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NHC Nueva Historia de Colombia

I

Historia Política 1886-1946

PLANETA

Dirección del proyecto: Gloria Zea Gerencia general: Enrique González Villa Coordinación editorial: Camilo Calderón Schrader

Material gráfico: Museo de Arte Moderno de Bogotá, Museo Nacional, Museo 20 de Julio, Museo de Desarrollo Urbano, Biblioteca Nacional, Biblioteca de la Cancillería en el Palacio de San Carlos, Archivo de la Cancillería, Hemeroteca Luis López de Mesa, Academia Colombiana de Historia, Federación Nacional de Cafeteros, Museo Numismático del Banco de la República, Fondo Cultural Cafetero, Biblioteca de la Universidad de Antioquia, Biblioteca Pública Piloto de Medellín, Archivo FAES, Archivo Nacional de Colombia, Sala de la Constitución de la Casa de Nariño, Centro Jorge Eliécer Gaitán, UTC, CTC, CGT, CSTC, Centro Cultural Leopoldo López Alvarez de Pasto, Cromos, El Tiempo, El Espectador, El Siglo, Revista Proa, Patronato de Artes y Ciencias, Centro de Documentación Musical (Colcultura), Conferencia Episcopal Latinoamericana, Archivo de la Catedral de Bogotá, CINEP, Cinemateca Colombiana, Compañía de Fomento Cinematográfico Focine, Corporación Nacional de Teatro, Teatro Popular de Bogotá, Corporación de Teatro La Candelaria, Fundación Teatro Libre de Bogotá, Escuela Militar de Cadetes José María Córdova, Archivo Melitón Rodríguez, Colección Pilar Moreno de Ángel, Colección Carlos Vélez, Archivo Planeta Colombiana.

Diseño: RBA, Proyectos Editoriales, S.A. Barcelona (España) Investigación gráfica: Juan David Giraldo Asistente: Ignacio Gómez Gómez Fotografía: Jorge Ernesto Bautista, Luis Gaitán (Lunga), Arturo Jaramillo, Guillermo Melo, Oscar Monsalve, Jorge Mario Múnera, Vicky Ospina, Carlos Rodríguez, Fernando Urbina. Producción: Oscar Flórez Herreño Impreso y Encuadernado por: Editorial Primer Colombiana Ltda.

©PLANETA COLOMBIANA EDITORIAL S.A., 1989 Calle31, No. 6-41,Piso 18, Bogotá,D.E. Colombia ISBN (obra completa) 958-614-251-5 ISBN (este volumen) 958-614-254-X

La responsabilidad sobre las opiniones expresadas en los diferentes capítulos de esta obra corresponde a sus respectivos autores.

Sumario

Sumario Presentación Gloria Zea

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Introducción Alvaro Tirado Mejía

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Los autores

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1 Del federalismo a la Constitución de 1886 Jorge Orlando Melo

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2 La Constitución de 1886 Jorge Orlando Melo

43

3 Antecedentes generales de la guerra de los Mil Días Carlos Eduardo Jaramillo Castillo

65

4 La guerra de los Mil Días, 1899-1902 Carlos Eduardo Jaramillo Castillo

89

5 1903: Panamá se separa de Colombia Eduardo Lemaitre Román

113

Nueva Historia de Colombia, Vol. I.

6 La cuestión del Canal desde la secesión de Panamá hasta el tratado de Montería Alfonso López Michelsen

145

7 Rafael Reyes: Quinquenio, régimen político y capitalismo (1904-1909) Humberto Vélez Ramírez

187

8 De Carlos E. Restrepo a Marco Fidel Suárez. Republicanismo y gobiernos conservadores Jorge Orlando Melo

215

9 Ospina y Abadía: la política en el decenio de los veinte Germán Colmenares 10 1930-1934. Olaya Herrera: un nuevo régimen Mario Latorre Rueda

243

269

10 bis Aspectos de Olaya Herrera y su gobierno Germán Arciniegas 11 López Pumarejo: La revolución en marcha Alvaro Tirado Mejía 12

Eduardo Santos Germán Arciniegas

13 Segunda administración de López Pumarejo. Primer gobierno de Lleras Camargo Gustavo Humberto Rodríguez R.

299

305

349

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Presentación

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Presentación Gloria Zea

U

no de los más interesantes hechos de nuestra vida cultural durante los años recién transcurridos es el creciente interés que los colombianos han manifestado por el conocimiento de la historia nacional. De la preocupación, un poco parroquial y elitista, por ancestros y héroes, circunscrita a sectores muy estrechos de la población, se ha pasado a una preocupación amplia por la totalidad de los procesos históricos que han hecho de Colombia lo que es: una nación compleja y conflictiva, rica e imprevisible, difícil y creadora. Buena muestra de este interés, orientado a obras de seriedad y rigor académicos sin precedentes, ha sido la acogida que han tenido las obras de la llamada Nueva Historia, y en particular ese esfuerzo colectivo que permitió, hace algunos años, publicar y divulgar, con acogida inusitada, el Manual de historia de Colombia preparado con el apoyo de Colcultura. Pero el mismo éxito de esfuerzos como el que menciono dejó ver la necesidad de nuevos enfoques y nuevos tratamientos. De un manual para especia-

listas era conveniente pasar a textos que permitieran a un público culto pero amplio tener acceso a las nuevas interpretaciones y a los nuevos trabajos que estaban modificando el paisaje histórico de nuestro país. ¿Qué sentido tenía que mientras en las facultades de historia se estaba descubriendo toda la compleja trama social del pasado colombiano, se abrían nuevas perspectivas, se estudiaban nuevos temas, el lector general estuviera todavía enfrentado a estudios convencionales y rutinarios? Y si la preocupación por conocer la historia nacional expresa no sólo una curiosidad gratuita, sino la búsqueda de las raíces de nuestra existencia actual, ¿cómo respondían a esta necesidad obras que dejaban por fuera de su temática las últimas décadas de la experiencia del país, esos 40 a 50 años que han visto la modernización acelerada, conflictiva y dramática de Colombia? Para Planeta Editorial Colombiana se encontraba allí uno de los desafíos editoriales más interesantes que podía plantearse. Hacer una historia de Colombia que se centrara en la época más reciente de nuestro pasado, hacerla dentro de la mayor seriedad y responsabilidad científicas, apelando a los mejores especialistas del país, y hacerla de tal

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manera que estuviera al acceso de un público general: éstas fueron las razones que llevaron a este esfuerzo que, como podrá verlo el lector, ha producido frutos muy valiosos. En particular, esta tarea representaba para la Editorial un vigoroso énfasis en uno de los objetivos que han orientado siempre su actividad: la edición de libros colombianos. De este modo, a la par con la divulgación en el país de las obras de la cultura universal, Planeta contribuía a estimular la creación de los autores colombianos y, con ediciones de alta calidad, a presentarlos a un público internacional exigente y alerta. Esta actividad de presentación y estímulo de los escritores colombianos se había realizado en el campo de la novela, del ensayo, del reportaje. Pero nunca con la ambición que representaba planear, bajo la dirección científica de un historiador del prestigio de Alvaro Tirado, una obra en la que más de sesenta expertos trataban de comunicar su conocimiento, en un lenguaje ajeno a tecnicismos, a un país ansioso de conocerse. Ni con el compromiso de presentar este trabajo con el respaldo de millares de ilustraciones que, además de embellecer una obra que merece una presentación de calidad son ellas mismas parte del texto, conforman

una información complementaria que refuerza el valor histórico y pedagógico de la Nueva Historia de Colombia. Creo que podemos mirar con orgullo y satisfacción el resultado de este trabajo colectivo, en el que el equipo técnico de Editorial Planeta trabajó durante tres años, en ejemplar armonía, con los mejores historiadores del país. En sus esfuerzos, unos y otros recibieron el apoyo de bibliotecas, centros de documentación, museos, institutos de investigación, coleccionistas, especialistas... En otra parte damos la extensa lista de las entidades y personas que, sin hacer parte del grupo que planeó, dirigió y elaboró la obra, merecen nuestros agradecimientos por la colaboración que dieron a esta empresa, y que hizo posible que tuviera tan magníficos resultados. Pero quizá valga la pena agradecer aquí el interés que tuvo, el estímulo que dio siempre a este proyecto el escritor y editor Belisario Betancur. Y en el fondo, esta obra ha sido posible porque en el país se han creado y fortalecido las condiciones para un trabajo académico serio pero interesante, polémico pero respetuoso, y para una actividad editorial ambiciosa e innovadora. Por eso Planeta Editorial debería decir más bien: ¡gracias, Colombia!

Introducción

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Introducción Alvaro Tirado Mejía

L

a obra que hoy presentamos a los lectores es el producto paciente de un gran esfuerzo. Durante tres años laboró el grupo de especialistas más amplio y representativo que en nuestro país se haya vinculado a un proyecto de tipo histórico. De la historiografía colombiana podría decirse que a pesar de sus notorios avances ha tenido temor a lo contemporáneo. Tal vez el trauma violento de los últimos decenios haya influido para que en aras de la convivencia se hiciera silencio sobre hechos importantes de la vida nacional o, tal vez, la permanencia de los principales actores de la vida política durante el último medio siglo influyó para que el estudio de nuestra sociedad fuera percibido inmediatamente con tintes de politización. Así, lo que en otras latitudes se abrió para el análisis desprevenido del investigador, entre nosotros siguió cubierto por el velo del silencio temeroso, no obstante que nuestra sociedad en muchos aspectos es abierta y que no se trataba de una censura oficial sino de una especie de compromiso privado para crear una amnesia colectiva.

Contribuir a llenar ese vacío fue uno de los principales objetivos de la obra que ofrecemos como respuesta positiva a ese reto. La ocasión es propicia, además, porque venimos de conmemorar acontecimientos que marcaron significativamente nuestro ser nacional, como el centenario de la Constitución de 1886 y el cincuentenario de su reforma fundamental en el año de 1936. De allí, pues, esta Nueva Historia de Colombia que abarca un siglo y que no evade el tratamiento de lo contemporáneo, como que va hasta la época misma del Frente Nacional. Quienes dirigimos y coordinamos la obra, en su concepción y desarrollo, nos encontramos ante diferentes alternativas que el lector debe conocer. Primero, situarnos dentro de un período que se escogió por las razones ya expuestas. Luego, el enfoque y la manera como se tratarían los temas y su periodización, la presentación gráfica, etc. Ante todo, lo que se pretendió fue hacer una obra de divulgación, para un amplio público, pero sin desmedro del rigor científico. Esta labor se habría facilitado si hubiesen existido trabajos de conjunto que permitieran la realización de una síntesis pero, como lo anotábamos, no existe en el país tal obra. Por ello fue necesario

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acudir a especialistas para que en un lenguaje llano, en lo posible alejado de tecnicismos, presentaran una versión del tema que se les asignó. Con el fin de evitar repeticiones, a cada uno se le solicitó que no se saliese de la especialidad propuesta; por ejemplo, la política o la educación o la economía, y que no acudiese en cada caso al contexto, pues éste lo daría el conjunto. Con todo, fue imposible al final evitar ciertas breves repeticiones necesarias, que preferimos dejar para mejor comprensión y para respetar el trabajo de cada uno de los autores. Es claro que la concepción en la que se enmarca el proyecto implica una visión amplia de la historia y de la sociedad, quedando sobreentendido que para abordar su conocimiento es preciso apoyarse en diferentes disciplinas que se complementan e interrelacionan, como la economía, la política, el arte, la ciencia, las relaciones internacionales y en general la cultura. Para un proyecto como éste, al que se vincularon más de sesenta especialistas, era necesario asumir una actitud pluralista. Y ésta es, tal vez, su nota más característica y determinante. El criterio de selección se basó en la idoneidad, en que cada cual dominara la materia y en que se diera un tratamiento riguroso al tema. Colaboraron escritores consagrados y noveles; miembros de la Academia y autores de la llamada Nueva Historia; actores principales de los acontecimientos sobre los que ellos mismos escriben; profesores e investigadores de las principales universidades públicas y privadas del país; autores ingleses, norteamericanos, franceses, canadienses, suizos, chilenos, especializados en temas colombianos; periodistas, artistas, militares, sacerdotes y políticos; mujeres y hombres, gentes de diferentes regiones del país y, lo que es más importante, que no militan en un mismo partido, ni están sometidos al rígido patrón de una misma institución o congregación. Esto hizo posible una visión pluralista de la historia moderna y contemporánea de Colombia. Sin embargo, una obra no dogmática, en la que participa tan variado número

de especialistas, no está exenta de dificultades y aun de riesgos. El riesgo consistía en que a la postre resultara un producto desvertebrado y carente de unidad por la diversidad de conceptos. Afortunadamente, el resultado fue un trabajo enriquecido por la multiplicidad de los enfoques, con lo que se pudo confirmar que, cuando se labora profesionalmente y con rigor, las diferencias conceptuales no impiden la labor de equipo. Dado que en el país las estadísticas, sobre todo las históricas, son deficientes, que por falta de investigación muchos asuntos permanecen sin esclarecer, que las cifras dependen de las fuentes que se consulten, no nos arrogamos un derecho que no teníamos y, a sabiendas, dejamos que en la obra aparecieran, en unos pocos casos, datos diferentes. Así, por ejemplo, en un episodio tan significativo y controvertido como fue la matanza de la zona bananera en 1928, el número de muertos es distinto en algunos autores como el general Alvaro Valencia Tovar o la historiadora canadiense Catherine Le Grand, como resultado de las diferentes fuentes utilizadas; lo mismo podría decirse de ciertas cifras económicas o de población, que en unos pocos casos difieren unas de otras. Respecto al tratamiento de las fuentes, por tratarse de una obra de divulgación, no se procedió a dar una bibligrafía exhaustiva y en cada caso se presentan como apoyo solamente las obras de referencia más importantes. Tradicionalmente la historiografía colombiana se había circunscrito a la historia política. Por supuesto, ese es un aspecto de este trabajo, pero no el único ni el determinante. De acuerdo con la concepción contemporánea de la investigación histórica, el lector encontrará en este trabajo una visión de la sociedad colombiana en sus múltiples determinaciones y expresiones. Por eso forman parte esencial de él la historia económica, del café y de la industria, de los movimientos sociales, las relaciones exteriores y la presentación del contexto internacional dentro del cual se ha moldeado Colombia en este siglo; de

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Introducción

las ciencias, la literatura y el pensamiento, la educación, instituciones como el ejército y la iglesia, la música y la cultura popular, el cine y el teatro, la vida cotidiana, el humor, el deporte, las luchas populares, el sindicalismo, los movimientos agrarios y las luchas de la mujer por conquistar sus derechos y una posición igual en la sociedad, los procesos de colonización y la evolución demográfica. En una palabra, todos los aspectos que han contribuido a moldear nuestra vida social. También se les ha otorgado la atención que merecen a la historia de la medicina, de la economía, de la filosofía, de la sociología, de la antropología y de la misma historia, puesto que a su vez los historiadores deben ser historiados. Cuando se contempla el proceso social desde ópticas tan variadas, el asunto de la periodización es fundamental. Los ritmos de la historia no son los mismos para los diversos fenómenos de la sociedad y por eso Fernand Braudel hablaba de una diversidad del tiempo histórico con períodos de corta, de mediana y de larga duración. También en la historia de Colombia estos conceptos tienen su importancia y su aplicación. Un gobierno, un cambio constitucional o una situación política internacional, pueden tener una repercusión fundamental que por sus implicaciones merezca un análisis más de fondo. Por ejemplo, la separación de Panamá y las consecuencias que este hecho tuvo para las relaciones internacionales de Colombia, influyeron profundamente en la historia del país durante el presente siglo. Por eso era preciso otorgarle al tema un tratamiento más detallado. Y eso es lo que hacen precisamente dos expertos en la materia -Eduardo Lemaitre y Alfonso López Michelsen- el último de los cuales, como presidente de la República, fue protagonista de primer orden en la negociación por la cual se le restituyeron a Panamá sus legítimos derechos en la Zona del Canal y en el Canal mismo, y en la que Colombia pudo amigablemente reivindicar los suyos ante la nueva situación que se derivaba del tratado Torrijos-Carter. En general, la his-

toria política se periodiza de acuerdo a las gestiones gubernamentales y, en algunos casos, en períodos un poco más amplios; el lector, sin embargo, percibirá fácilmente las continuidades y discontinuidades subyacentes en el desarrollo de esta historia. A un suceso como la matanza de trabajadores en la zona bananera, dada su significación inmediata, sus consecuencias, y hasta las resonancias míticas y literarias que engendró, se le dedica un capítulo. Así mismo, un acontecimiento de la trascendencia del 9 de abril de 1948, es objeto de dos capítulos, uno dedicado a lo que aconteció en Bogotá y otro a lo que sucedió en el resto del país, escritos por Arturo Alape, uno de los más competentes investigadores sobre el tema. Para el estudio de las organizaciones populares, los períodos son más amplios. Así por ejemplo, las luchas campesinas, tratadas por el investigador francés Pierre Gilhodes y a las que se dedican específicamente dos capítulos, para los años cincuenta, su estudio se integra al de la Violencia. La economía tiene otra periodización. En los años veinte Colombia se sacudió en sus estructuras económicas y sociales como producto del flujo de capital extranjero que vino por la indemnización de Panamá y por los empréstitos que arribaron en cantidades hasta ese entonces desconocidas. De allí que el corte se haga en 1922, cuando empieza a producirse este fenómeno, que se dé importancia especial a la crisis mundial de 1929, que se tome como un todo específico por sus políticas económicas lo acontecido hasta 1946, o que se desglosen para su tratamiento las políticas económicas dentro del Frente Nacional, dado el viraje que se produce a partir de 1968. La historia de la educación tiene su ritmo que muchas veces está íntimamente ligado a los cambios de régimen político; de la misma manera, esto puede observarse en la evolución de las formas de pensamiento. A cada tema relacionado con la historia del teatro, del periodismo, de la arquitectura, del cine, etc., se dedica un capítulo. Ade-

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más, y muy especial y conscientemente, se ha incluido en esta obra el tratamiento de la situación y de las luchas de la mujer, que suele ser olvidado o relegado. A un campo que en la moderna historiografía europea y norteamericana ha alcanzado un gran desarrollo, como es lo relacionado con la vida cotidiana, se le ha dado especial importancia. En esta obra, la parte gráfica no es un elemento decorativo sino un aspecto esencial. Un equipo de investigadores

y artistas trabajó pacientemente en ella y como resultado se podrán apreciar varios miles de ilustraciones, fotografías mapas, etc., técnicamente recopilados en museos, bibliotecas, archivos y colecciones particulares. El aspecto pedagógico que nos propusimos se encontrará no sólo en la lectura sino también en las ilustraciones, pues se ha tratado de que en ellas, situadas en su contexto histórico, la sociedad colombiana pueda percibirse ampliamente.

Los autores

Los autores Arturo Alape Cali, 1938. Investigador, escritor y periodista. Realizó estudios de pintura en el Instituto de Cultura Popular. Ganador de varios concursos nacionales de cuento, sus textos han sido traducidos a idiomas como el francés, alemán y japonés. Autor de: La bola del monte (cuentos, Premio Casa de las Américas 1970), Las muertes de Tirofijo (cuentos, 1972), El diario de un guerrillero (1973), El cadáver de los hombres invisibles (cuentos). Guadalupe años sin cuenta (coautor, Premio de teatro Casa de las Américas 1976), Un día de septiembre (testimonio sobre el paro cívico de 1977), El bogotazo, memorias del olvido (1983; reedición Planeta, 1987); Noche de pájaros (novela, Planeta, 1984), La paz, la violencia: testigos de excepción (Planeta, 1985), Las vidas de Pedro Antonio Marín Manuel Marulanda Vélez Tirofijo (Planeta, en prensa). Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "El 9 de abril, asesinato de una esperanza" y "El 9 de abril en provincia".

Luis Alberto Alvarez Córdoba Medellín, 1945. Miembro de la Comunidad Claretiana. Estudios de Filosofía en el Seminario Claretiano de Zipaquirá y de Teología en las Universidades Lateranense de Roma y Würzburg de Alemania. Cursó dos semestres de Trabajo Social en el Instituto para Trabajo Social de Frankfurt. Profesor de Cine en la Universidad Nacional de Medellín y Universidad Pontificia Bolivariana. Crítico de Cine en Radio Bolivariana, HJCM Cultural FM y, desde 1975, en El Colombiano. Jurado en los Festivales de Cine de Cartagena, Bienal de Cine de Bogotá y Festival de Cine Ciudad de Bogotá. Realizador de las películas El niño invisible y Arme Welt reiche Welt para la cadena ARD de Alemania. Artículos publicados en las revistas Cinemateca, Cuadro, Cine, Filmjahrbuch (Alemania) y Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República. Ha recopilado sus trabajos de crítica en Páginas de cine, Medellín, Universidad de Antioquia, 1988. Contribución a esta Nueva historia de Colombia: "Historia del cine colombiano".

Germán Arciniegas Angueyra Bogotá, 1900. Doctor en Derecho, Universidad Nacional de Colombia. Decano de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de los Andes. Profesor de las Universidades Nacional, Externado y Libre, Bogotá. Profesor invitado, University of California, University of Chicago, Mills College (Oakland). Presidente, Academia Colombiana de Historia. Miembro de Número, Academia Colombiana de la Lengua. Miembro Correspondiente, Academia Española de la Lengua y Española de Historia, Academias de Historia de Argentina, México, Cuba, Venezuela, Ecuador y Chile. Miembro Honorario, Instituto de Artes y Letras de los Estados Unidos. Vicepresidente, Comité Americano por la Libertad de la Cultura. Presidente, Comisión Colombiana para el V Centenario del Descubrimiento de América. Embajador de Colombia en Italia, Israel, Venezuela y Santa Sede. Ministro de Educación

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Nacional (1942, 1945-46). Fundador, Museo de Arte Colonial. Fundador y Director, emisora La voz de la Juventud, revista Universidad}' Ediciones Colombia. Jefe de Redacción y Director de El Tiempo. Director, Revista de las Indias (luego Revista de América), Cuadernos (París) y Correo de los Andes. Presidente, Consejo Editorial Planeta Colombiana Editorial. Condecorado con las más altas distinciones por Colombia, Venezuela, Chile, Italia, Estado Vaticano, Santo Domingo. Premio Cabot de Periodismo, Premio Alberti Sarmiento de la Prensa de Buenos Aires, Premio Internacional Hammarskjold del Periodismo y la Diplomacia, Premio Internacional Madonnina de Milán. Autor de más de cuarenta obras, entre ellas: El estudiante de la mesa redonda (1932), América, tierra firme (1937), Los comuneros (1938), Jiménez de Quesada (1939), ¿Qué haremos con la historia? (1940), Los alemanes en la conquista de América (1941), Este pueblo de América (1945), Biografía del Caribe (1945), El pensamiento vivo de Andrés Bello (1946), Entre la libertad y el miedo (1952), Amerigo y el Nuevo Mundo (1955), El mundo de la bella Simonetta (1962), El continente de siete colores (1965), Genio y figura de Jorge Isaacs (1967), Nueva imagen del Caribe (1970), América en Europa (1975), El Zancudo. La caricatura política en Colombia (Siglo XIX) (1975), Fernando Lorenzana (1978), Fernando Botero (1979), El revés de la historia (1980), Simón Bolívar (1980), Los pinos nuevos (1982), Bolívar, el hombre de la gloria (1983), Bolívar y la revolución (Planeta, 1984), De Pío XII a Juan Pablo II. 5 Papas que han conmovido al mundo (Planeta, 1986); "Los cronistas", Manual de literatura colombiana (Planeta, 1988). Juan Gustavo Cobo Borda, en su libro Arciniegas de cuerpo entero (Planeta, 1987) ha reunido entrevistas, críticas, testimonios y polémicas sobre el escritor e historiador. Muchas de sus obras han sido traducidas a otros idiomas, y artículos suyos aparecen publicados en revistas y periódicos del país y del exterior. Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "Eduardo Santos" y "Aspectos de Olaya Herrera y su gobierno".

Mauricio Archila Neira Bogotá, 1951. Licenciado en Filosofía y Letras, especializado en Historia y Magister en Economía y Recursos Humanos, Universidad Javeriana. Candidato al Ph.D. en Historia de América Latina, Universidad del Estado de Nueva York, SUNY, Stony Brook, EE.UU. Profesor de Historia de Colombia Siglo XIX y Contemporánea (pregrado), Historiografía Colombiana Contemporánea (postgrado), Universidad Nacional de Colombia, donde ha sido Profesor Asistente del Departamento de Historia desde 1978 y Director del mismo. Investigador del Centro de Investigación y Educación Popular CINEP. Publicaciones: Aquí nadie es forastero, testimonios sobre la formación de una cultura radical: Barrancabermeja 1920-1950, Serie Controversia, Nº 134-135 (Bogotá, CINEP, 1986). Barranquilla y el río. Controversia, Nº 142 (CINEP, 1987). "Clase obrera y sindicalismo". Solidaridad (mayo, 1980); "Los movimientos sociales entre 1920 y 1924: una aproximación metodológica", Cuadernos de Filosofía y Letras, Vol. III, Nº 3 (1980); "De la revolución social a la conciliación", Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, Nº 12 (1984); "La Humanidad, el periódico obrero de los años veinte". Boletín Cultural y Bibliográfico, Vol. XXII, Nº 3 (1985); "La otra opinión: la prensa obrera en Colombia, 1920-1935", ACHSC, Nº 13-14 (1986). Colaborador en las investigaciones Veinte años del SENA en Colombia (1978) y La crítica marxista del Estado: Del Estado instrumento a la forma Estado (1980). Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "La clase obrera colombiana, 1886-1930" y "La clase obrera, 1930-1945".

Jorge Arias de Greiff

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Bogotá, 1922. Ingeniero Civil, Universidad Nacional de Colombia. Director del Observatorio Astronómico Nacional (desde 1968). Decano de la Facultad de Ciencias (1970-1972), Rector Encargado (1972), Miembro del Grupo Operativo para la Reforma de la Ley Orgánica (1979) y Representante del Profesorado ante el Consejo Superior Universitario, Universidad Nacional. Allí mismo, Profesor de Electricidad, Física General, Cálculo Numérico, Mecánica Celeste, Óptica, Acústica de Construcciones y Astronomía Etnográfica, Facultades de Ingeniería, de Ciencias, de Ciencias Humanas y de Artes. Profesor de Astronomía General, Astrofísica, Astronomía Galáctica y Cosmología, Observatorio Astronómico Nacional. Miembro de la Sociedad Colombiana de Ingenieros y de la Unión Astronómica Internacional, en la cual hace parte de la Comisión 50 Sitios de Observación. Miembro de Número, Sociedad Geográfica de Colombia, Sociedad Colombiana de Física y Academia Colombiana de Historia. Miembro de Número y Presidente (1978-1982), Sociedad Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. Asistente a Congresos de Ingeniería, Matemáticas y Física, a la Asamblea General de la Unión Astronómica Internacional (Hamburgo 1965, Praga 1967, Brighton 1970, Grenoble 1976), Congreso Latinoamericano de Física (Oaxtepec, 1978), Encuentro de Historia de la Ciencia (Madrid, 1984), Congreso Latinoamericano de Historia de la Ciencia y la Tecnología (La Habana, 1985), 45 Congreso Internacional de Americanistas (Bogotá, 1985). Autor de: El cometa Halley

Los autores

(Bogotá, Universidad Nacional, 1986), Etnoastronomías americanas (con Elizabeth Reichel, compiladores, Bogotá, Universidad Nacional, 1987). Numerosos artículos en revistas científicas e históricas, desde 1958. Su contribución a Nueva historia de Colombia: "La astronomía, 1885-1985".

Jaime Arocha Rodríguez Bogotá, 1945. Antropólogo Cultural Ph.D., Columbia University, Nueva York. Profesor del Departamento de Antropología, Universidad Nacional de Colombia. Presidente de la Sociedad Antropológica de Colombia. Miembro de la Junta Directiva, Corporación para el Fomento de las Ciencias Sociales en Colombia, Corsociales. Investigador del programa "Violencia, derechos humanos y democracia", Universidad de las Naciones Unidas y el Cendes de la Universidad Central de Venezuela (1985-86). Miembro de la Comisión de Estudio sobre la Violencia en Colombia. Trabajos sobre ecología cultural, etnicidad y violencia: "Clima, hábitat, proteínas, guerras y sociedades colombianas del siglo XVI", Revista de Extensión, Universidad Nacional (1916) y revista Arqueología, Universidad Nacional (1987). Fiesta campesina quindiana, Segundo Premio del I Festival de Cine en Super 8 mm. (1977). La violencia en el Quindío (Tercer Mundo, 1979). "Clientelismo, gasteo y violencia rural", Enfoques colombianos (1980). Caracterización sociocultural de Colombia rural (Caja Agraria, 1985). Insurgencia y contrainsurgencia: etnodesarrollo violentado en Colombia (UNU - Cendes, 1988). Coautor de: Colombia: violencia y democracia (Universidad Nacional, 1987). Con la antropóloga Nina S. de Friedemann: Bibliografía anotada y directorio de antropólogos colombianos (Sociedad Antropológica de Colombia, 1979), Un siglo de investigación social: antropología en Colombia (Etno, 1984), Herederos del jaguar y la anaconda (Carlos Valencia, 1985), De sol a sol, Génesis, transformación y presencia de los negros en Colombia (Planeta Colombiana, 1986). Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "Antihéroes en la historia de la antropología en Colombia: su rescate".

Jesús Antonio Bejarano Avila Ibagué, 1946. Economista, Universidad Nacional de Colombia. M. S. en Desarrollo Económico, University of North Carolina. Participante en el taller Pobreza y Empleo, Instituto de Estudios Sociales (Holanda). Miembro fundador del Centro de Estudios de la Realidad Colombiana, CEREC. Presidente Honorario de la Sociedad de Economistas del Tolima, Presidente del Foro Económico Nacional y miembro de Número de la Academia Colombiana de Ciencias Económicas. Consultor de Organismos Nacionales: Departamento Nacional de Planeación, Ministerio de Agricultura, Sociedad de Agricultores de Colombia. Consultor de Organismos Internacionales: Proyecto conjunto CEPAL-FAO, PNUD, Representante por Colombia en el Proyecto de Modelos de Desarrollo, CEPAL-ILDIS. Director de la Misión de Estudios del Sector Agropecuario. Jefe de Redacción de la revista Cuadernos Colombianos. Decano de la Facultad de Ciencias Económicas, Director del Departamento de Economía, Profesor de los departamentos de Historia y Economía y Director de las revistas Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura y Cuadernos de Economía, Universidad Nacional de Colombia. Profesor y Director del Centro de Investigaciones Económicas, Universidad Jorge Tadeo Lozano. Profesor titular de la Universidad Externado de Colombia. Autor, entre otros libros, de: Ensayo de interpretación de la economía colombiana (1978), El régimen agrario: de la economía exportadora a la economía industrial (1979), El siglo XIX en Colombia visto por historiadores norteamericanos (1979). Teoría de las estructuras de mercado (1982), La economía colombiana en el decenio del setenta (1983). Coautor en La nueva historia de Colombia (Colcultura, 1977), Colombia, hoy, (Ed. Siglo XXI, 1978), Manual de historia de Colombia (Colcultura, 1980) y Política económica en crisis (Ildis, Caracas, 1984), Economía y poder (CEREC, 1985), autor de numerosos artículos en revistas especializadas. Asesor Científico y Académico del proyecto Nueva historia de Colombia, al cual contribuyó con los siguientes trabajos: "La economía colombiana entre 1922 y 1929", "La economía colombiana entre 1930 y 1945", "La economía colombiana entre 1946 y 1958" y "Las técnicas agropecuarias en el siglo XX".

Charles Bergquist Seattle (Estado de Washington), 1942. Estudios en la Universidad de Chicago, Universidad de Washington y Stanford University (Master y PhD.). Profesor del Departamento de Historia y Director de Estudios Internacionales, Duke University (Durham, North Carolina). Voluntario de los Cuerpos de Paz en Colombia (1963-65). Miembro del Comité para América Latina, Social Science Research Council y American Council of Learned Societies; Miembro del Consejo Editorial, Hispanic American Historical Review; Director, Sección Gran Colombia, Congreso de Historia Latinoamericana. Fellow, National Humanities Center. Fellow, Wilson Center. Premio Robertson al mejor artículo histórico

Nueva Historia de Colombia, Vol. I

(1976) Publicaciones: Café v conflicto en Colombia (Medellín, FAES, 1981); Los trabajadores en la historia latinoamericana. Estudios comparativos de Chile, Argentina, Venezuela y Colombia (Bogotá Siglo XXI 1988) Editor de: Alternative Approaches to the Problems of Development: A selected, Annotated Bibliographv (Durham, NC: Carolina Academic Press, 1979), Labor in the Capitalist World-Economy (Beverly Hills, Ca.: Sage, 1984), Nuevo enfoque hacia la historia laboral latinoamericana (México: Universidad Metropolitana, 1986). Algunos de sus artículos sobre temas colombianos- "The Political Economy of the Colombian Presidential Election of 1897", HAHR, 51, l (febrero 1976); "Coffee Workers and the Fate of the Colombian Labor Movement, 1920-1940"; "Gabriel García Márquez: A Colombian Anomaly", South Atlantic Quartely (1986). Su contribución a Nueva historia de Colombia: "Luchas del campesinado cafetero, 1930-1946".

Hernando Caro Mendoza Bogotá, 1927. Doctor en Derecho y Economía, Universidad Javeriana. Estudios de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Colombia. Doctorado en Derecho Privado, Universidad de París. En Bogotá adelanta estudios de formas musicales y armonía y contrapunto con el profesor griego Demetrio Haralambis, de piano con la profesora Lucía Pérez y de clarinete con el profesor Solón Garcés. En el Conservatorio de París estudia composición con Tony Aubin, clarinete con Ulysse Deleclusse y fuga con Noel Gallon. En Freiburg im Brisgau, música antigua con Hugo Ruff y flauta dulce con Dietrich von Bauznern. Secretario y profesor del Conservatorio de Música de Bogotá y secretario de la Orquesta Sinfónica de Colombia. Profesor de filosofía y literatura en la Facultad de Ciencias Humanas y de apreciación e historia de la música en el Departamento de Música de la Universidad Nacional (1960-1983). Colaborador en varias emisoras, entre ellas Radio Nacional, HJCK y Musicar, como también en la Televisora Nacional y en diversas revistas y periódicos: El Siglo, La República, La Calle, Devenir, Cromos, Revista del Teatro Colón, Pluma y El Espectador, en el cual es crítico musical. Fundador y director de la revista Música y del grupo Música Antigua de Bogotá, desde 1964. Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "La música en Colombia en el siglo XX'.

Gonzalo Cataño Gómez Plata (Antioquia), 1945. Licenciado en Sociología, Universidad Nacional de Colombia, y Master of Arts, Stanford University. Profesor de Sociología, Universidad del Rosario, Pedagógica y Tecnológica, Andes y Escuela de Postgrado, Pedagógica Nacional. Director-fundador del Centro de Investigaciones Educativas, Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia (Tunja) y Coordinador del Postgrado de Investigación Socio-Educativa, Universidad Pedagógica Nacional. Presidente de la Asociación Colombiana de Sociología. Miembro del Comité de Redacción de Revista Colombiana de Educación. Publicaciones: Educación y sociedad en Colombia (Bogotá, UPN, 1973). La sociología en Colombia (Bogotá, Plaza & Janés, 1986). Editor de Estudios históricos y sociológicos de Luis E. Nieto Arteta (Colcultura, 1968). Entre sus numerosos ensayos, cabe citar por su especial interés: "La sociología de la educación en Colombia", Revista Colombiana de Educación, Nº 5 (Bogotá, 1980): "Luis E. Nieto Arteta en España", Ideas y Valores, Nº 63 (Bogotá, diciembre 1983); "Educación y diferenciación social en Colombia". Revista Colombiana de Educación, Nº 14 (1984); "El ensayo sociológico: ¿entre la ciencia y la literatura?, Revista de la Universidad de Antioquia, Nº 206 (octubrediciembre 1986). Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "Historia de la sociología en Colombia".

Fernando Cepeda Ulloa Bogotá, 1938. Vicerrector, Universidad de los Andes. Allí, fundador del Departamento de Ciencia Política y miembro del Comité creador de la Facultad de Derecho. Decano y profesor de la misma. Promotor del Centro Interdisciplinario de Estudios Regionales, CIDER, y del Centro de Estudios Internacionales en el cual es Director del Programa de Negociaciones Internacionales, financiado por el PNUD y la Fundación Ford. Conferencista invitado en varias universidades, entre ellas, Oxford, Friburgo, Heidelberg, Wisconsin, Vanderbilt, Georgetown, Brasilia, Viena y John Hopkins (SAIS). Consejero Presidencial, Viceministro de Desarrollo Económico, Ministro Plenipotenciario y Encargado de Negocios en Washington, como también Ministro de Gobierno y de Comunicaciones. Embajador en Londres. Autor de libros y artículos sobre derecho público, ciencia política y política internacional. Publicaciones: La Convención de Ginebra sobre la Plataforma Continental: Un análisis político (Bogotá, Instituto Colombiano de Estudios Internacionales, 1963), Debate sobre la Constituyente (Bogotá, Uniandes, 1977), La modernización de la Justicia en Colombia (editor, Bogotá, Uniandes, 1986); Las reformas, El esquema gobierno-oposición, El régimen de los partidos en el

Los autores

derecho político colombiano, Los conceptos del Consejo de Estado y la administración departamental y municipal. La elección popular de alcaldes (títulos publicados en el Ministerio de Gobierno, 1987). Colaboraciones en obras colectivas: "La inversión extranjera en Colombia", en Stenzieck y Godoy, Inversiones extranjeras y transferencia de tecnología en América Latina (Santiago, s.f); "Colombia and the International Labor Organization, ILO" y "Colombia and the World Bank", en International Legal Center, The Impact of International Organizations on Legal and Institutional Change in the Developing Countries (New York, Multiprint, 1977); "La teoría de la dependencia: una ideología paralizante", en ANIF, Dependencia y Desarrollo (Bogotá, 1978); "La cooperación internacional y la Universidad. Aproximaciones al caso de Colombia", en Lavados, Iván, Universidad y desarrollo (Santiago de Chile, Corporación de Promoción Universitaria, 1978); "Aproximación política a Colombia", en La ciencia política y la Universidad de los Andes (Bogotá, 1983); "La lucha por la autonomía: la gran encrucijada de la política exterior de Betancur", en Anuario de Políticas Exteriores Latinoamericanas 1985 (Santiago, Prospel, 1985); "Contadora, Colombia y Centroamérica", en Realidades y posibilidades de las relaciones entre España y América en los ochenta (Madrid, ICI, 1986); "Algunos aportes analíticos sobre la oposición en Colombia", en La oposición en Colombia (Bogotá, CEI, FESCOL, 1986). Coautor de la siguientes obras y trabajos: "The Sociopolitical Framework of the Foreign Private Investment in Colombia, Past, Present and Future" (con Mauricio Solaún) en Vierteljahresberichte, Nº 49 (Bonn, 1972); Chile, Modelos de desarrollo y opciones políticas (con Mauricio Solaún y Paul Oquist; Bogotá, Uniandes, 1973); "Urban Reform in Colombia: The Impact of the Politics of Games on Public Policy" (con Mauricio Solaún y Bruce Bagley), en: Rabinowitz & Trueblood, Latin American Urban Research (Beverly Hills, Sage, 1973); "The Trends Towards Technocracy: The World Bank and the ILO in Colombian Politics" (con Christopher Mitchell), en: A. Berry et al., Coalition Gobernment in Colombia (New York, Forth Corning, 1976; Comportamiento del voto urbano en Colombia (con Claudia González de Lercaros; Bogotá, Uniandes, 1977); "Los técnicos y la abstención" (con Mario Latorre Rueda y Gabriel Murillo), en: ANIF, La abstención (Bogotá, 1980); "La política exterior colombiana" (con Gerhard Drekonja y Juan Tokatlian), en: Teoría y práctica de la política exterior latinoamericana (Bogotá, Cerec, 1983); Intervención presidencial en la economía y el estado de derecho en Colombia (con Roger W. Findley y Nicolás Gamboa Morales; Bogotá, Cider, 1983); Contadora, desafío a la diplomacia tradicional (con Rodrigo Pardo García-Peña; Bogotá, CEI, 1985); "Negociaciones dentro del proceso de planificación en América Central adelantado por el Grupo de Contadora" (con Rodrigo Pardo García-Peña), en: Desarrollo y paz en Centroamérica (Bogotá, CEI, 1986); Colombia en las urnas. ¿Qué pasó en 1986? (Bogotá, Uniandes, 1987). Algunos artículos: "La influencia de las agencias internacionales en el proceso de desarrollo de Colombia 1950-74", Estudios Internacionales, Año XI, Nº 43 (Santiago de Chile); "La desigualdad de la representación en el Congreso y en la Constituyente", Revista de la Cámara de Comercio, Nº 28 (Bogotá, septiembre 1977); "Pensamiento político colombiano contemporáneo", El Mundo, enero 13, 1985; "The Colombian Elections 1986", ElectoralStudies (Inglaterra). Contribución a la presente Nueva historia de Colombia: "La política exterior colombiana (1930-1946; 1946-1974; 1974-1986)".

Juan Gustavo Cobo Borda Bogotá, 1948. Filosofía y Letras. Universidad de los Andes, Idiomas, Universidad Nacional de Colombia. Jefe de la Oficina de Divulgación, Asistente de la Dirección, Fundador y Director de la revista Gaceta, Instituto Colombiano de Cultura. Gerente de Librería Buchholz y director de la revista Eco. Agregado Cultural de la Embajada de Colombia en Buenos Aires. Conferencista en universidades de Texas, Bonn, Florencia, Buenos Aires y en centros culturales de Caracas y Nueva York. Representante por Colombia a Congresos Internacionales sobre temas de su especialidad. Algunas obras publicadas: Consejos para sobrevivir (poesía, Bogotá, 1974), Mito, 1955-1962 (Colcultura, 1975), La alegría de leer (Colcultura, 1976), Roda, un barroco subversivo (Bogotá, 1976), Obra en marcha 1 y 2 (Colcultura, 1974 y 1976), Salón de té (poesía, Colcultura, 1979), La tradición de la pobreza (Bogotá, 1980), Álbum de poesía colombiana (Colcultura, 1980), Ofrenda en el altar del bolero, (poesía, Caracas, 1981), La otra literatura latinoamericana (Bogotá, 1982), Todos los poetas son santos e irán al cielo (poesía, Buenos Aires, 1983), Alejandro Obregón (Bogotá, 1985), Antología de la poesía hispanoamericana (México, 1985), Letras de esta América (Bogotá, Universidad Nacional, 1986), Arciniegas de cuerpo entero (Bogotá, Planeta, 1987), Visiones de América Latina (Bogotá, 1987), Poesía Colombiana 1880-1980 (Medellín, Universidad de Antioquia, 1987), Fábulas y leyendas de El Dorado (Barcelona, 1987); "Mito" y "El Nadaísmo", en: Manual de literatura colombiana, II (Bogotá, Planeta, 1988). Editor de: Baldomero Sanín Cano, El oficio de lector (Caracas, 1978); Jorge Zalamea, Literatura, política y arte (Colcultura, 1978); Eduardo Carranza, 20 poemas (México, 1982). Prólogos a obras de Alvaro Mutis, Aurelio Arturo, Marta Traba y Mario Rivero. Escritores

Nueva Historia de Colombia, Vol. I

y críticos comentan e incluyen sus obras en volúmenes colectivos publicados en América y Europa, algunas de ellas traducidas al inglés, alemán, francés y griego. La Firestone Library de la Universidad de Princeton, EE.UU., recopila en el fondo "J.G. Cobo Borda" sus manuscritos y correspondencia literaria. Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "Literatura colombiana: 1930-1946".

Germán Colmenares Bogotá, 1938. Abogado del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Licenciado en Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Colombia. Doctor en Historia, Universidad de París. Fellow de St. Edmund's House, Cambridge. Becario Guggenheim y Woodrow Wilson. Profesor de la Universidad de los Andes y de la Universidad del Valle, donde fue Decano de la Facultad de Humanidades. Profesor visitante en las Universidades de Columbia (Nueva York) y Cambridge (Inglaterra). Autor de: Partidos políticos y clases sociales (1968), Las haciendas de los jesuítas en el Nuevo Reino de Granada (1969), Historia económica y social de Colombia, 1537-1719 (1973), Cali: terratenientes, mineros y comerciantes (1975), Popayán, una sociedad esclavista (1979), Rendón: una fuente para la historia de la opinión pública (1984), Las convenciones contra la cultura (1987), además de sus ensayos "Estado, administración y vida política en la sociedad colonial" (con Jaime Jaramillo Uribe) y "La economía y la sociedad coloniales, 1550-1800" del Manual de historia de Colombia, Vol. I (Colcultura, 1978) y "Manuela, la novela de costumbres de Eugenio Díaz", del Manual de literatura colombiana (Planeta. 1988). Su contribución a la presente obra: "Ospina y Abadía; la política en el decenio de los veinte".

Malcolm Deas Charminster (Dorset, Inglaterra), 1941. Se educó en Bryanston School y en New College, Oxford, donde se especializó en Historia Moderna, graduado en 1962. Fellow de All Souls' College (1962) y de St. Antony's College. de la Universidad de Oxford, donde en varias ocasiones ha sido Director del Centro de Estudios Latinoamericanos, del cual fue miembro fundador en 1963. Miembro correspondiente de la Academia Colombiana de Historia. Editor principal de la serie de monografías sobre América Latina de Cambridge University Press. Ha publicado numerosos ensayos sobre historia colombiana, especialmente sobre los temas del caciquismo, del café, de las finanzas públicas del siglo XIX y de temas literarios. Trata todos estos temas en Pobreza, guerra civil y política: Gaitán Obeso y su campaña en el río Magdalena en 1885 (Bogotá, Fedesarrollo, 1978). Ha escrito también sobre temas de historia venezolana, argentina y ecuatoriana. Editor de Narraciones históricas del caudillo radical Eloy Alfaro (Quito, Corporación Editora Nacional. 1983). Continúa trabajando sobre temas colombianos de los siglos XIX y XX. Colaborador ocasional del Times de Londres, Times Literary Supplement y London Review of Books. Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "La influencia inglesa -y otras influencias- en Colombia, 1880-1930".

Juan José Echavarría Soto Medellín, 1951. Ingeniero Administrativo, Escuela de Minas, Universidad Nacional de Medellín. Postgrado en Economía, Universidades de Harvard y Boston. Master en Economía, Universidad de Boston. Doctorado en Economía, Universidad de Oxford. Decano de la Facultad de Ciencias Económicas y Gerente de la Empresa Editorial de la Universidad Nacional. Catedrático de Comercio Internacional, Econometría y Finanzas Internacionales, Universidad de los Andes, Javeriana y Externado de Colombia. Cátedra de Macroeconomía Avanzada (postgrado), Universidad Nacional y Externado de Colombia; Introducción a la Economía (postgrado). Universidad de Oxford. Conferencista en la Universidad de los Andes y del Rosario. Participante en la reunión sobre Ensamblaje Internacional, UNCTAD (México, 1979 y 1980), y en Seminarios organizados por la Universidad de Oxford (1980, 1981), Universidad de Chicago (1981) y por Wharton Econometrics y Florida International University (1983). Autor de: Comercio internacional (Universidad Externado de Colombia. 1980). y de investigaciones y artículos de economía y comercio internacional publicados por la Universidad de Oxford, Wharton Econometrics, Florida International University, y en Revista del Banco de la República, Coyuntura Económica, Revista Antioqueña de Economía, Lecturas de Economía y Proexpo, entre otras. Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "Aspectos internacionales de la crisis de los años treinta".

Lorenzo Fonseca Martínez Bogotá. 1938. Arquitecto Urbanista, Universidad Nacional de Colombia. Postgrado en Planeación para el Desarrollo, Escuela de Estudios Ambientales (DPU), University College, Londres. Investiga-

Los autores

ción postgrado, Centro de Estudios Sociales y Económicos, Universidad de Swansea, Gran Bretaña. Profesor e investigador, Universidad de los Andes y Jorge Tadeo Lozano, Seccional Caribe, Cartagena. Socio fundador, investigador, asesor y consultor, Centro de Estudios Ambientales, CEAM. Premio y Mención de Honor, IV Bienal de Arquitectura, Quito (1984); Premio X Bienal de Arquitectura de Colombia (1986). Director de la revista Proa e iniciador de las colecciones Monografías PROArquitectura (1982) y Cuadernos PROA (1983). Publicaciones: Un sector, una ciudad, dos décadas (PROA, 1980), Semblanza de Alberto Manrique Martín, ingeniero y arquitecto (PROA, 1985); en asocio con Alberto Saldarriaga: Aspectos de la arquitectura contemporánea en Colombia (Ed. Colina, 1977), La arquitectura de la vivienda rural en Colombia (Vol. I, Ed. Carrera 7a, 1980; Vol. II, Litocencoa, 1984), Lenguaje y métodos de la arquitectura (PROA, 1983), Notas sobre el patrimonio arquitectónico colombiano (PROA, 1983), Arquitectura colombiana (PROA, 1983), Los colores de la calle (Carlos Valencia, 1984), La vivienda en madera de San Andrés y Providencia (PROA, 1985), Arquitectura en blanco y negro (Ed. Carrera 7a., 1987). Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "Un siglo de arquitectura colombiana", en colaboración con Alberto Saldarriaga.

Mike Forero Nougués Piedecuesta (Santander), 1923. Egresado del Instituto Nacional de Educación Física con Licenciatura en Educación, Universidad Nacional de Colombia. Estudios de Técnicas de Laboratorio Clínico, Jefferson Medical College Hospital, Filadelfia (EE.UU.). Periodista licenciado por el Ministerio de Educación. Jefe Nacional de Educación Física, Ministerio de Educación Nacional. Director General del Instituto Colombiano de la Juventud y el Deporte (Coldeportes). Participante en seminarios de Educación Física y Deportes en Estados Unidos, España y Alemania. Colaborador de Caracol Radio, Cromos, El Gráfico, La Razón, El Siglo y El Espectador (durante 25 años). Corresponsal de prensa en Olimpiadas Mundiales de Melbourne, Roma, Tokio, México, Munich y Montreal, y en Campeonatos Mundiales de Fútbol en Chile, Inglaterra, México, Alemania y España. Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "El deporte en Colombia".

Juan Felipe Gaviria Gutiérrez Medellín, 1939. Ingeniero Civil, Escuela Nacional de Minas, Medellín. Especialización en Estadística y Matemáticas, Centro Internacional de Estadística, Santiago de Chile. Postgrado en Matemáticas, Universidad Nacional de Colombia. Alcalde de Medellín y Coordinador de la Comisión de Verificación en Antioquia. Miembro del Consejo Directivo de Proantioquia, y de la Fundación Antioqueña de Estudios Sociales (FAES), Jefe de Planeación Económica, Enka de Colombia. Asesor Asuntos Económicos, Asociación Nacional de Industriales, Medellín. Director del Centro de Investigaciones Económicas. Universidad de Antioquia. Analista de Proyectos, Integral-Medellín, y Gerente Financiero de Conconcreto. Presidente de Inversiones Aliadas S.A. y Corporación Financiera Aliadas S.A., Gerente de Compañía de Inversiones La Merced S.A. Miembro de Junta Directiva de Enka de Colombia, Banco Industrial Colombiano, Proleche, Fabricato, Tintas y Empresas Públicas de Medellín. Concejal de Medellín. Publicaciones: Cuentas regionales de Antioquia, Producto bruto, 1960-1967 (1970). Contribución al estudio del desempleo en Colombia (1971). Estudio comparativo de municipios de Colombia (1971). La expansión de la estructura industrial en Antioquia, 1930-1970 (1979). El empleo en la industria manufacturera fabril ((1984). Bases para el plan de desarrollo de Antioquia (1984). Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "La economía en Colombia, 1958-1970".

Pierre Gilhodes Villedieu (Francia), 1932. Estudios en la Universidad de París. Investigador de la Fundación Nacional de Ciencias Políticas de Francia. Profesor del Instituto de Altos Estudios para América Latina, Universidad de París. Codirector, desde 1983, del Instituto de Altos Estudios para el Desarrollo, Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia. Trabajos en Panamá, Venezuela, España y Portugal, y varios estudios en Colombia desde 1964. Colaborador en numerosas revistas y periódicos. Publicaciones: Partidos políticos en la América del Sur (1968), Agrarian problems and peasant movements in Latín America (coautor, 1970), Las luchas agrarias en Colombia (1972), Colombia, la tierra y el hombre (1978), Fuerzas e instituciones políticas en América Latina (1979). Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "Cuestión agraria en Colombia, 1900-1946" y "La cuestión agraria 1958-1984".

Fernán Enrique González González Tolú (Sucre), 1939. Licenciado en Filosofía y Letras y en Teología, Universidad Javeriana. Magister en Ciencia Política, Universidad de los Andes. Master of Arts en Historia de América Latina

Nueva Historia de Colombia, Vol. ¡

y candidato a Ph.D. en Historia, Universidad de California, Berkeley. Ha sido Profesor de Historia Universal y de Colombia, Colegios San Ignacio de Medellín y San Bartolomé La Merced de Bogotá. Profesor de Historia Social y Económica de Colombia, Facultad de Trabajo Social, Universidad Externado de Colombia, y Facultad de Teología, Universidad Javeriana; Historia Comparativa de América Latina en el siglo XIX e Historia sociopolítica de Colombia siglo XIX, Departamento de Historia, Universidad de los Andes. Investigador en Asuntos Históricos y Sociopolíticos, Centro de Investigación y Educación Popular. Fue Director de la Biblioteca del CINEP y Director Ejecutivo de su revista Controversia. Obras publicadas: Colombia 1974:1. La política (CINEP, 1975). Pasado y presente del sindicalismo colombiano (CINEP, 1976), Partidos políticos y poder eclesiástico. Reseña histórica 1810-1930 (CINEP, 1977), Constituyente, I ¿Hacia la consolidación del Estado Nacional? (CINEP, 1978), Educación y Estado en la historia de Colombia (CINEP, 1979). También ha publicado numerosos artículos, entre ellos: "Una democracia sin pueblo: sombras y luces del Frente Nacional", en Analicias, Nº 15 y 16 (1973), "Elecciones y participación popular en Colombia", en ECA, Estudios Centroamericanos, San Salvador (1979). "Iglesia y partidos políticos en Colombia", Revista de la Universidad de Medellín (1976). "Clientelismo y administración pública", Enfoques Colombianos (1980). Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "Iglesia católica y Estado colombiano (1886-1930)" e "Iglesia católica y Estado colombiano (1930-1985)".

Boris de Greiff Bernal Medellín, 1930. Ajedrecista, Maestro Internacional (1957), Arbitro Internacional (1978). Miembro del Comité de Calificación de la FIDE y de la Asociación Internacional de Periodistas del Ajedrez. Asesor de la Dirección del Instituto Colombiano de la Juventud y el Deporte, Coldeportes, entidad a la cual está vinculado desde 1979. Participante en las Olimpíadas Mundiales de Amsterdam (1954), Moscú (1956), Munich (1958), La Habana (1966), Biegen (1970), Skopje (1972), Niza (1974), Haifa (1976), donde obtiene medalla de oro como mejor quinto tablero, y Buenos Aires (1978); asistente como capitán y analista a las Olimpíadas de Malta (1980) y Salónica (1984). Columnista de ajedrez en El Espectador (1948-1954), La Nueva Prensa (1962) Revolución (Cuba, 1963), y El Tiempo (desde 1968). Publicaciones: revista especializada Alfil Dama (1969-1972) y libro sobre la Olimpíada Mundial Femenina realizada en Medellín (1974). Su colaboración para esta Nueva historia de Colombia: "El ajedrez en Colombia".

Otto de Greiff Haeusler Medellín, 1903. Ingeniero Civil de la Escuela de Minas, Medellín. Ingeniero de Carreteras de Antioquia y del Ferrocarril del Pacífico (1931-1936). Secretario General, Profesor de Matemáticas, Vicerrector (1967-1968) y Profesor Emérito, Universidad Nacional de Colombia. Medalla Camilo Torres como educador. Musicólogo, poeta, traductor y periodista. Ha vertido al castellano obras de reconocidos poetas franceses, alemanes, ingleses, italianos y nórdicos. Autor de poemas como: "Músicas exóticas", "Canción", "Pantum malayo", "Sonata en Do Menor", "El yelmo", "Los marineros", "Los alineados". Comentarista musical de El Tiempo y El Espectador. Comentarista radial y conferencista de diferentes cursos y ciclos de apreciación musical. Ha participado como invitado especial en: Congreso de Críticos Musicales (Washington), Festival de Música de España y América (Madrid), Centenario Beethoven (Alemania Federal), Festival de Música y Teatro (Alemania Democrática), Festival de Música de Santo Domingo (República Dominicana). Premio Simón Bolívar de Periodismo Cultural (1986). Autor de: Los cuartetos de cuerda de Beethoven, Las sonatas para piano de Beethoven, La poesía de Rubén Darío (Premio Simón Bolívar del Instituto de Cultura Hispánica, 1966), Poesías de Goethe, Versiones poéticas (Colcultura, 1975), Historia ilustrada de la música. Innumerables artículos sobre temas musicales y varios. Su contribución a Nueva historia de Colombia: "La música de Colombia".

Aline Helg Ginebra (Suiza), 1953. Licenciatura en Letras, con Mención en Historia, Universidad de Ginebra. Doctorado en Letras por la misma Universidad, con la tesis "El desarrollo de la educación primaria y secundaria en Colombia: 1918-1957". Becaria, Ministerio Suizo de Asuntos Exteriores y Fondo Nacional de Investigación Científica. Profesora Visitante, Universidad de los Andes. Asistente, Departamento de Historia, Facultad de Letras, y del Departamento de Desarrollo y Planificación de Sistemas de Formación, Facultad de Psicología y Ciencias de la Educación, Universidad de Ginebra. Profesora, Instituto de Estudios de Desarrollo. Profesor visitante. Instituto de Estudios Latinoamericanos, Universidad de Texas, Austin. Ponente, 45" Congreso Internacional de Americanistas (Bogotá,

Los autores

1985), Coloquio Internacional sobre Planificación Regional de los Recursos Humanos en América Latina (Universidad de Ginebra, 1985), Congreso de la Asociación de Estudios de América Latina (Boston, 1986), Coloquio sobre Raza y política social (Austin, 1987). Autora de: Civiliser le peuple etformer les élites. L'éducation en Colombie: 1918-1957 (París, L'Harmattan, 1984); traducción: La educación en Colombia, 1918-1957, Una historia social, económica y política (Bogotá, CEREC, 1987). Algunos artículos: "La educación durante el primer gobierno de Alfonso López Pumarejo: 1934-1938. Proyectos y realizaciones". Revista Colombiana de Educación, Nº 6 (Bogotá, 1980): "Sport, hygiene et alimentation scolaires en Colombie", Sport und Kultur/Sporl et Civilitations (Berna, 1984); "Les tributations d'une mission militaire suisse en Colombie: 1924-1929", Revue Suisse d'Histoire, Vol. 36 (.1986); "El desarrollo de la instrucción militar en Colombia en los años 20: Estudio del impacto de una misión militar suiza". Revista Colombiana de Educación, Nº 17 (1986). Su contribución a esta Nueva historia dé Colombia: "La educación en Colombia, 1946-1957 y 1958-1980".

Andrés Holguín Holguín Bogotá, 1918. Abogado del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Asesor Jurídico de la Presidencia de la República. Consejero de Estado, Procurador General, Registrador Nacional del Estado Civil. Diplomático en París, Roma y Caracas. Miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua. Director del Departamento de Humanidades y Catedrático de Filosofía y Literatura, Universidad de los Andes. Fundador y Director de El Arké, instituto cultural, y de la revista Razón y Fábula. Colaborador de El Tiempo con su columna 'Temas inesperados", Premio Simón Bolívar de Periodismo Cultural. Condecorado con la Legión de Honor de la República Francesa. Publicaciones: Poemas (Bogotá, Ed. Santafé, 1944), La poesía inconclusa y otros ensayos (Bogotá, Ed. Centro. 1947), Tierra humana (París, Guy Levis-Mano. 1951). Poesía francesa. Antología (Madrid, Guadarrama, 1954; Bogotá, Tercer Mundo, 1978), Las mejores poesías colombianas (Lima, Festival del Libro, 1959), Sólo existe una sangre (poemas, Bogotá, Antares, 1959), La tortuga, símbolo del filósofo (Bogotá, Mito, 1961), Cultos religiosos y corridas de toros (con Carlos Holguín, Bogotá, Italgraf, 1966), La poesía de Francois Villon (Bogotá, Uniandes, 1968), Himno al sol. Poema original y textos comentados de Ahknaton, David y Francisco de Asís (Bogotá, Italgraf, 1970), Las formas del silencio y otros ensayos (Caracas, Monte Avila, 1970), Antología crítica de la poesía colombiana (Bogotá, Banco de Colombia, 1974; reediciones, Tercer Mundo). Charles Baudelaire y Las flores del mal (Bogotá, Colcultura, 1976), Nueva aventura y otros poemas (Bogotá, Tercer Mundo, 1977), El problema del mal (Bogotá, Tercer Mundo, 1979), Notas griegas (Bogotá, Tercer Mundo, 1977), La poesía inconclusa y otros ensayos (Bogotá, Colcultura. 1980). Poesía infantil (España e Hispanoamérica) (Bogotá, ICBF, 1982), Notas egipcias (Bogotá, 1982), La pregunta por el hombre (Bogotá, Planeta, 1988), "José Asunción Silva", en: Manual de literatura colombiana, I (Planeta, 1988). En preparación: "Temas inesperados" (selección de artículos). Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "Literatura y pensamiento, 1886-1930".

Garlos Eduardo Jaramillo Castillo Ibagué, 1944. Licenciado en Sociología, Universidad Nacional de Colombia. Master en Ciencia Política, Universidad de los Andes. Diploma de Estudios en Profundidad (DEA) y candidato a Doctor en Sociología. Universidad de París VII (Jussieu). Catedrático de la Universidad Nacional. La Salle y Javeriana. Subdirector de Planeación del SENA; Jefe de la División de Medios, Secretario General (e), Jefe de la División de Televisión Educativa y Representante del Presidente de la República en la Junta Directiva de Audiovisuales, Ministerio de Comunicaciones. Asesor del Consejero Presidencial para la Reconciliación, Normalización y Rehabilitación. Miembro de la Comisión de Estudios sobre la Violencia en Colombia, Miembro de la Comisión de Expertos para el estudio de la Violencia y la Televisión. Investigaciones para el Centro Cultural Jorge Eliécer Gaitán, Instituto de Crédito Territorial, Centro de Estudios Ambientales y Federación Nacional de Arroceros. Ponente en congresos y seminarios con trabajos tales como: "El Tolima en los Mil Días: Historia de una guerra que la paz regó con sangre", VI Congreso de Historia de Colombia, Ibagué; "Armamento e inteligencia militar: El caso de los Mil Días",. II Simposio Nacional sobré la Violencia, Chiquinquirá; "La guerra de guerrillas durante la guerra de los Mil Días", I Simposio Internacional sobre Movimientos Sociales en Colombia, Universidad Nacional; "El 9 de abril en provincia", I: Seminario sobre Movimientos Sociales en Colombia, Universidad Nacional; "Alternativas para la construcción y dotación de las escuelas rurales en Colombia", I Seminario Nacional sobre Construcción Educativa, Instituto Colombiano de Construcciones Escolares, ICCE, Bogotá; "La autoconstrucción y la participación comunitaria: Una alternativa para el desarrollo educativo", I Seminario Internacional sobre Acción Comunal. Bogotá. Autor de: Historia y luchas sociales: Ibagué, de principios de siglo al 9 de abril de 1948 (1983); El guerrillero

Nueva Historia de Colombia, Vol. I

de 'El Paraíso, general Tulio Varón Perilla (1987), Premio Ciudad de Ibagué en la modalidad de Historia. Coautor de: Estados y naciones en los Andes (1986), Pasado y presente de la violencia en Colombia (1986) y Colombia: Violencia y democracia (1987). Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "Antecedentes generales de la guerra de los Mil Días y golpe de estado del 31 de julio de 1900" y "La guerra de los Mil Días 1899-1902".

Jaime Jaramillo Uribe Abejorral (Antioquia), 1918. Licenciado en Ciencias Económicas y Sociales, Escuela Normal Superior, Bogotá; Doctor en Derecho y Ciencias Políticas, Universidad Libre de Colombia; Postgrado, Universidad de la Sorbona, París. Profesor Titular de la Universidad Nacional de Colombia y durante varios años Decano de la Facultad de Filosofía y Letras y Director de! Departamento de Historia. Profesor Visitante, Universidades de Hamburgo (Alemania), Vanderbilt (Nashville, Tennessee), St. Antony's College de la Universidad de Oxford (Inglaterra), Universidad de Sevilla (España). Profesor de la Universidad de los Andes, donde ha sido Decano de la Facultad de Filosofía y Letras y donde desempeña la cátedra de Historia Económica y Social de Colombia en su Departamento de Historia. Fundador del Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, fue también director de la revista Razón y Fábula de la Universidad de los Andes. Autor de más de un centenar de ensayos sobre Historia Social y de la Cultura en revistas nacionales y extranjeras. Director científico del Manual de historia de Colombia (Colcultura, 1980), al cual también contribuyó con los ensayos "Estado, administración y vida política en la sociedad colonial" (con Germán Colmenares) y "El proceso de la educación, del virreinato a la época contemporánea". Entre sus obras se cuentan: El pensamiento colombiano en el siglo XIX (Temis, 1963), Historia de Pereira (con Luis Duque Gómez y Juan Friede, 1963), Entre la historia y la filosofía (1968), Ensayos de historia social colombiana (Universidad Nacional, 1969), Historia de la pedagogía como historia de la cultura (Universidad Nacional, 1970), Antología del pensamiento político colombiano, 2 Vols. (Banco de la República, 1970), La personalidad histórica de Colombia y otros ensayos (Colcultura, 1977), "Etapas y sentidos de la historia de Colombia", en: Colombia, hoy (Siglo XXI, 1978). Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "La educación, 1930-1946".

Myriam Jimeno Santoyo Bogotá, 1948. Licenciada en Antropología, Universidad de los Andes. Presidente, Sociedad Antropológica Colombiana. Decana de la Facultad de Ciencias Humanas, Directora y profesora asistente del Departamento de Antropología, Vicerrectora Académica, Rectora (e), Universidad Nacional de Colombia. Directora. Instituto Colombiano de Antropología. Asesora e investigadora. División de Colonizaciones, INCORA. Investigadora, Centro de Investigaciones para el Desarrollo, CID, Universidad Nacional. Coordinadora equipos de investigación, Proyecto Holanda-Colombia del Ministerio de Educación, Secretaría de Integración Popular de la Presidencia de la República, Himat. Delegada del Gobierno Colombiano a la Reunión de Evaluación y Consulta, Proyecto Regional Latinoamericano de Juventud: PNUD-VNU. San José de Costa Rica (1981). Presidente Delegación Colombiana. 1 Reunión de la Comisión Negociadora del Organismo Latinoamericano de Juventud, Caracas (1982). Presidente II Reunión de dicha Comisión, Bogotá (1982). Ponente y participante en Congresos y Seminarios de su especialidad, entre ellos, Seminario Internacional sobre Criterios para Programas de Colonización, INCORA (1974), I Seminario Nacional sobre Desarrollo de la Comunidad, Bogotá (1979). I y II Congreso Nacional de Antropología. I Taller de Medicina Institucional y Medicina Tradicional, FUNCOL (1982), 45" Congreso Internacional de Americanistas. Bogotá(1985). Publicaciones: Discusiones sobre la cuestión agraria (compilación e introducción, Bogotá, 1978), Medicina, shamanismo y botánica (edición y compilación, Bogotá, 1983), "La descomposición de la colonización campesina en Colombia", Estudios rurales latinoamericanos, Vol. 6, Nº I (Bogotá, 1983). "Consolidación del Estado y antropología en Colombia", en: Un siglo de investigación social, antropología en Colombia (Bogotá, 1984); numerosos artículos e informes en Revista Colombiana de Antropología, Enfoques Colombianos, y Manguaré (Universidad Nacional), entre otras. Su contribución a Nueva historia de Colombia: "Los procesos de colonización. Siglo XX".



Mario

Latorre

Rueda__

San Gil, 1918 - Bogotá, 1988. Graduado en Derecho, Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario (1941). Especializaciones en Derecho Penal, Universidad de Roma; Ciencias Políticas, Universidad de París y London School of Economics and Political Science. Profesor de Ciencia Política en las Universidades de los Andes. Libre y Nacional de Colombia. Fundador y Decano de la Facultad

Los autores de Ciencias Políticas y Administrativas de la Escuela Superior de Administración Pública, Esap. Decano de la Facultad de Ciencias Humanas y Rector de la Universidad Nacional de Colombia (1966-1970). Concejal, Diputado, Representante, Senador y Gobernador de Santander. Magistrado de la Corte Electoral, de la Corte Suprema de Justicia y Consejero de Estado. Numerosas publicaciones en revistas especializadas en política, economía y sociología. Entre sus obras se destacan Hombres y mujeres cuentan su vida, Política y elecciones. Elecciones y partidos políticos en Colombia, Hechos y crítica política. Su contribución a la presente obra: "Olaya Herrera: un nuevo régimen".

Catherine C. LeGrand Baltimore (Maryland), 1947. Master en Historia y Estudios Latinoamericanos, Ph.D. en Historia Latinoamericana, Stanford University (EE.UU.). Becaria Fulbright y Consejo de Investigación en Ciencias Sociales. Trabajos de investigación auspiciados por el Consejo Canadiense de Ciencias Sociales y Humanidades, University of British Columbia (Canadá) y por el Centro de Investigaciones en Estudios Internacionales, Stanford University. Profesora asistente, Departamento de Historia, University of British Columbia, y Profesora asociada, Queen's University (Canadá). Conferencista, University of British Columbia, University of Toronto, Cornell University, Asociación Histórica Americana, Asociación de Estudios Latinoamericanos (EE.UU.), Universidad Nacional de Costa Rica, Universidad Nacional de Colombia. Publicaciones: Frontier Expansion and Peasant Protest in Colombia, 1850-1936 (Albuquerque: University of New México Press, 1986), Traducción: Colonización y protesta campesina en Colombia, 1850-1950 (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 1988); "Campesinos y asalariados en la zona bananera de Santa Marta (1900-1935)", Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, Nº 11 (1983); "De las tierras públicas a las propiedades privadas: acaparamiento de tierras y conflictos agrarios en Colombia, 1870-1930", Lecturas de Economía Nº 13 (1984); "Perspectivas para el estudio histórico de política rural y el caso colombiano: estudio panorámico", en: Once ensayos sobre la Violencia (Bogotá: CEREC y Centro Gaitán, 1985); "Los antecedentes agrarios de la Violencia: el conflicto social en la frontera colombiana, 1850-1936", en: Pasado y presente de la Violencia en Colombia, compilado por Gonzalo Sánchez y Ricardo Peñaranda (Bogotá: CEREC, 1986), entre otras. Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "El conflicto de las bananeras".

Eduardo Lemaitre Román Cartagena, 1914. Doctor en Derecho y Ciencias Políticas, Universidad Nacional de Colombia. Estudios de especialización, Facultad de Derecho de París. Humanidades y Estudios Hispánicos, Universidad Central de Madrid. Doctor Honoris Causa, Universidad de Cartagena. Miembro de Número de la Academia de Historia de Cartagena. Miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de Historia, Academia de Historia del Magdalena y Academia Colombiana de la Lengua. Representante al Congreso Nacional (1943-45). Senador de la República (1950-53, 1962-66). Gobernador del Departamento de Bolívar (1957-58). Secretario de la Embajada de Colombia en Caracas (1948). Embajador de Colombia ante las Naciones Unidas (1969) y ante la Unesco (1974). Rector de la Universidad de Cartagena y Universidad Tecnológica de Bolívar. Profesor de Humanidades, Universidad de los Andes. Director propietario del diario El Fígaro (Cartagena), Director de El Siglo (Bogotá) y columnista de El Tiempo. Condecorado con la Gran Cruz de la Orden de Rafael Núñez (1975) y con la Cruz de Boyacá en grado de Comendador (1982). Obras publicadas: Cartagena en el siglo XV1II (1949), Rafael Reyes, biografía de un gran colombiano (1951), Antecedentes y consecuencias del once de noviembre de 1811 (1961), Panamá y su separación de Colombia (1971), La bolsa o la vida (cuatro agresiones imperialistas contra Colombia) (1974), Núñez y la leyenda negra (1975), Breve historia de Cartagena (1979), Historia general de Cartagena, 4 volúmenes (1983), "Brevísima historia de Cartagena" y "Del alcohol en la historia de Colombia" (Inéditos). Teatro: La aventura de Don Melón y Doña Endrina (1960), Ifigenia en América (1965), "Siempre esclavo" (Inédito). Su contribución a esta Nueva historia de Colombia:" 1903: Panamá se separa de Colombia".

Patricia Londoño Vega Medellín, 1951. Licenciada en Sociología, Universidad Pontificia Bolivariana, Medellín, 1974. Estudios de postgrado en Historia Urbana, Universidad de Cincinnati, Ohio, 1981-82. Master en Historia Local y Regional, Universidad del Estado de Nueva York, Albany, 1983. Profesora Asociada, Departamento de Sociología, Universidad de Antioquia. Investigaciones y publicaciones: "La mujer santafereña en el siglo XIX" (1984), "Pasto a través de la fotografía" (1985), "Ibagué a través de la fotografía" (1986), en: Boletín Cultural y Bibliográfico, Banco de la República. "Usos y costumbres coloniales", "Vida diaria durante el siglo XIX" y "La vida cotidiana en el siglo XX", en: La historia

Nueva Historia de Colombia, Vol. ¡

de Antioquia, dirigida por Jorge Orlando Melo (El Colombiano, 1987-88), con Carlos José Restrepo, investigación gráfica para la misma obra. Contribución a esta Nueva historia de Colombia: "Vida diaria en las ciudades colombianas: 1. El espíritu de la época, 2. La obligación y el esparcimiento, 3. La vida privada", en colaboración con Santiago Londoño.

Rocío Londoño Botero Bogotá, 1950. Licenciada en Sociología, Universidad Javeriana. Profesora, Departamento de Sociología, Universidad Nacional de Colombia. Publicaciones: El proceso económico y jurídico en Colombia: 1920-1953 (coautora, 1973); "Planteamiento y soluciones al transporte urbano de Bogotá", coautora, en revista Estudios Marxistas, N° 16 (1976); "Esbozo histórico del transporte aéreo en Colombia", Estudios Marxistas, N° 19 (1980). La situación actual de los estudios sobre sindicalismo: alcances, resultados y vacíos (CEREC, 1984); Sindicalismo y política económica en Colombia, (coautora, Fedesarrollo-CEREC, 1986); Empleo y sindicalismo en Colombia (coautora Misión Chenery, 1987); Política laboral y sindicatos en Colombia, 1974-1987 (en prensa). Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "Crisis y recomposición del sindicalismo colombiano (1946-1980)".

Santiago Londoño Vélez Medellín, 1955. Graduado en Administración y Finanzas, Universidad Eafit de Medellín. Investigador del mismo centro docente, 1979-1987. Publicaciones en Revista Universidad Eafit, Revista Antioqueña de Economía y Boletín Cultural y Bibliográfico. Coautor de La economía de la tienda de barrio, Primer Premio, Concurso de Investigación Fenalco Antioquia (1982). Investigador y Curador de la exposición Colombia 1886, Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá, 1986. Coautor de Débora Arango (Medellín, 1986). Autor de "Momentos de la pintura y de la gráfica en Antioquia", La historia de Antioquia, No. 32, El Colombiano, enero 6, 1988. Su contribución a Nueva historia de Colombia: "Vida diaria en las ciudades colombianas: 1. El espíritu de la época, 2. La obligación y el esparcimiento, 3. La vida privada", en colaboración con Patricia Londoño.

Alfonso López Michelsen Bogotá, 1913. Abogado del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Estudios de especialización, Universidad de Chile y School of Foreing Service, Georgetown (EE.UU.). Catedrático de Derecho Constitucional, Universidad Nacional de Colombia, Libre y del Rosario. Fundador del Movimiento Revolucionario Liberal, MRL. Miembro de la Cámara de Representantes y del Senado. Primer Gobernador del Cesar (1967-68). Ministro de Relaciones Exteriores (1968-70). Presidente de la República de Colombia (1974-78). Obras: Benjamín Constant o el padre del liberalismo burgués (1936), La posesión en el Código de Bello (1938), Introducción al estudio de la Constitución de Colombia (1942), La estirpe calvinista de nuestras instituciones (1946), Los elegidos (novela, 1953), Colombia en la hora cero (1971), Posdata a la alternación (1971), Testimonio final (1978), Esbozos y atisbos (1980), Con mis propios ojos, Críticas, crónicas y discursos (1982). Para la presente obra escribió: "La cuestión del Canal desde la secesión de Panamá hasta el Tratado de Montería".

Enrique Low Murtra Bogotá, 1939. Doctor en Derecho, Universidad Nacional de Colombia. Master of Science, Sothern Illinois University. Ph.D., Harvard University. Decano de la Facultad de Ciencias Económicas, Universidad Externado de Colombia. Profesor, Universidad de los Andes, del Valle y Externado de Colombia. Economista Principal del Banco Mundial y Vicepresidente de Comercio Exterior, Asociación Nacional de Industriales. Investigador de "Perspectivas Económicas de los Países Andinos", Fedesarrollo; Jefe Unidad de Investigaciones, Departamento Nacional de Planeación; investigaciones varias, Universidad del Valle. Contralor del Distrito Especial de Bogotá, Consejero de Estado, Ministro de Justicia, Embajador en Suiza. Obras publicadas: Teoría Fiscal (con Jorge Gómez Ricardo; Bogotá, Externado de Colombia, 1960), Política Fiscal (con Jorge Gómez Ricardo; Bogotá, Externado de Colombia, 1986), Sistema tributario colombiano, impuesto de renta, impuesto de venta, impuesto de timbre (con María Inés Medina de Zapata; Bogotá, Nueva Ley, 1988). Autor de numerosos artículos, entre ellos: "Las exenciones fiscales", comentarios a la ponencia de Mario Brotherson, Memorias de la II Conferencia de la OEA-B1RD (México, 1972); "Política fiscal", en: Eduardo Wiesner y Hernando Gómez Otálora, eds., Estudio Desarrollo Económico Colombiano (Bogotá, Fedesarrollo, 1974); "Deuda externa y desarrollo económico", en: Endeudamiento externo (Bogotá, Asociación Bancaria, 1977); "Política administrativa y actividad financiera", Revista de Derecho Económico, Nos. 5-6

Los autores

(Bogotá, 1985); Exenciones arancelarias e integración (volumen colectivo, Buenos Aires, Instituto de Integración Latina, 1986); "Comentarios al Código Contencioso Administrativo, procesos especiales", Cámara de Comercio de Bogotá, No. 19 (1986); Estado y economía en la Constitución de 1886 (con Víctor Manuel Moncayo C., Oscar Rodríguez Salazar y Humberto Vélez R., Bogotá, Contraloría General de la República, 1986); "La intervención del Estado en la economía", Universidad Externado de Colombia, No. 3 (1986); "Impuestos al comercio exterior" (con Jorge Gómez Ricardo); Revista de Impuestos, No. 10 (Bogotá, 1986): "Simplificación administrativa y aplicación de las sanciones tributarias"; Revista del Centro Interamericano de Administradores Tributarios, CIAT (Panamá, 1986); "Dette externe"; Cahiers de Droit Comparée (París, 1987); "Régimen fiscal para la seguridad social"; Impuestos, No. 24 (noviembre-diciembre, 1987). Su contribución a Nueva historia de Colombia: "El pensamiento económico en Colombia".

Alberto Mayor Mora Cali, 1945. Sociólogo, Universidad Nacional de Colombia. Profesor Asociado, Departamento de Sociología, Universidad Nacional. Vicedecano de la Facultad de Ciencias Humanas, 1983-1984; Director (e) del Departamento de Psicología, 1984. Profesor Visitante, Universidad de Oxford, Inglaterra, 1985-1986. Medalla Pedro Justo Berrío, Gobernación de Antioquia, 1986. Primer Premio del Concurso de Investigación en Administración, EAN, Escuela de Administración de Negocios 20 Años, 1987. Publicaciones: Etica, trabajo y productividad en Antioquia (Bogotá, Tercer Mundo, 1984). La recolección de información, (Bogotá, Icfes, Ed. Guadalupe, 1987). Ensayos y artículos en Revista Colombiana de Sociología, Revista de Extensión Cultural, Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín; Dyna, Facultad Nacional de Minas de Medellín; Cátedra, Facultad de Administración de Empresas, Universidad Antonio Nariño. En preparación: "Alejandro López, biografía intelectual y política". Su contribución a Nueva historia de Colombia: "Historia de la industria colombiana, 1886-1930 y 1930-1968".

Medófilo Medina Pineda Cómbita (Boyacá), 1944. Licenciado en Historia, Universidad Nacional de Colombia, donde es Profesor Asociado del Departamento de Historia. Ph.D. en Historia, Universidad M.V. Lomonosov de Moscú. Autor de: Historia del Partido Comunista en Colombia (1980) y La protesta urbana en Colombia en el siglo XX (1984). Artículos sobre historia contemporánea de Colombia publicados en la revista Estudios Marxistas. Entre ellos, "Cambios en la estructura del proletariado urbano contemporáneo", No. 6 (1974); "La violencia en marcos urbanos, 1943-1949", No. 23 (1982); "Los paros cívicos en Colombia, 1957-1977", No. 14 (1977); "Historia del Partido Comunista y la Revolución en Marcha, 1934-1938", No. 19 (1980); "La política obrera del Frente Nacional", No. 8 (1975). Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "Los terceros partidos en Colombia, 1900-1967".

Jorge Orlando Melo González Medellín, 1942. Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Colombia. Postgrado en Historia, Universidades de North Carolina y Oxford. Profesor en las Universidades Nacional y del Valle; Profesor Invitado, Universidad de los Andes, Duke University y Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Director de los Departamentos de Historia, Universidad Nacional y del Valle, y en esta última, Decano de Investigaciones, Vicerrector y Rector (e). Director del Centro de Investigaciones para el Desarrollo, CID, de la Universidad Nacional. Profesor del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la misma universidad. Miembro de las juntas directivas de: Fundación para la Promoción de la Investigación y de la Tecnología (Banco de la República), Fondo Fen-Colombia para la Protección del Medio Ambiente y Centro de Estudios de la Realidad Colombiana, CEREC. Autor de: Historia de Colombia, Tomo I: El establecimiento de la dominación española (Bogotá, 1977-78), Sobre historia y política (Bogotá, 1979). Editor de: Los orígenes de los partidos políticos en Colombia (Bogotá, 1978), Indios y mestizos en la Nueva Granada en el siglo XVIII (Bogotá, 1986) y Reportaje de la historia de Colombia (dos volúmenes, Bogotá, Planeta, 1988). Colaborador en: Colombia, hoy (Bogotá, 1978), Manual de historia de Colombia (Colcultura, 1979), Historia económica de Colombia (Bogotá, 1987, Premio de Ciencia Alejandro Ángel Escobar 1988) y Manual de literatura colombiana (Bogotá, Planeta, 1988). Director y colaborador de La historia de Antioquia (El Colombiano, 1987-88, Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, 1988). Asesor Científico y Académico del proyecto Nueva historia de Colombia, al cual contribuyó con los siguientes trabajos: "Del Federalismo a la Constitución de 1886", "La Constitución de 1886" y "De Carlos E. Restrepo a Marco Fidel Suárez. Republicanismo y gobiernos conservadores".

Nueva Historia de Colombia, Vol I

Néstor José Miranda Canal Herrán (Norte de Santander), 1948. Sociólogo, Universidad Nacional de Colombia. Postgrado, Universidad de París. Stage en Instituto de Estudios Medioevales e Instituto de Historia y Socio-Política de la Ciencia, Universidad de Montreal. Profesor, Universidad INCCA, Rosario, Jorge Tadeo Lozano y Escuela Colombiana de Medicina. Director y Profesor, Escuela Nacional de Arte Dramático. Jefe Sección de Bienestar Social, Instituto de Desarrollo Urbano. Asesor Técnico Programa IPC, Secretaría de Integración Popular de la Presidencia de la República. Miembro Fundador de la Sociedad Colombiana de Historia de las Ciencias y las Técnicas. Investigador en el Proyecto OEA, Colciencias Sociedad Colombiana de Epistemología: "Historia social de la ciencia en Colombia". Publicaciones: "El nuevo teatro colombiano y la C.C.T.", en: Materiales para una historia del teatro en Colombia (Colcultura, 1978). "Elementos para un marco heurístico-interpretativo para la historia de la medicina en Colombia", Ciencia, Tecnología y Desarrollo, Vol. 7, No. 3 (Bogotá, 1983); "El nuevo teatro colombiano", Gaceta, No. 7, Colcultura (noviembre, 1976). Propuesta de periodización para la historia de la medicina en Colombia (Colciencias, en prensa). Artículos, poemas y entrevistas en suplementos literarios de Vanguardia Liberal y El Pueblo. Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "La medicina colombiana, de la Regeneración a los años de la segunda Guerra Mundial".

José Antonio Ocampo Gaviria Cali, 1952. B.A. en Economía y Sociología, Universidad de Notre Dame. Ph.D. en Economía, Universidad de Yale. Profesor visitante, Universidad de Oxford. Investigador asociado, Universidad de Yale. Director e investigador, Centro de Estudios sobre Desarrollo Económico (CEDE), Universidad de los Andes. Profesor, política económica colombiana, macroeconomía avanzada, economía internacional avanzada, comercio internacional, historia económica de Colombia, historia del pensamiento económico, Facultad de Economía, Universidad de los Andes. Director Ejecutivo, Director Alterno e investigador, Fundación para la Educación Superior y el Desarrollo, Fedesarrollo. Coordinador técnico de la Misión Chenery sobre Empleo. Miembro de la Misión de Finanzas Intergubernamentales (Bird-Weisner), miembro de las Comisiones Asesoras sobre Gasto Público y Reforma Fiscal. Director, revista Desarrollo y Sociedad, coeditor revista Coyuntura Económica. Publicaciones: Crisis mundial, protección e industrialización (coautor, Bogotá: Cerec, 1984); Colombia y la economía mundial, 1830-1910 (Bogotá: Siglo XXI - Fedesarrollo, 1984); Lecturas de economía cafetera (editor, Bogotá: Tercer Mundo - Fedesarrollo, 1987); Planes antiinflacionarios recientes en América Latina (editor, México, El Trimestre Económico, 1987); Historia económica de Colombia (editor, Bogotá: Siglo XXI - Fedesarrollo, 1987, Premio de Ciencia Alejandro Ángel Escobar 1988); La deuda externa colombiana: retrovisión y perspectivas (coautor, Bogotá: Tercer Mundo - Fedesarrollo, 1988); Lecturas sobre economía post-keynesiana (editor, México: Fondo de Cultura Económica, 1988). Artículos en revistas especializadas como Coyuntura Económica, Ensayos sobre Política Económica, Desarrollo y Sociedad, Lecturas de Economía, Journal of Development Economics, El Trimestre Económico y Revista Brasileira de Economía, entre otras. Su contribución a la presente obra: "Los orígenes de la industria cafetera, 1830-1929" y "La consolidación de la industria cafetera, 1930-1958".

Rodrigo Pardo García-Peña Bogotá, 1958. Economista, Universidad de los Andes. M.A. en Relaciones Internacionales, Escuela de Estudios Internacionales Avanzados, Universidad de Johns Hopkins. Subdirector del Centro de Estudios Internacionales y Profesor del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes. Colaborador semanal de El Tiempo. Consejero Presidencial. Ha publicado diversos artículos periodísticos y académicos. Coeditor de Contadora: desafío a la diplomacia tradicional (1985) y editor de Desarrollo y paz en Centroamérica (1986). Coautor, para la presente obra, de los trabajos "La política exterior colombiana (1930-1946; 1946-1974; 1974-1986)".

Guillermo Eduardo Perry Rubio Bogotá, 1945. Ingeniero Eléctrico, Universidad de los Andes. Cursos Doctorales en Investigación Operacional y Economía, Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), Cambridge, EE.UU. Subjefe Departamento Nacional de Planeación. Director General de Impuestos Nacionales. Director Centro de Estudios de Desarrollo Económico (CEDE), Universidad de los Andes. Director Alterno y Editor de la revista Coyuntura Económica. Ministro de Minas y Energía. Autor de varios libros y artículos sobre asuntos fiscales, energéticos, comerciales y de desarrollo económico. Ultimas publicaciones: Diez años de reformas tributarias en Colombia (Bogotá, Universidad Nacional - Centro de Investiga-

Los autores ciones para el Desarrollo - Fedesarrollo, 1986), Sindicalismo y política económica (con Hernando Gómez Buendía y Rocío Londoño, Bogotá, FedesarroIIo-Cerec, 1986). "El Banco, el Fondo Monetario y Colombia: Análisis crítico de sus relaciones" (con Juan Luis Londoño), en: Coyuntura Económica, Vol. 15, No. 3, pp. 209-243, octubre, 1985. Contribución a esta Nueva historia de Colombia: "La economía colombiana desde 1970 hasta nuestros días".

Carlos Esteban Posada Posada Bogotá, 1949. Economista, Universidad de Medellín. DEA en Macroeconomía, Universidad de París. Decano de la Facultad de Ciencias Económicas y Profesor de Economía, Universidad de Antioquia. Asistente Vicepresidencia Económica, ANDI. Artículos en las revistas ANDI, Economía Colombiana, Revista Antioqueña de Economía, Lecturas de Economía, Revista Universidad EAFIT y Cuadernos Colombianos. Documentos de investigación para el CIE (Centro de Investigaciones Económicas), Universidad de Antioquia: "La crisis del capitalismo mundial y la deflación en Colombia: 1929-1933" (1976). "Aspectos monetarios y financieros de la inflación en Colombia: 1971-1976" (1977). "Crecimiento, fluctuaciones e inflación en Colombia: 1950-1977" (1980). Capítulos de los libros La problemática del empleo en América Latina y en Colombia (CIE, Universidad de Antioquia, 1982), Lecturas de economía colombiana (Procultura, 1985). Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "La gran crisis en Colombia: el período 1928-1933".

Gabriel Poveda Ramos Sonsón (Antioquia), 1931. Ingeniero Químico, Universidad Pontificia Bolivariana. Especializado en Matemáticas Superiores y Magister en Matemática Aplicada, Universidad Nacional de Colombia. Estudios de Economía de América Latina e Integración, (NTAL, Buenos Aires. Miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. Miembro Honorario de la Sociedad de Ingenieros Químicos de la Universidad de Antioquia. Miembro de la Sociedad Colombiana de Matemáticas y de la Sociedad Antioqueña de Historia. Socio Honorario de la Federación Colombiana de Ingenieros Químicos y Ex presidente de la Sociedad Antioqueña de Ingenieros. Decano de la Facultad de Estadística y Director del Centro de Investigaciones, Universidad de Medellín. Profesor de las Universidades Bolivariana, de Antioquia, del Valle y Nacional. Vicepresidente Técnico e Industrial de la ANDI. Asesor de la Junta del Acuerdo de Cartagena, del Instituto de Integración de América Latina y de la OEA, como también de varias empresas industriales. Autor de Modelos matemáticos para el cálculo actuarial de jubilaciones en Colombia (1966), Problemas del ahorro en Colombia (1968), Modelos matemáticos de inventarios (1969), Antioquia y el Ferrocarril de Antioquia (1974), Políticas económicas, desarrollo industrial y tecnologías en Colombia, 1925-1975 (1977 y 1980), Dos siglos de historia económica de Antioquia (1979), Minas y mineros de Antioquia (1984). Artículos sobre matemáticas, estadística, economía y demografía publicados en revistas nacionales y extranjeras. Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "Cien años de ciencia colombiana".

Luis Antonio Restrepo Arango Medellín, 1938. Estudios de Derecho, Universidad Externado de Colombia. Profesor fundador de la Universidad Autónoma Latinoamericana de Medellín (1966) y director de su revista Sociología. Profesor Invitado de la Universidad de París VIII (Vincennes), 1976. Profesor Asociado de la Universidad Nacional de Medellín, adscrito al Departamento de Historia de la Facultad de Ciencias Humanas. Codirector de la Revista de Extensión Cultural, Universidad Nacional (Medellín). Publicaciones: Baldíos 1820-1936 (con Jorge Villegas; Medellín, Centro de Investigaciones Económicas, CIE, Universidad de Antioquia, 1978); "El pensamiento social en Antioquia", en: La historia de Antioquia, No. 30, El Colombiano, diciembre 23, 1987; Pensar la historia (Medellín, Ed. Percepción, 1987). Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "Literatura y pensamiento, 1946-1957" y "Literatura y pensamiento, desde 1958".

Carlos José Reyes Posada Bogotá, 1941. Miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de Historia. Estudios en la Escuela de Bellas Artes de Bogotá. Cofundador de la Casa de la Cultura (hoy Teatro La Candelaria) y fundador del grupo de teatro El Alacrán. Actualmente Codirector de la Corporación Teatro Popular de Bogotá. Investigador y Profesor de Historia del Teatro, Universidad Industrial de Santander, Nacional, Andes, Gran Colombia, ESAP, INCCA y Escuela de Teatro del Distrito. Profesor de Dramática Colombiana, Universidad Pedagógica Nacional. Ex director de la Escuela de Teatro del

Nueva Historia de Colombia, Vol. I

Distrito y de los grupos de teatro de la Universidad de América y Externado de Colombia. Ponente, I Encuentro de Investigadores de la Historia del Teatro en América Latina (Caracas, 1979). Como autor teatral se destacan sus obras Dulcita y el burrito. El globito manual. El hombre que escondió el sol y la luna (Premio Casa de las Américas 1975), Recorrido en redondo, El redentor. Como director, ha llevado a escena obras de Cervantes, Valle-Inclán, Lorca, Pirandello, Brecht, Synge, Elliot, Chejov, Vargas Tejada, Samper y, desde luego, sus propias obras. Vinculado en forma permanente a la televisión desde 1979; principal libretista y director del programa Revivamos nuestra historia con las series José María Córdova, Nariño, el Precursor, Bolívar, el hombre de las dificultades. Vidas encontradas, Núñez, entre viento y marea. El bogotazo, Alfonso López Pumarejo, La Constitución. Guionista de algunos capítulos de Así se hizo la historia y Cuento del domingo; autor del guión para la telenovela Los impostores, como también adaptador y director de numerosas obras de teatro para la televisión. En el género cinematográfico, colaborador en los guiones para los largometrajes Una tarde, un lunes, El río de las tumbas, Cóndores no entierran todos los días. Algunas obras publicadas: "Variaciones sobre metamorfosis", en Antología del teatro latinoamericano contemporáneo; "Elementos de la creación teatral", Gaceta, No. 7 (noviembre 1976), Soldados (adaptación de La casa grande, de Alvaro Cepeda Samudio). Materiales para una historia del teatro en Colombia (Colcultura, 1978); "El costumbrismo en Colombia", en: Manual de literatura colombiana, I (Planeta, 1988). Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "Cien años de teatro en Colombia".

Catalina Reyes Cárdenas Medellín, 1954. Grado Honorífico en Historia, Universidad Nacional de Colombia, Seccional Medellín (1985) por su tesis "Síntesis política del gobierno de Unión Nacional, 1946-1950". Profesora de la Facultad de Ciencias Humanas en la misma universidad. Algunos trabajos publicados: "La huelga del Ferrocarril de Antioquia, 1934". Revista Extensión Cultural, Universidad Nacional de Medellín, Vol. 2 (junio 1982); "La crisis del Estado, 1949", Revista Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional de Medellín (septiembre 1985); "Tres rupturas de la Unión Nacional, 19461950", Universidad de Medellín (octubre 1985). Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "El gobierno de Mariano Ospina Pérez, 1946-1950".

Gustavo Humberto Rodríguez R. Miraflores (Boyacá), 1923. Doctor en Derecho y Ciencias Sociales, Universidad Libre. Director del Instituto de Especialización en Derecho Procesal y Rector, Universidad Libre. Profesor de Derecho Administrativo, Universidad Externado de Colombia. Contralor General de Boyacá, Secretario General de la Presidencia de la República, Juez Municipal y de Circuito, Magistrado del Tribunal Administrativo de Cundinamarca, Consejero de Estado, Miembro de la Academia Colombiana de Jurisprudencia, Academia Colombiana de Historia y del Instituto Colombiano de Derecho Administrativo. Autor de las siguientes obras jurídicas: Derecho administrativo general. Derecho probatorio. Contratos administrativos, Derecho administrativo disciplinario, Procesos contenciosos administrativos. Obras de carácter histórico: Ezequiel Rojas y la primera República liberal (1970), Santos Acosta, caudillo del radicalismo (Colcultura, 1972; Primer Premio del Concurso Nacional de Historia 1971), Benjamín Herrera en la guerra y en la paz (1973), Olaya Herrera, político, estadista y caudillo (Presidencia de la República, 1979). Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "Segunda administración de López Pumarejo".

José Plinto Rueda Plata Bucaramanga, 1938. Sociólogo, Universidad Nacional de Colombia. Especialización en Demografía, Centro Latinoamericano de Demografía (CELADE). Postgrado en Población y Desarrollo, Universidad Estatal de Moscú. Miembro de la Asociación Colombiana de Sociología y Profesor de la Universidad Nacional de Colombia, Andes, Externado, Javeriana y Escuela Colombiana de Medicina. Asesor en Población, Jefe de la División Socio-demográfica y de Estudios Regionales, Departamento Nacional de Planeación. Director del Centro de Investigaciones en Métodos Estadísticos para Demografía (CIMED), Departamento Nacional de Estadística (DANE). Investigador del Instituto de Estudios Colombianos (IEC) y Consultor de varias firmas en el campo sociodemográfico. Representante del Gobierno Colombiano en la Conferencia Latinoamericana sobre Población y Planificación del Desarrollo (Cartagena, 1979), Conferencia Mundial de Fecundidad (Londres, 1980), Conferencia Mundial de Población (México, 1984), Congreso Latinoamericano de Población y Desarrollo (México, 1983). Principales publicaciones: Colombia: migración y fecundidad en Bogotá, 1964 (Santiago de

Los autores

Chile, CELADE, Serie C, No. 135, 1972). La mortalidad en los primeros años de vida en países de América Latina: Colombia 1968-1969 (coautor Hugo Behn, San José de Costa Rica, CELADE, Serie A. No. 1032, 1977). Enseñanza de la demografía en las facultades de medicina: fuente de datos básicos (coautor Gustavo Pacheco. Bogotá, 1973). Migraciones internas en Colombia: 1973. Una aproximación al análisis regional (Bogotá, Ministerio de Trabajo, 1979). "Dinámica de población", en: Recursos para el futuro Colombia: 1950-2000 (Bogotá, Biblioteca del Banco Popular, 1981). "La transición demográfica en Colombia y sus implicaciones sociales y económicas" (coautora Cecilia López de Rodríguez, Revista de Planeación y Desarrollo, Vol. XI, No. 1, 1979). Autor de varios artículos, conferencias y documentos publicados en revistas especializadas de Colombia y el exterior. Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "Historia de la población de Colombia: 1880-2000".

Alberto Saldarriaga Roa Bogotá, 1941. Arquitecto Urbanista, Universidad Nacional de Colombia. Especialización en Planeamiento Urbano, Universidad de Michigan. Director y Profesor, Ciclo Básico de Arquitectura. Director, Archivo Arquitectónico Colombiano-Siglo XX, Facultad de Artes, Universidad Nacional. Director y Profesor del área de Teoría, Investigador y Coordinador, Centro de Planificación y Urbanismo, Universidad de los Andes. Miembro de la Asociación de Arquitectos de la Universidad Nacional (AUN) y Socio Fundador, Investigador, Asesor y Consultor, Centro de Estudios Ambientales (CEAM). Arquitecto Diseñador. Planes de Desarrollo Urbano para Chía, Quibdó, Pitalito, Quimbaya y área de El Salitre. Director Arquitectónico y Diseñador, Nuevo Teatro de la Media Torta y Sede Orquesta Filarmónica de Bogotá. Asistente a Congresos y Seminarios nacionales e internacionales. Becario de la OEA y AID. Primer Premio, Concurso de Arquitectura Eternit; Premio y Mención de Honor, Bienal de Arquitectura de Quito; Tercer Premio, Concurso Centro Cívico de Cali. Publicaciones: Hábitat (Bogotá, 1976); coautor de: Aspectos de la arquitectura contemporánea en Colombia (Medellín, 1977), La arquitectura de la vivienda rural en Colombia (dos volúmenes, Bogotá. 1980 y 1984), Guía arquitectónica de Bogotá: 1964-1980 (Bogotá, 1980), Lenguaje y métodos en la arquitectura (Bogotá, 1983). Los colores de la calle (Bogotá, 1984), entre otros. Desde 1976 publica artículos en revistas y diarios como PROA, Arte en Colombia, Razón y Fábula, Escala, Texto y Contexto, Semana y El Tiempo. Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "Un siglo de arquitectura colombiana", en colaboración con Lorenzo Fonseca.

Daniel Samper Pizano Bogotá, 1945. Abogado, Facultad de Derecho, Universidad Javeriana (1967); Master en Periodismo, Universidad de Kansas (1970); Nieman Fellow de la Universidad de Harvard (1980-81). Cinco veces Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, en diferentes modalidades y a la vida y obra de un periodista; Premio de Periodismo del CPB; Premio Maria Moors Cabot (Columbia University, Nueva York). Premio Quinto Centenario de Periodismo Rey de España, 1988. Desde 1964, periodista en El Tiempo, donde ha sido reportero, columnista, editorialista, cronista de fútbol, asistente del director, jefe de sección, fundador y director de la Unidad Investigativa y corresponsal en Europa. Colaborador de Revista Diners, Credencial, El Pueblo (subdirector), Agencia Periodistas Asociados (fundador), Carrusel (columna semanal de humor), Cambio 16, Diario 16, WorldPaper y, ocasionalmente, en otras publicaciones extranjeras. En televisión, autor de los argumentos de la serie de comedia Dejémonos de vainas y adaptación de la serie Don Camilo, de Giovanni Guareschi. Autor de: Así ganamos (1975), China se abre (1978), A mí que me esculquen (1979), Dejémonos de vainas (1980), Piedad con este pobre huérfano (1983), Postre de notas (1986), Mafalda, Mastropiero y otros gremios paralelos (Buenos Aires, 1987), Siquiera se murió Jorge Negrete (México, FCE, 1988). Su contribución a Nueva historia de Colombia: "Humor regional en Colombia. Prototipos, características y vertientes".

Gonzalo Sánchez Gómez Líbano (Tolima), 1945. Estudios de Derecho y Ciencias Políticas y de Filosofía y Letras. Universidad Nacional de Colombia. Master en Ciencia Política, Universidad de Essex, Inglaterra. En la Universidad Nacional de Colombia: Decano (e) Facultad de Ciencias Humanas; Disector Centro de Estudios Sociales, CES; Director y Profesor Departamento de Historia: Director y Profesor Postgrado de Historia. Profesor. Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de los Andes: Facultad de Derecho. Universidad Santo Tomás. Profesor visitante, Duke University (EE.UU.). Investigador y miembro del Comité Directivo del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Colombia. Ponente, Congreso Internacional América Latina en los Años 80 (Berlín,

Nueva Historia de Colombia, Vol. I

1982). Congreso de la Asociación Americana de Historia (Chicago, 1984). y en numerosos congresos nacionales. Publicaciones: Los días de la revolución: Gaitanismo y 9 de abril en provincia (Centro Gaitán, 1983), Bandoleros, gamonales y campesinos, el caso de la violencia en Colombia (coautor, El Ancora, 1983), Ensayos de historia social y política del siglo XX (El Ancora, 1985). El marxismo en Colombia (compilador con Hernando Corral, Universidad Nacional, 1985), Once ensayos sobre la violencia (compilador y coautor, CEREC-Centro Gaitán, 1985), Pasado y presente de la violencia en Colombia (coautor y compilador con Ricardo Peñaranda, CEREC, 1986), Bandidos: the varieties of Latin American Banditry (coautor; editor Richard Slatta, Greenwood Press, 1987), Coordinador de la Comisión que elaboró el informe Colombia: violencia y democracia (Universidad Nacional-Colciencias, 1987). Artículos sobre el tema de la violencia en: Cuadernos Colombianos No. 9 (1976), Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura,No. 10 (1982), Revista de Extensión Cultural, Universidad Nacional de Medellín, No. 15 (1983); "La violencia in Colombia: new research, new questions", Hispanic American Historical Review (1985). Su contribución a la presente obra: "Violencia, guerrillas y estructuras agrarias" y "La violencia: de Rojas al Frente Nacional".

Enrique Santos Calderón Bogotá, 1945. Licenciado en Filosofía y Letras, Universidad de los Andes (Tesis: "La crítica de la religión en Feuerbach y Marx", Summa cum laude). Especialización en Ciencias Políticas, Universidad de Munich. En el diario El Tiempo: Jefe Sección Internacional. Codirector Página Universitaria, Columnista "Contraescape", Corresponsal Permanente en Europa en dos ocasiones. Director de Lecturas Dominicales, Editor Dominical y Miembro del Consejo Editorial. Presidente del Círculo de Periodistas de Bogotá (1975). Cofundador y directivo hasta 1978 del Comité de Solidaridad con los Presos Políticos. Cofundador y Director de la revista Alternativa (1974-1980). Premio de Periodismo Simón Bolívar a la mejor columna de opinión (1983), y a la vida y obra de un periodista (1988). Premio Internacional de Periodismo Rey de España (1985), Premio Nacional de Periodismo CPB (1988). Autor de La guerra por la paz (Bogotá; CEREC, 1985). Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "El periodismo en Colombia, 1886-1986".

Juan Manuel Santos Calderón Bogotá, 1951. Economista y Administrador de Empresas. Universidad de Kansas. Master en Desarrollo Económico, Escuela de Economía, Londres. Master en Ciencias Políticas y Administración Pública, Universidad de Harvard. Directivo de la Federación Nacional de Cafeteros, Bogotá. Delegado de Colombia ante la Organización Internacional del Café, Londres, y Presidente de varias de sus comisiones. Gerente de la Compañía Café Mundial y Delegado de Colombia a varias asambleas de organismos internacionales. Subdirector, Miembro de la Junta Directiva y del Consejo Editorial, articulista y editorialista de El Tiempo. Miembro del Consejo Directivo, Universidad de los Andes. Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "El café desde el Frente Nacional hasta la actualidad".

Eduardo Serrano Rueda Zapatoca (Santander), 1939. Antropólogo, Universidad de los Andes y New York University. Catedrático, Universidad Jorge Tadeo Lozano y Escuela Regional de Museología. Conferencias y cursos dictados en distintos Museos y Universidades colombianos y del exterior. Curador Museo de Arte Moderno de Bogotá. Curador IV Bienal de Medellín. Director Salón Atenas. Asesor de Artes Plásticas. Colcultura. Miembro Junta Asesora del Museo Nacional de Colombia. Presidente de la Asociación Colombiana de Museos (ACOM). Miembro del Comité Internacional de Museos de Arte Moderno (CIMAM). Seleccionador y presentador de las delegaciones colombianas a la X Bienal de París y XV y XVI Bienales de Sao Paulo. Jurado en Salones y Bienales de Colombia, Venezuela, Ecuador, Panamá, El Salvador, Puerto Rico y Estados Unidos. Participante por Colombia en eventos internacionales sobre Museología y Crítica de Arte. Subdirector de la revista Arte y miembro del Consejo Editorial de la revista Fotografía Contemporánea. Articulista y crítico de arte en El Tiempo y El Espectador. Presentador de los catálogos del MAM y organizador de numerosas exposiciones, entre ellas, "Arte y política", "Paisaje 1900-1975", "Historia de la fotografía en Colombia". MAM: "32 artistas colombianos de hoy", Caracas; "Arte colombiano a través de los siglos", París; "Cien años de arte colombiano", Río de Janeiro y Roma. Publicaciones: Paisaje 1900-1975 (Bogotá, MAM. 1975), Un lustro visual (Bogotá, Tercer Mundo, 1976), Andrés de Santa María: su vida v su obra (Bogotá. Carlos Valencia. 1978). El Museo de Arte Moderno - Recuento de un esfuerzo conjunto (Bogotá, MAM, 1979), Historia de la fotografía en Colombia (Bogotá, MAM, 1983), Cien años de

Los autores arte colombiano (Bogotá, MAM, 1985). Coautor en: América Latina geometría sensivel (Río de Janeiro, 1978) y Pintado en Colombia (Madrid, 1984). Contribución a Nueva historia de Colombia: "Cien años de arte colombiano".

Rubén Sierra Mejía Salamina (Caldas), 1937. Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Colombia y Universidad de Munich. Profesor Asociado de la Universidad Nacional. Director de la revista Ideas y Valores (1976-1986). Director de la Biblioteca Nacional. Autor de: Ensayos filosóficos (Bogotá, 1978), Epiménides, el mentiroso (selección, traducción y prólogo. Bogotá. 1981), La filosofía en Colombia, siglo XX (Procultura, 1985). Apreciación de la filosofía analítica (Bogotá, Universidad Nacional, 1987), La responsabilidad social del escritor (Manizales, 1987). Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "La filosofía en Colombia".

Gabriel Silva Luján Barranquilla, 1957. Ciencia Política, Universidad de los Andes, Bogotá. Master, Relaciones Internacionales y Economía Internacional, School of Advanced International Studies, The Johns Hopkins University, Washington, DC. Asesor de la Presidencia de la República. Editor Asistente de la revista Estrategia Económica; colaborador de los diarios El Tiempo de Bogotá y El Mundo de Medellín. Autor de Política exterior ¿Continuidad o ruptura? (Bogotá, Cerec, 1985); coautor de: Proceso político de Colombia: Del Frente Nacional a la apertura democrática (Bogotá, Cerec, 1984), Juventud y política en Colombia (Bogotá, Fescol e Instituto SER, 1986). Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "El origen del Frente Nacional y el gobierno de la Junta Militar", "Lleras Camargo y Guillermo León Valencia: Entre el reformismo y la represión" y "Carlos Lleras y Misael Pastrana: Reforma del Estado y crisis del Frente Nacional".

Renán Silva Olarte Bogotá, 1951. Sociólogo, Universidad de La Salle, Bogotá. Profesor del Departamento de Sociología, Universidad del Valle. Artículos suyos han aparecido en Ciencia, Tecnología y Desarrollo (Colciencias), Boletín Socioeconómico (Facultad de Ciencias Sociales y Económicas, Universidad del Valle) y Revista Colombiana de Educación. Colaborador de la Historia de la Educación en España y América, Universidad de Barcelona - Fundación Santa María, Madrid. Autor de: La reforma de estudios en el Nuevo Reino de Granada, siglos XVII y XVIII (Bogotá, 1984); Contribución a una bibliografía especializada de la Real Expedición Botánica (Bogotá, 1984); Prensa y Revolución en los años finales del siglo XVIII (Bogotá, 1988); "Universidad y sociedad en el Nuevo Reino de Granada" (inédito). Adelanta el proyecto de investigación histórica "Las epidemias de viruela de 1782 y 1802 en el Nuevo Reino de Granada: un análisis político y social", Universidad del Valle y Fundación para la Investigación de la Ciencia y la Tecnología del Banco de la República. Contribución a la presente obra: "La educación: 1880-1930".

Alvaro Tirado Mejía Medellín, 1940. Doctor en Derecho y Ciencias Políticas, Universidad de Antioquia. Doctor en Historia, Universidad de París. Decano de la Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional, Medellín, y de la Facultad de Sociología, Universidad Autónoma Latinoamericana, Medellín. Vicerector, Profesor Titular y Emérito y Director de la Revista de Extensión Cultural, Universidad Nacional de Colombia. Presidente, Centro de Estudios de la Realidad Colombiana, CEREC. Vicepresidente, Asociación de Historiadores de América Latina y del Caribe, Adhilac. Secretario de Relaciones Internacionales del Partido Liberal de Colombia. Ministro Plenipotenciario, XL Período Ordinario de sesiones de la Asamblea General de la ONU, Nueva York. Delegado con carácter de Embajador, XLIV Período de Sesiones de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, Ginebra. Embajador en misión especial, Sesiones Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Washington (1988). Miembro, Comisión de Diálogo para la Paz con el M-19 y EPL. Consejero Presidencial para la Defensa, Protección y Promoción de los Derechos Humanos. Miembro del Comité para la conmemoración del Centenario del nacimiento de Alfonso López Pumarejo, Comité Académico Asesor del 45o. Congreso Internacional de Americanistas (Bogotá, 1985). Miembro especial, Delegación a la posesión presidencial de Julio Sanguinetti, Uruguay (1985). Conferencista invitado por varias universidades extranjeras y participante en seminarios y congresos realizados en el país y el exterior. Asesor

Nueva Historia de Colombia, Vol. I

Histórico del video Colombia, rebelión y amnistía, 1944-1986 (Focine, 1987). Autor de: Introducción a la historia económica de Colombia (Bogotá, 1971), Colombia en la repartición imperialista 18701914 (Medellín, 1976), Aspectos sociales de las guerras civiles en Colombia (Colcultura, 1977), Reportajes sobre el socialismo heterodoxo (Bogotá, 1978), Aspectos políticos del primer gobierno de Alfonso López Pumarejo: 1934-1938 (Procultura, 1981), Antología del pensamiento liberal colombiano (Medellín, 1981), La reforma constitucional de 1936 (Bogotá, 1982), Centralización y descentralización en Colombia (Bogotá, 1983), El pensamiento de Alfonso López Pumarejo (Bogotá, Banco Popular, 1986). Autor en las obras colectivas: Colombia, hoy (Bogotá, Siglo XXI, 1978), Manual de historia de Colombia (Colcultura, 1980) y Estado y economía, 50 años de la reforma del 36 (Contraloría General de la República, 1986). Director Científico y Académico de la presente Nueva historia de Colombia, a la cual ha contribuido con los siguientes trabajos: "López Pumarejo: La revolución en marcha", "El gobierno de Laureano Gómez (De la dictadura civil a la dictadura militar)", "Rojas Pinilla: del golpe de opinión al exilio" y "Del Frente Nacional al momento actual: diagnóstico de una crisis".

Bernardo Tovar Zambrano Altamira (Huila), 1944. Estudios de Ciencias Sociales y Económicas, Universidad Libre. Magister en Ciencia Política, Universidad de los Andes. Profesor, Director del Departamento de Historia, Director del Postgrado de Historia, Universidad Nacional de Colombia. Director del Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura (Departamento de Historia, Universidad Nacional). Presidente de la Sociedad Colombiana de Historiadores. Publicaciones: Mercados y formación económica regional en la Colonia, el caso de dos regiones: La costa Atlántica y el altiplano Cundiboyacense (Universidad Nacional, 1977). La Colonia en la historiografía colombiana (La Carreta. 1983), La intervención económica del Estado en Colombia 1914-1936 (Bogotá, Biblioteca Banco Popular, 1984. Mención Honorífica, III Concurso Nacional de Historia Eduardo Santos, 1983). "Modernización y desarrollo desigual de la intervención estatal 1914-1946", en: Pasado y presente de la violencia en Colombia (Bogotá, Cerec, 1986); "El Estado y los problemas del desarrollo", en: Historia de Colombia, No. 83, 84, 85 (Barcelona, Salvat, 1987); La región y sus mercados: una aproximación a la historia económica del Huila (Neiva, 1988). Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "La economía colombiana, 1886-1922" y "La historiografía colombiana".

Gloria Triana Varón Bogotá, 1940. Licenciada en Sociología con especialización en Antropología Social, Universidad Nacional de Colombia. Postgrado en Sociología del Desarrollo en la misma Universidad. Becada de la OEA para curso de Planeación en Vivienda, Centro Interamericano de Vivienda y Planeamiento. Especialización en el Instituto de Estudios Latinoamericanos, Universidad de Texas, y en El Colegio de México, Asistente, Academia de Cine y Televisión, Berlín. Asesora, Sección de Resguardo y Parcialidades, División de Asuntos Indígenas, Ministerio de Gobierno. Catedrática de Antropología, Universidad de América. Profesora y coordinadora del Departamento de Antropología, Profesora, investigadora y jefe de la Sección de Antropología del Instituto de Ciencias Naturales, Universidad Nacional de Colombia. Asesora de Investigación, Sección de Planeamiento de Investigaciones Socioeconómicas, DANE. Profesora e Investigadora del Instituto de Investigaciones Estéticas, Facultad de Artes, Universidad Nacional. Asesora, I Encuentro de Danza Tradicional. Directora de la Oficina de Festivales y Folclor, Directora de la serie de TV Noches de Colombia y Directora de la selección folclórica que acompañó a García Márquez a Estocolmo en la recepción del Premio Nobel, Colcultura. Directora de la serie cinematográfica para el programa de TV Yuruparí, sobre cultura tradicional popular, con más de SO audiciones (Canal Nacional, Audiovisuales, Mincomunicaciones). Premio India Catalina al mejor programa cultural (1985). Realizadora de algunas películas etnográficas, entre ellas. Los sabores de mi porro. Medalla Murillo Toro al Mérito Cinematográfico 1986 (Mincomunicaciones-Focine). Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar al Mejor Trabajo Cultural en Televisión, 1986. Premio Chigüiro de Oro, Festival de Cine del Desarrollo, a la película La minería del hambre, Bogotá, 1986. Mención en el Festival Iberoamericano de Cine (Ecuador, 1988) a la película Pitanderas, farotas y tamboras. Publicaciones: El mestizaje en indios y blancos en la Guajira (Bogotá, Tercer Mundo, 1965), Los Puinaves del Inírida: formas de subsistencia y mecanismos adaptativos (Bogotá, Universidad Nacional. 1982); "Etnoastronomía puinave". en: Etnoastronomías americanas (45o. Congreso de Americanistas, Bogotá, Universidad Nacional, 1987); "Los Puinave" en: Introducción a la Colombia Amerindia (Bogotá, Instituto Colombiano de Antropología, 1987). Numerosos artículos en periódicos y revistas. Asesora científica y autora de cuatro fascículos del proyecto Música

Los autores tradicional y popular de Colombia (Procultura, 1987). Su contribución a la Nueva historia de Colombia: "La cultura popular colombiana en el siglo XX".

Alvaro Valencia Tovar Bogotá, 1923. Graduado Subteniente de Infantería, Escuela Militar de Cadetes, Bogotá (1942). Capitán en el Batallón Colombia, Campaña de Corea. Mayor en el Estado Mayor de la Fuerza de Emergencia de las Naciones Unidas, Egipto. Comandante de los Batallones de Infantería Colombia y Ayacucho. Comandante de la Escuela de Infantería y de la Quinta Brigada (Santander). Jefe de la Delegación Militar de Colombia ante la Junta Interamericana de Defensa, Washington. Director de la Escuela Militar de Cadetes y Escuela Superior de Guerra de Colombia. Comandante del Ejército. General de la República desde agosto de 1974 hasta mayo de 1975. Candidato a la Presidencia de la República (1978). Miembro de Número de la Academia Colombiana de Historia, Miembro de la Sociedad Bolivariana de Colombia y Vicepresidente de la Sociedad Geográfica de Colombia. Publicaciones: Uisheda (novela de la violencia política, 1970), Armas e historia (1971), El general de división José María Córdoba (1974), El final de Camilo (1976), El ser guerrero del Libertador (1980), Resurgimiento de las cenizas (1981), Engancha tu carreta a una estrella (cuento, 1984). Columnista semanal de El Tiempo desde 1975 y de Colprensa. Director-fundador del Departamento de Historia, Universidad del Rosario. Director de la revista Arco (1984-1988) y Director Académico del proyecto Historia de las Fuerzas Militares de Colombia (Planeta Colombiana, 1989). Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "Historia militar contemporánea de Colombia".

Magdala María Velásquez Toro Medellín, 1948. Derecho y Ciencias Políticas, Universidad Pontificia Bolivariana. Historia, Universidad Nacional de Colombia, seccional Medellín. Delegada de Colombia al Seminario Internacional sobre Participación de la mujer en la defensa de la democracia en América Latina (Quito, 1983). Ponente en el V Congreso Nacional de Sociología (1985) y en el V Congreso de Historia de Colombia, con el trabajo "Aspectos históricos de la condición sexual de la mujer en Colombia". Publicaciones: La reforma constitucional de 1936 (con Alvaro Tirado Mejía, Bogotá, Oveja Negra, 1982); La reforma constitucional de 1936 (con Alvaro Tirado Mejía, Bogotá, Cámara de Representantes, 1985); Voces insurgentes (obra colectiva. Universidad Central, Bogotá, 1987); Empowerment and the Law, Strategies of Third World Women (Margaret Shuller, ed., OEF International, 1986); "Los derechos de la mujer", Revista Extensión Cultural, No. 13-14 (Universidad Nacional, Medellín, 1982); "La presencia de Jorge Eliécer Gaitán en la reforma constitucional de 1936", UNAULA, No. 2 (Universidad Autónoma Latinoamericana, 1982); "Reconocimiento de los derechos políticos de la mujer colombiana: 1936-1954", Revista Extensión Cultural, No. 18 (1985); "Sí, tenemos derechos, pero...", Nueva Sociedad, No. 78 (Caracas, 1985). Su contribución a Nueva historia de Colombia: "Condición jurídica y social de la mujer".

Humberto Vélez Ramírez Neira (Caldas), 1941. Graduado en Ciencias Políticas y especializado en Desarrollo Socioeconómico de Latinoamérica, Universidad de Chile. Profesor de Universidades Pedagógica Nacional (Bogotá), Caldas, Nacional (seccional Manizales), Cooperativa (Manizales) y Valle. Jefe del Departamento de Historia y Decano Asociado, Facultad de Humanidades, Universidad del Valle. Coordinador del equipo de estudio sobre Fuerza de Trabajo, División de Estudios Sociales, DANE (1971-74). Publicaciones y ediciones: Tendencias históricas del desarrollo del capitalismo en Colombia (DANE, 1972); Los planes de desarrollo y las políticas de empleo en Colombia (con Oscar Rodríguez; DANE, 1973); "Concepciones de política económica bajo el Frente Nacional", Cuadernos colombianos. No. 3, 1974; "Rafael Reyes o el primer experimento burgués en Colombia", Historia y Espacio, No. 7 (Cali); "Juan de Dios Ulloa", en: Los constituyentes de ¡886 (Bogotá, Banco de la República, 1985); "El Valle del Cauca, Cali y la Regeneración", Revista de Economía de la Universidad San Buenaventura, No. 2 (Cali, 1986); "El Gran Cauca: de la autonomía relativa a la desintegración territorial, 1860-1910", en: Estado y economía en la Constitución de 1886 (Bogotá, Contraloría General de la República, 1986); "El triple asalto al Palacio de Justicia o la lógica de la fuerza bruta", revista 6 de noviembre. Nos. 2, 3 y 4 (Bogotá, 1986); "Rafael Reyes o los orígenes del Estado moderno en Colombia", Cuadernos de Economía, Universidad de Antioquia (1987); Ensayos sobre la Regeneración (coedición. Cali, Imprenta Departamental, 1987). En preparación: "Palacio de Justicia, Violencia y Estado en Colombia". Su contribución a esta Nueva Historia de Colombia: "Rafael Reyes: Quinquenio, régimen político y capitalismo (1904-1909)".

Nueva Historia de Colombia, Vol. I

Luis Vitale Villa Maza (Provincia de Buenos Aires, Argentina), 1927. Nacionalidad chilena, 1958. Estudios de Geografía e Historia, Doctorado en Historia, Universidad de La Plata, Argentina. Cursos de especialización en Historia de la Edad Media con José Luis Romero, y de Historia de América Latina con Silvio Frondizi. Investigador y Profesor en las Universidades de Chile, Venezuela, Frankfurt, Ecuador, República Dominicana, Colombia (Universidad Nacional), México (UNAM), Lovaina, Venecia, Florencia, Berlín, Constanza, Colonia, Hannover, Barcelona e Instituto de Historia Social de Amsterdam. Candidato a Rector de la Universidad de Chile (1972), Jefe de investigación de varios proyectos y ponente en diversos Congresos y eventos académicos internacionales. Autor de numerosos libros, folletos y artículos, entre ellos, Historia del movimiento obrero chileno (Santiago, 1962), Acerca del modo de producción colonial (coautor, Bogotá, 1975), La vida cotidiana en los campos de concentración de Chile (Caracas, 1979), Génesis y evolución del movimiento obrero chileno hasta el Frente Popular (Caracas, 1979). La formación social latinoamericana: 1930-1978 (Barcelona, 1979), La contribución de Bolívar a la economía política latinoamericana (Primer Premio del Concurso Bicentenario de Bolívar, Venezuela, 1983), Ascenso y declinación de la democracia cristiana en América Latina (Caracas, 1984), Historia general de América Latina, 9 tomos (Caracas, 1984), Historia de Chile, 5 tomos (T. I-II-III, Santiago, 1967y 1973;T. IV, Frankfurt, 1976; T. V.Barcelona, 1980), "España antes y después de la conquista de América", Pensamiento crítico Nº 27 (La Habana 1969), "Perspectiva chilena", Links (Frankfurt, abril 1975). Su contribución a la presente Nueva historia de Colombia: "Colombia y el contexto latinoamericano, 1886-1930 y 1930-1986".

Germán Zea Hernández Bogotá, 1905. Graduado en Derecho y Ciencias Sociales, Universidad Libre. Abogado especializado en Derecho Público Interno e Internacional. Presidente de la Universidad Libre y Profesor de la misma. Miembro de los Directorios Políticos del Partido Liberal Colombiano y Presidente en varias ocasiones de la Dirección Nacional Liberal. Representante al Congreso y Senador de la República en distintos períodos legislativos. Presidente del Senado, Alcalde de Bogotá, Contralor General de la República y Gobernador de Cundinamarca. Ministro de Justicia, Relaciones Exteriores, Defensa Nacional y Gobierno. Encargado en varias oportunidades de la Presidencia de la República en su carácter de Ministro Delegatario. Embajador Extraordinario y Plenipotenciario. Jefe de la Delegación Permanente de Colombia ante las Naciones Unidas, durante el período extraordinario de Sesiones. Jefe de la Delegación de Colombia para el arreglo de límites marítimos con la República de Venezuela y Presidente de la Delegación a la III Conferencia de las Naciones Unidas sobre Derecho del Mar. Condecorado en las más altas categorías por países latinoamericanos, europeos y asiáticos; por los Departamentos de Colombia, Armada Nacional, Fuerza Aérea Colombiana y Policía Nacional. Publicaciones: Lecciones de derecho constitucional, El Concordato ante el Senado, Selección de discursos y escritos varios. Su contribución a esta Nueva historia de Colombia: "Proceso de las negociaciones de Colombia para la demarcación y señalamiento de sus fronteras terrestres".

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Capítulo 1

Del federalismo a la Constitución de 1886 Jorge Orlando Melo

Realismo y utopía: la Constitución de 1863

E

l 4 de febrero de 1863 se reunieron en la población antioqueña de Rionegro los miembros de una convención que debía escribir una nueva Constitución para Colombia. Se trataba de establecer las bases legales para un régimen que surgía como resultado de una larga y violenta guerra civil, encabezada por el general caucano Tomás Cipriano de Mosquera. La triunfante revolución se había hecho a nombre de los derechos de los estados federales, de su autonomía y su independencia, y contra el autoritarismo atribuido al presidente legítimo, Mariano Ospina Rodríguez. Los abogados y generales reunidos pertenecían todos al partido liberal y este hecho hacía posible elaborar una norma constitucional bastante coherente, que recogiera las aspiraciones del liberalismo colombiano. Sin embargo, los convencionalistas no estaban muy seguros del carácter del triunfo obtenido: para lograrlo, los liberales se habían tenido que someter a un caudillo autoritario y despótico, cuya conversión al liberalismo era demasiado reciente para no suscitar el

temor de haber sido motivada por oportunismo o resentimiento. ¿No habrían salido del régimen conservador para quedar en las manos del militarismo y la arbitrariedad del enérgico y temperamental general caucano? Un

Del árbol historiográfico de los Estados Unidos de Colombia, por Alvaro Restrepo Euse (1883).

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Primera página de la Constitución de Rionegro (1863). De un franco carácter federalista, Víctor Hugo supuestamente la calificó como «una constitución para ángeles».

buen grupo de convencionistas de tradición civilista —abogados, comerciantes, propietarios rurales— deseaba el establecimiento de un régimen legal que diera el máximo desarrollo posible a los derechos individuales y redujera, de acuerdo con los principios del liberalismo decimonónico, las funciones y el papel del Estado: para ellos Mosquera, conocido por sus arrebatos y furias y por su tranquilidad para fusilar, era un riesgo. Otros liberales, por afinidades regionales, como los del Cauca, o por su agradecimiento con el destructor del gobierno conservador, o por resistencia al leguleyismo y a la mentalidad de tenderos que atribuían a los civilistas, ofrecían un vigoroso respaldo a don Tomás Cipriano y veían en él el escudo que protegería al país del fanatismo, el clero y la godarria. La tensión entre los convencionistas no impidió la rápida elaboración de

una nueva Constitución, pero las desconfianzas de civilistas como Salvador Camacho Roldán, Manuel Murillo Toro o Aquileo Parra contribuyeron a darle algunos rasgos particulares, a extremar la búsqueda de garantías contra el poder presidencial y contra la intervención del poder central en la vida de los estados. El texto aprobado contó al cabo con el respaldo entusiasta de los liberales, que veían en la nueva Constitución el summum de civilización política y la prueba de que Colombia había llegado a un grado de madurez que la convertía en ejemplo para el mundo. Para los descontentos conservadores, era una carta utópica, sin bases en la realidad colombiana, inaplicable y que conducía en la práctica a una situación de desorden permanente y a la violación de los derechos individuales y ciudadanos que sus artículos reconocían. Durante el siglo pasado se hizo famoso el supuesto elogio de Víctor Hugo, quien había dicho al leerla que era «una constitución para ángeles». Se trataba, en primer lugar, de una Constitución federalista, hasta tal punto que partía de la ficción histórica y legal de que los Estados Unidos de Colombia se originaban en un pacto entre estados soberanos preexistentes, que habían acordado en 1861 unirse para formar una «nación libre, soberana e independiente». Sin embargo, el federalismo no era nuevo: creado en forma larvada por la Constitución de 1853, había sido institucionalizado, con toda su plenidad, en la Constitución aprobada en 1858 por un entusiasta congreso de amplia mayoría conservadora. Como su reciente antecedente, en el 63 se reservaron al gobierno central el manejo de las relaciones exteriores, el crédito público, el ejército nacional, el comercio exterior, los sistemas monetarios y de pesas y medidas y el fomento de las vías interoceánicas. En forma conjunta con los estados federales, podía intervenir en los asuntos relativos a la instrucción pública, los correos, la estadística y el manejo de los territorios de

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indígenas. Todo lo demás, todo lo que expresamente no se asignaba al gobierno nacional, quedaba reservado a las entidades regionales. Según el texto constitucional, y contra lo que con frecuencia se ha dicho, los estados no podían declarar la guerra ni intervenir en los asuntos internos de otros y correspondía al gobierno central, y sobre todo a la Corte Suprema de Justicia, dirimir las controversias y desacuerdos entre estados. Pero aunque el gobierno de la nación podía declarar la guerra a un estado, esto sólo ocurría en caso de abierta rebeldía de las autoridades de éste: lo que la Constitución tenía de novedoso era la ausencia de toda norma que permitiera al gobierno central intervenir en el caso de que se presentaran perturbaciones en el orden público interno de los estados, o cuando las autoridades de estos violaran las normas constitucionales o legales. El único control a la legalidad de los actos de las autoridades regionales, que repetía una norma de la Constitución de 1858, era el mecanismo que permitía a la Corte Suprema suspender los actos de las asambleas estatales y remitirlos al Senado, para que, si los encontraba inconstitucionales, declarara su anulación. Y a esto se añadió la garantía simétrica que permitía a las asambleas estatales anular los actos del gobierno central cuando una mayoría de ellas los juzgara violatorios de los derechos individuales o de la soberanía de los estados. Aparentemente se esperaba que en cada estado se consolidaran, sin tutela nacional alguna, por el puro proceso civilizador de la educación y de la práctica política, los principios señalados en la Constitución, que ordenaba que los gobiernos fueran «populares, electivos, representativos, alternativos y responsables». Pero si un gobierno regional violaba estos principios, o una revuelta local derribaba un gobierno legítimo, nada permitía recurrir al gobierno central para obtener apoyo en el mantenimiento de la legitimidad. Así, cuando en 1864 los conservadores antioqueños insurrec-

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Firmas de Justo Arosemena, Julián Trujillo, José María Rojas Garrido y otros diputados, en la página final de la Constitución de Rionegro, fechada el 8 de mayo de 1863. La nueva Carta reconoció con amplitud los derechos individuales y abolió la pena de muerte.

tos derribaron el gobierno de Pascual Bravo, el presidente Manuel Murillo Toro decidió reconocer el nuevo régimen de Pedro Justo Berrio, interpretando la Constitución en forma que restringía todo derecho del gobierno central a intervenir en los asuntos políticos estatales. La llamada ley de Orden Público, aprobada en 1867 y que estuvo vigente hasta 1880, hizo clara esta interpretación y la convirtió en la única posible. El segundo rasgo dominante de la Constitución era el amplio reconocimiento de los derechos y garantías individuales. Abolía por completo la pena de muerte —esto fue lo que motivó los elogios de Victor Hugo— y garantizaba los derechos a la propiedad, las libertades de pensamiento, imprenta, domicilio, trabajo, enseñanza, etcétera. Permitía a los ciudadanos asociarse «sin armas», pero, como la Constitución de los Estados Unidos de América, autorizaba la po-

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Carroza alegórica de los nueve Estados que conformaban la Unión en 1863: Antioquia, Bolívar, Boyacá, Cauca, Magdalena, Panamá, Santander y Tolima.

sesión de armas y su comercio, aunque solamente en tiempos de paz. Y a diferencia de la Constitución norteamericana, no consagraba el derecho a la revolución, aunque sin duda no era necesario hacerlo para que este derecho tuviera un amplio ejercicio. En tercer lugar, la Constitución debilitaba decididamente el poder del presidente, al que obligaba a actuar de acuerdo con el legislativo, al obligarlo a someter a la aprobación del congreso el nombramiento de los secretarios de Estado, de los diplomáticos y de los jefes militares. Y en buena parte para evitarse una larga presidencia de Mosquera, quien tarde o temprano tendría que ser elegido, se fijó un período presidencial de sólo dos años, en vez de los cuatro que establecía la carta de 1858. Por último, debe subrayarse que, convencidos de la sabiduría de su

obra, los constituyentes de Rionegro decidieron hacer especialmente difícil su modificación: durante su vigencia sólo pudo ser reformada una sola vez. En efecto, el cambio requería el apoyo unánime de los estados, sea que se expresara mediante la petición, por todas las asambleas estatales, de una convención constituyente, o mediante la aprobación por el congreso de una ley de reforma ratificada por el voto unánime del senado, «teniendo un voto cada estado». Como cada estado tenía tres senadores, esto hacía que fuera necesario contar con el voto favorable de por lo menos dos senadores en todos y cada uno de los nueve estados que componían la unión, lo que resultaba bastante difícil de lograr. Progresan los asuntos locales, en especial las revoluciones La marcha real del país, por supuesto, sólo dependía parcialmente del sistema constitucional adoptado. Los recursos económicos del país, las relaciones con el mundo capitalista de la época, las tradiciones y prácticas políticas, los conflictos entre grupos sociales y económicos, todo lo que se quiera, configuraban un contexto que influía decisivamente sobre la forma como marchaban las instituciones políticas y sobre la historia política nacional. Pero la Constitución era sin duda importante, pues definía canales precisos a la controversia política, asignaba diversos poderes a los ciudadanos y era, ella misma, tema de una permanente controversia. Desde cierto punto de vista, la Constitución respondía muy bien a la realidad nacional: Colombia era un país sin mucha unidad económica, social o política. Es cierto que casi toda la población hablaba el mismo idioma y profesaba la misma religión. Aún más, desde el punto de vista étnico, el mestizaje se encontraba más avanzado que en casi cualquier otro país hispanoamericano, y sólo algunos grupos indígenas estaban por fuera de la nacionalidad colombiana. A pesar de

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ello, sobrevivían vigorosas identidades regionales o locales, que se percibían en buena parte como ligadas a diferentes constituciones étnicas, distintas tradiciones culturales o a contrapuestos intereses económicos. Observadores nacionales y extranjeros subrayaban la diferencia entre los mestizos aindiados de Boyacá o Cundinamarca, los «negros» del Cauca, los «mulatos» de la Costa o los mestizos y blancos de Antioquia o Santander, así como la autoidentificación, más que con el país, con una localidad o una región: se era bugueño, o socorrano, o cartagenero o, si acaso, antioqueño. Los partidos políticos, y en particular algunos caudillos, podían crear un mínimo de lealtades nacionales, pero sólo reconociendo el peso de las diferencias, intereses y vanidades locales. Las dificultades de comunicación, la variedad de condiciones e intereses locales, y el peso de las tradiciones regionales hacían poco viable un gobierno centralizado real. En un país en el que todavía, para 1870, apenas el 7 % de la población vivía en concentraciones urbanas de más de 10.000 habitantes, con un telégrafo que empezaba a unir apenas las capitales de los estados, y en el que un viaje de Medellín a Bogotá podía durar 20 o 30 días, la presencia de un gobierno central en el territorio nacional tenía mucho de irreal. Pero, aunque el régimen federalista hubiera podido ajustarse muy bien a las condiciones nacionales, y aunque el sistema político funcionó en forma aceptable hasta mediados de la década de 1870, alentado por una época de gran prosperidad e insospechado crecimiento del comercio internacional, algunos aspectos concretos de orden político, derivados de las normas constitucionales, generaron dificultades crecientes y contribuyeron a desestabilizar al régimen y a hacerle perder legitimidad. Como ya se vio, se dejó a cada estado el manejo de su propio sistema político: esto quería decir que la determinación de las normas electorales, y la calificación de los resul-

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tados se dejaba en las manos de los estados, incluso cuando se trataba de elegir miembros del Congreso o presidente de la República. Eran obvias las desigualdades: mientras en unos estados se mantuvo el sufragio universal, en otros se adoptó un sistema de voto restringido, fuese por calificaciones de ingreso o alfabetismo, o por una amplia variedad de sistemas de elección indirectos. Esto condujo a situaciones en las que el sufragio no era muy puro ni representativo, y a que grupos que perdían el apoyo de los electores trataran de conservar el poder manipulando las leyes electorales o los sistemas de escrutinio. Lo anterior tenía implicaciones graves ante todo para la elección presidencial, pues para esta cada uno de los nueve estados contaba con un voto. Mientras los liberales dominaron una clara mayoría de estados, y se mantuvieron unidos, no fue necesario realizar malabarismos extraordinarios con el sistema electoral. Así ocurrió durante la primera década de vigencia de la Constitución, cuando tan sólo Antioquia y Tolima estuvieron bajo el control de los conservadores. Pero ya para comienzos de la década del 70, por ejemplo, se había establecido en Cundinamarca una maquinaria que controlaba todo el aparato electoral y judicial: el famoso «sapismo», orientado por don Ramón Gómez, de quien decía Joaquín Pablo Posada (el «Alacrán»): Él una falange rige que hace jueces y ministros y falsifica registros diciendo «el que escruta elige». Tan pronto comenzó a dividirse el liberalismo, comenzó a hacerse más importante, para garantizar la sucesión presidencial, el control de los ejecutivos regionales, y esto agudizó la tendencia a prácticas electorales viciadas o a mecanismos abiertos de violencia, a las revueltas locales y —después de 1873— a que el gobierno central, que contaba con una Guardia Na-

Don Ramón Gómez, el «Sapo», caricatura del Álbum de dibujos de Alberto Urdaneta, Biblioteca Nacional. El «sapismo» controló la maquinaria electoral y judicial en el Estado de Cundinamarca, en los años 70 del siglo pasado.

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Tomás Cipriano de Mosquera, derrocado por el movimiento del 23 de mayo de 1867 que se rebeló contra la dictadura, juega al ajedrez con Francisco Montenegro en su prisión del Observatorio Astronómico.

cional con destacamentos en todo el país, interviniera subrepticiamente en favor de uno u otro grupo liberal. Así, mientras en el período anterior a 1858, bajo constituciones más o menos centralistas, las revueltas pretendían derribar el poder ejecutivo central, a partir de 1863 se hicieron frecuentes las revoluciones locales y el principio de no intervención del gobierno central, sobre todo en la década del 70, dejó de aplicarse en la práctica, aunque se mantuvo en la teoría. Por esto, pudo decir el secretario del Interior Felipe Zapata en su memoria de 1870: «Las revoluciones descentralizadas han prosperado como todos los asuntos confiados a las secciones...» El hecho es que, durante la vigencia de la Constitución de 1863, sólo se dieron dos guerras civiles generales, la de 1876-77, originada en el problema de

educación religiosa, y la de 1885 cuando lo que estaba en juego era la supervivencia de la Constitución misma. Pero las revueltas locales fueron frecuentes, y se convirtieron en uno de los principales motivos de crítica contra la Constitución. Sin embargo, si se compara la evolución colombiana con la de otros países latinoamericanos, o si se advierte que la inestabilidad política no fue inferior bajo el imperio de constituciones centralistas y autoritarias, el resultado no fue tan negativo, y bajo la vigencia de estas constituciones se fueron consolidando mecanismos de poder regional y grupos políticos de alcance regional y nacional que pudieron, a comienzos del siglo xx, lograr un mínimo de consenso entre los grupos dirigentes colombianos con respecto a las reglas políticas del país. Y la Constitución del 63 convirtió en parte de la ideología política nacional, en valores aceptados por amplios grupos de la población nacional y no sólo por una estrecha élite educada, conceptos como el del origen popular del poder político, la igualdad de derechos de los ciudadanos, independientemente de su situación económica, social y étnica, la búsqueda de soluciones civiles a los conflictos, la inviolabilidad, por el Estado, de la vida humana, el derecho universal a la educación, la libertad de expresión, de pensamiento y de prensa; los mismos conservadores los fueron acogiendo al esgrimirlos contra las violaciones de ellos por parte de los gobiernos liberales. Por otra parte, buena parte del período de vigencia de la Constitución de 1863 coincidió, como se dijo ya, con un auge de la actividad económica, que duró más o menos hasta 1875. Esto permitió que, incluso contra el liberalismo extremo de algunos teóricos, el estado aumentara su capacidad de acción y de intervención en la vida del país. Los recursos fiscales se aplicaron entonces ante todo a mejorar la red de comunicaciones del país (telégrafos, caminos, ferrocarriles), con lo

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que contribuyeron los liberales federalistas a crear bases reales para un sistema político más centralista, y a impulsar la educación pública, que tenía una alta prioridad en la agenda liberal, por la posibilidad de que sirviera de contrapeso ideológico a la Iglesia. También la educación pública sirvió para impulsar los procesos de unificación cultural del país y para implantar un mínimo de valores comunes en los principales núcleos del territorio nacional. Las divisiones liberales y la estrategia conservadora El partido liberal tenía, desde la fecha misma de su constitución formal, en 1849, una historia de divisiones. Gólgotas y draconianos se habían opuesto entonces: los primeros constituían una tendencia doctrinaria y teórica que atraía sobre todo a los jóvenes universitarios y a comerciantes y hacendados partidarios del laissez faire; los otros agrupaban militares pragmáticos y con experiencia, opuestos a innovaciones utópicas, y artesanos empeñados en un proteccionismo que los gólgotas rechazaban. La división fue brusca, y llevó a pedreas y zurras: los elegantes

gólgotas tuvieron que defenderse a puño limpio de los artesanos. La dictadura de José María Melo estuvo inscrita en este contrapunto, pero su derrota hizo perder casi todo peso a los draconianos. Estos tuvieron una reencarnación en Mosquera, quien desde 1855 empezó a buscar la creación de un tercer partido o la alianza con un sector liberal. Fue el partido liberal todo el que finalmente lo apoyó, aunque, como se vio, la redacción de la Constitución reabrió las fisuras. Los liberales civilistas, que recibieron el apelativo de «radicales», no pudieron impedir su elección en 1866, pero aprovecharon algunas divergencias menores y los intentos del general de imponer su voluntad al Congreso a la brava, para «amarrarlo», destituirlo, cambiarlo por el designado, general Santos Acosta, y juzgarlo. Fue condenado al pago de doce pesos de multa, y por un tiempo, al perder influencia la corriente mosquerista, a la que solamente identificaba la lealtad y admiración por el gran general y quizás un anticlericalismo a flor de piel, más hirsuto que el de la mayoría de los radicales, pareció que el liberalismo sé mantendría unido. Pero los conservadores, excluidos de toda perspectiva

Manuel Murillo Toro, dos veces presidente de Colombia (1864-66 y 1872-74). Bronce de Raúl Carlos Verlet.

Ignacio Sánchez (derecha) y algunos «Mochuelos», Soacha. 1877. Entre las guerrillas surgidas en Cundinamarca, la de los Mochuelos, instalada sobre todo en la hacienda «Canoas», cerca de Soacha, hacía incursiones hasta la capital.

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Santiago Pérez, presidente radical (1874-76). Aquileo Parra y Sergio Camargo, caricatura en el primer número del «Mochuelo».

de control del gobierno central, tenían interés en la división liberal, si querían aumentar su propio poder. Es cierto que el radicalismo había tolerado la existencia de gobiernos conservadores en Antioquia y el Tolima, y el envío al Congreso de representantes y senadores de este partido. Esta tolerancia no era difícil mientras los conservadores fueran minoritarios, pero ponía en peligro el régimen liberal si estos continuaban añadiendo estados a su rosario. Así, cuando en 1869 lograron ganar las elecciones de Cundinamarca, los radicales echaron por la borda la teoría de la no intervención y utilizando la excusa de un conflicto en-

tre la asamblea de Cundinamarca y el gobernador, procedieron a «amarrar» a este, por sugerencia del gran ideólogo del liberalismo, Manuel Murillo Toro. Esta experiencia hizo que el conservatismo, orientado sobre todo por el hábil político caucano Carlos Holguín, modificara su estrategia y tratara de buscar una alianza con un sector liberal. El efecto de esta línea, que buscaba obtener garantías de acción política en los estados, y eventualmente influir en la elección de un presidente dispuesto a hacer concesiones importantes, era acentuar las tendencias a la división del liberalismo y generar una permanente suspicacia entre los diversos grupos liberales: El primer pacto lo hizo don Carlos Holguín con el demonio mismo; en 1869 los conservadores holguinistas apoyaron a Tomás Cipriano de Mosquera como candidato presidencial. Como este había perseguido la Iglesia, desterrado curas y obispos, expropiado los bienes de las congregaciones y fusilado bastantes conservadores (y no pocos liberales) —los «angelitos» que según don Tomás había puesto en el cielo— muchos conservadores consideraron la unión sacrilega y los antioqueños, que estaban contentos con el sistema federal y en buenas relaciones con los liberales, vieron la cosa con tibieza, por decir lo menos. Los radicales, por supuesto, ganaron, pero el mosquerismo siguió funcionando como centro de atracción para los liberales descontentos. Estos ya eran muchos en 1873, cuando el candidato radical, Santiago Pérez, tuvo que enfrentar el desafío del general Julián Trujillo, un caucano vinculado al mosquerismo y con buenos apoyos en todo el país. Para ganar las elecciones hubo que apelar con mayor decisión al aforismo del «sapo» Gómez y usar la Guardia Nacional para inclinar los gobiernos regionales a votar por Pérez. El uso creciente de la violencia y el fraude aumentaban el descontento de muchos liberales y la tentación de unirse a los conservadores, que tenían

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dos votos de los cinco que se requerían para tener mayoría en una elección presidencial. Esto aumentaba la tendencia a la división, y bajo Santiago Pérez ésta volvió a consolidarse a pesar de que no es fácil señalar una divergencia muy grave de opiniones entre los grupos liberales. Casi todo el mundo había llegado a la conclusión de que era necesario hacer algunas reformas a la Constitución. Entre las propuestas con mayor consenso estaba la de extender el período presidencial; sobre el problema central, el del orden público, no existía una fórmula clara, pero muchos se inclinaban a seguir el modelo norteamericano: autorizar al gobierno central para intervenir a favor de los gobiernos estatales cuando estos o las asambleas lo solicitaran. Nadie parecía combatir el federalismo, y cuando en las elecciones de 1875 se enfrentaron como candidatos presidenciales el probado radical don Aquileo Parra y el político costeño Rafael Núñez, aunque la hostilidad mutua llegó a extremos inconcebibles, las declaraciones ideológicas de los dos opuestos portavoces apenas se diferenciaban. Oligarcas e independientes El grupo radical, que había usufructuado el poder nacional durante casi todos los años entre 1864 y 1874, con el breve interregno de Mosquera en 1866-67, estaba dirigido por Manuel Murillo Toro, y sus personajes más conspicuos eran los hermanos Felipe y Santiago Pérez, Dámaso y Felipe Zapata, el comerciante Aquileo Parra y el general Santos Acosta. Casi todos estaban entre los 35 y los 45 años, y habían despertado a la política muy jóvenes, casi adolescentes, en los años movidos del medio siglo, de los conflictos entre gólgotas y draconianos. Los patriarcas del grupo eran apenas cincuentones, como Murillo, el ideólogo y orador Ezequiel Rojas o Parra. La mayoría provenía de las provincias orientales del país, de Boyacá, Cundinamarca y en especial de San-

tander. En estos estados la influencia de los radicales era muy amplia, y el semillero de nuevos reclutas producía continuas cosechas. Aunque algunos tenían fortunas independientes, más bien modestas, y cuidaban alguna hacienda o un negocio comercial, la mayoría de los dirigentes radicales se había dedicado ante todo al mundo de la política y de la ideología. Cuando no ocupaban un cargo público, un ministerio o la presidencia, la enseñanza y el periodismo eran sus actividades preferidas. Tenían una ideología en la que creían con firmeza, y a esta fe rígida ayudaba la relativa simplicidad de su pensamiento, que mezclaba influencias de Bastiat, Juan Bautista Say y sobre todo del utilitarismo político de Jeremías Bentham, que se había enseñado en las escuelas de derecho

Carlos Holguín, dirigente conservador, puso en marcha la estrategia de dividir a los liberales mediante alianza con algunos de sus grupos, y en 1869 comenzó por apoyar la candidatura presidencial de Tomás Cipriano de Mosquera.

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Billete de 1 peso de los Estados Unidos de Nueva Granada, con la firma de Rafael Núñez. Fue de curso aceptado antes de la Constitución de Rionegro.

del país durante casi todo el siglo. Casi todos tenían un título profesional, preferiblemente de abogado, y creían en la instrucción como uno de los factores principales del progreso. La economía les parecía una ciencia y la política debía estar regida por dogmas y principios ciertos. Con una cierta ostentación de pulcritud moral y de firmeza de carácter, probaban a su modo que era posible, contra lo que creían los conservadores, ser utilitarista y honrado. Algunos de ellos, como don Santiago Pérez, el presidente de 18741876, hacían gala de su fe y su catolicismo —su misal se hizo famoso en el mundillo político— pero la mayoría eran creyentes flexibles, sin aceptar la disciplina de la Iglesia y muy enemigos de la intervención de ésta en la vida pública. De esta intervención, en su opinión, no surgía sino el triunfo del fanatismo, las supersticiones y el mantenimiento de la ignorancia de las masas, sobre las que se apoyaba el partido conservador. A pesar del anticlericalismo, hubieran preferido no perseguir a los eclesiásticos. Se sentían obligados a hacerlo en ocasiones, cuando la Iglesia terminaba poniendo en peligro al régimen, pero la actitud represiva de Mosquera, por ejemplo, les parecía una prueba más de las arbitrariedades del general. Lo que querían era ante todo que la Iglesia no interviniera en política, y que permitiera el desarrollo de un sistema educativo público independiente de ella, y esto era algo que la Iglesia no estaba dispuesta a aceptar. Cuando se lanzó la candidatura de Rafael Núñez en 1875, sus seguidores

se dieron el nombre de «independientes», mientras reservaron el título de «oligarcas» para sus opositores. El grupo independiente estaba amasado por harinas de muy diversas clases. El mismo candidato era difícil de agarrar. Costeño, no ocultaba su fastidio por Bogotá y por los cachacos. Esto le ganó adhesiones de origen regionalista: casi todos los liberales de la Costa, de Riohacha a Panamá, lo respaldaron en las elecciones de 1875; era la oportunidad de tener por primera vez un presidente costeño. Además, el radicalismo, con su fanatismo ideológico, no había prendido mucho en el ambiente político costeño, donde pesaban más los conflictos entre clanes familiares o entre los blancos y los políticos de las barriadas mulatas. Fuera de los costeños, los liberales caucanos, cuyo candidato Julián Trujillo había sido frenado en 1873 con las manipulaciones radicales, también se sumaron a Núñez. Otras características de Núñez le permitían ganar otros apoyos: había estado ausente del país durante doce años, como cónsul de Colombia en Le Havre y en Liverpool. Supuestamente había hecho una buena fortuna y había adquirido una madurez de estadista con sus estudios de los pensadores políticos europeos. No había descuidado la actividad de periodista, y había remitido corresponsalías en las que adoptaba una posición moderada, abierta al realismo político, enemigo de los fanatismos y de los choques entre los principios y la realidad. No era, además, muy amigo de hablar claro: en sus escritos pueden encontrarse elogios y críticas del federalismo, recomendaciones y contrarrecomendaciones frecuentes. Fue el político que hizo con más decisión regla máxima de conducta la de «seguir las corrientes de la opinión». Sin embargo, venía con un objetivo claro, y si otros aspectos de su pensamiento variaban con frecuencia, en esto mantuvo una actitud coherente: era preciso reformar el sistema político vigente para que el país superara el desorden y la

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violencia, y esto requería un sistema político en el que el Estado fuera vigoroso. La vaguedad de sus formulaciones y la ausencia del país hacían que no tuviera muchos enemigos concretos, y su imagen de pensador, su capacidad de polemista, los poemas en los que expresaba su escepticismo religioso, su habilidad como escritor que iba al grano y no se perdía en retóricas vacuas —sus enemigos decían que no tenía acción buena ni palabra mala— atrajeron buena parte de los jóvenes universitarios o recién graduados: en el 76 fue candidato de la juventud. No importa que vieran en él lo que no era: muchos de los jóvenes liberales creían que era el verdadero portador de la tradición liberal, frente a don Santiago Pérez, cuyas idas a misa lo hacían sospechoso para los fervorosos liberales de la Universidad Nacional o El Rosario. A esta gente se unían antiguos mosqueristas y, por supuesto, todos los políticos insatisfechos, todos los que sentían que el «Olimpo Radical» se había convertido en una rosca estrecha que los excluía del poder. Por último, seguían a Núñez los que alcanzaban a entrever que quería reformar genuinamente el sistema político, los liberales como don Salvador Camacho Roldán, don Manuel Uribe Ángel o don Miguel Samper, que creían que había que civilizar nuestras costumbres políticas, acabar con la intolerancia y el fraude y que era preciso reconocer un lugar a los conservadores y acabar con la guerra contra la Iglesia. Como puede verse, en la primera candidatura de Núñez los «independientes» lo fueron por las razones más heterogéneas y a veces contradictorias. Más que un movimiento consistente, era una coalición de insatisfechos, y la habilidad de Núñez para hacer que un grupo unido por motivos tan tenues lograra sobrevivir es una buena prueba de su talento político. Unas elecciones movidas Núñez parecía contar, desde el comienzo, con muy buenas probabilida-

des de ganar la elección: si tenía el apoyo de los tres estados de la costa (Magdalena, Bolívar y Panamá) y del Cauca, le bastaría un voto más para ganar la elección. Este voto podía ser el de cualquiera de los estados conservadores (Antioquia y Tolima) o el de Cundinamarca, donde los independientes tenían buena fuerza. El candidato radical, Parra, parecía contar apenas con los votos de Santander y Boyacá, y quizá de Cundinamarca. Núñez entró en negociaciones privadas con los conservadores, y escribió una carta a don Miguel Antonio Caro y a don Carlos Martínez Silva, dos de los principales dirigentes de este par-

Gabinete del presidente Eustorgio Salgar (1870-72), compuesto por Felipe Zapata (Relaciones Exteriores), Salvador Camacho Roldán (Hacienda), Rafael Núñez (Guerra) y Julián Trujillo (Tesoro).

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tido, donde, con algo de su usual ambigüedad, declaró que no era «decididamente anticatólico». Aunque esto no tenía un sentido muy claro, Carlos Holguín juzgó que era suficiente para darle el apoyo conservador. La posibilidad de un presidente liberal elegido con el apoyo de los conservadores resultaba inaceptable para los radicales: ¿A cambio de qué estaría dándose ese apoyo? ¿Qué pactos podían haber acordado Núñez y el zorro de don Carlos Holguín? Los radicales no lo sabían, pero sospechaban lo peor. En una carta a Martínez Silva de fines de año, Núñez había echado sus cartas: si lo apoyaban y era elegido, impulsaría el nombramiento de designado y secretario de guerra conservadores, establecería la paridad en el gabinete y los empleos principales, haría una distribución «equitativa» de los cargos militares, se daría autonomía a la universidad y se tramitaría una reforma constitucional que, curiosamente, acentuaba el federalismo: los estados recibirían autonomía para el manejo de los asuntos religiosos y educativos, así como de todo lo relativo a elecciones y derechos de los ciudadanos. De este modo, los estados conservadores podrían, sin temor a enfrentarse al gobierno central, restablecer la enseñanza religiosa obligatoria, y regularizar las relaciones con la Iglesia. En este aspecto, Núñez había advertido ya la necesidad de superar el enfrentamiento con la Iglesia y ofrecía que el gobierno federal, partiendo del hecho de que la religión católica era la de la «casi totalidad de los colombianos», tendría una actitud hacia el culto que no sería de «indiferencia absoluta». A la desconfianza de los radicales hacia Núñez, por sus eventuales concesiones al conservatismo, se sumaban otros motivos de suspicacia: ¿De dónde salía Núñez, que había estado fuera de la lucha durante doce años, con el derecho a quitar el turno presidencial a radicales que habían ganado su puesto en la paz y la guerra? Fuera del natural rechazo de unos caballeros pu-

ritanos y moralistas a un político conocido por sus aventuras amatorias, y que quizás había saltado tapias con más frecuencia por motivos de faldas que por razones políticas o militares. Las elecciones, realizadas a mediados de 1875 en los diversos estados, dieron aparentemente el triunfo a Núñez: Panamá y Bolívar votaron por él, y parecía evidente la mayoría de Magdalena y Cauca. Antioquia y Tolima, para evitar que Núñez apareciera como candidato apoyado por los conservadores, escogieron a Bartolomé Calvo. En esta situación, faltaba escrutar el voto de Cundinamarca, y cuando el gobierno advirtió que había mayoría nuñista, comenzó una serie de maniobras que llevaron al colmo el manejo de los escrutinios. Un miembro del jurado electoral fue apresado, para llamar a su suplente radical; cuando los demás jurados se opusieron, fueron destituidos y reemplazados por radicales, que dieron el triunfo a Parra. Aun así, éste tenía sólo tres votos. Se procedió entonces a apoyar un golpe en Panamá, y el nuevo gobierno hizo otro escrutinio, de donde resultó que Panamá tuvo dos resultados, uno por Núñez y otro por Parra. También en Magdalena se derribó al presidente independiente Joaquín Riascos, quien murió, y se le reemplazó por un radical. Un cambio de presidente en Cauca permitió el ascenso de un parrista, quien trató de que se escrutara a favor de Parra. Al no lograrse esto, se decidió impedir que se legalizara el escrutinio, de modo que Cauca no votó. Después de múltiples irregularidades, y de que se declarara que ninguno de los dos candidatos principales había obtenido la mayoría absoluta, el Congreso, como lo ordenaba la Constitución, procedió a elegir presidente, después de varios incidentes que permitieron elevar la representación parrista en forma claramente ilegal. Núñez había perdido su primer intento de ascender a la presidencia, pero el triunfo radical había exigido tal acopio de fraudes y violencias que la legitimidad del gobierno y el pres-

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tigio del radicalismo se vieron seriamente afectados. Y desde entonces, la división liberal se hizo irremediable. Guerra civil y triunfo de los independientes El presidente electo trató de realizar una política que limara las asperezas entre radicales e independientes, así como las que existían entre la Iglesia y el Estado, y que se centraban en la existencia de escuelas normales orientadas por una misión alemana, cuyos miembros eran protestantes, y en el carácter no religioso de las escuelas primarias. Parra acordó con el arzobispo de Bogotá un sistema por el cual las escuelas organizarían los horarios para que un sacerdote pudiera dar enseñanza religiosa a los niños cuyos padres lo solicitaran. Sin embargo, en otras regiones del país, como Antioquia y el Cauca, la Iglesia mantuvo una actitud intransigente, y consideró ilegítimo para los católicos asistir a las escuelas estatales, aun si en ellas, como se propuso en el Cauca, enseñaba religión un sacerdote y lo pagaba el gobierno; se llegó incluso a prohibir la presencia de los alumnos de las escuelas normales en las procesiones religiosas, para que no se mezclaran «el trigo y la cizaña». Todo esto condujo a un agudizamiento de las tensiones entre conservadores y el gobierno, y finalmente aquellos se lanzaron a la guerra contra el ateísmo liberal. Muchos de ellos confiaban en que el nuñismo, resentido, se les uniría. Pero todavía para la mayoría de los independientes los conservadores eran el enemigo común, y una alianza con ellos violaba demasiadas tradiciones. Aunque el mismo Núñez, que había sido elegido presidente del estado de Bolívar, consideró, según parece, la posibilidad, acabó decidiendo que no iba a «embarcarse en un navio a punto de irse a pique»: ya los conservadores habían sufrido derrotas sustanciales en los campos de batalla. Así resolvió el dilema que había planteado a Emiro Kastos: «¿Debemos unirnos a los oli-

garcas de miedo a los conservadores, o unirnos a estos aunque nos domine el elemento teocrático?» Además, Núñez veía venir, por un camino travieso, el triunfo que los radicales le habían robado: los triunfos de la guerra convirtieron al independiente Julián Trujillo en el héroe nacional del liberalismo, lo que lo hacía el obvio e inevitable triunfador de las siguientes elecciones, en las que además desaparecerían los votos conservadores, pues la derrota de éstos condujo a la formación de gobiernos liberales en el Tolima y Antioquia. La euforia del triunfo creó al menos momentos de unidad entre las dos alas del liberalismo, que no vacilaron en votar conjuntamente el destierro de los cuatro obispos que más habían estimulado la guerra, la suspensión de los pagos a la Iglesia correspondientes a las manos muertas y la expedición de una ley de «tuición de cultos» que colocaba a la Iglesia bajo la vigilancia del Estado. Sin embargo, la unión fue breve y pasajera, y pronto los liberales se dividieron de nuevo. Entre los temas de desacuerdo estaba el apoyo al ferrocarril del Norte, un proyecto favorito del presidente Aquileo Parra, que salía de Bogotá y llegaba al Magdalena pasando por los tres departamentos orientales; para antioqueños, caucanos y costeños esta ruta parecía demasiado cara y sin mucha prioridad, excepto política y, en particular, en una situación de crisis económica y fiscal como la que había empezado a vivir el país desde 1875. También fue tema de frecuentes desacuerdos una innovación que se había introducido en la guerra de 1876-77: la de confiscar los bienes de los conservadores y re-

Rafael Núñez y Aquileo Parra, contendores en las difíciles elecciones de 1875, que ganó el segundo por una amplia manipulación de los radicales. Para el período siguiente no hubo duda que el general Julián Trujillo sería elegido por los liberales unidos, después de sus triunfos militares. Esta vez Núñez se abstuvo de postularse.

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matarlos. Los propietarios de ambos partidos vieron esto con horror, y hasta el general Mosquera, que encontraba de acuerdo con el derecho de gentes fusilar enemigos, juzgaba el colmo de la barbarie arrebatarles sus propiedades. En todo caso, como se había previsto, la elección del general Julián Trujillo resultó inevitable, y los mismos radicales se vieron obligados a apoyarla. En la posesión, el 8 de abril de 1878, el presidente del Senado, Rafael Núñez, planteó la necesidad de una reorientación para sacar a la nación de las dificultades que afrontaba: «El país se promete de vos, señor —dijo Núñez a Trujillo— una política diferente, porque hemos llegado a un punto en que estamos confrontando este preciso dilema: Regeneración administrativa fundamental o catástrofe.» Trujillo trató de abrir el camino a esta Regeneración y gobernó en un ambiente de perpetua desconfianza hacia los radicales. La administración independiente, si quería continuar en el poder —y para nadie era un secreto que Núñez intentaría ser elegido en 1880— requería consolidar su fuerza en los diversos estados, la mayoría de los cuales estaban en manos de los radicales, cada día más desconfiados de Núñez, sobre todo después de que en 1879 se divulgó la carta a Martínez Silva mencionada antes. La brecha entre Núñez y los radicales se abrió más cuando el congreso, de mayoría radical, objetó e impidió su nombramiento como ministro colombiano en los Estados Unidos de América. En todo caso, poco a poco los independientes empezaron a capturar los estados: Boyacá y Santander vieron elegir presidentes independientes, los señores José Eusebio Otálora y Solón Wilches. En el Magdalena, el general José María Campo Serrano, con el apoyo probable de Núñez, presidente de Bolívar, derribó al gobernador radical; en el Cauca, el independiente Elíseo Payán derribó a Modesto Garcés. Así, para fines de 1879, ya los radicales parecían a punto

de perder el control de casi todos los estados, con excepción de Antioquia Tolima y Cundinamarca. En Antioquia fracasó una revolución impulsada por los independientes de Cundinamarca, y con un buen apoyo conservador. El gobernador, Tomás Rengifo, antes vacilante, se pasó de lleno al radicalismo, y acabó siendo proclamado candidato presidencial de este grupo en un acto suicida, teniendo en cuenta el amplio descrédito que logró Rengifo entre el liberalismo bienpensante. En efecto, a éste se le atribuían varias prácticas de guerra de inusitada violencia durante la revolución conservadora que tuvo lugar en Antioquia en 1879, como el fusilamiento de un prisionero y la coacción al Banco de Medellín para apoderarse de sus depósitos. Como decía Martínez Silva —antes de que en 1885 Núñez tuviera que encerrar a los accionistas del Banco Hipotecario para que aprobaran un préstamo—: «Los bancos son hoy en todo el mundo civilizado una especie de sancta sanctorum... y quien con ellos se estrella, está perdido.» La debilidad de los radicales llegaba a un punto inesperado. ¿Qué podían hacer? Rengifo, a comienzos de año, había tratado de conformar una liga entre Antioquia y Tolima para tratar de impulsar una rebelión radical en el Cauca. El gobernador de Tolima decidió que era preferible mantenerse dentro de la legalidad, y aceptar la inevitable administración Núñez. Los debates del Congreso se hacían ante barras exaltadas. Los independientes aprendieron a movilizar a los artesanos, y cada rato se presentaban incidentes de violencia. En la Cámara se produjo un abaleo, y un artesano resultó muerto. Los radicales pensaron que el presidente estaba tolerando las asonadas contra el Congreso, y trataron de «amarrarlo». Para ello presentaron una acusación contra él, y como se suspendió la reunión constitucional del cuerpo, los enemigos de Trujillo decidieron reunirse en secreto para proseguir las sesiones. La maniobra no tuvo resultados y algunos de los

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radicales, apedreados, debieron refugiarse en el palacio presidencial, donde los recibió, con su sombrero de jipijapa puesto, el acusado. En otras regiones el conflicto político tenía claras connotaciones sociales; los dirigentes del grupo independiente o wilchista de Santander, amenazados por la oligarquía comercial, que había presentado una lista unida radical y conservadora para las elecciones municipales, movilizaron las masas y los artesanos, en un momento de fuerte crisis económica. La tensión entre estos grupos y las oligarquías comerciales de Bucaramanga explotó en una asonada popular en la que se incendiaron casas comerciales y murieron o fueron heridos varios comerciantes alemanes. Finalmente, cayó Cundinamarca; allí el diputado Francisco Eustaquio Álvarez («El macho»), un radical que se preciaba de honesto y se especializó en denunciar a los demás radicales, hizo un discurso, probablemente irónico, en el que desafiaba a independientes y conservadores: «Teniendo los conservadores como tienen una inmensa mayoría numérica y contando con las grandes influencias del país, no ha habido otro medio que el fraude de impedirles que recuperen por las elecciones el poder que perdieron por las batallas. El gran error del partido liberal consistió en organizar el país después de su triunfo armado, concediendo a los conservadores derechos políticos para verse después en la necesidad de recurrir al fraude, a la violencia, al descrédito de las instituciones y al desconocimiento de la legalidad para hacérselos nugatorios. Y nugatorios tenía que hacérselos, puesto que no había de ser tan estulto que se dejase quitar con papelitos lo que había ganado con las armas. Nosotros los liberales jamás hemos pretendido gobernar en Colombia a título de mayor número, pues reconocemos nuestra minoría; gobernamos con los títulos que nos dan la inteligencia y la fuerza, pues de ambos hemos necesitado para vencer a los conservadores.» En todo caso, en septiembre, en Cun-

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dinamarca, los independientes ganaron, en este caso con papelitos, las elecciones departamentales. Aunque los diputados radicales trataron de organizar un golpe, fallaron por la acción conjunta de los conservadores, dirigidos por Carlos Holguín, y de los independientes orientados por Daniel Aldana, quien desde noviembre asumió el cargo mientras se posesionaba el titular. De este modo, todos los estados, con excepción de Antioquia y Tolima, quedaron en manos independientes. Las elecciones nacionales confirmaron esta situación, al recibir Núñez ocho votos contra uno del general Tomás Rengifo, jefe civil y militar de Antioquia, y que había sido escogido como candidato radical.

El general Tomás Rengifo, caricatura de «El Amolador», periódico nuñista. Rengifo, presidente radical del estado de Antioquia y candidato a la presidencia de la Unión, fue el último obstáculo que hubo de vencer Núñez para llegar por primera vez al poder, en abril de 1880, como liberal independiente.

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se comprometía a expedir por su parte un decreto de amnistía para todos los que le habían sido hostiles, es decir que amnistiaba al gobierno y a sus tropas. Restrepo Uribe, además, ofrecía participación en el gabinete al sector de Isaacs. El primer gobierno de Núñez, 1880-1882

Billetes de 20 centavos (dos reales) del Banco Nacional: uno, de los Estados Unidos de Colombia y otro de la República de Colombia, ambos con la efigie de Rafael Núñez. La fundación del Banco Nacional, durante su primera administración, procuró mejorar la situación fiscal del gobierno, pero provocó la oposición de inversionistas y banqueros.

La reacción contra Rengifo, en la misma Antioquia, lo llevó a la renuncia y a abandonar el estado; el nuevo gobernador, Pedro Restrepo Uribe, indeciso y apocado, resultaba vacilante, lo que provocó una revuelta radical encabezada por el poeta Jorge Isaacs y el futuro general Ricardo Gaitán Obeso. Aunque estos lograron un rápido triunfo, y pasearon a Restrepo prisionero bajo vigilancia por todo el estado (pues, tras dar su palabra de no fugarse, había escapado), no pudieron sostenerse ante la decisión de Trujillo de enviar tropas nacionales contra ellos, pese a todo lo que dijera la Constitución. Ante esto, Isaacs logró firmar un convenio bastante curioso con el gobernador, por el cual aceptaba la autoridad de éste y recibía una plena amnistía del gobierno. Además,

El nuevo presidente anunció, al posesionarse, un claro programa regenerador. Sin embargo, no parecía fácil impulsar una reforma profunda de la Constitución. Como señal de apertura hacia los conservadores, nombró, por primera vez desde 1861, un gabinete con un miembro de ese partido. Y los dos conservadores más prestigiosos recibieron cargos públicos: don Carlos Holguín fue enviado a representar a Colombia en Europa, mientras don Miguel Antonio Caro fue nombrado director de la Biblioteca Nacional. El Congreso tenía una leve mayoría independiente, que no permitía impulsar realmente el cambio: muchos de los independientes apoyaban a Núñez siempre y cuando no vieran muchos riesgos de una «reacción clerical» o de un triunfo conservador; el nombramiento de conservadores por el ejecutivo no fue del agrado de muchos liberales. Por otra parte, varios aspectos de la política económica tendían a dividir el mismo grupo independiente. Núñez anunció e impulsó una política de protección a algunos sectores artesanales, mediante la elevación de las tarifas aduaneras. Se trataba en parte de pagar servicios políticos a los núcleos artesanales, en parte de una creciente hostilidad de Núñez al liberalismo manchesteriano y en parte de un intento por mejorar los ingresos fiscales. Pero para los comerciantes esto era absurdo, y ellos tenían una amplia presencia en todos los grupos políticos. Del mismo modo, la creación de un Banco Nacional, que respondía también a un esfuerzo por mejorar la posición fiscal del gobierno y reforzar su autonomía, provocó al menos la

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desconfianza de los inversionistas, que no compraron las acciones abiertas al capital privado, y luego, la hostilidad de los banqueros, que veían una amenaza en la nueva institución, a la cual se le reservaría eventualmente el monopolio de emisión de billetes. También entre los independientes había algunos notables banqueros, y estos se dividieron con relación a este proyecto. Por otra parte, el Congreso realizó algunas de las reformas políticas que había promovido Núñez, y que eran prenda de apertura hacia los conservadores. Levantó, por ejemplo, el destierro de los cuatro obispos; ordenó, con el apoyo de algunos radicales, la devolución de las propiedades confiscadas a los conservadores en 18761877, y una ley de orden público, que bordeaba la inconstitucionalidad, autorizó al presidente a intervenir en los estados a solicitud de las autoridades legítimas de éstos. Pese a estas medidas, daba la impresión que el gobierno estaba políticamente en el limbo. Casi tres meses gastó Núñez conformando el gabinete y luego desapareció en agosto, cuando se fue, en ejercicio de funciones presidenciales y acompañado de dos de sus ministros, a Panamá y la Costa. Se decía que iba a enfrentar un incidente fronterizo con Costa Rica; negoció además con la Compañía del Canal un préstamo muy discutido, cuyos recursos sirvieron para conformar el capital del Banco Nacional. Y no debe haber escapado a su olfato político el interés de mostrar a sus coterráneos un presidente en ejercicio, con todos los arreos y atributos del poder. La reforma de la Constitución seguía siendo difícil. Muchos independientes vacilaban. En julio de 1880, Santos Acosta y Eustorgio Salgar volvieron al redil radical. Los independientes se unían en la oposición, pero estar en el gobierno los dividía, y muchos empezaban a ver peligrosa la estrategia nuñista y a preferir buscar la unión liberal para hacer solos las reformas. Las suspicacias aumentaron con el discurso de Núñez en la Universidad Nacional, cuando elogió el

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plan académico de 1843, considerado por los radicales como el colmo del autoritarismo y el conservatismo; la propuesta de que el país adoptara como ciencia fundamental la sociología, que enseñaba a las naciones a no hacer revoluciones sino a seguir una evolución lenta y gradual, como la de los seres naturales, no provocó tanto terror, y Salvador Camacho Roldán comenzó a enseñarla en forma inmediata. Más bien los conservadores eran los inquietos, ante esta ciencia materialista y que desconocía la libertad del alma humana. También disgustaba a los radicales el estilo administrativo de Núñez. En una situación de crisis fiscal, elevó sustancialmente el número de empleos públicos; los consulados en el exterior se multiplicaron, y se advirtió una clara estrategia de recompensas, de una planeada asignación de cargos civiles y militares. No parece, por otra parte, haber provocado crítica alguna el esfuerzo por mejorar la formación militar, lo que se hizo utilizando los servicios del coronel norteamericano H. Lemly, el cual reorganizó la Escuela Militar, aparentemente con éxito, si hemos de creer los informes que periódicamente presentaba al ministro norteamericano en Bogotá. Era evidente que no se darían las condiciones para una reforma constitucional. Algunas propuestas de Asamblea Constituyente alcanzaron a discutirse, y se hablaba de prorrogar el período presidencial a 4 años. Pero con uno o dos estados radicales, y otros vacilantes, la reforma era imposible. En Santander, Solón Wilches se fue alejando de los independientes: corrupto y ambicioso, trató de impulsar su candidatura presidencial. Núñez desconfiaba de él, y en 1881 trató de lograr un acuerdo con los radicales para ver si lo tumbaban. Núñez quería que lo sucediera el general Juan Nepomuceno González, de toda su confianza, y agente de unos quineros costeños enfrentados a los exportadores favorecidos por Wilches. En el segundo año de gobierno el impulso pare-

Juan Nepomuceno González Osma, hombre de confianza de Núñez, y su candidato para la presidencia del estado de Santander cuando cayera el general Solón Wilches, quien a su vez aspiraba a suceder a Núñez en la presidencia de la Unión.

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Teodoro Valenzuela, antiguo ministro de Guerra, director de la nuñista «Sociedad de Salud Pública» que hizo oposición a la candidatura de Zaldúa en 1881. Francisco Javier Zaldúa, elegido por los radicales e independientes, tuvo que sufrir la enconada oposición de Rafael Núñez.

cía perdido. Para conservar apoyo del Congreso, debió aceptar un gabinete de unión liberal, con algunos radicales. Y comenzó el esfuerzo por garantizar el control del siguiente período. Muchos de los independientes más notables se habían alejado. Alrededor de Núñez se mantenían algunos generales secundarios, y muchos jóvenes que empezaban a ascender vertiginosamente como Carlos Calderón Reyes o Felipe Angulo. Los verdaderos electores tenían un poder y un prestigio regional, como Eliseo Payán, del Cauca, José Eusebio Otálora de Boyacá o Solón Wilches de Santander. El partido independiente, fuera de Núñez, no tenía una figura nacional de absoluta confianza. Ante esto, Núñez propuso finalmente la candidatura de un independiente tibio, Francisco Javier Zaldúa, que ya tenía setenta años y muchos problemas de salud. Los radicales, que no podían ganar las elec-

ciones con sólo dos estados, decidieron tratar de seducir a Zaldúa, y acabaron robándole la novia a Núñez. Parece que lograron convencerlo de que éste lo había propuesto calculando que no podría ejercer el poder y que debía impulsar una política de «unión liberal». Desde abril de 1881, Zaldúa decidió aceptar su candidatura como de unidad, en un ruidoso y concurrido acto en la plaza de Bolívar. Los independientes Julián Trujillo y Salvador Camacho Roldán fueron los más importantes deslizados de ese momento. El radicalismo adoptó una actitud de guerra santa. En la manifestación, su máximo orador, José María Rojas Garrido, amenazó: «Antes que permitir el triunfo del partido conservador, que no quede piedra sobre piedra en el suelo de la patria.» Y el «sapo» Gómez anunció que «la bandera del partido, por ahora, es la de la intransigencia». Otra de sus frases hizo carrera: «Los bárbaros están a la puerta de Roma.» Pese al creciente apoyo a Zaldúa, que finalmente agrupó alrededor de su figura venerable, de su prestigio de jurista incorrupto y de su larga carrera de servicios al partido liberal, no sólo al liberalismo sino al mismo conservatismo, la lucha política se fue haciendo más agria. En Bogotá, un antiguo nuñista, Teodoro Valenzuela, epítome de caballerosidad cachaca, encabezó una nueva sociedad política, la de Salud Pública, en la que los asistentes hablaban de revoluciones, atentados y asesinatos políticos. En las elecciones estatales de septiembre de 1881, los independientes, dueños de los ejecutivos regionales, obtuvieron un amplio triunfo. En Cundinamarca, Aldana barrió al salpismo; en Boyacá, Arístides Calderón reemplazó a Otálora: los Calderón, una familia de independientes con una amplia clientela, llegaba al poder. En Antioquia, fue elegido un nuevo presidente radical, pero algo contemporizador: el comerciante del marco de la plaza Luciano Restrepo, oligarca y civilizado.

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Finalmente, Zaldúa fue elegido, con un solo voto en contra: el de Santander, que se dio a su propio gobernador. A partir de este momento las relaciones entre Núñez y Zaldúa empeoraron, y cuando el Congreso se reunió eligió primer designado a Núñez y segundo a Otálora. Zaldúa quedaba prisionero del cargo: si debía renunciar, el poder volvería claramente a los independientes. En la posesión presidencial, el discurso de Zaldúa, escrito por Santiago Pérez, resultó desafiante. El anciano presidente, que había anunciado estar dispuesto a ofrendar su vida, no hizo siquiera los elogios de cortesía al presidente saliente. Los radicales creían haber recuperado el poder. La administración Zaldúa: un caso de doble poder El gabinete de Zaldúa tenía una clara mayoría radical. Núñez, dueño del Congreso, decidió usar los derechos que la Constitución le daba, y la corporación rechazó los nombramientos radicales. Durante tres meses, el presidente nombraba ministros y el Congreso los vetaba. Núñez, que recibió bastantes balotas negras en 1878 como ministro y cuyo nombramiento de representante en Washington habían objetado los radicales, se pudo dar el gusto de negar el nombramiento de Eustorgio Salgar, de Felipe Pérez o de Felipe Zapata. Zaldúa no sabía qué hacer. Según él, Núñez, «no contento con arruinar el tesoro público, con haber consumido estérilmente 20 millones de pesos y haber adoptado la corrupción como una política y un medio de influencia, con haber eliminado dos importantes ingresos (la sal y las anualidades de Panamá), con haber comprometido los ingresos de las aduanas casi en su totalidad... ahora trata de traer anarquía al país, subvertir el orden constitucional y colocar los poderes nacionales en conflicto... Núñez permanece encerrado en su casa sin atreverse siquiera a mirar por la ventana, pero conspirando».

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En efecto, corrían rumores de que matarían a Núñez, por lo que éste no salía a la calle. Algunos intentos de acuerdo se frustraron, y se pensó que Zaldúa esperaría al cierre del Congreso para gobernar con ministros encargados. Mientras tanto, trató de dar un mando radical al ejército, pero el Congreso empezó también a bloquearlo y expidió una ley que sujetó a aprobación del Congreso los nombramientos de subsecretarios y de mucho empleo militar. Los radicales resultaban víctimas de su propio invento, de su temor a un presidente que pudiera imponerse sobre el Congreso. Zaldúa, desesperado, renunció, pero ante el pánico de los radicales y el riesgo de que estos hicieran una guerra, por un ascenso de Núñez, retiró la renuncia. Luego estuvo enfermo, y la Sociedad de Salud Pública hizo reunir en Bogotá más de trescientos jinetes armados. Los rumores de atentado a Núñez aumentaban y éste se vestía de etiqueta en su casa frente al Capitolio, a esperar a los asesinos. El Congreso hizo una última humillación a Zaldúa, quien, asmático, gustaba de descansar en Tena y Anolaima: derogó la ley expedida años antes para permitir a Núñez, que detestaba el clima bogotano, gobernar desde fuera, y ordenó que para salir de Bogotá debía encargar al designado. Zaldúa prefirió aguantar el frío sabanero. Finalmente, en agosto hubo un arreglo: los ministerios de Gobierno y Guerra se dieron a independientes. El Congreso derogó la ley de tuición de cultos y ordenó la devolución de propiedades confiscadas. Pero la tensión continuaba. Ricardo Becerra, el principal nuñista del Congreso, fue atacado a bala. Núñez se fue a Cartagena, a escondidas, para sacarle el cuerpo al frío y a las intrigas de la «ciudad nefanda». En un atentado contra el gobernador de Cundinamarca, Daniel Aldana, murió un ayudante de éste, y fue detenido, como principal sospechoso, un general que hacía parte de la Sociedad de Salud Pública. Durante todo este tiem-

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El presidente Francisco Javier Zaldúa, a sus 71 años, en su lecho de muerte, el 21 de diciembre de 1882, dibujo tomado del natural por Alberto Urdaneta. Una muerte «esperada, anunciada y provocada...»

po, los conservadores habían mantenido una estrecha relación con Núñez y con personas como Aldana. Éste se sintió más seguro con ellos que con los independientes, que podían recaer en el radicalismo. En la primera ocasión, nombró al general Antonio B. Cuervo, uno de los dirigentes nacionales del conservatismo, superintendente del ferrocarril de Cundinamarca: la idea era que tuviera 300 trabajadores bien armados bajo su mando. Y en el Cauca, el gobernador independiente se sintió amenazado por los radicales y pidió ayuda al gobierno nacional, ateniéndose a la ley de orden público. Zaldúa le mandó al fin una división al mando de Sergio Camargo, que había derrocado independientes antes. Todos esperaban que los radicales recuperarían el Cauca, y el gobernador de Antioquia, Pedro Restrepo Uribe, ofreció apoyo. Pero apenas iba en camino, cuando la apuesta radical se frustró, el 21 de diciembre de 1882, por la muerte esperada, anunciada y provocada de Zaldúa. Apenas había gobernado durante ocho meses. Núñez decidió no asumir el poder, pues esto le habría impedido la elección para el siguiente período constitucional (1884-86). Se posesionó entonces el segundo designado, José Eusebio Otálora, un buen burócrata boyacense, opaco pero trabajador per-

sistente. La estrategia de Núñez aparecía ya más clara, y en vez de hablar de reformas menores a la Constitución, propuso un cambio radical: era preciso «reemplazar la muerta Constitución de 1863 con una nueva». Para los radicales, esto era una herejía total: «la Constitución es sagrada, es el tabernáculo de la alianza liberal», decía el Diario de Cundinamarca. Pero Núñez tenía ya en sus manos el apoyo conservador y sólo Carlos Martínez Silva y algunos de sus amigos seguían vacilantes. Y los estados gobernados por jefes independientes eran una clara mayoría, la elección para el bienio siguiente era segura. Sin embargo, el problema central seguía siendo: ¿Cómo romper el nudo de procedimientos? ¿Cómo reformar la Constitución, si se requería la unanimidad? Los radicales, sin muchas salidas, amenazados con la pérdida paulatina de la representación parlamentaria (pues los ejecutivos independientes hacían elegir representantes y senadores independientes) buscaron de nuevo el camino de la seducción, y propusieron a Otálora que fuera el candidato de la unión liberal. Era dudoso que esto fuera constitucional, ¿pero quién iba a anular la elección de un presidente en ejercicio? La norma decía que no podía «reelegirse» a quien hubiera ocupado la presidencia. Se alegaba que esto no aplicaba a Otálora, pues no había sido «elegido» sino nombrado en su carácter de designado y por lo tanto no iba a ser propiamente «reelegido». Estos argumentos sapistas y leguleyos convencían a ratos a Otálora, quien empezó a vacilar, tentado con las ofertas. El 17 de abril de 1883 decidió que no aceptaba. A finales de mes volvió a considerar la cosa, y otra vez le pareció que no era clara. En mayo y junio mantuvo la ambigüedad, mientras el nuñismo maniobraba para consolidarse; hasta el general Wilches decidió apoyarlo. Finalmente, Otálora aceptó la candidatura. El Congreso inmediatamente se lanzó contra él. Ricardo Becerra lo acusó de haber sobornado seis repre-

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sentantes, y comenzó a fustigar sus manejos de fondos. La Cámara, dividida, terminó al lado del presidente, y para protegerlo disolvió el quorum, con lo que quedaba clausurado el Congreso. Pero el gabinete tampoco estaba de acuerdo con Otálora y renunció en forma inmediata. En menos de una semana el apoyo al candidato parecía reducido al viejo olimpo liberal. No tuvo más remedio que renunciar melancólicamente a la candidatura y, para no dejarlo sin nada, los independientes y los conservadores aceptaron prometerle que lo nombrarían presidente del estado de Boyacá. Los radicales tuvieron que cambiar los carteles en los que apoyaban a Otálora para dar su apoyo de última hora a Solón Wilches; las tres mil firmas que aparecían pudieron dejarse intactas. Otálora, para cumplir su parte del trato, tuvo que nombrar a su acusador Becerra como ministro de Gobierno: así los independientes estaban seguros de que no habría sorpresas. Y la sorpresa fue realmente para Otálora: en las elecciones de Boyacá fue elegido el general Pedro María Sarmiento, un cliente de la familia Calderón. Y en el país el triunfo de Núñez fue amplio: seis estados lo apoyaron contra tres (Antioquia, Tolima y Santander) que votaron por Wilches. Otálora tuvo que resignarse, y el 1 de abril de 1884 entregó el gobierno a su sucesor y descendió, como lo dijo en el discurso de ese día, «a la posición de simple ciudadano, que gentes poco benévolas llaman mi tumba»; pocos días después, amargado y decepcionado, murió en Tocaima, siguiendo en todo el destino de Zaldúa. La segunda administración de Núñez Para los radicales, el triunfo de Núñez era un golpe mortal: abría el camino a una alianza abierta con los conservadores y quizás a la reforma constitucional; cualquier pretexto podría servir para derribar los gobiernos radicales que quedaban en Antioquia y

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Tolima. Ante esta amenaza, muchos empezaron a pensar que era preferible una guerra preventiva. Esta era algo criminal, decía Temístocles Paredes, pero más criminal era Núñez. El ambiente bélico era fuerte, sobre todo en Santander, donde los radicales habían soportado un gobierno independiente corrupto, fraudulento, amigo de negociados y violencias. Allí la administración de Solón Wilches había provocado tal rechazo en los grupos sociales dominantes, que los conservadores veían con buenos ojos una alianza con los radicales para intentar derribarlo y, como ya se dijo, hasta el mismo Núñez, a pesar de ser de su mismo grupo, habría preferido salir de él. El congreso de 1884 era ya de mayoría independiente, pero todavía contaba con una fuerte representación radical. En la Cámara había 55 independientes mal contados, unos 25 radicales y 5 conservadores. En la decisiva elección de designado los independientes se dividieron, pues la sibila de Cartagena decidió no apoyar a nadie y seguir la opinión; esto dio a los radicales el voto decisivo, e impusieron a un independiente vacilante, el caucano Ezequiel Hurtado, rival en ese estado del general nuñista Elíseo Payán. Los conservadores veían venir una confrontación decisiva, y enviaron a su gente a censar con cuántos hombres podían contar en caso necesario. Máximo Nieto pudo recoger en Cundinamarca y Boyacá las firmas de centenares de gamonales y caciques locales, que se comprometieron a poner un poco más de 10.000 hombres, aun-

Ezequiel Hurtado y José Eusebia Otálora ejercieron la presidencia en calidad de designados, el primero en reemplazo de Núñez y el segundo por muerte de Zaldúa. Otálora deseaba ser elegido en propiedad para el período 1884-86, pero su candidatura no tomó consistencia. Al final, la contienda se definió a favor de Rafael Núñez, en contra del radical Solón Wilches.

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Doña Soledad Román y Polanco, fotografía tomada hacia 1864. Abajo, la famosa moneda «cocobola» con la efigie de la esposa de Núñez, que provocó un escándalo en 1887. La moneda fue acuñada en Nueva York por Camacho Roldán & Van Sickel y tomó su nombre de haber sido, ajusticiados en Panamá, en esos días, los célebres Prestán y Cocobolo.

que la mayoría sin armas, para respaldar a Núñez. Éste no apareció en Bogotá el 1 de abril, fecha de su posesión; no estaban formadas las corrientes de la opinión y era difícil ver hacia dónde iba el grupo independiente. Ezequiel Hurtado se posesionó, y nombró un gabinete que no daba a los conservadores la representación que esperaban; el secretario del Tesoro, único nombrado de ese partido, decidió no aceptar. El Congreso, mientras Núñez aparecía, se entretuvo acusando al caído Otálora, por haber comprado un carruaje, con conductor negro y todo, y por otras minucias similares. Los independientes, sin Núñez, no sabían para dónde coger. Y nadie podía comunicarse con él, pues no se sabía dónde estaba. Algunos radicales veían hacia dónde iba todo: el gobernador de Antioquia le escribió al ex presidente Aquileo Parra para recomendarle que apoyaran a Núñez y aceptaran algunas de las reformas que este proponía. De otro modo iba a hacer esas reformas con los conservadores. Pero el radicalismo aceptaba las reformas sólo si Núñez no era el que las imponía: desconfiaba demasiado de él. Al llegar a Bogotá en agosto, después de haber estado en Curazao, aparentemente tratando de curarse sus rebeldes males estomacales, Núñez tenía, al parecer, abiertas sus opciones. Y tenía un poder inconmensurable. La crisis política reciente, las dificultades económicas, el empantanamiento de los partidos, habían confluido para concentrar toda decisión en el cartagenero. Su capacidad de maniobra era amplísima, y aunque no se veía una salida a su propuesta de reforma constitucional, era evidente que para fines de 1884 era el único dirigente nacional escudado por el país. Núñez inicialmente trató de nuevo de jugar sus cartas liberales y de obtener el apoyo radical para las reformas. A comienzos de agosto hubo varios intentos de negociación con los radicales, y Aquileo Parra recibió un borrador de reformas mínimas propues-

tas por Núñez. Algunos radicales apoyaban el trato, pero al fin la desconfianza los venció. ¿No había dicho el mismo Aquileo Parra que para negociar con Núñez había que pedirle fiador? Al posesionarse, el 11 de agosto, Núñez seguía buscando un acuerdo que incluyera a los radicales, y nombró ministro del Interior al ex presidente Eustorgio Salgar. Los conservadores recibieron dos carteras del gabinete. En un gesto hacia el ex presidente Santiago Pérez, le dio un puesto en el consejo académico de la Universidad Nacional. Cómo comienza una revolución La crisis surgió, como era de esperarse, en Santander. Allí las elecciones de julio habían enfrentado al candidato del grupo independiente y del fraude Francisco Ordóñez, y al radical Eustorgio Salgar. Los radicales y muchos conservadores habían anunciado que si el fraude era demasiado claro, irían a la guerra. Así ocurrió, y a comienzos de agosto comenzaron las movilizaciones de tropas. Núñez, con la aprobación de los radicales, y con el poder que le daba la ley de orden público de 1880, decidió enviar fuerza nacional. Pero la hizo acompañar de dos comisionados de paz, uno radical y uno independiente, aunque más wilchista que nuñista, para no provocar demasiadas susceptibilidades del presidente saliente, Solón Wilches. La tropa, y en esto Núñez era siempre cuidadoso, sí iba al mando de un nuñista de siempre, el general González Osma, rival comercial y político de Wilches. Los comisionados lograron éxito en sus esfuerzos de paz, y el 20 de septiembre se firmó entre el gobierno de Santander y los rebeldes el Convenio del Socorro: se elegiría una convención que decidiría sobre los asuntos electorales con perfecta autonomía. Entre tanto, gobernaría el comisionado independiente, Narciso González Lineros, y las tropas quedarían al mando de un radical y un independiente. Los radicales quedaron

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contentos, sus relaciones con Núñez mejoraron, y a finales de octubre parecía que iba a lograrse un acuerdo de fondo. Núñez daba una garantía seria: nombrar como ministro de Guerra al general Santos Acosta, ex presidente radical y con fama de decidido: había sido él el que había «amarrado» a Mosquera en 1867. Sin embargo, el acuerdo se frustró, y no poco peso tuvieron en ello las actitudes desafiantes e irónicas de algunos radicales, que en discursos de la Sociedad de Salud Pública aludieron a la esposa de Núñez y a éste lo llamaron «bigamo». En este punto, los radicales habían adoptado siempre una actitud moralista que contrastaba con el savoir vivre de los oligarcas conservadores. Núñez, que sólo se animó a traer a Soledad Román a Bogotá en 1884, a una sociedad que detestaba por el clima y las costumbres, tuvo que soportar el desaire de toda la oligarquía radical. Sólo las esposas de los conservadores, y en primer término la de don Garlos Holguín, aceptaron visitarla, lo que aprovechó doña Soledad para devolver las visitas en horas más públicas; esto permitió al público bogotano ver al coche presidencial, con el conductor negro de levita, a la puerta de las principales casas conservadoras de la ciudad. Pero así y todo, Núñez porfiaba en la búsqueda de una salida: si se hacía la reforma constitucional, se comprometía a retirarse y a no aceptar nunca más la presidencia o la designatura. Instalada la convención de Santander, resultó con mayoría radical. Habría podido limitarse a declarar legítima la elección de Eustorgio Salgar, y un tercer estado se habría añadido a los radicales. Pero la convención se envalentonó y decidió declararse constituyente, contra lo acordado en el Socorro. Conservadores e independientes aprovecharon esto para retirarse, y González Lineros ordenó la disolución, los radicales se lanzaron entonces a la revuelta en Santander, y el 18 de noviembre el país estaba oficialmente en guerra civil. Los radicales no estaban preparados

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para ella. Los principales jefes estaban en contra, y cualquier análisis frío mostraba que sólo serviría para fortalecer al gobierno, como ocurre normalmente con las revoluciones. Pero aunque no tuviera muchas perspectivas, la retórica radical era muy fuerte, y muchos de los sectores intermedios del radicalismo ya no confiaban en nada distinto a la guerra para impedir la entrega de Núñez al conservatismo. Fue tanto lo que trataron de impedirla que al fin acabaron provocándola. El general Sergio Camargo fue elegido director del liberalismo y de la guerra. No estaba muy de acuerdo con ella, y tras buscar alguna salida negociada se marchó a su hacienda, agravando el caos radical. Los gobernadores de Antioquia y Tolima, por su parte, eran enemigos de la guerra, en la que veían una locura santandereana que los hundiría a todos. ¿Pero cómo permitir que un triunfo fácil de Núñez en Santander le diera la ocasión de proseguir contra ellos con cualquier pretexto? El gobernador de Boyacá, el independiente Pedro Sarmiento, trató de mantener neutral su estado, firmó un acuerdo con los rebeldes en este sentido y entregó al gobierno nacional el parque que este tenía en Boyacá. Pocos días después, sin embargo, decidió sumarse a la revuelta. Antioquia y Tolima seguían vacilando. Núñez tampoco sabía con quién contaba. La guardia nacional no estaba aún en manos de oficiales de su confianza, y los mandos medios eran impredecibles. ¿Estarían dispuestos a

El general Manuel Briceño, héroe conservador de La Humareda, y su contrincante en la misma batalla, general Daniel Hernández, liberal radical. A la derecha, el general Leonardo Canal, encargado por Núñez para armar y reclutar el ejército conservador contra la revolución radical.

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Portada de «La Rebelión» marzo 30 de 1885, con partes de guerra de diversos frentes y derrota de los rebeldes en Gigante por el general Joaquín M. Córdoba. Al centro, general Ricardo Gaitán Obeso, jefe de la exitosa campana revolucionaria del río Magdalena. Derecha, general Foción Soto, quien firmó el armisticio de El Salado a nombre de los radicales rebeldes.

pelear contra sus copartidarios, después de estar al lado de ellos en las guerras anteriores? Y las rivalidades personales pesaban: el general Ezequiel Hurtado, en el Cauca, parecía dispuesto a dirimir su conflicto con Eliseo Payán sumándose a la revolución radical. De este modo, Núñez comenzó a temer una erosión de su base militar y el resurgimiento de la tradicional mística liberal. Esto lo habría dejado sin ningún apoyo, y por eso desde el 23 de diciembre apeló al general conservador Leonardo Canal, y lo autorizó para reclutar y armar un ejército de reserva; allí estaban listos los 10.000 censados a comienzos de año. Esto era pasar el Rubicón. El ministro del Gobierno, el radical Santos Acosta, renunció el 24. A los pocos días, 1.200 conservadores de la Sabana de Bogotá desfilaban frente al palacio presidencial y recibían sus fusiles. El gesto de Núñez aparecía como plena prueba de la traición que siempre habían temido los radicales. La deserción fue entonces amplia. Además de Sarmiento, el presidente encargado de Bolívar se sumó a la rebelión, y en el Cauca y Panamá tuvieron lugar nuevos levantamientos. El

más notable de todos los pronunciados fue el general Ricardo Gaitán Obeso, un graduado de la escuela militar y antiguo comandante de la revolución antioqueña de Jorge Isaacs. Después de pronunciarse en Cundinamarca, se lanzó con un reducido grupo de colaboradores a una breve y exitosa campaña en el río Magdalena. El gobierno no tenía muchas tropas (al fin y al cabo, el pie de fuerza era de 3.000 hombres) y éstas estaban muy dispersas. Gaitán vivió entonces de la sorpresa y el prestigio. Bajó por el Magdalena capturando buques, apropiándose de mercancías que remataba para financiar la campaña, y el 5 de enero, mezclando audacia y exageración, obtuvo la rendición de Barranquilla (una ciudad muy liberal, por lo demás). Allí, su fuerza era ya de más de 2.000 hombres, y gozaba de nuevos recursos que obtuvo en las oficinas de la aduana, en el Banco Nacional, de los correos y de los ferrocarriles, a más del ganado y las bestias que lograba recoger. Sin embargo, el atractivo general se dejó entretener por las celebraciones y las diversiones. Dos jóvenes —las dos Margaritas— demoraban su partida. Cuando decidió atacar a Cartagena, a mediados de

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febrero, ya el gobierno comenzaba a recuperarse de la sorpresa, que le había arrebatado el río y el principal puerto del país, con la rica renta de aduanas. Los reclutamientos oficiales avanzaban, los generales conservadores se ponían en marcha y los préstamos forzosos a los liberales, así como las emisiones del Banco Nacional, permitían obtener recursos para el gobierno. Finalmente, Gaitán fue rechazado en marzo, y desde entonces la revolución entró en barrena. Una desorganizada expedición, bajo un mando múltiple y en desacuerdo, se enfrentó a los conservadores y gobiernistas en La Humareda el 17 de julio. Aunque la batalla fue favorable a los liberales, murieron varios de sus principales jefes. Allí murió Luis Lleras, quien había escrito 6 días antes a Rufino J. Cuervo: «Compadre, la guerra es un vértigo, una locura, una insensatez y los hombres más benévolos se vuelven bestias feroces; el valor del guerrero es una barbaridad, pero cuando uno toma las armas, no puede, no debe dejarlas en el momento del peligro, no puede volver la espalda a amigos, enemigos y hermanos, sin cometer la más baja de las acciones, sin ser un cobarde y un miserable...» y se había negado a embarcarse para Europa. Antes se había visto forzado a «pensar en cartuchera y fusiles, y en campañas en que Dios sabe si nos tocará dejar la barriga al sol mientras llegan los gallinazos». No sólo murieron allí los jefes de la revolución: el buque con el parque y la pólvora se incendió, y los radicales triunfantes quedaron sin cómo proseguir la guerra. Entre tanto, el gobierno había podido destruir las fuerzas rebeldes del Tolima, Cauca, Boyacá y Panamá. En este último estado, los derrotados fueron acusados de incendiar la ciudad de Colón, y un antiguo agitador y funcionario público independiente, Prestan, convertido de nuevo en radical, fue fusilado, en buena parte para tranquilizar a los extranjeros; el gobierno había pedido el desembarco de los infantes de marina de

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los Estados Unidos para impedir a los revolucionarios la suspensión del tráfico por el ferrocarril. La lucha siguió unas pocas semanas más. A finales de agosto se rindieron los últimos jefes liberales. El 10 de septiembre el radical Foción Soto y el conservador Antonio B. Cuervo firmaron la capitulación de El Salado. Núñez, al responder a las celebraciones de sus seguidores por el final de la guerra, en un discurso improvisado y entusiasta, anunció lo que ya se sabía: «La Constitución de 1863 ha dejado de existir». La revolución, al destruir los poderes legítimos de los estados, dejaba a éstos sin existencia legal y creaba el vacío constitucional que permitiría a Núñez justificar una nueva Constitución. La república federal había muerto.

Grupo de rebeldes participantes en la batalla de La Humareda, 17 de julio de 1885. La batalla, cerca de El Banco, sobre el río Magdalena, fue favorable a los liberales, pero allí perdieron un buque y a sus jefes principales, lo que constituyó un desastre para la revolución.

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Colombia suramericana

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La Constitución de 1886 Jorge Orlando Melo Un nuevo mundo político

C

uando Núñez pudo anunciar en 1885 que la Constitución de 1863 había muerto, estaba efectuando una verdadera revolución en la organización política del país. Entre 1878 y 1885 había tratado de lograr una reforma constitucional cuyo contenido apenas vino a precisarse hacia 1884, pero sin que fuera fácil advertir mediante qué mecanismos podía lograrse. Los radicales, aunque a veces admitían la conveniencia, la necesidad misma de la reforma, nunca aceptaron realmente contribuir a una modificación inspirada por Núñez. Los conservadores estaban de acuerdo en muchas cosas con el político cartagenero, pero les importaba mucho más, en el plazo cercano, echarle mano a las riendas del poder. La salida final del impasse la dio la torpeza política de los radicales. En primer lugar, por supuesto, de los guerreristas santandereanos, más amigos de gestos y actitudes de valor y dignidad que de estrategias calculadas. Pero los guerreristas eran una minoría, y la mayoría pacifista acabó presa de los partidarios de la guerra, como ocurriría después, en 1895 y 1899. Para los radicales par-

tidarios de una negociación con Núñez, de un acuerdo que habría impedido una reforma muy brusca de la Constitución, la situación era inmanejable: para impedir todo acuerdo bastaba un pequeño grupo de opositores, el cual tenía por un lado el derecho de decir que no colaboraría en la reforma constitucional, lo que la hacía imposible, y por el otro, el de enarbolar la bandera del honor, la tradición liberal, la dignidad. Y entre los mismos pacifistas, la desconfianza hacia Núñez estaba ya demasiado arraigada para seguir a aquellos que consideraban viable una transacción con el presidente. De este modo, los radicales, sin flexibilidad ni capacidad de maniobra, se fueron al desastre, y provocaron la guerra de 1885. Triunfador el gobierno, habría podido mantener la ficción de la legitimidad, y aprovechar el triunfo para convocar, de acuerdo con la Constitución vigente, una convención que la reformara: contaba con la unanimidad de los estados, pues aquellos que habían secundado la rebelión habían sido derrotados y sus jefes civiles y militares habían sido nombrados por el gobierno central. Como se ha visto, Núñez prefirió romper toda continuidad con el 63 y evitar los riesgos de un resurgimiento de la oposición antes de que una nueva Constitución estuviera

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Miguel Antonio Caro, gran ideólogo e inpulsador del gobierno de la Regeneración, redactor de la Constitución de 1886. En el Consejo Nacional de Delegatarios participó por el estado de Panamá; de esta manera, Núñez se aseguraba un voto a favor en ese estado.

expedida. Por eso, convocó más bien a un Congreso de Delegatarios, que debería estar compuesto por dos representantes por cada estado, uno independiente y otro conservador. Estos deberían ser nombrados por los jefes civiles y militares estatales, que a su vez habían sido nombrados por Núñez. Por lo tanto, el Congreso de Delegatarios estaba compuesto por dieciocho prohombres que habían sido escogidos realmente por el presidente de la República. Este procedimiento, como fácilmente se ve, permitía la más completa ruptura con la Constitución del 63, con el federalismo y con el radicalismo. Ninguno de los representantes de este grupo tendría representación en el Consejo de Delegatarios: habían sido derrotados y la nueva Constitución sería la de los vencedores. Ni siquiera se dio una representación directa a los conservadores de Antioquia, cuyo federalismo era sospechoso: los representantes de este estado fueron inicialmente José María Campo Serrano y José Domingo Ospina Camacho, el primero costeño y el segundo bogotano. Panamá tampoco era muy confiable, y se nombró delegatarios al bogotano Miguel Antonio Caro y a Felipe Paúl, este sí del Istmo, pero hombre muy cercano personalmente a Núñez. Es evidente que Núñez había llegado a la conclusión de que no había mucho que hacer con el radicalismo, y que era indispensable desarraigar por completo del país la tradición federal. Es muy probable que hasta mediados de 1884 todavía dominaran en él algunos de los elementos liberales que lo llevaron a decir, al posesionarse de la presidencia en agosto, que era irrevocablemente liberal. Los acontecimientos de fines de ese año no sólo lo entregaron, objetivamente, en manos de los conservadores, sino que lo convencieron de que el radicalismo no debía volver a levantar cabeza. Y los elementos del pensamiento conservador, el autoritarismo, la utilización del sentimiento religioso como elemento de control

social, el rechazo a la política apoyada en las movilizaciones de los sectores plebeyos, entraron a dominar claramente su pensamiento. Era un cambio que venía de antes, es cierto, y existen muchos antecedentes de este pensamiento en los escritos de Núñez de 1880 a 1885. Pero es un cambio que toma un ritmo desbordante a partir de finales del 84. El fracaso radical dejaba en manos de Núñez un inmenso poder, que utilizó sin reatos en los años siguientes. El Regenerador, así como había sido la voz incontrovertible de los independientes, pasó a ser el oráculo indiscutido del nuevo sistema político. El conservatismo le debía la recuperación del poder, y aportó en los primeros años algunos políticos de importancia, como don Miguel Antonio Caro, el ideólogo constitucional del nuevo régimen, y don Carlos Holguín, el político por excelencia, el caballero sin tacha, el amigo personal de libesales y conservadores, y el hombre capaz de transar y encontrar salida política a las situaciones más difíciles. Entre ellos y Núñez se selló una alianza que resultaba imbatible y que poco a poco desplazó la influencia de los antiguos amigos de Núñez, los independientes. A ellos se sumaron los generales conservadores que confirmaron su prestigio en la guerra: Rafael Reyes, José María González Valencia y Antonio B. Cuervo. Los independientes, como se vio en el capítulo anterior, tenían un problema: su liberalismo los hacía proclives a volver al radicalismo, a transar con él y a buscar la unidad liberal. Esto los hacía sospechosos para Núñez y sus hombres más fieles, y durante todos los años de 1875 a 1885 se vio cómo muchos importantes independientes volvían al liberalismo tradicional. En 1885, entre los que se mantenían como independientes tenían importancia propia los políticos militares con una base regional poderosa, como Eliseo Payán, del Cauca, José María Campo Serrano, del Magdalena, o Daniel Aldana, de Cundinamarca. Justamente

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su poder los hacía sospechosos, y Payán y Aldana se mostraban renuentes a una reforma constitucional tan centralista que los dejara sin buena parte del poder que habían adquirido. No hay que olvidar que los grandes caciques regionales eran independientes: el poder de los radicales era más el de la prensa y el debate que el de las maquinarias regionales. Otros independientes que sobrevivieron a la prueba de la guerra fueron algunos de los administradores más cercanos a Núñez: Felipe Angulo, quien había estado entre los arquitectos de la alianza con los conservadores, sería por varios años, pese a su juventud, el independiente con mayor influencia del régimen. Otros independientes, casi todos también muy jóvenes, que habían comenzado sus carreras al lado de los grandes señores estatales nuñistas —de Otálora o de Wilches, por ejemplo—, eran Luis Carlos Rico, Antonio Roldán o Carlos Calderón Reyes. A veces heredaban un importante poder regional, pero más que ello los sostuvo su fidelidad a Núñez y a Caro, y su paciente y metódico trabajo burocrático. Roldán, Rico y Calderón se convirtieron en los ministros permanentes de los próximos quince años. Lo anterior apunta a una situación en la que el poder de los organismos políticos, partidos o clubes estaba muy diluido. Los conservadores tenían un amago de organización, pero fue disuelta después del triunfo para permitir el trabajo sin sospechas con los independientes. No existían directorios, círculos ni convenciones. Los regeneradores principales hablaban, y el sistema se ponía en movimiento. Pronto este grupo comenzó a llamarse «partido nacional» y por un momento se le dio un directorio, cuya redundancia lo disolvió. Núñez había señalado la importancia de un partido que respaldara la Regeneración, y Caro le dio el mayor impulso. Pero no logró tener propiamente una organización política independiente del gobierno, y se concebía a sí mismo como un partido único. Por tanto, quien se opusie-

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ra al partido, se oponía al mismo tiempo al Estado y a la nación. Los radicales tardarían bastante tiempo en reorganizarse. La brusquedad de la derrota los dejó sin estrategias, sin periódicos, sin dirección. Y mientras no aceptaran la inevitabilidad de la nueva Constitución, sus posibilidades de acción política serían realmente muy reducidas. Los historiadores han tratado de establecer las relaciones entre los alinderamientos políticos de la Regeneración y las estructuras sociales del país, con resultados todavía muy precarios. La política era ante todo asunto de una élite social. No hay que ol-

Mosaico de miembros del Consejo Nacional de

Delegatarios, reunido en Bogotá

el 11 de noviembre de 1885 con el fin de expedir una nueva Constitución.

Los delegatarios fueron elegidos por los jefes de cada estado, que a su vez había nombrado Núñez.

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Rafael Núñez, Carlos Holguín y Miguel Antonio Caro, principales artífices de la Regeneración, caricaturizados por «El Barbero», abril 14 de 1892, cuando Holguín estaba al final de su período de gobierno como encargado de la presidencia por ausencia del titular Núñez.

vidar que el alfabetismo era todavía un privilegio, que la población vivía en un medio rural, que el acceso a la escuela sólo lo tenía un porcentaje muy reducido de los habitantes. Por supuesto, no sólo los educados y alfabetas participaban de las pasiones y entusiasmos políticos. Los periódicos podían en épocas candentes leerse en voz alta para que todos se enteraran. Pero los periódicos eran, aunque muchos, de poca circulación; los diarios más exitosos apenas alcanzaban dos o tres mil ejemplares. Además, pocas cosas de la política interesaban a los grupos populares. Los artesanos bo-

gotanos, por supuesto, se dejaban atraer con las promesas de proteccionismo, y amplios sectores de población, ante todo rurales pero también urbanos, respondían con solidaridad a las llamadas en defensa de la religión. Los valores liberales, la creencia en los derechos individuales, en las normas legales, habían empapado a una amplia porción de la sociedad, pero en general, aparte de la élite, la política sólo tenía sentido para la mayoría de la población en situaciones críticas: en la guerra, cuando se presentaba el fantasma del reclutamiento, se oía en los mercados «están cogiendo, están cogiendo...», y la gente trataba de ocultarse, o la patrulla llegaba a la hacienda rural y salía con los peones, a veces amarrados, para la guerra. Y con la guerra venían la destrucción de bienes, la confiscación de bestias y ganados, cuando no la barbarie, el asesinato brutal de prisioneros o de inocentes. Las costumbres de las guerras, por lo demás, se dañaron mucho a finales de siglo, cuando se hicieron más frecuentes las partidas de guerrillas y la lucha sin sujeción a autoridades, y el alcohol parece haber sido parte muy importante del armamento militar. Para muchos reclutas, el saqueo y la degollina se convirtieron en una compensación necesaria a la dureza de la vida y de la guerra. Por lo tanto, las divisiones políticas escindían a los grupos sociales más elevados. Comerciantes, propietarios rurales, productores de exportación o para el mercado doméstico, abogados, profesionales independientes, artesanos: en cualquiera de estos grupos había liberales, independientes o radicales, y conservadores. Lo que hace aún más confusa la situación es que muchos de los comerciantes o propietarios rurales combinaban sus actividades, de modo que sus intereses económicos y sus perspectivas ideológicas respondían a actividades a veces contrapuestas. En esta situación, aunque los partidos impulsaban en ocasiones políticas económicas o propuestas ideoló-

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gicas que respondían a los deseos o los intereses de determinados sectores sociales, la pertenencia a ellos, por una parte, no dependía sino muy tenuemente de la posición social; por otra, la determinación de las políticas solamente en leve medida correspondía a las presiones de grupos económicos definidos. Más bien era el resultado final de una compleja red de factores, que entreveraba intereses económicos y regionales, tradiciones locales, relaciones familiares, y los efectos de una historia concreta y local que había creado vínculos y los había fortalecido a lo largo de una dilatada corriente de revueltas, guerras civiles, expropiaciones y persecuciones, vínculos con personajes poderosos, etc. En esta compleja situación, algunos alineamientos eran a veces claros. Los grandes propietarios vallecaucanos, por ejemplo, eran en su mayoría conservadores, aunque en cada época uno o dos terratenientes liberales ayudaban a conformar a este partido, junto con una clientela esencialmente profesional y urbana, y una base mulata y plebeya. En Antioquia la mayoría de la población era conservadora, pero existía un fuerte núcleo comercial liberal en Medellín. donde la actividad de la importación y la banca se dividían entre ambos partidos: todos resultaron poco amigos del centralismo regenerador. En Cundinamarca era notable la vinculación de un importante sector del comercio y la banca con el radicalismo. Entre los liberales se encontraban muchos terratenientes de las vertientes de colonización reciente, y buena parte de la expansión cafetera de los años 80 y 90 fue llevada a cabo por empresarios de orientación liberal. Ciertas tendencias se imponían: las zonas de colonización eran usualmente más liberales que las poblaciones de los altiplanos; las áreas mulatas y negras también tendían a funcionar como bases liberales. Pero el peso de la historia, en casi todas partes, era más fuerte que las determinaciones sociológicas.

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La Constitución de 1886 El Consejo de Delegatarios se reunió en noviembre de 1885. El presidente señaló las líneas centrales que esperaba de la nueva Constitución. En esta reunión sostuvo que «el particularismo enervante debe ser reemplazado por la vigorosa generalidad. Los códigos que fundan y definen el derecho deben ser nacionales... En lugar de un sufragio vertiginoso y fraudulento, deberá establecerse la elección reflexiva y auténtica y llamándose, en fin, en auxilio de la cultura social los sentimientos religiosos, el sistema de educación deberá tener por principio primero la divina enseñanza religiosa...» Subrayó también la necesidad de limitar la libertad de prensa, eliminar el amplio comercio de armas, reimplantar la pena de muerte y restringir los derechos individuales. En resumen:

Felipe Ángulo, según grabado de «Colombia Ilustrada». El fue el artífice de la alianza con

los conservadores y, pese a su juventud, el independiente con mayor influencia en el régimen de la Regeneración, en cuya primera etapa fue ministro de Guerra.

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«Las repúblicas deben ser autoritarias, so pena de incidir en permanente desorden...» Para ello, y también para fundar la paz, recomendaba «un fuerte ejército». A la Constituyente se presentaron inicialmente tres proyectos, elaborados por José María Samper, José Domingo Ospina Camacho y Sergio Arboleda. Todos partían de conservar algunos aspectos básicos del federalismo, y fueron aplazados por la propuesta de Miguel Antonio Caro de fijar unas bases para la reforma constitucional, las cuales, aprobadas el 30 de noviembre, fueron presentadas a las municipalidades del país para su aprobación. Se cumplía en parte un ritual: las municipalidades habían sido por lo general nombradas por el ejecutivo. Pero se buscaba lograr cierto consenso, y sin duda el gesto amplió su cometido. Seiscientos cinco municipios las aprobaron y sólo catorce manifestaron su desacuerdo. Esto no probaba que el país hubiera dejado de ser federalista, pero sí que la nueva fórmula tendría bastante apoyo. El texto aprobado estableció los elementos centrales de la nueva Constitución, y como se funcionó sobre la base de la ficción jurídica de que había sido «aprobado por el pueblo colombiano», sirvió de límite a las discusiones posteriores. Entregadas las bases, la Asamblea nombró una comisión, cuyo inspirador principal fue el señor Caro, para que elaborara el texto de proyecto constitucional. Mientras ésta rendía su informe, el Consejo Nacional Constituyente, como se le denominó, asumió las funciones normales legislativas. Lo primero que hizo fue elegir presidente a Rafael Núñez y a Elíseo Payán vicepresidente, para el período de 1886 a 1892. Se regularizaba así la situación legal, mientras se expedía la Constitución. Caro presentó finalmente su proyecto en mayo, y éste fue sometido a una amplia discusión en la cual afloraron ante todo los reparos descentralistas de Carlos Calderón Reyes, Rafael Reyes y José María Samper. Finalmente, la Constitución

fue aprobada el 4 de agosto de 1886 y promulgada el 7 del mismo mes por el presidente encargado José María Campo Serrano, quien había asumido el poder cuando Núñez salió, en abril, para la Costa. No había estado presente el Regenerador, pues, durante las discusiones del proyecto constitucional, ni lo había sancionado. Aunque esto se ha interpretado como una señal de que no quería comprometerse con un proyecto que no respaldaba, es evidente el acuerdo general del proyecto con sus propuestas. En los casos en que se separó el proyecto de Caro del pensamiento de Núñez, fue en general para no aceptar el antifederalismo radical de éste. Así, por ejemplo, la Constitución conservó las divisiones territoriales existentes, aunque los antiguos estados de la federación recibieron ahora el nombre de departamentos. Núñez había querido fragmentarlos para borrar hasta la memoria de la federación. La ausencia del presidente titular señala más bien su confianza en Caro, su identificación con las ideas de éste. El espíritu de la Constitución La Constitución definió con bastante claridad los aspectos fundamentales del proyecto político de Núñez y de los regeneradores. El objetivo esencial era claro: se trataba de garantizar el orden del país. Y se confiaba que el orden se apoyaría sobre una serie de elementos básicos: la centralización radical del poder público, el fortalecimiento de los poderes del ejecutivo, el apoyo a la Iglesia católica y la utilización de la religión como fuerza educativa y de control social. En cuanto al centralismo, la Constitución consagraba el carácter unitario de la nación, en la que residía la soberanía, modificaba el nombre de estados por el de departamentos, ordenaba que la legislación penal, civil, comercial, minera, etc., fuese de orden nacional, y eliminaba la elección de funcionarios ejecutivos regionales. Ahora el presidente designaría a los gobernadores y

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éstos a los alcaldes; todos los funcionarios del ejecutivo tendrían el origen de su nombramiento en el presidente de la República. Los departamentos conservaban algunas rentas, aunque otras pasaban de nuevo al gobierno central, y tendrían un organismo administrativo electivo, la Asamblea Departamental. Núñez, como ya se dijo, quería dividir los nueve estados en fragmentos menores. Probablemente temía el poder de sus propios caciques, como Payan; Aldana había sido ya destituido por su empeño en conservar el control de las milicias de Cundinamarca. El regionalismo logró impedir esta línea, y varios delegados subrayaron la importancia de respetar la tradición federalista del país. Tan fuerte resultó la resistencia a la división territorial, que la Constitución acabó estableciendo condiciones difíciles para la formación de nuevos departamentos; estos sólo podían crearse, si afectaban a departamentos existentes, mediante una ley aprobada en dos legislaturas sucesivas y con el consentimiento del 80 % de las municipalidades de la comarca en cuestión. La Constitución, supuestamente para moderar el centralismo, incorporaba principios de «descentralización administrativa», pero basta el más superficial examen para advertir que los contrapesos descentralistas no recibieron en ella expresión real. El poder presidencial se apoyaba fundamentalmente en su ilimitada capacidad de nombramiento y remoción de todos los funcionarios del orden ejecutivo y en su largo período de mandato: duraría seis años. A esto se añadían una serie de disposiciones que le permitían colocarse por encima de los demás poderes públicos. El presidente nombraba a los miembros de la Corte Suprema, y a los magistrados de los tribunales superiores, procedentes de ternas presentadas por aquélla. Sin embargo, para evitar una directa subordinación al ejecutivo, los cargos de magistrados de la Corte o de los tribunales eran vitalicios. En cuanto al Congreso, el presidente tenía el de-

49 recho de objetar las leyes, pero debía sancionarlas si ambas cámaras reiteraban su aprobación con una votación superior a las dos terceras partes. Tenía también el presidente el derecho de objetar una ley por inconstitucional. En este caso, si las cámaras insistían, pasaba a la Corte Suprema, donde se decidía sobre su constitucionalidad. Toda ley que fuera aprobada sin objeciones era por definición constitucional y ningún ciudadano ni funcionario podía objetarla. Su constitucionalidad, incluso cuando estuviese en evidente contradicción con el texto o los principios de la Carta, debía presumirse, y así se determinó por norma

Caricatura de Rafael Reyes y Miguel Antonio Caro, aparecida en el semanario «Mefistófeles», noviembre 7 de 1897. En este año se consideró la candidatura Reyes para suceder a Caro, aunque finalmente fueron postulados Sanclemente y Marroquín.

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Primera página de la Constitución de 1886, original que se conserva en el Archivo Nacional. Se volvió a la invocación "En nombre de Dios, fuente de toda autoridad", que en 1863 había sido cambiada por la fórmula "En nombre y por autorización del pueblo..."

legal a partir de 1887. Además, tenía el jefe del ejecutivo amplios poderes para los casos de guerra exterior o conmoción interna, momentos en que podía decretar el estado de sitio. En este caso adquiría facultades legislativas provisionales y los poderes derivados de las leyes y el derecho de gentes. Por último, se declaró que sólo sería responsable por traición a la patria, violencia electoral o intentos de impedir la reunión del Congreso. Tal como lo vio con claridad Caro, teniendo en cuenta los poderes presidenciales, no habría Congreso capaz de enjuiciarlo y cualquier conflicto entre el presidente y el Congreso llevaría más bien al cierre del legislativo. Por eso insistió en que lo único coherente con el espíritu de la Constitución sería declarar la absoluta irresponsabilidad del presidente. En relación con los derechos individuales, desaparecían de la Carta algunas de las formulaciones genéricas del 63, como las libertades de expresión, imprenta, pensamiento y movi-

miento, para reemplazarlas por fórmulas más restrictivas o restablecer, en vez de derechos del individuo, restricciones al poder del Estado. Así, la libertad de prensa fue reemplazada por la expresión «la prensa es libre en tiempo de paz, pero responsable, con arreglo a leyes, cuando atente a la honra de las personas, al orden social o a la tranquilidad pública». La libertad de expresión sólo aparece indirectamente, al garantizarse la inviolabilidad de la correspondencia. Quizá la modificación más importante en este sentido fue el restablecimiento de la pena de muerte, al señalar que no podría haber pena de muerte por delitos políticos, pero sí por traición a la patria, parricidio, asesinato, incendio, asalto en cuadrilla de malhechores, piratería y ciertos delitos militares, «en los casos que se definan como más graves». Por último se repetía la prohibición ritual de las «juntas políticas populares de carácter permanente», cuyo confuso sentido se prestó para prohibir sindicatos y otras asociaciones similares. Nueva era la inclusión en el capítulo constitucional de los «derechos civiles» de los artículos que ordenaban a los poderes públicos proteger y respetar a la religión católica, «como esencial elemento del orden social», al establecer que la educación pública sería organizada y dirigida en concordancia con la religión y al garantizar que la educación primaria pública, aunque gratuita, no sería obligatoria. Para los no católicos se establecía el derecho a «no ser molestados» por sus creencias, y a ejercer el culto en cuanto no fuera contrario a la moral cristiana ni a las leyes. Además de eximir de impuestos a los edificios destinados al culto católico, la Constitución autorizaba al gobierno para celebrar convenios con el Vaticano para establecer las relaciones entre el poder civil y el eclesiástico. La Constitución de 1863 había dejado a los estados la fijación de los derechos ciudadanos a elegir y ser elegido. Los estados de Antioquia, Bo-

Capítulo 2

lívar, Cauca, Magdalena y Panamá establecieron el sufragio universal. Cundinamarca y Santander mantuvieron el sufragio limitado a los que supieran leer y escribir. La discusión de este asunto en la Asamblea Constituyente fue una de las más extensas. Ospina Camacho, conservador, propuso un sistema en el que todos los ciudadanos votaran por electores y por consejeros municipales. Los electores votarían luego para los miembros de las asambleas y el Congreso y para presidente y vicepresidente de la República. A esta propuesta se enfrentó la de José María Samper, conservador también desde 1875, que restringía el voto para electores a los ciudadanos que supieran leer y escribir. Los más conservadores veían en el voto restringido un riesgo: las escuelas del período federal habían ofrecido una «instrucción irreligiosa», y por lo tanto los votantes serían probablemente irreligiosos. Caro negó la importancia del alfabetismo o la riqueza para definir este hecho, e insistió en que debía concederse el sufragio universal en algunos niveles, aunque reconociera la conveniente influencia de la riqueza en el Senado. Finalmente, se acogió un sistema en el cual todos los ciudadanos podían votar para los concejos municipales y las asambleas departamentales, pero sólo aquellos con determinada renta o propiedad, o que supieran leer y escribir, podían votar para elegir representantes y electores. Los electores, a su vez, votaban para elegir presidente y vicepresidente. Los senadores serían nombrados por las asambleas departamentales. El sistema, además, establecía restricciones para ser elegido senador o presidente, entre ellas la de tener una renta, entonces bastante elevada, de 1.200 pesos anuales. Por último, se escogía un mecanismo de circunscripciones que elegían cada una un representante, lo que hacía factible la formación de corporaciones integradas exclusivamente por los miembros del partido que obtuviera una mayoría de votos.

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En cuanto a los mecanismos de reforma, la Constitución del 86 fue más flexible que la anterior, al establecer que podía modificarse mediante la aprobación de la reforma en dos congresos sucesivos, con un voto favorable, la segunda vez, de las dos terceras partes de ambas cámaras. La Constitución de 1886 es una obra de notable claridad y coherencia, y refleja la mentalidad sistemática y organizada de don Miguel Antonio Caro. Es evidente que este, con el acuerdo de Núñez, logró hacer triunfar en el Consejo Constituyente un texto mucho más autoritario y centralista del que muchos delegados tenían en mente. Sin embargo, ni Núñez ni Caro consideraron que fuera lo suficientemente vigorosa para enfrentar el período de transición o convalecencia que empezaba, y por eso a la Constitución se le colocaron una serie de «colgandejas», como las llamó entonces un conservador antioqueño, algunas de las cuales estaban destinadas a ampliar aún más las facultades represivas del ejecutivo. Los más importantes fueron el artículo K, que autorizaba al gobierno para prevenir y reprimir los abusos de prensa mientras no se expidiera la ley de imprenta, y el artículo L, que declaraba de plena vigencia los actos legislativos expedidos por el presidente antes de la sanción de la Constitución, aunque fueran contrarios a ella. La Constitución resulta notable, además, por su supervivencia tan prolongada. En la actualidad, cumplidos ya los 100 años de expedida, se ha convertido en la más antigua de Hispanoamérica y una de las más antiguas del mundo. Esto puede atribuirse a que, pese a los excesos en que incurrió en su formulación original, incorporó en sus disposiciones un sistema político que, después de las modificaciones de 1910 y 1936, resultó muy coherente con la realidad política del país y con la distribución efectiva de poder entre los diferentes grupos políticos o sociales. En 1886 correspondía a las necesidades sentidas de los grupos dirigentes sobre la dismi-

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El escudo de la Regeneración, caricatura de Alfredo Greñas en «El Zancudo», julio 20 de 1790.

nución del federalismo, la eliminación del conflicto entre el Estado y la Iglesia y el establecimiento de un sistema político que pudiera garantizar la paz y el orden. En todos estos aspectos la Constitución ofreció una respuesta que correspondía a las demandas del país, aunque se movió en forma excesiva en sentido contrario a la Constitución de 1863. El centralismo extremo que estableció no fue, sin embargo, demasiado conflictivo, pues no afectaba seriamente el orden público; apenas se convirtió en uno de los aspectos fundamentales que provocaron la división del partido de gobierno. El arreglo logrado con la Iglesia, y que encontró expresión concreta en el concordato de 1887, era bien realista, al reconocer el inmenso poder político de ella y su capacidad de oponerse a las metas del Estado. Tampoco en este caso la solución adoptada generaba inmediatamente problemas políticos serios, aunque sí a largo plazo: condujo a una tutela ideológica del Estado colombiano por parte de la Iglesia, que contribuyó a mantener la religión como uno de los temas centrales de la vida política y tuvo efectos negativos en el terreno educativo y científico. En lo que la Constitución, en su forma original, sí resultó frustrada, pues no logró resolver el problema del orden y la paz, fue en lo relativo a los derechos de la oposición. En efecto, establecía mecanismos y daba poderes a los gobernantes que permitirían, con mayor vigor que durante la vigencia de la Constitución anterior, la exclusión de los opositores de todo acceso razonable al poder público. Que el ejecutivo fuera políticamente homogéneo habría sido probablemente aceptable para los liberales, aunque el carácter unitario del nuevo sistema hacía contrastar esto con el período radical, cuando existieron varios ejecutivos estatales conservadores. Pero lo que resultaba especialmente irritante, y era sentido como una exclusión que quitaba toda obligación de obediencia política, era la exclusión sistemática del legislativo. Si durante la vigencia de la

Constitución del 63 los conservadores fueron víctimas frecuentes del fraude electoral y de la coacción, y en alguna ocasión de restricciones a su prensa, y si sólo lograron una representación minoritaria en el Congreso y las Asambleas de los estados que no controlaban, entre 1886 y 1904 la exclusión del liberalismo y la eliminación en la práctica de sus derechos políticos fue mucho más sistemática y firme que antes, ante todo mediante la intimidación a la prensa y el uso de manipulaciones y trucos electorales. Muy pronto predominó una interpretación de la Constitución que hacía que ésta fuera más bien una carta de conquista que una norma para todos los colombianos. Esta interpretación encontró su expresión más acabada en formulaciones como la de Miguel Antonio Caro, cuando ejercía el poder ejecutivo, de que las elecciones no podían estar abiertas a los liberales, pues «las urnas son palenques a que concurren los partidos políticos propiamente dichos. Esto es, los partidos legales, no los bandos facciosos, ni los grupos de gentes notoriamente perniciosas». De este modo, la esperanza de que la Constitución daría bases sólidas a la paz resultaron frustradas, y durante su vigencia, aunque se vivió inicialmente un período de orden fundado en la desbandada y la derrota reciente del liberalismo y en una situación económica internacional muy favorable, se sufrieron diversas perturbaciones y hubo dos guerras civiles, una de ellas la más violenta y prolongada de la historia nacional. Sólo cuando la Constitución fue reformada con la participación de ambos partidos, para garantizar los derechos de la oposición y para reducir los poderes presidenciales, así fuera en forma parcial, se inauguró un período largo de relativa paz política. Las instituciones políticas de la Regeneración Expedida la Constitución, el poder quedó fundamentalmente en manos

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de Rafael Núñez. El Regenerador fue elegido presidente para el período 1886-92, y su reelección en 1892 para un nuevo sexenio no tuvo oposición. Sin embargo, Núñez no quiso residir en Bogotá ni ejercer directamente el mando, excepto en situaciones de crisis. Esto hizo que la elección de vicepresidente adquiriera una importancia crucial, y en 1892 la división del partido nacional tuvo como motivo central la selección del vicepresidente. En todo caso, hasta 1894, cuando murió, el señor Núñez tuvo una influencia decisiva sobre la política nacional y acumuló un poder que tenía pocas limitaciones. Sin embargo, dejó habitualmente una amplia autonomía a quienes ejercían el mando. La prensa continuó siendo una de sus herramientas favoritas, y los artículos de El Porvenir constituían una guía que era leída por todos los políticos para encontrar orientaciones que casi siempre era obligatorio seguir. Su opinión, pues, resultaba decisiva cuando los conflictos aumentaban, cuando se trataba de enfrentar un problema serio. Y mantenía una virtual capacidad de veto sobre los rninisterios o sobre los nombramientos principales. Del mismo modo, cualquier intento de apartarse de las vías de la Regeneración por parte del encargado del poder ejecutivo podía frenarse por la posesión inmediata de Núñez, quien tenía desde 1888 el derecho a hacerlo en cualquier parte del país y ante dos testigos. Así, pues, aunque el vicepresidente ejerciera el poder con plenitud de derechos, y aunque el presidente tuviera la prudencia de no interferir habitualmente en los asuntos de gobierno, la voluntad última de Núñez funcionaba como si fuese un artículo constitucional implícito. Era la ambición de Núñez y Caro, y quizás en mucha menor medida de Carlos Holguín, conformar un partido nacional que uniera a conservadores e independientes y borrara sus respectivos orígenes. Esto condenaría a los radicales a convertirse en una ínfima minoría sin posibilidades de triunfo

electoral o militar. La historia de estos esfuerzos es demasiado compleja y no vale la pena afrontarla ahora. Es cierto que los radicales parecían al borde del colapso final. Ya desde mediados de la década anterior habían perdido buena parte de su apoyo, y se habían convertido en una rosca que se mantenía en el poder por su habilidad manzanilla, por el control del ejército, y por el influjo de su prensa. Pero la unión de conservadores e independientes no era fácil. Los antiguos vínculos, los antiguos emblemas, las antiguas lealtades no se olvidaban. Para buena parte de los conservadores la Regeneración era esencialmente un mecanismo mediante el cual recuperarían, tarde o temprano, la totalidad del poder: los independientes eran los «idiotas útiles», como se diría hoy, que les abrían el camino. Y los independientes miraban con suspicacia el poder creciente de los conservadores, y se preguntaban si no habrían tenido razón los radicales al sugerir que lo que Núñez lograría sería devolver el Estado al conservatismo. Los conflictos entre ambos grupos comenzaron muy pronto, y como se recordará, Núñez abandonó a Bogotá a mediados de 1886 y dejó encargado de la presidencia al independiente José María Campo Serrano, quien ha-

Primera página de «El Porvenir», publicado en Cartagena bajo la orientación de Núñez y que expresaba la posición oficial del presidente en su retiro del Cabrero.

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bía sido elegido primer designado. El gabinete ministerial tenía 4 independientes y tres conservadores. Varios incidentes llevaron entonces al secretario de Guerra, Felipe Angulo, y al de Hacienda, Antonio Roldán, a renunciar y a anunciar que los independientes abandonaban toda participación en el gobierno y preferían que este estuviera «exclusivamente en manos de los conservadores». El incidente se superó, y los gabinetes de Elíseo Payán, quien asumió la presidencia en su carácter de vicepresidente en enero de 1887, y del mismo Rafael Núñez, quien se posesionó en junio de ese año, tenían un leve predominio de los independientes. Núñez volvió a viajar a la Costa en diciembre del 87, y Payán reasumió la presidencia. Los liberales habían intentado hacer una reunión para reorganizarse a finales de septiembre, y Núñez había decidido exiliar algunos

El «Correo Liberal» insertó así la noticia de la posesión de Núñez, en Girardot, el 8 de febrero de 1888, alejando del poder al vicepresidente Elíseo Payán, quien había decretado un indulto a los exiliados liberales.

de ellos, como el ex presidente Aquileo Parra y el antiguo independiente Daniel Aldana. Evidentemente, Payán consideró que era posible disminuir la tensión con los liberales, y poco tiempo después de su posesión derogó un represivo decreto sobre la prensa expedido un año antes. En enero de 1888, además, expidió un decreto indultando a los exiliados. Felipe Angulo, ministro de Guerra, se enfureció y decidió renunciar y plantear el impase directamente, en Cartagena, a Núñez. Los liberales probablemente se ilusionaron más de lo necesario e hicieron en Bogotá manifestaciones contra Núñez y Ángulo. Núñez, por su parte, consideró que la conducta de Payán creaba el riesgo de la «disolución del partido nacional» y abría las compuertas a los peligros de la prensa. El 27 de enero salió para Bogotá, y el 8 de febrero, en Girardot, anunció que asumía desde ese momento la presidencia. Payán entregó el mando sin objetar, y poco después la Asamblea Nacional declaró vacante la vicepresidencia, para que Núñez pudiera regresar tranquilo a Cartagena. Para compensar a Payán, después de haberlo confinado en Medellín, se le aprobó una pensión vitalicia de 10.000,00 pesos. Curiosamente, se decía que el cargo de vicepresidente había sido establecido en la Constitución justamente para Payán, con el objeto de que admitiera el centralismo de la Carta, al cual se oponía. Además de expedir un nuevo y drástico decreto contra la prensa, Núñez decidió disminuir la participación de los independientes en el gobierno. El ministerio de Gobierno fue por primera vez a un conservador, don Carlos Holguín (quien fue además elegido designado en mayo de este mismo año), así como los ministerios de Relaciones, Tesoro y Fomento. Mientras los conservadores del gabinete eran figuras de primer orden como Holguín, Carlos Martínez Silva o Rafael Reyes, los independientes eran Felipe Angulo, cuya fidelidad al partido nacional ya era incuestionable, Felipe Paul y

Capítulo 2

Jesús Casas Rojas, independiente puramente nominal. Cuando Holguín se posesionó como presidente en ejercicio, en agosto de 1888, muchos conservadores vieron ya logrado el triunfo total: «nos lisonjea la esperanza de que esto significa el punto definitivo de nuestro partido, o mejor dicho, que el poder está del todo en manos de los nuestros» como escribió don Rufino José Cuervo al saberlo. Los ministerios de Gobierno y de Guerra, que eran los claves, fueron dados a conservadores importantes (José Domingo Ospina Camacho y Antonio B. Cuervo) y solamente dos de los siete ministerios fueron adjudicados a independientes. En las gobernaciones la situación era similar y todavía más definidamente conservador era el ejército. Desde mediados de 1888, pues, el poder pasó a manos de los conservadores, con la anuencia de Núñez. Don Miguel Antonio Caro mantuvo su pretensión de que se trataba de un nuevo partido, el «partido nacional», y el nombre se siguió usando. Pero los independientes prácticamente habían desaparecido, y sólo aquellos que habían hecho toda la evolución quedaron como representantes del antiguo partido liberal. Sin embargo, a pesar de la fidelidad probada de personas como Felipe Angulo o Antonio Roldán, a los cuales se les siguieron confiando cargos en el gabinete, su pasado liberal hacía que, por ejemplo, no pudiera pensarse en ellos razonablemente para la designatura o la presidencia. Así, en 1890, cuando se vencía el período de Holguín, los dos candidatos fueron conservadores (el mismo Holguín y el general abogado antioqueño Marceliano Vélez), y en 1892 los candidatos que figuraron para la vicepresidencia fueron Miguel Antonio Caro, Marceliano Vélez y José Joaquín Ortiz, todos de probada estirpe conservadora. Incluso el término de «conservador» volvió a ser frecuente, al menos desde 1889, aunque no en público, para no contrariar a Núñez y a Caro.

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El gobierno y la oposición Desde el momento de su derrota, el partido liberal trató de buscar fórmulas para reorganizarse y recuperar algo de su poder. Sin embargo, la desmoralización era amplia, y los esfuerzos todavía tímidos por conformar nuevos directorios o crear una prensa liberal tropezaban con la represión oficial. Ya se mencionó cómo en 1887 Núñez ordenó el destierro de Parra y Aldana. La prensa, por su parte, quedaba sujeta a una situación de imprevisible arbitrariedad. Como se dijo antes, la Constitución dio amplios poderes al gobierno para «prevenir y reprimir» a la prensa, mientras se expidiera una ley de acuerdo con los principios constitucionales. Aunque parece evidente que estos no daban al gobierno derecho a censurar, suspender o cerrar periódicos, pues garantizaban la libertad de prensa sometiendo a los periodistas a las responsabilidades legales, los gobiernos de Núñez y de sus sucesores prefirieron que no se expidiera la ley

Carlos Holguín, designado y presidente en reemplazo de Núñez (1888-1892), fue garantía del dominio conservador al presentarse y ser elegido para la designatura, en tanto que los liberales independientes eran vistos con recelo.

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Carlos Martínez Silva, Rafael Reyes y Felipe J. Paúl, ministros de Núñez en 1888. En la fila de abajo: Marceliano Vélez, candidato a la designatura en 1890; Juan Marcelino Gilibert, organizador del cuerpo de gendarmes; y Miguel Antonio Caro, en 1892, año de iniciación de su mandato presidencial.

prevista en el artículo K. De este modo, obraban apoyándose más bien en los poderes provisionales de prevención y represión, los que se hicieron explícitos en varios decretos, de los cuales el más importante fue el 151 de 1888, expedido por Núñez pocos días después de reemplazar a Payán, y según el cual era subversivo atacar a la Iglesia, a la religión, al gobierno y hasta al papel moneda. En desarrollo de este decreto, o de sus antecesores de 1886, se cerró, por ejemplo, en julio de 1886, La Siesta, de Antonio José (Nito) Restrepo, un regenerador arrepentido y Juan de Dios (el Indio) Uribe. El año siguiente, El Liberal de Nicolás Esguerra fue cerrado, y Juan de Dios Uribe y otros fueron desterrados. Las primeras protestas de los regeneradores por el trato a la prensa se dieron en esta época. El general Marceliano Vélez escribió al gobierno afirmando que una actitud tan represiva, más que prueba de fuerza, revelaba debilidad, y resultaba innecesaria. Los recursos represivos del gobierno recibieron un refuerzo en mayo de

1888, cuando se aprobó la ley 65, que permitía al presidente confinar y desterrar cuando tuviera indicios de que se perturbaría el orden público; esto se añadía al poder constitucional de retener a los posibles perturbadores sin que la norma señalara límite al tiempo de retención. En general, el trato a la oposición fue más amedrentador que violento, al menos si se compara la conducta de los regeneradores con la de otros gobiernos latinoamericanos más o menos dictatoriales de la época. Los periódicos recibían multas o suspensiones temporales, y esto se juzgaba suficiente: raras veces se detenía a los directores, y sólo ocasionalmente se les confinaba a alguna población más o menos lejana. Durante los cuatro años de administración de Jorge Holguín (1888-1892) esta política se suavizó, comparada con la de Núñez, y no se dio acogida a las propuestas de éste de autorizar a los gobernadores a decretar los confinamientos. En total, durante el gobierno de Holguín, se cerraron siete periódicos, uno de ellos, La Regeneración, de carácter oficial. Por otro lado, el sistema policial era todavía bastante primitivo, aunque bajo Holguín se hicieron esfuerzos para organizarlo. En efecto, en 1888, se creó el cuerpo de gendarmería, y para organizarlo el gobierno contrató en 1891 al policía francés Juan Marcelino Gilibert. Ya en 1892 había 400 agentes y 40 oficiales en Bogotá, que fueron desarrollando algunas habilidades detectivescas e intimidatorias, las que alcanzaron su madurez a fin de siglo, bajo la dirección del general Arístides Fernández. Como ya se dijo, la oposición era ante todo liberal. Se expresaba, en la medida de lo posible, en comentarios más o menos desapacibles sobre las figuras del gobierno, y en frecuentes protestas por sus arbitrariedades. La prensa era el canal favorito, y algunos periodistas, como Antonio José Restrepo o el Indio Uribe, encontraron la forma de zaherir e insultar a los regeneradores so capa de crítica literaria

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o comentarios intrascendentes. Por supuesto, el primer motivo de la oposición era la ausencia de derechos políticos de los liberales y la represión a la prensa. Pero existían otros motivos de descontento. La política económica del gobierno no gozaba de una gran unanimidad. El Banco Nacional, establecido por Núñez en 1881, había tenido desde el comienzo la oposición de los banqueros bogotanos, muchos de los cuales tenían vínculos con el radicalismo. A partir de 1886, cuando el gobierno estableció el papel moneda de curso forzoso, y sólo permitió la circulación del papel moneda emitido por el Banco Nacional, comenzó un proceso, inicialmente lento, de desvalorización de la moneda, que produjo el descontento de sectores comerciales y bancarios. El proteccionismo también chocaba con los intereses inmediatos de los comerciantes y exportadores. Todos estos temas se discutieron en la prensa de la época, y provocaron con frecuencia la ira del gobierno. En general, los radicales tomaron todos estos motivos como tema de oposición, pero muy pronto comenzó a esbozarse una división dentro del partido del gobierno. Ésta comenzó simplemente bajo la forma de críticas moderadas y desde dentro a la política del gobierno de impedir el uso de los derechos políticos a los liberales. A estas críticas se fueron superponiendo los motivos de desacuerdo derivados del creciente centralismo y la velada tensión entre los partidarios de una amplia autonomía regional y quienes veían, con Núñez y Holguín, en el intento de defender la integridad territorial de los departamentos o su solidez fiscal una supervivencia del funesto espíritu federalista. La superposición de estos motivos hizo que durante los primeros años los desacuerdos en el seno de los regeneradores tuvieran ante todo el respaldo de grupos regionales, entre los cuales el primero fue el antioqueño. Ya desde 1886, como se dijo, había propuesto Núñez dividir los antiguos estados, pero la oposición de varios

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constituyentes, encabezados por los caucanos (al no tener Antioquia representantes propios), condujo a mantener en la Constitución los límites de los antiguos estados. En 1888, el presidente encargado, Carlos Holguín, propuso al Congreso la reforma de la Constitución para hacer más fácil la división de los departamentos. Aparentemente, se pensaba ante todo en

Caricaturas de «El Zancudo» contra Carlos Holguín, ya al final de su gobierno. En la segunda aparece en brazos de Núñez.

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Billete del Banco Nacional, por valor de cinco pesos, fechado el 1º de septiembre de 1886. Los billetes del banco fundado por Rafael Núñez eran de curso forzoso.

satisfacer los anhelos del sur del Cauca de conformar un departamento independiente, alrededor de Pasto. Aunque no hay indicaciones de que Núñez u Holguín pensaran dividir a Antioquia, muchos de los políticos de esta región entendieron el proyecto como un peligro, y a la oposición inicial de Rafael Reyes, muy asociado con el Cauca, se sumó pronto la de los antioqueños. El Congreso aprobó en primera vuelta el proyecto, que debía volver al año siguiente; dos senadores antioqueños y uno caucano votaron en contra. Pronto se advirtió la oposición casi unánime de caucanos, antioqueños y bolivarenses a la idea; en estos departamentos, los núcleos favorables se encontraban principalmente en Pasto, Barranquilla y Manizales, posibles cabezas de nuevos departamentos. En todo caso, ante el creciente clamor, Núñez recomendó a Holguín dejar la cosa como estaba, y así, en noviembre de 1889, el nuevo debate del proyecto fue aplazado indefinidamente. Sin embargo, a comienzos del año siguiente, cuando el Congreso empezó a discutir la elección de nuevo designado, los dos aspectos se vincularon. Los antioqueños, aunque muy irritados con Holguín, decidieron, después de algunas negociaciones, que lo apoyarían, pero con la condición de que se retirara indefinidamente el proyecto de división territorial. Así lo hizo Holguín el 20 de julio de 1890, y seis días después fue reelegido como designado. Sin embargo, 14 congresistas no se sometieron al acuerdo y votaron por Marceliano Vélez, que

desde entonces quedó convertido en el centro de los desacuerdos conservadores con el gobierno regenerador. Fuera del desacuerdo por la represión a la prensa y los intentos de división territorial, el manejo de los bancos y el problema de la libertad electoral y los derechos de las minorías empezaron a surgir como temas de desavenencia. En Antioquia, el núcleo de estos cuestionamientos tenía bastantes vínculos con sectores empresariales (banqueros, comerciantes y empresarios agrícolas). Típicos representantes de estos políticos empresarios eran Pedro Nel Ospina y Carlos E. Restrepo, pero en general los políticos y empresarios antioqueños del marco de la plaza empezaron a respaldar a Marceliano Vélez como una alternativa a Holguín, y como alguien que podía «regenerar la Regeneración», que se había corrompido por el retorno al fraude electoral y la represión, contra los que había luchado. A fines de 1890 surgieron disidentes bogotanos, cuando Antonio B. Cuervo, antiguo ministro de Guerra, encabezó un memorial, firmado también por el presbítero Antonio José de Sucre, en el que pedía la libertad electoral, neutralidad del gobierno en las elecciones, reconocimiento del derecho de las minorías y una reforma constitucional que estableciera la responsabilidad del presidente. El problema de los derechos de las minorías se hizo más urgente desde cuando el partido liberal empezó a adaptarse a la nueva situación. Sobre todo a partir de 1892, cuando se avecinaban las elecciones presidenciales, un importante sector liberal empezó a promover un cambio de estrategia, buscando la participación electoral, el reconocimiento de la Constitución y la lucha bajo ella como un camino viable de acción política. Aunque no se descartaba la guerra como medio de recuperación del poder, liberales como Aquileo Parra y Nicolás Esguerra encontraban preferibles tácticas pacifistas, y contribuyeron a la conformación del Centro Liberal, una especie de di-

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rectorio político, y, dado el control de la educación superior por parte del conservatismo, a la fundación de la Universidad Republicana, en la cual se enseñarían los principios políticos y constitucionales del liberalismo. La elección presidencial de 1892 y los comienzos del gobierno de Caro A comienzos de 1891 comenzaron a discutirse las nuevas candidaturas para el período presidencial de 1892 a 1898. Nadie tenía duda sobre el candidato presidencial, pues todos apoyaban a Núñez y nadie habría podido enfrentársele. Lo importante era quién iba a ser el candidato a la vicepresidencia. En febrero, un comité de Cartagena, que se suponía contaba con el apoyo de Núñez, propuso la lista Núñez-Marceliano Vélez, que permitiría atraer a los vacilantes antioqueños. Vélez, sin embargo, era un candidato sin mucho peso nacional. Había sido gobernador de Antioquia durante la mayor parte del gobierno de Holguín, y se había resistido a ir al Congreso, donde tenía un puesto de senador, a pesar de la reiterada solicitud de los antioqueños. Una amplia correspondencia, sin embargo, lo había mantenido en contacto con otros regeneradores descontentos, como el gobernador del Cauca, Juan de Dios Ulloa. Sin embargo, sus desacuerdos con Holguín y con el núcleo de su gobierno habían sido demasiado obvios. Tan pronto se lanzó su candidatura, se inició un esfuerzo por encontrar otro candidato que pudiera desplazarlo, y don Jorge Holguín, hermano del presidente, lanzó la candidatura de don Miguel Antonio Caro. Para ellos, la candidatura Vélez era un claro desafío, un peligro para la Regeneración. Como dijo entonces don Carlos Holguín, «lo que es vencidos no nos declararemos sino cuando lo seamos real y materialmente»; abrir el compás a los liberales por pura generosidad, por puro idealismo, era una torpeza que no debía cometerse. «Sería labor desgraciada —dijo solemnemente don Marco

Fidel Suárez, hombre de confianza de Caro y Holguín— el anteponer ideales generosos pero irrealizables al imperioso deber de la conservación.» Núñez anunció una neutralidad inicial, y la candidatura de Vélez obtuvo algún apoyo en el centro del país: caracterizados conservadores, como Rafael Reyes, José Manuel Marroquín y Carlos Martínez Silva, se sumaron a ella. Sin duda, Caro era una figura más representativa de la Regeneración y estaba mucho más cerca de quienes tenían el poder. Su candidatura, además, tenía obvio aroma oficial, reforzado por su parentesco con el presidente en ejercicio: Carlos Holguín estaba casado con una de sus hermanas. Vélez trató de obtener el apoyo de Núñez, pero lo hizo subrayando sus diferencias con Holguín y sus críticas a los actos de la administración, a los exilios, la división territorial y el manejo del tesoro. ¿Podía pensar Vélez que Núñez no estaba identificado con tales políticas? ¿O simplemente, sin esperanzas ya de derrotar un candidato que contaría con todo el apoyo oficial, decidió dejar una constancia de su independencia política? Porque es difícil que hubiera pensado que Nú-

Núñez, Caro y Holguín, caricatura de «El Zancudo»en 1890.

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Luis A. Robles, único representante liberal a la Cámara para el período 1892-1896. De origen costeño, fue elegido por Medellín. Abajo, noticia del triunfo de Caro frente a los conservadores históricos que dieron su voto a Marceliano Vélez.

ñez lo apoyaría, tras exponer las críticas que hacía. En efecto, Núñez decidió dar su pleno respaldo a Caro. La candidatura de Vélez, en su opinión, era subversiva, y abría el camino a los radicales, que estaban a la expectativa pero aparentemente dispuestos a darle su apoyo. Núñez consideraba que los radicales no eran «un partido constitucional y debe tratárseles como conspiradores». Aceptar su apoyo era romper con la Regeneración. En efecto, los liberales, que habían expedido un manifiesto aceptando el hecho de la Constitución, no tenían la menor posibilidad de obtener ningún resultado con un candidato propio. La división conservadora les daba la oportunidad de intervenir en el debate político, y era lógico que estuvieran dispuestos a apoyar a quien, así fuera en su correspondencia, había insistido en

el reconocimiento de sus derechos y había protestado por las violaciones a la libertad de prensa y por el exilio de periodistas y políticos liberales. Perdido el apoyo de Núñez, quien prohibió que su nombre figurara junto con el de Vélez, muchos de sus partidarios, como Reyes y Martínez Silva, se pasaron a Caro. Los antioqueños quedaron prácticamente solos, y lanzaron entonces la candidatura simbólica de su general para la presidencia, y la del poeta José Joaquín Ortiz, una extraña elección por su tradicionalismo y su catolicismo ultramontano, como vicepresidente. El Centro Liberal ordenó votar por esta lista, y en las elecciones barrieron los miembros del partido nacional en todo el país, con excepción de Antioquia, donde los velistas, que comenzaban a referirse a su movimiento como el «partido conservador histórico» o el partido conservador «republicano», lograron una amplia mayoría. Caro obtuvo finalmente 2.075 votos en todo el país, contra 504 de Vélez, de los cuales 304 fueron de Antioquia. Los liberales, en general, se abstuvieron, y no muchos de ellos figuraron en las listas de personas con derecho al voto. En Antioquia, sin embargo, 7 electores liberales votaron por Vélez. Caro se posesionó en agosto de 1892, y desde el comienzo fue evidente que gobernaría dentro de la línea regeneradora más exclusivista. El Congreso era casi unánimemente nacionalista. Los velistas habían logrado elegir 5 representantes por Antioquia, y en este mismo departamento el gobierno local había permitido unos sufragios menos trucados, que permitieron la elección del único representante liberal para el período 1892-96: Luis A. Robles, un costeño elegido por la circunscripción de Medellín. La fracción antioqueña comenzó a acentuar su distanciamiento de Caro, y no vaciló en apoyar a Luis A. Robles cuando propuso en la Cámara la derogatoria de la ley de los caballos, la cual fue negada con sólo seis votos a favor. Del mismo modo apoyaron una pro-

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puesta de investigación del Banco Nacional, que tuvo apenas el apoyo de los mismos seis representantes antioqueños. El Ministerio del Tesoro, según se dijo, habría ofrecido resistir con las bayonetas todo intento de entrar al Banco Nacional. El carácter intransigente de Caro se manifestó desde temprano en su administración. Autoritario, seguro de sí mismo, de una indudable coherencia lógica y de una formación filosófica maciza, así no fuera muy original y se basara en el dominio exhaustivo del español Jaime Balmes, su pensamiento político y su catolicismo radical lo llevaban a negar que pudiera darse derechos a quienes se encontraban en el error, como los liberales. Él mismo estaba más allá del error, pues, ¿no contaba con el apoyo divino? «Yo no tengo nada que hacer en este asunto. Dios lo hace todo: ha habido maquinaciones tenebrosas que fracasaron por favor de la Providencia...», llegó a decir. El gobierno, pues, se mantuvo firme en su actitud hacia los liberales. Éstos continuaron vacilando entre una línea pacifista, y la preparación para una eventual guerra. Los esfuerzos de reorganización continuaron, y el partido lentamente fue reincorporando muchos de sus partidarios. Los patriarcas liberales, los antiguos miembros del Olimpo Liberal, desempeñaban un papel de orientación, que sin embargo tropezaba frecuentemente con la impaciencia política de los más jóvenes militantes, de los que habían despertado a la vida política cuando la guerra de 1876 o la de 1885. La ambigüedad iba a marcar la acción liberal de los siguientes años. En 1892, una convención liberal, por ejemplo, no pudo escoger entre el pacifismo y la guerra, y trató de aferrarse a ambos extremos de la cadena. Aprobó iniciar esfuerzos para armarse, pero nombró como director a Santiago Pérez, cuyo pacifismo era indudable. El gobierno y el liberalismo acabaron entrando a un círculo vicioso que favorecía a los duros de cada grupo. Las actividades

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del sector belicista se convertían en motivo de represión del gobierno, que veía en ellas las pruebas de que el liberalismo era un partido subversivo, y si aceptaba la Constitución era para ganar tiempo; las persecuciones del gobierno servían a los liberales militaristas para mostrar cómo la política de buscar concesiones políticas tropezaría inevitablemente con la intransigencia del gobierno o con la represión. En 1893, la tensión entre el liberalismo y el gobierno aumentó, con motivo de una larga polémica entre el ex presidente Carlos Holguín y el director liberal Santiago Pérez. En medio de la polémica, el liberalismo publicó

José Joaquín Ortiz, candidato a la vicepresidencia en la papeleta disidente de Marceliano Vélez. Esta postulación fue tan simbólica como la del propio Vélez, que no tenía posibilidades reales de vencer a Núñez.

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Noticia de la muerte del presidente titular Rafael Núñez en el periódico liberal «La Patria», edición del 21 de septiembre de 1894.

un programa político que subrayaba la búsqueda de canales legales y solicitaba garantías electorales y reformas menores de la Constitución. El peso de civilistas como Camacho Roldán, Miguel Samper, Aquileo Parra y Santiago Pérez era evidente. Sin embargo, a fin de año el gobierno cerró el periódico de don Santiago, y decidió expatriarlo con otros radicales. Mientras tanto, Marceliano Vélez, desde su aislada finca de Amalfi, expedía manifiestos a favor de la libertad de prensa y la pureza del sufragio. La división conservadora fue aumentando. Carlos Martínez Silva, que había sido ministro del Tesoro en 1889, y en tal calidad había autorizado unas emisiones ilegales, las llamadas «emisiones clandestinas», se alejó de Núñez y Caro. El periódico conservador, El Correo Nacional, fue suspendido por seis meses. En el Congreso, los debates sobre las emisiones clandestinas apasionaron a la opinión y dividieron al go-

bierno y a su partido. En agosto el Congreso parecía haberse vuelto contra el vicepresidente, y varios senadores clamaban por el regreso de Núñez al poder. El mismo Caro decidió solicitar al Regenerador su regreso a Bogotá; cuando se preparaba para viajar a la capital, el 18 de septiembre de 1894, falleció en Cartagena. La muerte del político cartagenero dejaba a Caro como el gran político nacionalista; don Carlos Holguín moriría el mes siguiente. Pero lo dejaba con un partido conservador profundamente dividido, y en buena parte por causa de las actitudes del mismo Caro. En efecto, la oposición antioqueña había encontrado su posibilidad de consolidación con los agrios enfrentamientos provocados por el vicepresidente, quien lanzó a Martínez Silva y a otros a la oposición, al hacer público el asunto de las emisiones. Como Caro insistía en que el partido de la Regeneración era el partido nacional, sus opositores invocaron la tradición de conservadores, y asumieron el nombre de «partido conservador histórico», que se consolidaría, como una tendencia muy fuerte dentro del conservatismo, a partir de enero de 1896. El grupo histórico, y en particular su núcleo antioqueño, no tenía grandes diferencias ideológicas con los demás conservadores, y con frecuencia se daban deslizamientos entre ambos grupos. Compartía con entusiasmo la política religiosa de los regeneradores, pues se trataba de un sector estrechamente vinculado a la Iglesia. Mantenía también una gran distancia ideológica con el liberalismo, y defendía la supremacía del conservatismo. Pero difería del gobierno central en su visión más descentralista, en su mayor cercanía a los puntos de vista de comerciantes y banqueros acerca del papel moneda y, sobre todo, en cuanto creían que era un error utilizar mecanismos represivos contra el liberalismo y excluirlo del juego político; confiados en la mayoría popular del conservatismo, los históricos juzgaban que una política de libertad de prensa

Capítulo 2

y de sufragio abierto garantizaría mejor la hegemonía regeneradora, sin los traumas y violencias que provocaba la represión abierta. Por eso en la política regional mantuvieron una actitud abierta al liberalismo, y en 1892 eligieron el único liberal escogido entonces para el Congreso. En 1896, los liberales lograron votar por sus candidatos en Antioquia en proporción tal que los primeros escrutinios daban la elección de 4 representantes y quizás un senador, el único que habría ido a nombre del liberalismo durante la Regeneración. Finalmente fueron escrutados como representantes Rafael Uribe y Santiago Pérez, pero este último no fue reconocido, pues en el momento de la elección tenía suspendidos sus derechos políticos. Esta oposición conservadora fue, hasta 1896, tímida, vacilante y en general encubierta; don Marceliano Vélez no se cansaba de insistir a sus más impacientes copartidarios que mantuvieran las críticas reservadas. Pero los grandes asuntos, los problemas de libertad de prensa, de las facultades extraordinarias, de la reforma electoral, seguían abiertos y para 1896, después

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de una breve guerra civil iniciada por los liberales, volverían a plantearse. En particular, el sistema electoral dejaba sin legitimidad al régimen. Los recursos políticos mencionados permitieron la formación de un sistema electoral cuyo funcionamiento excluía a los liberales, con una eficacia que hacía aparecer como inocentes los viejos métodos del sapismo radical. La manipulación de los registros electorales, la negación del registro a los liberales, el voto de los soldados, la actuación arbitraria de los jurados electorales, que anulaban o modificaban registros a voluntad, la intimidación armada, conducían a resultados electorales que, como ya se dijo, eran absurdos. Fuera de Antioquia, el país no eligió ni un solo representante liberal antes de 1904; entre este año y 1909, la Asamblea Nacional Constituyente convocada por Rafael Reyes permitió una representación minoritaria pero amplia al liberalismo, aunque por fuera del sistema electoral vigente. En contraposición, eran frecuentes las localidades donde el número de votos conservadores superaba el total de varones adultos, a pesar de los requisitos

Rafael Núñez, poco antes de su muerte, ocurrida el 18 de septiembre de 1894, en su retiro de El Cabrero, en Cartagena. Abajo, la ermita y la residencia de Núñez en una fotografía de la época.

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Mausoleo de Rafael Núñez en la ermita de El Cabrero, Cartagena.

de propiedad fijados por la ley. Con un sistema así, que llevó la exclusión que antes habían practicado los liberales a sus últimos extremos, la posibilidad de que la Constitución de 1886

tuviera una verdadera legitimidad, definiera las reglas de juego y se convirtiera en el ordenamiento político aceptado por la mayoría de los colombianos era muy escasa. Al funcionar como una Constitución de partido, todas las esperanzas de que sirviera de base a la paz (la «paz científica» de que hablaba Núñez) se fueron a pique y, en su forma original, resultó tan inadecuada a la realidad nacional (a pesar de reconocer mejor que la Constitución del 63 algunos aspectos básicos de esta realidad) como las anteriores. Mientras no fue modificada, lo que ocurrió a consecuencia del gran fracaso representado por la guerra de los Mil Días y la separación de Panamá, no hizo sino alejar las posibilidades de convivencia pacífica de los colombianos.

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Capítulo 3

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Antecedentes generales de la guerra de los Mil Días y golpe de estado del 31 de julio de 1900 Carlos Eduardo Jaramillo

E

l conservatismo estaba ya dividido cuando en el año 1892 el señor Manuel Antonio Caro, recién elegido vicepresidente de la República, asumió la dirección del país, ante la decisión del presidente Rafael Núñez de permanecer en Cartagena. Caro, uno de los grandes gestores de la Constitución de 1886, tuvo que enfrentar, como todos los sucesores de Núñez en el período de la Regeneración, la activa reacción de amplios sectores de la golpeada burguesía financiera que había perdido, con el cambio del patrón oro por el papel moneda de curso forzoso, su predominio económico basado en el monopolio del crédito y el libre ejercicio de la usura. En este mismo sector antigobiernista se habían alineado también tanto los caciques regionales, que vieron limitadas sus autonomías por la política centralista de la Regeneración, como el liberalismo, que no sólo se hallaba marginado del poder y la burocracia, sino que ahora le estaba tocando el turno de padecer en carne propia las manipulaciones políticas de un partido que se quería hacer hegemónico.

La guerra del 95 Este ambiente oposicionista se vio intensificado en el año 1894 con la muerte del presidente Núñez, cuando impulsado por los clamores de sus seguidores había decidido regresar de Car-

El general y ex presidente Santos Acosta: bajo su mando se iniciaron las acciones liberales en Bogotá, el 22 de enero de 1895.

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Juan N. Matéus general en jefe de los legitimistas

General Próspero Pinzón, jefe conservador y ganador de la acción de Capitanejo en la guerra del 95 y luego vencedor en la batalla de Palonegro

tagena a la capital para hacerse cargo de la presidencia. Frente a esta nueva realidad, con un Caro consolidado en el poder, los intereses económicos y políticos que le eran contrarios se aglutinaron mayoritariamente en oposición a la Constitución de 1886, acción que respondió Caro con el destierro, la cárcel, la censura de prensa y el marginamiento absoluto del poder, aun de sus copartidarios disonantes. La dura e inflexible actitud del vicepresidente exacerbó los ánimos de la oposición, al punto que el liberalismo creyó dadas las condiciones objetivas para lanzarse a una fácil y nueva aventura militar que lo condujera a la toma del poder. Animoso, aunque impreparado, «sin plan, ni elementos, ni recursos, sin acuerdo con los jefes, y sin trazarles el rumbo que debían seguir», como lo afirma el general Siervo Sarmiento, este partido fundamentó su estrategia militar de 1895 en dos tipos de acciones: el golpe de mano dado directamente contra la cabeza del ejecutivo y el levantamiento armado. Confiando más el liberalismo en los efectos del golpe de mano que en la necesidad del alzamiento, cuando fracasó el primero, la acción distractiva y de presión del segundo pasó a ser su única esperanza para salir victorioso en la contienda que se inició en Bogotá el 22 de enero de 1895. Pero poco duraron las ilusiones triunfalistas del liberalismo, que desde sus primeras acciones perdió a su general en jefe, el general Santos Acosta, quien sin lograr abandonar la capital, quedó aislado en ella. A estos hechos se vino a sumar lo poco numeroso de los pronunciados y la limitada extensión del movimiento, que en últimas quedó reducido a los departamentos de Cundinamarca, Tolima, Santander y Boyacá, donde antes de dos meses los liberales tuvieron que deponer las armas. Esta efímera contienda tuvo como principales protagonistas, del lado del gobierno, al general Juan N. Mateus, quien actuó como general en jefe, y a los generales Próspero Pinzón, Jorge Moya, Juan N. Valderrama

y Rafael Reyes. Este último logró las victorias más notorias, como las de La Tribuna en Cundinamarca y la de Enciso (marzo 15 de 1895) en Santander que dejaron en la sombra la importante acción cumplida en Capitanejo Santander (marzo 16 de 1895), por el general Próspero Pinzón, quien, sin que se derramara una sola gota de sangre, logró la capitulación de un ejército liberal compuesto por más de 3.000 hombres. Del lado del liberalismo, sus gestores principales fueron el ya citado Santos Acosta y los generales Siervo Sarmiento, Pedro María Pinzón, José María Ruiz y los hermanos Ramón y Agustín Neira. La brevedad de este conflicto, conocido también como la guerra de los Sesenta Días, así como su poca extensión y reducidos efectos sobre la estructura política y militar del liberalismo, llevaron a que éste no sintiera su rendición como una derrota militar, sino más bien como un resultado de la impreparación, enalteciéndose con ello su moral y su espíritu de vindicta. No había terminado el liberalismo de levantar sus campamentos, cuando ya sus más connotados dirigentes hablaban de la preparación de un nuevo movimiento armado. En torno a este objetivo fue unánime el criterio de los liberales, y por su realización empezaron a trabajar sin darle mayor vigencia a las diferencias que en su seno ya existían, y que se vinieron a hacer más pronunciadas posteriormente con las recriminaciones surgidas de los adversos resultados de la reciente guerra. Pero la opción militar, acogida inicialmente de manera unívoca, pronto dejó de serlo por la creciente división surgida en el conservatismo, que, fraccionado entre históricos y nacionalistas, dio paso a la creación de condiciones políticas nuevas de las que el líberalismo podía sacar amplia ventaja. Importantes sectores de este último partido así entendieron la coyuntura y, obrando en consecuencia, modificaron su acción política en el sentido de no considerar ya la guerra como

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una perspectiva inmediata e imprescindible, sino como un recurso extremo, después de haber ahondado en los caminos de la cooperación con el sector de los históricos. En torno a la aplicación prioritaria o no de esta táctica política se dividió el liberalismo. La división conservadora Para 1896, la división conservadora había cristalizado en dos grupos, conocidos bajo los nombres de nacionalistas para los seguidores de una Regeneración sin cambios, y de históricos para quienes propugnaban por algunas modificaciones de ella, las que, de manera resumida, podemos concretar así: descentralización administrativa, a fin de vigorizar la vida de los departamentos y los municipios; mayor incremento en las obras públicas; responsabilidad del ejecutivo; reformas en la ley de prensa; freno a la corruptela administrativa; reforma electoral y eliminación del papel moneda. Pero la fuente mayor de su descontento residía en algo menos profundo y más pragmático: el manejo por los nacionalistas de los recursos y bienes del Estado, y en especial el manejo del botín burocrático. El predominio de este último motivo de contradicción era tan claro que a él reducían algunos su distanciamiento con el nacionalismo. Carlos Martínez Silva, tal vez con Marceliano Vélez el más destacado de los históricos, resumió así estas diferencias: «Un histórico es un nacionalista sin sueldo; un nacionalista es un histórico con sueldo.» Como efecto inmediato del marginamiento del gobierno de todo aquel que no fuera nacionalista, durante el bienio 96-97 se produjo un acercamiento mayor de los históricos con los liberales, que con el tiempo fue creciendo hasta el punto que algunos de aquellos apoyaron las pretensiones belicistas de este partido. Esta cooperación se consolidó durante el período 97-98, en torno al interés por realizar una serie de reformas en la conducción y administración del Estado,

como ya se anotó, y por algunas de las cuales el liberalismo ya había emprendido la guerra. El punto de convergencia de su unidad se centró en la necesidad de proceder a realizar una reforma en el régimen electoral que permitiera una representación de los partidos en los cuerpos colegiados acorde con la distribución política de la población nacional. Se buscaba así terminar con el aberrante sistema imperante que había reducido la representación liberal en las dos Cámaras a sólo un miembro en 1892-96 y otro en 1896-1900, número que distaba mucho de reflejar, con justicia, el que realmente le correspondería, de acuerdo con el volumen calculado de sus partidarios. A este respecto decía Carlos Martínez Silva: «Nos limitaremos a observar que el partido liberal, que es por lo menos la mitad del país, sólo aparece representado por 642 electores sobre un número total de 3.941...» La posibilidad gubernamental de conseguir resultados electorales como el anteriormente citado se apoyaba en otra maniobra, por cuya desaparición también clamaban históricos y liberales, y era la referente a la manipulación electoral, ya que la ley vigente permitía que los encargados de realizar los comicios, a más de la intimidación directa y el uso de la violencia contra sus adversarios políticos, aplicaran, a su manera, los requisitos exigibles para poder ser elector: el que se tuviera 21 años de edad o se fuera capaz de leer y escribir; o que se tuviera un ingreso anual mínimo de $ 500; o que se fuera propietario de un bien

Los generales conservadores Juan N. Valderrama y Rafael Reyes (éste se habla distinguido en la guerra del 95 como vencedor en La Tribuna y Enciso) y el general Ramón Neira, jefe liberal en la misma contienda.

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Senadores de la legislatura de 1898, de mayoría nacionalista: Carlos Calderón R., Juan A. Zuleta, Leopoldo Angulo, Simón Rojas, Próspero Márquez, Lorenzo Marroquín, Jorge Holguín, Ignacio Neira, Enrique Alvarez B., Antonio Zubieta, Rafael Ma. Palacios, Miguel Guerrero S., José María Pasos, Guillermo Restrepo, Juan de Dios Ulloa, Antonio Salcedo, Indalecio Saavedra y Ceferino Matéus.

que superara el valor de los $ 1.500. Requisitos a los que pocas veces se les sumó el del voto del ejército, precedido éste de intensos reclutamientos preelectorales. A estas ventajas del partido en el gobierno se venía, finalmente, a sumar otra que el «sapo» Ramón Gómez, ya desde el tercer cuarto del siglo XIX, resumió con la siguiente frase: «El que escruta, elige.» El liberalismo entre la guerra y la paz Perdida la guerra y el poder en 1885, el liberalismo quedó al margen de la administración y, como ya se anotó, empezó a padecer las acciones ejecutadas por su oponente político que tomaba su relevo en el gobierno y emprendía una serie de proyectos para consolidarse. Padeciendo desigualdades y marginamientos, el liberalismo entró en desesperación, y en condiciones de marcada impreparación emprendió la efímera acción de 1895. A pesar de la derrota, hubo un rápido consenso en cuanto a la idea de emprender una nueva guerra civil, la cual fue debatida y aprobada en la casa que el rico hacendado Eustasio de la Torre Narváez tenía en Bogotá, aun antes que los vencedores del 95, Juan Nepomuceno Mateus y Rafael Reyes, terminaran de pasar bajo los arcos triunfales con los que se les recibía en la capital. Pero poco duró la unanimidad nacida de su reciente derrota, ya que pa-

sada la reacción inmediata de los vencidos, que estaban lejos de sentirse tales, se dio paso a recriminaciones y juicios de responsabilidad que agriaron el ambiente y escindieron al liberalismo en dos grupos, que desde este momento, y hasta pasada la guerra que comienza el 17 de agosto de 1899, se separan cada vez más bajo los nombres de pacifistas y belicistas. En el sector pacifista, que también recibió el calificativo de civilista, se alineó la dirección liberal y casi todo el aparato del partido encabezado por su «Olimpo Radical», en tanto que del lado de los belicistas formaron Rafael Uribe Uribe, Cenón Figueredo, Paulo E. Villar, Justo L. Durán, Ramón Neira y Maximiliano Grillo. Algunos historiadores han visto en esta división razones de carácter generacional, asimilando el pacifismo con los hombres de más edad como Aquileo Parra, Salvador Camacho y Sergio Camargo, todos ellos con más de setenta años, correspondiéndole al belicismo los ardores de la juventud, donde Rafael Uribe Uribe, Maximiliano Grillo y Ricardo Tirado frisaban entre los 30 y los 40 años de edad, pero la verdad es que aunque al belicismo pertenecieron muchos de los más jóvenes líderes del liberalismo, también había en él una significativa representación de hombres ya entrados en la vejez, como Juan Félix León y Pedro Soler Martínez, que estaban por los 60 años. Si bien el partido liberal continuó formalmente orientado por la decisión de preparar la guerra, y con este fin envió al exterior, en febrero de 1897, a sus embajadores plenipotenciarios Rafael Uribe Uribe, Foción Soto y Luis A. Robles, investidos de «amplios poderes y omnímodas facultades», incluida la de poder contratar empréstitos, también en esa misma época sectores ya titulados de pacifistas empezaron a luchar denodadamente por utilizar al máximo las posibilidades que les ofrecía la intensa división conservadora, separándose así del camino que inexorablemente debería conducir a la guerra.

Capítulo 3

Siendo Aquileo Parra la cabeza principal del liberalismo y teniendo mayoría de partidarios en la dirección nacional, logró introducir dos importantes condiciones para la declaratoria de guerra: «que se cuente con la alianza con otro partido» o con «fracción considerable de él», o que se encuentre «la probabilidad de introducir armas por determinados lugares». Parra se valió de ellas para abstenerse de emprender acciones oficiales en pro de la misma, alegando que al no haberse dado ninguna de estas, «el director del partido no se considera facultado para dar la voz de guerra». Este marcado carácter pacifista mostrado por la dirección del partido hizo que contra ella se enfilaran los ardientes ataques del belicismo, tarea en la cual la prensa tuvo especial importancia. Los órganos principales de cada una de sus dos fracciones fueron La Crónica, pacifista, dirigida por José y Guillermo Camacho Carrizosa, y El Autonomista, belicista, redactado por Maximiliano Grillo y dirigido por Rafael Uribe Uribe. Finalmente, el belicismo da un importante paso hacia la guerra cuando en noviembre de 1898 fracasa el intento para que el Congreso debata un proyecto de reforma electoral presentado por José Vicente Concha. Con este fracaso, la estrategia pacifista, que se apoyaba en la utilización de las vías de derecho para la obtención de reformas por las que tanto clamaban los liberales, se derrumbó arrastrando a su principal gestor, don Aquileo Parra, quien a consecuencia de ello renunció a la dirección de su partido. El gobierno de los cinco días y la elección presidencial de 1898 Fortalecido Caro con la derrota infligida al liberalismo en la guerra de 1895 y confirmado en el poder con la muerte de Núñez, tuvo razones para creer en una larga y omnipotente permanencia en el gobierno sin necesidad de transar o compartir. Como efecto inmediato de su actitud, creció el des-

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contento en amplios sectores de su partido, al punto que las posiciones, tornándose polares, se hicieron irreconciliables. El año de 1896 se inicia con la publicación de un documento de los históricos conocido bajo los nombres de Motivos de disidencia o Manifiesto de los 21, con el cual se dio cuerpo a la división conservadora nacida de tiempo atrás. Para agosto de 1897, considerando los históricos insuficiente el documento citado, producen uno nuevo que, redactado bajo la forma de 19 puntos, recogía, según sus autores, las principales corrientes de pensamiento dentro del partido. Conocido como «Las Bases», este documento constituyó la síntesis de la crítica histórica a la Regeneración y una propuesta para la reforma de la Constitución de 1886. Sobra decir que el vicepresidente hizo caso omiso de lo

Convención y directorio liberal en 1887, con Aquileo Parra (presidente) y Nicolás Esguerra (vicepresidente)., Abajo, Carlos Martínez Silva.

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Guillermo Quintero Calderón: por nombrar un ministro conservador histórico, Caro lo relevó en el poder. Abajo, Rafael Uribe Uribe, Cenón Figueredo, Ricardo Tirado, Sergio Camargo, Salvador Camocho Roldán y Abraham Moreno.

planteado por medio de «Las Bases». Caro le había tomado gusto al poder y la cercanía de las elecciones presidenciales del año 1898 fue su objetivo inmediato. No queriendo inhabilitarse, puesto que la reelección era inconstitucional, escoge ese difícil año de 1896 para retirarse de la presidencia, dejando en ella al designado, general Guillermo Quintero Calderón; pensaba así terminar su período gobernando por interpuesta persona. Pero cosa diferente pensaba el general Quintero, quien decide ejercer el mando estableciendo sus propios criterios en el manejo de la cosa pública; así es como, rompiendo el monopolio nacionalista del poder y buscando la concordia interna de su partido, inaugura su mandato con un gabinete en el que se daba una cartera al historicismo, en la persona del señor Abraham Moreno. Como malhadado signo de traición fue considerado por Caro este acto de independencia del general Quintero, por lo que de manera inmediata decidió retornar a la presidencia a los 5 días de haberse retirado,

quedando así inhabilitado como candidato al próximo período presidencial, con lo que debió modificar toda su estrategia política posterior. La conducta de su efímero sucesor fue calificada por Caro con una amarga frase que ha hecho historia: «La armonía de los elementos cristianos no se obtiene nombrando cardenales protestantes.» Marginada directamente de la contienda electoral la figura más destacada del nacionalismo, comienza entonces la lucha interna del conservatismo por la sucesión presidencial. Los históricos hacen venir de Europa a Rafael Reyes, a quien postulan para presidente, acompañando su fórmula con el nombre de Guillermo Quintero Calderón para vicepresidente; posteriormente, ante la indecisión de Reyes (quien no era «pollo ni polla» según Mariano Ospina Vásquez), encabezará la lista el general antioqueño Marceliano Vélez, en tanto, los nacionalistas, buscando hombres que le garantizaran su reelección, postulan a Manuel Antonio Sanclemente, quien aseguraba los votos del Cauca, acompañado para la vicepresidencia por José Manuel Marroquín, quien, como ferviente y conocido católico, arrastraría tras de sí el apoyo de la Iglesia. Se dice que la razón última para la escogencia de esta fórmula, que por la edad de sus componentes fue calificada de «paleontología política», fue la de realizar una jugada a tres bandas por parte del presidente Caro, quien, pensando en su designatura, contaba para reasumir la dirección del país, tanto con los achaques de salud y la avanzada edad de Sanclemente, como con la muy segura apatía por el poder del vicepresidente Marroquín, quien no pasaba de ser un literato sabanero más amante del chocolate con colaciones que de los avatares de la política. El manejo electoral por parte del gobierno en épocas anteriores, unido a la mayoría parlamentaria del nacionalismo, dejaba pocas esperanzas de triunfo a los históricos y menos aún a los liberales. Por razones no del todo esclarecidas, días antes de los comicios

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secundarios, Reyes y los históricos, cuyos electores habían sido elegidos con la plancha Marceliano VélezQuintero Calderón, se retiran de la contienda y pasan a recomendar a sus partidarios votar por la lista de los nacionalistas; hay quienes al respecto aseguran que esto fue una jugada hecha para congraciarse con Marroquín, a quien ellos consideraban como el futuro presidente, dado el precario estado de salud y los 84 años con que contaba Sanclemente. Realizadas las elecciones en febrero y verificado el escrutinio por el gran consejo electoral el 4 de julio de 1898, su fallo fue el siguiente, para presidente y vicepresidente respectivamente:

El presidente Manuel Antonio Sanclemente, hacia 1900.

Conservadores nacionalistas: Manuel Sanclemente: 1.606 votos Manuel Marroquín: 1.693 votos Conservadores históricos: Rafael Reyes: 121 votos Liberales: Miguel Samper: 318 votos Foción Soto: 324 votos

Los 121 votos emitidos por Reyes respondieron a la porfía de algunos de sus seguidores, que, no obstante haberse retirado su candidatura, quisieron votar por él. Como estaba previsto, Sanclemente permanece en su Buga natal y Marroquín asume la presidencia en agosto de 1898; pero contra todo cálculo, el hombre de letras que era Marroquín toma en serio su nuevo papel de político y ejerce el poder apartándose de los dictados de Caro y escuchando el clamor de históricos y liberales; así es como suspende definitivamente el impuesto a la exportación de café, pone a consideración de las Cámaras la re-

forma electoral con miras a dar participación a las minorías políticas y apoya la derogación de la ley de los caballos, la cual es sancionada por el Congreso, así como la reforma de la ley de prensa. Caro y su grupo, viendo cómo empieza a repetirse la experiencia vivida con el designado Quintero Calderón, deciden entonces jugarse su carta suprema obligando al presidente Sanclemente a venir a la capital para asumir el gobierno. Por esta decisión se enfrentan Senado y Cámara, puesto que

Representantes históricos en 1898, con mayoría en la Cámara. En primera fila: José Vicente Concha: Primitivo Crespo, Juan N. Valderrama, Carlos Cuervo M., Bartolomé Rodríguez, Arcadio Charry, Manuel J. Feijoo.

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«El Autonomista» anuncia en su edición del 20 de septiembre de 1898 la renuncia del vicepresidente Marroquín, que no fue aceptada por el Congreso. Marroquín se había encargado de la presidencia por ausencia del titular Sanclemente, quien se hallaba en su Buga natal.

en el primero había mayoría nacionalista y en la segunda histórica. El ambiente político se caldea y los conservadores están más escindidos ahora que nunca, llegándose a hablar de un golpe de Estado o de apertura de operaciones militares entre estos dos sectores. Caro impone su ley y en medio de un tenso ambiente, el 3 de noviembre de 1898, se posesiona de la presidencia el doctor Manuel Antonio Sanclemente. Sanclemente en el poder empieza a dar marcha atrás a las medidas que por la paz y la concordia nacionales había iniciado Marroquín, en especial a la apertura de la discusión de las necesarias reformas constitucionales. Este paso lo da Sanclemente desde el mismo momento en que toma las rien-

das del gobierno, cuando en su discurso anuncia: «...me atrevo a pensar que en tratándose de reformas que afecten la Constitución vigente, convendría esperar tiempo más sereno para el estudio de las que la experiencia y la práctica honrada de las instituciones sugieran como indispensables al bien público». Con estas frases, y la política que de ellas se deriva, Sanclemente empuja a los históricos hacia el lado del liberalismo y liquida, de paso, las esperanzas de los pacifistas por encontrar una salida política a su angustia social. La guerra se hace irreversible y el desgobierno, el pillaje y la malversación se amplían con un gobierno dividido entre Anapoima y Bogotá, puesto que el presidente, resentido con el clima existente en la capital, se traslada con algunos de sus ministros a esa cálida población. El liberalismo escoge la guerra Desde el mismo momento en que en el partido liberal se comenzó a hablar de la necesaria preparación de una nueva guerra, los belicistas tomaron esta empresa con pasión compulsiva. Su febril actividad cubrió todo el territorio nacional y el de los países hermanos con gobiernos liberales, para lo cual utilizaron todo tipo de influencias, desde los funcionarios radicales que servían en varios de ellos, hasta las amistades importantes que muchos de los jefes del partido habían cultivado a través de sus destierros voluntarios o forzados a que los condenó la Regeneración. Nicaragua, Guatemala, Costa Rica, Venezuela y Ecuador, fueron puestos en la mira del proselitismo autonomista. Con criterio pragmático, los líderes belicistas trabajaron en dos frentes: el de la lucha política por lograr reformas constitucionales y el de la preparación de la guerra, dando prioridad a este último, en su convencimiento de que si bien el primero era un camino que tendría que recorrerse, por él no se llegaría a ninguna de las satisfaccio-

Capítulo 3

nes por las que clamaba el partido. Uribe Uribe, como único representante liberal en la Cámara, planteaba así, en 1898, las alternativas del partido: «...no hay sino dos medios para recuperar nuestro derecho: el de la paz por los triunfos que nos dé el sufragio libre... o el de la guerra, si el actual movimiento reformista es refrenado... y en tal caso habría llegado la hora fatal que aquí he predicho en que la guerra sobrevendría como hecho inevitable». Los acontecimientos políticos fueron haciendo cada vez menos factible la realización de las reformas pedidas por medios pacíficos, por lo que los belicistas redoblaron su actividad con miras a la preparación del conflicto, en tanto que Uribe Uribe sentenciaba desde el Parlamento: «O nos dais la libertad o nos la tomamos.» Convencidos los belicistas que su principal escollo para la imposición de la alternativa guerrerista radicaba en la dirección del partido, enfilaron hacia ella todas sus baterías a fin de modificar su composición y sacar de esta a la cabeza más destacada del pacifismo: Aquileo Parra. Si los pacifistas encontraron en los históricos aliados temporales que les permitieron reafirmarse en su criterio de que la guerra podía evitarse, consiguiendo sin sangre las reformas pedidas, los belicistas encontraron en los nacionalistas involuntarios aliados para imponer sus tesis militares, empresa a la que también llegaron a confluir los históricos cuando Sanclemente dejó sin vigencia la perspectiva reformista que había abierto Marroquín. Posesionado Sanclemente, barridos los históricos del gobierno, cerradas las vías de la reforma constitucional, los pacifistas perdieron valiosos argumentos, restándoles sólo atenerse, para contener la guerra, al de la impreparación en que para esta se hallaba el partido. Golpeado de muerte, el pacifismo clama por que la fecha para el pronunciamiento liberal se posponga. Sin embargo, el belicismo ha avanzado mucho en este terreno, y beneficiado por las circunstancias del mo-

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mento, acelera la preparación del conflicto y busca cobrar una victoria política sobre el pacifismo. Acosado, el pacifismo guarda su última esperanza en la conservación del dominio de la dirección liberal, pero los reveses son de tal magnitud que Parra renuncia a ella el 4 de febrero de 1899, con lo que los belicistas se anotan otra importante victoria, empeñándose ahora en la lucha por reconstituir la dirección del partido con miembros menos refractarios a la empresa guerrerista. Conscientes como estaban de su dificultad para instalar en ella a uno de sus seguidores, dada la fuerza que en ella conservaban los pacifistas, optan por ofrecerle la di-

Edición del quincenario «Bogotá» dedicada a la posesión de Sanclemente, que a instancias de Caro se efectuó el 3 de noviembre de 1898, lo que implicó la salida del gobierno de los históricos.

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El general Gabriel Vargas Santos, elegido el 30 de septiembre de 1899 como jefe supremo de la fuerzas liberales. El 25 de diciembre sería nombrado Presidente Provisional de la Revolución. En Cúcuta, con una decisiva pérdida de tiempo, se dedicó a organizar un hipotético gobierno en la sombra.

rección a Sergio Camargo, que apartado de las luchas intestinas se hallaba en Boyacá; pero éste la rechaza «incontrastablemente» el 2 de marzo de 1899. Posteriormente, y ya para el mes de septiembre, se lanzó el nombre de Gabriel Vargas Santos, anciano liberal que vivía retirado de la política en su hacienda de los llanos boyacenses. Parra, después de estudiar su postulación y asegurarse que no era un belicista, recomienda finalmente a sus seguidores votar por él, lo que se hace el 30 de septiembre de 1899. José María Ruiz y Rafael Uribe Uribe son los encargados de llevar la noticia de su designación al general Vargas Santos, quien, sin haber logrado trasladarse a la capital, y antes que pasaran los primeros veinte días de su designación, se convierte, a más de director del liberalismo colombiano, en Generalísimo del Ejército Restaurador, porque la guerra ya había estallado y él, como máximo jerarca del partido, debía asumir la conducción militar de sus ejércitos. El partido conservador frente a la guerra Antes del reemplazo de Marroquín por Sanclemente en la jefatura del Estado, los históricos no habían dado ningún paso para alentar al belicismo liberal y mucho menos insinuado comprometerse en la guerra; pero efectuado el relevo, y castigado política y burocráticamente, este sector del conservatismo dio pasos decisivos en este sentido, siendo el más radical de ellos el constituido por el acuerdo N.° 3 del 17 de agosto de 1899. Por medio de este acuerdo, la Junta de Delegados del Partido Conservador se desliga del gobierno alegando que: «En la actualidad no existe vínculo político alguno entre el gobierno, que es nacionalista, y el Partido Conservador..., que la Junta no cree justo, patriótico ni decoroso que el partido conservador se haga responsable de los actos del círculo nacionalista contra los intereses patrios...» para con-

cluir diciendo: «...los conservadores no están en la obligación moral de apoyarlo y compartir con él la responsabilidad de sus actos». Difundido este acuerdo a sólo dos meses de la fecha escogida para dar inicio a la guerra, los belicistas liberales hallaron en él un argumento adicional para perseverar en la preparación, en tanto que el historicismo, desligado del grupo de gobierno, inició una serie de acciones que reforzaban la posición belicista del liberalismo. La prensa histórica, convertida ahora en verdadero botafuego contra el gobierno, caldea los ánimos al punto de llegar a reclamar una declaratoria de guerra en la que el nacionalismo se enfrentaría al resto del país. Marceliano Vélez, basado en el acuerdo N.° 4 de la junta de históricos, difunde en julio de 1899 una comunicación en la que recomienda a los conservadores que «se entiendan con los liberales y obren de concordancia con ellos en paz o en guerra». A un mes de iniciarse la lucha, El Cascabel, periódico conservador de Antioquia, planteaba: «Estamos en plena dictadura. El gobierno de la nación ha violado la Constitución y las leyes que sus miembros juraron cumplir y defender. El gobierno de la nación se ha rebelado contra la legalidad, se ha declarado la guerra al país entero. Comienza o debe comenzar la lid gloriosa de Colombia contra sus enemigos...» Iniciada la guerra, esta campaña cobra efímeros frutos, como en Riohacha, donde representantes históricos como Agustín Bernier toman las armas al lado del liberalismo, o como en Santander, donde históricos y liberales celebran varios acuerdos de neutralidad en que los primeros expresan, por ejemplo: «...El partido conservador republicano, hallándonos por consiguiente desligados de todo vínculo del gobierno... nos comprometemos, bajo palabra de honor y con toda la solemnidad que el caso requiere, a guardar la más estricta neutralidad en todo lo relacionado a la campaña bélica que el partido liberal ha emprendido.»

Capítulo 3

Si la campaña antinacionalista de los históricos fue rabiosa hasta antes de iniciarse la guerra, una vez ésta comienza, su intensidad decae verticalmente hasta llegar a producirse una colaboración con el gobierno, pudiéndose decir que, ante la amenaza liberal, el conservatismo dejó de lado muchos puntos de diferencia para proceder a estrechar sus filas. Este apoyo quedó claro en el manifiesto histórico del 11 de noviembre de 1899, que sin embargo no quiso firmar uno de sus principales dirigentes, Carlos Martínez Silva. Si frente a las perspectivas de la guerra el papel de los históricos fue finalmente claro, el de los nacionalistas aparece confuso y algunas veces mal intencionado, al punto que son muchos los escritos en que se habla de su manifiesto interés por la declaratoria de guerra, a pesar de los publicitados esfuerzos hechos por el ministro de Guerra Jorge Holguín con el objeto de contenerla. En favor de esta tesis se alega que el conflicto civil era la única perspectiva que le quedaba al nacionalismo para salir de la difícil situación a que se había conducido al país, y que por ello da sobradas razones a los belicistas, obstruyendo todas las posibilidades democráticas en el camino de las reformas por que estos clamaban, y prohijando, también, actitudes insensatas en el seno mismo del aparato militar. Entre los actos que se le atribuyen al gobierno en favor de los belicistas y en contra de la organización castrense, podemos citar: El decreto del 20 de julio de 1899, que licenciaba mil hombres del ejército, que se venían a sumar a otros mil que lo habían sido hacía poco; el decreto por medio del cual confiaba la soberanía social de la república a Jesucristo, en tanto que se ordenaba la venta de los cruceros Córdoba y General Nariño, adquiridos no hacía mucho y fondeados en el Atlántico, alegando para todo ello razones fiscales en momentos en que para nadie era secreto la inevitabilidad de la guerra; y finalmente, dándoles ayuda directa a los rebeldes por interme-

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dio de las actitudes complacientes del nuevo ministro de Guerra, José Santos. Sobre estas actitudes pro belicistas de «don Pepe Santos», como popularmente se conocía al ministro, mucho es lo que se ha escrito para señalarlo como el principal instigador de su declaratoria y posteriormente como el hombre que hizo grandes esfuerzos por prolongarla, llegándose por este camino hasta exhibir un telegrama por medio del cual éste impartía la orden de retirada al ejército conservador durante la batalla de Peralonso, lo que daba al liberalismo una victoria que la lógica militar no podía concederle. El partido liberal frente a la guerra Con la posesión presidencial de Sanclemente, la dirección liberal pacifista empezó a perder apoyo. Parra, el más connotado pacifista, enfrentado al fracaso en la utilización de las vías de derecho para la introducción de reformas en el manejo político-administrativo del país, hubo de aceptar, ya en diciembre de 1898, que la guerra era la única salida posible, pero haciendo la salvedad de que para ello el partido no se encontraba preparado y que por tanto ésta debería posponerse; acertada afirmación que poco tiempo después fue corroborada por la guerra misma. A Domingo de la Rosa decía Parra a mediados de 1899, cuando éste insistía en la necesaria inmediatez de la lucha: «...lo que deseo es una guerra viable...», y una guerra «viable» era para él una acción militar que no podía emprenderse antes de un año. Esta necesidad de aplazar las acciones no sólo estaba inspirada en la real im-

La famosa firma de Sanclemente ejecutada con un sello facsimilar por sus ministros, tal como fue estampada en la Ley de Amnistía expedida por el Congreso y como fue publicada por «Revista Ilustrada», en 1898.

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preparación del liberalismo para ella sino también en el análisis político que los conducía a pensar que dadas las condiciones de toda índole que vivía el país, el gobierno de Sanclemente sería de poca duración y que ellos, unidos al historicismo, lograrían las reformas exigidas sin necesidad de recurrir a las armas. Este análisis, acertado en el momento, la realidad lo convirtió en una verdad a medias, pues si bien el gobierno de Sanclemente fue derrocado por un golpe de Estado dado por los históricos, estos en el poder continuaron la guerra con la misma ardentía y violencia con que la venían haciendo los nacionalistas. Apoyados en el argumento de la guerra prematura y en la autoridad que les confería la pertenencia a la dirección liberal, los pacifistas hicieron todo lo posible por contenerla, inclusive cuando ya la orden de su declaratoria había sido dada. El ejemplo más palmario fue el constituido por el telegrama que pocas horas antes del inicio de las acciones —el 16 de octubre— llegaba a los principales jefes del liberalismo regional, en el cual el Directorio Nacional Liberal les comunicaba que por interés de la causa y de la patria deberían conservar «su actitud pacífica y no "atender" más órdenes que la que emane del actual Directorio, mientras subsista su autoridad y el ejercicio de sus poderes, o sea mientras no sea elegido y posesionado el nuevo Directorio.» Este cable ha sido conocido históricamente como «el telegrama mortal». Con actitudes como la descrita, el pacifismo luchó hasta ya iniciada la guerra por contener lo inevitable, obteniendo como resultado inmediato el que a la hora de emprender las acciones muchos jefes locales se encontraran confusos y prefirieran esperar un tiempo en busca de claridad, con lo que el pronunciamiento liberal fue desacompasado y sin coordinación, perdiendo así perspectivas desde sus inicios. Desde el mismo momento en que el liberalismo optó por la alternativa belicista para buscar los cambios que re-

quería el país y en que nombró su comisión de plenipotenciarios, los partidarios de esta vía no escatimaron esfuerzo alguno en dar los pasos necesarios a su realización, y mostraron especial interés por que el camino de la guerra se hiciera irreversible. Amparados en empresas y viajes comerciales, y ligados a través de «anodinos» mensajes familiares o de negocios, los hombres del belicismo cubrieron toda la geografía nacional y americana en su empeño por preparar al liberalismo para la guerra. La actividad organizativa la centró este grupo en aspectos como la multiplicación nacional e internacional de sus partidarios, la recolección de recursos económicos y la contratación de empréstitos, la solicitud de armas y de pertrechos a los gobiernos amigos, en particular a los de Venezuela, Ecuador, Honduras y Nicaragua. Fue muy parcial, sin embargo, su preocupación por recoger armas y crear arsenales, elaborar artefactos bélicos, concebir planes militares, preparar a los futuros combatientes e introducir armas al país. Para finales de 1898 e inicios de 1899, cuando la lucha con el pacifismo se hizo especialmente enconada, los belicistas utilizaron recurrentemente la táctica de llenar vacíos reales con informaciones fantasiosas, especialmente en lo que a preparación y acopio de pertrechos se refiere. Esta práctica, repetida por los jefes locales, hizo carrera en el belicismo, hasta que llegada la hora de distribuir cartuchos y fusiles, la realidad impuso a la revolución liberal condiciones que la obligaron a que en algunos lugares se tuviera que regresar a las piedras, las lanzas y los cuchillos de «chonta», cuando no a tener que marchar con medio ejército inerme esperando la muerte de sus compañeros armados para tomar sus fusiles. La situación económico-social No era propiamente el gobierno de Caro un dechado de virtudes en lo que

Capítulo 3

al manejo de la economía y de los bienes del Estado se refiere. Por el contrario, peculados y delitos de la más variada índole se daban en abundancia, al punto que él y su grupo de nacionalistas era conocido como «La compañía industrial». El caso de las salinas de Zipaquirá es un buen ejemplo para observar con qué delicadeza se manejaban las empresas del gobierno. Allí, durante mucho tiempo no se llevaron libros de contabilidad; para ocultar los malos manejos, los papeles importantes se arrojaban a los excusados; de las cajas se tomaba el dinero para remitirlo a importantes personajes de la política; documentos y recibos eran falsificados por valores que superaban los miles de pesos; las medidas y pesas estaban adulteradas y en su nómina figuraban personas que no trabajaban allí, pero que sí cobraban con regularidad su salario. Ejemplos como el anteriormente descrito eran comunes en la administración, y sus efectos ayudaron no poco a la caótica situación que de manera general se vivía en toda la república. El gobierno ya no contaba con recursos para pagar los salarios de sus propios empleados; los negocios estaban en quiebra; los campos se hallaban desolados y las fincas no producían; la desocupación crecía descontroladamente y la máquina de hacer billetes, la más aplicada funcionaría del gobierno, no cesaba de producir inflación. Este último fenómeno vino a incidir poderosamente en la anulación de los correctivos económicos que con el cambio del patrón oro por el de papel moneda de curso forzoso se habían introducido, conduciendo todo ello a una reducción en los sueldos que caldeó aún más el ambiente social. La frase de Caro: «Que tiemblen los porteros», fue acuñada precisamente en esta época con el objeto de minimizar el fenómeno y salirle burlonamente al paso a las críticas sobre los profundos efectos de la inflación sobre el poder adquisitivo de los salarios.

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Cuando Manuel Sanclemente se posesionó de la presidencia, el papel moneda en circulación se calculaba en cuarenta millones de pesos y su cambio por dólares se mantenía en el 200 %, pero para julio de 1899 éste había pasado al 463 % y para el 18 de agosto llegaba al 525 %, en tanto que las emisiones sumadas para el año 98 totalizaban los $ 3.642.000. El café, convertido en la más floreciente de las empresas, había desatado una avidez por el otorgamiento de baldíos que, realizado con criterio discriminatorio, se efectuaba en beneficio de los amigos del gobierno, que por medio de él se apropiaban del trabajo de los pequeños colonos. Los productores de café de Santander se veían desplazados del mercado internacional por los de Cundinamarca, Antioquia y Tolima. Los exportadores sufrían la baja en los precios internacionales del grano y los nocivos efectos de su impuesto, cuya abolición llegó tardíamente, ya que a los pocos meses de ella los liberales iniciaban operaciones militares y se declaraba la guerra. Y como si fuera poco todo este panorama de angustia, miseria, inmoralidad y sectarismo que vivía el país, el gobierno extremó el monopolio del tabaco y el aguardiente, con lo que se vino a deprimir profundamente la economía de algunos departamentos como el de Tolima que aún no habían logrado recuperarse de la crisis del añil y la quina. Allí, cuando sus hombres decidieron emprender el

La población de Anapoima por los días en que el presidente Sanclemente se retiró allí a descansar, abandonando los asuntos de gobierno en mano de sus ministros, lo que agravó la crisis nacional.

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Cadetes de la Escuela Militar Nacional, creada por el vicepresidente Carlos Holguín en 1891, bajo el mando del coronel norteamericano H. R. Lemly, quien aparece al centro de esta foto de 1893.

camino de las armas, los pronunciamientos se hicieron al grito de: «Abajo el monopolio, viva el partido liberal, viva la revolución.» Un ejército sin preparación A pesar de la recurrente práctica militar y bélica a que se había visto sometida la población colombiana durante el siglo XIX, cuando se aproximaba la guerra de los Mil Días, la organización del ejército continuaba siendo anárquica e incipiente y el aparato militar seguía sujeto a los vaivenes del gobernante de turno y de sus amigos. Desde el año 1848 se venían haciendo esfuerzos para la creación de una institución permanente de formación militar, todos ellos de poca duración. A finales del año de 1891, el designado Carlos Holguín retoma la idea y crea otra vez una escuela de formación militar regida por el coronel norteamericano H. R. Lemly, quien ya la había dirigido 10 años antes, para lo cual se vota una partida de $ 45.000 anuales; pero la iniciativa no encontró eco entre los jóvenes de la época, por lo que sus aulas se vieron desiertas, teniendo entonces que apelarse al otorgamiento de becas y subvenciones. Laborioso resultaba imponer la idea que para ser militar hubiera que estudiar, cuando la tradición indicaba que para ello bastaba con participar en una guerra o tener amigos con influencia política.

Los pocos oficiales que se formaron bajo la dirección del coronel Lemly mostraron su superior calidad durante la guerra de 1895, por lo que una vez terminada ésta, el presidente Caro actuando por intermedio de su ministro de Guerra, Pedro Antonio Molina fundó la Escuela Militar (Ley 127 de 1896, decreto 284 del 15 de julio), paso que fue completado en julio de 1897 mediante la contratación en París de una misión militar francesa. Pero por más que las necesidades de una consistente formación militar para los oficiales del gobierno se imponían ante el acelerado deterioro de la situación política y económica, y por consiguiente de una creciente perspectiva de guerra, la misión militar no pudo abordar de manera coherente la formación castrense, ya que contra esto conspiraron todos los vicios de la tradición militar nacional, lo que obligó a realizar otro esfuerzo que se sumara al anterior, creando la Academia Militar. Sin embargo, en el gobierno tampoco existía mayor claridad en cuanto a cómo lograr que un efectivo aparato militar altamente calificado le garantizara estabilidad frente a los intentos belicistas de la oposición. La experiencia de la Academia Militar no duró: concebida como centro de formación de alto nivel al que deberían concurrir dos oficiales de cada uno de los batallones en que se hallaba dividido el ejército, a fin de que allí se formaran en las áreas de la teoría y la táctica en ingeniería, artillería e infantería, terminó clausurada por el vicepresidente Marroquín a los pocos días de asumir el ejecutivo. Posesionado Sanclemente de la presidencia, ya en marzo de 1899, encontramos otro esfuerzo con miras a preparar a los miembros del ejército, la creación del Batallón Politécnico, que muy a grosso modo tendía a llenar el vacío dejado por la recién cerrada Academia Militar. A pesar de todos los esfuerzos señalados, el año de 1899 toma al ejército nacional en condiciones verdaderamente deplorables. Éste se hallaba

Capítulo 3

mayoritariamente constituido por oficiales salidos de las guerras civiles, carentes de formación y con los dañinos hábitos de la ociosidad y el gusto nacional por el licor; no era extraño ver a jefes, junto con su tropa, vistiendo prendas disímiles y muchas veces usando éstas de modo carnavalesco, como el general Carlos Albán, que gustaba de ponerse cachucha, casaca militar, pantalones de paisano y chinelas de seda. Oficiales y tropa se hallaban dedicados a la componenda política y al padrinazgo como medios efectivos para lograr rápidos ascensos; los mayores esfuerzos de la formación castrense se orientaban al cultivo del oropel en las paradas militares y al abuso de los toques de corneta; el tiempo de instrucción se gastaba en buscar una sonora y uniforme ejecución de las órdenes de mando, por Jo que la violencia con que se ejecutaban las acciones «descanse» y «armar la bayoneta» dañaban las armas, deterioraban los mecanismos de cierre y gastaban el punto de mira. Esta última tendencia del ejército se vio impulsada por la adopción del texto de instrucción Táctica de Infantería, escrito por el coronel Lemly, que se centraba en el orden cerrado, con lo que se acentuó el menosprecio por el servicio de campaña, limitando las actividades militares al patio del cuartel o a las plazas públicas. Un ejército así formado resultaba muy efectivo e imponente en las procesiones de Semana Santa, pero pésimo en las acciones de guerra. A los defectos señalados, y en los albores mismos del conflicto, se vino a sumar la ya anotada desmovilización de más de 2.000 de sus efectivos y la venta de dos unidades navales, con lo que quedaba el pie de fuerza en condiciones similares a las que se encontraba al inicio de la guerra de 1895. Finalmente, la politización del ejército era absoluta y la fidelidad partidista era para el gobierno mil veces preferible a la buena formación militar. Los presidentes colocaban en las posiciones directivas del ejército a

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hombres considerados por ellos como fieles a su causa, antes que a los militares más expertos. El golpe de estado del 31 de julio de 1900 La iniciación de la guerra, en octubre de 1899, no suspendió una amplia y permanente actividad política, que siguió en forma paralela las vicisitudes militares. En el siguiente capítulo se trata con cuidado el desarrollo del conflicto bélico que enfrentó durante casi cuatro años a liberales y conservadores. Anticipando un poco la cronología, vale la pena mencionar aquí algunos de los incidentes políticos que protagonizaron los liberales —belicistas y pacifistas— y los conservadores —históricos y nacionalistas— en la búsqueda de una salida política al conflicto. Ya desde los comienzos de la guerra, los belicistas liberales, aprovechando la situación de ventaja que les dio el temprano triunfo de Peralonso (12 de diciembre de 1899), enviaron al gobierno propuestas de paz inmediata. En efecto, Uribe Uribe envió al presidente Sanclemente una propuesta de pacto político que, a partir del reconocimiento de la justicia del levantamiento liberal, encontrara puntos de acuerdo para una suspensión de la guerra. El presidente respondió que su deber constitucional era continuar

Personal de la Escuela Militar fundada por el presidente Caro y su ministro de Guerra, Pedro Antonio Molina, en 1896. Fue dirigida por una misión militar francesa; en el centro, coronel Drohard y teniente coronel Sabarthez.

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Rafael María Palacio, ministro de Gobierno de Sanclemente. «Táctica de infantería»' en la traducción del coronel Lemly, 1896.

defendiendo los intereses de la nación y que sólo podía cumplirlo continuando la acción represiva contra el alzamiento hasta su completo debelamiento. Desechadas todas las alternativas conducentes a una pronta terminación del conflicto, el presidente Sanclemente, instalado en Anapoima y posteriormente en Tena y Villeta, se había convertido en una figura invisible que ni siquiera firmaba ya las actas de Gobierno; era el general Rafael María Palacio (el «Pájaro carpintero»), su ministro de Gobierno, quien ejercía realmente el poder en compañía de otros servidores, provistos de sello facsímil del presidente que, usado con largueza, hizo desaparecer a éste de

todos los actos administrativos. El desgobierno que rodeaba la sede presidencial irradiaba a toda la República. Para mayo de 1899, pocos eran los políticos que consideraban posible y deseable la permanencia de Sanclemente en el cargo, y para la mayoría de ellos este era un hombre acabado, con los días contados. Su prestigio había caído a los más bajos niveles y en la capital se hacía mofa de su ostensible senilidad: era vox populi que había escrito a Marceliano Vargas para recomendarle un amigo para un cargo público y que éste le había contestado que por decreto de su excelencia hacía dos meses había dejado de ser ministro. Otros sostenían que cuando le informaron a Sanclemente el triunfo de los ingleses sobre los bóers había respondido que siquiera habían sido vencidos, porque esa guerrilla les estaba causando muchos problemas. Se contaba también que, cuando se hablaba con el presidente sobre el general Próspero Pinzón, contestaba como si se tratara del general José María Franco Pinzón, quien había perecido en una acción militar en mayo de 1854... A más de proliferar anécdotas como las anteriores, los informes sobre su salud eran preocupantes, por lo que todos los conservadores, sin distingo de grupo, empezaron a hacer planes con miras a su próxima desaparición o relevo del mando. Los históricos, que antes se habían opuesto a la posesión de Sanclemente y que durante el breve período de Marroquín habían encontrado en él una actitud favorable a sus propósitos, consideraban que éste estaba de su lado y que tendrían mayor influencia en caso de que por cualquier motivo faltase Sanclemente. Dadas las precarias condiciones de salud del presidente, fincaron inicialmente en ellas las esperanzas de un pronto relevo en la dirección del Estado. Sin embargo, este desenlace empezó a verse cada vez más distante, ante la situación estacionaria de la salud del presidente, mientras el estado general del país

Capítulo 3

se deterioraba vertiginosamente. Por ello, los históricos se impacientan y empiezan a basar su estrategia política en la utilización de las riesgosas vías de hecho, preparando un golpe de estado. Si lo anterior sucedía por el lado de los históricos, por el de los nacionalistas el desasosiego no era menor; estos veían en la senilidad, el desgobierno y la precaria salud del presidente, la mayor amenaza para su estabilidad, ya que la alternativa legal señalaba a José Manuel Marroquín como su sucesor, y amargo era el sabor que su breve ejercicio del poder les había dejado. Por ello, sin apegarse a su presidente, buscaron una transacción con Marroquín, que consistía en realizar una convención en la que se suprimiera la vicepresidencia, se retirara a Sanclemente del poder y se nombrara a uno de sus ministros, seguramente al general Rafael María Palacio, para reemplazarlo mientras se elegía sucesor. Consultado Marroquín sobre la alternativa, no aceptó, lo que era lógico, ya que en este desventajoso asunto le estaba cediendo prácticamente su derecho constitucional al poder a un oportunista aparecido y sin prestigio que nadaba en dos aguas, el general Palacio. El descontento con Sanclemente era grande entre los hombres de la ciudad y también entre los generales en operaciones. Allí la dilación, la parsimonia y el desgobierno se contaban en número de muertos y batallas perdidas. En un afán de corregir entuertos, 200 oficiales de la más alta graduación, encabezados por el prestigioso general Próspero Pinzón, dirigieron al presidente un memorial instándolo a regresar a Bogotá y a gobernar desde la capital. La verdad es que la situación, tal y como se presentaba en ese momento, no podía continuar. El ambiente bucólico de baños en río y piquetes acompañados de bandolas y guitarras, contrastaba con la difícil situación que vivía el resto del país, donde se urgía una inmediata solución al caos del gobierno. Los días de Manuel A. San-

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clemente como presidente de Colombia estaban contados, y el abreviarlos estuvo a cargo de 31 históricos, que gracias más a la suerte que al valor, lograron que el vicepresidente José Manuel Marroquín asumiera las riendas del ejecutivo. Preparación del golpe El triunfo liberal de Peralonso, que había dado un vuelco general a las perspectivas de la guerra fortaleciendo al liberalismo en armas, ampliando e intensificando la cobertura del conflicto y llegando aun a dejar ver la posibilidad de una definitiva victoria liberal, había obligado al nacionalismo a ampliar y mejorar su aparato militar, y tuvo que conceder posiciones de mando a muchos oficiales históricos o de dudosa filiación. Por esta vía, y de manera progresiva, militantes de la facción histórica fueron recuperando puestos importantes en la estructura militar, desde donde actuaron como aliados de los civiles descontentos con Sanclemente. Esteban Jaramillo, ministro de Gobierno, en su informe al Congreso Constitucional de 1904, consigna así el hecho antes anotado: «La guerra, que por las proporciones que asumió, contra lo que el gobierno esperaba, puso a éste en la necesidad imperiosa de llamar en su auxilio elementos que no simpatizaban con él y que aspiraban a la implantación de otro sistema de gobierno, dentro del

Instrucción de manejo de bayoneta en la Academia Militar, por el subteniente Gabriel Rojas, hacia 1900.

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Puente de La Laja sobre el río Peralonso, en Santander, donde el 15 y 16 de diciembre de 1899 se libró la batalla que dio el primer triunfo a los liberales en Norte de Santander. Allí Benjamín Herrera venció a Vicente Villamizar.

mismo régimen constitucional, con tendencias y personal de todo punto distinto...» Contando ya con gente propia en el ejército y con la inconformidad de muchos oficiales nacionalistas, el primer paso dado por los históricos a fin de preparar un golpe de estado para mediados de 1900, fue la consulta con el vicepresidente Marroquín, de cuya aceptación dependía la viabilidad del mismo. Si bien la consulta no se realizó de manera abierta, era claro de qué se trataba, y se obtuvo una respuesta afirmativa. El segundo paso estuvo conformado por la consulta a los liberales, la que se hizo al hombre más destacado del pacifismo, Aquileo Parra, quien fue visitado de manera reiterada en su escondite de la capital por Carlos Martínez Silva. Como resultado directo de estas conversaciones se logró su acuer-

do, no sin antes haberle prometido, entre otras cosas, paz honrosa y sin represalias para los revolucionarios, participación liberal en los consejos electorales, libertad para los presos políticos y no llamar a ningún cargo dentro del nuevo gobierno al jefe de la policía, señor Arístides Fernández. Cumplidos a satisfacción los dos pasos anteriores, el tercero consistió en la organización misma del golpe, para lo cual se inició una activa campaña en los cuarteles de la capital y regiones aledañas, mientras se creaba también un cuerpo de «cívicos», conformado por lo más granado e inexperto de la juventud conservadora de Bogotá. Medianamente cumplido el tercer paso, fue el ministro de Guerra, general Manuel Casabianca, quien de manera inconsciente creó la coyuntura que fortaleció a los golpistas y aceleró su ejecución, con el nombramiento de

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uno de los complotados como jefe de las fuerzas del Sumapaz, que tenían sus cuarteles en la vecina población de Soacha. El general Jorge Moya recibió el mando militar de la región después que sobre la cabeza del general Mariano Ospina Chaparro se hizo recaer el reciente descalabro sufrido en Sibaté por las fuerzas gubernamentales, a manos del ejército liberal comandado por el general Aristóbulo Ibáñez. Los sucesos de Bogotá Nombrado el general Jorge Moya como jefe de las fuerzas del Sumapaz, éste decide aprovechar los mil hombres bajo su mando y emprender la realización del golpe. Remite a Bogotá sendas cartas para sus compañeros de sedición, en las que les pone de presente sus planes, informándoles que a las tres de la tarde del 31 de julio de 1900 estará entrando a Bogotá con sus fuerzas. También escribe al ministro de Guerra instándole a apoyar el movimiento e informándole que inmediatamente marchará sobre Villeta, actual sede del gobierno. Obviamente esta última información era una argucia de Moya con el fin de que Casabianca desplazara tropas en defensa del presidente, debilitando así la guarnición de la capital, que era el verdadero objetivo de su operación militar. Tomados por sorpresa con la carta de Moya, los históricos de Bogotá reactivan sus contactos y organizan su gente, en tanto que Carlos Martínez Silva y Francisco Gutiérrez marchan hacia Soacha en busca de los alzados, muy seguramente para tratar de detener esa acción apresurada. Sin haberse encontrado con los emisarios, Moya ingresa con sus tropas a la capital pasadas las cuatro de la tarde y estaciona un batallón en la plaza de Bolívar, ordenando un acuartelamiento a los restantes. Hasta este momento sus compañeros en la capital se mostraban cautelosos, pero la presencia de tropas en la plaza principal les pone de manifiesto que el golpe ha comen-

zado y que los hechos cumplidos hasta el momento lo hacen irreversible, por lo que son varios los civiles que se desplazan con el general Guillermo Quintero Calderón hacia el cuartel del 2.° Batallón de Artillería, con sede en San Agustín, donde reposaba el corazón de la fuerza que defendía la capital.

Generales Roberto Quijano Otero, Luis Fonnegra y Manuel María de Narváez. Abajo, Aristides Fernández, odiado jefe de la policía.

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Los conservadores históricos en un mosaico conmemorativo del golpe del 31 de julio de 1900, que llevó al poder al vicepresidente José Manuel Marroquín.

Sobra decir que la adhesión de este cuerpo era clave para el positivo desarrollo del movimiento, al punto que fue hacia allí a donde también se dirigió el ministro de Guerra, con el objeto de exigir fidelidad al gobierno legítimo. Contando ya los golpistas con la adhesión de algunos oficiales y la tropa del 2.° de Artillería, la tensión vuelve a llegar a sus límites máximos cuando al otro lado de la plaza, en inusitado despliegue de fuerza, toman posición los 400 policías que comandaba Arístides Fernández. Era Fernández el más odiado de todos los conservadores por lo violento y sanguinario que se había mostrado con los liberales. No tenía predilección alguna por las facciones en que se dividía su partido, pues era un conservador a ultranza, que quería liquidar para siempre al liberalismo colombiano, para lo

cual la guerra le ofrecía el medio más expedito y radical. Su objetivo inmediato era escalar mejores posiciones en el gobierno, cualquiera que este fuese, a fin de cumplir más eficientemente su «cometido histórico». Fernández dilató su toma de partido el tiempo suficiente para que a nadie le quedara duda que había sido el fiel de la balanza, el hombre de cuya decisión había dependido el triunfo de la facción que terminara vencedora, para cobrar con facilidad el precio de su contribución. Finalmente opta por darles vía libre a los golpistas, clausurando este episodio con una muestra más de su pragmatismo sanguinario, cuando les dice: «Entro en el movimiento, pero, si resulta mal, los fusilo a todos ustedes.» Si bien la decisión de Fernández fue definitiva para los históricos, el futuro aún no aparecía consolidado, ya que el ministro Casabianca continuaba buscando el respaldo de algunos batallones como el Próspero Pinzón, a cuyo jefe ordena sacar sus hombres e ir a someter al de artillería. La respuesta dada por el comandante de esta fuerza en el sentido de que él se negaba a disparar contra sus copartidarios conservadores, despeja finalmente el panorama militar de la capital en favor de los históricos, a pesar de que el general Moya, entrado en temores, ya había rendido su espada a Casabianca. A estas alturas del golpe podemos decir que al avance conseguido en el terreno militar no se correspondía el alcanzado en el terreno político y que éste, en última instancia, dependía del vicepresidente Marroquín, a quien nadie podía encontrar para que asumiera el poder y neutralizara a los oposicionistas. Marroquín, quien rápidamente había aprendido las argucias de los políticos, se había escondido en casa de un pariente, hasta estar seguro del curso que tomarían los acontecimientos, montando de paso toda una pantomima a fin de salvar posteriormente su imagen de hombre respetuoso de la ley y el orden. Confirmado el triunfo de los históricos y apareciendo como

Capítulo 3

un hombre forzado a aceptar la dirección del Estado, a fin de evitar la lucha fratricida en el interior de su propio partido, Marroquín marcha hacia palacio donde nombra al general Moya como comandante en jefe del Ejército y a Quintero Calderón como ministro de Gobierno, encargado del Ministerio de Guerra. A las 11 de la noche del 31 de julio de 1900, una batería de cuatro cañones instalada en la plaza de Bolívar anuncia con 21 salvas el inicio del nuevo gobierno presidido por el vicepresidente Marroquín. Centenares de conservadores, antes reservados y temerosos, salen entonces a las calles a celebrar, algunos de ellos adornando su actitud con las mohosas espadas de sus abuelos. El primero de agosto, tanto los históricos convencidos como los de oportunidad, salen a las calles luciendo una cinta azul en la solapa para celebrar el acontecimiento. Estos hechos no pasaron inadvertidos para el principal perdedor en esta lid política, don Miguel Antonio Caro, quien describe a los concelebrantes del golpe así: «santos frecuentadores de sacristías, maridos temerosos de dejar sola su casa; ...seminaristas de mirada baja, que

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habían ahorcado los hábitos... pisaverdes que habían permanecido con sus familias, en espera de lo que pudiera acontecer...» No estuvo Caro lejos de la realidad en esta descripción, ya que una vez cumplido el golpe, los 31 complotados se vieron secundados por innumerables conspiradores de reciente factura. Con un poema titulado «Reinado marroquinesco» terminó Caro de regar con niel este episodio. Acontecimientos en Villeta Muy lejano estaba Sanclemente de presentir los acontecimientos que empezaban a suceder en Bogotá, y menos aún que fuera el general Elíseo Arbeláez, con quien había hablado el 30 de julio, el oficial encargado de comunicarle su marginamiento obligado de la presidencia. El 29 del mismo mes el general Arbeláez había sido comisionado por el ministro de Guerra para llevar una carta de los liberales al presidente, en la que se le pedía una regularización de la guerra y un reconocimiento de beligerancia para los liberales en armas, que considerados oficialmente como banda de malhechores eran tra-

La guardia cívica, formada con

personal de correos v telégrafos, toma posiciones durante el golpe de estado del 31 de julio.

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Grupo uniformado de Pasto, hacia el año 1900.

La banda de guerra de un batallón regresa al cuartel desde el campo de entrenamiento, por los días del golpe de estado del 31 de julio.

tados como tales y en muchos casos fusilados al momento mismo de su captura. Terminada la misión, y encontrando por respuesta del presidente la de que a los revolucionarios liberales era necesario que se les aplicara el Código Penal para que así las revoluciones no fueran tan frecuentes en Colombia, el general emprendió su regreso. Pero mucho antes de llegar a la capital es informado del cambio de gobierno, por lo que permanece un día en las cercanías de Villeta en espera de las tropas que vendrían a aprehender a Sanclemente. La demora de estas fuerzas lo hace marchar a Facatativá, donde recibe la orden de tomar el mando de los efectivos de la plaza y dirigirse con ellos a comunicar a San-

clemente su cese en las funciones de presidente de la República. Con 300 hombres marcha el general Arbeláez sobre Villeta, defendida por más de 500 efectivos; pero antes que se inicie lo que ellos pensaban podría ser un fiero combate, la difundida noticia del golpe hace que la guardia presidencial se pliegue al movimiento, uniéndose a las tropas que marchaban desde Facatativá. Sin encontrar resistencia, el general Arbeláez llega hasta el recinto donde se halla el presidente, a quien se dirige en los términos siguientes: «Aviso a usted que ya no es presidente de la República.» Frase a la que el mandatario responde de la siguiente manera: «Preso o en libertad, aquí o en cualquier parte, seré el presidente de la República mientras tenga el mandato de la ley.» Confinado inicialmente en su residencia y denegada posteriormente su solicitud de pasaporte para el Cauca, el depuesto presidente inicia entonces una dolorosa peregrinación por los pueblos cálidos de la región, hasta que, retornando de nuevo a Villeta, muere durante el último año de la guerra (19 de marzo de 1902), cumplidos ya sus ochenta y ocho años de edad. Consecuencias inmediatas del golpe Apenas conocida la noticia del golpe en las zonas de operación militar, los principales generales del nacionalismo prepararon acciones armadas a fin de mantener a sus hombres ocupados e impedir que el desconcierto y la ansiedad hiciera presa de ellos. En el campo liberal, sus notables de la ciudad habían informado a sus combatientes el resultado de las conversaciones con los históricos y de las promesas hechas a ellos en caso de triunfo de los golpistas; por ello, cuando llega a sus campamentos la noticia de lo acontecido en Bogotá, muchos son los que suspenden operaciones. Sin embargo, este reposo duró poco, y pronto se dieron cuenta de que, a pesar del relevo en el poder, la cúpula guerrerista

Capítulo 3

había logrado de nuevo consolidarse y por lo tanto la lucha continuaría. En las ciudades, el desespero de los nacionalistas por la pérdida del poder los condujo a emprender acciones desesperadas por recuperarlo, llegándose al caso de golpear a la puerta de sus irreconciliables enemigos los liberales. Caro promueve reuniones privadas con los jefes de este partido en las que hace toda suerte de ofertas, a fin de lograr su concurso en la empresa por retomar las riendas del gobierno. Fracasadas éstas, se busca el respaldo de prestigiosos militares como el general Próspero Pinzón, a quien se le ofrece a cambio la cartera de Gobierno para que, a falta de su titular, ejerza el ejecutivo. Finalmente, las conversaciones con los liberales no prosperan y el general Pinzón rechaza la oferta, dejando como única alternativa del nacionalismo la de apoyar al sector guerrerista de su partido, con el objeto de obligar a Marroquín a mantener la misma actitud intransigente frente a las perspectivas de la paz que habían caracterizado la administración de Sanclemente. Los guerreristas imponen su línea: Fernández, contra lo prometido a Parra, es nombrado go-

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bernador de Cundinamarca; Marroquín, presionado, desautoriza las conversaciones de paz adelantadas por varios de sus ahora ministros; y la guerra, haciéndose más cruel que nunca, toma nuevos bríos. La reactivación del conflicto que terminó con las perspectivas de una paz inmediata a la que tanto se habían comprometido los históricos, hace que un sector de éstos, descontento con el curso tomado por los acontecimientos, se una con los nacionalistas deseosos de volver al poder, en cuyo asocio buscan reutilizar la fórmula que tan fecundos resultados había dado a Marroquín: el golpe de estado. La preparación de la acción en la que se contó con la colaboración del ministro de Guerra, general Pedro Nel Ospina, y la de su pariente Mariano Ospina Chaparro, terminó en un sonado fracaso, que debido a la filtración del secreto y a su pésima organización, permitió que Marroquín lo debelara sin dificultad, en septiembre de 1901. De este modo, conservó el presidente del 31 de julio el poder hasta el fin de la guerra, y los autores de ésta dejaron sin voz a quienes buscaban una salida política al conflicto.

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La guerra de los Mil Días. 1899-1902 Carlos Eduardo Jaramillo La guerra y sus formas

D

esde los primeros días de octubre de 1899 el liberalismo del centro del país empezó a hacer marchar a sus hombres hacia Santander, para formar un ejército que combatiera el gobierno conservador presidido por el nacionalista Manuel Antonio Sanclemente. Con este objeto, las fuerzas congregadas en Santander dan inicio, el 17 de octubre de 1899, a la más prolongada guerra civil de nuestra historia. Esta guerra, conocida como de los Mil Días o de los Tres Años, se prolonga hasta noviembre de 1902, cuando concluye con la firma de tres tratados principales de paz: el primero, conocido como el de Neerlandia, firmado entre Rafael Uribe Uribe y Juan B. Tovar, y los del Wisconsin y Chinácota, firmados el 21 de noviembre de 1902. De estos, el que tuvo más resonancia fue el segundo, que lleva el nombre del barco de guerra norteamericano que sirvió de sede para las reuniones, ya que con él rindió sus armas el ejército liberal que, con más de 10.000 hombres, dirigía victorioso Benjamín Herrera en Panamá.

Durante la guerra de los Mil Días, los conservadores, que contaron para ella con el aparato administrativo y represivo del Estado, debieron enfrentar un enemigo organizado en buena parte en guerrillas. La lucha guerrillera se impuso en el liberalismo por encima de la voluntad de sus grandes jefes Gabriel Vargas Santos, Foción Soto, Benjamín Herrera, Rafael Uribe Uribe y Justo L. Durán, quienes abogaron por la constitución de fuerzas regulares y de verdaderos ejércitos liberales. El aisla-

Voluntarios de un escuadrón conservador acampado delante del panóptico de Bogotá, en 1901.

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Prisioneros liberales tomados en los combales en el occidente de Cundinamarca, octubre de 1899.

miento de las diversas regiones del país; el dominio del gobierno sobre las ciudades, los ferrocarriles y las principales vías fluviales; la elevada autonomía de generales, jefes, patronos y caudillos locales; y la marcada propensión de estos a disputarse entre sí, impidieron que los deseos de convertir las fuerzas liberales en tropa regular pudieran hacerse norma. Con la excepción, en parte, de Panamá y Santander, el resto del país vivió una intensa lucha de guerrillas, efectuada mayoritariamente por grupos que actuaron bajo las banderas liberales, aunque se sabe de algunas de filiación conservadora y de otras que, sin bandera o con ella, se dedicaron al pillaje como medio de vida y de lucro personal. Sin embargo, la mayoría de estos grupos de liberales armados, ya por disciplina política o por necesidad táctica, optaron por una forma de organización basada en la constitución temporal de ejércitos por adición de grupos guerrilleros, pudiendo decirse por lo tanto que en estas regiones las fuerzas liberales fluctuaron entre la

organización regular y la independencia guerrillera. La carencia de armamentos con que el liberalismo inició la guerra se hizo crónica después que éste perdió el río Magdalena y el departamento de Santander y cuando no pudo consolidarse en la provincia de Ipiales. Los pertrechos comprados en el exterior o donados por los gobiernos amigos de Venezuela, Ecuador y Guatemala, sólo irrigaron la periferia de la república, quedando los combatientes de los departamentos del Cauca, Tolima, Cundinamarca, Boyacá y Bolívar librados a su propia inventiva, que los llevó a dedicarse a la alquimia polvorera y a la fabricación artesanal de escopetas, bombas y cañones. Pero la ciencia pudo más que la voluntad de los aprendices de químicos y armeros, que jamás pudieron producir algo siquiera comparable al peor de los fusiles con que el gobierno dotaba a sus soldados. La situación descrita obligó a los combatientes liberales a recurrir a osados asaltos para tomar del enemigo armas y pertrechos, y a utilizar de manera recurrente el machete, lo que ayudó no poco a brutalizar la guerra. Fueron los combatientes de Santander y Tolima, unidos a los negros caucanos que repartieron su servicio entre el gobierno y la «Restauración» liberal, quienes con manos expertas hicieron del machete el arma más eficaz y tenebrosa de toda la guerra. Su efecto destructivo sólo fue comparable al producido por el disparo de fusil Mannlicher con que lograron dotarse las fuerzas liberales que combatieron en la frontera con Venezuela o al de las famosas balas «mascadas» de los guerrilleros de Victoriano Lorenzo en Panamá. Cuando el conflicto de los Mil Días se desató, no solamente los hombres marcharon a los campamentos, sino que hacia allí también confluyeron muchas mujeres, las unas en defensa de su partido, como combatientes, las otras al lado de la tropa repartiendo su labor entre la preparación de alimentos, el cuidado de los heridos y el con-

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suelo espiritual y físico de los combatientes. Conocidas más popularmente como «las Juanas», estas mujeres están indisolublemente ligadas a la historia militar de la República. Si bien «las Juanas» constituyeron la esencia misma de la participación femenina en la guerra, no fue este su único papel, ya que hay múltiples noticias de damas ricas que compraron armas y financiaron grupos guerrilleros, de señoras elegantes de la ciudad que sirvieron de postas, de espías, de informadoras y de abastecedoras de productos químicos y municiones, y no fueron pocas las que convirtieron la ropa blanca de sus hogares en montañas de gasa que despacharon a los campamentos. Los niños también fueron a la guerra: unos desfilando en grupos desde las propias aulas de la escuela, otros fugados de la casa, atraídos por los «héroes» militares que encarnaban los ideales de la juventud, y los más atrapados a la fuerza entre los bandos contendientes y obligados a servir en ellos. No era extraño, pues, ver marchar entre las tropas a niños de 12 o 14 años, arrastrando fusiles que superaban su estatura o corriendo entre las líneas más avanzadas del combate llevando órdenes o puñados de cartuchos a los contendientes. Los aspectos financieros de la guerra fueron una pesada carga que cada bando manejó de acuerdo a sus requerimientos y posibilidades. El gobierno lo hizo por medio de la emisión, del empréstito extranjero, de los impuestos y de las contribuciones forzosas aplicadas a los enemigos; en tanto que el liberalismo lo hizo por medio de contribuciones obligadas, de requisiciones, de saqueos y pillajes, así como de aportes de gobiernos simpatizantes y, en escasa magnitud, de emisiones especiales de reducida circulación y obligatorio recibo. Finalmente, debemos señalar que el desarrollo de este conflicto, del que sólo se excluyeron las regiones selváticas y despobladas, así como el departamento de Antioquia, donde la paz logró reinar después de un efí-

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mero pronunciamiento liberal que terminó sin sangre ni represalias, se caracterizó por la forma regional asumida en su desenvolvimiento general. Este carácter nos llevó a adoptar un tratamiento de tipo regional, y aun pudiéramos decir por áreas socioculturales. Es de advertir que este método nos obligó a dar a cada una de las cuatro regiones en que agrupamos los departamentos del país (la Costa Atlántica: Bolívar y Magdalena; el centro: Tolima, Cundinamarca y Boyacá; Santander; la Costa Pacífica y Panamá: Cauca y Panamá) su propia se-

En julio de 1902, "L' Illustration" de París publicó esta fotografía de los niños soldados del ejército gubernamental.

Un grupo de "chinos" bogotanos, con su uniforme y armamentos, intercalados en un batallón de soldados, 1900.

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Reclutamiento forzoso de combatientes conservadores, en la Plaza de Bolívar de Bogotá, a fines de 1899. Sin un ejército regular, el gobierno organiza la movilización de tropas: por fidelidad ideológica o por obligación, los reclutas se convierten en defensores de la legitimidad.

cuencia cronológica, con lo que al pasar de una región a otra se efectúa un salto en el tiempo que nos lleva de la extensión del conflicto en una zona a sus inicios en otra. La guerra en Santander Desde que los belicistas dieron los primeros pasos preparatorios para la guerra, el territorio del departamento de Santander fue escogido como punto clave en el que la revolución liberal debería hacer su mayor esfuerzo. La escogencia de Santander respondió a una estrategia que se basó, entre otras, en las siguientes razones: 1. La tradición guerrera de la región, que de mucho antes la había convertido en punto de permanente actividad, donde el liberalismo mayoritario había encontrado positiva y unánime respuesta a sus llamados. 2. En esta zona, los problemas económicos y sociales por los que atravesaba el país se veían magnificados, generando una situación más tensa de la que se vivía en el resto del territorio nacional. 3. La importante ayuda prestada por el liberalismo de Santander al movimiento de Cipriano Castro en Venezuela, al que se le habían dado armas y hombres, hacía pensar en una amplia y justa reciprocidad, cuando el liberalismo colombiano se alzara en armas. 4. Su situación fronteriza con Venezuela lo

convertía en un camino seguro para que al país ingresaran armas y pertrechos del exterior. 5. Su ubicación geográfica y su profunda penetración, como una cuña lanzada hacia el corazón de la República, unidas a una extensa frontera con el río Magdalena, hacían confiar en que de ahí el movimiento armado tendría una fácil y rápida expansión. 6. Su accidentada y variable geografía presentaría máximas dificultades a las operaciones de caballería y artillería, restándole así importantes ventajas al ejército legitimista. Finalmente, a esto habría que agregar el importante núcleo liberal dirigente en el departamento, conformado mayoritariamente por ardientes belicistas, que finalmente terminaron imponiendo la guerra. Apenas logrados los primeros triunfos, las fuerzas liberales congregadas en Cundinamarca y Boyacá marcharon hacia Santander, donde se fue constituyendo una abigarrada concentración de soldados y generales liberales. Pedro Soler Martínez, Rafael Uribe Uribe, Justo L. Durán y Benjamín Herrera, entre otros, se dan cita allí, irrumpiendo simultáneamente también los celos y las inquinas, unas cultivadas de antes y otras nacidas de la confluencia misma de las ambiciones individuales. Un incentivo no despreciable de este conflictivo ambiente, donde pululaban los generales sin mando, lo constituyó el hecho de que el director del partido, y ahora de la guerra, el general Gabriel Vargas Santos, aún no llegaba al escenario de la lucha. La falta de una unidad de mando hizo que no pocos buscaran hacer sus propios méritos personales a fin de allanarse el camino hacia las posiciones de dirección cuando llegara a distribuirlas el general en jefe. Pero por encima de tantos intereses individuales se impusieron los tres de personalidades alrededor de las cuales se fueron polarizando las tensiones, al punto que cada una de ellas logró constituir su propio ejército. Eran estas las de Benjamín Herrera, Justo L. Duran y Rafael Uribe Uribe.

Capítulo 4

El general Herrera comenzó a organizar sus tropas en la finca de La Granja, en tanto que Uribe Uribe tomó bajo su mando el llamado Ejército del Sur, procedente de Boyacá y Cundinamarca; Justo L. Durán constituye su propia fuerza en Ocaña y se pronuncia el 19 de octubre de 1899 en la población de Cáchira. Sin mayores contratiempos, los liberales fueron sumando pequeñas victorias, a las que no poco contribuyeron las fuerzas conservadoras, cuyas tensiones internas llevaron a que muchos históricos se sustrajeran a la actividad bélica, llegándose a casos como el de Guateque (Boyacá), donde los primeros disparos de la guerra los hicieron los conservadores entre sí. Iniciada la lucha, el primer combate de importancia ocurre en Piedecuesta (28 de octubre de 1899) donde los liberales sufren una derrota de significación a manos de las fuerzas conservadoras comandadas por el general Juan B. Tovar, que marchan luego hacia Bucaramanga a reforzar esta posición, la cual estaba en manos del gobierno y bajo la responsabilidad del general Alejandro Peña Solano. Hacia allí también convergen las tropas de Uribe Uribe, buscando anticiparse a Tovar; se crean así las condiciones para un combate de grandes proporciones. Paciente, perfectamente atrincherado y con aspilleras en las tapias de la ciudad, el general Peña Solano espera el ataque liberal, cuyas fuerzas marchaban con el 50 % de sus hombres sin fusiles. Un día antes del combate, los liberales no conocían los detalles del terreno, no existían planes de ataque definidos, no había instrucciones para combatir en tanto que sí se tenían informaciones sobre el inagotable parque con que contaban los defensores, parque que Uribe Uribe mismo había calculado que no cabría en 600 muías. Pero, a pesar de todo esto, el día 12 de noviembre, obrando por su propia cuenta, el coronel Matiz inicia el combate sin esperar órdenes

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de nadie, dando comienzo a un gran desastre liberal. Impuesto Uribe Uribe de la apertura de fuegos, manda al coronel Marcos Arango con órdenes de que Matiz suspenda operaciones. Arango, buscando valor en su cantimplora de aguardiente, llega eufórico al campo de batalla donde al ver los muertos y heridos liberales, perdiendo la cordu-

Benjamín Herrera, Justo L. Durán, Rafael Uribe Uribe, Marcos Arango y Rogelio López, jefes liberales; Alejandro Peña Solano, general conservador.

Pañuelo conmemorativo con los principales jefes liberales en la guerra de los Mil Días. Al centro: Gabriel Vargas Santos, Rafael Uribe, Foción Soto y Benjamín Herrera.

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El general Manuel Casabianca, jefe del cerco legitimista que en Cúcuta enfrenta al ejército liberal. Su relevo facilita el triunfo de los liberales.

Ejército conservador comandado por el general Vicente Villamizar, que por orden del ministro de Guerra José Santos se retira a Pamplona, donde esta foto fue tomada por Quintero.

ra, clama venganza e incita a los soldados para que entren al combate. Con incentivos como este, los diversos cuerpos se comprometen en la lucha, haciendo irreversible el enfrentamiento. Derrotado el ejército de Uribe Uribe y reforzados los conservadores con los hombres traídos de Bogotá por el general Isaías Luján, se impone el abandono liberal de la provincia de García Rovira y su marcha hacia Cúcuta. Allí se concentran los ejércitos de Herrera, Duran y Uribe; en tanto que la legitimidad suma los de Luján, Manuel Casabianca y Vicente Villamizar, quienes al mismo tiempo que cercan la región, dan rienda suelta a sus rivalidades personales, en exacto remedo de lo que acontecía en el campo liberal. La fuerza liberal, distribuida en tres grupos, se componía así: ejército de Benjamín Herrera, el más organizado de todos, con 1.500 hombres; ejército del general Justo L. Durán, con 700 hombres; y ejército de Rafael Uribe Uribe, con 1.400 hombres, para un total de 3.600 «descamisados», según los calificara Maximiliano Grillo en su libro Emociones de la Guerra. El cerco legitimista, con buen pertrecho y moral muy alta, sumaba 6.000 hombres. Buscando encontrar salida a su comprometida situación, el liberalismo se moviliza en el mes de diciembre y es interceptado por su oponente en cercanías del puente de La Laja sobre el río Peralonso, donde el día 15 se ini-

cia un combate de capital importancia. Doblado en hombres y recursos, a poco de iniciarse la lucha el liberalismo ya carecía de municiones, en tanto que las posiciones permanecían inalterables. Así es como el 16, con Herrera herido de consideración, Uribe Uribe decide emprender una acción desesperada, consistente en tratar de hacer suyo el puente de La Laja y abrir brecha entre las líneas enemigas. A las cinco de la tarde, Uribe Uribe en persona, y en compañía de 11 voluntarios, cumple con éxito la acción, en la que queda levemente herido. La pérdida del puente y el paso franco al otro lado del río parece como si le hubiese cortado la yugular al ejército conservador, pues éste se desploma iniciando a poco su retirada, que más adelante se torna en desbandada. Dígase lo que se quiera sobre la importancia que el arrojo liberal tuvo sobre el desenlace de la batalla, lo cierto es que militarmente éste es inexplicable; sus razones justificativas son por tanto de carácter político y se ligan al deseo que se atribuyó al gobierno de prolongar la guerra por más tiempo. Este objetivo explicaría algunos hechos en este sentido: Lucas Caballero anota en sus Memorias de la guerra de los Mil Días cómo el nacionalismo había puesto en manos de unos comisionados liberales de paz varias muías cargadas de municiones, en momentos en que el liberalismo carecía casi totalmente de ellas, municiones que a la postre le permitieron a éste dar el combate de que ahora se habla. Con este mismo objetivo de dar ventaja al liberalismo, se habría retirado pocos días antes el mando de las operaciones al prestigioso general Manuel Casabianca, para entregarlo al general Vicente Villamizar. Pero, finalmente, la claridad mayor sobre las intenciones del gobierno, y la raíz misma de la derrota, están contenidas en el extraño telegrama dirigido supuestamente por el ministro de Guerra José Santos al general Villamizar: «Reservado urgentísimo - Generalísimo Villamizar - El Salado o donde se

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halle - Permanezca a la defensiva - Retírese hasta Pamplona - Deje pasar la revolución - Gobierno necesita prolongar estado de cosas, fin circular emisiones, salvar causas, destruya (firmado) José Santos.» Consumada la derrota conservadora, los liberales no aprovecharon las ventajas que les daba el gobierno, ya que si esto hubieran hecho, pronto habrían estado en las puertas de Bogotá Gabriel Vargas Santos, quien llegaba por fin al teatro de las operaciones, justo en el momento para dar el puntillazo definitivo con sus tropas frescas al desbandado ejército legitimista, respondió así a las reiteradas solicitudes hechas en este sentido: «Yo no soy guerrillero, no he venido a presentar certamen de valor.» La frase de Vargas, digna de un paraninfo, suena obtusa en un generalísimo en operaciones que dejaba escapar la única oportunidad clara que tuvo el liberalismo de ganar la guerra. A pesar de que éste no supo cobrar el triunfo, la victoria de Peralonso lo pertrechó como nunca, y la llegada de Vargas Santos le dio unidad de mando; sin embargo, muy pronto el anciano jefe, que ya tenía 74 años, se mostró tan propenso a los odios y las inquinas como cualquiera de sus generales, minándose de este modo, y para siempre, la unidad interna de las fuerzas liberales. Con alta moral, con pertrechos abundantes y con sus filas colmadas, el liberalismo, en lugar de marchar hacia Bogotá, se deja encandilar por el espejismo de un abundante arsenal que del exterior debía traer don Foción Soto, razón por la cual se dirige al encierro de Cúcuta. Ya en Cúcuta, Vargas Santos recibe de boca de Uribe Uribe el pomposo título de presidente provisorio de la República, y bucólicamente se dedica, durante cuatro largos meses de inacción militar, a la fantasiosa organización de una república liberal. Paralizada esta formidable fuerza que ya rondaba los 10.000 hombres, hace presa de ella el consumo de alcohol y la

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dedicación a la conseja, hechos que minaron definitivamente la moral y acentuaron las contradicciones entre sus jefes. Nada, comparado con lo tomado en Peralonso o con lo que se hubiera conseguido de haberse perseguido a los derrotados, significó lo traído por Foción Soto: 2.024 fusiles con unos 75 cartuchos cada uno y dos cañones de retrocarga. En tanto que el sopor de Cúcuta adormecía al general Vargas Santos, los conservadores habían reunificado el mando de las operaciones en las manos del general Manuel Casabianca, y aprovechando que los liberales habían cambiado las ventajas de un ejército victorioso por las de irse a parar en una esquina de la República a esperar lo que les sobraba, la legitimidad acu-

Mosaico de personajes y combates de la guerra en Santander, 1900, donde la guerra habla comenzado el 17 de octubre del año anterior, con el combate de Piedecuesta

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Combatientes liberales dirigiéndose a Palonegro: la batalla se dio entre el 11 y el 26 de mayo de 1900. Abajo, los generales Jorge Holguín y Carlos Cuervo Márquez, jefes del estado mayor conservador, con Emilio y Elíseo Ruiz Roa, Zapatoca, 1899.

mulaba hombres y armamentos, tendiendo de paso un cerco de hierro a la aletargada fuerza restauradora. A finales de enero y principios de febrero de 1900, Herrera y Uribe Uribe deciden ofrecer resistencia al estrechamiento del cerco, consiguiendo en ello dos sonadas victorias en Gramalote y Terán. En este último sitio, Uribe Uribe, con bandera falsa y gritos al

gobierno, logró llegar hasta donde estaban los generales oficialistas medianamente borrachos y los aprisionó sin que tuvieran tiempo de protestar. Para abril, Vargas Santos decide movilizar el ejército con el fin de dirigirse al interior del país, pero poco logran avanzar sus fuerzas, ya que el 11 de mayo de 1900, en las estribaciones de la cordillera de Canta, en inmediaciones de Bucaramanga y Lebrija, se encuentran con las avanzadas del ejército conservador a cuyo mando se hallaba el general Próspero Pinzón, para dar inicio al combate de Palonegro, que se prolonga hasta el 26 del mismo mes. Allí, como en ocasiones anteriores, ambos generales en jefe cometieron toda suerte de errores tácticos, que a la postre, y a pesar del desenfrenado valor de sus soldados, convirtieron un combate de grandes proporciones en una prolongada agonía que consumió por igual a los dos contendores. Fue esta una extensa acción de desgaste, ganada por el ejército que más recursos en hombres y pertrechos mostró. En ella no se emprendió ninguna acción de vastas proporciones en la que se concentraran y comprometieran muchos hombres. Por el contrario, la línea del frente se extendió 26 kilómetros, en los cuales se dio una cruenta sucesión de escaramuzas en las que, durante muchos días, la victoria, como un péndulo, cambió de lado de manera regular. En la tensión desatada por la lucha, cada general en jefe buscó su aliado supremo: Próspero Pinzón, hombre profundamente religioso, lo encontró en su fe, que lo indujo a prometerles a sus soldados un cielo con las puertas abiertas a cambio de su sacrificio en la lucha; en tanto que el radical Vargas Santos lo halló en la tranquilidad del lecho a cuya almohada sometía la consulta de sus más delicadas decisiones. Sobre los hombres que se alinearon en cada bando, el desacuerdo es grande. Según el coronel Leonidas Álvarez Flórez, quien consultó los archivos del Ministerio de Guerra, la cifra es de 18.875 conservadores y de 7.000 libe-

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rales; según Enrique Arboleda fue de 11.443 conservadores y de 14.000 liberales. En la larga batalla habrían muerto 1.500 soldados liberales y 1.000 conservadores. Extenuados por el diurno y nocturno combatir, presos del hambre, asfixiados por la podredumbre de los centenares de muertos insepultados, sofocados por el calor, atacados por epidemias e infecciones, y con la moral destruida por los constantes yerros en la dirección, el 26 de mayo al amanecer el liberalismo deja el campo a las fuerzas del general Pinzón. Sin embargo, para mayor desgracia de los vencidos, la ruta escogida para la retirada, la de Torcoroma, fue tan desastrosa como el mismo desgaste de la lucha: la insalubridad del clima selvático, las fiebres y las fieras terminaron destruyendo lo poco que se salvó de Palonegro. Rehechas en parte algunas fuerzas liberales, éstas continúan combatiendo en Santander, pero al poco tiempo y ya sin esperanzas, los grandes generales con sus hombres van abandonando estas tierras: en agosto, Rafael Uribe Uribe se embarca con unos po-

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cos soldados y se dirige a la Costa Atlántica. Vargas Santos y Herrera se van para Riohacha. Sólo quedan allí, con el carácter de fuerza regular, los 500 hombres que bajo el mando del general Rafael Leal habían permanecido defendiendo a Cúcuta. Las fortificaciones construidas en la ciudad y el interés del gobierno por no cañonear una población llena de civiles, permitieron resistir un prolongado asedio; pero, con su caída en agosto de 1900, termina también la primera fase de la guerra regular en Santander.

Trincheras en el parque Abrego de Cúcuta, con alambradas y durmientes del ferrocarril, para resistir el asedio conservador. Abajo, un grupo de combatientes legitimistas, en vísperas de la batalla de Palonegro.

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Combate de Los Obispos, en el río Magdalena (octubre 24 de 1899), donde los liberales pierden la vía al centro del país. Abajo, osario de Palonegro, donde se estima hubo 2.500 muertos.

El centro del país (Tolima, Cundinamarca y Boyacá) Cuando los comandantes de la flota con que el liberalismo pretendía hacerse dueño del río Magdalena, embotados por el alcohol, eran derrotados en el combate de Los Obispos, se daba una puñalada mortal a los com-

batientes de los departamentos del interior, puesto que este río era el camino más rápido, expedito y corto para hacer llegar armas y pertrechos del exterior al centro mismo del país. A la pérdida del río pronto se unió la del departamento de Santander, con lo que los alzados de las regiones del centro quedaron sujetos a una crónica falta de armas y pertrechos que los obligó a buscarlos en los arsenales del enemigo. Por éstas, entre otras razones, les tocó a los combatientes de esta región del país cumplir la campaña más dura y sanguinaria de toda la guerra. Y se hizo común en ambos bandos no tomar prisioneros. Vicente Carrera, José Joaquín Caicedo Rocha, Tulio Varón, Ramón Neira, Benito Ulloa y Cenón Figueredo fueron de los primeros que en el centro del país desenterraron sus armas, organizaron sus gentes y se lanzaron a la lucha, en tanto que otros como Ramón Marín marcharon hacia las tierras de Santander, de donde sólo regresaron después de sufrir los rigores de la derrota sufrida por el liberalismo en Palonegro. El escenario de operaciones más importante del interior del país fue el valle del río Magdalena, desde Honda hasta Neiva, junto con las cordilleras que lo enmarcan, llegando por el oriente hasta el piedemonte que linda con los llanos y por el occidente hasta las goteras mismas de Popayán. Pasados los primeros combates y cumplida la muerte del veterano general Vicente Carrera, en la población de San Luis (Tolima) el 14 de noviembre de 1899, hacia estas regiones confluyeron importantes generales liberales como Aristóbulo Ibáñez, Nicolás Buendía Carreño, Cesáreo Pulido, Juan MacAllister, Antonio Suárez Lacroix, junto con los ya nombrados inicialmente. La prestancia de todos estos hombres, muchos de los cuales eran figuras militares de guerras pasadas, sirvió de aglutinante a los numerosos grupos que, en forma de guerrilla, florecieron en mil puntos de la región.

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En estos departamentos se pudo palpar con claridad cómo el descentralismo, cultivado a la sombra de los Estados Soberanos, había incrementado los poderes regionales y locales, generando un sinnúmero de caudillos y jefes que se hicieron comandantes de sus propias fuerzas, y que siempre se resistieron a aceptar que alguien tuviera mayor jerarquía y pudiera impartirles órdenes. Por esta razón debieron allí, para poder conformar grandes unidades operativas, adicionar múltiples grupúsculos de irregulares que actuaban como guerrilleros. Este fenómeno permitió ventajas en cuanto a la movilidad e «invisibilidad» de un ejército que se deshacía ordenadamente y sin perder, muchas veces, su capacidad ofensiva; pero también fue origen de una crónica indisciplina y de un hiperactivo individualismo que condujeron a frecuentes derrotas como las de La Mesa, Girardot, Piedras, Ibagué y Soacha, llevando también a que preciados jefes como Avelino Rosas y Aristóbulo Ibáñez, no pudiendo soportar el exagerado autonomismo de sus subalternos, abandonaran el Ejército del Centro. La resistencia conservadora, inicialmente débil en la región, permite que Caicedo Rocha consolide en Chaparral, Natagaima, Coyaima y Purificación, un núcleo al que confluyen muchas guerrillas y del cual sale el primer cuerpo del ejército del Tolima, cuyo mando se le entrega al general Aristóbulo Ibáñez. Ibáñez desarrolla una desigual lucha, con enemigos nacidos dentro de su propia fuerza, y debe amalgamar la ambición de cien jefezuelos con las necesidades de un mando unificado, en tanto que se iba enfrentando a enemigos cada vez más numerosos y preparados. En este continuo ir y venir por los ardientes llanos del Tolima, unas veces ganando, otras sufriendo derrotas, y no pocas persiguiendo sueños de arsenales escondidos en las entrañas de la cordillera del norte por Ramón Marín, o marchando tras el espejismo del poderoso ejército que formado en el exterior conduciría

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Avelino Rosas, recorrió Ibáñez palmo a palmo toda la difícil geografía del centro del país. Tres meses de afortunados combates que se inician con el de Ambato (Tolima) el 7 de mayo de 1900, le restituyen la moral a los liberales y acrecientan sus filas, lográndose abrir operaciones conjuntas con las fuerzas del Sumapaz, una vez perdidas las esperanzas de concordia nacional despertadas por el golpe que los históricos dieron al presidente Sanclemente el 31 de julio. La suma de victorias que permite a las tropas restauradas hacerse dueñas de Viotá, La Quinta y Fusagasugá, las lleva a dar un asalto a las importantes fuerzas que el gobierno

Embarcaciones y protagonistas de Los Obispos José Joaquín Caicedo, general liberal que conforma el primer cuerpo de ejército en el Tolima.

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Miembros del batallón Figueredo, llamado así en homenaje a Zenón Figueredo, dirigente liberal que inició la guerra civil en Nocaima v murió antes de finalizar 1899.

Encuentro del general Rafael Uribe Uribe con tropas liberales en cercanías del Magdalena.

acantonaba en Sibaté, ya en la propia sabana de Bogotá, el 24 de agosto de 1900. Espléndida fue esta victoria y espléndida fue también la celebración a que se entregaron los combatientes en Fusagasugá, descuidando su defensa y permitiendo que el ejército del gene-

ral Nicolás Perdomo los tomara en la más desventajosa de las posiciones, en la población de Tibacuy (Cundinamarca), el 27 de agosto de 1900, destrozando en ella al victorioso ejército liberal. Esta derrota, unida a la no lejana de Palonegro, vino a poner en serios aprietos al liberalismo, y produjo una reducción significativa en sus actividades militares. Sin embargo, pasado un tiempo, las pequeñas y dispersas guerrillas fueron tomando de nuevo inusitada fuerza, muy seguramente ayudadas por el Manual para el combatiente irregular, difundido por Avelino Rosas, y aplicado con éxito en su reciente experiencia militar al lado de Antonio Maceo, luchando por la independencia de Cuba. El citado manual se conoció con el nombre de Código de Maceo, y estaba compuesto por 31 puntos de una admirable y profunda sencillez. De él, y a manera de ejemplo, extractamos algunos puntos: «1. El objetivo del guerrillero es tan sólo molestar, sorprender y destruir. 3. No tomar jamás licor, ni desgastar el tiempo y las fuerzas en placeres. 5. No gastar nunca una cápsula en balde... 7. No dejarse sorprender jamás... 12. No se deje atrás nunca nada que pueda utilizar el enemigo... 14. Los nombres de los guerrilleros deben ocultarse... 20. Los movimientos rápidos valen más que los combates... 21. Casi siempre se puede repetir un golpe... 28. Desechar a los cobardes y a los viciosos, a los crueles y a los sanguinarios...» Para combatir las fuerzas combinadas de Cundinamarca y Tolima, el gobierno había destinado a hábiles generales conocedores de la región, la mayoría de ellos nacidos en el sur del Tolima, y principalmente en Neiva, como Nicolás Perdomo y los hermanos Napoleón y Toribio Rivera, quienes actuaron con Pompilio Gutiérrez. Con mano endurecida condujeron estos generales sus operaciones en la zona, aportando con ello no poca crueldad a una guerra que allí llegó hasta superar los límites de lo imagi-

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nable. Aterradores y demenciales son los relatos acerca del grado de brutalidad alcanzado por el conflicto en esta región, relatos que van desde las madres que se hacían asesinar con sus hijos prisioneros, pasando por los capturados que debían pagar por la bala con que se les mataría, como único medio para evitar una muerte «gratuita», pero a puñaladas; hasta los curtidos luchadores que con la razón perdida mataban a sus hijos de meses, como sucedió en Doima (Tolima) con un oficial del batallón «Conto», quien al regreso de una sangrienta campaña toma al hijo de meses y lo descuartiza a machetazos con el pretexto de «acabar con los estorbos». Viviendo el desespero de la estrechez de municiones, Aristóbulo Ibáñez, quien conoce la llegada a Honda de un moderno y cuantioso armamento que el gobierno debía trasladar a Bogotá a lomo de mula por tortuosas rutas, propicias al asalto guerrillero, convoca una concentración en la región. Siendo más poderosa la indisciplina que la necesidad, sólo pocos jefes concurren a la cita, para cosechar nuevas derrotas. La importancia concedida por el gobierno al transporte de este material se evidencia en el hecho de que fue conducido, directamente, por el ministro de Guerra, general Próspero Pinzón, quien debió pagar con su vida el cumplimiento de la misión, ya que en ella contrajo la fiebre amarilla que a los pocos días le produjo la muerte. Sin municiones y sin perspectivas seguras de conseguirlas, varios son los hombres que incursionan por los caminos de la alquimia, en busca de producir la necesaria pólvora para realzar las balas, siendo uno de ellos Florencio Duarte, quien en lo más abrupto de los cerros de Natagaima y guiado por el Manual del Polvorero, combina el azufre que los indígenas del Cauca hacían llegar desde sus minas, el nitro que las pocas señoras liberales de Neiva conseguían, so pretexto de conservar la carne, y el carbón que de «palo balso» él mismo preparaba. Pero muy

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lejos estaba Duarte de lo que hacían los técnicos de la Winchester en los Estados Unidos o de la Hotchkiss en Francia. Su pólvora de lento encendido prolongaba el proceso de expansión de los gases, haciendo que entre el estallido del fulminante y la salida de la munición pasaran varios segundos, saliendo ésta muchas veces cuando ya el tirador había bajado del hombro la culata del fusil. No distaba mucho esta bala del «famoso» cartucho

Ramón Marín, "El Negro"; Vicente Carrera. Aristóbulo Ibáñez, Cesáreo Pulido y Teodoro Pedroza, jefes liberales; Pompilio Gutiérrez, general conservador. Abajo, Benito Ulloa, general liberal, con su estado mayor. El combatió con 600 hombres en el occidente de Cundinamarca (1901).

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Mosaico de los Mil Días, con los generales liberales Avelino Rosas, Zenón Figueredo, Adriano Quijano, Clodomiro Castilla, Fidel Cano, Cándido Tolosa, Guillermo Vila, Ramón Neira, Deudoro Aponte Pedro Sánchez, Pablo E. Villar y Adán Franco (1900).

recargado en Ocaña, que producía al dispararse un sordo resoplido mientras el proyectil salía dificultosamente para ir a caer unos metros adelante del tirador. El año 1901 es el de la gran ofensiva gobiernista contra las fuerzas guerrilleras del Tolima y Cundinamarca que, cercadas y acosadas, se vieron forzadas a la realización de acciones desesperadas entre las que primaron los asaltos nocturnos. En este tipo de lucha varios de sus jefes se destacaron por su osadía y contundencia en las acciones; tal es el caso de Tulio Varón, quien en la noche del lluvioso Viernes Santo, en el Alto de Gualanday, toma por asalto al Batallón Pagola y a machete, sin disparar un solo cartucho, descuartiza a sus integrantes, dejando escapar a voluntad a 9 de ellos para

que dieran la noticia y expandieran el pánico. Asimismo, el 31 de agosto en la finca de La Rusia, cerca de Doima este mismo jefe con 400 hombres, y en sólo 6 horas, hace una masacre de soldados gobiernistas —se dijo que habían muerto 2.000— con la pérdida de sólo 8 de sus guerrilleros. A raíz de este último asalto se suscitó una anécdota que muestra el mordaz ingenio popular: pocos días después del asalto, Varón y sus hombres regresan al lugar, encontrando que algún soldado del gobierno había escrito sobre una blanca pared de la casa de la hacienda del Hato de Doima, la siguiente frase: «Liberales mata-dormidos», a la que responde un combatiente liberal, valiéndose de un carbón: «El que tiene enemigos no duerme.» A pesar de estas audaces y devastadoras acciones, la ofensiva del gobierno continuó y sus frutos se vieron pronto, siendo uno de los más significativos la muerte del propio general Tulio Varón en las calles de Ibagué el 21 de noviembre de 1901, cuando, en una acción impulsada por el efecto de unas tinajas de aguardiente de olla tomadas al enemigo y consumidas por sus hombres, trató vanamente de cumplir el sueño de tomarse la capital de su departamento. Sin embargo, el conocimiento minucioso de sus zonas de operación y su perfecta adaptación al medio geográfico y climatológico en que operaban los irregulares del liberalismo, les permitió asimilar las derrotas y crecer en la desventaja, al punto que cuando Uribe Uribe reingresa al país desde Venezuela, responden a su llamado y constituyen un poderoso ejército en las mismas goteras orientales de Bogotá. Pero como los males crónicos no desaparecen con el tiempo, allí también se hizo presente el voluntarismo y la indisciplina de los jefes guerrilleros, teniendo en este caso como resultado la derrota que sufre Juan MacAllister en la población de Soacha, cuando compromete una fuerza de 2.000 hombres, en contravía con las órdenes de la dirección, haciendo que,

Capítulo 4

como un castillo de naipes, se derrumbe toda la estrategia militar del liberalismo, orientada a lanzar un ataque frontal contra la capital de la República. Derrotado posteriormente Uribe Uribe en El Guavio y El Amoladero (Cundinamarca), en marzo de 1902, el ejército liberal se atomiza, marchando una parte hacia los Llanos Orientales y Venezuela, en tanto que otros regresan al valle del Magdalena para cosechar nuevas derrotas, a las que Arístides Fernández aplicó una especial dosis de crueldad, que sin dilación cumplieron sus generales. Prisionero en La Jagua, Cesáreo Pulido y cuatro compañeros más son fusilados con el general Gabriel Calderón en el Espinal, el 13 de noviembre de 1902. En La Barrigona, el 25 de julio de 1902, y en Cambao, similar suerte corrieron Antonio Suárez Lacroix y varios más. Aristóbulo Ibáñez, sin hombres y retirado ya de la contienda, es cazado en Boyacá y descuartizado el 29 de octubre de 1902; Ramón Chaves y cinco compañeros más son capturados en Riomanso, cuando buscaban salida al exterior, y son fusilados en Miraflores (hoy Rovira), dos días después de haberse firmado la paz del Wisconsin el 30 de noviembre de 1902. La guerra de la Costa Atlántica (Bolívar y Magdalena) Dos elementos eran primordiales para garantizar un rápido triunfo del liberalismo colombiano: mantenerse victorioso en Santander, para poder tener abierta la vía con el exterior a través de la vecina Venezuela; y hacerse dueño del río Magdalena, para poder pertrechar a los pronunciados del centro y desplazarse rápidamente a lo largo del país. La lucha en Santander se mantuvo hasta mediados de 1900. Pero el control del Magdalena fue muy efímero. Para dominar el río Magdalena, los liberales de Barranquilla habían preparado un sorpresivo golpe que les permitió hacerse con algunos barcos

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que posteriormente, armados y blindados, les garantizarían su control. La acción se realiza en la noche del 19 de octubre, y con ella se hacen dueños de la draga Cristóbal Colón y los buques Cisneros, Barranquilla, Elbers, Gieseken, Helena y Antioquia. En manos del gobierno quedaron dos unidades preparadas para la guerra, el Hércules y el Colombia, que estaban fuertemente custodiadas. Con esos barcos en su poder ascienden por el río, pretendiendo impedir la persecución del enemigo con el hundimiento de una draga, obstáculo rápidamente superado por las unidades del gobierno, que dan alcance a la flotilla liberal a la altura de Gamarra, específicamente en el sitio conocido como de Los Obispos. En este lugar, el 24 de octubre de 1899, se desarrolla un breve pero sangriento combate, donde los inexpertos marinos liberales sufren una sobrecogedora derrota en la que perecen sus más destacados comandantes y en la que se pierde definitivamente el río Magdalena. Con la pérdida del Magdalena, el liberalismo del interior del país quedó abocado a depender en armas y pertrechos de sus propias posibilidades de

El general Aristides Fernández y un grupo de la Policía Nacional, que él dirigía, pasa frente al palacio de Nariño. Sus contribuciones impuestas a los liberales y sus fusilamientos hicieron que los jefes liberales condicionaran las conversaciones de paz a su retiro. Pero continuó en el cargo, agudizándose con ello la guerra.

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General Siervo Sarmiento (liberal), quien desembarca en Riohacha armas de Venezuela (mayo, 1900). General Pedro Nel Ospina, quien se enfrenta a Uribe Uribe en la Costa. Clodomiro F. Castillo, liberal vencido por Juan Arjona (agosto, 1901). Abajo, Uribe Uribe con su secretario y ayudante, el Dr. Urueta.

tomarlos al enemigo, y el de la Costa vio obstaculizados sus planes para la realización de acciones conjuntas entre sus dos grandes espacios territoriales: los departamentos del Magdalena y Bolívar. El general Justo L. Durán, que pronunciado cerca de Ocaña esperaba la llegada de la flotilla para trasladarse a la Costa y abrir operaciones, debió marchar entonces hacia Bucaramanga, con lo que el liberalismo presentó un solo frente de consideración al gobierno, concentrando allí, ambos contendores, sus mayores esfuerzos bélicos.

Obligado el general del ejército liberal a permanecer en Santander, los combatientes de la Costa, sin armas y carentes de un jefe de dimensiones nacionales, debieron optar por limitarse, durante bastante tiempo, a la realización de movimientos tácticos y de escaramuzas sin importancia mayor. Acciones de alguna magnitud sólo se vienen a efectuar a partir de la última semana de febrero de 1900, cuando después del triunfo liberal de Peralonso ingresa al departamento del Magdalena, tras haber ido a Venezuela, el general Justo L. Durán con hombres y armamentos. Durán trae consigo una importante dotación del fusil Mannlicher, semiautomático y de cinco tiros, que en mucho superaba al Gras de un solo tiro con que estaba dotado el ejército del gobierno. Un jefe de prestigio y un armamento de avanzada, convierten a las fuerzas de la Costa, antes dedicadas a movimientos tácticos, en una amenazante fuerza que preocupa al gobierno y lo obliga a abandonar, por segunda vez, la ciudad de Riohacha. Tomada la capital de la provincia de Padilla por el ejército del general Duran, éste la convierte en su base de operaciones y permanece inactivo, hasta el mes de mayo, debido a la necesidad de conservar el único puerto del Atlántico en poder del liberalismo, y por tanto la única vía que éste conservaba abierta con el exterior. Si bien Duran pudo mantener la ciudad en su poder, alto fue el costo que la quietud le hizo pagar a sus fuerzas en disciplina y deserciones. Mientras esto sucedía en el Magdalena, en Bolívar la guerra había empezado más o menos en firme con el combate de Montería, el 28 de febrero de 1900, librado entre las fuerzas liberales de Juan Alberto Ramos y las conservadoras de Milciades Rodríguez, con lo que ya toda la región atlántica quedó involucrada de lleno en el conflicto. La llegada a Riohacha, procedente del exterior, del general Siervo Sarmiento, el 8 de mayo de 1900, con el

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título de Jefe de los Ejércitos de la Costa Atlántica, dio nuevo impulso a las operaciones en la región. Apoyado por dos unidades navales, el Gaitán Obeso y el Peralonso, Siervo Sarmiento da movilidad a sus fuerzas, garantiza una rápida comunicación con Venezuela y las Antillas, y tiende un puente con el liberalismo del departamento de Bolívar. Pero poco duró para el liberalismo esta febril actividad, puesto que el prestigioso general fue tomado por la fiebre amarilla que infestaba la ciudad y murió a los doce días de haber desembarcado. Sombrío resultó este mes de mayo para el liberalismo: muere el general Sarmiento y se sucede en Santander la derrota de Palonegro, mientras el general Durán, pretendiendo desarrollar el plan de Sarmiento para tomarse Santa Marta, fracasa en su intento. Entre tanto, el general Miranda era derrotado cuando buscaba poner bajo el dominio liberal un importante tramo del río Magdalena. Sin haberse podido reponer de tanta adversidad, Durán debe resentir la pérdida de sus dos unidades navales debida a la traición del mexicano Francisco Ruiz, que las lleva a Venezuela y las margina definitivamente de la guerra. Imperioso se hacía entonces para el liberalismo ampliar el teatro de las operaciones, para lo cual reactiva su organización militar en el departamento de Bolívar. Logrando reunir una fuerza de 2.000 hombres, a pesar de la magnitud de la misma no logra cumplir ninguna acción de significación debido, no tanto a la reacción del gobierno, como a las divisiones entre sus jefes. Este es el desastroso panorama que Rafael Uribe encuentra en Bolívar, cuando procedente de Santander llega el 29 de agosto de 1900 a la población de Jesús del Río. No existiendo en la región un caudillo del prestigio de Uribe Uribe, los jefes de las diversas fuerzas lo reconocen como su comandante, lográndose así unidad de mando y concentración de tropas; se procede entonces a realizar en Sincelejo la pri-

mera reorganización, con la ayuda del general Medardo Villacob, y se logra allí un cuerpo de 250 hombres que crece en Coloso con la adición del llamado Ejército del Norte, bajo el mando del general José Ángel Tous. Un mes después de la llegada de Uribe Uribe, y encontrándose éste en proceso de dar coherencia a la acción liberal, ingresa a Bolívar el general Benjamín Herrera con las fuerzas que había logrado salvar del desastre de Santander. Dos jefes de la magnitud de estos dos hombres, entre los cuales desde antes existían rivalidades, no podían coexistir en una misma región, por lo que el 2 de octubre Herrera decide marchar al exterior dejando sus hombres al mando de Uribe Uribe.

El general Juan Arjona, combatiente conservador de la Costa, con Benjamín León y Justo Barrera. La foto fue tomada hacia 1885.

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Sitio donde se firmó el tratado de paz de Neerlandia, el 24 de octubre de 1902, por los generales Florentino Manjarrés, Rafael Uribe Uribe, Urbano Castellanos y el doctor Carlos Adolfo Urueta. En la foto, el coronel José María Valdeblánquez, quien participó en la paz como asistente de Manjarrés. La hacienda bananera "Neerlandia" pertenecía entonces a un holandés.

Fortalecido, el general Uribe Uribe emprende ágil campaña que lo conduce a la toma de Corozal después de haber derrotado al general Milciades Rodríguez, que lo defendía. Procede luego a realizar en ella complejos trabajos de defensa que la convierten en una leyenda de inexpugnabilidad, que paradójicamente se desvanece cuando, ante la amenaza del general Pedro Nel Ospina, Uribe Uribe decide entregarla sin combatir, dejando una carta explicativa a su condiscípulo, de cuyo texto se hizo famosa la frase en que le dice: «Conveniencias de la guerra me aconsejan cederte a Corozal. Ahí te lo dejo con sus fiebres, su hambre y su aspecto antipático...» Desde este momento en adelante, Bolívar sólo le depara derrotas a Uribe Uribe. La más notable fue la de Ciénaga de Oro, a manos del mismo Pedro Nel Ospina, de la que el jefe liberal sólo logra escapar gracias al poco interés que mostró el general gobiernista por capturarlo. Las difíciles condiciones de la lucha, unidas a la

continuidad de las derrotas que empezaban a ensombrecer el prestigio militar del general Uribe, lo llevan a decidirse por abandonar la lucha y pasar el Magdalena, para reunirse en Riohacha con todos los caudillos derrotados en Santander. Una guerra de guerrillas en las difíciles condiciones de la Costa Atlántica no era atractivo mayor para generales que gustaban de las grandes operaciones regulares, por lo que la cúpula dirigente en pleno —Gabriel Vargas Santos, Benjamín Herrera, Rafael Uribe Uribe y Justo L. Durán— toma a fines de 1900 el camino del extranjero por la Guajira. Sin grandes caudillos en la región, Clodomiro F. Castillo asume el mando de las fuerzas revolucionarias de la Costa Atlántica, y se abren las operaciones en la segunda mitad de 1901, gracias al apoyo enviado por don Cipriano Castro, presidente de Venezuela. El mandatario venezolano, en reacción por la abierta participación del ejército conservador en apoyo de la acción militar lanzada desde Cúcuta por su adversario Rangel Garviras, envía en apoyo de los liberales del Magdalena una primera fuerza de 200 hombres al mando del general Rufo Nieves. Contando con el apoyo venezolano, Castillo ataca el 22 de agosto las fuerzas del general Juan Arjona, quien le inflige severa derrota, en la que a más del combate, el liberalismo pierde al general José Francisco Socarrás, asesinado después de ser hecho prisionero, y a quien después de muerto se imploró sepultar porque servía de alimento a los gallinazos. Septiembre es un mes lleno de acciones y movimientos decisivos, en el que no sólo llegan 1.200 hombres más para reforzar el contingente venezolano al mando del general José Antonio Dávila, sino que Carlos Albán desembarca tropas en Riohacha, reestructurando el mando conservador y entregando su responsabilidad al general Ramón G. Amaya. Este jefe conduce las fuerzas del gobierno hasta los campamentos liberales de Cara-

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zua, donde el 13 de septiembre, y con la ayuda del cacique José Dolores y sus indios, vence a las fuerzas combinadas de Dávila y Castillo. Pasada esta derrota, las tropas venezolanas, profundizadas las contradicciones con el mando liberal, emprenden el regreso a su patria, en tanto que los liberales, creciendo en la adversidad, logran hacerse dueños de las provincias de Padilla y Valledupar. Entrado ya el año de 1902, y con Ignacio Foliaco como jefe de las fuerzas legitimistas, los liberales logran alejarlo de su cuartel de Riohacha y tomarla por sorpresa, sometiendo su población conservadora a una impresionante carnicería. Aislado Foliaco y perdida su base de operaciones, debe enfrentar, en las cercanías de Valledupar, a las fuerzas del general Sabas Socarrás, quien lo derrota en Cerro Blanco, otorgándole luego una honrosa aunque muy criticada capitulación. Admirable es, sin embargo, este gesto magnánimo del general Socarrás, ya que siendo hijo del sacrificado José Francisco, no muestra interés alguno en vengar a su padre. El 10 de agosto, procedente de Curacao, llega a Riohacha el general Uribe Uribe, después de haber fracasado en su última campaña desarrollada en los Llanos Orientales y Cundinamarca, y asume el mando de las fuerzas de Castillo, con las cuales ataca a Ciénaga, pero es derrotado. Desde su regreso a la Costa, Uribe Uribe venía más convencido que nunca de la necesidad de buscar una fórmula no militar para terminar la guerra, y en esta convicción lo reafirman las sucesivas derrotas que le inflige el general Florentino Manjarres. Desalentado, inicia conversaciones con Manjarrés y el general Juan B. Tovar, las que conducen al tratado. Este tratado se apoyaba en el decreto del 12 de junio de 1902, por el cual el gobierno ofrecía un amplio indulto a todos los revolucionarios que depusieran las armas. Como en ese decreto se exceptuaba a quienes hubieran organizado expediciones desde

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países extranjeros, situación en la que estaban Uribe Uribe, Herrera y casi todos los jefes liberales, el tratado de Neerlandia aclaró expresamente este punto y dio inmunidad a los jefes liberales. Esto provocó la reacción del ministro de Guerra, José Joaquín Casas, quien ordenó que se sometiera a Uribe Uribe a consejo verbal de guerra, y se cumpliera la sentencia «sin contemplación alguna». Esto habría llevado al fusilamiento del general antioqueño, pero el general Tovar respondió: «He ganado la espada que llevo al cinto combatiendo lealmente en los campos de batalla; prefiero romperla sobre mi rodilla que mancharla con sangre mal derramada y la violación de la palabra que en nombre del gobierno he comprometido.» El 25 de octubre de 1902, se firma el tratado en la finca Neerlandia, que sirvió para desactivar el aparato bélico con que el liberalismo había combatido en el Norte. La guerra en el Occidente. La Costa Pacífica y el Cauca Los liberales del departamento del Cauca respondieron activamente al llamado de declaratoria de guerra en el mismo mes de octubre, y a pesar de que los planes detallados que Uribe Uribe había presentado al presidente del Ecuador Eloy Alfaro, para requerir su apoyo al movimiento desde el año de 1897, resultaron mera ficción a la hora de iniciar acciones, muchos fueron los grupos guerrilleros que se consolidaron en este departamento.

General Avelino Rosas, liberal a quien el revolucionario cubano Antonio Maceo, con quien combatió, le llamó "El León del Cauca"; fue el creador del código de las guerrillas. Carlos Albán, jefe civil y militar de Panamá, desembarcó tropas en Riohacha y reestructuró el mando conservador entregándolo al general Ramón Amaya. General Cicerón Castillo, derrotado por Albán cuando sitiaba a Buenaventura en noviembre de 1900.

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Facundo Mutis Durán, gobernador de Panamá. Al detener a los liberales más destacados, evita ai comienzo de la guerra de sedición en su departamento, hasta el desembarco de Belisario Porras el 31 de marzo de 1900, en Punta Burica.

Pero el mayor esfuerzo para conformar un ejército regular se debió realizar al amparo del territorio ecuatoriano, ante el fracaso sufrido por el Dr. José A. Llorente en Ipiales, que determinó su traslado a la vecina república, desde donde sólo hasta mediados de enero de 1900 se logró realizar un intento significativo de penetración sobre territorio colombiano. La acción señalada fue comandada por el general Camilo A. Álvarez, quien al mando de 300 liberales, entre los que se destacaba un contingente de regulares ecuatorianos, chocó en los terrenos de la hacienda de Simancas con las tropas del general Lucio Velasco, conquistando en ella el conservatismo la primera victoria de su exitosa campaña en la región. La participación en el combate de Simancas de la Columna Alfaro, constituida por militares liberales ecuatorianos, ofendió profundamente al conservatismo, que dio a esta acción el carácter de agresión internacional, y cuya retaliación fue reclamada como una necesidad patriótica, tanto por el gobierno como por la Iglesia. Sin dejarse intimidar por estas reacciones, Alfaro no sólo continuó ofreciendo amparo a los combatientes tras sus fronteras, sino que les dio cuarteles y les otorgó una ración que equivalía a la mitad de la que se le pagaba a sus propios conscriptos. Así es como nuevamente, y con el pretexto de liquidar fuerzas que se organizaban en Rumichaca para invadir al Ecuador, varios batallones del ejército de ese país, junto con tropas de colombianos, atacaron dicha población el 29 de marzo, para cosechar una nueva derrota del liberalismo. Como respuesta a esta acción, conservadores ecuatorianos y colombianos se unieron, penetrando en el vecino país a fin de combatir en sus propios cuarteles de Tulcán a sus contendientes, que, bajo el mando del general liberal González Garró, los derrotaron. Animado por el triunfo y urgido por la necesidad de consolidar una base de operaciones en su propio territorio, el general González Garró

reinicia operaciones en el mes de julio contra las fuerzas combinadas de los generales Lucio Velasco y Gustavo Guerrero, quienes lo vencen en combate librado en la hacienda de Puenes cerca de Ipiales. Sin haber logrado ninguna victoria en suelo patrio, las tropas liberales se alejan de las zonas de guerra internándose en el territorio del Ecuador. La acción de Puenes, que libera la frontera de la amenaza liberal, es completada en el litoral por el general Carlos Albán, quien de manera sorpresiva, en noviembre de 1900, rompe el cerco que Julio Plaza y Cicerón Castillo habían impuesto a Buenaventura, logrando derrotarlos, para luego marchar hacia los propios campamentos liberales en las selvas de Anchicayá. Entusiasmado Albán con los triunfos conseguidos, y deseoso de dejar toda la Costa Pacífica en manos del gobierno, se embarca hacia la isla de Tumaco con el objetivo de arrebatársela a las fuerzas liberales del general Simón Chaux, hecho que consigue el 3 de diciembre de 1900. Vencido el liberalismo, tanto en el litoral como en la zona de frontera, y fracasado su intento por constituir un ejército regular en regiones colindantes con el Ecuador, su actividad militar quedó reducida a las guerrillas del centro del departamento, que fueron impulsadas por la jerarquía del partido. Prolífico se mostró el liberalismo caucano en la organización de guerrillas, cuyos grupos se extendieron desde el valle del Patía hasta el hoy departamento del Quindío en sus límites con el Tolima, arrastrando en su empuje a la población indígena, especialmente a los Paeces y Guambíanos, quienes constituyeron numerosas guerrillas que repartieron su militancia entre los dos bandos enfrentados. En el interregno de un año, contado a partir de julio de 1900, en que duró inactivo el liberalismo del sur, el Cauca recibió una fuerte invasión liberal procedente del Tolima al mando del general José Joaquín Caicedo Rocha, invasión que marchó directamente ha-

Capítulo 4

cia Popayán a fin de consolidarse allí y constituir un núcleo que aglutinara, en forma de ejército, la multiplicidad de guerrillas que actuaban en la región. Derrotado este intento en los mismos ejidos de Popayán, y retornado Caicedo Rocha al Tolima, y Paulo Emilio Bustamante, su segundo, al Ecuador, cualquier riesgo de que el gobierno perdiera el Cauca quedó eliminado. Era incomprensible para los estrategas de la restauración que el liberalismo del sur no hubiera podido triunfar, contando con el apoyo irrestricto del gobierno del general Alfaro. En julio de 1901 coinciden en Quito los generales Avelino Rosas y Benjamín Herrera, desplazados allí con el objeto de dar inicio a una nueva fase de la guerra, que busca reabrir operaciones en el sur y preparar una invasión a Panamá. Con este fin, Avelino Rosas queda al mando de las fuerzas de la región, en tanto que Herrera marcha a Centroamérica. En cumplimiento de su misión, el 31 de julio llega Rosas a Yaramal, para marchar luego a Cumbal, donde expide una proclama e inicia campaña. El plan de Rosas se centró en organizar un ejército regular y marchar con él al centro del Cauca, en vez de actuar en forma de guerrillas, tal como Herrera lo había ordenado con la idea de atraer fuerzas enemigas hacia el centro del Cauca, de manera que fuese factible un desembarco procedente de Centroamérica o Panamá. Rosas actuaba en estos momentos presionado por la necesidad de consolidarse en territorio colombiano, lejos de la frontera con el Ecuador, puesto que el próximo 31 de agosto Alfaro debería entregar la presidencia al general Leonidas Plaza Gutiérrez, enemigo declarado de la colaboración con el liberalismo colombiano. Presionado por la urgencia de ponerse al margen de la frontera ecuatoriana, Rosas da inicio a su actividad bélica, que el 19 de agosto lo conduciría al triunfo de Córdoba y el 20 a la derrota de Puerres, donde herido y

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hecho prisionero por las fuerzas del general Gustavo Guerrero, es luego asesinado mientras reposa en cama. La derrota de Puerres y la muerte de Rosas fueron una hecatombe para las fuerzas que de allí escaparon, muchas de las cuales tornaron al Ecuador al amparo de la noche y con la ayuda de amigos para no caer prisioneros de las tropas que el presidente Plaza había alineado sobre la frontera. Muerto Rosas, el caudillo liberal que Antonio Maceo llamaba El León del Cauca, termina toda acción militar de importancia en el sur del país. Panamá Sin elementos bélicos, ni organización sólida, los liberales de Panamá se dejan ganar la partida por el gobernador Facundo Mutis Durán, quien logra detener a sus más destacados miembros antes que puedan pronunciarse. Sin embargo, la ardorosa juventud que escapó a la acción gubernamental tomó las armas, y en número aproximado de 30 combatientes llegaron hasta La Chorrera, donde la experiencia militar y las amenazas del ejército nacional los obligaron a capitular sin haber librado combate. En calma quedó Panamá hasta el 31 de marzo de 1900, cuando, procedente

Firmantes del tratado de paz de "Wisconsin" el 21 de noviembre de 1902. Por las fuerzas conservadoras: Víctor M. Solazar y Alfredo Vásquez Cobo; por los liberales: Lucas Caballero y Eusebio A. Morales; lo ratifica Benjamín Herrera.

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de Nicaragua y pertrechado por otro presidente colaborador del liberalismo, el general José Santos Zelaya, desembarca en Punta Burica el Dr. Belisario Porras con el general Emilio J. Herrera, como segundo. Desembarcado en un extremo del departamento, Porras inicia una prolongada marcha hacia la capital y encuentra al llegar a San Carlos abundantes pertrechos que Alfaro y Zelaya le hacían llegar, los que hace trasladar a la futura zona de operaciones: la ciudad de Panamá. En busca de prácticos y cargueros que cumplieran este cometido, Porras requiere el apoyo del gobernador de los indígenas Cholos, Victoriano Lorenzo, quien imbuido de un profundo deseo por mejorar las condiciones de vida de su pueblo, sometido, explotado y expoliado históricamente, responde de manera positiva a las promesas que le hace el jefe liberal, comprometiéndose a llevar las armas hasta las vecindades de la capital. Entre abril y julio, tiempo que dura la marcha hacia Panamá, surge una profunda malquerencia entre los generales Porras y Herrera, que conduce a que el combate que se inicia el 21 de julio contra la capital, defendida por las tropas del general Carlos Albán, termine el día 26 con un desastre para Porras y sus hombres. La parte principal de la lucha se desarrolló sobre el Puente de Calidonia, donde los conservadores, fortificados, esperaron a que el ardor combativo de los liberales les hiciera cometer suficientes torpezas como para que allí quedaran muertos 600 de los 1.200 hombres que componían el ejército revolucionario, en tanto que de parte del gobierno sólo se tuvieron 32 bajas y 66 heridos. Como epílogo de esta lucha, los sitiadores capitularon, pudiendo salir con pasaporte cuantos quisieron, con lo que jefes y oficiales marcharon de nuevo al exterior. En Panamá sólo queda una pequeña fuerza que se aglutina en torno a Manuel Antonio Noriega y el grupo de los indígenas Cholos del centro del Istmo, que comanda Victoriano Lorenzo, después

que el gobierno decidió perseguirlos como a combatientes liberales, obligándolos a defenderse y a iniciar una exitosa guerra irregular. Después de algunos intentos por unir las fuerzas de Noriega y Lorenzo, éstas se separan por un conflicto surgido entre sus jefes. Noriega, cumplidas algunas acciones, es derrotado en Los Picachos, el 13 de mayo de 1901, por Francisco Grueso, abandona luego el país y disuelve sus tropas, por lo que Lorenzo y sus hombres quedan como la única fuerza liberal activa en el Istmo. Sin embargo, a pesar del desgaste y acoso que produce al gobierno, no es considerado por Albán como una amenaza suficiente como para impedirle movilizarse e incursionar sobre las costas del Cauca y la provincia de Padilla en el norte del país, como ya se vio en capítulos anteriores. La situación de holgura en que se movía Albán termina con la invasión que el 16 de septiembre llega al puerto de San Carlos procedente de Nicaragua y al mando del general Domingo Díaz. Esta acción del liberalismo se venía a unir a la que un mes atrás había cumplido el doctor Porras al regresar a Panamá, procedente de Costa Rica, para unirse a Victoriano Lorenzo y tomar el mando de sus indígenas. Una vez Díaz en Colombia, éste intenta sumar sus fuerzas a las de Lorenzo, pero esta unión dura poco, ya que las intrigas internas hacen que los indígenas abandonen el campamento y regresen a sus cuarteles para seguir actuando en coordinación con Porras. Díaz abre operaciones, logrando tomarse la ciudad de Colón el 19 de septiembre de 1901, para cuya recuperación el gobierno moviliza todas sus fuerzas, desarrollándose en sus alrededores una serie de acciones, la más destacada de las cuales fue la del Puente de Barbacoas, en la que Carlos Albán efectuó algunos desplantes de temerario valor. Con este combate, y el ya sucedido en El Emperador, la ciudad de Colón queda sitiada por mar y tierra. Allí, su comandante, el general liberal Domingo de la Rosa,

Capítulo 4

amenazado por el gobierno y presionado por todos los comandantes extranjeros de los buques en puerto, renuncia finalmente a su defensa y entrega la plaza al general Albán el 27 de noviembre de 1901. Con esta derrota de Díaz, queda nuevamente el mayor esfuerzo liberal en manos de los hombres que Porras y Lorenzo mantienen en armas, hasta que en el mes de diciembre éstos se suman a las fuerzas que el 24 de ese mes desembarcan en Bucaro bajo el mando del general Benjamín Herrera. Constituida por 3.000 hombres, la expedición que había partido de Centroamérica se convierte en aglutinante general de las dispersas fuerzas liberales en el Istmo, con las que inicia de inmediato operaciones. Después de un éxito inicial en Tonos, el ejército liberal entra en un período de consolidación en el que se presenta un intercambio de prisioneros, cuyos informes le permiten a Herrera enterarse de la reciente requisición hecha por Albán del mercante chileno Lautaro, y de los trabajos que en él se realizan para artillarlo y oponerlo al poderoso Almirante Padilla de los liberales. Herrera, consciente de la imperiosa necesidad de conservar su dominio en el Pacífico, obrando de inmediato, ordena repintar su nave de colores diferentes a los usuales y preparar un plan de ataque sorpresa que, cumplido el 20 de enero de 1902 frente a la ciudad de Panamá, en cercanías de la isla de Naos o Flamenco, termina con el hundimiento del Lautaro y la muerte del general Carlos Albán. Privado del arrojo y la estrambótica genialidad de Carlos Albán, quien había patentado un dirigible en 1892, el ejército conservador pierde la ofensiva y es derrotado en Aguadulce, donde Herrera hace reposar sus fuerzas hasta el mes de abril, cuando abren operaciones sobre la Costa Atlántica, específicamente sobre Bocas del Toro, donde hay victorias para los dos bandos. Aprovechando la movilización liberal, el general Morales Berti, buscando recuperar la iniciativa militar,

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se toma a Aguadulce, donde recibe el apoyo del general Francisco de Paula Castro. El grueso de las fuerzas gubernamentales del Istmo, ante la amenaza de Herrera, se encierra en la ciudad, a la que éste impone riguroso sitio que termina el 27 de agosto con la capitulación conservadora, la que deja un cuantioso arsenal en manos del ejército liberal, cuyas fuerzas llegaban ya a 10.000 hombres. Sin embargo, y a pesar de las brillantes perspectivas que le deparaba la campaña de Panamá, Herrera, escuchando recomendaciones de Uribe Uribe, que había firmado el Tratado de Neerlandia el 29 de octubre, y propuestas que le hacían conservadores y liberales, decide entablar negociaciones de paz. Estas negociaciones se realizan a bordo del acorazado de la armada de los Estados Unidos Wisconsin, y terminan el 21 de noviembre de 1902 con la firma de un tratado que lleva el nombre del barco americano que sirvió de sede para las reuniones, firmado por Víctor M. Salazar y Alfredo Vásquez Cobo, por las fuerzas conservadoras; y por Lucas Caballero y Eusebio A. Morales, por las liberales, y ratificado por Nicolás Perdomo y Benjamín Herrera. La dirección liberal aplaudió y calificó de patriótica la actitud de Herrera al firmar la paz con un ejército victorioso, a fin de evitarle mayores males a la República, y lo convirtió en un héroe de la causa. Pero, desafortunadamente para Panamá y sus indígenas, Herrera, en su deseo de dar prueba de su buena voluntad a los contrarios, y como hecho final de la contienda, hace responsable a Victoriano Lorenzo de un episódico acto de insubordinación de algunos de sus indígenas en el momento de entregar las armas, acto del que Lorenzo ni siquiera fue partícipe, entregándolo al gobierno para que éste le «imparta» justicia. La entrega del abnegado combatiente del liberalismo, tanto como su juicio, viciados ambos de ilegalidad, condujeron a su sentencia de muerte, la que fue ejecutada en las bóvedas de Chi-

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riquí el 15 de mayo de 1903, mientras el piadoso indígena invocaba a Dios y perdonaba a sus enemigos. Firmados los tratados de paz, se desactivaron los núcleos principales del aparato militar liberal. Pese a ello, la

guerra se prolonga hasta avanzado el año de 1903, pues continúa la acción de guerrilleros irreductibles que perseveran en su juramento de no cejar en la lucha hasta la restauración de la república liberal.

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1903: Panamá se separa de Colombia Eduardo Lemaitre Las primeras separaciones

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anamá hizo parte integrante de Colombia desde 1821 hasta 1903, año en que, bajo la protección de los Estados Unidos de América, se constituyó en una nación aparte, independiente y soberana. En su hora, esta última y definitiva separación tuvo, para los panameños, e incluso para los mismos Estados Unidos, razones si no enteramente justificativas, por lo menos explicativas; pero no fue un hecho fatal e inexorable, como algunos han querido ver; pues la verdad histórica es que aquélla nunca se habría producido, al menos tan pronto, si la ferocidad de las luchas políticas entre los colombianos continentales no los hubiera enceguecido hasta el punto de ofrecer en bandeja de plata, tanto a los panameños como a los norteamericanos, lo que unos y otros no consideraban sino como remota posibilidad. Aunque no pocos panameños participaron en la guerra de Independencia, el hecho cierto es que el Istmo de Panamá, como tal, no vino a decidirse

por ésta sino cuando ya España se hallaba prácticamente derrotada y de capa caída en todo el continente americano; «y no lo hizo tampoco con picas, lanzas, rifles y cañones, sino pacíficamente, cuando ya contaba con los jefes de la plaza». Las cosas sucedieron de modo muy fácil. Sencillamente, en el año de 1821, el Istmo se había quedado acéfalo, primero por la muerte del virrey don Benito Pérez, que en Panamá había establecido su residencia; y luego porque su sucesor, don Juan Sámano, encontró más oportuno y conveniente trasladarse a Santa Marta en 1818, en cuanto el pacificador don Pablo Morillo hubo ya consolidado la reconquista del Nuevo Reino de Granada. Quedó, pues, la plaza en manos subalternas, y fue así cómo en 1821, la comandancia militar y civil del Istmo vino a manos de un hijo del país, el coronel José de Fábrega, el cual asumió la responsabilidad de permitir que el 10 de noviembre de 1821 se lanzara un «grito» de independencia en la Villa de los Santos, y que luego, en la ciudad de Panamá, se reuniera una junta, que declaró la independencia y determinó que el territorio istmeño hiciese parte de la República de Colom-

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Oficio dirigido al general Francisco de Paula Santander por el coronel José Fábrega el 10 de enero de 1822, comunicándole la adhesión de Panamá a la República de Colombia (Libro copiador, Archivo de la Cancillería, Bogotá).

bia. Como era apenas natural, el coronel Fábrega fue reconocido como jefe superior. No se disparó ni un tiro; antes bien, tal como acontecería ochenta y dos años después con respecto a Colombia, todo sucedería en relación con España, con la complicidad del propio gobierno. La adhesión de Panamá a Colombia no fue, sin embargo, decidida sin alguna oposición por parte de ciertos sectores de opinión, ni presiones internacionales adversas. De México, por ejemplo, llegaron comisionados del emperador Agustín de Iturbide para convencer a los panameños de

que se hicieran parte, como el resto de Centroamérica, del Imperio Mexicano. Y, por otra parte, el obispo de Panamá, fray Higinio Durán, que era limeño, maniobró de modo que esa integración se llevara a cabo con el Perú, nación con la cual Panamá mantenía, evidentemente, más frecuentes relaciones que con México y la Nueva Granada; pero, por último, los panameños, capitaneados en la junta por don José Vallarino, determinaron unirse más bien a Colombia, que en esos momentos se mostraba a sus ojos poderosa y resplandeciente, aureolada por la misma gloria de Bolívar. Hacia ella los panameños se fueron; pues, como la mariposa hacia la luz, «libres por su propia virtud» como el mismo Libertador lo dijo en su carta de respuesta al oficio en el que el coronel Fábrega le comunicó la decisión tan trascendental. Pero no debe perderse de vista que esa incorporación fue siempre considerada por los panameños como necesidad temporal, mientras el país, separado física y temporalmente del mundo andino, cuyo epicentro estaba en Bogotá, crecía y se hacía apto para el manejo autónomo de sus propios intereses. Tarde o temprano aquella unión tendría que deshacerse, dada la escasa voluntad integracionista que las antiguas colonias españolas han manifestado a través de los años y, sobre todo, la diferencia radical de intereses económicos del Istmo, que tienen su base en la prestación de servicios, con los más complejos de Colombia. Además, la separación ocurrida en 1903 no fue la primera, sino la quinta intentona realizada por los panameños por formar casa aparte. La primera separación de Panamá tuvo lugar en 1830, cuando el Libertador renunció al ejercicio de la primera magistratura. Protagonista de este episodio fue el general Domingo Espinar; pero Bolívar improbó, como era lógico, aquella desmembración, y las cosas volvieron a su lugar. La segunda ocurrió poco después, apenas aquél expiró en Santa Marta,

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dándose con ello la sensación de que, para los panameños, su anexión a Colombia dependía de la vida del Libertador; pero tampoco duró mucho, porque, a poco, el promotor de esta secesión, el general venezolano Juan Eligio Alzuru, fue sometido por fuerzas colombianas al mando de un panameño, el general Tomás Herrera, y fusilado prontamente. Vino una tercera desmembración, ésta ya más seria, durante la célebre guerra de los Supremos, en 1840; siguiendo la pauta marcada en el interior del país, el dicho general Herrera se declaró también jefe supremo en Panamá, y creó un estado soberano, al que llamó «Estado del Istmo», del que fue proclamado presidente. Pero luego el propio Herrera ordenó la reintegración de Panamá a la plena soberanía granadina, mediante la promesa que se le hizo de una reforma constitucional que le daría a Panamá cierta autonomía. Ahora bien, esa reforma tardó algún tiempo, y no se vino a cumplir, sino en 1857, casi veinte años después, cuando fue creado el Estado de Panamá, pero como parte integrante del Cuerpo Nacional, del que don José de Obaldía fue primer presidente. Esta circunstancia permitió que el Istmo permaneciera prácticamente independiente del resto de la República durante los casi tres largos años —de 1860 a 1863— que duró la sangrienta revolución encabezada por el general Mosquera contra el gobierno legítimo del doctor Mariano Ospina Rodríguez. El aislamiento del Istmo con respecto a Bogotá fue tan completo, que la correspondencia oficial había que enviarla por la vía de Venezuela. Terminado este período revolucionario, los panameños pretendieron continuar como iban, sin nexo alguno de soberanía con Colombia; mas el general Mosquera, triunfante en su revolución y dueño ya del poder, envió al Istmo un batallón, que sometió al nuevo y joven presidente de ese estado, Santiago de la Guardia, en el encuentro de Río Chico, donde éste pereció; úni-

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ca víctima, por cierto, de aquella curiosa «batalla»; y extraordinario ejemplo de cómo podrían y deberían acabarse las guerras: muriendo sólo los jefes de los ejércitos contendientes. ¿Canal o ferrocarril? Desde el momento en que los descubridores del Nuevo Mundo se convencieron de que no existía paso franco entre los dos grandes océanos, salvo por el remotísimo y peligroso estrecho de Magallanes, la idea de comunicar al Atlántico con el Pacífico mediante un canal a través del Istmo de Panamá empezó a obsesionar todas las mentes. Pero el temor de que, abierto el Canal, pudiera caer en manos extrañas, atemorizó a la Corona de España. No volvió a hablarse del canal de Panamá en España hasta 1814, pero ya era tarde. Sería a los americanos a quienes tocaría acometer aquella obra. En efecto, eran éstos a quienes más le interesaba ahora el proyecto. Bolívar habló de ello en el Congreso de Angostura, y años más tarde se comisionó al doctor José Fernández de Madrid para que obtuviese en Inglaterra apoyo financiero para emprender directamente la excavación; y el gobierno de los Estados Unidos, ya que era consciente de la importancia de tal obra, instruyó a sus delegados al Congreso de Panamá en 1826, para

Parle final del documento reproducido en la página anterior, según transcripción en el Libro copiador (Archivo de la Cancillería). La adhesión de Panamá se produjo después del grito de independencia de Villa de los Santos, noviembre 10, 1821. Fábrega era comandante militar y civil del Istmo, en ese momento.

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ban sobre apertura de un canal, ofreciendo también la alternativa combinada del canal o ferrocarril, lo mismo que Bidle; o las dos a la vez. Y el gobierno colombiano le otorgó también ese privilegio. Hubo pues un momento en que existieron tres concesiones simultáneas. La del barón, la de Bidle y la de Salomón & Compagnie; y esto enredó de tal modo las cosas que, en 1843, la cancillería granadina resolvió anularlas todas, y hacer mesa limpia, dejando a un lado la idea del canal y, dirigiendo más bien sus empeños hacia la construcción de un ferrocarril. Fue así Santiago de la Guardia, que advirtieran que «si esa obra se hapresidente del estado cía, debían sus ventajas extenderse a cómo, en 1847, se le concedió este pride Panamá que intentó todas las naciones de la tierra, mediante vilegio por noventa y nueve años a mantener la soberanía justa compensación e impuestos ra- Mateo Klein; pero Klein tampoco del Istmo zonables». pudo cumplir, y su concesión fue deenfrentándose al Así estaban las cosas cuando apa- clarada caduca un año después; sin general Mosquera; muere en el encuentro reció por el horizonte de la Nueva embargo, la idea del ferrocarril se hade Río Chico. Granada un tal barón de Thierry, per- bía abierto fácil camino, y pronto sería Sir Henry Litton Bulwer, sonaje un poco misterioso que tenía, una realidad. enviado extraordinario entre otras, la obsesión de conquistar y ministro Mientras todas estas gestiones e inpara Inglaterra las tierras, vírgenes tentonas se cumplían, la Nueva Graplenipotenciario de Inglaterra, negociador aún, de Nueva Zelandia, y de abrir un nada había empezado a sentir el peso del Tratado Claytoncanal por Panamá, para que esa con- que implicaba la tutela y defensa del Bulwer entre Estados quista fuera más hacedera. Y como ya Istmo, y había llegado al convenciUnidos e Inglaterra desde 1834 el Congreso de la Nueva miento de que tal misión era imposible (¡850). General George McMaster Granada había autorizado al ejecutivo para contratar la apertura a través del sin ayuda exterior. ¿Y de quién, sino Totten, constructor del ferrocarril de Istmo de un camino carretero o de hie- de Inglaterra, podía venir esa ayuda Panamá y primer rro, o bien un canal, el barón viajó a poderosa? superintendente de la Por aquellos días, las relaciones enBogotá y obtuvo fácilmente, en 1835, Panama Railroad un privilegio por cincuenta años para tre Inglaterra y nuestro país eran suCompany, en 1853. abrir este último. Mas no había pasa- mamente cordiales, debido al apoyo do sino un año, cuando el gobierno del que aquella nación nos prestara en general Santander, de modo inexpli- nuestra guerra de Independencia; cable, otorgó otro privilegio, por cua- pero un buen día de 1836 ocurrió en renta y cinco años, a un norteameri- Panamá cierto incidente callejero, en cano, el coronel Bidle, para establecer el que el procónsul británico Joseph un sistema combinado ferro-fluvial de Russell resultó herido; y para cobrar transporte transístmico: ferrocarril, esa ofensa, Inglaterra mandó toda una desde Panamá hasta «Cruces»; y na- flota que bloqueó y amenazó con vegación, desde «Cruces», por el Cha- bombardear el puerto de Cartagena. gres, hasta el mar Caribe. Con lo cual se rompió el idilio, y los Con esto se complicó la situación, dirigentes granadinos, atemorizados, porque mientras tanto, el barón de vieron claramente que lo que por deThierry, o mejor dicho, una empresa bajo corría era algo más grave, y muy llamada Salomón & Compagnie, for- posible: la conquista franca y abierta mada por él con otro socio de apellido del Istmo por los ingleses. Volvieron Salomón, se apresuró a ampliar sus los ojos entonces hacia los Estados propuestas originales, que sólo versa- Unidos, que aunque en menor escala

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que Inglaterra, también eran ya una potencia naval. Se celebró entonces, en el año de 1846, siendo presidente de la República el general Tomás Cipriano de Mosquera, un tratado, célebre en nuestra historia, que llevó el nombre de Mallarino-Bidlack, en cuya virtud se dispuso que los ciudadanos, buques y mercancías de los Estados Unidos, disfrutarían en todos los puertos de la Nueva Granada, incluso los de la parte del territorio granadino «generalmente denominado Istmo de Panamá», de todos los privilegios de que en ese momento gozaban y en lo sucesivo gozasen los propios ciudadanos granadinos, sus buques y sus mercancías. Como se ve, esta estipulación colocaba en absoluto pie de igualdad a norteamericanos y granadinos. Por su parte, los Estados Unidos se comprometieron a garantizar positiva y eficazmente, a la Nueva Granada, la perfecta neutralidad del Istmo, «con la mira de que en ningún tiempo, existiendo este tratado, sea embarazado ni interrumpido el libre tránsito de uno a otro mar; y por consiguiente garantizan de la misma manera los derechos de soberanía y propiedad que la Nueva Granada tiene y posee sobre dicho territorio»-. ¿Fue bueno o malo para la Nueva Granada, para Colombia, este tratado? Todavía, siglo y medio más tarde, y más de ochenta años después de haber sido anulado por la fuerza de los hechos, se discute sobre el particular entre los entendidos. En todo caso, lo cierto es que, quedar hecho y ratificado ese tratado y enardecerse de inmediato la agresividad inglesa en el Caribe, y la rivalidad entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos, fue sólo uno. Lo primero que pasó fue la toma por fuerzas británicas del puerto de San Juan del Norte, en Nicaragua, posible terminal de otro canal interoceánico por ese país, del que también se venía hablando como proyecto realizable desde remotos tiempos, junto con el de Panamá.

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Con esto, la pugna entre las dos potencias se puso al rojo vivo; hasta que, por fin, en 1850, las dos naciones creyeron más prudente zanjar sus diferencias de modo pacífico, y firmaron un tratado, también célebre en nuestra historia y en la del mundo entero, llamado Clayton-Bulwer, el cual vino a ser, para la Nueva Granada, como el tercer lado de un triángulo con el que se cerraba la garantía de su soberanía sobre Panamá. Pues aunque el objetivo principal de este documento fue arreglar la diferencia surgida específicamente sobre el Istmo nicaragüense, y asegurar para ambas nacio-

Modelo del primer tren de servicio transístmico de Panamá, inaugurado el 28 de enero de 1855

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nes iguales prerrogativas en el uso del hipotético canal que por allí se llegara a construir, también lo es que, habilidosamente, los ingleses se ingeniaron para hacer extensivos tales compromisos a todo el Istmo centroamericano, en general. «Ni el uno ni el otro obtendrá para sí, dice el documento, el predominio exclusivo sobre dicho canal, ni sobre ninguna otra parte de la América Central.» O sea que los ingleses deponían por ese medio sus pretensiones sobre la Costa Mosquitia nicaragüense; pero a su vez, los Estados Unidos tampoco podrían valerse de su reciente tratado con la Nueva Granada para hacer un canal por Panamá que sólo a ellos beneficiara. Durante la vigencia del tratado Clayton-Bulwer, la soberanía colombiana en Panamá se mantuvo; pero apenas el gigante americano logró zafarse de esa ligadura, todo estaría perdido, como veremos. Mientras lo del canal quedaba, pues, bloqueado en esa forma y aplazado para el futuro, las gestiones para construir un ferrocarril transístmico

Primera página y firmas del Tratado Mallarino-Bidlack entre Estados Unidos y Colombia, acordado en Bogotá el 12 de diciembre de 1846, durante el primer gobierno de Mosquera, como una forma de neutralizar la amenaza inglesa sobre Cartagena. El Tratado dio tratamiento privilegiado a los norteamericanos en los puertos colombianos, incluidos los de Panamá (Archivo de la Cancillería).

adelantaban. Cada vez, en efecto, se sentía más la necesidad de esta obra, pues ahora, en esa medianía del siglo una oleada migratoria había empezado a movilizarse desde las costas orientales de los Estados Unidos, hasta los territorios de California, recientemente arrebatados a México, y en donde, además, el oro había aparecido en grandes cantidades y casi a flor de tierra. Un ferrocarril que sustituyera el primitivo sistema de transporte existente desde tiempos coloniales en el Istmo, tenía por lo tanto que ser negocio muy rentable, y esto hizo posible que el capital y los hombres necesarios para adelantar la obra estuvieran pronto disponibles. Así, pues, apenas el general Mosquera llegó al poder en 1846, encontró propuestas sobre el particular, y pronto concedió el privilegio al señor William N. Aspinwall, para que procediera a realizar el proyecto. El privilegio se limitó a cuarenta y nueve años y la Nueva Granada recibiría, en correspondencia, el 3% de las utilidades de la empresa. Estaba ya, pues, en marcha, lo que se-

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ría poco después la archifamosa compañía llamada Panamá Railroad Company, que tanto ruido metería en la historia colombiana, y que vendría a ser, a la larga, gracias a una treta tan ingeniosa como sucia, la gran responsable directa del éxito que tuvo en 1903 la quinta y última intentona de separación de Panamá. En efecto, poco tiempo después, el señor Aspinwall contrató la ejecución de sus trabajos con los ingenieros George M. Totten y John C. Trawtwine; y un día de 1850, este último inauguró simbólicamente los trabajos. No fue fácil, sin embargo, la ejecución de aquel proyecto. Al contrario, ella constituyó, en su época, una verdadera proeza para la que se unieron la inteligencia, la técnica, el trabajo y la perseverancia. La obra, no obstante, salió adelante, y a los cinco años de empezadas las paralelas de hierro, el 27 de enero de 1855, a media noche, bajo la lluvia, entre la oscuridad y los relámpagos, el último riel fue colocado en la ciudad de Panamá y al día siguiente el primer tren rodó cruzando el Istmo de un océano al otro. Esto se dice en pocas palabras, pero cuántos esfuerzos, sufrimientos, dinero y vidas humanas fueron necesarias para coronar aquella empresa que era gigantesca para los recursos y la tecnología de su tiempo. Sobrará decir que el ferrocarril de Panamá fue, desde el comienzo, un éxito económico colosal. Con la construcción del ferrocarril y la erección del territorio como Estado Soberano de la Unión Colombiana, Panamá se convirtió en una ciudad cosmopolita y turbulenta, y esto dio pretexto a que, con distintos motivos, los Estados Unidos, haciendo uso de la cláusula 35 del tratado de Herrán, desembarcaran tropas en el territorio ístmico en numerosas ocasiones, dando con ello lugar a recíprocas reclamaciones entre los dos gobiernos. No ha sido posible reconstruir con exactitud cuántas veces ocurrieron esos desembarcos, pues se llevaban a

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cabo con cualquier motivo, y por lo general, sin previa solicitud al gobierno colombiano; pero los más famosos fueron los de 1856, 1885 y, desde luego, el de 1903. El de 1856 fue el que tuvo lugar cuando el famoso incidente «de la tajada de sandía», en el que un súbdito estadounidense, en estado de embriaguez, dio muerte a un negro panameño, vendedor de frutas, que le reclamaba el precio de una tajada de sandía. Esto dio lugar a una trifulca, y luego a una iracunda reacción del pueblo panameño, que dejó como saldo 15 norteamericanos muertos y 16 heridos; y a una respuesta militar igualmente iracunda del gobierno de Washington, que hizo ocupar por sus tropas la ciudad de Panamá durante tres días. De este incidente se siguió un largo pleito entre las dos naciones, que finalmente le costó a Colombia el pago de una indemnización de 412.000 dólares a los familiares de las víctimas, suma elevadísima para aquella época. El desembarco de 1885 no fue menos dramático, pues se llevó a cabo con motivo del total incendio de la ciudad de Colón, durante la guerra civil en que Colombia se debatía por aquella época.

Movimiento de pasajeros en el puerto de Panamá de tránsito hacia California en 1856, un año después de haber sido inaugurado el ferrocarril.

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nal. En Washington, sobre todo, se notó en cierto momento gran ansiedad por apechar y resolver este problema definitivamente, y el presidente Ulyses A. Grant envió varias expediciones para que estudiaran la posibilidad de aquella vía acuática desde Tehuantepec hasta Colombia. Y en previsión de que la zona escogida para el canal fuera la de Panamá, sus diplomáticos en Bogotá iniciaron entonces negociaciones para la celebración de un tratado sobre el particular. Dos protocolos llegaron así a firmarse entre las dos naciones para facilitar la construcción del canal por los Estados Unidos; pero uno, concertado en 1869, que llevó el nombre de protocolo SullivanSamper-Cuenca, fue negado por el Senado colombiano; y otro, celebrado un año después, en 1870, que llevó el nombre de Arosemena-Sánchez-Hulburt, fue improbado por el de los Estados Unidos. De este modo, las relaciones colombo-norteamericanas siguieron regidas, y lo seguirían siendo hasta 1903, por el viejo tratado Mallarino-Bidlack. El canal francés

Vista a vuelo de pájaro del proyecto del canal del Darién y plano de la fortaleza del mismo dedicado al general Herrón y a Mariano Ospina Rodríguez, dibujados por A. Airiau (Archivo Nacional).

Y el de 1903 fue el final, porque a su amparo, los conjurados en la ciudad de Panamá lograron apresar impunemente a las autoridades colombianas, y dar remate a su revolución de independencia, o sea que el tratado de 1846, que teóricamente debía servir para proteger la soberanía de Colombia en el Istmo, les sirvió a los Estados Unidos, como arma de dos filos, para arrebatárnosla... Al paso que estas cosas sucedían en Panamá, la idea de abrir un canal interoceánico volvía a preocupar a las grandes potencias mundiales, pues se veía claro que el ferrocarril transístmico no era sino solución provisio-

Mientras estas cosas sucedían en América, allá en el Medio Oriente un acontecimiento extraordinario atraía la atención del mundo entero. En 1869 Fernando de Lesseps, un gran empresario francés, coronaba triunfalmente la hazaña de unir el mar Rojo con el mar Mediterráneo por medio del canal de Suez. Era la realización de un sueño milenario de la humanidad. La culminación de esta obra gigantesca, que llenó de gloria a su autor, fue posible gracias a varios factores favorables, que providencialmente se reunieron para posibilitarla: el apoyo del khedive de Egipto, el parentesco político del mismo Lesseps con el emperador de Francia, Napoleón III, para el proyecto, y los desarrollos de la técnica moderna, que permitían construir grandes dragas y palas movidas a vapor; pero sobre todo, la personalidad avasalladora, llena de ener-

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gías y optimismo de Lesseps, que a todo se atrevía. Y si esta obra colosal se había hecho realidad, ¿por qué no iba a ser igualmente posible unir el Atlántico con el Pacífico, a través del istmo centroamericano? Numerosos congresos geográficos se reunieron en Europa, por aquella década de 1870, para estudiar la factibilidad de la obra. De uno de ellos salió la idea de enviar una expedición científica a Panamá, para estudiar la cuestión sobre el terreno. Esta misión estuvo presidida por un miembro de la familia Bonaparte, Napoleón Bonaparte Wyse, bajo cuya dirección varios científicos y exploradores recorrieron la región del Darién de sur a norte, y a la inversa. Convencido de la posibilidad del canal, Bonaparte Wyse no perdió tiempo: viajó seguidamente a Bogotá, y en poco tiempo obtuvo del Congreso y del gobierno colombiano un privilegio exclusivo para la ejecución y la explotación de un canal marítimo entre los dos océanos a través de su territorio. El término del privilegio se fijó en noventa y nueve años y se autorizó la cesión de éste a otras personas o sociedades financieras. Todo, contra una regalía del 5% del producto bruto de la empresa, y otros beneficios menores. Este contrato llevó el nombre de Convenio Salgar-Wyse. Con aquel documento en su poder, Bonaparte Wyse regresó a Europa, y al poco tiempo estaba ya constituida una sociedad comercial preliminar, promotora de otra mayor, que debería ser la constructora del canal, a la cual se traspasó la concesión. A esas horas, Fernando de Lesseps descansaba de tantas fatigas en su casa de campo de Le Fernay, pensando que había ya terminado su carrera, cuando unos comisionados de la promotora del nuevo canal se le presentaron allí para tentarlo nuevamente. Y «el gran francés» (como ya se le llamaba en todo el mundo) tuvo la debilidad de acceder a ponerse al frente de aquella nueva empresa. Sueños de nuevas glo-

rias empezaron a turbarlo. Es verdad que ya había pasado los 60 años; pero para eso tenía a su hijo Charles a su lado, que podría encargarse del manejo directo de la compañía y asumir las responsabilidades menores; él sería sólo la cabeza directora. Algunos meses después, a principios de 1880, el ilustre anciano, con las energías de un joven de apenas 30 años, estaba ya recorriendo el Istmo; y, poco más tarde, de regreso en París, hizo esta predicción solemne: «Nuestro trabajo en Panamá será bastante menos difícil que en el desierto de Suez.» Advirtió, que si la empresa iba a tener carácter enteramente privado, y no oficial, tendría que ser un negocio lucrativo y para que esto se lograra el canal tenía que ser sin esclusas, a nivel de los dos mares. Se fundó entonces la Compagnie Universelle du Canal Interocéanique de Panamá. La obra iba, pues, a realizarse: de eso no cabía duda, y bastaba que Lesseps, con su autoridad, lo proclamara urbi et orbe; pero, por eso mismo, fuerzas ocultas de carácter internacional, político y financiero, empezaron a agitarse para entorpecer el proyecto. Efectivamente, no eran ya los tiempos de Suez, ni de Napoleón III, que había sido destronado, después de la derrota francesa en Sedán a manos de los alemanes, y una república bullanguera y antibonapartista se había ins-

Posible canal del Atrato-Truandó, mapa levantado por orden de los congresistas y el secretario de Guerra y Armada de los Estados Unidos, 1858-1859 (Mapoteca del Archivo Nacional).

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Fernando María, vizconde de Lesseps (1805-1894), en uniforme diplomático. Gran empresario y constructor del canal de Suez, dirigió el primer proyecto de construcción del Canal de Panamá.

taurado en Francia, que no daría el mismo apoyo moral a esta nueva obra de Lesseps. Además, los tiempos habían cambiado mucho en el mundo financiero, y no era ya la época en que unos pocos grandes banqueros dominaban el mundo de los negocios, bastando con que uno de ellos apoyara un proyecto para que la obra se pudiera realizar. Ahora lo que existía era la «banca», una entidad vaga y anónima, que no tenía dueño preciso, compuesta de bancos, sociedades de crédito y sindicatos financieros, todos rivalizando entre sí y ejerciendo presiones sobre el mercado y sobre el gobierno a través de intermediarios influyentes y

de periódicos más o menos venales. Para conciliar su buena voluntad, era preciso someterse al juego sucio de sus intereses. Pero, sobre todo, cubriendo el horizonte como una nube negra, estaba la sombra de Monroe: definitivamente a los Estados Unidos no les hacía gracia la idea de que el canal para la América Central fuera a ser construido por unos franceses, así se tratara de una empresa privada y universal, como lo había proclamado y exigido Lesseps; y acto seguido, sus gigantescas fuerzas políticas y financieras se pusieron en guardia. «Hay que detener a Lesseps», fue la consigna que los periódicos de Norteamérica repetían a diario. El propio presidente Hayes de los Estados Unidos, sin oponerse abiertamente a la obra, dejó caer estas palabras ominosas: «Los Estados Unidos reclaman el derecho de ejercer un protectorado exclusivo sobre el canal que los franceses se proponen construir por territorio de Colombia.» No obstante, era tal el prestigio de Fernando de Lesseps, que el proyecto siguió viento en popa. La Compañía Universal del Canal Interoceánico de Panamá adquirió la concesión originalmente otorgada por Colombia a Bonaparte Wyse, e inició seguidamente la tarea preliminar de levantar planos topográficos del Istmo y del Canal. El dinero empezó a fluir a las arcas de la sociedad. En su primera emisión de acciones, a finales de 1880, la compañía encajó trescientos millones de francos. El público francés estaba entusiasmado. Lesseps consideró aconsejable poner las obras, como había hecho en Suez, bajo la responsabilidad de una sola gran empresa contratista, la firma Couvreux, cuyo presidente era el ingeniero George Blanchet; y, con obstáculos, pero de momento menores, las obras fueron iniciadas. Simbólicamente, una pequeña hija de Lesseps hizo estallar, a control remoto, el primer explosivo. Los trabajos del Canal parecieron avanzar entonces con rapidez. Pero dos enemigos formidables estaban em-

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boscados en las sombras del propio Istmo para obstaculizar su labor. Eran, por una parte, el invierno panameño, con las consiguientes riadas torrenciales del río Chagres; y la fiebre amarilla, que en sólo tres días llevaba al sepulcro a quien no fuera inmune a esa enfermedad. El propio Blanchet, director de las obras, fue una de las primeras víctimas, seguido por el secretario de la compañía Henry Bionne, y este suceso retumbó con eco siniestro en toda Europa. Una atmósfera de prevención empezó a formarse a propósito del clima panameño, y no hubo ya manera de contar con los servicios de ingenieros y técnicos de alta calidad, sino a base de salarios fantásticos, que muchas personas criticaron como favoritismo de Lesseps. Pero si la fiebre atacaba y vencía por lo alto en los cuadros directivos, ¿qué decir de lo que ocurría en las filas de los miles de trabajadores que los contratistas habían hecho venir de todo el mundo para trabajar en el canal? Es cierto que la compañía no había descuidado el aspecto de la salubridad en sus campamentos; varios hospitales habían sido construidos en Colón, Panamá y Taboga, y prestaban servicio eficiente y a la altura de la medicina moderna; pero el problema radicaba en que hasta entonces no se había descubierto ni la causa ni el medio de propagación de la fiebre. Por otra parte, el invierno panameño hacía prácticamente imposible adelantar trabajos en cierta época del año y esta circunstancia encarecía el costo de las obras de tal modo que los cálculos económicos de Lesseps fueron resultando fallidos, y hubo necesidad de más y más capital para atender el ritmo dificultoso de los trabajos. Los cuales avanzaban es cierto, pese a todo; pero cada vez se veía más de bulto que al empeño de Lesseps en el sentido de hacer el canal de nivel, se oponía como un gigante el célebre cerro de Culebra, colocado en el divorcio de aguas de la serranía que divide al Istmo por mitades longitudinales.

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Aquello exigía un esfuerzo colosal y un verdadero río de oro. ¿Por qué no hacerlo con esclusas? Lesseps sin embargo se negaba a ello, y seguía adelante sin fatiga. Su optimismo era inagotable y cada vez que los recursos de la empresa empezaban a flaquear, lanzaba nuevas emisiones de acciones, que el público francés se apresuraba a adquirir, entre otros motivos porque aquello tenía ya, en esas horas, un cierto cariz nacionalista, del que el «gran francés» se aprovechaba. Llegó, sin embargo, un momento en que la situación se agravó y llegó a ser insostenible, pues a las circunstancias adversas ya anotadas, vino a sumarse la desmoralización del personal, y, como consecuencia, el despilfarro administrativo. Y, a aquellas alturas, cuando la obra ya llevaba "tres años de iniciada, ¿cómo conseguir más dinero? Lesseps, ya un poco nervioso, cambió el sistema del contratista único por el de varios, distribuidos por zonas, y obtuvo, pero a precio de oro, los servicios de famosos ingenieros; con todo, las adversidades de la naturaleza y la fiebre seguían haciendo estragos. El caso más notable fue el del ingeniero Dingler, cuya familia toda, mujer e hijos, quedó sepultada en Panamá, víctimas del terrible fla-

Antiguas oficinas de la Compañía Universal del Canal Interoceánico de Panamá, que adquirió los derechos de la concesión otorgada por Colombia a Napoleón Bonaparte Wyse, comenzó los trabajos de construcción y terminó en escándalo financiero.

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Mapa del Istmo de Panamá, publicado en la "Geografía" de Ramón Valdés, Bogotá, Imprenta Nacional, 1898.

gelo. Y fue ésa, por cierto, la ocasión en que un cierto ingeniero llamado Philippe Bunau-Varilla, cuyo nombre va a llenar muchas páginas de esta historia más adelante, tuvo la oportunidad de ascender a la dirección general de las obras canaleras. Pero llegó finalmente el momento en que la situación económica de la Compañía Universal del Canal empezó a hacerse francamente peligrosa y en que el público inversor comenzó a sospechar que «algo» estaba pasando en Panamá. Mientras estas cosas pasaban en el Istmo, en el resto de Colombia se cumplía un proceso político que a la larga tendría repercusión en la vida panameña y conduciría a impulsar a sus habitantes hacia la búsqueda de una independencia total. Nos referimos a la aprobación de la Constitución rígidamente centralista de 1886. En virtud de esa nueva carta, Panamá dejó de ser un estado soberano para convertirse en un simple departamento, manejado directamente desde Bogotá, y los panameños perdieron totalmente la autonomía de que venían gozando para manejar sus asuntos internos. No es de extrañar, por lo tanto, que los sentimientos regionalistas, diremos mejor nacionalistas, se agudizaran entonces entre los panameños, y la vieja aspiración de formar casa aparte se exacerbara.

En esos momentos, Lesseps, siempre optimista y empujador, resolvió viajar nuevamente a Panamá, para estudiar la situación en su propio terreno. Su llegada al país fue recibida con júbilo, pues hacía renacer la esperanza de que aquel hombre maravilloso, apechándola personalmente, lograría por fin sacar a la empresa de las dificultades en que se encontraba. Este entusiasmo tenía cierta justificación, pues a pesar de las contrariedades y calamidades que la obra había sufrido, la cantidad de material removido en las excavaciones por los franceses había avanzado notablemente con el sistema de los diversos contratistas, y se había triplicado elevándose de 215.000 metros cúbicos en 1883 a 1.079.000 en el año de 1885. No había por qué dudar de que el canal sería concluido si Lesseps conseguía el dinero que faltaba. Algunos socios llegaron, sin embargo, a la conclusión de que todo se facilitaría cambiando el proyecto original y construyendo el Canal, no ya a nivel, sino con esclusas, como tantas veces se había proyectado, a lo que finalmente accedió Lesseps, pero muy a regañadientes. El diseño y proyección de esas esclusas fueron encargados al ingeniero Gustavo Eiffel, quien acababa de llenarse de gloria con la construcción de la torre parisiense que lleva su nombre. Pensó entonces Lesseps que el dinero necesario para completar las obras se podría conseguir, si en vez de emitir nuevas acciones (llevaba ya muchas emisiones, y el público quizá no estaría ahora tan confiado para suscribirlas) lanzaba un empréstito con bonos pagaderos por cuotas y con el anzuelo de una lotería, en virtud de la cual los suscriptores de los bonos que resultaran premiados no tendrían que seguir pagando sus cuotas. Pero para que esto pudiera hacerse, se necesitaba el concurso del gobierno, y una ley expresa de autorizaciones por parte de la Asamblea Nacional. Ahora bien, Lesseps, con su característico optimismo, no dudó por un momento de que las cosas saldrían

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a la medida de sus deseos, pero no contaba con que en el medio político corrupto en que la República y la banca francesa se movían, la empresa sería víctima de extorsión y chantaje por parte del gobierno, concretamente por el propio ministro de Obras Públicas, señor Baihaut, cuyo concurso para obtener aquel permiso era indispensable. En efecto, Baihaut exigió por intermediarios que se le dieran cuatrocientos mil francos oro, o no colaboraría en el proyecto, y el hijo de Lesseps, Carlos de Lesseps, que era quien manejaba los negocios financieros de la Compañía, viendo que si no entregaba ese dinero el permiso no se obtendría y todo el colosal andamiaje de la obra del Canal se vendría abajo, viose precisado a retirar esa suma con su firma personal de los fondos de la sociedad para entregárselos a Baihaut. Éste fue su gran pecado. Mas, como nada hay oculto bajo el cielo, algo se filtró de esta operación dolosa en ciertos círculos, y ya no fue sólo el ministro Baihaut sino también otros políticos, intermediarios y periodistas, los que

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quisieron participar del pastel, y todos a una empezaron a chantajear también a la compañía, hasta llegar a formar una verdadera cadena de extorsionistas, que a su vez chantajearon a Baihaut. Se demoró así casi año y medio todo aquel tejemaneje, durante el cual los trabajos en Panamá se vieron materialmente paralizados por falta de fondos. Hasta que al fin el permiso fue otorgado en abril de 1888, pero ya era tarde. El día en que la emisión de 720 millones en bonos premiados salió al mercado, el público francés que, a pesar de todo, había empezado a suscribirlos, fue sorprendido de repente con una noticia que el telégrafo extendió por toda Francia: ¡Fernando de Lesseps acababa de morir! No se supo nunca quién puso a circular esta falsa especie, aunque se sospechó que en ello tuvieron mucho que ver los intereses internacionales en juego, y en especial los gobiernos de los Estados Unidos e Inglaterra. Y allí terminó todo. Aunque la noticia fue rectificada de inmediato y el mismo Lesseps se

Trabajos en el Canal de Panamá, en la época de la Compañía Universal del Canal manejada por los franceses.

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encargó de desmentirla, el público se asustó. La emisión fue un fiasco y poco después la Compañía Universal del Canal Interoceánico de Panamá entraba en quiebra. Lesseps se derrumba abatido al fin como un viejo roble; enfermo, va poco a poco sumiéndose en la oscuridad de una total inconsciencia. La muerte, en esos momentos, habría sido oportuna y redentora para él; pero no quiso la Providencia ahorrarle el último paso de aquel calvario. Por obra de la política interna francesa, todas las dolosas maniobras en que la Compañía Universal del Canal y sus administradores se habían visto envueltos, salieron un año después a relucir en los periódicos, y no uno, sino dos procesos penales, por demás escandalosos, fueron iniciados por las autoridades judiciales para esclarecer los hechos. Uno, en el que el viejo Lesseps, su hijo Carlos y dos administradores de la empresa, y además, el ingeniero Eiffel, fueron juzgados en medio de resonantes debates y condenados finalmente por estafa y abuso de confianza a varios años de prisión; este proceso es el que se conoce en la historia con el nombre de «Petit Panama»; y otro, el «Grand Panama», que todavía fue más ruidoso, porque en él fueron llevados al banquillo, acusados por corrupción, más de cien personalidades del alto mundo de la política, las finanzas y el periodismo francés, comenzando por Baihaut y numerosos parlamentarios. El viejo Fernando, por fortuna, había caído en tal inconsciencia senil, que no alcanzó a enterarse de su condenación. Nunca en la historia de Francia se había registrado un escándalo tal, y sobra decir que, en Panamá, las obras quedaron totalmente interrumpidas. ¿Panamá o Nicaragua? A la quiebra de la compañía francesa subsiguió un período de atonía de casi una década, durante el cual el asunto del canal quedó a la expectativa. In-

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glaterra y los Estados Unidos, satisfechos con aquel desastre, pero maniatados por el tratado Clayton-Bulwer, se mantuvieron quietos, observándose, eso sí, recíprocamente. Y en Francia, donde la sola palabra Panamá era pecado, sólo se produjo una novedad, la creación de una Nueva Compañía del Canal cuyo capital estaba compuesto por las acreencias que pesaban sobre la vieja empresa, pero cuyo verdadero objetivo no era otro que la venta del inmenso zanjón ya excavado y de los activos físicos que esta última había dejado esparcidos a través del Istmo, en buena parte convertidos ya en chatarra. Por su parte, Colombia y Panamá, que habían visto naufragar el más acariciado de sus sueños, se hundieron en el desencanto, y se entregaron al peligroso juego de las guerras civiles. Una de esas guerras, la de 1895, fue sofocada por fortuna rápidamente, por el general Rafael Reyes, en los campos de Enciso (Santander) y el incendio no alcanzó a comunicarse hasta el Istmo; pero la segunda, la llamada de los Mil Días, que estalló en 1899, sí que produjo allí estragos gravísimos. En efecto, por lo que a Panamá se refiere, esta guerra civil tuvo dos etapas. Corrió la primera por cuenta del propio liberalismo panameño, cuyo jefe, el doctor Belisario Porras, desde Nicaragua, organizó una invasión, y se tomó toda la parte occidental del Istmo; pero, al atacar sus tropas a pecho descubierto las defensas que el gobierno conservador tenía construidas en el puente de Caledonia, en las puras goteras de la ciudad de Panamá, cayeron vencidas después de espantosa carnicería. La otra etapa, que se inició año y medio después, en la Navidad de 1901, tuvo como jefe al general Benjamín Herrera, quien invadió al Istmo desde Tumaco, con un ejército transportado a bordo del vapor Padilla; y, después de varias acciones de armas, entre las que cuentan los dos sitios sucesivos de Aguadulce, quedó dueño de aquella misma parte occidental pa-

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nameña que antes había dominado el ejército revolucionario del doctor Porras. Pero Herrera, que era gran estratega, no cometió como éste el error de ir a estrellarse contra las defensas gobiernistas en la propia ciudad de Panamá, ni intentó traspasar la línea del ferrocarril transístmico, donde ya estaban los marines de los Estados Unidos, llamados por el gobierno colombiano. Su táctica se limitó a conservar el territorio que ya dominaba al oeste de Panamá, y a esperar las ofensivas del gobierno, de las cuales fue dando buena cuenta, una por una, con acciones fulminantes. Su ejército llegó así, en cierto momento, a tener hasta ocho mil hombres y el caudillo revolucionario se consideró tan seguro de su victoria final, que organizó un gobierno provisional de Colombia, nombró ministros, y llevó a cabo importaciones y exportaciones de pieles y café. Aquél fue un gravísimo antecedente, porque le dio a los istmeños absoluta seguridad sobre algo que ellos mismos habían puesto siempre en duda: la posibilidad de subsistir con recursos propios, sin contar con el canal, como república independiente. Esta situación duró hasta fines de 1902, como veremos más adelante. Mientras tanto, la Nueva Compañía del Canal, cuyo privilegio iba a vencerse en 1904, se había aprovechado de las dificultades económicas en que el gobierno colombiano se debatía, acosado por la revolución, para obtener, como obtuvo, y por sólo 5 millones de francos, una prórroga hasta 1910 de la concesión otorgada originalmente en 1880 a Bonaparte Wyse, y ya prorrogada por primera vez en 1890. Quedaba así esta empresa con esa carta de triunfo en su poder, y en condiciones de traspasársela a un tercero. ¿A quién? Ahora bien, esta prórroga desagradó tanto a la opinión pública, que esta circunstancia, unida a muchas otras menores, entre otras la creencia de que el presidente de la República, don Manuel Antonio Sanclemente, había perdido sus facultades mentales a cau-

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sa de su avanzada edad, dieron pretexto y lugar para que un grupo de jefes conservadores de Bogotá dieran un golpe de estado, por fortuna incruento, en virtud del cual el anciano presidente legítimo, doctor Sanclemente, fue depuesto, y colocado en su lugar el vicepresidente don José Manuel Marroquín..., ¡otro anciano de más de setenta años! Al paso que todas estas novedades ocurrían en el territorio colombiano, en el internacional se llevaba a cabo un hecho que resultó de suprema importancia para la construcción del Canal: en 1897, los Estados Unidos entraron en guerra con España por la independencia de Cuba, y durante ese conflicto se vio claramente la necesidad que ese país tenía de un canal interoceánico, para poder reunir con facilidad sus flotas del Atlántico y del Pacífico. Por cuya razón, apenas concluida la guerra, y aprovechándose de que Inglaterra estaba en apuros debido a la que a esas horas sostenía en Sudáfrica con los bóers, consiguió que el viejo tratado Clayton-Bulwer fuera derogado, quedando así el gigante americano con las manos libres para construir «su canal» por Centroamérica. Una de las primeras medidas tomadas por el nuevo gobierno colombiano encabezado por don José Manuel Marroquín, fue la de enviar a Washington al doctor Carlos Martínez Silva con el propósito principal de buscar un arreglo con los Estados Unidos, para que éstos le compraran su concesión a la Nueva Compañía del Canal, así como los activos que la vieja empresa de Lesseps había dejado en el Istmo, y que en esta nueva forma el Canal fuera al fin construido por Panamá; pero cuando el enviado colombiano llegó a Washington, se encontró con una difícil situación. Acompañado apenas por el secretario de la legación, don Tomás Herrán, que era un funcionario de carrera, tenía por el frente el poderoso aparato oficial del gobierno de los Estados Unidos, en cuyas manos estaban todos los hilos de la po-

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sible negociación. Algo más grave: con el fracaso de los franceses en Panamá, y la fama de insalubridad que su clima había ganado umversalmente, la opinión pública norteamericana se sentía muy poco inclinada a recoger los despojos franceses, a menos de que esto ocurriese en condiciones excepcionalmente favorables. En consecuencia, había vuelto ojos y corazón hacia la vía de Nicaragua, de la que cierta comisión técnica evaluadora, enviada a Centroamérica recientemente, se había manifestado partidaria. La posición del ministro colombiano, doctor Martínez Silva, no era, pues, fácil, porque para negociar un convenio con los Estados Unidos en esas condiciones era necesario vencer toda una cadena de enormes dificultades. Cada una de las cuales era, por sí sola, una montaña gigantesca; pero Martínez Silva se batió como pudo, hasta que, finalmente, le pasó al secretario de Estado, John Hay, un memorándum en el que sentó las premisas sobre las cuales Colombia podía, a juicio suyo, firmar un tratado entre las dos naciones para hacer el canal por Panamá. Allí fue enfático el diplomático colombiano en afirmar: 1. Se concedería a los franceses el permiso para traspasar la concesión recientemente prorrogada. 2. El tratado se firmaría con la condición de que los Estados Unidos garantizaran la soberanía de Colombia sobre el Istmo. 3. Colombia disfrutaría en común con los Estados Unidos el derecho a cerrar el Canal a los buques de guerra que estuvieran en lucha con ella. 4. Colombia percibiría el 5% por los productos del Canal. 5. Los Estados Unidos harían un empréstito inmediato a Colombia de veinte millones de dólares para redimir el papel moneda circulante e invertir el resto de la cantidad en los ferrocarriles nacionales. Parece hoy increíble, pero conocerse en Colombia los términos de este

memorándum, y desatarse una ola de patriotismo indignado, fue una sola cosa. Pero en este momento, entró en escena para constituirse en factor decisivo del escogimiento de la vía por Panamá un personaje que, para los colombianos, vino a representar, al mismo tiempo, el salvador de la vía y el villano del drama internacional que se estaba librando: se llamaba Philippe Bunau-Varilla. Bunau-Varilla era un brillante ingeniero francés, que en 1884, muy joven aún, se había incorporado a la falange de técnicos reclutados por Lesseps para trabajar en el canal de Panamá. Conocía, pues, a Panamá palmo a palmo. Con la catástrofe francesa, a la que Bunau-Varilla nunca se resignó, su espíritu se sintió profundamente afectado, y al regresar a Francia, se dio a la tarea de publicar numerosos libros y folletos de divulgación sobre el Istmo panameño, tratando con ello de demostrar la posibilidad y la necesidad de que el Canal fuera completado por manos francesas. Puede decirse, pues, casi sin lugar a dudas, que por aquellos años este asunto se le convirtió a Bunau-Varilla en una especie de idea obsesiva, y que por esos años él fue el adalid único y supérstite de la vía por Panamá. Lo que nunca pudo saberse exactamente es hasta dónde en esta actividad, aparentemente desinteresada y totalmente apostólica, había también ánimo de lucro personal, pues la verdad es que Bunau-Varilla, como socio que había sido de la firma contratista Sonderegger y Artiga, y por lo tanto acreedor de la Compañía Universal, era también uno de los accionistas de la Nueva Compañía; y si es cierto que en su actividad tenaz y febril —típica del paranoico— defendió siempre la ruta de Panamá y a Lesseps, en lo que mostraba patriotismo, grandeza de alma y criterio técnico desinteresado, no lo es menos que por debajo de todo aquel ropaje brillante debían de esconderse también humanos intereses materiales. ¿En qué proporción unos y otros?

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En todo caso, éste fue el hombre que se apareció de repente en Washington, como en un golpe teatral, delante del negociador colombiano doctor Martínez Silva para ayudarlo, cuando éste intentaba, solo en aquel mundo extraño, salvar para Colombia el Canal por Panamá: hombre activo, inteligente, audaz, astuto, un poco cínico, cosmopolita, hábil en el arte de la adulación y de la intriga, que hablaba varias lenguas, que conocía el Istmo como sus manos y podía hablar de él con plena autoridad, ¿cómo no aceptarlo por aliado y compañero en la peligrosa aventura? Esto era providencial. Además, en aquellos momentos una comisión técnica conocida con el nombre de «comisión Walker», acababa de regresar de Centroamérica, y después de una evaluación comparativa, había concluido con estas palabras: «Hay ciertas ventajas físicas, tales como la línea más corta, conocimiento más completo de la comarca por la cual atraviesa el Canal, y un más bajo costo de explotación y conservación, en favor de la vía por Panamá; pero el precio fijado por la Nueva Compañía del Canal (109.141.500 dólares) para la venta de sus propiedades en el Istmo es tan exagerado, que esta Comisión no puede recomendar su aceptación...» Ésta era, en cierto modo, una nueva extorsión de que directamente se hacía víctima a los franceses, porque, o rebajaban sustantivamente el precio, o se quedaban con su chatarra y su zanjón. Con el agravante de que, apenas conocida esta recomendación, en el Congreso se puso a caminar en forma ominosa un proyecto de ley que autorizaba la construcción por Nicaragua. Por fortuna, Martínez Silva tuvo también en esa hora la fortuna de contar con otro aliado poderoso: tratábase del señor William Nelson Cromwell, el abogado de la Nueva Compañía del Canal, otro hombre de personalidad avasalladora, en el que, según quienes lo conocieron, «se aunaban atractiva simpatía personal,

inteligencia sutil, experiencia profesional recursiva, formidable poder de intriga, y fluida labia de orador». Así, pues, operando cada uno por su lado y en su esfera, los tres hombres empezaron a maniobrar. Por un lado, Martínez Silva, con aquel memorándum que tanto había disgustado a sus compatriotas en Bogotá, había abierto la puerta para que los Estados Unidos pudieran negociar un tratado decoroso por el territorio colombiano; por el otro, Cromwell, que conocía todas las intimidades de la política americana, y que, según se decía, había contribuido, a nombre de la Nueva Compañía del Canal en la reciente campaña electoral, con seiscientos mil dólares para

William Nelson Cromwell, abogado de Nueva York que representó los intereses de Estados Unidos en la Compañía Nueva del Canal. Su conocimiento de la política de su país y un aporte de 600 mil dólares a la campaña presidencial de William McKinley hicieron posible que el Congreso norteamericano se decidiera por la vía de Panamá.

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elegir al presidente Mackinley, empezó a tejer una intriga de antesala en virtud de la cual obtuvo que varios de los hombres más poderosos en el Congreso se convirtieran de repente en ardorosos partidarios de la vía por Panamá. Y en cuanto a Bunau-Varilla, además de infinitas gestiones, consiguió, mediante una hábil guerra de nervios, que la Nueva Compañía del Canal rebajara sus aspiraciones a sólo cuarenta millones de dólares; y como si fuera poco, puso en práctica una intriga genial, que ha pasado a la historia como uno de los golpes de inteligencia más hábiles y oportunos que se fraguaron jamás para obtener rápidos y dramáticos resultados internacionales. En efecto, la vía de Nicaragua, no obstante los numerosos partidarios que tenía en el Congreso de los Estados Unidos, y pese a las recomendaciones de Walker y otros técnicos, tenía un defecto que nadie podía ignorar: cruzaba por un territorio volcánico. Tanto, que la República de Ni-

Victoriano Lorenzo, militante de las fuerzas revolucionarias de Benjamín Herrera que actuaron en Panamá. Su fusilamiento lo convirtió en héroe popular de la oposición. al gobierno colombiano.

caragua había hecho imprimir, reciente e ingenuamente, un sello de correos que pretendía ser emblemático del país, y en el que aparecía el célebre volcán Momotombo, uno de los más altos y activos de su territorio y del mundo, empenachado de humo. ¿Qué pasaría si, construido ya el Canal, sobrevenía uno de esos terremotos que a veces sacudían aquel territorio? De aquí se agarró Bunau-Varilla. La víspera de la votación en el Senado, cuando la suerte del proyecto de ley que recomendaba la apertura del canal por Nicaragua iba a ser con seguridad aprobado, en el pupitre de cada uno de los senadores apareció una carta anónima, en donde sólo se encontraba una hoja de papel en la que se había adherido un sello de correos nicaragüense, con su enorme volcán humeante, y esta simple leyenda: «Un testigo oficial de la actividad volcánica en Nicaragua.» Los resultados fueron fulminantes. El proyecto del Canal por ese país, que poco antes en la Cámara había recibido un voto abrumador de 308 votos contra 2 negativos, fue rechazado por el Senado, y, en su reemplazo, ambas Cámaras aprobaron, poco después, una nueva ley, llamada Spooner, que autorizaba la construcción del Canal por Panamá. La victoria de la vía colombiana era definitiva, y el doctor Martínez Silva respiró por fin aliviado. Era pues el momento de ponerse a elaborar con pleno conocimiento del problema y con autoridad suficiente un proyecto de tratado entre Colombia y los Estados Unidos para hacer el Canal por Panamá. Pocos días después, sin embargo, el ministro colombiano en Washington fue relevado de su cargo por el vicepresidente Marroquín, inexplicablemente. Los intereses de Colombia se quedaron así paralizados en aquel momento crucial, y en las manos de un nuevo diplomático, el doctor José Vicente Concha, que desconocía el terreno que pisaba, y ni siquiera hablaba inglés. Con el agravante de que la au-

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torización de la ley Spooner era como una espada que pendía a la vez sobre los destinos de Nicaragua y de Colombia, porque estaba condicionada a que el pago a la Nueva Compañía del Canal no pasara de cuarenta millones, y establecía que si no había entendimiento posible con Colombia para la firma de un tratado, el presidente de los Estados Unidos quedaba autorizado, automáticamente, para construirlo por la vía de Nicaragua... El tratado Herrán-Hay Fue un doble infortunio para Colombia que en aquel momento, en aquella hora única en que habría podido ver realizada por su territorio una obra que era su sueño y el de la humanidad, los colombianos hubieran tenido al frente de sus destinos a un anciano vacilante, por decir lo menos, como don José Manuel Marroquín; y que, del otro lado, y por razones también casi fortuitas, a la presidencia de los Estados Unidos hubiera advenido un hombre impetuoso, arbitrario y empujador, que era precisamente su antítesis. Se llamaba Theodore Roosevelt. Digamos ahora que el cambio del ministro de Colombia en Washington no sirvió para gran cosa; porque la verdad es que el nuevo funcionario, el doctor José Vicente Concha, se encontró con que poco era lo que podría hacer para torcer el rumbo de los acontecimientos; y aunque al principio criticó cuanto se había hecho y trató de actuar con absoluta independencia, pronto cayó en la órbita de influencia del hábil abogado Cromwell, cuyas gestiones para que el tratado con Colombia se despachara pronto y favorablemente eran activísimas y eficaces, como que estaban en juego los cuarenta millones de dólares de su cliente, la Nueva Compañía del Canal. Requerido, en efecto, por el secretario de Estado Hay, quien a su vez estaba presionado por Cromwell, para que le presentara la minuta de un tratado entre las dos naciones, Concha no pudo hacer otra cosa sino pasar, pronto, apenas 22

días después de posesionado, un proyecto que era sensiblemente igual al contenido, en embrión, en el memorándum de Martínez Silva. Lo grave estuvo en que, dos meses después, el Congreso de los Estados Unidos aprobó la ley Spooner y allí, además de las condiciones que ya hemos mencionado, se estableció que para hacer el Canal por Panamá, aquella nación debería obtener nada menos que el dominio perpetuo de la faja de tierra por donde éste pasara. Entonces comenzaron las vacilaciones del ministro Concha. ¿Qué hacer? En aquellos momentos un suceso imprevisto vino en su ayuda para sa-

John Hay. secretario de Estado norteamericano, firmante con Tomás Herrón del Tratado Herrán-Hay, que aseguró la construcción del canal por Panamá. v no por Nicaragua. enero 23 de 1903.

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Estampilla de correos de Nicaragua con el volcán Momotombo (1900). Bunau-Varilla la hizo poner en la mesa de los senadores, la víspera de la votación de la vía del Canal, con la advertencia: "Un testimonio oficial de la actividad volcánica en Nicaragua". El Senado eligió la vía por Panamá.

cario de la dificultad. En Panamá, los avances del general Benjamín Herrera habían, a la sazón, puesto en grave aprieto al gobierno, el cual temía que el caudillo revolucionario terminara por apoderarse del Istmo todo, y asumiera por su cuenta el problema del tratado, con lo que las negociaciones que venían adelantándose sobre el canal se quedarían en el vacío. Consecuencia de esos temores fue un pacto celebrado, al parecer, en secreto —y como tal lo presenta don Oscar Terán en su libro Del tratado Herrán-Hay al tratado Hay-Bunau-Varilla— entre Lorenzo Marroquín, hijo y consejero poderoso del vicepresidente, con el ministro de los Estados Unidos en Bogotá, Charles B. Hart. Según ese convenio, los Estados Unidos ayudarían al gobierno a imponerse sobre la revolución que lo mantenía acosado, y, a cambio, Colombia se comprometía a celebrar con los Estados Unidos el pendiente tratado del Canal. Ahora bien, esta especie es perfectamente posible, porque, por otro lado, las fuerzas revolucionarias también estaban en el mismo juego, con lo que una

vez más se mostró de modo categórico que «todo reino dividido perecerá» Así, el 20 de septiembre de 1901 el gobierno de Bogotá ofició al doctor José Vicente Concha para que exigiera al de los Estados Unidos el cumplimiento de la célebre cláusula 35 del tratado de 1846, y desembarcara fuerzas en el Istmo para proteger el libre paso por el ferrocarril; pero Concha no tuvo necesidad de hacer esa solicitud, porque, en realidad, ya aquello era de clavo pasado, como que los marines norteamericanos se hallaban ya posesionados del ferrocarril interoceánico y habían notificado a ambos bandos en lucha que les impedirían armar camorra en esa línea. Aquélla iba a ser la coyuntura ideal para que el doctor Concha escapara del laberinto. Envió a Bogotá una renuncia resonante que, a la larga, lo llevaría a la presidencia de Colombia. Don Tomás Herrán, ahora encargado de la legación de Colombia en Washington, era hijo del general Pedro Alcántara Herrán, presidente que había sido de la Nueva Granada entre 1842 y 1846. Educado en los Estados Unidos, poseía y hablaba fluidamente el inglés, y había sido casi toda su vida diplomático de carrera. En 1900 fue trasladado a Washington y allí acompañó en la secretaría de la legación a los ministros Martínez Silva y Concha, como hemos visto. Pero, aparte de que no se le dieron instrucciones precisas, sino al contrario, una serie de órdenes y contraórdenes vacilantes, el doctor Herrán se halló al encargarse de la legación con que, quisiéralo o no, Colombia estaba a merced de los Estados Unidos. Porque para obligarla a negociar, éstos presentaban siempre el fantasma aterrador de la alternativa nicaragüense. «Si no hay entendimiento con ustedes, cumpliremos la ley Spooner, y haremos el canal por Nicaragua», era la amenaza constante. Algo peor, no faltaban voces arriscadas que proclamaran en público la construcción del canal por Panamá, con prescindencia total de Colombia, o sea, expropiando

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por la fuerza parte del territorio colombiano, alegando para ello, como justificativo, motivos de «utilidad pública universal». Esto lo dijo en el Capitolio el senador Shelby Cullon, presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores. Una opinión que, por lo demás, no era emitida a humo de pajas, sino que tenía como base cierta doctrina concebida por un internacionalista famoso, el profesor John Basset Moore de la Columbia University; de acuerdo con la cual, el right of way o derecho de tránsito que Colombia había otorgado a los Estados Unidos en 1846, era un derecho material, que conllevaba en sí mismo el de construir por esa vía la ruta necesaria para poderlo ejercer, en el caso de que ésta no existiera o en el de que la nación soberana, o sea Colombia, no la construyera por sí misma. En consecuencia, ¿para qué más tratados? Don Tomás Herrán escribió en seguida a Bogotá: «El presidente Roosevelt es partidario de la vía por Panamá; y en vista de su carácter impetuoso y vehemente, es de temerse que no le repugne el proyecto del senador Cullon.» La carrera hacia la firma del tratado ganó entonces velocidad. Como casi la totalidad de las estipulaciones estaban ya acordadas, la cuestión se centró en las cláusulas sobre la indemnización pecuniaria que los Estados Unidos pagarían a Colombia por la Zona del Canal, sobre lo cual el gobierno del presidente Marroquín empezó a regatear. En efecto, con la reciente celebración de las capitulaciones de Neerlandia y del Wisconsin con que se había puesto fin a la revolución liberal, Marroquín pensaba que su situación negociadora en relación con Estados Unidos se había mejorado notablemente, porque «ahora es con mi gobierno con quien hay que tratar», decía; pero los norteamericanos se mantenían en sus trece, los días pasaban, y nada se decidía, con lo que Roosevelt, que había cogido el asunto del Canal con su característico apasionamiento, se desesperaba, considerando que estaba siendo víctima de una extorsión.

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El doctor Herrán vio así agravarse su situación, con la circunstancia de que, en medio de todas estas intrigas, andaba Bunau-Varilla, serpeando. Y si es cierto que antes este fabuloso personaje había sido decidido aliado de Colombia en la lucha para que los Estados Unidos se decidieran por la vía de Panamá en vez de la de Nicaragua, ahora era todo lo contrario; le aterraba que por las vacilaciones patrióticas o por las pretensiones económicas de Colombia, el tratado con este país se demorara tanto que pusiera en peligro la posibilidad de que el Canal se hiciera, como él lo anhelaba ardientemente, por el territorio de

Philippe BunauVarilla (1859-1940), ingeniero francés reclutado por Lesseps para la construcción del Canal. En Estados Unidos alienta la conspiración separatista de noviembre de 1903. En seguida es nombrado ministro en Washington de la nueva república.

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Carta de Carlos Martínez Silva, ministro de Colombia en Washington, en la que anuncia su retiro, a 27 de febrero de 1902, tan pronto llegue José Vicente Concha, nombrado por Marroquín para sucederle (Archivo de la Cancillería)...

Panamá. Decidió actuar y actuar en firme. Finalmente, Herrán recibió instrucciones precisas de su gobierno: «Trabaje para obtener usted mayores ventajas pecuniarias y por reducir el tiempo de comenzar a recibir renta. Si esto no es posible, y ve usted que se puede perder todo por el retardo, firme el tratado. Marroquín-Paúl.» Pocos días después, el abogado Cromwell le comunicó a don Tomás que el presidente Roosevelt había accedido a llevar las anualidades de cien a doscientos cincuenta mil dólares, que era el punto que se discutía y, creyendo haber obtenido un gran triunfo, el ministro colombiano se revistió de valor y firmó el tratado el 23 de enero de 1903. El cual tratado pasó seguidamente al Congreso de Estados Unidos, donde recibió aprobación total e inmediata el siguiente 17 de marzo. La negativa del tratado Mientras el tratado Herrán-Hay era firmado en Washington a empujones,

en Bogotá ocurrían algunas novedades. El ministro de los Estados Unidos, señor Hart, hábil diplomático de carrera, se ausentó definitivamente del país, y en su reemplazo quedó encargado de la legación el secretario Arturo M. Beaupré, un sureño carente de experiencia y de savoir faire, circunstancias que resultaron fatales para el tratado. Por otra parte, el país asistía a unas elecciones convocadas por el gobierno para renovar el personal del Congreso. Desde la época en que el doctor Martínez Silva andaba por Washington, la nación venía agitada por el problema del Canal. El tema era discutido ampliamente, aun en medio de las convulsiones de la revolución, porque, preciso es decirlo, el gobierno había dado amplias libertades para que el asunto se debatiera públicamente, y la polémica en los periódicos era por lo tanto candente. Pero no podían los colombianos ponerse de acuerdo; y ni los mismos panameños tenían formado un criterio unánime sobre el particular. Desde luego, en Panamá todos querían que el Canal se excavara, y que fuesen los Estados Unidos, preferentemente, quienes lo construyeran; pero diferían en los arreglos que deberían pactarse con aquel país. No obstante, todos convenían en que el reconocimiento de la soberanía colombiana en la Zona del Canal era requisito esencial. Ahora bien, estas ardientes discusiones, conocidas en Washington, fueron poniendo cada vez de peor talante al presidente Roosevelt, y mucho más cuando se enteró de que, firmado ya el tratado, los colombianos todavía se permitían discutir sobre si lo aprobaría o no el Congreso que estaba por reunirse. Su vieja simpatía por la vía panameña se había tornado ya en una firme decisión de construir el Canal por el Istmo colombiano, y no concebía que después de las concesiones que había hecho, sobre todo en el orden pecuniario, aquellos «conejos» (jack rabbits) colombianos se le escaparan por entre las piernas, e impro-

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baran el convenio celebrado, dejándolo con la escopeta cargada... Tal fue el sentido que tuvo cierto memorándum enviado por el ministro encargado de la legación estadounidense en Bogotá, señor Beaupré, al ministro de Relaciones Exteriores de Colombia, doctor Luis Carlos Rico, el 13 de junio de 1903, en vísperas de reunirse el Congreso colombiano. Allí se contenía, entre otras, esta amenaza oficial: «Si Colombia ahora rechazara el tratado o retardara debidamente su ratificación, las relaciones amigables entre los dos países quedarían tan seriamente comprometidas, que nuestro Congreso, en el próximo invierno, podría tomar pasos que todo amigo de Colombia sentiría con pena.» Se puede imaginar la sorpresa y la indignación que entre los nuevos congresistas recientemente electos, y en la opinión general, causaría este documento cuando fue conocido. Bien es cierto que el personal de aquel Congreso era homogéneamente conservador, porque a las últimas elecciones no habían concurrido los liberales, que acababan de ser vencidos en la pasada revolución; pero no lo es menos que, en cuanto al tratado, aquellos hombres interpretaban sentimientos generalizados en todo el país, que no se habrían exacerbado de no haber proferido el señor Beaupré, con su juvenil imprudencia, aquellas amenazas. Para comenzar, diremos que el gobierno del señor Marroquín cometió el error, en el que luego se empecinó, de enviar al Senado el texto del tratado sin la firma del propio presidente. Es verdad que tal requisito no era necesario, pero el senador Marcelino Arango dijo desde el primer momento, cuando se abrieron las sesiones, que ese documento, a pesar de su alto origen, «había sido llevado al Honorable Senado con tan poco miramiento que lo mismo habría podido llevarse a una confitería». Y luego soltó esta andanada: «Es inexplicable que un ciudadano como el señor Marroquín, que tuvo el espantoso valor de asumir responsabilidades el 31 de julio, flaquee

135 ... Siete meses más tarde, José Vicente Concha renuncia a su cargo de ministro plenipotenciario en Washington, por no acceder a solicitar la intervención norteamericana con base al Tratado Mallarino-Bidlack de 1846 (Archivo de la Cancillería).

cuando se trata de poner una firma en un documento que puede comprometer la honra nacional.» Aparte sentimientos patrióticos legítimos, que no hay por qué negar, se ve claro que los conservadores nacionalistas comenzaban a cobrar así el golpe que los históricos les habían propinado el 31 de julio de 1900, cuando depusieron al señor Sanclemente, para entronizar al señor Marroquín. Con todo, estos disparos iniciales no iban a ser sino el abreboca del debate, cuyo protagonista principal sería, precisamente, la máxima víctima de aquel cambio de gobierno: don Miguel Antonio Caro. Era su momento. El señor Caro, como es bien sabido por los colombianos, era una personalidad extraordinaria, hombre de convicciones políticas dogmáticas e inexorables, humanista, escritor y poeta excelso, pero poco o nada práctico en el manejo de los hombres. Había sido, sin embargo, escogido por el doctor Rafael Núñez, y extraído de la tranquilidad de su biblioteca, para ha-

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José Vicente Concha, ministro de Guerra de Marroquín y luego su enviado en Washington. Ante la inminente firma de un tratado sobre la construcción del Canal, desfavorable a Colombia, renuncia, con lo cual salva su imagen política que lo llevará a la presidencia en 1914.

cerlo vicepresidente, en las elecciones de 1892. La muerte de Núñez, en 1894, hizo de Caro un presidente efectivo, y el que hasta entonces no había sido sino un teórico del partido conservador y un adalid del catolicismo, se convirtió en político activo y en gobernante, nada blando por cierto. Era a él, además, a quien pertenecía la estrambótica iniciativa de haber llevado en 1898 a la presidencia y la vicepresidencia de Colombia a dos ancianos como los señores Sanclemente y Marroquín. Lógicamente, pues, el golpe del 31 de julio de 1900 y la elevación del vicepresidente Marroquín al poder efectivo, así como la posterior y sorpresiva entrega de éste al sector llamado «histórico» del conservatismo, que era el ala más radical de ese partido, con la que estaba enfrentado, lo hirió profundamente; y, hombre soberbio, como sucede con los letrados frecuentemente, al llegar el tratado de Herrán-Hay al Senado, Caro se propuso no dejar hueso sano, ni a éste, ni a los gobernantes que lo habían celebrado. Se unían así dos propósitos: el uno altamente patriótico, el otro simplemente político y ocasional. Muchos fueron los argumentos y argucias con que el señor Caro y sus seguidores (entre los cuales, y en primer lugar —esto hay que decirlo—, estuvieron los representantes al Congreso por Panamá, el senador Juan B. Pérez y Soto, y el representante Oscar Terán) atacaron en forma demoledora aquel documento. Cuestionó Caro de primera entrada la capacidad legal de aquel Congreso —que se reunía en sesiones extraordinarias— para discutirlo; exigió que las sesiones en que se discutiera fuesen ordinarias y públicas; insistió en que el tratado fuera firmado por el señor Marroquín personalmente; sostuvo que en el presente caso no se trataba de un tratado, sino de una simple convención, que era cosa distinta, y que el Senado no discutía convenciones sino tratados en regla, con la firma del presidente y su ministro de Relaciones Exteriores; y, en fin, adelantó un resonante debate,

que duró varios días, sobre el punto clave de toda la cuestión: el de la soberanía colombiana en la Zona del Canal. Caro y su colega el senador panameño Pérez y Soto proclamaron y demostraron en discursos llenos de patriotismo y a la vez de sarcasmos, que la fijación del término de noventa y nueve años para la concesión a los Estados Unidos, si era prorrogable a opción únicamente de éstos, constituía en la práctica una falacia y equivalía en la práctica a la pérdida de nuestra soberanía sobre aquella valiosísima parte de nuestro territorio. La impresión que aquellos debates produjeron fue, como puede suponerse, inmensa: hasta los mismos amigos del gobierno quedaron anonadados, y, entre el público en general, la opinión contraria al contrato se generalizó. Entonces el Senado dispuso que éste pasara a una comisión, para que se rindiera un informe sobre el particular. Ahora bien, la comisión se tomó su tiempo, mientras que un resplandor de relámpagos iluminaba las ventanas de la Casa Blanca en Washington, desde donde el presidente Roosevelt, iracundo, al conocer todas aquellas ocurrencias, lanzaba rayos y truenos contra Colombia y su gobierno y comunicaba textualmente al secretario de Estado Mr. Hay: «Indíquele a Beaupré, que sea tan duro como pueda... Esas despreciables criaturas de Bogotá deben entender de qué modo están comprometiendo su porvenir...» Las presiones, pues, del señor Beaupré, se acrecentaron. Así el día 1 de junio de 1903, dos informes, uno de mayoría, y otro de minoría, firmado por el senador panameño Juan B. Pérez y Soto, fueron llevados a la sesión del Senado. El informe del senador por Panamá doctor Pérez y Soto, era un verdadero botafuego contra el proyecto del tratado, una larguísima requisitoria contra todos y cada una de las estipulaciones de éste ante las cuales veía con horror el peligro, la codicia y la maldad de los yankees americanos..., al tiempo que la vergüenza, la falta de

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patriotismo, y la cobardía de los colombianos que lo habían prohijado. Por su parte, el informe de mayoría, en el fondo, era coincidente con la opinión de absoluta inconveniencia expresada por el señor Pérez y Soto; pero en vez de proponer la improbación inmediata del tratado, sugería la posibilidad de introducirle modificaciones, entre las cuales estaba la de que la concesión otorgada a los Estados Unidos no debería establecerse como traspaso ni siquiera temporal de dominio, sino «a manera de servidumbre a perpetuidad». Miradas hoy las cosas con frialdad, resulta indudable que de haber existido buena voluntad y un poco de paciencia por parte de Roosevelt así como menos apasionamiento antigobiernista por la de los senadores colombianos, las dos naciones habrían podido llegar a un avenimiento, cediendo cada una algunas de sus pretensiones; y, probablemente, la separación de Panamá no se habría producido. El pupitrazo improbatorio no se hizo esperar. Después de nuevas y furiosas embestidas, Caro hizo presentar por uno de sus seguidores un proyecto de ley por el cual, después de varias consideraciones, entre las cuales la muy principal de que por causa de la convención que se discutía, si se llegaba ésta a aprobar, «quedaría establecida la coexistencia de dos poderes públicos, uno nacional y otro extranjero en una parte del territorio nacional, etc. etc.», se decretaba: «No se aprueba la preinserta convención.» Puesto a votación y cerrada la discusión, el proyecto fue negado por unanimidad de 24 votos. El único senador que cobardemente se había salido del recinto pretextando enfermedad, era el senador de Panamá, José Domingo de Obaldía. Eran las seis y cuarto de la tarde del 10 de agosto de 1903. Panamá se separa En Colombia, la improbación del tratado Herrán-Hay produjo al principio

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una especie de distensión de la atmósfera política. Aunque parezca increíble, la gran masa de la opinión no creyó que aquello tuviera consecuencias graves, y el gobierno llegó inclusive a cometer la ingenuidad culposa de nombrar gobernador de Panamá a don José Domingo de Obaldía, precisamente el hombre que había eludido responsabilidades en el debate sobre el tratado y que, en privado, había hecho claras manifestaciones de separatismo, que el gobierno conocía. Puede, por lo tanto, imaginarse el vigor con que bajo el mando de gobernador tan complaciente, empezarían a resurgir en Panamá los sentimientos separatistas, que en los últimos años se habían visto fortalecidos por numerosos incidentes desagradables que hirieron los sentimientos de los panameños, y entre los cuales mencionaremos tan sólo el fusilamiento del indio Victoriano Lorenzo, que había militado últimamente en las fuerzas revolucionarias del general Benjamín Herrera, y había quedado bajo la protección de las estipulaciones del tratado del Wisconsin. Esta ejecución hizo de Victoriano Lorenzo un mártir, hasta el punto de que llegó a simbolizar, y simboliza aún, en el Istmo, la voluntad popular de resistencia al gobierno colombiano. A todo lo anterior se junta el hecho de haber llegado por estos días a la comandancia superior de la plaza de Panamá el general Esteban Huertas, un boyacense valeroso, pero ignorante, y venal. Huertas se había casado en Panamá, por lo que podría decirse que se había «panamenizado», y su elevación al cargo de comandante supremo en el Istmo resultó funesta para la causa colombiana, como veremos; pues, con Obaldía en la gobernación y Huertas en la comandancia de la plaza, puede decirse que el gobierno de Bogotá cumplió torpemente el refrán aquel que dice: «Al ladrón, darle las llaves.» Por su parte, en Washington, la improbación del tratado Herrán-Hay hirió profundamente la soberbia de

José Domingo de Obaldía, senador por Panamá: se retiró del recinto para no votar contra la aprobación del Tratado Herrán-Hay, agosto 10 de 1903. No obstante, es nombrado gobernador de Panamá, donde se muestra complaciente con los separatistas.

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Senador John Colt Spooner, autor de la ley que lleva su nombre y que autorizó al Presidente Theodore Roosevelt a concluir las obras del Canal por Panamá, siempre que se llegara a un acuerdo económico con la Nueva Compañía; de lo contrario, se optaría por la vía de Nicaragua.

Theodore Roosevelt, que ardía en deseos de iniciar pronto el Canal, y contaba ya con esa obra como carta de triunfo para su reelección presidencial; pero, por el momento, se contuvo, y se contentó con lanzar en público más y más expresiones ultrajantes contra Colombia. No obstante, en su corazón ya había decidido que el canal se hiciera, de un modo o de otro, por aquella vía, y en ningún momento dio señales de que estaría dispuesto a obedecer la ley Spooner para irse a realizar esa obra por Nicaragua; pero vacilaba en tomar una acción directa y prefería guardar las apariencias. Y éste fue el momento en que cuatro personajes vinieron en su ayuda. Fue el primero John Basset Moore, famoso internacionalista al que ya hemos mencionado, quien le explicó su famosa teoría sobre el right of way, la cual impresionó vivamente al mandatario estadounidense. Otro personaje que de inmediato se puso en movimiento fue Philippe Bunau-Varilla, para quien la negativa del tratado había constituido un golpe tremendo, porque se desvanecían así todas sus ilusiones juveniles y patrióticas sobre aquella obra. Bunau-Varilla viajó también hasta Sagamore Hill, la residencia veraniega de Roosevelt, y allí, en una entrevista famosa, que él mismo relató después, le expuso al presidente norteamericano la posibilidad de promover una revolución independiente en el Istmo, cosa que sería más hacedera y menos escandalosa que apoderarse abiertamente de éste, o declarar una guerra, que resultaría ridicula a la débil Colombia. «¡Una revolución! —dijo Roosevelt—. Pero en este caso, ¿se podría hacer lo que tenemos preparado?» Desde ese instante a Bunau-Varilla no le quedó la menor duda de que ya Roosevelt estaba manejando los cordeles, y dirigiendo todo su conato hacia la promoción de una revuelta separatista en Panamá. Y así era en efecto. «Lo que tenemos preparado» era, sencillamente, que ya el tercer personaje de esta historia, el

famoso abogado William Cromwell con su gente del ferrocarril de Panamá, había entrado en escena, y estaba armando una conjura en el Istmo para promover la independencia. Para esto, había hecho llegar a Nueva York al doctor Manuel Amador Guerrero, a cuyo cargo iría a quedar aquella parte de la conspiración en que tendrían que entrar los políticos y personajes connotados de la ciudad de Panamá. El doctor Amador Guerrero no era panameño, había nacido en Turbaco, cerca de Cartagena; pero desde muy joven y recién graduado, había emigrado al Istmo, donde fundó su hogar y ejerció su profesión con buen éxito hasta llegar a ser uno de los principales médicos del equipo de sanidad de la Compañía. Pero en las recientes elecciones, Lorenzo Marroquín, hijo del presidente de Colombia, le había birlado una senaturía, mediante hábil maniobra electoral (para elegir por cierto en su lugar y precisamente al doctor Juan B. Pérez y Soto) y esto dejó a Amador profundamente resentido contra el gobierno de Bogotá. Por este motivo, desde que se improbó el tratado, empezó a conspirar, y tenía ya formada una pequeña «Junta» secreta, de la que formaban parte don José Agustín Arango, y otros personajes relevantes, a fin de promover la separación. Aunque, a la verdad, don Manuel no era hombre de armas tomar, en aquel caso la compañía del ferrocarril encontró que era el indicado para que la intriga separatista se llevara a cabo con éxito, pues en él se juntaban tres circunstancias importantes: su vinculación jerárquica a Cromwell como empleado que era de la empresa ferrocarrilera; relaciones políticas y sociales en Panamá a alto nivel, y amargo resentimiento contra el centralismo colombiano. Así que, cuando un tal capitán Beer le hizo saber que en los Estados Unidos estaban listos a ayudar a los conjurados de su junta, Amador se trasladó en seguida a Nueva York para entrevistarse con Cromwell, según indicaciones que le dio Beer; pero Cromwell, que no quería

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aparecer directamente en la intriga, lo que hizo fue ponerlo en manos de Bunau-Varilla, con quien se hallaba ya en connivencia, y quien se encargó de todo lo demás. En efecto, al poco tiempo Amador Guerrero quedaba fascinado y prisionero en las redes del francés, el cual, entre otras cosas, le ofreció ayuda pecuniaria de cien mil dólares, para financiar la revolución, con la condición de que, una vez declarada la independencia, los panameños lo nombraran a él su ministro plenipotenciario ante el gobierno de Washington. Amador aceptó, y a poco estaba de regreso en Panamá, llevando consigo un código de comunicaciones secretas, un proyecto de Constitución y hasta un plan de eventuales operaciones militares, que Bunau-Varilla le había entregado. Portaba, además, lo que para Bunau-Varilla era más importante, el texto de un telegrama que el gobierno revolucionario debería enviarle apenas fuera proclamada la independencia, participándole su nombramiento como ministro en los Estados Unidos. Este texto no debería ser alterado en lo más mínimo, y contra el recibo de ese mensaje Bunau-Varilla haría llegar los cien mil dólares. El trato estaba hecho. Con el regreso de Amador, y la noticia de que habría por lo menos complicidad taimada del gobierno en Washington y dinero suficiente para armarse y sostener la independencia, el fervor separatista en Panamá se acrecentó, y la conspiración tomó casi las características de un secreto de Polichinela, que todo el mundo conocía, comenzando por el gobernador Obaldía, y por el jefe militar de la plaza, general Huertas. Mientras tanto, en Bogotá, el gobierno, como fatigado de tanto batallar, dormía una especie de siesta. No obstante, algo se percibió en el horizonte panameño, que despertó algunas sospechas; y, por lo que pudiera suceder, el general Juan B. Tovar fue investido por el gobierno con la jefatura militar del Istmo, y se le dieron

órdenes para que se trasladara de una vez a Panamá, con el batallón Tiradores, que se encontraba en esos momentos en Barranquilla, y debía ser transportado a Colón a bordo del crucero Cartagena. Era el general Tovar un militar de carrera, pero, como luego se vería, bastante ingenuo; y su confianza en que el Istmo no le daría ningún dolor de cabeza era tanta, que en aquella circunstancia tuvo humor para demorar su llegada a Barranquilla más de un mes. Resultado de esa demora fue que Tovar no llegó a Colón sino en la madrugada del día 3 de noviembre de 1903. En Panamá, a esas horas, ya los conjurados habían dado un paso de capital importancia para sus propósitos separatistas: después de varias entrevistas en el Gran Hotel Central, el doctor Amador había logrado al fin convencer al general Huertas de que se uniera al movimiento separatista, y pusiera las armas colombianas al servicio de la revolución, mediante el pago de 25.000 dólares. Así como suena. Habría pues, cómo ofrecer resistencia cuando Tovar con sus tropas llegaran a la ciudad de Panamá. Esto, sin embargo, no sucedería, porque para eso, en el otro extremo de la lí-

Senado de 1903: sentados, Marcelino Arango, Miguel Antonio Caro, Guillermo Quintero Calderón, Joaquín F. Vélez y José María Uricoechea. Segunda fila: E, de Narváez, L. Pacheco, Pedro Nel Ospina, Antonio Gómez Restrepo, Luis M. Mesa y Fernando Angulo. Atrás: José María Rivas Groot, R. Zárate, E.B. Gerlein, M. Peñarredonda I. Saavedra y Rudesindo Gómez.

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Telegrama "urgentísimo" de Bunau-Varilla a J.M. Marroquín, del 23 de noviembre de 1902, con la amenaza de perder la vía del Canal si no se aprueba el Tratado (Archivo de la Cancillería).

nea ferrocarrilera, en Colón, el coronel R. Shaler, superintendente de la línea del ferrocarril, tenía otro plan ingenioso para impedir el traslado de Tovar, o por lo menos de su tropa, a aquella ciudad capital. Veamos cómo. Al llegar a Colón, Tovar y su batallón bajaron a tierra y el dicho superintendente manifestó que con todo gusto ordenaría su traslado a Panamá; que para él y su oficialidad tenía reservado un vagón especial, pero que el batallón saldría un poco más tarde, porque no había vagones suficientes. Y así fue; a poco, el general en jefe, acompañado de todo su estado mayor,

saldría de Colón cómodamente instalado en un vagón destinado a personajes importantes, dejando atrás en Colón a toda su tropa a merced del superintendente del ferrocarril. El cual se dio sus trazas, con un pretexto u otro, para demorar la partida de los colombianos, mientras en Panamá Huertas se encargaba de Tovar y de sus oficiales. De esta manera increíble, el batallón Tiradores, formado por 500 hombres, se quedó en Colón sin otro jefe a su cabeza que un oscuro oficial de guerra civil, de nombre Elíseo Torres, hombre sin carácter, ni preparación, ni sentido ninguno de la enorme responsabilidad que había caído sobre sus hombros. Pocas horas después, con sospechosa puntualidad, echaba anclas en la bahía de Colón el crucero de los Estados Unidos Nashville al mando del comandante Hubbart. La llegada del Nashville a Colón el día 3 de noviembre, casi al tiempo con el crucero Cartagena, no había sido casual. Era el resultado de un par de cablegramas cruzados entre el doctor Amador y Bunau-Varilla, escritos en el lenguaje críptico del código secreto entregado por aquél a Amador en Nueva York, fechados el 29 y 30 de octubre respectivamente. El de Amador para el francés decía: «Fate news bad powerful tiger urge vapor Colón.» Lo que quería decir: «Llegarán fuerzas colombianas por el Atlántico, con más de 200 hombres, urge envío barco de guerra a Colón.» Y el de BunauVarilla para el panameño: «All right will reach ton and a half obscure Jones.» Lo que significaba: «Todo bien, llegará buque a Colón dentro de dos días y medio.» Los conspiradores panameños tenían así, pues, la seguridad de que podrían maniobrar tranquilamente, respaldados por el tío Sam, y procedieron en consecuencia. Es cierto que quien hacía aquel anuncio no tenía autoridad oficial que lo respaldara, pero no lo es menos que Amador y su Junta sabían que el francés operaba por

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cuenta de Cromwell, y Cromwell por la del gobierno de Washington, en donde la política del «gran garrote» proclamada por Teddy Roosevelt estaba en pleno apogeo. Ninguno de éstos reconocieron jamás, es cierto, la existencia de esa relación concatenada, porque Roosevelt pretendió siempre hacer creer que no tuvo arte ni parte en la conjura; sin embargo, la realidad de los hechos y las coincidencias entre éstos fueron tan evidentes, que nadie se llamó jamás a engaño: la revolución panameña había sido maquinada y puesta en ejecución por el propio gobierno de Washington, y tanto Cromwell como Bunau-Varilla fueron apenas sus cómplices y auxiliadores. Al llegar, pues, aquel barco norteamericano, las fuerzas colombianas quedaron enfrentadas a un enemigo poderoso, que las sobrepasaba en armas y posiblemente en hombres, y que por lo menos iban a neutralizarlo. Ya veremos cómo. Mientras tanto, las cosas en Panamá habían salido a la perfección. Muy temprano en la mañana, el general Huertas había recibido un telegrama de Colón anunciándole la llegada de Tovar, y, dos horas después, ya estaba en la estación, con el gobernador Obaldía, en espera de su superior. Llegó éste, en efecto, pero sin sus tropas, como se ha visto, y después de los saludos protocolarios de rigor, se trasladó junto con el gobernador Obaldía al cuartel llamado de Chiriquí, donde examinó el parque y se hizo reconocer por las tropas del batallón Colombia. Después examinó desde las bóvedas la flotilla colombiana surta en la rada, almorzó, y se sentó luego junto con otros oficiales en los escaños que había en el exterior del cuartel. Allí lo sorprendió el golpe. El capitán Marco Salazar, por órdenes de Huertas, salió del cuartel con una escolta, y los hizo presos a todos. Así de simple. No hubo reacción ninguna por parte de Tovar ni sus oficiales, los cuales no salían de su sorpresa. Fueron conducidos al cuartel de policía. El batallón Colombia salió entonces a la calle,

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desplegándose en guerrillas, y Huertas permitió que el pueblo entrara al cuartel y se armara. Pero no habría con quien pelear. Poco después, para completar la farsa, el gobernador Obaldía fue también hecho prisionero y llevado en coche descubierto a la casa del doctor Amador, que se le dio por cárcel. En eso se oyeron unos cañonazos, y cayeron unas bombas sobre Panamá. Eran disparos hechos desde la bahía por el crucero Bogotá, único de la flota colombiana que no se había vendido a la junta revolucionaria. Por fortuna no hubo más que dos víctimas: un chino y un burro.

El vicepresidente José Manuel Marroquín, encargado del ejecutivo entré 1900 y 1904: su política vacilante frente a las intervenciones norteamericanas en Panamá permitió la separación del Istmo y la pérdida del Canal en 1903.

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Telegrama de Facundo Mutis Durán, gobernador de Panamá, al ministro de Gobierno, general José Antonio Pinto, informándole sobre la reacción de Roosevelt ante el rechazo del Senado colombiano al Tratado Herrán-Hay (agosto 28, 1903).

Dice así Terán: «Aquélla fue la última exhalación del ejército colombiano en el Istmo.» Si lo que pasó en la ciudad de Panamá aquel 3 de noviembre de 1902 fue una comedia, lo que simultáneamente estaba ocurriendo en Colón pudo en cierto modo haberse convertido en una tragedia; y lo fue, en el orden moral, para Colombia. Allí los marines del Nashville habían desembarcado y parapetado en la estación del ferrocarril, detrás de unas pacas de algodón, donde se mantuvieron varias horas enfrentados a las fuerzas del batallón Tiradores. En esos momentos, el coronel Torres había tomado todas las medidas para atacar a los intrusos, con lo que el conflicto habría tenido un sangriento, dramático y honroso desenlace; pero, también en esos momentos, Torres vio cómo el crucero Cartagena, el mismo que lo había transportado a Colón con su gente, levaba traidoramente sus anclas, ponía proa hacia el mar océano, y se perdía en el horizonte, dejándolo con las tropas a su mando abandonados a su suerte. Decidió parlamentar. Y de esos parlamentos, generosamente regados con alcohol, con el superintendente del fe-

rrocarril, el cónsul norteamericano y los miembros de la junta revolucionaria local, resultó que el desdichado oficial aceptó reembarcarse con su batallón hacia Cartagena en el buque mercante surto a la sazón en el puerto. A Torres se le entregaron cinco mil dólares, y una letra de cambio por tres mil más, para los gastos de transporte de su tropa. Suma que, por cierto, fue entregada casi intacta por éste, al llegar al puerto colombiano. Seguidamente los coloneros arriaron la bandera colombiana, y declararon oficial y solemnemente su independencia de Colombia, como se acababa de hacer en Panamá. Y aquí concluyó la vida en común de las dos naciones, que había durado 82 años. En vano el gobierno del señor Marroquín envió a las volandas una comisión a Colón, compuesta por altas personalidades de ambos partidos, para que discutieran la posibilidad de que el Istmo se reintegrara a la soberanía colombiana en ciertas condiciones muy favorables de autonomía total, incluso ofreciendo trasladar la capitalidad colombiana a la ciudad de Panamá; en vano esta misma comisión viajó seguidamente a Washington para intentar por medios diplomáticos

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Telegrama confidencial de Luis Vélez Román, gobernador de Bolívar, comunicando que Pedro Vélez ha oído rumores en Estados Unidos sobre toma por la fuerza de las obras del Canal y fomento de una revolución; sugiere envío urgente de tropas al Istmo (julio 26 de 1903).

una reclamación ante el gobierno de ese país: ni siquiera fue recibida por el presidente Roosevelt; y en vano una expedición militar, compuesta de patriotas voluntarios, se adentró por las selvas de Urabá y del Darién para intentar una penetración terrestre hasta el centro del Istmo: entre las fiebres, los barcos de guerra norteamericanos que por allí rondaban y que no los dejaban avanzar y las propias vacilaciones del presidente Marroquín, ese patriótico esfuerzo expiró melancólicamente. La República de Panamá, como ente soberano, fue reconocida internacionalmente por los Estados Unidos el 6 de noviembre, o sea apenas tres días después de declarada la independencia, en lo que fueron imitados, en cosa de semanas, por todas las grandes potencias, e incluso por la casi unanimidad de las repúblicas hispanoamericanas. Como corolario, Bunau-Varilla fue nombrado ministro de la nueva República en Washington, y, apenas dos semanas más tarde, ya un nuevo tratado estaba celebrado directamente entre los Estados Unidos y, no diremos con Panamá, sino con Bunau-Varilla, que en esta materia procedió como quiso y sin consultar con

nadie. Allí el francés les hizo ceder a los panameños toda la Zona del Canal, a perpetuidad. Conseguido cuanto pretendían, los Estados Unidos iniciaron el saneamiento de toda la Zona del Canal, y la excavación del mismo, aprovechando para ello las obras realizadas por los franceses, las cuales alcanzaban una tercera parte de la totalidad del proyecto y por las que pagaron cuarenta millones de dólares, como estaba convenido. Los trabajos duraron diez años, y la inauguración del Canal se llevó a cabo en 1914. Con motivo de todos estos sucesos, las relaciones entre Colombia y los Estados Unidos estuvieron suspendidas, pero no rotas, hasta el año de 1921, cuando el Senado de aquella nación aprobó un tratado que se había firmado en Bogotá en 1914 y que lleva el nombre de Urrutia-Thompson. En virtud de ese tratado, las relaciones entre ambos países se normalizaron, y los Estados Unidos pagaron a Colombia una indemnización de veinticinco millones de dólares por los perjuicios económicos sufridos con la separación de Panamá, y, en especial, por la pérdida de sus intereses en la Nueva Compañía y en el ferrocarril.

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La cuestión del Canal desde la secesión de Panamá hasta el tratado de Montería Alfonso López Michelsen

E

s frecuente entre los comentaristas de la historia colombiana del siglo xx olvidar que el Departamento de Panamá, hoy República de Panamá, constituyó una audiencia distinta de la Santa Fe, que fue incorporada al Virreinato del Nuevo Reino de Granada en 1739, pero, aun cuando participó en la gesta emancipadora, ninguna de las batallas de la Independencia se libró en su territorio (1. Ver notas al final del cap.). Fue por adhesión voluntaria como Panamá se integró a Colombia, de igual manera como aspiró la actual República Dominicana a formar parte de la Gran Colombia, en los albores del siglo pasado. Con razón se habla de la separación de Panamá como de la extinción de una anterior unión. Muchos fueron los conatos de rompimiento en la vinculación política y afectiva que antes de 1903 Panamá mantenía con Colombia. En el año 1840, la última tentativa de separación duró aproximadamente un año, y Colombia, en los años posteriores, se orientó hacia el federalismo arrastrada, en parte, por la necesidad de darle un estatuto especial a Pana-

má. Si, como lo advierte Lemaitre en su obra, en los días inmediatamente anteriores a la Independencia no se registra en la prensa panameña la inminencia de la separación, no es menos cierto que el sentimiento anticentralista o anticolombianista siempre tuvo manifestaciones muy agudas (2). El impacto de la pérdida de Panamá en la idiosincrasia colombiana Un concurso de circunstancias contribuyó decisivamente al desenlace fatal de lo que muchos colombianos califican como la «pérdida de Panamá». Entre los factores que habían contribuido en mayor grado a la asimilación de Panamá con el resto de Colombia es necesario tener en cuenta primordialmente el político. Tanto como se condena en nuestro tiempo la controversia partidista, como un elemento pernicioso de desintegración, no es menos cierto que a nuestra identidad como nación, en un territorio con un precarísimo sistema vial, contribuyeron grandemente los partidos políticos. La lealtad regional con los caudillos de las parcialidades políticas forjó la unidad nacional, y las propias

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Portada del libro «La gran aventura de Panamá», de Philippe BunauVarilla, ingeniero de la Compañía del Canal de Panamá instigador de la secesión panameña y primer embajador de la nueva nación ante Estados Unidos. El busto es de Malvina Hoffman, realizado en 1919.

guerras civiles forzaron a los ciudadanos de todas las clases sociales a conocer a su país, recorriéndolo en el curso de las campañas militares. Era un reclutamiento en gran escala, porque lo practicaban, por igual, el gobierno y la oposición de turno, una vida de campamento, que familiarizaba a los soldados de ambos bandos con la topografía, la idiosincrasia, la comida, la música, las tradiciones de las provincias. El sentimiento regional ha sido una constante en la vida colombiana. Proclamar, como expediente político, que la patria chica se ve postergada y explotada ha servido para dar pábulo a la creencia de que existe un centralismo excesivo, que nunca rigió bajo la Federación, y apenas ha venido a cumplirse con rasgos inequívocos en los últimos cuarenta años. Colombia, a diferencia del resto de los países de América, se conoció como un país de ciudades, porque Cartagena, Medellín, Cali, Barranquilla, Cúcuta tuvieron vida propia y llegaron, en el pasado, a emular con Bogotá, en población y en riqueza. Panamá era un caso especial. Su posición privilegiada y el ferrocarril, construido desde mediados del siglo pasado, la habían constituido en «la Perla de la Corona». Todas las superpotencias del mundo se

interesaban en la posibilidad de comunicar al Atlántico con el Pacífico, a través del Istmo panameño, y los cónsules en Panamá y en Colón eran, a la par, agentes comerciales, figuras políticas y diplomáticas prominentes, y espías que informaban a sus respectivos gobiernos acerca de las intrigas que se tejían sobre la ruta entre los dos océanos. En las épocas de grandes penurias fiscales y cambiarías, el ferrocarril de Panamá, que servía de comunicación terrestre entre Panamá y Colón, constituía el punto de apoyo de la economía colombiana, como fuente de divisas y garantía de operaciones de crédito. En la época de la bonanza del oro en California llegó a transportar hasta 700.000 pasajeros al año. Difícilmente las nuevas generaciones colombianas podrán apreciar el traumatismo que significó para Colombia la llamada «pérdida de Panamá». Es un tema del cual me he ocupado en repetidas ocasiones, comparándolo con lo que significó para España la independencia de Cuba y las Filipinas, con el patrocinio norteamericano. Sólo después de 75 años de este infausto suceso, Colombia ha vuelto a desempeñar un papel protagónico en el escenario internacional, como el que había jugado antes de 1903. Vale decir que Colombia hasta entonces había sido un país osado, afirmativo, con ansias de liderazgo latinoamericano, dentro del concierto hemisférico. La herencia de la gesta bolivariana, que se cumplió bajo la administración Santander con los recursos en hombres y en dinero de la Gran Colombia, no se había extinguido. La parroquial Santa Fe de Bogotá se sentía con derecho a intervenir en todos los conflictos del continente. Cuando los franceses impusieron por la fuerza un emperador en México, Colombia le brindó todo su apoyo moral a Juárez, a quien se calificó, como se le conoce aún hoy día, como: «el benemérito de las Américas». Cuando los españoles intentaron recapturar el puerto de el Callao, el gobierno de Colombia se prestó para adquirir, a su nombre, y

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bajo su bandera, armas y barcos de guerra que debían servir para la defensa del Perú. Próceres de la independencia de Cuba en la guerra «grande» y en la guerra «chiquita» fueron los voluntarios colombianos, entre los cuales se destacó Cantillo y Zúñiga. En el Palacio de los Capitanes Generales de La Habana puede el turista reconocer, hecha jirones, la bandera de la Legión Colombiana, que luchó por la independencia de Cuba. La hermandad nuestra con el Paraguay arranca de la solidaridad de Colombia durante la guerra de la Triple Alianza, cuando el pequeño país austral se enfrentó, durante siete años, a las fuerzas coaligadas del Brasil, Argentina y Uruguay, apoyados por Inglaterra. Las aventuras internacionales no arredraban a Colombia hasta su gran insuceso. El fracaso en la construcción del canal por la compañía francesa y su secuela, el rechazo al tratado Herrán-Hay, desembocó en la emancipación de Panamá, que dejó una impronta imborrable en la mentalidad colombiana. En adelante, la política internacional del país se circunscribió al alinderamiento de nuestras fronteras, y la prudencia, la cautela, la desconfianza, el temor a vernos engañados por todo lo que viniera del mundo exterior, sustituyó a la osadía de antaño. La posición favorita era la de la neutralidad frente a los conflictos universales y las instrucciones que recibían nuestros embajadores, que asistían en nombre de Colombia a las asambleas internacionales, eran las de alinearse con la mayoría y no tomar ninguna iniciativa de carácter político que implicara riesgos para nuestro país. En menos de tres años Colombia hizo el tránsito de un exceso de audacia a una posición internacional desdibujada y pacata. Justificación propagandística del golpe de mano de Roosevelt En el extranjero se hizo circular la especie de que faltaba sólo un año, según el convenio Suárez Mange (3),

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para vencerse la concesión francesa del Canal, y el Senado de Colombia, frente al tratado Herrán-Hay, que implicaba el traspaso de los derechos a favor de los Estados Unidos, habría optado por dilatar los debates, en una extraña connivencia entre la oposición y el gobierno, en el que la primera, encabezada por el señor Caro, ponía los argumentos y el gobierno prestaba su aquiescencia, por medio del hijo del presidente, don Lorenzo Marroquín, llevando combustible a la hoguera (4). Fue así como notas confidenciales y reservadas del imprudente representante de los Estados Unidos en Colombia, el señor Arthur M. Beaupré, se dieron a conocer en sesión pública

El «Diario Oficial» insertó el decreto de estado de sitio en Panamá y Cauca el 6 de noviembre de 1903, el mismo día en que Estados Unidos reconoció a la nueva república. Fue necesario declarar turbado el orden en el Cauca porque allí hubo intentos separatistas.

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del Congreso para exacerbar los ánimos, ya de suyo adversos al tratado, por la inconveniencia de algunas de sus cláusulas. Vista desde el mundo exterior esta situación era, por decir lo menos, extravagante. Tenía una explicación que en nada favorecía la posición colombiana, dentro de las reglas de un juego limpio. Aparecía como si el propósito fuera dejar vencer el año de vigencia de la concesión de la compañía francesa para poder formular exigencias económicas mucho mayores a los Estados Unidos, creencia que se vio confirmada por el aplazamiento del gobierno en volver a presentar el tratado en el curso del mismo año y antes de su vencimiento. Fue el momento en que cobró fuerza en la mente del presidente norteamericano el plan de propiciar la separación de Panamá para tratar con un Estado distinto a Colombia, lo cual había sido considerado hasta entonces como el fruto de mentes calenturientas. El periódico neoyorquino The World había publicado, con muchos meses de anticipación, un esquema según el cual, con la complicidad americana, podría eventualmente apoyarse un levantamiento panameño y auspiciar el surgimiento de una nueva República (5). Colombia no prestaba oídos a ninguna de estas advertencias y, más y más, nuestros políticos se iban comprometiendo en inexplicables escaramuzas electorales frente a la magnitud del problema de la reconstrucción del país después de la guerra civil de los Mil Días, para lo cual se esperaba contar con los dineros provenientes de la negociación del Canal. Dentro de este contexto ocurrió el movimiento de independencia panameña, que tuvo por comadronas y parteras a ciudadanos colombianos que no eran oriundos del Departamento de Panamá. Fue el caso, en lo civil, del doctor Manuel Amador y Guerrero, cartagenero de nacimiento, y prominente político conservador, que se vio burlado en sus aspiraciones políticas por el maquiavelismo del gobierno de Marroquín. En lo militar, fue causa remota del

descontento panameño la conducta desordenada del general José Vásquez Cobo, conocido como «Pepe Botellas», por su afición al alcohol, a quien fue necesario remover, dejando el comando de la plaza en manos del boyacense Esteban Huertas, de quien dice, con razón, don Tomás Rueda Vargas, en un informe sobre las fallas de la educación militar en Colombia, que por treinta monedas de plata, como el Judas del Evangelio, se plegó a la causa de la insurrección y apresó a los comandantes del ejército regular colombiano, que había sido enviado de urgencia para debelar el levantamiento. El agente especial de la compañía del ferrocarril de Panamá, era José Agustín Arango, quien se prestó pasivamente a que el superintendente Shaler se negara a enganchar los vagones en que iba la tropa, permitiendo que el general Juan B. Tovar y su estado mayor, quedaran prácticamente inermes en la capital de Panamá. La participación panameña en el levantamiento fue clandestina y se circunscribió a la clase dirigente panameña. El gobernador Obaldía tuvo la franqueza de decirle al gobierno nacional, al aceptar su designación, que, si una sublevación de carácter separatista tenía ocurrencia, él no se prestaría a sofocarla. Algunos notables panameños se prestaron a constituir la primera Junta de gobierno, pero desempeñaron un papel secundario en la trama montada por Philippe Bunau-Varilla y William Cromwell, el asesor legal de la compañía francesa en los Estados Unidos. De un tiempo a esta parte, en el santoral panameño, se reivindica, como un precursor de la Independencia, al guerrillero liberal Victoriano Lorenzo, más conocido como el «indio Lorenzo», que había sido fusilado, tras un consejo de guerra verbal integrado por militares oriundos de regiones colombianas distintas de Panamá. Se le juzgó por haber proseguido la guerrilla, violando las estipulaciones del tratado de paz, pero, con el transcurso del tiempo, se difundió que su origen panameño explicaba su condenación.

Capítulo 6

Recapitulo todos estos antecedentes porque cuanto vino a ocurrir entre la secesión y el tratado Torrijos-Carter estuvo condicionado por lo improvisado de la emancipación panameña, su falta de arraigo popular, lo que permitió que, en los primeros años, casi diría yo, o, mejor, en las primeras semanas de gobierno autónomo, se comprometieran por Bunau-Varilla los intereses panameños frente a los Estados Unidos, más allá de cuanto es posible imaginar. Condición de prestar su concurso económico en la causa de la emancipación por parte del travieso ingeniero francés al servicio de la Compañía del Canal, Bunau-Varilla, fue el de ser designado por la nueva república como embajador ante el gobierno de Washington, para firmar, a las volandas, el tratado que, en lo particular, servía para reembolsarle sus caudales de inversionista de la compañía y, en lo público, para comprometer la integridad territorial panameña y la jurisdicción del nuevo Estado sobre la faja de tierra, entre el Atlántico y el Pacífico, por donde se iba a construir el Canal.

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Ni tonto ni perezoso, Bunau-Varilla viajó a Washington, a raíz de la constitución del nuevo gobierno y, por sí y ante sí, aprovechando el retardo en llegar de los otros comisionados, firmó de carrera un tratado sustancialmente igual al de Herrán-Hay, aun cuando más deprimente para la soberanía panameña, pero que implicaba de hecho y de derecho la ratificación al reconocimiento del nuevo Estado (6). Las maniobras del embajador Bunau-Varilla para que los ciudadanos panameños que debían asesorarlo no tuvieran ninguna injerencia en la elaboración del tratado linda con los más salerosos episodios de la picaresca española, tan bien relatados por los escritores del Siglo de Oro. Primeros pasos hacia la reconciliación Colombia trató en vano de buscar una avenencia con Panamá y con los propios Estados Unidos, procurando retrotraer la situación a los términos anteriores al 3 de noviembre de 1903. No es una página gloriosa en nuestra historia, y jamás serán suficientemente

Junta Revolucionaria de Panamá, del 3 de noviembre de 1903. Adelante, Luis Agustín Arango, Manuel Amador Guerrero y Federico Boyd; atrás, Nicanor A. de Obarrio, Manuel Espinosa, Tomás y Ricardo Arias.

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La bandera de la República de Panamá izada por primera vez, foto publicada por Avery & Garrison en el libro «Un viaje al Canal de Panamá».

enérgicos en condenarla quienes tildan de humillantes para la dignidad nacional las propuestas y los pasos dados por el gobierno de Bogotá en los primeros días posteriores al reconocimiento por parte de los Estados Unidos y de otras naciones latinoamericanas y europeas del hecho cumplido que fuera la independencia de Panamá. Frente a la gran potencia americana se concibió la descabellada iniciativa de ofrecerle la aprobación inmediata del tratado Herrán-Hay sin modificaciones, a cambio de que Washington le retirara su reconocimiento a la causa de la emancipación. ¡Ni tanto honor ni tanta indignidad! Roosevelt, enemigo jurado de Colombia, y conocido de autos por su arrogancia, acrecentó su desprecio por nuestro país y por nuestro gobierno, en la medida en que calibraba el contraste entre la posición de la víspera y las promesas tardías de someterse al rigor de las cláusulas del tratado Herrán-Hay. Para tratar con Panamá se designó una comisión integrada por generales de los dos partidos históricos, cuyos laureles aún estaban frescos, para que intentaran persuadir a los dirigentes del Istmo de que volvieran al regazo colombiano, formulándoles toda clase de promesas y halagos, que los panameños recibieron con explicable escepticismo. Los generales Rafael Re-

yes, Jorge Holguín, Pedro Nel Ospina y Lucas Caballero, hicieron, en medio de banquetes y atenciones personales toda clase de esfuerzos por convencer a los panameños de que Colombia estaba dispuesta a cambiar el trato que se le había dado a los problemas del Canal, dándole una mayor injerencia a las gentes del Istmo en el manejo de sus problemas. Algunas plumas panameñas no son ciertamente benévolas en la descripción de estas entrevistas, en las cuales el papel de los comisionados colombianos frente a los gobernantes de una república que ya se sentía consolidada y dueña de su destino, con el apoyo americano, era bastante desairado. De ahí que las reuniones derivaran gradualmente hacia un clima de página social, con visos de jolgorio, más que a una negociación política seria. Los panameños «se morían de la pena», pero la independencia era irreversible, decían en sus brindis. El futuro de Colombia, devastada por la guerra civil, parecía inexorablemente atado a las esperanzas nacidas al calor de la apertura del Canal por los franceses, primero, y, luego, a los dineros con que los Estados Unidos pagarían a Colombia las ventajas que nuestro gobierno iba a otorgarle al de Washington por el derecho a terminar la obra de los franceses y gozar a su antojo del privilegio de tránsito por el futuro Canal. Difícil es cuantificar, dentro de la evolución de las monedas, empezando por el propio dólar, lo que significaba en aquellas edades un abono de diez millones de dólares o de varios centenares de miles de dólares anualmente, por toda la duración del contrato. Basta hacerse la consideración de que la construcción del Canal, incluyendo el pago de los derechos de la compañía francesa, ascendió a 625 millones de dólares, que es lo que cuesta hoy en día una modesta hidroeléctrica de 300.000 kilowatios, en cualquier región de Colombia en donde se puedan aprovechar nuestros recursos hídricos a una distancia razonable de los centros de consumo. El

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dinero que recibió Panamá, la suma de diez millones de dólares, representaba un inmenso aporte de recursos para lo que hasta entonces había sido un departamento colombiano. Puesta esta suma bajo la tutela de Sullivan and Cromwell en el banco Morgan, tuvo, como el resto de los primeros pasos de la nueva república, misteriosas destinaciones, que no es del caso relatar aquí, pero que dieron lugar a que se revelaran las intimidades del complot para la independencia de Panamá, cuando los socios empezaron a querellarse entre sí. Lo importante, para ser tenido en cuenta, fue la creencia muy generalizada entre la clase dirigente panameña, de que, con la construcción del Canal, que ciertamente honró y honra hasta nuestros días la tradición de eficiencia norteamericana, el nuevo Estado, a la vuelta de pocos años, se convertiría en un emporio de riquezas incomparable, en el centro del tráfico marítimo mundial, y, para sintetizarlo en una sola frase, llegaría a ser la capital del mundo moderno, lo cual evidentemente no ocurrió. Panamá aprovechó su situación geográfica privilegiada para servir de sede de grandes compañías navieras, que se acogieron a su bandera, y convertirse en un gran centro financiero, años más tarde, cuando se pusieron de moda los santuarios contra la voracidad fiscal de los grandes centros, pero los beneficios de la prosperidad se circunscribieron a Panamá y a Colón, porque, aun en sus mejores épocas, jamás descendió hasta los estratos más pobres de la población panameña, ni en lo rural ni en lo urbano. Paradójicamente, el mayor beneficio que recibieron las clases pobres fue de carácter social. Provino de las campañas de saneamiento ambiental y de la lucha contra las epidemias de fiebre amarilla, cólera y paludismo, que por siglos habían asolado al Istmo. De ahí que, para los países vecinos y, especialmente para Colombia, Panamá se convirtiera en un centro médico de importancia, a donde las familias acaudaladas iban a tener sus hijos o hacer-

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se practicar intervenciones de alta cirugía, que las dispensaban de acudir a las clínicas norteamericanas. Los problemas que se plantearon para Colombia con la desmembración de su territorio, al iniciarse el siglo XX, fueron múltiples y, por decirlo así, gravitan todavía sobre diferentes aspectos de la vida colombiana. Frente a los Estados Unidos surgió la cuestión de saber si se rompían relaciones o simplemente se suspendían, siempre dentro del concepto de que era inevitable, tarde o temprano, restablecer la normalidad entre nuestras dos naciones. Los Estados Unidos bien podían dispensarse de tener relaciones con Colombia, una vez coronado el propósito de obtener la concesión para proseguir la apertura del Canal, otorgada por el nuevo Estado, cuyo nacimiento había propiciado tan atropelladamente el primer Roosevelt. En cambio, para Colombia, la necesidad de mantener relaciones diplomáticas y comerciales con los Estados Unidos era imperiosa. Mal podíamos hacer caso omiso de la mayor potencia económica y militar del continente americano, cuyo ascenso en el firmamento de la geopolítica comenzaba a manifestarse con acontecimientos tan significativos como el protectorado, no

El viejo edificio del Cabildo, en Ciudad de Panamá, donde se proclamó la independencia de España, y después la separación de Colombia

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por disimulado menos real, que la gran nación del norte ejercía sobre Cuba, Puerto Rico y las Filipinas; por su mediación en la guerra ruso-japonesa y el completo dominio que, en el curso de pocos años, iba a tener sobre la vía interoceánica que comunicaría el Atlántico con el Pacífico, a través de Panamá. Colombia no podía desarrollarse sola, con sus propios recursos, y aún cuando Europa seguía siendo, antes de la primera guerra mundial, una fuente de capitales para lo que en nuestro tiempo se llama el Tercer Mundo, los Estados Unidos se perfilaban ya como un gran centro financiero, capaz de señalarle rumbos a la economía mundial. Descubrimiento de los petróleos de América Latina y su incidencia en Colombia para el tratado con los Estados Unidos El caso de los petróleos es particularmente significativo al respecto. Este combustible líquido cobró rápidamente importancia, en el curso del siglo xx, con el desarrollo de los vehículos automotores. En los propios Estados Unidos se realizaron grandes descubrimientos de hidrocarburos, suficientes para abastecer el consumo nacional y generar excedentes exportables, que favorecían la balanza comercial norteamericana. Ni Inglaterra, ni Francia, ni Alemania, ni Holanda disponían hasta entonces de recursos propios en materia de petróleos, viéndose obligados a aprovisionarse fuera de Europa con los producidos en sus colonias o con los descubrimientos que, al amparo de concesiones leoninas, adelantaban en los países libres del Tercer Mundo. La América Latina pronto se reveló como un rico venero del oro negro. México y Venezuela, que todavía siguen siendo grandes productores de petróleo, fueron objeto de la codicia europea, pero, también, de las grandes compañías norteamericanas, como la Standard Oil Company, que extendían sus tentáculos por todo el mundo.

En Colombia, desde comienzos del siglo, ya se habían localizado los dos grandes yacimientos que dominarían nuestro panorama petrolífero durante casi todo el siglo XX: la «Concesión de Mares» y la «Concesión Barco», conocidas por los nombres de los beneficiarios que se acercaron al gobierno en procura de un derecho a explorar y a explotar el precioso líquido, que afloraba en aquellas privilegiadas regiones del Oriente colombiano. Estaba en el interés nacional vincular los capitales extranjeros que nos permitieran sacar provecho de estos dones de la naturaleza, y así lo comprendieron ilustres colombianos que, en una u otra forma, se comprometieron en el fomento de la industria del petróleo. Entre todos ellos cabe mencionar al presidente Marco Fidel Suárez, quien, antes y después de haber ejercido el mando, puso especial empeño en atraer la inversión norteamericana, superando la animosidad colombiana contra los Estados Unidos por el episodio de Panamá y haciendo caso omiso, por no decir, perdonando, los agravios de que había sido objeto nuestra patria por el presidente Roosevelt y sus seguidores en las filas del partido republicano. Su divisa de «respice polum» (mirad hacia el Norte) condensó, en un sencillo aforismo latino, toda una concepción política. Más adelante veremos cómo el tratado con los Estados Unidos y las negociaciones para explotar las cuencas petrolíferas colombianas quedaron indisolublemente atados, hasta ser una de las causas eficientes de la renuncia a la presidencia del señor Suárez, quien comprometió toda su autoridad política en la aprobación del tratado Urrutia-Thomson, con miras a recibir la indemnización de los 25 millones de dólares por los sucesos de Panamá y de atraer inversionistas americanos para explotar nuestro petróleo. En la esfera del derecho público colombiano, el tratado con los Estados Unidos, en sus distintas versiones, dio origen a una singular jurisprudencia de la cual hasta hace pocos años he-

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mos comenzado a redimirnos. El tratado, por medio del cual se reconocía al antiguo Departamento de Panamá como un Estado independiente, fue objeto de una demanda de inconstitucionalidad, con el argumento de que los límites de la República estaban definidos en la Constitución y que, ni el presidente ni el Congreso, podían por medio de una ley aprobatoria de un tratado, ir en contra de la disposición constitucional que fijaba nuestras fronteras. Nuestra Corte Suprema, en lugar de invocar el carácter sui generis de los artículos atinentes a los límites territoriales, que no permitirían la negociación de ningún tratado, si no tuvieran implícita la condición de ser la Constitución en este aspecto, de una jerarquía inferior a los tratados públicos, en cuanto a las delimitaciones fronterizas, optó por declarar la incompetencia de nuestro más alto tribunal para ocuparse de toda clase de tratados internacionales, con el argumento simplista de que, antes de la ley aprobatoria, los tratados públicos no eran susceptibles de demanda por no estar perfeccionados, y, después de aprobados, ya eran obligatorios para la República por cuanto que constituían un pacto bilateral, del cual no se podía desprender unilateralmente una de las partes. En este sentido, y mientras otros países, especialmente los de organización federal, como los Estados Unidos y el Canadá, se reservaban el derecho de declarar la inconstitucionalidad de los convenios contrarios a los derechos de los estados, que forman parte de la federación, o de los derechos reconocidos en la Constitución para los propios ciudadanos, Colombia quedó de esta suerte permanentemente atada a la doctrina según la cual las leyes aprobatorias de tratados públicos no pueden ser declaradas inexequibles. El nuevo siglo, hasta 1910, se perfiló para Colombia como una era de sucesivos desastres que hicieron cundir el pesimismo en sucesivas generaciones de colombianos, abrumados ante nuestra capacidad de autodes-

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trucción. La más cruenta de las guerras, la llamada de los Mil Días, dejó al país en ruinas, con una moneda envilecida y un estancamiento económico general, como consecuencia de los reclutamientos, las confiscaciones, la destrucción de los medios de producción y la desconfianza en nuestra capacidad de reaccionar con energía creadora. A la vuelta de pocos meses tuvo lugar la desmembración del territorio patrio con la pérdida de Panamá y la impericia de la clase dirigente conservadora de la época para

Arthur M. Beaupré, jefe de la legación de Estados Unidos, comunica al canciller Luis Carlos Rico el reconocimiento pleno de Panamá y la recepción del ministro Bunau, noviembre 13, 1903 (Archivo de la Cancillería)

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realizar una apertura democrática que les permitiera a los vencidos reincorporarse a la vida civil. Gran mérito del presidente Rafael Reyes fue el haber captado estas dos angustias y haber procedido a ponerles remedio con una política destinada a devolverle la confianza al país en sus hombres y en sus instituciones. En lo económico, inició la reconstrucción nacional con la conversión del peso, ya totalmente desvalorizado, a su valor real, en momentos en que el cambio estaba al diez mil. Adelantó, con los recursos del exhausto tesoro nacional, una serie de obras públicas que permanecían inconclusas; reorganizó el Ejército y la Marina y atrajo la inversión extranjera, como lo estaban haciendo otros países latinoamericanos, principalmente México, cuyo dictador, Porfirio Díaz, le sirvió de modelo en muchos rasgos distintivos de su administración, hasta el extremo de haber adoptado como eslogan de su gobierno el mismo que años antes le había servido al presidente Díaz para conquistarse la benevolencia de las clases bienpensanProtesta del presidente José Manuel Marroquín dirigida al presidente del Senado en Washington, por haber reconocido a Panamá (Archivo de la Cancillería).

tes: «Menos política y más administración.» Los tratados del general Reyes con los Estados Unidos y Panamá La gran tarea de Reyes, no obstante el lema citado, fue de carácter político. Su apertura frente al partido liberal, con la enmienda de las leyes electorales excluyentes obra de la «Regeneración», y la invitación a sus contendores liberales de la víspera de entrar a formar parte de su gobierno. En síntesis: propició un clima de confianza y de recuperación al que desafortunadamente puso término el haber copiado demasiado a la letra el gobierno de Porfirio Díaz (7). De presidente legítimo se convirtió en dictador, clausurando el Congreso elegido popularmente y, luego, al amparo de una Asamblea Constituyente, aspiró a perpetuarse en el poder, ampliando el período presidencial para su propio beneficio. Su ministro en Washington, don Enrique Cortés, suscribió con el secretario de Estado Root la primera

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tentativa de tratado destinado a poner término a las diferencias surgidas con los Estados Unidos de Norteamérica, con ocasión de la independencia de Panamá. Este instrumento internacional, impugnado por la opinión pública, fue el florero de Llorente que acabó por dar al traste con la dictadura de Reyes, cuando la opinión pública se levantó como un solo hombre en su contra. El Cortés-Root tenía como corolario un segundo tratado, que se conoció como el Cortés-Arosemena, por el cual se regularizaban las relaciones entre Colombia y Panamá y se fijaban las pautas para establecer los límites entre las dos repúblicas. De acuerdo con el tratado CortésRoot los Estados Unidos otorgaban el derecho a Colombia de transportar por el futuro canal, tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra, tropas, material y buques de guerra, sin pagar derecho alguno. Se garantizaba el tránsito de los oficiales del ejército de Colombia en el ferrocarril transístmico y algunas ventajas menores en lo referente al uso del mismo canal. Colombia se desprendía de sus derechos en el ferrocarril de Panamá y de cualquier participación -o indemnización que se derivara de la antigua concesión francesa, sin compensación alguna por parte de los Estados Unidos. En cambio, el tratado Cortés Arosemena contemplaba un reembolso de Panamá a Colombia por concepto de la deuda externa, que correspondía proporcionalmente a Panamá, contraída por Colombia con anterioridad al 3 de noviembre de 1903, tal como se había hecho con las deudas de la Gran Colombia, a raíz de su disolución, entre Colombia, Venezuela y Ecuador. Se calculó la parte aliquota de Panamá, que equivalía a la suma de dos millones quinientos mil dólares, los cuales se cancelarían con las diez primeras anualidades de doscientos cincuenta mil dólares, que Panamá debía recibir de los Estados Unidos, a partir de 1908, de acuerdo con el tratado Hay-Bunau-Varilla.

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Se discutieron, por primera vez, los límites entre Colombia y Panamá que, en sana lógica, no debían suscitar ningún problema. De acuerdo con la tradición del uti possidetis juris de 1810, bastaba con recoger la tradición de la época española que delimitaba el Virreinato de Nueva Granada de la antigua Audiencia de Panamá, ya que, como se ha dicho, con anterioridad a la creación del Virreinato, Panamá, como audiencia independiente no había formado parte nunca de nuestro territorio. Con todo, como se trataba de regiones deshabitadas y remotas, acerca de las cuales no existía mayor información, se discutió mucho acerca del llamado territorio de Juradó, que ya había sido ocupado por tropas co-

William McKinley, Theodore Roosevelt, William H. Taft y Woodrow Wilson, presidentes de Estados Unidos entre 1897 y 1917, bajo cuyos gobiernos se construyó el Canal.

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Rafael Reyes, Jorge Holguín y Pedro Nel Ospina; bajo sus gobiernos se firmaron los primeros tratados con los Estados Unidos después de la separación de Panamá.

Elihu Root, secretario de Estado y firmante del tratado Cortés-Root, primera tentativa de entendimiento con Estados Unidos, visitó Cartagena en noviembre, 1906 y acompañan: Mr. Barret, mons. Adan Brioschi, el canciller Alfredo Vásquez Cobo y el gobernador Pasos.

lombianas y que los Estados Unidos nos reconocían como propio, pero cuya propiedad debía ser sometida a un tribunal de arbitramento. Tras largas discusiones, en las que los panameños invocaban un decreto dictado por el gobierno colombiano en 1847, que señalaba los límites del Darién, y le adjudicaría a Panamá una extensión mayor, se adoptó el señalamiento basado en la ley 9.a de 1855, por medio de la cual se establecían los límites entre los departamentos del Cauca y Panamá, arrancando, sobre el Pacífico, entre los puntos denominados Cocalito y Ardita. Ambos tratados fueron aprobados rápidamente por los Estados Unidos y Panamá, que hallaban una fácil solución a sus diferencias con Colombia, por medio de estos dos instrumentos. En Colombia, como lo hemos anotado, se estrellaron contra una formidable oposición popular,

que halló un vocero en el patricio don Nicolás Esguerra. Este sobreviviente de la generación radical, que se había formado alrededor de don Manuel Murillo Toro, prendió la chispa de la protesta con un brevísimo memorial de tres cuartillas dirigido a la Asamblea Constituyente, designada a dedo por Reyes, en el que le ponía de presente a los delegatarios su incapacidad jurídica para impartirle la aprobación a un tratado, cuando dicha Asamblea carecía de un origen popular y venía a ser, en último término, un apéndice del ejecutivo. El gobernante prestigioso y respetado, que había sido Reyes hasta entonces, se vio obligado a separarse transitoriamente del mando, dejando en su lugar a su consuegro, don Jorge Holguín, para separarse definitivamente pocos meses después. El Congreso de 1909, este sí de origen popular, lejos de reconsiderar el tratado Cortés-Root, abrió un juicio de responsabilidades por la pérdida de Panamá, creando una comisión presidida por el doctor Juan B. Pérez y Soto, el senador por Panamá en 1903, que jamás renunció a su nacionalidad colombiana. Transcurridos setenta y cinco años de estos episodios y más de ochenta de la secesión de Panamá, es interesante leer estos procesos, mitad judiciales, mitad políticos, que no tuvieron ninguna culminación, ya sea porque el tema fue perdiendo actualidad o bien porque los promotores del escándalo se espantaron ante su propio invento. La mayor parte de los que pudiéramos llamar «comprometidos» en los episodios relacionados con la separación, o habían adoptado la nacionalidad panameña o habían muerto, y escapaban por tanto a la jurisdicción del tribunal. La flor y nata del partido gobernante en Colombia, quienes después deberían destacarse en los más altos cargos de la administración pública y de representación popular, rindieron declaración bajo juramento en aquellas memorables sesiones. Militares y civiles desfilaron ante el Congreso y quizá ningún otro episodio de su carrera

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puede servirnos tanto para calibrar la entereza moral y la inteligencia de los protagonistas. Sólo se salvan, en mi opinión, el general Alfredo Vásquez Cobo, quien debía ser después y en varias ocasiones candidato a la presidencia de la República y el doctor Esteban Jaramillo, figura singular en la historia de Colombia. Siendo muy joven le correspondió, como oficial mayor del ministro de Gobierno, hacerse cargo del despacho durante los sucesos de Panamá, en momentos en que todos los prohombres del gobierno le hurtaban el cuerpo a tamaña responsabilidad. A partir de entonces su ascenso en el panorama nacional fue meteórico hasta su muerte, sin haber ambicionado nunca la primera magistratura de la nación. Fue un superministro de Hacienda en todas las crisis y bajo todos los gobiernos hasta 1934, cuando el partido liberal llegó al poder con Alfonso López Pumarejo. Durante la administración Olaya Herrera, quien era ajeno a las disciplinas económicas, le correspondió al doctor Jaramillo sortear la crisis económica mundial, con soluciones tan atrevidas e ingeniosas que todavía se recuerdan con admiración. El síndrome de Panamá Diez años de acontecimientos tan imprevistos como los que acabo de relatar, no transcurren impunemente, sin dejar huella de su impronta en el alma nacional. Cuando, a raíz de la caída del general Reyes, el país tuvo tiempo de detenerse en su loca carrera y hacer un escrutinio de su destino, bajo circunstancias e instituciones completamente nuevas, se encontró, como lo hemos anotado anteriormente, con una nueva visión de las relaciones internacionales y un concepto distinto acerca del papel que le correspondía desempeñar a Colombia. En gran parte era una actitud que, como un reflejo condicionado, nos hacía reaccionar, según la experiencia anterior, en dos formas: una, en lo externo, que se traducía en una gran des-

confianza delante de los extraños, en un temor al contacto con el extranjero, que no permitió jamás negociar la explotación de nuestras esmeraldas en condiciones ventajosas para el país, y otra, en lo interno, que consistió en condenar la política, como un ejercicio perturbador de la tranquilidad de los pueblos y causante de los males de la patria. Se homologaron violencia y política, como si esta última no fuera precisamente el sustituto de la violencia. La diversidad de opiniones y la tolerancia frente a esta diversidad de puntos de vista para escoger la mejor opción, nunca le ha hecho daño a los pueblos. El embrutecimiento, que engendra las pasiones, o las pasiones, que impiden formular un juicio sereno, provienen más bien del unanimismo, del rechazo a la controversia, de considerar al hereje como acreedor a

El 25 de noviembre de 1903, un dramático telegrama de Tomás Herrón, firmante del tratado que poco antes cedía a Estados Unidos los derechos del Canal por 99 años (rechazado por el Congreso colombiano): «Carecemos apoyo Europa América, estamos solos».

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Ultima página del tratado Cortés-Root, firmado en Washington el 9 de enero de 1909 (Archivo de la Cancillería).

la hoguera, pero, en aquellos tiempos y en aquella coyuntura, se abrió paso transitoriamente la política de forzar el unanimismo bajo la forma de una tajante división entre buenos y malos. Buenos eran quienes no profesaban ideas políticas y trataban de hacer carrera condenando a los partidos históricos, y malos quienes sustentaban las doctrinas seculares sobre la organización del Estado, como son la liberal y la conservadora. Los unos, buscando la paz al amparo de la libertad y de la tolerancia. Los otros, reforzando la autoridad, en procura del orden. Eran los liberales y los conservadores frente al «republicanismo»,

que calificaba de «queridos odios» estos credos. No todo debía ser desafortunado dentro del nuevo espíritu. Gran conquista en el primer cuarto de siglo fue el haber elevado los temas internacionales a la categoría de territorio en donde se podían dar cita los adalides del liberalismo y del conservatismo para servir mejor a la patria frente al extranjero. La desastrosa gestión de la cuestión canalera, bajo la presidencia de Marroquín, gobierno hegemónico por excelencia, de donde estaban excluidos los liberales de todos los matices, había demostrado la inconveniencia de prescindir de las mejores inteligencias en la solución de nuestros problemas externos. Ya, al momento de firmarse la paz del Wisconsin, el general Herrera había sintetizado en un apotegma histórico el criterio liberal: «La patria por encima de los partidos.» Uribe Uribe, reincorporado a la vida civil y actuando como embajador de Colombia en diversas misiones, propició la creación de una Comisión Asesora de Relaciones Exteriores en donde tuvieran asiento aquellos varones que por su versación en los temas internacionales y su desvelado patriotismo pudieran servir de consejeros del gobierno en cuestiones de tanta monta como las fronterizas y en el arreglo de diferencias como la que se presentaba con los Estados Unidos cuya responsabilidad no podía recaer sobre un solo partido. En la Comisión de Relaciones Exteriores tuvieron asiento don Nicolás Esguerra, el patricio liberal que había encabezado la protesta contra el tratado CortésRoot, el doctor Antonio José Uribe, el doctor José María González-Valencia y el propio general Uribe Uribe y otros distinguidos representantes del liberalismo y del conservatismo. El clima era propicio para reanudar los contactos con los Estados Unidos, dentro del nuevo concepto del bipartidismo y, dada la reconocida experiencia del señor Suárez, ministro de Relaciones Exteriores en sucesivas administraciones, un grupo de patriotas,

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encabezados por el canciller Francisco José Urrutia, redactó un nuevo convenio, destinado a satisfacer la necesidad de cerrar decorosamente el episodio de Panamá, normalizando las relaciones con los Estados Unidos, que nunca estuvieron rotas, e inclinándose ante el hecho cumplido de la emancipación y constitución del nuevo Estado panameño. El cambio en los Estados Unidos y el tratado Urrutia-Thomson Tras una larga supremacía de gobiernos republicanos en los Estados Unidos, que venía desde el siglo XIX, se propuso la reelección del señor Taft, antiguo ministro de Guerra de Teodoro Roosevelt, a quien éste combatía ardientemente, sin parar mientes en la división de su partido, por considerarlo infiel a su pensamiento político. Tan lejos fue el antiguo presidente en su desmedida ambición que no vaciló en crear una nueva agrupación política con elementos del antiguo partido republicano, a la cual bautizó con el nombre de Bull Moose y bajo cuyas banderas se postuló como candidato, en oposición a su antiguo secretario de Guerra, ahora presidente en trance de reelección. Gracias a esta división, en la que Roosevelt llevó la peor parte, resultó elegido en 1912 un demócrata, el presidente Woodrow Wilson, que era la antítesis de la atropellada política de Roosevelt y encarnaba la reivindicación del partido demócrata como adalid de la legalidad frente al episodio de Panamá, contra el cual se habían pronunciado en su tiempo escritores y congresistas de esa misma parcialidad. Se había allanado el camino para el entendimiento entre Washington y Bogotá con una disposición de ánimo mucho más benévola de parte de los interesados. La apertura del Canal, que se inauguró en 1914, hacía imperioso para el tráfico de cabotaje colombino normalizar las relaciones con Panamá y ponerle término a diferencias acerca de las cuales ya habían fa-

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llado los hechos cumplidos. El tratado Cortés-Root, así adoleciera de vacíos y hubiera sido rechazado por la opinión pública, contenía sustancialmente las bases de un avenimiento. Faltaban una reparación moral y otra material. Los Estados Unidos habían obtenido, mediante el tratado Hay-Bunau-Varilla, una franja de terreno a perpetuidad, conocida como la Zona del Canal; se conservaba la soberanía panameña, pero de facto la Zona del Canal iba a ser un territorio america-

Miembros de la la Comisión Investigadora de responsabilidades por la separación de Panamá; al salir de una de las sesiones en diciembre de 1910: Ruiz Barreto, el procurador Ochoa, Gutiérrez de Piñeres y Quijano.

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Nicolás Esguerra, José María GonzálezValencia, Rafael Uribe Uribe y Antonio José Uribe (abajo, derecha), primeros miembros de la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores en 1909. Abajo, izquierda, Juan B. Pérez y Soto, senador panameño que permaneció en Colombia y fue presidente de la Comisión de Responsabilidades.

no, distinto de la República de Panamá. Colombia aspiraba a asegurarse dentro de esta Zona algunos privilegios, otorgados por los Estados Unidos, tales como el tránsito por el ferrocarril y el paso del Canal para su marina de guerra, aparte de otros beneficios menores. Nunca se pensó entonces que, antes de finalizar el siglo, estos privilegios o derechos pudieran eventualmente revertir a Panamá, junto con la totalidad de la Zona. De ahí que no se estableciera un lazo entre los dos tratados: el que se iba a celebrar con los Estados Unidos y el que se celebrara con Panamá, para garantizarle a Colombia sus derechos, en el caso de que en un futuro remoto pasara la Zona a ser propiedad de Panamá. Cuanto se decía en el tratado Cortés-Arosemena, del año 1909, sobre la conexidad entre los dos tratados, tenía más que ver con los derechos de Panamá como Estado soberano sobre su territorio que sobre los derechos que Washington podía otorgar en la Zona. Estos beneficios y una indemnización por la suma de 25 millones de dó-

lares vinieron a constituir la reparación material contenida en el tratado Urrutia-Thomson y, en cuanto a la reparación moral, se incluyó la expresión inglesa sincere regret (sincero pesar), que implicaba una confesión de culpa por parte de los Estados Unidos. Colombia, de su lado, reconocía la independencia de Panamá y se comprometía a celebrar un tratado con la nueva República, quedando, de esta suerte, saldadas todas las diferencias. No sufrió el tratado Urrutia-Thomson, más conocido entonces como el tratado del 6 de abril, mayor tropiezo en el Senado colombiano, no obstante la posición recalcitrante de algunos antiyanquis. El verdadero escollo lo constituyó la expresión de pesar o reparación moral contra la cual se pronunciaron enérgicamente los amigos de Roosevelt en el Congreso americano. El propio Roosevelt, en los términos descomedidos que le eran característicos, se constituyó en adalid de quienes juzgaban que los Estados Unidos no le debían ninguna reparación de carácter moral a Colombia ni había nada que lamentar en los sucesos de Panamá. Va y viene, de la Comisión de Relaciones Exteriores a la Plenaria del Senado, el tratado hasta cuando los opositores consiguen imponer su criterio en contra de la reparación moral. ¡Ahí fue Troya! La opinión colombiana se dividió radicalmente alrededor de este punto y el tratado, que originalmente había tenido favorable acogida, se convirtió en la manzana de la discordia. Don Marco Fidel Suárez, que había escalado hasta la presidencia de la República y se sentía, con razón, el padre del tratado, enarboló la bandera de su aprobación, en desarrollo de la doctrina de «mirar hacia el Norte», a que ya hemos hecho alusión. No era una tarea fácil. Tenía ya el sol a la espalda, como suele decirse en nuestro tiempo, con respecto a los últimos quince meses de todo período presidencial; había sido, después de don Miguel Antonio Caro, el más conspicuo entre los «dirigentes nacionalistas» del Partido Conserva-

Capítulo 6

dor y su versación en cuestiones internacionales era umversalmente reconocida, aun por militantes del partido contrario, como el general Rafael Uribe Uribe. La cabeza del sector «histórico», opuesto al «nacionalismo» era el doctor José Vicente Concha, presidente de Colombia entre 1914 y 1918, quien buscaba ahora la reelección. Si bien es cierto que se aproximaba la agonía de esta rivalidad, que venía desde la época de Núñez, entre los dos bandos conservadores irreconciliables, y a quienes sólo conseguía unir cada cuatro años el arbitraje del arzobispo Bernardo Herrera Restrepo, la aspiración a la reelección de parte del doctor Concha mantenía viva la competencia entre las dos corrientes, la «nacionalista» y la «histórica», que ya se habían enfrentado en 1914, con el apoyo liberal ésta última, que había postulado al poeta Guillermo Valencia. Para apreciar los sucesos ocurridos durante los años de 1921 y 1922 es necesario reconstruir el contexto socioeconómico de la época y tratar de pro-

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fundizar someramente en la enigmática personalidad del señor Suárez. La primera guerra mundial, entre 1914 y 1918 trajo para Colombia graves consecuencias fiscales y económicas. El comercio internacional se vio afectado por el bloqueo de los submarinos alemanes a la marina mercante aliada. A su turno, el comercio con Alemania se vio totalmente interrumpido por el bloqueo aliado. Los efectos sobre nuestro precario tesoro nacional no tardaron en hacerse sentir. La renta de Aduanas cayó verticalmente y el gobierno se vio obligado a suspender las pocas obras públicas que daban empleo a nuestros modestos trabajadores manuales. La impopularidad del gobierno y de quienes lo apoyaban no tardó en hacerse sentir, y víctima de dos de aquellos desempleados fue el general Uribe Uribe, asesinado en las gradas del Capitolio Nacional, cuando se dirigía al Congreso en aquellos primeros meses de la guerra mundial. Para el año de 1918 la situación era verdaderamente angustiosa y el señor

Dique de Gamboa que separaba las aguas del río Chagres de la construcción del corte Culebra (Canal de Panamá, alrededor de 1912).

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Sección de la pared central de la exclusa Pedro Miguel, Canal de Panamá, 1913.

Una de las grandes compuertas del Canal a punto de ser terminada (1913).

Suárez se vio obligado, desde los primeros meses de su gobierno, a recurrir a toda clase de expedientes fiscales para pagar a los funcionarios públicos. La crisis afectaba por igual al Estado y a los particulares. Una manifestación de artesanos, el 6 de marzo de 1919, terminó con derramamiento de sangre, y la impopularidad del gobierno se agigantaba de día en día. La única esperanza a la que se aferraba como una tabla de salvación el gobierno de Suárez era la indemnización de los veinticinco millones a que se había visto reducida en 1914 la aspiración de Colombia.

Veinticinco millones de dólares en aquella época no sólo servirían para dotar de recursos fiscales a la nación sino para reactivar toda la economía. Me atrevo a pensar que, en términos contemporáneos, sería el equivalente de 2.500 millones de dólares providenciales que le llegaban del cielo al fisco nacional. Todas las cuestiones del Estado cedían el paso ante tan halagüeña perspectiva, que se constituyó en el centro de las preocupaciones presidenciales. Apenas las cuestiones limítrofes embargaban, en términos comparables, el pensamiento del jefe del Estado, anclado en un pasado remotísimo, cuando ya la república de los gramáticos desaparecía y su sucesor, el general Pedro Nel Ospina, iba a simbolizar la república industrial, con el despegue de la manufactura y el desarrollo de las obras públicas, entre 1922 y 1930. Vendría a ser por su dinamismo y su comprensión de la Colombia que se avecinaba, una réplica de Reyes, sin procedimientos dictatoriales. El gobierno de don Marco Fidel Suárez y el tratado Urrutia-Thomson El doctor Laureano Gómez escribió un libro sobre el general Ospina con el sugestivo título de El carácter del general Ospina. Falta por escribir otro análisis, quizá aún más interesante que el anterior, sobre el carácter de don Marco Fidel Suárez. Una brillante tesis de grado de su nieta, dona Teresa Morales de Gómez (8), quien con inteligencia y afecto ha escudriñado los sucesos de aquellos meses, que culminaron en su renuncia a la presidencia de la República, constituye una revelación y una reivindicación realista del personaje. Era Suárez, como ya lo hemos anotado, un hombre de otro siglo. Escritor atildado y hombre de gabinete, su curiosidad intelectual se asomaba de preferencia sobre las cuestiones lingüísticas y la delimitación de nuestras fronteras terrestres, que duró más de cien años. El cono-

Capitulo 6

cimiento del mundo, entendiendo por tal las duras realidades del capitalismo criollo, escapaba a su perspicacia. Su tabla de valores adolecía de un subjetivismo increíble. Hacía caso omiso del juicio de los hombres, por considerar que el hombre no debe responder de sus actos sino ante Dios, y sólo su conciencia debe servirle de brújula. Hombre de un incuestionable patriotismo, se vio envuelto en una serie de conflictos de intereses, de incompatibilidades, que escapaban a su percepción, y que acabaron por llevarlo a la tumba, después de haber alcanzado las más altas cimas en la sociedad colombiana de su tiempo. Veamos el desarrollo de esta tragedia griega: Como principal artífice del tratado del 6 de abril, Suárez, en cuanto ascendió a la presidencia de la República, se comprometió a fondo en patrocinar las enmiendas introducidas por el Senado americano al texto original del tratado Urrutia-Thomson. La más significativa era hacer desaparecer el artículo 1.° en donde se hacía alusión, al «sincero pesar» por parte de los Estados Unidos, por los sucesos de 1903. Seguían otras de menor importancia, entre las cuales cabe mencionar la relativa al paso de los barcos de guerra colombianos por el Canal. En caso de un conflicto armado con sus vecinos, el Senado norteamericano, en guarda de la neutralidad tradicional de los Estados Unidos, propuso que el derecho de tránsito no fuera igual en tiempo de paz y en tiempo de guerra, para las naves colombianas. Fue así como se modificó el texto, omitiendo la dicha expresión, pero conservando, en cambio, la versión según la cual el paso, en todo tiempo, sería libre. ¿Libre de ponerse en práctica o libre de peaje? Por meses enteros el debate se trenzó alrededor de esta distinción, que vino a ser disipada, en teoría, por el secretario de Estado Charles Hughes, en el sentido de que el tránsito sería Ubre de peaje, tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra, o sea, que el tráfico del océano Atlántico al Pacífico y vi-

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ceversa, no sería gravado en ningún tiempo. Sería una injusticia monstruosa, y así se puso de presente en el Congreso de Colombia, que los demás países de la tierra tuvieran derecho de paso para sus armadas durante sus conflictos bélicos, y Colombia lo perdiera por medio de un tratado que constituiría una capitis diminutio para quien había sido víctima del despojo norteamericano. Así ocurrió, sin embargo. Cuando, en 1933 (9), barcos de nuestra flota intentaron pasar de un océano a otro, los Estados Unidos, a través de las autoridades de la Zona del Canal, no nos lo permitieron, consolidándose de este modo la interpretación restrictiva que el Congreso colombiano había tratado de evitar. Con todo, el aplazamiento del tratado en el Senado americano obedeció a factores muy distintos de los aquí mencionados. Se creía, a la sazón, que Colombia era uno de los países más ricos del mundo en petróleos, y los americanos, ansiosos de competir con los ingleses en procura de combustible, miraban hacia América Latina, en vista de que los yacimientos de los países árabes del Medio Oriente habían quedado en poder de Inglaterra, a raíz del tratado de Versalles de 1918, que puso fin a la primera guerra mundial. Un buen día, gracias a la publicación de

Compuerta de una de las exclusas del lago Gatún.

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Marines norteamericanos entrenan en las celebraciones del 4 de julio, en el campo de béisbol de Ancón (1912).

una de las empresas petroleras vinculadas a la exploración del territorio colombiano, la opinión nacional se enteró de que una gran parte de nuestro subsuelo ya estaba cubierta por los tentáculos de las multinacionales, en busca de hidrocarburos. Coincidía este episodio con la etapa más álgida de la Revolución mexicana, que se caracterizó por su vena nacionalista y, si bien es cierto que fue solamente bajo el gobierno de Lázaro Cárdenas, en 1936, cuando se expropiaron las concesiones de petróleos extranjeros, ya se invocaba desde entonces la necesidad de recuperar estos recursos no renovables para beneficio de la nación mexicana. El señor Suárez, asesorado por su ministro, el doctor Carmelo Arango, jurista de renombre, ajeno en cierta manera a la política, expidió el decreto N.° 9.255-bis de 20 de junio de 1919, por medio del cual se declaraba de propiedad nacional el petróleo subyacente en el territorio colombiano. El pánico cundió entre las compañías americanas, que ya habían hecho algunas inversiones en tierras tituladas como de propiedad privada, y, a la vuelta de pocas semanas, la opinión asimiló el caso colombiano al caso mexicano, presuponiendo que, aun en tierras de propiedad pública que habían sido dadas en concesión, iban a revertir al Estado, con desco-

nocimiento de los derechos adquiridos con justo título, con arreglo a la ley. Quedó de esta suerte atada la discusión de las modificaciones al tratado Urrutia-Thomson con la legislación expedida por el gobierno del señor Suárez, en virtud del interés norteamericano en nuestro subsuelo. Fungía entonces como presidente de los Estados Unidos el señor Warren Harding, cuyo gabinete ha pasado a la historia como uno de los más comprometidos en el tráfico de influencias con las compañías petroleras por negociados sobre reservas de combustible de propiedad de la marina estadounidense, de las cuales se dispuso indebidamente a favor de las empresas petroleras privadas. Tan graves fueron estos desarrollos que funcionarios prominentes de la administración fueron a parar a la cárcel y el señor Harding murió en circunstancias tan misteriosas, en plena investigación de los desafueros, que no faltan quienes aventuren la hipótesis de que se suicidó para evadir su responsabilidad en los desaguisados y evitar su total deshonra. El señor Fall, quien acabó siendo uno de los principales implicados, encabezó la resistencia contra el tratado, alegando abiertamente que se imponía modificarlo para incluir una cláusula que garantizara los derechos de las personas naturales y jurídicas norteamericanas en los petróleos colombianos. No existía ninguna relación entre los dos temas y el gobierno colombiano protestó en términos conciliadores contra tan inaudita pretensión, que se sostuvo hasta el final de los debates, pero nunca llegó a cristalizar porque en Colombia los acontecimientos tomaron un nuevo giro, por obra y gracia de la Corte Suprema de Justicia. El decreto N.° 1.255-bis acabó siendo declarado inconstitucional por nuestro más alto tribunal y, de esta manera, después de largos meses, las diferencias entre Washington y Bogotá se zanjaron por sustracción de materia. Quizá valga la pena detenernos brevemente en las peripecias de este accidentado proceso.

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Capítulo 6

Es frecuente, aun entre los escritores de la extrema izquierda, alabar la disposición legal de la administración Suárez por medio de la cual se reivindicó como propiedad del Estado colombiano todo el petróleo que guarda nuestro subsuelo. Es un homenaje que el comunismo internacional hace al más proamericano de nuestros presidentes, al presentarlo en el papel de gobernante anti-yanqui. Desgraciadamente, el desenlace final de este asunto no refrenda esta teoría cuyas bases son eminentemente deleznables. Suárez, como la mayor parte de sus compatriotas, educados a finales del siglo XIX, no conocía el tema del petróleo y lo debió tomar por sorpresa la reacción americana. Los hidrocarburos vinieron a conocerse, como riqueza, a finales del siglo XIX, con la invención del motor de combustión interna. Mal podía haberse hecho alusión expresa al petróleo en los distintos códigos fiscales de los estados o de la nación entre 1863 y 1886. Regía el principio tradicional de que el subsuelo es del Estado, como se venía practicando desde la época española, cuando eran de propiedad de la Corona los metales preciosos de los cuales podía disponer el monarca dentro de sus prerrogativas. Por analogía, la riqueza petrolífera debía ser de propiedad del Estado, aun cuando el término «petróleo» o «aceite» no formara parte de nuestro vocabulario fiscal. Lo demuestra el hecho de que en otros países, herederos de la tradición española y que conservaron los principios de las leyes de Indias hasta bien entrado el siglo XIX, no existe el petróleo de propiedad privada como un producto accesorio del suelo. Es el caso de Venezuela y del Ecuador, amén de los países del Cono Sur y del propio México. El decreto 1.255-bis no era, pues, a primera vista, inconstitucional. La Corte analizó minuciosamente la cuestión y en una sentencia salomónica falló diciendo que la propiedad privada del petróleo había existido hasta el 28 de octubre de 1873, cuando, en el código fiscal de la

época, se mencionan entre los elementos del subsuelo de propiedad de la nación «los jugos o bitúmenes de la tierra». Lo anterior equivale a decir que los petróleos sólo son de propiedad del dueño de la tierra cuando la adjudicación del suelo se hizo con anterioridad a la fecha del código fiscal, por haberse desprendido de los baldíos la nación, ya sea en la época colonial o en la republicana, cuando no se tenía noticia de estos recursos y, en consecuencia, mal podía entenderse hecha desde entonces la reserva a favor del Estado colombiano. Sea de ello lo que fuere, el señor Suárez se acogió a la sentencia de la Corte, para revocar la totalidad del decreto y congraciarse de nuevo con los Estados Unidos, en medio de una serie de desafortunados malentendidos que acabaron por crearle una aureola de impopularidad nunca antes registrada en lo corrido del siglo xx. Inspirado en los mejores propósitos, dentro de su política de acercamiento a Washington, y confiado en la discreción de su cónsul en Nueva York, el señor don Francisco Escobar, le envió a su agente un telegrama estrictamente confidencial en el cual le decía que informara a los «relacionados influyentes» del propósito suyo de revocar el decreto de marras. El cable cayó inexplicablemente en poder de la prensa liberal de Bogotá y fue divulgado profusamente con una alteración importante porque, en lugar de «re-

Disparo de un cañón de doce pulgadas, una de las piezas del sistema de defensa de la Zona del Canal, en 1914.

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El S.S. Ancón, primer barco que cruzó el Canal de Panamá, agosto de 1914. Pintura de Henry Reuterdhal.

lacionados influyentes», que es como figura el cable en el copiador del señor Suárez, se puso: «interesados influyentes» (10). Lo primero entrañaba una labor informativa por parte del cónsul, entre sus conocidos o relacionados. Lo segundo, comprometía el decoro del gobierno al insinuar a su funcionario en Nueva York que buscara a los interesados, que eran quienes se oponían al tratado, para apaciguarlos con la promesa de derogar una medida que había contado con el respaldo público. La prensa liberal, que venía criticando en forma vehemente la política oficial, no tardó en descalificar en términos descomedidos al primer magistrado. Era la nota que colmaba la copa en los desaciertos de un hombre de Estado candoroso, que manejaba los asuntos públicos como asuntos privados. ¿Por qué no rectifi-

có jamás el desafortunado giro de los «interesados influyentes»? La frase ha corrido con tanta fortuna, para descalificar funcionarios, que aun en nuestro tiempo, se habla de «interesados influyentes». ¿Qué movió al cónsul a revelar el contenido de este mensaje ultraconfidencial? ¿Existía algún interés político en el seno del propio partido de gobierno para forzar la renuncia del señor Suárez? Son interrogantes que los historiadores todavía dejan pendientes, sin una respuesta satisfactoria. La virulencia de la oposición liberal puede apreciarse en la siguiente nota de un observador imparcial, el señor ministro americano Hoffman Philip, en uno de sus informes al departamento de Estado: «La prensa liberal y republicana prosigue su rutina diaria de artículos exagerados y carentes de principios contra el presidente y su gobierno lo mismo que contra los Estados Unidos. El Tiempo, el Diario Nacional y El Espectador han publicado últimamente notas bien escritas y violentas, poniendo en guardia a los colombianos contra el peligro que encarnan los Estados Unidos, que con toda seriedad se presentan como tratando de minar la soberanía de Colombia. Al gobierno actual lo pintan como si estuviera poniendo a Colombia al alcance de "las garras del lobo norteño", de estar vendiendo el país al coloso del norte por 25 millones de dólares. Tan absurdas y grotescas como parezcan estas apreciaciones, el hecho de ser patrocinadas por los directores de la prensa de oposición de Bogotá y ser escritos astutamente bajo el pretexto del "patriotismo", lo cual repiten constantemente, cala sin duda alguna en una opinión pública siempre inclinada a cuestionar los móviles que inspiran a nuestro gobierno.» En un alarde inaudito de demagogia, la Gaceta Republicana criticaba en los siguientes términos al gobierno por haber importado ropa y calzado para el Ejército en vísperas del Primer Centenario de la Independencia:

Capítulo 6_

«Sin pretexto, sin razón alguna, por el solo placer de ver sumidos en la miseria a sus conciudadanos, el ministro de Guerra se resuelve a dar un paso que condena al hambre a numerosas familias, y dejará sin trabajo a muchísimos obreros. »Nada más natural que encargar la confección de vestuario del Ejército a una multitud de infelices señoras que no cuentan para vivir sino con el exiguo producido de una labor fatigosísima, en la que se consumen largas vigilias con la aguja entre los dedos, mientras la tisis y la anemia corroen el organismo enflaquecido de la pobre madre, que no tiene con qué poner sus hijos en la escuela y para lo cual no ha habido un momento de descanso y de felicidad.» El presidente Suárez tenía puesto tal empeño en el tratado del 6 de abril que privadamente le había informado al ministro Carlos Adolfo Urueta, nuestro representante ante la Casa Blanca, que estaba dispuesto a renunciar, si con ello se propiciaba la aprobación del tratado. Posteriormente hizo la misma oferta, ya en forma semioficial al gobierno americano (11). El golpe que había recibido el presidente con la divulgación del cable vino a agravarse aún más con dos nuevos tropiezos de la administración, que la fueron llevando, por sus pasos contados, a la dejación del mando. Era gerente del Banco Mercantil Americano el doctor Alfonso López Pumarejo, joven político liberal, vinculado al Diario Nacional, periódico que adelantaba, a la par con los otros diarios de la misma filiación, una agresiva campaña contra el gobierno. Exasperado el señor Suárez con la oleada oposicionista y, siempre dentro de su inexplicable ingenuidad, fue a buscar personalmente al ministro americano en la sede de la legación, para pedirle por su intermedio al gobierno de Washington que gestionara ante los dueños del banco la remoción de su representante en Colombia. La noticia no tardó en llegar a oídos del propio afectado, a través de sus po-

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derdantes, y bien pronto se le añadió leña a la hoguera. Personas tan distantes de López Pumarejo, como el ex presidente Carlos E. Restrepo, protestaron contra el desafuero y el ministro de Relaciones Exteriores, don Hernando Holguín y Caro, negó en el curso de la polémica la existencia de una gestión gubernamental encaminada a poner en práctica una retaliación de carácter económico contra un ciudadano colombiano. Convencido de su error, se vio obligado a renunciar a su cargo, provocando a los pocos días la renuncia de otros miembros del gabinete ministerial entre los cuales se contaba el propio doctor Carmelo Arango. El presidente Suárez había descontado en el mismo Banco Mercantil, en

Mapa del Canal de Panamá, ya terminado, con demarcación de los límites de la Zona administrada por Estados Unidos (Ira Bennet, «History of the Panamá Canal»).

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Francisco José Urrutia, firmante por Colombia del tratado UrrutiaThomson, del 6 de abril de 1914, que estipuló la indemnización de 25 millones de dólares por Estados Unidos en compensación por la pérdida de Panamá. El tratado solo fue ratificado por Norteamérica en 1921.

forma de libranzas, sus sueldos y gastos de representación como presidente de la República y bien pronto se conoció la noticia tanto en Bogotá como en Nueva York, en donde, entre tantas cosas insólitas de los países latinoamericanos, nunca se había visto algo tan singular como la pulcritud personal de un presidente que tenía que acudir a tales expedientes para su sostenimiento como era descontar por adelantado sus emolumentos ante un banco extranjero. Pocas semanas más tarde, en el curso de un debate en la Cámara de Representantes, se inició en firme el enjuiciamiento contra el presidente de la República, en una de las más hábiles requisitorias de nuestras crónicas parlamentarias, en la que llevó la voz cantante el doctor Laureano Gómez, opositor irreductible del presidente. Se reveló en aquella memorable jornada del 26 de octubre de 1921, que el presidente le había tomado en préstamo dineros a los representantes de tres compañías extranjeras, la United Fruit Company, representada por el costarricense don Joaquín Fernández, un sindicato de banqueros holandeses, representado por el señor Loscher, y una casa fabricante de rieles, representada por el señor Boodmer (12), con el carácter de un favor personal y sin compromiso alguno por parte de quien se calificaba a sí mismo, el señor Suárez, «el primer empleado de la nación». Se obstinó el presidente de la República en comparecer personalmente ante el Congreso para dar cuenta de su conducta y, a semejanza del general Mosquera, quien hizo acto de presencia frente a sus acusadores ostentando la banda presidencial, el señor Suárez en medio de general expectativa, dio respuesta a los cargos que le formulaba el representante Gómez Castro. Doloroso espectáculo fue aquel, cuando el anciano presidente, en lugar de demostrar la invalidez de las pruebas con que se le abrumaba, confesó candorosamente que los hechos eran parcialmente ciertos, por cuanto que sí había tratado de obtener dineros de

los mencionados empresarios, pero que las operaciones no habían culminado por razones de diversa índole. Como ya lo hemos anotado, él mismo desdoblaba su personalidad, dando por sentado que quien solicitaba favores de carácter personal nada tenía que ver con la relación gobierno-empresa multinacional, ya que en el momento de solicitar el préstamo el señor Suárez había sido explícito en manifestar que como gobernante no adquiría ningún compromiso desdoroso para su cargo. La situación se hizo insostenible y la renuncia, que él había ofrecido como su contribución a la aprobación del tratado, no se hizo esperar. Dejó el mando, no sin haber dejado constancia por escrito de su voluntad de llevar adelante semejante sacrificio, a trueque de la aprobación del tratado del 6 de abril, y reservándose el derecho de reasumir en cualquier tiempo, dentro del período constitucional para el cual había sido elegido, la jefatura del Estado. Sucedió al señor Suárez en el gobierno, como primer designado, don Jorge Holguín, quien ya había ejercido la presidencia con ocasión de la renuncia de Reyes. Su elección fue mirada con benevolencia por el liberalismo, dirigido entonces por el general Herrera, candidato de ese partido a la presidencia de la República, quien vetó todo intento de colaboración con el gobierno en campos distintos al de las relaciones internacionales, que raras veces se ha mirado con criterio sectario, en los últimos ochenta años. Holguín, que era hombre moderno para la época y político sagaz, designó como ministro de Relaciones Exteriores al doctor Enrique Olaya Herrera, quien venía figurando entre las figuras promisorias del liberalismo desde la época de la caída de Reyes y comprometía con su aceptación a un sector valioso de su partido. La sucesión presidencial El candidato del Partido Conservador venía siendo el general Pedro Nel Os-

Capítulo 6

pina, quien, sin ser abiertamente «nacionalista», era mirado con simpatía por los militantes de esa fracción, que controlaba el gobierno de Suárez, elegido en 1918. El ex presidente doctor José Vicente Concha, líder del partido «histórico», aspiraba también, en forma más o menos velada, al solio de Bolívar, como candidato de una hipotética reelección, que nunca se había visto en Colombia desde la época de Núñez. Desempeñaba entonces la legación en Roma y, tan pronto como sus amigos le informaron acerca de la situación por la que atravesaba la administración Suárez y el escogimiento de Holguín como designado, regresó al país para ponerse al frente de la oposición al tratado Urrutia-Thomson con la esperanza secreta de obtener la nominación conservadora, a pesar de que la opinión pública no se hallaba dividida en frentes partidistas sino que, a uno y otro lado, militaban destacados miembros de nuestras dos colectividades históricas. El liberalismo con Herrera y don Luis Cano, a la cabeza, y el conservatismo con el doctor

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Concha y el doctor Laureano Gómez, como adalides, configuraban un grupo de oposición irreductible que consideraba que el instrumento internacional por medio del cual se restablecían las relaciones con los Estados Unidos, se aceptaba la indemnización de los 25 millones de dólares y el tránsito de las naves de guerra colombianas por el Canal, así como otros beneficios, constituía un acto indecoroso de Colombia, al cual era imposible someterse por consideraciones puramente materiales, como era la imposibilidad de seguir viviendo en un limbo dentro del concierto continental. Apoyaban el tratado en la orilla liberal el general Lucas Caballero, don Luis Samper Sordo, y el joven ministro, doctor Olaya Herrera, seguidos por un grupo de parlamentarios y periodistas de gran calado en el seno del partido. Fue así como se aprobó el tratado con los Estados Unidos, que conllevaba el reconocimiento de la independencia de Panamá, la celebración de un tratado entre la República de Colombia y la de Panamá, no so-

Ratificación del tratado UrrutiaThaddeus Thomson en el Palacio de San Carlos en Bogotá, marzo 1º de 1922: Hoffman Philip, ministro americano, el canciller Antonio José Uribe y Constantino Barco. Atrás, Leopoldo Montejo, Rafael Herrán, Raimundo Rivas y Carlos Tamayo.

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En marzo de 1919 la «Gaceta Republicana» desató el escándalo de los uniformes y botas importados para el ejército por el ministro de Guerra Jorge Roa, que contribuyó a la crisis de gobierno v renuncia del presidente Suárez.

lamente para normalizar sus relaciones sino también para fijar sus límites territoriales. El reconocimiento de la independencia de Panamá El proceso se cumplió en dos etapas: 1. Se suscribió en Washington, con fecha 8 de mayo de 1924, la llamada Acta Tripartita porque en ella participaron, a nombre de los Estados Unidos, el secretario de Estado, señor Charles E. Hughes, a nombre de Colombia, el doctor Enrique Olaya Herrera, enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de la República de Colombia y el doctor Ricardo J. Alfaro, con el mismo carácter, como representante de Panamá. El objeto de la reunión fue la iniciación de relaciones entre las dos Repúblicas, como lo deseaba el gobierno de Washington. Se convino en que el gobierno de Colombia recibiría un representante diplomático de Panamá, acredi-

tado ante el de Bogotá para negociar y concluir con el gobierno de Colombia un tratado de paz y amistad, una convención sobre límites, y el arreglo en todo lo relativo a obligaciones pecuniarias entre los dos países. De labios del doctor Enrique Olaya Herrera, autorizado por el gobierno de Colombia, se reconoció a Panamá como nación independiente, con quien se establecerían relaciones para los fines arriba mencionados. De igual manera, el gobierno de Panamá manifestó su voluntad de recibir como enviado extraordinario y ministro plenipotenciario a un ministro de Colombia. De una vez, Panamá postuló como su primer ministro ante la Cancillería de San Carlos al señor Nicolás Victoria J., quien recibió el beneplácito de nuestro gobierno. 2. El ministro Victoria negoció con el canciller Jorge Vélez el Tratado de Límites entre Colombia y Panamá, que fue firmado el 20 de agosto del mismo año, y aprobado sin mayores

Capítulo 6

tropiezos, por medio de la ley 53 de 1924. Es un tratado que consta de seis artículos en los que se adopta como línea fronteriza la ley colombiana de 1855, a que ya hemos hecho alusión. Para hacer la demarcación se pactó una comisión mixta, compuesta por tres individuos por cada parte, que tendría como sede la ciudad de Panamá, y amojonaría, dentro de un plazo a convenir, las fronteras entre los dos países. Los límites naturales entre Panamá y Colombia hacían relativamente fácil esta tarea, puesto que la madre naturaleza suplía en gran parte el trabajo de los demarcadores, en cuanto a la densificación de los hitos. Otras cláusulas se refieren a las diferencias que puedan presentarse y a la forma de repartir los gastos entre los dos gobiernos. Con ese tratado se ponía término, después de más de veinte años, a las diferencias surgidas con motivo de la emancipación de Panamá, en 1903. En realidad, y a pesar de no existir relaciones diplomáticas, nunca se rompieron los vínculos afectivos entre Colombia y su antigua provincia. La política, tan mal vista por los periodistas «republicanos» de la época, seguía siendo un nexo entre los dos países. Panamá había sido eminentemente liberal mientras estuvo integrada a Colombia (13). La guerra de los Mil Días había tenido por último escenario el Departamento de Panamá, en donde el general Benjamín Herrera se había consagrado como un eminente estratega con victorias tan resonantes como la de Aguadulce. Las figuras cimeras de la política panameña, en los primeros años de la naciente República, seguían la tradición política colombiana y era de ver la emoción con que los oradores hacían alusiones vibrantes a episodios anteriores a la Independencia que, sin embargo, seguían formando parte del historial político panameño. Se seguían lanzando vivas al Partido Liberal con el mismo sectarismo de antaño, como que no se trataba del primer día de la Creación. Presidentes de Colombia habían teni-

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do por cuna a Panamá y presidentes del Estado de Panamá, en la época federal, habían sido oriundos de otras provincias colombianas. Cabe señalar, como representantes de tal tradición, al doctor Rafael Núñez, emparentado por alianza matrimonial con la familia Obaldía, de Panamá, y miembro de la Cámara de Representantes en representación de esa parcialidad. Del lado panameño, el doctor Belisario Porras, seguía siendo el heredero de la tradición liberal colombiana y se preciaba en reconocerlo en sus intervenciones públicas. Ya hemos visto, por lo demás, cómo el doctor Manuel Amador, el primer presidente de la nueva República, era cartagenero de origen y también, por matrimonio con panameña, se había establecido en el Istmo. Nunca se rompieron definitivamente los vínculos entre los dos países y, tanto la tradición política como los parentescos, sustituyeron con ventaja

Charles E. Hughes y Enrique Olaya Herrera (firmantes con el panameño Ricardo J. Alfaro del Acta Tripartita del 8 de mayo de 1924), en caricatura de «El Fantoche». Marco Fidel Suárez, retrato a lápiz tomado del natural por Domingo Moreno Otero, 1920.

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la relación diplomática inexistente. La generación de la Independencia seguía pensando con afecto en Colombia y con gratitud hacia los Estados Unidos. A la primera la unían los recuerdos comunes y, a la Unión Americana, le debían haber hecho viable la Independencia, merced a la intervención de Roosevelt. La evolución de la opinión panameña frente a los Estados Unidos

El ex presidente José Vicente Concha sale con destino a la Legación en Roma a bordo del «López Penha» (mayo de 1919); le acompañan Tomás Surí Salcedo, M. Moreno Alba, Francisco Carbonell y Diógenes A. Reyes. Tan pronto supo de la crisis de Suárez y de la elección de Jorge Holguín como designado (noviembre 1921) regresó al país para oponerse al tratado Urrutia-Thomson y jugar a una eventual reelección.

Con el tiempo fueron surgiendo en Panamá nuevas generaciones que no compartían la misma tabla de valores de quienes participaron en los primeros años de la Independencia. El tratado Hay-Bunau-Varilla aparecía en toda su arbitrariedad, agravado por la premura con que el ingeniero francés había comprometido los intereses panameños. La nación panameña se sentía mutilada, dividida en dos por la Zona del Canal, y los americanos se vieron obligados a hacer concesiones y a contemplar la posibilidad de reconsiderar el tratado haciéndolo más benigno. Entre tanto, en la Zona misma, los hijos de los primeros residentes americanos, nacidos en territorio panameño bajo jurisdicción americana, se sentían naturalmente ligados a los Estados Unidos por la sangre y, en cierta manera, por el suelo. Los americanos los conocían como «zonians» y los panameños como «zoneitas».

Un tratado entre la República de Panamá y los Estados Unidos de América fue firmado en Washington el 28 de julio de 1926 pero no fue aprobado por la Asamblea panameña. Años después, el 7 de octubre de 1933, por medio de una declaración conjunta, firmada por los presidentes Franklin D. Roosevelt y Harmodio Arias, se dio principio a una nueva relación entre los dos países, la cual vino a formalizarse en el Tratado General de Amistad y Cooperación entre los Estados Unidos y la República de Panamá firmado en Washington el 2 de marzo de 1936. En este instrumento, de alcance político, se oficializaba la terminación de las obras del Canal y se extinguían los derechos norteamericanos propios de la época de la construcción. Solamente años después, con la participación de los Estados Unidos en la segunda guerra mundial se firmó un otro convenio sobre arrendamiento de sitios de defensa de la República de Panamá, en mayo de 1942. Ante la intransigencia de los Estados Unidos de revisar el tratado Hay-Bunau-Varilla, el gobierno y el pueblo panameño fueron reaccionando gradualmente contra el expansionismo norteamericano. Ejemplo de estas reacciones populares fue la que provocó, en los primeros años de la guerra mundial, la tentativa americana de apoderarse de la isla de Taboga. Se produjo tal reacción que los americanos tuvieron que desistir del intento. Contra el tratado de 1926 desempeñó papel de primera línea un grupo denominado Acción Comunal del cual surgió, como figura dominante, el doctor Arnulfo Arias. Su elección como presidente en 1940 le permitió reafirmar sus posiciones nacionalistas y enfrentarse abiertamente a los Estados Unidos. En el año 1955 se firma el tratado Remón-Eisenhower que fue el último tratado mediante el cual se enmendaba el de 1903, sin abrogarlo. Corría el año 1964, se produjo un enfrentamiento entre los jóvenes panameños y los jóvenes «zoneitas», que arrojó un considerable saldo de estu-

Capítulo 6

diantes panameños muertos por las fuerzas americanas que disparaban desde la Zona. La opinión pública panameña, que desde la época de la segunda guerra mundial venía siendo trabajada por elementos antinorteamericanos, forzó al gobierno panameño a romper relaciones diplomáticas con los Estados Unidos, y Panamá toda hizo el tránsito de la posición revisionista del tratado a la de exigir su derogatoria. Fue el precio que los Estados Unidos tuvieron que pagar cuando, con el patrocinio de la Organización de los Estados Americanos, se firmó una declaración conjunta, firmada por los embajadores (Ellsworth Bunker y M. J. Moreno, Jr.), en la que ya se habla de «eliminación de las causas del conflicto entre los dos países sin limitaciones ni precondiciones de ninguna clase». Para Colombia la «abrogación» del tratado Hay-Bunau-Varilla entrañaba un grave problema, si llegaba el momento en que los Estados Unidos, como lo deseaba ya abiertamente el pueblo panameño, llegaban a renunciar en un futuro remoto a sus derechos sobre la Zona y reintegraban esa parte del territorio a la República de Panamá. El único colombiano que se había anticipado a sopesar la gravedad de esta situación había sido el doctor Antonio José Uribe, quien, desde 1914, con visión de estadista, había señalado el camino que le garantizaría a Colombia la supervivencia de sus derechos, independientemente de quien tuviera —los Estados Unidos o Panamá— la titularidad de la soberanía o el dominio en la Zona del Canal. Se preguntaba entonces el doctor Uribe: «¿Cuál es la reparación que nos deben dar los habitantes de Panamá bajo el gobierno que los presiden? Pues que éste, obrando en nombre del pueblo que representa, nos envíe un agente para que celebre un Tratado de Paz y Amistad que empiece por reconocer el 6 de abril (el Urrutia-Thomson) y pida que se borre y olvide el enojoso recuerdo de la rebelión separatista»... Y remataba así el doctor Uribe: «De esta

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suerte el tratado del 6 de abril y el que ha de celebrarse con Panamá conforme a la cláusula IV, formarán un todo jurídico y armónico, que asegure los derechos de Colombia en el Canal, en el ferrocarril y en todo el territorio del istmo, cualquiera que sea, hoy o después, el soberano de aquella comarca.»(14) No obstante, y a pesar de esta sania advertencia, no se incluyó en el tratado Vélez-Victoria la cláusula que salvaguardaría los derechos de Colombia y el compromiso contraído por los Estados Unidos sobre la zona se viera avalado por Panamá, para el caso de que aquel territorio panameño revertiera a su legítimo dueño. Panamá, con el transcurso del tiempo, fue considerando que el tratado UrrutiaThomson era un compromiso entre terceros, que no obligaba en modo al-

¿Quo vadis, Domine? Caricatura de «Bogotá Cómico» referente ai viaje de José Vicente Concha a Roma. El sacerdote que lo acompaña es su hijo Luis Concha Córdoba, futuro cardenal.

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Nicolás Victoria J., primer embajador de Panamá en Colombia, durante la presentación de credenciales a Pedro Nel Ospina ante el canciller Jorge Vélez (1924).

guno al estado panameño. Res ínter olios acta se llamó el tratado del 6 de abril, pretermitiendo la consideración de que en ese mismo tratado se reconocía a la República de Panamá como un nuevo Estado y que los Estados Unidos habían actuado como mediadores o amigables componedores en todo el proceso que había culminado con el reconocimiento de la Independencia. No eran terceros, como lo pretendían y pretenden algunos panameños, puesto que fue en desarrollo del tratado Urrutia-Thomson como se llegó al tratado Vélez-Victoria y como, si bien es cierto que de mala gana, Panamá se inclinó, aun en cuestiones de límites, a la mediación americana, en cuanto a la ley de 1855 sobre las fronteras entre el Cauca y Panamá. Una nota panameña de 1921, protestando por la intromisión americana, en la que se alude a ser este país tercero, con respecto a lo que pacten Estados Unidos y Colombia, se refiere estrictamente a los límites colombo-panameños y, en modo alguno, a lo que hicieran los Estados Unidos en la Zona (15). Todo esto es ya historia pasada. La posición colombiana, a través de los años, cuando quiera que se presentaron intentos de revisar las relaciones entre los Estados Unidos y Panamá, modificando el tratado, fue la de que en cualquier enmienda debía tenerse en cuenta los derechos colombianos,

que los Estados Unidos estaban obligados a garantizar. Particularmente en los últimos veinte años nuestra cancillería fue celosa en dirigirse al departamento de Estado americano en procura de un compromiso solemne de respetar tales derechos. El canciller Fernando Gómez Martínez hizo lo propio, en su época (16), pero se dirigió también a la cancillería panameña, la cual, por primera vez, planteó la cuestión de ser extraña al tratado celebrado entre los Estados Unidos y Colombia en 1914. Era la situación que había contemplado el doctor Antonio José Uribe, aun cuando, para entonces, la estructura del tratado Hay-Bunau-Varilla permanecía incólume y el problema no revestía mayor gravedad, puesto que no se contemplaba la abrogación del tratado, que Panamá demandaba. Corría el año de 1969 y siendo presidente Marco A. Robles y ministro de Relaciones Exteriores don Fernando Eleta se concertaron tres proyectos de tratado entre el canciller Eleta y el comisionado norteamericano Anderson, con el ánimo de abrogar el de 1903. De nuevo, como en ocasiones anteriores, Colombia envió la consabida nota poniendo de presente sus derechos ante el Departamento de Estado, para que los Estados Unidos le garantizaran a Colombia la totalidad de sus derechos, cualquiera que fuera el texto a que se llegara entre los Estados Unidos y Panamá. La opinión panameña, que ya abrigaba mayores aspiraciones en cuanto a la revisión del tratado Hay-Bunau-Varilla, rechazó la nueva enmienda, conocida como el «Tres en uno», porque contemplaba aspectos tan diversos como el régimen del canal existente, la posible construcción de un canal a nivel y la defensa de uno y otro. Como se trataba de un tema eminentemente político, en momentos en que se avecinaba la campaña presidencial, una de las manifestaciones en contra del gobierno fue el prematuro rechazo del proyecto de tratado. A los pocos meses resultó elegido presidente el doctor Arnulfo Arias, a quien ya

Capítulo 6

nos hemos referido. Su gobierno duró menos de un mes, como consecuencia del golpe de estado propiciado por la Guardia Nacional, que no tardó en consolidarse y fue reconocido por Colombia, dentro de los principios del derecho internacional, siguiendo el ejemplo de España y otros países europeos que, ante el abandono del territorio por el presidente Arias, consideraron que la autoridad residía en la Junta, ya que el vicepresidente tampoco estaba en capacidad de asumir la dirección del Estado. La «abrogación» del tratado Hay-Bunau-Varilla y la posición colombiana La presión de la nueva clase dueña del gobierno no tardó en hacerse sentir. En los cuatro años siguientes Panamá buscó por todos los medios la abrogación del tratado Hay-Bunau-Varilla en procura de recuperar su soberanía plena sobre la zona. La empresa, que parecía poco menos que imposible en sus inicios, fue cobrando fuerza en la

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medida en que contó con el respaldo de los países del tercer mundo y el apoyo de todo Latinoamérica para sus pretensiones. En las Naciones Unidas, en la Unctad, en las conferencias de los No Alineados, por donde quiera que Panamá hallaba una tribuna hacía sentir su voz reclamando el respaldo para su legítima aspiración de ponerle término a una concesión a perpetuidad, como era la de los Estados Unidos sobre la zona del canal, que en nuestra época, eminentemente descolonizadora, ya no tenía razón de ser. Los Estados Unidos, tan reacios en un principio a la idea de dar una respuesta a la denuncia panameña, poco a poco se fueron refugiando en el argumento según el cual el gran obstáculo para negociar con Panamá un nuevo tratado lo constituía la intransigencia colombiana al reclamarle una garantía específica para la protección de los derechos contenidos en el tratado Urrutia-Thomson. Equivalía, en la práctica, a decir: «Si Panamá y Colombia se arreglan, los Estados Unidos contemplarían la posibilidad de

Catedráticos y estudiantes de la Universidad de Panamá llevan la bandera del país, por primera vez, a la Zona del Canal {noviembre 1959), entre ellos. Aquilino Boyd y Ernesto Castillo.

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Ricardo Lince, presidente del Concejo Municipal del distrito de Panamá, se dirige a los concejales durante una reunión convocada en la Zona del Canal (noviembre 3, 1963), otro episodio del «conflicto de las banderas».

revisar el tratado con Panamá. Mientras este entendimiento no se cumpla, nada podemos hacer para descongelar la situación.» La opinión pública panameña estaba hostil a la posición colombiana frente la renegociación del tratado, y en algunos círculos se llegó a pensar que existía un secreto entendimiento con Colombia, que suministraba el pretexto para mantener el statu quo, contra el cual luchaban el gobierno y el pueblo panameño. Se fue abriendo camino entre los diplomáticos latinoamericanos y tercermundistas el mismo preconcepto, según el cual Colombia era el único obstáculo, y nuestra posición se hacía más y más difícil, en la medida en que la aspiración panameña se abría paso, a pesar de tantos obstáculos. El 7 de febrero de 1974, siendo presidente de los Estados Unidos el señor Richard Nixon y jefe del gobierno panameño el general Ornar Torrijos se firmó un acuerdo entre los cancilleres Kissinger y Juan Antonio Tack, conocido como la «Declaración de los Ocho Puntos», base de lo que sería después el tratado entre los Estados Unidos y Panamá. Era presidente de Colombia el doctor Misael Pastrana Borrero y canciller de la República el doctor Alfredo Vásquez Carrizosa. Dicho acuerdo debió tomarlos por sorpresa, ya que para nada se tienen en consideración en dicho instru-

mento los derechos de Colombia en la Zona del Canal, sobre la cual versaba la negociación, con el compromiso de transferir su soberanía rápidamente, lo cual significaba ponerle término a la perpetuidad del dominio norteamericano en la zona y, por consiguiente, a los derechos colombianos otorgados en 1914 por los Estados Unidos. En los proyectos del tratado EletaAnderson había ocurrido algo semejante, cuando se produjo la nota del canciller Gómez Martínez, a que ya hemos hecho alusión. Era entonces previsible que algo semejante quedara protocolizado en el acuerdo Tack-Kissinger. Sin embargo, la posición colombiana, presentada tímidamente en el consejo de las Naciones Unidas por el canciller Alfredo Vásquez Carrizosa en 1973, a raíz de la reunión del mismo Consejo de Seguridad en Panamá, se limitó a darle el carácter de «cuestión bilateral» entre los Estados Unidos y Panamá, aludiendo a la existencia de los derechos o beneficios colombianos en la zona, agregando que era apenas natural que «se considere oportuno recordar esta circunstancia que nos ha permitido conocernos mejor» para deslizar la obligación americana de garantizarnoslos. Lo accesorio sigue la suerte de lo principal y, en este caso, si no existía ninguna reserva americana, en cuanto a los derechos colombianos, como no existía, los Estados Unidos iban a desprenderse pura y simplemente de su soberanía sobre la Zona del Canal, sin parar mientes en los derechos o beneficios de que era titular la República de Colombia, en virtud del tratado Urrutia-Thomson. Dicha acta se firmó en la ciudad de Panamá el 7 de febrero de 1974 y sólo en la misma fecha, cuando ya Colombia se encontraba frente al hecho cumplido, nuestra cancillería envió su nota alusiva al acta, no ya dirigida al secretario de Estado americano, que en el momento se encontraba en Panamá, sino a Washington. Pocos días después, Colombia adhería a la declaración de Tlatelolco, que aplaudía la firma del acuerdo Kis-

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singer-Tack en los siguientes términos: «La Conferencia acoge con beneplácito el acuerdo logrado en la ciudad de Panamá, mediante el cual se establecieron los principios que han de orientar las negociaciones tendientes a concertar un nuevo tratado.» Colombia ha debido considerar con la debida reserva una declaración tan amplia de respaldo a la declaración de los Ocho Puntos. El Acta de Contadora Al producirse en 1974 el cambio de gobierno en Colombia, y mediante la intervención del presidente de Venezuela, doctor Carlos Andrés Pérez, fue como se llegó a la llamada Acta de Contadora, por el nombre de la isla panameña en donde tuvo lugar la firma del instrumento. En tal documento, en cuya redacción colaboraron activamente el presidente de Colombia, Alfonso López Michelsen, el presidente de Costa Rica, Daniel Oduber, el presidente de Venezuela, doctor Carlos Andrés Pérez, el jefe del gobierno panameño, general Ornar Torrijos, se consignan los siguientes puntos fundamentales: «1.° El tránsito por el Canal de Panamá de los productos naturales e industriales de Colombia y Costa Rica, así como de sus respectivos correos, estará libre de todo gravamen o derecho, salvo aquellos que en términos de igualdad se apliquen o pudieren aplicarse a los productos y correos de la República de Panamá. »2.° Los nacionales de Colombia y Costa Rica que transiten por la ruta interoceánica panameña lo harán libres de la imposición de peaje, impuesto o contribución que no sean aplicables a los nacionales panameños, siempre que presenten pruebas fehacientes de su nacionalidad. »3.° Los gobiernos de las Repúblicas de Colombia y Costa Rica podrán en todo tiempo transportar por el canal interoceánico sus tropas, sus naves

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y materiales de guerra sin pagar peaje alguno. »4.° La República de Colombia declara que una vez concertado por Panamá un nuevo tratado del canal con los Estados Unidos de América y perfeccionado el acuerdo a que se hace referencia en la presente declaración, ella renuncia a todo derecho otorgado por tratado con respecto a materias que son propias de la exclusiva jurisdicción soberana de la República de Panamá. »5.° Los gobiernos de los Estados signatarios toman nota con sincera complacencia de los esfuerzos que vienen realizando algunos países de la región para buscarles solución a los problemas del transporte marítimo dentro del espíritu integracionista de la América Latina, y convienen en consultarse recíprocamente sobre esta importante materia. »6.° Los gobiernos de Panamá, Colombia y Costa Rica convienen en otorgar especial prioridad a la concertación y promoción de programas de desarrollo de sus áreas fronterizas con la mira de acelerar el desarrollo económico de sus países y mejorar los niveles de vida y bienestar de sus pueblos. »7.° Los presidentes de Colombia, Costa Rica y Venezuela expresan su honda preocupación por la lentitud con que vienen desarrollándose, después de once años de iniciadas, las negociaciones entre Panamá y los Estados Unidos para concertar un nuevo tratado sobre el canal. »Destacan asimismo el contraste que existe entre la manera como tres países latinoamericanos han conseguido superar obstáculos merced a la concepción hemisférica de Panamá, y las excesivas trabas que todavía se interponen en el arreglo del problema canalero, una cuestión que América Latina mira como propia y cree que es de urgente solución. »Dada en la ciudad de Panamá, capital de la República de Panamá, a los 24 días del mes de marzo del año de 1975.

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ALFONSO LÓPEZ MICHELSEN Presidente de Colombia DANIEL ODUBER Presidente de Costa Rica OMAR TORRIJOS Jefe de Gobierno de Panamá CARLOS ANDRÉS PÉREZ Presidente de Venezuela» General Omar Torrijos, comandante de la Guardia Nacional y jefe de gobierno de Panamá, gran luchador por la restitución del canal a Panamá.

Como razón, o considerando, para llegar al acuerdo, se dice que «el Canal de Panamá ubicado en territorio panameño está sujeto a los riesgos y peligros que se derivarían de una guerra nuclear en caso de una conflagración internacional», o sea que los derechos no se derivan ya del tratado Urrutia-Thomson sino del fenómeno de la vecindad, que hace acreedores, tanto a Colombia como a Costa Rica, de los beneficios atrás enumerados que coinciden sustancialmente con el texto del tratado Urrutia-Thomson. Era la primera vez, en 73 años, que Colombia obtenía de la República de Panamá el reconocimiento de los derechos contenidos en el tratado Urrutia-Thomson, como reciprocidad por el apoyo de parte de Colombia a su futura plena soberanía sobre el canal. De esta suerte se remediaba el reparo del canciller Galileo Solís, en respuesta al canciller Gómez Martínez, en 1964, cuando decía: «Panamá no es parte en este tratado», porque en efecto, se consagraban, ya no por intermedio de los Estados Unidos, sino directamente con Panamá, que no había formado parte del tratado del 6 de abril, los derechos colombianos. Como contraprestación, el artículo final del acta reza: «La República de Colombia declara que una vez concertado por Panamá un nuevo tratado del canal con los Estados Unidos de Norteamérica y perfeccionado el acuerdo a que hace referencia la presente declaración, ella renuncia a todo derecho otorgado por tratado con respecto a materias que son propias de la exclusiva soberanía de la República de Panamá.» El internacionalista doctor Julio E. Linares, dice al respecto:

«Esta supuesta renuncia condicional de derechos sobre el Canal y el ferrocarril tampoco obligaba a Colombia, ya que no había sido ratificada como lo exige su Constitución política. Además, para que la renuncia de tales derechos hubiera podido indefectiblemente obligarla, debió hacerse ante los Estados Unidos de América, quienes fueron los que se los otorgaban, y no ante Panamá, Costa Rica y Venezuela, para quienes el tratado Thomson-Urrutia es res inter alios acta» (17). Los enemigos políticos de López Michelsen, a cuya cabeza se encontraba el presidente Pastrana, invocaron la expresión «renuncia» para acusar a López de haber entregado los derechos de Colombia, cuando, como se ve, en Panamá nunca se entendió en tal sentido. Conviene anotar cómo, quienes en Colombia consideraban perjudicial para nuestros intereses el Acta de Contadora y censuraban al gobierno por no haberla llevado al Congreso, en calidad de tratado, cuando, si realmente los inspiraba un interés patriótico, debían haber celebrado la ausencia de este requisito que, a juicio del gobierno, no era indispensable por las mismas razones que aduce el doctor Linares, cuando afirma que los Estados Unidos no eran parte en el acta, y mal se podía renunciar ante Venezuela, Costa Rica y Panamá a derechos contenidos en un tratado entre Colombia y los Estados Unidos. Tal renuncia estaba condicionada al reconocimiento de los beneficios colombianos, como se desprende del contenido de los seis puntos, solemnizados con la presencia de los cuatro presidentes. Se satisfacía así la vieja aspiración del doctor Antonio José Uribe de crear un vínculo directo entre Colombia y Panamá, llenando el gran vacío, dejado por el tratado Vélez-Victoria, y reafirmado en la declaración de los Ocho Puntos, en donde no existió ni siquiera alusión a los derechos o beneficios colombianos. Dejaba de ser res inter alios acta el compromiso de darle a Colombia una posición privilegiada con respecto al ca-

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nal interoceánico, y un lazo nuevo, libre de la coyunda imperialista, estrechaba los vínculos entre Panamá y Colombia que, desde ese mismo momento y por boca de su presidente se comprometió a secundar la aspiración panameña de extender la soberanía nacional efectiva a todo el territorio y poder operar el Canal, al terminar el siglo, bajo control panameño, para beneficio de todas las naciones del orbe. Despejada la incógnita acerca de una hipotética oposición colombiana a cualquier tratado, los hechos se fueron precipitando en un esfuerzo conjunto de los cuatro signatarios del Acta de Contadora, para conseguir la abolición del tratado Hay-Bunau-Varilla; pero la oposición política al general Torrijos, olvidándose de la contribución colombiana, lo acusaba de haber comprometido intereses panameños a favor de Colombia, en el preciso momento en que parecía inminente el retiro norteamericano de la zona del canal. A la caída de Nixon lo sucedió el presidente Gerald Ford quien conservó al secretario de Estado, Henry Kissinger, un conservador moderno que, con la cooperación del señor E. Bunker, como enviado especial, comenzó a sentar las bases de dos nuevos tratados: uno sobre la devolución del Canal y el otro sobre la neutralidad del mismo. Tres gobiernos tenían que cargar con el peso de una apasionada oposición, a nivel doméstico. Los Estados Unidos contra el ala derecha republicana y algunos senadores movidos por los «zoneitas», que veían amenazados sus privilegios. En Panamá, el general Torrijos tropezaba con la inconformidad de la oligarquía política y económica panameña, de tradición civil, que no quería reconocerle ningún mérito a su gestión y se negaba a prestarle cualquier tipo de colaboración y en Colombia, actuaba la oposición de un sector conservador, que se sentía desplazado por otro en la administración López Michelsen y no vacilaba en ape-

lar, como lo veremos más adelante, a toda clase de recursos. El general Ornar Torrijos y la ejecución del Acta de Contadora Como si hubiera tenido una premonición de su temprana muerte, el general Ornar Torrijos dio todos los pasos conducentes a ratificar la palabra empeñada en Contadora frente a Colombia. Funcionaba entonces en Panamá una Asamblea de Representantes de Corregimientos elegida popularmente, pero sin participación de la oposición y el gobierno de Panamá, inspirado por Torrijos, no vaciló en someter a la aprobación de dicha asamblea el Acta de Contadora. El 16 de noviembre de 1977 tal acta fue aprobada, cuatro días después de la firma del tratado Torrijos-Carter en Washington. No faltaron algunas voces de descontento, reviviendo la vieja polémica acerca de la inexistencia de los derechos colombianos, que mal podían hacer parte de la herencia norteamericana. El argumento de la vecindad, invocado por el gobierno, disipaba este equívoco. Sabia fue la precaución del gobierno del general Torrijos al dar este paso. Si bien es cierto que, a raíz de la firma del Acta de Contadora se había divulgado su contenido en presencia de todo el cuerpo diplomático como un compromiso solemne del gobierno pa-

Firma de la Declaración de Ocho Puntos, entre los cancilleres Henry Kissinger y M. A. Tack en Ciudad de Panamá, febrero 7 de 1974. En este instrumento no se tomaban en cuenta para nada los derechos colombianos en la Zona del Canal.

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nameño y, al mismo tiempo se le había comunicado oficialmente al gobierno de los Estados Unidos, el cumplimiento de la palabra empeñada, no estaba exenta de tropiezos. Con el transcurso del tiempo se habían ido desdibujando los antecedentes que habían llevado a los dos gobiernos a ser signatarios del acta y el sentimiento de gratitud hacia Colombia, del cual fue siempre consciente el pueblo panameño, se iba evaporando bajo la influencia intelectual y el uso de los medios de comunicación adversos al gobierno y a la persona de Torrijos. Pero este singular americano, que por muchos aspectos tuvo entre 1972 y 1977 una figuración comparable a la de Fidel Castro, como factores determinantes de nuestra evolución histórica, era, por sobre todo un hombre de honor y un amigo de probada lealtad a sus convicciones. La peculiar situación de la República de Panamá, no menos que sus tristes experiencias en materia de tratados internacionales, comenzando por el Hay-Bunau-Varilla, determinaron la inclusión en la Constitución panameña de una disposición mediante la cual es necesario someter a un plebiscito popular los tratados públicos. Fue así como los dos tratados suscritos con los Estados Unidos el 7 de septiembre de 1977, el primero, que señala las pautas para la devolución del canal y de la zona, el 31 de diciembre de 1999 a la media noche, y el segundo, por medio del cual se declara la neutralidad del canal, fueron sometidos a una refrendación popular por el gobierno de Torrijos. La votación fue tan copiosa, como era de esperarse, después de tantos años de conflicto, y de haberse convertido la cuestión canalera en el tema central de la política panameña, al punto que nunca antes se había registrado una votación tan abrumadoramente mayoritaria, la cual obligó al Tribunal Electoral a dar una explicación pormenorizada del escrutinio, y así el más significativo paso dentro del proceso de descolonización del siglo xx se cumplió pacíficamente, sin un disparo.

Para la América Latina ver desprenderse a una superpotencia de algo tan neurálgico como el canal constituyó la mayor de las ejecutorias de la administración Carter. Vale la pena recordar, de paso, que entre los más enconados adversarios del tratado se encontraba el después presidente de los Estados Unidos, señor Ronald Reagan. Con razón, en el curso de las celebraciones que tuvieron lugar en Panamá con posterioridad a la aprobación del tratado, alguno de los oradores dijo que, si grande había sido para su tiempo la construcción del canal, como proeza de la ingeniería norteamericana, lo era igualmente, como hazaña diplomática y política, el proceso de su devolución a Panamá, bajo la inspiración del presidente Carter. No fue fácil esta tarea de planear laboriosamente las diversas etapas del proceso político que la administración americana le había encomendado al señor Bunker. Durante meses los líderes de los partidos políticos norteamericanos en el Senado cumplieron sistemáticamente el periplo Washington, Ciudad de Panamá, Bogotá y Caracas, en procura de información para emitir su voto con pleno conocimiento de los diferentes factores en juego. La personalidad de Torrijos y su sistema de gobierno constituían una incógnita para quienes estaban habituados a tratar con una clase alta panameña con una gran preparación jurídica y literaria y el dominio del idioma inglés. El soldado rústico, de intuiciones geniales, era una novedad, y era preciso aclararles que, por primera vez, trataban con una persona de origen tan humilde como que su padre había sido un maestro de escuela primaria en una pequeña aldea. El Partido Demócrata americano, en su gran mayoría, apoyaba la política internacional del presidente Carter, pero, en último término, la división en el seno del Congreso fue más de carácter regional que política, salvándose el tratado por un solo voto (el Senado debía votar por las dos terceras partes) el 10 de abril de 1977,

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cuando se cumplía un aniversario más del clásico «bogotazo» que tuvo lugar durante la reunión de la Conferencia Panamericana de 1948, en la ciudad de Bogotá, cuando se puso de presente un nuevo estilo de protesta política, con un verdadero movimiento insurreccional. Colombia aprovechó esta coincidencia para rememorar cuanto se había alcanzado cuarenta años antes y, mientras el tratado entre los Estados Unidos y Panamá estaba en vilo, se reafirmaron los principios consagrados en la llamada Carta de Bogotá, como un antecedente necesario del convenio sometido al juicio de la opinión norteamericana. El embajador panameño, don Gabriel Lewis, distribuyó entre los senadores americanos el texto del discurso del presidente de Colombia, en donde se planteaba el tema, y el tratado fue finalmente aprobado, a pesar de algunas reservas destinadas a torpedearlo. El tratado de Montería Sólo quedaba por cumplirse el compromiso contenido en el Acta de Contadora, a tenor del cual Panamá suscribiría un tratado con Colombia y Costa Rica, tan pronto como los Estados Unidos fijaran los términos de la devolución de la Zona del Canal a la plena soberanía de Panamá. El general Torrijos, con la lealtad que caracterizaba su apego a la palabra empeñada, no vaciló en ejercer su influencia sobre el gobierno de su sucesor para que se entablaran las negociaciones pertinentes al Acta de Contadora. Fue el tratado de Montería, por el lugar en donde fue suscrito, conocido también como el Uribe Vargas-Ozores Typaldos, de 22 de agosto de 1979, que sustancialmente reproduce los beneficios que otorgaba a Colombia el Acta de Contadora, que, como se recordará, eran los mismos del tratado Urrutia-Thomson, con excepción de aquellos cuya viabilidad no serán posibles desde el instante mismo en que la zona del canal pase a ser parte del territorio de la República de Panamá,

a la media noche del 31 de diciembre de 1999. Tal es el caso de las ventajas arancelarias que otorgaba el tratado Urrutia-Thomson para los productos colombianos que entran a la Zona del Canal. Semejante cláusula mal podía obligar a Panamá, puesto que serían inconcebibles dos regímenes de comercio en una misma nación: uno para la antigua Zona del Canal y otro para la República de Panamá, como tal. Al fusionarse dentro del Estado panameño la zona reintegrada a Panamá, su comercio como el del resto de la República, quedará regulado por los tratados de comercio que este país suscriba con Colombia y con los otros estados del mundo. Quedó modificada, en cambio, para beneficio de Colombia, la cláusula sobre el paso de los barcos de guerra colombianos de un

«Para la historia», caricatura de Héctor Osuna en «El Espectador», referente a la firma del Acta de Contadora y al apoyo colombiano a las aspiraciones panameñas en el Canal.

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Jimmy Carter y el brigadier general Ornar Torrijos en la Casa Blanca, Washington, el 7 de septiembre de ¡977. Se ultimaban los detalles para la firma del Tratado Torrijos-Carter, en la sede de la OEA, el 12 de noviembre de 1977, estipulando la devolución del Canal a Panamá el 31 de diciembre de 1999.

océano al otro, en todo tiempo. El doctor Francisco Urrutia Holguín, secretario de la Embajada de Colombia en Quito en tiempo del conflicto de Leticia, informó al suscrito acerca de la negativa de las autoridades de la Zona del Canal al tránsito de los vapores de la Marina Colombiana, a tiempo que los submarinos peruanos R-l y R-2 y los destructores Grau, Bolognesí y Teniente Rodríguez, pasaron espectacularmente de un océano al otro. Sin embargo, entre la invasión peruana y el acuerdo de paz de Ginebra pasaron por el Canal el remolcador Bastidas llevando consigo a la draga Barranquilla y varias veces la goleta de motor Floreana, transportando sal desde Manaure a Tumaco. No obstante, existe copia de un cable remitido el 24 de febrero de 1933 por la legación colombiana en Panamá al capitán del puerto de Buenaventura, informando que el gobernador de la Zona no autorizó la reparación de un guardacostas, cuyo nombre no se menciona, en el dique seco de la Zona. En todo caso, no fue clara la conducta de las autoridades de la Zona con respecto al tránsito de barcos de la marina colombiana. Lo anterior quiere decir que el régimen discriminatorio, que durante la

guerra con el Perú no nos permitió el uso del Canal, queda abolida con la expresión «en todo tiempo» que, si bien es cierto, en el Urrutia-Thomson estaba en contradicción con el propósito del Senado norteamericano de no permitir el libre tránsito en tiempo de guerra, al suprimir la expresión «en tiempo de paz y en tiempo de guerra», no estará sujeta a interpretaciones, en el caso de Panamá. Jamás en el tratado Uribe VargasOzores, se hizo reserva alguna por los gobiernos o por sus congresos o asambleas, con respecto a esta locución inequívoca. En Colombia el tratado fue aprobado sin mayores tropiezos porque los argumentos de la oposición versaron principalmente acerca del Acta de Contadora y la conducta del presidente López al haberla suscrito. Difícil era probar que los derechos o beneficios se habían perdido, como lo aseguraba la oposición, cuando aparecían incorporados al instrumento sometido a la aprobación del Congreso colombiano. Derechos tan anacrónicos como el del uso del antiguo ferrocarril de Panamá, para el transporte de tropas, cuando ya existe la carretera trasístmica y en Colombia se puede viajar por ferrocarril desde Santa Marta hasta Buenaventura, no tiene verdaderamente ninguna utilidad, ni hay recuerdo de que jamás se hiciera uso de este beneficio entre 1922 y 1976. Era lógico, cuando no existían los aviones ni las carreteras ni el ferrocarril del Pacífico ni el del Atlántico, que Colombia contemplara la posibilidad de transportar en sus barcos tropas de una costa a la otra, haciéndolas viajar en el ferrocarril de Panamá. Serían embarcadas hasta los puertos panameños y, en el otro extremo, los estarían esperando otros barcos, colombianos, para llevarlos al otro océano, para ahorrarse el transporte de Santa Marta a Buenaventura, por el río Magdalena y a lomo de mula, que era infinitamente dispendioso. En la edad moderna, lo inconcebible sería incurrir en los gastos y en la pérdida de tiempo que representaría el viaje por

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barco en los dos océanos y el transbordo a la línea del ferrocarril de Panamá. Con todo, el derecho quedó consagrado. La Asamblea de Corregimientos, que había brindado su apoyo al Acta de Contadora, en la época en que el general Torrijos se desempeñaba como jefe del gobierno, observó durante la administración del presidente Royo una actitud crítica, no generalizada, que correspondía a la apertura democrática, al compás de un proceso que ha culminado en sucesivas elecciones y ha enrumbado a la hermana república hacia el verdadero gobierno representativo. Se argumentaba en la Asamblea que no había razón valedera para otorgarle a Colombia el derecho de tránsito por el canal a perpetuidad sino que dicho beneficio debía limitarse en el tiempo, por un período de 25 o 50 años, ya que no se justificaba desprenderse de la perpetuidad norteamericana para caer en la cláusula de perpetuidad colombiana. Colombia sostenía, por su parte, que, al no emanar los derechos colombianos del tratado Urrutia-Thomson sino del hecho de la vecindad y del peligro nuclear, era incuestionable que, así como no tienen plazo ni el uno ni el

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otro de estos dos factores, no debe tener plazo el corolario que de éstos se deriva. La vecindad es eterna y el peligro nuclear, lejos de desaparecer, se acrecienta con el transcurso del tiempo. El último día de sesiones de la Asamblea cuando debía decidirse la suerte del tratado transcurrió sin que se llegara a una votación y comenzaba a dudarse del resultado cuando, en la misma noche, por decreto del ejecutivo, la Asamblea fue convocada a sesiones extraordinarias. De ahí que se creyera que la respectiva aprobación no había sido impartida y así lo celebraron a grandes titulares algunos periódicos colombianos. Pero, con el decreto convocando a sesiones extraordinarias, en aquella misma sesión, el tratado de Montería fue aprobado y se cerró este capítulo de las relaciones entre Panamá y Colombia desde la segregación hasta la protocolización de un instrumento internacional que formalizaba los acuerdos contenidos en el Acta de Contadora. La oposición al tratado por un sector del Partido Conservador colombiano que, como lo hemos visto, no tuvo ninguna repercusión en nuestro Congreso, abrigó la secreta esperanza de

El presidente Aristides Royo, de Panamá, es recibido en Montería por el presidente Julio César Turbay, agosto 22 de 1979. Allí se firmaría el Tratado de Montería, garantizando a Colombia sus viejos derechos en el Canal.

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que el tratado de Montería fuera derrotado en la Asamblea panameña. Se destacaron periodistas, con sus cámaras de televisión, para filmar la votación, que se creía adversa al tratado, y se suministró un argumento legalista para alimentar la débil resistencia panameña a lo pactado. No le correspondía a Colombia pedir que dicho tratado fuera sometido en Panamá a un plebiscito; en desarrollo de la disposición constitucional que ya hemos citado, y, sin embargo, para obstaculizar la aprobación, se atizó el sofisma de la incompetencia de la Asamblea de Corregimientos, con la esperanza de ganar tiempo y avivar las resistencias a lo pactado en Contadora y Montería, calculando que el rechazo del Uribe Vargas-Ozores se traduciría en desprestigio para el gobierno. Era un acto eminentemente antipatriótico y contrario a la más constante de las tradiciones colombianas, como es la de sustraer las cuestiones internacionales de la lucha partidista. Por fortuna para Colombia, un ciudadano panameño demandó la constitucionalidad del tratado de Montería, echando mano del argumento constitucional con que contaba la oposición colombiana para hundir el tratado y desprestigiar al presidente que había suscrito el Acta de Contadora y contra el cual se había instaurado una denuncia por traición a la patria por interpuesta persona, no importan cuáles fueran los perjuicios que se deri-

varan para el país. Sabiamente, la Corte Suprema de Panamá dictaminó que la cuestión ya había sido sometida a plebiscito, con el tratado TorrijosCarter sobre neutralidad y funcionamiento del canal, por cuanto que el artículo 6.° en su inciso 2.° disponía que: «Mientras los Estados Unidos de América tengan la responsabilidad por el funcionamiento del Canal, podrán continuar otorgando a la República de Colombia, Ubre de peajes, el tránsito por el Canal de sus tropas, naves y materiales de guerra. Posteriormente la República de Panamá podrá otorgar a las Repúblicas de Colombia y Costa Rica el derecho de tránsito libre de peajes.» Se desprendía de este modo Colombia del tratado Urrutia-Thomson, clausurando la etapa en que los Estados Unidos habían servido de intermediarios en las relaciones con Panamá, y se fijaban las doce de la noche del día 31 de diciembre de 1999 para iniciar la relación directa y permanente entre las dos Repúblicas. Es un compromiso sagrado para Colombia seguir secundando a Panamá en su empeño de ejercer la plena soberanía sobre la totalidad de su territorio y, como garante, protestar ante los Estados Unidos y los organismos internacionales, como la ONU y la OEA, si alguna vez, para desgracia de América, se quisieran desconocer o postergar los términos del tratado Torrijos-Carter.

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Notas 1. Rodrigo Miró. Nuestro Siglo XIX, Instituto de Investigaciones Históricas Ricardo J. Alfaro, pág. 51 2. Luis Martínez Delgado. Panamá su Independencia, su incorporación a la Gran Colombia. El Canal Interoceánico, págs. 64, 65,66. 3. Cavelier. La Política Internacional de Colombia, Tomo II pág. 266. Se había pactado otra prórroga a partir del 31 de octubre de 1904 por un período de 6 años al tenor del Decreto 721 de 23 de Abril de 1900. Esta prórroga era considerada como inconstitucional y precipitada, es decir, cuestionable. 4. J. Saxon Mills. The Panamá Canal. Thomas Nelson and Sons dice: «ellos (los franceses) sabían que la venta de su propiedad dependía de un arreglo entre los E.E.U.U. y Colombia sabían también que si no se celebraba antes de 1904 no tenían nada que vender porque la concesión y los bienes revertían a Colombia en esa fecha» (pág. 84). 5. Publicación del Centro de Estudios Nacionales, Panamá, 11 de enero de 1975. Esta versión, como se ha visto, no corresponde a la verdad histórica pero fue ampliamente difundida por la prensa adicta al gobierno de Roosevelt. 6. Mario Galindo H. Libre Examen de la gestión negociadora. La cláusula 3a. del Tratado Hay-Bunau-Varilla no tiene antecedentes inmediatos en el tratado Herrán-Hay. Panamá concedió a los Estados Unidos de América, para ciertos fines «todos los derechos, poder y autoridad que los Estados Unidos de América poseerían y ejercerían si ellos fueran soberanos dentro del territorio en el cual están situada dichas tierras y aguas, con entera exclusión del ejercicio de tales derechos soberanos, poder y autoridad por la República de Panamá. 7. Francisco Bulnes. El verdadero Díaz y la Revolución. Editora Nacional, S. A., México, 1952.

8. Teresa Morales de Gómez. El tratado Urrutia-Thomson y sus consecuencias en la política colombiana (trabajo de grado de Universidad de los Andes, Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales, Departamento de Filosofía y Letra, Bogotá, Diciembre, 1984). 9. Con ocasión del estado de guerra entre Colombia y el Perú a propósito de la ocupación peruana del puerto de Leticia sobre el Amazonas. 10. Archivo de don Marco Fidel Suárez en poder de doña Teresa Morale de Gómez. 11. Tesis de grado de Teresa Morales de Gómez. 12. Ver Pensamiento Político Colombiano. Ediciones del Congreso de Colombia. No se citan los nombres completos ni de las compañías extranjeras ni de sus representantes legales sino como aparecen en el discurso requisitoria del doctor Laureano Gómez. 13. Rodrigo Miró. Fundamento y legitimidad del 3 de noviembre. Discuro pronunciado en la Academia Panameña de Historia, el 2 de junio de 1955. La opinión panameña abrumadoramente liberal vio en la contienda fratricida un vehículo para liquidar el régimen que con tanta consistencia se negó a reconocer sus fueros locales. 14. Antonio José Uribe Portocarrero. Colombia, Estados Unidos y Panamá, Imprenta Departamental de Antioquia, Medellín, Octubre 1976, pág. 174. 15. Ver memorándum del gobierno panameño del 17 de marzo de 1921 (Memoria de Relaciones Exteriores de Panamá, 1924.) 16. Fernando Gómez Martínez, canciller bajo la administración del presidente Guillermo León Valencia, 1962-1966. 17. Julio E. Linares. Tratado concerniente a la neutralidad permanente y al funcionamiento del Canal de Panamá. Panamá 1983.

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Rafael Reyes: Quinquenio, régimen político y capitalismo (1904-1909) Humberto Vélez El régimen de Rafael Reyes o el Quinquenio

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n relación con el problema de la reconstrucción de la historia política en el período comprendido entre 1904 y 1909 muchas son las preguntas y problemas que puede formularse el historiador, pues, de acuerdo con la desbordante actividad desplegada por el presidente Rafael Reyes, abundantísima fue la documentación producida por su gobierno. Según El Nuevo Tiempo, a los 38 meses de su mandato, las estadísticas arrojaban las siguientes cifras sobre la actividad del nuevo gobierno: 324 sesiones de consejo de ministros, 1.154 acuerdos presidenciales, 162 acuerdos de contabilidad, 4.742 decretos ejecutivos, 58.750 telegramas remitidos por la presidencia de la República. A todo esto se agregaban las 11.550 audiencias concedidas por el presidente Reyes. Los problemas planteados en este ensayo se refieren a los aspectos más significativos de la obra de gobierno, de forma que se definan los rasgos más característicos del régimen del Quinquenio.

Rafael Reyes vio frustrados sus intentos no sólo de modificar el estilo de conducción del país sino también de introducir un viraje profundo en la orientación de la acción del Estado; y en el régimen político, por una parte, se produjo un realineamiento en las fuerzas políticas así como un reajuste normativo en el Código Constitucional de 1886, pero, por la otra, nuevas fuerzas sociales (industriales y terratenientes modernizantes) hicieron sentir su presencia en la orientación de la política económica del Estado. Rafael Reyes: el hombre y el gobernante Como «la pasión de la acción» puede ser definido este boyacense, cuya recia y aparentemente burda personalidad traducía la gran pasión del hombre moderno, inquieto, pragmático y superactivo en los negocios prácticos del mundo laborioso. No obstante, su temperamento tendencialmente autoritario, una actitud «positivista», moldeada en el mundo de los negocios y de las aventuras comerciales, lo había armado de una mentalidad abierta, flexible, dispuesta a los ensayos pero también a las rectificaciones; así como

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Cinco momentos en la vida de Rafael Reyes Prieto: 1873 en París, 1880, 1905 y 1921 (poco antes de morir). Alfredo Vásquez Cobo, canciller de Reyes entre 1906 y 1908. Euclides de Ángulo, cuñado de Reyes designado y ministro de Hacienda, Guerra y Gobierno. Joaquín F. Vélez, opositor de Reyes en la candidatura conservadora de 1904. Rafael Uribe Uribe, líder de la mayoría liberal que apoyó al gobierno de Reyes.

concebía la política como una disciplina experimental, cuyas acciones eran siempre rectificables, también pensaba que en materias administrativas todo se podía mejorar. Por otra parte, el general estaba dotado de los rasgos propios del típico caudillo: increíble memoria visual que le permitía reconocer, sin vacilación, el nombre y los antecedentes de una persona que hubiese estado con él veinte años atrás, gran sagacidad, elevadísima capacidad de mando y extraordinario don de gentes. Estos rasgos propios del hombre se trasladaron multiplicados al gobernante. Hacia finales de 1904, El Correo del Cauca señalaba que el general Reyes estaba cumpliendo su promesa de

ocuparse más de la administración que de la política, por lo que empezaba a notarse en el servicio público la influencia de un espíritu práctico, activo y eficaz: el país tenía, pues, a su cabeza, tal vez no a un hombre de estado, pero sí a un administrador competente, a una especie de gerente de una gran empresa. Un gobernante así se salía de los moldes clásicos de los presidentes colombianos: formalistas, gramáticos, teólogos, metafísicos, especulativos. Para el grupo más numeroso de la intelectualidad de principios del siglo XX, ya estuviese formada en Spencer o en Balmes, el presidente era un personaje raro, que en vez de pensar en la guerra o en ponerse a escribir entre poema y poema sus memorias, se mantenía hablando de política monetaria, de proteccionismo industrial y de estímulos estatales; y esa misma intelectualidad, formalista y versificadora, no salía de su asombro cuando el presidente sustituyó el viejo y gastado discurso de poetas y filólogos por una ideología pragmática, que veía en el orden y la autoridad una condición para poder adelantar obras de progreso económico, y no unos valores que se justificasen por sí mismos, como era la visión más tradicional. Su gran sentido de la realidad, propio del hombre metido desde la juventud en el mundo de los negocios, le permitió imponerse sobre una élite política, que, aunque ilustrada según la tradición del pensamiento especulativo, se encontraba, sin embargo, divorciada de la máxima urgencia del momento: la reconstrucción del país después de la devastadora guerra de los Mil Días y de la dolorosa separación de Panamá. Fueron las anteriores condiciones personales las que le permitieron subordinar su carácter autoritario a las exigencias de un nuevo estilo en el ejercicio del poder político; y fue así cómo en los momentos más difíciles de su gobierno supo solicitar asesoría buscándola, no tanto en los dirigentes visibles de los partidos, sino, más bien, en la élite de los banqueros, co-

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merciantes y terratenientes modernizantes, cuyos intereses y demandas buscaba expresar con su programa de cambios políticos y económicos. Reyes siempre prefirió el entendimiento directo con las clases adineradas, enorgulleciéndose, en reiteradas oportunidades, de las excelentes relaciones que mantenía con ellas. En una coyuntura de aguda crisis de los partidos, Reyes, con su extraordinaria sagacidad, resolvió el divorcio existente entre el partido dominante, el Nacional (o conservatismo nacionalista), y las clases poseedoras, colocándose abiertamente al lado de estas últimas, consultándolas permanentemente y comprometiéndolas en acciones concretas. Al referirse a Reyes como gobernante, historiadores de distintas y hasta contradictorias orientaciones han coincidido en caracterizar el Quinquenio —nombre con que han sido bautizados sus cinco años de gobierno— como una coyuntura especialmente importante en la historia política del país. Al analizar las décadas de transición entre el siglo XIX y el XX, Luis Eduardo Nieto Arteta en sus distintos ensayos históricos caracterizó esa época como de «retroceso generalizado»; según el famoso y prematuramente desaparecido estudioso de la realidad social e histórica del país, se trató de un período en el que pasaron por el Palacio de San Carlos una serie de gobernantes ineptos para tan altas responsabilidades, con la única excepción de la persona del general y presidente Reyes. Por su presencia y participación en las primeras manifestaciones mundanas de modernidad en Colombia, resaltó el historiador Joaquín Tamayo la figura del general boyacense, a quien le fascinaban los clubes sociales y las carreras de caballos; según el autor de Nuestro Siglo XIX, al primer mandatario lo dejaban impertérrito los diarios oficiales o el relato de los debates de la Asamblea Nacional Constituyente cuando no iban acompañados con el indispensable complemento del mundo en que se movían los personajes. Finalmente, y

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para no sobreabundar en énfasis similares, un historiador más cercano a las preocupaciones intelectuales de la moderna historiografía, don Luis Ospina Vásquez, prefirió resaltar en el gobierno del Quinquenio los cambios producidos en las relaciones entre los partidos. Un examen de la historiografía producida en las últimas décadas sobre la época, permite reiterar la tesis de Joaquín Tamayo: el Quinquenio como un intento por aproximar el país a la modernidad; pero, como podrá compren-

El general Reyes. Su prestigio se consolidó con los triunfos de La Tribuna y Enciso (1895) en defensa del legitimismo y del gobierno de Miguel Antonio Caro frente al levantamiento revolucionario del general Siervo Sarmiento, y luego contra el general Pedro María Pinzón.

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derse por los planteamientos presentados en este ensayo, se trató de una experiencia frustrada, pues, si bien Rafael Reyes intentó que el siglo xx comenzase en Colombia en 1904, distintas circunstancias se confabularon para postergar esos inicios hasta la década de los años veinte. Entre la Regeneración y el Quinquenio: un cambio político Sólo es posible explicar la nueva correlación de fuerzas políticas y sociales establecida en Colombia en 1904, así como descifrar el sentido del gobierno de Reyes, si se vinculan estos fenómenos tanto a la dinámica de los procesos desencadenados con el movimiento de la Regeneración como a algunas de sus más significativas consecuencias: la guerra de los Mil Días y su lógico correlato, el zarpazo norteamericano en Panamá. Importantísimos cambios se habían producido en el país entre la Regeneración de Núñez y de Caro y el Quinquenio de Reyes, tanto en lo referente al carácter de las relaciones entre los agrupamientos políticos, como a la presencia de nuevas fuerzas sociales en el manejo de las políticas estatales. En primer lugar, se pasó de una situación política en la que el Partido Nacional ejercía un control exclusivo sobre todas las manifestaciones de la vida social, a una coyuntura pluralista dada la presencia de los conservadores históricos y de la mayoría del partido liberal y dado el surgimiento —muchas veces con el apoyo directo del presidente— de numerosos grupos de interés (gremios de agricultores, de comerciantes, de artesanos). En segundo lugar, en un momento especialmente crítico para los distintos círculos partidistas provenientes del siglo XIX (crisis básicamente determinada por las incertidumbres frente al reto planteado por Reyes), el divorcio existente entre la práctica del Partido Nacional y la necesidad de reproducción de las clases poseedoras se definió por un nuevo juego político en el que los

grupos de interés tendieron a predominar, en la orientación concreta de la acción del Estado, sobre los partidos políticos. Finalmente, se pasó a una situación en la que nuevos grupos sociales conformados por industriales, terratenientes modernizantes y banqueros de nuevo «cuño» intentaron imponer, bajo la dirección de un Estado celosamente dirigido y controlado por Reyes, una propuesta de modernización capitalista en el marco de una sociedad materialmente atrasada en la que el Partido Nacional —como fuerza política exclusiva y excluyente— había centrado sus esfuerzos en la imposición de una norma (la Constitución de 1886) y de unas prácticas políticas (las correspondientes a los gobiernos que se sucedieron entre 1884 y 1910), que buscaban implantar la autoridad y el orden como valores que debían ser perseguidos como metas de la organización social. En ese mismo sentido la Regeneración, más que un fenómeno económico y social, fue un proceso predominantemente político generador de la base normativo-jurídica sobre la que se desarrollaría el Estado Nacional; con el Quinquenio, tal como se verá, se reforzará esta tendencia hacia la centralización política. La paz: una urgencia espiritual y económica La dinámica de la guerra de los Mil Días había desembocado en un Estado débil, realmente paradójico frente a los patrones autoritarios de desarrollo del movimiento regenerador; esa debilidad del Estado quedaba patente por su incapacidad para resolver el largo, sangriento y disociador conflicto civil, y por su impotencia para frenar las tendencias separatistas, como lo acababa de demostrar el desenlace del caso panameño. Agréguese a esto la complicada situación internacional en que había quedado el país a partir de los sucesos de noviembre de 1903. Fue entonces cuando telegráficamente el gobierno de los Estados Unidos le exhibió al presidente de Colombia su ca-

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paridad para manejar los problemas del continente americano al notificarle que la separación de Panamá era el resultado del estado permanente de guerras civiles en que había vivido el país, lo que no solamente impedía «el pacífico tráfico del mundo por el Istmo» sino que también lesionaba «los intereses de la civilización». Dadas las consecuencias devastadoras de la guerra de los Mil Días y de la separación de Panamá, la reconstrucción nacional se convirtió en la gran tarea del momento, para lo cual era imprescindible la imposición de la paz, no sólo como urgencia espiritual para la población colombiana mentalmente fatigada, sino también como una necesidad política para la misma supervivencia y reproducción de las clases poseedoras. En el nuevo contexto ideológico, el orden y la autoridad dejaron de ser (por lo menos para un buen sector de la sociedad) valores justificables por sí mismos para convertirse, más bien, en una condición para el progreso económico del país. El anterior fue el clima general en el que se fraguó y se impuso la candidatura presidencial del general Rafael Reyes. Eduardo Santos, en un artículo publicado en 1909 en La Revista, decía que después de la más atroz guerra que había visto el país, se quería paz, paz a todo trance y que hasta tal punto había crecido ese anhelo, que alguien había llegado a afirmar que, con tal de que llegase la paz, no importaba que viniese dispensada por la mano de un tirano. Para muchos, pues, la paz era un valor buscado y apreciado por sí mismo, aun a costa de sacrificios en materia política. Pero la paz era también una necesidad para poder enfrentar los problemas de un país devastado, dislocado y con una economía enloquecida por los efectos fantasmagóricos producidos por una emisión de más de ochocientos millones de pesos sin respaldo de ninguna clase; en ese torbellino de las fluctuaciones desbocadas de la tasa de cambio terminaba por esfumarse cual-

quier patrón comercial de referencia. Como señaló El Correo Nacional en 1902, se vivía una época en que todo se compraba y todo se vendía; se construían edificios, al más humilde menestral se le veían fajos de billetes, y en esas condiciones se levantaban, pero también caían, enormes fortunas; cuando la paz llegó, y el papel moneda adquirió su precio normal, aquellos que durante la guerra se daban tono por tener cien mil pesos, al despertar del sueño, se encontraron con que sólo tenían mil, y el que había edificado casa de quinientos mil se encontró con que solamente valía cuatro o cinco mil pesos. Cuando en octubre de 1902 la tasa de cambio llegó al 18.900 %, Colombia se encontraba ocupando el primer lugar en el mundo en la depreciación del papel moneda; agréguese a esta situación la drástica caída de los ingresos del Estado, que para el bienio de 1899-1901 habían descendido a dos millones trescientos mil pesos, después de alcanzar catorce millones y medio durante el bienio inmediatamente anterior. Por otra parte, para un Estado débil y al borde de la disolución, tanto por su impotencia para enfrentar las tendencias separatistas como por su incapacidad para

Rafael Reyes y José María Sierra, en agosto de 1919. Grandes amigos y consuegros, Reyes acudió a don Pepe Sierra, siendo presidente, para la creación del Banco Central que administraría las rentas de la nación. La medida fue criticada por la oposición.

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meta reconstructora con el nombre de Rafael Reyes como candidato a la presidencia de la República. Como dijo Eduardo Santos, en su ya citado artículo sobre la paz, Reyes supo aprovecharse con gran habilidad del momento dirigiendo las palabras oportunas mientras proponía los programas adecuados: «Los colombianos todos con debilidad de convalecientes vieron en él un remedio que los salvaría de mortal recaída; los liberales encontraron el primer gobernante que los llamaba al poder; y la nación entera, con ceguedad de niño, se le entregó.» No obstante, fueron muy confusas las circunstancias electorales en las que Reyes fue elegido presidente, sobre todo, por la manipulación de los registros electorales a favor del general boyacense en la circunscripción de Padilla, en la Guajira.

Clímaco Calderón Reyes, quien como procurador se encargó de la presidencia durante un día a la muerte de Zaldúa (diciembre 21 de 1882) era primo del general Reyes, fue su ministro de Relaciones Exteriores entre 1904 y 1906. v también designado.

El Quinquenio: un reordenamiento político para el progreso económico

asignarle rumbos innovadores a su acción concreta, era supremamente difícil romper el círculo vicioso del papel moneda: al subir el cambio se emitían más billetes para cubrir las obligaciones del gobierno, pero con esa operación lo único que se lograba era el fortalecimiento de la dinámica de las emisiones. Ése fue el contexto de problemas, preocupaciones y pronunciamientos en el que la exigencia de un viraje en la orientación política se fue convirtiendo en una condición necesaria para poder enfrentar los problemas relativos a la reconstrucción del país. Los conservadores históricos, la mayoría del liberalismo y una fracción importante de las clases poseedoras comenzaron a alinearse en torno a la

Importantísimos fueron los cambios políticos durante el gobierno del Quinquenio. En primer lugar, se produjo un realineamiento en las fuerzas partidistas, siendo especialmente destacados los cambios ideológicos producidos en el partido liberal; en segundo lugar, dada la crisis partidista, se creó una situación favorable al predominio político de los grupos de interés en la orientación de la acción del Estado; en tercer lugar, debido a la persistencia de las tendencias separatistas y a la necesidad de fortalecer fiscalmente al Estado, no sólo se reforzó el proceso de centralización política, sino que también se tomaron medidas centralizadoras en materias fiscales, medidas en las que cumplió un papel destacado la Asamblea Nacional Constituyente; y, finalmente, se le asignó al Estado un papel muy activo en la economía mediante la aplicación de una política económica, que, en sus metas básicas, recogía y promovía los intereses y demandas de nuevos grupos sociales, conformados básicamen-

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te por banqueros, industriales y terratenientes modernizantes. Hay que destacar cómo el general Reyes inició su gobierno con una operación sincronizada de desarme mental, político y físico de la población. Al tomar posesión de la presidencia hizo un ardoroso llamamiento a todos los colombianos para que, abandonando odios y sectarismos, se comprometiesen en una empresa de concordia y unidad nacionales y de real colaboración con el nuevo gobierno en la solución pacífica y eficaz de los múltiples problemas existentes; ya posesionado, llamó a formar parte de su gabinete ministerial a los liberales Lucas Caballero y Enrique Cortés, lo que constituía un desafío abierto a la dirección del Partido Nacional; y finalmente, restó posibilidades a una nueva contienda civil mediante una operación de desarme de la población, que permitió decomisar a caciques y gamonales locales más de sesenta mil armas y más de un millón de balas. Las bases partidistas iniciales del gobierno del Quinquenio estuvieron conformadas por los conservadores históricos y por la mayoría liberal. Las críticas más radicales a las orientaciones del movimiento regenerador habían provenido no propiamente del partido liberal, como habría podido esperarse, sino de una fracción desprendida del Partido Nacional, bautizada con el nombre de Conservatismo Histórico. Mientras los liberales reclamaban condiciones para el ejercicio de los derechos individuales, abolición de censura a la prensa y mecanismos que permitiesen que las elecciones reflejasen fielmente la opinión pública, los conservadores históricos iban más lejos: cuestionaban a la dirección del Partido Nacional por su falta de programa y por su incapacidad para vincular sus principios al logro de resultados tangibles en materia de hacienda, instrucción y obras públicas, enrostrándole, por otra parte, su sectarismo, que los conducía a la exclusión permanente y sistemática del partido liberal, para terminar, finalmente, cri-

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Algunos ministros de ticándole su impotencia para gobernar Rafael Reyes: mediante procedimientos ordinarios Cuervo Márquez propios del estado de derecho. El apo- Carlos (Instrucción), Víctor yo conservador al gobierno de Reyes Manuel Solazar (accionista provino fundamentalmente de los hisdel Banco Central), tóricos, no obstante que hubo militan- Nemesio Camocho (Obras), tes de esta fracción partidista —lo que Lucas Caballero (Tesoro), Bonifacio Vélez fue muy corriente entre los an(Gobierno), Nicolás tioqueños— que se alejaron de sus Perdomo (Guerra), orientaciones por razones de muy di- Guillermo Torres (Tesoro), versa índole (clausura del Congreso, Francisco José Urrutia (Canciller), Jorge tratamiento dado al Partido Nacional, Holguín (Hacienda). programa de división territorial, oposición a la intervención del Estado en la economía). La participación del liberalismo en el gobierno de Reyes tuvo profundas consecuencias sobre la orientación ideológica posterior de este partido;

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Caciques guajiros sostienen un retrato del presidente Reyes. Fue escandaloso el incidente del registro de la provincia de Padilla, donde el general Juan Iguarán hizo firmar en blanco el acta electoral que le dio a Reyes los 12 votos que le aseguraron el acceso a la presidencia.

en el contexto del gobierno del Quinquenio, el liberalismo sufrió una profunda transformación política sobre todo en lo relacionado con sus concepciones sobre las funciones del Estado en la vida social en general y en la economía en particular. Muy poco quedó, pues, del partido radical de la segunda parte del siglo XIX, sobre todo en lo referente a los derechos individuales absolutos y a la no injerencia del Estado en la economía. El partido liberal había salido de la guerra de los Mil Días programáticamente descompuesto y sin fuerza organizativa para enfrentar la lucha electoral. Mientras una fracción se esterilizaba en un pesimismo aplastante («no hay líderes con capacidad cohesionadora», «el partido está huérfano de derechos», «sólo los acontecimientos nos salvarán», «el poder será privilegio para los conservadores»), otro grupo planteó con timidez la necesidad de participar en las elecciones de 1903 buscando incidir en las asambleas electorales de febrero de 1904 en la elección del candidato que «esté mejor inspirado hacia los intereses patrios, que apartándose del pasado, fecundo en odios estériles, prometa llevar a su gobierno las reglas que imponen la equidad». Ese candidato iba a ser Rafael Reyes. Y como decía un

militante liberal en carta publicada por El Correo Nacional en junio de 1904: «Yo soy reyista por conveniencia más que particular de mi partido.» Muy fuerte era la división interna del liberalismo. Hacia diciembre de 1904 un columnista de El Correo Nacional distinguía en ese partido tres fracciones importantes: a) los liberales civilistas, caracterizados como «partido económico», para el que los principios constituían una cuestión secundaria: «la existencia de la Junta de Amortización y el fuego devorador por el billete es el programa de este círculo» definido, además, «por sus simpatías y afinidades con lo que se llama conservatismo histórico»; b) el círculo que, muy cercano a las posiciones belicistas, proclamaba la jefatura de Benjamín Herrera, un militar organizador y eficaz; y c) el círculo del general Rafael Uribe Uribe, el más numeroso, reforzado en esa coyuntura con la persona de Antonio José Restrepo. El círculo liberal caracterizado como «partido económico» y la mayoría liberal alinderada en torno a la figura del general Uribe Uribe fueron los primeros en comprometerse con el gobierno de Reyes, aunque posteriormente el general Herrera participó en misiones diplomáticas en Venezuela. El presidente le dio un puntillazo definitivo al compromiso del liberalismo cuando los ministros de ese partido aprobaron actos de gobierno como el proyecto de facultades extraordinarias para tomar medidas prioritarias en materia económica, la clausura del Congreso Nacional y la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente. En relación con el primer punto, el general Uribe Uribe, uno de los dos únicos liberales que asistían al Congreso de 1904, llegó a decir que si la corporación se negaba a conceder las facultades solicitadas para enfrentar la grave crisis económica existente, haría bien el presidente en tomárselas. Y los seguidores de Uribe Uribe tomaron tan en serio su participación en el gobierno que fueron siete diputados liberales a la Asamblea Nacional los

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que propusieron ampliar el período presidencial de Reyes —y solamente de él— a una década, desde el 1 de enero de 1905 al 31 de diciembre de 1914. Poco tiempo después de su marginamiento del gobierno, tanto los liberales reyistas como los antirreyistas, destacaron el nuevo clima en que había entrado el liberalismo con el gobierno del Quinquenio. Fue así cómo el general Benjamín Herrera señaló que desde los comienzos de la Regeneración había comenzado un calvario para el liberalismo, pero «Reyes nos permitió respirar, nos reincorporó a la patria, nos convirtió en ciudadanos efectivos»; y un connotado antirreyista, José Joaquín Guerra, no dudó en declarar: «con rigor o con halago supo anonadar un partido formidable, que en la prensa, en la tribuna, y en los campos de batalla acababa de presentarse potente y vigoroso. Una sola palabra produjo este milagro: la palabra concordia». El novedoso tratamiento brindado por Reyes al partido liberal fue una fuente de agudos conflictos políticos, sobre todo con los seguidores del Partido Nacional; pero hubo también conservadores, completamente ajenos a las prácticas dominantes de este partido, contrarios a ese tratamiento, como fue el caso, por ejemplo, de un conservador tan modernizante y tan poco sectario como don Pedro Nel Ospina. Por otra parte, aquel sector del clero que no dejaba pasar la oportunidad de una carta de Cuaresma para reiterar sus clásicas condenas al liberalismo, criticó también con dureza el nuevo clima de relaciones partidistas. En 1904, el arzobispo de Bogotá, a propósito del periódico Mefistófeles, había reiterado bajo pena de pecado mortal la prohibición de leer, imprimir, retener, propagar o favorecer la prensa liberal; el obispo de Pasto, el extranjero fray Ezequiel Moreno, aprovechó la oportunidad para condenar al periódico liberal El Adalid. Algo similar hizo el obispo de Pamplona con El Trabajo, periódico libe-

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ral de Cúcuta, que apoyaba la candidatura de Reyes. Aunque a principios del siglo XIX la cuestión religiosa no revestía en Colombia los perfiles críticos de treinta años atrás, sin embargo, continuaba presentando manifestaciones diferenciadoras. Cuando la fracción conservadora, que no miraba con buenos ojos ni a Reyes ni a su gobierno, se percató de que la prensa censurada por la Iglesia era precisamente la más cercana al Quinquenio, se dirigió al presidente solicitándole secundar la censura eclesiástica con la intención de colocarlo en una difícil situación: o enemistarlo con la prensa liberal o hacerlo entrar en pugna con los obispos censuradores. No obstante, la difícil situación por la que pasaba el país, así como el deterioro progresivo de las relaciones del Congreso con el gobierno, hicieron que el asunto se mantuviese en un plano secundario. Con Reyes, y a partir de él, el liberalismo colombiano rompió, pues, con la tradición ideológica del radicalismo de la segunda mitad del siglo XIX. Para demostrarlo, bastaría hacer referencia a las nuevas concepciones del partido de Uribe Uribe en relación con las funciones del Estado en la economía: lo que para Reyes no era sino una situación coyuntural —la activa intervención del Estado en la economía debido a la gravedad de la cri-

Durante su famosa excursión presidencial de 1908. Rafael Reyes sale de la Quinta del Cabrero, en Cartagena, después de visitar a doña Soledad Román, viuda de Rafael Núñez. La foto fue publicada en el lujoso libro "Excursiones presidenciales, apuntes de un diario de viaje", publicado en Nueva York (1909).

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En abril de 1908, Reyes visita la Guajira: la gira presidencial, sin precedentes, marcó el afán progresista por la prosperidad material del país. En la foto, con el vicario general de la Guajira, el general Juan Iguarán y el hijo del presidente, Rafael Reyes Angulo.

sis— para el lúcido dirigente liberal se convirtió en una definición ideológica bajo la equívoca denominación de «socialismo de Estado», lo que implicaba una ruptura radical con el liberalismo económico del siglo XIX. Grupos de presión y partidos políticos: una relación problemática Otra importante novedad del régimen del Quinquenio estuvo constituida por la presencia en el escenario social de fuerzas políticas de carácter no partidista: los llamados grupos de interés y de presión. Se trataba de una serie de organizaciones de clase orientadas a promover sus intereses y demandas, no mediante el control del poder político, sino por medio de la influencia en la toma de decisiones públicas. La importancia política de estos grupos en esa coyuntura se explica tanto por la crisis de los partidos como por el surgimiento de nuevas fuerzas sociales en la vida política. En junio de 1903 fue creada la Sociedad de Unión Industrial y Obrera de Bogotá con el propósito de organizar a los distintos gremios de artesanos y encauzar los trabajos para solicitar del Congreso la expedición de leyes que favoreciesen las industrias

nacionales. En 1906 la Sociedad de Cultivadores de Café, fundada a fines de 1904 con el apoyo decidido de Reyes, amplió considerablemente el número de sus miembros al cambiar su nombre por el de Sociedad de Agricultores. Por otra parte, el 10 de agosto de 1904, el ministro del Tesoro recibió en su despacho a un grupo conformado por unos cincuenta comerciantes con el fin de promover la creación de la Cámara de Comercio. Hay que resaltar, además, que durante los primeros años de su gobierno, Reyes busca permanentemente la asesoría de grupos privados de propietarios en reuniones convocadas para propósitos específicos. A este respecto, en 1906, El Correo Nacional resaltaba, como prueba del espíritu republicano del gobierno, «ese deseo de inspirarse en la opinión pública» pidiendo a los ciudadanos, a falta de un Congreso, que expusiesen francamente sus opiniones. Para informarles sobre la obtención de un empréstito externo y solicitarles su opinión sobre diversos problemas económicos, el ministro de Hacienda promovió una reunión en palacio con asistencia de banqueros, industriales, comerciantes, intelectuales adictos al régimen y de los directores de El Nuevo Tiempo y de El Correo Nacional; después de rendirles un informe pormenorizado sobre los programas del gobierno, el ministro los invitó a hacer valer sus opiniones por todos los medios que estuviesen a su alcance, «con franqueza y sin resistencias de ningún género». Una reunión similar había sido realizada a principios de 1905 con los gerentes de los bancos bogotanos para proponerles que asumiesen la administración de las rentas de la nación con la contrapartida del otorgamiento de un cuantioso empréstito al gobierno; pero, al fracasar la propuesta, el gobierno acudió a la clase adinerada —Pepe Sierra, por ejemplo— para la creación del Banco Central. El entendimiento directo del presidente con los grupos de interés y con las juntas privadas de propietarios, pa-

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sando por encima de las mediaciones partidistas, estuvo en el origen y desarrollo de los permanentes conflictos del gobierno con la dirección del Partido Nacional; y hasta un político y empresario tan ajeno a las orientaciones de este último grupo como don Pedro Nel Ospina le criticó reiteradamente al presidente ese comportamiento. Desintegración territorial y Estado Nacional En el caso colombiano, la historia de la formación de un Estado Nacional ha sido la historia de las pugnas con las fuerzas sociales y políticas dominantes en las regiones y en las localidades. Una perspectiva muy rica para la exploración del anterior fenómeno está constituida por el seguimiento del proceso de desintegración territorial de los estados soberanos, sobre todo de los de mayor significación territorial, como fue el caso del Gran Cauca. Lo que no había podido ejecutar Carlos Holguín en 1888, lo realizó Re-

yes, a través de la Asamblea Nacional Constituyente, entre 1905 y 1908: la desintegración de las unidades territoriales mayores, tradicionales émulas y adversarias del Estado central, al despojar a Antioquia de una pequeña porción de territorio, pero, sobre todo, al lograr la disolución definitiva del Gran Cauca. Hasta entonces, los personajes influyentes de cada uno de los antiguos estados continuaban considerándose «como jefes y directores natos del Estado» al mismo tiempo que concebían a las antiguas secciones como unas entidades independientes, ligadas al resto de la República solamente para efectos internacionales. Así sucedía en la primera década del siglo xx, no obstante el elevado grado de centralización política alcanzado con la Constitución de 1886. Un interesante editorial a este respecto se publicó en El Mensajero de Manizales en abril de 1905 al señalar que en el gobierno de Reyes, la desintegración tendría efectos benéficos, ya que esas grandes unidades «no eran factores de paz y de progreso» constituyéndose en

El general Rafael Reyes con notables de la ciudad en el Club Barranquilla (¡908). Reyes estimuló a las compañías de navegación para que aumentaran sus viajes a la Costa, lo que luego hizo posible el desarrollo industrial.

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Visita a la zona bananera de Santa Marta, en la excursión presidencial de 1908.

contrapesos que inhibían la acción del gobierno central; por otra parte, y siempre según el editorialista del citado periódico, ése era el camino más adecuado para erradicar el caudillismo, con la ventaja adicional de que toda la autoridad constitucional estaría en manos del gobierno central, el que, sin contrapesos, podría dedicarse de lleno a la administración. Pretextando la falta de vías de comunicación y, por consiguiente, la desvinculación del gobierno central con las provincias, la ley 17 de 1905 creó los departamentos de Galán (capital San Gil), Atlántico (Barranqui11a) y Caldas (Manizales); poco después, en virtud de la ley 46 del mismo año, se crearon los departamentos de Tundama (capital Santa Rosa de Viterbo, la patria chica de Reyes), Quesada (Zipaquirá) y Huila (Neiva). Una segunda y más radical etapa de desintegración territorial se vivió en 1908. El general Reyes, que en 1885 había defendido en el Consejo Nacional de Delegatarios la integridad territorial de los nueve estados —con los mismos nombres pero sin las facultades ni el peso político que les había asignado la Constitución de 1863—, llevó la iniciativa para ahondar en un proceso de desintegración territorial que, al mismo tiempo que disolvía las unidades

seccionales mayores —el Gran Cauca, sobre todo— reforzaba las tendencias de centralización política y de unidad nacional. Fue así cómo, en virtud de la ley 1 de 1908, el país fue dividido en 34 departamentos y un distrito capital. Como ejemplo ilustrativo se puede observar cómo el Gran Cauca quedó dividido en ocho departamentos con capitales de idéntica denominación: Tumaco, Túquerres, Pasto, Popayán, Cali, Buga, Cartago y Manizales. Por otra parte, la ley facultó al presidente para modificar los límites de los departamentos y municipios, para subdividir o modificar los departamentos formados y para anticipar o retardar la ejecución de las disposiciones dictadas; puede decirse, entonces, que el manejo de la política de división territorial quedó en manos del presidente de la República. Aunque, al final, sólo quedaron 24 departamentos, los diez decretos que dictó el ejecutivo en 1908, en virtud de las facultades otorgadas, no hicieron más que demostrar que la misma voluntad de centralización política estaba viciada por innumerables fallas de carácter técnico. El mismo Reyes reconoció esas deficiencias y fue así cómo en uno de sus últimos mensajes a la Asamblea Nacional Constituyente —20 de marzo de 1909— al notificarle a esa corporación que había resuelto anticipar, para el 20 de julio de ese año, la reunión del Congreso de elección popular, terminó señalándole: «Como la política es ciencia experimental, ese Congreso se ocupará de hacer las rectificaciones convenientes a la ley de División territorial así como al sistema rentístico en general.» El programa reyista de división territorial estuvo acompañado por otra serie de medidas, que no sólo reforzaron la tendencia hacia la centralización política sino que debilitaron, todavía mucho más, la vida administrativa de los departamentos y de los municipios. Entre esas medidas hay que destacar los programas de modernización y profesionalización de las

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Fuerzas Armadas bajo la asesoría de una misión militar chilena, la derogatoria de las atribuciones que la Constitución de 1886 había asignado a las asambleas departamentales para el manejo de los intereses regionales, el reemplazo de estas últimas corporaciones por consejos administrativos, la pérdida de capacidad de los departamentos para tomar decisiones en materia de inmigración, construcción de ferrocarriles e inversiones extranjeras, y la nacionalización de las rentas (sobre todo, licores y degüello) con lo que los departamentos quedaron subordinados a las prioridades acordadas por el gobierno central. Al arreciar la oposición a su gobierno muchas de estas medidas tuvieron que ser derogadas; por ejemplo, en diciembre de 1908 retornaron a los departamentos y municipios las rentas de licores, degüello, impuesto directo, peajes, pontazgos, pesca y trabajo personal subsidiario, quedando la nación con las rentas de aduanas, salinas, esmeraldas, timbre nacional y tabaco. Cuando

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las medidas de desintegración territorial encontraron resistencias, el gobierno, por otra parte, no dudó en acudir a la represión. En telegrama del 7 de abril de 1905 el presidente Reyes les señaló a los gobernadores que de no haber procedido como lo había hecho, la protesta habría tomado caracteres de rebeldía, lo que habría obligado a tomar medidas extremas; y el 9 de abril telegrafió al general Amaya ordenándole aplicar las más severas medidas a los opositores al programa de división territorial. La intervención del Estado en la economía Durante el gobierno del Quinquenio, el Estado asumió un papel tan activo en la economía como quizá nunca había tenido en la historia política del país. Ciertamente que con la Constitución de 1886 se habían creado las bases normativas para la intervención del Estado en los procesos económicos: pero en la práctica, y quizá con la

El presidente Reyes en Medellín, con jóvenes de la sociedad antioqueña, mayo de 1908.

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Consejo de ministros en septiembre de 1906. El presidente, rodeado por Diego Euclides de Angulo, Francisco de Paula Manotas, Alfredo Vásquez Cobo, Tobías Valenzuela, Manuel María Sanclemente, José María Rivas Groot y Guillermo Torres.

única excepción del manejo de la política monetaria, la intervención había quedado condenada a la ineficacia por ausencia de una propuesta de política económica relativamente orgánica. Durante el gobierno del Quinquenio la intervención estatal en la economía adquirió, sin embargo, una nueva dimensión debido al surgimiento, en el escenario político, de fuerzas sociales de orientación procapitalista y todo ello en una coyuntura de crisis general de la sociedad. Fue esta situación de aguda crisis la que determinó la activa participación del Estado en los procesos económicos. Ideológicamente, Reyes era partidario del liberalismo económico, pero su elevada dosis de pragmatismo lo llevó a plantear la necesidad de una muy activa participación estatal bajo un presupuesto ideológico muy preciso: la intervención debía ser coyuntural y no permanente, solamente para superar la grave crisis y como fuerza de arranque para el progreso económico, pues el Estado, por su misma naturaleza, era concebido por Reyes no sólo como un mal administrador sino como una entidad despilfarradora; una vez superada la crisis había que retrotraer la acción del Estado a una situación de mínima intervención. Fue éste el rasgo más característico de la política económica

inaugurada por el gobierno del Quinquenio. Como el mismo presidente Reyes lo señaló, en su mensaje al Congreso del 27 de agosto de 1904, la amplitud de autorizaciones solicitadas por su gobierno para el manejo de la política económica solamente se otorgaba cuando las naciones estaban cercanas a la más completa ruina o amenazadas con una total disolución; por otra parte, en la reunión del consejo de ministros del 21 de agosto de 1905, definió mucho más claramente su posición en relación con la intervención del Estado en la economía: al declararse contrario, «en principio», al establecimiento de monopolios fiscales, dado que la industria sólo se desarrollaba y prosperaba a la sombra de la libertad, señaló, sin embargo, que la historia enseñaba que «en épocas y situaciones anormales era necesario recurrir a ese sistema», pero que, cuando desapareciesen las condiciones que habían hecho indispensable su creación, «la equidad, conveniencia y los bien entendidos intereses nacionales reclamaban que se prescindiese de ellos y se volviese al régimen de la libertad industrial». Para la definición de su política económica Reyes no acudió a los tratados de economía sino a la ideología pragmática del hombre proveniente del mundo de los negocios y de las aventuras comerciales, altamente sensible a los reclamos y demandas de modernización por parte de un amplio sector de las clases propietarias. Por otra parte, para el presidente, la solución de la crisis no era un simple problema de la intervención estatal en los procesos económicos, sino que era una situación que estaba en manos de las clases adineradas del país, pero, sobre todo, en las del capital extranjero, y fue así cómo sin mayores rodeos dirigió su acción a la creación de las condiciones que permitiesen su afluencia al país no por cuentagotas sino a gran escala. Así lo soñaba y lo deseaba el presidente Reyes. Importantes fueron, por otra parte, las consecuencias sociales de la polí-

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tica económica del gobierno del Quinquenio, así como los manejos políticos que éste tuvo que realizar para la creación de un clima favorable al progreso económico. Las relaciones con los Estados Unidos y la cuestión de Panamá Para mejorar la imagen del país en el extranjero —condición estratégica para sus propósitos— Reyes hizo enormes esfuerzos orientados a lograr la normalización de las relaciones con los Estados Unidos. Contra viento y marea el presidente trató de llegar a un rápido acuerdo con el gobierno norteamericano en relación con el asunto de Panamá, pues pensaba que ésa era la única forma de atraer masivamente el capital extranjero; y tan convencido estaba a este respecto que, en determinado momento, se mostró partidario de renunciar a todo reclamo de indemnización monetaria —así lo manifestó a la Asamblea Nacional Constituyente en uno de sus mensajes de 1905— con tal de reconquistar los favores y simpatías por parte del gobierno de un país, que no sólo se había constituido en el mercado más importante para el café colombiano sino que era, además, la fuente potencial más importante de los capitales que tanto requería el país. Según lo recalcó Reyes en su mensaje, la exigencia de una indemnización monetaria era algo indigno para el honor del país siendo, por lo tanto, algo contrario a los intereses de la República aplazar indefinidamente la normalización de las relaciones con los Estados Unidos, la que debía buscarse consultando, en primer término, el honor y la dignidad de la nación y sólo, en segundo lugar, los intereses económicos. Dentro de la lógica de esta posición no es extraño entonces que en 1906 Alfredo Vásquez Cobo, en su calidad de ministro de Relaciones Exteriores, informase a la prensa que a los ministros de Colombia en Washington, Enrique Cortés y Diego Mendoza, se les había ordenado lograr un arreglo sobre el

asunto de Panamá sin tomar en cuenta consideraciones pecuniarias. Reyes siempre había mantenido una gran admiración por los Estados Unidos, país al que en determinado momento caracterizó como «la humanidad seleccionada»; ahora, como presidente, pensaba que el país sólo podía salir del atraso si contaba con los capitales de la potencia del norte. No obstante que esta manera de manejar el asunto de Panamá se le fue convirtiendo en una incontrolable bola de hielo, el presidente mantuvo inalteradas, hasta el final de su gobierno, sus posiciones frente a los Estados Unidos. Pese a ello, el gobierno norteamericano estuvo muy lejos de asumir una actitud positiva hacia Colombia. El secretario de Estado míster Hay, por ejemplo, se negó a entrar en arreglos con Colombia para someter el diferendo a un arbitraje, rechazando indignado el cargo formulado por don Diego Mendoza según el cual los Estados Unidos habían cumplido un papel activo en el movimiento que había precipitado la separación de Panamá; el señor Hay, además, ni siquiera acusó recibo de una nota de Mendoza en la que le señalaba los puntos que podrían someterse a arbitraje. Ante tamaño desaire, Mendoza presentó renuncia,

Reyes inaugura el primer riel del ferrocarril de Puerto Wilches, el 12 de octubre de 1908.

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aconsejando de paso la ruptura de relaciones con los Estados Unidos. La posición de Mendoza contrariaba en forma tan radical las opiniones del presidente Reyes que en consejo de ministros fue declarado «traidor a la patria» y por resolución 64 de 1906 del Ministerio de Guerra, Mendoza fue llamado a juicio. No obstante los tropiezos y los desaires del gobierno norteamericano, Reyes no cedió en su empeño por lograr una rápida normalización de las relaciones con los Estados Unidos y fue así cómo, entre bambalinas, entretejió una especie de plebiscito nacional a favor de la posición del gobierno con el apoyo de las municipalidades y de un sector de las clases poseedoras que deseaban una rápida solución al problema. Algunos fueron mucho más allá hasta llegar a pedir al gobierno que invitase oficialmente a visitar el país al secretario de Estado norteamericano. Formulada la invitación se levantó una ola generalizada de protestas en las que se mezclaban genuinas posiciones nacionalistas con un antinorteamericanismo casi romántico, posiciones que muchos asumieron como el pretexto más válido para reforzar la oposición al gobierno. Esto no obstante, el presidente envió a Washington al doctor Laureano García Ortiz con el fin de proponerle a Roosevelt unas nuevas bases de arreglo. En ese momento la situación internacional se había tornado un poco más favorable para Colombia, pues el gobierno había logrado un convenio con la Nueva Compañía Francesa del Canal, en virtud del cual el país recibiría cincuenta mil acciones y tres millones cuatrocientos setenta mil francos. El Departamento de Estado, mientras tanto y para evitar complicaciones futuras, buscaba que el gobierno colombiano reconociese la independencia de Panamá. Poco después se dio a conocer el proyecto de tratado Root-Cortés. El ambiente político empezó a caldearse y dicho proyecto se convirtió en un factor de refuerzo de la oposición al régimen re-

yista. Por una parte, en 1909, el liberal Nicolás Esguerra solicitó a la Asamblea Nacional Constituyente, a la que negaba las atribuciones legales para ello, postergar la discusión del proyecto hasta la elección de un nuevo Congreso, medida que ya había sido acordada; por otra parte, la discusión pública exacerbó las viejas pugnas interpartidistas y, por ejemplo, el conservador Lorenzo Marroquín trató de demostrar que desde tiempo atrás los liberales habían negociado con los norteamericanos la venta del canal de Panamá, en condiciones muy favorables, con tal de que les ayudasen a ganar la guerra de los Mil Días. En un ambiente tan caldeado el presidente Reyes cedió, declarando que el gobierno aplazaba el estudio de los proyectos de tratado con los Estados Unidos y con Panamá hasta la reunión del nuevo Congreso el 20 de julio de 1909. A pesar del desarrollo de los acontecimientos, el presidente Reyes permaneció esperanzado en una rápida normalización de las relaciones que permitiese la afluencia del capital norteamericano, y si ahora prometió postergar la discusión del proyecto no fue porque hubiese depuesto sus tradicionales puntos de vista pronorteamericanos sino porque el manejo que le venía dando a la cuestión había fortalecido las fuerzas de oposición a su gobierno. Con el sacudón sufrido por la separación de Panamá un sector de la intelectualidad había comenzado a alimentar un antinorteamericanismo de factura romántica preñado de fatalismo geopolítico, en cuyo marco las presiones de Reyes por una rápida normalización de las relaciones parecían adquirir el carácter de una necesidad irreversible. Enrique Olaya Herrera, en un artículo escrito en Bruselas en 1908 y publicado en El Nuevo Tiempo en 1909, decía que una vez concluido el canal de Panamá, «nuevas estaciones» serían necesarias a los Estados Unidos en el Atlántico y en el Pacífico para hacer indispensables las ventajas estratégicas y comerciales que esa

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obra extraordinaria produciría a la potencia gringa; y remataba su artículo con estos quemantes pronunciamientos: «¿Será Cartagena, serán las Islas Galápagos? ¿Quién lo sabe? Sólo el tiempo y los Roosevelt del porvenir. La absorción norteamericana en el dominio político se presenta bajo diversas formas y amenaza especialmente a los países bañados por el mar de las Antillas. Hoy sabemos de dónde viene el peligro, a qué raza pertenece, a qué nombre responde: los Estados Unidos, nuestros probables futuros dominadores.» Según El Nuevo Tiempo del 30 de mayo de 1903, la prensa y los intelectuales europeos ya habían avizorado el peligro: mientras que Le Fígaro de París afirmaba que Colombia estaba en peligro de verse desmembrada por naciones más fuertes, el escritor francés Roberto Caix hacía un llamado a la organización al señalar que las pequeñas repúblicas desgarradas, que estaban limitadas por el mar Caribe, si no se organizaban como

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lo había hecho México con Porfirio Díaz, serían absorbidas por los Estados Unidos. Lazaretos e imagen internacional Los programas de mejoramiento de los lazaretos también estuvieron estrechamente vinculados a los esfuerzos por mejorar la imagen del país en el extranjero. Durante la guerra de los Mil Días, y debido a los problemas de creciente penuria fiscal y de acelerada pauperización de la población, los leprosos habían escapado de sus asilos, esparciéndose por las distintas regiones del país. La imagen de millares de leprosos, trashumantes por la geografía patria, se internacionalizó hasta tal punto que, en la Exposición de París de 1901, la parte correspondiente a Colombia en el mapamundi estaba señalada con una gran mancha amarilla, como la gran leprosa del continente americano. El presidente Reyes, que estaba muy preocupado por el mejo-

Rafael Reyes lee su discurso al regresar de su gira presidencial de 1908 ante el gobernador del Distrito Capital de Bogotá, una de las nuevas denominaciones adoptadas al reorganizar y dividir las antiguas unidades territoriales del país.

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Desfile militar en honor de Reyes por la carrera séptima de Bogotá, con el campanario de San Francisco al fondo (1908).

ramiento de la imagen del país en el extranjero, reaccionó positivamente contra esa situación y fue así cómo ordenó la reconstrucción de las leproserías de Agua de Dios, Contratación y Caño de Loro, arbitrando para esos efectos los recursos necesarios, sobre todo por medio de los ingresos provenientes de la renta de «mortuorias». Según el presidente, en su mensaje a la Asamblea Nacional Constituyente en sus sesiones extraordinarias de 1909, «los muy pocos —se refiere a los leprosos— que quedan diseminados serán hospitalizados en el transcurso de unos pocos meses. El gobierno se ha propuesto aplicar los últimos tratamientos científicos de curación de la lepra». Como resultado de las acciones emprendidas por el gobierno (pacificación del país, atención oportuna al pago de los intereses de la deuda ex-

terna, permanente actividad en el extranjero de una especie de embajadores «volantes» —Uribe Uribe en el Cono Sur del continente americano y don Jorge Holguín como agente fiscal en Europa—, inteligente utilización de la mediación de gobiernos como los de México y España, atención al pago de las indemnizaciones decretadas a extranjeros reclamantes por perjuicios sufridos durante las guerras civiles, convenio Holguín-Avebury sobre la deuda externa), la imagen del país en el exterior comenzó a modificarse con relativa rapidez. A estos cambios de imagen contribuyó también en forma significativa el cuerpo diplomático residente en Bogotá, celosamente mimado por el gobierno. Como primera manifestación de estos cambios, el 18 de julio de 1905 El Nuevo Tiempo informó que en París se impulsaba la creación de una organización bancaria con sesenta millones de francos, cuya sede sería la ciudad de Bogotá; ya se vio también cómo se obtuvieron los primeros empréstitos con promesas de lograr otros más cuantiosos. En el extranjero, por otra parte, empezó a hablarse sobre las grandes potencialidades de los recursos naturales del país. En mayo de 1906 el ministro americano, míster Barret, declaraba que Colombia era el país más rico de América del Sur. Con esta evidente exageración el ministro había intentado halagar al capital norteamericano para que viniese a explotar las riquezas naturales del país. Además, señaló que los Estados Unidos debían adueñarse urgentemente del comercio de los países latinoamericanos, ya que algo similar pretendían hacer algunos países europeos. Finalmente, y como una manifestación concreta de la pugna entre las potencias imperialistas por mantener o imponer su hegemonía sobre los países latinoamericanos, el 19 de marzo de 1907 El Nuevo Tiempo reprodujo un artículo de The Times de Londres en el que se señalaba a Colombia como un campo propicio para las inversiones inglesas.

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Política económica, reformas y grupos sociales Aunque el gobierno de Reyes, por razones ligadas tanto a la búsqueda del equilibrio de la balanza comercial como a la promoción de algunas industrias, impulsó una serie de medidas proteccionistas, sin embargo, no deben exagerarse los efectos de estas últimas sobre los sectores importadores, pues, para esta época, no podía propiamente hablarse de especialización empresarial sin que constituyese, por lo tanto, una excepción un caso como el de Pedro Nel Ospina, quien era a la vez político, periodista, general, comerciante, hacendado y próspero empresario de la industria textil. Un grupo especialmente afectado por la orientación general de la política monetaria y fiscal del gobierno estuvo constituido por los especuladores, agiotistas y rematadores de rentas, que pululaban por todas partes durante la grave crisis económica característica de los años de la gran guerra y de la postguerra. Era la época en que, angustiados frente a sus afugias fiscales, los distintos gobiernos volvían sus miradas hacia sus niñas mimadas: los prestamistas y los rematadores de las rentas de licores, tabaco y degüello. Don Pepe Sierra, por ejemplo, había sido un clásico rematador de las rentas de licores, pero durante el gobierno del Quinquenio adquirió nuevas dimensiones sociales por su destacada participación en la creación del Banco Central. Debido a la estabilización de la tasa de cambios, a la aplicación de algunos programas de crédito para la producción industrial y agrícola y a la natural reducción de las tasas de interés, estos sectores especuladores, considerados en su conjunto, vieron refrenadas sus expectativas de enriquecimiento acelerado. Permaneciendo fiel a su oposición «por principio» a los monopolios fiscales —sólo justificables por la gravedad de la crisis económica existente— el gobierno aprovechó un desacuerdo entre los rematadores de la

El ministro de Guerra, Manuel M. Castro V. y el general C. M. Sarria inspeccionan los sitios sospechosos después del atentado de Barro Colorado, en las afueras de Bogotá, al general Reyes, el 10 de febrero de 1906.

renta de tabaco para decretar, en cambio, un impuesto al consumo. Por su real o presunta incidencia sobre el desarrollo de la industria ganadera, la renta de pieles fue objeto de críticas muy agudas; el mismo presidente señaló que no había renta más insostenible que ésa y que su establecimiento era la prueba elocuente de que sólo la desastrosa situación fiscal del país había podido aconsejar su creación para terminar afirmando que ésa era precisamente una de las rentas que había que desmontar cuando mejorase la situación del erario. A esta posición obedeció el cambio de la renta de pieles por la de degüello. Otra medida especialmente polémica estuvo constituida por la creación del Banco Central. Una vez nacionalizadas las rentas departamentales más importantes (licores, tabaco y degüello) y después de fracasar en su empeño por entregar su administración a un grupo de bancos bogotanos, con la contraprestación de la conce-

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sión de un cuantioso empréstito al gobierno, Reyes hizo un llamado a los particulares para que se asociasen con el Estado para la creación de un banco que no sólo regulase la política monetaria sino que también se encargase de la administración de las rentas recientemente nacionalizadas y reorganizadas. Al llamado del gobierno acudieron 18 accionistas encabezados por Pepe Sierra, lo que permitió la creación del Banco Central por el decreto legislativo N.° 47 de 1905. Ya fuese por ortodoxia ideológica—oposición a la intervención del Estado en la economía— o por imposibilidad de acceso político a las esferas oficiales, fueron muchos los críticos de esta empresa; por factores ligados al primer grupo de argumentos, don Pedro Nel Ospina, por ejemplo, fue un crítico radical de la nueva corporación bancaria: para él la creación del Banco Central se había convertido —en vez de factor de prosperidad— en una fuerza perturbadora y absorbente en favor de unos pocos, que, al monopolizar la industria bancaria del país, impedía que llegasen a "El Correo Nacional" del 13 de abril de 1905 da cuenta de' las "enérgicas" protestas ocurridas en Cartagena con motivo de la división territorial decretada por Reyes.

ésta abundantes capitales tanto internos como extranjeros, tal como se lo manifestó al gobernador de Antioquia desde su hacienda El Retiro, en donde se encontraba marginado de la política, en carta del 4 de agosto de 1906. La política agraria del Quinquenio no resultó incoherente con el proteccionismo industrial, ya que estuvo orientada hacia metas muy precisas: producción de materias primas para la industria textil (algodón básicamente), fomento de la agricultura de exportación (bananos, azúcar, caucho, algodón y café) y expansión de la frontera agrícola mediante la adjudicación de baldíos. En su conjunto la política agraria de Reyes fue, pues, protectora de un nuevo tipo de terratenientes: una incipiente burguesía agraria modernizante. En cuanto a la promoción de este tipo de intereses sociales especialmente importante resultó el decreto N.° 832 del 20 de julio de 1907 por el que se establecieron subsidios a las exportaciones de café, tabaco, caucho de plantación, así como a la producción de algodón tanto para la exportación como para el consumo interno. Para estimular las explotaciones algodoneras, además, se utilizaron estímulos bastante originales consistentes en cuatro premios, de veinticinco mil pesos cada uno, para los mayores productores de algodón. Cuando fue necesario, el gobierno llegó hasta a asociarse con los particulares para el impulso de la agricultura comercial, como en el caso del ingenio Sincerín, que tenía más de dos mil quinientas hectáreas explotadas y una producción diaria de 150 toneladas; también hizo préstamos con bajas tasas de interés para la producción de azúcar, como fue el caso del crédito otorgado al general Dionisio Jiménez para el montaje de un ingenio en la Costa Atlántica. En todas estas situaciones, la política agraria estuvo estrechamente vinculada a la promoción de un nuevo tipo de terratenientes modernizantes. Los intereses extranjeros ligados a la agricultura también se vieron especialmente favorecidos como en el caso

Capítulo 7

de las explotaciones bananeras —verdadero enclave colonialista— cuando se decretó la libre exportación de banano en un momento en que de los 200 000 racimos que exportaba el país la tercera parte correspondía a la producción de la United Fruit Company. Especialmente significativo resultó el tratamiento dado a los exportadores de café. Aunque en algunos de los cambios producidos en la economía cafetera a partir de 1910 pudieron haber tenido efecto indirecto ciertas medidas de gobierno del Quinquenio (relativa estabilización monetaria, baja de las tasas de interés, política de expansión de la frontera agrícola, mejoramiento del sistema de transporte), sin embargo, no puede plantearse que haya habido una política cafetera propiamente dicha, sino más bien preanuncios de la misma definidos por los estímulos a las exportaciones del grano. Cuando en 1907 el presidente subvencionó con un peso oro cada quintal de café exportado, los miembros de la Sociedad de Agricultores destacaron en Reyes «al hombre formado en la escuela clásica y experimental del esfuerzo propio». El programa de Reyes fue un programa esencialmente reformista con el que afectó intereses personales, políticos y sociales; pero, tanto por su formación como por las condiciones reinantes en el país —las de una Colombia en la que casi todo estaba por hacer, o al menos, por rehacer—, el presidente impulsó las reformas no solamente por medio del ensayo y la prueba sino también de la permanente rectificación. En este aspecto fue especialmente celoso, sobre todo, cuando los intereses lesionados resultaron ser los de algún sector de las clases poseedoras, del que tanto esperaba para la reconstrucción nacional. Un intelectual comprometido con su gobierno, don Baldomero Sanín Cano, le criticó el que al ensayo hubiese seguido demasiado cerca la rectificación cuando habría podido decirse que «hubiera sido más sabio dejar que la medida hubiese dado todos sus resultados».

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Pero esa conducta, según el mismo escritor, no fue vituperable en Reyes: «Perseverar en lo establecido, porque coincidía con las previsiones del gobierno, a pesar de los intereses lesionados, ha podido ser la conducta de una administración menos celosa del bien general. La del general Reyes atendió siempre el clamor de la opinión y en este punto como en otros muchos, dispuso la reforma, de acuerdo con las autorizaciones legales, para aliviar a los particulares. A esto obedeció el cambio de la renta de pieles por la de degüello.» El Quinquenio: democracia y dictadura Desde los comienzos mismos de su gobierno, Rafael Reyes comenzó a fraguarse la imagen de «dictador» y de «tirano», siendo el Congreso, controlado por el Partido Nacional bajo la dirección de Miguel Antonio Caro, el sitio privilegiado para la creación y refuerzo de dicha imagen, pues, fuera de él, el presidente gozaba de amplias "El diluvio en Parts", caricatura de Job en "Revista Cómica" de febrero 14 de 1910, alusiva a la "fuga" del presidente y su renuncia a la primera magistratura, el 13 de jupio de 1909.

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Cámara ardiente de Rafael Reyes en el Capitolio Nacional, en Bogotá, el día de la muerte del ex presidente: viernes 18 de febrero de 1971, victima de una pulmonía. Abajo, el féretro es conducido a la catedral.

simpatías tanto entre los sectores populares —artesanos, sobre todo— como entre las más importantes fracciones de la élite económica. Múltiples eran los motivos de irritación por parte de la oposición partidista: en primer lugar, la intelectualidad —predominantemente especulativa— no salía de su asombro al contemplar sentado en «el solio presidencial» a un cauchero aventurero y burdo hombre de negocios; en segundo lugar, a los disgustos

sufridos por los dirigentes nacionales con el anuncio suprapartidista del presidente, según el cual durante su mandato no sería el jefe de un partido sino el servidor del pueblo colombiano, se venía a añadir ahora la conformación de un gabinete ministerial con participación de los liberales; finalmente, la imagen de «dictador» quedó establecida cuando, después de una larga espera sin que le aprobasen un proyecto de facultades extraordinarias para tomar urgentes y prioritarias medidas en materias económica y fiscal, el gobierno cerró el Congreso en diciembre de 1904. Hay que destacar que, en su composición partidista, esta corporación reflejaba muy fielmente el ya clásico exclusivismo del Partido Nacional, pues en ella solamente tenían participación dos liberales, uno de ellos el general Rafael Uribe, quien, como se vio atrás, ya había anticipado su apoyo a la medida. De todas maneras, la clausura del Congreso le enajenó al gobierno el apoyo de algunos personajes del conservatismo histórico. A partir de este momento el presidente gobernaría a través de decretos ejecutivos, que más tarde sometería a la consideración de un nuevo órgano constituyente. Todavía en los primeros meses de su gobierno, el presidente se había visto obligado, por otra parte, a confinar en San Martín a un grupo de militantes del Partido Nacional, que habían propagado una hoja volante en la que no solamente desmentían documentos oficiales sobre la situación fiscal sino que también hacían un llamado a la desobediencia al gobierno; éste, al juzgar que lo que se buscaba era fomentar la resistencia de la ciudadanía a la entrega general de armas, ordenada por el decreto N.° 950 del 9 de septiembre de 1904, aprovechó disposiciones previstas en esta misma disposición para ordenar el confinamiento. Cuando el gobierno cerró el Congreso y declaró el estado de sitio hubiera podido comenzar a aplicar, mediante decretos-leyes, su programa de reformas económicas, pero prefirió es-

Capítulo 7

perar hasta el 15 de marzo de 1905, cuando reunió una Asamblea Nacional Constituyente en la que tenían presencia, según el mismo presidente, los representantes de la banca, de la industria, del comercio y de los partidos adictos a los principios de concordia nacional. En esta nueva corporación los liberales aparecieron en una relación de uno a dos con los conservadores. Desde un principio la Asamblea Nacional Constituyente y Legislativa dotó al gobierno de amplias facultades extraordinarias para llevar adelante su programa económico; por otra parte, rápidamente abordó el problema de las reformas constitucionales necesarias para poder llevar a cabo el ya analizado programa de desintegración territorial, aplicado entre 1905 y 1909. Entre otras importantes decisiones tomadas por la Asamblea, en sus múltiples reuniones ordinarias y extraordinarias entre 1905 y 1909, merecen destacarse las siguientes: supresión del nombramiento vitalicio de magistrados, eliminación de la vicepresidencia de la República, la ley de representación de las minorías, la supresión del Consejo de Estado, la definición de nuevos procedimientos para reformar la Constitución, la supresión de las asambleas departamentales y su reemplazo por consejos administrativos. Como puede muy bien observarse, buena parte de este conjunto de medidas estuvo orientada o a debilitar instituciones políticas (supresión de la magistratura vitalicia) o a hacer posible la democratización del régimen abriéndole espacios de participación al partido liberal o a fortalecer al ejecutivo central (casi todas las medidas señaladas). Desde los primeros meses de su gobierno, Reyes tuvo que enfrentar la más intensa oposición, sobre todo por parte de sus propios copartidarios. Para comienzos de 1906 la oposición conservadora se había extendido al conservatismo antioqueño, que criticaba a Reyes por razones ideológicas (básicamente relacionadas con el pro-

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Sofía de Angulo Lentos, esposa de Rafael Reyes, en fotografía que fue utilizada en su "Corona fúnebre". A la derecha, vestida para una alegoría del Cauca, en Bogotá, 1895.

blema de la intervención del Estado en la economía) distintas a las muy sectarias que, desde un principio, había esgrimido el Partido Nacional. A raíz, por ejemplo, del sonado atentado del 10 de febrero de 1906 contra la vida del general Reyes, la violenta represión desencadenada alcanzó a un personaje tan prestigiado dentro del conservatismo antioqueño como don Marceliano Vélez, quien fue confinado en la colonia penal de Mocoa hasta el 8 de julio de 1907, cuando por resolución N° 53 del Ministerio de Gobierno le fue levantado el confinamiento. Por múltiples razones ya señaladas, la oposición partidista continuó reforzándose en los meses posteriores. No obstante las múltiples causas de la Doña Sofía de Angulo de Reyes con sus seis hijos: Amalia, Rafael, Enrique, Nina, Sofía, y Pedro Ignacio. Enrique se casaría con Clara Sierra Cadavid, hija de don Pepe Sierra.

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Curiosa serie fotográfica en forma de reportaje, con la reconstrucción del atentado de Barro Colorado al presidente Reyes y a su hija Amalia, el 10 de febrero de 1906,

realizada el mismo año por Lino Lara. Los maleantes esperan a Reyes en San Diego, siguen al carruaje presidencial que se dirige al norte de la ciudad

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y atacan al presidente. Uno de ellos se devuelve por el cementerio, mientras los otros huyen a Chapinero. El general Pedraza ordena rodear el rancho donde se

esconden los culpables. Cómplices y presos del panóptico son obligados a presenciar su fusilamiento, del cual se aprecia la descarga y luego los cuerpos sin vida de los sicarios.

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Mayor Carlos J. Sáenz, capitán Pedro Charpin Rival y Washington Montero, miembros de la misión chilena traída por Reyes para organizar la Escuela Militar, fundada en 1907.

oposición partidista, que iban desde el sectarismo originario del Partido Nacional pasando por las críticas de los conservadores antioqueños a la activa intervención del Estado en la economía, hasta llegar al enfriamiento progresivo del cálido apoyo inicial de los liberales acomodados ya institucionalmente en el régimen político, no es inconsistente señalar que fue el apresurado manejo dado por Reyes a la cuestión de Panamá —en su afán por lograr una rápida normalización de las relaciones con los Estados Unidos— el factor cohesionador de las fuerzas opositoras. Reyes presentó renuncia a la presidencia de la República precisamente cuando en las sesiones extraordinarias de principios de 1909 la Asamblea Nacional Constituyente iniciaba, en un ambiente caldeado, el estudio de los proyectos de tratados con Estados Unidos y Panamá. Dijo entonces el presidente, el 13 de marzo, a la Asamblea: «Persuadido de que es base de la República la alternabilidad en el poder y no deseando ni queriendo aparecer como hombre necesario he resuelto presentaros respetuosamente mi renuncia.» Ese mismo día 13 en Bogotá se presentaron ruidosas manifestaciones en las que tuvo una participación destacada Enrique Olaya Herrera, connotado reyista de la primera época. El día 14 de marzo, Reyes reasumió el gobierno «dado el carácter esencialmente anarquista y socialista de los movimientos que se vienen presentando».

Reyes permanecería al frente del gobierno solamente hasta junio de 1909, cuando viajó a la Costa Atlántica para abandonar sigilosamente el país. En realidad Reyes psicológicamente «se había bajado del solio presidencial» cuando, en una coyuntura de agudización de las penurias fiscales, sintió definitivamente fracasado su proyecto y su sueño por lograr una rápida normalización de las relaciones con los Estados Unidos, lo que, para el tozudo mandatario, era una condición para poder contar con abundante capital para sus programas de progreso económico. Conclusiones Estas conclusiones recogen los rasgos más característicos de un gobierno que, iniciado en agosto de 1904, se va a encontrar bastante desdibujado a principios de 1908 para terminar convirtiéndose en una experiencia política frustrada hacia mediados de 1909. Cuando Reyes inició su gobierno, después de la guerra de los Mil Días y de la separación de Panamá, en Colombia casi todo estaba por hacerse, o por lo menos por rehacerse en términos a la creación de los fundamentos para poder entrar en la contemporaneidad, la empresa de reconstrucción nacional debía ser, pues, esencialmente reformista. Por su formación —«La política es ciencia experimental cuyas acciones siempre están sujetas a rectificación», «en materia administrativa todo es susceptible de mejoramiento»— el presidente no dudó un momento en introducir rectificaciones cuando los intereses lesionados resultaron ser los de alguno de los grupos modernizantes cercanos a su gobierno. El presidente Reyes, por otra parte, imprimió a la empresa reformista sus cualidades personales de hombre pragmático y activo, rasgos que, en el contexto de la vida política de la época, no constituían precisamente una garantía de éxito. Eran los días en que el típico político colombiano estaba

PRINCIPAL Rufino Gutiérrez Rafael Uribe Uribe Víctor Manuel Salazar Carlos Vélez D. Dionisio Jiménez Francisco de P. Manotas Salvador Franco Sergio Camargo Ignacio R. Piñeres Fernando Angulo J. M. Quijano Wallis Manuel Carvajal Valencia Ramón González Valencia Juan E. Manrique Gerardo Pulecio José F. Insignares S. José Gnecco Coronado Severo F. Ceballos Samuel Jorge Delgado Luciano Herrera Bernardo de la Espriella Luis Cuervo Márquez Benjamín Herrera Luis Felipe Uribe Toledo Enrique Restrepo García Maximiliano Neira Rafael Camacho

l. er SUPLENTE Juan Clímaco Arbeláez Baldomero Sanín Cano Daniel Gutiérrez Arango Felipe Angulo Bartolomé Martínez Bossio Manuel A. Núñez Luis María Holguín Alejandro Pérez Rafael Pinto V. Alfredo Vásquez Cobo Evaristo García Roberto Becerra Delgado Luis Martínez Silva Silvestre Samper Uribe J. M. Rivas Groot. Julio A. de Castro Honorio Alarcón Ramón B. Jimeno Rosendo M. Benavides Carlos J. Guerrero Francisco Borda Ignacio SR. Hoyos Julio Silva Francisco Zorzano Eduardo Posada Adriano Tribín Zoilo Cuéllar

Fuente: LEMAITRE, EDUARDO, Reyes. Bogotá: Iqueima, 1952, págs. 261-263.

TOLIMA

SANTANDER

NARIÑO

MAGDALENA

CUNDINAMARCA

CAUCA

BOYACÁ

BOLÍVAR

DEPARTAMENTO ANTIOQUIA

Asamblea Nacional Constituyente y Legislativa 1905 2.° SUPLENTE Bernardo Pizano Juan de la Cruz Gaviria Juan A. Zuleta José M. Pasos Julio A. de Castro Julio E. Pérez Arcadio Dulcey Bernardo D. Gutiérrez Luis Suárez Castillo Hernando Holguín y Caro Francisco Núñez U. Simón Hurtado Eugenio Umaña Nemesio Camacho (2.° principal) José D. Dávila Luis J. Barros Teodosio Goenaga Hermógenes Zarama D. Euclides de Angulo Zenón Reyes Rafael Quijano Gómez Carlos Camacho Manuel María Valdivieso Manuel S. Niño Lisandro Leiva Eladio C. Gutiérrez

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constituido por un personaje que argumentaba formalmente en el vacío sobre principios abstractos y al margen de las urgencias de la vida cotidiana; no debe extrañar, entonces, que la presidencia de Reyes se convirtiese en un escándalo para la intelectualidad especulativa de la época. Otra ruptura reyista con la tradición impuesta por la Regeneración estuvo dada por su posición suprapartidista según la cual no gobernaría como jefe de un partido. En este contexto se produjo un realineamiento partidista y según las concepciones y estrategias del primer mandatario, los grupos de interés tendieron a predominar políticamente en la orientación de la acción del Estado. Y aparentemente se tornó ambivalen-

te la conducta del presidente; aunque cerró un Congreso que le era hostil, se abrió a la participación del partido liberal; aunque reprimió a la oposición en varias oportunidades, consultó permanentemente a la opinión pública, sobre todo a las clases poseedoras. La otra gran esperanza de Reyes, además de las clases adineradas, estuvo constituida por el capital extranjero, para cuya afluencia masiva juzgaba básica una rápida normalización de las relaciones con los Estados Unidos. Pero, con el desenlace del gobierno del Quinquenio, los inicios del siglo XX en Colombia —mediante una experiencia de modernización capitalista— se postergaron definitivamente para la década de los años veinte.

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De Carlos E. Restrepo a Marco Fidel Suárez. Republicanismo y gobiernos conservadores Jorge Orlando Melo Celebrando los 100 años

E

n 1910 Colombia cumplía 100 años de vida independiente. Las celebraciones del caso se prepararon con anticipación, y una junta oficial para ellas se creó desde 1907. Al comienzo, y hasta poco antes de las festividades, no era mucho el entusiasmo. En los primeros meses de 1910 la junta encargada de organizar una exposición industrial renunció, ante la indiferencia que habían mostrado los particulares y la industria y ante la falta de apoyo económico. Sin embargo, se superaron los obstáculos y, entre el 15 y el 30 de julio, Bogotá vivió unos días en que el acontecimiento rememorado, la declaración de independencia de 1810, sirvió para mostrar el progreso del país y ofrecer al pueblo bogotano el ritual de las fiestas populares. Hubo cabalgatas, desfiles militares, juegos florales, retretas, procesiones, misas y te deums. El teatro de variedades presentó funciones gratuitas de cine, y las compañías de ópera de Sagaldi y Lambardi rebajaron sus precios en las dos terceras partes.

Se inauguraron monumentos y estatuas, así como el acueducto de Chapinero y el Parque de la Independencia, con varios pabellones en los que se hicieron exposiciones industriales, artísticas, agrícolas, ganaderas y artesanales. En el Concejo de Bogotá se depositó una urna cerrada, con fotografías y documentos para ser abierta en el 2010. Los concursos fueron numerosos y los premios lógicos: Ricardo Lleras Codazzi fue galardonado como científico, Andrés Santamaría declarado fuera de concurso en pintura, y Henao y Arrubla, con su Historia de Colombia, no sólo obtuvieron el premio de su disciplina, sino que se convirtieron en los autores por los que aprenderían historia los colombianos durante los siguientes tres cuartos de siglo. Los discursos fueron abundantes, y menos veintejulieros de lo que era de esperarse: Rafael Uribe leyó su estudio sobre el municipio, Rafael Ucrós una erudita historia de la medicina nacional y Marco Fidel Suárez su trabajo El castellano en mi tierra; otros oradores fueron concretos, prácticos y llenos de esperanza. Uribe Uribe insistió en los grandes recursos humanos y materiales de Colombia, para invitar a entrar a nuestro segundo siglo, tras

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Tarjeta postal conmemorativa del Centenario de la Independencia nacional, 1910. (Colección del Fondo Cultural Cafetero, Bogotá).

uno de guerras civiles y frustraciones, con confianza y certeza en el progreso. Al contemplar el conjunto de las celebraciones, los organizadores declaraban: «una satisfacción patriótica inunda el alma, porque se ve de modo claro que la nación, a pesar de sus dificultades y amarguras y no obstante las tortuosidades del camino, reveló en el Centenario poderosa vitalidad, notable inteligencia, buenos conocimientos en todos los ramos del saber humano, aptitud especial así para las artes liberales como para la industria, y para la explotación del suelo fértil, si hostil y bravio, en donde ha tenido que desplegar sus energías; es, en fin, indicio inequívoco de la altura a que llegaría la nación si se hiciera el único ensayo que aún no se ha hecho, el de veinte años de paz» (Emiliano Isaza y Lorenzo Marroquín). Álbum del Centenario En ese momento se advertían cambios notables en la vida social de las ciu-

dades. Nadie protesta contra la modernización técnica: la energía eléctrica alumbra ya las calles de Bogotá, Medellín, Barranquilla, Cartagena y Santa Marta, Cúcuta, Cali, Bucaramanga y Tunja. El teléfono existía en las ciudades de la Costa, en Bogotá, Medellín, Cúcuta y Cali, pero todavía en 1920 no se llegaba a seis mil aparatos en todo el país. El tranvía de caballos funcionó en Bogotá hasta 1910, pero en ese año se inició la operación de los aparatos eléctricos. En 1911 se instaló el primer telégrafo inalámbrico, en Santa Marta, para uso de la United Fruit Company. Pero hay otras señales de modernismo que inquietan a los tradicionalistas y a los jerarcas religiosos. El cine, las novelas, los bailes, las ropas más cortas de las mujeres y su salida a las calles, el trabajo femenino, la nueva escuela, el método Montessori o Decroly, la escuela obligatoria, son algunas de estas innovaciones «peligrosas». Por supuesto, la prensa las divulga, junto con las ideas liberales y republicanas, y la Iglesia reitera sus condenaciones a los periódicos. En 1911 La Linterna de Tunja cae bajo la censura eclesiástica, y en 1916 todos los obispos del país prohiben bajo pecado mortal leer El Espectador de Bogotá y otros tres periódicos. No hace falta condenar a El Espectador de Medellín: los obispos recuerdan que desde 1888 es pecado leerlo. Y es peligroso leer El Tiempo y la revista Colombia, dirigida por el ex presidente Carlos E. Restrepo. ¿Sus errores? Los del liberalismo, y «en parte los del republicanismo colombiano, que tiene origen y tendencias modernistas». La prensa y el cine corrompen las costumbres. Según don Marcelino Uribe Arango, a ellos se debe la «cuadrilla infantil de veinticuatro niños rateros, en su mayor parte limpiabotas, que apareció en Bogotá en 1912, con sus jefes y reglamentos, y sus métodos aprendidos en el cine», dirigida por «Arboloco», «Aeroplano» y «Pandereta». Hay muchos rapaces en las calles: todavía la mayoría no van a la es-

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cuela y sólo unos pocos niños y mujeres encuentran trabajo en las fábricas, que muchos consideran escuelas de virtud y moralidad. Por eso se harán tantos esfuerzos por parte de los tradicionalistas en reforzar la religión, expedir una ley de prensa drástica, prevenir al país del contagio liberal y masónico y, a finales de la década, comunista. Pero no daban ellos el clima dominante: el futuro era de los progresistas, de los modernistas. Para los liberales, y para buena parte de los conservadores, que como lo lamentaría don Marco Fidel Suárez, también adoraban «el becerro de oro», lo que el país necesitaba era realizar los sueños de progreso aplazados en el siglo anterior por las guerras civiles. Por eso se rechazaba la política tradicional: «Basta ya de profesionales de la política: el país necesita de hacendistas. Basta ya de palabras sonoras y huecas: el país necesita de números. Basta ya de programas en que nadie cree: el país necesita de trazados de ferrocarriles y carreteras, de locales para escuelas y universidades.» La búsqueda de la paz Los veinte años siguientes serían, en comparación con la época que concluía, de paz: no volverían a presentarse las terribles guerras civiles, aunque la violencia política no desapareció por completo y las tensiones sociales empezaron a configurar una nueva forma de conflicto, que frecuentemente conducía, en las zonas de colonización y en las ciudades, a confrontaciones armadas entre particulares o entre la policía y sectores populares. Y esos años de paz serían de rápido progreso económico y social, como para dar razón a las esperanzas de los hombres de 1910. La paz relativa a la que entraba Colombia se cimentaba en el fracaso de las fórmulas políticas de la Regeneración, basadas en el control exclusivo del poder público por el partido conservador y en la negativa a dar derechos políticos al liberalismo. Tímidos

pasos de apertura había dado Marroquín, tras la pérdida de Panamá, al nombrar el primer ministro liberal en décadas, Carlos Arturo Torres. Y Rafael Reyes había abierto a los liberales el legislativo, al conformar las asambleas nacionales y departamentales con un tercio de miembros de ese partido —escogidos por él, naturalmente—, y al nombrar ministros, embajadores y cónsules liberales. Como dijo después Benjamín Herrera, había que ser agradecidos con Reyes: «nos permitió respirar, nos reincorporó a la Patria, nos convirtió en ciudadanos efectivos», según testimonio de Luis Eduardo Nieto Caballero. No tanto, por supuesto: todo dependía de la benevolencia de Reyes, pues no había elecciones y el orden legal dependía totalmente del presidente. Pero lo su-

El pabellón egipcio y el pabellón de industrias de la gran exposición con que se celebró el Centenario, en el parque del mismo nombre, en Bogotá.

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Inauguración de la estatua del prócer y sabio Francisco José de Caldas, bronce de Carlos Verlet, en la plazuela de las Nieves, de Bogotá, el 20 de julio de 1910. Foto de Luis Gaitán (Lunga).

ficiente para que los liberales prefirieran, contra toda lógica doctrinaria, a Reyes contra cualquier otra alternativa, y lo siguieron apoyando, en muchos casos hasta el final, a pesar de que desde 1907 crecía la oposición de los sectores comerciales y políticos antioqueños y se hacían más dictatoriales los métodos del presidente. Sin embargo, en 1909, la protesta contra el tratado con los Estados Unidos y Panamá había quedado enmarcada en un esfuerzo bipartidista de resistencia al régimen reyista. Los liberales podían volver a la paz de la conciencia, a la coherencia política, sin temor de caer en manos de los regeneradores, de los conservadores extremistas. Los sucesos de marzo de 1909, que llevaron a una primera renuncia del general Reyes, y luego los de junio, que lo alejaron definitivamente del poder, condujeron al dominio de una nueva coalición política, no muy sólida, pero por el momento muy vigorosa. El conservatismo antioqueño, que había sido hostil a Caro y a Sanclemente, nunca había aceptado a Reyes, y desde muy pronto había iniciado su oposición. Orientado por políticos estrechamente entreverados con el sector comercial y bancario de Me-

dellín y con los nuevos empresarios industriales, el conservatismo antioqueño estaba también muy ligado al liberalismo local, por lo menos al del marco de la plaza, y desde 1904 había estado predicando una coalición que permitiera el regreso a prácticas civilistas y legalistas, con el reconocimiento de los derechos políticos a ambos partidos. En marzo de 1908, 250 notables de Medellín, encabezados por el banquero, industrial y periodista Carlos E. Restrepo, y por la poderosa familia Ospina, expresaron el rechazo de liberales y conservadores locales a Reyes, quien respondió con la prisión de Gonzalo Mejía y otros comerciantes. Cuando el doctor Nicolás Esguerra, uno de los pocos liberales que nunca fue reyista, armó el avispero al negar a la Asamblea Nacional nombrada por el presidente el derecho a aprobar el tratado con los Estados Unidos, quienes se lanzaron a las calles a agitar a las masas y quienes conspiraron en clubes y casas particulares lo hicieron bajo la idea de que era necesario reemplazar el régimen de Reyes por un gobierno que continuara reconociendo los derechos de los liberales, e hiciera este reconocimiento más estable al basarlo en prácticas legales claras. Por eso el 13 de marzo se formaron en Bogotá las llamadas Juntas Republicanas, en las que confluían los dirigentes liberales (con excepción de los reyistas más agradecidos como Rafael Uribe Uribe o Antonio José Restrepo) con los conservadores, generalmente históricos, que se habían distanciado de Reyes casi desde el comienzo, como José Vicente Concha y Miguel Abadía Méndez. Esta confluencia política, que se expresó en el gobierno republicano de 1910 a 1914, parecía echar las bases para la consolidación de la paz, y así fue vista entonces por la mayoría de los colombianos. El año cristiano Retirado Reyes a consecuencia de la poderosa oposición bipartidista, asu-

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mió la presidencia su consuegro, el designado Jorge Holguín, quien comenzó a abrir las compuertas de la actividad política, restaurando la libertad de prensa y expidiendo un decreto de amnistía. Ante la presión de las Juntas Republicanas, y de parte del Congreso reunido en julio de 1909, que temían el regreso de Reyes o la permanencia en el poder de Holguín hasta la terminación del período de diez años que se había concedido a aquél, el presidente encargado presentó finalmente la carta de renuncia que le había dejado el dictador. Un grupo republicano pretendió revivir la vicepresidencia de Ramón González Valencia, quien había renunciado «ante la Nación» por presión del nuncio, monseñor Ragonesi, hacía varios años; para muchos la renuncia no era válida y no había sido aceptada en forma adecuada. Ante el riesgo de enfrentamientos militares, los conservadores acordaron dejar el asunto en manos del Congreso, y Jorge Holguín presentó su renuncia a la Designatura. El Congreso eligió entonces a González Valencia para completar el período de Rafael Reyes, definido en los términos de la Constitución original de 1886: es decir, hasta 1910. González Valencia gobernó durante un año de álgidos debates constitucionales pero de paz pública, y con la aprobación de la mayoría de los sectores políticos. Su año de gobierno recibió el mote de «el año cristiano», por su pacifismo y sus esfuerzos por buscar salidas políticas a los conflictos heredados. Era preciso aclarar qué debía dejarse en pie de las reformas de la Asamblea Nacional reyista y qué debía eliminarse. Existía un buen acuerdo en respetar los derechos de las minorías, mantener limitado el período de los magistrados de la Corte, convocar la reunión anual del Congreso. Pero para derogar lo que repugnaba, parecía necesaria una reforma constitucional. Algunos proponían suprimir con un solo acto legislativo todo lo hecho por la Asamblea: el procedimiento se llevaría dos años. Pero mientras

tanto, ¿cómo elegir presidente? Los republicanos temen que si lo hace el Congreso, como lo determinó el acto legislativo n.° 1 de 1907, el presidente será Jorge Holguín o el nacionalista Marco Fidel Suárez, hostil a los republicanos. Finalmente, comienza a imponerse la idea de que todo el nudo sea resuelto por una Asamblea Constituyente.

Celebración del Centenario de la Independencia en la ciudad de Bucaramanga.

Ley sancionada por el presidente Ramón González Valencia, que decreta seis días de fiesta nacional para la celebración del Centenario.

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bre todo en Bogotá, donde el pueblo quedó aficionado a las manifestaciones, los discursos callejeros, los gritos de protesta, después de los animados días de marzo de 1909. En 1910 un incidente entre un guarda del tranvía y un policía nacional llevó a motines antiyanquis apoyados por políticos y empresarios locales, que forman una compañía mantenedora del tráfico. Los competidores del tranvía (el «ómnibus» y las empresas de buses) bajan las tarifas y le ponen la bandera tricolor a sus vehículos. El público se niega a montarse en los tranvías «yanquis», que recorren vacíos la ciudad hasta que las pérdidas los hacen suspender el servicio. Esto permitirá al siguiente gobierno forzar la venta del tranvía y de sus privilegios al municipio de Bogotá. En la Costa, el regreso al país de reyistas provoca motines y pedreas, alentados por los políticos liberales. Pero lo esencial era la reforma de la Constitución. La reforma de la Constitución Estampilla de correos conmemorativa del Centenario con la efigie de Policarpa Salavarrieta según el cuadro de Rafael Urdaneta.

El Congreso se convierte en teatro de un amplio juicio de responsabilidades a la administración Reyes. Se revelan los contratos inconvenientes que entregaron a una sociedad inglesa la renta de esmeraldas, el manejo irregular de fondos secretos, los traspasos de cuentas oficiales a cuentas privadas hechos por el agente fiscal de Colombia en Europa, Camilo Torres Elicechea. El Banco Central es blanco de los ataques, y el Congreso decide rescindir el contrato que dio a esa entidad el manejo de casi todas las rentas del gobierno. También se deroga la división territorial vigente: de 24 departamentos se dejan 9 (Nariño reemplaza a Panamá), pero se da oportunidad a los demás para que comprueben, antes de mayo de 1910, que tienen las condiciones constitucionales para serlo: quedarán Caldas, Valle, Huila, Atlántico y Norte de Santander. El presidente debió enfrentar además un clima de agitación popular, so-

Aunque muchos de los elementos de la Constitución de 1886 habían ganado el consenso de ambos partidos, en especial la forma unitaria de la República y su carácter presidencialista, existía acuerdo acerca de la necesidad de restringir los poderes presidenciales, ampliar la participación popular en las elecciones y reducir las posibilidades de implantación de dictaduras más o menos legales. El Congreso elegido en 1909 tenía una composición mixta: la Cámara era resultado de una elección popular, y por ello tenía amplia representación de los grupos republicanos de ambos partidos. El Senado, por el contrario, había sido nombrado por municipalidades escogidas por el poder ejecutivo reyista, y por lo tanto este grupo predominaba allí. En todo caso, la urgencia de reforma se imponía a todos, y un tímido proyecto alcanzó a ser aprobado por el Congreso el 11 de noviembre, en primera ronda. Sin embargo, los repu-

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Capítulo 8

blicanos no estaban contentos, y consideraban que la reforma debía ser hecha por un cuerpo surgido de la voluntad popular. Dado que el Senado se renovaba por terceras partes durante un período de seis años, el peso re-ista no podía aliviarse rápidamente sin una previa reforma constitucional. La salida de este círculo vicioso la dio la propuesta de que se convocara a una Asamblea Constituyente, apoyándose, un poco paradójicamente, en un acto de la Asamblea Constituyente de Reyes. Aunque el presidente González Valencia vaciló un buen tiempo, la elección municipal de noviembre de 1909, que dio un triunfo amplio a los republicanos, abrió el camino para la convocatoria. Entre los opositores figuraron Rafael Uribe Uribe y Jorge Holguín, ambos reyistas hasta último momento, quienes rechazaban también cualquier mecanismo de renovación apresurada del Senado. La presión republicana se hizo mayor, a través de peticiones de las municipalidades, y finalmente, el 25 de febrero de 1910, cuando 470 concejos lo habían solicitado, el gobierno decidió convo-

car a una Asamblea Constituyente, elegida por las municipalidades, y con tres diputados por cada una de las 15 circunscripciones: dos de ellos corresponderían a la mayoría y uno a la minoría. La adopción del mecanismo de mayoría y minoría, tomada de las prácticas de Reyes, explica en buena parte el éxito de la reforma de 1910. En efecto, tanto la Constitución de 1863 como la de 1886 habían surgido de convenciones nombradas por el poder ejecutivo, sin representación de los grupos derrotados, lo que hizo que éstos no se sintieran realmente comprometidos con el orden institucional, y que la Constitución representara más que un sistema de reglas de juego un arma de los vencedores. Por el contrario, la reforma de 1910 fue expedida por un cuerpo elegido popularmente, así fuera de modo indirecto, y en ella tuvo participación, aunque minoritaria, el liberalismo. La Constituyente, reunida el 15 de marzo, expidió finalmente el 31 de octubre el acto legislativo N.° 3 de 1910, cuyas líneas generales se atribuyen en

Desfile de guardias ante el edificio de las Galerías, sobre el costado occidental de la Plaza de Bolívar, en Bogotá, durante los festejos del 20 de julio de 1910.

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LA REFORMA DE 1910

L

a reforma de 1910 estableció, por primera vez desde la Constitución de 1853, el voto directo para la elección presidencial, aunque restringido a los varones de más de veintiún años que supieran leer y escribir, o que tuvieran una renta anual mínima de

$ 300, o propiedad raíz por valor de $ 1.000. Las elecciones de 1914, 1918, 1922, 1926, 1930 y 1934 se realizaron de acuerdo con estas normas, pues a partir de 1936 se eliminaron las condiciones de alfabetismo, ingreso o propiedad.

Los resultados de esas elecciones fueron los siguientes: AÑO

CANDIDATO

1914

VICENTE CONCHA NICOLÁS ESGUERRA

VOTOS

Total

300.735 36.763 337.498

RAFAEL URIBE: POR UN LIBERALISMO MODERNO

E

l general Rafael Uribe Uribe reinició su actividad política en 1909, después de una época de desempeño de funciones diplomáticas, bajo la ominosa marca de su reyismo. Sin embargo, entre 1910 y 1914 fue consolidando y fortaleciendo su posición como principal dirigente del liberalismo, superando un desprestigio abrumador. Su estrategia se basó en el mantenimiento de una autonomía total del partido liberal y en el esfuerzo por dotar a éste de un programa y unas estructuras más acordes con los cambios que estaba viviendo el país. Por ello no quiso respaldar al régimen de Carlos E. Restrepo, y se empeñó en dotar al liberalismo de los elementos que le permitieran fortalecerse. Creó el diario El Liberal, impulsó la presentación de listas propias de candidatos a corporaciones públicas, trató de que se formaran organismos permanentes de dirección del partido en todos los departamentos y en los principales municipios, convocó a juntas periódicas de la dirección nacional, etc. Esta línea lo enfrentó con los principales dirigentes liberales del momento, como Benjamín Herrera o Nicolás Esguerra y con los periodistas más conocidos del partido, como Fidel Cano o el

joven Eduardo Santos, todos los cuales apoyaban al partido republicano. El esfuerzo de autonomía de Uribe Uribe lo llevó a una actitud paradójica: en 1914, mientras los republicanos escogían un candidato de proveniencia liberal (Nicolás Esguerra) pero a nombre de una coalición, el liberalismo del «bloque», como se denominaba, decidió apoyar, sin negociaciones ni acuerdos previos, la candidatura conservadora de José Vicente Concha. Trataba así el caudillo antioqueño de ganar y conservar un espacio político propio en el nuevo gobierno, con la esperanza de que condujera a la liquidación del republicanismo y al retorno de los liberales a su partido de origen. Además de los esfuerzos organizativos, que no lograron superar una estructura caudillista que el propio y creciente prestigio de Uribe hacía inevitable, el liberalismo se dotó de nuevos programas políticos que trataban de ofrecer respuestas a las nuevas situaciones sociales, económicas y políticas y de obtener el respaldo de grupos sociales en crecimiento, como los obreros y artesanos urbanos, los estudiantes y profesionales, los empresarios industriales y comerciales. Estas propuestas habían sido esbozadas en buena parte desde

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Capítulo 8

AÑO 1918

CANDIDATO MARCO FIDEL SUÁREZ GUILLERMO VALENCIA JOSÉ M.ª LOMBANA BARRENECHE

Total 1922

PEDRO NEL OSPINA BENJAMÍN HERRERA

Total 1926

MIGUEL ABADÍA MÉNDEZ

1930

ENRIQUE OLAYA HERRERA GUILLERMO VALENCIA ALFREDO VÁSQUEZ COBO OTROS

1934

ALFONSO LÓPEZ PUMAREJO EN BLANCO

Total

Total

Total

1904, cuando Uribe Uribe propuso el «socialismo de Estado» en una famosa conferencia pronunciada en el Teatro Municipal de Bogotá. Allí dijo: «Acepto la imputación de socialista del Estado... No soy partidario del socialismo de abajo para arriba que niega la propiedad, ataca el capital, denigra la religión, procura subvertir el régimen legal y degenera, con lamentable frecuencia, en la propaganda por el hecho; pero declaro profesar el socialismo de arriba para abajo, por la amplitud de las funciones del Estado...» Propuso entonces la expansión del papel estatal para estimular el desarrollo económico, defender a los «débiles contra los fuertes» y equilibrar las «aspiraciones encontradas de las clases» , así como una serie de reformas económicas y políticas que serían retomadas en 1910 y en los años siguientes. Entre éstas se encontraban la regulación de las condiciones de trabajo, el establecimiento del descanso dominical y la asistencia social, la imposición de tributos a la renta y a las herencias, el estímulo a bancos, cajas de ahorro y compañías de seguros, la protección a la industria nacional, la creación del Ministerio de Agricultura. En el campo político, insistió en el impulso al descentralismo, la elección de los alcaldes por los concejos

VOTOS 216.595 166.498 24.041 407.134 413.619 256.231 669.850 370.492 370.492 369.934 240.360 213.583 577 824.454 938.808 3.401 942.209

municipales y un sistema electoral que condujera a la representación proporcional de los partidos. Aunque muchas de estas propuestas coincidían con las del republicanismo, daba Uribe Uribe un énfasis a los aspectos económicos y sociales que aquellos no compartían. Con estos programas, el partido liberal se movía en una dirección novedosa, que lo convertiría por unas décadas en el partido que expresaría mejor los intentos reformistas ligados a los anhelos de los sectores urbanos y rurales menos tradicionales. La convención de 1922, encabezada por su rival Benjamín Herrera, incorporó casi todas las sugerencias de Uribe Uribe al programa oficial del reconstituido liberalismo; la Revolución en Marcha de Alfonso López Pumarejo convirtió estas ideas en parte de la estructura mental normal de la mayoría de los liberales. De este modo, y aunque él mismo no pudo dirigir y llevar al poder a un liberalismo transformado, su acción entre 1909 y 1914 contribuyó en forma decisiva a abrir el camino para la transformación. Y su propia vida había anticipado el cambio: el caudillo militar de finales de siglo se había convertido en un ideólogo político, en un caudillo por la fuerza de sus ideas.

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Carlos Arturo Torres, primer liberal que ingresa al gabinete de Marroquín, en la cartera de Hacienda. Jorge Holguín, en su calidad de designado asume la presidencia en 1909 por el retiro de Rafael Reyes; restaura la libertad de prensa y decreta una amnistía, pero ha de renunciar ante la presión de las juntas republicanas. Ramón González. Valencia, presidente de 1909 a 1910, período que se llamó "el año cristiano" por su pacifismo.

buena parte a la contribución de Nicolás Esguerra, aunque recogía las principales ideas esbozadas en los últimos años por los conservadores disidentes. La reforma, muy sustancial, incorporaba como principios generales dos prohibiciones básicas: suprimía totalmente la pena de muerte, y prohibía, tanto era el horror que había quedado por la inflación de los Mil Días, «toda nueva emisión de papel moneda de curso forzoso». Para reducir los poderes presidenciales se acortaba su período a cuatro años, se consagraba la reunión anual del Congreso y se pasaba a éste el poder de elegir magistrados de la Corte Suprema de Justicia. Se prohibía la inmediata reelección del presidente y se modificaba el artículo 121, al precisar que en estado de sitio, el presidente no podía derogar las leyes vigentes, sino sólo suspenderlas, y que los decretos extraordinarios que hubiera dictado dejarían de regir al restablecerse el orden público. Por otra parte, se le quitaba el poder de hacer convenios internacionales no sujetos a aprobación del Congreso. Se consagraba además la responsabilidad del presidente por todas las violaciones de la Constitución o las leyes; la norma de 1886 sólo lo hacía responsable por actos muy específicos. Por aprender de la experiencia reciente, se eliminaba la vicepresidencia, reemplazada por designados anuales, para evitar la cristalización de la oposición alrededor de un vicepresidente de elección popular.

El sistema electoral amplió la reglamentación ciudadana. Se señaló que el presidente sería elegido por votación directa de los ciudadanos, aunque sólo de aquellos que supieran leer y escribir, o tuvieran una renta de 300 pesos al año, o una propiedad por valor de 1 000 pesos. Las mismas condiciones se requerían para votar por representantes a la Cámara; en ambos casos se ampliaba la norma de 1886, que prescribía votación indirecta por medio de electores para presidente, y señalaba condiciones financieras más estrictas. Como en 1886, la votación para asambleas y concejos era de todos los varones de más de veintiún años. Aunque sin duda estas medidas representaban una democratización del sistema, al combinarse con los corruptos sistemas electorales dominantes, condujeron a una serie de paradojas en los veinte años siguientes. A pesar de que la tasa de alfabetización no llegaba al 30%, y casi ningún asalariado podía contar con la renta señalada (todavía hacia 1920 los jornales usuales apenas llegaban a 50 centavos), y era poco probable que los analfabetas tuvieran propiedades del valor exigido, la votación para presidente alcanzaba guarismos altísimos. Lo que es más curioso, mientras menos rico y alfabeta fuera un departamento o municipio, mucho más alta era la participación electoral. Mientras en Antioquia, con la más alta tasa de alfabetización del país y una distribución de la propiedad en la que existían bastantes propietarios pequeños y medianos, los ciudadanos con derecho a votar por presidente, según cálculos un poco imprecisos, no eran más del 40% de los varones adultos, en muchos municipios boyacenses o de Nariño, donde ni siquiera había escuela, resultaron frecuentes las participaciones del 80 o 90% de la población adulta, y a veces fueron más los votos que los habitantes. Esto llegó al mismo censo, que empezó también a mostrar en el año 1918 mayor proporción de propietarios rurales en Boyacá o Cundinamarca que en Antioquia o Caldas.

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Capítulo 8

La Constitución presentaba una importante innovación en el terreno del control de las leyes. Mientras en la Constitución anterior se presumía la constitucionalidad de aquéllas, de tal modo que bastaba el acuerdo del Congreso y el presidente para emitir leyes que escapaban luego a todo control, en 1910 se atribuyó a la Corte Suprema de Justicia la función de decidir si aquéllas eran constitucionales o no, a petición de cualquier ciudadano o en caso de que el presidente las objetara por inconstitucionales. Además, en caso de incompatibilidad entre la Constitución y la ley, se aplicarían de preferencia las normas constitucionales. Por otro lado, se ordenó establecer la jurisdicción de lo contencioso administrativo, que daría alguna defensa a los ciudadanos contra los actos oficiales. Sin embargo, se mantuvo la supresión del Consejo de Estado ordenada por la Asamblea Nacional de 1905; sólo en 1914 fue restablecido este organismo, con la función, entre otras, de ser el tribunal máximo de lo contencioso administrativo. En cuanto a los departamentos, y para dar gusto a las presiones descentralistas, la reforma de 1910 hacía explícita la propiedad exclusiva de sus bienes, equiparados a propiedad privada, así como su capacidad para imponer contribuciones, y se daba mayor peso a las asambleas al retirar el derecho de los gobernadores a anular sus actos. Por otra parte, se volvió a la norma de 1886 sobre la creación de nuevos departamentos, anulando las reformas de Reyes que permitían su fácil desmembración. Por último, la reforma hacía más sencillas futuras modificaciones, al reducir la exigencia de que fuera aprobada en la segunda ronda por las dos terceras partes de los votos, a la mayoría simple. Carlos E. Restrepo: algodón entre dos vidrios Antes de aprobar las modificaciones a la Carta, la Asamblea Nacional pro-

cedió a elegir presidente para un período de cuatro años. Los conservadores se dividieron entre José Vicente Concha y Carlos E. Restrepo, pero el voto de los republicanos liberales, bajo la orientación del general Benjamín Herrera, decidió la elección a favor de Carlos E., cuyo compromiso público con la política de reconciliación entre los partidos era mucho más claro que el de Concha. El presidente electo venía con una firme decisión de gobernar con independencia de los partidos políticos y dando garantías a todos ellos. Su visión de los partidos tradicionales era muy crítica, y los veía como producto de un «período de caudillaje por el que forzosamente tienen que pasar los pueblos». En la nueva época, debían empezar a surgir nuevas organizacio-

Carlos Eugenio Restrepo, elegido por la Asamblea Nacional como presidente de la República 1910-14. Su mayor propósito fue la reconciliación de los partidos políticos (Galería de Presidentes, Museo Nacional).

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Ciudadanos ejercen el sufragio en las elecciones de 1910, en las que resultó elegido Carlos E. Restrepo con el apoyo de algunos conservadores y de los liberales republicanos orientados por Benjamín Herrera.

nes políticas, que abandonaran por completo la cuestión religiosa y se situaran «en el terreno puramente social y en el económico, que es donde hoy están peleando sus batallas los pueblos civilizados». Desde antes de su posesión comenzó a advertirse el forcejeo de conservadores que temían demasiadas concesiones a los liberales. La víspera misma de su posesión, el presidente saliente, Ramón González Valencia, le señaló los riesgos de golpe militar si no formaba un ministerio a gusto del conservatismo. Restrepo no cedió, y escogió un gabinete en el que figuraban tres liberales (entre ellos Enrique Olaya Herrera y Tomás Eastman) y cuatro conservadores, de los cuales el más notable era Mariano Ospina Vásquez, hermano de Pedro Nel Ospina y muy cercano al presidente. Durante los cuatro años de su gobierno se mantuvo igual representación liberal. Simón Araujo, ministro de Obras, y Francisco Restrepo Plata (el hijo de Emiro Kastos), ministro de Hacienda, fueron los más destacados de ellos. Entre los conservadores hay que mencionar a Jorge Roa, nombrado ministro de Gobierno, con antecedentes muy conciliadores, pero que pronto resultó dando apoyo a las maquinaciones conservadoras y debió retirarse, para ser reemplazado por conservadores de firme vocación republicana.

José María González Valencia, hermano del presidente anterior, ocupó la cartera de Relaciones Exteriores durante casi un año, pero se retiró por haberse sometido a las instrucciones del directorio conservador, y fue reemplazado por Francisco José Urrutia, quien había colaborado con Reyes y tenía alto prestigio como diplomático. Don Marco Fidel Suárez, antiguo nacionalista, ocupó brevemente la cartera de Instrucción Pública, pero nunca se entendió con el presidente. La Unión Republicana, conformada en 1909, pretendía modificar las relaciones de hostilidad y violencia que habían caracterizado a liberales y conservadores. Conformado por los sectores más civilistas y transaccionales de ambos partidos, se apoyaba en muy buena parte en los grupos empresariales antioqueños y en otros sectores afines, más interesados en una administración eficiente y en la creación por el Estado de un ambiente propicio al desarrollo económico que en aspectos doctrinales de la política. El republicanismo, sin embargo, era un movimiento de grupos muy restringidos, de élites políticas y comerciales, muy ajeno al espíritu general de los militantes políticos, educados en un ambiente de enfrentamiento radical. Entre los liberales, tuvo el apoyo entusiasta del general Benjamín Herrera, uno de los más prestigiosos veteranos de las guerras civiles, y de Nicolás Esguerra, anciano representante del civilismo radical del siglo pasado. A ellos se sumaron muchos de los jóvenes liberales que surgieron a la vida política en el movimiento contra Reyes, los miembros de la llamada «generación del Centenario» encabezados por los periodistas Eduardo Santos y Luis Cano, y por banqueros como Tomás O. Eastman. Del lado conservador, el republicanismo logró el respaldo inicial de muchos conservadores históricos, como Pedro Nel Ospina, José Vicente Concha y el ex presidente Guillermo Quintero Calderón. Pero tan pronto se inició el gobierno de Restrepo comenzó el retorno a los viejos partidos.

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Capítulo 8

Los liberales fueron más lentos en ello, aunque desde 1911 el general Rafael Uribe Uribe, que nunca apoyó al movimiento republicano, reorganizó el Partido Liberal, con el nombre de «bloque liberal». Esta mayor fidelidad liberal al republicanismo se explica en buena parte por la ausencia de alternativas políticas, y por el reconocimiento al esfuerzo que el presidente hacía por mantener un régimen de colaboración entre antiguos liberales y conservadores. Pero para el conservatismo la tentación hegemónica era grande. El mantenimiento del republicanismo habría representado la obligación de dar una participación a los antiguos liberales más amplia de la que casi todos los conservadores toleraban. Los gamonales locales encontraban esto todavía menos aceptable que los dirigentes nacionales, y estos mismos comenzaron a «concentrarse» nuevamente desde fines de 1910, cuando Pedro Nel Ospina, Miguel Abadía Méndez y, un poco después, José Vicente Concha, contribuyeron a conformar la «Concentración Conservadora». Casi todos eran antiguos históricos, pero poco a poco los más importantes nacionalistas y reyistas se fueron sumando, como Jorge Holguín y Marco Fidel Suárez. En estas condiciones, el grupo republicano, que oscilaba entre la tentación de convertirse en un partido diferente, como lo propuso Eduardo Santos en 1913, y seguir funcionando como «algodón entre dos vidrios», a lo que parecía resignado el presidente, fue cada día más una élite transaccional apoyada únicamente en la voluntad del ejecutivo, en el temor de amplios sectores liberales a una nueva hegemonía conservadora y en la paciente certeza de los miembros de este partido de que el retorno al poder era inexorable. La gestión presidencial en este ambiente estuvo marcada desde el comienzo por la falta de apoyo del Congreso, dominado por la concentración conservadora, cuya política fue de cortés hostilidad al republicanismo y de

estímulo cada vez más claro al despertar de la voluntad hegemónica. Ésta se apoyaba en una situación real: la mayoría de los funcionarios públicos eran conservadores y mantenían su lealtad a los viejos dirigentes y su odio ancestral al liberalismo. Esto explica la frustración creciente de Restrepo, quien trató con voluntad testaruda de crear las condiciones para una relación moderna y civilizada entre los partidos. Un ejemplo de esto se encuentra en las dificultades para hacer aceptar los nombramientos de liberales. Ya en 1910 Pedro Nel Ospina y otros objetaron el nombramiento de Olaya Herrera como ministro de Relaciones. Más audaz fue el nombramiento de gobernadores liberales, pues esto amenazaba con dar a este partido acceso a la fuerza militar. El presidente, además, instruyó a los gobernadores para que nombraran, en pueblos de gran mayoría liberal, alcaldes o prefectos de ese partido. Se esforzó además en mantener una estricta neutralidad en asuntos políticos, sin ponerse del lado de ninguno de ellos en asuntos electorales y en manipulaciones de poder. En todo esto, con cierto aire de moralismo y alguna altivez, Restrepo pretendió situarse por fuera del conflicto partidista, con el argumento de que «la patria está primero que los partidos políticos», y en desarrollo de lo que había

Lustrabotas de la Plaza de Bolívar, en Bogotá, detienen y ocupan un tranvía de mulas en boicot antiyanqui. Políticos y empresarios locales apoyaron estas protestas para servir el transporte con una empresa nacional y tarifas más bajas.

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Carlos E. Restrepo, rodeado de sus ministros, sanciona el Acto Legislativo No. 3 de octubre 31 de 1910, en el Palacio de la Carrera. Primera reforma substancial a la Constitución de 1886, suprimió la pena de muerte y las emisiones de moneda de curso forzoso, prohibió la reelección presidencial y acortó el período ejecutivo a cuatro años. En la foto, al lado del presidente, Enrique Olaya Herrera, ministro de Relaciones y, de pie, Jorge Roa, ministro de Gobierno.

ofrecido en la posesión presidencial, cuando había dicho: «La única persona que en Colombia no tiene hoy derecho a pertenecer a ningún partido político, soy yo. »He sido conservador, pero en el puesto que se me ha señalado no puedo obrar como miembro de ninguna parcialidad política... »Nací en Antioquia, pero como Presidente de la República no seré más que Colombiano. »Soy católico, pero como Jefe Civil del Estado... no puedo erigirme en Pontífice de ningún credo, y sólo seré el guardián de las creencias, cualesquiera que sean, de todos los colombianos.» Esta política fue difícil. Varios gobernadores tuvieron que ser cambiados por colaborar con los directorios políticos, sugerir candidatos para las elecciones, o anunciar su apoyo a determinadas listas. El presidente se veía obligado a reiterar a sus propios agentes que era legal nombrar alcaldes liberales, que debían dar a éstos los mismos derechos que a los conservadores, que no debían participar en política de partido. Para sustraer uno de los elementos de coacción, desestimuló el voto de los militares, aunque no logró que se decretara legalmente su prohibición. En la estrategia conservadora, uno de los movimientos favoritos era des-

pertar de nuevo la cuestión religiosa. Apenas iniciado el gobierno, se presentó un proyecto de ley de prensa que pretendía colocar bajo sanción administrativa las ofensas y ataques al clero. El presidente se opuso a esta ley, así como muchos liberales, que defendían el sistema de libertad de prensa y la sanción por medio de los jueces a sus abusos. La distancia que mantuvo hacia la Iglesia provocó la reacción de ésta, y en sus cartas privadas se quejaba del clero: «porque no he podido establecer un gobierno teocrático, sumiso a sus caprichos, y porque me he arrimado al canon constitucional de que la religión no es oficial, se han creído en el deber de declararme poco menos que excomulgado en mi fe». Pero el problema más agudo fue siempre el de las elecciones, realizadas en 1911 y 1913. En el primer año, el resurgimiento de los conservadores fue evidente: obtuvieron 222 488 votos, contra 119 438 liberales, y un pobre resultado republicano: 43 118 votos. Para el presidente esto demostraba su neutralidad, al no haber dado apoyo oficial a los candidatos que le eran fieles. Pero ante todo mostraba la supervivencia de toda clase de vicios en el sistema electoral. Las inscripciones de electores se hacían a voluntad de los jurados, lo que eliminaba el voto de mucho opositor y autorizaba el voto de analfabetas o personas que no cumplían con los requisitos de edad, renta o propiedad. En las veredas apartadas se colocaban urnas que ofrecían resultados superiores a todo el potencial electoral. Y cuando era imposible evitar el triunfo contrario, los jueces electorales conformaban una mayoría a su arbitrio, mediante la anulación amañada de votos. «De esto han surgido los fraudes más descarados, de que son responsables los jurados electorales, y de evidentes prevaricaciones de jueces, que han declarado cuantas nulidades han sido precisas para burlar el sufragio», escribía Carlos E. en marzo de 1913. Uno de estos fraudes produjo un vio-

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Capitulo 8

lento conflicto en Ibagué, cuando la asamblea del Tolima estuvo a punto de trenzarse en un abaleo frente a una multitud de liberales y republicanos enfurecidos por la supresión de sus triunfos electorales. El gobierno se vio obligado a decretar el estado de sitio y cancelar la reunión de la asamblea, pese a las presiones conservadoras: «prefiero desafiar las iras de la oposición porque no hice matar a un pueblo, a desafiarlas porque lo hice fusilar, pudiendo haberlo evitado», alegó el jefe del Estado. Ante tanta corrupción, y a más del esfuerzo casi educativo de sus comunicaciones permanentes a las autoridades, insistió el presidente, de acuerdo con la plataforma republicana, en que se estableciera un censo electoral permanente, se garantizara el secreto del voto y se estableciera el sistema de representación proporcional, en vez del sistema vigente que, aunque daba representación a las minorías, daba mecánicamente dos terceras partes de las curules a la mayoría y un tercio a la minoría, con el resultado adicional de que eliminaba todo juego a terceros partidos. Además, proponía dar absoluta independencia a los jueces electorales, pues al ser nombrados por las asambleas trabajaban por quienes los habían nombrado. Una administración incolora El disgusto de los grupos dirigentes del país por las prácticas del reyismo marcó la actividad administrativa del gobierno republicano. Iniciado con un serio desequilibrio presupuestal, mantuvo una actitud de rígida austeridad fiscal. Esto lo llevó a agudizar el conflicto con el Congreso, cuyas leyes de gastos fueron objetadas reiteradamente por el presidente. Los auxilios a empresas, los grandes proyectos de obras públicas se eliminaron casi por completo. En el terreno industrial, el gobierno, a pesar de los vínculos del presidente con los industriales antioqueños, se orientó hacia la reducción de las tarifas proteccionistas y la elimi-

nación de las «industrias exóticas», aunque en forma no muy doctrinaria. La situación económica, apoyada en un auge cafetero de magnitudes insólitas, fue elevando rápidamente los ingresos fiscales, de manera que el gobierno no debió enfrentar déficits reales serios, aunque los presupuestos expedidos por el Congreso seguían siendo muy superiores a los ingresos previsibles. La circulación monetaria se regularizó con la adopción del patrón oro, aunque siguió circulando el papel moneda. Muchos de los pagos, incluso oficiales, se hacían en libras esterlinas, que ingresaron al país en gran cantidad por el auge exportador. Los sistemas legales lograron un notorio avance, con la expedición del código fiscal, que reemplazaba al de 1873, y que aclaró la propiedad de la nación sobre los yacimientos petroleros. Igualmente se expidió el código de régimen político y municipal, que daría las normas para la administración pública durante más de 50 años. Por último, se aprobó el código de lo contencioso administrativo. En el aspecto militar, el gobierno reforzó la policía, que de unos 800 agentes pasó a tener cerca de 1.500, y trató de modernizar el ejército, mediante el reemplazo del sistema vigente de reclutamiento forzoso y arbitrario por el servicio militar obligatorio, y con la pre-

Caricatura de "El Gráfico, publicada en noviembre de 1912: Pedro Nel Ospina, ministro en Washington, habla por teléfono con Philander C. Knox, secretario de Estado norteamericano. Ospina desató un escándalo diplomático al considerar ofensivo un anunciado viaje de Knox a Cartagena, mientras no se diera satisfacción a Colombia por la pérdida de Panamá.

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paración profesional de los oficiales, para lo cual se trajo una misión chilena. Entre Inglaterra y los Estados Unidos Aunque fueron pocas las inversiones extranjeras que llegaron a Colombia en el siglo XIX y comienzos del XX, si se las compara con otros países latinoamericanos, Inglaterra había sido siempre el principal país inversionista y hacia allí se dirigía la mayor parte del comercio exterior. Los Estados Unidos, que habían comenzado recientemente a invertir en el exterior, tenían crecientes intereses en Colombia, pero el antiyanquismo generado por el apoyo de Roosevelt a la separación de Panamá y las vicisitudes del tratado con los Estados Unidos ponían freno a unas relaciones que políticos y empresarios colombianos deseaban mejorar; ya se advertía que el mercado de café de los Estados Unidos sería pronto el mayor de todos, y que los capitales de ese país estaban fistos a entrar al país, en busca de petróleo y otros recursos naturales, como habían ya venido a impulsar las plantaciones de banano de Santa Marta. Las relaciones con los Estados Unidos se mantuvieron en un plano difícil durante los primeros años de la administración. El ministro en Washington, Pedro Nel Ospina, creó en 1912 un escándalo diplomático al considerar ofensivo el proyectado viaje del secretario de Estado Ph. H. Knox a Cartagena, mientras no se diera satisfacción a Colombia por la intervención en Panamá. A comienzos de 1913 se reanudaron las discusiones, pero las propuestas norteamericanas fueron rechazadas por el gobierno colombiano; aunque incluían una oferta de 10 millones de dólares, Colombia debía dar a los Estados Unidos el privilegio para instalar carboneras en San Andrés y la opción para un canal en el Atrato. Fue la elección de un presidente del partido demócrata, enemigo político de Theodoro Roosevelt,

Woodrow Wilson, la que abrió el camino para unas discusiones que condujeron a la firma del tratado UrrutiaThomson, que fue acogido en forma casi unánime por los políticos colombianos, y al cual sólo Luis Cano le hizo una oposición sólida; José Vicente Concha y Benjamín Herrera expresaron su desacuerdo, pero poco hicieron para impedir su aprobación por el Congreso colombiano. Particularmente complejo fue el manejo de los recursos petroleros, cuya importancia aumentaba día a día con el crecimiento del transporte automotor. En 1913 el gobierno firmó un contrato, sujeto a aprobación del Congreso, para que la casa inglesa de Pearson explorara 10.000 km y eventualmente iniciara la explotación de los petróleos allí localizados. El contrato se enredó en el Congreso, pese a que no se le plantearon objeciones serias, y nunca se llevó a cabo: se dijo entonces que el gobierno norteamericano había intervenido ante Colombia para evitar que se diera a Inglaterra presa tan codiciada, lo que, dado el estado de las relaciones con Estados Unidos, no es probable. Luego se sostuvo que Estados Unidos había intervenido directamente ante la Gran Bretaña para solicitar su retiro. En todo caso, el gobierno parece haber tratado de utilizar el contrato con la casa Pearson, representada por un «lord de carne y hueso», Murray of Elibank, para tratar de balancear las influencias de ambos países. «La presencia de lord Murray —escribía Carlos E. Restrepo en 1913— me ha sido de grandísima utilidad, pues ha servido de espantajo a los Estados Unidos, los que temen extraordinariamente nuestras concesiones a los ingleses.» Al mismo tiempo, mientras se negociaba, el gobierno logró diluir las presiones inglesas en relación a varias reclamaciones entonces pendientes. Por último, en 1911 hubo un grave incidente con el Perú. La frontera con este país se encontraba en una situación de indefinición casi completa, y el territorio entre el Caquetá y el Putu-

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Capítulo 8

mayo se había convertido desde años atrás en una especie de tierra de nadie, ocupada de hecho por los agentes de la casa cauchera peruana de Julio Arana. Al establecer Colombia una guarnición y un puesto aduanero en La Pedrera, los peruanos, después de algunas protestas, atacaron el sitio el 11 de julio de 1911. Después de amagos de guerra, los peruanos aceptaron retirarse, tras la firma de un modus vivendi por el ministro colombiano Enrique Olaya Herrera y el diplomático peruano Ernesto de Tezanos Pinto, negociado apresuradamente y que dio amplio margen a la diplomacia peruana para hacer sus alegatos posteriores. La elección de Concha El partido conservador había recuperado, al menos aparentemente, su unidad en 1912, bajo la dirección de José Vicente Concha y con el apoyo del nacionalista Marco Fidel Suárez. Parecía que finalmente la vieja división entre históricos y nacionalistas llegaba a su fin, aunque no faltaron quienes consideraron que era ante todo una unión contra los republicanos, y que tan pronto se restableciera la hegemonía conservadora se abrirían las antiguas fisuras. En todo caso, sobre esta unidad se montó la candidatura presidencial de Concha, sin duda el más prestigioso de los dirigentes conservadores. Proclamada en 1913, recibió en forma casi inmediata el apoyo del bloque liberal, orientado por el general Rafael Uribe Uribe. De este modo, los dos grandes partidos irían unidos al próximo debate presidencial. Los republicanos, dirigidos por el liberal Benjamín Herrera, quedaron algo desconcertados: Herrera simpatizaba con Concha, pero no aceptó apoyarlo a menos que hiciera un claro compromiso y expusiera un programa aceptable de gobierno. Después de algunas vacilaciones, los republicanos acogieron la candidatura de Nicolás Esguerra, y en febrero de 1914 tuvieron lugar las elecciones, en las que éste sólo

obtuvo unos 40.000 votos contra más de 300.000 de Concha. Se mostraba así la debilidad electoral de los republicanos y el limitado arraigo de sus propuestas políticas, respaldadas apenas por algunos núcleos modernos de los centros urbanos. Sin embargo, el régimen que concluía había tenido importantes consecuencias. La reforma constitucional daba las bases para una convivencia relativamente pacífica de liberales y conservadores, aunque permitiera a éstos condenar casi inexorablemente a los primeros a la situación de minorías. Durante el gobierno de Restrepo, los dirigentes conservadores y liberales hicieron una experiencia práctica de convivencia y un trabajo conjunto, cuya importancia sería difícil sobreestimar en la conservación del régimen constitucional durante los años siguientes. Aunque el país volvió a los regímenes de partido, y éstos reimplantaron las prácticas hegemónicas tradicionales, lo hicieron dentro de cierto legalismo y respeto a los derechos de la oposición. La libertad de prensa se mantuvo durante todo el resto del régimen conservador y durante los gobiernos liberales, y se reforzó la capacidad de los grupos dirigentes para transar sus diferencias, lo que permitió buscar, en situaciones de crisis, salidas negociadas, que hicieron que Colombia fuera

El batallón No. 9 del Perú desfila por las calles de La Pedrera, durante la ocupación de esta localidad fronteriza en el 11 de julio de 1911. El incidente terminó con la firma de un "modus vivendi".

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José Vicente Concha: en las primeras elecciones presidenciales por voto directo de ciudadanos mayores de 21 años, según la reforma de 1910, resultó elegido con 300 735 votos.

El presidente Concha acompañado por Miguel Abadía Méndez y Pedro Nel Ospina se dirige al Palacio de la Carrera después del acto de posesión, agosto 7 de 1914. Atrás, Jorge Vélez y el general Melo.

uno de los pocos países latinoamericanos, si no el único, que pudo afrontar las dificultades de la primera postguerra y de la crisis de 1930 sin golpes de estado ni gobiernos militares. Al mismo tiempo, la flexibilidad legalista de los partidos tradicionales les sirvió de protección contra el surgimiento de nuevas alternativas políticas, y esto hizo que la expresión de los intereses de los grupos sociales surgidos durante este siglo se hiciera a través de ellos. De este modo, no aparecieron nuevos partidos capaces de impulsar una modernización más rápida del país y de sus instituciones políticas, y pudo sobrevivir un sistema que, al dejar coexistir dentro dé cada partido grupos muy tradicionales con sectores modernistas, fue incapaz de enfrentar con decisión los problemas que la industrialización planteaba al orden rural. Y así, lo que garantizó algo de paz entre 1910 y 1948, tuvo mucho que ver con la profunda crisis de la mitad de nuestro siglo. El gobierno de José Vicente Concha (1914 -1918) El nuevo presidente reasumió la tradición de gobiernos conservadores,

aunque con representación liberal en el alto gobierno. No se volvieron a nombrar gobernadores, prefectos o alcaldes de este partido, ni las condiciones políticas permitían nombrarlos en ministerios como Gobierno o Guerra. Pero las carteras de Agricultura y Comercio —un ministerio creado en esta administración—, Obras, Tesoro o Hacienda podían ser entregadas a un liberal. La proporción de éstos, mantenida habitualmente en tres de siete bajo Restrepo, se redujo a una cuota habitual de dos de los ocho ministerios. Entre los conservadores, se mantuvo una apariencia de unidad, con la representación en el gabinete de antiguos históricos como Abadía Méndez, y se volvió a políticos más tradicionales y usualmente de más edad que los de Restrepo: dos de sus primeros ministros fueron calificados de «momias de la Regeneración». El grupo republicano continuó perdiendo adeptos y se fue convirtiendo más y más en un grupo de liberales de orientación civilista, cada día más reducido, entre los que continuaban fieles Olaya Herrera, Eduardo Santos y el mismo general Herrera, así como unos pocos conservadores. La presidencia de Concha, que parecía se iba a iniciar con los mejores augurios, tropezó desde el comienzo con las dificultades que creaba la guerra europea, declarada el 4 de agosto de 1914, tres días antes de su posesión. Aunque las exportaciones no sufrieron mucho, todos los créditos a comerciantes se suspendieron, y al apresurar éstos sus pagos, disminuyó la moneda en el país y se redujeron bruscamente las importaciones. Como todavía el impuesto principal era el de aduanas, y en general todo el gasto público se financiaba con ingresos indirectos, las rentas públicas se contrajeron drásticamente, y el gobierno se vio obligado a aplicar una política de economías rígidas, reducción del sueldo de los empleados públicos y licencia de muchos trabajadores de las reducidas obras públicas.

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Capítulo 8

Estas dificultades fueron enfrentadas sin ninguna decisión por el presidente, que siempre había sostenido que no correspondía al Estado ninguna función, en cuanto al progreso se refiere, distinta a mantener el respeto a los bienes y las personas y desarrollar la educación y algunas obras públicas. Más jurista que administrador, durante su gobierno decidió dejar toda la iniciativa legislativa al Congreso, el cual, engolfado en las complejas maniobras de la sucesión presidencial y la consolidación de la hegemonía conservadora, tuvo poco tiempo para buscar soluciones alternativas a las dificultades del país. A pesar de que, por. ejemplo, fueron frecuentes las propuestas para establecer un impuesto a la renta —Uribe Uribe la hizo en 1914, y fue reiterada en los años siguientes por conservadores y liberales—, se prefirió entregar al gobierno los reducidos fondos de la Junta de Conversión de la moneda y disminuir inversiones y gastos de funcionamiento. La reducción del empleo se ligó inesperadamente con el más dramático incidente de estos años, el asesinato, el 14 de octubre de 1914, del jefe máximo del liberalismo, Rafael Uribe Uribe. En los meses anteriores había debido enfrentar una vigorosa campaña en su contra, realizada desde los periódicos republicanos. La derrota de éstos acentuó su acidez, y el nombramiento de dos ministros uribistas, los únicos no conservadores del gabinete, dio pie a atribuir a Uribe algunas de las medidas tomadas por éstos. En efecto, el licenciamiento de un número elevado de trabajadores del Ministerio de Obras, dirigido por el liberal Aurelio Rueda, motivó las acusaciones de que el desempleo que se manifestaba en Bogotá tenía como responsable al general Uribe. Dos artesanos cesantes, Leovigildo Galarza y Jesús Carvajal, aparentemente por su propia cuenta, decidieron dar muerte al general, y así lo hicieron, a hachazos, en las aceras del Capitolio Nacional.

La muerte de Uribe dejó al liberalismo del bloque sin un jefe visible, y permitió que el gobierno, en 1916, llamara a dos republicanos liberales al gabinete, el general Benjamín Herrera al de Agricultura y Diego Mendoza al de Hacienda, donde organizó nuevamente el sistema de estadística del gobierno. La colaboración republicana fue breve y se retiró el mismo año, cuando comenzaba a plantearse el problema de las próximas candidaturas presidenciales. En el campo oficial

Fichas antropomédicas tomadas por la policía nacional de Leovigildo Galarza y Jesús Carvajal, los dos artesanos que asesinaron a Rafael Uribe Uribe, al lado del Capitolio, el 14 de octubre de 1914. Abajo, las armas del crimen: La hachuela No. 1 usada por Galarza.

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por Benjamín Herrera, buscaban un conservador que aceptara una candidatura de coalición. Después de que el general Pedro José Berrio, un conservador pragmático y poco doctrinario, no quiso aceptar, se acordó respaldar a Valencia, que logró el apoyo de los disidentes conservadores, de los republicanos y de los liberales. El indio Quintín Lame

Placa de mármol en el sitio en que fue muerto Uribe Uribe: "Aquí, en este luctuoso sitio, el día 15 de octubre de 1914, fue sacrificado por dos oscuros malhechores, traidoramente y a golpes de hacha, el egregio varón doctor y general Rafael Uribe Uribe, amado hijo de Colombia, y honra de la América Latina, octubre 21 de 1914, Abajo, busto en mármol esculpido por Francisco A. Cano (Museo Nacional).

era difícil frenar las aspiraciones, calladas y denegadas, de don Marco Fidel Suárez. Éstas contaban con el apoyo irrestricto de la Iglesia, que se expresó en una comunicación dirigida por el primado, monseñor Bernardo Herrera Restrepo, al presunto candidato, y en la condena unánime que hizo la Conferencia Episcopal de toda disidencia conservadora, para enfrentar los intentos de Laureano Gómez y otros por buscar una candidatura diferente. El nuncio apostólico, por su parte, presionó a Gómez para que modificara la línea de su periódico La Unidad, y el obispo de Pamplona, para evitar todo desacuerdo, ordenó negar la absolución «como a indigno» a quienes estuvieran en disidencia con el directorio de Suárez; para concederles el reingreso al redil debían, decía el prelado, hacer retractación pública de sus errores. A la candidatura de Suárez, que representaba el retorno a una hegemonía conservadora de claros matices religiosos y a un tradicionalismo político y social que muchos conservadores no compartían, se opuso la del poeta payanés Guillermo Valencia. Realmente, sus antecedentes ideológicos no permitían contraponerlo claramente a Suárez, aunque para muchos liberales era suficiente que se enfrentara a éste para resignarse a darle su apoyo. Entre tanto, los republicanos, dirigidos

Mientras se ventilaban las candidaturas políticas, se produjeron dos incidentes que enfrentaron el país tradicional a dos grupos de minorías usualmente olvidadas: la rebelión de Quintín Lame y la de Humberto Gómez. El primero de ellos había venido a Bogotá en 1914, y se había entrevistado con el ministro de Relaciones (Suárez) y el de Guerra (general Ignacio Leyva) buscando recuperar las tierras de los resguardos de Tierradentro usurpadas por los blancos. Después de ser tomado en broma por la prensa bogotana y por el ministro de Guerra, regresó al Cauca, donde trató de organizar una revuelta indígena, que fracasó con su captura en 1915. Liberado nueve meses después, continuó su agitación entre los indios de la región, y fue detenido otra vez en junio de 1916, y suelto tras un juicio que acrecentó su notoriedad. En noviembre de ese año los indios, bajo su dirección, tomaron Inzá en un cruento asalto. En los meses siguientes fue perseguido por las fuerzas públicas, pero logró ocultarse durante un buen tiempo, e incluso parece haber estado en contacto con los grupos políticos locales, entre los cuales dio su respaldo a los seguidores de don Marco Fidel Suárez. Finalmente, el 10 de mayo fue apresado y conducido a Popayán, y después de un juicio en que él mismo asumió su defensa, fue condenado a cuatro años de prisión, hasta 1921. La república de Arauca La comisaría de Arauca, creada en el gobierno de Carlos E. Restrepo, pero

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todavía desligada de la economía y la política nacionales, fue escenario de notorios incidentes en 1916. En marzo el comisario trató de detener a un grupo de exiliados venezolanos, acusados de robar ganados. El comandante de la guarnición de la policía se negó a hacerlo sin órdenes del Ministerio de Guerra. Al poco tiempo los exiliados atacaron una población venezolana, lo que condujo al ingreso de tropas de ese país, con permiso del comisario. El comandante de la guarnición decidió apresarlo por traición y lo retuvo hasta la llegada del general Daniel Ortiz, comandante en jefe de la policía de frontera. Para entonces, el ejército venezolano se había retirado y algunos de los exiliados fueron enviados presos al interior de Colombia. Este incidente mostró al gobierno los problemas fronterizos que podían producirse en Arauca, en una época en que eran frecuentes los conflictos políticos en el vecino estado de Apure. El gobierno, preocupado por estos riesgos, colocó a los jefes policiales fronterizos bajo la autoridad del comisario y nombró uno nuevo, el general Esteban Escallón, un bogotano completamente ajeno a la vida primitiva y violenta de la región. Arauca, todavía más que ahora, se encontraba extraordinariamente lejos del país: ninguna carretera la unía a las zonas del altiplano, y una línea telegráfica se había estado construyendo con toda lentitud desde 1910. En una sociedad de ganaderos sin títulos y llaneros audaces, rodeados de indígenas a los que consideraban presa legal de cacería, la violencia podía surgir en cualquier momento, y dominaba la sensación de completo abandono por el gobierno nacional. Uno de los hombres de la región era Humberto Gómez, un santandereano de 29 años, mayordomo de un hato y dedicado probablemente, como muchos de los habitantes de la zona, al contrabando y al tráfico de plumas de garza, que casi acabó con esta especie para satisfacer los dictados de la moda europea. El nuevo comisario inició

una constante persecución de Gómez, que decidió huir a Venezuela en noviembre de 1916. Desde allí trató de organizar un regreso que le permitiera desquitarse, y el 30 de diciembre apareció en Arauca, acompañado por unos 40 hombres armados. La guarnición local estaba reducida a 30 policías, pues Escallón acababa de dispersarla remitiendo dos batallones a otras localidades. A los gritos de «viva la República de Arauca», los hombres de Gómez dominaron la fuerza pública y se apoderaron de la ciudad. Trece policías y el comisario habían muerto. Los rebeldes se apoderaron de los fondos públicos, quemaron los archivos y aprisionaron a un buen número de oponentes. En una proclama del 4 de enero de 1917 anunciaron que «la tiranía oficial» del presidente Concha sobre Arauca había terminado, y que su acción era parte

"El sueño del Tío", caricatura de "Bogotá Cómico" alusiva al incidente de proclamación de la "República de Arauca" por Humberto Gómez, en enero de 1917, que dió pie a oposición contra el presidente Concha.

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Marco Fidel Suárez presidente de la República (1918-1921), accede al poder con el apoyo oficial y de de la Iglesia. Obtuvo 216 595 votos, contra 166 498 de Guillermo Valencia y 24 041 de José María Lombana. (Oleo de Duque R.; 1919, Casa de Nariño)

Acto de posesión presidencial de Marco Fidel Suárez, el 7 de agosto de 1818; a la izquierda, el mandatario saliente, José Vicente Concha.

de un plan liberal que abarcaba a toda Colombia. Gómez se autoproclamó jefe civil y militar del Arauca y reclutó una guerrilla de unos 300 hombres, que mezclaron las protestas contra la opresión del gobierno con el pillaje, el aguardiente y, según múltiples acusaciones, el asesinato y la violación de mujeres. Gómez autorizó los saqueos, pero liberó algunos de sus prisioneros y entregó al ejército venezolano, que procedió a fusilarlo inmediatamente, a uno de sus hombres más sangrientos. Al final, el 3 de febrero, con un buen número de caballos y bienes, pasó la frontera y se internó en Venezuela. El gobierno, enterado el 3 de enero, procedió a enviar dos expediciones, una por Venezuela y otra por Villavicencio, y decretó el estado de sitio en la comisaría. Como su llegada tardaría más de un mes, la única resistencia a Gómez la hicieron algunos hacendados y mayordomos con sus hombres. Al llegar el nuevo jefe civil y militar, Jesús García, en febrero, incorporó a muchos de estos llaneros en sus filas y comenzó la persecución de quienes habían colaborado con Gómez. Asumiendo funciones judiciales, envió 40 araucanos presos a Santa Rosa de Viterbo, y organizó de nuevo el gobierno local. Un antiguo general liberal fue encargado de capturar, con unos 40 llaneros, a los miembros de la

guerrilla de Gómez todavía libres y regresó a comienzos de marzo con buen número de ellos. A fin de mes se levantó el estado de sitio y todo pareció regresar al orden, o desorden, normal. Sin embargo, el juicio de los prisioneros produjo una sacudida política. Enrique Olaya Herrera, desde el comienzo del incidente, había criticado en su periódico Diario Nacional la respuesta del gobierno, sin saber muy bien lo que estaba ocurriendo. Cuando los detenidos comenzaron a hacer sus declaraciones, llenas de ultrajes por el abandono secular del gobierno, de alegatos de inocencia y de informes sobre atrocidades militares, el Diario Nacional y Olaya Herrera encontraron un nuevo motivo de oposición. Los detenidos, muchos de ellos comerciantes de la ciudad de Arauca, alegaron que el general García había apresado a todo el que pudo, que su secretario pidió dinero para liberarlos, que la policía se apropió de dinero, caballos y otros bienes, y que la expedición de llaneros ejecutó a varias decenas de hombres a sangre fría. Dos venezolanos habían sido desmembrados lentamente y una mujer tuvo que presenciar el fusilamiento de su compañero. El desorden policial era evidente, y el mismo gobierno dio pruebas de ello: 24 agentes habían sido condenados a breves detenciones por faltas menores (borracheras, juego, etc.) a su regreso. Las acusaciones liberales llegaron hasta la Cámara, donde Olaya Herrera obtuvo en agosto la formación de una comisión investigadora, y hasta Venezuela, que presionó por una investigación, dado que varios de los muertos eran venezolanos. En junio, el tribunal de Santa Rosa había declarado la inocencia de todos los detenidos. El gobierno negó la mayoría de los cargos, pero aceptó que se había dado muerte a varios residentes de la zona: García lo atribuyó a venganza de los voluntarios llaneros y a la vigencia de la ley del talión en toda la región. Además, sostuvo, las víctimas de los fusilamientos habían estado im-

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plicadas en la rebelión. El ministro de Gobierno Miguel Abadía Méndez señaló que la detención de las dos docenas de policías demostraba justamente la disciplina de la institución y no la falta de ella. Finalmente, el Congreso cerró el debate al negar una proposición de Olaya Herrera de que continuara la investigación, y la Procuraduría de la República eximió de toda responsabilidad al gobierno. Humberto Gómez probablemente logró evitar la extradición que el gobierno colombiano solicitó a Venezuela y no se supo más de él. Poco a poco, el gobierno y el país volvieron a olvidarse de Arauca. En el terreno internacional, la administración Concha decidió mantener una estricta neutralidad en la guerra entre Alemania y los aliados europeos. Sin embargo, el gobierno inglés consideró que muchas de las acciones del gobierno daban apoyo a los alemanes, y presionó para que el gobierno de Restrepo cerrara las estaciones de telegrafía inalámbrica manejadas por varias firmas alemanas, que funcionaban en San Andrés y Cartagena, las que fueron finalmente clausuradas. Sólo se mantuvo en operación la de Santa Marta, que era propiedad de la United Fruit Company y no transmitía mensajes distintos a los de la compañía. En otros incidentes, el gobierno logró mostrar que su conducta se ajustaba a las normas del derecho internacional y a las tradiciones y leyes del país. La entrada de los Estados Unidos en la guerra, a fines de 1917, no alteró la línea oficial. Por otra parte, se firmó por parte del ministro de Relaciones Exteriores Marco Fidel Suárez el tratado definitivo de límites con el Ecuador. En cuanto a los límites con Venezuela, fue preciso aceptar en 1916 un nuevo arbitraje acerca de si era posible aplicar progresivamente el arbitramento español de 1891, como lo pedía Colombia, o sólo podría ponerse en vigencia en forma completa, como argüía Venezuela: el Consejo Federal Suizo decidió en 1922 a favor de la te-

sis colombiana y pudo procederse entonces a una demarcación definitiva de la frontera. La administración Suárez Finalmente, en febrero de 1918, se realizaron las elecciones presidenciales, en las que, como era de esperarse, triunfó don Marco Fidel Suárez, con el apoyo oficial y sobre todo en medio de una campaña eclesiástica de gran intensidad. Durante la campaña, en varias regiones del país, se produjeron asonadas contra los valencistas, muchas veces estimuladas por los discursos de los párrocos que prevenían a las masas contra quien, decían, era el can-

Los tres candidatos presidenciales de 1818, en caricatura de Robinet (Coriolano Leudo) publicada en "Cromos", el 9 de febrero de 1918. Son ellos: Guillermo Valencia, Marco Fidel Suárez y el radical José María Lombana Barreneche.

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didato de la masonería. Don Marco Fidel Suárez obtuvo 216.595 votos, contra 166.498 del candidato coalicionista Guillermo Valencia. El médico José María Lombana Barraneche, candidato de una fracción liberal que se negó a entrar en la coalición, logró solamente 24.041 sufragios. El 7 de agosto asumió el poder un hombre de origen humilde, que había alcanzado altos cargos políticos en los gobiernos de Carlos Holguín, Miguel Antonio Caro y Manuel A. Sanclemente y se había mantenido alejado de la administración Reyes.

"El general Sicard Briceño tomándole el pulso al señor ministro de Guerra (Jorge Roa) el día de su llegada a San Javier", caricatura de Uscátegui que fue portada de "Cromos" febrero 1 de 1919. El general fue responsable de la represión de una manifestación de artesanos, con 20 muertos, de la cual fue juzgado y absuelto.

Su rechazo al golpe contra Sanclemente en 1900 lo había distanciado hasta 1912 de los llamados conservadores históricos. De un acendrado catolicismo, casi místico, tenía una visión del mundo hostil a los vientos modernistas del momento y rechazaba la idea del Estado como un organismo laico destinado a buscar el bienestar de la población y el progreso económico. Más bien, prefería asignar un sentido ético a la acción del gobierno, y ante los problemas sociales cada día más álgidos recomendaba como solución la caridad y no la intervención activa del gobierno. No obstante su ori-

gen humilde y una vida austera —a pesar de la cual nunca le alcanzaban los sueldos, ni siquiera de presidente—, su mentalidad estaba de acuerdo con la de los grupos dirigentes más tradicionales y su trato de los asuntos sociales mostraba poca sensibilidad por los sectores populares. En el gobierno de Suárez continuó la consolidación de los mecanismos de hegemonía política conservadora. La participación de la Iglesia en las elecciones aumentó, en buena parte estimulada por el incremento de votos liberales en las ciudades, que empezaba a hacer factible un triunfo de aquel partido. Los trucos electorales, la expansión de la votación rural conservadora hasta niveles inverosímiles, la negativa a inscribir votantes calificados liberales, y la anulación de actas electorales desfavorables se hicieron aún más frecuentes. El Congreso expidió una nueva ley electoral, que reforzó el exclusivismo conservador-liberal del sistema, al hacer casi imposible la elección de candidatos de terceros partidos: aunque los republicanos estaban ya al borde de su disolución final, y apenas tuvieron una breve resurrección con la activa campaña emprendida por Alfonso Villegas Restrepo en su periódico La República, había surgido el partido socialista, con buenas perspectivas entre artesanos, obreros e intelectuales urbanos. Suárez continuó la tradición de ofrecer dos ministerios, políticamente sin importancia (Obras, Agricultura o Tesoro) a los liberales, que finalmente decidieron desautorizar una colaboración que no parecía reportarles mayores frutos: sólo se exceptuó la cartera de Relaciones Exteriores, con base en el criterio del general Herrera de que en esta área los intereses nacionales predominaban sobre los partidistas («la patria por encima de los partidos», era una de sus frases favoritas). Sin embargo, a pesar del retiro de la colaboración, y de los incidentes de violencia y fraude en el campo y en poblaciones menores, las garantías a

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la oposición liberal se mantenían al menos en el respeto a la libertad de prensa y expresión, y en el mantenimiento de un clima de discusión abierta en los principales centros urbanos. A ello contribuían por una parte la amplia integración económica y social de los dirigentes de los partidos y por otra el mantenimiento de la representación liberal minoritaria en el Congreso, las asambleas y los concejos municipales. El gobierno de Suárez, que había ocupado varias veces el Ministerio de Relaciones Exteriores —la última vez entre 1914 y 1918—, confirmó, en el terreno de la política internacional, el cambio de órbita del país. La guerra mundial había acentuado la transferencia de los mercados externos de Europa a Estados Unidos, y había dejado fortalecido a este país y debilitado al imperio inglés, para no hablar de Alemania. Los capitales que necesitaba el país para su desarrollo, para la explotación del petróleo, la apertura de vías de comunicación y el mejoramiento de los servicios públicos, sólo podían venir de los Estados Unidos, en opinión de los principales dirigentes económicos del país. Todo esto fue consolidado en la política de Suárez, quien desde su posesión señaló las necesidades de orientar la política nacional en función de la nueva situación internacional y tener en cuenta el papel creciente de los Estados Unidos: mirar al norte (respice polum) debía ser la guía esencial de este reordenamiento. Para ello era esencial lograr la aprobación por los Estados Unidos al tratado Urrutia-Thomson, y a esto se dirigieron los esfuerzos del gobierno. La política de mejoramiento de las relaciones con los Estados Unidos exigía aclarar las condiciones para la inversión de ese país en el área de mayor interés del momento, los petróleos. La expedición del decreto 1225 de junio de 1919 pareció crear serios obstáculos en ese sentido, por reiterar el principio de la propiedad del subsuelo por parte de la nación, aplicado a los hi-

drocarburos, y por establecer normas más rigurosas para las concesiones de exploración y explotación de yacimientos petroleros. El contrato fue presentado por los opositores del tratado con Colombia en los Estados Unidos como un ataque a la propiedad de las compañías norteamericanas. Suárez envió un telegrama en el que decía al cónsul general de Colombia en Nueva York: «Sírvase explicar a los interesados influyentes que este gobierno desea el desarrollo y el estímulo del capital extranjero; que el decreto sobre petróleos no afecta derechos adquiridos; que ese decreto está

Tumba de Marco Fidel Suárez en el sector histórico del Cementerio Central de Bogotá. Tiene como epitafio la siguiente frase de la "Imitación de Cristo": "Sólo en la cruz está la esperanza de la vida eterna".

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Primera plana de la "Gaceta Republicana" con titulares y noticias sobre las protestas de los artesanos por la importación de uniformes para el ejército y sobre su cruenta represión (marzo 16 de 1919).

suspendido y que será revocado en el momento oportuno, que se expedirá una legislación más favorable a los intereses comerciales... y que el gobierno ha hecho representaciones ante la legación americana prometiendo garantizar tales derechos...» El cable, divulgado, provocó serias dificultades al gobierno y a la frase sobre los «interesados influyentes» se le atribuyeron sentidos siniestros que probablemente no tenía. Demandado el decreto ante la Corte, ésta dictaminó en noviembre de 1919 su inexequibilidad, con lo que

se ahorró al gobierno la revocación anunciada por Suárez. Sin embargo, ya el gobierno había adquirido una imagen de obsecuencia ante los Estados Unidos que había provocado manifestaciones de protesta y solicitudes de retiro del presidente, y había consolidado la oposición de amplios sectores liberales y conservadores al presidente, encabezados por Alfonso López y Laureano Gómez, así como la de los republicanos, uno de cuyos miembros ocupaba el Ministerio de Obras cuando se expidió el decreto nacionalista. En los asuntos internos, el gobierno debió enfrentar una situación económica muy inestable, con períodos de alzas rápidas de precios, años de bo-

nanza exportadora y períodos de crisis, que provocaron un clima de agitación social inusitado. 1919 fue quizá el año más movido, caracterizado por oleadas de huelgas en todo el país. Las quejas de un grupo de artesanos que, estimulados por grupos liberales y republicanos, protestaba en marzo de ese año por la decisión de importar uniformes para el ejército, concluyeron, cuando el presidente se retiró del balcón desde donde escuchaba la exposición de los dirigentes de los artesanos, en una pedrea que fue reprimida con ametralladora, con un saldo de unos 20 muertos. Esta matanza reforzó a los grupos de oposición y llevó al juicio y posterior absolución del general Pedro Sicard Briceño, responsable de la represión militar. También en 1920 las protestas por las alzas en el costo de la vida fueron frecuentes, así como las huelgas obreras, a las que se sumaron algunas protestas estudiantiles. En 1921 la negativa del rector de la Universidad de Antioquia a cumplir una ley que ordenaba poner en el paraninfo de la institución un retrato del periodista Fidel Cano («¿cómo colocar un retrato de un liberal en el mismo recinto que el Sagrado Corazón de Jesús?») provocó una huelga estudiantil que terminó con muertos. Todos estos incidentes fueron desgastando a un gobierno timorato y quisquilloso, cuya acción administrativa fue bastante rutinaria y que estuvo limitado por graves restricciones presupuestarias, a las que respondió, entre otras cosas, con una importante innovación en la estructura tributaria del país, al establecer, aunque con tarifas muy bajas, el impuesto a la renta. Los debates originados en la aprobación del tratado Urrutia-Thomson por los Estados Unidos, en abril de 1921, con graves modificaciones, y la divulgación de varias impropiedades en el manejo de los asuntos financieros personales del presidente condujeron finalmente, en octubre de 1921, a la renuncia de Suárez y a su reemplazo por el designado Jorge Holguín.

Capítulo 8

Los doce años que transcurrieron desde la caída de Reyes hasta la caída de Marco Fidel Suárez habían visto un creciente afianzamiento en la vida nacional de los sectores modernos de la economía, al calor de una expansión nunca vista de las exportaciones y de un rápido crecimiento de los establecimientos industriales. Con el auge económico, febril y cíclico, se agudizaron los conflictos sociales y aumentó la participación de nuevos grupos sociales en la vida política del país, a través de los partidos políticos que trataban, como los republicanos, los liberales y a última hora los socialistas, de apoyarse en ellos, y también mediante la formación de sindicatos y asociaciones obreras y artesanales. Todo esto se expresaba en una vida social más abierta, en un afianzamiento de periódicos y revistas donde se discutían novedades ideológicas y culturales, en el aumento del peso de los sectores urbanos en la vida nacional. Mientras tanto, la reforma constitucional de 1910 y la administración de

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Carlos E. Restrepo habían creado las bases para una vida política más democrática y laica, pero las administraciones de Vicente Concha y Marco Fidel Suárez habían ido acentuando poco a poco, aunque manteniendo el carácter civilista y legalista del gobierno, elementos tradicionalistas que iban a contrapelo de la evolución económica y social.

Conferencia de prensa de Marco Fidel Suárez (con Laureano Gómez y el canciller Laureano García Ortiz) en febrero de 1916, y paseo del presidente y sus ministros.

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Capítulo 9

Ospina y Abadía: la política en el decenio de los veinte Germán Colmenares El carácter general del período

S

i tratáramos de establecer una vertiente cronológica que se inclinara definitivamente hacia el siglo XX, deberíamos situarla más bien entre 1920 y 1930 antes que hacia 1900. La imagen se ve reforzada por el hecho de que éste fue el último decenio de una «hegemonía» conservadora que completaba entonces casi medio siglo de existencia. La estabilidad del régimen conservador, fundada en valores sociales y culturales y en convenciones del juego político, debería dar paso así a una renovación a lo que podría verse como una recepción tardía del siglo xx. El problema de cómo liquidar las costumbres políticas del siglo anterior no era fácil. Las condiciones ideológicas en las que se había implantado el conservatismo en el poder y el clima mental que había sucedido a la carnicería de la guerra de los Mil Días y la pérdida de Panamá no estimulaban la participación política dentro de los partidos tradicionales. Por eso había surgido el republicanismo como una fórmula de neutralización de una ac-

tividad partidista que se asociaba con sectarismos, violencia y discordias. El partido conservador se contentaba con el ejercicio del poder dentro de una atmósfera cada vez más enrarecida de

Marco Fidel Suárez al término del gobierno "paria" (caricatura de Rendón).

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El Marco Fidel Suárez de los últimos días. La agitación social, las penurias económicas, el mal manejo de las relaciones con Estados Unidos precipitaron su renuncia, ocurrida el 11 de noviembre de 1921, siendo reemplazado por el designado Jorge Holguín, elegido para ello cinco días antes.

conciliábulos y de camarillas. Por su parte, algunos liberales (a los que se iba a motejar más adelante como «civilistas») pugnaban por distanciarse tanto de las fórmulas de concordia del republicanismo como de una definición de su partido que personificaban los viejos líderes de la guerra. Para éstos, la pugna política era irreductible y debía evocar de alguna manera el fragor de las batallas. No cabe duda de que durante el período de 1920 a 1930 se experimentaron profundas transformaciones económicas y sociales. Pero, ¿se transformó correlativamente la política? Este problema puede contemplarse desde

dos ángulos diferentes: uno, la necesidad, para la clase política, de adecuar sus reflejos a las transformaciones sustanciales que en el terreno político y social se estaban operando ante sus ojos. Otro, mucho más complejo, tiene que ver con la relativa autonomía que empezaron a cobrar grupos sociales nuevos en su comportamiento político, estimulados por su papel transformador en lo económico y en lo social. Comencemos por decir algo sobre esta última perspectiva. La movilización social era innegable por fuera de los partidos políticos tradicionales. Aunque durante el período no se organizó realmente un partido obrero, la actividad de líderes provenientes del artesanado y de una pequeña burguesía intelectual galvanizó por momentos a aquellos sectores obreros cuyo número había crecido significativamente: trabajadores de enclaves extranjeros (bananeras de la United Fruit, petroleros de la Tropical Oil), de los puertos y de los ferrocarriles. La ampliación y la financiación de servicios en los centros urbanos más importantes (tranvías, redes de teléfonos y acueductos-alcantarillado) había ampliado correlativamente la clientela potencial de los dos partidos políticos. En adelante, el contenido social (o al menos la retórica) de la política iba a ser más y más explícito. Puede afirmarse que de los años veinte data la ambigua fórmula que exhiben los partidos políticos colombianos, entre el halago populista y la apetencia burocrática. Expresado de otra manera, los problemas sociales debían tener en adelante repercusiones políticas cada vez más acentuadas. Testigos de esta transformación fueron los debates a que dio lugar la masacre de las bananeras o las jornadas de junio de 1929. En este último episodio, la oposición pudo capitalizar políticamente la aversión popular hacia una «rosca» urbana que manejaba los servicios públicos de la capital alentada desde el palacio presidencial. En el decenio de los veintes, Colombia era un país rural y seguiría

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siéndolo por veinte o treinta años más. En 1923 las tres ciudades más importantes del país apenas albergaban el 6% de la población. Otro 6% vivía en nueve ciudades que seguían en jerarquía en Bogotá, Barranquilla y Medellín. El resto era población rural y semirrural, analfabeta en su casi totalidad. Pero aún esta minoría urbana, que veía reforzar sus rangos día a día con nuevos tipos sociales que comenzaban a adoptar una mentalidad urbana, reclamaba el privilegio de definir la política en sus propios términos. No es un azar que el período estigmatizara aquellas manifestaciones políticas hirsutas de un mundo rural que con sus caciques, sus gamonales y sus curas habían dado el tono a la controversia de los partidos desde el siglo XIX. El mundo rural mismo estaba siendo sujeto a transformaciones. Si la política partidista se seguía apoyando en las jerarquías de un orden social tradicional, el ámbito de este orden iba estrechándose paulatinamente. El mundo más o menos estático de las haciendas tradicionales y de las economías campesinas más antiguas se había ampliado en el último medio siglo con áreas considerables de frontera agrícola. En esas áreas de expansión las tensiones y conflictos que acarreaban colonizaciones espontáneas y despojos de quienes podían exhibir un título otorgado por el Estado no eran lo más propicio para estimular o mantener el acatamiento y la deferencia, valores sobre los que hacían énfasis el conservatismo y su aliada, la Iglesia católica. El proceso de adaptación de la clase política a estas condiciones cambiantes de la base social fue demasiado gradual y no dio sus frutos sino hasta mediados del decenio siguiente. Antes que una renovación del clima y de las convenciones del juego político, el decenio de los veintes presenció más bien la erosión gradual y el derrumbe de la república conservadora. Por el momento, la oposición no ofrecía verdaderas alternativa sino simplemente el inventario de los fracasos del régi-

men. En sus postrimerías, el más evidente consistía precisamente en la obstinación en no admitir la realidad del cambio social y del peso que este cambio debía introducir en la política. Para conservadores como don Marco Fidel Suárez o el presidente Abadía Méndez, para no hablar del rango intelectual mucho más bajo de caciques locales como Pompilio Gutiérrez o Sotero Peñuela, los elementos tradicionales de la cultura, y sobre todo la fe católica, debían constituir un baluarte

La loca Margarita, personaje bogotano, en esta portada de "Buen Humor" (diciembre 1923) sobre la crisis monetaria.

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La "Gaceta Republicana" describe irónicamente la gira del presidente Suárez por Antioquia en enero de 1919.

contra toda amenaza de cambio. Estos elementos hacían parte de la naturaleza inmutable del país, se confundían con la noción misma de la patria y definían el ser entrañable de los colombianos. Los ritos y las ceremonias del poder enfatizaban la inmovilidad. El poder del partido había alcanzado algo más que una legitimación con la victoria en la última de las guerras civiles del si-

glo XIX. Largos años de su ejercicio más o menos excluyente habían dotado al conservatismo de cuadros dirigentes que, en los momentos de relevo, no producían sorpresas ni alimentaban expectativas. Una carrera prominente se edificaba paso a paso a partir del ámbito provinciano y las posiciones se alcanzaban una tras otra hasta que el personaje adquiría un reheve nacional. De ahí que las decisiones sobre el nombramiento para los más altos puestos dejaran la impresión de que se realizaban dentro de un cenáculo cerrado y cauteloso, que derrotaba obstinadamente toda esperanza de cambio. En parte, al menos, las oportunidades burocráticas eran uno de los despojos de la guerra. Esto era un legado del sistema de fidelidades partidistas del siglo XIX, cuando los servicios al partido se medían por acciones semicaudillescas. Todavía en los años veinte figuraban en los gabinetes ministeriales «generales» de la guerra y aquellos que no lo eran exhibían una fidelidad igualmente intransigente. Dentro del mismo partido liberal la figura dominante era la del general Benjamín Herrera que como jefe del partido impuso estrategias inflexibles, que repudiaban todo compromiso con el adversario tradicional. A su muerte, lo sucedieron en la conducción oficial del partido otros dos generales de la guerra de los Mil Días. Otra herencia del siglo XIX que alimentaban la política era el regionalismo. Claro está que esta supervivencia no podía exhibir un perfil tan nítido como el de la autonomía regional del siglo anterior. Aun así los motivos regionales se impusieron a menudo en los años veintes, por encima de las directrices políticas de los partidos. Durante el último tercio del siglo XIX el panorama político estuvo dominado por los conflictos aparentemente nacionales de los partidos. En realidad, era el partido el que cobijaba bajo pronunciamientos ideológicos de una cierta amplitud meros conflictos locales. La ubicuidad de las guerras civi-

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les, con escenarios tan disímiles como el Cauca, la Costa, Panamá o Santander, disimula el hecho de que los conflictos no podían ser la mayoría de las veces sino conflictos locales y que la función de los partidos era la de facilitar alianzas o prestar una apariencia de generalidad y uniformidad. En los años veintes, con un sistema constitucional y fuertemente centralizado, el regionalismo buscaba obtener ventajas dentro del conjunto y no resolver sus propios conflictos amparándose bajo la égida partidista. De allí que la conducción política se polarizara apoyándose en «oriente» o en «occidente». Esta polarización, que hacía rato se había insinuado entre Bogotá y Medellín, en los años veinte estaba mejor definida entre grandes bloques que aspiraban a un desarrollo económico auspiciado por las iniciativas del Estado: la «liga costeña», la «liga oriental», las regiones del Cauca y Antioquia. Los líderes más representativos del período, tanto como sus rivalidades, ejemplificaban las aspiraciones materiales de sus regiones. Buena parte de los debates iniciales de la elección de un candidato presidencial se dedicaban a la discusión de los antecedentes de cada uno. La tacha de regionalismo fue el ataque más obvio en el caso de personajes como Guillermo Valencia, Alfredo Vásquez Cobo o el general Ospina. Durante las campañas políticas de 1921-1922 y 1925-1926, cuando estaba en juego el reparto de recursos nacionales para la construcción de ferrocarriles, el tema regional se sobrepuso en buena parte a la contienda partidista más tradicional. La región oriental (Santanderes, Boyacá), cuyo crecimiento se iba distanciando a ojos vistas del occidente colombiano, alimentaba resentimientos que afloraban fácilmente. Esto explica por qué, en 1927, Laureano Gómez denunciaba la presencia de un monstruo financiero, el llamado «Leviatán», en el que intereses antioqueños conspiraban con capitales extranjeros para apoderarse del país.

Otro elemento que parecía ir a contrapelo de la modernización política era la intervención de la Iglesia en favor de uno u otro candidato conservador. Esta intervención era irritante para la oposición (fuera ésta republicana, liberal o aun de una fracción del conservatismo) debido a la influencia efectiva del aparato eclesiástico, ya fuera para obtener votos o ya fuera para disuadir a los votantes en contra de otro candidato. Además, el apoyo tenía que darse al candidato conservador que representara una garantía segura para los pri-

En la revista "Universidad", de Germán Arciniegas, en marzo de 1921, se denuncia un negociado de norteamericanos sobre 5 millones de hectáreas de territorio nacional.

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Miguel Abadía Méndez, último presidente de la hegemonía conservadora. General Benjamín Herrera, figura supérstite de la guerra de los Mil Días y personaje dominante del liberalismo durante los últimos gobiernos conservadores. Miguel Arroyo Díez, ministro de Educación de Pedro Nel Ospina, propuso una reforma asesorada por una misión extranjera que ocasionó el enfrentamiento con la Iglesia y su retiro del gabinete.

vilegios de la Iglesia y sus áreas de influencia. Una de estas áreas era sin duda la educación. Aunque el gobierno del general Pedro Nel Ospina no se pareciera en nada a la unción y a la confianza en las verdades eternas que había mostrado su antecesor, el señor Suárez, antes bien, era pragmático y muchos conservadores doctrinarios podían motejarlo de materialista, el incidente entre el nuncio y el ministro de Educación, Miguel Arroyo Díez, producido a fines de 1923, muestra cómo un gobierno conservador tenía que inclinarse ante el veto de una autoridad eclesiástica. El ministro proponía una reforma educativa asesorado por una misión extranjera. El entusiasmo del ministro le atrajo un desaire público por parte del nuncio y acto seguido su retiro del ministerio. Esta interferencia demasiado abierta de la Iglesia provocó reticencias entre los candidatos a la cartera, que fue rechazada sucesivamente por más de cinco personas. Otros incidentes parecidos, aunque no en un nivel tan ostensible, enfrentaban a menudo las jerarquías eclesiásticas a los políticos de la oposición. Además, para nadie era un secreto la intervención eclesiástica en la escogencia de candidatos a la presidencia e incluso la financiación de periódicos durante las campañas presidenciales. La caída del presidente paria Don Marco Fidel Suárez había sido electo para el período presidencial de 1918-1922. Su oponente, el poeta pa-

yanés Guillermo Valencia, había recibido el apoyo de los liberales, de los republicanos y de un sector del conservatismo, los «históricos». Se motejaba al gobierno del señor Suárez, quien había recibido un apoyo irrestricto de parte de la Iglesia, de teocrático y de ultramontano. La personalidad del presidente combinaba rasgos que parecían atraer este tipo de ataques. Gramático eminente y humanista a la usanza de quienes habían recibido una educación para eclesiásticos, el señor Suárez poseía una piedad un--osa y un envidiable dominio de la lógica formal. Una humildad autodeprecatoria (él mismo se calificaba a sí mismo a cada paso de «paria») combinada con la soberbia pertrechada en la virtud y una cierta malicia para fustigar vanidades sociales o intelectuales le atrajeron siempre los más furibundos ataques. La injuria parecía redoblar su humildad y su malicia. Dotado de un cierto sentido popular por sus orígenes sociales, sus concepciones económicas y sociales poseían el realismo limitado de un país agrario y la severidad paternalista que debía preservar un estado de cosas inmutable. Muy pronto su gobierno se había visto abocado a graves crisis. El 16 de marzo de 1919 una multitud de artesanos, que protestaban por la decisión del gobierno de comprar uniformes militares en el extranjero y que atacaron a piedra la casa presidencial, fue abaleada. El 16 de mayo de 1921 una huelga estudiantil se extendió de Medellín a Bogotá y allí cobró ribetes de una nueva asonada popular, alimentada por los periódicos de la oposición. Los estudiantes protestaban por una decisión de notables conservadores de no colocar en el paraninfo de la Universidad de Antioquia el retrato del fundador de El Espectador, don Fidel Cano, pese a que así lo ordenaba una ley de honores del Congreso. Por su parte, el gabinete ministerial estaba sujeto también a rudos ataques. Al ministro de Guerra, Jorge Roa, no sólo se le recordaba constantemente la masacre del 16 de marzo,

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sino que se lo pintaba como una figura siniestra, dispuesta a complotar contra el mismo presidente para convertirse en el hombre fuerte del conservatismo. Al ministro de Relaciones Exteriores, Laureano García Ortiz, se le reprochaba una actitud débil frente a las exigencias de la legación británica respecto a intereses petroleros, y al ministro de Hacienda, Esteban Jaramillo, un financista que sirvió a cuatro períodos consecutivos y que trataba de hacer frente a una profunda crisis fiscal con emisiones de cédulas de tesorería, se le quería hacer figurar como el continuador de la nefasta política del papel moneda de la Regeneración. Estos temas, en una escala mucho menor, preludiaban los caballos de batalla favoritos de la oposición durante el resto del decenio. El fantasma de un hombre fuerte, fuera el doctor Jorge Roa o el doctor Ignacio Rengifo (ministro de Guerra de Abadía Méndez), el problema petrolero y el problema financiero iban a cobrar una magnitud diferente en medio de la agitación social y de un nuevo orden internacional en el que los intereses de los Estados Unidos se iban abriendo paso entre la suspicacia y la retórica anti-imperialista. Si en lo nacional el señor Suárez propugnaba por mantener un orden inmutable que hiciera posible el acatamiento de valores eternos, en el terreno de la política internacional podía sacar en limpio las consecuencias de la guerra mundial. Una nueva estrella polar debía atraer indefectiblemente en su órbita a las débiles naciones suramericanas. El arreglo de la cuestión de Panamá (mediante un tratado que esperaba su aprobación del Congreso americano desde 1916) no sólo debía normalizar nuestras relaciones con los Estados Unidos sino que además debía satisfacer otras expectativas. Hay que decir que el señor Suárez no era el único en alimentar estas expectativas pero sí el único en formularlas sin reticencias. El relativo crecimiento del país después de 1910 y los

altibajos sociales y económicos de 1920 y 1921 alentaban la creencia, aunque nadie se atreviera a formularla abiertamente, de que el tratado y la indemnización de 25 millones de dólares que traía consigo abrirían las puertas de una nueva era para el país. Esta convicción secreta y la formulación retórica de sentimientos nacionales por la herida de Panamá convertían la cuestión del tratado en la encrucijada de un juego político complicado, lleno de suspicacias, de recriminaciones y de escollos ocultos. En un momento el señor Suárez, consciente de los peligros políticos del asunto, quiso asegurarse un retiro decoroso y en circunstancias que rodeó de misterio viajó hasta Canadá a ofrecer al gobernador del Valle, doctor Ignacio Rengifo, que lo reemplazaba

Sotero Peñuela, cacique boyacense y ministro de Obras Públicas de Abadía Méndez entre marzo de 1928 y enero de 1929, en caricatura de Franklin.

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Ignacio Rengifo, ministro de Guerra de Abadía y hombre fuerte que dio drástica solución militar a conflictos sociales de los años 20. Suárez pensó en él para que lo reemplazara en la presidencia y en 1927 aceptó la designatura. El nuncio Roberto Vicentini v monseñor Misuraca tras la ceremonia de presentación de credenciales al presidente Pedro Nel Ospina (noviembre, 1922).

por diez y ocho meses que faltaban de su término presidencial. Con ello quería garantizar no sólo la aprobación del tratado, que podía ser sacrificada en medio de peripecias políticas más o menos circunstanciales, sino también la continuidad del régimen conservador con el candidato oficial, el general Pedro Nel Ospina. Infortunadamente para el presidente, las cosas no debían ocurrir como una intriga de Alejandro Dumas sino más bien como una tragedia, más acorde con su textura intelectual y moral. En el Congreso, una coalición liberal-conservadora, cuyos líderes eran Nemesio Camacho, el general Pedro Justo Berrío y el ex presidente José Vicente Concha y en la que participaban los llamados «civilistas» (Enrique Olaya Herrera, Luis Cano, etc.), se mostraba adversa al tratado. En bloque, la oposición de los «anti-tratadistas» no pasaba de ser una consigna del juego político. Individualmente, las posiciones frente al tratado eran muy matizadas. Había quienes adoptaban una posición de intransigencia

moral o quienes temían dar un traspiés en su carrera política o inclusive quienes deseaban alcanzar ventajas políticas transitorias con su negativa. Para la mayoría, sin embargo, el tratado era una necesidad ineludible aunque prefirieran ahorrarse un señalamiento personal con su aprobación. El señor Concha, por ejemplo, había prometido hacer revelaciones sensacionales en el Congreso contra el embajador en Washington, Carlos A. Ureta. Estas revelaciones nunca se hicieron. En cambio, don Luis Cano establecía las conexiones lógicas entre los intereses petroleros norteamericanos y su aprobación final por parte del Congreso norteamericano. Esta situación ambigua debía llevar al sacrificio al presidente paria. El debate sobre el tratado abrió un paréntesis en octubre de 1921 para dar paso a las acusaciones y a una tremenda requisitoria del representante Laureano Gómez. Los cargos de éste consistían en que el señor Suárez había comprometido la dignidad de la República al pedir dinero en préstamo a un banco

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extranjero pignorando para ello sueldos y gastos de representación futuros. Afirmaba, además, que el presidente había obtenido dinero de representantes de compañías extranjeras. Una semana más tarde una comisión investigadora rindió informes sobre estos hechos. Sólo quedaba en pie la acusación relativa a la pignoración de sueldos. Esta operación revestía una apariencia siniestra sólo por el hecho de que el gerente del Banco de Londres y Río de la Plata, señor Frank O. Koppel, había comunicado el deseo del presidente a Juan B. Fernández, gerente de la United Fruit. Éste había hecho un depósito equivalente en ese banco que estaba corto de fondos para atender los deseos del presidente. El presidente no tuvo muchas oportunidades para defenderse, pese a su comparecencia ante el Congreso al día siguiente de formulada la acusación. Los hechos en que ésta se basaba eran por el momento bastante confusos y la presencia misma del presidente ante los congresistas, demudado, balbuciente y mortalmente herido no parecía sino corroborar las acusaciones. La renuncia del señor Suárez, que éste declaraba más tarde haber sido un sacrificio en aras de conveniencias superiores, aseguraba la aprobación del tratado con los Estados Unidos. La caída del presidente parecía haber purificado esta aprobación de cualquier sospecha de antipatriotismo. El señor Suárez, tan dado a las citaciones bíblicas, cargaba con el peso de las expiaciones como Job, uno de sus personajes favoritos. No debe entonces parecer extraño que dos de los antitratadistas más notorios, el ex presidente Concha y el futuro presidente Olaya, viajaban inmediatamente después de la aprobación con sendas embajadas ante el Vaticano y ante el gobierno de Washington. Candidatos, elecciones y oposición El viaje del doctor Concha liquidaba también un episodio político en el que por unos pocos meses, a raíz de su re-

El general Alfredo Vásquez Cobo renunció a su propia precandidatura para respaldar la de Pedro Nel Ospina, que resultó ganador frente a las aspiraciones reeleccionistas de José Vicente Concha (La caricatura es de Ricardo Rendón).

greso al país (en agosto de 1921), se había presentado como una alternativa a la candidatura de Pedro Nel Ospina. Pocos días antes de la llegada de Concha se apresuró la nominación de Ospina en el Congreso y el otro aspirante, el general Alfredo Vásquez Cobo, se adhirió a ella. Gran parte de los ataques contra el señor Suárez se originaban en el apoyo que prestaba a esta candidatura, que se motejaba de oficial. Las cosas no cambiaron realmente con el encargado del poder ejecutivo, general Jorge Holguín, quien siguió favoreciendo a Ospina. En el campo liberal, desde comienzos de 1921, se había iniciado un proceso que culminó con la proclamación de la candidatura del general Benjamín Herrera. Personajes muy significativos que habían iniciado su carrera política bajo el republicanismo propugnaban ahora por una reintegración liberal. Eran ellos los directores de los principales periódicos liberales: Eduardo Santos (El Tiempo), Luis Cano y Luis E. Nieto Caballero (El Espectador) y Enrique Olaya Herrera

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Él designado Jorge Holguín Mallarino, quien ejerció la presidencia en 1909, en reemplazo de Rafael Reyes, y en 1921-22, tras la renuncia de Suárez. Retrato de Marco Salas en la Casa de Nariño.

(El Diario Nacional), que perteneció después a Alfonso López Pumarejo. Frente a la férrea dirección del partido ejercida por el general Herrera, ellos iban a ser los protagonistas de una disidencia o de un grupo de «civilistas». Este grupo traía consigo ciertos motivos básicos del republicanismo. Uno de ellos era su distanciamiento del prestigio y de la autoridad que se atribuía dentro del partido al hecho de haber participado en la guerra de los Mil Días. Otro, una cierta ductilidad (no exenta de oportunismo personal) en las ocasiones que se ofrecían para participar en el gobierno. Este grupo, con la excepción notoria de Luis Cano, había contribuido también a la aprobación final del tratado con los Estados Unidos, consciente de las oportunidades que se abrían con la indemnización y los empréstitos consiguientes. Por su parte, el general Herrera condenaba no sólo la participación en el gobierno sino también el apoyo al tratado. La derrota en las elecciones de febrero de 1922, que se atribuía a fraudes enormes cometidos en aldeas y veredas, endureció la posición del jefe del partido liberal. En una convención, reunida en marzo en Ibagué, hizo aprobar el acuerdo número dos que aconsejaba «una franca, enérgica y constante política de oposición al gobierno, la cual debe desarrollarse por todos los medios constitucionales y legales...». Este acuerdo incitó a los civiles a la rebeldía pues veían cerrarse, con la oposición sistemática, las puertas que había abierto la aprobación del tratado con los Estados Unidos. Los periódicos de los civilistas definían la situación como una oportunidad perdida para colaborar en la nueva era que se abría para el país. Detrás de estas declamaciones estaba la realidad de una maraña de intereses que se iban tejiendo alrededor de empréstitos, de contratos y de esquemas financieros. El Departamento de Estado norteamericano aprobaba estos esquemas sin reticencia alguna y en Colombia iban

surgiendo gestores, intermediarios, abogados de compañías petroleras, banqueros, comisionistas, contratistas, etc. ansiosos por participar en esta efímera prosperidad a debe. El progreso y la «prosperidad a debe» El gobierno del general Pedro Nel Ospina se presentaba como un gobierno eficiente y pragmático, atento a las obras de progreso que requería el país. El general mismo era un hombre de negocios y durante la campaña presidencial se habían ventilado en el Congreso, con intención escandalosa, sus vinculaciones con la casa Vásquez Correa & Cía. que había quebrado a raíz de la crisis de 1920, cuando Ospina era gobernador de Antioquia. Antes de posesionarse, el general había viajado a los Estados Unidos con el objeto de obtener un empréstito destinado a obras en su departamento. Su oponente, el general Alfredo Vásquez Cobo, había hecho otro tanto para extender el ferrocarril del Pacífico, del cual era gerente. La política aparecía así unida a esquemas y proyectos financieros de gran envergadura. La perspectiva de la indemnización americana y los préstamos que podrían atraerse con esta contrapartida daban credibilidad y solidez a un fisco que hasta ahora había contado apenas con menos de lo esencial para asegurar las funciones tradicionales del Estado. Por esta razón, apenas un mes después de posesionado Ospina, el ministro del Tesoro Gabriel Posada Villa inició las gestiones para contratar expertos norteamericanos que ayudaran al gobierno en el estudio «de las complicadas cuestiones económicas». Según el ministro, el experto debía serlo «en todos los asuntos relacionados con las finanzas de un país, bancos de emisión, empréstitos extranjeros, etc.». Por solicitud de la misión colombiana en Washington, el Departamento de Estado recomendó en noviembre de 1922 al señor E.W. Kemmerer. El

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experto tenía cuarenta y siete años, había sido educado en Wesleyan y Cornell, había actuado como consejero del gobierno filipino en 1903-1906 y más tarde como experto en México y Guatemala. Para las sesiones del Congreso de 1923, la misión Kemmerer había preparado ya los proyectos de ley. que regularían el sistema financiero del país: «Sobre formación y fuerza restrictiva del presupuesto nacional, Ley orgánica del Banco de la República», «Sobre establecimientos bancarios» y «Sobre reorganización de la contabilidad nacional y creación del Departamento de Contaduría». Desde comienzos de 1921 el señor Philip, ministro norteamericano en Bogotá, se lamentaba de que en el país no hubiera talentos financieros con conocimiento de métodos modernos en los negocios. Consideraba necesaria una misión de expertos norteamericanos, pero temía reacciones nacionalistas. Inclusive atribuía a la «raza» de los colombianos sus temores y suspicacias hacia las actividades de los extranjeros. De una manera mucho más decidida, el señor A. Meyer, gerente general del Mercantile Bank of the Americas había aconsejado el 7 de marzo de 1919: «Nos parecería perjudicial para los intereses americanos

permitir que los intereses financieros británicos asuman el control de las finanzas del país, lo cual resultaría sin duda en el dominio de la banca y el campo comercial allí y hacer más difícil para los manufactureros competir con los ingleses de lo que sería si las finanzas del gobierno, el sistema bancario, los ferrocarriles y los otros medios de transporte, los servicios públicos, el desarrollo del petróleo y el carbón, etc. estuvieran en alguna medida dependiendo del apoyo americano.» La perspectiva de la indemnización y del apoyo americano crearon un clima febril de proyectos en los que todas las regiones querían participar. Un crecimiento sensible de las exportaciones de café en el decenio anterior (se había pasado de 548.000 sacos por valor de 5.517.408 pesos en 1910 a 2.251.327 sacos que vahan 41.945.052 pesos en 1921) y buenos precios proporcionaban una certidumbre sobre el porvenir económico del país y, por contraste, hacían evidente la necesidad de abaratar los costos del transporte y de integrar económicamente las regiones. De esta manera, sobre el destino de la indemnización y de los empréstitos no cabía duda alguna. La cuestión que se convertía en un problema político,

Llegada a Bogotá del presidente electo Pedro Nel Ospina, foto publicada por "Cromos" el 5 de agosto de 1922.

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El general Pedro Nel Ospina, presidente de Colombia (1922-1926). Fue elegido por 413 619 votos contra 256 231 del liberal Benjamín Herrera.

Llegada de Pedro Nel Ospina a Medellín en el ferrocarril de Amagá. Foto de Obando.

radicaba más bien en cómo se distribuiría entre las diferentes regiones del país. En abstracto, lo más conveniente parecía ser el desarrollo de un sistema de transportes destinado a incrementar las exportaciones y la agricultura comercial. El esquema de los ferrocarriles debía tender así a la construcción de grandes troncales que desembocaran en los puertos por los cuales pasaba el grueso del comercio exterior. Esto exigía un proyecto único, convenientemente coordinado, que asegurara la rentabilidad de las inversiones y la satisfacción de los acreedores extranjeros. Todo conspiraba en la práctica, sin embargo, contra la racionalidad del proyecto único. La región oriental, en la que predominaban los sistemas agrícolas tradicionales, podía prever que su desventaja se acentuaría en favor de aquellas regiones dedicadas a una agricultura más moderna. Además, cada región había acariciado durante mucho tiempo aspiraciones de progreso fincadas en la ruptura de su aislamiento. Por eso cuando el Congreso de 1923 decidió sobre la destinación

de los 25 millones de la indemnización, los repartió entre catorce proyectos diferentes. El proyecto más favorecido seguía siendo el de la ampliación del ferrocarril del Pacífico (con 2,6 millones) que, al llegar hasta Armenia, recogería la cosecha cafetera destinada a la exportación, pero así mismo se destinaban 3,5 millones a proyectos que más tarde revelaron ser un fracaso como el ferrocarril de Puerto Wilches, el de Pasto a Tumaco o el del Carare. La dispersión de los proyectos impedía la conclusión de alguno y a este obstáculo inicial se sumaba la ineficacia y el despilfarro, particularmente durante la administración de Abadía Méndez. En 1926 se habían agregado un poco más de 600 km a los 1.400 de líneas férreas existentes en 1921. Dos años más tarde, cuando el país había agotado todas sus posibilidades de crédito, la red ferroviaria se había extendido 465 km más pero el total (de 2.513 km) se quedaba corto en dos mil kilómetros para completar un verdadero sistema. Los ferrocarriles no eran la única empresa sobre la cual se disputaban

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los intereses regionales. Los centros urbanos más importantes se apresuraron también a echar mano de un mercado financiero favorable, lo mismo que los departamentos más prósperos. Al finalizar el gobierno del general Ospina las ciudades de Barranquilla, Bogotá y Medellín habían prestado 12,5 millones para dotarse de servicios públicos. En los dos años siguientes los mismos tres municipios y Cali prestaron otros 17.835.000. La deuda de los departamentos era todavía mucho más cuantiosa. Al finalizar el gobierno de Ospina adeudaban 16,4 millones. En los dos primeros años del de Abadía Méndez agregaron otros 48,9 millones. Estas deudas de los departamentos y de los municipios subrayaban con claridad la desigualdad regional para participar en la danza de los millones. Antioquia acumulaba el 48% y otros cuatro departamentos el porcentaje restante: Cundinamarca, 24%; Caldas, 15%; Valle, 8% y Tolima, 5%. La posibilidad de endeudamiento dependía no sólo de factores objetivos de riqueza sino también de factores políticos. Hay que reconocer, sin embargo, que el régimen del general Ospina, que adelantó más del 50% de las ampliaciones de la red ferroviaria en explotación en 1928, no gozó (fuera de la indemnización) sino de cinco millones de crédito externo. En cambio, con menos cortapisas políticas, departamentos y municipios se endeudaron por una suma superior a la de la indemnización. Contra la corriente: la aparición de los conflictos obreros Si se comparan los dos últimos períodos conservadores, puede verse claramente la manera cómo la política de corte más tradicional entorpecía un proyecto de modernización económica. Aunque el régimen de Ospina tuviera una raigambre regional muy acusada, o al menos actuara en su contra la sospecha de regionalismo, la fragmentación de los proyectos obedecía a

una distribución política normal en un país en donde las aspiraciones regionales tenían tanto peso. El caso del régimen de Abadía Méndez es diferente. El presidente no mostraba un entusiasmo especial por el progreso que contagiaba al país. Su conservadurismo podía medir las consecuencias sociales de un vasto plan de obras públicas que desarraigaba a miles de peones y que triplicaba sus salarios. Pese a la renuencia del presidente, las obras públicas eran ya un compromiso político, o mejor, una multitud de compromisos políticos que las diluían en la improvisación y

el despilfarro. El nombramiento como ministro de Obras Públicas del doctor Sotero Peñuela, un cacique boyacense que provocaba la hilaridad del Congreso cuando se veía en la necesidad de explicar los más elementales detalles técnicos, revela hasta qué punto la danza de los millones se hundía en mezquinas transacciones de política provinciana. Pero si el entorno político trastornaba las empresas en que se había embarcado el Estado colombiano, éstas a su turno iban dando lugar a fenómenos sociales que transformarían radicalmente el juego político. Conflictos

Edwin Walter Kemmerer, jefe de la misión que proyectó la ley de regulación del sistema financiero en 1922.

Pedro Nel Ospina y sus ministros, entre ellos: Jesús María Marulanda, Ramón Rodríguez Diago, Eduardo Restrepo Sáenz, Francisco Carbonell, Pacho Sorzano, Gabriel Posada, Carlos Bravo, José Ignacio Vernaza y Laureano Gómez.

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Miguel Abadía Méndez, ministro de Gobierno de Ospina en 1924 y luego presidente de la República 1926-1930.

urbanos comenzaron a desdibujar por primera vez los conflictos rurales seculares. Las obras públicas movilizaron a una masa de trabajadores que percibían por primera vez un salario cuando se trataba de peones salidos de haciendas tradicionales o un salario mejor y más estable cuando se trataba de jornaleros que abandonaban los cultivos comerciales. El desplazamiento de brazos y el crecimiento de la demanda de alimentos hizo sentir pronto una crisis agrícola que hacía subir vertiginosamente el costo de la vida. El índice de 103 para 1918 subió a 147 en enero de 1926 y a 219 en julio de ese año. Estibadores, trabajadores de los ferrocarriles y de las carreteras, trabajadores de los enclaves petrolero y

bananero y hasta empleados de teléfonos y de tranvías municipales constituían un nuevo elemento social cuya capacidad de organización y de reacción frente a la coyuntura económica era mucho más eficaz e inmediata que la del artesanado que se había manifestado en marzo de 1919. En abril de 1924, obreros sin trabajo solicitaron al presidente que impusiera control a los precios, rebajara el arancel para los víveres y creara almacenes oficiales. Los conflictos no se hicieron esperar. Unos días después estallaba en Bogotá una huelga de tranviarios. El 13 de septiembre el periódico Vanguardia Obrera que imprimía en Barrancabermeja Raúl Eduardo Mahecha y que aparecía bajo el lema «Las libertades no se piden, se toman. Trabajo o revolución social», hacía un llamamiento a la huelga para obtener de la Tropical Oil un aumento de salario de cincuenta centavos. El siete de octubre los obreros de Barranca e Infantas entraron en huelga. Según el representante de la Tropical Oil en Bogotá, señor George A. Schweickert, el asunto debía tratarse desde el comienzo «como un problema de orden público y de ninguna manera como una verdadera disputa industrial». Por esto pidió fuerzas suficientes al gobierno, que el trece de octubre envió a Barranca barcos de la flota fluvial y una compañía desde Medellín. El ministro de Industrias, que había llegado el 12, convino en declarar la huelga ilegal. A partir del 16 comenzaron los arrestos y las deportaciones, inclusive en Puerto Wilches, a donde los huelguistas habían ido a levantar a los obreros del ferrocarril. La agudización de los conflictos sociales corrió pareja con el deterioro de la república conservadora. En septiembre de 1926 estalló la huelga del ferrocarril del Pacífico cuyo gerente era el conservador aspirante por tres veces a la presidencia, general Alfredo Vásquez Cobo. En esta huelga, organizada también por Raúl Eduardo Mahecha, intervinieron ocho mil trabajadores, además de los contratistas

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ocasionales. Esta vez el ejército había expresado el temor de que el conflicto adquiriera dimensiones de una verdadera revolución social si se hubieran sumado a la huelga los trabajadores de las haciendas y de las fábricas de la región. A comienzos del año siguiente estalló una nueva huelga en la Tropical Oil que se extendió a lo largo del Magdalena y amenazó hasta el Valle del Cauca. La respuesta a estos conflictos por parte del gobierno iba graduándose desde una mediación más o menos inefectiva por parte del Ministerio de Industrias y de su dependencia, la Oficina del Trabajo, creada a comienzos de 1924, hasta confiar el problema al ejército. Durante el régimen de Abadía Méndez predominó claramente este último expediente. El ministro de Guerra, doctor Ignacio Rengifo, que había sido uno de los favoritos del señor Suárez (hasta el punto de pensar en él como en un posible sucesor en el momento en que se vio asediado por la oposición) fue acrecentando su prestigio entre algunos sectores que

clamaban por un hombre fuerte frente al espectáculo inaudito de la agitación social. Como muchos conservadores de la época, el doctor Rengifo estaba convencido de que Colombia tenía que estar exenta de las luchas sociales. Esta convicción se derivaba de una concepción paternalista de las relaciones sociales y de la confianza en un orden inmutable, garantizado por las creencias religiosas que debían compartir los colombianos, sin importar el lote que les hubiera cabido en el reparto de los bienes terrenales. Las certidumbres del doctor Rengifo parecían imponerse al régimen de Abadía y con esta aceptación crecía su ascendiente político. En octubre de 1927 aceptó la designatura, colocándose así en la línea de la sucesión presidencial. En ese momento expresó sus temores de «nubes de tempestad en el horizonte patrio». Sus aprehensiones eran ridiculizadas por los periódicos de la oposición que encontraban exagerados los temores del ministro e inclusive creados ex profeso para alimentar su propio ascenso político.

Revista militar en la celebración del 20 de julio de 1923; el presidente Pedro Nel Ospina, acompañado por su ministro de Guerra, general Alfonso Jaramillo.

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Retrato oficial del presidente Miguel Abadía Méndez tomado el día de su posesión, 7 de agosto de 1926.

Los esfuerzos de represión del ministro se dirigieron ante todo contra las formas embrionarias de organización socialista. El 22 de septiembre de 1927 un juez en Honda encarceló a 17 delegados a un congreso socialista que se efectuaba en la Dorada. Entre tanto el ministro de Guerra seguía alertando al Congreso contra el peligro comunista. En marzo de 1927 había pedido elevar el pie de fuerza de 6.500 a 12.000 hombres en previsión de una huelga general que declararían las organizaciones socialistas-revoluciona-

rias el primero de mayo y que éstas se apresuraron a desmentir. El decreto 707 de 26 de abril legislaba sobre reuniones públicas y la posesión y el comercio de armas. Un año después, en abril de 1928, una pastoral del nuevo arzobispo primado, monseñor Ismael Perdomo, apoyaba la posición del ministro de Guerra e invitaba a los obreros a unirse a la Unión Colombiana Obrera, auspiciada por la Iglesia. Al mismo tiempo el doctor Rengifo denunciaba una infiltración bolchevique en el mismo ejército. Todas estas alarmas preludiaban una solución final que efectivamente se propuso por parte del gobierno en sesiones extraordinarias del Congreso. Éste fue convocado para debatir una ley especial sobre orden público que dotaba al gobierno de facultades extraordinarias de represión. Esta ley, conocida como «ley heroica», se debatió entre junio y octubre, cuando finalmente la minoría liberal se retiró de las sesiones. La oposición liberal y algunos disidentes conservadores —entre los cuales se contaba el ex presidente Concha— veían con desconfianza este estatuto que interpretaban como un propósito del gobierno de silenciar toda disidencia. El apoyo tácito de la oposición liberal a los grupos de izquierda era un reconocimiento del valor que atribuía a la agitación social como arma de oposición al régimen conservador. Sin embargo, se cuidaba muy bien de deslindar sus propios postulados ideológicos de las nuevas doctrinas. Para algunos liberales había algo afín en el ostracismo a que se condenaba a la izquierda naciente con sus propias experiencias de la época de la Regeneración. Por contraste, podían medir también la ineficacia de su propio partido para dar expresión al descontento de las nuevas fuerzas sociales. Por eso, en 1928, Alfonso López Pumarejo escribía a otro jefe civilista, después de hacer un elogio a María Cano, Torres Giraldo y a Raúl Eduardo Mahecha: «El partido liberal está domesticado: limpio de ideas liberales, falto de

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arrestos para la lucha política, satisfecho con su porción de prebendas, a gusto en la condición de partido de minoría.» Pese a que en el curso de 1929 se produjeron movimientos sociales de cierta magnitud como la huelga de los jornaleros de fincas cafeteras de Viotá, El Colegio y San Antonio (Cundinamarca) o la insurrección de los «bolcheviques» del Líbano, que tenía amplias ramificaciones, el epílogo de los movimientos sociales del decenio debe verse sin duda en la tragedia de las bananeras de diciembre de 1928. Esta huelga, en la que participaron 25.000 obreros, se planteaba como «una prueba que hacen los trabajadores de Colombia para saber si el gobierno nacional está con los hijos del país, en su clase proletaria, o contra ellos y en beneficio exclusivo del capitalismo norteamericano y sus sistemas imperialistas». Desde octubre de 1928 los representantes de la United Fruit se habían negado a recibir a los delegados obreros,

pese a las recomendaciones del gobernador del Magdalena y de los funcionarios de la Oficina del Trabajo. La compañía se basaba en una resolución del Ministerio de Industrias (de 25 de febrero de 1925) según la cual los trabajadores de contratistas (o ajusteros) no lo eran de la United Fruit. Además, era claro que los directivos de esta empresa no querían crear un precedente de diálogo y preferían la intervención militar del gobierno para proteger sus intereses. La misma comisión del Ministerio de Industrias que intervino en el conflicto se mostraba adversa a pretensiones de los trabajadores tales como la supresión de comisariatos alegando que esto les aumentaría el costo de la vida, o el aumento salarial que, según el mismo ministro José Antonio Montalvo, los obreros derrocharían en «vicios». Ante la intransigencia de la compañía, la huelga se declaró el 12 de noviembre de 1928. A comienzos de diciembre el ministro americano acreditado en Bogotá reportaba que «el

Miguel Abadía Méndez se dirige a instalar el Congreso, acompañado por Ramón Gómez y José Díaz.

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Tiempo (17 de julio de 1929) «... esa tragedia humana, o inhumana, que constituye indudablemente el episodio más grave de nuestra historia de república en lo que dice relación al uso de la violencia por la autoridad». Curiosamente, el episodio no estuvo rodeado de proclamaciones anti-imperialistas, que habían sido tan frecuentes antes de septiembre de 1928. En el momento de la masacre de las bananeras ningún grupo en el país estaba interesado en acentuar diferencias con los Estados Unidos, que habían cesado abruptamente los empréstitos que alimentaban la prosperidad a debe. Política, finanzas y petróleo

Caricatura de Rendón sobre el contrato de concesión de petróleo de Urabá al coronel Henry Yates para la compañía Anglo-Persian, otorgado por José Antonio Montubio, ministro de Industrias, en julio de 1927 y sólo conocido por el Congreso dos meses más tarde.

gobierno estaba a punto de tomar medidas positivas para terminar la huelga de los trabajadores bananeros en la región de Santa Marta». El 4 de diciembre el Diario Nacional denunció un plan de represión contra los trabajadores. Al día siguiente el gobierno declaró turbado el orden público en la zona y la noche de ese mismo día el general Cortés Vargas ordenó disparar sobre la multitud reunida en Ciénaga. Según este general «... las multitudes permanecieron impasibles, nadie se movía. Parecía como si estuvieran prendidos del suelo aquellos hombres que sin cesar de vociferar estaban sordos a todo llamado... Qué momentos más angustiosos. La ley debería cumplirse y aquellos insensatos envenenados hasta la médula por las doctrinas soviéticas permanecían indiferentes, como si se tratara de una burla». Las consecuencias políticas de este episodio sólo podrían verse a muy largo plazo, en la frustración de las organizaciones de izquierda. De manera inmediata, la oposición liberal se contentaba con subrayar el carácter dramático del episodio y la responsabilidad directa del gobierno. Según El

En los años veintes los partidos tuvieron que pronunciarse por algo que había sido ajeno hasta ahora en sus diferencias ideológicas tradicionales. Aun cuando fuera formalmente debían acentuar sus distancias y definir las condiciones en que aceptaban la inexorable y creciente influencia norteamericana. A finales del siglo XIX, el relativo aislamiento del país había permitido concebir a la nación como un reducto excluyente identificado por una lengua, por creencias religiosas comunes y por un vago culto hispanizante que enfatizaba los rasgos anteriores. En parte, estos dos rasgos explican la influencia política de la Iglesia y la presencia inusitada de gramáticos en el poder. Ahora, frente a las necesidades del desarrollo económico que ponían a gravitar al país en la órbita de un poder financiero e industrial incontrastable, esta definición parecía del todo inadecuada. Tampoco parecía adecuado el prurito nacionalista que se había alimentado con la pérdida de Panamá. Para los partidos políticos surgía entonces la necesidad de una redefinición de estas relaciones con los Estados Unidos de una amplitud sin precedentes. No sólo se trataba de la mera influencia financiera o de las presiones políticas y diplomáticas, sino que estas relaciones abarcaban necesidades tecnológicas y la intrusión

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de misiones de todo tipo con las cuales el sistema político tradicional parecía mal preparado para negociar. Las respuestas posibles estaban llenas de ambigüedades. Por un lado, las exigencias del progreso (a las que los liberales no dudaban en asociarse) presentaban al capitalismo y a la sociedad norteamericana como un paradigma inevitable. Por otro, las exigencias que rodeaban las inversiones norteamericanas presentaban numerosas ocasiones de conflicto. No hay duda en todo caso de que, al margen de toda actitud preconcebida, la presencia creciente de la influencia norteamericana iba tejiendo una densa red de intereses que podían negarse en público pero cuyas consecuencias debían acatarse en privado. El maestro Baldomero Sanín Cano definía esta situación de la siguiente manera en 1927 (El Tiempo, 19 de septiembre): «... el amor de Colombia, sin excluir el de la mayor parte de sus clases dirigentes hacia los Estados Unidos saxoamericanos es una pasión admirativa incontrastable. En presencia de la colosal república, esta gente asume la posición del ave minúscula ante la mirada fascinadora del boa constrictor...» La diatriba del maestro Sanín Cano surgía de uno de los dos extremos de las actitudes hacia los Estados Unidos. En realidad la actitud de las clases dirigentes era mucho más compleja o más ambigua. En muchas ocasiones

los socios norteamericanos quedaban desconcertados por reacciones imprevisibles de aquellos que juzgaban «elementos sanos» o ilustrados de la sociedad criolla. Cuando, en 1922, el Congreso autorizó al presidente Ospina para gestionar empréstitos externos hasta por cien millones de pesos, se advirtió expresamente que los intereses que se vincularan al país debían pertenecer a diferentes nacionalidades. Los legisladores eran conscientes de los cambios introducidos después de la guerra en el mercado monetario internacional y temían la dominación política de los Estados Unidos. El presidente Ospina no llegó a utilizar la autorización contenida en esta ley. Pero a comienzos de 1927 el gobierno

Obreros de la Tropical Oil Company, en Barrancabermeja, en un día de pago, hacia 1926. Un año después, cuando Abadía Méndez pensó endeudarse en 30 millones para obras públicas, la opinión reaccioné con cautela frente a Estados Unidos. Abajo, titular de prensa anunciando el regreso de Vásquez Cobo en 1928 para defender su candidatura.

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Silvio Villegas, José Camocho Carreño y Elíseo Arango, miembros del grupo de Los Leopardos que se opone a la candidatura de Vásquez Cobo y apoya la de Guillermo Valencia.

de Abadía Méndez proyectaba endeudarse en treinta millones para proseguir el programa de obras públicas. En ese momento un grupo de notables liberales y conservadores recordaba en un mensaje dirigido al nuevo presidente la cautela recomendada por la ley 102 de 1922. Entre los firmantes del mensaje no sólo aparecían figuras de la oposición como Eduardo Santos y Luis Cano sino también personajes íntimamente ligados al partido de gobierno. Entre ellos, dos presidentes del directorio nacional conservador (Jorge Roa y Abel Casabianca), además de figuras prominentes socialmente del conservatismo como Carlos Cuervo Márquez, Elíseo Arbeláez o Alvaro Holguín y Caro, director de La Prensa. El desconcierto de los contratistas y empresarios americanos puede medirse por la reacción de uno de ellos, el señor Franklin Remington, cuya compañía tenía a su cargo reparaciones en el canal del Dique. Alarmado con el memorial, lo remitía al Departamento de Estado norteamericano con este comentario: «Esta expresión de hostilidad hacia los Estados Unidos de parte de gente tan prominente en Colombia, es particularmente perturbadora para nosotros... Si el memorial adjunto es una expresión directa del punto de vista de los mejores elementos de Colombia, cuya amistad y simpatía esperamos naturalmente... no veo utilidad alguna en tomar otro paso en la presentación de nuestra proposición a los funcionarios del gobierno...» Puntualizaba además que entre

los firmantes había «muchos bien conocidos de algunos de los miembros de nuestra compañía». La respuesta del presidente Abadía Méndez al memorial había sido sin embargo «muy placentera para los americanos que residen y hacen negocios en Bogotá, según el ministro norteamericano en la capital, Samuel Piles. Por esta razón el Departamento de Estado, para tranquilizar al señor Remington, se contentaba con remitirle la respuesta del presidente. La colisión de intereses más evidente aparece en todo aquello relacionado con el problema petrolero. Desde el comienzo, muchos colombianos eran conscientes de las conexiones entre la aprobación largamente diferida por el Senado norteamericano del tratado que iba a normalizar nuestras relaciones con ese país y las expectativas exageradas sobre el potencial petrolero colombiano. Más tarde se hicieron evidentes otras conexiones entre las dificultades del gobierno para obtener empréstitos extranjeros y sus tímidas pretensiones nacionalistas en materia de petróleos. No debe olvidarse, sin embargo, que eran abogados colombianos prestigiosos y con influencias políticas considerables los que defendían los intereses de las compañías extranjeras. Los problemas petroleros se complicaban por la rivalidad de las grandes potencias para obtener un acceso prioritario a los yacimientos. El caso más conocido fue el del coronel Henry I. F. Yates que perseguía una concesión en Urabá para la compañía estatal inglesa Anglo-Persian en 1927. El ministro de Industria José A. Montalvo negoció un contrato con el coronel Yates en julio que el Congreso sólo conoció en septiembre. Según un artículo de la revista liberal norteamericana The Nation, los americanos habrían estimulado la oposición a este contrato entre influyentes personajes locales. El pretexto para invalidarlo había sido su carácter secreto. Pero si las rivalidades internacionales complicaban los problemas pe-

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troleros, éstos se enturbiaban definitivamente con la intervención oficiosa de aventureros y caballeros de industria que especulaban en los círculos financieros internacionales con concesiones dudosas y mal definidas. En los orígenes del conflicto con la Gulf Oil en 1928, que degeneró en un incidente diplomático, hubo transacciones equívocas por parte de un tal Carl Mc. Fadden. En 1915 este personaje organizó el Carib Syndicate, financiado por los banqueros A. L. Gross y J. & W. Seligman, para adquirir la concesión Barco. Mc. Fadden maniobró de tal manera que las acciones de su compañía pasaron de 25 dólares a 5.700 en 1919. Henry L. Doherty le compró la concesión para venderla a la Gulf Oil por 250 mil dólares en 1926. Sólo que a comienzos de ese año el gobierno colombiano declaró la caducidad de la concesión que databa de 1905 y en la cual no se había perforado un solo pozo. Esta declaración de caducidad, que afectaba los intereses privados del secretario del Tesoro de los Estados Unidos, Andrew J. Mellon, provocó presiones diplomáticas que culminaron en agosto de 1928 con el rechazo por parte del gobierno colombiano de una nota diplomática ordenada por el mismo secretario de Estado, señor Kellog. Los intríngulis de la política petrolera eran una ocasión sin igual para denuncias nacionalistas por parte de la oposición. La debilidad de los gobiernos en estas materias parece haber radicado más bien en la absoluta inferioridad tecnológica del país. Cuando, en 1929, don Félix Cortés, gobernador de Cundinamarca, invitaba en una conferencia a desarrollar con independencia los propios recursos petroleros, el enviado norteamericano se limitaba a señalar que el doctor Cortés no parecía saber nada de la tecnología petrolera. La legislación petrolera sobre estas materias era vacilante y su principio cardinal se basaba en la reserva por parte del Estado del subsuelo, heredada de la legislación colonial española. Los cambios frecuentes de le-

yes y doctrinas daban lugar a pleitos enrevesados. La ley de petróleos de 1919, por ejemplo, dio lugar a protestas de las compañías extranjeras que la encontraban calcada de las leyes nacionalistas de la revolución mexicana, pero que la oposición calificaba de sumisa a los intereses extranjeros. Reformas sucesivas en 1923 y 1925 dejaron todavía insatisfechos a los petroleros y aún más a la oposición. Finalmente, el decreto 150 de 30 de enero de 1928, que reglamentaba la ley 84 del año anterior, obra del ministro de Industrias José Antonio Montalvo, fue visto por la legación americana como una clara expresión de sentimientos antinorteamericanos. Según el Wall Street Journal, «Colombia está dando muestras evidentes de inclinación hacia los puntos de vista radicales que han arruinado a México y a Rusia». Por su parte, la legación americana en Bogotá recomendaba insistentemente presiones diplomáticas y financieras para lograr la modificación del decreto que tuvo que suspenderse antes de seis meses de su expedición. Pero estas credenciales del ministro de Industrias no eran suficientes para apaciguar las críticas de una oposición que encontraba incongruente su nacionalismo en el régimen del doctor Abadía Méndez. En 1928, un año crucial para la legislación petrolera y para la definición

Recepción del presidente Abadía Méndez al cuerpo diplomático en el palacio presidencial de la Carrera, foto de G. Cuéllar.

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El carácter de la oposición liberal

Laureano Gómez durante una de sus famosas conferencias del Teatro Municipal de Bogotá, a comienzos de junio de 1928.

de los conflictos con compañías extranjeras ejemplificada por la confirmación de la caducidad de la concesión Barco, se produjo una circular del Departamento de Comercio norteamericano que ponía fin a los empréstitos de ese país. La circular reproducía críticas sobre despilfarro que eran corrientes en la oposición al gobierno. Sin embargo, la cesación abrupta de los empréstitos dejaba la sensación muy clara de que existía una conexión entre las afirmaciones nacionalistas del gobierno en materias petroleras y algo que se interpretaba como una presión financiera. La situación produjo un alud de recriminaciones mutuas en los círculos del gobierno. Algunos reprochaban abiertamente la política del ministro de Industrias y llegaban a la conclusión de que «sin petróleo no hay empréstitos». Durante algún tiempo se mantuvo la ilusión de que, removido este obstáculo, la corriente de dólares volvería a renovarse. Ésta era, sin embargo, una impresión superficial. La crisis era en realidad mucho más profunda e iba a revelarse mucho más duradera.

Desde cuando, en 1922, la convención liberal de Ibagué orientada por el general Benjamín Herrera decidió negar toda colaboración al gobierno, la oposición liberal a los gobiernos conservadores del decenio se movió dentro de los viejos agravios convencionales. Uno de ellos era, obviamente, la cuestión de la pureza del sufragio. Una reforma electoral, que preveía un sistema de expedición de cédulas destinadas a eliminar el voto de los analfabetas (aspiración liberal de vigorizar el voto urbano) y la ampliación de la representación de las minorías mediante el sistema de cuociente electoral, naufragó en el Congreso de 1922. Las votaciones sucesivas, tanto como lo había sido la del mismo presidente Ospina, se vieron por eso tachadas de fraude. Otro de los temas favoritos de la oposición durante la administración Ospina fue el de los escándalos financieros y administrativos. La absolución del presidente Suárez por el Congreso de 1925 dejaba de manifiesto la utilización política de este tipo de asuntos. El ministro de Guerra en 1923, Aristóbulo Archila, a quien se acusaba de un desfalco, fue absuelto también en 1925. Otras figuras sobresalientes del régimen como Pomponio Guzmán y Diógenes A. Reyes fueron sindicadas de escándalos viejos y nuevos. El mismo Abadía Méndez, ministro de Gobierno de Ospina, fue acusado de haber celebrado un pacto secreto con Chile... ¡en 1902! Es muy probable que el decenio de los veintes, cuando circularon de manera inusitada empréstitos extranjeros, haya conocido una dosis excepcional de corrupción administrativa. Pero la oposición parece haber estado interesada solamente en aquellos casos que podían rodearse de un resonante debate en el Congreso y de los cuales se derivaran dividendos políticos. Este estilo de enjuiciamiento al gobierno cambió en el último tramo de la administración de Abadía Méndez.

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Ya no se trataba de la denuncia de casos aislados, con una significación política momentánea, sino de la comprobación masiva del fracaso de una política. El tono de las acusaciones dejó de ser circunstancial para convertirse en una requisitoria permanente cuyo balance era el de un fracaso total. Inclusive se amplió el teatro para estas requisitorias y del Congreso se pasó a otros recintos. Desde mediados de 1928, las famosas conferencias organizadas por Alfonso López P. en el Teatro Municipal se presentaban como un manifiesto de la oposición, que abarcaba un rango enorme de problemas. El tono semi-académico, semi-político de estas conferencias expresaba la voluntad de encarar reflexivamente los problemas del país en un ámbito diferente al de la política tradicional. Para comenzar, la conferencia de cinco de junio del doctor Laureano Gómez sacudía, con un tono profundamente pesimista, todas las certidumbres ideológicas que había alimentado el proyecto nacional de la Regeneración. Sus admoniciones derogatorias ponían de presente las desventajas con las que el país enfrentaba una tarea de modernización económica y social. En esencia, el conferencista sostenía que tanto el medio colombiano como el clima y la raza eran altamente desfavorables para las empresas de la civilización. Afirmaba, por ejemplo, que «... la aberración psíquica de las razas genitoras se agudiza en el mestizo [...] el mestizo primario no constituye un elemento utilizable para la unidad política y económica de América; conserva demasiado los defectos indígenas; es falso, servil y abandonado y repugna todo esfuerzo y trabajo». Los mulatos y zambos no ofrecían una perspectiva más optimista, pues tenían el hábito de «... hablar a gritos, cierta abundancia oratoria y una retórica pomposa que es precisamente lo que llaman tropicalismo.. Hoy, resulta sorprendente que estas tesis, tomadas de autores franceses del siglo XIX como Taine y Gobineau, ha-

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Alfonso López Pumarejo en caricatura de Rendón. El "se ocupaba en sus conferencias y en artículos periodísticos no sólo del problema de los empréstitos, el de las obras públicas o el de la organización financiera del país, sino también del papel renovador que el partido liberal debía asumir con decisión".

yan producido una conmoción intelectual en Bogotá. El pesimismo de la visión del doctor Gómez debía sin embargo tocar una fibra profunda en momentos de incertidumbre colectiva. No debe perderse de vista que estas conferencias se dictaron en medio de un clima de gran agitación social, precisamente en el momento en que el «mestizo primario» se despertaba en huelgas de tres, ocho y hasta veinticinco mil obreros y cuando el ministro de Guerra evocaba los temores del régimen sobre las amenazas del bolchevismo y se obstinaba en la aprobación de la llamada «ley heroica» sobre orden público. Por su parte, Alfonso López Pumarejo se ocupaba en sus conferencias y en artículos periodísticos no sólo del problema de los empréstitos, el de las obras públicas o el de la organización financiera del país sino también del papel renovador que el partido liberal debía asumir con decisión. Según López, había que «... empezar por el principio. Hay que principiar por formar hombres a la altura de los nuevos problemas. Hay que educarlos en la Universidad con un criterio económi-

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co y no histórico. Porque el pasado de incapacidad y de pobreza, Dios mediante, no se ha de repetir». Este tono voluntarista de Alfonso López P. era tal vez lo más extraño que podía oírse en medio de la crisis de 1928. Epílogo: la caída del régimen conservador Augusto Ramírez Moreno, otro miembro del grupo Los Leopardos, de importante figuración política al final de la hegemonía conservadora.

La fuerza política del liberalismo en 1929 no hacía prever el desenlace de las elecciones de febrero del año siguiente. La candidatura de Enrique Olaya Herrera se decidió sólo a finales del año y la invitación de Alfonso López P. del 19 de noviembre para que el liberalismo se preparara para asumir el poder parecía más bien un gesto heroico y tardío. En retrospecto, sin embargo, todos los signos de decadencia del régimen conservador parecían apuntar a este desenlace. En el curso de 1929 se fue acentuando la crisis económica y financiera. En un artículo aparecido en El Tiempo dos días antes de su famosa declaración sobre la toma del poder, el mismo Alfonso López recordaba: «... no era menester una gran visión de profeta —como se ha creído— para anunciar con la seguridad que yo lo hice en octubre del año pasado la crisis que traería para la economía nacional la suspensión de los empréstitos extranjeros». En octubre se calculaba que había cuarenta mil desempleados y se esperaba el despido de otros miles, saldo que dejaban las obras públicas que, sin la corriente de empréstitos extranjeros, se habían abandonado. Una «junta de acción patriótica» constituida por notables de ambos partidos describía la situación en términos sombríos: «todos los valores se deprecian; las transacciones comerciales son casi nulas; no surgen nuevas empresas; las existentes decaen; el crédito interno y externo baja de modo alarmante; los negocios e industrias se van paralizando; el número de personas que no hallan ocupación crece constantemente».

Los sucesos de junio eran también un claro preludio de la caída del régimen. Además, el desenlace de estas jornadas expresaba a cabalidad el descontento de la clase dirigente con el gobierno de Abadía, con lo que algunos juzgaban una provocación a los intereses petroleros norteamericanos, otros estridencias anticomunistas del ministro de Guerra y todos el despilfarro inaudito de los empréstitos. Las jornadas de junio tuvieron su origen en el descontento general por el manejo político de los servicios públicos en Bogotá, en manos de lo que se identificaba como una «rosca» cuya figura más prominente era Arturo Hernández, el ministro de Obras Públicas. Por orden del mismo presidente, el gobernador de Cundinamarca Ruperto Melo destituyó sucesivamente a dos alcaldes de Bogotá que no se plegaron a la «rosca». Esto provocó el seis de junio manifestaciones con oradores como Silvio Villegas, director de El Debate, y Jorge Eliécer Gaitán. Las manifestaciones no eran en modo alguno una explosión popular espontánea sino que habían sido organizadas por personajes social y políticamente prominentes. Una carga de la policía, ordenada por el general de las bananeras Cortés Vargas y la muerte de un estudiante hizo crecer la excitación popular que sirvió de fondo para las negociaciones de los notables y el gobierno. Este grupo se reunió en el Gun Club y eligió una comisión que entrevistaría al presidente. Entre los asistentes al Gun Club figuraban Miguel Jiménez López, hasta hacía muy poco ministro en Alemania y más adelante presidente del directorio nacional conservador, el general Salvador Franco, que había sido ministro de Obras Públicas del mismo Abadía, Marceliano Uribe Arango, abogado de la Tropical Oil, Pedro María Carreño, abogado y representante de compañías extranjeras, Silvio Villegas y Luis Cano, directores de periódicos y personajes como Álvaro Holguín y Caro, Carlos Esguerra, etc., evidentemente socios del Club.

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En la entrevista con el presidente los temas tratados no eran precisamente reivindicaciones populares. Jiménez López se refirió a la magnitud de la crisis económica y fiscal y a la necesidad de cambios en el gabinete para dar confianza a los inversionistas extranjeros y para propiciar un cambio en las leyes sobre petróleos. Sólo Silvio Villegas tocó el problema inmediato. Otros asistentes aprovecharon el momento para pedir la cabeza del ministro de Guerra, que no estaba implicado de manera directa en la crisis, a lo cual accedió el presidente. Esa misma tarde se produjeron los cambios solicitados en los ministerios, en la gobernación de Cundinamarca, en la alcaldía de Bogotá y en la dirección de la policía. El 9 de junio El Tiempo desplegaba grandes titulares: «Fue aplastante el triunfo que obtuvo la ciudadanía bogotana sobre la rosca.» En los meses que siguieron hubo otros intentos en el Congreso para debilitar la prerrogativa presidencial acusando a sus ministros, y hasta se preparó una acusación contra el presidente mismo. Estos intentos fracasaron a pesar de la fogosa oratoria de los «leopardos», un nuevo grupo de jóvenes conservadores que querían introducir en su partido la exaltación del «culto del yo» de Maurice Barres. Las crisis económicas y políticas no parecían suficientes sin embargo para alterar el juego político tradicional, al menos en la superficie. En julio, todo el mundo parecía estar ocupado de las candidaturas conservadoras. Se mencionaba de nuevo el nombre de José Vicente Concha e inclusive se fundó un periódico para promover su candidatura, El Fígaro, que desapareció el 4 de julio. Otros esperaban el regreso triunfal de Alfredo Vásquez Cobo a quien atacaba furiosamente el nuevo grupo de los «leopardos» y los intereses regionales de la «liga oriental». Su oponente más serio era Guillermo Valencia, apoyado por El Debate que dirigía Silvio Villegas, uno de los «leopardos». Otros candidatos eran el designado José Joaquín Casas,

conservador doctrinario que contaba con el apoyo del presidente y de los jesuítas; el general Pedro J. Berrío, un conservador moderado pero cuyo nombre estaba asociado a la región antioqueña; Esteban Jaramillo, que había manejado las finanzas de la «prosperidad a debe»; Antonio José Uribe, candidato perenne; Félix Salazar, un rico comerciante; y hasta el doctor Ignacio Rengifo, que acabó apoyando la candidatura de su paisano Vásquez Cobo. Por su parte, los liberales trataron de reorganizarse en la convención de Apulo a fines de junio. Según el enviado norteamericano, «este intento de reorganización no significa que los liberales puedan ofrecer alguna amenaza seria al control conservador en ningún momento del futuro cercano». En el Congreso, Guillermo Valencia contaba con 50 o 55 de los 106 miembros de la mayoría conservadora, entre los que se contaban los «leopardos». Había 40 «doctrinarios» que respaldaban a Vásquez Cobo y 13 neutrales. Los «doctrinarios» decidieron someter varios nombres a la consideración del arzobispo, monseñor Perdomo, quien el 21 de agosto aseguraba que el 80% de la opinión sana del país estaba con el general Vásquez Cobo. De paso, el arzobispo primado descalificaba a Concha por su antiamericanismo, lo cual le parecía inconveniente en el momento de una profun-

Voceros del movimiento contra "La Rosca" oficial, del 8 de junio de 1929: Ignacio Escallón, general Carlos Jaramillo Isaza, Luis Augusto Cuervo, Federico Lleras Acosta, Francisco de Paula Pérez, Miguel Jiménez López, Silvio Villegas, Jorge Eliécer Gaitán, Lucas Caballero y Manuel Criales.

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da crisis económica. Más tarde el prelado creó incertidumbre entre el bajo clero con respecto a los nombres de Vásquez Cobo y Valencia, lo que agudizó todavía más la división conservadora. Las elecciones para concejos municipales del seis de octubre mostraron las primeras fisuras de la división conservadora al obtener los liberales mayoría en Bogotá, Cali y Cartagena. Entonces se mencionó por primera vez la candidatura de Enrique Olaya Herrera, nuestro embajador en Washington. Esta candidatura era un compromiso en más de un sentido. El mis-

mo Olaya rechazaba ser un candidato de partido. Su nombre, que no figuraba en la política desde 1921, sólo podía evocar su intervención en la Conferencia Panamericana de La Habana de 1928, cuando el tono antinorteamericano alcanzó un climax. Ahora las circunstancias habían cambiado, y acaso muchos esperaban que el doctor Olaya pudiera asegurar de nuevo la corriente de empréstitos que habían inundado el país entre 1925 y 1928 y que habían creado, para algunos, una época feliz de «prosperidad a debe», según la expresión acuñada por Alfonso López Pumarejo.

Bibliografía Ricardo Rendón, una fuente para la historia de la opinión pública. Bogotá, Fondo Cultural Cafetero, 1984. HOLGUÍN ARBOLEDA, JULIO. Mucho en serio y algo en broma. Bogotá, Ed. Pío X, 1959. LÓPEZ, ALEJANDRO. Problemas colombianos. París, Ed. París-América, 1927. MARTÍNEZ DELGADO, LUIS. Jorge Holguín o El Político. Bogotá, Biblioteca de la Caja Agraria, 1980. NAVARRO, PEDRO JUAN. El Parlamento en pijama. Bogotá, Talleres Mundo al Día, 1935. ROBLEDO, EMILIO. La vida del general Pedro Nel Ospina. Medellín, Imprenta Departamental, 1959. SUÁREZ, MARCO FIDEL. Sueños de Luciano Pulgar, 12 vols. Bogotá, Voluntad, 1940-1953. TORRES GIRALDO, IGNACIO. Los inconformes, 5 vols. Bogotá, Margen Izquierdo, 1973-1974. Nueva edición: Bogotá, Ed. Latina, 1978. VÉLEZ, JORGE. Veinticinco años de régimen conservador, 1905-1930. Bogotá, Ed. Centro, 1935. COLMENARES, GERMÁN.

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Capítulo 10

1930-1934. Olaya Herrera: un nuevo régimen Mario Latorre Rueda Un cambio de poder

E

l domingo 9 de febrero es día de elecciones presidenciales en Colombia: los dos candidatos conservadores, Alfredo Vásquez Cobo, el general, y Guillermo Valencia, el poeta, son derrotados por Enrique Olaya Herrera. Corre el año de 1930; se está en plena crisis; los valores se han derrumbado, los precios descienden vertiginosamente, las fábricas se cierran, y el panorama es el mismo en Nueva York, en Berlín, en Buenos Aires: inmensas filas de desocupados. El desastre económico derriba gobiernos y regímenes políticos. En España, en abril de 1931, se va el rey, se instaura la República, y se llegará a una tremenda guerra civil; en Francia, son asesinados el presidente Doumer, Alejandro de Yugoslavia, Barthou; en 1934 estallan escándalos y los disturbios sacuden a París; en 1936 comienza el Frente Popular; el 30 de enero de 1933 Hitler es designado canciller. El 4 de marzo de 1933, Roosevelt toma posesión de la presidencia de los Estados Unidos.

En el resto de América, y en ese año de 1930, se instala en República Dominicana Rafael Leónidas Trujillo; en la Argentina es derrocado Hipólito Yrigoyen y lo reemplaza un régimen militar; en el Brasil, Getulio Vargas, por medio de un golpe de estado, se hace presidente; en el Perú, un comandante, Sánchez Cerro, se levanta en armas contra el gobierno de Leguía; en Chile, aun en Chile, Marmaduke Grove, otro coronel, instaura una efímera república socialista; en El Salvador, el general Maximiliano Hernández tumba al presidente y comienza su dictadura de trece años, y en Guatemala Jorge Ubico inicia la suya, que se prolongará hasta 1944. En Colombia un sistema que tiene 50 años es sustituido por otro; el partido conservador pierde la presidencia y el partido liberal llega a gobernar; el cambio se ha realizado por elecciones y el poder se juega entre civiles. Hay un contraste evidente con los otros países de América Latina. ¿Por qué? Por designio de la providencia En 1926 comienza su período presidencial Miguel Abadía Méndez. Ha sido elegido sin contendores. Tuvo

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uno, pero meramente transitorio. Una tarde el general Alfredo Vásquez Cobo recibe una llamada del arzobispo primado, monseñor Bernardo Herrera Restrepo; lo convoca al Seminario Conciliar. Vásquez llega puntual a la cita, a las ocho de la noche; lo recibe afable el arzobispo coadjutor, monseñor Ismael Perdomo; casi pisándole los talones a Vásquez llega Abadía Méndez; en sus habitaciones privadas, el coadjutor les hace una notificación que viene de la más alta autoridad eclesiástica; está convenido que el próximo presidente sea el doctor Abadía Méndez y luego, por turno riguroso, el general. Vásquez acepta. El arzobispo Herrera no se ha dignado siquiera recibir personalmente a Vásquez y a Abadía para impartir su decisión conminatoria. En el Partido Conservador, los concejales, los diputados, los congresistas, y con ellos los alcaldes, los gobernadores, los ministros, los directorios políticos hasta llegar al presidente de la República, para llegar a cualquier cargo en la jerarquía política, los agraciados deben ser señalados o por lo menos tener la aprobación de otra jerarquía, la eclesiástica: son los párrocos, los obispos y arzobispos, con toda la grey sometida a la autoridad férrea del primado. Ése es uno de los pilares del régimen. Otro pilar lo conforma el poder civil que va desde el presidente, cubriendo todo el país sin dejar resquicio, en una tupida telaraña, hasta los alcaldes y los funcionarios de mayor y mínima cuantía. El tercer pilar lo constituye el ejército. Cuando se trata de designar al presidente, el candidato es proclamado por las mayorías conservadoras del Congreso. Nada más. Las elecciones no cuentan; claro que se realizan, pero ya se sabe, las elecciones se ganan. Así ha sido desde hace muchos años, con intervalos es cierto; pero así ha sido desde 1886 en que fue exaltado al poder el Partido Conservador, por designio de la providencia. En 1926 se está, en Colombia también, en pleno auge económico. El pago de la indemnización de Panamá,

los créditos internacionales, las inversiones americanas, el incremento principalmente de la exportación del café con sus altos precios, crearon ese auge. Pero, obviamente esa bonanza se contrarrestaba con el alza del costo de la vida y las dificultades del abastecimiento agrícola. Concomitantemente se presentó un fenómeno, que no se había repetido desde el siglo XIX: la movilización humana. En un país de campesinos, los campesinos dejaban la tierra; emigraban en busca de mejores salarios, mejores condiciones, rudas también, pero con perspectivas más abiertas, menos hoscas, lejos de la sujeción a la tierra y de la sujeción aún más dura del patrón. La construcción de ferrocarriles y carreteras —hechas a dinamita, pico y pala— concentraban, lo mismo que las fábricas, el petróleo y el banano, a miles y miles de labriegos convertidos sin transición en obreros. Con la concentración de trabajadores, con la aparición de los sindicatos, las huelgas y las represalias, se ha abonado el terreno como ha sucedido en todo el mundo, para el socialismo. Como ha sido usual, con sus tendencias y corrientes rivales y, casi siempre, dogmáticamente enfrentadas. Desde 1924, con motivo de la muerte de Lenin, aparecen circulares de una Junta Socialista; meses más tarde, la Conferencia Socialista adhiere a la Internacional Comunista y adopta las famosas 21 condiciones; luego, en 1926, en el III Congreso Obrero Nacional, se constituye el Partido Socialista Revolucionario. El gobierno tiene el oído atento y reacciona a su manera. Para 1927 deja correr la especie que el 1.° de mayo estallará un levantamiento comunista, y dicta un decreto de alta policía, el 707: se debe proteger la paz pública y el orden, descubriendo las tramas y maquinaciones e imponiendo, por simples sospechas, esa antigua y amarga pena del confinamiento. Pero esas medidas, cuando se echa por ese camino, nunca son suficientes para un gobierno y no lo serán para éste. El

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gobierno recurre al Congreso, donde sabe que tiene mayorías dóciles; presenta un proyecto de facultades extraordinarias que se sustituye por otro que, a poco de iniciado su curso, se conoce como la Ley Heroica. En el Senado, la reducida minoría liberal beligerante, resuelta, se opone a ese proyecto que atenta contra las garantías individuales, la libertad de pensamiento, de prensa, de asociación; contra esas viejas y eternas doctrinas liberales: la libertad de pensar, de hablar, de escribir. El proyecto es un obcecado empeño de cerrarle el paso a partidos nuevos. Todo es inútil; cumplido el trámite, el proyecto pasa a la Cámara. El proceso, idéntico, se repite: Gustavo Hernández Rodríguez, José Vicente Castro Martínez, en sucesivos debates, dan los argumentos jurídicos; Gabriel Turbay — pálido, con voz aguda y penetrante— arremete y se va de frente contra la casta plutocrática que se ha apoderado de la administración; un arisco representante conservador responde: conforme a la doctrina conservadora, si es preciso pasar sobre la Constitución para preservar el orden social, así debe hacerse y todo, todo, la misma dictadura es preferible a otra dictadura, la del proletariado y la prensa. Sin embargo, el proyecto se modifica: de esos delitos no conocerán los jueces de policía, designados por el gobierno, sino jueces especiales nombrados por la Corte Suprema. Eso basta para acallar el disentimiento de algunos conservadores. Aun así, la minoría liberal no transige. Por fuera del Congreso, la prensa liberal combate el proyecto: Eduardo Santos lo califica como Ley Rengifo —la elaboración del estatuto se atribuye al ministro de Guerra— y estima que se instaura como una trampa para cazar ideas; y en El Espectador, se escribe que con esa ley se hostiliza y persigue a la clase obrera hasta el absurdo para proteger intereses particulares. De la Cámara vuelve al Senado y por fin es aprobada por la mayoría conservadora contra el voto unánime de los liberales. El gobierno sanciona y promulga la ley el 30

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de octubre; es la ley 69 de 1928. Ig- Monseñor Bernardo Herrera Restrepo, nacio Rengifo, ministro de Guerra, se arzobispo de Bogotá. ha salido con la suya y ha obtenido un En la decisión sobre gran triunfo. candidaturas Pocos días después, el 11 de noconservadoras, viembre, estalla la huelga en la zona el visto bueno bananera; pasa menos de un mes del primado cuando, en la plaza de la Ciénaga, una era definitivo. manifestación de huelguistas, en la que marchan también mujeres y niños es bloqueada por el ejército, que ordena despejar la plaza: tienen cinco minutos para hacerlo, refrendados por un toque de corneta; luego se concede un minuto más, que subraya un toque corto de corneta; la multitud parecía clavada en el suelo; el general Carlos Cortés Vargas, transcurrido el plazo de gracia, da la orden: «¡Fuego!»

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Las primeras noticias de la huelga producen en la gente un sentimiento de horror, por la barbarie de los huelguistas, de los bolcheviques, y de uno de sus asaltos armados en que ocho de ellos habían sido muertos por la tropa acosada al repelerlo. Poco a poco comienza a filtrarse la verdad. Ese mismo día, ese 6 de diciembre, Cortés Vargas dicta otro decreto, aprobado luego por Rengifo; los huelguistas son declarados cuadrilla de malhechores y se autoriza a la fuerza pública a castigarlos con las armas. Es la lucha abierta, sin cuartel. Más tarde también se conoce el saldo de la huelga, escueto, en vidas humanas: murió un policía y tres soldados fueron heridos de un contingente de tres mil hombres; y murieron cientos, cientos de obreros, nunca se sabrá; son gente anónima y de ellos no se llevan las cuentas. Poco a poco, lentamente también, con el lento conocimiento de los hechos, un sentimiento de horror, otro muy distinto al inicial creado por el gobierno, va difundiéndose y penetrando en la angustiada conciencia de mucha gente. Meses después de la huelga y ante un auditorio receptivo que cree en la situación revolucionaria de la América Latina y en la inminencia de una revolución en Colombia, el dirigente Raúl Eduardo Mahecha enuncia los que habían sido sus planes de ataque: iniciado el movimiento en la zona, se tomarían tres departamentos y de ahí se proseguiría el ataque hacia la capital, Bogotá. La huelga, tentativa revolucionaria o simple lenguaje tremendista, se había jugado a favor y en el terreno que quería el gobierno; su política represiva se justificaba, y así lo propaló y convenció a muchas gentes, en la inminente revolución comunista que había logrado conjurar. Algunos, sin embargo, no creyeron en esa revolución: El Espectador, el mismo día de la Ciénaga y cuando aún no se conocía la magnitud de la tragedia, llama a cuentas al gobierno, y exige una demostración inequívoca del ministro de

Guerra, Rengifo, ya que considera que las medidas tomadas sólo están fundamentadas en una imaginaria revolución. Quedan otras consecuencias de la huelga. Las bananeras constituían la mayor concentración de trabajadores y, con todas sus contradicciones, ahí estaba el sindicato mejor organizado, y lo mejor del socialismo; la manera como se condujo la huelga, sus resultados, golpearon duramente, y por mucho tiempo, al sindicalismo y le cerraron la posibilidad al socialismo. Más aún: la concepción de la revolución con su base en un proletariado inexistente y en la conspiración, fundamentado todo en el asalto simultáneo a centros neurálgicos, desmentidos esos presupuestos por los hechos, por el aislamiento en que se desarrolló la huelga, la prisión de los dirigentes, la clandestinidad en que se refugiaron, las pugnas y las recriminaciones, los asaltos posteriores, desesperados y bárbaros de El Líbano y La Gómez, todo esto hizo que aun para los más persistentes, y no eran muchos, la revolución dejara de ser un sueño para convertirse en un delirio. La revolución así dejaba de ser una perspectiva. Había quedado un triunfador: Ignacio Rengifo, ministro de Guerra. Durante la huelga había desplazado al ministro de Industrias, se había impuesto al gabinete y había acaparado integralmente la función ejecutiva del gobierno. No sólo eso: Rengifo era el vocero y el símbolo del ejército, del ejército conservador de entonces, que no sólo era el depositario de la fuerza, sino también uno de los factores en el tablero político. Con todo eso, Rengifo se convertía en el hombre providencial; era el hombre fuerte del gobierno; mucho más, el hombre fuerte del régimen, más aún, de todo el sistema y de la sociedad de entonces. La muerte de un estudiante Bogotá es ciudad en la que se conversa mucho; de la baja de los bonos en Nueva York, de la paralización del co-

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mercio en la calle de Florián, de la gran cantidad de desocupados; pero más que todo de política, de los candidatos presidenciales y del golpe de estado, siempre pospuesto, que dará el ministro de Guerra, Rengifo. Un buen día el alcalde de Bogotá, Luis Augusto Cuervo, acusa en un reportaje a los gerentes de las empresas públicas —el tranvía y el acueducto— de desgreño administrativo; los gerentes responden airadamente al alcalde, el 5 de junio de 1929, y el alcalde los destituye, en una simple medida administrativa. Pero uno de esos gerentes es cuñado del presidente de la República y los dos tienen apoyo muy alto, en el ministro Rengifo y en el ministro Arturo Hernández, «Chichimoco». Unos y otros conforman, como se la conoce, «la Rosca»: se han apoderado de la administración pública que manejan alegremente y a su antojo. Como la cuerda se revienta por lo más delgado, esa tarde en que el alcalde destituye a sus gerentes es destituido a su turno por el gobernador Ruperto Melo, y es reemplazado en el mismo decreto por un nuevo alcalde, Alfredo Ramos. Inmediatamente la gente, indignada, se congrega en una manifestación espontánea frente a la casa del alcalde Cuervo; surgen los oradores y así será en los días siguientes, haciendo entonces sus primeras armas retóricas Carlos Lozano y Jorge Eliécer Gaitán, junto con Gabriel Turbay y Silvio Villegas. Esa tarde, contra la manifestación, carga por primera vez la policía, a órdenes de Cortés Vargas. El día siguiente, el 6 en la tarde, hay otra manifestación, inmensa, que se congrega en la Plaza de Bolívar y se dirige a la casa del alcalde Cuervo. De pronto carga la policía, primero contra la manifestación y luego contra los grupos que, disueltos, vuelven a formarse. La ciudad se despierta en plena revolución, pero es una revolución particular: la ciudad está paralizada —los comercios están cerrados y las oficinas desiertas— pero en plena efervescencia, con las calles colmadas de gente,

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de todos los estratos y clases en con- Luis Augusto Cuervo, alcalde de Bogotá, fraternidad. La policía ha sido acuarretratado por Inés telada, y la ciudad permanecerá duAcevedo Biester. rante tres días sin un solo policía, sin Su destitución por que se cometa un robo, ni unas puel gobernador ñaladas matreras, sin un delito. El goRuperto Melo bierno está dividido: en la borrascosa originó la revuelta reunión de ministros, que preside im- popular que culminó pasible Abadía, durante horas, Rencon la muerte del gifo y Hernández, que piden medidas estudiante Gonzalo de fuerza a los otros ministros que se Bravo Pérez, el les oponen —Gabriel Rodríguez Dia7 de junio de 1929. go, José Antonio Montalvo, Francisco de Paula Pérez— que, esta vez, se imponen. Bogotá continúa bulliciosa y agitada; es una fiesta; la protesta unánime tiene al frente a los trabajadores, y la dirigen en su aparente y alegre desorden los estudiantes.

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A las diez de la noche de ese 7 de junio, en la calle del palacio presidencial, los soldados del batallón presidencial montan guardia; de pronto un ruido extraño resuena en el silencio; la guardia hace unas descargas. Después se dirá que se había lanzado una pedrada que golpea estrepitosamente en los vidrios de un balcón del palacio o que unos muchachos habían amarrado una caja de lata a la cola de un perro que corre desalado por la calle. Vuelve el silencio. La tercera descarga había hecho blanco en uno de los grupos; 8 de junio de 1929: el único herido es un estudiante, Gonla multitud, en nutrida manifestación, zalo Bravo Pérez, que es retirado molleva al Palacio ribundo por sus compañeros. de la carrera el Bogotá, al día siguiente, amanece féretro del toda con banderas negras, la fiesta ha estudiante Gonzalo terminado. En el Gun Club se reúne Bravo Pérez, muerto una junta, y se discute acaloradamenpor la Guardia te; triunfan quienes piden la renuncia Presidencial. de los ministros Rengifo y Hernández, Abadía Méndez se ve de Cortés Vargas y del gobernador forzado a destituir Melo; se designa una comisión para a su ministro de Guerra, Ignacio entrevistarse con el presidente y haRengifo. cerle esa exigencia. El presidente, con

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todos los ministros, recibe la comisión; Abadía está acongojado, visiblemente; el padre del estudiante era su amigo. Mientras la comisión está reunida con el presidente, las conversaciones son interrumpidas intempestivamente por un hijo del presidente que entra al salón: van a traer el cadáver... Abadía, demudado, está deshecho. La junta sabe que está contra la pared: tiene que llegar a una solución o el movimiento se desborda. Abadía cede en todo. Los ministros presentan renuncia colectiva. Esa misma tarde Abadía designa nuevos ministros, nuevo jefe de policía, nuevo gobernador. El lunes Bogotá amanece en completa calma. La gente lee el mensaje acongojado de Beatriz I, reina de los estudiantes... Las consecuencias políticas son tan obvias que nadie pidió que se las explicaran. La forma exterior, formal, del poder se mantenía pero el gobierno quedaba paralizado, derruido, lesionado el principio de autoridad. Y desaparecía Rengifo, el hombre fuer-

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te, providencial, y con él la contingencia, si había existido, de un golpe de estado; y también con Rengifo perdía el ejército su coherencia y unidad política y dejaba de ser un factor, una ficha política del ajedrez conservador. Roma locuta est... Para 1929, aún desde antes, están sobre el tapete las candidaturas presidenciales conservadoras. En el proceso se llega a un acuerdo inicial: el presidente Abadía visita al arzobispo Perdomo y se concreta un compromiso: el primado no trabajará, ésa es la jerga en estos casos, por la candidatura del general Vásquez Cobo, que tiene su adhesión, y el presidente no lo hará por José Vicente Concha, que es su preferencia. Después de la elección de representantes, se entrevista con el presidente Aquilino Gaitán, miembro del directorio nacional conservador y se hace el balance: tienen partidarios en el Congreso Concha, Antonio José Uribe,

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Vásquez Cobo, Guillermo Valencia, José Joaquín Casas, Rengifo y Miguel Jiménez López, y ambos hacen una primera revisión del panorama: Vásquez Cobo cuenta con el arzobispo y el apoyo eclesiástico y civil —los gobernadores— en Cundinamarca, Boyacá y dos o tres departamentos más; a Rengifo lo apoya el ejército. A pocos días de instalado el Congreso Emilio Robledo, presidente del El presidente Senado, dado que se ha hecho correr Abadía Méndez y su la especie que Valencia es masón, diesposa Leonor, con rige una consulta al arzobispo; monmiembros de la señor Perdomo le contesta que entre Conferencia Episcopal, octubre los candidatos viables todos son catóde 1927. Aparecen licos y que la autoridad eclesiástica el nuncio Paolo acatará al escogido por las mayorías Giobbe, monseñor conservadoras del Congreso. Ismael Perdomo, Adoptado ese camino, el palacio arde Bogotá, zobispal se convierte en un ir y venir coadjutor y monseñor Rafael de políticos y congresistas. Se filtra María Carrasquilla. que en una de esas conversaciones, el De pie, al centro, arzobispo había manifestado su inconlos ministros Jorge formidad con la candidatura Concha Vélez (Gobierno) y por no ser grata a los Estados Unidos; José Joaquín Casas el arzobispo, sin negar esas conversa(Educación).

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Alfredo Vásquez Cobo y Guillermo Valencia, en el hotel de recreo de La Esperanza. La reunión de los dos candidatos conservadores se efectuó en momentos en que Valencia parecía contar con el apoyo de la Iglesia.

ciones privadas, por la prensa rectifica y rechaza la imputación de que sus opiniones estén subordinadas a poderes extraños a la nación. Pronto tiene para contestar otras dos comunicaciones: una del presidente del Senado anunciándole que una mayoría de los congresistas lanzará la candidatura de Valencia, habiéndose procedido en la seguridad de que Vuestra Señoría Ilustrísima, ésa es la fórmula, recibirá con beneplácito esa determinación y le impartirá su aprobación; en la otra comunicación, el grupo conservador doctrinario le manifiesta al prelado que difiere al sabio consejo privado de V.S.I. la indicación del nombré del candidato conservador, y lo hace para lograr la compactación del partido y preservar así los principios católicos en el gobierno; con tal fin le presentan

cinco nombres: José Joaquín Casas, Emilio Ferrero, Rengifo, Uribe y Vásquez Cobo: no se incluye a Valencia. En su contestación al presidente del Senado, reafirma el arzobispo que todos los candidatos son católicos, y escribe otras dos cartas cuyo contenido se hace público algunos días después; una de ellas está dirigida al presidente, la otra a los congresistas; según una, espera que su voz logre conjurar el peligro de la funesta división conservadora y que pueda realizarse la unión tan deseada en bien de la Iglesia; según la otra, manifiesta que sólo se limita a exponer la voluntad de la nación. Más aún, el prelado da a entender que por su intermedio se expresa la voz de Dios; eso dejaban entrever sus cartas, pero en sus conversaciones privadas el arzobispo es explícito: antes de tomar la resolución se puso en oración, con todo el fervor de su alma le pidió. a Dios que le mandara la muerte si cometía error, y tranquilamente esperó. Como monseñor Perdomo no ha muerto y sigue muy vivo, la decisión que ha tomado no tiene refutación: el escogido es el ungido por el Señor. Dado que los designios de la providencia no admiten espera, en circular reservada al episcopado se da el nombre señalado desde lo alto: Alfredo Vásquez Cobo. La respuesta a la decisión del arzobispo es inmediata: un nutrido grupo de congresistas conservadores proclama la candidatura de Valencia; en el directorio nacional conservador unos se someten y acatan y otros se rebelan: no admiten la intromisión de Dios, del diablo o del arzobispo en asuntos tan terrenales como la escogencia del candidato conservador; otra junta de congresistas, también numerosa, acoge a Vásquez. Pero en la que ya es refriega no entran sólo los políticos sino que ha entrado toda la jerarquía: el arzobispo de Medellín encarecidamente ruega al clero y a los fieles que se apoye a Valencia de conformidad con las normas del Partido Conservador; monseñor Builes, obispo de Santa Rosa, lo secunda a fin de preservar los sacrosan-

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tos principios de autoridad, orden y disciplina; en cambio el obispo de Ibagué estima que es justo, equitativo y agradable a Dios sostener la candidatura Vásquez; para el obispo de Cali los votos de los católicos deben darse resueltamente por Vásquez, y agrega: «prohibimos a nuestro clero secular y regular favorecer la candidatura de Valencia». Termina con una conminación: «Es nuestra voluntad terminante que los sacerdotes, especialmente los párrocos, trabajen por el general Alfredo Vásquez Cobo.» En éstas, un buen día reciben los jerarcas de la Iglesia una circular cifrada en lacónico lenguaje telegráfico del arzobispo Perdomo: «Papa comunícame es voluntad suya obispos colombianos obtengan unión católica y mándanos apoyar Valencia.» Y luego en circular pública, el mismo arzobispo expresa que es obligatorio para todos los católicos votar por Valencia. Desconcertante. ¿A qué se debía este cambio, esta voltereta del arzobispo? El presidente Abadía se ha movido a su manera, subrepticiamente: las circulares enfrentadas de los obispos han sido enviadas a Roma, y se ordena al encargado de negocios ante la Santa Sede que gestione la unión del episcopado. La respuesta del cardenal Gasparri, secretario de Estado, es enfática: la Santa Sede no se inmiscuye en los asuntos internos de los países. Abadía, que tiene lista la respuesta a esta objeción, especifica que no se trata de un asunto político sino religioso: si triunfa el liberalismo vendrá una terrible persecución religiosa. Pero ¿qué puede hacer la Santa Sede ante ese peligro? Muy simple, según la rígida lógica del gobierno: apoyar a Valencia. Y la Santa Sede envía a monseñor Perdomo las instrucciones pertinentes para salvar a la Iglesia apoyando a Valencia. Se alborota aún más el avispero eclesiástico y el civil confundidos en uno solo. Los conservadores vasquiztas se rebelan y amenazan con la abstención o inclusive con votar por Olaya Herrera; un telegrama de Manta,

tradicionalmente cuatro mil votos conservadores, es diciente: nos cortaremos las manos antes que votar por Valencia. Los obispos no se quedan atrás; desde el día siguiente del respaldo del primado a Valencia, ocho obispos le comunican que continuarán apoyando a Vásquez Cobo; la opinión de Adriano, obispo de Cali, es conmovedora: cambiar la opinión de los pueblos es imposible, no sé hacer milagros, confiesa. Cunde el desconcierto. Monseñor Perdomo propone al presidente tres soluciones: unirse alrededor de Valencia, unirse alrededor de Vásquez, que renuncien ambos y se escoja un tercero. Se opta por la última alternativa, y las dos jerarquías, la eclesiástica y la civil, recomiendan a los congresistas un tercero en discordia; el agraciado, Mariano Ospina Pérez, renuncia antes que se concrete esa precaria postulación. Sin embargo, Vásquez Cobo solicita una audiencia a Palacio; Vásquez trae una propuesta: está dispuesto a renunciar, que lo haga también Valencia y que el presidente señale un tercero; calmado, el presidente son-

Caricatura de Ricardo Rendón sobre la indecisión del clero sobre las candidaturas conservadoras sobre la postulación de Olaya Herrera como candidato de concentración Nacional.

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dente se despide de Vásquez; Abadía cree tener nuevamente en sus manos los hilos de la tramoya. Se concierta una entrevista entre Vásquez y Valencia en La Esperanza, en su apacible hotel de recreo. Frente a frente los dos contendores, Valencia le espeta a Vásquez: Roma locuta est... Sus partidarios, sin embargo, previenen a Valencia: el arzobispo flaquea. Cuando el río suena piedras lleva: en efecto, en una entrevista en El Ocaso, monseñor Perdomo le solicita a Valencia que decline su aspiración en favor de un tercero; Valencia se muestra irreductible. Además, muchos caminos llevan a Roma, y la Santa Sede recibe otras informaciones de Colombia que no provienen del gobierno. Monseñor Gasparri le comunica por cable al arzobispo que la Santa Sede no asume ninguna responsabilidad en el asunto de candidaturas. Y monseñor Perdomo resuelve a su manera: retira su apoyo a Valencia y adhiere nueva y públicamente a Vásquez; tantas vueltas y revueltas ha dado, que se hablará del bondadoso prelado no como monseñor Perdomo sino como monseñor Perdimos... Por lo pronto, El Debate publica la lista de arzobispos y obispos que a pesar de la admonición arzobispal mantienen su apoyo a Valencia, y el secretario del arzobispo, como contrarréplica, comunica por intermedio de El Nuevo Tiempo que otros ocho obispos y un vicario apostólico acatan la voz del pastor y propugnan por Vásquez. Por otra parte, Abadía queda enredado en la misma telaraña que ha urdido, y con él las mayorías conservadoras del Congreso que, divididas, no tienen capacidad para lanzar el candidato legítimo de su partido. Nada queda por fuera de la apasionada y rencorosa refriega: desde Dios en las alturas y en Roma el Papa y el secretario de Estado, hasta aquí en la tierra con el nuncio, el arzobispo, los obispos y toda la grey, todo el clero regular y secular, con sus párrocos; se van unos contra otros, sin cuartel, en defensa de su candidato, esgrimiendo la Santa Cruz, pero todos acordes, eso

sí, en defender a Nuestra Santa Madre Iglesia y a sus fieles de las persecuciones religiosas que les acarrearía el triunfo del liberalismo. Así, corroído por sus divisiones, ese otro pilar fundamental del conservatismo, la Iglesia, se resquebraja y hace más profunda, hasta el alma, la pugna conservadora. La época infecunda que nos ha tocado vivir Esas idas y venidas, todo el escenario político, tienen como telón de fondo y en último término, la situación económica: la crisis ha llegado también y ha tomado posesión de Colombia. Y en ese ambiente, este país que se cree político no tiene salida política. A pesar de todos sus errores y de su descrédito, el gobierno conservador era para todos un régimen consolidado y establecido, más, un orden histórico definitivo. Eso, en el fondo, lo aceptaba el único competidor posible, el partido liberal. De una parte, excluido el liberalismo de la burocracia, un sector de sus integrantes, según lo observaba López Pumarejo, trabajando fuera del gobierno había logrado ocupar las mejores posiciones económicas y se había hecho reaccionario. El otro sector, el que anda metido en elecciones, estaba igualmente satisfecho: el sistema del voto incompleto le aseguraba al liberalismo una minoría complaciente en las corporaciones. Sólo de tarde en tarde en las cámaras se oyen algunas voces díscolas que atacan al gobierno, mientras los otros congresistas, obedeciendo, se entregan de lleno al juego político, en pactos con uno u otro grupo conservador para obtener pequeñas gabelas. Como contrapartida, los generales supérstites de la guerra de 1899, los espadones, Pablo Emilio Bustamante y Rafael Cuberos Niño, desde la dirección del partido donde están incrustados, siguen hablando de revolución, pero están en pleno siglo XIX cuando las revoluciones se hacían con machetes y

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trabucos; inclusive, Cuberos asiste a congresos socialistas a hablar de revolución, de una revolución igualmente imposible pero distinta. Eran sólo palabras, gestos marciales, bravuconadas. La realidad liberal es muy distinta: el liberalismo está domesticado. El partido se ha habituado a ser un partido de minoría, y la dirección y todo el liberalismo con ella son un desierto mental. Comienza en cambio a difundirse el socialismo entre grupos de intelectuales y de obreros. Años antes, hacia 1923, con sus pocos bártulos había plantado su tienda en Bogotá, una tintorería, Silvestre Stavinski. Ante un auditorio que no le pierde palabra, cuenta una y otra vez el sueño de la revolución, del asalto al Palacio de Invierno, de Lenin, de los soviets de obreros, campesinos y soldados; acuden a escuchar los asombrosos relatos algunos jóvenes intelectuales —entre otros Luis Tejada, Moisés Prieto, Luis

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Vidales, Roberto García Peña— y unos cuantos obreros. También atraídos por el socialismo asisten al Congreso Socialista de 1924 Dionisio Arango Vélez, Tejada, León de Greiff, Armando Solano y José Mar, ambos de El Espectador. Años más tarde, cuando se debate en las cámaras la Ley Heroica, en un manifiesto declara un numeroso grupo de estudiantes que no tienen nexos con los partidos tradicionales y que perteneEl "Diario de la cen al partido socialista; entre los firmantes están Francisco Socarrás, Costa", de Cartagena, publicó el 17 de Francisco Mújica, Darío Samper, Dieoctubre de 1928 go Montaña. Y el mismo López Pula noticia sobre marejo constata que Tomás Uribe la reunión de la Márquez, Ignacio Torres Giraldo y convención liberal María Cano recorren el país atrayendo en la población las simpatías por ser los únicos expo- de Apulo. Dominada nentes del descontento. Pero no son por los generales sólo los agitadores o los estudiantes. Pablo Emilio Solano, en abril de 1928, en carta pú- Bustamante y Rafael blica, se separa del liberalismo para Cuberos Niño, era ingresar al socialismo, e igualmente partidaria de Baldomero Sanín Cano cree que es la abstención.

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necesario hacer el tránsito hacia el socialismo. El liberalismo, con frase de entonces, pierde así su savia. Eduardo Santos, actor y observador de esa época, ve que en estos años hay por todas partes inquietud y profunda desconfianza producidas por la pésima administración, por la mala política, por el horror de la zona bananera. En los años inmediatamente anteriores, la bonanza que en alguna forma había beneficiado a todos, le había dado al conjunto social una impresión de posibilidades abiertas, de optimismo; luego, casi repentinamente, desaparecían, se esfumaban esas perspectivas; se hacía ese tránsito no de una generación a otra sino que el cambio lo experimentaba cada cual personalmente. Se pasaba del ascenso a un brusco hundimiento, y se producía uno de esos fenómenos de los pueblos que dejan únicamente dos perspectivas: que se realice un cambio rápido, propiamente una revolución, o que el conglomerado social, barridas las ilusiones, caiga en un profundo desencanto. Y así se lo explicaron al país: a López Pumarejo se le escuchaba que toda la súbita prosperidad se había hecho a crédito, que la nación estaba endeudada en millones que no podría pagar, que esa prosperidad no era propia, que era a debe. Y el pesimismo se reflejaba, en la conferencia de Laureano Gómez pronunciada también en el Teatro Municipal en 1929. Gómez, ante un auditorio estupefacto, examina los dos componentes de toda entidad política, la tierra y la raza: la tierra nuestra ofrece un panorama de rocas desnudas, sombrías, hostiles y de selva, calor, bejucos y lluvia; la raza la integra el mestizo que es falso, servil, al que repugna el trabajo, y el negro, al que hizo el diablo. Para Laureano Gómez se transitan entonces caminos de decrepitud, de ceguera y de torpeza. Y Armando Solano va al socialismo para buscar un futuro menos triste, menos infecundo, dice, que la época que nos ha tocado vivir. Son hombres que van por los cuarenta años. Es ésta una de esas épocas en

que se transita ciertamente una crisis en la vida profunda y en la conciencia de un pueblo. De Washington a Puerto Berrío Los dirigentes liberales no pueden permanecer ciegos y sordos ante las candidaturas conservadoras, y resuelven reunir una convención en Apulo y luego otra en noviembre de 1929 en el Teatro Municipal de Bogotá. Las sesiones son caóticas, en un indescriptible desorden como casi todas las convenciones liberales. Aprovechando un momento propicio, se aprueba la abstención y la neutralidad liberal frente a las candidaturas conservadoras. Al leer el acta, Alfonso López Pumarejo hace constar su voto negativo y luego se va de frente contra la neutralidad y la abstención y presenta una proposición: la convención nacional del partido liberal declara que cree llegada la oportunidad de que el partido liberal proceda a prepararse para asumir en un futuro muy próximo la dirección de los destinos nacionales. Entre los convencionistas unos la escuchan sonrientes, otros airados, mientras los jóvenes —siempre hay un grupo joven en las convenciones liberales— la acogen con entusiasmo. Para la nueva dirección que designa la Convención se llega a una transacción: queda conformada por el general Antonio Samper Uribe, el general Leandro Cuberos Niño y Alfonso López Pumarejo. Samper, una figura tradicional del partido, se retira discretamente, y Cuberos, jefe de la facción neutral y abstencionista y en el fondo acérrimo vasquista, se va para su departamento, Norte de Santander; en Bogotá queda López, como se decía entonces, «tallando solo». Poco después, Francisco José Chaux propone el nombre de Enrique Olaya Herrera, embajador en Washington, como candidato presidencial; Santos, Turbay, Chaux y Botero Saldarriaga le envían un cable ofreciéndole la candidatura liberal. López no lo firma, sus razones tendría. Olaya

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responde cauteloso: ninguna candidatura de partido puede solucionar los problemas nacionales; sólo es posible hacerlo con una concentración patriótica, y por creerlo así no tiene derecho ni a pedir ni a aceptar que su nombre sea llevado a la batalla electoral. El desconcierto es inmediato. Según Santos, en editorial de El Tiempo, el liberalismo no puede ofrecerle sus votos a quien no quiere recibirlos, y en El Espectador se escribe que Olaya «pudo ser pero no quiso ser». López envía un telegrama a Chaux, conciso: «Se corrió Olaya, ahora ¿qué ocúrresele?» Olaya, para tener varias cartas en la mano, ha inquirido la opinión de Carlos E. Restrepo, ex presidente republicano y republicano solitario. Carlos, en cable a Olaya aplaude su rechazo de la candidatura de partido y se le anuncia que viaja a Bogotá para insinuar que la postulación de Olaya u otra igualmente insigne se convierta en exponente de una coalición nacio-

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nal. Tres o cuatro días después Olaya anuncia que se embarcará para Colombia a fin de buscar la mejor solución para los intereses del país. López, Santos, Turbay y Nieto Caballero —Carlos E. irá hasta Colón— resuelven esperar a Olaya en Cartagena. En Girardot, a donde van a tomar el hidroavión y en todos los puertos del Magdalena, se encuentran con el entusiasmo de los liberales que los reciben, enarbolando banderas. Llega Olaya. En Cartagena lo recibe una inmensa manifestación espontánea; lo mismo sucede en Barranqui- Fotomontaje de J.J. 11a, en Santa Marta, en las poblaciones Marulanda en 1931 con el presidente de la zona bananera y en las de las riOlaya Herrera (a la veras del Magdalena hasta Puerto Beizquierda como rrío. En todas partes, ante multitudes ministro de Carlos E. que lo acogen y lo sorprenden, habla Restrepo) y Olaya en sus frases sonoras, habla de personalidades del la necesidad de una concentración napartido liberal, cional, indispensable para superar el entre ellos Uribe desastre y retornar a la prosperidad, Uribe, en su calidad pero se abstiene de atacar al gobierno de mártir de ¡a y de aceptar o rechazar la candidatura democracia.

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Este fotomontaje de Benjamín de la Calle, con la imagen de Rafael Uribe Uribe y Enrique Olaya Herrera, tenía un título de gran impacto popular: "El profeta y el mesías".

presidencial. Su actitud es nuevamente desconcertante y Puerto Berrío se convierte en una etapa decisiva en la que se enfrentan dos concepciones: López, con Santos y Turbay, propugnan por una candidatura liberal y una campaña que se funde en los tremendos desaciertos del gobierno; para Olaya, en cambio, se deben desechar las recriminaciones y la candidatura debe ser de concentración nacional, no liberal. Después de largas conversaciones se llega a una transacción, que se refrenda en varias cartas; en la de López a Olaya se le pide que acepte la candidatura a la cual el liberalismo prestará su apoyo, entendiéndose que el candidato invite a otros grupos políticos a que acojan su nombre; en la respuesta a López, Olaya dice que no promoverá la organización de un nuevo partido y que los grupos que lo apoyen conservan plena libertad; en síntesis, de una parte, la candidatura de Olaya es una candidatura de concentración patriótica y, de otra, el liberalismo conserva su autonomía y no se diluirá en un vago republicanismo.

¿Formalismo? ¿Puro bizantinismo? No, con la candidatura de concentración se acepta la concepción de Olaya no se va de frente contra los conservadores y se evita que se unan con un solo candidato, y al mismo tiempo se mantiene la autonomía del partido, lo que permitirá que el liberalismo llegue después, con sus programas y sus hombres, a dirigir el Estado. Un nuevo actor La política y las candidaturas conservadoras han tenido por escenario exclusivo recintos cerrados —la presidencia, el palacio arzobispal, el Congreso, los directorios—. La candidatura de Enrique Olaya Herrera proviene de un grupo político y sus incidencias se han desarrollado en ese reducido sector. Todo ha transcurrido, con sus antagonismos, dentro de la clase política. Ahora, siguen grandes manifestaciones en Bucaramanga y Medellín. El 26 de enero llega Olaya a Bogotá: es una entrada triunfal, en medio de una

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lluvia de flores lo acompaña una inmensa multitud en las calles, en la plaza de Bolívar colmada, y lo escucha hablar desde los balcones del 13 de marzo. Ese día había llegado también a Bogotá, discretamente, Guillermo Valencia. La participación de las multitudes ha modificado radicalmente el escenario político; es la presencia de un nuevo actor con el que no se contaba. En una conferencia, Alberto Lleras Camargo había dicho que lo que el pueblo quiere es que se le deje gritar: lo está haciendo y a voz en cuello. Se había encontrado una salida política para la situación. Y así se llega al 9 de febrero (Olaya está gravemente enfermo pero la noticia se oculta cuidadosamente): las elecciones transcurren en un ambiente tranquilo pero tremendamente tenso. Al día siguiente, cada periódico proclama el triunfo de su candidato, pero la verdad, el triunfo de Olaya es inocultable; los liberales tienen la prensa, la que circula y se lee, y la utilizan. El triunfo de Olaya es visible en otra cosa: en la actitud de las gentes, en el

júbilo contenido de los liberales y en la calma, la dignidad exterior con que los conservadores aceptan su derrota, y en algo más: en Bogotá, según un testigo, desde el amanecer del lunes los templos están colmados de gentes que van a pedirle a la misericordia divina que los proteja ya que, según la historia o la arraigada leyenda, el liberalismo persigue a la Iglesia. A los pocos días de las elecciones Vásquez Cobo reconoce el triunfo de Olaya; Valencia prefiere refugiarse en Belalcázar. Sale a la superficie un estrato profundo de la compleja personalidad del presidente Abadía; Abadía es profesor de derecho constitucional y es, como lo afirmaban, un repúblico: en abril reorganiza su gobierno y entran a los ministerios cuatro liberales: Francisco Samper-Madrid, Eduardo Vallejo, Francisco Chaux y Germán Uribe Hoyos. Queda así refrendado y asegurado el tránsito de uno a otro gobierno. Meses después se realizan los escrutinios y se dan los datos oficiales: Olaya 369.934 votos, Valencia 240.360,

Las alegorías están a la orden del día al iniciarse el gobierno de Olaya. En esta, los ciudadanos de Puerto Berrío recuerdan la inscripción allí de su candidatura.

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Vásquez 213.583; otros 652 votos en blanco y dispersos entre varios candidatos; entre ellos 564 por Alberto Castrillón, candidato comunista. ¿Quién era Olaya Herrera? Las multitudes aclaman a Olaya; después de muchos años de ausencia lo acogen como su conductor político. Hay algo todavía más profundo. Olaya entra a la mitología popular: un fenómeno solar del 10 de febrero de 1930 se interpreta como un signo favorable, y en una tarjeta popular e ingenua se representa a Olaya como un ángel que salva a Colombia. ¿Quién era, en realidad, Olaya? Olaya está entonces por los cincuenta años. Había nacido en Guateque en una familia modestamente acomodada, y Guateque era, como tantas otras poblaciones, un islote con vida propia: un cura y un maestro progresistas, un Llegada triunfal patriciado provinciano que se ha desdel candidato tacado en el escenario público; allí, en Olaya Herrera a Guateque, la vida no es fácil: Olaya va Bogotá, el 26 de a la escuela pública que se interrumpe enero de 1930. Pocos por la guerra del 85 y el paso de las días después, tropas de la revolución; luego, ya en el 9 de febrero, la Universidad Republicana, inteobtiene la presidencia rrumpe nuevamente sus estudios, y, con 369.934 votos.

como todos los universitarios, se une a la revolución a cuyos ejércitos se había incorporado también su padre; hechos ambos prisioneros, al volver la paz, la familia, arruinada por la guerra, se traslada a Bogotá. La guerra, como para otros de su generación, es una experiencia decisiva: rechazan la guerra y con ella la violencia como recurso político; todos son profundamente civilistas, tolerantes, es la generación del centenario. Olaya se gradúa en derecho, practica su profesión y el periodismo, es empleado público, acompaña a Benjamín Herrera a una breve misión a Venezuela, y el periodismo, establecida la dictadura de Reyes, lo lleva a parar a la cárcel. Obtenida su libertad viaja a Bruselas y se matricula en la universidad. Olaya regresa cuando Reyes ha perdido la opinión y habla en la manifestación contra la dictadura desde los balcones que se recordarán como los del 13 de marzo. Los oradores son enviados a las bóvedas de Bocachica; al caer Reyes y volver Olaya a Bogotá, se le hace un gran recibimiento. Se forma entonces la Unión Republicana, y la Gaceta Republicana, fundada por Olaya, le sirve de vocero. Designado ministro de Relaciones por Carlos E. Restrepo, se enfrenta en el Congreso, por los hechos de La Pedrera, a Rafael Uribe Uribe en debates pugnaces. Reorganizado por el presidente Restrepo el gobierno, Olaya es ministro plenipotenciario en Chile. A su regreso funda El Diario Nacional, se reincorpora al liberalismo y al caer Suárez es nombrado nuevamente ministro de Relaciones, entra a defender el tratado Urrutia-Thomson, que pone fin a la cuestión de Panamá, y se enfrenta en las cámaras entre otros a Laureano Gómez, en duros y agresivos debates. Aprobado el tratado, Olaya se retira del ministerio y acepta la embajada en Washington. Su vida en Washington es interrumpida en 1928 por la VI Conferencia Panamericana que se reúne en La Habana, en la que Olaya preside la de-

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legación de Colombia. En un discurso, el presidente de la delegación de los Estados Unidos, Ch. E. Hugues, expone como fundamento del panamericanismo, abiertamente, la intervención de su país en las otras naciones de América Latina. Interrogado Olaya por los periodistas, considera magistrales esas declaraciones. En Bogotá se provoca el escándalo; según El Tiempo, la actitud de Olaya constituye una verdadera traición a la causa de América Latina. Olaya envía un telegrama aclaratorio. Nada importa; queda flotando y se repite un comentario: Olaya Herrera merecía ser fusilado por la espalda sobre la cureña de un cañón. Olaya regresa a Washington. Para 1930 su carrera había llegado a su culminación. La aventura de una candidatura presidencial estaba fuera de sus perspectivas, como estaba por fuera de los sueños del más iluso de los liberales. Pero ¿cómo era Olaya? Era alto, ligeramente rubio, corpulento; tenía una frente amplia, ojos claros, una fisonomía común. En la plaza pública al hablar inclinaba la cabeza, movía sus inmensos brazos y su voz varonil llenaba el espacio con frases elocuentes, vagas, resonantes. En el Congreso se enfrentaba a quien fuera, y se levantaba entonces arrogante. Atacado, respondía implacable, agresivo, aun violento. Sí. ¿Pero cómo era en realidad Enrique Olaya Herrera? Era un trabajador infatigable; era afable, afectuoso si así le convenía; discreto —sus cóleras eran calculadas y voluntarias—, era frío y analítico a ojos vista; era hábil y cauteloso como es frecuente atribuírselo a la gente de Boyacá, pero sin la marrullería transparente de sus pequeños políticos; era atildado, ceremonioso y protocolario. Más allá, es imposible ir; nadie le conoce un abandono, le ha oído un gracejo, le ha escuchado una confidencia; Enrique Olaya Herrera es distante, distante de los que le rodean y distante de las multitudes que lo aclaman.

Todo es conservador Olaya, para constituir su gobierno, tiene que afrontar la realidad política, y en el país todo es conservador: el Congreso, la Corte Suprema, el Consejo de Estado, el ejército, la policía, la burocracia. El 7 de agosto designa ministros y gobernadores: Carlos E. va a Gobierno, deja en manos conservadoras la Hacienda, la Educación y la Guerra, y en los demás ministerios nombra liberales; las gobernaciones las distribuye paritariamente entre los dos partidos. La opinión ha experimentado un cambio casi repentino; del desaliento anterior se pasa al extremo contrario, con una fe casi mística puesta en Olaya, con la seguridad de que no sólo la crisis va a ser superada, sino que llegará el bienestar y se harán las reformas por tanto tiempo esperadas. El 8 de agosto de 1930 las ilusiones de todos son posibles.

Entrada de Olaya Herrera a su pueblo, natal de Guateque, en Boyacá, en 1930. La fotografía es de Luis Gaitán.

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El nuevo gobierno tiene que presidir nuevas elecciones, primero las de asambleas, de las que depende la composición del Senado, y luego las de la Cámara; están vigentes las circunscripciones electorales que favorecen a los conservadores: son las «corralejas» electorales; Olaya se niega a modificarlas; contabilizados los resultados, el liberalismo logra una escasa mayoría en la Cámara, pero no consigue en cambio ganar el Senado. Esto tiene una consecuencia: la legislación puede ser paralizada o el gobierno tiene que entrar en coaliciones, en lo que se ñamará el «romanismo». Pero la campaña ha sido pugnaz y el día de elecciones se presentan enfrentamientos violentos, el más grave en Montería, donde los conservadores, según los liberales, atrincherados en las casas y a balazos, quisieron impedir la votación. Las imputaciones en ese sentido o el contrario son abundantes. En todo caso, estas elecciones son distintas a las de los años anteriores, que transcurrían casi siempre en calma y con un resultado predeterminado. La paz pública, la del régimen conservador, ha dejado de existir. Primero Bogotá y Medellín, luego otras ciudades y poblaciones, se encuentran con que ha cambiado su ambiente apacible. En Bogotá, frente al Ministerio de Obras Públicas, se agolpa una multitud de obreros desocupados en busca de trabajo; la tensión sube y se cambia radicalmente de actitud: de una resignada espera, de una solicitud comedida, se pasa a la exigencia, al reclamo del derecho al trabajo; lo mismo frente a la tesorería: los empleados públicos, antes tan modestos y obsecuentes, exigen coléricos que se les paguen sus sueldos atrasados. Se ven entonces avanzar unas columnas lentas, de las que salen gritos hostiles; primero en las ciudades, luego en las poblaciones, a poco por los caminos y veredas; van pidiendo trabajo y con él un pan: son las marchas de hambre. Y hay otro desfile, el de los leprosos que se escapan de los lazaretos a donde no llegan sus míseras

raciones. El orden está amenazado; ruge —según un ministro, un gobernador o un ricachón—, ruge la revolución. Antes, en el régimen anterior, un conflicto social se aislaba; exacerbado, se reprimía. La paz social, la conservadora, también ha dejado de existir. En otro campo están todas las gentes del que es un país de deudores. Cayeron drásticamente los precios pero aun así nadie compra nada. Cuando las propiedades hipotecadas se llevan a remate, los remates se declaran desiertos. Unos se encuentran en la ruina, otros, se «fictician», hacen un traspaso simulado de sus bienes. En todo el país se organizan comités de deudores, se decreta la huelga de pagos, se oponen por la fuerza a los secuestros de bienes. La paz económica, como había existido, que casi se confundía con la inmovilidad, desaparece también. Aunque vienen de Abadía, pronto se agudizan los problemas agrarios y campesinos. Con un nuevo ingrediente en Cundinamarca: Gaitán funda la UNIR y le da una voz política a la protesta, a más que los comunistas ven que en esa situación pueden hacer su agosto. La paz campesina, la que se describía como la idílica paz campesina de propietarios ausentistas y siervos sin tierra, ya no existe. Y el gobierno se encuentra desde el mismo día de su iniciación con un crecido déficit de tesorería, sin que pueda pagar ni a los maestros; con una deuda cuantiosa, sin recursos para cubrir su servicio. El Estado está al borde de la bancarrota, y en este aspecto como en los otros se esfuma la paz, entendida como la marcha regular de las finanzas del Estado. ¿Se está nuevamente en plena crisis social? Si lo es, ésta es fundamentalmente distinta a la de los años anteriores. Entonces era de desaliento, era la sensación que se estaba en manos de un destino adverso. Ahora es lo contrario: individual o colectivamente, todos reclaman, empujan para que se les reconozca su derecho; es una so-

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ciedad en plena ebullición; los criterios tradicionales dejan de tener valor y la misma posición social, antes relativamente fija, pierde su estabilidad. Se producen los enfrentamientos: entre los que se aterran al orden anterior que se erosiona, y los sectores que demandan cada uno su parte, en aspiraciones encontradas: son los arrendatarios y los propietarios de tierra, los obreros y los dueños de fábricas, los comerciantes y los industriales. Todo eso repercute en el gobierno, sin dejarle pausa. Y el gobierno, expresa o tácitamente, enfrenta la situación con un criterio perdido desde la Federación; reconoce el conflicto, y reconoce que las demandas, por exageradas que sean, tienen en el fondo un fundamento legítimo. El gobierno presenta proyectos de ley como el de reforma agraria, y en otros campos obtiene el reconocimiento del derecho de huelga o de los derechos de la mujer casada. Y Olaya, que no ha llegado en hombros de una revolución, va abocando los problemas según las urgencias: son los préstamos al Banco de

la República, la moratoria, el crédito, la reactivación del comercio y de la industria, la reiniciación de las obras públicas. Esto lo coloca bajo los fuegos cruzados de unos y otros: de quienes creen ver que se menoscaban sus privilegios y quienes, en cambio, no ven que se atiendan sus necesidades. Entre la guerra civil... Los ministros y gobernadores del nuevo régimen son bien recibidos en Bogotá. No es lo mismo en los departamentos: los gobernadores son rechazados por los conservadores o los liberales según el caso. Con los alcaldes sube el tono de la protesta. En SanCasa Liberal de tander, el directorio conservador Medellín, 1931, monta en santa ira y se va de bruces fotografía de contra el gobernador Alejandro GalBenjamín de la Calle. vis Galvis, y no es para menos: en cinRefleja la cuenta años no se había visto un alreorganización del calde liberal. Sin embargo, en un prinpartido, que le cipio, se ataca a los gobernadores, no permitió dar fin a Olaya. a cincuenta años La polémica a poco deja de ser verde hegemonía conservadora. bal. En Chiquinquirá es asesinado el

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Después del triunfo electoral de Olaya, Abadía Méndez nombró ministros liberales en su gabinete para facilitar la transición (abril 2 de 1930): Ismael Enrique Arciniegas (Correos y Telégrafos) Germán Uribe Hoyos (Obras Públicas), Francisco Samper Madrid (Relaciones Exteriores) y Eduardo Vallejo (Hacienda).

doctor Supelano Medina, conservador, cuando iba a dictar una conferencia, y otros encuentros tienen por escenario a Soatá, Briceño, Saboyá; después se traba una atroz batalla en Capitanejo, en Santander; Capitanejo constituye un punto de no regreso: de ahí en adelante es la guerra civil, implacable; de ahí, de Capitanejo, sigue a Molagavita, salta a Piedecuesta, pasa por Floridablanca, llega a la capital, Bucaramanga, arrasa la provincia de García Rovira, epicentro del conflicto, y recorre asolándolo a Santander del Norte. En Capitanejo la población es liberal, las veredas conservadoras; el jurado electoral resuelve levantar un nuevo censo; es necesario, pues, inscribir a los electores;

un día, un 29 de diciembre de 1930, un lunes por más señas, a las dos de la tarde, don Alejandro Herrera, jefe conservador, con un grupo de campesinos, atraviesa la plaza; van al jurado electoral; por cualquier detalle curialesco comienza la disputa, pasan a las injurias, interviene la policía y se forma una gresca. Ese mismo día, y los ánimos están al rojo vivo, entre nueve y diez de la noche, otro grupo conservador se dirige a Capitanejo; pernoctarían en la población y se inscribirían al día siguiente; a la cabeza de los liberales se pone Joaquín Torres y en las goteras del pueblo se traba el combate que dura, reventando bala, hasta bien entrada la noche; la población quedó aislada, se cortaron las líneas telefónicas; a la mañana siguiente se cuentan diez muertos y catorce heridos, entre ellos cuatro policías: son los heridos que sobrevivieron y no se desangraron en donde los dejaron tendidos en medio de la balacera, hasta bien entrado el amanecer. En Molagavita es asesinado el presbítero Orduz y se atribuye el asesinato al sargento de la policía. La noticia del sacrilegio va de boca en boca. Los campesinos conservadores de la vereda de Sabaneta, en Piedecuesta, armados y en son de guerra invaden las veredas liberales de Sevilla y La Rayada; se incendian los ranchos y cuando salen los moradores —hombres, mujeres, niños— los reciben a plomo, luego se arrasan las sementeras, se sacrifican los animales. Ése es el relato, al menos, que se hace en Piedecuesta. Los liberales recogen los muertos y con sus muertos se inicia el cortejo hacia Bucaramanga; al entrar en la ciudad la inmensa marcha se convierte en una avalancha humana que se precipita por allá hacia la Carrera 12, hacia El Deber, el tradicional diario conservador dirigido por Manuel Serrano Blanco y Juan Cristóbal Martínez; rompen puertas y comienza la destrucción; a la calle van a dar las galeras, las prensas, los tipos y guillotinas, arrasándolo todo; la furia que queda

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se estrella contra La Unidad Católica del padre Castillo. Pero ya García Rovira está encendida: en Guaca, cuando don Cayetano Monsalve, comenzada la noche, rezaba el rosario con toda su familia, derriban la puerta y sueltan una descarga; en San Andrés responden, y a una familia liberal la acribillan disparando desde una ventana. Y Santander del Norte está prendido también: en Salazar cae en una emboscada don Fausto Peñaranda, liberal, y se abre la refriega en las mismas calles del pueblo en las que los conservadores llevan la peor parte; en Ragonvalia se desquitan, se la toman y saquean las casas de los liberales, de una en una. En ese ambiente transcurren las elecciones. Ese domingo primero de febrero las elecciones en algunas poblaciones se convierten en verdaderos combates. En Piedecuesta, otra vez Piedecuesta, todo comienza por una disputa en el Jurado N.° 5, y de ahí, sin intervalos se abren los fuegos; los unos disparan atrincherados en las torres de la iglesia, los otros desde la alcaldía; los disparos se hacen generales, cruzándose la balacera en la plaza

llena de gente que corre despavorida, y en la que quedan nueve muertos conservadores; en Matanza, al regresar los electores liberales de la vereda de Santa Cruz, los atajan unas descargas, los de Pajuil ocultos y apostados los estaban esperando; en Cite, que cuando más es una aldea de la provincia de Vélez, reciben a los electores a bala. Es la guerra civil; se libra con las armas con que se combatió en las guerras civiles: machetes, revólveres y grasses, los de la policía y los que andan regados por todas partes —se acusa al general José Joaquín Villamizar que antes de separarse del Ministerio de Guerra los repartió entre particulares—. Es una guerra civil entre dos bandos: un camino, una quebrada, unos cinchos separan las veredas hostiles; unas poblaciones las ocupan unos y las otras, los otros; se emigra con los pocos trastos que se pueden salvar; en San Andrés no queda un liberal, en Guaca ningún conservador; a las pequeñas ciudades las parte una calle: un barrio de Ocaña, el Carretero, es liberal, la Piñuela es conservador; con sus santos patrones: Jesús Cautivo en el Carretero, San Antonio

Enrique Olaya Herrera cuando era ministro de Relaciones Exteriores de Carlos E. Restrepo (1910-11). Es el primero de la izquierda en esta curiosa fotografía estereoscópica de L. Achury.

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Enrique Olaya Herrera, en la reunión del Consejo de la Unión Panamericana, el 7 de mayo de 1924, en Washington. Olaya aparece en el centro, detrás de Charles Evans Hughes, secretario de Estado norteamericano.

en la Piñuela. Y quien franquee ese límite corre el riesgo de no regresar. Es una guerra civil sin dar ni pedir cuartel: se rodea una casa, le meten candela, a los que van saliendo los reciben a plomo, y a los que pasan el cerco de balas los destrozan a machetazos; a Ignacio Peña lo matan, lo empapan en gasolina y lo queman públicamente; el médico legista, Plácido Arce Soler, va de una a otra parte practicando autopsias: a un Rodríguez lo atravesaron de catorce tiros y encima le clavaron treinta y cinco puñaladas, y ése es un caso entre tantos; de la sangre aún fresca se empapan pañuelos como trofeos, se mutilan los muertos a machetazos, los cadáveres se arrastran por las calles de los poblados o los caminos hasta dejarlos desfigurados. Y no hay misericordia: Reyes Suárez, de rodillas y con las manos en alto, pide que no lo maten o al menos perdonen a su hijo; le responden con una descarga a quemarropa, otra acaba con el muchacho. Es una guerra civil y la muerte ronda por todas partes: en la plaza pública, en las calles, al abrir desprevenido la puerta de la propia casa, y los tiros salen de todas partes: de una escuela,

de las torres de la iglesia, en los caminos se palomea: detrás de una cerca, con mampuesto, se viene encima el disparo infalible. Y nadie está a salvo ni los jueces ni sus secretarios, ni los jurados electorales —en Umpalá el presidente conservador le descerraja un tiro al vicepresidente y lo deja muerto en el acto—, ni los señores, ni los curas, ni los campesinos y menos los policías. A todos los llevan a enterrar, aunque a algunos les niegan sepultura cristiana; y las familias se aniquilan unas a otras; en el cementerio de Málaga, en hilera, están las tumbas de los Monsalve, en frente las de los Orduz; no pusieron en las cruces si los unos eran liberales y los otros conservadores, no hay para qué, todos lo saben. Es una guerra civil y religiosa. De un lado los liberales con la policía en un bando, y los conservadores con los curas en el otro. A pocos meses se convertirá en una guerra de partidas y de bandoleros. Una de esas partidas tiene su centro en Arboledas y la comanda Roberto Rodríguez, el maestro de escuela convertido en guerrillero conservador; y con los otros está el terrible bandolero Ángel María Colme-

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nares; no hay emboscada ni celada que valga; siempre se escapan —tienen, seguro, pacto con el diablo—, y hay sitios vedados, uno el páramo del Almorzadero y otro el alto de la Pica; de allá no se sale con vida. Los policías son el blanco preferido, y en ellos se concentra el odio conservador, y a ellos se les atribuyen desmanes y atropellos; al director de la policía de Santander lo apodan Tastás, el sonido seco de los disparos de revólver. En los pueblos las noches son lóbregas; de pronto comienzan las bombas, cuando intempestivamente se va la luz eléctrica que se controla desde la casa cural, y en las refriegas las balas salen de las torres de la iglesia o aun se atribuye al cura, como al párroco de Florida, haber instigado el ataque a bala de los liberales. Después de uno de esos combates, los liberales se toman la iglesia, a puntapiés juegan con la lámpara del Santísimo y llenan de escupitajos groseros la mesa del comulgatorio; en el Zulia, en el corregimiento de Maripí, le meten candela a la capilla. Y en medio de esa hoguera quedan envueltos los curas también: Jordán en Cúcuta, y en Pamplona, el caudillo Torrado, Esteban Méndez en Ragonvalia; Cote en Chinácota, que con sotana y todo es jefe de partido. Rafael, obispo de Pamplona, se dirige por telégrafo a Galvis Galvis, gobernador de Santander: «elevo respetuosamente ante usted sentida queja contra individuos policía que, según voz pública, son ejecutores tamaños desmanes»; y por telégrafo le responde el gobernador al obispo: «yo también permítome elevar ante S.S. mi dolida queja por la actuación de algunos párrocos que, en lugar de apaciguar el incendio, se dieron a fomentarlo...» Esa guerra no la apacigua nadie. Aunque los jueces los designan desde Bogotá, no les creen ni hay quien declare: nadie ha visto nada, ni las monjas; por si acaso, se asaltan los juzgados y se queman los expedientes. García Rovira termina por ser ocupada por el ejército y la construcción de la carretera central se desvía a Málaga.

Llegará la paz pero meses, meses después. Quedan, eso sí, los rescollos y rencores esperando otra ocasión, y el desquite. ... Y la guerra internacional Los hechos de los Santanderes los lleva al Senado Laureano Gómez. Pero días antes ha hecho su debate contra Román Gómez —es el debate de Crispín y el tinglado de la antigua farsa, de Benavente—; durante dos largas noches arremete contra Román Gómez y su grupo; son los romanistas, los congresistas conservadores, muy pocos, que se suman a los liberales y le dan

Fotografía publicitaria de Olaya realizada por Benjamín de la Calle para la campaña electoral en 1929.

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Santos, López, Lenc, Vargas Mariño y Lleras Camargo con el presidente Olaya. Abajo, con sus ministros Carbonell, Morales, Santos, Restrepo, Pérez, Chaux y Tascón.

mayoría al gobierno en el Congreso; Laureano Gómez es despiadado; los romanistas proceden así a cambio de prebendas, licitaciones torcidas, contratos mal habidos; forman una tenaza contra el conservatismo, es una entrega, en ellos todo es falsía, todo mentira. El debate es demoledor y va más allá del recinto del Senado: va contra todos los conservadores que se atrevan a colaborar con el nuevo gobier-

no. Laureano Gómez es, desde esas noches tempestuosas, el jefe del partido conservador. Un mes más tarde, comienza Laureano Gómez el debate sobre los Santanderes: noche tras noche hace desfilar las trágicas escenas. Al iniciarse la sesión del 15 de septiembre, el ministro de Relaciones Exteriores informa al Senado sobre el ataque peruano a Leticia. Laureano Gómez debe hablar y el Senado tenso y colmado lo escucha: lejos de seguir ahondando en las recriminaciones, y en la lucha denodada y fiera, leal y enérgica de los partidos, dice, vamos a cambiar nuestro frente y que sólo se oiga este grito: «¡Paz, paz en el interior. Guerra, guerra en la frontera contra el enemigo felón!» Y se está en guerra con el Perú. Al país lo recorre un movimiento nacionalista. País sin ánimo expansionista, no espera la guerra, y confrontado a la guerra tiene que improvisarlo todo: el ejército, los caminos hacia esa región distante y aislada de Leticia. Además, asumir la defensa de sus derechos en el escenario diplomático. Durante cuatro años el gobierno ha atendido con éxito todos los aspectos

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de la guerra, y ha desarrollado su obra: iniciado el gobierno en medio del remolino de la depresión, sin ejemplo en otros países que sirvan de brújula, las primeras medidas tienen que tomarse para afrontar la crisis: un empréstito al Banco de la República es, según fórmula que se utilizó, «lluvia bienhechora sobre la asolada economía»; impulsado por el ministro Alfonso Araújo, el plan de obras públicas, principalmente carreteras, rompe el aislamiento en el interior del país y absorbe los brazos desocupados. En lo político, se implanta la cédula para impedir el fraude, y una ley establece que los militares no pueden votar, colocándolos así fuera de la refriega partidista. En otro campo, se fundan entonces el Banco Central Hipotecario, la Caja de Crédito Agrario, la Caja Colombiana de Ahorros, y el Instituto de Acción Social. En el Congreso se dictan leyes proteccionistas como la 62 de 1931, se establece una regulación para los petróleos, se aprueba la ley 28 de 1932, el estatuto de la mujer casada, y se dictan otras leyes sobre jubi-

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Manifestación de laciones, prestaciones sociales, jornadesempleados frente da de ocho horas, derecho de sindial Ministerio de calización y reglamentación de la huelObras Públicas, en ga. Junto a esto, visible en los cuatro enero de 1932. años, se efectúa una renovación de las La población adquiere personas y se integran nuevas geneconciencia de sus raciones a la conducción del Estado: derechos y en esta Alfonso Araújo es designado ministro ocasión esperan a los 29 años, llegan al Congreso Alser escuchados por berto Lleras, Darío Echandía, Gaitán, el ministro Carlos Lozano, y Gabriel Turbay es Alfonso Araújo. ministro de Gobierno cuando va por los treinta y dos años. Pero el cambio tiene otras dimensiones. La década de 1930 es también partera de la historia; ha engendrado un nuevo mundo y Colombia entra en ese nuevo mundo: en resumen, el capitalismo comienza una nueva etapa, Colombia entra a girar ineluctablemente en esa órbita, y el Estado tiene que ser intervencionista en lo económico y social; y en Colombia la moratoria, el control de cambios, la reducción de los intereses en las deudas, el control del mercado cafetero son algunas muestras de esa política.

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En Bucaramanga, una escena de saqueo frente a las oficinas del diario conservador "El Deber" (1932). Plaza de Mercado de Chiquinquirá, uno de los escenarios de la violencia desatada en 1931.

Y Olaya, durante esos cuatro años duros y convulsionados, no ha presidido un gobierno impopular. De una parte, la gente siente en carne propia que se ha superado la crisis, que en alguna forma se vive mejor; más profundamente, se imprime una nueva

concepción para enfrentar la vida, sus relaciones, las contradicciones, sus conflictos, y aunque no todos han logrado todo lo que habían esperado, sí todos han logrado algo al menos de lo que esperaban. De otra parte, aunque Laureano Gómez ha proclamado la paz en el interior, después de un corto intervalo de tregua desata la oposición, que es como siempre pertinaz, sin tregua. Todo en el gobierno es censurable, oscuro: la designación de un asesor, los contratos de petróleos y todos los contratos, el orden público, mampara para perseguir al conservatismo. Y en cuanto al conflicto con el Perú, para Laureano Gómez el ataque a Leticia lo provocó la imprevisión, el haber desguarnecido el gobierno la frontera; las obras y los suministros militares cayeron en manos de aprovechadores e intermediarios aventajados; las operaciones de la guerra se condujeron con ineptitud y la causa de Colombia se enturbió en Ginebra y Río. Al partido conservador lo lleva Laureano Gómez a asumir esa posición in-

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Olaya Herrera visita la fábrica de junkers en Desau, Alemania, en agosto de 1936. El 18 de febrero de 1937, muere Olaya en Roma. Sus funerales se celebran en la iglesia de Santa María de los Angeles, en esa ciudad, mientras que en Colombia se difunden alegorías y fotomontajes como este, realizado por J. Obando.

transigente: los conservadores que no la adoptan, se extravían, según él, por caminos dañados, y se impone en el partido una rígida obediencia: es la disciplina para perros de que habló algún rebelde. Algunos conservadores continúan acompañando a Olaya en los ministerios hasta el final de su período; otros notables se retiran silenciosos de la vida pública, algunos sobreaguan en esa marejada; parte del conservatismo continúa votando por su partido, reduciéndose de año en año su caudal, ya que los otros prefieren volverle la espalda al escenario agreste de la política. La fracción activa del partido conservador se cohesiona, excluyente, con una lealtad ab-

soluta; rechaza cualquier compromiso como acomodo vitando y se aferra a un credo rígido fundamentado en la sacrosanta Constitución de 1886, bajo la guía suprema e incontestable de Laureano Gómez. Que ese fuera el camino para que subsistiera el partido conservador, desconcertado y abatido por la derrota, es discutible; lo que no parece discutible es que, paradójicamente, si se daba la impresión de un gobierno acosado por la oposición, le despejaba en realidad un amplio campo de acción: forzaba a los liberales, sobre los que venía a sustentarse, a apoyar a Olaya, y llevaba a vastos sectores de la opinión a inclinarse en favor del gobierno. No, Olaya no fue

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impopular; el 5 de agosto de 1934 una inmensa manifestación expresa su adhesión al gobernante que termina su período. Pero Olaya no va a encontrar la calma. Los conservadores adoptan como táctica seguir atacándolo, asumiendo como contraste una actitud benévola con el nuevo presidente, Alfonso López Pumarejo. Sintiéndose acosado, herido por la que considera pasividad del gobierno, en resonante declaración afirma Olaya que recorrerá el país para denunciar la fraternidad política entre el jefe del Estado y el jefe de la oposición —la notoria amistad entre López y Laureano Gómez—. Es el rompimiento entre López y Olaya, con la consiguiente división liberal. Todo se evita y la reconciliación se sella en una comida en casa de Luis Eduardo Nieto Caballero, la última de la generación del Centenario. El Protocolo de Río de Janeiro lleva a Olaya nuevamente al Ministerio de Relaciones y a enfrentarse combativo

Famosa fotografía de la marcha hacia el Capitolio, el día de posesión de Olaya Herrera, acompañado por Jaime Jaramillo Arango y señora, Alfonso López, Alberto Pumarejo, Alfonso Araújo, María Londoño de Olaya, Francisco J. Chaux, Esteban Jaramillo y Eduardo Santos.

a la oposición de las cámaras. En el Senado, al votar el artículo 2.° del Protocolo, se produce un empate que equivale a una negativa. Abierta la campaña, el partido liberal lleva sus mayorías y el nuevo Congreso aprueba el tratado. Olaya, que se ha retirado del ministerio, es nombrado embajador ante la Santa Sede. El 12 de febrero de 1937 llega a Bogotá la noticia de la enfermedad de Olaya; padece de una úlcera duodenal y es internado en la clínica Quisisana; se grava rápidamente y muere el 18 de febrero, a los cincuenta y siete años. Unos dos meses después llegan sus restos a Colombia. Las exequias en Bogotá, para un hombre que ha amado tanto el ceremonial, son rígidamente solemnes; eso sí, colmando las calles hay gentes de todas las condiciones, clases y estratos; todos saben, como lo sabe el país, que Olaya Herrera ha sido el conductor de la nación en una etapa difícil de su difícil historia.

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Bibliografía Economía y hacienda pública, Tomo II, De la república unitaria a la economía del medio siglo. Academia Colombiana de Historia, Historia Extensa de Colombia, vol. XV. Bogotá, Lerner, 1966. HENAO, JESÚS MARÍA y GERARDO ARRUBLA. Historia de Colombia, 2 vols. Complemento a la Historia Extensa de Colombia, vol. XI. Academia Colombiana de Historia. Bogotá, Plaza & Janés, 1984. LLERAS RESTREPO, CARLOS. Borradores para una historia de la república liberal. Bogotá, Nueva Frontera, 1975. NIETO CABALLERO, LUIS EDUARDO. Crónica política. Escritos escogidos, Vol. II. Biblioteca del Banco Popular, n.° 116. Bogotá, 1984. RODRÍGUEZ, GUSTAVO HUMBERTO. Enrique Olaya Herrera. Político, estadista, caudillo. Colección Presidencia de la República, vol. II. Bogotá, Imprenta Nacional, 1979. VALENCIA BENAVIDES, HERNÁN. Discursos y mensajes de posesión presidencial, tomo II. Colección Presidencia de la República, vol. VIL Bogotá, Imprenta Nacional, 1983. CRUZ SANTOS, ABEL.

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Para este retrato de estudio, Olaya adoptó la actitud del hombre de leyes y orador. Se inició en la plaza pública con fogosos discursos en contra del gobierno del general Rafael Reyes.

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Capítulo 10 bis

Aspectos de Olaya Herrera y su gobierno Germán Arciniegas Cómo era Olaya

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o singular en Olaya es su rostro de rasgos indígenas, mongólicos, que registraron los colombianos llamándolo el indio rubio de Guateque. Y ahí está el enigma. Lo que hay de humildad en el indio, en Olaya Herrera era dominio imperial. Fueron contadísimas las personas que se tutearon con él. Colocaba a distancia al interlocutor. Había un protocolo natural que él imponía en el trato cotidiano. Como si se diera cuenta de su propia altura, inclinaba a un lado la cabeza, y se le llamaba las 6 y 5. Sonreía como por benevolencia, y cuando se airaba, en los discursos, se crecía. Hablando una vez desde el balcón del Jockey, en la Plaza de Bolívar, al levantar el brazo en un gesto muy suyo, olímpico y tronante, dijo quien estaba abajo, en el atrio, observándolo: Se crece un kilómetro. Cuando regresó de Chile, el pueblo que recordaba sus discursos del 13 de marzo, en un acto de delirio, desenganchó los caballos del coche que le habían preparado para llevarlo de la Estación de la Sabana a la Plaza de Bolívar, y tiraron el coche los caballeros.

El discurso de posesión En el discurso de posesión ante el Congreso Olaya rinde homenaje a la rectificación política que venía haciéndose por un esfuerzo de los dos partidos bajo presidencias conservadoras. A la crudeza de los gobiernos cerradamente partidistas del siglo anterior, siguió el proceso de respeto al sufragio y expresaba su orgullo al poderlo proclamar después de su elección. «Estamos haciendo desde hace lustros un gran ensayo de legalidad, libertad y democracia que aun más allá de las fronteras patrias se sigue con interés, y que para que subsista inconmovible, requiere que sea fecundo en frutos de paz, de progreso y bienestar. Los pueblos pierden la energía para sostener las soluciones de libertad cuando ellas no se traducen en prosperidad y justicia para todos.» Había que darle a lo de las bananeras una respuesta que pudiera satisfacer a los trabajadores dentro del marco de la democracia liberal, y por eso dijo algo que no se encontraba en los discursos tradicionales de posesión: «Dictar un cuerpo legislativo de previsión social que encauce los anhelos de los trabajadores dentro de las vías legales y que con-

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tribuya a un régimen equitativo y estable de los dos grandes factores de la producción e impulsar —ampliandola— la labor de la Oficina General del Trabajo, sería quizá dentro de las actuales perspectivas nacionales, un acertado programa de acción.» La alusión que hace al papel del ejército suena como una advertencia oportuna después de los desmanes de Cortés Vargas en las bananeras: «Los Jefes, Oficiales y Soldados que llevan el uniforme de la República y en cuyas manos está el pabellón de la Patria, son guardianes fieles de la Constitución y de la ley, centinelas leales del tesoro de la paz y del respeto al derecho que la República ha puesto bajo su salvaguardia.» Y siempre apuntando al drama de las bananeras, dijo: «La legislación vigente en Colombia, elaborada en sus líneas generales hace más de medio siglo, no ha reglamentado hasta ahora las relaciones jurídicas, económicas y sociales a que da lugar el trabajo en los países que alcanzan un desarrollo económico considerable. Para evitar las conmociones públicas aconseja la experiencia transformar las tendencias combativas de las masas en un esfuerzo común de organización.» También aludió tangencialmente a la tragedia del 8 de junio en Bogotá: «Como Bogotá, a más de ser el asiento de los poderes públicos y residencia del Cuerpo Diplomático acreditado ante el Gobierno de la República, es el centro principal a donde acuden miles de estudiantes de la Nación entera y numerosos visitantes de todas las regiones del país... no es posible que continúe careciendo (...) de los servicios (...) de una ciudad moderna (...). En la adopción de las medidas que pongan fin a tal estado de cosas, debe estar interesado nuestro orgullo de colombianos...» Como el programa de gobierno era para realizarlo con la colaboración de los dos partidos, sin hacer esfuerzo, porque se trataba de sus íntimas convicciones, el caudillo liberal empleaba un lenguaje que aplaudieron unos y otros. Incluyendo a un joven univer-

sitario que le hizo gran discurso cuando se lanzó la candidatura y fue de los oradores en el trayecto de Puerto Berrío a Bogotá: Gerardo Molina. Que pasados los años, habría de escribir en su obra sobre Las ideas liberales en Colombia: «No obstante las reservas que despierta en nosotros su gestión en lo que se refiere a las relaciones con los Estados Unidos y con la Iglesia, a su política del petróleo y a su afán de frenar los anhelos multitudinarios de transformación social, no tenemos inconveniente en declarar que como administrador tiene más títulos que cualquiera otro para ser colocado al lado del general Santander.» Esteban Jaramillo y la economía La entrada de Esteban Jaramillo al Ministerio de Hacienda fue desconcertante. Se tenía a este teórico de las finanzas como responsable de muchos errores pasados. «La designación del doctor Jaramillo —decía El Tiempo en un editorial— no puede causarnos especial regocijo. Él simboliza cuanto hemos condenado: la danza de los millones, los despilfarros, el optimismo infundado, la insinceridad administrativa, la falta de energías y la carencia absoluta de continuidad y de plan...» Sin buscar con halagos ningún apoyo, un poco desafiante y frío, siempre lejano y un tanto imperial, Olaya fue construyendo todo un sistema de protecciones a la industria, crédito para los agricultores y salida para los deudores del impase en que se hallaban que sorprendieron en un país no acostumbrado a esta clase de agilidades... todo aprovechando a ese Esteban Jaramillo que con tanta desconfianza se vio llegar a un ministerio que ya le parecía vedado. El tiempo iba a darles la razón, pero hubo instantes en que hubo que acudir a medidas fulminantes, de novela. Al terminar los tres años de su gestión, y hacer la síntesis de lo que se había logrado en la administración Olaya Herrera, Jaramillo escribió en su Memoria al Congreso:

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Capítulo 10 bis

«Cuando tuve el peligroso honor de ser llamado al Ministerio de Hacienda y Crédito Público en noviembre de 1931, rugía en el país la revolución social. A causa de la paralización de las industrias, del estancamiento del comercio, del paro de las Obras Públicas, de la baja de los precios y de la ruina de los deudores, numerosas multitudes de obreros acosados por el hambre recorrían las calles y plazas, los caminos y veredas, pidiendo trabajo en forma amenazante; frente a las oficinas del Ministerio de Obras Públicas se reunía diariamente una muchedumbre de desocupados, esperando ansiosos la manera de ganar un pan por exiguo que fuese; el gobernador de uno de los departamentos más ricos en la época de la bonanza volaba hacia Bogotá en busca de defensa para el orden social amenazado por un verdadero ejército de obreros sin trabajo; a las puertas de la Tesorería se agolpaba otro ejército de modestos servidores públicos exigiendo con ansiedad colérica el pago de sus salarios; la numerosa falange de deudores se agitaba en todo el país, organizaba comités, declaraba la huelga de los pagos y exigía al gobierno, de manera cada vez más imperativa, que aliviara en cualquier forma la ponderosa carga de las deudas, todo ello agravado con la perspectiva inminente de un pánico bancario, y con la propaganda incesante que hacían los pesimistas, los descontentos y los accionistas de la catástrofe. En tan críticos momentos se adquirieron cuantiosos fondos prestados al Banco de la República, y con ellos entre otras cosas se pagó a los acreedores del Tesoro, se fomentó el crédito agrario e industrial, se acometieron muy importantes obras públicas, que dieron trabajo a más de 50.000 obreros y negocio lucrativo a muchos proveedores, se puso a los departamentos en capacidad de realizar grandes obras públicas seccionales y se detuvo el descenso de los consumos y la baja de los precios. En seguida, sin desmayar un instante, se acometió la solución del problema de

Enrique Olaya Herrera: "Como administrador, tiene más títulos que cualquiera otro para ser colocado al lado del general Santander" (Gerardo Molina).

las deudas. El país ha sentido en lo íntimo de su vida misma los resultados de esas medidas, que procuraron el arreglo de deudas de más de cincuenta millones de pesos, que salvaron la vivienda y el pan de numerosos hogares, libraron de la ruina a muchos de los fuertes baluartes de la industria y del comercio, consolidaron las instituciones de crédito y pusieron de nuevo en acción grandes factores económicos, le devolvieron la fe y la esperanza a una comunidad de hombres desalentada y escéptica, y le abrieron al trabajo nacional sano y fecundo nuevos y más despejados horizontes. De esta manera se conjuró la revolución social, que en otros países no pudo conjurarse.» La invasión de los peruanos Cuando en los periódicos aparecieron las noticias sobre el asalto de los peruanos a la guarnición de Leticia sobre el Amazonas, se publicó en el primer momento que trescientos comunistas peruanos se habían adueñado del puerto colombiano, en abierta rebelión contra las autoridades. El gobierno del Perú, decían las informaciones, afirmaba que todo era un movimiento

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comunista. Gobernaba en Perú en ese momento quien había presidido la junta militar de gobierno, el general Sánchez Cerro, ahora presidente de la República, que moriría asesinado poco tiempo después (el 30 de abril de 1933). Por el momento, el gobierno peruano se sintió obligado a respaldar a los de la toma de Leticia por considerar —decía— que no podían negar su respaldo a las «incontenibles aspiraciones nacionales», expresión que pronto corrió como la nueva doctrina internacional del dictador peruano. La sorpresa y la indignación en Colombia fueron simultáneas, y para respaldar al gobierno se unieron los partidos, a partir de Laureano Gómez, cuyas declaraciones fueron tan encendidas como las de los adalides del liberalismo. El asalto a Leticia se conoció por el gobierno el 2 de septiembre, día en que el canciller Urdaneta Arbeláez dijo en un comunicado a la prensa: «El movimiento de Leticia no tiene en manera alguna carácter internacional. Las relaciones entre los dos gobiernos son completamente cordiales. El gobierno del Perú comunica a nuestro ministro en Lima que por las informaciones que allí tienen el movimiento es de carácter comunista, promovido por enemigos del gobierno del Perú.» En enero, es decir a los tres meses del asalto, y ya desatada la guerra, el canciller peruano manifestaba al colombiano: «Debo llamar la atención de vuecencia a que no puede hablarse de retención forzada de Leticia por mi gobierno, no siendo él quien ha ocupado ese pueblo ni lo conserva hasta ahora. Tampoco es dable hacer mérito de comunicaciones que, como las del comandante general de la quinta división militar, han sido tal vez dirigidas con exceso de celo pero en todo caso como acto preventivo de defensa y en manera alguna provocativa, sin conocimiento, autorización ni aprobación del gobierno, el que ha afirmado una vez más su concepto sobre la validez del tratado de límites de 1922, y su propósito de sujetarse a él

como a todos los demás tratados vigentes (...). Mi gobierno sólo busca la modificación de la línea de frontera establecida en el tratado de 1922, no la rescisión o nulidad del mismo, y que para corregir la grave injusticia que se cometió al separar Leticia del Perú mi gobierno está dispuesto a ofrecer adecuadas compensaciones territoriales...». En medio de estas crudezas jurídicas quedó planteada la guerra. Una guerra en el fondo de la selva, donde no hay tierra firme, sino capas de hojarasca de muchos metros de espesor bajo las copas de un tupido follaje que no da paso a la luz del sol. Se trata de reservas territoriales que, como todo el interior de Suramérica, está virgen como en los tiempos de Orellana y de Lope de Aguirre, esperando al año 2000, cuando quizás lo pueda dominar un hombre nuevo a quien las invenciones del mundo den posibilidades de aprovechar algo que hasta hoy ha sido un infierno verde, con una cadena de ríos que van desde las bocas del Orinoco hasta las del Plata, que estando casi unidos podrán llegar alguna vez a ser el canal más largo del mundo. En 1932 esa selva de La vorágine, en la parte colombiana, se extendía, como ahora, hasta un barranco sobre el Amazonas, Leticia, único pedazo de tierra firme que por el sur del territorio nacional cierra el mapa. Es otra entrada al mar, al Océano, tal como la tuvo Ecuador, como la tiene Perú, como le permite al Brasil llevar sus barcos hasta el puerto interior de Manaos. Hacer una guerra en estas profundidades amazónicas era un desafío no sólo a la economía colombiana sino a la imaginación militar. Hay que considerar lo que aquello significaba para un gobierno que hacía prodigios para salir de la crisis, y estaba poco menos que inerme para afrontar un conflicto internacional. Olaya Herrera tuvo dos genialidades para moverse dentro de los términos que le había impuesto la invasión peruana: embarcarse en la primera guerra aérea de la historia in-

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Capítulo 10 bis

ternacional y llevar a Ginebra la última batalla, que se daría con discursos en vez de cañonazos. Colombia iba a transportar tropas, llevar armas, suministrar comida en aviones que no tenía, y traer en la misma forma a los soldados enfermos o a los heridos a Bogotá, el hospital más cercano al fantástico lugar, de las batallas. En 1919 se había inaugurado por la Sociedad Colombo Alemana de Aviación la primera línea regular de transportes aéreos en el mundo que sirvió lo mismo como línea de pasajeros que de transporte postal y de carga, con un capital mixto alemán y colombiano, aviones alemanes y unos pilotos alemanes que estaban a la vanguardia de la incipiente conquista del aire. Los pilotos que así vino a utilizar el gobierno de Olaya, eran entonces como de ciencia ficción. En la guerra inmediatamente anterior a la fundación de la SCADTA, la primera mundial, que terminó en el 18, la participación de los aviones en misiones de reconocimiento fue un experimento elemental. De la guerra en Leticia salieron los pilotos más experimentados que tuvo Alemania en la segunda. Tan aventurado fue lo de la guerra aérea, como lo de atender al gasto que implicaba semejante aventura. Ayudó a resolver este problema insoluble el mágico despertar del sentimiento patriótico nacional, no simplemente como ocurre tradicionalmente en estos casos en todo el mundo, sino por reacción contra una bárbara afrenta irracional, como les pareció a los colombianos la acometida de Sánchez Cerro. No sólo se aceptaron sin objeción las cargas naturales de la guerra, sino que entregando mujeres y hombres sus alianzas matrimoniales de oro, fueron muchos los kilos de esta riqueza que llegaron a las arcas nacionales. Lo que es más notable es el balance final de la guerra. Miguel Urrutia señala en Cincuenta años de desarrollo económico este factor antidepresivo que permitió restaurar las finanzas públicas por caminos que parecen con-

" Olaya Herrera tuvo dos genialidades para moverse dentro de los términos que le había impuesto la invasión peruana: embarcarse en la primera guerra aérea de ¡a historia internacional y llevar a Ginebra la última batalla, que se daría con discursos en vez de cañonazos".

trarios a todo razonamiento: «En los últimos cincuenta años Colombia ha vivido un solo conflicto internacional, la guerra con el Perú en 1932-33, y éste, en lugar de tener costos económicos, sacó a la economía de la gran depresión. En efecto, el gasto público que se hizo necesario para financiar la guerra fue en realidad un remedio keynesiano aplicado tres años antes de la publicación de la Teoría general de Keynes, y que tuvo el efecto tal vez no previsto pero benéfico de reanimar la demanda agregada, antes de que esto ocurriera en los países industrializados.» La ley de Tierras Como secuela forzosa de las bananeras, fue precisamente durante la administración de Olaya la cuestión agraria, en forma nueva, con reclamos de los campesinos que por primera vez afloraban en el parlamento republicano. Al mismo tiempo que el ministro Francisco José Chaux preparaba la ley de Tierras con la asesoría del abogado de la presidencia Luis Felipe Latorre. Rafael Escallón y Jorge Eliécer Gaitán, los izquierdistas de la Cámara, con Carlos Lleras Restrepo a la ca-

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beza, elaboraban su propio proyecto. Era la época en que Gaitán trataba de formar un partido suyo, de corte socialista, el unirismo, y en que los campesinos de El Chocho y Sumapaz planteaban la primera discusión a fondo sobre la propiedad de las tierras y el régimen de los arrendatarios. Tanto Jorge Eliécer Gaitán como Carlos Lleras Restrepo estrenaban curules en el Parlamento. Por primera vez se analizaron en la Cámara las teorías de Marx. José Mar, en un discurso que duró varios días, exponiendo lo de Marx, con un conocimiento que no es fácil encontrar cincuenta años después. «Expuso la noción, hoy tan difundida, de que el marxismo es un buen instrumento de análisis, sin que ofrezca, empero, para el mundo contemporáneo, y para nuestro país, soluciones que aparecían lógicas en la época en que Marx escribió y para la etapa del desarrollo económico por la que entonces atravesaba Europa...» (Carlos Lleras Restrepo: Crónica de mi propia vida). La Revolución mexicana, y luego la rusa, habían impresionado vivamente a las generaciones de entonces, pero el agro colombiano formaba un caso aparte con problemas propios que hicieron explosión justamente en esos

años. Curiosamente Gaitán trabajaba en el proyecto del gobierno, al tiempo que Lleras Restrepo en el de los izquierdistas de la Cámara, Gaitán sudaba bananeras, y llevaba a sus discursos el mismo ímpetu que provocó sus catilinarias contra la United Fruit Company y las matanzas de Cortés Vargas. Lleras Restrepo había estudiado de cerca los problemas de Cundinamarca —El Chocho, los Caballeros— desde la asamblea departamental, donde conoció a Erasmo Valencia. «Valencia fue toda su vida un hombre de rara independencia; orientaba masas campesinas relativamente numerosas y se negaba a ser miembro de cualquier agrupación política o a obedecer órdenes ajenas. Alto, con una figura de asceta, siempre despertó mi curiosidad. Expositor fluido, conocía bien la situación campesina y jamás se dejaba llevar por arrebatos oratorios. Una o dos veces fue elegido diputado a la Asamblea de Cundinamarca por las Ligas Campesinas que formó en la provincia de Sumapaz.» Era el comienzo de un estudio que no podía poner de lado el primer presidente liberal, sin que se pudiera por el momento llegar a una respuesta para la cual no estaba madura la discusión.

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Capítulo 11

López Pumarejo: la Revolución en Marcha Alvaro Tirado Mejía

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l 6 de noviembre de 1933, ante una multitud que llenó la plaza de toros de Bogotá, Alfonso López Pumarejo aceptó la candidatura presidencial que le ofrecía el partido liberal. Desde ese momento, primero como candidato y luego como presidente en el período del 7 de agosto de 1934 hasta la misma fecha de 1938, el país, con estupor en unos, con rechazo en otros y con la aceptación mayoritaria de la población, iría a escuchar un nuevo lenguaje presidencial y presenciaría una serie de cambios institucionales que por fin, ya pasado un tercio del siglo XX, enrutarían a Colombia por una senda moderna. Dijo el candidato López, en aquella ocasión: «Los principales yerros y vicios de nuestra democracia surgen, en mi sentir, de una falla fundamental en las relaciones de las clases directoras del país y las masas populares. La facilidad y la costumbre de constituir gobiernos de casta ha venido desligando a las primeras de las segundas. No encuentro en la historia nacional el ejemplo de un período de gobierno que no se haya constituido como una

oligarquía, más o menos disimulada, o que no haya derivado hacia esa forma de mando, olvidando sus obligaciones con los electores.» De allí su conclusión de que en Colombia nunca había sido realmente ensayada la democracia y que le pareciera extravagante hablar de su fracaso en donde nunca se había practicado realmente. En sus palabras había una propuesta y una notificación. La primera, era una convocatoria al pueblo colombiano para que participara activamente en la conducción del país; la segunda, la advertencia de que su gobierno tendría un contenido social y que se dedicaría a desmontar privilegios seculares. Y en verdad que cumplió, al intentarlo con su reforma tributaria, su política agraria, la reforma constitucional que «quebró una vértebra» al estatuto conservador de 1886, su política educativa y de reforma universitaria, su reivindicación del poder civil frente a los desuetos privilegios de que gozaba la Iglesia desde los tiempos de la Regeneración, su política laboral, su política internacional de independencia y buena vecindad, su política modernizante del sector judicial y de los códigos, como lo atestiguan la ley 45 de 1936, que contribuyó a limar odiosas

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Llegada de Alfonso López Pumarejo a Bogotá, donde es recibido triunfalmente como jefe supremo del liberalismo en enero de 1933. Ese mismo año, el 6 de noviembre, aceptarla la candidatura presidencial por su partido.

distinciones entre los llamados hijos legítimos y naturales, o los códigos penal y de procedimiento penal, que con un criterio moderno de prevención, más que punitivo, concurrieron al tratamiento del delito. Una semana después del discurso de aceptación de la candidatura, el 13 de noviembre, el Directorio Nacional Conservador decretó la abstención electoral en el debate presidencial, ordenó a los conservadores que se abstuvieran de concurrir a las deliberaciones de las corporaciones electorales y desautorizó la presencia de sus copartidarios en los ministerios, gobernaciones y secretarías departamentales. La medida dio lugar a múltiples interpretaciones y consejas dada la amistad que unía a López con Laureano Gómez, jefe del partido conservador. Estos dos personajes habían transitado juntos por la política, como in-

dividuos díscolos ante las jerarquías de sus partidos. Juntos habían combatido al presidente Suárez y juntos habían enfilado baterías contra los últimos gobiernos de la hegemonía conservadora. Por eso se rumoró que Laureano había procedido así para evitarle escollos a su amigo, máxime que en ese mar de rumores que envolvía la política nacional se llegó incluso a sugerir la gestación de una coalición liberal conservadora para cerrar el paso a López, y que hasta Olaya Herrera, bajo cuerda, estaba impulsando candidaturas diferentes. Más lógico es pensar que la abstención era una estrategia para un partido que se percató de que era minoritario como lo demostraron las elecciones parlamentarias que, por primera vez en cincuenta anos de hegemonía conservadora, dieron mayoría en la Cámara al liberalismo, en 1933. Además, y esto lo demostraron los hechos, la ausencia de un contendor partidista en el Parlamento como producto de la abstención contribuyó notablemente a que se avivaran las divisiones en el seno mismo del partido liberal. Lo cierto es que una administración tan removedora de las estructuras mentales y sociales tenía necesariamente que suscitar una profunda oposición del partido conservador, en la que la abstención sólo fue un preludio. De todas maneras, durante los primeros meses de la administración de López, el partido conservador sólo hizo a éste lo que llamó «amistosa oposición» y dirigió todas sus baterías contra el gobierno de Olaya. El conservatismo: con López contra Olaya Tres días antes de posesionarse de la presidencia, López dirigió una comunicación al Directorio Nacional Conservador en la que invitaba a ese partido para que colaborara en su gobierno a través de una representación ministerial que ofreció en las carteras de Hacienda, Agricultura e Industrias. Sin embargo, el tipo de cooperación

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solicitada era diferente al que había regido para la colaboración liberal durante la hegemonía conservadora o al que había operado en el gobierno de Olaya que era de concentración nacional. En este caso sólo sería para fiscalizar los actos del gobierno, y tendría un simple carácter administrativo. Ella no implicaría que el conservatismo tuviera que abandonar cualquier propósito de crítica, pues la administración que se iniciaba aspiraba a poner a prueba sus ideas en el poder y a hacer un experimento revolucionario que transformara las costumbres de la nación. Era la notificación de que se iba a iniciar la república liberal. El partido conservador declinó este tipo de cooperación y en consecuencia, hasta el año de 1945, los ministerios fueron ocupados por liberales, con la excepción del de Relaciones Exteriores que estuvo a cargo de Roberto Urdaneta Arbeláez, durante los primeros meses de la administración López, en tanto se discutía el Protocolo de Río de Janeiro, uno de cuyos signatarios era el propio Urdaneta. No obstante la abstención, el Parlamento contó con la representación conservadora cuyo período estaba expirando, en las sesiones ordinarias de 1934 y en las extraordinarias durante los primeros meses de 1935. Fue allí donde se vio claramente la táctica conservadora: halagar al gobernante López y atacar la administración de Olaya con el objeto de tratar de dividir al partido liberal. Esta estrategia, que en un momento llegó a crear cierta suspicacia entre algunos liberales, se apoyaba, además, en el hecho de que persistía la amistad personal entre Laureano y López, la cual sólo vino a romperse ante los despiadados ataques, incluso de índole personal, que el primero lanzó sobre el segundo una vez que el conservatismo pasó a la oposición total. Por eso Laureano Gómez en el Senado y algunos de los «Leopardos» en la Cámara, encabezaron los debates contra actos de la administración Olaya: el Protocolo de Río de Janeiro, los contratos petroleros

firmados a nombre de Colombia por el ministro Francisco José Chaux, un contrato de esmeraldas firmado por ese gobierno, un negociado en la compra de armas a la casa checa Skoda durante el conflicto con el Perú, por la violencia que se presentó en algunos departamentos como los Santanderes en el gobierno de Olaya. El de más trascendencia, por el objeto debatido y por la vehemencia que se utilizó tanto para impugnarlo como para defenderlo, fue el debate a propósito del Protocolo de Río. Este instrumento jurídico por el que se daba por terminado el diferendo que había enfrentado militarmente a Colombia con el Perú, era fuertemente impugnado por el partido conservador que veía allí la forma de atacar la política liberal y en especial el manejo que al conflicto le había dado el presidente Olaya. Por su parte, el partido liberal defendía la aprobación del Protocolo que había sido suscrito a nombre de Colombia por los conservadores Guillermo Valencia y Urdaneta Arbeláez y por el liberal Luis Cano. En la Cámara, en donde había mayoría liberal, el Protocolo fue aprobado, pero en el Senado no ocurría lo mismo dada una situación política especial. El liberal Fabio Lozano Torrijos, quien años atrás había suscrito a nombre de Colombia el tratado con el Perú que se conoce como «Lozano-Salomón», ha-

Una cédula de identidad liberal para la campaña de Alfonso López, expedida en Medellín por el jefe departamental del debate electoral. Junto al candidato aparecen las figuras de Rafael Uribe Uribe, Benjamín Herrera y del entonces presidente Enrique Olaya Herrera.

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cía causa común con los conservadores en la impugnación del Protocolo de Río. A su vez, algunos conservadores encabezados por Román Gómez actuaban de consuno con los liberales en las votaciones y en la defensa del Protocolo. De allí que en cuanto a votos estuvieran equilibradas las fuerzas en el Senado. Urdaneta Arbeláez se retiró del ministerio para agregar un voto a favor de la aprobación, pero esto no era suficiente. Entonces, ante los ataques inclementes del conservatismo, López efectuó una jugada política maestra y nombró como canciller a Olaya Herrera. Con ello se unificaba el liberalismo y se le daba a Olaya la oportunidad de defenderse personalmente en el Parlamento. Durante los debates, mientras Eduardo Santos respondía a Laureano, éste se desvaneció y no pudo seguir asistiendo al Congreso. Olaya se presentó al Senado, propuso la votación y hubo empate. Al repetirse la votación y el empate, según el reglamento, quedó negado el artículo propuesto y entonces Olaya leyó el decreto presidencial por el que se clausuraban las sesiones del Parlamento. Vino luego la campaña electoral en la que los conservadores se abstuvieron y un congreso homogéneamente liberal dio aprobación al Protocolo el día 22 de agosto de 1935. La APEN, la UNIR y el partido comunista En realidad, el ataque al gobierno de López durante los primeros meses provino de organizaciones de menor alcance electoral que impugnaron su gestión y sus propósitos de cambio desde la extrema derecha, la izquierda y la extrema izquierda. La APEN (Acción Patriótica Económica Nacional) Fue una formación de extrema derecha, con carácter bipartidista, que se creó para impugnar la política reformista de López. Sus principales dirigentes eran terratenientes que encon-

traron apoyo en algunas entidades financieras de la capital y ante todo querían mantener sus privilegios tributarios e impedir las transformaciones agrarias. Su ideólogo era José Camacho Carreño, del grupo conservador de los Leopardos, y en sus filas figuraban antiguos generales liberales de la guerra de los Mil Días. Dos semanas después de la posesión de López, se creó en la sede de la Sociedad de Agricultores, en Bogotá, la Liga Nacional para la Defensa de la Propiedad, con el objeto de hacer oír la voz de los propietarios. Luego se constituyó el Sindicato Central de Propietarios y Empresarios Agrícolas, para enfrentar la labor de los elementos revolucionarios entre los cuales se incluía al gobierno. Un grupo de terratenientes, miembros del Sindicato de Propietarios, dirigió una comunicación al presidente López en la que le solicitaba la intervención oficial por los medios represivos, como era la costumbre inveterada, en contra de campesinos que estaban enfrentados a los terratenientes. La respuesta de López hizo oír un nuevo lenguaje que hasta ese momento no había utilizado ningún mandatario colombiano, en el que se esbozaba cuál sería la actitud del gobierno frente a los conflictos agrarios. Decía López en su respuesta del 6 de septiembre de 1934: «Hay, en mi opinión, dos causales de agitación que están removiendo las bases sobre las cuales se desarrolló la vida campesina hasta hoy. Una es, desde luego, como ustedes lo anotan, la acción sistemática de los que quisieran subvertir el orden social y multiplicar las dificultades que debe ahora vencer el poder ejecutivo, con la esperanza de que un estado de anarquía y vacilación haga posible la derrota de los principios democráticos en la dirección del Estado. Pero existe también, autorizando y estimulando la acción subversiva, una agitación espontánea provocada por las condiciones injustas e irregulares que soportan los trabajadores de grandes empresas agrícolas o los colonos que vinculan su

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esfuerzo a terrenos comúnmente reputados como baldíos. Sería inútil tratar de sostener que los labriegos no tienen motivos de queja contra los patronos de ciertas fincas... Están en plena vigencia legal, en todos los casos, procedimientos para someter cualquier brote de rebeldía del trabajador... Pero no hay todavía ningún modo de obrar sobre los propietarios de tierras y grandes industriales para prevenir los conflictos con un criterio más humano, más liberal, más generoso, que corrija las injusticias e impida la aplicación de algunos reglamentos de trabajo, que mantienen al campesino sujeto a un régimen feudal.» Por esa razón, continuaba López, el gobierno pediría la reforma de la Constitución y de la ley para poder intervenir en una forma diferente a como, según las leyes vigentes, estaba obligado a hacerlo. Luego vino el roce por la política tributaria del gobierno. Para defender ésta, López se dirigió al país por radio y dio datos que mostraban lo poco que tributaban los grandes capitalistas y las grandes empresas. Expresó que el país había tenido que hacer un esfuerzo especial por el conflicto con el

Perú, lo cual se tenía que manifestar en nuevos tributos, pues en esa coyuntura internacional, mientras el pueblo prestó su concurso como soldado, a «las clases capitalistas se les dejó pasar con un gravamen bien ligero». Como respuesta a estos enfrentamientos, el Sindicato de Propietarios se constituyó en agrupación política con el nombre de APEN. El día 7 de marzo de 1935, en las oficinas de la Federación de Cafeteros de Cundinamarca, se transmitió por radio su manifiesto constitutivo que tenía como propósito revisar el sistema tributario, eliminar de la vida política a los técnicos electoreros y propender por la conciliación entre el capital y el trabajo. Todo esto bajo el sugestivo lema de «Propietarios de todo el país unios». En las elecciones celebradas en mayo de 1935, la APEN obtuvo un pobre resultado electoral y ni siquiera en Cundinamarca, que era su fuerte, pudo sacar un diputado. Así las cosas, el grupo terminó disolviéndose y sus integrantes volvieron a sus partidos de origen para desde allí oponerse a las reformas, bien como conservadores o como parte activa de la derecha liberal.

Papeleta de sufragio por Alfonso López para la presidencia de la República. En las elecciones de 1934, López obtuvo 938.808 votos y hubo 3.401 en blanco. El conservatismo habla declarado la abstención en noviembre del año anterior.

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La UNIR (Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria)

Monseñor Ismael Perdomo Borrero, arzobispo de Bogotá y primado de Colombia, el presidente Enrique Olaya Herrera y Alfonso López Pumarejo, presidente electo, durante un banquete en honor de éste último, febrero 14 de 1934.

Fue un movimiento fundado por Jorge Eliecer Gaitán como una alternativa popular por fuera del bipartidismo tradicional. Gaitán, cuya tesis de grado había versado sobre las ideas socialistas, al igual que otras gentes de la izquierda liberal, estaba defraudado por el poco impulso transformador del gobierno de Olaya. De allí que intentara por fuera del partido liberal esta empresa popular. El órgano de expresión del movimiento fue el semanario Unirismo en el que Gaitán publicó el programa en el número 1, de agosto de 1934. Su movimiento tuvo una presencia importante en zonas agrarias de Cundinamarca y el Tolima y gracias a la actividad de Gaitán también participó en el movimiento laboral. El partido comunista del cual era competidor en el sector agrario y en el sindical lo atacó con el apelativo de «fascista», epíteto que también le endilgaron sectores de la derecha liberal. Sin embargo, y no obstante ciertas ambigüeda-

des que podrían derivarse del tipo de organización que Gaitán escogió para su movimiento, tal denominación no era justa. Gaitán y su movimiento bien podrían enmarcarse dentro del socialismo reformista o de una socialdemocracia con fuerte adaptación a lo nacional. En varias ocasiones, Gaitán y su movimiento entraron en confrontación no sólo con el partido comunista sino también con sectores liberales que les disputaban el electorado en las mismas zonas. El caso más grave sucedió en Fusagasugá en donde una manifestación unirista, ante la que hablaba Gaitán, fue atacada por grupos liberales, con un saldo de 4 uniristas muertos. El momento escogido para lanzar el movimiento no fue el más propicio, pues precisamente se estaba iniciando el gobierno de López que, con su fuerte carácter transformador y sus planteamientos y actos, captó el movimiento inconforme del país dentro del marco del partido liberal. En las elecciones celebradas el 5 de mayo de 1935, la UNIR sufrió un fuerte descalabro electoral. Obtuvo en el país 3.799 votos frente a 477.361 del partido liberal. Sólo estuvieron por debajo el partido comunista con 1.780 votos y la APEN con 850. Los conservadores se abstuvieron. Nueve días después, Gaitán fue incluido en una plancha del partido liberal para la Cámara de Representantes y dentro de ese partido continuó su brillante carrera de defensor de los derechos populares. El partido comunista (PC) y el Frente Popular Durante la campaña presidencial el PC le opuso como candidato a López al dirigente indígena Eutiquio Timóte, quien sólo obtuvo 4.000 votos. En la primera fase de la administración López, el PC puso en práctica en forma dogmática las instrucciones de la Internacional Comunista, en el sentido de una oposición cerrada a las políti-

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cas reformistas de López. Para el PC no había matices y por ello no distinguía entre conservatismo, liberalismo y unirismo. Las propuestas de reforma en el agro presentadas por el gobierno, para el PC no eran más que charlatanería. La misma posición adoptó frente a la reforma tributaria que motejaba de demagógica. El proyecto gubernamental sobre intervención estatal, al que los sectores de la derecha se oponían bajo el pretexto de que era socialista, era rechazado a su vez por el PC, con el argumento de que se trataba de una tesis fascista. El PC estaba imbuido de la doctrina estalinista del «enemigo principal», que en ciertos momentos condujo en Alemania a que se atacase más fuertemente a los socialistas que a la derecha. En Colombia, hasta finales de 1935, esto implicó que en su periódico El Bolchevique sólo tangencialmente se arremetiera contra la extrema derecha mientras se proponía como mayores enemigos al liberalismo y al unirismo. Así, decía El Bolchevique en su n.° 47 de 1935: «El principal enemigo del proletariado, de su partido de vanguardia y de las masas trabajadoras de la ciudad y del campo, es el partido liberal, sobre todo su llamada izquierda y dentro de esta izquierda la variedad fascistizante rotulada unirismo.» A comienzos de 1936, la posición del PC colombiano comenzó a variar de acuerdo con las directrices esbozadas en el VII Congreso de la Internacional Comunista, reunido en Moscú el 25 de julio de 1935. En él, y con base en el modelo del Frente Popular de Francia, se preconizó la alianza con los socialistas, los radicales y demócratas, frente a los partidos de derecha. Se comenzó entonces una política de transición que llevó de la oposición cerrada al gobierno de López a la colaboración y apoyo dentro de los lincamientos del Frente Popular. Puede decirse que el acta de nacimiento de lo que en Colombia se conoció como el Frente Popular, fue la manifestación del primero de mayo de 1936. Esta expresión multitudinaria de

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masas fue programada por la Confederación Nacional Sindical y por los sectores liberales adictos al gobierno. Ese día, desde el Palacio Presidencial hablaron López, el veterano dirigente liberal Roberto Botero Saldarriaga y el joven dirigente comunista Gilberto Vieira. El gobierno no rechazó el apoyo del Frente Popular, pero se cuidó de dar siquiera la impresión de tener un vínculo establecido con dicho movimiento. Según palabras de Alberto Lleras, ministro de Gobierno, se aceptaban estas expresiones de los grupos de izquierda como el reconocimiento de que tanto el proletariado urbano como el rural tenían en el gobierno a su defensor y de que éste no había violado el compromiso de hacer un gobierno democrático. Podría decirse que la máxima expresión práctica de lo que fue el Frente Popular, se dio en el Congreso Sindical de Medellín, reunido a principios de agosto de 1936. Allí, en un clima

Laureano Gómez, presidente del Congreso, da posesión en el salón elíptico del Capitolio a su amigo Alfonso López Pumarejo, el 7 de agosto de 1934, en presencia del presidente de la Cámara de Representantes, Alejandro Galvis Galvis. Se iniciaba así el mandato de la Revolución en Marcha.

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Eduardo Santos, como presidente de la Dirección Liberal, contestó rechazando la propuesta por cuanto en Colombia no existían las mismas condiciones que habían dado lugar al Frente Popular en Europa. Ésta fue la partida de defunción de una criatura que, aunque institucionalmente nunca existió al no ser reconocida ni por el gobierno ni por la dirigencia liberal, de hecho sí tuvo vida en la medida en que fue la forma espontánea como las masas liberales expresaron su respaldo a los proyectos de reforma del gobierno. El Frente Popular le sirvió de apoyo eficaz al gobierno cuando éste tuvo que enfrentarse a la cerrada oposición del conservatismo y de la Iglesia y a la obstrucción que internamente representó la derecha liberal. El enfrentamiento con el conservatismo

Alfonso López y la primera dama, doña María Michelsen de López, abandonan el Capitolio nacional después de haber jurado el mando, acompañados por el padre del presidente, Pedro A. López, y por el senador Carlos Tirado Maclas. La foto fue portada de "El Gráfico".

de extrema tensión y en medio de acontecimientos violentos provocados por las derechas que conmemoraban el cincuentenario de la Constitución de 1886, se constituyó la Confederación Sindical de Colombia. En el Congreso, celebrado con la ayuda de auxilios oficiales provenientes del gobierno y del parlamento liberal, y clausurado por los ministros de Gobierno Alberto Lleras y de Industrias, Benito Hernández Bustos, al lado de una mayoría liberal, fueron elegidos dirigentes socialistas y comunistas para formar parte del Consejo Confederal. Algunos de ellos, como Gerardo Molina, Diego Luis Córdoba y Gilberto Vieira, eran también importantes voceros del Frente Popular. El Frente Popular, durante su existencia más o menos difusa, nunca se formalizó. En el mes de diciembre de 1936, Ignacio Torres Giraldo, secretario del PC, trató de hacerlo y para el efecto dirigió a la Dirección Liberal un mensaje en el que le proponía la formación de un «bloque democrático» para oponerse a la reacción.

En 1935 las cosas comenzaron a definirse. Al abstenerse los conservadores en las elecciones, se eligió un Parlamento homogéneamente liberal y superadas las divergencias entre López y Olaya, debido al ataque conservador, el liberalismo cobró más vigor y unidad. Por otra parte, el propósito de hacer una «república liberal», y no ya un gobierno de concentración, tenía efectos burocráticos porque los cargos públicos masivamente vinieron a ser ocupados por liberales. En estas circunstancias comenzó a vivirse un conflicto agudo en muchos pueblos en los que el concejo municipal era de mayoría conservadora y el alcalde era liberal. Como forma de boicot, el concejo rebajaba el sueldo al alcalde hasta una suma irrisoria, o le reducía los gastos de que podía disponer para obras o, en aquella época en que había policía municipal, se suprimían los gastos para su funcionamiento. A medida que la «república liberal» se iba convirtiendo en realidad, los conservadores reaccionaban más duramente. Pero fue en el año 1936 cuando el enfrentamiento se dio con todo su vigor debido a que en ese año, además

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de la pérdida de los cargos públicos, se agregó a los conservadores la percepción del auge transformador del régimen liberal en el campo ideológico, legal y constitucional. Como reacción, el conservatismo acudió a todos los medios de oposición: la prensa y la radio; la apelación a los sentimientos católicos supuestamente mancillados; la conspiración; la acción de masas; la utilización de la guerra de España en la política interior; la declaración programática y el ataque contra la honorabilidad del presidente. El partido liberal contaba con una indudable ventaja en cuanto a la prensa diaria, con periódicos como El Tiempo y El Espectador, que tenían una vasta audiencia y circulación nacional. Los conservadores sólo controlaban algunos diarios de provincia, y para subsanar esta situación fundaron El Siglo, dirigido por Laureano Gómez y José de la Vega, cuyo primer número salió el primero de febrero de 1936. Poco después, el 14 de marzo, inauguraron La Voz de Colombia, una radiodifusora al servicio del partido conservador. Por ambos medios se adelantó una vigorosa campaña de agitación ideológica, pero también de oposición desbocada que no se detuvo en ocasiones ante la difamación. Desde el siglo XIX existía una profunda relación entre el partido conservador y la Iglesia católica, hasta el punto de que esta última se constituyó en maquinaria electoral de este partido. Los propósitos modernizantes del partido liberal y su manifestación expresa de que desde el gobierno se iba a modificar la situación de subordinación en que estaba colocado el Estado desde la época de la Regeneración, motivaron la reacción de las jerarquías eclesiásticas que consideraban inmutables sus privilegios. Como se verá, la Iglesia, en connivencia con el partido conservador, desarrolló una fuerte oposición que abarcaba desde el campo doctrinario hasta eventos multitudinarios como el Congreso Eucarístico de Medellín, que terminó en un acto político.

Cuando se llevaba adelante la discusión de la reforma constitucional, el 18 de marzo de 1936, la opinión pública conoció sendas comunicaciones del Directorio Nacional Conservador y de la jerarquía eclesiástica en las que se manifestaba que se desconocería la Constitución en caso de ser aprobada. Al día siguiente, desde la recién inaugurada emisora La Voz de Colombia, el dirigente conservador Augusto Ramírez Moreno dijo: «hay que desobedecer, los ciudadanos quedan relevados de toda obligación de obediencia a las leyes inicuas y a las autoridades». Era el preludio de la conspiración. En el mes de abril empezaron a circular rumores de que se estaban preparando actos de fuerza contra el go-

Alfonso López y Laureano Gómez en la finca del dirigente conservador. Foto de Luis Gaitán en los primeros años treinta.

Tres ministros del primer gabinete de Alfonso López: Luis Cano (Gobierno), Carlos Uribe Echeverri (Hacienda y Crédito Público) y Alberto Pumarejo, primo de López y designado (ministro de Guerra).

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Otros ministros del primer gabinete de López Pumarejo: León Cruz Santos, de Industria y Trabajo; Carlos Lozano y Lozano, de Educación Nacional; Benjamín Silva Herrera, de Correos y Telégrafos; Marco A. Auli, de Agricultura y Comercio; César García Alvarez, de Obras Públicas. Los conservadores declinaron participar en el gobierno.

bierno y se sindicaba como dirigente al general Amadeo Rodríguez, quien en 1949 tuvo activa participación en los sangrientos episodios de la Cámara, que produjeron la muerte de un representante y varios heridos. De allí el mote que se le dio de «general Abaleo Rodríguez». El general fue detenido en Bogotá y además se hicieron capturas en Cali, pues el levantamiento tenía sus ramificaciones en el Ecuador y pretendía provocar el alzamiento de los regimientos del occidente del país, por lo cual se detuvo también a ex oficiales de alta graduación en Pasto, Cali, Popayán y Manizales. En Medellín, fue señalado como director del complot el doctor Alfredo Cock, profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Antioquia. Su desvinculación del cargo dio lugar al retiro de varios profesores conservadores de la Universidad, y a la fundación de la Universidad Pontificia Bolivariana. Para afrontar esta situación de tipo insurreccional, el gobierno nombró como ministro de Guerra a Plinio Mendoza Neira, que tenía fama de

enérgico y gran organizador. Éste llamó a filas a campesinos boyacenses de reconocida trayectoria liberal, que él conocía, y ordenó que se le hiciera un seguimiento permanente a los jefes conservadores a quienes se adjudicaba la autoría del levantamiento, pero sin causarles ningún daño en su integridad. El pie de fuerza tuvo que ser aumentado a 4.000 soldados y los suboficiales de reserva fueron llamados a filas. El complot no prosperó porque estaba mal preparado y porque muchos dirigentes conservadores, reacios a la táctica conspirativa, no quisieron darle su apoyo. Una de las respuestas a toda esta agitación fue el Frente Popular que surgió como acto de masas para apoyar al gobierno. Como forma de oposición ante un pueblo creyente, se agitó permanentemente el espectro de la masonería. La prensa conservadora, y en especial El Siglo, atacaban como de orientación masónica las medidas del régimen. El obispo de Santa Rosa de Osos, monseñor Miguel Ángel Builes, quien excomulgó a las mujeres que montaran a caballo a horcajadas, reservándose a «nos» la absolución de tan grave pecado, expidió varias pastorales contra la masonería. En una de ellas, que fechó el 22 de febrero de 1937 y que tituló El Evangelio y la masonería, asimilaba a comunistas con masones, revolucionarios mexicanos y republicanos españoles, con judíos, con la Revolución francesa y con liberales colombianos. La situación española también fue utilizada por el partido conservador como elemento de oposición. Tal vez no ha existido otro episodio internacional que haya tenido tan profunda repercusión en la política interna y en la sociedad colombiana. La situación española de enfrentamiento era aducida por los conservadores a manera de ejemplo de lo que acá iba a suceder con el régimen liberal. Los desmanes de algunos sectores, como la quema de iglesias, se mostraban como un preludio de lo que aquí efectuaría el régimen gobernante. La circunstancia

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de que en agosto de 1930, en Colombia llegara al poder el primer gobernante liberal en casi medio siglo y que en España a principios del año siguiente se proclamara la República, creó ciertas similitudes y el influjo de la política española fue muy grande en Colombia. Por ejemplo, una de las inspiraciones más fuertes que tuvieron los constituyentes de 1936, en Colombia, fue la Constitución española de 1931 y los debates que ella había dado lugar. Luego, cuando el faccioso Franco se rebeló contra las autoridades legítimas de la República en España, la opinión pública colombiana se dividió en forma sistemática. Puede decirse que el conservatismo en bloque apoyó la causa de Franco y los falangistas, y que los liberales lo hicieron con la República. El Parlamento colombiano aprobó reiteradas mociones de apoyo a las autoridades de la República española, la prensa liberal mostró su simpatía hacia ese campo y el gobierno mantuvo su política de reconocer como legítimas a las autoridades republicanas y se negó a dar el status de beligerantes a los insurrectos, tal como lo solicitaba el gobierno de Uruguay en agosto de 1937. El conservatismo y sus divisiones En el conservatismo existía un punto en el cual no había diferencias aunque sí matices: presentarse como el partido defensor de la Iglesia católica. Pero más allá de ese asunto surgían las diferencias. Cuando la situación estuvo polarizada en el primer semestre de 1936, las divisiones en ambos partidos tradicionales cesaron para agruparse en su lucha contra el adversario partidista, pero una vez que el enfrentamiento disminuyó comenzaron a surgir las fracciones en ambos grupos. En el partido conservador, Laureano Gómez era el Jefe. Sin embargo había sectores que discrepaban de sus tácticas y sus orientaciones. Por ejemplo, Augusto Ramírez Moreno, refiriéndose a los métodos de conducción de Laureano, dijo que éste imponía a

su partido una «disciplina para perros». Pero estos conflictos que tenían sus raíces en la misma historia del partido, en cuestiones regionales, generacionales, y aun de carácter, se presentaron en un comienzo como asunto doctrinario. El partido conservador se decía el partido de la derecha. Pero dentro de él apareció una tendencia que estaba aún más a la derecha y que abrazó las doctrinas fascistas. Ya en los años veinte, cuando Laureano Gómez atacó al presidente Marco Fidel Suárez, surgió un grupo que se conoció como el de los Leopardos que elocuentemente hizo su defensa. (Componían el grupo Silvio Villegas, Augusto Ramírez Moreno, Elíseo Arango, José Camacho Carreño y Joaquín Fidalgo Hermida.) A través de los Leopardos y particularmente de Silvio Villegas, comenzaron a adoptarse por un sector conservador las doctrinas fascistas a través de la versión francesa del monarquista Charles Maurras. Luego, con la guerra de España, la versión falangista cobró mucha importancia entre sectores conservadores. Silvio Villegas, quien escribió un libro de corte fascista titulado No hay enemigos a la derecha, como director del periódico La Patria de Manizales, propagaba a nombre del conservatismo este género de ideología. A su vez, en Medellín, el periódico El Colombiano daba ca-

Discurso del canciller Roberto Urdaneta Arbeláez, durante los actos de firma del Protocolo de Río de Janeiro, en junio de 1934. Maurtua, representante del Perú, aparece a la derecha. Urdaneta conservó su cartera de Relaciones hasta diciembre del 34, no obstante ser conservador, para que continuase con las negociaciones con los peruanos, que había iniciado con Olaya Herrera.

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bida a esta tendencia y destinó una página a la sección de las derechas con el nombre de Jerarquía, bajo la dirección de Juan Zuleta Ferrer, Tulio González y Gilberto Alzate Avendaño. En la revista de la Universidad Javeriana el influyente jesuíta Félix Restrepo hacía conocer la vertiente portuguesa de Oliveira Salazar y desde Popayán en su periódico Claridad, el maestro Guillermo Valencia y su hijo Guillermo León difundían las posiciones de extrema derecha. Sin embargo, existía otra vertiente del conservatismo que aun llamándose de derecha, reivindicaba la historia de su partido de corte liberal democrático y se oponía al fascismo. Esta corriente era conocida como la civilista. Militaban en ella viejos dirigentes del partido conservador. Laureano Gómez defendía esa tendencia y en 1935 editó un libro titulado El Cuadrilátero en el que se recogían cuatro ensayos sobre Stalin, Mussolini, Hitler y Gandhi. El autor criticaba a los primeros y se de-

El ex presidente Olaya Herrera y el senador Fabio Lozano Torrijos luego de pronunciar sendos discursos ante las tumbas de Rafael Uribe Uribe y Benjamín Herrera durante la peregrinación liberal de octubre de 1934.

cía partidario de las tesis del último. En Manizales, Aquilino Villegas, prestigioso jefe conservador y antiguo colaborador de La Patria, se retiró de ese periódico por el rumbo fascista que se le estaba imprimiendo. Y en Medellín, el dirigente Gonzalo Restrepo Jaramillo retiró su colaboración de la revista Tradición dirigida por Félix Ángel Vallejo y Abel Naranjo Villegas, por no estar de acuerdo con la orientación fascista de ella. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que las ideas fascistas en su versión falangista fueron inficionando el organismo del partido conservador hasta el punto de que, durante la segunda guerra mundial, este partido expresó mayoritariamente sus simpatías con las potencias del Eje y luego, cuando fue gobierno, trató de imponer una constitución corporativista que iba a entrar en vigencia cuando se dio el golpe de Rojas Pinilla. Las diferencias doctrinarias, como muchas veces sucede, no eran más que la envoltura detrás de la cual se ocultaban además otras divergencias. Éstas se hicieron manifiestas a propósito de la política de abstención electoral y no colaboración en ciertos cargos. Como se recordará, el conservatismo había decretado la abstención electoral en 1933, pero ciertos sectores del partido no estuvieron de acuerdo con esta medida. Esta última determinación se tomó en 1935, pero se dejó abierta la puerta para la participación en elección de concejos municipales. En junio de 1937, el presidente López, en uso de las atribuciones que le confería la ley electoral, nombró tres delegados conservadores en el Gran Consejo Electoral. Éstos aceptaron, contra la oposición de Laureano Gómez y posiblemente teniendo en cuenta la división liberal entre los partidarios de López y Echandía y los de Santos, lo cual abría campo para un mayor manejo político de su partido. Silvio Villegas, Fernando Gómez Martínez y Gilberto Alzate Avendaño se posesionaron de sus cargos y por ello fueron tildados de traidores por

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Laureano. Puede observarse que los tres procedían de la región de Antioquia y Caldas, que eran de las nuevas promociones del partido conservador V que pertenecían a la derecha del partido de la derecha. Es decir, que esa división expresaba la antigua pugna conservadora entre históricos y nacionalistas, los problemas generacionales del partido y, por supuesto, las divergencias ideológicas. Los enfrentamientos con la Iglesia En las relaciones entre la Iglesia y el Estado, así como en otros campos, Colombia tomó un rumbo diferente al de los otros países latinoamericanos. Mientras en éstos, durante el siglo XIX, se dieron una serie de reformas que otorgaron al Estado independencia frente al poder eclesiástico, en Colombia, como consecuencia de las políticas de la Regeneración, se siguió un rumbo que implicó la supeditación del poder civil. En la Constitución de 1886 y en el Concordato de 1887, se daba una serie de prerrogativas a la Iglesia católica en el campo de la educación, la regulación del estado civil de las personas, los cementerios, exenciones fiscales, etc., que precisamente el liberalismo quería modificar. Pero esto que ya se había logrado por la mayoría de los estados en el mundo moderno de Occidente, aparecía como un atentado ante la Iglesia colombiana, que consideraba estas prerrogativas como naturales. En las relaciones Iglesia-Estado hubo tres puntos especiales de fricción: en lo referente a la educación, respecto a las reformas a la Constitución y a las leyes de matrimonio civil y de divorcio, y en cuanto a la reforma del Concordato. Los tres estaban íntimamente ligados, puesto que lo referente a la educación y al estado civil de las personas estaba regulado en la Constitución y en el Concordato y precisamente uno de los propósitos que tenía el gobierno al reformar la Constitución era negociar luego una reforma al Concordato. El gobierno temía

que si no procedía así, bien podía el Vaticano negarse a la revisión del Concordato aduciendo el texto constitucional. En lo referente a la educación, el gobierno obró con suma cautela hasta el punto de que las críticas contra su primer ministro de Educación, López de Mesa, no provinieron de los conservadores sino de la izquierda liberal, debido a lo tímido de sus propuestas y a los elogios del ministro a la labor evangelizadora de la Iglesia. También con las jerarquías las relaciones fueron cordiales durante el primer período del gobierno de López. Pero poco a poco surgieron los diferendos que de simples desavenencias pasaron a constituirse en agudos enfrentamientos. Los primeros roces se dieron cuando se trató de dar aplicación al decreto 634 de 1934, expedido por el gobierno de Olaya, y según el cual el gobierno debía fiscalizar las entidades de utilidad común. Los arzobispos de Bogotá y Medellín dieron orden a dichas instituciones, fundamentalmente colegios y hospitales, para que sólo suministraran las cuentas relacionadas con auxilios oficiales, pues en su concepto el decreto violaba el Concordato. El 7 de diciembre de 1935, el ministro de Educación Darío Echandía tuvo que dirigir una comunicación al arzo-

Olaya Herrera y Franklin Delano Roosevelt, durante un paseo en coche por la ciudad de Cartagena, cuando el presidente norteamericano realizó una visita de buena voluntad a Colombia (julio de 1934, en los últimos días de la administración Olaya), en un intento por arreglar de manera "informal" la deuda externa y un tratado comercial.

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Desde el balcón del Palacio de la Carrera, Alfonso López lee su discurso a una manifestación obrera durante la celebración del día del trabajo, 1º de mayo de 1936, fiesta instituida durante su mandato.

bispo de Bogotá y a otros obispos con el fin de explicarles que el gobierno no iba a acabar con la libertad de enseñanza por el hecho de que el Ministerio expediera planes de estudio, estableciera horarios y exigiera de los aspirantes al título de bachiller el sometimiento a los planes y programas. Para la jerarquía colombiana, acostumbrada a un poder omnímodo en el campo de la educación, el ejercicio de esta función del Estado era una injerencia indebida y el ministro de la república liberal, con base en San Basilio y en documentos pontificales, tuvo que demostrar a los obispos que el go-

bierno no estaba por fuera de la Santa Doctrina. Un aspecto del conflicto en el campo educativo fue la campaña emprendida por la jerarquía eclesiástica contra la excelente Revista de Indias, que surgió en el mes de julio de 1936, como órgano de expresión del Ministerio de Educación. Se la tachó de pornográfica y su lectura fue condenada bajo pecado por el arzobispo de Bogotá y los obispos de Antioquia, Jericó y Cali. Igualmente se condenó a la revista Rin-Rin por los desnudos que traía en algunas de sus páginas.

En múltiples ocasiones los prelados excomulgaban a los padres de familia que matriculaban a sus hijos en colegios públicos por la educación laica que impartían. Así, el obispo de Ibagué excomulgó a quienes matriculasen a sus hijos en el Colegio San Simón, el obispo de Santa Marta hizo lo propio con los padres de los estudiantes del Liceo Celedón y el de Cali con los del Liceo de Sevilla, en este caso porque el colegio era mixto. Solamente un mes después que fue sancionada la reforma constitucional de 1936, es decir, en septiembre, se fundó en Medellín, por decreto arzobispal, la Universidad Pontificia Bolivariana. Según el decreto constitutivo su objetivo era oponer la luz de la verdad a los errores e impiedades que amenazaban la paz. Como se ha visto, la universidad surgió dentro de un conflicto político, razón por la cual estaba marcada por asuntos partidistas y proclamaba que impartía una educación confesional. Una citación que se le hizo en la Cámara dio lugar a que el ministro Echandía explicara cuál sería la posición del gobierno y cuál era la nueva situación producida por la reforma constitucional. Explicó el ministro que los constituyentes del 36 habían establecido la libertad de enseñanza, «es decir, garantizaron la existencia de universidades católicas y marxistas», pero al mismo tiempo que se proclamaba la libertad de enseñanza, y puesto que el asunto de la educación no era problema simplemente individual, el gobierno reclamaba y afirmaba su derecho a intervenir en ella. Los asuntos referentes al matrimonio civil, en especial de las personas que habían sido bautizadas, daba lugar a muchos conflictos. Incluso, en un sonado caso en Medellín, un juez conservador y católico practicante fue excomulgado porque en cumplimiento de las funciones de su cargo, de acuerdo con las normas legales, había participado como funcionario en un matrimonio civil. Una reforma al Concordato en el año de 1924 había miti-

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gado en parte el problema, pero establecía un complicado y afrentoso procedimiento para el matrimonio de las personas que habiendo sido bautizadas se quisieran casar por lo civil. En las sesiones parlamentarias de 1935, fueron presentados en la Cámara dos proyectos de matrimonio civil y divorcio. En esos días una convención del partido liberal que expidió un programa había incluido en uno de sus artículos lo siguiente: «El partido liberal considera que la vida civil debe estar regida por la ley civil y que el divorcio con disolución del vínculo debe llevarse a la legislación nacional, teniendo como base la igualdad jurídica de los sexos.» En septiembre de 1937 fue discutido un nuevo proyecto sobre matrimonio civil y divorcio que fue aprobado en la Cámara, pero ni éste ni los anteriores llegaron a convertirse en ley, cuando el Parlamento era homogéneamente liberal. Dada la agresividad de la oposición conservadora y sus lazos estrechos con la jerarquía eclesiástica, la mayoría liberal prefirió no adelantar en este terreno con el fin de evitar una confrontación de tipo religioso que se uniera a la oposición que ciertos sectores de las clases altas estaban haciendo frente a las reformas de tipo social. En éste, como en otros muchos casos, el ejemplo de España era citado por dirigentes liberales como Eduardo Santos, con el fin de evitar un pretexto a las derechas. El primer enfrentamiento grave se dio con motivo del Congreso Eucarístico de Medellín que se inició el 14 de agosto de 1935. El certamen había contado con el apoyo oficial y nada hacía presagiar que las relaciones se deteriorarían. El Congreso implicaba una enorme movilización de masas, estaba presidido por 21 prelados nacionales y extranjeros, entre los que se contaban los arzobispos de Bogotá, Quito, Lima y Panamá y, según cálculos que parecen no ser exagerados, el día de la clausura se reunieron cerca de 300.000 personas. El elemento que prendió la chispa fue una declaración de la mayoría liberal del Concejo de

Bogotá, que en respuesta a una proposición de la minoría conservadora para asociarse al certamen, contestó que lo haría siempre y cuando los prelados colombianos se pronunciaran favorablemente sobre la reforma del Concordato, el establecimiento de la educación laica, la supresión de las misiones catequizadoras, la adopción del divorcio vincular y otros puntos. Como respuesta, monseñor Juan Manuel González Arbeláez, obispo coadjutor de Bogotá, y quien había viajado con el Santísimo desde Bogotá en avión, calificó la proposición del Concejo de ruin, infame, desvergonzada y canalla y tomó juramento a la multitud «de defender a la religión católica a costa de la misma vida». Además, calificó de mendaz al ministro Echandía porque éste había revelado en el Parlamento que el viaje del Santísimo en avión lo había hecho el obispo contra la expresa prohibición del Vaticano, el cual temía que con este medio de transporte, que para la época era novedoso, se pudiera producir un accidente. El día de la clausura del Congreso Eucarístico, todos los prelados colombianos que asistían suscribieron una pastoral en la que decían que no rehusarían afrontar los problemas religiosos que se estaban creando y se manifestaban en contra del matrimo-

La jerarquía eclesiástica durante la celebración del Congreso Eucarístico Nacional de Medellín, agosto de 1935, que contó con la presencia de 21 prelados. Tuvo apoyo oficial, aunque la Iglesia rechazó la pretensión de la mayoría liberal del Concejo de Bogotá de condicionar dicho apoyo a un pronunciamiento de la Iglesia favorable a la reforma del Concordato, educación laica y otros puntos.

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Monseñor Juan Manuel González Arbeláez, obispo coadjutor de Bogotá, llega con el Santísimo al Congreso Eucarístico de Medellín, a bordo del avión trimotor Ford "Tarapacá" de la Scadta, contra la expresa voluntad del Vaticano, que prohibía viajar con la Sagrada Forma ante la eventualidad de un accidente. El polémico prelado sería después "trasladado" a la diócesis de Popayán.

nio civil y de la educación laica. Era ésta una respuesta al programa liberal que una convención del partido acababa de elaborar y en el cual se adoptó por leve mayoría el matrimonio civil. El liberalismo colombiano y su evolución El partido liberal que llevó adelante las reformas era una agrupación especial, si se la compara con sus homólogos del continente. En efecto, en la mayoría de países latinoamericanos los partidos liberales habían agotado sus programas desde el siglo XIX, cuando lograron un régimen republicano expresado en constituciones que muchas veces eran simple letra muerta y desde que habían resuelto en beneficio del poder civil la antigua querella entre la Iglesia y el Estado. Por el contrario, en Colombia la larga dominación conservadora desde fines del siglo XIX, permitía que en el arsenal ideológico liberal todavía pudieran tener vigencia y contenido estos temas como programa de gobierno. Además, mientras que en el resto del continente los partidos liberales viraban hacia la derecha y los grupos y partidos socialistas ocupaban su lugar entre las ma-

sas, al apersonarse de sus reivindicaciones, acá el partido liberal, desde la oposición, pudo correr sus programas. Por eso cuando, ya entrado el siglo xx, el liberalismo pudo por fin gobernar, lo que desarrolló no fue un programa individualista, de laissez faire, con típico sabor a siglo XIX, sino un ideario renovado en el que cabía el intervencionismo, en el que se acogían las reivindicaciones populares de los sectores asalariados y en el que cierto lenguaje y ciertas posturas socializantes no estaban excluidos. El partido liberal colombiano era una agrupación heterogénea en la que se encontraban caudillos supérstites de la guerra de los Mil Días con fogosos dirigentes recién regresados de la universidad, banqueros y sindicalistas, liberales manchesterianos y liberales socialistas, dirigentes agrarios y terratenientes. De allí las profundas contradicciones que se presentaron en el partido de gobierno, las que a su vez impidieron un avance mayor en las reformas; y de allí también la capacidad de conducción de Alfonso López Pumarejo, ese dirigente esclarecido y progresista que, contra la oposición desaforada del partido conservador, del clero y de un sector importante de su propio partido, supo enrutar al país con el apoyo de las masas por una senda democrática de progreso. El giro modernizante del partido liberal pudo percibirse cuando, tras la derrota del general Benjamín Herrera para la presidencia de la República, se realizó la célebre Convención de Ibagué, el 2 de abril de 1922. En ella el partido liberal expidió un programa moderno y cambió su rumbo. El alejamiento sistemático del poder por medio de la coacción, y las persecuciones agudas que en ciertos momentos habían padecido sus dirigentes, acentuaron, en algunos de ellos, la idea de que la única forma de volver al poder era por la conspiración, por la vía de los campamentos, tal como había sido la usanza durante las guerras civiles del siglo XIX. A partir de la reunión de Ibagué, el partido liberal

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optó por la vía civil, electoral, para reconquistar el gobierno y adelantar los cambios necesarios para la democratización del país. Pero, además, allí el partido liberal modificó las bases de su programa abandonando el credo liberal clásico al proponer expresamente: «nacionalización de los servicios públicos, e intervención del Estado». Cuando ya la sociedad colombiana comenzaba a vivir con toda su agudeza los conflictos sociales propios de la sociedad moderna y cuando, gracias a los cambios económicos, comenzaban a aparecer nuevas clases sociales como el proletariado urbano, el partido liberal, en su programa, se apersonó de la nueva situación. Así, en el artículo 14 decía: «Defensa y protección de las clases obreras y con ese objeto, persistente e intenso esfuerzo para obtener el mejoramiento efectivo de su condición, y para reconocerles en la práctica y en la ley las garantías y los derechos que en todas las sociedades cultas les corresponden.» Acto seguido hace una prolija enumeración de ellas y habla de organización de la asistencia pública, habitaciones obreras, condiciones higiénicas en los lugares de trabajo, creación de la Oficina del Trabajo, seguro obligatorio, indemnización por accidentes de trabajo, «fijación de jornales mínimos, descanso hebdomadario, horas de trabajo, y en general, un Código que reglamente el arrendamiento de servicios», reglamentación del trabajo de mujeres y menores, supresión del servicio personal y consagración del derecho de huelga para «permitir la libre representación de los huelguistas». En cuanto al campo, en donde ya se estaban empezando a presentar agudos enfrentamientos, se propuso una legislación sobre propiedad territorial y colonización que garantizara la adquisición y estabilidad de la pequeña propiedad y la «reglamentación del arrendamiento de predios rústicos, de manera que queden garantizados los derechos y obligaciones del arrendatario, y no esté a merced de los arrendadores».

Influencias doctrinarias en el partido liberal En el período anterior al gobierno de la Revolución en Marcha, el partido liberal no sólo cobró presencia entre los sectores urbanos, en especial los artesanos y el naciente proletariado, sino que, además, su juventud universitaria se puso en contacto con los nuevos acontecimientos y doctrinas que estaban transformando el mundo. La Revolución rusa, a pesar del desconocimiento que de ella se tuvo, fue mirada con simpatía por los sectores liberales que celebraron la caída de una dinastía que oprimía un país en forma teocrática. El manifiesto de los estudiantes de Córdoba, Argentina, en 1918, tuvo acá sus seguidores entre el estudiantado liberal. Germán Arciniegas fue uno de sus divulgadores, especialmente en la revista Universidad. Más tarde, durante la Revolución en Marcha, muchos de los que ahora eran ministros o parlamentarios en el régimen liberal, pudieron desarrollar Augusto Ramírez Moreno, en caricatura de Ricardo Rendón. Representaba un sector discrepante de la jefatura conservadora de Laureano Gómez, de quien dijo que imponía a su partido "una disciplina para perros" (ver página 315).

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Ilustración de Sergio Trujillo Magnenat para la revista "Rin-Rin", que fue condenada por la jerarquía eclesiástica por los desnudos que traía en algunas de sus páginas.

estos principios cuando se trató de la reforma universitaria en Colombia. La Revolución mexicana también marcó profundamente a la juventud liberal, llamando su atención hacia la problemática agraria, poniendo de presente el problema del indio con la Constitución de 1917 que estuvo presente en el debate de los constituyentes liberales de Colombia en el año de 1936, y con toda la problemática entre el Estado y la Iglesia. Continuamente el clero y el partido conservador atacaron las reformas liberales de López, aduciendo que se estaban poniendo en práctica las medidas antirreligiosas de aquel país. También, como en el caso de la República española, la experiencia mexicana era motivo de diferenciación partidista: los conservadores en contra y los liberales, en general, a favor. Por ejemplo, el 15 de septiembre de 1934, un grupo de liberales presentó en la Cámara de Representantes una propuesta de saludo al gobierno de México, expresando que su ideario político debía servir de ejemplo a Co-

lombia y a los países de América Latina. La representación conservadora votó en contra. Fueron las doctrinas apristas las que más influencia cobraron entre la juventud liberal y progresista. Este movimiento, creado en México por el peruano Víctor Raúl Haya de la Torre, tenía la pretensión de constituirse en una organización de carácter continental. Su posición anti-imperialista en una época en la que eran frecuentes los desembarcos y las ocupaciones norteamericanas en el Caribe, su reconocimiento del problema indígena, su noción de la especificidad de lo Indoamericano, y su llamamiento al cambio revolucionario dentro de unos parámetros que no eran los soviéticos, sedujeron a la juventud liberal. Otro pensador peruano que tuvo gran influencia entre la juventud liberal en Colombia fue José Carlos Mariátegui que fue profusamente leído. Así mismo, el mexicano José Vasconcelos tuvo fuerte audiencia en el estudiantado liberal que estaba a las puertas de actuar en los cuerpos colegiados o en el gobierno. Eduardo Santos, desde el periódico El Tiempo, escribía sentidos editoriales en favor de Sandino y de su lucha por la soberanía de Nicaragua, y en contra de las intervenciones del imperialismo en Centroamérica y en el Caribe. También en las aulas de derecho, especialmente en las universidades liberales, el Externado de Colombia y la recién fundada Universidad Libre, los estudiantes comenzaron a abrir su horizonte estudiando las nuevas tendencias del derecho, especialmente a los tratadistas franceses. Entre ellos, fue Léon Duguit quien indudablemente ejerció la mayor influencia. Su escuela, que se denominó «solidarista», decía que la libertad se concibe como un deber, como una función social, no como un derecho. En palabras de Duguit, «no puede decirse en verdad que el hombre tiene un derecho al ejercicio de su actividad; es preciso decir que tiene el deber de ejercerlo, que tiene el deber de no dificultar la acti-

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vidad de los demás, el deber de favorecerla y ayudarla en la medida de lo posible». Decía que el derecho a trabajar se entiende como una obligación social, que no está permitido el derecho a la holgazanería, y que la obligación del trabajo se hace extensiva a todas las clases sociales. Por eso, el hombre propietario de un capital no puede dejarlo improductivo, puesto que la propiedad tiene una función social. Como se verá, la influencia de este tratadista fue notoria en la reforma constitucional de 1936, y muchas de las normas que allí se adoptaron tienen el inconfundible sello de su inspiración y terminología. El positivismo asimilado por los estudiosos del derecho penal, como fue el caso de Carlos Lozano, o de Gaitán, quien en Italia estudió con Enrique Ferri, también dejó su huella en la orientación del Código Penal y en el Código de Procedimiento Penal, que se expidieron durante el primer gobierno de López Pumarejo. Por otra parte, y en cuanto a las influencias doctrinarias en el derecho constitucional, esa misma juventud había estudiado y discutido la constitución alemana de la República de Weimar, adoptada el 31 de julio de 1919. Este estatuto jurídico, producto del pensamiento socialdemócrata, tuvo significativa influencia en los constituyentes colombianos de 1936, especialmente respecto a los aspectos relativos a la función social de la propiedad y a las facultades intervencionistas del Estado en lo relacionado con el derecho de propiedad y la regulación de la economía. El profesor Tulio Enrique Tascón, en la cátedra y a través de su libro sobre derecho constitucional colombiano, ejerció notable influencia sobre la juventud estudiosa y muchas de sus posiciones fueron adoptadas en el año 1936. Las divisiones liberales El partido liberal era una agrupación heterogénea en la cual la división siempre estuvo presente. Unas veces

en forma franca, otras de manera atenuada, pero siempre en forma latente. A esta división contribuyeron muchas razones, como por ejemplo las diferencias ideológicas, las diferencias de intereses —pues en el partido querían representarse varios sectores sociales que en ocasiones tenían intereses contrapuestos—, razones de personalidad o caudillaje, confrontación entre las miras parciales de algunos jefes regionales y el proyecto global modernizante que representaba la propuesta del gobierno. En fin, el roce que necesariamente se produce en las situaciones de cambio entre los personeros del statu quo y los representantes del progreso. Primero las fricciones se cubrieron con el ropaje de las discrepancias entre Olaya y López, que tenían sus antecedentes desde los orígenes mismos de la postulación presidencial del primero. La candidatura de Olaya y su gobierno se hicieron a nombre de la concentración nacional, como producto de un pacto bipartidista y con amplia participación conservadora. Ló"Escudo de la República Liberal", caricatura en la portada de la revista "Anacleto" del 10 de agosto de 1936.

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Alfonso López con su nuevo ministro de Guerra Plinio Mendoza Neira, nombrado el 19 de julio de 1936. Siete meses más tarde tendría que renunciar al ministerio, a causa del debate que Carlos Lleras Restrepo adelantó en el Congreso.

pez no fue de ese parecer y hubo un momento en el que la candidatura de Olaya estuvo a punto de frenarse, pues éste insistía en sus puntos de vista mientras López, en ese entonces jefe del partido liberal, era de opinión contraria. López quería un candidato del partido liberal y a diferencia de Olaya, el gobierno que hizo fue de partido. Ya se vio cómo durante los primeros meses del gobierno de López, el partido conservador se dedicó a atacar a Olaya, a quien no perdonaban que hubiese comenzado a desmontar la maquinaria conservadora para dar paso a un gobernante liberal. Pero vino la reconciliación que se selló con una comida el 7 de diciembre de 1934, en la que además participaron otros jefes liberales, como Luis Cano y Luis Eduardo Nieto Caballero. Poco después, Olaya entró al gobierno en calidad de ministro de Relaciones Exteriores y luego partió para Roma, en donde murió el 18 de febrero de 1937, cuando ocupaba el cargo de embajador de Colombia ante la Santa Sede. En el entretanto, y no obstante las divergencias doctrinarias que se presentaron en la discusión de la reforma constitucional y en la de la ley de tierras, el partido liberal se había unido para rodear al gobierno ante el ataque cerrado del partido conservador y de la jerarquía eclesiástica. No obstante, desde el mes de julio de 1936, es decir

en pleno gobierno de López, la Asamblea del Valle proclamó la candidatura presidencial de Olaya para el período que comenzaba en 1938. A este pronunciamiento siguieron otros de liberales que aunque en ese momento apoyaban al gobierno frente al ataque conservador, eran partidarios de una acción más moderada. Una vez aprobada la reforma constitucional en agosto de 1936, y cuando amainó la oposición subversiva gracias al beligerante respaldo de las masas a la obra del gobierno, así como a la unidad liberal, comenzaron a brotar de nuevo los signos de la división al amparo del nombre de Olaya. El influyente Eduardo Santos, en un discurso en el Senado el 20 de agosto de 1936, dijo: «La candidatura de Olaya Herrera es sencillamente la candidatura del partido liberal de Colombia.» Al momento de su muerte, era un hecho que Olaya iba a ser el próximo candidato liberal. La inesperada muerte de Enrique Olaya aceleró los acontecimientos. Tres días después, el 21 de febrero, Darío Echandía renunció al ministerio y poco después fue postulado como candidato presidencial. El 24 de febrero Eduardo Santos dio respuesta positiva a un grupo de parlamentarios que pedían autorización para proponer su nombre como candidato presidencial. Quedaba así abierto un debate en el que Echandía actuaría a nombre de las izquierdas y como defensor de la labor del gobierno, y Santos como el sucesor de Olaya. En cuanto a Santos, en ésta como en otras ocasiones del período, es muy difícil ubicar su posición. Detrás de él se unieron los detractores liberales de la obra de López y quienes con el lenguaje claro de la época representaban la derecha liberal. Sin embargo, el mismo Santos, con gran habilidad, personalmente nunca se dejó encasillar dentro de esta tendencia y pudo mostrar que las grandes reformas liberales, como la de la Constitución que lleva su firma en calidad de presidente del Senado, las leyes agrarias

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o el apoyo a los congresos sindicales, siempre habían contado con su aprobación y patrocinio. Inmediatamente se abrió la campaña para cuerpos colegiados, puesto que sólo quedaban 40 días para la celebración de las elecciones. El 24 de febrero, Carlos Lleras Restrepo, del sector santista, realizó en el Congreso un fuerte debate contra el ministro de Guerra, Plinio Mendoza Neira, quien con sus decididas medidas había hecho frente a la conspiración de los sectores conservadores. El discurso de Lleras, del cual él mismo con el tiempo tomó distancia, dio como resultado la renuncia del ministro y se interpretó en ese entonces como parte de la campaña que se iniciaba y como un ataque al mismo gobierno y a lo que él representaba. La campaña electoral se adelantó en un ambiente de extrema pugnacidad. El sindicalismo organizado apoyó a Echandía y tras él se fueron los sectores de la izquierda y quienes venían actuando a nombre del Frente Popular. A Santos lo apoyaron los sectores tradicionales del partido. Mientras que quienes sostenían la candidatura de Echandía respaldaban también la política de López, en ciertos sectores adictos a la candidatura de Santos, ésta era una forma de rechazar la gestión oficial. Refiriéndose a esta campaña, el presidente López, en el mensaje que dirigió al Congreso el 31 de mayo de 1937, con motivo de su renuncia, decía: «Lanzada la candidatura del doctor Eduardo Santos, a ella se acogieron ostensiblemente grupos que venían presentando oposición al gobierno. Y probablemente esta circunstancia originó otra candidatura, llamada de izquierda, que se ofreció a uno de mis colaboradores, en pugna a las fuerzas reaccionarias que aparecieron acompañando la candidatura del doctor Santos.» Las elecciones celebradas el 4 de abril dieron un amplio triunfo a los seguidores de Santos: 350.000 votos por éste y 50.000 por los de Echandía. Al día siguiente Echandía viajó a Roma como embajador

Enrique Olaya Herrera, el presidente Alfonso López, el canciller Alberto Pumarejo, Gerardo Núñez, Luis Eduardo Nieto Caballero, Eduardo Santos y Luis Cano, ministro de Gobierno, durante la cena de reconciliación liberal, ofrecida por LENC el 7 de diciembre de 1934.

ante la Santa Sede. El 22 de julio de 1937, la convención nacional del partido liberal proclamó oficialmente a Eduardo Santos como un candidato presidencial por 155 votos a favor y 46 en contra. El triunfo de los partidarios de Santos tuvo, por lo pronto, otro tipo de efecto. Después de las elecciones ciertos sectores comenzaron a actuar como si ya se hubiese producido el cambio de gobierno y el conflicto con el propio presidente López se volvió inevitable. La derecha liberal en el Parlamento venía ejerciendo una tremenda oposición contra ciertos proyectos progresistas del gobierno. Durante la discusión de la ley de tierras, hubo una oposición feroz en lo doctrinario, y frecuentemente se apeló a la táctica de dejar sin quórum las sesiones. Luego, cuando se discutió una ley que desarrollara el precepto constitucional de la intervención para ser aplicada en favor de los trabajadores de la zona bananera, la oposición llegó a situaciones grotescas. Hasta el punto

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Tulio Enrique Tascón, ministro de Educación durante un mes (marzo de 1937): "En la cátedra y a través de su libro sobre Derecho Constitucional colombiano, ejerció notable influencia sobre la juventud estudiosa y muchas de sus posiciones fueron adoptadas en el año 36".

que el caracterizado vocero de la derecha liberal, Eduardo López Pumarejo, hermano del presidente, llegó a lanzar la acusación de que el gobierno era apoyado por Moscú y que a través del propio Banco de la República se estaban haciendo circular billetes colombianos fabricados en la Unión Soviética. El incidente que llenó la copa y originó la renuncia del presidente fue el siguiente: en un mismo día, el 24 de mayo de 1937, fueron negados dos proyectos gubernamentales de importancia. En la Cámara, un proyecto sobre asuntos monetarios que implicaba una devaluación; y en el Senado, el proyecto de ley para intervenir en la industria bananera. El 26 de mayo el presidente presentó su renuncia, que no le fue aceptada por el Senado. En el mensaje explicativo sobre todos estos incidentes, enviado por López el 31 de mayo al presidente del Senado, se dolía de que apenas transcurrido el primer año de su gobierno ya se estaba agitando el asunto de la sucesión presidencial con el nombre de Olaya. Manifestó que el candidato Santos no había pretendido ejercer presión sobre los actos del gobierno pero que, por el contrario, algunos de sus seguidores se habían apresurado a levantar la bandera de la victoria para comenzar a gobernar en su período como si se tratara de una interinidad. Y en defensa de la intervención del Estado que su gobierno proclamaba, y que era tema de discusión en una de las leyes no aprobadas, decía López estas proféticas palabras: «Entiendo que comienza una era nueva en la vida de Colombia y que la política va a dejar de ser ese romántico ejercicio de nuestros antepasados, o la expresión pasional de las virtudes y defectos de la raza, para trocarse en una lucha de intereses, a los cuales hay que poner valla y dique seguros sin pérdida de tiempo. Si con débiles y apenas justos intentos de buscar la contribución del capital a los gastos públicos, si con el asomo de una intervención que está clamando su urgencia, en una industria extranjera

que sostienen con heroico esfuerzo los productores colombianos, ya hemos podido advertir que en todas las divergencias políticas el capital se coloca francamente al lado contrario del que toma el gobierno, y éste suele quedarse a mitad del camino, falto de instrumentos de acción, de respaldo efectivo, qué ocurrirá más tarde, me pregunto yo, cuando ese capital participe activamente en las elecciones, lleve sus candidatos y agentes a las corporaciones públicas o decida poner todo su peso en el momento de un cambio de régimen.» Alfonso López, desde el gobierno, promovió una reforma global del Estado, y para ello se apoyó en la juventud de su partido. Entre los ministros de su equipo, el de más edad era Darío Echandía, quien no llegaba a los 40 años. Se trataba de jóvenes intelectuales, con ideas de avanzada que, como el propio Echandía, Alberto Lleras Camargo, Jorge Soto del Corral o Antonio Rocha, entre sus ministros, o como Jorge Zalamea, Enrique Caballero Escovar o Jorge Padilla entre sus próximos, no estaban anclados en la maquinaria del partido. El proyecto de López tenía un carácter global, modernizante de las diferentes estructuras y pasaba por el cambio de las mentalidades y por la modificación del andamiaje jurídico del país para ponerlo a tono con las nuevas realidades sociales. En la realización de ese proyecto, López entró en conflicto con los sectores tradicionales de su partido, con los jefes regionales para quienes el cambio de régimen simplemente significaba una modificación de la burocracia en beneficio de sus copartidarios y una forma de hacer primar intereses estrechos de ámbito regional. De allí el enfrentamiento continuo del gobierno central con las prácticas de los caciques. López no encontró en su partido un organismo disciplinario y organizado. En el Parlamento se vio que la unidad doctrinaria no existía. Que sólo había lealtades de partido frente al contrincante conservador. Frente a la reacción conservadora,

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que sistemáticamente se oponía a todas las medidas del gobierno, el partido liberal transitoriamente funcionaba en bloque. Pero tan pronto disminuía la presión externa, volvían a presentarse las grietas en el partido de gobierno. Y ello era lógico, por la amplia gama doctrinaria que se manifestaba en el partido liberal. Allí tenían su asiento, y con fuerza, antiguos dirigentes liberales cuya ideología era la del liberalismo clásico, al estilo del siglo anterior. En general, eran fuertemente anticlericales y miraban con desvío el intervencionismo de Estado que se les parecía al socialismo, cuando no al comunismo. Por ejemplo, personajes como Pedro Juan Navarro, Eduardo López Pumarejo, o Aquiles Arrieta, exponentes de tal tendencia, continuamente se opusieron a los aspectos innovadores de la reforma constitucional, a los factores progresistas de la ley de tierras o a la intervención en la industria bananera. Desde la prensa, el popular columnista Caliban representó este modo de percibir el liberalismo, de la misma manera que en el periódico La Razón, a nombre de un liberalismo de corte manchesteriano, Juan Lozano se opuso al gobierno de López por las reformas que estaba adelantando. Existía otro sector que podría denominarse de centro, en el que acampaban personajes conocidos como Eduardo Santos o Luis Cano, quienes tanto en la prensa como en el Parlamento apoyaban los cambios pero ejercían ciertos frenos en nombre del pragmatismo. Especialmente en la Cámara de Representantes, una nueva generación de jóvenes recién egresados de la universidad, le infundían impulso a los cambios y fueron ellos el sostén de las reformas, sobre todo en el campo constitucional. Se destacaron en ese grupo los miembros de la izquierda liberal, como Moisés Pietro, Diego Montaña Cuéllar y Jorge Eliecer Gaitán y jóvenes parlamentarios como Carlos Lozano, Carlos Lleras Restrepo, José Umaña Bernal, Jorge Uribe Márquez, Germán Zea Hernández, Ricardo Sar-

miento Alarcón, Miguel Durán, Ramón Miranda, Darío Samper, etcétera. Gerardo Molina en el Senado y Diego Luis Córdoba en la Cámara de Representantes hicieron una brillante labor, y juntos constituyeron lo que se denominó el grupo socialista. Una mención especial merece el veterano Alejandro López, quien de regreso al país actuó, en el período de la Revolución en Marcha, presidiendo la convención liberal que en el año de 1935 actualizó el programa del partido, como parlamentario y luego como gerente de la Federación Nacional de Cafeteros. Con justo título, a Alejandro López se le reconoce como a uno de los ideólogos del liberalismo colombiano en el siglo XX por sus libros Cuestiones colombianas e Idearium liberal, y por sus actuaciones frecuentes en defensa de una concepción intervencionista, transformadora y popular, en el partido liberal. A Alejandro López bien puede situársele doctrinariamente en el sector de la izquierda liberal, sector en el cual, a causa de su sentido popular del partido y por su preocupación y soluciones respecto al problema agrario, tuvo intensas identificaciones con Jorge Eliecer Gaitán.

"No se culpe a nadie de su muerte", caricatura del Album Arciniegas en la Biblioteca Nacional. En las elecciones corporativas de abril, los seguidores de Santos resultaron vencedores por una diferencia de 300 mil votos, lo que aseguró su candidatura presidencial frente a la de Darío Echandía.

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Alberto Lleras Camargo, tercer ministro de Gobierno de López Pumarejo, lee la renuncia del presidente, el 26 de mayo de 1937. La crisis fue motivada por la negativa de la Cámara a un proyecto de devaluación, y del Senado a uno de intervención en la industria bananera. Al final, el Senado no aceptó la renuncia.

Revista militar y de aviación del 24 de julio de 1938. en Santa Ana, Bogotá (poco antes de la famosa tragedia aérea): Eduardo Santos, presidente electo, Alfonso López y Alberto Pumarejo. Atrás se alcanza a ver a Lorencita Villegas de Santos.

Claro está que en último término las diferencias y la división se dieron por causa de intereses. El gobierno presidido por López significó el cambio, la modernización y el intento de acabar o disminuir privilegios. Significó también que sectores de la sociedad que hasta entonces no tenían representación pudieran actuar en la vida pública. Que el proletariado urbano y rural, al que se le desconocían sus derechos en virtud de actitudes y políticas autoritarias y represivas, pudiera

hacer valer sus intereses dentro del marco de la ley. Que el colono, el aparcero, el arrendatario y el campesino sin tierra, contaran con la protección del Estado y no simplemente con su acción coercitiva. Que el poder civil no continuara sometido al dominio de una Iglesia con actitudes retrógradas. Todo esto concitó la oposición de sectores del capital que se negaban a pagar impuestos; de segmentos de la burguesía industrial que en las relaciones con los trabajadores sólo concebían la sujeción de éstos y consideraban que colocar a alguien ya era de por sí una dádiva; de los terratenientes, y de la Iglesia. El partido conservador por todos los medios atacó al gobierno y sus cambios, pero también en el partido liberal los sectores privilegiados reacios al cambio encontraron sus voceros. Por el contrario, el pueblo apoyó a López manifestándose multitudinariamente en las calles, en los sindicatos, en los congresos obreros, en el campo y también en el Parlamento, en donde los partidarios de las reformas hicieron mayoría dentro del partido liberal. A los embates de la reacción, el pueblo opuso el apoyo decidido y fervoroso, y durante el año de 1936 el país vivió una situación convulsionante. Tanto es así, que el propio presidente López, en un discurso que pronunció en el mes de diciembre de 1936, en Barranquilla, habló de que era necesaria una pausa en las reformas para consolidar lo que hasta allí se había hecho y evitar una confrontación mayor que perturbara la paz pública. Tiempo después, durante su segundo mandato, el mismo López se lamentó por haber hecho ese alto en vez de avanzar más. Al respecto dijo en el mensaje con el que inauguró las sesiones extraordinarias del Congreso en 1945: «Hoy reconozco que esta teoría fue equivocada... Yo lamento haberme visto comprometido en esa utópica intención de la pausa de la que no creo poder decir que haya dejado fruto bueno y sí semillas de descomposición, desaliento y desorden. Y me pregunto, sorprendido,

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cómo pudimos tantos responsables del éxito del movimiento liberal pensar que una revolución tan vasta como la que está efectuándose desde 1934 es susceptible de pausas, sin desvirtuar su fuerza inicial y su alcance. En la vida de una nación no son muchos los momentos en que el pueblo se decide y cuando lo hace, esos momentos ni se escogen ni se limitan a voluntad de los jefes.» Alfonso López Pumarejo, el conductor Alfonso López Pumarejo (1886-1959), quien a los cuarenta y nueve años iniciaba su mandato presidencial, era un hombre con una formación, una experiencia vital y una visión del mundo diferentes a las de la gran mayoría de sus conciudadanos. Nieto de Ambrosio López, el artesano que había participado activamente en la política a mediados del siglo XIX, durante la primera república liberal. Hijo de Pedro A. López, uno de los mayores capitalistas del país a principios de este siglo, banquero, exportador de café, filántropo que contribuyó a fundar para el partido liberal la Universidad Libre. Su educación, que inició en Bogotá con pedagogos particulares de la talla de Miguel Antonio Caro, fue proseguida en Inglaterra. Sin embargo, López no obtuvo nunca un título universitario y su formación se la dio la vida en el mundo de los grandes negocios, de la exportación de café, de la banca, o recorriendo desde muy joven países vecinos como Costa Rica y Ecuador, por razón de los mismos negocios familiares. Precisamente, en este último país, siendo muy joven, pudo apreciar de cerca la revolución liberal de Alfaro, hasta el punto de que este tipo de liberalismo social y la imagen del caudillo ejercieron honda influencia sobre él. Asimismo sus prolongados viajes por la región cafetera de Occidente y sus contactos con los empresarios de Medellín y Manizales contribuyeron a marcar su formación. De allí, su visión amplia y cosmopolita de

las cosas y su actitud pragmática ante los problemas. Este banquero, hijo de banquero y nieto de artesano, en su acción política conjugó la doble faceta que le marcaban sus orígenes sociales. Aunque de costumbres y actitudes refinadas, siempre estuvo al lado del pueblo, y su lucha política se dirigió a la conquista y ampliación de la democracia para los colombianos y a que los diferentes sectores de la sociedad, especialmente las minorías y todos aquellos que no tenían adecuada representación, pudieran lograrla. Desde muy joven comenzó a trabajar en los negocios de exportación de café de su padre. Luego, debido a ciertas diferencias que lo alejaron por un tiempo de esta casa de comercio y de las relaciones con su familia, entró

Llegada de Alfonso López a Barranquilla. Allí, en diciembre de 1936, aceptó en un discurso la necesidad de hacer una pausa en las reformas para consolidar lo ya logrado hasta entonces y evitar una confrontación

que perturbara la paz pública.

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a gerenciar un banco de capital norteamericano en Bogotá. Según dice su amigo y biógrafo, Eduardo Zuleta Ángel, cuando en los años veinte se esperaba ansiosamente la suma de veinticinco millones de dólares que los Estados Unidos pagarían en cinco cuotas anuales, como indemnización por Panamá, López, a través del Banco Mercantil Americano, trajo en menos tiempo una suma aproximadamente igual. De él decía un importante banquero de Nueva York: «Es probablemente el mejor banquero latinoamericano que yo haya tenido el privilegio de tratar.» Su participación en la política durante los últimos gobiernos conservadores fue esporádica. Con Laureano Gómez se opuso a Marco Fidel Suárez, lo que le valió una acusación ante la sede central del banco que él gerenciaba, por participar en la política. Esto, a la postre, incidió en su retiro del banco. Fue representante a la Cámara y concejal de Bogotá, y en el año de 1929, cuando nadie estaba pensando en esos términos, en la convención del partido liberal presentó una proposición para que el partido se aprestara a tomar el poder. Dentro de su partido había sido un rebelde, un disidente, pues no estaba de acuerdo con los jefes militares que, como supervivencia de las guerras civiles, dirigían el partido. Por eso se opuso a Benjamín Herrera. López con razón creía que los tiempos habían cambiado, que era necesario abandonar la vieja ilusión de volver al poder por las armas, a través de los campamentos. Que las transformaciones producidas en el mundo después de la primera guerra mundial, y en Colombia por los cambios económicos de los veinte, obligaban a modernizar el partido y a ponerlo a pensar en nuevos temas. Que habían irrumpido nuevas fuerzas sociales en el escenario nacional, tales como el proletariado y los grupos socialistas en los que actuaban Torres Giraldo y María Cano, y que ante esta nueva situación, el partido liberal debía tomar una actitud pro-

gresista, abandonando los viejos dogmas. En fin, que ante el ocaso de la hegemonía conservadora, que él veía venir y a cuyo derrumbe contribuyó, era preciso que el partido liberal se preparara para aceptar el reto de gobernar. Las realizaciones del gobierno La avasallante personalidad de López Pumarejo y el recuerdo que aún subsiste de los agudos enfrentamientos que se produjeron con sus actuaciones presidenciales podrían dejar la impresión de que en su gobierno primó el conflicto político y de que la Revolución en Marcha fue avara en obras y realizaciones. El mismo López, en el mensaje que dirigió al Congreso en el año de 1937, propuso que como elemento de juicio de su gobierno se tuviera en cuenta no tanto un inventario de las obras materiales, cuanto el de los progresos políticos logrados. Pero el catálogo de las realizaciones en ambos campos es sumamente amplio, no sólo por el número sino, sobre todo, por la trascendencia de lo realizado. Veamos someramente lo que se adelantó en los diferentes campos. La política internacional El gobierno de López se inició en un contexto internacional especialmente complicado. Por una parte, aún se sentían los efectos de la mayor crisis que hasta el presente hubiera padecido el capitalismo mundial. Por otra, estaba sin resolver un conflicto internacional con el Perú, que por primera vez en el siglo nos había llevado a una confrontación militar de tipo internacional. Existía, además, una circunstancia novedosa y era que en los Estados Unidos, Franklin Roosevelt estaba ensayando fórmulas nuevas para gobernar y que para las relaciones con Latinoamérica proponía la política de buena vecindad que sustituiría la del gran garrote impuesto por el otro Roosevelt. En el campo internacional subsistía el problema de la regulación

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de relaciones con la Iglesia a través de un Concordato anacrónico. Además, la Guerra Civil española, que tanta repercusión tuvo en Latinoamérica, exigía una posición. En pleno conflicto con el Perú y cuando era candidato, López hizo un audaz viaje al vecino país para ver la manera de buscar una fórmula de arreglo con su nuevo presidente, Os-ar Benavides, con quien tenía una antigua relación producto de actuaciones conjuntas en la diplomacia. El viaje que López hizo a Lima, aunque con la aquiescencia del presidente Olaya, fue bajo su absoluta responsabilidad y de haber fracasado hubiera implicado un tremendo traspié en la vida política de López. Su gestión contribuyó a un acercamiento que dio su resultado en Río de Janeiro para la firma del Protocolo. Una vez que López estuvo en la presidencia, dio todo su apoyo a la negociación que se había hecho en el gobierno anterior. Y, como ya se vio, no obstante los ataques inclementes de Laureano Gómez y del partido conservador, el Protocolo de Río de Janeiro fue aprobado por el Parlamento colombiano, de suerte que bajo su gobierno tuvo una culminación afortunada la negociación, por la vía pacífica. En razón de su experiencia como banquero y como exportador de café, López tenía un buen conocimiento del mundo internacional y en especial de los asuntos económicos. Sus épocas de residencia en Inglaterra y los Estados Unidos, y los frecuentes viajes que hacía, lo mantenían en contacto con los acontecimientos que se estaban desarrollando en Europa y Norteamérica. López asignaba mucha importancia a este aspecto de la gestión de un estadista y por eso no es casual que antes de posesionarse de la presidencia hubiese hecho una gira por los Estados Unidos, México y Centroamérica. Durante la administración de Olaya, López estuvo en Londres representando a Colombia en la legación y en la Conferencia Económica Mundial que se celebró en junio de 1933. En

Ambrosio López Pinzón, "Mutero", director de la Sociedad Democrática de Artesanos de Bogotá, creada en 1847, cuyo apoyo fue decisivo en la elección de José Hilario López en 1849. Hijo de Jerónimo López, sastre del virrey Amar y Borbón, don Ambrosio fue el abuelo de López Pumarejo. Su retrato a la acuarela es obra de José María Espinosa (Museo Nacional, Bogotá).

ese mismo año, en diciembre, presidió la delegación colombiana a la Conferencia Panamericana de Montevideo. Su participación allí fue especialmente brillante. La reunión económica de Londres había fracasado, entre otras razones por la posición norteamericana. Se trataba en Montevideo de desarrollar una nueva política interamericana, dentro del marco de buena vecindad que estaba esbozando Franklin D. Roosevelt. Aún se vivía dentro del contexto de la crisis, y el problema de la deuda de los países latinoamericanos era vital. Habitualmente era la diplomacia de los países del Cono Sur la que llevaba la batuta en estas ocasiones, y tradicionalmente los diplomáticos colombianos se limitaban a callar y a votar con la mayoría. López comenzó su intervención para pedir una modificación en el procedimiento, pues el asunto propuesto se iba a decidir o por voto de adhesión a las proposiciones del secretario de Estado norteamericano, o en el ambiente restringido de una comisión. López soli-

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Pedro A. López Medina, padre de Alfonso López Pumarejo. Gran capitalista, banquero, exportador de café a comienzos de siglo, filántropo, fue el primero en pensar en la necesidad de una ciudad universitaria para la capital: su hijo la haría realidad.

Alfonso López Pumarejo, niño. Nacido el 21 de marzo de 1886 en Honda, Tolima, vivió allí sus primeros siete años, hasta 1893. Su padre trabajaba entonces con Silvestre Samper Agudelo en importaciones y exportaciones.

citó que la proposición del secretario de Estado, señor Cardell Hull, fuera objeto de un debate y en la plenaria, porque él era partidario de la publicidad en las deliberaciones de esa asamblea. Recordó que tanto el señor Hull como él habían estado en la Conferencia de Londres, y que ambos sabían que en gran parte su fracaso se debió a que las deliberaciones se adelantaron en secreto por las cinco o seis delegaciones que se arrogaron la función de dirigir los trabajos. Celebró la declaración del secretario de Estado de que su gobierno no intervendría como en el pasado en favor de los banqueros internacionales. Y recordó que estos banqueros estaban compareciendo ante el Senado americano para dar cuenta de la manera como habían manejado sus negocios, y que hasta no hacía mucho tiempo eran estos banqueros los agentes avanzados de la «diplomacia del dólar». Respecto a la deuda que agobiaba a los países latinoamericanos, expresó la duda de que fueran semejantes o siquiera análogos los intereses de los países industrializados y los de Lati-

noamérica, los de los países acreedores y los de los deudores. Recordó cómo, en la medida en que ciertos países desarrollados se iban convirtiendo en deudores y decretaban una moratoria que no admitían para los otros, el concepto de las deudas y los plazos se iba modificando en beneficio de los industrializados. Al respecto dijo: «Yo quiero llamar de paso la atención de los señores delegados sobre algo que considero importante: cómo en materia de deudas se han multiplicado los conceptos; cómo antes no existían sino las deudas que se debían pagar en la fecha de su vencimiento, y cómo antes, y todavía, cuando se trata de los países de América, los que no pagan en una fecha determinada no tienen razón que alegar para disculparse, porque pertenecen al mundo tropical y anárquico que no entiende las reglas para conservar el crédito; y cómo a medida que la crisis avanza y que los acreedores, según la frase muy inteligente del delegado de México, se humanizan, porque también se convierten en deudores, el concepto se va desdoblando y la clasificación de las deudas va extendiéndose. Ya hay deudas de plazo corto y plazo largo, deudas políticas y deudas interaliadas; hay reparaciones; hay deudas bloqueadas, y deudas sin bloquear, y deudas comerciales. Hay toda clase de deudas. ¿Para qué, señores delegados? Para ir estableciendo categorías, que permitan a naciones muy importantes no pagar, o aplazar el pago, sin caer abatidas moralmente por el concepto de que se nos ha hecho víctimas a los deudores americanos del Viejo Continente... No se puede pagar sin reducir el nivel material de vida de los pueblos deudores.» De la Conferencia de Montevideo salió el Tratado de No Agresión y Conciliación, a propuesta de Argentina. Estados Unidos lo apoyó, y con esto logró evitar una condena casi segura por parte de los países latinoamericanos al proteccionismo aduanero que practicaban. En 1936, se reunió en Buenos Aires, por iniciativa de Roosevelt,

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quien viajó a ella, la Conferencia Interamericana de Consolidación de la Paz. Cuando se celebró, había ya acontecimientos nuevos en el panorama internacional. Por una parte, una nueva actitud de los Estados Unidos hacia Latinoamérica, ejemplificada en el gesto de Roosevelt de acudir a la conferencia. Por otra, la ineficacia comprobada de la Liga de las Naciones de Ginebra, que estaba paralizada en la disputa entre los grandes, y no era garantía para los países débiles, como se demostró respecto a la invasión de Abisinia por las tropas fascistas de Mussolini. Por instrucciones de López, la delegación colombiana trabajó vigorosamente para la formación de una Asociación de Naciones Americanas, que resolviera los problemas regionales, visto el fracaso de la Liga de las Naciones. Ya en un cable del 26 de junio de 1936, que el presidente López envió a la delegación colombiana ante la Liga de las Naciones, les expresaba que en la Conferencia de Buenos Aires, Colombia propondría la constitución de una sociedad regional americana en el marco de la Sociedad de las Naciones. Y les daba estas instrucciones: «La colaboración de las dos sociedades tendría que comenzar, naturalmente, por la modificación del artículo 21 del Pacto, en el cual se reconoce a la doctrina Monroe como un Dentro del contexto de la apertura acuerdo regional, sin que lo sea, y con internacional que significaba la polítiel reconocimiento de la Asociación ca del New Deal en los Estados UniAmericana por la Liga de Ginebra, dos y la lucha contra el fascismo en como pacto regional.» Europa, el gobierno de la Revolución Con el apoyo de la delegación co- en Marcha estableció relaciones con la lombiana se intentó la creación de un Unión Soviética el día 25 de junio de comité consultivo interamericano de 1935. carácter permanente. Sin embargo, la propuesta no fue aceptada, sobre todo La República española por la oposición de la cancillería argentina, que en esa época estaba en- Con respecto a la República española deudada a los aún pujantes intereses y a la guerra de España, el gobierno británicos, los cuales veían en tal paso de López tuvo una posición progresisun acercamiento de Latinoamérica a ta. Tanto López como su partido eslos Estados Unidos. En este sentido, taban con la causa de la República, a la idea de López y de la cancillería co- la que dieron su apoyo y simpatía. lombiana es el antecedente de lo que Cuando el resultado de la guerra se luego se plasmó en la Organización de fue tornando adverso para los repuEstados Americanos (OEA). blicanos, Colombia empezó a ser tie-

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Alfonso López hacia fines de siglo. Fueron sus profesores Miguel Antonio Caro (retórica), Antonio José Cadavid (gramática), José Camocho Carrizosa (economía política), José Miguel Rosales (inglés), Juan Manuel Rudas (filosofía) y Lorenzo M. Lleras.

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Alfonso López Pumarejo a comienzos de siglo, cuando estudiaba finanzas en Brighton College, Inglaterra. Su formación se complementó con viajes de negocios en Costa Rica v Ecuador.

rra de asilo para éstos, así como lo estaba siendo para las otras víctimas del nazismo y del fascismo europeo. Aun en la fase final de la guerra de España, el gobierno de López se negó a conceder el carácter de beligerante al bando de Franco, tal como lo pedía una nota del gobierno de Uruguay, del 27 de agosto de 1937. El canciller Gabriel Turbay contestó el 10 de septiembre, para expresarle que «el gobierno de Colombia estima que está fuera de su incumbencia reconocer derechos de beligerancia a los insurgentes». Las relaciones con la Santa Sede En cuanto a las relaciones con la Santa Sede, que tanta importancia tenían, el gobierno de López trató de mantenerlas en el plano de la cordialidad, pero sin menoscabo de la dignidad nacional. Como un paso previo para la reforma del Concordato, que el gobierno quería y el liberalismo solicitaba, se modificó la Constitución en algunos apartes. Pero cuando, precisamente con motivo de la reforma constitucional, el nuncio le manifestó que la Santa Sede elevaba su protesta formal por la reforma, el gobierno colombiano le devolvió la nota por considerar que sus términos eran inaceptables y que ella constituía una injerencia en los asuntos internos de Colombia. Tratado de comercio con Estados Unidos Un aspecto importante en el campo internacional fue la firma del tratado de comercio con los Estados Unidos y su aprobación en el Parlamento colombiano mediante la ley 74, del 14 de abril de 1935. Desde 1928 se venía en conversaciones sobre este asunto, pero fue durante la presidencia de Olaya cuando más se adelantó en ese campo. En 1939, los Estados Unidos iniciaron negociaciones sobre este tipo de tratados con Brasil, Cuba, Argentina y Colombia, y en diciembre de ese año se firmó un tratado con Colombia. Sin embargo, no se obtuvo la ratifi-

cación norteamericana y de nuevo se reiniciaron las conversaciones en el período de López. Por la parte colombiana primó el objetivo de beneficiar el mercado de café, y es probable que en ese punto de vista hubiese pesado la opinión del negociador Miguel López Pumarejo, quien por sus actividades tenía muy presente la óptica cafetera. Es bueno recordar que el tratado, cuya negociación estaba muy adelantada desde el gobierno anterior, culminó precisamente cuando Olaya ocupaba el Ministerio de Relaciones Exteriores en el gobierno de López. Lo cierto del caso es que, visto el asunto desde una perspectiva histórica, el tratado no fue muy conveniente para la economía colombiana. La posición que ha primado en Colombia de favorecer ante todo la exportación de café, no dejo ver que con él se podía perjudicar una industria naciente que en estos momentos requería protección. Por eso no es casual que la oposición que se presentó en el Congreso contra el tratado hubiese procedido precisamente de parlamentarios de la región antioqueña, en la cual se estaba asentando la industria. No obstante las diferencias doctrinarias que en otros campos los separaban, Diego Luis Córdoba y Gerardo Molina unieron sus voces en contra del tratado a las de los industriales antioqueños. Y en la Cámara, principalmente Heliodoro Ángel Echeverri, quien suscribió el informe de minoría con su paisano Diego Mejía, sustentaron la oposición. En el tratado se rebajaron o estabilizaron 162 numerales de la tarifa aduanera colombiana, que procedían fundamentalmente de la ley 99 de 1931. Por el contrario, sólo doce artículos de la tarifa norteamericana se modificaron. Se pactó, además, la «cláusula de la nación más favorecida». Las relaciones con la United Fruit Company Como producto de las tensas relaciones de los productores colombianos

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con esta compañía foránea, se habían presentado graves conflictos en los últimos años. Uno de ellos, el más sonado, tuvo como secuela la masacre de trabajadores del año 28. Al momento de la llegada de López al gobierno, los conflictos no habían cesado y continuaba el malestar; salvo que el tratamiento que se iba a dar para defender la soberanía nacional iba a ser distinto. En diciembre de 1934 estalló una huelga en la zona bananera contra la compañía United Fruit Company y los trabajadores pidieron la intervención del gobierno. El gobierno actuó, pero en forma diferente a como solía ocurrir. En vez de enviar la tropa como en las épocas de la hegemonía conservadora, por orden del presidente, el ministro de Guerra, un civil, Marco A. Aulí, visitó la zona, conversó con las partes en conflicto e interpuso su mediación para un arreglo amistoso. Una vez aprobada la reforma constitucional del año 36, había bases para desarrollar el precepto constitucional de la intervención del Estado. El 25 de agosto de 1937 los ministros de Industria y de Agricultura, Antonio Rocha y Nicolás Llinás, presentaron al Senado un proyecto de ley que autorizaba al gobierno para intervenir en el fomento, regularización y demás aspectos de la industria bananera. Pero, apenas iniciado el debate, aparecieron en el parlamento liberal los defensores de la compañía para atacar el proyecto tildándolo de comunista. El debate se agrió, y entonces el ministro Antonio Rocha, contraatacó, haciendo referencia a una carta de Rafael Uribe Uribe, escrita en el año 1912, en la que señalaba a la compañía extranjera como un grave peligro para la soberanía nacional. Luego mostró cómo la compañía distribuía dinero entre abogados y políticos colombianos en pago de buenos servicios y procedió a leer una lista de ellos, entre quienes se encontraban prestantes personajes de ambos partidos. El 16 de noviembre se divulgó la detención del gerente de la Magdalena

Alfonso López, caricatura de Rendón. De él decía un importante banquero de Nueva York: "Es probablemente el mejor banquero latinoamericano que yo haya tenido el privilegio de tratar".

Fruit Company, míster Bennet, por orden del director de la Policía Nacional, Alfredo Navia. La razón era que se habían encontrado en poder del detenido documentos comprometedores relacionados con un soborno. Bennet fue llevado preso a Bogotá. Más tarde fue excarcelado y abandonó el país. El proyecto de ley que facultaba al ejecutivo para intervenir en la industria del banano finalmente fue aprobado por el Congreso, no obstante la oposición beligerante de un sector del santismo ya triunfante, y se convirtió en la ley 125 de diciembre de 1937. Inmediatamente fue acusada ante la Corte, que la declaró inconstitucional. Dicho fallo reflejaba el desgano que se había apoderado del país para continuar el ritmo de las reformas. Quedaba entonces el simple texto de la Constitución y la memoria de la actitud del gobierno de López, que sin vana retórica había hecho valer la autoridad nacional frente a una multinacional, que con la complicidad de ciertos nacionales venía burlándose de los derechos de los trabajadores colombianos.

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1934: el presidente López Pumarejo con don Pedro A. López y con tres de sus cinco hermanos: Eduardo, Pedro N. y Miguel. Abajo, Alfonso López Pumarejo, María Michelsen Lombana y tres de sus cinco hijos: María, después señora de Escobar Jimeno, María Mercedes, futura señora de Cuéllar Calderón, y Alfonso, futuro presidente.

La reforma tributaria Como ya se vio, las medidas tributarias suscitaron la más violenta oposición de los sectores económicamente poderosos, hasta el punto de que la APEN tuvo como uno de los objetivos de su fundación, impedirlas. Con base en el estado de sitio que regía en algunos territorios del sur del país, por la guerra con el Perú, López dictó dos decretos sobre tributación. El primero fue el 2429 del 28 de diciembre de 1934, y el 2432 del día siguiente. Por el primero se reorganizaba la contri-

bución denominada cuota militar y por el segundo se reformaban las disposiciones sobre impuesto a la renta, se aumentaba la tarifa y se establecía un impuesto adicional. Los decretos fueron demandados y declarados inexequibles en un fallo en el que se confrontaron las posiciones partidistas, pues los magistrados conservadores de la Corte, que en ese momento eran mayoría, votaron por la inexequibilidad, y los liberales por la validez del decreto. Procedió entonces el gobierno por la vía legislativa y así fue aprobada la ley 78 de 1935, por la cual se modificaban las tarifas para las rentas altas, se establecía el exceso de utilidades y se creaba el impuesto de patrimonio, complementario al de la renta. La ley 69 de 1936 modificó lo relacionado con los impuestos sucesorales, las asignaciones y las donaciones, elevando las tarifas en forma progresiva. En suma, con todas estas medidas se imponía el nuevo criterio de que quienes tuvieran más capital e ingresos tributaran más y que las rentas del fisco no dependieran de los impuestos indirectos, que son los que paga el pueblo consumidor, sino de los directos, que gravan proporcionalmente a los dueños del capital. El Estado pudo contar con mayores ingresos cuando precisamente se comenzaba a impulsar el intervencionismo. En el período comprendido entre 1935 y 1938, el presupuesto nacional pasó de 61 a 92 millones de pesos. El propio López Pumarejo, en una conferencia que dictó en el Teatro Municipal de Bogotá, en noviembre de 1936, daba estos datos: «En los nueve años comprendidos de 1926 a 1934, la Tropical pagó 3.678.985 dólares. De acuerdo con la ley 78 de 1935, pagó por impuestos correspondientes al año pasado, 3.338.000 dólares. La Andian, en los ocho años comprendidos de 1927 a 1934, pagó 3.832.584 dólares. En 1935 pagó 1.819.783 dólares. Las dos compañías están ya pagando anualmente alrededor de 5.157.783 dólares.» Y en cuanto a las grandes empresas nacionales

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daba estos datos: La Compañía Colombiana de Tabaco, que en 1934 había pagado 192.000 dólares, en 1935 tributaba 495.253 dólares. Y Bavaria había pasado de pagar 23.936 dólares en 1933 y 83.162 dólares en 1934 a 345.321 dólares en 1935. El cerebro de todas estas medidas de indudable carácter progresista fue el ministro Jorge Soto del Corral, destacado jurista y hacendista y uno de los pilares de la Revolución en Marcha. La reforma de la educación y la Universidad Nacional Uno de los elementos clave de las reformas adelantadas durante la Revolución en Marcha, fue el relacionado con la educación. En él, López puso un empeño especial. Se aumentó el presupuesto para la educación en todos sus niveles. Se trataron de mejorar las condiciones de los locales de enseñanza, pero sobre todo se quiso dar, y se logró, un cambio cualitativo en la enseñanza. Por esa razón uno de los centros de preocupación fue el de las

escuelas normales, para que los educadores fueran adecuadamente formados. Dentro de un marco de amplitud ideológica se preparó a los maestros y se abrió el debate a los distintos campos del saber, sin cortapisas ideológicas y con un solo criterio: el científico.

Doña María Michelsen de López con sus hijos Alfonso y María. Abajo, bodas de plata matrimoniales (19 de agosto, 1936) con María López de Escobar, Jorge Escobar Jimeno y Pedro López.

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Como embajador en La Haya, Alfonso López se dirige a presentar sus cartas credenciales a la reina Guillermina de Holanda.

El Ministerio de Educación, en el cual laboró como secretario o como ministro encargado el intelectual Jorge Zalamea, a quien se deben muchos de estos avances, publicaba la revista Rin-Rin para la educación de los niños, o la Revista del Maestro de la que se editaban 12.000 números, o bien la Revista de Indias, con un tiraje de 3.000 ejemplares, de los cuales 1.800 se enviaban al exterior para que se conociera nuestra producción. El ministro de Educación, López de Mesa, creó la Comisión de Cultura Aldeana para que se desplazara por todo el país y realizara un estudio a fondo de la problemática educativa. En ella laboró eficientemente Jorge Zalamea, quien publicó un libro sobre la situación del departamento de Nariño (El departamento de Nariño: Esquema para una interpretación sociológica). Este interesante intento tuvo que detenerse debido a la incomprensión de los sectores retrógrados que tacharon de subversiva su actividad. Para la Biblioteca Nacional se ordenó la construcción de una nueva sede que es la que actualmente ocupa. Con todo, la obra fundamental en el campo de la educación fue la consolidación de la Universidad Nacional y la construcción de su sede en Bogotá. Como lo anota Eduardo Zuleta en su biografía de López, cuando éste llegó

al poder había en Bogotá una llamada Escuela de Medicina, otra denominada de Derecho y otra con el nombre de Ingeniería, sin vínculos de ninguna clase. Cada una tenía su rector propio. «El concepto de universidad no existía sino de manera puramente nominal. La única cosa para la cual servían las palabras "Universidad Nacional" era para adornar los diplomas de grado que cada una de las escuelas repartía a su amaño». Con el directo apoyo de López, se discutió y aprobó la ley 68, del 7 de diciembre de 1935, orgánica de la Universidad Nacional. A partir de allí, la universidad tuvo un sentido moderno y de integración, con un consejo directivo que guiaba coordinadamente las labores y con injerencia en los cuerpos de dirección de los diferentes estamentos universitarios: la Universidad abrió sus puertas a la mujer. Pero además, López dedicó todos sus esfuerzos a dotar a la Universidad de un campus, de una sede espaciosa que le permitiera futuros desarrollos. De allí la construcción de la Ciudad Universitaria que data de su primer gobierno. Sin embargo, en el ambiente de oposición desbocada que caracterizó el período de la república liberal, sus detractores políticos, y en especial El Siglo, en forma procaz levantaron la especie de que este noble empeño idealista tenía como fin hipotéticos lucros personales. Y según Zuleta Ángel, «quizá en ninguna otra empresa encontró López mayores resistencias que en su plan de la Ciudad Universitaria». La política social y sindical Si algo puede caracterizar al gobierno de la Revolución en Marcha de Alfonso López Pumarejo fue la apertura hacia lo social: en las leyes, en la Constitución, en el vocabulario y, sobre todo, en la actitud del gobierno para tratar y solucionar los problemas. Mientras que, durante la hegemonía conservadora, se había mirado con desvío al naciente movimiento laboral, López lo que hizo fue abrirle las

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puertas, mostrar que su acción correspondía a la problemática del mundo moderno y que el sindicalismo en Colombia no era preludio del bolchevismo sino apenas manifestación, con retraso, de un hecho social del capitalismo. En los conflictos laborales el gobierno intervino permanentemente como mediador y no como represor según era la costumbre. Los obreros comenzaron a oír un nuevo lenguaje de boca de los gobernantes, y como era lógico, su actitud fue de apoyo, hasta el punto de que gran parte de la base del movimiento lopista en sus dos administraciones lo constituyó el movimiento sindical. Durante la Revolución en Marcha, se creó la Central General de Trabajadores. A los Congresos Sindicales de Medellín en 1936 y de Cali en 1938, acudieron, por envío del presidente, ministros del despacho; y durante el período, el reconocimiento oficial de sindicatos alcanzó el grado más alto. El siguiente es el cuadro que nos trae Gerardo Molina (Las ideas liberales en Colombia, tomo III, pág. 88): «En contraste con las ciento nueve asociaciones de trabajadores que fueron reconocidas por el conservatismo entre 1909 y 1929, éstas son las cifras para el período siguiente: 1930 1931 1932 1933 1934 1935 1936 1937

15 16 21 24 73 96 51 168

Debe recordarse que en la reforma constitucional de 1936 se elevó a canon constitucional el derecho de huelga, salvo en los servicios públicos. Y que sobre asuntos sociales se dictaron la ley 12 de 1936, que organizó el Departamento Nacional del Trabajo, la ley 91, sobre patrimonio familiar

inembargable, la ley 149 de 1936, que limitó al 10% el personal de obreros extranjeros y a 20% el de empleados extranjeros en las empresas industriales, agrícolas o comerciales que funcionaran en Colombia, la ley 38 de 1937, sobre descanso remunerado, y la 140 del mismo año sobre congresos sindicales. En 1938, antes de concluir su mandato, López sancionó la ley 53 sobre protección a la maternidad. La reforma constitucional De la inmensa tarea desarrollada en el primer gobierno de López Pumarejo, posiblemente sea la reforma constitucional la obra de más trascendencia, proyección y contenido doctrinario. Con la reforma, el partido liberal abandonó el credo del siglo XIX, para introducir el concepto moderno de liberalismo social, de intervencionismo y para concebir la propiedad con limitantes impuestos por el interés de la comunidad. La reforma, además, fue un paso adelante en lo referente a modernización del Estado y un intento de reivindicar para éste funciones que le son propias, especialmente en lo re-

Caricatura de Rendón sobre el viaje de Alfonso López a Europa, como representante de Colombia ante la conferencia económica de Londres, a comienzos de 1931.

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Durante su gira como presidente electo por Centroamérica y México, 1934. Aquí, en el panteón de Ciudad de México, con Alberto Lleras y el capitán Roberto Ancízar.

ferente a las relaciones con la Iglesia. Es de tal trascendencia la reforma constitucional del año 36, que Gerardo Molina, quien como brillante constituyente sostuvo en esa época la necesidad de un nuevo estatuto diferente a la carta del 86, con el tiempo ha afirmado: «La expresión Reforma Constitucional de 1936, sugiere que se trata de una enmienda a la Carta que venía rigiendo, pero nosotros creemos que se trata de una Constitución nueva, aunque a ella se hayan incorporado algunos preceptos de 1886» (Gerardo Molina. Las ideas liberales en Colombia, tomo II). López Pumarejo recordó que él había recibido la presidencia con el encargo de modificar la Constitución de 1886. Éste era un viejo anhelo liberal, pues el partido veía en ella la encarnación del retroceso, respecto a lo que en el período de la federación se había establecido sobre las relaciones con la Iglesia, en cuanto a federalismo y en cuanto a muchas libertades. Además, como ya se vio, la juventud universitaria que militaba en el liberalismo estaba influida por las nuevas concepciones de la izquierda y con una visión del liberalismo social y aun del socialismo democrático, veía en la reforma de la Constitución la posibilidad de un cambio profundo en las estructuras económicas y sociales. López, con su audacia y conocimiento del país, supo pulsar la situación e impulsar la reforma de una manera muy pragmática:

prohijando los cambios, pero al mismo tiempo manteniéndolos dentro de ciertos cauces. De allí su posición clara de que se debía tratar de una reforma de la Constitución y no de un nuevo estatuto constitucional. Sin embargo, este espíritu modernizante, estas reformas cuyo objetivo era darle vida real a la democracia y no negarla, y que tanto el gobierno como el Parlamento querían adelantar dentro de los marcos institucionales, contaron con la cerrada oposición del partido conservador, de las jerarquías eclesiásticas y del clero. Se desató una tremenda campaña contra la reforma, en la que se pretendía mostrarle a un pueblo inculto y en gran parte fanático que se trataba de llevarnos al bolchevismo, a la persecución religiosa y al dominio de Satanás y de la masonería. Precisamente, el 18 de marzo de 1936, cuando ya la reforma había pasado en el Senado y se debatía en la Cámara, el país fue sorprendido por sendas comunicaciones de contenido similar, una del Directorio Nacional Conservador y otra de todos los obispos de Colombia, tanto nacionales como extranjeros. Se invitaba en ella a la desobediencia de la Constitución, si era aprobada, y a la rebelión. Manifestaban los prelados que dejaban abierto el campo para la discusión «sobre la oportunidad de tales o cuales reformas parciales». Criticaban que se fuera a establecer «la libertad de cultos, en vez de una razonable tolerancia». Se pronunciaban contra las leyes sobre el divorcio y «sobre otras leyes que entrañaban disposiciones odiosas y sanciones exorbitantes, como la que obliga a recibir en los colegios privados a los hijos naturales y sin distinción de raza ni religión». Y para concluir, los pastores hacían esta advertencia: «Hacemos constar que nosotros y nuestro clero no hemos provocado la lucha religiosa, sino que hemos procurado mantener la paz de las conciencias aun a costa de grandes sacrificios; pero si el Congreso insiste en plantearnos el problema religioso, lo afrontaremos decididamente y de-

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Capítulo 11

fenderemos nuestra fe y la fe de nuestro pueblo a costa de toda clase de sacrificios, con la gracia de Dios... y llegado el momento de hacer prevalecer la justicia, ni nosotros ni nuestro clero ni nuestros fieles, permaneceremos inermes y pasivos.» Los manifiestos simultáneos del partido conservador y de la Iglesia surtieron un efecto unificador en el partido liberal. El Parlamento, que hasta el día anterior estaba dubitativo y dividido, cerró filas para aprobar la reforma. Ese mismo día, el ministro de Gobierno Alberto Lleras notificó al Parlamento la voluntad del gobierno de proseguir con la reforma sin temor a las amenazas. Expresó que si en su manifiesto los conservadores decían que no podían contemplar impasibles el derrumbamiento de su ideología, él no veía la razón por la cual, en cambio, el partido liberal sí debía resignarse a que sus ideas no vinieran a cambiar la fisonomía de la República. Quedó así garantizado el tránsito de la reforma, la cual fue sancionada el 5 de agosto de 1936. Esa fecha llegó a tener un gran significado, y fue escogida a propósito, porque medio siglo antes, el 5 de agosto de 1886, había sido sancionada la constitución que encarnaba el pensamiento de la Regeneración. El trámite de la reforma fue el siguiente. Un mes después de posesionado Alfonso López Pumarejo, el gobierno puso sus cartas sobre la mesa en materia de reforma constitucional, por intermedio de su ministro de Gobierno Darío Echandía. El 10 de septiembre de 1934, Echandía presentó al Senado proyectos sobre límites y derechos de extranjeros, y al mes siguiente un proyecto sobre reunión y atribuciones del Congreso. Pero fue en la Cámara, en la que ya había mayoría liberal, en donde el gobierno depositó las propuestas más controvertibles. El mismo 10 de septiembre, presentó proyectos de reforma sobre la propiedad y la intervención del Estado en la economía. En la legislatura de 1935, con un parlamento ya homogéneamente li-

beral, debido a la abstención conservadora, la actividad del gobierno prácticamente se circunscribió a la negociación del procedimiento para abocar la reforma, puesto que existían grandes contradicciones entre gobierno y Parlamento. El primero quería una reforma esencial pero parcial de la Constitución de 1886, mientras que en el segundo existía una fuerte corriente a favor de la expedición de una nueva Constitución. El Parlamento pretendía un tiempo amplio para el debate constitucional, mientras que el gobierno quería limitarlo, para evitar una reforma total y para poder dar respuesta a otra serie de necesidades e ir colmando las

Alfonso López en México, poco antes de asumir la presidencia. Allí observó de cerca los resultados prácticos de la reforma agraria en ese país. Monseñor Paolo Giobbe, nuncio de la Santa Sede, y monseñor Genaro Verolino, secretario de la Nunciatura, en el Capitolio, durante la posesión presidencial de López, agosto 7 de 1914.

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Eduardo Santos, Alfonso López y Jorge Zalamea durante una revista militar. Zalamea realizará una importante labor en el Ministerio de Educación, llamado por Luis López de Mesa, como relator de la Comisión de Cultura Aldeana y como jefe de publicaciones.

Miguel López Pumarejo, quien sería ministro de Economía de Eduardo Santos, en 1940. Experto en el renglón cafetero, posiblemente influyó en la decisión del gobierno de López de impulsar el mercado del grano con Estados Unidos, como renglón principal de la economía nacional.

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expectativas creadas en las masas frente a la República Liberal. El Parlamento de ese período es, probablemente, el que más ha laborado en la historia de Colombia y sus resultados legislativos fueron prolíficos y serios. Urgido por el gobierno, dedicó su labor a encarar aspectos tales como la reforma tributaria, la reforma educativa, el Protocolo de Río, el tratado de comercio con los Estados Unidos, el Código Penal (Ley 95 de 1936) y el Código de Procedimiento Penal (Ley 94 de 1938), las reformas civiles, el régimen de tierras, etc. Los primeros meses de las actividades del Parlamento iniciado en 1935 estuvieron centrados en esos aspectos, en tanto que la actividad constitucional se adelantó en las comisiones. Fue sólo el 8 de enero de 1936 cuando se inició en forma, en la plenaria del Senado, la discusión constitucional. Luego, so pretexto de escasez de tiempo, y de acuerdo con el gobierno, el 14 de febrero se aprobó en el Senado una proposición por medio de la cual se retiraban los artículos que hasta esa fecha no habían sido discutidos. Éstos, que versaban sobre atribuciones a la Cámara de Representantes, estructura del órgano judicial, etcétera, sólo vinieron a tener desarrollo parcial en la reforma constitucional del año 1945. Entre los proyectos que jalonaron la discusión e informaron su espíritu en los asuntos fundamentales, aparte de los presentados por el gobierno, deben tenerse en cuenta el que desde 1935 habían presentado los senadores Timoleón Moncada y Camilo Muñoz, sobre la propiedad; otro depositado en el Senado en 1935, por Aníbal Badel, que por haber sido el primero en la legislatura dio la denominación general de los debates del Senado; y el del senador José Joaquín Caicedo Castilla, que marcó las directrices generales de la reforma de 1936. Caicedo Castilla y Timoleón Moncada deben ser destacados como importantes ideólogos de la reforma, al lado de Darío Echandía.

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Los aspectos fundamentales de la reforma Son los siguientes: 1. Función de las autoridades: Mientras que en 1886 se establecía que las autoridades de la República están instituidas para proteger a las personas «en sus vidas, honra y bienes y asegurar el respeto recíproco de los derechos naturales...», en el 36 se dice que su función es esa misma protección y el «asegurar el cumplimiento de los deberes sociales del Estado y de los particulares». Es decir, el concepto del deber social se hace explícito no solamente para el Estado sino también para los ciudadanos. La noción de «derecho natural» es sustituida por la de «deber social» según las tesis positivistas del solidarismo, propias de la doctrina de Duguit, y los textos constitucionales de México, Weimar y España en 1931. El constituyente de 1936 estableció la asistencia pública como función del Estado y, con respecto al trabajo, dijo que es «una obligación social y gozará de la especial protección del Estado». La huelga, salvo en los servicios públicos, quedó consagrada como derecho constitucional. 2. La propiedad, su función social y las posibilidades de su expropiación: La Constitución del año 86 no hablaba expresamente de la propiedad, pues ésta se tenía como algo dado que nadie ponía en cuestión. Otra era la situación en 1936, ante la presencia de las ideas socialistas que la negaban o la limitaban, de las últimas experiencias constitucionales y de las modernas doctrinas del derecho público, elementos todos que formaban parte del pensamiento de los constituyentes liberales. En la discusión sobre la propiedad y la intervención del Estado siempre estuvo presente, como asunto fundamental, la reforma agraria. Por razón de las circunstancias demográficas, económicas y sociales de la época, la propiedad urbana no estaba en el centro de las preocupaciones de ese momento. Para el constituyente del 36 los derechos de los propietarios no po-

dían circunscribirse simplemente a usar, gozar o disponer arbitrariamente de la propiedad, sino que su ejercicio debía corresponder a las necesidades de la colectividad. Pero ni el gobierno ni las mayorías parlamentarias querían la socialización de la propiedad, lo que pretendían era democratizarla. Mientras que respecto a la propiedad, en la Constitución de 1886 se hablaba de «derechos adquiridos», en la reforma del 36 se dijo que se garantizaba «la propiedad privada», que ésta es «una función social que implica obligaciones»; que si resultaban en conflicto los derechos del particular con la aplicación de una ley expedida por motivos de utilidad pública o interés social, el interés privado debía ceder al público o social. La novedad con respecto al 86, consistía ante todo en el concepto de función social de la propiedad que implicaba obligaciones. En segundo

El presidente de la República, poco después de dar posesión a los nuevos ministros de Relaciones Exteriores y Hacienda, Jorge Soto del Corral y Gonzalo Restrepo Jaramillo, abril 4 de 1936. Soto había sido ministro de Hacienda hasta esa fecha, y como tal instrumentó la reforma tributaria.

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"Les queda la ropa grande", caricatura de Uscátegui, 1937. López y sus ministros: Bernate, Turbay, Soto del Corral, Lleras C. García Alvarez, Echandía, Mora y Hernández Bustos.

Estampilla de sobrepone aéreo para construcción de la Biblioteca Nacional, 1933-1938, (arquitecto: Alberto Wills Ferro).

término, en que se consagró el concepto de «interés social» al lado del de «utilidad pública» que ya existía. Así, mientras la utilidad pública es en beneficio de la comunidad, el interés social lo puede ser para una clase social. Por ejemplo, en aras del interés social, se puede expropiar no sólo para el beneficio de una comunidad como podría ser la expropiación para construir una carretera, sino en favor de una clase o un sector social desprotegido, por ejemplo para una reforma agraria. El otro elemento novedoso y progresista era que, mientras en la carta del 86 sólo se podía expropiar por motivos

de utilidad pública, con plena y previa indemnización, en el 36 se estableció que «con todo, el legislador, por razones de equidad, podrá determinar los casos en que no haya lugar a indemnización, mediante el voto favorable de la mayoría absoluta de los miembros de una y otra Cámara». 3. El intervencionismo de Estado: El artículo 11 de la reforma del 36, estableció estos conceptos que eran novedosos entre nosotros: «El Estado puede intervenir por medio de leyes en la explotación de industrias o empresas públicas o privadas, con el fin de racionalizar la producción, distribución y consumo de las riquezas, o de dar al trabajador la justa protección a que tiene derecho.» La novedad consistía en esto: a) en el texto expreso que facultaba para intervenir; b) en el concepto de racionalización; c) en la intervención en favor del trabajador. Ya desde antes, el Estado venía interviniendo en la vida económica aun en ausencia de un texto constitucional. Por ejemplo, se citan en el campo de la intervención en la economía las disposiciones del gobierno de Olaya Herrera sobre la moratoria de los deudores afectados por la crisis. En cuanto al concepto de racionalización, fue una expresión tomada del taylorismo. Con más propiedad, y cuando ya en la oposición se habían limitado los escrúpulos que asimilaban ese concepto con el bolchevismo, el término racionalización fue sustituido en la reforma de 1945 por el concepto de planificación. 4. Relaciones Estado-Iglesia: Los aspectos referentes a las relaciones entre el Estado y la Iglesia, y la modificación o supresión de las prerrogativas de que gozaba la Iglesia católica en Colombia, fueron tal vez los más atacados por la oposición. La idea gubernamental era modificar la Constitución en estos campos para luego poder negociar un nuevo concordato, pues con base en él y en ciertos artículos de la Constitución de 1886, que fueron derogados, la Iglesia hacía valer sus privilegios. Las modificaciones que en ese campo se lograron fueron

Capítulo 11

las que dieron motivo a López Pumarejo para decir que se le había quebrado una vértebra a la Constitución de 1886. De acuerdo con el artículo 12 del Concordato, en las universidades, colegios y escuelas, la instrucción debía hacerse según los dogmas y la moral de la religión católica. Decía el artículo 13 que en esos centros de enseñanza el ordinario inspeccionaría y revisaría los textos. «El arzobispo de Bogotá designará los libros que han de servir de textos para la religión y la moral en las universidades.» Por su parte, en la Constitución de 1886 se establecía que «La Religión Católica, Apostólica y Romana es la de la Nación...» (art. 38). Nadie será «molestado» por razón de sus opiniones religiosas (art. 39). «Es permitido el ejercicio de todos los cultos que no sean contrarios a la moral cristiana...» (art. 40). «La educación pública será organizada y dirigida en concordancia con la Religión Católica...» (art. 41). Todos estos artículos fueron derogados expresamente y en su lugar, el constituyente del 36 estableció: Art. 13: «El Estado garantiza la libertad de conciencia. Nadie será molestado por razón de sus opiniones

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religiosas, ni compelido a profesar En la Ciudad Universitaria, que creencias ni a observar prácticas contrarias a su conciencia. Se garantiza la López Pumarejo fundó; libertad de todos los cultos que no con J. J. Castro Martínez, García y Alberto sean contrarios a la moral cristiana ni César Pumarejo. Abajo, el a las leyes.» Art. 14: «Se garantiza la 20 de julio del 38. libertad de enseñanza. El Estado tenla señora de López drá, sin embargo, la suprema inspec- y Daniel Samper Ortega inaugurando la ción y vigilancia de los institutos doBiblioteca Nacional. centes públicos y privados, en orden a procurar el cumplimiento de los fines

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5 de agosto de 1936: el presidente López sanciona en el Palacio de la Carrera la reforma constitucional, en presencia de Eduardo Santos, presidente del Senado, Carlos M. Pérez, presidente de la Cámara, Pedro Alejo Rodríguez, presidente de la Corte Suprema.

sociales de la cultura y la mejor formación intelectual, moral y física de los educandos. La enseñanza primaria será gratuita en las escuelas del Estado y obligatoria en el grado que la ley señale.» Así, pues, se operaron los siguientes cambios: eliminación de los artículos confesionales; dicha supresión abrió la puerta para que se pudiera iniciar la modificación del Concordato. Lo relacionado con la declaración de que la religión católica era la de la mayoría de los colombianos fue suprimida con base en el siguiente argumento de Caicedo Castilla: «Porque esa declaración produce un dilema claro: o no produce ningún efecto jurídico y entonces es inocua y no debe consignarse en la Constitución, o lo produce, y entonces es peligrosa.» Se garantizó la libertad de conciencia y de cultos en vez de la simple tolerancia o permisibilidad de los artículos 39 y 40 de la Constitución de 1886. Se garantizó la libertad de enseñanza. La ley de tierras o ley 200 de 1936 El primer desarrollo legal que tuvo la reforma constitucional fue la ley de tierras. Ello no es casual, puesto que en la mente del constituyente, cuando se trató de la propiedad, siempre estuvo presente el problema agrario que

se presentaba en esa época con formas de inusitada agresividad. Desde el decenio anterior los campesinos del país, cuyas condiciones de existencia se habían modificado por los cambios producidos en los años veinte, estaban luchando por la tierra. El conflicto con los colonos era permanente, así como lo eran también los continuos enfrentamientos entre propietarios de un lado y arrendatarios y aparceros del otro. Amplias zonas de Cundinamarca y el Tolima, especialmente, eran escenario de enfrentamientos, tomas de tierras y episodios en muchas ocasiones sangrientos. Ya se vio cómo, en respuesta a una carta de los propietarios que pedían acciones de fuerza para que se les protegiera, López les respondió anunciándoles que cumpliría la ley, pero que el gobierno iba a promover el cambio de la legislación para liquidar las situaciones de injusticia en contra de los campesinos. Por eso, una vez firmada la reforma constitucional, el Parlamento emprendió el debate agrario. Existían antecedentes de importancia. El ministro de Industrias durante el gobierno de Olaya, Francisco José Chaux, se había preocupado por el problema de la tierra, y en su ministerio se había elaborado un importante trabajo sobre propiedad territorial que fue recogido en varios volúmenes. Personajes como Gaitán, desde el Congreso en 1933, habían presentado proyectos de ley sobre relaciones de trabajo en el campo. Importantes y acatados ideólogos, como Alejandro López, se preocupaban por el problema de la tierra y abogaban por la democratización de la propiedad agraria. Funcionarios como Carlos Lleras, desde la Secretaría de Hacienda de Cundinamarca, trataban desde el gobierno anterior de adelantar planes de parcelación de grandes haciendas y de entrega de títulos a los propietarios. Los campesinos se unían en ligas para luchar por sus derechos, conducidos por la UNIR, el partido comunista, líderes agrarios como Erasmo Valencia o dirigentes liberales que contaban con el apoyo de su par-

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Portada y primera página del Acto Legislativo No. 1 de 1936, reformatorio de la Constitución nacional, a la cual, en verdad y como se dijo, le "quebraba una vértebra" (Archivo Nacional).

tido en esta época de avance. Además, se acababa de aprobar una Constitución que hablaba de función social de la propiedad, de deberes sociales del Estado y que permitía la caducidad de la propiedad si ésta no cumplía sus fines sociales. Sin embargo, la lucha no fue fácil. Fuera del parlamento, los terratenientes iniciaron una labor de descrédito contra el proyecto tildándolo de bolchevique. El partido conservador se identificó con esta posición, hasta el punto que el aristocrático poeta y ex candidato Guillermo Valencia, desde su periódico Claridad en Popayán, escribió que el proyecto de ley era semejante a la desamortización de bienes de manos muertas y que era una medida socialista. Pero en el propio parlamento liberal se desató una fuerte oposición. Pareciera que sectores de ese partido consideraran suficientes los recientes enunciados de la reforma constitucional pero que se aterrorizaran ante su aplicación. Por eso trataron de impedir su aprobación. El se-

nador antioqueño Francisco Rodríguez Moya renunció a un ministerio para atacar la ley desde el Senado con argumentos de rancio sabor liberal manchesteriano. Y un vocero tan influyente entre los terratenientes de la Costa como el veterano senador Pedro Juan Navarro hizo despliegue de todas las mafias de viejo y avezado parlamentario para torpedear el proyecto. Hubo incluso sesiones en las que, con el objeto de dilatar la aprobación, el parlamento liberal se encontró sin quórum. Sin embargo, al final primaron la voluntad gubernamental y la posición de los sectores progresistas, y la ley se aprobó. En síntesis, la ley 200 de 1936, que contribuyó notablemente a disminuir los conflictos agrarios del período, establece lo siguiente: Reafirma el concepto de la propiedad y establece dos formas para probarla: o por el registro o por la destinación económica. En el segundo caso, al presumir que son de propiedad privada los predios que están eco-

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nómicamente explotados. Quien comprobara que por cinco años había explotado económicamente un predio, tenía derecho a adquirir el dominio, si había obrado de buena fe. A su vez, y en desarrollo del principio de la función social de la propiedad y de que ésta implicaba obligaciones, si un propietario no daba destinación económica a su predio, éste revertiría al Estado al cabo de diez años, en los predios rurales. El propósito de la ley era aumentar la productividad haciendo que la tierra tuviera destinación económica y al mismo tiempo que cumpliera su función social. Pero además, contribuyó la ley a clarificar situaciones que daban lugar a muchos litigios. En adelante, el colono que beneficiaba económicamente su predio por cinco años, tenía la posibilidad de obtener su título del Estado por la aplicación económica que le había dado sin quedar sujeto a que un terrateniente llegara luego a alegar propiedad y a quedarse con sus mejoras. A su vez, para los propietarios agrícolas cuyos títulos muchas veces no estaban claros, se les abría la posibilidad de sanearlos al laborarlos por cinco o más años. López y Echandía, Medellín, 1949.

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tares, 1975.

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Capítulo 12

Eduardo Santos Germán Arciniegas

La candidatura

E

n un febrero funesto de 1937 llegó a Bogotá la noticia: Enrique Olaya Herrera había fallecido en Roma. Hasta ese día, nadie dudaba, en el liberalismo, de su regreso al país como candidato indiscutible a la presidencia de la República. Había dejado el mando en 1934 con el prestigio de haber restablecido al liberalismo como partido capaz de administrar el Estado con competencia, espíritu renovador, sorteando lo mismo los problemas nacionales que los internacionales con mágica habilidad, y esto había devuelto la fe y la confianza perdida a quienes hacía cuarenta años tenían cerrados los caminos para llegar a la presidencia. Se diría que ahora quedaban los huérfanos políticos frente a un abismo insondable. A Olaya había sucedido López, y a López, ¿quién? A López, sin Olaya, Santos. Sobre esto no hubo la menor duda. Fue un funeral gigantesco, sin el cuerpo presente. La traída del cadáver de Roma implicaba un largo viaje, y pasarían muchas semanas antes que se

viera llegar sobre la plataforma de un planchón del ferrocarril de Girardot el pesado ataúd custodiado por los soldados de la guardia presidencial. Se le vería pasar por las estaciones entre muchedumbres silenciosas, atónitas. El pueblo estaba acostumbrado a seguir en muchedumbre a sus muertos hasta la calle del Cementerio —la 26—. Así lo hizo, simbólicamente, en febrero de 1937. Los oradores de este servicio fúnebre multitudinario ocuparon sucesivamente el balcón de la Bodega de San Diego, un establecimiento modesto que se levantaba en el ángulo de la escuadra, al cruzarse la séptima con la 26. Cuando apareció Santos en esta singular tribuna, hubo un estremecimiento de pena y esperanza. Siendo un orador más de salón que de plaza, alérgico a los arranques demagógicos, con una voz que siempre se ha comparado a la del mejor de los franceses —la de Arístides Briand— cuando hablaba para el pueblo, que no era lo más común, hacía llegar sus frases armoniosas hasta el fondo del alma. Esta virtud tenía su explicación. Con sencillez que era en él don de la naturaleza, parecía llegar confidencialmente a la intimidad de cada uno de cuantos le oían. Tenía una memoria nada común, que lo mis-

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mo retenía un soneto de Verlaine en su lengua original, que el nombre de la comadre, la mujer del alcalde de Tocancipá, que salía con su marido a recibirlo en una gira política. En París o en Londres o en Madrid o en Nueva York se le oía en el pequeño recibo de su hotel recordando intimidades de la historia literaria de Francia, Inglaterra, España o Nueva York, como si fuera un maestro del lugar, que todo lo sabía. En las aldeas de Cundinamarca, Santander o Boyacá, era el bogotano que se convertía en el vecino de todos al instante mismo de establecer el menor contacto. Salió al balcón y todos los recuerdos de quien había sido su amigo, el compañero de las campañas más atrevidas cuando se iba a la reconquista del poder, de quien lo había enviado como su embajador ante la Sociedad de las Naciones, o lo había designado ministro de Relaciones en un momento dramático de su gobierno, se le agolparon en la memoria. Hizo uno de esos discursos que bien vale la pena de llamar oraciones. Para concluir, recordó y recitó una estrofa del poema escrito por Walt Whitman a la muerte de Lincoln. El recuerdo era perfecto para las circunstancias, por el trágico balazo que despachó de este mundo a ese simple hijo de leñadores que en el discurso del cementerio de Gettisburg resumió en una frase que nadie ha olvidado y señaló el destino de la democracia americana. La vieja democracia recibió en esas palabras el soplo divino de sus mejores inspiraciones y Colombia se encontraba en una hora crucial parecida. Terminó Santos con las palabras del poema que recitó de memoria por llevarlas escritas en el corazón: «Termina el proceloso viaje, mi capitán.» Las veinte mil personas que negreaban ese codo de la avenida aún recuerdan el discurso. Se fueron disgregando como si llevaran en la despedida de Whitman al capitán Lincoln, el talismán en que se apretaban los símbolos de la muerte y la vida. No hubo para qué decirlo: ahí quedó consagrada la candidatura de Santos. San-

tos mismo lo entendió así. El domingo siguiente, fue a visitar, como era su costumbre, la tumba de misiá Polita —su madre—, en el cementerio Central. Y le anticipó al amigo que lo acompañaba, lo mismo que iba a decirle a misiá Polita: «Esto va a ser así, sin remedio.» Sin buscarla, la presidencia le había sorprendido en el camino. La aceptó. Las tres vertientes originales Santos nació en Bogotá en 1888. Después de Marroquín, Ospina y Concha, iba a ser el primer bogotano que llegaba a la presidencia. En Colombia los presidentes han sido, en su gran mayoría, de provincia. Es notable trazar el origen de quienes han ocupado la primera magistratura después del 900: Santa Rosa de Viterbo, Chitagá, Medellín, Hatoviejo, Cali, La Vega de los Padres, Guateque, Honda. Hoy se diría que Santos, por nacido en Bogotá, sería un cachaco, para usar la palabra peyorativa con que se ha querido enfrentar a los de la capital con los del resto del país. Y en efecto, Santos tenía esa aversión al barroco restallante y resonante de tierra caliente que a los bogotanos les cae mal. Se acercaba a la sordina de que se sirvió José Asunción para poner en luz de luna lo que otros gritan en restallante sol. Pero lo de cachaco tiene sus límites, y en Santos esto es decisivo. Su madre era boyacense de Tunja y su padre santandereano de Curití. Algo así como lo de Pedro Nel Ospina, que nació en el palacio de los presidentes en Bogotá, pero de un padre de Guasca que se estableció con la familia en Medellín, quedando lo de la cuna en palacio como un accidente para quienes familiarmente se consideran antioqueños absolutos. Si a algunas regiones estaba ligado Santos, fueron la de su madre y la de su padre, y yendo a Tunja o a Bucaramanga, Santos se encontraba como en su propia tierra nativa. Llevaba la provincia en las venas y en el alma. Por otra parte, muerto don Francisco, su padre, misiá Polita se

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Capítulo 12

llevó a sus hijos a París. Una aventura. Pero una aventura que modeló algo nuevo en la juventud de Santos. Tuvo él un don de inclinaciones musicales que para el caso de la lengua francesa le permitió dominarla a tal punto que el mismo Briand, presidiendo la asamblea de la Sociedad de las Naciones, quedó embrujado con el lenguaje del cachaco colombiano. Esto no lo podía creer en Bogotá el doctor Laureano Gómez, que montó un tremendo discurso de requisitoria contra Santos suponiendo que había puesto en vergüenza al país por no saber comportarse en una asamblea como la de la Sociedad de las Naciones y su incapacidad para hablar la lengua oficial de la asamblea que era el francés. Cuando Santos se presentó al Senado e informó sobre su misión, se conocieron las informaciones de su triunfo aplastante sobre su contrincante, el peruano Francisco García Calderón. Todo el discurso de Gómez se derrumbó. Incidentalmente, fue ése el día que, en el recinto del Senado, golpeado por un derrame, quedó Gómez paralizado y fuera de toda actividad por más de un año. De la era republicana a la liberal Cuando Santos llegó a la presidencia no había cumplido cincuenta años. Tanto él como Olaya y López llegaron

en esa edad a la presidencia. Como sus compañeros de la generación del Centenario, entró a la vida pública con impulso de convivencia, de buscarle a la vida el lado amable, espantado de los recuerdos que había dejado en todas las familias la violencia de la guerra civil. Entró a la política, decidido a lograr algún entendimiento entre los extremos feroces de la vida colombiana. Resuelto a colocarse por encima de quienes habían ensangrentado el territorio nacional con una violencia de que estaba harto el país. Para eso se habían congregado en la unión republicana conservadores y liberales, esperanzados en imponer un campo común de entendimiento y tolerancia. Muchos de ellos, como Santos, habían vivido en Europa, en esa Europa que entre 1870 y 1914 conoció un intermedio de paz, no común en la historia del Viejo Mundo. Ni a Santos en París, ni a López en Londres, ni a Jiménez López en Berlín, les había salpicado la sangre que luego se derramó con abundancia en 1914. Eran espectadores de la Europa optimista que surgía como nueva del novecientos, el año de París con la Exposición Universal. Y lo que ellos traían a Colombia, como nuevos instrumentos civiles, eran ideas generosas, lecciones aprendidas en la Sorbona o en la escuela de Londres, boy-scouts en vez de programas de armamento.

Banquete en honor de Eduardo Santos, ofrecido en el Hotel Claridge de París por el embajador Alfredo Vásquez Cobo, quien aparece al centro, sentado con Lorencita Villegas de Santos; detrás de ella, el doctor Santos. La foto fue divulgada por "Cromos" en enero de 1932.

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Alfredo Villegas Restrepo, fundador de "El Tiempo", que apareció el 29 de enero de 1911 y funcionó en una pequeña oficina del costado norte del parque Santander. Eduardo Santos lo adquirió a su futuro cuñado y comenzó a dirigirlo desde el 1º de julio de 1913, ya en su sede de la calle 14, entre carreras 8a. y 9a. en Bogotá.

Para Santos, el campo de trabajo fue el periodismo. No le pasó ni por la mente ni por la ambición ser diputado, gobernador, ministro, ni presidente. Creía que su destino estaba en hablar escribiendo. Su ambiente no era el de la plaza en tiempos de elecciones, sino la sala de dirección en el periódico. Quien vino a ser su cuñado, Alfonso Villegas Restrepo, había montado en Bogotá una empresa de perder llamada El Tiempo. Villegas Restrepo escribía editoriales llenos de ironía, ingenio, sarcasmo y de idealismo republicano. Santos le compró el periódico por cinco mil pesos que no tenía, deteniendo a Villegas que andaba al borde de la ruina, y casándose al final con Lorencita, su hermana: dos operacio-

nes que habrían de ser los ejes de su vida y su gloria. Al día siguiente de comprar la empresa con los cinco mil que le prestó su madre, El Tiempo empezó a producir. No porque Santos tuviera capacidad de empresario (le faltaba tanto como la plata) sino por cierta genialidad en la selección de compañeros de trabajo. Llamó para gerente del periódico a don Fabio Restrepo. Quienes se han ocupado de escribir biografía de Santos, lo primero que hacen es declarar que fue el colombiano más rico, o con mejores utilidades, de su tiempo. Es cierto. Pero a partir de cero, de menos cinco mil pesos. Durante los primeros diez años, Santos traducía los cables, corregía pruebas, hacía sueltos de vida social, trabajaba con las tijeras recortando artículos de Gaziel para reproducirlos... y hacía los editoriales. Le daban las tres de la mañana en tan diversas tareas, y sólo ponía la cabeza en la almohada cuando el ruido de la prensa le convidaba a dormir. Vivía en la misma casa de la imprenta. De su escritorio a su cama no había treinta pasos de distancia. Pero lo que escribía fue, desde el primer día, algo que todo el mundo entendió, dicho con una claridad tan grande como su sencillez, y profundo. Si por profundo ha de entenderse lo que llega al fondo de todos. Hoy cuantos han escrito sobre su vida están de acuerdo en que durante medio siglo El Tiempo fue el orientador de los colombianos. Este testimonio se encuentra confirmado por gentes de diversos partidos y por sus mismos eventuales adversarios dentro del liberalismo. Juan Lozano y Lozano escribió: «Permanecerá en la historia como un ejemplo difícilmente imitable de lo que debe ser un buen gobierno.» López Michelsen: «Eduardo Santos fue, desde los años veinte hasta su muerte, el hombre más poderoso de Colombia y la más persistente influencia sobre el modo de ser, llamémoslo, el talante nacional.» Enrique Caballero Escovar: «Si se repasa el discurrir de este

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siglo, en el cual se consolidó la paz y se afianzó la democracia, hay que reparar en un pequeño utensilio —con más de esfumín que de estilete— que le trazó al país con disimulada precisión el camino seguro: la pluma de Eduardo Santos.» Hacia los muertos de Gachetá Elegido Santos bajo la sombra de la huelga electoral decretada por el partido conservador, tenía, de entrada, que afrontar una situación de guerra entre partidos. La víspera de tomar posesión de la presidencia, ante un Congreso integrado exclusivamente por liberales, el directorio conservador le hizo llegar una carta, que en sus párrafos más salientes decía: «En las elecciones populares que se han verificado desde 1934, el partido conservador no ha podido participar por imposibilidad física invencible; por una parte, por la carencia de cédula electoral para inmenso número de sus electores, y por otra, el ambiente de violencia preponderante en muchas regiones del país, de indiscutibles mayorías pertenecientes a nuestro partido, hicieron nugatorio el derecho del sufragio para los pocos conservadores

provistos de la cédula... Desalojado el Partido Conservador de la vida pública de Colombia, a espaldas suyas se han llevado a cabo reformas constitucionales y legislativas, que lesionan lo más profundo de sus convicciones religiosas y filosóficas... El país se ha mantenido bajo la amenaza de la lucha religiosa. En la educación pública se han importado elementos judíos y otros extranjeros sin nexo alguno con la patria, para que ejerzan sobre la niñez y la juventud una influencia corruptora, antinacional y disolvente. El

Doña Leopoldina Montejo de Santos con sus hijos Guillermo, Enrique, Gustavo, Eduardo y Hernando.

Eduardo Santos, canciller del presidente Olaya, con Carlos E. Restrepo, ministro de Gobierno, y otros compañeros de gabinete, en 1930.

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"Esculturas", poema de Guillermo Valencia dedicado a Eduardo Santos y Lorenza Villegas el día de su boda, el 25 de noviembre de 1917. Así fue publicado en "El Gráfico".

Partido Conservador ha visto en esa influencia un atentado contra la nacionalidad colombiana...» La carta conservadora la firmaban, con Laureano Gómez, don Jorge Vélez y el doctor Miguel Jiménez López. Lo que sentían los signatarios de la carta parecía recordar las épocas de la Regeneración para los liberales, cuando éstos, desafiando todas las trabas que se les pusieron, sólo lograron llevar al parlamento a Robles y a Uribe Uribe. Los voceros del conservatismo, ahora, no estaban dispuestos a semejantes luchas. Al día siguiente de recibir esta carta, Santos se presentó ante el Congreso. El mensaje de ese día comenzó anunciando cuánto querría hacer el nuevo mandatario en cada una de las ramas de la administración. Al final vino la parte política. «Sé que he sido elegido por el partido liberal a cuyo servicio milito desde hace tantos años y cuya confianza y cuyos votos me elevan al puesto que hoy ocupo, pero al anunciar que pro-

cederé como jefe de Estado y no como jefe de un partido no hago otra cosa que vincularme a una clarísima tradición liberal. Entre los próceres liberales pocos pueden compararse por su fidelidad a la causa, por su entereza de carácter, por la manera como sirvió a su partido a todo lo largo de su existencia, con Aquileo Parra. Al posesionar de la presidencia de la República al general Tomás Cipriano de Mosquera, en el mes de mayo de 1866, y dirigiéndose precisamente a quien era el jefe de una revolución liberal triunfante, le recordaba el buen éxito de su primera administración como ejemplo que había de seguir en su nuevo período de gobierno y le decía: "¿Y sabéis, señor, por qué esa administración está reputada como una de las más ilustres y liberales que ha tenido la nación y por qué ha venido a reflejar mayor brillo sobre vuestro nombre? Voy a decíroslo: No fue la libertad de cierta industria monopolizada por el fisco; no el impulso eficaz y poderoso que recibieron las mejoras materiales en todo el país; no el perfeccionamiento de los sistemas monetario y de contabilidad para la Hacienda Pública; no fue nada de esto ni todo esto junto; fue algo más trascendental y singular; fue el hecho de haber iniciado, como iniciasteis, una verdadera política nacional. Entonces comprendisteis que el presidente de la República no es, ni debe ser el jefe de un bando político cualquiera, sino el jefe de la nación; no el representante de los intereses transitorios y a veces egoístas de un partido, sino de los intereses grandes y permanentes de la sociedad." »Y no se crea que esta teoría del señor Parra implica indiferencia por las doctrinas, ni carencia de sentimiento político, ni tendencia a hacer un gobierno neutro sin características definidas. Lo que implica es la resolución de usar el poder en bien de toda la comunidad; de no ser parcial en el otorgamiento de garantías ni en el reconocimiento de los derechos; de aplicar la Constitución y las leyes con el es-

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píritu que debió determinar su expedición. El partido liberal ha transformado la Constitución nacional y a esa vasta reforma, que yo firmé como presidente del Congreso, acabo nuevamente de jurar fidelidad como he jurado también cumplir las leyes en que las mayorías del Congreso han expresado su criterio. Pero yo considero con hondo respeto a las ideas contrarias, que en un país en formación como el nuestro, que lucha, en un medio por cierto favorable, por implantar prácticas de equidad y de justicia o impulsar obras de progreso y por resolver problemas que a todos afectan, la posición de jefe del Estado debe ser la de un administrador de justicia, un gerente de los intereses comunes, un defensor de los derechos que a todos asisten. Es inmenso el poder del presidente de la República y por eso es preciso que todos los colombianos sepan que ese poder se ejerce con un espíritu de respetuosa cordialidad para todos; que en el poder ejecutivo tiene la nación entera una garantía de equidad y que desde allí no hay sino deseo de servir a todos por igual. Si es lógico y necesario que los partidos luchen con justificada ardentía por imponer en la vida de la nación determinados principios, por llevar a la legislación ciertas normas de vida, es justo y conveniente que ello desde el gobierno se practique con un elevado criterio de solidaridad nacional y con el propósito de asegurar, por encima de las discordias partidistas, la convivencia entre los colombianos... »Todo anuncia para el futuro el regreso del partido conservador a las actividades cívicas, y yo celebraré que ese hecho se cumpla en toda su extensión. El partido conservador no sólo tiene derechos que ejercer sino deberes que cumplir, y yo, que no ahorraré esfuerzos porque esos derechos sean respetados, quiero también expresar mi anhelo de que se cumplan aquellos deberes en forma efectiva. Es el deber de fiscalizar desde todos los puestos de las corporaciones legislativas la obra de quienes están en el poder; es el de-

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ber de colaborar en la expedición de acuerdos, ordenanzas y leyes, aportando a los respectivos debates todos los puntos de vista conservadores. Es el deber de figurar en la vida de la nación, como serena y constructiva fuerza organizada que no se reduce tan sólo al ataque y a la agresión permanentes, sino que ocupa en el conjunto de las actividades nacionales el puesto correspondiente a una gran colectividad, de tanta raigambre en nuestra historia...» Tan claras manifestaciones determinaron que el conservatismo fuera a las urnas. Gabriel Turbay o Laureano Gómez recorrieron el país alentando el uno a los electores liberales, el otro a los conservadores en un ambiente de libertad democrática sin reservas. Laureano Gómez, Amadeo Rodríguez y Carlos Echaverri Cortés dirigieron a Santos, desde Lourdes, este telegrama: «Hemos recorrido Santanderes disfrutando completas garantías, concedidas autoridades su ilustre gobierno. Complacidos comprobamos empieza en Colombia anhelada convivencia. Saludárnoslo respetuosamente...» Si se tiene en cuenta toda la candela que había venido prendiéndose de lado a lado, aquello parecía un milagro. Las interpretaciones eran, con todo, contradictorias, y Santos se dirigió al país por radio: «Quiero decirles en esta ocasión, cómo entiendo la convivencia entre los colombianos,

Sede de "El Tiempo" en la avenida Jiménez, al lado de las oficinas del correo aéreo de Scadta, en los años 20 (fotografía del Museo de Desarrollo Urbano, Bogotá).

Lorenza Villegas. fotografía publicada en el "Libro azul de Colombia". 1918.

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Eduardo Santos. Santos presta el juramento ante Gabriel Turbay, presidente del Congreso. 7 de agosto de 1938.

ideal tan claro a mis ojos y que, sin embargo, se ha prestado a comentarios que no dejan de sorprenderme. Se diría que se trata de cosa compleja y un tanto misteriosa; del fruto de combinaciones reservadas, o de su iniciación inquietante. ¡Ah, no! Se trata tan sólo de algo que en su diáfana sencillez se confunde con las bases mismas de la vida democrática, si es que ellas han de excluir la tiranía y la violencia y de fundarse en la igualdad y en la libertad; de una política de este gobierno, cuyo éxito pleno depende, claro está, del apoyo que le quieran prestar los dirigentes de los partidos con sus actitudes y procederes, pero cuya aplicación firme no depende, en cuan-

to al gobierno se refiera, de compromisos con esos dirigentes, ni de pactos con esos partidos... En síntesis, nada distinto de cumplir con lo que considero deber imperioso de la autoridad, y de aplicar un concepto del gobierno que he expuesto con apasionada claridad en todos los ámbitos de la República, como periodista por más de un cuarto de siglo, como candidato por más de un año.» Las críticas al gobierno provenían, paradójicamente, de El Liberal. López, en cuyo beneficio se editaba ese diario, que dirigía Alberto Lleras, había lanzado en su día la idea de la república liberal, y Laureano Gómez respondido con el lema de hacer invivible la república liberal. Pero, en el fondo, había algo más complejo que se entrevee en las palabras del discurso de Santos por la radio. Sobre Colombia pesaba, como sobre todo el mundo, el duelo entre los dos criterios totalitarios que estaban debatiéndose en el escenario europeo: nazismo y comunismo. Ya en el lenguaje político colombiano asomaban estos fantasmas, se hacía proselitismo alterno, según las interpretaciones de derechistas inclinándose a las máximas de Hitler, de izquierdistas a las moscovitas. Como si fueran pocos los problemas de la propia tierra... En medio de estos diálogos, vino lo de Gachetá. Hitler, Mussolini, Roosevelt, Stalin, Franco, Churchill Cuando Santos tomó posesión de la presidencia Stalin llevaba catorce años de gobernar. Hitler cinco, Mussolini quince y Franco estaba en plena guerra, apoyado de una parte por Mussolini y Hitler, a tiempo que Francia e Inglaterra habían dejado sin apoyo a la República, cortejada por los rusos. En América, Perón, seducido por el nazismo, estaba en la antesala del poder, habiendo participado en los golpes militares contra el gobierno civil. En Estados Unidos, Roosevelt miraba

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con la mayor preocupación los avances de Hitler en Europa, y consideraba las consecuencias que tendría para toda América una victoria del totalitarismo alemán. En Colombia, Gaitán, que había conocido de cerca, en Italia, los sistemas de Mussolini, quedó seducido por la forma imperiosa como el Duce dio un cierto giro fascista al socialismo de su partido. En las tertulias de El Siglo, en Bogotá, donde vestían camisas negras Álvaro Gómez, Alzate Avendaño o Camacho Montoya, el tema del nazismo era objeto de controversias. Laureano Gómez había hecho de Hitler uno de los objetos de su oratoria demoledora, pero el periódico acabó recibiendo ayuda sustancial de fuentes alemanas, y una actitud antisemita hacía el coro a los nazistas. El comunismo crecía en los medios intelectuales haciendo adeptos cuyos nombres todavía tienen vigencia en la política colombiana. Es decir: durante el gobierno de Santos el tema estaba a la orden del día, con una tentación inmediata: la guerra en España. Santos fue fervoroso defensor de la República desde las columnas de El Tiempo, y tendría que afrontar, desde la presidencia, el problema alemán que había visto surgir en Europa,

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casi como testigo ocular del ascenso de Hitler. En Colombia no hubo antes clara conciencia de lo que iba a ser el nazismo, pensando que Mussolini era el conductor que se decía destinado a producir un vuelco universal. En su viaje a Europa, Santos asistió a una de las primeras manifestaciones del nazismo, y de regreso a Bogotá relataba en la tertulia de El Tiempo cómo lo de Mussolini quedaba relegado a algo secundario ante la fuerza alemana que acabaría por invadir a Francia, cosa que los franceses sabían sin prepararse para una eventualidad que estaba a la vista. La sorpresa en la tertulia era la de un descubrimiento. Y lo desconcertante, la manera como estaba penetrando en América el nazismo. Dos mandatarios en las Américas veían con claridad el problema europeo, con sus repercusiones americanas, dentro de circunstancias muy distintas y con ángulos de enfoque diferentes: Roosevelt y Santos. Esto iba a verse claro en la Conferencia Panamericana de Lima, donde Colombia estuvo representada por López de Mesa, ministro de Relaciones Exteriores de Santos durante toda su administración. La primera advertencia la

Primer gabinete ministerial de Santos: cerca del presidente, Luis López de Mesa (canciller), José Joaquín Castro Martínez (Guerra), Carlos Lleras Restrepo (Hacienda), Carlos Lozano y Lozano (Gobierno).

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Luis López de Mesa, ministro de Relaciones Exteriores, y Julio Caro son recibidos en Lima por el canciller Concha, en la VIII Conferencia Panamericana (1938). Abajo, Santos se dirige al país por la radio, septiembre de 1940.

hizo Santos en su discurso de posesión, cuando no existían las Naciones Unidas, y la antigua Sociedad de las Naciones, donde él había representado a Colombia cuando lo de Leticia, empezaba a claudicar. Santos la defendía y ponía en ella una benévola expectativa con el anhelo de que lograra reaccionarse contra las tendencias que en Europa amenazaban las bases de la vida internacional. «Nuestro profundo sentimiento americanista no ha de llevarnos a mirar ni con indiferencia ni con desvío la situación y

los problemas de otros continentes. Existen en Europa situaciones tan difíciles y complicadas, que ante ellas se impone un criterio orientado no sólo por las teorías sino también abierto a las intelectuables realidades. Y precisamente, los pueblos que no son víctimas de situaciones tan complicadas e inquietantes, tienen que dar mayores muestras de comprensión para secundar en la medida de sus posibilidades cuanto esfuerzo se haga por alejar de la humanidad las posibilidades de una aterradora catástrofe...» Santos estaba viendo llegar una guerra que se desató al año siguiente, pero que ya estaba preparándose con la expansión nazi que se hacía sentir hasta en Bogotá y servía de base al armamentismo mundial. «Una de las misiones de Colombia en América sería la de evitar, de acuerdo con los demás gobiernos del continente, el que se extienda en nuestros países la plaga mortal del armamentismo. Entre los flagelos de que ha sido víctima la humanidad, pocos pueden compararse con éste en que los más crudos e inescrupulosos intereses capitalistas atizan la discordia entre los hombres, procuran enfrentar unas naciones a otras, falsifican muchas veces un patriotismo que no tiene de tal sino el nombre y es sólo máscara de su apetito, y persiguen sólo la realidad de monstruosos negocios que se alimentan con la sangre de los pueblos.» La conferencia de Lima Con esta situación universal al fondo, iba a reunirse la conferencia de Lima. Entre las causas de expectativa estaba el caso de la Argentina, representada por el canciller Cantillo, quien dijo de entrada: «La Argentina ha sentido siempre que debe mostrarse solidaria de las otras naciones americanas en asuntos de defensa, pero lo referente a concluir pactos al respecto queda por ahora fuera de discusión.» Una vez más estaba en tela de juicio la doctrina Monroe. ¿Había llegado la hora de revisarla? Paradójicamente,

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de Estados Unidos había surgido el planteamiento de este interrogante por boca de los presidentes que habían recogido una vasta protesta de América Latina que venía desde antes del golpe de Panamá, en 1903, pero que con el atropello de Teodoro Roosevelt llegó a un extremo que llenó de indignación la primera mitad del siglo XX. Ya en 1918, Wilson, en una conferencia ante los periodistas mexicanos, había dicho: «Hace algún tiempo propuse una especie de arreglo panamericano. Había percibido que la dificultad de nuestras relaciones pasadas con América Latina es ésta: la famosa doctrina Monroe, que fue adoptada sin el consentimiento de México ni de ninguno de los estados de centro y sur América. Empleando los términos usuales en este país, dijimos: vamos a ser su hermano mayor, quieran ustedes o no quieran. No les preguntamos si les era o no agradable el que lo fuéramos, sino que dijimos: vamos a serlo. Ahora, eso estaba muy bien hasta donde tocaba protegerlos de agresiones del otro lado del océano; pero no había nada en ella que los protegiese de una agresión nuestra, y he visto reiteradamente un sentimiento de desconfianza de parte de los representantes de centro y sur América de que la protección que nosotros solos nos habíamos conferido, la delegación pudiese ser para nuestro propio interés y no para el de nuestros vecinos. Por eso he dicho: muy bien: hagamos un arreglo por medio del cual demos nosotros prendas. Tengamos una garantía propia en que todos firmemos una declaración de independencia política y de integridad territorial. Estemos de acuerdo en que si uno de nosotros —incluyendo los Estados Unidos— viola la independencia política o la integridad territorial de cualquiera de los otros, todos los demás lo impedirán.» En su tiempo —1918— Santos tomó al vuelo esas palabras, y escribió en El Tiempo: «Esta sí es una doctrina que se basa en la justicia y en los derechos de todos los pueblos a los cuales in-

teresa, y al exponerla, el presidente Wilson reconoció las tachas de que adolece la doctrina Monroe, desvirtuada en la teoría y en la práctica en forma que la convierte de escudo que era, en amenaza; de garantía en peligro.» A los veinte años, Roosevelt fija así la posición de Estados Unidos, y declara: «que el problema de defensa nacional ha dejado de ser una cuestión que interese únicamente a los Estados Unidos, y que ahora comprende a todo el hemisferio occidental, desde Alaska hasta el Cabo de Hornos... La responsabilidad de esa defensa no corresponde tan sólo a los Estados Unidos, sino también a los Estados Unidos y al Canadá. No espero que se registre defección alguna de las naciones de este continente acerca de la política de solidaridad que han expresado.» El presidente Roosevelt reveló que los Estados Unidos han extendido consi-

Santos, amigo de la república española, dispensó acogida a quienes quisieron exiliarse en el país. En la foto, de octubre de 1941, aparecen en Bogotá los españoles Fernando de los Ríos, José Prat, García y Gabriel Trillas.

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Spruille Braden, embajador de los Estados Unidos, durante la presentación de credenciales al presidente Santos, febrero de 1939. El mandatario defiende la nueva doctrina de "solidaridad en la común defensa".

derablemente su programa de defensa nacional, el que se ha formulado desde el punto de vista de la solidaridad continental contra cualquier ataque posible de otros países... Para Santos, éste era el momento señalado en que podían ligarse las viejas declaraciones de Wilson con la nueva doctrina Roosevelt que brotaba de esa intervención, transmitida por la prensa. Sin dejar pasar veinticuatro horas hizo pública esta declaración: «La acción armónica de todos los países de América para defender la independencia y las libertades del continente no es sólo oportuna sino necesaria. Lealmente entendida y practicada, puede ella dar la más noble fisonomía a la política internacional de América y constituir para todos una garantía eficaz. La doctrina Monroe, que en su tiempo fue factor decisivo en la independencia del Nuevo Mundo, que más tarde se hizo sospechosa como sinónimo de indeseable tutoría, y que hoy presenta aspectos anacró-

nicos por haberse cumplido lo mucho que en ella había de benéfico y por no tener suficiente eficacia su sentido unilateral dentro de las actuales realidades americanas, puede y debe ahora ser renovada por esta nueva doctrina de la solidaridad en la común defensa, basada en el respeto mutuo, en la igualdad sincera y en la fidelidad a los principios del Derecho.» Tenía en ese momento Colombia una posibilidad de ejercer influencia dentro del área americana. López de Mesa llevaba a Lima no sólo la delegación que le daba un gran presidente, sino la propia dignidad magistral de sus discursos. No fue difícil para Colombia movilizar a unos cuantos países para convencer al Ecuador, que no quería asistir a la conferencia de Lima, para que removiera los escrúpulos que lo alejaban por su problema directo con Perú. López de Mesa en su discurso programático interpretó los sentimientos del presidente, y dijo: «Ésta es la hora del continente americano.» Y aludiendo a la diferencia de situaciones entre Europa y América, señaló las posibilidades de una nueva definición de la doctrina Monroe, siguiendo lo que ya se había planteado en tiempos de Wilson: «La Declaración de Monroe puede ampliarse a toda la América libre y como sujeto de su responsabilidad continentalizarse, por decirlo así, para el equilibrio, la dignidad y la autonomía de nuestras naciones, potencialmente débiles pero internacionalmente dignas... De parte de la América Latina surgió el pensamiento más amplio, de estirpe espiritual muy desinteresada, que justifica, aunque menos operante en la época de su advenimiento, el pensamiento de Bolívar. Su éxito intrínseco parece destacarse ante la realidad histórica de que a medida que la Declaración Monroe se orienta a padecer algunas rectificaciones en la mente y en la conducta de los estadistas a quienes corresponde hoy el mantenimiento de su mensaje defensivo de la autonomía de América, la intención de Bolívar crece en posibilidad y en oportunidad.

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Bastaría a aprobarlo la diferente actitud de los Estados Unidos en 1826 y en 1938. Asistimos, si no yerra mi entendimiento, a una estupenda ampliación de criterio de los estadistas de la gran democracia del norte, encarnada en hombres que están elaborando un bloque inmenso de historia vigente...» Los muertos de Gachetá Parecía increíble que el debate electoral de fines de 1938 pudiera desarrollarse dentro de un respeto tan grande a la libre discusión como el que elogiaban los propios interesados en los dos partidos, cuando se venía del ciego fanatismo y ánimo de pelea que condujo a la abstención conservadora de la época de López. Era tan clara la voluntad de Santos de reincorporar a los conservadores al libre ejercicio de sus derechos y a que reasumieran sus obligaciones ciudadanas, que se fue al debate como si se hubiera hecho un pacto social nuevo. Así andaban las cosas cuando el 8 de enero se produjo en Gachetá un choque entre los manifestantes conservadores y la policía con un saldo de 8 muertos y 18 heridos. Estas cifras hoy parecen insignificantes, y en el pasado hubieran correspondido a la fatal violencia que siempre ha ocurrido en casos parecidos. En lo de Gachetá, quienes primero reaccionaron fueron el gobernador de Cundinamarca, don Antonio María Pradilla, y desde luego el presidente Santos. Carlos Lleras Restrepo, al hacer dentro de la Crónica de mi propia vida la historia de estos hechos, hace este oportuno recuerdo: «Lo de Gachetá era una excepción dentro del panorama que presentaba el país. Así, por ejemplo, simultáneamente con la noticia de Gachetá, se publicó el telegrama del doctor Rafael Bernal Jiménez, en que daba cuenta de la concentración conservadora celebrada en Guayatá y agradecía al gobierno las garantías de que había estado rodeada.» Para lo de Gachetá, las prevenciones habían sido idénticas, y he aquí que el presidente y el go-

bernador se encontraban frente a unos hechos que contrariaban brutalmente no sólo su política sino los ofrecimientos hechos a los conservadores. La reacción en ellos fue inmediata. Se despachó ese mismo día a cien hombres del batallón Guardia de Honor, con instrucciones perentorias para restablecer el orden, y se nombró un investigador especial, el doctor Dangond Uribe, conservador, como prenda de seguridad en el rigor de la investigación. Tan asegurado quedó el orden, que pocas semanas después fue a Gachetá Augusto Ramírez Moreno, conservador como el que más, y pudo hablar ante sus correligionarios en santa paz. Cuatro días después de Gachetá, Santos se dirigió a los gobernadores, intendentes y comisarios en una circular tan enérgica como perentoria: «La política de conciliación, equidad y respeto por todos los derechos... está respaldada por la firme voluntad de sustentarla a través de todas las circunstancias... con tanta mayor energía cuanto más grandes sean los obstáculos... El gobierno sigue resueltamente consagrado a la labor de evitar, hasta donde sus fuerzas lo permitan, los actos de violencia, de pro-

Eduardo Santos preside la graduación de los primeros oficiales de policía (1940) en la Escuela General Santander, creada durante su gobierno.

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El nuncio apostólico Cario Serena, Lorencita Villegas, el presidente Santos y María Michelsen de López, esperan en el atrio de la catedral los restos del fundador Gonzalo Jiménez de Quesada, el 6 de agosto de 1938, durante la celebración del IV centenario de la ciudad de Bogotá.

curar un ambiente de paz y de severa legalidad para las elecciones; de reprimir y castigar, dentro de la ley, los delitos que puedan cometerse... Todo ello será tanto más difícil cuanto mayor sea el enardecimiento de las pasiones y más exaltada y agresiva la actitud de algunos dirigentes, pero ello es cosa que no depende del gobierno sino que queda confiada al sentimiento patriótico de cada cual... Mientras no esté en peligro serio la paz nacional... el gobierno no tiene medios legales para cohibir aquellos extravíos y deja a la opinión pública el cuidado de condenarlos y de imponer más altos y benéficos rumbos... El gobierno, por encima de todas las cosas, tiene el deber de mantener incólume la paz pública, y la mantendrá...» Este incidente en Gachetá, que formaría parte de la crónica normal de una administración donde nunca faltan esta clase de sucesos imprevisibles, se inserta en la historia de estos años por la resonancia y la interpretación que le dieron Aquilino Villegas, Laureano Gómez y muchos otros, buscando en ese deplorable suceso un punto de apoyo para desatar una de las campañas políticas más apasionadas que recuerda la historia de Colombia. Aquilino Villegas publicó un artículo que vino a concretarse en lo que se llamó la acción intrépida. «Si la convivencia es imposible —decía— porque

la chusma liberal logra espantar al gobierno del señor Santos y obligarle a replegarse con sus ideas de respeto por los derechos de los conservadores, no nos queda más recurso que el derecho natural de la propia defensa...» Y en desarrollo de esta premisa aconsejaba: «No reunimos nunca en donde quiera que nos desarmen; y armarnos por todos los caminos posibles. No reunirnos nunca sino donde seamos los más fuertes contra cualquier agresión. Organizarnos secretamente, si es necesario, en grupos afines en los barrios, si se trata de habitantes de las poblaciones, y en las veredas, si se trata de masas campesinas... Ya sabremos quienes nos tendrán que pagar hoy o más tarde el montón de cadáveres y los torrentes de sangre inocente con que se mancharán las aras de la

patria...» A los cinco días de publicado el artículo de Villegas, la Convención Conservadora de Cundinamarca le envió la más efusiva felicitación y ordenó que las conclusiones que hemos transcrito fueran profusa y permanentemente publicadas en los órganos conservadores de todo el país. Santos señaló en una alocución por radio los peligros de derivar de la abominable tragedia de Gachetá un movimiento hacia el tipo de acción intrépida aconsejado por la Convención Conservadora, y llamó a una de las figuras más egregias de ese partido, antiguo ministro de Estado y profesor en la Universidad, el doctor Carlos Bravo, para que aceptara dirigir la investigación de los sucesos de Gachetá. «El magistrado y el jurista se negó a aceptar el papel de juez que, con respaldo ilimitado, le ofreció el presidente de la República...» La respuesta de Laureano Gómez al presidente Santos fue tajante: «La resolución aprobada por la Convención Conservadora de Cundinamarca... es una ley que vamos a oponer a la otra, a la que permite que los asesinos no sean detenidos, y el que la infrinja será ejemplarmente castigado en homenaje a la justicia.» No todo el conservatismo se precipitó

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por esta brecha, y por escrúpulo de conciencia el doctor Luis Rueda Concha se dirigió al arzobispo Perdomo y le formuló esta pregunta: «¿Es moralmente lícito, según las normas de la moral católica, el juramento que hizo la Convención, en cuanto, en sus términos generales, se encuentre comprendida la promesa de dar o hacer dar muerte al liberal que acepte, en las próximas elecciones, una candidatura de su partido por la provincia del Guavio?» La respuesta del arzobispo Perdomo: «Primero.— La defensa es de derecho natural, nadie lo ignora. Segundo.— Pero tengo por ilícito el juramento que hizo la Convención Departamental. Este juramento, en los términos en que está concebido, no obliga, por ser cosa ilícita.» La Convención Nacional Conservadora había aprobado el texto de la de Cundinamarca, todo implicaba lo que el doctor Rueda Concha había sometido al buen juicio del arzobispo Perdomo, y la respuesta de éste quedó tan grabada en la memoria de Laureano Gómez que vino a convertirse en un adversario enconado suyo, hasta la muerte. Los españoles La Guerra Civil española arrojó a América centenares de republicanos que se radicaron principalmente en México y Argentina. En menor número vinieron a Colombia, pero esos pocos tuvieron gran significación en la vida universitaria, en actividades profesionales, en la marcha cultural del país. Santos fue constante defensor de la República, cultivó una amistad muy grande con don Manuel Azaña, y era considerado como uno de los más destacados defensores suyos en América Latina. La acogida que dispensó a quienes buscaron asilo en Colombia fue la mejor. Algunos trabajaron en El Tiempo como don José Prat o don Luis de Zulueta. Pero donde brillaron más fue en la Escuela Normal Superior con figuras como la de don Urbano González de la Calle, uno de los

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filólogos más calificados de España. Vinieron también médicos como don Antonio Trías o Barraquer, o artistas como el escultor Victorio Macho, de quien quedó un monumento notable: el dedicado al general Uribe Uribe y la estatua de Belalcázar en Popayán. El ceramista Oteitza fundó escuela en Popayán y luego vino al Colegio Mayor de Cundinamarca. Paul Rivet Entre los perseguidos por el nazismo que acogió Colombia, tuvo particular importancia la venida de Paul Rivet. Rivet, el gran animador del Museo del Hombre en París, y uno de los americanistas más notables, había tenido vinculaciones grandes con el Ecuador por razón de sus estudios de antropología, y en Colombia vino a ser el fundador de estos estudios universitarios. De esa época data la formación del grupo de estudiosos que han dirigido las grandes investigaciones sobre el mundo precolombino, ensanchado el conocimiento de civilizaciones como la de San Agustín, dirigido el Museo Nacional de Antropología y el del Oro del Banco de la República. Rompimiento con Alemania e Italia Hacia 1941 la propaganda nazi en Colombia había penetrado en medios po-

Entrega de la vivienda campesina número mil, en Usaquén, en julio de 1942, en presencia de Eduardo Santos y Lorencita Villegas. Habla José Vicente Garcés Navas. del Instituto de Crédito Territorial, creado por Santos mediante el decreto No. 200 de 1939.

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Luis Angel Arango, futuro gerente del Banco de la República, con Julio Lleras v Manuel Mejía, se encargaron de desarrollar el Instituto de Crédito Territorial, fundado por Santos para impulsar toda una política social.

Entrada del Hotel Sabaneta, en Fusagasugá, que sirvió como campo de concentración de súbditos alemanes durante la segunda Guerra Mundial.

líticos, en las escuelas, en los diarios. Literatura totalitaria se distribuía en Colombia con profusión, en la escuela colombo alemana, donde se educaba buena parte de lo mejor de las familias bogotanas, se celebraban asambleas nocturnas en que se prestaba juramento nazista, y el prestigio tradicional de la maquinaria alemana subió a las nubes con los aviones de la Sociedad Colombo Alemana de Transportes Aéreos (SCADTA), la más pujante empresa de su género en América. Santos decidió salir a la defensa de la democracia colombiana y definir la posición del país en una emergencia que, en su concepto, obligaba a una

clara definición política. Su declaración del 18 de diciembre de 1941 no tenía antecedentes en la historia colombiana. «Jamás —dijo— había tocado a un mandatario colombiano dirigirse a sus compatriotas, a todos sus compatriotas, en situación tan seria y grave para la humanidad entera, como la que ella afronta en los actuales momentos... La humanidad había conocido antes innumerables conflictos guerreros; porque es la guerra una de sus dolorosas y humillantes características; la historia de los hombres es en gran parte la historia de sus guerras, el relato de su locura, y también de su defensa contra los accesos de esa locura; de sus luchas por dominar la violencia y libertarse de ella; de sus sacrificios por dar al derecho el respaldo y garantía de la fuerza. Pero nunca antes había cubierto el manto sombrío de la guerra todo el planeta ni había hecho a la vez sentir su estrago en todas partes. El mismo conflicto del año catorce, que parecía imposible de superar en su magnitud, dejó en calma vastas zonas que pudieron ampararse en una neutralidad sincera, como los países escandinavos... Se había hablado de guerra total y universal. La estamos viendo, sintiendo, y nos encontramos quizá en vísperas de padecer sus efectos. Estamos en una guerra en que se comprometen los hombres todos porque están en juego cuestiones vitales de orden material y económico, de orden moral y espiritual. La organización internacional que existía hasta hace pocos años ha sido destruida hasta sus cimientos... El mundo viejo está en vía de desaparecer y está naciendo un mundo nuevo ante el cual a nadie le es dado permanecer indiferente porque la solución a que se llegue ha de afectar a todos de manera vital y ha de decidir de sus destinos presentes y futuros... ¿Se conservará como base de la vida internacional el principio de la libertad, el derecho de cada pueblo para decidir libremente de sus destinos, el respeto por los fueros de la personalidad humana, la igualdad entre las razas, la igualdad

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Capítulo 12

jurídica entre las naciones, el concepto democrático para la organización del Estado que los pone al servicio de los hombres y de sus derechos e intereses, o se impondrá más bien el principio de la superioridad de las razas, del predominio de los fuertes que no ven en los débiles sino clientes o siervos, de la omnipotencia del Estado gigante, que asume características de divinidad sangrienta y a cuyos fines egoístas, inescrutables y feroces, se sacrifican individuos y pueblos ciega y calladamente? ¿Pasará la libertad a ser recuerdo de otros tiempos o seguirá ella siendo la razón de nuestras vidas?» La guerra que, con el asalto japonés a la flota americana en Pearl Harbour, había llegado al Lejano Oriente, se extendía al Nuevo Mundo. Al día siguiente, el 8 de diciembre de 1941, Estados Unidos declaró la guerra al Japón, y el 11 ya estaban oficialmente metidos en el conflicto mundial. La declaración de Colombia no implicaba participación alguna en la guerra en Europa, pero sí la defensa de su tierra y de sus aguas, en un momento en que todo indicaba que la voluntad de Hitler se iba a sentir en el otro hemisferio. Nosotros estábamos dentro del área de las batallas por la cercanía al canal de Panamá, pero la cacería del Graf Spée en aguas del Uruguay y Argentina, que habría de ocurrir poco tiempo después, sirvió para que el mundo viera cómo toda América estaba al borde del conflicto. Colombia iba a presenciar algo parecido en julio de 1942 cuando la fragata Resolute, colombiana, que prestaba el servicio en la ruta de San Andrés, fue hundida por un submarino alemán. «Las características del ataque fueron salvajes y cobardes. Se trataba, en efecto, de una pequeña embarcación mercante, que no llevaba armamentos de ninguna clase. Cuando la nave, destrozada a cañonazos, comenzó a hundirse, los tripulantes y pasajeros se arrojaron al mar; entonces fueron ametrallados sin piedad por el submarino.» (Carlos Lleras Restrepo. Crónica de mi propia vida.)

La política de Santos fue respaldada nacionalmente, y entre los miles de mensajes recibidos son significativos los de los miembros más prominentes del conservatismo, claro, sin la firma de Laureano Gómez cuya ausencia en este caso no arrastró a sus copartidarios. Aunque negativo, el papel de Colombia en esta emergencia era muy significativo. Dentro del plan alemán, lo esencial en este hemisferio era el canal de Panamá, vital para las comunicaciones entre los dos océanos. La SCADTA podía ser, con sus admirables pilotos alemanes, una punta de lanza dirigida contra el poder de Estados Unidos. Santos decidió nacionalizar la empresa, expulsar a los pilotos alemanes' y reemplazarlos por colombianos. Fue gran suerte que todo esto pudiera hacerse en una noche. Se habían preparado ya pilotos

Alfonso López Pumarejo, Lorencita Villegas y Eduardo Santos, en 1942, poco antes de que el segundo devolviera el mando al primero.

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libres y democráticos es un factor que decora y ennoblece nuestra orientación internacional. No somos una mera factoría [...] tenemos que encarnar también un espíritu y ser fieles a él, sin ánimo de agresión, que estaría fuera de nuestra realidad; pero también sin la cobardía de quien no se atreve a expresar lo que piensa porque lo sobrecoge el terror y trata de agazaparse en un silencio para todos complaciente, que es la actitud más propicia a las máximas claudicaciones...» El tratado con Venezuela

Eduardo Santos durante la celebración del centenario de la muerte de Santander, en Cúcuta, 1940, ocasión que el presidente aprovechó para promover un tratado con Venezuela que pusiera fin a las diferencias de límites. Fue firmado en el templo del Rosario de esa ciudad, en abril de 1941.

colombianos en número suficiente, y la Avianca nació de esta operación fulminante para convertirse en una de las grandes empresas de aviación en América Latina. Si en desarrollo de los planes alemanes la América del Sur se hubiera convertido en una plataforma de lanzamiento aéreo sobre Estados Unidos, la suerte de la guerra hubiera sido mucho más difícil de inclinarla en favor de las democracias. Repasando los escritos de Eduardo Santos en sus primeros años de El Tiempo, salta a la vista su rechazo al imperialismo yanqui por el uso en provecho propio de Estados Unidos de la doctrina Monroe, desvirtuando su sentido original. Ya al frente del gobierno volvió siempre por la necesidad de la unión de las Américas dentro de un panamericanismo, que a la luz de los avances totalitarios se imponía como norma de defensa de las democracias. «Yo propicié y sostengo una política internacional sin ambigüedades, de neta orientación panamericana, que quiere apoyarse en amistades firmemente establecidas a la plena luz, de una parte, porque creo que toda política que se respete —nacional o internacionalmente— tiene que tener un contenido moral e ideológico concreto [...] La aproximación a los regímenes

Pocos periodistas en Colombia fueron más nítidos que Santos en su adhesión al pueblo venezolano, oprimido por una cadena de dictaduras que culminó con la muy larga de Juan Vicente Gómez, que El Tiempo combatió siempre. A la muerte de Gómez se vio claro el retorno a la democracia, y López Contreras se perfiló desde un principio como el puente ideal para el resurgimiento de la democracia en el país vecino, con especial regocijo de Santos. Esto sirvió para zanjar el viejo diferendo de los límites, y tuvo Santos la suerte de firmar el tratado que echó las bases de un acuerdo que coincidía con la devoción de los dos presidentes por la figura del Libertador. En Santos el fervor bolivariano era profundo y elocuente, sin que le hubiera arrancado jamás una palabra que no fuera de reconocimiento por Santander, como el granadino que mejor sirvió al Libertador en su gigantesca empresa de combatir a los españoles del imperio. Así, al propio tiempo que con los venezolanos celebró la vuelta a la democracia y el final de la querella limítrofe, orquestó las conmemoraciones del primer centenario de la muerte del Hombre de las Leyes, proclamando la línea civil de la vida colombiana y la grandeza del organizador de la República. Se rectificó así, virilmente, una campaña de desmerecimientos que venía desde los tiempos de don Miguel Antonio Caro y renacía en la prosa de Laureano Gómez.

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La reorganización de la República Había cambiado el país en los últimos años en forma que imponía una especie de renacimiento de lo que fue la organización de la República bajo el gobierno original del general Santander, y por eso es frecuente que a Santos se le considere como un Santander del siglo xx. En la parte de la administración, quien llevó la voz cantante vino a ser Carlos Lleras Restrepo, que dentro del régimen de Santos fue lo que para el de Olaya había sido Esteban Jaramillo, ahora dentro de las nuevas dimensiones que estaba tomando la República. Para darse cuenta de lo que se ofrecía como panorama a Lleras Restrepo cuando entró al Ministerio de Hacienda en el primer gabinete, no hay sino que leer este párrafo en su Crónica de mi propia vida: «No habría parecido equitativo que reanudáramos el servicio de amortización de los bonos colombianos y arregláramos el problema de intereses que un decreto de 1932 había gravado sin poner antes fin a la moratoria externa. De la manera como se manejara este delicado problema dependía le reputación nacional y el presidente Santos acogió desde un principio la idea de adelantar vigorosamente las negociaciones para una conversión de los empréstitos externos sobre la cual apenas había dado pasos muy informales el gobierno de López Pumarejo. Reorganización del Ministerio; organización del catastro; arreglo de la Deuda Pública y puesta en marcha de una política de cooperación económica con los Estados Unidos; obtención de una ley de conversión monetaria que debía implicar también la regularización de las deudas con el Banco de la República y la organización del fondo de estabilización de la Moneda y de la Deuda Pública; atención de los otros problemas llevados por el gobierno anterior a la consideración del Congreso y todavía no resueltos por éste; todo esto se me presentó como tarea inmediata al tomar posesión de mi cargo...»

Lo primero fue el decreto que creó el Instituto de Crédito Territorial. Dice Lleras Restrepo que la mejora de la vida rural era en él obsesión bastante vieja, y esta preocupación ya se dejaba ver cuando en la Cámara, durante la administración de Olaya, trabajó con los jóvenes liberales la primera tentativa de reforma agraria. En la primera memoria al Congreso durante la administración, Santos denunciaba cómo dentro del conjunto de los gastos públicos, la menos beneficiada era la población rural. El decreto que creó el Instituto de Crédito Territorial lo organizó como una oficina autónoma, con capital propio, encargada de fomentar el establecimiento de bancos

Ismael Perdomo, arzobispo de Bogotá, bendice la primera piedra del Hospital Infantil de Bogotá, que después recibirla el nombre de Lorencita Villegas de Santos. La ceremonia, marzo de 1941.

Entrevista de los presidentes Eleázar López Contreras, de Venezuela, y Eduardo Santos, en el puente internacional del Táchira, abril 5 de 1941.

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Losa sepulcral de Eduardo Santos y Lorencita Villegas en el Cementerio Central de Bogotá.

para extender este crédito a todo el territorio de la República. Tres personas, que vinieron a ocupar posiciones de las más destacadas en la vida nacional, fueron nombradas para atender a esta oficina, que en realidad estaba destinada a desarrollar toda una política social: don Julio Lleras, don Manuel Mejía y el doctor Luis Ángel Arango. A este movimiento inicial siguieron muchos otros que han completado el gigantesco cuadro de realizaciones cumplido a través del Ministerio de Hacienda de entonces. Se lanzó como una nueva fórmula de crédito la cédula hipotecaria, se introdujeron los bonos de crédito industrial, se inició la construcción de casas para empleados. El banco, en este caso, prestaba el 80 % y el 20 % la empresa para la cual trabajaba el empleado. De ahí se pasó a tomar la iniciativa de los barrios populares, y la vivienda rural. Eran cosas nuevas en Colombia, y realizadas dentro de tiempos difíciles para el mundo, y para Colombia. Cuando se puntualiza que antes del gobierno de Santos no había un kilómetro de carretera pavimentada en el país, se comprende lo que fueron esos cuatro años de concentrados esfuerzos por mejorar la cara de Colombia, en momentos en que Europa estaba reduciéndose a escombros. El 5 de junio de 1942 se inauguró en Bogotá el primer barrio popular modelo, resultado de un plan cuidadosa-

mente estudiado y de una nueva filosofía. En el discurso de la inauguración, Lleras opuso a la teoría de la «neutralidad del impuesto» trazada por Esteban Jaramillo en su Tratado de Hacienda Pública, una de sensibilidad social. Dijo Lleras: «Cada vez la técnica de las finanzas públicas se va oponiendo al servicio de orientaciones esencialmente sociales, contribuyendo a la formación de una estructura económico-social equitativa, ajena a los conflictos que necesariamente provoca el contraste entre el rápido acceso de unos pocos a las comodidades prodigiosamente multiplicadas del mundo moderno y el retardo con que los más numerosos llegan a los primeros escalones del mejoramiento.» Lo que se estaba haciendo en América, y particularmente en Colombia, preludiaba los nuevos fundamentos que aquí pueden darse a la política social, y que en el mismo discurso Lleras precisaba en estos términos: «No tienen que resignarse los pueblos nuevos como el nuestro a recorrer con un idéntico itinerario el camino lleno de dolores y tempestades que distinguió la evolución del viejo mundo. Ni tenemos por qué aceptar como fatalidad histórica ineludible las supuestas leyes de concentración capitalista y de lucha de clases que espíritus sistemáticos derivaron del análisis rígido de pretéritas iniquidades. En nuestro nuevo mundo no existe la estratificación profunda que haga necesario para cada cambio un previo cataclismo destructor y es conveniente que jamás llegue a formarse...» La democracia ilustrada Cuando se mira el conjunto de hechos y de palabras que en su conjunto forman la sustancia de la administración Santos, se tiene la impresión de que el gabinete estaba lleno de filósofos y moralistas, y se trabajaba bajo el signo de una democracia ilustrada. Santos mismo era uno de los más grandes escritores de la literatura política que han aparecido en Colombia, el minis-

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tro de Gobierno Carlos Lozano y Lozano intérprete feliz de Maquiavelo y ensayista de antología, López de Mesa ha pasado ya a la historia más como pensador que como estadista, y casi no hubo ministro que no llevara a su despacho una filosofía, como queda puntualizado en el caso de Carlos Lleras Restrepo. No era por alarde de formular teorías, sino bajo la presión de un mundo conflictivo que estaba presenciando el enfrentamiento más radical de teorías sacadas de los libros para llevar a la guerra a la humanidad. La presidencia de Santos es la de la segunda guerra mundial, Y la pasión que ponía el presidente en definir democráticamente a Colombia imponía discursos como los que él hizo, que figurarán entre los de mayor altura que se pronunciaron en América Latina en esos días en que todos los habitantes del continente se movían en busca de una definición. La entrada de Colombia en la guerra no fue una iniciativa colombiana, sino la obligada respuesta a las embestidas de Hitler, pero conviene recordar que no en toda América hubo posiciones tan definidas y netas como las de Colombia. La propaganda nazi había calado en muchos gobiernos, y uno de los problemas que entonces surgieron y que se ven más claros ahora que están saliendo a la luz documentos reservados, muestran un nítido contraste entre la cancillería colombiana y la argentina, para citar un solo caso. Los debates en Colombia tuvieron rara significación por los enfrentamientos entre Laureano Gómez y Santos, Lleras, López de Mesa o Carlos Lozano y Lozano. El liberalismo tuvo entonces un exponente notable en Carlos Lozano y Lozano, que en sus intervenciones enfocó la posición liberal frente al nazismo. Estas palabras suyas en una conferencia en el Teatro Municipal muestran la unidad que había en el gobierno sobre el tema central del marxismo: «El marxismo es un fenómeno de caracteres sumamente peculiares, una interpretación trascendental del mundo, aunque pretenda lo contrario, un vigoroso conjunto de

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dogmas, una capilla doctrinaria con autoridades infalibles, y excomuniones en regla, un sistema hermético que culmina con el advenimiento de la dictadura del proletariado, y en la abolición no sólo del Estado, sino de toda forma de Estado de las que conoce la historia de las ideas políticas. Nosotros somos adversarios convencidos del marxismo... El socialismo, en cambio, se descompone en una serie innumerable de formas, de sistemas, de grados, de doctrinas, de anhelos. Las escuelas socialistas son casi tan numerosas como los pensadores socialistas... ¿Cómo podríamos nosotros,

Eduardo Santos, Manuel Prado Ugarteche y Alfonso López, durante la visita del presidente del Perú a Colombia, 1939.

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El cardenal Aníbal Muñoz Duque bendice el féretro de Eduardo Santos, en la puerta de la catedral. Atrás se alcanza a ver al presidente Misael Pastrana. Santos murió el 27 de marzo de 1974.

liberales, que hemos predicado a través de los tiempos la emancipación de los débiles, negarnos a inscribir en nuestros programas la libertad económica del hombre?... El liberalismo es fundamentalmente dinámico; se identifica con las fuerzas propulsoras e impelentes de la sociedad, concibe el Estado como una realidad en continuo fieri, en continua evolución creadora, sostiene el concepto de la percibilidad humana, de donde procede su irreductible adhesión a la autonomía del espíritu, y a la emancipación de la conciencia. Por eso el liberalismo no sólo autoriza, sino que exige un nuevo rumbo, cada vez que el hombre ejerce su actividad y lucha por la vida; por eso ninguna de sus conquistas representa tan sólo un punto de llegada, sino a la vez... un nuevo punto de partida. De ahí su confianza invariable a través de toda la historia, en las aspi-

raciones populares, en los fueros democráticos...» Entonces los ministros de Guerra eran civiles, y un consejo de ministros parecía un consejo universitario. El primer gabinete de Santos tuvo como ministro de Guerra a José Joaquín Castro Martínez, profesor de la Universidad Libre. Curiosamente la cartera tenía ese nombre bélico, tan distinto del que luego se ha venido usando: Defensa. Por el Ministerio de Educación pasaron más ministros que por ninguna otra cartera: Alfonso Araújo, Guillermo Nanetti, Jorge Eliécer Gaitán, Juan Lozano y Lozano, Germán Arciniegas... Al hacer el balance final de lo que se había hecho en los cuatro años pude comprobar un aumento, el más considerable hasta entonces, en el número de escuelas. Gaitán había dejado de lado el experimento socialista del unirismo, y reintegrado al liberalismo puso su mayor empeño en misiones volantes de desanalfabetización. Bajo la brillantez de la ilustración, el gobierno era de trabajo. El 6 de agosto, la víspera de terminar la administración Santos, se inauguró el Museo Colonial, en el edificio que hasta un año antes había sido un apretado conjunto de oficinas, que se trasladó a un edificio de la avenida Jiménez de Quesada. En un año se hacían cosas importantes, con un presupuesto de centavos... Lorencita Al promoverse en Puerto Berrío la primera gira de una campaña presidencial, se incorporaron las señoras de quienes habían lanzado la candidatura de Olaya Herrera. Hasta ese día las mujeres habían participado en las presidencias sólo en la intimidad del hogar. En Puerto Berrío, Lorencita de Santos movió a sus compañeras a convertirse en abanderadas de la campaña electoral. Este desusado movimiento tuvo un efecto mágico y cambió el estilo de las giras políticas. Lorencita había sido la constante compañera de Santos en el periódico y lo fue en la

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presidencia, al punto que no es posible evocar esa administración sin recordar a la primera dama que fue la moneda de oro que brilló como valor nuevo en el palacio presidencial. Fue mujer excepcional por su belleza, la vivacidad en sus rápidas contestaciones, la inteligencia siempre despierta y certera, y el fervor liberal que la animaba. Había viajado con Santos en las mejores condiciones, y con rara elegancia —era la mujer mejor vestida— se desenvolvía con la mayor naturalidad en los salones. Y era la primera saliendo al balcón para saludar al pueblo cuando Santos era aclamado. Santos fue extremadamente delicado y su presidencia, siendo espléndida, no le costó un centavo extra al Estado. Al salir de la presidencia, su pensión de ex presidente pasó a la Caja de la Academia de Historia, que él apoyó sin reservas. Con un sentido de solidaridad humana que era parte de su calor cristiano, Lorencita promovió obras como el Hospital Infantil que ahora lleva su nombre. En estas obras jamás tuvo ni la más remota tentación de sacar dividendos políticos, ni de ligar su nombre a ninguna consagración. El balance de una administración De Santos dijo Alberto Lleras cuando murió: «[su gobierno] fue uno de los mejores, si no el mejor de este siglo». Cada ministerio cumplió una vasta labor nacional. Alfonso Araújo convirtió en el parque nacional Olaya Herrera los terrenos que van de la carrera séptima de Bogotá a los cerros, partiendo del escenario vacío que los bogotanos recordaban por ser el lugar donde se atentó contra la vida del general Reyes y donde se fusiló a sus autores: Barro Colorado. Abel Cruz Santos dio desarrollo a la ley aprobada antes del gobierno de Santos que ordenó la demolición del convento de Santo Domingo para construir el Palacio de Comunicaciones. De la destrucción del convento, que en realidad había sufrido muchas restauraciones, se culpó a Santos desde El Siglo, sin

considerar que lo que hizo fue en desarrollo de una ley. Se fundó la Radiodifusora Nacional y la Escuela de Policía General Santander, primer gran paso en la transformación de un cuerpo que hasta entonces vivió en las condiciones más precarias. Se legó al país «el mejor de sus instrumentos para el manejo de la política económica: el Fondo Nacional del Café». Terminó el gobierno en santa paz con la Iglesia, y en santa paz se concluyó en Roma, por su embajador Darío Echandía, la reforma del Concordato. Seis días antes de dejar el gobierno, el Senado aprobó en primer debate esta negociación. El 7 de agosto de 1942, después de recibir en palacio al nuevo mandatario, el doctor Alfonso López, reelegido, salió a pie, acompañado por una muchedumbre, para regresar a su casa y su periódico. Durante los cuatro años de su gestión, muchas veces había echado a caminar por las calles vecinas a su casa, donde siguió viviendo, sin protección, estrechando la mano de quienes se cruzaban con él en el andén. Luego, viajó mucho por Europa o Estados Unidos, recibiendo en todas partes el saludo cordial y respetuoso de colombianos o extranjeros que recordaban su gobierno, y lo siguen recordando, como una edad feliz en la historia de una república llamada Colombia.

Uno de los últimos actos de la vida política de Eduardo Santos: su participación en las elecciones del período del Frente Nacional.

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Segunda administración de López Pumarejo Gustavo Humberto Rodríguez Campaña presidencial y posesión

D

esde los comienzos del gobierno de Eduardo Santos, los amigos políticos de López Pumarejo organizaron la defensa del gobierno de éste, encabezados por el periódico El Liberal que dirigía el ex ministro Alberto Lleras Camargo, quienes bien pronto proclamaron su candidatura de reelección a la presidencia de la República. Era la reacción ante la acerba crítica de los detractores ideológicos de la primera administración de Alfonso López, salidos de las toldas conservadoras y de las liberales tradicionalistas, y a la vez fruto de la necesidad política de continuar la tarea gubernamental interrumpida con la «pausa» iniciada a mediados de su primer gobierno, y que se había desarrollado bajo los rótulos de «Revolución en Marcha», «República Liberal» y «Frente Popular». Cuando en agosto de 1941 se celebró la Convención Liberal, se enfrentó la corriente oposicionista a la reelección de López con el nombre de Carlos Arango Vélez —respaldado por la APEN, los con-

servadores y liberales de derecha— con los reeleccionistas que deseaban retomar el rumbo gubernamental reformista, izquierdizante y sindicalista de la primera administración López. La campaña presidencial se adelantaba bajo los slogans de «López no» y «López sí». No se trataba de combatir la reelección en sí misma —que tenía tradición liberal en el siglo XIX, con Santander, Obando, Mosquera, Mu-

Llegada de Alfonso López Pumarejo a Bogotá, en enero de 1941, para aceptar la candidatura a la reelección presidencial, lanzada desde "El Liberal" por Alberto Lleras Camargo y otros amigos políticos.

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Carlos Arango Vélez, candidato liberal disidente, apoyado por algunos conservadores en las elecciones del 3 de mayo de 1942. Obtuvo 473 707 votos contra 673 169 de Alfonso López.

Candidato a la presidencia por segunda vez, Alfonso López llega a Barranquilla con su señora, María Michelsen.

rillo Toro— sino detener la República Liberal, personificada en López. Comerciantes, industriales y latifundistas se aliaron para combatir la continuidad del giro republicano hacia la democracia intervencionista, la reducción de los privilegios tributarios, la libertad de culto y de cátedra, y de la función social atribuida al trabajo y a la propiedad con los cánones constitucionales de 1936. La campaña electoral fue intensa y áspera, no exenta de agravios, al cabo de la cual la victoria fue para López Pumarejo, con 673.169 votos contra

474.707 de Arango Vélez, aunque desconocida por los dos sectores conservadores, el democrático y la extrema derecha. Poco después, los conservadores abandonaron su política de abstención electoral y arreciaron la oposición. Para entonces, la segunda guerra mundial, desatada en 1940, dejaba sentir sus efectos en la economía nacional y en la filosofía política de nuestros partidos tradicionales. Bajo esas nuevas circunstancias tomó posesión López Pumarejo de la presidencia de la República ante el Congreso Nacional el 7 de agosto de 1942. En su discurso expresó que las mayores preocupaciones de su gobierno serían de carácter internacional, política en la cual tendría dos objetivos fundamentales: fomentar la solidaridad continental, y auspiciar y respaldar la llamada «buena vecindad», que predicaba el buen trato de EE.UU. de América con los demás países del continente, y la recíproca coadyuvancia de éstos en la defensa de la integridad territorial de esa nación. Simultáneamente anunció que «comienza para la República una dura época de crisis». En ese documento no se ocupó López de hacer una defensa sistemática ni vigorosa de su primera administración. No se encuentra en él la exégesis ni la apología, ni la intención continuista de ese gobierno. Al contrario, expresó que «fue ese un gobierno para su época, para los problemas de su tiempo». Y agregó: «Ningún sentimiento personal podría llevarme a perseverar, en el que hoy se inicia, en cualquier política que el transcurso de los sucesos me hubiese convencido de ser inconveniente para la Patria.» Pidió «prescindir de la alternante influencia de ese pasado reciente»; anunció que «en el tiempo inmediatamente futuro va a ocurrir un cambio radical en la política del país». Su labor sería una «tarea de reajuste»; expresó; y que sólo habrá desarrollo «en la medida en que se alteren favorablemente las condiciones actuales», porque registró que las importaciones de

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elementos básicos se habían restringido, los precios se habían elevado y las exportaciones disminuido. López, conductor por antonomasia, hombre «frío y sereno, audaz y soberbio», como lo calificara Alberto Lleras al tomar posesión de la presidencia en 1945, actuaba ahora conforme a las circunstancias de la hora, que mostraba una economía golpeada por reflejo de la conflagración mundial, que en lo político había dividido a la humanidad en restauradores del sistema representativo democrático y en fanáticos defensores del nuevo orden totalitario. Algunos otros programas llamaron su atención. Así, solicitó un acuerdo partidista para lograr la reforma judicial, la electoral, la concordataria y la del régimen de las asambleas departamentales. Calificó de absurda, deficiente, parcial y tardía la instrucción criminal, de imperfecto el sistema del sufragio. Consideró necesario poner feliz término a la vieja disputa de la supremacía entre las potestades civil y eclesiástica. Y condenó la ingerencia de las asambleas departamentales en la organización judicial y en la composición del Senado.

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La oposición política El discurso de posesión causó perplejidad: los defensores de la República Liberal consideraron que ella se había detenido; el conservatismo, en sus dos fracciones, y el liberalismo de centro y de derecha vieron en ese programa una nueva oportunidad para desmontar la estructura jurídica de la Revolución en Marcha. La paz política presagiaba agitación y quebrantos.

Por segunda vez, Alfonso López llega al Capitolio para jurar la Constitución como presidente, agosto 7 de 1942. Abajo, llegada a Bucaramanga en febrero, con María de López y Alfonso López Michelsen.

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Alfonso López lee su discurso de posesión presidencial.

Reconstrucción judicial del asesinato del boxeador Francisco A. Pérez, "Mamatoco". en el parque Santos Chocano, donde se encontró el cadáver. En la foto, el teniente Silva, uno de los acusados, con el investigador Castro Monsalvo.

En efecto, desde El Siglo Laureano Gómez inició una cruda y persistente oposición con los lemas de «acción intrépida», «atentado personal» y «república invivible». En el Congreso Nacional la voz detonante, lógica y agresiva de Gómez y otros jefes causaba estupor revelando escándalos, calificando de socialista y masónica la política de López. «El dogma del régimen no es la justicia, no es la buena fe, no es la moral; es la mitad más uno», dijo en el Congreso de 1942. Para combatir la reforma al Concordato, el 22 de abril de 1942 Gómez ca-

lificó de conducta masónica la del gobierno, de negligente la del clero y de prevaricador y demagogo proletario al presidente. Era la contrarrevolución en marcha, que secundaba el liberal Juan Lozano y Lozano desde las columnas de La Razón, y más tarde secundaría Jorge Eliécer Gaitán en sus discursos, recogiendo las tesis de Arango Vélez sobre la oligarquía dominante, la inmoralidad reinante y la desigualdad social. Un día de 1943 aparece muerto a puñaladas el boxeador negro Francisco A. Pérez, hombre de escasa cultura y ex sargento del ejército, quien editaba un periódico oposicionista de escasa circulación, cuyas columnas atribuían al poeta Tamayo, crimen del cual sindicaron a varios oficiales de la policía, según la versión que hizo pública el gobernador de Cundinamarca, Abelardo Forero Benavides. La prensa antilopista involucraba en su autoría intelectual al gobierno, y al presidente de encubridor, explicando que el delito había sido motivado por la inquietud oficial ante los rumores injustificados de que se gestaba una conspiración. Ante el Congreso llevaron el caso los parlamentarios Fernando Londoño y Lucio Pabón Núñez, quienes promovieron un agitado debate que no encontró defensor en el liberalismo. La defensa la hizo el ministro Darío Echandía. «¿Por qué mataron a Mamatoco?» (nombre que se daba al boxeador por su lugar de origen), preguntaba diariamente El Siglo, con una insistencia destinada a producir efectos políticos, y a relajar la moral del régimen. El gobierno cambió al director general de la policía y entregó a los oficiales inculpados a la justicia. Después de un proceso, éstos fueron condenados y se fugaron de prisión el 19 de abril. En julio de 1942 el ministro de Hacienda Alfonso Araújo expidió una autorización sobre la compra que Alfonso López Michelsen, hijo del presidente, hizo de una trilladora de café al ciudadano alemán H. J. von Mellenthin, cuando por razones de la

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guerra los bienes de los alemanes habían sido incautados. La compra, a menor precio, se había hecho bajo el régimen del decreto 1756 de 1942, de la administración Santos, que reglamentaba la venta de bienes en fideicomiso. Este hecho sirvió a la prensa oposicionista para crear el escándalo de la Trilladora Tolima, poniendo en duda las condiciones de la negociación y atribuyendo abusos al hijo del en ese momento presidente electo, López Pumarejo. Otro escándalo político propició la misma prensa y dio motivo para que en la Cámara de Representantes adelantara un agitado debate Silvio Villegas el 13 de septiembre de 1943 en torno al caso Handel, secundado por el liberal Enrique Caballero Escovar. Se trataba de una sociedad holandesa de la cual Alfonso López Michelsen era asesor legal desde antes de que su padre ocupara la presidencia, e intermediario para la venta de acciones de propiedad de extranjeros residenciados en los Estados Unidos, encargo dentro del cual miembros de la familia del presidente compraron acciones por intermedio del Fondo de Estabilización, como parte de una política conocida y destinada a facilitar la nacionalización de bienes extranjeros, convirtiéndolas en acciones de Bavaria, empresa de la cual era vicepresidente López Michelsen, y operaciones bursátiles que fueron calificadas de especulación amparada por el gobierno, y de utilización personal de los beneficios económicos por parte del presidente. Además se acusó de que se habían violado disposiciones legales sobre control de cambios, y que a esos infractores por decreto les rebajaron las sanciones del 100 % al 15 %. El presidente sometió el caso al estudio del Congreso Nacional e insistió en conocer los resultados de la investigación. Los informes mayoritarios del Congreso declararon su satisfacción por la conducta oficial, y el propio López ofreció su retiro de la presidencia para dejar en libertad de juzgarlo al cuerpo legislativo. Pero los oposicionis-

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tas le dieron trascendencia política y derivaron de estos hechos cargos de inmoralidad administrativa. La casa de veraneo Las Monjas, de propiedad de una sociedad de la familia Michelsen, que usufructuaba el presidente, fue otro motivo de escándalo político. Para alojar allí a los oficiales de la Guardia Presidencial, con miras a la custodia del primer mandatario, el ministro de Guerra Alejandro Galvis Galvis invirtió en ella algunos fondos, que la oposición presentó como una valoración de una propiedad particular con dineros oficiales, a pesar de que las casetas pasaron al patrimonio del Ministerio de Obras Públicas. En la prensa y en el Congreso, por parte de Silvio Villegas, se le hicieron en septiembre de 1943 imputaciones al presidente de aprovechamiento ilícito. Y para este caso, como para los anteriores, la

Durante el acto de posesión presidencial Alfonso López es felicitado por el presidente del Congreso, Carlos Uribe Echeverri, y por su contendor en las elecciones, Carlos Arango Vélez.

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Obras Públicas, destinada a reglamentar esa actividad. Cinco departamentos quedaron sin víveres y para Caldas se decretó el estado de sitio, en razón de que allí se presentaron disturbios aprovechados políticamente por el dirigente Gilberto Alzate Avendaño. Las licencias de López

El designado Carlos Lozano y Lozano reemplazó al presidente López durante su viaje a Venezuela, entre el 9 y el 19 de octubre de 1942. Más tarde, Darío Echandía se haría cargo del ejecutivo por viaje de López a los Estados Unidos, desde el 19 de noviembre del 43 hasta el 16 de mayo de 1944.

agresividad de la oposición contrastaba con la actitud huidiza de los parlamentarios liberales que inicialmente acompañaron a López. Fueron los ministros Arcesio Londoño Palacios y Abelardo Forero Benavides quienes asumieron la defensa, acompañados sólo por los congresistas Julio César Turbay Ayala y Pérez Sotomayor. La moral política del liberalismo se deterioraba paulatinamente ante la agresividad implacable de la oposición, y se afectaba la reciedumbre combativa del propio presidente, a pesar de que se hicieron manifestaciones públicas de apoyo a López en las cuales participaban principalmente los obreros y los militantes comunistas. Otros hechos se sumaron. En octubre de 1943 estalló una huelga de los transportadores en Norte de Santander, Santander, Caldas y Cauca, en protesta por la expedición de la resolución 779 de 1943, del Ministerio de

El 8 de octubre de 1943 López reintegró su ministerio con figuras prestantes, y por la enfermedad de su esposa, María Michelsen, anunció que pediría licencia para trasladarse a Estados Unidos, y luego presentaría su renuncia. A esas dificultades políticas se sumaba así el problema personal del presidente. Fue preciso trasladar a doña María a Estados Unidos con el objeto de ponerla al cuidado de los médicos de ese país, y por tal razón el presidente solicitó el 6 de noviembre de 1943 una licencia al Congreso para ausentarse. Concedida, asumió el gobierno el primer designado a la presidencia, Darío Echandía, el 19 de noviembre. Dada la gravedad de la irreversible enfermedad, el 14 de diciembre del mismo año se vio precisado López a solicitar una prórroga de esa licencia. Para entonces, dejaba entrever que no regresaría a la presidencia. En carta que López le dirigió a Carlos Lozano y Lozano le decía: «He podido ahora ver con más claridad y precisión, que mi permanencia al frente de la administración no es necesaria, como lo han creído mis amigos.» Ese mismo propósito lo expresó en Barranquilla el 14 de febrero de 1944, al regresar al país. Declaración similar hizo en Bogotá el 19 de febrero de 1944 en la manifestación que se le tributó en la plaza de Bolívar, en donde dijo que su retiro lo ofrecía como una contribución a la paz pública, porque los poderes no funcionaban con regularidad, los partidos no interpretaban con fidelidad la voluntad de sus miembros, la violencia se había constituido en una norma de buen éxito, se amenazaba al Congreso, al gobierno, a la

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justicia, al clero y al mismo pueblo. Antes, el 16 de febrero en la Plaza de Cisneros de Medellín hizo similar manifestación «para dar solución a la grave crisis política». Pero en marzo siguiente la dirección liberal le solicitó que se reintegrara, y los congresistas liberales le ofrecieron respaldo. Al regresar, López no reasumió la presidencia, sino que el 15 de marzo solicitó una segunda prórroga de su licencia, a la Corte Suprema de Justicia. Y el 15 de mayo de 1944 presentó renuncia del cargo en mensaje en el cual expresó: «Lejos de Colombia pude ver con mayor claridad y precisión que mi permanencia al frente del gobierno no es necesaria y que, por el contrario, razones de muy diversa índole justifican mi determinación de retirarme definitivamente de él. Unas son razones personales, otras políticas, otras de familia.» Advirtió que no contaba con el apoyo de los jefes del partido de gobierno, que se había quebrantado y disminuido la autoridad del ejecutivo, que había solicitado sin ser oído la carrera judicial quitándole su origen en los cuerpos políticos, así como el regreso al sistema de dietas, la expedición de una ley de incompatibilidades, y otra destinada a quitarle a las asambleas la facultad de elegir senadores. Añadió que creía en la conveniencia de «un partido de gobierno y un gobierno de partido que interprete a las mayorías nacionales». El Senado no aceptó la renuncia de López, y éste, el 16 de mayo, le anunció que reasumiría la presidencia y que propondría una serie de reformas tales como la elección popular de senadores, el regreso al sistema de dietas, modificaciones al sistema de expedición y ejecución del presupuesto, una ley de incompatibilidades, reglamentos de trabajo del Congreso, actos legislativos destinados a señalar límites a la función de las asambleas departamentales y a reorganizar el ejecutivo «colocando en organismos especiales la dirección técnica de los negocios», una ley reformatoria de la Contraloría General de la República, otra orgá-

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nica de la carrera judicial, la creación de la jurisdicción especial que resuelva los conflictos del trabajo, la creación y organización del seguro social obligatorio «para hacer más fácil la carga de las prestaciones sociales».

El capitán Federico Diago Díaz, en el puente de mando del destructor "Caldas", con el cual hundió un submarino nazi el 29 de marzo de 1944.

El cuartelazo de Pasto El presidente López viajó a Ipiales el 8 de julio de 1944 con el objeto de presenciar allí unas maniobras militares, y con el de hacerle ambiente al tratado de comercio y navegación que se discutía con Ecuador, según dijo después. Iba acompañado del ministro de Trabajo, Adán Arriaga Andrade, del secretario general de la presidencia, Enrique Coral Velasco, de don Luis Cano, de su hijo Fernando López Mi-

Casa construida en la hacienda Las Monjas, de propiedad de la familia Michelsen, para alojar a soldados de la Guardia Presidencial, en la que el ministro de Guerra invirtió fondos estatales, causa de un debate en el parlamento.

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Carlos Lleras Restrepo, ministro de Hacienda, hace la defensa del gobierno durante los debates sobre el caso de la Handel, adelantados en el Congreso por Silvio Villegas y Enrique Caballero Escovar, en septiembre de 1943.

Al tomar posesión como alcalde de Bogotá, Carlos Sanz de Santamaría aparece con el presidente López y con Abelardo Forero Benavides, gobernador de Cundinamarca.

chelsen, del jefe de la Casa Militar de Palacio, coronel Alfonso Pinzón. El avión era comandado por el mayor Rafael Valdés Tavera. Al día siguiente, después de ir a Tumaco, regresó a Ipiales y decidió pernoctar en Pasto. Esa noche fue infor-

mado de que había agitación en la ciudad, causada por reservistas insubordinados y borrachos. A las 5:30 del 10 de julio fue despertado en su habitación por el ruido de soldados que invadían el hotel Niza, en donde estaba hospedado. Se le presentó el teniente coronel Luis Agudelo, quien le manifestó: «Le aviso que ha estallado en el país un movimiento militar que se ha apoderado de Pasto, Bogotá y otras ciudades, y que se ha encargado del gobierno. Tiene usted dos horas para resolver qué quiere hacer. Se le darán amplias garantías.» Y dio la espalda. Fueron colocados soldados armados con metralletas en la puerta y ventanas de su habitación y en los caballetes de las casas vecinas. Poco después fue llevado al hotel por el ejército el gobernador de Nariño, Manuel María Montenegro. Don Luis Cano había regresado a Bogotá. Hacia las nueve y media de la mañana se presentó al hotel nuevamente el teniente coronel Agudelo, quien reunido con López en la sala le presentó una hoja de papel sellado escrita a máquina para que firmara. En ella se leía: «Ante los graves problemas que afronta el país he decidido renunciar voluntariamente a la presidencia de la República y encargar del mando al coronel Diógenes Gil», entonces encargado de la 7.a brigada y de dirigir las maniobras militares. López rechazó el documento diciendo que contenía una mentira, pues se encontraba preso. Ante su negativa lo introdujeron en un carro con su hijo Fernando y dos soldados, y salieron de la ciudad escoltados por un camión que transportaba soldados que le apuntaban con sus armas. En otro carro llevaban presos al gobernador Montenegro y al jefe de la Casa Militar. Marchaban hacia Popayán, pero ya cerca de Buesaco regresaron. Atravesaron a Pasto rumbo a Ipiales, y luego desviaron hacia la población de Yacuanquer, de mayoría conservadora, en donde fueron recibidos con gritos de «abajo los asesinos de Mamatoco». A las cuatro de la tarde llegaron a

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Consacá, en donde fueron instalados amigablemente por la familia Buchelli, en su hacienda. Allá se informó López de que el designado Echandía había asumido el gobierno y había decretado el estado de sitio. La noticia del golpe había llegado a Popayán, desde donde se informó a la presidencia. Los carros regresaron a Pasto, y en Consacá quedó López con los demás prisioneros bajo el exclusivo control de algunos soldados que esa noche en estado de embriaguez gritaron y cantaron. En la mañana del 11 de julio llegó a Consacá el capitán Rafael Navas Pardo con el ánimo de facilitarle la fuga. Introdujo a López y a su hijo en un vehículo, le entregó a aquél una pistola, y se dirigieron hacia el aeropuerto. Entre Sandoná y Yacuanquer se atravesó el coronel Diógenes Gil Mojica, quien le manifestó a López que para evitar enfrentamientos se rendía a cambio de que lo nombrara ministro de Guerra, a lo cual contestó López: «Soy su prisionero pero no debe atreverse siquiera a hacerme esas proposiciones inmorales.» Gil se transó entonces porque le diera un salvoconducto, a lo cual replicó López: «Usted, coronel, lo que debe hacer es rendirse.» Y se rindió. Después fue juzgado y condenado, junto con los oficiales que participaron en el golpe de cuartel. Entre tanto, el ministro de Gobierno, Alberto Lleras, desde la radio de Bogotá, emitía frecuentes alocuciones expresando que el gobierno tenía el control de la situación, logrando así serenar los espíritus y desconcertar a los alzados. Sin embargo, en Bucaramanga el capitán Gregorio Quintero asesinó al comandante de la brigada, coronel Julio Guarín, y tomó el mando militar, pero el gobernador Alejandro Galvis Galvis se situó en el cuartel de la policía, desde donde logró restablecer el orden en pocas horas. De igual manera, en Ibagué, en la tarde del 10 de julio, el mayor Julio Millán apresó al gobernador Alejandro Bernate, pero el alcalde Cesáreo Rocha logró obtener refuerzos de Bogotá,

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con los cuales debeló la insurrección. Liberado López, viajó con sus acompañantes al aeropuerto, desde donde voló a Popayán y luego regresó a Bogotá. Allí fue acogido con manifestaciones populares y recibió el respaldo de los jefes liberales y comunistas. También algunos jefes conservadores reprobaron esos hechos. Estos acontecimientos incidieron también en la disolución de la Liga de Acción Política, que a manera de un nuevo partido, orientado por Gerardo Molina, habían organizado los socialistas el año anterior. Años más tarde, el coronel boyacense Diógenes Gil expresó a El Tiempo que el golpe no lo había dado con-

Una manifestación de respaldo al presidente López, en septiembre de 1943, en momentos en que la oposición al gobierno se hacía más critica. Estas demostraciones de solidaridad con el gobierno contaban sobre todo con la presencia de obreros y comunistas.

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El 8 de octubre de 1943, poco antes de solicitar licencia para viajar a Estados Unidos, López Pumarejo reintegró su gabinete con figuras prestantes. Hernán Echavarría Olózaga ocupó la cartera de Obras Públicas.

tra López, sino para defender al ejército, porque éste «andaba rengueando peligrosamente», y porque era necesaria «la emancipación espiritual y moral de las armas colombianas». Y confesó que había sido «un solo acto improvisado, desordenado y temerario». Efectivamente había sido un salto al vacío. Mediante la ley 36 de 1945 se autorizó al presidente de la República para conceder indulto a los sentenciados por los consejos de guerra verbales con ocasión de esos sucesos. El orden público iba a tener poco después nuevos trastornos. El 10 de marzo de 1945, recientemente levantado el estado de sitio, la policía descubrió en el coro de la catedral de Bo-

gotá un depósito de armas explosivas y planes terroristas que fueron abortados. El 31 de mayo del mismo año también descubrió que se fraguaba una insurrección, que se redujo a un motín de los presos recluidos en el panóptico de Bogotá, realizado en tal fecha. El jueves de Corpus de ese año fue frustrado otro golpe sedicioso. El cuartelazo dio margen para que se expidiera la ley 1.a de 1945 sobre servicio militar obligatorio, la 2.a de 1945 reorgánica de la carrera de oficiales del ejército, y la 3. a del mismo año sobre código de justicia penal militar. La renuncia de López Desde cuando López anunció al país su deseo de retirarse de la presidencia de la República surgieron las candidaturas presidenciales de Gabriel Turbay, Jorge Eliécer Gaitán y Carlos Lleras Restrepo. Gaitán, y su movimiento político, la Jega, inició su campaña hablando de la separación insalvable entre el «país nacional» y el «país político», de la necesaria lucha contra la oligarquía, de «la restauración moral de la República». Gaitán había sido alcalde de Bogotá en la primera administración de López y ministro en el gobierno de Santos y en la segunda de López Pumarejo. En el mensaje presidencial de López del 26 de junio de 1945 al Congreso describió la grave situación de orden público, la desatención de las directivas liberales a la solución de los grandes problemas nacionales, y añadió: «La contribución que puedo ofreceros, señores senadores y representantes, como resultado de madura y tranquila reflexión, es la oportunidad de facilitar el cambio que las circunstancias están aconsejando para provocar el acuerdo político que ha buscado inútilmente mi gobierno. Que prosperaría probablemente poniendo término a mis funciones presidenciales, si el Congreso quisiera considerar la posibilidad de dar otro rumbo a las cosas, encargando del gobierno a un

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ciudadano que pueda congregar en torno suyo a todos los grupos liberales y ser bien acogido por el partido conservador» . En posterior mensaje que al Congreso Nacional dirigió López el 19 de julio de 1945 reiteró ese propósito diciendo: «Señores senadores y representantes: Os ruego comedidamente que tengáis por presentada la dimisión del presidente de la República, para el efecto de considerar la renuncia de los designados. Cuando ellos hayan sido elegidos y no haya ninguna dificultad para proveer la sucesión presidencial sin inquietudes, llenaré la formalidad legal de enviar mi renuncia definitiva al honorable Senado.» López creía que al reasumir la presidencia no se habían modificado las circunstancias políticas, que persistían las razones de su retiro, que el Congreso se resistía a desarrollar sus programas de reformas institucionales y sociales, que consideraba urgentes y necesarios para el porvenir del país. En gesto patriótico ofreció entonces su renuncia. El Congreso aceptó la renuncia de los designados y procedió a elegir sus reemplazos. Primer designado fue elegido Alberto Lleras Camargo, quien en tal calidad debería ocupar la presidencia durante el año restante del período de López, conforme a la norma constitucional. A continuación López formalizó su renuncia el 31 de julio, que le fue aceptada. Años después, el 2 de marzo de 1956, retirado de la vida pública, dirigió López un mensaje a la dirección liberal de Antioquia en el cual formuló la originaria propuesta de crear un gobierno de responsabilidad conjunta entre los partidos tradicionales, que al realizarse se denominó Frente Nacional. Después, en 1959, fue nombrado embajador ante la Gran Bretaña. En Londres lo sorprendió la muerte el 20 de noviembre de ese año. La política económica Factor determinante en buena forma de la oposición política fue la situación

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económica producida por la conflagración mundial y el manejo oficial de la hacienda pública, que se vio afectada en el trienio de López. Para 1942, el cupo marítimo de importaciones se redujo considerablemente, descendió la exportación de petróleo y de café, y los precios de los artículos de consumo sufrieron un alza sensible. Tal situación indujo a la expedición de la ley 45 de ese año, destinada a obtener recursos extraordinarios. Mediante ella se autorizó al gobierno para emitir bonos de deuda pública interna hasta por 60 millones de pesos, denominados bonos de defensa económica nacional, destinados a saldar el déficit de dicho año, atender las apropiaciones presu-

Gonzalo Restrepo, nuevo ministro de Guerra en el gabinete de octubre del 43 se dirige a tomar posesión de su cargo.

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Carlos Lozano y Lozano, ministro de Relaciones Exteriores, y Jorge Eliécer Gaitán, ministro de Trabajo.

puestales correspondientes a los departamentos, intendencias, comisarías y municipios. Además, impuso un recargo del 50 % en las liquidaciones del impuesto sobre la renta y complementarios de los años 1942 y 1943, gravamen que sustituyó en importancia al de aduanas en la conformación del presupuesto de ingresos. También, suprimió el impuesto sobre las ventas y estableció otro gravamen del 5 % del valor de las ventas que hicieran las fábricas de cervezas. Y a las cajas de ahorros y a las compañías de seguros se las sometió a un régimen de ahorro obligatorio, mediante la compra de tales bonos, medidas éstas intervencionistas y tributaristas que generaron la inconformidad de industriales y contribuyentes, pero que eran de necesaria aplicación. De igual manera, estas medidas produjeron pronto una favorable ba-

lanza de pagos y de cambios, un aumento considerable del medio circulante y del costo de vida, situación que condujo a la expedición de la ley 7.a de 1943, de intervencionismo estatal, en desarrollo de la cual se reglamentó la bolsa de valores, se estableció el control de cambios y de precios sobre artículos de primera necesidad —creando la Interventoría de Precios—, y el control de arrendamientos de habitaciones y locales urbanos; se decretó la prima móvil sobre las asignaciones de los empleados nacionales; el control de mercados municipales sobre productos agrícolas; se fomentó la producción de artículos alimenticios, creando para el efecto en la Caja de Crédito Agrario una Sección de Fomento Agrícola; y se creó la Comisión de Defensa Económica Nacional encargada de encauzar la producción, regular la importación y exportación de materias primas y preparar proyectos de orden financiero. Otras leyes económicas se expidieron en este período. En 1943, la ley 1.a autorizó a las capitales de departamento y municipios con más de 25.000 habitantes para aplicar el impuesto de valorización; con la 52 se modificó la tarifa de aduanas para proteger algunas industrias nacionales; con la 93 se autorizó al gobierno para fundar una empresa de economía mixta destinada a la explotación pesquera en el Pacífico, y otra en el Atlántico; con la 102 se declaró de utilidad pública la explotación de carbón en El Cerrejón y autorizó la creación de una empresa para su explotación. En 1944, la ley 5.a organizó el Instituto Nacional de Abastecimientos; la 20 creó una Compañía Nacional de Navegación, como sociedad anónima, con el objeto de fomentar y regularizar la navegación fluvial y de cabotaje, y ayudar a la colonización de los territorios del sur del país. Con estas medidas la industria nacional tomó un gran impulso a partir de 1945, promovido además por las dificultades del comercio exterior y la inversión de capital. La producción de ácido sulfúrico y clorhídrico, de cer-

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vezas y gaseosas, grasas vegetales, productos lácteos, drogas, cemento, pinturas, paños, calzado y otros artículos, se multiplicó en esa época de manera ostensible. En el sector agrario, la reformista ley 200 de 1936, ley de tierras, había pretendido dar solución a inveterados problemas de colonos con títulos precarios, a la explotación de las zonas baldías, y a facilitar la adquisición de tierras rurales cultivables por parte de quienes las explotaran económicamente. La reacción de los terratenientes que suscitó esa ley, y el cambio de circunstancias socioeconómicas, llevó a la expedición de la ley 100 de 1944, que significó un cambio de orientación buscando obtener la asociación de propietarios y cultivadores mediante el establecimiento de los contratos de «aparcería», de celebración forzosa, que amparan al dueño de las tierras contra los tenedores que establezcan mejoras de carácter permanente. Mediante esa ley, los arrendatarios no tendrían derecho a sembrar sino cultivos de cosecha anual so pena de expulsión, y se extendió a quince años el término de extinción del dominio sobre propiedades incultas, que antes era de diez. Igualmente reglamentó las parcelaciones, sistema consistente en que el Estado podía comprar tierras a particulares para luego darlas en venta y a crédito una vez parceladas, o en arrendamiento, para ser destinadas a fines agrícolas. Los analistas han criticado esta ley, señalándola como regresiva porque sólo estuvo dirigida a dar seguridad a los terratenientes y a facilitarles el mercado de la propiedad rural. La crisis económica de esos años, con sus secuelas de delincuencia, motivó la expedición de la ley 4. a de 1943, «sobre seguridad rural», que modificó algunas normas del código penal y del de procedimiento penal. Entre sus disposiciones se cuenta la que negó el beneficio de excarcelación a los sindicados de abigeato, la que ordenó crear el Cuerpo de Guardia Rural, la que elevó a delito la desfiguración de mar-

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Alberto Lleras y su primo Carlos Lleras, luego de posesionarse como ministros de Gobierno y Hacienda, respectivamente, en el gabinete del 8 de octubre.

La mayoría liberal del Congreso sale de una junta del Directorio Nacional, a mediados de octubre de 1943: Julio César Turbay Ayala, Darío Echandía, Camilo Mejía Duque, Jorge Eliécer Gaitán, entre otros.

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16 de mayo de 1944: Una comisión del Senado entrega a Alfonso López Pumarejo la notificación sobre no aceptación de la renuncia presentada el día anterior al cargo de presidente. López, que acababa de regresar de Estados Unidos, reasumió el poder ese mismo día.

Coronel Julio Londoño y Londoño, subjefe de Estado Mayor del ejército: con sus tropas dominó la sedición de Pasto dirigida por el coronel Diógenes Gil, el 10 de julio de 1944.

cas de los ganados y otras conductas relacionadas con éstos. La política internacional Dentro de la preocupación de López, anunciada en su discurso de posesión, de buscar la solidaridad con los intereses democráticos de los aliados de la segunda guerra mundial, el presidente hizo una visita de buena voluntad a

Venezuela del 9 al 19 de octubre de 1942, período en el cual se encargó de la presidencia el designado Carlos Lozano y Lozano, y recibió las visitas del vicepresidente de los EE.UU. de América, Henry A. Wallace, del presidente de Bolivia, Enrique Peñaranda, del de Paraguay, Higinio Moriñigo, del de Venezuela, Isaías Medina Angarria, y del de Ecuador Carlos Arroyo del Río. De igual modo, adhirió al Acta de Chapultepec que en la Conferencia de México redactaron los representantes de los gobiernos americanos para formular varios principios democráticos y expresar su solidaridad y colaboración continentales en caso de agresión, así como para disponer las consultas de cancilleres destinadas a resolver problemas comunes, evento en el cual nos representó el ministro Lleras Camargo. También, López dispuso el ingreso de Colombia a la Organización de Naciones Unidas, ONU, que se fundó en 1945. Igualmente, elevó a embajada nuestra legación ante la Gran Bretaña, y en gesto de aproximación al mundo socialista estableció relaciones en 1943 con el gobierno de la Unión Soviética. El 26 de noviembre de 1943, el gobierno colombiano declaró que teníamos estado de guerra con Alemania. Algunos sucesos bélicos se produjeron en ese período: un submarino alemán hundió en el Caribe una embarcación colombiana; en la noche del 29 de marzo de 1944, el destroyer Caldas, de la armada colombiana, hundió cerca de Cartagena a un submarino alemán. Así mismo, el gobierno nacional hizo una concentración forzosa de un grupo de ciudadanos alemanes en el hotel Sabaneta de Fusagasugá, por el resto del período de guerra. De otra parte, al iniciarse este gobierno, continuaron los debates en el Congreso Nacional sobre la reforma parcial del Concordato, reforma que en la administración anterior había suscrito en Roma Darío Echandía como embajador ante la Santa Sede, el 22 de abril de 1942. La reforma con-

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tenida en esa convención fue aprobada por medio de la ley 50 de ese año, pero se dejó a la Santa Sede su ratificación o aplazamiento. En los debates se hizo presente la oposición conservadora, que por tal medida motejó de masones a los gobiernos liberales, con el respaldo y la motivación de la jerarquía, que desde 1936, cuando se discutía la reforma constitucional, envió al gobierno «prevenciones terminantes» para glosar los cambios en las relaciones Iglesia-Estado. La convención Maglione-Echandía dispuso que la elección de arzobispos y obispos corresponde a la Santa Sede, deben ser colombianos y deben prestar juramento ante el jefe del Estado; que el Estado colombiano reconoce plenos efectos civiles al matrimonio católico; que un funcionario civil puede presenciar la ceremonia religiosa, para efectos de registro; y que la administración de los cementerios pasaría a las autoridades civiles. Además, mediante la ley 8.a de 1943, se aprobó una convención adicional al tratado de extradición de 1888, entre Colombia y Estados Unidos de América, que le agregó nuevos delitos materia de tal medida. Mediante la ley 13 de 1943 se aprobó el Estatuto de Régimen Fronterizo suscrito entre Colombia y Venezuela para regular el tránsito de sus nacionales mediante «permisos fronterizos», «permisos de turismo» y «permisos fronterizos industriales». Y con la ley 14 de 1943 se aprobó una Convención de Conciliación y Arbitraje celebrada entre Colombia y la República Oriental del Uruguay para resolver las controversias de cualquier naturaleza que ocurran entre esos países. La reforma constitucional de 1945 Conforme lo había anunciado López en su mensaje a las Cámaras el 16 de mayo de 1944 al reasumir la presidencia, proyecto suyo era el de proponer una reforma constitucional sobre materias que entonces señaló, de la cual se ocupó a continuación el Congreso.

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Coronel José Miguel En la alocución del 1.° de enero de Silva, comandante de 1945 el presidente López justificó la las tropas de ¡piales y reforma diciendo que «la Constitución Túquerres, quien exigió de 1886 resulta tan inaplicable como la la rendición a Gil; de 1863, dentro del clima de tormen- coronel Germán Ocampo, ta», y que «la reforma del 36 fue una comandante de la brigada de Institutos Militares refriega indecisa entre la audacia y la capitán Rafael cautela. Solamente en lo relativo a la Navasy elPardo, liberador libertad de enseñanza y de conciencia, del presidente. Abajo, rompió, como se dijo en frase afortugenerales Guarín y Piedrahita.

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20 de julio de 1944: el presidente López, luego del intento de golpe de Pasto, otra vez en el balcón presidencial del Palacio de la Carrera, presencia el desfile militar, durante el aniversario de la Independencia.

nada, una vértebra al Estatuto.» Agregó que: «El régimen presidencial, las facultades y limitaciones del Congreso, la organización de la justicia, no fueron tocados. La reforma quedó trunca.» Fue así como el 16 de febrero de 1945 sancionó López el acto legislativo n.° 1, «reformatorio de la Constitución Nacional», con la firma del ministro de Gobierno, Antonio Rocha. A diferencia de la reforma de 1936, que fue básicamente de declaración de principios intervencionistas y de función social del Estado, de la propiedad y del trabajo, y sobre la libertad de enseñanza y de cultos, la de 1945 tuvo un carácter operativo y de organización administrativa, legislativa y jurisdiccional. Dentro de los 95 artículos de ese acto legislativo, muchos se ocuparon

de elevar a cánones constitucionales las que eran normas legales, y de consagrar diversos y saludables preceptos atinentes a la organización y funcionamiento de la justicia. Así, algunos hicieron relación al Consejo de Estado y a la existencia de los tribunales administrativos; otro se refirió a la constitucionalidad de la suspensión provisional de los efectos de los actos administrativos afectados de ilegalidad; a la determinación de los organismos que administran justicia; a la prohibición de establecer categorías entre los tribunales del país; a la obligación legal de señalar calidades a los funcionarios judiciales y del ministerio público; a la obligación de tener título profesional para ejercer la profesión de abogado; a ordenar a la ley establecer un tribunal de conflictos y organizar la jurisdicción del trabajo, pudiendo crear tribunales de comercio; otro otorga al contencioso administrativo competencia para el control constitucional de los decretos que no tienen jerarquía de ley. Además, algunas disposiciones nuevas se dirigieron al control presupuestal, dando así los primeros pasos de una política de planificación, que había sido recomendada en la declaración de principios aprobada por la Convención Liberal de 1943. Otras normas se dirigieron a la organización del trabajo del Congreso Nacional, reduciendo a dos debates los proyectos de ley, correspondiendo el primero a la comisión permanente respectiva, comisiones que se creaban; eliminando la remuneración anual de los congresistas, la cual debía ser señalada por la ley. Igualmente se destinaron algunas disposiciones a la organización administrativa, autorizando la creación de los departamentos administrativos para la atención técnica de los asuntos públicos, con igual jerarquía que la de los ministerios; eliminando el segundo designado; precisando las funciones administrativas de las asambleas departamentales, a las cuales se les suprimió la atribución de elegir senado-

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res; y se facultó a la ley para organizar administrativamente como Distrito Especial a la ciudad de Bogotá, sin sujeción al régimen municipal ordinario. Legislación social Junto con la reforma constitucional, la legislación laboral y social expedida en este trienio constituye la gran obra de López. Desde el año 1943 se venían expidiendo normas aisladas en materia prestacional de los obreros de las carreteras nacionales, de los empleados de correos y telégrafos, de los trabajadores de las empresas ferroviarias, de los de la Imprenta Nacional, y algunos más. Con ocasión del cuartelazo de Pasto, el país fue declarado en estado de sitio, y en tal virtud el gobierno se vio obligado a dictar el decreto 1778 del año 1944 por medio del cual se ordenó la suspensión de las huelgas y los paros, como medida provisoria y de emergencia. Y luego, argumentando la necesidad de dar cumplimiento a compromisos internacionales y el estado de guerra exterior, el gobierno expidió el decreto legislativo 2350 de 1944, que marcó un hito de especial trascendencia en nuestra legislación laboral. El día de su expedición, el presidente López envió una circular a las autoridades seccionales diciendo que el estatuto se había dictado «sin otra preocupación que la de ofrecer al país un estatuto que solucione conflictos ya existentes o en potencia, muchos de los cuales vienen desde años atrás amargando y complicando inútilmente, por deficiencia de las leyes, las relaciones de los patronos y sus subalternos», para dar en esa forma un régimen de paz social que no sería elogiado por los extremistas ni por los reaccionarios. De esa manera se vinculaban las relaciones laborales con el orden público. El decreto 2350 contiene disposiciones para entonces novedosas sobre convenciones de trabajo, asociaciones profesionales, conflictos colectivos y jurisdicción especial del trabajo. Con-

sagra la presunción del contrato de trabajo, la duración máxima de la jornada laboral en 8 horas diarias diurnas, la nocturna de 6 horas y la mixta de 7; se autoriza al gobierno para expedir decretos señalando el salario mínimo regional y profesional; se ordena la obligación patronal de remunerar el descanso obligatorio, la de reconocer indemnizaciones por accidentes de trabajo y por enfermedades profesionales, los gastos de entierro, el auxilio por enfermedad no profesional, 15 días de vacaciones anuales remuneradas, un mes de salario en caso de despido injustificado, y cesantía reconocible cada tres años. Además, dispuso que el contrato de trabajo podía celebrarse a término fijo o por tiempo indefinido; estableció la responsabilidad solidaria del patrono sustituido con el que sustituye; se otorgó calidad

Discurso de López Pumarejo el 12 de julio de 1944, al reasumir la presidencia después del cuartelazo. Lo acompañan Arcesio Londoño Palacio y Ramón Santodomingo.

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Alberto Lleras Camargo: después de la renuncia del presidente y la de los designados, para que López pudiera señalar a su sucesor, Lleras fue elegido por el Congreso para terminar el período presidencial (1945-46).

de patrono a la nación y a las entidades territoriales, reconociendo por vez primera los contratos de trabajo con las entidades públicas, y señaló normas especiales para sus conflictos laborales; prohibió hacer descuentos para fiestas, homenajes y regalos; clasificó los sindicatos en empresariales, gremiales y de oficios varios; estableció el contrato sindical y la convención colectiva de trabajo; le dio el carácter de servicios públicos a las empresas de transportes, higiene pública y aseo, y a las instituciones de beneficencia y hospitales; señaló las causales de ilicitud de las huelgas, prescribiendo el procedimiento de los conflictos colectivos de trabajo, y consagró el principio de favorabilidad en la interpretación de esas normas. Finalmente, creó

la jurisdicción especial del trabajo con un Tribunal Supremo del Trabajo y tribunales seccionales y municipales, les fijó su competencia y su procedimiento oral. Con el criterio de que un código de esta naturaleza debía expedirse con una ley formal, con la cual además se evitaba su transitoriedad, el Congreso Nacional acometió la tarea de prepararla, con la iniciativa del ministro Arriaga Andrade, y fue así como se dictó la ley 6.a de 1945 sobre las mismas materias, a la cual se incorporaron muchas de las disposiciones del decreto 2350 y se introdujeron algunas nuevas, como las referentes a las prestaciones de cesantía, jubilación, pensión de invalidez, seguro por muerte, auxilio por enfermedad no profesional, asistencia médica y paramédica, y gastos de entierro para empleados y obreros nacionales de carácter permanente. Además, ordenó organizar la Caja de Previsión Social de los Empleados y Obreros nacionales, con personería jurídica, con la función de reconocer y pagar tales prestaciones. Igualmente, modificó algunas normas del decreto 2350. Así, a los sindicatos los clasificó en empresariales, industriales, gremiales y de oficios varios; dictó nuevas normas sobre las convenciones colectivas de trabajo y sobre los conflictos colectivos; reorganizó la jurisdicción especial del trabajo, integrándola con la Corte Suprema del Trabajo, los tribunales seccionales y los juzgados del trabajo, y les señaló sus procedimientos; y estableció la pensión de jubilación para los funcionarios del órgano judicial, del ministerio público y del contencioso administrativo. De esa manera se generalizó el régimen prestacional de los trabajadores y se regularon los conflictos laborales. Esa legislación sigue vigente en buena parte y significó una importante conquista de la clase trabajadora, que en particular con la CTC venía dando respaldo político al presidente López. Sin embargo, sus comentaristas han señalado que no logró el propósito de

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dar estabilidad en el empleo, le faltó precisión y reglamentación de los conflictos colectivos de trabajo, incluidos los del sector público, y no surtió efectos la escuela de la «neutralidad sindical» que quiso imponer, importándola de la legislación europea. De todos modos representó un significativo avance hacia la conquista de la paz laboral. Seguro social obligatorio Dentro de los proyectos de ley de especial trascendencia que sometió a la consideración del Congreso Nacional la segunda administración de Alfonso López Pumarejo, por intermedio de su ministro de Trabajo, Adán Arriaga Andrade, se cuenta el destinado a crear y organizar el seguro social obligatorio y el Instituto Colombiano de Seguros Sociales que lo administraría, para los trabajadores particulares dependientes. Este proyecto fue presentado al Congreso el día 21 de julio de 1945; se debatió en las sesiones de ese año y en las del siguiente, participó el ministro de Trabajo Blas Herrera Anzoátegui, y se convirtió en la ley 90 de 1946, sancionada por el presidente Ospina Pérez.

El seguro social obligatorio, sistema ideado en Alemania en 1883 y acogido en múltiples países para dar seguridad social a la población asalariada económicamente activa, facilitando a las empresas el cumplimiento de sus obligaciones prestacionales y promocionando una redistribución de ingresos, venía siendo discutido en el Congreso Nacional desde la primera administración de López Pumarejo, en 1937, como solución a los reclamos de los sindicatos, que en ausencia de un ré-

Alberto Lleras. dicta una conferencia en la emisora Nueva Granada. Al utilizar la radio para dirigirse al país, Lleras logró, como ministro de Gobierno, restablecer la confianza de la gente durante el golpe de Pasto.

Instalación del Congreso en sesiones extras, el 19 de enero de 1943, para estudio de medidas y reformas económicas. López lee su mensaje ante Edilberto Escobar y Camilo Mejía Duque, presidente y vicepresidente de la Cámara.

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enfermedad profesional, invalidez, vejez y muerte, y medicina familiar. De igual manera, la ley 90 de 1946 contempló el servicio de prestaciones económicas para los trabajadores, a fin de atender el pago de las pensiones de jubilación, viudez y orfandad, y otras obligaciones pecuniarias de las empresas. Esa ley fue sustituida en gran parte por el decreto-ley 0433 de 1971, que a su turno ha tenido posteriores modificaciones. López se consagró, pues, como el gran reformador social. Primer gobierno de Alberto Lleras Camargo

Alfonso López Pumarejo asciende a la carroza que lo llevará al palacio real, en Londres, para la ceremonia de presentación de credenciales como embajador de Colombia ante la reina Isabel II, a mediados de 1959.

gimen prestacional acudían a la huelga y al sabotaje, aunque desde 1930 se había autorizado la creación de la Caja de Seguros del Trabajo, que no se realizó por deficiencias de la ley. La ley 90 de 1946 concibió el seguro social obligatorio con una administración tripartita (empresas, trabajadores y Estado), y una financiación mediante aportes de los tres estamentos, aunque los del Estado eran apenas sustitutos de los patronales cuando se aplicara el sistema a los trabajadores independientes, y se reservaban los recursos fiscales para programas especiales de seguros. El Instituto empezó a prestar servicios el 26 de septiembre de 1949. En su iniciación sólo funcionó con los únicos seguros de enfermedad general y maternidad. A partir de 1965 se ampliaron a los de accidentes de trabajo,

Al gobierno políticamente tormentoso de López Pumarejo, pero pródigo en lo institucional, al renunciar lo sucedió en el último año del cuatrienio de éste el de concordia y colaboración partidista de Alberto Lleras Camargo, en su calidad de designado elegido para el efecto, condición con la cual tomó posesión de la presidencia el 7 de agosto de 1945. Como ministro de las administraciones de López, Lleras había sido figura de primer orden en sus gabinetes por sus dotes de escritor político, de hábil gobernante y parlamentario. Iba a ser el suyo un gobierno de cambio y sosiego políticos, y así lo anunció Lleras en su discurso de posesión: «Comparto muchas de las opiniones del presidente López sobre el cambio que es preciso intentar en nuestras condiciones políticas, y lo intentaré sin ninguna vacilación»; «es posible que su retiro facilite, como el doctor López lo piensa, un ensayo de solidaridad alrededor de un gobierno que la necesita y la quiere», expresó. Igualmente anunció su propósito de lograr una transacción democrática: «Aplastar las minorías doctrinarias es combatir con la historia.» Ante la vecindad de la nueva campaña presidencial anunció que «nadie tema coacción, violencia, fraude o resistencia a la voluntad popular que se escrute». E instó al Congreso a expedir leyes que desarrollaran la reforma constitucio-

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nal Y planificaran el desarrollo económico, y anunció el envío de un proyecto de ley creadora y orgánica de siete departamentos administrativos. Claramente manifestó entonces que su gobierno no sería de partido, y aludiendo al liberalismo manifestó que «no tengo con él ningún compromiso que salga del territorio intelectual». Había concluido la segunda República liberal. Había terminado la era del López transformador social, y de la conducción estatal con filosofía liberal. Integró su gabinete con la participación conservadora en tres ministerios, y dentro de un nuevo clima político acometió la tarea principal de desarrollar la reforma constitucional de 1945, y de preparar el debate electoral de sucesión presidencial dentro de la más estricta neutralidad. Economía Terminada para entonces la segunda guerra mundial, la economía nacional se dirigió paulatinamente hacia la recuperación de su normalidad. Así, se expidió la ley 39 de 1945, por la cual se provee al pago de las indemnizaciones y reparaciones por causa de la guerra con Alemania; la 49 de 1945, destinada a proveer la terminación de obras públicas cuya construcción se había paralizado; la 61, mediante la cual se restableció el libre comercio y exportación de platino en todo el territorio nacional; y otras destinadas a mantener el equilibrio presupuestal. Obra importante de este gobierno consistió en la constitución de la Flota Mercante Grancolombiana, a iniciativa de Venezuela, y con la participación de Ecuador, para lo cual se suscribió la escritura pública 2260 de la Notaría 5.a de Bogotá, en acto solemne realizado en la Quinta de Bolívar, en la cual se dispuso que sería una sociedad anónima con un capital social de 35 millones de pesos, de los cuales Colombia aportaría el 45 %, Venezuela el 45 % y Ecuador el 10 %.

Alberto Lleras Camargo, presidente a los 39 años.

En el plano internacional, se adhirió al acuerdo que creó el Fondo Monetario Internacional, originario de la Conferencia de las Naciones Unidas de Bretton Woods, de julio de 1944.

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López Pumarejo recibe la visita de Fulgencio Batista, presidente de Cuba. Alberto Lleras y Berta Puga de Lleras salen del Capitolio por el patio de Mosquera, hacia el Palacio de la Carrera, agosto 7 de 1945.

Política social Especial mención debe hacerse de la expedición del decreto 2127 de agosto 28 de 1945, reglamentario de la ley 6.a del mismo año, mediante el cual se dictó el régimen del contrato individual de trabajo y señaló normas sobre

reglamentos internos de trabajo. Igualmente debe recordarse el decreto 2767 de 9 de noviembre de 1945, que determinó las prestaciones sociales de los empleados y obreros al servicio de los departamentos, intendencias, comisarías y municipios, haciendo extensivas a ellos las señaladas en la ley 6.a de 1945, y autorizándolos para crear cajas de previsión social. En materia de política sindical el gobierno de Lleras adoptó una diferente posición. A propósito de un paro de solidaridad decretado por varios sindicatos de empresas industriales el 26 de noviembre de 1945, el presidente les hizo saber que «no podemos aceptar que el sindicalismo sea un arma política para cambiar el sistema económico y social de nuestro país», y calificó de subversivos esos movimientos. El 18 de diciembre de 1945 estalló una huelga de los sindicatos de la Federación Nacional de Trabajadores del Transporte Marítimo y Fluvial, Portuario y Aéreo (FEDENAL), que atendía la navegación del río Magdalena. De inmediato el gobierno la declaró ilegal, anunció sanciones y advirtió que no entraría en negociaciones porque no se había aceptado el arbitraje obligatorio previsto en la ley para la huelga en los servicios públicos, y que había sido promovida por el partido comunista. Suspendió la personería jurídica de la FEDENAL y la de sus sindicatos, autorizó el despido del personal huelguista y declaró en alocución radial que «la rebelión contra las leyes no es un privilegio acordado a los trabajadores ni a nadie». Las tropas tomaron posesión de los barcos surtos en Barranquilla, y después de algunos deplorables disturbios se restableció el orden público. Sucesión presidencial El presidente encargado Lleras Camargo observó una democrática política de estricta neutralidad en las elecciones que presidió, tanto de concejales municipales en octubre de 1945, como en las presidenciales de 1946,

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combatiendo además la delincuencia electoral y destituyendo a los funcionarios parcializados, así como vigilando los debates mediante delegados presidenciales, cargos autorizados por la ley 41 de 1942. Para el período 1946-1950 surgieron las candidaturas presidenciales de los liberales Gabriel Turbay y Jorge Eliécer Gaitán, la primera de ellas proclamada por la Convención Nacional del partido, y la segunda por asambleas populares. Estos dos combatientes de la democracia, ex ministros de las administraciones liberales, desarrollaron sus campañas electorales retornando a los programas doctrinarios que interrumpieran al reasumir López la presidencia. Turbay, brillante figura de la política y de la inteligencia, hablaba de unidad liberal y de revitalización del partido y del Estado; y Gaitán, gran orador popular con estampa de caudillo, tildado de demagogo por las clases altas y seguido ciegamente por el pueblo, recrudeció sus críticas a la inmoralidad administrativa y a las oligarquías, pregonando la «restauración moral» de la República y convocando al pueblo para un gobierno del «país nacional».

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Poco antes de la elección presidencial, en marzo de 1946, el conservatismo lanzó la candidatura del ingeniero y ex ministro Mariano Ospina Pérez, quien con un programa que llevó el rótulo de «unión nacional», obtuvo el triunfo en las elecciones del 5 de mayo, con 564.661 votos, sobre 438. 225 de Turbay y 356.995 de Gaitán. El liberalismo perdió así el gobierno después de quince años de transformación institucional y cambio social, bajo una constante y áspera oposición. Días aciagos le esperaban al país.

Alfonso López y el presidente de Venezuela Isaías Medina Angarita, durante la visita oficial del primero, a Caracas, octubre de 1942.

De la embajada de Colombia en Londres, sale el féretro de Alfonso López, fallecido el 20 de noviembre de 1959.

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Nueva historia de Colombia / director Alvaro Tirado Mena. - Bogotá: Planeta Colombiana Editorial 1989. 8v.: ils., mapas; 24 cm. Contenido: v. l: Colombia indígena, conquista y colonia / Gerardo Reichel-Dolmatoff... [et al] - v.2: Era republicana / Javier Ocampo López... [et al.] - v. I: Historia política 1886-1946 / Jorge Orlando Melo... [et al.] - v.II: Historia política 1946-1986 / Catalina Reyes Cárdenas... [et al.] - v.III: Relaciones internacionales, movimientos sociales / Fernando Cepeda Ulloa [et al.] - v.IV: Educación y ciencia, luchas de la mujer, vida diaria / Magdala Velásquez Toro... [et al.] - v.V: Economía, café, industria / Bernardo Tovar Zambrano... [et al.] - v.Vl: Literatura y pensamiento, artes y recreación / Andrés Holguín... [et al.]v. 1-2 corresponde al Manual de Historia de Colombia editado por Colcultura. ISBN 958-614-251-5 Obra completa 1. COLOMBIA - HISTORIA - HASTA 1986. 2. COLOMBIA - CONDICIONES ECONÓMICAS Y SOCIALES. 3. COLOMBIA POLÍTICA Y GOBIERNO, 1886-1986.I. Tirado Mejía, Alvaro, 1940CDD 986.1 N83

Nueva historia de Colombia: historia política 1886-1946 / director académico Alvaro Tirado Mejía. Bogotá: Planeta Colombiana Editorial, 1989. v.l: 420 p., ils.; 24 cm. Contenido: v.l. Del Federalismo a la Constitución de 1886 / Jorge Orlando Melo. La Constitución de 1886 / Jorge Orlando Melo. Antecedentes generales de la guerra de los Mil Días / Carlos Eduardo Jaramillo Castillo. La guerra de los Mil Días, 1899-1902 / Carlos Eduardo Jaramillo Castillo. 1903: Panamá se separa de Colombia / Eduardo Lemaitre Román. La cuestión del Canal desde la secesión de Panamá hasta el tratado de Montería / Alfonso López Michelsen. Rafael Reyes: Quinquenio, régimen político y capitalismo (1904-1909) / Humberto Vélez Ramírez. De Carlos E. Restrepo a Marco Fidel Suárez. Republicanismo y gobiernos conservadores / Jorge Orlando Melo. Ospina y Abadía, la política en el decenio de los veintes / Germán Colmenares. 1930-1934, Olaya Herrera, un nuevo régimen / Mario Latorre Rueda. Aspectos de Olaya Herrera y su gobierno / Germán Arciniegas Angueyra. López Pumarejo: La Revolución en Marcha / Alvaro Tirado Mejía. Eduardo Santos / Germán Arciniegas Angueyra. Segunda administración de López Pumarejo. Primer gobierno de Lleras Camargo / Gustavo Humberto Rodríguez R. ISBN 958-614-254-X tomo I 1. COLOMBIA - POLÍTICA Y GOBIERNO, 1886-1946. 2. COLOMBIA - HISTORIA CONSTITUCIONAL. 3. GUERRA DE LOS MIL DÍAS, 1899-1903.4. COLOMBIA - HISTORIA - SEPARACIÓN DE PANAMÁ, 1903. I. Historia política, 1866-1946. CDD 986.1 N83