaña y de la clasificación general, haciendo parte del equipo que ganó «Isla San Pedro de Aquitania». Su rápida carrera a nivel internacional le había impedido participar en la prueba de fuego que todos los ciclistas colombianos habían pasado antes de competir en el exterior: la Vuelta a Colombia. Su día fue el 8 de junio de 1983, cuando ganó sobrado su primera estapa en el máximo evento nacional, poniéndose la camiseta de líder de la montaña al llegar de primero en el paso de La Línea, considerado el más difícil de nuestras competencias. Al terminar la prueba, Alfonso Flórez Ortiz ganaba su más difícil duelo y Lucho Herrero era segundo en la general e indiscutible líder en la montaña. En julio de 1983, la mala suerte acompañó al campeón a Estados Unidos. Desde el mismo día en que arrancó la IX edición de la carrera
internacional Coors Clasic demostró su deseo de mantener en Colombia el primer lugar conquistado en 1982 por Patrocinio Jiménez. En el prólogo se hizo dueño del segundo lugar de la clasificación general, que no perdió hasta la última etapa, cuando los corredores estadounidenses lanzaron un feroz ataque que lo hizo llegar 7 minutos y 26 segundos después del ganador y por ello, luego de haber ganado una etapa, tuvo que conformarse con un tercer puesto en la tabla de posiciones. En el premio Guillermo Tell de Suiza, el equipo colombiano corrió bajo la dirección técnica del excampeón Martín Emilio «Cochise» Rodríguez y le fue aún peor. «Condorito» Corredor ganó la primera etapa y Lucho la última, pero tuvo que conformarse con el puesto 33, a 15 minutos del ganador absoluto. Para ratificar el fervor de los colombianos, Herrera gana en 1984 la Vuelta a Colombia, tomando la camiseta de líder cuando faltaban cuatro etapas para la conclusión. En todos los tramos siguientes llegó de primero y al entrar a Bogotá era también líder de la montaña. Ese mismo año, Francisco «Pacho» Rodríguez le arrebata el triunfo del Clásico RCN, considerado entonces como terreno exclusivo de Herrera, quien sólo conservó el liderato de la montaña. Sus hazañas en las carreteras del país se repitieron año por año hasta 1985-1986, cuando ganó el premio de «Deportista del año», luego de conquistar por cuarta vez el Clásico RCN, por tercera vez la Vuelta a Colombia y por ser el rey de la montaña en el Tour de France. Cuando en mayo de 1987 el Jardinerito se coronó campeón general y de la montaña en la Vuelta a España, hubo toda una experiencia en competencias internacionales en la cual también se conjugó la veteranía de las épocas anteriores del ciclismo co-
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lombiano, pues luego de haber sido dirigido técnicamente por «Cochise» Rodríguez, pasó a recibir instrucciones del sucesor de éste, Rafael Antonio Niño. Lucho Herrera comenzó a ser admirado por el público europeo durante sus intervenciones en el Tour de France de 1984 y de 1985. Su primera intervención memorable en la máxima carrera del mundo fue en la décima primera etapa de la competencia de 1984, con una nueva y sorprendente escapada al llegar a l'Alpe de Huez. Laurent Fignon, uno de los más opcionados, fue el segundo en llegar, 49 segundos después que Lucho, Greg Lemond llegó 3 minutos después, y detrás de él todos los favoritos: Bernard Hinault, Stephen Roche y Urs Zimmerman, que tardó casi cinco minutos más que el campeón para conquistar la cima. Pero al día siguiente se presentaron los quebrantos de salud y bajó del puesto 9.° hasta el 17.° y, cuando terminó la prueba, el mayor título que se trajo a Colombia fue el cuarto lugar de Herrera en la montaña. La Vuelta a España de 1985 tuvo como principales invitados a los corredores colombianos: Pacho Rodríguez trabajaba con un equipo español y Herrera visitaba la península en representación de Colombia. Rodríguez terminó en la primera posición, seguido por Herrera y por el francés Robert Millar. El mismo equipo colombiano, reforzado por el director Jorge Tenjo y con una nómina de gregarios para el Jardinerito integrada por campeones nacionales (Martín Ramírez, Samuel Cabrera, Carlos Mario Jaramillo, Fabio Parra, Condorito Corredor, Antonio Agudelo, Rogelio Arango y Hernán Loayza), trabajó fuerte para el primer triunfo en la
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Vuelta a Francia, también en 1985. Nuevamente en Morzine conquistó la camiseta de líder de la montaña y saltó del puesto 59.° al 25.° en la clasificación individual. La etapa siguiente fue para Fabio Parra por llegar centímetros adelante de Lucho y la posterior fue el gran triunfo del Jardinerito, al entrar ensangrentado —reponiéndose aún de las lesiones sufridas en una caída— y triunfante a Saint-Etienne. Los premios de montaña fueron para Lucho, séptimo en la clasificación general, a muy poco tiempo de Bernard Hinault. En 1986, la llave Greg LemondBernand Hinault impidió que el corredor colombiano pudiera repetir su hazaña, y sólo le correspondió el subcampeonato de la montaña en el Tour de France. Pero con los triunfos anteriores ya se estaba anunciando un predominio de los pedalistas colombianos en las competencias del Viejo Continente, pues tanto como los europeos aprendieron a escalar como colombianos —resultaron triunfadores en Colombia, como el español «Perico» Delgado—, los pedalistas colombianos aprendieron a correr en terrenos llanos. El 24 de mayo de 1987, Luis Alberto Herrera regresó a Colombia convertido en el campeón absoluto de la Vuelta a España, trayendo consigo la camiseta del equipo ganador, la del líder individual y la del rey de la montaña. Con él, también alcanzaba su segunda consagración el mejor ciclista de la generación anterior, Rafael Antonio Niño, quien había sido su director técnico. Y con este último triunfo ciclista, Lucho Herrera se hizo merecedor a la copa como el mejor deportista de América Latina, otorgada por Prensa Latina en 1988.
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El ajedrez en Colombia Boris de Greiff
D
ado que la conquista de América coincide con la edad de oro del ajedrez español, cuando la habilidad y el talento del fraile Ruy López hicieron de él un favorito en el corte de Felipe II, debe suponerse que este juego llegó al Nuevo Mundo en la primera mitad del siglo XVI. Su práctica estaba limitada, como en Europa, a los estrechos círculos de la aristocracia. Pero ya Bolívar, que sin duda lo practicó en el célebre Café de la Régence, en París, advirtió sus cualidades, pues se conoce una carta suya en la cual incluye al ajedrez entre los pasatiempos útiles que deben enseñarse a los niños. En nuestro país, sin embargo, habría que esperar al siglo XX para que el ajedrez adquiriera una moderada popularidad. Y en esto tuvo mucho que ver la instauración en las principales ciudades de Colombia, copia también de las grandes urbes europeas, de los «cafés», refugios de intelectuales, artistas y bohemios, donde adquirieron carta de ciudadanía el billar y el ajedrez. Fueron famosos, hace medio siglo, el «Inglés», el «Moka» y
el «Europa», en Bogotá, así como el «Selecto» en Medellín y el «Polo» en Cali, todos ellos ya desaparecidos. La primera vez que se habla en Colombia de un «Campeón» de ajedrez es en 1928, cuando el joven bogotano Alfonso Herrera gana en Cali un pequeño torneo realizado con motivo de los Primeros Juegos Nacionales. Alfonso Herrera gozaba ya entonces de cierto prestigio, pues su nombre había
Miguel Cuéllar Gacharná, Maestro Internacional (1956) y ocho veces campeón nacional de ajedrez.
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Miguel Cuéllar y Luis A. Sánchez juegan una partida durante el 28º Campeonato celebrado en Manizales para conmemorar las bodas de plata de la Feria de esa ciudad, 1979. Sánchez, Maestro Internacional en 1952, fue cinco veces campeón nacional.
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aparecido con bastante regularidad en la primera página de El Tiempo, a finales del año anterior, 1927, como comentarista de las partidas del recordado match de Buenos Aires entre José Raúl Capablanca y Alejandro Alekhine. Y cuando la capital del país se prepara a celebrar su IV Centenario, en 1938, organizando los Primeros Juegos Bolivarianos, se crea la necesidad de poner algo de orden en nuestro deporte, y esto hace que también en el ajedrez se piense por primera vez en reunir a los «jugadores de café» de más renombre. Ya no era sólo Herrera, pues entretanto habían surgido un huilense, Luis A. Sánchez, un boyacense, Miguel Cuéllar, y un tolimense, Julio Bravo.
Sánchez ganó el selectivo y a continuación también el torneo Bolivariano. Y aunque Herrera fue segundo en ambos torneos, tomó la decisión de retirarse del ajedrez, dejando el campo libre para la rivalidad Sánchez-Cuéllar. Todavía 40 años después, con ocasión del Campeonato Nacional en Manizales, en 1979, su enfrentamiento constituyó uno de los encuentros centrales del evento. A nivel mundial, el ajedrez, que había intentado en 1924, en París, conformar un organismo rector acatado por todos, debió esperar a que la muerte de Alekhine (1946) y el final de la gran guerra permitieran que, al lado de la ONU, también surgiera la FIDE (Fédération Internationale des Échecs). A ella se afilió Colombia en
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Julio Bravo, durante el Campeonato Nacional celebrado en el Hotel San Francisco, Bogotá, 1969.
1950 y desde entonces nuestro país ha sido uno de los más activos en el área Centroamericana y del Caribe, no solamente participando con regularidad en los eventos que programa la FIDE, sino también organizándolos de manera ejemplar, como fueron los casos de la VI Olimpiada Mundial Femenina (Medellín, 1974) y también del Campeonato Mundial de Menores (Bucaramanga, 1983). Al tener acceso a los niveles magistrales del ajedrez internacional, el progreso no se hizo esperar. Después de Sánchez, a quien la FIDE concede el título de Maestro Internacional en 1952, se hacen merecedores a ese galardón Miguel Cuéllar (1956), Boris de Greiff (1957), José A. Gutiérrez (1972), Carlos Cuartas (1975), Óscar
Castro (1975), Jorge A. González (1977), Gildardo García (1977), Alonso Zapata (1978), Darío Alzate (1982) y Mauricio Rodríguez (1982). Y en la rama femenina, Ilse Guggenberger, en el año 1976. Como corolario natural de este proceso, el Congreso de la FIDE otorgó en diciembre de 1984 el título de Gran Maestro a Alonso Zapata, cuyo nombre figuró ya en el listado oficial de julio de 1985 entre los mejores cincuenta ajedrecistas del mundo. El mismo Zapata, consagrado «Deportista del Año» en Colombia, en 1978, por su hazaña en Innsbruck (Austria), en septiembre del año anterior, cuando se clasificó sub-campeón mundial juvenil superado solamente por el soviético Artur Yusupov.
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Partidas históricas del ajedrez colombiano TORNEO INTERNACIONAL DE SANTIAGO DE CHILE, 1959
Blancas: Luis A. Sánchez Negras: Ludek Pachman Esta partida tiene un antecedente que relata el mismo Pachman, en el libro que escribió sobre Fischer: «Un día camina Pachman con el chileno Jáuregui por una calle de Santiago y se topan con la pareja Bobby-Sánchez. Pachman hace una broma sobre que Jáuregui derrotará a Fischer esa noche y que lo ha preparado para tal efecto. Con tan mala suerte para el checo, que su veredicto se cumple, pues Bobby comete un grave error y es vencido. Al día siguiente habrán de jugar Sánchez y Pachman. Bobby le explica al colombiano que una semana antes el checo le había mostrado unos análisis de la defensa siciliana, que según él daban una posición satisfactoria a las negras. Que al serle requerida su opinión Bobby había dicho «muy interesante», pero que en realidad no valían gran cosa. Y rápidamente mostró a Luis Augusto la idea que los refutaba. Sánchez no necesitó más y procedió a crear una partida de antología que le mereció el premio de brillantez del torneo, consistente en un lujoso reloj de oro». 1.P4R, P4AD; 2.C3AR, P3D; 3.P4D, PXP; 4.CXP, C3AR; 5.C3AD, P3TD; 6.A4AD, P3R; 7.00, C3A; 8.A3C, A2R; 9.A3R, 0-0; 10.P4A, D2A; 11.D3A, A2D; 12.P5A! (La receta de Fischer para castigar el prematuro enroque de las negras), P4R; 13.CXC, AXC; 14.P4C, P3TR («Y ahora, me dijo Bobby, lo atacas en el flanco rey y lo destruyes»); 15.P4TR!, C2T; 16.P5C!, PXP; 17.PXP, AXPC;
18.AXA, CXA; 19.D4C, D2R; 20.T2A, C2T; 21.T2C, D3A; 22.T1D, TR1D; 23.T3D, P4D. «La situación se ha vuelto desesperada para las negras y Pachman busca complicaciones en procura de la salvación», anota Luis Palau en la revista argentina Ajedrez (julio 1959); 24.PXP, A2D; 25.C4R, D3T; 26.P6D, D8A jaque; 27.T1D, D3T; 28.D6C! —(Ver diagrama No.l)—, R1T —(en caso de 28...DXD; 29.PXD, C1A; 30.C6A jaque!, PXC; 31.PXP jaque, R1T; 32.T8C jaque, R2T; 33.T2D, etc); 29.AXP, A3A; 30.T2T, AXC; 31.TXD, PXT; 32.P7D —el juego está ganado por las blancas, pero todavía hay una escaramuza.—, T1AR; 33.A6R, TD1D; 34.T2D, AXPAR; 35.AXA, T1CR; 36.T2C, TXD; 37.TXT, C1A; 38.TXP jaque, R1C; 39.T6CD, R2A; 40.TXPC, C3R; 41.AXC jaque y las negras abandonan. Después de 41...RXA; 42.R2A el blanco gana fácilmente. Al concluir la partida, Fischer abrazó a Sánchez y luego con malicia le dijo al checo: «Yo fui quien te ganó». TORNEO INTERZONAL DE SOUSSE,
1967 Blancas: Miguel Cuéllar G. Negras: Samuel Reschevsky 1.P4D, C3AR; 2.P4AD, P4A; 3.P5D, P3D; 4.C3AD, P3CR; 5.P4R; A2C; 6.A5C, 0-0; 7.D2D, P3R; 8.A2R, PXP; 9.PRXP, T1R; 10.C3A, A5C; 11.0-0, CD2D; 12.TR1R, P3TD; 13.P3TR, AXC; 14.AXA, D2A; 15.A4A, P4TR; 16.P3T, C2T; 17.C4R, C4R; 18.A2R, T2R; 19.A1A, TD1R;—en el libro del torneo, escrito por Robert Wade, se lee: «Acompañada de una oferta de tablas que Cuéllar re-
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husó»— 20.C5C, A3A; 21.CXC, RXC; 22.T3R, C2D; 23.T3AR, C4R —nueva oferta de tablas, que no la menciona el libro pero la recuerda el cronista que acompañó a Miguel como analista en este torneo— 24.T3CD, C2D; 25.T1A, A4R 26A5C, A3A; 27.A3R, C4R 28.D2A, R1C; 29.A2D, C2D 30.T3C, A4R; 31.P4A, A5D jaque 32.R1T, C3A; 33.A3D, P5T 34.T3A, A6R —por tercera y última vez, Reschevsky propone el empate. Era la primera ocasión —¡y la última!— en que el gran maestro norteamericano enfrentaba al colombiano, y por lo tanto no sabía que con él no había tregua. Después de
35.R2T, el gran maestro se equivocó con 35...C4T? —(Ver diagrama No. 2)—, en lugar de lo cual AXA seguido de C5R habría quizás conducido al ansiado empate. Después de 36.P5A!, P4CR; 37.P6A!, T4R; 38.AXA, TXA; 39.D2D!!, T(6)4R, es evidente que a TXT la respuesta es DXP jaque, 40.A5A, C5A; 41.TXC, T7R. Reschevsky confiaba en esta jugada intermedia para poder capturar la torre, una vez que la dama se retire. Pero casi se cae del asiento cuando Cuéllar replicó 42.T4R!!. Se puso colorado como un tomate y se rindió. Una partida histórica, y como lo dice el libro de Wade: «Un hermoso remate.»
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Campeones nacionales de ajedrez Año
Lugar
Nombre
1946 1947 1949 1951 1953 1954 1955 1956 1957 1958 1959 1961 1962 1963 1964 1965 1967 1968 1969 1970 1971 1972 1974 1975 1976 1977 1978 1979 1979 1980 1981 1983 1985 1986 1987 1988
Bogotá Bogotá Bogotá Bogotá Bogotá Cali Manizales Ibagué Montería Pereira Barranquilla Medellín Buga Cúcuta Villavicencio Belencito Bucaramanga Medellín Bogotá Bogotá Bucaramanga Barranquilla Medellín-Bogotá Bogotá Cali Medellín Envigado Manizales Envigado Pereira Bogotá Envigado Bucaramanga Bogotá Cali Bogotá
Miguel Cuéllar G. Luis A. Sánchez Luis A. Sánchez Boris de Greiff y M. Cuéllar G. Miguel Cuéllar G. Luis A. Sánchez Miguel Cuéllar G. Miguel Cuéllar G. Miguel Cuéllar G. Luis A. Sánchez Miguel Cuéllar G. Miguel Cuéllar G. Luis A. Sánchez Juan M. Minaya José S. Rodríguez Carlos Cuartas Carlos Cuartas Carlos Cuartas José S. Rodríguez Carlos Cuartas Miguel Cuéllar G. Oscar Castro Oscar Castro Carlos Cuartas Carlos Cuartas Gildardo García Gildardo García Jorge A. González Gildardo García Alonso Zapata Alonso Zapata Carlos Cuartas Gildardo García Gildardo García Gildardo García Luis Baquero
Nota: Hasta 1969 se jugaron los campeonatos por el sistema de todos contra todos. En 1970 se jugó por el sistema suizo a 9 rondas, lo mismo que en Barranquilla, en 1972. El de 1971 fue todos contra todos. En 1974 se disputó el título en un match entre el campeón de 1972 (Castro) y el vencedor de una serie de eliminatorias en 1973 (Javier Alzate). De 1975 a 1981
se regresó al sistema de todos contra todos. En 1983 y 1985 se jugó por el sistema suizo y en 1986 se volvió a disputar todos contra todos. En 1951 se empató el primer lugar entre Boris de Greiff y Miguel Cuéllar, y no hubo desempate, si bien el sistema SB (Sonebarn-Berger) favorecía al primero. En 1963 el primer lugar se empató entre Minaya y Sánchez, pero se declaró
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Capítulo 15
campeón al primero por mejor sistema SB. En 1969 se impuso Rodríguez luego de 2-2 en el desempate ante Cuéllar y mejor SB. Igual resultado en 1970 entre Cuartas y Minaya determinó el
título para el primero. En 1972 se impuso Castro en el triangular de desempate —en Cali— ante Minaya y F. Muñoz, con quienes había compartido el primer lugar en Barranquilla.
1. Boris de Greiff, Maestro Internacional (1957), campeón nacional en 1951 (Foto en el Torneo Capablanca, Cuba, 1962). 2. Alonso Zapata, Maestro Internacional (1978), Gran Maestro (1984), dos veces campeón nacional. 3. Partida Cuéllar-De Greiff, Barrancabermeja, 1969, observada por el ministro de Minas Carlos Arríela y por el árbitro internacional Julio Ernesto Mejía.
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I. Anita Castro de Sánchez y Amira Poveda {hoy señora de De Greijf), antes de iniciar una partida en Bogotá, 1956. 2. Ilse Guggenberg, Maestra Internacional (1976), ocho veces campeona nacional. 3. Anita Castro de Sánchez y el fiscal de la Federación de Ajedrez Jorge Mora presencian una partida durante el torneo de 1968, en Bogotá.
Nueva Historia de Colombia. Vol. VI
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Capítulo 15
Campeonas nacionales de ajedrez Año 1965 1972 1974 1975 1976 1977 1978 1979 1980 1981 1982 1983 1984 1985 1986 1987 1988
Lugar Medellín Medellín Bogotá Bogotá Moniquirá Medellín Cartagena Girardot Bucaramanga Riohacha Sevilla Bucaramanga Bucaramanga Bogotá Bogotá Ibagué Bogotá
Nota: Entre 1945 y 1965 se consideró que la mejor ajedrecista del país era doña Anita Castro de Sánchez, quien desde la emisora radioaficionada HK3BH, propiedad de su esposo el doctor Pompilio Sánchez, disputó partidas con famosas jugadoras de Cuba
Nombre Ilse Guggenberger Ilse Guggenberger Ilse Guggenberger Ilse Guggenberger Teresa Leiva Rosalba Patiño Ilse Guggenberger Ilse Guggenberger Ilse Guggenberger Adriana Salazar Teresa Leiva Adriana Salazar Ilse Guggenberger Adriana Salazar Adriana Salazar Isolina Majul Adriana Salazar
y del Ecuador, logrando buenos resultados. Además, en 1956 doña Anita se proclamó vencedora en Bogotá de un torneo femenino que, aunque no tuvo participación de otras regiones del país, ratificó su condición de número uno en Colombia.
400
Participación de Colombia en olimpiadas mundiales masculinas Año 1954 1956 1958 1964 1966 1970 1972 1974 1976 1978 1980 1982 1984 1986 1988
Lugar Amsterdam MoscúMunich Tel Aviv La Habana Siegen Skopje Niza Haifa Buenos Aires Malta Lucerna Salónica Dubai Salónica
N.° países
Posición
26 34 36 50 52 60 62 73 48 65 82 92 88 108 113
18 18 16 31 22 23 25 20 10 23 36 20 30 35 30
Participación de Colombia en olimpiadas mundiales femeninas Año 1974 1976 1978 1980 1982 1984 1986 1988
Lugar Medellín Haifa Buenos Aires Malta Lucerna Salónica Dubai Salónica
Nota: A partir de 1976, tanto en masculino como en femenino, las Olimpiadas se realizan por el llamado «sistema suizo». En Haifa (1976) no participaron los países socialistas y por ello, quizás, técnicamente las mejores actuaciones de Colombia sean en masculino: Munich (1958), eliminando a
N.° países
Posición
26 23 32 42 45 51 49 56
17 15 19 18 15 23 29 26
Hungría, y Niza (1974), clasificando por única vez antes que Cuba y superando además a Islandia, Polonia, Canadá, Dinamarca, Suiza y Francia. En femenino, la mejor actuación ha sido en Lucerna (1982), superando entre otros a los Estados Unidos, a Brasil y a la Argentina.