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Spanish Pages [354] Year 1989
NHC Nueva Historia de Colombia
2 Era Republicana
PLANETA
Dirección del proyecto: Gloria Zea Gerencia general: Enrique González Villa Coordinación editorial: Camilo Calderón Schrader
Director Científico: Jaime Jaramillo Uribe
Título original: Manual de historia de Colombia © Instituto Colombiano de Cultura, 1978, 1980 © Procultura S.A., 1984, © PLANETA COLOMBIANA EDITORIAL S.A., 1989 Calle 31 No. 6-41, piso 18, Bogotá, D.E. ISBN 958-614-251-5 (obra completa) ISBN 958-614-253-1 (este volumen) Diseño: RBA Proyectos Editoriales, S.A., Barcelona, España Composición: Grupo Editorial 87 Impresión: Printer Colombiana S.A.
La responsabilidad sobre las opiniones expresadas en los diferentes capítulos de esta obra corresponde a sus respectivos autores.
Sumario 1 2 3 4 5 6 7 8
El proceso político, militar y social de la Independencia Javier Ocampo López La evolución económica de Colombia, 1830-1900 Jorge Orlando Melo González
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El régimen agrario durante el siglo XIX en Colombia Salomón Kalmanovitz Krauter
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El Estado y la política en el siglo XIX Alvaro Tirado Mejía
155
Las rentas del Estado Margarita González
185
Estado, Iglesia y desamortización Fernando Díaz Díaz
197
El proceso de la educación en la República (1830-1886) Jaime Jaramillo Uribe
223
La arquitectura y el urbanismo en la época republicana, 1830-40/1930-35 Germán Téllez Castañeda
251
Nueva Historia de Colombia, Vol. 2
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La actividad artística en el siglo XIX + Eugenio Barney-Cabrera La literatura colombiana entre 1820 y 1900 Eduardo Camacho Guizado
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El proceso político, militar y social de la Independencia Javier Ocampo López
Significado de la Independencia
U
n estudio sobre la revolución de Independencia de Colombia y en general de América, nos lleva al análisis de una serie de factores condicionantes y fuerzas históricas que centralizan sus tendencias de cambio en el ciclo histórico que se ha delimitado entre la segunda mitad del siglo XVIII y las tres primeras décadas del siglo XIX. Es un período de medio siglo de duración, en el cual se presentó una serie de hechos políticos, militares, socioeconómicos, culturales e ideológicos interrelacionados, los cuales manifiestan una crisis general y un cambio político, del cual surgieron los nuevos Estados nacionales en América y entre ellos Colombia. En el ciclo histórico de la Independencia, hizo crisis el sistema colonial europeo y surgió un movimiento anticolonialista y de liberación nacional, el cual se generalizó en las últimas décadas del siglo XVIII. Las colonias americanas se opusieron a la dependencia colonial de las metrópolis europeas y planearon, realizaron y llevaron a su culminación la Independencia. La Revolución de Independencia se presenta también como la culminación de una crisis que tuvo gestación y maduración en la sociedad colonial, en un proceso histórico que surgió en
el mismo siglo XVI y se manifestó en un sentimiento de aversión a la sociedad dominante; y el cual creció y adquirió conciencia en la segunda mitad del siglo XVIII. Cuando hablamos de crisis, nos referimos a la modificación de las ideas e instituciones en una sociedad y a los cambios en sus estructuras políticas, socioeconómicas, culturales, ideológicas, etc. Cuando los cambios son profundos y hacen impacto en la estructura total de la sociedad, ocurre la revolución total o radical; y cuando son parciales en una de las estructuras, o son graduales a través de un proceso, se presenta la revolución parcial o cambio marginal (1). Este último tipo de cambio fue el que sucedió en la Revolución de Independencia de Colombia, con mayor repercusión en la estructura política y cambios parciales y graduales en los demás aspectos de la vida de la sociedad. Un análisis sociohistórico de la Revolución de Independencia de Colombia, nos señala que este hecho histórico no se presenta aislado sino como un movimiento revolucionario conectado muy estrechamente con ese proceso más amplio y profundo de la Revolución de Occidente. Esto significa que existe una relación del movimiento revolucionario de Colombia en un conjunto histórico tanto con la revolución de independencia de América, como dentro de aquel proceso universal que se proyecta en las revoluciones de Norteamérica y Francia, Bélgica, Suiza y Holanda en el siglo XVIII; con la revolución latinoamericana del siglo XIX y con la asiática y afri-
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cana del siglo xx, con ajustes revolucionarios dentro de lo social y económico que aún se ciernen en diversas áreas del mundo. La serie de fuerzas históricas que durante varios años se fueron intensificando con miras al cambio profundo, confluyeron en la coyuntura revolucionaria de la segunda mitad del siglo XIX para transformar radicalmente la faz de la sociedad occidental. En un período que podría localizarse entre los años 1770 y 1850, la fuerza revolucionaria se manifiesta en diversos lugares del mundo occidental. El primero de ellos se presentó en las colonias inglesas de Norteamérica, cuando un movimiento revolucionario contra la Gran Bretaña, dio surgimiento a los Estados Unidos de Norteamérica con un gobierno republicano, constitucional y federal. Otra manifestación del ambiente revolucionario, con gran amplitud y dimensión mundial fue la Revolución Francesa, desde donde la "filosofía de las Luces" se difundió en el mundo occidental. Era Francia uno de los países más populosos de Europa y con gran poder hegemónico en la política mundial; allí llegaban en busca de apoyo y protección los revolucionarios más representativos del mundo. Entre 1805 y 1815 el espíritu revolucionario de Occidente se difundió en Europa Central, España y Portugal. La invasión napoleónica a España, trajo como consecuencia el movimiento revolucionario de las colonias españoles en América, en el cual se encuentra el movimiento emancipador de Colombia. Este ciclo revolucionario se continuó en las conmociones revolucionarios de 1830 que afectaron a Europa y años más tarde en la revolución liberal y romántica de 1848, de grandes proyecciones en la sociedad occidental. La Revolución de Occidente presenta la crisis en sus diversas manifestaciones en la sociedad, la economía, la política, las instituciones y las ideas en general. Es una crisis que lleva a la modificación del sistema de vigencias y creencias tradicionales de la sociedad occidental, el cual al debilitarse llevó hacia la meta del cambio radical de las estructuras tradicionales, para seguir un derrotero hacia la sociedad moderna, antropocéntrica, democrática y liberal. La crisis occidental está en relación con el impacto de la revolución industrial y comercial, en una época de crisis económicas, tensiones sociales, presión demográfica y ascenso de la burguesía, como grupo social en busca de poder
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y con metas definidas hacia el logro de las libertades económicas, individuales, gobiernos democráticos y el fortalecimiento del capitalismo comercial. Es por ello que este ambiente de crisis ha sido enmarcado en las llamadas Revoluciones burguesas de Occidente, en las cuales se atacó el antiguo régimen feudal y absolutista, el sistema colonial mercantilista y se difundió al mundo la revolución de las ideas de la Ilustración. El régimen feudal y absolutista de la sociedad europea tradicional entró en crisis en el siglo XVIII. El poder absolutista del monarca perdió su fuerza ante el poder del pueblo; las nuevas ideas democráticas, liberales y republicanas se enfrentaron a las instituciones de la monarquía absolutista, con manifestaciones centralizadoras y reformistas en el llamado siglo del "Despotismo Ilustrado". La burguesía europea luchó contra el orden monárquico y feudal y estimuló las revoluciones liberales y democráticas, que manifiestan los cambios profundos que brotaron en Occidente a partir de la segunda mitad del siglo XVIII; su influencia se proyectó en los criollos americanos, quienes se enfrentaron al orden colonial y se formaron en las ideas de la Ilustración, utilizadas como ideología de acción contra las metrópolis europeas. El ciclo revolucionario de Occidente llevó a la crisis del sistema colonial mercantilista y al surgimiento de movimientos anticolonialistas y de liberación nacional, que por su carácter radical y profundo, ocupan un lugar destacado en las revoluciones anticoloniales del siglo XIX, entre las cuales se destacan las revoluciones de independencia americana. Estos movimientos revolucionarios que atacaron a las metrópolis europeas, consideraron el futuro como la demolición del viejo sistema colonial, la cual liberaría el camino para la independencia política y la realización del ser nacional. La revolución anticolonialista y de liberación nacional atacó el expansionismo europeo, el cual durante los siglos XVI, XVII y XVIII conformó el sistema colonial. La europeización del mundo había establecido un tipo de organización colonial de "dependencia integral", en la cual los imperios metropolitanos europeos mantuvieron en sujeción a la mayor parte de los pueblos del mundo. A partir de la segunda mitad del siglo XVIII, con la independencia de los Estados Unidos, los pueblos coloniales buscaron la independencia de sus metrópolis y organiza-
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ron los Estados Nacionales, delineados a través fiscales con la creación de nuevos impuestos y de las nuevas ideas e instituciones políticas. el debilitamiento de la producción minera, entre Otra de las fuerzas históricas de la Revolu- otras expresiones de la decadencia colonial, en ción de Occidente que influyó en la independen- unos años de crisis generalizada en el mundo cia de Colombia, fue el movimiento de las ideas occidental. de la Ilustración, cuya influencia se percibe en En las últimas décadas del siglo XVIII se lo cultural, político, social y económico. inició la revolución intelectual, cuyas proyecLa Ilustración se entiende como aquel mo- ciones se reflejaron en las nuevas formas de vimiento intelectual del siglo XVIII que preten- razonar, investigar la realidad del país, creer en dió dominar con la razón un conjunto de proble- su futuro progreso y avivar el sentimiento de la mas del hombre en el mundo, y en especial, su nacionalidad. Este movimiento intelectual lucha por la libertad, el progreso y la igualdad; formó una generación granadina con una visión y en la misma forma el cambio hacia el pensa- del mundo centrada en la ciencia y el naturamiento racionalista, naturalista y experimental. lismo y el ambiente de libertad del Siglo de las La Ilustración consolidó la doctrina política del Luces; una generación ávida de conocimientos liberalismo individualista, con sus ideas de li- prácticos y de una educación orientada más por bertad y progreso; y el utilitarismo, son sus plan- la razón, que el conocimiento metafísico absteamientos sobre la filosofía del bienestar para tracto. las mayorías; y la democracia, con sus ideas de Una institución representativa de la Ilustrasoberanía popular y del gobierno del pueblo. ción en el Nuevo Reino, muy ligada a la RevoLa Ilustración influyó en la independencia lución de Independencia, fue la Expedición Bode las colonias, no solamente por su innovación tánica, creada en 1783 con la orientación y dien el campo de las ideas políticas y por su creen- rección del naturalista José Celestino Mutis. cia en la razón como guía del espíritu humano, Esta institución se consagró a la investigación sino también desde el punto de vista de la inde- y descripción científica de la naturaleza granapendencia cultural. Una tendencia que encontra- dina, convirtiéndose en el centro de la cultura mos en la penetración de la Ilustración en His- nacional y en el núcleo de formación de los panoamérica, es la utilidad que prestó como hombres más representativos de la generación ideología de combate contra el Estado metropo- criolla que forjó la Independencia, y entre ellos: litano y colonial, a pesar de haber sido estimu- Francisco José de Caldas, José Félix de Restrelada por los monarcas ilustrados. La Ilustración po, Pedro Fermín de Vargas, Joaquín Camacho, fortaleció el reformismo de los Borbones; pero Jorge Tadeo Lozano, Francisco Antonio Zea y asimismo encontró sus puntos débiles, los cuales otros, quienes recibieron la idea que en las ciencriticó y ayudó a reafirmar una conciencia sobre cias naturales y experimentales se encuentra el la decadencia del Imperio español. instrumento más adecuado para conocer los vaUn análisis sistemático de la Revolución riados recursos naturales, tranformar la realidad de Independencia de Colombia y en general de económica y lograr el progreso de la sociedad, las colonias españolas en América, nos lleva a afirmando un verdadero sentimiento de la naciodiferenciar tres etapas en el proceso: la etapa nalidad. Uno de ellos, el "Sabio Caldas" , mede gestación o fermentación revolucionaria, la diante sus estudios naturales y geográficos, reetapa de crisis o lucha revolucionaría, y la etapa futó a los naturalistas europeos que insistieron de consolidación y cristalización revolucionaria. en la "inferioridad de América" respecto de EuLa etapa de gestación o fermentación revo- ropa y entre ellos a De Paw, Buffon y Raynal. lucionaria se realizó en la segunda mitad del El célebre payanés se preocupó por refutarlos siglo XVIII, y está en relación con las grandes y destacar los importantes recursos y valores crisis económicas, las tensiones sociales y la fundamentales del Nuevo Reino y en general penetración del pensamiento ilustrado. En el de América. Nuevo Reino, esta etapa pre revolucionaria se Otras de las ideas del siglo de la Ilustración manifiesta en las rebeliones negras en sus luchas que penetraron en el Nuevo Reino, están alredecontra la esclavitud, la insurrección antifiscal y dor de la libertad y los derechos del hombre. socioeconómica de los Comuneros, las tensio- Fue en Santa Fe de Bogotá en donde el criollo nes sociales de los criollos contra los peninsula- santafereño Antonio Nariño tradujo y publicó res, la gran presión demográfica, las reformas en 1794 la Declaración de los derechos del hom-
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bre y del ciudadano, la cual presenta la resonancia de una campaña de Libertad, que si en Francia sirvió como bandera para hacer caducar el despotismo de Luis XVI y de sus antecesores, en el Nuevo Mundo sirvió para obtener la anhelada libertad e independencia de las colonias respecto de la metrópoli española. En la década de los noventa, cuando "El Precursor" publicó los Derechos del hombre el Nuevo Reino vivía un ambiente de agitación y conspiración criolla, cuyas manifestaciones fueron los pasquines contra el gobierno colonial, que aparecieron en Santa Fe y Cartagena en agosto de 1794; y la subversión criolla, en la cual estaban implicados Pedro Fermín de Vargas, Francisco Antonio Zea, Sinforoso Mutis y otros. El precursor Vargas en esos años, realizaba contactos con Inglaterra para obtener la independencia del Nuevo Reino y conspiraba en Europa, en el mismo ambiente del venezolano Francisco Miranda y demás precursores americanos, quienes planeaban la lucha contra el régimen español. Los procesos de 1794 en el Nuevo Reino, contra Nariño, los autores de los pasquines y los conspiradores, precipitaron la fase pre revolucionaria de "la conspiración" contra el régimen colonial y llevaron a la ruptura de la sociedad neogranadina, avivando el choque entre los criollos y los peninsulares. Los Derechos del hombre se convirtieron en la bandera de la libertad para la Independencia. Ellos fueron incluidos en las constituciones republicanas de la primera República Granadina, en las cuales se presenta la tendencia a reconocer, garantizar la dignidad, la libertad y la seguridad del hombre, como justa reacción al estado de sometimiento durante el régimen colonial; por ello se desataron las libertades, consideradas como derechos naturales de los hombres. Alrededor de la idea de libertad se consolidó una nueva ideología política que centralizó sus ideas en torno a los derechos humanos, el poder de la democracia frente a la monarquía y la metrópoli; y las ideas de libertad, igualdad, fraternidad y soberanía popular, las cuales incitaron el cambio en las nuevas generaciones que vivieron e hicieron su vigencia en la crisis revolucionaria. Desde el punto de vista del acontecer histórico, dos hechos acaecidos en la segunda mitad del siglo XVIII tuvieron gran trascendencia en
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el Nuevo Reino y son importantes porque señalan el ambiente de sedición y conspiración prerevolucionaria: el movimiento insurreccional de los Comuneros, ocurrido en 1781, el cual canalizó las tensiones socioeconómicas de las masas populares granadinas en sus reclamaciones antifiscales y en sus aspiraciones políticas, expresadas por sus jefes en las últimas fases del movimiento (2). Otro hecho histórico de repercusión en el Nuevo Reino, acaeció en 1794, llamado de la "incubación de la independencia", cuando Nariño publicó los Derechos del hombre y se manifestó el ambiente de conspiración, pasquines contra el régimen colonial y ruptura entre los criollos granadinos y los peninsulares (3). La segunda etapa de la Independencia, es propiamente la crisis o lucha revolucionaria, cuando estalló un movimiento político con un cambio súbito, brusco y arrollador, de gran alcance revolucionario, el cual llevó como meta la conquista del poder. En esta segunda etapa se alcanzan a percibir dos momentos en la Independencia: uno, que se desarrolla en forma inicial entre 1810 y 1816, y otro, que lleva al triunfo de la revolución hispanoamericana, el cual culminó en el Nuevo Reino en 1819 en el puente de Boyacá, y en general en Hispanoamérica en 1824 en la batalla de Ayacucho. El momento inicial de la lucha revolucionaria se presenta con la Revolución Política de 1810, estimulada por la acción de los criollos en los cabildos y la conformación de la primera República Granadina, llamada comúnmente Patria Boba. En este primer momento los granadinos se preocuparon por buscar las formas ideales de gobierno, las formas políticoadministrativas para el nuevo Estado; y asimismo, adoptar constituciones propias para las circunstancias. Los granadinos patriotas organizaron el nuevo gobierno, remplazaron a la burocracia española colonial y después de una autonomía de la Regencia española, declararon la independencia absoluta. La anarquía surgió cuando los dirigentes políticos no pudieron armonizar la teoría con la realidad práctica, aparecieron las pugnas ideológicas que conformaron los primeros partidos políticos republicanos (Federalistas y Centralistas), y cuando el gobierno español presentó su reacción a través de la Reconquista o Pacificación española (1816-1819). El segundo momento en la lucha revolucionaria es el que conocemos como la Guerra de Independencia, que culmina en Colombia con
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la Campaña Libertadora en 1819 y en general en Hispanoamérica en 1824 en la batalla de Ayacucho. Se presenta como una pugna civil entre realistas y patriotas, quienes actuaban como miembros de una misma comunidad: los realistas en su lucha por la unidad del Imperio español; y los patriotas en su lucha por la independencia de la metrópoli española. Esta lucha se convirtió en Guerra de Independencia, tanto nacional como patriótica, cuando se luchó por la conformación de un nuevo Estado con una mística de "patria" y cuando se radica una contienda internacional entre americanos independentistas contra el régimen de la dominación española instaurado en los tres siglos del coloniaje. La tercera etapa de la revolución de Independencia es la de consolidación y cristalización revolucionaría, en la cual surgió la nueva organización institucional con la creación de la República de Colombia o "Gran Colombia" en 1819, un Estado nacional integrado con la unión de Venezuela, Cundinamarca y Quito. Es la etapa que inicia la transformación política y los cambios socioeconómicos en el régimen de Santander; presenta los años históricos de la crisis política y la dictadura revolucionaria de Bolívar; y por último, precipita la disolución de la integración grancolombiana en 1830, la cual inicia una nueva tendencia política, el nacionalismo regionalista, generalizada en Hispanoamérica para la integración de los Estados nacionales. Lo anterior nos indica que en el ciclo histórico de la segunda mitad del siglo XVIII y las tres primeras décadas del siglo XIX (cronológicamente 1781-1830), ocurrió en Colombia la culminación de una serie de factores condicionantes y la dinámica de diversas fuerzas políticas, sociales, económicas y culturales interrelacionadas, las cuales precipitaron la crisis de la Independencia en la cual surgieron los Estados nacionales de América, y entre ellos Colombia, objeto de nuestro estudio.
La Revolución de independencia española
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uando Colombia se emancipa, al mismo tiempo que las demás colonias españolas en América, la metrópoli realizaba también su revolución de independencia, impulsada por el
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impacto de la invasión napoleónica y en defensa de la monarquía borbónica. La visión política de Napoleón Bonaparte se observa claramente en sus intentos por organizar un bloqueo continental contra la Gran Bretaña, para arruinarla y someterla. Este hecho no se presentaba posible sin tener bajo su dominio los territorios de la Península Ibérica, considerados como las puertas de penetración del comercio inglés al Continente europeo. Su política llevaba, además, la decisión de incorporar los vastos imperios coloniales de España y Portugal a su gran Imperio pues ellos representaban un factor decisivo en sus aspiraciones por la hegemonía mundial. Para atraerse el interés de la Corona española hacia las relaciones internacionales francesas, Bonaparte utilizó el arma diplomática, con la actual obtuvo el permiso para pasar el territorio español con el fin de ocupar a Portugal; y en la misma forma, intervenir en la difícil situación política y familiar que vivía la Corona española, para anexarse el decadente Imperio. En los primeros años del siglo XIX gobernaba en España el rey Carlos IV de la dinastía borbónica, quien por su avanzada edad y carencia, de aptitudes, dejó los asuntos del gobierno español a Manuel Godoy, el favorito de la reina. Las intrigas en la Corte española, la deshonestidad y los abusos, crearon un fuerte descontento popular, el cual se agravó con la entrada de las fuerzas francesas con permiso del rey, para invadir a Portugal. La situación política de descontento popular en España, provocó un motín popular en Aranjuez, el cual obligó al monarca a despojar a Godoy de sus cargos, y ante la continuación de los tumultos y saqueos, a abdicar la corona en su hijo Fernando VII, enemigo del favorito Godoy, y en quien el pueblo español abrigaba grandes esperanzas de renovación. Fernando VII era el símbolo de la modernidad española y la única esperanza de cambio, ante la crisis de las instituciones. La crisis de la familia borbónica reflejaba la crisis de España, agravada por los intereses del emperador francés, quien se aprovechó del estado de cosas para dominar al país; por ello convocó a la familia real a una conferencia en Bayona, en donde se presentó el proceso de las abdicaciones monárquicas. Napoleón logra que Fernando VII devuelva la Corona a su padre, y que éste se entregue a él. Desde ese momento
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la familia real quedó prisionera, y Napoleón tral Suprema establecida en Aranjuez el 25 de designó a su hermano José Bonaparte (Pepe Bo- septiembre de 1808; posteriormente se conformó la Regencia y las Cortes de Cádiz. Este tellas) como "Rey de España e Indias". grupo de liberales españoles llevó la revolución Un fenómeno social se presentó en Espaespañola hasta su culminación en la Constituña, cuando el levantamiento general intensificado desde el 24 de mayo de 1808, arremetió ción de Cádiz en 1812. El otro canal de penetración del liberalismo patrióticamente con manifestaciones antifranceen España, fue el napoleónico o afrancesado, sas. La pequeña aristocracia y la burguesía esel cual apoyó las reformas napoleónicas, propañola asumieron el poder en las provincias periféricas, bajo el lema "Dios, Patria y Rey". Sus puestas sugestivamente para conquistar a las claideas manifestaron los deseos del pueblo español ses ilustradas; eran reformas que, por una parte, para aprovechar esa ocasión con el fin de impri- dispensaban libertades, y por otra, un espíritu mir en el Estado una nueva orientación, que conservador para atraer a los grupos más tradievitara la humillación que estaba sufriendo Es- cionales. Las ideas napoleónicas que se exprepaña del extraño francés, y, al mismo tiempo, saron en la Constitución de Bayona, de estilo como repudio de la omnipotencia establecida aristocrático-liberal, reconoció las libertades inpor Godoy. Así, el poder se disgregó en las dividuales de los españoles y la libertad de imJuntas regionales autónomas, conservadoras a prenta, aunque con algunas limitaciones. Sus los derechos de Fernando VII y las juntas corri- planteamientos reformistas llevaron posteriorgentales, conformadas por núcleos de resisten- mente a la supresión de los derechos feudales, cia al invasor francés y con la idea de organizar la Inquisición, la reducción de los conventos a al país mediante un nuevo espíritu de renovación una tercera parte y la supresión de aduanas inpopular. La sacudida popular en España fue in- teriores. tensa y el reformismo político y social se convirtió necesariamente en uno de los objetivos El vacío de poder y su repercusión de la lucha, al lado del deseo primordial de en las colonias americanas conservar la independencia de España. La revolución de independencia española Con excepción de Castilla la Nueva, dominada por los ejércitos franceses en 1808, España se expandió en las colonias americanas, formánse inundó de juntas populares que lanzaban pro- dose un conjunto de crisis, en el cual la metróclamas y expresaban su odio al invasor francés. poli, en plena decadencia monárquica, proyectó Por su parte, Napoleón Bonaparte, para dar le- el "vacío de poder" a todo el Imperio español. galidad al gobierno de su hermano, reunió las Las juntas españolas declaradas como guarCortes de Bayona, e hizo dictar la Constitución. dianes de los derechos de Fernando VII, hicieron Al analizar las ideas y grupos que surgieron dos invitaciones a las Américas, para colaborar en la revolución española de 1808, encontramos con el gobierno de la metrópoli y exponer ofialgunas tendencias que repercutieron en la inde- cialmente el problema político de la caída de pendencia de las colonias españolas en América: la monarquía. La primera comunicación fue diLa tradicional, afianzada en las antiguas doctri- rigida el 22 de enero de 1809 por la Junta Central nas e instituciones nacionales monárquicas, re- del Reino a las Américas, en las cuales se deformadas en algunos aspectos, pero sin destruir claró expresamente que las tierras de América en esencia y forma; y la liberal moderna, con "ya no son colonias, sino parte integral de la tendencias hacia el establecimiento en España Corona". Otro documento fue enviado por la de una monarquía constitucional, y partidaria Regencia de España e Indias el 14 de febrero de la división de poderes, la soberanía nacional, de 1810, en uno de cuyos apartes expresa: la responsabilidad de los gobernantes y las liber- "...Desde este momento, españoles americanos, tades generales y particulares. os veis elevados a la dignidad de hombres libres; La tendencia liberal española penetró a tra- no sois ya los mismos de antes, encorvados bajo vés de dos canales: el patriota español y el na- el yugo más duro mientras más distantes estabais poleónico. La tendencia liberal patriota levantó del centro del poder, mirados con indiferencia, al pueblo español contra la invasión napoleónica vejados por la codicia y destruidos por la ignoe integró un gobierno nacional que pasó de las rancia. Tened presente que al pronunciar o al juntas autónomas y corrigentales a la Junta Cen- escribir el nombre del que ha de venir a repre-
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sentaros en el Congreso nacional, vuestros destinos ya no dependen ni de los ministros, ni de los virreyes, ni de los gobernadores: ESTAN EN
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ridad en España y su consecuente desorden en América, condujo a la independencia de las colonias españolas, cuyas fuerzas históricas condiVUESTRAS MANOS" (4). cionantes, fortalecidas desde siglos anteriores, Por su lado, Napoleón Bonaparte, con el propó- estimularon e impulsaron la independencia absito de atraerse a las colonias americanas, pensó soluta de la metrópoli. en su independencia con el fin de desmembrar Los americanos hablaron entonces de "ineel Imperio español, e impedir que estas tierras xistencia de un gobierno legítimo", pues elimicayeran en poder de Inglaterra; al mismo tiem- nada la monarquía española por Napoleón, el po, establecer un comercio libre con naciones Imperio español había quedado en orfandad. independientes al otro lado del océano, para Esto significaba para los americanos, que caída beneficio económico y político de Francia. Se- la monarquía, les correspondía organizar un gogún las instrucciones dadas a los emisarios na- bierno representativo, "hasta tanto S.M. se respoleónicos que fueron enviados a Venezuela, tituya en sus dominios"; reasumir el poder por Panamá, Quito, Lima, Chile y Río de la Plata, parte del pueblo para delegarlo en las Juntas; y se expresó la idea de dar la libertad a los ame- en esencia, aplicar el Derecho español tradicioricanos, sin más recompensa que la amistad y nal para definir la verdadera autoridad. La geneel comercio de sus puertos. En la Instrucción ración de la Independencia conocía las doctrinas se señala la idea de que la independencia es del derecho natural de los pueblos, la esencia conveniente para los americanos y la indicación de la soberanía popular y las tesis populistas de de que "Napoleón es enviado de Dios para cas- que todo poder que no descansa en la justicia, tigar el orgullo y la tiranía de los monarcas..." (5). no es un poder legítimo. Las mismas actas de Estas instrucciones francesas no causaron sim- los cabildos expresan sus sentimientos en nompatía a los americanos; por el contrario, fueron bre del pueblo soberano. refutadas y sirvieron para avivar el sentimiento de independencia respecto del imperialismo Tradición y revolución en la crisis francés y la conservación de las colonias para de la Independencia el rey Fernando VII. El impacto de la invasión napoleónica en Las posiciones de resistencia a la dominaEspaña y la crisis general del Imperio español, ción napoleónica y la lealtad al rey español, por planteó problemas fundamentales de solución parte de los realistas; y en la misma forma, la inmediata, que desencadenaron fuerzas internas resistencia a la dominación colonial de España de emancipación, represadas desde siglos ante- en América, por parte de los patriotas anticoloniales, se presentaron en los cabildos abiertos riores. celebrados en México, Caracas, Santa Fe, BueLas colonias se enfrentaron a problemas fundamentales, como la ausencia del monarca nos Aires, Santiago de Chile, Quito y otras ciulegítimo y la presencia de un usurpador, repre- dades de las colonias españolas en América. sentante del dominio francés. Esa confusa situaSe presentó el movimiento de las juntas ción de España con "una monarquía sin rey", americanas a imitación de las juntas de gobierno condujo a la más completa desorientación sobre peninsulares. Unas de ellas realistas, partidarias las lejanas autoridades coloniales. Por una parte, de la soberanía del rey de España en las colonias el partido patriota español, estimulaba el res- americanas y acatadoras de las decisiones de la paldo absoluto a Fernando VII, a quien se con- Junta Central, la Regencia del Reino y las Corsideraba apoyado por el pueblo español, las co- tes; eran en general juntas estimuladas por la lonias americanas y el ejército inglés; pero, por burocracia de la Corona española, que permaneotra parte, el partido afrancesado que apoyaba ció fiel a los Borbones. Otras juntas eran autoa José Bonaparte, hacía esfuerzos por atraerse nomistas, partidarias de una autonomía de los a las colonias con promesas de libertades y de gobiernos provisionales de España y guardadorespaldo proteccionista del ejército francés. Am- ras de los derechos de Fernando VII. Y, por bos gobiernos rivales pretendían tener autoridad último, otras se presentaron con carácter indesobre las colonias españolas en América, pero pendentista, partidarias de la revolución política ninguno la ejercía en forma efectiva; por ello, radical y de la total desvinculación de España, el principal resultado de este conflicto de auto- para formar un gobierno autónomo, indepen-
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diente y libre, delineado en una democracia re- Santa Fe en septiembre de 1809. De estas juntas, publicana; fue el grupo que preparó y realizó el las únicas que presentaron una tendencia autonomovimiento revolucionario de incontenible cre- mista entre las colonias fueron: Chuquisaca, La Paz y Quito; esta última tuvo trascendencia en cimiento. En estas posiciones juntistas se definen cla- los acontecimientos políticos del Nuevo Reino. Las autoridades coloniales recibieron una ramente dos grupos que podríamos delimitar como partidos, no adscritos a estamentos socia- circular emanada del ministro de Negocios Exles, sino más bien a través de la defensa del tranjeros de Napoleón, fechada el 7 de mayo sistema: el grupo de los realistas o chapetones, de 1808, en la cual se comunicó el cambio de usufructuarios inmediatos del régimen monár- dinastía en España y la subida al trono del rey quico español, quienes insistieron en la conser- José I. Como respuesta, la burocracia colonial vación incondicional del orden colonial; un organizó la "Jura de Fernando VII": grupo de "colonialistas", que basaban su inEl capitán de fragata Juan José Pando y fluencia en el predominio político mediante el Sanllorente fue comisionado por la Junta de Secontrol de los altos cargos administrativos. Entre villa para hacer jurar en el Nuevo Reino de ellos se presentan los ultraespañoles, ciegos ante Granada, a Fernando VII como rey legítimo, todo tipo de solución transitoria, e intransigentes declarar la guerra a Napoleón y ofrecer donatien el dominio español sobre sus colonias. vos para poder sostener las emergencias. El 11 El otro grupo sociopolítico que se destaca, de septiembre de 1808 la ciudad de Santa Fe es el denominado Partido revolucionario antico- de Bogotá hizo la solemne "Jura de fidelidad" lonialista, formado fundamentalmente por los a su monarca Fernando VII. Después de las cecriollos, hijos de españoles pero nacidos en remonias frente a la imagen del rey, y de las América; es el partido de los patriotas. Algunos fiestas que se hicieron, las insignias reales perde procedencia aristocrática, otros dueños de manecieron en la Galería de la Casa Consistorial latifundios, propietarios de minas, grandes co- durante tres días y tres noches, recibiendo los merciantes, intelectuales, abogados y algunos gritos entusiastas del público. La jura al monarca criollos de sectores medios (clero medio, funcio- español se extendió por los demás pueblos del narios de organismos económicos, milicias, pe- Nuevo Reino; en Popayán se hizo la jura el 29 queña aristocracia), y algunos con cierto vínculo de octubre de 1808, con una impresionante cepolítico en el régimen colonial. remonia ante el real pendón; asimismo se hizo Entre los realistas y los patriotas anticolo- en Purificación, Medellín y otras ciudades. nialistas había elementos de diversos estamentos La jura de fidelidad en 1808 representó un sociales de la Colonia; pues así como encontra- día muy importante en el Nuevo Reino y en las mos criollos revolucionarios, hallamos furibun- demás colonias; era la reafirmación de lealtad dos criollos colonialistas o realistas; y en la y sentimiento español de todos los pueblos ligamisma forma entre los peninsulares, hallamos dos a la metrópoli española y el símbolo de la la dualidad del pensamiento: tradición y revolu- revolución de independencia contra Francia. ción. Los grupos indígenas, en su mayoría, apa- Los granadinos realistas presentaron su reacción recen ligados a la tendencia realista; y los grupos contra el invasor Napoleón, representante del negros aparecen indistintamente al monar- imperialismo francés y de la izquierda revoluquismo o a la revolución, según el atractivo que cionaria auspiciadora de la doctrina de "soberase presentara para su interés común de libertad nía popular" y de la conformación de repúblicas, absoluta de la esclavitud. contrarias al sistema monárquico, considerado El primer momento de las juntas america- el ideal. Algunas circunstancias influyeron en nas se presentó en los años 1808 y 1809, cuando la manifestación de este sentimiento realista, se formaron juntas a imitación de las organiza- destacando entre ellas el espíritu de españolidad, das en la metrópoli. Sus fines inmediatos impli- de compasión y afectividad al monarca cautivo caron la salvaguarda del territorio americano por el imperialista francés, que invadió a España para el rey Fernando VII, ante la posibilidad que y a sus territorios de Ultramar. La dominación la Madre Patria llegara a ser ocupada totalmente francesa, símbolo de la "noche negra" del impepor Napoleón. Así se celebraron las juntas en rialista enemigo, era portadora de la fuerza conMéxico, Montevideo, Buenos Aires, Chuquisa- traria de liberación y revolución de independenca, La Paz, Quito y la Junta Extraordinaria de cia contra Francia. El símbolo de defensa fue
El proceso político, militar y social de la Independencia
el "pendón real" del soberano, contra el gorro frigio francés y la espada demoledora de Napoleón Bonaparte. En 1809 se iniciaron movimientos de insurrección americana en Charcas (25 de mayo) y La Paz (16 de julio), los cuales fueron derrotados y al parecer desvinculados de la opinión general. Fue el 10 de agosto de 1809 cuando la aristocracia de Quito realizó un típico golpe de Estado dirigido por los marqueses de Selva Alegre, el de Miraflores, el de Solanda y el de Villa Orellana. Quito reclamó el derecho de gobernarse a sí misma en lugar de diferirlo a la Junta Suprema de Sevilla. La Revolución de Quito tuvo su influencia política en el Nuevo Reino de Granada, pues ante la solicitud de ayuda por parte de los quiteños, se realizó la Junta Extraordinaria de Santafe con participación de la Real Audiencia, el Cabildo de Santafé, autoridades eclesiásticas y principales vecinos de Santafé, el día 6 de septiembre de 1809. Los criollos granadinos, encabezados por Camilo Torres, fueron partidarios de organizar una Junta Provincial, que reuniese las voluntades de todas las provincias y se atrajera así a los quiteños. Torres se manifestó partidario de la ideología de los caudillos quiteños y encabezó el grupo de los partidarios de un gobierno provincial acorde con España y con las necesidades de la Nueva Granada. Esta Junta se disolvió, pero dejó en claro la profunda división entre los criollos y las autoridades coloniales. En este ambiente de indecisión política, los criollos se plantearon la necesidad de participar en el gobierno con igualdad en la representación; asimismo se habló sobre la importancia de formar en estos dominios cortes generales para el gobierno de las colonias. El 20 de noviembre de 1809, Camilo Torres redactó la "Representación del Cabildo de Santafé", conocida con el nombre de Memorial de agravios, en el cual los criollos defienden el derecho de los españoles americanos a participar en el gobierno, a tener igualdad de derechos con todos los subditos de la Corona y participar en la decisión del propio destino sobre la base de realidades sociales. Su pensamiento político lo resumió Torres en los siguientes reclamos: «Representación justa y competente de sus pueblos, sin ninguna diferencia entre súbditos que no la tienen por sus leyes, por sus costumbres, por su origen, y por sus derechos: Juntas preven-
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tivas en que se discutan, se examine y se sostengan éstos contra los atentados y la usurpación de la autoridad, y en que se den los debidos poderes e instrucciones a los representantes en las Cortes nacionales, bien sean las Generales de España, bien las particulares de América que se llevan propuestas. Todo lo demás es precario» (6). El segundo momento de las Juntas Americanas se presentó en 1810, ante el nuevo ímpetu de los franceses para el sometimiento total de la metrópoli. Es cuando se establece el movimiento autonomista, conocido muy comúnmente en América con el nombre de Revolución política de 1810. Este movimiento autonomista se inició en la revolución política de Caracas el 19 de abril de 1810, cuando los criollos mantuanos reunidos en cabildo abierto, depusieron al capitán general Vicente Emparán, e instituyeron una Junta Suprema dirigida por el canónigo Madarriaga. Se presentó asimismo en Buenos Aires con la revolución política del 25 de mayo de 1810, en la cual se estableció la denominada Junta de Mayo, que presidió Cornelio Saavedra. En el Nuevo Reino de Granada la revolución política de 1810 se manifestó en los movimientos de Cartagena, Cali, Pamplona, Socorro y culminó en Santa Fe con la Revolución política de 1810, en la cual el pueblo granadino reasumió sus derechos y los transfirió a la Junta Suprema de Gobierno, depositaría de la soberanía popular. Posteriormente, el 18 de septiembre de 1810 se instaló en Chile una Junta de Gobierno presidida por Mateo de Toro Zambrano, la cual sustituyó en el gobierno al capitán general García Canas. En las juntas autonomistas de 1810, se produjeron las "Actas de la revolución" o de instalación, en las cuales se proclamó la intención de conservar los dominios americanos para el muy amado, deseado y aclamado rey Fernando VII y la decisión política de organizar gobiernos autónomos de los presentados interinamente en España para la conservación de los derechos de la monarquía borbónica. La revolución se hacía a los gobiernos españoles representantes de la monarquía, de los cuales se obtenía la autonomía. En algunas regiones de Hispanoamérica no se produjo movimiento autonomista, como fueron los casos de Lima, Montevideo, Cuzco, La Habana, Panamá, Guatemala y otras, en las cuales se manifestó plena confianza "realista o mo-
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narquista", con los gobernantes españoles y con su segura fidelidad al rey exiliado. Algunas de ellas como La Habana y Lima se convirtieron desde entonces en la meca del realismo monarquista y colonial. México presenta un movimiento revolucionario popular de carácter rural indígena, el cual se levantó el 15 de septiembre de 1810 en la población de Dolores, cuando el cura Miguel Hidalgo y los insurgentes mexicanos proclamaron la libertad; sus huestes integradas por indios y mestizos vencieron en un principio, pero fueron derrotados en el Monte de las Cruces y como consecuencia sus líderes, entre ellos Hidalgo, fueron fusilados. A su muerte levantó la bandera el cura José María Morelos, quien proclamó la independencia en Chilpancingo en noviembre 6 de 1813. La revolución política de 1810 en el Nuevo Reino de Granada está alrededor de la acción de los cabildos y de la decidida participación de los criollos. Se presenta un movimiento revolucionario que se inicia en la provincia y culmina en la capital. En muchas provincias granadinas se encontraban gobernantes españoles autoritarios y altaneros, quienes trataban a los criollos como enemigos declarados. El movimiento de los cabildos se inició en Cartagena el 22 de mayo de 1810, cuando se estableció una Junta de gobierno en nombre del Rey Fernando VII; en la sesión del Cabildo de Cartagena del 14 de junio, se consumó el movimiento revolucionario cuando se depuso al gobernador Francisco Montes, quien fue deportado a La Habana. El movimiento político de 1810 continuó en Cali el 3 de julio de 1810; y en Pamplona, el 4 de julio, cuando la pamplonesa María Agueda de Villamizar arrebató el bastón de mando al corregidor Juan Bastús y Falla, quien fue remplazado por una Junta de Gobierno. Posteriormente, el 10 de julio de 1810, la provincia del Socorro, que desde la segunda mitad del siglo XVIII se había caracterizado por su espíritu revolucionario, remplazó a su corregidor José Valdés Posada, quien había hecho represión contra algunos criollos socorranos y gentes del pueblo. La revolución política del 1810 culminó en la capital del Nuevo Reino de Granada, Santa Fe, el 20 de julio de 1810. Los criollos organizaron los hechos revolucionarios, en la reunión preparatoria el 19 de julio en el Observatorio
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Astronómico, a la cual asistieron entre otros: Camilo Torres, Francisco José de Caldas, Joaquín Camacho, José Acevedo y Gómez, José María Carbonell y otros. El plan que se hizo, debía coincidir con la recepción que se hacía al Comisionado Regio don Antonio Villavicencio, precisamente en un día de mercado al medio día. Se escogió un motivo baladí, como fue el préstamo de un florero para adornar la casa de las señoritas Santamaría en donde se pensaba realizar la recepción; y se seleccionó un chapetón, don José González Llorente, de genio colérico y altanero, dueño de un almacén en la esquina de la plaza. La reyerta histórica entre los Morales y el chapetón González Llorente, se inició casi a las 12 del día, desde cuando se movió al pueblo santafereño en su expresión de inconformidad contra los peninsulares y las autoridades virreinales. Así expresó Francisco José de Caldas, en su Historia de nuestra Revolución: «DÍA 20 DE JULIO. Don José Llorente, español y amigo de los ministros opresores de nuestra libertad, soltó una expresión poco decorosa a los americanos; esta noticia se difundió con rapidez y exaltó los ánimos ya dispuestos a la venganza. Grupos de criollos paseaban alrededor de la tienda de Llorente con el enojo pintado en sus semblantes. A este tiempo pasó un americano, que ignoraba lo sucedido, hizo una cortesía de urbanidad a este español; en el momento fue reprendido por don Francisco Morales, y saltó la chispa que formó el incendio y nuestra libertad. Todos se agolpan a la tienda de Llorente; los gritos atraen más gente, y en un momento se vio un pueblo numeroso, e indignado contra este español y contra sus amigos. Trabajo costó a don José Moledo aquietar por este instante los ánimos e impedir las funestas consecuencias que se temían... Olas de pueblo armado refluían de todas partes a la plaza principal; todos se agolpaban al palacio y no se oye otra voz que "Cabildo Abierto. Junta"... A las seis y media de la noche hizo el pueblo tocar a fuego en la Catedral y en todas las iglesias para llamar de todos los puntos de la ciudad el que faltaba... Don José María Carbonell, joven ardiente y de una energía poco común, sirvió a la Patria, en la tarde y en la noche del 20, de un modo nada común: corría de taller en taller, de casa en casa; sacaba gentes y aumentaba la masa popular; él atacó a la casa de Infiesta, él lo prendió y él fue su ángel tutelar
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para salvarle la vida. Carbonell ponía fuego por su lado al edificio de la tiranía, y nacido con una constitución sensible y enérgica, tocaba en el entusiasmo y se embriagaba con la libertad que renacía entre las manos..." (7). El virrey Amar y Borbón dio permiso para conformar el Cabildo Extraordinario, en el cual el "Tribuno del Pueblo" José Acevedo y Gómez y el grupo criollo revolucionario, en presencia del pueblo santafereño, eligieron los vocales de la Junta Suprema de Gobierno, de la cual fue nombrado para presidirla el virrey Amar y Borbón y en calidad de vicepresidente don José Miguel Pey. En el Acta de la Revolución del 20 de Julio de 1810, el pueblo reasumió la soberanía popular, sin abdicarla en otra persona que en "la de su augusto y desgraciado monarca don Fernando VII", "siempre que venga a reinar entre nosotros y conforme a la Constitución que le dé el pueblo". Se depositó en la Junta el supremo gobierno del Reino, "interinamente, mientras la misma Junta forma la Constitución que afiance la felicidad pública". En el Acta de la Revolución del 20 de Julio se estableció que el nuevo gobierno quedaría sujeto a la Suprema Junta de Regencia, "interin exista en la Península". Esta situación fue eliminada en el Acta del 26 de julio de 1810, cuando la Junta Suprema del Reino se declaró independiente del Consejo de Regencia y cesaron en su ejercicio todos los funcionarios del antiguo gobierno. Se planteó así en el Nuevo Reino de Granada el movimiento autonomista del gobierno representante de la monarquía, con una independencia total en sus decisiones; conservando, sin embargo, estos dominios para el "Deseado" Fernando VII. El proceso emancipador pasó del Movimiento autonomista a la Declaración absoluta de la Independencia, cuando la Revolución se radicalizó. Las declaraciones de independencia absoluta se presentaron como una ruptura total con el Imperio español. Las provincias unidas de Venezuela fueron las primeras en declarar la independencia absoluta de España, el 5 de julio de 1811. La provincia de Cartagena en el Nuevo Reino de Granada declaró la independencia absoluta de España el 11 de noviembre de 1811; en uno de sus párrafos expresó lo siguiente: «...declaramos solemnemente a la faz de todo el mundo que la provincia de Cartagena de Indias es desde hoy de hecho y por derecho Estado libre, soberano e independiente; que se halla
absuelta de toda sumisión, vasallaje, obediencia y de todo otro vínculo de cualquier clase y naturaleza que fuese, que anteriormente la ligase con la Corona y Gobierno de España, y que como tal Estado libre y absolutamente independiente pueda hacer todo lo que hacen y pueden hacer las naciones libres e independientes...»(8). Después de Cartagena hicieron sus declaraciones de independencia las provincias de Cundinamarca (16 de julio de 1813), Antioquia (11 de agosto de 1813), Tunja (10 de diciembre de 1813). La Revolución política de 1810 y la declaración de la Independencia absoluta, representan el ascenso al poder de los patriotas granadinos, liberados de los tres siglos del coloniaje español. Es la fase política de la revolución, cuando los americanos reasumieron sus derechos e instauraron la soberanía política de los nuevos Estados nacionales. Numerosas y diversas ceremonias se hicieron para festejar la revolución de Independencia; y en los escritos que profusamente se divulgaron, se endilgaron los errores de España en el coloniaje, los sistemas de opresión, la crisis de la economía colonial, la ignorancia de los pueblos y los derechos para constituir los Estados de acuerdo con las nuevas ideas revolucionarias. Los símbolos de la revolución fueron el gorro frigio y el árbol de la libertad; es por ello en las fiestas de conmemoración patriótica de la revolución, se acostumbró la siembra del árbol de la libertad, principalmente en los años 1813 y 1814. Si en 1808 la reacción de los granadinos realistas fue contra el "pérfido Napoleón", según la expresión de la época, en el lustro 1810-1815 se presenta contra la "pérfida España", causante, según los patriotas, de todos los males del pueblo americano. Algunas circunstancias influyeron en la reafirmación y el triunfo de la Revolución política de 1810 en Hispanoamérica y el paso del autonomismo al independentismo: la desorganización del gobierno en España, que no presentó unidad política para reunir en un todo a la metrópoli y sus territorios de ultramar, causada por la crisis de la monarquía y los gobiernos de la Junta Central y la Regencia, con medidas políticas inconexas y manifestantes de indecisión y represión. Un caso característico fue el de la Junta Central de Cádiz, en la cual, a pesar que se considera a las colonias como partes integrantes de España, se resiste a concederles ningún
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grado apreciable de autonomía. El ambiente revolucionario que se difundió en Europa y el mundo occidental, sostenido con fuerza y rigor por Napoleón Bonaparte contra el antiguo régimen absolutista, se difundió también en la revolución de las colonias americanas. En la misma forma, el espíritu liberal de las Cortes de Cádiz y su Constitución de 1812, en la cual se establecieron las libertades individuales, la monarquía constitucional, la separación de poderes y se abolieron las jurisdicciones de señorío. Posteriormente el retorno de Fernando VII y su espíritu absolutista e intransigente y en especial, sus ideas de aplastamiento incondicional del movimiento americano y su consecuente represión, obligó a proseguir la lucha hasta las últimas consecuencias. A la fase del movimiento de las Juntas Americanas y la conformación de los primeros gobiernos republicanos, llamados en el Nuevo Reino de Granada la Primera República Granadina o Patria Boba, sucedió la etapa de la reacción realista o reconquista española entre 1815 y 1819. En este período se manifiesta el interés del gobierno español por atraerse a sus colonias, adoptando la defensa de su derecho adquirido por conquista. La Reconquista del Nuevo Reino de Granada y Venezuela fue encomendada al general en jefe de la Expedición Pacificadora don Pablo Morillo, cuya misión fue pacificar las colonias separatistas y exigir la sumisión de los vasallos americanos. Algunos acontecimientos políticos influyeron en esta nueva etapa de la reacción realista, y entre ellos sobresalen los siguientes: La restauración de Fernando VII en el poder a partir de 1814 y sus ideas absolutistas de restaurar el orden y las instituciones españolas a cualquier costo; represión, régimen de terror y sojuzgamiento a los patriotas; en la misma forma, la conformación de la Santa Alianza, con la reunión de las monarquías españolas, contra el espíritu de la Revolución de Occidente. Del Congreso de Viena surgió la Santa Alianza, que consideró a los reyes como delegados directos de la Divina Providencia y los depositarios de la soberanía de los pueblos que gobiernan. Se consideraba que la unión de las monarquías contra el espíritu revolucionario, era el medio más oportuno para consolidar la legitimidad real y la sumisión total de los pueblos a los monarcas. Este ambiente propicio a la monarquía se difundió con fuerza de represión al mundo revolucio-
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nario, e influyó en el Nuevo Reino de Granada en la caída de la Primera República y el establecimiento del nuevo Régimen de la Reconquista. La llegada de don Pablo Morillo y el ejército expedicionario de la Reconquista en los finales de 1815, es el símbolo del triunfo del realismo, la instauración del orden y la paz, contra las tinieblas de la revolución. Fueron los años cuando los realistas expresaron su lealtad y reconocimiento a Fernando VII restaurado en el trono. Solemnes ceremonias en honor al monarca, arcos triunfales para el ejército pacificador, sermones de fidelidad en las iglesias del Nuevo Reino, fiestas populares y numerosos escritos de alabanza a España; Femando VII y Pablo Morillo surgieron en el ambiente granadino. La reacción de los realistas es ahora contra los patriotas revolucionarios, instauradores de la República y de las pérfidas ideas de la Democracia. Se consideraba que la monarquía es el único sistema de gobierno con autoridad divina y con poder verdadero para defender la religión de los ataques de los falsos profetas de la revolución y "ateos" para mejor señal: Voltaire, Rousseau, Montesquieu, Diderot, y demás enciclopedistas y filósofos de la Ilustración. La lucha era contra aquellos patriotas que habían establecido un verdadero "Régimen del Terror" en los años que siguieron a la Revolución política de 1810, considerados como la "noche negra", necesaria de destruir en forma total para restablecer el orden. La Reconquista se presenta para los realistas como la "liberación" de la opresión de los bandidos revolucionarios; y don Pablo Morillo, el enviado de Dios, como el "Libertador" instaurador del orden y la paz, el defensor de la monarquía y el único capaz, con su poder militar, de dar el zarpazo mortal contra la pestilente filosofía de la ilustración con "sello francés" para mayor mal, y precisamente la causante de tantas desgracias. Después de la bien planeada invasión pacificadora en la Nueva Granada, el sitio de Cartagena en los finales de 1815 y la toma de Santa Fe de Bogotá, el Pacificador Morillo estableció tres instituciones, con las cuales se restauró el régimen colonial: el Tribunal de Purificación, la Junta de Secuestros y el Consejo de Guerra permanente. El método utilizado en la pacificación fue el del terror, el extremismo y el militarismo, que estructuraron lo que se ha denominado tra-
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dicionalmente como Régimen del Tenor, sistema utilizado desde siglos anteriores, tendiente a pacificar por la fuerza a los dominios coloniales. En el Régimen del Terror pereció la mayor parte de la generación inspiradora y realizadora de los destinos de la Primera República Granadina, después de la Revolución de 1810, lo cual estimuló en las masas populares el sentimiento patriota y la reacción a la pacificación, que facilitaron el triunfo del Ejército Libertador, con la unión de granadinos y venezolanos. La táctica del terror utilizada por don Pablo Morillo y el virrey Juan Sámano, la cual fue criticada en la misma metrópoli española, llevó al fracaso de la Pacificación y los intentos de la Corona española por integrar de nuevo el Imperio español. A la etapa de la Reconquista española y de la vigencia de la reacción realista, sucedió la culminación y el triunfo de la Revolución hispanoamericana." Es una fase que se caracteriza por la Guerra de Independencia, la incorporación de gran parte de los sectores populares a la causa patriota de la independencia y el nacimiento de los nuevos Estados nacionales de Hispanoamérica. Es cuando la "guerra civil" entre fidelistas e insurgentes se transforma en Guerra nacional y patriótica y lleva como consecuencia el triunfo de la revolución. Entre 1816 y 1824 las tierras suramericanas entraron a la Guerra de Independencia. Desde el cono sur, el Libertador José de San Martín y el ejército argentino-chileno lucharon por la libertad de Argentina, Chile y por fijar los pilares sólidos para la liberación del Perú. Por otra parte, desde el área septentrional de Suramérica el Libertador Simón Bolívar y el ejército venezolano-granadino, o "grancolombiano", lucharon por la liberación definitiva de Nueva Granada, Venezuela, Ecuador, Perú y Bolivia, en una serie de campañas militares que duraron entre 1816 y 1824. En 100 días de 1819 se planeó, organizó y realizó la Campaña Libertadora que dio libertad a la Nueva Granada, consolidó la independencia de Suramérica y dio origen a la unión de los Estados Grancolombianos en un solo cuerpo de Estado Nacional: Venezuela, Nueva Granada y Quito. La Campaña Libertadora de la Nueva Granada se inicia con la organización del ejército en Casanare a cargo del general Francisco de Paula Santander, y la unión de los intereses de venezolanos y granadinos en una sola causa común, bajo la dirección militar y
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política del Libertador Simón Bolívar. Esta campaña militar, tendiente a libertar la Nueva Granada, para establecer un punto de apoyo para libertar a Venezuela y posteriormente las áreas del sur, siguió un itinerario a través de los llanos colombo-venezolanos, el ascenso a los Andes y la sorpresiva ocupación de la provincia de Tunja, culminando en la Batalla de Boyacá, el 7 de agosto de 1819. Así culminó el esfuerzo independentista en la liberación de la Nueva Granada, con excepción de Pasto y la Costa, que posteriormente fueron independizados de los últimos reductos españoles. Las aspiraciones se plasmaron en la creación de la Gran Colombia, mediante la ley fundamental promulgada por el Congreso de Angostura el 17 de diciembre de 1819, la cual organizó la República de Colombia, dividida en tres grandes departamentos: Venezuela, Cundinamarca y Quito. "El día del triunfo" de la Revolución se expandió con alborozo en la Nueva Granada: homenajes al Libertador Simón Bolívar y a los generales Francisco de Paula Santander y José Antonio Anzoátegui; al ejército libertador que actuó en las batallas del Pantano de Vargas y del Puente de Boyacá; solemnes ceremonias y rogativas de alegría por el establecimiento del nuevo gobierno; la jura de la Constitución y diversos actos y fiestas se pronunciaron para alabar el triunfo de los libertadores. Periódicos, folletos, discursos y sermones se pronunciaron para alabar la culminación de la Independencia. Simón Bolívar se presenta como el "Libertador", instaurador del gobierno democrático y de la liberación definitiva del coloniaje español, quien con su poder militar dio el golpe contra los monarquistas realistas, "impregnados con el sello de la opresión y la dependencia colonial", según expresiones de la época. La reacción de los independentistas es ahora contra el Régimen del Terror y de la opresión instaurada por el Pacificador Morillo. La "noche negra" está representada en los cuatro años de la Reconquista, en donde el realismo absolutista, por intermedio de los sátrapas militares, instauró como tono de vida el terror, el extremismo y la violencia contra la modernidad revolucionaria. Los insurgentes liberados de la negra noche del terror, expresaron su exorbitante entusiasmo ante el triunfo de la Revolución en el "día señalado" de la Libertad. Algunos acontecimientos influyeron en la consolidación definitiva de la Independencia y
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se combinaron en la crisis revolucionaria, cuyos efectos inmediatos condujeron a la culminación de la Independencia. Estos factores llevan en su dinámica histórica las fuerzas internas sociales, económicas, políticas o culturales de varios siglos de duración, las cuales aparecieron en la dinámica del cambio, y cuyo efecto es la nueva situación de la sociedad. La Revolución de Independencia de Colombia, si tenemos en cuenta el ciclo histórico (1781-1830), presenta una dinámica interna en relación con la participación de los diversos estamentos sociales en el proceso de la crisis; en especial, los estamentos inferiores (indígenas, negros y mestizos) y el grupo criollo del estamento superior de la sociedad neogranadina. La primera fuerza histórica social en la crisis revolucionaria se manifiesta en el ambiente de tensión social en la segunda mitad del siglo XVIII en el Nuevo Reino. Los sectores populares manifestaron su descontento contra las autoridades coloniales y los dueños de minas y haciendas. En el oriente del Nuevo Reino se presentó en 1781 una rebelión antifiscal contra las autoridades coloniales, en el llamado Movimiento insurreccional de los Comuneros. Al mismo tiempo se presentaron las rebeliones sociales de los palenques y negros cimarrones contra sus amos, en aquella lucha de libertad contra la esclavitud. La segunda fuerza del movimiento social en la Independencia está relacionada con la Revolución criolla de 1810, en la cual encontramos enfrentamiento entre los criollos patriotas, contra los peninsulares realistas o chapetones. En esta etapa de la Independencia, el movimiento revolucionario es por esencia obra de los criollos, la élite que impulsó la separación de España en la crisis de la monarquía española. Corresponde a una acción de las minorías en sus esfuerzos por la separación política de la metrópoli. Este movimiento criollo del Nuevo Reino, es diferente, en su esencia, de la revolución social mexicana de 1810, cuando el cura Miguel Hidalgo levantó a los indígenas y mestizos contra el régimen colonial. Una tercera fuerza en la dinámica social la Los factores sociales y económicos encontramos en los años de la culminación de en la Independencia la Independencia, como una reacción al Régimen del Terror, cuando los sectores inferiores no de los aspectos fundamentales en la colaboraron en la lucha revolucionaria, apointerpretación histórica de la Independen- yando a los ejércitos patriotas o realistas según cia, es delimitar los factores condicionantes que las circunstancias; y se enfrentaron en la Guerra
en el surgimiento de Colombia como nuevo Estado nacional en el panorama político del mundo: la consolidación definitiva de las naciones hispanoamericanas, gracias a los esfuerzos militares y políticos del grupo militar formado al calor de la Guerra de Independencia: Bolívar y Santander en la Gran Colombia; San Martín, O'Higgins y Artigas en el Río de la Plata y Chile; e Iturbide y Guadalupe Victoria en México, quienes culminaron la Independencia. Tenemos en cuenta, en la misma forma, los acontecimientos políticos de España, con el espíritu liberal que imprimió la Revolución de Riego en 1820 y los problemas internos en la monarquía española, que sólo hasta 1823 cuando se restauró el absolutismo, adquirió de nuevo estabilidad. La lucha había sido ganada por la Revolución de Independencia, que delineó desde entonces la República en el período nacional. Tradición y Revolución fueron las fuerzas ideológicas y de acción que se enfrentaron en la crisis revolucionaria. Sostenedores e impugnadores de la monarquía y el orden colonial y de las nuevas ideas democráticas, se enfrentaron en el ciclo de cambio que hizo crisis en las primeras décadas del siglo XIX. Dos momentos importantes en la independencia presentan el triunfo de la reacción realista en el Nuevo Reino: 1808, con la jura de fidelidad al monarca español contra el imperialismo francés; y 1816, cuando el Pacificador Pablo Morillo y la Expedición de la Reconquista llegaron triunfalmente para restaurar el orden y la fidelidad a España y eliminar la Primera República Granadina. En la misma forma, dos momentos importantes en la crisis revolucionaria presentan el triunfo de la Revolución de Independencia en la Nueva Granada: la Revolución política de 1810, con el establecimiento de un gobierno autónomo y la posterior declaratoria de independencia absoluta de la opresión española; y el triunfo de la Independencia en 1819 contra la Reconquista española y con el establecimiento de la Gran Colombia como república integrada, el más grande sueño de unidad en la culminación de la gesta emancipadora.
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El proceso político, militar y social de la Independencia
de Independencia, la cual culminó con la Campaña Libertadora y la conformación política de la Gran Colombia. La dinámica de las fuerzas sociales en la Independencia, nos lleva a analizar el estado y los cambios en las estructuras demográficas y sociales en la Nueva Granada en las décadas de la transición entre los siglos XVIII y XIX y su proyección en la gesta emancipadora. Desde el punto de vista demográfico se considera que el crecimiento de la población neogranadina presenta una tendencia al aumento acelerado en los finales del siglo XVIII, con una disminución en los años de la Reconquista y la Guerra de Independencia. El aumento de la población en los finales del coloniaje, está en relación con el progreso económico aparente, en una de las áreas del mundo, conocidas por la gran producción de oro y tabaco; y asimismo por el notable incremento urbano en comparación con otras áreas coloniales de América. El Nuevo Reino de Granada aparecía como una de las regiones sociales de caracteres tríétnicos, con predominio de mestizos, indígenas y negros, en relación con los blancos (22%); una región colonial en cuya estructura social encontramos la influencia de los sectores medios comerciantes, artesanos e intelectuales; con grupos de negros esclavos en las minas de oro y plata y en las haciendas; una región caracterizada económicamente por la minería, el comercio, la industria artesanal y la agricultura. Aun cuando las cifras demográficas no son absolutas, por las dificultades para su obtención y porque ellas no tienen datos sobre la población en las áreas selváticas y en algunas regiones costaneras, los censos y los cálculos nos presentan los siguientes datos estadísticos: Población
Año 1770 1825
. .
806.641 habitantes 1.228.259 habitantes
En cumplimiento del decreto del 4 de octubre de 1825, del vicepresidente Francisco de Paula Santander, se realizó el primer censo oficial de Colombia, el cual alcanzó una población total de 2.379.888 habitantes en los territorios de Venezuela, Nueva Granada y Quito, aun
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cuando se calculó una población de 2.800.000 habitantes, teniendo en cuenta que muchas gentes rehusaron el empadronamiento por miedo a las contribuciones. Para la Nueva Granada se calculó una población de 1.400.000 habitantes. Las provincias de mayor población fueron Tunja, Bogotá, Socorro, Cartagena, Antioquia y Popayán. Un problema en el estudio de la población colombiana en las décadas de la Independencia, es la proyección de las Regiones sociales en la participación de los diversos estamentos de la estructura de la sociedad, como consecuencia de la diversidad regional del medio geográfico y las diversas formas de asentamiento y aculturación en el Nuevo Reino de Granada. Las regiones de mayor concentración de la población indígena las encontramos en la zona central del altiplano cundiboyacense en la Nueva Granada, en la Sierra Nevada de Santa Marta y en la región del sur, alrededor del núcleo de Pasto. Los indígenas samarios y pastusos y las regiones a su alrededor, se convirtieron en los baluartes más importantes del Realismo en la Independencia. La zona de mayor concentración de población mestiza se localizó en el eje regional Socorro Pamplona del nororiente del Nuevo Reino. En esta área se concentró una intensa vida urbana y un relativo desarrollo económico en el comercio, la industria artesanal y la agricultura. Fue el área más afectada por las reformas fiscales españolas y en donde se presentó la mayor fuerza de la Insurrección de los Comuneros de 1781, de carácter antifiscal y social; asimismo, el espíritu revolucionario que llevó a la revolución política de 1810 en Pamplona y Socorro, y a la decidida participación de las guerrillas socorranas en la Guerra de Independencia. El occidente colombiano aparece como la región de la minería, la gran hacienda y la esclavitud negra. La estructura minera de la región, hizo necesaria la introducción de negros esclavos para el laboreo de las minas de Chocó, Antioquia y Cauca; en la misma forma para las haciendas caucanas. Es la región del mayor mestizaje en el país y en donde encontramos diversidad de problemas que se manifestaron en la Independencia: los enfrentamientos entre los hacendados criollos y los peninsulares en su lucha por el poder en los cabildos; asimismo la tensión social de los negros esclavos, la cual se manifestó en el palenquismo y el cimarronismo de
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mente regionales. Generalmente se presentan como movimientos campesinos y de sectores populares, con ideales de protesta para obtener una supresión de impuestos, o un mejoramiento en el estamento social. Fueron movimientos populares que tuvieron eco en las pequeñas ciudades, aldeas y campos y muy escasa repercusión en las grandes ciudades. Movimientos, rebeliones y motines en el mundo rural de campesinos, llaneros, montoneras, indios, negros, mestizos y castas en general, las cuales reflejan una época de transformación social y económica. Entre los movimientos populares del siglo XVIII destacamos en las colonias americanas los siguientes: los Comuneros del Paraguay (17211735), el levantamiento de los indios y mestizos de Cochabamba (1730), las agitaciones mineras del Brasil en 1720; los motines del maíz, del tabaco (1765) y la rebelión de los machetes en México (1799); la rebelión de Andresote en Venezuela (1730-1732); el motín de los araucanos en Chile (1751); los motines negros en Cuba (1755); los motines incásicos del Alto Perú (1742 y 1761) y la Revolución de Túpac Amaru, que desbordó las manifestaciones de descontento de los indígenas peruanos (1780). El Movimiento Comunal del Nuevo Reino en 1781, el cual representa uno de los grandes movimientos de masas mestizas en las colonias españolas en América. En el oriente del Nuevo Reino de Granada, en las provincias de Socorro y Tunja, la tensión La participación popular social de la Colonia se presentó en 1781 en una rebelión antifiscal contra las autoridades coloen la Independencia niales, en el movimiento social que se ha llaUno de los intereses actuales de los estudios mado Insurrección de los Comuneros. Esta rehistóricos sobre la revolución de Independencia, belión está en relación con los movimientos anes el análisis de la participación de los estamen- tirreformistas de Suramérica, los cuales se intentos inferiores (indígenas, negros y mestizos), o sificaron en los años comprendidos entre 1777 sea, la presencia del pueblo en la revolución de y 1781. Independencia. En 1777 fueron enviados tres fiscales espaTenemos en cuenta la importancia de la ñoles a Suramérica, con el fin de realizar la participación popular en las tensiones sociales reforma fiscal a imagen y semejanza de la que y agitación pre revolucionaria en la segunda mi- había hecho José de Gálvez en Nueva España. tad del siglo XVIII, expresadas en las rebeliones, Estos fiscales fueron José de Areche, para el motines y movimientos sociales, algunos de Perú; Joseph García de León Pizarra, para Quiellos de especial dimensión, como el de Túpac to, y Francisco Gutiérrez de Piñeres, para el Amaru en el Perú y los Comuneros en el Nuevo Nuevo Reino de Granada. Estas reformas conReino de Granada. Estos movimientos popula- dujeron a la gran rebelión de los pueblos andinos res presentan una tendencia de origen econó- suramericanos, desde el Alto Perú hasta Venemico y social, expresada en una participación zuela, con dos grandes epicentros: Tungasuca masiva en sus reclamaciones y, en general, un y Socorro y diversos movimientos en Arequipa, aspecto locativo de dimensiones fundamental- La Paz, Cochabamba, Cuzco, Ambato, Quiza-
la segunda mitad del siglo XVIII, en la formación de grupos rebeldes contra las autoridades coloniales y en especial contra sus amos hacendados En la Costa Atlántica la mezcla de razas es la característica más importante de la región; en ella surgieron los negros, mulatos, zambos, mestizos, indígenas, peninsulares y criollos, quienes actuaron con decisión en la Independencia. En esta región, que asimiló el interés económico y sus costumbres con el mar, el comercio marítimo y el tráfico a través del río Magdalena, encontramos la mayor radicalización en el Nuevo Reino, entre patriotas y realistas. La provincia de Cartagena, la primera que declaró la independencia absoluta, se convirtió en el centro principal de la insurgencia contra España; y Santa Marta se convirtió en la meca del realismo en la Nueva Granada. Otras áreas que presentan rasgos regionales en el Nuevo Reino son: Neiva y Mariquita, una población triétnica con predominio mestizo; el área del Chocó, en donde se concentró la mayor parte de la población negra esclava, alrededor de las minas de oro y plata; y la región de los Llanos Orientales, de rasgos mestizos y mulatos, en donde se proyectó la guerra social de los sectores inferiores, instigados por Tomás Boves contra los mantuanos venezolanos, y la posterior vinculación de las masas llaneras a la Guerra de Independencia y en especial en la Campaña Libertadora de 1819.
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pincha, Santa Rosa, Simacota, Tunja, Mérida y otros (9). Un problema económicosocial que presentaba el Nuevo Reino en los finales del siglo XVIII era la decadencia de la producción minera y la crisis fiscal, según la cual, los pocos ingresos que se obtenían eran absorbidos, casi en su totalidad, para los gastos internos de la Colonia y entre ellos el pago de la burocracia; esto significa que los recursos fiscales del Nuevo Reino, muy poco beneficiaban a la Corona española, lo cual hizo necesaria la reforma (10). El visitador Gutiérrez de Piñeres publicó la Instrucción de los nuevos impuestos el 12 de octubre de 1780, en la cual se reglamentó la alcabala y el impuesto de la armada de Barlovento; y en la misma forma los impuestos de guías y tornaguías, con repercusión en los comerciantes. A los 10 días surgió la rebelión en Simacota y posteriormente en Mogotes y Charalá (17 de diciembre de 1780). Sin embargo, la gran conmoción revolucionaria se inició en Socorro el 16 de marzo de 1781, cuando el pueblo protestó contra los impuestos. Una cigarrera llamada Manuela Beltrán se encaminó al estanco, donde arrancó y rompió el edicto de los impuestos ante la aprobación de la multitud. Se exacerbaron los ánimos y se convocó al cabildo, que decidió suspender los odiosos impuestos (11). El movimiento socorrano se difundió en la región de Socorro, San Gil, Vélez y en la provincia de Tunja, de una gran densidad demográfica y de caracteres económicos comercial, minifundista y con parcelas distribuidas entre los pobladores descendientes de españoles y mestizos en su mayoría. Al pueblo comerciante, agricultor y pequeño industrial afectaba sobremanera la política de los nuevos impuestos, los cuales recaían en sus pequeñas compras y ventas. Los Comuneros proclamaron a Juan Francisco Berbeo como general del movimiento y a Estévez, Monsalve y Plata como capitanes comuneros, y decidieron marchar contra Santa Fe. En este movimiento de masas se alcanzó a reunir 20.000 hombres, la mitad de ellos indígenas, armados de machetes, macanas, picas y demás herramientas del campo. Las autoridades santafereñas acordaron nombrar una comisión negociadora con los Comuneros, suspender la reforma tributaria y fortificar la capital. A la comisión negociadora se unió el arzobispo Antonio Caballero y Góngora.
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En las Capitulaciones de Zipaquirá que los Comuneros negociaron con la comisión negociadora encontramos la defensa de las tradiciones jurídicas de los pueblos, el reclamo por la supresión y rebaja de impuestos, la libertad de cultivo, el libre comercio del tabaco, el mejoramiento de caminos y puentes, el acceso de los americanos a los altos puestos administrativos, la devolución de los resguardos a los indígenas, la devolución de las salinas a los indios, la supresión del cargo de visitador y el destierro de Gutiérrez de Piñeres y otras reformas fiscales, económicas, sociales y eclesiásticas. Las capitulaciones fueron anuladas al poco tiempo por las autoridades españolas y los dirigentes del movimiento fueron castigados. Uno de los caudillos populares que canalizó las aspiraciones del pueblo comunero, fue el mestizo José Antonio Galán, quien con su empuje revolucionario influyó en los pueblos de Villeta, Guaduas, Honda y Ambalema en el Valle del Magdalena, incitando a los pueblos contra las autoridades, repartiendo al pueblo los fondos de la administración de rentas, imponiendo elevadas multas a los vecinos acomodados contrarios a la rebelión, y ofreciendo la libertad a los negros esclavos, y aprovechando los movimientos de palenques y cimarrones en el Nuevo Reino. Aun cuando el movimiento de los Comuneros fracasó en el Nuevo Reino y fue apaciguado y reprimido en lo referente a José Antonio Galán y sus compañeros, es importante considerar que demostró las debilidades del gobierno español y "abrió el camino a posteriores rebeliones, ya conscientes de la problemática de la emancipación" (12). Estos movimientos populares del siglo XVIII son de esencia reformista económica y social, y sin lugar a dudas, se convirtieron en los prolegómenos de los alzamientos nacionalistas del siglo XIX. Un problema que presenta el estudio de la Independencia de Colombia, es la participación de los sectores populares o inferiores en la Revolución criolla de 1810, la cual culminó con la independencia absoluta respecto de la metrópoli española. En la mayoría de los países hispanoamericanos, la Revolución de Independencia aparece ante las masas como un asunto privativo de los peninsulares y criollos "blancos de nacimiento", o en algunos casos, como problemas de los amos.
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En el Nuevo Reino de Granada, la actuación de las masas populares ante la Revolución política de 1810 presenta varias tendencias: la patriota, la realista o fídelista en defensa del rey de España, la actitud indiferente, e inclusive la ignorancia de muchas gentes ante el hecho histórico. En un país incomunicado en su mayor parte con numerosas tribus indígenas que no tenían contacto con los núcleos civilizados, no puede pensarse en una difusión total de la idea de independencia y de los triunfos de los patriotas o de los realistas. Tenemos en cuenta, asimismo, la actuación de los indígenas, los negros y los mestizos ante la Independencia. La actuación de las masas populares en las ciudades del Nuevo Reino, ante la Revolución política de 1810, se puede analizar a través de sus actitudes independentistas en las ciudades de Santa Fe, Cartagena, Socorro, Pamplona, Cali y Mompós, entre las principales ciudades que expresaron su respaldo a la Independencia. El 20 de julio de 1810, las masas santafereñas se agolparon en la plaza principal, ante la reyerta del chapetón González Llorente y los criollos Morales, estimuladas por los chisperos revolucionarios y en especial por su líder popular José María Carbonell y estudiantes de los colegios del Rosario y San Bartolomé. La multitud actuaba en contra de la autoridad virreinal, los oidores y en general de los españoles, solicitando la prisión para algunos y la excarcelación de los presos condenados por las autoridades coloniales, entre quienes se encontraba el canónigo Andrés Rosillo. Las turbas santafereñas, como lo expone el sabio Caldas, en su Historia de la Revolución, no escucharon las voces de la Junta Suprema y se dieron al gran saqueo de la capital. Fueron asaltadas las casas de los oidores y de muchos españoles; liberaron al canónigo Rosillo, llevándolo en triunfo a la plaza; y, en general, se creó una verdadera situación revolucionaria. Carbonell y los chisperos revolucionarios decidieron convocar, en el barrio San Victorino, una reunión de los jefes de barrios, artesanos y estudiantes de avanzada, la cual se realizó el 22 de julio, y en donde se estableció una Junta popular revolucionaria, bajo la presidencia de Carbonell. Esta Junta popular mantuvo al pueblo santafereño en manifestación permanente y llevó su presión hasta cuando el 13 de agosto obtuvo la prisión del virrey Amar y Borbón y su esposa. Un día después los criollos santafereños dieron
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libertad al virrey y su esposa, facilitando su salida sigilosa de la capital. La Junta Suprema ejerció presión contra los amotinados, prohibiendo las manifestaciones y las reuniones de la Junta revolucionaria de San Victorino; y asimismo, llevando a la prisión al líder popular José María Carbonell y a los revolucionarios Joaquín Eduardo Pontón y Manuel García. Estas masas santafereñas se integraron a la acción revolucionaría del Precursor Antonio Nariño, en sus luchas por el centralismo alrededor de Cundinamarca (13). En la provincia de Cartagena, las masas populares presionaron para la declaratoria de la independencia absoluta en relación con la metrópoli española. La primera ciudad en el Nuevo Reino de Granada que declaró la independencia absoluta de España fue Mompós, de la provincia de Cartagena, el 6 de agosto de 1810. El pueblo momposino exigió la remoción de los cabildantes realistas en la noche del 5 de agosto, y aclamó a los criollos patriotas José María Salazar y José María Gutiérrez, rector del Real Colegio Universidad de San Pedro Apóstol de Mompós. El 6 de agosto el cabildo de Mompós se adhirió a la Junta Suprema de Santa Fe, declaró la independencia del Consejo de Regencia y proclamó su independencia absoluta de España y de cualquier otra dominación extranjera (14). Era cura párroco de la ciudad el presbítero Juan Fernández de Sotomayor, autor del célebre Catecismo o instrucción popular, publicado en 1814 y en el cual ofreció la argumentación para justificar la Independencia. El 11 de octubre de 1810 se erigió la provincia independiente y se designó la Junta Patriótica presidida por el doctor Gabriel Piñeres; en enero de 1811 Cartagena venció a Mompós y la ocupó; asimismo se convirtió la ciudad en un sitio estratégico para los realistas de Santa Marta y los patriotas (15). En la ciudad de Cartagena, las masas populares de mestizos, negros y mulatos presionaron a la élite criolla para culminar la independencia absoluta de la provincia. Un movimiento popular iniciado en el barrio de Getsemaní y en las principales calles de Cartagena hasta el palacio de gobierno, el cual fue acaudillado por los hermanos Gutiérrez de Piñeres, invadió el recinto del cabildo y presionó a la Junta de Notables, acaudillada por García de Toledo, para declarar la independencia de Cartagena en relación con España y cualquier otra nación del mundo, el 11 de noviembre de 1811. Las masas cartageneras,
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como las santafereñas, en sus actos de presión e inconformidad, expresaron sus sentimientos y anhelos por la obtención de una liberación anticolonial respecto de la metrópoli. Otras manifestaciones de descontento de las masas populares patriotas las encontramos en el pueblo del Socorro, revolucionario desde la Insurrección de los Comuneros, el cual, en la Revolución de 1810, depuso a las autoridades coloniales e integró su propia Junta de Gobierno; y en la reacción patriota contra el Régimen del Terror, organizó la guerrilla socorrana en favor de los insurgentes. En algunos lugares del Nuevo Reino, las masas populares manifestaron descontento cuando los criollos llegaron al poder. Diversos núcleos de indígenas vieron con desconfianza que la dirección gubernamental pasara a los criollos, sus enemigos de varios siglos, los dueños de las tierras y las riquezas, y de quienes mantenían continuas quejas a las autoridades coloniales y al lejano monarca que aparecía como el "Protector", a pesar de la distancia entre las colonias y la metrópoli. Tenemos en cuenta que, para las masas populares realistas, el problema no se planteaba en términos de defensa de la Colonia o la República- con la independencia, sino en términos de gobierno del Rey de España o de los criollos; y según las tendencias generales en Hispanoamérica, ante la revolución criolla de 1810, las masas indígenas prefirieron en su mayoría el realismo monárquico. Al analizar las actitudes populares de diversos grupos de indígenas, principalmente en las regiones de mayor concentración de esta población, encontramos una acentuada tendencia realista. En México, las tribus de Oaxaca y Chiapas, como también las de Guatemala, se manifestaron fieles al rey de España, porque creían firmemente que él era una figura protectora y paternal, pues los males no venían de esta venerada persona, sino de sus representantes, las autoridades coloniales. José Manuel Groot, en su obra Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada, afirma que en el norte del país se sorprendieron los patriotas al encontrar grupos de indígenas y campesinos llorando al conocer la noticia de que ya no había más rey (16). El rey se presentaba ante sus ojos como el protector ante la voracidad de los burócratas coloniales y los criollos; y como el símbolo del manteni-
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miento del orden. Con su pérdida, la paz dejaba de existir. Los indígenas realistas consideraban al rey como su protector y defensor natural, contra las aspiraciones subyugadoras de los criollos, dueños de las haciendas y buscadores de mano de obra barata para el trabajo en las haciendas. Ese amor al rey de España se unía a la fidelidad de la Iglesia católica, los dos elementos fundamentales en la afirmación del monarquismo en las masas populares y principalmente las indígenas. Algunos elementos realistas del clero, en los sermones y en los confesionarios; los obispos, en las pastorales y cartas religiosas; y los funcionarios españoles, en las órdenes políticomilitares, condenaron a los bandidos "patriotas", considerados como deicidas y regicidas, los mayores pecados endilgados a un hombre en países en donde la mayoría de la población era católica, tradicionalista y analfabeta. En el Nuevo Reino de Granada, las áreas indígenas partidarias del Realismo absolutista fueron Santa Marta y los pueblos en los alrededores de la Sierra Nevada de Santa Marta, los centros más importantes para los realistas en la Costa Atlántica y la sede del gobierno español en los años de la Primera República Granadina. En la misma forma, Pasto en la zona del sur, la tierra de los Quillacingas y Pastos, en una zona dependiente de Popayán, se convirtió en uno de los frentes del "Realismo absolutista" más importante del país. Los samarios, como los pastusos en el Nuevo Reino, en la misma forma que los cubanos, guatemaltecos, panameños, peruanos y uruguayos, presentaron una actitud realista de sujeción a las instituciones españolas y de defensa al Rey y a la Religión. La representación del cabildo de Pasto, del 13 de junio de 1814, dirigida al rey de España, es indicativa de la actitud fidelista de los indios del sur, y sobre todo de su especial actuación contra el Precursor Antonio Nariño. Así lo expresa el documento: «Los indios mismos, estos hombres degradados tan cobardes e incapaces de empresas grandes con el fusil en la mano, presentan con denuedo el pecho a las balas, y hace prodigios de valor. Que no haya en Pasto una pluma, como la de Ercilla. ¡ Ah!, el nombre de esos belicosos naturales se transmitirá a la posteridad con la misma gloria que se ha transmitido hasta nosotros los Araucanos...» (17).
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Los indios del sur integraron las guerrillas realistas del Patía que aparecen desde 1811, con la influencia del fraile Andrés Sarmiento, adicto a la causa del rey, y quien más ayudó a formar una conciencia realista en la región. El surgimiento de esta guerrilla comprende también algunos desaciertos de miembros de las tropas de Antonio Baraya, como fue el caso del teniente Eusebio Borrero, quien quemó el pueblo del Patía en 1811, cuando la expedición cundinamarquesa marchaba a Pasto, con el argumento de un castigo a las gentes por el ocultamiento de provisiones. Así surgieron las emboscadas a las fuerzas patriotas, propinadas por la guerrilla realista al mando del mulato Juan José Caycedo. Esta reacción realista en la región del Patía se observa también en la guerrilla del indio Agualongo, quien tuvo mucho que dar a los ejércitos patriotas colombianos en sus esfuerzos por irradiar la emancipación en todas las regiones. Al igual que los indígenas del sur del Nuevo Reino, los indígenas de Santa Marta actuaron decididamente en defensa del rey y de las autoridades virreinales que enfrentaron el fídelismo realista a la revolución de la Independencia. Durante la Guerra de Independencia, las autoridades virreinales en el exilio, los enemigos de la revolución y los desterrados, se dirigieron a Santa Marta, Panamá y La Habana, desde donde se fijaron las tácticas realistas del enfrentamiento a la insurgencia patriota. Los indígenas de los alrededores de Santa Marta se manifestaron defensores de su Rey y de la Religión. Una actitud que refleja su posición realista la encontramos en 1813, cuando los indígenas de Mamatoco y Bonda, encabezados por el cacique Antonio Núñez y acompañados por los emigrados de Santa Marta, se enfrentaron a las fuerzas patriotas de Pedro Labatut, a las cuales derrotaron con bizarría y denuedo. Conocedor el Pacificador Morillo del heroísmo realista del cacique Antonio Núñez y de los indios de Mamatoco en su rechazo a Labatut, dictó el decreto del 25 de julio de 1815, mediante el cual asignó la medalla de oro de la fidelidad al cacique. En el anverso de la medalla, grabado el busto del rey, y en el reverso, la inscripción "A los fieles y leales al Rey", la cual podría colocarse al lado izquierdo del pecho, pendiente de una cinta roja. Posteriormente, el rey le reconoció el derecho de heredar el cacicazgo y el grado de capitán.
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Cuando el capitán general Francisco Montalvo intensificó la defensa de Santa Marta, los indígenas cercanos a la ciudad recibieron armas para ayudar a la defensa de la provincia. Algunos grupos aprovecharon este armamento para saquear las propiedades de los latifundistas, con el pretexto que eran jacobinos o disidentes. En carta que escribió Montalvo al secretario del Estado don José Limonta el 21 de agosto de 1813, le expresó que a pesar de los excesos, no se atrevía castigar a los indígenas, porque era admirable su decisión contra los insurgentes. Esa fidelidad monarquista de los indios samarios fue recompensada por el gobierno español, teniendo en cuenta las diversas solicitudes para el mejoramiento de la provincia. Los indígenas de la región pidieron que se les limitaran las contribuciones rebajando a dos los cuatro pesos que estaban pagando. El rey de España les concedió la rebaja de un peso, gracias al alegato del fiscal, aprobado por el Consejo, en el cual se sostenía que era más considerable el servicio que esos indígenas habían prestado a S. M., que el perjuicio que las cajas reales pudieran sufrir con la rebaja (18). La culminación de la revolución de Independencia impulsó el interés de los patriotas hacia la rendición de Santa Marta, pues de allí se liberaría en definitiva la Costa Atlántica y se proyectaría la libertad de Maracaibo. Los habitantes de Santa Marta y los indígenas de Mamatoco y pueblos vecinos se prepararon para la defensa ante la ofensiva de los patriotas. Una de las defensas fue organizada por los indígenas de San Juan de la Ciénaga o Sabanas, quienes con el resto de la población se enfrentaron a las tropas del coronel José Padilla y la división de Carreño. Los indios realistas después de su ataque frontal, se desordenaron y perecieron al filo de las lanzas. Más de 400 cadáveres de indígenas quedaron tendidos en el pueblo de San Juan; se atestigua así el indomable valor de sus belicosos habitantes y el furor con que se hacía la guerra (19). Si bien es cierto que la mayoría de los núcleos indígenas era realista, no podemos olvidar las masas indígenas en favor de los patriotas, y entre ellas, los indios Paeces en 1811. Gracias a la actividad insurgente del cura Andrés Ordóñez, quien preparó el ambiente de la provincia de Neiva contra el gobernador Tacón en Popayán, se logró la atracción de los indios Paeces a la causa de la Independencia, la cual obtuvo
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magníficos resultados al lograr que el cacique Gregorio Calambas y su tribu abrazaran la causa revolucionaria y colaboraran con los patriotas de esta región. El análisis de las actitudes populares en la revolución de Independencia, no podemos de dejar de considerar la ignorancia de las mayorías indígenas aisladas en la Amazonia, los Llanos, el (Socó y otras áreas del Nuevo Reino. Ellos permanecieron ignorantes de los acontecimientos de la emancipación; sumados a éstos, consideramos asimismo los indiferentes de las aldeas y áreas rurales, para quienes este acontecimiento importó muy poco en su vida de pasividad cotidiana. Otro de los sectores populares que actuaron en la Independencia fue el de los negros esclavos en su lucha contra la esclavitud. En la segunda mitad del siglo XVIII los negros esclavos presentaron el problema de las continuas rebeliones de palenques y cimarrones, lo que se convirtió en el Nuevo Reino de Granada en una verdadera guerra social de los esclavos contra los amos Los negros fueron un buen pasto para las propagandas revolucionarias de los criollos contra el régimen español, contra el cual intervinieron siempre como fuerza activa. Cuando el español avivó también en ellos el odio de razas, el esclavo y el negro liberto tomaron posiciones contra la Independencia y en especial contra los criollos. Esto significa que la actitud de los negros ante la Independencia, estuvo de acuerdo con su interés de liberación de la esclavitud; cuando ésta fue ofrecida por los criollos granadinos, los negros participaron en los ejércitos patriotas; y cuando fue ofrecida por los peninsulares españoles, ingresaron con fervor en los ejércitos realistas. Una de las medidas políticas de los realistas de Popayán para atraerse a los sectores inferiores, con el fin de preparar en 1811. la resistencia a las fuerzas patriotas de Cundinamarca, la tomó Miguel Tacón cuando mediante la revolución del ayuntamiento de Popayán, fechada el 24 de marzo de 1811, se acordó la libertad de los esclavos que tomaran armas en favor del rey. Un grupo de negros se sublevó contra los amos en las provincias del Reposo y Micay, lo cual hizo que las gentes de Iscuandé solicitaran ayuda a la Junta Patriótica de Popayán. Cuando Tacón fue derrotado en Iscuandé, Barbacoas proclamó la independencia y los 400 negros esclavos de
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Micay que se acercaban a Iscuandé por los esteros, regresaron a los reales de minas, tan pronto supieron que el amo Tacón había sido totalmente destruido. Un oficio de Miguel Tacón al virrey de Santa Fe, escrito en Lima el 26 de mayo de 1812, expresa la actitud realista de los negros en la Costa y el distrito de Popayán. Dice así: "Los negros de la Costa y distrito de Popayán nunca han sido en favor de sus amos, por considerarlos enemigos del rey; al contrario, se han ofrecido siempre a defender al gobierno" (20). El Pacificador Pablo Morillo y otros militares de la Reconquista, para atraerse a los negros a la guerra contra los patriotas, les ofrecieron la libertad de la esclavitud. Desde Ocaña, Morillo dictó el decreto del 24 de abril de 1816, por medio del cual otorgaba la libertad a los esclavos que denunciaran o presentaran algún cabecilla o jefe revolucionario, inclusive a sus amos. Esta medida realista atrajo a muchos negros para integrar los ejércitos en defensa del rey. Entre los patriotas granadinos encontramos también algunas medidas oficiales para atraerse a las masas negras a la defensa de la Independencia. En la Constitución de Cartagena en 1812 se prohibió el tráfico de negros y se consideró necesaria la protección estatal a los esclavos, proyectando la creación de un fondo de manumisión. Fue en el Estado de Antioquia donde, con la influencia de su gobernante don Juan del Corral, se expidió la ley 20 de abril de 1814, mediante el cual se dio libertad a los hijos de los esclavos que nacieran a partir de la sanción de la ley. El Libertador Simón Bolívar luchó por la libertad de los esclavos, como único medio de consolidar la Independencia. Después de sus contactos con Alejandro Petión en Haití, el Libertador expedió en junio de 1816, su primera proclama de liberación de los esclavos y la iniciación de una lucha permanente que culminó en su primera etapa en el Congreso de Cúcuta en 1821 en la Libertad de partos y en las leyes de manumisión. Algunos españoles canalizaron la tensión de las masas negras mestizas contra los criollos. En Venezuela, Tomás Boves capitalizó un movimiento social contra los mantuanos dueños de los grandes latifundios: "Contra los blancos y sus haciendas" era el estribillo de Boves en esta guerra social; con estas masas de negros, mula-
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tos y mestizos, Boves derrotó a Bolívar y las fuerzas republicanas; sin embargo, esas mismas masas populares fueron absorbidas y aleccionadas por José Antonio Páez en los Llanos colombovenezolanos, precisamente las mismas masas llaneras que contribuyeron a decidir el éxito de la Campaña Libertadora en 1819 y las campañas militares venezolanas. Uno de los momentos en el proceso social de las masas en la Independencia, fueron los años del Régimen del Terror y la Guerra de Independencia entre 1816 y 1819. Los sectores populares se incorporaron a la causa patriota, a medida que fueron adquiriendo una conciencia popular sobre la Independencia y la liberación anticolonial. En otros casos, se incorporaron a los ejércitos realistas y se enfrentaron a los patriotas. Sin embargo, la mayor tendencia la presenta la causa patriota; el propio Pablo Morillo admitía que en la Nueva Granada las gentes eran adversas a las tropas del rey. Y si la táctica fue la represión a los patriotas, el pueblo granadino se defendió en las guerrillas populares, llamadas por los realistas "grupos de bandidos" o ladrones. Fueron las guerrillas granadinas las que ayudaron a los patriotas en la Campaña Libertadora en el Pantano de Vargas y en el Puente de Boyacá; una de ellas impidió al español Latorre salir de Cúcuta con el fin de reforzar el ejército de Barreiro, cortando la comunicación realista con el interior del Nuevo Reino. Otra guerrilla popular del Socorro se unió al ejército libertador que cruzó el Páramo de Pisba; asimismo, otras se localizaron en Villa de Leyva y Chiquinquirá, fortaleciendo el apoyo popular independentista contra los realistas. Entre las guerrillas populares que se destacaron en la culminación de la independencia de la Nueva Granada, señalamos las siguientes: La guerrilla de La Niebla, acaudillada por los hermanos Juan y Miguel Ruiz, e integrada por gentes del Socorro y la provincia de Tunja; operó en la región comprendida desde Vélez hasta Zapatoca. La guerrilla de los Almeida, acaudillada por los hermanos Ambrosio y Vicente Almeida y por el guerrillero Juan José Neira; esta guerrilla, compuesta por más de 300 hombres, operó en la región de Chocontá, Valle de Tenza y Norte de Cundinamarca. La guerrilla de Zapatoca, desarrolló actividades entre Socorro y el río Magdalena; destacamos asimismo la guerrilla de Guapotá, la guerrilla de La Aguada, la gue-
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rrilla de Oiba, la guerrilla de Chima, la guerrilla de Aracota, la guerrilla de Guadalupe, las guerrillas de Simacota, la guerrilla de Onzaga, la guerrilla de Charalá, la guerrilla de Coromoro, la guerrilla de Hatillo o de los Santos, costeada en su mayor parte por la señorita Antonio Santos Plata. Numerosos guerrilleros de las regiones de oriente y del centro del Nuevo Reino, se sumaron al ejército libertador en la Campaña Libertadora, especialmente en la provincia de Tunja (21). Con los guerrilleros destacamos también la participación de los campesinos; encontramos, por ejemplo, una verdadera romería en Socha llevando víveres, frazadas y caballos para el ejército libertador; muchas camisas femeninas que dieron las mujeres en el templo de Socha, así como ropa masculina, sirvieron a los hombres que lucharon en el Pantano de Vargas y Puente de Boyacá. Numerosos campesinos boyacences de tierra fría se convirtieron en aguerridos soldados en la Campaña Libertadora, supliendo las bajas en el paso de los Andes. Un ejército popular se formó en la provincia de Tunja en torno del Libertador Simón Bolívar y el ejército libertador; las gentes salían de las aldeas y de los campos y se integraban a las tropas republicanas, recibiendo instrucciones en la marcha y en la acción. Y hasta los mismos dirigentes realistas mencionaban las condiciones campesinas y miserables del ejército patriota. El apoyo del clero criollo de los pueblos de la provincia de Tunja fue decisivo en el triunfo patriota y en las actitudes populares ante la culminación de la Independencia. El virrey Juan Sámano expresó en unas de sus cartas que si se mandaran los curas sospechosos a Bogotá, "no quedaría en Tunja ni media docena de curas" (22). Y el apoyo popular, según las investigaciones del historiador Juan Friede, fue decisivo en el ejército libertador en Boyacá; Bolívar, en una carta que le envió a Francisco Antonio Zea desde Tasco, le dijo lo siguiente: «Los españoles temen no solamente al ejército sino al pueblo que se manifiesta extremadamente afecto a la causa de la libertad» (23). En la misma forma se lo manifestó el jefe realista José María Barreiro al virrey Sámano, sobre el carácter popular del ejército patriota, así: «Esta reunión nada importa a las tropas de mi mando, pues se hallan convencidas que la mul-
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titud no hace la guerra sino que constituye un desorden de los buenos soldados» (24). La actitud popular de la Campaña Libertadora de la Nueva Granada, no fue general en la culminación de la independencia de la Gran Colombia, como lo manifiesta la provincia de Tunja. Así, vemos que hubo gran resistencia popular realistas en las guerrillas del Patía y en especial la del indio Agualongo, que enfrentó una fuerte reacción al ejército patriota. El general O'Connor, del ejército libertador, que luchó en Ayacucho, escribió en sus Memorias que de los 12.600 hombres que formaban el ejército realista del virrey Laserna, solo 600 eran españoles y los demás indígenas y mestizos americanos, lo cual indica el grado de sumisión al monarca español por parte de los estamentos inferiores en el Perú y Alto Perú. La revolución de Independencia no trajo un cambio radical en los estamentos inferiores y en especial en los indígenas acostumbrados a las seguridades sociales que les proporcionaba el Resguardo y la protección del monarca español, frente a las ambiciones de los peninsulares y criollos propietarios de las haciendas. La mentalidad colectivista de los indígenas, estimulada en el trabajo comunitario de los resguardos, se enfrentó a la mentalidad individualista de los criollos, para quienes la libertad se convertía en meta de la Independencia. La libertad individual que defendieron los criollos en la Independencia, consideró indispensable la declaratoria de libertad individual para el indígena y la destrucción de los resguardos que limitaban esa libertad. Mediante el decreto del 5 de julio de 1820, el Libertador Bolívar dispuso lo siguiente: "Se devolverán a los naturales como propietarios legítimos, todas las tierras que formaban los resguardos, según sus títulos cualquiera que sea el que aleguen para poseerla los actuales tenedores" (25). Esta idea de Bolívar se proyectó en la ley del 11 de octubre de 1821, la cual refleja el pensamiento de los criollos que actuaron en el Congreso de Cúcuta. Según esta ley, se estableció en Colombia la igualdad del indígena con todos los derechos y deberes de los demás ciudadanos Ubres; asimismo, la repartición de las tierras de los resguardos entre todas las familias de los indígenas, en proporción a los miembros de cada una y a la extensión del terreno. Esta | ley grancolombina destruyó las antiguas comu-
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nidades indígenas de los resguardos y constituyó una nueva estructura de la propiedad privada de la tierra, de la cual surgieron los minifundios o pequeñas propiedades campesinas. Esta medida de igualdad ante la ley para los indígenas se volvió contra ellos, puesto que se suprimió el estatuto de protección contra los abusos de los criollos y colonos, quienes necesitaban mano de obra barata en un mercado libre, y la compra de tierras a los pequeños propietarios para aumentar los latifundios. Esto nos indica que el igualitarismo jurídico no respondía a la realidad social de los años de culminación de la Independencia, y que ésta no supuso ninguna modificación fundamental en los sectores populares. La élite criolla en lucha por la emancipación En la estructura social del Nuevo Reino en los finales de la Colonia aparece, en el estamento superior, el criollo o español americano. Es el hijo directo del español peninsular y sin ninguna mezcla con otra raza; pero con el atributo, para unos, o pecado, para otros, de haber nacido en América: mancebo de la tierra, o manchado de la tierra. Es una distinción fundamentalmente "geográfica", basada en las circunstancias de haber nacido en las Indias; hecho negativo que la subordinaba respecto de sus padres, los nacidos de la Península, o "chapetones". Esta escisión entre chapetones y criollos se manifiesta desde el siglo XVI, cuando se habló de blancos procedentes de la Madre Patria, puros y sin mancha; y de blancos nacidos en la Indias, con el pecado original de haber nacido en esta tierra inferior a la europea. Los criollos se consideraron hijos de los descubridores y primeros pobladores de estas tierras y defendieron sus derechos para ser preferidos ante los peninsulares recién venidos e involucrados en la burocracia colonial; o sea, contra los nuevos ricos que obtenían sus riquezas en las Indias y anhelaban regresar a la metrópoli para disfrutarlas. En los tres siglos del coloniaje, el criollismo fomentó un espíritu de rebeldía contra "el mal gobierno" de las autoridades coloniales. Es la proyección del descontento de los conquistadores y sus hijos, contra las disposiciones reales lesivas a sus intereses y contra las actitudes represivas de los burocrátas coloniales; este descontento se manifestó en las "rebeliones" y "motines", como los iniciales de Lope de Aguirre
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y Alvaro de Oyón. El primero daba al rey el título de tirano y defendía su posición de rebelde en nombre de los conquistadores, verdaderos dueños de estas tierras. Alvaro de Oyón, en la provincia de Popayán, encabezó la rebelión de 1553 contra las autoridades coloniales; él se llamó asimismo general de la libertad en lucha. Las tensiones de los americanos se manifestaron también contra los impuestos, y en especial la alcabala, causa de los problemas desde finales del siglo XVI. En 1590 el cabildo de Tunja rechazó la real cédula sobre "las alcabalas", por considerarla nociva contra los intereses de la ciudad. En el proceso que se siguió sobre este movimiento rebelde, se conocieron algunas expresiones de las gentes contra el monarca español: «Que el monarca no tenía nada en aquella tierra porque sus padres (los encomenderos) la habían ganado a su costa y derramado su sangre, y que si algún derecho tenía el monarca lo había perdido con las imposiciones puestas a su nombre... Que la ciudad de Tunja no recibiría ni pagaría la alcabala» (26). Otra rebelión americana la encontramos en la ciudad de Vélez en octubre de 1740, contra los tributos y contribuciones que pesaban sobre los colonos y contra el corregidor de Tunja, don Juan Bautista Machín Barrera. Asimismo, una manifestación de la inconformidad social de los criollos se evidencia en los hechos de Cali en 1743, cuando en el cabildo se enfrentaron los criollos hacendados, encabezados por la familia Caycedo, contra los chapetones, encabezados por la familia Soto; los primeros fueron apoyados por las masas caleñas que irrumpieron en el cabildo, las cuales fueron apaciguadas por las autoridades coloniales. Desde finales del siglo XVII se advierte en las colonias americanas una autosufíciencia colonial y una primigenia emancipación económica, manifestada esta en el fortalecimiento de la actividad económica interna en las colonias y en la producción de autoabastecimiento y autoconsumo. Los criollos aparecen como propietarios de las "haciendas" y poseedores de las riquezas, esclavos, indígenas asalariados y cultivadores de la Ilustración, pero alejados del poder político, el cual se encontraba en los peninsulares, representantes de la "burocracia colonial". Muy pocos criollos tenían acceso a los altos cargos públicos, con excepción de los cabildos o en algunos puestos de menor trascendencia,
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en lo fiscal, jurídico, o en las incipientes milicias coloniales. La política borbónica del Reformismo y la centralización en el siglo XVIII, chocó con la incipiente emancipación económica que se estaba fortaleciendo en el anterior siglo de los "Austrias Menores". Los monarcas ilustrados, principalmente Carlos III, pretendieron detener la emancipación de la autosufíciencia de las colonias y estimularon la dependencia colonial, entendida como un nuevo imperialismo que se proyectaba sobre las colonias: centralización políticoadministrativa, organización del fisco mediante la imposición de nuevos impuestos, expansión del comercio ultramarino, mejora en las comunicaciones, nuevos programas de colonización internas y nuevas pautas para acelerar el desarrollo económico de las colonias, pero con la dirección centralizadora de la metrópoli española. Los criollos granadinos, ante el empuje del nuevo imperialismo colonial, fueron conscientes de su situación y criticaron a la potencia metropolitana. El sabio Francisco José de Caldas, en su Plan razonado de un cuerpo militar de ingenieros mineralógicos en el Nuevo Reino de Granada, expresó esta idea: «Es un país sin industria, con poca población y mirado como colonia, tal como el Nuevo Reino de Granada, para que su metrópoli haga con él un comercio ventajoso y útil, se requiere que se le faciliten los medios de adquirir numerario con qué pagar los efectos que se traen para su consumo...» (27). Esta idea de "dependencia" es indicativa del pensamiento de los criollos sobre el sistema establecido por la metrópoli española en su imperio de ultramar; un sistema que ligaba a las colonias con el Estado central o metrópoli, sostenido por la burocracia colonial. Las críticas a la centralización metropolitana de los Borbones, al sistema de dependencia colonial y a la burocracia española, se convirtieron en los argumentos de crítica contra la opresión española, esgrimidos por los criollos. Los criollos granadinos criticaron la opresión en el coloniaje; el régimen despótico de los burócratas españoles; el tráfico de influencias y el nepotismo; el papeleo burocrático y la dilación en las decisiones para el cumplimiento de las leyes; y el problema de la enorme distancia entre las colonias y la metrópoli.
El proceso político, militar y social de la Independencia
La rivalidad entre españoles peninsulares y los criollos se hizo cada vez más fuerte y sistemática en el siglo XVIII, cuando en el Nuevo Reino se manifestaron actos de descontento y rebeldía de los criollos que ya se consideraban dueños de esta tierra, o americanos, como asimismo se llamaron, contra los foráneos "chapetones". Recordamos la observación que hizo Humboldt en los últimos años del siglo XVIII, cuando comentó que "los criollos prefieren que se les llame americanos". El virrey Francisco Montalvo, en su Relación de mando de 1818 en la Nueva Granada, destacó la rivalidad entre criollos y peninsulares, como una de las causas de la Guerra de Independencia, así: «No puedo menos de indicar a V. E. una, que juzgo ser la principal, y es la de esa odiosa distinción entre americanos y europeos, que viene casi con la conquista de estos países, y se sostiene contra lo que piden los intereses del soberano» (28). El demeritamiento de los criollos hecho por los peninsulares, se convirtió en una fiebre o complejo de inferioridad que conduciría a una fuerza de superación del criollo respecto del peninsular. El choque en realidad no era de raza, pues chapetones y criollos eran "todos una raza" con el ligamento a la Madre Patria; los peninsulares directamente y los criollos por la línea de sus padres o ancestros; el problema fundamentalmente era de carácter geográfico, por el hecho de nacer en América: y he allí la inferioridad de lo americano ante lo europeo. La profunda división de la sociedad granadina entre criollos y peninsulares llegó a su rompimiento formal en la última década del siglo XVIII, a raíz de los procesos de 1794: la publicación de los Derechos del hombre por el criollo santafereño Antonio Nariño; el proceso de los pasquines contra los estudiantes; y el proceso contra los conspirados. La sociedad granadina presentaba una división profunda entre los criollos americanos y las autoridades españolas. Algunos hechos de persecución a los conspiradores hicieron temblar al grupo criollo: búsqueda de libros sospechosos y prohibidos y largos interrogatorios y detenciones a los conspiradores criollos. Surge así la iniciación formal de la etapa de la pre revolución, en la cual tuvieron gran importancia los cabildos, en donde se encontraba la flor y nata del grupo criollo.
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El criollo del Nuevo Reino de Granada se sintió denigrado ante la superioridad del peninsular; resentido, explotó en la segunda mitad del siglo XVIII y planeó, organizó y realizó la independencia definitiva de la metrópoli. Estudió el ambiente americano, escudriñó todas sus riquezas y atributos, y realizó serios estudios, como los del sabio Francisco José de Caldas, para demostrar a los denigradores del medio los grandes atributos de América respecto de Europa. Surgió así un sentimiento de "Patria" desde el punto de vista del nacimiento geográfico para el americano: una patria que necesitaba defensa y separación de la Madre España. El naturalismo de muchos, el idealismo político de otros y la fe en el destino de estas tierras, condujo a fomentar y supravalorar el "orgullo de lo americano"; el amor a la tierra que nos vió nacer; y el apego de las costumbres y tradiciones. Este orgullo era geográfico de nacimiento, pero no de descendencia racial, pues no se consideraron descendientes de los aborígenes, ni de los negros, sino "descendientes directos de los españoles", pero con derechos de libertad e independencia de la Madre Patria. En el célebre Memorial de agravios del Cabildo de Santa Fe a la Junta Central de España, se consigna el pensamiento del criollo granadino, como grupo del estamento superior; así expresa el memorial escrito por el criollo Camilo Torres en 1809: «Las Américas, señor, no están compuestas de extranjeros a la nación española. Somos hijos, somos descendientes de los que han derramado su sangre por adquirir estos dominios a la Corona de España... Tan españoles somos, como los descendientes de don Pelayo, y tan acreedores por esta razón, a las distinciones, privilegios y prerrogativas del resto de la Nación...»(29). Esta idea de Torres es la más expresiva del criollismo granadino que aun cuando supone una postura antihispánica, en cuanto se refiere a la ocupación de cargos administrativos y al ansia de poder político total, defiende su ascendencia de los primeros pobladores. No habla en nombre de los naturales indígenas, pues son escasos; ni tampoco en nombre de los negros, ni de las castas. Torres habla en nombre de los criollos que buscan la igualdad con los peninsulares; la igualdad en América y la metrópoli española en aquellos años de crisis monárquica, cuando las autoridades representativas de la monarquía española avivaron el sentimiento la
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igualdad entre las colonias y la metrópoli, y los criollos alegaron sobre la falta de igualdad en la representación ante la Junta Central. Así lo dice el Memorial de agravios: «¡IGUALDAD! ¡Santo derecho de la igualdad! Justicia que estribas en esto, y en dar a cada uno lo que que es suyo; inspira a la España europea estos sentimientos a la España americana; estrecha los vínculos de esta unión; que ella sea eternamente duradera, y que nuestros hijos, dándose recíprocamente las manos de uno a otro continente, bendigan la época feliz que les trajo tanto bien. ¡Oh! Quiera el cielo oír los votos sinceros del Cabildo, y que sus sentimientos no se interpreten a mala parte! ¡Quiera el cielo que otros principios y otras ideas menos liberales, no produzcan los funestos efectos de una separación eterna!». Un escrito del español Gaspar de Jovellanos en agosto de 1811, consigna la idea que se tenía en España sobre la participación del criollo en la emancipación: «Tengo sobre mi corazón la insurrección de América -expresa Jovellanos-...No son los pobres indios los que la promueven; son los ESPAÑOLES CRIOLLOS, que no pelean por sacudir un yugo... sino por arrebatar un mando que envidian a la metrópoli... Se trata de una escisión, de una absoluta independencia, y sobre esto es la lucha" (30). Los criollos granadinos representan el grupo ilustrado en la segunda mitad del siglo XVIII; es la élite intelectual formada en el Colegio del Rosario y en el Colegio de San Bartolomé en Santa Fe de Bogotá; asimismo, en el Seminario de Popayán y en los principales colegios de Tunja, Cartagena y demás instituciones educativas del Nuevo Reino, en donde se formaron los precursores, ideólogos y libertadores de Colombia. Su vigencia social se adscribe a su ideario y aspiraciones de emancipación y en la búsqueda de un sistema político aplicable a la nueva situación. Planear, organizar y realizar la independencia de estas colonias en relación con la metrópoli española; hacer las primeras constituciones, organizar los ejércitos y recibir el mando político de sus padres los españoles peninsulares, se convirtió en el problema principal de sus años de vigencia. Entre los criollos patriotas de la Nueva Granada destacamos a los proceres, pertenecientes a las tres generaciones criollas de la Independencia: la Generación precursora, la Generación
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heroica y la Generación fundadora o de los caudillos; en general, gentes que nacieron entre 1760 y 1805, y cuya vigencia social la encontramos en la primera mitad del siglo XIX. Distinguimos los siguientes: Antonio Nariño (El Precursor), Pedro Fermín de Vargas, Camilo Torres, Francisco José de Caldas, José Félix de Restrepo, Joaquín Camacho, Francisco Antonio Zea, Frutos Joaquín Gutiérrez, Ignacio de Herrera, Miguel de Pombo, José Fernández Madrid, Juan del Corral, José Manuel Restrepo, José María del Castillo y Rada, Francisco de Paula Santander, Tomás Cipriano de Mosquera, José María Obando, José María Córdoba, José Ignacio de Márquez, y otros. En estas generaciones surgió la figura del Libertador Simón Bolívar, quien con el núcleo de militares venezolanos y entre ellos José Antonio Páez, Antonio José de Sucre, José Antonio Anzoátegui, Carlos Soublette, y otros, imprimieron la fuerza militar con que culminó la Guerra de la Independencia. En el análisis de los criollos granadinos como grupo social, se observan claramente las aspiraciones de una élite que persigue ascenso y poder en el estamento superior de la Colonia. Una élite formada en las ideas de la Ilustración y consciente de la necesidad de adaptar el sistema democrático para la estructura nueva de estos países. De un grupo que aspiraba a una mayor participación política administrativa y económica, y que luchó contra los "chapetones", representados fundamentalmente en la decadente burocracia española, que aparece como nervio central de su ataque. La presión social de la élite criolla condujo sus fuerzas a buscar el poder, la liberación del gobierno español y la anulación de la preponderancia de los europeos. Algunos de ellos, "la élite intelectual" o grupo de criollos letrados, se presentan como los ideólogos de la revolución, entusiasmados en la elaboración de la estructura del nuevo Estado a través de su Constitución y de sus leyes. Otros, los criollos comerciantes y artesanos, que integraban la incipiente "burguesía mercantilista" buscaron la libre empresa, la libre competencia, la libre contratación y el establecimiento del liberalismo económico y político. Sus aspiraciones concretas más inmediatas, fueron las de llegar a adquirir los derechos para comerciar sin trabas con otras naciones; la eliminación de toda reglamentación y la esperanza de llegar a aumentar sus riquezas con la apertura de los puertos americanos al tráfico
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con todas las naciones. Este grupo comerciante y artesano hizo crisis al iniciarse la vida independiente, pues el atraso técnico, la avalancha de comerciantes extranjeros y la competencia de los productos ingleses, hicieron fracasar sus aspiraciones iniciales. Surgió así la influencia de la burguesía inglesa, fuerte y poderosa, que inició enseguida el transporte de las materias primas requeridas por la industria europea y la importación de sus mercancías elaboradas, que dieron lugar al nuevo imperialismo económico, dirigido ahora por Inglaterra, la nueva órbita que arrebató el poderío colonial a la decadente España. Otro grupo criollo aparece en la élite que vivió la coyuntura independentista; es la "aristrocracia rural", compuesta por los criollos terratenientes, hacendados, propietarios de los grandes latifundios. Algunos de ellos colaboraron con los patriotas y otros con los españoles peninsulares, como reflejo de defensa y protección de sus propiedades. Es el grupo partidario, del orden, que más adelante, en la década posterior a la disolución de la Gran Colombia, colaboró en la contrarrevolución. Un análisis de la élite criolla granadina después de la Independencia, precisamente la "élite caudillista" del siglo XIX, nos refleja la siguiente radiografía social: surgida de la gesta emancipadora aparece la "élite militar" de los "libertadores", quienes se enfrentaron al gobierno español en la Guerra de Independencia, se propusieron romper los moldes monárquicos coloniales, transformar las colonias en repúblicas libres y abrir la rigidez de la sociedad estamental colonial hacia una nueva sociedad en donde los hombres tuvieran iguales derechos y oportunidades. La Guerra de Independencia trajo consigo la eliminación del grupo español peninsular. Muchos de ellos murieron en la guerra; otros se refugiaron en Cuba, Puerto Rico y demás islas de las Antillas; y otros adoptaron la nueva ciudadanía. Todos los españoles de la alta burocracia colonial fueron destituidos de sus privilegios y preeminencias y la mayor parte emigró a España.
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del Nuevo Reino de Granada. Estos reflexionaron sobre la decadencia de España, patentizada en el atraso de la metrópoli y sus colonias; el fracaso del afán mercantilista español, expresado en ese deseo de riqueza y obtención de oro, que en vez de beneficiar a la metrópoli y sus colonias, benefició a las demás naciones europeas. Los criollos criticaron el monopolio comercial;'el establecimiento de un sistema asfixiante de impuestos; la multiplicidad de trabas en el comercio, la industria, la agricultura y demás actividades económicas; la pésima administración de la hacienda pública; la escasez de mano de obra para las minas y las haciendas; el aumento del contrabando y, en general, toda la problemática económica española, que repercutía en las colonias americanas. Uno de los ataques de los criollos granadinos se proyectó en el problema del comercio colonial. Se atacó el sistema del monopolio comercial, por el cual el comercio exterior de las colonias se presentaba sometido a un control estricto por parte de las autoridades, y con toda clase de limitaciones. Este comercio se hizo fundamentalmente con Sevilla y con algunos puertos americanos y sólo se realizaba durante ciertas épocas del año y con barcos protegidos militarmente. España proporcionaba productos industriales y, por su parte, las colonias suministraban el oro, la plata, y las materias primas. Las colonias debían pagar grandes cantidades de oro y plata por las mercaderías que importaban desde España, la mayor parte traídas de Inglaterra, Francia, Holanda, y otras naciones de Europa que recibieron en realidad el oro que se exportaba de las colonias. El siglo XVIII de las reformas borbónicas muestra algunas tentativas españolas por diversificar la economía de las colonias y abrir el comercio interprovincial. Pero ante estos esfuerzos, surgieron los problemas económicos en la metrópoli y en las colonias; en primer lugar, por las barreras proteccionistas creadas por el mercantilismo en los principales mercados europeos; y en segundo lugar, por la incapacidad de España para abastecer a las colonias con los productos manufacturados. Las críticas a la economía colonial La actitud de las colonias ante el problema comercial se manifestó en el siglo XVIII por dos La segunda mitad del siglo XVIII y los pri- tendencias; primera, fortaleciendo la producción meros años del XIX en la manifestación de la interna de los artículos que necesitaban y que crisis del Imperio español, motivaron una crítica España no podía abastecer; y segunda, buscando a la economía colonial por parte de los criollos la salida a los mercados internacionales, aun
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colas, así como de los artículos europeos que eran objeto del comercio peninsular. Por ello España aparecía para los criollos como la metrópoli que impedía a toda costa la producción de las colonias. "España no ha permitido fomentar la producción en sus colonias", es el argumento económico principal en el documento Motivos de la revolución de 1810, escrito por los criollos Camilo Torres y Frutos Joaquín Gutiérrez. Otra de las principales fuentes de ingresos económicos en el Nuevo Reino fue el tabaco, cuya producción se quiso racionalizar para beneficio del fisco real. Tenemos en cuenta que en el Nuevo Reino, en los finales del siglo XVIII, el 20% de los recaudos del gobierno provenían del tabaco. Se presentaba como un verdadero monopolio que controlaba no solamente los terrenos, sino los agricultores que lo debían cultivar; por ello se advierten numerosas protestas en el Nuevo Reino, principalmente en la provincia de Tunja, Socorro, San Gil y Pamplona, ya que la producción se fue concentrando en el Valle del Magdalena. La multitud de impuestos y trabas a la economía colonial, aparece profusamente en la argumentación de los criollos insurgentes contra España. Las críticas se hicieron principalmente en la segunda mitad del siglo XVIII, debido al recargo tributario que la metrópoli impuso para financiar las guerras en que se vio envuelta y las grandes reformas que llevó a cabo. Para atraer recursos, la Corona española estableció un sistema fiscal excesivamente riguroso. Todo estaba gravado: los indios pagaban su tributo como señal de la subordinación al rey; los burócratas pagaban su "media anata"; el impuesto de la "alcabala" se pagaba por la venta de bienes muebles e inmuebles; el impuesto de la "Armada de Barlovento" se pagaba por el consumo de vinos, conservas, jabón, etc., y fue creado para combatir corsarios y piratas de las Antillas; el quinto real se pagaba sobre el oro, la plata y demás metales preciosos; los diezmos, la sisa, los valimentos, el impuesto de gracias al sacar, la mesada eclesiástica, la bula de cruzada, el espolio, el impuesto de avería, el almojarifazgo, El proteccionismo económico español fo- el impuesto del aguardiente, tabaco, sal, papel mentó fundamentalmente la minería en el Nuevo sellado, peajes y pontazgos, los impuestos muReino, que de hecho contribuía a aumentar el nicipales varios (que ahogaban al pueblo), se numerario. Las colonias aparecían como fuentes constituyeron en los fermentos más propicios de riqueza para la metrópoli y como mercados para la protesta y la rebelión. Precisamente el seguros para sus productos industriales y agrí- impuesto de la alcabala y la nueva reglamenta-
cuando fuese por medio del contrabando. Influye en esta segunda tendencia, la aspiración de la Gran Bretaña para la obtención de una política de puertos abiertos en todo el continente americano, precisamente, de la nueva potencia que aspiraba el predominio económico en el mundo occidental; elevada a primer plano de la economía mundial por la revolución industrial, el fortalecimiento del poderío naval y el predominio comercial al primer lugar de opción para remplazar con su órbita económica al poderío imperial de la decadente España. Un problema económico interno de las colonias que fue criticado por los criollos, se refiere al estancamiento de la producción americana. España, en el siglo XVIII, procuró que en sus colonias no se desarrollaran industrias que le hicieran competencia. Un fortalecimiento de la industria americana ocasionaría el menoscabo de la venta de los productos europeos y peninsulares controlados por los comerciantes españoles. Se pensaba asimismo que era un grave peligro para España la creación de la industria americana, pues ella implicaría el debilitamiento de los lazos de dependencia económica y política, que unían a las colonias con la metrópoli. El desarrollo de las colonias se enfrentó al sistema monopolístico español, a pesar de las reformas de los monarcas Borbones: liberación del comercio (medidas de 1778), reformas fiscales, centralización del Estado, organización administrativa, fomento del desarrollo económico y una política general española de explotación colonial organizada y lucrativa para el fortalecimiento de la Corona. Las nuevas políticas económicas de los Borbones se propusieron estimular la producción de oro, precisamente en una época mercantilista aun, cuando los metales preciosos constituían la riqueza de los pueblos. El Nuevo Reino era muy importante, pues en el siglo XVIII ocupaba el segundo lugar en producción de oro, después del Brasil; y antes en el siglo XVII, obtuvo el primer lugar, con un porcentaje del 39% de la producción mundial.
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ción sobre la Armada de Barlovento, dieron lugar al Movimiento de los Comuneros de 1781. Otro de los problemas económicos que apareció en la argumentación de los criollos granadinos se refiere a la mala distribución de la tierra en el Nuevo Reino, reflejada en el surgimiento de las grandes "haciendas", en manos de unos pocos terratenientes. El precursor Pedro Fermín de Vargas, en su Memoria sobre la población del Reino, opina que uno de los mayores yerros de España en el Nuevo Reino de Granada es el del repartimiento de tierras. La mala repartición de las tierras trajo como resultado la desigualdad de fortunas y con ella la consecuencia de la desigualdad social y la miseria. Así lo expuso en su Memoria: «De estas reflexiones resulta que habiéndose repartido las tierras desigualmente cuando se conquistó este Reino, presto se hallaron muchos ciudadanos sin fondos y otros con más de lo que podían cultivar, de que se siguió la miseria de los unos e imposibilidad de casarse, y la necesidad de los otros de dejar gran parte de su tierras sin aprovechamiento» (31). El precursor Antonio Nariño, en su Ensayo de un nuevo plan de administración del Virreinato, presentado al monarca español por intermedio del virrey, el 16 de noviembre de 1797, expresó la crítica general a la estructura económica de la Colonia en los siguientes términos: "El comercio es lánguido; el erario no corresponde ni a su población, ni a sus riquezas territoriales; y sus habitantes son los más pobres de América. Nada es más común que el espectáculo de una familia andrajosa sin un real en el bolsillo, habitando una choza miserable, rodeada de algodones, de canelos, de cacaos y de otras riquezas sin exceptuar el oro y las piedras preciosas.. . Yo la comparo [la Nación] a un hombre opulento que goza de grandes rentas y que esta abundancia lo hace despreciar la economía y la constancia que sólo forman la riqueza de los hombres que no gozan tan ricas posesiones..." (32). La argumentación expuesta por los criollos del ciclo revolucionario, nos deja traslucir los rasgos de la economía colonial en el Nuevo Reino de Granada. Una economía regional aislada, en relación estrecha con la metrópoli a través del monopolio comercial; una economía de autoabastecimiento, regida dependientemente por los intereses de la metrópoli. ¿Y qué es lo que se persigue como solución en la Independencia? La liberación de la dependencia eco-
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nómica colonial, el libre comercio con todos los países del mundo, la organización de la hacienda pública con una legislación sencilla, útil y eficaz, y el fortalecimiento de un mercado interno para beneficio de los nuevos Estados nacionales independientes. Algunos criollos precursores hicieron sus planteamientos sobre la estructura y el futuro económico del Nuevo Reino de Granada. Pedro Fermín de Vargas, en sus Pensamientos políticos sobre la agricultura, comercio y minas del Virreinato de Santafé de Bogotá propuso un desarrollo equilibrado de todas las ramas de la actividad económica y el fortalecimiento del desarrollo regional. Esbozó para el Nuevo Reino un planteamiento de planificación de los recursos humanos, tendiente a estimular la inmigración, el proceso de mestizaje, las campañas de salud, las reformas agrarias e industriales y el estímulo a la educación fundamental. Por su parte, el Precursor Antonio Nariño, en su Ensayo sobre un nuevo plan de administración en el Nuevo Reino de Granada, consideró fundamental incrementar la riqueza y el bienestar de los habitantes, precisamente en un país rico en minas y otras producciones. Consideró necesaria la reforma del sistema tributario, en donde algunas contribuciones se habían convertido en verdaderos obstáculos para el desarrollo, como el caso de las alcabalas interiores y los estancos de aguardiente; propuso su sustitución por un tributo que debía contribuir al fomento de la industria y al incremento de la productividad del trabajo. Ante la escasez de dinero metálico, Nariño propuso la introducción del papel moneda. Otro de los criollos economistas del Nuevo Reino fue Jorge Tadeo Lozano, quien en el Correo Curioso, publicado en Santa Fe en 1801, hizo algunos planteamientos sobre la felicidad pública o desarrollo económico del Nuevo Reino. Consideró el problema que surge en una sociedad ociosa con gran desocupación en las gentes y con un desprecio a las actividades económicas, principalmente las artes, la agricultura y el comercio; en un país en donde las gentes prefieren perecer de hambre y educar a sus hijos que hacerles emprender un oficio. Propuso el cambio de mentalidad económica de las gentes, hacia la productividad y la creación de la "Sociedad Económica de amigos del país"; lo importante, según sus planteamientos, es fomentar el cambio hacia la felicidad del Reino.
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En el Informe del Real Consulado de Cartagena de Indias publicado en 1810, don José Ignacio de Pombo, hizo una verdadera radiografía de la vida económica del Nuevo Reino y propuso un plan de incremento de las actividades económicas y una política firme de educación práctica y ocupación para las gentes. Consideró importante para el futuro del país, el fomento de la agricultura, las artes industriales y el comercio. Financiación de la guerra y situación de la economía en la Independencia La revolución política de 1810 y la organización de la Primera República Granadina dejan entrever un problema en la organización financiera del país en una época de revolución, después del aparente progreso económico, en el siglo XVIII, del reformismo borbónico. Los criollos que asumieron las responsabilidades oficiales de la economía granadina eran inexpertos en esta actividad, pues siempre habían estado alejados de la administración pública en los altos cargos burocráticos. Por este motivo, encontramos en ellos un espíritu innovador que condujo a eliminar todo tipo de organización económica con proyección colonial española. Algunas provincias suprimieron las alcabalas, el tributo de indígenas, los estancos de tabaco y aguardiante y otras rentas coloniales. Como tendencia general, se presentó la dificultad en las recaudaciones de impuestos, pues muchas gentes dudaban sobre la estabilidad del nuevo régimen, y en algunos casos, habían pagado por anticipado sus impuestos a las autoridades españolas. La repercusión del manejo de la economía con la innovación revolucionaria contra todo lo que llevara el sello de la Colonia, se proyectó en el déficit de tesorería, en el atraso de los pagos y en las dificultades para atender los distintos frentes de guerra y la administración. Algunos gobernantes de la Nueva Granada tuvieron que acudir a la emisión de papel moneda, como fue el caso de Cartagena, o la acuñación de monedas de plata de baja ley, como Cundinamarca y Santa Marta. El problema principal apareció con mayor intensidad ante la financiación de la guerra y la organización de la Gran Colombia. Las provincias colaboraron en dicha financiación, según nos refiere José Manuel Restrepo en su Historia de la Revolución de Colombia. Socorro mante-
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nía dos batallones y enviaba esclavos, caballos, vestidos y una suma de 200 mil pesos; Antioquia envió dos mil reclutas y 400 mil pesos; asimismo, contribuyeron cuantiosamente las provincias de Tunja, Cartagena, Santa Fe, Neiva y demás provincias de la Nueva Granada. Ante la culminación de la Independencia en los años de 1819 y 1820, el gobierno inicial de la Gran Colombia tuvo que declarar la emergencia económica para poder financiar la Guerra de Independencia y consolidar el triunfo. Estableció el impuesto personal, proporcional al patrimonio de las personas; exigió empréstitos a comerciantes y hacendados; también al clero de la capital y las provincias; elevó el precio del papel sellado y otras medidas para fortalecer el fisco nacional. En el Congreso de Cúcuta de 1821 se hizo la Reforma Fiscal y Reforma Arancelaria, tendientes a la organización de la economía grancolombiana (33). Un problema sociomilitar que influyó en la economía de la Nueva Granada en la Guerra de Independencia fue la interrupción de la actividad económica normal; muchas gentes que laboraban en los campos y en las minas fueron reclutadas en los ejércitos patriotas o realistas, paralizando estas actividades y múltiples negocios, pues las gentes vivieron un estado de zozobra e indecisión. En los años de la Reconquista y la Guerra de Independencia, muchos propietarios huyeron con sus familias y capitales y dejaron sus tierras en completo abandono. En algunas regiones de mayor intensidad en la guerra, se presentó un alto grado de destrucción de las propiedades, tanto del bando patriota como del realista. El comercio interno también sufrió enormemente en las regiones de mayor intensidad de la lucha guerrera y en especial por las múltiples dificultades en las comunicaciones. Durante la Reconquista y la Guerra de Independencia se advierten algunas extorsiones financieras, que iban desde la confiscación de bienes, las tierras y los ganados, hasta los préstamos forzosos y la aceptación de moneda depreciada. La minería en el Nuevo Reino de Granada decayó considerablemente desde las últimas décadas del siglo XVIII y en la Guerra de Independencia; el problema principal fue la escasez de mano de obra, la cual repercutió en la paralización de las minas. La Casa de Moneda de Santa Fe recibió mucho menos oro y plata después de la victoria del Puente de Boyacá que antes de
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la revolución. El quinto real produjo desde 1800 a 1807 el doble de lo que dejó al tesoro nacional desde 1820 a 1827. La agricultura aparece como la actividad redentora para el futuro del país, precisamente en una época "fisiocrática" a nivel mundial, cuando se consideraba que la riqueza de los pueblos se encuentra en la cantidad y calidad de sus recursos naturales. El Libertador Simón Bolívar mostró gran preocupación económica por la agricultura y el comercio; mediante un decreto de la Villa del Rosario, el Libertador creó las Juntas de Agricultura y Comercio, adoptando una política proteccionista para estas actividades. La agricultura no se paralizó con la Independencia; algunos estudios realizados sobre la producción de tabaco en Ambalema, nos han indicado que la producción prosiguió durante la guerra, sin interrupción. Los ejércitos, cuando llegaban a un sitio determinado aprovechaban los frutos naturales o cultivados, pero no destruían los sembrados. La industria artesanal del Nuevo Reino, principalmente los tejidos, decayó en la Independencia, tanto por la escasez de mano de obra, como por la competencia de los tejidos ingleses mucho más baratos que los granadinos y cuando se idealizaban los nuevos valores alrededor de la "anglomanía" con el surgimiento de la Gran Bretaña como nueva potencia que proyectaba su dominación neocolonial. Los tejidos del oriente del Nuevo Reino y demás regiones decayeron ante la avalancha de los buenos paños ingleses. El comercio granadino sufrió también enormemente en la Guerra de Independencia, tanto en lo interno por las dificultades en las comunicaciones, como en lo externo, en su relaciones con el mercado mundial. Desde el punto de vista interno, los estadistas de la Gran Colombia reconocieron la importancia vital del transporte, principalmente fluvial. Se elaboraron planes para el Orinoco, el Magdalena y el Atrato y se hicieron varias concesiones a extranjeros, pero ninguna dio un resultado importante hasta un período posterior. Al almirante Pedro Luis Brion se le concedió el derecho exclusivo de navegación a vapor en el Orinoco, pero no hizo uso de esta concesión; asimismo, Juan Bernardo Elbers tuvo también un privilegio semejante para el Magdalena. La expansión del comercio, ligado a un mercado mundial, está . intimamente relacionada
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con la economía expansionista del siglo XIX, centrada en la Gran Bretaña. El Nuevo Reino pasó de una economía monopolística y de gran cantidad de tributos, a una mayor atención a los impuestos aduaneros, considerándolos como la mayor fuente de ingresos. El consumo de artículos importados tendió a superar las posibilidades de exportación para contrabalancear el comercio exterior; de allí que hubo necesidad de los préstamos extranjeros, los cuales fueron considerados también para financiar la Guerra de Independencia. Estos préstamos fueron hechos principalmente a los financistas ingleses en términos altamente onerosos para el país, lo cual dio surgimiento a los agudos problemas con los pagos y los elevadísimos intereses por los empréstitos. La deuda de Independencia y la expansión excesiva de las importaciones se tienen en cuenta entre las causas de las crisis financieras que contribuyeron a la inestabilidad política general en los primeros años republicanos de Colombia. Un problema que se observa en los años de la Guerra de Independencia se relaciona con el influjo de la Gran Bretaña a través de los empréstitos ingleses a Colombia y su proyección en los capitales para la producción minera y agrícola. En 1817, Bolívar comisionó a don Luis López Méndez para realizar gestiones ante Inglaterra, con el fin de obtener oficiales y soldados, armas, municiones y dinero para los gastos de la guerra. López Méndez equipó un personal de oficiales y soldados ingleses, en número de 5.088 individuos, con quienes se formó la Legión Británica que actuó en la Campaña Libertadora. Mencionamos también las misiones enviadas a la Gran Bretaña para la consecución de empréstitos: los empréstitos de Francisco Antonio Zea, Manuel Antonio Anubla y Manuel José Hurtado, que debido a las condiciones onerosas para Colombia, se convirtieron en uno de los principales problemas económicos en la primera mitad del siglo XIX. La realidad económica que se advierte en la Nueva Granada y en los demás países hispanoamericanos que surgieron en las primeras décadas del siglo XIX, determinó la continuidad de la economía de subsistencia y el aislamiento regional, iniciándose un limitado mercado interno y una apertura a la economía librecambista, que condujo estos países a su relación con el mundo occidental y, en la misma forma, a entrar en las nuevas órbitas económicas neocoloniales.
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Las ideas y las instituciones políticas en la Independencia
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a justificación del derecho de los colombianos a la autonomía, que se advierte en los escritos de la época, les hizo delimitar la idea de independencia como una acción necesaria para reasumir los propios derechos arrebatados en conquista por la España imperial. La idea principal que se colige de ello es que, con su independencia, las antiguas colonias españolas recobran su libertad y reasumen aquellos derechos propios que les conceden el rango de Estados nacionales libres y soberanos. Libres, porque ellos los desligan de los lazos que los ataron con España; y soberanos, porque pueden ejercer la autoridad suprema sin intromisión directa de ninguna metrópoli. Para llegar a la justificación de la independencia, los criollos patriotas desentrañaron los derechos aducidos por España para retener sus territorios de ultramar: la donación papal, el señorío universal del emperador español, la propagación de la fe cristiana, el derecho de descubrimiento, la inferioridad natural de los indios, la tiranía de los bárbaros caciques y sus leyes inhumanas, la libre elección, la libre donación hecha por los caciques indígenas, etc., justifican la guerra justa ante la oposición de los aborígenes para que la Corona española hiciera efectivos sus justos títulos. En segundo lugar, negaron estos títulos y derechos; y en tercer lugar, justificaron la idea de independencia como la acción de los pueblos hispanoamericanos para reasumir sus propios derechos. Una descripción y refutación de los títulos aducidos por España para retener jurídicamente a sus colonias, nos la da el precursor ideólogo costeño del Nuevo Reino, Juan Fernández de Sotomayor en su perseguido Catecismo o instrucción popular, publicado en Cartagena en 1814, en el cual, con los mismos argumentos del padre Francisco de Vitoria en su obra Relecciones de Indios y del derecho de guerra y de los teólogos fray Bartolomé de las Casas y fray Antonio de Montesinos, negó los títulos de conquista y justificó el alzamiento contra las autoridades españolas. En la lección primera expuso las siguientes preguntas y respuestas: «Lección I. Refútanse los fundamentos contrarios a la Independencia:
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P.- ¿De quién dependía la América antes de la revolución de España? R.- De sus leyes. P.— ¿Esta sumisión o dependencia tenía algún fundamento en la justicia? R.- Ninguno tuvo un principio. P.- ¿Qué títulos se han alegado para mantener esta independencia? R.- Tres: a saber, la donación del Papa, la Conquista y la propagación de la religión cristiana...» (34). Uno de los títulos presentados por España para legalizar la conquista de América, que más fueron atacados por los hispanoamericanos en la Independencia, fue la donación papal. Se refiere al título o derecho que el Romano Pontífice concedió a los reyes de España para la posesión de las nuevas tierras descubiertas, el cual tiene sus raíces en la Doctrina Ostiense y su expresión en el documento del Requerimiento. El padre Juan Fernández de Sotomayor expresó lo siguiente sobre la donación papal en su Catecismo: «P.- ¿La donación del Papa no ha sido un título legítimo? R.- No, porque el vicario de Jesucristo no puede dar ni ceder lo que jamás ha sido suyo, mucho menos en calidad de Papa o sucesor de San Pedro que no tiene autoridad ni dominio temporal... P.- Pues qué, ¿el Papa Alexandro VI, autor de esta donación no conocía que no tenía tal poder? R.- Bien pudo no haberlo conocido; y no es de extrañar en aquel siglo de ignorancia en que atribuían los pontífices romanos el derecho de destronar a los mismos reyes, nombrar otros y absolver a los vasallos del juramento de fidelidad como sucedió en Francia y otros reinos». Otro de los títulos presentados por España para legalizar sus derechos en América, fue el derecho de conquista y el derecho de hallazgo o descubrimiento, teniendo en cuenta que las cosas que están desiertas o vacantes pertenecen por derecho de gentes y, por el natural, al primero que las ocupa; y como los españoles fueron los primeros que encontraron y ocuparon estas tierras, resulta que ellos tienen el derecho de poseerlas y conquistarlas. El padre Fernández de Sotomayor en su Catecismo o instrucción popular
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negó este título del derecho de conquista, cuando expresó en una de sus respuestas:
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"No hay pues remedio; perdida la España, disuelta la monarquía, rotos los vínculos políticos que la unían con las Américas, y destruido el "La conquista no es otra cosa que el derecho gobierno que había organizado la Nación para que da la fuerza contra el débil, como el que que la rigiese en medio de la borrasca, y mientras tiene un ladrón que con mano armada y sin otro tenía esperanzas de salvarse; no hay remedio: antecedente que el de quitar lo ajeno, acomete Los reinos y provincias que componen estos a su legítimo dueño, que o no se resiste o le vastos dominios, son libres e independientes y opone una resistencia débil. Los conquistados, ellos no pueden, ni deben reconocer otro goasí como el que ha sido robado, pueden y deben bierno ni otros gobernantes que los que los misrecobrar sus derechos luego que se vean libres mos reinos y provincias se nombren y se den de la fuerza, o puedan oponerle otra superior". libre y espontáneamente según sus necesidades, Estos mismos argumentos los encontramos sus deseos, su situación, sus miras políticas, en los planteamientos que hizo el Precursor don sus grandes intereses y según el genio, carácter Antonio Nariño en la Bagatela No. 5 que apare- y costumbres de sus habitantes" (36). ció en Santa Fe el 11 de agosto de 1811, en los Estos argumentos los encontramos también cuales dio una alerta sobre la reacción española en las actas de la Declaración de Independencia, y a la forma como se pregonará "la vergonzosa en donde los granadinos justificaron la IndepenBula de Alejandro VI que regaló un mundo que dencia respecto de la Corona española. En la no era suyo, que no sabía en dónde estaba situa- Declaración de Independencia de Cartagena de do, ni quién era su dueño...(35). Indias el 11 de noviembre de 1811 aparece lo La negación de los derechos que se tenían siguiente sobre el pacto: como legítimos en la dominación de España "Desde que con la irrupción de los franceses en sobre América, se consideró necesaria en la de- España, la entrada de Fernando VII en el terrifinición de la idea de Independencia como la francés, y la subsiguiente renuncia que reasunción de los derechos propios para ejercer torio aquel monarca y toda su familia hicieron del la soberanía popular. trono de sus mayores en favor del Emperador El acto de reasunción de los derechos por Napoleón, se rompieron los vínculos que unían el pueblo, que afirma a la vez su soberanía, al rey. con sus pueblos, quedaron éstos en el llevó a meditar sobre el pacto de las colonias pleno goce de su soberanía, y autorizados para con la metrópoli. Sobre ello se argumentó lo darse la forma de gobierno que más le acomosiguiente: si existió algún pacto, éste sólo se dase". concibe realizado entre las colonias y el monarLas ideas que enarbolaron los americanos ca, y no entre las colonias y el pueblo español. en las distintas colonias, llevaban el argumento Se basa este planteamiento en el hecho jurídico de una reasunción del poder por crisis de la de la unión directa y exclusiva de los reinos de las Indias a la Corona de Castilla, independien- Corona española; y en la misma forma, la negatemente de toda vinculación con el Estado o ción del pacto entre las colonias y la Corona. En el Catecismo o instrucción popular, el padre Nación española. El pacto de la Corona española con el pue- Juan Fernández de Sotomayor hizo el resumen blo americano fue esgrimido como el argumento de la justifícación de la Independencia: legal de la emancipación: si el rey se encuentra "Resulta por tanto quanto se ha dicho en esta cautivo, o sea físicamente imposibilitado para lección que la anterior dependencia no ha tenido gobernar, las colonias se encuentran liberadas fundamento legítimo en justicia que ni por la de su dominación, pues no es el pueblo español cesión del Papa Alexandro VI, ni por la Conquisla entidad que tenga poderes para remplazar la ta, ni por la propagación y establecimiento de Corona. Cautivo el rey, las colonias americanas la religión católica, la América ha podido pertetienen el justo derecho de disolver los vínculos necer a la España o sus Reyes, por consiguiente que ligan los pueblos con la metrópoli. En la es justa y santa la declaración de nuestra indecarta que le envió el doctor Camilo Torres a su pendencia y por ella la guerra que tenemos para tío el oidor Tenorio el 21 de mayo de 1809, le conservarla: que desde que fuimos declarados expresó lo siguiente sobre la disolución del pac- independientes entramos en el goce de los Derechos del hombre y como tales hemos podido to:
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formar una sociedad nueva y colocarnos en el rango y número de las demás naciones". Una vez desligadas las colonias del pacto con España, el pueblo, componente natural de la sociedad, reasume la soberanía que le corresponde por derecho desde sus orígenes y que está implícita en su esencia. Es ésta la prerrogativa inalienable del pueblo para gobernarse por sí mismo, la cual encarna la voluntad general y la legitimidad de todo acto que emane de ella. La idea de la soberanía popular para dar una juridicidad a la Independencia aparece como una preocupación de los ideólogos de la emancipación. Ante el vacío de poder en la metrópoli por la caída de la monarquía, el pueblo americano, subyugado en la Colonia, reasume su soberanía y se emancipa de la Madre Patria. Es la tesis pactista que proclamó el poder supremo del pueblo, en contra del poder unipersonal de los monarcas, la cual aparece en numerosos escritos oficiales y particulares de aquella época. Para un estudio de esta tesis política, debemos tener en cuenta varios canales de penetración y diversas influencias que convergieron en la coyuntura histórica de la Independencia. Uno de los primeros canales de penetración de la idea de la soberanía popular, lo encontramos en las ideas de la tradición teológico legal española, expresadas en la tesis populista, la cual se hizo presente mediante las ideas de Francisco Suárez, Francisco de Vitoria, el padre Juan de Mariana y otros. Según estas ideas, se negó el principio del derecho divino de los reyes, considerando que el poder sólo procede de Dios, pero se ejerce a través del consentimiento popular. Estas tesis fueron expuestas por los jesuítas en muchos de sus colegios en el Nuevo Reino, lo cual manifiesta un canal muy importante en la formación de los criollos granadinos, quienes, además de conocer esta corriente tradicionalista escolástica, alcanzaron a estudiar a los reformadores ilustrados de España y entre ellos Feijoo y Jovellanos, quienes analizaron las doctrinas tradicionales desde las Siete Partidas y las complementaron con las doctrinas de la Ilustración. La experiencia democrática de las municipalidades de Castilla con la defensa de los fueros municipales, que fueron sustentados celosamente por los pueblos españoles y que después de tres siglos reaparecieron ante la invasión napoleónica y en la revolución de América, y asimismo en el liberalismo y constitucionalismo españoles, se presenta como otro canal de for-
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mación democrática de la generación criolla sobre la idea de la soberanía popular. Se consideraba que los cabildos, representantes directos de pueblo, tenían la autoridad y el derecho natural para reasumir la soberanía. La tradición de la autonomía municipal española se proyectó pujante en las colonias americanas, a través de los cabildos como núcleos sociopolíticos aglutinantes de la vida política y social de la Colonia. Los cabildos defendieron los fueros municipales y los intereses del pueblo; ellos fueron la escuela preparatoria de la democracia y, en especial, la escuela de los criollos, quienes tenían fácil acceso a esta institución política. Los cabildos del Nuevo Reino se convirtieron en algunos casos en órganos de expresión crítica del desgobierno español. El cabildo de Cali se empeñó en mantener la autonomía amenazada por las intromisiones del gobernador de Popayán. El cabildo de Tunja fue uno de los más revolucionarios de la Colonia; en 1564 se opuso al nombramiento del corregidor y en los últimos años del siglo XVI se convirtió en el abanderado de las ciudades contra las alcabalas. El movimiento comunal de 1781 se hizo alrededor de 66 cabildos, los cuales promovieron y representaron los reclamos de los pueblos sublevados. En la misma forma, la Revolución política de 1810 se presenta como la revolución de los cabildos, los cuales reasumen la soberanía popular. Otro de los canales de penetración de las ideas de la soberanía popular es la Ilustración, expresada en la tesis pactista de los enciclopedistas, de los pensadores franceses y sajones, y en especial Rousseau, Montesquieu, Locke, Jefferson, Payne y otros. Camilo Torres, el ideólogo de la Revolución granadina, consideró que los cabildos son las únicas instituciones que deben convocar a los granadinos para conformar las juntas de gobierno, hasta cuando se instalara el Congreso General. En la misma forma opinaron José Félix de Restrepo, partidario de la idea del contrato social roussoniano, y el Libertador Simón Bolívar, para quienes el contrato social justifica el Estado y la soberanía del pueblo, la cual se convierte en la fuente de todo poder. En las actas de la Revolución de 1810 y en las declaraciones de independencia absoluta en las distintas provincias del Nuevo Reino, encontramos con profusión la idea de la reasunción de la soberanía popular. Es la preocupación cons-
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tante en el ideario político de los miembros de los cabildos para dar legalidad y espíritu jurídico a la revolución política, ya fuese de autonomía de la Regencia de España o de independencia absoluta. En el acta de la Revolución de la provincia del Socorro, del 10 de julio de 1810, se presenta una idea que se hizo común en todas las provincias que dieron publicidad a sus actas, y en general en todos los países hispanoamericanos. En uno de sus apartes expresa el acta del Socorro, diez días antes que la de Santa Fe: "Restituido el pueblo del Socorro a los derechos sagrados e imprescriptibles del hombre, por la serie del suceso referido, ha depositado provisionalmente el gobierno en el M.I.C. a que se han asociado seis individuos..." (37). Esta idea de la reasunción de la soberanía del pueblo, la encontramos más explícitamente en el Acta de la Revolución del cabildo extraordinario del 20 de Julio de 1810 en Santa Fe, conocida en Colombia como el Acta de Independencia. Allí se lee el siguiente párrafo: «En la ciudad de Santafé, a veinte de julio de mil ochocientos diez, y hora de las seis de la tarde, se presentaron los señores Muy Ilustre Cabildo, en calidad de extraordinario. EN VIRTUD DE HABERSE JUNTADO EL PUEBLO EN LA PLAZA PUBLICA y proclamado por su diputado el señor regidor don José Acevedo y Gómez, para que le propusiese los vocales en quienes el mismo pueblo iba a depositar el supremo gobierno del Reino...» (38). En este hecho político-jurídico por el cual el pueblo granadino reasume su soberanía y expresa su voluntad de constituir un nuevo gobierno, ante el vacío de poder monárquico motivado por la caída de la Corona española. Esta idea presenta la afirmación del pueblo como titular del poder; de un pueblo depositario inicial de la soberanía popular, que ante la crisis política de la metrópoli ha reasumido su soberanía para constituir un nuevo gobierno representado en la Junta Suprema de Gobierno. El acta de la Revolución del 20 de Julio de 1810 es la decisión política que expresa la voluntad general del pueblo granadino y su soberanía popular, en sus aspiraciones por establecer un Estado de derecho, delineado en forma de un gobierno democrático y republicano. En dicha acta se expresa la necesidad de establecer "una constitución que afiance la felicidad pública", la cual, en la interpretación de las ideas
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políticas, es la definición más clara del concepto de soberanía popular. Aunque en el acta de la Revolución de 1810 se expresan una serie de contradicciones, como aquellas de hablar de la constitución en la Nueva Granada, de un Estado federal y de una voluntad de sumisión al rey Fernando VII, siempre y cuando viniera a gobernar en el Nuevo Reino, es explicable si tenemos en cuenta la situación que se vivía en 1810: un grupo de criollos partidarios de la independencia definitiva y una gran masa adicta al rey Fernando VII, confundida por su cautiverio y cuyo desconocimiento habría visto como un delito de lesa majestad humana y divina. Esto significa que unas eran las ideas que se presentaban en determinada forma y con contradicciones, y otras las ideas reales de quienes llevaban el hilo del destino del nuevo Estado nacional independiente. La reasunción de la soberanía popular en la Nueva Granada es una noción jurídico-política que la encontramos en las primeras constituciones de la Primera República Granadina y en las declaraciones de independencia absoluta, cuando las provincias granadinas decidieron no guardar el poder para el "Deseado" Fernando VII, sino darse su propio gobierno independiente. En las declaraciones de independencia absoluta que hicieron los pueblos de Cartagena, Cundinamarca, Tunja y Antioquia, entre otras, encontramos la definición del pueblo granadino para conformar un Estado nacional libre, soberano e independiente absoluto de todo vasallaje, sumisión y de cualquier vínculo de dependencia colonial. El problema de las formas políticas para el nuevo Estado nacional La Independencia planteó un problema interno en cada una de las divisiones administrativas que surgieron de la Colonia a la vida independiente: la organización de los Estados y las formas más adecuadas para su constitución. Presenta unos años de extrema inestabilidad institucional, en los cuales se manifiestan las grandes divergencias políticas entre los monarquistas o realistas y los demoliberales o patriotas. Los primeros, partidarios de la conservación de la tradición, la monarquía y el sistema coloidal; y los segundos, decididos seguidores del sistema republicano como forma de gobierno y de la
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democracia como sistema de organización política. Estas divergencias se profundizaron en las dos primeras décadas del siglo XIX, cuando entró en crisis la dinastía borbónica y se constituyeron en la metrópoli y sus colonias las juntas conservadoras del orden legal, y posteriormente cuando las ciudades y provincias hicieron las declaraciones de Independencia, que condujeron a la élite criolla patriota al poder y a remplazar la burocracia peninsular, símbolo del gobierno colonial. Surgieron así los nuevos Estados independientes, con todos los problemas que se presentan en el establecimiento de gobiernos autónomos, consolidados políticamente en las nuevas ideas e instituciones políticas. Gobiernos republicanos y democráticos, con la participación o representación del pueblo en sus destinos y delineados jurídicamente como Estados de derecho. La Independencia era portadora de un trastorno en el orden colonial y de un vacío político, necesario de llenar: el vacío del Estado monárquico y del sistema colonial, remplazados ahora con la democracia republicana, pero con el problema de la definición de las formas de gobierno de este sistema, que se presentaran más adaptables a la realidad hispanoamericana: la integración de un sistema unitario o centralista, para unos; la formación de un sistema federal, para otros; o la conformación de monarquías con príncipes europeos, para unos; o con americanos, para otros. El problema que se planteó la élite criolla, fue la forma como Hispanoamérica debía solucionar la estructura de sus Estados, en países en donde no existían verdaderas unidades nacionales; en donde no se había creado una conciencia de unidad étnica y espacial; y en donde el Estado se convertía en unificador de la nacionalidad. Hispanoamérica llegaba a la Independencia sin que tuviese una integración nacional, por lo cual en ella el Estado precedía a la Nación en casi todos los aspectos, y se convertía en el unificador y creador de una conciencia de pasado y futuro comunes, para avivar el sentimiento de unidad nacional. La élite criolla tenía que afrontar la organización de un Estado con las condiciones de aplicabilidad a una nación acostumbrada al gobierno monárquico, con un rey en la metrópoli y con un virrey en la Colonia. El establecimiento de una democracia republicana al estilo de Europa
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occidental y norteamericana, con los problemas de regionalismo, anarquía, caudillismo y gamonalismo, constitucionalismo y las aspiraciones de las capitales para mantener una unidad en el gobierno. Asimismo, el establecimiento de las formas modernas de un Estado Nacional, con una democracia representativa, en una sociedad tradicional acostumbrada durante tres siglos al sistema de dependencia colonial. El problema para el grupo criollo una vez que llegó al poder, aprovechando la ocasión propicia, fue buscar la forma más apropiada para la estructura del Estado; y el tipo de organización política social, económica y cultural más adaptable a la nueva realidad. Este problema se profundizó más, cuando los forjadores de la Independencia pensaron en los caracteres de su propia sociedad y en los puntos de unidad y divergencia con otras sociedades; cuando meditaron sobre su estado de pueblo recién independiente y liberado de la dominación española, localizado en diversidad de paisajes geográficos y culturales; con una parte del pueblo en estado primitivo de desarrollo cultural; con otra, en el estado social de esclavitud y la mayor parte sumergida en la superstición y en la ignorancia; y cuando reflexionaron sobre el tipo de instituciones más adaptables a la realidad hispanoamericana. El problema apuntó en concreto a los siguientes interrogantes: una vez independientes las antiguas colonias españolas, ¿qué debería cambiarse? ¿Cuáles instituciones nuevas deberían remplazar a las monarquías y colonias?; y ¿cómo debería llevarse a cabo el cambio? En el fondo se trataba de encontrar el camino para el nuevo Estado que surgía en un ambiente con nuevas ideas republicanas y democráticas: O el cambio radical a través del establecimiento de instituciones nuevas obtenidas de "ejemplos" políticos ya experimentados en Europa y Estados Unidos, considerados como "la avanzada del progreso para imitar"; o el cambio a través de instituciones nuevas, surgidas de la realidad hispanoamericana y adaptadas precisamente a esa realidad. Para analizar la problemática política respecto a las formas de gobierno en el Nuevo Reino, es importante conocer algunos aspectos de la situación del virreinato en 1810, los cuales reflejan la realidad del país cuando estas ideas se presentaron. La colonia del Nuevo Reino de Granada se dividía en 15 provincias al iniciar
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la Primera República Granadina: Santa Fe, Tunja, Socorro, Pamplona, Santa Marta, Cartagena, Riohacha, Panamá, Veraguas, Chocó, Antioquia, Popayán, Mariquita, Neiva y Casanare. Un país con tendencias geográficas hacia la microrregión y a la diversidad de paisajes naturales y culturales que lo determinan a fortalecer un sentido regional y localista. Sumábase a esta desvertebración geográfica la escasez de vías de comunicación, que mantuvieron desunidas las diversas regiones del Nuevo Reino. Este fenómeno del regionalismo tiene sus raigambres, además de las geográficas, en la política aislacionista fomentada por la metrópoli española, tanto en sus colonias en general, como en cada una de las provincias. Unidad política en el Imperio español y una relativa autonomía en los cabildos para la solución de los problemas regionales. A pesar de esta discontinuidad y separación de las regiones, el sistema español estableció un régimen central que ligaba el gobierno de Santa Fe con las demás provincias, aun cuando éstas tuviesen su propia autonomía. Las provincias granadinas hicieron sus planteamientos acerca de sus propios intereses regionales y políticos. Unas, como Santa Marta y Popayán, presentaron posturas realistas; mientras otras, como Cartagena, Antioquia, Santa Fe y Tunja, manifestaron tendencias patriotas. El localismo político y las rivalidades entre las ciudades y aldeas del Nuevo Reino, manifiestan el sentido regional y localista. Encontramos así las rivalidades entre Tunja y Sogamoso, Cartagena y Mompox, Ambalema y Mariquita, Pamplona y Girón y otras ciudades del Nuevo Reino, que con la participación de sus cabildos quisieron hacer ejecutorias políticas y alcanzar autonomías a través de sus propias juntas de gobierno. Con el fortalecimiento del regionalismo y su aparición como fuerza geopolítica, una vez desintegrado el Imperio español, surgió el caudillismo y el gamonalismo como expresión de los valores sociales de la provincia. El estamento social criollo, una vez elevado al poder, proyectó su influencia en las distintas regiones del Nuevo Reino de Granada, fortaleciendo un caudillismo de índole socio-cultural y familístico. Los caudillos surgieron tanto en la capital como en la provincia, con sentimientos propios, aspiraciones y deseos de mando en sus respectivas regiones y aldeas. En este aparataje sociopolítico apareció asimismo el "caciquismo" o gamo-
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nalismo de las veredas y aldeas, que asesoraron al caudillo y mantuvieron su dominio en el área de influencia. Estas formas de dominio local y regional, que se hicieron presentes en la Primera República Granadina, se fortalecieron una vez culminada la Independencia, en aquella carrera de los caudillos carismáticos por llenar el vacío de poder político. El caudillismo de las provincias y el sentimiento regionalista se presentan como fuerzas geopolíticas que influyeron en la formación de los primeros basamentos de los Estados; y es en estas fuerzas en donde se palpan muchos de los planteamientos de centralistas y federalistas en la lucha por encontrar la forma de gobierno más adecuada para el nuevo Estado. A raíz de los acontecimientos de la Revolución Política de 1810, las autoridades españolas terminaron su vigencia directa y surgieron las Juntas de Notables que se tomaron el poder político, por delegación directa del pueblo. La Junta Suprema de Santa Fe, considerándose de hecho como depositaría de la autoridad legítima, convocó el 29 de julio de 1810 a las demás provincias, para realizar un congreso de las provincias, que definiera el problema de autoridad política para el Nuevo Reino de Granada. En la misma acta de la Revolución del 20 de julio de 1810, se hizo constar que la Junta convocaría un congreso de diputados de las provincias, para que expidiese una "Constitución" sobre las bases de Libertad e Independencia en cada una de ellas, ligadas únicamente por el "sistema federativo". El Congreso General del Reino se reunió el 22 de diciembre de 1810, el cual no pudo expedir la Constitución, por cuanto a él solamente concurrieron los diputados de seis provincias: Santa Fe, Socorro, Pamplona, Neiva, Mariquita y Nóvita. Las demás provincias no asistieron, pues se manifestó en ellas esa tendencia regional y caudillista que las hizo considerar soberanas dentro de su territorio y recelosas de Santa Fe, por sus intereses de arrogarse el mando y dirección de todo el Reino. Cada provincia consideraba que la independencia era portadora de la soberanía nacional para cada una de ellas, por lo cual se consideraron con autonomía para hacer sus propias declaraciones de independencia y sus propias constituciones. El Congreso tampoco recibió el respaldo de las provincias, por cuanto en las deliberaciones se aceptaron los enviados por algunas ciuda-
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des que se separaron de las provincias principales: tal fue el caso de Sogamoso que se separó de Tunja; y Mompós de Cartagena. Uno de sus miembros, el doctor Camilo Torres, se retiró enérgicamente sentando protesta por la admisión de estas pequeñas provincias que no tenían la autorización de las mayores. Algunos meses después el Congreso se disolvió ante la resistencia que despertaron sus deliberaciones y sus rivalidades con la Junta Suprema de Santa Fe, que fue alejada casi por completo de la administración pública. Ante las divergencias regionales con la capital, expresadas por el Congreso General del Reino, la Junta Suprema decidió constituir el Colegio Constituyente de Cundinamarca y dictar la Constitución mediante la cual Cundinamarca se convertía en Estado independiente, regido por una monarquía constitucional. Pensaban los cundinamarqueses convocar nuevamente un Congreso Nacional compuesto por los representantes de todas las provincias y dar los pasos para formar una gran confederación a la cual debían ingresar Venezuela y Quito. En 1811 llegó a Santa Fe la representación diplomática de Venezuela, encabezada por el canónigo Cortés de Madarriaga, quien con el presidente de Cundinamarca, don Jorge Tadeo Lozano, firmó el tratado que fijó por primera vez la teoría del uti possidetis juris, primera base de la política internacional de entendimiento entre los países de Hispanoamérica. El plan que pensaba Jorge Tadeo Lozano para el Nuevo Reino de Granada, era la conformación de departamentos con una extensión suficiente para autoabastecerse y eliminar las pequeñas provincias que aparecían organizadas por el sistema administrativo español. Los cuatro departamentos que pensaba Lozano eran: Cundinamarca, Cartagena, Popayán y Quito. Contra estas ideas federalistas de Lozano, el Precursor Antonio Nariño se opuso con rigor desde el periódico La Bagatela, y ante la crisis del gobierno de Cundinamarca y la renuncia del presidente Lozano, los cundinamarqueses nombraron por unanimidad a Nariño, quien desde entonces fijó la política que Cundinamarca debía seguir con respecto a la unidad centralista del Nuevo Reino de Granada. Desde la convocatoria para el primer Congreso, la provincia de Cartagena había propuesto la adopción del sistema federativo y la sede de la reunión de las provincias en Medellín.
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La circular enviada por Cartagena a las provincias estimulaba el sentimiento regional y autonomista, que influyó para el fracaso del primer Congreso convocado por Santa Fe. Los nuevos esfuerzos hechos por las provincias recelosas de su soberanía, hicieron que se convocara para el segundo Congreso del Reino, el cual, siguiendo los lincamientos del doctor Camilo Torres y de los amigos de la Federación, se reunió en los últimos meses de 1811, acordando suscribir un pacto de unión, que fue celebrado el 27 de noviembre de 1811 y plasmado en el Acta de la Confederación de las provincias unidas de la Nueva Granada, firmada ésta por los representantes de Antioquia, Cartagena, Neiva, Pamplona y Tunja; se negaron a firmarla los representantes de Cundinamarca y Chocó. Uno de los aspectos que el Acta de la Confederación condujo a estimular, el sentimiento autonomista y regionalista, fue el convenio de que cada una de las provincias debía considerarse libre e independiente, lo cual determinó a la provincia de Tunja a constituirse en República y sancionar su correspondiente Constitución el 9 de diciembre de 1811; posteriormente, Antioquia sancionó su Constitución el 21 de marzo de 1812; Cundinamarca el 17 de abril de 1812 y por último Cartagena de Indias el 14 de junio del mismo año. Así, en 1812 el país se hallaba dividido en dos bandos: el partidario del sistema federalista y el partidario del sistema centralista. El empeño de Nariño para aumentar la extensión del Estado de Cundinamarca y atraerse poco a poco a las provincias hacia el unitarismo del Estado, motivó que varias provincias y ciudades se anexaran a Cundinamarca. Así lo hicieron Chiquinquirá, Villa de Leyva, Muzo y Sogamoso, que se separaron de la provincia de Tunja, descontentas por la falta de medios de subsistencia. En la misma forma Girón y Vélez, que se separaron del Socorro y se anexaron a Cundinamarca. Posteriormente se anexaron los cantones de Timaná, Garzón, Guagua y Purificación; y en la misma forma Mariquita. El Congreso trashumante ante el problema de las anexiones de las pequeñas provincias a Cundinamarca, tomó la política de trasladarse a algunas ciudades claves: Ibagué, Villa de Leyva y Tunja, para tratar de establecer el orden. Como Nariño había enviado tropas para ayudar a las pequeñas provincias del oriente (Girón, San Gil y Vélez), tuvo el grave problema del desconocimiento de su autoridad, tanto por las
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tropas de Antonio Baraya como por las de Joaquín Ricaurte, y en especial, de los desacuerdos de la provincia de Tunja, que condujeron a desatar la primera guerra civil. El 30 de julio se firmó el tratado de Santa Rosa de Viterbo, mediante el cual se convino la pronta reunión del Congreso, la devolución de Sogamoso a Tunja y la libre decisión de Villa de Leyva para continuar o no bajo la dependencia de Cundinamarca (39). Posteriormente, el Congreso General de las Provincias Unidas, reunido en Villa de Leyva el 4 de octubre de 1812, bajo la presidencia de Camilo Torres y con la asistencia de Cartagena, Antioquia, Tunja, Cundinamarca, Pamplona, Casanare y Popayán, presentó hostilidad contra Nariño, desconoció los tratados de Santa Rosa y declaró la guerra a Santa Fe. Antonio Nariño quien ya se había declarado en dictadura, resolvió enfrentarse a las fuerzas del Congreso, que lo derrotaron en Ventaquemada el 2 de diciembre de 1812. Más tarde, el 9 de enero de 1813, las fuerzas centralistas vencieron a las federalistas en el combate de San Victorino en la capital. Después se hizo la paz entre Cundinamarca y las Provincias Unidas, y Nariño salió hacia las provincias del sur a luchar contra los realistas que ya estaban dominando esa región. El Congreso reunido en Tunja, ante los fracasos iniciales de la federación y las pugnas ideológicas, comprendió la necesidad de consolidar una nación fuerte y unida, centralizando los ramos de Hacienda y Guerra y estableciendo la formación de un triunvirato que desempeñara el poder ejecutivo. Se precisó asimismo la necesidad de que Cundinamarca entrara a la Confederación, con la negativa del dictador Manuel Bernardo Alvarez para ratificar el convenio por parte de Cundinamarca. Como la guerra parecía inevitable y las provincias tendían a convertirse en Estados autónomos, el Congreso consideró necesaria la intervención de Simón Bolívar, quien había llegado a Tunja después de su desastre en Venezuela. El Congreso lo encargó someter a Santa Fe, y, en efecto, la sitió y la dominó, llevándola a la firma de la capitulación el 12 de diciembre, por la cual el Gobierno de Cundinamarca reconoció al Congreso, que desde entonces se convirtió en el cuerpo soberano del poder de la Nueva Granada. Desde el punto de vista de las ideas, una de las teorías políticas para definir la forma del Estado en la Nueva Granada independiente, en
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lo que corresponde al poder soberano, el territorio y la población, fue el Federalismo. Es una teoría política mediante la cual se pretende solucionar el problema de la unidad estatal, con el respeto y el reconocimiento de la autonomía territorial soberana. Se presenta un Estado en donde la soberanía aparece dividida, pues se reservan para el gobierno general aquellas atribuciones soberanas de carácter general y se distribuyen las otras, de carácter regional y local, entre los Estados federados. Antes del siglo XVIII la forma de Estado se había solucionado de manera unitaria alrededor de las monarquías nacionales unificadoras; pero en el siglo de la Ilustración, la independencia de los Estados Unidos trajo como novedad política el sistema de la Federación. Surgió un sistema político, mediante el cual un grupo de Estados Soberanos se desprenden de sus soberanías externas y las delegan en un organismo superior llamado Estado Federal, conservando sus respectivas soberanías desde el punto de vista interno. Algunos federalistas alegaron que la autonomía regional institucionalizada en el Federalismo estaba muy arraigada en las colonias, pues en ellas se conservaban los derechos locales, los mismos que los cabildos utilizaron para hacer la revolución política de 1810 como forma de establecimiento político. Los federalistas granadinos consideraban que la administración colonial había sido descentralizada de hecho y que la diferenciación geográfica, auspiciante del regionalismo, la falta de comunicación de las provincias entre sí, las lejanías para ejercer una administración central fuerte, los anhelos políticos para satisfacer los intereses regionales, la necesidad de un sistema político que emulara el progreso de las provincias y el ejemplo de los Estados Unidos de Norteamérica que había llegado al progreso por el camino de la federación, se convirtieron en los argumentos propios de los federalistas granadinos y en general de Hispanoamérica. Los dos ideólogos del federalismo más importantes en la Nueva Granada, fueron Camilo Torres y Miguel de Pombo. Torres expresó sus ideas federalistas en diversos documentos, entre ellos la carta enviada a su tío don Ignacio Tenorio en 1809, en donde recomienda imitar la potencia del norte como fuente de prosperidad; asimismo influyó su pensamiento federalista en la redacción del Acta de la Revolución de 1810
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y en la conformación de las Provincias Unidas del Nuevo Reino. Pombo expresa su pensamiento en el Discurso preliminar sobre los principios y ventajas del sistema federativo y en la traducción de la Constitución de los Estados Unidos de América, la cual se difundió por todas las provincias de la Nueva Granada (40). La plasmación de las ideas federalistas en la Nueva Granada está consignada en el Acta de Federación de las Provincias Unidas de la Nueva Granada, un documento jurídico compuesto de 78 artículos, los cuales tienen una base en los artículos de Confederación que suscribieron los trece Estados de la Unión Americana. Después de hacer una consideración sobre los derechos que tienen las provincias para darse su propio gobierno, el Acta expresa la necesidad de asociarse en forma federativa en el nuevo Estado que se llamó Provincias Unidas de la Nueva Granada, integrado por las provincias que el 20 de julio eran reputadas como pertenecientes al Nuevo Reino. Las provincias se reputarían como iguales e independientes, conservando su administración interior y la de ciertas rentas, y también el nombramiento de todo el tren de empleados. Las provincias cedían al Congreso las funciones militares para la defensa común, la imposición de contribuciones generales para la guerra y el manejo de los negocios internacionales; las rentas de aduanas, correos, amonedación y otros ramos que en los Estados Unidos estaban atribuidos al gobierno federal. El Congreso de las Provincias Unidas habría de ejercer además funciones ejecutivas y legislativas, y mientras se anexaban a la Unión las demás provincias y en cuanto cesara el peligro exterior, habría de convocarse a una convención general de diputados de todas ellas, para expedir la Constitución nacional con la forma de gobierno que más conviniese. Uno de los aspectos por el que el Acta de Confederación estimuló el sentimiento autonomista y regionalista, fue el convenio de que cada una de las provincias debía considerarse libre e independiente, lo cual condujo a la provincia de Tunja a constituirse en República y sancionar su correspondiente Constitución el 9 de diciembre de 1811; posteriormente Antioquia sancionó su Constitución el 21 de marzo de 1812; y en ese mismo año, Cundinamarca y Cartagena de Indias. Otra de las ideas políticas para estructurar la forma de Estado en el Nuevo Reino de Gra-
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nada fue el Centralismo, definido como la teoría política mediante la cual se parte del supuesto de que la soberanía es una e indivisible, ejercida en la plenitud de sus facultades por el poder único central. Esta forma unitaria de gobierno era la única que daba a los centralistas y en especial a la provincia de Santa Fe, con el ideario del criollo Antonio Nariño, el modelo del sistema para la naciente república; tenía la fortaleza necesaria para lograr la unidad como único medio de obtener el triunfo en la lucha por la Independencia. Entre los argumentos que los centralistas expusieron para justificar esta forma de gobierno, encontramos los siguientes: la necesidad de un Estado unitario, con un ejecutivo fuerte que preparara a la nación recién independiente para presentar un frente unido a la posible reacción española. Consideraban necesario el aprovechamiento de la experiencia centralista y unitaria que había establecido España en sus colonias. Consideraban asimismo como un error, querer imitar a los Estados Unidos, por cuanto su régimen federal nada tenía que ver con los hábitos, costumbres y necesidades de la Nueva Granada. Las formas federales de los gobiernos, según los centralistas, fomentan las rivalidades regionalistas y los egoísmos personales; favorecen el poder de los caudillos regionales, detienen la rapidez y la fuerza que los gobiernos nacientes deben tener, y detienen por todos los medios la unidad del país, necesitado de fortaleza para afrontar la reacción española. Con un ejecutivo fuerte, una representación nacional de todos los sectores y, en general, un Estado unitario con la concentración de todas las fuerzas, se podía presentar una contraofensiva a la reacción que ya se presentía, venía de la metrópoli española. La argumentación centralista tuvo su más fiel representante en don Antonio Nariño, tanto en sus escritos políticos en La Bagatela, como en su política al frente del Estado de Cundinamarca. El 14 de julio de 1811 apareció en Santa Fe La Bagatela, de gran acogida en los diversos sectores de la sociedad. Este periódico cuya publicación alcanzó 38 números hasta el 12 de abril de 1812, se enfrentó a los partidarios del federalismo, inadaptable a las condiciones de la Nueva Granada y disolvente de la unidad tan necesaria para preparar la reacción ante la reconquista española. He aquí que para encontrar la forma de gobierno más adaptable a las realidades de la
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Nueva Granada, los hombres de la élite criolla tropezaron con varios problemas para remplazar el gobierno español e implantar las ideas e instituciones democráticas y republicanas. En efecto, esta élite criolla, que conformaría el nuevo Estado, afrontó los problemas que la realidad hispanoamericana le presentó: la persistencia de una estructura social rígida todavía, con un alto grado de concentración de la riqueza y el poder, con una propiedad latifundista de la tierra, un dominio monopolístico de los recursos naturales y constituida en general por grupos de terratenientes como grupo dominante, con aspiraciones caudillistas y regionalistas en sus propias áreas de influencia. La persistencia de una sociedad tradicional agraria, casi impermeable a las nuevas ideas de impulso al cambio, y representada por grandes masas de analfabetos, para quienes las nuevas ideas llevaban el estigma del mito de la igualdad. Se manifiestan pues a los patriotas las dos tendencias que también se presentaron en el desenvolvimiento político del siglo XIX en su lucha por lograr la consolidación nacional: por una parte, aquella fuerza centrífuga, que pretendía la integración, la unidad y el centralismo del Estado; y por otra, las fuerzas disgregadoras de la descentralización, con el espíritu federativo, como panacea de la modernización e innovación y por el camino del progreso seguido por la hermana mayor del norte, es decir, los Estados Unidos. Las ideas y las instituciones realistas en el Nuevo Reino Cuando se realizó la revolución política de 1810, los realistas granadinos aceptaron la integración de la Junta Suprema de Santa Fe, pero como conservadora de los derechos de Fernando VII. Sin embargo, cuando los criollos patriotas irrumpieron en verdadera "revolución" y aprovecharon la oportunidad para declarar la independencia absoluta de la metrópoli, los realistas defendieron sus intereses y justificaron el dominio legal del monarca y la decisiva influencia de la Iglesia Católica en los destinos de la Nación Fueron ellos los defensores del mantenimiento de las tradiciones coloniales políticas, socio-económicas y culturales, arraigadas en un sistema metropolitano colonial y en un orden señorial, con algunas innovaciones modernas, propiciadas por los monarcas españoles de la Ilustración.
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Los realistas granadinos siguieron los principios fundamentales de la monarquía española y propiciaron el regreso a la Colonia, horrorizados ante el "regicidio" y el grave problema de la representación popular en el gobierno, auspiciada por los patriotas republicanos. Numerosos funcionarios civiles y eclesiásticos peninsulares, e igualmente criollos tradicionalistas y una gran masa popular localizada en las áreas de Pasto, Popayán, Santa Marta y otras regiones granadinas, reaccionaron contra los patriotas y ofrecieron apoyo irrestricto a la Corona española en sus esfuerzos de reconquista para restablecer el orden en sus colonias rebeldes. La doctrina del realismo que presentó la reacción en la Independencia, defendió sus tesis sobre el origen divino de la monarquía, el carácter ilimitado del poder real y la tendencia hacia la política "Realista", afirmadora de los derechos temporales del monarca sobre la Iglesia. Asimismo defendieron la alianza indisoluble entre trono y altar, que no obstante ser contraria a los principios tradicionales de la Iglesia y las aspiraciones de los monarcas Borbones, se presentó como indispensable para defender la monarquía en la crisis revolucionaria. Después de los acontecimientos políticos de 1810, que culminaron con el establecimiento de la Junta Suprema de Gobierno y la caída del virrey Amar y Borbón, el gobierno español fue defendido en las gobernaciones de Popayán y Santa Marta con mayor intensidad. Algunos oidores de la Real Audiencia y españoles peninsulares se refugiaron en Cuba, la región colonial que se convirtió en el centro del realismo absolutista en América. La Regencia del Reino nombró nuevo virrey a don Benito Pérez Brito en remplazo de Amar y Borbón. El nuevo virrey estableció la sede del gobierno en Panamá, y en solemne ceremonia, efectuada el 21 de marzo de 1812, tomó posesión ante el Ayuntamiento e instaló allí la Real Audiencia de Santa Fe. Su llegada fue bien recibida en Santa Marta y en los pueblos vecinos realistas, principalmente en las zonas indígenas, entre ellas la región de Pasto en el sur del Nuevo Reino. Las cortes de Cádiz suprimieron en 1812 el virreinato del Nuevo Reino y con la misma jurisdicción establecieron la Capitanía General del Nuevo Reino. En calidad de capitán general de ésta llegó a Santa Marta el mariscal de campo don Francisco de Montalvo, quien remplazó a
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Pérez Brito. La política realista se centralizó desde entonces, hasta la llegada de Morillo, en la provincia de Santa Marta, la meca del realismo absolutista en el Nuevo Reino. La corriente del liberalismo español proyectó sus aspiraciones en las cortes de Cádiz, las cuales buscaron nuevas políticas para atraer a los insurgentes americanos. Se presenta en España una fase del Reformismo liberal, que aprobó entre otras, las siguientes reformas: la libertad de imprenta, principalmente de los escritos políticos; se suprimió el Tribunal de la Inquisición; se estableció la igualdad entre los españoles y los americanos; se abolieron los señoríos, las mitas y repartimientos de indios, y todo servicio personal que con esos u otros nombres se prestase a corporaciones o particulares; se abolieron las alcabalas, ciertos diezmos de soldada y el estanco del tabaco; se dio la libertad de comercio; asimismo, se replanteó la división de las provincias y los municipios. Lo más importante de las cortes de Cádiz fue la expedición de la Constitución liberal de Cádiz, que estableció la monarquía moderada en España. En general, las cortes de Cádiz hicieron una serie de acuerdos de carácter político, inspirados en un criterio de amplia generosidad para los nacionales de América. Arrojados los franceses de la Península a principios de 1814 y restaurado el monarca Fernando VII, este rechazó el régimen instaurado en Cádiz, y mediante el golpe de Estado que fraguó con los absolutistas el 10 de mayo de 1814, hizo que volviera España al antiguo régimen, reintegrando toda la organización política a la situación de 1808. El monarca expresó su odio a las cortes de Cádiz, derogó la Constitución liberal de 1812 y las leyes liberales, restableció la Compañía de Jesús, los señoríos, las tierras realengas, los tributos, y recogió los libros y folletos de carácter político, e instauró una persecución a los folletos liberales, entre ellos los Catecismos políticos que se habían generalizado en España y en las Américas. La reacción fernandina instituyó el absolutismo en España entre 1814 y 1820, y restableció para las colonias el Real Consejo de Indias (28 de junio de 1814) y el Tribunal de Inquisición. Su idea fue reintegrar el Imperio español, tanto en la metrópoli como en sus colonias de ultramar. El movimiento revolucionario de América era para el monarca una simple sublevación de criollos descontentos, estimulados por una revo-
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lución liberal contra la legitimidad representada en la Corona; esta revolución se presentaba como una continuación de la sublevación comunera de 1781 y demás rebeliones americanas del siglo XVIII, consideradas como rebeldías fáciles y necesarias de erradicar. Fernando VII se asesoró de un grupo de militares y partidarios del monarquismo absolutista, quienes lo apoyaron en el trono y argumentaron que había necesidad de exigir la sumisión absoluta e inmediata de los vasallos americanos, los cuales debían abandonar totalmente el camino emprendido en la revolución de 1810. Plantearon reunificar el Imperio español alrededor de la monarquía absoluta; continuar con la burocracia colonial en el poder de cada una de las colonias y reafirmar la dependencia económica de América respecto de la metrópoli española. La sumisión de los vasallos americanos implicaba la negación a todo tipo de autonomía o independencia absoluta. Los sublevados debían reconocer sus errores y acatar las decisiones de la Corona española, a la cual no le quedaba otro camino que la Reconquista y el castigo con energía a los responsables de los levantamientos. En la política española surgió el militarismo como forma de reacción contra los revolucionarios y el único medio para la restauración de las instituciones españolas. Con el militarismo se proyectó el terrorismo, el extremismo y la organización de expediciones militares para buscar la integridad del Imperio español. Irrumpió así el militarismo para reprimir y sojuzgar a los rebeldes y, en definitiva, restaurar el orden y las instituciones españolas. Un militarismo que no estaba de acuerdo con los métodos de moderación que habían estado aplicando las autoridades civiles españolas, como fue el caso, para el Nuevo Reino de Granada, del virrey Francisco de Montalvo y de algunos funcionarios españoles, además de las continuas llamadas de atención por parte del Consejo de Indias. Tenemos en cuenta que en España, entre 1814 y 1820, se vivió internamente una fuerte tensión y represión, ocasionada por el absolutismo y el terrorismo contra los liberales españoles. Con el fin de realizar la reconquista de los pueblos americanos, se organizó en España la Expedición Pacificadora bajo el mando de don Pablo Morillo. El objetivo fue la pacificación y el sometimiento de los pueblos de Venezuela y Nueva Granada, y la ayuda a la defensa del Perú. Acompañaban a Morillo los militares Pas-
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cual Enrile y Francisco Morales, y un ejército formado por más de 10 mil soldados, que salió de Cádiz en febrero de 1815 e inició la reconquista en Venezuela (41). En julio de 1815, la Expedición Pacificadora arribó a Santa Marta, la ciudad heroica del realismo absolutista en el Nuevo Reino. De esta ciudad del Caribe proyectó su plan de reconquista de la Nueva Granada, iniciándolo con el Sitio de Cartagena, la ciudad patriota que desde 1811 había declarado la independencia absoluta. Entre el 17 de agosto y el 5 de diciembre de 1815, la expedición realista realizó el famoso sitio de la "Ciudad Heroica", que resistió 106 días de sitio, con el sufrimiento interno del hambre, la peste y los problemas característicos de
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los pueblos de resistencia. Con la caída de Cartagena, el Pacificador Morillo tenía la llave de todo el país, e iniciaba la más grande represión al pueblo granadino en los que se han denominado los años del Régimen del terror. Las expediciones realistas invadieron el país; una por el Chocó, al mando de Julián Bayer; la segunda por Antioquia y Cauca, al mando de Francisco Warleta; la tercera por el río Magdalena, al mando de Donato Santacruz, y la cuarta por las regiones de Ocaña, al mando de Miguel de la Torre (42). La reacción inicial de los pueblos en favor de los militares pacificadores fue general en los pueblos del Nuevo Reino por donde pasaban. La desilusión de gran parte del pueblo granadino
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ante las luchas fratricidas de centralistas y federalistas, la improvisación e indecisión en el gobierno, el localismo político de las regiones y las aspiraciones caudillistas por el poder, en la denominada Patria Boba, preparó un ambiente propicio a la restauración monárquica y el regreso al sistema colonial. Las ideas expresadas por los realistas en los discursos, cartas, sermones, diálogos, etc., configuran la doctrina del realismo absolutista en Hispanoamérica. Las ideas sobre la dependencia natural de las clases sociales, contra la igualdad preconizada por los republicanos; las ideas de fidelidad al soberano; la apología de la conquista, con la argumentación del derecho justo y la guerra justa; la estrecha unidad entre la monarquía y la Iglesia, con la mutua defensa de los derechos sobre América en lo espiritual y terrenal; las ideas masoneístas contra los falsos filósofos de la Ilustración responsables del desorden; y la ingratitud de los hijos americanos, quienes aprovechándose de la crisis de la Madre Patria le entierran con alevosía el puñal de la traición, constituyen, entre otras, las ideas más representativas que encontramos en el Nuevo Reino entre los realistas absolutistas. Tenemos en cuenta que las ideas del realismo absolutista en la independencia, no se pueden explicar sin la intervención de la Iglesia en defensa de la monarquía española. La fidelidad al monarca y a la Iglesia Católica fue trasmitida a los indígenas, negros y mestizos, y defendida por los criollos realistas y españoles del Nuevo Reino; se consideraba indispensable responsabilizar a los deicidas y regicidas de los problemas y fracasos de la Nación. Era necesario avivar el sentimiento religioso del pueblo americano para conseguir el objetivo político de la Reconquista y, con ella, la fidelidad y sumisión al rey. Por ello no se puede captar la tendencia monarquista sin comprender el valor de una excomunión, de un sermón en el púlpito y de una penitencia en el confesionario para los sectores campesinos e indígenas, lo más sumisos y fieles al rey. El Pacificador don Pablo Morillo llegó a Santa Fe el 26 de mayo de 1816, sin aceptar el gran recibimiento que la capital realista había preparado con arcos de triunfo y banquetes de celebridad. De allí inició una política de represión y terror por medio de sus tres tribunales. El Consejo Permanente de Guerra, que dictaba las sentencias de muerte contra los patriotas; el
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Consejo de Purificación, que juzgaba a aquellos insurgentes que en su concepto no fueran merecedores a la pena capital; y la Junta de Secuestros, destinada a embargar los bienes de los comprometidos en el delito de rebeldía. El 28 de abril de 1816 se expedió en Madrid la real orden por la cual la Capitanía General del Nuevo Reino de Granada volvió a erigirse en virreinato, atendiendo a las nuevas circunstancias de orden público. Francisco de Montalvo asumió entonces la jerarquía de virrey; y asimismo se restableció en Cartagena la Real Audiencia, la cual se instaló nuevamente en Santa Fe de Bogotá el 27 de marzo de 1817. El ambiente que se proyectó en el Nuevo Reino fue por esencia militarista, como una forma de reacción contra los patriotas; fue la política de represión que se enfrentó a la civilista del virrey Montalvo, quien criticó las medidas represivas de los militares de la Reconquista. Sus críticas condujeron al cambio político y al surgimiento pleno del militarismo en el gobierno representado por el nuevo virrey Juan Sámano, un viejo militar partidario del poder fuerte, quien gobernó entre los años 1818 y 1819, hasta cuando salió en fuga hacia Jamaica y Panamá, después de la derrota realista en el Puente de Boyacá. El militarismo de Morillo y Sámano unificó el poder civil con el militar, proyectándose en ellos la política pacificadora y de terror, hasta cuando les llegó su completa derrota. El Régimen del terror se hizo presente en el virreinato del Nuevo Reino de Granada. En unos pocos años desapareció lo más importante de la generación precursora, y entre ellos, los criollos Camilo Torres, Francisco José de Caldas, Joaquín Camacho, Frutos Joaquín Gutiérrez, Jorge Tadeo Lozano, Antonio Villavicencio, Manuel Rodríguez Torices, José María Cabal, Policarpa Salavarrieta, Antonia Santos, Liborio Mejía, Antonio Baraya, José Cayetano Vásquez, y otros criollos granadinos. Cada ciudad deploraba la muerte de sus principales hombres, y por todas partes se levantaba el patíbulo y se llenaban los calabozos con espanto y terror. Los destierros de eclesiásticos inculpados, las sentencias, persecusiones y detenciones de todos los sospechosos, se hicieron tono de vida en los años que han sido llamados Época del terror. La simpatía inicial de los granadinos a la Expedición Pacificadora, como una respuesta a la desilusión de la primera República Granadina,
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cambió radicalmente en un "odio a los realistas", Los factores militares de cuando el Régimen del terror se proyectó impla- la guerra de Independencia cablemente en los granadinos. La imagen del terror y el exterminio fortaleció la idea de un La crisis revolucionaria de Colombia, antiespañolismo y la liberación del terrorismo desde el punto de vista militar, se proyectó en militar. Fue cuando surgieron las guerrillas po- la Guerra de Independencia, entendida como pulares y se abrió paso firme para la llegada del una acción guerrera de las colonias españolas Ejército Libertador de Bolívar y Santander y su en América, con el fin de defender la independenculminación en la Campaña Libertadora de cia e imponer una nueva estructura política para 1819. los nuevos Estados nacionales. La reacción del terror de la Reconquista La lucha revolucionaria se manifestó en la fue el paso más fácil de la causa monárquica a acción violenta de los granadinos patriotas, parla causa independentista por parte de los sectores tidarios de la independencia absoluta y llevando populares indiferentes. Con la imagen mesiánica en su meta el delineamiento de un nuevo Estado de la libertad y la independencia, así como de nacional, con una nueva organización en las la conformación de un mundo nuevo con la par- instituciones del Republicanismo, contra los ticipación del pueblo, los criollos patriotas apro- realistas absolutistas, partidarios del monarca vecharon la situación: atrajeron a los sectores español y de las instituciones coloniales. Realispopulares a su causa; estimularon las guerrillas tas y patriotas republicanos se enfrentaron para campesinas y se enfrentaron con todo vigor en hacer valer sus derechos: los primeros, para resla Campaña Libertadora. tabler el orden en el pueblo insurgente; los seAl analizar los planteamientos de los espa- gundos, para triunfar y obtener la independencia ñoles en relación con la independencia de las absoluta. colonias, debemos conocer la posición afirmaDesde el punto de vista historiográfico, se dora de la revolución por parte de algunos polí- presentan dos tendencias en la interpretación de ticos españoles y miembros de la Real Audiencia la Guerra de Independencia: una, que sostiene en el Nuevo Reino. En la segunda mitad del cierto conceptualismo respecto de la guerra cisiglo XVIII, algunos políticos españoles, como vil, entendida como un enfrentamiento entre los fueron los casos del conde de Aranda y Manuel españoles peninsulares partidarios del rey y de Godoy, manifestaron su preocupación por la po- las relaciones estrechas entre colonias y metrósible independencia de las colonias. El conde poli, y los criollos patriotas, partidarios de la de Aranda planteó la urgencia de establecer tres independencia y de la constitución de un gograndes bloques políticos en América, frente a bierno libre de cualquier otro país. cada uno de los cuales se establecería un infante Otra tendencia historiográfica sostiene la español, con relaciones directas con el rey espa- teoría de guerra internacional, entendida como ñol, pero conservando determinada autonomía. el enfrentamiento entre los europeos y los ameAños después, Manuel Godoy defendió la nece- ricanos. Según esta tesis, la guerra internacional sidad de príncipes regentes que se hiciesen amar de inicia cuando el Libertador Simón Bolívar por los naturales en América. declaró la guerra a muerte en junio de 1813, en Los oidores de la Real Audiencia se enfren- la cual, después de reflexionar sobre las violataron también al militarismo de Morillo y Sáma- ciones de los españoles al derecho de gentes en oo. Ellos veían el problema de la insurrección la guerra, consideró que "Nuestro odio será imcomo la insurgencia de un grupo contrario a la placable, y la guerra será a muerte". En este unidad del imperio español; era una rebelión documento se definió la posición definitiva de interna que no tenía los rasgos de una guerra los americanos contra los españoles, según se internacional entre naciones enemigas y extra- desprende de la siguiente conclusión: ñas. Se trataba de una "infidelidad" de los ame- "Españoles y canarios, contad con la muerte ricanos insurgentes contra España; ellos consi- aun siendo indiferentes si no obráis activamente deraban la revolución como un movimiento ci- en obsequio de la libertad de Venezuela; amerivil, y expresaron que lo más importante en el canos, contad con la vida, aun cuando seáis movimiento civil era obtener una sumisión sin- culpables". (Trujillo, 15 de junio de 1813). Los enfrentamientos guerreros entre realiscera de los pueblos y en ningún caso acabar tas y patriotas en la Nueva Granada los enconradicalmente las fuerzas patriotas.
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tramos sistemáticamente desde 1811 en la Campaña del Sur, cuando los criollos vallecaucanos, con la ayuda del ejército comandado por Antonio Baraya y enviado por la Junta de Santa Fe, se enfrentaron al gobernador de Popayán don Miguel Tacón, derrotándolo en la Batalla del Bajo Palacé (28 de marzo de 1811), la primera en la Guerra de Independencia de Colombia. La lucha revolucionaria se presentó asimismo en los enfrentamientos entre los patriotas y realistas en el Valle del Patía; y en la Costa Atlántica, en los enfrentamientos entre Cartagena (patriota) y Santa Marta (realista). Posteriormente, en los años 1813 y 1814, en la Campaña de don Antonio Nariño en el sur, la cual culminó con su derrota en Pasto. Más tarde, en las campañas de la Guerra de Independencia contra el ejército expedicionario de Morillo, que organizó el Libertador Simón Bolívar desde Jamaica y Haití, y las cuales culminaron en las campañas del Orinoco, del centro y en la Campaña Libertadora de la Nueva Granada, que, con la organización de los ejércitos en Casanare por el granadino Francisco de Paula Santander y la dirección estratégica del Libertador Simón Bolívar, culminó en la Batalla de Boyacá el 7 de agosto de 1819 (43). Las consecuencias de la Campaña Libertadora son trascendentales para la independencia hispanoamericana: constituye ella la piedra angular de donde surgió la Nueva Granada independiente, con el aniquilamiento de las tropas realistas al mando de José María Barreiro, la fuga del virrey y el grupo burocrático español, y la iniciación del nuevo gobierno republicano la creación de la Gran Colombia y los triunfos patriotas que culminaron con la liberación de Venezuela, Quito, Perú y Bolivia y la consolidación definitiva de la independencia de los países hispanoamericanos. Una generación de militares, habituada a batallar, había surgido en Hispanoamérica, con una exaltada convicción de su papel providencial en el delineamiento de los nuevos Estados. Si los criollos letrados, abogados e ideólogos de la Revolución Política de 1810 y de la Primera República se habían ocupado en la redacción de las primeras constituciones, en la organización política del nuevo Estado, en las luchas ' fratricidas entre federalistas y centralistas, y en el impulso de los ideales del siglo de las luces, con el consecuente fracaso ante el poderío y la represión de la Reconquista española, los mili-
tares, formados en su mayor parte en la marcha de la guerra, condujeron el país al orden nuevo democrático republicano hasta el triunfo de la Guerra de Independencia. Al analizar el origen del poder militar en Colombia, debemos tener en cuenta la composición inicial de los ejércitos en la Independencia y sus raíces coloniales. Los monarcas Borbones se preocuparon por la organización de las milicias coloniales para la defensa militar, principalmente en los puertos marítimos. En los finales del siglo XVIII existían plazas militares en Santa Fe, Cartagena, Santa Marta, Riohacha, Panamá, Popayán, Antioquia y Chocó. Cuando ocurrió la revolución autonomista del 20 de julio de 1810, existían 6 unidades militares en Santa Fe, las cuales fueron pasivas ante la conformación de las nuevas instituciones políticas. El 23 de julio de 1810 surgió el Batallón de los Voluntarios de la Guardia Nacional, y fueron nombrados para comandarlo el teniente coronel Antonio Baraya y su sargento mayor don Joaquín Ricaurte y Torrijos. Un problema inicial que advertimos en el estudio de los militares en la Guerra de Independencia, es el reclutamiento de los soldados y su instrucción para la guerra, si consideramos que en los primeros años revolucionarios las luchas de los criollos eran impopulares en las masas granadinas. El reclutamiento de los soldados ocasionó diversidad de dificultades. Inicialmente fue voluntario y se realizaba aprovechando el sentimiento patriótico. Pero cuando la guerra puso al descubierto la fase del enfrentamiento cruel y los rasgos característicos de una guerra a muerte con la entrega total del soldado a la causa guerrra, el reclutamiento fue forzoso. Por esta circunstancia, en la Nueva Granada hallamos con frecuencia los problemas de la fuga y el amotinamiento. El 28 de julio de 1819 Bolívar expidió un decreto en Duitama, mediante el cual se ordenó que todos los hombres entre los 15 y los 40 años de edad que no se presentaran a integrar el ejército patriota, serían fusilados. Igual procedimiento tomaron los jefes realistas para sostener el cuerpo de los ejércitos fieles al monarca. La preparación de los ejércitos presenta diversas características en la Guerra de Independencia. Los ejércitos patriotas no tenían preparación técnica sistemática y disciplinada; su organización se centraliza en la improvisación y en la acción, de acuerdo con el momento y las
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circunstancias. Bolívar, Santander, Nariño y demás líderes militares del ejército patriota, aprendieron en la escuela práctica de la guerra y surgieron en la lucha, afianzándose en la experiencia. Por ello, lo más importante en la táctica patriota fue la sorpresa, el ataque inesperado y la improvisación, de acuerdo con las circunstancias. Simón Bolívar se hizo un estratega militar en la experiencia, e hizo una guerra con un sello muy personal adaptado al medio americano; la rapidez en los cambios de táctica se perciben en su concepción estratégica; asimismo los movimientos audaces, el ímpetu en los ataques y la constancia en sus acciones guerreras. Las necesidades constantes en la organización del ejército patriota y la falta de una política militar de instrucción, como la que desarrollaron los ejércitos patriotas de José de San Martín en el Río de la Plata y Chile, determinaron en Colombia la improvisación de todos los elementos que pedía la guerra, lo cual nos muestra la formación de un verdadero espíritu de cuerpo o sentimiento patriota que imprimió cohesión al ejército, el surgimiento de un liderazgo en la acción y la proyección de una concepción estratégica y su correspondiente táctica militar, surgidas de la experiencia. La falta de elementos bélicos y del equipo necesario en el ejército, hizo que los realistas tuvieran a los patriotas como un ejército de masas o montoneras, compuesto por gentes pobres, desnutridas y harapientas. Estas gentes eran llamadas con desprecio "insurgentes" o "bandidos", contrarios a la autoridad del rey y al orden en la sociedad. Las masas integrantes de los ejércitos patriotas, generalmente compuestas por mestizos, indígenas, negros y castas medias, presentan diversas actitudes en la acción guerrera. Con frecuencia sucedían numerosas deserciones y cambios de soldados del ejército patriota al realista, o viceversa; por ello, las tácticas militares eran secretas, con el fin de disminuir la deserción. Lo cual nos indica también que las masas populares pertenecieron a uno u otro bando de la guerra; así, sabemos que los llaneros que Páez manejó briosamente en el Apure, habían participado antes en los ejércitos realistas del español José Tomás Boves, quien dirigió la guena social contra los mantuanos venezolanos. En la formación del ejército patriota intervinieron también soldados extranjeros, principalmente ingleses y franceses. Algunos habían
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formado parte de las huestes napoleónicas, y otros habían pertenecido al ejército de Wellington. Entre 1817 y 1819 llegaron más de 5.000 soldados ingleses, con quienes se constituyó la Legión Británica que intervino en la Campaña Libertadora de 1819. Su jefe, el coronel Jaime Rook, fue herido y murió después de un vigoroso ataque en la Batalla del Pantano de Vargas; asimismo, más de 50 soldados ingleses murieron de hambre y frío en el Paso de los Andes en la Campaña Libertadora. En los finales de la Guerra de Independencia en 1824, el ejército grancolombiano tuvo en filas entre 25.000 y 30.000 hombres, o sea el 1% de la población colombiana. Aun cuando su composición fue democrática, de hecho los criollos detentaban la mayor parte de las posiciones. Desde el punto de vista de los dirigentes, la Guerra de Independencia contó también con el líder formado en la acción. Este aspecto le imprime gran movilidad social en la Independencia, puesto que un individuo podía tomar las armas, ayudar en la revolución y concentrar un liderazgo mediante la acción de grandes dimensiones militares. Hombres de origen humilde como José Antonio Páez, José Prudencio Padilla, Leonardo Infante y otros, escalaron importantes posiciones en el ejército; y en ello no influyó la educación, pues muchos analfabetos llegaron a importantes posiciones y a proyectar su influencia social en la comunidad. Esto nos indica que la movilidad social en la Independencia se dio a través del ejército. Un análisis sobre los jefes militares que actuaron en la Independencia nos presenta algunas características dignas de considerar. Algunos criollos intelectuales, como don Antonio Nariño en la primera República Granadina, hicieron valer su liderazgo militar en el duro batallar y la experiencia, tanto en la guerra civil frente a los centralistas, como en la Campaña del Sur contra los realistas. Otros militares se iniciaron aún muy jóvenes en la lucha revolucionaria; cuando ocurrió la Batalla de Boyacá, el Libertador Bolívar tenía 36 años y Santander 25; Antonio José de Sucre llegó a ser general a los 26 años. La imagen sobre el ejército patriota era una dirección realizada por jóvenes militares; esta tendencia se precisaba más en la Nueva Granada, en donde el Régimen del terror eliminó a la generación precursora que planeó inicialmente la revolución, con la salvedad, entre otros
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del Precursor Nariño, quien se encontraba en prisión. Por ello, en la Campaña Libertadora de 1819 y en los años posteriores de la culminación de la Independencia, notamos el influjo de los militares venezolanos encabezados por Bolívar Sucre, Páez, Anzoátegui, Soublette y otros. La Campaña Libertadora de 1819 muestra rasgos muy específicos que nos indican el poder militar en la gesta emancipadora. En la fase inicial se observa una circunstancia curiosa o paradojal de la guerra; por ejemplo, los ejércitos realistas de Venezuela, bajo el mando del español Pablo Morillo, se localizaban en las montañas y en su estructura interna predominaba la infantería. Por otro lado, en los Llanos actuaban los patriotas bajo el mando de José Antonio Páez, y con predominio de la caballería. El estacionamiento lo evidencia el hecho de que los realistas no bajaban a los Llanos y los patriotas no cruzaban la montaña. La concepción estratégica del Libertador Simón Bolívar fue planteada en los años 1816 y 1817, cuando proyectó la ocupación de Venezuela y la liberación de Nueva Granada, Quito, Perú y Potosí. Desde el Río de la Plata, el general San Martín elaboraba también una estrategia de ocupación militar y triunfo patriota en Argentina, Chile y Perú. Ambos militares preparon las campañas libertadoras para la culminación en sus respectivas áreas. José de San Martín lo hizo en 1817, con el Paso de los Andes, por los pasos de Patos y Uspallata, transmontando el gran macizo chileno y venciendo a los realistas en Chacabuco y Maipú, las dos batallas decisivas para la independencia de Chile. Dos años después, en 1819, el Libertador Simón Bolívar proyectó el Paso de los Andes en la Nueva Granada, por el páramo de Pisba, para enfrentar las fuerzas patriotas al ejército realista en Boyacá y culminar así la Independencia. En la Aldea de los Setenta, el 23 de mayo de 1819, el Libertador Simón Bolívar expuso su plan militar ante los oficiales venezolanos: su idea estratégica fue invadir primero a Nueva Granada, liberar luego a Venezuela y extender el triunfo de la guerra a Quito, Perú y Alto Perú. En sus bases iniciales, Bolívar hizo énfasis en la necesidad de ocupar a Casanare, unir las tropas venezolanas con las granadinas de Francisco de Paula Santander, cruzar los Llanos, trasmontar los Andes por la zona más difícil, ocupar a Chita y la provincia de Tunja, en donde se enfrentarían al ejército realista. Mientras tanto,
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Páez, con una columna de caballería, tomaría los valles de Cúcuta y llamaría la atención del enemigo hacia allí, lo cual facilitaría en gran parte la operación militar, puesto que con ese movimiento se harían dividir las fuerzas realistas. Conviene advertir que Bolívar tenía grandes desventajas en Venezuela para atacar directamente a Morillo, como también grandes ventajas en la ocupación de la Nueva Granada, en donde había mayor apoyo popular, como una reacción contra el Régimen del terror propiciado por la Pacificación española. El pueblo granadino se defendió en las guerrillas insurgentes, llamadas por los realistas "grupos de bandidos" o "ladrones"; algunas se unieron al ejército libertador en el Paso de los Andes; otras impidieron a los españoles realizar la unión de las tropas, para presentar un frente común a los patriotas; y otras colaboraron en el servicio secreto en la Guerra de Independencia. La concepción estratégica de Pablo Morillo era propender a la unión del ejército realista para efectuar una defensa y ataque a la vez contra el ejército patriota. Su pensamiento fue enviar al mariscal de campo Miguel de la Torre, marchar hacia Cúcuta y llegar al interior del virreinato de la Nueva Granada y presentar la unidad realista contra Bolívar, a quien se debía derrotar y hacerlo traspasar por la Cordillera de los Andes, con el fin de atacarlo por la espalda desde Venezuela y eliminarlo definitivamente. Morillo no contó con el cambio rápido en las líneas de operaciones que planteó la estrategia de Bolívar, con la rapidez en las maniobras, la sorpresa y el secreto del ejército patriota. El jefe realista tampoco pensó en el decisivo apoyo popular que recibió Bolívar y el ejército patriota, ni el paso por los Llanos en época de inundaciones y en la marcha extra rápida hasta Socha, en un tiempo de 40 días, cuando los españoles calculaban seis meses para ello. El éxito de la Campaña Libertadora de 1819, a pesar de las múltiples penalidades en los Llanos de Casanare y en el paso de los Andes, pero con la fuerza vital que imprimió en las tropas el éxito militar para lograr la independencia definitiva, y, en especial, con la ayuda de las masas campesinas de la provincia de Tunja, llevaron al triunfo patriota en las batallas del Pantano de Vargas (25 de julio de 1819) y del Puente de Boyacá (7 de agosto de 1819). La repercusión de la Batalla de Boyacá fue valorada por españoles y americanos, quienes
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recibieron el triunfo patriota como una nueva fuerza que proyectaba el dominio de los independentistas en el Continente suramericano, desde Santa Fe hasta el Perú, y su combinación con los triunfos sanmartinianos en el Río de la Plata y Chile. La derrota realista en la Nueva Granada en 1819 hizo cerrar filas en el sur para impedir que los revolucionarios triunfaran en el área peruana; asimismo, desbordó en España la oposición de los liberales al régimen absolutista de Fernando VII, que precipitó la revolución de Riego y el estancamiento de la política española de Reconquista, la cual facilitó la independencia definitiva de las colonias americanas en relación con la metrópoli. El integracionismo y el nacionalismo continental en la Independencia La revolución de Independencia hizo meditar a algunos precursores, ideólogos y políticos
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que delinearon la estructura de los nuevos Estados, sobre la debilidad política que en el futuro presentarían Estados pequeños independientes; y en la misma forma, sobre el poderío político de grandes bloques de países y de pactos de solidaridad continental. La idea que se aprecia ya en los escritos de los días cercanos a la culminación de la Independencia, es la integración, entendida como aquella fuerza de interrelación constante que persigue la línea integradora de una nueva autoridad central o un pacto de solidaridad, basada en una institucionalización de la comunidad de intereses y destino común. La integración de los países se fortalece cuando hay un sentimiento de comunidad y cuando se llega a la reducción de la autonomía local para dar importancia a la institución supranacional. Entre los libertadores e ideólogos de los nuevos Estados nacionales que surgieron de la América antes española, fue el Libertador Si-
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món Bolívar quien más luchó con todos sus esfuerzos por la unidad de Hispanoamérica y el sentimiento de la americanidad. Sus ideas sobre la americanidad a través del pacto americano las expone desde Londres en 1810, en una misión diplomática, en donde habló sobre la formación de una "confederación de las colonias españolas para asegurar la independencia". Las ideas bolivarianas sobre la unidad de Hispanoamérica tienen su máxima expresión en la Carra de Jamaica, escrita en Kingston el 6 de septiembre de 1815, en donde medita sobre la importancia de una confederación de los Estados hispanoamericanos ligados por un pacto de solidaridad, el cual podría iniciarse en Panamá. Estas ideas de solidaridad continental comenzaron a realizarse en 1822, cuando Bolívar envió misiones diplomáticas a varios países, con a fin de sentar las bases de la confederación proyectada y para asegurar la pronta reunión del Congreso americano en Panamá. El pensamiento de Bolívar sobre la integración americana pretendía formar una liga de países de habla hispana, o sea, Hispanoamérica. En esta liga se presenta la coexistencia de una soberanía supranacional representada en el pacto de los países hispanoamericanos, con las soberanías nacionales de cada uno de los Estados miembros. La Asamblea de plenipotenciarios llenaría el vacío de poder dejado por la Corona española; por ello, la liga tendría un carácter de perpetuidad, como signo de fortaleza. Dentro de su amplia visión futurista, Bolívar comprendió y argumentó que el fortalecimiento y el progreso no llegarían a las jóvenes repúblicas si no se establecía una estructura política que les permitiera enfrentarse en un plano de igualdad con las potencias existentes en Europa y con la que pronto emergería en el norte de América. De allí su convencimiento sobre la unidad de Hispanoamérica y su gran sueño de Colombia como una sola nación por virtud de la unidad entre Venezuela, Cundinamarca y Quito. Esta idea se centraliza en la formación de ligas de solidaridad continental y Estados grandes y fuertes, capaces de influir en la política internacional, esto es de ser verdaderos sujetos en el derecho internacional y no simples objetos en el juego político desarrollado por las grandes potencias. La liga de la solidaridad americana fue proyectada por Bolívar para ser organizada desde
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Panamá, pues el Istmo tiene estrecha coincidencia con el Istmo de Corinto, el símbolo de la unidad griega. El 22 de junio de 1826 se inauguró el Congreso Anfictiónico de Panamá con el objeto de establecer una liga de confraternidad entre los países, antes colonias españolas. En dicha Asamblea los países asistentes: Colombia, Perú, México y Centroamérica, se comprometieron a transar amigablemente entre sí las diferencias pendientes que sobrevinieran y llevarlas preferentemente al juicio de la Asamblea. Ninguna nación del Pacto declararía la guerra, ni ordenaría actos de represalia contra otra, sin llevar antes su causa a la conciliación de la Asamblea. Se comprometieron a sostener y defender la integridad de sus territorios; para ello convinieron en fijar un contingente, con el cual cada uno de los confederados debía contribuir a la defensa común. Se comprometieron a abolir el tráfico de los esclavos, declarando este comercio como un delito de piratería, y se hicieron otros planteamientos de solidaridad continental (44). La ratificación del tratado de unión, liga y confederación, lo hizo únicamente Colombia, de las cuatro repúblicas que asistieron al Congreso; los demás países no lo ratificaron. Debemos tener en cuenta que su obra tampoco pudo continuarse en Tacubaya (México), a pesar de los esfuerzos del gobierno mexicano. Otra de las tendencias políticas en el proceso de integración de los países que conformaron las colonias españolas, es el establecimiento de grandes bloques políticos y económicos en áreas regionales definidas en América: México y Centroamérica; la Gran Colombia, integrada por Venezuela, Nueva Granada y Quito; Perú y Bolivia; los países del Río de la Plata, y Chile. El planteamiento que se hizo sobre el proceso de integración por bloques de países, parte de la idea de la integración regional, antes que de la supranacional. La integración regional por bloques de países se basa en la estructura fundamental, el espacio y la producción regional, fundamentos sólidos para una estructura supranacional de dimensión continental. La idea de los bloques políticos de Hispanoamérica emana de los precursores y libertadores en la revolución de Independencia, y, en especial, de las ideas y acciones de Francisco Miranda y Simón Bolívar. Francisco Miranda propuso en 1808 el establecimiento de cuatro gobiernos separados en
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América: México y Centroamérica; Santa Fe, Caracas y Quito; Perú y Chile; Buenos Aires y Tucumán. A esta idea de la realidad de Hispanoamérica llegó Miranda, después de haber propuesto la unidad política de las antiguas colonias españolas. El Libertador Simón Bolívar pensó vehementemente en el futuro de los grandes bloques políticos hispanoamericanos, y en especial en la integración de Venezuela, Nueva Granada y Quito, con el nombre de Colombia. Sus ideas integracionistas en un bloque político culminaron en el Congreso de Angostura en 1819, cuando, después de los triunfos de Boyacá, se aprobó la integración de la República de Colombia el 17 de diciembre de 1819. En la ley fundamental de 1819 se acordó la fusión de Venezuela y Nueva Granada en una sola nación con el título de República de Colombia; la división del nuevo Estado nacional en tres grandes departamentos: Venezuela, Cundinamarca y Quito; el poder ejecutivo ejercido por un presidente y un vicepresidente; las deudas de la Independencia serían reconocidas in solidum, y se redactaron otros artículos que facilitaron la institucionalización de la nueva República integrada. El 12 de febrero de 1820, Santander y los granadinos aprobaron los actos del Congreso de Angostura y se declaró en definitiva la vigencia de la integración de Colombia. Las ideas de Bolívar sobre los grandes bloques políticos y los planteamientos de venezolanos y granadinos en los congresos de Angostura de 1819 y Cúcuta en 1821, originaron el bloque político de la Gran Colombia, con la unión de Venezuela, Nueva Granada, Quito y la posterior anexión de Panamá. Este bloque político tuvo una vigencia de once años, entre 1829 y 1830(45). La Guerra de Independencia canalizó la cooperación de granadinos y venezolanos, e imprimió la idea bolivariana de la fuerza y el progreso a través de la integración política de los países del norte de Suramérica, pueblos esencialmente trihíbridos y con una geografía e historia común. La Gran Colombia aparece con el poder político y económico más importante en Suramérica en los años inmediatos a la revolución de Independencia, con abundancia de recursos naturales y tierras fértiles en todos los climas. Venezuela aparecía como la región de los grandes latifundios y riqueza agrícola y ganadera; Nueva Granada, como la región minera,
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agrícola e industrial, y Quito, como la zona agrícola con sus cultivos de cacao y su labor artesanal. La departamentalización de Colombia, legalizada en el Congreso de Angostura en 1819 y afirmada en el Congreso de Cúcuta en 1821, permitió fijar normas de gobierno para cada una de las antiguas divisiones administrativas. El centralismo político establecido en Cúcuta aunó en un solo bloque el gobierno de la Gran Colombia, con perjuicio de la misma integración de los Estados. La nueva República entró económicamente en crisis y se vio obligada a recurrir a los empréstitos ingleses. Y mientras los problemas administrativos y económicos se presentaban internamente en la Gran Colombia, los Estados del sur esperaban el apoyo de los Estados libres. Por ello el gobierno colombiano proyectó su interés en la organización y ayuda a la independencia de Quito, Perú y Alto Perú, cuyos esfuerzos culminaron en las campañas del sur y en las batallas de Junín y Ayacucho en 1824; así se consolidó la Independencia de Hispanoamérica y surgieron los nuevos Estados nacionales. El sistema político que se implantó en la Gran Colombia afrontó el problema de la pugna entre el militarismo y el civilismo. Las luchas personalistas de caudillos (bolivarianos y santanderistas); la intervención de los militares en los destinos de la vida política (rebeliones de Páez, Córdoba, Padilla, Urdaneta); la fiebre constitucionalista (Constitución de Cúcuta, Constitución boliviana y los intentos de cambio constitucional en la Convención de Ocaña en 1828); el establecimiento de la dictadura de Bolívar y la celebración de varios congresos y convenciones para definir situaciones políticas. A la crisis económica en la estructura fundamental se le unió la crisis política, y principalmente las divergencias entre venezolanos y granadinos, que desde la rebelión de Páez en 1824 predecía la desintegración de la Gran Colombia. La Constitución boliviana, de carácter vitalicio, elaborada por el Libertador Bolívar, aparece como uno de los puntos principales en las divergencias grancolombianas; en la misma forma, las actitudes tradicionalistas con la defensa del mantenimiento del statu quo y las actitudes modernas anhelantes de cambios fundamentales. Después de la Convención de Ocaña en 1828, la tensiones políticas se intensificaron y las fuerzas separatistas de los venezolanos se hicieron realidad,
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estimuladas por el general José Antonio Páez y y optimismo inicial ante la integración, con la los militares venezolanos. En 1830 se desintegró esperanza del poderío y el progreso, fracasaron la Gran Colombia, lo cual dio lugar a que sur- por factores diversos que se presentaron como gieran de ella los Estados nacionales de Vene- fuerzas desintegradoras, a saber: las crisis económicas de los países que entraban en la unidad; zuela, Nueva Granada y Ecuador. los intereses regionalistas y caudillistas; las luLa experiencia de la integración en Hispa- chas internas partidistas entre federalistas y cennoamérica, además de la Gran Colombia, se tralistas; las luchas partidistas personalistas (boproyectó también en el Imperio mexicano, en livarianos y santanderistas); los intereses neocolas provincias unidas de Centroamérica y en la lonialistas de las potencias extranjeras (en espeConfederación Peruano Boliviana; sin embargo, cial Inglaterra y Estados Unidos) y otros factores esta experiencia tuvo corta vida. El entusiasmo y circunstancias, según las respectivas regiones. Notas 1. Véase Orlando Fals Borda, Las revoluciones inconclusas de América Latina, México, Siglo XXI, 1968, págs, 1733; Gustavo Landauer, La Revolución, Buenos Aires, 1961, Edit. Proyección.
12. Inés Pinto Escobar, op. cit., pág. 230. 13. Véase la obra de Indalecio Liévano Aguirre, Los grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia, Bogotá, 1966, Tercer Mundo.
2. Inés Pinto Escobar, La Rebelión del Común, Tunja, 1976, U. P. T. C. Asimismo véase la obra de Pablo Cárdenas Acosta, El movimiento comunal de 1781, Bogotá, 1960, Edit. Kelly.
14. Roberto María Tisnés, CMF, La independencia en ¡a Costa Atlántica, Bogotá, 1976, Edit. Kelly, págs. 147154.
3. Abelardo Forero Benavides, La incubación de la Independencia, en Boletín Cultural y Bibliográfico, Bogotá, 1964, vol. VII, núm. 10, págs. 1749-1777.
15. Ibídem. El padre Tisnés descubrió en 1970 en la ciudad de Mompós el Catecismo o Instrucción Popular, del Pbro. Juan Fernández de Sotomayor. Este importante folleto ha permitido conocer la argumentación sobre la negación de los títulos de Conquista.
4. "Cedulario de la Real Audiencia", Buenos Aires, 1928, en revista La Plata, núm. 134. 5. Enrique de Gandía, Napoleón y la independencia de América, Buenos Aires, 1955, Ediciones Zamora. 6. Camilo Torres, Memorial de Agravios, en Repertorio Boyacense, Tunja, mayo-diciembre 1966, núms. 264267, págs. 2600-2618. 7. Francisco José de Caldas, Diario político de Santafé de Bogotá, agosto 10 a febrero 11 de 1811, Santafé, 18101811. Fondo Quijano Otero, Biblioteca Nacional. 8. Véase la obra de Manuel Ezequiel Corrales, Documentos para la historia de la provincia de Cartagena de Indias, Bogotá, 1883, Imprenta de Medardo Rivas. 9. Manuel Lucena Salmoral, "Los movimientos antirreformistas de Suramérica 1777-1781, de Túpac Amaru a los Comuneros", en Revista de la Universidad Complutense núm. 107, España, enero-marzo 1977, vol. xxvi, págs. 79-115. 10. Inés Escobar, op. cit., págs. 230-238. 11. Manuel Lucena Salmoral, op. cit., pág. 98.
16. José Manuel Groot, Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada, Bogotá, 1956, Edit. Cromos. 17. Representaciones del Cabildo de Pasto a S. M., citado por Sergio Elias Ortiz, en Colección de documentos para ¡a historia de Colombia, primera serie, Bogotá, 1964, Edit. el Voto Nacional, pág. 54. 18. Ernesto Restrepo Tirado, Historia de la provincia de Santa Marta, Sevilla, 1929, Imprenta Heras, pág. 380. 19. José Manuel Restrepo, Historia de la Revolución de la República de Colombia, vol. IV, Medellín, 1969, Edit. Bedout, págs. 175-176. 20. Miguel Tacón, Al virrey de Santafé, Lima 26 de mayo de 1812, en José Manuel Restrepo, Documentos importantes para la Nueva Granada, Bogotá, Universidad Nacional, t. I, pág. 75. 21. Oswaldo Díaz Díaz, La reconquista española, vol. VI, tomos I y II, Historia extensa de Colombia, Bogotá, 1966, Edic. Lerner. 22. Juan Friede, La Batalla de Boyacá a través de los archivos españoles, Bogotá, 1969, Banco de la República, pág. 100.
El proceso político, militar y social de ¡a Independencia
23. Ibídem. Véase también en la obra de FRIEDE, La otra verdad, Bogotá, 1973, Edic. Tercer Mundo. 24. Juan Friede, El ejército popular, vencedor en Boyacá, en UN, Bogotá, Universidad Nacional, núm. 4, sep-dic. 1969, págs. 106-117. 25. Véase la obra de Juan Friede, El indio en lucha por la tierra, Bogotá, 1976, Edic. Punta de Lanza. En la misma forma, véase la obra de Guillermo Hernández Rodríguez, De los chibchas a la Colonia y a la República, Bogotá, 1975, Instituto Colombiano de Cultura, Biblioteca Básica Colombiana, núm. 9, Talleres Gráficos. 26. Indalecio Liévano Aguirre, op. cit., págs. 202-208. 27. Francisco José de Caldas, Plan razonado de un cuerpo militar de ingenieros en Obras completas, Bogotá, Universidad Nacional, págs. 375-383. 28. Relación de mando del virrey Francisco Montalvo, en Relaciones de mando, recopiladas por Eduardo Posada, Bogotá, 1910, Imprenta Nacional. 29. Camilo Torres, Memorial de agravios, op. cit.
61
34. Juan Fernández de Sotomayor, Catecismo o instrucción popular, Cartagena de Indias, 1814, Imprenta del Gobierno. 35. Antonio Nariño, Suplemento a la Bagatela, núm. 5, domingo, 11 de agosto de 1811. 36. Camilo Torres, Carta a su tío el oidor Tenorio, escrita desde Santa Fe el 29 de mayo de 1809, Bogotá, 1960, Banco de la República, pág. 137, en Documentos sobre el 20 de julio de 1810. 37. "Proclamación de la independencia en el Socorro, 10 de julio de 1810", en Proceso histórico del 20 de julio de 1810, Bogotá, 1960, Banco de la República, pág. 137. 38. Ibídem, págs. 153-160. 39. David Bushnell, Los usos del modelo: la generación de independencia y la imagen de Norteamérica; asimismo, Javier Ocampo López, La agitación revolucionaría, en el Nuevo Reino de Granada y el ejemplo de la independencia de Estados Unidos. Ambos estudios fueron publicados en la Revista de Historia de América, IPGH., México, núm. 82, julio-diciembre 1976, págs. 7-28 y 29-52. 40. Ibídem.
30. Melchor de Jovellanos, Obras escogidas, Madrid, Edic. Espasa Calpe. Sobre los criollos en Hispanoamérica, es importante el estudio de Richard Konetzke, La condición de los criollos y las causas de la independencia, en Estudios americanos, núm. 5, Sevilla, España, 1950. Para Colombia, véase el estudio de Arturo Abella, El florero de Llorente, Bogotá, 1960, Edit. Antares.
31. Pedro Fermín de Vargas, Memoria sobre la población del Nuevo Reino de Granada, Bogotá, 1953, Banco de la República. 32. Antonio Nariño, Ensayo sobre un nuevo plan de administración en el Nuevo Reino de Granada, citado por José María Vergara y Velasco, en Vida y escritos del General Nariño, Bogotá, 1946, Imprenta Nacional. Sobre la historia económica en la independencia, véanse los estudios de William Paul McGreevey, Historia económica de Colombia, Bogotá, 1975, Tercer Mundo; Abel Cruz Santos, Economía y hacienda pública, en Historia extensa de Colombia, vol. xv, t. I, Bogotá, 1965, Edic. Lerner; Luis Eduardo Nieto Arteta, Economía y Cultura en la historia de Colombia, Bogotá, 1962, Tercer Mundo; y Luis Ospina Vásquez, Industria y protección en Colombia 1810-1930, Bogotá, 1955, Edit. Santafé.
41. Francisco Xavier Arámbarri, Hechos del General Pablo Morillo en América, Murcia, Ediciones de la Embajada Venezolana en España, 1971; asimismo, la obra de Juan Friede, La otra verdad, op. cit. 42. Jorge Mercado, Campaña de Invasión del Teniente General don Pablo Morillo (1815-1816), Bogotá, Ejército de Colombia, 1919. En la misma forma, la obra de Oswaldo Díaz Díaz, La Reconquista española, op. cit. 43. Sobre los factores militares, véanse: M. París, R., Campaña del ejército libertador colombiano en 1819, Bogotá, Talleres del Estado, 1919. Asimismo, Camilo Riaño, La Campaña Libertadora de 1819, Bogotá, Edt. Andes, 1969. 44. Sobre la integración en el Congreso de Panamá, véanse: Aristides Silva Otero, El Congreso de Panamá, 1826, Caracas (Investigaciones Económicas), 1969; Indalecio Liévano Aguirre, Bolívar, Caracas, Colección Biblioteca Ayacucho, 1974; J. Salcedo Bastardo, Bolívar, un continente y un destino, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1972. 45. Véase la importante obra de David Bushnell, El régimen de Santander en la Gran Colombia, Bogotá, Edic. Tercer Mundo, 1966.
Nueva Historia de Colombia, Vol. 2
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La evolución económica de Colombia,
1830-1900
65
La evolución económica de Colombia, 1830-1900 Jorge Orlando Melo Introducción
P
ara realizar un análisis adecuado de la evolución económica de Colombia entre 1830 y 1900 es necesario atender simultáneamente a los cambios cuantitativos que tuvieron lugar en los principales aspectos de la actividad económica y a las transformaciones de los elementos fundamentales del sistema económico y social. Aunque en la realidad ambos aspectos se encuentran estrechamente ligados, el primero de ellos exige contar con información que en buena parte debe ser estadística, mientras el segundo requiere observar ante todo información de orden cualitativo. Sólo cuando se cuente con un buen núcleo de información cuantitativa será posible, además, evaluar la magnitud de las transformaciones en las relaciones "estructurales" entre diversos sectores de la economía o entre diversos grupos sociales. Desafortunadamente, la información estadística existente sobre el siglo XIX es de muy pobre calidad y resulta poco confiable. La debilidad de la organización estatal durante el siglo pasado se refleja sin disfraces en las cifras producidas por las oficinas públicas sobre temas como el crecimiento de la población, el volumen y valor del comercio exterior o la magnitud de los gastos gubernamentales. Además los histo-
riadores económicos han hecho aún muy poco para someter las cifras existentes -bastante abundantes, por lo demás- a una crítica rigurosa, que elimine en lo posible sus inconsistencias y permita evaluar cuán fidedignas son. Finalmente, la búsqueda de información estadística no elaborada durante el período mismo, mediante el uso de documentación primaria, de documentos notariales o de papeles privados, apenas ha comenzado. Por esta razón, los más ambiciosos intentos por explicar los rasgos fundamentales del crecimiento económico durante el siglo pasado con base en un número reducido de variables sujetas a una medición aceptablemente exacta han tropezado con obstáculos infranqueables o no han logrado obtener aceptación de parte de los historiadores; un buen ejemplo de esto lo ha dado el debate alrededor del más reciente esfuerzo por ofrecer una visión global del desarrollo económico nacional, la Historia económica de Colombia, de William Paul McGreevey. Sin embargo, la escasa calidad de la información no justifica su abandono, y las páginas que siguen tratarán de dar, al menos para ciertos aspectos de la actividad económica, una visión global de los cambios cuantitativos que tuvieron lugar. Pero el lector debe tener siempre presente que las cifras sobre población, gastos públicos, niveles de educación, comercio, etc., son apenas aproximaciones imprecisas, que sirven ante todo para señalar órdenes de magnitud y para indicar algunos períodos de la coyuntura econó-
Nueva Historia de Colombia, Vol. 2
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mica que parecen haber sido especialmente agitados. Además, para este caso concreto, las cifras provenientes de anuarios estadísticos, memorias de Hacienda u otras fuentes de la época han sido sometidas a ajustes y manipulaciones que no es posible, dado el carácter de este ensayo, presentar en detalle y con todos los argumentos que podrían justificarlos. Por eso, nada sería más arbitrario que tomarlas como cifras que miden efectivamente un fenómeno y sacarlas del contexto concreto en el cual son utilizadas, con el espíritu lleno de vacilaciones, en este texto. En términos muy amplios, la historia del siglo XIX gira alrededor de los esfuerzos por transformar una economía con un nivel muy bajo de integración al mercado en un sistema económico en el que la mayoría de los bienes y servicios se produzcan para la venta. Dada la rigidez del sector rural que podría llamarse tradicional -la agricultura de subsistencia o la que sólo produce un pequeño excedente para los mercados locales, no importa si se trata de pequeñas o grandes propiedades- y la inexistencia de procesos que pudieran conducir, por causas internas, a cambios que produjeran un crecimiento de la demanda y del ritmo de acumulación de capital, que a su vez transformaran eventualmente la estructura de la producción rural, el principal motor del cambio económico durante el siglo xrx fue el comercio exterior. Por esta razón se da en este texto un especial énfasis a la evolución del sector externo. La agricultura recibe un estudio detallado en otro capítulo de esta obra; no obstante ha sido preciso aludir continuamente a ella -buena parte de los productos de exportación son agrícolas- para poder colocar el comercio exterior en una perspectiva adecuada y para lograr explicar mejor la función del Estado en el siglo pasado. Se ha tratado de lograr una síntesis de los rasgos básicos de la evolución económica del siglo pasado, pero el resultado revela más lo que es preciso investigar que lo que realmente se conoce acerca de la época. Sobre todo vale la pena destacar la ausencia de estudios regionales en un país con tantas diferencias y con una integración económica nacional muy baja; aparte de Antioquia; relativamente favorecida en este campo, y de las regiones ligadas estrechamente con Bogotá, la historia económica regional está por hacer.
La población colombiana durante el siglo XIX. Características generales
D
esde finales del siglo XVIII las autoridades coloniales se preocuparon por realizar censos de población en el territorio de la actual Colombia. En 1779-80 se efectuó el primer esfuerzo por lograr un recuento completo de la población del virreinato en forma más o menos simultánea. En años posteriores se hicieron censos locales o provinciales, pero hasta 1825 no se pudo contar con un nuevo empadronamiento nacional. La nueva República de Colombia añadía al interés fiscal y militar que justificaba anteriormente los censos, la necesidad de establecer un sistema de representación política proporcional a la población de las diversas divisiones del país. Con esto sumaba a las causas tradicionales de inexactitud (el temor al reclutamiento o a nuevos impuestos) un nuevo factor de perturbación, pues intereses políticos podían justificar la deformación de los datos de población. Si a esto se añaden aspectos como la escasa eficacia administrativa del Estado, la ausencia de funcionarios suficientemente preparados en lugares alejados de las principales ciudades, los desórdenes provocados por las guerras de independencia y luego por las luchas civiles, se tienen bastantes motivos para explicar la poca credibilidad de los censos de 1825 en adelante, y que tuvieron lugar en 1835, 1843, 1851, 1864 (para tres Estados), 1870 1882-3 (para tres Estados). Por otra parte, la utilidad de estos recuentos de población se encuentra bastante reducida por el carácter muy general de la información que ofrecen, limitada a unas pocas clasificaciones por sexo, por localidad o por edades, en este último caso distribuidas en cohortes muy amplias y cuyos límites varían de censo a censo. Sólo en 1870, por ejemplo, se obtuvo información acerca de la ocupación de las personas, y en ninguno se preguntó por nivel educativo o lugar de nacimiento. Varios de estos censos, por lo demás, han sido publicados sólo de manera resumida, por ejemplo en la forma de un cuadro de población total por provincias, y tablas más detalladas, si existen en los archivos, no han sido aún estudiadas. Por estas razones, las páginas siguientes se limitan a presentar las cifras de población distribuidas según los límites correspondientes a los Estados que existieron entre 1863 y 1886.
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La evolución económica de Colombia, 1830-1900
Cuadro No. 1 Población por regiones, 1779/80-1912 (miles de habitantes) Ant. 1779/80 1810A 1810B 1825A 1825B 1835 1843 1851 1864 1870 1883 1887 1898 1905 1912 1780-1835 1835-1870 1870-1912
49 111 104 125 159 190 243 303 366 464 520 620 897 1081 2.2 2.4 2.6
Cund. Bol. 120 120 189 170
Boy.
Cauca Magd. Tol.
Sant.
182 231
121 200
44 71
58 100
112 237
60 91
182 223 255 280 319 393 414 546 550 630 631 718
122 141 160 172 182 224 246 314 336 375 310 531
209 246 288 332 381 454 499
150 171 210 269 312 386 435
56 55 61 62 68 82 89
98 141 157 183 208 220 231
201 247 280 324 382 378 433
100 98 115 118 138 221 221
1.7 1.4 1.3
Tasas de crecimiento 1.6 0.5 1.0 1.2 0.4 2.1 1.8 0.8 1.5
-
615 685 503 586
-
-
635 800 734 805
115 132 125 150
-
330 380 372 440
-
565 640 550 607
Pan.
Total sin Panamá 785 1309 1264 1129 1344 1571 1814 2094 2440 2713
-
295 340 -
3666 4262 4144 5073
geométrico 0.6 1.1 1.3
1.8 1.1 1.5
1.7 1.3 0.8
1.3 1.6
1.5
Fuentes: 1780:
SILVESTRE, FRANCISCO. Descripción PÉREZ, FELIPE, Geografía general, Bogotá,
del Reino de Santa Fe, Bogotá, 1950. Las cifras han sido corregidas. 1810A: 1883, pág. 156; 1810B: Extrapolación: 1825A: ARRUBLA y URRUTIA, Estadísticas históricas, 1825B: Extrapolación; 1835 y 1843: Estadísticas de la Nueva Granada, Bogotá, 1848; 1851 y 1870: Anuario Estadístico de Colombia 1875, 1864: D E MOSQUERA, TOMAS CIPRIANO, Compendio de geografía, Londres, 1866; 1883: Censo de la República de Colombia, Bogotá, s. f.; 1887-1898: VERGARA, F. J., Nueva geografía de Colombia, Bogotá, 1977,III,924; 1905y 1912: ediciones oficiales de los censos respectivos. Las cifras subrayadas son estimativos.
y a presentar las tasas de crecimiento de la población que resultan de ellas. A las cifras censales se ha añadido un estimativo para 1810, que resulta de suponer un crecimiento del 1.6% para el período de 1780 a 1810, con base en las tendencias que revelan censos de Antioquia para 1799 y 1808, Cauca en 1779 y 1797 y Santa Marta en 1779 y 1794. Además se ha hecho una extrapolación de la tasa de crecimiento entre 1835 y 1870 para presentar un conjunto de cifras para 1825 que resulten más verosímiles que las del censo de ese año, evidentemente subestimado. Se transcriben también algunos cálculos contemporáneos, para años en los que no se hicieron censos, como los de J. M. Restrepo para 1810 y de F. J. Vergara y Velasco para 1887 y 1898. Estas cifras permiten suponer que, tomando el conjunto del país, la población creció a un ritmo bastante estable durante todo el siglo
considerado, con excepción de la época de la guerra de independencia, cuando habría estado casi del todo estancada. La ligera disminución de la tasa de crecimiento para el período 18701912 parece explicarse sobre todo por las cifras de Boyacá y Santander, donde podría haberse dado una subnumeración muy fuerte en 1905 y 1912, o donde quizá las guerras civiles de las dos últimas décadas del siglo tuvieron un efecto más drástico que en el resto del país. Considerando las diferentes regiones, resalta el elevado ritmo del crecimiento antioqueño, que confirma algo ya bien conocido. Cundinamarca, Tolima y Cauca crecen a ritmos cercanos a los del conjunto del país, mientras que Boyacá, Santander, Bolívar y Magdalena muestran un ritmo inferior. Las bajas tasas de crecimiento de Bolívar y Magdalena durante la época anterior a 1835 confirman la opinión de los observadores contemporáneos, que subrayaron
68
una y otra vez el estancamiento de las regiones del Atlántico a consecuencia de las guerras de independencia; el caso de Santander muestra el paso de una tasa alta de crecimiento a una mucho más baja a finales de siglo; fuera del factor ya mencionado de la elevada incidencia de las guerras civiles de la segunda mitad del siglo sobre la región, ésta pareció perder, para finales de siglo, el dinamismo económico que la había caracterizado desde finales del período colonial, pérdida en la que debió desempeñar un buen papel la decadencia de las artesanías textiles. Esta tasa de crecimiento, superior al 1.5% anual para casi todo el siglo, es superior a la de Inglaterra, Francia o Italia, para el mismo período. Como no se han hecho estudios sobre natalidad y mortalidad durante el siglo pasado, no se tienen datos ciertos acerca de las componentes de este elevado crecimiento de la población. Sin embargo, cifras dispersas de nacimientos permiten algunas indicaciones vagas al respecto. Por ejemplo, el año de 1846 se reportaron en el país 78.358 nacimientos, sobre una población de 2.050.137 habitantes; esto indica una tasa de natalidad de 3.8%. La mortalidad señalada por las cifras es de 1.9% anual, que dejaría un crecimiento neto del 1.9%. Lo más probable es que la natalidad esté subestimada y que haya sido superior al 4%; la tasa de mortalidad debía estar subestimada en mayor grado, como lo muestra un rápido análisis regional: mientras Socorro, Cartagena y Bogotá tienen tasas de mortalidad superiores al 2%, Popayán aparece apenas con un 1. 3%, nivel que solo es explicable por omisiones en la información. Así pues, probablemente la natalidad era superior al 4% (en Antioquia resulta del 4.5% y en Tunja del 4.2%), y la mortalidad debía estar cerca o por encima de 2.5%. Si esto es así, la mortalidad se mantenía a niveles muy cercanos a los que entonces regían en Europa (excepto en las áreas urbanas, donde eran muy superiores), mientras que la natalidad era superior (1). El crecimiento relativamente acelerado de la población no alcanzaba a satisfacer los deseos de los dirigentes colombianos, que consideraban al país como escasamente poblado y veían en el crecimiento del número de habitantes una de las condiciones básicas para el desarrollo nacional. Por esta razón, durante todo el siglo se trató de estimular la inmigración europea, pero con casi ningún resultado. Colombia resultó siempre
Nueva Historia de Colombia, Vol. 2
poco atractiva para los posibles inmigrantes, por la inestabilidad política, el carácter tropical y poco salubre de las zonas que se querían asignar a los inmigrantes agrícolas (las áreas cálidas y bajas menos densas) y en general, la ausencia de perspectivas de éxito económico. Por esta causa, la inmigración se redujo a un puñado de extranjeros que se concentraron en los principales centros urbanos del país y se dedicaron a actividades empresariales o profesionales que no correspondían al deseo de los políticos colombianos de llenar las áreas desiertas con una población agrícola activa, trabajadora y blanca. Así, pues, el aumento de la población es atribuible en su totalidad al crecimiento natural, pues no hay ninguna razón para suponer que la entrada de extranjeros haya sido superior a la emigración de nacionales. Por otra parte, debe recordarse que la mayoría de la población se encontraba ubicada en las áreas montañosas, con fuertes concentraciones en las altiplanicies de Cundinamarca, Boyacá y Pasto. Esto resultaba importante porque la posibilidad de que la población rural dedicara parte importante de sus energías a la producción de bienes agrícolas de exportación encontraba una fuerte limitación en el hecho de que los productos de las zonas habitadas (papa, trigo) resultaban complementarios con los de los países de las zonas templadas. El desarrollo de productos agrícolas de exportación, a la larga, requirió un proceso de migración interna de considerable magnitud, por el cual se fueron ocupando las zonas templadas de las vertientes de las cordilleras y algunos valles interandinos. Finalmente, la población era predominantemente rural y las concentraciones urbanas apenas pasaban de ser aldeas grandes. Con excepción de unas pocas ciudades, las concentraciones que podrían llamarse urbanas eran simplemente núcleos de residencia de propietarios rurales, a los que se agregaba un puñado de artesanos y funcionarios. El cuadro No. 2 da la población de los núcleos urbanos de mayor magnitud. Como puede advertirse, no existe durante el siglo XIX una tendencia visible al crecimiento de la parte urbana de la población. Aunque sin duda se daba cierta migración del campo a la ciudad, esta era escasa y no alcanzaba a compensar la menor tasa de crecimiento natural que puede presumirse en las mayores aglomeracio-
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mas décadas del siglo un rápido crecimiento de la población. Y solo a finales de siglo comienza a acentuarse en estos centros algunos de los servicios y formas de vida que asociamos con la vida urbana, aunque ésta prolongará todavía un contacto muy estrecho con el campo. Aunque muchos de los habitantes de estas localidades seguían siendo hacendados, propietarios rurales e incluso trabajadores rurales que laboraban en las áreas inmediatas, la expansión de algunos servicios públicos (acueducto, alumbrado, tranvía), de la administración pública, del comercio y de algunas industrias empezaba a hacer predominante la población cuya forma de vida y trabajo puede considerarse como realmente urbana. Uno solo de los censos del siglo XIX -según lo que hasta ahora se sabe- recogió información acerca de la actividad económica de la población: el de 1870. Aunque es evidente que los criterios de clasificación no se siguieron con el mismo criterio en las distintas regiones del país, permite tener una visión aproximada de la distribución ocupacional de la población laboral colombiana, que se resume en el cuadro No. 3. El cuadro muestra el claro predominio de las actividades extractivas, que representan más del 70% de la población masculina activa y más del 56% de la población activa de ambos sexos. Por supuesto, es evidente que el censo ha considerado como "agricultores" a casi todos los jóvenes varones residentes en el campo: la población masculina de más de 21 años en el país apenas llegaba a 583 mil habitantes, y el censo
Cuadro No. 2 Población de los principales centros urbanos
Medellín Bogotá Cali Cartagena Pasto Socorro San Gil Soatá Vélez Barranquilla Porcentaje en total nacional
1843
1851
1870
1883
9.118 40.086 10.376 10.145 9.688 10.657 8.888 8.582 8.142 5.651
13.755 29.649 11.848 9.896 8.136 15.015 11.528 9.015 11.178 6.114
29.765 40.883 12.743 8.603 10.049 16.048 10.038 13.676 11.267 11.598
37.237
6.7%
6.0%
6.0%
1887 78.000
16.982
nes. En todo caso, incluso la utilización del término "urbano", para referirse a estos núcleos, es engañosa. Si bien Cartagena, Bogotá o Cali, podían tener la mayoría de la población indicada en el censo dentro de la ciudad propiamente dicha, sitios como Soatá o Pasto, aparecen entre los mayores núcleos urbanos simplemente porque eran municipios extensos, con una elevada población, pero que residía en gran parte en áreas rurales. En todo caso, las cifras del cuadro anterior sugieren que solamente en Bogotá, Medellín, y sobre todo a finales del siglo, Barranquilla, podía advertirse un ritmo de crecimiento de las aglomeraciones urbanas ligeramente superior al crecimiento natural de la población. Situación similar se daba en unos cuantos centros comerciales, como Manizales, Bucaramanga y Cúcuta, donde se dio durante las últi-
Cuadro No. 3 Estructura ocupacional de la población, 1870 (Miles de personas) Hombres I.
II III. IV V. VI.
Agricultores Ganaderos Mineros Pescadores Artesanos Comercio Sirvientes Otros Total Parcial Menores y estudiantes Administración doméstica
Población total del país
661 14 22 8 100 36 79 35 956 424 29 1.409
%
Mujeres
%
Total
%
69.1 1.5 2.3 0.8 10.4 3.7 8.3 3.7 99.8
136 3 18 1 249 5 145 15 572 416 494 1.482
23.6 0.5 3.1 0.2 43.5 0.8 25.4 2.6 99.7
796 17 40 10 349 41 224 50 1.528 840 522 2.891
52.1 1.1 2.6 0.7 22.7 2.7 14.7 3.3 99.9
Total Categoría
56.5 22.7 2.7 14.7 3.3 99.9
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coloca a 956 mil como trabajadores. Esto explica la elevada proporción de lo que equivaldría a la población activa masculina, que llega al 67.8%. Por otra parte, es notable el elevado número de habitantes dedicados a actividades artesanales ("artesanos, fabricantes y artistas"), pero debe advertirse la elevada proporción femenina; se trata sobre todo de mujeres de Santander, Boyacá y Cauca que, según las descripciones de los viajeros, dedican sus tiempos libres a la elaboración de textiles (sobre todo como hilanderas) de algodón, lana y fique,a hacer cestas y sombreros y a trabajos en barro. Condiciones sanitarias y alimentación La capacidad productiva de la población depende en buena medida de su estado de salud y de la alimentación con que cuente. Durante el siglo pasado la única modificación del ambiente higiénico de algún peso fue probablemente la introducción de la vacuna contra la viruela a comienzos de siglo, aunque su extensión fue siempre muy lenta y todavía en 1882 eran frecuentes las epidemias de esta enfermedad en Bogotá. Los servicios médicos, que crecieron algo a lo largo del siglo, no atendían sino una parte muy reducida de la población: el censo de 1870 registró 675 médicos en todo el país. A pesar de sus esfuerzos, poco podían hacer frente a la mayor parte de las causas de morbilidad en el país y su insuficiencia se advertía con patetismo en casos de epidemias como la del cólera y otras que se presentaban con frecuencia en algunas zonas del territorio nacional. En las ciudades, donde estaban concentrados, la ventaja de tener acceso a la medicina moderna (ventaja dudosa: muchas prácticas médicas de la época pueden haber sido contraproducentes), estaba compensada por las consecuencias de la mayor densidad, las facilidades para el contagio, la acumulación de basuras y desechos, el deterioro de la calidad de la aguas, etc. Solo a finales de siglo comenzaron los centros urbanos más importantes a introducir servicios públicos y normas de higiene que podamos considerar eficaces, pero es poco probable que las ciudades fueran más saludables que las áreas rurales (2). Poco se sabe sobre las prácticas médicas y los hábitos higiénicos del resto de la población pero quizás en algunas zonas los hábitos de limpieza personal y hogareña tuvieran efectos visibles.
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En Antioquia los viajeros destacaban un grado de atención por estos aspectos de la vida cotidiana que pueden haber tenido consecuencia sobre el crecimiento de la población, al disminuir las tasas de mortalidad. Tampoco se tienen datos sistemáticos sobre los hábitos alimenticios del país durante el siglo XIX, pero la impresión que se obtiene de algunos textos de la época, como los cálculos hechos por Camacho Roldan (3) acerca de la producción agrícola, sugieren que la absorción de calorías y proteínas era relativamente alta; probablemente mayor a la actual. La comida era bastante simple, y constaba fundamentalmente de un carbohidrato como base, que variaba según las regiones del país, y complementos proteínicos diversos. Entre los primeros, se destacaban la yuca, que constituía la base de la alimentación en la Costa Atlántica, el plátano, que desempeñaba un papel similar en el Cauca, el maíz, de consumo muy elevado en Antioquia y extendido por casi todo el país, y la papa en Boyacá, Cundinamarca y las altiplanicies del sur. Si a los cálculos de Camacho sobre estos productos añadimos el elevado consumo de azúcares (bajo la forma de panela, transformada en bebidas alcohólicas o en dulces), que siempre sorprendió a los viajeros extranjeros, resultarían disponibilidades de calorías sorprendentemente altas. El consumo de proteínas se basaba en algunos productos vegetales (fríjol y trigo, fundamentalmente) y en pescado -en las áreas costeñas y otras comunidades ribereñas-, cerdos y ganado vacuno. En relación a este último, los cálculos de Camacho indicarían una drástica caída del consumo de carnes en el país desde entonces hasta ahora. Aunque las informaciones disponibles en trabajos como el de Camacho o en diversas descripciones de viajeros o literatos no permiten evaluar con un mínimo de precisión el estado de alimentación en el siglo pasado, y es probable que hayan exagerado el nivel de los consumos vigentes al tomar como patrones la dieta de grupos de altos ingresos o de trabajadores de los que se requerían altos esfuerzos, vale la pena señalar que casi todos los testimonios apuntan a una situación en la que el consumo energético alimenticio era superior al que rige en la actualidad. Pero solo un estudio mejor de este tema permitirá establecer si se ha dado un proceso de deterioro de la dieta alimenticia popular (al trasladarse la población a las ciudades y a un régimen laboral basado en el salario) o
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si se trata de una ilusión de los observadores de entonces. Calificación de la fuerza de trabajo Los grupos dirigentes del país no dejaron de advertir que el desarrollo del país, y no sólo en sus aspectos económicos, requería una mejor calificación de la población. Por ello expresaron continuamente la importancia de expandir los servicios educativos y de atraer una población inmigrante que enseñara nuevas tecnologías y hábitos de trabajo a las poblaciones locales. Sin embargo no fueron muchos los resultados que se lograron en este terreno. La inmigración, como ya lo hemos mencionado, fue muy reducida, aunque desempeñó importante papel en la incorporación de algunas tecnologías más avanzadas. La educación formal, por otra parte, creció a un ritmo muy lento durante el siglo, recibió una proporción magra de los recursos oficiales y pudo ofrecerse sólo a sectores muy reducidos de la población En primer lugar, es preciso recordar que las escuelas funcionaron en forma casi exclusiva en los núcleos urbanos; su influencia no podía por lo tanto afectar a la inmensa mayoría de la población. Y en las ciudades y pueblos mismos, la escuela apenas cubría una proporción reducida de la población en edad escolar. Durante el siglo se hicieron diversos esfuerzos por expandir o mejorar el sistema escolar, pero todos ellos estuvieron limitados por la escasez de recursos y algunos por problemas de orden religioso. Durante la administración de F. de P. Santander (1832-37) se intentó aplicar en forma amplia el sistema llamado Lancasteriano, mediante el cual los alumnos más avanzados enseñaban a los demás, pero el método no dio los resultados esperados: la población escolar en las escuelas elementales creció en tales años a un ritmo que no superaba el de la población, como se ve en el cuadro No. 5. Más vigoroso fue el esfuerzo de reforma emprendido por los regímenes radicales, que trataron de mejorar la calidad de la enseñanza estableciendo a partir de 1872, escuelas normales en todos los Estados, bajo la orientación de pedagogos alemanes traídos especialmente para el efecto. Aunque la labor de las escuelas normales fue muy notable, tropezaron con la oposición de la Iglesia y de los conservadore», por ser los pedagogos germanos protestante». En general, el conflicto entre la Iglesia
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y el Estado alrededor del carácter de la enseñanza, que se pretendía hacer laico, afectó los esfuerzos de los radicales, sobre todo en la década de 1870, cuando este conflicto constituyó quizá la causa principal de la guerra civil de 1876. En todo caso, las cifras oficiales sobre educación señalan un cierto crecimiento de la escolaridad antes de 1874, producido en cierta medida por los esfuerzos liberales. La Regeneración, aunque descuidó inicialmente la expansión de la educación primaria, contribuyó a una ampliación del número de estudiantes que se advierte sobre todo después de 1889, en gran parte mediante la apertura de escuelas confesionales. Cuadro No. 4 Estudiantes de las escuelas elementales durante el siglo XIX 1835 1839 1843 1847 1852 1870
20.123 26.581 25.146 29.918 21.937 60.155
1874 1880 1884 1889 1893 1897
70.323 71.070 68.380 70.394 104.463 144.067
Fuentes: Estadísticas de la Nueva Granada (1848); Vergara y Velasco, Geografía; Arboleda, Estadística.
Por otra parte, la distribución de la población escolar en los diversos Estados era muy diferente, y algunos de ellos dedicaron un mayor esfuerzo a resolver esta situación. Antioquia fue la región donde creció más rápidamente el número de estudiantes, y gran parte del aumento de la escolaridad bajo el régimen radical proviene del esfuerzo de las autoridades conservadores de Antioquia. En el conjunto del país, la proporción de estudiantes de primaria sobre el total de la población pasó del 1.2% en 1835 a 3.0% en 1873 y a 3.3% en 1897. En Antioquia pasó del 2.0% al 5.4% entre 1847 y 1873. Otros Estados con un nivel comparativamente alto de escolaridad en este último año eran Cundinamarca, con el 4.6% y Santander, con el 3.1%; entre tanto, Bolívar y Boyacá, tenían apenas el 2.0% de su población en las escuelas primarias. Al margen, la proporción de niñas en las escuelas pasó entre 1847 y 1870 del 16% al 34%. Esta educación elemental se reducía a leer, escribir, las operaciones aritméticas fundamentales y unos reducidos elementos de cultura general, entre los que desempeñó un amplio lugar
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la religión durante los regímenes conservadores. Como no se sabe qué tanto duraba la permanencia de los escolares en los establecimientos educativos, no puede calcularse qué proporción de la población pasaba eventualmente por el sistema educativo formal. Unos datos de 1873 indican que entonces en Tolima y Santander el 28% de los reos sabían leer; aunque pueda parecer paradójico, lo más probable es que la situación general de la población no fuera mejor en este sentido. Estos índices de alfabetismo explican la ausencia del libro y la prensa de la cultura general del país durante la época. Aunque el número de periódicos publicados fue muy grande, sus tiradas no parecen haber llegado nunca al millar de ejemplares. En estas condiciones, la mayoría de las habilidades necesarias para la vida y el trabajo se transmitían informalmente, por los familiares y por el grupo de trabajo al que se vinculaban tempranamente, los niños sobre todo en las áreas rurales. Aquellas nociones necesarias para vestir la vida de un poco de fantasía y resignación, así como para restringir los impulsos a violar los códigos sociales vigentes, correspondían fundamentalmente al cura. En algunas familias de clase alta, un tutor -muchas veces clérigoañadía a la educación básica conocimientos de latín, historia y literatura que preparaban al joven para una carrera eclesiástica o forense. La educación secundaria se daba a un número muy restringido de colombianos, y lo mismo ocurría con el acceso a los estudios superiores y profesionales. En 1847 existían según las cifras oficiales, 954 estudiantes de secundaria en el país, fuera de 591 seminaristas. Las universidades tenían un alumnado que ascendía a 747 personas, la mayoría de ellas inscritas en la carrera jurídica. La ausencia casi total de preparación técnica superior puede advertirse en los datos del censo de 1870, que informó acerca de la existencia en el país de 275 ingenieros, mientras que los médicos eran 727 y los abogados 1.037. Por esto, las transformaciones más importantes en la calificación de los trabajadores se dieron a consecuencia de la venida al país de inmigrantes con una experiencia y preparación más avanzadas que las existentes en el medio, y por la difusión de nuevos cultivos y actividades que obligaban a campesinos y obreros a aprender en el trabajo mismo. Dejando de lado el área agrícola (donde tuvo lugar la implantación del
cultivo del añil y del café y se presentaron cambios muy importantes en la ganadería), las innovaciones más fuertes se dieron en la minería. Científicos e ingenieros extranjeros, inicialmente, y luego colombianos adiestrados en escuelas del exterior o en el ejercicio mismo de la actividad extractiva, introdujeron sistemas hasta entonces ignorados y que fueron asimilados con rapidez por la población local. Las ferrerías y cervecerías, por otro lado, dieron a muchos colombianos las primeras nociones de mecánica, metalurgia o química. Al lado de estos procesos de aprendizaje ligados directamente a la producción, hubo algunos esfuerzos de educación formal tecnológica, que complementaron la influencia de las decenas de colombianos que fueron a estudiar a escuelas de ingeniería, química o negocios en los Estados Unidos o Europa. Entre estos esfuerzos basta mencionar el Colegio Militar fundado por T. C. de Mosquera, donde se dieron las primeras enseñanzas de ingeniería, establecido en 1847, la Escuela de Artes y Oficios de Medellín, fundada en 1864, la efímera Escuela de Agricultura abierta en Cundinamarca en 1870 y el Colegio de Minas, creado en Medellín en 1888 y que, a pesar de algunas interrupciones, preparó ingenieros de minas y civiles de una notable calificación. El medio geográfico y los transportes
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esde la época de la Conquista, los patrones de poblamiento del territorio colombiano llevaron a una distribución de los habitantes del país en grupos relativamente aislados. A veces la alta densidad de los núcleos indígenas condujo a privilegiar ciertas regiones, a veces los efectos de un desarrollo minero y comercial impulsaron la ocupación de otros territorios. En todo caso, para el siglo XIX un mapa de la distribución de la población en el territorio nacional revelaría la existencia, para seguir a Luis Ospina Vásquez, de cuatro grandes regiones más o menos bien delimitadas: la región de la Cordillera Oriental (que Ospina llama región central), compuesta por Cundinamarca, Boyacá, Santander y, por razón de su integración comercial con las regiones mencionadas, Tolima; la región del Cauca, la región antioqueña y las zonas de la Costa Atlántica. Cada una de estas áreas era en buena parte autárquica, con un intercambio comercial mutuo bastante redu-
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cido y con una migración interregional igualmente baja. Excepcional era el habitante de una de ellas que por alguna razón había visitado alguna vez una de las otras; más excepcional aún era quien se trasladaba definitivamente de una a otra. Por supuesto, el tráfico comercial internacional ponía en contacto las zonas productoras de bienes de exportación (metales preciosos, tabaco, añil, sombreros, etc.), con las regiones de la costa; del mismo modo los productos de importación eran distribuidos desde la costa hasta los sitios de sus consumos finales. Y cierta magnitud de comercio interregional ponía en contacto, para dar sólo unos ejemplos, a Santander, productor de textiles baratos, con Bogotá, Antioquia o Popayán. Ciudades comerciales y administrativas como Bogotá o Barranquilla, podían atraer a algunos de los miembros de la élite política o comercial de otras zonas. Pero en conjunto, hay que insistir, los intercambios y movimientos que superaran las fronteras geográficas de estas regiones eran de muy pequeña magnitud. Pero no sólo estas grandes regiones, separadas entre sí a veces por inmensas zonas escasamente pobladas, tenían tan notoria separación: cada una de ellas estaba compuesta de varias regiones menores, a su vez similarmente aisladas. Por ejemplo, el Cauca incluía el área del Chocó, cuyas comunicaciones con el resto se reducían a los flujos comerciales ligados a la minería de oro, usualmente controlada desde Popayán; Pasto, Almaguer, Popayán y otras localidades mantenían entre sí un aislamiento apenas roto por las ocasionales recuas de mulas con mercancías extranjeras o con algunos de los escasos productos que eran objeto de tráfico más allá de una estrecha comarca. Así pues, como ha sido repetido muchas veces, la Nación constituía una especie de archipiélago en el que los núcleos poblados estaban separados entre sí por zonas despobladas y a veces por serios obstáculos geográficos. Aún más, la vinculación con el exterior tropezaba con el hecho de que las zonas más densas del país, y en particular las de la altiplanicie oriental, se encontraban bastante alejadas de las costas atlánticas e incluso de los ríos de la vertiente atlántica. Similar situación se daba en Santander y Antioquia, en Popayán o Cali. Esta situación hacía de extraordinaria importancia los problemas de transportes, que son simplemente la otra cara del mismo fenómeno. El aislamiento entre las diversas regiones se re-
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forzaba por la ausencia de un sistema adecuado de comunicaciones, así como la relativa autarquía de cada comarca, que constituía para la mayoría de los productos una especie de mercado cerrado y hacía difícil materializar las ventajas del desarrollo de caminos o ferrocarriles, que no parecían poder disponer de carga suficiente para justificarlos. Dicho de otro modo, el escaso volumen del tráfico no estimulaba el mejoramiento o la apertura de vías de comunicación, mientras que la ausencia y mala calidad de éstas reforzaba la tendencia de cada zona a producir dentro de sí misma la mayoría de los productos que podía consumir, con excepción únicamente de aquellos para los que existía una absoluta imposibilidad climática y de los que provenían del mercado internacional. Por esto, sólo los productos extranjeros y unos pocos artículos artesanales (textiles de Santander y Boyacá, sombreros del Huila), así como la sal, podían contar con un cierto mercado nacional, y algunos productos agropecuarios como el ganado, el cacao, el café y los derivados de la caña se movilizaban dentro del ámbito regional. Fuera de estos, prácticamente todos los bienes que encontraban una salida al mercado se transaban en mercados locales y apenas viajaban unos cuantos kilómetros entre el productor y el consumidor final. Esta situación puede describirse en términos de la inexistencia de un verdadero mercado nacional, motivada simultáneamente por los elevados costos de transporte y por la escasa especialización regional de la producción, factores que como ya se señaló estaban estrechamente interrelacionados. Esta estructura geográfica de la producción disminuía notablemente los estímulos para todo aumento de la productividad, en particular en el área agrícola. Un aumento acelerado de la producción de un bien cualquiera, ante los altos costos de transporte y la dificultad para buscar mercados lejanos, habría provocado una caída drástica del precio local o la aparición de excedentes invendibles, pues era de presumir que la mayoría de los consumidores potenciales cercanos, eran ellos mismos productores. Por esta razón, los empresarios agrícolas y en general los sectores dirigentes del país no encontraron incentivos para invertir en el desarrollo de la producción rural sino cuando el mercado externo ofrecía para ciertos productos precios atractivos. que parecieran justificar los altos costos de trans-
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porte, y para los que un crecimiento de la producción, dada la parte mínima del país en el abastecimiento de los mercados extranjeros, no tenía por qué reflejarse en los precios. Fuera de estos casos (básicamente tabaco, añil y café), sólo los otros productos ya mencionados (ganado y azúcar), parecían ofrecer perspectivas capaces de superar en alguna medida las limitaciones impuestas por el sistema de transporte y la estrechez de los mercados. Así pues, las dificultades geográficas, expresadas en el aislamiento mutuo de los núcleos de población y en el deficiente sistema de transportes, se convertían en una barrera bastante elevada para la integración económica del país y el desarrollo de un mercado nacional, que hubiera permitido aumentar la especialización y división del trabajo, lograr economías de escala y materializar ventajas comparativas regionales. Una rápida descripción del sistema vial permitirá aclarar aún más lo anterior. Durante todo el siglo, el eje del sistema, la pieza fundamental estuvo constituida por el río Magdalena. Por él se introducían, desde los puertos atlánticos de Cartagena, Santa Marta y posteriormente Barranquilla (Sabanilla), los bienes importados; por él salían al mercado mundial los productos agrícolas de exportación. El transporte fluvial era relativamente barato, sobre todo desde la estabilización de la navegación a vapor a mediados de siglo. Las dificultades comenzaban desde el momento en el que la mercancía se desembarcaba en alguno de los puertos fluviales para dirigirse, por tortuosos caminos de herradura, hacia los centros poblados de las zonas montañosas. La región antioqueña se comunicaba con el Magdalena por el camino que unía a MedeUín con Nare, una ruta utilizable por muías pero sujeta a continuas interrupciones y a frecuentes pérdidas de los animales de carga. Tan inadecuado era este camino, que a mediados de siglo, Agustín Codazzi, se negaba a considerarlo una verdadera vía comercial: "El hijo de Antioquia", decía «comparativamente al de las demás secciones de la República, es precisamente aquél que más ha viajado al continente europeo... el más dedicado a especulaciones comerciales... el que más se esmera en aumentar su fortuna... ¿Y por qué, pues, no tiene una sola vía comercial para comunicarse con el resto de la República?». (4). Según el mismo Codazzi, las mercancías traídas de Europa pagaban un flete mayor de Nare a Medellín que de Europa a Nare.
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El principal camino entre la región oriental del país, la más poblada de todas, y el Magdalena, lo constituía la vía entre Honda y Bogotá. Las muías demoraban 5 ó 6 días para hacer el viaje de unos 150 kilómetros, por una ruta que fue descrita una y otra vez para dar ejemplo de las dificultades del transporte colombiano. Sin embargo, comparativamente era muy superior a los demás caminos del Magdalena al oriente, hasta el punto de que buena parte del comercio internacional de Boyacá y Santander se hacía a través de Bogotá. Estos otros caminos, como el del Carare, el del Opón y el de Ocaña, eran apenas trochas de difícil manejo, frecuentemente cerradas por la invasión de la vegetación tropical o por las dificultades para el paso de los ríos que las interrumpían. Hacia el sur, partía de Honda la ruta que a través de Neiva llevaba a Popayán, por La Plata, de uso bastante limitado, y la que por Ibagué llevaba a Cartago (el camino del Quindío), tan peligrosas que los viajeros preferían el uso de cargueros a las muías, por el frecuente riesgo de que estas se despeñaran; carecía además, hasta bien avanzado el siglo, de sitios adecuados para pernoctar en un viaje de poco más de 100 kilómetros que requería entre una y dos semanas. Fuera de estas rutas, que constituían el núcleo del sistema que a través del Magdalena unía el país con el exterior, debe mencionarse la antigua vía colonial que unía a Pasto con Popayán, continuaba a Cali y eventualmente, bordeando el Cauca hasta el norte de Cartago y luego alejándose de éste para ascender la cordillera, conducía a Santa Fe de Antioquia y Medellín; aunque tenía una leve función en el comercio internacional, su interés mayor residía en unir los mercados antioqueños con los proveedores ganaderos del Valle del Cauca. Una parte notable de las dificultades del sistema existente provenía de que, dada la utilización general de la mula como medio de transporte, el diseño de los caminos buscaba las diversas poblaciones siguiendo las líneas más cortas posibles, aunque estas implicaran pendientes elevadísimas. De este modo, el trazo tradicional de los caminos coloniales y de buena parte de los abiertos durante el siglo XIX impedía su transformación eventual en caminos de ruedas, no importa qué mejoras se hicieran a su pavimento. Como lo señaló el mismo Codazzi, «parece que nuestros antecesores no conocieran otro
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método de abrir caminos, que subir a la parte bastante rígidos sus rasgos fundamentales. En más elevada de un cerro para bajar después a el sector rural la movilidad de recursos era muy lo más profundo... y luego, volver a subir y poca: hasta mediados de siglo una parte de la bajar sin interrupción, buscando siempre las mano de obra estuvo conformada por esclavos quiebras más grandes de la serranía en lugar de y durante todo el período estudiado predominaevitarlas, faldeándolas...» (5). De este modo, el ron en el campo formas de trabajo no salariales; trazado de los caminos de herradura y la dispo- la tierra estuvo sujeta a regímenes de manos nibilidad de las muías reforzaban la situación muertas y a modalidades de asignación del créexistente, al obligar a realizar trazados comple- dito (los llamados "censos") que dificultaban tamente nuevos en el momento en que se preten- las transacciones comerciales de tierra; la acudiera introducir la rueda, con excepción de algu- mulación de capitales se hacía en forma indivinas pocas zonas planas. dual o dentro del marco de grupos familiares, En estas condiciones, la energía motriz uti- sin que se desarrollaran sino en forma excepciolizada para la movilización de las mercancías nal, formas de asociación o mecanismos de ahoera fundamentalmente animal, aunque no hay rro institucional. Si a esto se añade la fragmenque olvidar la frecuente utilización de cargueros tación de los mercados para productos agrícolas humanos. La mula tenía sobre los últimos la y artesanales, el alto costo del transporte y la ventaja de su mayor resistencia y capacidad (una existencia de un elevado número de productores carga de mula tenía entre 200 y 250 libras); los más o menos autosufícientes, el bajo nivel de cargueros eran más seguros (lo que era impor- productividad e ingresos, así como la muy corta tante cuando se trataba de transportar personas) capacidad del Estado para movilizar recursos y podían obrar coordinadamente. Esta última ra- hacia inversiones productivas o de infraestructuzón hacía que la carga excesivamente volumi- ra, se comprende por qué resultaba difícil que nosa o pesada tuviera que ser movida a "lomo los grupos empresariales respondieran a las de indio", utilizando para ello cuadrillas a veces oportunidades, por cierto poco frecuentes, que bastante numerosas. En todo caso, muchos pro- podían surgir para los productores de bienes ductos tropezaban con límites infranqueables, para el consumo interno. Por esta razón, sólo y con frecuencia empresarios optimistas que pre- los sectores vinculados al comercio exterior, tendían llevar a las tierras altas calderas, instru- donde era más fácil advertir las oportunidades mentos industriales u otros objetos demasiado surgidas de modificaciones en los niveles de pesados, se vieron obligados a abandonarlos en precios y las fallas temporales en el abastecilos puertos del Magdalena, ante la imposibilidad miento de Europa en relación con algunos prode hacerlos llegar a su destino. ductos, y donde aparecían como fácilmente perAnte esta situación, que imponía severos ceptibles ganancias relativamente altas, responlímites a las posibilidades de instalación de ma- día, dentro de las limitaciones de una escasa quinarias e industrias avanzadas en las zonas de acumulación de capitales líquidos, a las oportumontaña y sobre todo, que recargaba en forma nidades que podían aparecer. En esto, la econodesproporcionada los costos de los productos mía del siglo XIX continuaba y aun acentuaba importados y exportables, no es de extrañar que el patrón ya existente durante la época colonial, durante todo el siglo una de las principales preo- y el esfuerzo de los grupos dirigentes se conducía cupaciones de los grupos dirigentes hubiera es- más que a reducir la vinculación con el mercado tado en el mejoramiento de los sistemas de trans- internacional a encontrar nuevos productos que porte y que incluso en los momentos en los que pudieran abrirse camino a los consumidores de mayor vigor tuvo el complejo de ideas liberales, ultramar. Ya en el siglo XVIII, y a través de no se descartara del todo la acción estatal de mecanismos que todavía están por esclarecer, la Nueva Granada había respondido a la recupeeste terreno. ración secular de la economía europea aumenEl comercio exterior. tando en forma acelerada la producción de oro para la exportación y, en menor medida y duEl papel estratégico del sector externo rante coyunturas particularmente favorables, la omo ya se ha sugerido, la economía colom- de algunos productos agrícolas como el algobiana durante el siglo XIX estaba caracteri- dón, el cacao y la quina. Sólo el oro, sin embarzada por una serie de limitaciones que hacían go, pudo mantener, pese a los traumatismos
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provocados por la guerra de independencia y por el golpe dado a los empresarios mineros del sur, por el proceso de emancipación de los esclavos, una posición preeminente durante todo el siglo XIX. Ante la caída de la exportación de otros bienes agrícolas que se dio a finales del período colonial, la expansión del comercio exterior requería la búsqueda de nuevos productos que tuvieran acogida en los mercados europeos, y esta sería una de las tareas a las que se dedicarían con mayor empeño los miembros de los grupos económicos dominantes y de las élites políticas durante todo el siglo. No debe, verse pues, la orientación hacia el exterior de los empresarios más activos como el resultado de una decisión más o menos arbitraria, motivada por razones subjetivas o por la penetración de las ideologías liberales en el mundo cultural colombiano. No es arriesgado decir que, en sus líneas generales, esta era la única decisión posible durante la época; el pensamiento liberal europeo, y en particular su modalidad económica librecambista, resultaba atractivo para los comerciantes del país y para los terratenientes menos tradicionales porque daba una justificación aparentemente científica (y el liberalismo económico se llegó a identificar en los escritores de la época, cualquiera que fuese su partido político, con la "ciencia económica") al único proyecto de desarrollo económico que ofrecía algunas perspectivas. Si el proyecto tuvo efectos relativamente limitados, y la economía nacional, más que desarrollarse, se mantuvo en una situación que en términos seculares parece haber sido de estancamiento, el problema no estaba en la decisión de apoyarse fundamentalmente en el sector exportador, sino en las condiciones generales de la economía. Fuera de los factores ya destacados, debe hacerse énfasis en que la estrechez de mercado no era solamente un problema de barreras geográficas y de altos costos de transporte, aunque estos eran importantes, sino que surgía en buena parte de la baja productividad de las unidades económicas del país y de la poca capacidad de generar un excedente comercializable, que a su vez dejará en manos de los productores unos ingresos capaces de convertirse en demanda adecuada para productos no agrícolas. Teniendo en cuenta la ausencia de una demanda interna relativamente dinámica, sólo las demandas externas podían estimular decisiones de inversión produc-
tiva relativamente elevadas. Pero los mercados internacionales ofrecían, para el caso colombiano, oportunidades limitadas y esporádicas. Como ya se señaló, las áreas donde existía una buena disponibilidad de mano de obra no eran geográficamente, las más aptas para producir para la exportación. Los productos que hubieran podido encontrar mercados estables en Europa no podían producirse en Colombia en las mismas condiciones, con las mismas ventajas comparativas que en zonas como la Argentina, Australia o los Estados Unidos, que contaban con campos abiertos carentes de las barreras institucionales que afectaban buena parte de las tierras bajas colombianas, y con una situación climática que hacía soluble la ausencia de mano de obra mediante una inmigración acelerada. Esto quiere decir que en general las demandas internacionales de productos agrícolas podían abastecerse en mejores condiciones en áreas diferentes a Colombia, que carecía de ventajas comparativas adecuadas, tanto desde el punto de vista de la tierra (y a los factores institucionales habría que añadir razones de orden físico, aptitud de los suelos, existencia de una cubierta selvática, de problemas con el control de las aguas y condiciones de insalubridad) como de la mano de obra. Por esto, los flujos importantes de capital inglés ligados a la expansión de economías dependientes exportadoras apenas rozaron a Colombia, y se orientaron a las zonas templadas de reciente poblamiento, donde construyeron toda la extensa infraestructura ferroviaria de la que fue ejemplo sobresaliente la Argentina. Así, a las dificultades para movilizar recursos locales para responder a las demandas externas, a la escasez de capital, dinero acumulado que pudiera contribuir a desarrollar un adecuado sistema de transporte y a iniciar empresas agrícolas exportadoras más productivas que las haciendas tradicionales, se añadió la ausencia de toda inversión significativa del capital extranjero en el país. Sólo a finales de siglo, cuando las inversiones pesadas básicas de los países que abastecían de grano y carne los mercados europeos estuvieron relativamente completas, una leve corriente de capital inglés se orientó hacia la creación del sistema de ferrocarriles nacional; incluso entonces la participación del capital extranjero no alcanzo grandes magnitudes y tuvo que complementarse con los esfuerzos del Estado colombiano.
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Ahora bien, en los pocos casos en los que la dotación de recursos internos (capacidades empresariales, mano de obra, tierra, etc.), permitía colocar los productos nacionales en el exterior, esto provocaba una compleja red de efectos económicos que deben ser presentados así sea esquemáticamente. La mayor productividad de las actividades de exportación (oro, tabaco, añil, quina), elevaba los ingresos locales, ingresos cuya distribución dependía de diversos factores económicos e institucionales, pero que afectaban la capacidad de consumo de las poblaciones locales. En casos como el del oro, como lo ha señalado con agudeza Alvaro López Toro, la estructura de la producción generó una distribución del ingreso que permitió la realización de notables acumulaciones de capital en manos de grupos comerciales, mantuvo un nivel de salarios y de precios relativamente alto en la zona antioqueña (lo que la convirtió en un mercado atractivo para la ganadería del Cauca y los textiles del oriente del país), y en general ayudó a crear condiciones que permitieron, en la segunda mitad del siglo, la expansión de la economía local mediante la creación de un sector ganadero muy amplio y mediante la inversión en el cultivo del café. Pero fuera del oro, los demás productos de exportación anteriores al café (tabaco, quina y añil), tuvieron efectos menos duraderos, y lograron encontrar compradores en Europa sólo durante épocas relativamente breves. En el caso del tabaco, se dio una tendencia creciente, estudiada por Luis F. Sierra, a convertir en rentas de la tierra la mayoría de los ingresos producidos por las exportaciones, lo que limitó su capacidad de promover otras transformaciones en el resto de la economía. Sin embargo, éstas no deben ignorarse: durante los primeros años del auge tabacalero -la década del cincuenta-, se produjo una notable migración de mano de obra hacia las regiones del Tolima, surgió un grupo de trabajadores asalariados con altos ingresos monetarios y se produjo indirectamente una elevación de los salarios rurales en las zonas desde donde venían los migrantes, aunque éste efecto pudo limitarse por la disolución de los resguardos, que produjo un aumento temporal de la oferta de mano de obra en las zonas de Boyacá y Cundinamarca. Pero si el alza de los ingresos, provocada por el auge tabacalero debía producir, a través de la elevación de la demanda por bienes agrícolas y artesanales, amplias repercusiones en las zonas que abas-
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tecían la región, la respuesta de la oferta agrícola parece haber sido muy rígida, y buena parte de las alzas de salarios monetarios fueron absorbidas por aumentos en los precios de los alimentos; así, la monetización mayor de la economía y la expansión del mercado que se estaba dando resultaba frenada por la tendencia a transferir esos ingresos a los propietarios agrícolas tradicionales, que podían usar estos incrementos de sus rentas en consumos de origen extranjero. Así, a la alta percepción de renta de los propietarios tabacaleros se unía la conversión de los ingresos salariales mismos en renta de los productores de alimentos. La demanda por productos textiles locales, aunque pudo aumentar, sólo lo hizo en forma imperceptible, a juzgar por los observadores de la época. Y la tendencia final fue reducir los efectos internos, los estímulos a otros sectores productivos nacionales, al convertir el ingreso del tabaco, fundamentalmente en demanda de bienes importados. Indirectamente, sin embargo, este auge tabacalero tuvo repercusiones de mayor alcance. Por una parte, permitió la consolidación del grupo de comerciantes importadores y exportadores y la acumulación de altos volúmenes de capital en sus manos; en el momento en que el ciclo del tabaco alcanzaba sus niveles más altos, este sector pudo establecer por primera vez un sistema financiero y bancario viable dentro del país, durante la década del setenta. Por otra parte, la estabilización de la navegación a vapor por el río Magdalena, permitió ampliar la magnitud de las operaciones comerciales e impulsó indirectamente el desarrollo del sistema vial que ligaba los centros de producción con el mencionado río. Sobre los efectos de los breves ciclos del añil y de la quina, poco se sabe. El primer producto llevó a una breve fiebre de inversiones bastante costosas, en instalaciones que, pasado el auge, no podían recibir usos alternativos. Sus efectos sobre el mercado de mano de obra debieron ser reducidos y temporales, y fuera de los grupos comerciales de importación y exportación es difícil identificar otros posibles beneficiarios. La quina dio una breve febrilidad a la actividad económica de Santander y parece estar estrechamente ligada con el crecimiento de Bucaramanga como ciudad comercial, con sus casas importadoras y sus bancos. Su repentina caída se produjo hacia 1882, en un momento en que comenzaba a tomar auge el cultivo cafetero, y valdría la pena investigar hasta dónde
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los recursos empeñados en la extracción de la quina pudieron orientarse hacia el nuevo grano. La brusca caída de las exportaciones de quina y añil, así como de las ventas de algodón en la década de 1860, no tienen nada de extraño: la aparición de fuentes alternativas de aprovisionamiento y la caída de los precios internacionales que se produjo, eliminaron unos productos cuya entrada al mercado europeo había sido puramente coyuntural. Lo que es menos fácil de entender es la crisis de las exportaciones de tabaco, producto para el cual existían aparentemente suficientes ventajas como para que el país hubiera conservado al menos un mercado estable en los países consumidores. Durante los setenta y ochenta se atribuyó buena parte del fracaso a un cambio en los gustos europeos, explicación sin duda superficial. Es evidente, como lo han señalado varios historiadores, que la calidad del producto local decayó, que se produjo un rápido agotamiento de las tierras de Ambalema y que los mecanismos de comercialización distribuían los riesgos en forma muy peligrosa para los exportadores locales. Pero parece haber sido sobre todo la estructura de tenencia de la tierra, altamente concentrada, la que impidió que las dificultades tecnológicas y de mercado con las que se tropezó fueran enfrentadas de modo adecuado. Ni los propietarios que se beneficiaban con rentas elevadas de sólida apariencia ni los cosecheros, metidos en un sistema de precios y controles claramente explotador, tenían razones para responder a las modificaciones de la demanda europea y a los problemas tecnológicos con esfuerzos de innovación en los métodos y cuidados de la hoja que hubieran permitido al tabaco colombiano competir con el que, con capitales y control empresarial europeo, comenzaba a despacharse desde los países del Lejano Oriente. Por último, y como se verá con algo más de detalle en el capítulo pertinente, hay que tener presente que el sector exportador desempeñó además el importante papel de generar el grueso de los recursos del Estado. De este modo, las frecuentes fluctuaciones en los volúmenes del comercio exterior, fuera de los efectos directos e indirectos sobre el ingreso de los colombianos, afectaban la capacidad de gasto público y acentuaban la vinculación entre el ritmo de actividad económica interna y las condiciones de los mercados internacionales.
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Tendencias y estructura del comercio exterior Si la información que se tiene sobre la actividad económica en el siglo pasado es habitualmente mala, esto es aún más cierto con respecto al comercio exterior. El problema se agrava porque hay una buena cantidad de cifras, pero de escasa credibilidad. En primer lugar, se cuenta con los datos originados en las oficinas de aduanas y que fueron recogidos en diversas memorias de los secretarios de Hacienda de la época; éstos fueron los materiales utilizados en los trabajos de Luis Eduardo Nieto Arteta y de la mayoría de los historiadores posteriores. Los métodos de recolección de la información, los sistemas para determinar los precios de las mercancías y el fraude, siempre frecuente, las hacen poco confiables. Recientemente W. P. McGreevey y Oscar Rodríguez, publicaron un buen acopio de información nueva, sobre el comercio exterior, basándose en los datos provenientes de los países con los cuales comerciaba Colombia (6). Con base en ambas seríes, estos autores trataron de establecer un nuevo cálculo del valor de las exportaciones e importaciones del país durante el siglo xrx. Pese a la utilización de nueva información, los resultados no fueron muy satisfactorios. Los problemas derivados de las diferentes formas de avalúo de las mercancías en los diferentes países, de la inclusión habitual del comercio de tránsito de Panamá en algunos de ellos, de los cambios en la unidad monetaria en que aparecen los datos, no fueron tratados con suficiente cuidado, y por otra parte se utilizaron procedimientos estadísticos que, al aplicarse en forma homogénea a toda la información, producen resultados que, a la luz de otras informaciones de la época, resultan inverosímiles. Por lo tanto, no hay más remedio que concluir, como lo hiciera Luis Ospina Vásquez, que las cifras sobre importaciones y exportaciones son apenas indicios burdos de órdenes de magnitud y de tendencias generales. Basta advertir que tanto las cifras oficiales colombianas como los cálculos elaborados con base en las cifras extranjeras indican la existencia de déficits sucesivos de la balanza comercial de magnitudes inverosímiles, como si los demás países estuvieran dispuestos, en una época en la que el crédito internacional raras veces excedía de seis meses y cuando la inversión de capitales extranjeros en el país era nula, a enviar año tras año al país
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productos por un valor muy superior al de aquellos con los que se les pagaba, y entre los cuales incluían las estadísticas tanto los metales preciosos como las monedas "exportadas". Por estas razones, las anotaciones siguientes, aunque inevitablemente se apoyan en las cifras mencionadas, deben tomarse con la mayor cautela posible; se ha tratado de formularlas teniendo en cuenta las condiciones concretas reveladas por la información contemporánea distinta a las estadísticas de comercio. Cuadro No. 5 Exportaciones de Colombia Promedios anuales por quinquenio (Miles de pesos) Suma de datos Cálculos de USA, Inglaterra, McGreevey Alemania y Francia
Años
Cifras colombianas
1835-39 1840-44 1845-49 1850-54 1855-59 1860-64 1865-69 1870-74 1875-79 1880-84 1885-89 1890-94 1895-99 1900-04 1905-09
2.656 1.959 1.891 2.180 4.919 2.445 6.565 9.109 11.807 15.165 13.022 18.846 17.365 — 14.480
3.858 3.352 2.460 5.877 10.597 14.044 16.920 19.693 21.214 19.749 13.154 18.736 17.570 13.962 13.910
y
Estadísticas históricas... 1845-
Fuentes:
URRUTIA
ARRUBLA,
5.670 8.790 11.763 12.723 12.420 11.886 7.859 10.425 12.535 10.611 —
49; FELIPE PÉREZ, Geografía... 1850-54; 1860-64; J. VERGARA y VELASCO, Nueva geografía... Suma de datos extranjeros: URRUTIA y ARRUBLA, op. cit., y datos suministrados por L. J. GARAY y DIEGO PIZANO, de un estudio en elaboración
Como se advierte, las diferencias entre las cifras son muy grandes y difíciles de explicar. Parte del rápido crecimiento de la serie de McGreevey a partir de 1855 proviene posiblemente del creciente comercio a través de Panamá, facilitado por la terminación del ferrocarril del Istmo; los datos extranjeros a partir de 1865 incluyen exportaciones de algodón a Inglaterra, que superan los cuatro millones de pesos anuales, cuando las cifras nacionales apenas llegan al medio millón. Todo lo anterior muestra cómo es preciso realizar un análisis detallado, pro-
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ducto por producto y año por año, de la información disponible, antes de someterla a técnicas estadísticas homogéneas que pueden conducir a ampliar los errores existentes en los datos brutos. En todo caso, es posible trazar las líneas generales del desarrollo de las exportaciones aceptando un amplio margen de error. Un primer período estaría constituido por los años de 1830 a 1849, en el que las ventas colombianas al exterior pueden considerarse estables. Dentro de sumas globales cercanas a los tres millones de pesos, la exportación de metales preciosos, bajo la forma de monedas cuando se hacía legalmente, representaba aproximadamente las dos terceras partes. Desde este punto de vista se conservaba la estructura comercial anterior a la Independencia, sobre todo si se tiene en cuenta que las exportaciones clandestinas estaban compuestas casi en forma exclusiva por el mismo tipo de productos. Fuera de los metales preciosos, se exportaban cantidades menores de algodón, cueros, tabaco, maderas de tinte y café: sólo estos productos figuran con cifras superiores a los $10.000 al año en las cifras gubernamentales. Las importaciones al país estaban constituidas en su gran mayoría por textiles, que empezaban a remplazar los tejidos nacionales y, más que a éstos, a los que antes se habían importado de Cataluña, en el consumo de los sectores de ingresos más elevados del país. Además de estos bienes, las importaciones incluían artículos de ferretería y quincallería, loza y productos suntuarios como vinos y otras bebidas alcohólicas. Para uno de los pocos años en los que se cuenta con una distribución por países de este comercio (1844), el 76% de las importaciones provenía de Inglaterra, el 21% de Francia, mientras que el 3% restante se atribuía en proporciones casi iguales a Estados Unidos, Curazao, Venezuela y Perú (7). Normalmente, sin embargo, las importaciones de los Estados Unidos eran superiores a lo indicado en el informe anterior, e incluían -como en la Colonia-, harina de trigo y salazones, además de productos europeos re-exportados. Tanto las cifras oficiales como los comentarios de diversos observadores subrayan la tendencia de las importaciones a superar a las exportaciones, de manera que era necesario apelar, para cancelar las obligaciones con el extranjero,
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a la exportación del numerario empleado en la circulación interna. Sobre todo durante la década del 30 se vivió un ambiente de depresión, disminución de los precios, parálisis del comercio interno y dificultades para el mantenimiento de un sistema monetario eficiente, que puede haber sido provocado en buena parte por la necesidad de saldar el déficit comercial con remisiones de moneda de uso interno. El gobierno mantuvo por su parte, durante estos años, un sistema de comercio exterior basado en tarifas aduaneras relativamente elevadas, que fueron justificadas con argumentos de orden fiscal y ocasionalmente por la necesidad de proteger algunos sectores artesanales de producción nacional. Dentro de esta tendencia general, sin embargo, se hicieron diversas modificaciones del sistema de tarifas a las importaciones que han sido estudiadas con gran detalle por Luis Ospina Vásquez; vale la pena recordar que ya en 1840, bajo un gobierno conservador, se intentó hacer una fuerte reducción de los impuestos a las importaciones. A partir de 1849 el país entró en una época radicalmente nueva desde el punto de vista analizado, caracterizada por la expansión acelerada de las exportaciones. Si hemos de creer a las cifras colombianas, esta expansión había continuado hasta 1875-76, al menos como tendencia general. Desde el punto de vista de su composición, lo que ocurrió fue la adición a las exportaciones de oro, que siguieron creciendo pero en forma lenta, de una serie de productos agrícolas y de extracción que encendieron la imaginación y atrajeron los capitales de los inversionistas colombianos. En primer lugar el tabaco, cuyas exportaciones hasta 1848 habían sido muy pequeñas, comienza un ciclo de crecimiento veloz que hace pasar los valores exportados a cerca de un millón de pesos anuales, hacia 1852, a dos millones promedio durante 1856-59, y a más de tres millones durante 1865-69. A partir de estos años las cifras se reducen levemente hasta 1875, cuando comienza una caída más acelerada que coloca de nuevo las cifras en cerca de un millón hacia 1879-80. Sin embargo, el cultivo no desapareció del todo y siguió colocando en el mercado internacional cifras significativas durante todo el resto del siglo. Durante la misma década en que comienza el auge del tabaco, se expanden rápidamente las exportaciones de otros dos productos agrícolas: la quina y el café, y de una manufactura artesanal, los
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sombreros de paja. Para los años finales del período 1850-60, puede pensarse que más o menos la tercera parte de las exportaciones estaban constituidas por oro, otro tanto por el tabaco y el resto por quina, café, sombreros y otros productores menores, y que esta estructura se mantiene, por el crecimiento ya menos acelerado pero continuo y parejo de los diversos productos hasta los años 1870-76, cuando hay un nuevo salto por el crecimiento súbito de las exportaciones de quina (que seguirá hasta 1881 ó 1882) y de añil, un producto que aparece en las estadísticas nacionales en 1867, sobrepasando los 100.000 pesos en 1870 y superando el medio millón en el año siguiente, nivel en el que se mantiene hasta la brusca caída de 1874 y 1875, cuando prácticamente desaparece de nuevo. En todo caso, aunque este artículo añadió brevemente un margen notable al volumen de exportaciones, ni siquiera en los momentos de más alto nivel alcanzó a superar, no digamos el oro o el tabaco, sino el café o la quina. Desaparecido el añil del comercio exterior colombiano, parecía que en todo caso se había alcanzado una situación aceptable de diversificación de productos, al vender volúmenes apreciables de oro, tabaco, café y quina, ninguno de los cuales representaba más del 30% de las exportaciones en un año normal. Pero la quina, como ya se dijo, no pudo resistir la competencia extranjera y se desmoronó en 1881-82. Durante estos años el país vivió en un régimen definido como de libre cambio. Desde 1847 se había aprobado una tarifa aduanera que pretendía abrir el país al comercio con el exterior. Consideraciones fiscales hicieron menos clara la situación, y durante la década del 50 se hicieron alzas aduaneras en varias ocasiones; la tendencia y el esfuerzo, sin embargo, iban en el sentido de mantener una situación de bajas tarifas, aplicadas únicamente con criterio fiscal. En 1861 se hizo una reforma sustancial al sistema de derechos de importación, al dejar de cobrarse los impuestos según el valor de los productos traídos al país y aplicarse una tasa sobre el peso bruto de las importaciones. El sistema del impuesto al peso bruto dividió las mercancías en grandes grupos a los cuales se aplicaban diferentes tarifas por unidad de peso. Este sistema diferencial pretendía eliminar el carácter regresivo del sistema, pues era de presumir que los productos de consumo popular tenían un menor valor por kilogramo. Sin ero-
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bargo, los observadores insistieron en que en general quedaron gravados en forma más drástica los consumos populares, mientras que los bienes de alto valor orientados al consumo de los sectores de mayores ingresos resultaban menos tasados. Si esto es así, es probable que a pesar de las intenciones manifiestas de los ideólogos económicos del momento, la tarifa tuviera algún efecto proteccionista, sobre todo en relación con productos artesanales de poco valor. Por otra parte, consideraciones fiscales llevaron a veces a elevar el impuesto aduanero; en la década de 1870 a 1880, por ejemplo, se puso en práctica un alza persistente de los impuestos de importación, aunque no en la medida ni con la estructura que habría podido conducir a establecer una protección coherente hacia ciertas formas de trabajo nacional.
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habrían producido de nuevo una tendencia de las importaciones a exceder a las exportaciones y el mantenimiento de un déficit crónico en el comercio exterior. Según esta visión, aunque las exportaciones siguieron creciendo en forma adecuada hasta 1875, las importaciones se aceleraron todavía más, lo que llevó a exportaciones clandestinas de oro y plata para saldar los inmensos déficits comerciales de 1865 a 1875. Esta interpretación tropieza con algunas dificultades. En primer término, no se ha encontrado una manera adecuada de tratar las exportaciones de monedas durante el siglo XIX. A veces las cifras de la época las excluyen del valor de las exportaciones, lo que hace aparecer un déficit elevadísimo, mientras que en otras ocasiones son incluidas en las cuentas de la balanza comercial. Como ya se mencionó, dada la estructura del comercio internacional y la auLa expansión de las exportaciones entre sencia de mecanismos de financiación a largo 1850 y 1875 tuvo un ritmo relativo más alto a plazo, así como la ausencia de inversiones de comienzos del período, pero en todo caso pro- capital extranjero y de otros movimientos monedujo serios efectos sobre la economía nacional. tarios de magnitud apreciable, resulta inevitable Como ya se mencionó, se elevaron los ingresos partir de la idea de que si las exportaciones de de los propietarios de tierras y de los comercian- moneda (de oro y plata), se incluyen en las tes, y al menos nominalmente los de los jorna- exportaciones de mercancías, la balanza comerleros del centro del país. Dada la alta concentra- cial resulta por definición en equilibrio. Esto ción del ingreso, los cambios en los hábitos de supone que la mayoría de las exportaciones de consumo de los grupos altos, la caída en el moneda provienen de la producción reciente inprecio de los textiles europeos y la mejora con- terna de metales preciosos, lo que no es fácil tinua de su calidad, no es de extrañar que buena de determinar, en un país en el que a veces, parte de los aumentos de ingresos se convirtiera para exportar el oro, se le amoneda. Esto hace directamente en demanda por productos extran- que no pueda tomarse literalmente la diferencia jeros de consumo. El principal producto artesa- entre exportaciones (sin moneda) y las importanal del país, conformado por las manufacturas ciones como déficit comercial. Lo que se debe textiles de Boyacá y Santander, comenzó a ser aclarar es hasta dónde las exportaciones monedesplazado del mercado nacional, aunque más tarias producían un efecto contraccionista sobre que sufrir una reducción absoluta sufrió una pér- la circulación monetaria interna, o sea hasta dida relativa: los aumentos en el consumo nacio- dónde se hacían retirando dinero de la circulanal de textiles se hicieron con base en importa- ción y no con cargo a la nueva producción. Si ciones, que podían adquirirse a precios cada tenemos en cuenta los cálculos hechos por los contemporáneos acerca de la masa de moneda vez más bajos. en circulación en los momentos en que ésta pudo Para algunos autores, entre los que se des- ser mayor, advertimos que de ninguna manera taca W. P. McGreevey, este período de expan- la exportación de moneda pudo saldar los gransión del comercio exterior habría sido relativa- des déficits supuestos por las cifras de McGreemente armónico hasta mediados de la década vey. Según éste, entre 1865 y 1875 el déficit del sesenta. Hasta entonces, exportaciones e im- de la balanza de pagos, sumando en las exporportaciones crecieron en forma pareja, y el país taciones el valor de los metales preciosos, habría pudo beneficiarse de los mayores ingresos gene- sido de unos 90.000.000 de pesos. Como punto rados por el sector exportador sin graves trauma- de comparación, a falta de datos más precisos, tismos . Pero a partir del triunfo del sector radical puede tomarse el estimativo de Miguel Samper, del liberalismo, la reforma aduanera y en general quien calculó en 1897 que el numerario roquela creación de grandes facilidades para importar
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rido para la circulación interna era de desde el momento en que, desmonetizada la plata en casi todos los países avanzados, ésta 12.600.000 pesos oro. Por esta razón las cifras de importaciones comenzó a depreciarse, de modo que resultaba presentadas por McGreevey deben ser conside- legalmente sobrevaluada en el territorio colomradas como inaceptables y muy elevadas. Cier- biano. En efecto, esto se advierte en el crecitos indicios adicionales tienden a confirmar esta miento de la prima sobre las letras de cambio apreciación: las estadísticas inglesas, que tienen externas a partir de 1871 y acelerado a finales un gran peso en la reconstrucción de McGree- de la década; más que un índice de un déficit vey, incluyen en la década del sesenta y setenta persistente del comercio exterior, debe verse exportaciones textiles a Colombia que a veces como resultado de la política monetaria del país. pasan de los 20.000.000 de pesos. Práctica- Como lo señala M. Samper, "posible es que en mente todas las exportaciones a otros países que este premio influya, en parte, la abundancia de pasaran por Panamá deben estar incluidas en las monedas de baja ley, que es con la que se pagan aquí las letras que han de cubrirse en oro, estas cifras. Resulta entonces preciso volver a las indi- pues tal moneda no se puede exportar" (8). caciones de los contemporáneos, para comproAunque Inglaterra era todavía hacia 1870 bar que aunque la tendencia se movió en la el principal país en cuanto a la magnitud de sus dirección señalada por McGreevey, el fenómeno relaciones comerciales con Colombia, el autuvo magnitudes inconmensurablemente meno- mento del comercio con Alemania, en particures. Todos los observadores coinciden en señalar lar, y en menor medida con los Estados Unidos, el período de 1849-1860, como uno en el cual hacía que la estructura geográfica del comercio se hizo importación de moneda y se amplió el exterior estuviera más diversificada. Como un numerario que circulaba en el país; de 1864 a ejemplo puede verse que las importaciones co1880 las importaciones alcanzaron con frecuencia niveles que obligaban a enviar al extranjero lombianas provinieron en 1871 en un 51% de circulante interno. Situaciones particularmente Inglaterra, en un 10% de Francia, y en un 8 y agudas se vivieron antes de 1867, cuando se 5% de Estados Unidos y Alemania, respectivaconjugaron los efectos de la guerra de 1860-63 mente. Las exportaciones, por su parte, fueron y un alza en el precio de los textiles ingleses, sobre todo a Inglaterra (47%), a Alemania en 1876 y en 1879-80; en todos estos casos se (19%), Estados Unidos (14%) y Francia (1%), reportó la exportación de monedas de uso inter- sin contar un 9% que figura como enviado a no. Es evidente que, ante una caída súbita de Venezuela y en gran parte era mercancía en las exportaciones, la demanda por productos im- tránsito para otros países. (Memoria de Haportados reaccionaba con cierto retraso, y se cienda 1871, págs. 65-76). seguían haciendo pedidos sobre el exterior que Por último, los años que van de 1875-80 encontraban todavía demanda interna por la dis- a finales de siglo, son bastante confusos en tribución muy sesgada del ingreso y por los cuanto a las tendencias del comercio exterior, hábitos de consumo de los grupos altos. Esta por las dificultades creadas en las estadísticas tendencia produjo complejos problemas mone- por la utilización de diferentes unidades monetarios, pero hasta 1880 la única respuesta impor- tarias. En general, las exportaciones agrícolas tante, a la disminución del circulante interno, tradicionales (tabaco, añil y quina), desapareciefue el intento de crear un sistema bancario nacio- ron, mientras continuaba aumentando lentanal, que tuvo sus primeros resultados estables mente la exportación de oro, y un nuevo procon la fundación del Banco de Bogotá en 1870. ducto tomaba la delantera y remplazaba a los Este banco, y otros que se crearon rápidamente que estaban perdiendo mercados. Así, si la tenen las diversas regiones del país, expandieron dencia global parece haber sido el estancamiento el medio circulante, mediante la emisión de bi- de las exportaciones, detrás de esto se ocultaba lletes, aumentaron la velocidad de la circulación el comportamiento muy dinámico del café, que monetaria y así pudo compensarse parcialmen- pasó a representar cerca del 50% del total de te el efecto de las exportaciones de numerario. las exportaciones. (Cuadro No. 6). Por otra parte, la decisión de mantener A partir de 1880 es posible advertir que en el país una paridad rígida entre el oro y la las cifras exterior de McGreevey» plata, comenzó a afectar el sistema comercial se muevendeencomercio sentido contrario a los datos ofi-
La evolución económica de Colombia, 1830-1900
Cuadro No. 6 Exportaciones de café
1875 1880 1887 1892 1894 1896 1898 1905
Sacos de 60 ks. (miles)
Millones de dólares
Valor total exportaciones
76 103 106 121 338 475 510 488
0.7 1.9 2.3 7.9 10.5 8.6 4.6
10.6 13.8 14.1 16.2 16.0 18.6 16.4 11.8
cíales. Mientras éstos indican un crecimiento continuo de las exportaciones, los datos de origen extranjero -para entonces mucho más confiables que unas cuantas décadas antes-, muestran una leve tendencia decreciente. Parte de la explicación de ésta incongruencia puede encontrarse en el hecho de que las cifras colombianas se dan -por lo que parece, pues esto no es siempre claro-, en moneda corriente, sobre todo a partir de 1887. Aunque a veces los textos históricos afirman lo contrario, y hablan de "pesos oro", con frecuencia las mismas cifras aparecen en otra fuente como si fueran "moneda corriente". El Anuario Estadístico de 1905, por ejemplo, decide aplicar a los datos de exportación de 1880 en adelante, un índice de deflactación basado en las modificaciones de la tasa de cambio: las cifras resultantes revelarían una disminución catastrófica de las ventas en el exterior durante la última década. Todo esto proviene de la generalización de un proceso de depreciación de la unidad monetaria colombiana, provocado principalmente por la emisión de papel moneda. Aunque algunos observadores, e incluso algunas oficinas del gobierno, hacían la conversión del papel moneda a pesos oro, el establecimiento de un régimen de curso forzoso hacía casi ilegales tales comparaciones. Además, resulta imposible precisar incluso cuando "moneda corriente" representa el precio de un producto en papel moneda y cuando en moneda de plata, que era la que se usaba en las transacciones internas. En todo caso, las mismas cifras colombianas de estos años son bastante incongruentes, y muestran una balanza comercial muy favorable para el país: mientras las exportaciones aumentan, las importaciones se mantienen estables. Sería indispensable un cuidadoso estudio de la documentación de la época para tratar
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de determinar si el sistema contable sobrevaloraba las exportaciones, al atenerse a las declaraciones de los exportadores y tener en cuenta los precios internos en la moneda que circulaba en el país, o si las importaciones aumentaron más allá de lo indicado por las cifras oficiales, o sea que aumentó el nivel de contrabando o se tendió a declarar los bienes por un valor inferior al real; la declaración, en todo caso, se hacía para el caso de las importaciones en moneda metálica. La posibilidad de un aumento del contrabando no puede descartarse, e incluso es de presumir, dado el aumento muy fuerte que tuvieron las tarifas aduaneras durante las dos últimas décadas del siglo. En efecto, a partir de 1880 comenzó un proceso de abandono de la política de libre cambio defendida durante tres décadas por todos los dirigentes políticos y económicos del país. Bajo la orientación de Rafael Núñez, quien atribuía a los efectos de la libertad de comercio buena parte de los males económicos y políticos del país, e incluso veía en las tesis libre cambistas, un simple argumento interesado de los países industrializados como Inglaterra, se comenzó en 1880 a proteger tímidamente una serie de actividades artesanales (probablemente por razones políticas) y se aprobó en 1884-85 lo que fue confirmado en 1886, una elevación general de los derechos aduaneros. El sistema no era muy cuidadoso, y a veces el alza de los derechos para los artículos de consumo arrastraba el alza de las materias primas y otros bienes utilizados por los artesanos; se trató de evitar esto con un sistema amplísimo de exenciones. Sin embargo, pronto se advirtió que para poder lograr algún efecto protector, era necesario establecer diferencias claras entre el gravamen al producto semielaborado y el producto final. Las dificultades fiscales que plagaron a los gobiernos del período llamado de la Regeneración, forzaron aún más al gobierno a mantener un sistema de altas tarifas aduaneras, más allá de lo que las consideraciones acerca de la economía del país hacían aparecer como adecuado. Durante los primeros años del régimen proteccionista, más que los efectos sobre la industria, que no parecen haber sido muy notables -los esbozos de industria que surgen en esta época son explicables más bien por otras razones-, resultan interesantes los efectos de todo el sistema fiscal sobre la actividad económica interna, y en particular sobre la expansión de los cultivos cafeteros. Aunque el tema
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es aún contencioso, y las informaciones sobre salarios y precios de que se dispone son muy inseguras, y además, es muy fácil exagerar la participación del salario dentro de las formas de organización del trabajo en el país, parece que los altos déficits fiscales y la emisión monetaria que los pagaba, al conducir a una situación inflacionaria continua, favorecieron a los empresarios más modernos, que utilizaban mano de obra asalariada, al disminuir los salarios reales de estos grupos. Mientras tanto, la tasa de devaluación interna operaba como un estímulo a los exportadores, que fue utilizado en particular por el naciente sector cafetero; en ciertos momentos la caída en los precios internacionales pudo ser compensada por la elevación de la tasa de cambio interno. En la medida en que los salarios no se elevaban en la misma proporción en que se depreciaba la moneda frente a las monedas externas, los empresarios encontraban protegidos sus ingresos brutos mientras disminuían sus costos salariales relativos. Este argumento, presentado por Darío Bustamante y desarrollado por Miguel Urrutia, parece bastante plausible, pero no puede tomarse, en el estado actual de los conocimientos sobre el período, como plenamente demostrado. Por otro lado, la depreciación del papel moneda provocó efectos negativos sobre la economía, al introducir elementos de incertidumbre en las relaciones entre deudores y empresarios y al favorecer algunas actividades especulativas. Según algunos de los opositores de la Regeneración, buena cantidad de capitales se orientaron hacia la construcción, "con la cual se retiran de la circulación, capitales que reclama la industria", según opinaba M. Samper en 1898, mientras adquiría nuevos impulsos el consumo suntuario de los grupos altos de la sociedad.
Las funciones económicas del Estado. El modelo de desarrollo liberal
A
pesar de la vacilación inicial que se tuvo en este sentido, sobre todo antes de 1845, no constituye una simplificación excesiva ver la política estatal del siglo XIX, hasta 1880 en forma clara y luego con mayores matices, a la luz del predominio de la idea de que el desarrollo económico era en esencia responsabilidad privada. Es cierto que de 1830 a 1847 se conservaron varias de las formas de intervención del Estado
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y de participación en la actividad económica que habían existido durante la época del dominio español; del mismo modo es cierto que uno de los componentes esenciales del complejo de ideas asociado con la no intervención estatal -el librecambismo- fue también rechazado o al menos suavizado durante este período. Pero incluso entonces las diversas resistencias a la disminución del papel estatal y de las tarifas de comercio exterior no se basaban en la existencia de una concepción diferente del papel del Estado, sino más bien en el temor a los efectos políticos de un debilitamiento brusco de la capacidad del gobierno para atender ciertos gastos, sobre todo militares, y en los restos de un espíritu paternalista que miraba con desazón los posibles efectos de una ruptura total con la tradición benevolente e intervencionista del Estado español. Esto explicaba la resistencia de los primeros gobiernos, pese a explícitas manifestaciones de fe en lo que podríamos llamar un modelo liberal de desarrollo, a reducir las tarifas aduaneras, los impuestos internos y sobre todo a entregar a los intereses privados monopolios tan productivos y atractivos como los del tabaco y el aguardiente. Estas vacilaciones encontraron ocasional expresión en las polémicas económicas del momento. El pensamiento liberal encontró un buen expositor en el inglés Guillermo Wills, quien se apoyó en la división internacional del trabajo para argumentar contra las tentativas de protección a las artesanías nacionales. Según Wills, las ventajas naturales de la Nueva Granada, debían ser aprovechadas poniendo énfasis en las actividades agrícolas y mineras, que podían nutrir un abundante y productivo comercio internacional; el libre comercio llevaría a un mayor desarrollo de ese intercambio y permitiría al país obtener las manufacturas que requería a un costo mucho menor que produciéndolas localmente. La mecanización de la industria textil inglesa, en particular, había llevado a una caída de los costos de los tejidos tal que las artesanías locales no podían competir con ellas sino mediante la implantación de altísimas tarifas proteccionistas . En este caso, la defensa de la industria local habría recaído sobre los agricultores, ganaderos y mineros del país, obligados a pagar sus consumos de manufacturas a costos artificialmente altos; por otro lado, el desplazamiento de los artesanos, menos productivos que su contraparte europea, hacia la agricultura de expor-
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tación, habría representado una utilización más oposición la apertura al mercado internacional. adecuada de los recursos del país: sus productos, Y aunque pudieran, como consumidores, beneal ser exportados, podrían cambiarse por una ficiarse con ella, habían tenido la experiencia cantidad muy superior de manufacturas de las del trigo, desplazado de los mercados de la costa que como artesanos habrían podido elaborar. desde el siglo XVIII y amenazado una y otra vez Con base en este argumento general, Wills pro- por la competencia norteamericana desde las puso la reducción de impuestos aduaneros, la primeras décadas del siglo XIX, incluso en los libre exportación de metales preciosos y dinero mercados del interior. Por otro lado, las poblay la promoción de productos agrícolas de expor- ciones rurales de esta zona constituían su clientación, como el algodón y el tabaco; en el caso tela política y social, y el librecambio, al amede este último producto Wills fue uno de los nazar las actividades artesanales con las que los primeros exportadores, hacia 1835. habitantes rurales del oriente complementaban La única defensa relativamente firme de sus ingresos, podía llevar a la destrucción de una posición proteccionista la hizo José Ignacio un orden social paternalista que los sectores más de Márquez, en su informe como secretario de tradicionalistas no querían modificar. Hacienda de 1832. Márquez señalaba que la Fuera de los sectores agrarios y mineros, decadencia de las manufacturas textiles afectaba los comerciantes eran obvios partidarios del lila agricultura y la ganadería, pues quitaba sus beralismo económico -no importa cuál fuera su mercados a los productores de algodón y lana. filiación política-, aunque algunos reclamaran, Por otra parte, y basándose en la tendencia a la sobre todo antes de 1845, algún grado de protecrealización de importaciones superiores a las ción para sus propias actividades, frente a la exportaciones que se advertía entonces, Már- llegada de firmas europeas y norteamericanas a quez señalaba que este déficit debía compen- las ciudades de la Nueva Granada. El único sarse con exportaciones de dinero; todo el que grupo, finalmente, que tenía razones para ofrese había acumulado antes "cuando faltaban el cer una resistencia continua a la apertura del comercio libre y el gusto... que se ha introducido país a los mercados mundiales era el de los por los lujos...", había tenido que exportarse, artesanos, y en particular los artesanos urbanos: hasta el punto de que había sido necesario fundir sastres, carpinteros, herreros, etc. Su resisvajillas y otros objetos de plata y oro para cubrir tencia se agudizó bajo el impulso de los complelos pagos por importaciones. En su opinión, la jos alinderamientos políticos que siguieron la disminución del circulante hacía elevar las tasas elección de José Hilario López en 1849, pero de interés y el país marchaba hacia una creciente después del fracaso de la dictadura de José María pobreza, si no se adoptaban remedios drásticos. Melo, en 1854, a la que ofrecieron su apoyo Márquez proponía un sistema proteccionista los más visibles dirigentes artesanales de Bogotá bastante rígido, que prohibiera del todo la im- y otras ciudades, el proyecto liberal contó con portación de cualquier artículo industrial o agrí- el respaldo prácticamente unánime de los sectocola que se produjera en el país, y pusiera fuertes res dirigentes del país, y con el consentimiento impuestos de aduana a las importaciones de bie- pasivo de los demás grupos sociales. El artesanes suntuarios. nado rural -hasta donde parece indicarlo la evidencia limitada que existe sobre esto- nunca Pero la posición de Márquez fue relativamente insular y no se apoyaba en grupos sociales llegó a tener el mínimo de coherencia social o económicos con verdaderos intereses en el necesario para formular políticas propias o tener proteccionismo. Para los productores de oro de una acción política independiente; en todos los Antioquia, Cauca y Chocó, para los propietarios conflictos alrededor de la protección su ausencia agrícolas de Santander que sembraban cacao y es notable. Después de 1854 los artesanos urbacafé, así como para muchos otros terratenientes nos manifestaron ocasionalmente sus deseos de del país, el librecambio resultaba económica- un régimen proteccionista, pero sólo a finales mente ventajoso. Sólo cierto tipo de agricultores de la década del 70, cuando el sector indepentradicionales, en especial los del altiplano cun- diente del liberalismo retomó algunas de sus dinamarqués, que no tenían una amplia produc- exigencias, recuperó algo su significación políción para el mercado y no podían esperar, por tica. Si bien el complejo ideológico liberal tenía razones climáticas, que sus productos encontrauno de sus elementos fundamentales en el libreran mercados externos, podían ver con alguna
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cambismo, incluía toda una concepción del papel del Estado que se manifestaba en una amplia serie de sectores de la vida nacional. La idea de que el Estado debía dejar a la iniciativa privada toda clase de actividades productivas se expresó desde muy temprano en los intentos de eliminar los monopolios coloniales, en particular los del tabaco y el aguardiente. Por otra parte, se creyó conveniente reducir los gastos públicos a los que resultaran indispensables para el mantenimiento del orden público y la protección de los derechos individuales, entre los cuales ocupaba lugar fundamental el derecho a la propiedad. De este modo se tendía a reducir a nada la intervención estatal en el terreno económico, aunque este ideal no fuera alcanzable en su plenitud, como los mismos portavoces del liberalismo lo reconocían. Al menos dos sectores de actividad estatal parecían inevitables: el de la educación, sobre todo elemental (aunque se hicieron esfuerzos para que los educadores privados la asumieran en la mayor medida posible), en cuanto su desarrollo formaba parte esencial del ideario liberal y éste no podía lograrse, dada la poca posibilidad de que los usuarios asumieran su sostenimiento, sin el apoyo oficial. Y el de las llamadas obras de fomento, entre las cuales ocupó lugar preferente el impulso a las vías de comunicación. También en este ramo se intentó vincular al máximo la actividad privada, buscando ante todo apoyarla y respaldarla mediante subsidios, garantías de rentabilidad, concesión de monopolios temporales, entrega de baldíos a los empresarios, etc. Pero la necesidad de romper las barreras geográficas al comercio ya mencionadas, la exigencia que ciertas empresas fundamentales tenían de capitales muy superiores a los que podían reunir los empresarios privados y la poca rentabilidad privada que podía preverse, hacían admisible hasta para los más doctrinarios liberales la intervención del Estado, y justamente durante los gobiernos radicales, sobre todo a partir de 1870, fue cuando se dio el mayor impulso al desarrollo ferroviario nacional. Por otra parte, no dejaban de advertir los liberales que la estructura misma del sistema tributario, aunque se redujeran los gastos públicos en forma drástica, tenía implicaciones económicas muy diversas, fuera de los problemas de equidad que a veces se planteaban. El debate acerca de los monopolios, la discusión sobre el sistema de aduanas y sobre la conveniencia re-
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lativa de los impuestos directos o indirectos se hizo muchas veces en términos de su influencia sobre la actividad económica privada; desafortunadamente dificultades administrativas impidieron adoptar algunos de los sistemas favoritos de los liberales, como la llamada contribución directa, e hicieron que las decisiones sobre tributación dependieran, en una medida que puede considerarse fundamental, de consideraciones pragmáticas. Por último, el manejo de la deuda pública, heredada en gran parte de las guerras de Independencia, y la regulación del sistema monetario y bancario, constituían otros núcleos de actividad estatal ineludibles y que afectaban de modo inevitable las condiciones de la acción económica de los particulares. Los ingresos fiscales durante el siglo XIX Como en tantos otros sectores, el período de 1830 a 1845-50 estuvo caracterizado, en el terreno fiscal, por el mantenimiento del sistema tributario vigente durante el período colonial. Las rentas estancadas (tabaco, aguardiente y sal) constituían la fuente de ingresos más importante del gobierno, a las que se añadían, en segundo término, los derechos de aduana. Dos impuestos a la producción, el diezmo -que recaía sobre la producción agropecuaria y se destinaba al mantenimiento del culto, aunque era recaudado por el Estado- y el quinto del oro, tenían todavía alguna importancia, mientras que una larga serie de tributos heterogéneos (alcabala, papel sellado, etc.), completaban el sistema. Por supuesto, desde la Independencia la mayoría de los dirigentes políticos mostró un claro interés en transformar el sistema fiscal, para adecuarlo a las ideas vigentes sobre el papel del Estado y para borrar los vestigios de lo que se consideraba opresivo y fiscalista. Pero las dificultades económicas continuas con las que tropezó la nueva República, la necesidad de mantener elevados gastos militares y el temor a los efectos políticos de un desmantelamiento muy rápido de la capacidad gubernamental hicieron imponer una línea tímida y pragmática, un compromiso siempre difícil entre las exigencias de las nuevas doctrinas y la necesidad de mantener ingresos adecuados. El tributo indígena, por ejemplo, que contradecía de modo demasiado flagrante las bases ideológicas del nuevo país, fue eliminado en 1821 y, aunque restablecido por la dictadura de Bolívar en 1828,
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quedó definitivamente eliminado en 1831. Los derechos de exportación se fueron reduciendo progresivamente, y en primer lugar para aquellos productos con algunas posibilidades de entrar al mercado mundial o que ya eran objeto de exportación, como el café, el cacao y el algodón. El estanco de aguardiente se trató de suprimir en 1826, pero fue restablecido en 1828. Por otra parte se contrató con particulares la explotación de las principales salinas, combinando así los intereses fiscales con el deseo de ampliar el campo de la actividad privada. Para remplazar los ingresos perdidos, se hizo el primer intento de establecer un impuesto directo a la riqueza y el ingreso de los individuos, la llamada "contribución directa", aprobada en 1821 y según la cual todos los colombianos debían pagar cierto porcentaje de sus ingresos, evaluados por juntas locales creadas para el efecto. El sistema tropezaba con dificultades extraordinarias, ante la imposibilidad de contar con un aparato burocrático eficaz y relativamente independiente de los grupos más fuertes de contribuyentes potenciales de cada localidad. Sus rendimientos fueron muy bajos y fue abandonado en 1826, para reaparecer unas décadas después. Así, para la década de 1830 sólo las aduanas, los tres monopolios principales (tabaco, aguardiente y sal) y los impuestos del diezmo y el quinto producían más de $50.000 al año,
como puede verse en el cuadro No. 7. Debe advertirse que, dadas las prácticas contables de la época, los ingresos de tabaco, sal y aguardiente, aparecen por su valor bruto, mientras que los pagos a los abastecedores y los costos de procesamiento y mercadeo aparecen entre los egresos fiscales. Esta estructura del ingreso se mantuvo constante hasta 1851, y por eso los datos correspondientes a 1836, 1847 y 1848, pueden servir como ilustración adecuada del sistema vigente. Como puede verse, hasta 1848 el principal rubro está constituido por los monopolios "coloniales", seguido por las aduanas y los diezmos y quintos; entre los ingresos varios el mayor usualmente está constituido por los beneficios de las casas de Moneda, a donde se llevaba obligatoriamente para su acuñación el oro extraído en las minas del país. Los altos costos de recaudación de los ingresos estatales se advierten si miramos las cifras de 1847, cuando las rentas estancadas produjeron 1.463.000 pesos, como ingreso bruto, pero tuvieron costos de administración de 754.000 pesos; del mismo modo, los demás ingresos tuvieron costos de recaudación de unos 747.000 pesos. Así, el ingreso disponible para gastos generales del gobierno era de alrededor de 1.270.000 pesos. Con base en estos ingresos (más o menos de medio peso por colombiano), calculaba el gobierno un presupuesto de gastos diferentes a los de la Administración de Hacienda de 2.291.000 pesos. De esta suma el 43% se asignaba al ejér-
Cuadro No. 7 Ingresos del gobierno central, 1836-60 (Miles de pesos) 1836 Aduanas Monopolios Tabaco Aguardiente Sal Quinto Diezmo Papel Sellado Otros Total
726 (886) 583 106 195 49 54 37 777 2.539
%
1847
%
1848
%
1851
%
1860
29 35
688 (1.463) 839 152 472 126 178
25 53
22 56
925 52 (600) 34
1 11 3 21
— —
11
700 (725) 100 146 479 18 250 61 435 2.189
32 33
308
562 (1.441) 827 147 467 100 223 77 150 2.553
2 2 1 31
2.763
5 6
4 9 3 6
%
600
Fuente: 1836: J. O. MELO, "La economía colombiana durante la cuarta década del siglo XIX"; 1847-1848: ROLDAN, Memorias; 1851-60: FELIPE PÉREZ, Geografía general.
241 1.766
6
SALVADOR CAMACHO
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cito, el 26% a gastos administrativos del gobierno (presidencia, parlamento, agentes diplomáticos, etc.), y el 13% al pago de la deuda externa. Quedaban 225.000 pesos, para mejoras materiales y 60.000 pesos, para imprevistos. Los gastos de instrucción pública se calculaban en 29.000 pesos, incluidos dentro del presupuesto de la Secretaría de Gobierno. Como el presupuesto era claramente deficitario, y no existían posibilidades reales de cubrir ese déficit con recursos extraordinarios, sólo podía ejecutarse parcialmente, dando prelación a las obligaciones del pago a los funcionarios públicos, y a los inscritos en la lista militar, aunque tampoco éstos recibían siempre en forma completa sus salarios o pensiones. Este ejemplo resulta válido para caracterizar la situación fiscal entre 1830 y 1850. Los ingresos eran bastante estables, con excepciones de los períodos de guerra civil; el tabaco, el aguardiente y la sal, tenían consumos poco variables, y sólo la renta de aduanas, al depender de las oscilaciones del comercio exterior, muestra con frecuencia cambios bruscos. Estos ingresos apenas permitían el pago de las obligaciones militares y de una administración pública bastante precaria, y aunque en los presupuestos de gastos se incluían siempre partidas para obras públicas y para el pago de la deuda externa, raras veces podían hacerse efectivas. En esta situación, el ideal liberal de una escasa actividad estatal resultaba claramente fundado en la casi total incapacidad del gobierno para asignar recursos para el fomento de la actividad económica. Por otra parte, varios de los impuestos vigentes durante estos años habían sido atacados en forma repetida por los dirigentes políticos, y poco a poco, se fue creando un consenso acerca de la necesidad de eliminar los impuestos a la producción (diezmos y quintos), que se consideraban particularmente onerosos al calcularse sobre el producto bruto de las actividades mineras y agrícolas, de modo que alguien podía verse obligado a pagarlos incluso en años en los que hubiera sufrido pérdidas en ellas. Por otra parte se pretendió en varias ocasiones eliminar el monopolio del tabaco, y ya en 1835, don Vicente Azuero, había presentado un proyecto de ley al respecto, que no tuvo el respaldo de la administración de Santander y fue por lo tanto rechazado. Pero a partir de 1844, cuando el tabaco había entrado ya en los mercados euro-
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peos, la presión para la eliminación del estanco se fue haciendo cada vez más fuerte, y fue reforzada por una parte, por dificultades estatales para ampliar la producción, causadas por la escasez de liquidez del fisco, y por otra por el ascenso de las ideas liberales durante tales años. Aunque todavía en 1849 el gobierno liberal de J. H. López, veía con temor los efectos que tendría sobre el Estado la eliminación de una de las dos fuentes principales de ingresos públicos, y justamente la que había crecido en forma más segura durante los últimos 20 años, la "opinión pública" estaba ya completamente convencida de que el tabaco constituía el producto que permitiría la expansión rápida de las exportaciones colombianas, a condición de que se hiciera libre su cultivo. Así, en este año se aprobó la ley que declaraba libre el cultivo del tabaco a partir del 1o de enero de 1850. Dentro del mismo proceso de liberalización acelerada del sistema fiscal, se había aprobado en 1847 una tarifa aduanera más baja que las vigentes hasta entonces. Los liberales confiaban en que la reducción de las tarifas sería compensada, desde el punto de vista de los ingresos públicos, por un incremento en los volúmenes del comercio exterior, descontando las dificultades que tenía el país para ampliar su oferta de productos exportables. Justamente la brusca caída en los ingresos aduaneros que la reforma produjo, hizo más urgente la búsqueda de mecanismos que permitieran la ampliación de las exportaciones e indirectamente el aumento de las importaciones; el tabaco parecía el único producto cuya oferta podía incrementarse rápidamente y, como ya se ha visto, así ocurrió. El auge de las exportaciones de tabaco y el consiguiente aumento en el volumen del comercio exterior se reflejó pronto en los ingresos aduaneros, que a partir de 1851 alcanzaron de nuevo el nivel de 1845, y continuaron subiendo durante los años siguientes; este aumento, sin embargo, respondió en parte a modificaciones en las mismas tarifas, que se elevaron en cierta medida durante la década del cincuenta. La administración de López respondió a la disminución de ingresos provocada por la eliminación del estanco del tabaco y por otras medidas secundarias con un intento de modificar drásticamente el sistema tributario nacional, que encontró su expresión en las leyes sobre "descentralización de rentas y gastos", aprobadas en 1850 y 1851, y que tuvieron su promotor prin-
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cipal en el secretario de Hacienda, Manuel Muralo Toro. De acuerdo con estas leyes, la Nación se desprendía de varias de sus rentas a favor de las provincias, que a su vez asumirían ciertos gastos que estaban antes a cargo del gobierno central. Entre las rentas que se cedían a las provincias, estaban los diezmos y los quintos; se esperaba que aquellas pudieran eliminarlos más fácilmente que el gobierno central. Además se transferían los ingresos por aguardientes, peajes, fundición de oros y otras menores. Quedaban a cargo de las provincias los gastos correspondientes a sus propios funcionarios políticos, al sistema judicial local, a las vías de comunicaciones regionales, a la educación y al mantenimiento del culto. Según Salvador Camacho Roldán, el valor de las rentas cedidas era de un poco más de 530.000 pesos, mientras que los gastos de ahora correspondían a las provincias sumaban unos 435.000 pesos. Esta reorganización tuvo efectos muy notables. Para el gobierno central, sus ingresos dependían ahora casi exclusivamente de las aduanas y las salinas nacionales. Como lo muestra en el cuadro No. 8, en 1860 estos dos ramos representaron el 86% de los ingresos totales de la Nación. Las aduanas, como se ve en el mismo cuadro, pasaron a representar más del 50% de las entradas fiscales oficiales, y por lo tanto se aumentó la sensibilidad del Estado a las fluctuaciones del comercio internacional. Aunque tanto las aduanas como las salinas produjeron ingresos crecientes durante las décadas siguientes, la reducción de la capacidad fiscal del gobierno fue inmediata, como puede verse por los promedios quinquenales presentados en el cuadro No. 9. Para las provincias, la ley constituía una interesante experiencia. Antes de ella, los ingresos regionales y municipales habían sido muy reducidos: Camacho Roldán calcula que para 1848, no pasaban de $300.000 al año. La simple transferencia de 1851 debía haber colocado las entradas provinciales en una suma cercana a los $800.000 y este es el dato de Camacho Roldán para 1853. En un país con las dificultades de comunicación e información de Colombia, y con la escasa experiencia administrativa nacional que se tenía, dar a las provincias ingresos relativamente seguros y cierta autonomía para su inversión constituía una razonable iniciativa. De ella se esperaba no solamente beneficios materiales y fiscales, sino el desarrollo de la capacidad democrática de los ciudadanos del país, habituados
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por una larga tradición a delegar la solución de sus problemas a lejanas instancias. Como era de esperarse, las provincias tendieron a abolir rápidamente la renta de los diezmos, que sólo subsistían, para 1851, en Antioquia, Pasto, Túquerres, Popayán y Tundama; en 1853 fueron eliminados en todo el territorio nacional. Los quintos al oro fueron suprimidos inmediatamente en Antioquia, y el monopolio de aguardientes en casi la mitad del país. Para remplazar estas fuentes tributarias las provincias apelaron casi unánimemente al establecimiento de la "contribución directa", impuesto cuya implantación nacional había fracasado en la década de 1820. Las modalidades del nuevo tributo variaron de provincia a provincia -en algunas se fijó un porcentaje sobre la renta de todos los contribuyentes, usualmente el 1%, en otras se fijaron cuotas a cada municipalidad para que fueran distribuidas por juntas especiales-, pero fue característica general su moderación, atribuida por Camacho al temor de "asustar a las clases acomodadas". Según el mismo autor, para 1853, representaban ya más de $340.000 los productos de este arbitrio en todo el país. Aunque según muchos contemporáneos el sistema tuvo el defecto de fortalecer sobre todo a las provincias, mientras se mantenían en la inopia y sujetos a total debilidad los fiscos municipales, para casi todos los observadores los efectos de la translación de ingresos a las provincias fueron muy positivos, y se manifestaron en una inversión más adecuada de los dineros públicos, en una mayor sencillez de los procedimientos de hacienda, y en una reducción de los gastos de administración. La tendencia al fortalecimiento de los fiscos regionales continuó durante los años siguientes, hasta que sufrió una clara reversión a partir de la Regeneración, como consecuencia lógica de los esfuerzos de centralización administrativa que caracterizaron los últimos años del siglo; antes, el establecimiento del régimen federal había dado nuevo estímulo a la descentralización fiscal. Como lo muestra el cuadro No. 8 entre 1850 y 1882, las rentas provinciales crecieron mucho más rápidamente que las del gobierno central, y prácticamente llegaron a igualarlas, para retroceder proporcionalmente a partir de la década de 1880. Las cifras, vale la pena señalarlo, no son muy precisas, y combinan fuentes muy diversas; las tendencias generales sin embargo, están fuera de discusión.
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El sistema de ingresos surgido de las reformas de 1850 y 1851 continuó vigente durante los treinta años siguientes, sin modificaciones sustanciales. Los ingresos apenas permitían cubrir los gastos de funcionamiento del reducido aparato estatal, en el que disminuyeron algo los gastos militares. A veces estos limitados ingresos resultaban aún menores, por la obligación de reservar parte importante de ellos para el pago de la deuda pública, o por el hecho de que el pago de determinadas obligaciones tributarias podía hacerse en documentos de deuda pública. En otras ocasiones, por el contrario, arbitrios extraordinarios permitían contar temporalmente con más altos fondos; el más notable caso estuvo en la desamortización de los bienes eclesiásticos, cuyo remate produjo sumas bastante elevadas, al menos en el papel. No obstante la estabilidad del sistema, los ingresos fiscales, empezaron, a partir de 1865 por lo menos, a mostrar una clara tendencia a aumentar, sobre todo por el desarrollo del comercio exterior, que produjo alzas sustanciales en los recaudos aduaneros. Como puede apreciarse en el cuadro No. 8, los recursos del Estado pasaron de cerca de dos millones de pesos anuales a comienzos de la década del 60 a casi tres millones a fines del mismo decenio, para llegar a unos seis millones en la primera mitad de la década del 80. Teniendo en cuenta el crecimiento de la población, este aumento apenas permitía que se recuperaran los niveles iniciales del período en estudio. Así, si calculamos los Cuadro No. 8 Ingresos nacionales, provinciales (o estatales) y municipales, 1839-1898 (Años escogidos) (Miles de pesos)
1839 1842 1848 1850 1851 1856 1870 1874 1882 1894 1898 Fuentes:
Gobierno central 2.366 2.305 2.529 2.931 2.189 2.850 3.928 5.873 7.500 7.000
Provincias o Estados 77 39 228 300 720 840 1.850 2.103 5/6.000 4.000 3.000
Municipalidades 232 167 200 1.400 + 1.000 500
FELIPE PÉREZ, Geografía general; P. J. VERGARA y VELASCO, Nueva geografía. Memorias de Hacienda, 1870-75. Luis OSPINA VASQUEZ, Industria y protec-
ción en Colombia.
ingresos fiscales per cápita, con base en los promedios quinquenales del cuadro siguiente, y en los datos de población derivados del cuadro No. 1, para 1831-35, aquellos eran de $1.32; habían descendido a $1.00 durante 1851-55, llegaban a $0.85 en 1870-75 y ascendían a $ 1.73 en 1881 -85. Por supuesto, si se tuviera en cuenta el ingreso de las entidades regionales, la carga tributaría por habitante habría revelado un aumento continuo durante el siglo, pero la escasez de cifras confiables impide dar en este caso cualquier clase de cálculos numéricos. Cuadro No. 9 Ingresos fiscales durante el siglo XIX, Promedios quinquenales (Miles de pesos) Total de Aduanas % de aduanas en total ingresos 1831-1835 1836-1840 1841-1845 1846-1850 1851-1855 1856-1860 1861-1865 1866-1870 1871-1875 1876-1880 1880-1885 1886-1890 1890-1895 1896-1900
2.223 2.371 2.885 2.804 2.228 (1.728) (1.740) 2.954 3.453 5.170 6.056 9.803 13.569 14.251
613 619 671 662 839 920 876 1.546 2.435 3.207 4.055 6.595 9.600 11.790
28 26 23 24 37 53 42 52 68 62 67 67 71 83
Las cifras posteriores a 1881 están distorsionadas por la inflación. Las cifras entre paréntesis corresponden a períodos en los cuales se sacó el promedio con información que cubría menos de cuatro años. En general los datos corresponden a presupuestos ejecutados , pero no siempre fue posible contar con la cifra correspondiente, y se usó la de la ley presupuesta). A partir de 1886, se usaron sólo cifras de presupuestos aprobados; usualmente éstos eran superiores a los ingresos reales. Fuentes: FELIPE PÉREZ, Geografía General (1883); JOSÉ MARÍA VERGARA y VELASCO, Nueva Geografía; Anuarios Estadísticos, 1875, 1876 y 1905; Memorias de Hacienda, 1870, 1871, 1873, 1874 y 1875.
Los presupuestos de las dos últimas décadas del siglo, y en especial los que siguen a 1886, muestran un notable ascenso en comparación con los del período anterior a la Regeneración. Sin embargo, como desde 1880, al menos, se había iniciado un proceso de pérdida de
La evolución económica de Colombia, 1830-1900
valor del peso, el aumento de los ingresos y gastos estatales puede ser ilusorio. Desafortunadamente, no se cuenta con índices de precios suficientemente amplios y seguros para calcular con base en ellos el valor real de los ingresos públicos; la utilización de las tasas de cambio de la "moneda corriente", por letras sobre el exterior, aunque daría los valores correspondientes en monedas extranjeras comparables, en cuanto a su contenido metálico, con el peso oro vigente durante la década del 70, tampoco produce resultados muy confiables. Por una parte, no es fácil saber cuál era la "moneda corriente", con la que se comparaban las letras, pues podía consistir tanto en moneda de plata de baja ley como, a partir de 1886, en papel moneda de curso forzoso; por otro lado el alza de los precios internos no era necesariamente de la misma magnitud que el cambio en el precio de las monedas extranjeras. En todo caso, al deflactar los presupuestos posteriores a 1880 por la tasa de cambio resultan los valores siguientes: Cuadro No. 10 Presupuestos de rentas, 1881-97 1881 1882 1883 1884 1885 1886
5.430 5.036 4.885 4.780 5.350 6.018
1887-88 1888-89 1890-91 1892-93 1894-95 1896-97
11.239 9.923 12.661 10.782 10.344 10.458
Fuentes: Boletín Mensual de Estadística DANE, 257-58 (1973); ROBERTO J. HERRERA y MARÍA CARRIZOSA DE UMA-
ÑA. 75 años de fotografía, pág. 63. Para establecer la tasa de cambio, se hicieron promedios anuales simples, a partir de los datos mensuales.
Si a los datos anteriores pudiera darse plena confianza, sería necesario concluir que durante la Regeneración los ingresos del gobierno central aumentaron muy poco. Esto contradice en cierta medida lo que hasta ahora se ha creído por los resultados fiscales de las políticas regeneradoras, que aumentaron los niveles de la tarifa aduanera, establecieron un impuesto nacional de degüello a partir de 1886 y un monopolio de los cigarrillos desde 1895. Tampoco parece coherente con la información, por supuesto muy poco segura, acerca del notable incremento de las importaciones durante los últimos años del siglo, ni con el sentido general de las reformas
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políticas inspiradas por Núñez y Caro, que pretendían fortalecer el gobierno central y aumentar su capacidad de mantener el orden público y de promover el desarrollo económico mediante la realización de obras de fomento y el subsidio a determinadas actividades privadas. Sin embargo, no puede descartarse del todo la posibilidad de que las intenciones del gobierno no se lograran plenamente, y que las modificaciones aparentemente drásticas que tuvo la política económica y fiscal a partir de 1880, hubieran tenido un efecto inicial muy leve consolidándose solamente en las primeras décadas de este siglo. En efecto, si bien se intentó establecer un régimen aduanero que desempeñara una cierta función de protección a algunos sectores de la actividad económica nacional, sobre todo artesanal e industrial, parece que sólo con el gobierno de Rafael Reyes alcanza la tarifa una mínima eficacia en ese sentido. Por otra parte, no parece haberse producido, según lo visto, un cambio significativo en la capacidad de gasto del gobierno central, aunque el sistema se alteró de nuevo al disminuir relativamente la proporción de los ingresos departamentales. En dos aspectos, en todo caso, debe destacarse la magnitud del cambio introducido por los gobiernos de la Regeneración. Uno de ellos consistió en la ampliación del esfuerzo por dotar al país de una red ferroviaria, iniciado por los gobiernos radicales de la década del 70. El otro fue la creación del Banco Central y la utilización eventual de su capacidad de emisión como recurso fiscal. Aunque inicialmente el Banco, cuyo objetivo principal era prestar dinero al gobierno, fue manejado con alguna moderación, las dificultades fiscales creadas por la guerra de 1885, llevaron a la implantación del curso forzoso, con base en el cual la emisión fue aumentando en forma acelerada en los años siguientes. Sobre todo se apeló al papel moneda como recurso de emergencia, al que se recurría cuando las perturbaciones del orden público disminuían los ingresos y aumentaban las exigencias de gastos militares. Como es sabido, el escándalo provocado por el descubrimiento de varias emisiones clandestinas e ilegales condujo al cierre del Banco Nacional en 1894, lo que no impidió que las emisiones alcanzaran niveles altísimos durante la guerra civil de 1899-1902. Pese a los esfuerzos de cambio, a fines del siglo la situación fiscal seguía pareciéndose mucho a la implantada por los liberales hacia 1850.
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92 Los ingresos dependían principalmente de las rentas aduaneras, buena parte de cuyos productos se encontraban destinados a usos especiales, en particular al pago de la deuda pública. El gobierno no había logrado encontrar la manera de aumentar la tributación de la población, no sólo por la natural reticencia de los propietarios o de quienes tenían elevados ingresos a aumentar sus contribuciones al fisco, sino sobre todo por las dificultades administrativas que habría sido preciso resolver para encontrar fórmulas alternativas. Y dado el bajo ingreso general del país, no habría sido viable aumentar las entradas estatales elevando drásticamente los niveles de las tarifas aplicables a los impuestos ya existentes; en estos casos el contrabando, la evasión o la reducción de los consumos habrían sido el resultado más probable. Con ingresos como los que se podían obtener, raras veces lograba el gobierno librarse de una impresión de acoso, de la sensación de que no podían cubrirse los gastos que se consideraban normales del gobierno, por bajos que estos se establecieran. Por una parte, el peso de los gastos militares fue siempre muy alto, y no habría sido sensato para ningún gobierno tratar de reducirlos drásticamente; los radicales lograron bastante en este sentido, pero las continuas guerras civiles volvían pronto a inflar la lista de oficiales y veteranos. Y la administración civil parecía tender a absorber los restantes recursos, sin que quedara mucho para cubrir los dos frentes apremiantes del fomento y el pago de la deuda. Ante las usuales dificultades, se optó muchas veces por suspender los abonos a los acreedores internacionales; en la segunda mitad del siglo, y sobre todo después de los arreglos de 1861 y 1873, se logró mantener cierta regularidad en los pagos reservando una buena proporción de la renta de aduanas para la cancelación de la deuda. Aunque no fue mucho lo que se pagó (F. Pérez calcula que la deuda original de $17.032.500 pactada en 1839 y de sus intereses se habían cancelado 5.902.000 pesos en 1874, cuando se hizo un nuevo acuerdo por el cual se quedaron debiendo solamente $10.000.000), la deuda representó una carga permanente para el gobierno; incluso cuando no se destinaban recursos reales a cancelarla constituía una obsesión continua de los funcionarios públicos y un obstáculo para una organización adecuada del sistema de gastos e ingresos. Así la deuda -originada casi en su totalidad en la guerra de Independencia- se su-
maba a los demás problemas ya señalados para mantener al Estado en una situación de continuas dificultades fiscales y de incapacidad para cumplir las modestas metas que él mismo se proponía. Algunos sectores productivos. La minería
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urante el siglo XVIII la producción de metales preciosos constituyó la principal fuente de ingreso externo del área neogranadina; las exportaciones de este producto fueron usualmente superiores al 80% del valor total exportado. Durante el siglo XIX las ventas al exterior de oro y plata continuaron creciendo, pero en forma muy lenta y con algunos períodos de disminución. Sin embargo, el desarrollo de otros productos exportables, como el tabaco, la quina y el café, determinó que el oro perdiera su posición preeminente y que su participación dentro del total de exportaciones se redujera poco a poco, hasta representar, para finales de siglo, una proporción aproximada del 25%. La producción colonial, a finales del siglo XVIII, se concentraba principalmente en los distritos mineros de Barbacoas y Popayán, Chocó y Antioquia. Aunque a mediados del siglo las dos primeras regiones aportaban una proporción muy elevada del oro extraído, para los últimos años Antioquia había incrementado su producción en forma muy acelerada. Así, mientras en 1755-59 Popayán y Barbacoas produjeron el 40.6% del oro neogranadino, Chocó el 43.3% y Antioquia el 16.1%, para 1795 las proporciones respectivas eran del 34.7%, el 26.7% y el 38.3% (9). En Cauca y Chocó predominaba una organización de la actividad minera basada en el trabajo esclavo, organizado en cuadrillas relativamente numerosas de propiedad de grandes terratenientes y comerciantes residentes en Popayán. La Independencia aceleró el proceso de estancamiento que venía sufriendo la producción aurífera esclavista, al favorecer la emancipación y huida de los esclavos y crear otras dificultades económicas y sociales para los grandes propietarios. Los efectos de la guerra de Independencia continuaron con la aprobación de la manumisión de partos en 1821, el envío de los esclavos a luchar en el Perú y finalmente la emancipación total de los esclavos en 1851. Aunque, en ausencia de economía de escala, la producción podría haberse mantenido al mismo
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nivel si los antiguos esclavos hubieran dedicado su actividad a la explotación minera, múltiples factores hacían esto poco verosímil. Los títulos de propiedad y las concesiones mineras seguían en manos de los viejos propietarios, que confiaban en resolver la ausencia de mano de obra y renovar las explotaciones; por otra parte, la población esclava prefirió en gran parte orientar su trabajo a la agricultura y la pesca de subsistencia, convirtiendo el lavado de las arenas auríferas en ocupación ocasional, y rehusó en general someterse al sistema salarial. En Antioquia, por el contrario, la producción de oro se había efectuado durante la última mitad del siglo XVIII sobre todo con base en el trabajo de mineros independientes, denominados mazamorreros, que explotaban especialmente minas de aluvión. Tan pronto pasaron las conmociones de la Independencia, las actividades extractivas se reasumieron con nuevo brío, y al lado del mazamorrero se desarrolló un sector de empresarios mineros que trataron de introducir nuevas técnicas en las minas de aluvión y explotar las minas de veta, que sólo excepcionalmente habían sido trabajadas durante el período del dominio español. Estos nuevos empresarios, reclutados principalmente entre las familias de comerciantes de Antioquia, realizaron la extracción de oro principalmente con base en trabajadores asalariados; aunque era preciso pagar salarios relativamente altos, por la existencia de actividades alternativas abiertas al trabajador independiente -el lavado de arenas aluviales o incluso la colonización-, la mayor productividad de algunas de las grandes vetas explotadas con nuevas técnicas dio el margen requerido para elevar los salarios hasta el punto en que atrajeran un número aceptable de brazos. Pese al desarrollo de la minería empresarial, los mazamorreros constituyeron durante todo el siglo la parte más numerosa de la población activa minera. Roger Brew calcula que todavía hacia 1860 el 80% de la mano de obra minera estaba compuesta por mineros independientes. Estos explotaban casi exclusivamente minas de aluvión, con una tecnología tradicional, y combinaban la actividad minera, regida por ciclos estacionales ligados al régimen de lluvias, con la agricultura de subsistencia. De este modo el lavado de oro ofrecía una oportunidad de ingreso monetario complementario a la subsistencia a un grupo relativamente amplio de la población.
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Como ya se dijo, las empresas basadas en asalariados sólo resultaban viables si la productividad por trabajador aumentaba sustancialmente, mediante la incorporación de innovaciones tecnológicas fuera del alcance de los mazamorreros. Durante los años de 1830 a 1870, estas innovaciones se concentraron principalmente en la minería de veta, donde comenzaron a utilizarse técnicas traídas con frecuencia por mineros extranjeros contratados por los empresarios antioqueños, algunas de las cuales fueron luego adoptadas por otros mineros locales. Los avances fundamentales fueron la introducción de los molinos de pisones y de arrastre, en la década de 1820; el primero fue establecido por Tyrell Moore, mientras el segundo se utilizó en las minas de plata de Supía y Marmato, entre 1826 y 1830, por iniciativa de J. B. Boussingault. Estos molinos de pisones aumentaban la capacidad para triturar el material minero y se extendieron con bastante rapidez: a mediados de los treinta, según Vicente Restrepo, al menos trece minas de veta en Antioquia los estaban utilizando. El molino de arrastre permitió separar con mayor éxito la plata del oro y de otros materiales. Este mismo problema de separar adecuadamente la plata fue abordado por Tyrell Moore, hacia 1851, cuando estableció una fundición en el Zancudo, que aunque no tuvo éxito inmediato, preparó los sistemas que lograron estabilizarse hacia 1860. Estos primeros avances permitieron el crecimiento acelerado de la minería de veta, mientras continuaba el lavado de los ríos en forma tradicional. Sólo hacia 1870 comenzaron a presentarse cambios importantes en las técnicas de este sector, al comenzar a usarse bombas hidráulicas, y sobre todo el llamado "monitor californiano", que permitía aplicar chorros de agua de alta presión al material aurífero, el primero de los cuales fue instalado en la región de Mariquita en la década del 70, pero que se extendió sobre todo en Antioquia a partir de 1878. Hacia 1880 se trajo la primera draga, importada por una compañía norteamericana al A trato, la que se hundió y sólo fue remplazada hacia 1888, época para la cual existían ya varias en territorio antioqueño. El desarrollo de una tecnología cada vez más costosa tuvo un efecto inmediato sobre la propiedad de las minas. A comienzos del siglo, pese a que los dirigentes colombianos se habían hecho muchas ilusiones sobre la venida de capital extranjero, sobre todo inglés -y algunos eu-
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ropeos y norteamericanos se hicieron ilusiones paralelas acerca de las oportunidades de éxito existentes en Colombia-, la mayor parte de las sociedades constituidas para la explotación de las mayores minas fueron colombianas. José Manuel Restrepo, por ejemplo, adquirió con varios socios la mina del Zancudo, en 1824, y la vendió en 1844 a otros inversionistas nacionales, sin haber tenido resultados aceptables. Los nuevos propietarios resultaron mejor favorecidos al encontrar plata en la mina, que después de que se resolvió el problema de la separación de los dos metales se convirtió en la mayor empresa de Antioquia y llegó a emplear unos 1.600 trabajadores hacia 1887. Otra de las grandes minas fue la de Santa Ana, en las cercanías de Santa Rosa de Osos, propiedad de Mariano del Toro, que tuvo su apogeo entre 1836 y 1845, cuando tenía entre 200 y 250 peones; luego decayó rápidamente. Hacia 1827 se fundó la Sociedad de Minas de Antioquia, conformada por el comerciante Francisco Montoya, Juan Santamaría y otros miembros de la élite comercial antioqueña. Si en Antioquia la mayoría de las minas estuvo en manos de empresarios locales, los mayores esfuerzos mineros en otras zonas del país estuvieron ligados al capital extranjero. Las minas de Santa Ana y La Manta, fueron arrendadas durante la década de los 20, a la compañía inglesa de Herring, Graham and Powles, agentes de los acreedores ingleses de Colombia, quienes añadieron a las tribulaciones surgidas del incumplimiento secular colombiano, las dificultades para explotar con fortuna la plata del Tolima. En 1853 la compañía había dado sólo pérdidas, y muy elevadas, y el arriendo se transfirió a una nueva compañía inglesa, que importó nueva maquinaria pero tampoco tuvo mejores resultados. Las minas de Supía y Marmato se arrendaron a otros prestamistas ingleses, Goldschmidt and Co., quienes encargaron su dirección, hacia 1825, al notable ingeniero J. B. Boussingault; las minas continuaron durante la mayor parte del siglo en manos inglesas. En Antioquia, la Frontino and Colombian Company, con capital inglés y representada inicialmente en Colombia por Florentino González, explotó minas de veta en Frontino y Remedios desde 1852. En todo caso, hacia 1870 todavía podía considerarse excepcional la presencia de capital extranjero en la minería colombiana: en este punto, como en el de la inmigración o la compra de tierras baldías, los deseos de los
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dirigentes colombianos fueron defraudados por el escaso interés de europeos o norteamericanos por invertir o vivir en Colombia. Pero aunque eran pocas las minas extranjeras, y producían una proporción muy baja del total de los metales preciosos, se habían concentrado en la minería más avanzada, utilizaban trabajadores asalariados y tenían tres de las mayores minas del país, aunque la más grande de todas, la del Zancudo, siguiera siendo colombiana. El período de orden asegurado por el gobierno conservador antioqueño a partir de 1863 creó algunos atractivos a los inversionistas foráneos, pero fue sobre todo la posibilidad de tecnificar la minería de aluvión mediante la utilización de la draga la que abrió el camino para una acelerada penetración del capital extranjero, a partir de la década de 1880, ola reforzada de nuevo por el contexto político de la Regeneración. Al lado del capital inglés, vinieron inversionistas norteamericanos y franceses, que pudieron satisfacer las necesidades relativamente altas de inversión exigidas por las nuevas técnicas de explotación de los ríos. En todo caso, la producción de oro apenas alcanzó a reaccionar favorablemente a las nuevas técnicas, y aumentó en conjunto en forma muy lenta durante todo el siglo. Como lo muestra el cuadro No. 11, la producción total de metales preciosos del país se mantuvo estable durante la mayor parte del siglo, y apenas hacia 1882 logró superar el volumen de la década anterior a la Independencia; sólo en los últimos 15 años del siglo se advierte un aumento claro de la producción. Aunque las cifras no pueden tomarse con mucha confianza corresponden a las tendencias que otra información permite deducir, y resultan interesantes al mostrar en qué medida la producción antioqueña sirvió para remplazar la evidente decadencia de la minería del Cauca y el Chocó; en el caso de la última zona los años finales del siglo fueron de recuperación, al aparecer la draga de propiedad extranjera. Fuera de la importancia que tuvo la producción de metales preciosos en la generación de capacidad importadora del país, debe destacarse el papel que representó como mecanismo de acumulación de capital. Por supuesto, para los mazamorreros la producción de oro constituía apenas la fuente de un ingreso monetario que debía destinarse en su totalidad al consumo corriente; algo similar ocurría con los asalariados, que aunque recibían salarios comparativamente altos, sobre todo en Antioquia, y a veces lotes
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Cuadro No. 11 Valor promedio anual de las exportaciones registradas de metales preciosos de Colombia y de Antioquia 1801-1900 (Millones de pesos oro) Años
Oro
1801-10 1811-20 1821-35 1836-50 1851-60 1861-64 1865-69 1870-81 1882-86 1887-90 1890-1900
1.2 0.9 1.2 1.3 1.2 1.1 1.4 1.7 2.1 2.4 2.4
Fuente:
ROGERBREW
Antioquia Plata — — — — — —
0.1 0.3 0.4 0.6 0.6
Total
Oro
1.2 0.9 1.2 1.3 1.2 1.1 1.5 2.0 2.5 3.0 3.0
3.1 1.8 2.4 2.5 2.2 2.0 2.3 2.5 2.6 3.4 3.3
Colombia % de Antioquia Plata Total en total nacional — 38 3.1 — 1.8 50 — 2.4 50 0.1 2.6 50 2.3 0.1 52 0.1 2.4 52 0.2 2.5 60 0.4 2.9 68 0.5 3.1 81 0.6 4.0 75 76 0.6 3.9
El desarrollo económico de Antioquia desde la Independencia hasta 1920, Bo gotá, 1977 ,pág. 131.
de pan coger, raciones alimenticias, derecho a trabajar a destajo, etc., veían desaparecer sus ingresos absorbidos por el alto costo de la vida en las zonas mineras y por los mecanismos de abastecimiento monopolistas (tiendas de compañía, etc.). Pero algunos mineros medios y sobre todo algunos grandes empresarios lograron amasar fortunas muy notables en las actividades mineras; muchos de ellos, por lo demás, eran comerciantes que añadían a las ganancias obtenidas en la minería los beneficios de un comercio altamente monopolizado que abastecía a los mineros independientes y a otros sectores de la población. Como lo ha subrayado Frank Safford, la minería dio a Antioquia notables ventajas sobre los demás sectores del país en el siglo XIX, en especial al permitir la acumulación de grandes capitales en unas pocas manos. Aunque en otras regiones pudieron darse fortunas igualmente grandes, estuvieron con frecuencia inmovilizadas en tierras y otros activos fijos, mientras que los ricos antioqueños gozaron de una movilidad mayor de sus capitales y estuvieron dispuestos a buscar áreas de inversión menos rutinarias. Las manufacturas Durante el período colonial se desarrolló en el territorio neogranadino una amplia produc-
ción de textiles, que alcanzó a surtir la mayoría de la población de telas baratas. Estaba concentrada, a finales del siglo XVIII, en la región del Socorro y zonas vecinas, para los tejidos de algodón, y en Boyacá y Cundinamarca para los textiles de lana. Aunque las autoridades españolas miraron con cierta aprensión el desarrollo de estas manufacturas en las colonias, los altos costos de transporte y en general las dificultades geográficas sirvieron para proteger aquellas ramas que producían los textiles más burdos, mientras que los productos más finos y con un mayor valor unitario se importaban de Europa. Varios viajeros dejaron descripciones más o menos detalladas del tipo de organización del trabajo vigente en tales áreas. De estas informaciones resulta claro que se trataba fundamentalmente de una artesanía doméstica, ejercida principalmente por las mujeres y los niños de los agricultores indígenas de Boyacá o blancos y mestizos de Santander. Mientras los varones atendían el cultivo de las parcelas y en ocasiones se ocupaban de la comercialización de los productos artesanales, otros miembros de la familia atendían al hilado o tejido de algodones y lanas.De este modo, las unidades familiares añadían a la producción agrícola, en parte de subsistencia y en parte comercializable, una producción que les permitía obtener modestos ingresos monetarios. En algunas regiones la población
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urbana misma dedicaba buena parte de sus energías a los textiles, así como a otros trabajos artesanales como la producción de cerámicas y productos de barro y el tejido de sombreros de paja, productos de cabuya y cestería. La localidad del Socorro, en particular, parece que debió buena parte de su auge entre 1760 y 1850 a la existencia de una amplia actividad textil y artesanal. La producción de mantas y lienzos de la región oriental del país era distribuida a las más apartadas regiones, y en particular los mercados de Antioquia y Cauca consumían volúmenes notables de ella. Sin embargo, parece que sólo excepcionalmente se desarrolló el tipo clásico de organización de la producción textil europea durante los comienzos de la fase industrial: el control de la producción por empresarios comerciales que abastecían a hilanderos y tejedores con la materia prima que estos elaboraban a domicilio (cottage industry); aunque hay uno que otro testimonio que muestra la existencia de esbozos de este sistema, parece que en general los productores sacaban sus telas a los mercados locales donde eran adquiridas por los comerciantes para su expedición a otras regiones. Teniendo en cuenta la baja productividad de esta actividad, la posibilidad de que los artesanos domésticos dedicados a ella hubieran realizado la acumulación de capitales requerida para concentrar la producción y adoptar las tecnologías que se estaban desarrollando en Europa desde el siglo XVIII en especial era prácticamente inexistente. Por esto, el proceso que tuvo lugar durante la primera mitad del siglo XIX y que transformó a grandes velocidades la productividad de la industria textil europea resultó muy perjudicial para la industria doméstica colombiana. Abierto el país al comercio internacional, la reducción rápida de los costos y precios de los productos europeos daba a estos una ventaja sobre los productores locales que resultaba imposible de compensar mediante tarifas protectoras u otras soluciones administrativas. Si bien hasta mediados de siglo todavía los costos de transporte compensaban parcialmente la baratura del producto extranjero, pronto resultó imposible para los productores del oriente del país competir con los textiles europeos, excepto en las calidades más bajas. Por estas razones, la expansión de los consumos textiles que tuvo lugar a lo largo del siglo XIX, atribuible en parte a la mayor capacidad
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importadora del país y en parte a la posibilidad de importar una cantidad mayor de textiles por la misma suma de dinero, se hizo con base en productos extranjeros. Las cifras sobre la producción nacional son más escasas y deficientes que las que existen sobre importaciones, pero permiten por lo menos concluir que el volumen absoluto del producto textil se mantuvo estable durante el siglo, en el mejor de los casos, mientras que los consumos extranjeros se multiplicaron, en términos de valor, al menos cuatro o cinco veces y en términos físicos, mucho más. Para dar alguna cifra, puede mencionarse que Ospina Vásquez calcula hacia 1855 una producción textil nacional en 1.5 y 2 millones de pesos, y un consumo importado de unos 5 millones; las cifras de comienzos de siglo podrían haber sido de 1.5 millones para ambos, y para los ochenta, mientras la producción local seguía estable, las importaciones llegaban a 7 u 8 millones de pesos. Si esto es así, la región de Santander tuvo que sufrir una especie de proceso de involución económica, al reducirse, si no en términos absolutos, al menos relativamente, el valor de la producción artesanal, así como la proporción de la población dedicada a estas tareas. No hay documentación suficiente para suponer una especie de desempleo masivo y acelerado creado por la competencia extranjera, y el tipo de organización de las economías campesinas entonces vigente, no hace presumir que la reducción de ingresos causada por menores ventas artesanales, llevara a otra cosa que a la reducción de los consumos o a la búsqueda de formas alternativas de aumentar la producción de la unidad familiar rural. Por eso parecen un poco apresuradas las conclusiones de historiadores como Nieto Arteta y McGreevey, que atribuyen efectos catastróficos a las importaciones crecientes de textiles (que vistas desde otro ángulo constituían aumentos en el nivel real de ingresos de los sectores no productores), que ellos atribuyen a las políticas liberales del medio siglo y de la época radical. En todo caso, las artesanías textiles no parecen haber preocupado mucho a los grupos económicos dominantes durante el siglo XIX, y la política estatal tendió en general a ignorarlas. Algo más de atención se dio a la producción de sombreros, en la medida en que estos figuraron a veces en forma notable en las exportaciones del país: a mediados de la década del 50 la
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producción de sombreros en Santander, parece años comenzaba a extenderse el uso de la maquihaber sido superior a 1.200.000 unidades, lo naria de vapor en varias actividades -sobre todo que supone, ateniéndonos a las descripciones mineras-. Tres nuevas ferrerías surgieron: la de de Camacho Roldán, una población de tejedoras Samacá, establecida en 1855 sólo empezó a tesuperior a las 30-40.000 artesanas. Exportados ner existencia real hacia 1878-82, cuando reciinicialmente a los Estados Unidos, para con- bió cuantiosos auxilios estatales; dos años dessumo de los esclavos, perdieron ese mercado pués entró en una crisis de la que nunca se ante la competencia de otros productores antilla- recuperó. La de La Pradera (Subachoque), que nos y se siguieron vendiendo a Cuba, aunque había tenido una tenue existencia desde la déen cantidad decreciente. Una brusca caída en cada del 50, logró tener unos años de relativo las ventas se dio entre 1859 y 1864, años de la éxito a partir de 1877, también contó con fuerte guerra civil norteamericana; se recuperaron apoyo oficial. En Antioquia se había concedido hasta 1871, cuando comenzó una nueva deca- en 1864 un privilegio para establecer una fundidencia, de la que nunca se salió. Pero aunque ción de hierro en Amagá, la que inició su prolas ventas al exterior disminuyeron radicalmen- ducción pocos años después y logró sobreaguar te, el consumo nacional se mantenía algo, de por varias décadas. Fuera de la simple fundimodo que todavía en 1880 se calculaba la pro- ción, se dedicó, con buenos resultados, a produducción de la región en un millón de piezas. cir herramientas agrícolas y mineras más o meDe especial interés resulta destacar los es- nos simples. fuerzos que se hicieron ocasionalmente por deEn realidad, parecería que hacia 1870-80, sarrollar un tipo de industria más moderno, que ciertos factores impulsaban de nuevo las activiutilizara fuentes mecánicas de energía, trabaja- dades industriales y les daban unas mejores badores asalariados y maquinaria importada de Eu- ses. El avance de una minería más moderna y ropa. Entre 1820 y 1840 se establecieron varias el comienzo de la construcción de ferrocarriles empresas industriales en la región de Bogotá, elevaron el nivel técnico de muchos trabajadoentre las que vale la pena señalar la siderúrgica res. Los primeros ingenieros y los primeros tade Pacho (1824), fábricas de loza (1834), vidrios lleres donde se aplicaban con algún rigor, conoy cristales (1837), papel (1836), lienzos de algo- cimientos de química, metalurgia y mecánica, dón (1836), sombreros de fieltro, etc. Se trataba surgieron entonces. Estas mismas industrias gede pequeñas empresas, con un capital reducido neraron alguna demanda de herramientas senciaportado casi siempre por personas de la élite llas, mientras se aprendía a abastecer algunas de terratenientes del oriente del país. Tropeza- demandas urbanas elementales -cerveza, jaboron con múltiples dificultades -falta de prepara- nes y velas- con productos elaborados con meción de la mano de obra, estrechez del mercado, jores técnicas. El desarrollo de los bancos y la altos costos de importación de la maquinaria, creciente riqueza de algunos sectores comerciaetc.- y casi todas perdieron el impulso con oca- les abrían algo la oferta de capitales para invertir sión de la guerra civil de 1840-41. A partir de en la industria. este momento sólo lograron sobrevivir, con larEl gobierno de la Regeneración tomó una gos períodos de inactividad, la ferrería de Pa- serie de medidas que a primera vista favorecían cho, la fábrica de loza y una o dos empresas e impulsaban el desarrollo de la industria modertextiles. Pequeños talleres productores de fósfo- na, pero que miradas con mayor detalle, muesros, jabones, velas y cervezas existían en Bogotá tran características más ambiguas. En primer y algunos otros centros urbanos. Pero en conjun- lugar, el sistema de tarifas aduaneras se modito, hasta las últimas décadas de siglo, los empre- ficó en un sentido proteccionista, pero en casi sarios colombianos dejaron de lado todo interés todos los casos las alzas de tarifas favorecieron por la industria y concentraron sus inversiones actividades artesanales más bien que aquellas en el comercio, la agricultura o la minería. que podrían orientarse en forma moderna. Por A finales de la década del 70 comenzó a otra parte, se tendió a reducir los gravámenes reavivarse el interés por el establecimiento de a la importación de maquinarias y materias prifábricas modernas, y se estableció una empresa mas. Por último, el Estado aprobó con frecuenque producía ácido sulfúrico (1874), la que fra- cia, auxilios especiales y subsidios a determinacasó pronto, y una fábrica de chocolates con das empresas. Desde otros puntos de vista, los maquinaria avanzada (1877); en esos mismos años de la Regeneración, con la agudización de
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los conflictos políticos y el desorden del sistema bancario, crearon algunas dificultades para los empresarios. A pesar de todo, es posible advertir que durante este tiempo, y sobre todo a partir de 1890, aumenta el interés por el establecimiento de industrias modernas, en particular en Antioquia. Más que a las políticas económicas del Estado, habría que atribuir esto a la maduración de cambios lentos en el ambiente económico general y en la preparación de empresarios y trabajadores. Los avances en las comunicaciones habían creado al menos mercados regionales de fácil abastecimiento, en particular alrededor de Bogotá, Medellín, Cartagena y Barranquilla. El crecimiento de las exportaciones había elevado lenta pero firmemente los ingresos de ciertos sectores de consumidores, y de eventuales inversionistas. Es posible que la rentabilidad de las actividades mineras y de algunas áreas del comercio hubiera disminuido, haciendo menos atractiva la reinversión continua en ellas. Y los fenómenos inflacionarios pudieron aumentar la protección efectiva para algunos productos, mientras reducían simultáneamente los costos reales, sobre todo en salarios.
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En Antioquia, comenzó a interesar el establecimiento de industrias textiles, y hacia 188688, surgieron en Medellín algunos telares avanzados. Fuera de esto se establecieron fábricas modernas de calzado, de ácido sulfúrico (1886) de cervezas y de implementos para el beneficio del café. En Cartagena se estableció la fábrica de tejidos Merlano, y existían, como en todas las ciudades más o menos grandes, fábricas de velas, jabón y cerveza. En Bogotá, se fundó en 1891 la Cervecería Bavaria, con unos resultados muy notables; en 1897 una filial suya (Fenicia), comenzó a producir vidrios. De este modo se fue expandiendo una pequeña base de actividades industriales, que aunque estaban concentradas en algunos pocos centros urbanos y empleaban capitales minúsculos y apenas un puñado de trabajadores, lograron una permanencia que no pudieron tener los anteriores ensayos. En esa medida, su importancia es muy superior a la que su simple peso cuantitativo en la producción permite establecer, pues constituyeron la base y el ejemplo para el impulso que la industria adquiriría en el siglo xx.
Notas 1. Cifras de Estadísticas de la Nueva Granada, Bogotá, 1848, cuadros 136, 147 y 148.
6. En el volumen de M. Urrutia y M. Arrubla (edits.), Estadísticas históricas de Colombia, Bogotá, 1968.
2. En 1882 las cloacas bogotanas eran todavía canales abiertos que corrían por la mitad de la calle. El agua se obtenía de fuentes públicas. Cfr. Hettner, Viaje por los Andes, págs. 66 y ss.
7. J. O. Melo, "La economía colombiana en la cuarta década del siglo XIX", Revista de Extensión Cultural, Universidad Nacional de Medellín, núms. 2-3, 1976, pág. 59.
3. Salvador Camacho Roldán, Memorias, pássim. 4. Agustín Codazzi, Geografía física y política..., Bogotá 1952-59, IV, 301. 5. Id., IV, 296.
8. Miguel Samper, La miseria en Bogotá, Bogotá, 1867, pág 21. 9. J. O. Melo, "Producción minera y crecimiento económico en la Nueva Granada durante el siglo XVIII". Revista Universidad del Valle, núms. 3-4, 1977, pág. 40.
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El régimen agrario durante el siglo XIX
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El régimen agrario durante el siglo XIX en Colombia Salomón Kalmanovitz cias, realistas e independentistas recurren a las
La herencia colonial
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l cuerpo social que se desarrolla durante el siglo XIX en Colombia tiene naturalmente antecedentes en la época colonial. Pero más que continuidad lineal con esa época hay cambios de ritmo, rupturas de formas de producción, se crean nuevos circuitos de producción y circulación, se profundizan algunas tendencias ya visibles anteriormente y se invierten otras que en conjunto llevan a una consolidación históricamente regresiva de un sistema de haciendas que logra en gran medida monopolizar la tierra y someter un importante sector de la población a relaciones serviles de producción. La Independencia es un movimiento de las clases dirigentes criollas por la libertad comercial de establecer firmes relaciones con Inglaterra y para ganar la hegemonía política en medio de una creciente e irreversible crisis del imperio español (1). Pero se trata también de clases dominantes en regiones aisladas que hasta entonces estaban cohesionadas por una rígida administración colonial y que, al desintegrarse ésta, desata contradicciones violentas en medio de la misma guerra de liberación. La guerra de Independencia se torna entonces también en guerra civil, y genera un partido realista contra el proyecto de emancipación política. En tales circunstan-
masas, a los esclavos, mestizos e indígenas, en una cruenta lucha que por momentos pone en cuestión el recién adquirido poder político de las castas dominantes criollas, pero que en últimas, al derrotar militarmente a los españoles y al partido realista, y al hacerle a éste importantes concesiones políticas, logra consolidar regímenes relativamente fuertes que impulsan políticas continuistas iguales a las que practicaba la administración colonial (2). La tendencia a reducir las tierras indígenas de resguardo, a extender concesiones territoriales individuales, a liberalizar el comercio y el régimen de impuestos, estaría presente durante la última parte del régimen colonial, en el siglo XVIII, pero se profundizaría cada vez más en el siglo XIX. La esclavitud estaría en crisis en varias regiones del país, especialmente en la provincia de Antioquia, durante el siglo XVIII; la guerra la debilitaría aún más en la región del suroccidente y su erradicación en mitad del siglo XIX sería en parte la culminación de una crisis interna de la institución (3). El enfrentamiento Iglesia-Estado, la abolición del impuesto conocido como "diezmo" y del sistema de crédito, así como la desamortización de tierras eclesiásticas que acompañaban la actividad del clero, serán el resultado de un progresivo enfrentamiento entre un Estado laico que se propone asentar sus bases para desatar el comercio y consolidar las nuevas relaciones internacionales y que no puede hacerlo mientras
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la institución eclesiástica le disputa prácticamente todos los aspectos del control de la vida civil de la población y muchas de las áreas de la misma actividad estatal. La estructura corporativa de la Iglesia y su fuerte dominación ideológica sobre la población serán trabas objetivas para el desarrollo del tipo de Estado requerido para lograr la inserción del proyecto de país en el mercado mundial (4). Otro proceso muy propio del siglo XIX, sin antecedentes propiamente coloniales, será el de la disgregación regional que socava primero el proyecto bolivariano de la Gran Colombia y después un muy endeble Estado nacional colombiano que logrará una unificación política por la vía reaccionaria sólo durante el presente siglo, aunque el proyecto centralizador se inaugura y desarrolla parcialmente durante los dos últimos decenios del siglo XIX. Es a partir de esta unificación política como se conforman las bases de un mercado interno, período que es interferido por tres guerras civiles, cuando se podrá hablar de una nación colombiana. Antes de eso, existen regiones con tenues relaciones comerciales y económicas entre sí, obstaculizadas por aduanas y pontazgos internos, que cuentan con una diversidad apreciable de regímenes jurídicos, políticos, comerciales, tributarios y, además, con sus propios ejércitos, que hacen difícil hablar de una nación como tal. Si aún durante el presente siglo Nieto Arteta puede hablar del país como si fuera un "archipiélago de islas", durante la segunda parte del siglo XIX no se podrá definir siquiera un centro de poder que aglutine las regiones y que dirima las contradicciones entre ellas, siendo frecuentes las amenazas de secesión de varios de los Estados soberanos: la que efectúa el Estado de Panamá en 1903, apoyada por el imperialismo norteamericano, no es más que la confirmación más concreta de estas tendencias disgregadoras que se sustentan políticamente en el liberalismo y en su concepción federalista del Estado-nación. La agricultura, o más precisamente, la forma como se organiza la producción y se apropia la tierra, será una de las bases materiales dé estos conflictos. A su vez, el desarrollo agrícola se verá perturbado frecuentemente por esta cuasipermanente inestabilidad política que atraviesa las regiones que bajo el mando de unos cuantos terratenientes improvisarán fácilmente ejércitos de la población que controlan y la arrastrarán a la guerra; es decir, el monopolio de los
medios de violencia no lo ganará el Estado sino hasta después que construya un verdadero ejército nacional después de la Guerra de los Mil Días. En cierta medida, la autarquía política tiene como base social la involución del sistema de haciendas en relación con los mercados, y más precisamente con el mundial, a pesar de que intenta ligarse en forma estrecha con él, fallando sistemáticamente hasta fines del siglo XIX. La medida de la "nación" es entonces muy diferente de la que aplicamos hoy al país colombiano. Por una parte se trata de una población escasa que no pasa de 1.300.000 en 1825, de unos 3.000.000 en 1870 y de 4.5 millones en 1905, con una tasa de crecimiento demográfico no mayor del 1.5% anual (5) y que en el último de los censos alcanza a ser igual aproximadamente a sólo la población que concentra Bogotá hoy en día. Es además una población que vive en más de un 85% disgregada en el campo, dividida en la que se localiza en las haciendas como arrendatarios y colonos y los que alcanzan una relativa libertad personal al refugiarse en las laderas, y que el viajero francés Lemoyne describe así en 1828: «...Otros, que habitaban en las aldeas o que su afición al aislamiento les hace vivir dispersos en lugares retirados, están apegados a sus caba-as y se dedican al cultivo de pequeñas parcelas; son los principales proveedores de los mercados de las ciudades en legumbres, frutas y aves» (6). Esto les permite una cierta libertad del sometimiento directo al terrateniente, pero será una independencia precaria, más aún en tiempos de conflicto bélico o cuando los terratenientes requieran urgentemente mano de obra adicional para expandir sus actividades. Es también una población que trabaja con los más primitivos medios de producción, que incluso no contará con la utilización de la rueda aplicada a la producción y al transporte hasta bien entrado el presente siglo. Los medios de transporte son particularmente atrasados y en los tiempos de viaje entre los puertos del Atlántico y la capital tomarán entre 6 y 4 semanas, aún después de haberse regularizado la navegación a vapor por el río Magdalena y de que existan algunos tramos dispersos de ferrocarril, empleándose primitivos y bárbaros sistemas de transporte a lomo humano. Este bajo desarrollo de las fuerzas productivas significa que la población trabaja la mayor parte del tiempo para lo-
El régimen agrario durante el siglo XIX en Colombia
grar satisfacer sus cortas necesidades y que el sobretrabajo que entregan a los terratenientes y que éstos, a su vez, ceden en parte a los comerciantes, es relativamente bajo. En efecto, la riqueza de las clases dominantes colombianas es bastante parca hasta ya entrado el siglo xx. Es Safford quien nos informa que "las rentas de la clase alta de Bogotá en la primera mitad del siglo XIX alcanzaba sólo a unos $5.000 anuales por persona, y las personas en Bogotá con un capital mayor de $ 100.000 podían contarse con los dedos de la mano" (7), siendo casi "indigente" en comparación con los niveles de las clases dominantes de Río de Janeiro, México o Lima. Esta escasa población se concentra en las tierras altas, y la frontera agrícola sobre la que trabajaba es proporcional a su número y su productividad, no alcanzará a 3 millones de hectáreas en 1835 y unos 9 millones en 1905, mientras que el área ocupada en labores agropecuarias en 1970 llegará a 31 millones de hectáreas. Es común, especialmente entre los ideólogos liberales del siglo XIX.(8), traer a cuento la herencia colonial para presentarla como la gran traba para un desarrollo más acelerado de las fuerzas productivas; todos los males de la maltrecha República se le adjudican entonces al sistema de exacción español. Si bien es cierto que el imperio hispánico sacó cuantiosos excedentes mineros y comerciales de la actividad productiva llevada a cabo en la Nueva Granada, es más cierto aún que las trabas al desarrollo del capital están más del lado de las relaciones sociales imperantes que impiden una ocupación amplia y democrática de la tierra para poder extraer míseras rentas del campesinado, que de las restricciones al comercio y la producción que imponía la administración colonial. Es por esto que la región antioqueña prospera desde que comienza la libre colonización, a fines de la época colonial, y lo sigue haciendo con base en la pequeña producción minera antes de desarrollar la gran producción de exportación cafetera, es decir, prospera con taras coloniales y sin ellas porque la tierra es relativamente apropiable y los hombres son blancos y libres, lo cual también explica por qué los comerciantes y mineros antioqueños constituyen un núcleo de considerable poder financiero en el concierto nacional. Y por esto también todos los intentos de las haciendas que explotan arrendatarios desprovistos de libertad por aumentar su producción y exportar fracasan en mayor o menor grado,
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comenzando por el tabaco, el añil y sin dejar de lado el café, pues su expansión servil es mucho más limitada que la que logra la economía campesina de Antioquia y el viejo Caldas después de 1903. El sistema de haciendas desarrolla la opresión sobre mestizos e indígenas, mientras que la ocupación ganadera de la mayoría del área útil del país impide el desarrollo de mejoras técnicas, pues éstas son difíciles de introducir cuando los productores directos son tratados como bestias, sin posibilidad de ganar dominio e inteligencia sobre el proceso de producción, menos aún cuando se separa en el tiempo y en el espacio la parcela de magra subsistencia y las tierras de hacienda de faena obligatoria, utilizando medios coercitivos exteriores a la conciencia de los agregados, concertados y vivientes. Las trabas coloniales como el sistema de impuestos y tributos, el monopolio reflejado en los estancos del tabaco y el aguardiente, y sobre el comercio, son trabas objetivas para el desarrollo de un régimen de libre comercio que contribuya a desatar la acumulación; pero también -y esto es muy importante- el sistema de haciendas es una traba mucho más seria para la libre circulación de hombres y tierras, para el desarrollo de una economía que impulse la iniciativa individual en todas las capas de la población y para que exista un sistema social que garantice que los aumentos de la producción y la adopción de nuevas tecnologías repercutan en aumentos del consumo de los productores directos y no de las rentas que apropian arbitrariamente los terratenientes. Ciertamente, se pueden identificar las relaciones sociales que deja el régimen colonial como la principal traba al posterior desarrollo de las fuerzas productivas en la República; de hecho, existe una continuidad histórica entre las formas de sometimiento de indígenas y mestizos que imponen los colonos españoles y las que consolida la República, pero también ciertas contradicciones entre los hombres "manchados por la tierra" y la administración colonial que por períodos practicó una política de protección a las comunidades indígenas, de adjudicarles tierras y de limitar relativamente el otorgamiento indiscriminado de tierras a los colonos. Después de la Independencia es claro que se sigue una política mucho más cruda frente a los derechos de propiedad de las comunidades indígenas y de la gran masa de la población (por ejemplo,
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frente a los ejidos) en general, y se hace entrega indiscriminada de tierras a un puñado de hombres prominentes del nuevo régimen político. Esto permite explicar en parte por qué un núcleo considerable de la población no se pliega bajo las banderas del partido criollo durante la guerra de Independencia. Esto es particularmente cierto para las comunidades indígenas; Ots Capdequí registra en 1800 como una etapa donde "la dramática lucha por defender las tierras de sus resguardos constituye en estos años el hecho más destacado que agita convulsivamente no pocos pueblos y reducciones" (9) que acuden a la administración colonial para que los defienda de los desmanes de los futuros patriotas. En todo caso, la guerra de Independencia fue larga y cruenta. La conscripción forzosa, especialmente utilizada por los independentistas, les generó una oposición popular considerable (10). Hubo lesiones graves a la economía agraria porque murieron muchos hombres hábiles, se redujo considerablemente el número de bestias de carga, tan importantes para un régimen de este tipo, y el ganado fue consumido por tropas de bando y bando (11). Aldeas enteras se dispersaban huyendo de los ejércitos en el inicio de una tradición que se arraigaría con las frecuentes guerras civiles que siguieron y que en cierta medida fortalecería el poder de las haciendas para conseguir arrendatarios con base en la supuesta protección de sus dependientes de la 'conscripción (12). Esta situación caótica que deja la guerra se agrava por el comienzo de la política de libre cambio que exigen los ingleses como contrapartida a su financiamiento de la guerra, que no logrará desarrollarse plenamente sino a mediados de siglo, a lo cual se agrega la implantación de casas comerciales en el país que compiten contra los comerciantes locales, aunque el monto de sus operaciones se mantuvo limitado por la escasa capacidad para importar, pues las exportaciones, en su mayor parte de metales, son del orden de 3 millones de pesos oro por año entre 1835 y 1850 (13). En todo caso, la balanza externa es deficitaria crónicamente y como el género principal de exportación es el oro, que es a la vez medio circulante, la masa monetaria para sustentar las transacciones internas se contrae, suben en consecuencia las tasas de interés y se desarrolla el agiotismo que carcome los
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ingresos de los terratenientes y los del mismo gobierno (14). El nuevo orden económico latinoamericano apenas se anunciaba, pero daría lugar a que la minería se debilitara progresivamente para díapaso a las exportaciones agrícolas y ganaderas. En la Nueva Granada, la guerra disloca profundamente la institución esclavista. Así, por ejemplo, en 1811 "el Ayuntamiento de Popayán determinó que se diera libertad a todos los esclavos que tomaran las armas en defensa del gobierno real; medida impolítica e imprudente [en opinión de Restrepo a quien estamos citando] en una provincia donde los esclavos eran tan numerosos, lo que inmediatamente produjo motines de éstos en las minas sobre las costas del Pacífico" (15). Esto determinó en buena medida que los Mosquera, los Obando y los Arboleda, tradicionales patricios del Cauca, se pasaran al bando patriota, pero para su asombro, los patriotas se vieron forzados a hacer ofrecimientos similares, donde las circunstancias lo permitían, como Bolívar en el Ecuador, que logró reclutar 5.000 negros para el ejército criollo (16). Al tiempo que la minería esclavista del suroccidente se debilitaba, la de Antioquia se fortalecía y lo seguiría haciendo por la introducción de nuevas técnicas de extracción. El desorden que acompaña la guerra no deja intacto el orden social existente hasta el momento. Algunos sectores de mestizos dentro de los ejércitos ascienden y logran propiedad de haciendas de realistas o están en posición de exigir tierras a cambio de sus servicios, lo cual es particularmente preocupante para Bolívar y las castas que él representa (17). El nuevo orden social anuncia el mestizaje forzoso de las comunidades indígenas que se verán crecientemente atacadas por los criollos y disueltas. El esclavismo también debe desaparecer, no sólo por presión inglesa, sino porque la crisis interna de esta forma de producción y la guerra lo debilitan cada vez más; pero, por el momento, las presiones esclavistas y el compromiso político alcanzado con los sectores del partido realista impidieron ir más allá de una manumisión de vientres muy limitada y pagada por el Estado (18). La producción agrícola para la exportación no pudo comenzar todavía como automáticamente imaginaron los ideólogos criollos que sucedería, porque además de la rígida y atrasada estructura productiva de la Nueva Granada, Europa tuvo un período de recesión entre 1820 y
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1850 que no fomentó en especial la demanda por bienes agrícolas y pecuarios de toda la América Latina (19). Por otra parte, la política de los criollos entró en una fase thermidoriana y se restablecieron la mayor parte de las políticas tradicionales de la administración colonial, como los estancos, la alcabala, que era un impuesto que recaía sobre las exportaciones, las importaciones y el mismo comercio interno, se siguió manteniendo el tributo de indios y todas las medidas que no favorecían en especial el aumento de la circulación y la producción. La libertad que trajo la Independencia fue entonces limitada para los sectores dominantes, que pudieron empezar a desarrollar una política más conveniente para su expansión comercial, todavía con mucha cautela. Para los esclavos, mestizos e indígenas la situación también variaba, pero de manera menos apreciable y en especial con los últimos se deterioraría considerablemente. La política con que se empezó a adjudicar la tierra y la forma como de hecho ésta fue ocupada, mostrará el carácter del nuevo régimen político y explicará, por lo menos en parte, el porqué el desarrollo de las fuerzas productivas fue particularmente lento en el campo y en el país durante todo el siglo XIX y hasta bien entrado el siglo x x . La apropiación de la tierra. Tierras comunales y baldíos
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n el Congreso de Cúcuta de 1821 se manifestaron las presiones de diversos sectores dominantes para disolver los resguardos de indígenas. Se legisló entonces en el sentido de entregar a los indígenas las tierras comunales en posesión individual, medida que no pudo llevarse a la práctica porque no hubo recursos para hacerlo, pero además porque los presuntos beneficiarios de varias regiones se opusieron, comprendiendo que la abolición de la propiedad comunal, que sería vendida a vil precio bajo las presiones de los terratenientes, conduciría a acelerar su desintegración social (20). Las tierras de resguardo ya habían sido recortadas en 1778, especialmente en Cundinamarca y Boyacá; en esta última provincia, los resguardos antes de esa fecha no pasarían de 30.000 hectáreas, pero después de la disolución y agregación de muchos de los resguardos no alcanzarían 6.000 hectáreas de tierras bastante alejadas de los centros poblados y de dudosa
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calidad (21). En el gran Estado del Cauca, las tierras de resguardo eran considerablemente mayores -todavía en 1951 contaban con casi 420.000 hectáreas de extensión (22) -y fue donde más oposición despertaron las medidas, lo cual, de paso, nos indica en parte por qué la población indígena del Cauca y la de Nariño se identificó más con el partido realista que con los independentistas. Se argumentaba, y se siguió argumentando, a tiempo que los resguardos eran sucesivamente atacados, que la propiedad comunal era una traba mayor para la libre circulación de tierras y que, por lo tanto, se oponía al desarrollo de la producción, especialmente de aquella dedicada a la exportación. Sin embargo, al país -si se puede hablar de él- le sobraban tierras y le faltaba mano de obra, y tanto es así, que la disolución de los resguardos apuntaba más a la fijación de los indígenas que aún quedaban figurando legalmente como tales a las haciendas, que a la liberación de tierras. En efecto, los vecinos pobres blancos presionaban sobre las tierras y los terratenientes pretendían las tierras más los hombres, pero el Congreso de Cúcuta no se decidió en favor de los colonos, aunque ordenó que las tierras sobrantes de resguardo debían ser arrendadas a éstos, legalizando una situación de hecho que venía de muy atrás (23). El mismo Congreso legisló en relación con la titulación de tierras fiscales por parte de este tipo de colonos, lo cual si "hubiera tenido cumplimiento estricto, lo que afortunadamente no fue el caso... habría significado el desalojo de innumerables invasores de tierras del Estado, y probablemente habría determinado el desalojo de muchos pequeños propietarios [sic] por la simple razón de que no habían establecido la validez de sus títulos" (24). Los campesinos parcelarios independientes eran vistos por las castas dominantes como forajidos, hombres no sometidos a la ley y al clero, pero el problema para los terratenientes era básicamente que no les tributaran su trabajo excedente. La medida en sí muestra las intenciones de los grandes propietarios de desposeer a los campesinos de medios de producción propios para que se tornaran en arrendatarios suyos. El Congreso hizo modificaciones en el sistema de tributación unificando los impuestos de importación y exportación; los segundos fueron rebajados para promover las exportaciones de bienes agrícolas y pecuarios, y los primeros se mantuvieron relativamente altos por las penurias
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crónicas por las que atravesaba la balanza comercial, a pesar de la presión inglesa por abolirlos de un todo. Se introdujo la tributación directa sobre el ingreso, pero hubo una evasión general de parte de los terratenientes y comerciantes. El tributo indígena fue abolido, pero la nueva capitación fue rechazada por igual por indígenas y terratenientes. En el suroccidente y en el Ecuador, Bolívar dispuso que se restituyeran las "demoras" (el viejo impuesto indígena) y Santander hizo lo mismo para Boyacá y Cundinamarca. "Los ricos propietarios que en tantas partes ejercen tanto influjo -nos informa Restrepo- habían sentido sobremanera la supresión del tributo de indios, por cuyo medio eran éstos una especie de esclavos del terreno" (25). Según Mörner, "la principal razón de que [los indios] buscaran trabajo en una hacienda puede haber consistido con frecuencia en que necesitaban dinero para tributar" (26), lo cual contribuiría a explicar la desazón de los terratenientes frente a la medida. A la larga, "los patriotas se negaron a abolir el tributo por lo menos hasta que una nueva legislación obligara a los indios a contribuir en alguna otra forma" (27), a pesar de que el tributo indígena alcanzó $138.067 en 1828, equivalente sólo al 1.5% de los ingresos corrientes del fisco neogranadino (28). En 1839 se volvió a insistir en la disolución de los resguardos y esta vez la medida tuvo mayor éxito, pues gran parte de las tierras indígenas que quedaban en Cundinamarca, Boyacá, Santander, Tolima y Huila fueron repartidas y adquiridas en su mayor parte por terratenientes y ricos comerciantes. En algunos casos, los indígenas pasaron a ser arrendatarios o "agregados" de haciendas, en otros quedaron como ínfimos propietarios, siendo poco probable que el resto conformara un proletariado estable, como lo afirman varios autores, ya que de todos modos se trataba de una población relativamente pequeña y no hubo condiciones generales de la economía para generar un creciente proletariado verdaderamente hasta entrado el siglo xx. En las provincias de Cauca y Pasto, la resistencia indígena fue tenaz y los terratenientes no pudieron controlar en forma apreciable la mano de obra y la tierra de los indígenas. En 1843, el territorio hoy nacional estaba escasamente poblado, no alcanzando a los 2 millones de habitantes. Las costas estaban aún más despobladas que el interior, con unos 260.000 habitantes del lado del Atlántico y unos
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65.000 del lado del Pacífico, o sea que más del 85% de la población estaba concentrada tierra adentro. Estaba habitado el altiplano cundiboyacense que agrupaba unos 551.000 habitantes, aproximadamente una cuarta parte de la población; Santander y Antioquia, cuya colonización avanzaba rápidamente hacia el límite del valle del río Cauca, a donde llegaría alrededor de 1880, y al suroccidente las provincias de Popayán y Pasto que contaban con unos 205.000 habitantes (29). El poblamiento de las tierras bajas fue política oficial de la mayor parte de los gobiernos de este país en ciernes, pues se consideraba que los cultivos de las tierras frías ocupadas competían con los de los países europeos, mientras que lo que se requería era el desarrollo de los cultivos tropicales que contaban con la demanda de los mercados metropolitanos (30). No obstante, el impulso a esta producción no fue hecha con base en la titulación campesina, excepción hecha limitadamente en la región de colonización antioqueña, sino adjudicando tierras a la manera superlatifundiaria a militares, políticos y a los comerciantes que adquirieran bonos respaldados territorialmente para financiar el erario público. Ya en el Congreso de Cúcuta se había discutido la inconveniencia para los terratenientes de vender la tierra barata y en pequeños lotes, y Santander en particular había apoyado el punto de vista de los grandes propietarios (31). Si a los "nativos" no se les titulaba ningún pedazo apreciable de tierra y hasta se les amenazaba con el desalojo, en cambio a los inmigrantes europeos que se quisieran arriesgar a asentarse en el país mestizo se les ofrecían lotes de 300 y 600 fanegadas de extensión, mientras que las clases dominantes locales apropiaban miles de hectáreas. El desequilibrio que preocupaba tanto a los criollos blancos y que expresara Bolívar con sus temores sobre el "triunfo de África" en América Latina (32), hizo que en 1823 se produjera autorización para la "distribución de 3.000.000 de fanegadas de propiedad del Estado, con el propósito expreso de promover la inmigración" (33), que, con todo, a pesar de otros intentos a lo largo del siglo, dio muy pocos resultados prácticos por las condiciones generales de inseguridad, la barbarie política de las clases dominantes, la insalubridad y la escasez de vías que siguieron prevaleciendo en el desenvolvimiento de la República.
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Los baldíos nacionales habían sido concedi- satisfacer los requerimientos de una agricultura, dos con un carácter condicional hasta 1843, pero todavía muy atrasada, pero que empezaba a funde aquí en adelante empezaron a otorgarse de cionar con el ansia de ganancias de los terratemanera permanente y se convirtió en un expreso nientes, que habían apuntado sus miras hacia privilegio de clase que un comentarista, no muy el mercado mundial. progresista por cierto, caracterizaba como semeSi suponemos arbitrariamente, como lo jante a "los viejos señoríos de tierras y villas hace McGreevey (37), que el precio promedio por españolas" (34). hectáreas en la república era entonces de $25 En 1851 el proyecto liberal logra consoli- por hectárea (Díaz Díaz calcula un promedio darse en cierta medida y se lanza la política de de $35 para sólo Boyacá) (38) y que las propiedaabolición de la esclavitud (había 26.778 escla- des bajo censos o capellanías estaban hipotecadas vos según el Censo de Población de 1843, de por un tercio de su valor catastral, pero que los cuales unos 12.800, casi la mitad, en el había también un determinado número de prosuroccidente y el Chocó), a lo cual se le agrega piedades urbanas bajo esta condición, tendríala liberalización de la comercialización del ta- mos que habría unas 500.000 hectáreas bajo baco y la eliminación de todos los impuestos a este tipo de hipotecas. Utilizando un criterio la exportación. En términos estrictos, la expan- similar para las propiedades rústicas efectivasión tabacalera ya había comenzado unos 10 mente rematadas, por un valor aproximado de años antes de la abolición del estanco en las 2 millones de pesos, nos darían unas 90.000 regiones de Ambalema, Palmira y Carmen de hectáreas (39) y las correspondientes a inmovilizaBolívar (Girón había sido un productor tradicio- ción hipotecaria, sumadas, representarían cerca nal desde tiempos coloniales), y entonces no es de un 10% del área explotada en el país, alredetan justificado explicar el fin del letargo econó- dor de 6 millones de hectáreas en 1870. Las mico que vivía el país desde la Independencia, propiedades eclesiásticas en el campo alcanzapor ejemplo, como lo entiende McGreevey, sólo rían entonces a un 1.5% de la superficie agropeen los términos de la política económica que cuaria del país; deducción similar para Cundinaimpulsaron los liberales. marca hizo Jorge Villegas, estimando que la La venta de las tierras eclesiásticas por la Iglesia poseía un 1% de los valores catastrales administración Mosquera en 1861 permitió re- rurales, pero que tenían un peso mucho más caudar 12 millones de pesos al fisco, de los apreciable en torno a los bienes raíces urbanos, cuales casi 6 millones correspondían a hipotecas de alrededor de un 25% para sólo Bogotá (40). Los (censos y capellanías) (35). La redención de estas estimados de Díaz Díaz para Boyacá van enfitierras del sistema de crédito eclesiástico, único lados en la misma dirección, mientras que para que existía entonces, tuvo quizás una importan- otras regiones no existen estudios; se sabe que cia económica mucho mayor que la venta misma en Antioquia el clero conservó la mayor parte de las tierras que eran propiedad del clero, ya de sus propiedades porque el gobierno estatal que liberaron mucha tierra que servía de garan- rehusó llevar la desamortización a la práctica. tía, frecuentemente eterna, por préstamos con- Es de todas maneras exagerada y sin fundamento traídos por los hacendados o por donaciones serio la afirmación de Liévano Aguirre de que hechas por contritos moribundos para que los un tercio de la propiedad rústica estaba en manos intereses que daba la propiedad sirvieran para de la Iglesia. Sin embargo, un cálculo más reapagar por las misas a perpetuidad que salvaran lista y estricto es difícil de obtener, porque musu alma de las tinieblas del infierno (36). Según chas comunidades religiosas comenzaron a venColmenares, ya a mediados de siglo el sistema der propiedades desde 1857 (41), cuando se empede crédito eclesiástico fue contagiado por la cri- zaron a dar las primeras medidas anticlericales; sis del sistema minero del suroccidente, que era además, los remates fueron hechos apresuradael que proveía de fondos líquidos a la economía, mente, con evaluaciones parcializadas en benea lo cual nosotros podemos agregar las fugas ficio de los pocos compradores que adquirieron de circulante que generaba el déficit de la ba- la mayor parte de los bienes eclesiásticos; por lanza de pagos y que hizo bajar los precios de último, salió relativamente mucha tierra a un todo» los artículos, incluyendo los agrícolas y mercado muy limitado, en poco tiempo, lo que pecuarios; en estas circunstancias, el sistema de seguramente hizo bajar las cotizaciones de las crédito eclesiástico ya no era suficiente para propiedades.
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Es muy poco lo que se conoce sobre la forma como estaban organizadas las haciendas eclesiásticas, sus diferencias con las haciendas laicas, el número de arrendatarios con que contaban y si el cambio de manos implicó una expulsión de dependientes para dedicar las tierras al pastoreo, como lo afirman los que impugnan las medidas liberales. Es posible deducir, sin embargo, que las modificaciones en la organización de las haciendas que cambiaron de manos no fueron espectaculares, y que el efecto global sobre la estructura agraria en relación con las formas de trabajo imperantes en esa época no ha debido ser muy grande, ya que se trataba de cerca del 1.5% del área entonces explotada. La dificultad de conseguir arrendatarios durante todo el siglo XIX no sería propiamente una razón para que los nuevos terratenientes expulsaran a los dependientes del clero, y no había escasez de tierras de tal magnitud que presionara para que tierras de labor pasaran a transformarse en pastizales. Por el contrario, como ya se ha visto, a los terratenientes les sobraban tierras y su dificultad más grande era conseguir mano de obra para ponerlas a producir. Los efectos sobre la movilidad de la tierra fueron mayores en los casos de haciendas censadas o bajo capellanías, pues casi un 9% de la superficie explotada es una proporción muy importante. No se puede resolver el asunto aduciendo que es lo mismo el latifundio laico que el eclesiástico, como lo sostiene Tirado Mejía (42), porque la liquidación de las hipotecas eclesiásticas y en particular las capellanías aumentaron considerablemente la movilidad de la masa de tierras en el país y debió ser peculiarmente importante en regiones como la Sabana de Bogotá, Boyacá y Santander, aun cuando el monopolio de las tierras siguió siendo utilizado para sujetar al campesinado arrendatario. La interpretación de que tanto la apropiación de los resguardos como la de tierras de manos muertas constituyen elementos de la acumulación originaria de capital (43), tampoco parece apropiada para nuestro caso, porque no constituyen premisas claras para el desarrollo del capital al no contribuir a forjar un proletariado, sino que, por el contrario, consolidan un proceso de sujeción extraeconómica del campesinado por los terratenientes, aun si algunas de estas tierras, muy pocas por cierto, empiezan a ser organizadas en función de la comercialización de su producción. Es evidente que las tierras
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eclesiásticas de Boyacá y el Cauca, por ejemplo no entran en el circuito comercial mundial v es allí precisamente donde al parecer tenía más peso la propiedad de tipo eclesiástico. Por otra parte, el ataque a las propiedades de manos muertas sí constituye un avance en el grado de movilidad de la tierra, lo cual es una premisa de la acumulación de capital; es en verdad difícil concebir un régimen de propiedad de la tierra con cierta movilidad mínima mientras subsistiera el obtuso sistema de crédito eclesiástico sobre todo de las tierras censadas a perpetuidad. En un plano más global, es difícil concebir un Estado de carácter burgués si las instituciones tributarias, crediticias, educativas y aquellas que controlan la vida civil de la población están sometidas a un poder eclesiástico que se autodenomina extraterritorial y que no tiene en cuenta las necesidades de impulsar el comercio, la producción y la acumulación burguesas. Las reformas anticlericales del liberalismo abren la posibilidad para el establecimiento de un todavía lejano orden burgués. Hay que imaginarse que la capacidad tributaria del Estado se veía mermada por la institución del diezmo que recaía pesadamente sobre la producción bruta agropecuaria, como un 10% de su valor, aunque en la práctica el valor anual colectado era de 300.000 pesos oro (44). En el plano de las políticas que condujeran a la erección de un Estado que impulsara el desarrollo material de la sociedad, es decir, de la acumulación de capital, la Iglesia aparece como una traba mayor, aunque los liberales tuvieran en cuenta más que todo la inserción de la economía nacional en el mercado mundial como exportadora de materias primas, y era esa y no otra la acumulación de capital que concebían. Pero los liberales no tenían mucha claridad sobre el asunto y menos aún sobre las trabas que en materias de formas de trabajo y apropiación de la tierra para la acumulación de capital significaban la agregación y asignación indiscriminada de tierras. Por esto los liberales, si acaso, plantean verbalmente la necesidad del reparto democrático de la tierra, pero ningún sector propugna firmemente la abolición de la servidumbre y el monopolio territorial, que es el mecanismo fundamental de sujeción extraeconómica sobre parte apreciable de la población del país. Y también por este motivo poco podemos hablar de una "revolución económica" o
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de una revolución burguesa que se da a partir de 1851 con toda la serie de medidas liberales que hacen muy poco por liberar la población del yugo de las obligaciones para con los terratenientes. Tal como se habían conformado las relaciones sociales hasta entonces, la monopolización de la tierra, aun aquella no explotada y que esperaba pacientemente valorización, tenía una amplia racionalidad económica para los intereses de los terratenientes. Debido a la amplia disponibilidad de tierras, "la existencia de tierras libres implica que el recurso tierra recibe solamente limitadas rentas diferenciales; de hecho, los bajos precios de la tierra en la primera mitad del siglo XIX confirman, la sospecha, según McGreevey, de que las rentas sí eran reducidas" (45). McGreevey tiene razón en afirmar que la renta y los valores de la tierra son bajos, pero la inexistencia de rentas diferenciales no se debe solamente al exceso de tierras, sino a que éstas no son valorizadas por el capital; por lo tanto, las diferencias de fertilidad no se expresan mediante los precios de producción que genera el régimen capitalista de ésta (costos más ganancia media), pues este régimen no existe todavía. Las rentas que existen son precapitalistas. La productividad del trabajo es ínfima y, por consiguiente, la valorización de la tierra y las rentas son consonantemente bajas. Aun después que el trabajo de aparceros y arrendatarios se valorice con altas cotizaciones de los productos tropicales en el mercado mundial, los precios de la tierra no estarán gobernados todavía por la valorización que impone el capital y tampoco serán muy altos. En las condiciones anotadas entonces, lo importante era que los campesinos les tributaran a los terratenientes su trabajo sobrante, y esto no era posible si no se les impedía en lo posible su establecimiento en las tierras disponibles, que ciertamente eran excesivas. Si esto sucedía, los campesinos apropiarían todo su trabajo y, además, causarían una escasez aún mayor de arrendatarios que se verían tentados a escapar de las obligaciones gratuitas que debían pagar a los terratenientes. Según McGreevey, quien infortunadamente no tiene una línea consistente de argumentación sino que combina eclécticamente varias, "en una economía caracterizada por excedentes de tierra, este factor tenía que estar por fuera del acceso del campesino para que aceptara trabajar en las haciendas criollas... si la tierra no hubiera sido puesta
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fuera de la producción, los vagabundos, como también los trabajadores residentes en las haciendas, hubieran establecido una producción de autoconsumo que no generaría un excedente que pudiera ser apropiado por los criollos" (46). Es probable que si la tierra hubiera podido ser apropiada libremente por la población, como sucedió en parte en Antioquia o con mucho más amplitud en la colonización norteamericana, se hubiera desarrollado una amplia economía mercantil simple con un gran desarrollo de las fuerzas productivas que eventualmente hubiera producido una diferenciación de clases dentro del campesinado y un mercado de trabajo donde el salario estaría fijado por la productividad de un campesino labrando su propia tierra (47). Aparte de que esa productividad sería mucho más alta que la que se desarrolla bajo condiciones de opresión directa y violenta por parte de los terratenientes sobre el campesinado. En este sentido, se señala que el acceso restringido a la tierra por parte del campesinado es una de las causas fundamentales de la "enfeudización" del campo colombiano durante el siglo XIX, proceso que se repite en muchas regiones y países del Continente (48), donde las haciendas imponen férreos regímenes de trabajo forzoso que se establecen por medio de las deudas, el poder político local de los terratenientes y la influencia ideológica del clero. Como el liberalismo de esta época representa los intereses básicos de una burguesía comercial, no productiva, que intermedia polos con relaciones sociales distintas, polos que no les interesa transformar, no plantearán revolucionariamente el cambio en las relaciones de trabajo y propiedad en el campo, como condición para el más rápido desarrollo del capital, de las fuerzas productivas y de un régimen político democrático-burgués. Las reformas que plantean los liberales son importantes para lograr cierta movilidad en el comercio, sobre todo internacional, y para empezar a erigir un Estado laico que lleve a la práctica la inserción de la economía nacional en un circuito mundial. La abolición de la esclavitud aparece como una vía de transformación de las relaciones de trabajo hacia sistemas más productivos; en la práctica, lo que ocurrirá será un cambio hacia la agregatura y no hacia el trabajo asalariado. Algunas de las políticas liberales son incluso contraproducentes para el desarrollo del capitalismo en el país, en particular su visión sobre un estado
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central débil y que interfiera lo menos posible en las actividades económicas. Aquí no caben comparaciones con el federalismo norteamericano que arrastra y supone un fuerte núcleo central que se consolidará después de la guerra de secesión. En las condiciones de opresión semicolonial que sufrían todos los Estados latinoamericanos durante el siglo XIX por parte de Inglaterra, este tipo de Estado federal, atomizado en soberanías parciales, frecuentemente enfrentadas entre sí, no es ni siquiera capaz de lograr una firme inserción de la economía nacional en el mercado mundial, ya que esto requerirá de finanzas estatales vigorosas y centralizadas para construir la infraestructura de vías para la exportación, de un sistema de crédito barato sustentado también por una banca central y estatal, a lo cual se oponen enérgicamente los liberales de la segunda mitad del siglo XIX, y requiere también de una mediana protección arancelaria que permita un control sobre la balanza de pagos que, de no existir, conduce a frecuentes cataclismos económicos (49). La Constitución de Rionegro, aprobada en 1863, debilita un poder central ya muy endeble en la práctica; los Estados pasan entonces a ser soberanos en sus políticas comerciales y aduaneras, en sus regímenes jurídicos y comerciales, en el manejo de sus ejércitos y en la adjudicación de tierras baldías, que se tornará aún más arbitrario que en el pasado. El poder local de las haciendas entra a jugar decisivamente a nivel de cada Estado; las contradicciones se reproducen a ese nivel y, además, en el centro político sin suficientes mediaciones. Las rupturas de un tenue equilibrio político fueron frecuentes y de una ferocidad que refleja la barbarie que caracteriza a las relaciones sociales imperantes. Las adjudicaciones de baldíos dejan pocas tierras en manos del Estado, ya sea en el central o en los Estados soberanos; pagos a militares, compras a través de bonos territoriales que tienen un alto descuento sobre su valor nominal, concesiones a compañías privadas que obtienen grandes porciones de terrenos a lado y lado de los ferrocarriles o carreteras que se comprometen a construir, concesiones hechas a presuntas compañías de colonización extranjeras y nacionales, que sólo funcionan relativamente en el caso antioqueño, van poniendo en manos de un puñado de particulares la propiedad de multitud de tierras que hasta hoy día no han sido explotadas económicamente en gran parte.
Cuadro No. 1 Resumen de las adjudicaciones de tierras baldías hasta 1881 Tipo de adjudicación 1. Adjudicaciones a cambio de títulos dde concesión .... y bonos territoriales . . . . . . . pública . . . . 2. Por documentos de deuda 3. Por concesiones especiales 4. Por auxilio por apertura de caminos y construcción del ferrocarril de Panamá 5 Por dinero 5. 6. No consta a cambio de qué 7 A cultivadores 7. Total
Hectáreas 627.593 359.831 152.650
114.440 31.624 8.915 6.066 1.301.122
Fuente: Memoria del Secretario de Hacienda para el Congreso de . 1882, pág. LXXXIX. . Como bien puede observarse en el cuadro No. 1, las adjudicaciones directas hechas a colonos no alcanzan a ser el 0.05% de los baldíos repartidos, aunque en el índice de adjudicaciones (50) aparece frecuentemente que las poblaciones o los pobladores reciben por lo general unas 10.000 hectáreas en promedio, especialmente en lo que se refiere al departamento de Caldas, al del Tolima y en menor medida al de Antioquia. Sin embargo, también se observa que personas como Juan Uribe reciben una concesión en Caramanta de 102.717 hectáreas en 1835 por concepto de deuda pública, Francisco José Sarabia recibe 25.423 hectáreas en Pandi, Cundinamarca, y 26.474 en San Martín y Lorenzo Gallón y Duran recibe en 1877, 60.000 hectáreas en el Cauca, mientras que Juan Manuel Arrubla recibe entre 1834 y 1836 unas 30.000 hectáreas repartidas en Antioquia, también por cuenta de deuda pública. Lo peor de esto es que los terrenos que se recibían no estaban delimitados de ninguna manera y frecuentemente sucedía que una concesión relativamente pequeña se ampliara considerablemente de hecho porque el terrateniente tenía medios para dominar la región pertinente. De esta manera, la República liberal tituló una gran cantidad de tierras a muy pocos individuos durante este período del siglo XIX.
La apropiación de tierras en Antioquia El poblamiento de la región antioqueña presenta grandes contrastes con el que se desarrollo
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en el resto del país, en primer término porque las clases dominantes de esa región no tuvieron capacidad para doblegar a la población blanca en la misma medida que sus contrapartes de otras regiones lo pudieron hacer sobre indígenas y mestizos; en segundo término, el desarrollo de una amplia y lucrativa actividad minera, basada fundamentalmente en el trabajo libre de los "mazamorreros", permitió la acumulación de capitales líquidos y extendió el comercio considerablemente, lo cual hizo que la clase dominante antioqueña adquiriera también una visión distinta de la apropiación de la tierra y condujera a la formación de compañías comerciales de colonización con el fin de especular con las tierras nuevas, acrecentar el radio de acción de su comercio y proveer a las necesidades agrícolas de la actividad minera (51). La colonización tuvo que respetar frecuentemente las prerrogativas de grandes terratenientes, y aun cuando se llevaba a cabo una empresa de apertura de nuevos territorios, los organizadores apropiaban para sí extensiones amplias de tierras, especialmente aquellas de mejor calidad, de topografía plana y en las márgenes de los ríos (52). En muchas de las colonizaciones que se llevaron a cabo, como la de Manizales, los colonos "titulares" eran familias respetables de Sonsón que llevaron consigo tres familias de aparceros por cada familia propietaria, ocupando cada una extensiones entre 60 y 150 fanegadas (53). En la mayor parte de los casos, sin embargo, existió la posibilidad de que cualquiera de los colonizadores se hiciera a su propio pequeño fundo, ya que las aparcerías establecidas eran bastante libres, no ataban de por vida al productor directo a un terrateniente cuantitativamente mucho más débil que el que históricamente se desarrolla en las demás regiones de la República, y había cierta capacidad de acumular y, por lo tanto, de independizarse como campesino propietario. En el suroccidente antioqueño hubo grandes apropiaciones de terrenos y se constituyeron haciendas ganaderas con base en aparceros, a la vez que se les vendía tierra a los colonos pobres para tener acceso a mano de obra, cuando ésta se requiriese. Es el caso, por ejemplo, de Fredonia, donde los Ospinas, Restrepos, Uribes, Vélez y otros prominentes de la clase dominante antioqueña establecen grandes haciendas en las márgenes del río Cauca (54). Sin embargo, en la medida en que la colonización penetraba más hacia la montaña, la apropiación
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de la tierra por parte de nuevos terratenientes es relativamente más moderada, como sucedería en las regiones de Caldas y Quindío, con la excepción del valle del Risaralda que es también ocupada en grandes extensiones. Uno de los casos más espectaculares de enfrentamiento entre los colonos y grandes terratenientes, también antioqueños, como la tradicional familia Aranzazu, fue sobre la concesión de 200.000 hectáreas que ésta guardaba como título real que comprendía los municipios de Salamina, Aranzazu, Filadelfia, Neira, Manizales y Marulanda. Los herederos de los Aranzazu, a través de "González, Salazar y Compañía", iniciaron una campaña de hostilización contra los colonos por medio de matones a sueldo, quemándoles sus ranchos y cosechas. Esto dio lugar a un verdadero levantamiento popular donde cada colono se armó hasta los dientes y un grupo mató a Elias González y parte de su cuadrilla. El conflicto tomó unas proporciones tan amplias, que el gobierno central tuvo que intervenir para llegar a una solución que consistió en que los herederos de Aranzazu quedaban con la mitad de las tierras (90.000 hectáreas) y cada colono con 10 fanegadas (55). Conflictos entre la misma sociedad y los colonos se presentaron también en Villa María, con arreglos que así mismo favorecieron ampliamente a los terratenientes. Conflictos similares se generaron en múltiples regiones de colonización, lo cual, de acuerdo con las soluciones que lograron alcanzar, pone de manifiesto que la lucha entablada entre los campesinos y los terratenientes favoreció a los primeros en alguna medida, pero que los segundos no dejaron de hacer significativas apropiaciones de tierras que iban siendo valorizadas por el trabajo de los colonos. La forma como la burguesía comercial antioqueña fomentó la colonización le dejó un amplio margen de arbitrariedad en la apropiación de terrenos, ya que la organización del poder en las nuevas regiones dependía de ellos a través de los juzgados de pobladores, que se combinaba con su dominación política a nivel del Estado soberano y con su amplia influencia financiera sobre los negocios del Estado central. Los motivos iniciales para impulsar la colonización fueron la búsqueda de oro, y aunque éste no se encontró en cantidad apreciable, los campesinos estuvieron en condiciones de pagar por los préstamos que
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les hacían las compañías de colonización y de pagarles por las tierras con base en el sobreproducto que lograban comerciar. Esto significa que, a grandes rasgos, las rentas de tipo precapitalista no constituyen la parte más importante del ingreso de las clases dominantes de Antioquia, aunque no dejaron de apropiar una parte considerable del esfuerzo colonizador sobre la base de la renta capitalizada; la plusvalía comercial, reinvertida incesantemente en empresas de todo tipo, productivas y comerciales, mineras y agrícolas, constituía el fundamento material de las clases dominantes de esa región (56). A diferencia de la burguesía comercial de Cundinamarca, cuyo rango de acción estaba delimitado al comercio exterior, en donde tuvieron también que competir con los traficantes antioqueños (57), la burguesía comercial de Antioquia fomentaba la producción y el intercambio con tal de obtener una ganancia y multiplicar ávidamente su capital. El hecho de que pudiera contar con una importante masa de capital líquido proveniente de la minería y de que lo moviera activamente la llevó a ser una fracción de gran influencia como financista principal del gobierno central. Vale la pena insistir, como lo señala López Toro, que la colonización antioqueña ofrece pocas pautas de comparación con la colonización del pioneer norteamericano, pues su carácter de pequeña producción mercantil simple, de amplia movilidad y completa libertad personal, no aflora tan firmemente como en la contraparte yanqui. Las normas de poblamiento de la frontera norteamericana, como el Homestead Act, que no permitía la propiedad de la tierra por encima de la capacidad de una familia de trabajarla, tuvo una expresión mucho más ocasional, débil y difusa en el caso de la colonización antioqueña, que más bien aparece como una constante lucha entre el hacha y el papel sellado, en la acepción de Alejandro López, donde el pergamino combinado con el poder político de la burguesía comercial y los terranientes le permite a estos últimos la apropiación de una parte del trabajo de los colonos y el establecimiento de formas de producción precapitalistas como la aparcería, que si bien son superiores a las agregaturas o al concertaje o a los terrajes que imperan en otras regiones del país, no dejan de ser obstáculo para un mayor desarrollo de las fuerzas productivas. El poblamiento de Antioquia es ciertamente mucho más libre que el del resto de la República, las formas de trabajo que
se desarrollan aún bajo el mando del terrateniente son menos opresivas y existe también un numeroso campesinado parcelario propietario e independiente que probará ser decisivo en la gran expansión cafetera del presente siglo y en acelerar muy apreciablemente el desarrollo de las fuerzas productivas a nivel nacional. Pero con todo, aquí faltó el amplio desarrollo de la propiedad campesina en tierras óptimas, la generación del gigantesco sobreproducto que generó el farmer norteamericano, el desarrollo de fuertes centros urbanos, la multiplicación de los ingresos públicos y su inversión en una gran infraestructura de vías, servicios y demás. La falta de vías adecuadas de comunicación, aunque mucho mejores que las del resto del país, la debilidad de la circulación mercantil, el consecuente desarrollo del agio y la usura -recuérdese la clásica fonda antioqueña también como un centro de usura- no terminarían sino cuando toda la región se dedicara al cultivo del café, y con él, a sentar las premisas definitivas para el desarrollo del capitalismo en Colombia. El régimen de trabajo en las haciendas. El marco internacional y nacional
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a república liberal y los Estados Unidos de Colombia se inauguran en el marco de una Europa en relativa paz que avanza a grandes pasos en su industrialización, lo cual, a su vez, impulsará las exportaciones agrícolas de los débiles Estados latinoamericanos. "Había mayor disponibilidad de capitales y mayor capacidad de parte de las metrópolis para absorber exportaciones hispanoamericanas" (58), observa Halperin Donghi, lo que generó términos de intercambio favorables para los productos tropicales y produjo el enriquecimiento de delgadas capas de comerciantes y terratenientes. Sin embargo, Colombia estaba en pobres condiciones para beneficiarse del auge del comercio europeo: "A fines de la década de 1870 las exportaciones colombianas fueron oficialmente evaluadas en sólo 11.000.000 de dólares, mientras que Brasil exportaba casi 90 millones, Perú y Argentina exportaban más de 45.000.000 y México y Chile más de 30.000.000 de dólares" (59). Colombia se mantenía desvertebrada, sin poder organizar ningún frente de trabajo para la exportación que no fuera la minería antioqueña, hasta que la ocupación terrateniente de las tierras bajas que rodeaban a Bogotá, comenzada desde los años
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40, empezó a conformar a ambos lados del río Magdalena sembradíos de tabaco. Hasta 1850 hubo una aguda escasez de capitales líquidos, pues gran parte del circulante, oro y plata, era el principal producto de exportación. La escasez de dinero fue al parecer crónica durante todo el siglo, pero mucho más aguda durante la primera mitad, como lo insinúan los índices de precios de la ciudad de Bogotá que son bastantes estables y tienden a la baja, dándose frecuentes etapas contraccionistas (60). La tasa de interés era muy alta, cerca del 24% anual, con la excepción de Antioquia, donde fluctuaba alrededor del 8% (61). En la medida en que se incrementó el flujo de comercio exterior colombiano de unos 3.5 millones de pesos oro a unos 10 millones durante el decenio de 1870 y se incrementaron la actividad y los capitales circulantes, los índices de precios de la misma ciudad de Bogotá empiezan a tomar un curso ascendente que sólo se acelera notablemente después de 1890, como resultado de la introducción excesiva en circulación del papel dinero de curso forzoso (62). Las relaciones sociales de producción que caracterizaron a la sociedad colombiana del siglo XIX sufrieron cambios importantes con la inserción de partes de la economía en el mercado mundial, pero más en el sentido de aumentar las cargas de los arrendatarios y de recortar aún más su libertad personal, que de liberar la mano de obra y generalizar el régimen de trabajo asalariado. La gran excepción fue la zona de colonización antioqueña, aun con las limitaciones que ya se han señalado, que generó cambios de gran envergadura en el agregado nacional y sería la fuente en gran medida de la acumulación originaria de capital en el país. La economía colonial siempre estuvo caracterizada por la escasez de mano de obra frente a las necesidades de la minería o de las haciendas, lo cual contribuyó a que las condiciones de vida de los arrendatarios de las haciendas no fueran tan deficientes como las que se desarrollaron después. El mismo lento ritmo de funcionamiento de la economía, la relativa parquedad en el consumo de las clases dominantes y la misma imposición de lo consuetudinario, trajo pocos cambios sobre el grado de explotación de los productores directos. Sin embargo, el siglo XIX traería cambios de todo tipo: la guerra mostraría la verdadera faz de dominación de los terratenientes sobre sus dependientes, y éstos
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tendrían que marchar forzadamente a combatir, haciéndose más patente el carácter violento que podía asumir la relación; la liberación de las importaciones en varios períodos antes de su imposición definitiva a partir del arancel de 1847, introdujo cambios en los patrones de consumo de las clases dominantes por géneros, moda, moblaje y hasta en la misma arquitectura (63), lo que exigió también una creciente suma de ingresos líquidos por parte de los terratenientes y, en consecuencia, presiones para que los arrendatarios aumentaran su tributo de trabajo sobrante y preferiblemente en dinero; más importante, sin embargo, fue que el mercado mundial despertó en algunos sectores de terratenientes el ansia de ganancias y se dedicaran a producir para la exportación, en condiciones en que se combinaban las prácticas bárbaras de trabajo imperantes con la presión para aumentar el sobre trabajo de los campesinos; todo esto, añadido a una situación menos estrecha de la oferta de población con respecto a las necesidades de mano de obra de esta economía peculiar, se conjugó para que las condiciones de vida de los trabajadores de las haciendas se deterioraran, aunque no contamos con suficientes elementos de comparación para decir en qué grado; según Ospina Vásquez, un campesino agregado recibía en 1848 un fondo de consumo equivalente a 833 kilos de carne por año, mientras que en 1892 esta cantidad se había reducido a la mitad (64). Lo que sí es aparente es que, mientras en los tiempos coloniales los agregados, en la mayor parte de las regiones del país, debían prestar obligaciones, recibían a cambio un salario de cerca de 2 reales diarios, en cambio, a fines del siglo XIX tal salario se mantiene igual a pesar de una inflación considerable, se ha introducido la tienda de raya en múltiples regiones y hay evidencias de que en algunas grandes haciendas cafeteras dedicadas a la exportación se han dejado de pagar salarios y se ha vuelto a la renta de trabajo. Otros sectores de la población también se vieron afectados negativamente por las nuevas condiciones introducidas por el libre cambio, en particular los artesanos, quienes perdieron parte importante de sus tradicionales mercados ante las importaciones de textiles, calzado, vestido y muebles, lo cual hizo decaer sus ingresos. Esto, a su vez, deterioró la demanda artesanal por materias primas agrícolas, en particular algodón y cuero, y provocó la desurbanización
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de otrora importantes centros artesanales, particularmente de Santander. Estas tendencias se vieron neutralizadas en algunas regiones que vivieron períodos de auge de la exportación, como en las regiones tabacaleras, las productoras de añil y chinchiná y algunos sectores artesanales que pudieron exportar durante algún tiempo sombreros de palma; a fines del siglo, el auge del café llegaba ya a Bogotá y se seguiría generalizando durante los primeros dos decenios del siglo siguiente. Otras regiones que permanecieron bastante aisladas de los centros económicos coyunturales que generaba la exportación o la importación, permanecieron sin variaciones apreciables durante el siglo y algunas se puede afirmar que hasta hoy. Las guerras civiles contribuyeron a resquebrajar el normal funcionamiento de la economía agraria, pero sus efectos sobre las relaciones sociales fueron ambiguos. Si, por una parte, expandían coyunturalmente la economía de mercado -también la de rapiña abierta- para surtir las necesidades y el equipamiento para la guerra y produjeron una mayor movilidad de la población (65), por otra parte causaron gran destrucción de vidas humanas, ganados y bestias de carga y generaron además un desorden crónico de tipo económico y comercial que interrumpió en varias ocasiones el desarrollo económico ordinario, e hizo relativamente riesgoso el negocio de invertir en agricultura en regiones como la sabana de Bogotá y el valle del río Cauca; no menos importante, el estado de guerra tendió a debilitar la economía campesina y aumentó la capacidad de las haciendas para reclutar arrendatarios bajo la muchas veces fallida garantía de que los hacendados impedirían el reclutamiento forzoso de sus dependientes (66). Pero las guerras del último período del siglo XIX contribuyeron también a centralizar férrea y represivamente a las regiones y a derrotar los proyectos liberales, sentando las bases para la conformación de un verdadero mercado nacional, para igualar los regímenes jurídicos, comerciales, aduaneros y tributarios de los otrora Estados soberanos, abolir las aduanas y pontazgos internos que obstaculizaban el tráfico interestatal, dar las primeras medidas de protección que por ahora servirían para intentar establecer un equilibrio en la balanza de pagos y, más tarde, cuando hubiera más condiciones sociales, para garantizar el desarrollo de un número importante de industrias. Así mismo, el sistema
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de crédito impulsado por la Regeneración condujo a que sectores de terratenientes y especuladores urbanos consiguieran crédito muy barato y lograran fondos para expandir la producción cafetera y la construcción en Bogotá (67), debilitando en consecuencia el poder de los comerciantes que ya había desarrollado una importante y privilegiada banca privada. El poder de emisión y la capacidad de autoprestarse aumentó considerablemente el radio de acción de la acción estatal y sirvió para impulsar con mayor vigor las obras públicas, en particular los ferrocarriles, aunque en los últimos años del siglo estos fondos sirvieron para fortalecer solamente el poder militar del gobierno central. El sabotaje de fracciones importantes de las clases dominantes contra el nuevo régimen crediticio y de dinero de curso forzoso, impidió la estabilización de éstos hasta después de la Guerra de los Mil Días, primero con el nuevo Banco Nacional creado por el general Reyes en 1907 y de su posterior transformación en el actual Banco de la República (después del cierre del fundado por Núñez) en 1922, bajo la asesoría de la misión Kemmerer (68). En suma, en este período empezaron a conformarse las premisas políticas, territoriales y económicas de la acumulación capitalista en el país. La inserción más a fondo de las haciendas cafeteras en el mercado internacional, pero en particular de la economía campesina que se desarrolla en las regiones colonizadas por los antioqueños, impulsará una expansión rápida y sostenida del mercado interior, forjará un ejército de asalariados temporales para las cosechas del grano y para las obras públicas, en el comercio, los servicios y el transporte, todo lo cual sentará las bases para el desarrollo de un mercado para la industria; ésta se desarrollará ampliamente generando procesos de urbanización creciente, hasta el punto que por los años 20 de este siglo empezará a socavar la estructura de las viejas haciendas y a precipitar una diferenciación dentro de la misma economía campesina, consolidando irreversiblemente la acumulación capitalista a nivel nacional. Es precisamente en la etapa de la exportación cafetera y el coincidente proceso de unificación política en la que se sientan las bases firmes de la acumulación originaria de capital en nuestro país. La infraestructura para la consolidación de las exportaciones cafeteras pro-
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vendrá del fortalecimiento financiero del Esta- La Sabana de Bogotá do, que absorberá parte del nuevo excedente En el altiplano cundiboyacense predomigenerado en la actividad exportadora; el incremento de las comunicaciones entre las diversas naba el régimen de haciendas concertadas que regiones y los puertos conducirá a una mayor dedicaban parte de sus tierras a la ganadería. división social del trabajo, a la especialización Muchas de ellas producían también trigo, cebaregional y a la separación campo-ciudad. El co- da, papa y hortalizas. Según el viajero Lemoymercio de exportación e importación proveerá ne, en 1828 sólo "una cuarta o a lo sumo una las condiciones para que un minúsculo grupo tercera parte de la Sabana está dedicada a usos de personas acumule suficiente capital-dinero agrícolas" y sin embargo se importaba grano y para emprender la industrialización, y ésta en su harina de los Estados Unidos y de Tunja (70). expansión paulatina hará conmover los cimienLos trabajadores residentes o "estancieros" tos del viejo edifico social que pasamos a des- tenían arrendadas parcelas para cultivos de subcribir en sus expresiones más típicas en el campo sistencia, como se puede apreciar en el relato colombiano durante el siglo XIX. de Eugenio Díaz, El rejo de enlazar (71); los días de fiesta los arrendatarios trabajaban sus propios lotes: "Los domingos convidan los estancieros a sus compañeros y siegan sus pequeños trigaLas regiones les" (pág. 133). No es posible discernir en el relato si esas cosechas son compartidas por el Para ilustrar el régimen de trabajo que im- propietario o si parte de ellas se destinan al peraba en las haciendas, se analizan cinco regio- comercio. Los residentes estaban obligados a nes: la Sabana de Bogotá, la región del Tequen- prestar servicios de ordeñe, la vaquería, la siemdama, el Tolima en sus áreas tabacaleras, el bra y trilla de trigo y cebada, trilla que se hacía Cauca y la Costa Atlántica. Estas formas de por el método de airearla al viento y que el trabajo tienen suficiente en común para derivar mismo Díaz caracteriza como utilizando "el algunas conclusiones sobre la formación social mismo método de la Dulcinea del siglo XVI" (72) colombiana, lo cual hacemos en la última sec- Según Lemoyne, "un agricultor colombiano en ción de este ensayo, aunque las fuentes son re- un día, aunque esté bien empleado, hará a lo lativamente precarias y extraídas en gran medida sumo la cuarta parte de trabajo que un eurode relatos de tipo literario "realista", de biogra- peo" (73). Ciertamente que la productividad del fías y de recuentos de viajeros. La acentuada trabajo es baja y el producto no llega a abastecer división entre regiones y su relativo aislamiento, siquiera el muy cercano mercado de Bogotá. justifican aún más este método; como afirma el Es aparente que los arrendatarios podían historiador Germán Colmenares, "no puede prededicar a sus parcelas pocos días a la semana; tenderse, por ejemplo, que el tipo de conexiones esto era variable, según las faenas de las haciende una región portuaria con una metrópoli son das fueran más o menos ligeras. En épocas de los mismos que los de una región aislada y sometida al régimen de una economía casi natural, trabajo pico, como la recolección de la cosecha o que una región minera atrae de la misma ma- de las tierras de la hacienda, se contrataban jornera artículos manufacturados que una región naleros de los pueblos adyacentes, posiblemente dedicada exclusivamente a la agricultura"; y campesinos parcelarios asentados en minúsculas agrega que hay que "plantearse previamente parcelas de tierras que fueron de resguardo. En ciertos problemas relativos al grado de integra- el caso descrito por Díaz, lo explica así: "Poco ción económica, a las magnitudes, a las distan- después llegó la cuadrilla de los forasteros, que cias o a las técnicas, es decir, a las condiciones venían del otro extremo del trigal... eran peones empíricas dentro de las cuales se establecen las del pueblo de Suesca... indios puros y sus trajes demostraban una rigurosa pobreza" (pág. 134). relaciones económicas" (69). El hecho de que los días de trabajo eran variables Las grandes haciendas cafeteras, la econo- para los residentes se deduce de que "a la voz mía campesina y la expansión ganadera, que se de don Gaspar [el propietario] respondía el peón analizan más adelante, servirán de contrapunto a quien llamaba, y a la vez de cuántos días, en el análisis de las relaciones sociales para el contestaba, cinco o seis o lo que fuese, y recibía conjunto del país. su plata en muy buena moneda" (pág. 34). Cinco
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o seis representaba uno o dos días dedicados a sus lotes de subsistencia; el jornal diario era de un real, posiblemente menor que el que recibían los forasteros. Díaz no especifica tampoco si los arrendatarios pagan arriendo en dinero, como sí lo harán los de la hacienda panelera que describe en la región de La Mesa en la Manuela. Tanto en los relatos de Eugenio Díaz como en la mayor parte de los testimonios que existen sobre la región, se observa un grado elevado de sumisión de los arrendatarios para con los propietarios. A los hijos de los terratenientes, por ejemplo, los estancieros los llaman "amitos" y su trato para con ellos es reverencial. La base del servilismo es obviamente la estrecha dependencia económica del arrendatario, pero a la vez existen otros mecanismos bastante contundentes, que pasaban por el derecho de los propietarios de castigar a los transgresores por medio del cepo con que contaban la mayoría de las haciendas y la muy estrecha relación entre los propietarios y las autoridades municipales. La educación de los arrendatarios y de los campesinos en general para que observaran el servilismo, era impartida por el clero. Numerosas haciendas tenían su propia capilla y el cura estaba en la nómina del hacendado, y las que no contaban con estas facilidades, enviaban a sus dependientes a que asistieran a la misa del pueblo como obligación. Díaz describe el sermón del párroco a propósito de una serie de robos que estaban ocurriendo contra las haciendas de la vecindad, en el cual "el cura pintó al ladrón con los colores más degradantes para la sociedad, y las más aterradoras amenazas para la otra vida" (pág. 38); más tarde, hablando con unas señoras encopetadas que le piden que repitiera el sermón en sus haciendas, pues se habían robado unos cerdos, el cura sentenciaba filosóficamente: "A donde la ley no alcanza, alcanza la religión" (pág. 40). A los campesinos que demostraran mayor sumisión y lealtad se les ascendía a capitanes de cuadrilla o mayordomos; a estos últimos les asistía el derecho a mantener ganado, lotes para cosecha, y sus hijos tenían jornales asegurados. En la hacienda Yerbabuena, en 1845, José Ignacio Perdomo describe que el mayordomo ganaba 200 pesos por año (equivalente a 1.600 reales, o sea entre 6 y 8 veces lo que devengaba un arrendatario raso), podían mantener en la hacienda hasta 20 animales y sembrar una huerta
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(lo cual eleva el total de su remuneración, en comparación a sus subordinados, unas 10 veces). Según la crónica de Perdomo, los mayordomos se retiraban con suficientes ahorros para establecer una pequeña o mediana propiedad y entraban a ser así un muy limitado campesinado medio y rico (74). Fals Borda dice que en Saucio, en 1857, existía en la hacienda Las Julias el peonaje por deudas y los arrendatarios nunca se podían poner al día, lo cual los ataba por generaciones a los propietarios (75). A fines de siglo las relaciones sociales en la Sabana no parecen haber cambiado mucho, aunque se encuentra más desarrollada una forma mixta de aparcería con obligaciones laborales. Según Darío Fajardo, la hacienda "El Hato", en el valle del Chisacá, tenía problemas con sus arrendatarios, que se consideraban como colonos y con derechos de propiedad sobre los lotes que ocupaban. La hacienda era en cierta medida un fortín con su propia milicia y tenía un cuarto de torturas. Existía el cepo y los azotes como medidas para disciplinar a los arrendatarios díscolos. Estos tenían estancias de entre 10 y 20 fanegadas por cabeza, pero debían trabajar seis días a la semana en la hacienda o mandar un trabajador hábil en su lugar, por lo que recibía 4 centavos diarios, descontando el valor de la alimentación. El ganado de los arrendatarios pagaba 10 centavos por cabeza de renta mensualmente. Si se salían de la estancia iban a parar al "coso", y sólo podían ser liberados con una multa de 5 pesos, cuando el animal valía en el mercado entre 30 y 40 pesos. La hacienda exigía la mitad de la cosecha de papa de cada estancia y producía en sus propias tierras 4.5 veces más cargas de papa que las que les sacaba a los arrendatarios (76). El monopolio territorial era extremo y, en vez de abonar las tierras, se las dejaba en descanso durante largos períodos. Es aparente, sin embargo, que las tierras de los concertados eran utilizadas más intensivamente y debían recurrir a los abonos. Algunas de las haciendas tenían hasta tierras reservadas como cotos de caza y sus propietarios se enseñoreaban tratando de imitar a la aristocracia europea. Hacienda panelera en el Sumapaz La explotación que ejercían los terratenientes de las tierras cálidas sobre sus arrendatarios
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era mucho más despiadada y sin el paternalismo ni las pretensiones aristocráticas que caracterizaban a los hacendados de la Sabana de Bogotá. Aquí los grandes propietarios habían empezado a ocupar tierras a partir de 1840, y al parecer habían subyugado a campesinos indígenas y mestizos que se habían adentrado en la región con anterioridad, aunque es bien poco lo que se conoce sobre la forma como las nuevas haciendas obtuvieron mano de obra sujeta. La novela Manuela describe en los términos más realistas las condiciones bajo las cuales vivían los arrendatarios. En el principio de la novela aparece don Demóstenes, un joven gólgota y radical de Bogotá, interesado en cambiar la suerte del país en los años de 1850. Este inquiere sobre la condición de una de las arrendatarias de la hacienda que visita: «¿Y cuáles son tus obligaciones?», y la arrendataria replica: «Pagar ocho pesos por año y trabajar, una semana sí y otra no, en el edificio del trapiche» (pág. 11); en el trapiche se pagaba también un real diario (ocho reales igual a un peso), o sea que se necesitaban 64 días de trabajo al año en las labores de la hacienda para pagar el arriendo. Esto significa, de acuerdo con la aritmética más simple, que gran parte de los salarios recibidos al año, que en teoría debían cubrir los jornales de 25 semanas de a 6 días, equivalente a 18 pesos y 6 reales, era devuelto al propietario un 45% por el derecho de usufructuar la parcela de subsistencia. Los métodos de control que ejercían los terratenientes sobre los arrendatarios se describen en una conversación entre dos terratenientes, en la cual el uno le dice al otro: «A mí se me iban escaseando [los peones en el trapiche], pero le mandé a picar el rancho a un arrendatario que se me estaba altivando, y temblando o no temblando, están todos obedientes. No hay cadena tan poderosa como la tierra... figúrese usted que les arrendáramos el aire, así como les arrendamos la tierra que les da el sustento ¡con cuánto mayor respeto nos mirarían estos animales!» (pág. 48). Los "animales" preferían dedicar más tiempo a sus propias labranzas que al trapiche por razones transparentes: por una parte, «los contornos del Retiro [el trapiche] haría reventar de pena el corazón de un radical porque los grupos de bagazo, el tizne de la humareda, la palidez de los peones, el sueño, la lentitud y la desdicha no muestran allí sino el más alto des-
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precio de la humanidad» (pág. 42); por otra parte, fuera de la ausencia de toda seguridad manifiesta, puesto que a menudo los peones morían achicharrados en la melaza hirviendo, la producción de las parcelas arrendadas era una alternativa mucho más provechosa para el arrendatario -especialmente en la medida en que podía ser mercadeada- que el trabajo, en gran medida, entregado a los terratenientes. De la descripción de Díaz se deduce que el control que ejercían los propietarios no era muy eficaz y que el sistema funcionaba con ciertas dificultades: «Hay arrendatarios que se van hallando con platica [y] se tratan de escapar mandando un jornalero que no sirve de nada, y de esto resulta que los pleitos son eternos» (pág. 79). La independencia de los arrendatarios entra en contradicción con los intereses de los terratenientes y éstos intentan cortarla de plano, no siempre con éxito. Como se puede apreciar, existe la posibilidad de introducir en cierta forma trabajo asalariado voluntario y remplazar el trabajo obligatorio, pero el terrateniente lo rechaza, ya que cambiaría enteramente el carácter de la relación y el tipo de renta. El solo hecho de que el arrendatario estuviera en posición de acumular (lo cual sucederá con menos problemas, por ejemplo, con las aparcerías de la colonización antioqueña), contradecía la apropiación de ese excedente por parte del terrateniente. En la región de Guaduas, «algunos arrendatarios tienen un palito de platanal, hasta el completo de seis bestiecitas; pero esos viven en guerra abierta con los patronos» (pág. 79), quienes pretenden hacerlos volver al nivel de la más estricta subsistencia. Cuando don Demóstenes le pregunta a esta arrendataria por qué no se embarca en el sueño radical de la exportación de productos tropicales y los siembra en sus parcelas, ésta responde con profundo conocimiento de causa: «la pobreza no nos deja hacer nada y como no hay caminos, ahí se perdería todo botado; y no sólo es eso, sino que los dueños de la tierra nos perseguirían. Es bueno con lo poco que alcanzamos a tener, a medio descuido ya nos están echando de la estancia, haciéndonos perder todo el trabajo, ¿qué sería si nos vieran con labranzas de añil, café y todo eso?» (pág. 79). El punto de vista ingenuamente democrático de los liberales radicales se ve aquí cruelmente desmentido por los hechos: los productos de exportación serían manejados por los terrate-
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nientes, y los campesinos, según el proyecto en su contenido real, serían los peones de brega mantenidos en el más elemental nivel de subsistencia. Es por esto, insistimos, que los proyectos de la burguesía comercial están por la liberación de las trabas al comercio, pero no por la liberación de las trabas a la producción. El dueño de la hacienda en la novela de Díaz, don Gaspar, tenía una renta anual de 10.000 pesos oro, que era evidentemente trabajo no remunerado de sus arrendatarios y muestra que además tenía un número apreciable de ellos; pero, infortunadamente, Díaz no nos suministra esta información. En todo caso, surge la pregunta: ¿era este trabajo así apropiado plusvalor?, es decir, ¿tomaba la forma que asume el trabajo excedente en el régimen capitalista de producción? En primer término hay que considerar que el equivalente del capital variable que desembolsaba don Gaspar estaba dividido en dos: una parte, de casi 19 pesos por arrendatario al año, que en realidad se volvían 11 pesos por el reintegro contenido en el pago del arriendo, y otra parte en un lote de tierra cedido, en donde se originaban para el productor y su familia las necesidades que el salario de 11 pesos al año no alcanzaba a cubrir, que ciertamente eran minoritarias; era posible que parte de la producción del lote de subsistencia se mercadeara y esto aumentara el ingreso monetario de cada productor, con el cual éste adquiriera una proporción mayor de sus necesidades; pero, como ya se vio, los terratenientes intentaban controlar el monto de ingresos monetarios de los arrendatarios, ya que el aumento de éstos ponía en cuestión la férrea relación de dependencia. Es muy probable entonces que el plátano, el maíz, la yuca, aves de corral y especies menores representaran, junto a la panela y quizás a la carne que se les suministrara ya fuera como "raciones" (aditamentos al equivalente salarial) o se les vendiera, la mayor parte del trabajo necesario del arrendatario y su familia. Para tener una idea aproximada del poder adquisitivo de los 11 pesos al año, piénsese que una arroba de carne tenía un valor aproximado de 2 pesos en Bogotá entre 1855 y 1864 (77), y suponiendo un consumo familiar de sólo una libra por día, todo el salario se iría en asegurar este producto alimenticio por un período de 137 días. Lo más probable también es que con el ingreso de estos 11 pesos el productor adquiriera los productos alimenticios
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y artesanales que él no estaba en capacidad de producir, como sal, manteca, velas, arroz, harina y tabaco, vestuario o materia prima para fabricarlo en casa (no hablamos de calzado porque la mayor parte de la población utilizaba si acaso alpargatas), sombrero y sus herramientas, todo lo cual explica, tomado a nivel agregado de muchas haciendas, que pagaban en metálico una parte de las necesidades de los arrendatarios, el carácter de los mercados generado por este tipo de relaciones de producción que tiene cierta significación para la actividad artesanal y aún para las importaciones. Lo más obvio del caso es que la fuerza de trabajo del arrendatario no es un valor, una mercancía, y que el mercado para ella es ciertamente limitado; el principal elemento que prevalecía en la relación entre terrateniente y campesino era la renta y la coacción externa y no el salario, que cubría sólo una parte menor de sus necesidades. En consecuencia, la relación social de producción carece de lo que le es específico al modo de producción capitalista: el trabajo asalariado libre, y que el salario represente todas las necesidades del productor directo. El equivalente del capital constante de don Gaspar eran medios de producción muy primitivos, como el viejo trapiche empujado por mulas, molas posiblemente de cobre, las calderas alimentadas con leña o con el mismo bagazo de la caña y, si acaso, el ganado de cría que debía acompañar como actividad subsidiaria la producción de panela de la hacienda. La tierra en sí misma no operaba toda como capital fijo, pues una parte de ella estaba dedicada a operar como equivalente salarial; otra, quizá la mayoría, permanecía aún sin explotar y de ella se extraía la leña, y, finalmente, estaban los cañaverales y pastizales, que sí pueden considerarse como capital. Era también un capital de muy baja productividad, y con él era difícil (si no imposible) apresurar el ritmo de movimiento de los trabajadores directos. La producción de panela, de carne y pieles (zurrones para la exportación de tabaco) se destinaba en su mayor parte para el mercado, o sea que se valorizaba el trabajo involucrado por los arrendatarios; pero esto no significa que la forma de producción fuera capitalista, porque todos los modos de producción, en mayor o menor medida, intercambian parte de su producto (78). sin que ello implique que la fuerza de trabajo empleada sea también una mercancía. No hay
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duda tampoco que don Gaspar acumulaba, o mejor, atesoraba rentas; lo que debe preguntarse es qué tan rápido podía ser este tipo de acumulación bajo las condiciones existentes, y la respuesta es obvia: la acumulación depende básicamente del número de arrendatarios que un terrateniente esté en capacidad de conseguir, y si no puede obtenerlos de fuera de su hacienda, el ritmo de acumulación estará determinado por la tasa de expansión demográfica de la fuerza de trabajo vinculada al terrateniente. Es entonces un ritmo muy lento de acumulación, y más todavía por cuanto la organización del trabajo dificulta grandemente la introducción de mejoras técnicas que aumenten a su vez el monto del sobreproducto y la velocidad de la acumulación. La relación social se nos presenta pues como básicamente servil, pero con diferencias importantes en comparación con la relación feudal típica: existe la acumulación de rentas (aunque deba ser lenta) y la ganancia comercial (que puede ser mucho más rápida), y ésta gobierna en cierta medida la organización de la producción; hay, además, un elemento moderno en la relación de producción: es el salario, pero se expresa de manera atrofiada; por último, la superestructura no está basada en corporaciones de tipo aristocrático y, por consiguiente, existe la propiedad privada de la tierra, con serias limitaciones para su plena movilidad, pero que no equivale al complejo sistema jerárquico de posesión feudal con sus prestaciones y contraprestaciones de tipo militar. Debe tenerse en cuenta, también, de acuerdo con la existencia de este peculiar tipo de acumulación, que la circulación mercantil es bastante amplia, incluyendo la mayor parte del trabajo excedente (ejecutado en las tierras de la hacienda) y una parte menor del trabajo necesario de los arrendatarios. Haciendo un pequeño ejercicio de historia contrafactual, podemos ilustrar quizá mejor nuestra tesis de que no existe capitalismo en nuestra formación social a mediados del siglo XIX, aun en las regiones que son más influidas por el auge del comercio exterior. Con el hecho de que en la región de Guaduas se hubiera presentado una aguda escasez de trabajadores, mayor a la que produjo por esa época la intensa actividad tabacalera de Ambalema y, más aún, que las factorías que procesaban el tabaco con base en trabajo asalariado se hubieran ampliado muchas veces más de lo que lo hicieron, los arrendatarios hubieran encontrado fuentes alter-
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nativas de trabajo libre y se hubieran fugado de las haciendas. De hecho, Manuela se fuga del dominio de don Gaspar y se transforma en proletaria, laborando en la factoría en la preparación de la hoja y de los puros; pero, con todo, la mayor parte de la actividad de siembra se efectúa bajo relaciones precapitalistas. En el caso hipotético de que la mayor parte del proceso productivo se hubiera desarrollado con base en relaciones salariales, los terratenientes habrían tenido que recurrir al mercado de trabajo, ofrecer allí un precio por el alquiler de la fuerza de trabajo, cuya cuantía estaría determinada, por una parte, por su relativa abundancia y, por otra, más fundamental, por el costo de reproducción de ella. Hubiera sido posible una solución intermedia, dependiendo de las condiciones de la lucha entre las clases, de que los terratenientes tuvieran que introducir relaciones más libres, como la aparcería, para poder seguir usufructuando rentas, pero cediendo una mayor parte del trabajo al aparcero que en la situación anterior. En cierta forma, está solución tiende a producirse en la última etapa de la era del tabaco en las mismas explotaciones de Ambalema, pero no tenemos evidencias de que hubiera inducido cambios ni siquiera en las regiones colindantes o sea que el fenómeno del desarrollo capitalista no podía desatarse simplemente con un producto de exportación, sino dentro de un complejo proceso social que no alcanza a ser iniciado por el auge del tabaco. La separación de la jornada de trabajo en el tiempo y el espacio, factor común a la mayoría de las haciendas del país en ese entonces, suscita una serie de dificultades en la organización racional de la producción en dos aspectos básicos: emergía la alternativa, para el arrendatario, entre su trabajo de subsistencia (y más si podía comercializarse parte de esa producción con provecho) y el trabajo excedente que debía entregar al terrateniente, a pesar de que éste se cubría en parte con un salario; y se restringía de esta manera el campo de acción laboral organizado al separar los dos tipos de trabajo, contribuyendo a aflojar la disciplina en las tareas de la hacienda y requiriendo, en consecuencia, de la arbitrariedad y la coacción extraeconómica, como eran la quema de los ranchos, los matones del terrateniente, las autoridades locales, etcétera. No era posible entonces lograr una creciente extracción de sobre trabajo mediante la homogenización del trabajo necesario y el sobrante y la
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utilización de medios de producción avanzados de propiedad del burgués, sino, si acaso, aumentar la jornada de trabajo, lo cual se manifiesta violentamente en la visión realista que nos ofrece Eugenio Díaz en Manuela. Las aparcerías tabacaleras de Ambalema Las siembras de tabaco para la exportación tuvieron su epicentro en Ambalema, sobre la margen derecha del río Magdalena, en el Estado del Tolima, pero su radio de acción se extendió desde La Mesa, Guaduas, Apulo y Villeta hasta Ibagué. Estas tierras fueron ocupadas por un grupo de hombres a quienes Medardo Rivas, uno de los apropiadores, llamó eufemísticamente Los trabajadores de tierra caliente, en su libro autobiográfico (79), donde relata cómo comerciantes, militares, abogados y políticos, y parte considerable de la oligarquía bogotana, fracasados ante el estancamiento de las fuerzas productivas del país, bajaron a tierra caliente a explotar a sus moradores, despojándolos de tierras que habían ocupado sin papeles notariales e importando también campesinos del altiplano y de otras regiones del país. El trabajo de esta masa de campesinos derribó selvas, abrió caminos y sembró con su esfuerzo, malamente retribuido, la gran riqueza que usufructuaron durante algún tiempo estos terratenientes y sus intermediarios. Según la autobiografía de Rivas, la tierra en donde estableció sus tabacales «era de los indígenas de Guataquecito, quienes la poseían proindivisa» (pág. 255), o sea que se benefició con las medidas oficiales que disolvían los resguardos. El descuajamiento de la selva corrió a cargo de una cuadrilla de antioqueños que iban de lugar en lugar, según el decir de Rivas, como "gitanos", derribando el monte por contrato, es decir, a puro jornal. El hecho de que estos asalariados libres fueran considerados como raros, revela que su condición era relativamente extraña para un terrateniente como Rivas. La mayoría de los trabajadores eran, por el contrario, aparceros que gozaban de muy limitada libertad personal. La apropiación de grandes extensiones de tierra y la explotación de innumerables aparceros, hacía posible que «no fueran pocos los hombres [en Ambalema], como don José L. Viana o don Pastor Lezama [que] tenían de renta por sus propiedades más de cien mil pesos anuales» (pág. 155). La alegría que expresa el mismo
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Rivas no es de extrañar, cuando afirma que «gozaba con recoger el tabaco de los cosecheros y contar a éstos por centenares, como mis protegidos» (pág. 230). Las aparcerías del tabaco, a diferencia de los arrendatarios de las haciendas vistas atrás estaban bajo el comando de la producción en pequeñas parcelas, lo cual se adecuaba a las exigencias de cuidado meticuloso que requería el cultivo, su recogida y el secamiento de la hoja en el caney. El hecho de que no hubiera separación tajante entre el trabajo necesario y el sobrante del cosechero, significó probablemente un aumento en la productividad del trabajo, porque se especializó más el productor y no había tan patente contradicción entre el trabajo para sí y el destinado al terrateniente, aunque de todos modos, como se verá, la contradicción emerge en el reparto del producto. Mientras el terrateniente financiaba los caneyes (tendidos para secar el tabaco) y las semillas, el cosechero se veía impelido a vender todo su producto al terrateniente, a un precio que, cuando Montoya y Sáenz tenían todavía el monopolio de la compra en Ambalema, en 1848, representaba un diferencial del 30% a favor del propietario. La libertad del cultivo y compra fue decretada en 1851, y los precios internos del tabaco aumentaron por las condiciones favorables del mercado de Bremen y por el aumento de la competencia entre los compradores. La participación de los terratenientes fue en firme ascenso con el trascurrir de los años, hasta alcanzar, en 1858, un 52% del precio con que se vendía en las factorías. El aparcero había aumentado también en el proceso su ingreso nominal, porque los precios por arroba subieron, de 15 reales en 18491850 a 50 reales en 1858, o sea, que si en 1848 obtuvo 10.5 reales por arroba, en 1858 el monto fue de 24 reales por arroba (80). El contrato de arrendamiento entre propietario y aparcero expresa el carácter desigual de la relación y la falta de libertad personal del segundo: se prohibía que los productores vivieran con sus familias en la parcela, prefiriéndose a los solteros, es decir, que el equivalente salarial permitía sólo la reproducción del cosechero y no la de su familia, probablemente porque la mayor parte del área por trabajar debía dedicarse al tabaco y un área menor a los cultivos de pan coger, que de todos modos existieron, según la siguiente descripción del mismo Rivas: «El caney está ocupado hasta la mitad por una troja
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de maíz conservado en mazorca con hojas, la otra mitad se emplea en las operaciones del diario, y el techo está cruzado por infinidad de cuerdas en las que va ensartado el tabaco. Los racimos de plátano de la vecina platanera se maduran colgados al humo de la hoguera; y las gallinas, los patos, los palomos y el cerdo que engordan tienen siempre el caney en bullicio y agitación» (81). Por otra parte, el cosechero se comprometía a vender estrictamente toda su producción al propietario, lo cual era reforzado por medio de milicias y guardas armados de que disponía el terrateniente. Conforme reza una crónica de Eugenio Díaz, quien precisamente describe la casa de un cosechero que es allanada sorpresivamente a la madrugada (82), el aparcero debía pagar una renta anual de treinta pesos por un almud de tierra; «pero cultiva más de un almud de tierra -observa el terrateniente-, y sin más obligación que venderme a dos pesos las cien arrobas de tabaco de cada cosecha (pero en mi romana) y de comprar en mi tienda todo lo que necesite. Y luego vendo el tabaquito a siete pesos, a cualquier comerciante» (83). Las ventas también forzadas de vituallas por parte del propietario coartaban aún más la libertad del aparcero, al endeudarlo como lo ilustra Rivas refiriéndose a uno que se fugó: «¿Qué había dejado el taita Ponce? Una cuenta en libro por $ 300; tres palos para formar el caney y su grata memoria» (pág. 253). Rivas probablemente exagera el monto de la deuda, a menos que ésta se hubiera acumulado durante varios años. Una vez que la crisis del tabaco empezó a desatarse durante los años 70, cuando bajaron tanto los precios como los volúmenes exportados, los terratenientes intentaron trasmitir más que proporcionalmente la baja a sus aparceros. Estos se defendían contrabandeando con mayor frecuencia, lo cual siempre fue un problema para los terratenientes, pues se trataba de impedir la libertad de venta. Refiriéndose nuevamente al fugado Ponce, Rivas se lamenta de la siguiente manera: «Si alguna vez tuvo el taita Ponce la flor del tabaco que me había prometido, fue un misterio para mí, a pesar de la vigilancia de los inspectores pues parece que algunas veces lo sacaba tarde para venderlos del otro lado del río, donde los Cheseros [contrabandistas] tenían caneyes para comprar tabaco y secarlo; otras cambiaba
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en las sartas a medianoche el bueno por carola [tabaco de baja calidad], de manera que al día siguiente los comisionados al hacer la visita, no encontraban merma en peso, pero el día que se le recibía el tabaco ya no servía para nada... Apelando a la astucia, fraude y todos los recursos humanos, lograba, como un cubiletero, que el tabaco ya seco y preparado, desapareciese por encanto del caney a la casa de recibo» [énfasis en el original, pág. 252]. Pese a que las condiciones de este tipo peculiar de aparcería eran posiblemente mejores que las de los arrendatarios de otras regiones, la enajenación del producto sobrante de los cosecheros tenía que hacerse sobre una base institucionalizada de violencia abierta, como lo demuestran las milicias, inspectores y matones que imponían el terror terrateniente. Es obvio que la siembra del tabaco requería de poco capital, pero aun así se encuentran pocas evidencias en esta región de la existencia de pequeños propietarios autónomos en el cultivo. Como lo afirma uno de los personajes de la crónica de Eugenio Díaz, «lo que sí le puedo decir a usted es que la ley del libre cultivo sin la ley de libre venta, es lo mismo que la libertad de tener escopeta, con la prohibición de tener pólvora, o la libertad de entrar, con la prohibición de salir» (énfasis en el original) (84). La libertad de cultivo fue entonces exclusivamente para los terratenientes, que, de haber permitido el cultivo independiente, se hubieran encontrado sin aparceros que les tributaran rentas. Y esto se lograba con la amenaza de que los cosecheros que contrabandearan irían a parar a la cárcel, se les multaría o se les mataría, si así lo decidía la arbitrariedad de las milicias al servicio de los propietarios. Cuando la crisis del tabaco se profundizó, lo cual fue resultado del deterioro en la calidad de la hoja por agotamiento del suelo (85), los terratenientes más avisados introdujeron la renta en especie: una cantidad determinada de las mejores hojas debía ser entregada al propietario, y el tabaco de peor calidad, para el consumo interno, quedaba a disposición del cosechero. A pesar de todo, la crisis del tabaco no tenía solución, pues se trataba de dos problemas sumamente graves: la incapacidad de introducir mejoras técnicas bajo este tipo de relaciones sociales, que, cabe agregar, fueron intentadas sin ningún éxito (86), y el desplazamiento de la producción hacia la colonia de Java, bajo condiciones capitalistas
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de organización, que generaban un tabaco de mejor calidad que el nacional (87). Al traste fueron a dar por el momento los proyectos de la burguesía comercial de un desarrollo de la acumulación basado en este tipo de exportación. Las formas de trabajo que impulsó la exportación de tabaco, tenían algunas premisas en las aparcerías relativamente libres de la región de Girón, pero, evidentemente, las condiciones de libertad fueron drásticamente limitadas, sin alcanzar a constituir de ningún modo formas de trabajo capitalistas. La renta que obtenía el terrateniente del aparcero estaba inmersa en el diferencial de precios entre la compra forzada y la venta de la hoja a la factoría y, si es del caso, como lo señala Eugenio Díaz, de 30 pesos anuales, que sería un tributo exagerado sobre los 200 pesos anuales de ingreso que tendría el cosechero en cuestión. A este monto habría que sustraerle los gastos de inversión -que se supone eran pequeños-, para agregarle el sobreprecio que pagaba el cosechero por las subsistencias que le proveía el propietario. El aparcero no tenía libertad entonces ni para adquirir insumos ni para vender el producto. Su equivalente salarial se distribuía en los pocos productos de su parcela (maíz, plátano y aves), más lo que recibía por la compra forzosa de su producto, ingreso que se iba en una alta proporción en el pago por las vituallas que él no producía. Aun así, le quedaba un sobrante para gastar en el mercado, lo cual molesta en particular a Medardo Rivas: «El perezoso calentano se levantó, movido por tantos halagos, y principió a sembrar tabaco y a llevar una vida de disipación y vicios» (88). Apenas el arrendatario tiene alguna posibilidad de gastar a su manera, ya que el terrateniente se convierte en el guardián absoluto de la moral de sus explotados. La relación de producción tiene por tanto algunos elementos modernos, que claramente no son los dominantes, y otros de sujeción y coacción extra-económica que son abrumadores. La fuerza de trabajo no alcanza a ser una mercancía en el cultivo mismo del tabaco, aunque sí toma esa forma en el trabajo de las factorías. Los circuitos de circulación mercantil se amplían considerablemente y el ingreso de los cosecheros aumenta, aunque, como lo observa Sierra, el costo de los artículos de primera necesidad en Ambalema sube desproporcionadamente y es mayor que el de todas las plazas del país (89). Existe una acumulación de rentas y de
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ganancias comerciales que en otros circuitos puede ser invertida como capital, pero aún así esta es bastante inestable, como lo demuestra la quiebra de Montoya y Sáenz en 1858 (90), y no puede comparársele a la acumulación burguesa que se origina sobre la base de una explotación más intensiva y científica de la fuerza de trabajo libre y que no requiere de todo el aparataje de represión violenta, externo al trabajador, sino que se interioriza en cada productor directo como libertad para morirse de hambre si no alquila su fuerza de trabajo al capitalista. Aquí la acumulación encuentra demasiados obstáculos, desde las mismas relaciones técnicas, pasando por el sabotaje y el robo sistemático de los aparceros, hasta los mercados de dinero con tasas de interés exageradas que le quitan ímpetu y no dejan que expanda su dominio sobre la población y la producción. Es posible que en la región de Ambalema se hubieran dado presiones mayores del sistema de factorías y que hubiera surgido un movimiento campesino si hubiera continuado el efímero auge tabacalero, para eventualmente crear una fuerza de trabajo libre; pero ésto implicaba un fenómeno social mucho más vasto del que se produjo. Como observa Eugenio Díaz, «por la margen de Ambalema pasaban las gentes de cien pueblos... El gran tráfico de exportación [era el] único que daba movimiento y vida a los pueblos circunvecinos» (91), pero esto no fue suficiente para impulsar el desarrollo del capital y, antes de romper el sistema de explotación de mano de obra sujeta, lo que hizo fue fomentarlo de una nueva manera. La crisis que se desató después no hizo más que asegurar la permanencia y estabilidad de las viejas relaciones sociales por un todavía largo período. Formas de trabajo en las haciendas del Cauca __ En la evolución de la hacienda Coconuco (92), del general Mosquera, se pueden apreciar los cambios más importantes que se dieron en las relaciones sociales de esta región, que fue durante mucho tiempo emporio minero y esclavista, pero que entra en decadencia durante el siglo XIX con la crisis del esclavismo. En 1823, las instrucciones del general Mosquera para organizar el trabajo de su gran hacienda permite apreciar que los esclavos tenían sus sementeras en las que trabajaban 5 días al mes y los días festivos. Los castigos por faltas
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disciplinarias podían llegar a 25 azotes, aunque «a ninguna mujer embarazada se le podrá castigar con otra cosa que el cepo» (pág. 199), o sea, que el general cuidaba un poco más su capital esclavista, representado en vientres, que los propios esclavos. Es interesante anotar que como la región está relativamente aislada de los circuitos comerciales mundiales, hace que el trabajo necesario sea ejecutado por los mismos esclavos en sus lotes de subsistencia y que el esclavista no adquiera estos bienes en el mercado, impidiendo de esta manera que todo el producto esclavista sea mercadeado. Otra parte de las necesidades de los esclavos era suministrada en la forma de "raciones" para cada familia, las cuales se cultivaban en la misma hacienda o era carne de los ganados del general. La hacienda tenía unas 30.000 hectáreas de extensión y había dos minas de oro dentro de sus confines, de manera que parte de los esclavos estaban dedicados a su laboreo. La otra parte se dedicaba al trabajo agrícola especializado de curtidores, molineros y queseros (pág. 190). La producción agrícola servía de base a la actividad minera, aunque también debió hacer ventas en el mercado de ganado, cueros y quesos. Colindando con la hacienda existía un resguardo o poblado indígena, cuyos residentes podían pastorear sus animales en tierras de la hacienda pero pagando «por cada res dos reales al año. Por cada oveja un real y tres pesos por la casa y por la sementera» (pág. 200). Sería interesante establecer en general por qué las haciendas del Cauca no pueden dominar abiertamente a los indígenas y someterlos como "agregados", teniendo que recurrir a esclavos en una región con una relativa densa población, lo que también se expresa en la capacidad de defensa que despliegan los indígenas en la salvaguarda de sus resguardos, algunos de los cuales sobreviven hasta hoy. En 1842 soplaron vientos de turbulencia en el Cauca, por fuera de los conflictos que había acarreado la guerra de Independencia; en esta ocasión, el general Obando hizo un llamamiento a los esclavos, ofreciendo la libertad para los que se enlistaran en su ejército. El desorden cundió en la hacienda, y Mosquera emitió normas más estrictas para controlar en algo la ya resquebrajada disciplina de los esclavos: «No tienen permiso para criar ganado sino cinco cabezas cada familia entre chico y grande... tampoco pueden tener ovejas, ni comprar ni ven-
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der nada sin dar cuenta al mayordomo... y los que traten sin permiso, se anularán los contratos como hechos por menores... debe hacérseles cargo de todo el tiempo perdido, y embargarles los ganados... hasta que se me dé cuenta... pues es mucho lo que roban dejándoles libertad de trabajar en la hacienda» (pág. 201). En estas instrucciones para la organización del trabajo en Coconuco ya están anunciados cambios considerables en las relaciones sociales que solían imperar en la región, pues el comercio ha entrado en la hacienda y los esclavos pretenden dirigir parte de su producción hacia él, ganando una independencia relativa que pone en materia toda la relación con el amo; de aquí se deducen las nuevas restricciones. Más importante quizás es el hecho de que la manumisión ha obstruido en cierta medida la reproducción de la mano de obra esclava y se ha deteriorado considerablemente la disciplina en la actividad minera, lo cual ha hecho descender la producción. Para intentar remediar esta situación, el general Mosquera da las siguientes instrucciones: «Los manumitidos que se quieran contratar los contratará particularmente en las minas y les dará algún aliciente para tener peones de minas en cambio de los esclavos cuando falten y de modo que queden utilidades» (pág. 202). La reducción en el número de esclavos había forzado una etapa transicional en las minas, donde parte del trabajo era parcialmente asalariado, mientras el resto seguía siendo esclavo. Los manumitidos, sin embargo, seguían desprovistos de libertad y su status se asemejaba al de un agregado. La hacienda estaba entonces en mala situación económica y siguió decayendo con el trascurso del tiempo, lo cual se confirma en las instrucciones para el año de 1876, que son mucho más escuetas, como para una empresa que tiene menos actividades que antes; entre otras cosas, la explotación de las minas ha sido abandonada. De hecho, el proceso de liberación de los esclavos ha desbordado la viabilidad de este tipo de haciendas que intentan transformarse al sistema de arrendatarios con regular fortuna. «A principios de 1850 -escribe Helguerael general Mosquera (anticipando la próxima abolición de la esclavitud) había sacado sus esclavos de Coconuco y los había remitido... a Panamá. En el Istmo entrarían [sic] a formar parte de los trabajadores que construyeron el ferrocarril del canal de Panamá y cumpliendo el plazo de tres años de enganche forzoso, recibi-
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rían sus cartas de libertad» (pág. 193). Helguera no dice cuánto recibió el general Mosquera por este arriendo póstumo de sus esclavos ni advierte de las terribles condiciones sanitarias que costaron tantas vidas en la construcción de este ferrocarril. En el valle del río Cauca el proceso de liberación de los esclavos significó una ardua lucha de clases, o más precisamente entre los ex esclavistas, y su intento de tornar sus antiguas propiedades humanas en agregados. «Poco antes de ser decretada [la abolición], liberaron algunos de sus negros y los hicieron concertados campesinos con las pequeñísimas tierras que les habían sido dadas por la hacienda en retribución por su trabajo en ella. En el momento de la abolición, 40% de los esclavos estaban en esa posición» (93). En Santander de Quilichao y Condoto, Sergio Arboleda poseía extensas haciendas, una de ellas llamada Pilamo, en donde decidió asentar 174 manumisos. Según una historia sintética elaborada por la Unión Sindical del Cauca a principios de siglo, el señor Arboleda les destinó 500 plazas (unas 320 hectáreas) cubiertas de bosques, divididas así: una parte para el establecimiento de cultivos, y la otra para erigir un poblado. «Como valor del terraje por el usufructo de cada parcela les estableció la cantidad de diez días cada mes invertidos en los trabajos de la hacienda, que por aquella época consistían en establecerle cincuenta suertes de caña dulce y veinte de platanera, más quince mil árboles de cacao» (94). Como puede apreciarse muy claramente, la transición del esclavismo no es hacia el forjamiento de un proletariado negro (como lo han interpretado varios historiadores que se apegan a las intenciones ideológicas de los políticos), sino a adaptarse al cuerpo social dominante de la época y hacerlo además de una manera regresiva, pues se establece la pura renta en trabajo, más atrasada aún que la agregatura como tal. Ya hemos visto antes que el esclavismo en las condiciones de la Nueva Granada durante la época colonial repite en cierta medida las formas de reproducción de los arrendatarios de la mayor parte de las haciendas, que es muy distinto al sistema de plantaciones que imperó en el Caribe (95). Asimismo, la disolución del esclavismo no hace más que reducir al ex esclavo a la misma condición que es más corriente en las haciendas de la República.
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Una vez montados los cañaverales y el cacaotal, y ya sin requerir tanto trabajo en la hacienda misma, los Arboleda cambiaron la forma de renta, exigiéndola ahora en dinero, a razón de tres reales por fanegada y por semestre, lo cual ya reflejaba ciertas relaciones comerciales o por lo menos la presión para que los terrajeros vendieran parte de su producto en los mercados. Sin embargo, la restricción a la movilidad de estos peculiares colonos era bastante drástica: todas sus operaciones estaban vigiladas por la hacienda y no podían hacer contratos, inversiones o asalariarse por fuera sin autorización del patrón (96). En 1885, ya el heredero de don Sergio, Alfonso Arboleda, hizo desalojar a gran parte de los terrajeros y se apropió de las mejoras para manejarlas directamente, entre ellas 21.200 árboles de cacao. En otras regiones cercanas, particularmente en Puerto Tejada, a lo largo del río Palo y en Quintero, se dio una situación de fuerzas más equilibrada que favoreció a los ex esclavos, quienes después de una férrea y sostenida lucha, quedaron de hecho como campesinos independientes; para mantenerse como tales debieron recurrir a formas organizativas permanentes y tener a su disposición armas para defenderse de los atropellos de los Arboleda mediante las autoridades locales. Las constantes guerras civiles desorganizaban frecuentemente las haciendas de los Arboleda, cambiando de manos sucesivas veces, pero recuperándolas, ya fuera por negociación con los liberales o porque se imponían las huestes conservadoras. En todo caso, en tales ocasiones se interrumpían también los pagos de terrajes, como queda patente en las instrucciones que da Sergio Arboleda en 1871 para reorganizar el pago de las rentas en las haciendas de Japio y La Bolsa. «Todos los que habitan tanto en las tierras de Japio, como en las de Quintero deben pagar terraje dividido en dos contados.... y cada uno debe otorgar un documento. Hay muchísimos que han otorgado documento ninguno y es preciso recorrer todas las tierras para saber cuáles son y obligarles a reconocer terrajes o a que deje la tierra. «A los que se resistan, o vencido el semestre, no paguen, se les debe obligar el pago por medio del Juez y despojarles. Para hacer el despojo es bueno notificarles, dándoles un término pruden-
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te, y terminado éste, proceder a destruir la casa derribándola; la notificación se ha de hacer valiéndose del Juez, del Alcalde, o del Comisario para que quede constancia. Pero no siendo posible ni prudente despojar de una vez a toda la multitud que no paga, se debe empezar por unos pocos de los más informales, para que esto les sirva de estímulo a los demás (97)». Como se ve, don Sergio no quiere forzar un enfrentamiento con todos los terrajeros puesto que podría llevarlo a las de perder, y aun si gana, se quedaría con muy pocos tributarios. El hecho de que recurra a la "legalidad" vigente con tanto cuidado, es una forma de advertirle a sus dependientes que detrás de don Sergio están las milicias, las cárceles, las penas y las multas. Las normas de derecho vigentes afirman el carácter desigual de los hombres colombianos, aunque aparentemente estos agregados o terrajeros sean considerados idealmente como ciudadanos libres, pero en verdad, de hecho y aun frente a la ley, existen derechos de apropiación de bienes desiguales, obligaciones y contraprestaciones sin correspondencia del propietario, detrás de la ficción de un documento que expresa el acatamiento voluntario pero que está coaccionado por el desalojo violento y la destrucción de todas las posesiones del terrajero. Este no puede, por ejemplo, picarle la casa al señor Arboleda si éste incumple, digamos, con respecto a las raciones. El hecho jurídico de que las mejoras son propiedad privada del arrendatario y debe respetársele como tal, no será incluido plenamente en nuestro código legal sino en el año 1936. Mientras tanto, el sistema requiere, para funcionar, de la violencia organizada, que por esta época (de gran inestabilidad política) no alcanza a desarrollarse suficientemente, todo lo cual hace difícil la reproducción de este tipo organizativo de la explotación del trabajo. Por otra parte, la reacción de los campesinos y terrajeros es firme: se organizan en juntas, se arman y, por lo general, se alistan del lado de los liberales en las guerras civiles, para defender en alguna medida sus derechos. Esto hace que las haciendas de los Arboleda entren en decadencia, que se logre conformar un campesinado parcelario sobre parte pequeña de sus tierras y que ofrezca en venta la mayor
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se procuraron muchas tierras que apropiaron o administraron. En pleno valle del río Cauca, Isaac Holton describe en 1850 la hacienda La Paila, donde anota una hilera de casas de arrendatarios, que por lo general están dispersas. «Algunos de los aparceros pagan la renta en servicio personal. Este se presta generalmente en los días viernes y sábado, y en su mayor parte se ejecuta a caballo. Otros pagan el alquiler del terreno en dinero y oscila de un peso con sesenta centavos a tres pesos con veinte centavos por año. Todos tienen sus estancias o parcelas de cultivo en el bosque, con cabida de medio acre a dos acres, encerrados por una cerca circular o elíptica hecha de guadua rajada» (98). La hacienda La Isla, descrita por Luciano Rivera y Garrido en Impresiones y recuerdos (99), se manejaba en 1860 a base de agregados. Al lado de las sementeras de los arrendatarios había grandes dehesas para el ganado vacuno y la cría de potros y muías. La empresa de la cría de muías era una de las más prósperas de la hacienda, pues este era el medio de trasporte fundamental de la época. Había también extensas siembras de caña, un trapiche y alambique para destilar aguardiente, instalados desde cuando se desestancó este producto (pág. 12). El negocio del aguardiente, entre otras cosas, permitió la formación de cuantiosos capitales para la época, como fueron los de Pepe Sierra y los Eder, quienes lograban que les adjudicaran en muchos de los Estados soberanos la renta de licores que les permitía un monopolio de compra y venta (100). El trabajo de La Isla corría fundamentalmente a cargo de los arrendatarios, pero también se tomaba recurso al trabajo asalariado, cuya importancia era relativa según el tipo de faenas. Rivera y Garrido menciona a un señor "ajustero" que vivía en Buga y cuyo negocio consistía en formar cuadrillas de trabajadores temporales para la tumba, roza y quema de nuevos terrenos que se incrementaron entre 1854 y 1860, que fue un raro período de paz: «Las valiosas haciendas [del valle del Cauca]... mejoraron notablemente, debido a sustanciales reformas agrícolas y pecuarias, que quebrantaron algún tanto las antiguas rutinas de este pueblo pastor» (pág. parte de sus posesiones. Ciudadanos extranjeros 165). Sin embargo, aproximadamente en 1889, como los Eder, Barney y Simmonds, inmunes Röthlisberger visitó el valle del Cauca y cohasta cierto punto a las expropiaciones de bando mentó que se le parecía mucho a los llanos de y bando que acompañaron las guerras civiles, San Martín (101).
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Las relaciones de dependencia entre arrendatarios y patronos eran muy férreas, a pesar de la visión idílica que intenta proyectar este terrateniente sobre las mismas, como lo demuestra aun la relación con el mayordomo; éste «se enamoró perdidamente de una preciosa ñapanguita de Guadalajara, y aun pensaba casarse con ella, a lo cual es probable que no se hubiera opuesto mi padre" (énfasis de S. Kalmanovitz, pág. 51). Es claro que si el mayordomo se casaba iba a necesitar una casa y una parcela mayores, para lo cual requería de la autorización expresa del terrateniente; en esta ocasión, por lo menos, el mayordomo optó por el celibato. Una de las haciendas líderes en el Valle del Cauca fue La Manuela, que había pertenecido a Jorge Isaacs y quien la perdió en un embargo de la mayor parte de sus bienes. La compró Santiago Eder en asocio de Pío Rengifo, pero figurando el primero como propietario por ser extranjero. Se pagó por ella unos $ 34.000 y tenía una extensión de 1.500 acres, aproximadamente unas 1.000 hectáreas. Más tarde adquirió una finca contigua, El Oriente, por $ 6.000. Importó un alambique de cobre al baño maría y un trapiche accionado por una rueda pelton, es decir hidráulico, que era mucho más productivo que los tradicionales trapiches movidos por muías. En 1897 remplazó el trapiche hidráulico por uno de vapor. El transporte de la maquinaria pesada de Buenaventura a Palmira duró dos años y medio y comenzó a producir en 1901 azúcar relativamente blanca. Eder recurría mucho más a los ajusteros que a agregados, aunque también los tenía. Después de instalado el trapiche a vapor, tuvo que ampliar el área de cañaveral, reduciendo el espacio de los lotes de subsistencia, y ya en 1918, con 400 empleados, no había margen para ningún agregado (102). La apertura del camino de Buenaventura abrió el Valle al capital extranjero y muy lentamente las grandes haciendas empezaron a cambiar, a industrializarse y a eliminar las relaciones atrasadas de producción. Las haciendas de la Costa Atlántica Las distintas regiones de la Costa Atlántica tienen una evolución peculiar en sus relaciones sociales: allí es más vasta la apropiación de la tierra por unos cuantos individuos, más escaso el campesinado y más crudo su despojo que en el resto de la República. Por la misma naturaleza
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de la producción que allí se desarrolla, la ganadería, que requiere de pocos brazos y con amplias regiones relativamente despobladas, las relaciones de explotación son informales, en cierta medida esporádicas, aunque no faltan las expresiones de rentas en trabajo y terrajes pagados en especie que se dan en varias zonas y reflejan relaciones más estables entre propietarios y campesinos. Lo que parece ser más común en las relaciones de trabajo de la costa es una aparcería especial, en la cual se da "pasto por tierra". El campesino se compromete a tumbar cierta porción de "montaña" (terreno enmontado) y la usufructúa durante unos dos años, para después entregarla sembrada en pastos al terrateniente, cuyos gastos no pasan de algunos "avances" para los primeros víveres del colono, y más adelante, las semillas de pasto y el inefable alambre de púas. El campesino usufructúa la tierra con siembras de maíz y plátano, eventualmente debe cancelar el préstamo y, cuando se vence el período, se adentra aún más en el monte, a civilizar tierras para el propietario, que de esta manera se ahorra todos los costos que implicaba tumbar y rozar por medio de cuadrillas de temporales a jornal, lo que fue también utilizado en algunas regiones. Con frecuencia los "avances" no se alcanzaban a pagar nunca, ya que las cuentas eran llevadas arbitrariamente por el patrón, lo cual amarraba al campesino y su familia al terrateniente, obligando de esta manera al colono a seguir abriendo tierras en provecho del patrón (103). La escasez de mano de obra y la arbitrariedad de los terratenientes se combinaron para diseñar un sistema de trabajo forzado, que se presenta también en muchas otras regiones como el "trabajo personal subsidiario", con la diferencia de que se destina a la construcción de supuestas obras públicas (104) y que en la costa puede ser utilizado privadamente por los terratenientes, bajo el nombre de "matrícula". Los campesinos parcelarios, la mayoría de ellos ocupando tierras de hecho, tenían que inscribirse ante los alcaldes de cada localidad, y cuando los propietarios necesitaban mano de obra los mandaban a llamar, les pagaban un salario fijado arbitrariamente y les daban la alimentación. Los que rehuyeran la matrícula estaban infringiendo la ley, ya que fue estatuida por ordenanzas del departamento de Bolívar en 1892 y reiterada por el fugaz departamento de Sincelejo en 1908 (105), y su in-
El régimen agrario durante el siglo xlx en Colombia
cumplimientopodía significar la cárcel. Tal sistema estuvo en vigencia hasta 19 1 8, más o menos, y posiblemente desapareció por la conjugación de varias circunstancias sociales: por un lado, la gran demanda de mano de obra asala'riada pura que generaron las bananeras implantadas por la United Fruit Company en la región que va desde Ciénaga hasta Fundación, que en un momento llegó a enganchar 25.000 hombres y que tuvo repercusiones hasta en las zonas cafeteras del interior ( l06), y por otro lado, la lucha campesina que se desató en Montería, Tinajones, San Onofre y otras regiones, contra las cargas laborales obligatorias y la expropiación de que estaban siendo víctimas los colonos por los terratenientes ( 107). Las relaciones entre campesinos colonos y latifundistas se expresa «bien en el caso de las siembras de arroz que hacían los campesinos de Tinajones, después de haber adecuado unos playones a fines de siglo, quienes, para poder cruzar la parte del río que controlaban los latifundistascon sus productos, debían pagar terraje en especie, que era una parte arbitrariamente fijada por el terrateniente sobre la cosecha de los colonos» (108). La región costeña fue receptáculo de importantes inversiones extranjeras para la explotación del banano, maderas, añil, cacao y tabaco desde finales del siglo xrx, que explotaron la fuerza de trabajo disponible con base en relaciones salariales, frecuentemente en disputa con 10s terratenientes de la región. A esto se agregó un incremento del comercio nacional e intemacional, y a principios de este siglo, un importante flujo de inmigrantes sirio-libaneses, quienes procedieron a sentar condiciones para un desarrollo sostenido de la acumulación que, con todo, fue acompañado muchas veces por aumentos en la coacción extra-económica que recaía sobre los productores directos (1 09), imperando allí todavía, o hasta hace muy poco, la barbarie política y social.
El desarrollo ganadero
E
S bastante difícil encontrar información medianamente coherente sobre el desenvolvimiento ganadero durante el siglo xix en Colombia. Existen diferentes hipótesis, por ejemplo, de varios escritores de la época, que afirman la existencia de una grave crisis agricola causada por la conversión de las tierras de labor de los
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resguardos y las tierras de la Iglesia en tierras de pastoreo, las cuales serían de dificultosa comprobación por la total inexistencia de censos de tierra, de ganados, cultivos, etcétera, y esto nos lleva a descartarlas en la medida en que la estructura social imperante basta para explicar el hecho de que la producción agrícola sea deficiente durante todo el período en cuestión ( 1 10). La conquista terrateniente de las tierras bajas de Cundinamarca, el Tolima y la anterior del Huila, sería posible hacerla con base en la ganadería por la introducción de los pastos guinea y pará, que, según Medardo Rivas, fueron un medio efectivo para detener el crecimiento de las malezas tropicales y asegurar el poblamiento extensivo con un ganado casi salvaje en amplias regiones del país (1 11). Según Ospina Vásquez, «en el occidente de Cundinamarca ocurrió un avance apreciable, emparentado por algunos de sus aspectos con el de los antioqueños (combinación con la agricultura de subsistencia y en cierta medida de plantación, S. K.), pero no vino a tener importancia sino después de 1850, y perdió impulso pronto» ( 1 1 2). Ospina se refiera a las grandes dehesas de ganado que se formaron paralelamente a la expansión del cultivo de tabaco y que suministró cueros para los zurrones en que se exportaba la hoja y el tasajo (carne salada y secada al sol) que consumieron los trabajadores de la región y en parte también el consumo urbano de Bogotá. Después del auge tabacalero, quedó bien poco en los acervos productivos del país; en palabras de Salvador Camacho Roldán, «tan sólo grandes pastales de pará y guinea bastantes para la ceba de 40.000 o 50.000 novillos» (1 13). En Antioquia la ganadería se desarrolló correlativamente con la colonización, en los grandes "parches" que apropiaron los terratenientes, pero también en menor escala en las pequeñas propiedades, con variedades más cuidadas y en complemento con el cultivo intensivo del suelo. Sobre esto, Ospina Vásquez afirma lo siguiente: «La combinación agrícola ganadera... a la vez que imponía dinamismo al sistema agrícola de Antioquia, conservaba la tierra y la población (evitaba la formación de la hollow frontier frontera hueca- de que habla Preston James). Permitió la enorme proliferación antioqueña sin desplazamiento (sino ensanche) de su núcleo de ocupaci6n. Es cieno que faltaba para la mayor eficacia y elasticidad del sistema la introducción de un pasto mis rústico y adaptable que la guinea
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y el pará (lo obtuvo mucho más tarde: la yaraguá), pero estos pastos, suplementando la humildísima grama, le prestaron enormes servicios» (114). Ospina no menciona cómo el núcleo antioqueño terrateniente ocupó hacia el sureste y estableció grandes dehesas en 1860 que podían cebar 60.000 o más cabezas de ganado y no con tanta complementariedad con el cultivo intensivo, como sí lo hace ver Alejandro López en la siguiente acotación: «La selva antioqueña iba cayendo para dar lugar al cultivo extensivo y por demás costoso de los pastos para el ganado de cría, y esa economía cerrada, a la vez que daba buenas ganancias a los ganaderos, dificultaba la formación de la granja y del pejugal, que es el único medio de trabajar intensivamente la tierra y de sostener una mayor cantidad de población, una población más densa, sin la cual el problema de las comunicaciones se dificulta o hace imposible, dentro de escasos recursos; sin la cual es casi imposible el nacimiento de nuevas industrias que vengan en apoyo de la agrícola, por el aprovechamiento económico de los subproductos» (115). Según el mismo Ospina, «el ganado había aumentado mucho en Antioquia. Para mediados del 70 las cabezas de ganado mayor pasaban de 360.000... en 1807 no había sino 15 a 18.000 cabezas, y en 1852, 115.000 (116), o sea una tasa de aumento del 4.5% anual contra aproximadamente un 2.5% en la población humana, y ya es sabido que una res, especialmente en esta época, ocupaba mucha más tierra que una granja familiar. Los terratenientes antioqueños empezaron a invadir a fines de siglo al entonces Estado de Bolívar y a implantar grandes haciendas que eran estaciones intermedias del ganado que se importaba de esa región hacia Medellín ya durante este siglo». En la Costa Atlántica los grandes terratenientes lograron ampliarse paulatinamente con base en las aparcerías de "tierras por pasto", pero hubo algunos que aceleraron tal proceso, como la hacienda Berástegui de los Burgos: «La introducción de los pastos pará o admirable constituyó una revolución, porque permitió a los hacendados racionalizar la producción ganadera, levantar cercas de alambre de púas para consolidar la posesión individual, y librarse de la trashumancia tradicional que llevaba los hatos de ganado de un sitio a otro según la estación de verano o invierno, especialmente de las saba-
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nas comunales del centro hacia las ciénagas de San Jorge (117)». A partir de 1880, ya se exportó algún ganado de las haciendas costeñas, sobre todo hacia las Antillas, y el negocio aumentó hasta el punto que para 1919 se instaló la Packing House de Coveñas, por capitalistas ingleses, que quebraría en 1925, porque el nivel de costos internos competía poco con la Argentina y porque el consumo interno dejaría pocos excedentes, en forma rentable, para exportar (118). En un informe sobre la agricultura colombiana de 1888, un norteamericano describe la actividad ganadera de tierra caliente en los siguientes términos: «El ganado... es medio salvaje y pastorea sobre grandes extensiones planas, de bosques y montañas a su antojo, siendo juntado sólo una o dos veces al año para ser contado, marcado, etcétera; es un modo de vida que tiende a desarrollar la actividad y el tamaño de las extremidades de los animales, pero ninguna de las cualidades que generalmente valorizan el ganado» (119). El ganado de los llanos de Casanare y San Martín se reproducía bajo condiciones aún más primitivas, pero el hato crecía rápidamente, según Rothlisberger, en 1875, más o menos, «la vacada se reproduce con gran rapidez. En cuatro años, así calcula el llanero, se duplica una cantidad de ganado vacuno... descontando anualmente una décima parte constituida, poco más o menos, por los animales viejos sacrificados, los que mueren, los que se venden por separado o los que devora el jaguar» (120). Rothlisberger añade que hay algún pasto de la variedad pará en San Martín. Aparentemente, los jornales que se pagaban en los llanos por períodos cortos de tiempo y cuando se requerían grandes volúmenes de mano de obra para prácticamente "cazar el ganado, conducía a que dichos salarios fueran netos, sin contraprestaciones para con el terrateniente por parte de los vaqueros (121). En la Sabana de Bogotá, la ganadería era de mejor calidad que en el resto de las regiones, como lo atestigua el mismo informador norteamericano citado atrás: «En primer término, la mayor parte del ganado es cruzado con especies europeas y el viejo acervo de ganado español, y, en segundo término, los ganados están mejor alimentados y mejor cuidados,.. Las frecuentes revoluciones son más fatales para esta actividad que para cualquier otra, ya que los soldados hambrientos tomarán
El régimen agrario durante el siglo XIX en Colombia
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y matarán el ganado de las razas más escogidas La evolución del hato nacional es bastante cuando lo encuentren, de la misma manera que difícil de calcular, pues las cifras oficiales son el ganado más ordinario; consecuentemente, los incoherentes: ganaderos rara vez quieren invertir grandes sumas importando ganado fino de Europa, consiCuadro No. 3 derando los riesgos a los que se expone. El de ganado Existencias ganado ordinario de la Sabana da en promedio entre 400 y 450 libras de carne y de 75 a 100 1850 900.000 1 de sebo, que es por lo menos 50% más que lo 1882 2.096.000 2 que da el de territorio caliente» (122). 1916 4.822.0003 El mercado de la actividad ganadera debió 1960 14.700.000 4 de ser relativamente reducido: los pequeños po- Fuente: 1 Comisión Corográfica; 2 y 3, PARDO PARDO, ob. cit., pág. 920; 4 S. KALMANOVITZ, "El desarrollo de ganablados y las ciudades que quizá no alcanzaron dería en Colombia 1952-1972", en Boletín Mensual de un 15% de la población, más los mercados seEstadística, nums. 253-54, DANE, Bogotá, 1973. manales que congregaban a los campesinos de una determinada región. Bogotá aparenta tener un importante desarrollo urbano después de Sin embargo, si las cifras de degüello son 1870, y recibe ganado de los Llanos Orientales más consistentes, la posible evolución del hato y de las tierras bajas de occidente. Vergara y Velasco calcula que en 1890 la ciudad capital nacional aparecería aproximadamente como lo consumía unas 1.500 reses al mes, y de ellas muestra este gráfico: 1.100 a 1.400 eran calentanas (123). Por otra parGráfico 1 te, el sebo era muy cotizado y tenía según WheeEstimación del hato nacional ler, un valor más alto por kilo que la carne, siendo la materia prima para la fabricación de espermas que es la iluminación de la época. Finalmente, estaba el importante mercado de cueros para la actividad artesanal y de exportación. Las exportaciones de cueros adquieren una importancia creciente durante el siglo, según el cuadro siguiente, y llegan a ser entre un 2 y un 8% de las exportaciones del país durante el siglo: Cuadro No. 2 Exportaciones de cueros y valor del degüello Promedios anuales (miles de pesos) Estimado del valor Período del degüello Exportación 1834-38 1840-44 1854-58 1864-68 1869-73 1874-78 1879-80 1905-09 1910-14
99.4 119.0 260.0 69.0 375.0 559.4 926.0 1.182.2 2.435.4
2.112 4.480 10.560
Metodología: en 1892 hubo un degüello de 362.000 reses (PARDO PARDO, ob. cit., pág. 322); en 1916, 564.433 y en 1925 de 804.274 (Anuario General de Estadística, Contrataría General de la República, varios años). Suponiendo una tasa de extracción del 9% para 1892 y del 12% en 1925 (época de demanda pico), obtenemos los puntos para esas fechas. Se supone que durante las guerras civiles el hato se reduce especialmente durante la Guerra de los Mil Días. Entre 1800 y 1850 se supone una tasa de crecimiento del hato del 1 % anual y entre 1850 y 1892 del 2.5% anual (por la introducción de pastos artificiales y la expansión ganadera en el Magdalena Medio y en Antioquia).
23.205(1892)
El estimado del valor del degüello es el precio de Bogotá, multiplicándolo por un 10% del estimado del hato nacional como degüello anual. De esta suma, teniendo en cuenta que el precio de la carne es menor en las zonas de producción y de comisiones y gastos de transporte, los terratenientes ganaderos han debido apropiar alrededor de un 50%. Fuente: A. SAMPER. Importancia del café en el comercio exterior de Colombia, Federación Nacional de Cafeteros, Bogotá, 1948, pág. 46.
Según este estimativo, el hato se expande lentamente hasta 1850, más o menos, y acelera su ritmo a partir de allí hasta 1899; la aceleración se hace más rápida para alcanzar un 2.9% anual entre 1903 y 1925, lo cual tiende a ser confirmado por el volumen de las exportaciones de cueros. Entre 1915 y 1925, el número de reses sacrificadas crece al muy alto ritmo del 4.3%
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anual (124), que de ser cierto significaría que hubo sario para las transacciones de esta peculiar formejoras en la tasa de extracción, con la saca de mación social, sobre todo durante los últimos animales más jóvenes, o sea, una mejora en la años del siglo. Se puede deducir que pequeños aumentos de la demanda como resultado de un productividad ganadera. auge exportador, minero o de emisión monetaLos precios de la carne son un débil indicador de la oferta, porque de lo que efectiva- ria, no obtienen respuesta adecuada por parte mente se mercadea tiene que descontarse el ga- de las haciendas o de la pequeña producción nado que se consume dentro de las haciendas o parcelaria en los renglones de cultivos, más aún el que consumen para sí los vaqueros del llano. en caso de que la apertura de una actividad de Aún así, el nivel de precios de la carne en Bogotá exportación sustraiga brazos para una parte de muestra, según Pardo Pardo, un curso descen- las haciendas del altiplano o atraiga a campesidente entre 1824 y 1841 (14 reales por arroba nos parcelarios, por cuanto esta masa de trabay 8.3, respectivamente) (125), mientras que de jadores autoconsume menos que antes y recurre 1859 en adelante empieza un alza secular de pre- más frecuentemente al mercado para satisfacer cios; en ese año el precio fue de 2 pesos (16 reales) sus necesidades. En el caso de la ganadería, la por arroba, alcanza 4 pesos en 1890, 6 en 1896 respuesta a las señales de mercado es también y sube aún más con la ola inflacionaria que inadecuada, pero menos que los cultivos, por acompaña la Guerra de los Mil Días. Si elabo- poder desenvolverse con menos brazos y por ramos un índice muy primitivo del precio de la llevar un ritmo de inversión, digámoslo así, carne en relación con la canasta de alimentos autónomo, resultado de la reproducción natural diseñada por Urrutia, obtenemos que, por lo del hato, al que se le va ampliando paulatinageneral, el precio de la carne sube menos que mente la frontera de pastos con las formas de los alimentos hasta 1904, cuando sube el do- trabajo que ya hemos descrito para la Costa, ble (126); o sea, que la carne cuenta con una oferta para Antioquia y para los Llanos Orientales, un poco más adecuada que el resto de la agricul- donde no se requiere siquiera tumbar monte. En tura, hasta que la disminución del hato causada efecto, el hato se reproduce espontáneamente y por la larga guerra de fin de siglo hace elevar sólo necesita de grandes inversiones iniciales en la tumba del monte, la siembra de pastos y relativamente sus precios. El precio de la carne en la Costa en 1858 el cercado de alambre de púas (que probablefue un 32% más bajo que el de Bogotá, mientras mente era utilizado todavía por muy pocos teque el de Honda fue un 25% menor (127), en lo rratenientes); los costos en metálico del trabajo cual interfiere, como ya se ha visto, el costo de serán mínimos en el caso de la ganadería costetransportar los ganados de tierra caliente a la ña. Sabana, a donde llegaban con grandes pérdidas Reiterando sus tesis de Industria y protecde peso, siendo necesario cebarlos durante cierto ción en Colombia, Luis Ospina Vásquez afirma período antes de venderlos. en otro escrito que «la extensión de la ganadeLo que aparece paradojal en el análisis de ría... fue el principal elemento dinámico de precios, es que cuando el hato crece lentamente, nuestra evolución agrícola desde el fin del pelos precios de la carne en Bogotá bajan (¿será ríodo colonial hasta la gran expansión del sólo ganado sabanero el que se consume enton- café» (128). En verdad, el tal dinamismo es discuces?), y con una tasa de crecimiento mayor del tible desde el punto de vista del desarrollo de hato los precios suben, o sea que la oferta de las fuerzas productivas del país, desde la persganados tiene una influencia modesta en la fija- pectiva del bienestar de la masa campesina y, ción del nivel de precios, por lo menos en lo más aún, considerando la opresión política que que se refiere a Bogotá. La escasez del circulante acompañó tal proceso económico. Este tipo de en la primera mitad de siglo y la muy recatada desarrollo fue corolario necesario de la monopoactividad de exportación, explican parcialmente lización del territorio nacional por unos cuantos el hecho de que todos los precios bajen; la esca- individuos, enajenando al campesinado su mesez de circulante se hace menos estrecha con el dio de producción por excelencia, como lo seauge tabacalero y crece el número de transaccio- ñala Alejandro López: nes, aligerándose aún más con la introducción «La existencia de la clase territorial privilegiada del papel dinero de curso forzoso que evidente- no solamente ha tenido por efecto la casi despomente tiende a ofrecer más circulante del nece- blación de las tierras cercanas a las pocas vías
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de acceso, con tanto trabajo construidas, y en las cuales la población podría gozar del escaso progreso y comodidades y seguridades creadas, sino que ha tenido un efecto moral y político desastroso sobre la parte menos capacitada de la población, y contenida dentro de esos fundos. ...[ella] vegeta en tierra extraña, si el apego y la actividad que inspiran el vivir y trabajar en la propiedad heredad; viven como de paso, expuestas a todas las contingencias y condiciones, como los gitanos de las tierras balkánicas (129)». En lo político, López señala que los arrendatarios son, o carne de las urnas en las contiendas electorales, o carne de cañón en las guerras civiles, invistiendo a los terratenientes del poder político local y nacional con el cual éstos no hacen más que obstaculizar el progreso general de la Nación y de la provincia. De esta manera, los terratenientes asentaron sus reales parasitariamente sobre una población a la que desposeyeron de derechos de propiedad, de expresión y organización, reduciéndola al más ínfimo nivel posible de existencia: Los campesinos colombianos fueron despojados de su trabajo sobrante y más, mientras los propietarios imponían trabas al desarrollo de la producción que no podían monopolizar, siempre con la intención de valorizar sus tierras y obtener rentas más altas. Sus métodos de sujeción violenta de los productores directos hacían difícil y hasta indeseable la adopción de mejoras técnicas en la producción; su manejo de la tierra ausentista, la barbarie social y política que reproducían constantemente, fue y sigue siendo una barrera objetiva al desarrollo de las fuerzas productivas en el campo. Los campesinos que lograron escapar del yugo del gran propietario se tuvieron que refugiar en las agrestes laderas o se lanzaron contra la selva, que ya descuajada por ellos, habría de ser disputada nuevamente por esta clase insaciable de propiedad territorial. El monopolio territorial descontó de entrada un amplio mercado interior campesino para los productos de una industria; el desarrollo capitalista que tendría lugar después, debió tributar parte importante de la plusvalía que extraía de los obreros a los terratenientes, para que éstos aceptaran finalmente expulsar a sus arrendatarios y poner sus tierras al servicio del capital. Por mucho tiempo (aún lo hace hoy) el campo produjo poco y caro, lo que encareció el costo del trabajo y de las materias primas para la industria. Un floreciente mercado campesino ba-
sado en pequeñas y medianas propiedades fue esperanza vana de algunos ideólogos ilustrados de la burguesía colombiana, como Alejandro López, que proyectaron una fuente abundante y barata de suministros agrícolas para la industria que así hubiera podido acumular más rápidamente; al mismo tiempo, se establecería una verdadera y estable república burguesa sobre la base de una importante clase media campesina, libre y relativamente próspera. Pero lo que venía sucediendo durante el siglo XIX y lo seguiría haciendo hasta el presente era bien distinto: los ganados desplazaban a los hombres, los animales le arrancaban el sustento a los humanos y los dueños de los primeros se regodeaban con título de inmensos territorios que el poder político todavía les garantizaba firmemente. El sueño burgués fue entonces irrealizable, con la excepción de un reducto de pequeños y medianos propietarios que hicieron la colonización del sur de Antioquia y que cuando empezaron a producir café, demostraron cuál era el verdadero potencial productivo de las formas libres de trabajo. La conformación de la economía. El café en las haciendas
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a primera ola en el establecimiento de grandes cafetales en el país fue impulsada por terratenientes de Santander (desde 1840), Cundinamarca y Tolima (desde 1870) y Antioquia (desde 1880). En lo que hoy es el departamento de Santander del Norte, los comerciantes de Cúcuta, que tenían estrechas relaciones con el mercado de Venezuela, siguieron el ejemplo de los productores de aquel país que venían exportando café desde 1825 y promovieron las haciendas sobre las estribaciones de la Cordillera Oriental. La evolución de la producción fue relativamente rápida, porque en los años 70 se exportaron hasta 10.000 toneladas (en 1873), cuando en 1834 prácticamente no figuran más de 150 toneladas exportadas (130). «En 1874, se cultivaba en Santander el 90% del café colombiano» (131). El deterioro progresivo de la producción cafetera de esta región hace difícil el conocimiento de las formas de producción con que se instaló la actividad; pero a juzgar por las aparcerías que subsistían allí a principios del presente siglo y la existencia de una numerosa población blanca, se puede colegir que fue este tipo de relación la que siempre imperó en la
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región, con menos cargas de trabajo obligatorio que en otras regiones (132), aunque Machado advierte que el sistema de aparcerías y de contratos parecen ser de transición, resultado de un proceso de decadencia de las grandes haciendas de Norte de Santander, a partir de sucesivas crisis desde fines del siglo XIX. En las regiones de Cundinamarca y el sur del Tolima, la misma estirpe de hombres que Medardo Rivas había llamado "los trabajadores de tierra caliente" establecieron grandes haciendas, repitiéndose muchos de los "ilustres" apellidos que habían estado involucrados en el cultivo y la comercialización del tabaco. Las relaciones de trabajo que organizaron estos hacendados constituyeron una regresión con respecto a las agregaturas del altiplano cundi-boyacense y, más aún, en comparación con las aparcerías con que se cultivó el tabaco. Gilhodes ha hecho el recuento de varias haciendas cafeteras que a principios de siglo no pagaban salarios por el trabajo obligatorio que debían prestar los arrendatarios (133), que a veces se aproximaba a 2 semanas por mes, como en las haciendas de Quipile (134), aunque otras haciendas continuaron con el sistema de pago de salarios inferiores a los de mano de obra no residente en ellas. Estas haciendas constituían verdaderos circuitos cerrados sobre sus arrendatarios, cuyo objeto era mantenerlos aislados de los mercados; de aquí que «antes de la guerra mencionada [de los Mil Días], muchas haciendas cafeteras tenían billetes propios de pequeño valor y monedas de níquel u hoja de lata, con los cuales se hacían todas las transacciones internas... los trabajadores.. se veían obligados a comprar enseres en la tienda que el mismo hacendado establecía, constituyéndose esto en un nuevo factor de explotación» (135); con la tienda de raya, los "salarios" pagados a los arrendatarios por el tiempo de trabajo en la hacienda se veían considerablemente mermados por los sobreprecios a los productos que debía comprar obligatoriamente allí. Con un fin similar, los arrendatarios tenían estrictamente prohibido sembrar cafetos u otro cultivo que pudieran comerciar por fuera del férreo circuito interno trazado por el terrateniente. El Comité de Cafeteros de Cundinamarca se pronunció sobre la pretensión de sus dependientes de sembrar café en sus parcelas, en el siguiente sentido: «El hecho mismo de que un arrendatario tenga sembrada una parte de su estancia o toda ella
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con café, no es en sí lo que hace que los dueños de las haciendas no lo permitan, por ocasionarle con esto más o menos perjuicios a la industria No: los dueños de las haciendas prohiben las siembras de café en los terrenos que voluntariamente dan a sus arrendatarios, movidos por el instinto y claro derecho de la conservación de su propiedad y de la tranquilidad de los trabajos de la hacienda, ya que, por dolorosa experiencia, saben que en estos tiempos, una vez que el campesino arrendatario, su indispensable colaborador y amigo, siembra su estancia de café se convierte, por arte de los profesionales azuzadores, en su enemigo y elemento absolutamente perjudicial para la pacífica posesión, dominio y explotación de sus propiedades» (136). Las razones para que los propietarios impidieran la siembra de productos comerciales en los lotes de pan coger de los arrendatarios, eran múltiples y complejas: 1) el arrendatario dejaría de cumplir la "obligación" para dedicarse a su propio cultivo comercial y la hacienda se vería desprovista de mano de obra, que siguió siendo extremadamente escasa durante toda esta coyuntura; 2) el arrendatario pretendería que se le pagaran mejoras en caso de ser desalojado y, como ya se ha visto, los terratenientes no reconocían el derecho de propiedad, ni siquiera el resultado del propio trabajo de su dependiente; 3) aún más grave para el propietario, el arrendatario pretendería derechos de propiedad sobre la tierra y pondría en cuestión el dominio de hecho del propietario sobre la parcela que éste había adjudicado en forma temporal; 4) el arrendatario desarrollaría un espíritu de independencia y confianza en sí mismo, que ponía en cuestión toda la estructura de las relaciones sociales que permitían el funcionamiento de este tipo de haciendas. Los trabajadores de las haciendas se veían sometidos a constantes abusos y exacciones arbitrarias, como el sistema de multas. Un terrateniente ilustrado describía el sistema en la siguíente forma: «Los dueños de las haciendas les imponen multas a los arrendatarios, en la mayor parte fuertes y desproporcionadas con la falta cometida por éstos; y, cuando por razón de la pobreza, o de la injusticia irritante, no son pagadas esas multas inmediatamente, los patronos se dirigen a los alcaldes, por medio de simples boletas, y les dicen que regalan esas multas al distrito, a fin
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de que se hagan efectivas autoritariamente... colocan a éstos en las disyuntivas de pagar prontamente o ir a la cárcel (137)». Sin embargo, debió de suceder más frecuentemente que el propietario se hiciera pagar las multas recurriendo a despojar directamente al arrendatario de sus haberes, o le retuviera salarios, lo cual, unido a las ventas a "crédito" de la tienda de raya, servían para endeudar arbitrariamente al arrendatario e impedirle que abandonara la hacienda, bajo la pena de cárcel, que aplicaron hasta bien entrado el siglo xx (138). El régimen municipal de todas las regiones del país exigía que los trabajadores y propietarios pagaran una especie de impuesto llamado "trabajo subsidiario" o "contribución de caminos", pagadero en trabajo vivo y sin ninguna remuneración (139). Mientras los propietarios utilizaban a sus dependientes, sin hacerles ningún reconocimiento (y empezaron a pagarlo en dinero), los campesinos parcelarios debían cumplirlo de todas maneras. Sin embargo, el impuesto era irritante también para los propietarios, y sólo los que más se beneficiaban personalmente con este tipo de "obras públicas" lo siguieron apoyando. En las regiones de Cundinamarca fue donde los propietarios hicieron una oposición mayor y terminaron pagándolo en dinero, pero tratando siempre de trasladarlo a sus arrendatarios (140). El sistema de explotación de este tipo de haciendas reposaba directamente en el ejercicio de la violencia, más aún que en los otros sistemas de rentas que hemos venido analizando. Parte de los arrendatarios debían servir obligatoriamente de informantes o "sapos" por períodos de 6 meses, durante los cuales debían rendir informes al alcalde o comisario de la localidad sobre la conducta de todos los arrendatarios. Estos evitaban cumplir con tal clase de funciones por el odio que despertaban entre sus compañeros, lo cual indica nuevamente que el sistema de coerción no funcionaba de la mejor manera. El comisario era un agente de los propietarios más poderosos, y empleaba la cárcel del municipio para imponer la autoridad y disciplina en las haciendas. Sin embargo, esto no era suficiente, pues "aparte de este comisario, los hacendados disponían de grupos de bravos y fieles, usados para someter a los arrendatarios y aparceros" (141).
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Las condiciones de vida de los arrendatarios eran aterradoras. Hasta un miembro afirmaba que "son muy pocos, relativamente, los individuos que han logrado vivir en ellas [las haciendas cafeteras] más de diez años" (142); la mayoría de la población arrendataria estaba infectada de uncinariasis a principios de este siglo, enfermedad producida por un parásito, que se torna endémica porque los trabajadores no utilizaban zapatos y no existían letrinas. Esto hacía que, conjuntamente con otras enfermedades, más del 90% de los trabajadores residentes estuvieran asolados por la anemia, que los tornaba en "demacrados, envejecidos prematuramente..., inservibles para la agricultura y listos para ocupar un puesto en el hospital" (143). La situación era tan nociva para la productividad del trabajo y hasta para la reproducción de la mano de obra, que la SAC, que reflejaba los intereses de los grandes terratenientes cafeteros por ser ellos sus fundadores, impulsó campañas fisiosanitarias a principios de siglo para remediar en alguna medida los desastres que estaban produciendo las enfermedades endémicas. Una pregunta interesante que surge frente a este peculiar desarrollo de las relaciones sociales en los grandes cafetales es por qué hay una regresión en estas relaciones, a pesar de existir una relativa racionalidad en el equipamiento técnico de estas haciendas (cuentan con maquinaria de despulpe moderna), en la forma como se lleva la contabilidad, pues por los lados de la comercialización del grano y el crédito con que operan se comportan como organizaciones de tipo capitalista (144). Lo cierto es que el trabajo no libre se intensifica y la remuneración en especie y dinero para los arrendatarios disminuye, mientras se multiplican los mecanismos coercitivos de control de los productores directos. Esto tiene un nivel de explicación respecto a las condiciones de comercialización, ya que las variaciones del precio en el mercado mundial son bruscas, y esto impone cierta racionalidad en las empresas cafeteras en el sentido de reducir costos y, en general, de maximizar ganancias. No obstante, el ansia de ganancias que se despierta en el alma de los terratenientes no es suficiente para que liberen el trabajo de sus ataduras serviles y lo organicen científicamente; por el contrario, la nueva situación conduce a intensificar la explotación de tipo servil, haciéndola aún más arbitraria que en el pasado. El ansia de ganancias operaba dentro de una formación social que se
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basaba todavía en relaciones de trabajo forzoso asalariado cobra importancia sólo en la labor de y no cambiarían el tipo de economía hasta que no la cosecha, cuando las haciendas deben recurrir comenzara a resquebrajarse toda esa estructura en parte (todavía emplearán a sus arrendatarios o edificio social por el movimiento conjunto de preferiblemente), a trabajadores temporales sus oprimidos y porque las condiciones genera- cuyo pago es estrictamente monetario. Es probales de la acumulación de capital favorecerían y ble que Urrutia debió contabilizar y ponderar la crearían el clima también social propicio para importancia del trabajo asalariado efectivamente la liberación de una parte cada vez más creciente empleado en la actividad cafetera para darle alde la mano de obra de la "obligación" para con gún piso objetivo a su hipótesis, que puede ser los terratenientes. Para Jorge Orlando Melo, cierta, pero de manera mucho más restringida "hacia 1880 se estaba formando un nuevo tipo de lo que supone. La hipótesis funciona aún de empresario rural y urbano más ilustrado que menos cuando se trata del café en la región el terrateniente tradicional, partidario del pro- occidental, cuya explotación para esta época se greso tecnológico, dispuesto a ensayar nuevos basaba en su mayor parte en mano de obra famicultivos, nuevas actividades productivas" (145). liar, efectivamente no remunerada en metálico. No obstante, es un empresariado a medias, un hí- El nivel explicativo de la hipótesis falla notoriabrido producido por las oportunidades que abre mente cuando se introduce el hecho de que la el comercio mundial del café; pero, paradójica- gran dinámica de la expansión cafetera la tiene mente, de hecho este tipo de empresario intro- la región occidental, que recurre menos al traduce una organización del trabajo aún más opre- bajo asalariado, mientras las haciendas del siva de la que exhibe el terrateniente "tradicio- oriente empiezan a encontrar obstáculos protunal". En cierta medida, se repite aquí el proceso berantes a su expansión productiva, los cuales de la "segunda servidumbre" descrito por Engels se derivan de sus contradicciones internas. para la Europa Oriental, donde las exportaciones La crisis cafetera de 1898 a 1905 muestra de trigo de las regiones de Prusia y Polonia cómo la actividad se basaba en la extracción de conducen a una intensificación de las cargas rentas de monto reducido (piénsese de nuevo feudales de los siervos y no a su liberación inmediata, aunque el proceso culminará en el siglo en los arrendatarios anémicos y saboteando conXIX con la ruptura del sistema de haciendas de tinuamente la producción) que en cierto momento, con los precios internacionales bajos y con los Junker o de la aristocracia polaca (146). altos fletes para el transporte del grano, no dan Son varias las evidencias de que el sistema para pagar intereses de los créditos contraídos, de crédito diseñado por la Regeneración sirvió sobre todo del exterior, conduciendo a la quiebra para suministrar crédito relativamente barato a y embargo de muchas grandes explotaciones, estos grandes terratenientes y para impulsar la en particular las situadas en Santander (149). exportación del grano (147); a su vez, el clima inflacionario generado por una emisión excesiva de Las condiciones de explotación tan aguda papel dinero -aunque ese clima fue causado tam- de los productores directos, combinada con una bién por la demanda que creó el aumento de la escasez tanto de arrendatarios como de trabajaactividad cafetera y las tres guerras civiles que dores temporales y sumada a condiciones sociase desatan entre 1885 y 1902- abarató conside- les y políticas cambiantes, se presta ya desde rablemente los jornales en términos reales. Se- 1918 para acrecentar la resistencia de los arrengún Miguel Urrutia, la baja de los salarios es datarios frente a los terratenientes; éstos pasan, la que precisamente permite el gran desarrollo de las actividades pasivas de sabotaje, a movide la actividad cafetera y muestra, según datos mientos organizados de rechazo a las obligaciorestringidos de haciendas, la baja de los salarios nes, al sistema de multas y a exigir salarios, reales que conforman la base de su hipótesis (148) indemnización en caso de desalojo, libre movi Pero como Urrutia ve la forma burguesa de pro- lidad dentro de las haciendas, y, en fin, a la ducción en todo tipo de organizaciones sociales tienda de raya en regiones como Fusagasugá, no concibe que los costos salariales de los terra- Pandi y Usme. De 1925 en adelante el movitenientes son bajos en razón de que los arrenda- miento de los arrendatarios se generalizaría a tarios, que llevan a cabo la mayor parte de las toda la región de grandes haciendas cafeteras y faenas, reciben sólo una fracción del salario vi- determinaría su desorganización, la parcelación gente, si es que lo reciben, y que el trabajo y ruina de muchas de ellas (150).
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El café en la región de colonización antioqueña El desarrollo del café en Antioquia fue iniciado también por terratenientes alrededor de 1890. Las familias Ospina, Jaramillo y Vásquez establecieron cafetales con la última técnica conocida. «A estos siguieron en breve otros ricos hacendados en los suelos pedregosos de Fredonia, que rápidamente se convirtieron en el centro de la industria cafetera de Antioquia» (151). A diferencia de las grandes haciendas de Cundinamarca, los terratenientes de esta región, que pesaban menos socialmente que en las otras regiones del país, establecieron "compañías", aparcerías relativamente libres con base en familias residentes, una por cada 5.000 árboles, que contrataban trabajadores «ya sea a jornal o bien con participación de los que recogen» (152). Este era un tipo de aparcería avanzado, en comparación con las vistas para el tabaco, ya que los partícipes tenían plena libertad de organizar la producción y mercadearla, sin estar obligados a adquirir vituallas de la hacienda. Tenían suficiente independencia como para contratar adicionalmente personal, lo que ya acerca a este aparcero a la categoría de patrón; sin embargo, como lo anota Parsons, la cosecha se hacía durante un prolongado período de cuidadosa recolección del grano maduro y, en consecuencia, se requería poca mano de obra adicional a la familiar. Tanto el producto como los gastos se dividían por partes iguales entre aparcero y terrateniente. Cualquier aumento de la productividad y la producción repercutía en aumentos proporcionales en el ingreso del aparcero; por lo tanto, operaba un incentivo positivo para introducir mejoras técnicas de siembra, recolección, cuidado de la tierra, etcétera. En los casos en que el aparcero no tuviera despulpadora y secadero, el propietario le cobraba cierta suma por cada arroba de café procesado (153). No obstante ser la gran propiedad en Antioquia la que inició el cultivo del grano, no hubo obstáculos para que se diseminara entre los pequeños y medianos propietarios más hacia el sur. Los sembrados de café se desarrollaron con rapidez en toda la región de la colonización, en especial después de 1903. A diferencia del cultivo del tabaco en la región de Ambalema, los productores eran aquí independientes en su mayoría y tenían todo el derecho a emprender autónomamente el cultivo, sin tener que temer por
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su sobretrabajo, como sí sucedía en todo el resto del territorio de la República. No hubo contradicción entonces entre los grandes y pequeños productores del grano, a pesar de que una forma de explotación competía por recursos, en particular la mano de obra, con la otra; más bien se dio una complementación, pues los grandes cultivadores desarrollaron la comercialización y pudieron obtener ganancias sustanciales de la intermediación que efectuaban sobre la producción de la pequeña y la mediana propiedad, por lo cual siguieron fomentando el cultivo en la medida en que el café aseguraba crecientes ventas en el mercado de Nueva York. Pero aún los aparceros de las haciendas de Antioquia tenían una movilidad impensable para los arrendatarios del resto de las haciendas del país: "Los trabajadores de las haciendas de Fredonia, que han constituido una extraordinaria porción de los colonos que han poblado las nuevas tierras del sur y el occidente, fueron los autores de la divulgación del conocimiento del café" (154). La accesibilidad de la frontera agrícola para los aparceros de las haciendas de Antioquia imponía una presión muy fuerte para que sus condiciones de trabajo en ellas y el nivel de vida obtenido no fueran muy distintos de los que podía obtener un colono asentándose en tierras nuevas. Asimismo, el nivel salarial debió ser proporcional al ingreso que obtenía un colono, por lo menos hasta que la colonización llegó a su límite contra las tierras monopolizadas del Valle del Cauca. La pequeña producción parcelaria de Antioquia y Caldas demostró una gran capacidad de expansión. Según Mariano Ospina, en su folleto popular El cultivo del café, "pocos frutos se prestan como el café al cultivo en grande y en pequeño... cada labrador, sin aumentar sensiblemente el trabajo que exigen de él los demás cultivos del maíz y de la yuca, puede convertir una parte de su campo en un cafetal procediendo gradualmente. El poner pequeños siembros o almácigos, que un niño puede asistir y mantener limpios, no le costará nada. Todo el sacrificio que tendrá que hacer será el costo de 150 hoyos y sembrar el café al hacer las siembras de la yuca y del maíz; los desyerbos que estas plantas exigen bastarán al café. Repitiendo el cultivo con esas plantas, a los tres años el campo se habrá convertido en un cafetal que empieza a producir" (155). De hecho, la pequeña producción parcelaria se amplió con una velocidad mucho
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mayor, dentro del mismo territorio antioqueño, que la producción de las haciendas de Fredonia. Conforme a M. Arango, "la producción de la zona de Fredonia creció intensamente en el período 1892-1922, pero en una proporción muy inferior a las regiones en que la producción dependía de campesinos parcelarios" (156); si en 1850 cerca del 50% de los cafetos estaban concentrados en los municipios de Fredonia, Amagá, Titiribí y Heliconia, en 1922 sólo el 28% de los cafetos provenían de esta región (157). Según el mismo Arango, "la gran expansión de estos departamentos se dio en el corto lapso de 21 años entre 1892 y 1913, en que la producción de Antioquia se multiplicó por 19.5, la de Caldas por 73.4 y en el Valle del Cauca aumentó 5.7 veces" (158). Como se ve, expansión de Caldas es casi cuatro veces superior a la del departamento de Antioquia. La estabilidad de la pequeña producción frente a las oscilaciones del precio internacional, fue también mayor que la de las grandes e ineficientes explotaciones, que fue resultado de la dependencia parcial de la propiedad parcelaria en relación con el mercado, a pesar de que, como ya se vio, las grandes haciendas de Cundinamarca procuraban también adquirir lo menos posible de insumo en el mercado y vender lo máximo en él. En el caso de la colonización antioqueña, los campesinos intercalaron plátano, maíz, fríjol y yuca con los cafetos, lo cual, además, sirvió de sombrío y regenerador del suelo; la cría de ganado mayor y menor, y de aves de corral, se integró como medio de subsistencia básico, complementario a la siembra del grano (que era toda para el mercado), prestando de esta manera un poder de compra considerable de manufacturas al campesinado de esta extensa región. En tiempos de crisis del mercado del grano se restringía este poder de compra, pero los medios de vida básicos seguían siendo suministrados por la unidad parcelaria. La estabilidad anotada proviene en buena parte también del hecho de que la productividad del trabajo y, en consecuencia, el excedente con que cuenta el productor, son mayores en la región de Antioquia que en la de Cundinamarca o Santander. Esta productividad del campesino parcelario nos puede parecer pequeña hoy en comparación con la de una agricultura de tipo comercial; pero si se la compara con el régimen de trabajo no libre imperante en la economía terrateniente del resto del país y, en particular,
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con los cafetales de Cundinamarca y Santander se comprenderá que es varias veces superior. El censo cafetero de 1932 reveló que la pequeña propiedad de Caldas tenía una productividad por área y por cafeto del doble de la Cundinamarca y tres veces la de Santander, con la consecuente menor cantidad de trabajo requerida para obtener una unidad de producto de mayor calidad que el de las otras regiones. El atraso técnico de las grandes plantaciones trabajadas por arrendatarios forzados era consecuencia necesaria de un sistema de incentivos negativos y violentos impuesto sobre los productores directos, mientras que la relativa libertad en el caso de la región de colonización y el incentivo del provecho individual funcionaban como motores interiorizados que impulsaban un esfuerzo sostenido mucho mayor en las labores, una disciplina en el trabajo, el desarrollo de la responsabilidad y la iniciativa personales, que fueron todos caldo de cultivo propicio para mejorar técnicamente la producción. El trabajo constante de la familia sobre la parcela acumulaba mejoras, aprovechando todo el tiempo muerto que genera el ciclo del cultivo. Las experiencias sociales en el cultivo se transmitían libremente y eran acogidas por la mayoría de los productores. El café interplantado, el sombrío, los abonos vegetales que suministraba el despulpe del grano, primero por medio de un pilón de piedra y más tarde por máquinas manuales que utilizaban las corrientes de agua y sistemas de gravedad para decantar la carne del cerezo, los abonos animales que proveía el complemento de la cría de ganado mayor, los sistemas de drenaje, el deshierbe con machete y menos con azadón, que evitaba la erosión, fueron los elementos principales que dieron lugar a una alta producción por cafeto, a una longevidad mayor de los árboles, a regenerar el suelo con los desechos del mismo proceso productivo, dándole un mayor contenido orgánico al suelo, evitando la erosión en terrenos sembrados de cafetos que tenían frecuentemente pendientes mayores de 45 grados. Es diciente que la clasificación de suelos que tiene hoy día el Instituto Geográfico Agustín Codazzi, para la mayor parte de las regiones cafeteras sea los de grado VI, o sean tierras inservibles para la agricultura desde el punto de vista de gradiente, pedregosidad, espesor de la capa vegetal, etcétera, siendo sólo adecuadas para bosques. «En el lapso de 25 años se realizó aquí una de las colonizaciones
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[cafeteras] -dice el geógrafo Ernesto Guhl- más importantes en el país y con el mejor de los éxitos, no obstante que el mapa en cuestión afirma lo contrario» (159). Es posible que el criterio de clasificación de los suelos sea estrecho, pero no deja de ser cierto que este fenómeno de la ocupación de vertiente fue forzado por la monopolización de la buena tierra por los terratenientes, y aún así, la fuerza productiva del hombre fue capaz de dominar tan inhóspito territorio y sentar las verdaderas bases del desarrollo capitalista del país. La alta productividad y capacidad expansiva de la economía parcelaria de la colonización hizo que la región se hiciera dominante en la producción de café en un período relativamente corto de tiempo. En 1874, Santander y Cundinamarca originaban el 95.1% de la producción exportable y las regiones de Antioquia y Caldas un 3.1% con exportaciones de un monto de unas 10.000 toneladas anuales. En 1913, los papeles empezaban a cambiar, pues los primeros contribuían con un 48.7% de las exportaciones y la región de colonización un 40.6%, mientras que el monto absoluto había crecido a 62.000 toneladas en 1914. Ya en 1932 la región de pequeña producción generaba un 60.4% de las exportaciones y Cundinamarca y Santander un 24.6%, mientras el monto absoluto se había elevado a 191.000 toneladas (160). El atraso de las grandes plantaciones y su incapacidad de expandirse rápidamente (lo cual dependía de su capacidad de incrementar el número de arrendatarios, que se hizo crecientemente difícil en la medida en que aumentaba el desarrollo capitalista del país), su bajo monto de acumulación de rentas, los problemas internos que le acarreó la lucha campesina, determinaron todos una tasa de crecimiento positiva, pero muchas veces inferior a la que lograba la región donde las relaciones sociales eran relativamente más libres. Por otra parte, las grandes plantaciones dependían mucho más del crédito y de los avances de las casas importadoras del exterior que los pequeños productores (161), lo cual, por ejemplo, contribuyó a que la devaluación del tipo de cambio del papel dinero frente a la libra inglesa les elevara proporcionalmente el monto de la deuda, conduciendo a la ruina a muchos terratenientes cafeteros y determinando la quiebra del Banco de los Exportadores, que se había formado con la finalidad de estabilizar
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y reducir las tasas de interés luego que se disolvió el Banco Nacional en 1897. Según Absalón Machado, el sistema de fichas y moneda interna de las haciendas fue declarado ilegal por el gobierno en 1898, y éstas tuvieron que recurrir al papel dinero para llevar a cabo todas sus transacciones (162), aunque es probable que la efectividad de la medida no haya sido muy grande porque las tiendas de raya y el sistema de fichas se manifiesta todavía en los años de 1920. En todo caso, las necesidades en metálico para expandir la inversión en las haciendas se incrementaban a medida que escaseaban aún más los arrendatarios y existían gastos duros en la comercialización y transporte del grano, lo cual no era tan cierto para los pequeños productores, aunque estos costos hicieran variar el precio que recibían por su café de parte de los grandes intermediarios de las casas extranjeras y nacionales que dominaron el mercado hasta los años 20. El cálculo de rentabilidades que hace, por ejemplo. McGreevey (163), para determinar la tasa de expansión de la economía cafetera, no es muy relevante ni para la pequeña ni para la gran producción, porque estamos todavía en una economía donde los factores extra-económicos son predominantes y en ninguno de los dos casos se trata de empresas de tipo capitalista. Lo único necesario de comprobar es que las ganancias sean positivas en los dos casos, y menos para la pequeña producción que llevaba a cabo su inversión con erogaciones en metálico relativamente pequeñas. En este sentido, bastaba que pequeños fundos antes dedicados a cultivos de pan coger se dedicaran a intercalar café o que se abrieran nuevas tierras para determinar un ritmo tan impresionante de "inversión", como lo demuestra el caso del viejo Caldas, sin que entre a mediar mucho una muy hipotética tasa de ganancias. La prosperidad de la región colonizada por los antioqueños se manifiesta a todo lo largo del siglo XIX, pero se hace protuberante con su expansión cafetera, especialmente después de la Guerra de los Mil Días. La expansión demográfica de la región es siempre superior a la media nacional en más o menos un 1% (164), lo que indica condiciones de bienestar y estabilidad familiares mayores que las del resto de la muy oprimida población de la República. La ampliación de la producción cafetera permitió el avance del ferrocarril de Antioquia
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hacia Puerto Berrío, terminado después de muchas dificultades en 1914 y que fue fundamental para abaratar los costos de transporte a fin de que éstos no representaran más de un 6% del precio del grano en Nueva York, cuando en 1880 había representado hasta un 20% (165). La producción de Caldas fue también conectada con Mariquita, cerca al río Magdalena, por medio de un cable aéreo entre Manizales y este municipio de 72 kilómetros de extensión. Los excedentes creados por el café también sirvieron para adelantar obras públicas en otros frentes y para interconectar en forma creciente diferentes regiones del país, aunque el objetivo era ligar las regiones cafeteras con los puertos. El auge cafetero favoreció en Antioquia un proceso de especialización del trabajo y separación de campo-ciudad: demanda por medios de producción como despulpadoras, picas, azadones y machetes, que fueron el sustento de pequeñas industrias metalmecánicas de Medellín, Amagá y Manizales (166). Las trilladoras de Pereira, Armenia, Amagá y Manizales se desarrollaron bajo este impulso, y fueron una de las fuentes más importantes de empleo industrial en el país, lo que a su vez aumentó la actividad de suministros para estas ciudades, que crecieron en esta coyuntura al convertirse en centros de comercio, acopio y trilla para el café. De esta manera, se fue conformando uno de los pilares más importantes para el mercado interior del país. El mercado campesino de Antioquia y Caldas demandaba un número creciente de manufacturas que en un principio se importaron en su mayoría, pero que más adelante fueron abastecidas por industrias de tipo manufacturero y fabril que contaban con una mínima cobertura de protección aduanera. La acumulación comercial y financiera en manos de compañías de importación y exportación fue una de las bases más importantes de inversiones en fábricas de textiles, comestibles, materiales de construcción y las ya mencionadas metalmecánicas. Es indudable que los capitales antioqueños que intermediaban la producción se multiplicaron y que ya no se trataba de fortunas al estilo Pepe Sierra, producto de monopolizar las rentas estatales de aguardiente y de especular con tierras urbanas y rurales (167), sino de capitales alimentados por un creciente flujo de comercio exterior e interior, que fue disminuido notoriamente porque el capital extranjero durante esta etapa revistió grande importancia en la interme-
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diación del grano con los mercados internacionales. Si antes habían faltado condiciones políticas y económicas para impulsar la industrialización, ahora estas condiciones estaban ya más maduras: un proletariado fundamentalmente femenino en las crecientes ciudades de Antioquia, montos de capital en rápida ampliación, y un mercado aún más dinámico para todo tipo de manufacturas. En 1903, según Ospina Vásquez, «todavía era muy poco, pero ya se presentía un porvenir industrial, basado en las aptitudes que habían estimulado o suscitado las necesidades de la minería» (168). Un proceso similar se daba desde antes en Bogotá, fundamentado también en parte por el auge del café en el occidente de Cundinamarca, pero adicionando otros factores, como la abundante población del altiplano que, a pesar de estar sometida en gran parte a los terratenientes, constituía un mercado de cierta importancia por su número, y más importante porque las relaciones sociales venían transformándose lentamente con avances trascendentales de la agricultura comercial y de la ganadería de leche. El hecho de que Bogotá se había convertido en el indiscutible centro político y financiero de un país en proceso de unificación, condujo a un apreciable desarrollo urbano y a acentuar la separación campo-ciudad también allí, quizá de modo más radical aún que en Antioquia, dando lugar al surgimiento de industrias de bebidas y de insumos para la construcción (ambas inmunes a la competencia externa) y a una efervescencia de la actividad artesanal. El mismo auge cafetero que determinaba el incremento del comercio exterior revivió las ciudades de la Costa, en particular Barranquilla y Cartagena, la primera de las cuales quedó convertida en el primer puerto del país y centro de comercio de intenso movimiento, que fue aprovechado también por un considerable número de industrias que empezaron a establecerse allí. En el plano político, los grandes terratenientes cafeteros desplegaron notable influencia a través de la SAC, Sociedad de Agricultores de Colombia, que fue el aparato gremial de los cultivadores semifeudales del grano, creado por ellos, y lograron, por medio de los dos partidos tradicionales, establecer y desarrollar proyectos económicos de gran envergadura en materia de transporte, puertos, electrificación, etcétera. De hecho, los agro-exportadores se tornaron en sector hegemónico dentro de los gobiernos conser-
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vadores que siguieron a la Guerra de los Mil Días, y compartieron y comparten esa hegemonía con los financistas e industriales hasta en los gobiernos de hoy. Haciendas, Estado, mercado mundial y capitalismo. Auge tabacalero y cafetero
E
n pleno auge tabacalero, alrededor de 1870, la población colombiana alcanzaba la cifra de 2.9 millones de almas. Cuadro No. 4 Población trabajadora y vagos en 1870-71 Categoría Agricultores y ganaderos Artesanos y fabricantes Sirvientes Mineros Comerciantes Propietarios Vagos Fuente:
Número
Porcentaje
816.812 335.424 225.000 40.000 26.668 14.373 21.000 '1.479.277
55.2 22.7 15.2 2.7 1.8 1.0 1.4
URRUTIA, ARRUBLA, ob. cit.
Si suponemos que había unos 150.000 pequeños propietarios (en el censo de 1912 figurarán 191.500) y unos 10.000 grandes terratenientes, ello nos daría un promedio de 65 arrendatarios por cada propietario, es decir, que menos de un 1% de la población controla cerca del 50% de la misma. El número de sirvientes que aparece es también bastante grande e indicativo del tipo de sociedad que estamos examinando. Haciendo un cálculo heroico de que existen unas 40.000 familias ricas y de clase media, ello daría un poco más de 5 sirvientes por familia. En el censo aparecen 16.812 personas dedicadas a la ganadería, o sea que la actividad superextensiva daba empleo a poco más de 1% de la población. Según nuestro estimativo del hato ganadero, para 1870 habían alrededor de 3.3 millones de reses, es decir, que cada trabajador o vaquero estaría a cargo de 170 cabezas, lo cual es exagerado. Los artesanos y fabricantes conforman más de un quinto de la población, y, junto con los comerciantes y vagos, integran la base de la población urbana, aunque debió haber también un número importante de artesa-
nos residentes en el campo. Los vagos alcanzan sólo a 21.000, el 1.4% de la población relativamente activa, lo cual es muy bajo para el conjunto y tiende a desmentir a escritores como Miguel Samper, sobre la magnitud del desempleo existente entonces, aunque en las ciudades éste ha podido ser mayor. En todo caso, existían disposiciones de policía que permitían forzar a trabajar a los vagos (169). El auge tabacalero, unido al incremento de las importaciones que competían con la producción artesanal, impulsaron, por una parte, el desarrollo de algunas zonas (Girón, Palmira, Carmen de Bolívar, Ambalema) y el desarrollo urbano de Bogotá; pero, por otra, tuvieron un efecto negativo sobre la actividad artesanal, que no estamos en condiciones de cuantificar en forma precisa. Que hubiera todavía 335.000 artesanos y fabricantes en 1870, significa por lo menos que la actividad no fue barrida definitivamente; pero, en realidad, el descenso de los ingresos del sector se manifiesta en la transformación de la región oriental en una zona deprimida económicamente, sobre todo después que se restringen también las exportaciones de sombreros de paja; y el descontento de la población artesanal de la capital, que relata Miguel Samper en su ensayo La miseria en Bogotá, pone de manifiesto que, en particular, las importaciones de telas baratas, los "batanes" rústicos a precios muy bajos, tuvieron un efecto fuerte para restringir la actividad local. Parece, sin embargo, que, el efecto de competencia extranjera se restringe alrededor de 1870, si hacemos un examen de la composición de las importaciones durante varios años: Cuadro No. 5 Composición de las importaciones Rubro Alimentos y licores Telas e hilos Herramientas, máquinas, materias primas, (papel, materiales de construcción) Otros (loza, drogas, armas, lujos)
1854 1858 1870 1875 1878 10.4 9.2 29.4 37.9 20.2 71.4 64.3 22.0 19.0 19.2
8.9
9.3 19.8 18.1 18.6
9.5
17.2 28.8 25.0 58.0
Fuente: F. LLERAS DE LA FUENTE. El café: antecedentes generales y expansión hasta 1914, tesis de grado. Universidad de los Andes.
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Es posible que hubiera un efecto neto de desurbanización durante el período y que parte de los artesanos desplazados hubieran tenido que recurrir a la agricultura, aunque este efecto no pudo ser muy grande porque el país nunca había tenido hasta el momento una población urbana importante. El auge tabacalero desarrolló en Ambalema una industria de procesamiento y aliño que dio vida a un pequeño proletariado compuesto fundamentalmente por mujeres, con salarios muy bajos (170). El tabaco activó la navegación por el río Magdalena y dio trabajo a braceros, arrieros y transportistas sobre bases también libres. El empleo generado directa e indirectamente por el auge tabacalero llegó, según un cálculo arbitrario de McGreevey, a 70.000 personas en el año de 1875, aunque Safford dice que el efecto directo puede haber sido mayor, porque McGreevey supone un producto por trabajador de 1.000 pesos y el segundo opina que no debe pasar de $400 (171), lo cual, de todos modos, sería cercano a un 4.7% de la población relativamente activa, cifra apreciable pero que no fue suficiente para resquebrajar las férreas relaciones sociales que imperaban entonces; los cambios que introdujo fueron ciertamente menores. Durante el apogeo del tabaco y, más tarde, con los cortos ciclos del añil, algodón, quina y cueros, se valorizaron las tierras bajas. Según Medardo Rivas, la hectárea en Guataquecito alcanzó unos $ 58 alrededor de 1870, y ya hemos visto que para 1861 los valores de las tierras altas oscilaban en cerca de $ 35 por hectárea. La valorización de estas tierras estaba estrechamente ligada a las condiciones de exportación, y cuando éstas se deterioraron los valores territoriales también se vinieron al suelo. Si, por un lado, los efectos multiplicadores de la producción tabacalera fueron limitados -se llegó a un máximo volumen de exportación anual de unas 545.724 arrobas en 1874-76 con un valor de unos 2.2 millones de pesos-, por otro, la contracción de la actividad artesanal, que no se percibía muy claramente mientras se mantenía la actividad en alza del tabaco, se mostró de una magnitud mayor cuando vino el desplome del tabaco. Lo que le quedó a las clases dominantes en su acervo de medios productivos con la crisis de 1875, fue poco: las artesanías contraídas, las ciudades en decadencia, avances muy limitados en los medios de transporte y ruina para los exportadores y las
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regiones y sectores que afectaba. Debido a la escasa integración del país y al limitado monto de la actividad, la crisis del tabaco, apreciada en una perspectiva realista, ha debido pasar inadvertida para regiones como Boyacá-aunque sus artesanos sí sintieron la competencia externa-, el Cauca y Nariño; aun Antioquia y su región de colonización no la han debido sentir mucho. Según Camacho Roldán, las fortunas "de los grandes empresarios de industria, grandes durante los primeros años, se deshicieron en las pérdidas de los últimos y no dejaron nada acumulado, nada que despertase siquiera el recuerdo de los días de prosperidad" (172). En fin de cuentas, los efectos externos sobre la economía nacional determinaron en esta etapa la introducción, en algunas zonas, de formas superiores en la explotación del trabajo, en comparación con las que existían antes, como la aparcería y trabajo asalariado de manera más limitada; pero en otras regiones generó la contracción de amplios sectores, lo cual significó la reducción de un mercado interior peculiar al régimen de producción entonces imperante. Las artesanías, obviamente, consumían materias primas agrícolas como algodón, fique, palma, cueros, añil, y los artesanos debían alimentarse; o sea, que la disminución de sus ingresos debió de repercutir también sobre la actividad agrícola y subsidiaria que la complementaba. El café, por otra parte, representó un esfuerzo mucho mayor, tanto de la economía de la hacienda -que logra vender cerca de 5 millones de pesos a principios de siglo, más de dos veces de lo que había alcanzado el tabaco en sus mejores épocas— como de la expansión de la economía campesina, que es el verdadero motor de la expansión y que en 1925 generaba más de 25 millones de pesos ella sola, o sea, unas 12 veces de lo que representó al tabaco en 1870-74, aunque en esta etapa las haciendas alcanzan a generar todavía unos 12 millones de pesos. No creemos que la distribución del ingreso tenga mucho que ver en el éxito del café contra la ruina del tabaco, como lo supone McGreevey, sino más bien la estructura social de la economía terrateniente en dos momentos y de la economía campesina en relación con el café. La primera logró una expansión de la producción con toda su obtusa formación interna, mucho más pronunciada que la lograda por la economía del tabaco basada en la aparcería, intensificando las
El régimen agrario durante el siglo XIX en Colombia
Cuadro No. 6 Exportaciones de café y tabaco promedios anuales (miles de pesos) Período 1843-44 1885-59 1886-69 1870-74 1875-79 1895-99 1906-09 1910-14 1915-19 1920-24 Fuente: A.
SAMPER,
Tabaco
Café
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n.d.
1.924 2.726 2.031 1.252
338 774 785 1.142 4.000 5.841 13.247 24.379 45.689
ob. cit., págs. 53, 54; 87-89.
relaciones serviles, mientras que la segunda involucra cambios técnicos y un gran desarrollo de la productividad del trabajo para alcanzar tan formidable expansión de la producción. En la posdata que hace la hija de Röthlisberger a la obra de su padre, se lee algo muy interesante: "Nadie hubiera sospechado que este maltrecho país llegara a ser el segundo exportador de café en el mundo" (173), pues nadie se había dado cuenta que los bosques de Caldas y el Quindío venían siendo tumbados por una abundante población campesina libre que, cuando se hiciera al cultivo del café, haría lo que no fueron capaces de hacer los terratenientes con todo su poder sobre hombres y tierras. A pesar de esto, la vinculación de Colombia al mercado mundial por medio de un solo producto, lo ciertamente maltrecho de su formación social que le impedía producir más, tanto para la exportación como para el mercado interno, hizo que "la trascendental y gran consecuencia de ello fue [ra] sin embargo, que la suerte del país esté hoy indisolublemente ligada a los precios del mercado mundial y que ya no sea posible a Colombia dirigir por separado su vida económica" (174). Capitalismo, feudalismo y mercado mundial Del análisis de las relaciones de producción en las haciendas y de sus expresiones en la superestructura jurídica y política, se pueden deducir algunos elementos de la formación social colombiana durante el siglo XIX. Ambos aspectos de las relaciones sociales se nos muestran
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como pre-capitalistas, pero también como híbridos; en la esfera productiva existe el ansia de ganancias en la gestión de una parte de los terratenientes que se dedica a la exportación, mientras que la actividad del Estado también pretende sentar condiciones para acelerar el comercio y ampliar su radio de acción. Ya no existe, pues, feudalismo puro, aunque la relación de producción básica sea servil. Además, se presenta una serie de diferencias notables con el paradigma del sistema feudal. Una de las diferencias más importantes es que las relaciones de la economía con un mercado capitalista mundial tensiona frecuentemente los circuitos comerciales internos, produce inversiones de capitalistas extranjeros en renglones claves de la economía, pone a disposición de los terratenientes y aun de parte del campesinado las fuerzas productivas desarrolladas por el sistema capitalista en Europa y Estados Unidos y, finalmente, exige cambios profundos en la conformación y gestión del Estado. Hay cierto desarrollo de la acumulación de rentas y ganancias comerciales en la actividad exportadora que entra en contradicción, tarde o temprano, con las relaciones de producción imperantes, primero para intensificarlas, y más tarde para socavarlas e integrar núcleos regionales de acumulación que expanden su radio de acción; además, fomenta la diferenciación dentro del campesinado libre ligado a la producción para la exportación, induce a la separación campo-ciudad, sienta condiciones para el desarrollo de una industria que a su vez someterá en grado creciente a la agricultura y, en últimas, promueve el desarrollo del capital dentro de la sociedad. En el sistema colombiano de haciendas atrás analizado, la explotación de los arrendatarios en todos los casos tiene lugar por medios extra-económicos. La relación de dependencia entre campesino y terrateniente es claramente de naturaleza servil. Sin embargo, el campesino arrendatario o aparcero no es un vasallo en términos estrictos, y tiene una movilidad mayor que la de un siervo de la gleba del sistema feudal típico, a pesar de que esa movilidad está restringida por los "avances", las deudas y la superestructura política local que las refuerza con cierta dificultad, como lo muestra la inestabilidad de las formas de organización del trabajo manifiestas en Guaduas, Ambalema, en el Cauca y en la Costa Atlántica.
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Digamos que el peonaje por deudas es novedoso y corresponde a las formaciones sociales de América Latina. En Colombia el sistema imperó hasta los años 30 de este siglo; Alejandro López luchó en la Asamblea de Antioquia para eliminarlo, lo cual logró para aquella región. El sistema venía operando a través de una "disposición de policía en virtud de la cual un obrero podía ser reclamado por medio de la autoridad, para que fuera a pagarle al patrón, en trabajo, dinero o géneros que éste le había anticipado, lo que equivalía al servilismo reforzado por medio de la ley. Mas no estoy seguro que en todos los rincones de Colombia se haya logrado otro tanto, y hace muy poco tiempo que las haciendas del departamento de Bolívar se vendían incluyendo en el precio los peones a los que se había servilizado por el anticipo de dineros o géneros" (175). Aunque la relación aparente ser económica, en la práctica la contabilidad es arbitraria a favor del terrateniente y emana de su poder para establecer el vínculo extra-económico de dependencia con el "agregado"; la deuda no tiene nada que ver con el mercado de dinero, y el que la contrae pierde capacidad de arbitrio o, para decirlo más llanamente, pierde su libertad. Otra de las diferencias notables con el sistema feudal clásico es que los terratenientes locales y su organización política tienen poco que ver con la organización corporativa, con su intrincado sistema de jerarquías, cesiones de tierras y hombres, con sus consecuentes contraprestaciones de servicios militares entre mayor o menor grado de aristocracia, hasta llegar al siervo de la gleba. En nuestro caso, el terrateniente tiene propiedad privada a su favor, de libre enajenación; no es concesionario condicional como en el feudalismo, ni tiene que ofrecer contraprestaciones en servicios por su presunto dominio. Recuérdese que la propiedad privada de la tierra es inexistente en el feudalismo. Aquí la propiedad privada está restringida a una clase que pretende un monopolio del territorio y obtiene titulaciones en función de su poder político y económico; pero se ve enfrentada a las ocupaciones de hecho de los colonos y, en algunos casos, le toca respetar el derecho consuetudinario de la propiedad campesina. Que el régimen liberal se haya enfrentado al régimen corporativo de la Iglesia en la cuestión de tierras no enajenables, de "manos muertas", que obedecen un presunto poder extra-territorial, pone de ma-
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nifiesto que el régimen de propiedad tiene definitivamente cierto grado de movilidad mercantil. El mismo análisis se aplica para la erradicación de la propiedad comunitaria indígena. Desde este punto de vista, las relaciones de propiedad no son estrictamente modernas, es decir capitalistas, pues la movilidad de la tierra se restringe a las compraventas, remates y herencias dentro de la misma clase terrateniente que pretende negar ese mismo derecho de propiedad al campesino parcelario, sin lograr, en fin de cuentas, impedir cierto desarrollo de este tipo de propiedad. De aquí se deduce que las relaciones jurídicas de propiedad expresan con ciertas mediaciones las relaciones de producción: el monopolio territorial es condición necesaria para sujetar hombres. En el aspecto de jurisdicciones y soberanía, el poder del terrateniente sobre la población no emana de cesión ni es tampoco absoluto; está mediado por un régimen político nacional y regional que opera para garantizar, cuando puede hacerlo, el sometimiento del campesinado a los terratenientes; pero, como ya se ha visto, tal sistema funciona con bastantes dificultades. Es así como el terrateniente no es juez en derecho propio, como en el sistema feudal, y tiene que recurrir al sistema político para expresar sus intereses como parte de las clases dominantes. Es aún más obvio aclarar que las agudas contradicciones entre las clases dominantes colombianas durante el siglo XIX debilitaron en gran medida el poder coercitivo del sistema político sobre la población; a esto se le agregan las presiones externas que ejerce el mercado mundial para hacer más móvil la producción (y la mano de obra), las imposiciones de la burguesía imperialista inglesa (por ejemplo, para la liberación de los esclavos) y una considerable comercialización de la producción (parte del trabajo necesario y casi todo el trabajo excedente), conducen a que la población tenga una libertad mayor que la que muestra el típico sistema feudal. Es más, la población sometida puede a veces expresar sus intereses dentro de las contradicciones que generan las clases dominantes (negros que se enrolan en los ejércitos liberales, bandidaje durante las guerras civiles y aun después de culminadas éstas) y también lo hacen en tiempos de paz (sabotaje al trabajo obligatorio, fugas de arrendatarios hacia la frontera agrícola o hacia otras haciendas o aun hacia las ciudades, etcétera).
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La misma evolución del sistema político impone la necesidad de que los terratenientes organicen sus propias milicias y diriman las contradicciones partidistas a través de la guerra. Pero todo el sistema reposa sobre la violencia para oprimir a los arrendatarios. Que se recurra a ella arbitraria y abiertamente, revela la debilidad del sistema institucional e ideológico (recuérdese que los liberales, por lo menos, no pueden contar mucho con el clero) para lograr la sumisión del campesinado por medios que interioricen el consenso a las reglas de juego de las clases dominantes. Por el contrario, la violencia abierta genera "la astucia, el fraude y todos los recursos humanos" de los campesinos para burlar la explotación terrateniente, fuera de provocar acciones violentas por parte de los oprimidos. Tenemos entonces un sistema económico que cuenta con lo específico del feudalismo: la servidumbre o las rentas en trabajo, especie y dinero, combinadas con aparcerías; pero la relación de dependencia es mucho más débil que en el feudalismo europeo o asiático, donde la atadura a la tierra es inconmovible porque la formación social es una economía de tipo natural y no existe la acumulación. Aquí la acumulación de rentas y ganancias comerciales es posible, aunque su magnitud sea relativamente pequeña por la baja productividad del trabajo y se interrumpa según los altibajos de la actividad exportadora; pero aun así, la circulación de mercancías es mucho mayor, lo mismo que la división social del trabajo y la movilidad de los hombres y tierras. Existe aquí algo más: un campesinado propietario de hecho la mayor parte de las veces, pero también en derecho (como el de la colonización antioqueña), o sea que no toda la población está sometida a los terratenientes, produciéndose frontales luchas cuando éstos intentan imponer su dominación sobre estos sectores. El trabajo sujeto de las haciendas es una constante en el desarrollo de la economía de los siglos XVIII y XIX de todos los países de América Latina, y el afán de incrustarse en el mercado mundial tuvo lugar, en la mayor parte de las ocasiones, bajo este tipo de relaciones sociales, con resultados bastante desiguales. Según Halperin Donghi: «Las quejas sobre la invencible pereza del campesinado hispanoamericano, en que coinciden observadores extranjeros y doctos voceros locales del nuevo orden, son testimonios de un pro-
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blema insoluble: se trata de hacer de ese campesino una suerte de híbrido que reúna las ventajas del proletario moderno (rapidez, eficiencia surgidos no sólo de una voluntad genérica de trabajo, sino también de una actitud racional frente al trabajo) y las del trabajador rural tradicional en la América Latina (escasas exigencias en cuanto a salarios y otras recompensas, mansedumbre para aceptar una disciplina que insuficientemente racionalizada ella misma, incluye vastos márgenes de arbitrariedad)» (176). La "pereza" es la actitud de sabotaje permanente que desarrolla el arrendatario frente a la abierta apropiación de su trabajo sobrante. Si existe aun pereza cuando el campesino es dueño de todo su trabajo, es porque el medio tropical permite que con muy poco trabajo y con un nivel muy bajo de necesidades se pueda reproducir la subsistencia, lo que sucede en algunas tierras con el cultivo del plátano y del maíz complementados con la pesca, que hace rechinar de clientes a los terratenientes o capitalistas cuando este tipo humano rehúsa asalariarse, lo que hará sólo cuando sea expropiado de sus sencillos medios de vida. Pero no hay que idealizar tampoco supuestas condiciones fáciles de vida, porque la mayor parte del campesinado andino tendrá que trabajar muy duro y sostenido para alcanzar un mínimo nivel de subsistencia. Y aun en tierra caliente habrá obstáculos naturales inmensos que el campesino deberá vencer para asegurar que la selva no invada la tierra de labor. A pesar de que los terratenientes intentaron ejercer un alto grado de explotación sobre la mano de obra, que absorbía aproximadamente la mitad del tiempo efectivo de trabajo, la productividad de éste era muy baja en el lote de pan coger y más baja aún en las tierras de la hacienda. El desmembramiento de la jornada de trabajo contribuye a este resultado; por eso se ha colegido que la unificación de la jornada de trabajo en los casos de terrajes y aparcerías es en cierta medida un avance en la productividad del trabajo, mayor aún en las aparcerías libres y todavía más en el caso de la pequeña propiedad parcelaria. Sin embargo, todavía estaremos lejos del capitalismo, donde el trabajo asalariado interioriza el terror del hambre, donde el capitalista comanda la producción y no el productor directo, pudiendo así acelerar endemoniadamente el ritmo y la intensidad del trabajo, establecer una organización del trabajo es-
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tridamente racional e introducir la ciencia aplicada a la producción para obtener el aumento máximo de la productividad del trabajo y hacer que éste arroje un excedente varias veces superior per cápita que bajo los obtusos sistemas de producción que hemos venido examinando. Haciendas, Estado y comercio El tipo de Estado que emerge de esta estructura social tiende hacia la disgregación por la atomización productiva que generan las grandes haciendas (177). El proyecto liberal puede aparecer como impulsor del comercio internacional y promotor de la libre iniciativa al máximo, para lo cual aboga por el debilitamiento del Estado central, pero en cierta medida también recoge las presiones regionales de soberanía terrateniente. Las presiones externas y en particular el proyecto agroexportador, fuerzan al estado a desarrollar los elementos básicos para acelerar la circulación de mercancías y capitales; de aquí las características "modernas" burguesas que adquiere el régimen político. Estas se expresan en la eliminación de los monopolios estatales, en el libre cambio, en la separación de ese otro Estado corporativo que es la Iglesia y que se apropia del décimo de la producción agropecuaria y frena la movilidad de las tierras y de la población, en la abolición de la esclavitud y, en general, de impulsar la iniciativa privada en la acumulación de capital. Pero de aquí también el doble carácter, la ambigüedad del régimen político del siglo XIX que, por una parte, promueve la circulación de mercancías y tierras, y por la otra, consolida el monopolio terrateniente de las últimas y garantiza la sujeción del campesinado. Se trata indudablemente de una república liberal, pero no de una república burguesa, sobre todo porque permite que la población se mantenga atada a la tierra y no se preocupa por remover esta situación, como sí lo harán las fuerzas políticas que se desarrollan con la burguesía industrial ya bien entrado el presente siglo. El sufragio universal, concedido por los liberales entre 1850 y 1876, con la breve interrupción coaligada entre. 1855 y 1859 implicó más que todo otra obligación para los arrendatarios de votar por sus patronos, creándose sólo una apreciable competencia entre los partidos para ganarse a los artesanos y a los campesinos parcelarios libres (178). Tal democracia era tan burguesa como lo era el sistema productivo, y su
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esencia se puede apreciar mejor si se considera que los campesinos en general no tenían igualdad jurídica, ni formal ni real, en comparación con los terratenientes. A partir de 1886 el sufragio se limita a los propietarios y alfabetos y se enreda en un complicado sistema de electores lo cual refleja mejor las condiciones sociales imperantes en la República. Pero aun el sistema electoral, cargado en todas las ocasiones en favor de terratenientes y comerciantes, no funciona muy bien para zanjar las divergencias entre las clases dominantes, y es mucho más expedito y representativo el sistema de recurrir a las armas. Algunos autores han colegido de esta situación ambigua del régimen político que las instituciones nacionales simplemente copiaron las extranjeras, sin tener mucho que ver con las condiciones reales bajo las cuales se desenvolvía la política nacional. Esto tiene algo de cierto en relación con los aspectos formales del régimen (el tipo de constitución, las escuelas de derecho que se imponen), pero la verdad es que las instituciones en su funcionamiento concreto, en su práctica, reflejan muy bien los intereses y opciones de las clases dominantes y sientan suficientes condiciones para que se imponga la hegemonía del proyecto de algún sector en determinada coyuntura. En todos los casos, existe un consenso entre ambos partidos respecto al proyecto, en el sentido de que es necesario impulsar las exportaciones, atraer capitales extranjeros, desarrollar las obras públicas indispensables para la exportación; ninguno de los dos partidos le presta mucho énfasis al desarrollo del mercado interior, y ambos están de acuerdo en la necesidad de mantener sojuzgado al campesinado arrendatario y de no permitir el libre acceso a la tierra. Las contradicciones que afloran violentamente acerca de las relaciones entre Estado e Iglesia, federalismo y centralismo, sistema de crédito público o privado, lo hacen así porque el Estado no ha adquirido el monopolio de las armas y el poder reposa en la capacidad militar de los terratenientes y comerciantes más ricos. Mientras más tierras y "protegidos" tuviera un terrateniente, podía asimismo disponer de un ejército más numeroso que se avituallaba por medio del despojo indiscriminado. Si sobre un tema en disputa entre los partidos se unían tres grandes terratenientes de una región, digamos del gran Estado soberano del Cauca, ya se tenían
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las condiciones mínimas para dar lugar a un levantamiento que iba contagiando las regiones por donde avanzaran las huestes iniciales hasta convergir sobre Bogotá y determinar su caída. Como ya se ha visto, la acumulación de rentas que puede exhibir la clase terrateniente es débil por la baja productividad del trabajo que explota, y se contrapone a la acumulación de ganancias comerciales que puede ser más sostenida, por ejemplo, durante el auge tabacalero. Las iniciativas políticas y los proyectos económicos pertenecen de hecho a la burguesía comercial, no importa que existan comerciantes conservadores, ya que la clase terrateniente es pasiva y más se aferra a mantener intactas sus bases sociales, y de ahí su defensa de la Iglesia o de la esclavitud. Sin embargo, a partir del medio siglo la clase terrateniente se diferencia porque el proyecto liberal le brinda oportunidades de enriquecimiento rápido, lo que no es tan claro cuando se trata de regímenes conservadores. Esta es la clave de la hegemonía liberal entre 1850 y 1859. No obstante, con la crisis del tabaco en 1876, seguido de un período de estancamiento y aun de contracción de la producción social, la repartición de un excedente en descenso se torna problemática y contribuye a arreciar las contradicciones entre las clases dominantes. El surgimiento de un sistema privado de crédito que remplaza al eclesiástico y que es una prolongación de las actividades de la burguesía comercial, exige un pesado tributo a los terratenientes, que, tradicionalmente endeudados, se ven complicados por tasas de interés en ascenso que resultan de la nueva escasez de circulante que genera el desequilibrio de la balanza de pagos. El fracaso del proyecto exportador resquebraja cada vez la hegemonía de los liberales y se va conformando un nuevo proyecto un tanto distinto, el de la Regeneración, que enfatizará el equilibrio de la balanza de pagos con una dosis más acentuada de protección, del desarrollo de un sistema barato y estatal de crédito, del monopolio de la emisión de dinero, del fortalecimiento del poder central, de la abolición a las trabas internas de comercio que han surgido con los Estados soberanos, de una aproximación entre Iglesia y Estado que le dé cohesión ideológica a la dominación de los terratenientes. Los objetivos no están muy alejados del proyecto liberal, pero han cambiado, sobre todo los medios para obtenerlos: Estado fuerte que garantice la cons-
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trucción de la infraestructura de exportación, crédito barato para los exportadores, lo cual requiere equilibrio en la balanza de pagos para contar con más circulante interno, etcétera (179). Si hay un sector especialmente favorecido por este proyecto, es el de los grandes terratenientes exportadores, mientras son golpeados los comerciantes y los nuevos sectores financieros. Para salirnos un poco del debate sobre la nuñología, tan estéril en aportar explicaciones objetivas sobre el período, diremos que la Regeneración constituye un proyecto de unificación nacional por la vía reaccionaria, que, si por una parte, empieza a sentar condiciones para la creación de un mercado interno, relativamente protegido, para el desarrollo de un sistema nacional de crédito que subsidie la acumulación y para la formación de una infraestructura que ayude este proceso, se trata en cambio de favorecer a terratenientes, y no hay nada serio que nos indique que el proyecto contemple la industrialización (la protección, entre otras cosas, no es muy alta), ni siquiera la protección de la artesanía, aunque Núñez hace demagogia con este tipo de medidas entre el artesanado de Bogotá. Por otra parte, el acercamiento con la Iglesia reintroduciría instituciones que operarían como trabas objetivas al desarrollo de las fuerzas productivas en varios sentidos: el sistema educativo tomaría un rumbo confesional y desarrollaría poco la técnica; el control de la vida civil restringiría la movilidad de la población, su libertad, y desarrollaría la represión moral y sexual sobre bases supersticiosas y anticientíficas en ella, perpetuando la barbarie de la vida cotidiana; y, finalmente, la Iglesia entraría a operar como fuerza política de choque, fanatizando a las masas, condenando todo progreso ante ellas y todo avance de la cultura popular, perpetuando las fuerzas más retrógradas de la sociedad colombiana y colaborando en el sometimiento del campesinado por parte de los terratenientes. Si queremos hacer una caracterización comparativa de Núñez, podríamos decir que su proyecto es casi similar al de Bismarck, para la unificación alemana, con todas las características reaccionarias de tal transición (180), pero en una escala mucho más pequeña, en un pequeño país tropical y subordinado por el imperialismo inglés, siendo un proyecto que tuvo muchas más dificultades para imponerse que el de su contraparte europea. En efecto, el Banco Nacional fue saboteado por los comerciantes y tuvo que cerrar
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puertas en 1897, el sistema de emisión fue manejado con cierta prudencia por los gobiernos nuñistas hasta 1890, pero de allí en adelante se emitió en exceso y el fisco empezó a tragarse ingresos de todas clases; la unificación política necesitó de tres guerras y de altas dosis de represión política que todavía son legados para la nación colombiana moderna, y, aún así, las regiones quedaron operando sus contradicciones en el centro; muchas de ellas se debilitaron tanto, que terminaron en aparatos burocráticos sin ninguna función., El Estado no logró fortalecerse financieramente sino a partir del auge cafetero, ya algo avanzado el siglo xx (181). La verdadera centralización vino después del robo de Panamá por los Estados Unidos, en 1903, cuando hablar nuevamente de federalismo o de soberanía estatal significaba prácticamente ponerse de lado de los usurpadores imperialistas. El proceso culminó, a pesar de todo, sentando las premisas políticas y territoriales para el desarrollo capitalista en Colombia: abolición de trabas interiores al comercio y protección aduanera mínima, o sea conformación de un mercado interior que se amplió mucho con el auge cafetero; puesta del Estado al servicio de la acumulación privada, papel que se jugó con mayor claridad a partir del gobierno del general Reyes, después de la guerra de los Mil Días; estabilidad política y monopolio de las armas por parte del Estado, con la formación de un único ejército nacional, asesorado por una misión chilena que venía de aprender las artes marciales de la escuela prusiana, que es donde se acaba el símil de la Regeneración con el proceso que impulsara Bismarck en la unificación alemana. Hacia el capitalismo La guerra de los Mil Días significó la derrota final del proyecto liberal en todos sus aspectos, tanto económicos como políticos. La guerra coincidió con la crisis de la actividad cafetera por una pronunciada caída de las cotizaciones internacionales. La crisis venía siendo confrontada por el gobierno con desacierto y arbitrariedad al imponer un impuesto a la exportación en tales momentos, el cual despertó la activa oposición del gremio cafetero. El gobierno vivía además una desmedida corrupción administrativa, descrita en la novela de Marroquín, Pax (a pesar de sostener un punto de vista
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gobiernista), lo que contribuyó a debilitarlo políticamente. Para sufragar un creciente déficit fiscal se recurrió a la desaforada emisión de papel dinero de curso forzoso, produciéndose una inflación galopante que no empezó a ser controlada sino a partir de 1907 y que golpeó rudamente a todas las capas de la población No obstante tener todos estos elementos en contra, los ejércitos del gobierno y de los conservadores se impusieron en una guerra prolongada. "Las ventajas del gobierno para esta clase de guerras habían aumentado, sobre todo en cuanto a la existencia de un ejército regular con dotación moderna, mientras los rebeldes debían desenterrar sus armas de diseños obsoletos de los patios donde las habían escondido al concluir antiguos levantamientos" (182). La victoria no fue muy rotunda, como lo demuestra el hecho de que hubo ánimo conciliatorio en la escogencia del general Reyes como candidato conservador, que no había tenido responsabilidades en la guerra, y que éste hubiera nombrado a un tercio de liberales en su gabinete. La guerra ocasionó un número no precisado de muertos que algunos ponen en cien mil, pero lo cierto fue que desorganizó significativamente la actividad agrícola y ganadera; la inflación paralizó a más de una empresa y causó la quiebra de muchas haciendas cafeteras. El partido liberal empezó a modificar su plataforma después de la guerra; abandonó los principios del libre-cambio y del federalismo, y comenzó a propugnar una activa intervención del Estado en la economía que impulsara la industria, defendiera al trabajador y reformara la legislación agraria (183). Habían surgido dentro de este partido sectores burgueses en el plano ideológico, como Uribe Uribe, que principiaron a diseñar un nuevo proyecto político y económico que se impondría paulatinamente en el partido con el correr de los años y que comenzaría a implementarse con el retorno de la República liberal en 1930. La limitada coalición con la que gobernó Reyes impulsó una reestructuración de la tarifa arancelaria, elevándola en relación con los productos terminados y haciendo rebajas para las materias primas. La medida no fue del agrado de los terratenientes ni de los cafeteros, pues argumentaron que una industria que importara todos sus insumos sería "exótica", aunque tampoco hubo una confrontación fuerte en relación con una política que ya mostraba una finalidad de industrialización más definida. Lo cierto es
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que la agricultura, tal como se encontraba a principios de siglo, era incapaz de abastecer las necesidades de una industria, con la excepción de la actividad cervecera que había impulsado el cultivo comercial de la cebada en la Sabana de Bogotá, al parecer con relativo éxito. Los únicos productos agrícolas no perecederos y que hasta entonces podían transportarse sin problemas eran la panela, el arroz y el ganado. Los demás cultivos se restringían a mercados locales. Esto cambió en la medida en que el gobierno de Reyes y los que lo siguieron impulsaron con mayor determinación y mejores finanzas la terminación de varios ramales del ferrocarril que estaban sin culminar y se construyeron muchas carreteras para el equipo automotor que empezó a hacerse corriente en el país alrededor de 1910 (184). Con el incremento de las comunicaciones comenzaron a agilizarse los intercambios entre regiones de diverso clima y a que tanto las haciendas como las unidades parcelarias comercializaran una parte mayor de su producción. Las rentas de licores pasaron a manos de los departamentos en forma de industrias fabriles, desplazaron la producción en pequeños alambiques de las haciendas y se tornaron en grandes compradores de miel o melaza. Entre tanto, la industria avanzaba a buen ritmo. El producto manufacturero se expandió a una tasa media del 5% anual entre 1905 y 1925 y aceleró su ritmo durante la Primera Guerra Mundial al disminuir las importaciones provenientes de Europa y contar con una mayor cobertura de protección (185). Las industrias eran, pocas, ocupaban un escaso número de obreros, pero crecían bien: cerveza, textiles, vidrio, cemento y comestibles en Bogotá; textiles y cigarrillos, trilladoras y empaques, en Medellín; textiles y grasas, en Barranquilla. Pocas de estas industrias utilizaban materias primas agrícolas. Aún no había plantas de hilazas e hilado y, por lo tanto, las textileras no estaban en capacidad de absorber una presunta producción local de algodón, que sólo empezará a desarrollarse unos 40 años más tarde. Tampoco existía producción de oleaginosas que surtiera la industria de grasa y aceites. El empaque de café requería de fique en grandes cantidades, y éste, al parecer, expandió su producción también en Antioquia. Comenzó a producirse azúcar blanca por primera vez en el moderno ingenio de la hacienda Sincerín, cerca a Cartagena, que había sido beneficiada con subsidios directos del gobierno de
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Reyes; antes de esto, según Lemaitre, «Colombia no conocía más azúcar refinada que la poca que se importaba al país. El resto era panela y algo de azúcar parda en La Manuelita» (186). Sin embargo, Sincerín, quebró más adelante porque el régimen de lluvias de la Costa Atlántica no es adecuado para el cultivo de la caña de azúcar, mientras que en el Valle del Cauca, La Manuelita aumentaba su volumen de producción a ritmos muy acelerados e indujo la transformación de "La Paila" (hoy Río Paila) y otros feudos en grandes industrias de tipo fabril ya en los años 20, cuando queda definitivamente abierta una buena comunicación con Buenaventura y con el interior. Los precios en general se estabilizaron después de 1908, cuando se vuelve al antiguo patrón monetario, y existe una relativa estabilidad hasta 1918, cuando nuevamente empiezan a subir los precios agrícolas, recrudeciéndose la inflación a partir de 1925: la actividad se acelera como resultado del auge cafetero y los empréstitos e indemnizaciones que recibió el gobierno, dando lugar a las célebres leyes de emergencia de 1928 que levantaron los aranceles sobre los alimentos, mostrando claramente una vez más que la agricultura nacional no respondía en forma adecuada a los ritmos de acumulación y de consumo de las ciudades (187). El cultivo del banano por la United Fruit Company produjo una hojarasca en Santa Marta y en todos los pueblos de la región, pues contribuyó a dislocar las formas de trabajo forzado imperantes en la Costa y a extender sus efectos hasta la zona cafetera de Cundinamarca, donde «muchos campesinos emigraron por esa época [1906] a la Costa Atlántica y a las plantaciones bananeras, y la SAC trató de convencerlos que ello no era negocio, pues no ganaban nada al cambiarse de lugar y que por lo tanto les convenía permanecer en las zonas cafeteras» (188). Como ya se ha visto, la presencia de la United Fruit debió de tener un fuerte impacto en la formación de un verdadero mercado de trabajo en la Costa Atlántica y contribuyó a hacer inoperante el sistema de la "matrícula". La tecnología que introdujo el capital del enclave imperialista tuvo un efecto demostrativo notorio en la región: algunos terratenientes locales la copiaron como el general Benjamín Herrera, quien «sacó a bala y a salto de mata, a unos peones de su finca Colombia, porque le exigieron un centavo más por racimo de bananos que recolectaran» (189).
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El progreso de la acumulación a escala nacional que impulsó el café, primero, para luego hacer cada vez más rápido el desarrollo de la industria, del proletariado y de la vida urbana, con el consecuente surgimiento de conflictos entre las clases que implicaba el capital, comenzaron a resquebrajar todos los aspectos políticos y civiles de la sociedad colombiana. En 1919, por ejemplo, empezó a aceptarse el derecho de asociación y huelga por parte de los trabajadores asalariados, lo cual fue aprovechado por los arrendatarios del occidente de Cundinamarca para empezar a formar ligas campesinas. Ya en 1918, también los juzgados empezaron a dudar sobre los títulos superlatifundiarios y a conceder alguna razón a los colonos de tierras sin explotar hasta el momento, y, en particular, a reconocer su derecho de propiedad sobre las mejoras que involucraran en la tierra que trabajaban, así no se les reconociera propiedad sobre ellas. Se originaban luchas campesinas en varias regiones, luchas que se intensificarían durante los años 20 y 30. El mismo movimiento económico socavaba las viejas relaciones al demandar un creciente salariado y un mercado de tierras donde se delimitara con mayor exactitud la propiedad territorial. En la medida en que este proceso se
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profundizaba, los conflictos agrarios tomaron un cariz más generalizado, aunque no llegaría a obtener un alcance nacional y estaría caracterizado por acelerados ascensos y prolongados reflujos. Estas fuerzas políticas y el movimiento económico generado por el capitalismo, resquebrajarían cada vez más el sistema de haciendas que se transformaría paulatinamente, en forma muy lenta, hacia el capitalismo, unas veces arrendando a una burguesía rural que surgiría dentro del proceso de acumulación nacional otras, transformándose los propietarios en capitalistas, recurriendo sobre todo a la ganadería y, más aún, en otras ocasiones, los terratenientes de viejo cuño se arruinarían porque no serían capaces de cambiar y sus propiedades se desvalorizarían. Faltaría todavía medio siglo para que este proceso se desatara. Pero también las viejas fuerzas sociales se aprestaban para la batalla: pretendían que dentro de lo nuevo que se venía generando con el desarrollo capitalista, ellas perdieran lo menos posible de sus privilegios económicos y prebendas políticas de que hasta entonces habían gozado, y en gran medida lo han logrado hasta el momento.
Notas 1. J. Friede, La otra verdad. La Independencia americana vista por los españoles, Edic. Tercer Mundo, 1972, págs. 17 y 18. 2. Según Bushnell, "en realidad parece que los realistas tuvieron más éxitos en sus intentos por vencer la apatía nativa de los indios en relación con la lucha que se librara". (El régimen de Santander en la Nueva Granada, Bogotá, Edic. Tercer Mundo, 1967, pág. 202). J. M. Restrepo comenta cómo todos los pueblos de la Costa le dieron la bienvenida a la tropas de Morillo: «Estamos persuadidos de que si se hubiera intentado la concentración de las tropas, dejando a las provincias sin fuerzas militares, los pueblos se habrían conmovido y llamado a los españoles; tal era el lamentable estado de la opinión pública". Historia de la revolución en Colombia, vol. I, Medellín, Edit. Bedout, 1969, pág. 132. En la provincia de Pasto, los indígenas condujeron una feroz lucha de guerrillas contra los patriotas; según un general patriota encargado de la región en 1823, "si antes era la mayoría de la población la que se había declarado nuestra enemiga, ahora era la masa total de los pueblos la que nos hace la guerra con un fervor que no se puede explicar. Hemos cogido prisioneros de
nueve a diez años" (Restrepo, ob. cit., vol. V, pág. 98). Bolívar practicó entonces una política de "tierra arrasada" y el cantón de Pasto quedó pacificado, "pero destruidos sus ganados, su agricultura y las pequeñas manufacturas de lana, que antes se alimentaban de los vellones de ovejas que desaparecieron, su población diezmada, multitud de fusilados, mujeres violadas y ranchos quemados" (Restrepo, vol. V, pág. 138). En el llano, cuando las tropas fueron licenciadas en 1824, los hombres "se encontraron sin hogar ni ocupación' y se dedicaron al abigeato; la represión terrateniente fue tan violenta, que Restrepo consideró como una amenaza muy seria la "guerra de castas" en el Llano (ob. cit., vol., V, pág 156). 3. Véase mi artículo "El régimen agrario durante la Colonia", en la revista Ideología y Sociedad, núm. 13, Bogotá, abril-junio 1975, págs. 56 y 57. M. González, "El proceso de manumisión en Colombia", en revista Cuadernos Colombianos, núm. 2, segundo trimestre, 1974, Bogotá, págs. 125 y ss. 4. Para una comprensión del papel que cumple la Iglesia en la sociedad latinoamericana del siglo XIX y los
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obstáculos que comporta para los proyectos liberales, véase Ch. Hale, El liberalismo mexicano en la época de Mova, 1821-1853, México, Siglo XXI editores, 1972, págs. 111 y ss. 5. F. Gómez, "Los censos en Colombia antes de 1905", en M. Urrutia y M. Arrubla, Compendio de Estadísticas Históricas de Colombia, Dirección de Divulgación Cultural, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1970, pág. 30. 6. A. Lemoyne, Viajes y estancias en América del Sur: La Nueva Granada, Santiago de Cuba, Jamaica y el Istmo de Panamá, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1945, pág. 339. 7. F. Safford, Aspectos del siglo XIX en Colombia, Medellín, Ediciones Hombre Nuevo, 1977, pág. 31.
17. Restrepo arguye que una de las razones para el establecimiento de la monarquía o un gobierno muy fuerte por Bolívar, era que "temía sobremanera la guerra de colores"; (ob. cit., t. V, pág. 314). Mörner cita una carta de Bolívar a Santander, donde el primero afirma: "Igualdad legal no es bastante por el espíritu que tiene el pueblo, que quiere que haya libertad absoluta, tanto en lo público como en lo doméstico, y después querrá la pardocracia, que es la inclinación natural y única, para exterminio después de la clase privilegiada" (M. Mörner, La mezcla de razas en la historia de América Latina, Buenos Aires, Edit. Paidós, 1969, pág. 90). Halperín Donghi trae a cuento que los soportes del régimen fuerte que aludía Bolívar eran los patriarcas esclavistas, la aristocracia sin título de "los Mosquera, Arboleda, Arroyo y sus parientes", a los que contraponía a los Páez y Padilla, ambos mestizos y ambos pertenecientes al "partido de la canalla" que "abusan de la libertad de prensa" colocando amigos en influencias en el gobierno. Las citas son de la correspondencia de Bolívar (Halperín Donghi, ob. cit., págs. 64 a 70).
8. Entre otros, Aníbal Galindo, Miguel Samper y Salvador Camacho Roldán; véase de L. E. Nieto Arteta, Economía y cultura en la historia de Colombia, vol. II, Medellín, Edit. La Oveja Negra, 1970, págs. 7 y ss., para una interpretación muy influida por el punto de vista desarrollado por el liberalismo del siglo XIX.
18. M. González, ob. cit.
9. J. M. Ots Capdequí, Las instituciones del Nuevo Reino de Granada al tiempo de la independencia, Madrid, 1958, pág. 239.
20. J. Friede, La lucha del indio por la tierra, Bogotá, Ediciones La Chispa, 1972, págs. 104 y ss.
10. Lemoyne observa el carácter del reclutamiento, así: "Este afecta exclusivamente a la clase baja del pueblo"... En los contingentes, "como medida de precaución, para evitar que se fuguen, se les atan las manos a la espalda, uniéndoles unos a otros por medio de largas cuerdas cuyos extremos sujetan los oficiales o los soldados veteranos encargados de la conducción" (ob. cit., pág. 344). 11. Bushnell, ob. cit., pág. 152.
19. P. Vilar, Oro y moneda en la historia, 1450-1960, Barcelona, Ediciones Ariel, 1969, pág. 389.
21. J. O. Melo, "¿Cuánta tierra necesita un indio para sobrevivir?", en Revista Gaceta, Colcultura, núms. 12 y 13, Bogotá, 1977, págs. 28 y ss. 22. A. Pardo Pardo, Geografía económica y humana de Colombia, Bogotá, Edic. Tercer Mundo, 1972, pág. 245. El mismo cuadro núm. 116 señala unas 23.200 hectáreas para lo que hoy es el departamento de Nariño. 23. Bushnell, ob. cit., pág. 156.
24. 12. A. Tirado Mejía, Aspectos sociales de las guerras ci viles en Colombia, Biblioteca Básica Colombiana, Instituto 25. Colombiano de Cultura, Bogotá, 1977. 26. 13. J. Lynch, Las revoluciones hispanoamericanas, 18081826, Barcelona, Edit. Ariel, 1976, pág. 291. 27. 14. Safford, ob. cit., pág. 64, cita a José Manuel Restrepo, quien informaba que la tasa de interés en Bogotá era de un 24% en los años 30, mientras que en Antioquia era de un 8% anual, lo cual, además de reflejar la mayor turbulencia política en la capital, como afirma Safford, tiene que ver con la abundancia de circulante que existe por el desarrollo minero de Antioquia.
Ibíd., pág. 174. Restrepo, ob. cit., t. I, pág. 323. Mömer, ob. cit., pág. 95. Bushnell, ob. cit., pág. 203.
28. La cifra es de Restrepo, ob. cit., pág. 627. 29. Los datos son tomados del Censo de Población de 1843; se sumaron las provincias de Mompós, Cartagena, Santa Marta y Riohacha para la Costa Atlántica y Buenaventura y el Chocó para la del Pacífico.
15. Restrepo, ob. cit., t. I, pág. 242.
30. J. Duarte French, Florentino González, Bogotá, Ediciones Banco de la República, 1971, págs. 304 y 305.
16. T. Halperín Donghi, Hispanoamérica después de la independencia, Buenos Aires, Edit. Paidós, 1971.
31. Bushnell, ob. cit., pág. 175.
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32. Según Bushnell, "existía un acuerdo bastante general sobre el punto de mantener la raza de color en una posición de inferioridad numérica, ya fuera por medio del reclutamiento de esclavos para su envío a los campos de batalla o por medio del estímulo de la inmigración blanca de Europa" (ob. cit., pág. 194). 33. Ibíd., pág. 175. 34. M. Salazar, Historia de la propiedad territorial en Colombia, Bogotá, 1947, pág. 259. 35. J. Villegas, "Enfrentamiento Iglesia-Estado 18191887", en Gaceta, Colcultura, núms. 12-13, Bogotá, 1977, págs. 19 y ss. 36. G. Colmenares, "Censos y capellanías: formas de crédito en una economía agrícola", cap. IV del libro, Cali: terratenientes, mineros y comerciantes siglo XVIII, Universidad del Valle, División de Humanidades, Cali, 1975, págs. 109 y ss. 37. W. P. McGreevey, Historia económica de Colombia, Bogotá, Ediciones Tercer Mundo, 1975, págs. 123 y 125, cuadro XVI. 38. F. Díaz Díaz, La desamortización de bienes eclesiásticos en Boyacá, Tunja, Ediciones La Rana y el Águila, 1977, pág. 85. 39. Pardo Pardo hace un cálculo con base en un listado de haciendas desamortizadas que le da 90.067 hectáreas (ob. cit., pág. 261). 40. Villegas, ob. cit. 41. Díaz Díaz, ob. cit., pág. 53, donde cita las ventas de bienes del Convento del Carmen en Bogotá frente a las amenazas que se cernían sobre la tuición del culto. 42. A. Tirado Mejía, Introducción a la historia económica de Colombia, Medellín, Ediciones La Carreta, 1975.
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48. M. Mörner, "La hacienda hispanoamericana: examen de las investigaciones y debates recientes", en Haciendas, latifundios y plantaciones en América Latina, Simposio de Roma organizado por CLACSO, México, Siglo XXI Editores, 1975, pág. 46. 49. D. Bustamante, "Efectos económicos del papel moneda durante la Regeneración", en revista Cuadernos Colombianos, núm. 4, cuarto trimestre de 1974, págs. 561 y ss. 50. Baldíos 1837-1931, recopilación hecha por el Incora, Bogotá, sin fecha. Según Aníbal Galindo, hasta 1874 se habían titulado 3.318.506 hectáreas y se habían hecho adjudicaciones materiales por 1.159.502 hectáreas. De estas habían quizá 100.000 hectáreas concedidas a ocupantes y cultivadores del suelo. De las adjudicaciones sobre el terreno "no llega a la centésima parte la porción de esa superficie que ha sido realmente ocupada y modificada por el cultivo" (Asuntos económicos i fiscales, Bogotá, 1880, pág. 259). 51. A. López Toro, Migración y cambio social en Antioquia durante el siglo XIX, Bogotá, Cede, Universidad de los Andes, 1970, pág. 20. 52. J. Parsons, La colonización antioqueña en el occidente de la República, Bogotá, Banco de la República, 1961, págs. 100 a 105. 53. J. F. Ocampo, Dominio de clase en la ciudad colombiana, Medellín, Edit. La Oveja Negra, 1972, págs. 48 y 50. 54. D. Medrano, Cambios en las relaciones de producción en la hacienda cafetera del suroccidente antioqueño, tesis de grado. Depto. de Antropología, Universidad de los Andes, Bogotá, 1977, pág. 19. 55. J. Villegas, "La colonización de vertiente en el siglo XIX", CIE, Universidad de Antioquia, Medellín, 1977, págs. 24 y ss. 56. López Toro, ob. cit., pág. 40.
43. Tesis sostenida, por ejemplo, por Roger Bartra para México, en Estructura agraria y clases sociales en México, México, Ediciones Era, 1976. 44. Según las Estadísticas históricas (DANE, Bogotá, 1975, pág. 145), entre 1825 y 1829 se recolectaron anualmente $275.780; en 1839 hubo ingresos por $346.872 (pág. 147), aunque parece que éstos sólo se refieren al arzobispado de Bogotá, según el informe de Aníbal Galindo, de marzo de 1874 (pág. 153). En 1849-50 aparecen 236.427 pesos oro (pág. 162).
57. F. Safford, "Significación de los antioqueños en el desarrollo económico colombiano", en ob. cit., págs. 75 y ss. 58. T. Halperín Donghi, Historia contemporánea de América Latina, Barcelona, Alianza Editorial, 1970, pág. 212. 59. Safford, ob. cit., pág. 30. 60. Pardo Pardo, ob. cit., págs. 221 y 222.
45. McGreevey, ob. cit., pág 52. 46. McGreevey, ob. cit., pág. 53. 47. H. J. Habakkuk, American and British Technology in the Nineteenth Century, Cambridge University Pres, 1967, págs. 11 y ss.
61. Safford, Abstract Commerce and Enterprise in Central Colombia during the Nineteen Century, tesis de grado, Publicaciones del Cede, 1965. 62. M. Urrutia, y M. Arrubla, Compendio de estadísticas históricas de Colombia, U. N., Bogotá, pág. 86. La
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El régimen agrario durante el siglo XIX en Colombia serie de Urrutia muestra estabilidad de precios entre 1866 y 1887, mientras que la de Pardo Pardo un ascenso a partir de 1850. 63. Safford, Ensayos... 64. L. Ospina Vásquez, Industria y protección en Colombia 1810-1930, Medellín, Ediciones E.S.F., 19SS, pág. 429. 65. A. Tirado Mejía, Aspectos sociales de las guerras civiles en Colombia, Biblioteca Básica Colombiana, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1976, págs. 37 y ss.
sidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1971, págs. 147 y 149. 81. M. Rivas "El Cosechero", en Museo de Cuadros de Costumbres, Variedades y viajes, t. II, Biblioteca Banco Popular, Bogotá, 1973, pág. 178. 82. E. Díaz, "El Caney del Totumo", en Museo de Cuadros de Costumbres, t. II, pág. 293. 83. Ibídem. 84. Díaz, "El Caney...", pág. 293.
66. M. Deas, "Una hacienda cundinamarquesa entre 1870 y 1910", CID, Universidad Nacional, Bogotá, mimeógrafo, 1974; A. Díaz, Sinú, Pasión y vida del trópico, Bogotá, Edit. Santa Fe, 1935. 67. Bustamante, Efectos...
85. J. P. Harrison, "La evolución de la comercialización del tabaco colombiano hasta 1875" (Bejarano J. A., editor) en El siglo XIX en Colombia, visto por historiadores norteamericanos, Bogotá, Edit. La Carreta, 1977, pág. 78.
68. B. Jaramillo, Pepe Sierra, Medellín, Edit. Bedout, 1947, pág. 128.
86. Safford, ob. cit.
69. G. Colmenares, Cali..., págs. 10 y 11.
87. Harrison, ob. cit., págs. 79 y 80.
70. E. Lemoyne, ob. cit., págs. 157 y 158.
88. M. Rivas, "El Cosechero", pág. 172.
71. E. Díaz, El rejo de enlazar, Medellín, Edit. Bedout.
89. L. F. Sierra, ob. cit., págs. 159 y ss.
72. E. Díaz, Manuela, Medellín, Edit. Bedout, pág. 146.
90. Safford, ob. cit.
73. Lemoyne, ob. cit., pág. 158.
91. Manuela, pág. 236.
74. C. Pardo Umaña, Haciendas de la Sabana, su historia, sus leyendas y tradiciones, Bogotá, Edit. Kelly, 1946.
92. León Helguera, "La hacienda Coconuco del general Mosquera", en Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, Departamento de Historia, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.
75. O. Fals Borda, Campesinos de los Andes. Estudio sociológico de Saucio, Bogotá, Edit. Iqueima, 1961, pág. 136. 76. D. Fajardo, Tenencia de la tierra y producción en el valle del Chisacá, CID, Universidad Nacional, mimeógrafo, Bogotá, 1976. 77. Urrutia, Anubla, ob. cit., págs. 89 y 90. 78. C. Marx, El Capital, vol. III, México, Fondo de Cultura Económica, pág. 315: "Cualquiera que sea el régimen de producción que sirva de base para producir los productos lanzados a la circulación como mercancías —ya sea el comunismo primitivo, la producción esclavista, la producción pequeño-campesina o pequeño burguesa o la producción capitalista-, el carácter de los productos como mercancías es siempre el mismo, y, como tales mercancías, tienen que someterse al proceso de cambio y a los cambios de forma correspondientes".
93. M. Mina, Esclavitud y libertad en el Cauca Bogotá, Publicaciones de La Rosca, 1975, pág. 50. 94. Ibíd., pág. 54. 95. S. Kalmanovitz, "El régimen agrario durante la Colonia", en revista Ideología y Sociedad, Bogotá, 1975. 96. Ibíd., pág. 56. 97. Ibíd. 98. I. Holton, "Nueva Granada, Veinte Meses en los Andes", en Viajeros extranjeros en Colombia, Cali, Carvajal y Cía., 1970, pág. 131. 99. L. Rivera y Garrido, Impresiones y recuerdos, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1946.
79. M. Rivas, Los trabajadores de tierra caliente, Bogotá, Ediciones del Banco Popular, 1972.
100. B. Jaramillo Sierra, Pepe Sierra, Medellín, Edit. Bedout, 1947, pág. 113.
80. L. F. Sierra, El tabaco en ¡a economía colombiana del ligio XIX, Dirección de Divulgación Cultural, Univer-
101. E. Röthlisberger, El Dorado, Publicaciones del Banco de la República, Bogotá, 1963, pág. 438.
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102. P. J. Eder, El fundador Santiago Eder, Edit. Antares, 1959, págs. 82, 88 y 490. 103. O. Fals Borda, Haciendas y poblamiento en la Costa Atlántica, Bogotá, Edit. Punta de Lanza, 1976, pág. 38. Alejandro López dice que las ganaderías que abrieron los antioqueños a fines de siglo se hicieron por medio de jornaleros (Cfr. Problemas colombianos, Medellín, Edit. La Carreta, 1976, pág. 50).
114. L. Ospina Vásquez, ob. cit., pág. 447. 115. A. López, Problemas colombianos, Medellín, Edit. La Carreta, 1976, pág. 51. 116. Ospina Vásquez, ob. cit., pág. 272. 117. O. Fals Borda, Capitalismo..., pág. 38. 118. A. López, ob. cit., pág. 136.
104. M. Deas, "Algunas notas sobre la historia del caciquismo en Colombia", en Revista de Historia, núm. 2, Bogotá, julio de 1976, pág. 35. 105. Fals Borda, Capitalismo..., pág. 40.
119. Mr. Wheeler, "Colombia", Informe Consular de Mr. Dickinson to the Marquis of Salisbury, Bogotá, 1888, pág. 11. Agradezco a Jesús Antonio Bejarano el haberme suministrado copia de este documento.
106. F. Botero, A. Guzmán, "El enclave agrícola en la Zona Bananera de Santa Marta", Revista Cuadernos Colombianos, núm. 11, segundo trimestre de 1977, Bogotá, pag. 336.
120. Röthlisberger, El Dorado, Publicaciones del Banco de la República, Bogotá, 1963, pág. 246.
107. Fals Borda, Capitalismo..., pág. 41.
122. Wheeler, ob. cit., pág. 12.
108. Sindicato de Agricultores de Palermo, Tinajones, Montería, 1972.
123. Vergara y Velasco, ob. cit., pág. 727.
109. El excelente análisis hecho por Fals Borda ha permitido dilucidar muchos puntos oscuros de la historia agraria de la Costa Atlántica y descubrir las formas principales de organización social. Sin embargo, estamos en desacuerdo con la periodización que hace Fals del proceso, como si ya, desde temprano, en el siglo XIX, hubiera capitalismo, y tampoco compartimos su explicación de los cambios más importantes ocurridos en el organismo social en términos de la evolución tecnológica de determinadas haciendas y de la iniciativa de algunos terratenientes, como los casos que ilustra sobre la hacienda Berástegui o la Marta Magdalena, y no como resultado de un proceso social lleno de contradicciones entre fuerzas productivas y relaciones sociales y entre explotadores y explotados. En el análisis sobre la hacienda Marta Magdalena, Fals hace un análisis de la acumulación originaria a nivel micro-económico, lo cual confunde el concepto mismo del fenómeno que sólo puede aplicarse a agregados sociales. Cfr. "La Marta Magdalena: un caso de acumulación originaria de capital", ponencia presentada en Seminario de Historia de Colombia, Universidad Nacional, septiembre 1977.
121. Ibíd., págs. 252, 253 y 256.
124. Contraloría General de la República, Anuario General de Estadísticas, Bogotá, varios años. 125. Pardo Pardo, ob. cit., pág. 226. 126. El índice que nos da es el siguiente: 1864 1865 1878 1879 1881 1882 1883
1001884 1171891 991892 901894 841901 931904 911905
108 80 76 57 83 177.7 209.8
Fuente: Urrutia, Arrubla, ob. cit., pág. 85. 127. Sierra, ob. cit., pág. 166. 128. L. Ospina Vásquez, Plan agrícola, Bogotá, 1961. 129. A. López, ob. cit., págs. 54 y 55. 130. A. Samper, ob. cit., pág. 87.
110. Véase Miguel Samper, La miseria en Bogotá y otros ensayos, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1969; B. J. Vergara y Velasco, Nueva geografía de Colombia, t. I, Imprenta del Vapor, 1907, págs. 726 y 727. 111. M. Rivas, Los trabajadores... 112. L. Ospina Vásquez, Industria y protección en Colombia 1810-1930, Medellín, Funciones E.S.F., 1955, pág. 446. 113. S. Camacho Roldán, Memorias, Medellín, Edit. Bedout, pág. 186.
131. R. C. Beyer, "El transporte y la industria del café en Colombia",en J. A. Bejarano, editor,ob. cit.,pág. 251. 132. A. Machado, El café, De la aparcería al capitalismo, Bogotá, Edit. Punta de Lanza, págs. 182, 194 y 195. 133. P. Gilhodes, Luchas agrarias en Colombia, Medellín, Edit. La Carreta, 1975, pág. 32. 134. Machado, op. cit., pág. 199. 135. Ibíd., pág. 53.
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El régimen agrario durante el siglo XIX en Colombia
137. Citado por Machado, ob. cit., pág. 47.
159. E. Guhl., Colombia: bosquejo de su geografía tropical, t. I, Biblioteca Básica Colombiana, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1975, pág. 247.
138. A. López, Idearium liberal, París, Ediciones La Antorcha, 1930, pág. 188.
160. Urrutia, Arrubla, ob. cit., y A. Samper, ídem, págs. 88 y 89.
139. Deas, ob. cit. 140. Machado, ob. cit., pág. 44.
161. F. Zambrano, "El comercio del café en Cundinamarca", en revista Cuadernos Colombianos, núm. 11, Bogotá, tercer trimestre, 1977.
141. Ibíd., págs. 45 y 46.
162. Machado, ob. cit., págs 52 y ss.
142. Ibíd., pág. 50.
163. W. P. McGreevey, op. cit.
143. Ibíd., pág. 51.
164. Véase Urrutia, Arrubla, ob. cit., primera parte, que llega hasta el Censo de 1870. Entre 1871 y 1905 la tasa de expansión de Antioquia y Caldas fue de un 2.2% y la media del país un 1.7% anual.
136. Citado por Machado, ob. cit., pág. 262.
144. M. Deas, Una finca cundinamarquesa entre I870y 1910, Universidad Nacional de Colombia, CID, mimeógrafo, Bogotá, 1974, para la finca Santa Bárbara. Para las condiciones técnicas con que cuentan las haciendas alrededor del Río Negro, véase a Rivas, ob. cit.
165. R. C, Beyer, "El transporte y la industria del café en Colombia", en J. A. Bejarano, ob. cit., págs. 245 y ss.
145. J. O. Melo, "Colombia 1880-1930: La República Conservadora", en revista ideología y Sociedad, núm. 12, Bogotá, enero-marzo 1975, pág. 85.
166. Parsons, ob. cit., pág. 254.
146. Véase de W. Kula, Teoría económica del sistema feudal, México, Edit. Siglo XXI, 1974, págs. 162 y ss.
168. Ospina Vásquez, ob. cit., pág. 308.
167. B. Jaramillo Sierra, ob. cit.
169. Arango, ob. cit., 99. 147. Bustamante, ob. cit.; Vergara y Velasco, ob. cit.: si el café es importante, "débese al régimen de papel moneda", pág. 739.
170. Sierra, ob. cit., pág. 150. 171. McGreevey, ob. cit., Safford, Aspectos..., pág. 222.
148. M. Urrutia, "El sector externo y la distribución de ingresos en Colombia en el siglo XIX", Gaceta, Colcultura, núms. 12-13, 1977, pág. 49.
172. S. Camacho Roldán, ob. cit., pág. 186. 173. Röthlisberger, ob. cit., pág. 413.
149. Véase la interesante discusión que hace Machado al respecto, en ob. cit., págs 56 y ss.
174. Ibíd., pág. 416.
150. Gilhodes, ob. cit., pág. 38.
175. López, Problemas..., pág. 94.
151. J. Parsons, La colonización antioqueña en el occidente de Colombia, Banco de la República, 1961.
176. T. Halperín Donghi, Historia contemporánea de América Latina, Barcelona, Alianza Editorial, 1970, pág. 219.
152. Ibíd., pág. 223. 153. Machado, ob. cit., pág. 206, citando a A. García, Geografía económica de Caldas.
177. A. Cueva, El desarrollo capitalista de América Latina, cap. 2, México, D. F., Siglo XXI, 1977, para una interpretación similar.
154. Parsons, ob. cit., pág. 207.
178. Deas, ob. cit.
155. Citado por Pardo Pardo, ob. cit., pág. 297.
179. Bustamante, ob. cit.
156. M. Arango,Café e industria 1850-1930, Bogotá, Carlos Valencia Editores, 1977, pág. 93.
180. En la descripción de Marx, la Alemania de Bismarck "no es más que un despotismo militar, de armazón burocrática y blindaje policíaco, guarnecido de formas parlamentarias, revuelto con ingredientes feudales e influenciado ya por la burguesía" (Marx-Engels, Obras escogidas, t. II, pág. 25. Cfr. P. Anderson, Lineases
157. Ibíd., págs. 92 y 93. 158. Ibídem., pág. 96.
154 Nueva Historia de Colombia, Vol. 2 of the Absolutist State, Londres, New Left Books, 1974, págs. 236 y ss.). 181. Deas, Algunas notas..., págs. 36 y 37. 182. Melo, ob. cit., pág. 95. 183. Eduardo Santa, El general Uribe Uríbe, Medellín, Edit. Bedout, pág. 315. 184. Las importaciones bajo el rubro de "locomoción" fueron de 41.635 toneladas entre 1910 y 1914. J. Villegas, "Colombia: importaciones 1843-1970", en Boletín Mensual de Estadística, núms. 274-275, mayo-junio, 1974, DANE, Bogotá, pág. 116.
185. O. Rodríguez, Efectos de la gran depresión sobre la industria manufacturera colombiana, Medellín, ediciones El Tigre de Papel, 1973. 186. E. Lemaitre, "Reyes", en Revista Nacional de Agricultura, diciembre 1971. 187. S. Kalmanovitz, "La agricultura en Colombia 1950 1972". cap. I, en Boletín Mensual de Estadística, núm. 276, DANE, Bogotá, 1974. 188. Machado, ob. cit., pág. 58. 189. Lemaitre, ob. cit., pág. 43.
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El Estado y la política en el siglo XIX
El Estado y la política en el siglo XIX Alvaro Tirado Mejía
El territorio y la legislación
E
n diciembre, de 1819, tras la batalla de Boyacá, fue expedida en Angostura, actual territorio venezolano, la Ley Fundamental que constituyó la República de Colombia. Comprendía ésta el Virreinato de la Nueva Granada, con su Capitanía General de Venezuela, el reino de Nueva Granada y la Presidencia de Quito. La República así formada se dividió en tres departamentos: Venezuela, Quito y Cundinamarca. Por disposición de una junta de gobierno, el territorio de Panamá que estaba adscrito al Virreinato de Nueva Granada se unió a la República de Colombia en el año de 1821. Ese mismo año, el 30 de agosto, fue firmada en Cúcuta la Constitución de la República de Colombia con la misma base territorial, pues según su artículo sexto, ésta "comprendía el antiguo Virreinato de la Nueva Granada y la Capitanía General de Venezuela" (1). En ese momento no todo el territorio venezolano estaba liberado como tampoco lo estaba una porción del sur de Colombia y la región ecuatoriana. La República de Colombia así formada se conoce en la historia como la Gran Colombia, que duró hasta 1830, año en el cual se expidió una nueva Constitución para todo el territorio, aunque ésta no tuvo vigencia porque ya iba en marcha el proceso de desinte-
gración que iría a confluir, a partir de aquel año, en la formación de Colombia, Ecuador y Venezuela. Panamá permaneció como territorio colombiano hasta el año de 1903. El 17 de noviembre de 1831 se dictó la "Ley Fundamental del Estado de la Nueva Granada" según la cual, en su artículo lo. "las provincias del Centro de Colombia forman un Estado con el nombre de Nueva Granada". A partir de ese momento se expidieron, durante el siglo XIX, seis constituciones: 1832, 1843, 1853,1858, 1863 y 1886; el país llevó el nombre de Nueva Granada entre 1832 y 1858; de Confederación Granadina, entre 1858 y 1863 (en este período y durante la insurrección de Mosquera contra el gobierno central en el pacto transitorio, firmado entre algunos Estados el 20 de septiembre de 1861, se adoptó el nombre de Estados Unidos de Colombia); de Estados Unidos de Colombia entre 1863 y 1886 y de República de Colombia desde 1886 hasta el presente. Asimismo, durante el siglo XIX, a más de decenas de rebeliones locales se presentaron ocho grandes guerras civiles: la de 1839-1841 conocida como Guerra de los Conventos o de los Supremos; la de 1851; la de 1854; la de 1859 a 1862; la de 1876-1877; la de 1884-1885; la de 1895 y la de 1899 a 1902, conocida ésta última como Guerra de los Mil Días. Las transformaciones constitucionales, los cambios de nombre y las guerras, eran expresión de un debate de intereses e ideas que comenzaba en la prensa o en la tribuna, pasaba frecuentemente
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por los campos militares y se plasmaba en actos constitucionales que concretizaban los intereses, ideas y aspiraciones de los vencedores. El Estado republicano surgido de la desintegración del Imperio Español y de la desmembración de la Gran Colombia, como todo Estado debía delimitar su territorio. Se optó entonces por la doctrina conocida en derecho internacional como de Uti Possidetis que se acogía a las divisiones administrativas del imperio colonial español. Sin embargo, la tarea no fue fácil por lo impreciso de las líneas en ciertos lugares, pero sobre todo porque obraban intereses regionales y políticos que trataban de imponerse sobre las disposiciones administrativas. Así, por ejemplo, a la discusión, expedición y firma de la primera Constitución granadina, la de 1832, no concurrieron los representantes de las provincias caucanas de Buenaventura, Chocó, Pasto y Popayán que insistían en anexarse al Ecuador (2). Con todo, en ese mismo año dichas provincias se integraron al territorio granadino tras la evacuación de Pasto por las tropas del presidente ecuatoriano Juan José Flores. La delimitación de esta frontera estuvo pendiente en varias ocasiones, bien durante la guerra civil de 1839-1841 en la que el gobierno granadino obtuvo el apoyo de tropas ecuatorianas que vinieron hasta Pasto para combatir a los revolucionarios, o durante las guerras que se libraron contra el Ecuador: en 1862, en que tras la batalla de Tulcán fue hecho prisionero el presidente ecuatoriano Gabriel García Moreno y en 1863 cuando las tropas comandadas por Tomás Cipriano de Mosquera vencieron en el combate de Cuaspud a las del vecino país. Como heredero del Estado colonial español el estado republicano conservó durante los primeros decenios varios de sus rasgos e instituciones. La legislación española se mantuvo en lo que no fuera contrario a las disposiciones republicanas que se fueran dictando. En lo penal, la incompatibilidad entre la legislación española y la nacional produjo la tácita derogatoria de muchos de los principios fundamentales de la legislación española. En 1837, por medio de la ley 22 de junio se expidió un nuevo Código Penal. La ley 14 de mayo de 1834 estableció un orden de aplicación de las leyes en los tribunales civiles, eclesiásticos y militares, por medio del cual debían aplicarse con primacía las granadinas que se fuesen dictando, en su defecto
Nueva Historia de Colombia. Vol. 2
las leyes colombianas (de la Gran Colombia) y a falta de éstas, el cuerpo de legislación español con las preeminencias establecidas en la misma ley. "Creados los Estados Federales que formaron luego la Confederación Granadina, la legislación nacional que continuó siendo durante algunos años la misma española, vino a carecer de importancia, porque ellos quedaron con facultades para legislar en los ramos del derecho privado. Todos modificaron primero que la Nación el derecho español, sancionando códigos basados en leyes de otros países. En cuanto a las leyes civiles adoptaron, puede decirse, las de Chile, que tenían su fuente principal en las de Francia" (3). En los asuntos nacionales las leyes españolas rigieron hasta 1873, con las modificaciones que les introdujo el legislador colombiano, las cuales, en el campo del derecho civil, sólo tuvieron importancia en cuanto a mayorazgos y vinculaciones; «en lo demás, puede decirse que aquellas leyes continuaron tales como habían estado en vigor durante la Colonia. En 1873 se resolvió el gobierno nacional a hacer lo que desde algunos años antes se había verificado en los estados: a sustituir el derecho civil español con otros cuya fuente principal estaba en el derecho civil francés, expidiendo un Código Civil que casi no debía tener aplicación sino en los territorios nacionales que administraba directamente el gobierno» (4). En cuanto a la contabilidad nacional, durante la primera administración de Tomás Cipriano de Mosquera (1837-1841), se varió el sistema colonial y se optó por el de partida doble. Asimismo, en este período se adoptó el sistema métrico decimal para las pesas y las medidas y se reguló la circulación de la moneda, creándose como unidad monetaria el Real de Plata, pues hasta 1847 circulaban oficialmente signos monetarios que, como la "macuquina", procedían de México y Perú desde la época colonial. El Estado en el período 1830-1850 El Estado colonial se enmarcó en el ámbito del mercantilismo. Su función era la de reproducir las condiciones para la extracción de excedente económico con destino a la metrópoli, y según las prácticas y principios mercantilistas, ésto se hizo por medio de la reglamentación, del monopolio. El derecho indiano era casuístico, se prescribía todo en la conducta social, el traje según las castas, los libros buenos y los
El Estado y la política en el siglo XIX
malos, las obligaciones religiosas y hasta la vida sexual, pues escrito estaba que el colono que viniera a América sin su esposa debía ser embarcado cada cierto tiempo para que en España cumpliera con los "deberes conyugales". Dentro del monopolio fiscal muchos productos estaban estancados y un impuesto específico gravaba cada acto comercial o cada actividad. Gran parte de la tierra estaba monopolizada, y para ella no había libre circulación comercial: los resguardos, propiedad realenga dada en uso a los indígenas, no eran en principio enajenables. Los ejidos, tierras comunales, tampoco lo eran y los bienes de la Iglesia estaban gravados en múltiples formas con censos, capellanías, etc., y tenían una precaria vida comercial. Monopolio había para el comercio: las rutas, los puertos habilitados, la nacionalidad de los comerciantes. Toda la concepción colonial era jerárquica y la vida cotidiana estaba jerarquizada: la metrópoli y la colonia; las castas con sus blancos -españoles y criollos-, indios, negros, mestizos, mulatos, zambos y cuarterones. La administración se ejercía por medio de una burocracia jerarquizada y perfectamente concatenada: alta burocracia estatal -civil, religiosa o militar- para los españoles y excepcionalmente para los criollos nobles y ricos; burocracia media para los americanos blancos; burocracia religiosa mediante la Iglesia, cuyos obispos y clérigos, gracias al Patronato, eran verdaderos funcionarios estatales. Ejército había también jerarquizado en sus mandos y en su composición: la alta oficialidad era española (en las postrimerías del imperio colonial se fundó una academia militar en España para nobles americanos. Allí estudiaron algunos de los libertadores de América); para los no blancos había batallones de "pardos". La autoridad real se ejercía por derecho divino y la legitimación ideológica de la dominación colonial estaba sancionada por la misión civilizadora, catequizadora, sobre los infieles. Al clero, entre sus funciones administrativas, se le confió el monopolio de la enseñanza. En un ámbito de libertad se impuso la República formada por ciudadanos libres, eso sí con significativas restricciones para la mayoría de la población, como que se mantuvo la esclavitud, y el estatuto legal de los indígenas para ciertos aspectos -tributarios y de propiedad territorial-siguió siendo diferente y discriminatorio. El aparato estatal sin metrópoli se conservó formalmente. La función principal no era ya
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extraer excedente económico para España, sino obtenerlo para los criollos que lograron la emancipación. El monopolio sobre la tierra se conservó y en gran parte la estructura fiscal se mantuvo con leves modificaciones. Los vasallos americanos insurrectos contra el monarca no podían esgrimir la catequización y el derecho divino de los reyes como base del poder. La misión civilizadora se prosiguió entonces justificada en la soberanía popular, base constitutiva de la República y encarnación de la igualdad entre los desiguales. La vida jerárquica se mantuvo, pero en adelante no hubo españoles -chapetones- en la cúspide de la pirámide burocrática, sino que las altas dignidades civiles, eclesiásticas y militares pasaron a manos de un reducido núcleo de criollos. Una muestra del control del aparato estatal en sus más altas esferas -civil, eclesiástica y militar- nos la da una rápida visión de algunas personas que ocuparon los cargos de mayor importancia burocrática en los cuarenta primeros años de vida republicana. Joaquín Mosquera -de Popayán- ocupa la presidencia de la República de Colombia al retirarse Simón Bolívar en 1830. Fue luego mencionado varias veces para la presidencia y en múltiples ocasiones ocupó un asiento parlamentario. El general José María Obando, su pariente de la misma ciudad, se encargó de la presidencia en 1831, mientras se posesionaba Santander. En 1841 la ocupa el general Pedro Alcántara Herrán, yerno del general Tomás Cipriano de Mosquera, quien lo sucede por primera vez en la presidencia de la República en 1845, y el cual, a su vez, era hermano de Joaquín Mosquera. En 1849 es elegido presidente el general José Hilario López del grupo payanés, y en 1853 lo sucede su coterráneo, el general José María Obando, quien ocupa la presidencia por segunda vez. Al ser éste destituido lo sucede el terrateniente esclavista caucano Manuel María Mallarino. Cuatro años después, durante la rebelión acaudillada por el general Tomás Cipriano de Mosquera, rebelión que lo conducirá de nuevo a la presidencia de la República, el partido conservador le opone como candidato presidencial primero a su yerno, general Pedro Alcántara Herrán y luego a su sobrino general Julio Arboleda. Durante todo este tiempo la silla del Arzobispado de Bogotá estuvo ocupada por monseñor Fernando Caicedo, pariente del general Domingo Caicedo, presidente encargado de la República
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en 1831 y varias veces vicepresidente, por monseñor Manuel José Mosquera, hermano de los presidentes Joaquín y Tomás Cipriano de Mosquera, y por monseñor Antonio Herrán, hermano del general presidente Pedro Alcántara Herrán, quien, como se vio, era yerno del general Tomás Cipriano de Mosquera, el cual, a su vez era hermano de Joaquín, hermano de monseñor Mosquera, tío de Julio Arboleda y pariente del general Obando. Los proyectos constitucionales que se presentaron para regir la República jerarquizada y aquellos que se adoptaron eran expresión de esa realidad. El pensamiento constitucional de Bolívar quedó plasmado en el proyecto que presentó para la República de Bolivia, con presidencia y Senado vitalicios y con representación consagrada según las jerarquías culturales y económicas. En las constituciones de 1832 y 1843 se conservaba la esclavitud y se restringían la nacionalidad, la ciudadanía y el sufragio. La guerra de Independencia se hizo a nombre de la libertad, de la igualdad. La independencia política respecto a España se logró, pero la igualdad tardó en manifestarse en los textos constitucionales. La Constitución de la Nueva Granada en 1832 establecía en su artículo 5o. que eran granadinos por nacimiento "los hombres libres" y los "libertos" que reunieran determinados requisitos de residencia o amor a la República, o los hijos de esclavos nacidos libres, y otorgaban el derecho de ciudadanía a los varones que fueran casados o mayores de veintiún años, siempre que supieran leer o escribir —requisito éste que no se haría exigible hasta 1850, pues uno de los dones que traería la libertad sería el del alfabetismo-, y siempre que no se fuera "sirviente doméstico o jornalero". La Constitución de 1843 estableció que eran granadinos los hombres libres, por nacimiento o libertos, o los hijos libres de esclavas, siempre que reunieran determinados requisitos de "amor a la independencia y la libertad", o de domicilio, y concedió el derecho de ciudadanía a los mayores de veintiún años que tuvieran bienes por trescientos pesos o rentas de ciento cincuenta al año y que supieran leer y escribir. Al igual que en la Constitución anterior, la exigencia del requisito de alfabetismo se pospuso hasta 1850, pues se persistía en la ingenua creencia de que con consagrar en los textos la libertad, ella traería de suyo la instrucción. Según el derecho natural, marco filosófico de dichos estatutos
Nueva Historia de Colombia. Vol. 2
todos los hombres eran iguales -pero en el origen- y el derecho del sufragio quedaba restringido a los nacionales ciudadanos. "No sería nada arriesgado estimar en un cinco por ciento a lo sumo la proporción de varones adultos y además se aprovechaban de él en la práctica" (5). La guerra de 1839-1841, en la que tomaron parte como insurrectos muchos indígenas y esclavos, dio lugar a la expedición por los vencedores, de la Constitución autoritaria de 1843 y a las leyes de represión de esclavos. Aunque la Constitución de 1843, expedida «en el nombre de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo», en el artículo 2o. hiciera declaración democrática en el sentido de que «la nación granadina... no es ni será nunca el patrimonio de ninguna familia ni persona», lo cierto es que miles de familias esclavas siguieron siendo patrimonio de personas . La ley 21, de julio de 1821, había decretado la libertad de vientres y había suprimido la trata de esclavos hacia el exterior. Sin embargo, para los libertos hijos de esclavos que nacieran con posterioridad a dicha ley, ésta estableció que debían permanecer sirviendo a los amos de sus madres hasta la edad de diez y ocho años, con el fin de indemnizar a éstos los gastos de alimentación y vestido durante el período de sujeción. La represión posterior a la guerra sirvió, so pretexto de punir a los sediciosos, para prolongar la esclavitud disfrazada de los libertos. El decreto del 12 abril de 1842 era de apariencia simplemente administrativa. En él se ordenaba un censo de población esclava con el propósito velado de saber cuántos libertos de diez y ocho años había en el país y cuántos libertos menores se aproximaban a esa edad. Con base en él, en ese mismo año, la ley 29, de mayo, estableció el concierto forzoso para los hijos de esclavos "libres", entre la edad de diez y ocho y veinticinco años, destinándolos a un «oficio, arte, profesión y ocupación útil, concertándolo a servir con su antiguo amo o con otra persona de respeto que pueda educarlo e instruirlo». Los que no se concertaren, o se fugaren, serían considerados vagos y «destinados por el alcalde al ejército permanente». Como complemento fue expedida la ley 22, de junio de 1843, «sobre medidas represivas de los movimientos sediciosos de esclavos», que derogó la prohibición de la ley de 1821 sobre la trata de esclavos y, en consecuencia, autorizó su exportación, eso sí no sin antes consignar el sano y caritativo propósito de preservación de la familia, al estable-
El Estado y la política en el siglo XIX
cer que «la venta de los esclavos casados se haga sin dividir los matrimonios y bajo la condición de que los hijos de tales esclavos nacidos libres a virtud de la ley, no se extraigan contra la voluntad de sus padres y sin que conste en el documento de venta de éstos la condición de libre de sus hijos» (artículo 6). Desde el punto de vista de su organización, el Estado Granadino era centralista, y tanto en la Constitución de 1832 como en la de 1843, el territorio se dividía en provincias, cantones y distritos parroquiales. Para ser elegido presidente, senador o representante se requería una base patrimonial y el poder ejecutivo tenía amplias atribuciones. La organización estatal estaba jerarquizada como expresión de la estructura social. Los partidos liberal y conservador en sus orígenes El partido liberal y el partido conservador en Colombia se estructuraron a mediados del siglo XIX. Como fechas de referencia están, 1848 para el programa liberal que esboza Ezequiel Rojas y 1849 para el programa conservador redactado por Mariano Ospina Rodríguez y José Eusebio Caro. La guerra de Independencia había sido en gran parte comandada por los sectores terratenientes y esclavistas del sur del país, cuyo epicentro estaba en el Cauca, en Popayán; y por la burguesía comerciante de Cartagena y otros centros. Al concluir la guerra estas clases sociales, ninguna de las cuales era lo suficientemente fuerte para imponerse a la otra, establecieron una alianza inestable a nivel del Estado, en la cual el grupo terrateniente logró la preservación del statu quo y el sector comerciante el libre comercio, fundamentalmente con Inglaterra, el cual fue ejercido a través de Jamaica y otras posesiones antillanas. Esta situación dio lugar a nuevas realidades. La influencia inglesa, por ejemplo, que se manifestó en las carreras de caballos, en el periódico que en inglés se redactaba en Bogotá y en la Sociedad Bíblica en la que participó gran parte del clero. Con las mercancías inglesas vino también el pensamiento político de un inglés: Bentham, quien proponía un sistema dirigido hacia la investigación de la naturaleza y la observación de los hechos, el racionalismo jurídico y su ética típicamente burguesa, la posibilidad de crear un sistema de normas jurídicas claras que remplazara la ca-
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suística y el particularismo de la legislación indiana. La influencia de Bentham y el debate sobre su obra se prolongó en Colombia durante el siglo XIX. Para mediados del siglo XIX y gracias a la extensión del comercio, los comerciantes en Colombia eran un grupo poderoso que participaba del Estado pero no lo controlaba. Era la época en que Inglaterra establecía el libre cambio en su economía y lo proponía para otros países, amparada por el empuje de sus fábricas y ante la necesidad de alimentos baratos para nutrir su población proletaria y reducir el valor de la reproducción de su fuerza de trabajo. Fue el momento en que Inglaterra dictó la famosa ley que abolía la protección para los cereales producidos en la isla. Existían también en la Nueva Granada los esclavos y manumisos de condición similar, los indígenas y sus resguardos indivisos; los artesanos, imbuidos de la ideología romántica socialista por los hijos de los comerciantes; y los antiguos militares de la Independencia, discriminados entre sí, según su situación de clase. Para todos ellos un cambio en el statu quo algo tenía qué ofrecer. Los terratenientes, los esclavistas, los altos burócratas civiles, del clero o la milicia, mucho tenían para conservar. En muchos casos sus intereses económicos eran múltiples, por ejemplo, ser a la vez terratenientes y comerciantes, y aunque de las medidas propuestas por los partidarios del cambio unas les interesaban, otras les eran adversas y otras no les tocaban directamente, el hecho de estar en la cúspide de la pirámide social les impelía a ser cautos respecto a los cambios y a preferir el statu quo. Mariano Ospina Rodríguez, quien por lo demás era republicano y no tenía intereses esclavistas, expresaba en 1849, en el número uno del periódico La Civilización, los intereses de los partidarios del statu quo: "Los conservadores forman un partido sosegado y reflexivo, que estima en más los resultados de la experiencia que las conclusiones especulativas de la teoría; es esencialmente práctico y por consiguiente poco o nada dispuesto a los arranques de entusiasmo, si no es contra los excesos del crimen y de la maldad". Cambiar, que era lo que proponía el partido liberal, implicaba trasformar el Estado colonial que se había prolongado en el tiempo en un sentido más de acuerdo con los intereses burgueses que insurgían. Era modificar la reglamen-
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tación particularista y sustituirla por leyes de carácter general; era convertir a la tierra en mercancía y darle libre circulación; sustituir un Estado omnipresente por otro que sin trabas permitiera comerciar, suprimir los monopolios y dejar que las actividades reglamentadas se movieran al impulso de la libre actividad; suprimir las jerarquías ante la ley y poder llamar ciudadano al desigual; suprimir el ejército de caudillos y sustituirlo por una milicia de ciudadanos pudientes; liberalizar la enseñanza, es decir, quitar a la Iglesia el privilegio de impartir saber. Una nación de ciudadanos libres requería sujetos libres, iguales para contratar y que se hicieran a la representación de que eran libres, de que ejercitaban su libre albedrío tanto cuando vendían como sujetos iguales los lotes de los resguardos recién repartidos, como cuando vendían libremente su fuerza de trabajo que otrora era esclava, o cuando al impulso del mercado ejercían la libertad de adquirir las mercancías que la fuerza de la necesidad les hacía consumir. Con el ejercicio que tanta libertad era incompatible la prolongación del Estado colonial, inigualitario y monopolizador. En su obra Las ideas liberales en Colombia, Gerardo Molina enumera así las reformas propuestas por los liberales a mediados del siglo XIX: «Abolición de la esclavitud; libertad absoluta de imprenta y de palabra; libertad religiosa; libertad de enseñanza; libertad de industria y comercio, inclusive el de armas y municiones; desafuero eclesiástico; sufragio universal, directo y secreto; supresión de la pena de muerte, y dulcificación de los castigos; abolición de la prisión por deuda; juicio por jurados; disminución de las funciones del Ejecutivo; fortalecimiento de las provincias; abolición de los monopolios, de los diezmos y de los censos; libre cambio; impuesto único y directo; abolición del ejército; expulsión de los jesuítas» (6). Contra quienes trataron de llevarlas a cabo, el partido conservador se opuso en nombre de la civilización.
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¿De dónde procedían y cuáles eran los intereses de aquellos que predicaban el cambio y cuáles los de quienes clamaban por el statu quo y se oponían a las "conclusiones especulativas" estimando más los resultados de la experiencia? Cada bando contaba con sus explicaciones teóricas y defendía intereses. Algunos lustros de vida independiente habían permitido mutaciones y realineamientos en los principales actores de la vida política. Atrás estaban las querellas que en otras condiciones se habían librado entre bolivarianos y santanderistas; las disputas entre "liberales-conservadores" y "liberales - rojos", entre los "ministeriales" que apoyaron el gobierno durante la guerra de 1841 y los "rojos" que lo combatieron con las armas. Si estas luchas habían creado ciertos vínculos, éstos no fueron tan fuertes como para imponer la permanencia de unos y otros en los mismos grupos hasta la constitución real del partido liberal y del conservador a mediados del siglo. En el primer programa conservador, publicado en 1849, se decía: "Ser o haber sido enemigo de Santander, de Azuero o de López, no es ser conservador; porque Santander, Azuero y López defendieron también, en diferentes épocas, principios conservadores. Haber sido amigo de estos o aquellos caudillos en las guerras por la Independencia, por la libertad o por la Constitución, no constituye a nadie conservador; porque algunos de estos caudillos han defendido también alguna vez principios conservadores". Y en verdad que Ospina Rodríguez tenía elementos para despejar el mito que ya se estaba formando de que el partido conservador procedía de Bolívar y el liberal de Santander. El, que había tomado parte en el atentado contra Bolívar en 1828, era en ese momento conservador como Emigdio Briceño, otro conspirador y como de cierta manera iba a terminar Florentino González. Mariano Ospina Rodríguez estaba en lo cierto cuando manifestaba que lo que dividía a los granadinos en ese momento eran cuestiones sociales y no políticas. Con ello expresaba que en los sectores dominantes había acuerdo sobre ciertas formas de gobierno -República, Presidencia, Parlamento-, pero que detrás de eso subyacía un conflicto de clases en plena ebullición. En lo político ambos partidos coincidían sobre ciertas formas expresadas en lo que se conoce como "Estado de derecho": que la ley limitara la voluntad de ciudadanos y funciona-
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rios, que la soberanía se basase en la voluntad ciudadana expresada mediante el sufragio. Así, y dentro de la concepción optimista que informaba el credo liberal, se evitarían los conflictos, pues, según él, los intereses individuales y los sociales constituían un todo armónico. ¿Cuáles eran los intereses que movían a ciertas clases o grupos para adoptar y aplicar ciertas reformas? Veamos: los comerciantes estaban interesados en ampliar el mercado, en desarrollar el comercio, abolir las tarifas arancelarias que con ánimo fiscal servían como protección, en ampliar el mercado a través de la incorporación, como fuerza de trabajo libre, de indígenas y esclavos -por eso en su programa figuraban la liquidación de los resguardos que libraba tierra y mano de obra y la abolición de la esclavitud-, en terminar con los monopolios de producción como el estanco del tabaco, y en liberar de sus gravámenes y trabas la tierra de la Iglesia para hacerla entrar en el terreno de la libre circulación. Los artesanos, sector discriminado dentro de la sociedad jerárquica, hicieron suya la causa de indígenas y esclavos. Se movieron ellos, impulsados por sus intereses y motivados por la prédica del socialismo romántico, tras la igualdad que también reclamaban para sí los estudiantes hijos de comerciantes, quienes no lograron hacerles creer que respecto al libre cambio y a los aranceles, ellos, los artesanos, tenían intereses comunes con sus padres (7). A nombre de esclavos y de indígenas se llevaron a cabo muchas de las transformaciones del medio siglo. Estos sectores, por lo menos la mitad de la población colombiana en ese momento, no tenían formas directas de expresión política, no contaban con participación electoral; su actuación se vio limitada a servir como leva en los ejércitos liberales o conservadores que primero los reclutaron durante las guerras civiles. La esclavitud sirvió de tema para encendidos discursos sobre la igualdad, y la libertad jurídica se obtuvo para los esclavos y para los indígenas, que al disponer libremente de sus resguardos quedaron liberados de la propiedad. En general, la prédica igualitaria de los ideólogos del siglo XIX, encubierta en el concepto de Pueblo, se refirió a los ciudadanos ilustrados y con bienes de fortuna, a los iguales entre iguales, pues dentro de una concepción racista que imforma el pensamiento de casi todos los escritores y políticos del siglo XIX, las masas de indígenas, de negros y mestizos, fue tratada
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como inferior, abyecta y degradada, apta para ser manejada pero incapaz de decidir su propio destino. Para otros sectores dominantes, por ejempío para los terratenientes esclavistas, algunas de las medidas propuestas les vulneraban intereses económicos, otras no ofrecían contradicción con sus oponentes y otras les convenían. La abolición de la esclavitud golpeaba directamente los intereses económicos de los esclavistas dueños de minas y haciendas, pero, aparte del efecto económico, la medida tenía consecuencias más amplias en el orden ideológico. Hacer igual el esclavo y el indio al amo, sí fuera sólo ante la ley, era dar un golpe a las jerarquías en las que se basaba gran parte del poder político de la aristocracia criolla. Era dar un paso ideológico hacia la nueva sociedad de compradores y vendedores, "iguales", y "libres" en el mercado, en la que como posibilidad -y en ello está la fuerza para la permanencia de la idea, en que no existen elementos para que se concretice-, el hasta entonces subordinado también pudiera mandar, gobernar, y por lo tanto ligar su destino a la conservación perpetua de las condiciones de dicha posibilidad. En las regiones esclavistas del occidente fue muy clara la vinculación entre el partido conservador y los terratenientes esclavistas, partidarios del statu quo, "reflexivos" y que estimaban en más los resultados de la experiencia que las conclusiones especulativas de la teoría. El asunto del libre cambio no implicaba contradicción económica entre terratenientes y comerciantes, pues su secuela era mayor exportación de productos agrícolas e importación de bienes de consumo, sobre todo de lujo, que absorbería, en gran parte, el sector terrateniente. Otras medidas como la supresión de los resguardos y la abolición de los diezmos, inclusive favorecían económicamente a los terratenientes, pues les daba la posibilidad de ampliar sus latifundios y de tener menos cargas fiscales sobre lo que en ellos se producía. En la formación de los partidos políticos en Colombia habría que indagar su origen en las luchas por el control del Estado, las cuales permitieron la inserción a éste de nuevas clases ausentes de su control hegemónico, según sus intereses manifestados en una ideología propia, para dar al Estado una nueva función. Se explica así, entonces, el papel del grupo radical com-
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puesto en 1849 por jóvenes, en su mayoría estudiantes e hijos de comerciantes y doctores, alejados de las altas esferas del gobierno no obstante su ilustración, la que, según ellos, les daba derecho a gobernar. Su acción impugnaba el control estatal de un grupo regional aristocrático que propugnaba la supervivencia de la sociedad jerarquizada. Para lograr sus fines era menester proponer la igualdad, la libertad, y así, dentro de un proyecto político que arrastrara artesanos y sectores populares, demoler las bases del Estado existente y sustituirlo por otro más acorde con las realidades internacionales -hegemonía inglesa, división internacional de trabajo-, y que de contera, afianzara el comercio, los intereses de los comerciantes. Esto les permitiría gobernar sobre nuevas bases que garantizaran la unión de capital comercial y propiedad territorial. El Estado, así adecuado, debía servir para que en un ámbito de libertad y de igualdad se pudiera importar, para que en la tierra se produjeran bienes con destino a la exportación y para que los ciudadanos, en nombre del pueblo, sin trabas aristocráticas pero dejando de lado a la mayoría de la población, establecieran un gobierno de ciudadanos libres, distinguidos por su cultura y propiedad. Por supuesto que no todos en el partido conservador eran terratenientes y esclavistas, así como nunca el partido liberal ha dejado de tener adherentes vinculados a los intereses de la propiedad territorial. Los partidos tienen sus ideólogos que expresan intereses y no se puede siempre vincular, en forma mecánica, su actividad económica con los intereses que expresan. Mariano Ospina Rodríguez fue "tiranicida" contra Bolívar, republicano antimonarquista y su peculio no estaba constituido por esclavos. José Eusebio Caro, espíritu autoritario y jerarquizante, apostrofó a Julio Arboleda, su copartidario esclavista, ser vendedor de carne humana. Detrás de cada liberal no había un tendero y entre éstos, inclusive, algunos se daban el gusto democrático de manumitir algunos de sus esclavos en las fiestas patrias. La Iglesia se alinderó en el partido conservador, en defensa de sus cuantiosos intereses patrimoniales, pero lo hizo también -dentro de un contexto internacional-, porque los cambios igualitarios la desplazaban de la cúspide jerárquica estatal con el ataque a los aparatos ideológicos que el Estado colonial había puesto en sus manos y le menguaban poder a través de los proyectos de laicización.
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La hegemonía liberal A partir del gobierno de José Hilario López (1849-1853) y hasta el año de 1885 puede hablarse de la hegemonía liberal, excluyendo el gobierno bipartidista de Manuel María Mallarino (1855-1857) y el gobierno de Mariano Ospina Rodríguez (1857-1861), el último de los cuales, si bien fue hecho a nombre del partido conservador y con exclusión burocrática de sus contrarios, adoptó gran parte de los postulados liberales entonces en boga. El gobierno de José Hilario López fue la ocasión para que los liberales doctrinarios desarrollaran sus ideas sobre el Estado y la política. Contra las prolongaciones del Estado colonial jerarquizado, autoritario y casuístico en su tributación y legislación, se inició una tarea de demolición, de desmonte, de adecuación a las nuevas circunstancias internacionales. El laissez faire se puso en práctica y una avalancha de disposiciones legislativas barrió la protección comercial y quebró los monopolios. Florentino González, ideólogo de la generación radical, como secretario de Hacienda en la primera administración de Tomás Cipriano de Mosquera (18451849) tuvo ocasión de concretizar sus ideas y de contribuir a que se dictaran disposiciones que rebajaban los aranceles proteccionistas de las mercancías nacionales (8). Los gobiernos posteriores continuaron su labor a este respecto. Sobre el tabaco, cuya producción y mercadeo estaban monopolizados por el Estado, se dictaron la ley 23 de 1848, mediante la cual se declaró libre su cultivo a partir del primero de enero de 1850, y la ley 16, de mayo de 1850, que suprimió el impuesto sobre la hacienda. Estas medidas, que iban en el sentido de la liberalización económica, al mismo tiempo privaban al Estado de una de sus fuentes de entrada tradicionales. La ley 20 de abril de 1850, sobre "descentralización de rentas públicas", cedió a las provincias muchos de los impuestos que tradicionalmente había venido percibiendo el Estado central y facultó a éstas para suprimir los gravámenes que considerare conveniente. Las rentas cedidas a las provincias fueron, entre otras, las siguientes: aguardientes, diezmos, quintos y derechos de fundición, peajes provinciales, hipotecas y registros, derechos de sello y título. En uso de esta autorización las provincias suprimieron muchas de las contribuciones cedidas: doce abolieron los diezmos, la aurífera Antioquia y otras
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provincias suprimieron el quinto (impuesto a la producción de oro), etc. Como contraprestación y para subvenir a las necesidades estatales se creó la contribución directa. Con el propósito de dar libre circulación a la propiedad territorial se expidió la ley 30 de mayo de 1851, sobre la redención de censos. La ley 22 de junio de 1850, autorizó a las cámaras provinciales para proceder a la división y repartición de los resguardos, y la ley 21 de mayo de 1851 abolió la esclavitud. Pocos años después, la liberalización de la propiedad territorial se completó con las disposiciones de Tomás Cipriano de Mosquera sobre los bienes de la Iglesia. Su decreto de 9 de septiembre de 1861, por el que se promulgó la desamortización de bienes de manos muertas, en un considerando enunciaba como justificación que "la falta de movimiento y libre circulación de una gran parte de las propiedades raíces, que constituían la base de la riqueza pública era uno de los mayores obstáculos para la propiedad de la Nación". Como bien se ve, esta serie de medidas en el ámbito económico tenía como finalidad suprimir trabas a la circulación y fortalecer el poder regional en desmedro del Estado central. Ellas se complementaron con las medidas políticas enumeradas atrás, como ideario liberal. El nuevo proyecto estatal era coherente. Tras del aparente debilitamiento del Estado, de su "cuasidesaparición", lo que se daba era la sustitución de funciones, el cambio de ciertas instituciones para volverlas más acordes con la nueva realidad internacional y con los intereses de las nuevas clases que iban a comandar la hegemonía. Tras la serie de medidas ejecutadas por los liberales y enumeradas atrás, venía esta adecuación. Era preciso debilitar el Estado existente, vestigio colonial y expresión de dominación de grupos oligárquicos. Con la reforma fiscal se le quitaba la base de sus antiguas rentas y en adelante se le hacía depender de otras ligadas a la nueva situación, del impuesto directo emanado de los ciudadanos, y lo que fue constante durante el siglo XIX, de las rentas de aduanas, expresión tasada del movimiento internacional de mercancías. No más estancos que entrabaran la producción con destino a la exportación, atrás los diezmos que gravaban la producción agrícola y que eran base de sustentación de otra institución cuyas funciones también había que adecuar: la Iglesia. El desmonte del Estado colonial tendrá también otra manifestación institucional: la dis-
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minución de las funciones del poder ejecutivo y el fortalecimiento provincial señalado por el federalismo. La manifestación del poder centralizado español ejercido mediante la Real Audiencia y del virrey, correspondía a una situación que abarcaba una dominación real del territorio explotado y que se ejercía por medio de una omnipresente burocracia civil, eclesiástica y militar. El territorio colonial era una unidad en su función de producir excedente económico con destino a la metrópoli. Con la Independencia, al modificarse esa función y al perderse la base burocrática que le servía, se presenta una nueva realidad. Ya no habrá un poder real unificador de la explotación, y las clases que controlaron el Estado, aparte de ciertos propósitos como la liberación de España, no tenían una coherencia nacional. El ejercicio de su dominación no iba más allá del ámbito regional y estaba denotado por éste en cuanto a las formas de explotación: regiones esclavistas, productoras de manufacturas, con bienes de la Iglesia o sin ellos para expropiar, etc. En estas condiciones y ante el ejercicio del poder por un círculo cerrado, con el cambio se propuso un modelo, que al mismo tiempo que quitaba las bases de dominación de ese círculo -en lo económico, e ideológico, con la abolición de la esclavitud—, permitía una adecuación estatal a los intereses de los sectores dominantes regionales. La atribución de poderes al parlamento, en donde había la representación regional, no solamente satisfacía el nuevo esquema ideológico de la representación popular de ciudadanos iguales frente al poder jerárquico presidencial, sino que permitía también establecer, a través de leyes generales, la manera como las diferentes oligarquías regionales representadas podían disponer del patrimonio nacional. Por lo demás, y no es casual que el movimiento fuera coetáneo, con la disminución del poder presidencial se implantó la división federal que cumplía los mismos fines y que evitó una confrontación general por el reparto del botín. En Colombia, a pesar de las numerosas guerras, el discurrir político fue "institucional" y así no existió, por ejemplo, un doctor Francia, un Guzmán Blanco, un Porfirio Díaz, un Juan Vicente Gómez, en suma, un dictador con varios lustros en el poder, que condensara un proyecto nacional de explotación. Por esto tampoco es casual que si bien en el parlamento y en la guerra hubo campos de deslinde partidario sobre muchos temas, sobre la
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función parlamentaria y sobre el asunto federal, la posición de ambos partidos fue zigzagueante, y en la práctica sobre ella se hizo en un momento la unanimidad. Muchas medidas podían plantear conflictos sobre el control del Estado o sobre la representación política, pero la aprobación del patrimonio nacional podía hacerse con jerarquía y orden, o por contrato y entre iguales. Las constituciones ultraliberales de 1853 y 1863, que limitan el poder presidencial, dan preeminencia al parlamento y abren la puerta al federalismo la primera y sanciona éste hasta sus últimas consecuencias la segunda, se dictan ante el temor producido por dos caudillos militares, José María Obando y Tomás Cipriano de Mosquera. El federalismo Con la emancipación, las nuevas repúblicas latinoamericanas se constituyeron de acuerdo con los límites administrativos del imperio colonial. El federalismo no fue más que la expresión de intereses de las oligarquías regionales en momentos en que no estaba constituida la nacionalidad y ante la carencia de una clase homogénea que tuviera un ámbito nacional de dominación. El federalismo fue la manera más adecuada que encontraron las oligarquías regionales para disponer en su beneficio del patrimonio nacional sin entrar en una confrontación general. Así, de acuerdo con las peculiaridades regionales, los estados pudieron adecuar su legislación para la apropiación de los resguardos donde los había, para el paso de los bienes de manos muertas a las manos de los laicos, para la adjudicación de baldíos, para dictar códigos de minas en las regiones auríferas como Antioquia, o códigos de comercio en donde éste era floreciente, como en Panamá. En la apropiación de bienes a través de los Estados Federales no hubo pureza doctrinal ni distingos ideológicos liberal-conservadores. Fue la Constitución liberal de 1863 la que proclamó el federalismo a ultranza, al sancionar para la República de "los Estados Unidos de Colombia", la confederación a perpetuidad de los Nueve Estados Soberanos. Se otorgó a éstos, en materia de legislación, todo lo que taxativamente no se hubiera reservado por la Constitución al Estado central. Pero fue un presidente conservador, Manuel María Mallarino, quien sancionó, dentro de la constitución liberal de
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1853, las leyes de 1855 y 1856 que crearon los Estados Federales; así como fue un Congreso de mayoría conservadora el que expidió la Constitución federal de 1858, sancionada por Mariano Ospina Rodríguez, presidente conservador y uno de los fundadores de dicho partido (9). El asunto del federalismo ha sido uno de los grandes mitos como elemento de diferenciación doctrinaria entre el partido liberal y el partido conservador. A partir del hecho de que durante las transformaciones del medio siglo, y especialmente durante la vigencia de la Constitución de Rionegro se adoptó un federalismo a ultranza, se ha insistido en que doctrinariamente el liberalismo colombiano fue federalista, y que con base en lo implantado en la Constitución de 1886 el conservatismo es centralista. El análisis de la política durante el período de la "hegemonía liberal" y una rápida visión de los textos constitucionales expedidos durante el período, nos permiten comprobar que en este punto, así como en otros de supuesta separación doctrinaria entre los partidos, la diferencia no es tan diáfana. Las medidas atrás enunciadas sobre la descentralización de rentas y las facultades otorgadas a las provincias en asunto tan importante como lo relacionado con la división de resguardos eran ya un paso hacia la autonomía regional, aun en las postrimerías de la Constitución centralista de 1843. Las mayorías radicales en el congreso, con el apoyo en algunos puntos de los sectores conservadores, expidieron la Constitución de 1853 con base en el proyecto presentado por su oráculo, Florentino González. Dicho estatuto, en parte dictado para mermar funciones al poder ejecutivo encarnado en el caudillo militar José María Obando, quien como presidente tuvo que sancionarlo, organizaba el Estado de manera formalmente centralizada y facultaba a cada provincia para expedir su propia Constitución (artículos 48-51), estableció el sufragio universal para los varones mayores de 21 anos, dispuso la elección por votación popular y directa del presidente, vicepresidente, magistrados de la Corte Suprema de Justicia, procurador general de la Nación y gobernadores de provincia. Teniendo en cuenta que por el mismo sistema se elegían senadores y representantes, as como legisladores provinciales y que las elecciones se hacían en fechas distintas, sucedió que el país vivía en permanente debate electoral. En uso de la facultad constitucional dictaron su
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respectivas constituciones las siguientes provincias, muchas de las cuales tuvieron oportunidad de expedir más de una: "Bogotá, Cauca, Córdoba, Cundinamarca, Chocó, García Rovira, Neiva, Pamplona, Popayán, Sabanilla, Santander, Vélez, Medellín, Zipaquirá, Socorro y Túquerres; en 1854 la de la Provincia de Tundama, y en 1855 las de Casanare y Cartagena" (10). El artículo 10 de la Constitución enumeraba taxativamente las facultades que le correspondían al Estado central y reservaba todas las otras a las provincias. Esta situación, lo mismo que el nombramiento de gobernadores por votación popular y para un período fijo, necesariamente debilitaba las atribuciones del poder central. Desde el año de 1852, en las cámaras se había presentado un proyecto para crear el Estado Federal de Panamá. "Al lado del proyecto sobre Panamá, el senador Julio Arboleda propuso que se creara el Estado federal del Cauca y Antioquia y el representante Rafael Núñez el Estado de Calamar, formado por las provincias de Sabanilla, Mompox y Valledupar. Las últimas solicitudes fueron rechazadas, mientras que la referente a Panamá siguió su curso" (11). En 27 de febrero de 1855, un acto adicional de la Constitución creó el Estado de Panamá; la ley 11 de junio de 1856, el Estado de Antioquia; el 13 de mayo de 1857, se creó el Estado de Santander y una ley del 15 de junio del mismo año estableció los Estados Federales de Cauca, Cundinamarca, Boyacá, Bolívar y Magdalena. Los nuevos Estados expidieron sus respectivas constituciones y, en consecuencia, hubo una Constitución nacional que consagraba el centralismo a la par que se creaban los Estados Federales; hubo Constitución nacional, constituciones de los Estados Federales y constituciones provinciales. Las mayorías conservadoras de las cámaras, con base en un proyecto presentado por Florentino González, discutieron y aprobaron la Constitución de 1858. La Confederación Granadina, así formada, optaba claramente por el federalismo para la organización del Estado, conservaba el sufragio universal, la libertad absoluta de imprenta, la separación entre la Iglesia y el Estado, y en el artículo 8 de la Constitución establecía que "todos los objetos que no sean atribuidos por esta Constitución a los poderes de la Confederación son de la competencia de los Estados"; asimismo, en su artículo 11 prohibía al gobierno de los Estados "intervenir en
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asuntos religiosos" (numeral 3), "impedir el comercio de armas y municiones" (numeral 4), e "imponer contribuciones sobre el comercio exterior, sea de importación o exportación" (numeral 5). Como presidente del Estado del Cauca Tomás Cipriano de Mosquera, en defensa de la soberanía de los Estados, se insurreccionó contra el gobierno central. En desarrollo de la revolución, el 10 de septiembre de 1860, se celebró un "Pacto provisorio" entre los comisionados del Estado del Cauca y el gobernador de Bolívar, y el 20 de septiembre de 1861, triunfante la rebelión en casi todo el país, se celebró el "Pacto de unión" mediante el cual, en su artículo primero, "los Estados Soberanos e Independientes de Bolívar, Boyacá, Cauca, Cundinamarca, Magdalena, Santander y Tolima se unen, ligan y confederan para siempre, y forman una nación libre, soberana e independiente, que se denominará 'Estados Unidos de Colombia'". El Estado del Tolima acababa de ser creado por el caudillo Mosquera y los Estados de Antioquia y Panamá no habían sido aún ganados por la rebelión triunfante. En la Constitución de 1863, que consagró los "Estados Unidos de Colombia", se decretó la unión a perpetuidad de los "Nueve Estados Soberanos" atrás nombrados y continuó la pauta trazada anteriormente de dejar como de competencia de los Estados Soberanos todos los asuntos que por la Constitución éstos no delegaban "expresa, especial y claramente" en el gobierno central (artículo 16). El período presidencial se reducía a dos años, y entre las limitadas atribuciones que se le conferían al presidente, el numeral 16 del artículo 66 le dejaba la de "expedir patentes de corso y navegación". Aunque el presidente debía velar por la conservación del orden general, el artículo 19 prescribía que "el Gobierno de los Estados Unidos no podrá declarar ni hacer la guerra a los Estados sin expresa autorización del Congreso, y sin haber agotado antes todos los medios de conciliación que la paz nacional y la conveniencia pública exijan". En el título de "Garantías de los derechos individuales", el artículo 15 establecía la prohibición de la pena de muerte, la garantía de que nadie podía ser condenado "a pena corporal por más de diez años", la libertad absoluta de imprenta, la libertad de cultos, la libertad de tener armas y municiones y de hacer el comercio de ellas en tiempo de paz, etc.
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Muchas de estas garantías, como el libre comercio de armas, la libertad de imprenta, etc., ya habían sido consignadas en leyes y en la Constitución anterior. En cuanto a la prohibición de la pena de muerte y la imposición de una pena máxima de diez años, un proyecto de ley aprobado por las dos cámaras en 1856 y defendido por personajes como Mariano Ospina Rodríguez, no se había plasmado antes, debido a que el presidente Mallarino lo objetó y no lo firmó, y vuelto a las cámaras el proyecto se suspendió a petición del prohombre radical Manuel Murillo Toro. El asunto del sufragio se dejó para que cada Estado lo reglamentara, pero a ese respecto los liberales radicales habían asimilado una experiencia adversa. En 1856, en plena vigencia de la Constitución de 1853 que establecía el sufragio universal, en las elecciones presidenciales los conservadores habían ganado. La revolución de Mosquera no permitió otra elección presidencial por el mismo sistema. Los liberales comprendieron que gracias a la influencia clerical sobre las masas, con el sufragio universal, los conservadores vencerían. Por eso, cuando la Constitución de Rionegro dejó el asunto del sufragio a la libre resolución en cada uno de los Estados, en el de Antioquia los liberales en el poder establecieron el sufragio restringido para que sólo hicieran uso de él los alfabetos. Tan pronto como los conservadores recuperaron el poder, no por el sufragio sino por revolución, establecieron el voto universal de varones. En los Estados de la costa (Magdalena, Bolívar y Panamá) se implantó el sufragio universal con resultados tan universales que, cuando Núñez se postuló para la presidencia de la República en 1875 -esta vez como liberal-, obtuvo en el Estado de Bolívar cuarenta y cuatro mil votos a su favor contra sólo siete de su rival, es decir, un total mayor que el de toda la población adulta varonil del Estado. El Estado del Cauca, donde los mosqueristas tenían asegurada la mayoría, estableció el sufragio universal, y los Estados de Tolima, Cundinamarca y Boyacá, en los dos últimos de los cuales había un control de los liberales radicales, establecieron el requisito del alfabetismo para votar. Los continuos fraudes electorales y las graves anomalías presentadas durante la elección de 1875, motivaron la única reforma de la Constitución de Rionegro. El 31 de mayo de 1876 se sancionó el Acto Reformatorio de la Consti-
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tución, que establecía que la votación para elegir presidente de la Unión debía verificarse en un mismo día en todos los Estados. Ambos partidos, desde la oposición, clamaban por la pureza del sufragio, pero desde el poder practicaron la coacción y el fraude. En 1879, en medio de los continuos fraudes liberales manifestados en la máxima de que "el que escruta elige", el partido conservador consagró lo siguiente en el punto XIV de su programa de aquel año: "Sistema electoral honrado, libre, puro, decente, noble, verdadero, exento de todo pandillaje". Luego, cuando este partido estuvo en el gobierno y le tocó escrutar, el partido liberal no logró alcanzar ningún senador y sólo obtuvo un representante en 1892 y otro en 1898. El "problema religioso" Durante el siglo XIX, en Colombia, las clases dominantes disputaron y se batieron por asuntos celestiales en la medida en que no estaban de acuerdo sobre cuestiones de este mundo, sobre la apropiación de la tierra y sobre ciertos mecanismos de poder. El "problema religioso" es lo que en determinados momentos señala una línea fronteriza clara entre el partido liberal y el partido conservador. Estaban en juego las relaciones entre la Iglesia y el Estado, los bienes de la Iglesia, ciertas fuentes fiscales y el sistema de educación. El debate parecía desarrollarse sobre un asunto lejano, teórico, espiritual, Pero realmente era una pugna de poder entre los partidarios del statu quo y los que querían una adaptación mayor de esta sociedad a formas más acordes con el capitalismo mundial. Para comprender la pugna del siglo XIX es preciso ubicar el papel de Ja Iglesia católica dentro del Estado colonial. En América, las relaciones entre la Iglesia y el Estado (el Rey), se regían por el Patronato. Este consistía en una serie de prerrogativas otorgadas por el Papa a los reyes de España en lo referente a nombramientos de obispos y curas, a ciertos tributos, a la erección y demarcación de diócesis y parroquias, etc. Así, los reyes quedaban constituidos en patronos con obligación de sostener el culto, pero, al mismo tiempo, el patronato convertía a los clérigos en funcionarios del poder real al que debían su nombramiento y del que derivaban sus ingresos. En una ley de 1255, año en que se comenzó la obra de Las Partidas, se hablaba ya del patro-
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nato como algo inmemorial. Lentamente, el patronato va configurando el derecho del monarca a nombrar prelados, primero por un anuncio que las autoridades eclesiásticas daban al rey, para obtener su beneplácito antes de proceder a nombrar un obispo, y luego, designando el mismo rey a la persona que la Santa Sede debía nombrar. Dentro del derecho del patronato, inclusive, los reyes de España, con autorización papal, obtuvieron que antes de darse a conocer una bula se requiriese el visto bueno del poder real. Por bula del 28 de julio de 1508, el Papa Julio II concedió a los reyes de Castilla y León y a sus sucesores, el derecho de patronato de las iglesias dentro de las Indias. En cuanto al nombramiento de curas, el rey Felipe III dispuso en el año de 1609 que para la provisión de beneficios curados se fijen "edictos públicos para cada caso, con término competente, para que se vengan a oponer los que deseen obtenerlos; y que de los que se presenten y sean aprobados, escojan los prelados los tres mejores y los presenten al virrey, presidente o gobernador para que escoja el que deba desempeñarlo" (12). En 1629, Felipe IV dispuso, además, que los prelados debían jurar obediencia y cumplimiento del patronato, que respetarían la jurisdicción real y que no impedirían el cobro de derechos y rentas reales. Los reyes de España obtuvieron de los papas la cesión de muchas prerrogativas por su actitud de "defensores de la fe", primero en la larga lucha contra los moros y luego como bastiones del catolicismo contra el protestantismo, y por su acción colonizadora en los nuevos territorios, reivindicados por los monarcas españoles con base en el derecho de conquista y en la sanción espiritual emanada del otorgamiento que de ellas hizo el Papa español Alejandro VI. Así, por ejemplo, una parte del tributo eclesiástico de diezmos fue cedida por el Papa, desde 1313, a los reyes de Castilla, para la defensa de su reino y para reparar los castillos dejados por los sarracenos. Más tarde, en 1494, un breve de Roma cedió a los reyes la percepción de los diezmos del Reino de Granada para financiar la conquista de dicha plaza. En América, los diezmos pertenecían al monarca español y su producto era destinado en una parte como renta real, y en otra para la erección de iglesias y hospitales y para el pago de prelados y salario de curas. Era pues, éste, un tributo eclesiástico percibido y administrado por el poder civil.
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Las autoridades de la República, desde los primeros días de su vida independiente, reivindicaron el derecho de patronato como sucesores del poder real, así, por ejemplo, la Junta del Socorro, muy probablemente a instancias del canónigo Andrés Rosillo, decretó la erección del Obispado del Socorro y nombró como obispo al mismo Rosillo. El Congreso de Cúcuta abolió la Inquisición el 17 de septiembre de 1821, y el 28 de junio de 1824 se sancionó la ley de patronato. En ejercicio del patronato, se agregaron nuevas parroquias al Obispado de Santa Fe y al Obispado de Popayán por la ley del 30 de enero de 1832; la ley del 3 de mayo de 1833 ordenó que se nombrase un obispo auxiliar del Metropolitano de Santa Fe; la ley 8 de mayo de 1840, concedió el pase a un breve pontificio que autorizaba al arzobispo de Santa Fe para visitar y reformar las órdenes religiosas existentes en el país; y en 1841, se dictó la ley 18 de mayo, que en su artículo 61 autorizaba a los jefes de policía para vigilar a los prelados y curas en estos términos: "Supervigilarán los jefes de policía para descubrir si los prelados o cabildos eclesiásticos, los vicarios generales y foráneos y los curas párrocos introducen alguna novedad en la disciplina exterior de la Iglesia granadina; y si usurpan el Patronato, soberanía y prerrogativas de la República, y la autoridad y facultades propias del poder civil". Hasta mediados del siglo XIX no hubo mayores conflictos por la aplicación que el Estado republicano daba al patronato. Prácticamente, él era aceptado en forma unánime, y la Santa Sede, dentro de su hábil diplomacia, no impugnó las medidas tomadas e hizo los nombramientos y sancionó los cambios de límites eclesiásticos, propuestos por la leyes granadinas, sin hacer mención de dichas leyes. Durante los treinta primeros años de la República, las prerrogativas estatales en ese campo fueron acatadas y defendidas por personas que luego militaron beligerantemente en el partido conservador. Todavía en 1848, Mariano Ospina Rodríguez era partidario de un proyecto de ley "por el cual se señalaba renta fija a los miembros del clero católico, pagada del tesoro nacional, en remplazo de los derechos de estola y la participación en la renta de diezmos y primicias, los cuales se declaraban abolidos" (13). Y el futuro presidente conservador, Manuel María Mallarino, escribía en 1847, como secretario de Relaciones Exteriores, el siguiente oficio, al delegado apostólico:
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"El infrascrito tiene que advertir en conclusión, a monseñor Savot, que su misión es diplomática y no popular, y que el gobierno está resuelto a reprimir severamente al individuo, sea cual fuere su categoría, que tenga la audacia de abusar del nombre de la Religión para inspirar sospechas contra la piedad de los altos magistrados, e inquietar y seducir a las gentes sencillas» (14). Al momento de la Independencia era muy grande el poder de la Iglesia y muy fuerte la influencia de los clérigos sobre los sectores populares. Este poder se mantuvo, entre otras razones, por la actitud de simpatía que adoptó gran parte de la clerecía criolla frente a la emancipación. Debe recordarse que en un país compuesto por masas analfabetas, la enseñanza estaba en manos de las comunidades religiosas y de los clérigos, la mayoría de los cuales, aunque no tuvieran gran instrucción, sabían leer y escribir. Según el censo de 1825, había en el país (la Gran Colombia) "1.694 sacerdotes seculares, 1.377 frailes y 789 monjas; había, por tanto, un sacerdote o un fraile por cada 700 habitantes aproximadamente, lo que presentaba una proporción superior a la que existe hoy en la América Latina. Aún así, el número de clérigos se había reducido en una séptima parte, más o menos, en comparación con los niveles de la preguerra" (15). Los clérigos actuaron activamente en la vida política de los primeros cuarenta años republicanos, pues su intervención en colegios electorales y parlamentos no estaba vedada; en el parlamento participaron, inclusive varios obispos con representación electoral, y la Constitución de 1832 fue firmada por José María Estévez, obispo de Santa Marta, en calidad de presidente de la Convención. La Iglesia poseía un inmenso poder económico para el gran número de propiedades urbanas y rurales. Las disposiciones coloniales favorecían la adquisición de bienes, sobre todo inmuebles, para la Iglesia y las entidades religiosas, pero ponían muchas trabas para su enajenación. Se calcula, posiblemente con alguna exageración, que en 1861, año de la desamortización, la Iglesia poseía una tercera parte de los bienes inmuebles del país. La religión y el clero -regular o secularjugaron un papel fundamental en la empresa de colonización. Los misioneros que iban con el conquistador tuvieron un papel definitivo para la dominación. Introducir en las masas indíge-
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nas una nueva religión, el cristianismo, no era solamente introyectar en éstos la resignación y la posibilidad compensatoria de un más allá, ni sustituir una religión "falsa" por una "verdadera", sino privar a las comunidades indígenas de un lazo de identificación y cohesión del grupo social manifestado en sus propias creencias. La Corona española lo comprendió muy bien, y a los clérigos convertidos por el patronato en verdaderos funcionarios de la administración, y a las comunidades religiosas, confió la educación con su secuela de sumisión. Los efectos de esta política fueron claros, sobre todo en Colombia, en donde para comprender la sociedad actual y su peculiaridad nacional frente a otros países latinoamericanos, es preciso estudiar cómo se llegó con la población indígena al fenómeno de "aculturación"; es decir, cómo, a la par que a esta población se le expropió su tierra y se le despojó de su cultura -lengua, religión, trajes, costumbres, etc.-, se le insertó en el siglo XIX dentro de un proyecto de unidad nacional, en una más viable explotación. Con la consolidación de la República se dio el primer paso para privar a la Iglesia del monopolio de impartir saber. La invocación del patronato sirvió de base a Santander para colocar el colegio de San Bartolomé bajo el control público, y hasta los seminarios eclesiásticos fueron colocados bajo el control directo del gobierno. En 1826 se dictó un plan de estudios con inclusión de nuevas materias, como economía política, que Francisco Soto dictaba según el texto de Juan B. Say. El utilitarismo se propagó con la enseñanza obligatoria de Jeremías Bentham y, al mismo tiempo que se limitaba la enseñanza del latín, se impulsaba la del inglés y el francés. Este plan era la primera manifestación de un conflicto que se iba a prolongar durante el siglo xx, sobre quién iba a controlar el aparato de la educación. Si él iba a permanecer en manos de la Iglesia, o si la burguesía, por medio de el, podría inculcar sus propios valores. Tras la conspiración de 1828, Bolívar derogó el plan de Santander, proscribió el estudio de Bentham e hizo obligatoria la enseñanza de la religión católica. Poco tiempo después, al regresar Santander del destierro, el utilitarismo volvió a sentar plaza en los planteles de enseñanza y el rígido plan de estudios redactado por Ospina Rodríguez en 1843, no logró erradicarlo como estudio de la juventud (16). El utilitarismo y las nuevas doctrinas se enseñaron, inclusive, en
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los seminarios, prohijados por clérigos de tendencias liberales, muchos de los cuales militaban en la masonería. Las nuevas ideas correspondían también a la influencia inglesa que convirtió en moda, para muchos clérigos, la participación en la Sociedad Bíblica Protestante. Precisamente el interés del arzobispo Mosquera en el regreso de los jesuítas en 1843 estaba en gran parte cifrado en que ellos contrarrestarían, a través de la formación del clero en los seminarios, las ideas venidas de Inglaterra y propagadas en estos centros de formación clerical. Con todo, el choque frontal por el control del aparato educativo no se da sino a mediados del siglo, con el proyecto liberal de sustituir el Estado colonial. El programa liberal esbozado por Ezequiel Rojas en 1848, decía en uno de sus puntos: «Quiere el partido liberal que no se adopte la religión como medio para gobernar: las dos potencias deben girar independientemente, cada una dentro de su órbita, puesto que cada una tiene su objeto y fin distintos. Emplear la religión y sus ministros como medios para hacer ejecutar las voluntades de los que gobiernan los negocios temporales, es envilecerla, desvirtuarla y separarla del fin con que la instituyó su Divino fundador... El partido liberal ve en inminente peligro las libertades públicas, las prerrogativas de la soberanía y las garantías con la permanencia en el país del Instituto conocido con el nombre de 'Compañía de Jesús'.. .Permitir la continuación del Instituto en la República y extender su semilla por las provincias, es abdicar la soberanía nacional en la Compañía de Jesús...». Las proposiciones atrás consignadas fueron llevadas a la práctica por el liberalismo, especialmente durante el gobierno de José Hilario López (1849-1853). Ellas suscitaron un conflicto a fondo entre la Iglesia y el Estado e implicaron el comienzo de demarcación entre liberales y conservadores por el "problema religioso", la participación beligerante del clero al lado del partido conservador y el tinte anticlerical del liberalismo durante el resto del siglo XIX. Las siguientes fueron las principales medidas que a mediados del siglo XIX tomó el liberalismo respecto a la Iglesia: la ley del 27 de mayo de 1851 dispuso que los curas párrocos serían nombrados por votación en el cabildo municipal entre los candidatos presentados por el diocesano. (Precisamente por haberse negado a presentar candidatos a los cabildos fue desterrado el arzobispo Mosquera); la ley 14 de mayo
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de 1851, por la cual se suprimió el fuero eclesiástico, es decir, que los eclesiásticos serían juzgados por los tribunales civiles sin ningún procedimiento especial; la ley del 20 de abril de 1850, por la cual se cedían los diezmos a las provincias con facultad de administrarlos o suprimirlos, pero quedando éstas con el cargo de cubrir los sueldos de arzobispos, obispos y capítulos de catedrales; en 1851 la supresión de los "Derechos de estola"; el decreto presidencial del 18 de mayo de 1850, por el cual se expulsó del país a los miembros no nacionales de la Compañía de Jesús y se autorizaba la contratación «del número necesario de padres capuchinos para el servicio de las misiones de la República»; la ley 9 de mayo de 1851, que permitía el funcionamiento de comunidades religiosas, «con la excepción de la Compañía de Jesús o cualesquiera otras que se formen con miembros de ésta», y por la cual se establecía que «la prohibición de los miembros de la Compañía de Jesús para entrar al territorio de la República, se extiende a los granadinos por nacimiento o naturalización que hagan parte de dicha Compañía». En el año de 1858, durante el gobierno conservador de Ospina Rodríguez, los jesuítas regresaron al país para ser de nuevo expulsados por Tomás Cipriano de Mosquera el 26 de julio de 1861. (Los miembros de la Compañía de Jesús habían sido expulsados de los dominios españoles por Carlos III en el año de 1767 y a la Nueva Granada habían retornado en 1843); la ley 15 de junio de 1853, por la cual se daba fin al patronato eclesiástico y se separaban la Iglesia y el Estado; la ley del 20 de junio de 1853, sobre matrimonio civil y aceptación del divorcio. Tomás Cipriano de Mosquera, caudillo vencedor en una revuelta contra el gobierno conservador de Ospina Rodríguez, atacó de frente a los intereses pecuniarios de la Iglesia y dictó, entre otras, las siguientes medidas: decreto del 9 de septiembre de 1861, sobre desamortización de bienes de manos muertas, que en su artículo primero decía: «Todas las propiedades rústicas y urbanas, derechos y acciones, capitales de censos, usufructo, servidumbre u otros bienes que tienen o administran como propietarios o que pertenezcan a las corporaciones civiles o eclesiásticas y establecimientos de educación, beneficencia o caridad, en el territorio de los Estados Unidos, se adjudican en propiedad a la nación por el valor correspondiente a la renta
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neta que en la actualidad producen o pagan, calculada como rédito al 6% en los términos de los artículos siguientes...». Como se ve, la medida hacía relación a bienes eclesiásticos y civiles y tuvo también aplicación en cuanto a la enajenación de los ejidos municipales. El 20 de julio de 1861, Mosquera dictó el decreto de inspección o tuición de cultos, por el cual, bajo pena de destierro, ningún eclesiástico podía ejercer sus funciones sin el pase de la autoridad civil. Además, el decreto estableció que era necesario el pase o autorización gubernamental para promulgar los documentos pontificios y que los obispos debían ser nacionales. El 3 de noviembre del mismo año se decretó la prisión y el confinamiento del arzobispo de Bogotá, monseñor Antonio Herrán, y el 5 de noviembre se expidió un decreto que declaraba la extinción de las comunidades religiosas que se opusieran a la desamortización. Las que obedecieran los decretos de desamortización y tuición quedaban autorizadas para que sus miembros siguieran viviendo en comunidad. El ataque a la estructura ideológica, administrativa y económica de la Iglesia granadina, fue pieza fundamental en el proyecto liberal de desmontar el Estado colonial y sustituirlo por otro adecuado en sus funciones, a las condiciones del capitalismo librecambista y a los intereses de las nuevas clases dominantes. Al consumarse la Independencia había dos fuerzas organizadas y poderosas dentro del naciente Estado republicano: el ejército acrecido por tres lustros de guerra, y la Iglesia, poderosa en bienes y con amplia audiencia entre las masas. Respecto a ambas instituciones se procedió. El ataque contra la Iglesia se adelantó en el orden administrativo -en tanto que los prelados y clérigos eran de cierta manera funcionarios estatales—, en al ámbito ideológico y contra su poder económico. La separación entre la Iglesia y el Estado y la renuncia al patronato implicaban que los clérigos perdían la categoría de funcionarios y que no seguirían recibiendo un estipendio estatal para su subsistencia; pero, al mismo tiempo, el Estado se privaba del control que pudiera ejercer sobre los clérigos en tanto fueran funcionarios. Paradójicamente, ante la renuncia por el Estado al patronato algunos sacerdotes que habían prohijado las medidas liberales se sintieron abandonados. «La abolición del patronato había inspirado a algunos sacerdotes liberales la convicción de que su partido los aban-
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donaba a la autoridad, ahora omnipotente, de sus superiores en la jerarquía, y esto había producido el efecto de que separándose de la comunidad liberal fuese a engrosar las filas ultramontanas; de lo cual eran ejemplo notable los presbíteros Juan Nepomuceno Azuero y Pascual Afanador» (17). A su vez, muchos de los dirigentes liberales que propiciaron la renuncia al patronato, entre ellos Manuel Murillo Toro, ante los levantamientos conservadores posteriores con carácter religioso, se lamentaron por haber contribuido a tomar esa decisión. Desde la época colonial la enseñanza estaba monopolizada por el clero. Contra ese monopolio se implantó la libertad de enseñanza, plasmada así por la ley de 15 de mayo de 1850: «Es Ubre en la República la enseñanza de todos los ramos de las ciencias, de las letras y de las artes. El grado o título científico no será necesario para ejercer profesiones científicas; pero podrán obtenerlo las personas que lo quieran. Para ejercer la profesión de farmaceuta [sic] se necesita obtener la aprobación en los exámenes. Suprímese el grado de bachiller. Suprímense las universidades... Para optar grados no es necesario haber estudiado en los colegios nacionales o provinciales, o en los seminarios». Las medidas anteriores se complementaron con un ataque frontal a los cuantiosos intereses económicos de la Iglesia. Para hacer competitivos en el mercado exterior a ciertos productos agrícolas, se eximió del diezmo a las nuevas plantaciones de cacao, café, añil y algodón, pues como decía la Memoria de Hacienda de 1835, «todo el mundo sabe que el diezmo se cobra por el producto bruto sin deducir los gastos y que, por lo mismo, los frutos sometidos a impuesto jamás podrán concurrir en el extranjero con aquellos que están exentos de semejante contribución». Además, los propietarios lograron del Papa una reducción de los días feriados, con la consecuencia, que anotaba la misma Memoria de Hacienda, de que «los empresarios de la industria agrícola, que son los que pagan diezmo, tendrán 29 días más en el año disponibles para consagrar al trabajo». Como se anotó, en 1850 se autorizó a las cámaras provinciales para abolir el diezmo en su totalidad. La medida más radical para debilitar a la Iglesia en sus intereses económicos fue la desamortización de bienes de manos muertas. Como de ella trata otro capítulo de la presente obra, nos limitaremos a señalar sólo algunos de sus
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aspectos políticos. El más fundamental fue que, a pesar de lo radical de la medida, ésta no transformó la estructura agraria del país, pues tan sólo se produjo un cambio de dueño y un paso del latifundio clerical al laico. La posición tomada ante el remate de los bienes desamortizados se convirtió en un signo de distinción partidista. Fueron los capitalistas, tribunos y generales liberales los que más ostentosamente remataron los bienes expropiados. Con todo, en forma discreta y a pesar de las sanciones espirituales esgrimidas por la Iglesia, los capitalistas conservadores precedieron en forma similar (18). Como un paso al avenimiento que era preciso lograr para sanear la situación, el programa conservador de 1879 señalaba en su artículo IX: «Siendo un hecho irreversible la desamortización, el partido conservador lo reconoce como tal; pero exige el reconocimiento en favor de la Iglesia católica, de sus acreencias injustamente canceladas, y la devolución de los bienes de que ha sido despojada, o una justa y completa indemnización por el valor de los desamortizados». El asunto de la indemnización a la Iglesia se convirtió en un problema político de primer orden, y como se verá, durante la Regeneración ésta corrió a cargo del Estado, en beneficio de rematantes liberales o conservadores, escépticos o creyentes. Para llevar adelante sus propósitos de Estado laico, los liberales entraron en pugna con el clero y esto distinguió a la política colombiana, al igual que la de Latinoamérica, en donde se daban fenómenos similares. En general, los liberales no eran antirreligiosos o ateos, como sus enemigos los querían presentar. Por el contrario, lo que pretendían era una especie de religión con culto privado, de tinte protestante, ajena a la pompa de la Iglesia Romana. Imbuidos en las ideas del progreso, de la técnica y del crecimiento del comercio, muchas veces encontraban superfluo y ostentoso el culto católico. Una muestra de su pensamiento, a propósito de las comunidades religiosas, lo expresaba el periódico liberal El Nacional, del 7 de octubre de 1866: «Han debido extinguirse las comunidades religiosas, por la sencilla razón de que ellas han venido a ser inútiles a la sociedad. Diré más: creo que tal como ellas existen entre nosotros, habían venido a ser perniciosas». Esta afirmación coincidía con las palabras de Víctor Hugo, oráculo del momento, a quien se dice había sido dedicada la Constitución de 1863 y quien pro-
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pugnaba también un cristianismo puro y primitivo: «Cuando en una nación abundan los monasterios son otros tantos muros que obstruyen la circulación, establecimientos que estorban, centros de pereza, allí donde se necesitan centros de trabajo» (19). La Iglesia debía encuadrar en la racionalidad capitalista, no obstruir la circulación, no impedir el mundo del trabajo, -de los otros, por supuesto-. El alinderamiento del clero con el partido conservador había vuelto a los liberales anticlericales, y sus críticas a un soberano extranjero, el Papa, hechas a nombre de la Patria y la Nación no tenían el mismo énfasis respecto a la política económica de otras potencias terrenales, por ejemplo Inglaterra. Durante los debates de la Convención de Rionegro el tribuno e ideólogo Rojas Garrido se fue lanza en ristre contra el oscurantismo, los curas y la Iglesia, a nombre de la razón y de la práctica sencilla del cristianismo primitivo, al cual era preciso retornar; sin embargo, y tal como se lamentaba de él su copartidario radical, el Indio Uribe, «su gran empeño consistió en desalojar lo sobrenatural de la mente, para tomar posesión de ella la realidad del mundo sensible, única manera de asegurar la felicidad humana contra los agentes del misterio, que explotan a los hombres por cuenta de Dios y Amo. Conseguíalo más por desgracia, dejando un escotillón para que entrara o saliera la Causa Primaria, que no se sabía de dónde era oriunda, ni qué venía a hacer sobre el globo terráqueo» (20). Las guerras civiles El discurrir de la historia colombiana durante el siglo XIX, aparentemente fue institucional. A diferencia de otros países latinoamericanos, no hubo gobernantes que se perpetuaran en el poder y tres golpes de Estado en un siglo -el de Melo, el de Mosquera contra Ospina y el de los radicales contra Mosquera—, son pocos en comparación con los que por la misma época sucedían en América Latina. Sin embargo, esta apariencia no puede ocultar el hecho real de una violencia permanente manifestada en nueve grandes guerras civiles, dos internacionales con el Ecuador y decenas de revueltas regionales, especialmente durante el período federal. La primera fue la contienda de Independencia (1810-1824), la cual, para calificarla en términos modernos, tuvo un contenido de liberación nacional y en la que los bandos hicieron sus levas con soldados del país. Al finalizar las
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operaciones bélicas y después de tres lustros de combates, el nuevo Estado (la Gran Colombia), se encontró con un ejército numeroso: 30.000 hombres para una población de 1. 250.000 habitantes. Licenciar esa tropa planteó grandes problemas, algunos de los cuales iban a ser recurrentes en la vida política posterior. Con la quiebra del Estado colonial y el desbarajuste consecuente a la guerra, ante una burocracia no rehecha, sólo había dos fuerzas organizadas: el poder militar y el eclesiástico. Los proyectos bolivarianos de estructura del Estado -jerarquizado y "cesarista"- se basaban en el ejército que le era adicto y que por carencia de otros mecanismos debía cumplir la función de los partidos. Contra ese proyecto, sus impugnadores militares o civiles, se alzaron en nombre del civilismo contra el militarismo. Esta oposición tomó también otras formas para presentarse. Por ejemplo, como Venezuela fue el principal teatro de operaciones militares, era lógico que de allí procediera el grueso de la oficialidad; por eso, el conflicto que enfrentó el proyecto bolivariano a los hacendados y comerciantes se presentó a veces como oposición de granadinos, "lanudos", contra venezolanos o caraqueños. Además y de la misma manera como sucedió en las posteriores guerras civiles, mientras no hubo un ejército central organizado, las necesidades de la lucha, en cuya eficacia no caben remilgos de color, crearon una cierta movilidad social en el ejército y permitieron el acceso de negros, mulatos y mestizos a los rangos de la oficialidad. La oligarquía dominante temía las revoluciones y las guerras -más que por los daños materiales que en ocasiones hasta les podían suministrar buenos negocios, o por las muertes producidas que por lo general no eran dentro de su círculo-, por esa movilidad que les aterraba. En el prólogo a las Apuntaciones críticas, don Rufino José Cuervo se dolía de los "levantamientos revolucionarios" que producían "el roce con la gente zafia" y traía como deplorable consecuencia que ésta pudiera «aplebeyar el lenguaje generalizando giros antigramaticales y términos bajos». Por su parte, su amigo don Ignacio Gutiérrez Ponce, quien creía «que no convenía a los infelices negros la declaratoria de su completa libertad antes que tuviesen medios de aprovecharla a fin de que no se viesen súbitamente privados de sus amos y abandonados a sí propios, en su total ignorancia de las
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artes liberales» (21), se lamentaba a propósito de las revueltas, porque «los males de la República se agravaron de una manera imponderable cuando el turbión revolucionario encumbró hasta los tejados la basura que cubría el suelo, fácilmente levantada en alto por su falta de pesó y solidez» (22). En estas circunstancias, la querella de civiles contra militares y su efecto de licenciamiento, cobró muchas veces la forma de conflicto racial. Asimismo, la política de los "civilistas" para reducir el número de oficiales tuvo diferentes consecuencias para aquellos de carrera y extracción popular que para los que tenían sus títulos por familia y hacían de ellos algo complementario de la acción política. Entre 1839 y 1841 la población granadina padeció una guerra que se denominó "de los Conventos", o "de los Supremos". Estos nombres indican algunas de sus causas. El pretexto para el levantamiento en su primera fase fue la ejecución de una disposición legal tomada desde 1821, y que se venía posponiendo. Esta consistía en suprimir, por antifuncionales, los conventos que albergaran menos de ocho religiosos para destinar sus locales y bienes a la educación. A nombre de la religión ultrajada, el padre ViIlota logró concitar el apoyo de la población del sur del país contra el gobierno. El clero de la región que tenía más vínculos y posibilidades con la jerarquía ecuatoriana apoyó el movimiento, y el gobierno de aquel país, dentro de un contexto de fronteras aún no bien definidas, terció como elemento en el conflicto. El caudillo militar José María Obando, decepcionado porque el gobierno central no lo había designado como jefe militar para combatir la rebelión y ante un sumario por la muerte de Sucre, exhumado políticamente en su contra, se puso al frente de la rebelión que originariamente aspiraba a combatir. Caudillos militares supérstites de la Independencia, los "Supremos" de cada región, no satisfechos en sus aspiraciones por el poder central, se levantaron en guerra y Ja mantuvieron, durante tres años, a nombre de la religión ultrajada. A su vez, algunos de ellos, como Obando, en guerras posteriores serían atacados como enemigos de la religión que en esta ocasión decían defender. Las transformaciones llevadas a cabo durante el gobierno de José Hilario López, dieron lugar a la guerra de 1851; en este caso, ya claramente los contendientes, se alinearon como liberales y conservadores. Los esclavistas del
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occidente del país se levantaron contra la medida abolicionista, y las disposiciones laicizantes del período dieron el pretexto religioso para la insurrección. Además, la adecuación que se adelantaba en el Estado debía tener su corolario burocrático para que acudieran a la nómina los jóvenes tribunos que pregonaban el cambio, en remplazo del círculo reducido que venía detentando el poder. Esta circunstancia civil agregó otro elemento para la insurrección militar (23). Los acontecimientos de 1854 y la guerra de aquel año son la ocasión en que más claramente se presenta un enfrentamiento clasista durante el siglo XIX.En desarrollo del proyecto liberal de transformación y adecuación del Estado se estaban liquidando los resguardos y ejidos, y se había implantado el libre cambio, suprimiéndose los aranceles que hacían de barreras proteccionistas.Con estas medidas, sobre todo la última, el partido liberal, que en apoyo de su proyecto había ligado a los artesanos y sectores populares se dividió en dos fracciones por intereses económicos claros. Los comerciantes, abogados y tribunos que por su atuendo europeo se denominaban "cachacos", quedaron en la fracción "liberal gólgota" que proponía el libre cambio. A su vez, los sectores populares, y entre ellos, como principal fuerza organizada, los artesanos -a quienes por su extracción y atuendo de ruana se les denominó "guaches"-, militaron en la fracción "Draconiana" del liberalismo. Como es lógico, su acción política iba a mantener las tarifas proteccionistas. La pugna presentada con el licenciamiento de oficiales desde el fin de la guerra de Independencia cobraba en ese momento un énfasis especial. El proyecto liberal de transformación del Estado implicaba proceder con el ejército al igual como se procedía con la otra fuerza organizada, el clero. La posición laicizante del Estado tenía su correlativo en la ideología civilista. Al igual que un culto barato, se quería una milicia a buen precio, pero eficaz. Fue entonces cuando se presentó el conflicto. Los altos grados del ejército estaban ocupados por oficiales que habían participado en las guerras de Independencia. Unos ellos -Mosqueras, Herranes, Caicedos, etc.-, tenían una boyante posición económica y el título militar no era más que complemento para la conservación del poder político. Por el contrario, otros oficiales de extracción popular y enlistados en las filas libertadoras desde temprana edad -como Melo-, estaban li-
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gados al ejército como su única ocupación y posibilidad de subsistencia. Cuando la situación se caldeó y los artesanos se organizaron con otros sectores populares para exigir los aranceles de protección, la situación de clase se hizo palpable en la milicia y el ejército se dividió. Con el apoyo popular fue elegido presidente en 1853 el general José María Obando, quien hubo de sancionar la Constitución de aquel año, expedida por gólgotas y conservadores para mermarle atribuciones. A pesar de que era claro a quién debía su elección y quiénes eran los que lo impugnaban, Obando vaciló en su posición y el jefe del ejército, general José María Melo, con el apoyo de artesanos, sectores populares y de oficiales profesionales, dio un golpe de Estado el 17 de abril de 1854. Las disposiciones que precipitaron el golpe fueron las siguientes: so pretexto civilista y democrático se limitaron los grados en el ejército, lo cual era la forma de prescindir de Melo y de otros oficiales de carrera ligados a los sectores populares. La medida se complementó con otra de interés general, la ley 3 de abril de 1854, que reconocía a todos los habitantes del país el derecho a comprar armas: «El derecho de comerciar con toda especie de armas y municiones y el derecho de llevar armas y de instruirse en su manejo. Las piezas de artillería, rifles, fusiles, carabinas, municiones, proyectiles de guerra que se importen a la República, pagarán los derechos correspondientes a los demás efectos análogos enumerados en el arancel de aduanas». Como es lógico, tanto civilismo implicaba el armamento de los que tenían dinero, tal como se vio en la campaña que en seguida se emprendió contra el dictador Melo y sus aliados. Cuatro generales: Herrán, Mosquera, López y Herrera, armaron ejércitos y desde los cuatro costados de la República convergieron sobre Bogotá, en donde con catorce mil hombres vencieron a Melo y sus seguidores. La situación de clase en la comandancia de tan lucido ejército, borró las barreras doctrinales que hasta el momento los habían separado y por las cuales en las contiendas anteriores ellos mismos se habían batido entre sí. Esta experiencia de ejércitos particulares hasta de 14.000 hombres era propicia para desarrollar las ideas civilistas y durante el gobierno conservador-liberal de Manuel María Mallarino, quien sucedió a Obando, "el ejército fue reducido a quinientos ochenta y ocho hombres
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desde el mes de septiembre de 1855, y luego, cuando en Panamá se organizaron las milicias del Estado, la reducción llegó a trescientos setenta y tres unidades, que es la más pequeña de que se tenga noticia a todo lo largo de la historia de la Nación. Las economías obtenidas por este concepto ascendieron a trescientos mil pesos" (24). La casi extinción de un ejército central, era también un requisito previo para que pudiera operar el federalismo y para que dentro de su forma constitucional las oligarquías regionales autónomamente sometieran a la población y dispusieran del patrimonio nacional. La guerra de 1859-1862, dentro del régimen federal de 1858, la inició el Estado del Cauca, a cuya cabeza estaba Tomás Cipriano de Mosquera contra el Estado Central. En el período federal, el Cauca abarcaba prácticamente la mitad del territorio nacional y sus límites iban desde el golfo de Urabá (actual departamento del Chocó), hasta el río Amazonas. El presidente de la Confederación Granadina estaba facultado por ley para mantener un ejército permanente hasta de 1.000 hombres, y el resultado de la guerra, en favor de Mosquera, confirmó la supremacía de los ejércitos regionales sobre el limitado ejército central. La primera administración presidencial la había adelantado Mosquera como conservador y a nombre de una fracción de ese partido había presentado su candidatura presidencial contra Ospina y contra Manuel Murillo Toro, candidato liberal, pero fue derrotado en las urnas. Con los liberales se alió entonces contra Ospina, a nombre de ese partido hizo sus tres posteriores presidencias (18601863; 1863-1864; 1866-1867), y, una vez vencedor en la guerra, llevó a cabo la vasta reforma de desamortización de bienes de la Iglesia. Como corolario de la guerra, hecha a nombre de la soberanía de los Estados, se expidió la Constitución de Rionegro (1863), que limitaba al Estado central la posibilidad de hacer la guerra a los "Estados Soberanos" (artículo 19). Poco después, el 12 de marzo de 1867, la ley 6 dispuso en su artículo primero: «El Gobierno de la Unión reconoce que los Estados tienen por la Constitución facultad para mantener en tiempo de paz la fuerza pública que juzguen conveniente», y en el mismo año la ley 20 del 16 de abril estableció que el gobierno de la Unión debería observar la más estricta neutralidad cuando en un Estado se produjera un levantamiento para derrocar a las autoridades. Así las cosas, el go-
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bierno central contó con una fuerza reducida la "Guardia Nacional", que desfilaba en las fiestas patrias, mientras que algunos estados formaron ejércitos poderosos. No se necesitaba entonces especial perspicacia para saber en dónde residía el poder y para comprobar que los presidentes que por mandato constitucional se sucedían cada dos años, ni reinaban ni gobernaban y limitaban su papel al sacrosanto lema de: dejar hacer. El reparto burocrático, el de la tierra, las minas y los bienes según las peculiaridades regionales, con oligarquías que disponían de sus propios ejércitos ante un Estado central que no tenía poder político ni militar, produjo como efecto la descentralización de las guerras que quedaron reducidas al ámbito regional. Cerca de 40 rebeliones y levantamientos se presentaron durante la vigencia de la Constitución Rionegro y una guerra de tipo nacional, la de 1876-1877; precipitada ésta a nombre del partido conservador por una oligarquía caucana económicamente decadente y ya sin poder político a nivel nacional, se dio como una lucha entre Estados. Como pretexto se esgrimió el "problema religioso" debido a la enseñanza laica que algunos liberales querían implantar. El poderoso Estado de Antioquia, lo mismo que el del Tolima, estaba gobernado por los conservadores, y allí estuvo el baluarte de la lucha contra los liberales que controlaban el Estado central. El Estado de Antioquia equipó un ejército poderoso de 13.000 hombres con armas modernas, y sus tropas se lanzaron al ataque en nombre de la religión. Detenidos en su avance por dos derrotas militares (Los Chancos y Garrapata), aparecieron contradicciones que se impusieron sobre la aparente unidad doctrinal: celos entre los dirigentes de Antioquia y los de otras regiones sobre quién decidiría y aprovecharía cuando triunfara la causa, problemas regionales con carácter racial que cohesionaron el grupo antioqueño frente a los "negros del Cauca", y el cálculo práctico de los dirigentes de la "revolución conservadora" de que era preferible económicamente un arreglo con el enemigo doctrinario a una guerra en su propio territorio, aunque fuera victoriosa pero que dejara como secuela la destrucción de sus bienes. El resultado fue el arreglo. En 1885-1886 se produjo de nuevo la guerra. Los radicales de Santander se levantaron contra el gobierno central presidido por Rafael Núñez, quien como liberal había sido elegido
El Estado v la política en el siglo XIX
presidente por segunda vez en 1884. Ante la rebelión, el presidente recibió el apoyo del partido conservador, y éstos y el grupo liberal que apoyaba a Núñez, vinieron a formar lo que se llamó el "Partido Nacional", base política dé la Regeneración. La rebelión de 1895 fue corta y en ella se mostró la eficacia represiva de un fuerte poder central. Un sector del partido liberal, los radicales, encontraron en la guerra la única posibilidad de manifestación ante un sistema electoral organizado en su contra -similar al que ellos habían practicado en el poder-, que les impedía el acceso al parlamento, y ante la imposibilidad por la represión de manifestar su desacuerdo mediante la prensa. La política de "orden" de la regeneración, para un sector del liberalismo se traducía en represión. El proyecto global de la regeneración había chocado con intereses parciales -económicos y regionales-, y el partido conservador estaba dividido entre nacionalistas, que apoyaban el gobierno e históricos que lo impugnaban. Núñez, reelegido en 1886, gobernaba por interpuesta persona y la presidencia había sido ocupada por los vicepresidentes (Carlos Holguín, 1888-1892, y su cuñado Miguel Antonio Caro, 1892-1898). El presidente elegido en 1898, Manuel Antonio Sanclemente, debido a los achaques de su edad (84 años), estaba imposibilitado para gobernar y a la sombra de su incapacidad se tejían las intrigas personificadas en el vicepresidente Marroquín, más joven que él puesto que sólo contaba con 72 años en el momento de la elección. El sector guerrerista del liberalismo, excluido del parlamento y amordazado en la prensa se fue a la guerra pensando contar con el apoyo de los conservadores históricos, descontentos con el gobierno y quienes a la hora de las definiciones prefirieron apoyarlo. La exclusión política del sector liberal, la mala situación económica (de un precio de 15.7 centavos la libra en 18%, el café cayó a 8.5 centavos en 1899 en el mercado de Nueva York), y los escándalos monetarios y financieros, dieron elementos para la rebelión. Luego de grandes batallas en los meses iniciales de la guerra en que las tropas rebeldes fueron vencidas, la contienda se prolongó devastadoramente durante tres años, alimentándose en forma de guerrillas. Por el tratado de Neerlandia, firmado el 24 de octubre de 1902, un sector de los rebeldes se entregó y el tratado de Wisconsin, que lleva el
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nombre del barco de guerra norteamericano en que se firmó, el 21 de noviembre del mismo año, puso fin a las actividades militares en Panamá. La Regeneración El período federal coincidió con el auge y diversificación en las exportaciones. A partir de 1850 empieza el ciclo de exportación de productos agrícolas: tabaco, añil, quina, café y todos estos productos unidos al oro dan la base económica para que pueda desarrollarse el proyecto liberal. Pero desde 1875 y coetáneo con las fricciones políticas que se manifiestan en la división liberal y la guerra del año siguiente, el valor de las exportaciones comenzó a decrecer. El precio promedio del café colombiano que en el mercado de Nueva York era de 20.5 centavos por libra en 1875, cae a 10.1 centavos por libra en 1884. Entre 1879 y 1881 el precio de la quina baja en un 80%, y las exportaciones colombianas que en 1875 eran de 29 millones de dólares, caen a 7.3 millones en 1885. En ese año se inicia la guerra que permitirá a los vencedores un nuevo proyecto estatal, y no por mera casualidad el conflicto se inicia en Santander, Estado éste que para la época era el mayor productor de café y en el que hasta entonces se habían desarrollado prósperas empresas quineras. Durante el período federal se produjeron acontecimientos económicos que incidieron para la consolidación de una clase dominante con intereses múltiples. A la producción de tabaco, tras la abolición del estanco, vincularon sus capitales los sectores comerciantes. La desamortización de bienes de la Iglesia permitió la unión de estos sectores a los intereses de la tierra, y la apertura de haciendas cafeteras consolidó aún más la vinculación de capitales comerciales con el agro. Es así cómo, en el preludio de la Regeneración, existía en el país una clase dominante de polifacéticos intereses en el comercio, la tierra y la usura, que requería una nueva forma estatal. Las dificultades producidas por la quiebra de las exportaciones pusieron en evidencia que el proyecto liberal que había cumplido su función no era adecuado para el momento. Bajo la soberanía de los Estados las oligarquías regionales llevaron a cabo la apropiación de la tierra: los bienes de la Iglesia donde los hubiera, la
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colonización en Antioquia, Santander, Boyacá, etc., la apropiación de minas, etc. El beneficio de esa clase, en la que por sus múltiples intereses se habían limado los roces entre terratenientes y comerciantes, requería una política diferente de carácter centralista, de Estado fuerte que permitiera empresas amplias como las de ferrocarriles tan necesarias para la expansión cafetera, y que a nombre del orden presentara un proyecto global de explotación. Además el libre cambio, el laissez faire comenzaba a desaparecer en la economía mundial y el signo de los tiempos iba en el sentido de Estados fuertes, de la intervención. El ideólogo de la Regeneración fue Núñez y su plan global incluía tres instancias: la económica, la jurídico-política y la ideológica. El proyecto económico tuvo como soporte la creación del Banco Nacional y la implantación del papel moneda, y fue complementado con una política de aranceles que actuó a la manera de protección para ciertas industrias incipientes, pero, sobre todo, como elemento político al rescatar para su movimiento a sectores de artesanos. La permanencia de una tasa fija de cambio entre el oro y la plata, establecida en 1873 por el Código Fiscal, en momentos en que variaba la tasa en el mercado mundial, había facilitado el negocio de exportar el oro en circulación y creado el hecho de una moneda de plata en continua depreciación. En el país no existía una moneda uniforme, los bancos tenían derecho de emisión y el desarreglo monetario había contribuido al aumento en el tipo de interés. En procura de mayores rendimientos, el capital fluía hacia el préstamo en desmedro de otras actividades, lo cual se manifestaba en la proliferación de instituciones bancarias; éstas, en algunos casos, bajo tan pomposo nombre no hacían más que encubrir medianos negocios de usura. Los bancos, que en 1875 eran dos, en 1881 llegaban a 42 y el Estado favorecía a los bancos privados depositando en ellos sus fondos y retribuyéndoles la función de agentes fiscales. En su primera administración (1880-1882), Núñez creó el Banco Nacional sobre el que fundó su política económica, a partir de 1885. La base fue el papel moneda de curso forzoso (decreto 104 del 19 de febrero de 1886) y el privilegio exclusivo de emitir moneda por el Banco Nacional (ley 57 de 1887). Con el aumento de dinero en circulación disminuyó la tasa de interés y el capital fluyó hacia otros
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sectores como la construcción o las actividades agrícolas y ganaderas. El efecto inmediato sobre el sector bancario fue la liquidación de algunos establecimientos, los más pequeños, y la concentración. En 1892 sólo quedaban 14 bancos de los 42 que existían en el país en 1881. Superados los roces iniciales, los pocos grandes bancos que restan se fortalecen y se lucran con las ventajas del arreglo monetario y con la quiebra de sus competidores pequeños. El monopolio de emisión permitió al Estado proveer a sus gastos y fue un medio eficaz para financiar los ejércitos durante la guerra sin depender inmediatamente de la buena voluntad de los prestamistas, como había ocurrido anteriormente. Al mismo tiempo, con las incontroladas emisiones monetarias se vivió un agudo proceso de inflación que favoreció a los propietarios cafeteros. Estos, al mismo tiempo que se lucraban con el aumento en el precio internacional del grano (el precio promedio del café colombiano en el mercado de Nueva York pasó de 10.6 centavos la libra en 1887 a 18.8 en 1893), lograron internamente reducir costos, en desmedro del sector trabajador cuyos salarios reales decrecieron en el período. Las exportaciones de café aumentaron y la bonanza transitoria dio base económica para llevar adelante, en nombre del orden, los otros aspectos del proyecto regenerador. El proyecto político de Núñez se plasmó en la Constitución de 1886 y fue presentado como cuestión administrativa. Con una descripción apocalíptica de la situación, Núñez propuso su papel mesiánico en una frase rimbombante y célebre: «Regeneración o catástrofe». El proyecto político de Estado fuerte y centralizado, en lugar del federalismo a ultranza, lo presento en esta fórmula condensada: «Centralización política y descentralización administrativa». Golpeada de muerte la rebelión de 1885 tras el combate de La Humareda, desde el balcón de la casa presidencial Núñez proclamó: «La Constitución de Rionegro ha dejado de existir». Reunido un Consejo de Delegatarios con el objeto de expedir la nueva Constitución, el presidente Núñez les dirigió un mensaje en el que les dio las pautas que debían seguir para la organización estatal: «El particularismo enervante debe ser remplazado por la vigorosa generalidad. Los códigos que funden y definan el derecho deben ser nacionales; y lo mismo la administración pública encargada de hacerlos efecti-
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vos. En lugar de un sufragio vertiginoso y fraudulento, deberá establecerse la elección reflexiva y auténtica; y llamándose, en fin, en auxilio de la cultura social los sentimientos religiosos, el sistema de educación deberá tener por principio primero la divina enseñanza cristiana, por ser ella el alma mater de la civilización del mundo... Las repúblicas deben ser autoritarias, so pena de incidir en permanente desorden y aniquilarse en vez de progresar... A lo expuesto se agrega la necesidad de mantener, durante algún tiempo, un fuerte ejército, que sirva de apoyo material a la aclimatación de la paz, que no puede ser producida instantáneamente por un sistema de gobierno que habrá de guardar escasa armonía con los defectuosos hábitos adquiridos en tantos años de error... pero, gracias a nuestra privilegiada índole, podremos probablemente concluir nuestra obligada transición, sin pasar por el puente oprobioso de la dictadura de un Rosas, de un Santana o de un Carrera...». En la nueva Constitución el federalismo quedó abolido. El artículo lo. decía: «La Nación colombiana se reconstituye en forma de República unitaria». En lugar de los Estados Soberanos, se crearon los departamentos «para el servicio administrativo» (artículo 182) y a la cabeza de éstos se colocaron gobernadores, como agentes directos del poder central, con la obligación de «cumplir y hacer que se cumplan en el departamento las órdenes del gobierno» (artículo 195). Para el antiguo Estado de Panamá se creó un estatuto especial bajo la autoridad directa del gobierno (artículo 254). Sobre los bienes nacionales se dispuso en el artículo 4o. que «el territorio, con los bienes públicos que de él forman parte, pertenece únicamente a la Nación», y en cuanto a los bienes aún no repartidos a los particulares, se estableció: «Pertenecen a la República de Colombia... los baldíos, minas y salinas que pertenecían a los Estados, cuyo dominio recobra la Nación, sin perjuicio de los derechos constituidos a favor de terceros por dichos estados o a favor de éstos por la Nación a título de indemnización» (artículo 202). El ejecutivo, expresión del poder central, se fortaleció con relación al legislativo. Mientras al presidente se le asignó un período de seis años (artículo 114) sin impedirle su reelección, el período ordinario de reunión para las cámaras legislativas se estableció para cada dos años (articulo 68). El sufragio universal de varones se consagró para las elecciones de concejos muni-
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cipales (artículo 172). Para la elección de representantes, se estableció un sufragio cualificado por saber leer y escribir o por las rentas y el patrimonio. La elección de senadores y presidente se consagró en forma indirecta, por electores (artículos 173-174-175). La pena de muerte fue restablecida (artículo 29) y para hacer efectivo el poder del Estado central se creó un ejército permanente (artículo 166), una milicia nacional (artículo 171) y se estableció que «sólo el gobierno puede introducir, fabricar y poseer armas y municiones de guerra» (artículo 48). Al presidente se le otorgó poder transitorio por encima de la Constitución (artículo L): «Los actos de carácter legislativo expedidos por el presidente de la República antes del día en que se sancione esta Constitución continuarán en vigor, aunque sean contrarios a ella, mientras no sean expresamente derogados por el Cuerpo Legislativo o revocados por el gobierno», y se le facultó para amordazar el periodismo de oposición so pretexto de «prevenir y reprimir los abusos de la prensa» (artículo K). Así las cosas, se organizó la "República autoritaria" proclamada por Núñez, y se institucionalizó "un Estado de paz armada" como dijo de la Regeneración el vicepresidente en ejercicio Miguel Antonio Caro. La amalgama del proyecto económico y político fue la religión. Núñez, escéptico en estas materias, comprendió la función que podía jugar la ideología religiosa y el papel del clero como fuerza organizada. Aludiendo a los proyectos de consolidación napoleónica, que en Roma confluyeron también en concordato, Núñez escribió: «A principio de este siglo se palpó también en Francia la necesidad de acudir al sentimiento religioso allí predominante, para dar nueva savia moral a aquella nación, hondamente turbada por el jacobinismo». En cuanto a la Iglesia como fuerza organizada, al igual que ese otro escéptico religioso, Bolívar, comprendió sobre qué fuerzas debía basar el proyecto político. Al efecto escribió: «A otro ministro americano le hemos oído recientemente estas otras palabras: En Colombia sólo hay dos cosas organizadas: el ejército y el clero». "Como elemento de orden, la Constitución de 1886 estableció: «La Religión Católica, Apostólica, Romana, es la de la Nación: los poderes públicos la protegerán y harán que sea respetada, como esencial elemento del orden social» (artículo 38). Como corolario, se le en-
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tregó la educación: «La educación pública será organizada y dirigida en concordancia con la Religión Católica» (artículo 41). El concordato firmado con la Santa Sede en 1887 y adicionado en 1892, consagró en textos la función de amalgama del proyecto ideológico y saldó la pugna aún no resuelta por los intereses materiales derivados de la desamortizacción. Sobre la enseñanza, el concordato estableció: «Artículo 12. En las universidades y en los colegios, en las escuelas y en los demás centros de enseñanza, la educación e instrucción pública se organizará y dirigirá en conformidad con los dogmas y la moral de la Religión Católica. La enseñanza religiosa será obligatoria en tales centros, y se observarán en ellos las prácticas piadosas de la Religión Católica». "Artículo 13. Por consiguiente, en dichos centros de enseñanza los respectivos ordinarios diocesanos, ya por sí, ya por medio de delegados especiales, ejercerán el derecho, en lo que se refiere a la religión y a la moral, de inspección y de revisión de textos. El arzobispo de Bogotá designará los libros que han de servir de textos para la Religión y la moral en las universidades; y con el fin de asegurar la uniformidad de las materias indicadas, este prelado, de acuerdo con los otros ordinarios diocesanos, elegirá los textos para los demás planteles de enseñanza oficial. El gobierno impedirá que en el desempeño de asignaturas literarias, científicas y, en general, en todos los ramos de instrucción, se propaguen ideas contrarias al dogma católico y al respeto y veneración debidos a la Iglesia». Respecto a los bienes terrenales el asunto se resolvió en beneficio de rematantes liberales o conservadores, escépticos o creyentes, al asumir el Estado, como deuda consolidada, el costo de los bienes eclesiásticos expropiados (artículo 22) y al declarar la Santa Sede que «las personas que en Colombia, durante las vicisitudes pasadas, hubieren comprado bienes eclesiásticos o desamortizados, o redimido censos en el tesoro nacional según las disposiciones de las leyes civiles, a la sazón vigentes, no serán molestadas en ningún tiempo ni en manera alguna por la autoridad eclesiástica, gracia que se hace extensiva no sólo a los ejecutores de tales actos sino a cuantos en ejercicio de cualesquiera funciones hayan tomado parte en los mismos, de modo que los primeros compradores o rematadores, lo mismo que sus legítimos sucesores y los que hayan redimido censos, disfrutarán segura y pacífica-
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mente de la propiedad de dichos bienes y de sus emolumentos y productos, quedando firme sin embargo, que en lo por venir no se repetirán semejantes enajenaciones abusivas» (artículo 29). La adición concordataria de 1891, devolvió a la Iglesia la administración de los cementerios y en sus manos volvió a quedar prácticamente la existencia civil de las personas al dejarle el registro de nacimientos, matrimonios y defunciones, privilegiando los actos eclesiásticos sobre los civiles. Los restos del poderoso ejército libertador habían sido desmontados a mediados del siglo. El ejército central había sido reducido y esto permitió el federalismo. Al amparo de las disposiciones sobre libre comercio de armas los ciudadanos pudientes crearon sus propias milicias, y en el período federal los ejércitos regionales cumplieron las funciones necesarias para el orden interno mientras se daba la apropiación regional de los bienes nacionales. Cuando el esquema federalista dejó de cumplir su función y en beneficio de los sectores dominantes hubo necesidad de concebir un proyecto nacional, se hizo imperativa la creación de una fuerza militar organizada que garantizara los proyectos centralizadores. Mientras los ejércitos regionales fueran poderosos no se podría establecer un poder central. En consecuencia, el proyecto económico, político e ideológico se asentó sobre una fuerza central. De la misma manera que se unificaron los códigos y se nacionalizó la legislación, se centralizaron las tropas que garantizaban su coerción. Por boca de Núñez, el poeta, la clase dominante expresó su realismo: «El valeroso y sufrido ejército que ha dado la paz al país seguirá siendo objeto de los cuidados paternales del Gobierno; y para ponerlo a cubierto de penosas eventualidades, deberá expedirse una nueva ley de recompensas estrictamente proporcionadas, sin mezcla de favor, a los merecimientos bien comprobados de cada uno; así como se estila en todas las naciones en que se ha querido hacer de la milicia no instrumento abyecto de abuso, sino profesión honorable», decía Núñez, tras la guerra, al tomar nuevamente posesión como presidente el 4 de junio de 1887. Para las nuevas tareas se requería un ejército fuerte; la abolición de las milicias regionales, el fortalecimiento de la milicia central y su mutación en un ejército profesional. Hasta entonces los terratenientes habían formado sus tro-
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pas con sus arrendatarios y peones. En adelante, el interés de la clase en su conjunto requería un ejército organizado, tecnificado y con un estatuto militar. El ejército central sobre el cual se basó el poder, no solamente creció sino que también fue mutado en su composición, reglas y jerarquía. El poder central se reservó la facultad de poseer armas y municiones y la misma Constitución estableció una jerarquía y un fuero militar: «Artículo 166.- La Nación tendrá para su defensa un ejército permanente. La ley determinará el sistema de reemplazos del ejército, así como los ascensos, derechos y obligaciones de los militares», «Artículo 168.-. La fuerza armada no es deliberante. No podrá unirse sino por orden de autoridad legítima, ni dirigir peticiones, sino sobre asuntos que se relacionen con el buen servicio y moralidad del ejército y con arreglo a las leyes de su instituto». «Artículo 169.- Los militares no pueden ser privados de sus grados, honores y pensiones, sino en los
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casos y del modo que determine la ley».«Artículo 170.- De los delitos cometidos por los militares en servicio activo y en relación con el mismo servicio, conocerán las cortes marciales o tribunales militares con arreglo a las prescripciones del Código Penal Militar». Bajo la dirección de un norteamericano, el coronel Lemly, abrió el gobierno en 1891 una escuela militar. En 1896, ésta se organizó académicamente y en cinco años de estudio los futuros oficiales recibieron, para su aplicación militar, cursos de aritmética superior, álgebra, geometría, táctica, telegrafía, armas modernas, derecho internacional, inglés y francés. La eficacia del nuevo ejército centralizado, acrecido y modificado en su estructura, se vio en las guerras de 1895, y de 1899 a 1902, en las que el Estado central aplastó la revolución, aunque no sucedió lo mismo en un conflicto internacional, con Norteamérica, cuando la separación de Panamá en el año de 1903.
Notas 1. Las referencias a las constituciones son tomadas de Manuel Antonio Pombo y José Joaquín Guerra, Constituciones de Colombia, Bogotá, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, 1951, cuatro tomos. 2. La Constitución de 1832 definía los límites del Estado de Nueva Granada así en su artículo 2°: "Los límites de este Estado son los mismos que en 1810 dividían el territorio de la Nueva Granada de las Capitanías Generales de Venezuela y Guatemala, y de las posiciones portuguesas del Brasil; por la parte meridional sus límites serán definitivamente señalados al sur de la Provincia de Pasto". 3. Fernando Vélez, Datos para la historia del derecho nacional, Medellín, Imprenta del Departamento, 1891, pág. 77. 4. Ibíd., pág. 79. 5. David Bushnell, Política y sociedad en el siglo XIX, en Lecturas de historia, Tunja, Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, 3, 1975, pág. 31. 6. Gerardo Molina, Las ideas liberales en Colombia 18491914, tomo I, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 1970. pág. 26. 7. Un día hubo en la democrática sesión extraordinaria convocada para resolver si se firmaba una petición al Congreso en el sentido de exigir un alza fuerte de derecho. Concurrí a la sesión, encontré reunidos más de trescientos
miembros, y al punto comprendí que los artesanos estaban muy fuertemente apasionados y no entendían palabra del asunto. Pedí la palabra, subí a la tribuna y expuse con claridad los fenómenos de reciprocidad que enlazaban estrechamente la producción y el consumo de la riqueza. Hice ver que cada individuo era productor de una sola cosa y consumidor de muchísimas, y que en una y otra situación estaba sujeto a la ley inevitable de la competencia. Demostré que habiendo en el país muchos productos fabriles, tales como mantas, lienzos, ruanas y otros tejidos, sombreros de paja, cueros curtidos, etc., etc., sería monstruosamente injusto que no se extendiese a todos los productores de estos artículos la protección que se exigía para los simples 'artefactos' designados por los artesanos, es decir, artículos de zapatería, sastrería, talabartería, carpintería y herrería. Demostré, en fin, que al concederse a todos la protección, según la justicia en la igualdad, todos los artículos de consumo favorecidos por la protección subirían necesariamente de precio; con lo que la vida vendría a ser artificialmente más cara para todos, y los artesanos que fuesen favorecidos en sus respectivas industrias perderían lo que en ellas ganaran, y algo o mucho más, a virtud del alza de precio de todo lo que tendrían que consumir. "¿Pero qué fuerza podrían tener estos razonamientos económicos y de justicia, en el ánimo de unos artesanos que, si eran por lo general hombres de bien y patriotas, también eran casi todos muy ignorantes, sobre todo en asuntos de ciencia? En vez de agradecerme el interés que tomaba por el bien de los artesanos, casi todos se montaron en cólera al escuchar mis razones, y uno de ellos -un maestro herrero, Miguel León, muy conocido por
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sus desatinadas peroratas sobre la 'tiraniberia' y otras cosas de ese jaez- pidió a gritos que se me hiciese bajar de la tribuna. "-Aún no bajaré -dije al interruptor-, porque no he concluido. "- Con lo dicho basta -gritó otro-. Ya sabemos que usted está contra nosotros. "- Lejos de eso, estoy en favor de ustedes, puesto que combato un error pernicioso para todos y principalmente para los artesanos mismos. "- Nosotros entendemos las cosas de otro modo. Que baje el orador. "- ¿No hay, pues, libertad de pensamiento y de palabra? - exclamé. "- Contra los enemigos, sí: contra nosotros, no -replicó un zapatero de campanillas. "- Que baje el orador. "- No he concluido. "- No importa. Abajo. Abajo. "- ¿Por la fuerza? "— Si es necesario, a palos. "- No os molestéis -repuse-. La causa de unos hombres que se conducen como ustedes, no merece que se les haga ningún sacrificio. Bajaré de la tribuna, pero será para no volver jamás a esta sociedad". (José María Samper, Historia de un alma, Medellín, Bolsilibros de Bedout, 1971, pág. 249.
10. Manuel Antonio Pombo y José Joaquín Guerra, ob cit pág. 29. 11. Antonio Pérez Aguirre, 25 años de historia colombiana: 1853 a 1878. Del centralismo a la federación, Bogotá, Edit. Sucre, 1959, pág. 29. 12. Juan Pablo Restrepo, La Iglesia y el Estado en Colombia Londres, publicado por Emiliano Isaza, 1885, pág. 27. Gran Parte de la información sobre el patronato y cuestiones eclesiásticas la tomo de esta documentada obra, recomendada así por "Joaquín Guillermo, Obispo Administrador": "Para que los beneficios de esta obra edificante penetren en todas las capas sociales, sería de desearse que cada padre de familia tuviera un ejemplar y lo hiciera leer y releer a todas las personas de su dependencia, haciendo llegar su benéfica doctrina hasta los que en calidad de sirvientes, tienen mayor necesidad de elevar su convicción por las inspiraciones de la verdad", pág. V. 13. Salvador Camacho Roldán, Memorias, tomo I, Bogotá, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, 1946, pág. 22. 14. Tulio Enrique Tascón, Historia del derecho constitucional colombiano, Bogotá, Edit. Minerva, 1953, pág. 78. 15. David Bushnell, El régimen de Santander en la Gran Colombia, Bogotá, Edit. Tercer Mundo y Facultad de Sociología, Universidad Nacional de Bogotá, 1966, pág. 227.
8. Muy posiblemente, refiriéndose a estas medidas que arruinaron a los artesanos, escribió años después el mismo Florentino González en el prólogo que hizo a una 16. "Tres ideas cardinales dominaban en aquel plan: La pritraducción suya de una obra de J. Stuart Mill: "Nuestra mera, sujetar los alumnos a severa disciplina, así en sus pretensión (porque nosotros también hemos participado costumbres y moralidad como en sus estudios y adquiside ella), ha sido tan vana como sería la de un sastre que ción de grados profesionales; la segunda, introducir el fabricase vestidos sin tener en consideración las tallas elemento religioso en la dirección universitaria, complehumanas, y quisiera que los hombres que existen se amolmentando la instrucción con la educación; y tercera, reordasen a ellos". (J. Stuart Mill, El gobierno representativo, ganizar las enseñanzas de manera que en ellas se introdutraducido al español por Florentino González, Valparaíso jesen elementos conservadores (como estudio del derecho [Chile], Imprenta y Librería del Mercurio, 1865, pág. 7). romano, por ejemplo) y algunos de literatura y humani9. Estando en la oposición contra el liberalismo federalista dades que habían sido muy descuidados, y que al mismo en el gobierno, el partido conservador decía en su protiempo se proscribiesen ciertas enseñanzas calificadas de grama de 1878: "Nuestro partido, que es decididamente peligrosas por el gobierno, tales como ciencia de la legisdefensor de la unidad nacional, no ha sido federalista, lación, ciencia constitucional y administrativa y táctica de ni lo es en su gran masa, por convicción y por temperalas asambleas... mento, y considera que la actual federación de Estados "Muy cuerdo era procurar que la educación moral y reliSoberanos es una verdadera anarquía y conduce la Repúgiosa (tan descuidada desde 1843) complementase la insblica fatalmente a la disolución... Pero tampoco pretende trucción. Mas en la práctica del plan del doctor Ospina promover el espantoso trastorno que resultaría de la acfueron las cosas demasiado lejos, a tal punto que se le ción de una política que derrocase las instituciones actuadio a la Universidad de Bogotá un aspecto casi clerical. les, sustituyéndolas con la centralización. Partidario Clérigos eran el rector y el inspector y jesuitas tres de como es de una justa y acertada descentralización que los profesores de San Bartolomé, sin contar todos los no perjudique a la unidad nacional; habiendo contribuido catedráticos y empleados de la facultad de teología; y no pocos de sus miembros, de 1855 a 57, a establecer tanto rigor había en las prácticas religiosas, que el exceso los Estados federados (no soberanos); habiendo tenido suscitaba de parte del mayor número de alumnos una la virtud de organizar en 1858 la Federación, por respeto reacción en sentido contrario. En cuanto al tercer objeto a la opinión del país; habiendo obrado oficial y políticacardinal de la reforma, el doctor Ospina se excedió tammente conforme a las constituciones de 1858 y 1863; bién, y su acción fue contraproducente. La juventud comteniendo ya veinte años de práctica (siquiera defectuosa prendió que la querían hacer conservadora o amoldarla y violenta), las instituciones federativas el partido conserde cierta modo, y por espíritu de contradicción se volvió vador las acepta lealmente, por patriotismo y amor a la toda liberal o incrédula", (José María Samper, ob. cit., paz, como hechos consumados". pág. 122).
El Estado y la política en el siglo XIX
17 Fernán E. González G., Partidos políticos y poder eclesiástico, Bogotá, Cinep, 1977, pág. 137.
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22. Ibíd., pág. 4.
23. Numerosas remociones, de las que sólo citaremos algunos ejemplos, corroboraron estos planes de exclusión y egoísmo. Una de las primeras y que más escándalo causaron, fue la del general P. A. Herrán del empleo de Ministro Diplomático en Washington, acabando de celebrar el famoso contrato para la construcción del ferrocarril de Panamá tan fructuoso para la República. El benemérito ge19 Víctor Hugo, Los miserables, Segunda parte, libro VII neral José María Ortega fue separado de la Dirección del (capítulo II). Colegio Militar; al doctor Márquez le quitaron el destino de Rector de la Universidad; al doctor Juan Antonio Pardo 20 Prólogo de Juan de Dios Uribe A., Poesías originales y el de Catedrático en la misma; D. José Eusebio Caro fue traducciones poéticas de Antonio José Restrepo, Lausana, removido de la Contaduría General, y a don Ignacio lo Imprenta Georges Brídel, 1899, pág. XXI. destituyeron de su empleo en la Secretaría de Hacienda, donde había servido de diversos modos durante veintitrés 21. Ignacio Gutiérrez Ponce, Vida de don Ignacio Gutiérrez años". (Ignacio Gutiérrez Ponce, ob. cit, pág. 21). Vergara y episodios históricos de su tiempo (1806-1877), por su hijo Ignacio Gutiérrez Ponce, tomo II, Bogotá, 24. Antonio Pérez Aguirre, ob. cit., pág. 46. Edit. Kelly, 1973, pág. 30. 18. Véase Jorge Villegas, Enfrentamiento Iglesia Estado, 1819-1887. Medellín, Centro de Investigaciones Económicas, CIE, Universidad de Antioquia, 1977, págs. 3537, 41 y ss.
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las reatas del Estado
Las rentas del Estado Margarita González
1750 - 1810
E
l creciente poder económico del Estado tuvo un papel muy importante en la consolidación de la monarquía absoluta de España. La experiencia colonial ofreció condiciones particularmente favorables para el fortalecimiento político del Imperio, debido a la posibilidad de injerencia estatal en el terreno económico. La presencia del Estado en este campo se reflejaba en la existencia de una política económica por medio de la cual todas las actividades económicas de la sociedad metropolitana y, en especial, de la colonial, quedaban reglamentadas. La tendencia al regalismo, o sea a la supremacía estatal en los asuntos económicos, se plasmó también en aquella legislación que delimitaba la acción de los particulares y que exigía la mediación del Estado para que éstos pudieran hacerse a toda clase de beneficios económicos. El sistema de regalías o concesiones reales posibilitó dicha mediación. El poder político del estado se apoyaba asimismo en su facultad de levantar arbitrios fiscales en el seno de todas las actividades económicas de la sociedad, los cuales llegaron a componer un complicado sistema impositivo que reunía una gran variedad de exacciones. Por medio del órgano administrativo de la Real Hacienda se dirigían todas las operaciones con-
cernientes al recaudo de rentas y al gasto de fondos estatales en todas aquellas cuestiones consideradas de interés público. En general, los gastos que sostuvo el Estado español durante la época de colonialismo fueron de carácter eminentemente improductivo y su orientación puso de relieve la situación de dependencia de las colonias. La mayor parte de la riqueza fiscal se destinó al sostenimiento de una burocracia cada vez más profusa, a la financiación de guerras contra otros poderes monárquicos europeos y al pago de deudas estatales contraídas con prestamistas alemanes y flamencos desde los albores de la constitución del Imperio. Por otra parte, la inversión de fondos estatales en las colonias fue una práctica que estuvo casi ausente y que provocó, con el tiempo, la rebelión de sus pobladores. Contribuciones indirectas El sistema tributario español comprendía dos clases de contribuciones sociales: las contribuciones indirectas y las directas. Las primeras, en contraste con las últimas, señalaban no a un individuo sino a las diversas actividades económicas de producción y de comercio. El Estado imperial español había heredado de la civilización económica de los árabes una importante experiencia en lo que se refiere a la centralización del poder político por medio de la concentración del poder económico. Recordamos que la dominación musulmana en España
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tuvo un carácter colonial y que el basamento de su poder allí lo constituyó el control estatal de la producción y del comercio. Así, el sistema de gobierno delegado que los árabes implantaron en España se encargó de inducir en la colonia el crecimiento de la producción agrícola y ganadera y de fomentar el comercio de productos con el Levante. El comercio mediterráneo, punto en el que se resumía todo el resto de actividades económicas, fue elevado a la categoría de monopolio. Por este medio el Estado musulmán procuraba para sí los más cuantiosos beneficios. Buena parte de la estructura y de la concepción del monopolio comercial español de las épocas de colonialismo fue calcada del monopolio comercial que los árabes sostuvieron en España. A modo de ejemplo, se puede recordar la adopción que hizo España del sistema de arancel para el comercio ultramarino y la generalización del impuesto de la alcabala para todos los niveles del comercio. Y así como los árabes habían creado el puerto de Tarifa sobre las costas del Mediterráneo para controlar desde allí las operaciones del comercio con oriente, de igual modo la España imperial asignó al puerto fluvial de Sevilla la exclusividad del control del gran comercio interoceánico. Pero el control estatal del comercio, volvámoslo a recalcar, ya fuera en el caso de la dominación árabe en España o en el de la dominación española en América, era la expresión de un control estatal que se ejercía en aquellos sectores económicos capaces de dar vida a los intercambios, o sea, los sectores productivos. Fue así como el Estado español llegó a desarrollar una política económica que daba un lugar y una reglamentación a la producción económica de las colonias, fijaba la orientación que ésta debía tener, lo mismo que la proporción en que cada sector de la economía debía contribuir al fisco con miras a formar el patrimonio estatal. Las contribuciones indirectas provenientes del comercio se dividían en dos ramos. Por una parte, se contaban aquellas que gravaban el gran comercio interoceánico y, por otra, las que gravaban el comercio local de la metrópoli, así como de las colonias. De los dos niveles del comercio, el interoceánico se había constituido propiamente en monopolio del Estado. Los individuos que llegaban a vincularse a él sólo podían actuar en virtud de la concesión de un privilegio real, el cual suponía el compromiso para aquéllos de participar a la Corona porciones
importantes y previamente establecidas de los beneficios obtenidos en las empresas comerciales. En la temprana fecha de 1503 la monarquía española fomentó el surgimiento de un gremio de comerciantes, el que realizaría las operaciones del comercio interoceánico con exclusión de todos aquellos comerciantes no agremiados en la "Universidad de cargadores de Indias" del puerto de Sevilla. Por esta vía, el resto de puertos españoles quedaba excluido también del ejercicio del comercio con las colonias y expuesto a una evolución decadente. Regía el comercio interoceánico un sistema de impuestos, llamado de arancel. Este consistía en la existencia simultánea de gran variedad de exacciones que se cobraban sobre un mismo producto, ya fuera al entrar o salir de España o al entrar o salir de América, por los puertos que aquí tenían funciones paralelas a las del puerto de Sevilla, y que eran: Santo Domingo, Vera Cruz, Portobelo y Cartagena. Cada impuesto comercial ostentaba un nombre diferente y contaba con una administración independiente para su recaudo. El sentido del sistema de arancel era el de garantizar el sostenimiento de gastos determinados con el producto de una porción determinada del conjunto de los recaudos fiscales. Así, por ejemplo, el producto del impuesto comercial de "avería" estaba destinado a invertirse en los gastos de reparación de las naves mercantes. La mayoría de los impuestos comerciales contaba con objetos fijos para el gasto de su producto. El impuesto comercial más importante por su cuantía y su destino fue la alcabala mayor. Su producto iba a las arcas del rey no tenía objeto determinado para su gasto. El sistema de arancel acarreaba múltiples desventajas. Introducía un gran caos y arbitrariedad en el proceso mismo del cobro de impuestos; hacía de las cuentas de hacienda una materia verdaderamente confusa y dispersa; ocasionaba serias demoras en la circulación mercantil y mantenía un clima de restricción. Posteriormente, en la época republicana, el sistema de arancel sería sustituido por un sistema de tarifas aduaneras unificadas bajo un único "derecho de importación". Tal simplificación debía tener la función de introducir la racionalidad máxima en la intervención fiscal al comercio internacional y, contemporáneamente, la de poner en vigencia derechos de importación
Las rentas del Estado
mínimos por cada unidad importada o exportada. Con esta medida se esperaba fomentar el movimiento comercial de exportación y, al mismo tiempo, procurarle al Estado una importante base fiscal con el volumen acrecentado del comercio. Al igual que en el comercio interoceánico, en el comercio local de las colonias y de la metrópoli imperó un sistema de múltiples impuestos, de los cuales el más importante fue la llamada alcabala menor. Este sistema no sólo gravaba onerosamente el comercio, sino que, debido a los estrictos controles que ponía en funcionamiento, tenía efectos restrictivos sobre él. De este modo el Estado español esperaba poder fomentar las producciones y el comercio de los productos que consideraba de interés para sus fines y restringir o prohibir el surgimiento de producciones y de intercambios comerciales que considerara desventajosos. Tal fue el caso relativo a la producción y comercio en las colonias de productos manufacturados, como por ejemplo, los textiles y otros artículos de consumo. La esperanza que se tenía era la de someter a las colonias a una carencia permanente en el ramo de las manufacturas para, con ello, otorgarle a los productos manufacturados españoles el amplio mercado colonial. El desarrollo de la vida económica de las colonias mostró a lo largo de la época colonial una fuerte tendencia al surgimiento de actividades productivas prohibidas y al desarrollo del comercio de contrabando. En el siglo XVIII el gobierno monárquico consideró inconveniente para sus intereses económicos y políticos la proliferación de actividades económicas no controladas en las colonias y, por tanto, puso en marcha un plan para reprimir el contrabando y rescatar los sectores que ya por esta época contaban con un grado importante de independencia. Dentro del plan de reforma, se contemplaba la obligación por los comerciantes de exhibir ante las autoridades sus registros de ingresos y ganancias para convertirlos en la base de una nueva exacción fiscal proveniente del patrimonio individual. Esta política y su ejecución en el Nuevo Reino de Granada desató una gran rebeldía, sobre todo en el seno de los sectores mercantiles, los más seriamente afectados por las innovaciones fiscalizadoras de Carlos III de las décadas de 1770 y de 1780. Fue así como se originó la Revolución de los Comuneros. Esta encontró sus líderes dentro de los miembros de los cabildos de la región de Santan-
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der, en donde la vida mercantil presentaba gran animación y un carácter harto independiente. Fue capaz, también de canalizar la rebeldía popular de sectores campesinos cuyos motivos de descontento se originaban en algunos aspectos de la política borbónica. Así, el gobierno colonial recibía como respuesta una inesperada combatividad social y política. En el terreno de la producción agraria imperó el importante impuesto del diezmo. Este impuesto a la agricultura se había originado en las épocas de la Alta Edad Media, con el ingreso de la Iglesia católica al desempeño de ciertas tareas de administración y de gobierno. Por un compromiso contraído entre las dos potestades, Iglesia y Estado, aquélla había quedado ligada al poder temporal y éste había aceptado, contemporáneamente, la obligación de compensar los servicios recibidos con la otorgación de aportes financieros al estamento eclesiástico, provenientes de la contribución social del diezmo. Con motivo del descubrimiento de América, la Iglesia española cobró gran importancia precisamente por el liderazgo que llegó a tener en las colonias en los asuntos administrativos, gubernamentales y, sobra decirlo, en la misión evangelizadora. El antiguo pacto existente entre la Iglesia y el Estado fue renovado por el papado romano a través de la extensión que éste hizo del privilegio del Regio Patronato a la Corona española. Dicho privilegio dio la posibilidad al gobierno español de organizar la Iglesia de acuerdo con los fines políticos más generales del Imperio. Así, el colonialismo dio nueva vida al diezmo que, fuera de haberse convertido en una de las más importantes contribuciones fiscales, consolidó una modalidad singular de relaciones entre la Iglesia y el Estado. Desde el punto de vista de la productividad económica, la exacción del diezmo actuó como un freno, pues todo incremento en la producción se veía inmediatamente castigado por el aumento correlativo del impuesto. Pero habría que tener en cuenta que las necesidades productivas de las colonias, como las de la misma España, toleraban la restricción en el sector agrario, puesto que su población era relativamente escasa. Por lo que se refiere a la aceptación social del diezmo, ésta no encontró resistencia dentro de ninguno de los sectores que conformaban la sociedad, y esto se debía a los vínculos de tipo religioso en que este tributo se fundaba.
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Sólo en el siglo XIX se debatió la necesidad de liberar la agricultura de gravámenes onerosos, pues la perspectiva de apertura del comercio mundial señaló la producción agraria como el renglón de mayor opción para participar en él. Bajo la presión de los grupos de productores y exportadores de tabaco se produjo, en 1850, la abolición del diezmo. De esta fecha en adelante, el campesinado colombiano siguió pagando el diezmo, pero ya como un acto voluntario y piadoso. La existencia de una contribución como la del diezmo debió tener, social y culturalmente, un peso enorme. Finalmente, en el sector de la minería encontramos el impuesto del quinto o, como se le llamaba también, el requinto del rey. Por este medio, la quinta parte de la producción minera iba a las arcas reales. Para su exacción se habían creado las casas de moneda que, lejos de ser sitios de acuñación de moneda, servían para la ejecución de las operaciones de peso y fundición de los metales preciosos y cobro del impuesto. Legalmente, sólo el oro requintado o mermado en su quinta parte podía exportarse. Pero, como otras actividades, la minería desarrolló formas propias para poder eludir la exacción fiscal y para poder sostener intercambios que escaparan a los gravámenes del monopolio español. Así, la producción minera del Nuevo Reino, en especial la aurífera, sostenía en el siglo XVIII un animado comercio de contrabando. Este desarrollo se convirtió en objeto de la preocupación del gobierno español, el cual optó por ofrecer a los empresarios mineros condiciones favorables para la producción, con el ánimo de atraerlos nuevamente a la esfera de los intereses estatales. La contribución directa La contribución directa de la época colonial tenía un carácter esencialmente distinto al que este mismo tipo de contribución cobraría luego en la época de implantación del Estado liberal y del advenimiento de la sociedad industrial. Implicaba una relación de vasallaje, es decir, de sometimiento de los individuos a quienes afectaba con respecto al Estado y a la sociedad. Así, el tributo indio fue la contribución directa por excelencia de la época colonial. Se le puede comparar con todas aquellas formas sociales de dependencia en las que históricamente hizo su aparición la contribución directa. Por ésta, los
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individuos quedaban reducidos, como personas a la condición servil. Su obligación consistía en rendir a un Estado o a un señor servicios laborales que comprometían su trabajo y su producción económica. Por lo mismo, en la América colonial, el establecimiento del tributo para la población india no sólo procuró al Estado un vasto campo de ingresos fiscales, sino las condiciones adecuadas para el ejercicio del dominio político y social. La necesidad de controlar la situación de sujeción del indio y de administrar todos los aspectos relativos a la imposición de tributos, dio origen a un complicado sistema de organización de los aborígenes en comunidades especialmente ideadas para su concentración. Los resguardos de indios comenzaron a tener vida importante desde fines del siglo XVI. El corregidor de indios era el funcionario real encargado de hacer cumplir a las comunidades con las tasas de tributación que les habían sido impuestas tanto en lo referente a las mitas laborales como en lo tocante al monto de contribución representada en productos agrarios, los que justamente debían provenir de la explotación económica de las tierras de comunidad o de resguardo. El tributo indio encontró en el mundo americano una forma singular de gastarse. Con su producto se pagaba en parte a la burocracia local. Aquella porción de tributo que consistía en el rendimiento de servicios laborales, y que por tanto no figuraba en las partidas fiscales, se institucionalizó en la Encomienda. Beneficiaba a los particulares que, a su turno, obtenían los servicios laborales en virtud de una concesión real o regalía. En el siglo XVIII el tributo indio entró en decadencia en el Nuevo Reino de Granada. Esto se debía a los efectos del proceso de mestizaje. Por esta vía, la población india había dejado de ser la más considerable numéricamente. Según el cuadro de rentas estatales correspondiente al año anterior a los pronunciamientos políticos de la Colonia, el tributo indio no representaba ya un volumen de consideración dentro del conjunto de las rentas del Estado. Al lado del tributo indio existió otra especie de contribución directa que, a diferencia de la descrita anteriormente, tenía el carácter de una contribución per cápita.. Afectaba a las personas que derivaban un ingreso del ejercicio de funciones públicas. Así, los sueldos que pagaba el Estado estaban sujetos a un gravamen que va-
Las rentas del Estado
riaba de acuerdo con las circunstancias. La anata, la media anata y la mesada eran exacciones de este tipo que correspondían al sueldo anual, semestral o mensual de un empleado público. En el último tercio del siglo XVIII los rendimientos fiscales más sobresalientes provenían de fuentes nuevas, creadas en las décadas de 1770 y 1780. Estas eran, en su orden de importancia fiscal, el monopolio del tabaco, el de aguardiente y el de la sal. Los monopolios o rentas estancadas A comienzos del siglo XVIII las colonias mostraban un gran desarrollo de actividades productivas y comerciales realizadas fuera del control y de la fiscalización estatal. El comercio de contrabando, por ejemplo, había alcanzado los niveles máximos. Esta orientación había permitido, por una parte, el fortalecimiento económico, de tono independiente, de algunos sectores sociales de las colonias y, por otra, un debilitamiento fiscal. Así, la pérdida progresiva del poder económico del Estado minaba su poder político. El deterioro del poder imperial era agudo a finales del siglo XVII. El gobierno de los Borbones, que comenzó justamente en los primeros años del siglo XVIII, tomó muy a pecho las tareas de reorganización del gobierno y de la administración colonial, pues se propuso devolverle al Estado español la cuota de poder perdido. Así, la preocupación del rey Carlos III se centró en la reelaboración de la política económica y fiscal de España y América. Se esperaba rescatar para los intereses del Estado imperial los sectores económicos que por el momento actuaban por fuera del régimen monopolista y reprimir eficazmente el comercio de contrabando, que, fuera de significar un problema de tipo fiscal, comprometía la seguridad política de las colonias, pues la penetración a éstas de extranjeros, atraídos por los intercambios, era ya un fenómeno muy generalizado. Hay una cuestión de interés en el espíritu con el cual se adelantó el programa de reformas fiscales. La posibilidad de incremento de las rentas del Estado se hizo depender de la creación de nuevos campos productivos. El objeto de esta orientación era el de alimentar un comercio cada vez más voluminoso en todos sus niveles. Por esta razón, se estudió la forma de poder impulsar la iniciativa privada existente para comprometerla en el proceso productivo. Esto
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se ejecutó acudiendo al sistema de concesiones especiales a los individuos que se encontraran en capacidad de producir, ya fuera por la envergadura de sus posesiones territoriales o por sus explotaciones agrarias y mineras. El Estado prometía suplir de diversas formas las carencias de fuerza laboral, de tal modo que los objetivos propuestos se llevaran a cabo. Se trataba, por tanto, de promover por todos los medios el espíritu del lucro individual para activar así la iniciativa privada, pero siempre dentro de los límites fijados por el mercantilismo español. Dentro de esta perspectiva, se dio el decreto de comercio libre (1778) para España y América. Contrariamente a lo que podríamos pensar, éste no significaba la apertura ilimitada del comercio y, menos, la introducción del clima de libertad comercial que el país conoció luego a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Por medio del decreto de 1778 se facilitó la habilitación de un mayor número de puertos metropolitanos (unos 10) y coloniales (unos 20) para participar en el comercio interoceánico. Ahora bien, la orientación del comercio sería, en líneas generales, la misma, pero podría dar salida a un volumen considerablemente mayor de productos. No todas las producciones americanas tenían el destino de exportarse a España. Varias de ellas circulaban, más que todo, dentro de las propias colonias. Este punto interesaba también al Estado borbónico. Intervino, así, en su fomento y expansión comercial. Por lo que se refiere a las producciones que circulaban entre una colonia y otra, el efecto más importante del decreto de libre comercio fue el de redoblar sus intercambios, haciendo posible que el comercio intercolonial alcanzara volúmenes que no se volverían a ver durante todo el siglo XIX. Las innovaciones que se hicieron en el terreno fiscal propiamente dicho, en el Nuevo Reino de Granada, fueron las siguientes: la creación del monopolio estatal del cultivo y comercio interior del tabaco; el establecimiento del monopolio en el proceso de destilería y comercio del aguardiente y el establecimiento del monopolio productivo y comercial de la sal. En el caso de cada uno de estos monopolios se puede observar una nota común, o sea, la monopolización estatal de las operaciones productivas y comerciales sostenidas con productos cuyo consumo en el reino garantizaba el más amplio grado de circulación. En la época anterior a la monopolización, por ejemplo, el comercio local
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de tabaco y aguardientes revestía en la Colonia la importancia máxima. Precisamente por esto el Estado colonial consideró oportuno su estancamiento. Al arrogarse el Estado una posición de exclusividad en la producción y en el comercio de los productos monopolizados, eliminaba la competencia proveniente de cualquier sector social y, aprovechando esta circunstancia, podía imponer al público consumidor precios elevados. El Estado escogió, sistemáticamente, campos de monopolización en donde los costos de producción fueran mínimos. Por tanto, el Estado se lucraba de la diferencia existente entre los costos de producción y los elevados precios de venta. El estanco del tabaco es el que tiene mayor interés para la historia fiscal de la época colonial tardía. Muy poco tiempo después de su establecimiento el Estado pudo convertir la nueva renta en la más cuantiosa de todas, pues llegó a superar las rentas provenientes de la producción minera. El desarrollo de esta renta tuvo una importancia redoblada para el Estado republicano, que por varias razones se vio obligado a mantenerla. La organización que recibió la renta del tabaco a fines del siglo XVIII contempló varios aspectos. Por una parte, se crearon distritos tabacaleros de cultivo legal, controlados directamente por la administración de hacienda. A cada uno de los distritos decretados como legales (4 en total, de los cuales el más sobresaliente fue el de Ambalema) se le asignó un área específica de comercio. Con esto se modificó el sentido de las rutas de intercambio comercial que los comerciantes particulares habían sostenido antiguamente con el tráfico de la hoja. El tabaco de calidad excelsa, proveniente de la factoría estatal de Ambalema, se destinó al mercado minero de Antioquia y al mercado de la costa Atlántica en donde había una existencia importante de capital monetario en circulación, procedente de las operaciones del comercio interoceánico. Así, la venta estatal de tabaco por oro y plata daba la posibilidad de hacer una concentración de capital monetario que de otra manera circulaba sin control. El tabaco vendido en Antioquia y en la costa Atlántica tuvo siempre un doble precio, comparado con el que se vendía en las regiones interiores. Desde el punto de vista de la fuerza laboral que debía intervenir en el proceso productivo del tabaco, el Estado colonial creó las condiciones favorables para atraer a los distritos tabaca-
leros a un campesinado libre, prometiendo su tranquilo establecimiento en las parcelas tabacaleras, la compra sistemática de las cosechas de tabaco y el pago en forma inmediata y en dinero Estas eran condiciones que difícilmente conocían los sectores campesinos de la Colonia. El compromiso que adquirían los cosecheros de tabaco, contratados por el gobierno, era el de vender el producto únicamente a los administradores de la renta real. Pero el establecimiento del estanco del tabaco, lo mismo que el establecimiento del estanco del aguardiente y de la sal si bien aportó grandes beneficios al fisco, dejó sin embargo, a muchos campesinos y trabajadores sin base económica, al quedar excluidos de estas actividades productivas. El establecimiento de los monopolios y la orientación general de la política económica de la segunda mitad del siglo XVIII dejaban a los comerciantes, así como a los productores y cultivadores excluidos de las actividades monopolizadas, en condiciones desfavorables. Todo el descontento que produjeron las reformas se concentró en la protesta social de 1781. Pero ante ella, el Estado colonial actuó con firmeza y logró conseguir un incremento fiscal nunca visto antes. El proceso ascendente de incremento de las rentas estatales registró su volumen máximo en el año de 1809. Por esta fecha, los grupos americanos, especialmente los grupos criollos, habían desarrollado ya un sentimiento de hostilidad contra España debido precisamente a la presión continua que sufrían las colonias. Fue en aquella fecha en la que estalló en todo el inundo colonial la rebeldía social que pronto se convertiría en ansias de autonomía política. 1820-1850 La crisis de independencia ocasionó obviamente, una interrupción en los procedimientos de tipo fiscal. El movimiento de la Reconquista puso a su servicio la confiscación de los bienes de los patriotas, el secuestro de las rentas que había encontrado y la renta del tabaco, que reorganizó afanosamente en 1818, por Considerarla importante e imprescindible para sus fines. Así, la revitalización de la renta del tabaco hecha por los realistas serviría luego para que la República optara por retenerla. El establecimiento de la República impuso la creación de un orden administrativo, acorde con las nuevas circunstancias. En el Congreso
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económico y político, del nuevo país. Explicó las causas que hacían inevitable para el Estado nacional el conservar los monopolios productivos y comerciales que habían sido creados por el gobierno colonial (de tabaco, aguardiente y sal). El monopolismo de Estado chocaba con las ideas democráticas y con las libertades económicas que aquéllas promovían. Por eso, el secretario consignó cuidadosamente el parecer del gobierno republicano sobre este punto. Afirmó que los monopolios se mantendrían simplemente, porque no teniendo el país perspectivas inmediatas y reales de progresar en ramos nuevos de la economía, no podía el Estado prescindir de los ingresos provenientes de las rentas estancadas, especialmente de la renta de tabaco. Castillo indicó, también, que los problemas que estaban en juego no eran solamente de orden fiscal y económico sino político, pues la seguridad de la nueva nacionalidad dependía en gran parte de una solidez fiscal mínima. Pero, por otra parte, se tuvo en cuenta en las deliberaciones del Congreso la posición de aquellos grupos sociales que miraban con gran esperanza el establecimiento próximo de un orden económico que permitiera aquel tipo de actividades y de movimientos comerciales que el mercantilismo español había impedido. Para halagar estas esperanzas, Castillo anunció, en nombre del gobierno, la liberación del monopolio del tabaco para el tiempo en que, sin dificultades, pudiera abandonarlo el organismo estatal. La presión social por abolir los monopolios de Estado se ejercía con mayor fuerza precisamente sobre la producción tabacalera, que, más que cualquiera otra, parecía abrirse paso en los mercados internacionales. En efecto, el país daría El sistema fiscal de la Gran Colombia comienzo a las relaciones comerciales interna(1820-1830) cionales con la producción de tabaco a partir de La Secretaría de Hacienda fue la dependen- la década de 1850. cia administrativa que creó la República para el La renta del tabaco fue la más importante manejo de las finanzas del Estado. Hubo inicial- para el Estado nacional durante toda la primera mente gran confusión en la concepción del pre- mitad del siglo XIX. Veremos más adelante qué supuesto nacional. En la década de 1820 los pasos se dieron para incrementarla, para abolir presupuestos nacionales se elaboraron teniendo luego la renta y para sustituirla por otros ingreen cuenta sólo el aspecto relativo a los gastos sos. Podría afirmarse, en primer lugar, que el y no el relativo a las rentas. A partir de la década Estado nacional siguió haciendo de las contribude 1830 el presupuesto de rentas llegó a conver- ciones indirectas la base más importante para tirse en la base para la formación del presupuesto el recaudo fiscal. Estas contribuciones provede gastos. nían de los monopolios, de los gravámenes a José María del Castillo y Rada, primer se- la producción agraria y de aquellos provenientes cretario de Hacienda de la República, expuso del comercio interno y externo. En su intervenen el Congreso de Cúcuta el panorama general, ción en el Congreso de Cúcuta, Castillo había
de Cúcuta (1821) se discutieron y se reglamentaron las cuestiones relativas a la organización política, administrativa y fiscal de la Nación. Pero este trabajo no se realizó sin dificultades de diverso orden. Buena parte de la legislación fiscal dada por el Congreso tuvo un carácter provisional. Las nuevas teorías democráticas sobre las cuales se basaba la República habían introducido en varios grupos sociales la esperanza de alcanzar las libertades económicas en los campos de la producción y del comercio. Pero tales expectativas no las pudo colmar el Estado durante la primera parte del siglo XIX. Puesto que la sociedad colombiana de aquella época difícilmente podía abandonar las formas sociales que habían determinado las relaciones económicas en la época colonial, el Estado tuvo que actuar también con aquel paternalismo que había sido propio del Estado colonial. En las primeras décadas de la República el predominio social y político correspondió a un sector social tradicionalista, interesado en conservar el estado de cosas existente en la época anterior a la revolución de Independencia y renuente a introducá' cambios democratizantes como los que predicaba el liberalismo europeo, pues en ello sólo se veía un estímulo a la subversión del orden social. Este grupo social estaba formado fundamentalmente por los sectores esclavistas, por viejos terratenientes y por el estamento eclesiástico. Así, la obra del Congreso de Cúcuta en materias fiscales tuvo más que todo un carácter conciliatorio entre corrientes sociales que comenzaron a moverse en direcciones opuestas.
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recomendado la adopción del sistema de contribuciones directas derivadas del gravamen impuesto al patrimonio y a la renta de los individuos, tal como se estaba imponiendo en las sociedades industriales de Europa y de los Estados Unidos. En este punto, la función del Estado debería ser la de fomentar la formación y el desarrollo de la riqueza individual en aras de su propio engrandecimiento fiscal, por medio del gravamen a la propiedad privada. Pero, como ya lo anotamos anteriormente, el país estaba lejos de poder adoptar una vía de este tipo, pues no estaba orientado industrialmente. Por tanto, la propuesta relativa al establecimiento de la contribución directa, justificada y viable en una sociedad industrial, no encontró eco alguno en la Gran Colombia. Más bien suscitó la más recia oposición, pues toda clase de contribución directa recordaba la relación servil y provocaba así el más rotundo rechazo. En cuanto a las contribuciones indirectas provenientes del terreno comercial, el Congreso de Cúcuta dio algunas medidas discretas, que si bien no creaban una situación de completa libertad comercial, anunciaban por lo menos el ánimo del gobierno de dar pasos en este sentido. Se llegó a la supresión del sistema de arancel y se sustituyó por un sistema de tarifas aduaneras unificadas bajo un único impuesto o derecho de importación. La medida dejaba atrás buena parte de la irracionalidad que había imperado en el cobro y en la administración de impuestos comerciales durante la época colonial. La supresión del sistema de arancel se acompañó con aquella otra medida que redujo los gravámenes comerciales más onerosos para el comercio, o sea las alcabalas internas y externas. En la década subsiguiente se haría la supresión total de la alcabala menor y se provocaría una reducción aún mayor en la alcabala que gravaba el comercio exterior. Si bien la libertad comercial no había alcanzado con las medidas dictadas por el Congreso el grado deseado por algunos sectores, el comercio general del país, sobre todo el internacional registró un movimiento ascendente. En cuanto a la contribución indirecta que gravaba el sector de la producción agraria por medio del impuesto del diezmo, las cosas permanecieron sin cambio alguno. Por una parte, la producción agraria no presentaba, por el momento, perspectivas reales de poderse incremen-
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tar considerablemente de un modo general, pues las demandas del comercio exterior eran más que todo potenciales y señalaban no más que a uno o dos productos agrarios. El tabaco era uno de estos. Por otra parte, entrar a reformar el diezmo habría entrañado la necesidad de afrontar serios problemas políticos por lo que se refería a las relaciones existentes entre la potestad temporal y la eclesiástica, lo cual, por el momento, parecía desproporcionado. La continuación del diezmo durante toda la primera mitad del siglo XIX, se hizo en nombre de la prolongación del Regio Patronato, privilegio que había recibido antiguamente el gobierno monárquico español del papado romano y qué ahora el Estado nacional se apropiaba, no sin cierta arbitrariedad. Por este camino, el Estado nacional quedaba obligado a proporcionar a la Iglesia auxilios financieros y a contar con ella como un brazo importante para el ejercicio del poder. En vísperas de la abolición del diezmo, que sobrevino en 1850, el producto de esta contribución era elevadísimo. Lo máximo que se había alcanzado en décadas anteriores (1830) había sido una especie de extinción gradual del diezmo por medio de la exención de este impuesto a los cultivos nuevos de productos comerciables como el algodón, el cacao, el café y el añil. Esta medida era una concesión a los sectores de economía privada, interesados en sondear las posibilidades que ofrecía el comercio exterior. Si en el campo de la producción y del comercio las medidas de orden fiscal no tuvieron un carácter de reformismo drástico, ello se debía a que en la esfera de las relaciones sociales y productivas no existía todavía el incentivo suficiente como para promover la modernización. La esclavitud negra y la servidumbre india continuaban y, por tanto, la liberación total del terreno económico era, por muchos aspectos, inconducente. Pero precisamente la esfera de las relaciones sociales era la que planteaba el reto mayor a los demócratas de la primera república. Por razones más que todo políticas, que no económicas, el Congreso de Cúcuta afirmó la intención del gobierno de ir instaurando paulatinamente un orden social democrático. Por eso se dio la ley de liberación gradual de los esclavos. Ella permitía la manumisión, pero una manumisión que no pusiera en cuestión ni los intereses económicos generales ni los intereses de los par-
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ticulares. Así, la libertad de los esclavos se supeditó a la voluntad que para ello tuvieran los propietarios. Esto explica el que durante la primera mitad del siglo xrx el proceso de manumisión fuera casi nulo. Además, para evitar las resistencias contra la ley de manumisión (1821), el Estado nacional se comprometió a indemnizar a los propietarios dispuestos a manumitir. Para este efecto se levantó una contribución fiscal especial que debía provenir de un impuesto que gravara las propiedades en sucesión o herencias. Tampoco en esto se vieron rendimientos eficaces. En cuanto a la condición servil del indio. el Congreso de Cúcuta anunció y legisló sobre la supresión del tributo indio. Esta medida también estaba orientada a crear un clima de democracia política, pues la supresión del tributo entrañaba la extinción de la condición servil. El indio recibía en la legislación el tratamiento de ciudadano libre. Pero la obra realizada por el Congreso, de la cual hemos aportado una síntesis, fue efímera. En los años de 1827 y 1828, cuando la situación política de la Gran Colombia pasaba por una etapa de creciente agitación, Bolívar asumió el gobierno dictatorial e invalidó todas las reformas fiscales que había decretado el Congreso de Cúcuta. El restablecimiento del tributo indio se impuso también y, con ello, la restauración de la condición servil del indio. En las determinaciones de Bolívar influyó enormemente la presión ejercida por aquellos grupos tradicionalistas de la Gran Colombia que derivaban su poder económico y político de la estructura social heredada de la Colonia. Ciertamente, los grupos mercantiles eran los más golpeados por la nueva política fiscal de Bolívar. Pero como clase social, estos grupos se hallaban en minoría y no estaban todavía en condiciones de esgrimir la supremacía política con los grupos tradicionalistas. No contaban tampoco con el suficiente apoyo internacional para imponerse, tal como sucedió a mediados de siglo. Los recaudos fiscales de la década de 1820 no pasaron de ser modestos. Por lo demás, el gasto del ingreso fiscal se destinaba en forma casi unilateral al sostenimiento de los militares, que poco a poco se convertirían en otro grupo privilegiado.
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El sistema fiscal de la Nueva Granada (1830-1850) Las reformas que se introdujeron en la decada de 1830 al sistema fiscal fueron cautelosas y su alcance no puede considerarse de grandes proyecciones. Se volvió nuevamente sobre las pequeñas reformas que había promovido el Congreso de Cúcuta y que luego Bolívar había anulado. Puede decirse que la supresión que hizo la Nueva Granada de la alcabala menor y la reducción de la alcabala mayor (1832) fueron medidas tendientes a satisfacer el clamor de algunos grupos mercantiles, apoyados por el gobernante de la época, el general Santander. Las reformas fueron modestas. Esto dependía también del hecho de que la situación del comercio mundial no ofrecía todavía las condiciones favorables para el ejercicio pleno del comercio libre, sobre todo por lo que se refiere a los niveles productivos exigidos por éste. La Nueva Granada suprimió de nuevo el tributo indio, y en esta oportunidad, como en la primera, la medida estaba teñida de contenidos más bien políticos que económicos. Hubo dos aspectos importantes, en lo tocante al ramo fiscal, que se fijaron en los primeros años de existencia de la República de la Nueva Granada. Por una parte, se dispuso, como ya lo anotamos anteriormente, la extinción gradual del diezmo en algunos cultivos cuya orientación era decididamente de exportación. Recordamos que la contribución del diezmo había introducido el desaliento por el castigo tributario que impartía a la producción agraria. Pero, por otra parte, eran los productos agrarios los que parecían tener la mayor aceptación en el mercado mundial. Para conciliar los intereses políticos con los intereses económicos de los sectores privados se dio entonces la medida que liberaba los cultivos que mencionamos arriba de la contribución del diezmo. Otra innovación importante de la década del 30 fue la de establecer las formas en las cuales la iniciativa privada podría participar en el manejo y en la apropiación final del monopolio estatal del tabaco. La idea inicial fue presentada por uno de los asesores del gobierno, el comerciante inglés nacionalizado Guillermo Wills, quien era también agente comercial de casas inglesas, interesadas en sondear las posibilidades de establecimiento de intercambios con la Nueva Granada. En el informe que escribió en
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1831 sobre el comercio de la República, Wills indicaba al gobierno las perspectivas para el país en el terreno del comercio internacional. Afirmaba que el esfuerzo nacional debía concentrarse en preparar un terreno de producción agraria destinada al comercio internacional. En este sentido, el autor veía el cultivo del tabaco como el de las mayores posibilidades. Recomendaba, por tanto, que el gobierno pensara en abandonar en forma paulatina su monopolio para ceder la actividad a los particulares. La renta estatal de tabaco podría sustituirse, según consejo de Wills, por los ingresos fiscales que un comercio internacional acrecentado podría alimentar. En gran parte para demostrar positivamente sus puntos de vista, Wills propuso que fuera el propio Estado de la Nueva Granada el que iniciara la experiencia de exportar por su cuenta algunas cantidades de tabaco a Inglaterra. Wills mismo se ofrecía para entablar los contactos comerciales requeridos en su país de origen. La sugerencia de Wills se llevó a la práctica en los primeros años de la década de 1830, y el resultado de las primeras exportaciones de tabaco hechas por cuenta del Estado fue de gran éxito. Pero el proyecto a largo plazo no era el de convertir el negocio de la exportación en una empresa de Estado. Todo lo contrario, apuntaba a abrir el campo para que algún día los particulares pudieran apropiarse del terreno productivo y comercial. Wills indicaba las grandes ventajas que obtendría el fisco al librar en manos de particulares los costos y los riegos de la producción tabacalera y de su exportación, al implantar el derecho de exportación. Del interés que tenían los empresarios nacionales porque se dieran las condiciones favorables para su intervención en las actividades del comercio internacional, participaban los comerciantes y prestamistas ingleses. Estos últimos, sin embargo, eran partidarios de que mientras el Estado colombiano poseyera el monopolio tabacalero, mantuviera la renta en el mejor estado productivo y financiero, pues de ella se quería hacer depender la seguridad de los empréstitos que el país había contratado recientemente con varias asociaciones bancarias británicas. Así, la solidez financiera del Estado colombiano, proveniente del buen manejo de su renta más importante, garantizaría el pago oportuno de la deuda pública externa originada por el préstamo de capital inglés y por los intereses que éste había creado. Fue así como al terminar
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la década del 30 y comenzar la del 40, se introdujo en el manejo de la renta del tabaco la racionalidad máxima en todos sus aspectos. Además el país se comprometió a no darle al producto de la renta destino distinto al de invertirlo, en parte, en el mantenimiento de la misma. El resto del producto de la renta se embargó y se destinó única y exclusivamente al pago de la deuda externa contraída con Inglaterra. Reformas fiscales (1845-1850) La etapa de reformas liberales en el terreno fiscal comenzó en los años de la primera administración de Tomás Cipriano de Mosquera (1845-1849). Esas reformas tendían a promover la creación de condiciones favorables para el ejercicio del comercio exterior. La orientación indicada suponía, en primer lugar, la extinción del Estado fiscalizador, monopolista y autoritario para dar lugar al movimiento de la libre empresa. Así, en 1845 se permitió que una empresa privada manejara la factoría tabacalera de Estado más importante y situada estratégicamente para las operaciones del comercio internacional: la factoría de Ambalema, a orillas del río Magdalena. La compañía "Montoya Sáenz y Cía.", adquirió el compromiso de velar por el rendimiento de una producción tabacalera capaz de abastecer el mercado nacional. Cumplida esta obligación, los empresarios quedaban en libertad de exportar la producción excedente y de introducir en el cultivo del tabaco todas aquellas innovaciones técnicas y laborales consideradas pertinentes para el incremento de la producción. Al poco tiempo, en 1848, el gobierno hizo el anuncio de la próxima abolición del monopolio tabacalero, que se llevó a cabo en 1850. Liberado parcialmente el monopolio del tabaco desde 1845 y totalmente en 1850, sobrevino aquella otra medida de política económica destinada a cambiar el panorama económico nacional. Se trata del decreto de 1847 que permitía el comercio libre y que suprimía todas las restricciones que hasta el momento se habían mantenido en aras del ingreso fiscal y de la política económica de protección. Así, las tarifas aduaneras, simplificadas ya en décadas anteriores, alcanzaron los niveles mínimos y quedó establecida la libertad plena de importación y de exportación. Comenta Salvador Camacho Roldán, comerciante y político de la época, que en 1849,
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cuando el Estado contaba todavía con los ingresos de la renta de tabaco, el volumen total del ingreso fiscal no alcanzaba siquiera a ser lo que había sido el ingreso del Estado colonial en la última parte del siglo XVIII. Las finanzas del Estado republicano habían sido, hasta 1850, endebles y en lo venidero mostrarían una decadencia todavía mayor. La pérdida de la renta de tabaco, la pérdida de otras rentas estatales como resultado de la descentralización fiscal de 1850, la ausencia de rentas nuevas que remplazaran efectivamente las antiguas y las obligaciones crecientes que provenían del endeudamiento externo, dejarían al organismo estatal colombiano en una situación de verdadera postración económica. Florentino González, secretario de Hacienda de Mosquera en su primera administración, atribuía la indigencia del Estado nacional a su renuencia a fomentar la iniciativa privada. Hacía esta afirmación cuando se estaba ocupando personalmente del programa de reformas de mediados del siglo. Aníbal Galindo, otro importante hacendista del siglo pasado, sostenía, por el contrario, que la decadencia fiscal del Estado nacional tenía por causa la lentitud con la cual los efectos del libre cambio se dejaban sentir en el ramo fiscal, pues todavía en 1874, fecha en la que escribía el autor, no se habían hecho visibles. Pero el hecho fundamental que Galindo veía como causante del deterioro fiscal era el crecimiento progresivo de la deuda pública externa en virtud del sistema de capitalización de intereses. Tal orientación, indicaba Galindo, no sólo comprometía las actuales rentas del Estado, sino que prometía no liberarlo de la deuda por mucho más de un siglo. La descentralización fiscal de 1850 Luego de la supresión del estanco del tabaco, sobrevino la descentralización de las rentas por medio de la ley de 20 de abril de 1850. Salvador Camacho Roldán fue el autor de la idea de la descentralización y Manuel Murillo Toro su impulsor a través dé la Secretaría de Hacienda que ocupaba en aquel año. Esta medida coincidía en todo con las expectativas de los grupos de comerciantes y de empresarios, para quienes el libre cambio ofrecía ya posibilidades nuevas, reales y prometedoras. El sen-
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tido general de la descentralización de 1850 fue el de inducir la división de esferas de competencia, a nivel fiscal y administrativo, de la Nación y de las provincias. Por este camino se delimitó el campo de la acción nacional en las materias fiscales y económicas, represándose considerablemente su posibilidad de injerencia en estos terrenos. Las rentas consideradas por la ley del 50 como no nacionales fueron cedidas a las provincias con el objeto de que éstas dispusieran autónomamente de su manejo. Con esta nueva facultad, las diversas provincias decretaron, por ejemplo, la abolición del monopolio estatal del aguardiente e introdujeron otras modificaciones. Volviendo a los comentarios de algunos de los representantes del liberalismo económico colombiano del siglo pasado, encontramos que Salvador Camacho afirmaba que la descentralización había obedecido a la necesidad de que las provincias compartieran con la Nación las responsabilidades fiscales, dada la pérdida para el Estado del monopolio del tabaco. En cambio, Galindo sostenía que la ley de descentralización había sido una reforma de orden político, pues con ella se hacía realidad aquel grado de autonomía regional tan ansiada por los sectores oprimidos por el centralismo que había regido hasta el momento. La autonomía que adquirieron las secciones del país en cuestiones fiscales quedaría luego reforzada y complementada con la obra de descentralización política que se realizó en la década de 1860 al establecerse en el país un sistema de gobierno federado. La última reforma propiciada por el liberalismo fue la relativa al pleno establecimiento del régimen de propiedad privada. Esta reforma coincidió, en el tiempo, con la reforma política de descentralización. Se trata de la desamortización de bienes de manos muertas realizada en 1861. Por ésta se suprimía en el país la existencia de la propiedad corporada tal como había existido en la época colonial y durante varias décadas del siglo XIX. La desamortización implicó una nacionalización de los bienes en cuestión para su posterior conversión en bienes de propiedad privada. A la nacionalización de bienes se le asignó también la función de crear para el Estado una riqueza real representada en bienes raíces, los que debían respaldar el crédito nacional y posibilitar la amortización de deudas estatales por medio de su adjudicación a los acreedores.
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Bibliografía Una visión general sobre la estructuración del régimen fiscal español en la época colonial (siglos XVI y XVII) la ofrece JOHN LYNCH en su obra España bajo los Austrias (Ediciones Península, 2 vols., Barcelona 1970-1972); el autor compara aquí el llamado tesoro americano con la riqueza fiscal producida por la metrópoli. Otras obras de carácter general en las que puede encontrarse una descripción de la estructura fiscal del Imperio español, son las siguientes: Spain in America de CHARLES GIBSON (Harper Torchbooks, Nueva York, 1967); El Imperio hispánico en América, de CLARENCE H. HARING, (Buenos Aires, Ediciones Solar, 1966) y América Latina: la época colonial, de RICHARD KONETZKE, México (Siglo xxi Editores, S.A., 1972). Para los problemas fiscales del siglo XVIII pueden consultarse los estudios que siguen: "Campillo y las reformas de Carlos III" (en Revista de Indias, núm. 50, Sevilla, 1952), en donde se analizan los móviles que tuvo la monarquía española para provocar el aumento de la riqueza fiscal en todo el Imperio; al autor de este artículo es MIGUEL ARTOLA; Relaciones de mando de los virreyes de la Nueva Granada (Banco de la República, Bogotá, 1954), en donde se da cuenta del estado de las rentas de la Colonia y de las medidas tendientes a la implantación de nuevos arbitrios fiscales; "Memoria raciocinada de las salinas de Zipaquirá", de ALEJANDRO DE HUMBOLDT (Banco de la República, Bogotá, 1952), escrita por recomendación del gobierno virreinal; contiene una descripción del funcionamiento del monopolio estatal en el ramo de salinas y recomendaciones para la tecnificación e incremento de su explotación; MARGARITA GONZÁLEZ, "El estanco colonial del tabaco" (en Cuadernos Colombianos, núm. 8, Medellín, 1975), en donde se estudian las condiciones de establecimiento del monopolio estatal del cultivo y comercio del tabaco y los resultados fiscales, económicos y sociales de la medida; O T S CAPDEQUÍ, J. MARÍA, Nuevos aspectos del siglo XVIII español en América (Bogotá, Editorial Centro. Inst. Graf. Ltda., 1946), en donde se presenta un panorama global de la situación fiscal de la Colonia a finales del siglo XVIII. Valiosas ayudas para el estudio de las rentas del Estado en la primera época republicana, se encuentran en las obras siguientes: Historia de la Nueva Granada, de JOSÉ M. RESTREPO (Bogotá, Edit. El Catolicismo, 1963); Ensayo sobre las revoluciones políticas, de JOSÉ MARÍA SAMPER (Universidad Nacional de Colombia, 1969); Memorias, de SALVADOR CAMACHO ROLDÁN (Bolsilibros Bedout); ANÍBAL GALINDO, Historia económica y estadística de la hacienda nacional, desde la Colonia hasta nuestros días (Bogotá, Imprenta de Nicolás Pontón, 1874); Asuntos constitucionales, económicos y fiscales, de J. MARÍA RIVAS GROOT (Bogotá, 1909); El tabaco en la economía colombiana del siglo XIX, de Luis FERNANDO SIERRA (Universidad Nacional de Colombia, 1971); Economía y hacienda pública, de ABEL CRUZ SANTOS (Historia Extensa de Colombia, Vol. xv, Bogotá, Ediciones Lerner, 1965); El régimen de Santander en la Gran Colombia, de DAVID BUSHNELL (Universidad Nacional de Colombia, 1966); Industria y protección en Colombia, de LUIS OSPINA VÁSQUEZ (Medellín, 1955); Economía y cultura en la historia de Colombia, de Luis EDUARDO NIETO ARTETA(Bogotá, 1941); Introducción a la historia económica de Colombia, de ALVARO TIRADO MEJÍA (Universidad Nacional de Colombia,
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Estado, Iglesia y desamortización Fernando Díaz Díaz ideológico para el sometimiento de grupos como los indios, mestizos y negros esclavos. Es decir, la Iglesia católica fue colocada al servicio de un imperio colonizador con el carácter de ideología de la dominación. A este respecto, Juan La ideología de la dominación* Solórzano y Pereyra manifestaba en su Política urante el período colonial la Iglesia cató- indiana que la "causa de la Religión debe ser lica, como institución, siguió en América la primera en cualquier bien fundada República, caminos paralelos a los del Estado español, lle- y su pureza y defensa el mayor apoyo y más gando a identificarse la mayoría de las veces firme cimiento de los imperios" (1). con los postulados políticos, sociales y econóEnmarcada dentro de la concepción crismicos que la metrópoli impuso en sus colonias. tiana del mundo, vigente para esa época, la ideoTal actitud se explica, por cuanto la doctrina logía de la dominación se hallaba fundamentada vigente durante la Edad Media, defendida por en la doctrina medieval acerca de la soberanía tos canonistas, concedía a los pontífices plena común del Papa y la Iglesia, y la supremacía soberanía sobre territorios de infieles, que po- del primero sobre la autoridad regia. Tomás de dían ser traspasados a los príncipes cristianos Aquino, por ejemplo, defendía la gradación jebajo el compromiso de predicar el Evangelio. rárquica que colocaba a Dios en la cúspide de En virtud de esta doctrina el pontífice, por medio cualquier ordenamiento, por cuanto, a su juicio, del Patronato, concedió a la monarquía española la razón era una instancia puramente humana la potestad de orientar la evangelización cris- que necesitaba del complemento de la revelatiana en los territorios del Nuevo Continente y ción. A su vez el patriarcalismo tomista, en otorgó al rey español la facultad de presentar algunos aspectos basado en Aristóteles, acepcandidatos para los obispados, la fundación de taba de éste la condición de la desigualdad humadiócesis con la obligación de erigir iglesias. En na, que inclusive justificaba la esclavitud; en su territorio neogranadino se advierten, por la ra- teoría del Estado afirmaba Tomás de Aquino la zón anterior, diversas confusiones entre Iglesia preeminencia incondicionada del papado sobre y Estado español. el Estado seglar. En esta exposición era fiel a Al identificarse la Iglesia católica con el los principios de San Pablo, San Juan Crisóssistema económico social y político desarrollado tomo y San Agustín, entre otros. Postulaba en América por la dominación hispánica, la re- igualmente el aquinatense la existencia de un ligión fue utilizada en diferentes ocasiones por gobierno político y otro despótico, y este último, los sectores metropolitanos como instrumento a su juicio, se justificaría «donde por la malicia
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y bárbara disposición del pueblo se pueden y deben gobernar como siervos». El príncipe, en calidad de señor de alguna comunidad, «si conoce algunos viciosos que la libertad les daña, justamente les puede poner en servidumbre» (2). Simplificando, la ideología de la dominación se presentaba, pues, como una cosmovisión, integrada por una teoría del Estado, orientada a la defensa del orden jerárquico, en este caso la monarquía española, y una teoría social, que postulaba la existencia de un orden social basado en criterios religiosos y morales y la aceptación de una estructura desigual (3). Por esta ruta, la ideología de la dominación propiciaba el sometimiento pasivo a la fe, la resignación a la creencia y la aceptación de las condiciones sociales, por lo cual, directa o indirectamente, favorecía los propósitos de predominio y explotación del sector peninsular en América y en la Nueva Granada en particular. Fueron numerosos los ejemplos en tal sentido, entre otros, el papel que desempeñó tanto en las acciones bélicas calificadas como "justas guerras" en contra de los indefensos indígenas, como su utilización por parte de algunos evangelizadores para justificar la explotación de los nativos por los españoles en repartimientos y encomiendas. En diversas ocasiones, la persistencia de los nativos en sus creencias autóctonas fue considerada como desafío a la obediencia debida a las autoridades, por lo cual se autorizó que fueran perseguidos y expoliados, muchas veces con el consentimiento de los curas doctrineros, quienes, acogiéndose a la autoridad teológica de Santo Tomás, conceptuaban que tales actitudes eran válidas por cuanto los indios eran culpables del grave pecado de idolatría (4). Algunos clérigos reaccionaron contra las exageradas formas de explotación empleadas por los peninsulares en el Nuevo Reino de Granada, actitud que significó también un rechazo a la posibilidad de que la Iglesia fuera utilizada para legitimizar tales prácticas desde el punto de vista moral y previendo quizá que por ese medio podría el cuerpo eclesiástico quedar supeditado plenamente al poder civil. En efecto a mediados del siglo XVI los obispos fray Juan de los Barrios y Juan del Valle clamaron contra los abusos a que era sometida la fuerza de trabajo indígena por la acción de los encomenderos hecho que dio lugar a un histórico litigio que ha sido comparado con la controversia desple-
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gada por Antonio de Montesinos y Bartolomé de Las Casas en favor de los nativos americanos. En aquella oportunidad el conflicto se dirimió en favor de los encomenderos, con lo cual se podría demostrar una vez más que la Iglesia aceptaba el hecho de la explotación indígena De igual manera, cuando en el curso de aquel mismo siglo la Iglesia tuvo que hacer frente a la crisis religiosa desencadenada en Europa por Lutero, a tono con la defensa de la supremacía del catolicismo en América, y por consiguiente del papado, los jesuítas impugnaron algunos de los métodos evangelizadores desarrollados en el Nuevo Mundo por gran parte del clero. La Compañía de Jesús combatió el absolutismo monárquico como una manera de defender la obediencia al Papa, e indirectamente impugnó la ideología de la dominación por cuanto en territorio americano y, desde luego, en la Nueva Granada, tendía a confundir la acción de las dos potestades. Por tales razones y, además, por su metodología de acción democrática propuesta a lo menos para esa época, los jesuítas fueron combatidos por el régimen hispánico, inclusive por sectores de la misma Iglesia (5). La ideología de la dominación comprometió históricamente a la Iglesia con el Imperio hispánico, tanto en yerros evidentes como en posibles aciertos. Si bien le permitió a la institución eclesiástica reproducir en el Nuevo Continente un legado cultural, también le sirvió al Imperio español para alcanzar su finalidad de mantener y aun ampliar su dominación en todos los aspectos de la sociedad. A este respecto se admite sin discusión que la cultura neogranadina de la época colonial era rigurosamente religiosa y sólo en la segunda mitad del siglo XVIII adoptó un sentido racional y pragmático, como lo demuestra José Celestino Mutis y la tarea en el campo científico desarrollado por la Expedición Botánica. En la época de la emancipación granadina el sacerdote patriota Juan Fernández de Sotomayor criticó la enseñanza a que aludimos, por cuanto, según su ardiente manifestación, en las instituciones educativas «se embotaba el talento de la juventud con los embrollos y sutilezas del escolasticismo» y, en su concepto, aun la educación religiosa tendía al fanatismo en virtud de que «con el nombre de Teología todo se enseñaba, menos las pruebas y fundamentos de la religión cristiana» (6). De alguna manera, esta tesis la compartió José Manuel Restrepo, historiador e intelectual de reconocidos méritos,
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quien dramáticamente habría expresado lo siguiente: «Es doloroso tener que olvidar la mayor parte de lo que aprendimos en la educación colonial. .. y estudiar de nuevo; pero es necesario, para colocarnos a la par de la ilustración del siglo» (7). En esta forma, colegios, universidades y órdenes religiosas se encargaban de difundir la ideología de la dominación que compendiaba tanto la ciencia escolástica como el arte, las normas de moral y gran parte de la jurisprudencia; esta última, cuando no conseguía resultados eficaces por medio de la coerción civil, acudía a la religiosa, mucho más eficaz en aquella época, como lo comprueba la existencia del propio Tribunal de la Inquisición, establecido para salvaguardar no sólo la vida espiritual de los subditos, sino -lo que era quizá más importantela tranquilidad política de las colonias. En retribución, la Iglesia católica obtuvo un reconocimiento como credo religioso oficial y la capacidad para acumular riquezas con cierta prodigalidad, pero esto último la condujo a desvirtuar muchas veces su auténtica vocación espiritual. La mayoría de los cronistas de finales del período colonial americano coinciden en señalar este proceso de crisis que experimentó la institución eclesiástica, visible en curatos y conventos, así como también el decaimiento en las costumbres y en la moral de muchos de sus miembros. A finales del siglo XVIII el sistema colonial resultaba ineficaz para satisfacer las aspiraciones y necesidades de una realidad americana muy diferente, en lo económico y social, a la de la época de los primeros años de colonización. Sectores mercantiles, por lo general criollos, pugnaban por derribar el rígido monopolio comercial y el fiscalismo que les impedía satisfacer sus aspiraciones de comercio libre con otros centros que, como el inglés, estaban en capacidad de surtir a estas regiones con una amplia gama de productos requeridos por la población. De este modo, a causa de contradicciones económicas, sociales y políticas, la dominación hispánica entró en crisis, y el Estado español, de consuno con la Iglesia, multiplicaron esfuerzos para impedir el colapso definitivo. En esta forma, cuando se hizo más notorio el avance del comercio ilegal de procedencia británica y en atención a que las disposiciones reales no eran suficientes para su control, pese a la imposición de penas corporales o pecuniarias para quienes practicaban tal actividad, se acudió al
hábil procedimiento de ordenar a los párrocos de las diferentes regiones neogranadinas, e invocando su "cristiano zelo", para que, por medio de sus prédicas, inculcaran en los fieles que tal comercio ilícito era un grave pecado, razón por la cual había que hacer «entender a todos los fieles los estragos y ruinas a que exponen sus almas» (8). La historia posterior demostró que tal recurso no fue eficaz; de igual manera, dejó en claro que la Iglesia brindó toda la influencia que ejercía en la sociedad virreinal para evitar el derrumbe de un sistema que le había permitido alcanzar un reconocido prestigio y su consolidación económica. Las contradicciones entre los intereses de la metrópoli y aquellos defendidos por los sectores comerciales en ascenso, aumentaron; sustancial papel desempeñaron las ideas ilustradas, acogidas y difundidas especialmente por los grupos económicos que más resentían el mantenimiento del sistema colonial, como lo eran, en este caso, los sectores dedicados a la actividad mercantil. Ideas como las de igualdad y libertad de pensamiento constituían un rudo ataque contra el fundamento político en que se basaba el monarquismo español en América, así como también para la ideología de la dominación sustentada por la Iglesia católica. El proceso de difusión de las corrientes del pensamiento ilustrado afectaría a la propia Iglesia, la cual estaba muy lejos de constituir para esta época un cuerpo homogéneo, por cuanto en su seno se advertían contradicciones profundas, en particular las que enfrentaban a sectores jerárquicos, mayormente ligados a los intereses colonialistas, contra el clero ordinario que por diversas razones no compartía para esta época muchos de los criterios de la política colonial hispánica. Parece evidente, de igual manera, la existencia de una oposición entre el clero de origen hispánico y el criollo, así como la falta de identidad entre miembros del clero secular y el de las órdenes monásticas, a causa de intereses y orientaciones divergentes; estas contradicciones se fueron precisando durante la guerra de Independencia. Catolicismo e Iglesia nacional La lucha por la Independencia en el virreinato de la Nueva Granada enfrentó en el seno de la Iglesia católica por lo menos a dos bandos: quienes se aferraban al sistema colonial, por
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cuanto obtenían del mismo una supremacía dentro de la organización eclesiástica, y el denominado por tradición bajo clero, que estaba obligado a reconocer en aquellos una supuesta superioridad, que no sólo era jerárquica sino que, además, adoptaba otras formas, como las de origen, raza, formación intelectual; superioridad que se advierte en la provisión de diócesis y curatos, por cuanto los más importantes desde el punto de vista económico o demográfico recaían, por lo general, en quienes se identificaban con la aristocracia colonial. Cuando la crisis del sistema se convirtió en enfrentamiento armado, la mayor parte del bajo clero se incorporó a las huestes patriotas para luchar en los campos de batalla o colaborar en otros frentes, pero de manera igualmente decidida. La mayoría del alto clero, obispos, curas, monjas y frailes, se vinculó al bando realista para luchar en favor de la causa colonial y defender así un sistema del cual derivaban superioridad. Admite a este respecto monseñor Rafael Gómez Hoyos, historiador de este período, que los obispos y miembros del clero regular y secular, «formaban el resorte íntimo y más fuerte de la maquinaria política de España en América» (9), que es tanto como reconocer la influencia religiosa y, por supuesto, de la ideología de la dominación tanto para este período como para el anterior. La ideología del clero realista fue expresada mediante sermonarios, discursos, cartas pastorales, hojas volantes y documentos similares elaborados por curas y frailes. En tales escritos sale a relucir plenamente la ideología de la dominación, manifestada en la fidelidad al soberano español, la defensa del orden colonial, la conjunción de intereses entre monarquía y religión, como también en impugnaciones a la filosofía ilustrada, a la ingratitud de los criollos y a la supuesta igualdad entre los hombres, que planteaban los liberales. Entre los diferentes clérigos que sustentaron tesis sobre los puntos enumerados antes, se puede citar a los obispos Gregorio José, de Cartagena, y a Salvador Jiménez, de Popayán, así como a los presbíteros Antonio de León, José López Ruiz, José Domingo Duquesne y Francisco Tobar Paternina. En general se consideraba que la independencia atacaba la estabilidad de la religión, comprometía su futuro, motivos por los cuales la monarquía debía ser defendida. Por lo anteriormente expuesto, la jerarquía eclesiástica recomendaba
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al clero secular y regular impulsar la fidelidad al rey desde el pulpito, en el confesionario y aun en charlas de familia (10). Desde luego, la fidelidad al monarca español, tal como era planteada por el clero realista, llevaba implícita la defensa de sus propios intereses, según lo explicó en 1816 el presbítero Antonio de León, al expresar que la obediencia al rey aseguraba para el clero «la absoluta posesión de quanto podemos desear nuestra mayor felicidad», que a su juicio comprendía «la conservación inmaculada y pura de nuestra Santa Religión; en la seguridad de nuestras personas, nuestro honor y nuestros intereses». El presbítero De León no ocultó su temor ante la posibilidad de perderlo todo, «porque nada ciertamente peligra tanto en las conmociones populares, que por lo común directamente se dirigen al despojo de estos bienes, con cuyo auxilio se nos hacen llevaderos nuestros males, y podemos sostenernos en medio de los trabajos de una vida tan penosa como la humana», e igualmente juzgó a los curas patriotas como "falsos profetas de Baal" que habían sido ganados «para agentes y pregoneros apostólicos de la sedición», pero reconoció que «el influjo de su carácter ha producido fatales consequencias» para la causa del rey (11). En contraste con lo anterior, para el sacerdote patriota Juan Fernández de Sotomayor, la emancipación americana era un mandato de la Providencia y calificó a la lucha por la independencia como "guerra justa y santa" y que el verdadero amor a la religión católica debía ser motivo para romper la dependencia (12). Análogas ideas a las del clero realista fueron explicadas en las encíclicas que el papado expidió acerca del conflicto que enfrentaba a España y sus colonias. En la Etsi Longissimo, de enero 30 de 1816, el Papa Pío VII excitó a los fieles de estas regiones «a no perdonar esfuerzos para desarraigar y destruir completamente la funesta cizaña de alborotos y sediciones que el hombre enemigo sembró en esos países» (13). Aun cuando se reconoce que al momento de ser emitida la encíclica anterior la situación era difícil para el papado y no podía pretenderse que se manifestara abiertamente en favor de la emancipación americana y en contra de los vinculos establecidos con España, aun por medio del Patronato, también es cierto que hubiese podido utilizar un lenguaje menos directo, a veces agresivo, en contra de la causa de la libertad. Más todavía cuando, para esa época, si
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hemos de creerle a M. Palacio Fajardo, Pío VII reconocía que en estos países americanos «la religión es un poderoso agente del modo de obrar» (14). Los anteriores planteamientos pontificios fueron reiterados ocho años más tarde por el Papa León XII en su encíclica Etsi Iam Diu, en la que, además de condenar «la cizaña de la rebelión», señaló «los graves perjuicios que resultan a la religión, cuando desgraciadamente se altera la tranquilidad de los pueblos» (15). Ambos pontífices solicitaron a arzobispos y obispos de América predicar a los fieles que la rebelión atentaba contra la obediencia que debían a Fernando VII, y señalaron pautas precisas en la elaboración de los sermones. El propósito común era ayudar a conservar el dominio español para defender la supremacía de la Iglesia: «Vuestra primera obligación es procurar que se conserve ilesa la religión, cuya incolumnidad, es bien sabido, depende necesariamente de la tranquilidad de la patria» (16). Este requerimiento papal resume hasta qué punto había llegado la identificación de la Iglesia con la monarquía española, para inducir al cuerpo eclesiástico a enlazar su suerte futura con la del Estado español que fenecía en América. El papado sobreestimó la influencia de la Iglesia católica sobre las masas populares y la consideró capaz de modificar el curso de la guerra. Por ello fue más significativa la conducta del clero patriota, quien con su actitud de defensa de los ideales americanos no sólo combatió todo lo que representaba el orden colonial, sino que, además, supo enfrentar con decisión los mismos ordenamientos de la jerarquía, incluido el pontífice. La desobediencia a la autoridad papal significó una crisis para la Iglesia, puesto que gran parte del clero americano, y desde luego neogranadino, antepuso el sentimiento de libertad y el anhelo de crear una patria al respeto a la jerarquía católica, en cierto modo extranjerizante. Lo anterior creaba nuevas dificultades, por lo menos en lo referente a las relaciones que a partir de ese momento debía enfrentar la jerarquía eclesiástica neogranadina, obviamente vinculada a Roma, y el pueblo patriota. Tal situación condicionó el proceso que se desarrolló acerca de las relaciones entre Estado e Iglesia durante el período formativo de las nacionalidades latinoamericanas, por cuanto la Iglesia debía definir la forma de integrar su carácter universal
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con el sentimiento nacional de los nuevos Estados. De este modo, durante el movimiento de la Independencia las diócesis del antiguo virreinato quedaron sin obispo y el gobierno eclesiástico estuvo orientado por los vicarios. Inclusive la Junta Suprema del Socorro, de la cual hacía parte el canónigo Andrés María Rosillo, asumió la potestad del Patronato, erigió en obispado al Socorro y designó al propio Rosillo como obispo (17). Ante el temor por estas posiciones cismáticas, en marzo de 1811 la primera Constitución de Cundinamarca expresamente dispuso que «a fin de evitar el cisma y sus funestas consecuencias, se encargará a quien corresponda que a la mayor brevedad posible y con preferencia a cualquier negociación diplomática, se trate de entablar correspondencia directa con la Silla Apostólica, con el objeto de negociar un concordato y la continuación del Patronato que el gobierno tiene sobre las iglesias de estos dominios». Recomendación parecida hizo en noviembre de 1811 el Acta de Federación de las Provincias Unidas de la Nueva Granada, preocupada, según expresó, por "el bien espiritual de sus súbditos", pero en materia de Patronato confió que tal asunto lo resolviera el Congreso próximo a reunirse. Aun cuando al parecer no tuvo mayor trascendencia la posición cismática del cura Rosillo y posteriormente él mismo enmendó su error, las reiteradas manifestaciones hechas en las constituciones granadinas, tendientes a prevenir conductas cismáticas, sugieren la posible existencia de un movimiento de tal carácter en sectores eclesiásticos, mucho mayor de lo que parece y que convendría ser investigado con mayor detenimiento. Ante la dificultad para establecer contactos directos con la Silla Apostólica, se proyectó reunir una asamblea del clero que permitiera adoptar medidas acerca del Patronato, pero por diferentes razones este concilio no llegó a realizarse. El gobierno granadino demostró interés en alcanzar una forma de entendimiento con la Santa Sede, que desde el punto de vista político era conveniente, cuando aún en España se planteaba la posibilidad de una reconquista, dentro del clima creado en Europa por la Santa Alianza. Algunas definiciones sobre el particular sólo se-
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en la guerra de emancipación, no osaban plantear un desconocimiento de la religión, porque en muchos aspectos servía de vínculo de unión nacional y orientaba las acciones populares. Por eso, en las constituciones granadinas fueron insAnticolonia e ideología tradicional critos al mismo tiempo principios de Los derePara la generación patriota resultó menos chos del hombre, alusiones a la Ilustración, difícil enfrentar a la metrópoli por medio de las como condición para alcanzar la felicidad públiarmas que alcanzar en breve lapso una eficaz ca, y defensas fervorosas de la religión católica. organización republicana. Los propósitos, en Señalaba, por ejemplo, la Constitución de Cuncierta forma limitados, de la empresa libertadora dinamarca de 1811, que el pueblo entraba a y compartidos por la mayoría de los dirigentes, ejercer los derechos que "la naturaleza, la razón fueron logrados al finalizar la guerra, en especial y la religión le conceden"; a su vez en el preámla derrota de la monarquía, la separación política bulo de la Constitución de Cúcuta, expedida en de España, el ascenso al poder de grupos influ- 1821, se lee, refiriéndose a la religión católica, yentes de criollos y la paulatina liberalización que "ella ha sido la Religión de nuestros padres, del comercio. En los decenios posteriores a 1810 y es y será la Religión del Estado" (18). Tal ambiquedó demostrado que lo anterior era insufi- güedad persistirá durante toda la primera etapa ciente si se quería en verdad edificar una socie- de vida republicana, así como también la pretendad nueva y que, además, las aspiraciones de sión de que el Estado, la moral y el derecho se amplios grupos de la población granadina mere- conviertan en medios para impulsar el éxito ecocían, por lo menos, ser tenidas en cuenta. Pero nómico. en torno a esto, diversos intereses entraron en En el fondo, tal ambivalencia ideológica pugna. En el plano económico, por ejemplo, se no es más que la pugna de fuerzas contradictopermitió la supervivencia de algunas formas co- rias en el seno de la naciente sociedad republiloniales de carácter fiscal, al igual que los diez- cana, que puede denominarse de maneras difemos y los monopolios; a su vez, el libre cambio rentes, como "tradición y modernidad" o "tradino fue tan fácil de alcanzar como se había su- ción y progreso", pero que sólo corresponde al puesto inicialmente. Las dificultades en el plano hecho, como anotábamos, de que gran parte de político fueron tantas como las de la economía, la estructura económica y social de la época de ante la vaguedad de algunos planteamientos la dominación hispánica seguía vigente en asteóricos y la falta de resolución de muchos diri- pectos tales como las restricciones, los monopogentes políticos en favor de la causa de los hu- lios, los privilegios, los diezmos, además del mildes, negros, mestizos e indios, considerados espíritu teocrático fundado en la ideología de en algunos casos casi con desdén. la dominación y de condiciones económicas y A este respecto, parece notoria la ambigüe- sociales defendidas por la aristocracia territorial dad de los ideólogos republicanos. Aspiraban a y el propio clero. A su vez, el factor racial hacía construir una sociedad distinta a la colonial, más visibles las circunstancias de desigualdad. impulsaban el cambio hacia una fórmula social Situación esta que aparecía ostensible en aquediferente de la anterior, pero no les interesaba llas regiones, como el sur del país, donde la ofrecer amplia participación económica ni polí- supremacía de los grandes propietarios era intica a los sectores populares, a pesar de haber cuestionable. planteado ideas democráticas como las de igualCuando los comerciantes, manufactureros, dad y fraternidad. Más bien adoptaron del cons- artesanos, así como miembros de algunas profetitucionalismo europeo y norteamericano de siones liberales, todos los cuales constituían secLocke, Madison y Hamilton, aquellos principios tores sociales en ascenso, resintieron en gran que les permitían, en clara actitud burguesa, medida las restricciones que para sus respectivas garantizar protección a la propiedad privada. En actividades les imponían las instituciones sulo religioso fue más visible la ambigüedad; de pérstites de la época colonial, fueron conforuna parte, se adoptaron del racionalismo filosó- mando el grupo de la anticolonia que en lo ideofico preceptos que les permitieran liberarse de lógico compartía las tesis de lo que se ha denoinfluencias clericales, pero, al mismo tiempo, minado liberalismo ilustrado, que se enfrentó a ante la participación e influjo del clero patriota quienes por conveniencia añoraban la situación rán logradas durante la Gran Colombia, mediante gestiones impulsadas por Bolívar y Santander.
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anterior, en particular los propietarios y la Iglesia. Sin embargo, a pesar de las diferencias ideológicas que separaban a los dirigentes granadinos, que en esencia era la representación de intereses económicos y sociales, el pueblo seguía aferrado a la ideología de la dominación, por lo menos en cuestiones morales y religiosas. En tales circunstancias, se presentó a nuestros estadistas un serio problema, por lo menos a quienes adoptaron una posición más consecuente con las tesis liberales. Si insistían en conformar una nueva sociedad que desconociera a la Iglesia católica, podrían entregarle a quienes defendían la tradición, el colonialismo, un amplio poder sobre el pueblo, mediante la colaboración que, desde luego les prestaría la mayoría del cuerpo eclesiástico. Esto explicaría algunas de las dubitaciones de los líderes encargados de la dirección del Estado en su etapa formativa. Así, Bolívar, educado en la filosofía racionalista, admirador de Rousseau y demás filósofos escépticos en asuntos religiosos, y matriculado al iniciar su vida política en las filas de la masonería, sería el primero en advertir tal situación; Santander lo haría después, ante el ejemplo del propio Libertador. De cualquier manera, uno y otro pretendían obtener el apoyo popular en sus afanes de predominio caudillesco. En último término, por razones muchas veces de política interna, no se podía pretender desconocer la importancia de la Iglesia, motivo por el cual el nuevo Estado debería buscar la forma de conciliar las dos potestades, ya mediante el Patronato o a través de un concordato. Desde luego, esta actitud no fue compartida por los más radicales opositores al cuerpo eclesiástico, en particular la juventud granadina, que exhortará a menudo por la adopción de una posición más radical en este asunto. Pero a nivel de dirección política, tal parece, los liberales ilustrados se guiaron por una convivencia entre Estado e Iglesia, quizás acomodaticia, mientras lograban minimizar el influjo de la potestad religiosa mediante: primero, la limitación de su acción educativa y, segundo, la disminución de sus fuentes de sostenimiento y de riqueza, como quedará plenamente demostrado en las administraciones de Santander, José Hilario López y Tomás Cipriano de Mosquera. La ideología de la dominación durante el período colonial había permitido el establecimiento de la hegemonía hispánica y también,
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desde luego con valiosas excepciones, la explotación de la fuerza de trabajo de los sectores sociales menos favorecidos. Esta fórmula ideológica experimentó una quiebra fundamental, aun cuando no definitiva, durante la lucha por la Independencia, y durante los primeros años del período nacional corrió el riesgo de ser desplazada por las nuevas corrientes del pensamiento. En esa época, algunos sectores importantes de la sociedad neogranadina se adhirieron a sectas masónicas y otros plantearon que era preciso retornar al cristianismo primitivo, e inclusive se expuso la necesidad de crear una Iglesia nacional, independiente de Roma. Al parecer, no se pensó en suprimir ni limitar las prácticas del culto, por cuanto se reconoció que el pueblo colombiano era profundamente religioso; se pretendió en cambio disminuir el influjo de la Iglesia católica en la sociedad. Parece evidente que si bien en ese entonces la Iglesia no podía defender en lo político un pleno retorno a la situación anterior, sí alcanzó a darle un nuevo sentido a su preeminencia social, a través de la preservación de la obediencia al pontífice e impidiendo que el Estado liberal la sometiera plenamente a sus designios, evitando así el derrumbe de gran parte de sus postulados doctrinales y morales, mediante la dirección de la educación y, desde luego, la defensa de sus riquezas. Las circunstancias por las que atravesaba el país en formación le favorecieron, pues en particular apareció como la institución de mayor fortaleza en un Estado debilitado por la lucha de numerosas fuerzas que conspiraban contra la tan anhelada unidad ante el vacío de poder que España había dejado. Es de presumir que en ese continuo forcejeo entre las dos potestades que se desarrolló a lo largo de casi todo el siglo XIX y a tono con el espíritu de la época, la ideología de la dominación experimentó alteraciones, ya debilitándose en algunos aspectos o enriqueciéndose en otros, como lo demuestra el mismo hecho de sacerdotes que se liberalizaron y algunos, como ya señalamos, que hasta ingresaron a las sectas masónicas. Los cambios que se introdujeron, a veces con vacilaciones, en la enseñanza, en la legislación, en las formas artísticas, en las teorías económicas y aun en el sentido mismo de la moral pública, son indicativos de las modificaciones que experimentó la ideología dominante. Luis E. Nieto Arteta advierte tal proceso cuando plantea su tesis del romanticismo social,
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para señalar "un impulso político y un sentido social" en la literatura y el arte en general de mediados del XIX neogranadino. Desde luego, la orientación del Estado y la de los propios personeros de los grupos políticos experimentaron parecidas alteraciones en este vaivén de conflictos con la potestad religiosa, que se expresaron en dudas y ambivalencias, en uno como en otro partido, así en Mosquera como en Núñez, para indicar sólo dos ejemplos. Santander y la Iglesia En un momento inicial, durante el régimen de Santander en la época de la Gran Colombia, dentro de la euforia que embargaba a los estadistas liberales teñidos de masonería, se pretendió liberar a la comunidad neogranadina de la tutela del providencialismo y de la influencia clerical en la vida pública. Sin embargo, era incuestionable el influjo social del clero, como se demuestra en el reconocimiento que se hizo de la autoridad ejercida por los curas párrocos sobre la comunidad de fieles, en el hecho mismo de que el Estado designara clérigos como miembros de diferentes juntas, como las de manumisión y de educación primaria, e inclusive se admitió que en algunas regiones el pueblo iba a la lucha motivado por el fanatismo religioso y que la Iglesia poseía una capacidad de persuasión sobre las masas que superaba la del propio gobierno. Lo anterior permitió expresar a un diplomático estadounidense, de credo protestante, Robert Mc Afee, en despacho remitido a su gobierno, que a pesar de haber transcurrido trescientos años, en la Nueva Granada, «el pueblo carecía aún de libertad de conciencia» y consideró la influencia del clero católico como una «implacable dominación ejercida por la Iglesia sobre un pueblo que se suponía libre» (19). Contra el clero existía la presunción que vivía con lujo y boato, disfrutando de amplias riquezas. A juicio del francés Mollien, pocos curas tenían ingresos anuales inferiores a $ 1.000 y algunos sobrepasaban los $ 2.000. El obispo de Popayán tenía ingresos estimados en $ 40.000 anuales. Todo lo cual contrastaba con las penurias económicas por las que atravesaba el pueblo, razón que originaba quejas por la supuesta codicia de gran parte del clero (20). Con dureza el anticlericalismo criticó el hecho de que la Iglesia acumulara propiedades, por
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cuanto consideraba que con ello se apartaba de sus funciones apostólicas y dificultaba, además el libre juego de la economía. Se presume qué en estas críticas intervenía también el interés de que tales propiedades pasaran a poder de quienes combatían a la institución eclesiástica Para defenderse de los ataques del liberalismo y la masonería coaligados, la Iglesia católica contaba con un casi total dominio de la educación, el reconocido influjo sobre los sectores populares, ejercido a través del púlpito y el confesionario, y una apreciable fuerza económica. De otra parte, la importante participación del clero patriota en la guerra de Independencia les permitió a muchos clérigos y frailes ingresar a la actividad política desde los primeros años de la República (21). Sin embargo, la institución eclesiástica afrontaba problemas diversos, como la declinación de las vocaciones religiosas, la falta de obispos y clérigos, que le planteaba reconocidas dificultades para su organización. Se consideraba que existía también un notorio relajamiento en la vida monástica y en las mismas costumbres del clero; unos y otros facilitaron la acción oficial. Pero quizás el factor más importante en este sentido lo constituía la falta de unidad interna dentro del cuerpo religioso, ante la existencia de dos sectores bien diferenciados: quienes habían defendido la causa patriota, y el sector conformado por quienes aún se mantenían, directa o indirectamente, en una posición política favorable a España. Los primeros gozaban de cierto prestigio ante la sociedad, lo cual les permitía intervenir cada vez más en política y ocupar lugares de comando dentro del clero, mientras que los segundos desarrollaban una acción encubierta de desprestigio del nuevo orden republicano. Algunos de los curas y frailes más radicales ingresaron a la masonería; fray Ignacio Mariño, de la orden dominica y quien durante la guerra de Independencia había ocupado el cargo de coronel de las fuerzas militares de Casanare, fue luego fervoroso miembro de la masonería y donó $ 2.000 a la logia "Fraternidad Bogotana". Tal sucedió también con fray Antonio María Gutiérrez, quien de oficial archirrealista de la Santa Inquisición se convirtió en celoso patriota y dirigente principal de la masonería santafereña (22). Las necesidades financieras del Nuevo Estado y las ambiciones de sectores económicos como la burguesía mercantil en ascenso pusie-
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ron en peligro la existencia de las riquezas del sector religioso, inclusive con la colaboración de aquellos sacerdotes considerados como progresistas. En esta forma, la Iglesia se sintió vulnerada en sus intereses de predominio social y económico al ordenar el Congreso colombiano el cierre de los conventos menores y plantear la necesidad de limitar el fuero jurisdiccional del clero, y cuando, además se intentó, por parte de la administración liberal orientada por el vicepresidente Santander, limitar los diezmos, los bienes de manos muertas y los censos eclesiásticos, que constituían la principal fuente de ingresos del cuerpo religioso (23). La movilización del clero para esa época tuvo un éxito afortunado y contó también a su favor con las vacilaciones de Santander, quien consideraba que «para que las leyes sean acogidas favorablemente por el pueblo y resulten de fácil aplicación, es preciso que estén de acuerdo con el carácter del pueblo», y fiel a este principio impugnó muchas de las medidas orientadas a limitar la actividad económica de la Iglesia. En el fondo, la actitud de Santander ocasionó más bien que, ante la alarma del cuerpo religioso, algunos sacerdotes y frailes decidieran vender subrepticiamente muchos de sus bienes y, tal parece, que en ese entonces «las sumas envueltas fueron considerables)» (24). No tuvo tampoco éxito Santander con su famoso Plan de Estudios expedido en 1826 que introdujo algunos cambios en la enseñanza, a través del método lancasteriano y la difusión de las tesis de Jeremías Bentham, Destutt de Tracy y Juan Bautista Say. Tan pronto las rivalidades y disensiones entre Santander y Bolívar se agudizaron e hicieron crisis, la reacción boliviana en favor de la Iglesia, quizá como estrategia política, se manifestó en la defensa abierta de la ideología tradicional. En 1828, oficialmente se argumentó que el plan de estudios anterior tenía "defectos esenciales", contenía "máximas opuestas a la religión, la moral y a la tranquilidad de los pueblos". Se propuso entonces que se pusiera mayor atención al "estudio y restablecimiento de la religión" y se obligara a los estudiantes a asistir "a un estudio de fundamentos y apología de la religión católica romana» (25). A juicio del sacerdote e historiador Juan Pablo Restrepo, «en esos tiempos pasaba la República por una gran crisis, que terminó al fin con la disolución de la antigua Colombia» (26). sería impropio apreciar las anteriores medidas
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como un medio de congraciarse Bolívar con la institución eclesiástica. La situación interna de tensión entre las dos potestades trató de remediarse aclarando lo relativo a las relaciones entre el Estado y la Iglesia, particularmente en lo que hacía referencia al derecho de Patronato. El Estado reclamaba tal derecho, por cuanto había remplazado al monarca español, quien lo detentaba; sin embargo, la Iglesia se negaba a ello y exigía para sí esa concesión. A partir de 1822, el vicepresidente Santander hizo intentos por establecer contactos diplomáticos con la Santa Sede, pero con poca fortuna, es verdad, ante las continuas presiones en contrario por parte de España; a partir de 1824 fue encargado de tal misión el hábil diplomático Ignacio Sánchez de Tejada, quien buscó la fórmula de conciliar a la nueva administración con la Silla Apostólica (27). Mientras tanto, el Congreso dio su aprobación a la ley de Patronato que, mediante disposiciones claras sobre diferentes aspectos de la vida religiosa, entregaba al gobierno la supervisión "de todas las funciones desempeñadas por el clero" (28) En mayo de 1827, ante las reiteradas exhortaciones de gran parte del clero y la posibilidad de que se organizara la Iglesia colombiana en forma independiente de Roma, el Papa León XII designó como arzobispo de Bogotá a don Fernando Caycedo y Flórez, así como arzobispo para Caracas y obispos para Santa Marta y Cuenca. Con esta actitud, el antiguo Patronato con España quedaba tácitamente abolido y se daba un paso fundamental hacia el reconocimiento formal de la independencia colombiana, que se efectuó tan solo en noviembre de 1835. Sánchez Tejada continuó en Roma como encargado de negocios y adelantó diligencias tendientes a conseguir la firma de un concordato, que por diversas circunstancias no se pudo protocolizar en aquella época. Comoquiera que la educación continuaba bajo la dirección de la Iglesia y esto impedía abatir la influencia clerical en la sociedad y, por consiguiente, la vigencia de la ideología de la dominación, Santander, en su segunda administración, y en calidad de presidente constitucional de la Nueva Granada, quiso complementar su obra de liberalizar al país, tímidamente esbozada durante el período de la Gran Colombia. Restableció en 1835 el Plan de Estudios expedido en 1826, pero matizándolo un poco en asuntos religiosos. En este aspecto su tarea in-
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tentaba de nuevo modificar la orientación tradicional de la educación impartida en escuelas, colegios y universidades, mediante la implantación de la legislación de Bentham y la filosofía de Tracy. Se pretendía poner punto final a la enseñanza dogmática de fundamentación escolástica y lograr por este camino un cambio en la mentalidad de la sociedad. Sin embargo, tales intentos fracasaron nuevamente debido a la propia defensa que de sus intereses hizo la Iglesia, en conjunción con los sectores tradicionalistas, quienes veían en el cambio ideológico que se pretendía un peligro para su sistema de dominación. De otra parte, el Estado demostró su debilidad ante la fortaleza de las facciones políticas, que eran, en cierta forma, la expresión de los intereses económicos regionales, a quienes les convenía un Estado poco intervencionista que les permitiera medrar en su provecho. Aun cuando, como quedó expuesto antes, la debilidad ante la Iglesia fue, al parecer, más evidente. Hacia 1834, cuando se planteó la posibilidad de que el Estado asumiera una actitud de tolerancia hacia otros credos, miembros de la Iglesia exteriorizaron su alarma; Robert McAfee, en despacho a su gobierno, puntualizó que el clero católico objetaba "todas las medidas liberales, así como el comercio recíproco con otras naciones" (29). Esto explicaría, además, las razones que posteriormente expondría el radicalismo liberal para suponer que sólo mediante la limitación de la influencia del cuerpo eclesiástico en la sociedad podría ésta alcanzar un mayor desarrollo económico y, por consiguiente, la satisfacción de los intereses de la propia burguesía. De este modo, frente a la posición adoptada por Santander en su administración, José Ignacio de Márquez se caracterizó por conceder especial protección al cuerpo eclesiástico, a pesar de que en 1840 se presentó la revuelta religiosa en el sur del país, con ocasión de la supresión de los conventos menores en Pasto, medida que fue considerada como una nueva invasión del poder civil en los dominios del eclesiástico. Igualmente fue fortalecida la posición de la Iglesia en el gobierno del general Pedro Alcántara Herrán: en 1844 retornó al país la Compañía de Jesús y se expidió un Plan de Estudios que remplazó a Tracy por Balmes y a Bentham por Juan Heinecke, teólogo y jurista alemán, lo cual indicaba la forma en que se pretendía entronizar de nuevo el providencialismo. El Plan de Estudios aludido, inspiración de Mariano Ospina Ro-
Nueva Historia de Colombia. Vol. 2
dríguez, fue calificado por Salvador Camacho Roldán como "drástico y adicto a las ideas dominantes"; criterio que también compartió José María Samper. El liberalismo reconocía que de este modo fracasaba uno de los medios para abatir el predominio de la Iglesia en la sociedad Desde luego, durante el gobierno de José Hilario López el anterior Plan de Estudios será modificado como resultado de las reformas liberales que se pondrán en marcha. La coyuntura de mediados de siglo A mediados de siglo las formas económicas y sociales, supérstites de la Colonia, experimentaron ataques más decisivos por parte de los sectores interesados en que se les ofreciera mayor participación en las actividades productivas del país. El gran latifundio aún mantenía su importancia económica, pero la vinculación de la Nueva Granada al mercado mundial se abría paso decididamente, con lo cual se favorecía la posición de la burguesía compradora; más aún, cuando en 1847 este sector obtuvo de parte de la administración del general Tomás C. de Mosquera algunas medidas en su beneficio, además de lo que para ella significó el desarrollo comercial impulsado por la navegación a vapor en el río Magdalena. Desde luego, la supuesta modernización de la economía fue más aparente que real, motivo por el cual la secular inestabilidad política y social se mantuvo hasta finales del siglo XIX. La mayor vinculación del país en esta época al mercado internacional como exportador de materias primas e importador, a su vez, de manufacturas, supuso una mayor explotación de la fuerza de trabajo, en particular del sector agrario, así como hizo aumentar también el descontento de grupos artesanales y manufactureros. Por las razones antes expuestas, la agitación social fue ostensible y se manifestó en el asalto que la clase propietaria realizó sobre tierras de resguardo, la expansión hacia los terrenos baldíos, la desamortización de los bienes del clero, así como la organización de los artesanos; más todavía, en ataques al orden establecido y a la Iglesia. Todo aquel conflicto entre la sociedad tradicional, colonialista, y la pretendida sociedad nueva, afloró con mayor fuerza, por cuanto la convivencia de formas antagónicas dependía no de la conciliación de fórmulas ideológicas, como se quiso creer en el período anterior, sino hasta cuando lo permitiera la capacidad de desa-
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rrollo de la propia sociedad neogranadina y su evolución hacia una estructura económica diferente. Los intentos por modernizar al país en el sentido que aspiraban los dirigentes liberales de esta época marcharon paralelos a la capacidad económica del Estado; la cual, a su vez, estaba supeditada en gran parte a la situación de la balanza comercial. Fenómeno explicable si consideramos que la economía de todo este período estuvo regida por el volumen de exportaciones de los productos agrícolas y mineros. Dado que el sector mercantil era el más dinámico dentro del desarrollo económico de la sociedad neogranadina, solía ocurrir que en los períodos de auge económico, por el incremento de las exportaciones, este sector se sentía con fuerzas como para pretender impulsar las reformas en su propio beneficio; y caso contrario sucedía cuando las exportaciones e importaciones declinaban. A este respecto, se admite que en virtud de la importancia de los comerciantes importadores como contribuyentes del fisco, su influencia sobre estos gobiernos resultaba igualmente determinante. Nieto Arteta llegó a señalar sobre el particular que «la misma hegemonía de que gozaba el comercio, concedía mayor vigor a los comerciantes» (30). En este sentido, se puede apreciar cómo los intentos más claros en contra del poder de la Iglesia y, por consiguiente, también en contra de la ideología de la dominación, se realizaron en épocas de bonanza para los sectores mercantiles y agroexportadores. Tal ocurrió en el período del primer gobierno del general Tomás C. de Mosquera, a partir de 1843, calificado como una administración que abrió «la era de las grandes reformas liberales». En efecto, en 1847 el general Mosquera inició el proceso de la redención de los censos, la liberación de la carga decimal que pesaba sobre la actividad agrícola y concedió facilidades al intercambio comercial. En los años posteriores fue más ostensible la posición de la burguesía neogranadina en su lucha contra la Iglesia, por cuanto, a su juicio, una mayor vinculación al mercado mundial requería de un Estado burgués, liberal y democrático; por ello, no fue cuestión de azar que sólo hacia mediados del siglo XIX se produjera una definición ideológica al interior de los grupos políticos contendientes. Los conservadores defendieron un supuesto orden derivado de relaciones sociales que consideraron garantizadas por
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la religión y el ejercicio efectivo de la autoridad. Los liberales pretendieron alcanzar el progreso social y económico por medio de la salvaguardia de la libertad, y la limitación del poder político del clero frente a las masas. Comoquiera que la situación que vivía el país exigía una posición clara frente al pasado, muchos de los entusiastas liberales de ese entonces impugnaron algunos de los ensayos, a su juicio contemporizadores, realizados en la etapa anterior. Así, por ejemplo, Manuel Murillo Toro criticó con dureza de términos el que denominó "partido liberal antiguo", organizado bajo la tutela del general Santander, grupo que "era anticlerical pero quería el Patronato". Para esta nueva generación liberal había llegado al momento de «desarrollar toda la bandera del partido, rompiendo con todas las instituciones e intereses del pasado, para formular con decisión y claridad el programa de la República, y se dijo: ni clero influyente, ni prisión por deudas, ni destinos dados...»(31). Es decir, las fórmulas conciliatorias deberían quedar atrás. Empero, el liberalismo se dividió en dos fracciones: los tradicionales (draconianos), que en cierta forma representaban los intereses de los artesanos y manufactureros, defendían un Estado proteccionista; los radicales (gólgotas), inspirados en el idearium socialista, defensores de la burguesía mercantil, exageraban sus planteamientos en favor de la libertad de industria y comercio. Fueron estos últimos quienes plantearon la necesidad de una separación absoluta entre Estado e Iglesia. Desde luego, estas posiciones ideológicas, como ha analizado Gerardo Molina en reciente estudio, no pretendían "desarraigar a Dios de las conciencias", puesto que aún se mantenía en ellos una vocación espiritualista. Se oponían sí a admitir que la religión de Cristo fuera "protectora de los tiranos". Inclusive se llegó a magnificar a Jesús y la fracción gólgota consideró que "la religión de Jesús era la de los oprimidos» (32). Como se aprecia por lo anterior, en la delimitación ideológica de los partidos políticos la cuestión religiosa constituyó punto esencial, como expresamente lo reconoció Salvador Camacho Roldán. En efecto, en el debate político que se desarrolló para impulsar la candidatura de José Hilario López, el liberalismo radical hizo énfasis en la necesidad de instaurar un Estado democrático fundamentado en la libertad, en especial la económica, con una independen-
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cia plena del poder civil frente al poder religioso. Para evitar que la Iglesia interfiriera la labor del Estado, se consideraba preciso que la educación dejara de estar orientada por las instituciones religiosas y, más aún, por la Compañía de Jesús. El temor que manifestaron los radicales por el influjo social y político de la Iglesia tenía sus razones, por cuanto los jesuítas llegaron a recomendar a grupos de artesanos, para las elecciones de 1849, que entre los deberes de los católicos se encontraban los de no votar por agiotistas y especuladores, ya que estos grupos económicos estaban minando las instituciones religiosas que consideraban opuestas al "espíritu del siglo", razón por la cual intentaban apoderarse de los bienes eclesiásticos (33). El ascenso al poder en 1849 de José Hilario López le permitió hacer efectivas muchas de las esperanzas del radicalismo frente a la Iglesia y quebrar así la ideología de la dominación. Una de las principales medidas fue la expulsión de los miembros de la Compañía de Jesús, quienes, a juicio de José María Samper, se habían constituido en baluartes del partido conservador desde su regreso al país en 1844. Desde luego, la animosidad en contra de los jesuítas se encontró fortalecida por la oposición que éstos, como anotamos, hicieron a la candidatura de José Hilario López, así como también a la tarea difamatoria en contra de ellos llevada a cabo por las logias masónicas, influyentes aún en el país. Fue determinante el hecho de haber fundado algunos miembros de la Compañía de Jesús la Sociedad Popular para contraponerla a la Sociedad de Artesanos y minar así el poder del partido de gobierno. No pocos advirtieron en la expulsión de los jesuítas una forma de debilitar el poder educativo que se encontraba en sus manos, educación que se juzgaba como intolerante en su aspecto religioso y decididamente dogmática. En un nuevo intento por abatir las fuerzas de la tradición, en 1853 se aprobó la libertad de enseñanza, medida que aparecía como lógica, luego de los fracasos de Santander en el pasado, por cuanto tal medida encajaba dentro de las tendencias liberalizantes de la época, contrarias a las restricciones y a los monopolios. En cierta forma, la expulsión de los jesuítas y la libertad de enseñanza permitirían, a juicio del liberalismo radical, impedir la progresiva reproducción de la ideología de la dominación. De otra parte, el nuevo tipo de enseñanza fue orientado a satis-
facer las necesidades de los cambios económicos, adecuándolo a la época, de inspiración positivista. Otras medidas en contra del poder de la Iglesia fueron adoptadas durante el gobierno de José Hilario López, tales como la abolición de los diezmos, la elección de párrocos a través de la acción de los cabildos municipales, la supresión del fuero eclesiástico, la intervención de las cámaras de distrito en la apropiación de fondos para el culto y también la expulsión de varios obispos. Todo lo anterior se realizó a pesar de las protestas del arzobispo Mosquera. El presidente López llegó hasta proponer la separación del Estado y la Iglesia, argumentando que si esto no se había efectuado antes, era por el temor que a muchos sobrecogía acerca de la conducta que pudiera adoptar el clero al encontrarse sin ningún vínculo con el gobierno. El liberalismo defendió la separación entre Iglesia y Estado, y en 1853 el presidente general José María Obando abogó por la adopción de una medida de tal naturaleza, por considerar, entre otras razones, que la unión de estas potestades constituía "fuente de tiranía". Para Manuel Murillo Toro, exponente del grupo radical, lo principal debía ser evitar la ingerencia del clero en los negocios públicos, y sugería la formación de un Estado libre con libertad de cultos. La jerarquía eclesiástica, a través del arzobispo Mosquera, consideraba que, más que la separación absoluta, convenía a la Iglesia un concordato que le permitiera independencia en su gobierno, sin la que consideró excesiva intervención de las autoridades civiles en la disciplina del cuerpo religioso. Al parecer, no favorecía a la Iglesia una "absoluta separación" y, por el contrario, hacía énfasis en la "tuición basada sobre un concordato" (34). Sobre este aspecto, la Iglesia se había pronunciado en 1832 en favor de una independencia del Estado, mas no de una plena separación, y en 1839 el arzobispo Mosquera argumentó que no podía "dejar de haber relaciones necesarias entre la sociedad civil y la sociedad religiosa", por considerar que la religión pública era única, y defendió tal carácter para la religión católica; de igual modo juzgó peligrosa para esta institución la separación absoluta, por cuanto podía poner en cuestión el reconocimiento del catolicismo como religión oficial en la Nueva Granada (35). Correspondió al presidente, general José María Obando, sancionar la ley sobre separa-
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ción entre Estado e Iglesia. Por medio de esta ley llegaba a su fin la intervención del gobierno en la elección y presentación de personas para cargos eclesiásticos; quedaba prohibida la imposición de contribuciones para el culto religioso; los sacerdotes y demás miembros de este cuerpo quedaban sometidos a las autoridades civiles; los templos se consideraban propiedad de los respectivos fieles y se negaba al carácter público de las corporaciones eclesiásticas y, además, se mantuvo vigente la prohibición a los jesuitas para retornar al país. Sobre este particular, sectores del clero conceptuaron que no actuaba de buena fe la autoridad civil, por cuanto "no pudo prescindir el gobierno de atacar los derechos de la Iglesia en lo relativo a los bienes que le pertenecen" (36). En 1855, como complemento de las medidas anteriores, se decretó que no existía religión oficial en el país, y no fue casual que entonces tanto el matrimonio civil obligatorio como el divorcio vincular fueran legalmente instituidos. Posteriormente, frente a los ataques del gobierno de José Hilario López, la administración del moderado Manuel María Mallarino preparó el restablecimiento pleno de la Iglesia durante la administración de Mariano Ospina Rodríguez (1857-1860), contra lo cual reaccionó el general Tomás Cipriano de Mosquera, con sus medidas contrarias al cuerpo eclesiástico. Ospina Rodríguez orientó su administración con carácter partidista y, con la intención de contrarrestar el anticlericalismo anterior, el cuerpo eclesiástico seguía siendo fuerte en el país y, tal parece, brindó su colaboración al nuevo gobierno. No fue casual que se pensara en el clero para superar muchos de los problemas que agobiaban a la Nación. En efecto, en 1857, Sergio Arboleda, miembro del partido conservador e intelectual de prestancia, calificó de "crisis difícil" la situación por la que atravesaba la República, e hizo una especie de inventario de lo que el país había obtenido en casi medio siglo de vida independiente, y como causas de los males que entonces se vivían señaló, entre otras, el progresivo aumento de la burocracia, el incremento de los impuestos, la ausencia de virtudes republicanas en muchos dirigentes, la explotación de los "infelices labriegos" y de las "razas inferiores". Para corregirlas se imponía, a su juicio, la moralización del país, la cual debía ser adelantada por el cuerpo eclesiástico a través de la educación. El inmenso influjo del
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clero en la sociedad de la época lo señaló gráficamente al explicar que "los miembros de esta institución toman al niño en la cama, le dan su nombre, lo dirigen en la infancia, lo aconsejan en la juventud, le consuelan en la vejez, le asisten en el lecho de muerte, y su poder se extiende hasta más allá del sepulcro". Y concluyó dramáticamente: "El clero puede salvarnos y nadie puede salvarnos sino el clero" (37). Con sus planteamientos, Sergio Arboleda abría campo de acción a la fórmula política que más tarde acogería Rafael Núñez. Pero para llegar a ella sería preciso experimentar la crisis que en parte Mosquera desencadenó con la desamortización de los bienes del clero, luego de la guerra civil que sufrió la República y en la que el propio Arboleda participó como activo combatiente.
El botín del triunfo Mediante decreto de septiembre 9 de 1861, el general Tomás Cipriano de Mosquera promulgó la desamortización de bienes de manos muertas. Sirvió como pretexto el triunfo obtenido en aquel año por el propio Mosquera en colaboración con los generales José María Obando y José Hilario López, contra el gobierno legítimo de Mariano Ospina Rodríguez, quien según se aseguró, había tenido el cuerpo eclesiástico su principal soporte. En efecto, el cónsul norteamericano, en despacho a su gobierno, afirmó que los jesuitas habían ejercido especial influencia sobre el expresidente Ospina Rodríguez "para inducirlo a preparar la revolución, le facilitaron dinero para llevar a cabo la guerra civil y rehusaron la absolución a los católicos que no estuvieran del lado de los conservadores" (38). Admitiendo posibles exageraciones en las anteriores afirmaciones, lo cierto fue que discusiones acerca de aquel hecho se plantearon en la prensa del país. Los sectores eclesiásticos, por su parte, consideraron ese cargo como "mera imputación injusta y gratuita". Posteriormente, Juan Pablo Restrepo explicó: "La guerra de 1860 a 1862 se sostuvo en el centro, como en todas partes, con el fin de defender al gobierno legítimo contra una de las más injustas revoluciones que haya habido nunca" y, ante aquellas aseveraciones que dejaban entrever alguna responsabilidad por parte de la Iglesia en el conflicto, sugirió que de igual modo se podía afirmar que la guerra se había dado con el fin de apoderarse de los bienes eclesiásticos (39).
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Cuando la guerra civil aún no concluía, Mosquera, en su condición de Presidente Provisorio de los Estados Unidos de la Nueva Granada, dictó una serie de medidas que el partido conservador señaló como "persecutorias contra la Iglesia", como el decreto sobre tuición de cultos, la disolución y expulsión de la Compañía de Jesús y el decreto sobre desamortización antes señalado; posteriormente, las anteriores providencias fueron complementadas con la expulsión del arzobispo Antonio Herrán y la extinción de los conventos, monasterios y casa de religiosos de ambos sexos. Con las medidas enunciadas, el general Mosquera obtuvo lo siguiente: sancionar la participación del clero en el conflicto civil que proseguía en algunas regiones y satisfacer uno de los mayores objetivos políticos del radicalismo liberal, como era la quiebra del poder social y económico de la institución católica, así como su influencia política en favor del conservatismo. Otra finalidad de la desamortización fue de orden económico: obtener los recursos necesarios para superar gran parte de la deuda exterior y el déficit fiscal interno. Cinco años más tarde, dentro del clima polémico planteado con el arzobispo de Bogotá, Mosquera afirmaría, a manera de justificación, que medidas de tal naturaleza habían sido ya decretadas por otros gobiernos, aun en naciones católicas como España, Francia e Italia y también en algunas repúblicas latinoamericanas, en directa alusión a lo ocurrido en época anterior en Paraguay (1811), Argentina (1822), Chile (1823), Uruguay (1838) y en especial México (1856).
El decreto definía como corporación a las comunidades religiosas, las cofradías, capellanías hermandades y, en general, "todo establecimiento i fundación que tenga el carácter de duración perpetua o indefinida". Expresamente se exceptuaban de ser adjudicadas a la Nación las edificaciones destinadas al servicio del culto o del instituto, tales como templos, colegios, hospitales y similares, así como también las habitaciones que servían de residencia a los religiosos y los terrenos que se destinaban al servicio público de las poblaciones a que pertenecieran. Se disponía asimismo la elaboración de un inventario de los bienes que pasaran a la Nación, para luego proceder a enajenarlos en pública subasta; como medida complementaria que facilitara la inscripción del mayor número de bienes pertenecientes a las comunidades, se premiaba a quienes denunciaran "censos y bienes ocultos", concediéndoles el derecho a que éstos se les adjudicaran por el valor avaluado, "sin competencia ninguna" por medio de documentos de deuda pública (41). Los argumentos de Mosquera
En las medidas de desamortización podemos distinguir tanto causas políticas como económicas, aun cuando se aprecian con mayor facilidad las primeras que las segundas. Es de suponer que la conducta asumida por el clero en favor de la causa conservadora condujo al liberalismo a intentar definir de una vez por todas la cuestión relativa a la superioridad del Estado sobre la iglesia, que suponía poder abatir En los considerandos del decreto de desa- definitivamente la ideología de la dominación. mortización se explicó que "la falta de movi- A esta consideración se sumaba la posibilidad mientos i libre circulación de una gran parte de de lograr algunos recaudos para el erario que las propiedades raíces, que constituía la base permitieran al Estado superar dificultades ecode la riqueza pública era uno de los mayores nómicas urgentes. Por lo anterior, el decreto obstáculos para la prosperidad de la nación". sobre desamortización había sido precedido de Se expresaba también que las congregaciones una aguda controversia entre los representantes religiosas no podían poseer a perpetuidad bienes del poder político y los del sector religioso. En inmuebles por atentar contra los principios gene- julio de aquel año, el decreto sobre tuición de rales sobre adquisición de bienes, de acuerdo cultos fue rechazado por parte del arzobispo de con las normas constitucionales. Por lo tanto, Bogotá, por considerar que afectaba a la Iglesia se determinó que todas las "propiedades rústicas católica y tendía a destruir su "libertad i su i urbanas", así como "capitales de censos" y independencia", colocándola en situación deotros bienes pertenecientes a las corporaciones pendiente del poder político; por tanto, solicitó civiles o eclesiásticas, fueran adjudicadas a la la revocatoria del decreto mencionado (42). A nación "por el correspondiente a la renta neta bre del presidente Mosquera, el secretario de que en la actualidad producen o pagan, calculada gobierno, Andrés Cerón, negó la solicitud y como rédito al 6 por 100 anual; i reconociéndose expresó que "la libertad o independencia de la en renta sobre el Tesoro, al 6 por ciento..."(40). Iglesia no son absolutamente ilimitadas", advir-
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tiendo que el decreto en mención había sido necesario debido a "las agresiones de una gran parte de vuestro clero, que no por medio de alguna frase equívoca, sino de palabra i de obra ha perturbado el orden sacudiendo la sociedad" y, por tanto, el decreto trataba de prevenir el mal en su origen. Comoquiera que el arzobispo insistiera en sus quejas, el secretario de gobierno señaló la posición enérgica de la administración y, por orden del presidente Mosquera, devolvió, "por injuriosa", una carta que el arzobispo había dirigido al secretario de gobierno fechada en septiembre, y que unida a otros documentos que reposaban en poder de las autoridades formaban, a juicio del gobierno, el expediente para iniciar proceso por "sedición" y "guerra eclesiástica o religiosa", a gran parte del clero granadino (43). La apreciación acerca de los objetivos políticos de la desamortización se confirma a través de los planteamientos que el general Mosquera expuso el Papa Pío IX en una carta fechada en Facatativá el 15 de enero de 1862, y en la cual el presidente provisorio solicitó del pontífice "una paternal esplicación" por haber calificado el Papa al gobierno de Colombia como "perturbador del orden". El documento abunda más en consideraciones de tipo político que de otra índole, y en él Mosquera observó que gran parte de lo ocurrido hasta entonces recaía en «el desvío de algunos obispos i pastores que, olvidando los preceptos del Evangelio i la doctrina del Apóstol de las jentes, han querido sobreponerse a la autoridad del país i perturbar la iglesia Católica de Colombia...». Enumeró ejemplos de la intervención de una parte del clero granadino en cuestiones de política, citando los casos de los obispos de Pasto y Pamplona, así como la tarea realizada en este sentido por un canónigo de Bogotá, "el padre Sucre", quien pretendió que se cambiara la candidatura del general Herrán por la de Julio Arboleda, mediante circular dirigida a los curas del arzobispado. Se refirió luego a la falta de idoneidad de los nuevos sacerdotes con quienes se habían llenado las vacantes producidas y citó, a manera de ejemplo, al obispo de Cartagena, «Padre Medina», cuya única recomendación había sido la de «haber combatido en la guerra civil de 1851, con lanza en mano en la acción de Garrapata», asimismo, al obispo de Pamplona, a quien calificó de "sacerdote poco instruido i ocupado esclusivamente en el triunfo de un partido . Luego de referirse a las costumbres, en su concepto, inmorales de un número crecido de clérigos,
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Mosquera justificó la expedición del decreto de tuición por cuanto tenía como finalidad proteger a los colombianos «en el libre ejercicio de su culto, i no permitir que se hagan cargo de las Iglesias episcopales i parroquiales aquellos individuos que se mezclan en la política para perturbar la paz pública, ni los que, por su conducta escandalosa, ofenden la sana moral...». La justificación económica de las medidas de desamortización aparece al final de su misiva, cuando explicó la necesidad de aquellas, en el sentido de que muchas de las grandes riquezas acumuladas por el clero, ante la ausencia de control por parte de la autoridad pública, habían desaparecido y eran dilapidadas con la condescendencia de la jerarquía eclesiástica. Se pretendía que entraran al comercio nacional "consolidándose su valor en el Tesoro Nacional" y a fin de que los réditos "sean relijiosamente aplicados al objeto para que fueron donados" (44). Argumentos parecidos expuso el general Mosquera en una reunión que tuvo con representantes del clero, para conocer las críticas que pudieran formular a las medidas de desamortización. Explicó en esa oportunidad que el país exportaba anualmente «por medio de corporaciones eclesiásticas como tributo o imposición a fondo perdido, una suma que bastaría para construir sus ferrocarriles», e interrogó a los asistentes acerca de si creían honradamente que el país podría esperar prosperidad si "con propósitos religiosos" sustraían a la economía "treinta o más millones de pesos, cuando esta circulación no alcanza a la mitad de esa suma". Y para despejar algunas dudas que habían circulado acerca del futuro de las prácticas religiosas en el país, afirmó que el gobierno sostendría el culto nacional porque era su deber y porque esa era la voluntad de la Nación, afirmando categóricamente que un "sacerdote es un trabajador cuyos servicios deben pagarse" y que el culto era "una necesidad social" (45). Para el historiador Juan P. Restrepo, no era "la conveniencia pública, ni la prosperidad y engrandecimiento de la Nación lo que motivaba la desamortización"; muy por el contrario, eran -a su juicio-, "la codicia, el espíritu de rapiña, la necesidad de pagar indirectamente servicios hechos a la revolución de 1860". Sin embargo, admitió luego que, efectivamente, el "Gobierno vivía acosado por acreedores á quienes no podía pagar", motivo por el cual apeló a la venta de los bienes del clero (46).
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Las riquezas de la Iglesia Las propiedades eclesiásticas eran de diversas clases: bienes raíces, ubicados tanto en sectores urbanos como rurales, semovientes y capitales a censo que ganaban intereses. Los bienes raíces comprendían haciendas de extensión variable, así como edificios, casas y tiendas. Sin embargo, las medidas de desamortización concedían mayor importancia a las propiedades raíces ubicadas en ciudades y campos. Y aun cuando las providencias desamortizadas afectaban también los bienes pertenecientes a las corporaciones civiles, administrados por las municipalidades, las de origen eclesiástico eran las de mayor importancia, aun reconociendo que su número y valor eran inferiores al que se les concedió inicialmente, cuando se supuso que la Iglesia católica era propietaria de un tercio de la propiedad territorial del país existente en esa época. Muchos de los bienes y riquezas pertenecientes para aquel entonces a las comunidades religiosas y al clero en general, procedían de los fieles o habían sido adquiridas mediante compra directa, concesiones antiquísimas y en especial por medio de la fundación de capellanías, que el sentimiento religioso de los creyentes habían hecho posible y que las medidas anticlericales de algunos gobernantes no alcanzaron a debilitar del todo. Todavía en fecha próxima a la adopción de las providencias desamortizadoras se mantenía la costumbre de fundar capellanías; por lo menos así sucedía en el Estado de Boyacá. Gran parte de esta riqueza cumplía papel especial dentro de la actividad crediticia, y algunos de tales capitales alcanzaban a beneficiar a pequeños propietarios necesitados de crédito, debido a la inexistencia de instituciones de este tipo y también por cuanto los préstamos de los sectores no eclesiásticos eran limitados. Las riquezas de la Iglesia neogranadina no tenían la magnitud que algunos anticlericales imaginaron; por lo menos no se podían comparar, por ejemplo, con las del clero mexicano. En efecto, en México la desamortización de bienes eclesiásticos llevada a cabo entre 1856-63, dentro del proceso histórico de la Reforma, estableció que el valor total de aquellos bienes ascendía aproximadamente a 100 millones de pesos mexicanos, los cuales constituirían la tercera parte de la riqueza de este país (47). En la
Nueva Granada, el mismo proceso desamortizador dejó en evidencia que las riquezas de la Iglesia llegaban a 12 millones de pesos, si se toman como base los datos hasta 1870, suma que representaba tres veces el presupuesto de ingresos de la Nación, calculado en un poco más de cuatro millones de pesos para esa misma fecha. Aun cuando hay que aceptar también que desde mucho antes, por ejemplo durante la administración de Santander en la Gran Colombia, ante la posibilidad de ser expropiado de sus bienes, el clero neogranadino procuró vender muchas de sus riquezas y asegurar los valores en el exterior. Además, como ocurrió en el caso mexicano, algunos de los bienes de la Iglesia no fue posible valorarlos, tales como los inmuebles improductivos (edificios de iglesias y conventos), obras de arte, joyas, oro y plata, y aún bienes ocultos, que bien podrían aumentar aquellas cifras. La rebelión de los espíritus Por su impopularidad en algunos sectores, por razones sentimentales y políticas, el decreto sobre desamortización encontró resistencias. El clero lo combatió inicialmente mediante el cierre de las iglesias, la no administración de los sacramentos y con amenazas de excomuniones (48). La prensa acogió amplias polémicas que muchas veces adoptaron el carácter de controversias políticas; el conservatismo impugnó la medida, por lo general, basándose en concepciones jurídicas acerca del derecho de propiedad, argumentando que las corporaciones religiosas tenían iguales derechos a los de los demás ciudadanos. Las reacciones aumentaron cuando en noviembre de 1861 el gobierno dictó el decreto sobre extinción de las comunidades, en consideración a que éstas se oponían a la desamortización bajo el argumento de no poder obedecer hasta no recibir instrucciones de sus superiores residentes en el extranjero, constituyendo tal actitud a juicio del gobierno, una especie de "rebelión" contra la administración. Según el decreto, se determinaba la extinción de todos los conventos, monasterios y casas de religiosos de ambos sexos situados en el Distrito Federal y en el Estado de Boyacá. En los demás lugares de la República la extinción se haría de acuerdo con la conducta adoptada por los religiosos (49). Cuando la fuerza pública exigió la entrega del edificio donde funcionaba el Convento del Carmen en Bogotá, gentes del pueblo se opusieron e impidieron en
Estado, Iglesia y desamortización
esa oportunidad la ocupación del monasterio y que las religiosas fueron desalojadas (50). En Tunja se llevó a cabo -en noviembre 8- el sometimiento de las comunidades de Santo Domingo y de San Francisco, ante las autoridades del Estado. Aceptaron los religiosos los decretos de tuición y desamortización, en virtud de que el no sometimiento podría, según propia manifestación "continuar el derramamiento de sangre en la República" y también en virtud de que aún no habían recibido ninguna noticia por parte de sus superiores acerca de la línea de conducta que debían seguir, "aun cuando-señalaron con desaliento- ha habido tiempo para ello (51). La posición de la alta jerarquía católica quedó claramente definida cuando en septiembre de 1863 el Papa Pío IX dirigió una carta pastoral al arzobispo y obispos del país, por medio de la cual condenó: «Los gravísimos daños y ultrajes que la Iglesia, sus individuos y sus cosas y esta misma Santa Sede han sufrido de parte del gobierno neogranadino, y reprobamos y condenamos con toda nuestra autoridad Apostólica, todas y cada una de las cosas decretadas, efectuadas o de cualquier manera intentadas por dicho gobierno...(52). Por su parte, el general Mosquera respondió categóricamente que la Iglesia tenía autoridad en lo espiritual, "pero no tiene autoridad sino en aquellas naciones que se la da la ley civil. Es así que [sic] en Colombia no se la ha dado, luego no la tiene". Condenó el mensaje pontificio, por cuanto, en su opinión, era "contrario a la paz pública [y] a los imprescriptibles derechos de la Nación"; con arrogancia concluyó diciendo: «...protestamos una y cuantas veces se quiera, por la conservación de la paz contra la conducta hostil del pontífice romano, que no es dueño de Colombia...» (53). El debate concluyó con la excomunión del presidente y general Tomás C. de Mosquera por el Papa. Empero, el clero neogranadino se dividió, y mientras un amplio sector siguió fiel a las exhortaciones del pontífice, otro grupo, ante el temor al destierro y a las sanciones previstas por las autoridades civiles, aceptó obedecer el decreto sobre tuición de cultos, así como también las demás normas contra la Iglesia expedidas por el gobierno. A medida que se demostraba la fortaleza de la administración civil, en virtud a que el general Mosquera contaba con el apoyo de la
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mayor parte del ejército, que le era fiel, aumentaban las adhesiones de los eclesiásticos de todo el país. Unas eran sinceras, otras eran formuladas -según sus autores- para evitar mayores desgracias a la Nación. No pocas señalaban el resentimiento de algunos miembros del que se podría considerar como bajo clero, tal como se aprecia en una carta fechada en Yaguará el 20 de julio de 1862, que el cura de Natagaima, Justo Moreno, dirigió al presidente de la República. En este documento el clérigo defendió el decreto de tuición, porque, a su juicio, pretendía mantener la paz en los Estados, "prohibiendo que ministros turbulentos, abusando de la autoridad espiritual, fomenten sediciones en los pueblos, i apurando la copa del fanatismo hasta la superstición, sobresalten los ánimos i difundan en la sociedad una gangrena de disolución, de desobediencia i de enconos, en lugar de derramar el bálsamo de la caridad evanjélica" (54). Aun cuando en menor número, miembros de la jerarquía eclesiástica dieron su consentimiento a las medidas citadas, como en el caso del obispo de Popayán, Pedro Antonio Torres, quien aceptó incluso administrar los bienes desamortizados, razón por la cual fue también excomulgado (55). El clérigo Vicente F. Bernal, quien se había desempeñado como capellán de la Ermita de Santa María de la Cruz de Monserrate, envió al Papa una carta fechada en noviembre de 1862, para enterarlo de los sucesos acaecidos en el seno de la Iglesia granadina. Acusó a Mosquera de propugnar una clara desobediencia al papado y de estar interesados, el general y sus seguidores, "en introducir el protestantismo"; al mismo tiempo acusó a algunos clérigos de colaborar con tal política y consignó que gentes católicas negociaban con los bienes eclesiásticos. Suyas son las siguientes palabras: "¡Creedme, oh Santo Padre, pues os hablo en presencia de Dios! Las comunidades religiosas masculinas se hallan en un estado de relajación e inmoralidad que no conoce los límites; son raros los que no se han sometido al gobierno del tirano Mosquera..." (56). En el difícil camino de la igualdad El gobierno dispuso, para demostrar firmeza ante las críticas recibidas, "la venta inmediata" de los bienes desamortizados, mediante decreto de junio 8 de 1862, en consideración a que pacificada la casi totalidad del país, «la fe pública exige que no se demore por más tiempo
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la amortización de la deuda nacional por la venta de los bienes desamortizados» (57). En el fondo se quería demostrar que los bienes eclesiásticos encontrarían compradores a pesar de las amenazas de la Iglesia en el sentido de excomulgar a quienes los adquiriesen. En circular de julio 14 de ese mismo año, Rafael Núñez, secretario del Tesoro y Crédito Nacional, explicó que no se trataba sólo de poner en circulación "una masa considerable de valores inertes", ni de "amortizar la Deuda Pública"; sino, además, tratar de resolver, "el arduo e inmenso problema de la distribución equitativa de la propiedad, sin perjuicio de ningún derecho individual anterior". Consideró como posible poder alcanzar ésta, mediante la concesión de plazos para el pago de las propiedades adquiridas en remate, la división en lotes de las propiedades y la supresión de la fianza personal, que a muchos se les dificultaba. Luego de responder a los críticos de las medidas de desamortización, admitió que la falta de confianza podía haber retraído una mayor formulación de propuestas para la adquisición de bienes, pero que era igualmente cierto que la desamortización había ya "fomentado proporcionalmente el movimiento económico del país, procurándole también nuevos apoyos a la actual situación política" (58). Cuatro lustros después, el historiador Juan Pablo Restrepo aseguró que esos propósitos no fueron alcanzados, puesto que sólo "pocas docenas de especuladores... se han enriquecido con los bienes de las entidades religiosas", y añadió: «La concesión de plazos servía apenas para que pudieran rematar los que no tenían dinero con qué pagar al contado; pero no para hacer que las fincas enajenadas quedaran equitativamente distribuidas entre los que podían hacerlas producir. .. La división en lotes no era tampoco eficaz para este último objeto, porque una misma persona podía comprar cuantos quisiese... La supresión de la fianza debía surtir apenas el efecto de que concurrieran al remate individuos sin responsabilidad, que al fin no podrían pagar el valor de los que remataran» (59). En efecto, aun cuando se pretendiera realmente una reforma de la propiedad, en particular de la eclesiástica, los resultados fueron diferentes a los propuestos, porque en último término sólo se beneficiaron los políticos, los comerciantes y los grandes propietarios. Sucedió esto, por cuanto al momento de ser decretadas las medidas de desamortización la administración civil no conocía la verdadera situación de los
bienes de la Iglesia. Además, para facilitar la adquisición de los bienes desamortizados, el gobierno autorizó expresamente que parte del valor de aquellos se cancelaran con bonos de deuda pública, documentos estos que habían sido emitidos con anterioridad y sobre los cuales pesaba la natural desconfianza por parte de la ciudadanía; se aspiraba igualmente con esta autorización, como anotamos antes, cubrir parte de la deuda pública ocasionada por la emisión de tales documentos. Desde luego, esta medida favorecía más a los tenedores de los bonos, en su mayoría comerciantes, agiotistas y propietarios de fincas raíces. La reacción de los propietarios Manuel Murillo Toro, cabeza visible del grupo radical, asumió el poder en 1864. Durante su administración se pueden distinguir en él dos actitudes: de una parte, la morigeración de algunas tensiones con el clero, en particular las originadas por la aplicación del decreto sobre tuición de cultos; de otro lado, la agilización de la venta de los bienes de manos muertas. Conducta con la cual pretendió obtener provecho de la situación sin comprometerse del todo políticamente; es decir, limitar el conflicto con la Iglesia a quien lo había iniciado: el general Mosquera. En esta forma, el litigio, con su antecesor en el gobierno, estaba planteado y la división del liberalismo se presentaba como evidente. En 1866, el general Tomás C. de Mosquera, de nuevo en el poder, explicaría que "la administración que concluyó el doctor Manuel Murillo ha dejado postrado el país, por su ineptitud para mejorar la hacienda nacional...". En efecto, el caudillo caucano confió en poder contar con el apoyo popular e intentó complementar su obra en relación con la propiedad raíz, y con tal fin ordenó la revisión jurídica de los remates de los bienes desamortizados y, lo que entonces apareció como más grave, también la de los títulos de baldíos, con lo cual afectaba a los nuevos propietarios, a los ricos comerciantes y a los negociantes en finca raíz, de uno y otro partido. La reacción era previsible: conservadores y radicales se unieron en contra del presidente Mosquera y, desde luego, también la Iglesia. El motivo en este caso era lo de menos, por lo cual se argumentó que el general Mosquera aspiraba a perpetuarse en el poder. Situación que obviamente favorecía al sector eclesiástico, que de
Estado, Iglesia y desamortización
este modo encontraba apoyo para la defensa de sus intereses; no se trataba pues de defender sólo los bienes de los religiosos, sino, además, los de muchos propietarios atemorizados, quienes de esta manera podrían hacer causa común contra el gobierno. ¿Error táctico del general Mosquera? Presumiblemente, y al parecer este hecho abriría insospechadamente las puertas hacia la Regeneración, no solo por la crisis ideológica que experimentaría luego el liberalismo, sino además, por el temor que sobrecogió a partir de entonces a los propietarios. Desde cualquier ángulo que se analice la situación, el general Mosquera no pudo sortear con éxito la acción de la coalición oposicionista, firmemente planteada desde el Congreso, y cuando la crisis fiscal de la Nación era realmente grave. Inicialmente, como estrategia política, presentó renuncia de su alta investidura en diciembre de 1866, mediante documento dirigido a la Corte Suprema, en el cual, además de responsabilizar, como antes hemos señalado, a su antecesor por el deficiente manejo de la situación económica, en particular lo relativo a la venta de los bienes desamortizados, acusó a la jerarquía eclesiástica de dirigir la oposición: "El arzobispo de Bogotá y otros obispos -aseguró- están en completa rebelión". Sus adversarios aumentaron los ataques contra la administración y eligieron como pretexto el incidente que se presentó con motivo de la adquisición del buque de guerra El Rayo, en virtud de un convenio firmado con el Perú y dentro del clima bélico internacional suscitado entre España y las repúblicas de Perú y Chile. La pugnacidad que se vivía en la Nación acrecentó el peligroso enfrentamiento entre el poder legislativo y el ejecutivo; en abril 29 de 1867, el presidente Mosquera decretó "cerradas las sesiones del Congreso en el presente año". Sin embargo, la crisis gubernativa se agudizó y, en mayo, los radicales hicieron suya la situación mediante un cuartelazo, en el cual fue decisiva la conducta asumida por el general Santos Acosta, otrora amigo personal del caudillo payanés. Acto seguido el Congreso siguió juicio a éste, más bien como fórmula que pretendía disimular el hecho principal de evitar las medidas contrarias a ios intereses de los propietarios (60). En noo viembre l ., un día después de haber concluido el proceso en el Senado, un observador imparcial comentó: "El gran Mosquera no existe ya -políticamente ha muerto- y como en el caso de Canuto, sus partidarios han desaparecido" (61).
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Desde luego, la revisión jurídica de los remates de bienes de manos muertas y de la titulación de baldíos quedaron sin efecto, para tranquilidad de los propietarios; la desamortización continuó, pero ya con menos intensidad. De igual modo, el liberalismo se debilitó ideológicamente a consecuencia de las disensiones internas, y los sectores propietarios, aún temerosos por la experiencia anterior, estuvieron dispuestos a acogerse en el futuro a cualquier fórmula que les garantizara la estabilidad de sus medios económicos. La Iglesia, aun cuando disminuida en sus riquezas, conservó fuerzas en lo político como en lo ideológico, conforme quedó demostrado en los años posteriores, cuando muchos miembros de la institución eclesiástica asumieron una posición política más radical, orientada a reivindicar algunos de sus anteriores privilegios, particularmente en el campo educativo; así se manifestó durante la guerra civil de 1876-77, conflicto en el cual la cuestión religiosa fue significativa. Los resultados de la desamortización Hacia 1870, los resultados generales de la desamortización en todo el país, representados en bienes raíces, censos, deudas y semovientes inscritos, alcanzaron a $ 12.043.513.85, distribuidos en la siguiente forma: Bienes raíces $5.881.048.75 Censos y deudas 5.902.832.50 Muebles y semovientes . . 259.632.60 Luego de deducir las sumas de los valores eliminados de los registros, por diversos motivos, resultaba un valor efectivo de $ 11.038.937.30. Los Estados que más contribuyeron a formar los valores anteriores fueron, en su orden: Cundinamarca, Cauca, Boyacá, Santander, Antioquia, Bolívar, Panamá, Tolima y Magdalena. Se aseguraba que Cundinamarca había contribuido «con más de la cuarta parte al cúmulo de la riqueza desamortizada, i la sola ciudad de Bogotá con más que cualquiera de los Estados"; e igualmente se hacía la observación acerca de la "pequeña cantidad del Estado del Magdalena, pues los cuadros de inscripción solo arrojan $85.962, por este Estado, en tanto que dan más de $600.000 para cualquiera de los otros» (62). Sorprende que siendo el Estado de Antioquia uno de los más importantes en lo que a religiosidad se refiere, haya ocupado un lugar relativamente secundario por concepto de rentas
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desamortizadas. Tal parece que la oposición a las medidas de desamortización adquirió en territorio antioqueño caracteres más efectivos que en otros lugares del país, lo que impidió que en este Estado el proceso se cumpliera bajo cierta normalidad. La oposición no fue sólo de parte del clero antioqueño, sino que contó decididamente con la colaboración de los funcionarios, encargados de cumplir las normas sobre el particular, quienes en forma ostensible las entorpecieron por todos los medios a su alcance. Para poder apreciar algunos de los resultados de la desamortización, incluimos a continuación datos de ésta, correspondientes tanto a Bogotá como al Estado de Boyacá, dos de las regiones en donde aquel proceso alcanzó gran importancia por el volumen de los bienes enajenados. En Bogotá fueron sacados a remate 1.128 predios, incluyendo casas, tiendas, almacenes, edificios y solares, avaluados en $ 1.590.166. De este total sólo se remataron, hasta 1870, 925 predios, por un valor de $ 1.921.910; es decir, quedaron sin rematar 203 predios. Del total de predios rematados, el mayor número estuvo representado en las casas, las cuales sumaron 352 con un valor de $1.107.020 (63). Conviene precisar que, en 1863, Bogotá tenía 2.633 casas y 3.015 tiendas y almacenes; por tanto, las corporaciones y comunidades religiosas eran propietarias del 15.9% de las casas y del 21.9% del total de tiendas y almacenes establecidos en la capital. En términos generales, la Iglesia era propietaria de un poco más del 20% de las propiedades existentes en Bogotá. Las corporaciones y comunidades más ricas de la capital eran, en su orden: el Convento de Santo Domingo, el Monasterio de la Concepción, el Convento de San Agustín, el Monasterio de Santa Clara, la Catedral de Bogotá, la Capellanía Santa G.E.B., el Monasterio de la Enseñanza y el Convento de San Francisco, todos los cuales tenían un patrimonio de $ 100.000 en adelante. Seguían luego corporaciones y comunidades con un patrimonio inferior a $100.000, pero superior a los $10.000, tales como la Iglesia de las Nieves, el Monasterio del Carmen, el Convento de la Candelaria, la Iglesia de Veracruz y la Iglesia de Santa Bárbara. Las ocho entidades religiosas más ricas poseían el 52.4% de las fincas y el 61.5% de los valores indicados antes.
De los 1.128 predios en poder de la Iglesia bogotana, fueron enajenados 925, es decir el 82%, y adquiridos por 343 rematadores. De éstos Medardo Rivas, abogado y negociante, fue quien adquirió más predios, con un total de 26, equivalente a un 2.8% del total de fincas rematadas y a un 4.5% del valor. Al parecer, los bienes desamortizados rematados en Bogotá fueron adquiridos preferentemente por comerciantes y negociantes, quienes en general representaron el 42.7% y adquirieron el 61% de los predios, por un valor que se aproxima al 64.4%; a este grupo se sumaría un sector integrado por miembros de la burocracia oficial. Los artesanos (carpinteros, pintores, sombrereros, sastres), formarían el grupo minoritario y representarían un 26.4% de los rematadores que adquirieron un 15.4% de los predios, por un valor cercano al 12.9%. Entre quienes adquirieron bienes eclesiásticos, anotamos a Medardo Rivas, Justo Briceño, Justo Arosemena, Eustorgio Salgar, y figuras de la política colombiana de la época. Los mayores compradores por el número de bienes adquiridos fueron Medardo Rivas (26), Jesús María Gutiérrez (20), Melitón Escovar (20), Juan de Dios Muñoz (16), José R. Borda (14), Fernando Párraga (14) y Dámaso Gaviria (12), todos ellos comerciantes y negociantes en finca raíz. En todo el Estado de Cundinamarca existían hacia 1851 un total de 517 eclesiásticos, distribuidos en 219 miembros del clero secular, 134 regulares y 164 monjas; el número de eclesiásticos residentes en Bogotá era menor. En el Estado de Boyacá los miembros del clero eran 272 en total, distribuidos en 214 eclesiásticos y 58 religiosos. Para Boyacá, hacia 1875, el valor total de los bienes desamortizados se aproximaba al millón y medio de pesos y gran parte de este valor procedía de la venta de bienes raíces, los cuales estaban representados en propiedades situadas en el sector rural. En general, existían 204 fincas que pertenecieron a la Iglesia, con un valor de $ 1.719.391.35. Un poco más del 60% de las fincas rematadas lo fueron por menos de $1.000, y sólo un 21.5% alcanzó un valor superior a los $ 3.000. Lo cual sugiere la posibilidad de la existencia de casi 20.554 hectáreas de terrenos en poder de la Iglesia (64). En las zonas urbanas la Iglesia había sido propietaria de aproximadamente 145 predios,
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por un valor de $ 120.539.40 representados en casas, tiendas y solares; el 66.2% de estos bienes fueron rematados por valores inferiores a los 500, y sólo 20% superó los $1.000. Las instituciones más ricas en bienes raíces eran, en su orden: El Convento de Santo Domingo, Monasterio de Santa Clara, Iglesia de Somondoco, Convento de la Candelaria, Iglesia de Tenza y Curas de Pesca, con valores superiores a los $ 30.000. La mayor parte de la riqueza de algunas de las instituciones citadas estaba representada en bienes raíces; tal el caso del Convento de Santo Domingo y el Monasterio de Santa Clara. Al mismo tiempo, existían instituciones como el Convento del Carmen de Leiva, el Convento de la Concepción, el Convento de San Francisco, la Iglesia Santiago de Tunja, entre otras, con importantes capitales representados en la actividad crediticia bajo la modalidad de capitales a censo. En general, las instituciones eclesiásticas de mayor poder económico en Boyacá, si se toma como base el valor de sus predios tanto rurales como urbanos, así como los capitales en censo, eran las siguientes: Convento de Santo Domingo, Monasterio de Santa Clara, Monasterio del Carmen (Leiva), Iglesia de Somondoco, Convento de la Candelaria (Leiva), Convento de San Francisco, Iglesia de Tenza, Curas de Pesca, con valores superiores a los $ 30.000. Gran parte de los bienes eclesiásticos enajenados en Boyacá mediante subasta pública pasaron a manos de los personajes más influyentes de Tunja, a excepción de Francisco Becerra, quien era de Sogamoso. Los demás eran de Tunja o residían en esta ciudad, tales como José María Montejo, Nicolás Díaz Escovar, Antonio Rojas Castro, Aniceto Medina, Félix Pulgar, Joaquín Montejo, capitán Ferrer Hurtado, Francisco Corsi y Joaquín Machado. Estas diez personas adquirieron 50 de tales bienes, representados en casas, tiendas, solares y aun estancias, por una suma cercana a los $ 203.646. Personajes como Félix Pulgar y Nicolás Díaz Escovar ocupaban cargos "prominentes en la sociedad", y los demás, en su mayoría, desempeñaron puestos significativos en la nueva administración boyacense que se inauguró en 1861. Por jo tanto, resulta evidente que en Boyacá los bienes eclesiásticos, en su mayoría, fueron adjudicados al sector más influyente de la población, formado por comerciantes, prestamistas
y adinerados negociantes de bienes raíces, quienes también acaparaban la mayor parte de los más importantes cargos públicos. En ciertos casos, por virtud de su ascendiente económico y social, estos personajes conseguían de las autoridades de los remates la adjudicación de algunos bienes para traspasarlos a otras personas que muchas veces eran sus parientes o amigos. En otras ocasiones, los motivos para efectuar los traspasos obedecían a no haber conseguido oportunamente el dinero para cancelar la primera cuota del valor en efectivo, como estipulaba la ley. A partir de 1869, muchos de los compradores de bienes eclesiásticos comenzaron a venderlos con el fin de obtener ganancias; tales, entre otros: Nicolás Díaz Escovar, José Manuel Camacho, Félix Pulgar, Francisco Samaniego y Marino Motta. Una breve comparación de los datos anteriores nos permite observar que mientras en Boyacá el mayor volumen de la riqueza eclesiástica se hallaba representado en fincas ubicadas en el sector rural, en Bogotá, obviamente, aquel estuvo representado en el sector urbano; de otra parte, las entidades religiosas más ricas en una y otra localidad, eran: el Convento de Santo Domingo, Monasterio de Santa Clara y el Convento de San Francisco. En esta forma, parece evidente que el clero regular era más poderoso en recursos materiales que el clero secular. Igualmente quedaba demostrado que los mayores beneficios en los remates de los bienes de manos muertas los obtuvo un grupo de comerciantes y negociantes en finca raíz, que en algunas ocasiones eran también miembros activos de la burocracia oficial. El final de la desamortización
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Hacia 1870 las operaciones fiscales en el campo de la desamortización entraron en declive, como se colige de los mismos informes de la Agencia General de Bienes Desamortizados. En el Informe de 1871 se hacía notar la escasa acogida que tenían las fincas sacadas a remate y la casi inexistencia de postores. A su vez, en el año económico de 1874 el producto en el ramo de bienes desamortizados para todo el país apenas ascendió a $ 114.415.40, y la mayor suma fue producida por la venta de fincas raíces, con un total de $ 78.787.90. Las causas del descenso en los negocios de los bienes desamortizados fueron, entre otras,
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la posición asumida por la jerarquía eclesiástica en defensa de sus propiedades, que tuvo efectos positivos en favor de la Iglesia en una sociedad aún sujetada por la ideología de la dominación. Desde luego, a lo anterior se sumaron otras razones, como la confusa situación legal de las propiedades subastadas, la falta de claridad en algunas normas y la ausencia de disposiciones que reglamentaran oportunamente la adquisición de los bienes desamortizados. Parece evidente, además, que hacia 1870 los bienes eclesiásticos de mayor atractivo económico ya habían sido vendidos, el gobierno habría logrado corregir algunos abusos cometidos en remates anteriores y también que, por razón de las nuevas circunstancias políticas, la Iglesia lograba el restablecimiento de gran parte de su poder. En efecto, durante casi todo el siglo XIX, las relaciones entre el Estado y la Iglesia en Colombia adoptaron un carácter conflictivo y en esta situación colaboró, por una parte, el amplio poder tanto económico como social que la Iglesia, como institución, heredó de la época colonial y que, de alguna manera, pretendió mantener durante el período republicano; por otra parte, los dirigentes del Estado en formación creyeron, como hemos apreciado, poder abatir a una institución con tres siglos de proyección histórica y que en muchos aspectos formaba parte de la conciencia popular a manera de ideología dominante y en otros se demostraba superior al propio Estado, tanto en influjo social como en riqueza y organización. Desde luego, en este hecho fue esencial la existencia de un particular atractivo hacia las riquezas del clero, por cuanto se pensó que ellas podrían ayudar a superar las dificultades financieras de un país en pos de organización y estabilidad; esto no ocurrió sólo en Colombia sino también en el resto de América. En este sentido, la ideología liberal fue más radical en sus planteamientos, puesto que al influjo de los cambios económicos y sociales que se sucedían en Europa, con ánimo romántico creyó que se podrían trasladar aquellas soluciones a estos nuevos países y alcanzar así el anhelado progreso mediante la simple invocación a la libertad. La realidad demostró que el cambio social, o lo que esto significara para aquella época, era más difícil de lograr por cuanto implicaba sacrificar intereses, sobre todo de orden económico. Por ello la Iglesia aprovechó en favor propio las dubitaciones y errores de ideólogos y políticos, de uno y otro partido. Al final, con la
firma en 1887 del concordato, la Iglesia resultó victoriosa. Le favoreció la secular crisis de nuestra economía, y a finales de la década del ochenta, Rafael Núñez, escéptico en materia de progreso social y material después de una amplia experiencia administrativa y política, se entregó al conservatismo, quizá con la convicción que era preciso sacrificar la libertad en beneficio del desarrollo económico y, para lograrlo, consideró necesario fundamentar su política en el apoyo de la Iglesia católica, que había sido parte integrante de la ideología de la dominación durante toda la historia anterior. En el concordato se estipuló, para preservar la tranquilidad de la República, que las personas que hubiesen adquirido bienes eclesiásticos o desamortizados, "no serán molestadas en ningún tiempo ni en manera alguna por la autoridad eclesiástica" (art. 29), y el gobierno se comprometía a devolver a las entidades religiosas "los bienes desamortizados que les pertenezcan y que no tengan ningún destino" (art. 28); por otra parte, el gobierno aceptó asignar a la Iglesia a perpetuidad una suma anual líquida, "que desde luego se fija en cien mil pesos colombianos, y que se aumentará equitativamente cuando mejore la situación del Tesoro" {art. 25). Además de lo anterior, se reconocía a la religión católica como la de Colombia, a la cual se le otorgaba la facultad de adquirir y poseer libremente, y los ordinarios y los párrocos podían cobrar a los fieles "los emolumentos y proventos eclesiásticos, canónica y equitativamente establecidos". Se estableció, finalmente, que "en las universidades y los colegios, en las escuelas y en los demás centros de enseñanza, de educación e instrucción pública se organizará y dirigirá en conformidad con los dogmas y la moral de la religión católica. La enseñanza religiosa será obligatoria en tales centros, y se observarán en ellos las prácticas piadosas de la religión católica". A la firma de este protocolo se llegó por cuanto, a pesar que la Constitución de 1886 favoreció en algunos de sus puntos esenciales la posición de la Iglesia, quedó aún sin resolver lo relativo a los reclamos que por concepto de los valores de los bienes desamortizados había planteado la institución católica. Tal parece que las sumas solicitadas por la Iglesia en principio sobrepasaron lo que el Estado estaba en capacidad de satisfacer, razón por la cual se suscito una interesante polémica entre Núñez y la jerar-
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quía eclesiástica, que finalmente se resolvió y permitió la firma del concordato. Según se desprende de lo anterior, el presidente Núñez entregó a la Iglesia gran parte del control educativo nacional a cambio de la
morigeración de las solicitudes económicas planteadas por la jerarquía católica por concepto de indemnización en el valor de los bienes eclesiásticos desamortizados, y obtuvo de este modo la paz social, por lo menos en lo que hacía referencia a las relaciones entre Estado e Iglesia.
Notas * En el presente trabajo consideramos la ideología como un sistema de ideas, que incluye normas jurídicas, conceptos filosóficos, políticos, religiosos, morales, entre otros, que determina en cierto modo las acciones humanas e influye sobre el desarrollo de la sociedad. El concepto de ideología de la dominación se utiliza en contraposición al de teología de la liberación, muy usual en círculos eclesiásticos para señalar el papel renovador de la iglesia de hoy en nuestra sociedad. Sin embargo, en el presente trabajo nos referimos en particular a la Iglesia como institución más que como doctrina, puesto que por la índole misma de nuestra síntesis algunos aspectos son insinuados únicamente. Se encuentra en preparación un análisis más amplio sobre este mismo tema. 1. Juan Solórzano y Pereyra, Política indiana, t. III, Madrid, Edit. Ibero-Americana, pág. 359. 2. Silvio Zavala, La encomienda indiana, Madrid. Junta de Relaciones Culturales del Ministerio del Estado, 1935, pág. 17; Diego Montaña Cuéllar. Colombia, país formal y país real, 3a ed., Bogotá, Edit. Latina, 1977, pág. 50. 3. Para el sacerdote patriota, Juan Fernández de Sotomayor, la Iglesia había cometido algunos yerros que era preciso superar con la Independencia, y explicó que aquellos la condujeron a convertirse en "cómplice en las crueldades y asesinatos de una conquista bárbara y feroz"; Juan Fernández de Sotomayor, "Catecismo o Instrucción Popular. Por el C. Dr... Cura Rector y Vicario Juez Eclesiástico de la valerosa ciudad de Mompox. Cartagena de Indias. Año 1814", en Javier Ocampo López, El proceso ideológico de la emancipación. Las ideas del génesis, independencia, futuro e integración en los orígenes de Colombia, Tunja, Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, 1974, pág. 491. Por su parte, el general Tomás Cipriano de Mosquera, en carta dirigida al arzobispo de Westminster en 1866, aseguró que "la disciplina de la Iglesia española que ha regido en las colonias americanas, y el ejercicio del patronato eclesiástico -incluyendo el derecho eclesiástico en materias civiles, otorgado por los reyes de Españaconstituyeron al clero como elemento de gobierno"; T. C. Mosquera al arzobispo Manning, enero 29 de 1866, citado por Carey Shaw, Jr., "Documentos. La Iglesia y el Estado en Colombia vistos por los diplomáticos norteamericanos (1834-1906)", en Mito, 1955-1962. Selección
de textos, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1975, pág. 350. 4. Germán Colmenares, Historia económica y social de Colombia, 1537-1719, Cali, Universidad del Valle, 1972, pág. 38, nota 61. Sería conveniente establecer en este caso como en otros similares hasta donde la invocación a las tesis tomistas eran fielmente hechas y en donde se iniciaba un posible interés de Estado o motivación religiosa no del todo clara para una posible deformación de los planteamientos doctrinarios del aquinatense. 5. Indalecio Liévano Aguirre, Los grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia, 4a ed., vol. I, Bogotá, Ediciones Tercer Mundo, págs. 93-121; 226-261; 303-386. 6. Juan Fernández de Sotomayor, ob. cit., en Javier Ocampo López, El proceso ideológico..., pág. 502. 7. José Manuel Restrepo, "Memoria de 1826; El Constitucional, Bogotá, enero 26 de 1826", en David Bushnell, El régimen de Santander en la Gran Colombia, Bogotá, coedición de Ediciones Tercer Mundo y Facultad de Sociología de la Universidad Nacional, 1966, pág. 211. 8. Parroquia de Viracachá, Libro de Bautismos, 1788. Núm. 6 ff. 14 v., 15. 9. Rafael Gómez Hoyos. "La Santa Sede y la Independencia colombiana", en Curso superior de historia de Colombia (1781-1830), t. III, Bogotá, Edit. ABC, pág. 182. 10. Ocampo López, El proceso ideológico..., págs. 271 y ss. 11. Antonio de León, "Discurso político-moral sobre la obediencia debida a los Reyes, y males infinitos de la insurrección de los pueblos. Predicado en la Catedral de Santafé de Bogotá por el D..., Prebendado de aquella Santa Iglesia, año de 1816", en Ocampo López, El proceso ideológico... págs. 524-528. 12. Fernández de Sotomayor, "Catecismo...", en Ocampo López, ob. cit., págs. 489 y ss. 13. Pío VII, Encíclica Etsi Longissimo, Roma, enero 30 de 1816.
220 14. M. Palacio Fajardo al presidente del Estado de Cartagena, Londres, 7 de febrero de 1815, en Simón B., O'Leary, Memorias del General O 'Leary. Publicadas por su hijo..., por orden del Gobierno de Venezuela, t. IX, Caracas, Imprenta de la Gaceta Oficial, 1880, pág. 410.
32. Gerardo Molina, Las ideas liberales en Colombia pág. 50.
15. León. XII, Encíclica Etsi Iam Diu, Roma, 1824.
34. Fernán E. González, Partidos políticos y poder eclesiástico, Bogotá, Edit. Cinep, 1977, págs. 112 y 113.
16. Ibíd. 17. José Manuel Groot, Historia eclesiástica y civil de Nueva Granada, t. III, Bogotá, Biblioteca de Autores Colombianos, Edit. ABC, 1953, pág. 114. 18. Colombia, Congreso de Cúcuta de 1821, Constitución y Leyes, Bogotá, Biblioteca Banco Popular, 1971, pág. 27. 19. Robert McAfee a Louis McLane, mayo 2 de 1834, "Despachos diplomáticos", citado por Carey Shaw Jr., "Documentos. La Iglesia y el Estado en Colombia vistos por los diplomáticos norteamericanos (1884-1906)", en Mito, 1955-1962. Selección de textos, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1975, pág. 334. 20. G. Mollien, Viaje por la República de Colombia en 1823, Bogotá, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Imprenta Nacional, 1944, págs. 162-266.
33. Germán Colmenares, Partidos políticos y clases sociales en Colombiana. [s. 1, s. f. ed.], págs 177 y 178.
35. Fernán E. González, Partidos políticos y poder eclesiástico, págs. 110 y 111. 36. Juan Pablo Restrepo, La Iglesia y el Estado en Colombia pág. 265. 37. Sergio Arboleda, "El clero puede salvarnos y nadie puede salvarnos sino el clero. Informe leído el 25 de febrero de 1857 en la Academia del Colegio-Seminario de Popayán", en La República en la América española, Bogotá, Biblioteca Banco Popular, 1972, págs. 325-370. Jaime Jaramillo Uribe, nos presenta un interesante y amplio análisis crítico del pensamiento de Sergio Arboleda en su valioso estudio El pensamiento colombiano en el siglo XIX, Bogotá, Edit. Temis, 1964, págs. 256-287.
21. David Bushnell, El régimen de Santander en la Gran Colombia, págs. 223, 224 y ss.
38. George W. Jones a William H. Seward, agosto 3 de 1861 "Despachos", citado por Carey Shaw, Jr., "Documentos. La Iglesia y el Estado en Colombia vistos por los diplomáticos norteamericanos (1834-1906)", en Mito, 19551962, Selección de textos, págs. 343 y 344.
22. Bushnell, El Régimen..., págs. 234 y 240.
39. J. P. Restrepo, ob. cit., pág. 400.
23. Bushnell, ob. cit., págs. 246-254.
40. "Decreto de setiembre de 1861 sobre desamortización de bienes de manos muertas", en Rejistro Oficial, año I, Bogotá, mie. 11 de se. de 1861, núm. 13, pág. 55.
24. Ibíd., pág. 257. 25. Luis Antonio Bohórquez Casallas, La evolución educativa en Colombia, Bogotá, Publicaciones Cultural Colombiana Ltda., 1956, págs. 254-255. 26. Juan Pablo Restrepo, La Iglesia y el Estado en Colombia, Gilbert and Rivington, 1881, págs. 259. 27. Rafael Gómez Hoyos, "La Independencia y la Santa Sede", en Curso superior de historia de Colombia pág 190.
41. "Decreto...", en Rejistro Oficial, págs. 55 y 56. 42. "Correspondencia entre el Poder Ejecutivo de la Unión i el Señor Arzobispo de Bogotá, sobre el derecho de Tuición", en Rejistro Oficial, Bogotá, 30 de Ago., 1861, pág. 43. 43. "Correspondencia...", Rejistro..., pág. 46.
28. Bushnell, El Régimen de Santander..., pág. 264.
44. Tomás Cipriano de Mosquera, "Carta Autógrafa de T. C. de Mosquera al Papa Pío IX", en Rejistro Oficial, año I, Bogotá, enero 22 de 1862, pág. 163.
29. Robert McAfee a Louis McLane, mayo 2 de 1834, "Despachos", citados por Shaw, "Documentos. La Iglesia..." en Mito..., pág. 336.
45. Francisco de Paula Borda, Conversaciones con mis hijos, Bogotá, Biblioteca Banco Popular, 1974, págs. 218 y 219.
30. Luis Eduardo Nieto Arteta, Economía y cultura en la historia de Colombia, Homologías colombo-argentinas, Bogotá, Librería Siglo, 1942, pág. 206.
46. J. P. Restrepo, ob. cit., pág. 388.
31. Citado por Gerardo Molina, Las ideas liberales en Colombia, 1849-1914, 3a ed., Bogotá, Ediciones Tercer Mundo 1973, págs 17 y 18.
47. Jan Bazant, Los bienes de la Iglesia en México (18561875). Aspectos económicos y sociales de la revolución liberal, México, El Colegio de México, 1971, págs. 13-14 y ss. 48. Borda, ob. cit., pág. 182.
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49 "Decreto de 5 de nov. de 1861 sobre extinción de Comunidades", en Rejistro Oficial, Bogotá, nov. de 1861, núm. 24, pág. 100.
58. Rafael Núñez, "Circular del Secretario del Tesoro i Crédito Nacional", en Rejistro Oficial, Bogotá, julio 18 de 1862, págs. 263 y 264.
50. Borda, ob. cit., págs. 222.
59. Restrepo, ob. cit., págs. 397-398.
51 "Sometimiento de las comunidades relijiosas de Tunja a los Decretos de Tuición i Desamortización de bienes de manos muertas", en Rejistro Oficial, Bogotá, enero 22 de 1862, pág. 163.
60. Indalecio Liévano Aguirre, El proceso de Mosquera ante el Senado, Bogotá, Edit. Revista Colombiana Ltda., págs. 63-77; 88-107.
52. Carta Pastoral del Papa Pío IX, en El Conservador, Bogotá, Dic. 5 de 1863, núm. 13, pág. 2. 53. La Opinión, Bogotá, marzo 2 de 1864 [pág. I]. 54. Justo Moreno, "Manifestación del Cura de Natagaima", en Rejistro Oficial, Bogotá, Ago. 15 de 1862, núm. 68, pág. 13. 55. Til Conservador, Bogotá, Sept. 26 de 1863, pág. 3. 56. Carta de Vicente Bernal al Papa, citada por Carey Shaw, "Documentos. La Iglesia y el Estado en Colombia vistos por los diplomáticos norteamericanos (1834-1906)", en Mito..., págs. 347-348. 57. "Decreto de junio 8 de 1862", en Rejistro Oficial, Bogotá, junio 9 de 1862, pág. 236.
61. Peter J. Sullivan a William H. Seward, nov. lo de 1867, "Despachos", citado por Carey Shaw, ob. cit., en Mito..., pág. 353. 62. Miguel Salgar, Ajencia General de Bienes Desamortizados. Informe al Secretario del Tesoro, 1870, Bogotá, pág. VI; Fernando Díaz Díaz, La desamortización de bienes eclesiásticos en Boyacá, Tunja, Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, 1977, págs. 76-77. 63. Los datos relativos a la desamortización en Bogotá fueron tomados de la monografía de grado elaborada por Sergio Uribe Arboleda, sobre este tema y que le permitió optar al título de Economista en la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes, págs. 81 y ss. 64. Los datos relacionados con la desamortización en Boyacá, proceden de nuestra investigación sobre el tema publicada recientemente por la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, págs. 66 y ss. (Véase nota 62).
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Nueva Historia de Colombia, Vol. 2
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El proceso de ¡a educación en la República (1830-1886)
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El proceso de la educación en la República (1830 -1886) Jaime Jaramillo Uribe
La República. Las reformas de Santander
U
na vez conquistada la independencia nacional, la organización de un sistema de educación pública fue una de las primeras preocupaciones de las autoridades republicanas. La idea era consecuente con la formación intelectual ilustrada de la élite criolla, que desde fines del período colonial había planteado la modernización de la enseñanza, sobre todo de la enseñanza superior, a la cual esa élite había comenzado a tener acceso desde las últimas décadas del siglo XVIII. En este grupo militaban Santander, José Manuel Restrepo, Estanislao Vergara, Zea, Joaquín Acosta, Castillo y Rada, Caldas, Jorge Tadeo Lozano, Joaquín Camacho y muchos otros. Bolívar tenía una formación intelectual semejante. No debe olvidarse que la gestión cultural de España en América había sido uno de los blancos de la crítica de los criollos y una de las justificaciones del movimiento de independencia. El 6 de octubre de 1820 el general Santander, como vicepresidente de Colombia, dictaba un decreto firmado por Estanislao Vergara como secretario del interior, ordenando la organización de escuelas de primeras letras. Todas las ciudades, villas y lugares que tuvieran bienes de propios procederían a fundar una escuela y
a pagarla con el producto de dichos bienes (artículo 1o). Los conventos de religiosos, con excepción de los de San Juan de Dios, deberían igualmente establecer una escuela, que dirigiría un religioso del convento. Las parroquias y pueblos llamados "de blancos" que tuvieran más de 30 vecinos tendrían una escuela pública costeada por dichos vecinos, a través de una contribución que fijaría el alcalde del lugar y que no podría ser ni inferior a $ 200 anuales, ni superior a $ 300. En los pueblos de indígenas también habría una escuela, de conformidad con el decreto dictado por el Libertador el 20 de mayo del mismo año. Los maestros deberían enseñar a los niños lectura, escritura, aritmética y los dogmas de la moral cristiana. «Les instruirán en los deberes y derechos del hombre en sociedad y les enseñarán el ejercicio militar todos los días de fiesta y los jueveso en la tarde». Para este efecto, dice el artículo 8 del mencionado decreto, «los niños tendrán fusiles de palo y se les arreglará por compañías, nombrándose por el maestro los sargentos y cabos entre los que tuvieren mayor disposición. El maestro será el comandante» (1). Como era frecuente en las disposiciones legislativas de la época, el primer decreto educativo de la República contenía preceptos morales y pedagógicos en abundancia, todos impregnados de la filosofía filantrópica característica de la pedagogía ilustrada que llegaba a la Nueva Granada por los canales de la influencia intelectual inglesa y francesa. El decreto proscribía el
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uso de la férula y sólo autorizaba el azote "cuando los defectos del niño denotasen depravación". Para otras faltas se usarán "castigos más decorosos" teniendo presente la diversidad de condiciones que debe haber entre los escolares y la diferencia de genio y condición. Se tenía en cuenta el principio pedagógico de la individualización de la enseñanza y la disciplina. No faltó en este primer estatuto educativo de la República la preocupación por el indio. El artículo 12 encarece a los gobernadores y alcaldes la educación de los indígenas, "antes llamados indios" para que puedan salir "del embrutecimiento y la condición servil a que por tantos años han estado sujetos". El Congreso de Cúcuta (1821) abundó en los mismos propósitos. Al efecto expidió tres leyes referentes al establecimiento de escuelas para niñas en los conventos de religiosas, la reforma de los colegios y casas de educación y la creación de escuelas de primeras letras. En desarrollo de autorizaciones contenidas en ellas, Santander continuó su ambicioso plan legislativo en materia de educación. Entre 1822 y 1836, se crearon colegios y casas de estudio en Tunja, Ibagué, Medellín, Cali, Pamplona, Santa Marta, San Gil y Cartagena. Se crearon y reorganizaron las universidades de Santa Fe, Popayán y Cartagena, y finalmente se redactó el Plan general de estudios superiores, el 3 de octubre de 1826. También se pensó entonces en las escuelas normales para la formación de maestros. En 1822 se crearon las escuelas normales de Bogotá, de Caracas y de Quito, conforme al método lancasteriano, y en el mismo decreto se ordenaba a los gobernadores de las provincias enviar a Bogotá un maestro para que se instruyera en el nuevo método, y luego de un examen regresara a difundir las nuevas orientaciones. Aunque, seguramente la práctica no iba a corresponder exactamente a los ambiciosos planes teóricos, el país comenzó a organizar un sistema de educación pública y a realizar lentos progresos. Como la República había abierto no sólo sus aduanas a las mercancías inglesas sino también sus fronteras intelectuales a las influencias europeas, se seguía con mucha atención la marcha de los sistemas educativos, particularmente el movimiento de la Gran Bretaña. Bolívar y Santander personalmente habían entrado en contacto epistolar con Joseph Lancaster, quien con sus escuelas dominicales y su método de instrucción mutua había comenzado a difun-
Nueva Historia de Colombia, Vol
dir la enseñanza popular en Inglaterra. Lancaster estuvo en Caracas, llamado por Bolívar. A Bogotá, enviado por la British and Foreign Society, llegó James J. Thomson, quien fundó sendas escuelas para niños y niñas en la capital. El nuevo sistema, que se basaba en la utilización de los alumnos avanzados como instructores de los menores, hizo rápidos progresos. En 1825 había en Bogotá y sus alrededores 11 escuelas lancasterianas y 32 de las antiguas, según lo informaba la Gaceta Oficial. Por la misma época, también se fundaron estos centros de enseñanza en Antioquia, Mariquita, Neiva, el Socorro y otras provincias (2). Junto a las escuelas de primeras letras se dio atención a los colegios y a las casas de estudio. Estas combinaban los estudios primarios y los secundarios. Se ingresaba a ellas para adquirir las primeras letras y para iniciarse en lo que entonces era la enseñanza media, algo que no iba muy lejos de la enseñanza primaria de las escuelas modernas. En aquellas ciudades donde había universidad, los colegios quedaban incluidos en ellas. Donde no existían les era prohibido incluir cátedras de tipo universitario y otorgar títulos en teología, jurisprudencia o medicina. Pero de hecho, esta medida, que se encaminaba a mejorar la enseñanza profesional reservándola únicamente a las universidades, no tuvo cumplimiento en la práctica. Para responder a las vanidades localistas se autorizaron cátedras de filosofía en la Casa de Estudios de Buga y en el Colegio de Pamplona; de filosofía y medicina, en el de Vélez; de jurisprudencia, en la Casa de Chiquinquirá; de teología, en Antioquia; de teología y medicina, en el Colegio de San Gil. Como resultado del interés de los gobiernos republicanos por las ciencias aplicadas y por modernizar el contenido de los planes de estudio, el Plan general ordenaba a los colegios incluir cátedras de lenguas modernas (inglés y francés), matemáticas, química, física y botánica. El interés por la educación se reveló también en la creación de una Dirección General de Instrucción Pública, a cuyo frente fue puesto el doctor José Félix de Restrepo. Como asesores fueron designados Vicente Azuero y Estanislao Vergara. Se crearon también comisiones para las diversas ramas educativas. Para la escuela primaria, José Rafael Revenga, Francisco Soto y Rufino Cuervo. Para los colegios y universidades, José Manuel Restrepo, Castillo y Rada,
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El proceso de la educación en la República (1830-1886)
Vicente Azuero, Fernández Madrid, Gerónimo Torres y José María Estévez. Producida la disolución de la Gran Colombia, la República de Nueva Granada continuó sus esfuerzos en pro de la educación elemental y universitaria bajo la presidencia de Santander, quien para este efecto contó con la colaboración de Rufino Cuervo, uno de los más fervorosos promotores de la educación pública. En su calidad de gobernador de la provincia de Bogotá, Cuervo fundó en 1833 la Sociedad de Educación Primaria. Joaquín Mosquera actuó como presidente, Pastor Ospina y el coronel Acosta como secretarios. Al iniciarse el año de 1833 el gobierno informaba al Congreso que existían en el país 378 escuelas con 10.499 alumnos. Al término de su gobierno en 1836, Santander en su mensaje final afirmaba la existencia de 1.000 escuelas, entre públicas y privadas, y una población escolar de 26.070 alumnos. Es decir, 672 escuelas y 15.571 alumnos más con respecto al año en que se había iniciado su gobierno (3). Aunque se daba prioritaria atención a la educación masculina, la femenina hizo también algunos progresos. La Sociedad de Educación Primaria estableció escuelas lancasterianas para niñas en los conventos de Santa Inés y Santa Clara, y Rufino Cuervo fundó el Colegio de la Merced, donde junto a la formación religiosa y en economía doméstica se enseñaban lenguas modernas, gramática y música. El norteamericano John Stewart, que vivió en Bogotá en 1836, observaba que el país hacía lentos progresos en educación, pero que ésta había ganado independencia con respecto al clero. Observaba también que en Barranquilla y Mompós se veían más niños en las escuelas que en Bogotá. Contestando la opinión de quienes afirmaban que los cambios producidos por la Independencia eran de poca significación o iban muy lentos, un comentarista de El Constitucional de Cundinamarca comparaba la situación educativa de la época colonial con la obra cumplida por la República: «Bajo la dominación española había en la Nueva Granada las siguientes casas de educación e instrucción pública: en Bogotá, dos colegios, el del Rosario y el de San Bartolomé, incluso en este último el seminario. En Cartagena, Popayán y Panamá cuatro seminarios conciliares. En lo que hoy es la Nueva Granada sólo había una universidad a cargo de los frailes dominicanos. «Bajo el gobierno republicano se han fundado:
en Bogotá un colegio para ordenados; en Casanare una casa de estudios; en Cali un colegio y en Buga una casa de educación. En Ibagué un colegio que ha decaído. En Mompox se ha reorganizado el colegio que fundó Pinillos. En Pamplona un colegio y en Floridablanca otro. En Panamá se ha reorganizado el que existía y lo mismo en Santa Marta; en Pasto un colegio, otro en el Socorro, otro en San Gil y otro en Tunja. Y en Chiquinquirá se ha elevado a la clase de colegio la casa de educación fundada por el doctor Paniagua. «Para las niñas se ha fundado el Colegio de la Merced de Bogotá. Existen universidades: la Central en Bogotá, la del Cauca en Popayán y la del Magdalena existente en Cartagena». Luego, citando a Restrepo, el articulista alude a lo que era el contenido de la enseñanza en colegios y universidades, donde estaban ausentes las ciencias y contrasta la situación con las innovaciones de la República al introducir las ciencias naturales, la física, la botánica, la zoología y la mineralogía en lo que entonces se llamaba "filosofía", y menciona la creación de la facultad de Medicina con cátedras de farmacia, anatomía, terapéutica, patología general y nosología. También destaca la transformación efectuada en la enseñanza del derecho al introducir las cátedras de administración, derecho constitucional, derecho civil "moderno" y legislación. Algo, pues, había cambiado, termina diciendo el articulista de El Constitucional (4). La contrarreforma de Ospina Rodríguez Al finalizar el gobierno de Márquez y tras la guerra civil de los "supremos" (1839-1841) durante el gobierno de Herrán el sistema educativo sufrió otro cambio radical. Como fue frecuente en el siglo pasado, todos los problemas sociales se explicaron por fallas en la educación, de manera que después de un período conflictivo o de una guerra civil los gobiernos procedían a efectuar una reorganización en los planes y contenidos de la educación pública. En este caso la reforma estuvo ligada al nombre de Mariano Ospina Rodríguez como ministro del Interior. Ospina había sido un crítico permanente de la orientación de la educación nacional. Había fomentado el estudio de las ciencias modernas en Antioquia, defendía tenazmente la enseñanza de las "ciencias útiles" y veía en la preferencia por las profesiones tradicionales (derecho, teo-
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logía, medicina) uno de los obstáculos del progreso nacional. Alguna vez previno a sus hijos sobre los peligros de un gusto excesivo por la literatura, pues según su información, "nadie había encontrado minas de oro en el Parnaso". Con particular energía adelantó un plan completo de reformas tanto de la escuela elemental, como de los colegios y universidades. A su gestión se debió, además, el regreso de los jesuítas al país y su reincorporación a la enseñanza (1844). Por medio de la ley 21 de 1842 se reformó el régimen de la Universidad. El decreto de 2 de mayo de 1844, reglamentó la enseñanza primaria y normalista promulgando un Código de Instrucción pública de 48 capítulos y 348 artículos.. El principio que informaba toda esta legislación, siguiendo la tradición "borbónica" de los gobiernos posteriores a la Independencia, era la intervención del Estado en la educación pública y privada, aunque se respetaba el principio de la libertad de enseñanza, es decir, la libertad de organizar establecimientos privados por parte de los ciudadanos y la de enviar los hijos a la escuela preferida por los padres. El sistema de la enseñanza elemental comprendía escuelas normales, primarias para niños y niñas separadas, escuelas talleres, escuelas para adultos y salas para infantes. Por supuesto la división fue poco real, pues es muy improbable que dados los medios de que disponía el país, la diferenciación haya podido llegar a esos grados. No se tiene noticia de que las escuelas para infantes, cuyas madres tenían que trabajar, hubieran existido realmente. Tampoco de las escuelas para adultos o de las escuelas talleres que no pasaron de ser proyectos. El plan de Ospina Rodríguez, siguiendo ideas que reiteradamente había expresado, acentuaba la importancia de las "ciencias útiles", de la formación moral y, sobre todo, de la disciplina. El propósito de la formación escolar, decía en su introducción, es la instrucción moral y religiosa, la urbanidad y la corrección y propiedad de la lectura, la elegancia y el buen gusto en la escritura, la gramática y la ortografía de la lengua castellana, la aritmética comercial, la teneduría de libros, la geometría, el diseño y su aplicación a la agrimensura, los principios de la geografía y la historia de la Nueva Granada y los elementos de la agricultura y la economía. El plan tenía un cierto balance entre contenido humanístico y técnico.
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Al parecer, el proyecto no tuvo mucha resonancia en las cámaras provinciales, pues en su mensaje al Congreso de 1844, el señor Ospina decía: «En 1842 se manifestó por la secretaría a mi cargo a la legislatura la necesidad de dar a la instrucción pública una dirección conforme con las necesidades del país, haciendo que no se consagre enteramente a formar abogados, médicos y teólogos, único objeto a que antes se dedicaban los establecimientos de enseñanza... Pero a pesar del clamor general a favor de tal enseñanza y contra la excesiva multiplicación de médicos y abogados y sobre todo de tinterillos y charlatanes, abortos de los malos estudios de jurisprudencia y medicina, la mayor parte de las cámaras sólo se apresuraron a lamentar que se pretendiese poner en ejecución la ley citada de 15 de mayo, que mandó preferir en todos los colegios la enseñanza de las ciencias matemáticas, físicas y naturales de una utilidad positiva, según las circunstancias de cada provincia, y los idiomas vivos, la geografía y la historia, y que autorizó a las cámaras para traer de países extranjeros profesores, máquinas, aparatos y libros y lo demás que se requiere para establecer enseñanza práctica de aquellas ciencias y de los conocimientos industriales más ventajosos para la respectiva localidad». Agregaba que, desgraciadamente, «todavía pesa más el prestigio de las viejas profesiones que la opinión favorable a las artes útiles e industriales». En el mismo informe se dice que en el país existían 491 escuelas públicas y 712 privadas. En las públicas una población escolar de 26.924 alumnos, entre ellos 19.161 varones y 7.763 niñas; 241 escuelas y 4.087 alumnos más que en el año anterior (5). Ospina tenía sin duda una gran vocación docente. Fue entre sus contemporáneos uno de los más preocupados por los problemas prácticos y teóricos de la educación. Catedrático de ciencias y economía política, él mismo, en su plan y en la práctica, se preocupó mucho por los métodos pedagógicos y por el ambiente que el maestro debía crear en la escuela. El plan de 1842 previó la fundación de escuelas normales. La primera se abrió en Bogotá, en 1843. En cuanto a métodos de enseñanza se abogó por el lancasteriano, el individual y el simultáneo, según fueran las condiciones reales del medio. En escuelas de muchos alumnos se emplearía el lancasteriano, en los grupos medios el simultá-
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neo -un maestro para todo un curso- y en el caso de unos pocos estudiantes, el individual. El plan daba instrucciones sobre premios y castigos. Se proscribían la férula y los castigos humillantes, se recomendaba hacer agradable la enseñanza y evitar la fatiga de las interminables lecciones. No parece que estos principios hayan tenido mucha vigencia práctica. En sus Memorías, Aquileo Parra evoca su propia experiencia de escolar. Los profesores eran déspotas que aprovechaban toda oportunidad para humillar a los alumnos. Los castigos eran severos. Los estudiantes mismos se convertían en verdaderos salvajes cuando lograban evadirse de las duras condiciones de la disciplina escolar. Recuerdo con horror, dice Parra, las patadas que se daban en las horas de recreación. Aquello era literalmente un campo de muías. Armaban tremendas broncas nocturnas y tenían que ser llamados al orden por las autoridades. En los ejercicios llamados sabatinas, los estudiantes tenían el privilegio de castigar al estudiante que fallaba en las respuestas que le pedían: era duramente golpeado con una regla. Generalmente estas prácticas terminaban en grandes broncas. Los estudiantes de los colegios, que eran una mezcla de cursos primarios y secundarios, fueron obligados a llevar insignias con la bandera y el nombre de su colegio para que pudiesen ser identificados y vigilados por la policía (6). La educación privada y la femenina hicieron progresos en el período. El español José Diéguez y su esposa Manuela Mutis fundaron en 1844 los dos primeros colegios privados para varones y mujeres. Don Lorenzo María Lleras fundó el Colegio del Espíritu Santo, siguiendo el modelo de los colegios americanos, dando importancia especial a las ciencias naturales y los idiomas modernos, especialmente al inglés. Jugó un papel importante en la formación de la generación radical. Por razones económicas tuvo que cerrarse durante el gobierno de José Hilario López. La reforma radical del 70 Paz, caminos y escuelas constituían el programa radical según Camacho Roldán. El grado en que lograron estos objetivos los gobiernos del 60 al 80 fue muy diverso, pero probablemente file en la educación y en la cultura donde sus realizaciones fueron mayores. Una república de catedráticos llamó alguien a la Colombia de aque-
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llos años. Y evidentemente la política, la docencia y en no pocas oportunidades la milicia fueron la gran vocación de la generación radical. La fe en la educación como la vía más apropiada para conquistar la civilización que entonces se perseguía tan afanosamente, quizá no se tuvo nunca ni se ha vuelto a tener en la historia nacional como en aquel momento. El esfuerzo por crear un sistema de educación pública y por llevar la escuela de las primeras letras a todos los rincones de la República fue sin duda la mayor realización de los gobiernos de la era radical. La reforma de 1870, llevada adelante por el gobierno del general Eustorgio Salgar con el apoyo del entonces secretario del Interior Felipe Zapata y continuada con alternativas por los gobiernos anteriores a la Regeneración, puede juzgarse como la de mayor aliento en la historia de la cultura nacional, sobre todo si se tienen en cuenta los precarios antecedentes de donde partía. Abarcó todos los aspectos de la educación, la escuela primaria, la secundaria y los estudios universitarios. Por primera vez el país dio prioridad a la escuela de primeras letras. Por primera vez también se intentó establecer la escuela gratuita, obligatoria y religiosamente neutral. La reforma del 70 se caracterizó también por tener una concepción integral del problema educativo, ya que incluía desde la formación del maestro hasta la construcción de los edificios escolares y la formulación de una concepción pedagógica coherente con el desarrollo de las ciencias y con una concepción política de los fines del Estado. Por las mismas razones fue apasionadamente combatida por quienes la consideraban responsable de una ruptura demasiado profunda con la tradición nacional. Algunos de sus más tenaces opositores la declararon responsable de la guerra civil de 1876. El decreto orgánico de la instrucción pública primaria del 1° de noviembre de 1870, dictado en desarrollo de leyes anteriores que autorizaron al gobierno del general Salgar para reorganizar la institución pública, fue el instrumento jurídico de la reforma. Verdadero código educativo, fijó las normas del sistema en 10 capítulos y 295 artículos. Todo está allí previsto, desde la organización general administrativa, hasta los métodos de enseñanza, los sistemas disciplinarios, la forma y estilo de las construcciones escolares y los ideales morales (7). Lo primero que debe destacarse es su propósito de dar a la educación una administración
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unitaria y autónoma dentro de las funciones administrativas del Estado. Por primera vez se crea una Dirección Nacional de Instrucción Pública, anexa al Ministerio del Interior, ciertamente, pero con las funciones y responsabilidad suficientes para asegurar el desarrollo de una política educativa. El director general de Instrucción Pública, alto funcionario con el rango de un ministro de gabinete, era nombrado por el presidente de la República con aprobación del Senado. La categoría que quiso dársele al cargo queda comprobada por las personas que lo desempeñaron en los años inmediatamente siguientes: Manuel María Mallarino, expresidente de la República (1870), Santiago Pérez (1872), Venancio Manrique (1873), Juan Félix de León (1874), Enrique Cortés (1876). En los Estados federales, se crearon los directores de instrucción pública, nombrados por los presidentes de los respectivos Estados de candidatos propuestos por el ejecutivo nacional. Estas eran las cimas de una organización jerárquica. En la base estaban los directores de escuela, los inspectores seccionales, un consejo de instrucción pública en cada Estado federal, compuesto por los inspectores y el director seccional, y juntas de vigilancia en todos los distritos municipales. A estas juntas de vigilancia locales, nombradas entre los "ciudadanos más ilustrados del distrito", según reza el decreto, les fueron atribuidas funciones muy importantes, entre ellas el control del cumplimiento de la obligatoriedad de asistencia de los niños a la escuela. Los gastos de sostenimiento y las obligaciones administrativas fueron divididos entre la Nación, los Estados federales y los distritos municipales. La Nación tendría a su cargo el sostenimiento de una escuela normal nacional, creada por el mismo decreto para preparar los altos funcionarios del sistema educativo y de las escuelas normales que funcionarían en la capital de cada Estado, los gastos de la inspección nacional y la provisión de libros y útiles de enseñanza y el sostenimiento de las bibliotecas públicas. Los Estados federales tendrían a su cargo el mantenimiento de las escuelas rurales, los gastos demandados por los consejos de instrucción pública y el apoyo pecuniario a los distritos que por sus escasos recursos no alcanzaran a costear una escuela pública. Los distritos municipales deberían ofrecer las construcciones escolares, los muebles, pagar los gastos de la inspección local y proveer fondos para vestido
de los niños indigentes. Las escuelas fueron divididas en cinco tipos: primarias; primarias superiores; de niñas; normales nacionales y seccionales; y casas de asilo. Estas últimas, especie de salas-cunas u hogares infantiles donde mantendrían los hijos de las madres que tuviesen que trabajar. El espíritu pedagógico que impregna todo el plan coincide con las corrientes ilustradas de la pedagogía europea. Se proscriben los castigos corporales "que pueden debilitar el sentimiento del honor"; se prohibe toda clase de preferencias por razón del origen social de los estudiantes, sea para el premio o el castigo; se insiste en la observación de las cosas y la naturaleza, especialmente en el desarrollo de los programas de ciencias naturales. El decreto orgánico y su desarrollo en la política educativa están impregnados de un profundo moralismo político. El ideal de la educación es la formación del ciudadano virtuoso, tal como lo interpretó la mentalidad liberal y democrática del siglo XIX. El artículo 31 del título III es un buen ejemplo de ello. Dice así: «Es un deber de los directores de escuela hacer los mayores esfuerzos por elevar el sentimiento moral de los niños y jóvenes confiados a su cuidado e instrucción, y para grabar en sus corazones los principios de piedad, justicia, respeto a la verdad, amor a su país, humanidad y universal benevolencia, tolerancia, sobriedad, industria y frugalidad, pureza, moderación y templanza, y en general todas las virtudes que son el ornamento de la especie humana y la base sobre que reposa toda sociedad libre». Difícilmente podría enunciarse mejor el decálogo de las virtudes que constituyeron el modelo de vida de la buena sociedad burguesa liberal en su etapa de formación y ascenso y el ideal del ciudadano propio del liberalismo clásico: "Los maestros dirigirán el espíritu de sus discípulos, en cuanto su edad y capacidad lo permitan, de manera que se formen una clara idea de la tendencia de las mencionadas virtudes para preservar y perfeccionar la organización republicana del gobierno y asegurar los beneficios de la libertad". Pero quizá donde mejor se observan los principios que alimentaban la formación espiritual y mental de la generación radical, es en los preceptos relacionados con la obligatoriedad de la educación primaria y con la función de la
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formación religiosa. Por primera vez en la historia política y legislativa del país se imponía la instrucción obligatoria. Toda la legislación anterior había definido la educación pública como gratuita, pero no obligatoria. El artículo 87 del decreto orgánico la definía así: "Los padres, guardadores, y en general todos los que tienen niños a su cargo, o los emplean y reciben en aprendizaje, están obligados a enviarlos a una de las escuelas públicas del Distrito, o a hacer que de alguna manera se les dé la suficiente instrucción. Esta obligación se extiende a todos los niños desde la edad de siete hasta la de quince años cumplidos. Para los mayores de quince años la concurrencia a las escuelas es potestativa, pero deberá en todo caso ser recomendada con instancia por los funcionarios locales y las comisiones de vigilancia de las escuelas". Para hacer efectivo este mandato se establecieron sanciones que pudieron llegar hasta el nombramiento de tutores y guardadores que para este efecto pudieran suplantar la patria potestad de los padres. Sin embargo, no fueron tan optimistas los legisladores del 70 como para no darse cuenta de las dificultades reales que, dadas las condiciones del país, se presentarían para la efectividad de este mandato. Varias disposiciones suficientemente flexibles trataron de salvar obstáculos. Las familias que pudieran comprobar que en sus propias casas daban suficiente instrucción a sus hijos, podían ser eximidas de la obligación de enviarlos a las escuelas públicas o privadas. Los niños que fueran requeridos por sus padres para trabajar, podrían asistir en ciertas horas de la jornada. A los que vivieran a gran distancia de la cabecera del distrito se les computaría en las horas de trabajo escolar el tiempo que emplearan en llegar a las escuelas y volver a su casa. Pero de los verdaderos obstáculos que tenía la realización del ideal de la escuela obligatoria, de la incapacidad fiscal del Estado para proveer de escuelas urbanas y rurales al país o de suministrar maestros y materiales, los legisladores del 70 no parecieron darse cuenta en su ilimitado optimismo. El segundo aspecto del contenido político y espiritual de la reforma, el que más controversias produjo y el que a la postre causó el relativo fracaso de ella, fue el referente al contenido religioso de la enseñanza y a las relaciones con los poderes eclesiásticos. La historia de las relaciones del Estado y la Iglesia, particularmente
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en lo que respecta a la intervención de ésta en la educación, había presentado muchas alternativas desde que se produjo la Independencia y desde el primer gobierno del vicepresidente Santander. Este y los gobernantes anteriores a 1850 habían mantenido con firmeza la institución del patronato heredada de la monarquía española. De hecho el patronato implicaba la subordinación de la Iglesia al Estado y una gran independencia de éste en la conducción de la política educativa. Aun gobiernos de orientación tradicionalista y conservadora como el de Herrán, y dirigentes del que será el partido conservador en la segunda mitad del siglo, como Mariano Ospina, Márquez y Rufino Cuervo, habían otorgado su asentimiento a la institución del patronato, aunque hubieran propiciado, como fue el caso de Ospina Rodríguez, el mantenimiento práctico de muy íntimas relaciones con la Iglesia, y hubieran auspiciado medidas como el reingreso de los jesuítas al país para hacerse cargo de la dirección de planteles públicos y fundar casas de estudio. La ruptura de esta tradición fue iniciada por José Hilario López en 1850, cuando el ya formado partido liberal decidió acoger como base de su política el principio mantenido por algunos sectores liberales europeos que se expresaba en la famosa frase de Cavour: "Iglesia libre en el Estado libre". Es decir, la política de la separación de poderes, que abría el paso a la secularización de las actividades del Estado. A eso que el señor Caro criticaba en todas las constituciones anteriores al 86 y que él y los legisladores de la Regeneración trataron de cambiar volviendo al régimen concordatario o de colaboración entre las dos potestades hasta llegar a un límite muy cercano al de la subordinación del Estado a la Iglesia, particularmente en lo que se refiere a cuestiones de educación. Los hombres de la generación radical estaban poseídos de tres convicciones: primera, el sistema republicano y democrático no puede sostenerse sino con el apoyo de una ciudadanía ilustrada. Sin un mínimum de educación carecen de realidad instituciones como el sufragio, las libertades públicas y los planes de progreso económico y social; segunda, la Iglesia, ligada como estaba en la Nueva Granada a los más atrasados sectores sociales, y a ideologías monárquicas o antidemocráticas, no puede llevar a cabo la tarea de conducir la educación popular; tercera, la educación es un deber y un derecho
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del Estado y una de las expresiones de su soberanía. Por eso, si bien no fueron abiertamente anticlericales -o lo fueron en menor grado y con procedimientos y matices diferentes de los liberales del 50-, por lo menos promulgaron la idea de la neutralidad del Estado y del sistema de educación pública en materia religiosa. Ni siquiera proclamaron el laicismo que era la consigna de los gobiernos liberales latinoamericanos de la época. Según las disposiciones del decreto orgánico, la escuela oficial no impartiría enseñanza religiosa obligatoria, pero no la excluiría; por el contrario, colaboraría para que los ministros del culto la impartieran. Al respecto decía el decreto orgánico, en el artículo 36: «El gobierno no interviene en la instrucción religiosa; pero las horas de la escuela se distribuirán de tal manera que a los alumnos les quede tiempo suficiente para que, según la voluntad de los padres, reciban dicha instrucción de los párrocos o ministros». Artículo que fue complementado con el mandato a los directores de escuela contenido en el artículo 82, numeral 3, que reza: «Atender muy particularmente a la educación moral, religiosa y republicana de los alumnos, empleando, sin hacer uso de cursos especiales, toda su inteligencia y el método más adecuado, a fin de grabarles indefectiblemente convicciones profundas acerca de la existencia del Ser Supremo, creador del universo, del respeto que se debe a la religión y a la libertad de conciencia; persuadirlos con el ejemplo y la palabra a que sigan sin desviarse el sendero de la virtud, predicarles constantemente el respeto a la ley, el amor a la patria y la consagración al trabajo». Pero este tipo de reconocimiento no satisfacía a los espíritus tradicionalistas ni a la Iglesia como institución. De ahí el conflicto que desencadenó y ello explica por qué la cuestión religiosa y el principio de la obligatoriedad fueron la piedra de toque de los opositores a la reforma. Para Miguel Antonio Caro o para José Manuel Groot la religión abstracta y el Ser Supremo que reconocían los radicales eran un eco del Supremo Legislador del Universo de los francmasones y de la religión natural de los impíos pensadores de la Ilustración del siglo XVIII. Eran también el pórtico del ateísmo que completaría la difusión de la impiedad apoyada en las enseñanzas materialistas de los filósofos sensualistas como Tracy. Y tras la impiedad vendrían la anarquía y el comunismo. Sin educación reli-
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giosa la comuna es inevitable, decía José Joaquín Ortiz en La Caridad. Uno de los más eficaces instrumentos de la reforma del 70 y de sus más logradas realizaciones fue la publicación de La Escuela Normal, revista bisemanaria, órgano de la Dirección Nacional de Instrucción Pública. Editaba 3.000 ejemplares en cada entrega, que se distribuían en gran parte gratuitamente. En sus páginas se publicaron numerosos textos de enseñanza por entregas, se mantuvo informado al público y a los maestros y profesores no sólo de las disposiciones oficiales sino de la marcha del movimiento educativo tanto en el país como en el exterior. En La Escuela Normal, en los Anales de Instrucción Pública y en los Anales de la Universidad se seguía el rumbo de la educación en los Estados Unidos y en los principales países europeos y se traducían artículos y ensayos sobre temas de ciencias naturales, historia, filosofía y pedagogía. Allí vieron la luz obras y fragmentos de obras de los más destacados educadores y filósofos de la educación de la época como Emerson, Sarmiento, Elizabeth Peabody, Sheldon, Horace Mann. Otro aspecto operante en la reforma fue la llegada al país de una misión pedagógica alemana. En las décadas anteriores la élite cultural de orientación liberal se nutría de la cultura francesa y algo de la inglesa, y los representantes de la inteligencia tradicionalista y conservadora de la española -Balmes, Donoso Cortés, Menéndez y Pelayo- y de los ultra franceses. Poco o ningún contacto se había tenido con la cultura alemana. La oportunidad vino, como ha sido frecuente en nuestra historia, a través de las relaciones comerciales que en la década de los setenta fueron muy intensas. Alemania, sobre todo el puerto de Bremen, fue el gran mercado del tabaco colombiano, y el país era ya visto como un campo de inversión para capitales y de residencia para emigrantes alemanes. El intercambio de agentes comerciales y consulares era muy activo, y fueron precisamente los informes sobre la organización de las escuelas prusianas enviados de Berlín por Eustacio Santamaría los que condujeron a la decisión tomada por el gobierno del general Eustorgio Salgar de traer una misión alemana para asesorar a la Dirección Nacional de Instrucción Pública en la organización de las escuelas normales que se fundaron entonces en Bogotá y en todas las capitales de los Estados federales. A comienzos de 1872
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llegaron al país nueve pedagogos alemanes contratados para un período de seis años. Su labor no fue fácil. En algunos Estados fueron recibidos con hostilidad por tratarse de "protestantes", que para los opositores al gobierno y a la reforma venían a desfigurar los sentimientos religiosos de los niños colombianos. En algunos lugares fracasaron por falta de medios de trabajo y por dificultades de idioma. En Barranquilla, Julio Walner se quejaba de no poder iniciar labores por falta de libros y de estudiantes. Pero Hotschick tuvo gran éxito en Cundinamarca; se residenció definitivamente en Colombia, editó libros y llegó a ser director de Educación Pública en Santander. Para fines de 1872 la misión había organizado escuelas normales en todos los Estados, tanto masculinas como femeninas (8). La reforma del 70 fue sin duda la más ambiciosa empresa educativa intentada en el siglo XIX, probablemente desproporcionada para los recursos económicos y humanos del país en ese momento. Sus promotores, hombres como Enrique Cortés, Felipe Zapata, Manuel María Mallarino, Eustacio Santamaría, Dámaso Zapata, Santiago Pérez y los miembros más destacados de la generación radical, estaban profundamente convencidos de su bondad y de que era esa la única vía para sacar al país de su atraso y redimir de la ignorancia a los más bajos estratos de la población. Pero quizá subestimaron los obstáculos que encontrarían en su camino. Establecer la enseñanza primaria obligatoria y la neutralidad religiosa del sistema educativo en un país de las condiciones en que se hallaba Colombia en esos momentos, era una empresa con muy pocas probabilidades de éxito. La reforma tuvo que enfrentarse a los siguientes obstáculos: 1) La hostilidad de la Iglesia como institución y de una población en su inmensa mayoría católica y controlada espiritualmente por aquella. 2) La resistencia de algunos Estados federales con mayoría política adversa al gobierno y celosos defensores de los fueros regionales. 3) La falta de recursos fiscales del Estado y la ineficiencia de la burocracia administrativa. 4) La oposición unánime de la opinión conservadora y aun la indiferencia o el disentimiento de sectores liberales, y 5) El último, aunque no menos importante: el bajísimo nivel cultural y la miseria de los mismos sectores populares que intentaba favorecer.
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El conflicto con la Iglesia fue sin duda el mayor obstáculo para la reforma. No obstante la posición conciliadora del arzobispo de Bogotá, monseñor Vicente Arbeláez, que instó a los párrocos a colaborar con las escuelas, los curas de pueblos y parroquias, con pocas excepciones, fueron sus más recalcitrantes opositores. En cuanto a los obispos, algunos atendieron el llamado del arzobispo Arbeláez, pero otros, como el obispo de Popayán, monseñor Carlos Bermúdez, incitó a boicotear las escuelas públicas y prohibió a los estudiantes asistir a las ceremonias de Semana Santa. Algo semejante hicieron los obispos de Pasto y Medellín, Manuel Canuto Restrepo y José Ignacio Montoya. Declararon que la reforma era obra de la "secta infernal de los francmasones" y que el decreto orgánico implicaba no la educación obligatoria sino la corrupción obligatoria. Desde los púlpitos parroquiales se prohibió la asistencia de los niños a las escuelas y la colaboración en el levantamiento de los censos escolares bajo la amenaza de negar la absolución de los pecados a quienes infringieran el mandato. Simultáneamente se organizaron en todo el país las sociedades católicas, que en 1872 se reunieron en Medellín y se dieron un programa de "defensa de la religión" bajo la amenaza de llegar hasta la "acción directa". No menos intensa fue la oposición política conservadora. Desde las páginas de La Ilustración, La Caridad y El Tradicionista, Carlos Holguín, José Joaquín Ortiz y Miguel Antonio Caro combatieron la reforma en todos los campos en nombre del axioma de la absoluta mayoría católica de la Nación. La combatieron en el plano jurídico, por considerarla violatoria de la Constitución, que garantizaba la libertad de enseñanza y el derecho de los padres a escoger la escuela para sus hijos. También fue combatida la reforma por centralista y por lo tanto contraria a la Constitución federal que los mismos promotores de la reforma le habían dado al país en 1863. Cuando el decreto orgánico fue presentado a las cámaras federales para su aprobación o rechazo, algunos Estados federales como el de Antioquia, donde por lo demás el gobernador Pedro Justo Berrío adelantaba una exitosa campaña educativa, lo rechazaron de plano. Otros, como Cundinamarca, Tolima, Boyacá, Magdalena, Panamá, Bolívar y el Cauca lo aceptaron con reservas. Algunos se reservaron el nombramiento de inspectores. Otros, como el Tolima
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y el Cauca, lo aceptaron, pero impusieron enseñanza religiosa obligatoria9. En el campo de las finanzas, a pesar de que el país tuvo una década de relativa prosperidad, gracias a las sostenidas exportaciones del tabaco y al auge de la quina que comenzaba, los recursos fiscales del Estado eran escasos para sostener los gastos cuantiosos que la reforma implicaba. Los gobiernos de entonces, particularmente el de Murillo Toro, hicieron esfuerzos para mejorar el presupuesto destinado a educación, pero los ingresos generales no permitían pasar de límites modestos. Según Aníbal Galindo, el presupuesto nacional de gastos en 1870 llegó a la suma de $2.850.000, el de los Estados federales a $1.850.000, y el de los distritos municipales a $1.400.000. En total, poco más de 6 millones. En el mismo año, siendo secretario de Hacienda Salvador Camacho Roldán, la Nación apropió el 4% de sus ingresos para gastos educativos, unos $ 200.000 y sólo la universidad absorbía $ 40.000. Se comprende, pues, cuáles serían las dificultades para pagar maestros, inspectores, directores de educación, editar textos y hacer construcciones escolares. La guerra civil de 1876, que según testimonios de la época se hizo en defensa de la religión y como protesta contra la tiranía docente del Estado, interrumpió el proceso de la reforma. Las escuelas y universidades se cerraron por dos años, y muchas de ellas fueron convertidas en cuarteles. La revista Escuela Normal publicó su último número en agosto del mismo año. El número de escuelas y estudiantes en 1880 era inferior al de 1876: 1646 escuelas y 79.123 estudiantes en el 76, 1.395 y 71.500 en 1880. Los reformadores del 70 habían hecho un gran esfuerzo por dotar al país de un sistema educativo integrado, basado sobre todo en el estímulo a la educación primaria; habían creado una mística educacionista en amplios sectores y podían exhibir algunas realizaciones. En el país funcionaban 20 escuelas normales que empezaban a mejorar la preparación de maestros y profesores bajo la dirección de la misión alemana y a través de las lecturas de La Escuela Normal, que los pusieron en contacto con la pedagogía de Pestalozzi y Froebel y con las corrientes científicas de la época. En fin, el problema educativo se había puesto en el primer plano de la opinión nacional. Pero las reacciones contrarias desatadas por el manejo de la cuestión religiosa y las
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contradicciones políticas en que se vio envuelto el radicalismo después de la guerra del 76, pusieron término a su ambicioso intento de reforma educativa. El gobierno del general Julián Truji11o (1878-1880), llegó al poder con promesas de conciliación y contrarreformas. En efecto levantó las sanciones contra los obispos de Popayán, Pasto, Antioquia y Medellín, que habían sido expulsados del país por el gobierno de Aquileo Parra, y eliminó la ley sobre sanciones a la intervención política de la Iglesia que había aprobado el Congreso de 1877. Con las mismas orientaciones rectificadoras llegaría el movimiento de la Regeneración que se iniciaba con el primer gobierno de Rafael Núñez (18801882). El fin de la reforma radical Al iniciarse el gobierno del general Julián Trujillo el panorama educativo era bastante oscuro. Los periódicos de oposición hablaban del desastre educacionista y exigían cambios. Dámaso Zapata, uno de los más activos dirigentes de la reforma, que había sido durante ocho años director de Instrucción Pública de Cundinamarca, tuvo que retirarse de su cargo por las presiones políticas, y hasta el director general de Instrucción Pública, Antonio Ferro, aceptaba que la reforma había tenido altos fines pero poco sentido práctico. Existía una atmósfera de cambios, que inició el gobierno del general Trujillo levantando el exilio de los obispos expatriados en 1872 y derogando la ley que limitaba las actividades de la Iglesia. Pero esta política de rectificaciones sería llevada más adelante por el primer gobierno de Rafael Núñez que se iniciaba en 1880. En circular dirigida a todos los establecimientos de instrucción pública, el secretario de Instrucción, Ricardo Becerra, recordaba a las universidades, colegios y escuelas que la enseñanza religiosa debería darse, que las autoridades eclesiásticas designarían los profesores y señalarían los textos y que cualquier violación de las normas fijadas en la circular sería castigada severamente. La misma circular recomendaba impulsar la enseñanza de la urbanidad y el civismo, pues era deplorable el estado de cultura de la población. Agregaba un interesante cuadro de costumbres para ilustrar su llamado: «Impresión de profunda pena da el cuadro que presentan nuestras ciudades en los días de fiesta
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o de descanso. Las madres recluidas con sus hijos en las casas; los obreros en las tabernas alcoholizándose, los jóvenes yéndose a ciertos establecimientos que la falsa civilización ha inventado y bautizado con el nombre de clubes, y que está demostrado son las instituciones más aparentes para debilitar y destruir la sociabilidad en el hombre y en la mujer educados. Luego los perros y los burros apaleados, atravesados en las calles; los comerciantes obstruyendo el paso con sus mercancías y basuras. No tenemos fuentes ni parques. En nuestras ciudades no hay tránsito reglamentado ni para las gentes de a pie, ni para los caballos; no hay paseos con protección y vigilancia, el servicio de las fuentes públicas no está regularizado; en los espectáculos públicos y aun en las reuniones privadas los concurrentes apenas se ven protegidos en sus derechos y en ocasiones tienen que ceder a la fuerza y a la incivilidad de unos pocos que reclaman estar los primeros, tal vez sin haber recibido invitación y sin haber pagado su entrada» (10). El gobierno del señor Zaldúa (1882-1884) continuó la política conciliadora, pero mantuvo lo poco que quedaba de las reformas iniciadas en el 70. Los opositores, sin embargo, no estaban satisfechos. Comentando el mensaje enviado por el presidente al terminar su período, decía Martínez Silva en su "Revista Política" de El Repertorio colombiano: «En punto a instrucción pública el discurso del señor Zaldúa no satisface las justas aspiraciones de los católicos. No habla sino de reforzar la cultura moral y de dar a la enseñanza un carácter más práctico, pero pasa inadvertida la monstruosa iniquidad introducida por el radicalismo y corregida en parte por la administración Núñez, de hacer la enseñanza primaria obligatoria y de alejar de la escuela toda instrucción religiosa, cuando no de llevar a ella la propaganda de la impiedad (11). La Regeneración El período comprendido entre 1880 y 1900 es uno de los más conflictivos de la historia de Colombia. Cuatro guerras civiles -1876, 1885, 1895, 1899-, largas y cruentas algunas, como la del 76 y la de los Mil Días al finalizar el siglo, dejaron al país empobrecido económicamente y profundamente dividido en sus corriente» de opinión. La educación, desde luego, fue
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una de las más directas víctimas de este período de anarquía política y desorganización administrativa. Los planes de desarrollo educativo proyectados en 1870 apenas habían comenzado a dar sus frutos. Las escuelas normales fundadas durante la administración Salgar y organizadas por la misión alemana no alcanzaron a producir dos generaciones de maestros. La universidad se dispersó en facultades y escuelas dependientes de los ministerios. Los magros recursos fiscales destinados a la educación vinieron a menos, puesto que el orden público y las necesidades militares tenían prioridad sobre cualquier gasto del Estado. En materia de educación elemental los avances fueron limitados. Al finalizar el siglo la población escolar sólo alcanzaba la cifra de 144.667 estudiantes (12). La época fue también de radicales cambios políticos. La elección de Rafael Núñez para la presidencia por una alianza de fracciones de los partidos liberal y conservador en 1884, fue el comienzo de una etapa de cambios y convulsiones políticas, económicas y sociales. Con la consigna "Regeneración política o catástrofe", Núñez dio comienzo a un período de reformas fundamentales. La organización federal del Estado fue sustituida por una unitaria y centralista, y la política económica del laissez faire por una política más interventora, particularmente en los asuntos monetarios y bancarios. La fundación del Banco Nacional, el manejo de la moneda y la organización fiscal, fueron las piedras de toque de la oposición al gobierno de la Regeneración y probablemente uno de los factores que pesaron en el conflicto que se desató en 1899. Pero el cambio más radical, posiblemente, se produjo en las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Este cambio fue también el que más afectó la marcha de la educación. Desde su primer gobierno (1880-1882) Núñez había iniciado una política de conciliación con la Iglesia. Estaba convencido de que esa era una de las bases de una política de reconstrucción nacional. Los constituyentes de 1886 lo acompañaban en esa orientación e introdujeron en la nueva Constitución las reformas que, complementadas con el Concordato firmado entre el gobierno colombiano y la Santa Sede en 1887, darían a la Iglesia Católica el control completo de la educación por lo menos hasta 1930, época en que los gobiernos liberales iniciaron una recuperación de las prerrogativas del Estado en materias educativas (13).
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El artículo 41 de la Constitución de 1886 el suministro de útiles escolares y por cuenta establecía: de los municipios el suministro de locales. Um "La educación pública será organizada y dirigidla repartición que se prolongaría a través de toda en concordancia con la Religión Católica" y "La la historia educativa del siglo xx y que aún se instrucción primaria costeada con fondos públi- perpetúa parcialmente a pesar de sus negativos cos será gratuita y no obligatoria". resultados y de los intentos que se han hecho Los artículos 12 y 13 del Concordato de por nacionalizar la enseñanza primaria. La edu1887, los más directamente relacionados con la cación secundaria y superior se dejó por cuenta educación, dicen: del gobierno nacional, pero se autorizó a los Art. 12.- En las universidades y colegios, en departamentos para fundar colegios y centros las escuelas y en los demás centros de enseñan- profesionales. Aparte de estas normas, el decreto contenía za, la educación e instrucción pública se organizará y dirigirá en conformidad con los dogmas los preceptos convencionales sobre exámenes, y la moral de la Religión Católica. La enseñanza sanciones, premios. Estatuyó unas juntas proreligiosa será obligatoria en tales centros, y se vinciales de educación compuestas por el pre observarán en ellos las prácticas piadosas de la fecto de la provincia y 3 ó 4 personas nombradas Religión Católica. por el gobierno. Los capítulos y artículos que Art. 13.- Por consiguiente, en dichos centros podrían denominarse ideológicos contienen las de enseñanza los respectivos ordinarios diocesa- recomendaciones frecuentes en este tipo de d e nos, ya por sí, ya por medio de delegados espe- cumentos y no son formalmente diferentes de cíales, ejercerán el derecho, en 10 que se refiere los que estamparon los moralistas radicales. Las a la religión y la moral, de inspección y revisión escuelas tienen por objeto, dice el artículo 3" de textos. El arzobispo de Bogotá designará los del capítulo primero, formar hombres instruidos libros que han de servir de textos para la religión suficientemente en los conocimientos elementay la moral en las universidades; y con el fin de les, sanos de cuerpo y espíritu, dignos y capaces asegurar la uniformidad de la enseñanza en las de ser ciudadanos del país. Es deber de los materias indicadas, este prelado, de acuerdo con directores de escuela elevar el sentimiento relilos otros ordinarios diocesanos, elegirá los tex- gioso y moral de los niños, dice el artículo 5". tos para los demás planteles de enseñanza ofi- En fíí, según el decreto, los maestros serán cial. El gobierno impedirá que en el desempeño nombrados por el gobierno departamental y «de de asignaturas literarias, científicas y, en gene- ben tener buena conducta y profesar la religión ral, en todos los ramos de instrucción, se propa- católica)) (15). guen ideas contrarias al dogma católico y al Algunos aspectos estrictamente pedagógirespeto y veneración debidos a la Iglesia (14). cos no debieron cambiar muy sigmficativamenEn desarrollo de estos principios constitu- te. La Revista de Instrucción Pública remplazó cionales se dictaron la ley 89 y el decreto regla- los Anales de Instrucción Pública, pero siguió mentarlo 349 de 1892, este último conocido Publicando artículos biográficos de Pestalozzi, posteriormente con el nombre de Plan Zerda, Froebel y otros educadores modernos e informes en los cuales se establecieron las bases del sis- sobre la marcha de la educación en Alemania, tema nacional educativo. Se estatuye en estas Austria y Francia. disposiciones que el gobierno central tendrá la suprema inspección y reglamentación de la en- La enseñanza universitaria. La universidad republicana señanza para dar cumplimiento al artículo 41 de la Constitución nacional y para que "hasta del a ~ m z a l3 La educación, tanto la primaria como la donde sea posible" se siga un mismo plan en toda la Nación. La Educación fue dividida en media y la superior, fue una de las primeras primaria, secundaria y profesional. Se organizó preocupaciones de los gobiernos republicanos la inspección educativa y se establecieron las y particularniente de Bolívar y Santander. Y era direcciones departamentales de educación, que explicable. El nuevo Estado necesitaba ampliar estarían bajo el control de los gobernadores. Se su'clase dirigente y capacitarla para a s m &sus dejó a cargo de los departamentos la instrucción nuevas tareas en la administración pública, en primaria en 10 que se refiere al nombramiento la conducción de las relaciones eieriores; en y pago de los maestros; a cargo de la Nación las mismas labores educativas y en las activida-
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des privadas. Muchas de sus figuras más conspicuas se habían formado en la atmósfera de las reformas borbónicas y habían recibido la influencia de Mutis y de los españoles "ilustrados" de fines del siglo XVIII. Hombres como José Manuel Restrepo, Castillo y Rada, Estanislao Vergara y Francisco Antonio Zea habían sido lectores de Jovellanos y Feijoo y colaboradores directos de la Expedición Botánica. Tenían por lo tanto una clara idea de la importancia de la educación para el desenvolvimiento del país, sobre todo de la educación técnica y de las "ciencias útiles", por las cuales ellos mismos y los altos funcionarios de la administración colonial habían clamado inútilmente. La organización de un sistema educativo era pues una de las tareas más urgentes de la República. Santander, con la colaboración muy estrecha de José Manuel Restrepo, la acometió con gran entusiasmo después de Boyacá. Por decreto del 6 de octubre de 1820, firmado por Estanislao Vergara como secretario del Interior, se ordenó la creación de escuelas de primeras letras en todas las ciudades, villas y lugares que tuvieran bienes de propios. Igual obligación se estableció para los conventos de religiosas y religiosos, que debían tener una escuela anexa para párvulos, para los pueblos "antes llamados de blancos" y para "anteriormente llamados de Indios". El decreto contenía minuciosas instrucciones de método, disciplina y materias de enseñanza. Los maestros deberían enseñar a los niños la lectura, la escritura y los principios de la aritmética, y además los dogmas de la religión y la moral cristianas. «También les instruirán en los deberes y derechos del hombre en sociedad -decía el artículo octavo- y les enseñarán el ejercicio militar todos los días de fiesta y los jueves por la tarde. Con este último objeto les tendrán fusiles de palo y se les arreglará por compañías, nombrándose por el maestro los cabos y sargentos entre aquellos que tuvieren mayor edad y disposición. El maestro será el comandante». Como reflejo de las ideas "ilustradas" y liberales que aquella generación había aprendido en Beccaria, el decreto proscribe el uso de la férula y sólo autoriza los azotes «cuando los defectos del niño denoten depravación» (16). En 1822 se crearon las escuelas normales "siguiendo el método lancasteriano" en Bogotá, Quito y Caracas, y se ordenó que todas las provincias enviaran a estas ciudades un maestro
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para que se instruyera en el método y luego regresara a practicarlo. En el mismo año se fundaron numerosos colegios: Boyacá (Tunja), San Simón (Ibagué), Antioquia (Medellín), Santa Librada (Cali), San José (Pamplona), Guanentá (San Gil) y los de Santa Marta y Cartagena (17). La ley del 18 de marzo de 1826 creó las universidades públicas de Quito, Bogotá y Caracas, y el decreto número 3 de octubre del mismo año reglamentó su funcionamiento (18). La universidad tendría cinco facultades: filosofía, jurisprudencia, medicina, teología y ciencias naturales. Harían parte de ella la antigua Biblioteca Pública y un museo de ciencias naturales. El decreto mencionado, firmado por Santander como vicepresidente y por José Manuel Restrepo como secretario del Interior, era un verdadero código que reglamentaba la enseñanza universitaria hasta en sus más mínimos detalles. Contenía 33 capítulos y más de trescientos artículos. Todo estaba allí considerado: los edificios, los requisitos de ingreso; los deberes de estudiantes y profesores; los textos de cada una de las materias; los exámenes y el otorgamiento de títulos, etc. Como primer rector se designó al ilustrísimo señor don Fernando de Caycedo y Flórez. Como catedráticos figuraron Francisco Soto, Vicente Azuero, J. María del Castillo y Rada y Estanislao Vergara. El estatuto era un modelo del criterio reglamentarista que caracterizó la última etapa del Virreinato y un ejemplo del espíritu que tuvieron las reformas borbónicas. No es imposible que haya sido redactado teniendo a la vista, o por lo menos en mientes, los planes de Moreno y Escandón pues hay entre ambos, semejanzas formales y de fondo sorprendentes. Por ejemplo, en los autores recomendados para los estudios de derecho romano y teología: Henecio y Vinio para los primeros, Lamí, Santo Tomás, Melchor Cano, Lekis y Bergier para los segundos. Y en este principio metodológico puesto en el artículo 229 del plan: «Los autores designados en este decreto para la enseñanza pública no deben adoptarse ciegamente por los profesores en todas su partes. Si alguno o algunos tuvieren doctrinas contrarias a la religión, a la moral o a la tranquilidad pública, o errores por algún otro motivo, los catedráticos deben omitir la enseñanza de tales doctrinas, suprimiendo los capítulos que las contravengan y manifestando a sus alumnos los errores del autor o autores en aquellos puntos, para que se precavan de ellos y de ningún modo perjudi-
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quen los sanos principios en que los jóvenes deben ser imbuidos» (19). Las novedades que el plan de 1826 establecía se limitaban a la enseñanza de la economía política, para la cual se ordenaba el texto del economista liberal francés Juan Bautista Say, y del derecho y la filosofía donde se utilizarían las obras de Bentham, Montesquieu, Mably y Condillac. Era este el aspecto que podríamos llamar liberal de la nueva educación universitaria y el que provocó la virulenta reacción de los elementos tradicionalistas que miraban en ella una amenaza para la estabilidad moral y política de la Nación. En lo que se refería a la filosofía utilitarista de Bentham, su enseñanza fue luego prohibida por un decreto del Libertador cuando éste asumió la dictadura en 1827. Para el desarrollo de los nuevos proyectos universitarios el gobierno colombiano había contratado en 1822, por conducto de Zea, una misión científica francesa que llegó a Bogotá presidida por el químico francés Juan Bautista Boussingault. Formaban parte de ella el botánico peruano Mariano Rivero, Mario Goudot (naturalista), Desiré Roulin (médico) y James Bourdon (entomólogo). La misión francesa no tuvo en realidad función práctica. La mayoría de sus miembros regresaron a Europa un año después. Sólo quedó en el país Boussingault, sin funciones de enseñanza, dedicado a actividades mineras particulares en Antioquia. Por la misma época llegaron al país algunos médicos ingleses como Dudley y el doctor Cheyne y franceses como Pablo Broc y Bernardo Daste que colaboraron en la enseñanza de la medicina (20). La universidad del general Santander tuvo una vida accidentada, como lo fue la historia política del país en los años que siguieron a la disolución de la Gran Colombia. Su actividad académica debió de ser lánguida si se excluye la enseñanza del derecho, que por razones políticas se hacía sentir y daba lugar a polémicas, como la interminable en torno al utilitarismo. A juzgar por la descripción que de ella hizo don Rufino Cuervo en su memoria como secretario de Educación del Departamento de Cundinamarca en 1831, su situación era lamentable. «Si en la educación primaria se mostraban las huellas de los últimos sucesos de Colombia [dicen Ángel y Rufino J. Cuervo en su Vida de Rufino Cuervo, refiriéndose a la proclamación de la dictadura del general Urdaneta] la Univer-
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sidad, madre de tantos hombres preclaros, no presentaba un cuadro menos doloroso. En el edificio de San Bartolomé se había acuartelado el Batallón Callao y destruido los pocos instrumentos de física que quedaban, lo mismo que parte de la biblioteca. El desarreglo y la injusticia reinaban en las asignaciones de los catedráticos y empleados, y la disciplina interior era ninguna para los pocos jóvenes que cursaban en ella» (21). Al describir el desorden administrativo y financiero de la institución, el señor Cuervo recordaba que la ley orgánica de 1826 prohibía nombrar catedráticos que no tuvieran renta a cualquier otro título, con el objeto de no gravar los fondos de la enseñanza con muchos sueldos y propugnaba un sistema de servicios docentes gratuitos, desempeñados por personas que tuvieran otra clase de ingresos. Sería pues, útil -agregaba- que por punto general se resolviese que ningún empleado de la Universidad que disfruta por otro título de una renta de más de mil pesos anuales, perciba sueldos de los fondos de enseñanza. Con esta medida se podrían aumentar lo sueldos de los que no tienen otras entradas suficientes para su manutención o se harían los gastos para la compra de libros para la biblioteca e instrumentos para las ciencias exactas y experimentales, como también para la fundación de cátedras de química y botánica (22). En 1836, el doctor Cuervo fue nombrado rector de la Universidad. El presidente le comunicaba su elección en estos términos: «Los doctores de esta Universidad han anulado la sentencia pronunciada contra usted por Broussais en segunda instancia; ellos le han nombrado rector en concurrencia con el doctor Soto, y el gobierno ha aprobado la elección prometiéndose que usted acepte el rectorado por amor a la educación, por gratitud a los electores y por interés en favor de este establecimiento literario que debiendo ser el primero de la República, es el último». En su mensaje al Congreso, Santander informaba que había en el país 1.700 estudiantes en cursos de teología, derecho, filosofía, química, economía política y medicina. Un año más tarde se aprobaba una ley que ordenaba crear cátedras de estas disciplinas en los colegios de provincia con el objeto de ampliar las oportunidades de estudio y descentralizar la enseñanza. Y otra ley que permitía a un estudiante tomar en un mismo año dos o más materias de un
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grado, que en esa formación podría obtenerse en 9 meses. Santander pidió que se cambiase el sistema porque rebajaba a muy bajos niveles la enseñanza. A pesar de la penuria de medios financieros, algunas figuras aisladas se destacaron por su esfuerzo científico: Lino de Pombo enseñaba matemáticas; Joaquín Acosta había reorganizado el Museo Nacional al lado de Francisco Javier Matís; Juan María Céspedes, Manuel María Quijano y Francisco Bayón enseñaban química, botánica y mineralogía. La enseñanza de las ciencias modernas hacía también progresos en Antioquia, donde Mariano Ospina Rodríguez las introdujo en el Colegio Provincial, donde tuvo la colaboración del francés Luciano Brugnelli. Al finalizar el gobierno del general Santander en 1836, no obstante los esfuerzos hechos para fomentar las ciencias naturales y por superar el colonial esquema de derecho, teología y medicina, éstas seguían siendo preferidas. En agosto de 1837 había 3.102 estudiantes en 3 universidades, 20 colegios públicos para varones y 6 casas de educación; 45 cursos de lenguas, 46 de filosofía, 41 de leyes, 15 de teología, 13 de medicina, 2 de química, 1 de botánica, 2 de literatura, 3 de música, 4 de dibujo y 1 de liturgia (23).
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servador colombiano, miraban con simpatía sus ideas y su nombre era citado como autoridad en los debates del Congreso Constituyente de Cúcuta (24). Pero su popularidad despertó también la reacción enconada de los medios tradicionalistas católicos. La moral utilitaria, basada en el principio que identificaba el placer con el bien, se consideraba contraria a la moral cristiana del decálogo. La peor innovación que se hizo entonces -decía José Manuel Groot-, peor que la introducción de la masonería y de las sociedades bíblicas, fue la difusión de las obras de Bentham (25). La adopción oficial del Tratado de legislación como texto obligatorio para la enseñanza del derecho público en universidades y colegios llevó la polémica a su climax. Sus opositores la consideraban una violación de la Constitución de Cúcuta, que aceptaba la fe católica como la base de la moral de la Nación y una limitación de los derechos de los padres a educar sus hijos dentro de los principios cristianos que todos profesaban. La controversia tuvo su culminación en la acre polémica pública entre el doctor Vicente Azuero y el padre Francisco Margallo, párroco de la iglesia de La Tercera, quien en sus sermones dominicales y sus artículos publicados en el Gallo de San Pedro adelantó una violenta campaña contra el benthamismo y contra su más activo defensor, Vicente Azuero (26). El gobierno de Santander consideró excesiva y peligrosa la El ambiente intelectual de la época campaña y solicitó la intervención del arzobispo El ambiente educativo e intelectual de las Caicedo y Flórez para que éste pusiera término dos décadas posteriores a la Independencia está a las actividades del ardoroso padre Margallo, envuelto y emponzoñado por la controversia en quien fue sancionado con 10 días de reclusión torno a Bentham y sus ideas utilitaristas. Los en el convento de San Diego. Cumplida su pemás destacados líderes intelectuales neogranadi- nitencia, el padre Margallo salió de allí a connos colaboradores de Santander y Bolívar ha- tinuar combatiendo el utilitarismo hasta su bían tomado contacto con las ideas del filósofo muerte en 1837 (27). Los más beligerantes partidarios del beninglés del utilitarismo desde comienzos del siglo thamismo, Azuero en primer lugar, sostenían a través de las traducciones que de sus obras hizo en España don Ramón Salas, profesor de que la doctrina del filósofo inglés no era contrala Universidad de Salamanca. En La Bagatela ria a la moral, porque no era inmoral ni anticrisde Nariño apareció su nombre en Santa Fe por tiano buscar la felicidad como fin del hombre. primera vez al reproducir un artículo de Blanco Tampoco atacaba Bentham las instituciones soWhite en su elogio. Bolívar y Santander lo ad- ciales tradicionales como la familia, la propiemiraban; éste último sostenía con él correspon- dad, el Estado o la religión. La malquerencia dencia y Bentham cultivaba su liderazgo en las de sus opositores, según Azuero, se basaba úninacientes repúblicas latinoamericanas. Vicente camente en que era un autor protestante. Pero Azuero, Ezequiel Rojas, Estanislao Vergara se si esa fuera una razón para atacar las instituciocontaban entre sus prosélitos más entusiastas. nes públicas -argumentaba en una representaHasta José Eusebio Caro y Mariano Ospina Ro- ción dirigida a Santander- debían destruirse la dríguez, fundadores más tarde del partido con- Constitución y las leyes de Colombia porque
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todas ellas tienen su origen en principios emana- cátedras conforme al espíritu moderno, José Igdos de las leyes de Inglaterra, los Estados Uni- nacio de Márquez, Rufino Cuervo, Francisco Javier Zaldúa y otros profesores que habían perdos y Francia (28). Bolívar y sus amigos, después del atentado tenecido a la universidad del general Santander. El doctor Mariano Ospina Rodríguez, alma del 25 de septiembre de 1828, al examinar las causas que lo produjeron y que habían deterio- de la administración presidida por el general rado las costumbres, encontraron una explica- Herrán de 1841 a 1849 y encarnación del antiguo ción en la influencia de las ideas de Bentham. conservatismo -dice José María Samper en su Sus libros fueron entonces proscritos de la ense- autobiografía-, que acometió y llevó a cabo ñanza pública (29). Pero su ausencia fue breve, otras muchas y graves reformas de las institucioporque vuelven a ser textos oficiales a partir de nes, comprendió que una gran parte de la reso1832, cuando Santander asume la presidencia lución del problema político y social debía estar de la Nueva Granada. El debate se renovó enton- en la dirección que se diese a la instrucción ces con toda su intensidad. El Congreso recibió pública. De ahí el plan de enseñanzas universinumerosas comunicaciones pidiendo la supre- tarias elaborado y expedido en 1842 y que iba sión de los textos benthamistas y el Senado llegó a ser practicado desde el 2 de enero del siguiente a aprobar una moción solicitando su eliminación año. Tres ideas cardinales dominaban en aquel de la enseñanza oficial. La defensa corría enton- plan: la primera, sujetar los alumnos a severa ces a cargo del periódico El Cachaco que diri- disciplina, así en sus costumbres y moralidad gían Florentino González y Lorenzo María Lle- como en sus estudios y adquisición de grados ras y donde probablemente el mismo Santander profesionales; la segunda, introducir el elemento hacía su defensa en forma anónima (30). Al llegar religioso en la dirección universitaria, compleJosé Ignacio de Márquez a la presidencia en tando la instrucción con la educación; y la ter1837, basados en el hecho de que éste como cera, reorganizar las enseñanzas de manera que candidato había combatido el benthamismo, un en ellas se introdujesen elementos conservadogrupo de padres de familia solicitó de nuevo la res (como el estudio del derecho romano, por supresión de sus textos. Márquez rehusó la pe- ejemplo) y algunos de literatura y humanidades tición apoyándose en que aún estaba vigente la que habían sido muy descuidados, y que al ley de 1835 que había restaurado en su plenitud mismo tiempo se proscribiesen ciertas materias el plan de estudios de 1826 que ordenaba la calificadas de peligrosas por el gobierno, tales enseñanza del derecho público por Bentham (31). como la ciencia de la legislación, ciencia consEn 1840 el Congreso aprobó una ley que autori- titucional y táctica de las asambleas (32). zaba a los profesores de universidad a elegir textos La ley 21 de 1842 colocaba la Universidad y autores o a escribir sus propios textos bajo el control inmediato del director general de Instrucción Pública y otorgaba a éste amplias La reforma de Ospina Rodríguez facultades para organizar los establecimientos de enseñanza superior. En su desarrollo se dictó Tras la guerra civil de 1840 y bajo la pre- un nuevo código educativo, muy dentro de la sidencia del general Herrán, las fuerzas victorio- tradición reglamentarista heredada de la época sas en la contienda le imprimieron al país un borbónica colonial, seguida en su espíritu por fuerte viraje político de sentido conservador. el plan de estudios del general Santander. El La Constitución de 1842 y la reforma educativa director general de Instrucción Pública tenía a adelantada bajo la dirección del doctor Mariano su cargo la impresión y traducción de textos, la Ospina Rodríguez fueron expresiones del cam- aprobación de programas, el nombramiento de bio. Las perturbaciones políticas y el supuesto directores y catedráticos, la expedición de nordescenso de la moralidad pública se atribuían a mas disciplinarias y ceremoniales, las condiciolas orientaciones que había tenido la enseñanza nes y costo de las matrículas, los uniformes, en las décadas anteriores, sobre todo a la influen- premios y castigos, etc. La Universidad mantecia de la filosofía de Bentham. Los textos ben- nía sus tradicionales facultades de jurisprudenthamistas fueron reemplazados por las obras de cia, filosofía, ciencias naturales, teología y meBalmes y la filosofía de Tracy por el derecho dicina (33). romano de Henecio. Los catedráticos variaron Haciendo un balance de los resultados de poco. En la Universidad siguieron dictando sus la reforma de Ospina Rodríguez, decía don José
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María Samper, quien hizo sus estudios profesionales bajo el nuevo sistema: «¿Anduvo acertado el doctor Ospina en sus propósitos? El tiempo hizo ver con claridad que él tenía sobrada razón en lo tocante a la primera de las ideas apuntadas, pues la juventud había carecido totalmente de disciplina que la moralizase y de reglas severas en lo relativo a estudios y colación de grados, que sirviesen de verdaderas garantías de idoneidad, dado el régimen de privilegio profesional y de las enseñanzas sostenidas por el Estado. Jamás, sin aquella disciplina, se lograrán entre nosotros resultados satisfactorios en materia de instrucción pública». En cuanto al segundo propósito, dice el mismo publicista, las cosas fueron demasiado lejos. Se dio a la universidad un aspecto clerical. Clérigos eran el rector, el inspector, jesuítas los profesores de San Bartolomé, sin contar todos los empleados y catedráticos de la Facultad de Teología, y el rigor que había en las prácticas religiosas suscitaba en la mayor parte de los alumnos una reacción en sentido contrario. También fue contraproducente el tercer objetivo (34). Los estudiantes buscaban por su propia cuenta el contacto con las ciencias políticas de su tiempo y los libreros de la época se los ofrecían abundantemente. Samper cita la siguiente lista de libros que le fueron suministrados por la librería de don Andrés Aguilar: Deontología y legislación de Bentham, Moral universal de Holbach, Las ruinas de Volney, El contrato social de Rousseau, Diccionario fílosófíco de Voltaire, además de obras de Diderot, D'Alembert y Gibons (35). Paradójicamente, pues, en la universidad modelada por Ospina Rodríguez se preparó la generación radical y romántica que haría su irrupción en la vida pública durante el gobierno del general José Hilario López. El paréntesis romántico de José Hilario López La atmósfera liberal y romántica de 1850 no fue propicia para la universidad. Las reformas políticas que puso en vigencia el gobierno del general José Hilario López quisieron llevar hasta sus últimas consecuencias las libertades políticas individuales y entre éstas la libertad de enseñanza y de ejercicio profesional. La exigencia de un título académico para ejercer la profesión de abogado, médico, ingeniero o sacerdote, fue considerada como una forma de
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monopolio y una limitación a la libertad de trabajo. En consecuencia, la ley de 15 de mayo de 1850 eliminó el requisito de título profesional para el ejercicio de todas las profesiones liberales, con la curiosa excepción de la farmacia . Por la misma ley fueron eliminadas las universidades y convertidas en colegios nacionales. Los tres artículos esenciales decían: Art. 1. Es libre en la República la enseñanza de todos los ramos de las ciencias, las artes y las letras; Art. 2. El grado o título científico no será necesario para ejercer las profesiones científicas, pero podrán obtenerlo las personas que lo quieran del modo que se establece en la presente ley; Art. 16. Suprímense las universidades. Los edificios, bienes y rentas de que hoy disfrutan se aplicarán para el establecimiento de los colegios nacionales, a excepción del Colegio del Rosario, cuyos bienes serán administrados conforme lo decida la Cámara Provincial de Cundinamarca(36). Suerte semejante correría la Escuela Militar fundada durante la primera administración Mosquera con el objeto de preparar ingenieros civiles y militares. Los románticos liberales de 1850 consideraban el ejército como una institución inútil y una amenaza para las libertades civiles, y a la ingeniería como una profesión costosa y sólo al alcance de las altas clases sociales. De los radicales a la Regeneración Quince años después, tras un período de inestabilidad política en que el país sufrió las consecuencias de tres guerras civiles y un golpe de Estado -insurrección de Julio Arboleda en el Cauca, golpe y deposición de Melo y guerra de 1861-, surge de nuevo la idea de la universidad. Sobre la base de un proyecto de ley presentado por José María Samper en 1864, el 22 de septiembre de 1867 el Congreso Nacional aprobó la nueva ley orgánica "con el objeto de organizar una Universidad Pública en la Capital de la República, la que llevará el nombre de Universidad Nacional de los Estados Unidos de Colombia". El decreto reglamentario fue dictado por el presidente Santos Acosta el 3 de enero de 1868 y como primer rector fue designado el doctor Ezequiel Rojas (37). La nueva universidad se iniciaba con las clásicas facultades de jurisprudencia, medicina, filosofía y letras, a las cuales se agregaron la
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Escuela de Ciencias Naturales, la de Ingeniería y la de Artes y Oficios. También harían parte de la Universidad la Biblioteca Pública, el Museo de Ciencias Naturales, el Laboratorio de Química de la Facultad de Medicina y los hospitales. La misma ley eliminaba al Colegio Militar y la Escuela Politécnica que había recreado Mosquera en 1861, y ordenaba que sus alumnos fueran recibidos en las facultades de la Universidad si comprobaban "aprovechamiento y buena conducta". Los recursos financieros serían provistos por la Nación, el Estado de Cundinamarca y el municipio de Bogotá y los estudios serían gratuitos (38). Como el país había entrado en la era de los ferrocarriles, de las obras públicas, el telégrafo y los modernos servicios urbanos, la ley daba una especial importancia a la enseñanza técnica. En contraste con la generación romántica de 1850, la generación radical que había accedido a la conducción de la vida pública después de la guerra del 61 tenía mayor interés en la educación técnica. La nueva ley no sólo creaba nuevas facultades, sino que otorgaba becas para la enseñanza de las artes y oficios a razón de dos por cada departamento. De los 132 estudiantes que tenía la Universidad en 1870, 51 (38%) eran de medicina, 44 (33%) de ciencias naturales, 29 (22%) de ingeniería y sólo 8 (6%) de jurisprudencia (39). El decreto orgánico del 13 de enero de 1868 determinaba y reglamentaba en forma minuciosa el funcionamiento de la Universidad. El secretario del Interior fue investido de las funciones de director general de Instrucción Pública y como tal encargado de la inspección y vigilancia de la institución, con las siguientes atribuciones: 1) Invigilar [sic] los establecimientos de enseñanza. 2) Examinar las disposiciones del Gran Consejo y suspender las que sean contrarias a las disposiciones legales vigentes. 3) Examinar por sí o por comisiones especiales los métodos que se observan y las doctrinas que se enseñan, para corregir cualquier abuso que se introduzca. 4) Aprobar los gastos. 5) Elegir el rector, los rectores de las escuelas, el secretario, el tesorero, el bibliotecario y los catedráticos, a propuesta del Gran Consejo, y removerlos cuando hubiere justa causa. Este último constituye el organismo supremo de la Universidad y está compuesto por el rector, los decanos de las escuelas y facultades, el tesorero, el secretario,
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el bibliotecario y los catedráticos principales. Se instituye también una junta de inspección formada por los miembros del Gran Consejo, menos los catedráticos, que en este organismo tienen únicamente un representante por cada escuela o facultad. En ella reposan las principales funciones académicas y administrativas (40). El decreto conserva las características de sus antecesores de 1826 y 1842. Es minuciosamente reglamentarista y casuístico. Todo queda incluido en 31 capítulos y más de doscientos artículos: el sistema de admisiones, las disposiciones disciplinarias, los premios y castigos, el sistema de exámenes, los horarios, el número y los programas generales de las cátedras. Se estableció el contenido y duración de las carreras profesionales. Jurisprudencia tendría 4 años de duración y 12 cursos de derecho público y privado, a más de un curso de "táctica de asambleas" y oratoria parlamentaria y forense. Medicina 4 años y 14 cursos. Ciencias naturales 4 años y 13 cursos que incluían química, física, matemáticas, metalurgia y agricultura. Ingeniería 5 años y 5 cursos, pero cada curso comprendía un bloque de materias. Así el 5o curso estaba compuesto de arquitectura, construcciones civiles, caminos, puentes, calzadas y trabajos hidráulicos. La escuela de literatura y filosofía, un colegio de enseñanza media incorporado en la Universidad según la costumbre de la época, tendría estudios de 5 años y 19 cursos entre los cuales se contaban idiomas modernos (francés e inglés), matemáticas, latín, gramática castellana y un curso de "filosofía en todas sus ramas". Sin el diploma de filosofía y letras no era posible ingresar en la escuelas de ingeniería, medicina y jurisprudencia. La Escuela de Artes y Oficios era una escuela elemental para la formación de artesanos. Para ingresar a ella se necesitaba tener 9 años de edad y saber leer y escribir y "demostrar que el aspirante a ella tiene amor al trabajo". La enseñanza teórica duraría 3 años y comprendería contabilidad, matemáticas elementales, geometría, nociones de física y gramática. La práctica se haría bajo la dirección de maestros que recibirían talleres a cambio de su enseñanza. Las dificultades financieras no permitieron ponerla en funcionamiento. En 1870, el rector Manuel Ancízar solicitaba recursos para instalarla y recordaba al respecto que este tipo de enseñanza era una necesidad para la economía nacional y además una solución para los problemas sociales, como lo demostra-
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ban los casos de Inglaterra y Francia que daban a las luchas sociales planteadas por los obreros una solución educativa (41). El primer equipo docente estaba compuesto por los hombres que constituían la élite intelectual y científica de la época. Manuel Ancízar, su primer rector regular -el primero, provisional, había sido Ezequiel Rojas-, era una de las personalidades intelectuales más destacadas y multiformes de aquella generación. Poseía conocimientos sólidos de ciencias naturales, de filosofía y de economía política. A diferencia de sus compañeros de generación, no era un radical. Filosóficamente se formó en la doctrina ecléctica que representaba entonces Víctor Cousin en Francia. Era, pues, un espíritu tolerante que creía y practicaba con mayor consecuencia que sus contemporáneos el libre examen y el pensamiento crítico, como lo demostró al dimitir el cargo de rector por estar en desacuerdo con la fijación oficial de textos y autores. El primer secretario fue Leopoldo Arias Vargas, el primer tesorero Rafael Elíseo Santander y el primer bibliotecario José María Quijano Otero. El primer decano de filosofía y literatura fue Antonio Vargas Vega, quien sería luego rector. Entre los los catedráticos de esta escuela figuraban Miguel Antonio Caro, de latín; de filosofía, Manuel Ancízar y Manuel María Madiedo; de historia, Ángel María Galán; de ingeniería, el coronel Antonio de Narváez, y como catedráticos Manuel Ponce de León, Tomás Cuenca y John May; de ciencias naturales, el botánico Francisco Bayón, el químico Liborio Zerda, el zoólogo Florentino Vesga, el químico Ezequiel Uricoechea y los agrónomos Ramón Muñoz y Nicolás Pereira Gamba; en medicina Antonio Vargas Reyes como decano, y Florentino Vesga, Manuel Plata Azuero, José María Buendía, Andrés Pardo y Rafael Rocha, como catedráticos; en jurisprudencia figuraban como catedráticos Nicolás Esguerra, Francisco Javier Zaldúa, Ramón Gómez, José María Samper, Manuel Ancízar, Ezequiel Rojas, Antonio María Pradilla y Teodoro Valenzuela. En los años posteriores figuraron como profesores de las distintas facultades y escuelas Juan Francisco de León (derecho constitucional y derecho romano); Emiliano Restrepo (lengua española); Luis Lleras, Ruperto Ferreira y Antonio de Narváez (ingeniería); Nicolás Sáenz (zoología); Francisco Montoya (química); Liborio Zerda (física médica). En filosofía y literatura, Diógenes
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Arrieta, Venancio Manrique, José Ignacio Escobar, José María Samper y Diego Fallon. Eran los nombres que constituían realmente la élite científica e intelectual de que podía disponer el país. No sin cierta razón el rector Carlos Martín, en su informe anual de 1880, elogiaba el ambiente ajeno al sectarismo político que reinaba en el claustro, donde según sus palabras "un eminente ciudadano conservador como el doctor Liborio Zerda estaba al frente de la Facultad de Medicina" (42). Desde el punto de vista de sus recursos económicos, la Universidad continuaba una tradición de penurias. Sus ingresos fueron calculados en el primer año de funcionamiento en $30.000.00, $24.320.00 de aportes del Estado y $5.772.00 de rentas propias, unos pocos capitales a censo, las rentas de la hacienda de Techo, etc. Los gastos fueron calculados en $32.350.00. Comenzaba, pues, con un déficit que hubo de resolverse suprimiendo el cargo de director de la Escuela de Artes y Oficios y aplazando por un año la apertura de la Facultad de Jurisprudencia y de la misma Escuela de Artes. Según el informe del rector Ancízar al finalizar el segundo año de labores, faltaron $4.000.00 para adquirir implementos y materiales elementales para geología, mineralogía y agrimensura. Terminaba con estas palabras melancólicas: "Ensayos incompletos son estériles. Tal como está viviendo a medias, la Universidad es impotente para generalizar el bien. Petrificada al nacer, mezquina en sus proporciones, parecida a las universidades españolas que no son sino costosas máquinas de diplomas ergotistas, si hubiésemos de continuar así, mejor sería suprimirla desde luego". En el mismo informe insiste sobre la función práctica de la Universidad, sus relaciones con la agricultura, la minería y las industrias, y se lamenta de la supresión de la Escuela de Artes y Oficios (43). La polémica de los textos La década comprendida entre 1870 y 1880 fue escenario de una de las más resonantes polémicas intelectuales del siglo XIX. A la controversia que se libró en torno al decreto orgánico de instrucción pública y al principio de la escuela obligatoria entre liberales y conservadores, se unió la controversia sobre el derecho del Estado a señalar textos obligatorios para la enseñanza
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de algunas materias jurídicas y filosóficas, como lo hacía el decreto orgánico de la Universidad Nacional que determinaba la obra Ideología del filósofo francés Destut de Tracy para seguir los cursos de filosofía. Se renovó entonces la discusión doctrinaria que por espacio de 50 años se había sostenido a propósito de las obras y las doctrinas utilitaristas de Bentham. El sector tradicionalista conservador objetaba no sólo las doctrinas filosóficas sostenidas por Tracy como contrarias a la orientación espiritualista que correspondía a un país católico, sino también el derecho del Estado a fijar textos obligatorios de enseñanza. Según los opositores a esa medida, detrás de una filosofía que explicaba el origen de las ideas en las sensaciones o en la observación del propio pensamiento, vendría el materialismo total, el ateísmo, la prescindencia de la revelación y la pérdida del fundamento de la sociedad y las instituciones. Tal era el razonamiento de los adversarios de los textos de Bentham y Tracy. Planteado el problema, el rector de la Universidad comisionó a tres profesores, Miguel Antonio Caro, Manuel Ancízar y Francisco Eustaquio Alvarez para responder un cuestionario que tenía dos preguntas: 1) Si las doctrinas que forman la obra Ideología de Tracy son completas, y 2) Si aun admitiéndolas como completas, son exactas. Caro y Ancízar rindieron un informe desfavorable, basándose en la insuficiencia científica de las doctrinas de Tracy y en su incapacidad de explicar fenómenos como el pensamiento matemático, la voluntad y el origen de las ideas morales. Alvarez, veterano benthamista, enemigo de la escolástica y de lo que los liberales de la época llamaban la escuela teológica y dogmática, hizo su defensa y, además, solicitó permiso del Gran Consejo de la Universidad para apartarse del plan ecléctico recomendado por el rector Ancízar y exigió su derecho a determinar él mismo, como profesor de la materia, el contenido del programa. Dentro de la Universidad el conflicto se zanjó con una solicitud al Congreso para que restituyera a la institución la libertad para determinar por sí misma los textos que deberían seguirse en sus escuelas (44). Pero más allá de los claustros universitarios se ventilaba la controversia política que en realidad constituía el meollo del conflicto. La opinión conservadora y eclesiástica consideraba que la fijación de textos obligatorios era una
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indebida intervención del Estado en la esfera de los derechos individuales y de la familia. El Estado, decía Caro en El Tradicionista, no es academia científica y no tiene el derecho de definir el bien o el mal, la verdad o el error en materias científicas. El Estado no puede ser indiferente ante la ignorancia del pueblo y debe ilustrarlo para defenderlo de la explotación a que lo somete el oscurantismo, afirmaba el sector radical del liberalismo. En las columnas del órgano del pensamiento católico escribía Caro: «Reconocemos que la intervención del Estado en la enseñanza, lo mismo que en la industria, admite diversos grados, según la mayor o menor cultura social. Más activa es la intervención cuando el interés particular no basta a realizar mejoras necesarias; pero en este caso no ha de proponerse sólo realizar la proyectada mejora, sino despertar también y estimular el interés privado, iniciar el movimiento a cuya continuación deben cooperar todos. El Estado no es industrial; si faltando, empero, la iniciativa particular, se hace ocasionalmente empresario de ferrocarriles, no por eso monopoliza este género de trabajos ni menos aún su dirección científica, la cual corresponde a ingenieros competentes. Del propio modo el Estado no es doctor; si muerta, decadente o extraviada la enseñanza particular, la establece el Estado oficialmente, no por eso se hace maestro universal, sino protector y auxiliador de los que tienen la misión de enseñar; la parte científica se confiará a los sabios, la dogmática y moral, a la Iglesia. Y si la intervención del Estado es un bien como impulso general, sería un mal que el gobierno, indefinida, perpetuamente ejerciese una tutela infecunda. «Ahora, pues, el Estado confundiendo la obligación de educar, de formar el carácter nacional, de fomentar la ilustración, con el derecho de doctrinar (que pertenece a la Iglesia) y con la profesión de enseñar las ciencias (que corresponde a las universidades, a los cuerpos científicos y organismos docentes), refundiendo en uno tales conceptos, que son enteramente diversos unos de otros, aunque armónicos, declarase a un tiempo director de conciencias, e invadiendo así a la vez con escándalo y violencia, los derechos de la religión y de la ciencia, burocratiza la educación en todas sus manifestaciones. «El Estado empieza por hacerse definidor; tal es el primer paso en el camino del abuso. Luego se hace profesar, enseña lo que define, dicta
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lecciones por su propia cuenta. Disponiendo de los grandes recursos formados con las contribuciones públicas, ofrece enseñanzas gratuitas, mata la competencia, y se alza con el monopolio de enseñar. No contento con esto, decreta como obligatoria su instrucción. El Estado, armado de la espada de la ley, impone sus opiniones desautorizadas y caprichosas, como el mahometano su doctrina al filo del alfanje. Tal es la última etapa de esta usurpación intelectual, que vemos desenvolverse en el Estado moderno, como gigantesca amenaza a toda honrada libertad, y que más crece a medida que más se seculariza el Estado mismo, y que de mayor independencia blasona» (45). El punto de vista de la fracción radical del partido de gobierno fue expresado paladinamente por Aníbal Galindo: "Si hemos fundado una universidad -decía Galindo-, si tenemos universidad es para enseñar las doctrinas liberales, para formar liberales. Nada de eclecticismo. Balmes y Bentham no pueden darse las manos en los claustros universitarios. Mientras el partido liberal esté en el poder, debe enseñar el liberalismo. Así lo pide la honradez política. Si creemos de buena fe que el liberalismo es lo que le conviene al país, eso es lo que debemos enseñar a la juventud. Cuando el partido católico suba al poder mandará, a ejemplo de Felipe II, enseñar catolicismo y estará en su derecho para proceder así". Y comentando el proyecto del rector de la universidad Manuel Ancízar, quien proponía al Congreso dejar a cargo de la Universidad la fijación de textos y propiciaba el eclecticismo en materia de doctrinas filosóficas y políticas, agregaba con desenfado y en oposición a la política oficial de su partido: «Yo no participo del entusiasmo por la escuela primaria. Deseo la emancipación del entendimiento y del corazón de los pueblos por medio de la enseñanza. Pero como liberal no me entusiasma la instrucción primaria. Enseñando a leer a los niños del pueblo no hacemos otra cosa que darle lectores al partido católico. Lectores de las pastorales de los obispos, del catecismo de Astete y de cuanto a nosotros nos perjudica. Lo que nos importa no es enseñar a leer a la infancia sino enseñar a pensar a la juventud» (46). La polémica no dejó de presentar situaciones paradójicas. Los liberales, defensores del libre examen y de la neutralidad religiosa del Estado, resultaban defendiendo el derecho del
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mismo Estado a fijar una doctrina científica oficial. Los conservadores que rechazaban la neutralidad religiosa establecida en el decreto orgánico de la educación pública del 70, pedían esa neutralidad al tratarse de la enseñanza filosófica en la universidad. La guerra civil que prácticamente suspendió las actividades docentes, introdujo una pausa en la controversia. Los gobiernos posteriores al de Parra, darían comienzo a una rectificación de la política educacionista y ya no se hablaría más de Tracy y menos de Bentham. Sobre lo que fue entonces el funcionamiento interno y el ambiente académico de la Universidad Nacional, el profesor suizo Ernest Roethlisberger, que estuvo a su servicio durante varios años a partir de 1882, nos dejó un relato pormenorizado en su libro El Dorado. Dice allí el autor: «En el año de 1882, cuando yo comencé allí mis actividades docentes, la Universidad constaba de cuatro facultades: la Escuela de Literatura y Filosofía, la Escuela de Jurisprudencia, la Escuela de Ciencias Naturales y la Escuela de Medicina. No existía facultad teológica, pues los sacerdotes se formaban en Seminarios. El rector era el ministro de Instrucción. Bajo su autoridad había dos rectores propiamente dichos, de los cuales uno dirigía las facultades de filosofía y jurisprudencia y otro las de ciencias naturales y medicina. El control de toda la administración y el funcionamiento interno estaba a cargo del Consejo Académico, que elegía el presidente de la República entre los ciudadanos de mérito y que constaba de nueve miembros. De la Escuela de Derecho diré sólo que los pocos numerosos estudiantes trabajaban con notable aprovechamiento y que luego como abogados y políticos, hacían honra a su profesión. La Escuela de Ciencias Naturales era utilizada especialmente por los médicos para estudios preparatorios, pero faltaban en ella buenos laboratorios y colecciones. La facultad de medicina era sin duda la mejor instalada y al frente de ella trabajaban excelentes profesores, que habían hecho en Europa su examen de estado, en París principalmente» (47). Se refiere luego a otros aspectos de la vida académica. En la universidad se hacían no sólo los estudios profesionales, sino los estudios previos de enseñanza media, es decir, nuestro moderno bachillerato. La escuela destinada a esta función era la de filosofía y literatura. Los estu-
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dios solían durar 6 años; ningún estudiante podía tomar más de tres asignaturas por año, pero éstas tenían una intensidad de seis horas semanales. Por excepción, en los últimos años se podían tomar cuatro. El ciclo culminaba con un curso de biología, uno de sociología y dos de historia que eran obligatorios para todos los alumnos; el latín en cambio era una de las materias opcionales, como el griego, la taquigrafía, el cálculo mercantil y la religión. Hay que decir -agrega el cronista- que estos cursos de carácter optativo tenían poca asistencia del alumnado, lo que era de lamentar, sobre todo en el caso del latín, pues esta lengua facilita mucho la penetración del español, siendo además imprescindible para el estudio del derecho romano. El curso de religión no llegó a darse nunca, pues no hubo eclesiástico que quisiera venir a nuestra Universidad (48). Respecto a las clases de historia, filosofía y sociología, dice Roethlisberger: «Todos los futuros juristas y médicos debían pasar nuestras clases. Habida cuenta de que la mayor parte de los alumnos ingresaba en la Escuela de Literatura a la edad de los diez años, aproximadamente, mis escolares estaban entre los dieciséis y los veinte años, y los había de veintiséis, o sea más viejos que yo. A veces asistían a las clases señores de alguna edad... Los estudiantes tenían, por término medio una gran inteligencia y daban muestra de un extraordinario poder de captación, si la exposición docente era clara, y a ser posible, infundida de cierto aliento poético. Era un verdadero placer darles clase. Las contradicciones, verdaderas o aparentes, eran descubiertas en seguida en las clases y utilizadas por ellos como consulta en las horas dedicadas a repaso o discusión. Casi todos tenían además una memoria fuera de lo común, ejercitada desde muy pronto y continuamente, una memoria que lo retenía todo, pues al contrario que en Europa, no había recargo de tareas ni, por consiguiente, fatiga. A muchos les faltaban los necesarios conocimientos básicos para una formación científica; otros, en fin, aprendían demasiadas cosas de memoria y pensaban poco, falta ésta favorecida por el hecho de que la mayor parte de los profesores tomaban como base de sus lecciones algún texto, explicándolo durante media hora y dando a aprender un determinado trozo... Si el profesor se tomaba trabajo en sus lecciones y no se mostraba como un charlatán o un ignorante, esto es, si enseñaba
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lo que realmente sabía, podía estar seguro del cariño y respeto de sus alumnos. ¡Pero ay de aquel que fuera pillado en un fallo o en una incongruencia! Nuestro estudiante, crítico hasta el exceso, exigente, amigo de tener siempre razón, aficionado a disputas y orgulloso, sabía descubrir el punto flaco y explotarlo con sumo rigor... Existía también un espíritu de cuerpo, provocado precisamente por las diferencias de opinión política. A nuestra Universidad asistían, casi sin excepción, jóvenes liberales y de tendencia radical, y por ello era muy aborrecida por la gente retrógrada. Librepensadores en su mayoría en cuestiones religiosas, de extrema izquierda en lo político, nuestros estudiantes se daban a su partido al estallar las guerras civiles. Constituían los elementos más activos, fogosos y sacrificados durante las revoluciones, y más de uno hubo que selló con su temprana muerte sus convicciones, pasando a ser exaltado como héroe» (49). La disciplina era en extremo rigurosa. Ningún estudiante que tuviera cien fallas, o cien ceros en notas previas, o hubiera cometido alguna falta contra la moral, era autorizado para presentar exámenes finales. No existía la pena de azotes como en la época de Ospina Rodríguez, pero se conservaba el calabozo "donde los jóvenes tunantes podían dedicarse a reflexionar entre las cuatro paredes del desnudo y tenebroso encierro"; la otra pena era la expulsión, reservada a los alumnos que hubieran hecho uso de las armas para herir o amenazar a sus compañeros, o que intervinieran en alguna perturbación del orden público. También era riguroso el reglamento que regulaba la actividad de los profesores. La Universidad tenía entonces 3 profesores permanentes y 43 catedráticos que tenían que ganarse la vida mediante la acumulación de varios cargos y desempeñando las más variadas ocupaciones; eran funcionarios, jueces, diputados, políticos, ingenieros, periodistas, escritores, médicos atareadísimos y dedicaban algunos de sus ocios a dar clases en la Universidad que era una distinción muy solicitada. A éstos podía cancelárseles el nombramiento en cualquier momento, por faltas en el cumplimiento de sus deberes, o se les retiraba el sueldo correspondiente por ausentismo. Pero en realidad, dice el señor Roethlisberger, el rector procedía solamente en caso de extrema desidia o abandono de sus obligaciones. Las autoridades actuaban muy benignamente, pues la retribución de los
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profesores era tal que, en la mayoría de los casos, había que darse por satisfecho con que acudieran a explicar sus lecciones (50). Bajo la presidencia de Aquileo Parra el reglamento orgánico de la Universidad sufrió algunas modificaciones. La ley de mayo 22 de 1876 otorgó directamente al poder ejecutivo el nombramiento de rector, pero dio mayor autonomía al Gran Consejo para elegir profesores y funcionarios administrativos y docentes. Los nombramientos y decisiones reglamentarias, sin embargo, debían ser aprobados por el ejecutivo. La guerra civil del mismo año llevó al gobierno a decretar la implantación de cursos de instrucción militar y los alumnos del plantel pudieron ser habilitados como tenientes del ejército. En el informe rendido por el rector Carlos Martín al finalizar el año 79, se demostró la gran disminución de los alumnos causada por acontecimientos bélicos del 76. La Universidad tenía sólo 435 alumnos y 51 catedráticos. Los alumnos se distribuían así (51): Filosofía y letras 307; Medicina 36; Derecho 28; Ciencias Naturales (48).
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público y difundir sus ideas. Los certámenes eran reuniones que se hacían al finalizar el año académico para distribuir premios y pronunciar discursos de carácter académico, a cargo de uno de los catedráticos, seguidos de intervenciones de los catedráticos sustitutos. En ellos afloraban las influencias culturales de la época, destacándose las corrientes intelectuales francesas del Primer Imperio, de la restauración y del Segundo Imperio; el pensamiento inglés, Spencer, Mill, los filósofos de la escuela escocesa; la filosofía de los negocios de los moralistas norteamericanos y en no pocas ocasiones la pedagogía alemana. Una nota dominante era la influencia del neoclasicismo francés del período napoleónico, que se encontraba no sólo en los discursos de clausura sino también en la arquitectura. El proyecto de construcción de la Escuela Normal parecía una réplica del templo de la Magdalena. Para loar las virtudes ciudadanas sólo se recurría al ejemplo de la polis griega y romana. Así lo hacía Carlos Martínez Silva en el certamen de 1870, al explicar las ventajas del sistema republicano y las exigencias morales que implicaba para los ciudadanos a fin de mantener el orden y el progreso de la comunidad. Ideas y ambiente intelectual Ni faltaban las apologías líricas de la ciencia y la técnica portadoras del progreso, sobre todo En pocos períodos de la historia de la cul- cuando se aplicaban a la agricultura. Carlos Mitura colombiana se ha dado mayor ebullición chelsen, en Escuela de Ciencias Naturales, terintelectual, ni tampoco menor bizantinismo. Fue minaba el certamen con una exaltación del por esa década por la que Menéndez y Pelayo nuevo espíritu: habló de la Atenas Suramericana para referirse "Hoy, cuando el mundo está envuelto en una a Bogotá, y el diplomático argentino Miguel red de hilos eléctricos, que los océanos se comuCané pudo caracterizar a Colombia como una nican por rieles, que el hombre medita el camino república de catedráticos. Las influencias inte- que debe seguir, apoyado en los hechos, para lectuales francesas e inglesas eran muy intensas, usurparle el dominio a la muerte, no debemos sobre todo las primeras, y muy abigarradas. tener por fantásticos los proyectos más atreviBasta con hojear las publicaciones oficiales de ni las empresas al parecer más descabellaentonces y la prensa de la época. Un dato indi- dos, das" (53). cativo de la actividad política e intelectual es José María Samper, en 1868, hacía el eloel número de imprentas y periódicos que había gio de la Universidad "segunda madre del en 1874. Según los Anales de la Universidad hombre", cuna de lascomo virtudes romanas, hogar Nacional, había en el país 41 imprentas y 60 de las ciencias, de las matemáticas, de la quíperiódicos. Sólo en Cundinamarca -y la mayor mica, de la economía y del derecho. parte en Bogotá- había 12 imprentas y 23 perió- quienes tienen la gloria de leer a Thiers,Felices a Midicos (52). chelet, a Cantú, a Luis Blanc, a Prescott, a No obstante la limitación de los medios Lamartine. Y los que pueden aprender en la financieros, técnicos y humanos de que dispo- ciencia de la economía cómo se resuelven los nía, la Universidad fue el centro de una activa problemas que surgen entre los pueblos y los vida intelectual. La costumbre de los certámenes gobiernos, que siempre son, o una cuestión de y las clausuras de estudios daban oportunidad libertades o una cuestión de impuestos. La hisa los profesores de ponerse en contacto con el toria comprueba -decía Samper- que las relacio-
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nes de la política se han resumido en una lucha entre el Estado, tratando de concentrar sus rentas y el individuo, tratando de defender su fortuna de la rapacidad del fisco. Felizmente-agrega-, para auxiliar al ciudadano han aparecido Ricardo, Smith, Malthus, Say, Bastiat y tantos otros (54). No podría entenderse el ambiente intelectual de la universidad en la época que estudiamos, sin hacer referencia a los Anales de la Universidad Nacional que representaron para la educación superior lo que la Escuela Normal para la enseñanza elemental y a lo que representarán los Anales de Instrucción Pública en las décadas de finales del siglo. Los Anales de la Universidad se publicaron desde 1869 hasta 1876. Fueron interrumpidos por la guerra civil de ese año. En sus páginas no sólo se informó sobre la vida interna de la institución sino sobre la política educativa y cultural del gobierno. Fueron también el órgano de difusión de las nuevas doctrinas pedagógicas, de las ciencias tanto naturales como culturales, de la filosofía y del movimiento educativo de Europa y América. Constituyen una fuente indispensable para el conocimiento de la vida intelectual y política del período. No todo era optimismo. Había también oposiciones y espíritus negativistas. En la clausura de estudios del Colegio del Espíritu Santo, quizá bajo el influjo de los resultados de la guerra civil del 76, Carlos Martínez Silva se lamentaba del estado de la cultura nacional y de la esterilidad de las nuevas generaciones: "Dejando aparte la traducción de Virgilio de don Miguel Antonio Caro, las Apuntaciones Críticas de Cuervo y la Gramática Latina de ambos, tres o cuatro libros en 20 años, ¿qué tenemos? ¿Podemos seguir repitiendo que vamos a la cabeza del movimiento intelectual de América del Sur?". Culpaba de todo ello al sistema de educación que impuso el radicalismo, al abandono del latín como base de los estudios de jurisprudencia y literatura, y "al aplebeyamiento que hemos dado en llamar democracia". "Hemos rechazado la aristocracia de la sangre y del saber, para quedarnos con la del dinero que cree que éste le basta y se aisla para defenderse en lugar de prepararse intelectualmente y tomar las riendas de la política". Probablemente se refería al marginamiento de las labores políticas de unos cuantos hidalgos sabaneros y al ascenso
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de los banqueros y comerciantes, a quienes invitaba a estudiar latín e historia romana para hacer mejor su papel de clase dirigente (55). La universidad bajo la Regeneración El primer gobierno de Rafael Núñez se inicia con un propósito de cambios en la organización universitaria. La ley 106 de 1880 dio autorizaciones al ejecutivo para modificar su régimen orgánico, y en uso de estas autorizaciones se dictó el decreto 167 de 1881. El decreto define la universidad como "Una institución de educación creada por la ley y sostenida con fondos nacionales, para dar pública y gratuitamente enseñanza secundaria y profesional". La componen las facultades y escuelas de jurisprudencia, ciencias naturales, medicina, filosofía y literatura. La Escuela de Ingeniería había sido convertida en Escuela Militar y de Ingeniería Civil y separada del conjunto universitario. La universidad se coloca bajo el control directo del poder ejecutivo y prácticamente se elimina todo elemento de autonomía. Comenzaba a perfilarse la tendencia que tomaría la política centralizadora e interventora que culminaría en la reforma constitucional del 86. En su informe de fin de año, el secretario de Instrucción Pública, Ricardo Becerra, decía a propósito dé la autonomía: "Si los que piden la forma autónoma para la universidad creen que esto le daría un mejor carácter y más firme estabilidad, cumple decirles que es bueno su propósito, pero que no es deseable. La universidad no podrá tener una vida que la que le da el gobierno, y por lo mismo, lejos de hacer de éste un simple patrono, como en el caso del proyecto, debiera consustanciarse más y más con él. La descentralización en asuntos de enseñanza es contraproducente, pues tiende a la desorganización y a la ruina. Debiera pensarse más bien en una completa regularización del ramo de la instrucción pública bajo el cuidado de un secretario de Estado y no en simples independencias efímeras" (56). El rector, los altos funcionarios y los profesores serían nombrados por el poder ejecutivo de ternas que presentaría el Consejo Académico. Este, que sustituía al Gran Consejo de la legislación anterior, estaba compuesto de 12 miembros nombrados por el gobierno nacional, inamovibles, "salvo en el caso de que alguno ellos fomente o participe en cualquier intento de trastornar el orden público, caso en el cual cesara
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automáticamente en sus funciones", según reza el artículo 12. Para el primer consejo fueron nombradas distinguidas personalidades liberales y conservadoras, ex presidentes, antiguos ministros y rectores de la universidad, educadores y escritores como Santiago Pérez, Manuel Ancízar, Salvador Camacho Roldán, Manuel Plata Azuero, José Ignacio Escobar, José Manuel Marroquín, Rufino J. Cuervo, Eustorgio Salgar, Carlos Martín y Eustacio Santamaría. Algunos artículos señalan la nueva orientación y el nuevo clima que se quería crear en la política educativa en general. Para ser miembro del Consejo Académico se requiere, además de "intachable conducta", no haber figurado por lo menos un año antes en ninguna tentativa de perturbar el orden público o en ninguna actividad que detuviere la aplicación de las leyes (art. 12). Y un curioso parágrafo del artículo 4, para el mismo efecto ordena "en igualdad de circunstancias preferir a los individuos que pertenezcan a una familia que se haya distinguido por su patriotismo en la época en que se conquistó la Independencia nacional". La nueva orientación en materia ideológica quedaba fijada en el artículo 26 en los siguientes términos: «Bien que la absoluta libertad de conciencia esté [sic] garantizada en Colombia, tanto por la Constitución nacional como por la de los Estados, esto no impide en manera alguna que el gobierno, respetando siempre la sana influencia de la familia, preste su debida atención a las creencias religiosas de los individuos que concurran a los establecimientos oficiales de instrucción pública» (57).
La misma norma indica que al matricular a sus hijos los padres deberán especificar qué confesión religiosa tienen y establece que se nombrarán profesores de materias religiosas conforme a las reglas que rigen para nombrar los profesores de la universidad. Es decir, por el poder ejecutivo. Un hecho importante de esta etapa fue la creación de la Escuela de Minas de Medellín por decreto del 25 de mayo de 1881. Como la universidad, la Escuela quedaría bajo el control directo del ejecutivo nacional. Los estudios durarían 4 años y su plan de enseñanza incluiría, además de matemáticas, materias de ingeniería, química, física, mineralogía, geología, metalurgia y economía política (58). El cambio político de 1886 afectó directamente la política educativa y la organización de la universidad. Núñez y Caro, las figuras centrales del movimiento de la Regeneración, estaban convencidos de que las orientaciones que el sistema educativo había tenido durante los gobiernos radicales eran una de las causas directas de la inestabilidad política y la desazón social que el país había vivido en las décadas anteriores. A esa convicción correspondió la reforma constitucional del 86 y la firma en 1887 de un nuevo Concordato con la Santa Sede que dieron a la Iglesia amplia intervención en la marcha de la educación pública. La universidad regresó al control directo del Estado, perdiendo no sólo su limitada autonomía sino su unidad académica. Cada una de las escuelas fue colocada bajo la dirección del ministerio correspondiente. En esa forma funcionaron sus diferentes facultades hasta que se produjo la reforma de 1935.
Notas 1. Codificación Nacional, vol. III, págs. 401-451.
7. "Decreto orgánico de instrucción pública", en Escuela Normal, núm. 1, enero 7 de 1871.
2. Gaceta de Colombia, septiembre 15 de 1822. 3. Santander, Mensaje al Congreso, 1826. 4. El Constitucional de Cundinamarca, núm. 220, diciembre 6 de 1835. 5. Mariano Ospina Rodríguez, Memoria del Ministro del Interior, 1844. 6. Aquileo Parra, Memorias 1825-1826, cit. por Evelin J. Goggin-Ahern, Development of Education in Colombia (1820-1850).
8. Loy Jane Meyer, "La educación durante la Federación. La reforma escolar de 1870", en Revista Colombiana de Educación, núm. 3, Bogotá, 1979, págs. 45 y ss. 9. Loy Jane Meyer, Modernization and Education Reform in Colombia (1863-1886), PHD Disertation University of Wisconsin, 1968. 10. Anales de Instrucción Pública, t. III, núm. 12, págs. 3 y ss.
Nueva Historia de Colombia. Vol.
248 11. Carlos Martínez Silva, "Revista Política", en Repertorio Colombiano, t. VIH, abril 12 de 1882, pág. 234. 12. Ivon Lebot, "Elementos para la historia de la educación en Colombia en el siglo XX", en Boletín Mensual de Estadística, núm. 249, Dane, Bogotá, 1975.
34. Samper, ob. cit., págs. 117 y ss. 35. íbídem, págs. 181 y ss. 36. Gaceta Oficial, núm. 1124, año 1850, págs. 233-234 37. íbídem, núm. y págs. cits.
13. Disposiciones legales en Lebot, ob. cit., págs. 146 y ss. 38. Codificación Nacional, ley del 22 de septiembre de 1867 14. Lebot, ob. cit., pág. 147
39. íbídem, arts. 2, 3, 6 y ss.
15. Lebot, ob. cit., Apéndice legislativo, págs. 146 y ss. 16. Codificación Nacional, vol. III, págs. 401-451.
40. Frank R. Safford, The Ideal of the Practical. Colombia's Struggle to Form a Technical Élite, Austin, 1975, pág 194.
17. Julio César García, "Antigüedad de las facultades universitarias", en Boletín de Historia y Antigüedades, vol. XXXVIII, pág. 541.
41. Anales de la Universidad Nacional, t.I, 1868, págs. 7-9. 42. Anales de la Universidad Nacional, t. III, 1870.
18. íbídem, págs. 541 y ss. 43. Anales de la Universidad Nacional, núm. 89, 1979. 19. Plan de Estudios, en Codificación, cit., vol. III. 20. Julio César García, ob. cit., págs. 541 y ss. 21. Ángel y Rufino J. Cuervo, Vida de don Rufino Cuervo y noticias de su época, vol. I, Bogotá, 1946, págs. 182 y ss. 22. Ángel y Rufino J. Cuervo, ob cit., pág. 182. 23. Miguel Urrutia, La educación y la economía colombiana, Bogotá, Edit. La Carreta, 1979, pág. 136. 24. Julio Hoenisberg, Santander, el clero y Bentham, Bogotá, 1940; Jaime Jaramillo Uribe, El pensamiento colombiano en el siglo XIX, 2a ed., Bogotá, Edit. Temis, 1974, págs. 341 y ss.
44. Informe del rector de la Universidad Nacional en Anales, t. I, núm. 5, pág. 431. 45. Anales, t. IV, núms. 22-23, págs. 291 y ss. 46. Miguel Antonio Caro, "El Estado docente", en Artículos y discursos, Bogotá, Librería Americana, 1888, págs. 360-361. 47. Cit. por Alvaro Holguín y Caro, en "Historia y política: a propósito de la administración Salgar", Revista Colombiana, núm. 106, 1938. 48. Ernest Roethlisberger, El Dorado, Bogotá, 1963, págs. 138-139. 49. Roethlisberger, ob. cit., pág. 40.
25. José Manuel Groot, Historia eclesiástica y civil de ¡a Nueva Granada, vol. V, Bogotá, 1953, págs. 59 y ss., 124 y ss. 26. Groot, op. cit., págs. 124-140. 27. Hoenisberg, ob. cit., págs. 164 y ss. 28. Groot, ob. cit., vol. V, págs. 552 y ss. 29. En Ángel y Rufino J. Cuervo, ob. cit., vol. II, pág. 96.
50. íbídem, pág 145. 51. Roethlisberger, ob. cit., pág. 145. 52. Anales de la Universidad Nacional, t. X, 1876, págs. 159 y ss. 53. Anales de la Universidad Nacional, t. VIII, núm. 61, 1873, pág. 94. 54. Anales, t. III, núm. 13, 1870, págs. 45 y ss.
30. Hoenisberg, ob. cit., pág. 252; Gustavo Arboleda, Historia contemporánea de Colombia, vol. I, Bogotá, 1918, pág. 269. 31. Ángel y Rufino J. Cuervo, ob. cit., vol. I, pág. 247; Gustavo Arboleda, ob. cit., vol. I, pág. 311.
55. Anales, t. I, núm. 3, 1869, pág. 377. 56. Carlos Martínez Silva, "La reforma de los estudios", en Repertorio Colombiano, t. III, 1879, págs. 341 y ss. 57. Anales de Instrucción Pública, t. I, pág. 280.
32. José María Samper, Historia de un alma, vol. I, Bogotá, 1946, págs. 117 y ss.
58. Anales de Instrucción Pública, t. II, núm. 7, págs. 3 y ss.
33. Codificación Nacional, vol. IV, ley 21 de 1842.
59. Anales de Instrucción Pública, t. II, núm. 10.
El proceso de la educación en la República (1830-1886)
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Nueva
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ZAPATA, RAMÓN: Dámaso Zapata y la reforma educacionista en Colombia, Bogotá, Editorial
El Gráfico, 1961.
Además de la prensa de los respectivos períodos, las revistas son de gran importancia para el estudio y comprensión de las corrientes de ideas educativas, filosóficas y políticas. Para las últimas décadas del siglo XIX, mencionamos especialmente las siguientes: Escuela Normal, Anales de la Universidad Nacional, Anales de Instrucción Pública, El Repertorio Colombiano, Revista de Instrucción Pública.
La arquitectura y el urbanismo en la época republicana, 1830-40/1930-35
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La arquitectura y el urbanismo en la época republicana, 1830-40/1930-35 Germán Téllez de una esquematización de los aportes de cada época histórica a la conformación de una fisonomía y una cultura arquitectónica y urbana en el país. El capítulo referente a la época republicana, en particular, aborda un tema que ha permanecido fuera del alcance del lector no especialiIntroducción zado. En efecto, en los medios culturales colombianos, los aspectos urbanísticos y arquitectóste capítulo sobre la arquitectura y el urba- nicos de la época republicana han sido sistemánismo en Colombia, luego del período co- ticamente ignorados. La historia política del pelonial, y hasta los años 30, ha sido elaborado ríodo cuenta ya una extensa bibliografía, y se específicamente para el lector no especializado. conocen y se aprecian la literatura y la poesía Como tal, supone simplificaciones y omisiones del mismo, pero apenas se comienza a redescuque son propias de textos cuya extensión es brir la artes plásticas y la arquitectura que le limitada, en aras de una claridad conceptual y corresponden como fenómenos válidos. una fácil referencia a su contenido. Los historiadores colombianos y extranjeNo se intentará en ellos una muy estricta ros que se han ocupado de la arquitectura y el organización cronológica, aunque en términos urbanismo en el país, han hecho extensos estugenerales sea necesario seguir los procesos his- dios del período colonial, y la época contempotóricos en su orden de aparición, especialmente ránea ha despertado no poco interés, y por conen lo referente a los últimos cuarenta años en siguiente, existen ya algunos análisis y monoel país. El período republicano, por su índole grafías en el conocimiento público. Pero la particular, no es susceptible de una explicación época que se ha llamado "republicana", se cohistórica coherente por "siglos" o "décadas", ni noce aún fragmentariamente, y sobre ella ha tampoco por clasificaciones estilísticas o tipo- pesado el lastre cultural de varias generaciones lógicas muy sistemáticas por lo que será tratado de desprecio y desdén por sus aportes arquitecen términos de corrientes generales derivadas tónicos. Se buscó minimizarla o ignorarla, por de fenómenos sociopolíticos y económicos. razones políticas o ideológicas que ya no pareNo se trata, en ninguno de los dos capítu- cen hoy muy valederas o muy científicas, olvilos, de un recuento arqueológico de ejemplos dando, entre otras cosas, que ese período fue remanentes o desaparecidos de arquitectura o justamente aquel en el cual se forjó el destino trazados urbanos, -lo cual corresponde a obras histórico y buena parte de la fisonomía del país especializadas de muy diferente carácter-, sino que hoy es el nuestro.
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La arquitectura no se presenta en secuencias o episodios repentinos o aislados. Fluye de modo muy continuado de un período a otro de la historia política, no coincidiendo a veces con esta última, y acompañándola rara vez de modo sinfónico. Cuando el período colonial termina en lo que va a ser luego territorio colombiano, sus expresiones arquitectónicas y su estructura urbana tendrán aún larga vida y profunda influencia en la nueva etapa política y social de la naciente colombianidad. Asimismo, al sobrevenir los eventos políticos en el país, y surgir fuera de él las nuevas ideas que renovarán totalmente la arquitectura y la fisonomía de las ciudades colombianas, serán necesarios largos años para que los últimos vestigios de las actitudes arquitectónicas "republicanas", den paso a lo "actual". No sería claro ni exacto hablar de una arquitectura "del siglo pasado" en Colombia, pues la Colonia pervade ampliamente toda la primera mitad de aquél, por una parte, y por otra, ya bien entrado el siglo xx, la arquitectura republicana sigue muy campante en campos y ciudades colombianos, cuando en Europa y en los Estados Unidos se está construyendo desde hace cuarenta o sesenta años la historia del gran cambio generado por el proceso político de la Revolución Industrial. Es bien claro que la etapa formativa del país tenía que buscar un determinado sistema de expresiones urbanas y arquitectónicas que correspondieran a sus ideales políticos y sociales, y de ahí surge la época republicana en las formas construidas. De igual modo, los episodios que conforman los últimos 40 a 50 años de historia nacional exigían una materialización de las necesidades creadas por un crecimiento y desarrollo extraordinarios, y de ello surge todo un nuevo sistema ideológico creador de una arquitectura a tono con la internacionalización cultural característica de nuestra época. Así, se ha dividido el tema en dos capítulos, en aras de la claridad conceptual y bibliográfica, aunque en la realidad la materia que trata sea una sola, ocurrida de modo ininterrumpido a través de los años, y traslapando de modo difuso sus límites cronológicos. Para el lector profano son necesarias algunas aclaraciones sobre el empleo de los términos "republicano" y "contemporáneo" para identificar determinados fenómenos urbanísticos o arquitectónicos. Tales términos, como muchos otros a lo largo y ancho de la historia de la
arquitectura tienen más sentido alusivo que lato Apelan más a la imaginación del lector que a los cánones de un absoluto rigor verbal. Su validez está referida a límites cronológicos no muy precisos, aunque ideológicamente nítidos. El comienzo del proceso de autogobierno de lo que hasta entonces había sido el Virreinato de la Nueva Granada, es para muchos en la tarde del 20 de julio de 1810, para otros a la caída del sol del 7 de agosto de 1819. Y para otros más, los hechos coincidentes de 1830 crean un cómodo límite cronológico. En ese año se disuelve la ilusión política y geográfica de la Gran Colombia, y aparece por lo tanto el espectro -al menos- de la futura nación colombiana. Y también en 1830 muere Bolívar, dejando presuntamente libre el campo para que la nueva nación establezca su propio rumbo histórico. Aunque van a pasar varias décadas para que el pueblo -ahora colombiano- abandone lenta -y parcialmente- las tradiciones arquitectónicas establecidas por el régimen colonial, es no menos cierto que entre 1830 y 1849 van a ser determinadas las bases políticas sobre las cuales el nuevo Estado va a lanzar la idea revolucionaria de un nuevo gusto oficial en materia de arquitectura, para vestir su proceder gubernamental. Al otro extremo del período, el límite cronológico es más fácilmente identificable. Coinciden otra vez los fenómenos de la historia política y económica. Entre 1929 y 30 estalla la crisis económica mundial que marca el final de toda una época en el mundo entero, y en 1930 cae en Colombia la hegemonía gubernamental del partido conservador. No será una coincidencia, eso sí, que los gobiernos liberales subsiguientes sean quienes se constituyan en principales importadores de las nuevas ideas urbanísticas y arquitectónicas que cambiarán la fisonomía del país. Para otros, más inclinados a observar la historia a través del prisma profesional, la verdadera fecha clave que marca el final de la época republicana y el comienzo de lo "contemporáneo" es la fundación, en 1936, de la primera escuela de arquitectura en el país, la de la Universidad Nacional. En 1930, o 36, la República sigue existiendo, es verdad, con alguno que otro traspié ocasional, lo que teóricamente restaría sentido al calificativo de "republicano" para la época inmediatamente anterior en arquitectura. Igual cosa ocurre con el término "renacimiento", o "neoclásico" o "barroco" cuando se les utiliza
La arquitectura y el urbanismo en la época republicana, 1830-40/1930-35
directamente ligados a una determinada etapa histórico-política. Se ha debatido en medios eruditos colombianos, de modo bizantino, la validez o propiedad del apelativo de "colonial" para la arquitectura del período de la dominación hispánica en tierras americanas, para preferir en última instancia su comodidad de uso por sobre sus hipotéticas inconveniencias de significado. Es de esperar que algo similar ocurra con el término de "arquitectura republicana". Por su parte, el término de "contemporáneo" para designar lo ocurrido durante los últimos 40 a 46 años se explica por sí mismo, y tiene la ventaja de ser transportable en el tiempo, puesto que al cabo de unas décadas más o menos será necesario otorgar un nombre -o apodo- a la etapa de 1930 a 1985, y proclamar "contemporáneo" lo ocurrido de allí en adelante. La comprensión integral de la etapa histórica formativa de la actual sociedad y Estado colombianos no es posible si se desdeña o ignora uno cualquiera de sus aspectos importantes. El urbanismo o la arquitectura producidos por un núcleo social en búsqueda de una identidad y un destino son vitales evidencias de su nivel cultural, de sus logros o aspiraciones, de sus fallas o sus virtudes, de su grandeza o su tontería. El debate histórico no es el que se podría plantear entre quienes piensan, como el escritor e historiador Enrique Caballero Escovar, que la época republicana fue simplemente una "larga noche de mal gusto" y quienes la aplauden sin reservas como redentora del "oscurantismo español" de la Colonia, sino el que tiende a determinar la real importancia fenomenológica de ciudades y edificaciones, no ya como "esperpentos" u obras de "ática belleza" sino como indicios o símbolos vitales en su época y trascendentes en las que vendrán. Orígenes históricos generales de la arquitectura y el urbanismo republicanos La edificación y el trazado de ciudades durante el período colonial se vio afectado por una política socioeconómica metropolitana y por el acontecer de la historia europea de los siglos XVI a XVIII. De igual manera, la época republicana en el país verá surgir factores históricos decisivamente influyentes en Europa y en los EE.UU. A partir de las guerras de independencía, será imposible para la nueva nación sustraerse a los vaivenes de la historia socioeconó-
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mica mundial, y tampoco su proceso cultural será ajeno a las influencias que la dependencia de España había mantenido a raya hasta entonces. El fenómeno internacional más importante de la época es lo que los historiadores han llamado la "Revolución Industrial". De ella dice Siegfried Giedion en su volumen Espacio, tiempo y arquitectura: "La Revolución Industrial, el abrupto aumento de la producción ocurrido durante el siglo XVIII por la introducción de la máquina y el sistema de las fábricas, cambió totalmente la apariencia del mundo, mucho más que la revolución social de Francia. Su efecto sobre el pensamiento y el sentir fue tan profundo que aún hoy no podemos estimar cuán profundamente ha penetrado en la naturaleza misma del hombre, y qué grandes cambios ha provocado en ella. Ciertamente, nadie ha escapado a sus efectos, pues la Revolución Industrial no fue una alteración política, necesariamente limitada en sus efectos. Por el contrario, tomó posesión por entero del hombre y su mundo. Además, las revoluciones políticas se aquietan, luego de cierto tiempo, y se tornan nuevo equilibrio social, pero el equilibrio que perdió la vida humana con la llegada de la Revolución Industrial no ha sido recobrado aún. La destrucción de la calma interior y la seguridad del hombre ha continuado siendo el más conspicuo efecto de la Revolución Industrial. El individuo cae bajo la marcha implacable de la producción, y es devorado por ella". Luego de un período de gestación durante la segunda mitad del siglo XVIII, en las primeras décadas del XIX se desata sobre el mundo entero una oleada de expansión colonial sin precedentes en la historia, respaldada por una tecnología más y más avanzada y una ideología política cada vez más atada a las nociones de explotación sin tasa ni medida. El uso del vapor como medio de locomoción, el perfeccionamiento de la metalurgia, el desarrollo de la producción de armas y máquinas de muy diverso uso coincide con una agudización de las nociones de poder político y económico que nunca antes había sido posible instrumentar. La utopía y la realidad perdieron sus precisas fronteras durante la primera mitad del siglo XIX, con el auge de la aventura en el descubrimiento de lo que faltaba por saber del planeta, la aventura de la invención transformadora de la realidad, o la aventura del supremo dominio político. El caso latinoamericano se puede tomar en bloque como un campo
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fértil para la práctica de las nuevas tendencias históricas, y éstas tendrán en efecto, consecuencias profundas sobre las naciones en formación luego del desmembramiento de los imperios coloniales español y portugués. La maquinaria industrial, los ferrocarriles, el telégrafo se tornarán hitos históricos, dondequiera que lleguen, durante el siglo XIX. Junto con ellos aparecerán nuevos materiales de construcción, tales como el hierro, el acero, el hormigón o concreto reforzado, y una plétora de nuevas técnicas destinadas a cambiar para siempre el ámbito socioeconómico del desarrollo urbano y el rostro de la arquitectura. Pero, desde luego, no sería lo mismo el impacto de esos nuevos factores en países de muy larga historia y profunda sedimentación tradicional que en las regiones latinoamericanas. Estas presentaban características sui generis que las hacían mucho más susceptibles a las consecuencias de la implantación del nuevo mundo ideológico y económico surgido en Europa y en los Estados Unidos. Latinoamérica fue vista desde el comienzo de su proceso de emancipación política como un mercado potencial para la nueva producción europea y norteamericana. Su capacidad de absorción de esa nueva producción sólo fue comparable a la que ofreció para la captación de nuevos elementos formativos de una cultura o un ideario político. Se importaron con igual presteza y desparpajo constituciones, locomotoras, decoración arquitectónica, armas o modas en el vestir. El esquema funcional socioeconómico del Imperio Hispánico desapareció muy rápidamente, en favor de una muy caótica etapa formativa, profundamente afectada por la nueva realidad histórica internacional. El desarrollo tecnológico del final del siglo y comienzos del XIX va de brazo con el acontecer político de la misma época en Colombia y fuera de ella. El muy largo relato de las guerras civiles colombianas tiene como protagonistas, aparte de los personajes destacados por la historia política, a la sucesiva aparición de las armas de fuego cada vez más eficientes, los barcos de vapor, la artillería moderna, el telégrafo y por último, las máquinas productoras de municiones, de papel moneda y de pasquines para alimentar la pasión partidista. No existe prácticamente ningún resquicio de la vida nacional del siglo pasado que no se vea dominado o afectado por la presencia de la tecnología y la imposición de un sistema socioeconómico cada
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vez más ominoso. Ninguna idea política rechazó la nueva producción o buscó imponerle cortapisas. Ninguna clase social logró sustraerse a su presencia o sus efectos. Así, el sedentario mundo urbano y rural de la Colonia se vio brutalmente alterado por influencias que ni conocía ni lograría jamás integrar satisfactoriamente. Tanto el desarrollo tecnológico como el proceso de la historia política colombiana coincidieron en buscar la comunicación o la unificación de un territorio que los azares de la geografía y la evolución del antiguo Imperio Español les impusieron como lote de terreno disponible. La tecnología del siglo XIX afrontó las titánicas dificultades de lo que ahora era el territorio nacional con un entusiasmo teórico abiertamente desproporcionado a sus posibilidades físicas, y se vio respaldada en su utópica tarea por idearios políticos plenos de ilusiones y de sueños, cuando no de intenciones poco claras, o poco caritativas con quienes no los compartieran. Era inevitable, que durante las cuatro últimas décadas del siglo XIX coincidieran los campos de acción del imperialismo comercial con los de las influencias culturales. El urbanismo y la arquitectura son actividades que se prestan de modo particular para la combinación anterior, puesto que sus rasgos históricos han estado casi siempre definidos por ella. En Colombia, la tendencia política a volver la espalda a España -cosa lógica- para buscar en la obvia fuente de inspiración de Francia o Inglaterra se vio complementada por una primera etapa de influencia comercial inglesa, y luego casi totalmente francesa. Junto con las mercancías francesas de toda índole vendrían los materiales, las técnicas y los arquitectos que estarán en primera fila de la historia de la época republicana en la joven Colombia. París se convertiría, para la nueva oligarquía colombiana, en la versión visitable del paraíso terrenal, y en el punto focal de su ideario cultural. Del provincialismo a la española, en treinta o cuarenta años se pasó, como nación entera, al provincianismo a la francesa, y un poco, a la inglesa. El siglo XIX se ve marcado por el rápido ascenso de los Estados Unidos a la categoría de potencia económica primero, y militar luego. La capacidad industrial y comercial de esta nueva Europa establecida en América es uno de los fenómenos menos comprendidos de la historia reciente, pero sea como fuere, ella pasa a disputar a las viejas potencias imperiales euro-
La arquitectura y el urbanismo en ¡a época republicana, 1830-40/1930-35
peas los mercados mundiales y, en especial, el de Latinoamérica. El destino histórico, cruel e irónico con la nueva nación colombiana, la enfrentó a poco andar, ya al final del siglo pasado, con el joven gigante norteamericano, con ocasión de la separación de Panamá y la apertura del canal. La influencia norteamericana en los destinos colombianos no requiere explicación detallada aquí, aparte de registrarla como hecho histórico de primera importancia, pero sí se puede señalar que de los Estados Unidos vino al país toda una gama de influencias indirectas que tocaron la cultura arquitectónica de la República. También los Estados Unidos miraban a Francia y a Inglaterra como fuentes de inspiración cultural, arquitectónica y de otros géneros, por lo que era inevitable que muchas versiones norteamericanizadas de las ideas en boga en Francia llegaran a Colombia y a otros países latinoamericanos. Cuando al finalizar el siglo XIX, tanto el gobierno como los intereses económicos norteamericanos decidieron que el Mar Caribe era un lago estadounidense, sus riberas se poblaron de una arquitectura tropical en parte basada en la que el Imperio Británico había establecido para sus dominios asiáticos y africanos, pero multiplicada gracias al advenimiento de la nueva tecnología repetitiva. No es accidental que se conserve en Colombia un exacto ejemplar de esta nueva arquitectura colonial como monumento nacional en Cartagena de Indias: la casa del presidente Rafael Núñez en el barrio de El Cabrero. El acceso a la historia mundial de Italia y Alemania como naciones recién constituidas en la segunda mitad del siglo XIX, trajo a Colombia alguna influyente inmigración, por una parte, y la introducción de un repertorio arquitectónico al gusto de esos nuevos llegados al país, con lo cual se iba a sazonar -y hacer más confuso- el sabor ecléctico de la construcción republicana. Ya bien entrado el siglo xx en muchas ciudades colombianas la sensibilidad de artistas y arquitectos italianos o formados en Italia, se haría sentir, diluyendo un tanto la influencia francesa, y, por último, la especial actitud estética alemana vendría a estar presente aquí y allá en el medí© urbano colombiano. Nada de ello fue gratuito, ni inauténtico, ni diferente en principio de lo ocurrido en el resto de Latinoamérica. No se dio en Colombia el radical fenómeno de un Imperio Austro-francés, como en el caso de México, bajo Maximiliano, pero a nivel provin-
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ciano se tuvo siempre una incancelable admiración por "lo francés". Se aceptaron los inmigrantes europeos, y con ellos su gusto y capacidad para producir arquitectura, dentro de la nueva sociedad burguesa colombiana, sin cuestionar nunca la validez de esa aceptación. La respuesta latinoamericana al vasto fenómeno migratorio europeo provocado por la historia política europea del siglo XIX fue tolerante y elástica, por no decir cordial. Y de esa amplitud ideológica se derivaron mutuos beneficios y se aprendieron lecciones que, al paso de las décadas, les darían toda una nueva fisonomía a muchas ciudades latinoamericanas. Las formas construidas ya no eran tan metropolitanas como muchos pretenden que lo son. El fenómeno de provincianización de la arquitectura estuvo siempre presente para darles cierto sabor local. Al terminar el siglo pasado y comenzar el presente, era claro que la relación histórica entre los fenómenos socioeconómicos internacionales y colombianos era cada vez más estrecha. Los episodios conducentes a la separación de Panamá son el ejemplo más conocido de esto, pero no son los únicos. La construcción de ferrocarriles, la explotación de petróleo, de banano en las orillas del Caribe, la fluctuación del poder adquisitivo de la moneda colombiana en el exterior no eran ya fenómenos con causas puramente locales, sino que obedecían al vaivén de intereses internacionales. De igual modo se podría decir que el desarrollo urbano colombiano de la época va directamente ligado a esos fenómenos económicos. Así, por ejemplo, Barranquilla y Santa Marta crecen al influjo de la navegación a vapor por el Caribe y del comercio acrecentado con los Estados Unidos, como Cartagena lo había hecho en la época colonial. Como resultado de lo anterior, tanto el trazado urbano como la arquitectura de finales del siglo XIX y comienzos del xx difiere de una ciudad a otra. La primera Guerra Mundial tiene efectos de todo orden en la vida colombiana. Entre otros, genera una nueva oleada inmigratoria en la inmediata postguerra, como consecuencia del desangre económico que supuso la gran contienda europea. El efecto del gusto y capacidad de asimilación cultural de las clases medias que se dirigieron principalmente a Latinoamérica, y a Colombia en particular, es más apreciable en la arquitectura doméstica de la época de lo que generalmente se quiere admitir. Aparte de ello, y como fenómeno colateral, cabe señalar que
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el primer gran golpe al monolítico gusto ecléctico que llevaba ya más de medio siglo imperando en Europa, en todos los órdenes y géneros de la estética, desde la música a la poesía, y desde la zarzuela hasta la arquitectura, lo dio la Primera Guerra Mundial. Nada sería igual una vez terminada ésta. Todos los sistemas de valores y significados socioeconómicos o artísticos estaban cuestionados, o gravemente afectados. Se abrían así las puertas a todas las actitudes y todas las rebeldías. La aparente bonanza mundial de los últimos años de la segunda década del presente siglo se reflejó en un renovado ímpetu constructor en Colombia, tanto en las instituciones como en la arquitectura. Por ello, la mayor parte de las edificaciones de todo género, clasificables como "republicanas", que sobreviven actualmente, datan de esa época, aunque no falten las pertenecientes a décadas anteriores. La razón obvia de que se construyó más en el país entre 1919 y 1930 no lo sería tanto si internacionalmente no se hubieran presentado circunstancias favorables para ello, en particular el auge del comercio importador de materiales y técnicas de construcción. Pero el golpe final a la época vino a corto plazo. No es el caso de analizar aquí las debilidades de la economía colombiana de la época, pero sí cabe señalar que la crisis depresiva de la economía mundial a partir de los últimos meses de 1929 generó un estancamiento económico gradual en el país. Cuando la economía nacional se repone en suficiente grado para reanudar las tareas de construcción y urbanismo al nivel cuantitativo de la época de 1925-29, ya están bien entrados los años 30. La arquitectura entonces llamada "moderna" ha hecho su aparición y los designios políticos y económicos nuevos se apartan de las ideologías y las sensibilidades que crearon y aceptaron las formas construidas "republicanas". En el breve lapso de no más de ocho años la arquitectura republicana es relegada en la conciencia nacional a una obsolescencia estética casi total y a un abandono físico fuertemente ayudado por los avalares de la más reciente historia colombiana. Historia política e historia de la arquitectura en la época republicana La historia de la arquitectura y del urbanismo es, esencialmente, una faceta del conjunto que conforma la historia social. Un grupo
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humano construye para suplir sus necesidades y sus ideales, y crear además, una imagen de sí mismos, como individuos y como núcleo social. Al paso del tiempo, entrega a la posteridad formas construidas que, si sobreviven, estarán llamadas a desempeñar funciones sociales diversas y obtener significados o simbolismos diferentes acaso de aquellos que originalmente les fueron asignados. Todo gesto y toda idea política son susceptibles de engendrar formas construidas. Ejecutadas éstas, su existencia real puede tener una relación directa y explícita con las ideas que la engendraron, o bien puede aparentar una total abstracción de éstas. En ambos casos subsiste un nexo general histórico entre lo político y el proceso técnico de creación arquitectónica o de implementación urbanística. Aun para el observador profano, la arquitectura colonial ofrece un sistema de valores, significados y rasgos utilitarios muy claramente relacionados con una idea general que se tiene de la índole sociopolítica de la época. Pero el período republicano es bastante más difuso en ese aspecto. Es mucho más difícil establecer una correlación causal entre una edificación republicana y la idea general histórica de la época que le dio su razón de ser. Por una parte, el repertorio formal republicano es más extenso, de origen menos claro o ignoto, y los designios políticos y sociales que lo trajeron a cuento tampoco son fáciles de resumir en una sola idea dominante, como en el caso del régimen colonial. Tanto el siglo XIX como lo que va corrido del xx han sido objeto de análisis histórico general en otros capítulos de la presente obra, así como en numerosas monografías o ensayos de variada índole, por lo que sería redundante volver sobre el tema de modo diferente a su directa influencia sobre la arquitectura y el urbanismo. Un examen panorámico del período en cuestión mostraría en primera instancia que la notoria inestabilidad política de nuestro siglo XIX lo haría poco propicio para las tareas de construcción o fundación de ciudades. Jorge Holguín, escribe en 1908: «...durante el resto del siglo (a partir de 1824), se dieron 8 guerras civiles generales, 14 guerras civiles locales, 2 guerras internacionales con el Ecuador, 3 golpes de cuartel; para rematar el convulsionado siglo en la Guerra de los Mil Días» (1).
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Habría que sumar a tan sombrío recuento el inevitable empobrecimiento rural y urbano de muchas regiones azotadas por el flagelo del combate y el saqueo, y el efecto socioeconómico retardante que implica la recuperación regional o nacional luego de un esfuerzo bélico. Si se tiene en cuenta que la economía colombiana del siglo pasado fue escasamente exportadora, y en cambio asumió deudas privadas y públicas comparativamente enormes, cabe preguntar cómo fue posible que se fundaran y subsistieran cerca de trescientas ciudades, pueblos y aldeas nuevos, en menos de setenta y cinco años, y cómo es notable aún, pese a la destrucción masiva reciente, la presencia de la arquitectura republicana en pueblos y ciudades colombianos de uno a otro confín del territorio nacional. Ello se entiende si se admite que no siempre la explicación históricopolítica abarca o coincide con la explicación histórico-arquitectónica. Los pueblos construyen y fundan luchando contra su propio destino, por aciago que éste pueda ser, enfrentando el hambre y la muerte con la presencia de las formas construidas. A veces, la mano que desenfunda el revólver o empuña el rifle, es también la que destapa las primeras piedras o firma el decreto ordenando la construcción. La historia política de la época incluye más de un gobernante combatiente e impulsador de la arquitectura simultáneamente, y vastos grupos de colombianos que retoman la plomada y el palustre al dejar de lado el rifle o el machete. Tomás Cipriano de Mosquera pertenece justamente a ese género de figuras en nuestra historia. Su carrera como militar, o como político ha opacado en gran medida su importancia como promotor de acciones urbanísticas y arquitectónicas. Con su primer mandato se reabre la navegación por el río Magdalena, vía por la cual llegarán al interior del país las influencias, los materiales y las técnicas para mucha de la arquitectura del período. A partir de 1845 esa navegación hará revivir las aldeas ribereñas de origen colonial, transformándolas en pueblos o ciudades gradualmente, y surgirán en el camino fluvial nuevas fundaciones republicanas. Según la inclinación política de los historiadores colombianos, uno de los actos más polémicos de Mosquera, el decreto de desamortización de bienes de manos muertas, de 1861, es uno de sus más desastrosos momentos, o un indiscutible acierto. Su efecto más relevante para el presente tema se refiere a le entrega al
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Estado de los edificios de propiedad religiosa distintos de los templos parroquiales y algunos otros en todo el país. De un golpe, la República resolvía así no pocas apremiantes necesidades. En muchas ciudades colombianas los conventos, colegios y hospitales de religiosos, de época colonial, pasarían a ser cuarteles del ejército o la policía, hospitales estatales o privados, asilos de locos, oficinas oficiales, cárceles, bodegas o depósitos, fábricas de licores y otros destinos similares. Era obvio que la miseria presupuestal republicana no permitía por aquel tiempo emprender construcciones para alojar esas funciones nuevas o antiguas, de modo que, desde el punto de vista de una muy estricta pragmática, resultó acertado el gesto de Mosquera. Los efectos del uso prolongado para las funciones enumeradas anteriormente sobre las edificaciones coloniales en cuestión es otra cosa, desde luego, teniendo en cuenta que en 1861 no se pensaba que tan prácticos edificios formaran parte de algo denominado "patrimonio histórico", y que en 1970 es fácil atribuir al decreto mencionado la categoría de acto supremo de lo que algunos llaman "el vandalismo político del siglo XIX". El efecto físico más notable de la radical solución mosquerista a las necesidades arquitectónicas de la República fue relegar para ya bien entrado el siglo xx la construcción de edificios públicos que suplieran las demandas que ya habían desbordado la capacidad de los vetustos conventos coloniales. De modo indirecto, Mosquera es también creador de nuevos géneros arquitectónicos en el país. Al igual que muchos otros gobernantes del mundo entero, en su época, sueña el sueño supremo de los ferrocarriles. El progreso se sintetiza en esa doble cinta metálica que une continentes y trepa por las cordilleras andinas. La tecnología del siglo XIX le ha dado a la época el medio de comunicación capaz de encender el fuego de la ilusión del poder económico y político unidos en uno solo. No le será dado al ilustre payanés ver realizado su ideal de un país de fabulosa geografía enlazado por vías férreas, pero de su voluntad inicial de gobernante se deriva en gran parte un género arquitectónico nuevo en la historia del país: estaciones para tomar el tren, hoteles de veraneo al lado de la vía férrea, bodegas, depósitos, arquitectura industrial adyacente a los rieles. El más brillante momento de Mosquera es, desde luego, su decisión de albergar el cuerpo
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legislativo de la nueva nación, dentro de un edificio cuyo sentido simbólico y cuyo lenguaje arquitectónico marca un hito decisivo en la historia de la arquitectura en Colombia. En 1846 se ordena la construcción de lo que será el Capitolio Nacional. No verá tampoco Mosquera de su idea más que unas pocas hiladas de piedra en un lote en el costado sur de la Plaza de Bolívar de Bogotá, y cuando el Capitolio Nacional llegue -incompleto- a un punto en el que ya nadie estará dispuesto a continuarlo, la veleidosa historia política colombiana lo habrá relegado a la categoría de objeto de arte curioso. En la conciencia cultural colombiana, Tomás Cipriano de Mosquera merece un lugar bastante más amplio del que generalmente se le otorga. En el contexto de su época, haber propiciado un edificio tan sensacionalmente diferente de todo lo que existía, capaz por sí solo de dar un viraje al gusto oficial arquitectónico en el país, parece extraordinario. Al garete de la historia política colombiana del siglo pasado, aparecen aquí y allá actos y decisiones que, al menos en teoría, habrían de tener influencia sobre los géneros arquitectónicos. En 1863, en la Constitución de Rionegro, se incluye el mandato legal que imposibilita a las comunidades religiosas para adquirir bienes raíces. Mal que bien, en la sucesión aleatoria de gobiernos afectos a las creencias religiosas católicas o violentamente opuestos a ellas, las prohibiciones -y subsiguientes suspensiones de las mismas- del género citado retardan en gran medida la aparición de la arquitectura que lógicamente debiera haber sucedido a la colonial en materia de edificios educativos y hospitalarios. Un efecto colateral de todo esto, pero decisivo para la conformación de la fisonomía urbana de pueblos y aldeas colombianos en la época, es el de polarizar los esfuerzos constructivos del clero colombiano hacia el género sobre el cual no pesaron las prohibiciones en tan grande medida: las enormes iglesias neogóticas invaden en pocos lustros el territorio nacional, desde el Santuario de las Lajas hasta Riohacha. A más rigurosas posturas políticas anticlericales, más grandes y más fantasiosas iglesias pueblerinas, parece ser la cuestión nacional. Los gobiernos y las guerras civiles, así como las sucesivas reformas constitucionales se desgranan a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX. Las tradiciones técnicas de la construcción, y los artesanos capaces de continuarlas
van desapareciendo en los combates, en la miseria subsiguiente a éstos, en las forzadas migraciones, en la fluctuación de las clases sociales y su papel en la nueva estructura política del país en gestación. Con ello desaparece también por consiguiente, el nivel cualitativo general qué distingue la arquitectura colonial neogranadina En su lugar surgen los nuevos géneros arquitectónicos para los cuales habrá que improvisar tanto las técnicas como las gentes llamadas a ejecutarlas. En 1868-69 el general Santos Acosta podía contar entre los documentos firmados como gobernante, el que ordenaba establecer la Universidad Nacional. Fiel reflejo de lo que el país requería entonces en materia de profesionales esa fundación se hace con las facultades de derecho, medicina, ciencias naturales, ingeniería, artes y oficios, literatura y filosofía. Obviamente, el desarrollo del país no exigía arquitectos, y por ello, tardaría 67 años más en aparecer, como tardía adición académica, y de modo autónomo la facultad de arquitectura de la universidad estatal colombiana. El supuesto teórico era que los ingenieros, y los constructores empíricos, cada cual por su lado, podrían cumplir las tareas exigidas por la nueva repúbica entre guerra civil y guerra civil. Para una labor impropia de ingenieros y superior a las aptitudes de los constructores locales, eso sí, como la del Capitolio Nacional, había sido necesario importar el correspondiente arquitecto, Tomás Reed. Cuando por decreto del presidente Eustorgio Salgar se crean y organizan las escuelas normales en todo el país, en 1870 a 72, aparece otro género arquitectónico nuevo, que por lo tardío de su creación, ya no se puede albergar en los conventos coloniales adscritos al Estado colombiano por la voluntad de Tomás Cipriano de Mosquera. Mal que bien se inicia una lenta labor de construir algo que nadie había imaginado hasta entonces, y será muy característico del país que seis décadas después aún se estaba trabajando para terminar las edificaciones con destino a las escuelas normales ordenadas en el siglo XIX. Salgar, como Manuel Murillo Toro, y Aquileo Parra, entre sus sucesores, asisten como presidentes a la gran época de la aparición en firme de los ferrocarriles en el país, entre 1868 y 1876. De esa época datan las primeras estaciones de ferrocarril, improvisadas las más de las veces, y las "casas del telégrafo", de humilde y abigarrada arquitectura pero muy sig-
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nificativas como hitos urbanos de lo que entonces se tomaba por el colmo del progreso. Pero la historia de la arquitectura republicana es un proceso que ocurre en cámara lenta. En 1876 el presidente Parra firma el contrato para el diseño y construcción del puente ferrocarrilero sobre el río Magdalena en Girardot. Y ya bien entrada la segunda década del siglo xx se termina la obra. (Cabe anotar para el lector no especializado que, si bien los puentes pertenecen como hechos técnicos al reino de la ingeniería, como actos de dominio y control del espacio, así como hechos estéticos, se suman a los géneros arquitectónicos). Con el segundo gobierno de Rafael Núñez, en 1886, se puede decir, en cierto modo, que se funda la primera escuela de arquitectura en el país, con el decreto creador de la Escuela Nacional de Bellas Artes, la cual, a semejanza de su predecesora francesa (en el siglo XVII) incluyó la arquitectura dentro del pénsum de estudios. Eso sí, no fue posible dictar más que una mínima parte del programa capaz de formar verdaderos arquitectos... La figura más importante, ya entrado el siglo xx, para la historia nacional de la arquitectura republicana, es sin duda el general Rafael Reyes. Su gobierno, entre 1904 y 1909 ha sido estudiado extensamente por los historiadores colombianos, que coinciden en señalar su importancia en razón del decisivo impulso socioeconómico e institucional dado a todo el país, y la recuperación de éste de los efectos retardantes y negativos de la Guerra de los Mil Días. Sus actos de gobierno incluyeron la creación del Ministerio de Obras Públicas, con lo cual se organizaba por primera vez de modo claro en el país una entidad capaz de diseñar y construir, aparte de carreteras y puentes, los edificios oficiales requeridos por la expansión burocrática de las funciones gubernamentales. Las consecuencias arquitectónicas de esto fueron vastas, pues a partir de esa época comenzaron a surgir en todas las regiones del país las gobernaciones departamentales, los edificios nacionales de diverso uso, los mercados públicos, las universidades estatales, las estaciones de ferrocarril y muchas otras construcciones que de un modo u otro eran responsabilidad del gobierno. Sólo entonces se hizo patente el enorme atraso de la Nación en materia de disponibilidad edilicia, y el país emprendió la dura tarea de construir en
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menos de 25 años, todo lo que había dejado de hacer en algo más de ochenta. La significativa labor de Reyes no se limita a la acción gubernamental intrépida. Su estadía en Francia y una obvia simpatía por la cultura francesa se aunaron en él a un consciente deseo de poner al día la provinciana arquitectura colombiana. Así, durante su gobierno, se le dieron algunos trabajos arquitectónicos importantes a Gastón Lelarge, una presencia decisiva en su época en nuestro medio, y tras él vinieron otros que ampliaron el radio de acción de la nueva elegancia burguesa llegada de París. El efecto logrado fue extraordinario, dentro de la quietud aldeana de las ciudades colombianas. Se estaba ante una sensibilidad y unas opciones estéticas sin precedentes locales, y esto permitió la implantación fácil de una arquitectura de casas y edificios que dejó huellas profundas y formó un cierto nivel de gusto entre quienes podían pagar los servicios de profesionales de la arquitectura de muy novedoso cuño. Los gobernantes que suceden a Reyes no omiten encargar nuevos trabajos a Lelarge y a otros arquitectos extranjeros y colombianos, ante la obvia comprobación de que le faltaba al país toda clase de edificios públicos, desde un palacio presidencial, hasta hospitales, cuarteles, teatros o mercados públicos. Don José Vicente Concha podría jactarse de haber "terminado" el Capitolio Nacional, gracias a un esfuerzo poco usual en el país, en materia de gasto público y derroche de talento arquitectónico. Aunque tal terminación es bastante relativa, su gobierno y los subsiguientes tendrán, cada vez más frecuentemente, la satisfacción incomparable de inaugurar uno tras otro edificio público, para goce de presidentes y arquitectos, ya muy ligados entre sí para la historia colombiana. Si a Reyes le corresponde el mérito de haber iniciado de modo firme el mecenato arquitectónico oficial en el país, a sus sucesores en el solio presidencial se les podría asignar el rasgo histórico de haber continuado la tradición nacional del arquitecto de cabecera para el presidente, para el partido político, para el clero, para la clase social alta. Con unos cien años de retardo, la moderna relación entre grupo social y arquitecto llegaba así a Colombia. La segunda mitad del siglo XIX y buena parte del xx se ve señalada, en la historia colombiana, por fenómenos socioeconómicos que aparentemente escapan a la corriente general de la
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época, o a su clima político. Con ellos se da fe de la insólita capacidad del pueblo colombiano para emprender la fundación y construcción de pueblos y ciudades aun bajo las circunstancias políticas y económicas más inciertas o desfavorables. La minería y el cultivo del café dieron una base para lo que los historiadores han llamado la colonización antioqueña del interior del país. La asombrosa dinámica de los núcleos sociales de la región antioqueña les permitió extenderse y propiciar la fundación de más de 140 ciudades y pueblos diseminados por los departamentos de Antioquia, Caldas, Risaralda, Quindío, Valle del Cauca, Chocó y el Tolima. Con ello aparece una historia urbanística y arquitectónica dentro de otra historia, en ocasiones a contramarcha de esta última. Y en una serie de actos de índole netamente "republicana" crearon un repertorio propio de versiones de arquitectura anónima popular para la hechura de todo cuanto iba desde la casa de campo hasta las plazas principales de pueblos y ciudades. No había para este movimiento de masas y voluntades los necesarios precedentes coloniales, por la elemental razón de que las motivaciones socioeconómicas que lo generaron eran de reciente data, por una parte, y por otra, dentro del rígido esquema administrativo colonial no habría sido posible acomodar razonablemente dicho fenómeno. No se decretó oficialmente ese proceso migratorio y urbanizador, ni se dictaron pautas arquitectónicas para su hábitat, pero la eficacia y lógica de las formas urbanas y arquitectónicas surgidas de esa colonización interior del país le otorgan un destacado lugar en la historia del período. En 1921 la balanza histórica se inclina, al menos oficialmente, hacia las clases sociales bajas, en materia de urbanismo y de arquitectura. El gobierno de Marco Fidel Suárez, emite una ordenanza para la construcción de barrios de "casas higiénicas" para obreros. Es el primer reconocimiento público del apremiante problema creado por las barriadas miserables que ya bordean la capital del país y no pocas de las capitales departamentales. Durante todo el siglo XIX y lo que iba del xx, se ignoró en el país -al igual que en Europa durante el ímpetu máximo de la Revolución Industrial- que la miseria no tiene historia, y que su estilo es el que le dicta la lucha por la supervivencia. De esa ordenanza surgieron algunos intentos subsiguientes de "barrios obreros" en Bogotá y Medellín, muy
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limitados en área y número de viviendas, pero cabe suponer que fueron gotas de agua en el mar de la especulación ya rampante en esa época. Los barrios ingratos destinados a albergar las clases medias bajas se desarrollaban entonces en el país a toda marcha, como para recuperar el tiempo perdido, y al borde de ellos se acumulaba el fenómeno de la marginalidad social y urbana, como presagio para el futuro. El final del período "republicano" coincide con la crisis económica mundial iniciada a mediados de 1929, marcada en Colombia por la caída de los gobiernos conservadores y el ascenso al poder del presidente liberal Enrique Olaya Herrera. Formalmente ese final es bien identificable, al menos en la arquitectura oficial, puesto que, en parte por coincidencia cronológica y en parte por inclinación ideológica modernizante, los gobiernos liberales abrirían la puerta a un nuevo lenguaje arquitectónico y urbanístico, y a un nuevo clima para el ejercicio profesional en el país. El historicismo complaciente, que pervadía toda la arquitectura oficial de comienzos del siglo xx en el país era ya arcaizante, y de imposible renovación o refinamiento. Había dado todo de sí y sólo le restaba pasar a la historia. La gran burguesía colombiana, surgida a la luz de la riqueza comercial acumulada gradualmente al paso del siglo XIX, a su vez, estaba pronta a dejar el gusto "a lo francés" por cualquiera otra cosa que sus arquitectos, ahora formados en Colombia, le ofrecieran, sin apreciables resistencias ideológicas, dado su muy atenuado nivel cultural en lo que a las formas construidas se refiere. El golpe económico de 192930, bastaría para hacer tabla rasa de todo un repertorio formal, para que la oligarquía colombiana pasara, en arquitectura, de estar atrasada setenta años, a estarlo apenas veinte o veinticinco. Por contradictorio que parezca, ese retardo cronológico con respecto a las fuentes de origen de la moda arquitectónica es, en cierto modo, coherente con la esencia del período tratado. La historia política del siglo XIX colombiano impidió, a base de guerras civiles y variados tanteos ideológicos, un desarrollo más rápido o más armónico de las ciudades y su arquitectura, dejando siempre para "más tarde" la tarea de otorgar un marco construido a la existencia. Cuando pudo o quiso ocuparse de esos trabajos, se vio obligada a buscar su inspiración formal
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o simbológica en un repertorio creativo débil y confuso, que era todo cuanto el siglo XIX europeo ofrecía. Un historicismo confuso, que acumulaba todos los residuos de seis o más siglos pasados de arquitectura, masificado mediante los procesos industriales de producción repetitiva era lo que se ofrecía para la exportación a países latinoamericanos empobrecidos por las luchas internas e incapaces, por razones culturales, de crear su propio lenguaje arquitectónico. Lo que el período tiene de auténtico y meritorio fue la tarea de adaptar a las realidades locales ese repertorio arquitectónico exótico y novedoso. Y así fue: la resonante retórica de la oratoria política, el tono lírico de los poetas, la prosa de los novelistas, la altisonante pretensión de la arquitectura de la época republicana, son otras tantas caras de su polifacético devenir, pero no se pueden valorar históricamente de modo aislado. Tienen sentido solamente si se observan —y respetan- en conjunto. Urbanismo republicano El fenómeno político de las guerras de emancipación no tuvo un efecto físico o fisionómico inmediato sobre las ciudades y pueblos neogranadinos. Así como la independencia con respecto a la monarquía hispánica dejó intactas por mucho tiempo más gran parte de las instituciones y estructuras socioeconómicas y jurídicas en lo que hasta entonces habían sido las colonias, de igual manera existió una considerable continuidad en el aspecto y funcionamiento de los núcleos urbanos que ahora debían servir a la nueva nacionalidad. En el caso colombiano subsiste un testimonio documental en extremo valioso, sobre lo anterior. La presencia en la Nueva Granada de Edward Mark, inglés, artista y representante diplomático, entre 1832 y 1856, dio lugar para que éste produjera una extensa serie de acuarelas en las que plasmó el clima urbano y la arquitectura del final de la Colonia y el comienzo de la República, con espléndida precisión y sensibilidad a las formas construidas. Bogotá, los pueblos cundinamarqueses de Fómeque, Ubaque, Guaduas, las poblaciones ribereñas del río Magdalena, como Honda, Ambalema, Mompox, y las ciudades del litoral Atlántico, Santa Marta, Barranquilla, Cartagena, revelan así su aspecto de 1840 ó 50, o sea, en las primeras épocas de la nueva nación. Poco o nada ha cambiado en
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ellas desde el final de la Colonia. Se capta en esas imágenes la calma chicha del período, el existir lento y pausado de siempre (2). Nada de ello es sorprendente. La clase burguesa criolla, principal promotora de la Independencia, estaba modelada por un largo proceso formativo que comenzaba muy atrás en la historia, a comienzos del siglo XVIII, y continuaba ahora una lenta evolución generacional hacia la primacía socioeconómica y política. Todo esto requería tiempo, y todavía pasarían unas tres décadas más antes que los efectos físicos urbanos de ese cambio comenzaran a ser notables. Sólo para entonces se podría decir que la era republicana se habría tornado en una mezcla contradictoria de conservación de instituciones y tradiciones, con un afán de lucro y un áspero forcejeo de clases sociales adventicias. Los tenderos y comerciantes enriquecidos a la luz del nuevo comercio libre, los hacendados venidos con sus fortunas agropecuarias a la ciudad irían formando gradualmente una nueva "élite" remplazante de la de los "hidalgos" venidos de España y sus descendientes, que invocaban su ancestro metropolitano como argumento para mantener su ascendiente social. Pero unos y otros mantenían idénticos criterios sobre organización y vida familiar, creencias religiosas, castas sociales, nociones de propiedad y modos o ritos de vida urbanos y rurales. En otras regiones americanas, la transformación urbana fue muy considerable y más rápida. A favor del nuevo mercantilismo internacional, México, La Habana, Buenos Aires, Santiago de Chile, Lima, Río de Janeiro y Sao Paulo, crecieron cuantitativamente de modo notable, y su fisonomía arquitectónica recibió un fuerte influjo europeo, a poco andar en el siglo XIX. No así las ciudades colombianas, adormecidas en su existencia luego de las guerras de emancipación. Con la reserva lógica que se debe tener respecto de la información estadística de la época, se vería que, entre los últimos censos coloniales, a comienzos del siglo XIX, y los recuentos numéricos muy aproximados (por ejemplo, los de Vergara y Velasco, en 1882), de más o menos 75 años luego, la población de Bogotá se habría más que triplicado, pasando de algo más de 22.000 almas, a unas 85.000. En este proceso es difícil asumir qué papel les correspondería a las consecuencias de las guerras civiles, las epidemias, la inmigración procedente de otras provincias, etc., pero el efecto
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físico sobre la ciudad misma es más accesible (3): un grabado aparecido en 1882 en el Papel Periódico Ilustrado, dirigido por Alberto Urdaneta, muestra un panorama urbano de la ciudad que sería esencialmente el mismo que se observaba más de cien años antes en una vista pictórica de J. Aparicio Morata (1772), y una fotografía, también panorámica, de la ciudad, tomada hacia 1908, no registra cambio alguno notable en el conjunto urbano, con la excepción de "Las Galerías" construidas en el costado occidental de la Plaza de Bolívar. La cartografía de Bogotá muestra, en el plano elaborado en 1791 por Domingo Esquiaqui, algo más de 100 manzanas, si no construidas, al menos trazadas. Cien años después, el plano de la ciudad hecho por Codazzi revela apenas unas 30 manzanas adicionadas a la ciudad colonial durante la época republicana. Es obvio que si la población de Bogotá, en el lapso citado se triplicó, el trazado urbano no creció de modo congruente con esto. Lo ocurrido en el interior de la ciudad sí fue claro: sobrevino un fenómeno general de subdivisión de lotes y propiedades, fraccionando internamente la estructura urbana colonial. De una casa amplia, del siglo XVIII, el XIX haría dos o tres, repitiéndose el proceso en gran parte de las manzanas de origen antiguo. Los estudios hechos en los casos de Cartagena, de las ciudades vallecaucanas y de Medellín, revelan un estancamiento durante el siglo XIX que no cesó hasta ya bien entrado el siglo xx. La población y la actividad económica de Cartagena declinaron con respecto al período colonial de modo espectacular. Regiones enteras, como el centro de Boyacá y Norte de Santander, se vieron muy afectadas en su economía agrícola por las vicisitudes de las guerras internas del siglo XIX, mientras otras, menos afectadas, apenas lograban sobreaguar económicamente. A medida que avanzó el siglo XIX, la distancia entre la teoría y la vida política colombiana por una parte, y la existencia real de sus varias regiones, por otra, se hizo mayor. Al finalizar el siglo la nación colombiana continuaba buscando su identidad política, pero había definido ya, a grandes rasgos, su estratificación de clases sociales, y por consiguiente, la estructuración funcional de sus ciudades. Para la oligarquía de tipo patricio, constituida por quienes habían hecho fortuna o habían logrado por cualquier medio trepar por la escala
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social, la cuestión de un repertorio formal que rodeara su existencia era bien secundaria en la escala de sus intereses, y en cierto modo asimilable al proceso comercial que les era familiar. Si las ideas sociopolíticas, o los bienes de consumo habían sido importados e implantados, ¿Por qué no habría de pasar lo mismo con lo atinente al urbanismo y a la arquitectura? Se ha dado alguna importancia a determinados rasgos urbanos de la época para señalarlos como característicos de ella, aunque en realidad derivan de la última fase colonial. Es cierto, eso sí, que se tornaron los leitmotiv republicanos, a falta de otros aportes más originales. La exhibición teatral de riqueza y simbolismo de clase social exigía los paseos o alamedas en algún punto de la ciudad, donde el rito del esparcimiento de quienes se lo podían permitir daba ocasión al resto de la ciudad de observar el espectáculo gratuito que suponía. A éstos se sumaron los parques, que a diferencia de la plazas coloniales de la primera época, eran un aporte de la Europa de las monarquías absolutas y el gran poder comercial. Las ciudades colombianas tuvieron trocitos de alamedas, modestos parques, alguna que otra breve avenida para el paso de los coches, pero los recursos económicos locales estuvieron siempre sideralmente distantes de aquellos que dieron lugar a la magnificencia del Paseo de la Reforma en México, del parque de Chapultepec, o de los grandes trazados del centro urbano de Buenos Aires, o Río de Janeiro. El modelo parisiense de los parques y avenidas de la época del prefecto Haussmann, flotó siempre en el ambiente de nuestro siglo XIX, pero no podría haber pasado jamás del dominio de las ilusiones. Los cronistas y viajeros que pasaron por las ciudades colombianas durante el siglo XIX y buena parte del presente han dejado un unánime y desolador balance de una mezcla de poblachos coloniales adormilados con algunas inserciones urbanísticas o arquitectónicas europeizantes haciendo insólita apariencia en ese contexto urbano. Bogotá hace figura en esos relatos de poblado venido a más, triste y melancólico en su paraje andino; Cartagena duerme una eterna siesta evocativa de su pasado colonial; Tunja y Popayán ven pasar al lado el siglo del gran cambio como si la cosa no fuera con ellas. Pero poco a poco, en todos esos lugares, alguien emprende la tarea incierta y hazañosa de edificar algo en "estilo francés", de prolongar una avenida, de trazar
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un barrio más, de construir algunas nuevas casas vestidas de yesería moldurada al gusto de cuarenta años atrás en Europa. La arquitectura republicana, a punta de excepciones a la regla, va interviniendo tímidamente en el contexto urbano colonial. Pero será necesario adentrarse en el siglo xx para que la fisonomía urbana nacional pueda presentar un cambio notable (4). Cuando el proceso de la colonización antioqueña, o la aparición de las vías ferroviarias así lo propiciaba, la fundación y trazado de los nuevos núcleos urbanos se hizo limitándose a repetir la trama ortogonal o en damero usual en el período colonial, cuando la índole topográfica de los lugares así lo permitía, o contorneando elásticamente las riberas de los ríos, el lomo de alguna serranía, o el borde de los abismos, para conformar a ellos un modesto trazado de calles con alguna que otra plaza. Pero nada hay en esto que se compare en vigor creativo o calidad de diseño con las fundaciones coloniales, pues en ello estriba una de las más notables diferencias de clima histórico entre las dos épocas: la Colonia, arrogantemente, traza ciudades como quiere, y la República, como buenamente puede, habida cuenta de sus magros recursos. Los aportes urbanísticos republicanos se crean más cómodamente como inserciones dentro del orden urbano colonial, y, justamente por ello, resultan más exitosos, social y formalmente. En Bogotá y otras ciudades colombianas las austeras plazas coloniales se visten a la europea, con rejas, prados, flores, y estatua de prócer en el centro; los polvorientos camellones coloniales adquieren similar tratamiento, y con ello se forma una suave y eficiente continuidad ambiental y cultural en el medio urbano. No hay en ello un revolucionario ímpetu destructor, sino un mesurado cambio de repertorio formal, correspondiente a la gradual transformación en las costumbres ciudadanas. En la arquitectura ocurrirá un fenómeno similar, complementario del anterior. La expansión urbana a base de especulación con tierras que hasta entonces sólo habían tenido un uso rural o semirural es más característica -en el medio colombiano- de las dos primeras décadas del presente siglo. Ella fructificó a favor de la época de paz social y recuperación económica que sobrevino luego de la Guerra de los Mil Días. El fenómeno tecnológico de la aparición del tranvía, de muías primero, y eléctrico luego, permitió el aprovecha-
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miento para construcción, destinada a la venta o alquiler, de viviendas a distancia del centro de las ciudades o de los lugares de trabajo que no hubieran sido posibles con anterioridad, así como la rápida absorción de núcleos urbanos periféricos que habían conservado su aislamiento, como fue el caso de Chapinero, en Bogotá. La tipología de los trazados urbanos nuevos de esta época no se aparta de los patrones establecidos por los procesos comerciales análogos en Europa y los Estados Unidos. Vastos loteos de muy escaso frente y gran profundidad son aún identificables como de época republicana en las ciudades colombianas. En Bogotá, estos desarrollos son notables en las zonas al suroriente y suroccidente del casco urbano colonial, pero surgieron también en Chapinero y al occidente de este último. En Medellín y Cali se presentaron fenómenos similares, todos los cuales estaban orientados a proveer alojamiento para una gama de clases sociales medias en constante transformación. En muchas capitales departamentales se produjo, así como en la capital del país, el fenómeno coetáneo de la emigración de las clases sociales más altas en busca de un hábitat nuevo, abandonando los barrios más antiguos de las zonas urbanas de origen colonial. El modelo físico de este nuevo hábitat se basaba en el esquema europeo de residencias aisladas en un trazado urbano de gran amplitud y muy baja densidad, en contraposición diametral a lo ofrecido por la ciudad colonial, con el agravante de que tal esquema sólo era posible a distancias cada vez mayores del centro de la ciudad. Ambos fenómenos, el de la provisión de alojamiento de las nuevas clases medias bajas creadas por la movilidad socioeconómica del período y la migración de las clases altas conspiraron para fomentar un crecimiento disgregatorio de la ciudad republicana a escala nacional. Este no fue acompañado de ningún control y tan sólo estuvo regido por el azar de pingües negocios de finca raíz o hábiles maniobras especulatorias. La caótica estructura urbana de gran parte de Bogotá, Cali, Medellín, Cúcuta, Manizales o Barranquilla se debe a un proceso iniciado en los veinte primeros años del presente siglo, y abonado fuertemente por el crecimiento demográfico y la migración desde las áreas rurales circundantes. Los intentos de canalizar o controlar el desarrollo urbano en el país han sido tradicionalmente tardíos y limitados. La historia del urba-
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nismo como disciplina de control y vigilancia del desarrollo y funcionamiento de las ciudades aparece muy tímidamente en la capital colombiana cuando ya el proceso especulativo y el desorden urbano han tenido casi veinticinco años de acción ilimitada. En la capital del país, a comienzos de 1924, el ingeniero Ramón J. Cardozo, elabora un primer reglamento urbanístico, y posiblemente como resultado de las recomendaciones contenidas en éste, en 1927 se abre la Oficina de Urbanismo, dependiente de la alcaldía de Bogotá. Es muy aleatorio intentar un balance histórico del papel desempeñado por dicha oficina, pero no deja de ser significativo que sólo hacia 1937-39, bajo la dirección de Karl Brunner, urbanista austríaco, se formulan algunos proyectos orientadores de ciertos aspectos parciales del desarrollo de Bogotá, y solo en 1948 se inicia la elaboración del primer plan de desarrollo urbano integral para la ciudad. El modo general de crecimiento de Bogotá, Medellín, Cali o Barranquilla durante los últimos 20 años del período republicano fue similar. La capital del país se extendió predominantemente siguiendo un eje norte-sur, aprovechando los sucesivos trazados de las vías del tranvía municipal, y segregando las clases sociales de modo muy claro. Los terrenos más favorables y más costosos hacia el norte de la antigua ciudad colonial, en torno al vecino pueblo de Chapinero, acogieron la burguesía más acomodada en loteos relativamente amplios en los que se combinaban las grandes casas aisladas y las hileras de "quintas" más pequeñas construidas en serie para la clase media comerciante. Hacia el sur y occidente las tierras menos favorables acogieron las clases medias más bajas, los núcleos artesanales y obreros que ya no cabían en el centro de la ciudad. Los loteos fueron cada vez más estrechos, la construcción más pobre, el hábitat cada vez más mezquino ambientalmente. El mundo urbano de las ciudades colombianas se escindió definitivamente en sectores amables y hostiles, ricos y pobres, arquitecturizados y a la buena de Dios. A ello contribuyó poderosamente la aparición tardía y gradual de la industria en el país. Las fábricas surgieron en cualquier lugar de las ciudades colombianas, sin que nadie cuestionara su aparición creando hechos cumplidos que con el paso del tiempo serían problemáticos baches en la estructura urbana. Entre 1880 y 1930 surgió una clase social proletaria para cuya presencia nadie estaba prepa-
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rado y cuya irrupción en la vida urbana tuvo hondas consecuencias de todo orden, especialmente si se tiene en cuenta que fue el grupo social destinado a tener la más alta rata de crecimiento demográfico. Durante breves años la situación fue más curiosa que insoluble, pero luego todo empeoró rápidamente. En 1910 la fábrica de cerveza Bavaria, en Bogotá, todavía tenía muchas hectáreas de campo en torno suyo donde se cultivaba la cebada para producir la bebida, y en un radio no mayor de cuatrocientos metros en torno suyo habitaba un 85% del total de sus trabajadores. Quince años más tarde esos campos ya no existían como tales y se estima que apenas un 20% de sus trabajadores continuaban viviendo en los barrios inmediatamente vecinos. El caso de Medellín fue análogo, invadiendo el valle del Aburrá en sentido predominantemente norte-sur y segregando a sus habitantes de modo parecido al de Bogotá. Cali creció del modo más aleatorio, en la medida en que las posesiones rurales que la rodeaban lo permitían, y dependiendo únicamente de la inclinación a vender y urbanizar, de un reducido número de terratenientes estratégicamente situados a lo largo del río que la atraviesa. Cabría señalar la aparente incongruencia, la corriente ideológica general de los gobiernos conservadores de la época, que en materia de desarrollo urbano propiciaron, quizás inconscientemente, el más desabrochado laissez faire. Permitieron que los problemas de crecimiento urbano quedaran firmemente planteados, para que en las décadas siguientes la aceleración de los procesos históricos en el país creara las situaciones angustiosas que hoy son el signo cotidiano de la vida urbana nacional. Es cierto que el desarrollo urbano acelerado corresponde a la etapa que convencionalmente se ha llamado "contemporánea", pero los últimos años de la época republicana ven surgir el germen de lo que ocurrirá en las siguientes décadas. En Bogotá, Medellín, Cali, Cartagena, Barranquilla aparecen casi simultáneamente prolongaciones del trazado urbano que coinciden en albergar clases sociales altas emigrantes de los centros urbanos: Chapinero y Teusaquillo en Bogotá, El Prado en Medellín, El Prado en Barranquilla, el Centenario en Cali, Manga y Pie del Cerro en Cartagena. Los trazados de estos apéndices urbanos, con la excepción de una parte de Teusaquillo, organizada radialmente, con las consiguientes complicaciones geo-
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métricas, difieren de lo usual en la época por la amplitud de las manzanas y la reducción consiguiente de vías de acceso. La baja densidad observable en estos casos es un fenómeno intermedio nuevo, situado entre lo semirural y lo estrictamente urbano. La arquitectura complementaria de este tipo de hábitat estuvo destinada a clases sociales que en parte eran prolongación histórica de las familias "tradicionalmente bien" pero mayoritariamente compuesta por una burguesía enriquecida durante la bonanza económica posterior a la Guerra de los Mil Días. Las nuevas industrias, el nuevo comercio, requerían para sus dueños una simbología de clase que sólo la arquitectura residencial podría otorgar. En El Prado, de Barranquilla, actuaron arquitectos traídos de La Habana y los Estados Unidos, y arquitectos como Gastón Lelarge y Joseph Maertens, no se privaron de realizar algunas de las casas más sobresalientes del barrio de Manga, en Cartagena, entre 1920 y 1932. Por pintoresco que pueda resultar el historicismo de la arquitectura de esos conjuntos urbanos hoy, habría que abonarle dos rasgos altamente positivos: por una parte, otorgar a un cierto tipo de existencia un marco arquitectónico causalmente coherente, y dotado de la elegancia necesaria para llenar las aspiraciones ideológicas de sus habitantes; y por otra, lograr un armonioso nivel cualitativo en el conjunto de sus variadas arquitecturas. Se logró un cierto respeto mutuo entre formas construidas dispares en origen histórico, lo cual ciertamente no se podrá volver a decir respecto de épocas posteriores en nuestra historia urbana. El ejemplo más destacado entre estos conjuntos urbanos es sin duda el del barrio de Manga en Cartagena. Se produce allí una prolongación del enfrentamiento entre las nuevas técnicas y el problema del estilo al cual se ha hecho referencia anteriormente. Se atribuye al escultor italiano Severino Leoni (5), la introducción en 1908 a Cartagena de los moldes metálicos y el sistema para producir piezas caladas en cemento con refuerzo metálico. Este novedoso método se prestaba para la prefabricación de toda clase de motivos arquitectónicos a bajo costo y de "cualquier época". Cornisas, columnas, capiteles, balaustres y cuanto cabe imaginar en materia de historicismo pasó a ser mercadería de rápido consumo. En el barrio de Manga se verán los más acabados ejemplos del género, pero la palma de ellos corresponde sin duda a dos casas
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que se beneficiaron de la providencial importación de moldes españoles que permitían al usuario obtener una versión reducida, aplanada y económica de los principales recursos decorativos interiores de la Alhambra árabe, en Granada. Las alhambras burguesas, cartageneras, extrañísimos casos extremos de transposición estilística son hoy atrayentes y misteriosas piezas de una arquitectura que se encaminaba sonámbulamente hacia ninguna parte, pues era claro que luego de tan fantástico desplante formal, poco o nada podría continuarla. Cabría anotar apenas que en décadas posteriores, la prefabricación en Colombia ganó en perfección técnica todo lo que perdió en interés formal y gracia irónica para el espíritu. Por un momento fugaz, en el barrio de Manga, el último hábitat humano y razonable en la historia de Cartagena, el capricho estético doblegó y puso a su servicio la nueva técnica y los nuevos materiales de construcción. La fundación y subsiguiente crecimiento de los núcleos urbanos fundados durante la colonización antioqueña del interior del país es otra cara de la moneda. Los hubo que se paralizaron casi en el punto inicial de su formación, como los poblados de Andes (1850), y Caramanta (1842) en Antioquia, o Chinchiná (1857) en Caldas, o Pueblo Rico (1884) en Risaralda, pero casos como los de Manizales (1849), Armenia (1894) y Pereira (1828), por el contrario, se desarrollaron a un ritmo rápido, comparativamente, y para la primera década del siglo actual ya habían remplazado en gran parte su aspecto de aldeas provisionales que tuvieron originalmente, por el aire equívoco de seudociudad europea que le otorgaba a todo poblado colombiano en trance de crecimiento la presencia de la arquitectura republicana. La personalidad ambiental de estos núcleos urbanos nuevos derivó en gran parte de su carencia de un pasado colonial, y de una total ausencia de inhibiciones formales o estilísticas por parte de sus habitantes o constructores. Esto les permitió, entre otras cosas, proceder a ingeniosos y bellos usos extensivos de materiales locales, como en el caso dé la guadua en el Quindío, y a vigorosos y expresivos procesos de adaptación de las técnicas constructivas y decorativas que iban llegando al país desde el exterior. Se podría hablar en este caso de la arquitectura más original de la época, pero, urbanísticamente es cierto que no se desdeñaron los aportes coloniales que social-
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mente no habían perdido validez, tales como la implantación de la plaza principal con el comercio agrupado en su perímetro y el acento volumétrico de la gran iglesia como hito urbano dominante, pero aun para el observador menos advertido es bien aparente el cambio de tono ambiental de estas ciudades y pueblos con respecto a las que tuvieron un largo pasado colonial. Simplemente ocurría que por segunda vez en la historia de nuestro territorio todo, en una ciudad, era totalmente nuevo. El final del período republicano coincide, salvo escasas excepciones, con la terminación de esa etapa extraordinaria de fundaciones urbanas. Son mucho más escasas, aunque también significativas las poblaciones surgidas como consecuencia de los trazados ferroviarios, como en el caso de Puerto Salgar, Girardot, Puerto Wilches, Puerto Berrío, Apulo (Rafael Reyes), etc., o bien aquellas que tuvieron una especie de resurrección, así fuese temporal, como es el caso de Ambalema (Tolima). Para mediados de la segunda década del siglo xx ya estaban interviniendo otros fenómenos sociourbanísticos que producían nuevo urbanismo y nueva arquitectura, así fuese de muy irregular calidad y fisonomía. En la costa atlántica, a favor del auge del cultivo del banano, vino la importación de modalidades norteamericanas, y la producción acrecentada y sistematizada de la caña de azúcar en el Valle del Cauca, creó pueblos e ingenios de nueva fisonomía, como ocurrió también con el progresivo desarrollo agropecuario de los Llanos Orientales. Todo ello muestra el período republicano, no como una superficial implantación de gustos eclécticos europeos en unos pocos edificios aquí y allá, o una "larga noche de mal gusto" estetizante, sino como toda una compleja y contradictoria maraña de fenómenos urbanísticos y arquitectónicos, en los cuales se puede quizá rechazar -si así se desea- sus flaquezas estéticas o su pobreza material, pero no sería justo desdeñarlo como fundamental evidencia histórica, necesaria para comprender buena parte de lo que ocurrirá en las décadas más próximas a la actualidad. Estado colombiano, clases sociales y arquitectura Durante el siglo XIX ocurrieron cambios sin precedentes en la historia política del mundo entero, y por ende, en la historia de la arquitec-
tura. Nunca antes habían existido medios técnicos en tanta abundancia ni una producción tan extraordinaria, por una parte, y jamás se había presentado el fenómeno de una decadencia tan grande en los aspectos creativos de la arquitectura. Al finalizar el siglo XVIII ya era evidente en toda Europa que la progresiva academización y oficialización del gusto arquitectónico estaba coincidiendo con la imposibilidad de prolongar la evolución del mismo de modo fértil y coherente con su desarrollo durante los tres siglos anteriores. Los aportes de época manierista, o barroca, que alimentaron ya tardíamente la última fase de la arquitectura colonial en América se extinguían en sus fuentes de origen, sin que nada semejante en solidez creativa viniera a tomar su lugar. La tendencia inicial fue a volver atrás, buscando dar nueva vida a la arquitectura oficial o religiosa mediante una reedición de lo que se pensaba, eran los principios clásicos. España, Francia, Italia, Inglaterra (en menor grado), tuvieron una etapa de arquitectura fríamente académica, desprovista de los desplantes espaciales o decorativos del barroco, pero evidentemente sin el poder para subsistir largo tiempo. El simbolismo arquitectónico griego o romano, interpretado de manera indiferente, invadió esta etapa de la arquitectura de gusto oficial, y luego, dio paso al nuevo fenómeno histórico. El nombre de "Eclecticismo" o "Historicismo", identifica la totalidad del fenómeno estético-arquitectónico europeo en los años que van desde la última parte del siglo XVIII hasta las primeras décadas del actual, y desde luego, sirven para denominar lo ocurrido en Colombia durante el período republicano. En su origen europeo, el proceso formal consistió en progresivas mezclas de recursos compositivos espaciales y decorativos tomados de aquí y de allá en las etapas pretéritas de la tradición de los países donde surgía. En Inglaterra la inclinación nacional por el pasado gótico, por una parte, y la afición de ciertas élites sociales por el Renacimiento italiano o francés generó nuevas versiones arquitectónicas destinadas a revivir un sistema de formas que, por su origen histórico, garantizaban aparentemente el éxito estético y la validez conceptual. Los edificios, conocidos mundialmente, de la sede del parlamento británico, en Londres, fueron objeto de larga polémica para determinar en qué "estilo" deberían ser hechos, y en 1858, la labor del arquitecto
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Pugin, podría describirse como cuerpos de construcción volumétricamente clásicos, pero cubiertos con una piel neogótica. En los Estados Unidos se revivió todo un repertorio de detalles arquitectónicos griegos para uso en arquitectura oficial -en Washington, por ejemplo- y residencial, género en el que podían ser ejecutados en madera o en yeso los rasgos originariamente pensados para el mármol o la piedra. Y en Francia la inclinación fue hacia el Renacimiento local en todas sus fases y expresiones regionales. En todo ello había una mezcla de nacionalismo y romanticismo que encontraría su equivalente en los países latinoamericanos unas décadas más tarde. Unánimemente hubo una renuncia a buscar en la esencia de los nuevos fenómenos históricos un posible lenguaje arquitectónico apto para la época, y así se creó un enorme y definitivo abismo ideológico entre la técnica de construcción y la estética arquitectónica. Los arquitectos del siglo XIX europeo fueron encerrados por su propio mundo académico en un sistema formal incapaz de superar las mezclas estilísticas de siglos pasados, mientras los ingenieros y constructores crearon las nuevas formas industriales y técnicas del período, libres de todo prejuicio estético. Armas, herramientas, maquinaria agrícola, trenes, barcos a vapor y vehículos de transporte terrestre fueron testimonios claros de la nueva estética y los nuevos designios de la época, mientras la arquitectura quedaba atrás en la rápida marcha de la corriente histórica, repitiendo fórmulas estilísticas cada vez más obsoletas. En el ideario romántico, que empieza a colorear el comienzo de siglo XIX existen aspectos que lo hacen históricamente singular. El ideal del progreso, por vago que fuera, generaba una acción emotiva y abstracta, por una parte, y toda suerte de implementaciones utilitarias para hacerla posible, por otra. La riqueza era base fundamental para cualquier acceso a una estética que iba implícita en el ascenso por la escala de las clases sociales. Los medios de producción no sólo permitían masificar los bienes de consumo sino "el estilo", de un modo desconocido hasta entonces. Y este es el punto esencial de lo que va a ocurrir en la arquitectura del período. De ahora en adelante, lo que el rey, en su palacio único, puede tener en mármol, el pequeño burgués lo podrá tener en su casa, en modesta yesería; lo que el noble millonario tiene en su mansión, en bronce, el tendero en-
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riquecido lo tendrá en hojalata o latón, pero de una a otra clase social irán pasando las cornisas, los áticos, las molduras que nunca antes, sin la multiplicación industrial del eclecticismo decorativo, habían sido objeto de semejante difusión. Tipológicamente la variación arquitectónica ocurrida es una subdivisión gradual de los amplios esquemas de vivienda coloniales, basados en el recurso universal del gran patio central. El resultado de esto es una inevitabilidad geométrica. La casa republicana será cada vez más estrecha de frente y más larga de fondo, constituida por una invariable serie alternada de habitaciones y pequeños patios, o bien una serie de dependencias alineadas al borde de un solo patio largo y estrecho. Y luego, en la medida de los recursos económicos disponibles, el lenguaje decorativo aparecería, pobre o rico, vulgar o refinado, pero usando siempre la yesería, los cielos rasos en latón, los pisos en baldosín de cemento o parquet de madera, pintura barata o papel de colgadura francés. Por el camino, el refinado sistema de proporciones modulares que la tradición colonial otorgó a las viviendas lujosas o modestas se olvidó, y los espacios habitables republicanos carecieron en general de la placentera escala que aún impresiona a quien observa o utiliza la arquitectura colonial remanente. La identificación morfológica de las viviendas de época republicana se puede hacer, entonces, menos con respecto a las variaciones de tipo espacial, de difícil diferenciación en muchos casos, que con relación a elementos de construcción o decoración generados por el proceso de industrialización o masificación de productos que caracteriza al período. Así, el mismo tipo de balcón en fachada se puede hallar en Medellín (Antioquia), San Gil (Santander), Fómeque (Cundinamarca) y Popayán (Cauca). Y en todo el país se generaliza el uso de la llamada "ventana arrodillada" hecha posible por la introducción de la varilla de hierro redondo producida a máquina y los perfiles moldurados en madera, también de origen industrial. El romanticismo de la época va a exigir en la música, en la poesía, en la literatura, en la pintura, una emotividad cuyo clima debía, teóricamente, ser tan intenso como el que se vivía en otros órdenes de la existencia. La intensidad de la época de las exploraciones, los descubrimientos, las guerras coloniales, las grandes fortunas adquiridas o perdidas, mal podía tener
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una dimensión estética fría y mesurada. Romántico en extremo será ese bucear arquitectónico en el pasado, para extraer de él, de modo desordenado pero emotivo, todo cuanto parezca placentero a los sentidos, sin cuestionar la validez del gesto. Una cosa es el proceso de reclutar la historia para vestir la nueva arquitectura en la Europa del siglo XIX, y la otra la exportación del mismo proceso a los mercados que suponían los países latinoamericanos. Al provincianizar un eclecticismo arquitectónico sobreviene otro, superpuesto al original, dictado por las circunstancias locales. Para el constructor colombiano de 1880 a 1900, por ejemplo, de escasa tradición técnica y nula cultura formal, le importaba una higa que los florones, guirnaldas, áticos o molduras vinieran, por los azares del comercio local, de cuatro países europeos diferentes y que sus sistemas estilísticos fueran totalmente incoherentes entre sí. Serían implacablemente incorporados a la arquitectura residencial sin fórmula de juicio, y el resultado sería un eclecticismo de otro eclecticismo. Pero el proceso no es inauténtico, sino simplemente lo que la corriente histórica de la época produce. Un sistema de orígenes tan abigarrado, desde luego, contrastaba fuertemente con la aparente pureza formal y el mesurado lenguaje de la arquitectura colonial neogranadina. La época republicana le otorgó al arquitecto, al usuario, y al ciudadano la posibilidad de la emoción y el interés visual engendrado por el rescate ecléctico de la decoración arquitectónica y el nuevo repertorio espacial de las construcciones de la época. Lo que se pierde en finura estilística y en "buen gusto" se gana en sabroso y sensual goce formal. Esto va aunado a la desaparición gradual de la tradición constructiva colonial. En las ciudades colombianas se hace patente en dos a tres décadas que los sistemas para erigir buenos muros de adobe, o armar excelentes cubiertas en par y nudillo no tendrán continuidad tradicional posible, y que en su lugar va a surgir una omnipresente decoración que ocultará a ojos del usuario los desfallecimientos técnicos de la nueva arquitectura. Si se trata de una casa colonial, sus aleros serán un airoso despliegue de canes cortados en perfiles adecuados a su función y placenteros al ojo. Si, por el contrario, son de época republicana, lo más probable es que esos canes sean de estrafalaria proporción
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o estén ocultos, por ser mal hechos o mal montados, mediante tablas molduradas. Esto no es accidental, pues el cambio histórico de una época a otra se comenzará a notar en la piel de la arquitectura, antes que en otra cosa. Que el historicismo favorito de la nueva República fuera, al menos en su comienzo, importado preferentemente de Francia, es apenas lógico. Si las preferencias comerciales del nuevo país fueron inicialmente por Inglaterra, en cambio la historia política señala una marcada inclinación ideológica hacia todo lo francés, desde la reimpresión de Los Derechos del Hombre en adelante. Al tornarse París en epicentro de la estética romántica, desde el vestir hasta la culinaria, pasando por la opereta y la moda militar, el atractivo hipnótico del gusto francés dominará ampliamente cualquiera otra tendencia que pudiera haber existido en el panorama colombiano. Pero no se debe olvidar que "lo francés" es un complejo sistema de circunvoluciones estéticas ocurridas a lo largo del siglo, desde los remanentes de la época napoleónica, vale decir "el estilo imperio" hasta el climax de la ordinariez estética de la época, con la era de Napoleón III, y luego los sucesivos episodios del "art Nouveau" de fines del siglo y el academismo recalentado de las primeras décadas del xx. De todo ello llegarán ecos y muestras, en amontonamiento físico y cronológico confuso pero entusiasta, el azar de los altibajos políticos y económicos de la época, y en especial, a la medida de los recursos disponibles para importar técnicas, materiales y arquitectos que dictaran el evangelio de la nueva estética en nuestras latitudes tropicales. Durante la segunda mitad del siglo XIX llegarán al país algunas influencias italianas y germánicas, con la presencia de inmigrantes de las dos más nuevas naciones surgidas en el panorama histórico europeo, pero ambas tendencias estarán, en su propio origen, muy permeadas por la presencia francesa, de suerte que, si bien se podrá notar en muchos casos, como el del teatro Colón de Bogotá, el trabajo de un autor italiano (Prieto Cantini), no es menos evidente que el arquetipo parisiense de la Opera de Garnier constituye la influencia de base. Nunca antes en la historia sería tan notable o tan influente la aparición de lo técnicamente nuevo, y en un medio como el de nuestra naciente república, tanto más. Cuando el nivel cultural de una sociedad es débil, o bajo, por lo tanto sus sistemas estéticos son muy atenua-
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dos, la importación repentina de procesos industriales completos tiene efectos extraordinarios. En un lapso contable entre 1855 y 1880 llegaron al país las máquinas para fabricación de puntillas y tornillos, para prensar ladrillo y teja, para cortar marcos y molduras ornamentales en madera, y con ello sobrevinieron cambios fundamentales en las técnicas de construcción y en la estética resultante. Se abandonaron rápidamente las técnicas de fino ensamblaje de maderas a la manera colonial en favor de las fórmulas más simples derivadas del uso de clavos y tornillos fabricados en serie, y el empobrecimiento cualitativo de la construcción hizo estragos en todo el país. Le sobraba razón a José M. Cordovez Moure, a finales del siglo pasado, en sus Reminiscencias para burlarse con hiriente humor de los artesanos de la construcción en Bogotá, quienes, según él, no habían aprendido nada y lo habían olvidado todo. El proceso histórico-arquitectónico del final del siglo XIX carece de la claridad que tienen las dos primeras décadas del siglo actual, en parte por la inestabilidad político-social que lo caracterizó, y en parte porque intrínsecamente tiende a resultar anecdótico, o accidental en muchas de sus tendencias. Esto hace aun más difícil situar en su correcto contexto histórico lo que en el fondo son gestos o acciones aisladas. La arquitectura republicana en Bogotá, por ejemplo, aparece en forma más aleatoria, al azar de la acción local de personajes cuya acción no siempre es referible a una determinada corriente histórica. Así se podría formar una insólita galería de episodios dispares, difícilmente asimilable a una tipología o a un método de análisis riguroso, como lo muestran, a modo de ejemplo las observaciones siguientes: Hacia 1856 llega a Bogotá el alemán Karl Schlecht, quien deja, entre 1858 y 1865 la torrecilla de ángulo de la iglesia de la Orden Tercera; una serie de insólitas casas con tejadillos a la manera tirolesa en sus extremos, y construye, además, con planos de Tomás Reed, la capilla del cerro de Guadalupe, para desaparecer luego en la noche del olvido. Algunas fotografías del siglo pasado muestran la estrafalaria relación volumétrica y semántica establecida en las calles del barrio de la Candelaria entre las construcciones coloniales, bajas y discretas, y los enormes "edificios" estucados y pintarrajeados de Schlecht. Quizás era ese el llamado "mal del siglo". Y un buen día es un norteamericano,
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Peter Brown, traído entre el grupo de ingenieros encargados de dar nueva vida a la siderúrgica de La Pradera, el que aparece en Bogotá, con algún talento como arquitecto. La última casa republicana superviviente hasta 1978 en la Calle Florián (carrera (8a.) de Bogotá, llamada "de los Vargas" es su obra más fina, realizada con una calidad estética en los detalles y en la construcción poco usual en Bogotá. Brown deja además, algunas dependencias, incluyendo un hotel en La Pradera, sede de la Siderúrgica (Subachoque, Cundinamarca), caído en ruinas luego del abandono de la misma y el "Colegio Americano" en la calle 20 de Bogotá. Luego desaparece de la escena, siendo posible lamentar su ausencia, pues su labor ciertamente se podía situar muy por encima de la del grupo de maestros constructores de la época. El balance final de ese proceso no sería, sin embargo, totalmente negativo. Mal que bien, aparecería una nueva tradición de excelente ejecución de manipostería en ladrillo, y se haría no poca decoración en yeso y estuco, de muy buena calidad, cuyas prolongaciones subsisten aún en la arquitectura colombiana actual. Independientemente de quienes fueran tos diseñadores o ejecutores de mucha de la arquitectura hecha en Colombia entre 1870 y 1930, la omnipresencia de ciertos materiales señala, para la opinión pública instaurada de ese lapso en adelante, el tono general cualitativo del período republicano: los pisos en mosaico o parquet de madera, considerados más elegantes y más "higiénicos" que las esteras o los ladrillos coloniales, o bien, los baldosines de cemento, que invadirán todo el país, desde las iglesias pueblerinas hasta las "mansiones" de la burguesía acomodada, sin distingos de clase social. El cemento mismo, aporte de mediados del siglo XIX en el país, surgirá como una presencia capaz de eliminar en corto plazo el uso artesanal de la cal para argamasas y revoques. El yeso, cuya utilización más o menos refinada permitirá un cambio fundamental en la índole espacial de las viviendas de todas las clases sociales, al permitir la instalación universal de cielos rasos planos. Esto es un evento arquitectónico fundamental, y altamente representativo del espíritu de la época republicana: las hermosas techumbres coloniales, que con sus inclinaciones y maderas aparentes en el interior de casas y templos otorgaban a cada ambiente una individualidad y dinámica volumetría, desaparecerán. La pobre
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apariencia del maderamen de las cubiertas republicanas no era cosa para dejar a la vista, de modo que el cielo raso plano no sólo es un magnífico pretexto para ocultar su poco atrayente aspecto, sino un escenario donde implantar toda una gama decorativa mediante los nuevos moldes para yesería recién llegados de Francia o de Italia. Con estos accidentes históricos la índole espacial de la arquitectura republicana, aunque siga basándose muchas veces en los mismos esquemas de la época colonial, adquiere gradualmente una personalidad propia, a base de ambientes rigurosamente prismáticos rectangulares. La diferencia será análoga a la existente entre la improvisada casaca colonial y el levitón importado de París. El revestimiento exterior en delgadas chapas de piedra, la pintura imitando el mármol y el papel de colgadura para uso interior son fenómenos netamente republicanos, que forman parte del sistema estético creado por el comercio del siglo XIX, o sea, el del aburguesamiento de la elegancia, o la vulgarización del lujo. Es, al fin y al cabo, la primera vez en la historia que resulta posible repetir, a bajo costo y ad infinitum una ambientación de la vida reservada hasta entonces a las aristocracias inalcanzables. Nadie, colectiva o individualmente, hará objeciones al nuevo repertorio arquitectónico ni se percatará de la tremenda ironía implícita en todo ello. La época del "bibelot", del verso fácil, encontrará aceptable el más atroz papel de colgadura francés y los más mediocres conceptos de diseño arquitectónico, pues la cuestión inquietante no está allí, ya que falta, y faltará siempre a la época republicana, la necesaria referencia a un sistema de valores estéticos e ideológicos superiores. En arquitectura, esa etapa de la historia nacional no mira atrás, ni adelante, ni a sus costados. Existe encerrada dentro de sí misma, y de ahí sus limitaciones y no pocas de sus virtudes. Para situar correctamente en la óptica histórica la etapa republicana de la arquitectura en Colombia habría que recordar la distancia que media entre los fenómenos tecno-económicos principales del siglo XIX y sus ecos correspondientes en Colombia. Para los historiadores de la arquitectura, uno de los hitos decimonónicos parece ser la aparición, relativamente temprana, en el siglo pasado, del uso muy difundido del hierro, inicialmente, y del acero en estructuras utilitarias o monumentales. El hierro fundido
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hace su aparición en Europa a fines del siglo XVIII y el acero ya está en uso extensivo en la séptima década del XIX. Cuando ya las estructuras en hierro fundido son cosa usual en Europa y en los Estados Unidos, en 1882 se hace en Bogotá una ruidosa celebración para conmemorar la llegada de los primeros rieles metálicos para ferrocarril producidos en la nueva Siderúrgica de "La Pradera" (Subachoque), y luego, unos ocho años más tarde la reconstrucción de la cúpula del templo de Santo Domingo en Bogotá, por Pietro Cantini, utilizando costillares en hierro, es objeto de asombro público. Para ese momento está apareciendo ya el acero como material remplazante del hierro en los países europeos. De modo análogo, el concreto con refuerzo metálico, un invento de finales del siglo XVIII, llevaba ya más de seis décadas de uso industrial extensivo en toda Europa cuando los hermanos Samper lo introducen como sensacional novedad en Bogotá, hacia 1910. Y apenas en 1922 se iniciará en la capital del país el primer edificio de varios pisos construido con tan novedoso material. De la Colonia heredó la nueva República esa socarrona resistencia a lo nuevo y lo desconocido. El resultado es uno de los rasgos peculiares más sujetos a la crítica de quienes gustan de minimizar la validez histórica del período: el de su atraso cronológico, que es apenas una de las facetas de todo proceso de provincianización, y que no constituye necesariamente un condenable defecto. Arquitectura estatal: el Capitolio Nacional y el Palacio de Nariño A lo largo del período republicano, el Estado colombiano se constituyó en el principal gestor, al menos cuantitativamente, de la arquitectura en el país. La mayoría de las obras significativas entre 1840 y 1930 fueron hechas como resultado mas o menos directo de gestiones de gobierno. La iniciación de este proceso marcó igualmente el comienzo de la obra mas destacada del período, según consenso unánime de cronistas e historiadores: la voluntad de Tomás Cipriano de Mosquera de crear al Capitolio Nacional, mediante ley de 1846. La idea original de un edificio capaz de albergar la totalidad de los organismos legislativos y ejecutivos del gobierno nacional se vio transformada por el desarrollo ulterior de la burocracia oficial y las limitaciones del sitio escogido para tal fin, pero es
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bien representativa de las decisiones usuales en la época. No había en el país un arquitecto capaz de emprender la tarea de diseñar o construir tan complejo edificio, y se inició entonces el proceso de importar profesionales cuando las circunstancias lo requerían. Vino al país el ciudadano danés Tomás Reed (de apellido inglés, pero oriundo de la isla de Santa Cruz, a la sazón bajo el gobierno colonial de Dinamarca) y en 1847 produjo un primer proyecto para el Capitolio, que estaría situado en la manzana adyacente por el sur a la Plaza de Bolívar de Bogotá. Lo más probable es que Reed fuera uno de los ingenieros con nociones de arquitectura usuales en la época. Del proyecto original, tanto en su volumen exterior como en su organización espacial interna, subsiste la idea de horizontalidad dominante en volumen, sin remates en cúpula o cosa similar; el recurso acertadísimo de una columnata abierta hacia la Plaza de Bolívar, y que comunica a su vez con un primer patio situado en el eje del edificio; y la intención general de lo que hoy se aprecia como fachada norte. El problema esencial del período es una imposibilidad económica y funcional para llevar a cabo una obra cualquiera sin toda clase de interrupciones e interferencias. A las dificultades presupuestales creadas por la intención de construir un edificio de un costo inalcanzable para la pobre República se sumó la índole intrigante de políticos y arquitectos o constructores, que ejercieron siempre una áspera rapiña para apoderarse de los contratos correspondientes, alterar de modo egoísta los proyectos o las obras en ejecución y desviar las intenciones originales de las mismas para ganar un polémico prestigio personal. El Capitolio Nacional no fue ajeno a este proceso, agravado por la duración "récord" de la obra. Es muy significativo que un acaudalado hombre de negocios, especulador con finca raíz y promotor de construcción, Juan Manuel Arrubla, se hiciera cargo inicialmente de la obra de los cimientos del Capitolio. Con el paso del tiempo la Plaza de Bolívar se tornaría prácticamente un lote de su propiedad, para usufructuarlo a su amaño, con la construcción de unas galerías para mercado en su costado occidental. Para tal personaje los negocios de finca raíz, de provisión de víveres o de construcción no eran diferentes entre sí. Arrubla es el clásico representante de la nueva burguesía capitalista
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en formación, destinada, como "clase emergente" a desplazar eventual mente a las élites de origen colonial. Cuando Arrubla agota los dineros disponibles para la obra, en 1851, ésta se suspende por 20 años. Reed, en ese lapso, ocupa su tiempo de arquitecto en producir el proyecto original del Panóptico (hoy Museo Nacional), en Bogotá, que también tardará varias décadas en ser terminado. Aparte de algunas obras públicas (un puente sobre el río Apulo, por ejemplo), y algunas casas en la zona central de Bogotá. Pero al final es derrotado por el medio colombiano, inestable económicamente e incapaz de proveer para su capacidad profesional un mediano subsistir, y se marcha a Quito, donde morirá al finalizar el siglo XIX. El caso del Panóptico es singular en el medio colombiano, por cuanto se trata de un edificio altamente técnico, en principio: una prisión diseñada de acuerdo con las nociones que presumiblemente darían como fruto la disposición ideal para la vigilancia visual de todos los puntos de los varios pabellones (panóptica). Este monumento carcelario remplazaría los varios conventos coloniales y cuarteles donde tradicionalmente se improvisó esa función. En su forma final (también incompleta, como la del Capitolio Nacional) el Panóptico llegó a tener un aspecto exterior conformado por una muralla de adusto aspecto castrense, y una organización de espacios dispuestos de manera cruciforme en su interior, rigurosamente jerárquicos. El Panóptico prestaría eficaces servicios carcelarios hasta la década de los 30 en el presente siglo, y luego sería adaptado para Museo Nacional, con lo que su particular índole espacial, libre de las limitaciones y subdivisiones propias de su función original, vendría a tornarse en un espectáculo plástico de máximo interés. En 1871 se encarga de la continuación del Capitolio a un oficial de albañilería que había aprendido su oficio con Reed, Francisco Olaya. Entra en escena otro típico actor de la época: el "maestro" constructor cuya escuela solía ser apenas la práctica de unos años al servicio de alguien que le enseñara los rudimentos de la construcción, aparte de aprender con el tiempo las triquiñuelas y trampas veniales necesarias para ganar contratos y ventajas económicas a costa de los eventuales clientes; y como complemento, la audacia necesaria, como en el caso de Olaya, para enfrentar cualquier contrato sin
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reparar en las dificultades que pudiera ofrecer. Que fuera necesario eventualmente demoler toda su obra en el Capitolio no es excepcional ni sorprendente. Para esa década de 1870 a 80 ya hay un director de Obras Públicas al servicio del gobierno, Antonio Klopatofski, ingeniero con algunas nociones de arquitectura, sobre quien recae la ingrata tarea de rehacer los entuertos de Olaya. Pero luego ocurre otro de esos episodios que darán el tono característico de las obras arquitectónicas estatales colombianas de esa época y buena parte de la actual. Algunos funcionarios contratan, por un lado, al escultor italiano Mario Lambardi (¿Lombardi?) en 1879, para que continúe la obra y la embellezca con estatuas y otros efectos decorativos. En breves palabras, la combinación de ingenieros y escultores daría como resultado un proceso arquitectónico, de alguna vaga manera. Pero, por otro lado, se adelantan las gestiones para traer al país a Pietro Cantini, también italiano y también escultor, pero éste con conocimientos de arquitectura y una sensibilidad a las formas construidas de las cuales parece ser que carecía Lambardi por completo. Cantini inicia labores en 1881 deshaciendo lo hecho por Lambardi, como es obvio, y su tarea dura inicialmente hasta 1885, cuando por los azares de la historia política del período, los recursos para continuar la obra se agotan nuevamente. Cantini difiere esencialmente de sus predecesores en la obra del Capitolio. Será uno de los artistas más destacados de su época en Bogotá. Entre 1886 y 1895 se ocupará de la obra del Teatro de Colón, y a él se le debe este muy destacado ejemplar del género de los grandes teatros suramericanos de la época republicana. Cantini no se aparta del modelo fundamental de la época, la Opera de París, construida entre 1861 y 1874 por Charles Garnier, pero reduce el tamaño de su proyecto a poco menos de la mitad del teatro parisiense para ajustado al estrecho lote bogotano donde existió el antiguo Coliseo Ramírez y no puede evitar incluir, a pequeña escala, algunos rasgos decorativos más propios del teatro La Scala de Milán, que del arquetipo parisiense. Esta mixtura italo-francesa es un éxito ambiental en su época, y aun en la actual, aunque resulta una obra menor comparada con sus congéneres en Buenos Aires o México. Significativamente, en el caso del Teatro Colón, la complejidad técnica de la obra exigió un trabajo de equipo impensable hasta entonces.
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Los señores Ramelli y Sighinolfi, también italianos, fueron los decoradores de la obra, y se encargó la ejecución de la albañilería y las cubiertas a Eugenio López. Las posibilidades físicas de la época están bien representadas en ese grupo. La República no pudo, ni podía costear o justificar la traída a Colombia de un arquitecto europeo notable o del primer renglón profesional de la época. Cantini, como Gastón Lelarge, como Tomás Reed, pertenecen a un moderado segundo contingente cualitativo en sus países de origen, pero resultan, trasplantados al medio colombiano, figuras señeras. De Ramelli y Sighinolfi se puede decir que no pasan de ser hábiles artesanos, dotados de cierto nivel de gusto interpretativo, que realizan decorosamente su tarea. Y Eugenio López es otro de los maestros constructores de origen local, según las crónicas, muchos palmos más arriba de Francisco Olaya en materia de habilidad técnica y experiencia. Es cierto que bajo la vigilancia de Cantini hizo una aceptable labor en el Teatro Colón, y esto contribuyó a su celebridad local, trayéndole numerosos encargos para construcción de casas en la ciudad, más destacadas por su ejecución que por sus aspectos estéticos. El ingenio bogotano llamó a una de sus más rechinantes obras, "La Morada del Altísimo", en razón de la elevada estatura de su dueño y el color violáceo de los estucos empleados en la fachada (6). Este Eugenio López volverá a surgir, en su hora, en la obra del Capitolio Nacional. Termina el siglo y las malezas han vuelto a crecer, desde 1885 en la obra del Capitolio. En 1904 el ministro de Hacienda de entonces, Carlos Arturo Torres, convoca a un concurso para terminar (de una vez por todas) la obra. Eugenio López compite con un delicioso proyecto que contemplaba una enorme cúpula central como remate del edificio, dentro de la cual habría varios pisos intermedios para ser ocupados por oficinas para la creciente burocracia estatal. En 1906 Cantini aceptó continuar la dirección de la obra, basado en el proyecto presentado al concurso por Gastón Lelarge y Mariano Santamaría, y a raíz de su retiro por enfermedad, en 1908, fue sucedido por los dos profesionales mencionados. A Lelarge y Santamaría, pero quizás en mayor proporción al primero de ellos, se les debe la organización de la fachada y el patio sobre el costado sur del Capitolio, así como buena parte de los detalles finales de la
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obra, tarea que se extendió, con algunas interrupciones, hasta 1924. Lelarge propuso otra vez una cúpula sobre el Salón Elíptico pero su idea no prosperó, y la fisonomía adquirida para 1924 por el Capitolio, al menos en su exterior, es la que luce actualmente, salvo detalles menores. Cuando por unánime consenso se decide que (luego de la colocación de las cubiertas, teóricamente "provisionales" construidas sobre la zona central del edificio según proyecto del arquitecto Alberto Manrique Martín, entre 1924 y 26) se puede dar por terminada la obra del Capitolio, han pasado 79 años. El Estado colombiano se ha transformado grandemente, y su expansión burocrática requiere por lo menos seis edificios más del tamaño del flamante Capitolio para albergar escritorios y papeleo, de modo que aquél será destinado solamente para el Congreso y algunas dependencias judiciales y ministeriales que poco tiempo habrían de durar allí. El edificio, que debía ser una suma del simbolismo arquitectónico de una época, sólo se termina cuando apenas comienza otra, bastante menos inclinada a los posibles significados implícitos en una bella columnata del orden jónico. Pero el edificio mismo es uno de los más hermosos capitolios de América. Pese a las numerosas manos por las cuales pasó, persiste en él una cierta unidad de criterio estético, una claridad y precisión en la escogencia del lenguaje estilístico que lo salvan del marasmo gramatical en el que la época era pronta a caer.
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de la época, en la capital francesa, era a una soberana chabacanería en la escogencia de temas y recursos decorativos. Traer a Bogotá alguno de los grandes intérpretes del "Art Nouveau", entonces en pleno apogeo, estuvo claramente fuera de las posibilidades locales. Lo que sí se podría enunciar como juicio histórico es que existen amplias dudas sobre si las pomposas transformaciones hechas en el "Palacio de San Carlos" en 1948 para "re-colonializarlo" representen alguna mejoría cualitativa con respecto a la divertida "pastelería" arquitectónica instalada allí a comienzos de siglo. Por la misma época en que cae el gobierno de Rafael Reyes (1909), se ha iniciado otra curiosa obra, la de lo que será eventualmente nueva residencia de los presidentes colombianos hasta 1948. Julián Lombana inicia la obra del llamado "Palacio de Nariño". Se ignora qué motivó al gobierno para decidir que dos lotes contiguos en mitad de una manzana del centro de Bogotá, conformando un área estrecha y profunda, era la fórmula mágica para una adecuada residencia presidencial, como no fuera el precedente de que en esa zona (calles 7a. y 8a.) ya habitaban numerosas familias de la nueva aristocracia bogotana. Lombana es, por sí solo, otra extraña figura de la época, pues si bien Tomás Reed, Gastón Lelarge y otros, representaban el talento arquitectónico importado, Lombana era un neto producto local. Su aprendizaje del diseño arquitectónico y la construcción parecen haber sido con Reed, y de una u otra manera, aun tratándose La República requiere mucho más que un Capitolio Nacional, aunque la importancia de de un autodidacto con algún sentido de la improéste tienda a opacar ante la historia a muchos visación, llegó, según Alfredo Ortega (1924) a otros edificios de variados géneros. Y el proceso convertirse en "árbitro de la arquitectura" al meavanza. En 1904 sube al solio presidencial Ra- nos en la provinciana Bogotá, cargo que aún fael Reyes, e invoca su obvia simpatía por el existe en la actualidad, aunque ciertamente más gusto francés de la época, para traer los carpin- disputado que a comienzos de siglo. Lombana teros y decoradores que dieran un toque de ele- se procuró libros de historia de la arquitectura, gancia europea al desmañado conjunto de adi- recurso indispensable para "arbitrar" en su ciuciones y reparaciones hechas a la unión de varias dad de origen y logró realizar, en todo o en casas coloniales que se conocerá como el "Pala- parte, un número de obras impresionante aún cio de San Carlos". Balcones, cielos rasos, mue- para la época. Con la excepción de la fachada bles, pisos de parquet entraron en escena, pero de la carrera 7a., obra de Gastón Lelarge, el el resultado final de esa importación fue, a la confuso Palacio de Nariño fue obra suya, plapostre, divertido como espectáculo visual pero gada de corredores y más corredores, vestíbulos poco destacado como conjunto, por la razón y más vestíbulos. En su descargo, es justo aclabien obvia de que para un resultado de primer rar, que el actual Palacio de Nariño, no menos orden se requieren artistas igualmente de primer confuso y no menos plagado de corredores y rango. Tampoco es posible pensar que del París vestíbulos en exótica abundancia, nada conserva de 1900, saldrían decoradores extraordinarios, ni tiene que ver con la obra de hace sesenta si se tiene en cuenta que la tendencia dominante años. Así mismo es suyo el proyecto del Palacio
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Municipal (sobre la calle 10, contiguo el Edificio Liévano, que hace frente a la Plaza de Bolívar), así como los de los pabellones más antiguos (1910 a 1920), del Hospital de la Misericordia y del Asilo de San Antonio. Igualmente, de 1874 a 1880 prolongó las antiguas edificaciones coloniales del convento de San Diego con unos enormes pero poco gratos pabellones que posteriormente alojarían las dependencias de la Escuela Militar. Desaparecidas éstas en la década de los 50, fueron remplazadas por el Hotel Tequendama y la cómica adición "español-californiana" que hoy ostenta la iglesia original. No hubo género que Lombana no practicara, pues también la arquitectura religiosa fue "arbitrada" por él durante largo rato en Bogotá. En 1875 inició la construcción de la iglesia de Nuestra Señora de Lourdes, en la Plaza de Chapinero, escogiendo, como todo un historicista de corazón, el lenguaje neogótico entonces en boga en el país y fuera de él. No deja de ser singular la firmeza y claridad con las cuales copia la manera neogótica del arquitecto francés Abadie (siglo XIX) al menos en la parte baja de la iglesia. Pero el tiempo transcurre y la obra tiene visos de no terminar nunca. El presupuesto se agota y es necesario, a partir de cierta altura, abandonar la idea de un templo enteramente ejecutado en piedra. Se pasa entonces al ladrillo barato y los estucados remplazantes. Románticamente, Lombana cae un día de los andamios desde los cuales supervigilaba la construcción. Como un Blas de Lezo de la arquitectura colombiana, pierde un brazo y una pierna, "cicatrices gloriosas ganadas en la construcción" dirá cordovez Moure en sus Reminiscencias. El clima romántico de la obra se acentúa con los sucesivos daños sufridos por la misma a causa de varios movimientos sísmicos, lo que da pie para la leyenda de su imposible terminación. En 1940 aún se está trabajando en sus cubiertas, y en plena década de los 60 la iglesia se sigue expandiendo en todos sentidos, y repitiendo una y otra vez los detalles neogóticos ideados por Julián Lombana, ochenta años antes. Entre 1904 y 1910, cuando fue declarada Panteón Nacional, la iglesia colonial de La Veracruz, en Bogotá, fue objeto de las atenciones de Lombana. En un improvisado "concurso de ideas" de la época, se escogió inicialmente un proyecto de remodelación de la iglesia, elaborado por el arquitecto Mariano Santamaría, "de estilo bizantino" según Alfredo Ortega, pero
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luego inició la obra Lombana en lo que se podría llamar un estilo muy personal. Aun para la época resultó poco seductor el eclecticismo de eclecticismo implícito en ventanas ovaladas semejantes, según Ortega "a algún marco de estilo Luis xv" y en la implacable profusión de estucos, dorados y colores que le daban un aire equívoco al interior del templo. Ya se verá hasta qué punto evolucionó esta peculiar tónica de la arquitectura religiosa de la época. El ejemplo de La Veracruz tuvo efectos duraderos en la capital del país y fuera de ella, pues aparentemente tocaba alguna profunda fibra de la sensibilidad estética del clero colombiano de la época. Con el Capitolio Nacional y el Palacio de Nariño, el gobierno colombiano trazó pautas significativas en la historia de la arquitectura nacional. Para ese tipo de obras surgieron en el medio local dos clases de personajes bien diferenciados: los extranjeros, con alguna disciplina artística previa, y ante todo, una cierta base cultural, y los colombianos, en general autodidactos si de arquitectura se trataba, o con una elemental base técnica si de construcción era el asunto. Ya se verán algunas excepciones a lo anterior, que no alteran la regla general. Para el final del siglo era muy evidente en la capital y en otras ciudades que un grupo reducido de extranjeros y de colombianos de un renglón análogo al de Julián Lombana bastaban para dominar el campo de la no muy abundante arquitectura oficial y religiosa de primera importancia. La demanda de vivienda acomodada, o de locales comerciales exigía un nivel diferente de capacitación artesanal para la construcción. Grupos cada vez más numerosos de albañiles o maestros de obra fueron apareciendo al terminar el siglo XIX en Bogotá, Medellín y Cali para suplir tal demanda, de manera que en dos décadas la fisonomía de barrios enteros del centro de esas ciudades habría cambiado al menos epidérmicamente, de modo no logrado en los sesenta años inmediatamente anteriores. Arquitectura estatal: privada, gobernaciones, educación, salud, ferrocarriles y hoteles Los géneros arquitectónicos de época republicana derivados, total o parcialmente, de la acción gubernamental abarcan algunos respecto de los cuales se han citado ejemplos aislados en páginas anteriores, referidos a la obra de
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arquitectos y constructores. Los ejemplos que se conservan aún no son muy abundantes, pues han sido víctimas de un proceso de destrucción y remplazo muy acelerado, especialmente en los últimos 30 años. Aun así, son muestra de una voluntad de avance en muchos campos donde se supone que poco a nada hizo la República. Entre ellos tienen destacado lugar las gobernaciones departamentales, que datan casi todas de la segunda o tercera década del siglo presente, luego de consumada y estabilizada la división política y administrativa del país en su forma actual. Se hará posterior referencia a la gobernación de Cundinamarca, de Gastón Lelarge, y cabe sumar a ésta algunos de los más interesantes y exóticos edificios del período republicano. Algunos motivos de prestigio y orgullo regionalista, explicables en quien acaba de recibir un cierto grado de autonomía administrativa, encontraron su materialización en una serie de edificaciones que reflejan muy certeramente la mezcla de fantasía, equívoco y retórica con las cuales se han gobernado y administrado las regiones colombianas. Los "palacios" regionales incluyen arquitecturas de todos los orígenes históricos posibles. En Medellín, el arquitecto belga Augustin Goovaerts, termina en 1924 la gobernación de Antioquia, en un inverosímil lenguaje policromo que combina detalles góticos ingleses, flamencos, españoles y franceses con total imparcialidad y sin otro límite distinto de la imaginación del autor. En Pasto y Cali surgieron edificios de tipo "Renacimiento vagamente francés", de los cuales sobrevive el ejemplo nariñense. El de Cali fue remplazado por un edificio moderno sin interés. En Cúcuta surgió, con anterioridad cronológica a los de Medellín y Cali, una gobernación vestida exteriormente a la manera francesa de "fin de siglo" (XIX pero construida en su interior en un estilo que se podría llamar "santandereano popular usual en la época". Igual cosa se podría decir de la gobernación del Cauca, en Popayán, con la variante de una fina vestidura evocativa de algunos momentos del Renacimiento italiano, pero compuesta en su interior de varias casas payanesas conectadas entre sí. Caso similar sería el de la gobernación de Boyacá, aunque esta última perdió su aspecto exterior republicano, ya en años más recientes, a cambio de una "españolización" a la manera favorita de los arquitectos de la época franquista.
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Curiosamente, este último gesto, si bien pertenece cronológicamente a lo contemporáneo, resultó de cuerpo y alma republicano, lo cual implicaría un anacronismo dentro de otro anacronismo. La gobernación de Bolívar pasa a la historia mediante el arbitrio de reformas sucesivas a una serie de edificaciones coloniales, y su etapa republicana consiste en hacer eco, de modo anodino, a ciertos recursos compositivos de la época histórica inmediatamente anterior. Pero es la gobernación de Caldas la que probablemente resulta más representativa de los altibajos de la historia departamental. El arquitecto fue John Wotard, norteamericano, venido hacia 1925 a Manizales, al servicio de la compañía Ulen, que en ese momento se ocupaba de obras públicas tales como el dragado del río Magdalena, y la construcción de mercados públicos en varias regiones del país. En muy breve tiempo Wotard realiza los proyectos de la gobernación de Caldas, el Hotel Europa, el palacio arzobispal y la estación del ferrocarril. Semejante concentración de trabajo en un solo arquitecto, en el breve lapso de 1925 a 1932 abre alguna reserva sobre el autor único de todas estas obras, pero es probable que bajo la firma de Wotard, como ocurrirá cada vez más frecuentemente en la historia de la arquitectura en Colombia, actuaran otros diseñadores anónimos. Sea como fuere, todas las obras citadas -con la excepción del Hotel Europa, muy mutilado hoy, por lo que no se podría tomar como elemento de juicio- tienen en común la más alegre despreocupación por los cánones estilísticos de las épocas históricas invocadas por Wotard para asistirlo en sus abundantes labores manizalitas. Es posible afirmar que este singular arquitecto no era un diseñador de primera, ni aun de segunda clase. Pero en ese ambiguo tercer renglón, se producen a veces creadores de formas que ganan en interés lo que pierden en claridad gramatical. Que Wotard no fuera más que un mediano arquitecto es precisamente lo que le permite, a base de constantes requiebros y violaciones a las normas estilísticas, crear una manera propia, un "estilo Wotard". Sus momentos más felices, o más entretenidos, o más fascinantes, son el cuerpo central de la estación de ferrocarril, y la gran escalera principal de la gobernación. Esas formidables ensaladas agridulces de rasgos arquitectónicos tomados de aquí y allá en la historia conducen
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a una nueva forma del placer intelectual. El chiste involuntario arquitectónico republicano, que mal podía encontrar intérpretes entre los Lelarge, Cantini, Santamaría -incluso Lombana- encuentra en Wotard un consumado ejecutante. Pero no cabe suponer que ese sea el único mérito de sus obras. En cierto modo, irónico pero real, cada uno de esos edificios es un espectáculo que viste y alegra la ciudad, pues ninguno carece de gracia visual y acierto volumétrico. Reflejan, además, el dinamismo y el desparpajo de un grupo humano que no tuvo vacilaciones para proveerse rápidamente de la presunta respetabilidad que otorgaba esta arquitectura vestida de referencias históricas, justamente en una ciudad de historia notoriamente corta. Junto con las gobernaciones, la etapa republicana pobló el país de alcaldías y palacios de Justicia. Entre las primeras se podría mencionar la de Bogotá, que en su versión final (1927-31) con proyecto del arquitecto Alberto Manrique Martín, debió acomodar su fachada a la Plaza de Bolívar como parte de la del edificio "Liévano" de Gastón Lelarge, para mantener la unidad estilística en el costado occidental de la misma; y entre los "palacios" de Justicia, los de Bogotá (desaparecido durante el 9 de abril de 1948), construido con proyecto del arquitecto Pablo de la Cruz (1924-28) y el de Cali, quizás el más destacado del género, en un elegante idioma mitad italiano, mitad francés. El de Cartagena fue otro caso relativamente exitoso, de una implantación decorativa republicana epidérmica sobre una estructura colonial, la del claustro del convento de La Merced, por Pedro Malabet, entre 1911 y 14. Los colegios y universidades oficiales (y privados) de la época republicana se instalaron primero en cuanta edificación colonial los acogía, con el subsiguiente desmedro eventual de las mismas, pero luego, especialmente a partir de los últimos años del siglo XIX, ingresaron gradualmente al género "educativo", nuevo en arquitectura. Los edificios republicanos creados para fines didácticos rara vez fueron muy gratos ambiental mente, o funcionalmente eficaces, cosa que aún es bastante usual en el país. Como tales se podrían calificar obras entre las cuales se destacan la Escuela de Medicina de la Universidad Nacional, en Bogotá, de Gastón Lelarge y la primera etapa del Colegio del Sagrado Corazón, en Bogotá, de Pietro Cantini, realizada
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en los primeros años del presente siglo; una parte del enorme complejo religioso-educativo de La Presentación (San Facón) en Bogotá, realizado entre 1905 y 1908 con planos de Lelarge; y luego, ya al final del período republicano, la primera etapa del Gimnasio Moderno, del arquitecto norteamericano Francis Farrington, venido a Bogotá para adelantar la construcción del edificio bancario "Pedro A. López" (hoy Banco Cafetero). Por primera vez la arquitectura en Bogotá hacía alguna amable concesión a los grandes progresos humanizantes de la nueva pedagogía, mediante el proyecto de Farrington. Además, de ese buen ejemplo surgieron por la misma época otros muchos menos claros en sus intenciones arquitectónicas, como el seminario y colegio construido en la misma manzana donde se halla el antiguo convento y el templo de La Candelaria, en el centro de Bogotá. El proyecto del padre Arnaud (francés) seleccionó para este caso un idioma neogótico sin atenuantes y una sólida construcción, tan pesada como la mano del diseñador galo, capaz de resistir, en épocas recientes, el uso como cárcel y sede de la policía secreta. Al otro extremo de la ciudad, en la Avenida "de Chile" (calle 72) y con planos venidos del mismo país, se construyó, con la intervención del arquitecto Pablo de la Cruz, el "Instituto Pedagógico", demolido hace pocos años. Si bien no se trataba en este caso de sobresaliente arquitectura, la apariencia exterior del "Pedagógico" ostentaba graciosos efectos decorativos, y era en todo caso más amable y grato, como espectáculo urbano, que el atroz conjunto de edificios modernos que vino a remplazarlo por motivos presuntamente funcionales. El crecimiento urbano de la zona satélite de Chapinero permitió el gradual desplazamiento de varias funciones urbanas hasta entonces concentradas en el centro de Bogotá, en particular las educativas y de salud pública. Los colegios privados de mayor tamaño encontraron práctico edificar nuevas instalaciones a mayor o menor distancia del centro de Chapinero, como fue el caso del Liceo de la Salle y el colegio de bachillerato del Rosario, situado en la llamada "Quinta de Mutis". Ambas instituciones educativas terminaron sus nuevas sedes entre 1925 y 1929. Entre 1922 y 24, con proyecto de Arturo Jaramillo, se derribó una parte de la antigua Casa de Moneda, en Bogotá, para edificar en
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su lugar el edificio destinado a las facultades de ingeniería y derecho, de la Universidad Nacional. Aparte de una pomposa fachada, la obra tuvo escaso mérito arquitectónico, pero refleja la idea imperante en la época de disgregar, aquí y allá en el centro de la ciudad, la actividad universitaria. Los hospitales bien pronto desbordaron la capacidad de albergue de los pocos conventos coloniales reclutados para las funciones de salud pública. Y como corresponde a una etapa centralista de la historia colombiana, se concentraron en gran proporción en Bogotá. Julián Lombana proyectó hacia 1885 el Hospital de la Misericordia, y en 1905 se inició la construcción, que debía durar muy largo tiempo, del de San José, con un proyecto de Diodoro Sánchez y bajo la dirección de obra de Pietro Cantini. Este interesante esquema hospitalario, que aún funciona hoy con eficacia, fue ciertamente influenciado por los que estaban en boga en Europa por entonces, y que derivan en general del de "La Salpetriére", en París. En 1914 se inaugura una primera etapa del Hospital de San Juan de Dios, trasladado a los terrenos de la hacienda republicana de "La Hortúa", según la voluntad de años antes del general Rafael Reyes, durante su gobierno. La obra se había iniciado bajo la dirección del ingeniero Ramón J. Cardona, y luego se continuó con el arquitecto Pablo de la Cruz. La idea europea de retirar del centro de las ciudades las funciones hospitalarias para implantarlas en un ambiente semirural más grato y propicio fue otra de las importaciones acertadas de Reyes. Por la misma época, una de las primeras clínicas privadas establecidas en Bogotá se instaló, siguiendo la tendencia del Hospital San Juan de Dios, en los alrededores del barrio de Chapinero, en terrenos de la "quinta" de Marly, de la cual tomó el nombre. A la casa existente allí, que databa del final del siglo XIX, se le añadieron progresivamente pabellones hasta formar una extensa área hospitalaria. El ferrocarril fue factor preponderante para el desarrollo económico de vastas regiones del país en la época republicana. En un país coya geografía hizo imposible durante mucho tiempo la construcción de carreteras, la aparición de la tecnología del transporte automotor tardó mucho con respecto a la del ferrocarril. Conviene recordar además que la aviación comercial alcanzó un insólito desarrollo mucho
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antes que el país tuviera una red de carreteras digna de tal nombre. La economía regional de la época republicana tardía estuvo basada en el paso y la presencia del tren. El ideal del general Mosquera sólo se vino a materializar en parte ya bien entrados los años 20 del presente siglo, y aun así quedaron dispersos por todo el país trozos de vía férrea con sus respectivas ilusiones locales. Los ferrocarriles de Bolívar, del Atlántico, del Magdalena, del Norte de Santander, del Carare, no llegaron a unirse a una red que abarcara el territorio nacional y dos décadas más tarde murieron a manos de las nuevas carreteras. Pero mientras duró la hegemonía del tren, la arquitectura republicana tuvo un enorme campo de acción en todo el país. A lo largo de la vía férrea surgieron nuevos pueblos y revivieron otros caídos en catalepsia al final de la Colonia. Y el tren, trajo consigo arquitecturas para las cuales no había ningún precedente histórico. Las estaciones fueron, en muchas ciudades y lugares, los edificios más importantes, física y ambientalmente. En Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla o Santa Marta se pensó que lo que había que hacer era el "Palacio del tren" y vinieron las enormes y pomposas estaciones. Cali perdió no hace mucho la estación de época republicana, pero Medellín conserva la suya, construida entre 1918 y 1920 con proyecto del ingeniero Enrique Olarte, la cual sigue siendo un notable edificio de la época. Bogotá tuvo una sucesión de estaciones de ferrocarril, engendradas por los sucesivos traslados de las vías y la rivalidad entre las compañías que explotaban las diversas redes. El llamado Ferrocarril del Norte tuvo una primera estación a la altura de la actual calle 17 con carrera 14, de sombría arquitectura, realizada en 1924 por el ingeniero Andrés Santodomingo, pero la obra más notable del género en Bogotá fue sin duda la Estación del Ferrocarril de la Sabana, un proyecto elaborado en los Estados Unidos con anterioridad a 1908, el cual se construyó hacia 1914 a 18, con una fachada principal atribuida a Mariano Santamaría. Esta última fue desfigurada hace unos 30 años durante una de las "remodelaciones" que ha sufrido. En 1926 se inauguró otra estación contigua a la anterior, la del Ferrocarril del Nordeste, construida por el arquitecto Pablo de la Cruz, cuyo rasgo más sobresaliente era un enorme portal de inspiración vagamente egipcia, colocado en chaflán sobre la esquina principal del
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lote disponible. Al igual que muchas otras cosas de este personaje, calificable como una especie de Julián Lombana tardío, la exageración formal no complementada por una sensibilidad muy desarrollada, la falta de un talento estético real que respaldara una indudable habilidad para obtener gran número de encargos profesionales, están presentes. El período republicano incluye gran número de arquitectos y diseñadores varios cuyo lugar en la historia local se debe más a la cantidad física de construcciones que dejaron, que a los valores intrínsecos de su arquitectura. Faltaron en esa etapa de nuestra historia unas pocas obras maestras, y sobraron las mediocridades que, a falta de otra cosa, son las obras representativas de lo ocurrido por aquel tiempo. Las estaciones de ferrocarril fueron un género abigarrado. Incluyen centenares de humildes casetas techadas con el material que la época creó para la construcción burda o estrictamente utilitaria: la teja corrugada de zinc. La desapacible apariencia del metal ondulado llegó al país durante los últimos años del siglo pasado, y a poco fue tomando, en la construcción de bajo costo, el lugar de la tradicional teja de barro, de más compleja colocación y mayor peso muerto. A veces la arquitectura tradicional anónima de una u otra región colombiana le dio alegre apariencia a la estación ferroviaria, y en otras se apeló a las soluciones ingenieriles similares a los campamentos de obra provisionales para resolver el tema. En unas escasas ocasiones, en los lugares más improbables, se mantuvo la idea del pomposo edificio para el rito de tomar el tren. Los ingenieros ingleses que trazaron una parte del ferrocarril del Norte dejaron también la estación de Chiquinquirá (Boyacá), cuyas pretensiones estilísticas han sobrevivido inexplicablemente. Este es un destacado ejemplo de arquitectura puramente romántica, mejor vestida exteriormente, pues el fino lenguaje ecléctico de sus fachadas es muy superior a la tenue capa decorativa interior, que apenas suaviza la dureza ingenieril de su estructura. El recorrido de los ferrocarriles trajo una nueva posibilidad para las clases medias de las ciudades colombianas: la del turismo. El "veraneo" sólo fue posible para muchos gracias al tren, y con esto comenzaron a surgir los hoteles, ya no para el viajero ocasional, sino para el descanso". Esto fue notable especialmente a lo largo del recorrido Bogotá-Girardot-TolimaHuila, pero no faltó en otras vías que ofrecían
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al viajero el atractivo de los climas cálidos y los balnearios, tales como las que conducían a Puerto Berrío y Buenaventura. Y allí surgieron los hoteles de turismo. Este interesantísimo género arquitectónico es ya, infortunadamente, una arquitectura del recuerdo. Su extinción fue tan rápida como su aparición, pero mientras duraron, vinieron a ser para varias generaciones de colombianos el epítome del ambiente romántico de holganza y diversión. El Hotel San Germán (Saint-Germain) de Girardot (Cundinamarca), construido hacia 1905, fue un trasunto provinciano de la arquitectura de treinta años antes en la Costa Azul francesa. En Apulo (Rafael Reyes), Tocaima, Anapoima y La Esperanza, a lo largo de la vía Girardot-Bogotá, surgieron hoteles de veraneo de una arquitectura plácida, alegre y soñadora. El más destacado, ambientalmente, de éstos, fue sin duda el de La Esperanza, construido en torno a una casa de campo pie-existente allí, cuyo diestro empleo de un accidentado y pintoresco lugar tropical bastó para inspirar alguna novela al ensayista antioqueño Luis López de Mesa. En la década de los 50, ya caídos en desuso y casi en total abandono, los de Apulo y La Esperanza, construidos entre 1914 y 1921, fueron víctimas de una racha de muy sospechosos incendios. Los hoteles en las ciudades más importantes no pasaron de ser edificaciones interiormente anodinas, con fachadas que no diferían en absoluto de las que podían tener al comienzo del presente siglo las destinadas a comercio, entidades bancarias o dependencias oficiales. Las más elementales distribuciones interiores recibían idéntico tratamiento decorativo que una casa para una familia grande de la "buena" burguesía, y limitaban los esfuerzos creativos del arquitecto o el constructor a la fachada exterior. Al Hotel Atlántico, en Bogotá, obra de Gastón Lelarge, y el Hotel Europa de Manizales, de John Wotard, se podría añadir el desaparecido Hotel Regina, de Bogotá, destruido el 9 de abril de 1948, el Hotel Majestic, de Bogotá, recientemente transformado en Ministerio de Minas (1978); y el curioso Hotel "Estación", situado frente a la Estación del Ferrocarril de la Sabana, en Bogotá. (Una estructura en concreto reforzado con rieles de ferrocarril, de ocho pisos de altura, terminada en 1929, y por entonces el edificio más elevado del país, con cálculos del ingeniero Francisco Cano).
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Los hoteles de gran tamaño marcan la transición a la etapa de la arquitectura contemporánea en el país, puesto que surgen ya bien entrada la década de los 20, aunque algunos de ellos, como el Hotel Granada, en Bogotá (con planos elaborados en Francia; construido en parte por Alberto Manrique Martín y continuado luego por los arquitectos chilenos Casanovas y Mannheim), el Hotel del Prado en Barranquilla y el Alférez Real en Cali, no están exentos de las condiciones arquitectónicas señaladas anteriormente como características del período republicano. El Hotel Granada, en especial, es el último en la historia local que llevará exteriormente una piel arquitectónica ecléctica, y por lo tanto, evocativa de la ideología republicana. Cuando se inaugura el Hotel Granada, en 1928 el proceso histórico hará que sea la última estructura de su género estilístico en la capital del país. Ya bien avanzada la década de los 40 vendrán otros hoteles cuyo lenguaje arquitectónico tendrá una procedencia formal completamente distinta. La destacada elegancia "a la francesa" del tratamiento exterior del Hotel Granada, como en el caso de otros edificios republicanos, le permitió desempeñar un buen papel dentro del contexto urbano del centro de Bogotá, cosa que ciertamente no se podría decir del edificio que lo vino a remplazar luego del 9 de abril de 1948. El clima histórico de radical decadencia cualitativa entre la época republicana y la contemporánea está ampliamente representado en la infortunada mole del Banco de la República.
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arquitecto o constructor sería el más indicado para dirigirla. Aunque la aplicación de tan singular medida reglamentaria resultaría problemática, no deja de ser significativo este temprano interés por la fisonomía urbana de la ciudad. El primer reglamento urbano propiamente dicho, abarcando integralmente los problemas de la ciudad., aparece apenas en 1923. Según Alfredo Ortega (7), su principal autor es el ingeniero Enrique Uribe Ramírez, quien organiza los trabajos al respecto de los alumnos de la Escuela de Ingeniería de la Universidad Nacional y los suma a los estudios técnicos realizados por la casa Pearson, contratada para los asuntos de mercados públicos y redes de servicios sanitarios. El ingeniero Joaquín E. Cardozo, firma el reglamento como director de Obras Públicas. Este reglamento es superior a su propia época, examinado a la luz de la historia. Contempla un radio de acción que va desde la zona de San Cristóbal, al sur de la ciudad, hasta los alrededores de Usaquén, por el norte. Las propuestas que formula resultan hoy en extremo razonables, si bien no habrían contemplado jamás el explosivo crecimiento de la capital del país en las dos décadas siguientes a su aparición. Entre ellas cabe destacar las referentes a los barrios obreros y los problemas ocasionados por las agrupaciones de vivienda marginal que ya invadían los cerros orientales y el sur de la ciudad. Sobre esa base reglamentaria se emprende el diseño y la construcción de los primeros baPlaneación urbana y obras publicas rrios que atacan el problema de proveer un háLa planeación urbana presenta una historia bitat decente a quienes no tienen acceso al tipo necesariamente más breve que la de la arquitec- de vivienda especulativo que producían los tura misma en las ciudades colombianas. El ar- constructores o albañiles en la capital. La acción quitecto e historiador Carlos Martínez, autor oficial se inicia con algunos proyectos del ingede valiosos estudios sobre Bogotá, hace alu- niero Cardozo, y se extenderá en los años sisión a una serie de acuerdos municipales de guientes. Simultáneamente algunas entidades 1903, en la capital, en los cuales se abordaban privadas, como la Sociedad de San Vicente de las cuestiones de reglamentación urbana y de Paúl, comienzan a construir lo que entonces se las apremiantes necesidades en materia de servi- llamaban "casas pobres", bajo la dirección del cios públicos ocasionadas por largas décadas de ingeniero Alberto Borda Tanco. Hoy, esas catotal desidia al respecto. Entre las disposiciones sas, más interesantes como acción social que emanadas en esa época, existen algunas referen- como arquitectura, harían figura de costosa tes a la construcción de nuevas edificaciones en construcción al lado de lo que las entidades ofiel contexto urbano preexistente. Según parece, ciales ofrecen como soluciones mínimas de vieran los mismos vecinos afectados quienes de- vienda. bían decidir qué altura máxima se permitiría En Cali y Medellín aparecen años después, para una edificación nueva y adyacente y qué algunos intentos similares a los practicados en
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la capital, y necesariamente más limitados, a los cuales se suman las acciones aisladas emprendidas para proveer alojamiento a trabajadores industriales o agrícolas en algunos puntos de la Costa Atlántica (Barranquilla, Santa Marta y Ciénaga) o del Valle del Cauca, ante el auge del cultivo del banano o la caña de azúcar. La acción planificadora se extiende a un cuestionamiento gradual de la estructura urbana colonial. La idea de obtener un mejor rendimiento económico de la tierra produce variados efectos en la época. La tradicional manzana colonial, aprovechable para el comercio o las oficinas solamente en su periferia, ofrece una zona muerta en su parte central, y se intenta aprovechar esta última mediante el diseño y construcción de "pasajes" comerciales que la atraviesan y crean nuevos frentes rentables. Aparecen así, en Bogotá, el Pasaje Rivas (1910); el Pasaje Hernández (1918), construido por el maestro Juan Ballesteros, con posible intervención arquitectónica de Gastón Lelarge o Julián Lombana; el Pasaje Rufino Cuervo, obra iniciada en 1910 por el ingeniero español Alejandro Manrique y aun en vía de terminación en 1924; el "Bazar Veracruz", proyectado hacia 1908 por Mariano Santamaría, y por último los mercados central y de carnes, situados en las cuadras al occidente de la Plaza de Bolívar, y el mercado de Las Nieves, con proyecto de Alfredo Ortega (1922-25). De todos estos esfuerzos sobreviven apenas la mitad del Pasaje Rivas, una parte del Pasaje Hernández y otra del mercado de Las Nieves. Esto era de esperar, pues la planificación urbana de la época se interesaba más por las realidades ingenieriles de las necesidades de la ciudad en materia de servicios públicos que por los problemas de localización y crecimiento de zonas comerciales o mercados públicos. Pronto el desarrollo del centro de la capital haría inconveniente la subsistencia de tales mercados donde fueron construidos. El género de los pasajes comerciales se extendió rápidamente por todo el país. Hacia 1930 había pocas capitales de departamento que no los tuvieran, como prueba de progreso y modernidad. En Cartagena sobreviven varios, entre ellos el Pasaje Leclerc (1925), con proyecto de Gastón Lelarge, y el Pasaje Núñez, singularmente combinado con un hotel en sus pisos altos. Subsisten ejemplos también en Tunja, Popayán, Pasto y Barranquilla, aunque muy alterados.
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Los mercados y los cementerios son directa consecuencia de la peculiar idea de la planeación urbana predominante durante los primeros treinta años del presente siglo en el país. En Bogotá se implantó el Mercado Central a una cuadra de distancia al occidente de la Plaza de Bolívar, a mediados del siglo XIX gracias al olfato de comerciantes de los señores Arrubla ya mencionados anteriormente, y nadie encontró inconveniente esa localización aun en el Reglamento Urbano de 1923, que la confirmó. Sólo en 1937 se decidió su traslado. En el entretanto, las antiguas construcciones de los señores Anubla habían sido remplazadas por arquitectura de muy discutible calidad, primero en 1908 por Joaquín Fonseca y luego en 1924, por el arquitecto Pablo de la Cruz. La Casa Ulen, consultora de planeación e ingeniería, se ocupó también, como la Pearson, de los mercados públicos en varias ciudades del país. Se apeló a arquitectos de variada calidad para diseñar los edificios en cuestión, y como resultado, algunas ciudades colombianas conservan, al menos en parte, insólitos mercados en los que abunda el eclecticismo más desabrochado, mezclando pilastras y arquerías neoclásicas, frontones barrocos, columnatas del alto y bajo Renacimiento con sabroso desdén por la pureza del lenguaje arquitectónico, lo cual contribuyó del modo más involuntario a tornar más espectacular el ambiente de la compra y la venta. Tunja, Honda, Medellín y otras ciudades colombianas retienen parte de estos curiosos intentos republicanos de solemnizar mediante la arquitectura la prosaica tarea de aprovisionar de alimentos al pueblo colombiano, pero Cartagena perdió (en 1978) lo último que restaba de su atrayente mercado central. El aporte técnico que significaron estas estructuras fue claro, en el sentido de superar la etapa del mercado informal realizado al aire libre en cualquier plaza de la ciudad. Este es otro punto muy significativo del urbanismo y la arquitectura de la época: no es la etapa contemporánea, como creen muchos, la que inicia variados géneros arquitectónicos, como el anterior, y actualiza con ello el ejercicio de las actividades ciudadanas en el país: a la fase republicana le corresponden numerosos y meritorios créditos en tales aspectos. Al derruir mercados, hospitales, escuelas, manicomios, galerías comerciales o estaciones de ferrocarril de época republicana, para remplazarlos, no
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siempre necesariamente, por edificaciones más recientes, la tendencia ha sido a destruir también el recuerdo de las mismas, para poder afirmar luego que todo lo bueno y benéfico se inicia con la más reciente etapa histórica. Se olvida fácilmente que, desperdigadas por todo el territorio nacional subsisten muchas edificaciones de época republicana que, aunque obsoletas o averiadas, aún prestan buenos servicios públicos y privados, simplemente porque la inepcia o la incapacidad de la época contemporánea ha impedido, como era lógico, su remplazo. En algunas ocasiones, los puentes o viaductos para uso ferroviario o peatonal, además de ser vitales para unir entre sí regiones inaccesibles de otra manera, y pertenecer por lo tanto al género de la ingeniería de obras públicas, trascienden esa condición utilitaria, e ingresan al terreno de la arquitectura monumental. El control del espacio y el dominio de un lugar, esencia del quehacer arquitectónico, son entonces plenamente logrados por las grandes estructuras de uso público. En la época republicana estos casos no abundan. En ocasiones se presenta una excepción a las reglas tan notable como el puente sobre el río Cauca, situado cerca de Santa Fe de Antioquia. El ingeniero José María Villa, quien lo construyó entre 1921 y 24 creó un puente liviano, de suspensión por cables de acero de muy escasa curva catenaria y amplia luz, lo que le dio un aspecto poco usual en su género. Si bien ha caído en desuso, sobrevive como un espléndido espectáculo arquitectónico en su paraje del río. Otro puente metálico peatonal de la misma época existe aún en Honda, sobre el río Magdalena, pero en general las estructuras utilitarias de vías, excepto algunos viaductos ferroviarios, han sido remplazados en épocas recientes por construcciones de mejores condiciones técnicas. En la tercera década del presente siglo desapareció el puente "republicano" que franqueaba el río Magdalena en Girardot. Este, terminado hacia 1882, fue una interesante estructura que combinaba, a la manera usual en la época, cables de suspensión en hierro acerado con postes y barras de hierro fundido para soportar una estrecha calzada capaz de recibir apenas el tráfico peatonal y carros tirados por caballos. Prestó servicio hasta que, hacia 1914, la firma inglesa Vickers-Armstrong, terminó el puente del ferrocarril que hoy existe allí, una estructura rígida, en acero, eficiente, pero de una calidad arquitectónica indiferente.
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Diversión y esparcimiento en versión republicana Existe una inevitabilidad en el proceso imitativo conforme al cual la etapa republicana trata de moldear sus costumbres según las fluctuaciones de la moda europea. En la capital del país la apertura de las avenidas de Colón (parte de la actual Avenida Jiménez de Quesada) y de la República (parte de la carrera 7a.), en prolongación del antiguo trazado colonial de la ciudad, datan apenas de la segunda década del presente siglo. Tan modestos "bulevares" bogotanos son coetáneos de los primeros "parques" copiados de los modelos parisienses, y que alteran decisivamente la noción preexistente de espacios abiertos para uso público. A la iniciativa de Rafael Reyes se le debe la creación de los parques que en Bogotá recibieron los nombres de El Centenario y de La Independencia. El primero está asociado en la memoria de los bogotanos con la pieza de escultura más representativa del período republicano, "La Rebeca", inclinada graciosamente sobre el agua de un estanque, y que constituye el último remanente de un delicioso espacio urbano de comienzos de siglo. En el mismo parque fue erigido originalmente el Templete del Libertador, de Pietro Cantini, una buena pieza del género monumental abstracto, y que resultó eminentemente transportable, estando hoy localizada, luego de varios traslados, en un imposible ángulo de la Avenida Jiménez de Quesada. El Parque de la Independencia tuvo un amable carácter hasta el comienzo de la década de los 50, cuando éste y el de El Centenario fueron implacablemente arrasados para trazar la Avenida 26. Del Parque de la Independencia sobrevive una mínima parte, bordeando el zanjón creado por la nueva vía de tránsito rápido. A estos lugares de esparcimiento ciudadano, nunca remplazados, se podría sumar el simple recuerdo de otros aportes de época republicana, destinados a tornar más grata la existencia de los bogotanos. Entre 1918 y 1922 se crearon los "parques de diversiones" de "Luna Park", en el sur de la ciudad (actual barrio Restrepo) y el "Lago Gaitán", al norte del barrio de Chapinero (actuales calles 76 a 83). En ambos casos se tomó el modelo del Bosque de Bolonia parisiense (o al menos eso se pensaba) incluyendo los lagos para canotaje, pistas para paseo a caballo o en bicicleta y atracciones de feria (carru-
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seles, etc.). Por extrañas o ridículas que estas pobres imitaciones puedan parecer, constituyeron, en su momento, éxitos funcionales de primer orden y llenaron una muy nítida necesidad cívica. En ocasiones la tradición iba de brazo con el progreso técnico, como lo demuestra la prolongación del ramal del ferrocarril que iba de Bogotá a la central hidroeléctrica de "El Charquito", hasta las inmediaciones del Salto de Tequendama. El paseo a la impresionante catarata, una de las diversiones favoritas de la burguesía bogotana que podía permitírselo, comenzó a hacerse masivamente, en tren y no en pequeñas partidas a caballo. A la crónica oscura de los numerosos suicidios ocurridos allí, y la tétrica neblina que rodea la catarata, se sumó, hacia 1925, un surrealista "hotel de turismo", para presunto uso de quienes contemplaran la posibilidad de arrojarse al abismo, inevitablemente proyectado por el arquitecto Pablo de la Cruz. Al borde de la amenazante hondonada cuelga aún allí la más fantasmagórica pieza de arquitectura de toda la época. Las diversiones citadinas del período contaron, desde los primeros años del presente siglo, con la aparición del cine. Ahí estaba el germen de otro género arquitectónico nuevo, y la etapa republicana tendrá teatros de muy variada especie, desde el patio abierto en ciudades y pueblos de clima cálido, y el cobertizo de tejas de zinc en regiones lluviosas, hasta el "Palacio del cine" equivalente de las estaciones de ferrocarril y los edificios bancarios. Como es obvio, los pocos teatros arquitectónicamente interesantes de época republicana han sido implacablemente remplazados por estructuras modernas, por lo que es excepcional la supervivencia de la fachada exterior del "Faenza" en Bogotá, construido entre 1918 y 20, y reformado luego hacia 1924 por el arquitecto José María González Concha. La fachada remanente del Faenza, tiene algunos rasgos del atrayente lenguaje decorativo en curvas sinuosas del "Art Nouveau", que no tuvieron eco adicional en la arquitectura republicana en todo el país, lo cual no deja de ser extraño, pues tal actitud estilística invadió a toda Europa y fue tan exportable como otras ocurridas antes y luego de ella. Muy aisladamente se hallan aquí y allá en Colombia algunos detalles que evocan tímidamente los sensuales excesos del "Art-Nouveau" o "Neo-Liberty", pero quizá faltó la sofisticada sensibilidad capaz
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de transcribir su complejo naturalismo a términos locales. El gran teatro europeo para ópera, ballet, opereta, zarzuela, drama, comedia o variedades fue también un modelo ávidamente adoptado en los países latinoamericanos. El gran edificio que polarizaba la actividad social de ver y ser visto, y reunía de modo singular y exclusivista a un cierto número de integrantes notables de las clases sociales altas y medias, se reflejó en los grandes edificios erigidos para tal fin en Buenos Aires, México y Río de Janeiro. Las ciudades colombianas mal podían aspirar a tener los extraordinarios teatros construidos en las ciudades mencionadas, ni tampoco tuvieron una bonanza financiera repentina y fabulosa, como la de Manaos, en el Brasil amazónico, en la época de la explotación del caucho, que permitió erigir en esa ciudad-hongo, un teatro enorme casi enteramente preparado en Italia y traído, mármol por mármol, a lo largo del Amazonas. Se hará mención posteriormente del Teatro Colón de Bogotá, de Pietro Cantini, que es la obra más notable, cualitativamente, del género en Colombia. El Colón aúna gracia y elegancia espacial y decorativa, y para su época fue un decoroso ejemplo de cómo era posible combinar los recursos de mano de obra local y la técnica artesanal extranjera para obtener óptimos resultados. En otras ciudades colombianas se siguió el ejemplo, con variado éxito. No existen ya los dos teatros de época republicana de Medellín, el "Bolívar", y el "Junín". El primero se construyó con planos de Pedro Uribe Restrepo, entre 1832 y 34, vale decir, que antecede ampliamente al Colón de Bogotá. Algunas fotografías de fin de siglo lo muestran luciendo una hermosa fachada e interesante decoración interior. Sólo hasta 1924 fue remplazado por el "Junín", un singular edificio proyectado por el arquitecto belga Augustin Goovaerts, autor de la gobernación de Antioquia, que combinaba el teatro con un hotel en sus pisos superiores, a la manera del célebre "Auditorium" de Chicago, proyectado por Louis Sullivan y Dankmar Adler. Lo que restaba del "Junín", fue demolido en años recientes para erigir el "Centro Coltejer". En Cali y Popayán se construyeron teatros que, en líneas generales, seguían la orientación estilística del Colón, de Bogotá. El de Cali es otro buen ejemplo de la arquitectura para espectáculos del período. Sus autores fueron los inge-
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nieros Rafael Borrero y Francisco Ospina, quienes lo terminaron en 1918. Borrero y Ospina, vale anotar, construyeron gran número de casas y edificios para negocio en el centro de Cali, desempeñando en esa ciudad un papel análogo al de Mariano Santamaría en Bogotá o Charles Carré en Medellín. El Teatro Municipal de Popayán es relativamente tardío, terminado en 1924, más pequeño que el de Cali. Ostenta una buena fachada interior, pero su tratamiento interno es más austero y menos inspirado estéticamente. A éstos habría que sumar el Teatro Cisneros, de Barranquilla, construido hacia 1914, ya desaparecido, y el Coliseo Peralta, de Bucaramanga. Este último representa quizá la forma más elemental del género, pues retoma la idea medieval del gran patio abierto, rodeado de galerías y un proscenio en uno de sus costados. Su pintoresca estructura en madera data de 1893, y en su crédito debe observarse que hasta hace muy poco tiempo prestó servicio como sala de cine. La tendencia general del período fue a que la arquitectura para el espectáculo constituyera, a su vez, otro espectáculo visual. En los teatros era posible una mayor libertad decorativa, una mayor fantasía en el lenguaje ecléctico empleado, y con ello, las ciudades ganarían para sí otro elemento focal de interés urbano. La tradición de las corridas de toros, durante la Colonia, no requería otro escenario que el de la plaza principal o cualquiera otro espacio abierto en ciudades o pueblos, pero ya en la República (que repudia todo lo español, pero retiene la fiesta brava en su corazón), al final del siglo XIX, las plazas de toros aparecen como edificaciones autónomas. Esta artificialización del escenario urbano acentúa el carácter dramático del espectáculo, a la vez que otorga a quienes se benefician de él, la posibilidad de un mayor control y una mayor rentabilidad. Las plazas de toros provisionales, en ingeniosas y aleatorias estructuras de madera, que aún son una usanza viva en muchos pueblos y ciudades colombianos, tuvieron versiones republicanas más duraderas en Bogotá (La Merced), Medellín (Circo España) y otras ciudades. Sobrevive, por arte de magia urbana, en Cartagena, la de Serrezuela, un espléndido ejemplo del uso estructural y decorativo de las maderas de la región. Esta plaza de toros es uno de los más hermosos espa-
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cios para esparcimiento público que deja el período republicano. La aparición de los deportes modernos corresponde, en la arquitectura de sus escenarios, a la época contemporánea en Colombia, pero, al final cronológico del período se produjeron algunas obras que anuncian el porvenir en las diversiones públicas. En Bogotá las carreras de caballos, diversión tan antigua como la humanidad, no tuvieron "escenario" construido hasta que se decidió construir, en improvisadas estructuras en madera, el llamado "Hipódromo de La Merced", en el primera década del presente siglo. Y sólo fue hasta 1931 cuando se inauguró el novísimo Hipódromo de Bogotá, en la calle 53, cuya arquitectura pertenece en verdad, a influencias formales contemporáneas. Figuras representativas de la época: Gastón Lelarge y Mariano Santamaría El paso del siglo XIX al xx se podría señalar con la actividad de dos arquitectos destacados, por razones diversas, en su época. El primero, Gastón Lelarge, ha sido ya mencionado al hacer referencia a la obra del Capitolio Nacional y el Palacio de Nariño. Lelarge es quizá la figura primordial de la época de 1900 a 1920 en Bogotá y en Cartagena, y sin duda, el personaje más pintoresco e interesante entre los extranjeros venidos a hacer arquitectura en el país. Algo anterior a él es el segundo, Mariano Santamaría, de menor relieve cualitativo en su producción arquitectónica pero significativo como uno de los primeros colombianos diplomados en la profesión en Europa, que regresan para situar su actividad en la capital del país. Gastón Lelarge es bastante más atrayente -y misterioso- como persona que como arquitecto. Llegado a Colombia hacia 1898, es posible que su presencia en Bogotá se deba a los buenos oficios del general Rafael Reyes, por entonces ministro representante de nuestro país en Francia. Lelarge estudió en la Academia de Bellas Artes de París, pero no se sabe a ciencia cierta si terminó la carrera de arquitecto (8). Dice de él Donaldo Bossa Herazo, historiador cartagenero (9): "Natural de Ruan (Rouen) y nacido en el seno de ilustre familia, muy adicta a los Bonapartes, el señor Lelarge fue alumno distinguido de Garnier, el autor de la Opera de París. Recién egresado de las aulas marchó a Teherán (Persia, Irán), como triunfador en un concurso
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abierto por el sha Nasr-eddine, construyendo en aquella legendaria ciudad el Palacio de Mármol, como ha sido llamado desde entonces el edificio". Aunque todo esto no es rigurosamente comprobable, también es posible que al menos una parte de tan sabrosa información sea cierta. Ningún otro historiador local parece haber llegado a conocer esa faceta de la personalidad de Lelarge, divulgada por Bossa Herazo. No deja de ser extraño que todo un creador de un "Palacio de Mármol" -en una región donde éste abunda en la arquitectura monumental desde remotos tiempos- llegue a encallar en Bogotá, poblacho perdido en los Andes suramericanos, haciendo de profesor de esgrima en el Salón del Deporte, y colaborando como caricaturista en la Revista Ilustrada, de don Pedro Carlos Manrique; pero así eran, quizá, los avatares de la vida de esos tiempos. Y si se trataba de todo un diplomado por el gobierno francés, ¿cómo explicar que, según el Diccionario de artistas en Colombia, de Carmen Ortega Ricaurte, fueron los hermanos Manrique quienes "le dieron la oportunidad de iniciarse en la construcción?". Lelarge fue multifacético. Dibujante y acuarelista destacado, como por obligación tenían que serlo todos los alumnos de la escuela de arquitectura oficial francesa, empleó esa aptitud para ejercer la crítica política en Bogotá. Se le atribuyen además el intento de formar un sindicato de obreros de la construcción (cosa que le fue prohibida), de fundar una Sociedad de Arquitectos, de instaurar el cultivo de la morera en los Llanos Orientales y de haber formado una vasta colección de insectos raros que fue a dar al Museo de Ciencias Naturales de París. Ya en 1900 adquirió cierta celebridad local al proyectar un pabellón para Colombia en la Feria Internacional de París de ese año, en un estilo que Alfredo Ortega llama "seudo-chibcha". La interpretación de algo tan improbable como una arquitectura "chibcha" por un parisiense tan sofisticado como Lelarge sería un interesantísimo documento gráfico sobre las elucubraciones de la época, pero infortunadamente se ha perdido. Y ya en 1905 Lelarge ha elaborado el proyecto para el "Edificio Liévano", destinado a ocupar toda la cara occidental de la Plaza de Bolívar, y que será su gran aporte al espacio público más importante de la capital del país. Lelarge crea allí una arquitectura alegre y festiva, con certero ritmo visual y una finura modular desconocida en Bogotá, en el género
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de los edificios comerciales o de oficinas. Esa cortina de elegancia francesa va coronada de las mansardas o altillos que Lelarge impuso como toda una nueva moda arquitectónica en la capital del país. Con ese acto urbano, el comienzo del siglo xx aporta a la Plaza de Bolívar el segundo elemento republicano que la enmarca y le otorga nobleza. El primero, desde luego, y el más meritorio, será el Capitolio Nacional. Mutilado por una reciente remodelación, en 1968, el "Edificio Liévano" sigue desempeñando con éxito su papel de representar una época del país y de su arquitectura con acierto y decoro en la Plaza de Bolívar. En los años anteriores a la I Guerra Mundial, Lelarge dejó otra obra significativa en el provinciano medio de Bogotá. El llamado "Palacio Echeverry", que impuso el tono definitivo de lo que debía ser en versión local, la verdadera elegancia "a la francesa". Se trató simplemente de cambiar el esquema usual en la vivienda acomodada en Bogotá, derivado de la organización de la casa en torno a un gran patio interior, por la fórmula parisiense de apartamentos de varios pisos de escaso frente y gran profundidad. Los altillos cubiertos en complicadas piezas de latón contorneado para formar un intenso efecto de conjunto decorativo, la riqueza de los detalles de puertas, ventanas, pisos, chimeneas y vitrales se sumaron para dar un tono arquitectónico que no pudo ser superado en lo que restaba de la época republicana. Indicio claro de las posibilidades económicas de la clase alta burguesa de Bogotá en esa época es que el "Palacio Echeverry" haya venido a ser pieza única en su categoría. Nadie más, en la capital del país, se decidió a tratar de emular a la familia Echeverry, ni a resistir el enorme costo que suponía -y siempre ha supuesto- la buena arquitectura residencial. Antes de 1914, Lelarge intervino en otros dos destacados ejemplos de arquitectura residencial en Bogotá o sus cercanías: a él se le atribuye el proyecto y la construcción de lo que entonces sería prácticamente una casa de campo, "Villa Adelaida", realizada en Chapinero, que reúne rasgos análogos a las cubiertas del "Palacio Echeverry", pero es más libre y anecdótica en su tratamiento general. Hoy sobrevive por milagro, emasculada interiormente para alojar allí un centro de "diversión nocturna". El segundo ejemplo, pertenece más al surrealismo que a la arquitectura residencial propiamente dicha. Lelarge interviene en la forma
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final del llamado "Castillo Marroquín", en las cercanías del Puente del Común (Chía, Cundinamarca) y a él se le debe la inclusión de rasgos historicistas de una calidad estética superior a lo usual en tan singulares casos. No es el caso evocar aquí las incidencias de crónica local que dan pie a la construcción de un castillo seudomedieval en los comienzos del siglo xx y en la Sabana de Bogotá, pero sí se puede señalar que en Europa y en todos los países latinoamericanos surgieron, entre 1850 y 1930, no pocas edificaciones del tipo "castillo" con torres y matacanes, como una plasmación del espíritu romántico, para el cual la evocación de algo y la realidad se confundían estrechamente. Si la época se esforzó, en obtener, para su muy seria arquitectura gubernamental, un lenguaje evocativo de Grecia y Roma, vistas a través de tres o cuatro etapas de filtración cultural europea, ¿por qué el interés novelístico de los buenos burgueses por la Edad Media no habría de engendrar castillos que de la fantasía pasaban a la arquitectura? No cabe duda sobre el contexto mágico que el aspecto de torres almenadas y murallas en piedra implican, con su poderosa alusión a la leyenda y el misterio, por una parte, ni tampoco sobre la capacidad de la época republicana para implantar, con eficacia, en el suave contexto ambiental de un rincón sabanero, el irónico "objeto de arte" al cual debió dedicar más de un sabroso rato Gastón Lelarge. Con ello se poetizaba el paisaje y se sustraía de modo insólito la arquitectura a su estricto carácter utilitario. Las dos obras más significativas de Lelarge en Bogotá no están entre las numerosas residencias de mayor o menor calidad que se le atribuyen. Parece ser que sus mejores momentos de arquitecto estuvieron reservados a los temas en los cuales era muy necesario un carácter monumental. La mano alegre y desenfadada de Lelarge en la arquitectura residencial se torna disciplinada y solemne cuando el cliente es el Estado. Así debe ser, pues Lelarge es la encarnación misma del arquitecto de la época, y de muchas otras épocas: formado para servir al príncipe, quiera o no, resultará mejor y más eficaz profesionalmente cuando la monumentalidad esté de por medio, pues así podrá lograr la doble inmortalidad que inconscientemente busca todo arquitecto: la del gobernante o el mecenas de turno, y la suya propia. En breve tiempo Lelarge proyecta para Bogotá un edificio para la Universidad Nacional,
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otro para la Escuela de Bellas Artes, que no serán realizados, y por último, la gobernación de Cundinamarca, en el lugar ocupado por el convento colonial de San Francisco. Algunos años luego, ya en 1917, se iniciará la obra, bajo el pretexto del estado ruinoso de la edificación antigua, para la cual no habrá compasión ninguna. Se le pide a Lelarge, incluso, que proyecte la mutilación de una de las naves de la iglesia contigua al convento, dejando aislada la torre esquinera, para "ampliar" en ese punto el paso de la carrera 7a., en el primero de una larga serie de actos urbanísticos de índole bárbara intentados o logrados en el centro de Bogotá. Alguna resistencia pública salva la iglesia, pero no así el convento. El hecho cumplido del edificio de la gobernación se adelanta, y al paso de los años Lelarge se traslada a Cartagena, la obra se interrumpe, y ya al final de la década de los 20, bajo la intervención de Arturo Jaramillo, se termina. A Jaramillo se le deben los torpes remates de la fachada principal, la mutilación del proyecto de Lelarge en la zona exterior de la entrada principal, y algunas reformas interiores que le quitaron claridad al esquema original. Mejor suerte corre otro proyecto de Lelarge, el de la Escuela de Medicina (hoy cuartel militar), en el costado sur de la Plaza de los Mártires. La gobernación de Cundinamarca, muy maltratada por el uso oficial, incluye sin embargo, rasgos tan interesantes como su escalera principal y los espacios adyacentes a la misma, de espléndida calidad ambiental y espacial. La Escuela de Medicina es menos inspirada, formal y funcionalmente, sin el interés volumétrico del exterior de la gobernación de Cundinamarca. Mutilada en la década de los 50 por la ampliación de la Avenida Caracas conserva aún las columnatas gigantes, frisos y cornisas que le eran tan caros a Lelarge, pero interiormente fue siempre un edificio anodino, de enormes alturas interiores y oscuros ambientes, cuya desapacible volumetría iba de brazo con la pedestre tarea de aprender de memoria todos los huesos, tendones y músculos del cuerpo humano a manera de introducción a la ciencia médica. Mucha de la arquitectura oficial del período ofrece la honda dicotomía ya señalada: las apariencias exteriores gozarían de la atención y la sensibilidad de los arquitectos, cuidadosos en extremo de la imagen de su edificio y la de sí mismos. El interior, salvo contadas excepciones, sería apenas la cruda yuxta-
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posición de dependencias dictada por las necesidades del programa de construcción. Excepciones obvias, como la del Teatro Colón, donde ocurre exactamente lo inverso, por razón del uso del edificio, no compensan esta regla general. La época, valga decirlo, está bien reflejada en esto: retórica y pomposa en la oratoria política, o en su lenguaje escrito, oculta todas sus pobrezas y mezquindades en su interior. Usa del lenguaje plagado de citas clásicas -al igual que la arquitectura que le es coetánea- para arengar al populacho, que, embriagado de odio, se trenzará a balazos con presuntos enemigos políticos; pero más vale que nadie se pregunte en qué consiste, en el fondo, todo esto de ser liberal o conservador. Mientras Gastón Lelarge crea sus edificios "representativos" para su cliente magnánimo el gobierno nacional, en Bogotá y en otras ciudades colombianas están apareciendo los trasuntos menos amables de su influencia: los inquilinatos pensados y construidos con la más clara intención de explotar al máximo las posibilidades rentables de un determinado lote, que se visten en la época de gran parte de la decoración usada o propiciada por Lelarge y otros arquitectos para fines presumiblemente más elevados. Los mismos moldes para decoración en yesería usados en la gobernación de Cundinamarca serán utilizados para decorar muros y cielos rasos de habitaciones tétricas, carentes de luz, ventilación o los más elementales servicios de higiene. La mugre, la miseria y el eclecticismo arquitectónico se fundirán en una imposible mezcla que aún subsiste en muchos lugares de la capital del país. El inquilinato "de estilo francés", una aparente imposibilidad histórica, surge en el medio colombiano simplemente a través de una concomitancia de intenciones: el promotor de nuevo cuño que compra lotes, los subdivide estrechamente, y contrata al constructor o maestro de obra menos costoso posible, quien a su vez emplea los materiales más burdos y menos duraderos y están de acuerdo, entonces como ahora, en que el recurso de vestir la construcción mediocre con una leve capa de ornamentación barata será válido para propiciar precios más elevados en las ventas o alquiler del producto resultante. Con ello se vende, no sólo una realidad, sino una imagen, a veces fantasmagórica, de la arquitectura. Hacia el comienzo de la década de los 20, Lelarge se establece en Cartagena, y allí será una influyente figura hasta su muerte, en 1934.
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Ningún otro arquitecto o constructor de la época dejará una huella de su paso por la ciudad amurallada comparable a la de Lelarge. La silueta urbana cartagenera lleva hoy, como aportes republicanos de primera importancia visual y física, la cúpula de la iglesia de San Pedro Claver, y la torre de la Catedral (Santa Catalina de Alejandría) . Quizá mayor que el interés intrínseco de estas dos obras, de sí muy discutibles críticamente, es el que presentan como testimonios del proceso histórico-arquitectónico de la época. La arquitectura republicana, aun antes de producir sus propios edificios, comenzó por afectar epidérmicamente la construcción colonial preexistente, y luego incorporó a ella cuerpos nuevos completos, cuando no remplazó del todo las estructuras más antiguas. El denso contexto urbano y arquitectónico de Cartagena propició este último proceso. Los injertos y prolongaciones de época republicana fueron abundantes, pero su indudable validez como testimonios de una época rara vez guarda proporción con sus méritos arquitectónicos intrínsecos. Las dos obras citadas de Lelarge asumen un papel similar en la historia de los hitos urbanos cartageneros al de la Torre del Reloj, que data de 1888, y ya incorporada al subconsciente ciudadano. Si la Torre del Reloj es un jocoso bonete de iglesia protestante norteamericana perdido en un rincón del Caribe, sin otra gracia que la de estar encaramado en un punto clave del circuito amurallado de Cartagena, y más integrado al folklore local que a la historia de la arquitectura, en cambio la cúpula de San Pedro Claver, de Lelarge, es de orden muy diferente. El artista francés se preocupa poco por lo que le pueda decir la adusta arquitectura jesuítica del templo y da rienda suelta a su admiración por la obra parisiense de Francois Mansart (1598-1666), en particular por la cúpula del Hospital de Val-deGráce. Toma el ejemplo del maestro francés, lo reduce a dos terceras partes de su tamaño original para acomodarlo a las dimensiones del crucero de las naves del templo colonial, le añade algunos detalles de su propio cuño y encasqueta el resultado sobre el templo más interesante de Cartagena. Formal y ambientalmente, la insólita adición es eficaz y placentera. Lo es menos la torre de la catedral de Cartagena. Allí es más aparente la flaqueza inherente al proceso creador de un personaje como Lelarge. Enfrentado al problema de erigir una estructura alta y airosa, se queda corto en los problemas de len-
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guaje y escala que ese volumen supone, y la torre pierde su esbeltez en un marasmo de detalles contradictorios. En este último caso Lelarge no tiene tras de sí el seguro respaldo de un tema arquitectónico brillantemente desarrollado en siglos pretéritos. Está solo ante el problema, y su ideario ecléctico no le será de gran ayuda, pues desde un comienzo está negando todo cuanto la ciudad en torno suyo le pueda ofrecer como aporte. Lelarge no quiere integrar su arquitectura a Cartagena. Busca audazmente prolongar su historia urbana con un nuevo desplante formal. Que lo consiga o no pertenece más al dominio de la crítica que al de la historia. En el barrio de Getsemaní, al frente del Parque del Centenario, Lelarge deja otro destacado ejemplo de arquitectura republicana. El Club Cartagena pertenece a un género arquitectónico enteramente nuevo en la historia urbana nacional: el de los centros sociales. La evolución de costumbres del siglo XIX fue remplazando gradualmente en las ciudades republicanas la tertulia en el salón colonial o en la fonda donde se departía a tono con el aguardiente barato. El club social es característico de la formación de una clase nueva dispuesta a organizar sus costumbres según los modelos europeos más recientes. Las nuevas nociones de prestigio incluían un repertorio cada vez más amplio de privilegios y obligaciones de clase, incluyendo el de pertenecer a una asociación o "club" para dar prueba de éxito en el ascenso por la escala social o reafirmar la pertenencia a una oligarquía, usualmente de origen económico. Por otra parte, el club en una sociedad basada en la preponderancia masculina en todos los órdenes, respondía admirablemente a la necesidad de tener un lugar de reunión, fuera del alcance de las mujeres, donde la competencia intelectual o política no estuviese sujeta a las limitaciones del salón familiar. Arquitectónicamente hablando, el Club Cartagena fue excepción a la regla, pues en muchos casos los centros sociales se acomodaron como podían, en edificaciones preexistentes, coloniales o republicanas, adaptadas al nuevo uso. En la época, tan sólo el Club Colombia de Cali y el Club Social de Bucaramanga se podrían jactar también de tener nueva sede hecha por arquitectos. Lelarge no olvidó a su maestro Garnier en el caso de Club Cartagena, y le hizo el homenaje de una fachada a la calle incluyendo algunos rasgos de la Opera de París, muy comprimidos
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entre sí y muy espectaculares para la época (1920-25) en que fueron construidos. Repentinamente, con esta fachada, Cartagena adquiría un tono cosmopolita que según algunos, estaba necesitando urgentemente. Y como tantas otras obras de Lelarge, ésta se quedó inconclusa también. Aparte de una espléndida escalinata en el patio central, el proyecto contemplaba un enorme salón de fiestas que jamás se hizo, y del cual queda un fantasmagórico arco triunfal. Lelarge dejó un cierto número de casas y edificios, en el recinto amurallado de Cartagena, y fuera de él, en el barrio de Manga (sobre el cual se hablará más adelante). En el contexto histórico actual de Cartagena son ya episodios válidos e interesantes de una época tan real como la Colonia, visualmente atrayentes, plenos de una decoración confusa a ratos pero jamás vulgar; y eficaces nexos de cultura entre un pasado que estaría, por sí solo, demasiado lejano y un presente incapaz de remontarse a la altura cualitativa de la producción de Gastón Lelarge. Con anterioridad a la llegada de Lelarge a Cartagena, y durante su estadía allí, fue acompañado -no siempre bien- en su tarea de dotar a la ciudad colonial de un toque contemporáneo. La admiración de eruditos y profanos por la Cartagena colonial ha impedido en gran medida que se haga luz sobre el período de la historia de la ciudad entre 1870 y 1930, que a sus ojos rompe la pureza estilística de la ciudad antigua y pervierte la imagen urbana de la ciudad. Es cierto que el período republicano no trae gran arquitectura a la ciudad. Si la figura importante de entonces es Gastón Lelarge, difícilmente clasificable como un gran arquitecto, es obvio que los restantes protagonistas van a ser de muy limitados méritos. Pero entre ellos hay unas pocas e interesantes figuras: Nicholaus Samer, agrónomo alemán, al que se le deben dos estupendos edificios comerciales, el antiguo Banco de Bogotá (calle de la Inquisición) y el de Mogollón (calle del Coliseo). El de Mogollón tuvo un dramático espacio interior, a la manera de los almacenes de departamentos parisienses, pero su interior y su fachada fueron bárbaramente alterados en fecha reciente. En Cartagena se instaló por largo tiempo, al igual que Lelarge, pero en fecha posterior a éste, Joseph Maertens, arquitecto belga, traído al país por el general Pedro Nel Ospina. Aunque su labor fundamental consistió en proyectar los edificios para el Banco de la República en Manizales, Cali, Popayán y
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otras ciudades, sufrió un enamoramiento a primera vista de Cartagena, al venir para la construcción del banco oficial, y se quedó para producir algunas obras más en la ciudad amurallada y en el barrio de Manga. Maertens dejó en el Banco de la República de Cartagena, testimonio cabal de lo que sabía hacer, arquitectura más discreta y almidonada que la de Lelarge, sin amplios vuelos líricos, y totalmente indiferente al clima implacable de las orillas del Caribe. Lo que salva y hace meritorio su edificio, en plena Plaza de Bolívar de Cartagena, es su lenguaje de fachadas, que de una sorda e implícita manera, complementa de modo dinámico el diálogo formal que le proponen las edificaciones coloniales y aun la gobernación de Bolívar. Aquí está presente una de las características más interesantes de la arquitectura republicana: salvo en muy contados casos, ésta se comporta con buenas maneras, generando contrastes arquitectónicos dentro de cierta limitación a sus propios gestos, mezclando la urbanidad con lo urbanístico. Pero la historia incluye también el desacierto vandálico y la adición estúpida a lo preexistente, y el período republicano, por desgracia, abunda en ambas cosas. En Cartagena, por la época en que Lelarge levantaba la torre de la Catedral, apareció Francisco Nordio, quien según Donaldo Bossa Herazo (10), era "veneciano que tenía una carnecería (sic) y acá resultó arquitecto, y perpetró en (el Convento de) San Agustín lo que a la vista está. (La actual sede de la Universidad de Cartagena, con todos sus horrores). Trató de derribar el claustro, pero cuando se convenció de que aquello era difícil y costosísimo, determinó agregarle un tercer piso. Otra página de vergüenza de nuestra historia local". Es posible que el colorido de las fachadas de la universidad, persistente gracias a los estucados sobre los cuales se pintó, evoque accidentalmente el pasado de carnicería de su autor, en su inocultable similaridad con los tonos de la costilla cruda o la tocineta. La época republicana fue las más de las veces, implacable con la arquitectura colonial que encontró a su paso. Invocando a veces el estado ruinoso de las viejas edificaciones, ocasionado con frecuencia por la propia desidia republicana, se mutiló y se derruyó sin piedad. Muchos de los conventos pasados a manos oficiales por el decreto de Mosquera en 1861, sufrieron las consecuencias de usos para los cuales
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no estaban construidos, sin recibir ninguna reparación o mantenimiento, y ya vetustos y averiados, pasaron a la pica demoledora. Casas urbanas y rurales recibieron idéntico tratamiento, y sobre sus restos se instaló una nueva arquitectura que rara vez habría de superar cualitativamente lo perdido. La razón para ello es clara. Por modesta que fuera, la arquitectura colonial procedía de un largo proceso cultural y socioeconómico, mientras que la republicana vino de un brevísimo lapso preparativo plagado de remplazos artificiosos, de falsa maduración cultural, de rápida improvisación para estar a tono con la aceleración del proceso histórico general. Los resultados, obviamente, iban a diferir por su base misma. El segundo de los arquitectos a los que se hizo referencia al comienzo de esta sección, precede cronológicamente a Gastón Lelarge. Se trata de Mariano Santamaría, bogotano, formado en París y en Alemania, donde recibió su título profesional de arquitecto. Santamaría es uno de los primeros colombianos, formados enteramente como arquitectos, a un nivel profesional equivalente al de sus colegas extranjeros, y cuyo tipo es sensiblemente el mismo que todavía hoy se está produciendo en el país. Las aptitudes de Santamaría son menos destacadas que las de Lelarge, o Cantini, pero superiores a lo evidenciado por un autodidacto como Julián Lombana. El historicismo presente en sus obras asume un lenguaje expresivo, más pesado, menos imaginativo que el de Lelarge, y tampoco luce la precisión y elegancia en los recursos decorativos que caracteriza la producción de Cantini. Si bien Santamaría murió en 1915 sin haber tenido acceso al gran número de obras desarrolladas por Lombana o Lelarge, dejó, entre otras, el Teatro Municipal de Bogotá, demolido por orden del ingeniero Laureano Gómez en 1948, y la fachada de la estación del ferrocarril de la Sabana, en Bogotá (muy alterada actualmente), que fueron razonables muestras de sus posibilidades. El Teatro Municipal careció, en su interior o su fachada principal, de la elegancia y el vuelo decorativo del Teatro Colón, pero es buen testimonio de su época, y contribuyó a la vida y el buen ambiente de un sector de la ciudad posteriormente desventrado por las demoliciones. Se le atribuyen a Santamaría muchas residencias "lujosas" en Bogotá. Los apellidos de los propietarios de éstas, Holguín, Umaña, Uribe, Triana, Kopp, son clara evidencia del papel
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social que alguien como Santamaría, por su apellido mismo, estaba llamado a desempeñar en la nueva sociedad capitalina. El hijo de una familia "bien" era enviado a Europa para su formación profesional, y luego la casta social de sus iguales le encargaría las casas que, además de albergue, darían status social correcto a sus propietarios. La época republicana fue ciertamente coherente en su proceder. Nunca se le pidió a Santamaría que, además, se preocupara por trabajar para una clase social distinta de la suya propia. Al lado de Lelarge, Santamaría trabajó en la obra del sector sur del Capitolio Nacional y dejó buen número de proyectos teóricos, entre ellos un extraño "arco triunfal" que alguien consideró muy necesario en Bogotá -donde los triunfos festejables no abundan- y que, si bien no pasó del dibujo, fue publicado en el Papel Periódico Ilustrado y mereció una corona de oro para su autor. Estos eran, sin duda, los dos mayores premios otorgables en la época, a un arquitecto. Arquitectura industrial: la técnica vs. la estética Con el auge de los ferrocarriles vino también el de las industrias. Si bien en los países europeos y en los Estados Unidos la era de la revolución industrial fue obviamente el momento histórico de la fábrica como elemento urbano omnipresente y dominante, en el caso colombiano el paso de una economía esencialmente agrícola a una lenta y tímida industrialización se habría de reflejar necesariamente en una aparición también tardía de las primeras fábricas "modernas". En la década de 1880 a 90, habría aquí y allá algunos intentos, como los de las siderúrgicas de La Ferrería (Pacho, Cundinamarca), La Pradera (Subachoque, Cundinamarca) y Samacá (Boyacá), destinados a tener efímera vida. Al terminar el siglo XIX, y en particular durante la década económicamente más estable, de 1900 a 1910, las fábricas de textiles, de cemento, de cerveza, y otras, aparecerían en Bogotá, Medellín y los alrededores de Cali y Barranquilla, de modo estable. Pero no sería propio del período republicano en Colombia un desarrollo fabril muy intenso. Las fábricas fueron muchas veces accidentes aislados dentro del contexto urbano de las ciudades colombianas. En Bogotá, el ingeniero y cons-
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tructor español Alejandro Manrique, haría las primeras etapas de la fábrica de cerveza de los Kopp (Bavaria), a fines del siglo XIX en lo que entonces era una barriada extramuros de la ciudad (actual calle 28) y nadie vería con extrañeza la construcción, coetánea a la anterior, de la de los señores Kohn (de cerveza), por el mismo autor, además de la de vidrios y botellas de "Fenicia", en pleno barrio de Las Aguas (calles 21 y 22), o la de cementos que se instaló por mucho tiempo, carrera de por medio con la estación del ferrocarril de La Sabana, enfrente de la Avenida de Colón (actual Avenida Jiménez). En la capital republicana del país, el ferrocarril, los molinos de harina, las fábricas de cemento o de baldosines, el mercado, el hospital, las viviendas de clase media, el matadero y la pomposa avenida barroca convivían en estrecho maridaje, sin que aparentemente ello implicara graves crisis. El remplazo de la arquitectura industrial de la época republicana ha sido también total. Aparte de vestigios de interés puramente arqueológico, sólo restan de ella testimonios gráficos, que dan fe de su cruda modestia. Aquí y allá, alguna excepción muestra concesiones ocasionales a la posible gracia de las formas, como en los primeros tramos de la fábrica Kopp, en Bogotá, realizados en su austero lenguaje basado en el uso extensivo del ladrillo a la vista, en grandes y masivos detalles que presumiblemente halagaban la sensibilidad germánica de los propietarios. En un balance final, habría que abonarle a la época una destreza e imaginación singular para resolver los problemas estructurales y técnicos propios de la industria con los materiales y recursos locales, las más de las veces improvisados. En la arquitectura industrial de la época, como en buena parte de la vivienda, rural y urbana, resulta clara la percepción del cambio histórico a través del uso de los materiales de construcción: la teja de barro de los techos y los muros de adobe encalado fueron remplazados por el ladrillo dejado aparente y la teja de zinc ondulado. En ambos casos se registra la nueva presencia de la máquina, productora del ladrillo prensado y la lámina metálica, llegada a la historia colombiana para quedarse, y hacer estragos. En el mismo proceso ingresaban ahora de modo definitivo otros elementos técnicos que en breve lapso serían dominantes en el panorama urbano
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y modelarían nuevamente el rostro de la arquitectura. Si bien el énfasis formal de la arquitectura republicana fue predominante hacia una presunta culturización de las formas construidas, por el arbitrio de un historicismo más o menos consciente, no es menos cierto que el mismo período propició simultáneamente la aparición y el uso de nuevos materiales sin que a esto último se sumara un necesario control o proceso de selección estético. Este es, muy claramente, el verdadero "mal del siglo" en la historia de la arquitectura en Colombia: el divorcio muy marcado entre el academismo estetizante por un lado, y la técnica en estado crudo, por otro. Un ejemplo local ilustra lo anterior: en 1897 llega a Bogotá el arquitecto español Lorenzo Murat Romero. Alfredo Ortega señala esa benéfica presencia, pues Murat Romero, es nombrado profesor en la balbuciente "Escuela de Arquitectura" que funcionaba como parte de la de Bellas Artes, y en la cual los estudios habían sido hasta la fecha "incompletos", pues faltaba el primordial elemento de una cultura propiamente arquitectónica. Murat Romero abre los ojos de los alumnos a las realidades de la historia de las formas construidas, y es para ellos la personificación misma de la dimensión intelectual del quehacer arquitectónico. Por otro lado, poco tiempo antes de 1910 viene al país otro español (luego de la reapertura del comercio con la Madre Patria, durante uno de tantos gobiernos de Rafael Núñez, los españoles reingresaron a la historia de la arquitectura en Colombia de modo notable), el constructor Mauricio Jalvo, traído por la empresa Cemento Samper, para divulgar y enseñar los usos múltiples del cemento y el concreto reforzado. Jalvo es autor de una publicación titulada Vademécum del Albañil y Contratista, que aclara aspectos del uso del cemento y el concreto, en preferencia al empleo tradicional de la cal o el yeso. En 1910 se realiza en Bogotá una versión provinciana de las grandes exposiciones internacionales europeas de una a dos décadas antes, y para tan memorable ocasión los señores Samper, promueven el empleo de su cemento construyendo un pabellón llamado "de la luz". Este pequeño octógono tendría la virtud de ser ejecutado, decoración incluida, por entero en el nuevo material. Para hacerlo estéticamente aceptable, y llamativo a la vista, se apela a la mano de algún arquitecto (no se conoce a ciencia cierta el nombre de éste, aunque algunos atribuyen el
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tratamiento decorativo del pabellón a Mariano Santamaría, otros a Pietro Cantini). Comoquiera que sea, quedó demostrado que era posible reproducir portadas y balaustradas renacentistas o de cualquier otra época mediante moldes, con "entera fidelidad" al modelo escogido, y que el frío cemento podía asumir cualquier dúctil belleza, remplazando de paso el enorme costo de la piedra o el ladrillo. No se podría evaluar a ciencia cierta, por otra parte, cuáles fueron los efectos en el ámbito local de las enseñanzas culturales de Lorenzo Murat Romero, pero no cabe la menor duda, sobre el éxito material de la oscura complicidad entre el repertorio formal historicista y el cemento mágico. Por todo el país subsisten aún, en los más diversos géneros arquitectónicos, muestras de ese momento histórico en que la época republicana en Colombia creyó haber llegado a la solución perfecta para todos sus problemas: siguiendo las instrucciones del Vademécum de don Mauricio Jalvo, y apelando a todo lo restante en el desván de la historia, la belleza garantizada iría, de ahora en adelante, del brazo de la eficacia utilitaria y la rentabilidad. Por una larga serie de milagros, la diminuta estructura en concreto del "Pabellón de la luz" sobrevive en su parque bogotano, y a poca distancia de él hacía lo propio hasta comienzos de 1979 el primer edificio de varios pisos con cimentación y parte de su estructura portante en concreto erigido en Bogotá entre 1919 y 1921), en la esquina suroriental de la calle 24 y la carrera 7a. Con esa modesta iniciación, el género de los edificios comerciales propiamente "modernos" de espíritu pero aún "republicanos" por cronología, hace su entrada en la escena de las ciudades colombianas. La aceptación del nuevo material fue lenta, hasta casi el final de la etapa republicana, cuando muchos edificios bancarios y comerciales apelaron al concreto reforzado para obtener alturas de más de 4 ó 5 pisos, que era el límite práctico de los muros de carga en ladrillo. Pero en 1923 se inició una significativa obra en Bogotá, para don Pedro A. López, quien escogió una estratégica localización, frente a la gobernación de Cundinamarca, para la sede de su banco, que en corto plazo pasaría a ser propiedad de la Nación, con el nombre de Banco de la República. No confió López en el talento local para ejecutar con estilo y eficiencia su edificio -costumbre que aún se practica aquí y allá en el país- y el proyecto y construcción fueron reali-
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zados por el arquitecto estadounidense Francis Farrington, a base de una estructura de acero atornillada y revestida en concreto, según los dictámenes reglamentarios norteamericanos de la época. La estructura fue importada, al igual que otras lo fueron en décadas posteriores, cerrándose este ciclo histórico con la del Banco de Bogotá, ya al final de la década de los 50. La solemne pesadez de los cuatro pisos del "Pedro A. López" quizá se deba a que semeja la base de un rascacielos neoyorkino de la época, a la cual jamás se le hubieran construido los pisos restantes hacia arriba. Pero, ya fueran importados o "made in Colombia", los edificios bancarios muy rara vez superaron en la etapa republicana (o aun con posteridad a ella), una medianía apenas pasable. Invadieron los lugares claves del centro de las ciudades e impusieron un cierto tono de respetabilidad arquitectónica, es cierto. Se hizo mención anterior de un caso fuera de línea, como es el del Banco de la República de Cartagena, que sería destacable cualitativamente, pero existen muy pocos más que pertenezcan verdaderamente al final de la etapa republicana. Sólo con la recuperación económica posterior entre 1934 y 37 viene la proliferación real del género, ya en lenguaje de la arquitectura contemporánea. Arquitectura rural republicana Los indicios arquitectónicos del cambio social y económico ocurridos durante el período republicano son menos perceptibles que en el caso de las ciudades. La arquitectura popular anónima no es evolutiva en el sentido en que lo es la del mundo urbano, y muchas de las causas de cambio político no la afectan directamente. En algunas regiones colombianas el indicio morfológico más tangible sería la aparición del uso de la teja de zinc, traída por los ferrocarriles, como remplazo, cualitativamente inferior, para las cubiertas en teja, paja o palma, producidas por la artesanía local, o bien, el abandono gradual de otros métodos artesanales en favor de pinturas, clavos o maderas producidos o tratados industrialmente. Esto, sin embargo, es un efecto de menor cuantía en el período republicano, comparado con lo que va a ocurrir en décadas más recientes. En el caso del género arquitectónico más destacado en el ámbito rural, el de las casas de hacienda, habría que registrar procesos de cam-
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bio más similares a los observados para la arquitectura urbana. En primer término habría que señalar la especial perfección arquitectónica implícita en el arquetipo de la casa de hacienda colonial, y la consiguiente dificultad para determinar una transformación del mismo sin alterar la delicada relación que plantea entre medio natural y arquitectura. En segundo término la lentitud con la cual pasa el medio rural colombiano de una etapa histórica a otra. Así, las adiciones o transformaciones de época republicana tardan mucho más en producirse que en ningún otro género arquitectónico. Vendría un gradual fraccionamiento de las grandes y medianas haciendas coloniales, y con él la aparición de casas de campo republicanas que, sin excepción, fueron siempre inferiores, ambiental y formalmente, a sus predecesoras coloniales, aunque no exentas, en muchos casos, de un carácter propio que también las tornaría históricamente válidas. Su nivel cualitativo artesanal es en general, bien inferior al de la construcción colonial, y menos notable el acierto en su localización dentro del paisaje circundante. La casa de hacienda republicana resultará más alta y desgarbada, más vulgar, si se quiere, que su antecesora colonial, menos ceñida a un canon estético y dimensional largamente madurado por la tradición. A su modo, reflejará el proceso histórico trunco y desordenado de la época republicana, y la búsqueda confusa de un nuevo rumbo y un nuevo sentido de vida. Ejemplo clásico de ello sería el caso de la hacienda de "Buenavista", en la Sabana de Bogotá. La casa republicana (hoy irreconocible, luego de una infortunada "modernización"), fue obra de Alberto Urdaneta, su dueño. Urdaneta, nacido en 1845, es un típico hijo del siglo y figura altamente representativa de su grupo social. Descendiente de "buena" familia santafereña, de atractiva figura y amplia celebridad local, fue artista y guerrero amateur, viajero infatigable, político y hacendado a ratos, (Metíante de las artes plásticas y de la arquitectura. Creador del Papel Periódico Ilustrado y fundador de la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, Urdaneta es el polo opuesto al que representa el encomendero español de la Colonia. El siglo XIX, es por excelencia, la edad de oro del aficionado. Urdaneta recibe la herencia de "Buenavista" y procede a descartar la averiada edificación colonial existente, para construir en su lugar, ya no una casa de hacienda sino una residencia
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campestre. Esta, terminada personalmente hacia 1872 por su dueño, incorporaba elementos de la era romántica finisecular: acceso principal "a la francesa" en avenida bordeada de pinos, rejas metálicas en los portales ostentando la cifra del propietario, cielos rasos en los salones, algunos pintados al fresco por Urdaneta, con más ánimo sensacionalista que talento pictórico, y mobiliario enteramente traído de Francia. A todo ello, es verdad, habría que sumar un esquema arquitectónico basado todavía en el gran patio central bordeado de corredores, pues ni aun el esnobismo á la mode de Urdaneta logró apartarlo de la lógica claridad y el respeto a la tradición de la casa sabanera hasta el punto de cambiar también lo esencial en toda arquitectura: el orden y jerarquía de los espacios. Arquitectura religiosa La historia política del siglo XIX divide en dos grandes vertientes ideológicas a los líderes colombianos, y también a un pueblo dispuesto a todos los sacrificios imaginables en defensa de una bandería poco clara para ellos. Las corrientes conservadoras o "progresistas" (liberales) toman cierto partido respecto de las cuestiones religiosas. Los primeros tienden a mantener incólume el papel social preponderante de la fe católica, y en el campo opuesto no tardó en aflorar el radicalismo anticlerical, las cortapisas legales al monopolio religioso de la educación, o las acciones limitantes del poder socioeconómico de la Iglesia. Pero a nivel del pueblo raso el ateísmo, la masonería, las actitudes librepensantes que se producen entre las clases medias burguesas no pasan de ser cosa ajena y exótica. No han sido vanos tres siglos de religión sin atenuantes, y una enorme masa popular colombiana sigue yendo todos los domingos a misa, durante la cual liberales y conservadores por igual invocan a Dios. La Iglesia católica sobrevive en Colombia a todas las vicisitudes y guerras civiles del siglo XIX, y al llegar el xx, gracias a la providencial intervención de Rafael Núñez, mantiene un considerable ascendiente sobre la vida y las opciones morales de los colombianos gracias a un concordato con la Santa Sede, sin paralelo en el mundo contemporáneo. Esta durabilidad, sumada a la del clero mismo, mantiene a través de la historia del período republicano un orden social en el que el cura y el gamonal, en los pueblos pequeños, y
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el obispo y el alcalde, en las ciudades, forman el dueto más influyente y más poderoso en todos los órdenes existenciales. Esto, naturalmente, tendrá un reflejo urbanístico y arquitectónico directo. Aún hoy, el estudio comparativo de las siluetas urbanas de gran parte de las ciudades intermedias y pueblos o aldeas colombianos revela que la presencia volumétricamente dominante es la del templo católico. Sólo la llegada del edificio comercial o bancario de más de seis u ocho pisos vendrá, en tiempos contemporáneos, a quebrar esa hegemonía urbanística. Pero hay un abismo cualitativo e ideológico entre el templo colonial y la iglesia republicana. Coinciden el cura de pueblo y el obispo de capital departamental en que los nuevos tiempos y la nueva nacionalidad requieren algo más que la severa modestia y el reducido tamaño de las edificaciones religiosas coloniales, y aprenden a mirarlas con desdén, con abierta hostilidad, cuando despiertan a la presencia de una nueva estética, de una nueva noción del lujo perceptible ahora en los buenos burgueses que siguen viniendo a misa. Ese nuevo historicismo que ostentan en su apariencia las gentes, las casas y los edificios oficiales ha de ser eclesiástico también, si se quiere que la Iglesia mantenga su posición y su ascendiente social. Es necesaria una radical actualización de la arquitectura religiosa, y para ello las iglesitas coloniales son un estorbo o un serio inconveniente. El proceso de cambio semeja al ocurrido en la arquitectura doméstica. Las litografías impresas en Europa remplazan poco a poco los ingenuos cuadros coloniales, y llega de Italia el proceso para fabricar imágenes de santos, vírgenes y apóstoles en serie, producidos en yeso, para sentenciar a muerte la talla artesanal en madera. La producción masiva de objetos litúrgicos en materiales baratos masifica su uso en la liturgia y nivela por lo bajo su calidad estética. De ahí a desventrar la iglesia colonial para pasar a un enorme edificio en lenguaje neogótico o neobizantino, no había más que un paso. Aún hoy es motivo de asombro el esfuerzo arquitectónico que supone erigir no menos de quinientos templos republicanos en todo el país, entre 1845 y 1935. En noventa años se construyó tanta o más arquitectura religiosa en el país que en todos los tres siglos de la Colonia, y esto en un período marcado por la inestabilidad sociopolítica y la pobreza amenazante. Que muchas
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de las más pretenciosas iglesias republicanas se hayan quedado inconclusas era apenas lógico, pero son las menos con respecto al número total de las construcciones emprendidas. El tono general estilístico y el nivel cualitativo promedio de esta arquitectura religiosa es confuso y atenuado. Si el esfuerzo constructivo fue enorme, su inspiración estética no supera lo mediocre, salvo en ocasiones a las cuales se hará referencia más adelante. El género es más interesante como fenómeno histórico que como acontecer estilístico, por razones claras: el clero colombiano del siglo XIX y comienzos del XX tuvo mucha más fe de carbonero que cultura o talento artístico. Cuando, en unas pocas ocasiones convocó para el rito de la arquitectura a un profesional capaz o sensible, le impuso prejuicios estéticos de escaso nivel conceptual, y cuando cedió la tarea a constructores rasos o tomó ladrillo y pala en mano, el resultado fue en general más estrambótico que otra cosa. Se hizo mención previamente de algunos ejemplos aislados de arquitectura religiosa, como son la iglesia de Nuestra Señora de Lourdes, en Chapinero (Bogotá); de las transformaciones sufridas por el templo y de las adiciones realizadas en San Pedro Claver, en Cartagena, de La Veracruz, en Bogotá, y algunos otros casos que confirman lo anterior. Cabrían ahora algunas observaciones adicionales sobre el historicismo arquitectónico religioso en el país. En mucho mayor grado que otros géneros arquitectónicos, éste exige una simbología y ambientación estética especial, restringiendo por ello mismo el repertorio ecléctico de posible aplicación. Continuando la tendencia europea y norteamericana de la época, era claro que un repaso general de la historia daría como conclusión que la última época en la cual se creó para la Iglesia católica un eficaz sistema de formas construidas fue durante el período "gótico". En las grandes catedrales europeas de los siglos XII a XIV estaba ya creado todo el repertorio de formas, signos y símbolos aptos para vestir la nueva época. La nostalgia gótica será el recurso universal de la época republicana en arquitectura religiosa. Ocasionalmente algún disidente se inclinaría por una cismática mezcla de motivos románicos o bizantinos, y aun neoclásicos, pero esto sería excepcional en el mundo de las más extrañas y singulares versiones locales de lo que se creía en el recetario formal gótico.
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Así, por ejemplo, la nueva catedral de Buga (Valle del Cauca) tendrá una elevada torre que es un asombroso resumen de gran parte de la historia de la arquitectura, acumulando tramos sucesivos en altura con sabrosa incoherencia. En Cartago (Valle del Cauca) o en el pueblo de Firavitoba (Boyacá) el eclecticismo en total libertad producirá enormes edificaciones, completamente ajenas a la escala urbana y ambiental del lugar donde se encuentran, con un lenguaje definible tal vez como "superneoclásico" en el ejemplo vallecaucano, pero no clasificable en el caso boyacense, por cuanto allí hay una imaginativa mezcla de una fachada neogótica vagamente francesa, y en su interior se observan pilastras de índole románica con capiteles del Renacimiento español, que soportan bóvedas en ladrillo a la manera de la construcción popular catalana. De uno a otro confín del país es posible hoy encontrar un interminable catálogo de originales posturas historicistas y tremendos resultados consiguientes. Las dos obras más grandes, físicamente, y más importantes, cualitativamente, de la época republicana en arquitectura religiosa son las catedrales de Villanueva, en Medellín, iniciada a finales del siglo XIX, y la de Manizales, que data de la tercera década del presente. La de Medellín es un vasto edificio que, según la crónica local, ostenta, deportivamente, un récord mundial (o por lo menos suramericano) en número total de ladrillos empleados, y es precedido en su género solamente por la Basílica de San Pedro, en Roma, en área total construida. El orgullo regional inspirado por el tamaño mismo de la obra ha opacado en cierta medida el indudable interés arquitectónico que ofrece. La iniciación de las obras, en 1875, se hizo con planos elaborados por el "ingeniero arquitecto" italiano Felipe Crosti, a quien se le debe la organización en planta del edificio. Una cosa, eso sí, era planear el edificio y otra llevarlo a cabo. Suspendida la obra durante largo tiempo, en 1889 llega a Medellín el arquitecto francés Charles Carré, cuyo papel en la ciudad antioqueña sería similar al de Gastón Lelarge en Bogotá y Cartagena (11). Carré toma el pie forzado de la obra iniciada y elabora un nuevo proyecto, por lo que le corresponde el mérito del singular carácter espacial del templo. Luego de algo más de cuarenta años de esforzada labor se da por terminada la obra. La iglesia emplea evocaciones estilísticas más o menos "románicas", y
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pese a su enorme tamaño, no excluye cierto lismo interior le otorgan un carácter en extremo buen sentido de la escala y las proporciones. vigoroso y surrealista, que perdería sensibleUna razonable sobriedad decorativa interior mente si algún día llegara a tener un revestimiencontribuye a otorgarle la calidad ambiental de to. La ingeniosa estructura, en delgadas memla cual carecen conspicuamente muchas iglesias branas que se entrecruzan para evocar las nervade la época. El gran protagonista del templo duras góticas, es una de las más avanzadas y medellinense es el espacio arquitectónico, por expresivas, en la historia de la arquitectura en lo que se está ante una de las obras descollantes el país, por cuanto el empleo de tales recursos del período. Si bien exteriormente el tratamiento en Colombia sólo llega a tener alguna difusión de los volúmenes es áspero y poco inspirado, veinte a veinticinco años más tarde. Comparados con estos dos ejemplos, lo resretiene la continuidad textural y cromática del interior, y el diestro uso del ladrillo local le tante en arquitectura religiosa republicana en el país parecería un género menor. Aparte de las confiere gracia y eficacia visual. Los incendios que destruyeron gran parte infortunadas reformas epidérmicas y pictóricas de la zona central de Manizales en 1925 y 26 infligidas por el equipo hispanoitaliano de artisdieron pie a la necesidad de una catedral que tas encabezados por el obispo Brioschi en la fuese adecuado coronamiento al agreste lugar catedral de Cartagena, y la acción poco afortuocupado por la ciudad. Se buscó en Francia al nada del pintor Acevedo Bernal para desfigurar presunto autor para la nueva catedral, mediante la de Tunja, habría que buscar entre los templos un concurso juzgado por «comerciantes, sacer- de menor cuantía para hallar aportes válidos del dotes y notables de la época. Fue decisoria la período. opinión del abogado Emilio Arias Mejía, quien El surrealismo ambiental tiene algunos dijo que los planos del arquitecto (Auguste) adeptos más. El templo del Carmen, en Bogotá, Polty eran como los poemas de Julio Flórez y de Pietro Buscaglione, terminado hacia 1927, los planos de (Paul) Tournon como los de Rubén representa el límite extremo de la exageración Darío. Como Flórez era más nuestro y más com- cromática y el recargo decorativo a ultranza, prensible, los planos de Polty eran los indica- tendencia que parece inspirar también la transdos" (12). mutación operada por el ingeniero Arturo JaraEl triunfo fue del neogótico propuesto por millo en la iglesia de Las Nieves de Bogotá. En Polty sobre el neobizantino preconizado por ambos casos no se puede evitar la idea de que Tournon, quien ciertamente alcanzó mayor re- se está bordeando el humorismo arquitectónico, nombre profesional en Francia que el vencedor así sea de modo involuntario. Existe en ambos en Manizales. Nadie, a la fecha, ha logrado casos un derroche decorativo que resulta ironiaclarar la críptica analogía entre la poética de zante sin proponérselo, y la sensación de que Julio Flórez y la insólita arquitectura de lo que el arquitecto padecía una forma avanzada de vino a ser la catedral manizalita. De sí ya era horror vacui, que le impedía pensar siquiera en extraordinaria la idea de fusionar una planta en superficies o elementos estructurales exentos de cruz griega con un volumen goticizante, pero "tratamiento". Pero el tono intelectual de la lo fue aun más la propuesta de continuar la época se refleja en el debate que se adelantó en tendencia en boga en la época en Francia, el medios "cultos" bogotanos para definir a qué apelar al concreto reforzado para lograr una es- "estilo" pertenecía el templo del Carmen, sin tructura que, aunque funcionara internamente que los defensores de un "románicobizantino" de acuerdo con las reglas del comportamiento llegaran a un acuerdo con los que proponían un de un material artificial mixto (cemento y me- "gótico sienés influido por la Catedral de Pisa". tal), permitiera esconder también su agria apa- La originalidad, y tal vez la audacia de la mezriencia con un revestimiento en piedra que daría colanza construida estaba escapando ya al sisla correcta decoración neogótica. Las realidades tema de referencias estéticas propuestas al copresupuestales privaron al edificio de una piel mienzo del período. Y por ello mismo el final decorativa integral en piedra o granito artificial, del proceso estaba bien a la vista. que hubiese sido de fabuloso costo, y el aspecto Una rama del mismo árbol no muy reconoactual de la catedral manizalita es tanto más cida por historiadores y críticos es la arquitecoriginal gracias a ese accidente histórico-econó- tura funeraria, que llega a tener auge consideramico. Su desnudez e involuntario estructura- ble durante la etapa republicana, y que conserva
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aún, anacrónicamente, no poco del tono ecléctico propio de esa época. Entre otros renglones, explotables económicamente, la época descubre el gran negocio de la muerte, y los sepulcros ostentosos, para la clase social alta, harán vecindad a las bóvedas funerarias apiladas en altura, para los pequeños burgueses, en un tétrico remedo de lo que estaba ocurriendo ya en la organización urbanística de las ciudades. No se podría hallar un resumen más completo de la época que uno de los cementerios donde casi todos los arquitectos o constructores importantes del período se dieron cita para diseñar o ejecutar abundantes panteones o mausoleos en los que podían dar rienda suelta a sus caprichos estilísticos sin temor a reclamos por parte de los usua-
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rios. Sobreviven, entre otros, el Cementerio Central de Bogotá, con un singular trazado elíptico para los tramos de bóvedas superpuestas, según el plano de época colonial de Pío Domínguez. La capilla del mismo, muy reformada, es de Nicolás León (1839), y hacia 1910 Julián Lombana, siempre omnipresente en Bogotá, diseñó la ominosa entrada existente. No menos interesante, en razón de la importancia masiva de mausoleos y figuras en mármol (principalmente por la familia Mainero) traídos de Italia, es el cementerio del barrio de Manga, en Cartagena. Está allí, por así decirlo, la forma final del historicismo, vulgarizada para vestir la última idea que obsesiona al ser humano, así como a la época romántica que termina: la del más allá.
Notas 1. Citado por J. Villegas y J. Yunis, en La Guerra de los Mil Días, Bogotá, C. Valencia Editores, 1978. 2. Véase, Acuarelas de Mark, Bogotá, edición del Banco de la República, 1963. 3. Ver descripciones de la época, Carlos Martínez, Bogotá, reseñada por cronistas y viajeros ilustres, Bogotá, Edic. Escala, 1977. 4. En Reminiscencias de Santa Fe y Bogotá, de J. M. Cordovez Moure, hay numerosas descripciones de ciudades y pueblos de todo el país, en la época.
7. Alfredo Ortega, Arquitectura de Bogotá, Bogotá, 1924. 8. Un corresponsal del diario El Espectador, de Bogotá, afirmaba en 1978, haber visto diplomas de ingeniero y arquitecto en poder de Lelarge, pero en los archivos del Colegio de Arquitectos de Francia, no figura su nombre entre los graduados en las promociones de 1870a 1900. 9. D. Bossa Herazo, Op. cit. 10. D. Bossa, Herazo, Construcciones, demoliciones, restauraciones y remodelaciones en Cartagena de Indias, Cartagena. I975.
11. Carré, es autor de numerosas obras y gran influencia en Medellín. Entre éstas se cuenta el Mercado Central y el 5. D. Bossa Herazo, Construcciones, demoliciones, restauEdificio Carré. raciones y remodelaciones en Cartagena de Indias, Cartagena, 1975. 12. D. Castro, "Arquitectura hasta los años 30", en Historia del arte colombiano, Barcelona, Edic. Salvat, 1975. 6. Alfredo Ortega, Arquitectura de Bogotá, Bogotá, 1924.
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La actividad artística en el siglo XIX Eugenio Barney-Cabrera tica y artesanal necesariamente responde a exi-
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ntes de finalizar el siglo XVIII ocurren en la Nueva Granada graves sucesos que de alguna manera inciden en la actividad artística. Desde luego, el primer hecho importante es el movimiento comunero, golpe de ola de similares acontecimientos registrados en otras regiones americanas. Coincidiendo con la rebeldía de Galán, a partir de 1781, los fenómenos culturales se manifiestan en Santafé de Bogotá con las características propias de la vicecorte ilustrada que presiden solemnes personajes de doble autoridad, como fue el caso del arzobispo-virrey Caballero y Góngora. De todas maneras, los últimos años del setecientos se caracterizan por la ostentación, los convencionalismos sociales y el decidido poder cortesano. Los artistas pintan con simplicidad no exenta de gracia, revistiendo los retratos de oro y carmesí y exaltando las heráldicas. Para gobernantes, comerciantes y terratenientes, conciben cuadros de temas religiosos, en uno de cuyos ángulos, con estudiada modestia aparecen los donantes en piadosas posturas. Estos lienzos suelen ser donados a conventos e iglesias. Algunos de menor tamaño se reservan para las habitaciones particulares o con ellos ornamentan las capillas de las haciendas. La actividad artís-
gencias decorativas en primer término, o de lujos y de suntuosidades aparenciales. Es arte de encargo, sumiso a los requerimientos del contratista, ostentoso y agradable o anecdótico y premonitorio en el campo de lo sagrado y piadoso. Las dimensiones suelen ser mayores y, si de cuadros de temas religiosos se trata, inclusive gigantescas (1). Los temas, como se ha dicho, reiteran el retrato, así cuando reproducen con la mayor fidelidad posible las facciones y las insignias de los mandantes, como cuando la iconografía del oferente ocupa lugar esquinero, pero visible y soberbio, al pie del historiado lienzo religioso. En cuanto a las artes de la talla y la escultura, suelen ser suplantadas por la producción de alhajas y objetos rituales, en los cuales los plateros y batihojas juntan el tradicional ingenio y la paciente labor del gremio, con la expresión decorativa y la riqueza del material que sirve, entre otras cosas, para deslumhrar desde los altares a la pobrecía devota (2). A contrapelo de aquellas actividades y de dichas costumbres, funciona en la Nueva Granada la Expedición Botánica. Como esta institución es cosa excepcional, aunque paradigmática del acontecer histórico que toma cuerpo a fines del siglo XVIII, junto a ella, paralelamente continúan las viejas costumbres y los usos antañeros que inclusive perdurarán por algún tiempo en la siguiente centuria. Pero, de todas maneras, el instituto que dirige José Celestino Mutis inau-
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gura maneras nuevas que mucho tendrán que ver con el espíritu del nuevo siglo. En relación exclusiva con la actividad artística, la Expedición Botánica, por ejemplo, establece normas antes no conocidas, aunque también olvidadas ulteriormente. Esos nuevos hechos y normas se resumen así: a) relación laboral subordinada no sólo por razones de salario, sino también por reglamento de índole administrativa (jornales, horario de trabajo, ubicación del lugar de labores, reglamento disciplinario); b) trabajo en equipo bajo la dependencia científica y administrativa del director y del mayordomo; c) utilización de instrumentos y medios de trabajo de propiedad del instituto y no del aprendiz, oficial o dibujante; d) obligatoria aceptación de temas, procedimientos y técnicas; e) el producto artístico era propiedad de la institución y su precio (el jornal o sueldo del oficial resultaba regulado no por unidad, sino por cantidad y calidad de trabajo) era fijado tentativamente según la capacidad técnica del artista, pues el salario se calculaba por anualidades aunque se pagara por mesadas; f) aprendizaje del oficio en escuela fundada para tal efecto y dirigida por uno de los funcionarios del organismo oficial (el mayordomo y pintor Salvador Rizo); g) aunque el producto era concebido en consideración a dimensiones, temas, procedimientos y materiales obligados, como documento científico, el director Mutis fue consciente de que evidentemente se trataba también de creación artística. No obstante el hecho últimamente citado, pocos fueron los colaboradores de la Flora que concibieron aquella labor como actividad creadora del arte. Acaso solo fue Mutis quien vislumbró la importancia estética desde el momento en que sugirió a sus dibujantes que firmasen con la advertencia de que ellos eran pintores americanos. Pero este desprecio por los valores estéticos de las láminas botánicas se explica si se recuerda que la materia misma, más que su tratamiento naturalista, se alejaba de modo radical de las normas aceptadas tradicionalmente como propias del arte. En efecto, según las normas que regían y valoraban en aquellos tiempos el arte, no era lógico concebir, con criterio estético, el documento científico de la Flora. Empero, por otros aspectos se acercaba ese documento a la estética tradicional en cuanto ella exigía reproducciones exactas de la naturaleza y veracidad con relación a las leyes de la perspectiva, del color, de la luz y del volumen. Pero
en el caso de la Flora, el tema impuesto por Mutis no encuadra en los cánones tradicionales por cuanto no era histórico, ni pertenecía a la mitología, ni emanaba de la religión, ni formaba parte de la anécdota humana. Acaso el hecho de mayor importancia ocurrido con motivo de la experiencia mutisiana, fue la fundación y el funcionamiento de la escuela de dibujantes. Por primera vez en la Nueva Granada se registra la existencia de algo similar a una academia de arte. Con la advertencia, eso sí, de que quienes ingresaban a ella en calidad de aprendices y a título de becados, egresarían como oficiales adscritos a la Expedición y, por ende, subordinados a ella mediante compensación salarial. No obstante este hecho, la escuela de dibujantes que organizó y dirigió el mayordomo de la Expedición, el pintor Salvador Rizo, fue base principal y única experiencia existente hasta entonces y, durante muchas décadas posteriores en la Nueva Granada, al servicio del aprendizaje sistemático de la actividad artística. Los frutos pedagógicos resultaron, sin embargo menguados y de corta duración. Los alumnos tuvieron que dispersarse con motivo de los tiempos convulsionados de principios del XIX. La práctica mutisiana desapareció sin lograr maduración pedagógica ni afianzar sistemas y costumbres que renovasen el ambiente artístico de la Nueva Granada. Por ello, como luego se observará con mayor detenimiento, durante el primer tercio del siglo XIX, particularmente, la confusión bélica y la dramática situación política debilitaron los vínculos existentes entre quienes producían arte y quienes lo adquirían. Por aquellas mismas razones de índole socioeconómica y política los materiales escasearon. Obra de artistas improvisados que trabajaban con elementos y materiales nativos (tierras, colores vegetales), y con soportes burdos e inapropiados, fue, en consecuencia, el arte. Con preparados caseros el ingenio criollo suplió los materiales que en épocas de mayor quietud y bonanza llegaban de ultramar (el "ultramar" de América). A propósito, recuérdese que, a su turno, como fue el caso del "azul de La Grita", dichos materiales llegaban en materia prima a Europa, exportados de América (Nueva Granada y Venezuela), que, a su vez, constituía el "ultramar" del Viejo Mundo, de donde aquel color tomó el nombre con que se le conoce generalmente.
La actividad artística en el siglo XIX
Finalizada la actividad de la Flora en 1817, los pintores, todavía adscritos a ella, se dispersaron. Los menos, ingresaron a la guerra, los más, abrieron "tiendas", como era usual antes de finalizar el siglo anterior y en ella volvieron a pintar el arte de encargo, pero ahora reducido de tamaño y menguado en calidades, y uno o dos, cambiaron de oficio y entraron al comercio o a la empleomanía oficial de turno. Los grupos de pintores adscritos a la Expedición desde su fundación hasta su final receso (1773-1817), fueron los siguientes: a) Los Fundadores; b) Los Quiteños; c) Los Popayanejos y Caucanos, y d) Los aprendices o alumnos de la Escuela de Dibujo. Estos grupos, individualmente discriminados, se indican así: A) EL GRUPO DE LOS FUNDADORES se sub-
divide en los llamados españoles, que fueron dos, y los granadinos. Aquellos fueron José Calzada y Sebastián Méndez, alumnos ambos de la Academia de San Fernando en Madrid; Calzada, aunque figuró en la nómina y recibió sueldos, murió al poco tiempo de ingresar al organismo mutisiano; de él no se conocen dibujos ni láminas. Méndez, de origen peruano, ingresó en 1788 (mes de octubre) y estuvo al servicio de Mutis hasta enero de 1791; se conocen ocho iconos atribuibles a este pintor, todos ellos de regular calidad. Despedido de la Flora, pintó para el virrey una "vista" del Salto de Tequendama, acaso la primera que se hiciera de aquel accidente. Dos láminas de la Flora aparecen firmadas por Méndez, sin que se distingan de manera particular por su calidad. Los granadinos, en su orden de ingreso, fueron los siguientes: PABLO ANTONIO GARCÍA (1744-1814). Entró a la Flora el 29 de abril de 1783 y se retiró el 15 de diciembre del año siguiente. Fue retratista (en el Colegio del Rosario hay un retrato de Mutis pintado por García) y también hizo pintura religiosa. El apodo de "Marrullas", con que se le conocía, define su carácter y condición humana. La calidad de sus obras es algo menos que mediana. Antes de ingresar a la Flora, pero también bajo la dirección de Mutis, pintó y dibujó varios iconos de plantas, insectos y ofidios de la región de Muzo. Perdidas o no identificadas hoy, estas láminas le sirvieron de antecedentes para su ingreso a la Expedición Botánica. FRANCISCO JAVIER MATÍS (1763-1851). Nacido en la población de Guaduas, Matís co-
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laboró en la Expedición Botánica durante 33 años; suyas son 216 láminas firmadas y cerca de un centenar más que se le atribuyen. Siendo muy joven, Mutis lo encuentra en Guaduas y lo envía a Eloy Valenzuela, quien colabora con el director y lo remplaza cuando el sabio gaditano viaja fuera de la sede del instituto botánico. Pocos días después, el mismo Mutis va a Mariquita y encuentra que "después del entrenamiento a que fue sometido", el alumno ha progresado; "Me entregué después, -anota en su diario- a la agradabilísima ocupación de registrar todas las láminas que había trabajado el señor Matís, desde fines del año hasta el presente día, que con la que actualmente trabaja llegan a cincuenta y dos. Me fue manifestando mi buen amigo y compañero doctor Valenzuela los nombres de las plantas anunciadas en su correspondencia y tuve la satisfacción de verlas todas muy bien trabajadas; de modo que promete este nuevo dibujante sacar sus láminas no inferiores a las del señor García" (3). La Flora es institución académica de incuestionable importancia. Su naturaleza didáctica e investigativa, se cumple de manera armónica y coincidente. En tal virtud, la Expedición Botánica no sólo realiza de manera cabal los cometidos científicos para los cuales fue creada, sino que, adelantándose inclusive al pensamiento universitario que ahora impera, pero que no ha sido puesto en práctica debidamente, todavía conserva vitalidad como ejemplo académico. Francisco Javier Matís, mejor que todos los otros alumnos de Mutis, consciente de aquel valor docente e investigativo, practicará durante su larga vida ambas disciplinas con admirable fervor y capacidad científica (4). Francisco Javier Matís, botánico protomédico, retratista y dibujante, maestro de juventudes en ambas disciplinas, la científica y la artística, se radicó en Santa Fe de Bogotá desde la fecha de su retiro de la Flora en 1817. Fue, pues, venerable prócer de la cultura nacional, a cuya modesta y casi olvidada vida hay que rendirle constante homenaje de admiración. SALVADOR RIZO BLANCO (1762-1816). Nativo de Mompox, autodidacto como todos los artistas granadinos, fue contratado por Mutis en 1784; sirve a la Flora desde entonces en versátiles y eficaces funciones hasta 1816. Dibujante, pedagogo, mayordomo y albacea de Mutis, Rizo Blanco fue también uno de los pocos artistas que, abandonando su actividad profesio-
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nal, ingresa a los ejércitos rebeldes y al servicio de ellos muere. Gracias a su habilidad como dibujante, se encarga de pintar y diseñar las plantas de más delicada anatomía y de compleja estructura, lo mismo que pequeños insectos o irisadas mariposas. De Rizo hay firmadas 141 láminas, todas a color y la mayoría de doble pliego; muchas más se sospecha que sean de su mano, lo mismo que los retratos de Mutis, hoy en el Conservatorio Nacional de Bogotá, y el de Eloy Valenzuela; también el que ya se ha identificado como de Cavavilles, en el cual aparece este botánico con un ejemplar de Rizoa, en la mano, especie así denominada por Mutis en homenaje a su ilustre mayordomo. El 12 de octubre de 1816 es fusilado por órdenes de Morillo en Santa Fe de Bogotá. P A B L O C A B A L L E R O . Cartagenero, cuyas fechas de nacimiento y muerte carecen de documentación, estuvo solamente 15 días vinculado a la Flora. Precedido de prestigio como pintor (era conocido como el "Apeles de América"), las obras que de él se conservan no responden a tan exagerado alias. Entre ellas pueden citarse una Inmaculada en la Catedral de Bogotá, un San Telésforo en la Iglesia de la Capuchina y un retrato de Eduardo de Azuola en el Museo Nacional de Bogotá. Las 4 láminas firmadas por él de la colección botánica tampoco corresponden al prestigio de que gozó el cartagenero. B) Los PINTORES Q U I T E Ñ O S . De los
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pintores de origen ecuatoriano contratados por Mutis, nueve se radican en la Nueva Granada, en donde ejercen el oficio de pintores, abriendo talleres a la manera tradicional, en los cuales admiten aprendices, hacen retratos y pintan temas religiosos. La nómina de estos artistas hábiles, acuciosos, recursivos, pero de dones creativos poco sobresalientes, es la siguiente: A N T O N I O C O R T É S Y A L C O C E R , nacido en Quito en fecha incierta, muere en Bogotá el 15 de septiembre de 1813. Ingresa a la Flora en julio de 1787 y se retira en julio de 1788; en Bogotá ejerce después el comercio y marginalmente continúa el oficio artístico. De él se conocen un centenar de láminas botánicas y un retrato de Mutis que conserva el Museo Nacional de Bogotá. NICOLÁS C O R T É S Y A L C O C E R , hermano del anterior, muere en Bogotá en 1816. Estuvo activo en la Flora desde 1787 hasta el año de su muerte. Sólo hay 23 iconos firmados por
Nicolás Cortés, aunque se supone que varias series le pertenecen. F R A N C I S C O JAVIER C O R T É S Y ALCOCER,
del mismo origen y familia de los dos anteriores, fue el único de los hermanos y del grupo de quiteños que regresó a su país, en donde murió después de 1798. Había ingresado a la Flora en 1790. Ninguna calidad sobresaliente distingue la obra que dejó en los documentos botánicos. A N T O N I O B A R R I O N U E V O , trabaja en la Flora 30 años hasta 1817, cuando, liquidada la Expedición, muere en Bogotá. Además de los iconos botánicos, debió pintar los de temas zoológicos para ilustrar la obra del naturalista Jorge Tadeo Lozano, sobre la fauna de Cundinamarca, obra inédita. V I C E N T E S Á N C H E Z , llegó a Mariquita, sede de la Flora, en 1787, y trabajó con Mutis hasta 1795; pintó varias láminas de la serie de orquídeas y mestomáceas. A N T O N I O de S I L V A . ES mínima la documentación que sobre Silva existe, salvo que se retiró de la Flora en 1790; suyas son algunas láminas sin méritos particulares. M A R I A N O de H I N O J O S A , colabora con Mutis a partir de 1791 hasta 1817. Radicado en Bogotá, se distingue como miniaturista; recibe aprendices en su taller particular y muere aproximadamente en la tercera década del siglo XIX. FRANCISCO
E S C O B A R Y VILLARREAL,
vinculado a la Flora en 1790, permanece en ella hasta 1817. Firma 89 láminas y muchas más que se le pueden atribuir; hábil dibujante y minucioso colorista. Se radica en Bogotá, donde trabaja el oficio de pintor. J O S É M A N U E L M A R T Í N E Z , desde 1791, cuando ingresa a la Flora, hasta 1817, cuando termina la actividad mutisiana, trabaja al servicio de aquella institución. Se radica luego en Bogotá. Firmadas por Martínez se conocen 103 láminas. M A N U E L R O A L E S . Sólo se conocen láminas en blanco y negro y una en color; la iconografía botánica en negro del mismo Roales y de otros dibujantes, suele ser excelente, aunque Mutis pagaba salarios inferiores a los dibujantes que no iluminaban. Roales muere en Bogotá en fecha no determinada. C) E L G R U P O DE P O P A Y Á N . LOS pintores de la provincia de Popayán contratados por Mutis gozan de las mismas habilidades y características que distinguieron a los quiteños; dos artistas de este grupo sólo se conocen por los recibos
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de sueldos que firmaron. Uno, Manuel José Gironza, llamado por Mutis "el Maestro de Popayán", ingresó a los ejércitos libertadores (18101819), y luego abrió taller en Popayán donde murió aproximadamente en 1833. Los otros pintores de esta provincia fueron Félix Tello, Nicolás José Tolosa, José Antonio Zambrano y otro de apellido Valencia, sin documentación especial. D) APRENDICES Y ALUMNOS DEL ULTIMO PERIODO MUTISIANO. Las últimas pro-
mociones de artistas fueron neogranadinas. Cinco de ellos ingresaron en Bogotá, cuando esta ciudad era sede de la Flora en 1798 y se retiraron en 1811. Estos artistas eran José Joaquín Pérez, santafereño, José Camilo Quesada, caucano, Pedro Advíncula Almanza, José Manuel Domínguez y Francisco Manuel Dávila, posiblemente "reinosos" o cundinamarqueses. De ellos sobresalen Almanza, quien alcanzó algún prestigio como miniaturista, y el caucano, en cuyo honor Mutis inscribió dos géneros con el apellido Quesada. De Dávila sólo se conocen los recibos que firmó para cobrar sueldos. Después de 1801 y hasta la clausura de la Expedición en 1817, trabajan en ella los alumnos de Salvador Rizo egresados de la Escuela de Dibujo; estos jóvenes dibujantes, 15 en total, respondieron a los siguientes nombres: José Raimundo Collantes, Francisco Mancera, José Antonio Lozano, Manuel Collantes Molano, Juan Nepomuceno Gutiérrez, Francisco Javier Martínez, Lino José de Acero, Félix Sánchez, Miguel Antonio Sánchez, Agustín Gaitán, Tomás Ayala, Alejo Sáenz, Francisco Cifuentes, N. Parra y N. Moreno. De los dos últimos se desconocen los nombres de pila; Mancera y Lozano debieron gozar de aprecio como dibujantes porque fueron señalados para acompañar al sobrino de Mutis, don Sinforoso Mutis, hasta Cuba, en misión oficial. Mancera, sin embargo, cuando terminaban las actividades de la Flora, se radica en Tunja y ejerce cargos administrativos. Lino José de Acero, establecido en Bogotá, se destaca como miniaturista y retratista. De los otros poco más se sabe, salvo, acaso, que de ellos pueden ser numerosos cuadritos piadosos y muchos retratos anónimos que, encontrándose aquí y allá en todo el territorio de la República, han pasado de pueblos y haciendas, de conventos e iglesias, al mercado de antigüedades. En contradicción con las costumbres y la ideología imperante, la Expedición Botánica en todas sus actividades, pero particularmente en
cuanto hace relación a las artísticas, cumplió labores heterodoxas. A su lado, como se ha visto, en coincidencia temporal con la producción de los dibujantes de la Flora, continuaba el empobrecido oficio de los artistas ortodoxos; pero, también los discípulos de Mutis y de Rizo, retirados del instituto científico, volvieron a las viejas prácticas para retomar el hilo de la tradición estética y hacer el arte que "la clientela" reclamaba: retratos de reducidas dimensiones y pobres técnicas, miniaturas en cascarillas de marfil, latones y cobres pintados con las imágenes de los santos patrones. El arte de anteguerra y el de los tiempos confusos y convulsionados de las primeras tres décadas del ochocientos, es, en consecuencia, con la salvedad transitoria y excepcional de la Flora, producto tradicional en cuanto a los temas y motivos, menguados en cuanto a las técnicas y materiales, ingenuo y espontáneo en cuanto a la concepción y los significados estéticos.
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rincipia la tercera década del siglo XIX con el triunfo de la agrupación política que representa Santander. Cuando el prócer cucuteño, émulo de Bolívar, regresó del exilio en Europa, trajo para su casa un juego de truco o billar y, como ayuda de campo, al joven e inquieto sobrino de Napoleón, el príncipe Pedro Bonaparte. También se interesó por el cambio de algunas costumbres sociales, particularmente en el servicio y atención de las casas burguesas. "El, que había sido convidado a las más refinadas mesas de la nobleza europea, que había tratado y aun impresionado a príncipes y señores de abolengo, quería entregar a su huésped, Pedro Bonaparte, una grata y digna imagen de las familias granadinas", como lo comenta el mejor documentado de sus biógrafos (5). El mismo biógrafo dice que el equipaje del prócer era "abundante, de hombre culto y que había sabido aprovechar las excelencias artísticas y espirituales del Viejo Mundo", y que "venían allí cuadros de notables pintores, recuerdos de grandes hombres, libros diversos, obsequios a sus familiares y amigos y un lujoso billar, juego al que era muy aficionado, enriquecido con preciosas incrustaciones de concha nácar y preciosa talla" (6). Santander, sin embargo, cuando hace referencia al dicho equipaje, para nada menciona los cuadros de "notables pintores", ni nadie los ha podido inventariar o identificar después, salvo uno u otro apunte retratís-
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tico, un busto y acaso la copia del afamado medallón neoclásico que de Santander hizo Pedro Juan David, escultor pariente de Luis David, el pintor retratista de Napoleón. Se dice que los virreyes trajeron mobiliarios y pinturas de famosos autores, como fue el caso comprobado de Caballero y Góngora; pero después de Santander, todos los prohombres que viajan por una u otra causa a Europa, la mayoría de ellos con gordas faldriqueras, nunca importaron cosa distinta de malas copias, feas porcelanas, cristales cursis o retratos hechos por artistas de baja cotización. Por ello el equipaje de Santander es sintomático e importante en la tradición cultural hasta ahora no interrumpida de la burguesía colombiana. Los pequeños hechos que anteceden carecerían de interés, además, si no estuviesen directamente relacionados con quien iba otra vez a presidir los destinos del país en un período de búsquedas y definiciones nacionalistas, o que así lo parecen. Y porque Santander figura en la nómina de próceres fundadores de la República y es identificado como el personaje que mayor influencia ha tenido, en los inicios de ella, en todo lo que se relaciona con la educación, el gusto y la formación de los partidos políticos que, a partir de entonces se turnan en el gobierno del país. Pero de inmediato, aquellos pequeños datos son significativos del cambio que, a partir de la tercera década del siglo, principia a sentirse en la actividad artística y, por lo tanto, en la demanda, en los requerimientos que la burguesía granadina, ahora colombiana, hace en cuanto se refiere al gusto en general y al arte en particular. Se añejaron los pergaminos de la guerra de Independencia y los abolengos cobran renovada importancia en los salones. La soldadesca venezolana, independiente, vive su propia aventura republicana, sin contagiar con soeces palabras la sutileza del carácter y de la condición humana de los cundinamarqueses; el Ecuador, asimismo, experimenta y sufre propias vicisitudes históricas, separado de la criolla metrópoli santafereña, de manera que acá, los antiguos "reinosos" y algunos hombres de "tierra caliente", pueden hacer su "república" sin interferencias incómodas. Dentro de este orden de hechos históricos hay que recordar, para mejor comprender el panorama de la ideología en imágenes, que el presidente Santander introdujo en la enseñanza pública, tal vez como consecuencia de sus experiencias en Europa, algunos cambios. Así, por
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ejemplo, abundó sobre la materia ya decretada por el encargo del poder ejecutivo, doctor José Ignacio de Márquez (decreto de mayo 30 de 1832), que trata sobre la fundación del Colegio de La Merced. En octubre 8 de 1836, Santander reforma "la organización del colegio", en el sentido de distribuir en cuatro años la enseñanza, y agrega que ella se contraerá, en los tres últimos años, a lo siguiente: "Elocución castellana, lengua francesa, geografía, costura y bordado, dibujo de flores". Por medio del artículo 19 se advierte que "la enseñanza de música vocal e instrumental (artes en que Santander fue aficionado fervoroso) se dará únicamente a las educandas internas" (7). En julio 4 de 1838 el gobernante insiste sobre la misma materia, pero deja para el último año "la economía doméstica y el dibujo de flores". "El dibujo de flores" y la copia de láminas famosas, serán temas únicos no sólo en la enseñanza femenina, sino también en la actividad artística de aficionados. Con tal producción las mujeres de la burguesía colombiana asistirán a concursos y salones hasta fines del siglo o algo más (8). Las raíces de ese gusto, en consecuencia, y de los amanerados cuadritos con que en lo sucesivo se nutrirá la producción artística, se originan en aquella enseñanza que, a falta de academias, fue la única que tuvo la juventud colombiana en relación con el arte durante los primeros sesenta años del siglo. Pues antes, como lo dice José Manuel Restrepo, "las luces estaban limitadas, por lo general, a los abogados y a los eclesiásticos seculares y regulares. En las demás profesiones eran bien escasos los conocimientos que había...". "No había gusto en el adorno y menaje de las casas..." (9). Es evidente que la República, desde sus inicios, pasados los primeros años convulsionados del siglo XIX, dio impulso a la enseñanza en general, y algo, al aprendizaje artístico. Se menciona aquí, como es obvio, la enseñanza reglamentada por el Estado; se omiten por el carácter ocasional y aleatorio, la Escuela de Dibujo, de la Flora -caso de excepción ya mencionado- y el aprendizaje en los talleres y tiendas, donde cumplían su oficio semiartesanal y semiartístico los pintores y escultores de mayor prestigio. Se trataba de talleres similares a los que tuvieron en su tiempo, durante los varios períodos del siglo XVIII. En ellos también trabajaron García y Caballero, los dos pintores de fugaces experiencias en la Expedición Botánica,
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y los Figueroas (Pedro José y sus hijos) del siglo XIX, como se les suele denominar para distinguirlos de aquellos que con el mismo apellido estuvieron activos en el siglo XVII. Los nuevos tiempos trajeron diferentes necesidades y otras modas que asimismo respondían al requerimiento de la vanidad humana; cambió el mercado artístico, pero no los significativos ni hubo variantes estéticas. Es decir, que fue igual la ideología en imágenes. Globalmente mencionados los cambios, se puede decir que si durante la Colonia la clientela tradicional (conventos, iglesias, comerciantes, gobernantes, etc.), exigía grandes dimensiones y ostentación cromática, obtenida a base de materiales generalmente importados de Europa, en cambio, durante los primeros años de la República, y particularmente en los tiempos convulsionados de las guerras, la clientela quedó reducida a curas empobrecidos, a parroquias abandonadas, a terratenientes con menguadas producciones, aunque con nuevos poderes y blasones reverdecidos. Por otra parte, recuérdese que, cerradas las fronteras de importación y exportación, inclusive las muy fluidas del contrabando o del comercio ilícito, de profunda capilaridad en tiempos coloniales, los materiales que de Europa venían procesados, desaparecieron del comercio, por lo cual los artistas debieron agudizar el ingenio y volver a experiencias de origen nativo, con el fin de preparar los colores y los soportes en la "cocina" del propio taller. En virtud de estos factores, de causalidad inmediata aunque no exclusiva, el gusto de la clientela republicana tuvo que satisfacerse con un arte menor (menor en tamaño y en valores decorativos y técnicos), de rápida y económica hechura, de barata ostentación. Los amarillos terrosos remplazaron a los oros antañeros, de las casacas y las heráldicas, y el retrato individual predominó, como es natural, en un ambiente donde asimismo proliferaban las individualidades que estrenaban poderes, y exhibían sus recientes aventuras y hazañas bélicas; los uniformes de los soldados de la República buscaron modelos en Francia y en Viena, y los próceres, puestos de perfil neoclásico como en el medallón de Santander, que le hizo David D'Angers, pudieron ocultar los ancestros del criollaje étnico. Además, al lado de estos cambios y del nuevo vestuario, se pusieron como añadidura y al descuido, los escudos de armas y las insignias que, por el pretexto de honrar a la República, simple-
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mente imitaban, mediante equívocos signos, las heráldicas antañeras. Paradigma y ejemplo de las características que se dejan esbozadas, es el retrato de Simón Bolívar, con la india desnuda que porta un carcaj de flechas nativas, y que pintado en el taller de Pedro José Figueroa, hoy es propiedad de la Quinta de Bolívar. Del mismo taller y ya de la propia mano de Pedro José Figueroa o, algunos, con la colaboración de sus hijos, son los retratos de casaca roja, o "retratos rojos", como se los suele llamar, de Bolívar y de Santander, en diferentes tamaños, repetidos del mismo modelo, unos en medallón y otros en rectángulo vertical que por fortuna, se conservan casi todos en el Museo Nacional de Bogotá (10). El ambiente bélico y la moral del triunfo impusieron durante los primeros treinta años el culto a los héroes máximos; después de la desintegración, cuando de uno salieron tres Estados de independientes convulsiones políticas, en Colombia aumentó la clientela de casacas civiles. El arte tuvo que atender esta nueva demanda apresuradamente. Junto con los cuadritos de San Antonio y las estatuillas de Santa Bárbara, junto a la gigantesca efigie de San Cristóbal que todavía guardaba los zaguanes santafereños, fue preciso hacer retratos, muchos retratos de señores comerciantes, de abogados y políticos, de damas y señoritas en vísperas de contraer matrimonio, de niños, inclusive, a quienes ya la muelle cuna los preparaba para blandos sillones de mando. Los artistas, egresados de la Flora, o los que persistieron en sus talleres particulares como los Figueroas, ayudándose económicamente con destinos y colocaciones que iglesias y conventos les brindaban (11), se dedicaron a la pintura de miniaturas. Junto con ellos, y respondiendo a una demanda más exigente, José María Espinosa dibujaba la serie de proceres criollos que, enviados a Francia en papel azul de carta, allá eran retocados por los dibujantes de servicio de los litógrafos, regresando a Colombia, bizarros y elegantes, uniformados de oficiales vieneses, en pequeños retratos litografiados que, de paso, le dieron fama a Espinosa, no sólo de pintor de próceres, sino de atildado dibujante clásico. Espinosa ciertamente fue excelente dibujante autodidacto; con su "barrita china", dejó bocetos admirables que nunca sus contemporáneos pudieron comprender y que con ulterioridad los historiadores y críticos del arte, inspirados en caducos conceptos académicos, tampoco han podido valorar.
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La miniatura, entonces, lo mismo que retratos litografiados en medio pliego con las disfrazadas efigies de los proceres, son expresiones del arte impuestas por la ideología burguesa. Pero como, por otra parte, en Colombia no existieron academias en donde hubieran podido aprender las reglas del arte, estos artistas fueron todos improvisados, incompletos, hábiles en el manejo de los pobres recursos técnicos y maestros que, de manera versátil e inconstante, se veían forzados a cambiar de oficio, alternando con otros trabajos y labores, la actividad por la que sentían mejores inclinaciones. En la misma época convulsionada de la fundación republicana, esto es, durante los treinta primeros años del siglo XIX, además de los Figueroas y de Espinosa, rápidamente mencionados ya, estuvieron activos varios artistas de diferente mérito. No sólo los pintores y miniaturistas, como García Hevia o Groot, o los retratistas y costumbristas como Torres Méndez, sino también aquellos artistas que, ocultos en la empleomanía oficial de ambos regímenes, el sustituido y el republicano, cumplieron labores de grabadores en la Casa de Moneda. De allí salieron después, algunos de ellos, para intrigar nuevos destinos o para buscar "la vida", según se dice, en la práctica de la miniatura que tan en boga estuvo durante aquellas décadas del siglo. En la Casa de Moneda, los grabadores preparaban los sellos y patrones o troqueles con la efigie de los reyes y los signos del poder monetario. Algunos de ellos aprendieron a fijar en los troqueles la imagen de Bolívar o de Santander, y otros fundaron talleres propios en los cuales admitieron aprendices. De estos talleres y con la inspiración de algunos grabadores de la Casa de Moneda, salieron las primeras caricaturas del tema político que se conocen en la historia colombiana. Ese fue el caso de la litografía de Carlos Casar de Molina, quien, retirado a Cartagena, después de ver fracasar la empresa litográfica en Bogotá, enseñó a José María Núñez, quien concibió varias caricaturas encaminadas a combatir al general Santander. En la cuarta década del siglo la República se consolida utilizando todavía las tradiciones españolas. Los señores de las provincias constituyen poderes caudillescos. Estos caudillos de casaca y espada, necesitan dejar el testimonio gráfico y plástico de sus hazañas y de sus personalidades en los salones oficiales y en las
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casas particulares. Los pintores, otra vez, requeridos por las nuevas órdenes, pintan en tamaños grandes y piensan en las alegorías antiguas y en mitos griegos y latinos, para mejor satisfacer los gustos de la época. Pasada de moda la miniatura y olvidada la serie iconografía de próceres, dibujados por Espinosa y retocados en Francia, el retrato y el símbolo de poder y de riqueza exige de nuevo tamaños o dimensiones mayores. Espinosa, que se había especializado, al parecer, en recordar la iconografía de los soldados de la Independencia, anónimos y caudillos, cosa que hacía con su "barrita de tinta china" en hojas azules de carta, en apuntes y modestos bocetos, recibe el encargo de pintar un Santander gigantesco. En 1856, en efecto, hace aquel retrato que hoy conserva el Museo Nacional de Bogotá, y cuyas dimensiones son insólitas en comparación con las usuales hasta entonces: 227 x 147 cm. Antes, L. García Hevia había pintado en lienzo en grandes dimensiones, en 1841, "La muerte del General Santander" (2.05 x 1.63). Dimensiones similares sólo se utilizarán después, cuando finalice el siglo, y las burguesías y grupos de gobernantes importan nuevas exigencias decorativas. Garay, por ejemplo, será el pintor oficial por excelencia, y sus retratos de Núñez y de Sanclemente, por el mérito del tamaño, ocuparán posición sobresaliente en ese ciclo anquilosado de la actividad artística. La primera mitad del siglo XIX, es, pues, de confusas y contradictorias expresiones en relación con el proceso del gusto y con la actividad artística. La naturaleza del arte puede estar compuesta de mezclas y vicisitudes, de ofuscante contradicción, confundiéndose en malas imitaciones neoclásicas de tardío trasplante, caricaturizadas por lo tanto, débiles y equívocas, sin que de todo ello esté ausente el golpe de ola romántica que tercamente horada las rocas de la burguesía criolla. Todo este ambiente se refleja en las costumbres. José María Cordovez, por ejemplo, habla de los "canapés de dos brazos en forma de S, sin resortes y forrados de filipichín de Murcia; mesitas de nogal, Luis xv, en que se ponían floreros de yeso bronceado con frutas que se copiaban de los colores naturales"; recuerda asimismo "las estatuas de yeso que representaban la noche y el día, con un candelero en la mano..."; y también cita las "vitelas en las paredes de asuntos mitológicos y episodios de la historia de H. Cortés" (12).
La actividad artística en el siglo XIX
Don Ricardo Silva recuerda que el ajuar de las salas se completaba con "cuatro láminas que representaban pasajes de Telémaco" (13). A su turno, Ignacio Gutiérrez Ponce, aunque advierte que "por lo que toca a las costumbres, Santa Fe no había cambiado de manera radical desde el siglo XVII", salvo en detalles de comida, en la octava década del siglo observa que "todo ha cambiado mucho por efecto de los frecuentes viajes a Europa, y en particular a Francia" (14). Aquel ambiente parece reflejado en el Telón de Boca del Coliseo de Santa Fe que en 1840 pintó don Eladio Vergara, buen señor aficionado al arte. La importancia de la obra la encomia Cordovez al decir que el dicho telón "era el mejor que se hubiera visto en nuestros teatros" y que "con igual validez estética continuaba cincuenta años después" de que don Eladio lo pintara (15). El telón vale la pena recordarlo, porque con su alegoría ilustraba toda la época de que aquí se trata, "representaba en la parte alta el caballo «Pegaso», hendiendo con el casco la roca de la cual brotaba una fuente; en el centro, Apolo con las musas; en medio un ameno valle y varias otras figuras alegóricas; a un lado, en letras blancas romanas, la octava real compuesta por el que más tarde fue General don Vicente Gutiérrez de Piñeres", cuyos dos últimos versos, dignos del pincel de don Eladio, repicaban así: "El alado corcel conduce el coro/ y con su inspiración resuena el foro" (16). Se vivía de alegorías; los artistas recordaban toda suerte de mitos y de leyendas antiguas para mejor ilustrar con ellos las hazañas de los nuevos próceres y prohombres republicanos. Particularmente con tales temas y con festones y coronas de flores de yeso, con acantos de escayola pintarrajeada, se ornamentaban los salones y zaguanes e inclusive los interiores de las habitaciones privadas y el ambiente de los edificios públicos. Fue algo así como un anticipo del pop-art y de sus ulteriores derivados colonizantes que en el siglo de ahora tanto se han visto en salones y galerías de Colombia y América. Los artistas activos o que principiaron su aprendizaje artístico durante esta primera mitad del siglo XIX y que, de una manera u otra, expresaron y comunicaron con su arte la realidad social contemporánea, fueron los siguientes: Los FIGUEROA DEL SIGLO XIX. Esta familia se asemeja en cuanto a la práctica, porque continuaron todos sus miembros la actividad tra-
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dicional del arte. Nada pasó ante sus ojos, ni guerras, ni luchas políticas, ni cambios en los gustos, de nuevos nombres en el gobierno, que les hiciera variar la práctica usual. Si unas veces pintaron para los conventos e iglesias y para los postreros mandatarios españoles, otras recibieron contratos de boliviarianos y en no pocas de santanderistas. Atendían a los unos y a los otros sin que, al menos en apariencia, les importasen los cambios políticos. PEDRO J O S É FIGUEROA (muere en 1838, fecha de nacimiento sin documentar). Fue el fundador de la familia y el maestro de otros muchos pintores de principios del siglo. Además de la pintura anónima que se le puede atribuir, se conocen de Pedro José varios retratos como el de fray Fernando del Portillo, el del canónigo Duquesne, el del arzobispo Fernando Caicedo y Flórez, y otros. También hizo los retratos de oidores y del virrey Amar y Borbón, por donde se ve que Pedro José gozaba de prestigio antes de 1810. Después de 1821 pinta el retrato de Bolívar que servirá de base para que él mismo y luego sus hijos repitan la iconografía del Libertador. JOSÉ MIGUEL FIGUEROA, muere en Bogotá el 12 de noviembre de 1874, después de una larga vida dedicada al oficio de pintor retratista y de temas religiosos. Su fecha de nacimiento no está documentada. Entre los retratos pintados por José Miguel figura el que hizo el arzobispo Manuel José Mosquera en 1842, firmado por el autor, aunque ha figurado como de autor anónimo en el No. 544 de C. del Museo Nacional. También en este museo figura como anónimo un retrato de Bolívar, pintado en óvalo, de 0.471/2 por 0.38 cms., y que evidentemente fue pintado por José Miguel, siendo el mismo a que hace referencia Urdaneta en Esjematología (17). De tema religioso son varios cuadros pintados por José Miguel Figueroa. Mas entre ellos sobresalen por la naturaleza misma del motivo y por los valores decorativos, pero severos y adecuados al motivo, la serie de Monjas Muertas del Convento de Santa Inés, infortunadamente en poder de mercaderes del arte que las han sacado del país. La obra de José Miguel resulta más cuidadosa y de acabados técnicos mejor estudiados que los que se observan en la pintura del progenitor Pedro José, maestro que fue de todos sus hijos y de otros pintores que, como Groot, sobresalieron más tarde.
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Los otros hijos de Pedro José Figueroa fueron Celestino, quien muere en 1870, y Santos Figueroa, quien estuvo activo hasta finalizar el siglo. CELESTINO, lo mismo que José Miguel, copió varias veces retratos de Bolívar de los que fue autor original su padre Pedro José y se distinguió además como retratista de personajes contemporáneos (Pedro Francisco Marcallo, el arzobispo Cuero y Caicedo, etc.). Pero parece que su principal labor fue la pedagógica que cumplió, como era tradicional, desde su taller de pintor. Entre otros aprendices tuvo a Alberto Urdaneta, quien más tarde lo recordaba con cariño y admiración. SANTOS FIGUEROA, en cambio, practica la ilustración, actividad novedosa, en verdad, para su tiempo. Se recuerda que como ilustrador y diseñador, a la vez que en funciones de editor, colabora con Javier y Francisco José de Vergara en 1881, publicando almanaques y guías de información general. Además de los Figueroas, estuvieron activos durante las cuatro primeras décadas del siglo los grabadores de la Casa de Moneda y otros artistas que, lo mismo que Pedro José Figueroa y sus hijos, trabajando en talleres con muchas vicisitudes económicas, sin escuela y sin materiales superaron estos avatares de la época sin alcanzar, empero, posiciones sobresalientes en la actividad artística. Entre otros, de igual o similar talento, hay que mencionar a los siguientes: JOAQUÍN SANTIBÁÑEZ, caleño, nacido en 1769 y muerto en 1864. Se conocen varios retratos de pobre calidad, como uno del Libertador, otro de José Ignacio Ortiz y uno más del general Eusebio Borrero, que se encuentra en el Museo Nacional (Nro. 345 C.M.N.), firmado y pintado en 1845. JUSTO PASTOR LOZADA, muerto en Bogotá en 1885, fecha de nacimiento sin documentar. Versátil e inquieto personaje, como artista trabajó la litografía, fue miniaturista y retratista y acaso el único artista del siglo XIX que intervino activamente en las luchas políticas. PIO DOMÍNGUEZ DEL CASTILLO, activo a partir de 1830, adquirió fama como miniaturista. Su profesión u oficio principal fue la milicia, en la cual ejerció de cartógrafo y diseñador de fortalezas y puentes. ANSELMO GARCÍA DE TEJADA (17851858), grabador de la Casa de Moneda de Bogotá, estuvo al servicio de ella en todas las oca-
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siones y circunstancias políticas y bélicas, pasando de un gobierno al otro sin reatos ni mayores problemas. Durante la República continúa en el mismo oficio. TOMÁS BENITO DE MIRANDA (1755-1820 aprox., en Bogotá), como el anterior, fue grabador de la Casa de Moneda, pero nunca renegó de sus convicciones realistas. Así de este grabador, como de Lozada y de García de Tejada, deben de ser los troqueles y matrices que se conservan en el Museo Nacional, pero cuya identificación es algo menos que imposible. CARLOS CASAR DE MOLINA, maestro de grabadores y de litógrafos republicanos, fue contratado por el embajador Zea, en Londres, en 1823, para que montase, organizase y dirigiese el taller de litografía oficial, donde se imprimirían los papeles de la Nueva República. Empero, por causa de los muchos avatares económicos y políticos, tal intento resultó frustrado a la postre; entonces Molina viaja a Cartagena y allí abre un taller propio donde, por cierto, se imprimen las primeras caricaturas políticas, en este caso, contra Santander, y de las que fue autor el dibujante José María Núñez. Carlos Casar de Molina, regresa a Bogotá, donde muere en 1878 (18). Si de grupo pudiera tratarse en relación con la miniatura, habría que citar a todos los artistas activos en los primeros cincuenta años del siglo. Desde los citados Figueroas hasta los grabadores de la Casa de Moneda y el litógrafo Casar de Molina, sin exclusión alguna, toda persona que tuviese habilidad en el manejo del dibujo y del color, se sentía obligada a ensayar la miniatura. El mismo general Santander viajó a Europa con Francisco Evangelista González, servidor leal y amigo del desterrado, a quien acompaña durante el exilio y que, aficionado a la pintura, pinta algunas miniaturas de Santander (19). «Por ello puede afirmarse, sin temor a errar, que ninguno de los artistas de la época dejó de practicar la miniatura. En tiempo en que la fotografía no existía y el daguerrotipo era extraño o demasiado costoso y poco lisonjero, la miniatura estaba llamada a ocupar primerísimo lugar en la solicitud y el reclamo de damas y caballeros ansiosos de que sus efigies, idealizadas por el artista al gusto de la clientela, perdurasen como signos de elegancia, muestra de prosapia, cifra de distinción y lisonjero recuerdo de juventud» (20). Una lista incompleta estaría, además de los Figueroas, formada por los miniaturistas Lu-
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cas Torríjos (octubre 18 de 1814-188?); Rafael del mismo prócer, se deben mencionar dos auMaría Gaitán, quien muere en 1846; Justo Pastor torretratos, las efigies familiares y el sugestivo tozada, ya mencionado; José Manuel Groot boceto retratístico de Francisco Javier Matis, (1800-1878); Manuel D. Carvajal (fechas no que es certera interpretación biográfica y artísdocumentadas, pero activo durante las campa- tica del botánico. ñas políticas y el exilio al Perú del general José El segundo tema mencionado lo integran María Obando): José Gabriel Tatís (1813-1885) las ocho batallas y acciones de guerra en que y toda la nómina de extranjeros radicados o intervino el autor y una más sobre la "acción transeúntes que, junto con el tratamiento del de Boyacá". Este grupo de pinturas al óleo sobre paisaje y de los temas "típicos", hicieron minia- tela, fue concebido por Espinosa en 1872 con turas de personajes colombianos. el fin de cumplir una solicitud del gobierno naSobresalen, entre todos, ya por sus propios cional que estaba interesado, como sucedía en méritos como miniaturistas, ya por el evidente otros países americanos, en ilustrar la guerra de talento de pintores y dibujantes, ya por haber liberación con "blasones democráticos". El alcanzado otras etapas en el desarrollo de la asunto de las batallas es de carácter anecdótico. actividad artística, Luis García Hevia, José Ma- El artista reproduce episodios que ocurren al ría Espinosa y Ramón Torres Méndez. Los tres margen de la escaramuza bélica; estas "anécdoconstituyen nómina aislada, como artistas repre- tas pintadas" podrían servir de ilustraciones a sentativos del siglo; con evidente talento, los las "memorias" que Espinosa dictó a su amigo tres pintaron obras de notoria perdurabilidad y José Caicedo Rojas, y que fueron editadas en trascendencia. 1876 en Bogotá. En las Memorias y en las batallas, Espinosa demuestra, entre otras cosas, Hombres de dos épocas, o mejor aún, de de qué manera admirable conservó hasta la vejez tiempos de transición, Espinosa, García Hevia y Torres Méndez, así pueden figurar antes o la lucidez intelectual de que gozó durante toda después de la mitad del siglo, pues en ambas su larga vida. mitades expresan y comunican la realidad cirSin embargo, son los retratos y dibujos de cundante con la misma genuina actividad artís- próceres los que, en serie reproducida infinidad tica; sin embargo, así sea por razones de edad, de veces, le dieron fama y prestigio al pintor el pensamiento y la acción de los tres se relacio- bogotano. Cuestión explicable, dentro de las nan mejor con los primeros cinco años del siglo. tendencias contemporáneas, si se recuerda que la iconografía de próceres, abocetada por EspiJOSÉ MARÍA ESPINOSA (1796-1883), el mayor de los tres, hizo la guerra del Sur como nosa, respondió, en primer término, a la neceabanderado de Antonio Nariño. En 1819 se re- sidad de magnificar a los oficiales de la guerra, tira del ejército y de manera definitiva se radica dándoles calidades proceras y presencias clásien Bogotá, donde ejerce el aprendizaje artístico, cas; en segundo lugar, porque aquellos bocetos, a base de voluntad y disciplina. A partir de concebidos y trazados por Espinosa "con la baentonces y hasta la muerte, a los 87 años, la rrita de tinta china", o en apuntes iluminados, producción artística de Espinosa cubre todos los en pequeñas hojas de papel de carta, sufrieron motivos usuales: retratos, miniaturas, dibujos retoque definitivo en los talleres de Leveillé, costumbristas, apuntes callejeros, obras de tema Daveria y Lemoine, en Francia, de manos de religioso, óleos recordatorios de acciones de dibujantes expertos y de hábiles litógrafos. Así, guerra, caricaturas, documentos típicos, etc. de Europa regresaron estos bocetos con "traje Pero hay dos temas que sobresalen y que, resuel- nuevo" y con facciones clásicas, para mejor tos aparentemente con calidades distintas, iden- honra del pintor y del héroe disfrazado de oficial tifican y resumen la totalidad del arte concebido vienés. Las batallas criollas, por fortuna, no sufriepor el ilustre bogotano. El primero lo integra la ron retoques. Cuando Espinosa las pintó transserie de dibujos, aguadas, acuarelas y miniaturas currían otros tiempos y la Nación, presidida por sobre marfil; en la mayoría de los casos se trata de retratos de próceres y de personajes republi- radicales y románticos de nueva ola, no requecanos. Tal serie, por lo menos en lo mejor y rían de héroes individuales; anhelaban, en cammás abundante, se puede datar entre 1820 y bio, historias legendarias, con acciones de gueen las que masivamente interviniera el pueblo 1850 y, en particular, en 1830. Además de la rra contra la reacción. La moda consistía en popuminiatura del Libertador y de dos apuntes a lápiz
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lanzar la Independencia. Empero, Espinosa no dio para tanto, porque ni él estudió en academias, ni los políticos que gobernaban pensaban en acciones folclóricas, sino en alegorías clásicas, o en trincheras callejeras con heroicos oradores como en la "Comuna Francesa". Los cuadritos de Espinosa, pintados al óleo, no se pudieron transformar ni retocar a la manera de las series iconográficas; por ello permanecieron algo menos que olvidadas estas batallas, mientras críticos e historiadores han insistido en clasificarlas como obra senil, y por lo tanto, desigual y menguada del pintor. Pero a Espinosa, con los bocetos de héroes y con las acciones de guerra, puede calificársele como pintor y dibujante de excelentes calidades, acaso el de mayor talento, aunque no el de mejores conocimientos técnicos del siglo XIX. RAMÓN TORRES MÉNDEZ (1808-1885), transcurre el siglo, cambian las costumbres, otros intereses y distintas técnicas llaman la atención de las gentes, las guerras civiles se suceden, alternan los partidos políticos en el poder; van y vienen los viajeros y Ramón Torres Méndez sigue apegado a las tradiciones, sencillo en las propias costumbres, ejercitándose en el oficio que cada vez practica mejor, sedentario en cuanto le sea posible, dedicado a su taller en donde cumple los contratos que la fiel clientela le exige. Ningún artista del siglo XIX recuerda, por sus costumbres y con su proceder, la manera como trabajaban y vivían y la clase a que pertenecían los artistas coloniales, como este modesto bogotano que en el siglo XIX hizo lo que había que hacer: miniaturas, retratos de encargo, grandes y feas alegorías, cuadros religiosos y, por último casi de espaldas a todo lo demás, las hojas y láminas de costumbres que le han dado fama y prestigio como fundador del costumbrismo y máximo representante del nacionalismo artístico. La historia oficial y la crítica ignorante del arte, otra vez, en el caso de Torres Méndez, han estimado que es preciso tejer leyendas para poder encomiar y exaltar a quien, según esa historia y aquella crítica, carece de méritos distintos de los del folclor. Con mistificaciones similares se creó la leyenda de Espinosa como autor de iconografías heroicas, o antes, la de Vázquez de Arce y Ceballos, como el artista mayor de América, cuando no se sabía que iluminaba grabados flamencos, y que dibujaba con admirable soltura. Pero a pesar de la leyenda, Torres Méndez es uno de los tres
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grandes pintores del siglo XIX en Colombia. La asiduidad en el oficio artístico, la facilidad con que aprendió ese oficio, practicándolo y variándolo de acuerdo con las necesidades, la capacidad como retratista y miniaturista y, desde luego, el hacer costumbrismo, moda y ejercicio cotidiano de todos los artistas contemporáneos suyos y no evento exclusivo de Torres Méndez, son todas condiciones y cualidades que distinguen a este pintor y permiten juzgarlo históricamente como a un realista que supo expresar y comunicar, con habilidad y talento, la realidad de su propia contemporaneidad. LUIS GARCÍA HEVIA (1816-1887), aprendiz en el taller de Pedro José Figueroa, García Hevia conservó el amaneramiento propio de aquel maestro y de su famoso taller. La planimetría cromática, la dureza dibujística, la frontalidad de las figuras o el forzado perfil de los retratos, se conservan en la obra de García Hevia. Pero, por otra parte, este singular artista alcanzó a entrever en los últimos años de su actividad, la presencia de otras tendencias, diferentes de las neoclásicas que heredaron los republicanos de los tiempos coloniales. Asimila, en efecto, sin guías ni enseñanzas, las fuerzas de la escuela que, con exageración, ha dado en llamarse "academia" y con la cual se despide el siglo XIX para introducirse equívocamente, en la siguiente centuria, con maneras y modas de confusa asimilación estética. Entre estas dos corrientes, sin embargo, a García Hevia lo rozó el romanticismo criollo que a mitad de siglo invadió huracanadamente todos los estadios americanos. Pero como, por otra parte, su aprendizaje artístico, como el de todos los pintores y artistas contemporáneos suyos, sufrió mil tropiezos y múltiples interrupciones, de la simple práctica individual de un oficio mal aprendido, surgió lo que ha dado en llamarse "el estilo de García Hevia". Estilo que sólo responde a las características aquí anotadas causadas por el aprendizaje incompleto, debido a la influencia romántica, contagiadas por las tendencias académicas, es decir, mixtura estética que, junto con el carácter del artista, permite entrever un arte agradable, ingenuo y doméstico, de índole provinciana como la mayoría del producto artístico que se hace en el siglo XIX. El famoso cuadro sobre la muerte de Santander, pintado por García Hevia, suma ingenua de retratos, pero también composición sagaz de caracteres y reflejos de todo un ambiente polí-
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tico y social, es obra de notable importancia en la historia de la actividad artística durante aquel siglo; naturalmente, concebida en 1841, cuando los gustos y las modas giraban en torno a diferentes metas, aquella composición pictórica fue desestimada. Hoy, empero, permite analizar desapasionadamente las condiciones pictóricas y el talento artístico de García Hevia, hombre de su época, iluso a ratos, apoyado en débiles muletas poéticas (agregaba renglones rimados de su propia inspiración a los cuadros que pintaba), que tuvo el acierto de entrever técnicas y modos de expresión revolucionarios como el daguerrotipo, que él practicó junto con la pintura. Por estos extremos, García Hevia es buen ejemplo de la tesis que Nieto Arteta sustenta acerca del romanticismo, escuela con "enternecedora fe en el progreso industrial, adámico anhelo de un futuro libre de las insufribles asperezas de la vida colonial; fue, en consecuencia, un movimiento eminentemente social, y políticamente revolucionario" (21).
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a segunda mitad del siglo también resulta contradictoria y convulsiva. Al principio, en 1850, se rompen las amarras que todavía ataban la República a las instituciones coloniales. Economía, legislación, añoranzas de poder y de ostentación, herencias neoclásicas, traducidas al pensamiento y a las técnicas criollas, perduran de alguna manera durante aquellas primeras cinco décadas republicanas. Pero en 1850 vientos nuevos refrescan el ambiente. "El año de 1850, dice Nieto Arteta, marca el comienzo del apogeo del romanticismo social en la Nueva Granada. Nuestro romanticismo es un movimiento de destrucción alegre de la economía colonial, es una tendencia política liberal" (22). Pero tal espíritu romántico, de ilusiones y de reformas, de ciegas creencias en el progreso, no perduran; al final del siglo, después de vicisitudes bélicas que interrumpen los ilusos programas, el siglo XIX acepta complacido las normas clásicas, la seriedad doctoral de la academia, el señorío de las casacas que desde los bufetes añoran otra vez los tiempos coloniales. Estas últimas décadas del ochocientos se introducen con sus amaneradas posturas hasta la siguiente centuria, en donde imponen los gustos por las inflexibles normas académicas, viejas ya de más de un siglo, en las metrópolis de Europa. Pero, de todas maneras, a mitad del XIX
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ocurren hechos importantes y perdurables. "Eso es la época de 1850, dice Nieto Arteta: una jornada decisionista en la historia de la cultura y de la economía nacional; la decisión de destruir la economía colonial, la decisión de transformar el contenido de la cultura nacional, la decisión de realizar una revolución social y plantear una revolución política" (23). Una de esas decisiones, por cierto, se concreta en la Comisión Corográfica. Colombia, por primera vez, gracias a tan importante empresa científica, manifiesta un intento de conciencia histórica. Y de paso, por segunda vez, si se tiene en cuenta la actividad de la Expedición Botánica, se realiza con éxito la experiencia de la universidad sin aulas, interdisciplinaria y abierta, nunca después realizada. La Nación, con la Comisión Corográfica, escudriña su propio ser en busca de identidad geográfica, económica, histórica y social. El país, durante los 9 años de labor cumplida por la Comisión, se integró en la modernidad del siglo, alcanzó a vislumbrar la complejidad de su propio ser y trazó programas infortunadamente frustrados en sus futuras realizaciones, pero lúcidos en el acierto de las metodologías y en las realidades propuestas. Para los efectos de la actividad artística, en torno y con motivo y ocasión de la Comisión Corográfica, se registra la experiencia gráfica y documental de mayor trascendencia, complementaria de la que, cincuenta años antes, cumpliera la Expedición Botánica. Los dibujantes de la Comisión Corográfica recorrieron el país y anotaron en sus pequeñas hojas todas las costumbres, todas las fisonomías, todo el vestuario, todos los accidentes geográficos, toda la capacidad plástica del paisaje colombiano, toda la actividad laboral del habitante campesino y aldeano, toda la miseria y los pobres recursos técnicos, y la rutina y el marginamiento, y la abandonada existencia del hombre de Colombia. Miniaturistas, retratistas y paisajistas, y al mismo tiempo los dibujantes y pintores de la Comisión Corográfica, dejaron en sus láminas el mejor documento etnológico, etnográfico y económicosocial de la Nación; con su actividad, si así se puede decir, retrataron a Colombia, por modos singulares, en amplio mural dramático, mediante la serie de pequeños cuadros que, a manera de rompecabezas, pintaron durante 9 años de recorrido lento por el cuerpo accidentado del país.
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Naturalmente esa pintura, lo mismo que la que hicieron los dibujantes mutisianos, ha permanecido algo menos que por fuera de las casillas estéticas, en donde la historia oficial y la crítica tradicional suelen encerrar el producto de la actividad artística. No obstante, gracias a sus auténticas condiciones expresivas y comunicativas, el arte de los tres dibujantes de la Comisión Corográfica, defectuoso y balbuceante, si se lo mide de acuerdo con los cánones de rigor académico, además de anotado valor anecdótico y documental, es obra genuina de arte colombiano. La colección de láminas de la Comisión Corográfica, por otra parte, es obra de excepción y labor ocasional, marginada de lo que ocurría en el resto del país en aquellos mismos tiempos. En efecto, mientras Fernández, Price y Paz, al mando de Codazzi, recorrían el país y tomaban apuntes sobre las costumbres y usos, en las ciudades la actividad artística seguía el curso tradicional. El oficio artístico no había cambiado todavía de visión ni de clientela. Ni, por otra parte, los aficionados habían encontrado dónde practicar el aprendizaje artístico, salvo en los talleres de los maestros consagrados. Fue después de los años cincuenta cuando principió a mencionarse la posibilidad de montar escuelas y academias que recogieran las normas universales del arte. Algo tuvieron que ver en esta actividad los extranjeros que, atraídos por el exotismo del paisaje y del hombre americano, pasaron por Colombia apercibidos de caja de acuarelas y de lápices con los que documentaron sus experiencias de viajeros. Otros, no pocos, se quedaron y aquí fundaron escuelas y academias donde los criollos pudieron aprender el oficio que habían practicado con simple don manual, sin conocimientos teóricos ni ejercicios de disciplina académica. Los más conocidos de estos viajeros-artistas fueron Walhous Mark (1817-1895); Albert Berg Schawrín (1825-1884); Alfredo J. Gustín (fechas no documentadas); Leon Gauthier (sin documentar fechas); Jean Baptiste Louis (17931870); Francois Desire Roulin (1796-1874); Luis de Llanos (?-1895); Enrique Recio Gil (1856-?); Celestino Martínez Sánchez (18201885); Gerónimo Martínez Sánchez (18261895); Felipe Santiago Gutiérrez (1824-1904); Antonio Rodríguez (?-1898); César Sighinolfí (1833-1902) y Luis Ramelli. Naturalmente, en principal puesto, deben figurar los dos dibujan-
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tes de la Comisión Corográfica, de origen extranjero, Carmelo Fernández (1810-1887) y Enrique Price (1819-1863). Dedicados a la enseñanza y como fundadores de escuelas y academias hay que destacar, entre los anteriores, a los hermanos Martínez, litógrafos, dibujantes y retratistas venezolanos, quienes actuaron en Bogotá desde 1847 hasta 1861; a Santiago Felipe Gutiérrez, quizás el artista extranjero que mayores influencias y amistades dejó en Colombia. La Academia Gutiérrez, fundada en 1881 (Decreto 65 del 28 de enero), base de la Academia Vásquez que funcionó después de 1887, tras vencer muchos avatares políticos y económicos, son instituciones de enseñanza impulsadas, entre otros, por el artista mexicano. De esa academia, convertida por último en Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional, parte la enseñanza artística oficial y profesional en Colombia. También hay que destacar la influencia pedagógica de Llanos, Recio Gil y de los italianos Sighinolfí y Ramelli, por la vinculación permanente en la enseñanza a través de la Escuela de Bellas Artes ya mencionada; pero quien -apoyado por Alberto Urdaneta, quien lo trae al paíspuede figurar como el fundador de la Escuela de Grabado y maestro de la xilografía en el país, es el español Antonio Rodríguez, a cuyo cargo estuvo la escuela de grabado del Papel Periódico Ilustrado que funcionó durante varios años, a partir de 1881 en Bogotá y de la cual salieron los ilustradores de la importante publicación fundada y dirigida por Alberto Urdaneta. Como se ve, la actividad artística en Colombia pasa desde 1850 en adelante por vaivenes contradictorios, hasta encumbrarse en el convencionalismo severo y riguroso de la academia finisecular. Esos vaivenes principian con balbuceo espontáneo, fresco y recursivo, de rica imaginación y de atrevidas soluciones plásticas, propio de los dibujantes al servicio de la Comisión Corográfica, quienes deben improvisar materiales, instrumentos, sobre rudos y ásperos soportes. Siguen luego las disciplinas académicas, severas e inflexibles, aprendidas en oscuros salones de estudio bajo la autoritaria mirada del maestro. Es así como la Academia Colombiana importa tardíamente normas nacidas en el neoclásico, dos siglos atrás, pero que deben aplicarse en el país como herencia sin beneficio de inventario. Entre los dos extremos --aquel modesto y espontáneo de la Comisión Corográfica,
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y este envaretado, acartonado, dogmático y rei- aparecen el nombre "Julio" y la inicial "E", terativo, de la "academia criolla"- la actividad antes de "Flórez". Pero, además, los rasgos de artística cumple asimismo la experiencia nece- la firma jamás son iguales, y en cuanto al que saria de la caricatura y la ilustración. Es Alberto pudiera denominarse "estilo" o "técnica" del Urdaneta el guía y rector cultural de tal experien- grabado, nada y en ninguno de los casos hace cia, la cual se realiza en torno del Papel Perió- pensar que se trate de un experto dibujante ni dico Ilustrado (1881-1886), del cual es dueño de un habilísimo grabador capaz de copiar con y gestor el propio Urdaneta. La Escuela de Gra- fidelidad el papel moneda. Los rasgos son anóbado, dirigida por Rodríguez, el maestro que nimos, similares a los de toda la producción del Alberto Urdaneta trajo de Europa para tal efecto, Papel Periódico, torpes y rudos, inclusive, y los vuelve por el tipismo y el nacionalismo en temas o motivos ninguna preferencia señalan en cuanto a los temas, a la manera de la Comisión particular. Se puede presumir que Rodríguez Corográfica; pero como intenta ilustrar los tex- con su propia mano corrigió los defectos de los tos del periódico, aprovecha lo allí tratado para aprendices reunidos en torno a la rectoría de generalizar la información abarcando asuntos Urdaneta. El caso de Flórez, es, por ello mismo, de actualidad continental y universal. de difícil identificación y de interés solamente En relación con el procedimiento que suele anecdótico. El grupo de grabadores dirigidos ser el propio de la xilografía, en aquella época por el español Rodríguez y de colaboradores se tiene el criterio de que el grabador abarca del Papel Periódico Ilustrado, incluido su procampos artesanales, pudiendo copiar y repetir pietario y fundador, Alberto Urdaneta, tiene imtemas y motivos ajenos; por ello, estos grabados portancia colectiva en cuanto a la labor que consuelen ser tratados a cuatro manos, siendo el juntamente realizaron desde aquel órgano periodibujo de un autor y la xilografía de otro experto. dístico y también en cuanto a las influencias Como la técnica del grabado, por aquel enton- pedagógicas y culturales en general que de allí ces, obedece a normas fijas, y el dibujo que partieron. Pero, lo mismo que sucedió con los para él se hace sigue también cánones poco am- dibujantes de la Comisión Corográfica, puede biciosos, la obra producida en la Escuela de afirmarse que individualmente, salvo la excepRodríguez y publicada en el Papel Periódico ción de Carmelo Fernández o la de Moros UrIlustrado resulta como hecha con rasero común; bina en el caso de los grabadores, ninguno de en efecto, igualdades y similitudes en las plan- los otros miembros de esta o de aquella acción tas, trazos sin personalidad ni carácter, en fin, cultural sobresalió como creador de arte ni aun indican el anonimato de la labor colectiva y de por méritos de excepción que se pudieran genecriterios generalmente impuestos por el dómine rosamente radicar en este o en aquel procedio director del taller. Con lo cual no se quiere miento o en una determinada técnica del respecdesmerecer cultural ni artísticamente aquella tivo oficio. Fueron, como ya quedó anotado, producción, sino apuntar una de sus caracterís- voluntariosos aprendices que acataban con disticas. Esta característica, por cierto, ha servido ciplina las sugerencias de Rodríguez o ingenuos para que existan continuas confusiones y no po- dibujantes pero talentosos observadores de la cas equivocaciones cuando se trata de identificar realidad nacional, como en el caso de Price y a los autores de los grabados. El caso más sobre- de M. M. Paz. La obra en conjunto del Papel saliente es el de Julio Flórez, nombre que unas Periódico Ilustrado y de la Comisión Corográveces se ha tenido por el del popular poeta y fica, posee méritos documentales encomiables otras por el del grabador Julio E. Flórez, hábil y, aun por los aspectos de la espontaneidad, y habilidoso dibujante y grabador que terminó valores que podrían calificarse de "naif", de en la cárcel y en ella con su propia vida, en las ingenuos y elementales. Cuando los colaboradocercanías de Villavicencio, donde purgaba pe- res del Papel Periódico, por ejemplo, intentaron nas como falsificador de papel moneda. Hasta hacer obras "mayores", como se denominaba hoy no ha sido posible saber si a la escuela de en ese entonces a todo lo que no fuera paisaje grabado del Papel Periódico asistieron los dos o anécdota, dibujo o boceto, los resultados fueFlórez. Los grabaditos que aparecen firmados ron deplorables, como sucedió con el mismo con aquel apellido unas veces tienen las iniciales Urdaneta, talentoso rector de cultura, pero muy i. E. (Flórez), otras llevan sólo el nombre Julio mediano dibujante y peor pintor. Con las ante(que precede al apellido), y en no pocas veces riores advertencias, la siguiente nómina re-
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cuerda a los tres dibujantes de la Comisión Corográfica y a los mejores del grupo de Urdaneta y Rodríguez. CARMELO FERNÁNDEZ (30 de junio de 1810, Guama, Estado de Yacacuy, Venezuela, 9 de febrero de 1887, Caracas). Fernández trabaja en Colombia con el coronel Agustín Codazzi, director de la Comisión Corográfica, desde enero de 1851 hasta diciembre de 1852; regresa luego a su país, en donde como retratista y pedagogo del arte, ocupa posiciones de prestigio. De los tres dibujantes a las órdenes de Codazzi, fue el único con conocimientos y experiencias adquiridos en academias de Caracas, Nueva York y Francia. Buen miniaturista, sus láminas tienen el carácter y la buena terminación y colorido que supo darles quien bien sabía su oficio. ENRIQUE PRICE (Londres, mayo 5 de 1819, Brooklyn, Nueva York, diciembre 12 de 1863), durante un año (1 de enero a 31 de diciembre de 1852) colaboró en la Comisión Corográfica; por razones de enfermedad se retira y viaja a Norteamérica, donde muere. Price fue aficionado de las artes (pintura y música) y profesional contable. Sus láminas poseen el valor de lo elemental y espontáneo, o de la "originalidad de la incompetencia" (24). MANUEL MARÍA PAZ (Almaguer, Cauca, 6 de julio de 1820, Bogotá, 16 de septiembre de 1902), para remplazar a Price, entra a la Comisión Corográfica en 1853 y en ella trabaja hasta 1859, cuando muere Codazzi. Sus láminas, llenas de defectos técnicos, son graciosas y de evidente importancia documental, pues Paz fue conocedor sagaz de las costumbres y de la condición humana del pueblo colombiano. Se dice que pintó más de dos mil láminas que se han extraviado, salvo las que se pueden identificar como suyas en el Álbum de la Comisión (Biblioteca Nacional de Colombia). Después de la referida actividad, ejerció en la Escuela de Bellas Artes como profesor de dibujo y director. ALBERTO URDANETA (Bogotá, 29 de mayo de 1845, septiembre 19 de 1887). Si a Urdaneta se le juzga como pintor o dibujante, hay que decir que fue de mediana calidad en ambos procedimientos; aficionado culto, aprendiz en el taller de Celestino Figueroa, si sólo fuera por los pequeños dibujos que hizo en ratos de forzado ocio o para ilustrar algunos textos del Papel Periódico Ilustrado, su biografía carecería de importancia. Pero Urdaneta es el rector,
el maestro, el iniciador, el creador también de movimientos culturales que tuvieron trascendencia histórica en el país. Viaja a Europa, como tantos otros colombianos pudientes, y nada ve de arte "nuevo", pero comprende las posibilidades ilustrativas del grabado y la función periodística de las publicaciones ilustradas. Funda el Papel Periódico y la Escuela de Grabado y ejerce la cátedra con conocimientos que, para la época y el lugar, eran excepcionales. Su labor, en consecuencia, es la del conductor y guía de actividades artísticas y no la del creador del arte. RICARDO MOROS URBINA (Nemocón, 29 de marzo de 1865, Bogotá, 21 de junio de 1942), aprendiz de grabado en la Escuela de Rodríguez, durante toda su vida de artista se distinguió como buen dibujante; pero bien pronto abandonó el grabado y el dibujo, para dedicarse a la llamada "obra mayor", al óleo y la acuarela, haciendo retratos y paisajes, dentro de las técnicas que acá se llamaron "académicas" y que, como se ha visto, fueron maneras mezcladas de todas las tendencias ya caducas en Europa, pero nuevas en Colombia. Lo único nuevo pero mal entendido por Moros Urbina y por otros artistas que como él viajaron a Europa y no pudieron ver lo que allí se hacía, salvo los cuadros que ya estaban colgados en los museos tradicionales o las prácticas de San Fernando en Madrid, fue algo del impresionismo traducido por los pintores de allende los Pirineos y algunos también del sur de los Alpes. Traducción de traducciones, el impresionismo de los colombianos carece de importancia. (Bucaramanga, 1859; Bogotá, 1947), dibujante y caricaturista, periodista también, Greñas fue el discípulo que mejor entendió las enseñanzas del Papel Periódico Ilustrado y su sentido del humor y la facilidad que tuvo para la caricatura, lo guiaron definitivamente por el ejercicio periodístico. Muchos más artistas y aficionados, como es obvio, practicaron el arte documental y la ilustración gráfica. Jorge Crene (Bogotá, 22 de febrero de 1864, Bogotá, 23 de noviembre de 1950), por ejemplo, o los hermanos Dueñas Lenis, en Popayán, y en particular Adolfo (18451909), excelente dibujante y buen arquitecto; Lázaro María Girón (Cali, 1859-1892), escritor, divulgador de arte, estudioso de las costumbres indígenas, fue también dibujante e ilustrador de méritos. Pero ni ellos ni otros, de iguales o ALFREDO GREÑAS
La actividad artística en el siglo XIX
similares aficiones, superaron el prestigio de ámbito local y amistoso que, en ocasiones, la historia provinciana ha exagerado gratuita e innecesariamente.
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a ser considerado como obra digna de pinceles aprestigiados. La academia, con todo el rigor de la ortodoxia aclimatada en el trópico, sólo admitía apuntes y bocetos paisajísticos o, en el mejor as tres últimas décadas del siglo, para efec- de los casos, a manera de aditamentos y agregatos del arte, transitan ostentosamente por dos en el "cubo" del cuadro principal, o laterallas academias que en viejos tiempos adquirieron mente, en remplazo de las cortinas y los rasos prestigio en Europa, y que todavía perduran en que completaban el "ambiente" del tema mayor los vetustos caserones del arte oficial francés, o principal. Académicos a la manera de Garay español e italiano. La burguesía colombiana, o de Acevedo Bernal, preferían la penumbra de durante los ocios interbélicos o al amparo de la los gabinetes para que mejor resaltasen las efiempleomanía diplomática, mira horizontes gies doctorales de los personajes retratados, o donde florece agresivo el progreso industrial y fondos neutros que querían recordar "la atmóscomercial. Francia, sin embargo, todavía atrae fera", el "aire que circula", del Velásquez recién a los más cultos, como fue el caso de Alberto descubierto, para colocar allí el abanico y las Urdaneta, quien viajó para adquirir conocimien- sedas, las joyas y los adornos, dentro de los tos agropecuarios en tierras galas, y encontró, cuales aparecen la tiesa y forzada postura de la en cambio, cómo trabajaban el boj para ilustrar dama retratada. Con la influencia de Felipe Sanrevistas de informaciones miscelánicas; o cómo tiago Gutiérrez, la pintura bogotana se aligeró José Asunción Silva, quien iría con ánimos mer- de símbolos burgueses e intentó salir al campo cantilistas, fue el único colombiano -acaso uno donde otras luces y distinto cromatismo alegrade los dos o tres americanos- con capacidad de ban la actividad artística; pero esto fue pasajero comprender el arte que los prerrafaelistas crea- y, en el mejor de los casos, se quedó en simples ban en Londres y París. Los comerciantes, po- ensayos de domingo, o en críticas que hablaban líticos y hacendistas, como Camacho Roldán, de las "feas manchas" del mexicano, que recorviajan a Estados Unidos de Norteamérica y con daba el "horroroso borrón que salía de los pinasombrada admiración ante el alto y sucio humo celes del infortunado Manet" (26). de las chimeneas, pasan de los stock-yards y Pero gracias a la academia que se translas PackingHouses de Chicago, a visitar museos formó y radicó en Bogotá, hubo algo novedoso y escuelas de arte de reciente creación filantró- a fines del siglo XIX, antes no visto en esa pica. "Los cuadros de paisaje, observa el viajero centuria, salvo por excepción y de pésima calicolombiano, forman la colección más numero- dad: la escultura. La escultura profana y aun sa, como que es también la preferida por el francamente atrevida con desnudos cuerpos fegusto americano, todavía en la infancia" (25). El meninos, fríamente tallados en mármoles italiaconcepto anterior es válido porque interpreta el nos. Naturalmente que la talla en madera y en sentir general entre las gentes cultas de Colom- piedra y la "escultura de bulto" fueron prácticas bia. Desde luego los mismos artistas comulga- usuales, aunque no excelentes, en la Nueva Graban con aquel criterio, por lo cual se explica nada durante la época virreinal. Por un Laboría, que la academia colombiana, o el movimiento español, mil artesanos anónimos trabajan madeque así se llama en sus inicios, no hizo paisaje, ras y piedras calizas con el fin de ornamentar salvo por entretenimiento y ejercicio domingue- iglesias y nichos domésticos. Pero durante el ro. El paisaje, lo mismo que el dibujo y el gra- siglo XIX toda aquella actividad escultórica y bado, se consideraban como temas y procedi- de tallistas decayó y menguó hasta desaparecer mientos sólo aceptables como ilustración o en los talleres artesanales, de elemental oficio, que virtud de divertimientos ingeniosos y habilido- nutrían de pequeños santos de devoción el mersos. Es así como, mientras "todo el mundo" cado piadoso de las aldeas. Toribio y Eugenio hacía paisaje o dibujaba, los artistas de prestigio Martínez, siguieron la tradición, evitando que sólo lo hacían por vías de descanso, en ratos desapareciese totalmente aquel oficio y el tipo de "ocio". Fue más tarde, vigente todavía la de escultura. "academia", pero durante los años iniciales del Con la academia, en cambio, a fines del siglo xx, cuando el paisaje (el de Zamora, el siglo y a principios de la actual centuria, los de Borrero, el de Rocha, por ejemplo), principió artistas que viajaron a Europa conocieron el neo-
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clasicismo y el romanticismo, entusiasmándose con los mármoles y bronces de los museos europeos y de los maestros que aún persistían en revivir las formas y posturas de "la escultura eterna". Naturalmente, estos escultores colombianos tampoco tuvieron ojos para ver lo que ya Rodin, por ejemplo, concebía en la Rue de Varenne de París, ni los ensayos que los impresionistas hacían en bronce junto con la explosión genial de sus paletas. Marco Tobón Mejía, acaso el mayor y el mejor de ellos, Bernardo Vieco y Roberto Henao Buriticá, junto con el maestro de todos, Francisco A. Cano, fueron los colombianos que "inauguraron" la escultura a fines del XIX y a principios del XX. Los extranjeros César Sighinolfi y Luigi Ramelli tuvieron a su cargo la enseñanza oficial de la escultura y la decoración en la Escuela de Bellas Artes. Las huellas neoclásicas predominan desde entonces en la escultura y en el arte que, por generalizar, se ha llamado en Colombia "la academia". La nómina de los artistas de fin de siglo es numerosa. En cuanto a la actividad pictórica, ha sido costumbre señalar a tres de ellos como los de mayor talento y de más larga trascendencia artística. Estos tres son: Francisco A. Cano, Epifanio Garay y Ricardo Acevedo Bernal. Los demás hollaron los pasos de los tres grandes sin que lograran superar el prestigio y la fama que aún rodea a Cano, Garay y Acevedo Bernal. Sin embargo, entre ellos hay a lo menos dos que descuellan entre todos, inclusive sobre los émulos mayores: éstos serían Pantaleón Mendoza, excelente retratista, y Alfonso González Camargo, frustrado talento que, sin salir del país, entrevió luces contemporáneas con las que concibió hermosos apuntes cromáticos y dibujísticos de insuperable calidad. Naturalmente, contemporáneo de los "académicos" colombianos fue Andrés de Santamaría, caso excepcional por varias razones, que debe figurar, y así ocurre ciertamente, entre los pintores del siglo xx. Aquí sólo se recuerda la coincidencia temporal en el ciclo vital del artista, más no en el "caso" histórico ni en la postura estética de Santamaría, que sobrepasan la época a que se contrae el presente trabajo. Los principales académicos de fines de siglo, en incompleta nómina, fueron los siguientes: EPIFANIO GARAY CAICEDO (Bogotá, 1849, Villeta, 1903), pintor y músico vocal, trabajó en la ópera y la zarzuela), fue el retratista
oficial del fin de siglo. Damas y políticos, académicos y comerciantes, pedagogos y personajes de diferente oficio, posaron pacientemente ante Garay. La fórmula de los retratos llegó a ser reiterada, hasta el extremo de que la pintura de Garay pierde cualquier asomo de personalidad o de carácter original. Sin embargo, en algunos pequeños cuadros y retratos de la primera época, es dable observar la habilidad y la capacidad de Garay como pintor. Estudió en la Academia Julien de París y allí adquirió los conocimientos tradicionales del arte. En Colombia dirigió la Escuela de Bellas Artes y formó a varios discípulos que intentaron seguir las enseñanzas académicas. FRANCISCO ANTONIO C A N O (Yarumal, Antioquia, 1865, Bogotá, 1935). Estudia en la Academia Julien de París, entre 1898 y 1901. Regresa al país, radicándose en Medellín y luego en Bogotá, donde dirige la Escuela de Bellas Artes. Se distingue como escultor y también como pintor. Como sus compañeros de generación, trasmite las ideas neoclásicas y académicas y con ellas adquiere fama y prestigio entre la burguesía colombiana que comulga con el mismo credo estético. RICARDO ACEVEDO BERNAL (Bogotá, 1867, Roma, 1930), aunque vive varios años en Europa y en Nueva York, no lo conmueven los nuevos movimientos, a los que parece ignorar totalmente. Con su muerte en Roma, cuando ocupaba un cargo consular, pudiera decirse que finaliza el siglo XIX para los efectos del arte en Colombia; no obstante, alumnos suyos y admiradores y seguidores de los otros académicos ya citados, se esfuerzan por lograr la supervivencia del academicismo hasta algunas décadas posteriores. Acevedo Bernal fue cuidadoso pintor, conocedor de las técnicas y, a ratos, excelente paisajista. Pero la escuela a que perteneció frenó su talento, sumiéndolo en el lugar común de la academia. Menores en la edad y, algunos de ellos, también en la capacidad creadora, fueron académicos convencidos: Ricardo Borrero Alvarez (1874-1931), paisajista acertado; Silvano Cuéllar (1873-1938), retratista y escultor; Miguel Díaz Vargas (1886-1956), pintor de temas costumbristas, traducidos de escuelas españolas; Alfonso González Camargo, quien murió en 1925 en el manicomio, siendo aún muy joven, pues debió nacer en la penúltima década del siglo; por los apuntes que dejó, se puede afirmar
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que acaso habría sido el artista más importante de principios del siglo xx. Sentido del color, visión clara, agresividad en los temas, habilísimo dibujante, rebeldía, en fin, como creador, fueron sus características. De González Camargo quedan algunos pequeños óleos y paisajes, lo mismo que dibujos, con los cuales se comprueba ampliamente el juicio anterior. Pantaleón Mendoza, muerto también en el manicomio, en 1909, habría salvado, con González Camargo, la rutina academicista de principios del siglo xx; rutina que continúa con Coroliano Leudo (1886-1957). Domingo Moreno Otero (1882-1949), Salvador Moreno (1874-1940), Ricardo Moros Urbina (1865-1942), Santiago Páramo (1841-1915), Eugenio Peña (18601944), Pedro Quijano Montero (1878-1953) y Eugenio Zerda (1878-1945).Los escultores que insisten en el neoclasicismo, fueron Gustavo Arcila (1895-1963), Roberto Henao Buriticá (1898-1964), y los ya nombrados Francisco Cano y Silvano Cuéllar (1873-1938). Nunca antes en la historia de Colombia se puede registrar un fenómeno de simbiosis ideológica tan apretada y completa, de tan largas consecuencias, como el que se dio con el academicismo, de tan múltiples fuentes, a fines del siglo XIX y principios del siglo xx. Simbiosis que identifica plenamente a la burguesía colombiana con sus artistas y a éstos con las ideologías imperantes en aquellas calendas nacionales. Cuando desaparecen sus dómines en el campo del arte y en el área del pensamiento ilustrado o de la política parece que principia a morir, entonces sí, el siglo XIX. Sin embargo, los últimos rescoldos del tardío pensamiento estético alcanzan supervivencias que asombran por la terquedad de existir anacrónicamente. manera de epílogo, pero por modos absolutamente sucintos, conviene decir que, durante los varios vaivenes que tuvo el arte en el siglo XIX, hubo en todo momento un intérprete, generalmente avisado y talentoso que cumplió las funciones de crítico y divulgador o informador de la actividad artística. No es cierto, pues, que Colombia solamente ha visto florecer ja crítica en recientes días. Baste recordar los ilustres nombres de Baldomero Sanín Cano, de Hinestroza Daza y de Max Grillo, a principios del siglo xx, para refutar la infundada creencia. Y baste decir, asimismo, que fueron varias y de ¡lustre renombre y larga circulación las publicaciones dedicadas, con principal y notorio es-
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pacio, a la información sobre arte. El Papel Periódico Ilustrado, acaso la más conocida de todas, es documento imprescindible y valioso aporte del siglo XIX; pero también lo fueron, La Crónica, El Heraldo, El Autonomista, el Monserrate,ElRepertorioColombiano,Lectura y Arte, de Medellín, y, desde luego, Revista Contemporánea. En todas estas publicaciones, que sólo por vía de ejemplo se citan, escribían historiadores y críticos del arte con evidente seriedad y dominio del tema. Autorizados autores en la mencionada materia, durante aquellos períodos del siglo XIX que se han recordado en el presente trabajo, fueron los siguientes: Bernardo Torres Torrente, avisado periodista y comentador; José Manuel Groot, pintor, crítico e historiador de arte; Lázaro María Girón, escritor docto y conocedor de la historia y de la práctica artística; Alberto Urdaneta, pedagogo, maestro excepcional, historiador, erudito y conductor de cultura; Rafael Pombo, coleccionista de arte y crítico sagaz; Pedro Carlos Manrique (Tío Juan), atento observador de los movimientos artísticos europeos y lector de filosofías y estéticas; Rafael Espinosa Guzmán, lo mismo que el anterior, erudito en el pensamiento estético, escritor agudo y crítico autorizado; Luis Augusto Cuervo, José Belver, Francisco A. Cano, Ismael Crespo, Alejandro Vega, Eduardo Castillo, Ramón Guerra Azuola, Sergio Arboleda y José Caicedo Rojas, además de haberse distinguido en otras actividades intelectuales, sobresalieron como críticos y conocedores del arte. Todos ellos, y algunos más, como el muy famoso e ingenuo Jacinto Albarracín (Albar), siguieron de cerca la producción artística del siglo XIX y fueron admiradores, amigos y severos críticos de los artistas que actuaron en aquella centuria. Tantos y tan ilustres nombres que, con mayor o menor dedicación, hicieron crítica del arte, comprueban que este ejercicio intelectual existe cuando también, de manera coincidente, florece el objetivo de la crítica, el hecho criticado. La crítica, por lo tanto, no produce al artista con anticipación, a manera espontánea, como alguien lo ha creído y divulgado, con notoria ignorancia o manifiesta falacia. Ni sirve de partera del arte o de lazarillo que encamina cegatones de la creación. Si ésta existe, aquella sobrevive y avizora, con lucidez o con torpeza, los talentos y las obras que han de perdurar. Como en el siglo XIX, a pesar de sus varias vicisitudes y
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vaivenes, y no obstante la sombra que sobre la creación artística en esa centuria dejó caer cierta leyenda negra, hubo intensa y variada actividad artística, desde la Expedición Botánica hasta los académicos, y los críticos no pudieron permanecer mudos ni ciegos. En efecto, allí están los testimonios de Groot o de Torres Torrente, de Urdaneta y de Pombo, de Manrique, de Es-
pinosa Guzmán y, por último, los muy lúcidos y autorizados de Sanín Cano, de Hinestroza Daza y Max Grillo, que complementan y comprueban el proceso de la actividad artística en el siglo XIX colombiano. Queda pendiente, con base en los escritos de éstos y otros autores, el estudio del pensamiento estético en estas dos últimas centurias.
Notas 1. Los retratos pintados por Joaquín Gutiérrez, por ejemplo, generalmente miden de 140 X 100 cms; los cuadros pequeños de Gregorio Vásquez, como el Hogar de Nazaret, son de 154 X 175, o 220 X 190, como La Muerte de San José. Estas dimensiones ciertamente contrastan con las que, considerablemente menores, serán las del arte en las primeras décadas del siglo XIX. 2. La riqueza del material (plata, enchapados de carey, maderas talladas, etc.), o el brillo de éste (espejos y vidrios) se asociaban con el precio o el costo de los mismos objetos. De esta costumbre queda constancia en los documentos testamentarios y asimismo lo anotan los cronistas. Vargas Jurado, por ejemplo, hace mención del valor de la cosa donada, como en el caso siguiente: "El día ocho de diciembre de 1761... se estrenó un sagrario de madera, muy curioso con láminas romanas y espejerías que hizo a su costa el illmo, Sr. Dr. José Javier de Araúz, dignísimo arzobispo de esta ciudad (Q.D.G.). Dicen le importa todo 6.000 pesos, fuera de otras muchas alhajas que ha dado" J. A. Vargas Jurado, 'Tiempos coloniales", en La Patria Boba, Bogotá, 1902, pág. 61. 3. José Celestino Mutis, Diario de observaciones, t. II, Bogotá, 1958, pág. 140. Esta nota es del día jueves 22 de abril de 1784 y Matis había ingresado a la Flora en diciembre del año anterior. 4. Ejemplo de esta doble función académica, es la siguiente nota del diario de Mutis, entresacada entre otras de igual significado: "Gasto mucho tiempo ahora en observar los progresos de la nueva invención de láminas iluminadas. Propuse a mi dibujante si sería factible iluminar las ya trabajadas con la tinta china. Nos propusimos hacer la prueba con una lámina antigua del principiante... Se hizo en poco tiempo la experiencia, dando a una hoja que está por separado con el verde de las aguadas para los planos y a toda la planta con el verde que resulta de la mezcla de la Gutigamba y el azul de la Grita. Es mucha la hermosura y gracia que recibió dicho dibujo, y nos parece que podremos seguir las demás". Mutis, ob. cit., pág. 120, día 24 de enero (sábado), año 1784.
5. Horacio Rodríguez Plata, Santander en el exilio, Bogotá, 1976, pág. 820. 6. Ibíd., pág. 823. 7. Oficina Jurídica del ICFES, Compilación de normas sobre la educación superior, vol. II parte I, Bogotá, 1974, pág. 256. 8. Véase Eugenio Barney-Cabrera, La disciplina de lo inútil, en catálogo de "Exp. Margarita Holguín y Caro", Museo Nacional, Bogotá, 1977. 9. José Manuel Restrepo, Historia de la Revolución en ¡a República de Colombia, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1942, Introducción, págs. XLI y s. 10. Si bien se analizan estos retratos, de pintura plana, distribuida con recursos elementales, de duro dibujo y composición ingenua, están dentro de la línea estética de los retratos que en su tiempo y con mejores recursos técnicos hizo Joaquín Gutiérrez. Los Figueroas (Pedro José, José Miguel y Celestino), a quienes hay que atribuirles' la mencionada iconografía de Bolívar y Santander, simplemente cambiaron de materiales, desmejoraron la técnica y apresuradamente se ingeniaron las maneras de satisfacer los requerimientos decorativos de la nueva clientela. Estos retratos tienen las siguientes dimensiones: Simón Bolívar (núm. 398, Catálogo Museo Nacional), ovalado, óleo sobre lienzo, dimensiones 0.98 X 0.75; núm. 399, ob. cit.; Retrato de Santander, óleo sobre lienzo, dimensiones 0.67 X 0.53; núm. 532 C.M. N., Retrato de Santander, óleo sobre lienzo, 1.20 X 0.98; núm. 1808; Retrato del Libertador, ovalado, óleo sobre lienzo, mide 0.471/2 X 0.38. Este pequeño retrato posiblemente fue pintado por José Miguel Figueroa; a él se refiere Alberto Urdaneta, seguidamente en el Papel Periódico Ilustrado, t. III, pág. 406. 11. Pedro José Figueroa, por ejemplo, cumplía funciones de mayordomo de fábrica en la iglesia de las Nieves, y su hijo José Miguel pintaba las monjas muertas en el convento de las Inesinas.
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12. J. M. Cordovez Moure, Reminiscencias..., t . 1 , Bogotá, 1942, págs. 2 y ss.
20. Eugenio Barney-Cabrera, Temas para la historia del arte en Colombia, Bogotá, 1970, pág. 106.
13. R. Silva, "Vaya usted a una junta", en La Patria, 3 de octubre de 1877, Bogotá, pág. 158.
21. L. E. Nieto Arteta, Economía y cultura en la historia de Colombia, Bogotá, 1970, t. I, 191.
14. Ignacio Gutiérrez Ponce. "Las crónicas de mi hogar o apuntes para la historia de Santa Fe", en Papel Periódico Ilustrado, t. II, 1882, pág. 126.
22. Ibíd., pág. 190.
15. J. M. Cordovez Moure, ob. cit., pág. 60. 16. Ibíd., pág. 60. 17. Alberto Urdaneta, "Esjematología o ensayo iconográfico de Bolívar", en Papel Periódico Ilustrado, núms. 46, 48, Bogotá, 24 de julio de 1883, pág. 406. 18. En el estudio e inventario que Alberto Urdaneta hizo del Cementerio de Bogotá, aparece un lápida con el nombre de 'Tomás Casar de Molina, 14 de mayo de 1878"; ¿será el mismo Carlos o acaso un hermano suyo? Papel Periódico Ilustrado, t. IV, núm. 78, noviembre 1884, pág. 98. 19. En carta a Francisco Soto, desde Londres, el general dice: "A Pacho González lo dejé en París estudiando el dibujo y el comercio; no pude recompensarle sus finanzas sino proporcionándole este género de educación que él desea", en H. R. P., ob. cit., pág. 417.
23. Ibíd., pág. 185. 24. Expresión utilizada por B. Berenson (Estética e historia en las artes visuales, Breviarios del Fondo de Cultura, México, 1956, págs. 178 y ss.), con la cual significa carácter de un arte que trae "otredad", esto es, que resulta excepcional aunque no esté ceñido a las normas conocidas. Personalmente la he utilizado reiteradamente para indicar las inhabilidades técnicas mediante las cuales, o a pesar de las cuales, un artista de talento expresa y comunica originalmente el sentido de la realidad. (Temas. .., pág. 95, Historia del Arte..., t. IV, Salvat, 1976). 25. Salvador Camacho Roldán, Notas del viaje, París-Bogotá, 1898, pág. 603. 26. Pedro Carlos Manrique, "La Exposición de Pintura", en Papel Periódico Ilustrado, 15 de diciembre de 1886, año IV, Bogotá, pág. 150.
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La literatura colombiana entre 1820 y 1900 Eduardo Camacho Guizado comunes, las cuales podrían empezar por definirse con una palabra un tanto ambigua: fundacionales, a la que habría que agregar otras como imitación y asimilación de modelos europeos, aporte de elementos autóctonos, lenta y uniforo parece necesario insistir demasiado en mada elaboración de una tradición literaria escala idea de que los "siglos" no comienzan samente entroncada con la Colonia en muchos con el numeral uno que sigue al cero del calen- casos, anticipación de cauces y realizaciones dario, ni termina con los dos nueves que finali- futuras más seguras y "originales" o, si se quiezan la centena. En la historia de la cultura muy re, nacionales. Citemos unos cuantos casos raras veces coincide el "siglo" con el siglo -ex- ejemplares: dentro de este período, Jorge Isaacs cepto, tal vez, en algún sentido, los milenarios, inaugura la tradición de la novela colombiana; de tonos más o menos apocalípticos-. En la Rafael Pombo logra la más perfecta asimilación literatura colombiana puede decirse que hay si- y originalidad románticas esperables, a las que glos culturales de más de doscientos años, y tal sólo puede superar la notable anticipación movez no pueda decirse que los haya de menos de derna de la poesía de José Asunción Silva; Tocien. Tal es la lentitud con que evolucionan más Carrasquilla inicia la senda de la imaginapensamientos, formas, géneros. Sin embargo, ción y el oficio novelísticos, en la que no pueden aquí vamos a considerar un período de unos dejar de incluirse como espléndida continuación ochenta años, al que acaso arbitrariamente lla- y culminación las novelas de un García Márquez maremos "siglo XIX", pero en el que puede en nuestros días. Todos ellos parten de una traverse cierto denominador común, cierta unidad dición europea y elaboran una obra que ya no cultural. No sé si esto pueda ser suscrito por el lo es, que es americana, colombiana -sin que historiador de la economía, por ejemplo; pero nada de esto sirva como término de valoración-, si hemos de atenernos a ciertas convenciones, es decir, diferenciada y no realizable en otras preferimos declarar desde ahora que a nuestro latitudes, por cercanas que puedan parecer. juicio, la época comprendida entre 1820, pongaAsí, pues, consideraremos tres períodos mos por caso, y 1900, constituye un período fundamentalmente: 1820-1840; 1840-1880; suficientemente diferenciado y unitario como 1880-1900, que corresponden, no a un criterio para que lo consideremos como nuestro siglo generacional o puramente historicista, sino a XIX. Entre estas dos fechas se desarrolla una una periodización más bien ecléctica, de tipo literatura -poesía, prosa narrativa, en mínima histórico-literario, que intentaremos explicar separte el teatro- que ofrece unas características guidamente.
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El primer período, que abarca los años finales del movimiento independentista y los inmediatamente siguientes, constituye, desde el punto de vista literario, una época caracterizada por ser de transición -término que, sin duda, también puede aplicarse a lo político, económico e institucional-: transición de un neoclasicismo tardío a un romanticismo incipiente, dominada inicialmente por el himno heroico, por los rezagos del naturalismo pastoril rococó, por el naciente costumbrismo -más que todo en forma de artículos, crónicas u obras de teatro, aunque también en alguna novela-, y más adelante por el lirismo personal y la reflexión filosófica en verso, así como por los intentos de adaptación de ciertas formas europeas de fines del XVIII y comienzos del XIX. El período está dominado por la figura señera de José Eusebio Caro. Consideraremos aquí a escritores nacidos entre 1789 y 1817. El segundo período es, en cierto modo, una época revolucionaria de liberalismo, federalismo, desamortización de los bienes eclesiásticos y reacción conservadora, presidida por el caudillaje de Mosquera, y en la que se manifiesta en la literatura la insurgencia de los poetas románticos, la consolidación del costumbrismo en novelas de cierto valor, la aparición de la novela romántica y lo que se ha llamado acertadamente el "virgilianismo americano". Los escritores considerados nacen entre 1826 y 1843. La tercera etapa, dominada casi totalmente por la contrarrevolución conservadora, por la acción de Núñez y la Regeneración, produce en literatura diversas y valiosas manifestaciones que van desde el romanticismo tardío hasta la incubación y afirmación del modernismo, así como la inmensa obra novelística de un Carrasquilla. Los escritores nacen entre 1860 y 1873. Nuestro enfoque será preferentemente histórico-literario, aunque no podemos dejar de advertir que la consideración estética será la dominante. Por otra parte, también es necesario indicar que nuestro concepto de literatura excluye aquellas obras de tipo ensayístico, historiográfico o sociológico o filosófico que, además, serán estudiadas en otra sección de esta obra colectiva. Dichas obras, sin embargo, nos servirán muchas veces de punto de referencia, ilustración o confirmación del examen de las "puramente" literarias -las incluidas en los clásicos géneros: poesía, narrativa, teatro-, de una manera no temática, pero desde luego importante.
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Lo que sigue no pretende ser una historia erudita e, inclusive, estará despojado del aparato "técnico" -notas, referencias, citas secundariasacostumbrado en el trabajo científico. Sólo en mínima parte se incluirán en el texto citas de otros autores. Al final, se indicará una bibliografía sucinta. También, por inexcusables razones de espacio, intención y carácter de la presente monografía, excluiremos la pretensión de considerar a cuanto autor u obra pueda detectarse en los períodos estudiados: habrá omisiones -a veces relativamente importantes- o referencias brevísimas a autores que seguramente merecerían mayor atención o detenimiento. Nuestra actitud en estas páginas es más ensayística que historiográfica, más interpretativa que factual, aunque sea un intento de interpretación que se exige a sí mismo el mayor rigor y la mayor distancia de la pedantería, la gratuidad y la imprecisión. Transición: 1820-1840 Aunque las manifestaciones americanas de corrientes, movimientos, modas o maneras europeas siempre ofrecen peculiaridades diferenciadoras, en ciertas épocas de imitación demasiado estrecha o, más bien, de falta de originalidad de los escritores americanos (o, si se quiere, de falta de recursos, motivada esta última por una tradición regresiva e inhibidora, entre otras cosas), estas peculiaridades resultan más bien empobrecedoras, desviadas, poco estimulantes. Tal sucede, nos parece, con este período, dominado además por contundentes acontecimientos históricos, por expectativas y desconciertos, por la desorganización que sigue a los reacomodos de profundidad, a la remoción de las bases. La élite intelectual, compuesta por jóvenes terratenientes o aristócratas urbanos, hijos de quienes han luchado en las guerras de liberación o soldados ellos mismos, escriben, a veces en medio del fragor de las batallas, como suele decirse, himnos patrióticos, obras de intención política inmediata o, unos años más tarde, cuando la. marea se serena un tanto, tragedias galoclásicas, artículos de costumbres, saínetes, odas anacreónticas, etc., bajo la influencia de Boileau o Quintana o Meléndez Valdés, los costumbristas españoles o franceses de primeros años del siglo» los llamados prerrománticos e, inclusive, los grandes románticos. A medida que avanza el siglo, la imitación se hace más asimiladora, más
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creadora, funde más apropiadamente las influencias y resulta más auténtica. En estos primeros años de la vida independiente perduran modos de vida, costumbres e instituciones que son propiamente coloniales, cortesanas. En la capital, en las ciudades de provincia, alrededor de la mesa, frente a las tazas de chocolate -el café vendría más tarde-, canónigos, notables, damas sensibles, políticos, científicos, se reúnen en las llamadas "tertulias", que se institucionalizan con nombres llenos de sabor a época: "Eutropélica", "del Buen Gusto", "Científica". Esta última alcanza importancia, presidida por el fundamental magisterio del sabio gaditano José Celestino Mutis, que congrega a jóvenes en quienes ha logrado despertar el interés por las ciencias y la política desde hace años. Otras son meramente literarias, compuestas por latinistas, traductores de Horacio, poetisas, neoclásicos que, en alguna ocasión, se aventuran en el verso "moderno" europeo, como JOSÉ MARÍA GRUESSO (1979-1835), sacerdote payanes (Popayán, ciudad aislada y conservadora, produjo muchos de los clasicistas de este período, así como importantes románticos y modernistas, más adelante), que imitó al prerromántico inglés Young en Las noches de Zacarías Geussor y tradujo a otros poetas como Harvey. Fue llamado el "Young americano" por sus contertulios, quienes seguramente leían a Manuel José Quintana, Chateaubriand Saint-Pierre, Ossian (aparte de Horacio, Virgilio o Anacreonte). Luego, estos autores serán indefectiblemente remplazados por Hugo, Zorrilla, Espronceda, entre otros. Nada, en la producción de los contertulios, de verdadero valor, nada original. Mencionemos con un poco más de detenimiento a aquellos hombres de temperamento literario requeridos por las armas o la acción política. Hombres que tanto en su actuación como en las obras que escriben apresurada o ingenuamente revelan ese talante poco revolucionario, anheloso de conservar ciertos valores, ciertos privilegios de clase o situación, ciertas formas o "maneras". Iniciadores de tendencias duraderas, localistas, inmediatas, que no pueden o no quieren sustraerse a influjos de la moda europea menos progresista, cantan los valores del catolicismo colonial, de la heroicidad napoleónica o de la familia, la clase opresora o el incipiente individualismo burgués.
323 JOSÉ FERNÁNDEZ MADRID (1789-1830), nacido en Cartagena y muerto en Inglaterra, después de haber sido presidente de la República. Entre las vicisitudes de su agitada vida política y su profesión médica, escribe poesía inflamada de patriotismo, "como aquel que estrena patria" y de sentido heroico a la manera de Quintana, aquel poeta español, cantor de la idea de la libertad y de los progresos de la ciencia, de quien se ha dicho que fue "el más rígidamente neoclásico de la escuela salmantina" y cuyo verso sonoro y vacío, prosaico y falto de inspiración, sorprende sólo por su vasta influencia en la poesía americana de la época. La poesía de Fernández Madrid resulta aun menos elaborada que la de su modelo, y la sensación de vacuidad que se percibe a través del énfasis deja en claro que el poeta tiene poco que decir, pero que lo grita. También cultivó los temas de la llamada "poesía del hogar", en los que canta las virtudes y delicias de la vida familiar y el amor conyugal y filial de la siguiente manera:
Triste y fatigado en la ardiente siesta, vuélvome a mi casa en donde me esperan mis hijos queridos y mi amiga tierna. Apenas me sienten Periquito y Pepa, cuando dando saltos salen a la puerta... Luego, el poeta toma un baño y termina cantando el amor paternal e invocando para sus hijos las bendiciones del cielo. Por otra parte, rinde culto a la tragedia galoclásica y escribe dos piezas, Atala y Guatimoc, bajo la influencia de Chateaubriand (y, a lo mejor, de Rousseau), en las que el único y relativo interés literario reside en la utilización de temas y figuras americanas con propósito legendario. Más interesante es la figura de Luis VARGAS TEJADA (1802-1829), santafereño e inquieto personaje político que, en su arrojo terrorista, que lo lleva a participar en una famosa conjura contra Bolívar (a quien odiaba profundamente) y en su corta vida, se aproxima notablemente al romanticismo. Con su violenta an-
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tipatía por el Libertador, ilustra tal vez el comienzo del primer siglo independiente: rencillas, rencores, desorden intelectual y falta de perspectiva, mientras las estructuras coloniales en lo social y económico se transforman caóticamente, entre otras cosas, por ausencia de mentes preocupadas seriamente por una organización nueva y coherente de la "cosa pública". En su obra poética la retórica de Boileau, ya traducida en la Nueva Granada, en romance endecasílabo, por José María Salazar (17851828), produjo resultados bastante deplorables, como en sus monólogos en verso contra Bolívar (La madre de Pausanias y Catón en Utica), en los que, sin embargo, hay cierta fuerza derivada de la pasión política. Su poesía lírica se puede ejemplarizar con los siguientes versos de su poema "Al anochecer": Vamos a la colina que baña suave la sidérea cumbre Allí estaremos sentados, Clori mía, y disfrutando las tranquilas horas que mece en su regazo la alegría nuestro tímido acento juntaremos a las voces canoras con que el bosque resuena; allí repetiremos la tierna cantinela que afables entonaron los pastores cuando, acabada mi gravosa pena, coronó la fortuna mis amores. El verso es correcto, pero poco original. Los tópicos y lugares comunes neoclásicos son evidentes, aunque sin caer en el amaneramiento de otros poetas de la época. El influjo de Meléndez Valdés es notorio, pero, vistos estos versos en su perspectiva histórica, revelan esa nostalgia de un mundo tranquilo, pastoril, sin inquietudes bélicas ni revolucionarias, que sienten estos poetas doblados de soldados o políticos. También Vargas Tejada escribió tragedias neo, seudo o galoclásicas de las que se conservan tres (Aquimín, Doraminta y Sugamuxi) sin mayor valor literario, pero con el interés que ofrece el intento de literarizar episodios o figuras locales o nacionales a través de los postulados neoclásicos. Sin embargo, en este mediocre panorama cobra interés el gracioso saínete costumbrista titulado Las convulsiones. Intrascendente, hu-
morística, pero fresca y sin pretensiones, la obrita presenta un cuadro vivo y satírico de la vida de la clase "burguesa" bogotana de la época. Tal vez la intención de penetrar en el mundo cotidiano con cierto espíritu crítico -su blanco son las convenciones sociales a las que se sometía a la juventud femenina de las clases altasy con lejanas reminiscencias de Moliere, pasando por Moratín, pero sobre todo de don Ramón de la Cruz, el gracioso sainetero madrileño, sea lo que hace de Las convulsiones la única obra de teatro interesante y de valor dramático en todo el siglo XIX. Lo cual pone de manifiesto no tanto sus calidades cuanto la pobreza de un género que, cuando aparece, lo hace casi siempre en forma no teatral sino total -y mediocrementeliteraria. Resulta revelador que Las convulsiones sea la única obra rescatada modernamente entre todas las escritas durante el pasado siglo, es decir, que es la única que tiene algo que decir a la sensibilidad de nuestro tiempo. La obra está escrita en correcta versificación de tradición española y ofrece algún interés lingüístico al incorporar unas pocas palabras locales. Por otra parte, como ya hemos apuntado, inicia una corriente de sátira social reveladora, aunque no demasiado incisiva. La figura de Vargas Tejada preludia la del intelectual romántico posterior, pero quizá con mayor frescura, autenticidad e ímpetu juvenil. Desde luego, no fue "nuestro Larra", pero sí parece más osado y desafiante que casi todos sus descendientes literarios, con la excepción de Julio Arboleda y J. E. Caro. Dentro de estas tendencias literarias y aun ideológicas hay que señalar al bardo JOSÉ JOAQUÍN ORTIZ (1814-1892), mayor y más longevo que los anteriores, pero que mantuvo con perseverancia digna de mejor causa la hinchazón quintanesca y olmediada, el neoclasicismo retórico y el conservadurismo católico colonial, hasta convertirse en un ejemplo de inercia intelectual bastante representativo. Hispanófilo a ultranza, pero también cantor de la Independencia (lo cual demuestra que las dos actitudes no se contraponían tanto como suele creerse), a veces por su mente ni por su pluma parece haber pasado el romanticismo, a pesar de haber vivido casi hasta fines de siglo. Sus poemas patrioteros resultan hoy insufribles, pero cuando en raras ocasiones escapa a la "lira civil" y logra un verso sonoro aunque siempre artificioso, algunas de sus estrofas pueden aceptarse con un criterio más histó-
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rico que estético. Naturalmente, ello no justifica bien los libros que su padre traía de sus viajes la estimación que le guardaban hasta hace poco europeos. Luego estudió derecho, pero no llegó tiempo los sectores más retardatarios de la crí- a graduarse. La política, el periodismo, la polética tradicionalista, por razones más bien ideo- mica ideológica, la filosofía, e inclusive las matemáticas (aparte la poesía), ocuparon una vida lógicas. Su poema más conocido es "Los colonos", que conoció el destierro -voluntario: dato vitacanto retórico a la labor colonizadora española lizador importante-, las campañas en guerra, que "civiliza" al "indio inculto", al "salvaje", pues también fue soldado, la filosofía positivista y la moderna cultura inglesa. que aparece así: Es difícil, pero conveniente, separar la poe¡Con qué estúpido pasmo no vería sía de Caro en dos grandes vertientes: el lirismo el indio inculto por la vez primera al altivo personal, dijéramos, y la filosófico-religiosa. El [corcel! límite casi no existe, pero hay que establecerlo, ya que la primera resulta particularmente valiosa El final es ejemplar de esta poesía seudoclásica y, además, la segunda se va acentuando con los y gesticulante y por ello lo citamos: años. ¡Oh, dame frescas palmas con qué tejer coronas que oren la sien del vencedor! ¡Oh, dame la lira de grandílocuos conceptos para cantar sus ignorados nombres; y en alas de los céfiros llevados a la tierra y a los climas apartados, sean amor y orgullo de los hombres! ¡A todo bien, tributo de alabanza! ¡A toda noble inspiración, un canto! En este poema no hay ni siquiera el progresismo de Bello: todo él es nostalgia "grandílocua" de un pasado tan burdamente falseado que, en él, hasta las flores fueron traídas por alguna española "sensible y bella" a América. Durante esta primera parte del siglo XIX aparece un poeta que, no obstante la consideración que le tributa la crítica, debe mucho al recuerdo de lo que antecede, inicia algo así como una reconciliación con una literatura que en casi dos siglos produce obras de una mediocridad exasperante. El sentimiento patriótico, las vicisitudes políticas, la angustia por definir el ser del hombre, una genuina preocupación filosófica de la mejor estirpe romántica informan buena parte de la obra de JOSÉ EUSEBIO CARO (1817-1853). Nacido en Ocaña (Santander), su educación se inició bajo la dirección e influencia de su abuelo, un humanista gaditano que lo introduce en la literatura española clásica; luego su padre, que fue también poeta y político, le enseña latín y francés, de modo que el joven puede leer a Cicerón, César, Horacio y Virgilio, así como a los poetas franceses románticos. También aprendió el inglés y aprovechó muy
Hay en Caro dos actitudes: la verdaderamente romántica, de duda, desesperación, tristeza y amargura; y luego, la solución, la respuesta. Estas dos actitudes corresponden, en general, a las divisiones esbozadas más arriba. El denominador común es el tono apasionado, fogoso y desmelenado. Caro acudió en busca de respuestas a los filósofos más dispares como Bentham, Voltaire, el propio Comte, Balmes, de Maistre, pero regresó al catolicismo, que le ofreció la mayor seguridad espiritual. Intervino activa y constantemente en la política de su tiempo, con enorme agresividad y pasión. En la figura de Caro se puede ver ejemplarmente el ansia, la curiosidad, el "malestar de la cultura" de un pueblo joven que despierta, que interroga con patético entusiasmo juvenil, que descubre, que se equivoca, que se aventura libremente por el pensamiento heterodoxo de la época, pero que al fin regresa a la tradición, a los valores consagrados de su clase. Esa, en mayor o menor grado, es la trayectoria de la mayor parte de los intelectuales de este período, así como la de la historia nacional que, después de las aventuras liberales, regresa a los cauces del tradicionalismo católico y conservador. Así, Caro es un personaje altamente representativo del período histórico-cultural decimonónico. La poesía de Caro es la expresión de una contradicción, como genuina poesía romántica que es: inestabilidad personal, búsqueda, seguridad filosófica; duda y respuesta. Pero Caro se aferra finalmente al cristianismo, al catolicismo ante la intensidad de su conflicto personal. El catolicismo es una respuesta, que él acepta, a la angustia romántica.
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En esta línea, los grandes temas de su obra -la soledad, el destierro, la libertad, el amor, el desarraigo, la nostalgia de la patria-, no por auténticamente personales menos románticos, las vicisitudes de su existencia, el sentimiento de injusticia ante el propio destino, la muerte del padre, que tanto lo afectó, encuentran soluciones filosóficas un tanto abstractas en la religión. La religión es la seguridad, lo cual quiere decir que está muy lejos de la "agonía" religiosa de otro gran poeta español muy posterior con el que Caro ofrece muchas analogías: don Miguel de Unamuno. Caro es un poeta "metafísico" en el sentido de que lo "físico" es un trampolín que lo lanza a la elucubración sentimental o filosófica. Así, en su poesía es escaso el paisaje, por ejemplo, el paisaje contemplado o descrito como paisaje. Cuando el poeta mira el mar: ¡Miro al sol que, rojo, ya medio hundido [en tus aguas, tiende, rozando tus crespas olas, el último [rayo!, inmediatamente se eleva a la reflexión simbolista romántica: ¡Y un pensamiento de luz entonces llena mi [mente: pienso que tú, tan largo y tan ancho y tan [hondo y tan vasto, eres con toda tu mole, tus playas, tu inmenso [horizonte, sólo una gota de agua, que rueda de Dios [en la mano! Poesía "intelectual", se diría en cierto sentido, pero siempre apasionada, vibrante y de una enorme sinceridad. A pesar de su inquietud formal, ya que ensaya constantemente combinaciones un tanto insólitas en su verso, pero que corresponden a la polimetría romántica, como el intento de adaptación del hexámetro (intento que ya contaba en la poesía española con un antecedente al menos: el de Esteban Manuel de Villegas, muerto en 1669), y otras audacias que lo colocan, como decimos, entre los reformadores románticos, Caro demuestra una notoria ausencia de indispensables intuiciones formales: su verso es duro, de ingrato sonido, de torpe andadura,
pero siempre correcto. Su más conocido intento de adaptar el hexámetro latino comienza así: ¡Céfiro! ¡Rápido lánzate! ¡Rápido [empújame y vivo! El hexámetro es métricamente perfecto: cinco esdrújulos: cinco pies. Pero el intento de Rubén Darío, de quien se ha dicho que imitó la intención de Caro al respecto, supera limpiamente el obstáculo y no asimila tan ingenuamente el dáctilo al esdrújulo: ¡ínclitas razas ubérrimas, sangre de [Hispania fecunda...! Pero hay que reconocer que Caro abrió en cierto modo el camino a los modernistas, especialmente en su frecuentación del eneasílabo. Al parecer, Caro escribía inicialmente sus poemas en prosa para luego "traducirlos" al verso y ésta puede ser, tal vez, la clave de su rigidez. A veces, cuando utiliza el eneasílabo y el tono menor, sin tanta exaltación ni oratoria, su poesía alcanza hermosos logros, como en el poema "Estar contigo", del que se dice, seguramente con razón, que influyó directamente "Canción de otoño en primavera" de Darío: Quiero una vez estar contigo, cual Dios el alma te formó; tratarte como a un viejo amigo que en nuestra infancia nos amó. Volver a mi vida pasada, olvidar todo cuanto sé, extasiarme en una nada y llorar sin saber por qué. ¿Qué es lo que dicha aquí se llama, sino no conocer temor, y con la Eva que se ama, vivir de ignorancia y amor? ¡Ay! mas con todo así nos pasa: con la patria y la juventud, con nuestro hogar y antigua casa, con la inocencia y la virtud. Mientras tenemos despreciamos, sentimos después de perder, y entonces aquel bien lloramos que se fue para no volver.
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El poema expresa ese sentimiento de desilusión y desencanto ante el presente y esa valoración del pasado que son tan abundantes y significativos en la poesía colombiana del XIX. El presente se alude como "de la ciencia la vanidad", mientras el pasado es la dicha, el "no conocer temor", la ignorancia feliz. Como decíamos más arriba, en este intento de recuperación del pasado y en esta descalificación del presente se encuentra la clave histórica de la poesía de Caro. La sed de aventura, de futuro, de avance desaparece, remplazada por la nostalgia de la seguridad pasada. La acción histórica de los hombres como Caro (entre otros y de manera principalísima, su propio hijo), intentará darle forma política a esta ideología de una clase que ve en peligro sus privilegios. La poesía de Caro ha perdido, indudablemente, vigencia y no suscita el entusiasmo de otras épocas. Rafael Maya ha dicho que "el hombre en Caro es superior al autor"; pero, indudablemente, al contrastar su obra poética con la de la totalidad de los poetas del XIX, a excepción de Pombo, Silva y Valencia, hay que reconocer que hay en ella más dignidad poética y más belleza que en toda la de aquellos. Otro de los primeros románticos es JULIO ARBOLEDA (1817-1861). Perteneciente a una familia terrateniente rica y poderosa, se educó en Europa y vivió hasta la mitad del siglo en sus extensas posesiones de Popayán, en medio de un lujo y un refinamiento que sorprendió al viajero inglés Hamilton, quien quedó impresionado por las vajillas de plata maciza, las porcelanas francesas, los muebles europeos, el jabón de Windsor y el agua de colonia en los tocadores. Su hacienda, llamada "Japio", contaba con cerca de mil esclavos y unas 10.000 reses, según nos cuenta Jaime Jaramillo Uribe. Como intelectual de la época, es solicitado por la política, a la que se dedica con pasión, relegando su obra literaria a un segundo término; ello, junto con el hecho de que buena parte de ésta se perdiera en la accidentada vida de su autor que, después de acaudillar una importante rebelión contra el gobierno central, murió asesinado, impide saber si Arboleda hubiera podido ser el gran poeta romántico que en ocasiones (raras, por desgracia) asoma por entre los versos de sus vibrantes y retóricos cantos políticos o de sus sombríos lamentos amorosos, pero aún más, por entre las estrofas de su frustrado poema épico Gonzalo de Oyón, del que sólo quedan
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algunos borradores iniciales, ya que la obra, casi terminada (21 de 24 cantos), se perdió. No tenemos, pues, más que un proyecto, un diseño, un anticipo de lo que hubiera podido ser el poema, pero de todos modos resulta interesante. En primer lugar, revela su superioridad literaria sobre los ingenuos intentos anteriores de Fernández Madrid o Vargas Tejada. Se trata de una historia de conquistadores, de un intento de vitalización poética y legendaria del pasado colonial -que tal vez representa para los románticos latinoamericanos lo que la Edad Media para los europeos-, en el cual se refleja, como ha dicho un crítico, "la ideología de una parte de la minoría selecta colombiana". Más precisamente, la del terrateniente culto. La actitud del héroe del poema frente a los indios no es en esencia diferente al paternalismo que se ve en los protagonistas de María, por ejemplo. Alvaro de Oyón, el conquistador violento, arbitrario, con madera e intenciones de dictador, contrasta con su hermano Gonzalo, modelo de caballeros religiosos, conservadores, sentimentales, que se enamora románticamente de la bella Pubenza, princesa indígena. El poema, sin duda, pretende elevarse hasta la epopeya y tal vez lo más destacable de él sea, a nuestro juicio, el tratamiento de la naturaleza caucana, tan hermosa, que Arboleda sabe contemplar emocionadamente y describir con acierto. En sus poemas líricos, Arboleda no llega nunca a tener ni la fuerza poética ni la definitiva sinceridad de Caro; pero indudablemente había en él talento literario que, de haber sido más cuidado, más desconfiado de la facilidad, la ampulosidad y la retórica de la época, más exigente y elaborado, habría producido una Obra importante en nuestro romanticismo. Al lado de prerrománticos y románticos y muchas veces confundidos con ellos, otros escritores abandonan hasta cierto punto la literatura "pura" por la descripción más o menos minuciosa de lo real inmediato. Si los escritores de la Conquista -don Juan de Castellanos, por ejemplo- tratan de hacer de la historia literatura, los costumbristas pretenden convertir la literatura en historia, o mejor, en seudosociología. Las "costumbres" son generales, extraídas de los hombres que las practican; así, el escritor costumbrista no se ocupa del hombre individual y concreto, sino de lo que externamente ofrece de común con otros hombres de una misma condición o clase social, en una época y una región
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determinadas. El costumbrismo explota lo pintoresco, el color local y a veces (pocas) expresa crítica social. Según Baldomero Sanín Cano, en Colombia el cuadro de costumbres tiranizó toda una época, y su popularidad nacía de: «Una tendencia al realismo, a no separarse de la verdad y la naturaleza, en la descripción de lo conocido más que la invención de lo desconocido o inexistente. Por último, el cuadro de costumbres no presuponía estudios detenidos ni conocimientos dilatados de las varias literaturas. Se pensaba que un pequeño esfuerzo y capacidad de observación bastaban para crear obras maestras del género». Y más adelante insiste acertadamente: «La ola romántica trajo entre nosotros la boga del cuadro de costumbres. Se abusó del género porque su aparente facilidad convidaba a los escritores inexpertos. Abundaron las colecciones de artículos de costumbres, y en las revistas semanales era la cosecha más copiosa. La popularidad de muchos años vino a parar en el descrédito de mucho tiempo». (Letras colombianas). En verdad, el costumbrismo colombiano fue demasiado local, estrecho de miras, provinciano y sus cultores poco hábiles y sin talento. Colombia no ofrece nada comparable a los encantadores cuadros de Mesonero Romanos, ni mucho menos a los geniales artículos de Mariano José de Larra. Puede decirse que el costumbrismo colombiano es principalmente la expresión de terratenientes cultos que no se deciden a ser verdaderamente literatos, sino que en sus ratos de ocio liberan sus aficiones o ilusiones escribiendo artículos, crónicas, y muchas veces novelas que revelan su peculiar visión de las relaciones socio-laborales del mundo rural, de su sentir histórico, de sus intereses, sus compasiones, emociones y nostalgias, a través de un estilo impersonal que sólo se hará expresión verdaderamente personal y lograda en María. Poco hay en este período de costumbrismo urbano, por obvias razones -entre ellas la inexistencia del fenómeno "ciudad"-. Y cuando aparece, hacia la segunda mitad del siglo, ofrece aun menos valor que el costumbrismo real. Entre los primeros costumbristas descuellan JOSÉ MANUEL GROOT (1800-1878), EUGENIO DÍAZ (1804-1865) y JOSÉ CAICEDO y ROJAS (1816-1879), de los cuales el más interesante es Díaz. Tanto Groot como Caicedo escri-
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ben artículos de relativo interés, de los que realmente los más valiosos son los Apuntes de ranchería, del segundo, crónicas y descripciones de usos y maneras rurales que tienen aún poder de evocaen una época en que casi todos ellos se han ido perdiendo. Eugenio Díaz es autor de la novela Manuela, además de otras obras costumbristas, entre las que se destacan cuadros como El rejo de enlazar, gracioso, bien escrito y con frescura. Díaz sostenía que el costumbrismo no se inventa, sino que se copia, y, en verdad, la mejor parte de su obra está en la plasmación en una prosa correcta y vivaz de sus experiencias y observaciones de hombre de campo, de terrateniente encariñado con su medio. Díaz comenzó a escribir en la madurez, por lo que su obra podría considerarse con la de escritores más jóvenes. Manuela es la historia de una joven campesina cuya inocencia es resaltada por el autor frente a acechanzas de las que no está ausente la crítica social. Pero lo importante en esta novela es la cariñosa perspectiva de latifundista bondadoso que ama el paisaje, las labores, las costumbres del campo. En Manuela el costumbrismo ya se hace obra literaria más que mera observación, y aunque en el aspecto sentimental resulte ingenua y poco elaborada, la obra es rescatable para una sensibilidad moderna, entendiéndola como reflejo de la actitud paternalista, compasiva y deseosa de ser justa de ciertos terratenientes y la mirada nostálgica y dignificadora del que ve las "virtudes del campo" como verdaderos valores de inocencia, belleza, bondad, sencillez y tranquilidad, valores que los nuevos tiempos colocan en peligro de desaparición. Más adelante volveremos sobre el tema del terrateniente y la literatura y, además, trataremos a otros costumbristas posteriores. Muchos de estos escritores y otros que se destacan más adelante, se agrupan en torno a la revista Mosaico, publicada en la década de los sesenta, y que tiene importancia no sólo por lo que en ella se publicó, sino por el hecho de congregar a varios escritores de distintas tendencias (de ahí su nombre), dando una especie de solidez institucional a las nacientes letras nacionales. De su fundador y director, José María Vergara y Vergara, parte el primer intento de historiar la literatura colombiana, consolidando su entidad desde la Colonia hasta las primeras décadas del siglo XIX.
La literatura colombiana entre 1820 y 1900
El despliegue: 1840-1880. Costumbrismo, romanticismo y clasicismo Este segundo período de cuarenta años es el más propiamente representativo y auténtico de nuestro siglo pasado (si consideramos al período siguiente como precontemporáneo). En medio de fuertes conmociones políticas, guerras civiles, modificaciones estructurales, intentos revolucionarios y esfuerzos retardatarios, la literatura refleja los cambios; pero tal vez podría decirse que su tono general, su talante, resulta más bien conservador y que las grandes agitaciones literarias nunca tuvieron en nuestro país la energía, el apasionamiento o la virulencia de otras latitudes. Un crítico, refiriéndose a la poesía, pero con palabras que pueden generalizarse, ha dicho que en esta etapa. «Las letras colombianas han surgido de la nada o poco menos y lo que llama la atención en la poesía colombiana es su buen sentido. Los poetas procedieron con prudencia. Entre ellos florecieron temas que habían perdido vigencia en otra parte o no habían sido renovados [...]. Los moldes clásicos resisten. Las influencias románticas los tornan flexibles, no los quiebran. En Colombia no encontramos esos poetas desordenados pero a veces geniales, iconoclastas y constructores que, a menudo, señalan la irrupción del romanticismo. Los poetas colombianos se mantuvieron sometidos a los mandamientos del gusto: en sus obras la forma es siempre correcta y pulida [...] Luego, no hay nada revolucionario en Colombia sino una labor seria sobre formas ya conocidas. (Robert Bazin, Historia de la literatura americana en lengua española)». Todo ello no deja, sin embargo, de ofrecer sus ventajas, mayores, tal vez, de lo que suele pensarse. El citado crítico dice más adelante: «La poesía colombiana ofrece una fisonomía muy particular. Nunca cayó en la negligencia, cualquiera fuese su pasión. La ausencia de un anticlasicismo militante podría inducirnos a creer que quedaba rezagada en el pasado, que no seguía la marcha hacia adelante, siempre desordenada pero a menudo heroica, de las otras poesías hispanoamericanas. Finalmente, se percibe que por su misma disciplina y sin haber sufrido lo que para muchos fue la enfermedad infantil del romanticismo, a menudo se adelantó en los caminos del porvenir».
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Esta particularidad de las letras colombianas resulta evidente durante casi todo el siglo XIX, hasta llegar a la obra visionaria y renovadora de José Asunción Silva. Poetas y novelistas mantienen invariablemente ese "buen gusto", ese cuidado formal, esa temperancia y ese respeto a lo clásico que hace que el romanticismo en nuestro país resulte tan diferente y a veces contradictorio con el de otros en Latinoamérica (y no digamos en Europa). Muchos historiadores están de acuerdo en que la mayor transformación política, económica y social de la época se produce hacia mediados de siglo. Por ejemplo, Luis Eduardo Nieto Arteta, en Economía y cultura en la historia de Colombia (Bogotá, Siglo xx, 1942), fija el cambio de estructuras en la "revolución anticolonial de 1850"; después de esa fecha, dice, «se desata una amplia transformación de la economía granadina». Y Mario Arrubla, en Estudios sobre el subdesarrollo colombiano (Medellín, La Oveja Negra, s. f.), define los cambios político-sociales que se operan entonces como: «Paso del mercantilismo español al imperialismo librecambista inglés [...], ascenso de la clase de los grandes comerciantes, hundimiento de los sectores artesanales y manufactureros que retornan a la agricultura, desviación de la agricultura hacia el monocultivo». Es la época de la revolución liberal, en parte consecuencia de transformaciones internacionales; la de las sangrientas guerras civiles; la de la desamortización de los bienes eclesiásticos o de "manos muertas" (1861), reflejo de la crisis institucional de la Iglesia y el catolicismo tradicional, así como del cambio ideológico liberal. El historiador Tulio Halperin Donghi menciona algunas de las consecuencias políticas del triunfo del liberalismo: liberación de los esclavos, imposición de un programa librecambista, expulsión de los jesuítas, establecimiento de la libertad religiosa e introducción del federalismo, en este período que él denomina «Surgimiento del orden neocolonial» (Historia contemporánea de la América Latina, Madrid, Alianza, 1975). Existe, sobre todo, un aspecto que nos parece de gran importancia: la situación agraria y, específicamente, la de la clase terrateniente, de cuyas filas siguen saliendo muchos de los más importantes escritores. Halperin nos dice cómo al terminar la época revolucionaria de Independencia la población rural, abrumadoramente mayoritaria, se ve favorecida por un
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nuevo equilibrio de poder, en especial, claro está, en su segmento dirigente y propietario. Las guerras de Independencia no supusieron cambios radicales y duraderos en el ordenamiento social del campo. «Por el contrario [dice], en casi todas partes no había habido movimientos rurales espontáneos, y la jefatura seguía, por tanto, correspondiendo (en el nuevo orden político como en el viejo) a los propietarios o a sus agentes instalados al frente de las explotaciones». Y añade: «Los resultados de la radicalización revolucionaria son efímeros, en la medida en que ésta sólo preside la organización para la guerra: la reconversión a una economía de paz obliga a devolver poder a los terratenientes». Así, pues «es el entero sector terrateniente, al que el orden colonial había mantenido en posición subordinada, el que asciende en la sociedad post-revolucionaria». Esta situación de privilegio terrateniente empieza a debilitarse con la introducción del librecambismo, el auge del comercio exterior y el nuevo pacto colonial. Hacia fines del período que aquí estudiamos, esta tendencia al "debilitamiento de las clases altas terratenientes, pese a sus apoyos en estructuras políticas, comerciales y financieras locales, frente a los emisarios de las economías metropolitanas", se hace más general y evidente. Y este proceso va acompañado de otro, "de intensidad variable según las regiones, por el cual las clases altas ven surgir a su lado clases medias -predominantemente urbanas- cada vez más exigentes" y hasta sectores de trabajadores "incorporados a formas de actividad económica modernizadas". En la literatura estos procesos sociales y económicos van a tener manifestaciones muy claras y de primerísima importancia, como trataremos de explicar: desde el paternalismo sin conflictos aparentes de los primeros costumbristas, hasta la poesía urbana de Silva, pasando por el lamento nostálgico de Isaacs o Marroquín; desde la exaltación ruralista virgiliana de Gutiérrez González, hasta la decadencia señorial despiadadamente señalada por Carrasquilla. A este respecto, y para terminar esta introducción, permítasenos citar un agudo análisis del crítico chileno Jaime Concha sobre lo que podría llamarse la literatura terrateniente: «Marx ha mostrado en diversos lugares, y sobre todo en pasajes de los Manuscritos económico-
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fílosófícos de 1844, la estrecha conexión existente entre el romanticismo y las clases terratenientes que empiezan a ser desposeídas de la tierra por el avance del capitalismo industrial. Tal conexión es visible no sólo en la apología que la novela romántica hace de la Edad Media (W. Scott, V. Hugo) y en la correlativa acentuación del principio feudal y del principio católico (Chateaubriand), sino en la patética identificación del sentimiento de la libertad con las efusiones que el paisaje suscita. El alma romántica se expande y se engrandece en los bosques vírgenes (Atala) o en la contemplación del valle desde las colinas (Meditations poétiques). El sentimiento de la naturaleza es, entonces, considerado desde este ángulo, la forma lírica del sentido de la tierra, cuya expresión corresponde a las castas terratenientes en retroceso. Hay allí la nostalgia impotente de una tierra que desaparecía ante el crecimiento de la ciudad, que se despoblaba de siervos y que caía en la red financiera del capital. Que se nos entienda bien: la pertenencia a la nobleza de la tierra no explica las Meditaciones poéticas, pero sí hace comprender la génesis social del sentimiento de la tierra natal que expresa allí Lamartine...»(Jaime Concha, Neruda (1904-1936), Santiago, Edit. Universitaria, 1972). Estas palabras nos parecen muy apropiadas, haciendo las debidas precisiones y adaptaciones, para ayudar a comprender esa literatura tan abundante en Colombia (tal vez más que en otros países latinoamericanos), que plasma los valores y las emociones, las nostalgias y los intereses de los latifundistas. De ahí la longitud de la cita. Examinemos, en primer término, la obra, realmente interesantísima, de GREGORIO GUTIÉRREZ GONZÁLEZ (1826-1872), nacido en la población rural de Ceja del Tambo (Antioquia). Creció en el campo y luego viajó a Bogotá, donde estudió derecho. Después regresó a su provincia natal, donde transcurrió su vida de juez y abogado pobre, rodeado de numerosa prole. Una vida de típico patricio antioqueño. Durante sus años de estudio en la capital, rinde culto a la moda romántica; escribe poesías como el "Canto de un bandido a su trabuco", o desabrochadas reflexiones como "La vida", las que, de lejos, se adivinan postizas. Sin embargo, por esta misma época de juventud y efervescencia y siguiendo el "buen sentido" carac-
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terístico del romanticismo colombiano, reacciona contra ese tremendismo retórico; en su poema "El romanticismo tétrico" hay no sólo crítica del trascendentalismo declamatorio, sino insinuaciones de lo que será la vena adecuada a su personalidad poética: el llamado "virgilianismo americano" o, en este caso particular, antioqueño. Memoria científica sobre el cultivo del maíz en los climas cálidos del Estado de Antioquia por uno de los miembros de la Escuela de Ciencias i Artes i dedicado a la misma Escuela, tituló irónicamente su gran poema, que no tiene nada de irónico y que fue publicado en 1866 en La Restauración, de Medellín. La descripción fiel y realista, pero emocionada, de la naturaleza en su aspecto de campo laborable, el paisaje como fin y no, como en tantos románticos, mero trasunto de pasiones humanas, la exaltación amorosa del trabajo de la tierra, el decidido empeño de dar valor poético a un lenguaje popular y regional, todo ello hace de este largo poema, a veces prosaico e ingenuo, pero siempre auténtico y fresco, el primer intento de encontrar una temática propia, desde una consciente actitud poética regional, en lo que se diferencia notablemente de antecedentes suyos, tales como la silva A la agricultura de la Zona Tórrida (1826), de Andrés Bello. Si bien ambos poetas poseen un indudable sentido virgiliano, difieren considerablemente en intenciones y realizaciones. Ambos, desde luego, parten de esa misma "inspiración geórgica", que Bazin explica así: "Los criollos constituían ante todo una clase de hacendados. No es asombroso, pues, que una inspiración, emparentada con la de las Geórgicas, los haya embargado ante los campos de América. Agreguemos que como esos campos constituían su fortuna y cimentaban su poder, una inclinación muy natural los conducía a identificarse con ellos. Como es sabido, los propietarios imaginan fácilmente que sus almas se adornan con los encantos y virtudes de su suelo". Pero, en primer término, Bello fue un clasicista (o neoclásico) cuya poesía posee una considerable influencia directa de la de Virgilio, Horacio o Anacreonte, aparte de otros clásicos más cercanos en el tiempo o autores modernos, como Byron o Hugo, por ejemplo; además, su silva tiene una dimensión continental y un tanto abstracta, nostálgica (fue escrita en Londres), que no incluye la precisión inmediata de la obra del poeta antioqueño. La obra de Bello está llena
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de moralismo, progresismo dieciochesco, didactismo, junto con su acertadísimo descriptivismo; la de Gutiérrez González no tiene pretensiones tan amplias ni en su contenido ni en su forma o su lenguaje. Si la obra del venezolano es, como ha dicho Henríquez Ureña, una declaración de independencia literaria, al invitar en la Alocución a la poesía a las musas a trasladarse a la libertad americana dejando los caducos salones europeos, la de Gutiérrez es una declaración de autonomismo regional, más bien lingüístico, y una exaltación de los valores rurales frente a la invasión urbana (o posiblemente centralista). La Memoria, a través de un simplísimo desarrollo argumental (la elección de la tierra, su preparación, su cultivo, sus resultados) desliza orgullosamente la conciencia de las peculiaridades regionales antioqueñas y su espíritu independiente frente al resto de la Nación. (Otro escritor, Jorge Isaacs, no vacilará en tomar las armas contra el gobierno federal en 1880, proclamándose "presidente de Antioquia"). Sobre todo, este intento se realiza a nivel lingüístico ya que Gutiérrez proclama que su lenguaje es meramente regional: No estarán subrayadas las palabras poco españolas que en mi escrito empleo pues como sólo para Antioquia escribo yo no escribo español sino antioqueño. Y, en verdad, hay que recurrir algunas veces a las explicaciones lingüísticas que se incluyen en notas al poema, para comprender algunos pasajes. Pero, además, el poema ofrece una rica variedad descriptiva, a veces plena de acierto poético. Probablemente, desde una posición crítica trascendentalista, esteticista o falsamente universalista, sólo se aprecian algunas de sus descripciones. Por ejemplo: lame la llama con su inquieta lengua la blanca barba a los tendidos palos; prende en las hojas y chamizas secas, y se avanza, temblante, serpeando. La aliteración del primer verso es notable, también. En ocasiones llega a recordar este modesto poema famosos pasajes de la primera parte del Canto general de Neruda:
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El guayacán con su amarilla copa luce a lo lejos en la selva oscura, cual luce entre las nubes una estrella, cual grano de oro que la jagua oculta. El azuceno, el floro azul, el caunce y el yarumo, en el monte se dibujan como piedras preciosas que recaman el manto azul que con la brisa ondula. Y sobre ellos gallarda se levanta, meciendo sus racimos en la altura, recta y flexible la altanera palma, que aire mejor entre las nubes busca. ¿No parecen, en verdad, estas estrofas antiguos y venerables ancestros de versos como los siguientes: El jacarandá elevaba espuma hecha de resplandores transmarinos... El sanguinario litre y el benéfico boldo diseminan su estilo en irritantes besos de animal esmeralda... El roble duerme solo, muy vertical, muy pobre, muy mordido, muy decisivo en la pradera pura con su traje de roto maltratado y su cabeza llena de solemnes estrellas...? Probablemente la declaración de antioqueñismo lingüístico de González resulte pedante y desmesurada, ya que las variantes lingüísticas regionales tan orgullosamente exhibidas se reducen a localismos léxicos que muchas veces son sólo arcaísmos castizos olvidados en el castellano "oficial" o académico. Sin embargo, el poema ofrece calidades estéticas que nacen de su "rica savia popular". Virgilianismo, sí, pero trascendido en una concreta y amorosa observación y participación, en un realismo que mira el presente y el valor del trabajo, y cuya mejor virtud tal vez resida en su orgullosa sencillez. Otra de las cualidades de Gutiérrez González consiste en no haber caído en un regionalismo estrecho, a pesar de todo. Precisamente, tal es el defecto de otro poeta, compañero suyo de generación, región e inclinaciones poéticas, pero a través de una senda demasiado angosta (o camino dé herradura): Epifanio Mejía (18381913), cuyo poema El canto del antíoqueño, de tono lírico más que narrativo, resulta en extremo
pedante y desproporcionado en su exaltación de los pretendidos atributos de la "raza" regional. Aquí habría que referirse a otros escritores cuya obra se puede englobar en este mismo horizonte del ruralismo. Pero son prosistas. Por ejemplo, los costumbristas que han hecho ya de la novela su género predilecto. Claro que el artículo de costumbres sigue teniendo cultores notables como JOSÉ MARÍA VERGARA Y VERGARA (1831-1872), autor de varias obrillas como Las tres tazas, sobre las "maneras" de la burguesía urbana, o Un manojito de hierba, en la que rinde culto a "su maestro" Chateaubriand, ya que de la tumba de éste proviene el "manojito", y de una novela titulada Olivos y aceitunos todos son unos, de costumbrismo político. En sus obras hay una suave crítica: por ejemplo, las tres tazas muestran las vacías convenciones sociales bogotanas, dictadas por la moda, desde el tradicional chocolate de principios de siglo hasta el anglicista té del presente, pasando por el café "liberal". Pero esta crítica no llega a plasmarse verdaderamente, así como tampoco su propósito de vitalizar las costumbres. Sin embargo, Vergara se recuerda más por un meritorio esfuerzo, al que ya hemos aludido, que tiene todas las limitaciones de su época, de sus preferencias literarias y de sus posibilidades de investigación: la primera Historia de la literatura en la Nueva Granada (1867). JOSÉ MANUEL MARROQUÍN (1827-1908), poderoso terrateniente que llegó a ser presidente de la República cuando la separación de Panamá, tiene en su haber, aparte de la fundación de la Academia Colombiana de la Lengua, unas cuantas novelas de mediano mérito derivado más bien de su corrección gramatical, de sus descripciones de costumbres y de su humor escéptico e ingenioso, más que de su penetración sociológica o humana. Amores y leyes (1898), Entre primos (1897), Yerbabuena, pintan paisajes y comportamientos de diferentes regiones del país, apoyadas en una trama sentimental deleznable. Blas Gil (1896) se aproxima (a esas alturas) a la picaresca, sin que el recuerdo del viejo género español le facilite la creación de un verdadero personaje o situaciones nacionales, en un país que no carece de materiales. El Moro (1897) constituye su mejor novela, a nuestro juicio: son las memorias de un caballo, que ponen de relieve la maldad humana. Pero esta maldad no es tanto la del hombre, sino la de cierto tipo de hombres, incultos, desalmados,
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ignorantes y encanallados: el sentimiento de clase preside estas páginas de irónica observación. Desde el punto de vista literario, Marroquín logra una precisión descriptiva y un poder evocador muy meritorios. El punto central de la obra es la oposición entre naturaleza (campo)caballo y "hombre", es decir, entre tradición geórgica y bucólica y degradación moderna, típica de la literatura terrateniente. También escribió Marroquín versos de esos llamados "festivos", llenos de juegos lingüísticos y de humor superficialmente crítico, entre los cuales se recuerda "La perrilla" que, menos que un poema, es un chiste rimado, y un manual de ortografía en verso, lleno de humor involuntario. Otro costumbrista rural es LUIS SEGUNDO DE SILVESTRE (1838-1887), autor de una interesante novela, Tránsito en la que se supera evidentemente el costumbrismo de mera observación y descripción de usos y paisajes en una trama sentimental más sólida y coherente que la de cualquier otra novela de su género (con la excepción, no hay que decirlo, de María, con la que Tránsito tiene una deuda considerable), y en un planteamiento social un tanto desusado, ya que en la trama se interpone un conflicto de clases. Sin embargo, la novela se estructura según el habituado modelo costumbrista: un conflicto sentimental rodeado, interrumpido por la descripción de comportamientos y paisajes. Lo que pasa es que en Tránsito la trama sentimental parece ser el eje principal de la obra, mientras en las otras obras sucede un poco al revés: lo que importa básicamente es la observación descriptivista más que la imaginación. Pero Tránsito revela también un "defecto" (que es más bien una imposibilidad histórica) generalizado: la falta de desarrollo de los personajes, la ausencia de toda consideración psicológica. Esta característica también la comparte María y tal vez haya que concluir que el período histórico, escasamente afectado por el individualismo nacido de un avance mayor del capitalismo burgués, no puede ofrecer una consideración psicologista -en el sentido más lato de la palabra- ni un desarrollo del personaje individualizado propio de épocas bastante posteriores. Con todo, Tránsito sugiere el conflicto campo-ciudad de una manera más personalizada y sutil en sus protagonistas, y esto revela un adelanto con respecto a obras más ingenuas,
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que lo plantean en términos abstractos o explícitos a la manera clásica (o "virgiliana"). La mención de todos los costumbristas de la época nos aproximaría al catálogo que queremos evitar. Muchos autores escribieron artículos de costumbres, pero pocos llegan a la categoría de los mencionados. Sin embargo, citemos a algunos: RICARDO SILVA (1836-1887), padre de José Asunción y fino observador urbano; RICARDO CARRASQUILLA (1827-1886); JUAN DE DIOS RESTREPO (a. Emiro Kastos) (1827-1897), modesto y ácido escritor antioqueño que plantea el dilema de la bondad del campo y la maldad del "hombre"; JOSÉ MARÍA SAMPER (1828-1888), figura triplemente importante, ya que no sólo escribió novelas costumbristas sino varias obras teatrales, como Un alcalde a la antigua y dos a la moderna o Percances de un empleo y, sobre todo trabajos históricos y sociológicos utilísimos para la historiografía actual. De su obra Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las repúblicas hispanoamericanas (1861), ha dicho Nieto Arteta que es "la obra clásica de la sociología colombiana y también de la hispanoamericana". Tampoco olvidaremos mencionar a EUSTAQUIO PALACIOS (1830-1898), autor de la novela El alférez real, de reconstrucción histórica, costumbrismo y trama sentimental débil y pobremente desarrollada, que aspira a ser romántica y se sume en sentimentalismo ingenuo que desemboca en un obligado y poco convincente final feliz. La novela está llena de buenas y simplistas intenciones ideológicas y muy lejana de la realidad, a pesar de sus aspectos costumbristas. Todas estas novelas adolecen de las mismas fallas de estructuración o de integración entre la trama sentimental y la descripción costumbrista o paisajista, ausencia de verdadera caracterización de los personajes, predominio explícito de lo ideológico sobre lo literario o meramente realista y, en fin, insuficiencia genérica que hace que no puedan ser consideradas como verdaderas novelas. Pero, desde luego, la época produce no sólo la primera novela (en sentido estricto), sino la mejor de todas las publicadas en Latinoamérica hasta entonces. Y ahora hablamos de una obra y no de un autor, ya que, dejando aparte María, la restante producción conocida de JORGE ISAACS (1837-1895) no sobresale especialmente por su calidad literaria. Isaacs nació en la tierra
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que más tarde había de servir de campo fecundo y esencial a su novela: el Cauca. De ascendencia judía y formación británica en parte, intervino en política activamente como periodista y como soldado, escribió mediocres poemas y meritorios trabajos científicos, resultado de sus exploraciones, a las que se dedicó después de haberse visto obligado a abandonar la política. Su biografía es apasionante. Y, además, representativa o "ejemplar". Isaacs participa activamente en la vida política, literaria y económica del país desde 1850 hasta su muerte. Como político: a veces liberal, otras conservador, pero con una actitud fundamentalmente conservadora. Después de haber ocupado algunos puestos públicos de relativa importancia, su carrera política y sus ambiciones terminan en el fracaso: en 1880 intenta un golpe de Estado y se proclama presidente de Antioquia. Al ser derrotado por el gobierno federal, es expulsado de su puesto de diputado en el Congreso. Amado y odiado por muchos de sus contemporáneos, su antipatía hacia la Iglesia católica lo lleva a hacerse masón. Económicamente, su vida es fiel reflejo de ciertas transformaciones histórico-sociales del país: nacido en medio de una rica familia terrateniente, al morir su padre y encargarse de la administración de los bienes, se arruina rápidamente y se ve despojado de sus ricas haciendas caucanas, donde transcurrió su niñez. Su ruina se debe, en parte, a la evolución económico-social del país que, como hemos dicho anteriormente, debilita la posición de los latifundistas, pero también a "la concepción señorial que Isaacs tenía sobre la administración y la economía", como dice Gustavo Mejía; es decir, a su falta de adecuación mental a los tiempos y factores económicos modernos. Luego se hace comerciante, siempre con la obsesión (frustrada) de recuperar las tierras de su padre o una fortuna comparable a la de éste. Finalmente se dedica a explorar yacimientos carboníferos con mayor o menor suerte. Mejía define justamente su gran novela desde el punto de vista histórico: «Mana, al salir de estas manos más aptas para manejar los niveles superestructurales que los cambiantes factores económicos, habría de aparecer como la respuesta ideológica del sector social derrotado frente a los profundos cambios que sacudían la vida nacional». ("La novela de la decadencia de la clase latifundista: María de Jorge Isaacs", en Escritura, núm. 2, Caracas,
En nuestro siglo XIX, María es una de las obras que no admiten desviaciones. Lo que se diga de ella se dice, en verdad, de toda la mejor parte del romanticismo colombiano. Por su ascendencia, por su tema, por sus personajes, por su paisaje, María es una novela romántica, pero no por ello menos colombiana o americana; al contrario: define muy bien lo que es el romanticismo americano por oposición al europeo. Por ejemplo: como es bien sabido, Isaacs está básicamente influido por la lectura de novelas como Atala de Chateaubriand y Paul et Virginie de Bernardin de Saint-Pierre. Pero lo que para éstos es exótico, imaginario, utópico (principalmente la naturaleza virgen o los "buenos salvajes"), para Isaacs es prácticamente la vida cotidiana. Así, su romanticismo puede darse el lujo de ser realista o hasta localista, cosa bastante difícil de ver en la literatura europea del género. María es una obra profundamente colombiana por muchas razones: sus sentimientos, su paisaje, su lenguaje, su trasfondo histórico, socio económico. María tocó fibras vitales del hombre colombiano de la época y aun de épocas posteriores. Es, aunque parezca paradójico a primera vista, una idealización y una obra realista al tiempo, que refleja fielmente una situación histórica concreta. Por ella, los colombianos comprobaron por primera vez que su sentir y su ámbito vital podían adquirir universalidad. La estructura de María es bastante sencilla: una trama sentimental magistralmente construida, con sus sabias alternativas de retardos y aceleraciones, suspensos y anticipaciones, etc., inmersa en un ambiente. Sus personajes, elaborados sin demasiada profundidad, se aproximan a la tipificación romántica, pero al tiempo resultan individualizados y vivos. La heroína, si, por una parte, realiza el ideal romántico femenino, está, por otra, tratada con una vaguedad que la dignifica y que permite a la vez la identificación con los sentimientos más comunes. Otro tanto sucede con Efraín. Con él y con María podía compenetrarse cualquier colombiano (o latinoamericano) medio de la época (a condición, claro está, de no ser analfabeto, como la mayoría), puesto que encarnan los correspondientes mitos de bondad, de sentido común, de normalidad, de amor y de belleza. El idilio de la jovencísima virgen mimada (pero, en cierto modo, marginada por su orfandad) y hermosa pero con su toque trágico (del que sólo es culpable el desti-
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no) y el galán aristocrático y feudal, bondadoso mentales, en clarísima pathetic fallacy romántiy sentimental, fuerte cazador y delicado poeta, ca. La correspondencia entre ambiente y plano en medio de la belleza de las flores, las noches, humano se hace frecuentemente tan estrecha, los crepúsculos tropicales, plasmaban ideales que es difícil establecer los límites entre senticasi estereotipados del hombre medio pertene- miento y naturaleza. Esta se torna trágica o aleciente a las clases medias y altas del siglo XIX gre, tenebrosa y amenazante o luminosa y cómy buena parte del xx. Sin embargo -y esto es lo plice, según que los protagonistas atraviesen por más importante-, Efraín y María se libran de momentos de tristeza o felicidad. Después del ser meramente representaciones o tipos: están acceso epiléptico de María, Efraín sale: vivos: la sensualidad los vitaliza. «Cuando salí al corredor que conducía a mi cuarEl proceso sentimental que se establece en- to, un cierzo impetuoso columpiaba los sauces tre Efraín y María es producto de una situación del patio; y al acercarme al huerto lo oí rasgarse familiar, social: su cercanía física engendra, por en los sotos de naranjos, de donde se lanzaban una parte, todo un sistema de convenciones, de las aves asustadas. Relámpagos débiles, semesimulaciones, un lenguaje erótico no verbal de jantes al reflejo instantáneo de un broquel herido miradas y movimientos y, paralelamente, un por el resplandor de una hoguera, parecían queclima de sensualidad apenas contenida. Este rer iluminar el fondo tenebroso del valle». conflicto entre erotismo y represión, entre simu- Y aquí se localiza lo que se podría llamar una lación y audacias, que domina la novela, llega de las fallas de la obra. Cierta facilidad, cierta a transmitirse también al paisaje y origina pasa- abstracción, cierta idealización también en lo jes tensos y bellísimos: no idealizable impunemente. Mencionemos el «Cogí el camino de la montaña. Al internarme, plano humano ambiental. El costumbrismo pela hallé fresca y temblorosa bajo las caricias de netra en la novela de Isaacs en la descripción del mundo rural en que se desarrolla. Hay, sin las últimas auras de la noche». María es eso: sensualidad desbordante pero re- duda, una intención de describir objetivamente, pero este intento de realismo (descriptivo) se ve primida: ambigüedad: «Mi brazo oprimió suavemente el suyo, desnudo demasiadas veces contradicho por la idealizade la muselina y encajes de la manga; su mano ción. A la minuciosidad descriptiva, a la reprorodó poco a poco hasta encontrarse con la mía; ducción del lenguaje regional, por ejemplo, se la dejó levantar del mismo modo hasta mis la- contrapone la convencional belleza de las cambios; y apoyándose con más fuerza en mí para pesinas, la limpieza de las chozas, la invariable subir la escalera del corredor, me decía con voz buena disposición de la gente, la fidelidad estereotipada de los esclavos. lenta y de vibraciones acalladas: -¿Ahora sí estás contento?». En María no hay conflictos sociales: el paUn aspecto sobresaliente y principal de la ternalismo bondadoso del terrateniente -el panovela de Isaacs es el tratamiento del ambiente dre, el mismo Efraín- y la sumisión de campeen sus dos aspectos: ambiente humano y natura- sinos y esclavos, configuran un mundo de relaleza. El paisaje de María es como un anillo que ciones armoniosas en las que apenas se sugieren estrecha los personajes y la trama sentimental; ciertas turbaciones: la sensualidad de Efraín, su característica más evidente es la inmediatez por ejemplo, pone una fuerte tensión erótica en (a veces nos asalta la impresión de que los per- sus relaciones con las jóvenes campesinas, pero sonajes están metidos en un invernadero). En sin llegar nunca a caer en el tipo posterior del ocasiones la naturaleza se hace invasora de lo patrón abusador; las relaciones familiares y a humano, se transforma también en personaje o nivel de la propia clase son reveladoras. Un mundo patriarcal muy rígido en sus convenciopoco menos: «En una de aquellas noches de verano en que los nes, que, sin embargo, son aceptadas alegrevientos parecen convidarse al silencio para escu- mente por sus miembros, puesto que ellos saben char vagos rumores y lejanos ecos; en que la cómo burlarlas: casi todos mienten, se engañan luna tarda o no aparece, temiendo que su luz unos a otros, escuchan detrás de las puertas, se confabulan en secreto, simulan, burlan la autoimportune...». El paisaje es un estado de ánimo, como se ha ridad paterna y contravienen las normas: Efraín, dicho, y en muchas ocasiones parece confor- su padre y su madre ocultan la verdad a María; marse de acuerdo con las modulaciones senti- pero Efraín y su madre se confabulan a espaldas
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griegos, latinos, franceses, portugueses e ingleses; sobre todo a Longfellow, de quien fue amigo y a quien su poesía debe matices y temas. Pombo toca todos los temas posibles en la época y utiliza las más variadas formas poéticas, desde las más clásicas hasta las populares de la fábula y la leyenda local. Poeta amoroso, filosófico, descriptivo, epigramático, humorista, solemne y grandilocuente o íntimo y humilde, escribió cerca de quinientos poemas originales. Misántropo, enamorado solitario de la mujer y la naturaleza, en su obra se puede señalar, sin lugar a dudas, la cumbre de la poesía culta colombiana desde la Colonia, la poesía aristócrata, ya internacional, que sólo admite el modernismo como avance histórico. Es el único poeta que, en muchas ocasiones, logra expresar auténticamente la actitud romántica, en especial durante su juventud: la duda, la angustia, el desarraigo, la búsqueda del ideal, el misticismo. Sin embargo, en su poesía se aprecia una evolución muy clara: desde el desarraigo romántico, la sátira contra la sociedad, la rebeldía religiosa con visos de blasfemia, pasando por sus temas populares y nacionalistas y por las fábulas y cuentos en verso dedicados a los niños, hasta la afirmación tradicionalista y católica donde la angustia romántica pierde todo sentido: esta última es la poesía de una prolongada vejez. Encontramos en esta obra vastísima, temas como la diatriba del mundo sajón del dinero, representado por los Estados Unidos, la afirmación nacionalista, la condena del materialismo, el conflicto entre la civilización, la técnica y la naturaleza y, más importante aún, entre el hombre y la naturaleza, y muchos otros que hacen del poeta una figura expresivamente representativa de una época y de una circunstancia determinadas, y que permiten esLa crítica literaria está unánimemente de acuerdo en que el más grande poeta del roman- tablecer vínculos entre su obra y la de otros ticismo colombiano es RAFAEL POMBO (1833- grandes románticos americanos y aun la de poe1912) y, en verdad, no es fácil ni hay para qué tas posteriores. negarlo. Doctor en matemáticas e ingeniería, Pombo se inicia con poemas de tono y tema versificador desde los diez años, diplomático románticos "ortodoxos". "Monotonía" (1853), en Estados Unidos desde los 25, periodista, tra- por ejemplo, presenta exaltadamente la libertad ductor, fabulista, hombre feo y de ridicula figu- omnímoda, el exotismo, la huida a mundos fanra, académico y poeta laureado en la ancianidad, tásticos; en "La copa de vino" (1854) se hace Pombo posee una gran versatilidad poética; de- patente la sátira contra la sociedad y la concepsigual a veces pero autor de muchos de los me- ción de la mujer como "ángel caído" a lo Espronjores poemas colombianos del siglo XIX. Su ceda, Zorrilla (y tal vez Byron); su extensa cultura poética y literaria es muy vasta: además "Hora de tinieblas" (sesenta y una décimas), de de sus extensas lecturas de los clásicos y moder- 1855, expresa la rebeldía contra Dios, la injusnos españoles, tradujo apropiadamente a poetas ticia de la creación, la diatriba contra el mundo
del padre; Efraín, María y sus padres engañan, todos a una, a Carlos, el pretendiente de María. Tal vez involuntariamente Isaacs llega al nivel de lo crítico. Además, en este mundo de la aristocracia también hay gradaciones, dentro de la rígida separación clasista general: piénsese en la serie gradual Efraín-Carlos-Emigdio-Braulio-Juan Ángel, por ejemplo: el gran terrateniente, el terrateniente, el campesino rico, el campesino pobre, el esclavo. "El Paraíso" es un círculo privilegiado, aislado del mundo, que descansa sobre el trabajo de fíeles esclavos, y en el que trascurre el idilio de Efraín y María. Y ¿qué es lo que torna, de pronto, trágico ese oasis de felicidad e inicia su decadencia hasta llegar a la degradación final? El destino, desde luego, se encarga de impedir la felicidad amorosa de los protagonistas: el ave negra introduce ese elemento mágico y fatídico que se abate sobre la pobre muchacha. Pero si bien el conflicto individual es motivado fundamentalmente por causas extrasociales, no es así en todos sus aspectos: Efraín no puede disfrutar del amor de María porque debe abandonar El Paraíso para tomar contacto con la civilización, con el mundo exterior: debe ir a educarse; el mundo moderno, la civilización, impide la plenitud de los paraísos terrenales; pero, además, el padre de Efraín sufre importantes descalabros económicos: el mundo exterior de los negocios destruye el Edén terrateniente. Este delicado e idealizado ámbito paradisíaco de la niñez, de la felicidad latifundista, que descansa sobre los hombros de los criados y esclavos, no resiste la ingerencia del vulgar y prosaico mundo moderno. María es un nostálgico, emocionado adiós a un pasado personal e histórico. Es una novela fresca, sencilla, sentimental y hermosa.
La literatura colombiana entre 1820 y 1900
como obra divina. La longitud del poema y su tono exaltado, a veces artificialmente sostenido, junto con la abundancia de lugares comunes y abstracciones en las que se patentizan dejos calderonianos, producen en varios fragmentos un sonido hueco. Sin embargo, en muchas estrofas la sinceridad y una valerosa rebeldía se traducen en verdaderos logros, cuando el poeta toca los resortes de lo auténticamente personal: ¿Quién te hizo Dios? ¿Por qué, di cómo, dónde y cuándo vino privilegio tan leonino a corresponderte a ti? ¿Por qué no me tocó a mí ese poder de poderes? ¡Ay! siendo lo que tú eres no fuera el mundo cual es, o aplastara con mis pies tan triste enjambre de seres. Años más tarde, en su ancianidad, Pombo renegó de su poema de su angustia juvenil, pero eso ya es anecdótico y no poético. Y sin embargo, resulta históricamente muy revelador. Indudablemente y a pesar de sus defectos, "Horas de tinieblas" es uno de los grandes poemas del romanticismo americano. ¿Que se escondía en la subjetividad de este hombre solitario, que despreciaba al hombre como criatura, que amaba la majestuosidad de la naturaleza? En su poema "En el Niágara", frente a la imponencia del agua despeñada, Pombo llama al hombre "injerto atroz de ángel y diablo". ¿Qué le hizo escribir poesía "femenina", con el seudónimo de "Edda" (que engañó a tantos lectores ávidos de escándalo literario), para después revelar el secreto? Posiblemente, expresaba con todo ello la profunda crisis de una historia que hacía tambalear la tradición y se abría a una nueva era de individualismo, librepensamiento, competencia capitalista e incertidumbre cultural. Parece ser que los poemas "menores", los de tema folclórico, "El bambuco" (1857), "La casa del cura" 1858), "El torbellino va a misa", v. gr., señalan una transición hacia la madurez del poeta y, además, un acercamiento al costumbrismo que por los mismos años se convirtió en el renglón literario más abundante. Tal vez la larga residencia de Pombo en Norteamérica suscitó en él un sentimiento patriótico y nacionalista, alimentado por una cierta antipatía hacia el país que comenzaba a manifestar todas las señas
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del capitalismo y del imperialismo. Quién sabe si esos motivos, también fueron fortaleciendo en él los sentimientos tradicionalistas y conservadores con que creó sus poemas posteriores. Esta actitud no es en absoluto extraña en los intelectuales latinoamericanos desde entonces, en "Los filibusteros" (1856), por ejemplo, la oposición (expresada en términos de gran violencia) al mundo sajón imperialista se basa en el materialismo, en la frialdad religiosa y en la carencia de sentimiento del honor de aquél, frente al esplritualismo, la religiosidad y el individualismo del mundo latino. Este poema muy bien puede considerarse como un antecedente del llamado "arielismo" modernista americano, el que inspira (junto con la toma de Panamá) la "Oda de Roosevelt" de Darío, aunque no nos atreveríamos a afirmar que, como antecedente, pase a ser expresión de una sensibilidad común, en un estadio más avanzado, a románticos y modernistas. Halperin Donghi señala cómo frente al avance norteamericano, en los intelectuales del modernismo "la conciencia de la originalidad hispánica y católica de Latinoamérica se hace más viva", como en el caso de Darío y menos en el de Rodó, quien, "frente al puro espíritu aéreo y desinteresado de una Latinoamérica simbolizada en Ariel, el materialismo de la América inglesa encuentra un símbolo en Calibán". Podría decirse que Pombo es un precursor de esta actitud, que posiblemente apadrina su instalación en el tradicionalismo, el cual, por otra parte, se afianza en la Regeneración, cuando ya el poeta es un hombre más que maduro. La poesía de Pombo desemboca, pues, en una manera tradicionalista, conservadora y religiosa que le da un tono clásico a varios poemas de su madurez y vejez. El hermoso "Noche de diciembre" data de 1874; sus mejores sonetos (forma predilecta de esta época), entre los que sobresale "De noche" (1890), son de esta etapa. En "Noche de diciembre", el poeta logra un equilibrio entre la más noble actitud romántica y sus creencias religiosas: Noche como ésta y contemplada a solas no la puede sufrir mi corazón; da un dolor de hermosura irresistible, un miedo profundísimo de Dios. Al final se establece un ámbito casi místico que sintetiza el misterio romántico y religioso:
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davía iniciaban a los niños colombianos en el encanto del ritmo y de la rima. Y también, claro está, les confirmaban la ideología, las virtudes, las convenciones de lo que podría llamarse la Lo más notable del poema -y ello es además burguesía nacional. Ranas desobedientes que se característico de la mejor poesía de Pombo- ven castigadas; viejas avaras, hipócritas y ridireside en su ausencia de retórica, en su autenti- culas; jóvenes y audaces gatos temerarios que cidad, en su apartamiento de la hojarasca verbal retornan a la verdad (el calor del hogar) después de sus locas aventuras por el mundo, etc., todos que lastra a tanto poema hispánico de la época. En el soneto "De noche" se cierra el ciclo ellos expresan la moral señorial. Pero, eso sí, poético de Pombo. La seguridad responde al con gracia, con oficio, con imaginación. Serán recuerdo de la queja antigua; la nobleza del tono poco originales estas fábulas; pero la discusión y la hermosa factura de los versos, del mejor es inoficiosa. Lo que importa es su sentido y timbre clásico, colocan al poema tan lejos del sobre todo su gracia. En otros poetas el romanticismo se logra moralizante y retórico didactismo senil como de la maroma preciosista. Podría decirse que es menos. DIEGO FALLÓN (1834-1905), nació en un poema románticamente clásico; no una clau- Santa Ana (Tolima). Estudió en Inglaterra. dicación, sino el hallazgo de una solución bella- Hombre de sociedad, músico aficionado, dibujante, mímico, humorista, dotado de un encanto mente expresada: especial para la conversación, de una gran cultura e inteligencia, según el testimonio de quieNo ya mi corazón desasosiegan nes lo conocieron. Sólo escribió diecisiete poelas mágicas visiones de otros días. mas, de los cuales tal vez tres se salvan ante ¡Oh Patria! ¡Oh casa! ¡Oh sacras musas una mirada algo indulgente: los denominados [mías!... "Las rocas de Suesca", "La palma del desierto" ... ¡ Silencio! Unas no son, otras me niegan... y "La luna". Sin embargo, siempre ha gozado de gran prestigio en los medios académicos. Los gajos del pomar ya no doblegan para mí sus purpúreas ambrosías: El primero es una larga descripción humoy del rumor de ajenas alegrías; rística (de humor de salón o tertulia), cuya relasólo ecos melancólicos me llegan. tiva importancia es la de continuar una tradición de paisajismo nacional -en cierto sentido la de Dios lo hizo así. Las quejas, el reproche Gutiérrez González- y la de incorporar, así sea son ceguedad. ¡Feliz el que consulta satíricamente, el lenguaje coloquial local, a una oráculos más altos que su duelo! poesía resentida de romántica retórica trascenEs la vejez viajera de la noche; dentalista. y al paso que la tierra se le oculta, Hace algunos años la Academia de la Lenábrese amigo a su mirada el cielo. gua decidió elegir, mediante democrática votación de sus miembros, el mejor poema de la En verdad, entre la estrofa citada de "Hora de literatura colombiana. El elegido no fue el "Noctinieblas" y este soneto, se plasma la evolución turno" de Silva, ni ninguno de los de Pombo, poética de Pombo. ¿Sería demasiado mecani- sino "La luna", de Fallon. El dato es revelador. cista decir que esta evolución no deja de ser en Las dos primeras estrofas de este poema, descierto modo reflejo del tránsito histórico del li- criptivas, son verdaderamente valiosas: beralismo librecambista a la Regeneración? Ya del Oriente en el confín profundo Dos palabras, aún, sobre las fábulas e hisla luna aparta el tenebroso velo; torietas en verso para niños. Podría tal vez dey leve sienta en el dormido mundo cirse que Pombo es (o quizá fue) para los colomsu casto pie con virginal recelo. bianos lo que La Fontaine para los franceses de su época (o, inclusive, en alguna manera, lo Absorta allí la inmensidad saluda, que los comics para los niños modernos de buena su faz humilde al cielo levantada; parte del planeta). Sus poemas infantiles, llenos y el hondo azul con elocuencia muda de gracia, de musicalidad, de auténticos elemenorbes sin fin ofrece a su mirada. tos populares, hasta hace muy poco tiempo toUn lucero no más lleva por guía... ...¡siento soplar brisa de gloria, estamos en el puerto! Esa luna feliz viene de allá.
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Sin embargo, el poema se resiente de exceso de bisutería de la época ("turquí del éter", "tintas de ópalo y topacio", "luminosas perlas", etc.); de lugares comunes ("el vil lenguaje", "el vasto firmamento", "mortal sudario", etc.); de mitologismo demodé ("hijas del Caos", "Ninfas", "Ondinas")... Pero tal vez el defecto más grave del poema esté en el clisé puramente lingüístico: resultan hoy insoportables el hipérbaton sistemático ("Ya del Oriente en el confín profundo...", "del infinito en la extensión sombría..."); la anteposición sistemática del adjetivo: De allí desciende tu callada lumbre y en argentinas gasas se despliega de la nevada sierra por la cumbre y por los senos de la umbrosa vega...; la sistemática posposición del verbo ("la regia pompa de tu trono ciñe"...; "a largos trechos el follaje roscas"...; "o al pie del cerro de la roza humea"...; "en que tu rayo con las sombras lucha"...), etc. Por otra parte, existe en este poema el típico quiebre subjetivista del mal romanticismo: el paisaje, la descripción, se disuelven en el estado de ánimo del poeta sin solución armónica ni articulación: el poeta aparece de pronto con su interioridad un tanto postiza y, como una intrusa sombra, nos oculta ese paisaje lunar descrito con indudable acierto en ocasiones. Finalmente consideraremos a dos poetas de coincidencias políticas e ideológicas muy estrechas y de una enorme influencia en la vida nacional durante el último cuarto del pasado siglo RAFAEL NÚÑEZ (1825-1894) y MIGUEL ANTONIO CARO (1843-1909). La figura de Núñez es, sin lugar a dudas, mucho más importante políticamente que en su faceta de escritor, a pesar del prestigio e influencia que sus escritos alcanzaron en su época. Tres veces presidente de la República, entre 1880 y 1892, progenitor de la Regeneración, el movimiento político e institucional de mayor entidad en el siglo XIX, vivió diez años en Inglaterra como diplomático, y escribió gran variedad de poemas y obras de corte político y doctrinal conservador, aunque militó inicialmente en el partido liberal. Su más enconado crítico, Baldomero Sanín Cano, nos dice que "es más fácil alabar sus obras de inspiración política o de exposición informativa que sus transportes poéticos" y, en verdad, hay que darle la razón al crítico antioqueño. La poesía
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de Núñez pretende ser filosófica y desprecia (o no puede llegar) a un mínimo decoro rítmico, a una indispensable flexibilidad formal, a una mediana sorpresa conceptual y, mucho menos, a hallazgos verdaderamente poéticos. Rechinante, pesado, pleno de lugares comunes, el verso de Núñez no ofrece halagos. Sanín Cano se ha encargado de señalar ejemplos: No pretendas saber lo que otros dicen de ti, porque sabrás cuánto maldicen los que más te adulaban de tu honor. O bien: El corazón del hombre es un arcano inescrutable, imagen del Océano, laberinto sin límites ni fin. Pero se podrían señalar otros muchos como éstos. El último pertenece a ese poema suyo "Sursum", bastante conocido y compuesto en su mayor parte por lugares comunes seudoclásicos o románticos ("el águila caudal", la "humilde hoja de acanto", "Sócrates bebiendo la cicuta", "largo parasismo", etc.): La ley del desarrollo es de ascensión también: lo incandescente deja de destruir, y se hace savia que se transmite al encumbrado monte, donde halla inmensidad por horizonte. Sin embargo, Núñez también tuvo insignes defensores o cantores. Nadie menos que José Asunción Silva, o el mismísimo Darío, los dos designados por Núñez para ocupar posiciones diplomáticas. También Valera o Menéndez Pelayo lo elogian. Silva le dedicó un extenso artículo, cuando era secretario de la Legación colombiana en Caracas, en el que alaba desmedidamente sus dotes poéticas, pero no deja de señalar, un tanto solapadamente, sus defectos: «La estrofa enjuta y nerviosa, llena de audaces elipsis y desbordante de graves ideas, incorrecta, voluntariamente incorrecta a veces, no tiene la música de orquesta de la de Zorrilla [...]; ni ostenta tampoco la corrección suprema [...] de los poemas del impecable maestro Núñez de Arce». Sin embargo, la poesía de Núñez tiene mucho más que decir a una sensibilidad de nuestro tiempo que la de su vicepresidente, el clasicista Caro, hijo del poeta José Eusebio y apasionado
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gramático, político, versificador, traductor de desgaste, que las preposiciones son respetables Horacio al castellano y de su propio antecesor (ya que, por ejemplo, no se puede escribir, como Rodrigo Caro al latín, lingüista y académico el doctor Núñez "Moviéndome es que a veces cuyo prestigio y culto aún perdura entre los cír- se mitiga/ de mi sangre el hervor"), que el escriculos del más cultivado conservadurismo co- tor es un profesional del lenguaje, lenguaje al lombiano (ya han muerto sus admiradores en que no se puede traicionar impunemente, so España). Sus traducciones clásicas son irrepro- pena de no decir lo que se quiere decir. Cuervo chables lingüísticamente: Catulo, Propercio, dedicó su vida a la gramática, al "instrumento", Virgilio -magnífico primer canto de la Eneida-. prestando un invaluable servicio a la claridad, A su poesía original, hecha con absoluta correc- la conciencia artística y, lo que tal vez sea más ción sobre moldes sin desperdicio, le falta toda importante, a la ciencia colombiana que, por la gracia, la visión, la audacia de aquellos. Poe- él, adquirió un prestigio enorgullecedor y meresía sobre poesía, poesía derramada sobre cauces cido. Sus Apuntaciones críticas, su apenas inicanalizados que llevan siempre a lo previsto: ciado Diccionario de construcción y régimen, clasicismo, catolicismo, academia, forma; len- sus restantes trabajos lingüísticos, aunque de gua que revierte sobre la lengua: curioso, mas resultados discutibles ante la ciencia moderna, constituyen la fundación de nuestra filolofía, y no original metalenguaje: punto de partida inexcusable para los estudiosos del lenguaje. Si no vencer, sino luchar, me obliga por la fe y el honor; si hay un Dios bueno Todos estos autores constituyen la expreque enmendar sabe el éxito terreno sión más representativa de nuestro siglo XIX y, cuando, supremo Juez, premia y castiga, además, echan las bases de lo que será la litera¡adelante!, no temo la enemiga tura posterior, la cual no puede ignorar la labor saña, aleve puñal, sutil veneno: consolidadora que realizan estos románticos a con pecho firme y ánimo sereno la americana, estos costumbristas, estos homdispuesto estoy a la mortal fatiga. bres del campo y la propiedad, estos visitantes de culturas extranjeras que van insuflando en Jerga aristócrata y cenacular que tiene poco que las letras colombianas tradición y oficio literacomunicar a quien no "escanda el verbo" o es- rios. Adaptan, americanizan el romanticismo, pecule sobre acentos, cantidades silábicas, hi- describen el paisaje y los usos tipificados del pérbatones o teología. En política: artimañas, hombre colombiano de las clases medias y altas, amaños, componendas. Sin embargo, su obra sus sentimientos, sus dudas, sus problemas solingüística resulta valiosa y su lección de serie- ciales, sus actitudes históricas. Con mesura, con dad investigativa es aprovechable en cierto cierta timidez e inseguridad, avanzando y retromodo en un país cuya élite confundía literatura cediendo, cuidando la forma y el lenguaje, sin y filología en demasiadas ocasiones, aunque él excesos, sin genialidad, pero con decoro. mismo no esté exento de tal confusión. Tal vez podría decirse, si se quisiera trazar Y, aquí no puede dejar de mencionarse al una línea generalizadora, que la literatura de gran patriarca de la ciencia filológica colombia- esa época describe una curva que intenta retornar na, al cual no se ha acabado de rendir sensato más allá de su origen, después de alcanzar su homenaje, posiblemente porque tuvo el buen vértice en determinadas obras de autores como gusto de no cometer versos ni novelas (o, por Isaacs, José Éusebio Caro, Pombo: de la rebelo menos, no los hizo públicos): RUFINO JOSÉ lión al conformismo, de la aventura a la seguriCUERVO (1844-1911), al cual se olvidan de mendad, de la "libertad al orden". Sin embargo, el cionar los historiadores de la literatura "pura", regreso se emprenderá realmente en el período sin recordar que las efusiones momentáneas o que sigue, así como un nuevo despliegue. duraderas de vates, periodistas de largo alcance, políticos de domingo lírico, críticos de retrete Hacia la modernidad: 1880-1900. y filósofos de ocasión precisan, de manera muy La Regeneración. La novela realista. principal, de labor de los abnegados investiga- El modernismo dores de la lengua (labor que, ya lo dijimos, no Los hombres de la generación anterior, en se debe confundir con la literatura misma), de el repliegue de su despliegue, modelan la vida los que enseñan, a punta de trabajo, sudor y política e institucional de este último período del
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siglo XIX. La acción política y constitucional de Núñez y Caro, la derrota del liberalismo clásico, el afianzamiento del orden neocolonial y del imperialismo norteamericano que va desplazando al británico, el predominio de la Iglesia renovada, el balbuceo de las fuerzas proletarias, la decadencia de los terratenientes, el auge de las ciudades y de las clases urbanas, entre otros acontecimientos, determinan histórica y social mente estos años finales de siglo. En muchos aspectos, es una época "re" y, en otros, una época "pre", es decir, una época que repite y renueva (Regeneración) el pasado, y una época que presagia y preludia el futuro. Y, sin embargo, ello no quiere decir que no tenga sustantividad propia. Todo lo contrario. Pero, a lo menos en la literatura, los escritores jóvenes de este período superan las limitaciones demasiado estrechas y retardatarias de la cultura oficial y crean una obra que, en la mayoría de los casos, es mucho más avanzada de lo que cabría suponer por el "tono" histérico-cultural oficial. Recordemos que Núñez y Caro son dos de los más conspicuos representantes de esa cultura, mientras José Asunción Silva o Tomás Carrasquilla conocen diferentes pero definidas formas de marginación. Puede caracterizarse el período histórico como una época de cambios, de agitación social, de crisis económica y de enfrentamiento político que remata en una larga y sangrienta guerra civil, en el filo mismo del cruce de siglos. Época de intensa agitación y contradicción ideológica y cultural: es el momento de las polémicas en contra y a favor del liberalismo, el positivismo y la doctrina social de la Iglesia; de la pugna entre las corrientes francesas y las inglesas, sin olvidar las españolas, en materia de pensamiento filosófico y político. Literariamente, en el espectro internacional que nos interesa, la etapa puede ser definida, en general, como una transición desde las últimas manifestaciones del romanticismo hasta los movimientos renovadores de los simbolistas franceses, de los modernistas latinoamericanos, de los novelistas naturalistas y realistas y de la generación del 98 en España. La llamada Regeneración, puesta en marcha por Núñez tiene, desde luego, aspectos contradictorios, positivos y negativos, que expresan los conflictos históricos y sociales del país. Para algunos historiadores, como Francisco Posada, es "un movimiento contrarrevolucionario de carácter latifundista y clerical", como dice en su
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artículo "Ideas sobre la cultura nacional y el arte realista" (en Letras nacionales, núm. 0, 1965); pero para otros, como Nieto Arteta, en su ya citado libro, "precisamente por constituir una tendencia a racionalizar el Estado, es en la historia política de Colombia el movimiento histórico de mayor objetividad sociológica". Halperin Donghi la describe así: «En busca del progreso económico la Colombia liberal y federal debía renunciar a su liberalismo (devolviendo a la Iglesia posición dominante en la enseñanza pública) y a su federalismo, excesivamente costoso y responsable del desorden crónico de la campaña; debía también hacer concesiones al autoritarismo aumentando los poderes del presidente.» Ello estaba respaldado por un sentido pragmático: «Estas innovaciones no eran presentadas como un retorno liso y llano al conservadurismo, sino como una consecuencia de la muerte de las ideologías tradicionales y de la adopción de un progresismo atento a intereses y no a ideales». Y la Regeneración se impone y dura porque, entre otras cosas, las reformas "consolidaban un orden que las clases propietarias y mercantiles de Colombia apreciaban unánimemente. Eran estas clases las que compartían el poder bajo la égida de Núñez; las que se afirmarían en él luego de su muerte". Puede verse la Regeneración como la instauración de un orden matizadamente burgués, con rezagos arcaicos y tendencias modernizantes en cierto sentido, que a veces parecen nacer más bien como contradicción del movimiento "regenerativo". Fundamentalmente, en este período hay dos grandes manifestaciones literarias: la novelística predominantemente rural, realista y crítica de Tomás Carrasquilla, que sintetiza y supera el costumbrismo, y la poesía modernista, urbana y cosmopolita que se inicia en José Asunción Silva y culmina en Guillermo Valencia. El campo, que ve declinar a los latifundistas tradicionales, en la vieja Antioquia, aislada por sus montañas (lo que le da ese aire localista y provinciano -en el mejor sentido de la palabra-) a su literatura; la ciudad, que ve surgir y afirmarse a comerciantes e industriales incipientes que han sustituido a los antiguos artesanos, a los "draconianos" de antaño. El comercio exterior, que abre las puertas de Europa como nunca antes; la diplomacia, que absorbe a buena parte de los
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escritores permitiéndoles entrar en contacto directo con la cultura de otros países europeos o americanos... todos ellos son factores básicos en una producción literaria en su mayor parte crítica, de una u otra manera (por plasmación directa, por desdén o alejamiento) de la realidad histórica. Indiscutiblemente, la mayor realización de la prosa es la ingente obra narrativa de TOMÁS CARRASQUILLA (1858-1940). Poco después de la idealización romántica de Isaacs, justamente cuando envejece el costumbrismo, aparece este "antioqueño universal", como lo llama Federico de Onís, nacido en Santo Domingo y muerto en Medellín. De su infancia se sabe poco. Mal estudiante ("La lectura constante de novelas perjudicó mucho a este alumno", dicen sus profesores). Fue calificado como "Atrasado" en composición y "Regular" en gramática en sus estudios juveniles. Durante la guerra civil de 1876 vive escondido en Santo Domingo, donde se hace sastre. Luego pasa por diversas ocupaciones burocráticas modestísimas. En 1895 viaja a Bogotá a editar su primera novela Frutos de mi tierra. Desde 1904 vive y trabaja en la mina de San Andrés. Luego, la bohemia en Medellín y cinco años como empleado público en Bogotá. En la bohemia continúa hasta que, en 1926, cae enfermo de las piernas; en 1930 queda paralizado y ciego. Dicta entonces una de sus últimas novelas, Hace tiempos, de sabor autobiográfico. En 1936 le conceden el premio Vergara y Vergara de literatura y la Cruz de Boyacá, alta condecoración oficial. Tardío e insuficiente reconocimiento. En 1940 se le declara una gangrena que lo lleva a la tumba. La época de producción de Carrasquilla, pues, abarca el período comprendido entre 1885 y 1935, aproximadamente. En cincuenta años escribe once largas novelas, muchos cuentos y multitud de crónicas y artículos. Sus obras completas llenan dos gruesos volúmenes: casi dos mil páginas. Su paisano, el crítico Sanín Cano, nos dice: «El departamento de Antioquia, por haber subsistido casi aislado del resto de la República, durante unos ochenta años, a causa de lo montañoso de su suelo y de lo rudimentario de sus caminos tuvo, puede afirmarse, una literatura propia que sin pretensiones de regionalismo se diferenciaba en lo exterior de las formas literarias predominantes en otras regiones del país.»
Carrasquilla es, sin lugar a dudas, un novelista antioqueño, como Gutiérrez González es un poeta antioqueño. Pero los dos son escritores de ámbito indudablemente nacional y latinoamericano. En el caso de Carrasquilla esta síntesis es mucho más lograda, como trataremos de mostrar, y tal vez en esta autenticidad regional reside uno de los secretos de su acierto literario. El mismo Sanín Cano define la literatura antioqueña así: «De modo que hubo una tradición literaria en aquella comarca que puede definirse con los caracteres de amor al suelo, a la lengua del pueblo, y a las tradiciones de igualdad entre todos y respeto mutuo». Si bien Carrasquilla continúa y perfecciona esta tradición antioqueña, no es menos cierto que, como dice José Antonio Portuondo en su artículo "Literatura y sociedad" (en América Latina en su literatura, México, Siglo XXI, Unesco, 1976), "cuando Gabriel García Márquez borra en Cien años de soledad las fronteras entre lo real y lo fantástico, no hace sino continuar la tradición de una religiosidad naturalista, antimetafísica, que ilustrara bellamente, en su propia tierra colombiana, el antioqueño Tomás Carrasquilla". La obra de Carrasquilla debe mucho al costumbrismo, que inspira muchos pasajes de ella. Pero el costumbrismo es una literatura (cuando lo es) de "cuadro", de apunte, o de "novela" que raras veces llega a serlo verdaderamente. Las cosas -trajes, casas, muebles, meriendas, etc.-, las "costumbres", como decíamos más atrás, están tratadas aisladamente, separadas de los hombres que las llevan o practican, como en los museos del traje o de los oficios; el costumbrismo -al menos el que se escribe en general en Colombia, no el que ya deja de serlo para convertirse en verdadera plasmación sociológico-literaria-, ni quiere ni puede pasar de la mera superficie descriptiva externa. Las "costumbres", así, son manifestaciones estereotipadas del hombre; el costumbrismo es, ante todo, "tipista": quiere lo representativo, lo común, lo sobresaliente o protuberante visto desde fuera. En cambio, Carrasquilla es un auténtico novelista: su interés principal es el hombre en su medio, compenetrados, fundidos, no superpuestos (como a veces sucede en María), tales cuales son. Carrasquilla no idealiza la realidad, pero no la "fotografía" tampoco. Crea literariamente esta realidad, crea personajes, situado-
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nes, plasma ambientes, analiza psicológicamente (desde luego, no con la psicología moderna, sino con la comprensión humanista intuitiva), sociológicamente, aprovecha el folclor, la geografía, las tradiciones populares, las creencias, los mitos comunitarios; pero todo ello desde un punto de vista literario, novelístico. La mayor parte de su obra inicial está escrita durante los años en que se despliega y triunfa el modernismo. Pero dentro del ambiente exotista y extranjerizante que imponen los modernistas en toda Latinoamérica, don Tomás es un escritor regional, colectivista, realista. Nunca transigió ante los modernistas -a los que despreció con cierta injusticia nacida de sus recias convicciones-; desde luego no fue un romántico; dentro de la literatura colombiana es el primer y gran escritor auténticamente nacionalista. Su preocupación principal fue siempre su circunstancia histórico-social, pero plasmada en quienes realizan esa historia y componen concretamente esta sociedad. La obra del escritor antioqueño es uno de los mejores ejemplos de la paradoja del verdadero realismo -aquella a la que aludía Unamuno: "Hallar lo universal en las entrañas de lo local, y en lo circunscrito y limitado, lo eterno"; o como, inversamente, decía Alfonso Reyes: "La única manera de ser provechosamente nacional consiste en ser generosamente universal, pues nunca la parte se entendió sin el todo"; y, añadamos: ni el todo sin la parte: nos da, como nadie en Colombia, una recia representación de su colectividad, de su medio; nos entrega, como suele decirse, el espíritu de un pueblo. Pero al mismo tiempo, su obra es una clara demostración de que el realismo colectivista sólo puede expresarse desde la autenticidad individual. Ejemplifiquemos estas consideraciones con el lenguaje popular del escritor antioqueño. Cejador y Frauca -quien comprendió la grandeza de nuestro autor- afirmó que don Tomás era "el primer novelista regional de América, el más vivo pintor de costumbres y el escritor más allegado al habla popular". Y, en verdad, la parte dialogada de su obra está escrita en "antioqueño" -como diría Gutiérrez González-, en esa habla conversacional, popular y regional, firmemente diferenciada dentro del español colombiano (sin que pueda hablarse de dialecto, claro está). Nos referimos a la lengua de los personajes, ya que la del autor, como es sólito en la novela precontemporánea, es el castellano más o menos "nor-
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mal" y a veces hasta académico. Ahora bien mientras los escritores costumbristas y los novelistas regionales imitan -mejor o peor- el habla popular local, los personajes de Carrasquilla hablan como él mismo habla. Y, además, con plena conciencia e intención: «Cuando se trata de reflejar en una novela el carácter, la índole propia de un pueblo o de una región determinada, el diálogo escrito debe ajustarse rigurosamente al diálogo hablado, reproducirse hasta donde sea posible». También la definición que nos da de la novela expresa lúcidamente la paradoja realista: "La novela es un pedazo de la vida, reflejado en un escrito por un corazón y una cabeza". Y esta frase descubre también una de las características fundamentales de su producción novelística: la aparente debilidad de la trama, del "argumento". La unidad de sus mejores obras está determinada por el transcurso de la vida que el autor quiere aprehender y presentar. «Carrasquilla [dice Federico de Onís] es un gran escritor de nuestra lengua y de nuestro espíritu, no ya porque nos descubra en sus obras una región de América donde esa lengua y ese espíritu existen de un modo exaltado, distinto y original, sino porque él ha tenido la originalidad y el arte para descubrirla y hallar su expresión no fuera sino dentro de sí mismo». El "viejo Carrasca", como lo llamaban sus amigos, es el primer narrador colombiano del siglo XIX y buena parte del xx por su honda raigambre popular, por la firmeza de su vocación artística, por su ancha comprensión social, por su conocimiento y dominio de la lengua, pero, sobre todo, por su talento de escritor y por su autenticidad humana. Sin embargo, su obra es casi desconocida fuera del país y aun en éste no se ha difundido modernamente en la forma que sería de desear. ¿Será porque, como dice Sanín Cano, «el lenguaje siempre será un obstáculo para entender y apreciar fuera de Colombia, a uno de los grandes taumaturgos de la frase nacidos en este país?» Posiblemente. Otra de las razones podría ser el hecho de que se relacione demasiado estrecha e incorrectamente su obra con el costumbrismo y que el menosprecio de éste se extienda a aquella. El crítico mexicano José Luis Martínez, en su artículo "Unidad y diversidad" (publicado en la ya citada obra colectiva América Latina en su literatura), llama a Carrasquilla "un gran novelista extemporáneo" y dice que su obra "formalmente se encuentra
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dentro del realismo costumbrista, ya abandonado por aquellos años". También podría influir el auge del modernismo, ante el cual, en apariencia, la obra de don Tomás quedaba fuera de la moda. De todos modos, sus libros merecen un impulso editorial y crítico que continúe y profundice el ya iniciado hace algunos años. Difícil decir cuál es la mejor obra de Carrasquilla. Puestos a escoger, nos quedaríamos con esa pequeña joya que es el cuento mítico, folclórico, popular, titulado En la diestra de Dios Padre (del cual ha hecho una versión teatral moderna Enrique Buenaventura). El tema es uno de esos motivos míticos populares que se repiten en muchísimos pueblos, a veces sin aparente relación. El pobre hombre que es más listo que la muerte (o que el diablo, según otras versiones), a los cuales engaña y vence, aparece en gran cantidad de cuentos folclóricos. Sin embargo, Carrasquilla logra darle una vivacidad y una gracia extraordinarias y, también, logra crear un personaje vivo, humanísimo y muy antioqueño; todo ello convierte al cuento en una obra maestra de su género. La primera novela fue Frutos de mi tierra, de la que el autor dice que fue "tomada directamente del natural, sin idealizar en nada la realidad de la vida". En esta obra el costumbrismo influye más, en su vertiente rural; Grandeza (1910), es una visión realista de un ámbito semiurbano: Medellín (con unos 70.000 habitantes entonces); Salve, Regina, deja traslucir influjos de Galdós y hasta de Valera: Regina es una especie de Pepita Jiménez criolla sin el desenfado de ésta: Antioquia, "la Irlanda de América", no es propiamente el país andaluz. La marquesa de Yolombó (1926), es un ambicioso proyecto de reconstrucción histórica de la vida rural del siglo XVIII, desgraciadamente poco cuidado y por ello no es la gran novela que hubiera podido ser. Sin embargo, es una novela evocadora y sugerente, implícitamente crítica y hasta irónica. La marquesa queda al borde de ser un personaje con mayúscula. Hace tiempos, la trilogía que culmina la novelística de Carrasquilla, es un vasto intento de recrear el pasado colectivo regional y personal. Aún teniendo muy en cuenta la obra de Carrasquilla, el fenómeno literario más importante del período es la iniciación del modernismo, que tiene en Colombia uno de sus mejores orientadores y uno de sus más correctos discípulos, además de apreciables ensayistas. Son
muchos los cultores de la nueva estética, mas pocos los de verdadera calidad en nuestro país. Antes de entrar en la obra de Silva y Valencia, nos parecen pertinentes unas palabras acerca de la significación del movimiento. Escribíamos en otra parte que la segunda mitad del siglo XIX en Latinoamérica presencia la elaboración de una literatura que representa la emergencia de un continente surgido de una larga lucha de liberación y cuya inteligencia se pregunta por su sentido histórico y por su lugar en el mundo. La prosa intenta dar una respuesta en la acción y la obra de pensadores, novelistas, ensayistas, políticos, desde Bolívar a Martí, pasando por Sarmiento. El continente se abre a las influencias de otras culturas no hispanas. Como territorio que abandona un estado colonial y se adentra en el neocolonialismo cultural y económico, más sutil pero no menos omnipresente y oneroso que la antigua dominación metropolitana, los países latinoamericanos - o , mejor, sus clases dirigentes-absorben porosamente y con avidez la cultura europea que tanto tiempo les fuera negada por la metrópoli española. Octavio Paz ha dicho con respecto al modernismo: «El amor a la modernidad no es culto a la moda: es la voluntad de participación en una plenitud histórica hasta entonces vedada a los hispanoamericanos». Con la independencia ilusoria y la soberanía ficticia que proyecta el no tener aparentemente dominación militar ni ocupación física del territorio, el continente se figura su libertad y se inventa un "alma", un "ser" extrañamente parecido a lo que sus clases dirigentes creen que es el europeo. Los intelectuales, que pertenecen en general a estas clases o que son absorbidos y asimilados por ellas, reflejan en sus obras los conflictos, las contradicciones, los sueños de la minoría dirigente. Esta minoría quiere actualizarse, quiere ser moderna, quiere tener su lugar en el mundo, en la historia coetánea. Al respecto, Paz dice: «Sólo aquellos que no se sientan del todo en el presente, aquellos que se saben fuera de la historia viva, postulan la contemporaneidad como una meta [...]. Desear ser [...] contemporáneo implica una voluntad de participar, así sea idealmente, en la gesta del tiempo, compartir una historia que, siendo ajena, de alguna manera hacemos nuestra». ("El caracol y la sirena", en Cuadrivio, México, J. Mortiz, 1965). Los modernistas expresan este deseo de integración en la cultura de las nuevas metrópolis, pero
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también su repulsa y rechazo por la mediocridad y la degradación de su tiempo y circunstancia inmediatos. Paz afirma: "Se ha dicho que el modernismo fue una evasión de la realidad americana. Más cierto sería decir que fue una fuga de la actualidad local -que era, a sus ojos, un anacronismo- en busca de una actualidad universal, la única y verdadera actualidad". Recientemente, Roberto Fernández Retamar ha planteado el modernismo como un fenómeno cultural nacido del subdesarrollo y de la exclusión histórica de España y de Latinoamérica (Ensayo de otro mundo, Santiago, Edit. Universitaria, 1969). Pero el modernismo implica también un doloroso desgarrón entre el disfrute del capitalismo, entre ese lujo, esa riqueza y ese refinamiento que el imperialismo derrocha en museos y salones y el subdesarrollo menesteroso de los países latinoamericanos. Y, como ha dicho Fernández Retamar, es también cierto que cuanto más aislado y pobre, cuanto más alejado está un país de la penetración capitalista (Nicaragua, Colombia...), más florece en él el modernismo como exaltación de ese lujo y esa riqueza ajenas, parisienses, imperiales y de museo, pero también mayor conflicto hay entre el poeta y su medio local. Ello se puede ejemplificar muy bien con la vida y la obra de José Asunción Silva. Pero antes de entrar en ellas, no se puede dejar de mencionar aquí a un escritor, ensayista y crítico que influyó con su magisterio y sus conocimientos de una manera notable en los más importantes poetas de la época: BALDOMERO SANÍN CANO (1861-1957). Maestro, periodista, empleado público, político liberal, diplomático en Europa y Latinoamérica, pero, sobre todo, lector y divulgador incansable de la literatura de su tiempo, especialmente la europea, su influencia intelectual y pedagógica no se limita a los escritores modernistas como Silva y Valencia, sino a más recientes intelectuales, a través de su magisterio personal o de sus muchos libros que acogen temas y autores literarios, políticos, filosóficos, filológicos, etc. Introdujo en Colombia a Nietzsche, Stefan George, Hugo von Hofmannsthal, Carducci, Marinetti, y muchos más. Fue nuestro primer crítico literario moderno y sin prejuicios académicos, aunque en este sentido 'su obra es más bien periodística y divulgadora. Como ha dicho el moderno editor de sus obras, Juan Gustavo Cobo Borda, "su obra, la obra de un crítico tolerante, no tiene pretensiones sistemáticas [...], pero el conjunto
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de sus trabajos sí ocupa, por lo dilatado de sus intereses y lo mesurado de su exposición, un lugar destacado en el precario ámbito de la literatura colombiana" (Prólogo a Escritos Baldomcro Sanín Cano, Bogotá, Colcultura, 1977). La obra de Sanín Cano pertenece en su mayor y mejor parte al siglo xx; sus libros más importantes se escriben entre 1925 y 1957. Pero se debe anotar que su crítica negativa a la poesía de Núñez, hecha en 1888, por ejemplo, o al carácter facilón y sin rigor de muchos costumbristas, así como su orientación hacia lo mejor de la literatura europea y su influencia personal, tuvieron decisiva importancia en la dirección de nuestro modernismo. Inició a Silva y a Valencia en lecturas que éstos seguramente no habrían hecho; les aconsejó sobre modificaciones a sus poemas, así como apoyó y estimuló su vocación; editó y anotó la obra del primero, rescatando buena parte de ella de la dispersión; orientó las traducciones de Valencia y muchas de sus lecturas y criticó su obra con justas mas benévolas palabras. JOSÉ ASUNCIÓN SILVA (1865-1896), es uno de los iniciadores, junto con José Martí, Julián del Casal y Manuel Gutiérrez Nájera, del modernismo latinoamericano, la primera manifestación literaria de verdadera originalidad -si bien esta originalidad no significa un partir ab ovode las letras latinoamericanas. Nació y murió en Bogotá. Una corta permanencia en París antes de los veinte años y algún tiempo en Caracas como secretario de la Legación colombiana, fueron paréntesis importantes en una vida de aristócrata criollo, de joven mimado por la fortuna en su primera edad, que luego se vio obligado, con la ruina económica, a enfrentarse a la vida de la manera más odiosa para su espíritu refinado: en el comercio, en los negocios mal llevados gastó sus energías y alimentó sus tendencias suicidas que culminaron en el disparo con que puso fin a su vida. Nace en plena época de convulsiones políticas y económicas. Estudios reducidos e ineficaces. Toda su formación es autodidacta; su cultura es diletante y sus lecturas, al parecer abundantísimas, en muchos casos resultan desordenadas, mal asimiladas y anodinas. Su curiosidad intelectual se saciaba con el último libro que caía en sus manos y muchas veces con obras de las que por fortuna no guardamos ningún recuerdo. Leyó a Hugo, Tennyson, Sully Prudhomme; a Edgar Allan Poe, Baudelaire, Bécquer; pero sus maestros también fueron Joaquín
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María Bartrina, Campoamor y Núñez de Arce. Poco hay en su obra que permita creer que gustó (o de que tuvo influencia en él) la obra de Verlaine, Mallarmé y, desde luego, ignoró completamente a Rimbaud. Tampoco sus lecturas de los parnasianos marcan notablemente su poesía. En este sentido, su obra es, en buena parte, un intento de imitación, asimilación y adaptación de las letras decimonónicas europeas, españolas o francesas o, inclusive, norteamericanas (Poe). Es decir, una obra culturalmente colonizada, como casi toda la poesía modernista y como una muy buena parte de las letras latinoamericanas que, sin embargo, ofrecen algo propio y diferente. La actitud poética de Silva expresa el mismo conflicto que la de los poetas franceses del simbolismo y de la modernidad: la hostilidad del capitalismo y de la burguesía que, según los casos, nace o se afirma, contra el arte y la cultura. Silva formula este conflicto de una manera peculiar, sin distinguir tal vez muy claramente los términos que se enfrentan. Desde luego, tal conflicto no puede plantearse en Latinoamérica en los mismos términos europeos, ya que es difícil hablar de burguesía en el sentido clásico o técnico del término en el continente, especialmente en aquellos tiempos, aunque el auge de cierta clase social del comerciante se deba en buena parte a la inyección capitalista del comercio exterior. Es indiscutible que la poesía de Silva es la que inicia en Colombia la literatura moderna (más que modernista). Antes de Silva, todo es siglo XIX, sin excepción: Silva inaugura nuestro tiempo. Principalmente, claro, en el "Nocturno". Silva se aventura en el irracionalismo, en el clima misterioso que ya los simbolistas europeos habían establecido. La estética de lo raro, lo misterioso, lo invisible, lo neurótico, exótico, etc., es inaugurada por él en las letras colombianas. Quizá esto no tenga demasiada importancia en otros países de tradiciones más liberales y menos clasicistas; pero en un país cuyas clases dirigentes han mostrado en general tan arraigado conservadurismo, en donde se aplastó tan pronto y tan definitivamente todo progresismo, el valor de la actitud y de la obra de Silva es históricamente muy considerable, aunque el de la primera sea, más que todo, ejemplar o ilustrativo. Silva es, a su manera, un rebelde, un rebelde contra la sociedad en que le tocó vivir, y un rebelde, aunque no de manera declarada ni mu-
cho menos sistemática, contra la poesía del pasado. Sin embargo, en el aspecto poético, su actitud no es negativa, ya que no se propone rechazar la poesía de su época, a la cual debe mucho más de lo que suele decir la crítica; simplemente la supera, la sobrepasa. Si damos de nuevo un vistazo a la poesía colombiana que antecede a la suya, la diferencia es tan grande como la que existe entre la de Bécquer y el rimbombante romanticismo trasnochado de Zorrilla o el acartonado neoclasicismo de Núñez de Arce. No se debe olvidar que, antes de Silva, el panorama poético nacional está dominado por figuras de sentido estético bastante arcaico: Núñez, el Isaacs poeta y, sobre todo, Miguel Antonio Caro. Sólo la grande y solitaria figura de Rafael Pombo se acerca en este sentido a la de Silva. Pero nada hay en la literatura del país en el XIX que pueda compararse a los turbadores versos del "Nocturno" o a la soberbia matización de Poeta, di paso... Novelista frustrado poeta que, cuando abandona su línea doliente, interrogante, de un romanticismo depurado, y se aventura en el verso épico, cae en la retórica dieciochesca (a lo Quintana, a lo M. A. Caro), de "Al pie de la estatua"; también incursiona por los campos de la sátira con poca suerte poética, pero con indudable acierto histórico, ya que en este sentido sus versos tienen un significado análogo a la poesía (o antipoesía) de Campoamor. Silva es nuestro primer antipoeta, precursor del gran Luis Carlos López en no pocos aspectos. Su obra es reducida. Murió antes de cumplir 31 años y, además, como se sabe, parte de ella se perdió en el naufragio del barco que lo traía a Colombia en 1895. Hay que considerar también su condición de écrivain de dimanche. Sólo algunos poemas vieron la luz en vida, en periódicos y revistas, pero el grueso de su obra fue publicado póstumamente. Consta ésta de un libro organizado por el poeta, otro, de poemas reconstruidos en parte por sus amigos, una serie de poemas sueltos, una novela reconstruida por él mismo sobre el original perdido y algunas prosas sobre temas literarios principalmente. También existen algunos poemas de dudosa atribución o francamente apócrifos que demuestran, entre otras cosas, la popularidad de su obra y la novedad de su estilo. Salvo un puñado de poemas, la obra juvenil de Silva muestra una mano insegura, una cierta proclividad a la retórica sentimental y, a veces, hasta una decidida
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cursilería. Sin embargo, bastan unas cuantas poesías para hacer de Silva uno de los más grandes poetas de su época en Latinoamérica, malogrado al borde de grandes promesas. Silva expresa en su poesía el conflicto entre un mundo marcado por afanes económicos y técnicos y una sensibilidad aristocrática e irrealista. Ve desaparecer las últimas manifestaciones del pasado colonial y asiste, fastidiado, al desarrollo de una burguesía escindida interiormente entre la tradición hispánica y el imperialismo nórdico o sajón. Así, sus temas predilectos son el retorno al pasado, a la infancia feliz, el pesimismo ante el presente y la falta de fe en el futuro, la sátira amarga y corrosiva de la sociedad, del medio en que vive y, más importante que todo, el intento de fuga hacia un mundo desconocido e irreal, el cual intento, si bien tiene elementos religiosos, se resuelve en la indeterminación y en el asombro ante el umbral de lo misterioso y arcano, tan lejos del más allá religioso como de los tremedales superrealistas. El estilo de José Asunción se caracteriza por un decidido afán de despojar a la realidad de su inmediatez, de su consistencia y de su urgencia vital. Silva escribe desde una actitud poética escindida entre la "realidad y el deseo" y su poesía se encamina decididamente hacia un ámbito de irrealidad que culmina en su mejor obra, el "Nocturno", repetidamente calificado, con justicia, como el más grande poema de la literatura colombiana, e indudablemente el más conocido dentro y fuera del país. En el "Nocturno" se señala la aparición primera de las características fundamentales del modernismo. Es indiscutible que su desarrollo métrico, sus calidades musicales y su ámbito francamente misterioso no poseen antecedentes en la poesía hispánica, a excepción de la de los místicos españoles. Por otra parte, la influencia de Silva sobre los más representativos escritores del modernismo, le da un carácter de fundador e iniciador de primera importancia en lengua castellana. La novedad métrica del "Nocturno" consiste en una afortunada combinación de factores acentuales, de versos de muy variada longitud, de pausas y silencios y, por encima de todo, en una extraña y logradísima correspondencia entre significante y significado, entre sentimiento y expresión ("rítmica imitación del sollozo" lo llama Enrique Anderson Imbert). La sintaxis, trabada por gran cantidad de incisos, el equili-
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brio inusitado entre pausa y continuidad rítmica, entre repetición y variación, la serie de aciertos aliterativos, se conjugan con el tono contenido o con el desborde sentimental, con la serenidad del recuerdo o con la alegría del triunfo sobre lo real. Un verso largo y lleno de aliteraciones como: Una noche toda llena de perfumes, de [murmullos y de músicas de alas, que expresa el ámbito embrujado de la primera parte del poema, contrasta con aquel que, en la segunda parte, nos da la amargura y la soledad: Separado de ti misma por la sombra, por el [tiempo y la distancia... En el primero, la acumulación de vocales oscuras, acentuadas, crea esa magia irrepetible; en el segundo, la aliteración de vocales y nasales posee ecos sepulcrales. No es éste, en verdad, lugar para analizar detenidamente el poema silviano, cosa que ya hemos hecho en otra ocasión. Sin embargo, haremos una última referencia, esta vez a los versos finales: Y mi sombra por los rayos de la luna proyectada, iba sola, iba sola, iba sola por la estepa solitaria! Y tu sombra esbelta y ágil fina y lánguida, como en esa noche tibia de la muerta [primavera, como en esa noche llena de perfumes, de [murmullos y de músicas de alas, se acercó y marchó con ella, se acercó y marchó con ella, se acercó y marchó con ella... ¡Oh las [sombras enlazadas! ¡ Oh las sombras que se buscan y se juntan en las noches de negruras y de lágrimas!... La reiteración inicial, insistencia en la soledad y la tristeza, se contrapone a la reiteración que preludia el final, insistencia jubilosa que se desborda en el último verso, en el que la aliteración de las vocales tí acentuadas marca como los vértices de una inmensa ola invasora.
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peregrina forma de tratar el idioma, convirtiendo la prosa narrativa en prosa rítmica, con quiebres sintácticos y ortográficos inmotivados (y muy distantes de las audacias vanguardistas), dislates tóxicos, abuso de mayúsculas, metáforas involuntaesbelta y ágil / fina y lánguida. riamente alucinadas, énfasis declamatorio, etc. Ahora bien, este ámbito milagroso en que Pero todo ello sin verdadero sentido, con indepense resuelve el poema, sin concesión alguna ra- dencia de un contenido ingenuo y sin más interés cionalista, por encima de la muerte y de la rea- que el que pueda tener lo morboso sin gusto. Es lidad, nos permite entrever ese mundo del mis- como si se contara una novela rosa dando alaridos, terio hacia el que la poesía silviana se dirige. chillidos, tartamudeos y otros exabruptos inneceTambién es Silva autor de la novela De sarios. Sus incursiones sexuales seguramente hasobremesa, que tiene, entre otros, el mérito de blan más de la falta de tolerancia y de educación ser la primera urbana y cosmopolita y tal vez fisiológica y literaria de sus lectores que de la la más aceptable de las que produjo el moder- audacia de su autor. Si José Asunción Silva inaugura, GUInismo inicial (superior, a pesar de sus defectos, a Resurrección de José María Rivas Groot LLERMO VALENCIA (1873-1943), lleva a su cum[1863-1923], también de tema "moderno", pero bre el modernismo en Colombia. Valencia nació y perteneciente, más bien, a un romanticismo tar- murió en Popayán. Su vida transcurrió en los dío). Indudablemente, De sobremesa no llega altos puestos del gobierno y la diplomacia, en a tener gran decoro novelístico. Posee pasajes la política activa -dos veces fue candidato a la valiosos, valores documentales muy considera- presidencia de la República- y en el trono de bles y se adivinan, más que evidenciarse, posi- la poesía nacional. Desde 1899 vivió en París, bilidades narrativas de interés que, de haberse donde estudió literatura y ciencias políticas y desarrollado, seguramente nos hubieran dado tuvo amistad con Mallarmé, Oscar Wilde, Ruuna de las buenas novelas del XIX. La búsqueda bén Darío y otros grandes de las letras. A su del ideal que acucia al protagonista, por ejem- regreso al país se dedicó a la política, sin abanplo; la personalidad neurótica y apasionada de donar la diplomacia ni la traducción de poemas este héroe dannunziano con ribetes de super- franceses, ingleses, alemanes y hasta chinos hombre nietzscheano, que oscila entre la espiri- del francés-, tarea en la que le fueron de gran tualidad, el arte, el idealismo y sus ansias de ayuda los conocimientos de su amigo Sanín dominio político, entre sus delirios de grandeza Cano. y su snobismo, entre su refinada vida parisiense Su obra propiamente original se reduce a y el sentimentalismo ingenuo y provinciano. un libro, Ritos, publicado en 1899 en Londres Pero los excesos descriptivos, las pretensiones y aumentado en 1914. El resto de su obra litearistocratizantes, la pedantería literaria, el mal raria se compone de discursos, traducciones, modernismo, en una palabra, que infesta la mayor parte de la novela, así como su descuidada poemas sueltos, más que todo de cumplido social, aunque entre ellos aparezcan algunos de construcción, hacen de ella una obra fallida. verdadero valor. Al hablar de novela modernista, habría que En la poesía de Valencia se echa de ver, mencionar a un estrambótico y curioso escritor, en primer término, un gran avance del moderde misterioso prestigio nacido tal vez del desco- nismo con respecto a la de Silva, No en vano nocimiento real de su obra: JOSÉ MARÍA VARGAS ha publicado Darío Azul... (1888) y Prosas proVILA (1860-1933). Prolífico autor de casi cinfanas (1896) y el movimiento alcanza ya su cuenta novelas, a más de gran número de artículos plenitud continental. Valencia es un poeta seguperiodísticos, ensayos, libelos, etc. Viajero, in- ro, sin vacilaciones, firme, que cuenta con todo cansable aventurero (también en literatura) egó- el acervo modernista: mitología, reformas mélatra casi patológico, sus novelas (y sus desplantes tricas y rítmicas, esteticismo, elusión de lo real y excentricidades) escandalizaron por su audacia histórico, afán cosmopolita, "rarezas", mistesexual a una generación de circunspectos conser- rios de la poesía, etc. vadores y regocijados liberales; anticlerical, antiSu poesía se ha calificado frecuentemente conservador (más que liberal), inescrupuloso, irre- de parnasiana, impersonal, impasible, objetiva, verente, Vargas Vila además se distinguió por su ahistórica. Sin embargo, tales clasificaciones. Nótese, también, ese extraordinario acierto acentual y rítmico que dota a la sombra amada de aérea irrealidad:
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sin dejar de tener su porción de verdad, simpliDanza todas las danzas que ha tejido el fican y ayudan poco a comprender la obra valen[Oriente... ciana. Esta poesía no ofrece una unidad tan sólida como para que pueda ser definida con Tales aciertos (de los que mencionamos dos breuna palabra como parnasianismo. El crítico An- ves ejemplos entre otros muchos), de enorme drés Holguín, por ejemplo, afirma: "Se ha cen- sabiduría poética, se conjugan con otros de muy surado a Valencia su parnasianismo. Tal vez, notable precisión escultórica, en los que se notan desde un punto de vista exclusivamente intelec- las enseñanzas parnasianas, y hacen de varios tual, podría censurársele —más bien- no haber poemas de Valencia verdaderas obras maestras. sido completamente parnasiano". El poeta de Popayán rehuye la realidad inEn la obra de Valencia pueden verse, sin mediata -a la que, por otra parte, dedicó muchos lugar a dudas, influjos muy notorios de Gautier, años de su vida, en la política- y su poesía se Heredia y, sobre todo, de Leconte de Lisie, el apoya en dos ejes principales: la sensorialidad más sentimental de los parnasianos. También y la abstracción, en un cierto simbolismo que, de D'Annuzio y, desde luego, de Darío. Sin sin embargo, no logra equilibrarse en muchas embargo, en sus versos se trasluce claramente ocasiones. La creación original de Valencia se una situación histórica determinada y se plan- mueve en estos dos planos: o de lo sensorial se tean problemas concretos de la cultura colom- remonta a la abstracción, o de ésta desciende biana e, inclusive, latinoamericana: por ejem- al mundo de los sentidos; poquísimos poemas plo, el conflicto entre ser americano y el querer se quedan en la pura descripción o en la mera ser europeo; el conflicto entre el positivismo y elucubración filosófica. Como ejemplo, utilicela tradición hispánica; el conflicto entre la con- mos nuevamente la primera estrofa de uno de servación y el cambio, y el típicamente moder- sus más famosos poemas, "Los camellos". Este nista entre paganismo y cristianismo (que más plano sensorial, visual, se ve en seguida trasbien es sencillamente entre ser o no ser cristia- puesto al plano abstracto: los camellos son una no). mera equivalencia de los artistas: Valencia cultiva la forma de una manera ¡Oh artistas! ¡Oh camellos de la Llanura meticulosa y casi perfecta. También lo han hecho así muchos poetas colombianos, pero nunca [vasta con la eficacia del payanés. Sus grandes acierque vais llevando a cuestas el Sacro tos, en los que el verso "hace lo que dice", en [Monolito! los que el ritmo constituye realmente el fundamento significativo de la frase, los han alcan- Ahora bien, el plano sensorial que, como decíazado pocos. Léase la primera estrofa de "Los mos, no deja de aparecer casi nunca en los versos camellos", en la que los acentos plasman el de Valencia, se caracteriza por su plasticidad. El poeta es verdaderamente un maestro de la pausado y rítmico andar de las bestias: visualización, de la escultura o pintura poética. El espléndido poema "Moisés" (acabado ejemDos lánguidos camellos, de elásticas plo de todo lo anterior), consta de dos sonetos; [cervices, el primero se titula "La estatua"; el segundo, de grandes ojos claros y piel sedosa y rubia, "El símbolo" (plano sensorial-plano inteleclos cuellos recogidos, hinchadas las nances, tual), y los tercetos del primero dicen: a grandes pasos miden un arenal de Nubia. O el deslizante transcurso de los dos primeros versos de "Salomé y Joakanaan" que, literalmente, reptan como el cuerpo de la bailarina: Con un aire maligno de mujer y serpiente, cruza en rápidos giros Salomé la gitana. Y dos versos más abajo, los acentos golpean las palabras como la mano sobre el tambor:
Ceñido el rudo torso de piel sedeña, un [manto veló, de niveos pliegues, su gigantez de [roble: con musculosos dedos asió la ley del Santo Sobre ancha piedra escrita: y en ademán [sereno, alzada al infinito quedó su faz inmoble, como escuchando el sordo repercutir de un [trueno..
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Por otra parte, este plano sensorial pertenece, como en el ejemplo anterior (el Moisés de Miguel Angel), casi siempre, al mundo de la cultura; en general proviene del mundo clásico, del arte, especialmente la pintura y la escultura; o bien, forma parte de un símbolo tradicional; así en "Amarillo cromo (Tema del pintor Boeklin)", en "Melancolía (Grabado de Durero)", en "Dijo la lechuza", "El triunfo de Nerón", "La melancolía de César", "Homero", "El cuadro de Zeuxis", etc. Por todo ello, también se suele clasificar a Valencia como un simbolista; sin embargo, no sólo el plano simbólico es secundario en la mayoría de sus poemas, sino que en los de contenido puramente intelectual y doctrinario, su poesía nunca alcanza verdadera fuerza. El elemento intelectual es casi siempre la correspondencia común y manida del símbolo tradicional, muchas veces cristalizado, prestigioso por clásico, por "eterno" (Centauro-mundo pagano, etc.), o una conexión imperfecta y discutible entre los planos (camellos-artistas). En uno de sus poemas más conocidos y, seguramente, el más ambicioso de todos, con fuerte influjo victorhuguesco, Valencia trata de crear un nuevo símbolo, o poco menos. El poema es "Anarkos". Sin embargo, su falta de interés en las complicaciones filosóficas resalta en la simplicidad de la relación (perro miserablepobres del mundo) y en la sistemática recurrencia al plano sensorial en un poema que quiere ser doctrinal. "Anarkos" pretende sintetizar el gran problema social del siglo: la miserable condición de los obreros mineros, artistas; el derroche y la insensibilidad de los potentados y su inevitable enfrentamiento clasista. No obstante, al final, aparece el gran conciliador, el pontífice (León XIII), el cual pronuncia como solución definitiva el nombre de Jesucristo. El poema es, así, un homenaje a la encíclica Rerum Novarum (1891) y a la nueva doctrina social de la Iglesia, más matizada qué el cerril conservadurismo del Syllabus Errorum de Pío IX. El poema se inicia de la manera acostumbrada en Valencia: una descripción de un pobre perro vagabundo que luego se hace representación de l o s siervos del pan", los obreros y mineros. El poema no deja de tener ecos de naturalismo a lo Zolá, pero es sorprendente (hasta cierto punto) que no haya en él ninguna mención a la realidad de su país o de su continente. El río que pasa por los versos es el Sena y Valencia
revela así que, para él -como para el modernismo primerizo-, universalidad es sinónimo de europeísmo, tanto en el aspecto cultural como el sociopolítico. Por la perfección formal de sus poemas, por sus aciertos plásticos y rítmicos, por su alejamiento de la realidad inmediata, por su catolicismo militante y por lo que Baldomero Sanín Cano llamaba "alejandrinismo" ("el resultado de una viva agitación, producida en espíritus selectos por el choque de varias civilizaciones"), Guillermo Valencia es nuestro más genuino representante del "ala derecha" del modernismo. Por su escisión entre el mundo "intemporal" del arte y la cultura europeos y la lucha cotidiana en la política local; por su desgarramiento entre el paganismo positivista y la ortodoxia católica (desde muy pronto resuelto a favor de ésta); por su indecisión entre aferrarse al pasado o encarar decididamente el futuro, refleja un momento crucial de la cultura colombiana de las clases dominantes. La obra de Carrasquilla y el modernismo marchan, a caballo entre los siglos, los dos polos fundamentales entre los que se va a mover la literatura colombiana; el ámbito rural, mayoritario, más atrasado, más arcaico, más nacionalista y regionalista, más prosaico, si se quiere; y el urbano, más refinado, europeizado, atento a las novedades extranjeras, propicio al cenáculo, modernizante y principalmente poético. La oposición de Carrasquilla a la nueva estética no implica una actitud individual arcaizante tanto como revela enfrentamientos reales de tipo socioeconómico. Carrasquilla no sólo acepta sino que ama (sin dejar de criticarla, claro está) su circunstancia inmediata, en la que todavía era posible una convivencia, unas relaciones humanas no afectadas esencialmente por el aburguesamiento capitalista. Silva y Valencia rechazan en su obra esta circunstancia: el uno denunciándola directamente, el otro ignorándola en ademán olímpico. El período entre 1895 y 1910 es de crecimiento continuado de la población urbana en toda Latinoamérica, aunque dicho crecimiento nunca alcance en Colombia las cantidades de Argentina o México; las dos capitales de estos países triplican su población entre esas fechas y sobrepasan el millón de habitantes; Bogotá, durante la administración Reyes, "se acercaba ya a los 120.000 habitantes en 1905, mientras que Medellín alcanzaba unos 70.000 habitantes
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y Cali y Barranquilla 50.000 cada una", nos dice Jorge Orlando Melo en su artículo "Colombia 1880-1930: La República conservadora" (en La nueva historia de Colombia, Bogotá, Colcultura, 1976). «Bogotá, por ejemplo [sigue diciendo Melo], contaba ya con un sistema de tranvías urbanos, con alumbrado eléctrico y acueducto, y el cemento había permitido la construcción de las primeras edificaciones de más de tres pisos; aparecían nuevas formas de miseria y se diluían las relaciones paternalistas de la oligarquía con las clases bajas para ser reemplazadas por nuevos y más tensos vínculos de clase». Sin embargo, Colombia se caracteriza en esta época, según Halperin Donghi: «Por el mantenimiento de ciertos rasgos arcaicos en la estructura nacional [...]: la compartamentalización regional, el predominio de la población rural, y dentro del sector urbano la multiplicidad de centros capaces de competir en parte con la capital». Esta situación se ha venido gestando durante todo el siglo XIX y puede manifestarse en literatura en un enfrentamiento, no demasiado agudo, por otra parte, entre literatura de ámbito rural o provincial y literatura moderadamente "urbana", cuya expresión podría ser el modernismo inicial de un Silva (sin embargo, lleno de nostalgias rurales) y la poesía cosmopolita de un Valencia.
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dimensión esencial de su realización en las tablas, y este teatro escrito no puede ser considerado como auténtico teatro sino, a lo sumo, como literatura dramática, por una parte; y, además, no contribuye en nada a la creación de esa tradicionalidad indispensable, a esa cadena sin la cual, por ejemplo, las obras de García Lorca son impensables sin las de Lope de Rueda, Lope de Vega, Calderón, el mismo Benavente, etc. Los románticos escribían tragedias de inspiración francesa; los costumbristas trataban de dramatizar su entorno, pero resignados, unos y otros, a que sus obras fueran solamente leídas, como una novela o como un cuadro o crónica de costumbres. Así, por ejemplo, Santiago Pérez, Caicedo y Rojas, José María Samper o Fernández Madrid, entre muchos otros. Pero en dramas como El castillo de Berkeley o saínetes como Un alcalde a la antigua y dos primos a la moderna, no existe una verdadera calidad teatral (ni, apurando, literaria). Un poco después Carlos Arturo Torres (1867-1911), ensayista y poeta (más lo primero que lo segundo), escribió Lope de Aguirre, pieza de influencia romántica basada en la vida y la leyenda del famoso tirano de la Conquista, rebelde contra la Corona. Sin embargo, nos parece más acertada la elección de la forma "poema dramático" que hace Arboleda en Gonzalo de Oyón que la realización dialogada de Torres. Tampoco la generación El teatro, como suele decirse, brilla por su modernista produjo una sola obra dramática de ausencia no sólo a través de todo el siglo XIX consideración. Evidentemente, habría que considerar, sino en buena parte del xx. El hecho de que junto a las anteriores, razones filosófico-literano exista en la literatura colombiana una producción teatral de consideración, merece algunas rias de mayor profundidad: ¿faltaba sentido drarápidas reflexiones. En verdad, el género dra- mático a la visión del mundo del escritor colommático es el de más difícil cultivo. Parece evi- biano de la época? Su humorismo, su sátira, su dente que el teatro exige una tradición extensa, crítica, ¿no se le presentaban informados auténun cierto medio propicio, unas condiciones ma- ticamente en el diálogo, la acción, la representeriales y espirituales más complejas que las de tación? ¿Faltaban las condiciones históricas nela poesía o la novela. La inexistencia de salas, cesarias para que el género dramático se ofrede escenarios adecuados, de escuelas de actores, ciera como forma adecuada? ¿Tendrá todo ello de técnicos, escenógrafos, directores, y de un que ver con la lentitud de la evolución histórica especial clima colectivo y casi ceremonial que nacional, comparada con la de otros países, con distingue al espectáculo teatral, está estrecha- el pesadísimo lastre del arcaísmo y la inercia mente relacionada con la reducida y poco con- de las clases dirigentes? Desarrollar estos temas, siderable producción de obras dramáticas. Indu- de enorme complejidad, exigiría sin duda un dablemente, el teatro se escribe para ser repre- tiempo y un espacio del que aquí no disponesentado y el verdadero autor dramático es aquel mos. Por otra parte, también es un problema que piensa sus obras en función del escenario, continental (en mayor o menor grado) y no exde los actores, del vestuario, de la fuerza de la clusivamente colombiano. Parece indudable que el siglo XIX colompalabra hablada y el movimiento. En Colombia biano se caracteriza por una evolución histórica se han escrito muchas obras que no incluyen la
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bastante más lenta y menos progresista que la de otros países latinoamericanos. El tono dominante es arcaizante, aferrado al pasado, sin grandes intentos revolucionarios (o a lo menos, cuando los hay, poco duraderos), moderado o francamente retardatario. Por ello, su literatura nunca ofrece grandes audacias, cambios radicales, saltos, rupturas. El peso del clasicismo, tan celosamente cultivado por los intelectuales, la timidez en la modificación o ruptura de los moldes europeos, la imitación servil o, por lo menos, el respeto excesivo a la literatura recibida, la presión de cenáculos y academias, la inercia cultural oficial, la lentitud de asimilación de nuevas corrientes, etc., parecen ser las causas, entre otras, de que en la literatura colombiana de la pasada centuria no exista en ningún caso una decidida aventura original, un mínimo desenganche de la tradición: ni siquiera Silva rompe con ella. Todo se realiza con moderación, con lentitud, con respeto (o, como diría Neruda, "nada hay de precipitado, ni de alegre, ni de forma orgullosa, / todo aparece haciéndose con evidente pobreza"). La totalidad de nuestras letras decimonónicas es reformista (cuando no conservadora a ultranza) y pueden verse fenómenos tales como el de que los hijos sean más antiguos que los padres (los Caro, por ejemplo). No hay locos geniales, visionarios, profetas, críticos hondos; todo es complacencia, buenas maneras y falta de audacia. Nada hay en esta literatura de la aventura popular de José Hernán-
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dez, la altanería insultante de Darío frente a la tradición y la academia ("¡de las academias / líbranos, señor!"), el popularismo revolucionario y lírico de Martí, la visión apasionada de Sarmiento, la irreverencia de Palma o Montalvo, la rebeldía de González Prada. El historiador Jaime Jaramillo Uribe ha anotado la siguiente conclusión sociológica: «Por una tendencia presente desde sus comienzos históricos y observada por funcionarios y viajeros desde el siglo XVIII, los neogranadinos mostraron una capacidad intelectual bastante notable, que no producía grandes cumbres pero sí un tipo medio numéricamente abundante, acercándose así más al proceso de formación de élites que al de producción de grandes líderes». Estas palabras son en un todo valederas también para la labor literaria, así como aquellas otras con las que concluye Jaramillo su caracterización de la personalidad histórica de Colombia. «Discreta la contribución indígena en población, mano de obra y técnicas; mediana y de difícil logro la riqueza y medianas las formaciones sociales y grupos; con numerosos núcleos urbanos que hasta hoy han evitado el gigantismo urbanístico, Colombia bien puede ser llamada el país americano del término medio, de la áurea mediocrítas». (La personalidad histórica de Colombia y otros ensayos, Bogotá, Colcultura, 1977).
Bibliografía E. y WADE, GERALD E: Bibliografía de la novela colombiana, México, 1950. Completa obra sobre el tema con comentarios, referencias y resúmenes de obras. Publicada también en Revista Iberoamericana, México, v. 15, núm. 30, 1950. GIRALDO JARAMILLO, GABRIEL: Bibliografía de bibliografías colombianas, 2a. ed., Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1960. Actualizada por RUBÉN PÉREZ ORTIZ, resulta una obra de consulta obligada. ORJUELA, HÉCTOR, H.: Fuentes generales para el estudio de la literatura colombiana. Guía bibliográfica, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1968. Imprescindible y muy completo instrumento de trabajo, único en su género en Colombia. "[...] se ocupa exclusivamente de las publicaciones generales [...]". Las antologías poéticas de Colombia. Estudio y bibliografía. Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1966. Completa recopilación bibliográfica.
ENGLEKIRK, JOHN
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Historias de la literatura y obras de conjunto a) Latinoamérica América Latina en su literatura. Coordinación e introducción por CESAR FERNANDEZ MORENO, México, Siglo XXI - Unesco, 19763. Colección de 24 estudios de importantes críticos latinoamericanos, organizado en seis partes: I. Una literatura en el mundo, II. Rupturas de la tradición. III. La literatura como experimentación, IV. El lenguaje de la literatura, v. Literatura y sociedad, VI. Función social de la literatura. Muy sugerentes planteamientos, modernos y novedosos. An outline of Spanish American Literature, New York, Appleton-Century-Crofts, 19653. Participación de IRVIN LEONARD, JOHN ENGLEKIRK, JOHN REID, JOHN CROW: obra de referencia con todas las ventajas y defectos de la crítica norteamericana: documentalmente irreprochable; críticamente débil. ANDERSON IMBERT, ENRIQUE: Historia de la literatura hispanoamericana, México - Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 19665. Útil y completo manual muy conocido, con observaciones y comentarios acertados en general, aunque con algunas imprecisiones históricas (fechas, p. ej.). continúa siendo de consulta indispensable. Esquema generacional de las letras hispanoamericanas, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1966. Planteamiento un tanto rígido de la teoría generacional. Evita la crítica de autores. Intenta vincular el acontecer histórico y el literario de manera moderna.
ARROM, JOSÉ JUAN:
BAZIN, ROBERT:
Historia de la literatura americana en lengua española, Buenos Aires, Nova,
1963. Excelente historia que abarca desde 1800 a 1900 principalmente, con un apéndice sobre lo contemporáneo. Visión objetiva, desde una perspectiva europea, hecha con comprensión y penetración crítica. La consideración sociohistórica es predominante, sin soslayar los aspectos estéticos. Muy recomendable, a pesar de algunas omisiones y errores cronológicos. HENRIQUEZ URUEÑA, PEDRO : Las corrientes literarias en la América Hispana, México, Fondo de Cultura Económica, 1954. Clásica obra de conjunto, que abarca desde 1492 hasta 1940. En su origen fue una serie de conferencias universitarias dictadas en inglés. La publicación castellana incluye unaimportante bibliografía y ha sido una frecuentadísima orientación para estudios posteriores. Movimientos y épocas. El romanticismo en la América Hispánica, Madrid, Gredos, 19722 El estudio de conjunto más completo sobre el tema.
CARILLA, EMILIO:
Estudios críticos sobre el modernismo. Introducción, selección y bibliografía general por HOMERO CASTILLO, Madrid, Gredos, 1968. Importante colección de artículos de críticos americanos y europeos. HENRIQUEZ UREÑA, MAX: 2
Breve historia del modernismo, México, Fondo de Cultura Econó-
mica, 1962 . Historia más bien anecdótica y no crítica; sin embargo, útil por el extenso conocimiento personal de muchos escritores. Lo de "breve" parece falsa modestia (544 págs.).
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b) Colombia La literatura de Colombia, Buenos Aires, Edit. Coni, 1940. Breve resumen (158 págs.), de ambicioso título. Se destaca por ser un intento crítico-histórico más moderno y personal que las historias escolares. GÓMEZ RESTREPO, ANTONIO: Historia de la literatura colombiana, Bogotá, Biblioteca de Autores Colombianos, 19574, 4 vols. La primera edición es de 1938-1945. Es, sin duda, la obra más ambiciosa de la historiografía literaria tradicional. Su método es más bien biográfico y su actitud crítica se sitúa en la línea de la de un Menéndez Pelayo, pero con más benevolencia e indiscriminación. Es fuente de consulta indispensable por la abundancia de material y por su inclusión de extensos fragmentos de poetas y prosistas. MAYA, RAFAEL: Consideraciones críticas sobre la literatura colombiana, Bogotá, Librería Voluntad, 1944. Comentarios críticos y severos desde un punto de vista personal y razonado. ORTEGA TORRES, JOSÉ JOAQUÍN: Historia de la literatura colombiana,Bogotá, Edit. Cromos, 19352. Con prólogos de ANTONIO G Ó M E Z RESTREPO y DANIEL SAMPER ORTEGA. El autor es discípulo del primero en metodología y criterio e incluye abundantes textos. OTERO MUÑOZ, GUSTAVO: Historia de la literatura colombiana. (Resumen), Bogotá, Edit. Voluntad, 19454. La primera edición es de 1935. Manual didáctico de escaso valor crítico. SANIN C A N O , BALDOMERO: Letras colombianas, México, Fondo de Cultura Económica, 1944. Ensayos benevolentes sobre escritores individualmente considerados. UNION PANAMERICANA: Diccionario de la literatura latinoamericana: Colombia, Washington, 1959. Selección de CARLOS GARCÍA PRADA. Estudios de GARCÍA PRADA, GERMÁN ARCINIEARANGO FERRER, JAVIER:
GAS, KURT LEVY, ANÍBAL VARGAS BARÓN y A. CORREIA PACHECO.
Biografía, valoración de autor y obra, bibliografía. Es obra de consulta indispensable, aunque debería ser actualizada y mejor editada. VERGARA Y VERGARA, JOSÉ MARÍA: Historia de la literatura en Nueva Granada. Bogotá, Biblioteca de la Presidencia de Colombia, 19584. Se publicó originalmente sólo la primera parte: Desde la Conquista hasta la Independencia (1538-1820). Bogotá, Imp. de Echeverría Hnos., 1867. Nunca se publicó la segunda, que sería la más útil aquí. De todos modos, es obra ineludible para el estudio del período historiado; ha proporcionado información invaluable a todos los investigadores posteriores. Movimientos y épocas. M A Y A , RAFAEL: Los orígenes del modernismo en Colombia, Bogotá, Biblioteca de Autores Contemporáneos, 1961. Resalta por el buen juicio de su autor. OSPINA, EDUARDO: El romanticismo. Estudio de sus caracteres esenciales en la lírica europea y colombiana, Bogotá, Biblioteca de Autores Colombianos, 19522. A pesar de sus ambiciones, esta obra no aporta mayores novedades críticas, ya que no escapa al tradicional criterio filosófico-literario. Antologías a) Poesía
Poemas de Colombia. Antología de la Academia Colombiana, Medellín, Edit. Bedout, 1959.
ACADEMIA COLOMBIANA:
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Como es de esperar, esta Antología, editada por CARLOS LÓPEZ NARVAEZ, y con un prólogo y epílogo de FÉLIX RESTREPO, S. J., es reflejo del gusto más clasicista y tradicional. ALBAREDA, GINES y GARFIAS, FRANCISCO: Antología de la poesía americana: Colombia, Madrid, Biblioteca Nueva, 1957. Incluye textos importantes, especialmente en las épocas más antiguas, pero con la indiscriminación propia de un criterio guiado en forma exclusiva por las historias y antologías tradicionales. Deleznable bibliografía. AÑEZ, JULIO: Parnaso colombiano, Bogotá, Librería Colombiana, 1886-1887. Colección de poesías escogidas por JULIO AÑEZ. Con breves biografías de los autores. Muestrario del gusto indiscriminado del antólogo, pero útil por hacer accesibles textos difíciles de hallar. GARCÍA PRADA, CARLOS: Antología de líricos colombianos, Bogotá, Imp. Nacional, 19361937. Estudio, notas, colombianismos y bibliografía. La selección es satisfactoria, aunque un tanto excesiva. HOLGUIN, ANDRÉS: Antología crítica de la poesía colombiana (1874-1974), Bogotá, Biblioteca del Centenario del Banco de Colombia, 1974. Controvertida y personal antología que no aporta documentalmente nada a las anteriores. MAYA, RAFAEL: La musa romántica en Colombia (Antología poética), Bogotá, Biblioteca de Autores Colombianos, 1954. Selección, prólogo y notas de R. M. La mejor y más completa antología de la época, con notas sobre los autores, en las que lo crítico-biográfico es mucho más interesante que lo bibliográfico. RIVAS GROOT, JOSÉ MARÍA: La lira nueva, Bogotá, Imp. de M. Rivas, 1886. Muy importante en su época, aún es útil como fuente textual. Selección Samper Ortega de literatura colombiana. Sección IX: Poesía. Volúmenes 81 -90. Véase el titular 4: Textos. b) Prosa LUQUE MUÑOZ, HENRY: Narradores colombianos del siglo XIX, Bogotá, Biblioteca Básica Colombiana, Instituto Colombiano de Cultura, 1976. Antología hecha con un criterio moderno y no académico. Selección Samper Ortega de literatura colombiana. Sección II: Cuento y Novela. Volúmenes 1l-20. Sección III: Cuadros de costumbres. Volúmenes 21-30. Véase el titular 4: Textos. c) Teatro Selección Samper Ortega de literatura colombiana. Sección x: Teatro. Volúmenes 91-100. Véase el titular 4: Textos. Textos (Colecciones) Biblioteca de Autores Colombianos, Bogotá, Ministerio de Educación Nacional, 1952-1958. 111 volúmenes. Selección hecha con discutibles criterios, de la que unos treinta volúmenes están dedicados a autores del s. XIX. Biblioteca Popular de Cultura Colombiana,Bogotá, Ministerio de Educación de Colombia, 1942-1952. 160 volúmenes.
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Selección hecha sin criterio unitario, que incluye unos cuarenta volúmenes de interés para la literatura del s. XIX. Véase titular 5: Autores. ROA, JORGE (editor): Biblioteca. Popular, Bogotá, Librería Nueva, 1894-1910. 179 títulos, de los cuales 69 son de autores colombianos. Miscelánea antológica que rescató muchas obras que, de otra manera, se habrían perdido. Incluye gran número de poemas, artículos, cuentos, etc., de Pombo, Arboleda, Samper, Vargas Tejada, Ortiz, los Caro, Marroquín, Silva, Isaacs, etc., etc. Selección Samper Ortega de Literatura Colombiana. Biblioteca Aldeana de Colombia, Bogotá, Publicaciones del Ministerio de Educación Nacional, 1935-1937. 100 volúmenes. De interés para la literatura del s. XIX. Secciones I: Prosa literaria; II: Cuento y novela; III: Cuadros de costumbres; IV: Ensayos; ix: Poesía; x: Teatro. Colección mucho mejor organizada y más completa que las anteriores; incluye una cincuentena de volúmenes de autores del s. XIX, en los que se encuentran la mayoría de las obras principales. Autores
._
ARBOLEDA, JULIO: Poesías, BAACC, Vol. 12. CAICEDO ROJAS, JOSÉ: Apuntes de ranchería y otros escritos escogidos, BPCC, CARO JOSÉ EUSEBIO: Antología. Verso y prosa, BPCC, vol. 148.
vol. 78.
: Poesías, Madrid, Colección de Escritores Castellanos, Imprenta de Manuel Tello, 1885. Según el crítico JOSÉ LUIS MARTÍN, esta edición es, "sin duda la mejor [...] de los poemas de José Eusebio". CARO MIGUEL ANTONIO: Obras. En proceso de publicación por el Instituto Caro y Cuervo. CARRASQUILLA, TOMÁS: Obras completas, Madrid, E. P. E. S. A., 1952. : Obras completas, Medellín, Edit. Bedout, 1958. : Novelas, SSO, vol. 12. DÍAZ EUGENIO: Manuela, BPCC, vol. 19. : El rejo de enlazar,BPCC, vol. 7. — : Una ronda de don Buenaventura Ahumada y otros cuadros, sso, vol. 23. FALLON, DIEGO: Selección de poemas en R. Maya: La musa romántica en Colombia, y otras antologías. FERNÁNDEZ MADRID, JOSÉ: Atala y Guatimoc (Tragedias en verso), sso, vol. 92. GROOT, JOSÉ MANUEL: Cuadros de costumbres, s s o , vol. 21. : Historia y cuadros de costumbres, BPCC, vol. 131. GUTIÉRREZ GONZÁLEZ, GREGORIO: Poesías, Bogotá, Imp. de M. Rivas, 1881. : "Memoria sobre el cultivo del maíz en Antioquia", en La Restauración, de Medellín, núms. 100 y 102, 1866. Véanse selecciones de sus obras en antologías, especialmente en La musa romántica en Colombia. María, BPCC, vol. 29. : María. Prólogo y edición de E. ANDERSON IMBERT. México, Fondo de Cultura Económica, 1967.
ISAACS, JORGE:
357 La literatura colombiana entre 1820 y 1900
MARROQUIN, JOSÉ MANUEL: El Moro, Bogotá, 1897. NUÑEZ, RAFAEL: Poesías, Bogotá, Merchán, editor, 1885.
Véanse selecciones de sus poemas en antologías. PALACIOS, EUSTAQUIO: El alférez real, BPCC, vol. 6. POMBO, RAFAEL: Poesías, ed. de A. Gómez Restrepo, Bogotá, Imp. Nacional, 1916. _ . Antología poética, BAACC, vol. 10. Véase el libro de H. ORJUELA: Biografía y bibliografía de Rafael Pombo, mencionado más adelante. RESTREPO, JUAN DE DIOS (Emiro Kastos): Mi compadre Facundo y otros cuadros, sso, vol. 29. RIVAS GROOT, JOSÉ MARÍA: Novelas y cuentos, BPCC, vol. 126. SAMPER, JOSÉ MARÍA: Un alcalde a la antigua y dos primos a la moderna, SSO, vol. 94. : Selección de estudios, BAACC, vol. 38. SANÍN CANO, BALDOMERO: Escritos, ed. de J. G. Cobo, Bogotá, Biblioteca Básica Colombiana, Instituto Colombiano de Cultura, 1977. SILVA, JOSÉ ASUNCIÓN: Obra completa, ed. de Eduardo Camacho Guizado y Gustavo Mejía, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1977. SILVA RICARDO: Un domingo en casa y otros cuadros, sso, vol. 25. SILVESTRE, LUIS SEGUNDO DE: Tránsito, SSO, vol. 14. VALENCIA, GUILLERMO: Obras poéticas completas, Madrid, Aguilar, 1948. VARGAS TEJADA, LUIS: Las convulsiones y Doraminta, sso, vol. 91. VERGARA Y VERGARA, JOSÉ MARÍA: Las tres tazas y otros cuadros, SSO, vol.
24.
Estudios a) Géneros Poesía: CAPARROSO, CARLOS ARTURO: DOS
ciclos del lirismo colombiano, Bogotá, Instituto Caro y
Cuervo, 1961. Los ciclos son el romántico y el modernista. Prosa: CASA, ENRIQUE C. DE LA: La novela antioqueña, México, Instituto Hispánico de los Estados Unidos, 1942. Especial consideración a Carrasquilla. CORTÁZAR, ROBERTO: La novela en Colombia, Bogotá, Imp. Eléctrica, 1908. Lo más importante en este libro de escaso valor crítico es el apéndice: Lista de novelas colombianas. CURCIO ALTAMAR, ANTONIO: Evolución de la novela en Colombia, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1957. Hay una reciente edición del Instituto Colombiano de Cultura, Biblioteca Básica Colombiana, vol. 8. Aunque con limitaciones críticas, es, sin lugar a dudas, el mejor y más completo estudio sobre el tema. DUFFEY, FRANK, M.: The early "Cuadro de costumbres" in Colombia, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1956. Principalmente, una recopilación de datos sobre el tema.
358
Nueva Historia de Colombia, Vol. 2
El pensamiento colombiano en el siglo XIX, Bogotá, Edit. Temis, 1964. El estudio más serio, completo y moderno sobre el tema. MCGRADY, DONALD: La novela histórica en Colombia 1844-1959. (Austin, the University of Texas), Bogotá, Edit. Kelly, 1962. Riguroso estudio de valor historiográfico y documental más que crítico.
JARAMILLO URIBE, JAIME:
b) Estudios sobre varios autores Estudios, sso, vol. 46. Sobre Manuela y Gregorio Gutiérrez González. GÓMEZ RESTREPO, ANTONIO: Crítica literaria, sso, vol. 8. Sobre M. A. y J. E. Caro, Pombo, J. J. Ortiz, Caicedo Rojas, Fallon. HOLGUÍN, ANDRÉS: La poesía inconclusa y otros ensayos,Bogotá, eds. Centro, 1947. Excelentes estudios sobre Silva y Valencia. MAYA, RAFAEL: Estampas de ayer y retratos de hoy, BAACC, vol. 80, 1954. Estudios críticos sobre autores nacionales y extranjeros hechos por el poeta y crítico que más y mejor se ha ocupado modernamente de la literatura del s. XIX. : Los tres mundos de Don Quijote y otros ensayos, BAACC, vol. 1. Sobre Carrasquilla, Silva, J. E. Caro, Valencia, el romanticismo, etc. ; Alabanza del hombre y de la tierra, Bogotá, casa edit. Santafé, 1934. Sobre Silva, Sanín Cano, Valencia, etc. : De perfil y de frente, Cali, Edit. Norma, 1966. Estudios de mucho interés sobre El Moro de Marroquín, el costumbrismo en Colombia, Pombo, Arboleda. RUEDA VARGAS TOMÁS: A través de la vidriera, Bogotá, Edit. Kelly, 1951. Sobre Caicedo Rojas, Silva, los Caro, J. M. Samper. : La Sabana de Bogotá, sso, vol. 58. Sobre Vergara y Vergara, Marroquín, Silva, los Caro. SAMPER, JOSÉ MARÍA: Selección de estudios, BAACC, vol. 38. Sobre Arboleda, Gutiérrez González, Vergara y Vergara, Tránsito, Fernández Madrid. VEGA, FERNANDO DE LA: Crítica, sso, vol. 56. Sobre Isaacs, Núñez, J. M. Samper, Fallon. CAMACHO ROLDAN, SALVADOR:
c) Estudios sobre autores individuales La poesía de José Asunción Silva, Eds. Universidad de los Andes, 1968. Este trabajo se complementa y actualiza con el prólogo a JOSÉ ASUNCIÓN SILVA: Obra completa, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1977. KARSEN, SONJA: Guillermo Valencia - Colombian Poet, New York, Hispanic Institute in the United States, 1951. Tesis universitaria de riguroso contenido documental pero de escaso valor crítico. L e w , KURT: Vida y obras de Tomás Carrasquilla, Medellín, Edit. Bedout, 1958. Resulta imprescindible por ser el único trabajo de conjunto sobre la obra de Carrasquilla, con rigor documental, pero discutible enfoque crítico.
CAMACHO GUIZADO, EDUARDO:
La literatura colombiana entre 1820 y 1900
LIÉVANO AGUIRRE, INDALECIO:
359
Rafael Núñez, Bogotá, Segundo Festival del Libro Colom-
biano, s. f. Principalmente sobre la significación política de Núñez. La poesía de José Eusebio Caro. Contribución estilística al estudio del romanticismo hispanoamericano, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1966. Estudio biográfico, critico y estilístico, cuyos enfoques valorativos resultan desmesurados y discutibles. ORJUELA, HÉCTOR, H.: Biografía y bibliografía de Rafael Pombo, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1965. La más completa obra sobre el tema; se echa, desde luego, de menos, la dimensión crítica de la obra, que el autor elude explícitamente y, así, el valor de este libro es parcial.
MARTÍN, JOSÉ LUIS:
Nueva historia de Colombia / director Alvaro Tirado Mejía. - Bogotá: Planeta Colombiana Editorial, 1989. 8v.: ils., mapas; 24 cm. Contenido: v.1: Colombia indígena, conquista y colonia / Gerardo Reichel-Dolmatoff... [et a l ] - v.2: Era republicana / Javier Ocampo López... [et al.] - v.I: Historia política 1886-1946 / Jorge Orlando Melo... [et al.] - v.II: Historia política 1946-1986 / Catalina Reyes Cárdenas... [et al.] - v.III: Relaciones internacionales, movimientos sociales / Fernando Cepeda Ulloa [et al.] - v.IV: Educación y ciencia, luchas de la mujer, vida diaria / Magdala Velásquez Toro... [et al.] - v.V: Economía, café, industria / Bernardo Tovar Zambrano... [et al.] - v.VI: Literatura y pensamiento, artes y recreación / Andrés Holguín... [et al.]v. 1-2 corresponde al Manual de Historia de Colombia editado por Colcultura. ISBN 958-614-251-5 Obra completa 1. COLOMBIA - HISTORIA - HASTA 1986. 2. COLOMBIA - CONDICIONES ECONÓMICAS Y SOCIALES. 3. COLOMBIA POLÍTICA Y GOBIERNO, 1886-1986.I. Tirado Mejía, Alvaro, 1940CDD 986.1 N83
Nueva historia de Colombia: era republicana / director Jaime Jaramillo Uribe. - Bogotá: Planeta Colombiana Editorial, 1989. v.2: 368 p., gráficos; 24 cm. Contenido: v.2. El proceso político, militar y social de la independencia / Javier Ocampo López. La evolución económica de Colombia, 1830-1900 / Jorge Orlando Melo González. El régimen agrario durante el siglo XIX en Colombia / Salomón Kalmanovitz Krauter. El Estado y la política en el siglo XIX / Alvaro Tirado Mejía. Las rentas del Estado / Margarita González. Estado, Iglesia y desamortización / Fernando Díaz Díaz. El proceso de la educación en la República (1830-1886) / Jaime Jaramillo Uribe. La arquitectura y el urbanismo en la época republicana / Germán Téllez Castañeda. La actividad artística en el siglo XIX / Eugenio Barney-Cabrera. La literatura colombiana entre 1820 y 1900 / Eduardo Camacho Guizado. ISBN 958-614-253-1 tomo 2 1. COLOMBIA - HISTORIA 1830-1900. 2. COLOMBIA - POLÍTICA Y GOBIERNO, 1830-1900 - COLOMBIA - POLÍTICA ECONÓMICA, 1830-1900. 4. IGLESIA Y ESTADO EN COLOMBIA - SIGLO XIX. 5. ARQUITECTURA COLOMBIA - SIGLO XIX. 6. LITERATURA COLOMBIANA - HISTORIA - 1820-1900. I. Era republicana. CDD 986.1 N83