El retorno del péndulo : sobre psicoanálisis y el futuro del mundo líquido 9789877190113, 9877190117


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Spanish; Castilian Pages [157] Year 2014

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El retorno del péndulo : sobre psicoanálisis y el futuro del mundo líquido
 9789877190113, 9877190117

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EL RETORNO DEL PÉNDULO Sobre psicoanálisis y eS futuro del mundo líquido Zygmunt Bauman Gustavo Dessal

Traducción: Lilia Mosconi

ZY G M U N T BAUM AN GU STA VO DESSAI.

EL R E T O R N O DEL PÉNDULO Sobre psicoanálisis y el futuro del mundo líquido

Prim era edición FCE Argentina, 2 0 14 Prim era edición FCE España, 2014

Bauman, Zygmunt El retomo del péndulo : sobre psicoanálisis y el futuro del mundo líquido / Zygmunt Bauman y Gustavo Dessal. - I1 ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Fondo de Cultura Económica, 2014 162 p . ; 21 x 14 cm - (Obras de sociología) Traducido por: Lilia Mosconi ISBN 978-987-719-011-3 1. Psicoanálisis. Estudios. I. Gustavo Dessal U. Mosconi, Lilia, trad. III. Título CDD 150.195 Coordinación y cuidado editorial: Juan Pablo Díaz Chorne y Marta Comesafia Diseño de portada: Perricac Compañía Gráfica © 2014, Zygmunt Bauman y Gustavo Dessal D. R. © 2014, F o n d o d e C u l t u r a E c o n ó m i c a d e A r g e n t i n a , S.A. El Salvador 5665; C1414BQE Buenos Aires, Argentina [email protected] / www.fce.com.ar D . R. © 2 0 1 4 , Fo n d o

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C u ltu ra E c o n ó m ic a

de

Espa ñ a ,

Vía de los Poblados, 17,4» - 15; 28033 Madrid www.fondodeculturaeconomica.es [email protected] Fo n d o

de

C

ultura

E c o n ó m ic a

Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D.F. www.fondodeculturacconomica.com Empresa certificada ISO 9001:2008 ISBN: 978-987-719-011-3 Comentarios y sugerencias: [email protected]

I m p r e s o e n A r g e n t i n a - P r in t e d

in

A

r g e n t in a

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

S.L.

ÍN D IC E

Prólogo, por Gustavo D e s s a l...................................................................

9

Libertad y seguridad: un caso de Hassliebe. [Zygmunt Bauman] . .

17

C om entario a «Libertad y seguridad: un caso de Hassliebe» [Gustavo D essa l]...................................................................................

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La civilización freudiana revisitada o ¿qué se su pon e que ocurrió con el prin cip io de realidad? [Z. B .] ................... ......................... C om entario a «La civilización freudiana revisitada

29

o ¿qué se

supone que ocurrió con el p rin cip io de realidad?» [G. D.]

..

55

El panel de Freud (respuesta al panel) [Z. B .] ..................................

69

C om entario a «El panel d e Freud» [G. D . ] .......................................

83

Buscar en la m oderna Atenas una respuesta a la pregunta de la antigua lerusalén [Z. B . ] ...................................................................

93

C om entario a «Buscar en la m odern a Atenas una respuesta a la pregunta de la antigua Jerusalén» [G. D . ] .................................

131

C orrespon den cia..........................................................................................

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PR Ó L O G O

Este libro es el resultado de u n feliz y raro encuentro.1 Feliz, puesto que a p artir del m om ento en que recibí la prim era res­ puesta de Zygm unt Baum an a m i correo electrónico, tuve la im presión de que com enzaba a dialogar con alguien que no solo me resultaba fam iliar en su tono, sino que aceptaba mi interlocución con la en cantadora naturalidad de quien ha alcanzado una sabiduría inusual. Y raro, porque en verdad no nos conocem os p e rso n a lm e n te , sino a través de n uestra correspondencia e intercam bio de textos. Este conocim iento es, sin duda, absolutam ente asim étrico. B aum an es alguien que ha logrado un respeto intelectual planetario po r todo aquello que ha aportado a la inm ensa y difícil tarea de ilum inar la vida hum ana. Mi nom bre, tan to para él com o para la m ayoría de las personas, es desconocido. Y es precisam ente el des-interés (en el sentido de Levinas) y la generosidad con la que el profesor Bauman há pasado p o r alto esta asim etría, lo que produjo en mí una vivencia única. En nuestro breve intercam bio, he tenido la o p o rtu n id ad de revivir esa experiencia que la lógica

1 Toda mi gratitud para Valeria Mastrangelo, de la Universidad Menéndez Pelayo, quien tuvo la inmensa generosidad de facilitarme la conexión con el Profesor Bauman. Sin duda, este libro le debe mucho a ella y al apoyo que me ha brindado.

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El retorno del péndulo

de la vida líquida tam bién ha disuelto: la cercanía del m aestro, esa figura que durante siglos fue una referencia im prescindible en la aventura del saber, y que la hiperm odernidad ha conde­ nado al vertedero de los anacronism os. En m i juventud, pude disfrutar de los últim os vestigios de ese vínculo po r el cual la transm isión del saber es inconcebi­ ble sin la transferencia, un concepto que no solo es clave para com prender lo que sucede en u n análisis, sino que Freud con­ sideró com o condición indispensable para la adquisición de un conocim iento. Hoy en día, la degradación del saber debe m ucho a la decadencia del m aestro. U n m aestro no es sim ple­ m ente aquel que detenta un saber. No es u n experto, tal com o acostum bram os a concebir en la actualidad a los representan­ tes del saber. Un m aestro es quien sabe conservar vivo el espí­ ritu socrático de la pregunta, y su enseñanza consiste en d ar­ nos la m ejor prueba de su am or: lograr que aprendam os la única lección m agistral que nos pone en el cam ino de un saber verdadero, y que Consiste en percatarnos de que ninguna pala­ bra puede decir toda la verdad. Tengo el defecto de exigir de u n au to r que su obra esté a la altura de ciertos principios éticos, po r lo cual no m e im porta dem asiado que Céline haya sido un adm irable escritor, o que Heidegger haya escrito algunas de las páginas m ás im p o rta n ­ tes de la filosofía de occidente, lo cual está fuera de toda dis­ cusión. Creo reconocer en la obra de Zygm unt B aum an la reu­ nión de una lúcida m irada sobre el m ovim iento del m undo, y una em patia sensible con el objeto de su estudio. Su escritura enlaza la rigurosidad del ensayo y la enunciación poética, y la sum a de estos dos factores perm ite alojar el sufrim iento de los condenados del sistem a, devolver la dignidad a los restos del discurso, recordarnos la existencia de los desechos de un sis­ tem a cuya ingeniería social se basa en la coartada del progreso

Prólogo

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universal. Sea o no consciente de ello, B aum an se aproxim a de este m odo a una posición ética que es tam bién la que el psico­ análisis sostiene: la de dar la palabra al sujeto verdadéro, secuestrado po r el silencio al que el paradigm a científico-técnico lo condena sin contem placiones. El lector podrá observar, quizá con la m ism a curiosidad que experim enté al leerlo, que en un correo fechado el 30 de julio de 2012 el profesor Baum an se despide de mí con un sencillo «Love. Z». Al tratarse de una correspondencia que acababa de iniciarse entre dos personas, una de las cuales es un perfecto desconocido para él célebre sociólogo, esta expresión no podía menos que sorprenderm e. Más aún, una m uestra sem ejante de afecto sencillo y espontáneo m e produjo un im pacto que valoro tanto com o el conjunto del m aterial que Baum an m e ofreció en sus docum entos adjuntos. Tal vez ese am or sea su form a de hacer existir aquel rostro que Levinas afirma en el fondo de la condición del hom bre. El am or solo se cotiza en la m edida en que es puesto en circulación a cam bio de nada, y se afirm a cuando es capaz de renunciar al espejismo de la unidad con el otro. La valentía del am or se m ide por su virtud para reconocer lo que en el otro se nos presenta bajo la form a de la diferencia, y aún así ser capaz de acoger esa otredad. Un am or despojado de las envolturas narcisistas exige una disposición a la contingencia del encuentro y una renuncia al fantasma de la completitud. Ignoro si el profesor Baum an se ha psicoanalizado, pero al m enos puedo intuir que su obra refleja en este punto una posi­ ción que él m ism o reconoce deudora de Levinas. A m edida que la lectura de Am or líquido2 m e lúe llevando a sus restantes libros, advertí que la relación de Zygm unt Bauman 2 B a u m a n , Z., Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos huma­ nos, Buenos Aires/Madrid, FCE, 2005.

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El retorno del péndulo

con el psicoanálisis no podía establecerse solo a p artir de las num erosas referencias a Freud, y en particular a su célebre libro El malestar en la cultura.3 Resulta bastante evidente que B aum an ha transitado p o r la d o ctrin a freudiana, y que ha ren­ dido trib u to al inm enso aporte que el psicoanálisis supuso para la com prensión de los fenóm enos sociales. Psicología de las masas4 no solo fue uno de los escritos m ás im portantes del siglo pasado, sino que el siglo actual dem uestra la vigorosa y renovada actualidad que m antiene. Pero m ás allá de citar a Freud entre los grandes pensadores, tengo la im presión de que B aum an se vale de una m irada analítica para abordar dichos fenóm enos. En otras palabras, me atrevo a sugerir una im p o r­ tante com unidad entre el espíritu freudiano y el pensam iento de Z ygm unt Baum an, caracterizados am bos por un escepti­ cism o alerta y crítico frente a algunos de los valores m áxim os de la Ilustración: la creencia en la soberanía de la razón, la fe en el progreso y la veneración incondicional del saber cientí­ fico. Desde luego, esto no equivale a decir que am bos autores no sean tributarios de la razón ilustrada, sino que buscan, cada uno a su m anera, indagar en los puntos claves donde el logos hace síntom a, dand o paso a lo im pensado del saber, y m os­ tra n d o los devastadores efectos producidos po r el retorno de aquella parte de la verdad que el paradigm a científico-técnico ataca, o sencillam ente elige desconocer. C om o sabem os, el devenir m ism o de la obra de Baum an desem boca en la producción de un significante que ha operado com o una interpretación justa del estado actual de la civiliza­ ción. El concepto de lo «líquido» es el significante con el que este autor va a cernir lo real de un m u n d o que ha quedado des3 F r e u d , S., El malestar en la cultura, Madrid, Alianza, 2010. 4 F r e u d , S., Psicología de las masas, Madrid, Alianza; 2010.

P ró lo g o

provisto de toda estructuración narrativa, y en el que cada sujeto debe reinventar su teogonia personal, o pagar el terrible precio del destierro al no-m undo, cada vez más habitado por seres condenados a la deshum anización y la indiferencia. He creído percibir una resonancia entre el concepto de lo «líquido» y la predicción que Jacques Lacan aventuró com o consecuencia de la caída de la «imago paterna», figura del dis­ curso que, m ás allá de sus críticas o sus desaciertos, cum plió la función de ordenar y form alizar las piezas sueltas de la m aqui­ naria hum ana. A la decadencia de Dios y del padre, le sigue la entronización de la técnica com o instrum ento de un libera­ lismo desnudo, desem barazado de sus clásicos disfraces m o ra ­ les e ideológicos. La nueva gobernanza así resultante ha diluido en su m agm a global todo aquello que se em peñe en conservar su especificidad o su diferencia. Se podrá objetar a esta últim a afirm ación que el estado líquido de la civilización es al m ism o tiem po un caldo que adm ite el cultivo de form as alternativas de ser, de am ar y de gozar. Pero no olvidem os que el discurso contem poráneo solo adm ite la diferencia en la m edida que no com prom eta ni enfrente los intereses del mercado. Solo a par­ tir del m om ento en que la com unidad gay m uestra su potencia en el concurso general del consum o, com ienza a ser recono­ cida por el discurso dom inante. De este m odo, cualquier disi­ m etría es bienvenida siem pre y cuando se asimile a la norm ativización del sistema global, convirtiéndose así en un nuevo producto. Existe otra resonancia que cabría destacar: el paradigm a de lo «líquido» y lo que Freud denom inaba la «desintrincación pulsional». A su m odo, y con los instrum entos conceptuales propios del m arco de su disciplina, Baum an es claram ente sen­ sible a esa dim ensión h u m an a que Freud exploró y teorizó con el nom bre de «pulsión de m uerte», y a la que definió com o una

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El retorno del péndulo

fuerza repetitiva y dem oníaca. Lejos de buscar su fundam ento en algún resto atávico o prim itivo del instinto anim al, Freud nos m ostró que la pulsión de m uerte debe reconocerse com o un elem ento que no solo no contradice la función del logos, sino que form a parte de su propio núcleo. La pulsión de m uerte es uno de los conceptos centrales de la teoría analítica. D esco­ nocerlo supone retirar de cualquier enfoque que pretenda una aproxim ación a lo real hu m an o , tanto en el plano individual com o colectivo, una parte sustancial de la subjetividad. Freud estableció que la conducta, en el nivel de la historia y en el de la biografía singular, está regida p o r una dinám ica de fuerzas en pugna: la lucha de Bros y Thánatos. El m odo m ito ­ lógico, m cluso poético, con el cual Freud nos presenta su te o ­ ría, no debe hacernos caer en el erro r de pensar que se trata de una sim ple m etáfora. La dialéctica entre Bros y Thánatos designa el hecho de que la condición hu m an a está atravesada por la paradoja de que en ella reinan los deseos que p ro m u e­ ven la vida, pero tam bién la destrucción. Las pulsiones de vida y de m uerte se anudan constituyendo una estructura de «intrin­ cación», es decir, una estructura en la que los representantes de Eros (el a m o r y el deseo) deben establecer barreras y lím ites a la tendencia m ortífera de la pulsión de m uerte. Bajo determ inadas circunstancias, puede o c u rrir que esa estructura de intrincación se «suelte», y el resultado sea lo que Freud denom inó «desintrincación pulsional», es decir, el des­ prendim iento de la pulsión de m u erte que, liberada de sus m arcos de contención, puede im ponerse hasta el extrem o de la autodestrucción (com o es el caso del suicidio m elancólico) o la agresión crim inal. Y si nos trasladam os al plano social, la desintrincación pulsional se reconoce en los efectos salvajes provocados p o r aquellos discursos que han prom ovido las d is­ tintas form as del odio, jam ás ausentes en ningún periodo de la

Prólogo

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historia, y que echan p o r tierra la ingenua asim ilación entre el bien y la razón. En la actualidad, la form a más patente que adopta la desintrincación pulsional es la convergencia del dis­ curso del capital y el discurso científico-técnico con el p ropó­ sito de establecer el absolutism o de un m odelo definitivo e imperecedero de la verdad. La m ensurabilidad general de la vida hum ana en todos los dom inios se traduce en los innum erables síntom as que Zygm unt Baum an ha estudiado con la clave de su concepto de lo «líquido». El amor líquido significa m ucho más que abordar los efectos que la h iperm odernidad ha tenido sobre los lazos sociales. Designa, en m i opinión, algo que se halla en una aguda sintonía con la desintrincación pulsional considerada por Freud, es decir, el triunfo de Thánatos sobre Eros. La degra­ dación líquida del am or es un grave síntom a de nuestra época, en que la acción corrosiva del discurso neoliberal encuentra cada vez m enos obstáculos para convertirnos a cada uno de nosotros en m ercancía. La clínica psicoanalítica y la teoría social pueden encontrar afinidades de las que am bas resulten beneficiadas. Sin una perspectiva clara de las coordenadas de la época, el psicoanáli­ sis podría descuidar las profundas transform aciones sociales que tocan los fundam entos de la civilización, generando n u e­ vos síntom as a los que la clínica debe dar una respuesta que se distinga de los presupuestos policiales de la biopolítica. Y sin los conceptos psicoanalíticos del inconsciente, la pulsión, la lógica del significante y la teoría del goce, la sociología corre el riesgo de extraviarse en los atolladeros de la metafísica. Percibo en la escueta afirm ación que el profesor Bauman incluye en su correo del 30 de julio de 2012,* al confesarm e sus * Véase p. 150.

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El retorno del péndulo

sospechas sobre el retorno del péndulo, la aguda m irada del astrónom o del espíritu hum ano anticipándonos algo cuyos signos apenas logram os vislum brar en todos sus alcances. Lam ento expresar m i desconfianza sobre el poder preventivo del conocim iento, pero aun así creo adivinar en este mensaje la recom endación de m antener los ojos bien abiertos. Si la his­ toria no sigue exactam ente la lógica del retorno nietzscheano, en cam bio, ha dado pruebas suficientes de que su m ovim iento puede conducir a lo peor. No sabem os lo que esta vuelta del péndulo habrá de augurarnos, pero al m enos hagam os votos para que, a su llegada, una lucidez sólida nos m antenga des­ piertos. G u st a v o D essal

LIBERTAD Y SEGURIDAD: U N CASO DE HASSLIEBE* Z y g m u n t Baum a n

«Estamos organizados de tal m odo — escribió Sigm und Freud en 1929, sin que nadie lo haya contradicho seriam ente desde entonces— que solo podem os gozar con intensidad del con­ traste, y m uy poco de lo estable». Freud cita la opinión de Goethe en respaldo de la suya — «Alies in der Welt lüfit sich ertragen, / N ur nicht eine Reihe von schónen Tagen»**— , aunque hacp la salvedad de que «tal vez sea una exageración». M ientras que el sufrim iento puede ser una condición perdurable e inin­ terrum pida, la felicidad, ese «goce intenso», apenas llega a per­ cibirse com o una vivencia m om entánea, fugaz... que se experi­ menta de principio a fin en un instante cuando el sufrim iento se detiene. «Mucho m enos difícil — sugiere Freud— nos resulta experim entar la desdicha». La m ayor parte del tiem po, entonces, sufrim os, y todo el tiem po nos acosa el tem or al posible sufrim iento ocasionado * Conferencia magistral con motivo del ciclo «In Me, the Paradox of Liberty» [«En mí, la paradoja de la libertad»), 3 de mayo de 2012. Castrum Peregrini. Ámsterdam. Hassliebe se podría traducir como «una relación de amor-odio». ** «Todo se soporta en esta vida / menos una sucesión de buenos días» [N .d elaT .].

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El retorno del péndulo

por las perm anentes am enazas que sobrevuelan nuestro bien­ estar. Hay tres causas de las que tem em os que descienda el sufrim iento: «la suprem acía de la naturaleza, la fragilidad de nuestro cuerpo» (así com o las de otros seres hum anos) y — de m anera m ás precisa, dado que creem os m ucho m ás en la posi­ bilidad de reform ar y m ejorar las relaciones hum anas que en la de sojuzgar a la naturaleza y poner fin a las flaquezas del cuerpo h u m an o — «la insuficiencia de las norm as que regulan los vínculos recíprocos» entre los seres hum anos «en la fam i­ lia, el Estado y la sociedad». Puesto que el sufrim iento o el h o rro r al sufrim iento son una com pañía perm anente en la vida, a nadie debe asom brar que el «proceso de la civilización» — la prolongada y tal vez interm inable m archa hacia un m odo de estar-en-el-m undo que sea más hospitalario y m enos peli­ groso— se enfoque en localizar y o b tu ra r esas tres fuentes de la infelicidad hum ana. La guerra declarada al m alestar hum ano en todas sus variedades se libra en los tres frentes. M ientras que en los prim eros dos ya se h an logrado num erosas victorias, que desarm aron y dejaron fuera de com bate a cada vez más fuerzas enemigas, es en la tercera línea de batalla donde el des­ tino de la guerra está em patado y el fin de las hostilidades resulta im probable. Para librar a los seres hum anos de sus tem ores, la sociedad debe im poner restricciones a sus m iem ­ bros, pero los hom bres y las m ujeres necesitan rebelarse contra esas restricciones para seguir avanzando en pos de la felicidad. No es posible regular la tercera fuente de sufrim iento hum ano hasta hacerla desaparecer. La interfaz entre la búsqueda de la felicidad individual y las condiciones inusurpables de la vida en com ún seguirá siendo por siem pre un escenario de conflicto. Los im pulsos instintivos de los seres hum anos chocan indefec­ tiblem ente contra las exigencias de la civilización em peñada en com batir y vencer las causas del sufrim iento hum ano.

Libertad y seguridad: un caso de Hassliebe

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Es por eso que la civilización es una transacción, insiste Freud: para obtener algo de ella, los seres hum anos tienen que renunciar a otra cosa. Tanto los bienes que se ganan com o los que se entregan a cambio son sum am ente valorados y desea­ dos con fervor; de ahí que cada sucesiva fórm ula de intercam ­ bio no sea m ás que un arreglo pasajero, el p roducto de una transacción que nunca es plenam ente satisfactoria para n in ­ guna de las partes de este antagonism o que arde sin llama a perpetuidad. La discordia am ainaría si fuera posible atender al m ism o tiem po los deseos individuales y las dem andas socia­ les. Pero esto no ocurrirá. A fin de lograr una vida satisfactoria — o soportable, vivible, para ser m ás exactos— , son tan im ­ prescindibles las libertades de actuar según los propios im pul­ sos, urgencias, inclinaciones y deseos com o las restricciones impuestas en aras de la seguridad, ya que u n a seguridad sin libertad equivaldría a esclavitud, m ientras que una libertad sin seguridad desataría el caos, la desorientación y una perpe­ tua incertidum bre que redundaría en im potencia para actuar resueltam ente. Pero am bas son y perm anecerán p o r siem pre irreconciliables. A p artir de estas prem isas, Freud llegó a la conclusión de que las aflicciones y los m alestares psicológicos provienen en su mayoría de la renuncia a u n a considerable porción de liber­ tad a cam bio de un increm ento en la seguridad. Esta libertad trunca es la víctim a principal del «proceso civilizatorio», así com o el mayor descontento, el m ás extendido, endém ico a la vida civilizada. He ahí el veredicto que p ro n u n ció Freud, recordem os, en 1929. Me pregunto si esa conclusión habría salido ilesa en el caso de que Freud la em itiera hoy, m ás de ochenta años después... y lo dudo. Si bien se habrían m ante­ nido las prem isas (tanto las exigencias de la vida civilizada com o el equipam iento instintivo de los seres hum anos legado

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F,l retorno del péndulo

por la evolución de la especie perm anecen fijos d u ran te largo tiem po y se presum en inm unes a los caprichos de la historia), es casi indudable que se habría revertido el veredicto... Sí, claro, Freud habría repetido que la civilización implica una transacción: ganam os algo a costa de perder otra cosa. Pero todo indica que habría situado el origen de los m alestares ' psicológicos, así com o de los descontentos que estos engen­ dran, en el extrem o opuesto del espectro de valores. H abría l ie - . gado a la conclusión de que el descontento hum ano con el estado de las cosas deriva principalm ente de haber renunciado a dem asiada seguridad a cam bio de una expansión inaudita de la libertad. Freud escribía en alem án, y el significado del co n ­ cepto que usó, Sicherheit, requiere de tres palabras, a falta de una, para traducir su pleno sentido: certeza, seguridad y p ro ­ te c c ió n / La gran porción de Sicherheit que hemos cedido co n ­ tiene la certeza respecto de lo que pudiera deparar el futuro y de los eventuales efectos de nuestras acciones; la seguridad de nuestras tareas vitales y nuestros lugares socialmente asigna­ dos, así com o la protección frente al ataque a nuestro cuerpo y nuestras posesiones, que son su extensión. Pero la renuncia a la Sicherheit redu nda en Unsicherheit, una condición que no se som ete tan fácilm ente a la disección y el escrutinio anatóm ico: sus tres partes constitutivas prom ueven el mismo sufrim iento, la m ism a angustia y el m ism o tem or, de m odo que resulta difí­ cil señalar con exactitud cuáles son las causas genuinas del m alestar experim entado. La ansiedad es fácilmente im putable a una causa equivocada, circunstancia que los políticos actuales

* Bauman hace referencia a la traducción de Sicherheit al inglés, y men­ ciona los sustantivos certainty, security y safety, que yo traduje respectiva­ mente por «certeza», «seguridad» y «protección», por considerar que cubren campos semánticos más o menos equivalentes' [N. de la T.].

Libertad y seguridad: un caso de Hassliebe

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en busca de apoyo electoral p o d rán aprovechar m uy a m enudo cn beneficio propio, a u n c u a n d o no n ecesariam ente ello r e d u n d e en beneficio de los votantes. De más está decir que los políticos prefieren adscribir el sufrim iento de sus votantes a causas que ellos puedan com batir ante los ojos del público (como cuando proponen endurecer las políticas de inm igra­ ción y asilo, o bien la deportación de extraños indeseables), antes que adm itir la causa genuina de la incertidum bre, que no tienen la capacidad o la voluntad de com batir, ni la esperanza realista de vencer (com o la inestabilidad del empleo, la flexibi­ lidad de los m ercados laborales, la am enaza del despido, la perspectiva de ajustar el presupuesto familiar, el nivel inm ane­ jable del endeudam iento, la recurrente inquietud p o r el sus­ tento para la vejez o la fragilidad general de las asociaciones y los lazos interhum anos). Vivir en condiciones de incertidum bre prolongada o en apariencia incurable augura dos sensaciones sim ilarm ente humillantes: la de ignorancia (no saber lo que deparará el futuro) y la de im potencia (ser incapaz de influir en su rum bo). Y no cabe duda de que am bas son hum illantes: en nuestra sociedad sum am ente individualizada, donde se p re­ sume (contrafácticam ente, p o r así decir) de que cada indivi­ duo carga con la plena responsabilidad de su destino en la vida, estas sensaciones dan a entender la incom petencia del afectado para abordar las tareas que otras personas, a todas luces más exitosas, parecen llevar a cabo gracias a su m ayor destreza y empeño. La incom petencia sugiere inferioridad: y ser inferior ante la m irada de los dem ás es un doloroso golpe asestado a la autoestim a, la dignidad personal y el valor de la autoafirm ación. La depresión es hoy la dolencia psicológica más com ún. Asedia al creciente n úm ero de personas que en estos tiem pos fueron incluidas en la categoría colectiva de «precariado»,

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El retorno del péndulo

palabra acuñada a p artir del concepto de «precariedad» en su denotación de incertidum bre existencial. H ace cien años, la historia h u m an a solía representarse com o un relato sobre el progreso de la libertad. Ello implicaba, en gran m edida a la m an era de otros relatos populares sem e­ jantes, que la historia se orienta de form a sistem ática en la m ism a e inalterada dirección. Los recientes cambios del hum or público sugieren otra cosa. El «progreso histórico» hace p e n ­ sar más en un péndulo que en una línea recta. En los tiem pos de Freud y sus escritos, la cuita m ás com ún era el déficit de libertad; sus contem poráneos estaban dispuestos a renunciar a una porción considerable de su seguridad a cam bio de que se elim inaran las restricciones im puestas a sus libertades. Y final­ m ente lo lograron. A hora, sin em bargo, se m ultiplican los indicios de que cada vez más gente cedería de buen grado parte de su libertad a cam bio de em anciparse del aterrador espectro de la inseguridad existencial... ¿Estamos en presen­ cia de un retorno del péndulo? Y si en efecto es así, ¿cuáles p o d rían ser las consecuencias?

COMENTARLO A «LIBERTAD Y SEGURIDAD: U N CASO DE HASSLIEBE» G u st a v o D essa l

Es probable que El malestar en la cultura1 sea una de las obras del siglo xx cuya actualidad no solo sigue intacta, sino que continúa arro jan d o u n a luz im prescindible para la com pren­ sión de la sociedad h u m an a. La potencia del análisis freudiano desarm a todo relativism o histórico, puesto que nos ofrece algo de lo que ninguna sociología puede prescindir: la deconstruc­ ción de algunos resortes esenciales, ineludibles, de la subjetivi­ dad, no som etidos a las particularidades de las épocas, aunque ello no signifique cerrar los ojos a los nuevos paradigm as que hoy en día tran sfo rm an el m undo, el lazo social y las posibili­ dades de supervivencia ética de nuestra especie, m ucho más am enazada en ese terreno que en cualquier otro. C om parto plenam ente su visión actual del m undo. Si le dam os el n om bre de «libertad» a lo que Freud denom inaba «búsqueda de la satisfacción», y «seguridad» a aquello que obte­ nemos a p a rtir de la inevitable renuncia a la que el proceso civilizador nos obliga, es bien cierto que la proporción ha cam biado de form a indiscutible. De todos m odos, debo m ati­ 1 F r e u d , S., op. cit.

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zar que el térm ino «libertad» quizás no es el m ás indicado para n o m b rar el m odo en que Freud concibió la satisfacción en el seno de su teoría sobre el aparato psíquico. La idea de libertad se aplica inevitablem ente a u n sujeto, individual o colectivo, m ientras que Freud concentra el problem a de la satisfacción sobre un concepto que debe tom arse en toda su com plejidad: m e refiero al Trieb, la pulsión, cuyo rasgo más sobresaliente es el carácter acéfalo de su funcionam iento. En otros térm inos, la pulsión es una fuerza que no está com andada por nadie. Al contrario, el sujeto prim igenio no solo no goza de libertad alguna en la búsqueda de satisfacción, sino que p o r definición es esclavo de un im pulso que lo em puja hacia un placer cuya naturaleza es al m ism o tiem po paradójica, puesto que para nada se confunde con lo bu en o o lo agradable. De tal m odo que la renuncia a la satisfacción im puesta por el proceso de la cultura no provoca exactam ente u n a pérdida de libertad, así com o tam poco una ganancia de seguridad. Am bos resultados pueden parecer hechos objetivos, pero la realidad que Freud nos ha querido m o strar es m uy distinta. En prim er lugar, p o r­ que todo aquello a lo que renunciam os nos retorna bajo for­ m as insospechadas. Y en segundo lugar, porque la seguridad del lazo social es apenas un espejism o, u n a fina capa de polvo a la que el viento de la historia puede fácilm ente barrer. Todo este extraordinario libro de Freud, al que tal vez le debam os uno de los mayores aportes al pensam iento que se hayan escrito jamás, tom a com o p unto de partida las tres causas fundam entales del sufrim iento que los seres hum anos hemos padecido desde siempre: el que nos provoca la fuerza invencible de la naturaleza, la debilidad de nuestro cuerpo y, desde luego, el carácter profundam ente conflictivo de las relaciones con nuestros semejantes y con las instituciones que hem os creado. Pero es decisivo no perder de vista que a estas tres fuentes de

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sufrim iento hay que añadirle otra, que Freud no m enciona al comienzo, pero que va desplegando de form a extraordinaria­ mente hábil y sutil en el desarrollo de su obra. La razón de que esta cuarta fuente de m alestar no sea m encionada de form a expresa al com ienzo puede explicarse po r dos m otivos funda­ mentales. Uno es que la fuerza de la naturaleza, la debilidad y caducidad de nuestro organism o, y la fatalidad de los lazos hum anos son, pese a todo, elem entos que a lo largo de la histo­ ria encuentran una cierta dialéctica. Jamás seremos más pode­ rosos que la Naturaleza, pero la ciencia y la técnica nos han per­ mitido predecir algo m ejor sus terribles golpes, y en ocasiones amortiguarlos al m enos un poco. Creo im probable (y desde luego com pletam ente indeseable, com o lo dem ostró José Saramago en su novela Las intermitencias de ¡a muerte)* que la p ro ­ longación cronológica de la vida alcance la eternidad, pero es indudable que vivimos más, y que al m enos en algunas regiones del m undo disfrutam os de mejores condiciones que antaño. Y aunque las relaciones con nuestros semejantes no han progre­ sado dem asiado, m ás bien todo lo contrario, no podem os negar que la hum anidad ha conocido algunos m om entos de relativo aunque efím ero sosiego. El otro m otivo es que Freud ha sido siem pre un grandioso estratega en el com bate de las ideas. Despliega sus fuerzas de un m odo que, cuando quere­ mos darnos cuenta, ya estam os rodeados, y no nos queda más rem edio que ren d irn o s al poderoso ejército de su pensa­ miento. Por esa razón, la cuarta fuente perm anecerá escondida en todos y cada uno de los argum entos del libro, hasta que su revelación solo pueda resistirse a costa de una rotunda nece­ dad intelectual. Me refiero, com o usted bien sabe, al hecho de que la más intensa e incontrolable fuente de sufrim iento la * S a r a m a g o , J.,

Las intermitencias de la muerte, Madrid, Alfaguara, 2005.

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en cuentra el hom bre en sí m ism o. La frase de llobbes de que el hom bre es un lobo para el hom bre, algo a lo que solo la m oral cínica podría calificar de pesim ism o y falta de confianza en la bondad de la razón, encuentra en las páginas de El males­ tar en la cultura una leve pero definitiva corrección: ante todo, el hom bre es un lobo para sí. Si m e perm ite expresarlo en estos térm inos, diría que nadie puede considerarse com pletam ente a salvo de sí m ism o: estam os siem pre am enazados ante la posibi­ lidad de nuestra propia traición. Desde luego, el pan o ram a que usted nos describe (en el que se nos quiere convencer de un enem igo que resulta extraordi­ nariam ente útil para que ignorem os al que de verdad atenta contra nuestra vida) es el estado actual de la civilización o, m ejor dicho, es la exaltación de un paradigm a que, a cam bio de nuestra alm a, ofrece una seguridad tan im posible com o m entirosa. Pero el estado policial que se presenta ante nosotros con la prom esa de velar p o r la creciente incertidum bre que am enaza nuestra existencia no podría tener cabida sin nuestro consentim iento. Tal vez usted encuentre en este punto una diferencia esencial, un elem ento irreconciliable entre la socio­ logía y el psicoanálisis, pero en el fondo no creo que sea el caso. Acuerdo con Ulrich Beck y con usted que el individuo posm oclerno es aquel que se ve obligado a buscar «soluciones biográ­ ficas a problem as sistémicos», pero esa m anipulación solo es concebible a p artir del m o m en to en que un discurso, el neoli­ beral, es capaz de p o n er a su servicio algunos m ecanism os inconscientes que juegan un papel decisivo en la subjetividad del hom bre. Se trata de la tesis central de El malestar en la cul­ tura: p o r encim a (o po r debajo) de todos los m iedos que nos am enazan, el m ás tem ible es aquel que nos acecha desde el in terio r de nosotros m ism os, y que se origina en esa fuerza dem oníaca que Freud d e n o m in ó Todestrieb, la pulsión de

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m uerte. Nada más alejado de la metafísica que reconocer esa «aptitud» hum ana para la autodestrucción. Si m e perm ite exponerlo en estos térm inos, la tendencia al suicidio es supe­ rior a la del crim en, en la m edida en que innum erables crím e­ nes individuales o colectivos son form as perversas que el sui­ cidio puede adoptar, y creo reconocer en alguna de sus tesis sobre el Holocausto, escrito en filigrana, algo que sin duda pertenece al orden de la m onstruosa inm olación de la que el ser hum ano es capaz. ¿Acaso el nazism o, con sus m illones de m uertos, no puede asim ism o ser concebido com o una volun­ tad de aniquilación absoluta, en la que finalm ente nadie (ni siquiera la «raza superior») estaba destinado a sobrevivir? El estado «líquido» de la civilización nos ha dejado casi sin defensas. Usted ha acuñado un concepto que, en definitiva, es la form a laica de expresar la inexistencia de Dios, si m e p er­ mite n o m b rar con u n a sola palabra ese m ilenario y cam ­ biante co n ju n to de relatos, creencias, rituales e ideologías que conform aron u n orden sim bólico suficientem ente denso com o para m an ten ern o s a cierta distancia del h o rro r que habita en n o so tro s m ism os. Sartre se equivocó allí donde Freud tuvo razón: el infierno no son los otros, aunque existan unos cuantos «otros» capaces de adm inistrar con cierta efica­ cia el escenario del infierno. Solo porque el infierno se esconde en nuestro interior, podem os co m p ren d er nuestra esperan­ zada disposición a dejarnos convencer de que se encuentra fuera. Es fundam entalm ente p o r ese m otivo que la fe en el progreso ha resultado ser una de las ilusiones más ingenuas y perversas de la Ilustración, a pesar de todas las in d u d a ­ bles conquistas que nos haya aportado. Una fe que no ha sido precisam ente inofensiva, puesto que sus «daños colaterales» han sobrepasado con creces la prom esa de felicidad hecha a la historia.

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Tal vez sea esta u n a de las m ayores coincidencias que encuentro entre usted y el pensam iento freudiano. La descon­ fianza en la soberanía de la razón y el progreso, lejos de ser el índice de un pesim ism o nihilista, es, po r el contrario, una apuesta decidida por la vida y p o r todas las form as que la dig­ n idad del ho m b re puede adoptar.

LA CIVILIZACIÓN FREUDIANA REVISITADA O ¿QUÉ SE SU PON E QUE O CURRIÓ CO N EL PRIN CIPIO DE REALIDAD?* Z y g m u n t Ba u m a n

«[...] cada individuo es virtualm ente un enem igo de la civi­ lización» — escribió Freud hace unos ochenta años— . «La civilización es algo que fue im puesto a una m ayoría contraria a ella por una m inoría [...] Puede creerse en la posibilidad de una nueva regulación de las relaciones hum anas, que cegará las fuentes del descontento ante la cultura, renunciando a la coerción y a la yugulación de los instintos [... ] Esto sería la edad de oro, pero es m uy dudoso que pueda llegarse a ello. [...] El dom inio de la m asa po r una m inoría seguirá dem ostrándose siempre tan im prescindible com o la im posición coercitiva de la labor cultural». ¿Por que ocurre esto? «Es im putable a dos circunstancias am pliam ente difundidas entre los hom bres: la falta de am or al trabajo y la ineficacia de los argum entos contra las pasiones».1 * Artículo publicado en Journal of Anthropological Psychology, 21,2009, Departamento de Psicología de la Universidad de Aarhus. 1 F reu d , S., «The Future o f an Illusion», en: CivUization, Society and Religión, vol. 12, The Penguin Freud Library, Londres, Penguin, 2008, pp. 184-186 [trad. esp.: El porvenir de una ilusión, Madrid, Taurus, 2012].

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Entonces, los seres h u m an o s deben ser obligados a form ar la sociedad (tienta decir: deben ser coaccionados a la humanidad, si se tiene en cuenta que, al m enos desde los tiem pos de Aris­ tóteles, el pensam iento occidental rara vez revisitó o reconsi­ deró el supuesto de que los seres h um anos se distinguen de las bestias y los ángeles p o r el hecho de que solo pueden existir en el interior de una 7tóA/ic;, ese antiguo equivalente/arquetipo de la idea m oderna de «sociedad»; y si adem ás se considera que T hom as I Iobbes insertó en el sentido com ún de la era m oder­ na una versión actualizada o m odernizada de la percepción aristotélica al asegurar que, sin coacción ejercida desde arriba, homo hom ini lupus est, condenado a u n a vida horrenda, breve y brutal). Y allí donde hay coacción, es decir, allí donde las personas se ven obligadas a m antener un com portam iento diferente del que dictan sus inclinaciones naturales, hay des­ contento y disenso: la m ayor parte del tiem po, sofocados, repri­ m idos o desviados, pero m anifiestos de tanto en tanto. En otras palabras, hay un precio a pagar p o r haberse em an­ cipado de la existencia bestial: por haber obtenido esa seguri­ d ad confortable y reconfortante que solo el poder coercitivo de la sociedad puede brindar. «No hay alm uerzo gratis», com o lo expresa la sabiduría p o p u lar inglesa: para conseguir algo hay que perder o tra cosa. La vida civilizada (m ás en general: el tipo de vida que hace posible la com unión hum ana) es una transacción. En el relato ya octogenario de Freud, lo que los individuos h u m an o s ceden en la transacción es una cantidad n ada pequeña de satisfacciones que sus instintos los exhorta­ rían a buscar, y que ellos buscarían si nada se lo prohibiera o im pidiera por la fuerza. A cam bio ganan una m edida con­ siderable de seguridad: contra los males y los peligros que pro ­ vienen de la naturaleza, del propio cuerpo y de otros seres hum anos.

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Los tipos ele cam bio y los térm inos de la transacción nunca son com pletam ente satisfactorios; de ahí que ninguna transac­ ción pueda considerarse una solución definitiva al dilem a de equilibrar la seguridad con la libertad: dos valores igualm ente indispensables pero o b stin a d a m e n te incom patibles. Cada «transacción» específica es m ás bien algo que uno preferiría llamar «arreglo»: u n a solución de com prom iso, con el subsi­ guiente arm isticio... siem pre tem poral, siem pre hasta p ró ­ ximo aviso, siem pre una espina clavada en el cuerpo de las relaciones entre el individuo y la sociedad, así com o una ten­ tación a em barcarse en rebeliones anárquicas o golpes de Estado autocráticos/totalitarios, u n estím ulo a iniciar otro combate u otra ronda de negociaciones de los deberes y dere­ chos vinculantes en el m om ento. De hecho, en las reflexiones de Freud, la eutopía (un buen lugar, donde la seguridad y la libertad estarían equilibradas a la perfección, sin causar descontento ni disenso) aparece en un combo con la utopía (un lugar que no está en ninguna parte). La civilización es un don am biguo, que suscita impulsos am bi­ valentes: es irrem ediablem ente una bendición mezclada con maldición. La civilización (que, m e perm ito repetir, significa para Freud «todo aquello en lo cual la vida hum ana se eleva por encima de sus condiciones anim ales y se distingue de la vida animal»2) no puede prescindir de la coerción, y por ende tam ­ poco puede existir sin engendrar resistencia contra sí misma, en la medida en que la coerción, por definición, significa enfrentar situaciones en las que la balanza se inclina en contra de hacer lo que se quiere y a favor de hacer algo que se querría evitar. No hay una senda benigna, fácil de transitar y a prueba de daños colaterales, que conduzca a obedecer las norm as de la 2 Ibíd., p. 184.

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vida civilizada: así parecían dem ostrarlo fuera de toda duda razonable, en los tiem pos de Freud, la experiencia colonial de los europeos y la experiencia de Freud con sus pacientes vieneses (a pesar de las considerables diferencias entre los tipos de coerción cuya necesidad revelaban estas dos experiencias, así com o entre los tipos de descontento cuya inevitabilidad sugerían). En el caso de las perezosas y rebeldes «masas», era preciso usar la fuerza o el subterfugio para sacarlas de su exis­ tencia canallesca, igual que el Elpenoros del cuento de Lion Feuchtwanger, «Odysseus und die Schweine»* («un tipo com o todos los demás: ni un luchador particularm ente valeroso ni u n pensador especialm ente destacado»), quien se resistía con vehem encia a que se le restituyera la form a hum ana para así p oner fin a los días de «revolcarse en el barro, darse baños de sol, engullir y tragar, rechinar y gruñir» y tam bién a la posibi­ lidad de estar «libre de m editaciones y dudas: ¿debo hacer esto o aquello?». Pero la «m inoría», que tenía a su cargo la tarea de coaccionar a los sem ejantes a Elpenoros a adoptar los m odales y los m edios civilizados, tam poco estaba en absoluto exenta de problem as. Al igual que las «masas», los m iem bros de esa m inoría contaban con escasos m otivos de entusiasm o. Cada vez que trataban de dar rienda suelta a su deseo de placer (para seguir — en term inología freudiana— el «principio del placer»), se estrellaban contra la dura, áspera e im penetrable m uralla (en term inología freudiana, el «principio de realidad») que los separaba de los objetos de su deseo. Esa m uralla que ellos solían llam ar «realidad», ju n to con los chichones y las m agu­ lladuras que dejaba en su m ente y en su cuerpo, era, de acuerdo con la explicación de Freud, la principal razón para * «Odiseo y los cerdos» [ F e u c h t w a n g e r , L., Odysseus und die Schweine und zwólf andere Erzdhlungen, Berlín, Aufbau-Verl, 1950] [N. del E.].

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buscar y necesitar la ayuda de los psicoanalistas com o él. La m inoría era tam bién la única sección de la sociedad cuyas penas y dolencias podían m itigarse y sanarse considerable­ mente gracias a esa ayuda, y por ende, la única parte de la sociedad donde era posible arrancar las raíces del descontento y la disidencia desentrañando las causas de la desdicha, que si careciera de atención sería tanto m ás tóxica p o r su opacidad, su lectura incorrecta o por suscitar respuestas desplazadas, com pletam ente erróneas, potencialm ente dañinas. Una vez reveladas e ilum inadas por la luz de la razón, las causas del malestar psíquico no se disiparían — p o r desgracia— , pero al menos sería posible extraer el veneno del aguijón. Una vez conocido y com prendido, el padecim iento sería en cierto m odo más fácil de sobrellevar. A diferencia de las penurias que ago­ bian a la mayoría oprim ida, ese padecim iento es receptivo a la terapia basada en la razón, porque es el padecim iento que aflige a los hom bres y las m ujeres ya convertidos al esplendor y la gloria de la vida civilizada («la vida elevada po r encim a de sus condiciones anim ales»), que solo sufren a raíz de que están pagando el precio de disfrutarla: un precio acerca del cual no tenían la debida conciencia ni habían sido advertidos com o correspondía, y que ahora hallaban excesivo, si no exorbitante. El padecim iento de la felicidad truncada es el precio que se paga por las delicias de la protección. Me pregunto qué diría Freud si tuviera que revisar su m anuscrito de 1929 para preparar la edición de 2008. C on­ jeturo que generalizaría su veredicto, insistiendo en que toda y cualquier civilización — es decir, toda com unión hum ana elevada por encim a de sus «condiciones animales»— es una transacción, y nuestra variedad no es una excepción. Pero también conjeturo que Freud invertiría su diagnóstico de los bienes que se intercam bian en la transacción. Probablem ente

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diría que los principales descontentos de nuestro tiem po se originan en la necesidad de ceder una buena parte de nuestra seguridad a cam bio de seguir elim inando, una po r una, las res­ tricciones im puestas a nuestra libertad. En lo que concierne a esa m inoría de la cual suelen reclutarse los pacientes que bus­ can cura psicoanalítica, la fuente del padecim iento parece ser ahora la carencia de seguridad, que envenena el goce de una libertad individual sin precedentes. Los tem ores a la despro­ tección personal, que la civilización del trascendental estudio de Freud había prom etido extirpar, volvieron recargados. Y los grilletes que solían reprim ir los instintos personales, los grille­ tes que los hom bres y las m ujeres de aquella época bregaban desesperadam ente p o r rom per, ya no parecen tan repulsivos si se los com para con los recién descubiertos horrores de la per­ petua y continua inseguridad. En años recientes pude ver u n a y o tra vez entrevistas tele­ visivas a infortunados pasajeros que perdían sus anheladas vacaciones o urgentes reuniones de negocios por quedarse varados en aeropuertos du ran te la prolongada serie de alertas terroristas. M uy pocos de los entrevistados se quejaban: en su m ayoría estaban cansados, aburridos y exhaustos, pero alegres y encantados a pesar de todo. C ubrían de elogios a las autori­ dades que los habían salvado de peligros ocultos e inefables: «N unca nos hem os sentido tan seguros y cuidados com o ahora», repetían sin cesar. O bedientes y plácidos, hacían cola para esperar que les llegara el tu rn o de dejarse olfatear por perros y som eterse a palpaciones corporales que no m ucho tiem po atrás habrían tachado de escandalosas afrentas a su privacidad y dignidad personal. Hoy las alertas terroristas ya han adquirido un sólido estatus perm anente, al igual que la reconciliación de los pasajeros con las sucesivas cesiones de crecientes partes de su libertad personal. Día a día, millones

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de hom bres y m ujeres en m iles de aeropuertos de todo el m undo, presurosos po r abordar sus vuelos, hacen largas colas con actitud dócil, si no entusiasta, para som eterse a controles personales y palpaciones corporales que no m uchos años antes ellos m ism os o sus propios padres habrían denostado com o una m anifestación más, siniestra y hum illante, de las aspira­ ciones totalitarias atribuidas a los poderes vigentes. Y lo hacen del m ism o m odo en que pululan alegrem ente por los centros comerciales, aliviados po r la presencia de guardias arm ados y las decenas de cám aras de circuito cerrado de televisión que graban cada uno de sus pasos y gestos para ojos de extraños y usos desconocidos... Seamos claros: estos fenóm enos no son acontecim ientos aislados; no son desviaciones tem porales de la norm a, inusita­ das y a contracorriente. Tam poco son respuestas lógicas (quizá lamentables pero sin duda inevitables) a necesidades excepcio­ nales y «externas», ocasionadas po r hazañas terroristas o por un aum ento, presunto o genuino, en la incidencia de la crim i­ nalidad; justificar estos fenóm enos con referencia a tales facto­ res equivaldría a colocar el carro delante de los bueyes... Los fenóm enos en cuestión deben verse com o síntom as prodróm icos de una nueva n o rm a em ergente. La Unsicherheit, contra la cual, com o creía Freud, la civiliza­ ción se había declarado en guerra perm anente (para su plena traducción, el concepto de Unsicherheit requiere de tres sus­ tantivos a falta de uno: incertidum bre, inseguridad y despro­ tección*), ha devenido para m uchos de nuestros contem porá­

* Tal como lo hizo antes con el concepto de Sicherheit, Bauman hace referencia a la traducción de Unsicherheit al inglés: los sustantivos son uncertainty, insecurity y unsafety, que yo traduje por «incertidumbre», «inseguridad» y «desprotección» respectivamente [N. de la T.].

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neos en la preocupación más im portante y espantosa, perfecta­ m ente capaz de eclipsar la angustia que causa o puede causar la ya experim entada o tem ida insuficiencia de libertades. Para lo que tal vez sea la mayoría de nuestros contem poráneos, y sin duda para quienes, entre ellos, los psicoanalistas tienen más posibilidades de recibir en sus consultorios, la in-certidumbre, la inseguridad y la des-protección son hoy de lejos el peor de los azotes. Desde su punto de vista, la civilización tiene la culpa de que haya sido preciso sacrificar una fracción tan inso p o rta­ blem ente grande de Sicherheit com o precio de las libertades que la propia civilización les perm itió disfrutar. Y la civiliza­ ción ya había sido acusada de ese pecado m ucho antes de que los terroristas destruyeran las Torres Gemelas de M anhattan y antes de que hiciera erupción el espantajo de los m erodeadores, acosadores, abusadores sexuales, m endigos m olestos y asesinos en serie, o para el caso el pánico a los inm igrantes «sucios, incul­ tos y ladrones»: el péndulo de los valores com enzó a moverse en sentido co ntrario hace ya varias décadas. A ún se m ueve en esa dirección, y lo hace a paso acelerado. El m un do que analizó Freud era el m undo de los Buddenb rook de T hom as M ann: un m u n d o de norm as rígidas y de severas penalidades (com o quedar excluido de la com petencia em presarial, caer en la desgracia social o sufrir el ostracism o) que se aplicaban p o r quebrantarlas; tam bién de norm as clara­ m ente articuladas y legibles, que debían ser aprendidas de una vez y para siem pre: para toda la vida individual y para todos los ám bitos de la vida, desde la cuna hasta la tum ba. El linaje, la familia, la fortuna fam iliar y la continuidad de los vínculos sanguíneos trazaban un eje en to rn o al cual habría de girar el itinerario de la vida, ya concebido pero aún pendiente de com pletarse. Tal com o lo proclam arían m ucho m ás tarde los psicólogos existencialistas com o R. D. Lang o Thom as Szasz,

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aq u ella familia, inscrita en un en to rn o y a través de él en una clase, era el perro guardián colectivo (o un vaso capilar del sis­ tema panóptico de la vigilancia social, com o lo enunciaría des­ pués Michel Foucault) que obligaba a sus m iem bros a m ante­ nerse en el cam ino recto, excom ulgando y elim inando a los desviados (en térm inos freudianos, la familia era el baluarte, la plenipotenciaria y la ejecu to ra del prin cip io de realidad, encargada de p o d ar y dom ar los excesos perpetrados po r el «principio del placer»). Así lo sintetizó Daniel C ohn-B endit con la ventaja de una m irada retrospectiva que abarcaba cua­ renta años: quienes en mayo de 1968 hicieron carne la palabra por entonces blasfema han ganado no obstante su batalla, desde el punto de vista social y cultural (aunque — se apresuró a agregar Cohn-Bendit— por suerte la perdieron desde el punto de vista político). En el filme Le diable, probablem ente estrenado por Robert Bresson en 1976, los héroes son varios jóvenes com pletam ente desorientados que buscan el sentido de la vida, su m isión en el m undo y el significado de «tener una misión». Cualquiera sea el dram a en el que participan com o actores entusiastas o com ­ parsas renuentes, no hay dram aturgos ni directores a la vista, ni llega ayuda alguna de sus mayores. De hecho, d urante los 95 minutos que necesita la tram a para alcanzar su trágico desenlace no aparece un solo adulto en la pantalla. Los jóvenes personajes, com pletam ente inm ersos en sus obstinados e infructuosos esfuerzos por com unicarse entre ellos (la película escasea nota­ blemente en diálogos articulados), recuerdan y m encionan ape­ nas una vez la existencia de los adultos: cuando, hartos de sus proezas, sienten ham bre y corren a la nevera repleta de comida que los invisibles padres aprovisionaron para tales ocasiones.

* El diablo, probablemente (título en español) [N. del E.].

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Los años que siguieron confirm aron y revelaron con creces la visión profética de Bresson. El cineasta francés había vis­ lum brado las consecuencias que tendría la «gran transform a­ ción» de la que él y sus contem poráneos eran testigos presen­ ciales, aunque m uy pocos entre ellos percibían su verdadero alcance y no m uchos más habían advertido siquiera que estaba ocurriendo algo: nada m enos que el pasaje de u n a sociedad de productores— trabajadores y soldados— a una sociedad de con­ sum idores— individuos p o r decreto y adictos a corto plazo por adaptación— . Veinte años más tarde, Richard Sennett tom ó nota de la lastim era queja que expresaba el consultor neo­ yorquino Rico: «No te im aginas lo estúpido que m e siento cuando les hablo a mis hijos sobre el com prom iso. Para ellos es una virtu d abstracta; no la ven en ninguna parte». Y Sennett com enta: R ico (tien e) p o co que ofrecer en el papel de padre m odélico. D e hecho, para esta pareja m oderna, el problem a es precisa­ m en te el opuesto: có m o proteger las relaciones familiares para que no sucum ban a los com p o rta m ien to s de corto plazo, la m entalidad de la in m ediatez y, sobre todo, al débil grado de lealtad y com p rom iso que caracterizan el lugar de trabajo m od ern o.3

La sociedad «m oderna sólida» que analizó Freud era en rea­ lidad una sociedad de productores y soldados. Los padres de los futuros trabajadores y soldados tenían un papel sencillo y claro que desem peñar: la función parental en la sociedad «m oderna

3 S e n n e t t , R., The Corrosion o f Character, Nueva York, W .W . Norton and Company, 1998, pp. 25-26 [trad. esp.: La corrosión del carácter, Barce­ lona, Anagrama, 2000, pp. 24-25).

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sólida» de productores/soldados consistía en instilar la autodis­ ciplina indispensable para alguien con pocas opciones aparte de la obligación de soportar la m onótona rutina im puesta en el lugar de trabajo o los cuarteles militares, y de quien a su vez se esperaba que fuera para sus hijos un m odelo personal de com ­ portam iento regulado por las norm as. Había un fuerte vínculo de realim entación y consolidación recíproca entre las exigen­ cias de la fábrica y los cuarteles, p o r un lado, y una familia regida por los principios de la supervisión y la obediencia, la confianza y el com prom iso, p o r el otro. De acuerdo con M ichel Foucault, los casos de sexualidad infantil y «los peligros de la m asturbación» eran especímenes del surtido arsenal utilizado para legitim ar y prom over el estricto control y la vigilancia perm anente de los hijos que los padres de aquella época tenían com o m isión.4 El ejercicio de esta función parental exigía presencias constantes, atentas y curiosas; presuponía proxim idades; se aplicaba m ediante el examen m inucioso y la observación insistente; requería un intercambio de discursos a través de preguntas que arrancaban confesiones, y de confidencias que sobrepasaban las preguntas formuladas. Im plicaba una proxim idad física y una interac­ ción de sensaciones intensas. Foucault sugiere que en esa cam paña perpetua con el fin de fortalecer la función parental y su im pacto disciplinante, «el “vicio” del niño no era tanto un enem igo com o un soporte»; «en todas partes donde aparecía el riesgo [del “vicio”] se insta­ laron dispositivos de vigilancia, se establecieron tram pas para exhortar a la confesión». Los baños y los dorm itorios eran los

4 Véase F oucault , M., The History o f Sexuality, vol. I, Londres, Penguin, 1978, pp. 42 y ss. [trad. esp.: Historia de ¡a sexualidad, México, Siglo XXI, 2011, pp. 54yss.].

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sitios donde se concentraban los mayores peligros, el suelo más fértil para las inclinaciones sexuales m alsanas de los niños: de ahí que requirieran una supervisión particularm ente atenta, íntim a e im placable, y po r ende una constante, m anifiesta y prom inente presencia de los padres. En los tiem pos m odernos líquidos, el pánico a la m astu r­ bación se ha reem plazado po r el pánico al «abuso sexual»... La am enaza oculta que causa el pánico actual no acecha desde la sexualidad de los niños, sino desde la de los padres. Los baños y los dorm itorios siguen considerándose antros de la h orrenda perversión, tal com o antes, pero ahora los acusados hañ pasado a ser los padres. El propósito de esta cruzada que blande com o arm a el nuevo pánico al abuso sexual es exacta­ m ente opuesto a los objetivos del pánico a la m asturbación que había explorado Foucault. Sean expresos o tácitos, los fines de la presente guerra son: la m erm a del control parental, la renuncia a la presencia ubicua y prom inente de los padres, la determ inación y el m antenim iento de una distancia entre los «viejos» y los «jóvenes», tanto en la fam ilia com o en su círculo de amigos. Seguram ente ha quedado claro que aquí no analizam os una repentina inversión de los im pulsos sexuales que haya deter­ m inado un cam bio radical de las prácticas, sino dos pánicos distintos. Am bos «pánicos m orales» tienden a crear los hechos que alegan com o sus orígenes: y las cantidades de «hechos» que se denuncian e im p u tan de m an era subsiguiente indican la intensidad del pánico m ás que (com o habría exigido Leopold Ranke) «wie ist es eigentlich gewesen»* en los d orm itorios y baños familiares. En lo que concierne al pánico actual, de acuerdo con el inform e m ás reciente del 1‘In stitu t N ational * «Como realmente fue» [N. del E.).

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de la D ém ographie,5 la cantidad de hom bres y m ujeres que recuerdan casos de abuso sexual en su infancia casi se ha tri­ plicado en los seis años com prendidos entre 2000 y 2006 (del 2 7% al 7,3%, hasta el 16% de las m ujeres y el 5% de los h o m ­ bres). Los autores del inform e subrayan que «el aum ento no prueba una incidencia creciente de las agresiones sino una cre­ ciente inclinación a denunciar casos de violación en estudios científicos, lo cual indica que ha bajado el um bral de toleran­ cia a la violencia»; sin em bargo, tienta agregar que tam bién refleja la ascendente tendencia, inducida por los m edios, a buscar la explicación de los problem as psicológicos actuales de los adultos en supuestas experiencias infantiles de acoso sexual en lugar de atribuirlos a la sexualidad infantil o a los com ple­ jos de Edipo y Electra. No im porta cuántos padres, con o sin la complicidad de otros adultos, tratan realm ente a sus hijos como objetos sexuales, ni en qué m edida abusan de su poder para sacar provecho de las debilidades infantiles (del m ism o m odo en que antes no im portaba cuántos de ellos, en su p ro ­ pia infancia, se habían entregado a sus deseos onanistas); lo que im porta es que a todos ellos se les ha advertido que el acortam iento de la distancia debida entre ellos u otros adultos y sus hijos puede ser (será) interpretado com o un desenfreno — abierto, subrepticio o subconsciente— de sus endém icos deseos de abuso sexual. Los adultos y aspirantes a adultos oye­ ron la advertencia, interiorizaron el m ensaje y absorbieron el nuevo lenguaje que sirve a la denuncia y a la explicación de afecciones psicológicas. La prim era víctim a del pánico a la m asturbación fue la autonomía del individuo: la m ism a libertad personal cuya pér­

5 Véase «Les victimes de violences sexuelles en parlent de plus en plus», en Le Monde, 30 de mayo de 2008.

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dida registró Freud en su vivisección del orden civilizado. Los futuros adultos debían ser protegidos desde su m ás tierna infan­ cia contra sus propios instintos e im pulsos m alsanos y p o ten ­ cialm ente desastrosos (si no se los controlaba). En térm inos de Freud, el orden civilizado exigía im poner restricciones al anti­ social «principio del placer», que los hom bres y las mujeres tom arían com o guía en el caso de que el «principio de reali­ dad», socialm ente im puesto, no los m antuviera a raya. Émile D urkheim advirtió que el desm antelam iento o el debilitamiento de las restricciones socialm ente im puestas no redundaría en un increm ento de la libertad individual, sino que profundiza­ ría la vulnerabilidad, la indefensión y la esclavización a los ins­ tintos en cada individuo: en la m edida en que los seres hu m a­ nos «viven com o egoístas», entregándose plácidam ente a su deseo de gratificación instantánea y a los fugaces placeres de los sentidos, gana terreno su propensión a autodestruirse; en contraste, lo que salva a los individuos de su tendencia autodestructiva es el som etim iento a la sociedad... Por el contrario, las principales víctim as del pánico al abuso sexual no pueden ser otros que los lazos intergeneracionales y la intim idad transgeneracional. Si el pánico a la m asturbación otorga al adulto el rol de m ejor amigo, ángel guardián y pro­ tector afectuoso de la juventud, el pánico al abuso sexual lo coloca en la posición de sospechoso perm anente, acusado a p riori de delitos que podría intentar com eter o bien verse im pulsado a com eter sin prem editación maliciosa. El prim er pánico redundó en un increm ento del poder parental, pero tam bién indujo a los adultos a hacerse cargo de su responsabi­ lidad sobre los jóvenes y cum plir al pie de la letra con las con­ secuentes obligaciones. El nuevo pánico releva a los adultos de sus deberes y contrarresta la exigencia de responsabilidad parental con los peligros de su abuso. Agrega una pátina legi­

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tim adora al ya avanzado proceso de m ercantilización de las relaciones entre padres e hijos: la pujante tendencia a m ediar ese vínculo, principalm ente a través del m ercado de consum o. Cualesquiera sean los escrúpulos m orales que hayan perm ane­ cido tras la m erm a en la vigilante presencia de los padres y el abandono de las funciones otrora consideradas ingredientes sitie qua non del a m or parental, los m ercados de consum o pro­ ponen reducir, sofocar y ahuyentar los restos, transform ando casi todas las fiestas fam iliares o festividades nacionales y reli­ giosas en una ocasión para prodigar regalos de ensueño, a la vez que atizan a diario en los niños el incipiente arte de aven­ tajar a los dem ás a través de una feroz com petencia entre pares, basada en la exhibición de signos de distinción social adquiridos en las tiendas. Con lo dicho m ás arriba no se pretende dar a entender que los padres de hoy, o su m ayoría, fracasen en su deber parental, socialmente esperado y socialm ente exigido, de form ar/prepa­ rar a su descendencia de acuerdo con los requisitos im puestos por la sociedad que integran ju n to con sus hijos. Lejos de ello, lo que se pretende decir es que la sociedad para la cual los padres deben instruir o educar a sus hijos ha cam biado. Ya no es una sociedad que m oldea a sus m iem bros principalm ente para los roles de productores y soldados, sino una sociedad que exige a sus m iem bros desplegar y practicar en prim erísimo lugar las virtudes del consumidor. Cuando suenan las alarmas de una inm inente (o ya instalada) «depresión econó­ mica» (el nom bre hoy preferido para hablar de la «crisis eco­ nómica»), los líderes políticos y los expertos no depositan sus esperanzas de salvación en el aum ento de la producción indus­ trial sino en el hecho de que los consum idores com pren más bienes y gasten más dinero (tam bién el dinero que aún no han ganado y no pueden tener la certeza de ganar en el futuro). Los

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parias contem poráneos ya no son quienes rehúsan o no logran co n trib u ir a los esfuerzos productivos, sino quienes fracasan en sus deberes de consumidores y quedan afuera (o son expelidos) del juego de las compras. H oy la principal tarea de la «socialización» (la preparación para la vida conform e a las norm as sociales) consiste en pro ­ vocar/facilitar el ingreso en el juego de las com pras, así como increm entar las oportunidades de perm anecer en el cam po de juego evitando la am enaza de la exclusión. Los m iem bros de la sociedad tienen que desarrollar la sensibilidad a los encantos seductores del m ercado y responder a ellos de acuerdo con el guión escrito por los expertos en m ercadotecnia; y el fracaso en esa em presa es el principal contenido de los actuales tem o­ res a la «ineptitud». Tal com o observó Pierre Bourdieu hace ya dos décadas, hoy vivim os en una sociedad que ha reem plazado la regulación norm ativa p o r la seducción, y el m antenim iento del orden p o r las estratagem as de las «relaciones públicas» (en térm in o s m ás sim ples, la publicidad), m ientras los deseos en expansión y el despertar de nuevas necesidades han vuelto redundante la coerción m anifiesta: no obstante, estos nuevos m ecanism os de reproducción social solo adquieren eficacia si se dirigen a hom bres y m ujeres «capacitados para el desafío». En clara oposición a la fam ilia ortodoxa con su estricta super­ visión parental, esta laxa estru ctu ra familiar, que expande la au to n o m ía infantil y deja a los jóvenes librados a la orien ta­ ción de sus pares, se ajusta bien a los requisitos im puestos por nuestra sociedad m oderna líquida de consum o, individuali­ zada en toda su extensión. Lo que atorm enta a los jóvenes de nuestros días ya no es el exceso de restricciones y prohibiciones insidiosas, tem ibles y dem asiado reales, sino la ab ru m ad o ra y vasta expansión de las opciones aparentem ente abiertas p o r el don de la libertad con­

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sumista. Hoy, las ansiedades de los jóvenes y sus consecuentes sentimientos de in q u ietu d e im paciencia, así com o la urgencia por m inim izar los riesgos, em anan por un lado de la aparente abundancia de opciones, y por otro del tem or a hacer una mala elección, o al m enos a no hacer «la m ejor disponible»; en otras palabras, del h o rro r a pasar po r alto una o portunidad m aravi­ llosa cuando aún hay tiem po (fugaz) para aprovecharla. A diferencia de lo que ocurría con sus padres y abuelos, que se criaron en el estadio «sólido» de la m odernidad, orientado a productores y soldados, ahora las opciones recom endadas no adjuntan códigos de conducta perdurables o acreditados (por no hablar de perdurables y acreditados) que guíen a los elec­ tores por un itinerario infalible u n a vez que hacen su elección o aceptan obedientem ente la opción recom endada. N unca cesa de atorm entarlos la idea de que el paso dado pueda (por poco) ser un error y que quizá sea (p o r poco) dem asiado tarde para dism inuir las consecuentes pérdidas, y m ucho m ás para revocar la opción desafortunada. De ahí el resentim iento que suscita todo «largo plazo», ya sea la planificación de la vida propia o los com prom isos con otros seres vivos. Un aviso publicitario reciente, que a todas luces apelaba a los valores de la generación joven, anunciaba la llegada de un nuevo rímel que «promete m antenerse im pecable du ran te 24 horas», agre­ gando un com entario: ¿Estás en una relación estable? C on una sola pasada, la belleza de tus pestañas sobrevivirá a la lluvia, el sudor, la hum edad, las lágrim as. Pero la fórm ula se elim ina sin problem as con agua ca lien te...

Al parecer, un periodo de veinticuatro horas ya se percibe como una «relación estable», pero ni siquiera sem ejante «com­

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prom iso» sería una opción atractiva si no resultara fácil b o rrar sus huellas y si no hubiera agua caliente al alcance de la m a n o ... Cualquiera sea la opción que se elija en últim a instancia, deberá parecerse al «m anto sutil» de M ax Weber, que uno puede quitarse de los hom bros a voluntad y sin notificarlo con anticipación, y no a su «jaula de hierro», que ofrece protección eficaz y duradera contra las turbulencias pero tam bién obs­ truye los m ovim ientos del protegido y estrecha severam ente su espacio de libre elección. Lo m ás im p o rtan te para los jóvenes, en consecuencia, no es tanto la configuración de la identidad com o la retención (¡perpetua!) de la capacidad de re-configu­ rarla cada vez que llegue — o se sospeche que ha llegado— la necesidad de reconfigurarse. La preocupación de los ancestros p o r la identificación pierde cada vez m ás espacio ante el anhelo de re-identificación. Las identidades deben ser desechables; una identidad insatisfactoria o no del todo satisfactoria, o bien una identidad que delate su edad avanzada al com pararse con las identidades «nuevas y m ejoradas» disponibles en el pre­ sente, tiene que ser fácil de abandonar: quizá la biodegradabilidad sea el atributo ideal de la identidad más deseada. En ausencia de valores perdurables, indisputados y respal­ dados p o r u n a autoridad, la evaluación de las opciones solo puede seguir el m odelo de las m ercancías comercializadas: es preciso «colocar en el m ercado» el m odelo de la identidad ele­ gida a fin de «averiguar su valor». De acuerdo con un sentido com ún que — tal com o observó B ourdieu— se inspira en la pensée unique de la econom ía de m ercado, la m ercancía carece de valor a m enos que disponga de clientes, y el valor que pudiera ya tener o aun ad q u irir se m ide por la cantidad de clientes y la intensidad que estos le dedican. El castigo po r fra­ casar en el hallazgo/creación de clientes para la identidad dise­ ñada y exhibida es la exclusión (ostracism o; «eliminación por

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decisión del jurado», desaire, caso om iso): el equivalente social al vertedero de basura. Vibeke W ara6 llegó a la conclusión de que los jóvenes tienen «un talento especial para m ercantilizarse» y sugirió que la eficacia de ese talento se m ide princi­ palmente por la cantidad de contactos que exhibe cada uno: los «más talentosos» son los que tienen más contactos (hechos en «redes sociales», com o MySpace, Facebook, Second Life y sus num erosas im itaciones en m enor o mayor escala, que hoy se aproxim an a cien en núm ero, así com o en blogs perso­ nales, que hoy superan los setenta m illones y crecen a paso acelerado). «Hoy crece el núm ero de adolescentes que se sienten insta­ dos a crear identidades más grandes para sí m ism os, com o las celebridades que ven retratadas en los m edios nacionales», dijo Laurie Ouellette, profesora de Ciencias de la Com unicación y experta en telerrealidad (reality shows) de la Universidad de M innesota,7 reafirm ando una opinión ya integrada al bagaje de saber com ún que los expertos com parten con el gran público. Las «identidades más grandes» im plican en prim er lugar una mayor exposición: más gente m irando, más personas (usuarios de Internet de banda ancha) con posibilidades de m irar, más devotos de Internet estim ulados/excitados/entretenidos po r lo que han visto, y estim ulados hasta el p u n to de com partirlo con sus contactos (rebautizados com o «amigos», tal com o sugieren las «redes sociales»). MySpace, Facebook, Second Life y los blogs que se reproducen com o hongos son algo así com o una revista ¡Hola! de la gente com ún, u otros incontables tem plos, capillas

6 Véase W a r a , V., «Mobile learning for the ort generation», en: Futureorientation 1, enero de 2008, p. 47. 7 Disponible en < http://www.startribune.com/local/east/18566414. html>.

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o santuarios m enores del culto a la celebridad: una copia que se reconoce inferior (puesto que ofrece una identidad en cierto m odo m enos extensa), pero que alberga la esperanza de hacer po r la gente co m ú n lo m ism o que ¡Hola! hace p o r las am bi­ ciones de los rostros que aparecen en su tapa y por las vidas acerca de las que inform an sus colum nas de chismes sobre celebridades. Para los «aspirantes a ser los elegidos», los blogs son las versiones m asivas — estilo «hágalo usted m ism o»— de los originales de bou tiq u e haute-couture para los pocos elegi­ dos. Todos sabem os que la posibilidad de abrirse cam ino hacia la visibilidad pública a través de la intrincada espesura de los blogs personales es apenas poco m ás grande que la perspectiva de supervivencia de una bola de nieve en el infierno, pero tam ­ bién sabem os que las o p o rtu n id ad es de ganar la lotería sin co m p rar un boleto son nulas. N inguna representación del yo, p o r m uy instantáneo que resulte su éxito, es segura en el largo plazo. Lo que hoy es de rigueur, m añana o pasado m añana estará condenado a vol­ verse rancio y bochornosam ente anticuado, o bien com pleta­ m ente ilegible. M antener actualizada la representación es una tarea de veinticuatro horas p o r día y siete días por semana. Y la capacidad in teractiv a de In te rn e t está hecha a la m edida de esta nueva necesidad: ayuda a perm anecer au cou-_ rant de lo que está en boca de todos, com o los hits musicales m ás escuchados y los últim os diseños de ropa, así com o las fiestas y los eventos de celebridades m ás recientes y com enta­ dos; sim ultáneam ente, ayuda a actualizar los contenidos y redistribuir los énfasis del auto rretrato ; y dada la «cultura de la prisa», que es endém ica a la com unicación electrónica, sum ada al breve lapso de m em oria que esta condiciona, tam bién ayuda a b o rra r las huellas del pasado: los contenidos y énfasis que hoy son bochornosos porque pasaron de m oda. En líneas gene­

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rales, Internet facilita enorm em ente la tarea de la reinvención, hasta un p u n to inalcanzable en la vida desconectada; he ahí, sin duda, una de las razones m ás im portantes por las que la nueva «generación electrónica» pasa tanto tiem po en el u n i­ verso virtual, un tiem po que crece a ritm o constante a expen­ sas del tiem po vivido en el «m undo real». En consonancia, los referentes de los principales conceptos, que a todas luces elaboran y cartografían el Lebenswelt de los jóvenes, se trasplantan de m anera gradual pero constante desde el m u n d o desconectado hasta el m undo conectado. Entre ellos adquieren m ayor prom inencia los conceptos refe­ ridos a los vínculos interpersonales y los lazos sociales, com o «contactos», «citas», «reunión», «com unicar», «com unidad» o «amistad». Este trasplante influye de m odo indefectible en el significado de los conceptos desplazados y las respuestas conductuales que ellos evocan y suscitan. Uno de los efectos m ás patentes de la nueva ubicación es la percepción de los lazos y com prom isos sociales actuales com o instantáneas pasajeras dentro de un constante proceso de rene­ gociación, en contraste con los vínculos estables destinados a perdurar p o r tiem po indefinido. Pero cabe señalar que «ins­ tantánea pasajera» no es una m etáfora del todo feliz: por m uy «pasajeras» que sean, las instantáneas pueden im plicar una durabilidad aún m ayor que la de los lazos y com prom isos mediados electrónicam ente. La palabra «instantánea» p erte­ nece al vocabulario de las im presiones y los papeles fotográfi­ cos, que solo adm iten u n a im agen, m ientras que en el caso de los vínculos electrónicos, p o r el contrario, las acciones de borrar y reescribir, o sobreescribir, inconcebibles en el negativo de celuloide y el papel fotográfico, son las opciones más im por­ tantes y más utilizadas; en realidad, son los únicos atributos indelebles de los lazos m ediados electrónicam ente.

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El tiem po percibido po r la actual generación joven 110 es cíclico ni lineal, sino «puntillista», com o los cuadros de Seurat, Signac o Sisley; cada «punto» es m inúsculo, pero cualquiera de ellos puede convertirse en un m o m en to del Big Bang, com o todos sabem os gracias a los científicos del cosmos; no obs­ tante, a diferencia de las obras legadas p o r los m aestros preté­ ritos de la escuela puntillista (lienzos en los que cada punto ya tiene asignado su lugar inequívoco y en los que la form a de las cosas ya se ha preconfigurado de u n a vez y para siem pre con el fin de que la veam os con claridad y sin cam bios cada vez que m ira m o s), resulta a b so lu ta m e n te im posible predecir qu¿ m om ento experim entará tal tra n sfo rm ac ió n ... Los cosm ó­ logos pueden decirnos en m inucioso detalle qué ocurrió con el universo una fracción de segundo o miles de m illones de años después del Big Bang, pero absolutam ente nada de lo que o currió antes, y m ucho m enos cuál fue su causa, si es que la hubo, o qué au g u ró/anunció su advenim iento. En consecuen­ cia, cada p u n to del tiem po requiere u n tratam iento serio y nin g u n o puede quedar desatendido ni escurrirse entre los dedos. De esta percepción «puntillista» del tiem po deriva lógica­ m ente una estrategia com ún de vida y la concepción más am pliam ente difundida del arte de vivir, am bas registradas por los investigadores entre los jóvenes m ás sesudos del presente. A nn-Sophie, una estudiante veinteañera de la Universidad de Negocios de C openhague, p o r ejem plo, expresó sin rodeos dicha estrategia en respuesta a las preguntas form uladas por Flem m ing Wisler:8 «No quiero que m i vida m e controle dem a­ sia d o ... No quiero sacrificar todo po r m i c a rrera... Lo más im p o rtan te es sentirse c ó m o d o ... Nadie tiene ganas de que­ 8 Véase «TheThoughtful», en: Fulureorientation /.enero de 2008, p. 11.

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darse atascado en el m ism o em pleo du ran te m ucho tiempo». En otras palabras: no gastar pólvora en salvas y m antenerse siempre alerta a las nuevas opciones; tratar a toda costa de que la pólvora y las opciones sigan siendo tuyas; no ju rar a nada ni a nadie lealtad «hasta que la m uerte nos separe»; el m undo está lleno de oportunidades m aravillosas, prom etedoras, im posi­ bles de rechazar; sería una verdadera locura increm entar la posibilidad de perder esas o p ortunidades atándose de pies y manos a com prom isos irrevocables... La vida de la generación joven se vive hoy en un estado de emergencia perpetua. Es preciso m antener los ojos bien abier­ to s y aguzar los oídos de form a constante para captar de inm e­ diato las visiones y los sonidos de lo nuevo: lo nuevo que siem ­ pre ya-está-viniendo, a una velocidad solo com parable a la de un bólido que pasa y se esfum a en u n instante. No hay momento que perder. Desacelerar es derrochar. ¿Qué augura todo esto para el destino del «principio de rea­ lidad», encargado de dom ar y m antener a raya la búsqueda de placer a instancias del deseo? La gran novedad es la em inente revocabilidad de este principio. La realidad se percibe cada vez más como una irritación tem poral que es preciso circunvalar, y no algo a superar o ante lo cual darse por vencido; en nues­ tro m undo de repuestos y del derecho a devolver en la tienda cualquier producto que no nos b rinde plena satisfacción, los objetos que causan incom odidad se descartan y sustituyen por otros «nuevos y m ejorados». En particular para los jóvenes, esto incluye la realidad fuera de Internet, que para cum plir con las expectativas debe adecuarse sin dem ora a los parám etros de su hom óloga online. Hoy le toca al «principio de realidad» ser considerado culpable hasta que dem uestre su inocencia, y no le resulta fácil en co n trar una prueba convincente. Le ha lle­ gado el turn o de argum entar profusam ente ante su antago­

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nista — el placer— y disculparse p o r los inconvenientes que ha causado p o r abusar de su hospitalidad. Esto puede que sea o no verdad, pero lo m ás probable es que no sea toda la verdad. El ju rad o aún no ha dictado sen­ tencia; el caso sigue abierto. El resultado de las confrontacio­ nes entre am bos principios no está cantado en absoluto. En la in in terru m p id a confrontación entre los principios de la reali­ dad y del placer, no hay un solo enfrentam iento que perm ita vislum brar una clara línea final: pocas batallas son concluyentes, si es que alguna lo es, y rara vez o nunca se llega al «punto sin retorno». C om o ya he señalado, esta situación redunda en un estado de em ergencia perpetua, pero tam bién en un estado de perpetua Unsicherheit. M ientras que el prim er im pacto psi­ cológico de ese cam bio en la índole de la confrontación es un reconfortante augurio de que habrá m ás espacio para la bús­ queda de placer, el segundo aspecto presagia m alestares, dife­ rentes a los del pasado pero potencialm ente tan severos y pato­ génicos com o los que sabem os que causó el «principio de realidad» en los tiem pos de su supuesta invencibilidad. En pocas palabras, la situación actual se caracteriza por una intrínseca y extrem a am bivalencia. Y la condición de am biva­ lencia no tiene visos de definirse. Puede suscitar reacciones m utuam ente opuestas que redunden en sufrim ientos ostensi­ blem ente contrarios. Tanto el carpe diem com o la búsqueda febril de «raíces» y «cimientos» son sus resultados igualm ente probables y legítim os. Sin em bargo, un pequeño pero creciente n úm ero de razones lleva a sospechar que el perpetuo m ovi­ m iento pendular entre el deseo de conquistar m ayor libertad y el anhelo de contar con m ayor seguridad está por iniciar su trayecto opuesto. No hay m an era de pronosticar con certeza hacia qué lado se desplazarán las cosas u n a vez que este equi­ librio notoriam ente inestable alcance su «punto de inflexión»:

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la hoy revelada insostenibilidad del sistem a económ ico m u n ­ dial y del sistema global de explotación de los recursos plane­ tarios podría aún redefinir las recientes desviaciones cultura­ les como un callejón sin salida al que ha ido a parar la parte más privilegiada de la hu m an id ad , tal vez subrepticiam ente m anipulada, durante las últim as dos o tres «décadas furiosas». Lo más probable es que, a pesar de que el «principio de reali­ dad» parezca haber perdido su batalla m ás reciente contra el «principio del placer», la guerra entre ellos está lejos de haber llegado a su fin y el resultado final (si es que algún acuerdo es capaz de alcanzar el estatus de «final») no está definido en absoluto.

COMENTARIO A «LA CIVILIZACIÓN FREUDIANA REVISITADA O ¿QUÉ SE SU PON E QUE OCURRIÓ CON EL PRIN CIPIO DE REALIDAD?» G u st a v o D

essal

He creído encontrar en la m ayoría de sus obras la influencia de la doctrina freudiana. M uchas veces se trata de una presencia explícita, y otras se percibe al contraluz de la lectura. En su primer correo* me hace saber sobre su deuda pendiente con Freud, posiblem ente no m ucho m ayor de la que m antiene todo el pensam iento occidental de la segunda m itad del siglo pasado, a pesar de los num erosos detractores. Pero tam bién estoy convencido de que los psicoanalistas tenem os una im por­ tante deuda con usted, puesto que su m odo de encarar la socio­ logía, en la mejor y más noble tradición de D urkheim , nos per­ mite com prender la sociedad en tanto que organism o vivo, y no como concepto abstracto: una sociedad en la que la lógica colectiva no puede desentenderse de todo aquello que Freud nos descubrió acerca del sujeto. Con todo el respeto que siento hacia la obra de Michel Foucault, considero que su m odo de abordar la sexualidad com o el mero efecto de una superestructura ideológica le ha im pe­ * Véase p. 141.

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dido ah o n d ar con m ayor agudeza en los descubrim ientos de Freud. C onsiderar el com plejo m asturbatorio, con su cortejo de culpabilidad, tem or al castigo y prohibición, com o algo determ inad o exclusivam ente p o r la lógica del poder, es una teoría neurótica, es decir, que se identifica a los m ism os tem o­ res infantiles prim arios y a la creencia en la om nipotencia paterna. Freud abordó la sexualidad de otro m odo. No se inte­ resó po r las variaciones de las costum bres, sino que extrajo lo real de la conducta hum ana, entendiendo aquí po r el térm ino «real» lo im posible, lo que no cam bia, ni puede educarse, ni se enseña, ni se adquiere m ediante un saber intelectual, ni sufre las m odificaciones de la época. En síntesis: el am or, líquido o sólido, puede variar en cuanto a sus signos m anifiestos, los cuales tendrán innum erables consecuencias, com o usted lo ha dem ostrado de m anera brillante. Pero la función inconsciente que cum ple en el ser hablante no ha cam biado, ni podrá cam ­ biar, al m enos m ientras dicha criatura conserve los rasgos que p erm itan seguir clasificándolos com o hum ana. En su herm osa novela Chesil Beach,* Ian McEwan nos recrea la historia de u n desencuentro entre dos seres que se am an profundam ente. C om o en el m ito de Dafnis y Cloe, los protagonistas no saben hacer el am or. Por supuesto, no se trata de una ignorancia fisiológica o m ecánica, sino subjetiva. El alcance del problem a es m ucho mayor, y m e tom o aquí la libertad de citar sus palabras, con las que replica a los panelistas** que com entan su artículo «La civilización freudiana revisitada», porque yo m ism o no podría hacerlo con mejores térm inos:

*

I., Chesil Beach, Barcelona, Anagrama, 2010. panel de Freud», p. 6 9 .

M cE w an,

** Véase

«El

C o m e n ta r io

a «La civilización freudiana revisitada»

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Puesto que se trata irremediablemente de un evento interhu­ mano en el que ambos participantes están dotados de una subjetividad inalienable, el sexo ni siquiera puede aproxi­ marse a la facilidad e instantaneidad con que se obtienen otros placeres, totalmente cosificados y mercantilizados, en el simple y único acto de entregar unos pocos billetes o escribir en un teclado el pin de la tarjeta de crédito. Aun cuando se lo asegure contra las indeseadas consecuencias del largo plazo, el sexo requiere al menos una negociación rudimentaria, el intento de conquistar los favores del compañero o compañera y congraciarse ante sus ojos, ganarse un mínimo de simpatías, despertar en el posible compañero o compañera un grado de deseo equiparable al propio... Y entonces, aseguradas o no, las relaciones sexuales implican entregar rehenes al destino. Por muy intensos (y por lo tanto deseables y codiciados) que sean tos placeres sexuales, se enfrentan a eventualidades mucho más agobiantes que la mayoría de los otros placeres. s

Si algo nos ha enseñado Freud, es que el sujeto hum ano puede encontrar el goce sexual en su propio cuerpo, y de hecho, es esta la prim era y principal fuente de placer. No hay nada en el «programa hum ano» que tienda a una búsqueda natural del goce en la relación con un partenaire. El goce, en su m ás puro funcionam iento, es com pletam ente autoerótico, y lo que el psi­ coanálisis ha debido explicar es de qué m anera, en ausencia de una conexión sexual instintiva, el ser hum ano puede (y debe), pese a todo, renunciar parcialm ente a la obtención de placer solo en su propio cuerpo y salir al encuentro de otro. Esa bús­ queda es lo que usted expresa con palabras tan precisas. Esa búsqueda, que el discurso científico pretende ignorar, es lo que convierte el encuentro entre los sexos en algo extrem adam ente complejo, ajeno a toda definición norm ativa, som etido a la

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particularidad de cada ser hum ano, y fundam entalm ente con­ dicionado p o r una estructura sim bólica e im aginaria que a duras penas logra suplir aquello que el lenguaje nos ha robado: la acción instintiva. En otras palabras: para el psicoanálisis, la heterosexualidad es un fenóm eno que requiere una explica­ ción tan com pleja com o la hom osexualidad, puesto que ambas carecen de una explicación natu ral o biológica. Su observación sobre el asom broso desplazam iento que se ha producido en la actualidad, cuando los padres se vuelven sospechosos de ser agentes de la seducción de los hijos, en lugar de censores de su sexualidad, es m ucho más que el sim­ ple resultado de u n cam bio histórico: es, por así decirlo, la puesta en escena colectiva de las fantasías inconscientes que Freud había descubierto en sus pacientes. Si el com plejo de Edipo no se reduce a la bien conocida y vulgar historia del n iñ o que se enam ora de su m adre es porque, en efecto, el ser hablante encuentra en el escenario de sus figuras prim arias las experiencias inaugurales de goce. Es cierto que, entre los tiem ­ pos de Freud y los actuales, algo ha ocurrido. Algo que ha hecho posible que el papel de los padres en la sexualidad de sus hijos se haya transform ado en una am enaza paranoica. Creo, y en ello lo sigo a usted en sus agudas deducciones, que nada de esto podría com prenderse sin in tro d u cir el profundo cambio que supone lo que conocem os com o «sociedad de la transpa­ rencia», y que lejos de ofrecernos las condiciones para la arm o­ nía, la com unicación y la com prensión recíproca, ha in trodu­ cido la función feroz y obscena de una m irada om nipotente. La «sociedad de la transparencia» es la traducción en el plano subjetivo del ideal científico de la representación total, la idea de que todo lo real puede ser llevado al plano de la imagen, el cálculo y la m edición. Lo que el psicoanálisis reconoce bajo el concepto de inconsciente es que los deseos necesitan del

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secreto y del m isterio para sobrevivir. Si se anuncian dem a­ siado, si se insinúan dem asiado, si se desvelan dem asiado, se corre el riesgo de que nuestros sem ejantes (incluidos nuestros propios padres) se conviertan en nuestros perseguidores. Pero no quisiera pasar por alto u n a cuestión que en su texto me parece fundam ental. Dice usted, con toda razón, que en m odo alguno pretende insinuar que (...) los padres de hoy, o su mayoría, fracasen en su deber parental, socialmente esperado y socialmente exigido, de for­ m ar/preparar a su descendencia de acuerdo con los requisitos impuestos por la sociedad que integran junto con sus hijos. Lejos de ello, lo que se pretende decir es que la sociedad para la cual los padres deben instruir o educar a sus hijos ha cam­ biado. Ya no es una sociedad que moldea a sus miembros principalmente para los roles de productores y soldados, sino una sociedad que exige a sus miembros desplegar y practicar en primerísimo lugar las virtudes del consumidor. Cuando suenan las alarmas de una inminente (o ya instalada) «depre­ sión económica» (el nombre hoy favorito de la «crisis econó­ mica»), los líderes políticos y los expertos no depositan sus esperanzas de salvación en el aumento de la producción industrial sino en el hecho de que los consumidores compren m ás bienes y gasten más dinero (también el dinero que aún n o han ganado y no pueden tener la certeza de ganar en el futuro). Los parias contemporáneos ya no son quienes rehú­ san o no logran contribuir a los esfuerzos productivos, sino quienes fracasan en sus deberes de consumidores y quedan afuera (o son expelidos) del juego de las compras. E n tr a m o s a q u í en una dim ensión decisiva, y que concierne a la f u n c ió n del objeto en la realidad hum ana. Si el psicoanáli­

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sis ha aportado algo nuevo e inédito a la historia del pensa­ m iento, no solo es el hecho de haber subvertido la concepción del sujeto, sino tam bién la de haber contribuido a una pro­ funda reflexión sobre la función y el significado del objeto, desafiando la tradición filosófica en su conjunto. A su manera, usted ha com prendido que la sociedad de consum o no puede explicarse sim plem ente com o el resultado de un m odelo eco­ nóm ico, en el que solo los intereses del m ercado dictan sus reglas y su dinám ica. Es preciso com p render de qué m odo un aspecto fundam ental del ser hablante es aprovechado, «secues­ trado», alienado, a los fines del discurso capitalista. Y ese aspecto com prende un extenso y profundo capítulo, el de la función del objeto en la dinám ica psíquica, cuyas páginas han sido escritas p o r el psicoanálisis desde una perspectiva que no ha tenido antecedente alguno. La concepción freudiana del inconsciente tam bién ha producido u n a segunda subversión, esta vez en el plano del objeto. El concepto freudiano de pulsión es m uy probablem ente uno de los descubrim ientos m ás im po rtantes de la historia del pensam iento. No existe aspecto alguno de la realidad hum ana, ya sea que la abordem os desde el p u n to de vista económico, político, social, cultural, etc., do n d e este concepto no dem ues­ tre su ab ru m ad o ra potencia epistém ica. Para dem ostrarlo, me atreveré a tom ar un ejem plo m ás propio de su cam po que del m ío, pero que nos brin d ará la o p o rtu n id a d de apreciar hasta qué extrem o el psicoanálisis no puede excluirse de ningún fenóm eno del cual el ser h u m an o form a parte. El 10 de septiem bre de 2012, la com pañía Apple anunció la salida al m ercado de sus nuevos m odelos de sm artphones. No voy a hacer aquí un ensayo sobre el secreto del éxito de dicha com pañía, pero creo innecesario explicar que su liderazgo no obedece sim plem ente a la calidad de sus productos, o a la indu­

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dable perfección técnica que poseen. El secreto consiste en que un tal Steve Jobs logró una proeza insólita: invertir lo que Max Weber denom inó Entzauberung der Welt, el desencantam iento del m undo. Es probable que Steve Jobs no imaginase de ante­ mano lo que estaba a punto de producir: devolverle al m undo su cualidad mágica. Si las consecuencias del avance de la cien­ cia se explican en parte gracias al concepto acuñado por Max Weber, la técnica nos ha devuelto bajo la form a del objeto la creencia en el poder de la magia, algo así com o un Wiederzauberung, una suerte de reencantam iento. Weber estaba conven­ cido de que la técnica nos aportaría una explicación «racional» del m undo, pero se equivocó. No supo — no pudo— prever que setenta u ochenta años m ás tarde, un tal Jobs (entre otros) habría de repoblar el m undo de pequeños dioses. Pero volvamos al acontecim iento del pasado 10 de sep­ tiembre. El nuevo iPhone, que se anunciaba com o la llegada del Mesías, ha producido lo que los m edios de prensa, basán­ dose en los testim onios de los usuarios, h an denom inado «frustración», térm ino que — dicho sea de paso— posee un sello psicoanalítico indiscutible. La «frustración» del objeto de consumo es un in stru m en to indispensable en la lógica del mercado. Si el capitalism o ha logrado perpetuarse hasta ahora, es porque su m odelo económ ico ha logrado «captar» en su provecho los m ecanism os de la subjetividad, m ientras que el socialismo real Ies ha dado la espalda, intentando im poner un ideal h u m an o que se d e sen te n d ió p o r com pleto del ser hum ano verdadero. Com o lo expresé en otro ensayo, el deseo no se contenta jamás con su objeto. Se afana en su búsqueda, siempre frustrante, roza tangencialmente su meta, y se empecina en avistar un más allá por, lo general disperso e

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innombrable. De allí que el objeto de consumo actual, programado no solo para caducar en su materialidad física sino fundamentalmente en su valor imaginario de fetiche, es el señuelo ideal para ofrecerle al deseo, puesto que posee la pro­ piedad mágica indispensable: una exacta mezcla de placer y decepción que garantice la fidelización del sujeto al espejismo del consumo.. ¡Qué dulce dolor causa en el alma comprar el nuevo smartphone y enterarnos, ese mismo día, que la marca acaba de anunciar la salida del siguiente modelo para los pró­ ximos meses! Creíamos haber tocado el cielo con las manos, pero el encanto fue fugaz. No obstante, debemos estar agra­ decidos de que nuestra vida encuentre así una renovación de su sentido, y que el deseo recargue su movimiento eterno hacia la nada.1 Delicado equilibrio, pues, el que debe regular la relación entre el m ercado y el consum idor. Desde luego, es fundam en­ tal aprovechar el carácter radicalm ente insatisfecho del deseo, a fin de perp etu ar el m ovim iento circular de la lógica del capi­ talism o. Pero una frustración «excesiva», u n fallo en el sutil intercam bio de satisfacciones y frustraciones puede castigar duram ente al m ercado. Al cabo de pocos días, las acciones de Apple cayeron abruptam ente, y los analistas no dudaron en diagnosticar su causa: la com pañía ya n o «seduce» com o antes, sus objetos no cum plen con la p lenitud que el gran gurú Jobs lograba prom eter. Antes de co n tin u ar con el m odo en que el psicoanálisis logra descifrar este fenóm eno, que por sus reper­ cusiones económ icas, éticas y sociales constituye u n fascinante objeto de estudio, considero o p o rtu n o no perder de vista que,

1 «Los encantos de la caducidad», en Diario Kafka, El diario.es, 29 de enero de 2013. *

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con demasiada frecuencia, tendem os a considerar al consum i­ dor com o una «víctima» indefensa ante los im perativos del mercado. Este últim o ejem plo de Apple nos perm ite com pren­ der que la cuestión es m ucho m ás com pleja, y que el consum i­ dor tam bién detenta un poder real de corregir, complacer, consentir, o incluso atacar las previsiones del m ercado, cuando estas fallan a la hora de diagnosticar con fineza lo que Marx denom inaba «el fetichism o de la m ercancía», probablem ente una de sus más lúcidas observaciones sobre el objeto. Si M arx abrió un cam ino fundam ental en la com prensión teórica del objeto al distinguir entre su valor de uso y su valor de cambio, Freud fue m ucho m ás lejos: dem ostró que, ante todo, el objeto posee un valor libidinal. C om prender qué significa esto, no solo es esencial para la clínica psicoanalítica, sino tam bién para captar algunas de las transform aciones más decisivas de nuestro m u n d o contem poráneo. El prim er paso de Freud consistió en afirm ar su certidum ­ bre de que no existe ningún objeto n atural o biológicam ente predeterm inado para el ser hum ano. Ni siquiera las necesida­ des más prim arias, tales com o el ham bre y la sed, pueden con­ siderarse com o preestablecidas, puesto que la experiencia clí­ nica dem uestra que, en sí m ism as, no son suficientes para garantizar la subsistencia física del organism o hum ano. Las pruebas aportadas p o r René Spitz sobre los casos de hospitalismo, en los que algunos niños ingresados en instituciones hospitalarias no sobreviven cuando a pesar de recibir los cui­ dados físicos correctos no son atendidos en el plano del amor, nos dem uestran que incluso los «instintos» indispensables para la vida no funcionan de m anera autom ática. La extraordinaria clarividencia de Freud consistió en partir de una operación epistem ológica que resultó decisiva para el entendim iento del sujeto hum ano: decidió postular que el lugar

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original del objeto en el psiquism o es un lugar vacante. Es a p a rtir de ese vacío inaugural, pro d u cid o p o r la acción «expul­ siva» del lenguaje en el ser hablante, que los sujetos deben en co n trar un objeto capaz de ocu p ar esa hiancia.* Conviene dejar constancia de algunos m ecanism os que intervienen en este proceso, porque no solo nos p erm iten construir la lógica de los procesos psíquicos, sino que resultan indispensables para superar una visión ingenua de la lógica del m ercado con­ tem poráneo. Por una parte, ese «vacío fundacional» del objeto en el ser hu m an o introduce en el sujeto la vivencia de una pér­ dida irreparable. La paradoja es que, no habiendo tenido jam ás ese objeto a su disposición, p o r ser sencillam ente inexis­ tente, el sujeto no tiene o tra posibilidad que experim entar su carencia com o una pérdida, en lugar de una im posibilidad estructural. No obstante, esta «infelicidad» originaria es al m ism o tiem po la causa de lo que llam am os el deseo. El deseo hum ano, cuyas dos características m ás im portantes son la de

* «Hiancia»: Aunque no lo recoge el Diccionario de la Real Academia Española y tampoco el María Moliner, «hiancia» es un barbarisino derivado del hiato empleado para traducir la expresión francesa béance, que significa abertura, separación, oquedad. Lacan lo utiliza abundantemente en su obra. La hiancia se refiere al espacio existente entre dos significantes y que la teo­ ría lacaniana postula com o el espacio que da lugar a la emergencia del sujeto del inconsciente. En este sentido, el inconsciente mismo puede ser considerado como una hiancia en la autoconciencia de sí, una falla, oque­ dad o agujero en la conciencia. Por otra parte, el concepto de hiancia remite a la teoría lacaniana sobre la causalidad psíquica, al hecho, registrado por la experiencia de la cura, de que entre un efecto y su causa no existe una rela­ ción de continuidad y determinación absoluta, sino un espacio de indeter­ minación. La hiancia juega aquí un papel decisivo en la consideración de la estructura subjetiva, puesto que dicha indeterminación tiene consecuen­ cias, no solo clínicas, sino fundamentalmente éticas, en la medida en que para Lacan la acción inconsciente no exime al sujeto del deber de asumir la responsabilidad de su acción [N. de G. D.].

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ser por una parte un deseo inconsciente (lo que se quiere y lo que se desea están separados por una división generalm ente irreconciliable), y p o r otra im posible de colm ar (dado que todo aquello que encontram os com o sustituto no nos restituirá jamás la fantasía de lo que hem os perdido), no solo es fuente de dolor, sino tam bién, y po r encim a de todo, el estím ulo que nos mueve en la existencia, el m o to r de nuestra dinám ica vital. En síntesis: lo que Freud denom inaba tam bién con el tér­ mino de Lebenstrieb, la pulsión de vida. El deseo sale a la bús­ queda de su objeto, un objeto condenado a ser el suplente de otra cosa, un señuelo, un espejism o que trata de devolvernos la verdadera causa del deseo y que consiste en el anhelo de recuperar aquello que por nuestra condición de seres hablan­ tes hem os «perdido»: la virtu d de una satisfacción plena. A partir de esta construcción, tropezam os con algo aún más so r­ prendente: p o r una parte, la inexistencia originaria de un objeto natural le ha perm itido al hom bre una apertura incom ­ parable al m undo, la v irtu d de una «curiosidad» inagotable. Pero al m ism o tiem po, una vez que el ser hablante «encuentra» el objeto singular que se acom oda a las condiciones que le im pone su inconsciente (y esto afecta de form a particular­ mente notable al objeto sexual), se produce una fijación m uy difícil de m odificar. Por lo tanto, nos encontram os con que el estudio del objeto en el psiquism o hu m an o debe m anejar dos postulados contradictorios y a la vez insuperables: por una parte, la ausencia de un objeto predeterm inado, y por otra, el «hallazgo» de un objeto sustitutivo al que el sujeto habrá de quedar fijado para siem pre. Aquí com ienza la verdadera aven­ tura hum ana, puesto que el objeto hallado es y no es lo que anhelamos. De allí que la insatisfacción sea la m arca distintiva del deseo. O com o lo repite una y o tra vez Lacan, «el deseo es siempre deseo de o tra cosa». I

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No m e extenderé aquí en las consecuencias estrictam ente clínicas que esta com pleja construcción supone, tanto en la concepción de la subjetividad com o en la práctica analítica, es decir, en la form a en la que el psicoanálisis concibe la cura, que no se lim ita a una m era «superación» de los síntomas, ni m ucho m enos a «dom esticar» al sujeto o enseñarle a encontrar «el objeto que le conviene». Por definición, el psicoanálisis parte de la base de que el objeto es siem pre e irrem ediablem ente inconveniente, y que la cura, m ucho m ás que una sim ple tera­ péutica, im pone la travesía de una experiencia ética consis­ tente en la reconciliación entre el sujeto y esa inconveniencia incurable con la que deberá aprender a convivir. Quisiera vol­ ver, tras este largo pero inevitable rodeo, a la aplicación de esta teoría al cam po que le pertenece fundam entalm ente a usted: el del discurso social y sus avatares actuales. El extraordinario desarrollo de la técnica, unido a los inte­ reses de la industria y el capital, ha logrado producir de forma m asiva lo que denom inam os objetos de consumo, que consti­ tuyen la base de la econom ía capitalista. Com o bien sabemos, un objeto de consum o no es sinónim o de un objeto de la nece­ sidad. Si los seres h um anos se conform asen con los objetos de la necesidad, o dicho de otra m anera, si los seres hum anos solo estuviesen regidos p o r los rigurosos imperativos de la necesi­ dad, el capitalism o sencillam ente no habría podido existir. Si existe, es gracias a que se dedica a la fabricación masiva de objetos cuya virtu d fundam ental consiste en entrar en sintonía con el objeto inconsciente que opera como causa de nuestros deseos. ¿Qué es u n deseo? Un deseo es, para decirlo en los m ejores térm inos freudianos, la perversión de una necesidad. Y eso es, nada más ni n ada m enos, lo que hace de nuestra espe­ cie algo incom parable con cualquier extrapolación al resto de los seres vivientes.

C o m en ta rio a «La civilización freudiana revisitada»

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Tras la Segunda G uerra M undial, cuando el capitalismo entró esa fase que usted ha expresado con gran sentido del hum or en algunos de sus libros, la fase donde la cartilla de ahorro fue sustituida por la tarjeta de crédito, com enzó el proceso de fabricación masiva de objetos técnicos, cada vez más sofistica­ dos, más asom brosos, y al alcance de una creciente parte de la población m undial. No se trata, po r supuesto, de dem onizar la técnica ni sus productos, sino en todo caso de reconocer el secreto de su éxito planetario, que de ningún m odo se reduce a la indiscutible funcionalidad que b rin d a n en la m ayoría de los casos. Q ue miles de personas hagan cola frente a la Apple Store tres o cuatro días antes de la salida del últim o m odelo de iPhone no es algo que la sociología, la psicología, o por supuesto la econom ía, puedan explicar. Para com prenderlo, es preciso contar con los instrum entos conceptuales del psico­ análisis, que nos perm iten captar de qué m odo un objeto téc­ nico puede cobrar un valor libidinal, es decir, convertirse en causa del deseo. La asom brosa «sabiduría» de la lógica capita­ lista consiste en haber logrado concentrar en un objeto «uni­ versal» (en el sentido de su fabricación en serie) la prom esa de una satisfacción cuyas características son específicas e incons­ cientes en cada sujeto. A través de la m ediación de los objetos de consum o, se establece una relación de circularidad entre el m ercado y el sujeto, donde am bos poseen su cuota de poder y ejercen sus presiones. La «frustración desequilibrada» que provocó el iPhone 5S en los expectantes y ávidos consum ido­ res de sueños generó una seria caída de las acciones de Apple. El m ercado y el sujeto, atrapados am bos en un circuito p er­ verso y p o r ahora in d estru ctib le, se dirigen m u tu am en te dem andas im posibles que se declinan siem pre alrededor de la fantasía de la novedad. Cada p roducto que sale al m ercado se convierte autom áticam ente en un objeto caduco. Y a la vez, el en

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sujeto dem anda lo nuevo, cada vez m ás nuevo, m ás rápido, porque el avance de la técnica tam bién puede m edirse (con una rigurosidad casi científica) en función de la velocidad con la que un objeto deja de satisfacer al consum idor. Por últim o, m e gustaría añ ad ir unas palabras a la excelente descripción que usted hace sobre el «secuestro» de la infancia p o r parte de la econom ía capitalista: en un m undo donde los grandes ideales han sido derrotados p o r la acción corrosiva del discurso científico-técnico, el fracaso de las utopías em ancipa­ doras, y otras tantas causas im posibles de sintetizar, el sím bolo paterno es posiblem ente uno de los sustentos civilizadores que m ás se han desgastado. El m odelo patriarcal, con su carga de arbitrariedad y su pretensión totalizadora, ha dado paso a un m odo de vida en el que los padres, en ausencia de todo m odelo referencial, tienen prácticam ente dos opciones para elegir: la necesidad de recu rrir a especialistas para ser aconsejados en todas y cada una de sus decisiones educativas, o dim itir de su legítim a autoridad, convirtiéndose ellos m ism os en m enores de edad. Desde luego, esta «licuefacción» de la función paterna es una excelente fuente de negocios... y un inagotable factor de producción de síntom as.

EL PANEL DE FREUD (RESPUESTA AL PANEL)* Z y g m u n t Ba u m a n

Cuánta razón tienen Koppe y Z euthen cuando dicen que mi «interpretación de la teoría freudiana podría ser más elaborada» y señalan la amplia variedad de interpretaciones disponibles (en caso de duda, confróntese el ángulo de su crítica de Freud con el de Brickman, el otro de los únicos tres psicoanalistas en activi­ dad que integran nuestro panel). En efecto, com o suele ocurrir frente a las grandes obras, la interpretación de Freud es una tarea que probablem ente nunca culmine: es el m ejor tributo concebible a la persistente actualidad de las ideas freudianas, así como a su capacidad de absorber, digerir e ilum inar preocupa­ ciones nacidas una eternidad después de la m uerte de su crea­ dor; más exactamente, su capacidad de absorber y digerir esas preocupaciones de la m ejor m anera que pueda pensarse: repre­ sentándolas com o indispensables para su propia concepción.

* Artículo publicado en Journal of Anthropological Psychology, 21,2009, Departamento de Psicología de la Universidad de Aarhus. Este texto se pre­ senta como una contrarréplica a la respuesta dada por un grupo de acadé­ micos al texto «La civilización freudiana revisitada» (p. 29) dentro de un panel de discusión. Para consultar online la intervención de estos académi­ cos: .

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lil relamo tlel péndulo

El posfreudism o es un fenóm eno m uchísim o más abarcador que la totalidad de los estudios expresam ente abocados a reali­ zar una crítica creativa o a actualizar la obra del maestro. En aras de la honestidad, todos podríam os (y deberíam os) comenzar nuestra presentación repitiendo la adm irable frase del profesor Brickman: «Como crítico contem poráneo de Freud, así como uno de sus num erosos beneficiarios devotos...» (tal vez agre­ gando que tener a Freud com o objeto de crítica es casi sin duda el m ayor de nuestros beneficios). Así com o todo el psicoanálisis es indefectiblem ente posfreudiano (es decir, concebido en rela­ ción con Freud o con referencia a él; posicionado; inscrito en el proceso de la perpetua resurrección/reencarnación del maestro, aun cuando calle o censure esa genealogía), la entera sociolo­ gía de la cohabitación hum ana y la subjetividad hum ana serían impensables bajo una im pronta diferente a la posfreudiana. En lo que a m í respecta, form o parte del segundo grupo, el «círculo exterior», por así decir, o bien — para agudizar más el argu­ m ento— la periferia: agradecido a Freud por los indicios y las pistas que m e perm iten, com o sociólogo, reparar en conexiones que de lo contrario pasarían inadvertidas. Puesto que no soy un académ ico freudiano, estoy plenam ente dispuesto a aceptar que m i «interpretación de Freud» pudiera ser m uchísim o más elaborada de lo que es. Pero lo cierto es que solo he tom ado de su caja de herram ientas aquellos instrum entos que m e resulta­ ron pertinentes para la tarea de m arcar contornos legibles en la m ena am orfa de las tendencias sociales y los Lebenswelteti individuales de la actualidad. P or este aspecto no tengo pro ­ blem a en disculparm e, si es que hace falta una disculpa. En el texto que se encuentra en discusión, m i interés se centró exclu­ sivam ente en los usos sociales/políticos/económ icos del cam ­ biante equilibrio entre el «principio del placer» y su com pa­ ñero/adversario, el «principio de realidad». *

pl panel (le Freud (respuesta a! panel)

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Debo otra disculpa a mis com pañeros de conversación poí­ no referirm e a un buen núm ero de las cuestiones que han planteado, tal vez la mayoría: una om isión quizá debida en parte a las carencias de m i jurisdicción profesional, pero p rin ­ cipalmente a la m era cantidad, así com o la profundidad y la trascendencia de los planteam ientos. En m i defensa, varias de esas cuestiones requieren m ucho m ás tiem po y espacio del que perm ite el form ato de la «respuesta a los com entarios». Estoy inm ensam ente agradecido a los m iem bros del panel por expo­ ner las lim itaciones y flaquezas que aquejan a m i abordaje de la visión de Freud sobre la interacción del placer y la realidad, que de m anera deliberada y expresa se acota a un uso selectivo y focalizado de la idea freudiana. Sin em bargo, no em prendí mi búsqueda m otivado po r realizar una lectura distinta de Freud ni evaluar de otro m odo el valor de verdad de su suge­ rencia, sino guiado po r cierta m anera de com prender los pro­ cesos que condujeron al adelgazam iento/debilitam iento/m ar­ chitam iento de los lazos hum anos en general y las relaciones intrafamiliares en particular; en especial, el papel que desem ­ peñó o en el que se desplegó el viciado relato de las sexualida­ des infantil y adulta, así com o su parentesco. Para com enzar p o r el que quizá sea el punto más general: ¿es m i creencia en la perpetuidad del desplazam iento seguridad-libertad un síntom a de optim ism o excesivo e injustificado (com o sugiere Zipes) o de un pesim ism o sim ilarm ente im pro­ pio (com o argum entan Koppe y Zeuthen)? Yo preferiría des­ cribir mi po stu ra com o escéptica: una «abreacción» después de haberm e cham uscado varios d e d o s... La historia de la h u m anidad está salpicada de falsos albores y (en consecuen­ cia) la historia del pensam iento rebosa de falsas esperanzas. Tal vez incurablem ente, nos im buye el deseo (explícito o repri­ m ido, au nque irreprim ible) de vislu m b rar en cada nueva

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o p o rtu n id ad el anuncio de que los problem as o malestares actuales quedarán atrás. Esa inclinación se ha institucionali­ zado en la era m oderna (de hecho, se ha vuelto inseparable del estilo de vida m oderno) m ediante la idea del progreso, apare­ jada al culto de la ciencia y la tecnología. Todos o casi todos los avances tecnológicos son anunciados y públicam ente aplaudi­ dos com o un rem edio para el dilem a que nos aqueja en el m om ento de su aparición. Sin em bargo, aunque esa promesa no suele cum plirse, es preciso acelerar el ritm o de circulación, envejecim iento y reem plazo de las supuestas/putativas nove­ dades para que se m antenga viva la fe en la resolución de pro­ blem as m ediante el progreso im pulsado po r la tecnología, ese m o to r sine qua non de la sociedad de consum o. La actual fas­ cinación con las «autopistas de la inform ación» com o remedio para la decadencia de los lazos hum anos, la declinación del com prom iso cívico y el (no m enos im portante) choque entre los principios del placer y de realidad, o bien la fascinación con la ingeniería genética com o el rem edio p ara los traum as hum anos, las afecciones físicas y, m ás en general, la contingen­ cia hum ana, están com prendidos en esa regla. Las innovacio­ nes tecnológicas pueden desacelerar o volver más errática la oscilación del péndulo, pero es sum am ente im probable que la detengan, y m ucho m ás que la vuelvan superflua. Y para enfocarnos en la que a m i parecer es la m etacuestión genuina (aunque en segundo plano) de nuestra pesquisa com ­ partida: hacia el final de una vida de estudio que se ha p ro lo n ­ gado de m anera desm esurada e im perdonable, llegué a la con­ clusión de que la libertad y la seguridad, las dos fuerzas titánicas en cuyo épico duelo Freud detectó el origen de la «civilización», son dos valores igualm ente indispensables para una vida hum ana satisfactoria (es decir, una vida que no incite a la reform a o la rebelión), pero excesivam ente difíciles — en

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realidad, im posibles— de reconciliar satisfactoriam ente. Su relación dialéctica o Hassliebe constituye para mí un rasgo antropológico del anim al social conocido com o homo sapiens. La libertad y la seguridad no pueden sobrevivir una sin la otra, por así decir, pero tam poco pueden convivir en paz. También lie llegado a la conclusión de que es m uy im probable que alguna vez se encuentre «el p u n to m edio», es decir, el equili­ brio satisfactorio entre am bas, aunque (o por lo cual) su bús­ queda jam ás cesará. El m ovim iento pendular es el resultado de esa aporía. O bviam ente, dadas las vertiginosas diferencias entre las proporciones de libertad y seguridad que disfrutan las diversas partes de la sociedad (clases, géneros, generacio­ nes, etnias), así com o la distribución notoriam ente despareja de los privilegios/privaciones de libertad y seguridad a lo largo y a lo ancho del espectro social, es im probable que este m ovi­ m iento sea sincronizado y unidireccional para todos los coetá­ neos (de ahí, entre otras causas, la perpetuidad del clivaje* conservador/libertario). Y en consecuencia lo adm ito: Koppe y Z euthen m e acusan justificadam ente de «no disolver las dualidades». Aunque con u n a salvedad: creo que las dualida­ des son «indisolubles», y sospecho que el intento de disolver­ las es una versión m ás del afán p o r encontrar la piedra filoso­ fal, el perpetuum mobile o la prueba de la existencia de Dios. Esto no implica que los recurrentes intentos de resolución sean para m í una inútil pérdida de tiem po. A fin de cuentas, la búsqueda de la piedra fdosofal tuvo com o efecto colateral/

* «Clivaje»: división, separación, escisión. El profesor Bauman lo emplea aquí en el sentido de división entre dos términos opuestos. En psi­ coanálisis, el término «clivaje» es una de las formas de traducir la «Spaltung» freudiana, que se refiere a la división que separa el registro de la con­ ciencia y el inconsciente [N. de G. D.].

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sérendípico* la quím ica m oderna, así com o la búsqueda del perpctuum tnobile llevó a la física m o d ern a y los teólogos pavi­ m entaron el cam ino hacia la ciencia m oderna m ientras se dedi­ caban con ahínco a com poner pruebas de la existencia divina. En este pu nto necesito disculparm e de nuevo, esta vez por hacer una digresión, que espero sea de alguna utilidad en el intento de aclarar el m otivo de n uestra discordia. Y la digre­ sión a la que m e refiero atraviesa el territorio de las utopías, aparentem ente inconexo. (Me siento en parte absuelto por Keith Tester y su im p o rtan te recordatorio de que la m oderni­ dad ha sido ante todo la era de la novela — de m odo tal que la historia de la escritura novelística y de la m od ern id ad se superponen en el tiem po y se reflejan m utuam ente— , así com o por el hecho de que Peter Beilharz haya elegido a Goe­ the com o pun to de referencia pertin en te para nuestra discu­ sión. Tanto Beilharz com o Tester conocen las intenciones y los sentidos de m i escritura m ejor que yo; cada vez que deseo reconstituir m i postura sobre una cuestión, los c o n su lto ...) El pensam iento utópico es un com pañero inseparable de la vida m oderna, pero sus contenidos se m odificaron considera­ blem ente a lo largo de la m odernidad: cada sucesiva variable dom inante sirve com o baróm etro fiable del equilibrio (o más bien desequilibrio) m om entáneo entre los valores de la liber­ tad y la seguridad, y funciona com o im pulso hacia la «disolu­ ción» de los consecuentes m alestares. En un notable artículo sobre la persistencia de la utopía, M iguel A bensour1 señala que * Traducción del neologismo serendipitous, que deriva de serendipity («serendipia» en español). Este término fue acuñado por Horace Walpole con referencia al cuento tradicional persa «Los príncipes de Serendip» y denota un hallazgo fortuito durante la búsqueda de otra cosa [N. de la T.]. 1 A bensour , M ., «Persistent Utopia», en Constellations 15/3, septiembre de 2008, pp. 406-421.

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William M orris, en 1886, insistía en que los hom bres luchan y pierden la batalla, pero aquello por lo que lucharon llega a pesar de la derrota, y cuando llega se descubre que no era eso a lo que se referían, de m o d o que otros hom bres tienen que salir a pelear por aquello a lo que en verdad se referían, bajo otra den o m in ació n ... Morris escribía sobre todos los hom bres, «los hom bres p ro ­ piam ente dichos», dando por sentado y sugiriendo que luchar por «una cosa que no es» es la m anera de ser de los seres hum anos, de todos los seres hum anos: en verdad, el rasgo definitorio de «ser hum ano».2 Él creía que, para los hom bres (y nosotros agregaríamos: o las m ujeres), luchar po r una cosa tal es inevitable, ya que esa lucha está «en su naturaleza». («El “No” [o N icht] — com o señaló E rnst Bloch— es la falta de Algo y tam bién el escape de esa falta; po r lo tanto, es el impulso hacia lo que falta.»3) Si coincidim os con M orris, las utopías serían para nosotros expresiones rebuscadas y siste­ matizadas de ese aspecto crucial de la naturaleza hum ana. Las utopías fueron otros tantos intentos de desentrañar y describir en m inucioso detalle esa «cosa» p o r la que era preciso lanzarse a la próxim a lucha. Pero no dem orem os en agregar que, p o r m ucho que hayan variado en otros aspectos, todas las utopías escritas por los antecesores y contem poráneos de M orris (incluida la del p ro ­ pio M orris) eran planos m aestros de u n m undo en el que ya

2 M orris , W., A Dream of John Ball and a King’s Lesson, libro electró­ nico, Londres, 2001, p. 3 1 [trad. esp.: El sueño de John Ball y las enseñanzas del rey, Barcelona, Ediciones Barataría, 200713 Bloch , E., The Principie ofFIope, Cambridge (Mass.), M1T Press, 1995, p. 306 (trad. esp.: El principio esperanza, Madrid, Trotta, 2007, 3 tomos).

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no figurarían las batallas por «cosas que no son»: esas batallas no serían requeridas n i deseadas, p o rq u e ya se habría dado vuelta la últim a piedra, de m odo que d ar vuelta más piedras no haría sino em pañar la perfección alcanzada. En consecuen­ cia, si coincidim os con M orris, la «gran cosa» anhelada — y febrilm ente buscada por personas que llevaban en su n atu ra­ leza la lucha p o r las cosas faltantes y anheladas (cualquiera fuera el nom bre que dieran a la cosa que ansiaban a cada m om ento: n om bre tem porario y en general controvertido)— era, paradójicam ente, el fin a l de todas las luchas; el final de la necesidad o la obligación, así com o del deseo y la deseabilidad, de luchar. Y la gran cosa que seguía llegando después de cada batalla perdida (solo para resultar «no ser aquello a lo que se referían» y desbrozar así el terreno para que otros batallaran de nuevo por esa m ism a cosa bajo un nom bre distinto) era la condición de no tener lucha alguna entre manos: igual al arm is­ ticio posterior a las hostilidades, que p o r regla general está m uy lejos de la dicha que se im aginaba y esperaba al final de la batalla. La libertad tendía a ser usada para suscitar una condi­ ción que la volviera re d u n d a n te ... La inquietud de los com ­ pulsivos/adictos trazadores/cazadores de utopías era p ro p u l­ sada y sostenida p o r el incurable deseo de descansar. Los luchadores se lanzaban a la batalla persiguiendo el sueño de dep o n er las a rm a s... para siem pre. Russell Jacoby4 p ropone distinguir dos tradiciones a veces coincidentes, aunque no necesariam ente interrelacionadas, en el pensam iento utópico m o d ern o : la tradición del «plano m aestro» («los utopistas del plano m aestro cartografían el futuro en m ilím etros e instantes») y la tradición «iconoclasta» 4 Jacoby , R Picture Imperfect: Utopian Thoughtforan Anti-Utopian Age, Nueva York, Columbia University Press, 2005, pp. xiv-xv.

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(los utopistas iconoclastas «soñaban con una sociedad supe­ rior» pero «rehusaban darle una m ed ida precisa»). Propongo retener el nom bre que sugiere Jacoby para la segunda trad i­ ción utópica, declaradam ente «sin plano m aestro», pero reenfocando el concepto hacia atributos que no sean la vaguedad o la imprecisión deliberada. El sentido que sugiero se insinúa en la propia idea de «iconoclasia» y se refiere a la intención de deconstruir, desm itificar y, en últim a instancia, desacreditar las estrategias y los valores dom inantes de la vida presente. «Iconoclastas» son las utopías que dem uestran que la obser­ vancia de esos valores y estrategias, lejos de asegurar el adveni­ miento de una sociedad superior o una vida superior, erige un obstáculo irrem ontable en el cam ino que conduce a ambas. En otras palabras, propongo deshacer el concepto de «utopía ico­ noclasta» para denom inar (al igual que en todas las utopías) la focalización en la revisión crítica de los m edios y recursos de la vida presente com o factor principal para descubrir la posi­ bilidad — de lo contrario reprim ida y oculta, y por lo tanto desconocida— de «otro lugar», de o tra «realidad social». Si este es el interés y la preocupación prim ordial de las «utopías iconoclastas», es lógico que la alternativa al presente sea ape­ nas un bosquejo; la vaguedad de la visión profética no es sino un derivado del interés prim ordial. La apuesta principal del utopism o iconoclasta es la posibilidad de una realidad social alternativa, no su concepción precisa. Ya sea de m anera expresa o tácita, las u to p ías iconoclastas su p o n en que el cam ino a la «sociedad superior» no pasa por los tableros de los planificadores, por las incursiones de las brigadas del futuro, sino por la reflexión crítica sobre las creencias y prácticas hum anas existentes, así com o (para evocar la idea de Bloch) el desenm ascaram iento o la articulación de ese «Algo que falta», inspirando así el im pulso hacia su creación o recuperación.

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En los tiem pos de W illiam M orris, las utopías tendían a situarse en el lado del «plano m aestro». Creo que hoy, en cam ­ bio, ha llegado la hora de las utopías iconoclastas (aunque no apostaría sobre cuánto tiem po d u rará), en un com bo con la m odernidad líquida, la trilogía obsesivo-com pulsiva del DIP (desregulación, individualización, privatización) y el consum ism o. C uanto m ejor se asientan tales utopías, m ás clara se vuelve la m eta final/avizoracla/inm inente de la vida bajo su égida. Sin embargo, cada tipo de utopía está preñado de sus propias distopías, genéticam ente determ inadas, com o todas las proles. C uando ellas penetran en el Lebenswelt, sus em brio­ nes se convierten en dem onios in terio res... N uestras distopías c o n te m p o rá n e a s parecen echar una m irada furtiva al otro lado de la línea de llegada, en el lejano final de la larga travesía que inició la cultura con la prohibi­ ción del incesto (para ser m ás exactos, con el nacim iento del concepto de «incesto»: de un acto prototípico que puede con­ cretarse, pero no debería, no debe co n cretarse...). H oy parece­ m os estar más cerca que nunca de ese «otro lado». Y ello po r la razón que ustedes explicitaron im pecable­ m ente en su pregunta: no solo se ha liberado al sexo de su enredo con la procreación, sino que el desarrollo de nuevas tecnologías de «ingeniería genética» puede m uy bien perm itir, en un futuro próxim o, que la procreación se em ancipe del sexo... El sexo es uno de los últim os bastiones de los flagelos contra los que m ilita la razón, aquello que la cultura — una vez que tom ó conciencia de sí m ism a (una vez que pasó, como diría Hegel, del an sich a l/ü r sich)— se había propuesto dom ar y erradicar com o m isión y m eta últim a: las pasiones, los anhe­ los irracionales, la espontaneidad, el juego aleatorio de los accidentes, la ru p tu ra que escinde los resultados de las in ten ­ ciones, los límites al control, la predictibilidad obstinadam ente

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inalcanzable y la incertidum bre in m u n e a la reducción; en pocas palabras, la paresia o parálisis de las norm as y reglas, con la consiguiente desprolijidad, aleatoriedad y contingencia de la vida hum ana. M ientras la procreación siga dependiendo del sexo, la guerra de la cultura contra la naturaleza no podrá lle­ gar a su victorioso final. Y a través de la procreación, toda la suciedad subhum ana que se interpone en el cam ino de los seres hum anos hechos-a-pedido (¡hechos a pedido en más de un sentido!) se filtrará hacia el interior, contam inando la entera vida hum ana. C on la m ism a terquedad, seguirá colocando límites infranqueables a la superación racional de este m undo exasperantem ente descabellado y m al concebido: este pro ­ ducto irredim iblem ente im perfecto de la naturaleza a todas luces ciega, indiferente com o de costum bre a los valores, pre­ dilecciones, elecciones y afanes hum anos. En La posibilidad de una isla * de H ouellebecq (en m i opi­ nión la más potente distopía m oderna desde Zam iatin, Orwell y Huxley, así com o la prim era en captar y reflejar con tanta plenitud la m entalidad y los dem onios interiores específicos de la m odernidad líquida), la «H erm ana Suprema» — la neohum ana equivalente al San Pablo de los seres hum anos a la antigua (es decir, de los seres com o nosotros)— enseña que las condiciones de la infelicidad (léase, de la vida: gracias a todas las pasiones y fobias m odernas líquidas de las que partió la larga travesía hacia las pesadillas «neohum anas», la vida ya se había vuelto indistinguible del afán de felicidad) persistirán, no pue­ den sino persistir, «m ientras las m ujeres sigan teniendo hijos». El sexo prácticam ente se ha esfum ado de la vida que llevan los clones tardíos de La posibilidad de una isla, excepto por las rum ias de los solitarios neohum anos que tratan en vano de * I Iouei.lebecq, M., La p o sib ilid a d de una isla , Madrid, Alfaguara, 2005.

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recapturar las em ociones de sus distantes predecesores, puesto que ya son incapaces de experim entarlas luego de tantas reen­ carnaciones clonadas. Para los n eo h u m an o s (nosotros, los m odernos líquidos, en el caso de que logrem os alcanzar el estado de perfección definitiva), cada uno de ellos encerrado en su propia m inifortaleza tras el alam bre barbado que lo protege de los «salvajes» (es decir, lo que haya quedado de los seres hum anos a la antigua, cautivos de sus prácticas anticuadas), el sexo es irrelevante. A fin de cuentas, el sexo era un vehículo pri­ m itivo y artesanal de eternidad, que apenas conseguía una «inm ortalidad p o r poderes» m ediante diagram as de linaje y una línea sucesoria que se im aginaba infinita. Aquí, en el m u n d o de los neohum anos, la in m ortalidad se alcanza direc­ tam ente, personalm ente p o r así decir, para consum o privado a gusto del consum idor; aquí, nadie necesita una m adre o un padre para venir al m undo, ya que todos son autosuficientes en lo que concierne a la duración infinita. Aquí, en el m undo de la autoclonación, todos y todas son su propia m adre y su propio padre condensados en uno, y el m isterio que los sucesivos Danieles tratan en vano de dilucidar es a cuenta de qué venían todos aquellos lejanos revuelos, excitaciones y algarabías. Día a día aum enta el núm ero de personas aparentem ente reflexivas que no ven la hora de sum arse a sus filas. Por ejemplo, en The Guardian del Io de enero de 2009, el filósofo D an D ennett suena verdaderam ente em briagado con esas alucinantes perspectivas: Cuando ya no necesitemos comer para permanecer vivos ni procrear para tener descendencia ni usar la locomoción para llevar una vida rebosante de aventuras; cuando los instintos residuales de esas actividades sencillamente se apaguen como consecuencia de los retoques genéticos, posiblemente la natu­ raleza humana deje de ser una constante.

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El psicólogo Steven Pinker celebra el advenim iento de una nueva y quizá definitiva liberación «del hom bre y consum i­ dor» (quien obviam ente llegó para reem plazar al «hotntne et citoven» d e la Revolución francesa...): «El año pasado (2008) presenciamos el advenim iento de la genóm ica ofrecida direc­ tamente al consum idor». Los Danieles de H ouellebecq se esfuerzan en vano por des­ entrañar el m isterio de las antiguas em ociones hum anas, tal como Avcrroes — el protagonista de «La busca de Averroes», uno de los notables cuentos de Borges— cuando trataba de entender a Aristóteles. Averroes, aquel gran filósofo m usulm án que se abocó a traducir la Poética de Aristóteles, pero «ence­ rrado en el ám bito del Islam, nunca pudo saber el significado de las voces tragedia y comedia». En efecto, «sin haber sospe­ chado lo que es un teatro», Averroes estaba condenado a fra­ casar cuando «quiso im aginar lo que es un dram a». Del m ism o modo, los neohum anos de la distopía houellcbecquiana están condenados a fracasar cuando tratan de im aginar lo que es el sexo... Al m enos, el sexo tal com o lo conocem os nosotros, los ancestros del prim er Daniel. También se observan otros desarrollos p o rten to so s... En una ocasión anterior, sugerí que, com o resultado de la m utua separación entre sexo y procreación, el sexo se ha liberado para reciclarse en «sextenim iento», apenas un entretenim iento pla­ centero m ás a elegir entre m uchos otros, según cuál sea el grado de disponibilidad, la facilidad de acceso y el balance de pérdidas y ganancias. Pero una vez reducido a puro y sim ple entretenim iento, ¿durante cuánto tiem po podrá el sexo retener su atractivo y su poder de seducción? La respuesta creíble es: probablem ente, no d em asiado... Por m uy m inuciosam ente que se haya quitado de encim a el desalentador espectro del largo plazo, de los com prom isos

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agotadores y paralizantes, así com o de todo lo que ellos aca­ rrean, el sexo no obtendría un alto puntaje en la liga de place­ res/entretenim ientos si se insistiera en continuar aplicándole los criterios según los cuales suelen elegirse los placeres en la sociedad de consum o. Puesto que se trata irrem ediablem ente de un evento in terh u m an o en el que am bos participantes están d o tados de u n a su bjetividad inalienable, el sexo ni siquiera puede aproxim arse a la facilidad e instantaneidad con que se obtienen otros placeres, totalm ente cosificados y mercantilizados, en el sim ple y único acto de entregar unos pocos billetes o escribir en un teclado el pin de la tarjeta de crédito. Aun cuando se lo asegure contra las indeseadas consecuencias del largo plazo, el sexo requiere al m enos una negociación rudim entaria, el in ten to de conquistar los favores del com pa­ ñero o com pañera y congraciarse ante sus ojos, ganarse un m ínim o de sim patías, despertar en el posible com pañero o com pañera un grado de deseo equiparable al p ro p io ... Y enton­ ces, aseguradas o no, las relaciones sexuales im plican entregar rehenes al destino. Por m uy intensos (y por lo tanto deseables y codiciados) que sean los placeres sexuales, se enfrentan a eventualidades m ucho m ás agobiantes que la m ayoría de los otros placeres. Así es, com o sugiere agudam ente Tester, en este aspecto, com o en m uchos otros, hoy nos hallam os en un interregno. O bien, recurriendo al lenguaje de los periódicos, en una encru­ cijada. O bien, parafraseando a H ipócrates, en el m om ento de crisis: cuando se hacen las elecciones cruciales (e irreversibles). Q uién sabe hacia dónde llegarem os desde aquí. Pero yo inc he confesado culpable de «no disolver las dualidades»...

COM ENTARIO A «EL PANEL DE FREUD» G u st a v o D essa l

En el texto que se encuentra en discusión, mi interés se cen­ tró exclusivamente en los usos sociales/políticos/económicos del cambiante equilibrio entre el «principio del placer» y su compañero/adversario, el «principio de realidad». Tomo esta frase de su respuesta a la objeción que algunos han hecho sobre el m odo en que usted aborda uno de los postulados fundamentales de Freud: el dualism o que tem pranam ente esta­ bleció entre el principio del placer y el principio de realidad. Estos conceptos se han incorporado de tal m anera al lenguaje de la cultura, que resulta difícil im aginar que no hayan existido desde siem pre. Y com o sucede con tantos térm inos que han tenido la buena o la mala fortuna de hallar su carta de ciudada­ nía en el m undo, estos tam bién pueden prestarse a ser utilizados de m anera equívoca. Válganos el ejem plo del adjetivo «m aquia­ vélico», que cobró una significación por lo general negativa, de todo punto injusta con los lúcidos escritos de aquel autor. La idea de que la vida psíquica se halla regida por el princi­ pio del placer fue u n a de las prim eras hipótesis de Freud, apa­ recida incluso en una época en la que aún no había fundado el m étodo analítico, y sus escritos se apoyaban en considerado-

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ncs teóricas que en el fondo parodiaban la literatura científica de la época. Me refiero a su célebre Proyecto de una psicología para neurólogos (1895),' en el que no obstante el esfuerzo por em plear un lenguaje «neurológico», Freud insinúa ya la elec­ ción decisiva que lo encam inó hacia el descubrim iento del inconsciente: m ás allá de su tradición científica, y de su deseo explícito y firm e de hacer del psicoanálisis una «ciencia*; Freud escogió la poesía, si m e perm ite decirlo así, o sea, se decidió po r las palabras en lugar de las neuronas. Sus reflexio­ nes m e b rin d an la o portunidad de form ular unas breves prece­ siones acerca del principio del placer, cuya engañosa evidencia oscurece la p rofunda com plejidad que contiene. Sintética­ m ente, Freud concibió el aparato psíquico dotado de un meca­ nism o de seguridad vital: la búsqueda del placer, la evitación del displacer. Pero sucede que, incluso en los niveles m ás rigu­ rosos del lenguaje, las palabras siem pre nos traicionan, puesto que nos resulta m uy difícil sustraernos a la hum ana y ciega tendencia a com prender su sentido inm ediato. No es tan sen­ cillo entender qué significa el placer en la teoría de Freud. El au m en to de la tensión psíquica es experim entado com o dis­ placentero, m ientras que su dism inución nos acerca al placer. Sin em bargo, Freud es perfectam ente consciente de que su teo­ ría encierra innum erables problem as. Si la tensión psíquica dism inuyera a cero, eso sería equivalente a la m uerte psíquica. Por lo tanto, el placer consiste en una reducción de la tensión que al m ism o tiem po debe conservar un um bral m ínim o. ¿Es posible establecer una justa m edida de eso, com o habría pre­ tendido Aristóteles? La honestidad intelectual de Freud ha for­ m ado parte ineludible de su grandeza, y no dudó en objetarse

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F re u d , S., Proyecto d e una psicología p a ra neurólogos y otros escritos,

Madrid, Alianza, 1991.

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a sí m ism o, en la m ás p u ra y auténtica tradición de aquel pen­ sam iento que no había perdido aún sus referencias éticas. Tom em os, pues — nos dice— el ejem plo de la excitación sexual. He aquí un caso en el que el aum ento de la tensión psí­ quica no puede definirse exactam ente com o displacentero, más bien todo lo contrario, aunque indudablem ente su p ro ­ longación, su exceso, puede atravesar una cierta barrera pro­ vocando así una m utación de la vivencia. Definir ese um bral, adm itir que no constituye una m edida universalizable, no son cuestiones que puedan abordarse a la ligera. Pero si hay algo que aleja definitivam ente el concepto de placer de su sentido com ún, es el hecho de que Freud lo asocia al deseo. El deseo, afirma, es la expresión m ás concreta del principio del placer. Los deseos se desencadenan, se orientan, se m odulan y se reali­ zan siguiendo el principio del placer, al punto de que el aparato psíquico posee la propiedad de satisfacer alucinatoriam ente los deseos. Lógicam ente, esta capacidad alucinatoria nos con­ vierte en las criaturas m enos adaptadas para la supervivencia, dado que la m ism a exige una relación coordinada con el objeto que sirve a las Nolwendigkeiten des Lebens, las necesida­ des de la vida. El deseo, que Freud insiste en subordinar al principio del placer, nos introduce de lleno en una paradoja: si acaso fuese aquello que nos p ondría la felicidad al alcance de la m ano, ¿por qué m otivo el deseo es algo tan perturbador, una larva que anida en el inconsciente, y a la que nadie, salvo excepcio­ nes, se atrevería a m irar de frente? ¿Por qué el deseo está repri­ mido, de tal m odo que sus signos en la conciencia no se pare­ cen en nada a lo que entendem os p o r placer? Valgan estas breves líneas para dejar establecido que el principio del placer presenta, desde sus orígenes teóricos, una serie de contradic­ ciones que no resultan sencillas de arm onizar.

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En cualquier caso, un aspecto doloroso pero im prescindi­ ble de la experiencia hum ana consiste en aceptar que la facul­ tad alucinatoria del deseo no puede ser el único m odo de tra­ m itar los estím ulos que afectan al aparato psíquico postulado por Freud, de allí la necesidad de in tro d u cir el llam ado princi­ pio de realidad. Me resulta sum am ente notable que en su res­ puesta al panel usted subraye que el principio de realidad constituye el «com pañero» (partner) así com o el «adversario» (adversary) del principio del placer. En efecto, y a diferencia de lo que incluso una gran p arte de los psicoanalistas creen, el principio de realidad no es exactam ente un «corrector» o «dom esticador» del p rin cip io del placer. Freud es en este p u n to extrem adam ente cuidadoso: el principio de realidad es la prolongación del principio del placer, solo que por otros m edios. En síntesis, el papel fundam ental del principio de rea­ lidad es el de asegurar, o al m enos procurar, que los deseos sigan un derrotero m ás alejado de la vía alucinatoria, lo que supone un m ayor esfuerzo y un m ayor gasto de energía. Pero ello no significa, en m odo alguno, que Freud confiase en la realidad com o concepto superior. La idea de que la realidad superaría al principio del placer, le era tan inconcebible como im aginar que la creencia m ágica sería superada por la con­ quista de la razón ilustrada, falacia larga y tristem ente puesta en evidencia. No hay en toda su obra una sola frase que per­ m ita argum entar que la vida psíquica conocería, a través del principio de realidad, una suerte de m aduración respecto al funcionam iento prim ario del principio del placer." Lo que llam am os realidad es, en suma, un marco de signifi­ caciones individuales e imposibles de universal izar, aunque con­ tenga una serie de sentidos que adm iten un sim ulacro de com ­ prensión com ún, una suerte de identificación que, bajo ciertas circunstancias, nos perm ite creer que «compartimos» algo pare­

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cido a una objetivación del m undo. ¿De qué realidad se trataba en la época del Tercer Reich, cuando el pueblo alemán y una buena parte del resto de Europa estaban convencidos de que los judíos constituían un virus que debía extirparse del cuerpo social? Una idea semejante, que form ulada de m anera indivi­ dual por un sujeto habría sido calificada de delirio paranoico, constituyó durante varios años la «realidad» en la que la mayo­ ría de los seres hum anos vivían. Freud no solo no consideró que el principio de realidad fuese una form a correctiva del funcio­ namiento prim ario del principio del placer, sino todo ló contra­ rio: la realidad está infiltrada, o incluso construida, sobre la base misma del principio del placer. De tal m odo que un psicoanáli­ sis, al m enos el psicoanálisis que él inventó, no consiste en «edu­ car» al paciente en el reconocim iento de que la realidad posee un estatuto más elevado, una suerte de m aduración m ental por encima de los deseos prim arios. El psicoanálisis procura lograr que un sujeto «atraviese» la pantalla de la realidad, ese velo imprescindible para soportar la vida pero a la vez reñido con la verdad, a fin de alcanzar algo m ás legítim o que el sueño en el que está atrapado. Cada vez que despertam os, nos dice Jacques Lacan, lo hacemos para seguir sum idos en esa prolongación que denom inam os la realidad, y que no consiste sino en el sueño que somos capaces de perpetuar con los ojos abiertos. Si m e he extendido un poco en el m alentendido al que ha dado lugar esta dialéctica freudiana entre el principio del pla­ cer y el principio de realidad, es porque lo considero necesario para a h o n d ar en una parte m uy im portante de su respuesta al panel, y en la que creo percibir nuevam ente (pese a la discre­ pancia que algunos de los participantes parecen haber tenido con usted) hasta qué p u n to su pensam iento se halla en sinto­ nía con la lógica de Freud, es decir, con el m odo de aproxi­ marse a los síntom as y a los m ecanism os causales de la subje­

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tividad, aún cuando usted se aplique m uy especialm ente al contexto de la disciplina social. Nos recuerda usted que

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la historia de la humanidad está salpicada de falsos albores y (en consecuencia) la historia del pensamiento rebosa de fal­ sas esperanzas. Tal vez incurablemente, nos imbuye el deseo (explícito o reprimido, aunque irreprimible) de vislumbrar en cada nueva oportunidad el anuncio de que los problemas o malestares actuales quedarán atrás. Esa inclinación se ha institucionalizado en la era moderna (de hecho, se ha vuelto inseparable del estilo de vida moderno) mediante la idea del progreso, aparejada al culto de la ciencia y la tecnología.

Y esta frase, parece aludir al hecho de que los m iem bros del panel se han m ostrado en desacuerdo a la hora de calificar de optim ista o pesim ista el espíritu de su pensam iento. C om o usted bien sabe, el psicoanálisis puede — y debe— considerarse un procedim iento de lectura. Aun cuando el p aciente suele d irigirse a n o so tro s fu n d am e n ta lm e n te de m anera oral, la escucha analítica es un m odo de «leer» entre líneas, lo que supone privilegiar un determ inado significante a p a rtir del cual una nueva lec tu ra es posible. Me perm ito en to n ces extraer el significante «progreso», que no solo encarna la síntesis de la m o dernidad, sino que no puede estar ausente de ningún discurso que en la actualidad se precie de «racional». El progreso, a p a rtir de la Revolución Industrial, ha ido cobrando diversos significados. Y com o usted lo señala, hoy en día su significado p rim ordial está indisolublem ente ligado a la idea de que la ciencia, y en particular la técnica, nos p erm itirán resolver todos y cada u n o de los «dilemas» que agi­ tan y p e rtu rb an tanto a la civilización com o a la vida del

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sujeto. El problem a fundam ental de esta creencia fraudulenta no reside en que traduzca un m ero error de principio, una suerte de ingenuidad que no requiere dem asiados esfuerzos para ser desm entida, puesto que es suficiente con echar una m irada al m undo para advertir que se trata de una «falsa espe­ ranza». La cuestión es m ucho m ás grave, y el «optim ism o» o el «pesimismo» resultan aquí adjetivos m ediocres para calificar lo que está en juego: nada m enos, y vuelvo a citarlo, que (...) La actual fascinación con las «autopistas de la informa­ ción» como remedio para la decadencia de los lazos huma­ nos, la declinación del compromiso cívico y el (no menos importante) choque entre los principios del placer y de reali­ dad, o bien la fascinación con la ingeniería genética como el remedio para los traumas humanos, las afecciones físicas y, más en general, la contingencia humana (...). Desde luego, el neoliberalism o ni siquiera invierte dem asia­ dos esfuerzos en disim ular que esta ideología está al servicio del capital, y sus prom otores hace m ucho tiem po que se parten de risa cuando recuerdan que alguna vez Hegel creyó que el saber absoluto habría de redim ir al esclavo. Pero lo decisivo no es solo la consecuencia que esto arroja en el plano de las condiciones cada vez más precarias que suponen para una inm ensa m ayo­ ría de la población hum ana, com o usted lo ha desarrollado en su obra Vidas desperdiciadas.2 Hay algo m ucho más terrible, que cabría calificar com o el «factor letal» que subyace a la idea contem poránea de progreso. Factor letal no supone aquí una sim ple m etáfora, una figura retórica, u n a descripción de los 2 Bauman, Z., Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias, Madrid, Paidós, 2005.

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«daños colaterales» que el avance de la ciencia y la técnica inevitablem ente acarrean, com o si se tratase del precio que la hum anidad ha pagado desde siem pre en cada una de sus con­ quistas. Estam os ante algo nuevo, algo cualitativam ente nuevo, y que Freud aventuró bajo el térm in o de «pulsión de muerte». En su obra M odernidad y Holocausto,3 usted percibió con toda claridad que la catástrofe no es un accidente en el program a de la racionalidad científico-técnica, sino que es intrínseca a dicho program a. Por supuesto, ni el psicoanálisis ni ningún pen­ sam iento lúcido cuestionan el hecho de que la ciencia es uno de los más altos logros de la facultad sublim atoria hum ana. Lo grave com ienza a p a rtir del m o m en to en que la ciencia, y en particular el acontecim iento histórico de la técnica m oderna, que am enaza con aplastar incluso al discurso científico mismo, se im p o n en de form a gradual pero im parable com o único m odo de revelación de la verdad. Y cuando esto invade el terri­ torio de la subjetividad, y no se lim ita a su aplicación al m u n d o físico-m atem ático, o m ejor aún, cuando los paradig­ m as tecnocientíficos del m u n d o físico-m atem ático se extrapo­ lan al territorio de la subjetividad y del lazo social, descubri­ m os algo que am enaza la condición hum ana de un m odo que no ha tenido precedentes. Resulta triste decirlo de este modo, pero n o podem os sustraernos a la evidencia de que Auschwitz fue la fiesta de inauguración de u n nuevo paradigm a histórico, en el que la ideología del progreso ha m ostrado su sentido m ortal. Es necesario un gran esfuerzo de ceguera o de cinismo intelectual para darle la espalda a lo que Freud com puso bajo su concepto de Todestrieb, su fam osa «pulsión de m uerte», que lejos de pertenecer a la categoría del instinto, se m uestra como el reverso devastador de la razón hum ana. 3 Bauman , Z., Modernidad y Holocausto, Madrid, Sequitur, 1998.

Comentario a «El panel de Freud»

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Usted afronta sin retroceder u n palm o lo m ejor y lo peor de la condición del ser hablante, y es po r ese m otivo que no está dispuesto a abandonar esa «dualidad» que algunos de los parti­ cipantes de la mesa le reprochan. Estoy de acuerdo con que bus­ car la superación de dicho dualism o es una form a «moderna» de dem ostrar la existencia de Dios. Ello no sería un m otivo de m ayor preocupación si solo se tratase de un ejercicio del intelecto. Al fin de cuentas, Dios parece habérselas arreglado m uy bien d u ran te todos estos siglos a pesar de que aquí abajo algunos sigam os discutiendo su existencia. Pero la «disolución del dualism o», esa concep­ ción totalitaria del progreso com o aplastam iento triunfal de la variedad de la verdad, es algo m ucho más grave. Me pregunto si los panelistas que lo han cuestionado (y en definitiva todos aquellos que asum en con irresponsable optim ism o la con­ fianza en la superación del conflicto hum ano) han captado algo de lo que usted observa en su texto a propósito de la sexua­ lidad en las redes de la investigación «científica» (y me perm ito entrecom illar aquí el térm ino, puesto que uno de los deberes fundam entales del pensam iento crítico es alertar contra la im postura que puede suponer un uso perverso de la palabra «ciencia»): (...) no solo se ha liberado al sexo de su enredo con la pro­ creación, sino que el desarrollo de nuevas tecnologías de «ingeniería genética» puede muy bien permitir, en un futuro próximo, que la procreación se emancipe del sexo... El sexo es uno de los últimos bastiones de los flagelos contra los que milita la razón, aquello que la cultura —una vez que tomó conciencia de sí misma (una vez que pasó, como diría Ilegel, del an sich al für sich)— se había propuesto domar y erradi­ car como misión y meta última: las pasiones, los anhelos irra­

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cionales, la espontaneidad, el juego aleatorio de los acciden­ tes, la ruptura que escinde los resultados de las intenciones, los límites al control, la predictibilidad obstinadamente inal­ canzable y la incertidumbre inmune a la reducción; en pocas palabras, la paresia o parálisis de las normas y reglas, con la consiguiente desprolijidad, aleatoriedad y contingencia de la vida humana. Mientras la procreación siga dependiendo del sexo, la guerra de la cultura contra la naturaleza no podrá lle­ gar a su victorioso final. (...) La «contingencia de la vida hum ana» es probablem ente una de las enseñanzas fundam entales que Freud nos ha dejado. Q ue tantos hayan creído e n co n trar en su concepto del incons­ ciente la prueba de un determ inism o absoluto, solo dem uestra que los lectores de Freud se basan con dem asiada frecuencia en la vulgata, p o r desgracia m uchas veces difundida por los pro­ pios psicoanalistas. N o entraré aquí en el detalle de sus textos, pero creo que es de enorm e im portancia subrayar que toda la reflexión ética surgida de la plum a de Freud no puede com ­ prenderse sino es a la luz de su perpetua desconfianza en el progreso ilustrado, y de su íntim a convicción de que la con­ tingencia es definitivam ente irradicable de la historia y del sujeto de la palabra. Sin duda, el acento que Freud puso en la sexualidad del ser hablante, a la que estudió bajo una perspec­ tiva p o r com pleto separada de toda ligazón con la naturaleza, es el m otivo principal po r la que el cientificism o ha incluido al psicoanálisis en la lista de los enem igos públicos. Ya 110 se trata de un escándalo m oral, sino del obstáculo que el psicoanálisis su p o n e para quienes levantan la bandera del absolutism o científico y de la ingeniería social, los que propagan el mesianism o de la evaluación, la prevención y la ideología paranoica de la seguridad.

BUSCAR EN LA M ODERNA ATENAS UNA RESPUESTA A LA PREGUNTA DE LA ANTIGUA JERUSALÉN1* Z y g m u n t Ba u m a n

La Teología política de Cari Schm itt (concebida en 1922 y reci­ clada diez años más tarde, sin descuidar el más m ínim o deta­ lle, en El concepto de lo político)** se proponía ser a la teoría política lo que el Libro de Job ha sido para el judaism o y, a tra ­ vés del judaism o, para el cristianism o. Según la intención, el designio y la esperanza que lo habían impulsado, este libro debía responder una de las preguntas más notorias e inquietantes de las «nacidas en Jerusalén», pre­ gunta de la que no podía sino estar preñada la más fam osa de las ideas nacidas allí: la idea de u n m undo m onocéntrico, gobernado po r un solo y único Dios, el om nipotente y o m n i­ presente creador de las estrellas, las m ontañas y los mares, juez y salvador de la T ierra entera y de la hum anidad entera. Esa

1 Agradezco el permiso para basarme en el contenido de mi artículo «Seeking in modern Athens an answer to the ancient Jerusalem question», en: Theory, Culture & Society, vol. 26, núm. 1,2010, pp. 71-91. * Artículo publicado íntegramente en Bauman , Z., Daños colaterales. Desigualdades sociales en la era global, Buenos Aires/Madrid/México DF, FCE, 2011 [N. del E.]. ** Sch m itt , C., El concepto de lo político, Madrid, Alianza, 2014.

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pregunta no podría haberse planteado en otro lugar; en par­ ticular, no se les habría o currido a los atenienses, que habita­ b an u n m u n d o repleto de deidades mayores o m enores de naciones mayores o m enores; au nque tam poco se Ies habría o currido a los antiguos hebreos, los del «dios tribal», al menos m ientras su dios, en gran m edida com o el de los griegos, com­ partiera la T ierra (o siquiera su m inúsculo hogar, C anaán) con incontables dioses de tribus hostiles. Sin em bargo, los hebreos no h a b ría n p lan te ad o esa p reg u n ta aun c u an d o su dios hubiera reivindicado para sí el d om inio planetario, puesto que el Libro de Job preconcibió la respuesta antes de que la pre­ gunta pudiera ser articulada de lleno y com enzar a inquietar­ los seriam ente. La respuesta, cabe recordar, no podía ser más simple: El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó: ¡bendito sea el nombre del Señor! Tam aña respuesta no llam aba al cuestionam ienlo ni al debate, sino a la obediencia resignada; no necesi­ taba de un com entario erudito ni de profusas notas al pie para sonar convincente. Sin em bargo, la pregunta que preñaba a la idea de u n solo y único Dios no podía sino surgir una vez que el profeta hebreo Jesús declarara que el Dios om nipotente era adem ás un Dios del Am or, y cuando su discípulo San Pablo llevara la Buena Nueva a Atenas: un lugar donde se esperaba que las preguntas, u n a vez planteadas, fueran respondidas, y a tono con las leyes de la lógica. El hecho de que la respuesta no estuviera al alcance de la m ano pone en evidencia el recibi­ m iento bastante poco acogedor que tuvo San Pablo entre los atenienses, y explica por qué, al dirigirse a «los griegos», este prefería enviar sus misivas a los corintios, m ucho m enos sofis­ ticados en cuestiones de filosofía... En el m u n d o de los griegos (u n m undo policéntrico como los de los incontables pueblos politeístas restantes) existía un dios para cada actividad y experiencia de los seres hum anos,

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así como para cada situación y ocasión de la vida, por lo cual también había una respuesta para cada interrogante pasado y futuro; y, sobre todo, había una explicación para todas y cada una de las incongruencias pasadas y presentes en las acciones divinas, así com o recetas para im provisar explicaciones n u e ­ vas, aunque a priori sensatas, en caso de que se detectaran n u e­ vas incongruencias. A fines de prever — o al m enos neutralizar de forma retrospectiva— el desafío divino a la lógica hum ana, se necesitaban m uchos dioses: dioses que tuvieran propósitos distintos, tal com o los seres hum anos; dioses que pelearan entre ellos desbaratando las iniciativas de otros dioses, guar­ dando rencores m utuos y vengando las fechorías y diabluras de los demás, tal com o lo hacen los seres hum anos; dioses cuyas flechas pudieran ser desviadas del blanco por flechas arrojadas desde los arcos de otros tiradores igualm ente divi­ nos. Los dioses podían sostener su autoridad divina, incuestionada e indiscutible solo en grupo, cu an to m ás grande mejor, de m odo tal que la razón po r la que un dios o una diosa no hubiera cum plido con sus prom esas divinas siem pre podía encontrarse en una m aldición igualm ente divina echada p o r algún otro habitante del populoso Panteón, con lo cual no tenía sentido guardar rencor contra la divinidad com o tal ni poner en duda su sabiduría sum aria. Todas estas reconfortantes explicaciones del irritante capri­ cho disem inado por el sistem a de gracias y condenas divinas —un azar evidentem ente sordo e inm une a la piedad o la impiedad, los m éritos y los pecados hum anos— se desvane­ cieron una vez negada la propia existencia del Panteón, y una vez que el «solo y único» Dios h u b o reivindicado para sí el dominio indiscutible, exhaustivo e indivisible, censurando a todas las otras deidades (otros dioses tribales, o dioses «espe­ cialistas», «parciales») com o m eros falsos pretendientes, a la

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vez que doblegaba a los im postores para probar su im poten­ cia. Al hacerse del poder absoluto, de la soberanía plena e indi­ visible sobre el universo, el Dios de la religión monoteísta tom ó absoluta responsabilidad p o r las bendiciones y los golpes del destino: tan to por la m ala suerte de los desgraciados como p o r (en palabras de G oethe) la «serie de días soleados» de los m im ados p o r la fortuna. El poder absoluto significa que no hay excusas. Si el Dios bondadoso y p rotector no tiene rivales, tam poco cuenta con una disculpa sensata, y m ucho menos obvia, por los males que ato rm en tan a los seres hum anos bajo su dom inio. El Libro de Job refunde la aterradora aleatoriedad de la N aturaleza en la aterradora arbitrariedad de su Soberano. Pro­ clam a que Dios no debe a sus fieles una explicación por Sus acciones y, con toda certeza, no les debe una disculpa: tal como lo enuncia sucintam ente Leszek Kolakowski, «Dios no nos debe nada» (ni justicia ni una excusa po r la ausencia de justi­ cia). La om nipotencia de Dios incluye licencia para dar giros bruscos, para decir una cosa y hacer otra; supone el poder de ser caprichoso y antojadizo, el p o d er de hacer m ilagros e igno­ rar la lógica de la necesidad, que los seres m enores no tienen o tra alternativa sino obedecer. Dios puede golpear a voluntad, y si se abstiene de golpear es solo porq ue esa es Su (buena, benigna, benevolente, am orosa) voluntad. La idea de que los seres hum anos puedan controlar las acciones de Dios por el m edio que sea, incluidos los m edios que el propio Dios ha recom endado (es decir, la sum isión total e incondicional, un m anso y fiel acatam iento de Sus órdenes y la adherencia a la Ley Divina al pie de la letra), es una blasfemia. En abierta oposición a la N aturaleza m uda e insensible que Él gobierna, encarna y personifica, Dios habla y da órdenes. Tam bién se fija si se han obedecido sus órdenes, recom pensa al

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obediente y castiga al indócil. No es indiferente a lo que pien­ san y hacen las débiles criaturas hum anas. Sin em bargo, com o a la m uda e insensible N aturaleza, lo que los seres hum anos piensen y hagan no lo compromete. Puede hacer excepciones, y las leyes de la coherencia y la universalidad no están exentas de ejercitar esa p rerrogativa D ivina («m ilagro» significa, en últim a instancia, la violación de una regla y una desviación de la coherencia y la universalidad). En efecto, el cum plim iento incondicional de una n o rm a es p o r definición irreconciliable con la verdadera soberanía: con el pod er absoluto de decidir. Para ser absoluto, el poder debe incluir el derecho y la capaci­ dad de incum plir, suspender o abolir la norm a, es decir, reali­ zar actos que en el extrem o receptor repercuten com o m ila­ gros. La idea de soberanía del gobernante que plantea Schm itt graba una noción preform ada del orden divino en la base del orden legislativo del Estado: «La excepción en la ju risp ru d en ­ cia es análoga al m ilagro en la teología. [...] El orden jurídico no se basa en una norma sino en una decisión».2 El poder de exceptuar es el fundam ento sim ultáneo del poder absoluto de Dios y del inin terru m p id o e incurable m iedo que sienten los seres hum anos a raíz de la inseguridad: m iedo que ningún volum en de piedad alcanza para ahuyentar sin retorno. Y eso es exactam ente lo que, de acuerdo con Schm itt, ocurre en el caso del soberano hu m an o que ya no está esposado por las normas. Gracias a ese poder de excepción, los seres hum anos, tal como ocurría en los tiem pos anteriores a la Ley, son vulnerables y sienten incertidum bre. Solo que ahora su tem or n o condu-

2 Sch m itt , C., Politische Theologie. Vier Kapitel zur Lehre von der Souveránitüt, Berlín, Duncker & Humboldt, 1922, citado aquí de la traducción al inglés, Political Theology, Chicago, University of Chicago Press, 1985, pp. 36 y 10; el énfasis me pertenece [trad. esp.: Teología política, Madrid, Trotta, 2009].

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eirá a la pecam inosa du d a sobre la om nipotencia del soberano. Por el contrario, hará que esa om nipotencia se vuelva más obvia e im periosa. Todó tsto neis lleva de rt'grCso al principio, al m iedo cósmico o primitivo, que, de acuerdo con Mijaíl Bajtín, es fuente tanto de la religión com o de la política. En su intento de desen trañ ar el m isterio del tan hum ano poder terrenal, Mijaíl Bajtín, u n o de los m ás grandes filósofos rusos del siglo pasado, com enzó por una descripción del «m iedo cósmico», la em oción hum ana, dem asiado humana, inspirada po r la m agnificencia inhum ana y sobrenatural del universo; la clase de m iedo que precede al poder hecho por el hom bre y le sirve de fundam ento, prototipo e inspiración.3 El m iedo cósmico, en palabras de Bajtín, es la trepidación que se siente ante lo inm ensurablem ente grande y lo inm ensurable­ m ente poderoso: ante los firm am entos estrellados, la impo­ nencia de las m ontañas, el océano interm inable y el tem or a las convulsiones cósmicas y los desastres naturales. Cabe destacar que en el corazón del «m iedo cósmico» está la insignificancia del tem eroso, escuálido y efím ero ser que se enfrenta a la enor­ m idad del universo eterno; la absoluta debilidad, la incapaci­ dad de resistir, la vulnerabilidad del cuerpo hum ano frágil, blando y em inentem ente m ortal que se revela ante la visión del «firm am ento estrellado» o «la im ponencia de las m onta­ ñas»; pero allí tam bién está la advertencia de que los seres 3 Véase BajtIn , M., Rabelais and His World, Cambridge (Mass.), MIT Press, 1968 (orig. ruso, 1965) [trad. esp.: La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de Franfois Rabelais, Madrid, Alianza, 2003], Véase también la excelente síntesis de Ken Hirschkop, en «Fear and democracy: an essay on Bakhtin’s theory o f carnival», en: Associations, núm. 1, 1997, pp. 209-234.

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hum anos no tienen el poder ele captar, com prender o asim ilar m entalm ente ese poderío form idable que se m anifiesta en la absoluta grandiosidad del universo. Ese universo escapa por com pleto al entendim iento; sus intenciones son desconocidas; sus próxim as acciones son impredecibles e im posibles de resis­ tir aun si se adivinaran. Si hay un plan preconcebido o una lógica en su accionar, sin duda escapa a la capacidad hum ana de comprensión. Y en consecuencia, el «miedo cósmico» es tam bién h o rro r po r lo desconocido y lo indóm ito: en resu­ men, es el terror a la incertidumbre. La vulnerabilidad y la incertidum bre son tam bién las dos cualidades de la condición hum ana donde se m oldea otro m ie­ do, el «miedo oficial»: el m iedo al poder humano, al poder hecho por el hom bre y poseído po r el hom bre. El «m iedo oficial» se construye según el m odelo del poder inhum ano reflejado por el «m iedo cósmico» (o bien, m ejor dicho, que em ana de él). Bajtín sostiene que todos los sistem as religiosos hacen uso del m iedo cósmico. La im agen de Dios, el soberano suprem o del universo y sus habitantes, se m odela a p artir de la fam iliar em oción que provoca el tem o r a la vulnerabilidad y el tem blor ante la im penetrable e irreparable incertidum bre. Sin embargo, cabe destacar que el m iedo cósmico prístino y prim igenio sufre una transform ación aciaga cuando es rem odelado por una doc­ trina religiosa. En su form a original, de nacim iento espontáneo, se trata de un m iedo a una fuerza anónim a y m uda. El universo atem o­ riza, pero no habla. N o exige nada. N o da instrucciones en cuanto a la form a de proceder; no podría im portarle m enos lo que hacen o dejan de hacer los tem erosos y vulnerables seres hum anos. No puede ser inm olado, alabado ni ofendido. No tiene sentido hablar con el firm am ento estrellado, las m o n ta­ ñas o el m ar en el intento de congraciarse con ellos y ganarse

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su favor. Ellos no oyen, no escucharían si oyeran, y m ucho m enos responden. No tiene sentido tra tar de ganar su perdón o su benevolencia. A dem ás, a p esar de toda su trem enda potencia, no p odrían cum plir los deseos de los penitentes incluso si les im p o rtaran ; no solo les faltan ojos, oídos, mente y corazón, sino tam bién la capacidad de elegir y el poder de discreción, y, en consecuencia, la capacidad de decidir, así com o acelerar o desacelerar, detener o revertir, lo que habría o currido de todos m odos. Sus m ovim ientos son inescrutables para las débiles criaturas hum anas, pero tam bién para ellos m ism os. Son — tal com o declaró el Dios bíblico al comienzo de su conversación con M oisés— «lo que son» y punto. Y sin siquiera esa m ínim a declaración. «Soy lo que soy»: he ahí las prim eras palabras registradas de las que p ronunció aquella fuente sobrehum ana de m iedo cós­ m ico du ran te el m em orable encuentro que tuvo lugar en la cim a del m onte Sinaí. Una vez dichas esas palabras, precisa­ m ente porque había palabras dichas, la fuente sobrehum ana dejó de ser anónim a, au n cuando se haya abstenido de presen­ tarse por el nom bre y haya perm anecido más allá de la com ­ prensión y el control hum anos. Los seres hum anos siguieron siendo tan vulnerables e inciertos com o siem pre, e igual de tem erosos; sin em bargo, algo im p o rtan te había ocurrido con la fuente de su m iedo cósmico: había dejado de ser sorda y m uda; había ad q u irid o control sobre su propia conducta. Desde entonces podía ser benigna o cruel, podía recom pensar o castigar. Podía hacer exigencias y som eter su conducta al hecho de que estas se obedecieran o desobedecieran. No solo podía hablar, sino que tam bién era posible hablarle, com pla­ cerla o despertar su ira. Y así, curiosam ente, si por un lado aquellos seres temerosos se transform aron en esclavos del m an d ato divino, la extraor­

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dinaria transform ación del universo en Dios fue tam bién un acto de empoderamiento hum ano indirecto. Desde entonces, los seres hum anos debían ser dóciles, sum isos y complacientes; sin em bargo, tam bién podían hacer algo, al m enos en princi­ pio, para asegurarse de que las form idables catástrofes tem idas los eludieran y las ansiadas bendiciones fueran a su encuentro. Ahora podían obtener noches exentas de pesadillas y llenas de esperanza a cam bio de días plagados de aquiescencia. «Hubo truenos y relámpagos, y una densa nube sobre el m onte y un poderoso resonar de trom peta, y todo el pueblo que estaba en el cam pam ento se echó a tem blar.» Pero en m edio de toda esa confusión inconcebible y ese estrépito espeluznante se ha oído la voz de Dios: «Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis m i alianza, vosotros seréis m i propiedad personal entre todos los pueblos». «Todo el pueblo a una respondió di­ ciendo: “H arem os todo cuanto ha dicho Yahvé”» (Éxodo, 19). Obviam ente com placido con aquel juram ento de obediencia inquebrantable, Dios le prom etió al pueblo conducirlo «a una tierra que m ana leche y miel» (Éxodo, 33). Dios hizo un pacto con su pueblo: si ustedes m e escuchan y me obedecen, yo los haré felices. Y un pacto es un contrato que, una vez sellado, obliga a ambas partes. O al m enos eso es lo que debería ser y lo que se espera que sea. No podem os dejar de ver que, si esta pretende ser una his­ toria de m iedo cósm ico reciclado en m iedo «oficial» (com o sugirió Bajtín), lo que se ha relatado hasta ahora ha sido insa­ tisfactorio, o quizás incom pleto. N os dice que (y cóm o) el pue­ blo pasó a estar restringido en todo lo que hiciera por el código de la ley (detallado m eticulosam ente después de que el pueblo firm ó un cheque en blanco prom etiendo obedecer los deseos de Dios cualesquiera que estos fueran); pero adem ás sugiere que Dios, u n a vez transform ado en la fuente de m iedo

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«oficial», tam bién ha de estar restringido y obligado: lo res­ tringe y obliga la piedad de su pueblo. En consecuencia, para­ dójicam ente, Dios (o la N aturaleza que Él representaba) había adquirido albedrío y discrecionalidad... ¡solo para renunciar a ellos otra vez! M ediante el sim ple recurso de la docilidad, el pueblo podía obligar a Dios a ser benévolo. De ese modo, el pueblo adquiría un m edicam ento patentado (tienta decir: infalible) para curarse de la vulnerabilidad y se quitaba de encim a el fantasm a de la incertidum bre, o al m enos lograba m antenerlo a una distancia prudencial. Siem pre que obedecie­ ran la Ley al pie de la letra, los fieles no serían vulnerables ni estarían atorm entados p o r la incertidum bre. Sin em bargo, sin vulnerabilidad ni incertidum bre no habría tem or, y sin temor no habría p o d e r... Si está som etido a la ley, el Dios om nipo­ tente corre el riesgo de ser u n a contradictio in adiecto — una contradicción en los térm inos— : un Dios sin poder. Pero un Dios sin poder no es una fuerza en la cual se pueda confiar que cum pla su prom esa de hacer al pueblo su «propiedad personal entre todos los pueblos». He ahí la paradoja que el Libro de Job se abocó a resolver. En tanto que violaba flagrantem ente, una p o r una, las dis­ posiciones del pacto que Dios había establecido con su «pro­ piedad personal», la h istoria de Job era poco m enos que incom prensible para los habitantes de u n Estado moderno concebido com o Rechstaat. Iba contra los principios de lo que se les había enseñado a ver com o el sentido de las obligaciones contractuales po r las que se guiaba su vida, y en consecuencia, tam bién contra la arm onía y la lógica de la vida civilizada. El dram a de Job siem pre fue para los filósofos un ininterrum pido e incurable dolor de cabeza, que hacía añicos sus esperanzas de descubrir o instilar lógica y arm o n ía en el flujo caótico de acontecim ientos que ha dado en llam arse «historia». Genera­

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ciones de teólogos se rom pieron los dientes tratan d o en vano de hincarlos en su m isterio; com o al resto de los hom bres y las mujeres de la m od ern id ad (y a cualquiera que m em orizara el mensaje del Éxodo), se les había enseñado a buscar la regla y la norm a, pero el m ensaje del libro decía que no había ninguna regla o norm a confiable; más exactam ente, ninguna regla o norm a que obligara al poder suprem o. El Libro de Job anticipa el veredicto co n tu n d en te de Cari Schm itt según el cual «el soberano es quien tiene el poder de exceptuar». El poder de im poner reglas se origina en el poder de suspenderlas o dejar­ las sin efecto ni valor. Cari Schm itt, sin du d a el más certero e inteligente anato­ mista del Estado m o d ern o y sus inclinaciones totalitarias intrínsecas, asegura: «Q uien determ ina un valor, eo ipso siem ­ pre fija un no valor. El sentido de esta determ inación de un no valor es la aniquilación del no valor».4 La determ inación del valor traza los lím ites de lo norm al, lo com ún, lo ordenado. El no valor es la excepción que dem arca esta frontera. La excepción es lo que no puede subsumirse; escapa a toda determinación general, pero, al mismo tiempo, pone al des­ cubierto en toda su pureza un elemento específicamente jurí­ dico: la decisión. [...] No existe norma aplicable al caos. Para que el orden jurídico tenga sentido, es preciso establecer un orden. Es preciso crear una situación regular, y soberano es

4 SciiMirr, C., Theorie des Partisanen. Zwischenbemerkungen zum Begriff des Politschen, Berlín, Duncker & Humboldt, 1963, p. 80 [trad. esp.: Teoría del partisano. Acotación al concepto de lo político, Madrid, Instituto de estu­ dios políticos, 2013]. Véase el análisis en Agamben , G., Homo Sacer. Sovereign Power and Bare Life, Stanford, Stanford Univcrsity Press, 1998, p. 137 |lrad. esp.: Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Valencia, Pre-Textos, 2010 ].

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quien determ in a d e fo rm a defin itiva si esta situación es en ver­ d a d efectiva. [... ] La excepción no solo confirma la regla; la

regla como tal vive solo a cuenta de la excepción.5

Giorgio Agam ben, el brillante filósofo italiano, comenta: La regla aplica a la excepción en el hecho d e que y a no aplica, que se retira d e ella. En consecuencia, el estado de excepción

no es un simple retorno al caos que precede al orden sino más bien la situación que resulta de haberlo suspendido. En este sentido, la excepción, verdaderamente, de acuerdo con su sentido etimológico, es sacada afuera [excap ere] y no simple­ mente excluida.6

En otras palabras, no hay contradicción entre las acciones de establecer una regla y hacer una excepción. M uy po r lo con­ trario: sin el poder de exceptuar de la regla, no habría poder para sostener la regla... Todo esto es innegablem ente confuso; sin em bargo, aunque desafíe la lógica del sentido com ún, es la verdad del poder, y es preciso afrontarla en cualquier intento de com prender cómo funciona este últim o. El entendim iento contradice a la creen­ cia: condiciona la creencia a la com prensión lógica, y en con­ secuencia, la vuelve siem pre provisoria. Solo lo incom prensi­ ble puede ser creído de form a incondicional. Sin el Libro de Job, el Éxodo no lograría establecer el fundam ento de la om ni­ potencia de Dios y la obediencia de Israel.

5 S c h m it t , C., Political Theology, op. cit., pp. 19-21; el énfasis me perte­ nece. Véase el análisis en Ag a m b en , G., Homo Sacer..., op. cit., pp. 15 y ss. 6 Ibíd., p. 18; el énfasis me pertenece.

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La historia de Job que se cuenta en ese libro fue el más agudo e incisivo (y el m enos fácil de rechazar) de los desafíos concebibles a la idea del orden basado en una norm a universal y no en decisiones (arbitrarias). D ado el conjunto de h erra­ mientas y rutinas preestablecidas accesibles a la razón, la his­ toria de Job fue un abierto desafío a la posibilidad de que las criaturas dotadas de razón, y en consecuencia deseosas de lógica, se sintieran cóm odas en el m undo. Tal com o los a n ti­ guos astrónom os se desesperaban po r trazar siem pre nuevos epiciclos para defender el orden geocéntrico del m undo con­ tra la evidencia indóm ita que proporcionaban los avistam ientos en el cielo nocturno, los teólogos eruditos citaban el Libro de Job desviviéndose por defender la cualidad inquebrantable de los lazos entre pecado y castigo, y entre virtud y recom ­ pensa, contra la firme evidencia que proporcionaban los to r­ mentos infligidos a Job, en todo respecto una persona ejem ­ plar, una criatura piadosa y tem erosa de Dios, un auténtico dechado de virtudes. C om o si no bastara con el resonante fra­ caso en el intento de presentar una prueba contundente para afirmar que la credibilidad de las explicaciones rutinarias del mal hubiera salido ilesa de la evidencia decisiva que constituía el pío infortunio de Job, la densa niebla que envolvía celosa­ mente la distribución de la buena y la mala suerte no se dis­ persó cuando el propio Dios se sum ó al debate... Después de im plorar: «Instruyanm e, y yo me callaré; hágan­ me entender dónde está m i error. [...] Si pequé, ¿qué daño te hice, a ti, guardián de los hombres?» (Libro de Job, 6: 24; 7: 20), Job aguardó en vano una respuesta de Dios. Tal había sido su expectativa: «Sí, yo sé m uy bien que es así: ¿cómo un m ortal podría tener razón contra Dios? Si alguien quisiera disputar con él, no podría responderle ni una vez entre mil. [...] Aun teniendo razón, no p o d ría responder y debería im plorar al que

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m e acusa. [...] ¡Todo es igual! Por eso digo: Él exterm ina al íntegro y al malvado» (Libro de Job, 9: 2-3; 9: 15, 22). Job no esperaba una respuesta a sus lam entos, y al menos en este p u n to no cabe d u d a de que estaba en lo cierto. H aciendo caso om iso a su pregunta, Dios cuestionó el derecho de Job a preguntar: «¡Ajústate el cin tu ró n com o un guerrero: yo te preguntaré, y tú m e instruirás! ¿Quieres realm ente anu­ lar m i sentencia, y condenarm e a m í, para justificarte? ¿Tienes acaso un brazo com o el de D ios y tru en a tu voz com o la de él?» (Libr. de Job, 40: 6-9). De m ás está decir que las preguntas de Dios eran retóricas: Job sabía m uy bien que no tenía un brazo ni una voz que igualaran a los de Dios, y en consecuencia era consciente de que no era D ios quien le debía una explicación, sino él quien le debía a Dios u n a disculpa. (Cabe destacar que, según la autoridad de las Santas Escrituras, era la voz de Dios, y no la de Job, la que salía «desde la tem pestad», arquetipo entre los infortunios sabidam ente azarosos y sordos a todo ruego de clem encia...) Lo que quizá Job ignorara hasta entonces era el hecho de que, en los siglos p o r venir, todos los pretendientes terrenales a u n a om nipotencia cuasi divina advertirían que la imprevisibilidad y el capricho de su tro n a r era de lejos la m ás form ida­ ble, tem ible e invencible de sus arm as. Q uien quisiera robar el trueno del soberano debía dispersar prim ero la niebla de la incertidum bre que lo envolvía y refundir el capricho en regula­ ridad: el estado de «anomia» (ausencia de norma, o bien flui­ dez de los lím ites a la regulación norm ativa), en norm a. Pero Job no podía anticipar aquello porque no era una criatura de la m odernidad. Susan N eim an y Jean-Pierre D upuy sugirieron no hace mucho que el terrem oto, el fuego y el m arem oto qüe — en concierto y

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rápida sucesión— destruyeron Lisboa en 1755 m arcaron el inicio de la filosofía m oderna del m al.7 Los filósofos m odernos separaron los desastres naturales de los males morales, estable­ ciendo la diferencia precisam ente en el capricho de los prim e­ ros (ahora refundido en ceguera) y la intencionalidad o deter­ minación de los segundos. Nieman señala que, «desde Lisboa, los males naturales ya no tienen relación alguna con los m ales m orales, puesto que ya no tienen significado en absoluto» (Husserl sugirió que M einurtg— «significado»— viene de tneitien, «tener intención de»; más tarde, las generaciones de filósofos poshusserlianos darían por sentado que no hay significado sin intención). Lisboa fue como una puesta en escena de la historia de Job, realizada en la costa atlántica a plena luz deslum brante de lo público y ante la vista de toda Europa: aunque esta vez Dios, así com o Sus prerrogativas y credenciales, estuvieron a todas luces ausentes de la disputa que siguió al acontecim iento. Com o corresponde a la naturaleza de todas las disputas, los puntos de vista de los deliberantes difirieron. De acuerdo con Dupuy, el protagonista que dio con el tono más m oderno en el debate fue, paradójicam ente, Jean-Jacques Rousseau, quien, por su celebración de la sabiduría prístina que albergaba todo lo «natural», m uy a m enudo fue tom ado po r un pensador irre­ mediablemente prem oderno y antim oderno. En su carta abierta a Voltaire, Rousseau insistió en que la culpa, no del desastre de Lisboa en sí pero sin duda de sus catastróficas consecuencias y su escala terrorífica, no había sido de la naturaleza sino del hom bre (nótese que se habla de cidpa y no de pecado: a dife-

7 N eiman , S., Evil ¡ti Modern Thought. An Alternative History of Philosophy, Princeton, Princeton University Press, 2002; D upuy , J.-P., Petite métaphysique des tsunamis, París, Seuil, 2005.

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r e n d a de Dios, la N aturaleza no tenía facultades para juzgar la cualidad m oral de los actos hu m an o s). La catástrofe era el resultado de la m iopía hum ana, no de la ceguera de la natura­ leza; no era fruto de la m ajestuosa indiferencia de la naturaleza, sino un producto de la codicia m undanal hum ana. Si tan solo los habitantes de esa gran ciudad hubieran estado más equi­ tativamente distribuidos y menos hacinados, los daños hubieran sido menores y, quizá, insignificantes. [...] ¿Cuánta gente desafortunada pereció en ese desastre por haber regre­ sado a sus casas, unos para recuperar sus ropas, otros sus papeles y otros su dinero?8 Al m enos en el largo plazo, los argum entos al estilo de Rousseau salieron ganando. La filosofía m oderna siguió el m odelo establecido p o r Pom bal — p rim er m inistro de P ortu­ gal cuando tuvo lugar la catástrofe de Lisboa— , cuyas preocu­ paciones y acciones «se con cen traro n en la erradicación de aquellos m ales que pudiera alcanzar la mano hum ana».9 Y cabe agregar que los filósofos m od ern o s abrigaban la expectativa, la esperanza o la creencia de que las m anos hum anas, una vez equipadas con extensiones concebidas por la ciencia y provis­ tas p o r la tecnología, serían capaces de extender su alcance hasta, po r fin, llegar al p u n to de lidiar con todo lo que fuese necesario. C onfiaban en que, a m edida que las m anos hum a­ nas se extendieran cada vez. más, la cantidad de males que que­ daban fuera de su alcance dism inuiría incluso hasta llegar a

8 R oussea u , J.-J., «Lettre á Monsieur d e Voltaire», en Oeuvres complétes, París, Pléiade, 1959, vol, 4, p. 1062. 9 N eim a n , S., Evil in Moclern Thought, op. á t., p. 230; el énfasis me per­ tenece.

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cero, siem pre y cuando se dispusiera del tiem po y la determ i­ n a ció n suficientes. S in em bargo, dos siglos y m edio m ás tarde podem os opinar que lo esperado por los pioneros filósofos y no filósofos de la m o d e r n id a d no tenía posibilidades de ocurrir. Así resum e N e iman las lecciones im partidas por los dos siglos que separaron Lisboa, el detonante de las am biciones m odernas, de Auschwitz, el acontecim iento que las derrum bó: Lisboa reveló la lejanía entre el m u n d o y los seres hum anos; A uschw itz reveló la lejanía entre los seres h um anos y ellos m ism os. Si el proyecto m o d ern o se propuso desenredar lo natural de lo h u m an o, la distancia entre Lisboa y A uschwitz puso en evidencia las dificultades de m antenerlos aparte. (...) Si Lisboa m arcó el m o m e n to en que se recon oció la insolven­ cia de la teodicea tradicional, A uschw itz señaló el recon oci­ m ien to de que los reem plazos no eran tanto m ejores.10

M ientras confrontó a los seres hum anos bajo el disfraz de un Dios om nipotente pero benévolo, la naturaleza fue un m is­ terio que puso en jaque a la com prensión hum ana: en efecto, ¿cómo era posible cuadrar la benevolencia-om nipotencia de Dios con la profusión de males en u n m undo que Él m ism o había concebido y puesto en m archa? Las soluciones que solían ofrecerse a este dilem a — que los desastres naturales acaecidos a la hum anidad eran enviados por Dios (en cuya unidad se concentraban la suprem a legislatura ética, la suprem a corte de justicia y el brazo ejecutivo de la ley m oral) como justo castigo a los pecadores co n tra la m oral— no daban cuenta de la patente evidencia, sintetizada lacónicam ente por 10 Ibíd., pp. 240 y 281.

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Voltaire en su poem a conm em o rato rio del terrem oto y el incendio que destruyeron Lisboa en 1755: «l’innocent, ainsi que le coupable, / subit égalem ent ce mal inévitable».11 El acu­ ciante dilem a obsesionó a los filósofos de la incipiente m oder­ nidad, así com o a generaciones de teólogos. Era imposible reconciliar el evidente libertinaje del mal en el m undo con la com binación de benevolencia y om nipotencia atribuida a su creador y gerente suprem o. La contradicción no pudo ser resuelta; a lo sum o se la quitó de la agenda m ediante lo que M ax W eber describió como Enzauberung («desencantam iento») de la naturaleza, es decir, el acto de despojar a la naturaleza de su disfraz divino, elegido com o acto de nacim iento del «espíritu m oderno»: de la hybris fundada en la nueva actitud de seguridad y confianza que pro­ clam aba «podem os hacerlo, lo harem os». A m odo de castigo por la ineficacia de la obediencia, la oración y la práctica de la virtud (los tres instrum entos recom endados com o camino seguro a la evocación de respuestas deseables en el benévolo y om nipotente Sujeto D ivino), se arrancó a la naturaleza su pro­ piedad de sujeto, y así se le denegó la propia capacidad de ele­ gir entre su benevolencia y su m alicia. Los seres hum anos podían abrigar la esperanza de congraciarse ante los ojos de Dios, e incluso protestar contra los veredictos divinos expo­ niendo y negociando sus argum entos, pero no tenía sentido tratar de debatir y negociar con la naturaleza «desencantada» en la esperanza de obtener gracia. N o obstante, se había des­ pojado de subjetividad a la naturaleza no con el fin de restau­ rar y salvaguardar la subjetividad de Dios, sino para allanar el cam ino hacia u n a deificación de Sus sujetos humanos.

11 En otras palabras, el mal inevitable asoló por igual al inocente y al culpable. ♦

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Con los seres h um anos puestos al m ando, la incertidum bre y los «m iedos cósmicos» que esta alim entaba no se desvane­ cieron, claro está, y la naturaleza despojada de su disfraz divino no parecía m enos trem enda, am enazante y tem ible que antes; sin em bargo, no cabía duda de que la tekhne científica, que no apuntaba a lidiar con un Dios om nisciente y parlante sino con la naturaleza ciega y muda, lograría, una vez que hubiera acum ulado y usado las habilidades para hacer cosas, lo que no habían conseguido las plegarias. A hora era posible abrigar la expectativa de que el capricho y la im previsibilidad de la naturaleza fueran apenas una m olestia tem poral, y creer en que la perspectiva de obligar a la naturaleza a obedecer la voluntad hum ana era apenas cuestión de tiem po. Los desastres naturales podían (¡y debían!) som eterse al m ism o tratam iento concebido para los males sociales, la clase de adversidades que, con la capacidad y el esfuerzo debidos, podían exiliarse del m undo para no reto rn ar jam ás. Las incom odidades causadas por las absurdas brom as de la naturaleza se resolverían con tanta eficacia — al m enos en principio— com o las calam ida­ des debidas a la malicia y la indecencia de los seres hum anos. Tarde o tem prano, todas las am enazas, naturales y m orales por igual, se volverían predecibles y evitables, obedientes al poder de la razón. El tiem po que tardaría en llegar ese m om ento dependía solam ente de la determ inación con que se aplicaran los poderes de la razón hum ana. La naturaleza pasaría a ser como esos otros aspectos de la condición hum ana que estaban evidentem ente hechos p o r los seres hum anos y, por ende, en principio, eran m anejables y «corregibles». Tal com o im pli­ caba el im perativo categórico de Im m anuel Kant, cuando hacemos uso de la razón, nuestro a trib u to inalienable, pode­ mos elevar el juicio m oral y la conducta que deseam os unlver­ salizar al rango de ley natural.

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Así se esperaba que se desarrollaran los asuntos hum anos al com ienzo de la era m o d ern a y d u ran te gran parte de su histo­ ria. Tal com o sugiere la experiencia presente, sin embargo, se han desarrollado en la dirección opuesta. En lugar de que la conducta guiada p o r la razón se promoviera al rango de ley natural, sus consecuencias fueron degradadas al nivel de la naturaleza irracional. Las catástrofes naturales no se asemeja­ ron m ás a las faltas m orales «en principio manejables»; por el contrario, le tocó a la inm oralidad volverse o revelarse cada vez m ás sim ilar a las catástrofes naturales «clásicas»: azarosa como ellas, im previsible,, inevitable, incom prensible e inm une a la razón y los deseos hum anos. Los desastres ocasionados por la acción h u m an a ahora llegan de un m u n d o opaco, golpean al azar, en lugares im posibles de anticipar, y eluden o cuestionan la explicación que separa las acciones hum anas de otros acon­ tecim ientos: la explicación p o r el m otivo o el propósito. Ante todo, las calam idades causadas p o r las acciones hum anas inm orales parecen cada vez m ás inm anejables en principio. He ahí lo que vio Cari Schm itt en el m u n d o donde nació y cre­ ció. U n m u n d o div id id o e n tre estados seculares que, de acuerdo con la síntesis retrospectiva elaborada p o r ErnstW olfgang Bockenfórde, «subsistían sobre la base de precondi­ ciones que ellos m ism os no podían garantizar».12 La visión m o d ern a de un «Estado poderoso y racional» — un «Estado de sustancia real», «por encim a de la sociedad e inm une a los intereses sectarios»;13 un Estado capaz de reivindicar para sí el

12 BOCKENFORDE, E.-W., Recht, Staat, Freiheit, Fráncfort, Suhrkampf, 1991, p. 112. 13 Véase MüLLER, J.-W., A Dangerous Mind. Cari Schmitt in Postwai Europeati Thought, New Haven, Yale University Press, 2003, pp. 4 y 5.

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lugar de precondición o determ inante del orden social, posi­ ción otrora sostenida pero ya abandonada por Dios— parecía disolverse y evaporarse en la realidad de luchas sectarias, revo­ lu c io n e s , poderes incapaces de actu ar y sociedades reacias a que se actuara sobre ellas. Las ideas que asistieron el p arto de la era m oderna b rin d a­ ban la esperanza y la prom esa de elim inar y extirpar de una vez y para siem pre los giros erráticos del destino contingente, junto con la opacidad y la im previsibilidad propias de la con­ dición y las perspectivas hum anas que caracterizaron el rei­ nado del Dios de Jerusalén: estas ideas «rechazaban la excep­ ción en todas sus form as».14 B uscaban u n a precondición alternativa, sólida y confiable de orden social en el Estado constitucional liberal, del que se esperaba que reem plazara el dedo caprichoso de la divina providencia po r la m ano invisi­ ble pero firme del m ercado. Tales esperanzas se han d e rru m ­ bado de m anera abom inable, m ientras que las prom esas resul­ taron hallarse m uy po r fuera del alcance de los Estados que concibieron. C on su atuendo de Estado «poderoso y racional», el Dios de Jerusalén fue a parar a Atenas, un caótico patio de juegos para dioses traviesos e intrigantes, donde, para seguir a Platón, los otros dioses habrían m uerto de risa al oír su preten­ sión al estatus de «solo y único», m ientras se aseguraban (para estar a salvo) de que sus aljabas estuvieran llenas de flechas. En tanto los teóricos y panegiristas del Estado m oderno siguieron el ejem plo del Dios de Jerusalén, quien se negaba categóricam ente a reconocer otros pretendientes al estatus divino, las páginas del Libro de Job brillaron por la ausencia en sus evangelios. La reconciliación de los despreocupados atenienses con la pluralidad de sus dioses escandalosam ente 14 Sch m itt , C., PoUtical Theology, op. cit., p. 37*.

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insum isos y pendencieros (acuerdo que llegó a su conclusión lógica en la práctica rom ana de agregar nuevos bustos al pan­ teón con cada nueva conquista territorial) no serviría para los desventurados residentes del m undo m oderno, ese precario arreglo fundado sobre la (nada) santísim a alianza trinitaria entre el Estado, la nación y el territorio. En aquel m u n d o m o d ern o podía haber m uchas divinida­ des, com o en Atenas o en Rom a, pero faltaban los lugares donde estas pudieran reunirse para fraternizar en paz, como el Areópago o el Panteón, concebidos para su afable convivencia. Sus encuentros harían de cualquier sitio un cam po de batalla y una frontera, puesto que, según la línea originada por el Dios de Jerusalén, cada form ación trinitaria reivindicaría para sí una soberanía absoluta, indivisible e inalienable sobre sus pro­ pios dom inios. El m undo do n d e había nacido Schm itt no era el m undo politeísta de los atenienses o los rom anos, sino un m undo de cuius regio eius religio, de intranquila cohabitación entre dioses viciosam ente com petitivos e intolerantes, autoproclam ados «solos y únicos». El m u n d o poblado de Estados en busca de naciones y de naciones en busca de Estados podía ser politeísta (y era probable que perm aneciera así por algún tiem po), pero cada parte de él defendía con uñas y dientes su prerrogativa al monoteísmo (religioso, secular o am bos, como en el caso del nacionalism o m oderno). Tal principio y tal inten­ ción habrían de quedar grabados en los estatutos de la Liga de Naciones, para ser repetidos m ás tarde, con énfasis aun mayor, en las reglas y regulaciones de las Naciones Unidas, instruidas de m antener con todos sus (genuinos o supuestos) poderes el derecho sacrosanto de todo Estado m iem bro a la soberanía innegociable sobre el destino y la vida de sus súbditos. La Liga de Naciones, y m ás tarde las Naciones Unidas, llam aron a los Estados nacionales em peñados en la soberanía a abandonar el

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cam po de batalla, su terreno hasta entonces norm al y probado de cohabitación y genocidio recíprocos, para sentarlos a una mesa redonda, m antenerlos allí e instarlos a conversar; se pro ­ pusieron atraer a las tribus beligerantes hacia Atenas con la prom esa de b rindar aun m ayor seguridad a sus dioses tribales similares al Dios de Jerusalén: cada u n o en su tribu. Cari Schm itt entrevió la futilidad de esa intención. Las acu­ saciones que es posible (y debido) enrostrarle son tres: la de que le haya gustado lo que vio, la aún más seria de haberlo abrazado con entusiasm o y la im perdonable de haber hecho todo lo posi­ ble para elevar el m odelo que extrajo de las prácticas observadas en la Europa del siglo XX al rango de leyes eternas de toda la polí­ tica y de todas las políticas; es decir, la acusación de conferir a ese m odelo la distinción de solo y único atributo de un proceso político que elide y trasciende el poder de excepción del sobe­ rano y establece un lím ite al poder de decisión de este últim o, que él solo puede ignorar a riesgo de peligro m ortal. Sin embargo, acusar a Schm itt de visión im perfecta no tendría fun­ dam ento; la acusación debería recaer, en cambio, sobre quienes vieron otra cosa y a quienes Schm itt se propuso corregir. Si la aserción de Schm itt según la cual es soberano «quien decide sobre la excepción» (m ás im p o rtan te aún, quien decide arbitrariamente, dado que los elem entos decisionistas y perso­ nalistas son los más cruciales en el concepto de soberanía)15 se coloca ju n to a su insistencia en que la distinción defm itoria del aspecto «político» en las acciones y los m otivos «es la distin­ ción entre am igo y enem igo»,16 a cuya oposición pueden redu­

15 Sch m itt , C., Political Theology, op. cit., p. 48. 16 Sch m itt , C„ The Concept of the Political [Der Begriff des Politischen],

trad. ingl. de George Schwab, Chicago, University o f Chicago Press, 2007, p. 26 [trad. esp.: El concepto de lo político, Madrid, Alianza, 1999].

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cirse, se sigue que la sustancia y el sello característico de todo poseedor de soberanía, y de todo organism o soberano, es la «asociación y disociación»; m ás exactam ente, la asociación mediante la disociación, el uso de la «disociación» en la pro­ ducción y el m antenim iento de la «asociación»: nom brar el enem igo que debe ser «disociado», de m odo tal que los amigos puedan perm anecer «asociados». En pocas palabras, señalar, apartar, rotular y declararle la guerra a un enemigo. En la con­ cepción de soberanía que p ro p o n e Schm itt, la asociación es inconcebible sin la disociación; el orden es inconcebible sin la expulsión y la extinción, y la creación es inconcebible sin la destrucción. La estrategia de destruir en aras de construir un orden es el rasgo detinitorio de la soberanía. N o m b rar a u n enem igo es un acto «decisionista» y «perso,v nalista», pues «no es preciso que el enem igo político sea m oralm ente m alo o estéticam ente feo»; de hecho, no es pre­ ciso que sea culpable de actos o intenciones hostiles; basta con que sea «el otro, el extraño, algo diferente y ajeno».17 Pero entonces, dada la índole decisionista de la soberanía, debe que­ dar claro que alguien se convierte en «el otro», «el extraño», y finalm ente en «un enem igo», al fin a l y no al principio de la acción política definida com o el acto de n o m b rar al enemigo y la acción de com batirlo. En efecto, una «objetividad» de la enem istad, con la condición de «ser un enemigo» determ inada p o r los atributos y las acciones del enemigo, iría contra el quid de una soberanía que consiste en el derecho a hacer excepcio­ nes; no se diferenciaría de un pacto que obligara por partes iguales a Yahvé y al pueblo de Israel, un arreglo tan inacepta­ ble para los soberanos m odernos com o lo era para el celoso y vengativo Dios del Libro de Job. Del m ism o m odo en que fue «

17 Ibíd., p. 27.

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y solo Yahvé quien decidió que Job había de ser to rtu ­ es el soberano al m ando del Estado y solo él quien decide a quiénes exceptuará de la ley y destruirá. Al m enos, also sprach Cari Schmitt, después de observar con atención las prácticas de los más decisivos e inescrupulosos buscadores de soberanía de su tiem po; quizá tam bién después de notar la «inclinación totalitaria», tal com o sugirió H annah Arendt, endém ica a todas las formas m odernas de poder estatal.

Y ahvé rad o ,

Uno de los pacientes que aparecen en Pabellón de cáncer;* de Aleksandr Solzhenitsyn, es un dignatario de un partido local que com ienza el día leyendo aten tam en te el editorial del Pravda. Se halla a la espera de una operación y sus chances de supervivencia penden de un h ilo ... Sin em bargo, todos los días, desde el m om ento en que el nuevo núm ero del Pravda, con su nuevo editorial, llega al pabellón, este paciente ya no tiene m otivos para preocuparse; hasta que llegue el próxim o núm ero, sabe exactam ente qué hacer, qué decir y sobré qué temas m antener silencio. En los asuntos más im portantes, en las elecciones que realm ente cuentan, tiene el confort de la cer­ teza: no puede equivocarse. Los editoriales del Pravda eran notorios p o r los cambios de parecer que expresaban de u n día para el otro. Los nom bres y las tareas que hasta ayer nom ás habían estado en boca de todos podían volverse im pronunciables de la noche a la m añana. Las acciones o los giros lingüísticos que habían sido correctos y apropiados el día anterior podían convertirse en incorrectos y abom inables al día siguiente, en tanto que los actos im pen­ sables ayer podían volverse obligatorios hoy. Sin em bargo, bajo el gobierno decisionista y personalista de Stalin, no había un * SOLZHENITSYN, A.,

Pabellón de cáncer, Barcelona, Tusquets, 1993.

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til retorno del pé,,dui0

solo m om ento, por breve que fuera, en que se borroneara la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto, entre lo obligatorio y lo prohibido. Siem pre y cuando se escuchara y se obedeciera lo oído, era im posible com eter u n error; y puesto que, tal com o señaló Ludwig W ittgenstein, «entender» significa saber cóm o proceder, era posible estar seguro, protegido contra el m alentendido fatal. Y la seguridad de cada uno estaba en m anos del partid o y de Stalin, líder y guía infalible de todos (el editorial del Pravda, sin duda, hablaba en su nom bre). Diciéndoles cada día qué hacer, Stalin les quitaba de encim a el peso de la responsabilidad resolviendo por ellos la inquietante tarea de entender. En verdad, Stalin era omnisciente. N o necesaria­ m ente en el sentido de saber todo lo que había p o r saber, sino en el de decirles a todos lo que necesitaban y debían saber. No necesariam ente en el sen tid o de d istin g u ir infaliblem ente entre la verdad y el error, sino en el de trazar la frontera auto­ rizada entre la verdad y el erro r que era preciso obedecer. En la película El juram ento, de M ijaíl Chiaureli, el personaje central — una m adre rusa, el epítom e de la entera nación rusa, valerosa luchadora, trabajadora incansable, siem pre devota de Stalin y am ada p o r él— visita un día a Stalin y le pide que ter­ m ine con la guerra. El pueblo ruso ha sufrido tanto — dice— , ha soportado sacrificios tan horribles; tantas esposas han per­ dido a su m arido; tantos niños han perdido a su p a d re ... Tiene que haber un final para todo ese dolor. Stalin responde: sí, M adre, ha llegado la hora de term in ar con la guerra. Y term ina con la guerra. Stalin no era solo om nisciente: tam bién era omnipotente. Si quería term inar con la guerra, term inaba con ella. Si no hacía lo que la nación quería o incluso le pedía que hiciera, no era po r falta de poder o de saber para conceder el favor, sino p o r­ que debía de haber alguna razón im p o rtan te para posponer la

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acción o abstenerse de llevarla a cabo (a fin de cuentas, era él quien trazaba la línea autorizada entre lo correcto y lo inco­ rrecto). Podíam os estar seguros de que todo lo que fuera una buena idea term inaría p o r hacerse. N osotros seguram ente éra­ m os dem asiado ineptos para detectar, enum erar y calcular los pros y los contras de la cuestión, pero Stalin nos protegía con­ tra las terribles consecuencias de los m alos cálculos que resul­ taban de nuestra ignorancia. Y en consecuencia, no im portaba si el sentido y la lógica de lo que ocurría escapaban a nuestro entendim iento y al de «otros com o nosotros». Lo que a nues­ tro parecer era una m ezcolanza de sucesos descoordinados, de accidentes y aconteceres azarosos, tenía una lógica, un desig­ nio, u n plan, una coherencia. El hecho de que no pudiéram os ver esa coherencia con nuestros propios ojos era una prueba más (quizá la única prueba que necesitábam os) de cuán c ru ­ cial para nuestra seguridad era la perspicacia de Stalin y cuánto le debíam os por su sabiduría y po r su disposición a com partir con nosotros los frutos de aquella. Com binadas, estas dos historias se acercan bastante a la revelación del secreto que encerraba el poder de Stalin sobre las m entes y los corazones de sus súbditos. Pero no avanzan lo suficiente... La gran pregunta, no solo sin responder sino tam bién sin preguntar, es por qué los súbditos necesitaban seguridad hasta el p u n to de estar dispuestos a sacrificar su m ente por conse­ guirla y rebosar de g ratitud cuando era aceptado su sacrificio. Para que la certeza se hubiera convertido en la necesidad, el deseo y el sueño suprem os, prim ero tenía que estar ausente: aún sin adquirir, perdida o robada. Fiel a la naturaleza del soberano delineado por Schm itt, Stalin dem ostraba una y o tra vez su poder de lanzar purgas y cazas de brujas, y para detenerlas y suspenderlas de form a tan

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a b ru p ta e inexplicable com o las había iniciado. No había form a de saber qué actividad sería la próxim a en caer bajo el estigm a de la brujería; y com o los golpes se repartían al azar, y la prueba sustancial de toda conexión con la variedad de bru­ jería que hasta entonces se había perseguido era un lujo visto con m alos ojos, si no un paso peligroso que de form a oblicua llam aba a la «objetividad» a regresar de su exilio, tampoco había form a de saber si existía algún vínculo inteligible entre lo que hacían los individuos y el destino que sufrían. (El inge­ nio p opular soviético expresaba esta situación en la historia de la liebre que corrió a buscar refugio cuando se enteró de que estaban arrestando a los camellos, porque «prim ero te arrestan y luego tienes que probar que no eres un camello».) En efecto, en ninguna o tra parte y en ninguna o tra época tom ó cuerpo de form a ta ri^ p ró fu s a ^ o n v in s e n te la im agen calvinista del Ser SupremoC(mdudablé?,inspiración de Schm itt), que distri­ buye la gracia y la condena siguiendo su propia elección inescru­ table — cualquiera sea la conducta de los receptores elegidos— y hace oídos sordos a súplicas o peticiones contra sus veredictos. C uando todos, en todo m o m en to , son vulnerables por ignorar lo que ocurrirá a la m añana siguiente, la supervivencia y la seguridad, y no una catástrofe repentina, parecen ser la excepción: en verdad, m ilagros que desafían la com prensión de los seres hum anos com unes, y requieren previsión, sabiduría y poderes sobrehum anos para hacerse realidad. En una escala rara vez igualada en otras partes del m undo, Stalin practicó el poder soberano de exceptuar del trato debido a los sujetos de derecho; o bien, en realidad, del trato debido a los seres hum a­ nos p o r ser hum anos. Pero tam bién logró revertir las aparien­ cias: a m edida que las excepciones (la suspensión o cancelación de derechos, el traspaso a los hotnini sacri de Giorgio Agamben) se to rn aro n de excepción en n o rm a, la circunstancia de eludir

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los golpes distribuidos al azar parecía ser una excepción, un don excepcional, una dem ostración de gracia. Uno debía sentirse agradecido por los favores que recibía. Y así ocurría. La vulnerabilidad y la incertidum bre de los seres hum anos es el fundam ento de todo poder político. Los poderes reclaman para sí la autoridad y la obediencia prom etiendo a sus súbditos una protección efectiva contra estos dos flagelos de la condición humana. En la variedad estalinista del poder totalitario, es decir, en ausencia de la aleatoriedad que inyecta el m ercado en la con­ dición hum ana, la vulnerabilidad y la incertidum bre tenían que ser producidas y reproducidas por el poder político. El hecho de que se diera rienda suelta al terror aleatorio en escala masiva en los tiem pos en que se desm antelaban los últim os residuos de la n e p (la «Nueva Política Económ ica», que abría las p u er­ tas al regreso del m ercado luego de su destierro durante los años del «com unism o de guerra») no fue pura coincidencia. En la mayoría de las sociedades m odernas, la vulnerabilidad y la inseguridad de la existencia, así com o la necesidad de ir tras los objetivos personales en condiciones de aguda e irredim ible incertidum bre, se aseguraron desde el com ienzo m ediante la exposición de las actividades vitales a las caprichosas fuerzas del mercado. Aparte de proteger las libertades del m ercado y en ocasiones ayudar a resucitar el vigor declinante de las fuerzas mercantiles, el poder político no tenía necesidad de interferir. Cuando exigía a sus súbditos la obediencia y el acatam iento de la ley, podía apoyar su legitim idad en la prom esa de m itigar el alcance de las ya existentes vulnerabilidad e incertidum bre de las personas: lim itar los daños y perjuicios perpetrados por el libre juego de las fuerzas del m ercado, proteger a los vulnera­ bles contra golpes m ortales o excesivamente dolorosos y asegu­ rarlos contra al m enos algunos riesgos de los m uchos que nece­ sariam ente entraña la libre com petencia. Tal legitim ación halló

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VA retorno ilel péndulo

su expresión suprem a en la autodefinición de la form a guber­ nam ental m oderna com o «Estado de bienestar». Esa fórm ula de poder político está hoy perdiéndose en el pasado. Las instituciones del «Estado de bienestar» van des­ m antelándose y desfasándose de form a progresiva, m ientras se retiran una por una las restricciones antes im puestas a las acti­ vidades comerciales y al libre juego de la com petencia m er­ cantil, con sus nefastas consecuencias. Las funciones protectoras del Estado se restringen a una pequeña m inoría inempleable e inválida, aunque incluso esa m inoría tiende a ser reclasificada de «objeto de asistencia social» a «objeto de la ley y el orden»: la incapacidad para participar en el juego del m ercado se crim i­ naliza cada vez más. El Estado se lava las m anos con respecto a la vulnerabilidad y la incertidum bre ocasionadas por la lógica (o la ilógica) del libre m ercado, redefiniendolas com o errores y asuntos privados, problem as con los que tienen que lidiar y deben sobrellevar los individuos valiéndose de sus propios recursos. Tal com o lo enuncia U lrich Beck, ahora se espera que los individuos busquen soluciones biográficas a las contradic­ ciones sistém icas.18 Estas nuevas ten dencias tien en un efecto secundario: corroen los cim ientos sobre los que fue apoyándose cada vez más el poder estatal en los tiem pos m odernos, reivindicando para sí un papel crucial en la lucha contra la vulnerabilidad y la incertidum bre de sus súbditos. En el ostensible crecimiento de la apatía política, en la erosión de las lealtades y los intere­ ses políticos («no m ás salvación po r la sociedad», com o lo

18 Véase Beck, U., RiskSociety, trad. de Mark Ritter, Londres, Sage, 1992, p. 137; ed. orig.: Risiko Gesellschaft. A uf dem Weg in einere andere Moderne, Fráncfort, Suhrkamp, 1986 [trad. esp.: La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad, Barcelona, Paidós, 2006).

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expresa la notoria frase de Peter Drucker, o bien «no hay socie­ dad; solo están los individuos y sus familias», com o declarara con sim ilar contundencia M argaret T hatcher) y en la masiva renuncia de la población a la participación en la política insti­ tucionalizada, vemos pruebas contundentes del derrum be de los cim ientos sobre los que se estableció el poder estatal. Una vez que hubo renunciado a su anterior interferencia program ática en la inseguridad causada po r el m ercado, pro ­ clam ando en contraste que la perpetuación y la intensificación de esa inseguridad era la m isión de todo poder político intere­ sado por el bienestar de sus súbditos, el Estado contem poráneo debió buscar otras variedades — no económ icas— de vulnera­ bilidad e incertidum bre en las cuales apoyar su legitimidad. Esta alternativa, al parecer, ha sido identificada ahora (quizá de forma más espectacular, aunque en absoluto exclusiva, por parte del gobierno estadounidense) con el problem a de la segu­ ridad personal: las am enazas a los cuerpos, a las posesiones y a los hábitats hum anos, originadas en actividades delictivas, en la conducta antisocial de las «clases marginales» y, en tiem pos más recientes, tanto en el terrorism o global com o — cada vez más— en los «inm igrantes ilegales». A diferencia de la insegu­ ridad causada p o r el m ercado, que en todo caso es claram ente visible y obvia en lo que respecta a su alivio, esta inseguridad alternativa con la que el Estado p ro cu ra restaurar su perdido m onopolio de la redención necesita apuntalam iento artificial, o al m enos una gran dram adzación, para inspirar suficiente «miedo oficial» y al m ism o tiem po eclipsar o relegar a una posición secundaria la inseguridad de origen económ ico, acerca de la cual el Estado no puede — ni desea— hacer nada. A diferencia de las am enazas que representa el m ercado para la posición social, la autoestim a y el sustento, el alcance de los peligros que acechan a la seguridad personal debe presentarse

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El retomo del péndulo

en los colores m ás oscuros, de m odo tal que (tal com o ocurría en el régim en político estalinista) la no materialización de las amenazas pueda celebrarse com o un suceso extraordinario, com o el resultado de la vigilancia, el cuidado y la buena volun­ tad de los organism os estatales. N o es casual que el poder de excepción, los estados de emergencia y la designación de los ene­ migos estén en su apogeo. Si el poder de excepción es una esen­ cia eterna de toda soberanía, y si la selección y el escarnio de los enem igos es la sustancia extem poránea de «lo político» son cuestiones debatibles; sin em bargo, poca duda cabe acerca de que los m úsculos de los poderes actuales se ejercitan en pos de am bas actividades casi com o nunca antes. He ahí las actividades que m ás h an ocupado durante los últim os años a la Agencia C entral de Inteligencia ( c ía ) y a la Oficina Federal de Investigaciones ( fbi ) de Estados Unidos: advertir a los estadounidenses sobre ataques inm inentes a su seguridad, ponerlos en estado de alerta constante y así incre­ m entar la ten sió n ... para que esta exista y se alivie cuando los ataques no tengan lugar, de m o d o tal que todo el crédito por su alivio pueda adscribirse, p o r consenso popular, a los orga­ nism os de la ley y el orden a los que va reduciéndose de forma progresiva la adm inistración estatal. El 10 de jun io de 2002, funcionarios estadounidenses de alto rango (R obert M ueller, el director del f b i ; Larry Thom son, fiscal general del E stado; Paul W olfow itz, secretario de Defensa, entre otros) an u n ciaro n el arresto de un supuesto terrorista de al-Q aeda cuando este regresaba a Chicago de un viaje de entrenam iento a Pakistán.19 Tal com o aseguraba la

19 Véase u s a Today, 11 de junio de 2002, en particular, «Al-Qaeda operative tripped off plot», «us: dirty bornb plot foiled» y «Dirty bomb plot: “The fíiture is here: I’m afraid”».

Uiisciir en la moderna Atenas una respuesta...

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versión oficial del hecho, un c iu d a d a n o estad o u n id en se, nacido y criado en Estados U nidos, José Padilla (el nom bre sugiere un origen hispano, es decir, uno de los agregados más recientes a la larga lista de pertenencias étnicas inm igrantes, establecido en condiciones relativam ente precarias) se había convertido al islam ad o ptando el no m bre de A bdullah alMuhajir y había viajado de inm ediato a reunirse con sus her­ manos m usulm anes para recibir instrucciones sobre cóm o ocasionar daños en la que o tro ra había sido su patria. Allí fue instruido en el rústico arte de fabricar «bom bas sucias»: «tem i­ blemente fáciles de arm ar» con unos pocos gram os de explo­ sivos convencionales disponibles en m uchos lugares y «casi cualquier tipo de m aterial radiactivo» al que los aspirantes a terroristas «puedan echar las m anos encima» (no se aclaraba por qué se necesitaba un entrenam iento sofisticado para fabri­ car bom bas «tem iblem ente fáciles de arm ar»; pero cuando se trata de usar tem ores difusos com o fertilizante para las viñas de ira, la lógica está ausente tanto en el em isor com o en el receptor). «Una nueva frase se ha agregado al lenguaje pos 11/9 de m uchos estadounidenses com unes: “bom ba sucia”», anunciaron los reporteros de u s a Today Nichols, Hall y Eisler. Tal com o se develó en los años siguientes, aquel fue apenas el m odesto com ienzo de una tendencia arrolladora e inconte­ nible. El últim o día de 2007, The N ew York Times publicó un editorial donde insistía en que Estados Unidos ya no podía ser descrito com o una «sociedad dem ocrática». El editorial en u ­ m eraba una serie de abusos autorizados p o r el Estado, incluida la to rtu ra por la CIA, así com o subsecuentes y reiteradas viola­ ciones a las Convenciones de G inebra; una red de ilegalidad legalizada que perm itía al gobierno de Bush espiar a los esta­ dounidenses, y la plena disposición de los funcionarios guber­ nam entales a violar los derechos civiles y constitucionales sin

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excusarse, todo ello bajo los auspicios de una guerra contra el terrorism o. El panel editorial de The New York Times argu­ m entaba que, a partir del 11 de septiem bre de 2001, el gobierno de Estados Unidos había inducido un «estado de conducta ile­ gal». Y The New York Times no era el único que expresaba estas preocupaciones. El prom inente escritor Sidney Blumenthal, exasesor de alto rango del presidente C linton, aseveró que los estadounidenses vivían ahora bajo un gobierno equivalente a un «Estado de seguridad nacional con detenidos fantasma, cárceles secretas, capitulaciones y escuchas internas».20 En otra colum na de o pinión de The N ew York Times, Bob Herbert argum entaba que los oscuros paisajes de exclusión, confiden­ cialidad, vigilancia ilegal y to rtu ra que habían surgido bajo el régim en de Bush ofrecían a los estadounidenses nada menos que «un m apa de ruta al totalitarism o».21 C om o ha señalado H en ry A. G iroux, sin em bargo, es un error sugerir que el gobierno de Bush es el único respon­ sable de haber transform ado a Estados U nidos hasta el punto de que el país ya n o se recon oce a sí m ism o co m o nación dem ocrática. C uan do se afirm a tal cosa, se corre el peligro de reducir los serios m ales sociales que aquejan a Estados Uni­ dos a las políticas reaccionarias aplicadas por el régim en de Bush, lo cual perm ite q ue se instale la com placencia a medida que el reino de Bush se acerca a su fin, que tendrá lugar el 20 de enero de 2009. La com p lacencia originada en la sensación d e un in m in en te cam b io de régim en no ofrece u na respuesta

20 B l u m e n t h a l , S., «Bush’s war on professionals», en Salort.com, 5 de enero de 2006, en: < ww w.salon.eom /opinion/blum enthal/2006/01/05/ spying/index.html>. 21 H e r b e r t , B., «America the fearful», en: The New York Times, 15 de mayo de 2006, p. 25.

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verdaderam ente p olítica a la crisis actual, porque ignora hasta qué p u n to las p olíticas de Bush n o hacen sin o recapitular la política social y econ óm ica de la era C linton. En realidad, lo que ha atravesado Estados U n id os durante la últim a década parece m en os u n a ruptura que una intensificación de una serie de fuerzas subyacentes, políticas, económ icas y sociales, que m arcan el co m ien zo de una nueva era en la cual las ten­ d en cias represivas a n tid em o crá tica s q ue acechan bajo la m alograda herencia de los ideales dem ocráticos han em er­ gido co n p rontitud y energía co m o el n u evo rostro de un autoritarism o p rofun dam en te perturbador. El estado actual de la «dem ocracia» estad ou n id en se lleva la im pronta exclusi­ vam ente bipolar del ataque degenerativo al cuerpo p olítico, que com b in a elem en tos d e un capitalism o caracterizado por una codicia y un fanatism o sin precedentes, llam ado por algunos la N ueva Era D orada, con una nueva clase de política m ás im piadosa y salvaje en su d isp osición a abandonar — e incluso vilipendiar— a aquellos in d ivid u os y grupos que han pasado a ser desechables en el m arco de las «nuevas geogra­ fías de exclusión y paisajes de riqueza» que m arcan el nuevo orden m un dial.22

Este proceso tuvo lugar en Estados Unidos, pero en todo el m undo se observan iniciativas similares de increm entar el volumen de m iedo y p roporcionar los objetivos contra los cuales descargar la ansiedad resultante. D onald G. McNeil Jr. sintetizó así los cam bios m ás recientes que han tenido lugar en el espectro de la política europea: «Los políticos estim ulan el

22 G ir o u x , H. A., «Beyond the biopolitics o f disposabiüty. Rethinking neoliberalism in the new gilded age», en: Social Identities, vol. 14, núm. 5, septiembre de 2008, pp. 587-620.

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m iedo al delito».23 En efecto, en todo el m u n d o regido por gobiernos elegidos dem ocráticam ente, la prom esa de mano d u ra contra el delito se ha convertido en la carta de triunfo que vence a todas las dem ás, pero el triu n fo definitivo se obtiene com binando prom esas de «más cárceles, más policías y sen­ tencias m ás largas» con el ju ra m en to de «acabar con la inmi­ gración, con los derechos de asilo y con la naturalización». Tal com o lo enuncia M cNeil, «los políticos de toda Europa hacen uso del estereotipo según el cual “los extranjeros son la causa del crim en” para vincular el odio étnico, que pasó de moda, con el m ás aceptable tem o r p o r la seguridad personal». Obvia­ m ente, los políticos de toda E uropa no necesitan ser segundo­ nes de los form adores de opinión y guionistas estadounidenses. C uando intentaba escapar en vano de la Europa dom inada po r los nazis, W alter Benjam ín señaló que la excepción legal y la norm a legal habían intercam biado lugares: que el estado de excepción se había transform ado en regla.24 Poco más de m edio siglo después, en su estudio sobre los antecedentes his­ tóricos del estado de em ergencia,25 G iorgio Agam ben llegaba a la conclusión de que el estado de excepción (ya se refiera a las denom inaciones «estado de em ergencia», «estado de sitio» o «ley m arcial») «tiende cada vez m ás a m anifestarse com o el

23 M cN eil, D. G. (Jr.), «Politicians pander to fear o f crime», en: The New York Times, 5 y 6 de mayo de 2002. 24 Véase B e n ja m ín , W., «On the concept o f History», en Howard E ila n 'd y Michael W. J e n n in g s (eds.), Selected Writings, vol. 4, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 2003 [trad. esp.: La obra de arte en la época de'la reproductibilidad histórica y otros escritos, pról. de Alicia Entel, intr. de Her­ nán López Winne, Buenos Aires, Godot, 2011]. 25 Véase A g a m b e n , G., Stato di ecceziorte, Turín, Bollati Boringhieri, 2003; citado de la traducción inglesa State o f Exception, Chicago, University of Chicago Press, 2005, pp. 2-4 [trad. esp.: Estado de excepción. Homo sacer II, I, Valencia, Pre-Textos, 2004]. *

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paradigm a dom inante de gobierno en la política contem porá­ nea». Leyes, decretos y órdenes em itidos en profusión cre­ ciente tienden a «borrar de form a radical todo estatus jurídico del individuo, con lo cual se produce un ser innom brable e inclasificable desde el punto de vista legal». Podem os abrigar la esperanza de que el m odo en que Sta­ lin usaba el «m iedo oficial» al servicio del poder estatal haya quedado en el pasado. Sin em bargo, no puede decirse lo mismo del problem a en sí m ism o. C incuenta años después de m uerto Stalin, este tem a aparece a diario en la agenda de los poderes m odernos que buscan con desesperación form as nue­ vas y m ejoradas de cerrar la brecha abierta por la renuncia, im puesta pero tam bién buscada con anhelo, a su fórm ula o ri­ ginal de autolegitim ación. Por m uy extem poráneo que sea el secreto de la soberanía revelado p o r C ari Schm itt, el recurso cada vez más frecuente a las prerrogativas de excepción tiene sus causas históricas tem porales. Y, con suerte, una duración ligada a la historia.

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has hecho esto?», existe u n a pregunta m ucho más terrible, y a la que el ser h u m an o se ve confrontado: «¿Qué es lo que quie­ res de mí?». Para el ser hablante, resulta absolutam ente impo­ sible evitar trad u cir la causa en térm inos de deseo. Los creyen­ tes y los teólogos h an hecho u n esfuerzo m uy grande para dem ostrar que D ios es aquello que puede aliviar la incerti­ d um bre que form a parte de nuestra condición hum ana. Pero, el Libro de Job se ha escrito para que sepam os, desde el mis­ m ísim o principio, que la incertidum bre y la insensatez no nos abandonarán jam ás. No solo D ios es incapaz de ordenar por com pleto el caos y el sinsentido de la vida, sino que Él mismo contribuye a m antenerlos. Quizás, en esa crueldad que Dios m uestra hacia su criatura, se encuentre tam bién una ense­ ñanza: la de no confiar que la obediencia será necesariamente recom pensada, ni que el a m o r recibirá su prem io. M ucho antes de que Cari Schm itt concibiera la idea de que la excepción es lo que funda el todo, y que la destrucción es necesaria para la creación, el m ito que Freud expuso en su libro Tótem y Tabú lo explica con extrem a profundidad. Desde luego, el m ito del parricidio es una m etáfora, cuya función es la de m ostrar la lógica sobre la que se construye el mecanismo de la cultura y el lazo social. El padre originario, exceptuado de la ley, es quien funda la prohibición, basada en el comienzo sobre la más absoluta arbitrariedad. Su m uerte no solo no eli­ m ina dicha prohibición, sino que la convierte en un elemento interno. Es el principio subjetivo de la ley, a p artir del cual p u d o surgir la ley en el sentido jurídico del térm ino. Perm ítam e que le señale lo que, a m i juicio, es el núcleo fundam ental de este ensayo. En m i lectura, encuentro que toda la aguda construcción que usted desarrolla en esas páginas, páginas que logran sintetizar u n a buena parte de la historia de la hum anidad, parte de la siguiente frase: *

COM ENTARIO A «BUSCAR EN LA M ODERNA ATENAS UNA RESPUESTA A LA PREGUNTA DE LA ANTIGUA JERUSALÉN» G u st a v o D

essa l

También aquí m e resulta inevitable en co n trar el eco de algu­ nos de los postulados fundam entales del psicoanálisis, y en par­ ticular aquellos que h an sido reform ulados po r Jacques Lacan. Dios es el resultado de u n grandioso proceso de sublim a­ ción. H aber logrado concentrar la m ultiplicidad de los m iedos hum anos en uno solo es una fabulosa conquista cultural que durante siglos ha ofrecido un sólido soporte para hacer tolera­ ble la existencia del hom bre, asolada por innum erables peligros e incertidum bres im posibles de adivinar o prevenir. A su vez, el inm enso poder de Dios, su om nipotencia, no proviene tanto de su capacidad para darnos su m isericordia, sino más p ro ­ fundam ente de la im posibilidad de saber qué es lo que quiere de nosotros. El Libro de Job nos enseña precisam ente eso: suponemos que obedeciendo la voluntad de Dios nos asegura­ mos su am or, pero descubrim os que m ás allá de ese am or sub­ siste un deseo m isterioso e inescrutable, un deseo oscuro que demanda sacrificios que som os incapaces de adivinar. Además de la pregunta de por qué Dios se m uestra a veces m agnánim o y otras injusto y feroz, adem ás del ruego de Job: «¿Por qué me

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La gran pregunta, no so lo sin responder sin o tam bién sin pre­ guntar, es por qué los sú bd itos necesitaban seguridad hasta el punto de estar dispu estos a sacrificar su m en te por co n se­ guirla y rebosar de gratitud cu an d o se aceptaba su sacrificio. Para q ue la certeza se hubiera convertido en la necesidad, el deseo y el su eñ o su prem os, prim ero tenía que haber estado ausente: aún sin adquirir, perdida o robada.

Usted m ism o, intencionadam ente o no, y tras un m inucioso análisis de las transform aciones que han conducido desde la «invención» del Dios de Jerusalén hasta nuestro m undo con­ tem poráneo (donde otros dioses debieron ser creados para suplir el desgaste del antiguo) encuentra que algo en la condi­ ción hum ana se repite, puesto que no cam bia ni progresa. Pero lo que m ás atrae m i atención es que la frase que acabo de citar está casi al final de su ensayo. En otras palabras: más allá de los cam bios históricos, sociales, culturales, políticos y económ i­ cos,' usted ha «tropezado» con el principio de los principios: hay, en efecto, una pregunta, «la gran pregunta», «no solo no resp o n d id a, sino ni siquiera form ulada», que únicam ente puede ser discutida en el plano del sujeto, de las «necesidades de los sujetos», para continuar con sus propias palabras. Solo una inm ensa carencia, una ausencia incurable, podría expli­ carnos esta necesidad de som eternos «voluntariam ente» a la au to rid ad del O tro. A través‘4 e la historia, y a pesar de sus sucesivas transform aciones, a pesar de que en la actualidad la tecnología pretenda ocupar el espacio vacante de la o m n ip o ­ tencia de Dios, esa carencia que encontram os en el fondo de la condición h u m an a persiste, y es incolm able. Desde los tiem ­ pos antiguos, los seres hum anos han inventado toda clase de explicaciones para com prender quién les ha robado la base existencial que les falta. El ateísm o, el verdadero, aquel que

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consiste en m ucho m ás que no crcer en Dios, y que se define p or no creer en la om nipotencia de ningún O tro, no solo no ha sido logrado p o r la Ilustración, sino todo lo contrario, com o usted m uy bien lo señala. El m ercado, los políticos, los poderes en la som bra, las funciones policiales del Estado y todos los elem entos interm edios que sirven a esa gran m aqui­ naria del sistema global, así com o antes lo hacía Dios o el padre Stalin, nada de todo eso podría existir si la estructura de la subjetividad no estuviese afectada po r una carencia que nin­ gún rem edio puede curar. El psicoanálisis estudia, a través de una experiencia que bien podem os den o m in ar real (en el sentido de que nos revela al hom bre tal com o es, y no com o el hom bre querría verse a sí m ism o), los síntom as que afectan a la criatura hu m an a que sufre esa grave e incurable enferm edad denom inada lenguaje. Privados los seres hablantes de todo fundam ento instintivo, arrojados a la existencia sin principios ontológicos naturales, toda la historia de la filosofía ha sido el vano intento de dar respuestas a preguntas que no tienen cabida en aquellos otros seres que no padecen del lenguaje. La crueldad, la agresividad, la destrucción, la fe en la om nipotencia de un O tro, la ven­ ganza, la im posibilidad de controlar no solo los peligros que nos acechan desde el exterior, sino los m ás graves de todos, los que provienen del in te rio r de nosotros m ism os, todo ello no es concebible sino en ese extraño viviente que, por m ediación del lenguaje, está construido de un m odo fallido, inacabado, y cuya incom pletud lo em puja a la búsqueda de los m ás grandes logros, pero tam bién, en dem asiadas ocasiones, a la im parable necesidad de resarcirse com o sea del sentim iento de haber sido despojado de algo que no encuentra satisfacción. La vida hum ana no solo está am enazada por la im posibili­ dad de prevenir las contingencias de su devenir. Desde su

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m om ento inaugural, el ser es em pujado al desam paro más radical, que ni el am or m ás perfecto puede rem ediar: com o sujeto de la palabra, toda su existencia está afectada por una ignorancia fundante (lo que conocem os com o inconsciente), un no saber radical: ¿Quiénes somos? ¿Cuál es nuestro deseo? ¿Deseamos lo (pie querem os? ¿Q uerem os lo que deseamos? ¿En qué consiste ser hom bre o mujer? ¿Cuál es nuestra identi­ dad? ¿Qué es ser padre? ¿Es legítim a la satisfacción a la que creo aspirar? ¿De qué gozo, m ás allá de lo que creo gozar? Ante sem ejante cúm ulo de interrogantes, ¿cómo no habríam os de suplicar po r la existencia de un ser superior que pudiese res­ ponder a todas estas preguntas? Pero el desam paro, aquel que usted anuncia con la expresión «la gran pregunta», no solo es un asunto en el que está im plicado el problem a del sentido. Hay algo más, íntim am ente asociado a él, que el psicoanálisis ha enfocado bajo el térm ino de «satisfacción», y a la que, en algún lugar de los textos que m e ha enviado, usted nom bra de form a m uy freudiana diciendo que el resultado del «progreso» es que se trata de un bien m uy escaso en un inm enso m ar de infelicidad. F reud d escubrió que la satisfacción en el ser hum ano no está m alograda p o r m otivos externos, que pueden desde luego intervenir com o factores contingentes. Lo más im portante, com o lo asegura en 1912, es que la satisfacción está estropeada p o r razones internas a la estructura de la su b ­ jetividad, puesto que el lenguaje altera y pervierte la naturaleza de la necesidad, introduciéndola en un circuito infernal. Es preciso incluir aquí el hecho de que la necesidad prim aria, al atravesar el laberinto del lenguaje, hace surgir la dim ensión del O tro, térm ino que podem os adjudicar a la imago materna, pero sin olvidarnos que esta imago no es una función psicoló­ gica sino lógica, y que designa el lugar de la palabra, el lugar donde la necesidad, transm utada en dem anda, está a m erced

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de este O tro prim ordial. Del m ism o m odo en que para Car] Schm itt el poder del legislador radica en su potestad para decla­ rar la excepción, el poder del O tro prim ordial no consiste en su capacidad para proporcionarnos el objeto de la demanda, sino en la posibilidad de negarnos su satisfacción. Es debido a ese poder qué el don de un objeto de la necesidad se transm uta en prueba de am or, y que su ausencia constituya la base más prim itiva del sentim iento de culpabilidad. Sin esta m atriz en la que se construye el edificio de la subjetividad, resulta imposi­ ble com prender hasta qué punto el ser hum ano puede som e­ terse a form as inconcebibles de esclavitud. En sum a, a la luz de esta lógica p odem os com prender que el poder de Dios consista m ás en todo aquello de lo que puede privarnos, que en los bienes que está dispuesto a concedernos. La cura analítica, y perm ítam e que em plee aquí este tér­ m ino no en el sentido m édico sino de experiencia existencial, aspira a conducir a un sujeto al reconocim iento de que esa carencia solo puede ser asum ida en térm inos de im posibili­ dad. Dicho en otros térm inos, la im potencia nos sum erge en el sufrim iento, en la m elancolía, o en el odio. La im posibilidad nos confiere lucidez, para p o d er actuar a p a rtir de ella, e inven­ tar form as no estandarizadas de dar respuestas a las preguntas a las que se ha intentado silenciar aplastándolas con los ideales de la «norm alidad».

C O R R ESPO N D EN C IA

De: Gustavo Dessal A: Z ygm unt Baum an Enviado: M iércoles, 18 de ju lio de 2012 Asunto: Estim ado Profesor

Estim ado Sr. Baum an: ¿Cómo em pezar esta carta? En prim er lugar, aprecio sum am ente la posibilidad de escribirle. Tengo a m i lado un ejem plar de su libro M odernidad y Holocausto, que usted ha tenido la am abilidad de firm arm e. Estoy releyéndolo, y esta nueva lectura m e perm ite entender un poco m ejor de dónde proviene su concepto de lo «líquido». Le ruego m e perm ita presentarm e brevem ente. Nací en A rgentina (donde usted cuenta con innum erables seguidores), en 1952, pero m e m udé a M adrid en 1982. Tra­ bajo com o psicoanalista (m iem bro de la Asociación M undial de Psicoanálisis, una institución que sigue las enseñanzas de Jacques Lacan) y tam bién soy escritor de ficción. No voy a m olestarlo con inform ación innecesaria. En todo caso, puede encontrar algunas cosas m ás sobre m í en Google. C onsciente de que su tiem po es precioso, me atrevo a pre­ g u n tarle si existe la p o sib ilid ad de intercam b iar algunos correos electrónicos acerca de su obra, a la luz de los tiem pos cruciales que estam os viviendo. Previo consentim iento suyo, estaré en condiciones de publicar esta entrevista en Argentina, Francia y España, en varias revistas de psicoanálisis.

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Si usted está de acuerdo, yo le enviaría algunas preguntas (no más de 3 o 4) a fines de agosto. A ntes quisiera releer algu­ nos de sus libros, y para hacerlo necesito esperar a mis vaca­ ciones. De m ás está decir que la extensión de las respuestas queda a su criterio, según el interés que le despierten las pre­ guntas y/o el tiem po que pueda dedicarles. E sp e ro q u e n o le p a rez ca in c o n v e n ie n t e esta p r o p u e sta . D e t o d o s m o d o s , el s im p le h e c h o d e esc r ib ir esta carta es para m í u n a g ra n e x p e r ie n c ia e m o c io n a l. M e s ie n to e x tr e m a d a m e n te a g r a d e c id o p o r t o d o lo q u e h e a p r e n d id o le y e n d o s u s lib ro s, lo cu a l im p lic a q u e u s te d ya h a h e c h o m u c h ís im o p o r m í. S a lu d o s c o r d ia le s,

Gustavo Dessal

Correspondencia

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De: Z ygm unt Baum an A: Gustavo D essal Enviado: Jueves, 19 de julio de 2012 Asunto: Re: Estim ado Profesor

Estimado Gustavo Dessal, m uchas gracias por su carta. Espero con im paciencia nuestro intercam b io ... M is relaciones con psicoanalistas, lam entablem ente, n o son tan cercanas ni fre­ cuentes com o yo habría deseado, ¡así que nuestras conversa­ ciones electrónicas son más que bienvenidas! Hasta ahora he m antenido diálogos m uy esporádicos y en gran m edida m ar­ ginales con sus colegas... Vayan com o ejem plo mis respuestas a las preguntas enviadas hace un par de años p o r Susan M arkuszower, de la Asociación Psicoanalítica Brasileña: En vista de que sus escritos contienen frecuentes referencias a Freud, nos gustaría saber de qué manera ha contribuido el psico­ análisis a su pensamiento. Tal vez usted no esté de acuerdo con m igo, y probablem ente con razón, pero desde m i perspectiva (y de acuerdo con la lógica biográfica), m i m anera de investigar/pensar es una variante sociológica del psicoanálisis, o bien el resultado de aplicar la estrategia investigativa freudiana al estudio de lo social. Llamo «herm enéutica sociológica» a m i m anera de hacer sociología; es decir, la lectura, dcconfctrucción y explica-

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ción de los pensamientos y hechos humanos en gran medida como reflejos subconscientes de los escenarios sociales donde actúan los pensadores/hacedores, así como del abanico de opciones estratégicas que delinean esos escenarios (y vice­ versa, el psicoanálisis de Freud es a mi juicio una «hermenéu­ tica psicológica»...). Creo que esta es mi deuda principal y crucial con Freud. Pero también tengo Otras deudas con él. Por ejemplo, las nociones que expone en Das Unbehagen in der Kultur (El malestar en la cultura), que me sirvieron de inspiración cuando desarrollaba mi modelo teórico de la modernidad y de su posterior trans­ formación. O su idea sobre la incongruencia del manda­ miento «ama a tu prójimo», que me ayudó a desentrañar la dialéctica de la mixofilia y la mixofobia. Por último, aunque no menos importante, también me sirvió de guía su manera de abordar el trabajo psicoanalítico — propio y ajeno— como un diálogo ininterrumpido y principalmente inconcluso, en lugar de considerarlo un atajo hacia alguna verdad final, defi­ nitiva y acreditada... En varios artículos, usted defiende la idea de que la mayoría de las fantasías sobre «un mundo bueno» son antimodernistas, y hace referencia a la noción freudiana de que la modernidad estaba gobernada por Thánatos. Desde su punto de vista, ¿cuál es la importancia de la pulsión de muerte para el pensamiento contemporáneo? Vivimos los tiempos que corren en una cultura del carpe diem... En una cultura que centra su atención de manera apremiante en evitar lo inmanejable y manejar lo inevitable: y promete (engañosamente) que ese manejo es factible y que

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existe la posibilidad de diseñar, obtener y utilizar las herra­ mientas necesarias para llevarlo a cabo... Pero en el caso de la muerte, practicar esta estrategia se vuelve inmensurablemente más difícil que en todas las otras instancias concebibles, y en consecuencia podemos decir que las huellas de Thánatos son en nuestra vida aún más pronun­ ciadas y ubicuas que en tiempos de Freud, aunque también se ocultan y difuminan con mayor ingenio y laboriosidad. A fin de cuentas, los trabajos de Thánatos son a la vez in-evitables e in-manejables, y esa inmanejabilidad solo puede ser, a lo sumo, cuasi-manejada mediante la doble estratagema de la deconstrucción y la banalización. Mediante la «deconstruc­ ción», el destino esencialmente inmanejable se divide en una plétora de tareas aparentemente manejables (como hacer gimnasia, evitar la comida insalubre o el cigarrillo, así como miríadas de otras preocupaciones que consumen el tiempo y acaparan la atención), de modo tal que rara vez o nunca se pone de manifiesto esa inevitabilidad; mediante la «banaliza­ ción», la abrumadora inevitabilidad de la desaparición final y la muerte de todo se demuestra y se ensaya con tanta asidui­ dad y de forma tan conspicua que el único fin verdadera­ mente «último e irreversible», la muerte propia, queda por así decir «oculto en plena luz» — desaparece de la vista—, si no por siempre, al menos mientras dura la vida... El deceso, la desaparición, la eliminación, la supresión, la anulación, tanto de los seres animados como de las cosas inanimadas, abundan en todos los programas de «telerrealidad» y se practican a dia­ rio en cada experiencia personal, en un mundo de lazos socia­ les eminentemente frágiles y transitorios, mercados laborales volátiles, objetos de deseo siempre nuevos que envejecen cada vez más rápido y el colapso de las lealtades y los compromi­ sos a largo plazo (por no mencionar los inéondicionales) con

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todo y con to d o s ... Podríam os decir que todas estas estrata­ gem as de resistencia señalan el triunfo definitivo, aunque obli­ cuo, de T hánatos: p u esto que ya no está con finad o al últim o e im placable m o m en to en el cam in o de la vida, Thánatos con­ quista y coloniza la vida en tera ...

Tam bién adjunto algunos pensam ientos que preparé para la conferencia que se m e ha invitado a p ronunciar en la Asociación Psicoanalítica Británica en el transcurso de este año.1 En sum a, me com place enorm em ente la o p o rtu n id ad que usted m e ofrece de com pensar m i im perdonable descuido... Q uedo a la esp era... C on los m ejores deseos, Z

1 Véase «Libertad y seguridad: un caso de Hassliebe», p. 17.

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De: Gustavo D essal A: Zygm unt Baum an Enviado: Jueves, 19 de julio de 2012 Asunto: Re: Estim ado Profesor

Estim ado Sr. Baum an: ¡Qué m aravillosa m anera de em pezar una nueva m añana! M ientras leía su p ro n ta y vivaz respuesta, mi corazón com enzó a latir m ás rápido. «Dios m ío, esto es m ucho más de lo que habría esperado.» A m odo de m uy breve anticipo, debo decir que su relación con el discurso psicoanalítico es perfectam ente reconocible en su obra y su m anera de pensar. Su correo electrónico me ha hecho bullir la m ente con innum erables ideas y preguntas. ¡Cóm o desearía que m i inglés escrito fuera tan fluido com o en m i juventud! No obstante, espero que usted sea indulgente con mis errores. Volveré a escribirle pronto. ¡M uchísimas gracias! Gustavo

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De: Gustavo D essal A: Zygm unt Baum an Enviado: D o m in g o , 22 de julio d e 2012 A sunto: Otra vez yo

Estim ado Profesor: Ha sido m uy am able al p erm itirm e leer po r adelantado la próxim a conferencia que brin d ará en la Asociación Psicoanalítica Británica. En un nivel m uy profundo, la libertad y la segu­ ridad pertenecen a lo que Freud llam aba «ilusiones»: dos cosas con las que los seres hum anos h a n soñado siem pre, porque les han faltado y las han echado de m enos en todos los periodos históricos. Freud se percató de la grave ofensa que había infli­ gido al narcisism o de la hu m an id ad al probar que la concien­ cia no era esa instancia soberana en la que solía creer la filoso­ fía tradicional. El concepto de inconsciente am inora la idea de libertad, porque revela hasta qué p u n to nuestra existencia se encuentra a las órdenes de un m andato secreto. Y la seguridad que buscam os significa la p rec a rie d a d de la condición hum ana: nuestra falta original de fundam ento, de identidad, incluso de sentido. Si hem os de considerar — de acuerdo con el razonam iento que usted plantea— que la libertad y la felicidad deberían ir de la m ano, pero que la civilización nos obliga a ceder parte de estos valores, el resultado de esta claudicación es en realidad abrum ador. La civilización y el progreso no parecen haber

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increm entado nuestro sentim iento de felicidad, no m ás que la percepción de seguridad. En Das Unbehagen itt cler Kultur (El malestar en la cultura), Freud devela una terrible paradoja: renunciar a satisfacer una pulsión (Trieb Befriedigung) es una condición necesaria para el lazo social, pero al hacerlo pagam os un alto precio: incurrim os en un sacrificio cuyo resultado provoca un daño al m ism o lazo social que ha contribuido a crear. N ada puede construirse sin cierta renuncia, aunque ello se convierta en una fuente de sufrim iento y dolor. Pero en realidad no sufrim os solo porque se nos roba esa porción de felicidad. Por asom broso que parezca, cuanto más m oralm ente tratam os de com portarnos, m ás culpables nos sentim os al final. El sentim iento de culpa inconsciente es tal vez uno de los aspectos m ás dolorosos de la vida hum ana. Al principio, Freud creía que el superyó* era la representación interna de la cultura, pero m ás tarde descubrió que esa era apenas una función superficial, un disfraz. La esencia real del superyó es su voz, una voz cruel que nos im pulsa hacia lo im posible y nos condena po r tratar de obedecer ese m andato * «Superyó»: uno de los mayores conceptos del psicoanálisis. Sus reper­ cusiones en el ámbito clínico, filosófico y ético son inagotables. Freud pos­ tula que el superyó representa la internalizadón de la ley social, una suerte de vigía interior que observa y ejerce un control sobre los deseos, incluso aquellos que siendo inconscientes no son conocidos por el propio sujeto que los experimenta. Sin embargo, aunque pueda parecer un heredero de la conciencia moral kantiana, el superyó se distingue por actuar desde lo inconsciente, de allí que el sentimiento de culpabilidad no sea percibido por el yo. Con la evolución de su obra, Freud descubrió otro aspecto de esta ins­ tancia moral, que constituye su reverso: el superyó contiene una dimensión sádica, que empuja al sujeto a la búsqueda de aquello que se opone a su bien. Estas dos caras contradictorias del superyó — su función censora y su empuje a la destrucción—- fueron desplegadas con asombrosa lucidez por Kafka, en su tratamiento de la inhumanidad de la ley [N. de G. D.].

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disparatado. La pulsión de m u erte freudiana no es algo instin­ tivo, sino el efecto perverso de la ley en el ser hablante. Claro que necesitam os la ley p ara volvernos hum anos, pero también es cierto que la ley contiene algo in hum ano, algo que debe ser inoculado en nuestra existencia. C uando en su libro M odernidad y Holocausto usted subraya que la Shoah no fue u n accidente en la historia cultural, sino una posibilidad debida a los rasgos estructurales de la civiliza­ ción, en cierto m odo aplica el m odelo freudiano para com­ p render el núcleo problem ático de la ley: algo que es indis­ pensable para vivir en sociedad, pero que a la vez oculta una crueldad secreta y oscura. Kafka experim entó en carne p ropia esta índole perversa de la ley. Toda su obra está preñada de esa revelación trem enda e insensata. De la m ism a índole que expresó Eichm ann en Jerusalén, cuando dijo que había actuado de acuerdo con las ense­ ñanzas de Kant. H a n n a h A rendt quedó m uy im presionada por sus palabras, aun cuando haya rehusado aceptar que se justifi­ cara el h o rro r nazi con las ideas de Kant. Claro que nosotros tam poco culparíam os a la noble alm a de K ant por semejantes atrocidades, pero E ichm ann sintetizó la paradoja de la Razón: la ley no tiene explicación; no hay m anera de entender su sig­ nificado. H oy en día, el discurso tecnocientífico y la lógica del m er­ cado, unidos en una alianza, hablan con la m ism a voz, im po­ niendo a los alaridos u n orden ciego: es una voz de la que nada ni nadie puede escapar y dejar de oírla. Esa voz grita sobre la libertad y la seguridad, el progreso y la transparencia, pero tam bién acarrea u n a carga m ortífera. Eso es exactam ente lo que significa el superyó: algo que nos obliga a una m eta inter­ m inable y nos castiga tan to p o r tratar de alcanzarla, com o por no ser capaces de hacerlo.

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Hace unos años, usted hizo un descubrim iento extraordi­ nario: el concepto de lo «líquido». Fue una prueba del poder inexorable que tiene el lenguaje. De repente, un significante justo, un sim ple adjetivo, adquiere una fuerza increíble y se convierte en una m etáfora: no una m era descripción de los síntom as contem poráneos, sino una herram ienta indispensa­ ble para decodificarlos y leerlos. Floy el amor, el m iedo y la vida misma se han vuelto líquidos. ¿Acaso son el efecto visible de la solidez y la compactibilidad de este nuevo discurso hegem ónico, el discurso de una seguridad falsa y una libertad engañosa, que habla com o una voz única, la m ism a voz letal que Freud denom ina superyó? Bien, estas son algunas de las reflexiones que afloraron en m i m ente cuando leía sus com entarios sobre Freud y el psico­ análisis. Espero que disculpe m i torpe inglés y la extensión de mi carta, pero no puedo evitar que m e invada el entusiasm o com o consecuencia de su generosa actitud. Saludos afectuosos, Gustavo

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De: Zygm unt Baum an A: G ustavo Dessal Enviado: Lunes, 30 de ju lio de 2012 A sunto: Re: Otra vez yo

Estim ado Gustavo, la culpa inconsciente había sido intuida (si no descubierta en el pleno sentido de la palabra «descubri­ m iento») po r los autores anónim os de la Biblia, quienes la apodaron (con la ayuda de un m ito etiológico) «pecado origi­ nal». Y después vino Freud, p ara rebautizarla «conciencia» (engendrada p o r el inco n scien te...) — m ediante otro mito, el del «parricidio original»— , y después Karl Jaspers la rebautizó otra vez com o «culpa metafísica», algo que desafía los veredic­ tos éticos y legales de inocencia. Y — finalm ente, a mi pare­ cer— Em m anuel Levinas la retro trajo a la escena prim igenia de la m oral: la responsabilidad (incondicional, irracional e inexpresada) desencadenada p o r el R ostro del O tro. Estas expresiones idiom áticas son su m am en te diversas, pero lo que enlaza todas las aserciones enum eradas es la com prensión tácita de los lím ites que constriñen a la racionalidad hum ana (o bien, com o lo expresa Shakespeare, «hay m ás cosas en el cielo y la tierra, H oracio, que las que sospecha tu filosofía...»). Todos los aquí nom brados coinciden (ya sea en teoría o en la práctica) en la necesidad de alejarse del universo kantiano de los fenóm enos para aventurarse en el de los noúm enos: lo inaccesible a los sentidos v la razón, el reino,de la conjetura, no

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del razo n am ien to ... Bien, la evidencia es abrum adora, pero ¿¡evidencia de qué!? Hasta donde sabem os con certeza, de ser infelices en plena felicidad... Y com o nos advirtió Ludwig W ittgenstein, «de lo que no se puede hablar hay que callar». ¡Apuesto lo que sea a que callarse resultará ser un hábito im posible de borrar! Y en cuanto al m isterio de la Ley, quienes usan «porque» o «a fin de» en el discurso legitim izador, com eten un error de petitio prinápi; o bien, com o se suele decir, ponen el carro antes que los bueyes. La Ley no es resultado/consecuencia/em ana­ ción, sino causa dé la realidad hum ana, incluyéndose a sí m ism a (el Talm ud dice que el m al se origina en el exceso de ley... Y Kafka es aún más term inante: ser culpable significa ser acusado). Com o supongo que habrá notado, el m ovim iento pendular que va y viene de la libertad a la seguridad (dos valores igual­ m ente indispensables para lograr una condición hum ana gra­ tificante, pero incom patibles y reñidos en todas las etapas) ha virado 180 grados desde que Das Unbehagen in der Kultur (El malestar de la cultura) fuera enviado a la im prenta. Este des­ plazam iento sem inal es lo que llam o «fase líquida» de la m odernidad. Desde hace un tiem po tengo la sensación cada vez m ás fuerte de que esa fase está frenando en seco y que ahora atravesam os la subsiguiente inversión del rum bo. Antes de que se presentara la prim era o p o rtu n id a d de rom per un récord en los actuales juegos olím picos, el gobierno británico anunció con orgullo que, para la adm iración y el regocijo de su electorado, había roto el récord en operaciones de seguri­ dad. Y no hace m ucho m ás de un siglo que se reinventaron los juegos olím picos con la idea de expandir el cam po de la liber­ tad h u m a n a ...

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En líneas generales, creo que coincidim os, querido Gus­ tav o ... Incluso diría que, si Freud estuviera vivo, no vería nece­ sariam ente com o una herejía nuestra área de a c u erd o ... Si no para p robar mis argum entos, apenas para aclarar un poco más lo que quiero decir, m e to m o la libertad de ad ju n tar aquí otros dos de mis intentos de actualizar su legado...* C on mis m ejores deseos y saludos, u n abrazo, Z

* Véase «La civilización freudiana revisitada» (p. 29) y «El panel de Freud» (p. 69).