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Spanish Pages [210] Year 2013
La complicación
Claude Lefort
La complicación
Retorno sobre el comunismo
Índice general
Prefacio
1
Sabiduría de la investigación histórica
11
Crítica del «liberalismo rampante»
15
Autopsia de una ilusión
25
Falsa paternidad de Marx
33
La idea de la revolución y el fenómeno revolucionario
37
El fantasma jacobino
51
¿Una matriz liberal de la dictadura del proletariado?
57
«Democracia y totalitarismo»
69
El mito de la URSS en Occidente
85
El partido francés tras la Segunda Guerra Mundial
95
Utopía y tragedia
107
Lo político y lo social
113
Un movimiento intencional
127
El partido por encima de todo
143
Desincorporación y reincorporación del poder
145
Ley de movimiento e ideología según Hannah Arendt
153
La perversión de la ley
167
La fábrica de lo social
177
Servidumbre voluntaria
181
La reforma imposible
187
Planificación y división social
191
Prefacio
El comunismo pertenece al pasado; en cambio, el problema del comunismo permanece en el corazón de nuestro tiempo. Yo me esfuerzo por traerlo a la luz del día, por mostrar que todavía está reprimido en interpretaciones recientes que presentan la formación de un régimen totalitario como una digresión en el curso del siglo XX. Este ensayo se beneficia con algunos estudios eruditos sobre la Revolución Rusa y el sistema soviético que desde hace tiempo alimentaron mi reflexión; además, me apoyo en testimonios cuyos autores, en grados diversos, desempeñaron un papel político en Rusia; en algunas ocasiones también hago referencia a mi experiencia personal. No obstante, mi propósito no es el de un historiador. Lo que busco es contribuir a la comprensión de las sociedades políticas en el mundo en que vivimos. No habría concebido este «retorno sobre el comunismo» de no haberme sentido incitado a hacerlo por la lectura de dos obras igualmente notables que, siguiendo diferentes vías, las dos intentan redactar un balance de la empresa del comunismo a la luz de su fracaso. La primera es de François Furet, El pasado de una ilusión, que leí no bien salió de la imprenta en 1995. Como desde hacía largo tiempo mantenía una amistad intelectual y personal con François Furet, sabía por él cuál había sido la amplitud de su investigación; no dudaba de que su libro fuera innovador y tan perturbador para los nostálgicos de la revolución bolchevique como lo había sido su audaz análisis de la mitología injertada sobre la Revolución Francesa por los guardianes de la tradición jacobina. Furet y yo compartíamos el mismo interés por
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el fenómeno comunista y la misma convicción de que se había edificado en la URSS un modo de dominación de un género desconocido, antaño inimaginable y, en ciertos aspectos, más enigmático que el que había visto la luz del día bajo los rasgos del fascismo. Vinculado con un oficio que exigía que el conocimiento histórico estuviera ligado con un establecimiento riguroso de los hechos, Furet impugnaba todas las formas de positivismo, incluida la del estructuralismo; él reivindicaba una historia conceptual. Únicamente la formulación de un problema, repetía, permite que el historiador relacione series de hechos a primera vista independientes y se abra un acceso a la comprensión de acontecimientos que afectan al conjunto de una sociedad. Su proceder, en este sentido, parecía tener una inspiración weberiana. Pero como lo saben sus lectores, su verdadero guía, desde hace largos años, era Tocqueville. En consecuencia, esperaba mucho de su estudio del fenómeno comunista. Ahora bien, grande fue mi decepción cuando descubrí que hacía de una «ilusión» (el título de su obra ya me había alertado) el primer y el constante motor del sistema soviético y de la política de los partidos que lo habían erigido como modelo en Occidente. Así, él ponía toda su ciencia y todo su talento al servicio de la solución de ese problema específico: ¿por qué durante tanto tiempo – todavía más tiempo en Occidente que en la URSS – la ilusión pudo resistir al mentís que le oponía el conocimiento de los hechos? Es cierto que Furet daba una amplia estimación de las peripecias de un drama que se había desarrollado en la larga duración y en todos los continentes (aunque su investigación recayera principalmente en la Europa occidental); él restituía su sentido a acontecimientos que habían sido o bien falsificados, o bien imputados a la defensa heroica de la Rusia revolucionaria contra el imperialismo, o callados por historiadores adeptos; no escatimaba nada a su lector de las violencias y las mentiras de la política comunista en y fuera de la URSS; por último, no vacilaba, en varios lugares, en llamar totalitario al régimen establecido, si no en el tiempo de Lenin, por lo menos desde los primeros inicios de los años treinta. No obstante, por muy rico y brillantemente llevado a cabo que fuera su relato, la historia conceptual, en este caso, se echaba a perder en la relación de las desventuras de decenas de millones de hombres obstinadamente atados a una idea. Hice partícipe a Furet de mi reacción, que lo asombró, y de mi intención de consagrar un informe crítico a su 2
Prefacio
libro; un proyecto que acogió de buen grado, como por otra parte yo lo preveía. Pero pronto se puso de manifiesto que no podía desdeñar toda una serie de consideraciones que hacían más que acompañar, que apuntalaban su interpretación del comunismo: ellas concernían al marxismo, a la relación de la Revolución Rusa con la Revolución Francesa, al destino del liberalismo, a la dinámica del igualitarismo, a la aparición del voluntarismo en política, por último, a la noción misma de historia. Por otra parte, el uso que hacía el autor del pensamiento de Tocqueville y del de Raymond Aron merecía ser discutido. En pocas palabras, yo discernía los signos dispersos de una concepción de la política y de la modernidad que debería explicitar y relacionar para dar pleno sentido a mi crítica. Ahora bien, no era posible hacer entrar este trabajo en veinte o treinta páginas de una revista. Además, y no lo oculto, me disgustaba la idea de que se me pudiera atribuir, por el hecho de que yo me atenía al análisis de un libro de François Furet, un designio polémico. Ya había renunciado a mi proyecto cuando al leer a Martin Malia me sentí persuadido de que había que retomarlo en una forma muy distinta. Me enteré de la existencia de La Tragédie soviétique con demora, puesto que la obra se había publicado en Francia a algunos meses de distancia de la de Furet, y un año antes en los Estados Unidos. El autor limitaba su investigación (si me atrevo a decirlo, puesto que la materia era inmensa) a la historia de la URSS desde su comienzo hasta su término. Esta historia, empero, él la veía en su totalidad regida por una utopía, la del socialismo, en la única versión que, a su juicio, permitía percibir precisamente su significación: el marxismo. El parentesco de intención entre los dos historiadores me impactó y me pareció tanto más estrecho cuanto que Malia, por su parte, reubicaba el comunismo en el campo de la modernidad y descubría en el racionalismo y el liberalismo en el siglo XVIII, luego en la filosofía de la historia, hegeliana o marxista, en el siglo XIX y, no menos, en los perjuicios del igualitarismo democrático y del voluntarismo, las fuentes de la utopía que debía desencadenar la tragedia soviética. En el libro de Martin Malia, la idea reina absolutamente. El hecho de que se imprima en la práctica y la organización de un partido-Estado y en instituciones sociales no la altera. Los comunistas, comenzando por sus dirigentes, tanto Stalin como Lenin, tanto Jruschov, Breznev o Gorbachov como Stalin, se muestran igualmente guiados por ella: todos 3
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«creen» en el socialismo. El autor afirma realmente en un momento que el sistema soviético no es inteligible sino a condición de reconocer la «primacía de lo político»: él llama al régimen una «partidocracia». Pero para añadir que en definitiva se trata de una «ideocracia». Si el partido es reconocido como una creación de Lenin, su función parece totalmente instrumental. Él suministra el medio eficaz de multiplicar los agentes de la doctrina y someterlos a una rigurosa disciplina de acción. El estudio de las relaciones sociales y de la economía soviética no da ninguna información sobre la naturaleza del régimen. Malia, en una fórmula lapidaria, declara que, «en el mundo creado por Octubre, nunca nos enfrentamos con una sociedad sino con un régimen, un régimen ideocrático». La convergencia de los análisis de dos historiadores eminentes me hizo pensar que en estos últimos años se había bosquejado un nuevo esquema de interpretación del totalitarismo. En efecto, sus argumentos no se dejaban reubicar en el marco de los debates que había suscitado en un largo período la apreciación tanto de la naturaleza como de la evolución del régimen soviético y, más ampliamente, de la empresa comunista. De la comprobación de que ese régimen repentinamente se había derrumbado o, más precisamente, de la comprobación de que no había sucumbido como consecuencia de una derrota militar de Rusia, sino que lisa y llanamente se había disuelto, se sacaba la conclusión de que nunca había tenido consistencia, ni desde un punto de vista histórico, ni desde un punto de vista sociológico. Reubicado en el curso de los acontecimientos del siglo XX, aparecía como un paréntesis (el término es de Furet) o como una digresión. Considerado en su funcionamiento, se mostraba como el producto de una divagación del espíritu: la idea comunista nunca se había arraigado en la realidad. No obstante, a imagen de la inconsistencia del nuevo régimen se unía la de la coherencia de un sistema político. Forzando las cosas, acuerdo en esto, diría que el mecanismo de la ilusión o de la utopía constituía un equivalente del mecanismo de la paranoia descrito por la psicología. Por cierto, ya no había motivos para buscar en los obstáculos con los que habían tropezado los constructores del socialismo la razón de su política. Ésta no daba la imagen de improvisaciones debidas a acontecimientos imprevisibles. Aunque algunos lo fuesen, habían suscitado decisiones que dependían de una lógica, de una ideología. Furet y Malia, por lo tanto, al tiempo 4
Prefacio
que negaban la formación de un nuevo tipo de sociedad, podían admitir la validez del concepto de totalitarismo tal como lo había definido Hannah Arendt. Al descubrir este nuevo esquema, comprendí que habría sido en vano atenerme a objeciones puntuales en el marco de una crítica del libro de Furet, que debía retomar algunos análisis que yo había consagrado al totalitarismo y a la democracia moderna, clarificarlos y «complicarlos». Tal es el motivo de este ensayo. zzz El concepto de totalitarismo, a mi modo de ver, no tiene pertinencia en su aplicación al comunismo, todavía más que al nazismo o al fascismo, a menos que designe un régimen en el cual el centro del poder se vuelve inlocalizable; supuestamente no reside ni en alguien (monarca, déspota o tirano), ni en algunos (aristócratas u oligarcas), ni, hablando con propiedad, en el pueblo, si con esto se entiende el conjunto de los individuos a los cuales se les reconoce, no por los gobernantes sino por la ley, el título de ciudadano. Desde el momento en que la distinción de lo que es político y de lo que no lo es se ve impugnada, se puede tanto inferir que todo se vuelve político o que nada es ya político en el régimen. El primer aserto parece justificado puesto que, en efecto, no hay actividad individual o colectiva, ni relación entre las personas o los grupos, que sea independiente, en el campo económico y social o en el campo de la cultura. Pero el segundo aserto no está menos fundado, ya que lo que siempre se había definido como decisiones y acciones políticas llevaba la marca de un foco autoritario, cualquiera que fuese la extensión de su ámbito de competencia. De hecho, ninguno de aquellos que calificaron el régimen comunista de totalitario dudó de que el partido, o su núcleo dirigente, o su guía supremo, dispusiera solo de los medios de decisión y de coerción, de los medios de información y de propaganda. No obstante, el partido se presentaba como la expresión de un poder social. Por lo tanto, nada le era ajeno. En él se imprimían la ley y el saber que segregan en la realidad la obligación de incorporarse a la comunidad soviética y la necesidad de organizarse de conformidad con la racionalidad de la división del trabajo. Por lo tanto, totalitario es la palabra correcta para hacer entender el advenimiento de un modo de 5
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dominación en el cual son borrados a la vez los signos de una división entre dominantes y dominados, los signos de una distinción entre el poder, la ley y el saber, los signos de una diferenciación de las esferas de la actividad humana, de manera de volver a llevar al marco del supuesto real el principio de la institución de lo social o, en otros términos, de operar una suerte de cierre de lo social sobre sí mismo. A partir del momento en que se toma la medida de la empresa y se reconoce que es imposible reducir el nuevo régimen a un despotismo, a una tiranía, o a una dictadura análoga a aquellas que surgieron en nuestro siglo en los países de América latina o en el Asia del Sudeste, o bien incluso a una democracia pervertida por el igualitarismo, hay que reconocer una innovación histórica e interrogarse sobre su origen. La destrucción del régimen soviético, y del modelo que había representado para decenas de millones de hombres en el mundo, no dispensa de observar que se asestó un golpe a los fundamentos de toda sociedad, que la humanidad no sale indemne de esta aventura, que se superó un umbral de lo posible. Decir que una sociedad totalitaria sólo podía nacer en el siglo XX no basta; todavía es preciso aclarar que este siglo es aquel donde se precipita la constitución de un espacio-mundo, donde se multiplican las relaciones entre países cuyo nivel de desarrollo, cuyas tradiciones y estructuras políticas son incomparables. El comunismo se presenta con otra luz cuando se lo percibe como un producto imprevisible de este proceso. No bien se quiere dar cuenta de su formación, se corre el riesgo de dejarse atrapar en la trampa de la alternativa, necesidad o contingencia, en vez de interrogar el fenómeno tal y como se presenta y se muestra para ser pensado. Por temor a ceder a la ficción de la necesidad y a volver a caer así en la órbita de las grandes teorías de la historia, uno se ve tentado, por falta de algo mejor, a optar por el argumento de la contingencia: serían ciertos acontecimientos, a su vez fortuitos – en cuya primera fila se encuentra la guerra mundial – los que suministrarían la explicación de lo que tomó la apariencia de una sociedad nueva. Sin embargo, el fenómeno mismo, con tal de que se le busque un sentido, lleva las huellas del pasado de donde emerge, las huellas de instituciones, de prácticas y creencias heterogéneas. Como lo verá el lector, la idea de una génesis de la sociedad comunista no implica ninguna concesión al determinismo. Nos vemos llevados a más de un foco de historia: al despotismo con el que se vincula el viejo régimen 6
Prefacio
zarista, a los movimientos revolucionarios, de carácter conspirativo o terrorista, de los que Rusia fue el escenario a partir de la segunda mitad del siglo XIX, no menos que a la democracia, al capitalismo industrial, y al desarrollo de la socialdemocracia en Europa occidental. Es cierto que los historiadores cuya primera preocupación es rechazar la creencia en la necesidad no se satisfacen con invocar la contingencia. En el origen del nuevo régimen se les aparece el nacimiento de la ilusión o de la utopía del socialismo. Pero reducir el fenómeno a la manifestación de una idea o bien a la de la voluntad política de individuos encarnizados en edificar un sistema de conformidad con esa idea es hacerle violencia, de una nueva manera. El totalitarismo se convierte entonces en una abstracción. La primera tarea es volver a lo concreto. Empleo esta palabra – sin ignorar los abusos que se hizo de ella, sobre todo en el lenguaje marxista – para restituirle la significación rigurosa que le daba uno de los fundadores de la antropología social, Marcel Mauss, en un texto programático que cierra su famoso Ensayo sobre el don.1 Tras haber introducido la noción de «hecho social total», Mauss expresa el deseo de que «se llegue a ver las cosas sociales mismas en lo concreto, como son». Propósito que esclarece de inmediato al añadir: «En las sociedades se perciben más que ideas o reglas, se perciben hombres, grupos y comportamientos». El proceder de Mauss, lo observo de pasada, no es ajeno al de la fenomenología husserliana, que llama a un retorno a las «cosas mismas». Ella implica una ruptura tanto con el intelectualismo como con el empirismo que gobiernan el punto de vista de la ciencia moderna; tiende a descubrir una experiencia sepultada bajo las construcciones cuyo motivo era definir y delimitar «objetos» que sean a la medida de un ejercicio regulado del conocimiento. Mauss critica al mismo tiempo la reducción de un fenómeno social al estatuto del objeto y la estricta separación de las disciplinas en el seno de las ciencias humanas. Siguiendo esta inspiración, sostengo que no podemos adquirir alguna comprensión del fenómeno comunista sino a condición de percibir el entrelazamiento de los hechos políticos, sociales y económicos, jurídicos, morales y psíquicos (como nos invita a hacerlo el antropólogo) y 1
Hay versión en español: Ensayo sobre el don: forma y función del intercambio en las sociedades arcaicas, trad. de Julia Bucci, Buenos Aires, Katz Editores, 2009.
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con la condición de no prejuzgar acerca de la definición de estos hechos, de percibirlos tal y como se dan en el marco de la sociedad considerada. En este caso, los hechos políticos se esclarecen al examinar no sólo «la política» que llevan a cabo los dirigentes y las justificaciones que dan de ellos, sino la naturaleza de una nueva institución, el partido bolchevique, que no se parece a ninguno de los partidos que habían visto la luz del día anteriormente, su funcionamiento efectivo cuyo sentido no está dado por sus reglas (el centralismo democrático), las representaciones que gobiernan, o que pone en movimiento, el comportamiento de sus miembros (la de su inclusión en un cuerpo colectivo y la de la plena eficacia de la «organización»), cuya clave no está dada por la ideología; los hechos sociales se iluminan al examinar no sólo la destrucción de las antiguas relaciones de clase, sino la formación de nuevas discriminaciones y de nuevas jerarquías en la sociedad; los hechos jurídicos, al examinar no sólo las constituciones promulgadas por el partido-Estado, sino la instauración de una «legalidad soviética» que arruina todas las distinciones anteriores entre lo legal y lo ilegal; los hechos morales, al examinar no sólo la ética proclamada, sino las prácticas que consisten en eliminar con total buena conciencia a grupos enteros o a una masa de individuos sin afiliación particular a los que se considera deseable hacerles endosar el papel de enemigos del pueblo; los hechos psíquicos, al examinar no sólo un lenguaje regido por la certeza de una lógica de la historia, sino un sistema de pensamiento que implica la abolición del Sujeto y el engullimiento del individuo en el «Nosotros» comunista. Sin negar la parte de la ilusión, en este ensayo formulo una pregunta de la que no me caben dudas de que todavía hoy parezca escandalosa: ¿no es el modelo totalitario y las posibilidades que ofrecía a la formación de un partido-Estado y de una nueva elite los que ejercieron un formidable atractivo sobre todos los continentes, más que la imagen de una sociedad liberada de la explotación de clase en la que todos los ciudadanos gozarían de los mismos derechos? Es cierto que el conocimiento de un régimen, de un modelo de sociedad política (y este último término no se relaciona ya con un campo particular de acciones, sino que se introduce para designar lo que la constituye como un conjunto) nos hace salir del marco de la antropología. Un régimen nos pone en presencia de una puesta en forma que es también una puesta en sentido de las relaciones sociales en una co8
Prefacio
munidad ordenada bajo un polo de autoridad, de tal manera que estas relaciones supuestamente están de conformidad con buenos fines (y el despotismo no es una excepción). Desde este punto de vista, todo régimen no se define sino en virtud de principios que lo oponen a otros en un tiempo determinado. Ningún pensador político, ya se conciba o no como filósofo, ignora esta relación agonal, ni el hecho de que pone en juego una concepción del mundo que se sustrae a la perspectiva de la ciencia del historiador o del sociólogo. Ahora bien, menos que cualquier otro, el régimen comunista de tipo totalitario, en virtud no solamente de su oposición al régimen democrático, sino de su tentativa de emprenderla con los fundamentos de la sociedad política, no deja lugar a la neutralidad. Plantea más que un problema nuevo, constituye un desafío para el pensamiento, cuyo alcance no hemos terminado de medir. Lo pone a prueba de la complicación de la historia. zzz No he borrado las huellas de las dos interpretaciones a las que debía mis reflexiones. Ellas me sirvieron de hilo conductor. Siguiéndolo, me vi llevado a reconsiderar interpretaciones antiguas, las de Raymond Aron y de Hannah Arendt. La sagacidad del autor de Démocratie et totalitarisme me impactó todavía más que antes. Él enuncia con total claridad la distinción que conviene hacer entre las dos acepciones del concepto de política. Es notable la atención que, por su parte, tiene por los hechos propiamente sociales, en particular por la formación de una nueva capa dominante, la burocracia, que no se deja reducir al modelo de las burocracias características de las sociedades industriales. Precisamente es con su idea de los vestigios del espíritu democrático en la ideología comunista, más generalmente con su concepción de la ideología, con lo que tropiezo. En cuanto a Hannah Arendt, la autora de la que siempre me sentí más cerca, ella me incita a interrogar, desde un punto de vista diferente del suyo, lo que ocurre con la ley, «en lo concreto», en el seno de un universo totalitario. Noviembre de 1998
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Sabiduría de la investigación histórica
El fin del comunismo ¿entrega el sentido de su comienzo? Es tentadora la imagen de un edificio en ruinas cuyos cimientos y estructura habrían sido repentinamente puestos al desnudo. Poco más o menos es la que sugiere el historiador Martin Malia, autor de La Tragédie soviétique. Desde su prefacio advierte: «Hoy, la historia de la Rusia soviética es por primera vez verdaderamente historia, y es su cierre lo que nos permite estudiar la estructura y la “lógica” de lo que fue». Más explícita todavía es su intención en la introducción con un subtítulo elocuente, «El tiempo del juicio»: «Por primera vez es posible considerar el comunismo soviético como un capítulo histórico cerrado, con un comienzo, un medio y un fin claramente divisibles. Hasta los años 1989-1991, cada vez que nos ocupábamos del enigma soviético, en cierta manera estábamos in medias res y nuestro análisis de la empresa soviética era por tanto gobernado por toda una serie de expectativas sobre la manera en que podía funcionar la experiencia. Ahora que conocemos el desenlace del drama, ya no tenemos que jugar a las adivinanzas, y lo que creíamos haber comprendido de los inicios de la historia y de su medio hoy aparece como muy lejos de resolver la situación. Por fin puede arrancar una verdadera evaluación de la aventura soviética: para retomar la sabiduría de la investigación histórica de Hegel, el pájaro de Minerva sólo levanta vuelo cuando caen las sombras de la noche».1 1
Martin Malia, La Tragédie soviétique. Histoire du socialisme en Russie, 1917-1991, trad. francesa de J.-P. Bardos, París, Éditions du Seuil, 1995, pág. 9.
Claude Lefort
Estas líneas merecen un momento de atención, porque llevan la marca de una seguridad en el descubrimiento de la verdad poco conforme con las costumbres de los historiadores y que solamente, creo, podía suscitar el fenómeno del comunismo. Evadiéndose de un debate del que debe recordarse que constantemente enfrentó a protagonistas poco preocupados por cuidarse – ya fuere que la querella llevase sobre los orígenes y la naturaleza del sistema soviético o, en el último período, sobre el sentido de su evolución – remitiendo este debate a los tiempos oscuros de las adivinanzas, Martin Malia manifiesta el mismo ardor, por no decir la misma pasión, que sus predecesores en el enunciado del diagnóstico. A esto sólo le añade la reivindicación del derecho de concluir con conocimiento de causa, puesto que la historia del comunismo está cerrada. Por su tono, contrariamente a lo que afirma, da la sensación de estar todavía él mismo in medias res. La expresión llama la atención. ¿Cómo es posible, me pregunto, dejar de moverse, de pensar, en medio de las cosas? ¿Cómo conquistar una posición que permita adquirir la pura visión de un fragmento del pasado, en este caso del comunismo? Ni Tocqueville, ni Weber, a los que a Malia le gusta referirse, se arrogaron ese poder. No menos elocuente me parece esta otra fórmula: «considerar el comunismo como un capítulo históricamente cerrado». ¿Dónde está, pues, el libro del que podríamos extraer ese capítulo? Es curioso que un autor que detecta en el origen del comunismo el mito de la Razón histórica apele a la sabiduría hegeliana. Hegel no habría pensado en definir el comunismo sin situarlo como un momento particular en el devenir del Espíritu del mundo. No, no hemos terminado de interrogarnos sobre el comunismo. Una cosa es decir que su dislocación nos ilumina sobre las fisuras de su construcción desde el comienzo, o que se ha puesto fin a las especulaciones de los sovietólogos sobre su porvenir; otra sería afirmar que el acontecimiento final nos proporciona la «solución» de los problemas que han planteado el desarrollo de un régimen sin precedentes en Rusia y la extraordinaria irradiación que ejerció fuera de sus fronteras. Ahora bien, realmente es una solución lo que nos entrega La Tragédie soviétique. ¿Cuál es? Al lector se le ahorra el trabajo de buscarla. Está formulada con toda claridad: el comunismo soviético es el producto de una utopía, el socialismo. 12
Sabiduría de la investigación histórica
Sin ocuparme de inmediato en el examen de esta tesis y de sus implicaciones, vuelvo sobre el pasaje que citaba. Valiéndose de su posición al término de la historia del comunismo, Martin Malia habla del «tiempo del juicio», como si uno resultara antes incapaz de juzgar, condenado a emitir opiniones entre las cuales la razón no podía zanjar. En suma, todos se equivocaban. . . Lo que sin duda equivale a decir, no que todas las interpretaciones eran equivalentes, sino por lo menos que no se dejaban desempatar. Ahora bien, ¿no había movilizado el comunismo la facultad de juzgar? El hecho es que los comunistas siempre se mostraron como hombres que juzgaban acerca de todas las cosas, mientras que aquellos que los sostenían se ocupaban en buscar los argumentos más convenientes para justificar su política. Además, una característica eminente de los comunistas fue someter a los no comunistas a su juicio, reducir a causas objetivas, sólo por ellos conocidas, las conductas y las creencias de sus adversarios, hasta de sus aliados. Martin Malia conoció ese tiempo del que ahora considera que todavía no era el tiempo del juicio, un tiempo en que ciertamente se tomaba partido, pero, si se presta oídos a lo que dice, sin estar en condiciones de juzgar, por ignorancia del porvenir. Omite recordar que en ese tiempo la cuestión del juicio se formulaba en términos que de ninguna manera están borrados por la destrucción del régimen soviético. Juzgar no dependía solamente de un conocimiento preciso del régimen, de su carácter, de su evolución, de aquella de la política de los partidos comunistas, de aquella de las relaciones entre marxismo y leninismo, entre leninismo y estalinismo, ni solamente de un conocimiento del detalle de los hechos: juzgar, en primer lugar, requería la libertad o el derecho de juzgar. En efecto, es ese derecho, esa libertad las que se veían negadas a quien no era comunista. Para medir el alcance de ese rechazo, todavía es preciso operar una distinción entre la imagen forjada del adversario burgués, el cual, en cuanto alojado en el sistema capitalista, ocupaba el papel que le era asignado en el escenario científico de la historia, y la imagen del no comunista de izquierda. Sobre este último los comunistas ejercieron una constante intimidación, por otra parte no sin éxito, sospechándolo, o acusándolo, de traicionar la causa de los explotados y de, según la expresión convenida, hacer el «juego del imperialismo». En el marco del partido, nadie debía sustraerse no sólo a la disciplina 13
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de acción, sino a la disciplina de pensamiento; fuera del partido, nadie podía criticar la política comunista sin verse puesto en la categoría de los enemigos del proletariado. Durante largo tiempo el cuestionamiento del papel de Lenin o de Stalin constituyó una blasfemia. Martin Malia escribe en el momento de un amplio consenso. Allí donde todavía sobreviven comunistas, y hasta partidos comunistas, se los ve condenar los «errores» cometidos en el pasado y afirmarse como los mejores defensores de la democracia. En cuanto a los «ex comunistas», a cantidad de ellos les gusta hacer valer su abandono del partido «en el momento oportuno», olvidando de buena gana el concurso que aportaron a las prácticas estalinistas. En suma, tanto para unos como para otros, no es desagradable verse designados ahora como las víctimas de una utopía, y ofrecer la doble imagen de inocentes y arrepentidos. Sin embargo, debería permanecer el recuerdo de una época donde había urgencia en juzgar, en denunciar, no la utopía, sino la mentira.
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Crítica del «liberalismo rampante»
El comunismo se desbanda, las pasiones se apagan, ha llegado el tiempo del juicio: estas palabras me recuerdan las que expresaron algunos intelectuales norteamericanos aparentemente liberales, hace más de cuarenta años, en una coyuntura en que el compromiso comunista pareció desacreditado en los Estados Unidos como consecuencia de investigaciones del Senado llevadas a cabo bajo la autoridad de un político fanático, McCarthy. Harold Rosenberg se refiere a ellos y los comenta en un artículo de una rara lucidez y de una no menos rara ferocidad, escrito en 1955, «El liberalismo rampante y el pasado culpable» («Couch Liberalism and the Guilty Past»). Éste figura en una antología traducida al francés en 1962.1 Me parece oportuno evocarlo porque a mi juicio pone a plena luz, por primera vez, el desafío político de un debate que de buen grado se disfraza de drama metafísico. De este modo me suministra una suerte de introducción a algunas reflexiones que deseo desarrollar. Escritor de gran talento, pero también crítico de arte, crítico literario y poeta, Rosenberg es autor de algunos ensayos deslumbrantes sobre la política moderna, sobre Marx y sobre el leninismo, publicados en revistas de la izquierda liberal norteamericana, sobre todo Dissent, Encounter y Partisan Review y, en Francia, en Les Temps Modernes. El artículo al que me refiero contiene ciertas consideraciones que se han vuelto inac1
Harold Rosenberg, La Tradition du nouveau, trad. francesa de Anne Marchand, París, Éditions de Minuit, 1962 (The Tradition of the New, Nueva York, Horizon Press, 1959).
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tuales por estar estrechamente ligadas a las acusaciones hechas contra Whittaker Chambers y Alger Hiss, dos comunistas, uno de los cuales había confesado, y el otro negado, su colaboración con los servicios secretos soviéticos. En cambio, las palabras conservan todo su filo cuando describe la actitud de los «liberales rampantes» y desmonta la argumentación de intelectuales muy ocupados en presentar a los comunistas y a sus aliados de ayer como víctimas de la utopía marxista-leninista. Rosenberg se interesa en las confesiones de los comunistas arrepentidos. Subraya su urgencia en denunciar una culpabilidad colectiva en la cual estarían envueltos los espías debidamente identificados, los dirigentes del aparato comunista, los simples militantes, los compañeros de ruta y, con ellos, los liberales (en el sentido norteamericano del término, que asocia liberalismo y espíritu libertario). «En adelante – escribe – todo el mundo está familiarizado, o debería estarlo, con el método comunista de metamorfosis del pasado (. . . ). Una serie de confesiones públicas creó un nuevo personaje colectivo y lo hizo retrospectivamente responsable del desarrollo de los acontecimientos».2 Estas confesiones, con un sombrío sentido del humor, son comparadas con aquellas de los acusados de los viejos procesos de Moscú, sobre todo con la de Radek al revelar que «había en Rusia semitrotskistas, cuartos de trotskistas, octavos de trotskistas, (. . . ) y gente que, por liberalismo, nos aportaron su ayuda».3 Los penitentes norteamericanos, por cierto, no están expuestos a la misma suerte que las víctimas de Vyshinski, pero la confesión se presta del mismo modo a un veredicto que impacta a través de una persona a «una categoría de individuos que constituyen un solo Nosotros». En otros términos: «el Enemigo es único». Si esta representación, transpuesta en la escena del universo norteamericano, no ofreciera más que un nuevo signo de la mentalidad comunista, no asombraría tanto. Pero el hecho es que se beneficia con la cooperación de intelectuales que se definen como liberales y les encanta poder deslizarse en la comunidad de los culpables arrepentidos. «En Norteamérica, el papel de hacedor de historia arrepentido fue reservado a los ex revolucionarios intelectuales, unos ex comunistas, otros liberales o rebeldes que repentinamente descubrieron que todas las vías del desacuerdo libraban paso al comu2 3
16
Ibid., pág. 219. Ibid., pág. 220.
Crítica del «liberalismo rampante»
nismo. . . Todos se arrojaban en idéntico crisol, adoptaban el mismo carácter y asumían una igual culpabilidad. Mirando hacia atrás, aparece que pagar su deuda al partido, seguir su línea, no eran otra cosa que matices más acentuados de una crisis del capitalismo, del cuestionamiento referente a los móviles de la política extranjera norteamericana, de la noción de diferencia entre totalitarismo rojo y totalitarismo blanco».4 Rosenberg la emprende así particularmente con la obra de un intelectual que se presenta como liberal, Leslie Fiedler, que le suministró la muestra más notable del liberalismo rampante. Titulado Para terminar con la inocencia (An End to Innocence), este libro se abre con una cita del famoso Chambers, «que pretende probar que la historia nos matará si no la matamos nosotros primero» (That History will get you if you don’t get it first). Al hablar de este ensayo, Rosenberg nos entrega una indicación que ya no es inactual. La confusión operada ahora por historiadores del comunismo entre la idea de la historia, de la que no veo cómo sería posible abandonarla, y la teoría de la Razón gobernando el desarrollo de las sociedades humanas y encaminándolo hacia su objetivo nos alerta sobre los efectos que se sacan de la aventura comunista: todo transcurre como si, por haber acreditado la ficción de la Necesidad, ésta demostrara por su fracaso que en adelante había que hacer el duelo de un sentido de la historia impreso en las instituciones sociales y no interesarse más que en actores (Lenin, en primer lugar) cuyo voluntarismo vino a tropezar con la resistencia de lo real y produjo consecuencias que ellos no habían previsto. La crítica del libro de Fiedler es demasiado larga y toca demasiados acontecimientos que exceden el marco de mi propósito – sobre todo el proceso de los esposos Rosenberg – para que piense en restituirla, pero me parece oportuno extraer de ella libremente algunos argumentos que merecen ser tenidos en cuenta por aquellos que, en nuestros días, se preocupan por la historia de los movimientos comunistas. El primer argumento recae en la noción de inocencia; el segundo, en la defensa del liberalismo y el radicalismo; el tercero, en la mentalidad de los comunistas y en su modo de implantación en la sociedad norteamericana; el cuarto, en los conflictos entre comunistas y anticomunistas de izquierda.
4
Ibid., pág. 221.
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El escritor resume así el pensamiento de Fiedler: hemos sido culpables de ser inocentes. Fiedler se lamenta del rechazo de Hiss (acusado de espionaje) de confesarse, porque «desertó la causa de todos los liberales, de aquellos que, de una u otra manera, en un momento o en otro, habían compartido sus ilusiones (y ¿quién, entre aquellos que se llaman liberales, está exento de esto?), de todos aquellos que esperaban que confesara bien alto su complicidad común». Fiedler añade: «Y sin embargo, en el fondo de su corazón, no deseaban realmente que reconociera el menor engaño, preferían que les dejara decir: él es, nosotros somos inocentes».5 Rosenberg impugna violentamente la expresión todos los liberales, que introduce un personaje fabricado provisto de un pasado arbitrario. A la observación colocada entre paréntesis, ¿quién está exento de esto?, objeta: «Yo alzo la mano y respondo que nunca tuve nada en común con el señor Hiss, ni siquiera una marca de automóvil o de máquina de escribir, y en todo caso, no ilusiones (. . . )». De hecho, y rápidamente uno se percata de esto, Rosenberg no adjudica a Hiss ni ilusiones ni, por otra parte, errores de juicio. Lo ve actuar de conformidad con las órdenes del partido. Tampoco cree que la izquierda intelectual no comunista viviera bajo el dominio de la ilusión: «El reconocimiento de una complicidad común (. . . ) no es más que calumnia en el estilo ex comunista». La manera en que es desmontado el argumento de Fiedler es instructiva. La idea de una ilusión compartida remite a un tiempo de inocencia; entendámonos: un tiempo en que los intelectuales no habían aprendido a distinguir lo real y lo imaginario, porque no disponían más que de un «vocabulario de casta hecho de universales y de abstracciones idealistas» (agrego que tampoco distinguían el bien y el mal, lo verdadero y lo falso). Ahora bien, de pronto, descubren para su gran displacer que es el hombre de la calle el que no se engañaba; que «los imbéciles y los animales, aquellos que no sabían absolutamente nada sobre la Unión Soviética, tenían razón, absurdamente razón (. . . ) razón por accidente, razón por malas razones, pero razón, y en forma».6 Su tarea es por lo tanto reconocer este hecho, sin por ello ponerse del lado de los macartistas, tras haber «pecado por exceso de generosidad y de amplitud de espíritu». En suma, comenta 5 6
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Ibid., págs. 226-227. Ibid., pág. 228 (cita de Fiedler).
Crítica del «liberalismo rampante»
Rosenberg, una vez terminado el tiempo de la inocencia, hete aquí llegado, en favor del aprendizaje y de la autocrítica, el tiempo de la justa medida y del retorno a la buena comunidad norteamericana en reemplazo de la comunidad con que uno había soñado: «(. . . ) el intelectual de izquierda tiene una posibilidad de instruirse y de rehabilitarse por la confesión; todos los charlatanes, comunistas imbéciles y arribistas de ayer se vuelven no sólo inocentes sino incluso generosos y amplios de espíritu».7 Segundo punto: Rosenberg protesta contra la falsificación de la historia del comunismo en Norteamérica y defiende a la fracción de los liberales que, si no siempre comprendieron en qué consiste el comunismo, nunca fueron cómplices de él: «Es falso decir que la fe en la libertad, la igualdad, la individualidad, haya podido incitar a cualquiera a inscribirse con los rojos, con todo cuanto el partido comunista implica de autoridades ocultas, de espías, y de disciplina de pensamiento. El sentido liberal de la igualdad y de la libertad, de hecho, era el único anclaje intelectual que aguantara contra la corriente poderosa del “nosotros” totalitario, que ofrecía a la vez un papel heroico y la recompensa material por el juego de las combinaciones sociales. Además, sólo el sentimiento de la libertad presenta al propio marxismo en su forma intelectualmente viva, es decir, como un problema».8 Subrayemos la palabra «igualdad», que permite entender claramente que el liberalismo que reivindica Rosenberg no implica ninguna concesión al conservadurismo por el cual la desigualdad en nuestras sociedades es un simple dato de hecho. En cuanto a la caracterización del marxismo como «problema», a mi juicio zanja felizmente sobre los nuevos lugares comunes que convierten a Marx en un inspirador del totalitarismo. El tercer punto concierne al compromiso comunista. Si Rosenberg comete el error de omitir lo que éste debe a la convicción, tiene el mérito de aclarar una de sus caras que con demasiada frecuencia se deja en la sombra. El autor, por cierto, no habla de la generación contemporánea del auge del régimen soviético, sino de las siguientes, más precisamente del compromiso en el partido comunista, o bien a su lado, en el seno de una sociedad democrática – la de los Estados Unidos – y, todavía 7 8
Ibid., pág. 230. Ibid., pág. 234.
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más precisamente, del compromiso de los intelectuales. A falta de citar a todo lo largo el pasaje más significativo, retengo estos pocos rasgos del cuadro: comunistas y filocomunistas no se vieron en absoluto perturbados por la ejecución de los viejos bolcheviques, el exterminio de los revolucionarios en España, el pacto Hitler-Stalin, la división de la resistencia bajo el nazismo, o el reparto de Polonia, otros tantos acontecimientos que se produjeron a la vista de todos (a los que se podrían añadir muchos otros). Ironizando sobre la supuesta inocencia de los intelectuales testigos de estos acontecimientos y que permanecieron imperturbablemente fieles, Rosenberg declara en un lenguaje que puede parecer todavía blasfematorio en nuestros días: «Esos canallas eran en general arribistas burgueses, cerrados a la discusión, tanto como a la evidencia, que no amaban el pensamiento, psicópatas del conformismo revolucionario».9 Al hablar de un idealismo que encubre el cinismo, aclara así su retrato: «Delirando por la idea de representar un papel en la escena de la historia, ejecutaron con ardor las atrocidades intelectuales que les ordenaron, no perdiendo de vista el puesto que esperaban en el Poder internacional, pero no dejando tampoco el lugar conveniente en el gobierno, la universidad, Hollywood y la prensa».10 No disiento de lo que este juicio tiene de unilateral. Para retomar, transponiéndola, una expresión del autor, amo demasiado el pensamiento para contentarme con la idea de que los intelectuales comunistas fuesen todos, o en su mayoría, canallas. En cambio, y para atenerme al período que conozco por haberlo vivido, me parece justo denunciar el cinismo de cantidad de esos intelectuales y subrayar los beneficios a la vez simbólicos y materiales que retiraban de su compromiso. Era una ventaja la pertenencia a un medio que procuraba a cualquiera la sensación de un reconocimiento social, el de la participación en una elite del saber que se alimentaba con el desprecio de la izquierda no comunista y también con la esperanza de ganar puestos en la administración, en la universidad, en las editoriales, en los organismos culturales, para no hablar de los escritores cuyos libros difundidos en el mundo comunista alcanzaban a un público de una amplitud con la que de otro modo no habrían podido soñar. Rosenberg hace esta atinada observación: «Su respetabilidad social no 9 10
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Ibid., pág. 235. Ibid.
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entraba en conflicto con el apoyo que aportaban a las deslealtades y a las violencias dirigidas contra la izquierda no comunista y los demócratas radicales del mundo entero».11 De una manera más general, se debería señalar, los intelectuales comunistas, contrariamente a la imagen que se daban a ellos mismos, no se mantenían al margen del mundo oficial. Se habían acondicionado allí un territorio aparte. Último punto: los comunistas no hablan, o no hablan mucho, de la persecución que ejercieron para con intelectuales no conformistas y de la resistencia que cierta cantidad de ellos les opusieron. «Como sus amos moscovitas, los intelectuales en Norteamérica tenían una pesadilla que no era ni el capitalismo, ni el fascismo – de los cambios de línea del partido habían aprendido a adaptarse a uno y otro – su único odio permanente estaba consagrado al independiente radical».12 O, como lo aclara en el mismo pasaje: «Conciliando hasta el servilismo con sus enemigos de derecha, el frente estalinista jamás flaqueó en su lucha contra aquello que, de cualquier manera que fuese, avanzaba sobre su exclusividad de la acción revolucionaria». Esta observación, una vez más, me parece muy actual frente a aquellos que están tentados de englobar en la misma categoría a los comunistas y a los adversarios en el estalinismo, mientras que estos últimos, en la órbita marxista o anarquista, fueron los más precoces y los más constantes críticos del régimen soviético y de la política del Komintern. Como lo observa todavía Rosenberg, el ex comunista a menudo sacó provecho de las informaciones suministradas por la izquierda radical. De paso, recuerda el vigor con que los intelectuales independientes se opusieron a los comunistas. Sobre todo, cita el Manifiesto de la Liga por la libertad de la cultura y el socialismo, publicado en Partisan Review en 1838, que fue firmado por treinta y cuatro escritores. Este documento denuncia las supuestas organizaciones culturales bajo el control del partido comunista como «las fuerzas más activas entre los círculos intelectuales de los Estados Unidos. Pretendiendo representar una opinión progresista, estas asociaciones no son de hecho sino apologistas de la dictadura del Kremlin, excomulgan toda opinión de izquierda disidente, envenenan la esfera intelectual con sus calumnias».13 11
Ibid., pág. 228. Ibid., pág. 236. 13 Ibid., pág. 237. 12
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No quiero abandonar a Rosenberg sin mencionar el retrato que bosqueja de los representantes de la nueva generación liberada «de los problemas de sus mayores», en Mort dans le désert (Death in the Wilderness), un exquisito ensayo colocado significativamente en la antología luego de aquel al que acabo de dedicarme. En él se descubre en particular que a la superchería del autor de La Fin de l’innocence sucedió la del autor de La Fin de l’idéologie.14 Se trata de Daniel Bell, cuya obra ahora un poco olvidada conoció por un momento el favor de un amplio público, en particular el de sociólogos distinguidos en países anglosajones y en Francia. Su entrada corresponde a un cambio de decorado. Rosenberg le asigna el papel del profeta de lo imposible. En el último pequeño capítulo de su ensayo titulado precisamente La Grand’route de la nonpossibilité (The Open Road of Im-possibility), descifra un mensaje que se puede resumir en estas pocas proposiciones: el intelectual-ideólogo está en un atolladero; despreciaba al hombre común por su indiferencia a la grandeza y creía consagrarse a una pasión auténtica; esperaba la salvación de la humanidad de la Revolución; toda ilusión se ha desvanecido; hoy no nos queda más que la «rutina de lo cotidiano sin el heroísmo». Del comentario de este mensaje me limito a extraer tres preciosas observaciones. La primera es que el elogio del pragmatismo y el eslogan de la adaptación a la realidad conservan la huella de la postura del ideólogo; la segunda, que la supuesta ilusión del comunismo y de sus aliados liberales acompañaba una «rutina», la de la mentira, de la falsificación de la historia y de los hechos de que eran testigos; la tercera, que la delimitación de lo posible y de lo imposible supondría que se pueda dar crédito a la realidad de la sociedad norteamericana; ahora bien, esto es una insensatez. En efecto, «la vida en Norteamérica es vida en la cuerda floja; toda vida individual en los Estados Unidos comprende algo desconocido, todavía sin cultivar. En Norteamérica, todo es posibilidad; si no es así, es un bluff. No es posible adaptarse a la vida norteamericana salvo como una mascarada [except as a “camp”]».15 Rosenberg, por cierto, no sólo habla de Norteamérica. Pero lo que dice de ella atañe siempre más al conjunto de los países democráticos perturbados por las transforma14 Daniel Bell, The End of Ideology, Glenone (Ill.), The Free Press, 1960. [Hay versión en español: El fin de las ideologías, sin indicación de traductor, Madrid, Editorial Tecnos, 1964.] 15 Rosenberg, La Tradition du nouveau, op. cit., pág. 256.
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ciones de la técnica, de la economía, de las relaciones sociales y de las costumbres. La ideología del «realismo» disimula que lo posible es algo muy distinto que una ilusión.
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Vale la pena interrogarse sobre la función atribuida a la ilusión en la constitución y el desarrollo del comunismo. Este hecho me impacta: casi en forma simultánea aparecieron dos libros (por lo tanto, no se puede suponer que uno copia al otro) que invitan a descubrir una «utopía», o bien una «ilusión», o bien una «idea» en el principio y en el corazón del comunismo. Uno es el de Martin Malia, ya mencionado, el otro el de François Furet, El pasado de una ilusión. Sus intenciones, claro está, son diferentes. Mientras que uno se propone hacer la historia del régimen soviético, el otro tiene por objeto «no la historia del comunismo, y menos aún de la URSS, propiamente dichos, sino la de la ilusión del comunismo mientras la URSS le dio consistencia y vida».1 Pero sus caminos se reúnen una vez más porque, a juicio de uno de ellos, la historia del régimen soviético supuestamente demuestra que la utopía – así fuera por la vía de «consecuencias no deseadas» – gobierna su curso desde el principio al fin, y porque, según el otro, la historia de la ilusión o de la idea (los dos términos se intercambian) conduce al investigador a relatar y a interpretar los cambios acaecidos en Rusia desde la época de la revolución de Octubre hasta la de la perestroika, al mismo tiempo que aquellos de la política comunista occidental. Me apuro en decir que las dos obras son igualmente estimulantes, que no ocultan ni difu1 François Furet, Le Passé d’une illusion. Essai sur l’idée communiste au XX e siècle, París, Robert Laffont/Calmann-Lévy, 1995, pág. 14. [Hay versión en español: El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, trad. de Mónica Utrilla, Madrid, Fondo de Cultura Económica de España, 1995.]
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minan ninguno de los rasgos de un sistema de dominación justamente denominado totalitario y que felizmente rechazan la explicación de su formación y de su evolución por el solo juego de las circunstancias; por último, porque ponen de manifiesto la continuidad de la empresa a despecho de las perturbaciones provocadas por la muerte de Stalin y las reformas de sus sucesores. zzz Un argumento de François Furet retiene en primer lugar la atención, no sólo porque testimonia las afinidades entre los dos intérpretes, sino porque no deja de incidir sobre la reconstitución de una historia regida por la ilusión. Mientras que Martin Malia, como lo señalaba, sostiene que el fin del régimen soviético inaugura el tiempo del juicio, Furet declara en su prefacio: «Por lo menos el historiador de la idea comunista en este siglo está seguro hoy de vérselas con un ciclo totalmente cerrado de la imaginación política moderna, abierto por la revolución de Octubre, cerrado por la disolución de la Unión Soviética. Además de lo que era, el mundo comunista siempre se vanaglorió de lo que quería y por consiguiente de aquello en lo que iba a convertirse. La cuestión sólo fue zanjada por su desaparición; en adelante cabe por completo en su pasado».2 La primera proposición cae por su propio peso. (Aunque no se pueda desdeñar el caso de la China.) En cambio, yo impugno que la cuestión que recae sobre la naturaleza y la orientación del régimen no pudiese ser zanjada antes, así como niego que la ilusión fuera tal que cegara precisamente a aquellos que no pertenecían al mundo comunista. En efecto, Furet aclara que si «fuera posible diagnosticar la enfermedad de languidez de que estaba aquejada la URSS», en cambio, «nada era más ajeno a la opinión que la perspectiva de una crisis radical del sistema social instaurado por Lenin y Stalin».3 Nadie parece estar exento de esta opinión. A la manera de Rosenberg, yo protesto. Ya en 1956, instruido por el sorprendente estado de situación que habían establecido los Informes de los dirigentes en el XXº Congreso, yo escribía, en «Le totalitarisme sans Stalin», que el régimen acondicionado para ser el más sólido, el mejor abrochado de los sistemas 2 3
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Ibid., pág. 14. Ibid., pág. 11.
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de dominación, se mostraba trabajado por contradicciones insuperables y que era eminentemente vulnerable.4 En varias oportunidades volví a formular este diagnóstico. Sin querer multiplicar las citas, mencionaré por lo menos el juicio que hacía en 1970 en el epílogo de los Éléments d’une critique de la bureaucratie: «(. . . ) tenemos todo el derecho de esperar, en un plazo ciertamente imprevisible, una crisis del régimen cuyas consecuencias serían de un alcance inaudito tanto en la Europa del Este como en el mundo occidental».5 También me permito recordar lo que escribía en 1977 en «Une autre révolution»: «El totalitarismo constituye el sistema de dominación más eficaz, así como también el más vulnerable. Después de semejante acontecimiento [la evocación que yo hacía de la insurrección húngara], está permitido pensar que si una crisis alcanzaba el corazón del edificio totalitario, la Unión Soviética, estallaría una revuelta generalizada, inmanejable, que dejaría al poder desnudo como en ninguna otra parte».6 Además de mí, otros compartieron el mismo análisis y la misma expectativa. ¿Sería esto producto de que pertenecían a una izquierda no comunista y no oficial que hace que sus opiniones sean desdeñables? Con seguridad, me sorprendió mucho el espectáculo de la debacle del comunismo: me imaginaba una revuelta popular, en modo alguno preveía que la crisis surgiría de una iniciativa procedente de la cumbre (la que no induce a subestimar la extraordinaria efervescencia desencadenada en la sociedad, que impide que Gorbachov ponga a punto su programa de reformas). En todo caso, lo que puedo sostener es que había grados en lo imprevisible. El escenario de la descomposición del régimen no era concebible, y manifiestamente no lo fue para los actores que tuvieron el primer papel. El acontecimiento que nos cuesta llamar una revolución – aunque sea tentador utilizar el término para calificar la destrucción de un régimen tan poderoso que había sometido a un imperio y a una parte de Europa 4
«Le totalitarisme sans Stalin», Socialisme ou Barbarie, Nº 14, julio-septiembre de 1956; retomado en Claude Lefort, Éléments d’une critique de la bureaucratie, Ginebra, Droz, 1971, reed. París, Gallimard, col. «Tel», 1979. 5 Cl. Lefort, Éléments d’une critique de la bureaucratie, op. cit., pág. 360. 6 Claude Lefort, L’Invention démocratique, París, Fayard, 1981, pág. 251. [Hay versión en español: La invención democrática, trad. de Irene Agoff, Buenos Aires, Nueva Visión, 1990.]
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y que podía desafiar a la coalición de los estados occidentales – este acontecimiento nos instruye y arroja una nueva luz sobre el pasado. Por lo que tiene de tan singular en su desarrollo, no se deja deducir ni de causas accidentales ni de vicios estructurales. Pero esto no significa que en la época de lo que en adelante llamamos el antiguo régimen no pudiéramos prever su derrumbe. En Archipiélago Gulag, Solzhenitsyn, al relatar su comparecencia, una vez liberado y rehabilitado, ante un conjunto de jueces muy semejantes a aquellos que lo habían condenado, habla de su estupefacción al verlos tan agradables, tan familiares, incluso urgidos a felicitarlo ahora que están separados de los órganos en los que antaño se ejercía la ley de conformidad con la voluntad de Stalin: «Si esta primera y minúscula gota de verdad explotó como una bomba psicológica, ¿qué ocurrirá en nuestro país el día en que la verdad se desborde como una catarata». Y añade: «Pero ese día llegará, ineluctablemente».7 Sin duda tenía demasiada confianza en los efectos de la verdad, pero no se equivocaba sobre la amplitud de la explosión. Mientras tanto, el comentario de este episodio es precioso desde otro punto de vista. Los jueces, refiere Solzhenitsyn, «explicaban con sinceridad que nunca habían buscado otra cosa que el bien». Pero se pregunta, «si las cosas una vez más fueran a darse vuelta, si otra vez debieran juzgarme (. . . ) y bien, lo harían y me condenarían». ¿Cómo transcribir este fenómeno en términos de ilusiones? Solzhenitsyn no sugiere que sus interlocutores hayan sido antaño presas de ilusiones y que después de haberse liberado de ellas bien podrían volver a caer bajo su encanto; él nos hace entender algo muy distinto: esos hombres que supuestamente no habían buscado más que el bien no veían el bien y el mal sino por el ojo de la ley, es decir, el ojo del partido. No dudo de la eficacia de la creencia comunista. Pero ¿es posible analizarla sin relacionarla con la formación política en la cual había encontrado su elemento, había prosperado, y que, por lo demás, debía subsistir largo tiempo, precisamente cuando había declinado? zzz 7 Alexandre Solzhenitsyn, L’Archipel du Goulag, 1918-1956. Essai d’investigation littéraire, París, Éditions du Seuil, 1974, t. I, pág. 218. [Hay versión en español: Archipiélago Gulag: ensayo de interpretación literaria. 1918-1956, trad. de Josep Güell i Socias, Barcelona, Tusquets Editores, s/f.]
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En un sentido, el proyecto de François Furet es más ambicioso, más audaz, que el de Martin Malia, cuyo objeto coincide con un gran dato de hecho, la existencia del régimen soviético desde su nacimiento hasta su desaparición, de tal manera que su interpretación se sostiene en la reconstitución de una franja de historia. Por más libre que se sienta de dar un relieve particular a acontecimientos y a actores, de discernir continuidades y rupturas, Malia sigue un camino conocido y, por otra parte, ya recorrido por otros historiadores, aunque todavía ignoraran su conclusión. Por su parte, Furet debe construir un objeto – «la idea del comunismo en el siglo XX» – al que debe dar consistencia seleccionando y reuniendo datos que dependen de épocas y espacios diferentes. Sin lugar a dudas, la investigación es limitada. Excluye a China, Corea, Camboya, Vietnam, no ciertamente porque no existiera nada por aprender de estos, sino por la razón de que confrontar el destino de la idea comunista en la Unión Soviética y en Europa (de paso, se hace una incursión en el medio norteamericano) nos instruye particularmente, puesto que el proyecto de una revolución proletaria nació en el siglo XIX en Europa, antes de subyugar a Rusia y volver sobre su primer teatro. ¿En qué consiste la ilusión comunista?, se pregunta Furet. ¿En qué se distingue de la realidad del comunismo? ¿Cómo se formó, cómo se conservó y luego dio marcha atrás, en Rusia y en el mismo período, fantásticamente dilatado en Europa? Estas preguntas se encastran unas en otras, como las respuestas que se les dan. Proceden de una primera convicción: el fenómeno comunista, tomado en toda su extensión, tal como se revela al examen del régimen soviético y de los diversos partidos y movimientos comunistas que no dejaron de erigirlo como modelo y de subordinar sus objetivos a los de sus dirigentes, este fenómeno no es concebible sino a condición de identificar una invariante: la ilusión comunista. Así, Furet escribe: «La ilusión no acompaña la historia comunista. Le es constitutiva: a la vez independiente de su curso, en cuanto previa a la experiencia, y sin embargo sometida a sus avatares, puesto que la verdad de la profecía radica en su desarrollo».8 En algunas líneas se nos entrega en el prefacio el tenor de esta ilusión. Es la de una lógica de la historia, la de una acción que le sería constitutiva, la de una dictadura del proletariado cuya previsión estaría científicamente 8
F. Furet, Le Passé d’une illusion, op. cit., pág. 14.
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establecida; por último, la de una salvación que procuraría la devoción a una causa sagrada, última ilusión que requiere «un involucramiento psicológico comparable al de una fe religiosa». Cada una de estas definiciones se encuentra reformulada en varias oportunidades en el curso de la obra. Así, la ilusión procede de la conjunción de varias creencias, una a la teoría de la historia, la otra a la ciencia, otra más a un proyecto generador de una transformación radical de la sociedad, la otra, por último, a la liberación del Mal (según la inspiración, se dirá más tarde, de una religión secular). Observemos que los elementos de la ilusión no concuerdan necesariamente: el primero deriva de una concepción idealista de la historia elaborada por la filosofía alemana a comienzos del siglo XIX, el segundo de un racionalismo positivista, el tercero de una moral voluntarista, el último de una fe casi religiosa en la humanidad. Parecería pues que la combinación o, mejor dicho, la condensación de estas creencias en una sola procura «al hombre perdido en la historia, además del sentido de su vida, los beneficios de la certeza».9 No obstante, el análisis de la ilusión no se detiene aquí: los comunistas, nos enteramos, se muestran fascinados por la revolución, comprendida como creación sobre una tabla rasa de un mundo nuevo y de un hombre nuevo. El pensamiento de una acción conforme con la lógica de la historia, o bien con las leyes que rigen los pasajes de un modo de producción a otro, o bien con el deber de transformar la condición humana, por lo tanto no sirve; todavía hace falta que esta acción sea un salto fuera del reino de la necesidad. Esta ilusión parece a su vez, si no suscitada, por lo menos reforzada por la imagen de un acontecimiento en el cual se había manifestado la tarea de inaugurar un nuevo curso de la humanidad en favor de una violencia que aliaba destrucción y creación: la Revolución Francesa. Esta nueva ilusión no implica ciertamente una confusión entre la misión del proletariado y la de la burguesía, ella procede de la creencia en un precedente sin precedentes, es decir, de la representación de una escena sobre la cual ya se jugó el gran conflicto entre los héroes fundadores y las fuerzas conservadoras o reaccionarias. Finalmente, la ilusión de la Revolución como gran operador del cambio histórico ¿es engendrada por la de la Razón histórica o por aquella de las leyes científicas que regulan el desarrollo de las sociedades? Se 9
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Ibid., pág. 13.
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vacila en afirmarlo, puesto que Furet nos recuerda que los jacobinos no reivindicaban una necesidad que gobernara el curso del mundo, aunque fuesen los primeros que hicieron de la historia «el único foro» (ya que la restauración del Ser supremo no fue más que un efímero capricho de Robespierre). También recuerda que, a diferencia del partido bolchevique, «que supo conservar setenta y cuatro años el poder absoluto en la antigua Rusia de los zares, Robespierre y sus amigos no reinaron verdaderamente sobre la Francia revolucionaria más que durante cuatro meses».10 Como quiera que sea, el lector llega a preguntarse si, en última instancia, no es la ilusión de la Revolución lo que debería considerarse fundamental (un capítulo entero se refiere a la «pasión revolucionaria»). No obstante, tropieza entonces con la explicación que se le da de la paradoja que constituye la duración del «encanto» de la revolución de Octubre: «La supervivencia de ese famoso sentido de la historia, otro nombre de la necesidad, que hace las veces de religión para aquellos que no la tienen».11 Por último, la dificultad para circunscribir la ilusión crece todavía más cuando, repentinamente, Furet nos habla de un «cambalache intelectual» o de un «batiburrillo de ideas muertas», al término de un pasaje donde intercambia la noción de ilusión por la de pasión comunista y afirma que la gran novedad del siglo XX radica en la existencia de gobiernos o de regímenes ideológicos.12 Si nos atenemos a la historia de la ilusión, en primer lugar hay que aceptar que ésta habita de manera similar a los bolcheviques y a los comunistas occidentales, y por lo tanto se presta al mismo inventario. Como lo observaba, se adueña de las mentalidades en Europa, decae a comienzos de siglo, se deteriora cuando la guerra desencadena las pasiones nacionalistas, luego se desplaza sobre el teatro de Rusia, donde el éxito de la revolución de Octubre vuelve a encenderla en una Europa estragada por la guerra. Sin embargo, allí como más tarde en otros continentes, va a desdoblarse, puesto que su objeto se convierte en la nueva Rusia considerada como patria del socialismo. Así, Furet discierne dos destinos de la ilusión. Sin duda la ve persistir en la Unión Soviética, del reino del leninismo al del estalinismo, porque éste no renuncia a ella. 10
Ibid., pág. 93. Ibid., pág. 18. 12 Ibid., pág. 20. 11
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No obstante, ésta sólo se mantiene al precio de una mentira siempre incrementada. Cuanto más tropieza con el mentís de la realidad, tanto menos asidero tiene sobre la masa de la población. Tal es la paradoja de la que hay que dar razón: la ilusión vive mejor y más tiempo en el Oeste; «su recorrido imaginario es así más misterioso que su historia real».13
13
32
Ibid., pág. 15.
Falsa paternidad de Marx
Toda una parte de la obra de François Furet procede de una reflexión sobre este sorprendente fenómeno. Al ponerlo de manifiesto se propone «contribuir a la elaboración de una conciencia histórica que sea común al Occidente y al Oriente de Europa después de que estuvieron tanto tiempo separados por la realidad y por la ilusión del comunismo».1 ¿Incita este proyecto a descubrir en Marx la primera formulación del modelo que debía subyugar a Rusia? De hecho, Marx y Engels son designados en el prefacio como los «inventores de la idea comunista»2 que Lenin y luego Stalin se dedicarán a inscribir en la realidad; este último, claro está, «para hacerla girar en su provecho». Sin duda los inventores no se imaginaban que una revolución proletaria pudiera producirse en otra parte que en Europa del Oeste, por lo menos plantearon los principios sobre los cuales iban a guiarse los bolcheviques. Este juicio formulado de pasada parece caer por su propio peso. Ahora bien, es importante prestarle atención antes de examinar las razones de la ideología comunista, no para poner a Marx a resguardo de la crítica, sino para señalar un equívoco que pesa sobre la interpretación. En efecto, no es posible sostener seriamente que el pensador que había impugnado la paternidad del marxismo haya planteado las premisas de la teoría de la dictadura leninista, hasta, cosa más extravagante todavía, las de la teoría del Estado totalitario edificado bajo el reino de Stalin. Furet es un historiador demasiado sabio y demasiado sutil para confundir el designio de Marx 1 2
Ibid. Ibid., pág. 14.
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y Engels con el de los dirigentes soviéticos. Pero tal es su problemática que lo induce a establecer una filiación antaño firmemente denunciada por los mejores analistas del bolchevismo. Souvarine, por ejemplo, por muy alejado que estuviera entonces de la teoría de la revolución, condenó todavía en 1983, en su prólogo a la reedición de La Critique sociale, las «divagaciones de los ignorantes y los mediocres que atribuyen a Marx y a Engels la responsabilidad de todos los males que afligen a la sociedad actual (soviética)». Evoco al célebre historiador del bolchevismo porque Furet se refiere largamente a él como al más precoz y más lúcido de los críticos de la IIIª Internacional (en cuya fundación había participado). Souvarine recuerda en particular cuán erróneo es hacer de la dictadura del proletariado un tema central del análisis de Marx: «Es una idea entre otras que él enuncia en algunas líneas, sobre todo en cartas privadas (. . . ) y en su crítica del programa de Gotha, pero a la que nunca consagró un capítulo de sus obras, ni siquiera una o dos páginas. En todo caso, con esto entendía un predominio político del proletariado expresado por el sufragio universal, siendo los asalariados la mayoría numérica de la población». En cuanto a Engels, prosigue Souvarine, «él concluye su prefacio a La guerra civil en Francia con estas palabras: miren la Comuna de París. Eso era la dictadura del proletariado. Ahora bien, la Comuna parisina fue un conglomerado de proudhonianos, de blanquistas, de republicanos dispares. No tiene nada en común con la dictadura de la oligarquía de un partido único, monolítico, convertido en dictadura del Secretariado no bien falleció Lenin».3 Es innegable cómo explotó Lenin el texto de Marx, con el apoyo de citas literales. Por su parte, Stalin y su cohorte de plumíferos se abrevaron en la enseñanza de Lenin. Con seguridad, estos hechos son instructivos, pero todavía hay que interpretarlos. Que el Escrito supuestamente contenga la respuesta a cualquier pregunta que surja en el curso de las cosas es un rasgo característico del comunismo (y que lo diferencia del totalitarismo de tipo fascista). El Escrito se da a la vez como origen y como cierre del saber y requiere cierto género de lector: el miembro de la comunidad del partido. El mismo Lenin, hablando con propiedad, no es un intér3
Boris Souvarine, La Critique sociale 1931-1934, París, Éditions de la Différence, 1973, pág. 9.
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Falsa paternidad de Marx
prete y un guía en el conocimiento de Marx. Poco importa que anude una relación con aquellos que antes de él reivindicaban la enseñanza del fundador: él los barre como ignorantes, hipócritas, traficantes del texto. Él parece el primer y último lector, imponiendo así la imagen del comunista único, marxista-leninista. De hecho, la falsificación de la obra de Marx se descubre ya con la institución del partido como poseedor colectivo del sentido de la palabra revolucionaria. Y no deja de proseguirse en favor de la difusión de una suerte de formulario del que cada uno extrae la máxima que conviene a la línea del partido. De la obra se tacha todo cuanto suscita duda, vacilación, todo cuanto se presta a la interpretación. Los comunistas, gracias a Lenin, de una vez por todas pusieron a punto su tratamiento de texto: manipulan a Marx así como manipulan los hechos. El uso de la teoría, como de la práctica, se vuelve policial.
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La idea de la revolución y el fenómeno revolucionario
Una vez erigida la ilusión en principio del comunismo, no basta con identificar a «sus inventores», todavía es preciso preguntarse de dónde les vino la inspiración. Una vez más, si no me engaño, el historiador remite esta inspiración a dos centros: la pasión revolucionaria y la pasión democrática. La primera está fechada: nace con la Revolución Francesa. Bajo un primer aspecto, como lo señalaba, ésta suministra uno de los componentes de la ilusión: los bolcheviques la disfrazan para convertirla en un precedente (vale la pena recordar que la dictadura jacobina no duró más que cuatro meses); bajo otro aspecto, reaparece como la primera fuente de la ilusión. Son convincentes las páginas que tratan del papel que se hizo desempeñar a la historia de la Revolución Francesa en el seno del movimiento bolchevique, luego fuera de Rusia, particularmente en Francia, en los debates que siguieron a la revolución de Octubre y que movilizaron en particular a historiadores renombrados. En efecto, sería incomprensible la transfiguración, por estos últimos, de la vieja Rusia liberada de la autocracia como modelo de una nueva sociedad si su imaginación los condujera a la Revolución Francesa: «Al hacer familiar lo desconocido con algo que es conocido, se reintegra primero la historia rusa en la matriz occidental, lo que permite olvidar o conjurar su lastre. Revolución, contrarrevolución, partidos, dictadura, terror, economía dirigida, otras tantas ideas abstractas que funcionan
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como equivalencias».1 Al leer estas páginas no caben dudas, los observadores se muestran bajo el imperio de una ilusión: «Así ocurre con el razonamiento analógico, que libera al historiador, y luego o al mismo tiempo a la opinión, del examen de lo particular, a la vez en los acontecimientos y en las intenciones de los actores». En suma, hay un rechazo a ver aquello de lo que uno es testigo, uno quiere ver lo que se imagina. Tal es, en efecto, una de las razones del «encanto universal de Octubre». En cambio, afirmar la filiación efectiva de las dos revoluciones tiene por efecto ocultar más que aclarar la novedad del bolchevismo, y, más generalmente, del comunismo. La Revolución Francesa engendró realmente un mito de la revolución. El hecho, al que ya se refería con justa razón Furet en Pensar la Revolución Francesa,2 es indiscutible. Por otra parte, no había escapado a cantidad de escritores en el curso del siglo XIX. La obra más notable a este respecto sigue siendo sin duda la de Giuseppe Ferrari, sobre la cual anteriormente yo había llamado la atención, Machiavel juge des révolutions de notre temps (1849), en la cual la Revolución es presentada como una reencarnación del Príncipe moderno. Tocqueville, por su parte, descubría el nacimiento en el mundo moderno de una nueva raza de revolucionarios que en todas partes le parecían poseídos por el deseo de destruir las instituciones establecidas. Tocqueville, como se sabe, no quería que se confundieran los efectos de la revolución democrática con los de la Revolución Francesa. La primera, pretende demostrar al examinar la sociedad norteamericana, puede prestarse a un arte político que permita dominar sus instintos salvajes; la segunda encendió una pasión de destrucción que no deja de alimentarse. Por lo tanto, Furet sigue aparentemente a Tocqueville cuando llega hasta preguntarse si la creación de la democracia en Norteamérica merece el nombre de revolución. No obstante, los trabajos de los historiadores contemporáneos Bernard Baylin y Gordon S. Wood a mi juicio borran esa duda.3 Los mismos norteamericanos estaban persuadidos de fundar una sociedad sin precedentes en la historia de la humanidad, y reivindicaban principios 1
Ibid., pág. 96. Hay versión en español: trad. de Arturo Firpo, Barcelona, Editorial Petrel, 1980. 3 Gordon S. Wood, La Création de la république américaine, trad. francesa de F. Delastre, París, Belin, 1991; Bernard Baylin, The Ideological Origins of the American Revolution, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 1967. 2
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universales. En cuanto a los acontecimientos que jalonaron los primeros años de la República, no fueron nada menos que apacibles. No obstante, como yo mismo lo observaba al comentar el análisis de Gordon S. Wood: «Francia sólo vio la Revolución separada de sus actores. Sólo allí fue idealizada, hasta personificada; sólo allí nació una mitología y se formó el tipo del héroe revolucionario».4 En términos muy cercanos a Furet, yo agregaba: «(. . . ) con la Revolución Francesa se erigió una escena imaginaria sobre la cual, hasta una época reciente, se proyectaron los deseos de aquellos que, aquí y allá, ponían sus esperanzas en un cambio radical». Por su parte, François Furet no se limita a señalar que la Revolución Francesa dio nacimiento a un imaginario de la revolución. Él quiere reubicar a la Revolución Rusa en su estela. Así, debe aclarar lo que fue el aporte esencial de la Revolución Francesa, recuperar su huella al principio de la Revolución Rusa y, más generalmente, al principio de las revoluciones que condujeron a la construcción de un sistema totalitario. Como dice: «Invención reciente de los franceses a fines del siglo XVIII, convertida en figura central de la escena pública europea, luego universal, marca ante todo el papel central de la voluntad en la política: ella es la ilustración y la garantía de que los hombres pueden dejar atrás su pasado para inventar y construir una nueva sociedad».5 En el mismo pasaje observa: «la pasión revolucionaria quiere que todo sea político», luego: «lo que inventó la Revolución Francesa no es tanto una nueva sociedad, fundada en la igualdad civil y el gobierno representativo como un modo privilegiado del cambio, una idea de la voluntad humana, una concepción mesiánica de la política».6 Suponiendo que sea así, todavía se debería observar que múltiples movimientos, programas, utopías revolucionarias aparecieron en Francia y en Europa, incluso en Rusia, en las cuales no se encuentran huellas de una concepción marxista o leninista del cambio. Ahora bien, Furet sólo se interesa en el «modo privilegiado del cambio» que garantizó el éxito del comunismo. Si sólo el bolchevismo logró establecer un nuevo régimen, ¿no es preciso preguntarse a qué aspiraciones supo responder, a qué corrientes supo dar salida, aun cuando se descarte la tesis del determinismo histórico? ¿O 4
G. S. Wood, La Création de la république américaine, op. cit., prefacio, pág. 8. F. Furet, Le Passé d’une illusion, op. cit., pág. 46. 6 Ibid., pág. 47. 5
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bien habrá que entender que fue el único movimiento capaz de captar los recursos de la Revolución Francesa porque estaba fascinado por ella? No obstante, de admitirlo, nos equivocaríamos de medio a medio, porque nos enteramos que el mito de la revolución – en el sentido en que él asocia el voluntarismo, el constructivismo y el mesianismo políticos – también dominó al fascismo. Sin duda, se nos recuerda que el fascismo fue abiertamente antiuniversalista; pero por su voluntad de afirmarse como tal, se muestra de algún modo a la altura de su adversaria, la democracia burguesa, puesto que se encarga de denunciar su incapacidad para imprimir sus principios en la realidad. Su fuerza revolucionaria, pues, viene no sólo de su ruptura con el ideal de una restauración del viejo orden, sino de su pretensión para construir un orden totalmente nuevo «en nombre de la voluntad política de las masas». Bien sé que Furet se interesa en la «idea» de revolución, en el pasaje que menciono, y por otra parte en toda su obra; este propósito es plenamente legítimo. No obstante, la potencia que adquiere la idea y los objetivos que le permiten concretarse no son inteligibles a menos que se considere el terreno sobre el cual logra arraigarse. Si se lo observa, uno no se ve llevado a sustituir el análisis de la idea por un análisis de hechos supuestamente reales, pero aparece la diversidad de los fenómenos revolucionarios. El término mismo de revolución, debe aceptarse, se presta a diferentes acepciones, según se refiera uno ya sea a los acontecimientos que inauguraron la era democrática o a la revolución de 1848, ya a la revolución de tipo fascista, italiana o alemana, del siglo XX. Ésta realmente implica la destrucción de una estructura política y social y la fundación de un nuevo régimen, pero su rasgo distintivo es ser preparada y efectuada por una minoría que aprovechó compromisos con una parte de los dirigentes conservadores y el apoyo activo de una amplia fracción de las clases medias; se traduce por la subordinación del aparato estatal existente al partido en adelante único. No obstante, sin lugar a dudas no podemos negar a la conquista del poder por el fascismo el carácter de una revolución. La palabra es utilizada tanto por sus instigadores como por sus víctimas. No obstante, el modo de cambio es muy distinto que aquel que dio su primer sentido a la idea de revolución. El acontecimiento francés, como ya el acontecimiento norteamericano, se destaca ciertamente de aquellos que antaño se llamaban «revuelta» o 40
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«rebelión», pero conserva el carácter de una insurrección. La revolución consiste entonces, en su primer movimiento, en un levantamiento popular. Individuos en masa, en diversos lugares, cuya condición requería la obediencia a algunos superiores considerados como legítimos, infringen sus órdenes y afirman sus derechos como si tuvieran la ley de su parte. En Rusia, como en Francia, «los hombres se arrancan de su pasado para inventar»: de buena gana retomo la fórmula, pero para subrayar que esos hombres no están movidos por la «idea de revolución», y que ese arrancamiento testimonia en primer lugar un rechazo colectivo de la jerarquía y una reivindicación de las libertades. En febrero de 1917, algunas semanas – hasta algunos días – bastan para birlar la ciudadela del Estado; el gobierno, el ejército, la policía, los tribunales son reducidos a la impotencia. Las fuerzas sobre las cuales se apoyaban tanto las leyes como el espíritu de las leyes se descomponen sin que se pueda designar el motor de la revolución. La insurrección se propaga de un centro a otro sin ninguna concertación. Las prohibiciones que pesaban sobre la palabra son levantadas. Hombres que, la misma víspera, veían su existencia estrechamente regulada en el marco de su condición se reúnen, se consultan, se organizan, definen objetivos comunes; algunos de ellos, que no estaban preparados para eso ni por su autoridad, ni por su competencia, redactan manifiestos, arengan a los demás. Lo que tanto había horrorizado a Burke ante el espectáculo de la Revolución Francesa, la fiebre generalizada de innovación, la descomposición del cuerpo de la nación, se reproduce en 1917. Cosa sorprendente, François Furet, como por otra parte Martin Malia, sobre cuya obra volveré, apenas menciona Febrero: sólo Octubre los ocupa, que marca el éxito de la estrategia elaborada por Lenin con miras a la conquista del Estado. Sin embargo, Octubre sólo es inteligible reubicado en el marco de una situación tumultuosa cuyo punto de partida es la insurrección de Febrero. Ésta libera una oleada de reivindicaciones y da nacimiento a una profusión de órganos revolucionarios. Marc Ferro consagró a la descripción de este período dos obras notables, tanto por la riqueza de la investigación como por la fecundidad de su interpretación: una, La Revolución de 1917, cuyo primer volumen está totalmente consagrado a la primera fase de la Revolución, el otro, Des soviets au 41
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communisme bureaucratique.7 De ellos retengo, en primer lugar, el análisis de los cuadernos de reivindicaciones, procedentes de las regiones más diversas del país, que él compara con los libros de reclamaciones de 1789, sin dejar suponer, eso es evidente, que estos hayan servido de modelo. Como antaño en Francia, las reivindicaciones populares testimonian en Rusia una convergencia considerable. Al comienzo, sólo en una pequeña parte son de orden político, y no señalan ninguna injerencia de los partidos en los grupos que los redactaron. Las condiciones de trabajo, la seguridad material o la higiene constituyen el principal objeto de la protesta obrera. Su interés es hacer vislumbrar la opresión de la población y la explotación de la mano de obra, que se había intensificado desde el comienzo de la guerra. Ningún documento destruye mejor la leyenda de un Estado zarista que, por su propia evolución, habría llevado a la instauración de un régimen liberal. Aquí se descubre hasta qué punto la aceleración innegable del progreso económico en los años que precedieron a la Revolución trajo aparejada la agravación de la suerte de la masa del pueblo. Más importante todavía es observar el surgimiento de órganos revolucionarios que cubren toda la extensión del país, de Febrero a Octubre. Ferro bosqueja un inventario de esto en Des soviets au communisme bureaucratique. Éste nos permite comprender mejor cómo se encadenan los acontecimientos hasta la victoria del bolchevismo. Recordemos brevemente que inmediatamente después de la insurrección se instaura una dualidad de poder entre el gobierno provisional y el soviet de Petrogrado (preludio al soviet de los diputados de los obreros y los soldados). Un primer punto llama la atención: los soviets surgen espontáneamente. En 1917, como en 1905, señala Souvarine, la revolución comienza «sin la iniciativa de los revolucionarios profesionales. Ningún partido socialista había arrastrado o guiado a la masa rebelde. Ningún jefe indicaba el camino».8 La misma observación en Ferro, que además subraya la premura de los partidos en ubicar a sus 7 Marc Ferro, La Révolution de 1917, I, La Chute du tsarisme et les origines d’Octobre, París, Aubier, 1967 (reed. Albin Michel, 1992); Des soviets au communisme bureaucratique. Les mécanismes d’une subversion, París, Gallimard, col. «Archives», 1964. [Hay versión en español de: La Revolución de 1917, trad. de Máximo Loizu, Barcelona, Editorial Laia, 1975.] 8 Boris Souvarine, Stalin. Aperçu historique du bolchevisme, París, Plon, 1935, págs. 138-139.
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militantes en el Buró y el Comité ejecutivo del soviet de Petrogrado y el papel al inicio preponderante que desempeñan los mencheviques en estos órganos. Si nos atenemos a la primerísima fase del proceso revolucionario, las relaciones entre el gobierno provisional y el soviet, por muy tensas que fuesen, no evolucionan mucho. Por un lado el gobierno, que responde a las aspiraciones y los intereses de una capa social muy minoritaria, y cuyos miembros no tenían ninguna experiencia en los asuntos públicos, se muestra incapaz de percibir la urgencia de la situación. Su promesa de reunir una Constituyente no implica ninguna precisión sobre su plazo. No satisface ni las reivindicaciones de los obreros, que padecen la escasez en las ciudades, ni las de los campesinos, que reclaman tierras, ni las de los soldados, que esperan la paz, ni las de los nacionalistas, en busca del derecho a la autodeterminación. Por otro lado, el soviet de Petrogrado goza de un inmenso prestigio en el país, dispone de legitimidad democrática, pero no trata de ejercer la autoridad. Se opone a toda medida que trabaría el movimiento revolucionario, sin dar forma a una asamblea popular representativa, dominado como está por los delegados de las organizaciones. Sus actividades no llevan la marca de un designio político. En semejante coyuntura, Lenin, de regreso en Rusia, desempeña por lo tanto un papel decisivo al formular sus Tesis de abril: endereza la política de los bolcheviques, mide la debilidad del gobierno y fija el objetivo de la toma del poder. Aunque Souvarine haga referencia a la impaciencia de las masas, él concentra su atención en las relaciones de fuerza en el marco del soviet y en la política vacilante de los bolcheviques. En cambio, el mérito de Ferro es desplazar la perspectiva que privilegiaba los conflictos entre las formaciones políticas y las tensiones en el interior del bolchevismo para describir la especie de democracia salvaje que se instauró inmediatamente después de la Revolución; democracia, en ese sentido de que el principio de la elección y del libre debate es reconocido en todas partes, pero salvaje, en ese sentido de que es impotente para regularse en un sistema de instituciones y que va a permitir que la burocracia del partido capte una parte de las energías invertidas en la creación de órganos autónomos. El soviet de los diputados y los soldados, en efecto, abarca una multiplicidad de soviets locales, independientes, bajo cuya autoridad se ubican innumerables comités de industria o de fábrica, comités de barrio, 43
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de soldados, por último, particularmente activos, comités de campesinos. Fuera de ellos existen un poderoso movimiento cooperativo, vinculado con los principios de la democracia liberal y en favor de la distribución de tierras a los campesinos, movimientos de jóvenes, movimientos de mujeres y movimientos nacionales. Al describir la actividad de estos órganos que tienen cada uno «su proyecto de sociedad» pero, en común, el deseo de una ruptura con el antiguo régimen, Ferro destruye esa otra «leyenda» (la cual, lo aclaro, no era acreditada por Souvarine) que hace de Octubre un simple golpe de fuerza bolchevique logrado por azar, pero debido al genio de Lenin, concebido desde el inicio de la Revolución, y guiado por la teoría marxista. El arte de los bolcheviques, que por otra parte no es propio pero se muestra superior al de sus rivales, consiste, en el curso del período, ya sea en colocar a sus militantes en los comités y los movimientos independientes, ya en asociarse, por la ayuda que les ofrecen, los elementos que se distinguen por su activismo. En cuanto al arte particular de Lenin, consiste en adaptar su estrategia a las circunstancias, sin tener miedo de modificar su apreciación de la situación y sus consignas (llega a hacer suyas las reivindicaciones de los comités de fábrica, tras haberse opuesto a ellos, hasta predicar el control obrero; del mismo modo, tarda en sostener la consigna de la tierra a los campesinos y a proclamar el derecho de los nacionalistas a la independencia). En Octubre, por lo tanto, el partido no se beneficia solamente con una vacancia del poder y la inconsistencia de la política de los mencheviques, sino que sabe responder a las expectativas y aprovechar la ocasión de imprimir a la revolución una dirección que haga aparecer como imposible todo retorno. Al mismo tiempo, como lo muestra Ferro, procura a todos aquellos que se han vuelto activistas y en adelante no viven sino de su actividad revolucionaria la seguridad de que no volverán a caer en la «vieja encrucijada», la de la fábrica, el cuartel, la domesticidad o el trabajo de la tierra.9 A pesar de eso, si se observa la línea seguida por los bolcheviques desde Febrero (la cual, en varias oportunidades, provoca importantes divergencias en el partido), debe admitirse que es sinuosa. Los bolcheviques promueven los comités de barrio antes de abandonarlos, luego los rehabilitan; se oponen a los comités de industria, antes de encon9
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M. Ferro, Des soviets au communisme bureaucratique, op. cit., pág. 157.
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trar en ellos el medio propicio a su implantación, después de adueñarse de sus reivindicaciones; denuncian la política agraria de los socialistasrevolucionarios, antes de retomar su programa. Los soviets al principio les inspiran desconfianza; luego reivindican para ellos «todo el poder», abandonan un momento esa consigna en julio, bajo la influencia de Lenin, y finalmente, siempre bajo su influencia, la reformulan cuando ganan la mayoría en los más importantes de ellos. Incluso entonces, observa Ferro, Lenin se opone a que la insurrección coincida con el IIº congreso de los soviets y logra así atribuir al «Comité de defensa de la capital» (es decir, en el partido) la paternidad del nuevo régimen. Por último, se saben cuáles serán las consecuencias del giro de Octubre: primero, la evicción del gobierno de las otras formaciones socialistas, luego su persecución; la restricción de la libertad de prensa, luego su supresión; la destrucción o la subordinación de todos los órganos independientes; la concentración de todos los medios del poder entre las manos del buró político del partido; luego las medidas tomadas con miras a un control de todas las actividades, en la economía, la administración estatal, la justicia y la cultura; por último, la creación de la Checa y el ejercicio del terror. Es audaz reducir el curso de los acontecimientos a los efectos de la pasión revolucionaria, como si no tuviera más que un solo motor. Esta pasión se expresa en Rusia en los múltiples movimientos que se oponen a la dictadura del partido; así como se expresa fuera de las fronteras de Rusia en particular con una vehemencia no igualada en la crítica que hace Rosa Luxemburgo del leninismo. Pero tal vez lo más significativo es que moviliza a una fracción de los «viejos bolcheviques» decididamente partidarios inmediatamente después de Octubre de un reparto del poder con las otras corrientes revolucionarias y del mantenimiento de la libertad de expresión. Este episodio no puede ser borrado, aunque se observe que aquellos que reprueban la política de Lenin y dimiten de sus funciones posteriormente se unirán a él y participarán en la construcción de un sistema burocrático, sin perjuicio, un poco más tarde, de convertirse en sus víctimas. Para dar cuenta del cambio que ilustra la supresión de todas las libertades democráticas, Souvarine observa con sagacidad: «Lenin no tiende por predilección al poder personal, ni al empleo de la violencia; él padece la lógica de una situación y el desarrollo de un sistema. Ampliada 45
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a escala de un inmenso Estado, es la transposición del tipo militar de la estrecha organización de los revolucionarios profesionales a las órdenes del círculo clandestino de los dirigentes».10 ¿Es ésta la única clave? Por lo menos, Souvarine tiene el mérito de llamar la atención sobre otra cosa más que la «lógica de una idea», de pensar la conjunción que se operó entre el movimiento de masa que da nacimiento a múltiples formas de acciones y a reivindicaciones en una gran parte convergentes – fenómeno que no deriva de ningún plan – y el desarrollo de un partido cuyo embrión contenía ya, cerca de quince años antes de la Revolución, sus características fundamentales. Por lo tanto, no es preciso admitir que, desde la Revolución, se manifiesta, más allá de la contingencia de los acontecimientos, una finalidad que radica en la constitución del partido. Ella parece imponerse a sus agentes, en parte a su despecho, y, por lo que respecta a algunos de ellos, en oposición a sus iniciativas. El partido responde a su vocación, que es no tolerar nada, de no ser bajo el efecto de una necesidad de hecho, que se haga fuera de él. Este partido, se dirá, es una creación de Lenin. Éste fijó desde 1903 los principios que lo distinguen de todas las otras formaciones políticas. Predomina el imperativo de la organización: éste requiere, por un lado, una estricta selección de revolucionarios capaces de hacer de su actividad política una profesión y de subordinar su vida personal a su ejercicio, y, por el otro, su distribución en función de los imperativos de la división del trabajo revolucionario. Los dirigentes, en principio designados por los militantes, deciden acerca de la afectación de cada uno de ellos a misiones en medios, en instituciones, en regiones, que, en función de las circunstancias, son considerados estratégicamente importantes. La aplicación de la línea del partido exige una estricta disciplina de acción. La obediencia incondicional de los militantes a las órdenes del Centro trae aparejado un sentimiento de identificación a la causa del partido. Semejante modelo ciertamente es forjado por Lenin. Pero ¿quién creería que él lo sacó del «tesoro de su mente»? Él procede de la condensación de diversos esquemas de organización que ya están en obra en el ejército, la policía, la fábrica, la burocracia estatal. Que el partido, por minúsculo que sea en sus comienzos, contenga ya
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B. Souvarine, Stalin, op. cit., pág. 243.
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un Estado en potencia se ve enseguida por la señal de que todo campo de la vida social es en principio de su incumbencia. Hecho a menudo recalcado, el bolchevismo no es en una primera fase monolítico; en varias oportunidades se muestra el escenario de ásperas discusiones, tanto antes de la Revolución como en el curso de su desarrollo. Habrá que esperar a 1922 para que se decida la prohibición de las fracciones. Pero más que encontrar en este rasgo la marca de un funcionamiento democrático, detectamos la eficacia de un mecanismo que malogra toda división interna, según la regla de que el partido está por encima de todo y de todos. Es cierto que en los hechos Lenin casi siempre es su beneficiario. ¿Será porque se muestra el dirigente más lúcido y más hábil? En gran parte, sin duda. La reorientación de la política del partido en abril de 1917 suministra una prueba de sus capacidades excepcionales de adaptación. Lo cual no impide que en varias ocasiones su juicio está en falta. Fuera de que goza del prestigio del fundador – lo que no es poca cosa – encarna la voluntad del partido de ejercer la dictadura o, digamos más, de organizar todas las fuerzas de la sociedad. Tal es la constante de su conducta. ¿Se desprende ésta de la idea enunciada, desde su ¿Qué hacer?, de que el proletariado no puede alzarse por su propio movimiento a la conciencia de sus tareas históricas, de que esta conciencia le es aportada de afuera? Pero es sabido que Lenin no hace entonces sino reformular un propósito de Kautsky (citándolo literalmente).11 Ahora bien, Kautsky en modo alguno extrae de esto las mismas consecuencias, es decir, el proyecto de un partido único, no en el solo sentido de que excluye la existencia de los otros, sino también en el sentido de que se confunde con todo el pueblo. Kautsky criticará la noción leninista del partido y será uno de los primeros teóricos en descubrir la naturaleza totalitaria del régimen comunista en 1924. En consecuencia, volvamos a recalcar que la eficacia de una «idea» no se deslinda de una dinámica social y política. Nada más instructivo, a este respecto, que el cambio de posición de Trotsky. Durante los desgarramientos que preceden la escisión de la socialdemocracia, su oposición a Lenin es tan vehemente como la de Rosa Luxemburgo. En Nos tâches politiques denuncia la «chata caricatura de la intransigencia trágica del jacobinismo» (la Revolución Francesa 11
Véase ibid., pág. 50.
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realmente proporciona una escena, como lo observa Furet, pero el jacobinismo, en este caso, sirve de espantajo); él prevé una situación en la cual «la organización del partido sustituye al proletariado; el Comité central sustituye a la organización, y por último el dictador sustituye al Comité central». Si se sigue el juicio de Lenin, sigue Trotsky, «todo el movimiento internacional del proletariado sería acusado de moderantismo en el tribunal revolucionario, y la cabeza leonina de Marx sería la primera en caer bajo la cuchilla de la guillotina». No se podría desmentir mejor la tesis de que la política bolchevique se desprendería del marxismo y de que Lenin no habría hecho otra cosa que desviar su enseñanza. No menos significativa es la crítica de una fidelidad incondicional a la teoría: «El que la niega debe ser rechazado. El que duda está cerca de negar. El que cuestiona está cerca de dudar. . . ». Y la conclusión: «(. . . ) los bolcheviques se representan como una dictadura sobre el proletariado».12 Entonces, ¿cómo comprender que el hombre que, no lo olvidemos, desempeñó un papel de primer plano en la Revolución, al punto de ser el artesano de la toma del poder en Octubre, se haya unido a Lenin? ¿Se rindió a sus argumentos? ¿Se fascinó por su genio? ¿O bien, a partir de 1917, cayó en la trampa del partido, cedió a la doble atracción de una máquina revolucionaria y de un cuerpo místico del proletariado? No voy a zanjar entre una «buena revolución» popular y un movimiento que se habría apoderado de ella para construir un Estado totalitario. No es un azar si los soviets y los órganos autónomos se muestran impotentes para instaurar una democracia. Y tampoco lo es si el partido alía a la creencia en una revolución, cuyo objetivo es la creación de una sociedad liberada de toda división, una estrategia guiada por el imperativo de la organización y de la absoluta identificación de los militantes con su dirección. Mi interés es solamente identificar los signos de la gestación de un régimen «sin precedentes». zzz Furet, asombrado por la credulidad de políticos y periodistas franceses, escribe: «El régimen de la URSS bajo Stalin, cuando aparece en 12
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Todas estas citas están tomadas de B. Souvarine, Stalin, op. cit., pág. 66.
La idea de la revolución y el fenómeno revolucionario
los años treinta, no tiene precedentes en la historia. No se parece a nada de lo que existió antes. Nunca un Estado en el mundo se dio como objetivo matar, deportar o someter a sus campesinos. Nunca un partido sustituyó tan completamente al Estado. Nunca controló tan totalmente toda la vida social de un país y la vida de todos los ciudadanos (. . . ). Ninguno de estos rasgos del bolchevismo, en su segunda modalidad, es inteligible a partir de los ejemplos del pasado, o en el interior de un marco conceptual familiar».13 ¿Cómo decirlo mejor? En vano se subestimaría la mutación que señala el reino del estalinismo. No obstante, se trata de una mutación en el interior de una nueva especie política. Ahora bien, ésta no es identificable mientras se la convierta en el producto de una idea o de un encadenamiento de ideas. Trotsky formulaba ya este extraño diagnóstico: Stalin se adueñó de una máquina que era el producto de la lucha de los bolcheviques, la que a su vez era el producto de ideas.14 A su despecho, incitaba a preguntarse en qué consistía la máquina puesta a punto por el primer bolchevismo. ¿No es preciso coincidir en que éste ya constituía un partido «sin precedentes», que no se dejaba aprehender en un «marco conceptual familiar»?
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F. Furet, Le Passé d’une illusion, op. cit., págs. 179-180 (el subrayado es mío). León Trotsky, Stalin, París, Grasset, 1948, pág. XIII.
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El fantasma jacobino
Vuelvo así a la hipótesis de un relevo de la Revolución Francesa por la Revolución Rusa. Lenin reivindica el jacobinismo inmediatamente después de la creación del bolchevismo; Plejánov lo acusa entonces de ser el heredero del jacobinismo; Rosa Luxemburgo sostiene el mismo juicio; Trotsky, por su parte, a partir de 1924 se mostrará obsesionado por la imagen de un nuevo Termidor, del que anunciará ya sea la repetición, ya la fecha cercana, antes de declarar que se produjo «hace diez años» (es decir, sin que él se percatara).1 Las referencias a 1793, por lo tanto, son instructivas, pero no deben ocultar lo que hay de inédito en la situación. En el corazón de la comparación se destacan el tema de la dictadura, el de la idealización de la revolución, el de la voluntad del pueblo, el de la oposición entre democracia representativa y democracia directa, y por último el tema crucial del terror. No obstante, si es fecundo esclarecer algunos rasgos de la Revolución Francesa a la luz de la Revolución Rusa – como tan bien lo hizo el autor de Pensar la Revolución Francesa al mostrar la conjunción de la ideología y de la manipulación de las masas, allí donde tantos historiadores no habían querido ver más que el drama del nacimiento de una nación – ¿no se expone uno a desconocer la novedad del comunismo siguiendo el camino inverso, es decir, queriendo descubrir su fuente? Por cierto, el jacobinismo constituye ya una má1
He señalado las variaciones de Trotsky sobre la apreciación de un Termidor soviético en «La contradiction de Trotski et le problème révolutionnaire», Les Temps Modernes, Nº 39, 1949, retomado en Cl. Lefort, Éléments d’une critique de la bureaucratie, op. cit.
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quina («terrible máquina», dice Michelet); fabrica una opinión, malogra las leyes o decretos de la Asamblea y confiere a Robespierre un poder exorbitante. No obstante, los clubs son algo muy distinto que los comités que surgen en 1917, para no hablar de los soviets. Las asambleas sucesivas de 1789 a 1794 representan al pueblo, mientras que los clubs pretenden figurarlo, había observado antaño Furet. De ambos lados se quiere encarnar la Revolución: la tensión no nace en 1793, sino que caracteriza todo el período de la Revolución. El caso es que es imposible destruir el régimen de asamblea. Los jefes jacobinos se apoyan en los clubs; por un lado, se adaptan a su voluntad; pero no dejan de sacar su autoridad de la función que ejercen en la Asamblea. Furet observaba también que Robespierre, mejor que cualquier otro, «siempre [está] ubicado en el punto estratégico donde se cruzan la palabra de las calles y de los clubs y la de la Asamblea (. . . )».2 No obstante, es la Convención la que «pone el Terror en el orden del día»: ésta no se libera de un debate sobre su justificación. Es requerida en nombre de la virtud, de la libertad, de la felicidad pública y de la inflexibilidad de las leyes. Sin duda, los principios invocados son también los de los jacobinos. Pero todavía es preciso que sean garantizados por los representantes debidamente mandatados por el pueblo. Ningún eco, en el universo bolchevique, de las declamaciones de Robespierre sobre el «despotismo de la libertad» o de las intimaciones dirigidas por Saint-Just a los miembros de la Asamblea, del tipo: «¿Qué queréis, vosotros que no queréis virtud para ser felices; qué queréis, vosotros que no queréis terror contra los malvados?». Diferencia de lenguaje, se dirá, no de mecanismo. Pero el lenguaje no es desdeñable. Saint-Just se dirige a hombres para los cuales es esencial presentarse como individuos. Y, al mismo tiempo, el Terror se ejerce por un mecanismo particular. Lo que se llama la dictadura jacobina exige el disimulo de la posición de un dictador, hombre o grupo, que se alce por encima de las leyes. Robespierre reina sobre la Convención, su palabra es aterradora debido a su arte para hacer pesar sobre sus adversarios la sospecha de conspirar contra la República. Sus astucias llevan la huella del régimen. Testimonian la necesidad en que se encuentran los terroristas de dejar aparentemente 2
François Furet, Penser la Révolution française, París, Gallimard, 1978, pág. 82. [Hay versión en español: Pensar la Revolución Francesa, trad. de Arturo Firpo, Barcelona, Editorial Petrel, 1980.]
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vacío el lugar del poder. En este sentido el Terror revolucionario no se aparta de un principio democrático; requiere que los terroristas se reconozcan mutuamente como tales, iguales ante la ley, esa ley cuya espada se llama el Terror y que debe ser afirmada sin ninguna restricción. En consecuencia, a cada uno le corresponde asumir la responsabilidad del Terror: falta la institución que los soldaría a todos en un bloque, o los sometería a lo que Lenin llama la «mano de hierro» del partido. De la espada de la ley a la mano de hierro del partido, ¿no se mide un cambio que se opera en las mentalidades y en la acción? El jacobinismo no es un bolchevismo balbuciente. Confunde la sintaxis de la democracia con la del absolutismo. No bien Robespierre parece querer consolidar el sistema del Terror, destruye lo que quedaba de la unidad de los terroristas, mantenida antes gracias a su complicidad activa o pasiva, pero siempre bajo el efecto de la representación de la ley. La instauración de un culto del Ser supremo contribuye a prestarle el designio de afirmar una autoridad absoluta fundada en una doctrina. Ahora bien, el Terror no puede conjugarse ni con una ortodoxia, ni con la dictadura de un guía supremo. Volvámonos hacia el bolchevismo: el principio de la organización y de la incorporación de los militantes en el partido está fijado desde su origen. No se identifica aquí la tensión entre la dictadura y la libertad, entre la institución y el individuo, entre la igualdad y la subordinación a las órdenes de un comité y de un jefe. Lenin no se demora en justificar la dictadura, y no se preocupa por los estados de ánimo de los revolucionarios. Él declara: «La noción científica de la dictadura se aplica a un poder que no está limitado por nada, al que ninguna ley, ninguna regla, refrena de ninguna manera y que se basa en la violencia». Y también: «La dictadura del proletariado es un poder conquistado y mantenido por la violencia, que el proletariado ejerce sobre la burguesía, poder que no está ligado por ninguna ley». Lo que se resume en la fórmula de Dominique Colas, de quien tomo esta cita: «Poder fuera de la ley, de no ser la de las relaciones de fuerza entre las clases».3 A partir de marzo de 1918 Lenin enuncia sin ambigüedad, en Les Tâches immédiates du pouvoir des soviets, el principio de la sumisión incondicional de la masa a una autoridad dictatorial personal; este principio 3
Dominique Colas, Le Léninisme, París, PUF, 1982, pág. 146.
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se impone a escala del Estado como a escala de la empresa industrial. Al formular la pregunta: «El nombramiento de tal o cual persona investida de plenos poderes dictatoriales ilimitados, ¿es compatible en general con los principios fundamentales del poder de los soviets?», responde en primer lugar: «Si no somos anarquistas, debemos aceptar la necesidad del Estado, es decir, de la coerción, para pasar del capitalismo al socialismo», luego añade esta precisión: «así, no hay absolutamente ninguna contradicción de principio entre la democracia soviética (socialista) y el recurso al poder dictatorial personal».4 Al encarar en segundo lugar el problema del funcionamiento de la industria, su respuesta es «que cualquier gran industria mecánica que constituye justamente la fuente y la base materiales de la producción en el socialismo exige una unidad de voluntad (. . . ) rigurosa, absoluta, que regule el trabajo de centenares, de miles y de decenas de miles de hombres (. . . ) Pero ¿cómo puede ser garantizada una unidad de voluntad? Por la sumisión de la voluntad de miles de personas a la de una sola». En otra sección del mismo texto consagrada al «aumento de la productividad del trabajo», él solicita «inscribir en el orden del día, introducir prácticamente y poner a prueba el salario a destajo; aplicar todo cuanto hay de científico y de progresivo en el sistema Taylor; proporcionar los salarios al balance general de tal o cual producción (. . . )».5 Llamado a una mano de hierro, crítica del poder actual que es «demasiado suave», de los tribunales revolucionarios y populares, que son «excesiva, increíblemente débiles», denuncia de las mentiras y las calumnias de los anarquistas, de los socialistas-revolucionarios y de los mencheviques, ataque contra los elementos pequeño burgueses, sostenido por el argumento de que «cuanto más dispuestos estamos a haber culminado la represión militar de la burguesía, tanto más peligroso se vuelve para nosotros ese elemento anarquista pequeño burgués»6 , otro ataque, tanto más temible cuanto que su objeto es menos perceptible, contra el «espíritu pequeño burgués» y la «moral del pequeño propietario»7 : todas estas declaraciones (a las que se añade la voluntad de 4 Lenin, Œuvres choisis, Moscú, Ediciones en lenguas extranjeras, 1947, 2 vol., t II, págs. 396-397. 5 Ibid., pág. 387. 6 Ibid., pág. 394. 7 Ibid., pág. 395.
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descubrir a los culpables y castigarlos sin merced) dan una idea de los principios del lenguaje. El interés del texto que menciono, muy conocido por todos los historiadores del bolchevismo, es hacer vislumbrar la creación de un nuevo tipo de sociedad, menos de un año después de Octubre. Como lo observa Dominique Colas, la fábrica es una de las referencias recurrentes (con la máquina, el ejército y la orquesta) en los escritos de Lenin; la organización del partido se inspira en esto, pero la relación entre el partido y la fábrica se lee también en sentido inverso, añade: ésta aparece como una entidad política.8 De la opresión que se desprende del trabajo en la industria Lenin no dice esta boca es mía. A partir del momento en que la producción masiva se vuelve el objetivo mayor del socialismo, poco importa la condición obrera, poco importa que sea agravada: la dictadura de un jefe es la regla, y, con ella, la disciplina de hierro. Los obreros recalcitrantes o culpables resultan enemigos políticos al igual que los pequeños burgueses o los pequeños propietarios. Así, a partir de 1918, se deja entrever la fantasmagoría estalinista del sabotaje, del parasitismo y del antisovietismo. La imagen de la revolución oculta a Lenin la gestación de un nuevo sistema de dominación. Mientras que pretende importar del Occidente, en particular de Alemania, el elemento de racionalidad del capitalismo necesario para la construcción del socialismo, no extrae del capitalismo, disociándolo de la democracia, más que un monstruo, el que, es cierto, todavía no merece su nombre: el Estado totalitario. Volvamos sobre el tema de la «mentalidad pequeño burguesa». Ésta se aloja en tal o cual grupo político o tal o cual categoría social (así se descubrirá en 1922, prosiguiendo su trabajo pernicioso entre los insurrectos de Kronstadt). La intelligentsia le ofrece otro terreno de elección. Sin duda, los intelectuales fueron considerados como los únicos capaces de elevar a los proletarios a la conciencia de su tarea; ellos aportan al proletariado la ciencia, como la aportaron antaño a la burguesía; sin ellos, no hay teoría revolucionaria, y sin teoría revolucionaria no hay práctica revolucionaria. . . (todo militante conoce la máxima). Pero estos intelectuales se basan en el partido. En cambio, los otros componen una especie detestable, la de gente que se toma por seres pensantes: pretenden sacar de ellos mismos su juicio, son «histéricos», sujetos a 8
D. Colas, Le Léninisme, op. cit., pág. 189 y sig.
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la sensiblería, en consecuencia les repugna la violencia y permanecen ciegos ante las tareas de la Revolución. A través del pequeño burgués o el intelectual, el blanco enfocado por Lenin y, hasta nuestra época, por todo buen comunista, es el individuo. Del individuo sólo se retiene un rasgo: la indiferencia por los otros y por la suerte colectiva. Pero, a través del individuo, se discierne el último blanco: cualquier modo de sociabilidad susceptible de escapar al control del partido, toda asociación que fuera signo de una iniciativa independiente, toda relación, toda comunicación, cuyos efectos fueran imprevisibles. Por eso no es extraordinario que Lenin se apure de inmediato por limitar la libertad de prensa: nada es más peligroso que la existencia de un circuito de la palabra pública. No se debería retener más que un criterio, para oponer el bolchevismo al jacobinismo; el de los derechos del hombre bastaría. De Febrero a Octubre de 1917 reinan la libertad de asociación y la libertad de expresión, sin hablar del derecho de resistir a la opresión. Se espera de la Constituyente que se garanticen las libertades fundamentales. Una vez los bolcheviques en el poder, esta asamblea finalmente reunida se ve disuelta de inmediato. En Francia, los derechos del hombre son recubiertos bajo el Terror, pero la ruptura simbólica que establecieron con el Antiguo Régimen no está borrada. En cambio, tras haber ganado la fuerza de imponer la disolución de los mencheviques, de los socialistasrevolucionarios y de los anarquistas, el bolchevismo no sólo pone fin al pluralismo político, no se afirma solamente como un partido único, se arroga la autoridad de decidir acerca de los principios que rigen tanto la vida económica como la familia, las costumbres, la sexualidad, la educación, la literatura o el arte (habrá que esperar al reino del estalinismo para que la competencia del partido se extienda al campo de la genética. . . ). Se vuelve intolerable la imagen de una sociedad civil, o sea: una sociedad en la cual, más que coexistir, puedan medirse unos a otros, eventualmente modificarse unos al contacto de los otros, de las opiniones, de las creencias y los intereses divergentes, en la cual puedan desplegarse campos de actividad cuya relación se sustraiga a todo punto de vista superestructural, y malogre el voluntarismo y el constructivismo de los dirigentes del Estado.
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Por lo tanto, me sorprende que Furet descubra un parentesco de intención entre el comunismo y la democracia. Por cierto, el comunismo le parece uno de los dos componentes de la revolución antidemocrática que se desarrolla en el siglo XX: «El mayor secreto de la complicidad entre el bolchevismo y el fascismo – escribe – sigue siendo sin embargo ese adversario que las dos doctrinas enemigas reducen o exorcizan mediante la idea de que está en la agonía y que sin embargo constituye su abono: muy simplemente, la democracia».1 Suscribo este juicio sin reservas. Yo mismo había escrito antaño: «El totalitarismo, a mi juicio, no se aclara sino a condición de captar la relación que mantiene con la democracia. Precisamente de ella surge cuando se implanta, por lo menos en su versión socialista, en un país donde la transformación democrática sólo estaba en sus comienzos. La destituye al mismo tiempo que se adueña de algunos de sus rasgos y les aporta una prolongación fantástica».2 Y todavía hay que preguntarse qué se entiende por «sociedad democrática», y por qué vía da paso al comunismo; si éste conserva su huella desvinculándose de ella; en resumen, si la revolución bolchevique es antidemocrática por sus consecuencias o si lo es en su principio. 1
F. Furet, Le Passé d’une illusion, op. cit., pág. 39. Cl. Lefort, «L’image du corps et le totalitarisme» [1974], L’Invention démocratique, op. cit., pág. 171. 2
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Una vez más intento reconstituir el argumento del autor de El pasado de una ilusión. A la primera de las preguntas formuladas – y al mismo tiempo a la última – responde en la continuación del pasaje que acabo de citar: «Entiendo aquí el término [democracia] en sus dos significaciones clásicas: la primera designa un tipo de gobierno fundado en el libre sufragio de los ciudadanos, la competencia periódica de los partidos para el ejercicio del poder y de los derechos iguales garantizados a todos; la segunda remite más bien a la definición filosófica de las sociedades modernas, constituidas por individuos iguales y autónomos, libres de elegir sus actividades, sus creencias o sus tipos de existencia». Bajo este doble aspecto, la democracia parece suscitar un rechazo tan radical por el comunismo como por el fascismo. No obstante, inmediatamente se menciona una particularidad del discurso comunista: «Lenin, heredero o discípulo de Marx, ve en la revolución que él prepara la realización de una promesa democrática por la emancipación de los trabajadores explotados». Lo que entendemos es que el proyecto tiende a instaurar una verdadera libertad de los hombres. No se toma en cuenta entonces más que el discurso o la representación comunista. Pero Furet da un paso más al declarar: «La ventaja intelectual del discurso leninista sobre el discurso fascista es así recuperar, más allá de la crítica de la democracia burguesa, el basamento del pensamiento liberal: si fue necesario derrocar a los regímenes que lo reivindicaban para cumplir sus promesas, lo cierto es que la autonomía del individuo está en el horizonte del comunismo como estaba en el centro del liberalismo».3 Esta vez, el discurso leninista sirve de vehículo a principios que habían sido generadores de la democracia moderna. De este juicio encuentro una confirmación una página más adelante: «(. . . ) la otra seducción capital del marxismo-leninismo está por supuesto en su universalismo, que lo emparenta con la familia de las ideas democráticas, con el sentimiento de igualdad de los hombres como resorte psicológico principal». Así, habría que admitir que Lenin sólo se equivocó al creer que había llegado la hora del proletariado: «El universalismo bolchevique tropieza muy pronto contra las condiciones concretas que rodearon su fracaso. Aquí tenemos a esos hombres en el poder en el país más atrasado, por lo tanto el más improbable, de Eu3
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F. Furet, Le Passé d’une illusion, op. cit., pág. 40.
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ropa». En suma, parece que se debe tomar al pie de la letra el discurso leninista y la promesa de universalidad más que buscar la intención que revelaría la práctica bolchevique. Si el lector todavía concibe dudas sobre el parentesco establecido entre comunismo y liberalismo, éstas son disipadas más tarde al leer un capítulo en cuyo transcurso Stalin aparece como el continuador del leninismo y de la tradición revolucionaria inaugurada a fines del siglo XVIII: «Los hombres de 1789 poseyeron esa virtud de expresar mediante su idea de la revolución, opuesta al Antiguo Régimen como el día a la noche, el fondo de constructivismo que obsesiona a la sociedad moderna. Ésta es un contrato entre asociados iguales en derechos, contrato producido por sus voluntades y por lo tanto secundario respecto de ellas. La concepción no es incompatible con la dictadura del Estado revolucionario, a poco que éste sea concebido o presentado como el agente colectivo de las voluntades ciudadanas, levantado contra el poder del pasado. Ahora bien, la versión bolchevique del subjetivismo revolucionario es más radical todavía que la de los jacobinos por dos razones. Primero porque Lenin, de hecho, mientras decía lo contrario, a través de la idea del partido de vanguardia de la clase elaboró una teoría de la omnipotencia de la voluntad política».4 (La otra razón esgrimida es el apoyo que la voluntad encontró en la ciencia.) Es cierto que en ese momento François Furet señala que Lenin apunta a otra cosa que lo que dice. Pero ¿puede uno satisfacerse con el concepto de «voluntad política», así fuera ésta caracterizada como omnipotente? En consecuencia, ¿qué es lo que se quiere, furiosa, desmesuradamente? ¿La emancipación de los trabajadores, la realización de la democracia, la autonomía del individuo, al final de la carrera hacia el poder total? A decir verdad, la cuestión no es tanto saber si Lenin es movido por la convicción de trabajar en la edificación del socialismo; más importante es detectar la intencionalidad del leninismo y descifrar sus signos al examen de una política totalmente guiada por la destrucción de la autonomía de los individuos, de todo modo de sociabilidad, decía yo, que escape al dominio del partido, y de toda oposición en el interior del mismo partido. La cuestión no es tanto saber si las dificultades surgidas de la revolución en un país atrasado obligaron más o menos a utilizar medios en contradicción con los fines 4
Ibid., págs. 173-174.
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perseguidos; más importante es identificar un sistema de pensamiento y de acción que se anuncia en el momento de la constitución del partido, para luego afirmarse, poco a poco, en el período revolucionario. En este caso, introducir el socialismo a martillazos tiene por efecto suscitar tales obstáculos y tales resistencias que suministran una justificación al refuerzo de la dictadura y al terror. ¿Se encuentra el observador en posición de inferir que el socialismo y el régimen donde se ejerce la omnipotencia del partido son inseparables? Ya aludí a la adhesión a la política leninista de hombres que habían denunciado una aspiración a la dictadura, ya sea desde la escisión con la socialdemocracia (Trotsky es un ejemplo notable de esto), ya en la época en que los mencheviques y los socialistas-revolucionarios estaban excluidos del ejercicio del poder. ¿Por qué esa adhesión, a despecho de una crítica antes fundamental, de no ser porque esos revolucionarios se ven arrollados por la representación de un encadenamiento de acontecimientos que no deja otra elección que el apego a las libertades o el gran salto adelante? Digamos de paso que los trotskistas, ante el espectáculo del estalinismo, jamás comprenderán que se enfrentan con un régimen irreductible a las categorías tradicionales. Ellos denunciarán la formación de una capa burocrática, sin dejar de creer que ésta constituye un fenómeno transitorio, superestructural y parasitario, destinado a borrarse ante la restauración de una burguesía o ante un nuevo desarrollo del proletariado. Paradójicamente, sólo su guía, el mismo Trotsky, encarará al final de su vida la hipótesis de un Estado totalitario, sin por otra parte comprender que Lenin y él mismo participaron en su construcción.5 El comunismo no es inteligible sino en el marco de un mundo transformado por la «revolución democrática», pero no vayamos hasta decir que forma parte de la misma matriz. En un sentido, el advenimiento de la democracia marca una ruptura con el orden de las sociedades de antiguo régimen, sociedades aristocráticas en las cuales los hombres estaban clasificados, y donde predominaban las relaciones de dependencia personal, las relaciones paulatinas, los lazos con la tierra y los lazos comunitarios. Una vez destruidas las barreras que separaban a los hombres, una vez borrada la noción de una desigualdad natural, de una jerarquía conforme ya sea con la voluntad divina, ya con el orden de 5
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L. Trotsky, Stalin, op. cit., 1948, pág. 548.
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las cosas o con la costumbre, una vez desaparecida la creencia en un monarca depositario de la ley y garante de la unidad de la nación, todas las sociedades que llamamos modernas se volvieron, de alguna manera, democráticas. Es evidente que no sólo el comunismo sino el fascismo no son concebibles sino en un universo que dejó de estar modelado por los valores aristocráticos. Interrogarse sobre sus lazos con la democracia no se vuelve pertinente a menos que se estreche el campo de la investigación y que se tengan en cuenta las instituciones características de un régimen liberal: ese régimen cuyos rasgos son fijados en Norteamérica a fines del siglo XVIII, que es ya precisamente objeto de la investigación de Tocqueville, pero del que habrá que esperar algunos decenios antes de que se libere totalmente en Francia de los vestigios del Antiguo Régimen y que sean extraídas las consecuencias de las premisas planteadas por la Revolución. No obstante, no es sólo en la democracia, tomada en el sentido más amplio, donde Furet cree encontrar la fuente del comunismo; en el pasaje que citaba él no evoca, como lo hará en otra parte, de una manera convincente y cercana a la de Hannah Arendt, el problema que plantean a fines del siglo XIX la intrusión de las masas en la vida pública y la contradicción propia de una burguesía que reivindica principios universales y, por ello, atiza las reivindicaciones sociales, puesto que sólo el interés privado guía a sus miembros y porque ella padece una indiferencia a la cosa pública. Su preocupación es detectar la raíz del comunismo tanto en el liberalismo como en el jacobinismo. El liberalismo, en efecto, valorizándola de otro modo, procedería de la pasión constructivista, una pasión nacida de la entrada en escena del individuo-Sujeto. zzz Creo reconocer en el argumento de Furet la huella de una corriente de pensamiento cuya fuente es obra de Leo Strauss. Por lo menos se emparenta con ella. Este filósofo que tanto contribuyó a la restauración de la filosofía política de los Antiguos veía en la «crisis de nuestro tiempo» una última consecuencia del proyecto que, por haberse dibujado antes del siglo XVIII, había tomado forma plenamente en la época del desarrollo del liberalismo o de lo que él llamaba igualmente la democracia 61
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original.6 El proyecto moderno, según su expresión, implica una ruptura con los principios de la filosofía clásica y coincide (a menos que sea necesario considerar que de él deriva) con el nacimiento de una representación de la naturaleza que hace de ésta el objeto de la dominación del hombre. Así, la ciencia que, para los Antiguos, requería el ideal de una vida contemplativa reivindica en adelante el de una vida activa. Sin forzar la nota, digamos que abre el reino del constructivismo y el voluntarismo. En el registro del pensamiento político, el cambio consiste en un abandono de la idea de una ciudad cuyos fines se inscribirían en el orden del cosmos y de la idea de ciudadanos cuyas relaciones estarían reguladas en función de las exigencias de la comunidad. Las nociones de finalidad, de jerarquía, de orden naturales (entendamos: que no son producto de la voluntad de los hombres) se borran cuando se impone la concepción de una sociedad igualitaria y, simultáneamente, la de un conglomerado de individuos consagrados a disponer, cada uno, de las mismas luces y los mismos derechos. En semejante sociedad, la cohesión del conjunto supuestamente resulta de la delegación, por el mayor número, de la autoridad pública a un pequeño número de representantes que deben responder de su mandato. Como los individuos supuestamente autónomos son iguales en derecho, cualesquiera que sean por otra parte sus virtudes o sus vicios, y nada permite medir su espíritu cívico (ya que su educación y sus costumbres escapan al control de la autoridad pública), resulta que los responsables políticos surgidos del sufragio en adelante no tienen que rendir cuentas más que a irresponsables y, por ello, que su propia responsabilidad se vuelve ficticia. Si se sigue este argumento, podría creerse que el proyecto moderno, fundado en la igualdad y la libertad sin restricciones de los ciudadanos, no hace sino testimoniar una concepción errónea de la sociedad política. Pero como ésta modela la realidad de las relaciones entre los hombres, cabe preguntarse si la misma sociedad política no está en vías de disolución. En efecto, ella tiende a perder el sentido de su cohesión y de sus límites
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Leo Strauss, Le Libéralisme antique et moderne, trad. francesa de O. Berrichon Seyden, París, PUF, 1990; «Political Philosophy and the Crisis of our Time», The Predicament of Modern Politics, editado por Harold J. Sparth, University of Detroit Press, 1964. [Hay versión en español de: Liberalismo antiguo y moderno, trad. de Leonel Livchits, Buenos Aires, Katz Editores, 2007.]
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al mismo tiempo que el sentido de sus fines; ella tiende a fundirse en el seno de un universo indiferenciado. Si se observa esto, Strauss considera no sólo que la distinción, en nuestra época, entre conservadores y liberales oculta una común adhesión al proyecto moderno, sino «que el liberalismo y el comunismo persiguen un mismo objetivo: una sociedad sin clases o, para utilizar la rectificación introducida por Kojève, un Estado universal y homogéneo del que todo ser humano es un miembro con todas sus ventajas y derechos». Este tema está claramente formulado en el ensayo sobre «la filosofía política y la crisis de nuestro tiempo»: el conservadurismo de nuestra época se confunde con lo que era en el origen el liberalismo. «Podría irse más lejos – observa Strauss – y decir que muchas cosas que circulan ahora bajo el nombre de conservadurismo tienen en última instancia una raíz común con el liberalismo actual, hasta con el comunismo».7 Claro que Furet se limita a encontrar en el comunismo el signo de una patología de lo universal. Pero si lo «universal» viene a vincularse con la imagen de un contrato anudado entre individuos iguales en derechos, y que resulta de su voluntad, de la misma manera cabe preguntarse si no es ya el signo de una patología de lo político. zzz Por muy prestigiosa que sea la autoridad de los teóricos del derecho natural moderno (comenzando por la de Hobbes, siempre invocado por Leo Strauss), convengamos que al imaginar el advenimiento de una sociedad de individuos se deja ignorar – para no decir que se disimula – lo que constituyó el gran motor de las reivindicaciones liberales: la separación entre la autoridad política y la autoridad religiosa, y, al mismo tiempo, la afirmación de la libertad de creencia y de la libertad de opinión: libertades individuales, por cierto, pero que suponen, sin que por ello sea impugnado el derecho del poder público a proteger a la sociedad contra las amenazas de sedición, el reconocimiento de una vida civil. Este último punto es a mi modo de ver esencial, ya que la libertad de opinión no transforma al individuo en propietario de su opinión: ella lo pone en contacto con la opinión de los otros, posibilita una difusión de las opiniones en un espacio más o menos extendido – de hecho, no 7
L. Strauss, Le Libéralisme antique et moderne, op. cit., prefacio, pág. 10.
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delimitable – y su modificación al contacto de unos y otros. En efecto, son indisociables el derecho de hablar y el de oír, el derecho de escribir y el de leer. Si la libertad de opinión es libertad de expresión, ésta es libertad de comunicación. En cuanto a la libertad de creencia, ella implica la de manifestar su fe, compartir una práctica con una cantidad indefinida de personas, en lugares que se beneficien con una protección jurídica. Así, mientras que depende de un ámbito privado, en la medida que escapa a la norma impuesta por el Estado, la libertad de creencia, así como tampoco la opinión, no se reduce a la propiedad del individuo: se vuelve ostensible, pública, reconocida en un espacio común. Si no nos atenemos más que al registro de la historia de las ideas, por otra parte, el pensamiento liberal no se reduce a la crítica de la autoridad teológico-política; ella introduce la exigencia de disociar lo que depende del ámbito de la política de aquello que, por principio, se le sustrae. Ahora bien, esta misma disociación posee una significación política, porque se encuentra en el origen de una forma de sociedad, de un estilo de vida que requieren instituciones, y una nueva elaboración de la ciudadanía al mismo tiempo que del estatuto del individuo. Milton, Harrington, Spinoza, Montesquieu, incluso antes del tiempo de la Revolución Norteamericana y de la Revolución Francesa, nos hacen reconocer el lazo que mantiene el liberalismo con la tradición del republicanismo, una tradición que se remonta a la época del humanismo cívico florentino, al que, un siglo más tarde, Maquiavelo dio una nueva inspiración. Además, si uno se interesa en las fuentes ideológicas de la Revolución Norteamericana, de la que nadie discutirá que se encuentra en el origen de la democracia moderna, allí se ven entremezcladas las referencias a la República romana, al relato bíblico de la emancipación del pueblo elegido en lucha contra la idolatría, a los ejemplos de las ciudades libres modernas (de Italia, de Alemania y de Holanda), y al de la monarquía inglesa, que ilustra el tipo moderno del régimen corrupto. No obstante, la historia de las ideas, por instructiva que sea, no basta para esclarecer la génesis de la democracia moderna. Tocqueville – ¿es preciso recordarlo? – se dedica precisamente a considerar las modificaciones del estado social. Este estado social consiste en una configuración de relaciones entre las clases y las diversas categorías que las componen, de las que no hay motivos para juzgar que están estrictamente determinadas, como lo pretenderá Marx, por un sistema de propiedad. Por una 64
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parte, éste depende de la representación que se hacen los hombres de su mutua dependencia, según la condición que ocupen, y, por la otra, decisiva, de la política que lleva a cabo el soberano para garantizar los fundamentos de su poder. Si seguimos a Tocqueville, la revolución democrática trajo aparejada una erosión de la autoridad aristocrática, cuyo agente había sido la monarquía, antes de ver que se desarrollaban a sus expensas las aspiraciones a la libertad política y a la independencia del individuo. Tocqueville, si no me equivoco, no habla más que una vez de un contrato fundamental, cuando menciona la llegada de los inmigrantes sobre las riberas de lo que será la Nueva Inglaterra y el juramento que hicieron de constituirse en «un cuerpo político de sociedad». Y todavía no se olvida de señalar que su voluntad se expresaba bajo la invocación de Dios y que ellos importaban a Norteamérica creencias políticas y religiosas nacidas en el continente: «La democracia – escribe – tal como no se había atrevido a soñarla la Antigüedad, salía en su totalidad ya equipada de la vieja sociedad feudal».8 Más precisamente todavía, en el primer capítulo observa: «Los principios generales sobre los que descansan las constituciones modernas, esos principios que la mayoría de los europeos apenas comprendían y que triunfaban entonces de manera incompleta en la Gran Bretaña, son todos reconocidos y fijados por las leyes de la Nueva Inglaterra: la intervención del pueblo en los asuntos públicos, el voto libre del impuesto, la responsabilidad del órgano del poder, las libertades individuales y el juicio por jurado (. . . )».9 Con seguridad, una de las tesis mayores de Tocqueville es que el estado social – cuya característica es la igualdad de las condiciones – lentamente acaecido en Europa, hizo nacer una pasión por la igualdad a la que todo puede serle sacrificado y, en particular, el amor por la libertad. No voy a negar que esta pasión venga a encontrar una salida en las diferentes especies de socialismo y que el bolchevismo, al término de la dictadura del proletariado, pretende establecer una sociedad igualitaria. Pero si se quiere apreciar la dinámica de la democracia y los peligros que encubre, vale la pena evocar, así fuera brevemente, cuáles son los efectos, según Tocqueville, que el progreso de la igualdad ejerce sobre 8 Tocqueville, De la démocratie en Amérique, Œuvres complètes, París, Gallimard, 1951, t. I, vol. I, pág. 34. [Hay versión en español: La democracia en América, trad. de Dolores Sánchez de Aleu, Madrid, Alianza Editorial, s/f.] 9 Ibid., pág. 38.
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el individuo. Al no ver cada uno en el otro más que un semejante, se imagina al margen de toda dependencia personal y cree poder encontrar en sí mismo la fuente de sus juicios. No hay motivos para pensar sin embargo que la sociedad pueda ser en adelante concebida como un conglomerado de voluntades individuales: «(. . . ) Es fácil ver que no hay sociedad que pueda prosperar sin creencias semejantes, o más bien que no las hay que subsistan de este modo porque, sin ideas comunes, no hay acción común, y sin acción común siguen existiendo hombres, pero no un cuerpo social». Esta observación induce a concluir: «En consecuencia, siempre, ocurra lo que ocurra, es preciso que la autoridad se encuentre en alguna parte en el mundo intelectual y moral. Su lugar es variable, pero necesariamente tiene uno. La independencia individual puede ser mayor o menor, no puede ser ilimitada».10 Al interrogarse sobre la fuente de las creencias en democracia, Tocqueville pone de manifiesto la amenaza que pesa sobre el individuo: a partir del momento en que ya no está sometido a una autoridad visible, no encuentra como guía más que la de la mayoría. En otros términos, se forma una autoridad invisible: la de la opinión común. Entiéndase, no que cada uno imita a su semejante, sino más bien que cada uno regula su juicio bajo la atracción de la similitud de las opiniones. Ahora bien, un argumento del mismo orden aclara el sometimiento del individuo a esos poderes anónimos que son el Estado, el Pueblo y la Sociedad (de esta última Tocqueville observa que los hombres no tenían mucha noción bajo el Antiguo Régimen). Así, sin olvidar que el individuo adquiere efectivamente en la democracia una nueva independencia, se debe aceptar que su aislamiento y su «pequeñez» lo exponen al despotismo. Como se sabe, Tocqueville distingue dos tipos de despotismo que convienen a una sociedad en la cual se produjo una nivelación de las condiciones. En un primer caso representativo, que se puede llamar clásico, uno solo gobierna, uno solo es libre, y todos le están sometidos. En el segundo, el de la democracia moderna, mientras que las apariencias de la libertad son preservadas y satisfecha la pasión del bienestar, el riesgo es que se instaure un despotismo de un «nuevo género». Todavía es preciso recordar que, en la última parte de La democracia en América, el autor considera que el 10
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Ibid., t. I, vol. II, pág. 38.
¿Una matriz liberal de la dictadura del proletariado?
pueblo no aceptaría largo tiempo semejante estado de cosas, que pronto crearía instituciones más libres, o bien que volvería a extenderse a los pies de un amo. Sin negar que Tocqueville acredita en más de un lugar la hipótesis de una combinación de la democracia con el despotismo, señalo que imagina entonces una sociedad en la cual el individuo estaría desposeído de lo que constituye el valor de su independencia: el gusto de la iniciativa, el de la asociación que le permite acrecentar su poder en su medio de existencia y el de la participación en los asuntos públicos. Por último, llamo la atención sobre el juicio sin equívocos que hace en una de las notas destinadas a la última parte de El Antiguo Régimen y la Revolución: «Ahora bien, las palabras democracia, monarquía, gobierno democrático, no pueden significar más que una cosa, según el verdadero sentido de las palabras: un gobierno donde el pueblo adopta una parte más o menos grande en el gobierno. Su sentido está íntimamente ligado a la idea de la libertad política. Dar el epíteto de gobierno democrático a un gobierno donde la libertad política no se encuentra es una insensatez palpable».11 Por cierto, Furet no ve en la dictadura bolchevique una modalidad del gobierno democrático; dice claramente, lo recuerdo, que su verdadero adversario es la democracia. No obstante, estima que «la concepción del contrato no es incompatible con la dictadura del Estado revolucionario, a poco que éste sea concebido como el agente de las voluntades ciudadanas (. . . )». No sólo me parece asignar a la democracia un origen ficticio (la institución del contrato), sino que todavía deja suponer que la libertad no está tan íntimamente ligada a la democracia que no se pueda encontrar algo de su inspiración en el comunismo. Más aún: él considera que estamos en presencia de una misma «familia de ideas».12
11 Tocqueville, L’Ancien Régime et la Révolution, Œuvres complètes, París, Gallimard, 1953, t. II, vol. II, pág. 199. [Hay versión en español: El Antiguo Régimen y la Revolución, trad. de Dolores Sánchez de Aleu, Madrid, Alianza Editorial, 1982.] 12 F. Furet, Le Passé d’une illusion, op. cit., pág. 41.
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La dictadura del partido se presenta como la del proletariado, más precisamente como la de un órgano en el cual se expresa la voluntad del proletariado en lucha por su emancipación y, al mismo tiempo, por la abolición de toda forma de dominación. Al anunciarse como transitoria, tampoco pretende imponerse desde arriba. Si Lenin declara que los intelectuales aportan desde afuera al proletariado la conciencia de su papel histórico, por lo menos considera que no lo logran sino a condición de haberse identificado con su causa, metamorfoseados como proletarios. Por lo tanto, es desde el interior de la clase explotada como la dictadura supuestamente nace y se ejerce. Incansablemente, por otra parte, Lenin afirma que los bolcheviques tienen que aprender su tarea junto al hombre del pueblo; deben escucharlo, porque sabe lo que no sabe que sabe. Lenin califica de estúpidos a los intelectuales no revolucionarios, porque juzgan desde el exterior. No obstante, al detenerse en esa imagen del partido, consagrado como estaría en actuar de conformidad con la voluntad de un amo al que sólo le faltan los medios de expresarse, uno se condenaría a ignorar su práctica, la cual, por otra parte, no es muda, sino que por el contrario trae aparejada la reivindicación expresa del monopolio del poder. En consecuencia, ¿por qué el conocimiento de esta práctica, no sólo tal y como se ejerció en la época de Lenin, sino en la de Stalin, con una violencia no igualada y en medio de la indiferencia por la suerte de millones de víctimas, no parece tener que poner en tela de juicio la idea de un apego del comunismo a la democracia? La cuestión ya se
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planteaba al leer la gran obra de Raymond Aron, Démocratie et totalitarisme, que, publicada hace más de treinta años, desentonó felizmente en el concierto de las críticas liberales del sistema soviético. El punto de vista del autor era diferente del que acabo de evocar. Decidido a hacer un análisis sociopolítico tan objetivo como fuera posible, Aron señalaba en un capítulo consagrado a las «Ficciones constitucionales» los signos de una fidelidad – así fuera formal – a reglas democráticas en el funcionamiento tanto del partido como del Estado, al tiempo que se dedicaba a descubrir las contradicciones en las cuales había incurrido la ideología leninista. La interpretación que desarrolla en ese capítulo, aunque se refiera a acontecimientos que casi no movilizan ya el interés de los lectores contemporáneos, merece un examen atento, porque convoca una reflexión sobre la naturaleza de la creencia comunista. Aron pone de manifiesto dos argumentos: uno es que, desde la creación del bolchevismo hasta el advenimiento del reino de Stalin, el principio mayoritario siempre fue formalmente respetado; el otro se funda en el hecho de que las tres primeras constituciones que vieron la luz del día, la primera por iniciativa de Lenin, las dos siguientes por iniciativa de Stalin, testimoniaron una inspiración democrática, en particular la última promulgada en 1936. «Bastaría con tomar en serio los textos constitucionales – escribe Aron – para tener la sensación de que no hay diferencia de naturaleza entre el régimen francés y el régimen soviético».1 Según el primer argumento, no se debería desdeñar que, en el período que siguió a la desaparición de Lenin, Stalin sólo logró imponer su autoridad por el juego de las mayorías, anudando primero una alianza con Bujarin, Zinóviev y Kámenev contra Trotsky, luego con Bujarin contra sus ex asociados. Por claras que fuesen sus maniobras, cuyo objetivo era eliminar toda oposición, indicarían una preocupación por observar reglas democráticas. Ahora bien, «esta fidelidad verbal al principio no garantiza, pero puede favorecer el retorno del poder absoluto de Uno solo a un juego constitucional».2 No olvido que los análisis de Démocratie et totalitarisme datan del período jruschoviano y que la hipótesis está ligada a la incertidumbre suscitada por la formación de una dirección colectiva. Pero fuera de que el autor observa que el nuevo 1
Raymond Aron, Démocratie et totalitarisme, París, Gallimard, col. «Idées», 1970, pág. 247. 2 Ibid., pág. 261.
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equipo dirigente, por muy preocupado que se muestre en condenar los crímenes cometidos en el período estalinista, hace reinar una obediencia tan completa como en el tiempo del dictador, de tal modo que casi no hay motivos para creer en un progreso de las libertades políticas, su análisis en realidad no demuestra más que una sola cosa: la existencia de conflictos en la cumbre del poder y una inestabilidad persistente de las relaciones de fuerza bajo la apariencia de la afirmación de la unidad del partido y el sostén unánime de la población. El fenómeno no es en nada el indicio de un apego a la democracia. En cualquier circunstancia, la composición de las delegaciones a las asambleas del partido sigue estando regulada de conformidad con las directivas del Secretariado general. Por otra parte, Aron señala muy bien esta práctica, la que califica de «manipulación» (la palabra es débil). Además, la institución del sufragio no instruye por sí sola. ¿Cómo su ejercicio sería un signo de democracia si los electores saben que su eventual oposición a los candidatos oficiales pone en peligro su seguridad, o por lo menos los expone a perder su puesto, o bien, a la inversa, si saben que su obediencia a las consignas del Secretariado les garantiza la prosecución de su carrera, e incluso una promoción? Sobre este último punto tendré ocasión de volver, porque no es posible comprender el desarrollo del nuevo régimen, a partir de los años veinte, y el éxito del estalinismo, sin tener en cuenta la formación de una nueva capa social cuyo modo de existencia y de legitimación no tienen equivalente en una sociedad democrática. Por último, independientemente de las objeciones con las que tropieza la idea de que el principio mayoritario manifiesta una fidelidad tácita al espíritu democrático, a despecho de las manipulaciones que encubre, ¿cómo no reconocer que este principio se encuentra radicalmente subvertido por el principio unitario, del que por otra parte Aron ve su preponderancia? En efecto, allí donde la idea de una oposición es impugnada, no puede tomar forma ninguna minoría, así fuese en ocasión de un debate que no ponga en entredicho la línea general, sin que sus miembros corran el riesgo de ser eliminados, o bien, si se vuelven mayoritarios, se apuren por volver a tomar a su cargo el principio unitario. En otros términos, el principio mayoritario pierde toda significación democrática si no implica la institución del pluralismo, el reconocimiento de los derechos de una minoría (o de varias) y el principio de la alternancia. Fortalecido por el apoyo de la mayoría, el dirigente supremo, en el régi71
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men comunista, ejerce una formidable intimidación sobre aquellos que no forman parte de esa mayoría y posee las mayores oportunidades de volverla manifiesta cada vez que lo considere oportuno. Buen ejemplo para poner de manifiesto la perversión del principio mayoritario: Lenin obtiene en 1922 una mayoría para prohibir las fracciones en el interior del partido. A partir de ese momento, la «mayoría» reina, es decir, el poder que supuestamente la representa (cualquiera que sea la autoridad de sus adversarios). Buen ejemplo, en efecto, puesto que en nuestros días, tras la experiencia del comunismo y del fascismo, todavía se encuentran buenos espíritus que consideran que a un poder terrorista, por ejemplo islamista, con tal de que haya surgido del sufragio, no se le debe rehusar la legitimidad democrática. El segundo argumento expresado nos expone a un problema mucho más interesante. De un examen rápido, pero preciso, de las tres constituciones, Aron infiere que dan la imagen de un régimen cercano al de la democracia liberal. Las dos primeras, observa, ni siquiera hacen referencia a la función del partido, mientras que la última lo menciona discretamente: el partido figura «entre los agrupamientos encargados de presentar candidatos a las elecciones», en un artículo que aclara que agrupa a los ciudadanos más activos de la Unión Soviética y «constituye la vanguardia del pueblo de los trabajadores». Por cierto, el comentario de Raymond Aron no deja lugar a equívocos: «Todos lo sabemos, y los mismos ciudadanos soviéticos saben que se trata de ficciones (. . . ). Como la lista de candidatos es una lista única, uno tiene la elección entre votar o no votar en absoluto, y por razones extremadamente concretas, 99 % o más de los ciudadanos prefieren votar a favor». No obstante, es sorprendente que, teniendo en cuenta las restricciones esenciales mencionadas en el texto de la Constitución, ésta sea considerada de apariencia democrática. Es cierto que varios artículos indican que «los gobernados tienen en teoría y sobre el papel todos los derechos fundamentales, libertad de palabra, libertad de prensa, libertad de reunión. Las personas son sagradas y los domicilios inviolables, todas las exigencias del habeas corpus, todas las exigencias de las libertades formales están garantizadas». Pero estos artículos se acompañan de reservas esenciales: los derechos deben ser ejercidos «de conformidad con los intereses de los trabajadores». Ahora bien, puesto que el partido es el único representante de sus intereses, ¿cómo confiar en las disposiciones liberales? 72
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No obstante, al tiempo que comprueba que éstas están en plena contradicción con la práctica comunista, Aron considera que subsiste «una cuestión fundamental: en qué medida los gobernantes, los doctrinarios, o los ciudadanos, creen en la significación, en el alcance, en la virtud de las ficciones constitucionales».3 De hecho, los textos constitucionales no son tan ambiguos como lo sugiere Aron. La Constitución de 1918, recordemos, no es la obra de una asamblea constituyente. Ésta, esperada desde la revolución de Febrero, fue disuelta por los bolcheviques, en virtud de la pobreza de su representación, el mismo día en que se reunía. El documento sometido a la ratificación del IIIer congreso de los soviets resulta del trabajo de una comisión entre las manos de los bolcheviques y da lugar, en su primera parte, a un texto anteriormente redactado por Lenin. Su estatuto es el de una Declaración que pretende ser de un alcance similar al de los derechos del hombre y del ciudadano y se titula «Declaración de los derechos del pueblo trabajador y explotado». Dominique Colas, a quien se debe la edición francesa de los Textes constitutionnels soviétiques, muestra claramente que la Constitución de 1918 es «un texto depurador, un texto de guerra civil».4 Los principios enunciados en la Declaración, observa, ya están en parte aplicados: en particular la socialización de la tierra, la transferencia al Estado de la propiedad de los medios de producción, de los medios de transporte, de los recursos mineros y de todos los bancos; del mismo modo, la eliminación de los elementos parásitos de la sociedad y el establecimiento del trabajo obligatorio. La segunda parte del documento indica que «la tarea primordial de la Constitución (. . . ) reside en la creación, bajo la forma de un poderoso poder soviético, de la dictadura del proletariado urbano y rural con miras a aplastar completamente a la burguesía, suprimir la explotación del hombre por el hombre e instaurar el socialismo, en el cual no habrá ni división de clases ni poder estatal». Como también lo escribe Colas: «La Constitución describe los engranajes del centralismo democrático; éste se impone para el Estado como se imponía antes para el partido, e instituye la primacía de los órganos centrales donde algunos puestos pueden ser provistos por vía de elección. Así, la democracia 3
Ibid., pág. 249. Dominique Colas, Textes constitutionnels soviétiques, París, PUF, col. «Que sais je ?», 1987. 4
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resulta un método al servicio de la concentración del poder». Por impactante que sea, a primera vista, la ausencia de toda mención del papel del partido, todos saben, en la época, que «poderoso poder soviético», a los ojos de todos, es indisociable de poder absoluto del partido. Lo importante para Lenin, al parecer, es presentar la dictadura del proletariado como la primera expresión de una democracia real. Los términos empleados: la «verdadera libertad de conciencia», la «verdadera libertad de opinión», la «verdadera libertad de reunión», la «verdadera libertad de asociación» testimonian una referencia implícita a la Declaración de los derechos del hombre; pero cada vez están acompañados de correctivos cuya significación excluye todo equívoco. Los recursos y los medios que condicionan el ejercicio de estas libertades, en efecto, son considerados como la propiedad de la clase obrera y campesina. Así, es ella la que, según los criterios que están de conformidad con su interés, suministra el stock de papel necesario para la publicación de un diario, los locales necesarios para la celebración de una reunión, los medios necesarios para la organización de desfiles o mítines. En consecuencia, incluso ateniéndose a la letra del texto, no sería posible asombrarse de las libertades enunciadas; sólo sorprenden a un observador liberal. El «proletariado» es claramente designado como el poseedor de lo verdadero y lo falso, de lo justo y lo injusto, de lo legítimo y lo ilegítimo. Paradójicamente, es la Constitución estalinista de 1936 la que mejor parece justificar la hipótesis de una inspiración democrática. Esta tercera Constitución no está ya concebida para definir los principios de funcionamiento de un régimen en tiempo de guerra civil, ella pretende fijar las características del Estado soviético cuando se ha estabilizado y se erige como modelo universal. Varias innovaciones llaman la atención: el sufragio universal directo y el voto secreto; la propiedad personal de los ingresos y los ahorros procedentes del trabajo, así como la de los objetos de uso doméstico y el derecho de herencia que le está unido; la independencia del poder judicial y la afirmación de los derechos de defensa para el acusado. En un capítulo se enumeran los derechos fundamentales de los ciudadanos, que comprenden, fuera de aquellos que se llaman derechos sociales en una democracia, el derecho al trabajo así como el derecho de las mujeres, surtidos de protecciones particulares, el derecho de asociación, que es objeto de un desarrollo significativo, puesto que son mencionados los agrupamientos que responden a la necesidad 74
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de estimular la iniciativa de las masas en materia de organización y su actividad política (sindicatos profesionales, unión cooperativa, organizaciones de juventud, organizaciones deportivas y de defensa, sociedades culturales, técnicas y científicas). En el mismo artículo es mencionado «el partido Comunista de la URSS, que es la vanguardia de los trabajadores y representa el núcleo dirigente de todas las organizaciones sociales y estatales». Por breve que sea la mención del partido, su supremacía está puesta de manifiesto. En cuanto al enunciado de las organizaciones sociales en las cuales lindan sindicatos y sociedades culturales, hace medir claramente la importancia concedida a una red de «colectivos» que cubren en adelante toda la extensión de la sociedad. Por último, sigue sin disimularse que las libertades de opinión, de reunión, de asociación están subordinadas a la Autoridad política, única que dispone de los medios de hacerlas o no efectivas. Si se mira de cerca, la Constitución de 1936 no modifica sensiblemente ni el esquema ya trazado de una sociedad socialista cuyo fundamento político es el sistema de los soviets, y cuyo fundamento económico es la propiedad colectiva de los medios de producción, ni el esquema de organización del Estado federal y de las Repúblicas federadas. Sin duda, esta Constitución se distingue de las precedentes por la institución del sufragio universal acompañado del voto secreto y por las garantías que ofrece la independencia de la justicia. En efecto, algo que incita a atribuirle una inspiración democrática; no obstante, el texto no deja ignorar, por un lado, que los candidatos a las elecciones son propuestos por organismos que dependen del Estado y por el partido; por otro lado, que los derechos fundamentales de los ciudadanos no se disocian de los deberes no menos fundamentales a los que no se sustraerían sino designándose como enemigos del pueblo. zzz ¿Por qué haber querido elaborar una Constitución que mantenga las apariencias de la democracia?, se pregunta Aron. Él descarta dos interpretaciones: la primera, a la que sin embargo le concede una parte de verdad, sería que, en el contexto internacional – la política de rearme de Alemania, las necesidades de la lucha antifascista, la creación de frentes populares – el régimen comunista quería aparecer, a diferencia 75
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del nazismo, como un régimen constitucional ante la opinión pública internacional. Según la segunda, la Constitución sería para uso interno; ofrecería «la ocasión de crear o revelar la unanimidad del pueblo a sí mismo» y dependería de «una técnica psicológica de unidad entre pueblo y gobernantes; una unidad [que], aunque sea ficticia, tiende a reforzarse a sí misma al expresarse».5 Ambas interpretaciones así resumidas son consideradas insatisfactorias. Antes de volver sobre esto, conviene preguntarse cuál es la respuesta del autor. Ahora bien, a decir verdad, hay que buscarla. En efecto, apenas después de haber afirmado que, a diferencia de los regímenes fascistas, «el régimen comunista proclama su fe en los principios democráticos, aunque no los aplique», luego que «hay que tratar de comprender», Aron retorna al pasado y se lanza en una reconstrucción de la historia del partido. Los bolcheviques, nos dice, establecieron un Estado que Marx nunca había concebido y que ellos mismos nunca habían previsto. En efecto, Marx, aclara, como buen conocedor de su obra, no se había preocupado de pensar cuál sería la organización de la economía en la sociedad socialista y, en cuanto a perspectivas políticas, manifestaba una tendencia anarquista, o en rigor sansimoniana. Así, se debería admitir que los bolcheviques debieron encontrar una «solución ideológica».6 Ésta consiste primero en hacer del poder absoluto del partido la expresión de la dictadura del proletariado: solución satisfactoria mientras justificaba la acumulación de todos los medios del poder, pero que se convirtió en fuente de dificultades a partir del momento en que el proletariado parecía haber destruido la dominación de la burguesía y que se encontraba excluida por la teoría la idea de la formación de un nuevo antagonismo de clase. La afirmación de la existencia de un régimen socialista tropieza entonces con el hecho de la persistencia del Estado y, todavía más, con el proyecto de su refuerzo. Sin seguir en detalle el argumento, digamos que tiene por objetivo poner de manifiesto la contradicción en la cual se enreda la doctrina bolchevique en el tiempo de Stalin. Esta contradicción parece culminar cuando Stalin declara que el desarrollo del socialismo debe traer aparejada una intensificación de la lucha de clases. 5 6
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R. Aron, Démocratie et totalitarisme, op. cit., pág. 249. Ibid., pág. 251.
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Tras haber compartido su convicción de que los bolcheviques realizaron (en bien y en mal) otra cosa que lo que habían querido hacer y que se habían vuelto impotentes para pensar lo que realizaron, Aron entrega repentinamente la respuesta a la cuestión que su lector creía olvidada: «A partir de entonces, se comprende la dualidad entre las ficciones constitucionales y la realidad. Por el momento, los bolcheviques no lograron reconciliar por completo su doctrina que sigue siendo, en aspiración y en objetivo, democrática, con la práctica del Estado de partido único, surgido de las circunstancias». Por último, aclara que «sería erróneo creer que las ficciones constitucionales carecen de significación, son simples “engañabobos”, o “pueblos a la Potemkin”; en cierto modo, mientras la Constitución democrática sea proclamada, subsistirá la posibilidad de que el régimen evolucione en ese sentido. Al proclamar esta Constitución, el régimen mismo proclama uno de los desenlaces posibles de su empresa».7 Al dedicarme un poco largamente a este pasaje de Démocratie et totalitarisme, no quiero dejar creer que resume todo el pensamiento del autor. En varias oportunidades éste expresa las más grandes dudas sobre la posibilidad de una reforma liberal del régimen soviético. Pero su trayecto me parece importante porque está guiado por una reflexión sobre la ideología que merece un examen. La «respuesta» de Aron al problema que plantea la índole de la Constitución, a su vez, me parece decepcionante. Contrariamente a lo que el autor deja un momento entender, el acaparamiento del Estado por un partido único no es un simple producto de las circunstancias. Él mismo sabe bien que se anuncia en la práctica del bolchevismo, el que, desde sus orígenes, tanto por su modo de organización como por su estrategia, atestigua su vocación a la monopolización del poder. Del mismo modo, sabe con qué rapidez después de Octubre fueron destruidas las libertades, eliminadas las formaciones rivales y absorbidos todos los órganos surgidos de la Revolución. Ahora bien, esta práctica, lo he dicho, no es muda. Lenin la concibe, la pone en teoría, la proclama en asambleas del partido. A decir verdad, para dar mejor consistencia al argumento de Aron, habría que enderezarla modificando el sentido de la fórmula «solución ideológica» que había introducido un momento. 7
Ibid., pág. 256.
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De ser así, no convendría sino a la coyuntura en la cual la dictadura del partido se presenta como la de la clase revolucionaria, pero se volvería insostenible una vez proclamada la eliminación de la burguesía, puesto que la existencia del Estado perdería toda justificación. Sin embargo, si se admite que la «solución ideológica» consiste en combinar la idea del socialismo con la de la omnipotencia del partido o, más bien, en amalgamarlas, el error es juzgarla refutada por la supuesta victoria del Estado socialista que, en buena lógica, debería coincidir con su desaparición. La ideología, en efecto, se sustrae a los criterios de la racionalidad. Ella se adapta o, mejor dicho, se nutre con la contradicción; toma al pensamiento entre tenazas sometiéndolo ora a un principio fuera de toda impugnación, ora a su contrario. Así enuncia: el partido gobierna absolutamente (los trabajadores le obedecen) y, simultáneamente, el partido es la pura emanación del proletariado; el Estado socialista abolió la dominación de clase y, simultáneamente, el Estado persigue más que nunca a los enemigos del pueblo. Someter a la ideología al imperativo de la coherencia sólo puede ocurrírsele a un observador formado en la escuela del liberalismo. De hecho, el rol correspondiente al partido señala no la solución de un problema creado por la ideología, sino – lo que es muy diferente – una explotación ideológica del marxismo. No introduce, como a menudo se lo dice, una novedad doctrinal; está al servicio de una empresa de conquista del Estado por un grupo captado por la imagen de un cuerpo colectivo. El partido es de entrada una cosa real y una cosa imaginaria. No debemos inferir de esto que sus miembros, por lo menos en el primer período, estén movidos por un apetito de poder o de bienes materiales. No es muy discutible que hayan tenido por objetivo la creación de una sociedad supuestamente socialista. Pero tampoco hay motivos para pensar que su proyecto cambia de significación bajo el solo efecto de las circunstancias: la imagen del partido por encima de todo, su elevación a la categoría de fetiche se imponen antes de que el partido se haya adueñado del aparato estatal y de que se vuelva fundador y dirigente de un Estado al que se encuentra sometido el conjunto de la vida social. Admitamos solamente que, cuando se convirtió en eso, la ideología toma plenamente consistencia: se difunde abarcando todas las relaciones de fuerza y todas las oposiciones de interés que nacieron a la vez de la diferenciación de los roles y de las responsabilidades en el marco del partido y de la diferenciación de las categorías sociales en 78
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el marco de un nuevo sistema socioeconómico, donde la estatización de la producción trae aparejada la formación de una nueva jerarquía y de desigualdades materiales cuyo travestismo es necesario. Doctrina e ideología son términos la mayoría de las veces tomados uno por el otro por Raymond Aron. A veces están reunidos, otras sustituidos uno por el otro. Sin embargo, no son equivalentes: el uso del segundo plantea un problema que requiere una reflexión particular. Así, en el capítulo «Ideología y Terror» que sigue a aquel consagrado a las «Ficciones constitucionales», cuando el autor acaba de subrayar el arte de los dirigentes comunistas en utilizar la doctrina para imponer consignas contrarias a las que estaban en vigor, tiene en cuenta un nuevo argumento: «En ese momento, uno se siente tentado de invertir la imagen que yo les sugería hasta ahora de las relaciones entre el partido y la ideología, y de decir que después de todo la ideología es acaso un instrumento de gobierno». La hipótesis conduciría a adoptar, a expensas del sistema comunista, la crítica que hacía Marx de la ideología burguesa: «Volver el método marxista contra el régimen soviético desembocaría en decir: el partido o los pocos hombres que lo dirigen utilizan, según las necesidades, tal o cual fórmula doctrinal para mantener su poder y crear una sociedad en la cual ocupan la primera fila».8 Sin negar toda pertinencia a esta hipótesis, Aron no la comparte: «La ideología marxista es con seguridad un instrumento de gobierno, de la misma manera que la ideología democrática lo es en los regímenes constitucionales pluralistas. Pero sería erróneo creer que la doctrina es solamente un instrumento de poder y que los gobernantes soviéticos no creen en su propia doctrina. Los bolcheviques no son oportunistas (. . . )». Por lo tanto, más valdría hablar de una «combinación de fanatismo doctrinal y de flexibilidad de la táctica y de la práctica». Finalmente: «La ideología no es ni el fin único ni el medio exclusivo». Ahora bien, es importante señalar que el pensamiento de Marx resulta por lo menos simplificado. La ideología, para él, no se reduce a un medio de gobierno. Procede de una estructura social que no permite ya a la clase burguesa darse una representación de su dominación, a partir del momento en que se encuentra privada de la referencia a un orden de cosas conforme a la tradición o a la voluntad divina. Es en el cielo de las 8
Ibid., pág. 274.
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ideas, en un reino de la Razón, donde proyecta el origen y el sentido de las relaciones sociales que se instituyen en el modo de producción. La ideología burguesa, en consecuencia, no se deja descubrir a menos que se observe la inversión que se opera entre la existencia y la conciencia social. Esta inversión va a la par con un travestismo de la realidad, un disimulo de la división interna de la sociedad y una justificación de la dominación. El análisis marxista da otro medio de comprender que la ideología de la sociedad comunista no pueda describirse según un esquema análogo al que hace descubrir la ideología burguesa: la ideología burguesa encuentra sus condiciones de posibilidad en la institución de la propiedad privada, en un sistema económico que implica la separación de las esferas de la producción, y en un orden social que implica la separación de los campos de la economía, de la política y de la cultura. Así, la crítica de esta ideología tiene por objetivo descubrir la relación oculta de representaciones propias de cada campo de actividades aparentemente independiente. En cambio, la ideología comunista no es inteligible a menos que se la refiera a la institución de la propiedad estatal y a un tipo de sociedad en el cual los diferentes sectores de actividad están ostensiblemente articulados unos a otros; resumiendo, a un mundo uniformemente sometido al partido-Estado. Añado que, si se recurre a la interpretación de Marx, más valdría, antes que simplificarla, preocuparse de que corre el gran riesgo de reducir todas las creaciones intelectuales a la modalidad de la ideología. Pero hago a un lado las objeciones que suscitaría. «Volver al método marxista» debería por lo menos incitar a interrogarse acerca de la naturaleza de un sistema en el cual no sólo los gobernantes, sino las capas sociales sobre las cuales se apoyan, requieren un travestismo de la realidad y un enmascaramiento de la división de clases para justificar un nuevo modo de dominación. Sin embargo, baste con apreciar el argumento que justamente nos pone en guardia contra el peligro de reducir la doctrina comunista a un instrumento de gobierno y, al mismo tiempo, desdeñar la creencia de los dirigentes y de los ciudadanos a esta doctrina. Por cierto, las dos advertencias tienen su peso, y la segunda tanto más cuanto que, sobre un largo período, algunos bolcheviques sostuvieron una política criminal de la que no ex80
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traían ningún beneficio material. Sin embargo, la cuestión permanece: los gobernantes, o aquellos que los sostienen, ¿en qué creen? zzz A decir verdad, ya he expresado un elemento de respuesta: en el mejor de los casos, la creencia en el socialismo es inseparable de la creencia en el partido. Pero más que preguntarme lo que ocurre con la primera, a partir del momento en que es tomada en la segunda, y de dedicarme a distinguir las diversas modalidades de la fe puesta en el partido (una fe que todavía puede animar a un militante excluido y condenado, mientras que procura a otros el goce del terror), vuelvo sobre las circunstancias en las cuales fue concebida y percibida esa famosa Constitución de 1936, puesto que es a su respecto que Raymond Aron habla de la persistencia de la doctrina y de su inspiración democrática. Apenas lo he indicado: la publicación de la Constitución coincide con el comienzo de las grandes purgas. Fue en agosto de 1936 cuando Stalin lleva a juicio a Zinóviev y a Kámenev, así como a otros ex dirigentes acusados de haber constituido un centro terrorista, de ser responsables del asesinato de Kírov y de un complot contra su persona. En la época ninguno de ellos disponía ya de una influencia susceptible de inquietar al poder. En enero de 1937 son juzgados del mismo modo y condenados a muerte por el mismo motivo Piatákov y quince miembros de un nuevo supuesto «centro terrorista». El tercer gran proceso se monta en 1938 contra Bujarin, Rykov y el jefe del NKVD9 , Iagoda, que había estado encargado de poner a punto el primer «caso». Estos son los episodios más espectaculares del terror estalinista, en virtud del prestigio de las víctimas. No obstante, su amplitud no se puede apreciar salvo considerando la ofensiva lanzada desde 1934 contra los cuadros del partido – miembros del Comité central, secretarios provinciales y locales – los de la industria y los del ejército. La depuración se traduce por la eliminación de centenares de miles de sus miembros y el reclutamiento de una nueva masa de militantes. Por cierto, cabe asombrarse de la falta de resistencia de los miembros del partido, sobre todo de la de una cantidad considerable de oficiales, 9
Comisariado del pueblo para asuntos internos. [N. del T.]
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entre ellos el mariscal Tujachevski. Ella nos informa acerca de la naturaleza del régimen. En primer lugar, todo proyecto de coalición entre los sospechosos es malogrado en el clima de delación que se ha establecido: cada uno ve en el otro a un denunciante potencial. En segundo lugar, la mayoría de los inculpados se revelan impotentes para oponerse a una política terrorista en la que participaron antes de que se vuelva contra ellos. En tercer lugar, no hay ningún otro polo de legitimidad que el partido. Al argumento de que «la policía estatal había tomado el lugar del partido en el corazón del sistema», Martin Malia objeta muy atinadamente: «efectivamente, Stalin utilizaba a la policía para dominar el partido, como había utilizado el partido para dominar el país; pero lo hacía en concepto de jefe del partido y no como simple jefe de la policía. Stalin debía mantener al partido su papel supremo porque era la encarnación de los objetivos ideológicos del régimen y por tanto la base de su legitimidad».10 La interpretación es convincente, con la reserva de que el historiador confunde los «objetivos ideológicos» con la concepción del socialismo que imputa a Marx. Las palabras de Aron que acabo de citar hacen justicia a esa amalgama. También suscribo esta comprobación: «Las purgas y la institucionalización del terror consumaban la pulverización de la sociedad civil y la casi atomización de la población emprendida por el partido: frente al partido-Estado no existía más que una sociedad fantasma, cada vez más pálida, y una masa de individuos aislados, disuadidos por el miedo de asociarse entre ellos y hasta de soñar con hacerlo por la nueva cultura del socialismo».11 No obstante, vuelvo a emitir una reserva, ya que la descomposición de la sociedad civil, en este período, trae aparejada una vasta empresa de control de la cultura y de la educación, inaugurada desde 1934 y que culmina en 1936, cuyo objetivo es incluir a los individuos «atomizados» en una miríada de microcuerpos que gravitan alrededor del partido. Por lo tanto, es en semejante cuadro como hay que apreciar la Constitución e interpretar los signos de un discurso supuestamente democrático. Los artículos que especifican los derechos de los ciudadanos no testimonian, como se nos dice, una separación entre la teoría y la práctica; son el producto de una formidable mentira. Su eficacia se mide por 10 11
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M. Malia, La Tragédie soviétique, op. cit., pág. 326. Ibid., pág. 327.
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el hecho de que nadie tiene la posibilidad de denunciarlo y de que en adelante nadie encontrará otro medio de nombrar los acontecimientos sino tomando prestado el lenguaje codificado de la «verdadera libertad» o de la «verdadera igualdad». Acordemos solamente que tal es el poder del lenguaje que incita a creer lo que se dice. En cuanto a la ensoñación sobre un Stalin que con la Constitución rinde homenaje del vicio a la virtud, no resiste el examen de su reino. Por lo tanto, vuelvo a introducir la hipótesis, desdeñada a medias por Aron, de una demostración dirigida a la opinión occidental. Parece probable que, por un lado, resultó del descubrimiento de las amenazas que el ascenso del nazismo hacía pesar sobre la Unión Soviética, pero es igualmente plausible que la coyuntura hizo tomar conciencia a los dirigentes del considerable beneficio que podían extraer de un nuevo estilo de propaganda. Éste daba a los partidos comunistas europeos poderosos medios de expresión. ¿No se ve cuán preciosa les será la referencia a la Constitución «más democrática del mundo»? En respuesta a las críticas que suscitan las grandes purgas estalinistas, ellos proclaman que el régimen soviético tiene por principal objetivo garantizar libertades concretas, hacer prevalecer una democracia «social», y que deben desbaratar los complots así como también imponer una disciplina de acción que excluya el juego de las facciones. La sociedad soviética, al tiempo que conserva su prestigio revolucionario, se presenta en adelante como un modelo universal. Como lo observa finamente Dominique Colas, la Constitución de 1936 está hecha para enseñar que el período de la guerra civil y de la transición al socialismo está cerrado. La conjunción de una política terrorista y de una exhibición de principios democráticos no deja de ser un fenómeno extraordinario que escapó a la comprensión de la mayoría de los observadores occidentales.
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¿Cómo el comunismo, a despecho del giro que adoptaron los acontecimientos desde el comienzo de los años veinte, había podido inspirar tanta confianza fuera de sus fronteras, movilizar a una masa de partidarios en la izquierda occidental y fascinar a un número tan grande de intelectuales? Esta cuestión está en el centro de la obra de Furet, y ya indiqué su respuesta: la fuerza de la ilusión. Ésta se preservaría tanto mejor en Europa cuanto que no estaría sometida, como en un país comunista, a la prueba de la realidad. Sin embargo, el historiador no deja de creer en una ignorancia general de lo que se producía en la URSS. Él hace referencia a las informaciones que circulaban, a las dudas que hicieron nacer en una parte de la izquierda marxista, y también a las críticas de fondo tempranamente emitidas por buenos analistas de la dictadura leninista, y luego del Estado estalinista. Pero esta comprobación lo incita a dar todo su filo a la cuestión que persigue, puesto que debe admitirse que «la ilusión resiste el conocimiento de los hechos». Al evocar en un lugar el cataclismo que provocó la eliminación de los kulaks – de hecho, una verdadera guerra contra el campesinado – observa que este terror masivo sin precedentes hizo sonar las campanas del Estado totalitario, y añade este comentario: «Lo sorprendente es que haya podido aparecer a los intelectuales occidentales o a la opinión pública internacional como un episodio familiar, cuando era extravagante; o incluso ejemplar, cuando era atroz».1 En otro lugar, tras haber observado que Trotsky, como Bujarin, no había dicho nada sobre los horrores de la hambruna, 1
F. Furet, Le Passé d’une illusion, op. cit., pág. 175.
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declara: «Pero hay algo todavía más sorprendente, y es que esa anestesia del juicio se extienda a tantas mentalidades fuera de la Unión Soviética. No porque los hechos no puedan ser conocidos, por lo menos en lo que tienen de masivamente atroz».2 Los testimonios y las informaciones difundidas por los diarios de los emigrados rusos, los análisis de Kautsky y de Souvarine lo llevan a juzgar: «Por consiguiente, el que quería saber sabía. La cuestión es que poca gente lo quiso». De ser así, el estalinismo no perdió nada del poder mitológico del que gozaba el bolchevismo: «Por el contrario, su imagen creció en la imaginación de los contemporáneos en el momento de sus peores crímenes. De manera que el misterio de esta fascinación se espesó, en vez de disiparse». En ningún momento, por lo tanto, Furet trata de borrar los signos de las manipulaciones operadas por los agentes soviéticos para crear asociaciones y movimientos de la paz al servicio de la política del Kremlin. Recordando de pasada el papel que desempeñaron los comunistas en España durante la guerra civil, muestra que sus objetivos fueron la eliminación física de los anarquistas y de los partidarios del POUM,3 así como el acaparamiento de los puestos claves en la nueva República, y que a despecho de esas fechorías la URSS sacó del episodio la reputación de ser el único defensor de las libertades en Europa frente al fascismo.4 Sin embargo, no es posible dejar de interrogarse sobre la validez de la tesis mayor según la cual «la ilusión no sólo acompaña la historia del comunismo, sino que es constitutiva de ella». Esta tesis, lo recuerdo, se funda en el examen, en una perspectiva comparativa, de los efectos de la misma ilusión o de la misma idea (dos términos equivalentes, como ya lo observé) «en dos estados políticos, según ocupe el poder por la intervención de partidos únicos o que sea difundida en la opinión pública de las democracias liberales, canalizada por los partidos políticos locales, pero también difundida más allá de ellos, bajo formas menos militantes».5 Ya he hablado de la primera parte de la demostración; la segunda requiere nuevas reservas. Me resulta tanto más importante cuanto que conservo un vivo recuerdo de las prácticas del partido co2
Ibid., pág. 177. Partido Obrero de Unificación Marxista. [N. del T.] 4 Ibid., págs. 295-300. 5 Ibid., pág. 15. 3
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munista en Francia, a partir de 1945, y de aquellas de los intelectuales «progresistas». El cuadro que compone Furet resulta de su hipótesis. En efecto, una vez instalada la ilusión en el origen del comunismo, y una vez afirmado que en Occidente los partidos nacionales la «canalizaron», la vía está totalmente trazada: en suma, se trata de identificar los acontecimientos que obstaculizaron la desilusión, mientras que el Estado soviético se presentaba cada vez más bajo rasgos totalitarios. Estos acontecimientos se ubican en tres coyunturas que corresponden, la primera, a la instalación de la dictadura del partido bolchevique y a lo que se llamó el comunismo de guerra; la segunda, al aplastamiento de la resistencia de los campesinos, al terror masivo y a las grandes purgas del partido durante los años treinta; la última, a las nuevas olas de terror en Rusia, tras la Segunda Guerra Mundial, a la dominación de la Europa del Este, luego a la represión de los levantamientos de los que ésta se convirtió en el escenario. El primer período plantea menos problemas que los dos siguientes. La agitación social y política en los grandes países de la Europa occidental favorece la creencia en la creación de un Estado socialista. En Francia, observa Furet, las esperanzas revolucionarias que había despertado el éxito de los bolcheviques eran tan fuertes que de buena gana se sospechaba de los testimonios de los exiliados mencheviques o, añadiré, de aquel, sin embargo irrefutable, del ex compañero de Lenin, Martov. Además, las reminiscencias de 1789, para cantidad de intelectuales, obstaculizaban la comprensión de la dinámica del partido-Estado. Este cuadro coincide en todos los aspectos con el que compone Marc Ferro en L’Occident devant la révolution soviétique.6 En cambio, más difícil resulta explicar la persistencia de la ilusión o, mejor dicho, su intensificación, en las dos coyunturas siguientes, cuando los acontecimientos deberían disiparla. Furet destaca que en la primera, a mediados de los años treinta, se desarrolla la idea antifascista y que así la defensa de la URSS viene a coincidir con la lucha contra el nazismo; luego, que al terminar la Segunda Guerra Mundial la Unión Soviética aparece como el país que aportó una contribución decisiva a la 6
Marc Ferro, L’Occident devant la révolution soviétique. L’Histoire et ses mythes, Bruselas, Éditions Complexe, 1991.
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victoria del campo democrático, mientras que los militantes comunistas que participaron en la Resistencia en todos los territorios ocupados por las fuerzas del Eje hacen el papel de demócratas y, lo que es más, en cada país donde combatieron, de patriotas. Estos argumentos no son desdeñables. Un poco antes evoqué el giro estratégico que a partir de mediados de los años treinta efectuó el gobierno soviético, consciente del peligro que constituían el nazismo y el rearme de Alemania. Así, se ocupaba de favorecer campañas antifascistas y una política de frentes populares. A los ojos de una fracción de la opinión, la idea antifascista, al combinarse con la idea comunista, constituiría un nuevo obstáculo a la realidad de un Estado totalitario. Ya en el curso del período 19361939, en efecto, vemos cómo se impone en amplios círculos la idea de que toda depreciación de la URSS equivale a hacer el juego al fascismo (esta idea recuperará toda su eficacia más tarde, durante la Guerra Fría, con la salvedad de que el imperialismo norteamericano tomará el lugar del fascismo). A despecho de la resistencia de un pequeño número esclarecido, sobre todo, por el Staline de Souvarine, por los análisis publicados en su revista La Critique sociale y en La Révolution prolétarienne (el testimonio de Yvon prologado por Pierre Pascal contiene una relación minuciosa de la condición obrera en Rusia),7 más tarde por Au pays du grand mensonge de Ciliga, pero también por los escritos de Trotsky y los folletos de la Oposición de izquierda (que Furet deja en el tintero), la idealización del socialismo soviético oculta el terror estalinista. Es la época en que el Kremlin recibe a visitantes destacados procedentes de Francia y de Inglaterra. Entre ellos, solo André Gide, sin embargo preocupado por su notoriedad, tiene la audacia de compartir su malestar a su regreso de la URSS, lo que le significa la reprobación de los intelectuales bien pensantes y las invectivas de los comunistas. No obstante, la movilización antifascista, ¿basta para dar razón de aquello en lo que va a convertirse el mito de la URSS? Más particularmente, la prohibición que, ya a fines de los años treinta, golpea toda crítica de la burocracia soviética ¿se deja comprender solamente a la luz de los cambios acaecidos en la escena internacional? Con seguridad, falta un eslabón: la acción de los partidos «locales». Furet observa claramen7
Yvon, «Ce qu’est devenue la Révolution russe», Les Brochures de la Révolution prolétarienne, Nº 2, s.f.
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te que ellos «canalizan la idea comunista». Pero ¡qué curiosa imagen! En realidad, desde su creación, los partidos de la IIIª Internacional están estrechamente subordinados a la dirección del partido ruso. Su tarea constante es componer el cuadro de un país en el cual el proletariado se adueñó del poder y lucha por extirpar las raíces de la clase burguesa, al tiempo que resiste a las agresiones del imperialismo en una «ciudadela sitiada». No puede desdeñarse que en Francia, en el período de entreguerras, sea gracias al partido comunista que la sociedad soviética aparezca como una sociedad igualitaria, libre, gobernada por dirigentes que desde la Revolución mantuvieron una misma línea. Fue gracias a una grosera falsificación de los hechos como toma consistencia el mito. De una manera general, la observación de los progresos del antifascismo en provecho de la URSS no puede distraernos del espectáculo cuidadosamente montado de la «patria del socialismo», al que se alía el culto de Stalin (un culto compartido por el partido nacional). Ahora bien, los partidos «locales», considerando su estructura y sus métodos, son réplicas del partido ruso. Sin estar en condiciones de conquistar el poder – diferencia ciertamente no desdeñable – su vocación es el establecimiento de un Estado totalitario. Por otra parte, en una gran medida deben su éxito – muy desigual por cierto – al modelo que acreditan de un país donde reina el socialismo. El poder que adquiere el PCF en 1936 se explica ciertamente por un programa que lo distingue del reformismo de la SFIO8 y por su habilidad en combinar la tradición revolucionaria y la tradición nacional, pero su prestigio se nutre del de la URSS, el que incesantemente se ocupa de reforzar. ¿Quién puede seriamente pretender, en nuestros días, que los dirigentes del partido comunista francés fueron en la época víctimas de sus ilusiones sobre la Unión Soviética? Ya sabían, y no dejaron de saber desde entonces, si no en el detalle, por lo menos en cuanto a lo esencial, qué ocurría con la dictadura del partido-Estado. Si no concibieron ningún horror de esto, no es porque tenían fe en las leyes de la historia (no lo discuto, al tiempo que observo que los socialdemócratas, por su parte, las invocaban para acusar a los bolcheviques de violarlas), sino porque su propia perspectiva, habida cuenta de las posibilidades que podría ofrecer una revolución en un gran país ya desarrollado, era la de 8
Sección Francesa de la Internacional Obrera. [N. del T.]
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la creación de un régimen del mismo paño que el régimen soviético. La distinción operada por Furet entre la «idea comunista en el poder» y la «idea comunista en estado difuso» oculta la similitud de los partidos, de sus esquemas de organización y de sus esquemas de acción. El hecho de que la revolución de Octubre haya despertado aspiraciones revolucionarias en Europa, que dichas aspiraciones hayan sido avivadas por las decepciones que suscitaron la guerra mundial y el recuerdo del abandono del internacionalismo por los socialdemócratas, eso no es dudoso. El desarrollo de los partidos comunistas encuentra aquí su punto de partida. No obstante, el funcionamiento del Komintern nos instruye más sobre su consolidación y sobre su estrategia que el desarrollo de los conflictos sociales y políticos en Alemania, en Francia y en Italia. Ellos se integran en una organización regida por los principios leninistas: estricta obediencia a las consignas de los dirigentes, clandestinidad, división «racional» de las tareas, asignación de los militantes a misiones en función de las circunstancias sobre teatros de operación privilegiados. Todos saben desde hace largo tiempo que el Komintern nunca consistió en un comité de unión entre las direcciones de los diferentes partidos. Constituía un órgano supremo bajo la autoridad de los bolcheviques. Ciertamente, sus agentes no eran oportunistas, como justamente lo observó Raymond Aron: ellos aceptaban ser manipulados según las instrucciones del Centro, imponiéndose como una obligación no saber lo que supuestamente sólo el Centro sabía por ser el único que disponía de una visión global de las intrigas del mundo. Con el Komintern se revela una variedad muy notable de la especie comunista: la de hombres consagrados a tareas cuyo motivo ignoran, que consienten en eliminar a sus semejantes no bien son juzgados traidores o sospechosos o simplemente peligrosos, y ellos mismos consienten en su eventual eliminación si las circunstancias lo imponen. Así, se ven llevados a una aventura siniestra y en ocasiones burlesca, a tal punto se vuelve indiscernible para ellos, en el entrelazamiento de las intrigas locales, el interés de la Revolución mundial. A este respecto, el relato de Jan Valtin, agente del Komintern, largo tiempo comunista convencido pero siempre condenado a no saber a quién ni a qué creer, nos informa mejor que muchos estudios eruditos sobre una parte del universo comunista.9 El Komin9
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Jan Valtin, Sans patrie, ni frontières, París, Jean-Claude Lattès, 1975.
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tern logró tejer toda una red de asociaciones al servicio de la Unión Soviética gracias a agentes subyugados por la eficacia de la organización. Por último, hay que recordar que el Pacto germano-soviético, si bien sembró el desconcierto en cierta cantidad de militantes nacionales, casi no perturbó la solidez de los aparatos. zzz La guerra, aunque fue impuesta a los comunistas, parece haberlos reubicado en el campo de la democracia. Llego aquí al segundo argumento de Furet, que recae en la reviviscencia de la ilusión comunista. Ahora bien, conviene diferenciar la comprobación y la interpretación. La dificultad proviene de que avanzan una sobre la otra. En un primer momento, la comprobación no soporta objeciones: el régimen de Stalin se beneficia en 1945 de la contribución del pueblo soviético a la victoria lograda contra el nazismo; de manera similar, los militantes de los partidos nacionalistas se benefician en todas partes de su participación en la resistencia en los territorios ocupados. En Francia, pues, la buena imagen del comunismo se ve restaurada. El período le ofrece nuevas posibilidades de desarrollo, a tal punto es fuerte la expectativa de grandes cambios económicos y sociales y tan ampliamente compartida es la crítica de las instituciones y de las prácticas responsables de la derrota del país. La democracia burguesa había tropezado antaño con dos corrientes revolucionarias, el comunismo y el fascismo. Ahora, observa Furet, «el fin de la Segunda Guerra Mundial da finalmente al antifascismo un segundo aliento político, liberándolo de su enemigo fascista. En adelante, el antifascismo no tiene ya rival en la crítica de la democracia burguesa: todo el espacio es de él. Es en este sentido como el fin de la Segunda Guerra Mundial es una victoria política de la idea comunista más que de la idea democrática».10 Ahora bien, hay motivos para interrogarse sobre un cuadro que, por una parte, es elaborado por los mismos comunistas. Así como es indiscutible que el fin de la guerra confiere a la URSS y a los partidos nacionales un nuevo prestigio, del mismo modo la función que juega el antifascismo en su legitimación depende, en una gran medida, de su propaganda. La cuestión es saber por qué es tan eficaz. Por eso, tras 10
F. Furet, Le Passé d’une illusion, op. cit., pág. 411.
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haber repetido que la URSS figura en la primera fila de las víctimas y en la primera fila de los vencedores, «lo que basta para hacer olvidar su naturaleza», Furet declara repentinamente: «Pero nada de todo eso basta para explicar por qué la idea comunista es la gran beneficiaria del apocalipsis nazi; después de todo, el contramodelo norteamericano también estaba disponible y de una manera progresiva, pero lenta, en el medio siglo que siguió, iba a rehacer el terreno perdido». Justa reflexión. En efecto, ¿por qué insistir tanto en una deuda de reconocimiento para con la URSS y los partidos comunistas? Los pueblos no hacen gala de tanta memoria y fidelidad; de buen grado olvidan los servicios realizados. La respuesta al problema vuelve a llevar a la tesis ya mencionada: el atractivo por el marxismo-leninismo y la teología de la historia. Ahora bien, reintroduzco mi objeción: se atribuye un poder desmesurado a la «idea». Además, así se admitiera que el camino de la desilusión estuviera otra vez cerrado para los comunistas y para la masa incrementada de sus simpatizantes, y así se añadiera que el nuevo antagonismo entre la Unión Soviética y las potencias occidentales acentúa la exigencia de defender el país del socialismo percibido como «ciudadela sitiada», ¿no se debería aceptar que la distancia entre la creencia en las virtudes del comunismo y el conocimiento de los hechos se ha incrementado considerablemente? Mientras que el terror vuelve a lanzarse en la Unión Soviética inmediatamente después de la guerra, sin por ello beneficiarse de la «ilusión» de una revolución en curso, la Europa del Este cae bajo su dominación. Sin duda alguna, no es sorprendente que los comunistas occidentales y sus aliados se regocijen de que las tropas soviéticas permanezcan en los territorios que liberaron y que sus homólogos ganen un lugar preponderante en las nuevas democracias del Este, que pronto serán llamadas «populares». Pero ahí están enfrentadas, a partir de 1948, en el golpe de Praga. Por cierto, no es percibido como tal: todavía se regocijan con una extensión del socialismo. Pronto se desarrollan los procesos espectaculares de Rajk y de Slansky, dirigentes renombrados, repentinamente sometidos al mismo tratamiento que los acusados de los procesos de Moscú (los cuales habían sido útilmente olvidados). Luego, en 1953, estalla la insurrección obrera de Berlín Oriental, a cuya cabeza se encuentran sindicalistas que antaño habían conocido los campos nazis. En 1956 se producen el sublevamiento de Poznan, ciudad obrera – prelu92
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dio a la formidable efervescencia de Polonia – y la insurrección húngara, de la que no puede ocultarse que en todas las grandes ciudades trae aparejada la formación de consejos obreros y de su federación en Budapest. Se otorga una amplia repercusión a las reivindicaciones democráticas formuladas por el Gran Consejo: pluralismo de los partidos, libertad de expresión, garantía de la seguridad de las personas, Parlamento elegido en sufragio universal, consejo responsable de la gestión de la economía, compuesto por los delegados de las empresas. En esta ocasión los partidos occidentales, en cuya primera fila está el PCF, condenan el levantamiento popular y justifican la intervención de las tropas soviéticas. Hay que esperar a 1968 para que el partido francés, no obstante sin poner en entredicho la fórmula del partido-Estado, emita una protesta contra la nueva intervención soviética, esta vez en Checoslovaquia.
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Entre los años que preceden y los que siguen a la Segunda Guerra Mundial hay más que similitudes: se opera un progreso en la sumisión al poder soviético, tanto más notable cuanto que la opinión pública está ampliamente informada. La obra de la mentira y de la calumnia moviliza todas las energías del partido francés. Sólo un pequeño número de intelectuales comunistas lo abandonan en 1953, la mayoría de las veces silenciosamente. Edgar Morin se distingue por su coraje intelectual, así como por su lucidez, haciendo partícipe de su experiencia en el comunismo en su resonante Autocrítica.1 Tras la segunda intervención soviética en Hungría, las partidas se hacen más cuantiosas, aunque por el momento el reflejo de solidaridad prevalece sobre el trastorno. En esta ocasión, un pequeño acontecimiento ilustra la tenacidad de los defensores de la URSS. Como el Comité de los intelectuales contra la prosecución de la guerra de Argelia había reunido en diciembre de 1956 a un público considerable, una moción leída por Edgar Morin llama a condenar la intervención soviética en nombre del derecho de los pueblos a disponer de sí mismos, invocando precisamente ese derecho en favor de la independencia de Argelia. Los intelectuales comunistas inmediatamente hacen frente. Cerca de mí dos de ellos, muy conocidos, con cara de odio, lo interrumpen, lo injurian, multiplican las groserías 1
Edgar Morin, Autocritique, París, Julliard, 1959. [Hay versión en español: trad. de Janine Muls de Liarás y Jaime Liaras García, Barcelona, Editorial Kairos, 1976.]
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estalinistas (por otra parte, abandonarán el partido más tarde). En la época, el conocimiento del sistema soviético sin embargo había progresado mucho. Algunos años antes se había revelado la existencia y la extensión de los campos de concentración. Yo recordaba las palabras de François Furet, aplicadas a los acontecimientos de comienzos de los años treinta: «El que quería saber sabía». No obstante, convengamos que las fuentes todavía eran escasas. En cambio, en 1947 aparece en Francia el libro de Kravchenko Yo escogí la libertad (que el año anterior había conocido una difusión considerable en los Estados Unidos); luego, en 1950, se desarrolla en París el juicio que entabló el autor a las Lettres françaises por calumnia. El libro y el juicio tuvieron una considerable repercusión.2 El libro devela la amplitud de los campos de concentración y la función del trabajo forzado en el sistema industrial. La respuesta de los comunistas es virulenta. El juicio permite dar la palabra a ex deportados, sobre todo a Margaret Neumann, detenida en un campo soviético antes de ser entregada a los nazis. Los testigos son insultados, ridiculizados por los comunistas, mientras que se declaran garantes de la probidad del régimen soviético algunos compañeros de ruta distinguidos, entre ellos Paul Eluard (en la circunstancia poeta, sin más preocupación por su honor que Aragon). ¿Son de buena fe estos defensores de la URSS? ¿Son víctimas inocentes de la utopía marxista-leninista? ¿Quién lo creería, en nuestros días? André Wurmser (crítico literario de las Lettres françaises) hace declaraciones abyectas a las que la prensa comunista da una amplia repercusión. No, no quiero decir que Wurmser encarna el tipo consumado del comunista, pero tampoco quiero dejar acreditar la leyenda de que los intelectuales comunistas, confundidas todas las variedades, vivían en el encanto de la teoría. Se objetará que Kravchenko aparecía como un renegado; ¿no había sido impreso su libro en los Estados Unidos? Esto bastaba para volverlo sospechoso. Bien. No obstante, el que había leído Au pays du 2 Victor Kravchenko, J’ai choisí la liberté! La vie publique et privée d’un haut fonctionnaire soviétique, París, Self, 1949 (reeditado con un prefacio de Pierre Daix, París, Olivier Orban-Nouvelles Éditions Baudinière, 1980); Guillaume Malaurie, con la colaboración de Emmanuel Terré, L’Affaire Kravchenko, París, Robert Laffont, 1982. [Hay versión en español de: Yo escogí la libertad: vida íntima y política de un alto funcionario soviético fugado de la Embajada de la URSS en Washington, trad. de M. B., Madrid, Ciudadela Libros, 2008.]
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grand mensonge, de Antón Ciliga (publicado una docena de años antes), no podía sospechar de la veracidad de las informaciones sobre la función del trabajo forzado. Ciliga, lo he recordado, a su manera había «escogido la libertad» siguiendo una dirección inversa en su juventud, y su fidelidad al marxismo le había significado una larga estadía en Siberia. Tal vez los hipercríticos de Kravchenko ignorasen un libro con un título tan molesto. Bien. Así sea. Como quiera que fuese, los testigos de Kravchenko salían del Gulag. Dos años más tarde, David Rousset, autor de un libro inolvidable sobre los campos nazis, revelaba el código de trabajo correctivo de la RSFSR3 y la amplitud de los campos de concentración soviéticos. Es cierto que se expresaba en Le Figaro littéraire y parecía lanzar una campaña antisoviética; así excitó la desconfianza en los medios de izquierda y fue sospechado de querer ocultar las fechorías del colonialismo y de la dictadura griega (!). Tal era el procedimiento corriente en la época: lo más importante era saber qué fin perseguía un autor y «desde dónde» hablaba. No obstante, el Consejo económico y social produjo a su vez el código de trabajo correctivo y los resultados de una investigación que evaluaba la población del Gulag en por lo menos dos millones de detenidos. En consecuencia, la revista Les Temps Modernes que, desde su creación, había tratado con prudencia el comunismo soviético, publicó un editorial donde dejaba constancia de esta investigación y extraía una conclusión severa de la que extraigo estas pocas líneas: «Si hay en la Unión Soviética un saboteador, un espía, o un perezoso, sobre veinte habitantes, cuando más de una depuración ya ha saneado el país, si hay que “reeducar” hoy a diez millones de ciudadanos soviéticos cuando los que eran unas criaturas en Octubre de 1917 hoy ya tienen más de treinta y dos años, es porque el sistema mismo recrea su oposición».4 Esta pulsión de verdad no duró. Como se sabe, dos años más tarde Sartre, responsable de la editorial junto con Merleau-Ponty, volaba en auxilio del partido comunista, considerado víctima de una maquinación de la burguesía, y demostraba que el proletariado no existía como clase sino en la medida en que se identificaba con el partido.
3 4
República Socialista Federativa Soviética de Rusia. [N. del T.] «Les jours de notre vie», Les Temps Modernes, Nº 51, enero de 1950.
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La arrogancia en la mentira que demostraron los comunistas franceses en el curso de los decenios que siguieron a la Liberación aprovechó la pantalla protectora que le suministraron numerosos intelectuales que, sin pensar en afiliarse al partido, lo consideraban como el representante de las masas oprimidas y a la URSS como el país que mantenía, contra viento y marea, el rumbo hacia el socialismo. Sin querer sobreestimar el papel de Sartre, se lo puede juzgar ejemplar. Aunque sus proezas dialécticas ya no impresionan a nuestros contemporáneos, estos no pueden olvidar que fue un modelo de pensamiento si no para una generación, por lo menos para todos aquellos que trataban de ser o de convertirse en «bien pensantes» de izquierda. Furet no le consagra más que una nota al pie (por lo demás severa); es poco, frente al largo pasaje que le inspira en la primera parte de su libro el caso de los escritores extraviados en el campo de la política – en cuya primera fila se encuentra Romain Rolland – que tomaron el camino del Kremlin y saborearon la emoción de recoger algunas preciosas palabras de la boca de Stalin. Es poco, en efecto, porque, de Sartre, no se puede decir como de estos últimos que no sabía, ni que no quería saber: él se asignó con una sorprendente perversidad la tarea de explicar, mejor de lo que lo hacían los comunistas mismos, la política del PCF, y la estrategia del Kremlin. Es cierto que, de una manera general, Furet no prosigue mucho su investigación en el medio intelectual, una vez que alcanza el período del que sin embargo había observado que era aquel en que «el misterio de la fascinación [comunista] se espesó». Así, desdichadamente, se priva de examinar una nueva especie, que en otros tiempos llamé la de los «intelectuales progresistas» (análoga a la especie norteamericana de los «liberales rampantes» descrita por Harold Rosenberg). Desde comienzos de los años cincuenta ella prolifera en la prensa, en las revistas, en las asociaciones animadas por los comunistas. Sus representantes serán reticentes ante los testimonios de los disidentes rusos cuando estos comiencen a hacerse conocer, y lo serán todavía más cuando aparezca Archipiélago Gulag, que será considerado como la obra de un ruso místico y reaccionario. Por último, gracias a las posiciones que tienen, los análisis desarrollados en el marco de la izquierda no comunista no franquearán el límite de pequeños círculos. ¿Hay que imaginar a los intelectuales bien pensantes bajo el imperio de la ilusión? ¿Subyugados por el marxismo y la teología de la historia? Estos me parecieron fasci98
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nados por la fuerza que emanaba de los comunistas, no sólo la fuerza que procuraba al partido el sostén de una fracción de la clase obrera, sino la fuerza que denotaba su capacidad de usar, o de aceptar el uso de la violencia sin que les tiemble el pulso, de experimentar una inflexible convicción, y de despreciar a los vacilantes y a los tibios, así fuesen sus aliados. En cuanto a los intelectuales comunistas que aparecen en la escena de la posguerra, se muestran hechos de la misma pasta que sus predecesores, pero su número y su influencia se incrementaron considerablemente en los países occidentales, sobre todo en Francia. Helos ahí implantados en el mundo de la edición, el de las letras, del teatro, del arte, en las casas de la cultura, en la Universidad y, en ocasiones (¿quién se acuerda en la actualidad?), en el pequeño mundo del psicoanálisis. De su pertenencia al partido de la clase obrera, ellos conquistan el sentimiento de ser actores de la historia, pero no menos la ventaja, en cantidad de casos, de componer aquí y allá un medio aparte, una elite cuyos miembros están obligados a ayudarse mutuamente en total buena conciencia de clase. Por cierto, no hay motivos para confundir a los intelectuales apparatchiks, a los simples adeptos de un marxismo estampillado por el partido, cuya fe eventualmente se adaptó a los beneficios de la carrera, y a los militantes devotos de una causa que estaban decididos a defender a costa del sacrificio de sus intereses y eventualmente de su vida. No es menos cierto que unos y otros ejercieron juntos una formidable intimidación hacia no comunistas de izquierda, marxistas o filomarxistas, libertarios o liberales. A sus ojos, toda crítica del partido nacional o de la URSS, o de la doctrina marxista-leninista, reforzaba al enemigo de clase. Una vez más, un pequeño acontecimiento me vuelve a la memoria, que atestigua tanto mejor la práctica de los comunistas franceses cuanto que el blanco designado era un filósofo que distaba mucho de definirse como su adversario. En 1955, el PCF (¿quién lo recuerda?) organizó un mitin en la Mutualidad para condenar a Merleau-Ponty luego de la publicación de las Aventuras de la dialéctica.5 En este libro, el autor analizaba los desplazamientos que se habían efectuado en la inter5
Hay versión en español: trad. de León Rozitchner, Buenos Aires, Ediciones Siglo Veinte, 1974.
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pretación del marxismo; retornaba al propio Marx para someter a una reflexión crítica la idea de que el sentido de la historia pudiera alguna vez recaer en una clase empíricamente determinada, desmontaba la argumentación sartreana, infiriendo de su investigación la imposibilidad ya sea de ordenarse junto a los comunistas concediéndoles el beneficio de la duda, ya de unirse al campo del anticomunismo. Bajo el signo del «a-comunismo», reclamaba para el intelectual la libertad de juzgar examinando los acontecimientos. Ante un público considerable, como era capaz de juntar el PCF, intervienen en la tribuna, fuera de Georges Cogniot, gran apparatchik, Garaudy y Kanapa, a cargo de la función de guardianes de la ortodoxia, y honorables filósofos (Jean Toussaint Desanti, Henri Lefebvre, Maurice Caveing) que aportan sin vergüenza la caución de su autoridad intelectual a una comedia de proceso.6 Ciertamente, una comedia. No obstante, la ceremonia de estilo estalinista permite imaginar lo que habría sido la suerte del acusado de haber dispuesto el partido del poder estatal. En consecuencia, más que adjudicar a los comunistas franceses una ceguera ante los hechos susceptibles de destruir las ilusiones que les inspiraba el socialismo soviético, más vale admitir que cantidad de ellos estaban dispuestos, a poco que las circunstancias les fuesen favorables, a utilizar métodos en vigor en la Europa del Este. Sin embargo, no sugiero que fuesen cínicos: no carecían de convicción; su modelo era el de una sociedad – definida por ellos como socialista – perfectamente regulada y liberada de sus parásitos. Todavía debo hacer lugar al mito del complot trotskista directamente importado de la fábrica estalinista para subrayar el encarnizamiento que ponían los comunistas franceses en perseguir a los marxistas que se desviaban. Por irrisorio que sea vale la pena evocar un episodio del que fui testigo. Durante la primera campaña electoral que siguió en Francia al fin de la guerra, un partido trotskista recientemente reconstituido y cuyos efectivos casi no superaban los seiscientos o setecientos militantes presentó un pequeño número de candidatos. Aunque era muy joven, yo fui encargado de presentar a uno de ellos en una reunión pública que se celebraba en París en el distrito XIIIº. El candidato era un cartero, muy 6
Mésaventures de l’antimarxisme. Les malheurs de M. Merleau-Ponty, avec une lettre de G. Lukacs, París, Éditions Sociales, 1956.
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conocido en su barrio, hombre pacífico, antifascista de larga data, cuyas convicciones se habían formado en la lectura de La revolución traicionada y textos de la Oposición de izquierda (su conocimiento de la historia del movimiento obrero suscitaba mi admiración). Apenas había terminado mi breve alocución, ante una sala, para nuestra feliz sorpresa, repleta, cuando algunas sillas volaron sobre el estrado y estalló la refriega. El incidente no era imprevisible. En cambio, me vi mezclado en una escena que, luego, me dejó perplejo. Divisando a una joven maltratada por algunos furiosos, me lancé en su ayuda. Ellos la agarraban, gritándole en la cara: «hitleriana trotskista». Ella se desgañitaba repitiendo: «Yo estaba en Ravensbrück». «Mentirosa, cerda», seguían chillando. En el momento en que yo llegué hasta ella, estaba esgrimiendo una tarjeta: «¡La prueba, la prueba! – gritaba – Mi tarjeta de deportada». Se la arrancaron de las manos, la rompieron, y le arrojaron los pedazos a la cara antes de que lograra sustraerla al grupo histérico. Yo conocía la violencia estalinista por los libros, sabía cuál había sido la suerte de los anarquistas y de los militantes del POUM en España. Pero las cosas que se ven son irreemplazables. Si yo todavía mantenía dudas sobre los métodos de los comunistas franceses, mi aprendizaje estaba completo. Después de todo, pensé, la «camarada» salió físicamente indemne de este incidente y, como se dice, «estaba curada de espanto». Y aun así, la cuestión no me dejó tranquilo: ¿por qué tanto encarnizamiento contra los trotskistas, en París, en el distrito XIIIº, por fin recuperadas la paz y la democracia? ¿Por qué un grupúsculo les importaba tanto a los comunistas? zzz Mucho más tarde descubrí las páginas sutiles que consagra Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo, a la ficción comunista del complot, que compara con la ficción nazi. Ella muestra con claridad que ambas tienen una función esencial en la constitución de la ideología totalitaria. Tanto la conspiración judía como la conspiración trotskista, dice en sustancia, fueron inventadas gracias a la explotación de hechos «reales», susceptibles de excitar la imaginación colectiva: el papel incrementado que desempeñaban los judíos en la vida pública o la oposición de Trotsky al reino de Stalin. La ficción de la conspiración, prosigue, 101
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contribuye a suministrar una visión aparentemente coherente del mundo (la de un orden nuevo conquistado contra la obra de potencias maléficas). Pero el análisis no se detiene aquí: remite a la persistencia de la ficción, cuando ha perdido todo punto de anclaje en la realidad, es decir, después de que los nazis procedieron a la masacre de los judíos y de que Stalin mandó asesinar a Trotsky y liquidar a la Oposición de izquierda en Rusia. La idea de Hannah Arendt es que, «una vez que los eslóganes de [la] propaganda son integrados en una organización viva (expresión tomada de Hitler), no pueden ser eliminados sin correr el riesgo de arruinar todo el edificio».7 Las palabras de Hannah Arendt sobre la ideología totalitaria no siempre son tan claras. En este pasaje, a mi juicio ella llega al fondo de las cosas. Descubre el lazo que une la ideología y la organización: «Lo importante – escribe, en particular – es que los nazis actuaban efectivamente como si el mundo hubiese estado dominado por los judíos y tuviese necesidad de una contraconspiración para defenderse. Para ellos, el racismo no era una teoría discutible, con un valor científico dudoso, se realizaba cotidianamente en la jerarquía en ejercicio de una organización política en la cual habría sido “irrealista” ponerla en entredicho. Del mismo modo, el bolchevismo no tiene ya necesidad de prevalecer en una discusión sobre la lucha de clases, el internacionalismo, y la defensa incondicional del interés soviético: la organización del Komintern, tal y como funciona, es más convincente de lo que puede ser cualquier argumento ideológico». Arendt, por lo tanto, nos sugiere que la construcción de la realidad es indisociable de la construcción de un cuerpo colectivo. Para volver al acontecimiento que evocaba, los energúmenos que se habían agarrado con la joven sobreviviente de Ravensbrück no eran ni iluminados ni locos furiosos. Es dudoso que hayan tenido algún conocimiento de lo que era el trotskismo y, todavía más, algún conocimiento de la teoría marxista; pero es probable que hacían algo más que ejecutar órdenes impartidas por un jefe, que creían firmemente en el partido y también, debido a que eran miembros, en la lógica de su razonamiento y de su acción. 7 Hannah Arendt, Le Système totalitaire, París, Éditions du Seuil, 1972, pág. 89 (The Origins of Totalitarianism, Nueva York, Harcourt, Brace, 1951. [Hay versión en español: Los orígenes del totalitarismo, trad. de Guillermo Solana, Madrid, Alianza Editorial, 2006.]
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zzz La violencia comunista no se puede separar de la creencia comunista. A no dudarlo, sin embargo, se equivocaría uno si considerara que aquellos que ejercen la violencia siempre actúan bajo el imperio de la creencia. Esta idea ha extraviado a grandes mentes. Por ejemplo, ella estuvo en el origen de los esfuerzos desesperados para explicar que los famosos procesos de Moscú habían sido montados y llevados a cabo con la intención de eliminar a los oponentes a la política definida por los dirigentes del partido y considerada por ellos de conformidad con el proyecto revolucionario. En la circunstancia, tal fue la repugnancia intelectual en admitir una violencia – no digo sin motivo, pero destinada a hacer la demostración de la omnipotencia de Stalin – que condujo a presentar a Vyshinski como un teórico bolchevique, cuando no era otra cosa que un grosero canalla, sacado de la oscuridad por Stalin, y desde el comienzo de su carrera encargado de maquillar sus voluntades en decisiones de justicia.8 Todavía se puede admitir que la puesta en escena a la que dieron lugar los procesos podía excitar la imaginación de observadores occidentales de tradición humanista. En cambio, para dar ilusiones a los agentes del Guepeu o a los funcionarios del Gulag, había que superar los límites de la ingenuidad. Habida cuenta de esas reservas, el problema de la creencia merece ser replanteado, a tal punto la mayoría de las veces ésta fue invocada para señalar la sinceridad, hasta la nobleza de intención, de la que resultaron ya sea medidas terroristas, ya su aceptación. Así, de una manera general, se pudo concebir, en el origen del compromiso comunista, sobre todo en los países occidentales, ya sea una fe en la doctrina marxista, ya un deseo de igualdad social compartido por millones de hombres, y tan poderoso que los volvía insensibles a todo hecho susceptible de poner en falta la imagen de la patria del socialismo. Semejante interpretación no es una invención de Furet. Encontramos su huella en el texto ya mencionado de Les Temps Modernes que redactó Merleau-Ponty dejando constancia de las «revelaciones» de David Rousset sobre el sistema concentracionario soviético. Como lo he 8
Véase Arcadi Vaksberg, Vychinski. Le Procureur de Stalin. Les grands procès de Moscou, trad. francesa de Dimitri Sesemanu, París, Albin Michel, col. «Domaine russe», 1991.
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señalado, Merleau-Ponty no minimiza en modo alguno el fenómeno. Muy por el contrario, él denuncia, en la primera parte del artículo, el escándalo que constituye la negación de su alcance por los comunistas, al punto de concluir: «Sin duda alguna, así es como los mejores comunistas no tienen oídos para diez millones de detenidos». Pero para inmediatamente encarar un argumento que, sin ser contrario – hablando con propiedad – tiende a rehabilitar a los comunistas. «Si se mira hacia el origen del sistema concentracionario – escribe – podemos medir la ilusión de los comunistas de hoy. Pero es también esa ilusión la que impide confundir el comunismo y el fascismo. Si nuestros camaradas comunistas aceptan los campos, es porque esperan la sociedad sin clases por el milagro de las infraestructuras. Se equivocan, pero eso es lo que piensan. Yerran en creer en la oscuridad, pero es lo que creen» (como puede comprobarlo un lector contemporáneo, el problema que plantea la comparación entre comunismo y fascismo no es nuevo; por otra parte, había sido formulado mucho antes). En un largo pasaje, la ilusión comunista es deplorada, pero sin dejar de suscitar una suerte de simpatía: «Jamás un nazi – se nos dice – se molestó por ideas tales como reconocimiento del hombre por el hombre, internacionalismo, sociedad sin clases. Es cierto que esas ideas no encuentran en el comunismo de hoy más que un portador infiel y que le sirven más bien de decorado que de motor. Pero el caso es que allí están».9 La tonalidad de las palabras de Merleau-Ponty no es muy diferente de aquella de las expresiones de Furet. Uno, por cierto, juzga que «los partidos occidentales siguen siendo sanos» al considerar los valores que reivindican, escribe en 1950, ignorando aún cuál será su evolución. El otro, en cambio, instruido por la historia de los cuarenta años que siguieron, no sugiere nada semejante. Pero ambos hacen de la ilusión el motor del comunismo. Merleau-Ponty no parece ser refutado por Furet cuando llega hasta sostener que la ilusión (desdichada) que oculta a los comunistas ya sea el hecho concentracionario, ya su alcance, se desprende de una primera ilusión (ésta generosa) según la cual la transformación del modo de producción, cualesquiera que fuesen las peripecias del terror, garantizará el éxito del socialismo. ¿Tal vez porque su argumento resulta más condensado en el marco de un artículo? 9
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El subrayado es mío.
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Merleau-Ponty revela la debilidad de la interpretación que privilegia el poder de la ilusión. Aceptando que las ideas humanistas de los comunistas (que «son las nuestras») sirven hoy «más bien de decorado que de motor», nada dice del «motor» – o de lo que oculta el «decorado» – un término que hace parar la oreja, como un lapsus, ya que, al fin y al cabo, ¿qué importaría la persistencia de ideas nobles si éstas no tuvieran más que una función accesoria? La cuestión mayor, sin embargo, es realmente ésta: ¿cuál es el motor? ¿Qué es, pues, lo que puso en movimiento al comunismo? ¿Qué es lo que lo mantiene en Rusia con tanto poder que se comunica a los partidos occidentales? O preguntémonos también, reteniendo la imagen del motor: ¿Qué hace girar la gran máquina totalitaria en la URSS, la máquina del Komintern, la de los Estados satélites, y la de los partidos occidentales? Con seguridad, las ilusiones no son desdeñables; pero se desplazan de un centro a otro, no hacen más que gravitar alrededor de un Poder generador de un nuevo tipo de sociedad. zzz También habría que interrogarse no sólo sobre la naturaleza de la ilusión o de las ilusiones que el comunismo ha suscitado, sino preguntarse en qué límites la noción misma de ilusión es pertinente. Por cierto, a quien compara los valores de los comunistas y los fascistas no le cuesta trabajo considerarlos inasimilables. Sólo un anticomunismo de derecha, a su manera fanática, quiere confundirlos. Pero, una vez admitido esto, ¿habrá que inferir, como Furet, que las ilusiones comunistas proceden del fondo de las ideas democráticas o, como Merleau-Ponty, que son signos de valores que son «los mismos que los nuestros»? Ahora bien, presentados bajo esa luz, no son la propiedad de los comunistas: la mayoría de los no comunistas de izquierda las compartieron, con la salvedad de que no los condujeron a una mitificación de la URSS y a una justificación del terror. El juicio hecho sobre los comunistas de buena fe, cuando no se quiere retener más que la radicalidad de su compromiso, su resolución de actuar de conformidad con el ideal de una sociedad sin clases, cualesquiera que fueren los obstáculos con los que tropiecen, ese juicio desconoce los rasgos por los cuales se distinguieron: su amor por la disciplina de acción y por la disciplina de pensamiento; su amor por la autoridad (que culmina en el culto del dirigente supremo); su amor 105
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por el orden, cuyo criterio les es suministrado por la organización; su amor por la uniformidad, que satisfacen ya al espectáculo de su unanimidad. Es por estos rasgos por los que componen un tipo de hombre nuevo – esto antes de que hayan empezado a forjar su mundo nuevo – el de un hombre dotado de la capacidad de no dejarse afectar, y por lo tanto sorprender, por lo que ocurre. Al observarlo, es otra cosa que sus ilusiones lo que lo caracterizan. Éstas no bastan para dar razón de una captura del individuo, tal como está tomado en el nosotros comunista, de una captura del pensamiento, tal como el saber se desprende del ejercicio del conocimiento y del juicio, de una captura de la sensibilidad, tal como toda compasión se desvanece no bien las víctimas de la opresión, hasta de la tortura, no pertenecen al campo apropiado. El crítico del comunismo, por cierto, se siente reducido al silencio ante el espectáculo de militantes que lo sacrificaron todo a su compromiso político, que lo dieron todo, que se dieron ellos mismos, al partido. Le parece indecente confundir a estos con los pequeños y grandes apparatchiks, con los intelectuales arrogantes o con los ejecutores de bajas faenas. Sin embargo, no puede olvidar el fenómeno de la captura. Y le vuelve a la memoria el lazo que establecía Étienne de La Boétie entre la dominación de uno solo y la servidumbre voluntaria: la extraña inversión de la libertad en servidumbre que éste veía efectuarse bajo el encanto del nombre de Uno. Para el militante, el más respetable, el que se sublevó contra la miseria, contra la condición en que se encuentra el proletariado en la sociedad capitalista, contra el colonialismo y las formas odiosas de opresión que lo acompañaron, finalmente contra el fascismo, el nombre de Uno volvió a conquistar su fuerza de seducción, juntándose, durante un tiempo, con el de Stalin y, desde el comienzo hasta el fin de la aventura, con el nombre del partido.
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Bajo cualquier aspecto que se lo encare – régimen, partido, tipo de personalidad – el comunismo no es concebible sino en los horizontes del mundo moderno. Es en cuanto régimen como Martin Malia lo analiza, describiendo la «tragedia soviética». Él quiere descubrir sus orígenes, dar razón de su desarrollo, de su desgaste y de su derrumbe. El historiador – observémoslo de inmediato – rechaza los argumentos que fueron expresados para situar lo que sería un nuevo despotismo en la prolongación del antiguo régimen zarista. El fenómeno comunista le parece esencialmente un producto de la modernidad, con la salvedad de que, a despecho de la creación de un «nuevo sistema político, un nuevo sistema económico y (hasta) un nuevo hombre, la URSS – nos dice – nunca fue un país desarrollado, ni moderno».1 Una de sus primeras preocupaciones es romper con una de las ficciones acreditadas por la sovietología occidental, que hace de la historia de Rusia una variante de aquella de los países en vías de desarrollo: «Muy por el contrario, su historia es la de una aventura extraordinaria, la primera tentativa en la historia de Occidente para poner una utopía en el poder»2 (fórmula tomada a Heller y Nekrich, que la habían convertido en el título de una importante obra). Él comprueba el fracaso de esta utopía al especificar que «según la ley de las consecuencias no deseadas, dio nacimiento a una monstruosa caricatura de lo real, a una surrealidad». A esta paradoja se agrega otra: «Nunca en la historia occidental un fracaso tan monu1 2
M. Malia, La Tragédie soviétique, op. cit., pág. 28. Ibid., pág. 27.
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mental tuvo un éxito tan irresistible». La tesis del historiador no se hace esperar: «(. . . ) la solución de todas [las] paradojas es sin embargo de una sencillez sorprendente: la utopía que puso a punto Octubre era la propiedad ideológica común de los tiempos modernos, y la experimentación era conducida no sólo por Rusia, sino por toda la humanidad».3 ¿Por qué, se pregunta uno, era preciso que la experimentación ocurriera en un país que en numerosos aspectos permanecía al margen del mundo moderno? Hago provisionalmente a un lado la cuestión para señalar que la utopía que nos es presentada es la de una sociedad totalmente igualitaria, y que se nutre con la creencia en el progreso constante de la humanidad y el reino final de la Razón. Toma su fuente en el marxismo, pero más lejanamente deriva de la filosofía de las Luces. ¿No hay motivos para desconfiar de las soluciones de una simplicidad sorprendente cuando se trata de analizar grandes hechos que señalan una perturbación de la fisonomía de una sociedad e incitan a una nueva lectura de nuestro siglo, en este caso, cuando se trata de explicar el nacimiento y la duración (setenta años) de un régimen calificado de «sin precedentes»? Martin Malia, es cierto, parece consciente de lo que tiene de paradójico su propio proceder en el momento en que pretende disipar todas las paradojas. Por un lado, disuelve el comunismo en la utopía, al punto de negarle toda consistencia en lo real. Así, a la vista de su fracaso, afirma todavía de manera más ruda que Furet, quien hacía del comunismo un paréntesis en el curso de la democracia: «Si el comunismo se derrumbaba como un castillo de naipes, es porque siempre había sido un castillo de naipes».4 Por otro lado, pone toda su competencia, con seguridad considerable, en reconstituir una larga cadena de acontecimientos y no sólo se dedica a las «consecuencias no deseadas» de la política de los dirigentes, pero señala sus vacilaciones y sus improvisaciones, las de Lenin primero, en los años que precedieron a la Revolución, pero también las de Stalin, en particular, a fines de los años veinte, ya sea antes del lanzamiento del primer Plan y muy al comienzo de los años treinta, o sea, en vísperas de la ofensiva que desató contra el campesinado. Los dos designios, es cierto, parecen reunirse, una vez admitido que todas las decisiones de los dirigentes soviéticos, 3 4
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Ibid., pág. 28. Ibid., pág. 562.
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por singulares y azarosas que parezcan, testimonian una lógica: la de la «partidocracia» y la «ideocracia» que a su vez se desprenden de la utopía primitiva. Por lo tanto, es haciendo justicia a las peripecias de una aventura que por un lado escapa a la previsión de los actores como el historiador pretende descubrir la inflexible dirección que impone la idea del socialismo (por lo menos, del socialismo concebido por Marx, porque, se nos aclara, tomado en su acepción general, el término no tiene mucho sentido). Sin querer de ningún modo ceder a una teoría idealista o materialista, él quiere poner de manifiesto la necesidad que, de momento en momento, de una situación inédita a otra, deriva de una elección: o el mantenimiento o el abandono del proyecto revolucionario. En vano, juzga, se querría encontrar en la creación del partido bolchevique el signo de una ruptura con el marxismo: o bien Lenin permanecía en la socialdemocracia y, como lo demuestra su hundimiento en el parlamentarismo en Europa, renunciaba a la revolución; o bien forjaba el instrumento capaz de poner en marcha el programa de Marx, así fuese a costa de una alteración de la teoría. Del mismo modo, sería erróneo querer zanjar entre leninismo y estalinismo. Así fuera cierto que Lenin no habría consentido en la guerra llevada a cabo contra los campesinos, tal era la coyuntura que Stalin debía sacar la consecuencia de la obra ya realizada: la destrucción de una clase cuyos intereses se oponían a los del proletariado. Por lo tanto, poco importan los errores cometidos en la apreciación de la resistencia campesina, y la desmesura en la represión, o bien en la preparación y la ejecución del primer Plan quinquenal; lo esencial es reconocer la necesidad de la elección frente a una alternativa decisiva: el socialismo o la derrota. De su reconstitución de la tragedia soviética Martin Malia extrae, al final de su obra, la conclusión de que la experimentación no giró al totalitarismo a despecho del socialismo, sino que el socialismo «resultó la fórmula consumada del totalitarismo».5 Si La Tragédie soviétique se distingue felizmente de muchos otros estudios que tienen la misma ambición es, por un lado, porque la lógica que el autor detecta en la historia del régimen comunista, considerada en toda su extensión (así fuese en favor de una construcción que, a su despecho, resulta ser idealista), le permite desprenderse de un marco 5
Ibid., pág. 566.
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explicativo en el cual se privilegiaban ya sea el estado de las relaciones de fuerza a escala del mundo, ya el juego de las circunstancias en Rusia, ya las intenciones y el carácter de los actores; sobre todo porque el proyecto de reafirmar la primacía de lo político y de la ideología sobre lo social y lo económico nos incita a reinterrogar la noción misma de lo político. Son indiscutibles los méritos de la obra, sin deber nada por otra parte a su tesis mayor. Martin Malia no vacila en calificar el régimen soviético de totalitario: «(. . . ) las sombrías experiencias del siglo XX – escribe – nos dieron el término adecuado: totalitarismo. Cualquier otro término edulcorante y vago desnaturaliza la realidad y desemboca en un contrasentido».6 Su apreciación está fundada en un análisis de los hechos que pone de manifiesto la extensión de la reglamentación tanto de la economía como de la vida social y de la cultura. No le parece importante fijar, a la manera de Friedrich y Brzezinski, los criterios en los cuales se reconocería el modelo totalitario. A esta visión estática del fenómeno se opone una visión dinámica, que permite captar la constancia de la empresa, a despecho de la modificación de los métodos de gobierno, del abandono del terror masivo y del debilitamiento de la ideología. Así denuncia sobre todo la fábula de un pasaje del totalitarismo al autoritarismo tras la desaparición de Stalin. Hay que estarle agradecido de recordar que el totalitarismo nunca se imprimió totalmente en la realidad, sin dejar de reconocer la coherencia del sistema, y de denunciar las ilusiones de los sovietólogos occidentales que le prestaron la capacidad de reformarse. Mejor aún: él pone en entredicho las categorías de las ciencias sociales que inducen a remitir sobre la sociedad soviética una oposición entre infraestructura económica y superestructura ideológica o política que le es ajena. Estos méritos no son desdeñables. Sin embargo, no hacen olvidar que el totalitarismo se ve reducido al producto de una utopía y que el historiador retoma un esquema de interpretación mecanicista, al tiempo que le encanta referirse a Marx: «El sistema soviético – observa – era un “mundo invertido”, un mundo “que marchaba sobre su cabeza”, lo que significa (en oposición a la propia teoría sociológica de Marx) que era un mundo donde la ideología y lo político constituían la infraestruc6
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Ibid., pág. 27.
Utopía y tragedia
tura y no la superestructura, y donde la organización socioeconómica era una derivación de una base constituida por el partido».7 Por último, llega hasta afirmar que «en el mundo creado por Octubre nunca nos enfrentamos con una sociedad sino con un régimen, y con un régimen ideocrático». Esta última proposición nos sume en la perplejidad. ¿Cómo concebir un régimen que no esté ligado con una organización social? O, podría decirse también, ¿cómo concebir una sociedad cuya diferenciación interna y cuya cohesión no llevaran la marca de una formulación que no esté regulada, de manera tácita o expresa, por leyes o normas, y en la cual no se distinga un órgano de poder, ya sea que éste disponga o no de medios de coerción?
7
Ibid., pág. 19.
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Lo político y lo social
El análisis que hace Martin Malia del sistema soviético es en ciertos aspectos tan cercano al de Raymond Aron, justamente célebre, que vale la pena identificar la fuente de sus divergencias. Según Raymond Aron, en efecto, el totalitarismo es un «régimen de partido monopolístico», armado de una ideología inmutable, que no tolera ninguna discusión. La idea de una partidocracia y de una ideocracia es ya la suya. No obstante, hay que recordar que el curso de la Sorbona Democracia y totalitarismo (reproducido en el libro que lleva el mismo título) había sido precedido por dos series de lecciones, la primera consagrada a la economía, la segunda a las relaciones de clases, y que el filósofo-sociólogo, al inicio de este curso, tiene el cuidado de restituir su trayecto, de advertir que no cambió de dirección y que no piensa en sustituir una determinación unilateral – la de la política por lo social o lo económico – por una determinación inversa.1 En consecuencia, le parece imposible detenerse en una investigación de las relaciones económicas y sociales y desdeñar la naturaleza del régimen en el que éstas se integran. Al justificar su nuevo proyecto, señala que el término política es utilizado en varios sentidos. En el marco de mi propósito, no retengo más que uno de sus argumentos. En un primer sentido, este término designa un campo particular del conjunto social: son entonces delimitados la fuente de la autoridad, las condiciones y los medios de su ejercicio, así como la extensión de sus competencias. En un segundo sentido, política se vincula con el propio conjunto social, ya que la colectividad en su conjunto es 1
Véase R. Aron, Démocratie et totalitarisme, op. cit., pág. 27
Claude Lefort
afectada por una concepción de la naturaleza del poder y del modo de ejercicio del gobierno. Aron deja entender así, no sólo que las decisiones tomadas en la cumbre tienen repercusiones en todos los campos de la vida social, sino que la representación de la autoridad en el sector particular de la política se difunde de cualquier manera en el conjunto social. Es en este último sentido como resulta pertinente afirmar una «primacía de lo político», y esto cualquiera que fuese la sociedad considerada. En otros términos, régimen y sociedad política son nociones equivalentes. «La política – escribe Aron – es ante todo la traducción del término griego politeia. La política, por esencia, es lo que los griegos llamaban el régimen de la Ciudad o el modo de organización del mando, considerado como característico del modo de organización de la colectividad en su conjunto».2 Así, tras haber puesto de manifiesto la «politización de la economía» en la Unión Soviética – como lo hará Martin Malia – Aron concluye: «Si la economía soviética es el efecto de un sistema político, la economía occidental es el efecto de un sistema político que acepta su propia limitación».3 A decir verdad, la última fórmula no me parece feliz, porque no es del establecimiento de un nuevo tipo de gobierno de donde deriva el principio democrático de la limitación de la política: éste testimonia una mutación de orden simbólico, cuya causa en vano trataría uno de determinar. La democracia liberal nace del rechazo de la dominación monárquica, del descubrimiento colectivamente compartido de que el poder no pertenece a nadie, que aquellos que lo ejercen no lo encarnan, que no son sino depositarios de la autoridad pública, temporalmente, que la Ley – la de Dios o la de la Naturaleza – no está depositada en ellos, que no poseen el saber último del orden del mundo y del orden social y no están en condiciones de decidir lo que cada uno está en derecho de hacer, de pensar, de decir y de entender. En cambio, lo que Raymond Aron ve muy bien es que la distinción de lo que depende de lo político y de lo no político es la característica del régimen liberal y que ella misma tiene una significación política. Su borradura o su denegación es signo de la formación de un nuevo tipo de sociedad.
2 3
114
Ibid., pág. 24. Ibid., pág. 29.
Lo político y lo social
El análisis de Aron, pues, no induce de ningún modo a destituir el de los hechos económicos y sociales, el de las relaciones que se tejen entre las clases, entre los grupos y entre los individuos – sobre todo en relación con un sistema de propiedad – y, por último, el de las representaciones que los hombres de diversas condiciones se hacen de lo legítimo y lo ilegítimo, del bien y el mal, de lo verdadero y lo falso o lo mentiroso. No estoy forzando el pensamiento de Raymond Aron: tras haber concedido que la política, en el sentido limitativo, no determina todas las relaciones de los hombres entre ellos en la colectividad, él aclara: «Sin embargo, si se admite la concepción de los filósofos griegos según la cual la vida esencialmente humana es la vida política, no es menos cierto que el modo de ejercicio de la autoridad, el modo de designación de los jefes, contribuyen más que cualquier otra institución a modelar el estilo de las relaciones entre los individuos».4 Para atenerme al problema que plantea la naturaleza de las relaciones sociales, observo que en el capítulo donde él vuelve sobre los rasgos constitutivos del régimen soviético, Aron menciona claramente en primer lugar «la dominación del partido único y el mantenimiento de una ortodoxia ideológica cuyo intérprete, y único intérprete, es el partido», pero, en segundo lugar, «una planificación centralizada, llevada a cabo por una burocracia» y, en tercer lugar, «la existencia de una jerarquía burocrática que constituye el principio de discriminación en el interior de la sociedad misma».5 En efecto, ¿cómo se ejercería la omnipotencia de los dirigentes, cómo se volverían eficaces sus decisiones, si no se apoyaran en una amplia capa social, si no dieran satisfacción a intereses y aspiraciones colectivas? Hablando de un principio de discriminación social, Aron deja entender que la burocracia es otra cosa que un órgano administrativo, cuyas características estarían fijadas por las exigencias de la racionalización de las tareas. Por otra parte, él piensa que la sociedad soviética, como la sociedad occidental, es heterogénea y que no difiere de ésta sino por la tentativa de disimular su jerarquía y sus divisiones internas: «Una sociedad occidental es por esencia una sociedad de clases, de grupos que se distinguen, se oponen y rivalizan. Una sociedad soviética comprende distintos grupos, todos encastrados en una jerar4 5
Ibid., pág. 33. Ibid., pág. 328.
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quía burocrática, una jerarquía estatal».6 En suma, aunque la división social (por la cual yo entiendo la división de los grupos, pero también esferas de actividad) se identifica en toda sociedad, particularmente en una sociedad industrial, el «absolutismo burocrático» trata de anular sus efectos. ¿Conviene entonces hablar de clases en la sociedad soviética? Al comienzo de su curso Aron declara: «El problema de las clases no puede ser tratado haciendo abstracción del régimen político. Es el régimen político, es decir, la organización del poder y la concepción que los gobernantes se hacen de su autoridad, los que determinan, por un lado, la existencia o la inexistencia de las clases, y sobre todo la conciencia que éstas toman de sí mismas».7 Por un lado. . . sobre todo: el lenguaje era prudente. En cambio, en el capítulo que evoqué, donde en varias oportunidades se habla del absolutismo burocrático, se da el paso: «Como el conjunto de la clase privilegiada es solidaria del Estado, la creación de fuerzas independientes se vuelve casi imposible».8 Raymond Aron es un sociólogo demasiado fino para creer que la jerarquía burocrática se reduce en Rusia al pequeño número de aquellos que se dividen tareas de mando bajo la dirección del guía supremo. No obstante, el término de clase no es introducido sino de paso, para demostrar que es en vano esperar de una capa cuyos intereses dependen de su inserción en el Estado que pueda dar nacimiento a reformadores. Lúcidamente, él observa que «los privilegiados no se dividen en facciones comparables con los partidos occidentales; [y que] es absurdo imaginar un partido de los técnicos contra un partido de los ideólogos, o un partido de los militares, o un partido de los policías». El análisis de Aron, al tiempo que discierne la importancia de la burocracia en cuanto capa social, no se demora en buscar lo que debe el régimen totalitario a su formación. Si es importante relacionar el proceso soviético de burocratización con el que se desarrolló en las sociedades occidentales, no hay que confundirlos. Tras haber observado que «el burócrata en el sentido sociológico (. . . ) es el representante de un orden anónimo que actúa, no en cuanto persona concreta, sino en cuanto individuo definido por su función, en un lugar determinado de 6
Ibid. Ibid., pág. 30. 8 Ibid., pág. 334. 7
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la jerarquía», el autor recuerda que las grandes sociedades norteamericanas poseen burocracias tanto como las empresas públicas soviéticas, y que es plausible que hayamos alcanzado la «Edad administrativa».9 Pero la similitud de los procesos característicos de las dos especies de régimen en el mundo moderno es puesta de manifiesto para subrayar su oposición: «Lo que autoriza a hablar de absolutismo burocrático es que los dirigentes del trabajo, ingenieros, jefes, están todos integrados a una administración en vez de estar dispersos en empresas autónomas, cada una con su propia burocracia».10 Así, se nos sugiere que la burocracia soviética no marca la última etapa de una evolución ya manifiesta en Occidente, sino que señala la formación de una sociedad de un nuevo género, debido a que el principio del pluralismo, constitutivo de la democracia, allí se encuentra abolido, y, al mismo tiempo, la distinción entre la sociedad civil y el Estado. En resumen, si la burocracia no puede llegar a constituir una clase en Occidente, es porque se moldea en el seno de una sociedad en la cual la capa dominante da lugar a intereses divergentes y donde la administración de las grandes empresas sigue siendo distinta de la administración estatal. En cambio, la burocracia se convierte en una clase en la Unión Soviética en el momento en que, paradójicamente, se integra totalmente al Estado. Para emplear un lenguaje que no es el de Raymond Aron, de buena gana diría que se asiste al doble nacimiento de un Estado-partido y de un Estado-clase. A mi juicio, lo esencial es la imbricación de lo político y de lo social. Cuando «la unificación y la estatización de la burocracia» son realizadas, escribe Aron, «en ese momento no hay más que una clase privilegiada compuesta de hombres que deben todo al Estado, su trabajo y sus ingresos, y que pierden todo cuando son revocados o depurados. No queda más que una vía de acceso a las posiciones importantes, a los honores, y ésta pasa por la burocracia estatal, con las servidumbres que implica este escalafón».11 Lo observo de pasada: esto suministra una explicación al fenómeno ya señalado, a saber, la falta de resistencia de los cuadros del régimen, sobre todo de los jefes militares más prestigiosos, en las grandes purgas que tuvieron lugar en los años treinta. En 9
Ibid., pág. 344. Ibid., pág. 346. 11 Ibid., pág. 345 (el subrayado es mío). 10
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cuanto individuos, estos hombres no eran nada, no tenían otro poder que el que sacaban de su inserción en la burocracia. Pero no habría que olvidar que la unificación de la burocracia nunca es totalmente realizada ni realizable. Al tener su basamento en el partido y en una miríada de organizaciones satélites, en la administración estatal, en las empresas, en los koljós, en las instituciones culturales, en las universidades, y estar diseminada en las múltiples repúblicas de la URSS, la burocracia, por cierto, es totalmente dependiente del poder político, pero sin dejar de estar ligada, en cada una de sus fracciones, a intereses particulares, sin dejar de estar sujeta a coerciones locales y, además, socavada por rivalidades tanto más intensas cuanto que la jerarquía nunca está estabilizada en función de criterios objetivos. La integración al Estado de los burócratas de toda especie y de todo rango va a la par con un proceso centrífugo que obstaculiza el poder del dirigente supremo. De esta manera también se aclaran las purgas estalinistas, uno de cuyos objetivos fue redistribuir puestos a una masa de elementos nuevos cuya promoción, autoridad y privilegios que adquirían tenían por efecto soldar el poder político y la administración estatal. Pero para que la operación fuera posible era necesario que se prestara el terreno para eso, que ya se hubiera dibujado a fines de los años veinte el lugar de los cuadros, pequeños o grandes dirigentes serviles, susceptibles de procurar al régimen su «base» social aprovechando el sistema de la propiedad estatal. Trotsky había muy claramente identificado el «lugar del cuadro» en La revolución traicionada. «La famosa consigna los cuadros deciden todo – escribe – caracteriza mucho más francamente de lo que querría Stalin a la sociedad soviética».12 Sin duda, está obnubilado por la idea de una restauración de la burguesía; pero no sólo da una descripción incomparable de la desigualdad social, del que el poder extrae secretamente su potencia; llega hasta declarar en un pasaje que contradice ampliamente, es cierto, su interpretación, y donde el concepto de burocracia se desliza de un sentido a otro: «La burocracia soviética expropió políticamente al proletariado para defender por sus propios métodos las conquistas sociales del proletariado. Pero el hecho mismo de haberse apropiado 12
León Trotsky, La Révolution trahie, París, Grasset, 1936, pág. 269. [Hay versión en español: sin indicación de traductor, Buenos Aires, Editorial Antídoto, 2008.]
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del poder en un país donde los medios de producción más importantes pertenecen al Estado crea entre ella y las riquezas de la nación relaciones totalmente nuevas. Los medios de producción pertenecen al Estado. El Estado pertenece de alguna manera a la burocracia. Si estas relaciones, todavía muy recientes, se estabilizaran, se legalizaran, se volvieran normales, sin resistencia o contra la resistencia de los trabajadores, terminaría por la liquidación completa de las conquistas de la revolución proletaria. Pero esta hipótesis es todavía prematura».13 Trotsky se oculta a sí mismo la verdad cuyos elementos reúne en su totalidad; no habría podido descubrirla sino percatándose del papel que él mismo había desempeñado en la creación de un partido monopolístico: las supuestas conquistas del proletariado – la nacionalización de la tierra y la propiedad colectiva de los medios de producción – se convirtieron, de hecho, en las de la burocracia. zzz Como el objetivo de Martin Malia es reafirmar la primacía de lo político y, según otra fórmula, «rehabilitar una historia de arriba a expensas de una historia de abajo», su obra casi no hace lugar a los cambios que se producen en la sociedad soviética (en el sentido restrictivo que da a este término). La clase obrera, así como lo que él llama la nueva «oligarquía», al parecer no tiene otra historia que aquella que le acaece bajo el efecto de las decisiones tomadas en la cumbre del partido. De éste mismo sin duda sabemos que al comienzo está compuesto por intelectuales, luego, que estos últimos quedan sumergidos – antes de ser en su mayoría eliminados – bajo una masa de elementos surgidos de los más bajos estamentos del pueblo. Sin embargo, Malia no sólo se interesa en el régimen, en su formulación, su desarrollo, su desgaste, su descomposición final. El régimen, de ser así, se reduce a una fórmula de gobierno derivada de la ambición de un pequeño número de poner en marcha la teoría marxista de la dictadura del proletariado y de la sociedad sin clases. Describir su evolución, en cuanto a lo esencial, consiste en mostrar cómo esta ambición tropezó con los obstáculos que encontraba en la realidad y, cada vez, cómo volvió a lanzarse hasta engendrar un universo 13
Ibid., pág. 281.
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de ficción, una «surrealidad». La obra, pues, deja todo su lugar al acontecimiento, no ignora los deslizamientos que se operan del lenguaje del período prerrevolucionario al leninismo del período posrevolucionario, de este último al estalinismo y, en esta perspectiva estalinista, de la fase de conquista del poder a la del absolutismo. No obstante, el concepto de consecuencias no deseadas siempre suministra la clave del cambio. Tal es la perspectiva que impone – cosa extraordinaria – ignorar la revolución de Febrero. De hecho, los bolcheviques nunca desempeñaron ningún papel – ya lo he señalado – ni en su desencadenamiento ni en el surgimiento de innumerables comités – de fábricas, de barrios, de soldados – y de los soviets. En cambio, sacaron provecho de su debilitamiento, de la selección espontánea de activistas en busca de una integración a un aparato estatal en el curso de este proceso, en primer plano de este fenómeno que Marc Ferro describió tan bien como una «burocratización por abajo».14 Malia tampoco quiere apreciar los efectos de lo que Ferro llama la «constitución del partido en una categoría plebeya», a comienzos de los años veinte. No menos sorprendente es su análisis de la coyuntura que se abre con la «segunda revolución rusa», es decir, la colectivización forzada y la industrialización «a todo vapor». Por cierto, le consagra un capítulo entero, titulado «Y ellos construyeron el socialismo», en el cual se muestran la amplitud de la conmoción ejecutada de 1929 a 1933 y la violencia de los medios que se pusieron en marcha. Pero allí no se deja constancia ni del apoyo que encontró Stalin en una fracción de la población para lanzar su ofensiva económica, ni del desarrollo de una capa social beneficiaria del cambio, que venía a procurar al poder una base considerablemente ampliada. La imputación a Stalin de las decisiones tomadas en la época, así como de la elección de los medios, no se presta a dudas. Sin embargo, su poder viene en parte del prestigio de que goza como jefe del partido. El mismo Malia observa un pequeño acontecimiento eminentemente significativo: durante el doceavo aniversario de la revolución de Octubre, Stalin declara que 1929 será el año del gran giro; un mes más tarde, su propio aniversario es celebrado con gran pompa y el culto de que era objeto Lenin desde su desaparición en adelante recae sobre él (por pri14
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M. Ferro, Des soviets au communisme bureaucratique, op. cit., pág. 119 y sig.
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mera vez nombrado «guía supremo»). La coincidencia entre la ofensiva contra el campesinado, así como el lanzamiento del Plan y los primeros signos de la idolatría de Stalin no es fortuita. La puesta en escena de un poder infalible encarnado en la persona de su jefe es signo de una servidumbre de las mentalidades que con seguridad excede el círculo de los tiranuelos del partido. La formidable empresa de expropiación de los campesinos, que se salda con millones de víctimas, masacradas, reducidas a la hambruna o deportadas, deja estupefacto al observador. Ahora bien, ¿cómo imaginar que no haya movilizado mucho más que pequeños grupos militarizados, a las órdenes del Secretariado general, o a iluminados, decididos a hacer triunfar la doctrina marxista? En cuanto a la política de industrialización, si es realmente decidida de arriba y trae aparejada una explotación sin precedentes de la mano de obra, ¿cómo imaginar tampoco que no se haya beneficiado con el concurso de una fracción de la clase obrera, ya se trate de recién llegados a la industria o de elementos que abandonaron toda esperanza en una resistencia colectiva y en adelante están más preocupados por su propia suerte que por la solidaridad de clase? Martin Malia observa de paso que, «a diferencia de la colectivización de las tierras, que será un desastre para el régimen, la política de industrialización de los años treinta, pese a sus costos extravagantes, su brutalidad y sus derroches, será un éxito histórico notable. Éste es el único éxito de la experimentación soviética».15 ¿Por qué ese éxito?, se pregunta uno. Y añade que «ese triunfo era una gran fuente de orgullo para la mayoría de la gente de los pueblos (. . . ) daba al país una estructura moderna que transformaba de una manera irreversible a la Rusia campesina en una sociedad urbana, o por lo menos en simulacro de sociedad urbana. Realmente es ésta la suprema hazaña del voluntarismo soviético». A despecho de la última proposición que pone el acento en la revolución por arriba, hace vislumbrar aquí una de las razones del éxito de la empresa: la adhesión de una parte de la población a la política de Stalin, debida al hecho de que responde a expectativas de abajo, da figura a posibles ya dibujados en un universo donde toda vía de acceso a posiciones de autoridad y a ventajas materiales pasa por la inserción en un sector de la burocracia. Es difícil discernir los motivos de esta 15
M. Malia, La Tragédie soviétique, op. cit., págs. 255-256.
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adhesión: sin duda, en un extremo, se confunde con una resignación a cambios ahora considerados como irreversibles; también se alimenta de la fascinación que ejercen el maquinismo y todos los productos de la modernidad; además, satisface las ambiciones de mando y los apetitos de privilegios. Es una gran agitación de la sociedad, una mezcla de las condiciones, un despliegue de nuevas jerarquías, que acompañan la colectivización de las tierras y el torbellino desencadenado por la industrialización, pero cuyos signos aparecen ya en los años precedentes. zzz A este respecto, pocos testimonios son tan preciosos como el de Antón Ciliga, que llega a Rusia por convicción en 1926 y allí permanece hasta 1933.16 Cuando tuve conocimiento de su libro, a fines de los años cuarenta (el primer volumen había sido publicado en 1938), vislumbré por primera vez la conjunción que se había operado entre lo que Ferro llamará más tarde la burocratización por arriba y por abajo, entre el poder del partido y las aspiraciones de nuevas categorías sociales. Plenamente advertido del drama que se jugaba en el campo, Ciliga no se disimulaba sus consecuencias: «La nueva economía – escribía – conmocionaba todas las rutinas, elevaba todas las capas inferiores de la población y absorbía a una parte de ellas en el personal administrativo. Para un campesino de condición media, convertirse en presidente de koljós o simplemente brigadier, o jefe de campo, representaba una ventaja indiscutible. Se le abrían amplias posibilidades de acción. Se desarrollaban sus facultades organizativas».17 De manera similar, describía el acceso de un pequeño número de obreros a puestos de mando, su ruptura con el medio en el cual habían sido educados. Al evocar a sus estudiantes en la universidad de Leningrado (donde enseñó durante un tiempo), que supuestamente formaban la «elite del proletariado», Ciliga dejaba constancia de su arribismo e incluso de su cinismo, sobre todo de su indiferencia al destino de los obreros que padecían hambre en la ciudad en el curso del terrible invierno 1929-1930, cuando a ellos 16 Véase A. Ciliga, Au pays du grand mensonge, op. cit., y mi artículo, «Le témoignage d’Antón Ciliga», Les Temps Modernes, Nº 60, 1950 (reeditado en Éléments d’une critique de la bureaucratie, op. cit.). 17 Ibid., pág. 68.
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mismos no les faltaba nada; por último, de la satisfacción que experimentaban al repetir eslóganes oficiales sobre los sacrificios necesarios para la construcción del socialismo. El juicio que hacía Ciliga sobre esos estudiantes merece ser evocado: «Por su posición social y su ideología, se identificaban con los burócratas. A fin de cuentas, tuve que comprobar que representaban, no una elite obrera, sino realmente una joven guardia de la burocracia».18 El itinerario de Kravchenko, hijo de un obrero revolucionario, distinguido por Ordjonikidze, brillante estudiante que se convertirá en director de un complejo antes de «elegir la libertad», responde precisamente a esta descripción. Más que preocuparse por testimonios de este tipo, Martin Malia no teme escribir: «Lo que Stalin esperaba ante todo de la industrialización era la creación de una infraestructura proletaria a la superestructura del partido, para que esté en mejores condiciones de construir el socialismo».19 Es preciso que el autor esté extraviado por su encarnizamiento en desacreditar el marxismo para descubrir una infraestructura proletaria allí donde una nueva clase viene a procurar su basamento al régimen. La interpretación desconcierta tanto más cuanto que de ningún modo oculta el refuerzo de la explotación de la mano de obra, el encadenamiento del obrero a la fábrica por la institucionalización de la libreta de trabajo, el establecimiento del salario a destajo y el nacimiento de un discurso francamente antiigualitarista. Del mismo modo, no oculta los nuevos modos de la discriminación social; hasta recoge el eslogan lanzado por Stalin en 1935, cuyo alcance había percibido Trotsky: Los cuadros deciden todo. Por último, llega a juzgar que «el sistema dará nacimiento a una nueva casta».20 ¿Casta? Martin Malia hace suyo un concepto que fue introducido por Trotsky y conoció una gran fortuna en la literatura de la IVª Internacional. El uso del término no impedía que el autor de La revolución traicionada haga un análisis minucioso de los componentes de la burocracia en las diversas repúblicas soviéticas y evalúe la capa sobre la cual se apoyaba la alta administración del Estado y del partido en 12 o 15 % de la población, hasta en 15 o 20 %, si se contaban los beneficiarios de privilegios que los distinguían de la masa del pueblo (fuera de los suple18
Ibid., pág. 46. M. Malia, La Tragédie soviétique, op. cit., pág. 264. 20 Ibid., pág. 261. 19
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mentos de remuneración, el acceso a lugares de vacaciones, a hospitales o casas de descanso, a casas de cultura o asociaciones deportivas).21 Aunque ya hablara de una nueva casta, Trotsky recalcaba la gran característica de la burocracia, que era no aparecer como una clase. De ser así, sus miembros no podrían convertir su condición de hecho en un estatuto públicamente reconocido sino en favor de un restablecimiento de la propiedad privada, y se cuidaban de hacerlo por temor a que el proletariado se movilizara para defender las conquistas sociales. Bien. Así sea. Esta interpretación (que tan bien desmontó Castoriadis en uno de sus primeros grandes textos de Socialisme ou Barbarie) se desprendía del rechazo de admitir que la propiedad colectiva de los medios de producción pudiera encubrir una apropiación de la plusvalía por una minoría de la población.22 Por lo menos, Trotsky tornaba sensibles a su lector las contradicciones en las cuales se enredaba. En cambio, bajo la pluma de Martin Malia, el concepto de casta está desprovisto de toda significación sociológica; está hecho para evocar un sistema de discriminación fundado en una ideocracia que haría las veces de religión. Extraña comparación en el mismo momento en que dicha ideocracia supuestamente derivaba de una utopía igualitarista. . . No estoy pensando en reemplazar el concepto de partidocracia por el de burocracia. A partir de 1947, el análisis de Trotsky me pareció viciado no sólo por su representación de la propiedad colectiva de los medios de producción, la elevación a la categoría de fetiche de las nuevas instituciones económicas, sino también por su representación del partido, la elevación a la categoría de fetiche de una organización que, cualesquiera que fueren las intenciones de sus fundadores, había constituido la matriz de un régimen totalitario. Así, mi propósito no es, llamando la atención sobre el proceso de burocratización que se efectuó en todo el espesor de lo social, minimizar la función del partido en la creación de una nueva forma de sociedad. La dislocación de los órganos surgidos de la revolución de 1917, la convergencia de las corrientes de activistas bajo el atractivo de un polo único de autoridad, como posteriormente el establecimiento de nuevas discriminaciones sociales, no se volvieron posibles sino porque el partido bolchevique aparecía como 21
L. Trotsky, La Révolution trahie, op. cit., págs. 161, 165. Véase Pierre Chaulieu (seudónimo de Cornelius Castoriadis), «Les rapports de production en Russie», Socialisme ou Barbarie, Nº 2, 1949. 22
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un partido muy diferente de los otros, como el embrión de un nuevo Estado.
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Un movimiento intencional
Ya he expresado el término de intencionalidad para hacer entender que el desarrollo del comunismo no era ni accidental ni imputable a la voluntad de una pequeña cantidad de profetas marxistas capaces de comunicar su fe a las masas y de movilizarlas, que conviene reubicarlo en una coyuntura donde la conmoción de un sistema de dominación establecido desde hace siglos hacía aparecer una alternativa histórica. ¿No es posible discernir esta intencionalidad observando que el comunismo tiende a dar cuerpo plenamente a lo que la democracia pone en jaque? En la fuente de la democracia se identifica el rechazo de un poder separado del conjunto social, de una ley que regiría un orden inmutable, de una autoridad espiritual que estaría al tanto de los fines últimos de la conducta humana y de la comunidad. Y todavía no hay que decir solamente en su fuente: tal es su motor permanente. Está habitada por una fuerza de negatividad, mientras que, en una gran parte bajo su efecto, tiende a imponerse la imagen de un pueblo cuya soberanía se actualiza en la voluntad de la mayoría; en tanto se erige el poder de una inmensa administración estatal cuya capacidad de reglamentación no deja de extenderse, y en tanto se opera una integración cada vez más profunda de las actividades humanas en una sociedad sometida a cambios que parecen escapar a la voluntad de los hombres. Tocqueville observaba ya la relación que se establecía, en la democracia, entre el desarrollo de las libertades y el de potencias anónimas: el Pueblo, la Opinión, el Estado o incluso la Sociedad (no habiendo sido concebida ésta, lo señalaba, casi como tal en el pasado, cuando los hombres vivían en medios domina-
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dos por relaciones de dependencia personal: como la corporación, la comuna, el señorío o el reino). Sólo se sustraía aún a su imaginación esa potencia que iba a dar una nueva solidez a lo que llamaba el poder social, es decir, el Capital. Ahora bien, lo que la democracia pone en jaque es el desencadenamiento de esas potencias a las que libra el pasaje, y es el peligro de su conjunción. Ante el espectáculo del régimen soviético una vez que alcanzó su madurez, en el curso de los años treinta, ¿no hay que suponer que el comunismo captó corrientes que la sociedad democrática ponía en movimiento y que les dio una sola y misma salida? El nuevo régimen tiene como rasgos distintivos: una actualización de la voluntad del pueblo, confundido como está con el proletariado en un órgano único, el partido dirigente; la constitución de una opinión unánime; la fusión del poder político y del poder estatal; la integración de todos los campos de actividad y de conocimiento bajo el efecto de normas dictadas por el partido y, por ello, la indistinción de lo político y lo no político; la imposición de un modelo universal de organización que trae aparejado un modelo de incorporación de los individuos a los «múltiples colectivos» destinados a ensamblarse en el seno de la gran sociedad. ¿Se objetará que el comunismo destruye el capitalismo? Sin duda porque, por tentadora que sea la hipótesis de un capitalismo de Estado, no parece muy sustentable, a tal punto es vano (como lo veía justamente Aron y, por otra parte, ya Trotsky) disociar su desarrollo de la existencia de un mercado que implica la competencia de los empresarios y el mantenimiento del trabajo libre. Aun así, no se puede ignorar que el nuevo régimen implica una escisión entre la propiedad de los medios de producción y la fuerza de trabajo que estuvo en el origen del capitalismo moderno y en un sentido que lo agrava, puesto que la masa de la población, privada de cualquier recurso de resistencia, se vuelve sometido al mando de aquellos que, en diversos escalones de la jerarquía, participan en la gestión del sistema económico. De este planteamiento del comunismo sobre un fondo de modernidad, sin embargo, no hay motivos para extraer la conclusión de que el totalitarismo surge del interior de la democracia. Identificar procesos, cada uno de los cuales tiende a una uniformización de las conductas humanas, no conduce a pensar que de su convergencia, y como por una inclinación natural de la democracia, pueda establecerse una nueva 128
Un movimiento intencional
forma de sociedad política. La idea de tal inclinación, lo recordaba, se encuentra un momento en Tocqueville. Pero fuera de que él abandonó la hipótesis, el despotismo democrático que imaginaba no se parece al comunismo. Es insoslayable el hecho de que el comunismo, ya se conciba la nueva estructura del partido o la del régimen, se arraigó en Rusia (y además que fue en China donde encontró su segundo hogar principal), ya en un país donde instituciones y costumbres democráticas no estaban implantadas y donde la introducción del capitalismo moderno, cualquiera que fuese la intensidad de su desarrollo en sectores limitados, no había modificado la fisonomía general de la sociedad. Es cierto que la dictadura del partido bolchevique había sido precedida por la formación de un gobierno que respondía a los deseos de una elite liberal y por una revolución en cuyo transcurso habían aparecido múltiples órganos autónomos; no obstante, tanto la incapacidad de la elite para poner en marcha reformas políticas como el fracaso de la revolución popular son los signos de un estado social en el cual no habían madurado ni se habían difundido la idea de una limitación del poder político, la de una vida civil independiente del Estado y, al mismo tiempo, la de derechos que se podían oponer al poder del Soberano. En cambio, la herencia del bolchevismo es la de una autocracia, la de una administración burocrática omnipresente, la de costumbres de servidumbre que no fueron menoscabadas en profundidad por el desarrollo de una industria moderna y de una capa burguesa. Tomar la medida del formidable peso que semejante herencia descargó sobre las instituciones nacidas inmediatamente después de la revolución y sobre la mentalidad, tanto de aquellos que las forjaron como de aquellos que se sometieron a ellas, no es caer en la ficción de una continuidad entre el zarismo y el bolchevismo. En este aspecto, la Revolución Rusa – ya lo he observado – no es comparable a la Revolución Francesa; difiere de ella tanto como el antiguo régimen de Rusia del de Francia. Bajo el término de «antiguo régimen», lo que se corre el riesgo de asimilar son dos formas de sociedad. Ahora bien, en ambos casos, el destino de la revolución está en parte regido por la naturaleza del régimen que destruye. En un capítulo ya evocado de La Tragédie soviétique – «¿Por qué en Rusia?» – el autor impugna la validez de una oposición entre Rusia y Europa. De ser así, incitaría a concebir a Europa como una «entidad in129
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mutable» y a atribuirle una homogeneidad, cuando fue el escenario de múltiples cambios de orden estructural, desde la Edad Media, y todavía se muestra ahora dividida entre país del Oeste y del Este.1 Lo cual le permite tratar con desenvoltura a los partidarios de la tesis de un «despotismo oriental» o de un «modo de producción asiático». Sin embargo, sus escrúpulos de historiador lo llevan a poner de manifiesto la oposición que él niega. En un sitio donde son señaladas la transformación de la nobleza hereditaria en nobleza de servicio desde el siglo XVI y la reducción de los campesinos a la condición de siervos vinculados con la gleba con el objeto de garantizar su subsistencia, escribe: «En esto, Rusia se diferenciaba radicalmente de la Europa del Oeste»2 , no sin añadir, por cierto, que se acerca entonces a una parte de la Europa central, más allá del Elba. Pero poco importa esta reserva, ya que la distinción de dos esquemas históricos de desarrollo nunca fue formulada sino tomando por referencia a la Europa occidental. Esta distinción, además, es puesta plenamente de manifiesto en un pasaje que confirma tanto los puntos de vista de Marx como los de Weber y Wittfogel: «Hasta mediados del siglo XIX no había más que dos clases en Rusia, o por lo menos dos clases importantes: la nobleza de servicio, que representaba alrededor del 2 % de la población, y el campesinado, que todavía alcanzaba al 95 % de la población en los años 1890. La nobleza poseía lo esencial de la fortuna, monopolizaba los privilegios, ocupaba todos los puestos de la burocracia estatal, dirigía las fuerzas militares y, como cereza del postre, dominaba toda la cultura».3 De este cuadro se saca una preciosa conclusión: «La introducción del concepto revolucionario de democracia en semejante sociedad no podía sino acarrear estragos». Sin duda, se puede refunfuñar ante la idea de un «modo de producción asiático» en Rusia (o, mejor dicho, «semiasiático», puesto que ése fue el término aplicado por los marxistas al sistema autocrático) y objetar la interpretación de Wittfogel, que cree identificar en el despotismo oriental la expresión de una «sociedad hidráulica» (cuya constitución derivaría de la necesidad de grandes trabajos de irrigación y de regulación de las aguas que sólo podían ser asegurados por una mano de obra 1
M. Malia, La Tragédie soviétique, op. cit., pág. 81. Ibid., pág. 85. 3 Ibid., pág. 88. 2
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masiva y una burocracia estatal).4 Sin embargo, más importante que la manera en que fue definido un tipo de sociedad sin equivalentes en la historia del Occidente es su identificación: la de una forma de sociedad en la cual los miembros de la clase dominante sacan sus recursos de una integración en el Estado, y su autoridad – la estabilidad de sus prerrogativas – de su sumisión a un monarca dotado de un poder sagrado. Martin Malia recuerda que la idea de un despotismo oriental aparece ya en la Antigüedad, en Heródoto, aplicada a Persia, y que entra en el análisis comparado de los sistemas políticos con Montesquieu. Maquiavelo, habría podido señalar, oponía antes que Montesquieu el despotismo en el cual un amo dispone solo de la tierra y de sus súbditos (modelo ilustrado por Turquía) a la monarquía europea (modelo ilustrado por Francia) en la cual el poder del príncipe está limitado por el de sus barones. No cabe ninguna duda, pues, de que el descubrimiento no data del siglo XIX, pero su antigüedad no lo desacredita. Admitamos solamente que sólo se vuelve fecundo a condición de que no sean borradas diferencias a veces considerables entre las sociedades modeladas por el despotismo. Es cierto que Martin Malia observa que en Rusia la tierra y sus habitantes no son propiedad del soberano: «Por mucho que la autocracia era en teoría una forma extrema de despotismo, reconocía la existencia de una propiedad noble y de una pequeña clase de comerciantes. Además, el aparato estatal estaba poco desarrollado y no gobernaba directamente lo esencial de la población; los campesinos, en cuanto siervos, se administraban ampliamente ellos mismos en las comunas o estaban bajo el control de la nobleza; y el Estado no desempeñaba ningún otro papel económico que el que consiste clásicamente en recaudar el impuesto».5 Por justas que sean, estas reservas no hacen olvidar que el sistema estaba acondicionado de tal manera que a despecho de la actividad de los comerciantes y de la propiedad nobiliaria nunca habían podido afirmarse un interés de la burguesía y un interés de la nobleza frente al del Estado. El peso de la autocracia y la efica4
Véase Karl A. Wittfogel, Le Despotisme oriental. Étude comparative du pouvoir total, trad. francesa de Anne Marchand, París, Éditions de Minuit, 1964. La obra es precedida de un prólogo sustancial y muy crítico de Pierre Vidal-Naquet. [Hay versión en español: Despotismo oriental: estudio comparativo del poder totalitario, trad. de Francisco José Presedo Velo, Barcelona, Ediciones Guadarrama, 1966.] 5 M. Malia, La Tragédie soviétique, op. cit., pág. 86.
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cia de la burocracia no se miden solamente en el grado de injerencia efectiva de los agentes del gobierno en el detalle de la vida social; ellos se hacen reconocer en la inhibición o en la compresión de las iniciativas susceptibles de engranar una dinámica que escaparía al control del Estado. Si por lo tanto carece de sentido hablar de un protototalitarismo en el tiempo del zarismo, no lo es detectar una formación social despótico-burocrática sobre la cual se apoyó el régimen comunista. Lo sorprendente es que Malia, tras haber muy justamente reprochado a los sovietólogos occidentales el haberse obstinado en interpretar la evolución del sistema comunista a partir de categorías sacadas de la experiencia del mundo en el cual vivían, demuestre a su vez una suerte de europeocentrismo. Sin duda subraya los rasgos específicos, políticos, económicos y sociales del imperio que construyó Pedro el Grande, pero siempre con la preocupación de poner de manifiesto una empresa de occidentalización. No teme definirla como una «revolución por arriba», cuyo objetivo, tras haber sido esencialmente militar (la meta era rivalizar con las grandes monarquías militares europeas), se volvió económica, política y cultural: «Este modelo de la revolución por arriba, para colmar el retraso ruso frente al desafío occidental, iba a ser conservado hasta el fin del zarismo en 1917».6 Así, llega hasta imputar la caída del antiguo régimen a la impotencia en que se encontró de sostener el desafío de una Europa que no dejaba de progresar mientras que aquél tendía a acercarse a ella. Precisamente, observa, porque la imposición brutal del cambio tropieza con considerables dificultades «será necesario que los recursos de la sociedad sean movilizados por la sociedad misma; y es ella la que, in fine, tratará de tomar el relevo del Estado en la empresa de modernización». (Este juicio, lo observo de pasada, se vuelve más matizado cuando se tiene en cuenta la perturbación social provocada por la guerra y se introduce la hipótesis de que en su ausencia el régimen habría podido conocer una evolución liberal.) «Revolución por arriba»: la misma fórmula, pues, caracteriza la empresa zarista y la empresa comunista, tal como fue conducida por Lenin, Stalin y sus sucesores. Sin embargo ésta, nos enteramos, ya no tiene por motor la modernización; tiende a la realización de la utopía marxista, derivada a su vez de la filosofía de las Luces. A decir verdad, la última 6
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Ibid., pág. 87.
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frase que yo citaba podía conducir a otra conclusión: puesto que la sociedad resultó ser demasiado débil para tomar el relevo de la revolución llevada a cabo por el Estado, el partido bolchevique pudo adueñarse de ella. Pero Malia quiere establecer una solución de continuidad entre el antiguo y el nuevo régimen, y por lo tanto distinguir las huellas de la occidentalización en dos vías diferentes. Lo que el bolchevismo toma en préstamo al Occidente, en suma, no son los métodos que le garantizaron su éxito, son los mitos que segregó, sobre todo el de la igualdad. Si se sigue esta segunda vía, ciertamente se podría reconocer una filiación rusa del bolchevismo puesto que, se nos dice, la intelligentsia no dejó en Rusia de estar fascinada por las teorías de los pensadores revolucionarios europeos, y muy particularmente franceses, desde mediados del siglo XIX. Tanto más destructivas se volverán esas teorías cuanto que los intelectuales rusos se habían visto excluidos de toda participación en los asuntos públicos. Así, el reparto se hace entre las dos revoluciones «por arriba». zzz En Rusia, los socialdemócratas y los bolcheviques mismos, sin embargo, no ignoraron el problema que planteaba una revolución proletaria en el marco de una sociedad que consideraban no sólo económicamente atrasada, sino sometida al despotismo. La estructura de la sociedad fue en muchas oportunidades identificada como un «modo de producción asiático» o «semiasiático», o como un «despotismo oriental», definiciones que incitaban a comparar la historia de Rusia con la de China o India. Wittfogel subraya sobre todo la influencia que ejerció Plejánov en los debates que acompañaron la preparación del Congreso de Estocolmo en 1906; éste se opone entonces al proyecto leninista de nacionalización de la tierra, poniendo de manifiesto que correría el riesgo de conducir a una restauración asiática.7 Por otra parte, durante largo tiempo Lenin tiene en cuenta este argumento. Hasta 1916 da lugar al concepto de modo de producción asiático o de asiatchina, término éste que designa más generalmente un tipo de civilización. Hecho significativo, Lenin, en la última fase de su vida, vale decir, después de la revuelta de Kronstadt, señala el peligro que constituye el desarrollo de 7
K. A. Wittfogel, Le Despotisme oriental, op. cit., pág. 510 y sig.
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una burocracia, cuya mentalidad sigue siendo precapitalista y una vez más hace uso del concepto de asiatchina. A mediados de los años veinte, como lo señala también Wittfogel, Riazanov y el economista Varga devuelven su actualidad a los trabajos de Marx sobre la sociedad asiática.8 En cuanto a Trotsky, desde 1922 publica en la Pravda un estudio sobre «las particularidades del desarrollo histórico en Rusia», cuyos argumentos retomará posteriormente en el primer capítulo de su Histoire de la Révolution russe (1934) y que reproducirá como anexo de esta obra. Son notables sus observaciones sobre el desarrollo comparado de las ciudades europeas y rusas desde fines de la Edad Media; sobre la debilidad de las clases privilegiadas en Rusia (fenómeno que justificaba compararla con China e India); sobre la reducción del clero a un funcionariado. Sin duda, el teórico del «desarrollo combinado» sostiene que la destrucción del viejo edificio medieval, ya en descomposición, hizo posible una revolución tan radical que «lleva al poder al proletariado con el partido comunista a su cabeza». No obstante, polemizando con los historiadores que no se interesan más que en el progreso de la industria desde comienzos de siglo, observa que «la herencia del Antiguo Régimen se mantuvo hasta nuestros días».9 Como se sabe, Marx está en el origen del debate que agitó a los teóricos socialistas hasta la imposición del dogma estalinista en 1931. El interés que observa por un modo de producción asiático, o por un tipo denominado «despotismo oriental», nace algunos años después de la publicación del Manifiesto comunista, y se vuelve predominante en 1853. Si es plausible que la lectura de Montesquieu y de Hegel lo haya alertado, es seguro que el relato de François Bernier, que había residido en el Cercano Oriente y en India en el siglo XVII, así como los trabajos de los economistas clásicos – de Adam Smith a John Stuart Mill – lo convencieron de la existencia de un universo estancado, es decir, de sociedades cuya característica común, a despecho de sus diferencias, era tener en jaque todo peligro de oposición social. Estaría fuera de mi propósito relatar las oscilaciones del pensamiento de Marx: ellas son examinadas por Karl Wittfogel y por Miklós Molnar; tan sólo observo, 8
Ibid., pág. 521. León Trotsky, Histoire de la Révolution russe, trad. francesa de Parijanine, París, Éditions du Seuil, 1950, pág. 25 (véase también Apéndice I). 9
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siguiendo a este último, que el problema teórico que enfrenta Marx se combina con un problema político. En efecto, es en el período en que descubre y explora el fenómeno rebelde a la concepción de una historia acumulativa cuando Marx se apasiona por las relaciones internacionales, a la vez por la política colonial de Inglaterra y por la expansión de Rusia, dos temas que están ligados, puesto que se acusa a Inglaterra que le hace el juego a Rusia.10 Como lo muestra Miklós Molnar, todas las situaciones son percibidas en función de las posibilidades que ofrecen a la revolución europea. Así, cualquiera que fuese su preocupación por denunciar las exacciones cometidas en India por los ingleses, Marx considera que en definitiva el colonialismo tiene efectos positivos, puesto que sólo la intrusión del capitalismo extranjero puede permitir a los países colonizados, en particular a la India, salir del estancamiento.11 En cuanto a Rusia, parece hacer pesar semejante amenaza sobre Europa que, de 1853 a 1856, Marx tiende a poner en primer plano un antagonismo entre la Rusia bárbara y el Occidente civilizado, en la convicción de que la suerte de la revolución proletaria depende de su desenlace. Vuelve a formular esta convicción en 1867: «A Europa no le queda más que una sola alternativa, o bien la barbarie asiática, bajo la dirección moscovita, cayendo sobre ella como una avalancha; o bien debe restablecer la integridad de Polonia, poniendo entre ella misma y el Asia una muralla de veinte millones de héroes; así ganará tiempo para recuperar aliento y realizar su regeneración social».12 Es cierto que luego Marx modificará su juicio tras la abolición de la servidumbre, cuando se entere de los progresos del movimiento socialista ruso y su adhesión a la Internacional. Por último, el éxito de sus obras en los círculos revolucionarios rusos y los contactos que hace con dirigentes revolucionarios, sobre todo con Vera Zasulich, lo llevarán a encarar la posibilidad de una «revolución que daría la señal de una revolución proletaria en Occidente» (esto fue formulado en la edición rusa del Manifiesto en 1882). Llegará hasta admitir que las comunidades rurales campesinas pueden ofrecer un punto de apoyo al socialismo. Sin 10
Véase Miklós Molnar, Marx, Engels et la politique internationale, París, Gallimard, col. «Idées», 1975. Este libro contiene el mejor estudio de la teoría marxista del modo de producción asiático y de su relación con la concepción de la política internacional. 11 Véase ibid., págs. 189-190 y 225-226. 12 Ibid., pág. 112.
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embargo sus dudas, como las de Engels, subsistirán hasta el final, observa Miklós Molnar, al término de un minucioso análisis: «Si algunos de los escritos de nuestros dos autores – observa – expresan la esperanza de ver estallar una revolución en Rusia, incluso hasta una “terrible revolución social inevitable”, nunca encararon que la progresión de esta revolución hacia el socialismo pueda realizarse de una manera autónoma».13 El autor no quiere decir solamente que una revolución en Rusia no podría alcanzar el objetivo último sin la ayuda de la revolución europea – lo que por otra parte fue admitido por los bolcheviques, antes de que se impusiera la tesis estalinista del socialismo en un solo país – su convicción es que Marx nunca dejó de hacer de un pleno desarrollo de las fuerzas productivas, cuyo escenario eran solamente las sociedades capitalistas, una condición del advenimiento del socialismo. Por lo tanto, es a Marx a quien se refieren a comienzos de siglo los teóricos de la revolución proletaria cuando aprecian la situación de Rusia. Indica que Lenin estuvo particularmente atento, en sus primeros artículos, a los rasgos específicos del mundo ruso. En uno de ellos escribe: «La miseria sin salida, la ignorancia, la desigualdad y la humillación en las cuales se sume el campesino dan a todo nuestro régimen un sello asiático». El zarismo se le aparece como «la muralla de la reacción europea (. . . ) y de la reacción asiática»; describe a Rusia como «un Estado políticamente sometido en el cual los novecientos noventa y nueve milésimos de la población están pervertidos a fondo por la servidumbre política».14 Según Souvarine, de quien tomo estas citas, el cuadro aclara su proyecto de construir una organización que forzará a los hombres a liberarse de su servidumbre. Así, ve a Lenin como un dirigente a la vez lúcido y ciego. Por un lado, sabe hacer suya la fórmula de Marx según la cual «la tradición de todas las generaciones pasadas se descarga como una pesadilla en el cerebro de los seres vivos»; por el otro, no vislumbra las consecuencias de una política que consiste en confiar a un pequeño grupo de revolucionarios profesionales la tarea de poner en movimiento y dirigir a la masa del pueblo. De Lenin, por lo tanto, como de Trotsky, que fue el primero en concebir la idea de un «desarrollo combinado», que permita quemar la etapa de una democracia burguesa, se podría 13 14
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Ibid., pág. 194. B. Souvarine, Stalin, op. cit., pág. 48.
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tanto juzgar que se ocultaron lo que sabían o bien que lo que sabían no los liberó de la atracción de un gobierno de los hombres por una mano de hierro: gobierno revolucionario, por cierto, pero decidido a no ceder a los deseos desenfrenados de libertad. Kautsky, el heredero indiscutido durante un tiempo de Marx y Engels, fue el primero en denunciar, desde 1918, esa especie de fraude que constituía una dictadura del proletariado surgida de un régimen despótico y repentinamente dotada de la capacidad de crear una sociedad socialista. En 1931, frente a los primeros desarrollos del reino de Stalin, su juicio está plenamente formado: «está en la esencia de la autocracia rusa – escribe – que sus representantes hayan despreciado a los hombres cuyos amos eran y que no conocían más que como esclavos, temblando sin voluntad. De ahí viene que siempre soñaron con ponerse a la altura de la Europa occidental, rica y poderosa, tomando sus recursos técnicos, pero sin las libertades, que son las únicas que posibilitaban que se establezcan esos investigadores, esos organizadores, pero también esos obreros bien instruidos, enérgicos y conscientes, sobre quienes descansa la superioridad del Occidente en la economía y en la técnica. Esto es lo que no vio ninguno de los autócratas que quisieron garantizar a Rusia una posición superior en el mundo, de Pedro el Grande a Lenin y a Stalin».15 En un sentido, este juicio coincide bastante bien con el de Martin Malia, puesto que éste impugna que la sociedad soviética jamás haya logrado convertirse en una sociedad moderna. No obstante, difiere radicalmente de él puesto que, según Kautsky, no es la utopía de la igualdad la que está en la fuente de la aventura soviética, y de su fracaso, sino el desprecio de las libertades. Sería desacertado buscar ya sea en el zarismo los signos de una anticipación del totalitarismo, ya en éste los signos de una restauración o de un renacimiento del despotismo. Entre el antiguo régimen y el nuevo, la fractura es manifiesta. Y todavía hay que admitir que de uno a otro se mantiene el principio de una dominación sin límites. Ahora bien, el hecho es desdeñado o subestimado por Malia, quien no ve en el establecimiento de un sistema totalitario más que la consecuencia no deseada, pero ineluctable, de la aplicación de la teoría marxista o, más 15
Karl Kautsky, Le Bolchevisme dans l’impasse, París, PUF, 1931 (reed. col. «Quadrige», 1980), págs. 11-12.
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generalmente, de la realización de una utopía propia de la democracia occidental. zzz La historia del comunismo no se deja descifrar solamente en el espacio de Rusia, eso es evidente; sin embargo, brota de cierto lugar del mundo, y lleva sus marcas. Ante el espectáculo de la Francia posrevolucionaria, Tocqueville señalaba las huellas que habían dejado en las instituciones y las mentalidades el Estado absolutista y la centralización administrativa. Edgar Quinet, testigo del nuevo bonapartismo, observaba con mayor rudeza todavía: «Lo que llamamos orden, vale decir, la obediencia a un amo y la paz en la arbitrariedad, está arraigado en nosotros en lo más profundo y renace infaliblemente de sí mismo y de la tradición inmemorial. El orden así comprendido está protegido por siglos; su antigüedad trabaja para él y constituye su seguridad».16 A decir verdad, cargaban desmesuradamente las tintas: la monarquía francesa nunca fue un despotismo; se había apuntalado sobre una estructura de derechos y en favor de una elaboración teológico-política. Si el rey se había liberado de ella, nunca la había destruido. Leyéndolos en nuestros días, se creería que Tocqueville y Quinet hablaban de Rusia. Pero por fogosos que sean sus juicios, testimonian una sensibilidad ejemplar a la persistencia del pasado en el presente y al apego de la historia a ciertos lugares. Rusia, inmediatamente después de la revolución, revela la herencia de un sistema político y de una cultura que nunca habían hecho sitio al derecho. La insurrección de Octubre y los acontecimientos que vienen a continuación muestran la voluntad de los bolcheviques de ejercer y a la vez de mostrar un poder exorbitante. Marc Ferro observa finamente que no es solamente el golpe de fuerza contra el gobierno provisional lo que debe retener la atención, sino todavía más la maniobra de Lenin para desposeer de inmediato al soviet de Petrogrado de la paternidad del nuevo régimen – cuando es el único órgano que pueda reivindicar un poder legítimo – e imputarlo al Comité de defensa militar establecido por el partido.17 En cuanto a la Asamblea constituyente, ni siquiera le está permitido debatir acerca de su función 16 17
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Edgar Quinet, La Révolution, París, Belin, 1987, pág. 70. M. Ferro, Des soviets au communisme bureaucratique, op. cit., págs. 182-183.
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y su eventual disolución: sus miembros, lo señalaba antes, son echados por algunos hombres en armas, el día en que se reúne por primera vez. No menos notables son las condiciones en las cuales el zar y sus allegados son ejecutados. Los nuevos amos del poder se ahorran todo símbolo que marcaría el fin de la era del zarismo y el advenimiento de un Estado de derecho. Los franceses habían montado un proceso contra el rey que era también el de la monarquía; los norteamericanos se habían sublevado contra los ingleses en el nombre mismo de los derechos que estos últimos reivindicaban; en cuanto a los ingleses, en el tiempo de su propia revolución, habían ejecutado solemnemente a Carlos I, tras haberlo acusado de atentar contra la institución monárquica al querer romper el lazo que la unía orgánicamente al Parlamento. En cada circunstancia, la idea de la ley estaba en juego; se trataba del advenimiento o de la restauración de su reino. ¿Acaso se dirá que en Rusia la revolución no era burguesa y que, conducida por los bolcheviques que se apoyaban en la masa de los no propietarios, obreros y campesinos pobres, dio libre curso a una violencia que no encontraba un punto de detención? Pero esto implicaría olvidar que ésta trajo aparejada en la primera fase de la revolución una creación de instituciones que pretendían ser legítimas: así surgieron los soviets. También sería olvidar la resistencia que opusieron a la monopolización del poder por los bolcheviques tanto mencheviques, socialistas-revolucionarios y anarquistas como secciones sindicales y grupos de obreros en grandes fábricas. Todas las agrupaciones que reclamaban la garantía de libertades fundamentales en el marco del socialismo, por cierto, se mostraron impotentes frente a una dictadura que aprovechaba el apoyo de una fracción de la población y de la adhesión de todos aquellos que veían abrirse una carrera en el marco de las organizaciones estatales. No obstante, es una leyenda que los bolcheviques sean los únicos revolucionarios radicales. Los anarquistas, por ejemplo, ¿deberían ser considerados moderados? Y de la oposición obrera que verá la luz del día en el seno del partido, ¿puede decirse que no estaba tan decidida como la dirección del partido a proseguir la revolución? Una vez más, los hechos fueron disfrazados por los comunistas. El bolchevismo marcó una ruptura con los principios que animaban al conjunto de los movimientos revolucionarios. Ésta se aclara al observar que los métodos del nuevo partido, su idealización de la violencia, su proyecto de adueñarse del poder lo emparentan con una tradición 139
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terrorista específicamente rusa, aunque sea cierto que la repudiaba. A mi juicio, una vez más Souvarine es uno de los primeros que llaman la atención sobre la genealogía del bolchevismo. De su breve análisis del Catéchisme révolutionnaire, elaborado por Bakunin, infiere: «Ningún resumen puede dar el acento de odio frío, de cinismo explícito del famoso Catéchisme anónimo que ningún estudio sobre el bolchevismo podría callar».18 Al evocar la figura de Necháyev, observa que éste «reveló ser en Rusia el primer verdadero experto de la organización subversiva y el primer revolucionario profesional para quien el fin confesado justifica los medios inconfesables». En el grupo formado alrededor de 1875 por Tkáchev, populista convertido al jacobinismo, ve cómo se afirma por primera vez la idea de un golpe de Estado que será «la obra de una minoría consciente» y que requiere «un partido centralizado, seleccionado, jerarquizado». Citando a Tkáchev, quien declara que «el pueblo privado de dirigentes no está en condiciones de edificar un mundo nuevo sobre los escombros del antiguo (. . . )», y que ese rol y esa visión pertenecen exclusivamente a la minoría revolucionaria, Souvarine considera que su pequeño grupo anuncia el terrorismo y el futuro bolchevismo. Por último, él insiste en la historia del primer partido socialista y revolucionario de Rusia, Tierra y Libertad (Zamlia i volia): este partido posee ya un comité central, secciones y un órgano militar; multiplica los atentados y fomenta conspiraciones (la última de las cuales, recordémoslo, costará la vida al hermano de Lenin).19 Souvarine, apenas hace falta aclararlo, no subestima de ningún modo la originalidad del bolchevismo. Relacionarlo con la cadena de las agrupaciones de conspiradores y de terroristas que jalonaron la segunda mitad del siglo XIX también nos hace reconocer en qué se diferencia. Surgido de la socialdemocracia, reivindicando la herencia del marxismo, el bolchevismo rompe con la larga tradición del populismo. Su objetivo primero es la organización y la movilización de la clase obrera rusa, que a su juicio tiene el mismo porvenir que la clase obrera de los países occidentales, y su objetivo último (cualquiera que sea la manera que permita alcanzarlo, al calor de la «revolución burguesa», o bien al término de su desarrollo) es la instauración de una dictadura del proletariado, preám18 19
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El subrayado es mío. B. Souvarine, Stalin, op. cit., págs. 28-32.
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bulo a una sociedad sin clases. Pero esta filiación manifiesta, irrecusable, tampoco basta para dar cuenta de la gran innovación que introduce el lenguaje: al adueñarse de una doctrina, la convierte en un cuerpo de ideas y, simultáneamente, requiere de los militantes una disciplina de acción que hace de ellos los miembros de un cuerpo colectivo. Con este rasgo rompe con la tradición de la socialdemocracia. Así, la búsqueda de los componentes del bolchevismo – el núcleo del futuro Estado totalitario – induce a concebirlo como el producto de una extraordinaria condensación de procesos heterogéneos que coexistían en el mismo espacio y el mismo tiempo.
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El partido por encima de todo
Los métodos, el dispositivo organizativo, el programa puesto a punto por Lenin llaman en primer lugar la atención, pero todavía no permiten apreciar el acontecimiento constituido por el nacimiento de un nuevo tipo de partido y luego su transformación en partido-Estado. Los primeros críticos del leninismo vieron en la institución del centralismo democrático el peligro de una dictadura del dirigente supremo sobre el conjunto de los militantes, un peligro que se reforzaba con el de una dictadura del partido sobre el proletariado. No obstante, todavía no podían adivinar que se anunciaba algo muy distinto de un poder tiránico, es decir, una refundición de las relaciones sociales, asociada con la representación de un pueblo compacto del que se hubiesen suprimido todos los elementos perjudiciales. Sólo con posterioridad, ante el espectáculo de la sociedad remodelada por el estalinismo, aparece la significación de ciertos rasgos distintivos del bolchevismo: la estricta separación entre los miembros del partido y todos aquellos que, así fuesen simpatizantes, le son ajenos; la pretensión de circunscribir en las fronteras de la organización el acceso a la verdad de la doctrina revolucionaria; en consecuencia, la certidumbre de una alternativa que no deja a nadie otra elección que unirse al ejército del proletariado o ser clasificado como oportunista, pequeño burgués, hasta traidor; por último, la idealización del partido, la figuración de un Ser colectivo, a la vez por encima de los militantes y de los dirigentes mismos y englobándolos. Este último rasgo es acaso el más notable: Stalin, como ya Lenin, seguirá siendo
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un ejecutante de la voluntad del partido, precisamente cuando esté en posesión de todos los medios del poder. La mitología de la revolución, observamos, no nace con el bolchevismo, pero éste se encuentra en el origen de la mitología del partido. Por así decirlo, la revolución nace incorporada. Querer ser revolucionario es en adelante admitir que no hay nada que sea posible, nada que sea solamente pensable, fuera del marco del partido. Los socialdemócratas habían dicho que «la revolución es la ley suprema».1 Son las mismas palabras de Plejánov ante el Congreso de Estocolmo. Éste llegaba hasta encarar, una vez el proletariado en el poder, la hipótesis de una limitación de los derechos políticos de la minoría hostil al régimen, si las circunstancias lo exigían. Lenin, después de Octubre, utiliza, como recordamos, otra fórmula: el partido está por encima de todo. Así, debe encarnar la ley suprema al mismo tiempo que estar en posesión del conocimiento exclusivo de la marcha de la historia. Ciertamente, de la estructura inicial del partido a la estructura de la sociedad que emerge a mediados de los años treinta hay mucho más que un cambio de escala. Sin embargo, el sistema de representaciones que gobierna el partido gobierna asimismo la sociedad. Allí todo parece que puede ser organizado, incorporado poco a poco. Se impone el modelo de una sociedad sin divisiones; ésta supuestamente no contiene ninguna oposición entre los intereses de clase a partir del momento en que fue destruido el antiguo modo de producción; el poder político y el poder estatal son confundidos; la noción de una vida civil se borra al mismo tiempo que la de una divergencia de principio entre los modos de la actividad humana así como entre los caminos del conocimiento. Cada uno debe dar la prueba del «espíritu comunista», inscribirse en el marco de una movilización general al servicio de los objetivos comunes.
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Ibid., pág. 57.
Desincorporación y reincorporación del poder
Algunos historiadores que no vacilan en discernir en el comunismo un sistema totalitario no ven sin embargo en él más que el producto de una voluntad política. Ahora bien, ese sistema desafía todo análisis en términos meramente políticos (en el sentido estrecho del término) como todo análisis en términos meramente económicos o sociológicos. En efecto, ¿cómo se delimitaría la parte de la acción política allí donde las fronteras de la política se borran al mismo tiempo que las del derecho, de la economía, de la organización social y de las mismas costumbres? Hablar de una invasión de todo ámbito de existencia por la política es aun, aunque esas referencias sean impugnadas, ceder a la idea de una hipertiranía o de una hiperdictadura o de un hiperdespotismo. Sin embargo, hay que recordarlo, el poder del tirano no hace mella a la sociedad en su espesor; permanece en una posición superestructural, y se ejerce bajo el signo de lo arbitrario; el poder del dictador en las sociedades modernas se erige en favor de circunstancias extraordinarias, cuando los intereses de las capas dominantes no pueden ser mantenidos por medios pacíficos; así saca de su intervención una apariencia de legitimidad (la mayoría de las veces, por otra parte, el ejército, supuesto garante de la integridad de la nación, le aporta la caución de esa legitimidad). En cuanto al poder del déspota, se ubica bajo un reino más alto, el de Dios o de los dioses. En Rusia, el zar tenía el cielo sobre él, mientras
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que la tierra, cuyo poseedor supremo era él, procuraba a la masa de sus súbditos la sensación de una eternidad del orden de la naturaleza. Muy distinto es el poder comunista: éste se arraiga en un órgano colectivo del que dependen todas las instituciones, todos los lazos que se tejen entre los grupos y entre los individuos; mejor aún: se supone que este órgano les da vida y, al mismo tiempo – para emplear un término ajeno al vocabulario comunista – es su alma. Es tentador oponer la apariencia a la realidad. Lejos que se derogue la distancia entre quien manda y quien obedece, se observa entonces, esta distancia es manifiesta en el interior del partido mismo y en toda la extensión de la sociedad. El órgano dirigente y, en su cima, un amo de una muy nueva especie poseen el monopolio de los medios de decisión, de coerción y de información, así como el monopolio de la palabra pública; además, la posición del jefe, en todos los escalones de la jerarquía, se exhibe. No obstante, si nos contentamos con oponer la verdad efectiva del régimen con su apariencia, corremos el riesgo de subestimar la eficacia de la representación y de no ver que ella moldea las conductas. Tocamos aquí uno de los puntos más difíciles de la reflexión sobre el comunismo. En un sentido, puede hablarse de una eficacia simbólica; en otro, de una empresa de lo imaginario. Estos dos términos parecen contradecirse. Pero uno nos hace reconocer la instauración de un sistema en el cual se articulan relaciones reguladas entre los grupos y los individuos, en el cual se imponen nociones compartidas de lo «real», de lo «verdadero», de lo «normal»; el otro nos hace entender que la visión del Uno se sostiene en una denegación furiosa de la división social y depende de un fantasma. Si la lengua no es suficiente para caracterizar el fenómeno totalitario, ¿no se debe a que conduce al límite de lo nombrable? ¿Cómo contentarse, en efecto, con la noción de fantasma cuando uno está en presencia de un sistema de instituciones en cuyo beneficio los hombres encuentran la condición de su inserción en un mismo marco de vida? Y ¿cómo atenerse a la noción de un orden simbólico cuando está interceptado el acceso a un lenguaje que permite a cada uno nombrar la distancia que lo separa del otro y formar una idea de la ley más allá las coerciones de hecho que padece? El enigma al que nos enfrenta el sistema totalitario comunista ciertamente no se disipa pero, por lo menos, se aclara si se reconoce un nuevo modo de dominación en el cual está confundida la oposición entre dominantes y dominados, o, 146
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más generalmente, la del arriba y del abajo, y en el que simultáneamente se borra el principio de una separación entre los lugares donde la acción, el conocimiento, la imaginación se ejercen poniendo a prueba el límite. Esta dominación es de tal magnitud que tiende a una petrificación de lo social en profundidad o a una suerte de cierre de lo social sobre sí mismo, precisamente cuando trae aparejado un discurso sobre la creación de un mundo nuevo y de un hombre nuevo (sobre todo, gracias a la exhibición de los récords de la producción industrial) y de llamados incesantes a la movilización de las energías colectivas. El fenómeno, por un lado, se sustrae a la perspectiva del historiador, así como a la del sociólogo o del economista. Ni sus causas son precisamente identificables, ni el alcance del cambio, la restructuración de las relaciones sociales pueden medirse solamente al examen de los métodos de gobierno, de la amplitud de sus medios de coerción y de la doctrina que reivindica, o bien del sistema de propiedad, o bien todavía de las nuevas formas de discriminación social. Hablar de un giro en el curso de la historia, o de una bifurcación de la vía que seguía la sociedad moderna, no basta, ya que por mucho que podamos reconstituir el pasado en una larga duración, éste comprendió muchas otras digresiones. Por último, querer definir el nuevo modelo a partir de algunos criterios bien escogidos, para insertarlo en una tipología de los regímenes característicos del mundo moderno, corre el riesgo de ocultarnos la profundidad de la ruptura que introduce. Raymond Aron, que en Démocratie et totalitarisme cedió un momento a la tentación de la tipología, y hasta del relativismo, no obstante consideró que la diferencia entre el régimen del partido monopolístico y el régimen constitucional-pluralista era «esencial» y que concernía no sólo al «estilo de vida» y a «la manera de gobernar», sino «a la modalidad misma de la comunidad». Tal vez habría que ir más lejos y preguntarse si el régimen totalitario no afecta lo que antes había aparecido como el fundamento mismo de la sociedad política. Que uno de los rasgos distintivos del régimen totalitario sea la monopolización por el partido de los medios de coerción, de información y de adoctrinamiento no es discutible. Sin embargo, detenerse en ese rasgo es todavía esquivar una cuestión: ¿no ocurre, por primera vez, que la dimensión del otro resulta si no abolida – ¿cómo podría serlo? – por lo menos borrada? La cuestión merece ser planteada, considerando ya el poder de 147
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que disponen el órgano dirigente y su jefe. Y todavía, para enfrentarla, es preciso reconocer que no hay – cualquiera que fuese la sociedad considerada – poder alguno que se reduzca a la dominación, a la dirección de un Estado cuyo rasgo distintivo sería el monopolio de la violencia legítima, para utilizar la fórmula de Max Weber. Polo de la autoridad, agente de la cohesión de la sociedad, reductor de los conflictos reales o virtuales que comprende, es simultáneamente garante de una ley que excede las reglas comúnmente respetadas y de una permanencia que no deriva de la simple coexistencia de hecho de grupos que comparten un mismo territorio, las más de las veces una misma lengua, y ligados por obligaciones recíprocas debidas a los imperativos de una vida común. La delimitación de un lugar del poder testimonia una asimetría del espacio social y le da figura, ya sea que ejerza una fuerza de coerción o bien incluso que le esté prohibida, como se observa en el caso de numerosas sociedades llamadas salvajes. Así, no se puede concebir el poder como una institución, entre otras, y situarlo en la sociedad, así fuese atribuyéndole una función predominante. Sin duda aparece en ella a través de la presencia visible de alguien o de algunos que supuestamente la encarnan o son sus depositarios; pero es siempre en favor de mitos, de rituales, de ceremoniales, o de una elaboración religiosa, como son vueltos ostensibles los signos del poder y de su distancia. Tal es la paradoja: desde el interior de la sociedad el poder indica un lugar que excede su límite; hace signo hacia un afuera, mientras que hace reconocer que comunica consigo mismo a través de la variedad de sus instituciones y sus eventuales antagonismos internos. En otro lenguaje, digamos que no hay poder, si está duraderamente arraigado en una comunidad, que no tenga una función simbólica, así como no hay sociedad política cuya constitución no tenga una significación simbólica. La sociedad política no posee en sí misma, bajo el efecto de las reglas de parentesco o de las reglas que se desprenden de una organización de la producción y la distribución de los bienes, la medida de su acuerdo; ésta depende de la manera en que el poder se presenta y lleva la huella de un inconmensurable, cualquiera que fuese el nombre que se le dé o la figura que se le preste. Incluso en el caso de un extremo despotismo donde el monarca tiene el estatuto de un semidiós, la imagen de la formidable potencia concentrada en su persona no borra esa huella. A menudo, por el contrario, es en ese estatuto como se vio sometido a las 148
Desincorporación y reincorporación del poder
más estrictas obligaciones y como fue sobre todo objeto de prohibiciones cuyo respeto es una condición de la subsistencia del orden social. La dramaturgia de la monarquía europea, desde la Edad Media, cuyas transformaciones analizó tan finamente Ernst Kantorowicz, saca del cristianismo, y más precisamente de la representación de un príncipe vicario de Dios, recursos muy nuevos para dar un fundamento espiritual a una soberanía temporal.1 Pero no hace olvidar las antiguas formas de la realeza sagrada, en las cuales estaban a la vez separados y entrelazados uno en el otro el mundo sobrenatural y el mundo de los hombres. Reconocer los múltiples casos particulares en los cuales se libra la dimensión del otro, pues, es admitir una heteronomía de lo social. Lo testimonia a la vez la imposibilidad de una reabsorción del poder en la sociedad y la imposibilidad para el poder de afirmarse a distancia del conjunto de los sujetos o de los ciudadanos sin hacer señal, más allá de la escena donde se produce, hacia un irrepresentable. En consecuencia, ¿se creería que la democracia moderna abre la era de la autonomía? La desincorporación del poder, el hecho de que aquellos que están a su cargo dependen del sufragio popular y no gozan de una legitimidad sino en la medida en que les es reconocida, no implica que el lugar del poder se circunscriba al interior de la sociedad. Si se vuelve prohibido ocuparlo, es siempre desde ese lugar como la sociedad adquiere una representación de sí misma, por diferenciado que fuese, por múltiples que sean las oposiciones que la trabajen. En un sentido, como en muchas oportunidades tuve ocasión de subrayarlo, la democracia exige que el lugar del poder permanezca vacío. De este imperativo resulta que la distinción entre lo simbólico y lo real se encuentra tácitamente reconocida, cuando estaba oculta mientras se implicaba en la imagen del monarca la creencia en un ser cuyo poder, voluntad y sabiduría se sustraían a los criterios aplicados a los simples mortales. Contrariamente a una interpretación extendida, el poder no se vuelve trivial. En cambio, corren el riesgo de parecerlo aquellos que están delegados al ejercicio de la autoridad pública, o que participan en ella o 1
Ernst Kantorowicz, Les Deux Corps du roi. Essai sur la théologie politique au Moyen Âge, trad. francesa de J.-P. y N. Genet, París, Gallimard, 1989 (The King’s two Bodies. Study in Mediaeval Political Theory, Princeton, Princeton University Press, 1957). [Hay versión en español: Los dos cuerpos del rey: un estudio de teología política medieval, trad. de Rafael Blázquez Godoy y Susana Aikin Araluce, Madrid, Alianza Editorial, 1985.]
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pretenden hacerlo, es decir, aquellos cuya vocación u oficio es la acción política. Hasta puede observarse que una vez desaparecida la creencia en un fundamento natural de las desigualdades sociales, el poder nutre expectativas sin precedentes de ciudadanos cuyos intereses chocan y resulta considerado a la vez como un árbitro y el instigador del cambio social. Hablo de desincorporación del poder allí donde el sociólogo prefiere atenerse a la noción de una limitación de la política. Ocurre que ésta no resulta solamente de un dispositivo jurídico-funcional. Para que sea institucionalizada, para que sea precisamente definida la distinción entre la autoridad política y la administración estatal, pero también para que sea circunscrito el espacio de las libertades civiles sobre el cual esta autoridad no debe avanzar, es preciso que el soberano haya dejado de encarnar la comunidad y que no aparezca ya por encima de las leyes. A este respecto, es significativo el fenómeno de la monarquía del antiguo régimen, del que yo podía dejar creer imprudentemente que no sería más que una variante de la realeza sagrada: ella implica ya cierta limitación del poder político, justamente cuando de hecho la transgrede. Si el soberano se beneficia con una elección divina, si se arroga el estatuto de un mediador entre los hombres y Dios, y en consecuencia se encuentra por encima de las leyes, no es menos cierto que en cuanto poseedor de un poder temporal está sometido a una ley más alta. Precisamente reconociéndola su autoridad se ve a su vez reconocida por la comunidad de sus súbditos. La división entre el aquí abajo y el más allá es tan radical que malogra su pretensión de acaparar la omnipotencia espiritual. Está vía le esta interceptada, así como lo está para el Papa la de la omnipotencia en lo temporal. Por un lado, el monarca está ocupado en concentrar entre sus manos los medios de la dominación sobre el conjunto de sus súbditos; por el otro, la imagen de uno solo que viene a imponerse a todos proporciona un modelo del orden tal que cada uno se encuentra insertado en una red de dependencia y, poco a poco, en una comunidad sustancial. Sólo la disipación de esta imagen engendra una nueva concepción de lo político. La desincorporación del poder no tiene por único efecto socavar la representación de una sociedad orgánica; al mismo tiempo, la fuente de la ley se vuelve ilocalizable. Por una parte, ésta se hace reconocer por la prohibición opuesta a cualquiera que se constituya en su poseedor. 150
Desincorporación y reincorporación del poder
En consecuencia, sería erróneo considerar que desciende al rango de un artificio o que cae en la órbita de una sociedad dominada por una clase cuyos representantes disponen de los medios de gobierno. Sin duda, se da en adelante en la obra de legisladores mandatados por el pueblo y lleva la marca de la movilidad de las opiniones y del conflicto de los intereses, pero esta obra no se deshace de la exigencia de discernir lo legítimo y lo ilegítimo. Ahora bien, ¿cuál es el criterio de lo legítimo, aunque sigue siendo formal, si no la obligación de liberarse de lo arbitrario y de la contingencia? De manera similar, el hecho de que nadie pueda presentarse como poseedor del conocimiento del orden social y de los fines de la conducta humana resulta del desenredo de lo teológico y de lo político. Acontecimiento considerable, puesto que induce a admitir la legitimidad de creencias, de opiniones y de intereses múltiples, hasta opuestos, con tal de que el conflicto no ponga en peligro la seguridad pública. Por lo tanto, en vez de borrarlo, la democracia devela la dimensión del otro en la experiencia de la vida. Al reducir las creencias dogmáticas, ya sean de orden teológico o filosófico, al estatuto de creencias particulares, de alguna manera da visibilidad al desacuerdo en el marco de un mundo común. Por último, el desenredo del poder y del saber da una legitimidad nueva al proceso de diferenciación de los modos de conocimiento, y lo precipita: es siempre en el campo particular en el que se ejerce donde la actividad de conocimiento se ve enfrentada con los principios sobre los cuales se guiaba y encuentra una incitación a volver sobre sus presupuestos. Lejos de dejarse reducir a los solos efectos de la división del trabajo, característico de la organización económica, la coerción que se impone de tomar un pasaje para enfrentar la cuestión de lo verdadero y lo falso o bien de lo imaginario y lo real testimonia la aprensión de un mundo sustraído a un punto de vista superestructural y cuyo acceso, por el contrario, supone que se aprendan de él los medios para orientarse.
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Ley de movimiento e ideología según Hannah Arendt
El hecho de que el régimen totalitario lleva la marca de un ataque al fundamento de la sociedad política, y que tiende a borrar lo que yo llamaba la dimensión del otro, era ya la convicción de Hannah Arendt, tan fuertemente expresada en el último capítulo de Los orígenes del totalitarismo.1 Por lo tanto, yo sigo un camino cercano al que ella había abierto. No obstante, su último esfuerzo para circunscribir la esencia de dicho régimen, hacer surgir lo que tiene de radical, pero también de demente, en mi opinión decepciona las expectativas que su libro había engendrado. A comienzos de ese capítulo, Arendt se pregunta si el régimen totalitario, comunista o nazi, puede ser considerado como el producto de una chapuza de despotismo, de tiranía y de dictadura moderna, que habría aprovechado el fracaso de las fuerzas políticas tradicionales, o si no hay que reconocerle una naturaleza propia, una esencia. Sin contentarse con llamarlo «sin precedentes», Arendt declara entonces que hizo estallar la alternativa fundamental reconocida por la filosofía política desde la Antigüedad: aquella entre regímenes sometidos a leyes y regímenes sin leyes; entre poder legítimo y poder arbitrario. Por lo tanto, es detectando el estatuto de la ley en el totalitarismo como se toca su esencia (no me detengo en este último concepto, que suscitó la crítica de Raymond Aron en un ensayo famoso2 ). 1 2
H. Arendt, Le Système totalitaire, op. cit. Raymond Aron, «L’essence du totalitarisme», Critique, Nº 80, 1964.
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La idea directriz de Arendt es que el totalitarismo no constituye un nuevo tipo político definible en el marco de la problemática clásica; se muestra incomparable, en virtud de «su pretensión monstruosa de remontarse a la fuente misma de la autoridad» y, en consecuencia, de sacrificarlo todo a una ley suprema: la ley de la historia, en la versión del comunismo, o la ley de la naturaleza en la versión del nazismo. Según este argumento, descubrimos en primer lugar que se encuentra abolida la distancia siempre mantenida en un régimen fundado en un consensus juris entre las leyes positivas y la ley que está en su fuente, y a la que ellas dan expresión en el marco de la vida social. Así, Arendt observa que «la legitimidad totalitaria, en su desafío a la legalidad y en su pretensión a instaurar el reino directo de la justicia sobre la tierra, realiza la ley de la Historia o de la Naturaleza sin traducirla en normas de bien y de mal para las conductas individuales».3 En otro lenguaje podría decirse que la afirmación absoluta de la Ley implica una destitución de la posición del Sujeto, o que la obediencia incondicional a la ley de la historia o de la naturaleza deroga la facultad de juzgar. Arendt utiliza entonces fórmulas fuertes: «identificación del hombre y de la ley»; o incluso, visión del hombre como «encarnación viviente de la ley». En segundo lugar, descubrimos que la ley de la historia y la ley de la naturaleza son leyes de movimiento. E incluso más: que ni la naturaleza ni la historia son ya la fuente de las actividades que dan estabilidad a las acciones de los mortales, que ellas mismas son movimientos. En tercer lugar, descubrimos que la nueva noción de la historia o de la naturaleza procede de teorías o de ideologías (Arendt emplea sucesivamente los dos términos) que se difundieron en el siglo XIX, sobre todo las de Marx y de Darwin, no siendo por otra parte estas últimas ajenas una a otra, puesto que Darwin introduce la historia en la naturaleza, mientras que Marx, gran admirador de éste, hace de la lucha de clases un reflejo de las fuerzas productivas, y que en definitiva la fuerza de trabajo del hombre le parece una fuerza natural-biológica. Así, con el marxismo y el darwinismo, la ley habría cambiado de sentido; se habría convertido en la «expresión del mismo movimiento». Por último, descubrimos que al seguir las «recetas» de estas ideologías la política totalitaria develó la verdadera naturaleza del movimiento, 3
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H. Arendt, Le Système totalitaire, op. cit., pág. 201.
Ley de movimiento e ideología según Hannah Arendt
ya que éste implica una obra interminable de eliminación de los seres ineptos para vivir o defectuosos, o bien de las clases destinadas a desaparecer. Resulta así que el terror se desprende de la ley de movimiento: ésta es ley del homicidio (law of killing). La última fase del argumento conduce a Arendt a formular algunos juicios que impactan la imaginación y que fueron célebres: el terror tendría por fin último «la fabricación de género humano, éste elimina al individuo en provecho de la especie, sacrifica la parte en provecho del todo»; o bien incluso: «Sustituye un lazo de hierro que (. . . ) mantiene a los individuos tan estrechamente juntos que su pluralidad se ha como desvanecido en un Hombre único de dimensiones gigantescas»; o bien, por último: «El terror y su círculo de hierro, la destrucción de la pluralidad de los hombres, la creación del Uno a partir de lo múltiple, de un Uno que actuará infaliblemente como si él mismo participara del curso de la historia o de la naturaleza, son un medio no sólo de liberar las fuerzas históricas y naturales, sino incluso de acelerarlas, hasta alcanzar una velocidad que, libradas a sí mismas, nunca hubiesen podido alcanzar».4 No obstante, si el terror no es de algún modo otra cosa que la ejecución de las sentencias pronunciadas por la ley de movimiento o bien si «los ciudadanos de un país totalitario son arrojados y tomados en el proceso de la Naturaleza o de la Historia a los fines de acelerar su movimiento», todavía hace falta un principio que guíe la acción. En otros términos, la ley de movimiento o la obediencia a un movimiento que lleva a cada uno no bastan para dar cuenta del reglamento de las conductas humanas. Como lo observa el autor, «el curso de las cosas puede decidir que aquellos que hoy eliminan razas o individuos o a los representantes de las clases agonizantes y a los pueblos decadentes serán mañana los que deban ser sacrificados. Aquello que necesita el gobierno totalitario para guiar la conducta de sus súbditos es una preparación que haga a cada uno de ellos apto para desempeñar tanto el rol de verdugo como el de víctima. Esta preparación de dos caras, sustituto de un principio de acción, es la ideología».5 En esta etapa del argumento, por lo tanto, el problema de la ideología retorna. El lector sabía ya que las ideologías del siglo XIX habían 4 5
Ibid., págs. 210-213. Ibid., pág. 215.
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reivindicado una ley de movimiento y que las ideologías totalitarias se distinguían de ellas extrayendo una ley del homicidio; en un sentido, Arendt subraya más fuertemente la discontinuidad, porque llega hasta decir que el comunismo y el racismo no son más totalitarios que otras ideologías. Pero, en otro sentido, ella se dedica a demostrar que la ideología en cuanto tal, cualquiera que fuese su contenido, es la «lógica de una idea». Recuerdo de paso las tres características que le reconoce: la pretensión de explicarlo todo; la indiferencia respecto de la experiencia, que no puede enseñar nada; la deducción a partir de una premisa considerada como axioma de todas las ideas. Más importante es observar que la ideología aparece ella misma ya sea como ley de movimiento del pensamiento, ya como movimiento de pensamiento que es ley. A partir del momento en que se aplica a la historia, el resultado «no es un conjunto de enunciados sobre algo que es, sino el despliegue de un proceso perpetuamente cambiante. La ideología trata el encadenamiento de los acontecimientos como si obedeciera a la misma ley que la exposición de su idea». O, escribe aún tras haber observado que la historia se vuelve materia de cálculo: «Lo que habilita a “la idea” a tener ese nuevo rol es su lógica propia, a saber, un movimiento que es la consecuencia de la idea misma y que no requiere ningún movimiento exterior para ponerla en movimiento». Juicio que ella reformula en estos términos: «El movimiento de la historia y el proceso lógico de esta noción supuestamente se corresponden punto por punto, de tal manera que todo cuanto ocurre sucede de conformidad con la lógica de una sola idea».6 La sutileza de Hannah Arendt es muy grande: en efecto, nadie antes que ella había percibido tan bien la formación de un nuevo régimen de pensamiento. Sin embargo, hay que asombrarse de que ella crea poder dar una definición general de la ideología, cuando de hecho no tiene en mente más que la ideología comunista o nazi. En efecto, sería absurdo aplicar esa definición al marxismo. El asombro crece al ver que así se pone en la dificultad de dar cuenta del cambio que introduce la ideología totalitaria y no suministra más que una respuesta decepcionante: «Los procedimientos que utilizaron los dos dirigentes totalitarios para transformar sus ideologías respectivas (entendamos: tomadas de sus predecesores) en armas, gracias a las cuales cada uno de sus súbdi6
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Ibid., págs. 216-217.
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tos podía por sí mismo obligarse a ponerse en el ritmo del movimiento del terror, eran de una sencillez engañosa e invisible. Los dirigentes tomaban las ideologías mortalmente en serio, se envanecían, uno de su don para el razonamiento frío como el hielo (Hitler), el otro del carácter despiadado de su dialéctica, y se ponían en la obligación de desplegar las implicaciones ideológicas hasta el extremo de una coherencia lógica que parecía absurdamente primitiva e irracional al espectador».7 En suma, Hitler y Stalin habrían inferido de la noción de individuos o de razas ineptas, o de la existencia de clases agonizantes, la necesidad de exterminarlos. No olvido que se les atribuyó el descubrimiento del provecho político de esa «operación ideológica», pero el argumento no está realmente a la altura de la reflexión de Arendt. El fenómeno totalitario, considerado primero incomparable, finalmente deriva de una ideología que lleva a su último grado el proceso de alienación del pensamiento en la lógica. A decir verdad, todo el argumento que yo trataba de resumir oculta deslizamientos o bandazos del pensamiento que testimonian un deseo precipitado de producir una última explicación. zzz ¿Qué ocurre con la ley en el universo totalitario? La cuestión que formula Hannah Arendt al término de su obra, en 1951, zanja con el debate alrededor del comunismo y del nazismo que se había bosquejado antes y debía desarrollarse ampliamente más tarde. Definir el régimen totalitario a partir de criterios empíricos no le alcanza; tampoco quiere atenerse al aparato de justificación que produce, al contenido manifiesto del discurso de sus dirigentes; ni siquiera se satisface con identificar sus «orígenes». ¿Cuál es, se interroga, la autoridad suprema de donde deriva un poder capaz de requerir y, en una gran medida, obtener, independientemente de los medios de coerción de que dispone, la obediencia del mayor número? Pregunta de filósofa, se ha dicho – a menudo para desacreditarla – pero muy próxima al asombro del recién llegado frente a una sociedad en la cual se desencadenan violencias de una amplitud todavía desconocida y que, sin embargo, parece no librada a lo arbitrario sino la mejor regulada que exista. Si el Estado de derecho se ve destruido, la cohesión y la integridad de la comunidad son allí plenamente 7
Ibid., págs. 220-221.
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afirmadas. No contentos de presentarse como regímenes superiores a la democracia liberal, nazismo y comunismo anuncian la resolución de los conflictos que desgarran al mundo moderno y siempre han desgarrado, en otra forma, a la humanidad. Arendt, pues, observa que parece derogada la alternativa constantemente formulada desde la Antigüedad entre sociedades sometidas a leyes y sociedades sin leyes. Habría podido añadir que parece del mismo modo derogada la alternativa clásica entre régimen de conformidad con la naturaleza y régimen corrupto. Mientras que desaparece la idea de un orden preestablecido, de cualquier manera que haya sido concebido, se impone la tarea de poner fin a la corrupción. Ésta no se reduce al reino del dinero, a la malignidad de demagogos surgidos del sistema de los partidos: designa la enfermedad del cuerpo social. Extirpar sus gérmenes es la condición de la formación de un hombre nuevo, de un mundo nuevo. Sin duda es como consecuencia del descubrimiento de las afinidades entre nazismo y comunismo, más allá de los signos manifiestos de su antagonismo, como Arendt llega a buscar cuál es la fuente de autoridad de donde se desprende el régimen totalitario. Debido a eso, el escándalo provocado por su proceder – que aún perdura – permitió eludir la cuestión de la ley. No obstante, observemos que sigue siendo plenamente pertinente al solo examen del comunismo, como por otra parte del nazismo, es decir, haciendo abstracción de la comparación entre los dos regímenes. Al aplicarse a extraer del régimen comunista lo que le daría su fundamento, Arendt cree descubrir la «ley de la Historia». Apenas hace falta aclararlo, a su manera de ver semejante ley no existe. Si nada se hace, nos enteramos, que no se inspire en ella, esta noción no revela más que una «pretensión monstruosa de remontar a la fuente de la autoridad». Por lo tanto se trata de una ley supuesta: la política comunista se guía por una ficción. El punto merece atención, ya que cuando Arendt evoca la ley que guiaba a los hombres, ya sea en las sociedades llamadas tradicionales, ya en las ciudades griegas, ya en la Europa cristiana, se cuida de presentarla como una ley supuesta. La razón de esto es sin duda que la ley, de una manera general, no tolera una definición, y que no es posible descubrir su signo sino allí donde es considerada como generadora de las relaciones que los hombres mantienen entre ellos y con el mundo en el cual se ubican, allí donde se impone la prueba de un límite que excede 158
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todo límite de hecho con el que tropieza el poder o el deseo de los hombres, allí donde, simultáneamente, se anudan deberes y derechos. En resumen, la reticencia a considerar ficticia la ley bajo la cual se ordenan comunidades cuyas leyes positivas o bien cuyas costumbres, creencias, cuyos modos de conducta se nos han vuelto ampliamente ajenos, esa reticencia radica en que admitimos, así fuese de manera tácita, que la ley no se deja reducir a un artificio humano, una simple convención. Por eso, cuando Arendt se refiere a la ley de la historia, uno esperaría que ella se atenga a la comprobación de que ésta denota una perversión de la idea misma de ley; sobre todo, uno esperaría que en vez de denunciar una pretensión monstruosa a remontar a las fuentes de la autoridad, indique cuál es la autoridad efectiva que se ha vuelto capaz de erigir por encima de los hombres una ley de la historia. Ahora bien, esta autoridad reside manifiestamente en el partido comunista. Pero no bien se lo acepta, el argumento según el cual el nuevo régimen se acondiciona en la realidad de conformidad con una ley de la historia se vuelve tan poco convincente como el que lo hacía aparecer como una dictadura del proletariado evolucionando hacia una sociedad sin clases. Uno y otro testimonian una confusión entre el funcionamiento efectivo del sistema y la ideología: esa confusión que Arendt se dedica justamente a disipar cuando invita a no detenerse en el contenido manifiesto del discurso de los dirigentes comunistas. En consecuencia, pues, ¿por qué Arendt, considerándola ficticia, se abstiene de tratar acerca de la ley de la historia como de un producto de la ideología totalitaria? La ley de la historia es llamada «ley de movimiento». No obstante, la fórmula no le basta: la historia parece convertirse ella misma (como la naturaleza para el nazismo) en movimiento. Éste se impone a los hombres al punto de precipitarlos en una dirección que no habían decidido, como lo muestra la exaltación del régimen en el terror. Así, tras haber observado que «el terror total, la esencia del régimen totalitario, no existe para los hombres, ni contra ellos, [que] supuestamente suministra a las fuerzas de la naturaleza o de la historia un incomparable medio de acelerar su movimiento», la autora añade: «Este movimiento que va hacia delante, según la ley que le es propia, a la larga no puede ser frenada; su fuerza siempre resultará más poderosa que las más poderosas fuerzas 159
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engendradas por las acciones o la voluntad de los hombres».8 Más tarde nos enteramos (ya he citado estas líneas) de que «los ciudadanos de un país totalitario son arrojados y tomados en el proceso de la naturaleza o de la historia a los fines de acelerar su movimiento; como tales, no pueden ser más que los ejecutores o las víctimas de la ley que le es inherente». Finalmente, sólo la ideología permite regular la conducta de los ciudadanos y suministrar el principio de discriminación entre verdugos y víctimas. Todavía debe descubrirse, más allá de los temas de la doctrina, un mecanismo de encadenamiento de las ideas cuya función es asimilar interminablemente el choque de los acontecimientos. El análisis del terror, que, por su propio movimiento, no conoce un punto de detención, es reemplazado en consecuencia por el análisis de la ideología, cuyo movimiento nunca puede ser puesto en jaque por la experiencia. Por lo demás, un indicio de la fascinación que ejerce el movimiento sobre Arendt se ve en el uso que ella hace de este término para calificar la organización bolchevique como, por otra parte, la organización nazi: la mayoría de las veces, ella evita hablar de partido. Arendt no distingue la noción de movimiento de aquella de proceso, el cual se encuentra determinado desde su punto de partida hasta su término de tal modo que nada puede producirse que no esté en continuidad con lo que precede. Debido a eso, ella ignora lo que encubre la ideología comunista del movimiento: la formidable tentativa de trazar un cierre de la historia, al mismo tiempo que un cierre del pensamiento. Mejor dicho, ella no lo ignora, detecta de pasada sus signos: la «lógica de la idea» va a la par con la negación del acontecimiento, de «lo que ocurre», y que perturba el estado de cosas actual, con la negación de lo imprevisible y lo incognoscible. No obstante, ya no tiene en cuenta esas observaciones cuando pretende develar la esencia del totalitarismo. Ahora bien, el régimen en el cual se exhibe el movimiento, que da constantemente el espectáculo del engendramiento de una sociedad, se acondiciona bajo el signo de un rechazo de la historia. Excluye el pensamiento de que las líneas del porvenir no estén ya impresas en el presente; el pensamiento de un mundo que excediera nuestra imaginación de lo posible y lo imposible (por eso, aclarémoslo de pasada, la
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Ibid., pág. 212.
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utopía, contrariamente a lo que afirma Martin Malia, es ajena a la mentalidad comunista). ¿Por qué entonces, preguntaría yo ahora, Arendt olvida que, so pretexto de la idealización del movimiento de la historia, los bolcheviques, en Rusia, luego sus émulos, tratan de encerrarse en una ciudadela a resguardo de los ataques del tiempo? Supongo que, al denunciar la ley de movimiento, ella no apunta solamente a la empresa totalitaria y, más allá, a la doctrina marxista (o darwinista), sino al nuevo modo de temporalidad que caracteriza a las sociedades modernas. Dan testimonio de esto, a sus ojos, el nacimiento de la filosofía de la historia, de la que Marx no hizo sino elaborar su última versión, y, más generalmente, la representación difusa de un progreso de la humanidad, o bien de cambios en el tiempo que producirían sentido por sí mismos: otros tantos signos de la creencia en una ruptura con la concepción de los antiguos, para quien la historia significaba relato, rememoración, arrancamiento al olvido de las acciones que no se inscribían en ningún proceso, sino que por el contrario escapaban a las necesidades que imponen la vida y la técnica y constituían así la parte más propiamente humana y la más frágil de la existencia. De este nuevo modo de temporalidad da testimonio todavía a sus ojos el hecho de que las instituciones políticas se ven atribuir una significación histórica y se vuelven subordinadas a un estado de la economía y de la técnica. Da testimonio, por último, el olvido de la permanencia de la condición humana, bajo el efecto del pensamiento de un tiempo irreversible y bajo el efecto de la atracción por las cosas nuevas. Lo que yo supongo, es cierto, lo saco de la lectura de ensayos que son posteriores a su gran obra: La tradición y la edad moderna (1954) y El concepto de historia (1956).9 En el epílogo de este último ensayo se hace explícitamente referencia a Los orígenes del totalitarismo. La autora, tras haber recordado sus trabajos sobre el fenómeno totalitario, reformula fielmente su argumento: «Los sistemas totalitarios tienden a demostrar que la acción puede estar basada en cualquier hipótesis y que, en el 9
Estos dos ensayos están insertados en Between Past and Future [1961] (reed. Londres, Penguin Books, 1977). Los textos citados están extraídos de la traducción francesa La Crise de la culture, París, Gallimard, 1972. [Hay versión en español: Entre el pasado y el futuro: ocho ejercicios sobre la reflexión política, trad. de Ana Poljak, Barcelona, Ediciones Península, 1996.]
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curso de una acción conducida de una manera coherente, la hipótesis particular se volverá verdadera, se volverá real, de una realidad de hecho».10 Ella vuelve a decir que «el axioma a partir del cual es encarada la deducción no necesita ser una verdad evidente por sí misma, como lo suponían la metafísica y la lógica tradicionales; de ninguna manera tiene que corresponder con los hechos (. . . )». Todo el argumento que denuncia la ilusión del proceso y la impostura de la deducción, no bien se hace abstracción del fin y del sentido del ejercicio del pensamiento, se nutre de la crítica de la mentalidad moderna, más precisamente de la ciencia de la naturaleza, cuyo criterio es que «lo que funciona» da la medida de lo real y lo verdadero, y cuyo motor es que «todo es posible». El fenómeno totalitario, precisamente fundado «en último análisis en la convicción de que todo es posible», suministra así la «demostración» de un cambio de mayor alcance; no es el iniciador. Está fuera de mi propósito discutir la concepción de Arendt de la ciencia y de la técnica modernas, preguntar si, cualquiera que sea la acuidad de la crítica, hace justicia a la libertad de volver a poner en juego la supuesta adquisición, justicia a un movimiento que, lejos de ser gobernado por la deducción, lleva la marca de la exploración y del riesgo. Basta con observar que la crítica del totalitarismo se ubica en la prolongación de aquella de la modernidad, sin que se pueda, por lo demás, precisar cuál es el punto de partida de ésta: la revolución industrial o el giro que marca el advenimiento de la ciencia de la naturaleza. Sería hacer violencia al pensamiento de Arendt imputarle un esquema deductivo del que ella justamente apela a liberarse. No obstante, bien parece que a sus ojos el nuevo régimen precipita, erigiéndolo en ley o sometiéndose enteramente a él, un movimiento, o bien una atracción por el movimiento, que procede de la pérdida de una exigencia de estabilidad, antaño esencial a toda sociedad bien constituida. En el capítulo de Los orígenes del totalitarismo que evocaba, esta exigencia parece imponerse como consecuencia de la amenaza que hace pesar sobre la comunidad la sucesión incesante de las generaciones, puesto que ésta tiende a arruinar su continuidad. La estabilidad de las leyes respondería así al movimiento perpetuo que padecen los asuntos humanos, un movimiento que nunca puede cesar, mientras los hombres nacen y mueren. 10
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Hannah Arendt, La Crise de la culture, op. cit., pág. 117.
Ley de movimiento e ideología según Hannah Arendt
«La ley – se nos dice – rodea la ocurrencia de todo nuevo comienzo de barreras y, al mismo tiempo, garantiza su libertad de movimiento, la posibilidad de que ocurra algo totalmente nuevo e imprevisible. Las barreras de las leyes positivas son a la existencia política del hombre lo que la memoria es a su existencia, ellas garantizan la preexistencia de un mundo común, la realidad de cierta continuidad que trasciende la vida individual de cada generación, que absorbe todos los nuevos comienzos y se nutre de ellos».11 Así, parece operarse una división entre lo que es del orden del comienzo y lo que es del orden de la permanencia. El hecho bruto del nacimiento da cuenta de uno y de otro, puesto que la llegada al mundo de cada hombre nuevo garantiza la posibilidad de la fundación o de la refundación política, y que no obstante su separación de la cadena de los seres pone en peligro la continuidad del grupo. Sin embargo, este razonamiento descansa en una triple abstracción: la de un individuo que, desde su nacimiento, no estaría ya tomado en una red de relaciones que llevan la huella de una cultura; la de leyes que vendrían a estabilizar un cambio natural, cuando son constitutivas de todo modo de coexistencia; la de una sociedad que no estaría sometida, en el tiempo, a tensiones susceptibles de modificar su equilibrio y de socavar la legitimidad de las leyes hasta requerir una reconfiguración del orden político. Esta triple abstracción permite eludir la cuestión de la historia, es decir, de una gestación de nuevos modos de legitimidad y de nuevos estilos de existencia que se opera en el espesor de lo social, bajo la superficie jurídico-política, gestación que no se deja descifrar sino con posterioridad y sin que nunca se la pueda imputar a un solo orden de factores. En resumen, aunque el tema del nacimiento o el de la facultad de comenzar haya encantado a cierto número de lectores de Arendt, ciertamente disimula, no procesos objetivos, sino los cambios que trabajan siempre una sociedad y cuyos efectos, cuando convergen, en favor de circunstancias imprevisibles, para producir una mutación, revelan que tenían sentido, vale decir, que eran portadores de significación e indicaban una dirección. Por cierto, Arendt quiere refutar la tesis según la cual el movimiento de la historia gobernaría el pasaje de una forma de sociedad a otra y conduciría a un estado final, pero no menos denunciar la creencia propia 11
H. Arendt, Le Système totalitaire, op. cit., pág. 211.
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al hombre moderno en un movimiento que, sin que uno se preocupe por su finalidad, tendría un valor en sí. Al «todo es posible», si me atrevo a decir en el modo mayor, que da paso a la dominación total, ella asocia el «todo es posible» en el modo menor que, oculto por la apariencia de las libertades políticas, sirve de máxima a la ciencia y a la técnica, perturba las costumbres y socava la obra de las leyes. Ahora bien, en primer lugar, observo que su justa crítica de la teoría o de la ideología de la historia en provecho de una reapreciación de lo político la induce a una idealización del comienzo, al que ella adjudica, en una fórmula oscura, la virtud de «absorber todos los comienzos y alimentarse de ellos». Puesto que uno de esos comienzos, manifiesto entre todos a sus ojos, es la Revolución Francesa, hay motivos para asombrarse de que olvide el esfuerzo de Tocqueville para describir el movimiento o los movimientos que, en el seno del Antiguo Régimen, estuvieron en el origen de la formación de una nueva sociedad y, también, su esfuerzo para detectar en ésta, una vez establecida, todo cuanto heredó del mundo que había destruido. Asombro que se incrementa al ver su elogio de aquel a quien ella considera como uno de los más grandes pensadores políticos de los tiempos modernos. Ahora bien, nadie, sin duda, se encarnizó tanto como él en concebir a la vez (sin perjuicio, en el detalle de su análisis, de no tener miedo de contradecirse) continuidad y ruptura, herencia e innovación; y esto sin dejar de apartar toda representación de la historia en singular y de impugnar toda forma de determinismo. En segundo lugar, una de las intuiciones mayores de Tocqueville es aquella de la democracia norteamericana como régimen a favor del cual se libera el movimiento, se desarrolla una inquieta actividad en todos los campos de la vida social. Es cierto que pone de manifiesto la función del derecho y ve en el rol que desempeñan los juristas el signo de un poder conservador (en el sentido literal del término) que hace contrapeso a la agitación de la sociedad. El caso es que descubre en ésta un despliegue de las energías en todos los sentidos, una exuberancia, una vitalidad desconocidas en otras partes. Esta observación merece tanta mayor atención cuanto que incita a comparar la sociedad norteamericana, o más ampliamente las sociedades democráticas occidentales, y la sociedad soviética en el siglo XX. El espectáculo del frenesí de la industrialización y de la colectivización bajo el signo de la construcción del socialismo, en efecto, no basta para juzgar que la sociedad soviética 164
Ley de movimiento e ideología según Hannah Arendt
está arrebatada por el movimiento. La naturaleza de sus instituciones la hace aparecer como una sociedad bloqueada, en la cual no puede haber movimiento que escape al control del partido, el que está ocupado en fijar normas a todos los sectores de actividad. ¿Se objetará que confundo dos nociones del movimiento: por un lado, designa la historia, en cuanto ésta supuestamente sigue una dirección, hasta obedece a una ley de desarrollo; por el otro, caracteriza un tipo de sociedad que se instala, si me atrevo a decir, en el elemento de la movilidad, de tal modo que son tácitamente admitidos el cambio de condición de los individuos, el de los modos de actividad, el de las relaciones entre las clases, el de las leyes, de las ideas y las costumbres? Más bien creo que es Arendt quien reúne bajo el concepto de movimiento fenómenos divergentes, heterogéneos. Ella designa unas veces el flujo ininterrumpido de las generaciones; otras la historia de la humanidad (ficticia a sus ojos, porque lo que es propiamente humano se revela gracias a los relatos susceptibles de restituir el brillo de la acción que se destaca sobre el fondo de una continuidad sociobiológica); a veces, más precisamente, el progreso concebido sin un término definido; otras el encadenamiento estrictamente regulado de las formas de lucha de las clases que describe el marxismo; a veces el movimiento, esta vez efectivo, que destruye el marco de las leyes positivas y engendra el terror; otras, por último, esa especie de movimiento que se adueña de las mentalidades en el mundo occidental como consecuencia de la pérdida de la ideología del progreso y de la finalidad de la acción. Por cierto, Arendt no dice que la virtud de las leyes es bloquear el movimiento; ella permite canalizarlo. Pero la gran oposición que hacen vislumbrar sus palabras sobre el movimiento sigue siendo la de la estabilidad y la inestabilidad. Nada deja entender que el movimiento pueda ser generador de sentido, de tal modo que los hombres encuentren en él la capacidad de orientarse.
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La perversión de la ley
Estas observaciones me vuelven a conducir al análisis del totalitarismo. Intenté decir por qué sería erróneo buscar en su fundamento la sumisión a una supuesta ley de la historia, ley de movimiento, cuando ésta no constituye más que un tema del discurso oficial, y que también sería erróneo imaginar que los bolcheviques, en la era del leninismo, y luego del estalinismo, se volvieron de hecho llevados por el movimiento que habían erigido en principio. Pero dejé en suspenso la primera pregunta de Arendt: ¿qué ocurre con la ley en el régimen comunista? Una pregunta, si no se renuncia a la noción misma de historia, que mejor todavía se podría enunciar bajo la forma: ¿qué ocurre con la ley, puesto que se trata de un acontecimiento, de una perversión de la idea de ley? Retomo este término para hacer entender que, a diferencia de la tiranía, y de la dictadura de tipo moderno, que no afectan la idea de ley porque hacen aparecer claramente la intrusión de la fuerza en el espacio político, y que no tienen ni el objetivo ni los medios de perturbar la estructura de la sociedad, de cambiar las costumbres de los ciudadanos, el régimen comunista se ve regulado de tal manera que los ciudadanos, cualquiera que fuese su lugar, tanto aquellos que mandan como aquellos que obedecen, están sometidos a una autoridad suprema que no reside en alguien o en algunos. En consecuencia, ¿cómo la perversión de la ley se traduce en la naturaleza de las instituciones, en su funcionamiento, en la conducta de los ciudadanos y sus relaciones, en un estilo común de existencia? Ahora bien, Arendt, yo hacía mención a esto, no saca de su noción de una
Claude Lefort
ley de movimiento, o de un movimiento que hace ley, otra consecuencia que una precipitación en el terror, al que sólo la ideología procuraría una suerte de regulación. Ella no presta ninguna atención, al final de su obra, a los dispositivos que aseguran la cohesión y la permanencia de un nuevo sistema político. Tal es a sus ojos la idealización del movimiento, o bien tal es la sujeción al movimiento, que ellos excluyen la instauración de un nuevo modo de legalidad. Al definir la política totalitaria, ella observa: «Su desafío a todas las leyes positivas, inclusive las suyas propias, implica que cree que puede abstenerse de todo consensus juris sin por ello resignarse a la ausencia de leyes, a la arbitrariedad y al miedo que caracteriza a la tiranía».1 No obstante, si es seguro que desaparece la noción de consensus juris con la de la legalidad en el sentido en que es entendida en todo Estado civilizado, no se debe desconocer la preocupación constante de dar consistencia a la apariencia de la legalidad (denominada legalidad socialista). No pienso tanto en la elaboración de las tres constituciones, y sobre todo de la última (fenómeno ya mencionado), cuya función no es desdeñable precisamente cuando no lleva huellas de un espíritu democrático, como lo creyeron erróneamente algunos observadores occidentales. Mucho más significativo me parece el aparato jurídico establecido al servicio del terror propiamente dicho y, más ampliamente, aunque el objetivo se empariente con el del terror, el control riguroso de la vida económica y social, el ejercicio de la administración de la justicia, y la persistencia hasta en los campos de la simulación, en una forma a la vez monstruosa y burlesca, de una definición de lo legal y lo ilegal. Tanto se escribió sobre este tema que parece inútil así no fuera sino bosquejar una descripción del sistema judicial y penitenciario soviético. No obstante, si uno se interroga sobre la ley, no puede dejar de enfrentar la paradoja que constituye el legalismo en un régimen cuyos dirigentes denuncian el formalismo del derecho como una mistificación burguesa (Lenin el primero, que menosprecia a la intelligentsia conmovida por las violaciones al derecho en 1918). Formidable paradoja, en efecto, que Arendt descuida cuando no ve en el terror más que un proceso de eliminación dictado por una ley de la historia, convertida en «ley del homicidio». 1
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Ibid., pág. 207.
La perversión de la ley
Como se sabe, hay varias modalidades del terror. Ésta se vuelve particularmente devastadora cuando se desploma, por un lado, sobre los campesinos, ya sea directamente por medios militares, ya indirectamente por medios que los condenan a la hambruna, y, por el otro, sobre pueblos cuya resistencia nacional se trata de romper. Cualesquiera que sean sus manifestaciones, se ha prestado a interpretaciones destinadas a hacer surgir su racionalidad en el marco del régimen; más precisamente, en el marco de una política al servicio de la consolidación del Estado-partido. Así, los objetivos habrían sido la eliminación de los representantes del antiguo régimen y de la burguesía; la de los oponentes políticos pertenecientes a las formaciones que habían participado en la Revolución; luego la destrucción de la propiedad campesina, que obstaculizaba los intereses del proletariado; por último, la lucha contra las nacionalidades, cuyas reivindicaciones ponían en peligro a la Unión Soviética. Raymond Aron, por ejemplo, no ve más que en las purgas que apuntan a la burocracia y al partido comunista mismo el signo de una «irracionalidad», la que debe ser imputada a la demencia de Stalin. Todavía podría considerarse que ellas sirvieron para arruinar una jerarquía cuya estabilidad corría el riesgo de obstaculizar las iniciativas de la dirección del partido y, al mismo tiempo, para promover una nueva categoría de cuadros totalmente dóciles. No obstante, la amplitud de la población del Gulag, que mezclaba a detenidos de toda condición social, el mayor número de los cuales había sido condenado por motivos de los más variados, escapa a este tipo de interpretación. Si es seguro que los campos se convirtieron en una reserva de trabajo forzado que permitía satisfacer las necesidades de la industria, en vano se pretendería buscar su origen en un proyecto que dependería de una racionalidad económica. El terror que golpeaba a todas las capas de la población es signo de una incesante búsqueda o, mejor dicho, de una incesante fabricación de enemigos del pueblo: el montaje de los procesos entablados a los industriales, a los mencheviques, a los socialistas-revolucionarios, a comienzos de los años treinta, luego a los ex dirigentes bolcheviques y a los dirigentes del ejército debe a su vez reubicarse en el marco de la formidable operación que, desde las épocas de Lenin, se desarrolló bajo el signo de la caza a los perjudicadores y de la profilaxis social. zzz 169
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Por importante que sea la tarea, hacer la cuenta de las víctimas del terror no es suficiente. Ni siquiera admitir que la caza a los enemigos del pueblo estaba en la esencia del régimen. Todavía hay que identificar la obra de la legislación, de la codificación de las penas, de la técnica de instrucción judicial, precisamente cuando uno está tentado de no detectar más que los signos de una mascarada del derecho. En el período que sigue a la Revolución y hasta el fin de la guerra civil, la Razón del partido no dio lugar, es cierto, a la preocupación por la ley. La violencia que se desencadena en el campo o los bajos fondos de las ciudades es entonces, a instigación de Lenin, recuperada por los bolcheviques al servicio de la dictadura del partido, sin que parezca oportuno ni deseable molestarse por artificios jurídicos. En cambio, un código penal ve la luz del día en 1922, una nueva versión del cual es puesta a punto en 1926, ante la cercanía del proceso destinado a demostrar la traición de los socialistas-revolucionarios: un acontecimiento que alertó a la opinión internacional. En su forma modificada, este código permanece en vigor hasta el advenimiento de Jruschov. No es un documento somero: comprende ciento cuarenta y ocho artículos, uno de los cuales, el artículo 58, hace surgir plenamente el nuevo espíritu de la ley. Este artículo, en catorce párrafos, permite borrar, por la variedad de cargos que enumera, la distinción entre políticas y derechos comunes y de tomar en la misma red – como lo demostró minuciosamente Solzhenitsyn – a todos los ciudadanos que se proponen eliminar.2 Nunca se había imaginado semejante combinación entre la ley y la arbitrariedad. Uno se pregunta ¿qué significa ese inventario de todos los delitos posibles y, fuera de los delitos, de todos los comportamientos que se prestan a sospecha, para finalmente terminar confiando en un comisarioinstructor una autoridad sin límites? Pero formular esta pregunta es imaginar que el ejercicio bruto de la violencia, en nombre del proletariado que el partido pretende encarnar, se bastaría por sí mismo. Ahora bien, la hipótesis ya no tiene en cuenta la represión que golpea a los obreros y por lo tanto, más allá de las declamaciones sobre las tareas de la clase supuestamente dirigente, requiere criterios universales de lo legal y lo ilegal susceptibles de serles aplicados al igual que al resto de los elementos de la población. De una manera general, la hipótesis no tie2
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Véase A. Solzhenitsyn, L’Archipel du Goulag, 1918-1956, op. cit.
La perversión de la ley
ne en cuenta el nuevo imperativo de estructuración del conjunto de las relaciones sociales que se impone al término de la guerra civil. La elaboración de un código penal, en efecto, coincide con la edificación de un Estado que debe dar los signos de su eficacia para controlar todos los sectores de actividad y dar los signos de su permanencia. Agreguemos que si el órgano judicial se circunscribe en favor de la legislación (acontecimiento, por supuesto, que de ninguna manera implica un principio de separación de los poderes), es como consecuencia de la formación de una importante capa burocrática, susceptible de hacerse cargo de las tareas precisamente diferenciadas tanto en el partido como fuera del partido, bajo la vigilancia y de conformidad con las instrucciones del aparato dirigente. Sin por ello dejar de ejercerse bajo su primer aspecto (como lo observa Solzhenitsyn, la práctica de la «bala en la nuca» nunca es abandonada bajo el reino de Stalin), el terror está entonces entrelazado en el proceso de burocratización. De inspiración terrorista, el artículo 58 procura a comisarios-instructores un sistema de interpretación que les permite inventariar los crímenes (cuando de hecho se reducen todos al mismo denominador: el perjuicio), asignar a los inculpados a una categoría (hasta a varias en forma simultánea), evaluar las penas, montar «expedientes» y, de este modo, conquistar la garantía de hacer un oficio. Como se sabe, nada más contrario al espíritu burocrático que actuar sin consignas ni registros. Ahí tenemos, pues, a los agentes del terror provistos de medios de «dar en la tecla» en la selección de las víctimas recogidas aquí y allá y convertidas en justiciables, por aberrante que parezca al observador extranjero el catálogo de los delitos. Solzhenitsyn describe bien a esos comisarios: «De todos modos, no podían decirse seriamente entre ellos y a ellos mismos que desenmascaraban a criminales. Sin embargo, llenaban páginas y páginas de informes destinados a enviarnos a que nos pudriéramos en los campos».3 Si gozan de la facultad de acusar a cualquiera de cualquier cosa, no obstante necesitan que ese cualquier cosa tenga un nombre: la ley se los da. De ella sacan su autoridad y su competencia, mientras que ellos le están sometidos por la obligación común que tienen de «enmarcar» su instrucción. Por último, su poder no parece exorbitante sino a
3
Ibid., pág. 112.
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los ojos de los reos: cada uno no actúa sino en cuanto miembro de un órgano que a su vez obedece a la dirección del partido. En consecuencia, no se vería erróneamente en la elaboración de la ley, tal como se enuncia en el artículo 58, más que la prosecución del terror por nuevos medios. Esta ley no es totalmente instrumental, ella es constitutiva de un orden social, y es posible interrogarse sobre el fundamento del régimen totalitario considerándola desde este punto de vista, sin tener siquiera que apelar a una supuesta ley de la historia o a la creencia en el socialismo. El artículo hace aparecer claramente la destrucción de las leyes positivas que, en un Estado de derecho, como lo observa justamente Arendt, da una estabilidad a las relaciones entre los hombres. Pero de esta comprobación no hay motivos para concluir que la noción de legalidad sea abolida o se haya vuelto indiferente. A falta de toda referencia a la legalidad, el sistema de dominación sería inviable. De una manera general, las relaciones que mantienen entre ellos los miembros de la burocracia se volverían ilegibles si no estuvieran ligadas por una red de obligaciones en el ejercicio de sus funciones. Por lo que respecta a la administración de la justicia, ni siquiera es posible contentarse con hablar de un simple travestismo de la violencia. Por extraño que eso pueda parecer, los comisarios-instructores toman al pie de la letra prescripciones que, paradójicamente, en su acepción literal, dan materia a interpretaciones arbitrarias. El reino de la violencia, pues, se combina con el del formalismo. Éste se manifiesta no sólo en el marco de la instrucción sino, como dan fe los testimonios de ex deportados, hasta en el Gulag, a despecho de las condiciones inhumanas a las que están sometidos los detenidos (además, estos permanecen ligados por hilos invisibles para ellos a sus expedientes). No obstante, no nos detengamos en este solo aspecto del código. Si se consideran sus efectos sobre el conjunto de la población, constituye el equivalente perverso de una ley fundamental. El artículo 58, en efecto, dibuja un modelo de sociedad indicando las acciones, las abstenciones, las intenciones o las presunciones de intención, y las no denuncias, que dependen de crímenes contra el Estado, el Pueblo o el Partido. Según este modelo, no existe conducta, palabras expresadas en privado, escritos, modos de comunicación que sean neutrales. De ahí se puede inferir que cada uno se convierte en un culpable potencial: en efecto, jamás está garantizada la frontera entre lo legal y lo ilegal. En el revés del cuadro 172
La perversión de la ley
se vislumbra la potencia del estar juntos, el imperativo de la obediencia a la norma del «colectivo», la que deriva de la norma del partido. En todo régimen, la administración de la justicia es mucho más que un conjunto de procedimientos: ella coincide con sus principios directores. En democracia, la presunción de inocencia, el derecho del acusado a la defensa, el debate contradictorio sobre el establecimiento de los hechos y la veracidad de los testimonios, por último la autoridad concedida al juez, en cuanto tercero por encima de las partes, independiente de todo poder extrajudicial y que dispone de una competencia atestiguada por su formación jurídica, estas reglas se desprenden de la naturaleza del régimen. En éste, el ejercicio de la soberanía no se aparta de un debate público que pone en presencia formaciones políticas rivales, implica los derechos permanentes de una oposición y, además, la garantía de las libertades de movimiento, de opinión, de expresión, de información, en suma, una vida civil, una comunicación que se efectúa lateralmente entre los ciudadanos y los grupos de ciudadanos. La administración de la justicia en el régimen comunista señala del mismo modo una concepción del fundamento de las relaciones sociales. Por cierto, uno puede satisfacerse con observar que el partido monopoliza los medios de decisión, de coerción, de información y de propaganda. Pero éste no es un dato de hecho, ni la sola consecuencia de una teoría de la dictadura del proletariado. Mientras que en el marco de la administración de la justicia se establece una relación dual entre el comisario y el acusado, en todos los registros de la vida social se establece una relación dual entre el representante de la autoridad pública y el ciudadano. Es considerando este fenómeno como se puede hablar de una perversión de la ley, ya que ésta no merece su nombre a menos que haga surgir en su aplicación la figura de un tercero. No obstante, ¿por qué hablar de una perversión de la ley, más que de su destrucción? ¿Por qué decir que ésta «se da» todavía, aunque monstruosamente, en la relación dual? Esa relación, lo hice entender, no se reduce a la que se establece entre quien domina y quien padece: ella requiere (lo que no significa que logre obtenerla, sobre todo en la duración del régimen) la interiorización por este último de una obligación que no emana del comisario, porque éste se presenta – y por otra parte, en cantidad de casos, se ve a sí mismo – como un ejecutante. 173
Claude Lefort
La instrucción suministra un ejemplo desde hace largo tiempo muy conocido de esta situación. Aquí no hago sino evocar la práctica que consiste en arrancar la prueba de su culpabilidad al acusado. Según los términos de Solzhenitsyn, a este último le incumbe «fabricar su caso». El hecho de que esta práctica traiga aparejados diversos medios de chantaje y el uso de la tortura no hace desdeñar su alcance simbólico. La prueba por el hecho es indiferente o no alcanza, porque implica el recurso a algo de real que escaparía a la relación dual en la cual se pone en juego el principio totalitario de la ley. Por lo tanto, al acusado le corresponde caer bajo el golpe de la ley. Yo observaba que estaba excluida toda acción neutral. Vale la pena insistir en este punto. Arendt observa justamente que en un Estado de derecho la ley dice lo que no hay que hacer, pero no dice lo que sí hay que hacer, para concluir que los hombres necesitan un principio que guíe su conducta. Sin duda. Pero no menos notable es que, en semejante marco, buena cantidad de acciones de los hombres (para no hablar siquiera de sus intenciones) son ignoradas por la ley, ya que no dependen de lo lícito ni de lo ilícito. En cambio, en un régimen totalitario, todo se vuelve susceptible de caer bajo el peso de la ley. Se comprende entonces cuán fácil es producir enemigos del pueblo, cualquiera que sea el motivo invocado para calificarlos como tales. Y si el acusado debe nombrarse culpable – y más aún demostrar su culpabilidad – es porque si no consiente en hacerlo (lo que a veces ocurre) haría aparecer una desgarradura en la tela del régimen. Su autodenuncia es exigida: en el mismo momento en que se ve en posición de acusado, se le impone el deber de identificarse al agente de la ley para pronunciar su propia condena, es decir, reproducir en sí mismo la relación dual. Una vez detectado, el elemento «antisocial» es reintroducido en el circuito de la ley y debe participar en la operación montada contra él, lo que se llama, en el vocabulario judicial, demostrar cooperación. La fórmula «la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento» se cambia en esta otra: «nadie está exento de conocer la lengua de la ley». En otros términos, la misma fantasmagoría manda extirpar del cuerpo social a sus enemigos – enemigos del interior, por lo tanto – para luego convertirlos en emisarios del extranjero (se vuelven agentes de un Centro dirigido por una potencia imperialista o, por lo menos, objetivamente culpables de trabajar en la destrucción del Estado) y, por último, recuperarlos en el 174
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interior del sistema haciéndoles endosar el papel que éste les ha prescrito. Apenas es necesario señalar los efectos de la perversión de la ley a escala de la sociedad. La ley no tiene por único instrumento a la policía, los comisarios-instructores, los fiscales y los jueces: una suerte de legitimidad, si me atrevo a decir, se vincula con la delación, a la que se une el beneficio que está permitido esperar de una denuncia motivada por el odio, el espíritu de venganza o la codicia. Aunque se sepa que, bajo el reino de Stalin, se hayan dirigido instrucciones desde la cumbre del partido a órganos locales para establecer el número de arrestos que se deben efectuar sobre el territorio de su incumbencia, no se puede subestimar la parte que asumió una fracción de la población, por cierto indeterminable, en el éxito de las campañas de terror.
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La fábrica de lo social
¿Cómo interrogarse sobre la ley en el sistema comunista si se pierde de vista la fábrica de lo social? Ahora bien, apenas uno está atento a esto, vuelve al primer plano su institución central. Precisamente bajo la atracción del partido se cristalizó una burocracia de un nuevo género, y a su alrededor y en conexión con él se constituyó una red de «colectivos» en todos los campos, tanto el de la economía como el de la cultura, en el seno de cada uno de los cuales los individuos están a la vez organizados y asimilados. Sin embargo, ¿hay que considerar que la ley emana del partido? Esto implicaría negarse a comprender que ésta se desploma sobre sus propios miembros, sobre todo (pero no exclusivamente) durante los años 1936-1939. Este período, en efecto, asiste a la eliminación de una masa de comunistas de todo rango y a la organización de procesos espectaculares. ¿Hay que rectificar entonces solamente este primer juicio y decir que la ley emana de la dirección del partido y de su guía supremo? Pero esto sería vaciar la noción de ley de toda significación, volver a la imagen de una tiranía ejercida por Stalin y, observémoslo de pasada, no tener en cuenta la reproducción de las purgas y los procesos en los países donde se implantó un régimen comunista en los que es difícil imaginar que los dirigentes aplicaron ciegamente las instrucciones del omnipotente amo del Kremlin bajo el solo efecto del miedo que les inspiraba. Por último, y este argumento basta, sería hacer ininteligible el hecho de que los acusados comunistas, con pocas excepciones, no solamente consintieron en confesar sus crímenes, sino que se prestaron a la demostración de su culpabilidad. El escenario de la instrucción que
Claude Lefort
evocaba de manera sumaria es todavía más ilustrativo cuando enfrenta a miembros del partido. En otros tiempos las víctimas se habían forjado un carácter de acero y la mayoría de las veces habían participado en la caza a los enemigos del pueblo. No es posible pensar de estos hombres que mantenían ilusiones sobre la legalidad de sus procesos. Ahora bien, por violentos que fuesen los procedimientos por los cuales se les arranca la prueba de su traición, no bastan para dar cuenta de su rendición. Por lo tanto, en vez de que su caso refute la idea de que el comunismo pone en juego una nueva relación con la ley, suministra su mejor confirmación. La ley se impone a ellos bajo el signo de la imposibilidad de salir del marco de pensamiento y de acción del partido a menos que se pierdan los puntos de referencia de la (supuesta) realidad y de su propia identidad. Sólo el héroe puede desafiar lo imposible, resistiendo hasta el final a sus acusadores (sin embargo, se sabe que en ocasiones permanece fiel al ideal del partido al tiempo que considera a sus dirigentes como criminales). En Archipiélago Gulag, Solzhenitsyn, tras haber evocado los tormentos de Bujarin – que se sentía convertido en el blanco de Stalin – y luego su proceso, pone repentinamente de manifiesto el argumento que sustenta los procesos entablados a los comunistas: «Siempre el mismo leitmotiv invencible retomado en variaciones – ¿a través de cuántos procesos, ya? – ¡Ustedes son comunistas como nosotros! ¿Cómo pudieron equivocarse y alzarse contra nosotros? Arrepiéntanse, porque ustedes y nosotros, juntos, es nosotros».1 A decir verdad, él había mostrado antes, cuando se interrogaba sobre los motivos de los comisarios, que el objetivo buscado no era el arrepentimiento, sino la aniquilación del Sujeto. En un pasaje (que en otro momento he comentado) donde refiere las palabras que expresa uno de ellos a un comunista director de un complejo, por segunda vez despachado a un campo, le hace decir: «Tú crees que nos da placer ejercer una acción como ésta. Pero debemos hacer lo que exige de nosotros el partido. Tú que eres un viejo miembro del partido, dinos qué harías en nuestro lugar».2 Entre los dos protagonistas, el lazo se hace indisoluble, pero la relación no es personal; el partido tampoco aparece como un poder totalmente por encima de ellos, puesto que las 1 2
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Ibid., pág. 299. Ibid., pág. 112.
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circunstancias podrían hacer que intercambien sus lugares; el acusado no deja de estar incluido en el Nosotros que lo excluye.
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Servidumbre voluntaria
Se diría que la ley comunista permite apretar un punto el lazo de la servidumbre voluntaria que describía La Boétie. Los súbditos del monarca o del tirano, según el autor del famoso Discurso (los dos términos designan el poder de Uno solo), se muestran dispuestos a donar sus bienes, sus parientes, a darse ellos mismos, captados como están por la imagen del Príncipe o el solo nombre de Uno. Dirigiéndose a ellos, declara: «esa ruina os viene, no de los enemigos, sino por cierto sí del enemigo, de aquel a quien vosotros hacéis tan grande como es, por quien vais tan valerosamente a la guerra, por cuya grandeza no os negáis a desafiar la muerte».1 Los militantes del partido aceptan una condición más extraña todavía: por él, consienten en dejarse condenar por él; se ofrecen, se denuncian, llegan hasta hacerse pasar por sus enemigos por miedo a perder su apego. Lo que sugiere ya La Boétie es que los hombres están tomados en el fantasma de un cuerpo cuyos miembros serían. «Aquel que tanto os domina – escribe en el mismo pasaje – no tiene más que dos ojos, no tiene más que dos manos, que un cuerpo, ni otra cosa que lo que posee el hombre más miserable del grande e infinito número de vuestras ciudades, de no ser los medios que vosotros le dais para destruiros. ¿De dónde sacó tantos ojos con que os espía, si no sois vosotros 1
Étienne de La Boétie, Le Discours de la servitude volontaire (manuscrito de Mesmes), París, Payot, col. «Critique de la politique», 1976, pág. 115. Cito según la ortografía moderna. [Hay versión en español: El discurso de la servidumbre voluntaria, trad. de Víctor Goldstein (basada en el mismo manuscrito), Buenos Aires, Editorial Superabundans Haut, 2006.]
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quienes se los habéis dado? ¿Cómo tiene tantas manos para golpearos, si no las toma de vosotros; de quiénes son los pies con que huella vuestras ciudades si no vuestros? ¿Cómo tiene poder alguno sobre vosotros sino por vosotros? ¿Cómo se atrevería a echaros encima si no estuviera en alianza con vosotros?». Por tentado que esté uno de transferir a Stalin el poder de esta fe, él mismo, como no he dejado de subrayarlo, aparece como la encarnación del partido. Ahora bien, no se puede decir del partido mismo que sea un tirano. Su cuerpo no se ofrece a la vista. Tiene esa nueva extraordinaria propiedad de dar consistencia al Uno en la forma de un individuo colectivo. Sin embargo, no descarto el argumento de La Boétie. Éste incita a liberarse de una representación tradicional de la tiranía que Hannah Arendt todavía comparte. En este régimen se manifiesta otra cosa que la voluntad de un amo al que ninguna ley refrena y a la que el pueblo se somete bajo el efecto del temor. El tirano despierta o precipita el deseo del pueblo de mostrarse a sí mismo todo uno. Además, no contentándose con mostrar, como Jenofonte, que el tirano, instalado en la posición de uno solo, no tiene amigos, el autor del Discurso describe un sistema que destruye la amistad en toda la sociedad, la capacidad que tienen algunos ciudadanos de unirse unos a otros reconociéndose mutuamente como iguales. En efecto, él descubre un mecanismo de identificación con el tirano que se ejerce poco a poco, de arriba abajo de la escala social. Observación tan importante, a sus ojos, que la introduce con estas palabras: «Pero llego ahora a un punto que, en mi opinión, es el resorte secreto de la dominación, el sostén y el fundamento de la tiranía».2 En efecto, ¿cómo el tirano gobernaría un país si no dispusiera de relevo? Por consiguiente, son algunos a su alrededor que están apurados en servirlo, cinco o seis, que oprimen a la masa del pueblo en su nombre y, por debajo de ellos, innumerables servidores que se conducen a imagen de aquellos que los dominan: «Enorme es la serie que viene tras ellos, y el que quiera divertirse devanando esa madeja verá que no los seis mil, sino los cien mil, sino los millones a través de esta cuerda llegan al tirano». Sin duda no se bosqueja más que un esquema de la dominación cuyos rasgos convendría identificar en tiempos y lugares diferentes, pero es notable que La Boétie descubra un modo de estructuración de las 2
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Ibid., pág. 150.
Servidumbre voluntaria
relaciones sociales tal que, para retomar una fórmula de Solzhenitsyn, el pueblo llega a convertirse en su propio enemigo. No cabe ninguna duda de que Stalin sea objeto de un culto, que algunos de sus allegados, por ejemplo Iagoda, susciten a su vez un culto subsidiario y que sean innumerables los tiranuelos incondicionales. Merle Fainsod encontró en los Archivos de Smolensk una «verdadera galería de retratos que ilustran a tipos provinciales: los pequeños Stalin que regenteaban la región o el distrito», y que también se beneficiaban con el servilismo de funcionarios, de oficiales, de dirigentes de koljós, de aristócratas locales, de universitarios, de estudiantes, hasta de obreros recientemente llegados del campo.3 Sin embargo, Solzhenitsyn, al que acabo de referirme una vez más, está convencido de que la dominación de tipo comunista implica una nueva fuerza. Él lo descubre en la ideología cuando describe a los comisarios-instructores que despachan a inocentes a los campos con total buena conciencia. «Es la ideología – escribe – la que hizo que el siglo XX experimentara la canallada a escala de millones».4 No obstante, el argumento no hace olvidar que los agentes del terror – como él mismo tan bien lo muestra – están encastrados en una institución, incorporados a un órgano, el que a su vez está incorporado al partido. Mucho más importante que sus convicciones es su sumisión a la ley: precisamente de ella extraen la certidumbre de estar en todo su derecho. En vano se querría, no digo definir lo que es la ley, sino delimitar lo que sería imputable a una concepción de la ley separándola de la concepción del partido. En efecto, si se coincide en que la ley como tal, vale decir, más allá de las leyes formuladas y susceptibles de ser modificadas, se presenta como aquello contra lo cual no se puede ir, lo que se impone absolutamente – salvo una revolución, una destrucción de los fundamentos del orden social – ¿cómo se la disociaría del marco del partido, el que existe absolutamente, es decir, no existe a la manera de todas las cosas sometidas al espacio y al tiempo? Sin duda, el partido puede cambiar de línea, sus efectivos variar según las circunstancias, incrementarse desmesuradamente o reducirse, a no dudarlo puede convertirse en el teatro de rivalidades entre sus dirigentes y hasta cambiar 3
Merle Fainsod, Smolensk à l’heure de Staline, París, Fayard, col. «L’Histoire sans frontières», 1958, pág. 28. 4 A. Solzhenitsyn, L’Archipel du Goulag, op. cit., pág. 131.
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de jefe: siempre expresa el poder que la sociedad supuestamente ejerce sobre ella misma, a falta del cual, por lo tanto, se disolvería. Para calificar la conmoción que introduce el régimen totalitario, Arendt utiliza una fórmula impactante: éste descansaría en una identificación del hombre con la Ley.5 Pero ¿no sería mejor hablar de una identificación del cuerpo comunista con la ley bajo el efecto de la cual cada uno se siente en la obligación de querer, de pensar, de actuar de manera similar? Esta última observación incita a volver sobre la caracterización de Arendt de la ideología como «lógica coercitiva que hace las veces de principios de acción» o bien «proceso coercitivo de la deducción».6 Estas fórmulas ponen el acento en la pretensión de estar en posesión de una explicación total de la historia y en la separación del pensamiento y de la experiencia. Ahora bien, a despecho de su pertinencia, corren el riesgo de hacer desconocer que la supuesta lógica (que, por lo demás, se adapta a oscilaciones a veces considerables de la línea teórica al capricho de las circunstancias) no se sostiene sino por la exhortación que se le hace a todos de no pensar, lo cual contradice o pone en falta las tesis oficiales, una exhortación cuya eficacia supone, puesto que se trata del pensamiento, que sea interiorizada por el Sujeto. No pensar implica una orden extrema, en un sentido más desconcertante todavía que la de confesar crímenes que no se han cometido, puesto que esta confesión por lo menos puede estar acompañada de la conciencia de no haber tenido intenciones culpables. Así, es en el ejercicio mismo del pensamiento (en el cual Arendt ve la realización del reino de la lógica) donde se encuentra la huella de la ley. No pensar, para el miembro del partido, significa querer no pensar, y ese querer resulta de un deber. Si lo admitimos, inmediatamente descubrimos la relación que mantiene la obediencia a la ley y la «servidumbre voluntaria». Retorna entonces la sutil descripción que hace La Boétie de los beneficios que sacan algunos, y tras ellos una gran cantidad, de su servidumbre. Entre esos beneficios hay que incluir el poder que ganan algunos bien pensantes de plantarse como modelos de pensamiento frente a la masa de los ignorantes o los vacilantes. Y, al mismo tiempo, retorna la imagen disimulada por la supuesta tiranía de la lógica expre5 6
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H. Arendt, Le Système totalitaire, op. cit., pág. 237. Ibid., pág. 221.
Servidumbre voluntaria
sada por Arendt, la de un partido al que cada uno está encadenado. En suma, siempre es al entrelazamiento del poder, de la ley y del saber en el partido adonde es importante volver. Sin embargo, debo insistir en este punto, el partido no es más que la concreción de lo social, el elemento motor de la exclusión de la pluralidad y de la división. Así como no se puede delimitar lo que depende de la ley, tampoco se puede delimitar lo que depende de la ideología. Una y otra son indisociables de un modelo de organización y de incorporación. La ley se fija mientras que, simultáneamente, se imprime en una red de reglas que ponen directamente a cada uno bajo su filo; el pensamiento se comprime en los límites de un saber sin fisuras; el poder no tolera nada fuera de él.
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La reforma imposible
Recuperar en sus grandes rasgos lo que llamaba la fábrica de la sociedad comunista es una cosa; otra muy distinta observar cómo sus principios son malogrados, y no pueden sino serlo, en virtud primero de la imposibilidad de una gestión centralizada del conjunto de las actividades sociales, ya que ésta requeriría la cooperación de los órganos del partido y de las múltiples administraciones del Estado (desde los ministerios hasta las direcciones de empresas) que, para que supuestamente le suministren relevos, no dejan de buscar cada una ampliar el campo de sus atribuciones y consolidar su autoridad sobre la zona de su competencia; luego, en virtud de las rivalidades que desgarran a la burocracia, hasta en el seno del partido; por último, en virtud de la necesidad en la cual se encuentran las administraciones locales de transigir con las necesidades elementales de la población y con sus formas de resistencia, la más tenaz de las cuales, y la menos fácil de superar, se traduce por el rechazo de los obreros de someterse a las normas de producción. El debilitamiento progresivo del régimen y las vanas tentativas de reformarlo no permiten dudar del vicio de su constitución. En 1956, durante el XXº Congreso, los nuevos dirigentes denunciaron la escisión del Estado y de la sociedad, la ineficacia de la «ideología», la intrusión de la política en la economía, la enfermedad del burocratismo, el parasitismo de los activistas del partido, ignorantes como se mostraban de los problemas de la industria y de la agricultura, refugiados en el papeleo, incapaces de tener ninguna iniciativa («holgazanes
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ocupados», dice Jruschov).1 De la planificación uno se enteraba de que sus normas no eran observadas, o sólo lo eran en apariencia, ya que los cuadros no las aplicaban sino en favor de procedimientos ilegales y de arreglos burocráticos privados. De la centralización, que tendía a trabar las iniciativas de las administraciones regionales y locales. De las tentativas de descentralización en curso, que tenían por consecuencia acentuar el burocratismo a escala de las repúblicas y a escala local. Así, la era postestalinista, lejos de marcar el fin del régimen totalitario y su reemplazo por no sé qué especie de autoritarismo (el concepto más inconsistente que exista, introducido por sovietólogos que reivindican sin vergüenza la ciencia política), nos permite discernir de la mejor manera posible rasgos que antaño costaba trabajo disociar del poder exorbitante de Stalin, del reino del terror y de la eficacia de la ideología. En efecto, aquí tenemos instaurada una dirección colectiva (aunque siga destacándose la figura de un dirigente supremo); abandonado el uso de la gran violencia y liberada del Gulag la masa de los detenidos (aunque se mantenga una estrecha vigilancia de la población) y que aparezcan nuevos modos de eliminación de los oponentes o los marginales; por último, aquí tenemos archivado el arsenal de la ideología, del cual se habían tomado constantemente los eslóganes al servicio de la creación de un hombre nuevo: no obstante, la armadura del sistema sigue sin cambios. Hay que recordar ese XXº Congreso, el Informe de Jruschov y los de sus compañeros de equipo, Bulganin, Suslov y Mikoian, para medir la distancia que antes no había dejado de ampliarse entre la representación de una sociedad unificada bajo la dirección del partido y los desarreglos de hecho del sistema político, económico y cultural, para convencerse de que a despecho de las pretensiones de los reformadores los fundamentos del régimen no son entonces cuestionados. En efecto, ¿qué conclusiones se sacan del vasto inventario de las taras del sistema soviético? Los militantes deben más que nunca movilizarse al servicio de la construcción de una sociedad consagrada a superar el nivel de los países occidentales más avanzados; deben ir sobre el terreno y especializarse en la función de organizadores, sin avanzar sobre la responsabilidad de los agentes del proceso de producción; sin embargo, el Estado cuyo apara1
«Vingtième Congrès du Parti communiste de l’Union soviétique», Cahier du communisme, 1956. Las citas están tomadas de mi estudio, «Le totalitarisme sans Staline», art. cit.
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La reforma imposible
to es considerado pletórico no debe dejar a las instituciones regionales y a las repúblicas la libertad de decidir acerca de la composición y el funcionamiento de su propio aparato; no sólo el poder del partido no es limitado, sino que «su rol – observa Jruschov – se acentuó todavía más en la construcción del Estado, en toda la vida política, económica y cultural». Por último, el éxito de la reforma requiere un refuerzo del control de las actividades de los ciudadanos a tal punto que, siempre según Jruschov, «sería erróneo creer que se trata de controlar solamente a los malos trabajadores, es necesario controlar también el trabajo de la gente honesta, porque el control es ante todo el orden». A decir verdad, esta última cita bastaría para demostrar la permanencia del sistema. En vano se supondría que el sector de la producción es el único cuestionado; Jruschov pone en guardia a aquellos que esperarían una reducción de las actividades de la Checa y afirma la necesidad de «reforzar los organismos de la seguridad estatal». Cuando se encara la cuestión de la literatura y del arte, su advertencia adquiere un alcance general: «El partido combatió y seguirá combatiendo toda representación no conforme con la realidad». Lo que equivale a decir que el giro adoptado en dirección «al realismo», que tanto engañó a observadores complacientes, indica que la «realidad» finalmente liberada de la ideología debe seguir siendo la que define el partido. No pienso negar el alcance de los cambios operados en 1956: el nuevo curso reveló ser irreversible; el peligro de un retorno al terror masivo fue apartado; la clase dominante fue liberada de la amenaza que el egócrata había hecho pesar sobre cada uno de sus miembros; la jerarquía se consolidó; se hizo reconocer la exigencia de enfrentar los problemas que planteaba la crisis de la agricultura, como la de tener en cuenta las necesidades de una población de la que no se podía tener la esperanza de obtener una indispensable participación en el desarrollo de la producción por la sola violencia. No obstante, el equívoco del diagnóstico de Jruschov y de los remedios que preconizaba dejaba presumir que todos los esfuerzos para suavizar el régimen, mejorar la gestión de la economía, restaurar el prestigio de los dirigentes y estimular las iniciativas de los cuadros políticos y administrativos tropezarían con un límite, puesto que la dominación del partido y el imperativo de control en todos los niveles debían seguir siendo intangibles. De hecho, la ineficacia de las medidas adoptadas en el curso de los dos últimos decenios que siguie189
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ron al XXº Congreso demostró que la persistencia de la imagen de un poder social condensado en el partido (y su órgano supremo) iba a la par con una degradación de los comportamientos y de la mentalidad de los cuadros, con una tendencia general a sustraerse a las normas, y con los progresos de la corrupción. La planificación no toleraba ser solamente el instrumento del gobierno; el hecho de que las decisiones eran tomadas en la cumbre no bastaba para explicar su fracaso. El mal se mostraba más profundo. Y se volvió lo bastante sensible para provocar nuevas reformas de gran amplitud en 1979, o sea, más de veinte años después del giro de 1956. Pero fracasaron a su vez, porque ese mal que socavaba la vida económica era el mismo que aquel que aquejaba a la vida social: revelaba lo que ya llamé la «perversión de la ley».
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Planificación y división social
En un estudio muy instructivo, publicado en Libre en 1980,1 Gérard Duchêne impugna la tesis de los sovietólogos según la cual la nueva coyuntura se caracterizaba por el desarrollo de una segunda economía o «economía paralela», al margen de la economía oficial. Esta tesis deja suponer que existe una clara línea divisoria entre prácticas legales e ilegales. Ahora bien, el autor subraya, en primer lugar, la elaboración jurídica que sustenta la gestión de la planificación, la multiplicidad de los reglamentos, de los que buen número están codificados y en virtud de los cuales se definen «las obligaciones y los derechos de cada elemento de la jerarquía productiva» (desde las empresas hasta las instancias dirigentes del Estado). De su desmontaje minucioso de un sistema que supuestamente garantiza «la circulación, a lo largo de la jerarquía, de informaciones y directivas» surge que en cada nivel los actores están no sólo tentados, sino obligados, a transgredir la reglamentación en vigor, a salir del cuadro de la legalidad, para fingir respetar las consignas del Plan. El vicio fundamental, si bien reside en la creencia en un control posible de todas las operaciones económicas (comenzando por la evaluación por las empresas de sus necesidades en mano de obra y la determinación de sus objetivos), no se reduce a la imposición arbitraria de normas por el órgano dirigente. Mientras que la planificación tiene fuerza de ley y que toda falta a las normas es pasible de sanción, «la legalidad es incoherente, impone a los justiciables, es decir, a todos, 1
Gérard Duchêne, «L’officiel et le parallèle dans l’économie soviétique», Libre, Nº 7, 1980, págs. 151-188.
Claude Lefort
salir de su marco, ponerse fuera de la ley».2 Duchêne dice realmente todos, porque aclara que ese fenómeno se localiza en todos los sectores económicos y en todos los niveles de la jerarquía, en las empresas, los organismos intermediarios (es decir, los consejos locales o regionales y los ministerios de las repúblicas), pero también en el marco del gobierno y de la dirección del partido, vale decir, en el medio de aquellos que podrían calificarse de legisladores, porque ellos mismos están obligados a no aplicar su política. De ahí se impone la comprobación de que hay una «borradura práctica de la distinción entre lo legal y lo ilegal». Por cierto, ese cuadro parece contradecir la idea de un Estado totalitario, puesto que pone de manifiesto el fraccionamiento de las instituciones económicas y la relativa independencia de que cada una dispone. No obstante, permanece el «monopolio del pensamiento de la vida económica» que se traduce por una suerte de desmoronamiento de la ley en la organización social. Al examinar la escisión que se establece – y que nadie ignora en el lugar – entre la teoría y la práctica, Duchêne evoca la hipótesis de una voluntad de «culpabilización social», observando que «las autoridades tienen una gran ventaja en poner a todos los ciudadanos fuera de la ley, y que la interiorización de la represión es una dimensión casi nunca mencionada en los estudios económicos de la cotidianidad vivida de los ciudadanos soviéticos».3 No obstante, la abandona por la razón de que el Estado y el partido mismos padecen los efectos de la degradación de la ley. Pero tal vez este argumento no recae sino contra la tesis de una maquinación de las autoridades (un «maquiavelismo mal aplicado», observa Duchêne) y deja lugar a la idea, ya emitida al examinar el código penal del período estalinista, de una conjunción de la ley y del poder social, cuya consecuencia sería convertir objetivamente a todo ciudadano en un culpable potencial. Desde este punto de vista, ¿no se debería admitir que el fenómeno está fuera del campo de conciencia de los dirigentes del Estado y del partido y que estos no se dan cuenta ni de la degradación de la ley ni del hecho de que su propio poder resulta socavado? La segunda explicación que da Duchêne de la persistencia de una «economía oficial que suena falso, que aparentemente no tiene sentido, es que 2 3
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Ibid., pág. 180. Ibid., pág. 181.
Planificación y división social
constituye un garante de la unidad social, tanto por su contenido [es el discurso de la unidad y de la racionalidad] como por su carácter obligatorio y monopolístico; ella es signo de la existencia de las sociedades». Este juicio, que hace las veces de conclusión, a mi juicio llega al fondo de las cosas. El autor añade: «Existencia y unidad [son] afirmadas contra los chauvinismos y otras luchas nacionales, contra toda forma de división social».4 Y todavía hay que aclarar que el discurso oficial es el del partido y que la unidad social – la obligación de la unidad – la existencia misma de la sociedad (y más ampliamente la del bloque socialista, como lo indica Duchêne) deriva de la unidad, de la existencia, de la ley, del partido. El lector mide el interés de semejante estudio: su autor se ubica en el mero terreno del análisis económico, muestra que los disfuncionamientos del sistema de planificación son irremediables, aunque sean conocidos por los actores en todos los niveles de responsabilidad, y que no requieren otra solución que el abandono de la fantasmagoría de una sociedad en coincidencia consigo misma. Ahora bien, recuerdo que en el curso de los años setenta la mayoría de los observadores occidentales se maravillaban del crecimiento de la economía soviética y de las hazañas de su tecnología (ilustradas por el lanzamiento del Sputnik) al punto de encarar seriamente la hipótesis de que la URSS pudiera superar el nivel de los Estados Unidos. Martin Malia señala, no sin ironía, la confianza que inspiraban la corriente reformadora al final del período brezneviano (considerado más tarde como la era del estancamiento por Gorbachov) y luego la llegada al poder de Andrópov, considerado el hombre de la modernidad. Sin embargo Andrópov, como lo indica todavía Malia, no hablaba más que de una «crisis de ejercicio» y no de una crisis del sistema, aunque no la ignorara. En efecto, él había confiado a una socióloga la misión de investigar sobre el estado del país, y sus resultados, consignados en El informe de Novossibirsk, no se prestaban a dudas: «Sin nunca salir del vocabulario de la ortodoxia – observa el historiador – [ese informe] era de hecho una crítica radical del sistema: la planificación centralizada era obsoleta (peor, una traba a la producción), y la sociedad soviética, lejos de ser esa unión armoniosa celebrada por la propaganda, estaba minada por los conflictos entre gobernantes y 4
Ibid (el subrayado es mío).
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gobernados, disminuida por la alienación y la apatía de una clase obrera sin motivaciones».5 zzz En este punto vuelvo a mi primer comentario: el derrumbe del régimen soviético y, luego, del bloque socialista, fue considerado imprevisible; no obstante, había grados en lo imprevisible. Los signos anunciadores de tensiones mortíferas habían aparecido a partir de 1956, y desde entonces se habían multiplicado. Todas las tentativas de reforma debían tropezar con una doble imposibilidad, la de mantener el control del partido sobre el conjunto de la vida social, o la de atacar sus prerrogativas sin destruirlo. Así, el recorrido de la perestroika a la glasnost, y de ésta a la democratización, vino a demostrar, una última vez, la vanidad de los esfuerzos emprendidos para salir del círculo en el cual estaban encerrados los reformadores. Gorbachov, en un sentido, reformula el proyecto de Jruschov, pero con una audacia incomparable. Treinta años después del XXº Congreso, tanto el estado de la sociedad soviética como la situación internacional, por cierto, están sensiblemente modificados. Uno y otro, por lo demás, no pueden ser separados, puesto que la estrategia que tenía por objeto edificar una potencia capaz de desafiar a los Estados Unidos por su intervención en todos los continentes había terminado por una agravación considerable de la economía del país. Ciertamente, con todo derecho cabe interrogarse sobre lo que habrían sido las posibilidades de la supervivencia del régimen en favor de una política más prudente de Gorbachov; es probable que el prestigio del gobierno soviético fue debilitado por el repentino abandono de la competencia militar con los Estados Unidos y la campaña de reconciliación con el Occidente, así como por la aceptación de la derrota en Afganistán. Como quiera que sea, de ningún modo trato de demostrar que la debacle del comunismo tuviera que producirse en la fecha en la cual ocurrió ni de minimizar los acontecimientos que la precipitaron. En cuanto a lo esencial, el escenario que se desarrolló a partir de 1985 demostró que, si el mantenimiento del sistema requería su reforma, y si un pleno compromiso en la reforma prohibía fijar su límite, una revolución era inevitable. 5
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M. Malia, La Tragédie soviétique, op. cit., pág. 472.
Planificación y división social
La perestroika no constituye en sus comienzos más que una nueva versión de la modernización; basta con que lesionara los intereses de los apparatchiks sólidamente arraigados en la sociedad para suscitar su violenta oposición. Luego, el apoyo que busca y obtiene Gorbachov ante los intelectuales liberales, luego la liberación de Sájarov (un acontecimiento del que hay motivos para preguntarse si fue justamente medido, a tal punto significaba una legitimación de la disidencia, y esto tanto más cuanto que el héroe no hizo el juego de la colaboración que se le proponía); el aliento que se dio a la prensa, cuyos principales órganos son confiados a liberales, bajo el signo de la glasnost; la decisión de apelar a la opinión pública y a la base del partido para soslayar los obstáculos que levanta la jerarquía; por último, la organización de elecciones libres (cualesquiera que fueren las restricciones que las acompañen); el anuncio del programa que hará de la URSS un Estado socialista fundado en el reino de la ley: todas estas iniciativas, en una coyuntura en que los conservadores se movilizan y se muestran enganchados a sus privilegios, tienen por efecto poner en efervescencia a la población, suscitar reivindicaciones nacionalistas en las Repúblicas y desencadenar un movimiento inmanejable. Por audaz que fuese la política de Gorbachov, su objetivo no era la destrucción del partido. Sus maniobras para preservar a los conservadores, cuando temió verse desbordado por los liberales, son un primer signo de eso; lo confirma su profesión de fe comunista, tras el fracaso del golpe, al igual que sus declaraciones ulteriores. Por lo menos, a diferencia de Jruschov, franqueó el paso decisivo cuando decidió disociar el Estado del partido, al tiempo que pretendía permanecer a la cabeza de ambos. Jruschov no había sacado en limpio de su crítica devastadora de la burocracia más que la necesidad de un refuerzo del control del partido sobre el partido: un sueño. Gorbachov, por su parte, forjó el proyecto más ambicioso, pero no menos aberrante, de delimitar las funciones del partido en la realidad, a distancia de aquellas de un gobierno que sacara su legitimidad del sufragio popular. Ahora bien, el partido no era – ¿hace falta que lo vuelva a decir? – una institución en el interior de la sociedad, cuyas prerrogativas se pudieran rechazar impunemente, ya que era la Prerrogativa. Más allá de la masa de sus agentes, cuya ineficiencia era ampliamente conocida, es él quien no había dejado 195
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de estar en posesión de su legitimidad. Asignarle límites era destruir el polo simbólico o, como se quiera decir, imaginario, de lo social. Observadores eruditos habían creído poder inferir que el partido ya no era nada, que el poder real se le había escapado para pasar entre las manos de los tecnócratas del Plan, de los empresarios, del ejército, de los dirigentes del complejo militar industrial. Pero como lo escribí en otra circunstancia, ese nada era todo. Hacía falta que el partido fuera extirpado de la sociedad para que ésta se reconociera en movimiento y que volviera el sentido de lo posible. El poder comunista se derrumbó como un coloso cuyas fuerzas sólo radicaban en la imagen del temor que había inspirado y al que los músculos fueron a faltar apenas salió de su inercia y buscó un apoyo a su alrededor. No ha sido suficiente el asombro que produjo la ausencia del ejército en la escena pública cuando la crisis política alcanzó su punto culminante. En otras circunstancias había decidido la victoria de una facción del partido: Jruschov había recibido el apoyo de Zhúkov. Esta vez, queda como petrificado (el golpe es cosa de un puñado de militares descerebrados). Por un momento puede creerse que esperaba su hora para actuar. De hecho, tampoco entra en escena tras la dislocación del partido. ¿No es el signo de que sólo sacaba del partido su propia legitimidad, y de que, una vez éste desquiciado, luego destruido, se revela desorientado? El poder de ese ejército que hizo temblar al mundo se desvanece repentinamente. En cuanto al poder de la KGB, o de aquel de los dirigentes del complejo militar industrial, se busca en vano su huella en 1989, 1990 o 1991. El golpe de Estado de Yeltsin se efectúa en una suerte de vacío institucional. No menos sorprendente es la deflagración que sopla desde Moscú, una tras otra, las ciudadelas comunistas en Europa del Este. Bien. Así sea. Polonia ya se había sustraído a medias a la dominación de los dirigentes del Kremlin y se sabía que Hungría y Checoslovaquia no les estaban sometidas sino por el temor que inspiraban los ejércitos soviéticos. Por ese lado, el bloque socialista estaba fisurado. Pero el bastión más sólido, la RDA, a despecho del poder de su ejército y de su policía, es arrastrado por la tormenta. Algunos países que desde hacía largo tiempo habían salido de la órbita soviética, Rumania y Albania, ven cómo se derrumba el aparato de represión. Pocos acontecimientos enseñaron mejor la primacía de lo político sobre las relaciones de fuerza. 196
El psicologismo y el moralismo en falta
Si oímos a los dos historiadores cuyos argumentos me suministraron un punto de partida, el fin del comunismo entregaría la solución de los problemas que formularon su nacimiento y el atractivo que ejerció en una gran parte del mundo. Como lo recordaba, un paréntesis se ha cerrado, según Furet; el comunismo ha sido arrojado al pasado: «el pasado de una ilusión». Según Martin Malia, el hecho de que el régimen soviético «se derrumbó como un castillo de naipes» demuestra que nunca fue otra cosa que un castillo de naipes. Estos diagnósticos post mortem encuentran confirmación en el viejo adagio según el cual el deseo del mayor bien produce el mayor mal (Aron ya decía: «Quien quiere ser ángel se convierte en bestia»). Desde este punto de vista, es una historia psicológica la que daría la clave última de la aventura comunista. No nos enseñaría sino a medir los destrozos de una «gran creencia». Sin embargo, el hecho de que ésta se haya difundido en una escala tan grande merece una explicación. Así, la historia psicológica se anuda con la de las sociedades modernas, sin que por otra parte esta unión le haga perder su inspiración. El comunismo parece entonces surgir del flanco de la democracia para recorrer la pendiente del igualitarismo, hasta su caída final. Si nos atenemos al registro de la psicología, por grande que sea la parte del deseo, de la creencia o de la ilusión en la vida del individuo, todavía es preciso, para tener algún conocimiento de él, no contentarse con consultarlo, con confiar en sus profesiones de fe, en la versión que da, que eventualmente se da a sí mismo, del sentido de sus actos, hasta
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de la interpretación que llegó a forjar de sus sueños. Otra exigencia se impone cuando se trata de analizar una formación social, de interrogarse sobre la naturaleza de sus instituciones y de las representaciones que predominan. Estas últimas no se deducen de los deseos, de las creencias o de las ilusiones de los individuos, como si, tomados uno a uno, manifestaran las mismas disposiciones, debido a la similitud de su condición de existencia o de la atracción que ejercen del mismo modo sobre ellos los que se encuentran en posesión de una doctrina. Las representaciones sociales – o quizá más vale decir los esquemas de aprehensión de lo social – tienen una consistencia propia, de la que no es posible abstenerse de dar cuenta. Algunos buenos autores nos enseñaron desde hace largo tiempo a distinguir la creencia religiosa en la Europa medieval de la función que adquiere de combinarse con instituciones políticas, o bien a distinguir el calvinismo, como doctrina, de la función que adquiere de combinarse con prácticas económicas; o bien incluso a circunscribir la parte de la ideología burguesa en el curso de las transformaciones que resultaron del repudio de los valores aristocráticos; o bien, más generalmente, a diferenciar lo simbólico y lo imaginario en el análisis de los hechos sociales. Esta última oposición, como tampoco las otras, por lo demás, no escapa a la discusión. En efecto, una vez admitido que el poder político posee una significación simbólica, no se puede olvidar que siempre debe ser ostensible, solicitar la imaginación. Por lo menos uno está en derecho de identificar la marca de lo imaginario cuando uno solo fascina a la masa de sus súbditos al punto de que pierden el sentido de su identidad propia y de la distancia que los separa a unos de otros. Del mismo modo, una vez admitido que el Estado, en el mundo moderno, se convierte en un órgano generador o, como se decía en el siglo XIX, formador, de la nación, debe aceptarse que se convierte en una potencia imaginaria cuando aparece como el único foco de la autoridad y que viene a borrarse la separación del poder público y de la vida civil. De una manera general, puesto que ni el poder político, ni el Estado, ni la justicia, ni por otra parte la igualdad o la libertad son cosas totalmente reales, la cuestión que plantea su función simbólica o imaginaria no se regula a priori. Por último, observemos que las representaciones sociales al mismo tiempo se ordenan según relaciones que no son accidentales y que llevan cada una la marca de una historia particular. Por ejem198
El psicologismo y el moralismo en falta
plo, una cuestión es saber lo que ocurre con la noción de libertad en la democracia contemporánea y otra interrogarse sobre la de la igualdad. Tocqueville nos ha instruido lo suficiente sobre la discordancia de estas dos nociones y la variedad de los aspectos bajo los cuales se manifiesta cada una para que el ejemplo parezca plenamente convincente. Pero no menos necesario es comprender cómo se articulan, se combinan y se modifican simultáneamente en el curso del tiempo las representaciones dominantes en un sistema político. Así se viera cómo se impone una suerte de sintaxis democrática y se juzgara ahora que se degrada, su lógica subsiste mientras no se ha caído en otra lengua, quiero decir, otro régimen. No caben dudas de que frente a la democracia el régimen comunista revela otra sintaxis. Por lo tanto, es desconcertante que tantos analistas que no vacilan en calificarlo de totalitario siempre se queden en la denuncia de los maleficios de una doctrina, el socialismo, considerada a su vez el producto de una desviación de la ideología democrática, y que no descubran en la historia del comunismo más que las horribles peripecias de una empresa guiada por el igualitarismo o por la sumisión a una ley de la historia. De este último fenómeno ya he hablado. En cuanto al igualitarismo, ¿es cierto que sea el mal retoño de la igualdad democrática y que llegue a engendrar un nuevo modelo de organización y un nuevo estilo de existencia? La igualdad, cuando llega a hacerse reconocer como natural, no es solamente objeto de una creencia. Ella da sentido a las relaciones humanas, en el espacio de la ciudad, o independientemente de toda afiliación a alguna ciudad particular, al punto de instituir un irreversible para el pensamiento, precisamente cuando de hecho subsisten desigualdades de todo tipo e incluso cuando tropieza con una negación tenaz bajo el efecto del colonialismo y de un prejuicio racial. Para retomar una expresión de Marcel Mauss, la igualdad pone en presencia de un «hecho social total», cuya significación es política, económica, jurídica, moral, estética (y, todavía más que eso, se identifica hasta en la vida misma de la psiquis, que hace justicia a pensamientos ataño prohibidos). En consecuencia, el igualitarismo, si se designa así la creencia en una igualdad real, o bien, lo que equivale a lo mismo, un imaginario de la igualdad, se manifiesta bajo múltiples aspectos, bajo el de la igualdad de los ingresos, pero no menos bajo el de la abolición de 199
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la distinción entre gobernantes y gobernados; más generalmente, cualquiera que sea el registro social (la escuela, la familia, la sexualidad), convierte la negación de una jerarquía natural en una negación de la diferencia de los lugares. No es sorprendente que, en una sociedad burguesa, modelada por el capitalismo, el igualitarismo fuera, por un lado, esencialmente concebido como la expresión de un deseo de desposeer a los ricos de sus bienes y, por el otro, que encontrara resonancias en el socialismo. No obstante, ese igualitarismo no se despoja de un marco de representaciones democráticas, en el sentido de que la ficción de la igualdad real no deja de aliarse a la idea de derechos que, aunque del mismo modo exijan satisfacción y se sustraigan así a todo principio de arbitraje, por lo tanto de justicia, no dejan de llevar el signo de una reivindicación de libertades. Ahora bien, ¿qué ocurrió con esto en Rusia? Explosiones igualitarias se produjeron durante la Revolución e inmediatamente después en el campesinado. En cuanto a las teorías igualitarias, antes habían sido puestas en movimiento por corrientes populistas. Por consiguiente, sería erróneo confundir esos fenómenos con lo que Tocqueville describía como una inclinación democrática nacida del progreso de la igualdad de las condiciones, ya fuese porque lo descubriera en Norteamérica al signo de la uniformidad de la sociedad, ya porque observara en Francia una democracia abandonada a sus instintos salvajes por culpa de una elite incapaz de comprender su sentido y de regularla. ¿Cómo decir que la pasión igualitaria, tal como se la imputa a los bolcheviques, fue importada del Occidente? No fue el motor de la política leninista, aunque ésta supo sacar partido en una primera fase de la violencia que causó estragos en la campiña contra los poseedores de la propiedad: la construcción del socialismo estuvo expresamente subordinada a la introducción de las normas del capitalismo industrial. Más aberrante todavía sería presentar el movimiento estalinista contra los kulaks como el signo de una voluntad de nivelación de las condiciones: su objetivo era arruinar al campesinado en su conjunto y hacer del Estado el propietario de la totalidad de los medios de producción, garantizando así la dominación de una capa burocrática sobre el conjunto de la población. Volver sobre la nueva discriminación social, que no es el indicio de un patinazo de la Revolución pero que fue esencial al régimen, sería fatigar al lector. 200
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Es un hecho que el régimen soviético suministró un modelo a numerosos países y suscitó en todas partes un atractivo, más o menos poderoso, al punto que llegó a dibujarse una alternativa a escala planetaria entre dos formas de sociedad, después de haberse injertado sobre ella un antagonismo entre dos potencias o entre dos coaliciones cuyo desenlace por un momento pareció decidir el destino de la humanidad. ¿Hay que inferir de la repentina descomposición del régimen que «todo el mundo» soñaba, tanto sus adversarios como sus partidarios? Más vale admitir que, en el curso de este siglo, abrió efectivamente un camino que, por el hecho de haber resultado un atolladero, no dejó de revelar la intensidad de las sacudidas que habían provocado en toda la extensión del globo las prácticas y las responsabilidades características de las sociedades europeas. En efecto, la empresa comunista se aclara al ser reubicada en el marco de lo que se llama en nuestros días la globalización, un proceso que se complacen en imputar a su derrota, por no querer considerar más que la expansión del mercado que provocó. Sus signos habían aparecido mucho antes. Con seguridad, el régimen soviético fue otra cosa que una última aventura imperial conducida por medios inéditos en una escala antes impensable (aunque haya motivos para interesarse en el destino de la idea de imperio), pero raramente se observa que la formación de un solo espacio-mundo dio los recursos de concebir, más allá de la diferencia
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de las culturas, de los sistemas políticos, y de las desigualdades de desarrollo, un solo estado social, un dominio total de las relaciones humanas bajo el signo del Uno, por lo tanto una abolición de las divisiones que, cualesquiera que fueren sus manifestaciones, habían implicado siempre una experiencia del otro, en fin, un sistema tal que se borrarían la posición del dominante y la del dominado. Es semejante acontecimiento lo que tenía en mente (acontecimiento, digo, porque la palabra me parece oportuna para señalar que, con el comunismo, algo adviene a la humanidad que no se deja disolver en el flujo del tiempo) cuando llamaba la atención sobre la conexión, la interpenetración, de los esquemas de socialización, de los esquemas de representación característicos, por un lado, de regímenes occidentales y, por el otro, de los regímenes que, pese a su transformación, permanecieron «semiasiáticos», y sobre el nacimiento de una nueva especie política a partir del injerto, una sobre la otra, de dos especies anteriores. Sin duda alguna, es grosera la oposición entre sociedad occidental y sociedad de tipo asiático. Si la introducía, no era para sustituir la idea de una historia unilineal de la humanidad por la de una dualidad de desarrollo, sino solamente con la intención de discernir los signos de la génesis en Rusia, en una época determinada, de una sociedad totalmente nueva. Es observando sus rasgos, escrutando un fenómeno a la vez localizado y vuelto ilocalizable a partir del momento en que adquirió una significación universal y afectó a todo el mundo, como nos vemos llevados a medir los efectos de la erosión de las barreras entre sistemas políticos, modos de producción y, la expresión no es demasiado fuerte, civilizaciones diferentes. Sin embargo, no hay motivos para pensar el advenimiento y el desarrollo del comunismo en términos de necesidad, ni en términos de contingencia, lo que implicaría transferir de una manera u otra a una teoría de la historia: la guía debería ser solamente la investigación del fenómeno. No me aparto de esto para captar – ¿desde qué lugar podría hacerlo? – un encadenamiento regulado de las transformaciones de la humanidad o bien, para perder su sentido, en busca de accidentes a falta de los cuales no se habría formado. Sólo pido lo que revela. Tampoco sería posible zanjar entre lo objetivo y lo subjetivo. Decir que el comunismo se forma como consecuencia del encuentro y la cristalización de elementos de múltiples procedencias no depende de la química o de la geología; o bien decir que es signo de la germinación de un proyecto, y 202
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que se lo descifra en las intenciones de una pequeña cantidad de individuos, no implica que estos sean sus simples instrumentos, si no son sus autores. El partido de un género inédito que surge en Rusia a comienzos del siglo – ya lo he observado – no es el producto de la imaginación de Lenin, aunque haya que reconocerle el «genio» de haber captado en una coyuntura el sentido de una alianza de los contrarios, de haber dado paso a la concepción de un despotismo sin déspota, de una democracia sin ciudadanos, de un capitalismo sin capitalistas, de un proletariado sin movimiento obrero, de un Estado sin una armadura de derechos que le sean propios; y por último, de haber introducido el esquema de una sociedad a la vez totalmente articulada, según el principio de la racionalidad de la organización y totalmente incorporada, según el principio de la identificación del individuo con la comunidad. La coyuntura de que hablo está marcada por la Primera Guerra Mundial. Ahora bien, a falta de este acontecimiento, ¿una revolución habría llevado por delante el régimen zarista, y los bolcheviques se habrían vuelto capaces de imponer la dictadura de un partido-Estado? La pregunta vuelve a llevar a la hipótesis de la contingencia; en todo caso, yo podría limitarme a responder que el incansable razonamiento en términos de «si. . . entonces» dispensa de la exigencia de comprender lo que es, y que no tiene otra virtud que liberar del mito de la necesidad. No obstante, observo en primer lugar que los rasgos del bolchevismo se dibujaron una decena de años antes del desencadenamiento de la guerra y, en segundo lugar, que ésta, de la que a su vez se puede juzgar que fue el producto de causas accidentales, no hizo sino precipitar – de una manera ciertamente extraordinaria – el proceso ya en curso de constitución de un espacio-mundo y no solamente una interdependencia de las naciones europeas, sino la unificación del globo. La violencia por la guerra fue llevada a un grado de intensidad y propagada a una escala todavía desconocida. Se vio que al revés de los progresos de la industria y de la ciencia se había acumulado un formidable potencial de destrucción de lo que se creía eran las adquisiciones de la civilización. La idea de una movilización de todos los sectores de actividades, la de un mando único al que todos deben obedecer, la de la insignificancia del individuo frente al poder del Estado, estas ideas sin duda no se volvieron concebibles, o por lo menos capaces de inscribirse en la realidad, sino como consecuencia de la radicalización de 203
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la violencia y, todavía más, de su legitimación. Así, puede pensarse que el comunismo (como por otra parte, bajo el efecto de otra situación, el fascismo) sacó de la experiencia de la guerra uno de los motores del proyecto de «dominación total» (según el término de Hannah Arendt): una dominación que se extendería sobre el área más vasta posible y que se arraigaría en lo más profundo de la sociedad. De hecho, cantidad de autores, sobre todo Hannah Arendt, señalan el papel que desempeñó la guerra en el desarrollo del comunismo, no sólo porque condujo a la degradación del régimen zarista, sino porque creó una situación nueva, transformó el marco de las relaciones entre las naciones, desquició en el interior de cada país – por diferente que fuese la suerte de los vencedores y los vencidos – el orden social y político, y conmocionó las mentalidades. François Furet, por su parte, pone de manifiesto en páginas que están entre las más convincentes de su obra las características de la primera gran guerra moderna y, sobre todo, el fenómeno de «movilización total»1 que acompañó, aquí y allá, la integración del pueblo a la comunidad nacional. Al describir la efervescencia revolucionaria cuyo escenario fue Europa inmediatamente después de la guerra, y el descrédito que padecieron socialdemócratas y socialistas por haber renegado del internacionalismo en 1914, observa que la victoria de los bolcheviques fue acogida como la promesa de una nueva era. Puesto que los acontecimientos que se desarrollaron en Rusia de hecho distan de justificar el entusiasmo de una fracción de la izquierda, el desprecio de que es víctima le parece debido a tales circunstancias. Por justo que sea el cuadro, no aclara la política de los comunistas occidentales en la larga duración, su voluntad obstinada de asociarse al partido de Lenin, luego de Stalin, su aptitud para reproducir su modelo. Al primer desprecio, pues, hay que añadirle otros, siempre alimentados por la ilusión de que la patria del socialismo no puede desfallecer. No obstante, si se sigue la interpretación de Furet, todo ocurre como si la función reconocida a la guerra como acelerador no sólo de la globalización, sino del movimiento que había creado las posibilidades de un régimen fundado en la movilización total de los recursos materiales y de las energías humanas ya no debía ser considerado en la historia de las sociedades occidentales sino en la 1
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F. Furet, Le Passé d’une illusion, op. cit., pág. 71.
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de Alemania y de Italia, arrastradas una y otra en la aventura fascista. Se descarta la idea de que se haya abierto un pasaje en el corazón de las sociedades democráticas, en el cual se unían aspiraciones revolucionarias y aspiraciones totalitarias, y que éstas hayan podido encontrar su garantía en la existencia, el poder, y, más tarde, la capacidad de expansión del Estado soviético. Ahora bien, ya he formulado la pregunta: durante decenios, los comunistas franceses ¿están ciegos a los acontecimientos que se producen en Rusia, me atrevería a decir cada vez más ciegos, cuando se multiplican los signos de la implacable dominación del partido-Estado bajo el reino de Stalin, o bien una buena parte de ellos – dirigentes, apparatchiks e intelectuales ideólogos – no perciben la sociedad soviética tal como es, sin perjuicio de no querer saber, o de querer no saber, lo que ocurre con la opresión y el terror? Tal como es, vale decir, totalmente sometida a las normas del partido-Estado, abriendo un vasto campo a los nuevos «cuadros», dirigida por una mano de hierro, liberada de los parásitos de todo tipo, triunfando de los desórdenes de la democracia, convertida en fuente de una gran potencia anticapitalista, pero construyendo un imperio industrial en el cual la masa de los trabajadores obedece a la ley de la organización. En suma, si la imagen de Rusia que se forjan los comunistas, en Occidente, depende de una fantasmagoría, ¿no se confunde ésta con la fantasmagoría del Uno que gobierna el sistema soviético, y no viene a imprimirse del mismo modo en instituciones y métodos de acción? zzz El hecho es que todas las sociedades de tradición democrática resistieron a la corriente comunista – particularmente en el mundo anglosajón – pero también que todas le ofrecieron una salida. Suficiente para considerar que escondían antagonismos propicios al rechazo de las libertades, pero también que el establecimiento, en un lugar del mundo, en un gran país, de un régimen totalitario, percibido como revolucionario, por particulares que fuesen las condiciones que lo habían posibilitado, constituyó un revelador de esos antagonismos y dio figura a una «solución» que no era anunciada ni por la democracia ni por el capitalismo. François Furet se satisface con un esquema ideológico: la idea del comunismo nacería en Europa, luego emigraría a Rusia donde, tras ha205
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berse impuesto bajo el efecto de tensiones explosivas y de múltiples accidentes – entre ellos el de la guerra – tropezaría con la prueba de la realidad; de ahí retornaría sobre su propio terreno y allí se mantendría con el obstinado deseo de creer en el éxito de un Estado proletario. Finalmente, de estas aventuras no quedaría nada. Ahora bien, ¿qué disimula este esquema? El comunismo, tal como aparece bajo los rasgos del bolchevismo, es presentado como el producto de la corriente marxista y más ampliamente de las corrientes revolucionarias surgidas en el curso del siglo XIX, cuando ninguna de ellas tendió jamás a la formación de un partido destinado a arrogarse la dirección del proletariado. Todos se ven entusiasmados bajo la etiqueta de la utopía. No tengamos en cuenta que Marx hizo de ésta una crítica explícita. Admitamos también – ¿cómo negarlo? – que la noción de un fin de la historia o de la prehistoria es de carácter utópico. No es menos importante recordar que esas corrientes, en una parte no desdeñable, contribuyeron a la formación del movimiento obrero y que éste moldeó la democracia moderna. A decir verdad, la utopía no se deja fácilmente separar de una crítica social que modifica el espíritu del tiempo y, en parte, los datos de la política, de la economía y del derecho. Y si se habla de utopía, también hay que reconocerla en el polo opuesto al socialismo, en el liberalismo económico, generador de prácticas que, si no hubiesen encontrado obstáculos, habrían sido devastadoras. Añado que si se quiere hacer coincidir la idea del leninismo, o mejor aún del estalinismo, con la del socialismo, se desconoce injustamente la constancia de una oposición de izquierda radical con la que tropezó el comunismo. Por último, la tentativa de restablecer la continuidad de un trayecto ideológico no parece solamente hacer violencia a la historia de las ideas, ella es el signo de una sorprendente resistencia a pensar el comunismo soviético como un régimen en el cual se menoscabaron las distinciones que son constitutivas de toda vida civil y se hizo lo propio con el pensamiento. Por temor a aceptar enfrentar una cuestión que hace tambalear su seguridad en la Razón, el historiador parece esforzarse por tener a distancia el acontecimiento, por circunscribirlo en el tiempo (ya pasado), en el espacio del mundo (es un producto de la sociedad democrática), de reducirlo a la esfera de las pasiones (es una nueva ceguera de los hombres). No obstante, a despecho de su destrucción, el comunismo deja la huella del franqueamiento de 206
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un umbral de lo posible, como lo había admirablemente comprendido Hannah Arendt. Si se acepta que el comunismo surgió de un estado del mundo, hay motivos para temer – sin ceder al catastrofismo, sino por simple preocupación de vigilancia – los efectos de un entrelazamiento, cada vez más estrecho, de cambios que afectan aquí y allá regímenes políticos, estructuras económicas, movimientos sociales y religiosos, de naturaleza diferente. A la quietud de los liberales, que ven en la globalización el desarrollo combinado del mercado y de la democracia, parece oportuno oponer el juicio que formulaba Valéry inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial: «Toda acción en adelante hace resonar una cantidad de intereses imprevistos de todas partes, engendra una secuencia de acontecimientos inmediatos, un desorden de resonancia en un recinto cerrado. Los efectos de los efectos que antaño eran insensibles o desdeñables con respecto a la duración de una vida humana, y al área de acción de un poder humano, se hacen sentir casi instantáneamente a toda distancia, vuelven de inmediato hacia su causa, sólo se amortizan en lo imprevisto». Claro que Valéry no concebía más que un desorden creciente, no imaginaba nuevos modelos de dominación con vocación universal. Hemos hecho progresos en la conciencia de lo imprevisible.
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