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Spanish Pages 188 [189] Year 2008
luis emilio abraham
ANEJOS DE LA REVISTA DE LITERATURA Últimos títulos publicados 55. Espacios de la comunicación literaria, por Joaquín Álvarez Barrientos (ed.), 228 págs. 56. Imágenes de la Edad Media. La mirada del realismo, por Rebeca Sanmartín Bastida, 638 págs. 57. Espacios del drama romántico español, por Ana Isabel Ballesteros Dorado, 288 págs. 58. El humor verbal y visual de La Codorniz, por José Antonio Llera, 448 págs. 59. Pedro Estala, vida y obra. Una aportación a la teoría literaria del siglo xviii español, por María Elena Arenas Cruz, 528 págs. 60. Álvaro Cunqueiro. El juego de la ficción dramática, por Ninfa Criado Martínez, 216 págs. 61. El renacimiento espiritual. Introducción literaria a los tratados de oración españoles (1520-1566), por Armando Pego Puigbó, 224 págs. 62. El concepto de materia en la teoría literaria del Medievo. Creación, interpretación y transtextualidad, por César Domínguez, 232 págs. 63. Pensamiento literario del siglo xviii español. Antología comentada, por José Checa Beltrán, 342 págs. 64. Para una historia del pensamiento literario en España, por Antonio Chicharro Chamorro, 356 págs. 65. Vidas de sabios. El nacimiento de la autobiografía moderna en España (1733-1849), por Fernando Durán López, 516 págs. 66. De grado o de gracias. Vejámenes universitarios de los Siglos de Oro, por Abraham Madroñal Durán, 532 págs. 67. Del simbolismo a la hermenéutica. Recorrido intelectual de Paul Ricoeur (1950-1985), por Daniel Vela Valloecabres, 192 págs. 68. De amor y política: la tragedia neoclásica española, por Josep Maria Sala Valldaura, 552 págs. 69. Diez estudios sobre literatura de viajes, por Manuel Lucena Giraldo y Juan Pimentel Igea (eds.), 260 págs. 70. Doscientos críticos literarios en la España del siglo xix, por Frank Baasner y Francisco Acero Yus (dirs.), 904 págs. 71. Teoría/crítica. Homenaje a la profesora Carmen Bobes Naves, por Miguel Ángel Garrido y Emilio Frechilla (eds.), 464 págs. 72. Modernidad bajo sospecha: Salas Barbadillo y la cultura material del siglo xvii, por Enrique García Santo-Tomás, 208 págs. 73. «Escucho con mis ojos a los muertos». La odisea de la interpretación literaria, por Fernando Romo Feito (en prensa). 74. La España dramática. Colección de obras representadas con aplauso en los teatros de la corte (1849-1881), por Pilar Martínez Olmo (en prensa). 75. Escenas que sostienen mundos. Mímesis y modelos de ficción en el teatro, por Luis Emilio Abraham, 192 págs.
luis emilio abraham
ISBN 978-84-00-08748-7
anejos de revista de literatura
mímesis y modelos de ficción en el teatro
escenas que sostienen mundos
escenas que sostienen mundos
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9 788400 087487
Csic
mímesis y modelos de ficción en el teatro
Escenas que sostienen mundos se centra en una problemática —la de la ficcionalidad— que ha atraído desde hace unas décadas la atenta mirada de los estudios literarios y que ha provocado intensos debates teóricos, sobre todo en relación con la narrativa. Solo que aquí la cuestión se desarrolla en el ámbito del teatro, arte por excelencia del fingimiento y de las simulaciones. Tras revisar críticamente las principales respuestas que ha dado la teoría sobre la narración literaria al asunto de la ficción, el libro se dedica a indagar la teatralidad y su vinculación con la mímesis. Una lectura minuciosa de los textos fundadores de la poética occidental revela a la actividad mimética como producción de mundos ficcionales, y como eje fundamental a la hora de remontar los procesos de formación de las instituciones estéticas y de observar sus modos de desenvolvimiento en el marco de la cultura. La argumentación, esencialmente teórica, no relega sin embargo las determinaciones del cambio histórico, e ingresa incluso en el campo de la crítica a través de comentarios de obras singulares (Ubú rey, Edipo rey, Los ciegos, de Maeterlinck, entre otras). Los análisis tienden a mostrar los principios constructivos y los presupuestos culturales que hacen al funcionamiento de la mímesis teatral y que permiten a la escena soportar el peso de nuestro mundo mediante un acto de representación. Pero si el libro examina de cerca esas escenas que sostienen mundos, nunca olvida que hay otras que los hacen caer.
Luis Emilio Abraham (Mendoza, Argentina, 1974) es profesor de Semiótica en la Universidad Nacional de Cuyo y becario doctoral de CONICET. Ha publicado artículos en revistas especializadas y es autor de capítulos en libros como Perspectivas de la ficcionalidad [Daniel Altamiranda y Esther Smith (eds.), Buenos Aires, Docencia, 2005], Análisis de la dramaturgia. Nueve obras y un método [José Luis García Barrientos (dir.), Madrid, RESAD/Fundamentos, 2007) y Poéticas de autor en la literatura argentina (desde 1950) [Gustavo Zonana (dir.), Buenos Aires, Corregidor, 2007]. Como becario de la Fundación Carolina, realizó en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas el Máster de Alta Especialización en Filología Hispánica. Sus líneas principales de investigación son la semiótica, la teoría teatral y el teatro argentino contemporáneo.
CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
Ilustración de cubierta: Afiche de Ubú rey (1896).
escenas que sostienen mundos mímesis y modelos de ficción en el teatro
ANEJOS DE LA REVISTA DE LITERATURA, 75
Director Miguel Ángel Garrido Gallardo, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología. CSIC Secretario José Checa Beltrán, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología. CSIC Comité Editorial Luis Alburquerque García, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología. CSIC Joaquín Álvarez Barrientos, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología. CSIC Paloma Díaz Mas, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología. CSIC Pura Fernández Rodríguez, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología. CSIC Carmen Menéndez Onrubia, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología. CSIC María del Carmen Simón Palmer, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología. CSIC Consejo Asesor Alberto Blecua, Universidad Autónoma de Barcelona Jean-François Botrel, Universidad de Rennes (Francia) Dietrich Briesemeister, Universidad de Jena (Alemania) Manuel Criado de Val, CSIC Alan D. Deyermond, Universidad de Londres Aurora Egido, Universidad de Zaragoza Mauricio Fabbri, Universidad de Bolonia Víctor García de la Concha, Universidad de Salamanca Alfredo Hermenegildo, Universidad de Montreal Jo Lavanyi, Universidad de New York José Carlos Mainer, Universidad de Zaragoza Emilio Miró González, Universidad Complutense de Madrid Francisco Rico Manrique, Universidad Autónoma de Barcelona Elías S. Rivers, Universidad de Suny at Stone Brook (New York) Leonardo Romero Tobar, Universidad de Zaragoza
luis emilio abraham
escenas que sostienen mundos mímesis y modelos de ficción en el teatro Prólogo de José-Luis García Barrientos
CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS INSTITUTO DE LENGUA, literatura y antropología MADRID, 2008
Reservados todos los derechos por la legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por medio ya sea electrónico, químico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo por escrito de la editorial. Las noticias, asertos y opiniones contenidos en esta obra son de la exclusiva responsabilidad del autor o autores. La editorial, por su parte, sólo se hace responsable del interés científico de sus publicaciones.
Catálogo general de publicaciones oficiales http://www.060.es
© CSIC © Luis Emilio Abraham NIPO: 472-08-092-4 ISBN: 978-84-00-08748-7 Depósito Legal: M-58364-2008 Compuesto y maquetado en el Departamento de Publicaciones del CSIC Impreso en Gráfica/85, s.A. 28031 Madrid Impreso en España. Printed in Spain
A José Luis García Barrientos y a la memoria de Blanca Arancibia, mis maestros
ÍNDICE PRÓLOGO........................................................................................................................................
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INTRODUCCIÓN............................................................................................................................
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PRIMERA PARTE FICCIÓN Y MODELOS DE MUNDO EN LA NARRATIVA: BASES EPISTEMOLÓGICAS I. TRES PROBLEMAS DE INTERÉS PARA UNA TEORÍA DE LA FICCIÓN............
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II. TIPOLOGÍAS SEMÁNTICAS DE LA FICCIÓN: EL CASO DE LO FANTÁSTICO....
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1. ¿De qué hablamos cuando decimos «realismo»?............................................................ 2. La construcción de lo fantástico como categoría............................................................
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III. LA FICCIONALILAD........................................................................................................
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1. De las aproximaciones ontologistas a un enfoque no ontológico de la ficcionalidad..... 2. Referencia y existencia ficcional: la teoría de los mundos posibles................................ 3. ¿Qué pragmática?............................................................................................................
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IV. EL ESTATUTO LÓGICO DE LOS ENUNCIADOS DE UN TEXTO FICCIONAL: NUEVA PERSPECTIVA PARA UNA TIPOLOGÍA........................................................
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SEGUNDA PARTE MÍMESIS, FICCIÓN Y MODELOS DE MUNDO EN EL TEATRO V. MÍMESIS REPRODUCTIVA.............................................................................................
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VI. PERFORMANCE, FICCIÓN, NARRATIVIDAD: HACIA UN MODELO DE TEA TRALIDAD..........................................................................................................................
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1. Ficción, semiosis y referencia en el teatro...................................................................... 2. La teatralidad en la tradición mimética...........................................................................
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VII. MÍMESIS COMO PRODUCCIÓN. PROCESOS ESPECÍFICOS DEL TEATRO......
87
VIII. MÍMESIS TRANSMODAL.................................................................................................
97
IX. EL MARGEN: ENTRE REPRODUCCIÓN Y AUTONOMÍA......................................
105
X. UBÚ REY DE ALFRED JARRY: DONDE COINCIDEN SÁTIRA Y PARODIA.........
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1. Primera mirada sobre el personaje.................................................................................. 2. Las «boberías» de la diégesis.......................................................................................... 3. Espacio y tiempo............................................................................................................. 4. Nueva mirada sobre el personaje.....................................................................................
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XI. MÍMESIS, ANTIMÍMESIS Y MÍMESIS NEGATIVA....................................................
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1. La institución «teatro» en tanto institución mimética..................................................... 2. Antimímesis y mimesis negativa.....................................................................................
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XII. MODELOS DE MUNDO EN EL TEATRO: ORIENTACIONES PARA UNA TIPO LOGÍA..................................................................................................................................
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1. Marco conceptual............................................................................................................ 2. Mundos miméticos.......................................................................................................... 3. Ver o no ver: la modelización de la mirada..................................................................... 4. Mundos antimiméticos....................................................................................................
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CONCLUSIONES............................................................................................................................
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REFERENCIAS................................................................................................................................
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PRÓLOGO No corren buenos tiempos para la excelencia. Pero la del autor de este libro, la del libro mismo y la del curso en que se gestó son indisimulables, qué le vamos a hacer. Pues se da la paradoja de que ser excelente es mucho más un lastre que una ventaja hoy, en cualquier ámbito pero de forma letal en el universitario, o sea, el de la investigación y la enseñanza llamada «superior», en el que tendría que ser, al contrario, conditio sine qua non. Conocí a Luis Emilio Abraham, haciendo yo de profesor y él de alumno, en el Curso de Alta Especialización en Filología Hispánica que, patrocinado por la Fundación Carolina y dirigido por Miguel Ángel Garrido Gallardo, se imparte cada año académico en el CSIC. A nadie con dos dedos de frente se le escapa que es uno de los dos o tres Masters que puede disputar la primacía de su especialidad en todo el mundo. Basta echar un vistazo al claustro de profesores (descontando a algunos que, por ser de la casa, actuamos de oficio). Menos conocidos quizás, pero no menos brillantes, son los resultados. Por ejemplo, el porcentaje altísimo de alumnos que han obtenido plaza de profesor en las Universidades respectivas tras cursarlo, entre ellos el autor de este libro. También el número de tesis de magíster que, presentadas para la obtención del título, han merecido ya el honor de la letra impresa, en algún caso tras ganar premios como el «Amado Alonso». Lo que asombra tanto más cuanto que se conciben, por lo general, como trabajos propedéuticos a las tesis doctorales. Pero resultan en muchas ocasiones tan maduros que las prensas los reclaman impacientes. El de este libro es uno de esos casos, y de los mejores a mi entender. Lo primero que recuerdo de quien lo escribiría poco después, con una ayuda tan leve como entusiasta por mi parte, es que hizo trizas una estrategia mayéutica que había acreditado su eficacia hasta entonces. Consistía en ir avanzando en la argumentación apoyándome en una batería de preguntas que, de forma calculada, iban suscitando las respuestas erróneas de los alumnos. Así, desmontar dialécticamente cada
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uno de esos errores casi inducidos me servía de impulso para conquistar y asegurar sobre bases bien firmes los cimientos del edificio teórico que pretendía mostrar: la dramatología, que se levanta, como primera piedra, sobre la definición del dramático como el modo «in-mediato» de representar mundos ficticios, frente al narrativo como el modo «mediato». Hay que decir que uno de los timbres de excelencia del CAE, como abreviadamente lo llamamos, es el alto nivel académico de sus alumnos, unos veinte seleccionados entre alrededor de seiscientas solicitudes. Pues bien, en aquella edición las respuestas a cada pregunta iban poniendo sobre la mesa los errores previstos. Como siempre. Pero, por vez primera, las de un alumno daban una y otra vez en la diana del acierto con precisión y rotundidad, saltándose a la torera el proceso de alumbramiento de cada una de las conclusiones. Ni que decir tiene que este alarde de inteligencia stricto sensu, lejos de fastidiarme, me maravilló. El alumno era un joven argentino, espigado y melancólico, con el brillo del entendimiento agazapado tras unos lentes redondos. Se llamaba Luis Emilio Abraham. Quiso la casualidad o lo que fuere que su interés se centrara en la teoría y precisamente en la teoría del teatro. El caso es que, al poco de terminar mi ciclo, lo tenía en el despacho preguntando con timidez si querría dirigir su tesis de magíster. Y vaya si quería. Trabajar con alguien así debía de ser el sueño de cualquiera con vocación docente, enfermedad que sufro casi de nacimiento. Así que acepté y, para disimular un entusiasmo precipitado, le pedí su expediente académico. Reconozco que me echó para atrás. Era preocupante. No por defecto, sino por exceso. La nota media de todas las asignaturas de la carrera era, a falta de dos o tres décimas, casi un diez sobre diez. Demasiado. Más de la cuenta. Pero, contra todo pronóstico, resultó que su calidad humana no tiene nada que envidiar a su excepcional capacidad intelectual. Por eso sobre todo es una suerte haber sido profesor suyo, un privilegio que él me llame maestro y una felicidad que hayamos acabado siendo amigos. Claro que tal título no empaña en absoluto la objetividad de lo que cuento. Muy al contrario, creo que en pocas ocasiones habré sido tan mesurado. Por estar a la altura (o mejor, a la hondura) de la responsabilidad que exige dar testimonio de una realidad escandalosa de tan extraordinaria. Y que me permite, por ejemplo, leer las experiencias, tan nobles, tan intensas y tan ambiguas, que atesora Lecciones de los Maestros de George Steiner con los ojos de quien reconoce más que de quien descubre. En la acción de gracias que es la cifra de estas palabras preliminares es justo que Luis Emilio Abraham ocupe el primer puesto, pero no que esté solo. A su lado deben figurar quienes como él, con el pretexto de que las dirijo, me han dejado asistir de cerca al desarrollo de sus tesis doctorales, Carmen Gómez, Laura Crespillo, Miguel Carrera, Christophe Herzog, Federico López, Marx Arriaga, Paulo Olivares; quienes hicieron lo propio con sus tesis de magíster o sus trabajos de investigación para el DEA y, en fin, los miles de alumnos que han pasado por mis clases en más de treinta años de docencia. Todos ellos, sublimados en el autor de este libro, hacen verdad la paradójica afirmación de Steiner: «No hay oficio más privilegiado».
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El libro que ahora tiene el lector en sus manos es sustancialmente el que escribió durante cinco o seis meses del año 2003 aquel joven argentino para el CAE. Pocas investigaciones que yo haya dirigido, por no decir ninguna, me habrán dado menos trabajo y más satisfacción: la de asistir al despliegue de una inteligencia exquisita y al alumbramiento de una serie de ideas originales engarzadas en un discurso convincente, brillante y congruente. Nada menos. Una revisión de estilo en pos de la mayor claridad y sencillez posible, como debe ser, y algunas oportunas actualizaciones es todo lo que ha necesitado el libro para presentarse en sociedad con todas las de la ley y todas las de ganar. Dice Abraham que «intenta teorizar sobre la ficción». Yo digo que lo consigue, lo que no es tan obvio ni tan frecuente como podría parecer. Hay que ver las cosas que se hacen pasar por «teoría» en demasiados casos, sin serlo ni de lejos. No es lugar éste para desenmascararlas ni para hablar de fraudes o imposturas intelectuales, lo que sería el cuento de nunca acabar. Pero el libro sí es en cambio un lugar privilegiado para comprobar ostensiblemente lo que es genuina teoría, y de alta calidad. Cuando digo «genuina» quiero decir, entre otras cosas, que se trata de verdadera producción de pensamiento teórico, y no sólo de meta-teoría; que se atreve a pensar su objeto, desde el conocimiento de lo ya pensado, sí, pero sin renunciar a ir más allá, mirándolo cara a cara, sin intermediarios. También digo que se trata de pura teoría, de un discurso que se mantiene siempre en un alto nivel de abstracción y generalidad; pero que no por eso desatiende las determinaciones del cambio histórico y cultural, que no son por cierto ajenas a la teoría, ni deja de hacer incursiones en el campo de la crítica, destino y quizás origen de la teoría. Los comentarios de obras como Ubú rey, Los ciegos de Maeterlinck o Edipo rey y también de espectáculos como Pero quién mató al teatro, creación colectiva dirigida por Joaquín Oristrell, evidencian a un crítico inspirado, sutil e inteligente; que si aquí se limita a ejercer esporádicamente, dará la medida de su talento al enfrentarse a la obra toda de Rafael Spregelburd en la tesis doctoral que está escribiendo y que tengo el honor de codirigir con el Dr. Gustavo Zonana en la Universidad Nacional de Cuyo. Y que, en perfecto equilibrio con este amplio componente crítico, ofrecerá también una completa fundamentación teórica, que tiene en la desnudez conceptual de este libro su piedra angular. Escenas que sostienen mundos (hasta el título me gusta) aborda un problema que ha interesado sobremanera a los estudios literarios en las últimas décadas, el de la ficcionalidad; que también ha suscitado debates apasionantes en el campo de la teoría, particularmente en relación con la narrativa. La considerable novedad de la aportación de Abraham es que plantea este problema en el ámbito del teatro, mucho menos explorado al respecto, tratándose precisamente del arte del fingimiento y la simulación por antonomasia. Tras dedicar toda la primera parte a la revisión crítica de las principales respuestas que la teoría de la narración literaria ha adelantado sobre el asunto de la ficción, el libro se centra en la indagación de la teatralidad y su vinculación con la mímesis, que ocupa la parte segunda y principal del estudio. A
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través de una lectura lúcida y rigurosa de los textos fundantes de la Poética occidental, la actividad mimética se revela como producción de mundos ficcionales y como clave para remontar los procesos de formación de las instituciones estéticas y para estudiar sus formas de desarrollo en el marco de la cultura. También los análisis antes mencionados tienden a mostrar los principios constructivos y los presupuestos culturales que sustentan el funcionamiento de la mímesis teatral y permiten a la escena soportar el peso de nuestro mundo mediante un acto de representación. Pero no quedan fuera del campo de observación las llamadas «antimímesis» y «mímesis negativa», y en la tipología que se propone de modelos de mundo en el teatro figuran también, además de los miméticos, los «mundos antimiméticos». Y es que, por decirlo con palabras del autor, si el libro examina de cerca esas escenas que sostienen mundos, nunca olvida que hay otras que los hacen caer. Pero el contenido del libro está mejor explicado en la inmediata «Introducción» del autor. Lo que me preocupa en este momento casi inaugural es la suerte que les espere a uno y a otro, mucho más la del segundo que la del primero. Pues los libros aguantan impertérritos, con olímpica indiferencia, el paso del tiempo y de los agravios; las personas, no tanto. Por lo dicho al principio, daría cualquier cosa por preservar a personas tan excepcionales como Luis Emilio Abraham (o Ángel Luis Luján, por caso) de la persecución de la mediocridad y de su brazo armado. Contra ella sólo cabe sufrir lo menos posible y resistir al máximo; pues es seguro, como afirmaba Cela, que el que resiste gana. Y a fin de cuentas, tarde o temprano (más bien tarde), ante el fulgor de la inteligencia, que es de lo que se trata y no se eclipsa nunca, terminan palideciendo los oropeles del poder. Los intelectuales más soberbios y elitistas, pero más à la page, se recrean ahora en la defensa de la democratización del espíritu y la vulgarización generalizada del gusto y de las costumbres. Por no discutir, apelaré a principio tan políticamente correcto como la tolerancia para plantar al lado (en realidad, en contra) de esta apoteosis de la vulgaridad el estandarte de la disidencia, cuyo lema por cierto se ajusta a la perfección al CAE, a este libro y a su autor: «La excelencia, un respeto». José-Luis García Barrientos Madrid, marzo, 2008
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Introducción Quiero empezar con una declaración de propósitos que puede rozar, en apariencia, el terreno de lo obvio y de lo trivial: esto es un texto que intenta teorizar sobre la ficción. «Esto es un texto que intenta teorizar sobre la ficción» permite acaudalar, sin embargo, en la brevedad de la expresión, el conjunto completo de problemas a que debe enfrentarse el texto que con esa frase empieza. Entre el atributo que el verbo otorga al texto —ser teorización— y la condición ficcional del objeto, en la distancia que separa un texto —el que acaba de comenzar— del grupo de prácticas culturales que atraerán su atención, se ubica toda la serie de interrogantes que este trabajo pretende, al menos, plantearse: ¿cómo acomodar un texto que por ser teoría no es ficción a los requerimientos de su objeto, que por ser ficción no es —o no puede ser del todo— teoría? En otras palabras, y saliendo ya del territorio exclusivo de este texto, ¿de qué instrumentos dispone y qué operaciones suele realizar todo ese corpus al que pertenece este escrito para transcribir a sus estructuras de sentido, traducir podría decirse, el material semántico, las funciones sociales y los posicionamientos culturales que otros discursos, culturalmente signados por otras estructuras de sentido, intentan producir y legitimar para sí mismos? ¿Desde qué sectores institucionales se escriben la historia, la crítica y la teoría de las artes ficcionales y de qué mecanismos se sirven para construir sus categorías? No hay, por supuesto, una respuesta única a estas preguntas: los discursos que constituyen los modos de mediación entre las creaciones estéticas y los otros dominios —no estéticos— de la cultura no ejercen sus funciones en una única dirección. Hay, sin embargo, procedimientos y maneras dominantes. El propósito más abarcador de este trabajo consiste en registrarlos, rastrear los mecanismos más explotados por el discurso académico para dar cuenta del sentido y la funcionalidad de las ficciones, evaluar la pertinencia de las categorías e insumos teóricos que generan para
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dar cuenta de su objeto y, en el caso de que no satisfagan las expectativas, proponer alguna alternativa. Antes de esbozar los recorridos que trazará este planteo sobre los posibles ajustes entre ficcionalidad y teoría, conviene especificar el segundo de los propósitos globales de este trabajo, que orientará los cuestionamientos generales sobre el dominio de lo ficcional hacia las particularidades de una praxis textual determinada. Este escrito pretende teorizar sobre la ficcionalidad desde y para el teatro. Tal vez en el simple acto de pensar ciertos aspectos generales de la ficción en relación con la teatralidad pueda hallarse, independientemente del contenido que dé por resultado, la mayor contribución de mi trabajo, puesto que las prolongadas y acaloradas discusiones en torno del estatuto de ficción han intentado resolverse, de manera dominante, acudiendo a la narración literaria. Una de las probables razones de este retraso —se me ocurre— puede atribuirse a la fundamental preocupación que, legítimamente, atrajo los esfuerzos iniciales de la teoría teatral del siglo xx, sobre todo en su variante semiótica: ganar para las prácticas teatrales un sitial independiente y suficientemente reconocido en el territorio de las artes escénicas. Tal vez por esta necesidad de enfatizar lo propiamente espectacular del drama, de hacer un primer plano teórico del perfil que define su autonomía, se hayan desplazado a un segundo plano aquellos aspectos, como el de la ficcionalidad, que permiten ligarlo, justamente, con las instituciones de las que el teatro intentaba desvincularse: la literatura y su teoría. No quiero decir con esto que el problema de la ficción haya pasado absolutamente inadvertido a los estudios teatrales. Destaco simplemente que en la teoría literaria se producía, hace tres décadas aproximadamente, una verdadera explosión de controversias alrededor del asunto, explosión que —por ejemplo—motivaba que prestigiosas revistas dedicaran monográficos al tema (Versus, 1977, 1978; Poetics, 1979, 1982; Studia Poetica, 1980). El objeto de discusión excedía lo estrictamente literario, pues la ficcionalidad es un fenómeno de alcance mucho más extendido, que afecta a otras prácticas culturales. Pero los estudios literarios, sobre todo en su vertiente narratológica, asumían la resposabilidad de dar respuestas sobre ese fenómeno general de la ficción. Nada parecido ocurría, mientras tanto, en la teoría teatral, como puede apreciarse en la escasa mención que demandan estas cuestiones en una exhaustiva puesta al día bibliográfica de Jean-Marie Schaeffer (1995). Los interrogantes que plantea el estatuto de lo ficcional no encontraban una repercusión análoga a la que tenían en los estudios literarios y la semiótica teatral seguía dedicando muchos de sus esfuerzos, por ejemplo, a la diversidad material de los signos que constituyen la escena, al problema de su funcionamiento y a las conflictivas relaciones entre texto y espectáculo, relaciones que se inscriben en una puja más amplia, la del teatro con la literatura. No debe sorprender, en consecuencia, que estudios mucho más atentos al problema de la ficción en el teatro (Ubersfeld, 1981a; Pavis, 1985; Jansen, 1986; De Marinis, 1988 y 2005; Féral, 1988, 2000 y 2003; García Barrientos, 1991, 2001 y
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2004; Abraham, 2002, 2005a y 2005b) hayan comenzado a hacerse más frecuentes una vez alcanzado un cierto acuerdo institucional acerca de la condición esencialmente espectacular del arte dramático, condición de la que este trabajo se hará eco al proponer, cuando se ejemplifique con análisis de textos dramáticos, un acercamiento que privilegie su virtualidad escénica. No cabe adelantar aquí un detenido examen de aquellos estudios que, desde la teoría teatral, se hayan aproximado a la cuestión de la ficcionalidad, puesto que serán oportunamente citados y comentados cuando los desarrollos posteriores de este trabajo así lo requieran. Quisiera destacar, sin embargo, las valiosas aportaciones de Anne Ubersfeld (1981a) por su carácter señero en la conceptualización de aspectos indispensables para comprender la semiosis ficcional del teatro y los procedimientos interpretativos que reclama del espectador. En el ámbito hispánico, José Luis García Barrientos (1991 y 2001), por su parte, ofrece una explicación muy sistemática y formalizada de las peculiaridades que la ficción imprime a la escena y, a pesar de no proponerse situar el estudio del teatro en el marco de una teoría general de la ficcionalidad, entra en ocasiones (2001: 193-242) en asuntos, como el de la existencia ficcional, que serán de suma importancia en este trabajo. Por último, los planteos de Josette Féral (1988, 2000 y 2003), que se mueven por un terreno más bien filosófico, aportarán precisiones fundamentales a propósito de los vínculos entre la actividad mimética y la teatralidad. Así pues, este texto pretende la doble tarea de una teorización de la ficcionalidad desde el teatro —por cuanto algunas de las respuestas conflictivas de la teoría a la cuestión general de la ficcionalidad intentarán resolverse en relación con las prácticas de la ficción teatral— y para el teatro —en tanto varias de las aportaciones más relevantes acerca de la ficción narrativa se adecuarán a las particularidades de la semiosis teatral con el objeto de que rindan sus frutos, también, para explicar la ficción escénica. De acuerdo con estos lineamientos, la primera parte del libro —capítulos 1 a 4— toma a su cargo la descripción de tres núcleos temáticos que constituyen, a mi entender, las principales zonas de interés para una teoría de la ficcionalidad y que manifiestan, justamente por ello, aspectos controvertidos: el problema de una tipología semántica de las ficciones, la definición misma de la ficcionalidad en tanto rasgo caracterizador de un ámbito discursivo y la cuestión de la verdad o la falsedad de los enunciados ficcionales. Se repasan las formulaciones más relevantes que se han dado a estos núcleos temáticos en el marco de la narrativa literaria y se propicia la idea de que, dada la estrecha relación existente entre ellos, deberían concebirse en unidad. En especial, la construcción de tipologías semánticas y el asunto del estatuto lógico de los enunciados ficcionales no pueden prescindir de un tratamiento adecuado de lo que conforma el nudo central de las instituciones estéticas, la definición de la ficcionalidad. Según se intenta demostrar, el criterio decisivo para dar cuenta de qué sea lo ficcional debe situarse en una pragmática dispuesta a indagar en los intersticios de la cultura que ha promovido el propio estatuto de ficción como definidor de un tipo de discursos.
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La segunda parte —capítulos 5 a 11— se extiende en una indagación del «origen» y la configuración particular del dominio que regula las prácticas ficcionales. Mediante una lectura de los documentos que atestiguan un proceso de distribución —o redistribución— de los dominios discursivos, los textos fundadores de la poética, se alcanza una mayor comprensión de las operaciones semánticas que las instituciones estéticas promueven. La argumentación se centra en el eje conductor de la mímesis, leída primordialmente en tanto producción de ficción y posicionada, de ese modo, en concepto de central importancia para definir la ficcionalidad. Puesto que la problemática de la mímesis se trata en estrecha vinculación con la praxis teatral, se incorpora la noción de teatralidad en esa dimensión pragmática que debería estar en condiciones de ofrecer una explicación adecuada de lo ficcional. En el último capítulo, se recogen y aúnan las formulaciones anteriores. Tal como se desprende de la lectura de las poéticas que inician el pensamiento occidental sobre lo estético, la actividad mimética, en tanto proceso productivo histórica e institucionalmente convertido en rasgo definidor de una clase de discursos, está llamada a erigirse en criterio discernidor de una tipología ficcional. Se propone, en consecuencia, una tipología de los mundos ficcionales teatrales que agrupa, en su interior, categorías derivadas de la cuestión del estatuto lógico de los enunciados y un criterio clasificatorio surgido de una definición pragmática de la ficción. La clasificación de modelos de mundo que deriva de todo este proceso argumentativo resulta, pues, de una integración de los tres núcleos temáticos que en un comienzo se identificaron como problemas centrales para una teoría de la ficcionalidad.
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PRIMERA PARTE FICCIÓN Y MODELOS DE MUNDO EN LA NARRATIVA: BASES EPISTEMOLÓGICAS
I Tres problemas de interés para una teoría de la ficción Un rápido rastreo del léxico con mayor índice de aparición en aquellos trabajos —desde hace un tiempo prolíficos— que se acercan al tema de la ficción arrojaría resultados absolutamente naturales y para nada sorprendentes teniendo en cuenta nuestras más comunes expectativas. El posicionamiento de un texto en el tema de la ficcionalidad reclama inmediatamente, como consecuencia prácticamente inevitable, la referencia a todo un conjunto de conceptos —lo real, la verdad, nuestro mundo— que, de un modo u otro, se encuentran regidos por la noción de realidad. Lo esperable y poco sorprendente de la situación deviene significativo, no obstante, apenas se advierte que no ocurre lo inverso con el tratamiento teórico de otra de las grandes cuestiones del siglo xx: la del realismo artístico. Da la impresión de que no puede hablarse de lo ficcional sin una mención explícita o solapada de la realidad, sin un serio cuestionamiento y una toma de posición filosófica acerca de la modalidad de existencia de nuestro mundo. Pero pareciera que explicar el comportamiento realista de las ficciones —su «misión» imitativa, representativa, simbolizadora de lo real— no demanda obligadamente un tratamiento de los múltiples problemas que suscita el carácter ficcional del elemento representante. Existe, como ha sugerido Prada Oropeza, una jerarquía que sustenta las vinculaciones entre nuestras posibilidades de habla y el mundo, entre lenguaje y realidad: Se puede decir que, en este caso, la función semántica del segundo término ha sido siempre el sostén ideológico que garantiza una relación auténtica, «científica», directa, frente a una falsificación (no en sentido epistemológico del término), ilusión o fantasía (no en el sentido psicoanalítico o de la antipsiquiatría) (Prada Oropeza, 1999: 15-16).
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Realidad y ficción, lo real y lo ficticio, aparecen como los terminales de una relación asimétrica que informa nuestro lenguaje, una jerarquía conceptual en que solo uno de los componentes suele adquirir centralidad y atraer hacia sí la dependencia del otro. Las muy diversas corrientes teóricas que han abordado el tema de la ficción imprimen modulaciones muy dispares a esta relación. Un estado de la cuestión centrado en la exposición de los diferentes enfoques o paradigmas —en sentido lato— que han servido para abordar las problemáticas en torno de la ficcionalidad sería arduo y excesivo para las pretensiones de estas páginas. Los trabajos de Pozuelo Yvancos (1993), Garrido Domínguez (1997) y Ferro (1998), por mencionar solo los surgidos en lengua española, contienen ya una presentación y evaluación completa y sistemática de esas perspectivas teóricas. Prefiero, por mi parte, con el objeto de introducir sucintamente esos paradigmas, partir de los fundamentales interrogantes que ha planteado el tema de la ficción, de los núcleos teóricos que han solicitado respuesta a las divergentes posiciones epistemológicas. A mi entender, la ficcionalidad plantea tres problemas, tres zonas de interés teórico, que es posible deslindar a pesar de sus estrechas interrelaciones y que hacen más perceptible esa jerarquía de la que vengo hablando. La primera de ellas atañe a una serie de intentos de confeccionar una tipología semántica, una clasificación que atienda a las particularidades del contenido de los mundos desplegados por textos ficcionales, tal como puede apreciarse, por ejemplo, en la elaboración de las categorías de «realismo», «literatura fantástica», «lo maravilloso», «la ciencia-ficción», «el absurdo». La segunda constituye la cuestión central de la ficcionalidad por cuanto supone la búsqueda del criterio en que habite la especificidad misma de lo ficcional como rasgo diferenciador de un tipo de discurso. Alude, para decirlo con mayor precisión, a la determinación de la condición y de la funcionalidad de los textos ficcionales frente a la no-ficción. Evidentemente, dada su relevancia, este sector de la problemática se halla siempre presente, aunque muchas veces de modo implícito, en las tipologías antes mencionadas. Los intentos definitorios de conceptos como el de «realismo» o lo «fantástico» deberían situarse claramente como taxonomías subordinadas a aquella otra tipología destinada a esclarecer, en la medida de lo posible, los límites de la ficción. El tercer núcleo temático ingresó en el debate literario, con tono notablemente polémico, tras los planteamientos de Gottlob Frege, Bertrand Russell, la filosofía analítica y los teóricos de los actos de habla acerca del estatuto lógico —en términos de categorías aléticas— de las frases de un texto ficcional. Se trata de un asunto espinoso que presupone una opción acerca de la existencia de los objetos referidos por el texto y —problemática central de la ficcionalidad— de las relaciones entre ficción y mundo. Mi trabajo otorgará un papel importante a este debate, a través, sobre todo, de la sugerencia de Lubomír Doležel de decidir la existencia de las entidades ficcionales y
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la verdad o falsedad de los enunciados en la autonomía del mundo configurado por el texto. Pero dada la estrecha vinculación que subyace a los tres asuntos presentados, el intento de indagar, en el teatro, los mecanismos semióticos de construcción de la existencia y la verdad ficcionales no podrá resolverse sino en el interior de una tipología de modelos de mundo y el lector encontrará en estas páginas, por otra parte, un posicionamiento determinado acerca de los criterios válidos para delimitar el concepto de ficcionalidad. Razón por la cual me parece oportuno ofrecer, por separado, breves referencias a las tres problemáticas que unirá este trabajo y al modo en que han solido resolverse sobre la base de una supuesta prioridad de lo real.
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II Tipologías semánticas de la ficción: el caso de lo fantástico La discusión en torno a lo fantástico —y tipos ficcionales aledaños— puede tomarse como ejemplo paradigmático de la dirección que adopta habitualmente la crítica canónica en la elaboración de tipologías basadas en el contenido. En otras palabras, este capítulo examinará en qué sentido la constitución de la categoría de lo fantástico revela el funcionamiento, dentro de los estudios literarios, de aquella red jerárquica sostenida por la postulación de lo real. Pero, en el interior de la serie literaria, el principio de realidad que preside la jerarquía no actúa sino por delegación: se impone a través de una categoría estética, el «realismo». Es en este concepto, entendido como una modalidad ficcional, donde habrá que buscar el eje que determina en cierta forma la definición de lo fantástico y, dada la amplitud de las discusiones que ha provocado el realismo en las teorías literarias del siglo xx, se impone, ante todo, una breve reseña de esta noción. 1. ¿De qué hablamos cuando decimos «realismo»? Luego de la acuñación del concepto de realismo, en tanto término teórico-crítico de resonancias semánticas más o menos precisas, por parte de los gestores de la llamada escuela realista decimonónica, el término sufrió los cuestionamientos esperables dado el cambio de perspectivas filosóficas y estéticas ocurrido hacia fines del siglo xix y principios del xx. Junto con la crítica al positivismo, el cual había guiado la reflexión de Zola y sus contemporáneos en la elaboración de una poética realista, se abre una corriente de revisión que abarca ya la denuncia de la inutilidad de un
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concepto acomodaticio a la gran variedad de «realidades» que el hombre ha sido capaz de imaginar (Heller, 1955), ya la necesidad de disipar la vaguedad de una noción que resulta de todas maneras útil a la hora de caracterizar ciertas variedades artísticas (Lázaro Carreter, 1976). Esta tendencia a la crítica se caracteriza por ofrecer una serie de «pruebas» que deslegitiman o atenúan la confianza del realismo decimonónico, al que Villanueva (1992: 31-44) llama «realismo genético», en la posibilidad de producir una imagen fiel de la realidad sobre la base de la teoría del reflejo. Los argumentos, como bien sugiere ya Lázaro Carreter (1976: 135) y explicita Villanueva (1992: 25-56), suelen recaer justamente sobre los dos extremos que supone cualquier proceso de representación artística de la realidad: la naturaleza de la realidad misma y el lenguaje estético con que se representa. El primer aspecto ha sido mayormente desarrollado, como es lógico, en el interior de posiciones filosóficas que desacreditan la firmeza ontológica de la realidad desde diferentes enfoques. Si, desde un constructivismo radical, para el que la realidad no existe sino como los mundos que la actividad humana es capaz de construir sobre la base de marcos de referencias o sistemas de descripción (Goodman, 1978: 17-24), el argumento es epistemológico; ciertas teorías marxistas acentúan más bien el papel que juegan mecanismos de índole sociológica a la hora de producir ideologías que ocultan cualquier representación de lo real. Los argumentos que recaen sobre el lenguaje artístico, los medios de representación, encuentran su mejor sostén teórico, naturalmente, en aproximaciones de base formal y estructural. Por dar solo un ejemplo, a un célebre trabajo de Roland Barthes (1968) subyace una dura crítica de la concepción decimonónica del realismo, puesto que lo que era considerado reflejo fiel de lo real se ve reducido a ciertos procedimientos semióticos que otorgan al texto «ilusión de realidad». Otra cuestión que interesa señalar en relación con el concepto de realismo atañe a su polivalencia semántica. El término puede referirse a un movimiento estético determinado, históricamente datable y poéticamente descriptible —el realismo del siglo xix—, o a una modalidad narrativa —o artística en general— de alcance transhistórico, la cual encontraría, sin embargo, una expresión modélica en el realismo decimonónico. En esta segunda acepción, la literatura realista constituiría una clase, un tipo de ficciones caracterizado, entre otras cosas, por ciertos procedimientos retóricos que dotan al texto de «ilusión de realidad». Es justamente en esta acepción donde el realismo contrasta con lo fantástico y, por lo tanto, es este el sentido que se conservará para el término en el resto del capítulo. Un tercer sentido de «realismo» merece mención aparte por las repercusiones que acarreará en otras partes de este trabajo. En un estudio sobre la representación de la realidad en el arte moderno, Fischer (1969) plantea la necesidad de que las formas artísticas evolucionen con el fin de asimilar la naturaleza mudable de lo real. Formula, en consecuencia, una noción mucho más amplia de «realismo»: dado el carácter cambiante de la realidad, puede resultar realista cualquier tipo de producción artística que confiera a sus formas la prioridad de apresar lo real. En dirección análoga,
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aunque muy distinta desde el punto de vista ideológico, Jakobson (1921) había relativizado el concepto argumentando que se debe llamar «realista» a «la obra que percibe como verosímil quien juzga». Lo que para una tendencia artística conservadora es deformación de la realidad constituye, por el contrario, un mayor acercamiento a lo real para la escuela que promueve la innovación. Desde esta perspectiva, el concepto de realismo ya no se refiere ni a un movimiento particular de la historia literaria ni a un tipo de ficciones, sino que se identifica, de un modo desmesuradamente amplio a mi entender, con la función misma de la literatura. Con su noción de «realismo intencional», Darío Villanueva (1992) aporta un buen ejemplo de esta tendencia. «Realismo» es el nombre moderno de aquello que la tradición poética llamaba «mímesis», es decir, «el asunto de la relaciones entre literatura y realidad» (16). Una lectura «intencionalmente realista» constituye el tipo de descodificación literaria «más espontánea y natural» o que manifiesta, en todo caso, «una mayor competencia “estética”» (134). Debo aclarar que Villanueva entiende dos cosas por realismo intencional: (1) la vivencia que el lector tiene de la ficción misma, del mundo ficcional que el texto pone ante sus ojos; y (2) la resolución de esta vivencia en representación de la realidad. En mi opinión, otorgar a la ficción una obligada función representativa conlleva una visión reduccionista del fenómeno, el mismo tipo de visión que calificaría de escapista a cualquier uso de la literatura que privilegie el juego desinteresado —Villanueva tiende también a situar el asunto del juego entre las funciones netamente representativas—. Preferiré, por mi parte, dejar de lado este sentido de «realismo» y volver a esta problemática bajo el título de «mímesis», que no se agota tan inequívocamente, en mi opinión, en actividad representativa de lo real. 2. La construcción de lo fantástico como categoría La generación del concepto de lo fantástico en los estudios literarios también reclama distinciones en cuanto a la amplitud de su aplicación. Un primer sentido, más o menos coincidente con el uso expandido del término inglés fantasy, puede inferirse a partir de la clasificación de modelos de mundo propuesta por Tomás Albaladejo Mayordomo y reutilizada por Javier Rodríguez Pequeño (1991) con el fin específico de caracterizar lo fantástico. Albaladejo Mayordomo (1986: 57-59) distingue tres clases de modelo de mundo, cuya función es servir de fundamento a la estructura referencial del texto. El «tipo I» adopta las reglas del mundo real objetivo y se encuentra en la base de textos que hablan de lo verdadero, del mundo real efectivo, y no forman, por ello, parte de la ficción. El «tipo II» corresponde a los modelos de mundo de lo ficcional verosímil, erigidos sobre leyes que, sin identificarse completamente con las del mundo real objetivo, comparten su constitución semántica. El «tipo III» es el modelo de mundo de la ficción fantástica o no verosímil y resulta de la articulación de reglas que transgreden las del mundo real objetivo.
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Esta clasificación tripartita de las posibilidades semánticas del discurso no es del todo nueva. San Isidoro de Sevilla postulaba ya una tipología muy semejante bajo las denominaciones de «historia», «argumento» y «fábula»: La historia es de cosas verdaderas que han ocurrido; el argumento es de las cosas que, aunque no han ocurrido, son posibles, y las fábulas son aquellas cosas que ni han ocurrido ni pueden ocurrir porque son contra la naturaleza (Etimologías: Lib. I, cap. 44).
Dentro del espacio abierto por esta conceptualización de lo fantástico —el «tipo III» de Albaladejo únicamente, puesto que no podemos hacer cargar a San Isidoro con la responsabilidad de dar cuenta de variedades ficcionales inexistentes en su horizonte—, podría recogerse el variado espectro de narraciones que va desde el cuento de La gallina de los huevos de oro a Lovecraft o desde la saga de Tolkien hasta los relatos borgeanos de Ficciones. Subyace a la anchura de esta aproximación la evidencia de un «concepto-paquete» que alberga todo lo segregado tanto por la realidad como por su correlato textual en el campo literario, el realismo. Como sugiere Rosemary Jackson a propósito de la indiscriminada amplitud de fantasy, la ficción realista cumple aquí una función axial en la construcción de categorías estéticas, se convierte en una suerte de terreno liso y alambrado que, sobre la firmeza de sus propios límites, unifica la irregular periferia haciendo de ella solo su alternativa: Como término crítico, fantasy ha sido aplicado casi indiscriminadamente a cualquier tipo de literatura que no dé prioridad a la representación realista: mitos, leyendas, relatos folklóricos y cuentos de hadas, alegorías utópicas, sueños visionarios, textos surrealistas, ciencia-ficción, historias de terror, todo lo que presente reinos ajenos a lo humano (Jackson, 1981: 13-14) 1.
La búsqueda de sentidos más restringidos de lo fantástico responde, justamente, a la necesidad de formular ciertas distinciones respecto de la narración maravillosa y otras variedades limítrofes (Todorov, 1970: 46-62; Bessière, 1974: 32; Reisz, 1979: 144-152; Ryan, 1991: 191; Roas, 2001: 7-14). A partir de esta tendencia, que creo dominante en la bibliografía al uso, se perciben (A) un movimiento reivindicatorio de la función cultural de las ficciones fantásticas y (B) un intento de revisar el lugar que deberían ocupar en el sistema literario. La distancia entre A y B —es oportuno explicitarlo ahora— se hallaba implicada, también, en el modo en que me referí al sentido amplio de lo fantástico. Cuando decía que, en su significación más abarcadora, la ficción fantástica se concebía como lo segregado por la realidad, me refería a A: atribuir al texto un sentido desde y para La traducción es mía siempre que en Referencias se remita a una obra en lengua extranjera sin la seguida mención —entre corchetes— de una traducción española. Cuando tal mención tiene lugar, se pretende indicar que el texto citado en el cuerpo del trabajo pertenece al original mientras que la versión española aludida se ha colocado en nota al pie.
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el mundo, desde y para las nociones que una determinada cultura postule acerca de la realidad. Si decía, en cambio, que la literatura fantástica podía definirse como lo segregado por el realismo, sugería B: moldear el concepto de lo fantástico según el lugar que debería ocupar dentro de la serie literaria, esto es, dentro de un dominio de discursos institucionalmente agrupados bajo la marca de lo ficcional. Como conse cuencia de lo último, una exploración de estas franjas de incidencia de lo fantástico orientará el problema acotado de la taxonomía hacia el terreno más general donde debería dirimirse, según anticipé en páginas anteriores: los cuestionamientos que conlleva el concepto mismo de ficción. En lo que sigue, examinaré los aspectos A y B dentro del grupo de aportaciones teóricas que han delineado un concepto restrin gido de lo fantástico. Más allá de las discordancias, subyace a esta línea de pensamiento, verdadera mente prolífica desde la obra capital de Todorov (1970), un cierto acuerdo sobre la funcionalidad transgresora que se concede a lo fantástico en tanto crítica de la cultura. En el relato maravilloso, lo sobrenatural aparece legislado por un marco codificado, un mundo cuyas convenciones naturalizan lo «extraño». Lo fantástico, en cambio, introduce una fuerza alteradora dentro del conjunto de creencias y pos tulados con que una determinada cultura, la sociedad moderna occidental, ha orga nizado la esfera de lo real. Se produce, de esta manera, en la interioridad misma del mundo textual, una colisión cuestionadora de la solidez ontológica de la realidad, puesta en crisis que ha sido explicada ya sea en términos de amenaza (Roas, 2001), subversión (Jackson, 1981), vacilación del lector frente a la naturaleza del fenó meno extraño (Todorov, 1970). Así pues, frente a la neutralización que supone igualar lo fantástico y lo maravilloso, estas otras explicaciones rehabilitan la per turbación que las distintas variantes de la literatura fantástica pretenden ejercer sobre los cimientos adoptados por el imaginario social para dotar de firmeza la idea de realidad. Analizar, por otra parte, el acto de rotulación de un tipo narrativo, los recursos con que el discurso académico construye la taxonomía, se vuelve sintomático de los hábitos más arraigados en la institución literaria para caracterizar los discursos que de alguna manera regula. Si la institución recoge bajo un determinado nombre —lo fantástico— un grupo de modalidades narrativas que corroen lo real, cabe preguntar se entonces, como sugiere Daniel Israel, cuál es el punto de mira, cuál es la perspec tiva adoptada en la opción por el nombre y, asimismo, qué clase de implicaciones subyacen a esta elección respecto del funcionamiento de la institución: ¿No es acaso atribuible al concepto de lo fantástico, y al empeño que la teoría literaria ha puesto en él, la capacidad de revertir la subversión característica de los géneros que informa, garantizando de esa manera un cierto apaciguamiento de lo subversivo que supuestamente encarna, un cierto domesticamiento de lo contracanónico, para ser, finalmente, consumido y digerido en un contexto en donde lo dominante tiene que ver con el realismo y sus modos? (Israel, 2003).
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La carátula de «lo fantástico» presupone situarse, a pesar de la insistencia en la transgresión propia de esa modalidad narrativa, en una realidad no transgredida y exterior, por ello mismo, al imaginario que esas narraciones pretenden instalar. Lo que hace posible la denominación taxonómica es el gesto de caracterizar lo fantástico como fuerza alteradora desde un estado ajeno a esa alteración. Dentro del campo literario, la operación supone otorgar al realismo, en tanto tipo ficcional supuestamente «más fiel» y «más cercano» a aquella realidad no modificada por lo fantástico, una posición central y decisiva a la hora de clasificar las diversas posibilidades semánticas de las ficciones. Esta serie de paradojas son hasta cierto punto entrevistas por Todorov (1970: 177-184) y Alazraki (1990) cuando establecen la necesidad de una nueva designación —nueva literatura fantástica o lo neofantástico— para ciertas narraciones características del siglo xx: La metamorfosis de Kafka, los cuentos de Borges y Cortázar. Si se observan los mundos presentados por estos relatos —argumentan—, no hay razones para seguir rotulándolos, junto con sus predecesores del siglo xix, como literatura fantástica: [...] Porque si lo fantástico asume la solidez del mundo real —aunque para «poder mejor devastarlo», como decía Caillois—, lo neofantástico asume el mundo real como una máscara, como un tapujo que oculta una segunda realidad que es el verdadero destinatario de la narración neofantástica (Alazraki, 1990: 276).
Sería, pues, una especie de cumplimiento de lo «fantástico», una adopción, por parte de la cultura, de una realidad más porosa —que Alazraki ve en el psicoanálisis y el surrealismo, las vanguardias y el existencialismo— lo que promueve la idea de lo neofantástico. Quisiera, por mi parte, ir un poco más allá y afirmar que, si verdaderamente se miran por dentro los mundos propuestos por las ficciones fantásticas y neofantásticas, no subsisten razones para mantener la designación, ni siquiera bajo el disimulo de un prefijo. Lo conflictivo de las aproximaciones teóricas a lo fantástico puede formularse con claridad recurriendo nuevamente a los aspectos A y B. En relación con A, el sentido de lo fantástico desde y para el mundo se resuelve en transgresión. Respecto de B, en cambio, se mitiga inevitablemente la transgresión, pues la tipología, considerada desde el interior del campo literario, no resulta equitativa desde el momento en que adopta la óptica de uno de sus miembros, la del realismo en tanto heredero de esa realidad exterior que lo fantástico intenta deslegitimar. Debo aclarar que no pretendo marcar el camino para una reformulación de esta tipología, que me parece además suficientemente sugestiva, y hasta atrayente, dado el terreno en el cual se elabora. Intentaré simplemente desambiguar las paradojas que suscita mostrando el perfil que asumen determinados mecanismos institucionales para su confección. Entre el eje A, que establece las vinculaciones ficción-mundo, y el eje B, que regula la interrelación de los discursos pertenecientes al campo literario, necesitare-
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mos postular una tercera zona (C), una suerte de espacio limítrofe, de extrema relevancia en la configuración de las instituciones estéticas, que haría las veces de intermediario entre la «salida» de las ficciones hacia otras esferas institucionales y las tensiones internas que permiten agrupar las distintas manifestaciones artísticas en una serie cultural relativamente autónoma. Si damos crédito a las propuestas de Siegfried J. Schmidt (1978: 198-210), la sociedad se articula en «un sistema de sistemas de comunicación» que pueden distinguirse según su estructura y función. La literatura, el teatro, las artes plásticas, constituyen diversos sistemas-elementos del dominio «arte», inscripto a su vez en el sistema de la cultura. La estructura y la función que permiten establecer fronteras entre los distintos dominios de la cultura se hallan históricamente institucionalizadas y «estabilizadas mediante reglas y convenciones». En cuanto al dominio estético, Schmidt encuentra en la ficcionalidad —que introduce en su modelo con el nombre de «regla F»— el «criterio de delimitación» necesario para explicar la propia existencia del dominio. Es decir, el rasgo de lo ficcional actuaría como fuerza agrupadora del conjunto de componentes —objetos semióticos— que constituyen el dominio de las artes 2. Hasta aquí los insumos de Schmidt que utilizaré, de forma un tanto laxa, como instrumental destinado a esclarecer la problemática que me ocupa. El dispositivo con que operaré no debe ser tomado, en consecuencia, como teorización totalizadora del funcionamiento de las instituciones estéticas, explicación que requeriría el tratamiento pormenorizado de otros elementos y una confrontación entre las diversas propuestas de las llamadas «teorías sistémicas». Dejo de lado, por ejemplo, las discusiones que suscita el hecho de agrupar todos los sistemas-elementos del dominio artístico bajo el criterio de la ficcionalidad. Y esto por un motivo fundamental, porque si esta discusión acerca de la ficcionalidad afecta a sistemas-elementos como la música o la arquitectura, o a constituyentes del sistema-elemento de la literatura, como la lírica, no toca, al menos inicialmente, a aquellas textualidades de que estoy hablando. Dado que no interesan en este contexto, dejo de lado también los criterios de especificidad de los diversos sistemas-elementos, es decir, hago abstracción de los conjuntos que subdividen el dominio estético. Por último, la descripción del dispositivo institucional se ha simplificado atendiendo casi exclusivamente a las propiedades semánticas con que las instituciones diferencian textos ficcionales y textos con especialidad cognoscitiva, lo que equivale a centrar la caracterización del dominio estético en el constraste con los dominios epistémicos del sistema de la cultura. Otro hubiera sido el resultado si hubiera primado el contraste con los dominios religioso o político y uno de los criterios decisivos podría ser el de acción. Por ejemplo, la posibilidad/imposibilidad de ejercer una acción directa sobre el mundo constituiría una diferencia fundamental entre los dominios político y estético en una distribución racionalizada de las prácticas. O, como argumenta Richard Schechner (2000: 11 y ss.), la imposibilidad de provocar un «acontecimiento real» al mismo tiempo que un «acontecimiento simbólico» sería un rasgo del teatro estético frente a experiencias rituales de culturas que no establecen una delimitación del dominio «arte». En un orden completamente distinto de cosas, la condición de relativa autonomía que supone para el dominio artístico esta formulación del sistema de la cultura constituye un problema al que es necesario siquiera aludir. Para Pierre Bourdieu (1967), no puede hablarse propiamente de campo intelectual —dentro del cual se distribuyen las artes— hasta la afirmación de su autonomía durante la Modernidad, momento en que la aparición de un mercado favorece la profesionalización del artista. Si bien Bourdieu se refiere en ese artículo a los procesos de autonomización de los agentes productores y a la independización de sus proyectos creativos, y no a la autonomía de los productos —textos— respecto de otros ámbitos discursivos de la cultura, como se ha hecho aquí, sus formulaciones arrojan luz sobre el hecho de que las variables históricas y socio-culturales ponen límites a este enfoque sistémico: «Tal enfoque sólo tiene fundamento, como es obvio, en la medida en que el objeto al cual se aplica, el campo intelec-
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Así pues, la ficcionalidad, como fundamento del margen institucional C, aúna la serie literaria que estamos tratando aquí y determina los procesos semióticos de sus usuarios así como las funciones sociales que pueden desempeñar esos textos en el sistema de la cultura. Las particularidades de los procesos semióticos y el asunto de las posibles funciones culturales de la ficcionalidad serán examinados con mayor atención en otros lugares de este trabajo, sobre todo en relación con la tradicional noción de mímesis. Por el momento, basta con señalar, simplificando un poco, que la convención de ficcionalidad, la «regla F» de Schmidt, permite básicamente dos operaciones en relación con los componentes del dominio estético. Por un lado, despliega dentro del campo literario una referencialidad diferenciada respecto de otros dominios de la cultura. Mientras que los discursos producidos en los ámbitos culturales no estéticos se rigen por normas institucionales que los remiten directamente al modelo de mundo de la realidad (MMR), el dominio estético autoriza la instauración de mundos autónomos, mundos ficcionales (MF) cuyos marcos de referencias se hallan desligados de la constricción convencional a MMR. En este sentido, el margen C, que aporta la marca de ficcionalidad a las prácticas culturales que alberga dentro de sus límites, legitima el uso lúdico de los textos y el establecimiento de relaciones —las antes mencionadas como B— que priorizan la autonomía de los MF. Por otro lado, las instituciones estéticas han promovido tradicionalmente un mecanismo para trascender sus propios límites y entablar un contacto entre los mundos ficcionales y el MMR. Las relaciones a que me he referido con A se sustentan en una suerte de adopción, por parte de las prácticas ficcionales, de la funcionalidad cognoscitiva propia de los dominios «serios» de la cultura. Mediante este tipo de relaciones interinstitucionales o interdominio, los MF son reabsorbidos por el modelo de realidad y la especificidad referencial de los textos ficcionales se reorienta hacia MMR en términos de imitación, representación o —lo que viene más al caso— transgresión. Retomando la cuestión que nos ocupaba en esta sección, ¿qué rentabilidad puede prestar todo este paréntesis sobre el lugar de la ficción en el sistema de la cultura para explicar las problemáticas en torno de una definición de lo fantástico? Elaborar una tipología semántica de las ficciones implica situarse en B, puesto que se trata de establecer cierto orden clasificatorio derivado de las relaciones entre los distintos tual (y por ello, el campo cultural), esté dotado de una autonomía relativa, que permita la autonomización metodológica que practica el método estructural al tratar el campo intelectual como un sistema regido por sus propias leyes» (Bourdieu, 1967: 14). Schmidt también tiene en cuenta estas restricciones cuando afirma que, «desde una perspectiva histórica, es preciso partir de que sólo existe algo como comunicación literaria en las épocas que conocen un dominio delimitable llamado “cultura/arte”» y que albergan, por lo tanto, a unos lectores con «conciencia de la existencia de la “ficción”» (1978: 204-205). Lo mismo vale para este trabajo. En la medida en que hablemos de teatro o de textualidades que, para una comunidad de intérpretes, operan mediante la productividad particular de la ficción, se supone la presencia, en mayor o en menor grado, de una determinada autonomía discursiva que hace posible hablar de teatro o de ficción, ya sea porque así lo avala el horizonte en que emergieron esas textualidades ya sea porque así las conserva nuestra memoria en la distribución actual del discurso: la organización de los dominios culturales, las fronteras que separan los textos ficcionales de los no ficcionales, son históricamente móviles (Pavel, 1983).
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Figura 1
MMR
A
C
MF
MF
B
MF
miembros de la serie literaria. ¿Pero es posible siquiera sostener taxonomías como la de realismo o lo fantástico exclusivamente en relación con B, es decir, desde la autonomía de los MF y de sus interrelaciones en el interior del dominio estético? ¿No se disuelve la aplicabilidad de esas taxonomías apenas se consideran los MF desde la independencia que les confiere el margen institucional C, desde una referencialidad diferida de MMR? Las teorizaciones sobre lo fantástico resultan, en efecto, de transponer una categoría derivada del eje A —la de transgresión— al interior del dominio estético. Requieren una jerarquización —A sobre B— de las funciones que regula el margen institucional. Y producen, finalmente, una serie clasificatoria no homogénea desde el momento en que uno de sus miembros, el realismo, se convierte en punto obligado de comparación para tipificar las otras posibilidades semánticas de la ficción. Las paradojas o aspectos conflictivos que encontrábamos en los intentos definitorios de lo fantástico han sido desambiguados, pues, explicando el modo en que estas teorizaciones se sirven de las convenciones institucionales que rigen la serie literaria. En relación con este trabajo, esta lectura del discurso académico sobre lo fantástico tiene valor ejemplificatorio en varios frentes. Muestra, en primer lugar, la primacía que suele obtener la noción de realidad (el MMR) cuando se trata algún
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aspecto relacionado con lo ficcional. Dado que, para desambiguar las paradojas, fue necesario introducir el problema de la ficcionalidad como convención delimitadora del dominio estético, el análisis evidencia, en segundo lugar, la íntima vinculación existente entre la cuestión acotada de una tipología de los MF y los interrogantes —más generales— que plantea el concepto mismo de ficcionalidad. Por último, este cuestionamiento acerca de una tipología semántica de los textos ficcionales y de las zonas y mecanismos institucionales que se articulan en su elaboración permitirá una mejor comprensión de la manera en que operará este trabajo, en gran parte divergente, para proponer una tipología de los mundos ficcionales teatrales.
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III La ficcionalidad Con la breve exposición de la ficcionalidad como rasgo constitutivo de las insti tuciones estéticas, se han adelantado de modo un tanto axiomático ciertos aspectos que resulta pertinente explicitar aquí. Se pretende, pues, en este capítulo, exponer algunas de las soluciones que ha delineado la teoría para dar cuenta del criterio defi nidor de aquello que llamamos textos ficcionales y dejar lo más claro posible cuál es el horizonte epistemológico por el que opta este trabajo. Intentaré, en definitiva, pre sentar el sostén teórico de mis anteriores afirmaciones sobre la convención de ficcio nalidad. Si el problema planteado en II.2 consistía en clasificar el material textual interior al dominio estético, la cuestión de que me ocuparé ahora es anterior desde el punto de vista lógico, pues se trata de encontrar el criterio que establezca una dife rencia tipológica entre todo ese material textual y los discursos exteriores al dominio estético. El modelo que se presentó arriba para explicar el funcionamiento de las prácti cas ficcionales en el sistema de la cultura contiene dos presupuestos fundamentales. El primero reside en el hecho mismo de considerar lo ficcional como una conven ción, una regla institucionalizada que permite trazar el margen del dominio estético. Plantear la marca de ficcionalidad como un asunto relativo a lo institucional, a la red de usos y procesos arraigados en una cultura, implica asumir, para su definición, un criterio pragmático y, por lo tanto, no ontológico. El segundo de los presupuestos se introdujo en el modelo al hablar de las operaciones semióticas propiciadas por la ficcionalidad de un texto. Caracterizar los textos pertenecientes al dominio estético por una referencialidad diferenciada supone adoptar, en este caso, un enfoque se mántico. Las páginas que siguen deberían mostrar cómo combinar una definición pragmática de la ficcionalidad con una descripción semántica de los textos ficcio nales.
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¿Qué implica, pues, definir la ficción desde una dimensión pragmática y descri bir los textos que la ficcionalidad afecta, sin embargo, aludiendo a una propiedad semántica, su referencia? Básica y obviamente, no confundir un rasgo que describe con el criterio que define. El criterio que define es el que hace posible la identifica ción de un texto como ficcional y debe, por lo tanto responder a los interrogantes que preguntan por ese reconocimiento: ¿dónde se «lee» la marca de lo ficcional?, ¿cuán do se identifica la ficcionalidad —o la no ficcionalidad— de un texto?, ¿en qué mo mento del circuito semiótico se atribuye la marca tipologizadora que extrae del texto una determinada productividad? La descripción de la productividad característica de un texto ficcional supone, sin duda, un estudio de sus peculiaridades semántico-refe renciales. Pero quiero sugerir en este capítulo que si la ficcionalidad decide una particularidad referencial del texto, la referencia no es el criterio decisivo para reco nocer la ficcionalidad. 1. De las aproximaciones ontologistas a un enfoque no ontológico de la ficcionalidad Tal como puede inferirse a partir de la figura 1 (vid. supra; II.2), una adecuada explicación de la funciones semánticas propiciadas por la ficcionalidad debería dar cuenta tanto de la posibilidad de referir el texto a la realidad —eje A de referen cia— como de la necesidad de conceder cierta autonomía semántica a los mundos ficcionales —eje B—, autonomía institucional sin la cual carecería de sentido alguno postular el dominio estético. Lo primero no requiere ninguna búsqueda extraordinaria, puesto que las poéticas proporcionan de antiguo un mecanismo hermenéutico que orienta el sentido de los textos ficcionales hacia el modelo de mundo de la realidad: la mímesis. La dificultad reside, en cambio, en justificar la autonomía referencial de los textos ficcionales frente una noción de mímesis que buena parte de la tradición poética occidental, sustentada sobre todo en una determinada lectura de Aristóteles, ha tendido a com prender, de modo en exceso restrictivo, como actividad reproductora de lo real. De mostrar que la propia noción de mímesis conlleva la autonomización de los MF respecto de MMR no será cosa sencilla y requerirá adentrarse en los textos fundantes de la poética occidental. Dejo esta tarea para más adelante y señalo, por el momento, que la versión reproductiva de la mímesis, como explicación de la referencia estética, soslaya inevitablemente lo que arriba se ha denominado eje B. La mímesis-reproduc ción confiere a los seres imaginarios referidos por un texto ficcional el estatus de imitaciones, representaciones o imágenes de lo real y oblitera, de ese modo, lo que se pretende revelar: el ser imaginario de aquello a lo que el texto ficcional refiere. Se trata, pues, de un procedimiento de reducción por el cual las propiedades semánticas de los diferentes tipos de discursos son reagrupadas en un solo eje de referencia: no hay referente posible fuera de las entidades de MMR.
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Otras teorizaciones resguardan, por el contrario, la autonomía de los objetos se mióticos ficcionales pero comparten con la noción reproductiva de la mímesis la idea de que el mundo real constituye el único ámbito posible de referencia. ¿Cómo aunar el problema de un funcionamiento semiótico autónomo de los textos ficcionales con la premisa de que no existe referente posible fuera del mundo real objetivo? Mientras que la teoría de la mímesis tiende a reabsorber los seres de ficción en una tensión unidireccional hacia la realidad, ciertas posiciones filosóficas resuelven el asunto negando a los textos ficcionales propiedad referencial alguna. La condición autóno ma del discurso ficcional se ve justificada, así, por un uso desviado y anormal del lenguaje —frente a los usos serios, normales, científicos, que estas corrientes teóri cas pretenden de alguna manera enaltecer— según el cual las frases de un cuento o de una novela carecen de fuerza denotativa. En su versión extrema, esta línea de pensamiento se ve ejemplificada por la postura de Bertrand Russell, para quien la ficcionalidad de un texto se evidencia tan pronto como se advierte la inexistencia de las entidades que nombra. Dado que solo hay un mundo real como objeto posible de discurso, los enunciados que designan seres, lugares o propiedades inexistentes no poseen referencia, son frases vacías. La argumentación de Gottlob Frege aporta va riaciones importantes pero, como medio de explicar la referencia de los textos ficcio nales, conduce prácticamente a las mismas consecuencias. Frege parte de la distin ción de dos aspectos del significado: la referencia (Bedeutung) y el sentido (Sinn). La referencia es la denotación de una entidad del mundo. Su condición de posibili dad reside, por lo tanto, en la existencia de la entidad mencionada por el enunciado. El sentido, en cambio, constituye el modo en que se presenta la referencia. Mediante esta concepción doble del significado, Frege escapa al extremo segregacionismo —presente en Russell— de considerar que los enunciados ficcionales, por designar entidades inexistentes, se resuelven en la ausencia de significación: en opinión de Frege, las ficciones no tienen referencia pero su significado se ve colmado por el sentido. Por esta vía, no obstante, corre el peligro de contradecir los términos en que se planteaba su propia teoría semántica. Si el sentido es el modo de darse de la refe rencia, ¿cómo pueden, entonces, estar agotadas por el sentido frases que, dado que designan objetos inexistentes, carecen de referencia? 1 Puede alcanzarse una mayor comprensión del desviacionismo con que estas teo rías se acercan a los fenómenos estéticos haciéndolas volver al sustrato ideológico que las motiva. Las aproximaciones de Frege y Russell al problema de los enuncia dos literarios no surgen del intento de explicar en sí los mecanismos de la ficción sino de la preocupación por dotar al lenguaje científico de herramientas lógicas que eludan la ambigüedad y la imprecisión empírica 2. De allí que el discurso ficcional no Para una exposición más detallada de los acercamientos de Russell y Frege a una semántica de la ficción, pueden verse Doležel (1990b: 128-136 y 1998: 14-18); Pozuelo Yvancos (1993: 70-73); Ferro (1998: 15-21). Esto explica, por otra parte, que ambos hayan tenido tanta repercusión en la moderna filosofía analítica, sobre todo entre sus filas neopositivistas. Una síntesis de los desarrollos que la filosofía ana
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sea tratado sino como un fenómeno conflictivo y que, ante la inexistencia empírica de los objetos que designa, se prefiera rotular sus afirmaciones como faltas de refe rencia, frases vacías o pseudofrases. Estrategia epistemológica, en definitiva, para asegurar una relación nada riesgosa entre la práctica del lenguaje y un mundo salva guardado ontológicamente. Ahora bien, de acuerdo con lo expuesto, se impone la necesidad de sopesar la pertinencia de esta conjetura desde dos puntos de vista: en tanto criterio definidor de lo ficcional —cosa que la noción de referencia nula pretende indirectamente ser— y en tanto simple intento de describir las propiedades semánticas de los textos ficcio nales. Consideremos que alguien, pronto a posicionar su mirada en la primera página de un libro, se dispone a hacer de sí mismo un lector. Si las teorías de la referencia nula constituyeran un buen modo para definir la ficción, la descripción semántica que aportan debería poder explicar una determinación del inminente lector acerca de la ficcionalidad o la no ficcionalidad del texto. Las posturas de Russell y Frege —re cordémoslo— pueden sintetizarse como sigue: una frase es ficcional cuando carece de referente, esto es, cuando designa alguna entidad inexistente. Supongamos ahora que nuestro personaje se ha obstinado en comportarse como un lector fregeano-rus selliano y recorre ya los enunciados del texto. ¿Qué operaciones realiza para adscri bir las frases a un tipo de discurso si quiere mantener su compromiso con la teoría? Básicamente, somete las entidades designadas al procedimiento de verificación em pírica. De acuerdo con las prescripciones de este proceso, optará entonces por la carátula de ficcionalidad apenas compruebe que el enunciado menciona seres sin existencia en el mundo real. Además de que semejante mecanismo contradice nuestras más placenteras expe riencias de lectura, una mínima complicación en la verificación empírica del lector pondría de manifiesto la inadecuación de la teoría que estamos evaluando para hallar el criterio definidor de la ficción. En cuanto al lector lo asalte la duda sobre la exis tencia de alguno de los designata, recurrirá inmediatamente a una enciclopedia, con la certeza —y sin comprobación empírica alguna— de que se servirá en este caso de un discurso no ficcional. A esta toma de posición sobre el uso de un texto, necesaria mente anterior a su consumación, a esta determinación sobre los propósitos de lectu ra y sobre la atribución tipológica que suponen, subyace la necesidad de acudir a la dimensión pragmática para definir el estatuto de ficción. Según este tipo de abordaje, adelanto, la ficcionalidad de un texto no es anunciada originariamente por la natura leza de sus referentes ni por su configuración formal, sino que solicita la inserción del usuario en los hábitos lecturales, en las normas y convenciones respaldadas por los dominios culturales que regulan las prácticas interpretativas. No pretendo impli car con esta mencionada regulación que la «condición» ficcional o no ficcional de un discurso pueda ser institucionalmente estipulada de una vez y para siempre. Muy por lítica y las distintas aportaciones enmarcadas por la lógica modal han dado a la cuestión de la referencia de los enunciados ficcionales puede leerse en Ferro (1998: 15-43).
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el contrario, solo a través de un enfoque pragmático puede entenderse, entre otras muchas cosas, que las aventuras de un pícaro de Salamanca y las cartas amorosas de una monja portuguesa del siglo xvii sean hoy lo que quizás no fueron en su horizon te, auténticas —y declaradas— ficciones, o que los enunciados que designaban una máquina inexistente no hayan perdido, tras la invención del submarino, una pizca de su poder novelesco y de su «naturaleza» imaginativa. Asumir que el criterio defini dor de la ficcionalidad reside en el margen convencional de la praxis comunicativa y los procesos de sociabilización de discursos involucra, como ha visto Pavel (1983), una noción histórica y culturalmente variable de las «fronteras de la ficción». Las teorías ontologistas, en cambio, tienden a fijar la tipificación del texto en determinadas propiedades que se consideran esenciales. Esta ontologización del cri terio que define lo ficcional se manifiesta básicamente en dos variantes: (1) una, que se ha venido exponiendo, consiste en cifrar la rúbrica de lo ficcional en el referente; (2) la otra opción, a la que no he tenido oportunidad de aludir todavía, consiste en pasar de una ontología del referente a una ontología formal del texto. En este caso, la marca de ficcionalidad sería localizable en el propio entramado textual a través de ciertos rasgos sintáctico-semánticos que le serían inherentes. Un ejemplo de esta tendencia puede advertirse en las pretensiones de Käte Hamburger (1957), retoma das luego por Dorrit Cohn (1999), de describir un sistema enunciativo que funciona ría exclusivamente para la narrativa impersonal y en el que jugaría un papel impor tante el discurso indirecto libre: puesto que solo en el discurso ficcional puede darse el caso de que un enunciador se adentre en la conciencia privada de otros personajes, este recurso de estilo constituiría una de las propiedades esenciales de la ficción. En esto último, justamente, es donde radica el principal problema de este tipo de pro puestas teóricas: al intentar que la descripción de ciertos rasgos textuales devenga en criterio definidor de lo ficcional, no logran cumplir con los requisitos de exclusividad —las propiedades no son exclusivas de los textos ficcionales, como ha mostrado Pavel (2000: 536)— ni de exhaustividad —las propiedades no se encuentran en to dos los textos ficcionales—. Martínez Bonati (1983), por su parte, promueve la tesis de una «ontología formal de los mundos de ficción» que presupone —aunque nunca demasiado explícitamen te— que la especificidad de las ficciones se despliega, a la vez, en la ontología de sus referentes y en los procedimientos textuales con que se construyen. En un trabajo anterior (Martínez Bonati, 1973: 36-37), ya había propiciado esta suerte de fijeza ontológica del texto y de las operaciones semióticas que implica al negar la interven ción, en la constitución de la enunciación propiamente ficcional, de normas históri cas contingentes aprendidas por educación literaria o de convenciones surgidas en una época determinada. El poder de la enunciación ficcional para crear mundos pro viene, para Martínez Bonati, de «una norma transhistórica de conducta mental pro ductiva», de una regla constitutiva del juego ficcional totalmente sustraída de tiempo y cultura, de una especie de deducción trascendental al estilo kantiano. Respecto de los problemas que encuentra la justificación de una ontología formal, sobre todo en
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sus aspectos enunciativos, remito a Walter Mignolo (1981), quien ha argumentado sólidamente que no puede basarse una definición de la ficción en el hecho de que se reconozca una instancia ficcional de enunciación porque este mismo acto de recono cimiento obedece a factores pragmáticos, requiere de la puesta en funcionamiento de la convención de ficcionalidad. En la variante referencialista, como ya hemos visto a propósito de Russell y Fre ge, la ficcionalidad del texto depende de la coincidencia o no del designatum con una sola existencia viable, la de lo real. La base ontológica de estos modelos teóricos reside, pues, en el papel decisivo que juega la existencia del mundo referido. Al res pecto, quiero prevenir sobre un posible malentendido en relación con lo que significa definir la ficcionalidad desde un punto de vista ontológico-referencialista o hacerlo a partir de un enfoque no ontológico o pragmático. Creo encontrar una buena vía de entrada a esta cuestión en Villanueva (1992: 60-63) y sus desarrollos acerca de un realismo superador del recurso a una ontología positiva. Los presupuestos del realismo decimonónico, entre ellos el que asegura la re presentatividad de las formas artísticas en tanto reproducciones de lo real realmen te dado, han sido seriamente cuestionados, como ya hemos tenido oportunidad de mencionar (vid. supra; II.1), por la epistemología constructivista. Gombrich (1959) plantea una teoría de la ilusión artística desde una aguda crítica al «ojo inocente»: hasta la obra más «realista» sustenta su pretendida representación de la realidad en la ilusión que es capaz de crear a través de formas convencionales, pues no existe aprehensión posible de la realidad ajena a pautas culturales de percepción visual. Goodman (1968), por su parte, sostiene que no existe representación basada en algún tipo de semejanza con eso que suele llamarse «realidad» porque no hay «rea lidad» en el sentido incuestionable y ontológicamente dado que muchas veces pre tende para sí mismo el término. En un libro antes citado (Goodman, 1978), conso lida esta desontologización del concepto de mundo haciendo hincapié en la varie dad de procedimientos constructivos que las ciencias, las filosofías, las artes, los sujetos, en definitiva, pueden manipular para producir diferentes versiones de la realidad. Pues bien, resulta iluminador para lo que deseo aclarar el hecho de que Villanueva califique a este tipo de teorías acerca de la representación artística como realismos no ontológicos basándose en que parten de la deslegitimación de una posible ontología de aquello que supuestamente se representa, la realidad. Lo que hacen Gombrich y sobre todo Goodman es cuestionar los fundamentos ontológicos de la realidad y, consecuentemente, una categoría artística sustentada en la idea de su reproducción. Lo que este trabajo toma como objeto no reside, en cambio, en ningún tipo de decisión epistemológica acerca de lo real. No es un concepto de realidad y un inventario de sus propiedades —esenciales o convencionales— lo que estamos buscando. No se trata tampoco de moldear una posición —ontológica o no— acerca de las posibilidades de representar el mundo real. No es, pues, la noción de realismo, entendida —al estilo Villanueva— como la función primordial de la literatura, lo que reclamará la atención de estas páginas, sino el estatuto de
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ficcionalidad, estatuto por el cual la representación de lo real no constituye el úni co uso legítimo de los objetos semióticos del dominio estético. Desontologizar el concepto de lo real no supone forzosamente una visión prag mática de la ficcionalidad, tal como demuestra la orientación que asume Goodman al aproximarse al problema de los «hechos de ficción»: [...] Algunas representaciones y algunas descripciones no denotan literalmen te nada. Los retratos pintados o descritos de Don Quijote no denotan a Don Qui jote, quien, sencillamente, no es ningún objeto que esté ahí para ser denotado (1978: 142).
Luego de negar todo sustento ontológico al mundo, Goodman formula, un poco misteriosamente, que lo ficcional se define en términos de existencia, por la concor dancia o la discordancia entre lo designado y la realidad. Al igual que en Russell y en Frege, la ficcionalidad de los enunciados se identifica por la inexistencia del designatum y la inexistencia de un designatum se califica con la carencia de referente 3. Que el mundo de Goodman no posea la firmeza ontológica de la realidad fregeanorusselliana, no quiere decir —y esto es lo que estoy tratando de demostrar— que su acercamiento a la ficcionalidad se ejecute al margen de la ontología. Aunque se pos tule una realidad socavada ontológicamente, una realidad que solo puede configurar se por procedimientos constructivos y convencionales, la ficción sigue siendo defini da desde la ontología en tanto se empareja, en términos del ser, la ficcionalidad de una frase con la inexistencia de lo nombrado. Si una versión no ontológica de la realidad no supone, necesariamente, un enfo que pragmático de la ficcionalidad, desontologizar el acercamiento al problema de lo ficcional tampoco requiere, forzosamente, adentrarse en el terreno de una ontolo gía de lo real. Aquello que sea la «realidad» puede ser dejado entre paréntesis o entre comillas 4. Una perspectiva pragmática sobre la ficción asume como preocupa ción fundamental el discernimiento de las convenciones culturales que distribuyen Cabe destacar, sin embargo, que la explicación de Goodman se distancia notablemente en otros aspectos de las aproximaciones referencialistas antes reseñadas. Mientras que, para Russell y Frege, los enunciados ficcionales carecen sencillamente de fuerza denotativa, Goodman introduce una modifica ción importante, como puede advertirse en el pasaje citado. Las frases ficcionales no tienen denotación literal, pero por medio de procedimientos constructivos como la metaforización o la ejemplificación pueden aplicarse a individuos reales. Así, por ejemplo, el término «Don Juan» carece literalmente de referente pero figuradamente puede designar a alguien a quien se quiera calificar de «seductor invetera do» —la aplicabilidad metafórica que Goodman atribuye al término «Don Quijote» es mucho menos feliz: «bufón de torneo»— (Goodman, 1978: 140-147). La posición de Goodman combina, de este modo, la teoría de la referencia nula, que actúa en la literalidad del término ficcional, con una inconfe sada —e incofesable— clase particular de «mímesis», que despliegan los mecanismos de figurativiza ción. Esto es, en efecto, una declaración metadiscursiva que debe ser tenida en cuenta desde este mo mento en adelante. Cuando la «realidad», el «mundo real» o sencillamente el «mundo» se mencionen dentro del ámbito de la voz de quien escribe, no deberán ser considerados ontológicamente, pues esa misma voz ha soslayado expedirse acerca de tales conceptos.
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la función, los usos posibles y los procesos semióticos de los distintos discursos. Que un texto sea ficcional no se dirime, así, con la estrategia de una confrontación ontológica entre los enunciados de un texto y una existencia real, sino que debe acudirse al margen institucional como territorio donde, en última instancia, se promueven las diferencias semántico-referenciales de los distintos tipos de discursos 5. Evaluadas ya las dificultades que ocasiona la noción de referencia nula como criterio definidor de la ficcionalidad, resta, entonces, valorarla de acuerdo con su pertinencia descriptiva. Se trata ahora, como ya se ha anticipado, no de examinar estas teorías como intentos de situar en la dimensión semántico-referencial la definición de la ficcionalidad, sino de hallar la descripción adecuada para la semántica de aquellos textos convencionalmente «afectados» por la marca de lo ficcional. El tipo de soluciones teóricas que va de Frege a Goodman se muestra particularmente ineficaz para dar cuenta del modo en que transita, entre los usuarios de nuestra cultura, el fenómeno de la ficcionalidad: a través de textos. Una semántica de la ficción apegada al procedimiento de verificación empírica tiene muchas probabilidades de fracasar en niveles que trasciendan el nivel de la frase e incluso, en ocasiones, el de la partícula sígnica. Si lo ficcional se equipara con lo inexistente, no queda otro remedio, por ejemplo, que fraccionar el enunciado inicial del Quijote para hacerlo depender de dos semánticas referenciales dispares. Estas tendencias explicativas, según ha criticado Doležel, pretenden generalmente formular una semántica de la ficcionalidad con un equipamiento atomista. Resultan, en consecuencia, teorizaciones que se negocian en el aislamiento del enunciado y se limitan muchas veces al intercambio de especulaciones sobre la base de «pruebas-clisés» como la inexistencia del unicornio. A esta metodología «anticuada, preestructural (presistemática)», se suma la «mentalidad pueblerina» de la filosofía analítica, poco abierta a la interdisciplinariedad y a incorporar los indispensables planteos que, para la cuestión de lo ficcional, vienen haciendo desde hace tiempo la teoría literaria, la semiótica, la historia del arte, la antropología (Doležel, 1998: 13-14). Una reflexión más o menos atenta a nuestro modo de «inmersión» 6 en los textos ficcionales haría caer el principio mismo de la referencia nula y su basamento ontológico. Hace falta dar cuenta de novelas, como El general en su laberinto, cuya ficcionalidad no puede resolverse, quizás más claramente que en otros casos, en términos de inexistencia de los designata. Hace falta, por otro lado, y con esto vuelvo un poco a lo que se esbozaba al comienzo de este apartado, un modelo semántico de la ficción que no eluda precisamente aquello que sobreviene de la lectura de una nove Existen, lógicamente, variantes teóricas que involucran ambos procesos de desontologización. Schmidt (1980 y 1984), por ejemplo, comienza por denunciar la «naturaleza» no ontológica y construida de la realidad sobre la base epistemológica de la biología de Maturana, para postular luego la condición también pragmática y construida de los mundos de ficción. El concepto de «inmersión ficcional», que me parece de suma precisión, ha sido difundido por Jean-Marie Schaeffer (1999: 163-182) y definido desde el cognitivismo.
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la: unos seres sobre cuya existencia real no solemos preocuparnos demasiado, o —el caso del Bolívar de García Márquez— unos seres que postergan la presunción de fidelidad respecto de un reconocible modelo. Justamente por estos motivos, por la necesidad de moldear un marco conceptual que otorgue relevancia a lo más propiamente peculiar de la semántica ficcional —la aparición de la ficción misma—, Lubomír Doležel ha insistido continuamente en la insuficiencia descriptiva de las dos grandes líneas que hemos examinado arriba: las teorías de la mímesis, que él entiende de manera reproductiva (1988: 69-77; 1990a: 111-117; y 1998: 20-26) y las de la referencia nula (1998: 14-18). Un análisis más detallado de la propuesta de Nelson Goodman, donde se conciertan de modo particu lar ambas teorías, puede justificar claramente la reorientación que buscaré luego en Doležel para una descripción de la referencia estética. La tesis central de Goodman (1978: 140-147) acerca de los artefactos ficciona les, o lo que él llama los «hechos de ficción», es que no desempeñan un rol menos serio que el de las ciencias en tanto formas de «descubrimiento, de creación y de ampliación del conocer». Los objetos semióticos del dominio estético poseen, de este modo, al igual que otras prácticas discursivas, una función constructora de mun dos. Al adoptar, sin embargo, como segunda tesis, la postura desviacionista de la referencia, la de la referencia nula, debe resolver el evidente conflicto que resulta de ambos postulados: «¿cómo pueden esas versiones de la nada participar de esa forma en la construcción de mundos reales?». En otras palabras, ¿cómo articular de modo coherente una propiedad semántica que obstruye la referencia al mundo con una función cognoscitiva de las ficciones? La solución de Goodman, mucho más sofisti cada que las de Frege y Russell, y que la de muchos de sus compañeros de fila dentro de la filosofía analítica, consiste en una semántica de varios estadios —estadios lógi cos, no crononólogicos—, que ya ha sido anticipada (vid. supra; nota 3) pero que conviene revisar aquí en su formulación original: Nótese que como los términos «Don Quijote» y «Don Juan» tienen la misma extensión literal (nula), la clasificación metafórica de personas que podría hacerse a su luz no refleja ninguna posible clasificación literal. ¿Cómo puede inscribirse entonces, [sic] el comportamiento metafórico de estos términos en la teoría general de la metáfora? [...] «Don Quijote» y «Don Juan» son denotados por términos diferentes (a saber, «término para Don Quijote» y «término para Don Juan») que a su vez deno tan también otros términos diferentes (por ejemplo, «bufón de torneo» o «seductor inveterado») que, también a su vez, denotan diferentes personas. Si todo ello puede resultar algo complicado, nótese que los distintos pasos son todos sencillos y que se evita cualquier tráfico con entidades ficticias (Goodman, 1978: 143).
Recapitulo y explico esos pasos en los términos que se han venido manejando hasta el momento:
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(1) Los términos ficcionales carecen de referencia —extensión— literal, pues to que los seres designados no existen. (2) Los términos ficcionales pueden transformarse, sin embrago, en categorías genéricas, descripciones universales del tipo «bufón de torneo», «seductor inveterado». (3) Los términos ficcionales son aplicables metafóricamente a personas reales en virtud de esas categorías genéricas. Poseen referencia solo en cuanto son trasladados, por figurativización, a la realidad. La operación comienza, pues, por negar la denotación literal de los textos ficcio nales, por caracterizar mediante la nulidad referencial aquello —el eje B— que una semántica de la ficción debería necesariamente registrar. Y acaba, finalmente, en una moderna variante de la teoría mimética —si se me permite una equiparación arries gada—, por la cual ya no se considera a las textualidades del dominio estético como imitaciones o representaciones de una realidad ya dada, de un mundo real que preste su existencia a las especulaciones de una ontología. MMR posee, por el contrario, una «naturaleza» construida, pero se pretende aún, como en la mímesis-reproduc ción, el único paradero posible de la actividad textual constructiva 7. La semántica de Goodman tiene, sin embargo, una ventaja: la explícita formula ción de ese segundo estadio por el que los términos ficcionales devienen descripcio nes genéricas. A decir verdad, no se trata de una ventaja, en sentido propio, de la teoría de Goodman. La formulación del segundo estadio no mejora ni hace superior esta propuesta respecto de las teorías que de cierto modo aúna, sino que permite poner al descubierto, hace más evidente, a pesar del mismo Goodman probablemen te, lo que obliteran las explicaciones semánticas examinadas. ¿Desde dónde puede derivarse una categoría genérica del tipo «bufón de torneo» si no se concede referen cia literal alguna al texto del Quijote, si no se leen las peculiaridades del personaje como ficcionalmente existentes y si no se vivencian de alguna manera sus acciones, que justamente motivan tal categoría, como si verdaderamente acaecieran en el mun do que el lector decide aceptar? Más aún, ¿por qué tendemos —no creo que sea solo mi caso— a sentir una suerte de extrañamiento ante la descripción que Goodman aplicaría a una persona real bajo el epíteto de «Don Quijote»? ¿Qué es lo que un Don Quijote bufón de torneo traiciona sino la imagen que tenemos de él y su presencia en alguno de los sectores que provee nuestra cultura? Decretar nula la voluntad referen cial de los textos ficcionales o reducir la productividad de sus extensiones al modelo de mundo de la realidad constituyen descripciones de la semántica ficcional que no resisten, como ha venido reclamando Martínez Bonati desde hace tiempo, las evi dencias que aporta una fenomenología:
Más específicamente, si se recala en el segundo paso de Goodman, se advierten las semejanzas entre su teoría semántica y la de la mímesis universalista: la tensión referencial de los designata ficcio nales se resuelve en imitación o representación —construcción para Goodman— de contenidos genéri cos reales (vid. infra; V).
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Cuando estamos gozando la lectura de una novela de corte tradicional, no nos parece que haya nada básicamente anómalo en su lenguaje ni que las afirmaciones contenidas en su texto sean de una naturaleza lógica sui generis; no nos parece que tengan un ápice menos que plena fuerza referencial ni que su poder apofántico, aseverativo, esté reducido o anulado (Martínez Bonati, 1978: 159). Todas estas teorías contradicen de plano nuestra experiencia de lectores de no velas, ya que, en ella, muy por el contrario, vivimos el discurso narrativo como una referencia superlativamente adecuada y ceñida a un mundo intensamente presente (Martínez Bonati, 1978: 162).
Si la motivación fundamental de las semánticas de la referencia nula y de la mí mesis reproductiva reside en la exclusividad de un único ámbito como objeto de discurso (el MMR), la teoría de los mundos posibles, al multiplicar el espectro de universos susceptibles de atraer la referencia textual, proporciona una sólida alterna tiva para dar cuenta de la productividad semántica propia —autónoma— de los tex tos del dominio estético. 2. Referencia y existencia ficcional: la teoría de los mundos posibles Con origen en el sistema filosófico de Leibniz, para quien el mundo real se halla rodeado de infinitos estados de cosas no realizados, el concepto de mundo posible tuvo su primera incorporación en la poética a través de las propuestas dieciochescas —durante largo tiempo olvidadas— de Johann Bodmer, Alexander Baumgarten y Johann Breitinger, que constituyeron un importante aunque parcial escape de la he gemonía de la mímesis en la tradición occidental (Doležel, 1990b: 64-84). La noción renace mucho después, en la teoría literaria del siglo xx, como medio propicio para explicar la habilidad de determinados objetos semióticos —los textos ficcionales— para referirse a seres y estados de cosas integrados en conjuntos (los MF) no identi ficables con el mundo real. Lubomír Doležel, uno de los principales defensores de la relevancia del concep to de mundo posible para una teoría de la ficción, ha ido desarrollando a lo largo de varios trabajos (1988, 1990a, 1998) los ajustes y precisiones a que debe someterse una teoría de origen filosófico para que pueda convertirse en explicación adecuada de los mundos ficcionales, es decir, de los mundos que constituyen la referencia de de terminado tipo textual. Sus propuestas, que pasaré enseguida a reseñar a partir de su última versión (Doležel, 1998: 29-54), proveerán instrumentos de suma importancia para la descripción del funcionamiento semántico de las ficciones. Sin embargo, dado que, sobre todo en su libro de 1998, no se limita a una descripción del nivel semántico de la ficción narrativa sino que pretende situar en la dimensión semántica el criterio definidor de la ficcionalidad, habrá ciertos aspectos que deberemos reaco modar.
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Según Doležel, la fundamental adaptación que requiere la teoría de los mundos posibles para prestar alguna utilidad a la poética atañe al carácter metafísico que tuvo en sus orígenes, del cual necesita desasirse. Mientras que, para Leibniz, los mundos posibles residen en la mente divina omnisciente, los mundos posibles de la literatura son objetos semióticos construidos por la actividad creativa del hombre. En su trans posición poética, la teoría de los mundos posibles debe ser permeable, por lo tanto, a insumos provenientes de las disciplinas de la significación textual. De acuerdo con esta necesidad, Doležel extrae de la semántica de los mundos posibles tres principios (1 a 3) perfectamente aplicables a los mundos ficcionales de la literatura. Por el contrario, las otras tres tesis descriptivas de la ficcionalidad (4 a 6) se distancian de la semántica de los mundos posibles y explican, consecuentemen te, rasgos específicos de la semiosis ficcional: (1) «Los mundos ficcionales son conjuntos de estados posibles sin existencia real». Los mundos ficcionales se hallan conformados por componentes de una condición ontológica definida: carecen de existencia real. Esta propie dad afecta incluso a los particulares ficcionales —el Napoleón de Tolstoi o el Londres de Dickens— que poseen «prototipos» en el mundo real. En este caso, los particulares ficcionales entablan con el mundo real una relación inter-mundos no constreñida a la identidad esencial: Como posibles sin existencia real, todas las entidades ficcionales poseen la misma naturaleza ontológica. El Napoleón de Tolstoi no es menos ficcional que su Pierre Bezuchov, y el Londres de Dickens no es más real que el País de las Maravi llas de Carroll. [...] El principio de la homogeneidad ontológica es una condición necesaria para la coexistencia, la interacción y la comunicación de las personas ficcionales. Representa el epítome de la soberanía de los mundos ficcionales (1998: 39-40).
(2) «El conjunto de mundos ficcionales es ilimitado y muy diverso». Los mun dos ficcionales no tienen por qué ajustarse a las estructuras del mundo real, pues no se hallan confinados a su imitación. La ficción abre, por lo tanto, una amplia gama de posibilidades para la actividad creadora de mundos. En lugar de atenerse a las reglas del mundo real, los mundos ficcionales poseen un orden interno, ciertas leyes de orden global, a las que sus habitantes tienen que adaptarse. Un mundo ficcional es, pues, «un pequeño mundo posible, moldeado por limitaciones globales concretas, que contiene un nú mero finito de individuos que son composibles» (42). La composibilidad de los individuos depende de aquellas leyes generales del mundo ficcional. (3) «A los mundos ficcionales se accede a través de canales semióticos». El concepto de accesibilidad intenta dar cuenta de los no solo posibles sino probables contactos entre los mundos ficcionales y el mundo real. Tal clase de relación constituye «un comercio bidireccional, multifacético e históri camente cambiante entre lo real y lo ficcional» (43). La bidireccionalidad
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explica, por un lado, que los autores puedan inspirarse en el mundo real para sus creaciones e implica, por otro, aunque Doležel no se refiere dema siado a ello, que los mundos ficcionales posean algún tipo de injerencia en el mundo real por medio de la actividad interpretativa. Respecto de la en trada en MF del material proveniente de la realidad, insiste, en íntima co nexión con el primero de los principios, en la transformación ontológica que tal acceso supone: Los estudiosos de la literatura han examinado diligentemente la entrada de la realidad en la ficción. La semántica de los mundos posibles nos hace darnos cuenta de que el material que procede del mundo real tiene que sufrir una transformación sustancial en la frontera entre los dos mundos. A causa de la soberanía ontológica de los mundos ficcionales, las entidades del mundo real tienen que ser convertidas en posibles no reales con todas las consecuencias ontológicas, lógicas y semánticas que esta transformación acarrea (1998: 43).
(4) «Los mundos ficcionales de la literatura son incompletos». Con esta propie dad, que diferencia, en términos de oposición, los MF del mundo real, co mienza a describirse la especificidad semántica de los mundos ficcionales respecto de los mundos posibles estudiados por otras disciplinas, como la lógica. El carácter incompleto de los MF conlleva el hecho de que pueda de cidirse solo sobre algunas afirmaciones concebibles acerca de las entidades ficcionales, pero no sobre todas. «Se puede decidir la cuestión de si Emma Bovary se suicidó o tuvo una muerte natural, pero no se puede decidir sobre si tenía o no una señal de nacimiento en su hombro izquierdo [...]» (45). (5) «Los mundos ficcionales de la literatura pueden tener una macro-estructura heterogénea». En general, las «restricciones macro-estructurales», las leyes generales de que se hablaba en el punto 2, o lo que podríamos llamar también coherencia interna, aseguran la homogeneidad semántica de los MF. No obstante, existe la posibilidad de producir mundos ficcionales más complejos, resultantes de la mezcla de reglas globales dispares y dotados, por ello, de heterogeneidad semántica. (6) «Los mundos ficcionales de la literatura son construcciones de la poiesis textual». Mientras que el mundo real preexiste a cualquier actividad semió tica que lo adopte como referente, un autor de ficciones «crea un mundo ficcional que no estaba disponible antes de este acto» (47). De este modo, por medio de la actividad textual, los posibles se hacen ficcionalmente exis tentes. Si recordamos, llegado este punto de la exposición, las exigencias que requería mos de una descripción semántico-referencial de los textos ficcionales, las virtudes de la posición de Doležel saltan a la vista. Por la mímesis reproductiva, el llamado eje A, las relaciones entre los textos del dominio estético y el MMR, tiende a sobre dimensionarse por sobre B: se esquiva el asunto de la autonomía semántica de los
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seres imaginarios y se los desparticulariza al integrarlos directamente en un único recorrido referencial, el que reclama la realidad. Mediante la postulación de la nuli dad referencial, por otra parte, los textos literarios son despojados de toda posibili dad de concebir aquellas entidades imaginarias cuya presencia admitimos cotidiana mente como parte de nuestra cultura y la autonomía de los objetos semióticos se re duce a una anomalía semántica que no explica suficientemente su productividad. La postura de Doležel integra, en cambio, en una única descripción semántica de la ficción, la posibilidad que tienen los textos del dominio estético de referirse a MMR —relaciones de accesibilidad— sin pérdida alguna de lo que los hace semánticamen te autónomos: la construcción de un mundo internamente coherente, con reglas inde pendientes de composición, poblado por particulares ficcionales, individuos, espa cios, seres imaginarios que proporciona nuestra cultura para usos distantes de —o no necesariamente identificables con— la función cognoscitiva de la realidad. Así pues, una caracterización de las operaciones semióticas promovidas por las instituciones estéticas solicita el concepto de referencia ficcional —ni nula ni reductible a MMR— como medio de construir seres ficcionalmente existentes. La existencia ficcional es el rasgo semántico propio de los mundos ficcionales, es decir, de los conjuntos de entidades y reglas internas de composición que constituyen el ámbito de referencia de un tipo de discursos institucionalmente autónomo. Evidentemente, los términos en que acabo de precisar los MF y las nociones de referencia y existencia ficcionales incorporan esos conceptos dentro del marco prag mático por el que se ha optado aquí para definir la ficcionalidad. En este sentido, la posición definitiva que adopta este trabajo se aparta en ciertos aspectos de las formu laciones de Doležel. El teórico checo no rechaza la intervención de factores pragmáticos en la semio sis ficcional, pero les confiere un rol muy secundario, subsidiario siempre a la di mensión semántica, donde se deciden en su opinión los problemas centrales de la ficcionalidad (1998: 26-29). En el modelo de Doležel, la semántica de los mundos ficcionales se hace cargo también del criterio definidor de la ficcionalidad, puesto que «permite establecer una distinción entre los textos que representan el mundo (textos R) y los textos que construyen el mundo (textos C)» (48), es decir, entre los textos no ficcionales y los ficcionales. El enfoque adoptado para definir lo ficcional como marca diferenciadora de discursos resulta, así, claramente ontológico, tanto más cuanto el propio Doležel sitúa los lineamientos de su semántica ficcional en el lado «opuesto a la realidad (a lo verdadero)» sobre la base de una firme ontología realista (1998: 10). Las consecuencias de esta contraposición tan frontal entre dos clases ontológicamente distintas de mundos se evidencian sobre todo en el modo en que plantea la primera de sus tesis y, justamente, los tres principios (4 a 6) que des criben la especificidad de los MF respecto de otros mundos posibles. La caracteri zación resultante permite confrontar término a término la ontología del referente de los textos R (el mundo real) con la ontología de los referentes de los textos ficcio nales (los MF): existencia real vs. existencia ficcional; lo completo vs. lo incomple
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to; macroestructura necesariamente homogénea vs. macroestructura permisible mente heterogénea; independencia ontológica respecto del texto vs. dependencia ontológica. ¿Qué procedimientos supone en el lector esta descripción semántica si quiere funcionar también como criterio definidor de la ficcionalidad? Algo no tan diferente, en realidad, a las explicaciones de Russell y Frege, motivo por el que no voy a exa minar demasiado su insuficiencia. Doležel admite la referencia estética, puesto que los textos ficcionales tienen por extensión un mundo ficcionalmente existente. Pero en cuanto se califica, en términos de neta oposición, la existencia ficcional como lo realmente inexistente (principio 1), la identificación de la ficcionalidad del texto im plica forzosamente el procedimiento de verificación empírica. Descartamos, pues, las pretensiones definitorias de la teoría de Doležel y nos servimos de ella por la pertinencia con que describe la semántica ficcional. Aún así, dado que sus tesis se formulan en clave ontológica, se hace necesario reajustar algu nas nociones. Los conflictos que acarrea conceptualizar los MF como carentes de existencia real se advierten en las dificultades que experimenta Doležel para acomo dar los individuos ficcionales con «prototipos» reales dentro de esa categoría ontoló gica. De modo coherente con lo planteado en III.1, se dejan a un lado los cuestiona mientos correspondientes a una ontología y se redefinen los «mundos» ficcionales 8 —la tesis 1 de Doležel— como conjuntos de estados posibles con existencia ficcio nal. La existencia ficcional no se resuelve en mera oposición a la existencia real, sino más bien en una puesta entre paréntesis, en una suspensión de las determinaciones ontológicas. La ficcionalidad, finalmente, se concibe, en este trabajo, como un esta tuto cultural, regulado por los mecanismos del margen institucional, que despliega en los textos pragmáticamente pertenecientes al dominio estético una semántica di ferenciada y relativamente autónoma: la referencia ficcional. 3. ¿Qué pragmática? Tras haber localizado en la pragmática el territorio más apto para sostener los principios fundamentales de una teoría de la ficcionalidad, conviene hacer un bre ve recorrido por los modelos que han partido de ese enfoque para aproximarse al problema que nos ocupa. Establecer distinciones entre las variedades que puede presentar un posicionamiento pragmático frente al tema de la ficción será oportu no, además, puesto que buena parte de las más difundidas y célebres teorías llama das pragmáticas evidencian un segregacionismo muy parecido al de la línea FregeRussell y propagan, con ello, aquella jerarquización de que se hablaba al comienzo Por los requerimientos de esa misma coherencia, también habrá que considerar entre comillas el concepto de «mundo ficcional». Si no me expido sobre una ontología del «mundo real», tampoco lo haré sobre lo que sean ontológicamente los «mundos» que constituyen el destino referencial de los textos ficcionales.
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de este libro, jerarquización por la cual los asuntos concernientes a la ficcionalidad terminan por decidirse sobre la firmeza de la realidad o alguno de sus conceptos afines. En principio, la corriente explicativa que deriva de la célebre pragmática de Aus tin (1962), la teoría de los actos de habla, es un válido intento por desplazar el eje discernidor de lo ficcional desde la cuestión del referente hacia el conjunto de con venciones que entran en juego con el actuar discursivo de los usuarios. Así se advier te, por ejemplo, en los intentos de Richard Ohmann (1971) de proporcionar una de finición ilocutiva de la literatura que, al partir de una equiparación entre literatura y discurso ficcional, deviene paralelamente una definición ilocutiva de la ficciona lidad. Ohmann (1971: 15-22) denuncia la insuficiencia a que quedan condenadas las definiciones de la ficcionalidad basadas en variables locutivas —las particularidades semántico-formales del enunciado— y perlocutivas —los efectos que provoca el texto en el destinatario—. En relación con las teorías locutivas de la ficcionalidad, interesa destacar aquí que las críticas de Ohmann se dirigen a las posturas que veni mos de repasar, es decir, aquellas que sustentan el criterio definidor de la ficcionali dad en la ontología del referente o en la ontología formal del texto. Con el fin de superar estos inconvenientes teóricos, Ohmann (1971: 22-34) decide adentrarse en el terreno que queda por explorar, el del acto ilocutivo, es decir, la acción que un ha blante intenta realizar juntamente con el acto de pronunciar un enunciado «en virtud de numerosas convenciones que determinan el uso de la lengua en su comunidad» (23). Al examinar las aserciones de los textos ficcionales a la luz de las reglas propias de una aserción, entre ellas decir la verdad, Ohmann llega a la conclusión de que, violándolas todas, la obra ficcional carece de fuerza ilocutiva, está constituida por un discurso «abstraído, o separado, de las circunstancias y condiciones que hacen posi bles los actos ilocutivos» (28). ¿Pero qué hace el autor de ficciones cuando escribe enunciados carentes de fuerza ilocutiva? Evidentemente, si Ohmann no quiere trai cionar un marco epistemológico tan reticente al ocio, algo tiene que hacer el autor de una novela y Ohmann debe buscar una respuesta para ello: El escritor finge relatar un discurso y el lector acepta el fingimiento. De modo específico, el lector construye (imagina) a un hablante y un conjunto de circunstan cias que acompañan el quasi acto de habla y lo hacen apropiado (o no apropiado, porque siempre hay narradores poco serios, etc.). Permítaseme completar la definición: Una obra literaria es un discurso cuyas oraciones carecen de las fuerzas ilocutivas que les corresponderían en condiciones normales. Su fuerza ilocutiva es mimética. Por «mimética» quiero decir intenciona damente imitativa. De un modo específico, una obra literaria imita intencionadamente (o relata) una serie de actos de habla, que carecen realmente de otro modo de existencia. Al hacer esto, induce al lector a imaginarse un hablante, una situación, un conjunto de acontecimientos anexos, etc. Así, cabría decir que la obra literaria es mimética también en un sentido amplio: «imita» no sólo una acción (término de
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Aristóteles), sino también una localización imaginaria, vagamente especificada, para sus quasi actos de habla (Ohmann, 1971: 28-29).
Como ha señalado Pozuelo Yvancos (1993: 78), la contribución de Ohmann tie ne la ventaja de dar algún lugar a la idea, desde hace tiempo prolífica en la teoría li teraria, de la distancia que media entre dos hablares distintos, el del autor y el del narrador. Adelanta, de este modo, corrientes explicativas de la ficcionalidad que con fieren suma importancia al asunto de un hablar imaginario configurador de mundo (Martínez Bonati, 1973 y 1978) o a la constitución, por parte del discurso mismo del autor, de una instancia enunciativa ficcional que se suma a la ficcionalidad de lo enunciado (Mignolo, 1981). Con todo, las formulaciones de Ohmann no son del todo precisas, pues decir que «el escritor finge relatar un discurso» no hace más que con fundir ambas instancias, un escribir pleno y para nada fingido del autor, sin el cual no habría relato, y el hablar ficcional de un enunciador construido por el propio dis curso. No obstante, en relación con lo que se pretende mostrar aquí, importa recalcar sobre todo el tipo de procedimiento que sigue la teoría de los actos de habla para conformar una definición del discurso ficcional. Como evidencia la condición de «quasi acto de habla» que atribuye Ohmann a las aserciones ficcionales, ese procedi miento consiste básicamente en situar los enunciados de ficción en un lugar anormal, segregado, desviado respecto de —y en oposición a— un uso pleno del lenguaje que se convierte en eje discernidor del asunto. Las vías por las cuales una definición ilo cutiva de la ficcionalidad se manifiesta sospechosamente semejante a la corriente de expliaciones Frege-Russell, pueden advertirse, tal vez con mayor claridad que en Ohmann, en las consideraciones, más conocidas y comentadas, que aporta John Searle. Searle (1975) parte de la base de que existe «un conjunto de relaciones sistemá ticas entre los significados de las palabras y las oraciones que enunciamos y los actos ilocutivos que llevamos a cabo (perform)» (58). El problema que ocasionan los enunciados ficcionales es que, con las mismas palabras y el mismo tipo de ora ciones de que se sirve el discurso ordinario, no parecen realizar los mismos actos ilocutivos. Searle analiza el caso de las oraciones asertivas que, según esas relacio nes que ligan significados y actos, constituyen un tipo de acto ilocutivo cuya regla esencial es: «quien hace una aserción se compromete con la verdad de la proposi ción que expresa» (62). Comparando, pues, un discurso periodístico con un pasaje de una novela en tercera persona, observa que, por violar las reglas propias de la ilocución asertiva, el autor de una novela finge hacer una aserción sin ánimo de engañar. El acto ilocutivo del autor de ficciones tiene todas las características for males de una aserción seria, pero, puesto que incumple sus reglas, constituye una «pseudo-realización» (pseudoperformance), un fingimiento de llevar a cabo actos ilocutivos que en verdad no se efectúan. Puesto que el acto ilocutivo pertenece al ámbito de acción del autor, allí es donde debe localizarse el criterio definidor de la ficción:
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[...] Fingir es un verbo intencional: esto es, es uno de esos verbos que contie nen dentro de sí el concepto de intención. No se puede decir que alguien haya verdaderamente fingido hacer algo si no ha tenido la intención de fingir hacerlo. Así, nuestra primera conclusión conduce inmediatamente a nuestra segunda con clusión: el criterio identificador de si un texto es una obra de ficción debe necesa riamente residir en las intenciones ilocutivas del autor. No hay propiedad textual, sintáctica o semántica, que identifique un texto como obra de ficción [...] (Searle, 1975: 65).
Respecto de las teorías que arriba se han calificado de referencialistas, la defini ción ilocutiva de la ficcionalidad intenta un avance relevante: el tipo ficcional del discurso ya no se dirime en el eje de correspondencias lenguaje-mundo. Searle de clara que no podrán encontrarse propiedades semánticas del texto —lo cual supone la existencia o no de sus referentes— que permitan decidir sobre la ficcionalidad de la obra e insiste en la pertinencia de explorar en la intencionalidad del autor. Deje mos de lado un asunto tan espinoso como el de la restitución que pueda realizar un lector de la finalidad con que alguien produjo un texto. Concentrémonos, por el con trario, en las justas críticas que ha recibido la teoría de Searle por comulgar con una variante que tiende a posicionar la cuestión de la ficcionalidad en un espacio desvia do respecto de una supuesta normalidad. La desviación no se sitúa ya en una suerte de referencialidad atrofiada del discurso ficcional, sino en que, dentro de la gran va riedad de actos convencionales que pueden producirse con medios semióticos, unos son considerados más plenos, serios y normales que otros. ¿Si las normas que regu lan las acciones que los hablantes pueden realizar con la lengua son convencionales, asunción básica de una pragmática, y si tanto los enunciados ficcionales como los no ficcionales tienen todas las condiciones formales propias de una aserción, quién, dónde, cómo y desde cuándo se considera que la aserción implica el acto de compro meterse con la verdad de lo que se dice y con la existencia, por lo tanto, de un refe rente? Se trata, pues, de una pragmática que parece fijarse, inmovilizarse, en la ma yor plenitud o «naturalidad» de ciertos discursos, una pragmática que, con la excusa de una mayor normalidad, tiende a postular ciertas disposiciones institucionales con la solidez de lo natural. Mediante algunos ajustes a las tesis de Searle, Gérard Genette pretende mitigar el segregacionismo que implica la calificación de no seriedad atribuida al discurso ficcional. Cabe, por un momento, volver al trabajo de Searle para recalar en algunas precisiones que anteriormente se relegaron. Searle (1975: 68-69) establece una dis tinción entre los actos ilocutivos de la narración en tercera persona y los de la perso nal. Mientras que el autor de una novela en tercera persona lleva a cabo pseudoaser ciones, el autor de una narración en primera persona «no finge simplemente hacer aserciones», sino que «finge ser otro que hace aserciones»: «Sir Arthur no está sim plemente fingiendo hacer aserciones, sino que está fingiendo ser John Watson» (69). Genette (1991: 35-52) acepta, en términos generales, la formulación de Searle para el relato homodiegético. Establece una corrección importante, únicamente, por cuan
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to Searle parece indicar que hay un doble fingimiento: el de un autor que finge, al igual que en el relato heterodiegético, hacer aserciones y ser a la vez un personaje narrador. Para Genette, en cambio, no hay acto fingido alguno del autor por la senci lla razón de que el autor no asume la palabra en el relato homodiegético. Los actos de habla del narrador homodiegético son tan serios, dentro de la ficción, como cual quier otro. En cuanto a la narración heterodiegética, Genette hace modificaciones de tras cendencia que apuntan a demostrar que el autor de ficciones realiza, junto al acto pseudoasertivo, otro tipo de acto de habla plenamente serio y para nada desviado de las reglas ilocutivas ordinarias. Genette encuentra los insumos teóricos para su tesis en la conceptualización, del propio Searle por otra parte, del acto de habla indirecto que ocurre cuando un enunciado cumple efectiva y plenamente un acto ilocutivo que no corresponde a sus características formales: «como cuando, al preguntar a alguien si puede pasarme la sal, le expreso el deseo de que me la pase» (Genette, 1991: 41). Así pues, los actos de habla del autor de una novela en tercera persona pueden tener la forma propia de una aserción pero expresar indirecta e implícitamente un acto de habla directivo, una petición o invitación a entrar en el mundo de la ficción. Otra posibilidad, que Genette estima aún más conveniente, es la de identificar el acto in directo con una declaración: actos de habla por los que el enunciador, en virtud de un poder que institucionalmente se le he otorgado, ejerce una acción sobre la realidad, «como el de un presidente (“Se declara abierta la sesión”)»: Debe de verse adónde quiero llegar, pues ya he llegado: el fiat del autor de fic ción se sitúa en algún punto entre los del demiurgo o del onomaturgo; su poder supone, como el del segundo, el acuerdo más o menos tácito de un público que, según la indesgastable fórmula de Coleridge, renuncia voluntariamente al uso de su derecho de impugnación. Esa convención permite al autor postular sus objetos fic cionales sin solicitarlo explícitamente a su destinatario (Genette, 1991: 43).
El acto declarativo constituiría, de ese modo, una suerte de margen institucional, muy pocas veces declarado, cuya explicitación, podría, según Genette, glosarse como sigue: «Yo, autor, por la presente, adaptando a la vez las palabras al mundo y el mun do a las palabras, y sin cumplir ninguna condición de sinceridad (= sin creerlo y sin pediros que lo creáis), decido ficcionalmente que p (= que una niña, etc.)» (43).
A la formulación de Genette podría imputársele, como en efecto se ha hecho repetidas veces, que responsabilice al autor de los enunciados del texto, ignorando de ese modo el concepto de enunciación ficcional en el relato heterodiegético. Si se acepta la idea de un enunciador ficcional para la narración en tercera persona, los actos asertivos quedarían a cargo de un hablante imaginario y serían tanto o más se rios, dentro de la ficción, que los de un narrador homodiegético. En ese caso, ade
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más, habría que encontrar el modo de hacer valer la noción de acto de habla indirec to para ambas variedades narrativas 9. Ahora bien, ¿qué clase de implicaciones subyacen al intento de Genette de pos tular un acto de habla indirecto que cumpla fielmente las reglas y convenciones pro pias de una declaración seria? Según creo, prácticamente las mismas que conducen la formulación searleana de la falta de seriedad: que las convenciones que rigen las acciones de los usuarios de la lengua se deciden del otro lado del discurso ficcional, en unos tipos textuales modélicos respecto de la conexión entre estructuras formales y actos ilocutivos. La equiparación que Genette se propone demostrar entre el tipo de declaración que constituye el margen del discurso ficcional y las declaraciones de otras actividades institucionalizadas (la apertura de sesión del presidente) manifiesta el prejuicio de que la ficción accede a un estatuto superior y de mayor seriedad si logra parecerse a las prácticas que dictan las reglas. Claro desviacionismo en las formulaciones —Searle— o pretensión de evitarlo haciendo al discurso ficcional parte de la norma —Genette—, en ambos casos se opera a través de una pragmática propensa a suspender en la superficie el sondeo de los mecanismos institucionales, la exploración de los procesos culturales que han conformado las instituciones, una pragmática, en definitiva, poco dispuesta a indagar más allá de lo que aparece como dado: unos discursos histórica y culturalmente modelados como más serios, más plenos, más científicos y verdaderos aparecen, sin más, promulgando las normas. La posición pragmática que adopta este trabajo debería trascender, básicamente, dos limitaciones de esta pragmática-intencional de los actos de habla: que la identi ficación de la ficcionalidad se limita a la intención del autor y que detiene el análisis de las instituciones en la simple constatación de configuraciones culturales dadas, sin examinar, en consecuencia, los procesos históricos de convencionalización. En relación con lo primero, puede resultar productivo volver al texto de Searle (1975) para considerarlo, esta vez, en su faceta de hacer discursivo. Searle se propo ne, como ya se ha expuesto, demostrar que la ficcionalidad del texto depende de la intención del autor. Sin embargo, su modo de desarrollo argumentativo y las opera ciones que realiza para apuntalar su tesis manifiestan otra cosa: Comencemos por comparar dos pasajes elegidos al azar para ilustrar la distin ción entre ficción y no ficción. El primero, no ficción, ha sido tomado del New York Times (15 de diciembre de 1972), escrito por Eileen Shanahan [...]. [...] El segundo procede de una novela de Iris Murdoch titulada The Red and the Green [...] (Searle, 1975: 61).
El punto de partida de su argumentación supone, antes de cualquier exploración del acto ilocutivo, una decisión acerca de la ficcionalidad o la no ficcionalidad de su El problema no sería, según creo, tan difícil de solucionar: «Yo, autor, por la presente, adaptando a la vez mis palabras a las de X y las de X a mis palabras, y sin cumplir ninguna condición de sinceridad (= sin creerlo y sin pediros que lo creáis), decido ficcionalmente ser X que afirma que p (= que una niña, etc)».
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corpus de análisis. La tipologización se ha realizado, pues, de modo nada azaroso, sobre la base del conocimiento de convenciones, como las que atañen a soporte y género, que preceden todo sondeo de la intención del autor. Si el lector atribuye al autor la intención de producir un texto ficcional, o si el lector atribuye al texto una propiedad semántica diferenciada respecto de otras prác ticas de escritura —la referencia ficcional—, depende, en muchos casos, de una hi pótesis de lectura previa fundada sobre la base de indicadores puramente pragmáti cos, del tipo de los que van Dijk (1977: 191-194) considera para la determinación de la literariedad del texto: la identificación de un autor públicamente conocido como escritor de ficciones, estructuras gráficas, soportes, identificación de género, paratex tos, mediaciones de las instituciones académicas o periodísticas, etc. 10 Ciertos ras gos formales del texto y ciertas características semántico-referenciales, como las del llamado género maravilloso, por ejemplo, tienen también un papel de suma impor tancia en la identificación de la ficcionalidad solo por el motivo de que se hallan convencionalizados e institucionalmente reconocidos como tales propiedades. Estas últimas aclaraciones acerca de la convencionalización de rasgos formales y referenciales dirigen la atención hacia la segunda de las limitaciones de la prag mática-intencional que este trabajo pretende superar. Aunque, ante casos tan parti culares como el relato de una princesa que se transforma en rana, parezca justificar se una identificación ontológica de la ficcionalidad, una tipologización basada en la comprobación de la inexistencia empírica del referente, no hay tal determinación puramente ontológica, pues son el concepto mismo de lo ficcional, su histórica mo delación y sus implicaciones institucionales los aspectos que se hallan en juego. Autores como Schmidt (1978: 204-205) y Pozuelo Yvancos (1993: 63-150) han sugerido de manera convincente que un intento de explicar los problemas de la fic ción no puede realizarse al margen de los factores culturales que cargan con la res ponsabilidad de lo que, para un lector inserto en determinado horizonte, sea la fic cionalidad: Ningún lector cuando lee es un lector inmediato que se apreste al acto de su lectura sin las mediaciones de una cultura de siglos, y en la zona de su propia cul tura. Es ingenuo pensar que la ficción literaria puede ser la misma para un habitan te de una cultura primitiva sin tradición de literatura realista o con una literatura apegada al mito que para el lector occidental educado en los patrones de realidad que su propia literatura ha contribuido a forjar (como lo ha contribuido para aquél) (Pozuelo Yvancos, 1993: 69-70). 10 Me aparto bastante, en verdad, de las formulaciones de van Dijk (1977), quien sigue definiendo la ficcionalidad sobre la base de un «acto de habla ritual» que suspende la fuerza ilocutiva de la aser ción. Puesto que tales características ilocutivas no son exclusivas de la literatura, van Dijk recurre a este tipo de indicadores para especificar el «recorte» que las instituciones literarias ejercen sobre el conjun to de la textualidad ficcional. Los indicadores de van Dijk se hallan formulados, consecuentemente, como instrumentos distintivos de lo propiamente literario dentro de lo ficcional. Aquí han sido reutili zados y reformulados como marcadores de la ficcionalidad misma.
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Así pues, superar la primera limitación que se ha observado en la pragmática intencional de lo actos de habla implicará una serie de opciones epistemológicas para este trabajo: priorizar la perspectiva del intérprete cuando se trata de los proble mas que atañen al reconocimiento de lo ficcional; de modo consecuente, englobar los factores pragmáticos que intervienen en los actos de recepción en un marco explica tivo de los procesos cognitivos del intérprete, marco que se hallará en la semiótica pragmática y cognitivista de orientación peirceana; y, por último, no perder de vista la dimensión cultural e institucional de la recepción en la medida en que los esque mas cognitivos que el sujeto actualiza en sus procesos de interpretación trascienden la naturaleza de lo privado. Superar la segunda limitación, por otro lado, solicitará exceder la actitud pragmática de simple constatación de las convenciones, abrirá el análisis de lo institucional hacia problemas socio-antropológicos e invitará a leer en los textos y en los mundos de ficción que estos despliegan los problemas de la histo ria cultural. A partir del capítulo «Mímesis como producción», se intentará mostrar, justa mente, que la propia noción de ficción es el resultado de un proceso complejo, pero históricamente remontable, de distribución de los discursos, de reacomodación de los hábitos interpretativos, las operaciones semióticas y las funcionalidades cultura les que implican. Solo en virtud de esta actitud abierta a indagar en los mecanismos con que una cultura ha institucionalizado una tipología textual, se podrá definir la ficcionalidad, con mayores pretensiones de convencer, como un estatuto cultural que regula la autonomía del dominio estético y que provoca en los textos que afecta una productividad referencial particular. Desde las perspectivas que abre esta orientación teórica, la identificación de lo ficcional con lo inexistente y el procedimiento de verificación empírica que esa ope ración presupone pueden ser perfectas descripciones de la ficcionalidad y, a la vez, desacertadas definiciones. Cuando los discursos teóricos que producen nuestras ins tituciones oponen lo ficcional y lo no ficcional sobre la base de la verificabilidad de las referencias, pueden tener absoluta razón acerca del funcionamiento que generan las propias instituciones. Cuando esos mismos discursos, en cambio, promueven una ontologización de esa distribución textual, olvidan —u ocultan— el origen cultural e históricamente construido de las instituciones.
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IV El estatuto lógico de los enunciados de un texto ficcional: nueva perspectiva para una tipología Puesto que con el asunto de la verdad de los enunciados ficcionales se pretende aludir aquí, exclusivamente, a un atributo del discurso que suele construirse sobre la base de una supuesta correspondencia con la realidad, el estatuto lógico de la ficción encuentra íntimas conexiones con la cuestión de la referencia. Las distintas conceptualizaciones acerca de la verdad de las frases ficcionales derivan, como es de esperarse, de la solución que se haya dado al problema de la referencia estética. Así, pues, la mímesis-reproducción, fiel a su costumbre de privilegiar el eje de referencia ficción-mundo (A) sin tomar demasiadas consideraciones sobre la autonomía semántica de las ficciones (eje B), puede describirse como una serie de procedimientos hermenéuticos que hallan en el texto ficcional una verdad empírica o metafísica que se atribuye al modelo de mundo de la realidad. Para Russell, como consecuencia de su idea de la referencia nula, el estatuto lógico de los enunciados ficcionales se resuelve simplemente en falsedad: las frases «Emma Bovary se suicidó» y «Emma Bovary murió de cáncer en los pulmones» tendrían el mismo valor lógico, son afirmaciones falsas. La formulación de Russell representa, así, una variante extrema del segregacionismo a que se han visto sometidas las ficciones: no pueden dar con el valor de verdad ni en A ni en B. La teoría de la doble significación de Frege se expide acerca de la modalidad alética de las frases ficcionales en lo que respecta al eje ficción-mundo: son frases completamente autonomizadas de las categorías de verdad o falsedad, las afirmaciones de una novela no son ni verdaderas ni falsas, explicación un poco más convincente puesto que se acercaría
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a un terreno donde puede darse una solución un tanto más legítima al asunto: una lógica de triple valor 1. Si se trata, como ya se ha expuesto repetidas veces, de dar cuenta cabalmente de los procedimientos de semiosis regulados por las instituciones estéticas, debería encontrarse la manera de explicar A sin obliterar B, puesto que tanto A como B son los ejes de sentido con que ha funcionado tradicionalmente la semántica ficcional. Pero dejaré esta problemática para más adelante, dado que interesa centrarse ahora en una orientación explicativa de la verdad ficcional que abre nuevas perspectivas a este trabajo, sobre todo en lo relativo a una tipología semántica de las ficciones que se intentará luego transponer al teatro. La línea teórica a la que me refiero se caracteriza por localizar la cuestión de la verdad ficcional en el interior de los MF, en la autonomía semántica de los mundos referidos por el texto y, como tal, necesita dotar de referencia ficcional y fuerza ilocutiva a los actos de habla que lo conforman. Para Félix Martínez Bonati, que se ha convertido a lo largo de los años en uno de los máximos defensores de esta postura, la afirmación de que las frases de una novela carecen de referencia y de fuerza ilocutiva contradice nuestra más básica experiencia de lectura y surge del error de considerar dichas frases como parte del discurso del novelista. Un modelo que plantee en términos legítimos —la legitimidad es aquí cuestión de conformidad al modo de leer que asume quien se enfrenta a una novela— el estatus lógico de los enunciados ficcionales debe tener en cuenta necesariamente que el discurso novelístico produce una instancia ficcional de enunciación: No hay, pues, fingimiento de parte del autor en cuanto tal. Hace algo efectiva y realmente: imagina una narración efectiva (ficticia, pero no «fingida») de hechos también meramente imaginados. Inscribe o graba o hace inscribir realmente el texto de las frases imaginadas. No finge ni pretende estar haciendo otra cosa. La regla fundamental de la institución novelística no es el aceptar una imagen ficticia del mundo, sino, previo a eso, el aceptar un hablar ficticio. Nótese bien: no un hablar fingido y no pleno del autor, sino un hablar pleno y auténtico, pero ficticio, de otro, de una fuente de lenguaje (lo que Bühler llamó «origo» del discurso) que no es el autor, y que, pues es fuente propia de un hablar ficticio, es también ficticia o meramente imaginaria (Martínez Bonati, 1978: 166-167).
De acuerdo, entonces, con el privilegio que se concede al hablar imaginario, Martínez Bonati (1973: 33-35) plantea el problema lógico de los enunciados ficcionales en relación directa con el narrador ficcional, al que se concede la «función apofántica» de enunciar siempre lo irrestrictamente verdadero acerca de su mundo concreto: «El mundo singular de toda novela es necesariamente tal como lo describe el narrador, ni más ni menos» (34). El estatuto lógico de las proposiciones del narra Lógica en la que, sin embargo, Frege no intenta aventurarse. Los valores de una frase pueden ser solo el de verdad o el de falsedad. Los enunciados ficcionales quedan sencillamente excluidos de una discusión sobre su verdad (Doležel, 1990b: 132-133).
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dor tienen, en consecuencia, la particularidad de generar su propio objeto a la vez que se lo hace existir. De este modo, Martínez Bonati sentó las bases de un marco teórico que situara el asunto de la verdad de los enunciados ficcionales en la inmanencia del mundo ficcional, marco teórico que Doležel aprovecha, aunque con modificaciones importantes, para explicar el estatuto lógico de los enunciados ficcionales a la vez que propone una tipología semántica de las ficciones. Doležel (1980) pretende, justamente, resolver el tema de la verdad y de la existencia ficcionales dentro de una semántica intensional de los mundos posibles que, según sus propias palabras, tiene la ventaja de explicitar «el hecho de la autonomía de los mundos semióticos ficcionales con respecto al mundo real» (107). Por semántica intensional, Doležel entiende, siguiendo las nociones de Frege, una construcción en que los componentes de sentido se hallan determinados por «las formas de expresión antes que por la relación referencial»: «al ser determinada por las formas de expresión, la estructura del mundo narrativo es un objeto puramente intensional» (121). Así pues, mientras que el mundo real está configurado por entidades verdaderamente existentes y, en consecuencia, el concepto de verdad se legitima en los textos no ficcionales mediante la teoría de la correspondencia —semántica extensional—, lo mundos ficcionales responden a una configuración autónoma, a una semántica intensional, divorciada en cierta forma de la referencia al mundo real, que hace variar notablemente el concepto de existencia: Puesto que los mundos semióticos posibles son el resultado de procedimientos de construcción de mundos, la estructura semántica de estos mundos, incluyendo los criterios de existencia, está determinada exclusivamente por estos procedimientos. No hay ninguna otra manera de decidir lo que existe y lo que no en un mundo semiótico más que inspeccionando cómo el mundo ha sido construido. Ya que son varios los sistemas semióticos que construyen sus mundos mediante diversos procedimientos constructivos, los criterios de existencia en los mundos semióticos son específicos de sus sistemas (Doležel, 1980: 100).
Hay dos aspectos de relevancia en esta cita. En primer lugar, la aclaración sobre la necesidad de ajustar los criterios de asignación de la existencia ficcional a las particularidades del sistema semiótico en cuestión conlleva importantes derivaciones para los propósitos de este trabajo, donde se pretenderá adaptar los mecanismos de validación de la existencia y la verdad ficcionales, que Doležel estudia en la narrativa, al teatro. En segundo lugar, se manifiesta una diferencia fundamental con respecto a las tesis de Martínez Bonati. Según este, la función del hablante ficcional consiste en enunciar lo irrestrictamente verdadero acerca de las características concretas de MF. La relación se establece, pues, entre un principio constructivo y la categoría de verdad. Para Doležel, en cambio, las fuentes ficcionales de enunciación no permiten identificar la verdad o la falsedad de los enunciados sino a través de la categoría
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de existencia ficcional. Lo que los procedimientos constructivos construyen no es directamente la verdad interior a MF sino la existencia de sus entidades. El estatuto lógico de verdad o falsedad es subsidiario a la determinación de la existencia ficcional. Para la semántica intensional de Doležel, es decir, para la estricta subordinación de los MF —y de su organización autónoma— a los procedimientos semióticos constructivos, resulta indispensable el concepto de «autoridad autentificadora», en tanto fuerza ilocutiva atribuida a los actos de habla del narrador por las convenciones del género. Solo en virtud de esta fuerza ilocutiva —análoga a la de los actos declarativos de Genette, también llamados actos performativos— el narrador tiene la autoridad para relatar motivos narrativos 2 ficcionalmente existentes. El esquema teórico de Doležel dispone, así, una tipología de tres modelos de mundo que se distinguen por la relación entre la función de autentificación —principio constructivo— y la estructura global que esta genera: modelo binario, modelo no binario y mundos sin autentificación. Me limitaré, por el momento, al modelo binario, ya que su descripción orientará las posteriores indagaciones de este trabajo. En el llamado modelo binario (Doležel, 1980: 102-108) se agrupan los textos narrativos «más simples», aquellos cuya textualidad resulta de la conjunción de dos tipos de actos de habla, opuestos según la función de autentificación: los de un narrador anónimo en tercera persona, que poseen autoridad autentificadora, y los de los personajes, que carecen de ella. Los motivos introducidos en MF por el discurso autorizado del narrador adoptan el carácter de hechos narrativos, es decir, entidades provistas de la categoría de la existencia. Los motivos que ingresan en el mundo ficcional a través del discurso de los personajes pertenecen a los mundos de creencias de los agentes narrativos, conjuntos que se someten a la evaluación de verdad/ falsedad mediante la comprobación de su concordancia/discordancia con los hechos narrativos. Doležel retoma el mismo ejemplo que diera Martínez Bonati (1973: 33-34), sumamente adecuado, por otra parte, puesto que ha sido pensado a partir de una obra que cuestiona la existencia ficcional: En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y así como don Quijote los vio, dijo a su escudero: —La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta, o poco más, desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vida, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer; que ésta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra. —¿Qué gigantes? —dijo Sancho Panza. —Aquellos que allí ves —respondió su amo— de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas. Los motivos son los «conjuntos de unidades narrativas elementales» (Doležel, 1980: 101).
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—Mire vuestra merced —respondió Sancho— que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento hacen andar la piedra del molino (Cervantes Saavedra, 1605: 128-129).
El lector atribuye existencia, dentro del mundo ficcional, a los molinos de viento, pues así queda legitimado por la autoridad autentificadora del narrador. Asimismo, otorga el valor de verdad al discurso de Sancho por su correspondencia con lo previamente establecido como hecho narrativo. En síntesis, Doležel propone trasladar el cuestionamiento acerca del estatuto lógico de los enunciados ficcionales desde el eje A hacia la autonomía de los MF. Las existencia de las entidades ficcionales y la categorización de los enunciados como verdaderos o falsos no se legitiman por la referencia externa, por la correspondencia con un referente empíricamente existente, sino por una «lógica» inmanente al texto. Aunque el artículo que se ha examinado aquí (Doležel, 1980) sea anterior a aquellos otros trabajos en que se fundamentan los principios de la semántica de los mundos posibles (Doležel 1988, 1990a y 1998), no creo traicionar el pensamiento de Doležel si establezco una conexión entre este modelo explicativo de la autentificación narrativa y sus trabajos posteriores 3. En este sentido, las pretensiones de localizar las categorías de existencia y de verdad en la interioridad de los mundos ficcionales acuerdan perfectamente con los reclamos que hace Doležel a la teoría de la mímesis, que entiende exclusivamente en su faceta reproductiva: postergar una descripción de las entidades ficcionales y la estructura global, el orden interno, las leyes de composición que rigen su comportamiento en los MF. Así pues, desde el momento en que, para explicar la configuración autónoma de los MF, Doležel aborda una clasificación de los modelos de mundo, su posicionamiento teórico orienta una salida de las paradojas a las que conducen las tipologías semánticas examinadas en «Tipologías semánticas de la ficción: el caso de lo fantástico». Categorías como la de lo fantástico resultan de una transposición del eje de referencia ficción-mundo a la autonomía del dominio estético y ocasionan, como se ha visto, una serie clasificatoria surgida del privilegio de uno de sus miembros. La semántica intensional de Doležel abre, en cambio, importantes vías para explorar una posible tipología semántica de las ficciones atenta a las estructuras y componentes que proponen sus propios mundos. No obstante, existe, a mi entender, un aspecto del modelo de Doležel que debería ser reajustado para extraer de él todas las implicaciones que harán avanzar este trabajo. Su justificación para situar el problema de la existencia y de la verdad ficcionales en la autonomía de los MF reside, como ya se ha tenido oportunidad de De hecho, los problemas de la autentificación narrativa y de la validación de la existencia y la verdad ficcionales se hallan ya integrados con el resto de su semántica ficcional en el libro de 1998. Si me he remitido a su formulación original (Doležel, 1980) es porque en su última versión el tema ya no se resuelve tan claramente en el marco de una tipología de los mundos ficcionales.
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comprobar (vid. supra; III.1), en una postura referencialista acerca del criterio que define la ficcionalidad. Mientras que en el mundo real el valor de verdad se explica mediante la teoría de las correspondencias, es decir, mediante la comprobación de la existencia empírica de un referente, la autonomía de los textos ficcionales proviene de no poder aplicar tal procedimiento veritativo a sus referencias. La semántica intensional que despliegan los textos del dominio estético permanece, de este modo, respaldada por una presumible autonomía ontológica de los mundos ficcionales. Sin embargo, al mirar de cerca los rasgos con que Doležel describe el llamado «modelo binario», se advierte que la teoría de las correspondencias persiste en el interior del mundo ficcional: si puede constatarse la verdad o la falsedad de los mundos de creencias de los agentes narrativos no es sino porque se pone en funcionamiento la operación de verificación empírica entre lo enunciado por los personajes y lo establecido como hecho por la autoridad autentificadora del narrador. Una semántica intensional, aferrada al supuesto de una estricta dependencia de la estructura global de los MF respecto de las formas de expresión, no alcanza a explicar estos procesos interpretativos del lector. Quien reconstruye —¿o directamente construye?— el mundo a que lo invita a entrar una novela perteneciente al modelo binario no identifica los valores de verdad de las frases solo por una fuerza ilocutiva atribuida convencionalmente a la voz del narrador, sino por la puesta en funcionamiento de un concepto —el de verdad— y de un procedimiento —el de comprobación empírica— que forman parte de sus más arraigados hábitos de lectura. Más aún, si se postula la autonomía de los mundos ficcionales en relación con el orden global del MMR, no hay razón alguna para sostener que la estructura, esa coherencia interna de los MF, deba necesariamente admitir entre sus reglas composicionales el concepto de verdad y el procedimiento veritativo-referencial. Si la autonomía del dominio estético pone entre paréntesis las operaciones semióticas institucionalizadas para los textos no ficcionales y provoca, por ende, una semántica diferenciada, habilita, en efecto, construcciones ficcionales, más que prolíficas en la prácticas de escritura contemporánea, que prescinden estructuralmente de tal concepto y de tal procedimiento. Una adecuada caracterización del modelo binario debería comenzar, entonces, por explicitar —algo que, en mi opinión, no hace suficientemente Doležel— que la configuración autónoma de esos MF se encuentra sustentada por el principio de verdad —unido al concepto de existencia— y por las operaciones de verificación empírica. Dejar de explicitar que estos constituyentes se desempeñan como principios constructivos básicos de un tipo de ficciones implica dar por sentada su naturalidad y, consecuentemente, caratular de práctica ficcional no natural, anormal o desviada, a toda configuración de un orden ficcional que se presente como alternativa. ¿Por qué, entonces, la correlación entre existencia y verdad, y el procedimiento comprobatorio que implica, no constituyen, para Doležel, los basamentos primordiales de la configuración de los MF pertenecientes al modelo binario? ¿Qué distancia hay, por otra parte, entre la formulación de Doležel y lo que aquí se promueve me-
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diante la explicitación de esas reglas integrantes de la estructura? Centrando la cuestión de la existencia y de la verdad ficcionales en una pretendida inmanencia de los MF, Doležel procura escapar de las operaciones semióticas y de los ejes de sentido propugnados por la tradicional teoría de la mímesis reproductiva. Por este motivo, consolida la noción de la autonomía de los mundos semióticos ficcionales sobre los firmes fundamentos de una ontología: los mundos ficcionales se oponen al mundo real por la inexistencia de sus entidades y porque el valor de verdad no puede comprobarse, en ellos, mediante la teoría de las correspondencias. En mi opinión, el hecho de que Doležel no explicite el procedimiento de verificación empírica como regla estructurante de un modelo de MF se debe, básicamente, a esta definición referencialista de la ficcionalidad que constituye su punto de partida. Si Doležel declarara enfáticamente que la configuración interna de los mundos del modelo binario se caracteriza por el procedimiento de comprobación empírica, se tambalearían los principios ontológicos de su propia noción de ficcionalidad: puesto que se trata del mismo tipo de procedimiento con que los textos no ficcionales pretenden transparentar la estructura del mundo real, debería admitirse (1) que los MF no poseen, al menos tan absolutamente, la condición de autonomía o (2) que la separación de discursos que agrupa los objetos estéticos en el interior de un dominio autónomo carece de la solidez de una ontología, sino que se trata de un margen convencional históricamente trazado por la fuerza institucional de una cultura. Se comenzó esta primera parte del libro con la afirmación de que las problemáticas que suscita la cuestión de la ficcionalidad podían relevarse a partir de tres sectores temáticos diferentes, aunque íntimamente conectados: la construcción de tipologías semánticas de la ficción, el concepto mismo de ficcionalidad y el problema del estatuto lógico de los enunciados ficcionales. Se propuso, en consecuencia, un deslinde de esos tres aspectos con la intención de mostrar las estrechas vinculaciones existentes entre ellos y el modo en que este trabajo intentaría aunarlos para el tratamiento específico de la ficción teatral. En este capítulo se ha llegado, precisamente, al punto de confluencia de las tres zonas teóricas. Las reorientaciones a que he sometido el modelo de Doležel ofrecen las vías para conformar una tipología semántica de las ficciones que responda a un criterio clasificatorio estrechamente vinculado al problema del estatuto lógico de los enunciados ficcionales: la tipologización de los modelos de mundo pasaría, justamente, por distinguir la presencia o la ausencia del principio de verdad y del procedimiento de verificación empírica como constituyentes de la configuración interna de los MF. Por otra parte, la propia reorientación que se ha propuesto hacer a las teorías de Doležel surge de la necesidad de responder con un criterio adecuado a la pregunta que interroga por la definición de la ficcionalidad; criterio que, como se ha expuesto en el capítulo anterior, debería nutrirse de una pragmática dispuesta a sondear en los mecanismos culturales que han modelado el propio estatuto de ficcionalidad. Los próximos capítulos se proponen, primordialmente, dos objetivos. En primer lugar, incorporar, a esta indagación general sobre la ficcionalidad, aspectos relativos
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a la especificidad de la ficción teatral. En segundo lugar, adentrarse en los textos fundantes de la poética occidental con el presentimiento de que en una conceptualización no ya reproductiva, al modo de Doležel, sino productiva de la mímesis pueden hallarse el origen de las instituciones que regulan las prácticas ficcionales y las particularidades funcionales y semióticas que caracterizan nuestra distribución cultural de dominios discursivos.
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SEGUNDA PARTE MÍMESIS, FICCIÓN Y MODELOS DE MUNDO EN EL TEATRO
V Mímesis reproductiva Antes de acometer la exposición del marco conceptual en que se resituará la cuestión de la existencia y la verdad ficcionales, es decir, de todo cuanto tenga que ver con la noción de mímesis que se postulará en este trabajo, conviene reseñar con mayor exhaustividad las críticas de Doležel (1988: 69-77; 1990a: 111-117; y 1998: 20-26) hacia la vertiente mimética del estudio de la literatura. Tras aclarar que dejará de lado los sentidos presocráticos del término, desde los cuales resulta más fácil avalar una mímesis «no-imitativa» (Spariosu, 1984a: ii-iv), Doležel emprende un sólido desmonte de los principios subyacentes a una teoría de la mímesis que, asentada sobre los fundamentos de Platón y Aristóteles, ha sido la dominante del pensamiento estético occidental. Su análisis no abarca, sin embargo, la totalidad del fenómeno presupuesto por la teoría. Se centra, fundamentalmente, en las consecuencias que, para la crítica mimética moderna en tanto praxis de lectura, ha acarreado la idea de que «las ficciones (los objetos ficcionales) se derivan de la realidad, son imitaciones/representaciones de entidades realmente existentes» (1988: 69). El recorte de su enfoque resulta de importancia para los desarrollos posteriores de este trabajo, puesto que aquí también se privilegiará la mímesis en su instancia interpretativa. Entre las prácticas de lectura señaladas por Doležel existen dos tendencias, a mi modo de ver, particularmente relevantes. La primera de ellas consiste en la identificación de objetos ficcionales con entidades del mundo real y se asienta en la llamada «función mimética»: «el particular ficcional P /f/ representa al particular real P /r/» (71). Para cumplir los requisitos de este tipo de semántica, la crítica se ha visto obligada, más de una vez, a esfuerzos desmedidos con el fin de descubrir, tras un personaje, un espacio o un acontecimiento de ficción, los rasgos de un particular existente
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en el mundo real. La segunda —y eminentemente más exitosa— se sustenta en un «rodeo interpretativo» por el cual los particulares ficcionales se evalúan como representantes de universales reales «(tipos psicológicos, grupos sociales, condiciones existenciales o históricas)» (71-72), de modo que la función mimética se ve sustancialmente reelaborada en una versión universalista: «el particular ficcional P /f/ representa al universal real U /r/» (72). Según Doležel, esta línea interpretativa, prácticamente inaugurada por Aristóteles 1, hallaría su más notable ejemplificación, dentro del corpus de la crítica moderna, en el célebre estudio de Erich Auerbach (1942). Si la semántica mimética en sentido estricto fracasa de modo bastante evidente en cuanto se hace imposible encontrar el referente real de todo particular ficcional, la mímesis universalista salva el escollo mediante un procedimiento hermenéutico que, para reenviar los entes de la obra a la realidad, diluye la particularidad misma de los objetos ficcionales: Sin negar la importancia de las interpretaciones universalistas para ciertos propósitos en estudios literarios generales y comparativos, tenemos que afirmar enfáticamente que una semántica de la ficcionalidad incapaz de acomodar el concepto de particular ficcional es seriamente defectuosa (Doležel, 1988: 73-74).
En un libro en que Doležel plantea de modo integral la semántica de la ficción narrativa que había ido desarrollando a lo largo de una amplia producción de artículos, las consideraciones aquí examinadas se hallan insertas dentro del contorno mayor de aquellas teorías sedimentadas por una ontología de mundo único. Tanto las teorías que desatienden las entidades ficcionales por considerarlas desprovistas de cualquier tipo de existencia como el hábito interpretativo de remitir inmediatamente la ficción a lo que se considere mundo real, parten necesariamente del supuesto de que existe un solo universo válido del discurso, un único dominio de referencia: El fracaso teórico de la semántica mimética no es fortuito; es una consecuencia necesaria de su adhesión al modelo marco de mundo único. No hay salida de lo que podríamos denominar la ley Leibniz-Russell: el mundo real no puede ser el domicilio de los particulares ficcionales. La semántica mimética ha sido perennemente atractiva porque parece ofrecer un procedimiento para evitar esta ley: al igual que las representaciones universales, las entidades ficcionales se acomodan en el mundo real. Pero ahora podemos apreciar que la semántica de la ficcionalidad mimética y la de Russell no son sólo compatibles sino complementarias: Russell proporcionó Tal afirmación acerca de Aristóteles se encontraría avalada por la forma en que buena parte de sus seguidores, al menos hasta el siglo XVIII, sobredimensionaron la opinión de que «la poesía es más filosófica y elevada que la historia; pues la poesía dice más bien lo general, y la historia, lo particular» (Aristóteles, 1974: 1451b 5-7), donde se da pie, en efecto, a la versión universalista de la mímesis. Pero sorprende que Doležel, quien oportunamente declara que no considerará las indagaciones acerca de los sentidos preplatónicos de la noción de mímesis, no haya siquiera mencionado aquí las modernas exégesis de la Poética de Aristóteles, mediante las cuales puede arribarse a un vuelco no reproductivo —o no únicamente reproductivo— de su teoría mimética (vid. infra; VII y VIII).
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un procedimiento lógico (la teoría de las descripciones), la semántica mimética un procedimiento hermenéutico (la interpretación universalista), para enfrentarse a las entidades ficcionales en el modelo de mundo único. En ambos casos, se sacrifican los particulares ficcionales de manera que el mundo real pueda retener su pureza ontológica. El efecto infeliz de cualquier semántica de la ficcionalidad de mundo único es el siguiente: son incapaces de explicar los particulares ficcionales. Si creemos que las obras de ficción tratan esencialmente de personas ficcionales concretas con propiedades individuales en escenarios espacio-temporales definidos, unidas en relaciones peculiares y ocupadas en peleas, búsquedas, frustraciones y victorias únicas, tenemos que explorar enfoques teóricos alternativos a la ficcionalidad (Doležel, 1998: 25-26).
Esta evidencia, la ineficacia con que la apelación a la exterioridad referencial es capaz de dar cuenta del estatuto de los productos de la ficción, constituye, para Lubomír Doležel, el fundamento de su apertura de la semántica ficcional hacia el modelo de los mundos posibles, concebido como superador de la constricción a un mundo único. La misma evidencia, sumada a las insuficiencias del propio armazón teórico del checo (vid. supra; III.2 y IV), motiva la búsqueda, en este trabajo, de alternativas a la identificación de la mímesis con la sola reproducción de una realidad preexistente al universo ficcional. La insistencia en hábitos interpretativos sustentados en la mímesis reproductiva ha provocado, a mi entender, el prejuicio de que constituye un uso más serio de las prácticas ficcionales el dotarlas de un sentido subordinado al mundo real o a una verdad metafísica a los que se ven inmediatamente referidas. No se trata de negar la posibilidad de hacer significar a la ficción en relación con lo que se estime como mundo real, sino de considerarla un paso secundario y no necesariamente añadido a la lectura de la ficción en tanto singularidad ficcional, a la construcción, por parte del intérprete, de un mundo de ficción; construcción que constituye de por sí un uso «serio» y suficientemente legítimo 2.
Vienen al caso las palabras de Miguel Ángel Garrido Gallardo respecto de la «utilidad» de la literatura, problema central de la esfera del arte al menos desde la aparición de la estética kantiana: «Hay quien defiende lo “útil” (la enseñanza que el texto contiene) como justificación del arte y hay quien proclama lo “dulce” (la mera fruición) como objetivo último de la literatura. Por supuesto, también existen partidarios de un cierto equilibrio que intentan que ambas notas no se contrapongan sino que se fundan (deleitar para enseñar). No debería caber duda, en todo caso, de que el placer estético es ya una clase de “utilidad”» (2001: 26-27).
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VI Performance, ficción, narratividad: hacia un modelo de teatralidad
1. Ficción, semiosis y referencia en el teatro* El vínculo existente entre la actividad mimética y la noción de referencia se evidencia si recurrimos, una vez más, a una conceptualización reproductiva de la mímesis, tal como la define, por ejemplo, George Whaley: [La mímesis es] la relación continua y dinámica entre una obra de arte y lo que pueda ser comparado a ella en el universo real y moral, o pueda presumiblemente ser comparado a ella (en Baxter, 1994: 591).
Según esta perspectiva, entonces, la referencia, actividad de vinculación entre un signo y su referente, entre un sistema semiótico y lo que este represente del mundo concebido como extrasígnico, se resuelve fundamentalmente en tensión reproductiva entre la obra de arte —en este caso el espectáculo teatral— y el mundo extraficcional. La confusión y el nivel de insuficiencia explicativa a que son sometidos los procesos de ficcionalización, desde este enfoque, puede ejemplificarse aludiendo a la trayectoria teórica de un reconocido semiólogo del teatro. En su primer acercamiento al problema, Patrice Pavis parte de una fusión un tanto heterodoxa entre el paradigma de la semiótica estructural y el peirceano con el Partes de este apartado y del siguiente han sido publicadas ya, aunque en versión mucho más reducida (Abraham, 2005b). *
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fin de dar cuenta de la semiosis teatral, a la que considera constituida de tres modalidades sígnicas: la función icónica, la función indicial y la función simbólica (1976: 13-18 y 147). El ícono teatral permite explicar cómo actores, decorados y accesorios encarnan la realidad sobre la escena: Se puede distinguir el ícono literal del ícono mimético. La mayor parte de los íconos teatrales son miméticos: imitan la realidad, y el actor imita lo mejor posible la figura que encarna. El signo tiende entonces hacia una imitación y una motivación absolutas (13-14).
Mientras que el índice es el medio del que se vale el actor tanto para llamar la atención del público cuanto para mantener la cohesión de los distintos sistemas semióticos que intervienen en la pieza, noción contra la que no tengo nada que objetar, la función simbólica es definida de dos modos distintos, bastante inconexos. Por un lado, es el último escalón de un proceso de semiosis por el cual la función icónica y la función indicial son necesariamente resignificadas en el marco de convenciones y códigos propiamente teatrales; de modo que el proceso, iniciado en la imitación de la realidad (ícono), desemboca en una significación acerca del mundo artísticamente construida —«puesta de la realidad en signos». Por otro lado, el concepto de símbolo es esgrimido para explicar un uso sígnico distinto del icónico en el mismo nivel del recorrido semiótico: [...] Incorporamos a las nociones de significante y significado el concepto de referente. Este agregado teórico al esquema binario saussuriano es esencial (cf. Ogden y su triángulo), porque hace que se tenga en cuenta la noción de mundo exterior, ese mundo del que habla el lenguaje. Así, en el teatro, el referente puede o no estar actualizado en la puesta en escena. [...] El ícono teatral se definirá, pues, no tanto como un signo cuyos significante y significado son análogos, sino como un signo cuyo referente está actualizado sobre la escena. La relación entre signo y referente es motivada. Para el símbolo, en cambio, el referente no está actualizado y la relación es arbitraria y no motivada (14-15).
Al margen de la inestabilidad de los conceptos de significante, significado y referente, resultado, como el propio Pavis ha visto luego (1985: 13-15), de la ausencia de un anclaje conveniente entre las dos tradiciones semióticas puestas en contacto, es de notar que la postulación de un reenvío ineludible a la realidad —función simbólica en su primera definición— entronca, sin lugar a dudas, en una concepción reproductiva de la mímesis y trae como consecuencia, por otra parte, la confusión en el terreno propio de la ficción. Si se afirma en un primer momento que el teatro «iconiza» la realidad en tanto que la imita —¿cuando se dice que el actor encarna una figura, se la supone también un «personaje» real?—, se está considerando la realidad
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como referente directo de esos signos que son actor, decorado, accesorios. Si se dice luego que el ícono teatral consiste en la actualización del referente, se estipula una contradicción irresoluble en relación con el primer enunciado, pues (1) la realidad misma sería actualizada sobre la escena y (2) el primer enunciado carecería de validez al desaparecer el ícono en tanto signo, es decir, como lo otro del referente. Por donde se la mire la situación es la misma: con el fin de explicar una práctica ficcional se desbarata toda posibilidad de dar cuenta del propio fenómeno de la ficción 1. En atención a la legitimidad de la rectificación en la labor investigadora, es necesario aclarar que, en trabajos posteriores, Pavis ofrece una teorización mucho más acertada de la semiosis teatral. Llega a la conclusión de la inconsistencia de su noción de «referente actualizado» y se acerca, en consecuencia, a la idea de referencia ficcional: la actividad semiótica del espectador no consiste en tomar el material escénico por un referente real, sino primeramente en «desrealizar» esa presencia escénica para transformarla en signo de otra cosa, esto es, de un mundo de ficción (1985: 15-17 y 270-273) 2. Si bien sus consideraciones coinciden en lo fundamental con la postura que se adoptará en este trabajo, siguen careciendo de la debida solidez, esta vez en el dominio de lo epistemológico. En efecto, Pavis admite, como se ha dicho, la falta de precisión a que lo había conducido una mezcla arbitraria de la semiótica estructural y de la peirceana, y opta por atenerse únicamente a la primera. A mi entender, se equivoca en la elección de un paradigma que resulta reticente de por sí a tratar el asunto de la referencia 3 y cuya definición de signo ha ocasionado no pocos Esta inadecuación teórica con que Pavis da cuenta de la ficción escénica perduró también en la primera edición de su Diccionario del teatro. De modo notorio, a la insuficiencia con que se explica el estatuto de la ficción subyace otra vez la idea de mímesis como reproducción: «Nada impide confrontar los signos producidos con la realidad de donde parecerían proceder y con el mundo donde evolucionamos. Abandonamos, pues, el terreno de la obra de arte, para examinar la relación entre representación y realidad exterior. Apertura ésta no sólo posible sino automática e inevitable, puesto que tenemos la sensación de asistir a un acontecimiento real, de manera que se torna imposible distinguir lo que construimos con la sola ayuda de los significados y lo que parece imponérsenos como procedente de un mundo exterior que llamamos real e incluso escénicamente presente» (Pavis, 1980: 452). Esta reorientación explicativa aparece también en posteriores ediciones de su Diccionario con el epígrafe «contra la teoría del referente actualizado» (Pavis, 1996: 419). Si esta reticencia puede observarse ya en Ferdinand de Saussure, es más evidente aun en la glosemática de Louis Hjelmslev, que de hecho se convirtió en la principal fuente del estructuralismo, al menos en su vertiente europeo-occidental. Es significativo el modo en que Hjelmslev, en la búsqueda de una definición de signo que se ajuste a su principio de inmanencia, relega completamente la tradicional concepción del signo en relación con su exterioridad para definirlo como una función de interdependencia entre sus dos componentes internos: «Hasta ahora hemos sido intencionalmente fieles a la vieja tradición de acuerdo con la cual un signo es primera y principalmente signo de algo. [...] Pero queda por demostrar que tal concepción es lingüísticamente insostenible, y en esto estamos de acuerdo con el más reciente pensamiento lingüístico. [...] Mientras que, de acuerdo con el primer punto de vista, el signo es una expresión que señala hacia un contenido que hay fuera del signo mismo, de acuerdo con el segundo punto de vista (que ha expuesto especialmente Saussure y, tras sus pasos, Weigerber) el signo es una entidad generada por la conexión entre una expresión y un contenido» (Hjelmslev, 1943: 73-75). Greimas y Courtés, al tratar el problema del referente dentro del paradigma estructural, dan con la solución de considerar el mundo extralingüístico como otro sistema semiótico constituido también, gracias a la actividad formalizadora del hombre, por plano de la expresión y plano del contenido. Si se adopta esta perspectiva, el concepto mismo de referente carece de sentido: la relación texto-mundo es
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problemas a la hora de explicar sistemas semióticos icónicos, tan importantes en el teatro. El producto de esta opción es el involuntario abandono del propio instrumental teórico elegido, como puede observarse en la consideración del signo como «signo de algo» (Pavis, 1985: 15) y en la nebulosa en que queda sumida la categoría de significado. De allí que, con el propósito de considerar la emergencia de una referencia ficcional, se recurra aquí, como se verá luego, a la semiótica de Peirce. No implica esto que no sea válido adoptar para otros fines ciertos aportes de la semiótica europea, como de hecho haré, sobre todo en lo que respecta a la narratología. Una teoría científica implica un cierto recorte de su objeto y, dado que ese recorte surge, por regla general, de la utilidad que la teoría misma pretende prestar (Follari, 1997), nada impide servirse de diversos enfoques en orden a explicar diversas facetas de un mismo fenómeno. Pero pongamos, ante todo, a un espectador en el teatro, a la espera del comienzo de una función. Ya han ocurrido ciertos acontecimientos que lo predisponen a una situación particular, aprehendida de entre las prácticas que le propone su cultura: ha recibido, probablemente, un estímulo desde algún medio publicitario, ha averiguado un horario y un lugar, se ha dirigido allí, ha comprado una entrada y ha leído un programa que anuncia Pero quién mató al teatro 4. Sentado ya en una butaca o, mejor, en una silla plástica propia de las llamadas salas alternativas, sabe ya que allí se producirá un espectáculo. Empieza, entonces, a hacer circular una mirada que se halla, desde el inicio, modificada por la teatralidad. La estructura metálica que puede verse delante tendrá, seguramente, alguna utilidad dentro del mundo que aparecerá ahí, razón por la cual el espectador la sustrae de su entorno, del dominio en el que las cosas pueden ser tocadas, usadas, manipuladas, para integrarla en una semiosis particular, dotada de diversos nombres: «desrealización» (Pavis, 1985: 15), «desdoblamiento» (García Barrientos, 1991: 64-75), «denegación» (Mannoni, 1969; Ubersfeld, 1981a: 311-318). Hay, sin embargo, ciertas irregularidades respecto de los usos teatrales a los que el espectador está habituado. ¿A lo que está, verdaderamente, habituado por su expecuestión de intersemioticidad. La noción de referente encuentra algún aval solo como «ilusión referencial», es decir, como la impresión que da todo discurso de estar remitiendo a una realidad exterior a él. Pero, ya que no puede establecerse una correlación entre las prácticas semióticas y una supuesta realidad, no hay cómo sostener la diferencia entre referencia ficcional y referencia real, y la línea divisoria entre discursos ficcionales y no ficcionales no cabe dentro del dominio de la disciplina semiótica (Greimas y Courtés, 1982: 337; y Courtés, 1991: 55-83). Es decir, mientras opere a través del principio de inmanencia y se mueva exclusivamente en la autosuficiencia de los sistemas, la semiótica no alcanza a explicar las particularidades de la semiosis ficcional ni los procesos del espectador. De allí la necesidad de incorporar a la semiótica el enfoque pragmático-cognitivo, como han hecho numerosos investigadores, entre ellos el mismo Pavis (1985) y Marco De Marinis (1988: 24-32, 197-205; y 2005: 87-134) en el ámbito específico de la «teatrología». Por mi parte, creo que esa reorientación de la semiótica se produce con mayor naturalidad si se toma como punto de partida el paradigma peirceano, que ya contiene dentro de sí la dimensión pragmático-cognitiva. Estrenada el 6 de junio de 2002 en la Sala «Mirador» de Madrid, la obra, de autor colectivo y dirigida por Joaquín Oristrell, pertenece al grupo Centro de Nuevos Creadores.
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riencia individual? El espectador puede ser un intérprete avisado, incluso un experto en las continuas «transgresiones» propuestas por un teatro experimental que puede considerarse, a estas alturas, una institución «tradicional». Y, sin embargo, tal vez siga percibiendo ciertas actitudes, ciertos gestos o ciertas presencias como fuera de lo «corriente» en ese espacio escénico. Por esta razón, es necesario postular, más allá de los modos interpretativos que la experiencia haya modelado, una suerte de contrato sobreañadido a la práctica de lo teatral, un «documento» de la cultura que estipula la habitualidad-inhabitualidad de ciertos usos 5. Luego de fijar su atención en la estructura metálica que domina el frente, nuestro espectador observa que a su derecha, en las inmediaciones de lo que se supone será la escena, un barman prepara bebidas detrás de una barra. Siente el estímulo y quisiera acercarse para pedir algo, pero no sabe si está «autorizado». Las circunstancias lo han obligado a tomar conciencia de sus propios procesos de semiotización y debe decidir si esa barra se anuncia ya ficcional o si lo invita al comfort de un refresco, elección esta última que implicaría caratular el espectáculo por venir con una rúbrica limítrofe entre el teatro de sala y el café-teatro. Opta —menos mal— por permanecer donde está, entre el público. En un tono bastante poco amable, es el propio barman el encargado de explicar por qué es tan conveniente apagar los móviles para dar comienzo a la «representación» 6. Pero, justo en ese momento, un hombre y una mujer entran todavía en la sala y se sientan en primera fila. El espectador debe reacomodar nuevamente su proceso de semiosis en cuanto esas dos personas se ponen a hablar en voz alta acerca de la obra cuyo comienzo esperan. Echa un vistazo hacia ambos lados y, ahora también, hacia atrás, pues los coespectadores han pasado a ser «víctimas de su desconfianza»: ¿a cuántos de entre todos los presentes habrá que hacer pasar hacia el «otro lado» transformándolos en signo? En tanto transcurre la obra, el espectador va construyen El asunto implica, cómo es lógico, un dispositivo de memoria que trascienda lo puramente individual. Josette Féral (2005: 27-28) adopta una postura similar cuando, al preguntarse por el reconocimiento de las formas artísticas en el teatro, asume la necesidad de acudir a una dimensión colectiva de la memoria, para lo cual recurre a algunos de los clásicos desarrollos de Maurice Halbwachs (1925 y 1950). Respecto de este autor, es necesario aclarar que, si bien a su postura, en extremo sociologista, podría imputársele cierto determinismo de lo colectivo sobre lo individual, resulta esclarecedora su noción de «marcos sociales», esquemas que median los procesos individuales de memoria. De lo contrario, sería imposible explicar cómo son capaces los sujetos de rebasar sus conciencias individuales y de representarse un pasado compartido por la comunidad. Según la posición que se está delineando en este trabajo, el término «representación» debería ser tomado con ciudado en el metalenguaje teatral. En efecto, puede aludir tanto al acto de hacer nuevamente presente algún aspecto de la realidad (primacía de la mímesis reproductiva) como al de conferir, respecto de la actuación escénica, precedencia indiscutible a un texto escrito (primacía del texto escrito sobre la actuación). Opto, no obstante, por conservarlo, dado su arraigo en nuestra lengua, pero despojado de su sentido etimológico y como sinónimo, casi, de «presentación», «puesta en escena» o «juego teatral». Sobre este aspecto de lo presente en lo supuestamente representado, puede verse Bettetini (1984), o tenerse en cuenta la opción de Steen Jansen de escribir «(re)presentación» por razones que explica en estos términos: «Con esta ortografía quisiéramos dar a la palabra el sentido del término alemán “darstellen”: a la vez “representar” y “presentar” (con el matiz de “producir”)» (Jansen, 1984: 285).
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do el mundo ante sus ojos —y también detrás—. Ese mundo, que en este caso se deja atrapar lógicamente, aunque con ciertos esfuerzos interpretativos, está constituido por un juego de niveles de ficción 7, por un dispositivo de anclajes, que abarca tan pronto el «teatro dentro del teatro» como el «teatro fuera de la escena». Estamos varios años entrado el siglo xxi, en un mundo donde ya no existe el teatro. Una actriz representa ante el público (nivel extradramático) el papel de conductora de un espacio de por sí lúdico —una suerte de museo arqueológico situado temporalmente en ese futuro— que pretende mostrar a otro público (ficcional) la muerte del teatro (nivel intradramático). A decir verdad, las cosas son bastante más complejas, pues el nivel intradramático supone de por sí una actriz que, frente a un público, da lugar a una conductora-dramatizadora de la historia de por qué desapareció el teatro: el nivel intradramático se esconde inmediatamente detrás del metadramático. Los espectadores-actores desconocen totalmente las convenciones de ese extraño entretenimiento del pasado e interrumpen constantemente la actuación de la conductora, juego que da lugar a un continuo ir y venir entre niveles de ficción (intradramático y metadramático). Ahora bien, ¿cuál es el modo adoptado para narrar la historia de la muerte del teatro? La conductora explica, en este sentido, que se escenificarán ciertos hitos históricos, ciertos fracasos, que han ido degradando poco a poco eso que se llamaba «teatro». Una de esas breves representaciones, una escena de una obra de Chéjov que se halla enmarcada por la estructura metálica antes mencionada, es interrumpida por un grupo de funcionarios públicos que deben desalojar la sala por falta de pago (nivel meta-metadramático) 8. Es hora de volver a nuestro primer espectador. Al ritmo que han adquirido los hechos, la obra se ha convertido para él en un laboratorio de sus propias operaciones de semiosis y en un mecanismo para indagar la teatralidad. Al ver, por ejemplo, que barra y barman están imbuidos de ficción, pues son supuestos como parte del museo arqueológico del teatro, descubre que la ficción lo ha asaltado antes incluso de que el barman pidiera apagar los móviles, lo ha asaltado en el momento mismo en que transpuso el umbral de la sala y se sentó junto a otros espectadores-actores-ya personajes. En efecto, es capaz de comprender que, en el momento en que ocupaba su si García Barrientos (2001) ofrece un marco operativo apropiado para establecer un orden en esta imbricación de niveles. En su transposición dramatológica del análisis genettiano del relato, propone el concepto de «visión» como medio de adaptar convenientemente al teatro fenómenos tanto de la categoría de «modo» como de la de «voz». Los «niveles» encuentran lugar, justamente, como subcategoría dentro del estudio de la visión dramática (194). Sobre la base de que «cada objeto representado se encuentra, por definición, en un nivel de existencia inmediatamente superior (secundario) respecto a aquel en el que se sitúa el acto representativo que lo produce (primario)» (229), distingue los niveles: (1) extradramático (plano escénico, correspondiente al actor en tanto actor y al público); (2) intradramático (plano diegético, de la ficción); y (3) metadramático (drama dentro del drama) (231). En realidad, habría que complicar las cosas más aún, según la lógica siguiente: actriz (n. extradramático)> actriz del museo arqueológico (n. intradramático)> conductora-dramatizadora (n. metadramático)> actrices y funcionarios públicos (n. meta-metadramático)> personajes de la escena de Chéjov (n. meta-meta-metadramático).
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lla, los «espectadores» que ahora, varios años entrado el siglo xxi, interrumpen la performance de la conductora, se hallaban ya esperando el comienzo de la función del museo del teatro 9. El análisis llevado a cabo hasta aquí permite identificar dos facetas distintas en el proceso cognitivo del espectador. La primera corresponde a sus aciertos inmediatos, la segunda a sus autocorrecciones. En el primer caso, el de la estructura metálica, por ejemplo, la semiotización, la transformación del objeto en signo, se anunció, antes incluso de que se advirtiera el juego escénico, por la presuposición de teatralidad, o lo que Ubersfeld (1981a: 43-44; 1996: 77) y De Marinis (1988: 30-31) llaman «presupuesto teatral». De la activación de este componente pragmático depende el surgimiento de la ficción y aquello que se ha descripto arriba como la sustracción del entorno al dominio de las cosas, es decir, al territorio de los objetos que pueden manipularse: […] También del presupuesto básico, y del contrato correspondiente, depende ese característico estado psicofisiológico que Suvin […] definió como «una apraxia motora momentánea que lleva a una hiperpraxia ideacional». En efecto, el contrato escena-público sanciona la división del área teatral en dos zonas bien separadas: la del hacer-ver (el espacio físico del actor, capacitado para un hacer somático) y la del ver-hacer (el espacio imaginario del espectador, por regla general capacitado para un hacer cognitivo y emocional) […] (De Marinis, 1988: 31) 10.
En el segundo caso, en cambio, hizo falta un largo avance de la representación de la pieza para que se atribuyera a un acontecimiento o a un objeto el estatus ficcional: es el caso del barman detrás de la barra y de los espectadores-personajes que ya ocupaban sus sitios en el mismo instante en que el espectador ingresó a la sala. La ficcionalidad de estas presencias se advirtió solo luego de haberlas considerado tocadas por la teatralidad.
Según creo, esta ocultación de la ficción, resultante, como se verá, de una previa ocultación de la teatralidad, tiene puntos de contacto con la experimentación del «teatro invisible» de Augusto Boal. Josette Féral (2000) analiza una obra realizada según estos principios y llega a conclusiones, acerca de la teatralidad, que hemos seguido de cerca en este desarrollo. Sin embargo, debe señalarse una diferencia importante entre ambas prácticas. El teatro invisible supone evitar la totalidad del proceso semiótico del espectador, quien precisamente ignora ser un espectador hasta el final de la pieza. Solo cuando descubre, si tiene suerte, que ha sido literalmente engañado, aparece la teatralidad del acontecimiento y, tras ella, todo se devela como ficción. Por el contrario, en Pero quién mató al teatro se esconde la teatralidad solo de algunos objetos, personas y acontecimientos, de modo que la autocorrección de la semiosis no se extiende luego a la totalidad del producto. 10 A decir verdad, si se hila con mayor sutileza, como hace Jansen (1986: 7-9), habría que destinar el concepto de «presupuesto teatral» únicamente a la convención de ficcionalidad. El orden de presuposiciones que determinan la separación de sala y escena, de un espacio para los observadores y un espacio para los observados, y que generan, en definitiva, la performance, es común a muchos tipos de espectáculos y podría llamarse, por eso, «presupuesto espectacular».
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La posibilidad de explicar semióticamente este desenvolvimiento de la referencia ficcional se debe a que el paradigma peirceano, al que acudo en esta fase de la teoría, sí permite albergar ese excedente pragmático dentro de la noción misma de signo 11. La de Charles Sanders Peirce es una semiótica cognitiva, ya que su postulación obedece a la necesidad de elaborar una lógica del conocimiento y de la comprensión de la realidad; y es una semiótica pragmática, en tanto esa concepción de realidad se explica como el acuerdo de la comunidad, una suerte de contrato, en torno de las prácticas de producción de sentido. Ningún objeto del mundo llega a ser tal, es decir, un fenómeno con sentido, si no atraviesa la red de una semiosis social que lo hace devenir algo para el hombre (Sebeok, 1991: 19-21). Por ese motivo, porque nada puede ser conocido si no es semiotizado, se ha visto en su semiótica una metateoría, una teoría con alcances epistemológicos (Caivano, 1993: 22). Para Peirce, algo es un signo de otra cosa si deviene, para un sujeto intérprete, algo más allá de lo presente 12. El signo es una relación triádica entre un representamen (lo que permanece en lugar de), su objeto (aquello en lugar de lo cual permanece el representamen) y un interpretante (ley, norma o aspecto, culturalmente compartidos por una comunidad, por los cuales es posible la conexión entre el representamen y el objeto). El interpretante, función activada por el sujeto, resulta de capital importancia en relación con la semiosis teatral: permite ingresar en la función signo —cosa que rechaza la aproximación greimasiana a la referencia— las convenciones culturales del teatro mediante las cuales el espectador inicia la construcción de un objeto —referente— ficcional 13:
11 Para un acercamiento a la semiótica de Peirce, me han sido de utilidad Eco (1979: 41-72 y 1997), Magariños de Morentín (1983), Sini (1985: 13-81), De Toro (1987: 87-127), Deladalle (1990), Sebeok (1991), Caivano (1993), Savan (1994), Whiteside-St. Leger Lucas (1994), Zecchetto (1999) y, sobre todo, Marafioti (2004). 12 Entre las muchas definiciones de signo que ofrece Peirce, hay una que ha tomado casi el rango de clásica: «Un signo o representamen es algo que está para alguien en lugar de algo en cuanto a algún aspecto o capacidad. Se dirige a alguien, es decir, crea en la mente de esa persona un signo equivalente o, quizás, un signo más desarrollado. Al signo que crea lo denomino interpretante del primer signo. Este signo está en lugar de algo que constituye su objeto. Está en lugar de ese objeto no en cuanto a la totalidad de sus aspectos, sino respecto de una especie de idea, que a veces he denominado el ground de la representación» (en Eco, 1979: 42). 13 Como se observa en la figura 2, identificar el representamen con el conjunto sígnico de la actuación escénica, y el objeto con el mundo ficcional, implica trascender el atomismo que caracterizaba a las primeras aproximaciones semióticas derivadas de la teoría de Peirce, como ya había hecho el mismo Peirce por otra parte. A pesar de las quejas de Iuri Lotman (1984: 21-22) contra este tipo de artificio consistente en tratar al texto como si fuera un signo, creo que el procedimiento sigue resultando válido con los fines de clarificar el acto de semiosis global como proceso. Petöfi (1975: 86-107; 1982; 1984) ha ido elaborando a lo largo de varios trabajos un triángulo sígnico que pretende extender el análisis de la significación desde la partícula del signo hacia la totalidad del texto. Reconvierte, con este objeto, el concepto de plano de la expresión y los términos fregeanos de sentido (Sinn) y referencia (Bedeutung) a la naturaleza plural que supone la producción de sentido a nivel textual: manifestación textual lineal, estructura de sentido y estructura de conjunto referencial. Albaladejo (1986: 41-45) adapta convenientemente este modelo de la teoría del texto al estudio de los mundos posibles literarios. Subyace, pues, a las operaciones que aquí se han realizado a partir de la semiótica de Peirce, una adaptación análoga.
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Figura 2 resemiotización hacia el mundo
objeto (mundo ficcional)
interpretante (reconocimiento de la teatralidad)
representamen (actuación escénica)
Como puede apreciarse en la figura punteada, el enfoque da cuenta también, aunque como práctica interpretativa no obligada, de la posibilidad de conferir a la ficción un sentido para lo que se considere mundo real: la obra analizada puede significar, por ejemplo, un lamento ante la situación del teatro en el horizonte actual de nuestra cultura. Pero ese proceso de resemiotización ha debido partir de una semiosis teatral cuyo primer resultado —primero desde un recorriro lógico, no necesariamente cronológico— es la ficcionalidad. 2. La teatralidad en la tradición mimética El concepto «teatralidad» surge en la teoría del siglo xx para tratar variadas cuestiones que, de un modo u otro, implican siempre una determinada noción sobre el teatro. Según Josette Féral (2003: 12), las primeras apariciones del término se producen en ruso —teatralnost— y se registran en los escritos de Evreinov (1908) y de Meyerhold. A partir de entonces, el término crece en polivalencias y se carga de múltiples resonancias. Pero podemos identificar, igualmente, ciertas tendencias dominantes de pensamiento. Una de ellas se empareja con la antigua metáfora del theatrum mundi y se sirve de la noción de teatralidad para hablar de la vida desde las más diversas perspectivas, como sucede en los abordajes sociológicos de Erving Goffman (1959) y de Jean Duvignaud (1965: 80-105), que encuentran en «lo teatral» un modelo propicio para estudiar las ritualizaciones del comportamiento social. La otra
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tendencia, en cambio, intenta encontrar lo que constituiría lo más propiamente teatral dentro del teatro y se propone, de ese modo, una tarea comparable a la que los formalistas rusos emprendieron con la «literariedad» (Pavis, 1996: 434; Rozik, 2000: 11-12). En relación con esta segunda línea de pensamiento, es importante destacar que esos intentos de atrapar conceptualmente lo que define la teatralidad del teatro supusieron, por lo general, dar preponderancia a alguno de los componentes del fenómeno en detrimento de otros. Por la misma época en que comenzaron a gestarse las propuestas teóricas sobre la especificidad teatral, se producía la lucha por abolir lo que De Marinis (1988: 37, 151, 218) llama el «textocentrismo» típicamente occidental y por lograr, así, la autonomía del teatro respecto de la literatura 14. Como resultado de la confluencia de ambos problemas, tal vez sea por la «necesidad» de afirmar la autonomía del teatro respecto de la literatura que buena parte de las aproximaciones a lo específicamente teatral hacen un primer plano de la materialidad que constituye la escena y relegan, en cambio, aquellos aspectos, como la palabra, que permitirían vincular al teatro con las instituciones de las que intentaba desasirse del todo: la literatura y su teoría. Pero lo más significativo del caso no es ese desplazamiento del lenguaje verbal sino que —como puede apreciarse en lo que hacen Roland Barthes (1954) 15 desde la semiología y Antonin Artaud (1931) desde la especulación artística— la búsqueda de la esencia de lo teatral comienza por hacer a un lado la tradición textocéntrica y termina por afectar también a la tradición mimética 16. En 14 Para una síntesis del desarrollo de esta disputa entre textocentrismo y escenocentrismo en el campo de los estudios teatrales de orientación semiótica, puede verse Roberto Canziani (1984), José Luis García Barrientos (1991: 25-36) y María del Carmen Bobes Naves (1997). 15 La definición de Barthes se encuentra dispersa en un ensayo crítico sobre el teatro de Baudelaire y es, por eso mismo, lacónica y fragmentaria, características que probablemente han contribuido a su celebridad: «¿Qué es la teatralidad? Es el teatro sin el texto, es un espesor de signos y sensaciones que se edifica en la escena a partir del argumento escrito, esa especie de percepción ecuménica de los artificios sensuales, gestos, tonos, distancias, sustancias, luces, que sumerge el texto bajo la plenitud de su lenguaje exterior» (Barthes, 1954: 50). Y luego introduce otra definición que aclara más esa idea de teatralidad que antepone lo visual a la palabra, lo sensitivo a lo interpretativo y lo puramente performativo a la producción de ilusión: «Así podemos adivinar que Baudelaire poseía el agudo sentido de la teatralidad más secreta y también más turbadora, la que sitúa al actor en el centro del prodigio teatral y constituye el teatro como el lugar de una ultraencarnación, en la que el cuerpo es doble, a la vez cuerpo viviente procedente de una naturaleza trivial, y cuerpo enfático, solemne, helado por su función de objeto artificial» (52). 16 En la descripción fascinada que hace Artaud del teatro balinés, esos dos órdenes de cosas donde se cifra la existencia de un «teatro puro» se observan con claridad si se ponen en contacto estos pasajes: «Los balineses expresan con apretado rigor la idea del teatro puro, donde concepción y realización se amalgaman y cobran valor de existencia por la intensidad de su objetivación en escena para demostrar la total preponderancia del director, cuya libertad y poder de creación le permiten prescindir de la palabra» (Artaud, 1931: 47). «En un espectáculo como éste, no encontramos relación alguna con el entretenimiento, idea de una diversión artificiosa e inútil que domina a nuestro teatro. Las obras balinesas se desenvuelven en toda su vitalidad en el núcleo de la materia, de la vida y de la realidad; hay en ellas algo de la estructura ceremonial de un rito religioso, pues eliminan en el espectador cualquier noción de simulación, de ridícula y servil imitación de la realidad» (53). Si bien Artaud identifica aquí la ilusión teatral con la mímesis puramente imitativa, su idea de una suerte de «ficción pura», desasida de cualquier función representativa de lo real, implica también evitar la construcción de mundos imaginarios
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efecto, si se trata de hallar un componente que exprese la esencia misma de la teatralidad, estas posturas lo identifican con lo puramente performativo, con esa especie de «aura» de extracotidianeidad que cubre a las presencias en escena y que el teatro comparte con otras artes —como la danza— y con manifestaciones culturales no estrictamente artísticas —como el ritual—. Tanto la corriente que utiliza una idea del teatro para preguntarse por la vida como la que entiende a la teatralidad en cuanto especificidad del propio fenómeno teatral, han recibido duras críticas. En el primer caso —arguye Rozik (2000)— cuando la identificación de teatro y vida se lleva al extremo, tiende a hacerse de la «teatralidad» un término vacío y la propia noción de teatro cae en la inutilidad. En el segundo caso —opina Pavis (1996: 434)—, concebir que existe un componente en que se cifra lo más específicamente teatral supone una noción del teatro totalmente ajena a las variables de historia y cultura, y roza, por esa razón, los cauces del idealismo. Por nuestra parte, tomaremos distancia de ambas tendencias, pero no tanto porque las consideremos deficitarias sino porque el objetivo de este capítulo es otro. La utilización de ciertos saberes sobre lo teatral ha aportado importantes perspectivas a los estudios socio-antropológicos sobre los aspectos ritualizados de la sociedad, y la figura de Artaud se vuelve de suma importancia si no se leen sus textos como búsqueda de una esencia transhistórica de la teatralidad sino como intento de fundar una determinada teatralidad. Desde este punto de vista, la de Artaud ocupa un papel central entre las varias poéticas que generaron novedosas prácticas teatrales a partir de las vanguardias históricas y que procuraron, en definitiva, rediseñar el modo de comprender el teatro, y su vínculo con las instituciones ficcionales, apartándose de la tradición mimética y del dispositivo cultural que esta contribuyó a modelar. Por esa razón, cuando las aproximaciones teóricas a la noción de teatralidad se fundan en la necesidad de explicar este tipo de proyectos artísticos, redimensionan el concepto de modo coherente con el objeto que abordan: relativizan el lazo entre la teatralidad y la producción de ilusión, ponen el acento en la presencialidad material del fenómeno escénico y acercan el concepto de teatralidad al de «performatividad» (Cornago Bernal, 2003: 21-27; 2005). En cambio, el propósito con que este capítulo se acerca a la noción de teatralidad corre parejo con lo que venimos diciendo sobre la institución «teatro» como espacio cultural relativamente autónomo, y sobre la ficcionalidad como pivote de esa autonomía. La aproximación al concepto no se apartará, por el promotores de ilusión. La manera de llevarlo a cabo, como se infiere del último pasaje citado, es impedir que los actores se desdoblen en típicos personajes de teatro y exhibir, de ese modo, la «persona» misma, pero en proceso de extrema espiritualidad, de manera que, sumergida en un estado mágico-ritual, se sustraiga al territorio de lo cotidiano. El proceso intenta transgredir las fronteras institucionales de los dominios de la ficción e imponer un modelo cultural que no establezca diferencias entre el arte y otras experiencias vitales. De modo que lo que empieza por proponer una autonomización del teatro respecto de lo literario termina por proponer la desautonomización del teatro en una cultura que no establezca límites entre la verdad estética y la verdad del mundo, y entre la acción simbólica y la acción capaz de producir cambios reales —y trascendentes— en el mundo. Sobre estos aspectos de la poética artaudiana, pueden verse las exégesis de Jorge Dubatti (2002: 5-14) y De Marinis (2005: 34 y ss.).
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momento, de la tradición mimética que favoreció el trazado de ese dispositivo institucional. Eso es lo que motiva que se proponga un concepto de teatralidad alejado de las dos tendencias señaladas arriba. La cuestión se limitará, por un lado, al fenómeno teatral. No se explorará aquí la teatralidad de la vida sino aquello que hace que el teatro sobresalga, se recorte, de una manera u otra, de entre la continuidad de la vida. Por otro lado, junto al elemento performativo, el modelo otorgará también un lugar de importancia al estatuto de ficción, pero sin que esto implique nada parecido a una ontología formal o al rastreo de un componente que resulte esencial al teatro. Se tratará simplemente de indagar el modelo de teatralidad dominante en una tradición cultural asentada sobre el procedimiento mimético para mejor compender, entre otras cosas, contra qué pretenden actuar las teorías y las prácticas que postulan teatralidades alternativas. Si se considera resuelta la polémica sobre el estatuto del teatro a favor de su condición espectacular, como es natural hoy en día, la ficcionalidad puede cumplir un papel importante para establecer ciertas fronteras entre el teatro y otras artes escénicas. Así lo atestiguan, por ejemplo, las diferenciaciones que establece Pavis (1995: 46-50) entre las «artes del cuerpo» bajo los calificativos de teatro, mimo, danza y danza-teatro, y la inseparabilidad de la dupla mímesis-teatralidad en los escritos de Josette Féral (1988, 2000). Respecto de esta investigadora —debo declarar—, buena parte de este apartado tiene el tipo de deuda que se genera cuando encontramos que alguien ha dicho con lucidez y de modo atractivo lo que nuestro pensamiento columbra desde hace un tiempo, pero no acierta todavía a definir con tanta claridad. Lejos de pretender una delimitación precisa entre las artes escénicas, delimitación que sería además incongruente con la praxis actual del espectáculo, se intentará, sin embargo, avizorar por qué, desde el punto de vista de un espectador habituado al teatro, las producciones de tipo más bien performativo, la danza-teatro u otros tipos de espectáculos en que domina la fragmentación, se acomodan a una teatralidad —digámoslo así— menos prototípica. Esta explicación no alcanzará a sugerirse más que de manera negativa, por contraste implícito respecto del modelo dominante de teatralidad, que demandará la totalidad del desarrollo. Se perfilará, pues, un concepto de teatralidad ligado a los hábitos que configura en un espectador la calidad de los contratos que nuestra cultura ha propiciado, de modo dominante, con la escena de teatro. El concepto intentará rehuir, por lo tanto, de los cauces del esencialismo. Retomando el análisis del caso propuesto en el apartado anterior, se insistirá, además, en una noción no ontológica de la ficción teatral. Antes de pasar al análisis, convoco el modo en que Josette Féral define la teatralidad: [La teatralidad] no es una cualidad (en sentido kantiano) que pertenezca al objeto, al cuerpo, a un espacio o a un sujeto. No es una propiedad preexistente en las cosas, no está a la espera de ser descubierta y no tiene una existencia autónoma, solamente es posible entenderla y captarla como proceso. [...] Tiene que ser concretizada a través del sujeto —este sujeto es el espectador— como un punto inicial del
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proceso, pero también como su final. Es el resultado de una voluntad definida de transformar las situaciones o retomarlas fuera de su entorno cotidiano para hacerlas significar de manera diferente (Féral, 2003: 44).
Del caso que se expuso en el apartado anterior, pueden extraerse ciertas conclusiones acerca de la composición del proceso singular de semiosis que un espectador despliega apenas presupone estar ante la teatralidad. Presentaré estas conclusiones en tres parejas conceptuales. Teatralidad-ficción La teatralidad, la evidencia de que ocurrirá el teatro, es generalmente un hecho anterior a la representación misma y condición indispensable de la ficción. El reconocimiento de que algo pertenece al dominio del teatro suele aparecer en el espectador según se apropie, mediante ciertos indicadores pragmáticos, de las prácticas culturales de lo uno o de lo otro, de lo cotidiano o de lo teatral. Dimensión pragmática del signo, la teatralidad supone la ficción y, por eso, la provoca mediante un proceso semiótico de desrealización, desdoblamiento, denegación. Como indica la insistencia en el prefijo, la semiosis teatral consiste en un fenómeno de sustracción de la cotidianeidad del objeto, común a las otras artes de la performance, pero lo hace ingresar además en un movimiento aditivo: le otorga como «valor añadido» la referencia ficcional. Así pues, el estatuto ficcional de los elementos constituyentes de la escena no es algo que necesariamente se encuentre inscripto en ellos, no es un rasgo que pueda delegarse a las operaciones de una ontología. Contrariamente a lo que parece defender Ubersfeld (1996), no siempre hay rasgos del diálogo teatral que conlleven la marca de lo artístico. Tampoco hay de modo obligado técnicas extracotidianas de actuación, como creen algunos seguidores de Eugenio Barba 17. La catadura ficcional del barman y de los espectadores del museo del teatro fue resultado de una atribución del intérprete; y esta se llevó a cabo, bien avanzada la puesta en escena, solo cuando barman y espectadores se integraron al mundo ficcional desplegado por una escena ya tocada por la teatralidad. Ficción-narratividad ¿Pero qué habría pasado con nuestro intérprete si la relación entre los sucesos de la escena, las acciones del barman y las de los actores ubicados en la sala, no hubiera entrado en los cauces de ningún tipo de «lógica» narrativa más o menos aceptable? ¿Qué sucede cuando la disposición de los hechos no permite la integración «cohe17 Por ejemplo, Franco Ruffini en un artículo que escribe en colaboración (Ruffini y Taviani, 1988).
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rente» del acontecer escénico en un mundo ficcional? El espectador busca ese mundo, seguramente, guiado por su presuposición de teatralidad y, al no hallarlo, al no dar con las reglas de alguna lógica interna de las acciones, reacomoda sus iniciales expectativas y se dispone a gozar de un espectáculo, de menor prototipicalidad teatral probablemente, que no se asienta del todo sobre la semiosis del desdoblamiento. La narratividad es un supuesto de la teatralidad en tanto consolida —termina de consolidar— la emergencia de la ficción. La ficción es más ilusoria cuando conforma mundo y un mundo no termina de redondearse si no puede ser relatado. Cabe aclarar que entiendo por «narratividad» aquello que sería objeto de una narratología general y no de una narratología restringida al modo narrativo de enunciación 18. En relación con el modelo dominante de teatralidad, la capacidad de la representación teatral para configurar una fábula permite explicar, por ejemplo, la atribución de ficcionalidad al barman. El acto de enunciación que profiere al demandar el apagado de celulares es investido de ficción cuando se encuentra el lazo que lo adhiere a la coherencia de los hechos. Es decir, para un suceso que no había sido considerado como ficcional, se produce una especie de «contagio» sobre la base de la «lógica» narrativa que subyace al mundo ficcional. No creo que esto signifique que la ficcionalidad pueda subordinarse a una propiedad inherente a la estructura profunda de la representación, pues ningún contagio habría sin la presuposición de teatralidad, que inaugura todo el proceso. Teatralidad-performance Unas pocas palabras acerca de lo que denomino performance. No me refiero con ella a un género singular, como el llamado performance art, sino al componente propiamente presencial de las «artes del cuerpo» y, en consecuencia, a lo que constituye el modo de enunciación del teatro y de otras prácticas escénicas, que establecen entre espectadores y performers lo que Dubatti (2003: 9-66) ha nombrado con la feliz expresión de «convivio». En tanto el mostrarse del artista, el concepto de performance se liga directamente a la copresencia entre hacedor y espectador: lo que se muestra se exhibe para alguien y el espectador debe estar en condiciones de reconocerlo. Muchas veces se ha identificado a la performance teatral con la pura mostración del artificio, con la mera exhibición del actor que distancia —o anula— la aparición del personaje (vid. infra, VII). Sin embargo, en el modelo dominante de teatralidad, según creo, el componente performativo no puede separarse del entramado semiótico que contribuye a generar. Es decir, en el modelo dominante de teatralidad, la performance escénica produce una presencia ficcional. Introduzco este asunto someramente porque así lo requiere el modelo de teatralidad, pero todo lo relativo a la relación ficción-narratividad se explicará con mayor detalle más adelante (vid. infra; VII y VIII). 18
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Concebido como convención cultural, el modelo dominante de teatralidad se vincula a —y genera— lo más prototípicamente teatral para los usuarios de la cultura. En las instancias singulares de expectación, la teatralidad se activa como una presuposición y se ubica en el inicio de un proceso especial de semiosis en que se articulan, como componentes supuestos por la teatralidad, el reconocimiento de la performance, la atribución del estatuto de ficcionalidad y la construcción de una fábula —o, al menos, de una incipiente situación narrativa— que dota de algún tipo de coherencia al mundo ficcional. En el interior de este entramado semiótico, la performance hegemónicamente teatral es mostración de la presencia ejecutante del actor y, a la vez, pero sin confundirse con ella, de la presencia ficcional del doble. Si volvemos en este punto a nuestra anterior formulación de la semiosis teatral en términos peirceanos, se comprenderán las ventajas que aporta el modelo para cumplir con los requerimientos que venimos reclamando de una teoría de la ficción (vid. supra; III.3): incorporar los procesos cognitivos que realiza el espectador en tanto individuo y no perder de vista como horizonte epistémico la dimensión pragmático-institucional —y por tanto colectiva— del fenómeno. Para la «sutura» entre ambos aspectos, para un arreglo entre lo cognitivo y lo institucional, entre lo individual y lo colectivo, resulta primordial la noción de interpretante. La semiótica de Peirce es tan abundante en categorías y distinciones que no conviene perderse en ella, y esta afirmación debe tomarse aquí como válida para nuestro uso de la noción de interpretante. Nos restringimos, pues, a ciertas especificaciones que hace Peirce acerca del «interpretante final», por las cuales el término se define, en primer lugar, como un «hábito». En tanto hábito, el interpretante es una «regularidad de comportamiento en un intérprete» (Eco, 1979: 63) y, puesto que las regularidades de que hablamos atañen a la interpretación, el interpretante es una regularidad de comportamiento semiótico: «un hábito de atribuir un objeto a un representamen» (Deladalle, 1990: 103). Así pues, se justifica plenamente el modo en que antes explicamos la semiosis ficcional en el teatro. Dado que es preciso poseer de alguna manera la noción de teatralidad para iniciar el proceso semiótico, la teatralidad es un hábito adquirido y funciona a nivel del interpretante: la teatralidad es el hábito de atribuir una presencia ficcional —objeto— a las presencias actuantes en escena —representamen—. En este sentido, también podría decirse de la teatralidad que es una clase de esos esquemas o modelos cognitivos que, según Eco (1997: 143-144), «suelen querer dar razón de fenómenos como la percepción y el reconocimiento de objetos y situaciones». Ahora bien, Peirce se pregunta cómo es posible que diversos individuos coincidan en sus procesos de semiosis y, para dar una respuesta al problema, introduce un segundo sentido del interpretante final: el interpretante surge también del acuerdo de una comunidad, y la cultura puede concebirse, entonces, como un dispositivo capaz de organizar «sistemas de interpretantes institucionalizados» (Deladalle, 1990: 105).
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En este orden de cosas, la teatralidad es una convención y genera, en los usuarios de la cultura, hábitos —o modelos cognitivos— que estos ponen en funcionamiento para acercarse al teatro. Y, por estas mismas razones, el modelo dominante de teatralidad está sujeto a las determinaciones de la historia, no pertenece al ámbito de la ontología sino al de lo prototípico y suele convivir con otras teatralidades que pueden querer reformularlo.
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VII Mímesis como producción. Procesos específicos del teatro En una aproximación filosófico-antropológica al teatro, Henri Gouhier se acerca bastante a la postura básica de este trabajo en cuanto a la centralidad que debería ocupar la producción misma de la ficción en el marco de los estudios teatrales. La respuesta a la pregunta por el fin de la obra, que atañe evidentemente al siempre discutido problema de la función del arte, se alcanza, según Gouhier, si se ponen en relación dos fases de la experiencia del teatro. La diversión que el espectador busca en la obra, esa «finalidad sin fin», reside en el desvío de la vida cotidiana sumado a la satisfacción producida por ese desplazamiento. Para el autor, en cambio, la finalidad de la experiencia consiste en la perfección de la obra en sí, en su terminación. Pero, puesto que la obra no está terminada sin la escenificación ante un público, la perfección inmanente a la obra depende de la finalidad del teatro para el espectador, es decir, de la satisfacción del desplazamiento. De allí que la cuestión de la «finalidad esencial» del drama deba situarse en los medios por los cuales el espectador alcanza una satisfacción que no podría hallarse fuera del teatro. Ese placer del público ante la escena no encuentra su origen en las ideas suscitadas por la obra o en lo que esta puede decir acerca de la realidad, sino en la «metamorfosis» del actor en personaje, en la materialización del personaje, en la presentación de la ficción (Gouhier, 1962: 17-23). La obra alcanza su fin cuando hace existir al personaje, cuando «añade mundos al mundo» según una exigencia propia de la actividad artística. La existencia del personaje es de naturaleza histórica y es la que asegura su supervivencia, a lo largo del tiempo, en el mundo de la cultura:
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Su modo de existir es el de la resurrección: los personajes de teatro son existencialmente resucitables; es por esa exigencia, con esa exigencia y para esa exigencia que habitan el mundo de la cultura donde reside el espíritu (33).
La posición fundamental que atribuye a la instauración de lo ficcional como finalidad de la obra lleva a Gouhier a cuestionar, en un capítulo aparte (1962: 3461), el concepto de mímesis en la Poética de Aristóteles. Tras una lectura consistente en ligar las nociones de mímesis —entendida como imitación— y de verosimilitud —entendida como lo posible respecto de la realidad—, desacredita la teoría aristotélica de la obra poética puesto que no permite explicar cómo la obra de teatro, al margen de la mímesis-imitación, da origen a la existencia de un mundo imaginario: Sófocles impone la existencia de Edipo y de los que con él forman un mundo. Ahí están. No pensamos preguntarnos si su historia es posible o no, puesto que lo es. Lo que produce el arte del dramaturgo no es una impresión de verosimilitud, sino ese sentimiento de presencia que precisamente nos dispensa de plantear la cuestión de la verosimilitud. Así, en la medida en que anima personajes que existen, el autor teatral crea esa situación muy bien descrita por Aristóteles cuando encara el caso de un drama que imita una acción realmente acaecida y que por ese hecho descarta hasta la posibilidad de su imposibilidad (50).
Más tarde será oportuno volver a este problema del contraste, establecido por Gouhier, entre la presencia escénica que dota a la ficción de existencia y el concepto de verosimilitud. Por el momento, interesa la comprobación, una vez más, de que una teoría que parta de la mímesis en términos de reproducción no alcanza a dar cuenta de la ficcionalidad como producto fundamental de la práctica teatral. Mientras que, por este motivo, Gouhier se ve obligado a abandonar la poética aristotélica y desplazar las nociones de mímesis y verosimilitud, la solución buscada en este trabajo corre por otra vía: en la medida en que pueda rastrearse en la Poética un concepto no reproductivo de la mímesis, las mismas nociones de mímesis y verosimilitud permitirían explicar el surgimiento de un mundo ficcional. Tan pronto como se advierte que la mímesis, en tanto condición de toda obra artística, se halla desde el inicio de la Poética vinculada al concepto de poíesis, se hace evidente el sentido activo que debe conferirse al término: Hablemos de la poética (poietikês) en sí y de sus especies, de la potencia (dýnamin) propia de cada una, y de cómo es preciso construir las fábulas (synístasthai toùs mýthous) si se quiere que la composición poética (poíesis) resulte bien, y asimismo del número y naturaleza de sus partes, e igualmente de las demás cosas pertenecientes a la misma investigación, comenzando primero, como es natural, por las primeras.
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Pues bien, la epopeya y la poesía trágica, y también la comedia y la ditirámbica, y en su mayor parte la aulética y la citarística, todas vienen a ser, en su conjunto, imitaciones (miméseis) (1447a 8-16) 1.
No solo la insistencia semántica en lo dinámico y productivo —dýnamin, synístasthai—, sino el hecho de que el propio concepto de poíesis aluda aquí más al acto de composición del poeta que al resultado de su hacer —en tanto factura—, confieren, por relación sintáctica, toda la carga activa de la producción a la noción de mímesis: la mímesis es el rasgo distintivo de esa actividad que es el hacer 2 no únicamente poético, sino artístico en general 3. Si en su versión reproductiva la mímesis adquiría estrechas vinculaciones con el concepto de referencia a la realidad, una noción productiva de la mímesis pone el acento en la actividad semiótica como origen de la referencia ficcional. La mímesis tiene en la ficción su producto y, por lo tanto, no puede ser reducida a la inmediata remisión de la obra de arte a lo que se considere realidad, sino que es primeramente la actividad de conformación de mundos ficcionales y, solo en segunda instancia, el establecimiento de lazos entre estos y el mundo real. La mímesis, así entendida, es la marca caracterizadora de los procesos de semiosis activados en cuanto se da el reconocimiento de lo culturalmente dispuesto como práctica ficcional. La teoría del teatro no ha sido ajena a esta consideración de la mímesis como producción de ficción. Pero, en general, en su válido intento de ahondar en lo que distingue a las prácticas teatrales de otros dominios artísticos, la noción de mímesisproducción ha quedado circunscripta dentro de lo que atañe a los procesos de semiosis específicos del teatro. Puesto que en este trabajo se le dará un alcance de mayor amplitud, se hacen necesarias ciertas aclaraciones. Como sucede habitualmente, hay que remitirse otra vez a la Poética. Luego de presentar la mímesis como rasgo constitutivo de las artes, Aristóteles introduce los criterios mediante los cuales pueda llevarse a cabo una taxonomía. Estos son —ya es bastante conocido— los medios, el objeto y el modo de la mímesis (1447a 16-19). «[...] Puesto que los que imitan imitan a los hombres que actúan» (1448a 1), el obje Aquí, lo mismo que más adelante, los agregados de la transcripción latina del griego son míos. Así traduce García Yebra una nota de G. F. Else a su versión inglesa de la Poética: «A través de la teoría de Aristóteles, la poiêtikê, “Arte poética”, se concibe activamente; poiêsis, el proceso real de composición... es la activación, la puesta en obra de la poiêtikê. [...] Hay que recordar también que estas palabras [poiêtikê y poiêsis], lo mismo que poiêtês “poeta”, se forman directamente sobre poiein “hacer”. Al griego, su lengua le recordaba constantemente que el poeta es un hacedor» (en García Yebra, 1974: 243). Como se observa en el pasaje citado, la mención de la aulética y la citarística extiende la mímesis hacia el terreno de la música aunque con ciertas restricciones. Más adelante sucede lo mismo con la danza (1447a 26-27; 1448a 9-10) y la pintura (1447a 18-20; 1448a 4-5; 1450a 26-29; 1450a 39 ss.; 1454b 10-11; 1460b 8-9; 1460b 31-32; 1461b 12-13). En este sentido, puede considerarse que la Poética, junto con el corpus platónico, tiene la dimensión de texto inaugural de la diferenciación de la esfera artística respecto de otras áreas de la praxis cultural; y es significativo que la conceptualización de la mímesis sea pivote y centro de tal diferenciación (vid. infra; IX).
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to de «imitación» permite diferenciar la tragedia y la epopeya, por un lado, pues «imitan» a los hombres mejores de lo que son, de la comedia, por otro, que «tiende a imitarlos peores» (1448a 1-19). No resulta tan relevante, en este caso, la diferenciación que la categoría de objeto permite establecer cuanto el rasgo común a los tres géneros, el conducto unificador, que hace posible considerarlos un bloque antes de aplicar el criterio clasificatorio. La mímesis es el concepto englobante de unas prácticas cuyo vínculo es el «imitar a los hombres que actúan» (práttontas). Esta relación entre la mímesis y la acción de los personajes se refuerza constantemente en el texto aristotélico ya por la inmediatez de ambos términos en la expresión «mímesis práxeos» (1449a 24) ya por la equivalencia semántica entre mímesis, myˆthos y pragmáton sýstasis: Pero la imitación (mímesis) de la acción (práxeos) es la fábula (myˆthos), pues llamo aquí fábula a la composición de los hechos (sýnthesin tôn pragmáton) (1450a 3-5).
La mímesis que produce una fábula, historia o diégesis —en el sentido de la moderna narratología— es una actividad semiótica que atraviesa tanto lo que, desde nuestra perspectiva actual, consideramos teatro como lo que catalogamos narrativa. El alcance de la categoría de mímesis de acuerdo con el objeto de producción es, pues, transgenérico y, como veremos, transmodal. En efecto, ha sido el criterio taxonómico de modo el que prevaleció, en la tradición occidental, para una demarcación de límites entre las prácticas ficcionales literarias; así como una suerte de resurrección de la categoría de medios de «imitación», que puso el acento en lo espectacular del teatro, se vio ligada a la autonomización teórica del drama respecto de la literatura, promovida por los directores de escena desde fines del siglo xix y adoptada —aunque no sin discusiones— por la semiótica teatral desde 1930 aproximadamente 4. Esta problemática excede lo que se pretende tratar aquí, pero puede verse en un estudio de García Barrientos la ductilidad con que siguen operando las categorías aristotélicas en cuestión para una confrontación de las distintas prácticas artísticas (1991: 21-33). Si, como se ha dicho, el criterio de objeto permite acercar epopeya, tragedia y comedia en tanto dan lugar a una fábula, la comparación del modo en que cada una de ellas produce la ficción permite una nueva agrupación distributiva. La epopeya puede «imitar las mismas cosas», pero «narrándolas (ya convirtiéndose hasta cierto punto en otro, como hace Homero, ya como uno mismo y sin cambiar)»; mientras que la comedia y la tragedia lo harán «presentando a todos los imitados como operantes y actuantes» (Aristóteles: 1448a 20-24). Sobre la base del criterio de objeto de la mímesis, Paul Ricoeur (1987: 92) sostiene la posibilidad de hablar de relato en Una buena evaluación de lo que, en general, significó esta reacción escenocentrista de la semiótica teatral en el marco de una larga tradición poética que trataba al drama como uno más de los géneros literarios, puede leerse en Bobes Naves (1997).
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sentido amplio, en tanto concepto abarcativo de toda textualidad cuyo contenido, independientemente del modo de expresión 5, sea una fábula. En cuanto se toma en cuenta, por el contrario, el modo de expresión, o concretización discursiva, por parte de la voz de un narrador, surge la especificidad de la narración en sentido estricto y su oposición respecto de otras manifestaciones de la narratividad, como el teatro. Mathieu Colas (1986), por su parte, ha hecho extensiva esta clasificación del relato a las disciplinas que lo tienen como objeto. Una narratología general —a lo Ricoeur— contrasta, desde este punto de vista, con las teorizaciones que abordan la narratividad sin despegar el ojo de sus distintas concreciones discursivas —narratología restringida de Genette vs. «dramatología», según el término acuñado por García Barrientos (1991: 13-15)—. Puesto que, en su origen, los conceptos de objeto y modo se encuentran estrechamente ligados a la noción de mímesis —medios, modo y objeto son categorías de la «imitación» (Aristóteles: 1447a 16-19)— me siento autorizado a devolver a su punto de partida las diferenciaciones que Ricoeur establece para el relato. En consecuencia, se propondrán dos alcances de la idea de mímesis como producción de ficción. El primero, el más explotado por una teoría teatral casi siempre atenta a la singularidad de su objeto, permitirá indagar los procesos por los cuales un fenómeno escénico da lugar a la ficción —mímesis del modo teatral (MMt)—. El segundo, independiente del modo de expresión propiamente teatral, intentará explicar los mecanismos semióticos que permiten al espectador construir un mundo ficcional a partir de la diégesis —mímesis transmodal (MT)—. Dedicaremos este capítulo a la mímesis propia del modo teatral y el siguiente a su dimensión transmodal. En el momento de encontrar un rasgo distintivo entre el teatro y otros fenómenos artísticos, García Barrientos recurre a la noción de mímesis en un sentido bastante próximo al que se ha esgrimido arriba. Retoma el postulado aristotélico sobre el modo relativo a la tragedia y la comedia —«“presentación” de los “imitados” como “actuantes”»— y concluye en que puede analizarse ese enunciado en dos clases de componentes: una pareja de términos —personajes «imitados» y actores— y una operación que los relaciona —la mímesis— (1991: 64-75). La mímesis (MMt) sería, pues, de acuerdo con las categorías que hemos ido eslabonando, la actividad de producción de una referencia ficcional mediante el modo propio del teatro y se presenta, por lo tanto, con un sentido estrechamente vinculado, casi equivalente, al de semiosis teatral: la mímesis es el proceso productivo por cual el con Aunque, al servirme aquí de las nociones de plano de la expresión y plano del contenido, no me atengo estrictamente a las definiciones de Ricoeur, el sentido permanece estable. Obsérvese que al introducir los aportes de la narratología de base estructuralista se hace necesario, con el fin de mantener la coherencia de la propia teoría, readecuar los conceptos que se han venido utilizando. Si a partir de la noción de signo de Peirce, utilizada en su momento para dar una explicación pertinente a los insumos pragmáticos de la semiosis teatral, la relación entre juego escénico y mundo ficcional se definió en términos de representamen (signo) y objeto (referente), desde este otro marco conceptual tal relación se explica por la vinculación de plano de la expresión y plano del contenido.
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junto de presencias actuantes es semiotizado para dar paso a un mundo ficcional. Ya no se trata solo de esa duplicidad inicial de actor y personaje sino de la extensión, de conjunto a mundo, de la semiosis del desdoblamiento a todo elemento integrante del juego escénico: La convención teatral puede definirse como «imitación (re)presentativa» e importa resaltar sobre todo el desdoblamiento irreductible que impone a los elementos afectados por ella (García Barrientos, 1991: 72).
Hace falta un metalenguaje que dé cuenta de este doble estatuto de todas las unidades de análisis: actuantes, espacio, tiempo. García Barrientos reserva el apelativo de dramático para todo lo relativo a la acción ficcional resultante del modo de expresión propiamente teatral, de manera que el plano del drama resulta un intermedio entre la presencia escénica y una fábula abstraída metodológicamente de su concretización discursiva: La escenificación engloba el conjunto de los elementos (reales) representantes. La fábula o argumento sería el universo (ficticio) significado, considerado independientemente de su «disposición discursiva», de la manera de representarlo. El drama se define por la relación que contraen las otras dos categorías: es la fábula escenificada, es decir, el argumento dispuesto para ser teatralmente representado, la estructura artística (artificial) que la puesta en escena imprime al universo ficticio que representa (2001: 30).
Esta estratificación en diferentes planos de análisis es la que permite explicar de modo coherente el funcionamiento de las unidades de sujeto actuante, de espacio y de tiempo. En el esquema que sigue (figura 3) se presentan —en cursiva— las categorías propuestas por García Barrientos (2001: 82-84, 124-127 y 154-157) en correlación con las nociones con que ha venido operando este trabajo. Tal vez haga falta aclarar que, aunque el aparato conceptual expuesto se disponga en un dispositivo de tres planos, se mantiene lo dicho respecto del doble estatuto de los elementos intervinentes en una semiosis teatral que responde a la lógica del desdoblamiento. He incluido el tercer plano, no obstante, posiblemente un poco a destiempo, con el fin de presentar de una vez, en una marco integrado, las categorías operativas tomadas de García Barrientos y su relación con la mímesis transmodal (MT) que será objeto del próximo capítulo. Pero en lo que atañe a la semiosis propiamente teatral, a la mímesis como producción de ficción en el teatro, bastaría con la relación entre escenificación y drama. Anne Ubersfeld sostiene también la idea de que los signos de la puesta en escena poseen un «doble estatuto». El signo de una representación escénica es, a la vez, «signo de otra cosa», de un ausente, de la ficción, en el sentido en que aquí se ha definido el signo a partir de Peirce; y, por otro, es signo de sí mismo, «sin significado, análogo a un paso de danza, a una secuencia musical». El teatro pertenece al mismo
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Figura 3
mímesis (MT) semiosis narrativa
mímesis (MMt) semiosis teatral
representamen plano expresión
objeto (referente) plano contenido
objeto (referente) plano contenido
conjunto escénico
mundo ficcional
mundo ficcional como diégesis
ESCENIFICACIÓN
DRAMA
— tiempo escénico — espacio escénico — persona escénica o actor
— tiempo dramático — espacio dramático — personaje dramático
FÁBULA — tiempo diegético — espacio diegético — personaje diegético o papel
tiempo a las artes de la «representación mimética» y a las artes de la «performance». Su modo de construcción de sentido trabaja ya desde el «signo mimético» que da lugar a la ilusión ya desde el «signo perfomativo» que señala la presencia y la materialidad del juego escénico (1981a: 38-42) 6. Sobre esta primera dualidad, Ubersfeld despliega un entramado de conceptos para establecer de qué modo una determinada puesta en escena puede acercarse a uno u otro extremo de la polaridad. Mímesis/performance, mímesis/teatralidad y transparencia/opacidad son oposiciones análogas. Si una determinada práctica teatral pone el acento en la mímesis, privilegia la ilusión y la transparencia del signo, es decir, el representamen tiende a hacerse invisible y el espectador tiene la sensación de encontrarse ante el objeto que permanece más allá del signo. A esa invisibilidad del representamen se refiere justamente el concepto de transparencia: un signo es transparente cuando se deja atravesar por la mirada del intérprete para dar preponde Si bien Ubersfeld establece en estas consideraciones una noción productiva de la mímesis, en otras partes de su trabajo vincula directamente el concepto a la representación de un referente extraficcional, irrupción de la mímesis-reproducción que se hace notoria en su teorización sobre el espacio (1981a: 64-69) y en varios de los análisis de obras particulares que introduce como ejemplificaciones de la teoría (292-294). Para lo relevante que resulta operar, en términos de análisis crítico, de modo más o menos congruente con el marco teórico establecido (vid. infra; X).
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rancia a su objeto. Un signo es opaco, por el contrario, cuando el representamen no permite, al menos tan fácilmente, la «visión» del objeto. Si una puesta en escena da preponderancia a la performance, la ilusión se desvanece —el espectador tiene plena conciencia de encontrarse ante algo que es teatro y nada más que teatro— y los signos se opacan, la luz recae sobre ellos mismos y no sobre la ficción que permanece más allá de ellos (293-297). Esta red de oposiciones correlativas remite, sin duda, a la teoría del distanciamiento de Bertolt Brecht, quien indagó constantemente, con el propósito de construir su «teatro épico», los mecanismos y técnicas artísticas que situarían una determinada práctica escénica hacia el lado de la opacidad (Brecht, 1973: vol. I, 167-196). Por tal motivo, José Luis García Barrientos (2001: 194-207) ha conservado el término de «distancia», ya utilizado por Genette en su análisis del relato, como categoría explicativa del espacio gradual que media entre los extremos ideales de un teatro «ilusionista» («distancia mínima») y uno «antiilusionista» («distancia máxima»). Pero es necesario volver, todavía por un momento, a la noción de teatralidad, pues tal como la define Anne Ubersfeld, como una ruptura de la ficción por la conciencia del espectador de hallarse ante algo que es solo teatro, dista del tratamiento que se le dio en este trabajo (vid. supra; VI.2). Si la teatralidad es condición del surgimiento de la ficción, su relación con la mímesis (MMt) no puede ser, por cuanto llevamos dicho, la de una simple oposición. La propia Ubersfeld (1981a: 43-50) da a entender esto mismo, en cierta contradicción con sus polaridades correlativas, al desarrollar más ampliamente la noción de performance, esta vez desde la pragmática de los actos de habla 7. La producción de todo enunciado está acompañada de una fórmula generalmente implícita que indica sus condiciones de enunciación. Este «margen performativo», el «juro que» o «afirmo que», no demuestra en realidad nada acerca de la verdad o falsedad de la frase sino que muestra la «filiación» entre lo dicho y «el mundo concreto donde es pronunciado» (Ubersfeld, 1981a: 43). Ya he hecho referencia en otra parte a las limitaciones de la teoría de los actos de habla para explicar la emergencia de la ficcionalidad. Pero Ubersfeld es muy cuidadosa al respecto y no trata de explicar la catadura ficcional del discurso por la intención del locutor. En efecto, esta formulación del «margen performativo» está vinculada estrechamente con el concepto de «presupuesto teatral» al que nos hemos acercado en el capítulo «Performan ce, ficción, narratividad»:
La continuidad semántica entre el primer tratamiento de performance-signo performativo y la posterior extensión de esas nociones en el marco de la teoría de los actos de habla pasa penosamente inadvertida en la traducción española de Silvia Ramos, valiosa sin duda en tantos otros aspectos. En efecto, solo se introduce el término «performativo» en el segundo caso, mientras que antes, supongo que para evitar un anglicismo que ya es tal en el texto francés, se habla de «ejecución» y «signo ejecutante» (Ubersfeld, 1981b: 46-49). De allí que yo haya preferido mantener el anglicismo en las traducciones parciales incluidas arriba.
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Puede decirse que en el teatro, y esto es casi una evidencia, el habla (lingüística-no lingüística) es actuación, es decir que parece «desembragada» de su relación con lo real, de esa conexión con el mundo concreto que es lo performativo (el «margen»). Lo performativo, en el habla teatral, no actuará, pues, más que en el interior de la enunciación imaginaria, del habla ficcional: si el comediante grita «¡muero!», no afirma que se está muriendo, sino que el personaje dice que muere. Es indiscutible, pero esto no explica el estatuto particular del habla teatral. En efecto, si el performativo «juro» asegura el vínculo entre la palabra y lo real, existe un margen performativo en el habla teatral: «actúo» asegura una función absolutamente inversa a la de «juro», instituye una fisura entre el habla y lo real (en el mundo), una no-verdad, o más exactamente, una separación [...]. Este «actúo» implícito y anterior a todo acto teatral puede analizarse a la vez como «margen performativo» y como presupuesto condicionante del conjunto del discurso teatral. Margen o presupuesto (lo uno y lo otro), el rasgo característico del «actúo» es el no tener formulación posible: actúo es, como miento, una palabra indecible, puesto que al decir actúo afirmo que yo no afirmo (44).
Si aquí la performance aparece ligada a ese margen indecible, a ese «actúo» cuya pronunciación desbarataría la posibilidad de la ficción, ¿por qué se la identifica en otra parte, junto con su análogo «teatralidad», justamente con el acto de desnudar el margen y fracturar con ello el proceso de mímesis? Una pragmática que se limita a verificar la existencia de un margen, sin escudriñar los intersticios de la cultura que lo ha trazado, es una pragmática atada de manos a la hora de establecer explicaciones más complejas que la simple constatación. La teatralidad es el motor de la mímesis, condición del surgimiento de la ficción. Y, sin embargo, en ciertas prácticas escénicas se atreve a negarla, dificultarla o ponerla entre paréntesis. El binomio mímesis-teatralidad parece atravesar, entonces, el camino que va desde una relación solidaria a la oposición. Pero si se atiende a la propuesta estético-ideológica de esas mismas prácticas, tal oposición es ya un imposible puesto que el hecho mismo de redefinición de las relaciones entre mímesis y teatralidad es un intento de modificar el margen que fundaría la mutua exclusión. Una mayor comprensión de estos fenómenos puede alcanzarse, en consecuencia, mediante una operación que vincule la pareja mímesis-teatralidad en y con el horizonte de la cultura.
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VIII Mímesis transmodal Llegado este punto, es necesario, ante todo, declarar mi deuda respecto de ciertas exégesis de la Poética que desde hace dos décadas aproximadamente han ido poniendo el acento en la organicidad del texto y en la posibilidad de leerlo como una teoría general de la construcción de la fábula, aportes que dan basamento a la mímesis no reproductiva que se sostiene aquí (Ricoeur, 1983: 83-116; Vilarnovo, 1992; Pozuelo Yvancos, 1993: 51-59). La intuición de que las nociones sobre la tragedia pueden deslindarse de su especificidad modal con el fin de ser enmarcadas en una concepción general de la narratividad (Ricoeur, 1983: 89-94) ha hallado su justificación dura por vía del estudio de los principios epistemológicos subyacentes a la Poética (Doležel, 1990b: 32-38). Luego de establecer la necesidad de una diferenciación entre la actividad discursiva del propio Aristóteles y la actividad poética —también discursiva— que constituye su objeto, Doležel llega a la conclusión de que la segunda es un «hacer práctico» mientras que la primera se encuentra destinada a convertirse en saber sobre ese hacer y tiene, por ende, el estatuto del conocimiento científico. Esta comprobación legitima la búsqueda, bajo las líneas del texto, de los requisitos que Aristóteles considera, en otros de sus escritos, como indispensables para que un hacer discursivo alcance el estatus de la ciencia. La Poética debe ser, entonces, merecedora del calificativo de «universalista», pues toda construcción científica está llamada a trascender lo particular y moverse en el terreno de los «atributos esenciales» de su objeto. Doležel no da a este descubrimiento las implicaciones que se le otorgarán aquí, pues agrega luego que, por esta constricción a lo universal, se explica el hecho de que Aristóteles no se ocupe de las obras particulares más que como ejemplificaciones de categorías genéricas. Pero nada impide llevar más allá el asunto con el fin de hallar, en un mutuo intercambio de los conceptos relativos a la tragedia y a la épica, los hilos de una
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teoría universal de la narratividad; operación más válida aún en tanto el mismo Aristóteles parece proponerla al comenzar su disquisición sobre la epopeya: «En cuanto a la imitación narrativa y en verso, es evidente que se debe estructurar las fábulas, como en las tragedias, de manera dramática [...]» (1459a 17-19). En lo relativo a la noción de mímesis en la Poética, llaman la atención dos aspectos: uno, que ya se ha destacado, reside en la relevancia capital que ese concepto adquiere al erigirse en pivote de las actividades artísticas (vid. supra; VII, nota 3); el otro es la constatación de que se trata de un término nunca definido con precisión y cuyo alcance semántico solo puede entreverse si, como dice Pozuelo Yvancos, se considera el texto «como una teoría sistemática donde los diversos conceptos se autorreclaman» (1993: 52). Este procedimiento hermenéutico no es otra cosa que el rastreo de isotopías y resulta primordial a la hora de mostrar el sentido productivo que hace posible desvincular la mímesis, al menos parcialmente, de las ideas de imitación y representación. La primera de estas ligazones conceptuales —y sobre esto ya se ha avanzado antes— tiene que ver con el rasgo de actividad productiva que confiere a la mímesis su contigüidad con poíesis, myˆthos y pragmáton sýstasis. Si, según Ricoeur, «la acción es lo “construido” de la construcción en que consiste la actividad mimética» (1983: 89), queda bastante limitada una interpretación de la mímesis en tanto reproducción de un mundo real externo y preexistente a la fábula, en tanto actividad cuyo resultado es la copia, réplica o representación de la realidad. El mundo ficcional que tiene su soporte en la fábula es, por lo tanto, el producto fundamental de una actividad mimética que actúa por la construcción, estructuración u ordenamiento (sýstasis) de los hechos. Por eso, la fábula, el resultado de la producción mimética, no es, solo ella, la principal entre las partes de la tragedia, sino que lo es también el principio activo mismo que se desenvuelve en la construcción: El más importante de estos elementos es la estructuración de los hechos (pragmáton sýstasis); porque la tragedia es imitación (mímesis), no de las personas, sino de una acción (práxeos) y de una vida, y la felicidad y la infelicidad están en la acción, y el fin (télos) es una acción (prâxis), no una cualidad. Y los personajes son tales o cuales según el carácter; pero, según las acciones, felices o lo contrario. Así pues no actúan (práttousin) para imitar los caracteres, sino que revisten los caracteres a causa de la acciones. De suerte que los hechos (prágmata) y la fábula (myˆthos) son el fin (télos) de la tragedia, y el fin es lo principal de todo (1450a 15-23).
Inmediatamente a continuación, la Poética entra en la exposición de cómo debe ser esa estructuración de las acciones (1450a 22-1451a 35). Dejaremos de lado, por el momento, los principios que rigen la construcción de la fábula, pues interesa ahora destacar que, en relación directa con la estructuración de los hechos, ingresa en esta cadena isotópica el segundo grupo conceptual que resulta indispensable tratar para una teoría de la mímesis como producción de ficción: verosimilitud y ne cesidad:
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Y también queda claro por lo expuesto que no corresponde al poeta decir lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, esto es, lo posible según la verosimilitud (katà tò eikòs) o la necesidad (anankaîon) (1451a 36-38).
Tal como ha visto Pozuelo Yvancos (1993: 58), «por lo expuesto» funciona como referencia anafórica que establece una dependencia, en el orden sintagmático, de las nociones de verosimilitud y necesidad respecto de lo inmediatamente precedente, esto es, los principios inherentes a la construcción de la fábula. Lo verosímil y lo necesario pueden, entonces, desasirse de la dirección de exterioridad con que generalmente los definió una tradición poética asentada sobre la mímesis reproductiva para devenir atributos de una fábula que, sobre la base de ciertos principios de construcción, resulta integrada en un mundo ficcional internamente coherente. Así consideradas, la verosimilitud y la necesidad internas a la diégesis permiten explicar cómo, en nuestras prácticas miméticas históricamente dominantes, los acontecimientos encuentran explicación, al margen de cualquier semejanza con la realidad, de acuerdo con una «lógica» inmanente al texto. Llevado a su extremo, este rasgo de trabazón interna de los distintos elementos que componen la obra ha sido considerado por Borges, tan visionario generalmente, como marca caracterizadora de lo literario, y más cercano, por ello, a las artes mágicas que a la siempre inescrutable realidad: Procuro resumir lo anterior. He distinguido dos procesos causales: el natural, que es el resultado incesante de incontrolables e infinitas operaciones; el mágico, donde profetizan los pormenores, lúcido y limitado. En la novela, pienso que la única posible honradez está con el segundo. Quede el primero para la simulación psicológica (Borges, 1932: 91).
No obstante, si se recuerda la finalidad que desempeña, en el marco global del trabajo, toda esta discusión en torno de la mímesis, es decir, resituar la teoría de Doležel acerca de la existencia y la verdad ficcionales dentro de un aparato conceptual que permita considerar la autonomía del texto en el horizonte de la cultura, se comprenderá que en este punto de la argumentación no se ha dado todavía el paso decisivo. En efecto, si se reprochó a Doležel traicionar de modo involuntario su aproximación inmanente al problema de lo existente y lo verdadero dentro del mundo ficcional, no se ha hecho hasta aquí más que construir, por vía de enfoque y vocabulario diferentes, otro modelo inmanente del mundo ficcional o, lo que es lo mismo, otra explicación del modo en que una fábula ficcional constituye mundo a partir de principios constructivos autónomos. Si detuviéramos aquí la exégesis de la Poética, el avance respecto de la teoría que se pretende reestructurar se limitaría a algo tan hueco como la simple sustitución del metalenguaje específico: sería posible, por ejemplo, eliminar los conceptos de autonomía o inmanencia y reemplazarlos por verosimilitud interna o necesidad, términos que de por sí remitirían a una larga y «noble» tradición en el «linaje» intelectual. Evidentemente el interés en la teoría aristotélica de la mímesis no pasa por proponer una alternativa termi-
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nológica al modelo explicativo de Doležel, sino por buscar en ella una vía para hacer entrar, en la autonomía de una fábula cerrada sobre sí misma, el rol que juegan los hábitos interpretativos de una cultura cuando se trata de construir el mundo ficcional. Esta apertura del texto artístico se muestra de modo notorio en la Poética cuando Aristóteles trata el problema de lo maravilloso (thaumastón) y lo irracional (álogon) como elementos integrantes de la fábula. Tras considerar que «se debe preferir lo imposible verosímil (eikóta) a lo posible increíble (apíthana)» (1460a 26-27), la mímesis se devela otra vez como producción de ficción en cuanto la introducción de «lo imposible» —lo maravilloso y lo irracional— no es rechazada en virtud de una supuesta desemejanza con lo real sino que se ve legitimada por la verosimilitud interna a la diégesis. Pero la correlación hace recalar ahora en un nuevo rasgo de sentido que se adosa a la serie isotópica: lo verosímil se opone a lo increíble (apíthana) y, de modo consecuente, la verosimilitud interna aparecerá vinculada luego a lo que resulta creíble o convincente (pithanón) para el sentido común de una cultura (dóxa): En suma, lo imposible debe explicarse en orden a la poesía (poíesin), o a lo que es mejor, o a la opinión común (dóxan). En orden a la poesía es preferible lo imposible convincente (pithanòn) a lo posible increíble (apíthanon). [...] En orden a lo que se dice debe explicarse lo irracional (álogon); así, y porque alguna vez no es irracional; pues es verosímil (eikòs) que también sucedan cosas al margen de lo verosímil (1461a 10-15).
Nunca se enfatizará lo suficiente la importancia de este pasaje. La relación entre «lo verosímil» y «lo convincente» se hace ahora explícita: lo convincente ocupa, en la correlación, el lugar que en la frase anterior estaba reservado a lo verosímil: «se debe preferir lo imposible verosímil (eikóta) a lo posible increíble (apíthana)». ¿Debe pensarse entonces que este vuelco de la verosimilitud, en tanto lo creíble para un sentido común que establece la legibilidad de la obra, altera las anteriores conclusiones acerca de una verosimilitud despojada de la constricción a lo real? Es decir, ¿lo verosímil es convincente porque así se presenta, necesariamente, en la realidad? Aristóteles también responde estos interrogantes en continuidad con la serie mímesis-poíesis-myˆthos-sýstasis. Lo imposible debe ser juzgado «en orden a la poesía» y «a la opinión común». En orden a la poesía —a la poíesis se podría decir— el criterio de posibilidad/imposibilidad de un acontecimiento reside, como ya se mostró, en la verosimilitud interna a la ordenación de los hechos de la fábula: «En orden a lo que se dice debe explicarse lo irracional». Pero la estructuración misma de los hechos alcanza la coherencia interna cuando «el orden de lo que se dice» es convincente para la comunidad: es, justamente, respecto del orden propio de la poesía cuando Aristóteles introduce la noción de «lo convincente». «En orden a la poesía» y «en orden a la opinión común» no son, pues, dos criterios dispares. Lo verosímil consis-
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te, así, en la condición de posibilidad de los hechos de un mundo ficcional de acuerdo con el modo de concebir la coherencia interna de la fábula en las prácticas culturales de lo mimético. Por este motivo, lo álogon deja de ser juzgado en relación con lo que se supone realidad y pierde su carácter de imposibilidad en cuanto se inmiscuye en una diégesis que responde a lo convincente según los usos convencionalizados de lo ficcional. Algo semejante ha visto Paul Ricoeur en la Poética cuando afirma que «la conexión lógica de lo verosímil no puede [...] separarse de las coacciones culturales de lo aceptable» (1983: 110). Pero lo que se trata de demostrar aquí es que lo convincente se independiza en cierta forma de lo real en cuanto se reconoce, de alguna manera, un architexto 1. «En orden a la poíesis» y «en orden a lo aceptable» son inseparables a la hora de establecer lo verosímil. La poíesis-mímesis despliega, por lo tanto, una credibilidad diferenciada respecto de otras prácticas culturales y, en consecuencia, el criterio de verosimilitud interna propio de la poesía reclama inmediatamente la comparación con otros ámbitos discursivos: Y también queda claro por lo expuesto que no corresponde al poeta decir lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, esto es, lo posible según la verosimilitud (katà tò eikòs) o la necesidad (anankaîon). En efecto, el historiador y el poeta no se diferencian por decir las cosas en verso o en prosa (pues sería posible versificar las obras de Heródoto y no serían menos historia en verso que en prosa); la diferencia está en que uno dice lo que ha sucedido, y el otro, lo que podría suceder (1451a 361451a 5).
Por esta intersección entre actividad poética y usos culturales, la mímesis puede ser considerada no solo desde su instancia creativa sino también como abarcadora de la dimensión interpretativa del proceso de construcción de ficción. Quizás esto se advierta mejor si señalo en este momento lo que se acerca y lo que se aleja, en mi exposición, respecto de otras exégesis similares de la Poética. Antonio Vilarnovo (1992) discute la traducción de katà tò eikós por «según lo verosímil» y propone la de «según lo que cabe esperar de la obra misma» por razones análogas a las que se esgrimieron arriba para hablar de verosimilitud interna. Pero ni tiene en cuenta la relación de lo verosímil con lo convincente ni hace extensivas estas implicaciones al concepto de mímesis, que sigue teniendo para él el sentido de reproducción. Pozuelo Yvancos (1993: 51-59) atribuye a la mímesis toda la carga productiva que se infiere de su relación con poíesis, myˆthos, sýstasis, verosimilitud y nece Tomo el concepto de Genette (1982: 9 y 13-14), en tanto el resultado del tipo de relación transtextual que cohesiona un corpus de textos particulares: «[...] El architexto o, si se prefiere, la architextualidad del texto (es casi lo mismo que suele llamarse “la literariedad de la literatura”), es decir, el conjunto de categorías generales o trascendentes —tipos de discurso, modos de enunciación, géneros literarios, etc.— del que depende cada texto singular» (9). Lo aplico en este caso a la conformación de un conjunto de prácticas artísticas, cuyo eje unificador sería, tal como venimos viendo, la mímesis como producción de ficción.
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sidad, pero no hace ingresar en la cadena las modificaciones que la «opinión común» imprime a lo verosímil. Su lectura se detiene, por lo tanto, en la autonomía de la fábula. El trabajo de Paul Ricoeur (1983: 83-116), origen en gran parte de toda esta línea interpretativa de la Poética, acaba en la conocida distinción de una triple mímesis correspondiente al esquema autor-obra-lector. La mímesis I, el antes de la composición, supone el conocimiento que el poeta tiene del mundo y consiste en la actividad creadora por la cual la realidad se transpone cuasi metafóricamente al myˆthos. La mímesis II es la configuración propia de la fábula en términos muy similares al tratamiento que se le dio aquí. La mímesis III, refiguración interpretativa de la fábula por la cual el lector no solo obtiene el placer de la coherencia interna del texto sino que reconoce lo real, se infiere a partir de las escasas referencias de la Poética a los procesos de recepción, sobre todo en lo concerniente a la catharsis y al concepto de lo convincente. Evidentemente, el movimiento general originado por estas tres dimensiones no coincide con la prioridad que se ha otorgado en este trabajo a la isotopía productiva de la mímesis. De hecho, para Ricoeur, la mímesis como producción de ficción (mímesis II) termina orientándose hacia la reproducción en tanto la fábula posee la «función mediadora» de «conducir del antes al después del texto por su poder de refiguración» (107). No significa esto que no vaya a considerarse aquí el sentido reproductivo de la mímesis que, efectivamente, sí aparece en la Poética. Pero, como se verá luego, se le dará implicaciones muy distintas y se invertirá su relación con la construcción de ficción: en lugar de subordinar la configuración del myˆthos a una clase de conocimiento acerca de la realidad, a la manera de Ricoeur, puede resguardarse la centralidad que la fábula ocupa en la actividad mimética sobre la base de que cierta idea de la realidad constituye también —a veces— parte de una coherencia que no deja de ser interior al mundo ficcional y de estar legitimada por las prácticas culturales de lo mimético. Lubomír Doležel (1990: 80) piensa que la Poética no contiene datos explícitos que permitan incluir al lector en la actividad mimética y que, por lo tanto, Ricoeur se aparta de Aristóteles con su noción de mímesis III. En mi opinión, al introducir el criterio de lo poéticamente convincente como rasgo de la verosimilitud interna, la diégesis cobra valor no tanto como estructura sino más bien como una estructuración originada en los procesos genético —que no será objeto de este trabajo— e interpretativo. Del lado del lector-espectador, la mímesis es, como ya se ha dicho, la actividad constructora de un mundo ficcional y supone el reconocimiento de que el texto en cuestión responde a una determinada praxis cultural de lo convincente. Conviene detener el análisis de la isotopía productiva de MT justo en este momento en que es posible llegar prácticamente a las mismas conclusiones que respecto de MMt. Si, en relación con el modo de expresión propiamente teatral, nos vemos obligados a delinear un concepto —la teatralidad— que permita hablar de ese dominio pragmático cuya presuposición hace a la semiosis operar a través del desdoblamiento, desde un punto de vista transmodal, la poíesis ocasiona un
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resultado análogo: dirige los procedimientos semióticos del intérprete hacia el terreno de una aceptabilidad diferenciada respecto de otros usos textuales. La teatralidad, de un lado, y la poíesis, del otro, remiten al reconocimiento de un margen que la cultura ha dispuesto para el surgimiento de la mímesis como producción de ficción.
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IX El margen: entre reproducción y autonomía Otro asunto que ha causado el repetido interés de la teoría moderna atañe a la discutida continuidad entre el sentido de «mímesis» en la Poética y su inmediato precedente en los textos de Platón (Gebauer y Wulf, 1992: 53-54). La cuestión excede las posibilidades de este trabajo pues implicaría un profundo tratamiento de las diversas y a veces «contradictorias» significaciones que conlleva el término de mímesis en el corpus platónico, a lo cual no se podrá hacer referencia más que en breves alusiones a La República. Pero un primer acercamiento al problema muestra la distancia entre lo que se ha llamado arriba isotopía productiva de la mímesis y el sentido a primera vista reproductivo que confiere a la mímesis Platón. En efecto, en los libros II y III de La República, las críticas de Sócrates a la actividad de los poetas tienen su origen en la necesidad de proporcionar una educación adecuada a los guardianes del Estado ideal. De acuerdo con las virtudes requeridas por los guardianes para satisfacer la tarea que de ellos espera la ciudad, las fábulas de los poetas, utilizadas justamente para la educación, deben ser sometidas a dos controles: uno, relativo «a lo que hay que decir» (376e-392c); el otro, respecto del «cómo hay que decirlo» (392d-396e) 1. En cuanto a lo primero, la educación de los Sin duda, con esto Platón adelanta parcialmente los criterios aristotélicos de clasificación de la poesía, pues «lo que hay que decir» remitiría al objeto y el «cómo hay que decirlo», al modo: «—Hasta aquí, pues, lo relativo a los temas. Ahora hay que examinar, creo yo, lo que toca a la forma de desarrollarlos, y así tendremos perfectamente estudiado lo que hay que decir y cómo hay que decirlo. —No entiendo qué quieres decir con eso —replicó entonces Adimanto. —Pues hay que entenderlo —respondí—. Quizá lo que voy a decir te ayudará a ello. ¿No es una narración (diégesis) de cosas pasadas, presentes o futuras todo lo que cuentan los fabulistas y poetas? —¿Qué otra cosa puede ser? —dijo.
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guardianes requiere que las fábulas no contengan datos falsos sobre los dioses, el Hades, el comportamiento de los héroes y de los hombres insignes. No queda de masiado claro cuál es el juicio definitivo de Sócrates acerca de los poetas, pero lo que interesa es que el célebre dictamen de expulsión parece poder evitarse, por el momento, si la poesía se ocupa de reproducir fielmente una verdad exterior al dis curso. El evidente contraste entre estas consideraciones de Platón y la lectura que se hizo arriba de la mímesis aristotélica puede relativizarse, no obstante, en cuanto se advierte que, junto a la isotopía productiva, subsiste en la Poética un sentido de la mímesis como imitación o representación: Por eso, en efecto, [los hombres] disfrutan viendo las imágenes, pues sucede que, al contemplarlas, aprenden y deducen (syllogízesthai) qué es cada cosa, por ejemplo, que éste es aquél [...] (1448a 15-17).
La referencia a la mímesis en relación con las imágenes recuerda indudablemente el libro X de La República en que Sócrates, para dar más fundamentos a su idea de expulsar a los poetas, acude al ejemplo de la pintura y su condición de copia de copia: el carpintero construye la cama a imitación de la Idea, el pintor reproduce su objeto imitando lo que es ya una imitación (596a-603a). En ambos textos aparece, pues, la idea de reproducción, pero si se considera el placer que Aristóteles atribuye a la imagen —aprender y deducir «qué es cada cosa»—, salta a la vista la diferencia de tono con que ambos emiten un juicio de la actividad mimética. Para Platón, la mímesis origina el territorio de la mera apariencia, de lo falso, y por eso debe ser desterrada de su Estado. Aristóteles, en cambio, le otorga una función cognoscitiva y un valor, por lo tanto, «positivo» en comparación con otros medios de producción de saber. Otro de los pasajes de la Poética que ha servido como basamento de la mímesis reproductiva y las consiguientes prácticas interpretativas es, de modo consecuente, la ya citada confrontación entre poesía, historia y filosofía (1451a 36-1451b 11). Lógicamente, corrió por parte de la historiografía superar el desprestigio a que la sometía la opinión aristotélica. Pero, en lo relativo a la poética, la afirmación de que, al decir lo general, la poesía es más filosófica que la historia parecía avalar la versión universalista de la mímesis (vid. supra; V) y justificaba una lectura del discurso fic—¿Y esto no lo pueden realizar por narración simple, por narración imitativa o por mezcla de uno y otro sistema?» (392c-d). Como ha hecho ver García Barrientos (1991: 23-25), la distribución platónica de los conceptos es aquí distinta a la de Aristóteles. Para este último, la mímesis sería el concepto omniabarcador de unas prácticas textuales cuyas especificidades modales dan lugar a la diferenciación genérica. Para Platón, en cambio, la noción común es la de narración (diégesis), tal como puede observarse en su clasificación de los géneros: diégesis simple (antiguo ditirambo), diégesis imitativa (tragedia) y mezcla de ambas (epopeya). El concepto de mímesis quedará reducido así al modo de expresión propiamente teatral, sin la mediación de un narrador. Sin embargo, en otros lugares de La República la mímesis se acerca al sentido amplio de «imitación» de un determinado objeto cualquiera sea su modo, razón por la cual me parece válida la comparación con la MT que se ha rastreado en la Poética.
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cional subordinada al hallazgo de la verdad, subsidiariedad de la ficción respecto de lo real que afectaba la explicación completa de la Poética. No obstante, este privilegio de la isotopía reproductiva de la mímesis vuelve a tambalearse en cuanto se mira con atención qué establece Aristóteles acerca de lo general: «Es general a qué tipo de hombres les ocurre decir o hacer tales o cuales cosas verosímil o necesariamente, que es a lo que tiende la poesía [...]». Por medio de la frase con que Aristóteles cierra su comparación entre poesía, filosofía e historia, toda consideración de la mímesis como reproducción queda subordinada a la isotopía productiva, todo envío de la ficción a lo que se estime mundo real debe pasar necesariamente por la autonomía de la fábula que, según los usos de lo poéticamente convincente, modela una lógica otra de lo que es general. Esto último nos hace volver a un asunto que se dejó pendiente en el capítulo anterior: los principios constructivos de la fábula. Según lo internamente convincente, la fábula debe perseguir los principios de una construcción «completa» (teleías) —llevar a la acción al término esperable—, «entera» o unitaria (hóles) —tener principio, medio y fin— y de una «magnitud» que se adapte a las necesidades impuestas por las otras dos características 2 (1450a 22-1451a 15). Ni que decir tiene que, tal como se presentan en la Poética, estas normas no dan cuenta de la diversidad de prácticas teatrales a lo largo de la historia y se encuentran no sin dificultades en buena parte del corpus que el mismo Aristóteles tenía entre manos 3. No interesan tanto aquí, entonces, las reglas específicas que Aristóteles considera constructoras de lo internamente verosímil cuanto el hecho mismo de que, para que un mundo ficcional responda a lo aceptable dentro de ciertas prácticas de lo imaginario, debe portar, sea cual fuere, determinado orden: «[...] pues la belleza consiste en magnitud y orden (táxei) [...]» (1450a 38). Pero, si bien pueden considerarse anacrónicos los rasgos de completitud, totalidad y determinada magnitud, tal como los establece la Poética, es cierto también que su derivación en el principio de unidad da cuenta de mecanismos constructivos aún hoy dominantes: Es preciso, por tanto, que, así como en las demás artes imitativas una sola imitación es imitación de un solo objeto, así también la fábula, puesto que es imitación de una acción, lo sea de una sola y entera (hóles), y que las partes de los acontecimientos (pragmáton) se ordenen (synestánai) de tal suerte que, si se traspone o suprime una parte, se altere y disloque el todo (hólon); pues aquello cuya presencia o ausencia no significa nada, no es parte alguna del todo (1451a 30-35).
Esta trabazón interna de los distintos elementos que componen la fábula ha sido retomada una y otra vez para explicar los procedimientos semióticos de la actividad [...] Y, para establecer una norma general, la magnitud en que, desarrollándose los acontecimientos en sucesión verosímil (kàta tò eikòs) o necesaria (anankaîon), se produce la transición desde el infortunio a la dicha o desde la dicha al infortunio, es suficiente límite de la magnitud (1451a 11-15). Un intento de salvar estas dificultades para hallar incluso en el Áyax de Sófocles un medio que justifique la unidad de la obra puede verse en Bobes Naves (2001: 38-39).
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mimética, tal como puede apreciarse en las ideas que Borges (1932) tiene acerca de la novela o en la estructuración que Lotman (1970) atribuye al texto artístico, para dar solo un par de ejemplos. Por otra parte, y esto es de mayor relevancia, la necesidad de buscar conexión entre los distintos componentes textuales, de manera que integren un todo, constituye el centro de nuestros hábitos de lectura, asentados en una búsqueda de coherencia sin la cual se hace prácticamente imposible dotar al texto de un orden cualquiera. En suma, Aristóteles establece el marco general desde el cual puede evaluarse la relación entre la mímesis como producción de un mundo ficcional con verosimilitud interna y las condiciones de credibilidad institucionalizadas para las prácticas miméticas en un determinado horizonte cultural, condiciones que por su misma naturaleza cultural son históricamente variables. Pero también es cierto que puede hallarse en la Poética la fijación de un marco particular de ciertos principios constructivos que Aristóteles considera indispensables para la verosimilitud interna de la fábula, algunos de los cuales manifiestan aún hoy su vigencia. Puesto que estos principios de la ordenación de los hechos están íntimamente ligados a lo racional, puede afirmarse que lo irracional (álogon), al ocupar un lugar en la fábula, no solo deja de ser juzgado en relación con la realidad sino que desaparece como tal desde el momento en que pasa a formar parte de una estructura consolidada por el logos. Sobre la base de esta racionalidad de la coherencia interna de la fábula, la Poética da pie a otro de los argumentos en favor de la mímesis como reproducción. Si se toma, por ejemplo, el principio de totalidad, las tres partes constitutivas de la tragedia —principio, medio y fin— se legitiman por su similitud con la naturaleza: «Principio es lo que no sigue necesariamente a otra cosa, sino que otra cosa le sigue por naturaleza (péfyken) en el ser o en el devenir» (1451a 28-29). No obstante, esta semejanza atraviesa primero, por cuanto se ha dicho de la isotopía productiva de la mímesis, todo el acto de construcción de una fábula cuya necesidad interna puede acoger no solo lo que reproduce sino también lo que se aleja de lo natural —lo imposible—. Debe recordarse en este punto que, al hablar de las imágenes, Aristóteles no encuentra en la función cognoscitiva el único placer que ocasiona la mímesis: Por eso, en efecto, [los hombres] disfrutan viendo las imágenes, pues sucede que, al contemplarlas, aprenden y deducen (syllogízesthai) qué es cada cosa, por ejemplo, que éste es aquél; pues, si uno no ha visto antes al retratado, no producirá placer como imitación (mímema), sino por la ejecución, o por el color o por alguna causa semejante [...] (1448a 15-19).
Si bien la mímesis aparece aquí ligada exclusivamente al ámbito de lo reproductivo —si la imagen produce placer solo por su ejecución no actúa ya como mímema—, ya se ha demostrado arriba que justamente en relación con el dinamismo de la ejecución entra en juego toda la serie isotópica que cataloga a la mímesis como producción de un constructo ficcional. De modo que la remisión de la ficción a la reali-
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dad —en tanto imitación o representación— no constituye un paso inmediato de la mímesis en su instancia interpretativa. Por otra parte, cuando este paso tiene lugar, es producto de una actividad hermenéutica que comienza por lo general —de allí «syllogízesthai»—, esto es, por la construcción de la fábula según lo verosímil. Reproducción y autonomía ejercen en la Poética un juego, una especie de roce, en tanto dos modos de concebir una relación entre lo ficcional y lo real, la poesía y el discurso portador de la verdad. Sería oportuno remitirse a otros textos de Aristóteles, a la Física y a la Metafísica, para mostrar que la ligazón entre la estructura racional de la fábula y la naturaleza proviene del discurso filosófico. Pero esto puede hacerse incluso sin salir de la Poética. Si se considera que principio, medio y fin, como partes constitutivas de la totalidad de la fábula, están validados por la naturaleza (péfyken), es porque el propio discurso aristotélico, construcción de un saber científico acerca de la poesía, así lo ha dicho acerca de sí mismo: Hablemos de la poética en sí y de sus especies [...] e igualmente de las demás cosas pertenecientes a la misma investigación, comenzando primero, como es natural (katà fýsin), por las primeras (1447a 8-13).
La verosimilitud interna de los mundos ficcionales constituye una coherencia autónoma según los usos culturales de lo mimético. Lo convincente no es ya lo aceptable como real ni lo aceptable para todo discurso. Es una credibilidad diferenciada para las prácticas estéticas, pero puede ejercer de algún modo un límite sobre la producción de mundos imaginarios y favorecer el giro reproductivo de la mímesis. La ficcionalidad misma y su funcionamiento relativamente autónomo suponen, como hemos visto, un determinado diseño cultural, y a ese diseño lo ha ideado un acuerdo racional sobre lo convincente. Así, en tanto el ordenamiento de los hechos se acerque a esa credibilidad racionalizada, la actividad mimética tiende a devenir también reproducción de «lo real» y práctica subsidiaria de aquel otro discurso destinado a «develarla». En su giro reproductivo la mímesis no es tanto representación de lo real que pueda ser simplemente vivido sino de «lo real» previamente pensado. Por eso mismo, cuando la ficción adquiere una función representativa es calificada de «más filosófica que». Pero ese mismo atributo manifiesta al mismo tiempo la diferencia que se impone entre ambos discursos, una autonomía necesariamente anterior a la subsidiariedad. El análisis de esta fricción especial entre los conceptos de reproducción —o subsidiariedad— y autonomía sitúa todo cuestionamiento acerca de la mímesis en lo que he denominado la problemática central de la ficcionalidad (vid. supra; III): señala aquella frontera que establece una distinción entre la condición y la funcionalidad de los discursos. Toda la formalización aristotélica acerca de la poesía surge de un principio nunca definido y atribuido de manera axiomática a las prácticas artísticas 4. La forma en que la mímesis se constituye en punto de partida de la investigación Doležel (1990b: 31-58) ha especificado lúcidamente las metodologías a través de las cuales opera la Poética: inferencia, análisis mereológico y división. Pero todas se asientan necesariamente sobre el
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estética y centro configurador del architexto 5 de lo ficcional ubica a la Poética, más allá de las desemejanzas, en una línea de continuidad con la especulación platónica. Si se examinan a la luz de su horizonte cultural, los textos de Platón y Aristóteles no cimentan tanto su importancia en haber explicado mejor un fenómeno sino en haber «inaugurado», para el pensamiento, el margen que hace posible delimitar el fenómeno: el acto fundacional de la disciplina estética admite ser visto, a la vez, como la fundación de su objeto. Un rastreo diacrónico del uso de «mímesis» y de sus parientes léxicos arroja por lo menos tres datos de interés en cuanto a una evolución del concepto: el primero consiste en una relativa restricción del vocablo, en términos cuantitativos de aparición, a ámbitos textuales referidos al campo de lo estético; el segundo apunta, paralelamente a la especificación de ese dominio de referencia, un cambio cualitativo del significado; el tercero evidencia que, más que en una progresiva evolución, las variaciones anteriores se perfilan a partir de la centralidad que el concepto de mímesis adquiere en la filosofía platónica 6. Göran Sörbom (1966: 22-40) ha propuesto la tesis de que el origen del grupo léxico se debe a «mîmos», nombre de un género dramático siciliano. Por un proceso de metaforización, la palabra habría expandido sus posibilidades semánticas sobre todo, en un primer momento, en relación con actividades de la vida cotidiana. En estos contextos, la noción de mímesis pondría más énfasis en la acción de «comportarse como un actor de mimos», en el sentido de performance, que en lo representado por la actuación. El significado primordial del grupo léxico de mímesis se vincularía, entonces, en los textos preplatónicos, con un modo de actuar poco identificado con lo que más tarde sería el campo estético. Spariosu (1984a: ii-iv), por su parte, siguiendo las conclusiones de Koller (1954: 119-121), ve en el concepto platónico de la mímesis-copia un corte respecto de un antes en que el «arte» se resuelve en absoluta continuidad con las otras esferas de la praxis vital: axioma de la mímesis como rasgo caracterizador de lo estético. La mímesis es, consecuentemente, el género que dota de unidad a todo lo que constituye el objeto disciplinar. No se ha advertido lo suficiente, a mi entender, que dentro de esta línea de interpretación adquiere plena relevancia el sentido de «mímesis» como «imitación» de otros textos. Este otro rasgo semántico de la actividad mimética se presenta de modo explícito en la afirmación de que «se debe imitar (mimeîsthai) a los buenos retratistas» (1454b 9-10), e implícitamente, en alusiones a una relación interartística: «Es preciso, por tanto, que, así como en las demás artes imitativas una sola imitación es imitación de un solo objeto, así también la fábula, puesto que es imitación de una acción, lo sea de una sola y entera (hóles) [...]» (1451a 30-33). Obsérvese cómo totalidad y unidad, rasgos caracterizadores de lo poéticamente convincente para Aristóteles, se infieren aquí de una relación mimética entre artes. La institucionalización de un architexto englobante de las prácticas ficcionales supone la mímesis como transtextualidad. El corpus exhaustivo de las apariciones del término en la etapa preplatónica puede verse en Sörbom (1966: 11-77). Su estudio tiene la ventaja, además, de recoger y comentar ampliamente los trabajos precedentes de Koller (1954) y Else (1958). Las interpretaciones extraídas de la comparación de todo este material textual del siglo V a C. con el uso de «mímesis» en el discurso platónico y aristotélico varían en ciertos aspectos, pero coinciden en que la mayor restricción de la noción de mímesis al territorio de lo estético señala, a la vez que modela, una autonomización de las prácticas artísticas (Sörbom, 1966; Halliwell, 1986; Gebauer y Wulf, 1992: 25-59).
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[...] La mímesis como imitación en la artes liberales parece haber sido un desarrollo tardío del concepto si podemos atribuir razón a Hermann Koller: originalmente, mimeisthai tenía el sentido pitagórico de Darstellung o Ausdruckform (performance, modo de expresión) y estaba asociado estrictamente con la danza y la música [...]. Por ende, el significado original de mímesis debe haber sido próximo a lo que Heidegger y Fink llaman «el juego extático del mundo», que es lo opuesto a la imitación; y cualquier discusión acerca de la mímesis tendrá que implicar también una discusión del concepto de juego en nuestra cultura (Spariosu,1984a: iii).
La mención de Heidegger como figura capital dentro del debate es sumamente significativa pues quizá pueda situarse en su acto de remontar la tradición metafísica occidental el más claro inicio —luego de Nietzsche, por supuesto— de toda una corriente teórica que, con el propósito de articular una concepción del arte que escape a la metafísica racionalista, parece reencontrar un estado anterior a la hegemonía del logos. En esta línea se ubican, para mencionar solo algunas variantes, los desarrollos teóricos que, desde dentro mismo de la literatura, pueden leerse en Mallarmé, según apuntan tendencias interpretativas actuales (Derrida, 1970; Marchal, 1993: 19-25); la redimensionalización que, sobre la base de un cambio en la idea de mímesis, elabora Theodor Adorno acerca de las relaciones entre arte —o mejor, cierto tipo de arte— y poder (Cahn, 1984; Gómez, 1998); así como las postulaciones más representativas del postestructuralismo, pues, si Jacques Derrida (1968 y 1970) discute directamente la noción de mímesis (Spariosu, 1984b: 65-80), la problemática no se halla ausente en Deleuze desde el momento en que cuestiona las tradicionales vinculaciones entre prácticas artísticas y mundo (Bogue, 1991). En íntima conexión con estas teorías sobre la mímesis, se intenta reconsiderar una jerarquía que, a partir también del racionalismo platónico, ha tendido, en la cultura occidental, a agrupar bajo el rótulo de lo no serio tanto al juego como a las artes. En este sentido, toma cuerpo una relativización de lo serio y lo lúdico en cuanto (pre)juicios que se distribuyen en torno de diversas prácticas culturales (Rapp, 1984; Slethaug, 1994). Si se contextualiza el discurso platónico dentro del corte que él mismo se encarga de producir, cobran sentido muchas de las «incongruencias» que parece contener a primera vista. Hasta el momento he hecho referencia a La República por cuanto puede leerse en ella acerca de la mímesis reproductiva. Pero, tal como he tratado de mostrar recurriendo a las explicaciones de un concepto preplatónico de la mímesis, es evidente que, si puede concederse a la especulación de Platón el carácter de bisagra entre un antes y un después en que las artes comienzan a concebirse como esfera independiente dentro de la cultura, debe ya encontrarse en La República ese complejo roce entre subsidiariedad y autonomía. No hay que olvidar, para tales fines, que el acto de inauguración de una estratificación discursiva que justifica la categoría misma de ficción adquiere resonancias contextuales no solo en lo que atañe a la pedagogía (Jaeger, 1933: 465-466 y 603-624) —puesto que los usos textuales que Platón rotula de «fábulas» ocupaban aún en su tiempo un papel central en las prácticas educativas—, sino también en lo concerniente a los mecanismos semióticos de produc-
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ción y transmisión de saberes. En este sentido, las dificultades que plantea la teoría platónica de la mímesis artística no pueden desvincularse de la necesidad de legitimar la escritura como nuevo portador del instrumento destinado a convertirse, novedosamente, en centro de la actividad cognoscitiva —la racionalidad de la filosofía— (Derrida, 1968; Gebauer y Wulf, 1992: 45-52). Una de las dificultades interpretativas de La República consiste, inicialmente, en decidir cuál es el juicio de Platón respecto de la actividad mimética. Ya me he referido al primero de los controles a que debe someterse la poesía, el que atañe a su contenido. Desde esta perspectiva, el rechazo de Platón parece afectar solo a determinadas fábulas, las que se apartan de la verdad: —Debemos, pues, según parece vigilar ante todo a los forjadores de mitos (mythopoîos) y aceptar los creados por ellos cuando estén bien y rechazarlos cuando no; y convencer a las madres y ayas para que cuenten a los niños los mitos autorizados, moldeando de este modo sus almas por medio de las fábulas (mýthois) mejor todavía que sus cuerpos con las manos (377c).
Como ya se expuso arriba, sigue a este pasaje toda la argumentación de Sócrates sobre las falsedades que la poesía ha difundido acerca de dioses, Hades, héroes y hombres insignes. De modo que, si se toma al pie de la letra lo que el texto ha ido urdiendo hasta el momento, la crítica de Sócrates y su consecuente decreto de expulsión no incluyen en sí la producción de los poetas de modo categorial, sino que resguardan el poder educativo de las fábulas por cuanto tienen de reproductivo respecto de la verdad. Esta misma interpretación se ve avalada, hasta cierto punto, en relación con el segundo de los controles que deben pasar las fábulas, el modo en que se dicen. En efecto, sobre la base de una distribución racionalizada —y especializada— de las tareas en el Estado ideal, el argumento de que una persona no sería capaz de imitar muchas cosas como imita una sola (394e-395a) origina la sanción no del conjunto completo de las prácticas diegéticas, sino de aquellas que actúan mediante la narración imitativa: [...] Nadie es capaz de imitar (mimeîsthai) bien muchos caracteres distintos, como tampoco de hacer bien aquellas mismas cosas de las cuales las imitaciones no son más que reproducción (mimémata) (395b).
Por una mezcla, sin embargo, de lo que hemos asimilado con los criterios aristotélicos de objeto y modo, se atenúa el juicio negativo acerca de toda narración imitativa, forma de expresión positivamente calificada cuando así lo justifica el valor de lo imitado: —A mí me parece —expliqué— que, cuando una persona como es debido llegue, en el curso de la narración, a un pasaje en que hable o actúe un hombre de bien, estará dispuesto a referirlo como si él mismo fuera ese hombre, y no le dará ver-
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güenza alguna el practicar tal imitación si el imitado es una buena persona que obra irreprochable y cuerdamente; pero lo hará con menos gusto y frecuencia si ha de imitar a alguien que padece los efectos de la enfermedad, el amor, la embriaguez o cualquier otra circunstancia parecida (396c-d).
Estas consideraciones, en definitiva, tienden a poner de relieve la dimensión reproductiva de las prácticas miméticas: si las fábulas se vieran despojadas de cuanto se aleja de la verdad, conservarían su misión representativa de lo real y su vocación educativa. No obstante —y aquí es donde se observa esta primera dificultad interpretativa del texto platónico—, ya en el libro III, y de manera más notoria en el X (595ab), el rechazo de Sócrates parece extenderse a toda actividad artística, reproduzca fielmente o no la realidad. Es decir, el juicio sobre la actividad mimética es indeciso, pero por el momento parece predominar un decreto negativo que se sustenta en el miedo de que la apariencia ponga en peligro lo real, de que el simulacro contamine con su «lógica» perversa la esencia de la verdad. El texto inaugura, así, lo que Schaeffer (1999: 27) llama «la concepción epidemiológica de la mímesis», la tradición occidental de ver en la apariencia los efectos de lo enfermo, del veneno, de la locura, de la enajenación o de la manipulación por el mal. Un segundo grupo de dificultades surge, en aparente contradicción con este juicio negativo sobre la mímesis, cuando se analiza La República en su dimensión de hacer discursivo. Ya ha examinado Derrida (1968) respecto del Fedro el supuesto contrasentido de un texto que, al desprestigiar la escritura bajo el rótulo de mímesis, parece descalificar el instrumento que él mismo utiliza para comunicar. De manera análoga, en La República, Platón se sirve de la narración imitativa a pesar de cuestionar ese procedimiento, e —irónicamente— remata los libros III y X, en los que argumenta su rechazo hacia las fábulas de los poetas, mediante el recurso ejemplificatorio de la fábula. Bajo esta subordinación de la mímesis a la filosofía, bajo esta deglución de la apariencia por parte de la filosofía, se intuye un sentido positivo de la mímesis, un giro que la vuelve inofensiva y reutilizable para representar «lo real». La contraposición entre el sentido negativo y el sentido positivo de la mímesis tiende a acomodarse apenas se ven en el texto de Platón ciertos signos de la autonomía del arte, la constitución de una esfera cultural hasta cierto punto independiente que permita mitigar el terror a lo ilusorio y asimilarlo como ficción en una cultura que se quiere racional. Esta lectura implica situar el texto de Platón dentro de una concepción más amplia que la pura «epidemiología» y que, siguiendo las páginas magistrales de Derrida (1968), podríamos llamar la tradición «farmacológica» de la mímesis. El acto racionalizador de Platón consistiría en ir desmantelando la intrínseca ambivalencia de la mímesis-droga, su efecto alucinatorio, «esa virtud de fascinación, ese poder de hechizamiento [que] pueden ser —por punto o simultáneamente— benéficos y maléficos» (Derrida, 1968: 102), para abrir una diferencia y diseñar una cultura que digiera la apariencia en la lógica doble del veneno y del antídoto, de la enfermedad y su remedio: el riesgo de la apariencia que no se confiesa y contamina «la
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realidad» frente a la sanación por la apariencia estética. O para retomar el modo en que Schiller lo dirá siglos después, la sanación por la «apariencia sincera» (1795: 139). El desafío hermenéutico que plantea La República en relación con la idea de mímesis proviene de que se va constituyendo un juicio acerca de las prácticas artísticas incluso antes de que surja un margen, un horizonte epistémico, desde el cual sea posible delimitar aquellas prácticas que están siendo objeto de juicio: mientras que la idea de expulsar a los poetas comienza a argumentarse a partir del libro II, es recién en el X donde se consolida la frontera que caracteriza a la poesía como esfera delimitable dentro de las prácticas de la cultura. Más aún, paralelamente a la formación de un juicio de valor acerca de la actividad mimética hay un cambio en el horizonte cultural, en el foco de mira, desde el cual se genera ese valor. En los libros II y III, aparecen, como se dijo, dos alcances dispares del rechazo hacia las fábulas. El primero, que justifica la expulsión solo en el caso de que las fábulas se alejen de lo verdadero, se halla sustentado por un margen cultural en que las actividades discursivas se hallan, de modo casi indiferenciado, ligadas a la representación de la verdad requerida por la tarea educativa. Se trata, justamente, del marco contextual previo, en cierto sentido, a la hegemonía del logos, marco contra el cual Platón intenta actuar. El segundo, que rechaza de lleno toda práctica poética, va estableciendo un nuevo margen por el cual los usos artísticos cobran autonomía respecto de los discursos destinados a «develar» la verdad. Si bien esta idea tiene pleno desarrollo en el libro X, se encuentra anunciada ya, muy sugerentemente, en la afirmación de que mientras más poético sea un texto más sospechoso se vuelve en cuanto a su utilidad: Estos versos y todos los que se les asemejan, rogaremos a Homero y los demás poetas que no se enfaden si los tachamos, no por considerarlos prosaicos o desagradables para los oídos de los más, sino pensando que, cuanto mayor sea su valor literario, tanto menos pueden escucharlos los niños o adultos que deban ser libres y temer más la esclavitud que la muerte (387b).
El trazado de este otro margen, en el que la autonomización establece un nuevo modo de relación entre ciertas prácticas miméticas y lo que se considere mundo, se percibe claramente en el ya aludido desarrollo sobre las imágenes. Antes hice referencia al sentido reproductivo de la mímesis que supone el enfatizar su carácter de copia. Sin embargo, no debe ignorarse que, si la idea de la pintura y otras prácticas miméticas como copia de copia termina siendo el sustento fundamental del juicio de expulsión, es porque, al desplegar una «imitación» separada varios pasos del «original», la mímesis puede ser catalogada no solo como reproducción sino, previamente, como producción de un simulacro: Debemos, por consiguiente, examinar si éstos no han quedado engañados al topar con tales imitadores, sin darse cuenta, al ver sus obras, de que están a triple distancia del ser y de que sólo componen fácilmente a los ojos de quien no conoce
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la verdad, porque no componen más que apariencias, pero no realidades [...] (598e599a).
Reencontramos, pues, a través del análisis del texto platónico, el mismo juego conceptual que en la Poética: las actividades artísticas pueden considerarse representación de la realidad siempre y cuando sean antes asumidas como «mera apariencia», simulacro, y como integrantes, por ello mismo, de una esfera de la cultura cuyo principal rasgo, cimiento de su autonomía, es la producción de ficción. Por supuesto que la conceptualización platónica tiende mucho más hacia la idea reproductiva de «copia» y no contiene todo lo que, bajo el nombre de isotopía productiva de la mímesis, hemos encontrado en Aristóteles. Lo que intento mostrar es que, aun asumiendo esta faceta imitativa —dominante en Platón y presente, aunque muy parcialmente, en Aristóteles— la propia idea de copia artística supondría un constructo ya distinto e independiente de la realidad fuente y de aquel discurso dedicado a «descubrirla». No extraña, en consecuencia, que Aristóteles se muestre heredero de los textos platónicos en la asunción de esta línea divisoria entre poesía y discursos de «verdad», ya que, como puede apreciarse en La República, la independización de las prácticas ficcionales no hace otra cosa que reforzar la autoridad veritativa de la filosofía: —Y he aquí —dije yo— cuál será, al volver a hablar de poesía, nuestra justificación por haberla desterrado de nuestra ciudad, siendo como es: la razón (lógos) nos lo imponía. Digámosle a ella además, para que no nos acuse de rudeza y rusticidad, que es ya antigua la discordia entre la filosofía y la poesía [...] (607b).
Sobre la base de una lectura vertical que reconsidere las supuestas incongruencias del texto a partir del horizonte epistémico consolidado en el libro X, se comprende que Platón pueda utilizar la narración imitativa, pues esta se inserta en un ámbito discursivo ya separado de aquel que se juzga. Por otra parte, si el uso de la fábula como recurso argumentativo parece contravenir la orden definitiva de expulsión de los poetas, cobra sentido desde el momento en que el propio acto de rotular la narración que se inserta con el nombre de «fábula» imprime la marca diferenciadora que permite a ese tipo de actividad mimética subordinarse a la representación de la verdad. La fundamental desemejanza entre la especulación platónica sobre la mímesis y la que puede leerse en la Poética reside en el carácter ontológico de la primera. Mientras que para Platón la «copia» es «mera apariencia» y corresponde a la categoría de lo falso por su alejamiento respecto del ser, Aristóteles evidencia una interpretación epistemológica y pragmática de la ficcionalidad al hacer ingresar en el problema el terreno de la opinión común, es decir, en definitiva, el margen cultural que distribuye los discursos. Pero la postulación de un concepto ontológico sobre la ficcionalidad pierde importancia apenas se mira La República no tanto desde lo que dice sino más
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bien desde lo que hace. En tanto Platón se siente autorizado a hacer uso de la narración imitativa y de las fábulas como recursos «develadores» de la verdad, el criterio ontológico que calificaba a esos procedimientos miméticos como falsos pierde relevancia ante el entramado pragmático que hace actuar a la actividad mimética desde una autonomía anterior a la subsidiariedad: —Para hablar ante vosotros —porque no creo que vayáis a delatarme a los poetas trágicos y los demás poetas imitativos—, todas esas obras parecen causar estragos en la mente de cuantos las oyen, si no tienen como contraveneno el conocimiento de su verdadera índole (595b).
La adopción axiomática de la mímesis como rasgo caracterizador de las artes, constituye, en la poética aristotélica, una línea de continuidad con el discurso de Platón cuando se advierte que el postulado ontológico es solo un argumento subordinado a preparar el «antídoto», construir el margen, abrir una brecha jerarquizadora sobre ese otro horizonte anterior al dominio del logos. La República muestra también cómo la conformación de este nuevo margen presupone, en efecto, el despliegue de toda una red de categorías jerárquicas que, de un modo u otro, han persistido en el pensamiento estético occidental. En este sentido, el interés que despierta el texto de Platón no proviene solo de su gesto inaugural del corte sin el cual no podría hablarse de ficción, sino que muestra, paralelamente, el modo en que las nociones de seriedad y juego (396d-e), necesidad y gratuidad (372e-373a), se adosaron tradicionalmente a esa primera diferencia entre prácticas artísticas y usos textuales «develadores» de la «verdad». Todo este análisis de los textos fundantes de la estética occidental permite resituar las problemáticas planteadas en este trabajo a través de las nociones de autonomía y subsidiariedad, a cuya importancia como conceptualización de las posibles relaciones que los diferentes discursos adquieren en el margen de la cultura espero siquiera haberme acercado. Desde la tradicional teoría reproductiva de la mímesis como imitación de una realidad externa al discurso, se legitima una inferioridad jerárquica de la ficción sobre la base de que el simulacro se constituye por secundariedad respecto del original. Se tiende, así, a esconder el principio de autonomía y los mundos ficcionales se ven reducidos a un rol subsidiario del mundo real o de una verdad metafísica a los que son inmediatamente referidos. Quienes intentan resolver la cuestión de la verdad o la falsedad de los enunciados de una novela sobre la base de su referencia externa se inclinan, todavía más que Platón, hacia un enfoque ontológico de la ficción que se opone solo en apariencia a la mímesis reproductiva. Situar la discusión acerca del fenómeno de la ficción en la encrucijada de la referencia a la realidad repite, una vez más, el dictamen platónico de la expulsión: al no dar con la existencia empírica de un referente, los enunciados de un texto de ficción son imbuidos, como hemos visto, de la categoría de lo falso o
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se hacen merecedores de un estatuto dudoso entre las supuestas normalidad y anormalidad, seriedad y falta de seriedad, del lenguaje. Pero también en las teorías inmanentes de la ficción, como la de Doležel, existe una disminución jerárquica que funciona mediante la marca de la exclusión. Se trata de una posición originada en la estética moderna, dentro de la cual se extrema el principio de autonomía como rasgo esencial del arte: el arte moderno pretende una mayor liberación de las restricciones institucionales de lo verosímil, pero esta no es posible sin un fortalecimiento de las fronteras que lo separan de los discursos de «verdad»: […] Cuanto más celosamente distinga [el hombre] la forma de la esencia; cuanta mayor independencia consiga dar a la forma, tanto mayor es la amplitud que dará al reino de la belleza y tanto mejor guardará, al mismo tiempo, las fronteras de la verdad; porque no es posible purificar de realidad la apariencia sin, a la vez, librar de apariencia la realidad. […] La apariencia no es estética sino cuando es sincera — esto es, expresamente desprovista de toda pretensión a la realidad — y cuando es substantiva — esto es, no necesitada de ayuda alguna por parte de la realidad— (Schiller, 1795: 138-139).
El intento de Doležel tiene la ventaja de dar cuenta del principio de autonomía que caracteriza a las prácticas ficcionales. Pero su pretensión de completa inmanencia oculta el gesto mismo de distribución de los dominios discursivos. El marco que surge de la teoría productiva de la mímesis, en cambio, hace posible incorporar la autonomía del mundo ficcional —explicitada en la noción de verosimilitud interna— a la trama institucional que regula el imaginario y, en consecuencia, permite poner al descubierto las construcciones culturales que —históricamente— han delineado el propio concepto de autonomía, indispensable, como se ha mostrado, para concebir la diferencia que permite hablar de la ficción como producto de la mímesis artística.
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X Ubú rey de Alfred Jarry: donde coinciden sátira y parodia* La noción de mímesis como producción de ficción, tal como ha sido desarrollada a partir, sobre todo, de una lectura de la Poética, tiene no solo una intención teorizadora sino que conlleva también repercusiones metodológico-operativas aplicables en la interpretación de textos particulares. Desde el punto de vista de la teoría, el rastreo de la isotopía productiva de la mímesis ha permitido explicar la interacción de MMt y MT, en tanto procesos constructivos de mundos de ficción, con el reconocimiento pragmático de un margen que, mediante las posibles fricciones entre autonomía y subsidiariedad, resulta previo al surgimiento de la ficción como producto de las prácticas de lo mimético. Desde el punto de vista de la crítica teatral, el marco teórico presta la utilidad de esclarecer hasta qué punto una determinada obra establece relaciones con ese margen —en términos de cercanía o alejamiento— con el fin de facilitar o dificultar la producción de un mundo ficcional internamente verosímil. Suele ocurrir que el funcionamiento de una cosa cualquiera se perciba más claramente recurriendo a algo que proceda de distinto modo. Respondiendo a esta «didáctica» del contraste, intentaré mostrar cuanto se ha desarrollado acerca del proceso productivo de la mímesis a través del análisis de una obra que se ha convertido en paradigma de la llamada «crisis mimética» del teatro. Este carácter modélico de Ubú rey, en cuanto ruptura de una larga tradición teatral, ha sido señalado desde que se advirtió su rol fundamental para las vanguardias del siglo xx. En efecto, varios críti* Se ha publicado una versión menos extensa de este análisis en un volumen colectivo dirigido por José Luis García Barrientos (Abraham, 2007).
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cos 1 tienden a designar a Ubu roi como la primera obra de vanguardia, aun cuando su estreno, el 10 de diciembre de 1896 en el Théâtre de l’Oeuvre, unos meses después de su primera publicación, precede en algo más de veinte años a la irrupción de los primeros manifiestos vanguardistas 2. La pieza de Jarry ha sido vista, ya desde hace tiempo, dentro de un conjunto de producciones artísticas que evidencian la «crisis» de fines del siglo xix. Pero esta fue en realidad —ya hoy podemos evaluarlo— solo el comienzo de una «crisis de fin de milenio». La postulación de un teatro intencionalmente divorciado de las masas, la concepción de las prácticas literaria y teatral como diálogo transtextual —con la consecuente disolución, o al menos atenuación, de los conceptos de autoría y originalidad—, la anulación de toda brecha entre literatura y vida —la vida de Jarry fue una constante puesta en escena de Ubú (Shattuck, 1955: 163-211)— y, sobre todo, la apertura de una grieta en los procesos de mímesis, son innovaciones que permiten vincular estrechamente la obra de Jarry con las manifestaciones artísticas más representativas del pasado siglo. Mi propósito es efectuar un enfoque de la puesta en escena ideal de Ubu roi desde la problemática de la mímesis, problemática en que desembocan todas las otras innovaciones mencionadas y que deviene, paradójicamente, en el sentido desde el cual pueda, tal vez, buscarse cualquier otro sentido en la obra. Se trata, en definitiva, de estudiar la poética escénica de Alfred Jarry y la manera en que esta pone en vilo los procedimientos tradicionales de la semiosis, al menos los de Occidente, haciendo que el sentido provenga más de la forma que del contenido e instaurando una asidua crítica de la cultura. La posibilidad de estudiar la puesta en escena ideal para Alfred Jarry está dada no solo por la presencia de acotaciones en el texto dramático, sino sobre todo por la existencia de un valioso paratexto, que incluye un discurso de Alfred Jarry pronunciado antes de la representación de la obra (Jarry, 1896a), el programa-folleto entregado en el estreno (1896b), indicaciones escénicas redactadas por el autor (1896c y 1896f) y varios ensayos en que propone su poética (1896d; 1896e; 1897, 1902) 3. Todo este material escrito, sumado al rol activo que cumplió el autor junto al director Lugné-Poe, ha provocado que Jarry merezca un lugar destacado en El estudio de Shattuck (1955) resulta de suma importancia por ser uno de los pioneros en concebir una total continuidad entre las manifestaciones artísticas de lo que ha venido designándose como Belle Époque y los movimientos vanguardistas de posguerra. Con la afirmación de que el siglo xx empieza en 1885, Shattuck desplaza el calificativo de «antecedente» para aquel período, en el que Jarry juega un papel central, y lo sustituye por el de «comienzo». En la misma línea, consideran la obra de Jarry como verdadero exponente de vanguardia Hubert (1988: 142-144), Arancibia (1990), Bermúdez (1997). Acerca de esta conexión entre Jarry y las vanguardias de posguerra, son especialmente significativos, por un lado, la creación en 1930 del Teatro Alfred Jarry por parte de Antonin Artaud y, por otro, el hecho de que La Cantante Calva se publicara por primera vez en los Cahiers du Collège de Pataphysique, publicaciones de la corporación creada en 1948 para perpetuar la patafísica, «ciencia de las soluciones imaginarias» inventada por Jarry, cuyos «postulados teóricos» alcanzan pleno desarrollo en Gestes et Opinions du Docteur Faustroll, pataphysicien, roman néoscientifique. Dado el valor estilístico tanto de texto como de paratextos, citaré en cada caso la edición francesa de Tout Ubu ... y ofreceré en nota la tan difundida traducción española de José Benito Alique (Barcelona, Bruguera, 1980).
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el proceso que, desde fines del siglo xix, tendió a poner a la puesta en escena en el centro de la creación teatral (Braun, 1992: 29-45). Ahora bien, es en relación con esa «crisis mimética» del teatro, tan convocada por la bibliografía, que el ejercicio hermenéutico que sigue tiene mayor relevancia. A pesar de que viene constituyéndose desde hace tiempo una exégesis de la Poética de Aristóteles que permita conceptualizar una idea no reproductiva, o al menos no primordialmente reproductiva, de la mímesis, la noción de la mímesis como reproducción ha seguido extremadamente arraigada en las praxis particulares de lectura. A tal punto que la llamada ruptura de la mímesis, característica del teatro moderno, ha sido sistemáticamente identificada con la supuesta no correspondencia entre mundo ficcional y realidad. El análisis de Ubú rey que incluyo a continuación tiene como propósito fundamental mostrar el modo de operacionalización de la noción productiva de la mímesis que, tanto en su cumplimiento como en su ruptura, no puede ser explicada en términos de coincidencia o falta de coincidencia de la ficción con la realidad. 1. Primera mirada sobre el personaje Los días que siguieron al estreno de Ubú rey, la crítica periodística hizo eco del mismo debate que se había producido en la sala. Dividido todo el público entre detractores y partidarios, en lo que fue una segunda batalla de Hernani, lo indiscutible era en todo caso la magnitud del personaje que había encarnado Firmin Gémier: Entre los hurra-buuu de las vociferaciones, alguien ha gritado: «¡Ustedes no comprenderían más a Shakespeare!». Tuvo razón. Entendámonos bien: no digo en absoluto que el Sr. Jarry sea Shakespeare, y todo lo que tiene de Aristófanes se convirtió en un guiñol bajo y en suciedad de funámbulos de feria; pero, créanlo, a pesar de las boberías de la acción y de las mediocridades de la forma, un tipo se nos ha aparecido, creado por la imaginación extravagante y brutal de un hombre casi niño. El Padre 4 Ubú existe (Mendès, 1896: 1-2).
Una multitud de códigos se da cita para que el comediante iconice al personaje. Junto con el carácter a veces arcaizante y siempre ridículo de su lengua, el vestuario y ciertos objetos, especie de extensiones de la «personalidad» de Ubú, lo sitúan de lleno en la categoría de lo grotesco:
Si bien conservo la traducción de «Père Ubu» por «Padre Ubú», sobre todo porque así se ha vertido tradicionalmente al español, creo necesario aclarar que el sentido de la expresión francesa no equivale a «progenitor», sino que se trata de una fórmula de tratamiento, un tanto peyorativa, que podría encontrar su análogo en el «tío» del español de España.
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Père Ubu.—Complet veston gris d’acier, toujours une canne enfoncée dans la poche droite, chapeau melon. Couronne par-dessus son chapeau, à partir de la scène II de l’acte II. Nu-tête à partir de l’scène VI (acte II). — Acte III, scène II, couronne et capeline blanche en forme de manteau royal... Scène IV (acte III) grand caban, casquette de voyage à oreilles, même costume mais nu-tête â la scène VII. Scène VIII, caban, casque, à la ceinture un sabre, un croc, des ciseaux, un couteau, tou jours la canne dans la poche droite. Une bouteille lui battant les fesses. Scène V (acte IV) caban et casquette sans armes ni bâton. Une valise à la main dans la scène du navire (Jarry, 1896c: 25) 5.
La caracterización de Ubú se lleva a cabo mediante los procedimientos tradicionales: contribuyen el discurso de los otros personajes, sus propias acciones —incluidas las que realiza con el habla— y su apariencia. Pero este último elemento caracterizador escapa, por el especial uso que Jarry le da en su dramaturgia, a toda convención teatral vigente en su época y, por tanto, al horizonte de expectativa de su público contemporáneo. En efecto, en el discurso que pronunció antes del estreno de Ubú rey, Alfred Jarry demuestra estar complacido de que los actores accedieran a desarrollar sus roles cubiertos con máscaras, con el fin de dar la impresión de «grandes marionetas», y se duele de que el uso de la máscara no haya sido posible en el caso de Gémier (Jarry, 1896a: 20); aspecto de la puesta en escena real que no coincide con la ideal y que, por lo tanto, ignoraré. Esta inusual transposición de los códigos propios del guiñol al teatro es lo que, inicialmente, podría poner los primeros escollos a la mímesis. Pero es necesario tener en cuenta lo que buscaba Jarry con un teatro de marionetas: Nous ne savons pourquoi, nous nous sommes toujours ennuyés à ce qu’on appelle le Théâtre. Serait-ce que nous avions conscience que l’acteur, si génial soit-il, trahit — et d’autant plus qu’il est génial — ou personnel — davantage la pensée du poète? Les marionnettes seules dont est maître, souverain et Créateur, car il nous paraît indispensable de les avoir fabriquées soi-même, traduisent, passivement et rudimentairement, ce qui est le schéma de l’exactitude, nos pensées (Jarry, 1902: 495-496) 6. «Padre Ubú. Casacón gris acerado, un bastón permanentemente metido en el bolsillo derecho y sombrero hongo. Corona sobre el sombrero a partir de la escena II del acto II. Cabeza descubierta a partir de la escena VI (acto II). Acto III, escena II, corona y capelina blanca en forma de manto real. Escena IV (acto III), gran chubasquero, gorra de viaje con orejas; misma indumentaria, pero con la cabeza descubierta en la escena VII Escena VIII, chubasquero, casco, sable a la cintura, un garfio, tijeras, un cuchillo y el bastón sin moverse del bolsillo derecho. Una botella golpeándole las nalgas. Escena V (acto IV), chubasquero y gorra, sin armas ni bastón. Una maleta en la mano en la escena del navío» (32). «No sabemos bien por qué, siempre lo pasamos aburrido en eso otro a lo que se llama Teatro. ¿Sería porque teníamos conciencia de que, por más genial que al actor fuese y tanto más si de veras era genial o disponía de personalidad propia, siempre traicionaba el pensamiento del poeta? Sólo las marionetas, de las que se es amo, soberano y Creador (pues nos parece esencial haberlas fabricado uno mismo), traducen, pasiva y rudimentariamente, íntimas formas de ser de la exactitud, nuestros pensamientos» (160).
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Jarry desea un teatro guiñolesco, fuera de lo que «se llama Teatro», para que la figura del comediante no se interponga entre el espectador y el pensamiento del autor o, con mayor precisión, entre el espectador y la ficción del personaje. Cuando, en uno de sus ensayos, se refiere a aquellos signos que permiten la transformación del actor en títere, a saber, máscara, voz y kinésica, evidencia más claramente su deseo de resguardar la ficción. El actor debe componer el personaje con su cuerpo y por medio de una voz especial y el empleo de una máscara que sea «la efigie del personaje» y que corresponda a su carácter perenne (Jarry, 1896d: 142). De esta manera, la posibilidad de la mímesis permanece más allá de todo trompe-l’oeil, de toda similitud entre el mundo ficcional y el mundo del espectador. La búsqueda de una identificación lo más perfecta posible del actor con el personaje asegura la continuidad de la ficción y también contribuyen a ello los cambios de vestuario, signos indiciales que mantienen la cohesión de la fábula. Baste mencionar la corona sobre la cabeza de Ubú (1896g: II, ii) 7, que señala el momento en que este alcanza el reinado de Polonia (II, ii, 54), y la capelina blanca (III, ii), que establece una relación entre ese momento de la diégesis y la escena en que, absurdamente, el Padre Ubú comienza a interesarse en la idea de tomar el trono por la posesión de una capelina (I, i, 35). En tanto la ficción quede a resguardo y en tanto se la privilegie por sobre la performance, queda abierta la puerta para la mímesis (MMt). Máscara, voz, movimientos, vestuario, permiten el reconocimiento del representamen que es el comediante como ícono de un objeto «ausente» (personaje) y, mediante una actividad interpretativa, ese ícono puede devenir símbolo de algo en el mundo (vid. infra; figura 4). De hecho, los espectadores, al menos algunos espectadores pertenecientes a la élite intelectual a la que Jarry se dirigía, estuvieron en condiciones de llevar a cabo el envío de la ficción al marco de referencias de su cultura: la máscara como símbolo de la impostura del hombre en el mundo, Ubú como símbolo del autoritarismo, de la imbecilidad humana, del triunfo de los bajos instintos (Bauer, 1896a; Mendès, 1896). Entre las más disímiles interpretaciones, ninguna escapó de los cauces de la sátira, crítica social a través de la comicidad. Y aunque este segundo paso de simbolización del ícono no hubiera tenido lugar, la construcción de un personaje implica de por sí la puesta en funcionamiento de MMt en tanto producción de ficción. El examen crítico de Catulle Mendès atestigua que, para el público contemporáneo a Jarry, no hubo dificultad alguna en construir un personaje a pesar de la apariencia y el comportamiento guiñolescos del actor. El tan mentado quiebre que la pieza ocasiona dentro de la tradición mimética no reside, entonces, en términos reproductivos, en una supuesta distancia entre la actuación escénica del comediante y la realidad humana. La perspectiva desde la cual se ha comenzado a mirar el personaje de Ubú resulta inapropiada para lo que se propone este trabajo. Pero es un buen punto de partida En general, tanto aquí como en el resto del trabajo se indicarán el acto o la jornada con números romanos en mayúscula, la escena con romanos en minúscula y el número de página de la edición consultada con arábigos.
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Figura 4 objeto: algo en el mundo real
símbolo
interpretante
representamen
objeto: personaje de Ubú
ícono
representamen: comediante
interpretante: reconocimiento de la teatralidad
para saber que es necesario pasar el personaje por el tamiz de otros aspectos de la obra, justamente aquellos que Catulle Mendès llama «las boberías de la acción y las mediocridades de la forma». 2. Las «boberías» de la diégesis Alfred Jarry abre Questions de théâtre con una pregunta acerca de la todavía no resuelta —y por tanto vigente— cuestión de la especificidad teatral: Quelles sont les conditions essentielles du théâtre? Je pense qu’il ne s’agit plus de savoir s’il doit y avoir trois unités ou la seule unité d’action, laquelle est suffi samment observée si tout gravite autour d’un personnage un (1897: 152) 8.
En el apartado anterior, he señalado el carácter indicial de los cambios en el vestuario y los objetos que rodean a Ubú. Si bien ellos mantienen la continuidad de la diégesis, en modo alguno garantizan su unidad. Jarry manifiesta plena conciencia de «¿Cuáles son las condiciones del teatro? Creo que ya no se trata de saber si ha de haber en él tres unidades o sólo la unidad de acción, la cual resulta suficientemente observada si todo gravita alrededor de un personaje cualquiera» (114-115).
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la contingencia histórica y convencional del teatro, de allí que diga que «ya no se trata de saber si ha de haber en él tres unidades», y sustituye las unidades aristotélicas por lo que podría llamarse «unidad de personaje». En Ubu roi no existe ni unidad de espacio, ni de tiempo, ni de conflicto. En cuanto a esta última, queda completamente saboteada por la inestabilidad de las relaciones entre personajes y actantes 9, es decir, entre estructura diegética de superficie y estructura profunda, y se manifiesta en la imposibilidad de reducir todos los esquemas actanciales microsecuenciales a uno supersecuencial 10. Todavía más, se hace sumamente difícil decidir acerca de los casos actanciales macrosecuenciales y acerca de la concretización de ciertos actantes. La fábula podría ser dividida en cuatro macrosecuencias. A cada una de ellas correspondería un esquema actancial, de los que me limitaré a señalar las relaciones sujeto-objeto. 1. Toma del poder por parte del Padre Ubú (Acto I, escena i - Acto II, escena v).
Sujeto (Padre Ubú) ➝ Objeto (Reinado de Polonia)
2. Ejercicio del poder (Acto II, escena vi - Acto III, escena vii).
Sujeto (Padre Ubú) ➝ Objeto (Poder absoluto)
3. Lucha por la conservación del poder (Acto III, escena viii - Acto IV, escena iv).
Sujeto (Padre Ubú) ➝ Objeto (Conservación del poder)
4. Lucha por la conservación de la vida (Acto IV, escena v - Acto V, escena v).
Sujeto (Padre Ubú) ➝ Objeto (Conservación de la vida)
Pero el objeto de la última macrosecuencia aparece también en las otras. Cuando Ubú cree que Venceslao lo ha mandado llamar porque ha descubierto la conspiración (Jarry, 1896g: I, v-vi, 44-48), así como a cada momento durante la batalla (IV, iii-iv, 92-102), Ubú olvida cualquier plan de grandeza para preocuparse únicamente por su integridad física. Esta dificultad para dirigir la actividad interpretativa hacia la identificación del objeto, que Jarry en cierta forma explica en los textos que explicitan su poética, acarrea consecuencias que inhieren al sujeto y, por ende, al personaje: en tanto ni él mismo parece saber para qué lleva a cabo sus acciones, Ubú no puede ser reconocido como representamen de lo convencionalizado como humano:
Para la transposición del esquema actancial greimasiano al teatro, Ubersfeld (1977: 53-107). Una microsecuencia es una secuencia que corresponde a una escena. La macrosecuencia corresponde al acto o simplemente a una división en la estructura interna del texto dramático o del texto espectacular que agrupa bajo un contenido varias microsecuencias. La supersecuencia es la obra en su globalidad. Dependiendo de a cuál de estos niveles secuenciales se preste atención, se obtendrán modelos actanciales microsecuenciales, macrosecuenciales o supersecuenciales (De Toro, 1987: 177-178).
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Il y a deux choses qu’il siérait — si l’on voulait descendre jusqu’au public — de lui donner, et qu’on lui donne: des personnages qui pensent comme lui [...]. [...] Et en second lieu, des sujets et des péripéties naturelles, c’est-à-dire quotidiennement coutumières aux hommes ordinaires, étant de fait que Shakespeare, Michel-Ange ou Léonard de Vinci sont un peu amples et d’un diamètre un peu rude à parcourir, parce que, génie et entendement ou même talent n’étant point d’une nature, il est impossible à la plupart. S’il y a dans tout l’univers cinq cents personnes qui soient un peu Shakespeare et Léonard par rapport à l’infinie médiocrité, n’est-ce pas juste d’accorder à ces cinq cents bons esprits ce qu’on prodigue aux auditeurs de M. Donnay, le repos de ne pas voir sur la scène ce qu’ils ne comprennent pas, le plaisir actif de créer aussi un peu à mesure et à prévoir? (1896d: 139-140) 11.
Sin embargo, no se ha dado hasta aquí un paso más allá de lo que se dijera en el apartado anterior. Nada de esto impide la identificación de Ubú como personaje de ficción, y su manera poco humana de actuar pudo ser remitida, incluso por aquellos que fueran «mucho menos que Shakespeare o Leonardo», a la deshumanización del hombre o a la exaltación del antirracionalismo, tan de acuerdo, este último, con los gustos del Simbolismo. Por otro lado, no eran dignas de causar la sorpresa de nadie ni la desaparición de las unidades de espacio y tiempo, después de que el teatro romántico francés tomara como uno de sus modelos a Shakespeare, ni la falta de una diégesis unitaria, luego de las argucias de Musset. Lo que aquí quisiera destacar es la participación de tres personajes que desempeñan un rol de larga data en el teatro, el de mensajero, y cuya introducción en la diégesis se sitúa claramente, por el trato que reciben de Ubú, en el plano de la transtextualidad parodiante: Père Ubu Sabre à finances, corne de ma gidouille, madame la financière, j’ai des oneilles pour parler et vous une bouche pour m’entendre. (Eclats de rire.) Ou plutôt non! Vous me faites tromper et vous êtes cause que je suis bête! Mais, corne d’Ubu! (Un messager entre.) Allons, bon, qu’a-t-il encore celui-là? Va-t’en, sagouin, ou je te poche avec décollation et torsion des jambes (III, vii; 83) 12. 11 «Dos cosas hay que cabe proporcionar al público —cuando se quiere descender a su nivel— y que, de hecho, normalmente se le facilitan. En primer lugar, personajes que piensen de su misma manera [...]. [...] Y, en segundo lugar, temas y peripecias naturales, es decir, cotidianamente rutinarios para hombres del montón, dado que Shakespeare, Miguel Angel o Leonardo de Vinci resultan un poco extensos y de diámetro un poco difícil de abarcar, y ello porque genio y entendimiento, o incluso talento para algo más que algo muy concreto, están más allá del alcance de la mayoría. Pero si hay en el universo quinientas personas que sean un poco como Shakespeare y Leonardo con relación a la infinita mediocridad, ¿no será justo conceder a esos quinientos espíritus elevados lo que se derrocha con los espectadores de M. Donnay, es decir, la seguridad de no ver en escena lo que no entienden, esto es, en su caso, el activo placer de una creación medida y con arreglo a predefinición?» (102-103). 12 «Padre Ubú. ¡Charrasco de plata! ¡Cuerno de mi panza! ¡Aprendiz de hacendista! Creo que tengo dos onejas para hablar y vos una boca para escucharme... (Carcajadas de los presentes.) ¡O más bien al
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El mensajero justifica su presencia en el teatro por la necesidad de mantener la unidad de espacio. Por su intermedio, los protagonistas pueden acceder al conocimiento de lo que ha ocurrido en otros lugares sin la necesidad de multiplicar el espacio para representar todos los acontecimientos. Además, muchas veces facilita la unidad de acción, como en Edipo rey (vv. 924 y ss.), donde la llegada de un mensajero encausa la trágica resolución del conflicto. La aparición de este rol en Ubú rey, al margen y a pesar de la disolución de las unidades, es parodia por ello mismo, porque se introduce en un contexto en que su actuación se revela como completamente arbitraria. El rechazo de que lo hace víctima el Padre Ubú se torna, desde esta perspectiva, en una parodia de las convenciones, crítica mordaz no ya del hombre en el mundo sino del hombre en el teatro, de la que este caso no es la única expresión. Puesto que se acaba de introducir en el análisis el concepto de parodia, se hace oportuno explicitar las implicaciones —que contiene ya el título de este capítulo— acarreadas por una confrontación entre las nociones de sátira y parodia. Si bien la bibliografía crítica y teórica ha utilizado frecuentemente ambos términos de modo indiscriminado, casi como sinónimos, se impone, a mi entender, la necesidad de diferenciarlos. Hutcheon (1981) viene a confirmar mi opinión —y con ella el uso que se da a los términos en este trabajo— cuando explica que una de las causas de esta confusión puede consistir en el uso que ambos «géneros» —la sátira y la parodia— hacen del procedimiento de la ironía. Con el objeto de resolver el problema, elabora un modelo pragmático para dar cuenta de las diferencias entre ironía, sátira y parodia —así como de sus posibles intersecciones— sobre la base de una confrontación de los efectos que, en cada uno de los campos, el «codificador» pretende transmitir al «decodificador» mediante la «objetividad» del texto. No interesa aquí la totalidad de este modelo teórico sino la claridad con que Linda Hutcheon distingue las nociones de sátira y parodia. Ambas suelen actuar mediante la ridiculización y denigración, pero deben separarse de acuerdo con el marco de referencias al que se aplica ese efecto peyorativo. Mientras que la sátira se presenta como crítica, con intenciones correctivas, de algún comportamiento humano, de aspectos morales o sociales de una cultura, la parodia —como su etimología lo indica— es una forma de transtextualidad que surge cuando un determinado texto incorpora en sí otro texto o determinadas convenciones literarias a la vez que se distancia de ellos, provocando, a veces, efectos de comicidad (Hutcheon, 1981: 143-147). En relación con el análisis de Ubú rey, los conceptos de sátira y parodia —entendidos como categorías que determinan una especie genérica atribuida desde la instancia interpretativa— entran en íntima conexión con las cuestiones que pretende tratar esta sección. Si la sátira, al dirigir el texto hacia la referencia extraficcional, se vincula directamente revés, mierdra! ¡Me hacéis equivocar y sois la responsable de que parezca tonto! Pero ¡por el cuerno de Ubú...! (Entra un mensajero.) ¿Y ahora qué? ¿Qué le pasa a éste? Desaparece, cochino, o acabarás en mi talega, previa degollación y quebrantadura de piernas» (III, vii, 67). Véase también: I, v, 44-45 y IV, iii, 94.
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con la mímesis reproductiva, la parodia, en cambio, postula la actividad mimética como relación transtextual (vid. supra; VIII, nota 1), es decir, acentúa todo aquello que hemos hallado cuando se rastreó la isotopía productiva de la mímesis. Hay, en Ubu roi, una acuciante referencia a intertextos, la cual se hace notoria desde el título, sobre todo si se tienen en cuenta varias de las obras del ciclo ubuesco: Ubu roi, Ubu sur la butte y Ubu enchaîné 13 dejan sentir el eco de Edipo rey, Edipo en Colona y Prometeo encadenado. Además de la ya mencionada aparición del mensajero, son parodia de la tragedia clásica los monólogos ridículamente diegetizantes de la Madre Ubú 14 (IV, i, 89-90 y V, i, 113-114) y la infantilización de la anagnórisis en el momento en que el Padre Ubú reconoce súbitamente a su esposa luego de que ella se hubiese hecho pasar por una aparición (V, i, 121) 15. El drama histórico romántico encuentra su burlesco doble en la introducción de personajes históricos —el General Lascy, Estanislao Leczinski, Juan Sobieski, el Emperador Alexis y Miguel Federovitch— en una fábula que rehuye toda historicidad. Por otro lado, el topos de la aparición sobrenatural a Bugrelao, la premonición de la Reina Rosamunda y la organización de la conspiración, que remiten al Julio César shakespeareano, y la parodia de Macbeth en el hecho de que la Madre Ubú sea quien promueve el asesinato, son algunas de las resonancias del teatro isabelino. La diégesis, prácticamente montada en su totalidad sobre los textos con los que dialoga, podría ser considerada como una excusa para la transtextualidad, como un instrumento destinado más a dejar al descubierto los procedimientos convencionales de representación de mundos ficcionales que a constituirse ella misma en mundo. En no haber visto esto, o en no haber estado en condiciones de verlo, es donde reside, a mi entender, el origen de las limitaciones interpretativas del público contemporáneo a Jarry. La parodia fue identificada, pero, detestada o alabada, no dejó de verse como un elemento de comicidad inocente subordinado a la sátira o un elemento fuertemente desmitificador cuya cohesión con el resto de la obra no fue advertida 16. 13 Ubu enchaîné (Ubú encadenado) fue publicado en el año 1900 en la Revue Blanche. Ubu sur la butte (Ubú en la colina), adaptación en dos actos de Ubu roi, fue puesto en escena en el Guignol des Quat’ z’ arts y publicado en 1906 en la colección de Teatro Mirlitonesco de la Editorial Sansot. 14 La función de este tipo de monólogos en el teatro clásico —con «clásico» me refiero sobre todo al teatro que respeta la regla de las unidades— es muy similar a la del mensajero. Así, cuando se debía informar al espectador sobre momentos de la diégesis que caían fuera del espacio o del tiempo estipulados o sobre situaciones que se consideraba de mal gusto escenificar directamente, se echaba mano de este recurso. Lo parodiante de los monólogos de la Madre Ubú reside en que, en el primero de ellos, repite absurdamente las mismas acciones que realiza en escena y, en el segundo, satura al espectador de información que ya conoce. 15 Podría compararse esta escena de Ubu roi con la escena del reconocimiento entre el Señor y la Señora Martin en La cantatrice chauve, interpretada por Bobes Naves (1987: 94), justamente, como parodia de la anagnórisis. Esta analogía prospectiva resulta sumamente valiosa para lo que se propone este trabajo, ya que evidencia el carácter anticipatorio de Ubu roi respecto de otra obra paradigmática de la llamada «crisis mimética» en el teatro. 16 Además de los artículos mencionados (Bauer, 1896a; Mendès, 1896), pueden verse Bauer (1896b, 1896c) y Fouquier (1896).
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Por otra parte, desde el punto de vista narrativo, cuanto pueda alejarse de las prácticas institucionalizadas de lo mimético no debe ser visto, como ya dije, en relación con la verosimilitud de los hechos respecto del mundo real. Por ello no es tanto la dificultad de —por ejemplo— ver en Ubú un representamen de «lo humano» lo que perturba el horizonte cultural en que nació la obra, sino más bien las relaciones entre los hechos: la falta de enlace entre ciertas acciones de Ubu roi produce, en oposición a aquellos índices que tienden a asegurar la continuidad de la diégesis, la ruptura de la lógica de lo convincente que permite la integración de la diégesis en un mundo posible. Cuando el Padre Ubú insiste en la imposibilidad de que Bordura escape de las fortificaciones de Thorn (III, v, 80) y Bordura aparece libre en la escena inmediatamente posterior sin que siquiera intuyamos cómo ha huido, cuando la Madre Ubú escucha una voz proveniente de una tumba, acontecimiento que no tiene conexión alguna con otros momentos de la historia (IV, i, 89-90), cuando un palotín muere (II, ii, 54) y aparece, no obstante, en escenas posteriores, se plantea la incoherencia de los hechos dentro del constructo ficcional al que pertenecen. En la medida en que estos sucesos son inexplicables y permanecen deliberadamente inexplicados, la verosimilitud de la fábula no puede ser defendida en términos de la necesidad interna y la diégesis suscita un «mundo imposible» 17. Con la expansión de horizontes que implica el haber asistido a la gran renovación teatral —y artística en general— del siglo xx, podría considerarse ya sin efecto la antimímesis que Ubú rey significó para su público contemporáneo. Así parece verlo Béhar, si se ponen en contacto dos de sus trabajos. En un artículo sobre la dramaturgia de Alfred Jarry (Béhar, 1974), hace girar toda su obra literaria y teatral en torno del principio de identidad de los contrarios y la consecuente anulación de la ley de no contradicción. En otra parte, donde hace ciertas alusiones directas al problema de la mímesis en Ubu roi, se limita a señalar el carácter inverosímil de la obra respecto del mundo real, pero enfatiza su poder para dar paso a la ilusión (Béhar, 1988: 4244). Si se considera que la ley de no contradicción podría encontrarse hasta cierto punto desplazada en el horizonte de expectativas del público actual, sobre todo por la promoción de la identidad de los contrarios realizada por el Surrealismo 18 —el mismo Béhar relaciona la dramaturgia de Jarry con este movimiento—, no hay razón 17 Tomo la noción de Doležel (1988: 93). Pero me parece oportuno señalar que, si bien creo que la noción de «mundo imposible» puede ajustarse adecuadamente al marco teórico de este trabajo, es en cierto modo inapropiada dentro de la propuesta de Doležel. Este intenta diseñar, como ya se ha explicado, una semántica de los mundos ficcionales que evite toda extensionalidad: la coherencia se define únicamente en términos de necesidad interna. En efecto, queda excluido de su teoría de la ficción el hecho de que la necesidad interna depende de los modos codificados de «leer» las ficciones, es decir, del imaginario de lo convincente. Si el factor de posibilidad de los mundos ficcionales se articula exclusivamente en la «lógica» inmanente al texto, no se comprende sobre la base de qué criterios ciertos mundos narrativos pueden ser categorizados como imposibles por inverosímiles respecto de sí mismos. 18 Al respecto, recuérdense las palabras de Breton en el segundo manifiesto: «Tout porte à croire qu’ il existe un certain point de l’ esprit d’ où la vie et la mort, le réel et l’ imaginaire, le passé et le futur, le communicable et l’ incommunicable, le haut et le bas cessent d’ être perçus contradictoirement» (Breton, 1985: 72-73). [Todo indica que existe cierto lugar del espíritu donde la vida y la muerte, lo real y
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para ver hoy en día la diégesis de Ubu roi como un mundo imposible. Las contradicciones de la fábula dejarían de ser tales en el marco de una disminución de las restricciones institucionales de la necesidad interna. No pretendo relativizar el valor desestabilizante de estos aspectos de la dramaturgia jarryana —que, por otra parte, es discutible que hayan cesado de ser perturbadores— respecto de la lógica racionalista, esto es, respecto de Occidente 19. Pero creo que la radicalidad de la ruptura de Ubu roi con la tradición mimética se comprende si no se pierde de vista lo dicho acerca de la transtextualidad, cuyo efecto antimimético sobre el intérprete puede hallarse, a mi entender, aún en vigencia. A la luz de la intensidad con que la transtextualidad desplaza el terreno de referencia hacia el mismo teatro, las «boberías de la acción» resultan un aspecto capital. Por las dimensiones que adquiere la parodia, Ubú rey es mímesis de mímesis, metateatro, pero metateatro cuya diégesis es, por inverosímil respecto de sí, antimimética. Y, como un espejo, este socavamiento de la ficción se vuelve sobre el teatro clásico, sobre el drama romántico, sobre Julio César y Macbeth, para poner en crisis la pretensión mimética de los hipotextos parodiados. Lo que diferencia nuestro horizonte de expectativa de aquel de los espectadores de 1896 no es, en mi opinión, la pérdida del efecto antimimético de la obra, sino la posibilidad de identificarlo como tal y conferirle un sentido. Si las lecturas de la crítica contemporánea a Jarry tendieron a relegar la parodia para ver en Ubu roi, mediante la sátira, una forma de teatro político 20, un intérprete actual se encuentra en condiciones de restituir el valor que tiene la transtextualidad en la semiosis de la obra y reponer luego el contenido satírico que la parodia supone al señalar el margen cultural que debe ser reconocido para que surja la ficción. Toda interpretación que aúne en un solo movimiento sátira y parodia es fruto de una actividad hermenéutica compleja, por cuanto implica convertir una diégesis que se niega a construir mundo en un signo indicial que señale —y denuncie— aquel dominio pragmático modelado por la tradición mimética para la institución «teatro». 3. Espacio y tiempo «Si queremos que la obra de arte sea eterna en el futuro», dice Jarry en Le Temps dans l’art, «acaso no es mucho más sencillo liberarla uno mismo de los lindes del lo imaginario, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo, dejan de percibirse contradictoriamente]. 19 El principio de no contradicción y la ligazón lógica entre los elementos que constituyen la diégesis se hallan absolutamente implicados en las restricciones racionales que Aristóteles «impone» a la verosimilitud interna (vid. supra; IX), y ya he señalado la importancia que aún hoy puede concedérseles dentro de las prácticas de lo ficcional. Sobre el carácter central de la lógica en Occidente, dos de cuyos principios fundamentales son el de identidad y el de contradicción —de los no idénticos—, y sobre la capacidad del «contrato racionalista» para mantener en los márgenes toda fuerza alteradora, véase Eco (1992). 20 Bauer (1896a: 1) califica la obra como «pamphlet philosophico-politique».
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tiempo, haciéndola así eterna al instante?» (en Bermúdez, 1997: 13). En esa voluntad de eternidad confluyen el hecho de «faire par exemple tirer en l’an mille et tant des coups de revolver» 21 y la ahistoricidad del vestuario y los objetos, los cuales se conjugan para crear, como espacio dramático, una Polonia que es, según palabras del propio Jarry, «Nulle Part» (1896a: 21) —Ninguna Parte—. Conviene aquí, como se ha hecho en el resto del trabajo, evaluar primero cuáles son las posibilidades de reconocer, esta vez en los elementos que construyen el espacio, un ícono de un ausente ficcional —cumplimiento de MMt—, para pasar luego al análisis de los factores que impiden ese reconocimiento —antimímesis—. Entre los constituyentes del espacio escénico, me centraré especialmente en el decorado. Jarry, ateniéndose a sus principios de exigir un rol activo al espectador, propone «des décors héraldiques, c’est-à-dire désignant d’un teinte unie et uniforme toute une scène ou un acte» (1896d: 141) 22. En definitiva, como puede apreciarse en un fragmento de una carta dirigida a Lugné-Poe, director del Théâtre de l’Oeuvre, Jarry decidió que un único decorado, que especificaré a continuación, «resumiera» toda la pieza: El telón de fondo representa una tempestad de nieve sobre un paisaje montañoso y desolado. Hacia la derecha se yergue una horca de la que cuelga el esqueleto de un ahorcado; frente a ella, varias palmeras, en una de las cuales se enrosca una boa gigantesca. En el centro una chimenea guarnecida de zinc sobre la que se hallan un reloj y dos candelabros. Esta chimenea es en realidad una puerta de dos hojas por la que entran y salen los personajes. Sobre la chimenea, recortándose en el cielo azul, una ventana coronada de lechuzas y murciélagos. A la izquierda se haya un gran lecho con cortinados amarillos, por debajo del cual asoma una taza de noche. Sobre un sol rojo se dibuja la silueta de un elefante. Este decorado es único para toda la pieza y los distintos lugares en que transcurre la acción son señalados al espectador por medio de grandes carteles que un anciano viene a colgar, a un costado del escenario, al comienzo de cada escena 23.
Inicialmente, se podría considerar que una palmera es un ícono de una palmera en un espacio de ficción, que algo blanco en escena es un ícono de nieve en un paisaje ficcional y que ambos son íconos, a la vez, de una palmera y de nieve en el mundo. Pero los signos escénicos son comprendidos solo cuando se integran en un sistema (Ubersfeld, 1981a: 23) y es imposible encontrar relaciones entre los objetos de este espacio escénico que iconicen las relaciones de los objetos en algún lugar real. La única forma de que estos elementos constituyan un sistema es a través de la aceptación de su carácter asistemático, de que no hay nada que conecte la nieve con la palmera, salvo esas «hacer disparar, por ejemplo, tiros de revólver en el año mil y tantos» (21). «decoraciones heráldicas, que resumen con una misma tintura lisa y uniforme una escena o un acto enteros» (104). 23 Citado en: «Apéndice II; referencias sobre la representación de Ubú rey en el Théâtre de l’ Oeuvre» a: Alfred Jarry. Ubú rey. Drama en cinco actos. Traducción de Enrique Alonso y Juan Esteban Fassio. Prólogo y notas de Juan Esteban Fassio. Buenos Aires, Minotauro, 1957; p. 113. 21 22
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extrañas correspondencias inventadas por Baudelaire. El espacio escénico es, entonces, ícono de un espacio dramático que solo puede ser remitido a un espacio real por una actividad simbólica —actividad que Alfred Jarry facilita al público: «Nulle Part est partout, et le pays où l’on se trouve, d’abord» (1896b: 22) 24—, cuyo resultado es un «Ninguna Parte» universal o, lo que es lo mismo, eterno en el espacio. Resulta un poco extraño que el mismo Jarry, quien reniega de cualquier tipo de concesión al público, se digne a hacer más fácil su interpretación del espacio dramático y, en mi opinión, esto es un reflejo de ciertos aspectos de su poética un tanto contradictorios, al menos superficialmente, que pueden apreciarse comparando los dos textos que transcribo a continuación: Nous avons essayé des décors héraldiques, c’est-à-dire désignant d’une teinte unie et uniforme toute une scène ou un acte, les personnages passant harmoniques sur ce champ de blason. [...] On se le procure simplement et d’une manière symboliquement exacte avec une toile pas peinte ou un envers de décor, chacun pénétrant l’endroit qu’il veut, ou mieux, si l’auteur a su ce qu’il voulut, le vrai décor exosmosé sur la scène (1896d: 141) 25. Il serait curieux, je crois, de pouvoir monter cette chose (sans aucun frais du reste) dans le goût suivant: [...] 3) Adoption d’un seul décor, ou mieux, d’un fond uni, supprimant les levers et baissers de rideau pendant l’acte unique. Un personnage correctement vêtu viendrait, comme dans les guignols, accrocher une pancarte signifiant le lieu de la scène. Notez que je suis certain de la supériorité «suggestive» de la pancarte écrite sur le décor. Un décor, ni une figuration, ne rendraient «l’armée polonaise en marche dans l’Ukraine» (1896f: 132-133) 26.
Por una parte, Jarry confía en la iconización 27 del espacio dramático a través de la activa participación de un público frente a un decorado heráldico, así como in «Ninguna Parte está en todas y, en primer lugar, en el país donde nos encontramos» (26). «Por nuestra parte, hemos probado decoraciones heráldicas o, lo que es lo mismo, que resumen con una tintura lisa y uniforme una escena o un acto enteros; campo de blasón ante el que los personajes transitan armónicos. [...] En efecto, la podremos conseguir [la tintura] simplemente, y de un modo simbólicamente exacto, con una sencilla tela sin pintar, o con el reverso de un decorado, realidades en las que cada cual encontrará el lugar que se le antoje. O todavía más si es que al autor sabía lo que quería, el verdadero lugar de la acción, que aparecerá por ósmosis sobre la tela» (104-105). 26 «Creo que sería curioso poder montar la cosa (sin ningún gasto suplementario) de la guisa siguiente: [...] 3) Una sola decoración o, mejor, un fondo liso, suprimiendo las subidas y bajadas de telón durante el acto único. Un personaje correctamente vestido vendría, como en los guiñoles, a colgar un cartel indicador del lugar de la acción. (Observe que estoy seguro de la superioridad “sugestiva” del cartel sobre el decorado. Ningún decorado ni ninguna figuración serían capaces de dar “el ejército polaco en marcha a través de Ucrania”)» (98). 27 A pesar de que Jarry diga que la relación entre el telón de fondo y el espacio dramático es simbólica, de acuerdo con el marco metodológico que se ha definido en este trabajo, se trata de una relación 24 25
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siste en que el actor debe dar paso al personaje (vid. supra; X.1), y por otra, descree de que la representación sea posible a través del ícono espacial. Un cartel que dice «el ejército polaco en marcha a través de Ucrania» no es el único ejemplo de esto último. Todos los cambios en el lugar de la acción se indican por medio de un cartel, llevado por un personaje que Jarry quiere «correctamente vestido», es decir, más parecido al público que a los otros personajes. En síntesis, ciertos aspectos de su dramaturgia parecen resguardar la ficción, mientras que otros surgen de la desconfianza en la posibilidad de «representar» la ficción con medios propiamente teatrales. Retomaré esta contradicción, a la que intentaré encontrar un sentido, en el apartado siguiente y me centraré ahora en los aspectos antimiméticos del modo de construcción del espacio. Ya me referí antes a la manera en que el decorado permite al público la construcción de un espacio dramático y a la forma en que Jarry facilita una interpretación de esa Polonia que es igual a «Ninguna Parte». Pero aquellas conclusiones parciales fueron posibles solo por haber ignorado un elemento que viene a romper este esquema, el de los carteles. En efecto, estos se interponen no entre el espacio dramático y su interpretación simbólica (espacio eterno), sino entre el espacio escénico, como ícono, y la ficción. El hecho de que el decorado se mantenga estable para toda la pieza y de que unos carteles, con toda la arbitrariedad del signo lingüístico, indiquen los cambios espaciales, es una parodia del tipo de interpretante que media el representamen y su objeto ficcional, es una cómica denuncia de la ley de reconocimiento del espacio dramático como objeto de un ícono. El interpretante de un ícono es una ley de reconocimiento facilitada por la semejanza entre representamen y objeto. Los carteles vuelven arbitraria esta relación y, por tanto, se hace imposible el reconocimiento de un espacio ficcional, sobre todo cuando el espacio dramático que intentan crear el cartel, por un lado, y los otros elementos del espacio escénico, por otro, entran en contradicción:
icónica. Represente el telón de fondo una tormenta de nieve sobre un paisaje montañoso (ver cita anterior), sea el revés de un decorado o una tela en blanco (distintas descripciones de la decoración heráldica, que pueden deberse a cambios en la puesta en escena ideal, pero que no son sustanciales respecto del problema de la mímesis), lo que Jarry busca con este tipo de espacio escénico es que el espectador encuentre en él el espacio dramático que mejor corresponda a su visión de la escena. La diferencia entre los tres telones mencionados es cuantitativa, no cualitativa. Entre el telón pintado con un paisaje y el telón en blanco, hay un aumento en la cantidad de los lugares de indeterminación que el espectador puede llenar o aceptar despreocupadamente como tales en vistas a situar la fábula en un espacio dramático. Lo que varía entre uno y otro es solo la actividad que se demanda al espectador para reconocer en el espacio escénico el ícono de un espacio ficcional. Por otra parte, hasta el decorado más naturalista deja lugares de indeterminación que también deben ser aceptados o llenados. Sobre la cuestión de vacíos o lugares de indeterminación en el marco de la teoría de los mundos posibles, véase Doležel (1996).
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Une caverne dans les montagnes. Le Jeune Bougrelas entre suivi de Rosemonde Bougrelas Ici, nous serons en sûreté. La Reine Oui, je le crois! Bougrelas, soutiens-moi! Elle tombe sur la neige. (Jarry, 1896g: II, v; 58) 28.
Si bien he citado el texto dramático, se pueden hacer algunas suposiciones en cuanto a la puesta en escena. La acotación espacial que encabeza la escena debió ser pensada, en función del texto espectacular, para ser inscripta en un cartel. En lo que se refiere a la otra acotación, cabe preguntarse para qué Jarry habrá escrito «Cae sobre la nieve» y no simplemente «Cae». A mi entender, Jarry quiso hacer constar en el texto dramático la inverosimilitud, que en el texto espectacular sería evidente a simple vista, de que la Reina cayera sobre la nieve cuando se encontraba dentro de una caverna, inverosimilitud interna por la cual cartel y decorado se anulan mutuamente y, lo que es más importante, anulan la ficción 29. «Una caverna en las montañas. Entra el joven seguido de su madre. Bugrelao. Aquí estaremos seguros. La Reina. Espero que sí, Bugrelao. ¡Sosténme...! (Cae sobre la nieve.)» (II, v, 51). 29 Este uso de carteles sería incluido por Brecht, varias décadas después, entre los recursos del teatro épico: «El teatro comenzaba a relatar. El narrador ya no era un elemento ausente como la cuarta pared. El decorado de fondo tomaba ahora posición frente a los sucesos que acontecían en la escena, recordando, por medio de grandes cartelones, otros hechos desarrollados simultáneamente en otros lugares; contradiciendo o confirmando las declaraciones de algunos personajes con documentos proyectados [...]» (Brecht, 1973: vol. I, 127). La correlación establecida por Brecht entre el cartel escrito y las proyecciones cinematográficas o de diapositivas se explica si se tienen en cuenta los rasgos comunes que el cine y la fotografía guardan con la escritura: fijación en un soporte material perdurable, inmovilidad temporal, incorporación de la mediación de un foco o punto de vista. García Barrientos (1981: 264-271 y 1991: 49-55) ha definido lúcidamente los caracteres que distinguen al teatro de otros tipos de espectáculos, como el cine, recurriendo a la dupla «escritura/actuación». Mientras que la práctica teatral se caracteriza por la fugacidad y la inmediatez, la ausencia de mediación o filtro semiótico alguno entre las fuentes de producción y el espectador (actuación), el cine fija sus productos en una cinta siempre repetible e incorpora la doble mediación del rodaje y el montaje (escritura). En este sentido, las propuestas dramatúrgicas tanto de Jarry como de Brecht implicarían una suerte de irrupción de la escritura en lo propiamente teatral, la actuación. La puesta en escena de Ubú rey del grupo chileno Ufro, dirigida por Néstor Bravo Goldsmith y representada en Mendoza (Argentina) el 13 de julio de 2002, planteaba de modo interesante la idea jarryana de introducir la mediación-escritura en la inmediatez-actuación propia del teatro. Sustituía el recurso de los carteles escritos, justamente, por proyecciones cinéticas y fotográficas. Debe considerarse, no obstante, que a pesar del carácter de «escritura» de este tipo de instrumentos semióticos existe una diferencia entre la propuesta escénica de Jarry y la del director de esta puesta en escena. Mientras que el uso de los carteles escritos, en la puesta ideal para Jarry, apunta, como hemos visto, a introducir en el teatro la arbitrariedad del símbolo y a parodiar, por esta ruptura de MMt, los procedimientos teatrales de producción de ficción. En la escenificación de que estoy hablando las proyecciones cumplían otro tipo de función distanciadora, más cercana a las preferencias dramatúrgicas de Brecht. En dos momentos de la obra se proyectaban, primero sobre una pared, luego sobre el propio cuerpo del actor 28
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Por su parte, ciertos índices temporales del discurso coinciden en este atentado contra la mímesis. Cuando la Reina dice a Bugrelao: «Je suis bien malade, croismoi, Bougrelas. Je n’en ai plus que pour deux heures à vivre» (II, v, 58) 30, pero muere a los pocos segundos de haber dicho eso, se ridiculiza la convención teatral que hace posible los defasajes —las anacronías— entre la duración del tiempo diegético y el escénico —tiempo real que transcurre en la sala para el espectador y para el comediante, seres fuera de la ficción—. En consecuencia, esos signos indiciales, supuestamente índices del tiempo de la historia, son en realidad índices del tiempo de la representación: lo develan, lo señalan, desenmascaran la ficción. Junto con los elementos antimiméticos del espacio, producen un opacamiento de los signos, los que, por la «destrucción» de las convenciones que permiten su vinculación con un ausente ficcional, ya no están en condiciones de posibilitar la mímesis (MMt). También desde esta perspectiva Ubu roi se presenta como metateatro, como obra autorreferencial, ya que unos signos, considerados independientemente, tienden a crear la ficción, pero surgen otros que se refieren a ellos y los convierten en signos solo performativos. Podría decirse que Ubu roi pone en escena una «lucha» entre la ilusión y su carácter de artificio. 4. Nueva mirada sobre el personaje En el apartado X.2 se trató el tema de la dificultad para interpretar los modelos actanciales macrosecuenciales y la identidad de ciertos actantes. Ahora bien, los objetos de cada una de las macrosecuencias están en duda no solo porque Ubú parezca anteponer su integridad física a cualquier otro deseo, sino también porque parece trivializar toda pretensión de poder en pos de un simple instinto de destrucción, presente en toda la obra y hacia todo personaje: Père Ubu Corne physique, je suis à moitié mort! Mais c’est égal, je pars en guerre et je tuerai tout le monde. Gare à qui ne marchera pas droit. Ji lon mets dans ma poche avec torsion du nez et des dents et extraction de la langue. Mère Ubu Bonne chance, Monsieur Ubu.
que encarnaba a Ubú, fotografías de conocidos dictadores hispanoamericanos y europeos. El recurso tiende, pues, a convertirse en documento y dificultar la ilusión con el fin de promover una interpretación del texto desde y para el mundo. La propuesta de Bravo Goldsmith constituye por esto, a mi entender, una legítima versión más brechtiana que jarryana de Ubú rey y, lejos de promover la antimímesis, acentúa su carácter de sátira. 30 «Estoy muy enferma, créeme, hijo mío. Sólo me quedan dos horas de vida» (II, v; 51).
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Père Ubu J’oubliais de te dire que je te confie la régence. Mais j’ai sur moi le livre des finances, tant pis pour toi si tu me voles. Je te laisse pour t’aider le Palotin Giron. Adieu, Mère, Ubu. Mère Ubu Adieu, Père Ubu. Tue bien le zar. Père Ubu Pour sûr. Torsion du nez et des dents, extraction de la langue et enfoncement du petit bout de bois dans les oneilles. L’armée s’éloigne au bruit des fanfares (III, viii; 87-88) 31.
Esto es lo que ha llevado a Blanca Arancibia (1990: 108) a decir que en Ubu roi no hay unidad de acción, pero sí «unidad de peligro», y es por esta constante movilización de potencias destructoras, sintetizadas en el exabrupto inicial de Ubú, por lo que es factible integrar el personaje a la lectura autorreferencial que se ha venido realizando. El Ubú que toma el poder por la fuerza y convierte la posibilidad de gobernar en una risible anarquía es, sobre todo, destructor de las formas anquilosadas sobre las que se había erigido la máquina teatral. Luego de que los palotines mataran al oso, personificado por el mismo comediante que había hecho el papel de Bordura, Ubú, en sueños, se encarga de romper el pacto mimético, descubriendo al comediante que se esconde detrás del personaje: «Ah! voilà Bordure, qu’il est mauvais, on dirait un ours» (IV, vii, 111) 32. Y dos escenas más tarde rompe una de las convenciones que más frutos dio en la comedia, el aparte: Mère Ubu, à part. Profitons de la situation et de la nuit, simulons une apparition surnaturelle et faisons-lui promettre de nous pardonner nos larcins. Père Ubu Mais par saint Antoine! on parle. Jambedieu! Je veux être pendu! (V, i, 115) 33.
«Padre Ubú. ¡Medio muerto estoy, fisicuernos! De acuerdo, ¿y qué más da? A la guerra me voy y acabaré con todo el mundo. ¡Pobre del que no ande derecho! En mi sac” acabará, previa torsión de dientes y de nariz, y extirpación de lengua. Madre Ubú. ¡Buena suerte, señor Ubú! Padre Ubú. ¡Eh! Olvidaba decirte que te confío la regencia. Pero sabe que conmigo me llevo elregistro del Tesoro. Tanto peor si me robas. Te dejo al palotín Jirón para que te eche una mano. Adiós, Madre Ubú. Madre Ubú. Adiós, Padre Ubú. Mata bien muerto al zar. Padre Ubú. ¡Desde luego! Torsión de dientes y de nariz, extirpación de lengua e introducción de mi palitroque en sus onejas. (El ejército se aleja al son de fanfarrias.)» (III, viii, 69-70). 32 «¡Ahí está Bordura! ¡Qué malvado es! ¡Mucho peor que un oso!» (IV, vii; 85). 33 «Madre Ubú. (Aparte) Aprovechemos la situación y la oscuridad. Simulemos una aparición sobrenatural y hagámosle prometer que nos perdonará nuestros latrocinios. 31
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El Padre Ubú escucha el aparte de su esposa, convencionalmente aceptado como comunicación directa de los pensamientos de un personaje al público y, con ello, se rebela contra las formas canonizadas del teatro, contra las prácticas establecidas de tal manera que asumen las proporciones de leyes impuestas por algún poder. Es aquí donde todas las características que la crítica vio en Ubú para su interpretación como elemento de sátira, a despecho de todos los procedimientos que tienden a la antimímesis, pueden ser integradas en una interpretación a través de la parodia, a mi entender más completa, por no ignorar, justamente, aquellos procedimientos. La conspiración de Ubú es, principalemente, contra al teatro y por otro teatro, su actividad subversiva es la que Jarry desea para el teatro marginal: Le rôle des «théâtre à côté» n’est pas fini mais comme ils durent depuis quelques années on cesse de les trouver fous et ils sonts les théâtres réguliers du petit nombre. Dans quelques autres années on se sera approché plus près de la vérité en art, ou (si la vérité n’est pas mais la mode) on en aurait découvert une autre, et ces théâtres seront bien dans tout le mauvais sens réguliers, s’il ne se souviennent que leur essence est non d’être mais de devenir (1896e: 150) 34.
El viaje de Ubú desde los márgenes de Europa hacia París (V, iv, 128-131) muestra a los ojos la centralización del margen —¿o marginalización del centro?— con que Jarry se embarca, como Blanchot respecto de la literatura 35, en la empresa desinstitucionalizadora del teatro. Ubú es a la vez el doble de un público burgués pavitonto (Jarry, 1897: 153) y quien lo deja fuera del alcance de toda interpretación. Ubú rey es la poética de Jarry hecha obra y sus propuestas pueden aclararse —y aquí es donde intento encontrar un sentido a las contradicciones de las que hablaba en el apartado anterior— si se lo compara con la también autorreferencial escena del «teatro dentro del teatro» en Hamlet (III, ii). La representación dramática en el castillo de Elsinore viene a cumplir el juicio de Hamlet acerca del drama: el propósito del teatro es ser el «espejo de la naturaleza». La Ratonera, teatro dentro del teatro, es mímesis —en sentido reproductivo— Padre Ubú. Mas, por San Antonio, ¡alguien habla! ¡Tabas de sátiro! ¡Que me ahorquen si no es así!» (V, i, 87-88). 34 «El papel de los teatros marginales no ha terminado, pero como duran desde hace algunos años, se ha cesado de encontrarlos “locos” y se han convertido en los teatros habituales de la minoría. Dentro de pocos años, nos habremos acercado más a la verdad artística, o —si la verdad no existe, y sí la moda— habremos descubierto otra. Para entonces, dichos teatros serán estables en el peor sentido del término, si es que no se dan cuenta a tiempo de que su esencia no es ser, sino evolucionar» (113). 35 Sorprende la semejanza de los argumentos utilizados por Blanchot con los que Jarry profiere en el fragmento de Douze arguments sur le théâtre antes citado: «[...] Precisamente, la esencia de la literatura consiste en escapar a toda determinación esencial, a toda afirmación que la estabilice o realice: ella nunca está ya aquí, siempre hay que encontrarla o inventarla de nuevo. [...] Quien afirme a la literatura en sí misma, no afirma nada. Quien la busca, sólo busca lo que se evade; quien la encuentra, sólo encuentra lo que está más acá o, cosa peor, más allá de la literatura. Por eso, finalmente, cada libro persigue a la no-literatura como a la esencia de lo que quiere y quisiera apasionadamente descubrir» (1969: 225).
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de la obra que la contiene, puesta en abismo de sus acciones humanas. De esta manera, se legitima la capacidad mimética de la obra total respecto del mundo y el poder representativo de la ficción. Ubú es un personaje cuyo estatuto ficcional, y por tanto mimético, queda asegurado por los elementos que se conjugan para construirlo, para hacer desaparecer al comediante detrás de su máscara (vid. supra; X.1). Pero en la medida en que ese Ubú, desde la ficción, ve desmoronarse y desmorona él mismo los procedimientos de la ficcionalización, Ubú rey se torna, contrapartida de Hamlet, en una salida del abismo de las convenciones que aseguran la mímesis. Tal como la acuciante parodia y la inverosimilitud interna de la diégesis —ruptura de MT—, la opacidad semiótica de los elementos escénicos de Ubu roi, que cierran el paso a un ausente ficcional —ruptura de MMt—, cuestiona seriamente el estatuto mimético del teatro propugnado por un margen cultural que funciona mediante el roce autonomía-subsidiariedad. La antimímesis que postula Jarry resquebraja no solo la idea de la mímesis-reproducción —en tanto remisión de la obra al mundo real—, sino primordialmente la mímesis como producción de mundos ficcionales. El encierro de las prácticas de lo ficcional en el marco de instituciones autónomas 36, como el teatro y la literatura, pone al resguardo —tal como he mostrado en el capítulo «El margen: entre reproducción y autonomía»— a aquellas otras prácticas destinadas a concebir discursos de «verdad». En este sentido, la negación a promover la ficción, en un ámbito donde esta sería esperable, forma parte de un programa más amplio, por el cual cobran sentido los textos que diluyen «ciencia» y «literatura» en un mismo discurso. El entusiasmo de Jarry por la ciencia tecnicizada en las obras que textualizan la Patafísica 37 no proviene en absoluto de una confianza en la verdad positiva, sino, como ha visto Deleuze (1997), de considerla disolución del ser postulado por el logos en favor del poder-ser, de la profesión de no-ser, de lo siempre futuro. Por formar parte de este proyecto desterritorializante de los espacios culturalmente distribuidos para los distintos discursos, la parodia ubuesca supone la crítica social, pero no mediante el envío de la ficción al marco de referencias de la cultura, puesto que es esa misma ficción —en tanto dominio obligadamente adosado a la institución «teatro»— lo que se halla en tela de juicio. La interpretación de Ubu roi como crítica de la cultura requiere que el espectador deseche sus hábitos de producción de sentido, asuma la forma como implicatura, identifique los signos solamente performativos como ausencia de lo esperado en el espacio-sala teatral y erija sobre 36 Ya hice referencia en el capítulo «El margen: entre reproducción y autonomía» a que el principio de autonomía, indispensable para el propio estatuto de ficción en relación con otros discursos, es llevado al extremo por la estética moderna con el objeto, quizá, de ocultar el margen cultural que dibuja ese mismo principio. En relación con la autonomía como principio fundamental del arte en la Modernidad, véanse Barthes (1964) y Bürger (1974). 37 La cima de este entusiasmo se encuentra en textos como Le sûrmale (novela publicada en 1902) y Commentaire pour servir à la construction pratique de la machine à explorer le temps.
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esa «heterotopía» 38 un signo —o mejor, erija esa heterotopía en signo— de mímesis negativa. Por la forma de producción de sentido, hay en Ubú rey dos paradigmas: un paradigma integrado por signos miméticos y otro constituido por signos «meramente» performativos. En cuanto al primero, ocupan en él un lugar preponderante aquellos signos que contribuyen a crear el personaje y fue el paradigma privilegiado por la recepción contemporánea a Jarry: la identificación de un mundo de ficción desembocó, en este caso, en un segundo paso tendente a considerar a Ubu roi como sátira, es decir, interpretación en términos de mímesis reproductiva. Incluso en el abanico de lecturas que supuso la visión de la obra como sátira se hizo notoria la modernidad de Jarry, ya que la identificación de la pieza con ciertas características del mundo fue solo posible mediante una intensa actividad del espectador, tendente a equiparar mímesis y hermenéutica. Sin embargo, se trata, a mi entender, de interpretaciones incompletas, porque parten de relegar los elementos que tienden a lo antimimético, que agrietan la ficción y, por tanto, plantean también la imposibilidad de remitirla al mundo. Entre los constituyentes del segundo paradigma, hice primeramente hincapié, desde el punto de vista de MT, en la intensidad con que la parodia sitúa la obra en el terreno del metateatro y ridiculiza los procedimientos convencionales de construcción de mundos posibles. Lo deliberadamente no convincente del componente diegético pone en «crisis», en esta perspectiva autorreferencial, la confianza en la posibilidad mimética de la ficción que el mismo Ubú rey intenta instaurar en escena y denuncia la pretensión mimética de los hipotextos. Los procedimientos de espacialización y temporalización (MMt) pertenecen a ambos paradigmas. Algunos elementos del decorado y ciertos índices temporales son signos miméticos por tener como objeto un ausente ficcional. Pero otros signos están destinados a poner el acento en la performance y negar el carácter mimético de los anteriores. Es aquí donde mejor puede observarse, en consecuencia, el contraste —aparente oposición— entre ambos paradigmas y la necesidad de integrarlos en una única sintaxis. Y es aquí, por otra parte, en esta constante puja entre dos formas de ser signo —acaso la unidad de acción que falta a la diégesis pueda encontrarse en este conflicto semiótico—, en donde es posible encontrar un nuevo sentido al personaje. Todo lo que Ubú fue por la sátira, puede serlo, todavía más, por la parodia. En síntesis, las interpretaciones a que tuvo acceso el público contemporáneo a Jarry resguardaron el carácter mimético de la obra, pero surgieron del cercenamiento de su sintaxis, relación en presencia de los dos paradigmas mencionados. Una lectura que considere a Ubu roi como expresión de la problemática de la mímesis nace necesariamente de la observación de la obra en su completitud y de la asunción El término es de Foucault (1966: 3).
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de la forma como portadora de sentido: el sentido que surge de una mirada sobre el funcionamiento de los signos es, justamente, la destrucción del signo en su vertiente mimética, el cuestionamiento de la representabilidad y de la representatividad de la ficción. Gran parte de la modernidad de Afred Jarry reside precisamente en que la semiosis (una semiosis antimimética) es en sí el principal contenido, desde el cual, además, puede reconsiderarse el contenido más inmediatamente aprehensible de la obra: en la medida en que la parodia señala —señala desequilibrando— el margen cultural que instaura el propio concepto de ficción, deviene parodia satirizante.
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xi Mímesis, antimímesis y mímesis negativa El desarrollo que se ha hecho de la noción de mímesis, a partir de una revisión de los textos que tienden a orientar el concepto hacia las prácticas estéticas, debería iluminar al menos dos grandes cuestiones en que se viene insistiendo desde el segundo capítulo: la condición pragmático-institucional de la ficcionalidad como rasgo caracterizador del dominio estético y las operaciones semánticas que la misma institución promueve para los textos. En el discurso platónico puede leerse tanto el rastro de una tradición anterior, de un horizonte epistémico cuya configuración se resiste hoy al entendimiento, como la apertura de una reorganización institucional, la conformación de «nuevos» márgenes entre las prácticas. La ficcionalidad de unas prácticas supone la expulsión de lo mimético desde el interior de otras modalidades discursivas. Mientras que los textos estéticos asumen la mímesis como su condición de posibilidad, los textos científicos, filosóficos, lógicos, los discursos encargados de «develar seriamente» la realidad, se niegan a ser confundidos con la imitación, la representación o la producción de otra cosa; desaparecen, en definitiva, como resultados de la actividad mimética: Lo que las teorías de Husserl y Sartre, indirectamente, hacen ver, en mi opinión, es que la diferencia de lo representado y su representación, del objeto y su imagen, tiende naturalmente a desaparecer en el acto de conocimiento, es decir, es necesariamente obliterada en la práctica cognoscitiva. Lo representado y su representación tienden naturalmente a confundirse el uno con el otro. Más exactamente, la representación, o la imagen, sólo funciona propia y eficazmente cuando es confundida con su objeto. Representación e imagen son entes cuya actualidad eficiente coincide con su colapso [...] (Martínez Bonati, 1981: 96).
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A pesar de lo provechosa que resulta esta formulación de Martínez Bonati para describir la diferencia entre la ficción y la no ficción, para caracterizar sus dispares desenvolvimientos semánticos, lo que en este trabajo se ha intentado demostrar es que esta distinción clasificatoria no puede atribuirse, como hace Martínez Bonati, a la naturaleza. El solo hecho de haber hallado, repito una vez más, ciertos documentos que atestiguan los procesos de consolidación de este tipo de distribución discursiva sustrae el asunto del territorio de la naturaleza y lo incorpora al de la cultura. Así pues, concebida la mímesis como un estatuto cultural donde pueden dirimirse las cuestiones centrales del dominio estético, quisiera ofrecer un marco conceptual que reúna la serie de principios pragmáticos y semántico-funcionales de la institución «teatro». La formulación de este marco conceptual supone sintetizar e integrar los desarrollos que se han venido realizando en varios sectores de este trabajo. En primer lugar, implica reacomodar nuestro primer esbozo del dominio estético del sistema de la cultura (vid. supra; II.2) a las posteriores indagaciones sobre la teoría mimética. El concepto de mímesis, por incluir dentro de sí la convención de ficcionalidad, se presentará como medio adecuado para caracterizar el margen de dicho dominio y las operaciones semánticas que estimula. En segundo lugar, con el fin de ajustar la caracterización de las instituciones a la especificidad de lo teatral, habrá que atender de modo especial a las consideraciones adelantadas en los capítulos «Performance, ficción, narratividad» y «Mímesis como producción». Por último, la descripción semántica de los mundos ficcionales (vid. supra; III.2) deberá terminar de reinscribirse dentro del ámbito englobante de una pragmática y de acotarse a las particularidades semióticas de la ficcionalidad teatral. 1. La institución «teatro» en tanto institución mimética De acuerdo con lo expuesto, detallar el funcionamiento de las prácticas ficcionales teatrales y su poder creativo de mundos demanda puntualizar los criterios pragmático-institucionales que orientan su modo de circulación semiótica entre los usuarios de la cultura (puntos 1 a 3), así como las peculiaridades semánticas que genera el propio margen institucional (4 a 6). La conexión entre estos dos grupos de principios —criterios pragmáticos de definición y descripción de convenciones semánticas— debe ser entendida en términos de una relación de dependencia. Sin la presencia del dispositivo institucional y sin su reconocimiento por parte de un sujeto intérprete, no habría semántica propiamente ficcional ni puesta en funcionamiento de la mímesis en tanto actividad productora de mundos. En este sentido, los mecanismos semióticos que establecen los ejes de referencia de las prácticas ficcionales (4 a 6) no deben ser entendidos como puramente semánticos, sino como semántico-prag máticos desde el momento en que constituyen operaciones semánticas convencio nalizadas.
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La configuración de la institución «teatro» puede visualizarse en la figura 5 hacia el final de este apartado y puede caracterizarse mediante los siguientes principios: (1) La noción de mímesis como rasgo definidor de ciertos usos textuales es el resultado de la actividad institucionalizadora de nuestra cultura. El horizonte epistémico delineado por nuestra cultura instaura una organización de las praxis significantes. El concepto de mímesis, tal como lo entendemos hoy, es el producto de un proceso de distribución textual, de conformación de architextos, por el cual los artefactos semióticos que escapan, en cierta medida, del dominio del logos son agrupados en el interior de instituciones miméticas relativamente autónomas respecto de los dominios culturales —no miméticos— que regulan la producción de discursos con especificidad funcional cognoscitiva. La relatividad de la autonomía de las instituciones miméticas reside, justamente, en que se trata de una autonomía relativa a —o legislada por— el margen institucional. (2) La pareja mímesis-teatralidad constituye el margen pragmático de la institución «teatro». Ese mismo gesto distributivo de las prácticas culturales dispone una estrecha relación entre el «juego» teatral y la actividad mimética. El conjunto de prácticas performativas del teatro queda incluido, así, entre las instituciones miméticas del dominio estético y comparte su frontera respecto de los dominios no miméticos del sistema cultural. La autonomía de la institución «teatro» respecto de otros sistemas elementos del dominio estético se ve legitimada por su particular procedimiento para instaurar la mímesis: mímesis del modo teatral (MMt). (3) La teatralidad es un operador pragmático que activa una semiosis diferenciada: la mímesis del modo teatral (MMt). Concebida institucionalmente como una actividad mimética y aprendida como tal por los usuarios de la cultura, la teatralidad funciona en el nivel sígnico del interpretante para producir un tipo determinado de semiosis: la referencia ficcional. El reconocimiento de la teatralidad suele darse en el espectador mediante la identificación de ciertos indicadores pragmáticos: discursos publicitarios, periodísticos y académicos; activación de patrones de comportamiento asociados con el consumo de determinados objetos culturales —una reserva, la compra de una entrada—; el hecho mismo de acudir a un espacio con una funcionalidad espectacular bien conocida. Por la condición mimética de la institución «teatro», la teatralidad supone la mímesis y a la vez la instaura en el acto concreto de recepción, en que el espectador, ante la certeza de que ocurrirá el teatro, pone en acto la semiosis del desdoblamiento: el conjunto de presencias actuantes es semiotizado para dar paso a un mundo ficcional (MF). (4) La mímesis es producción de mundos ficcionales, es decir, de conjuntos de estados posibles con existencia ficcional. A través del modo de enuncia-
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ción teatral (MMt), y solo de este modo, la semiosis teatral origina un constructo semánticamente autónomo y no inmediatamente reductible al modelo de mundo real (MMR). Haciendo abstracción, sin embargo, de los principios constructivos específicamente teatrales, el mundo ficcional es analizable también en términos de diégesis y equiparable, de esta manera, a las producciones de la semiosis narrativa en sentido transmodal (MT). Existir ficcionalmente no implica, para las entidades de MF, mera oposición a las entidades designadas por textos no ficcionales, sino despreocupación acerca de una posible existencia real e indeterminación de sus propiedades ontológicas, suspensiones ambas que caracterizan el tipo de contrato que el intérprete establece con la escena. En resumidas cuentas, salvo para las intenciones del crítico especialmente erudito, carecen de sentido las requisitorias sobre una supuesta existencia real de los Montesco o sobre la coincidencia o no del Jerjes de Esquilo con su «prototipo» existente en MMR. (5) Los mundos que resultan de la actividad mimética son conjuntos de entidades y de reglas de composición autónomas que promueven una credibilidad diferenciada respecto de las prácticas culturales no miméticas. Los mundos ficcionales, en tanto referentes propios de la mímesis productiva, no se hallan confinados a imitar ni las entidades ni las reglas de coherencia del MMR. Sin embargo, la introducción del concepto de lo convincente, surgido a partir de la lectura de la Poética aristotélica, hace intervenir, en la verosimilitud interna de los MF, los criterios de aceptabilidad legitimados por el margen institucional. Lo convincente no es ya lo aceptable como real ni lo aceptable para todo discurso. Es una credibilidad diferenciada para las prácticas estéticas, pero puede ejercer de algún modo un límite sobre la producción de mundos autónomos. La ficcionalidad misma supone un determinado diseño cultural, y ese diseño ha sido trazado por un contrato racional sobre lo convincente. La mímesis teatral es actividad modeladora de mundos autónomos, pero se mueve en un espacio que ya ha sido modelado por unos discursos «capaces» de distribuir las prácticas y de instituir cultura. (6) Solo en tanto configuraciones semánticas con autonomía constreñida a lo institucionalmente convincente los mundos ficcionales admiten procesos de resemiotización hacia el modelo de mundo real. Hay varias implicaciones subyacentes a este principio. Aunque el discurso académico y, por tanto, cierto sector integrante de las propias instituciones miméticas, haya tendido a considerar este procedimiento de mímesis reproductiva como único eje de sentido de las prácticas ficcionales, se ha intentado demostrar a partir del análisis de los textos platónicos (vid. supra; IX) que la propia asunción del MF como imitación, representación, simbolización o imagen del mundo real supone interpretarlo, antes, como «imagen» de otra cosa. El movi-
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Figura 5
MMR
(R s) institu
ción
«te at r
mím e
o»
sis -te
a
Mr
ad lid tra
MF
MF
Mp: MMt -MT
MF
MMR: modelo de mundo de la realidad MF: mundo ficcional Mp: mímesis productiva MMt: mímesis del modo teatral MT: mímesis transmodal Mr: mímesis reproductiva Rs: resemiotización
miento reproductivo de la mímesis no puede entenderse sino como un paso lógicamente posterior a la autonomía semántica de los mundos ficcionales y de sus reglas de composición. La segunda implicación se refiere específicamente a las limitaciones que ejerce el criterio de lo convincente sobre la autonomía de los MF, limitaciones que promueven el giro reproductivo de la mímesis. ¿Significa esto que los mundos ficcionales imitan, en última instancia, ciertos principios estructurales del mundo real? En mi opinión, la pregunta debería responderse de forma negativa. Las instituciones miméticas, en tanto dispositivos culturales que regulan la producción de ficción, han promovido tradicionalmente ciertas limitaciones composicionales de la fábula: ciertos principios racionales que aseguran la estabilidad de lo que es convincente según las prácticas de lo ficcional. Las restricciones ejercidas sobre la autonomía de la diégesis provienen, pues, del propio dominio de las prácticas miméticas. Si estas restricciones organizacionales de los MF coinciden con las que los dominios no miméticos conciben para el modelo de mundo real, no es una cuestión de imitación del mundo real, sino de
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subsidiariedad respecto de aquellos otros discursos —entre ellos las poéticas que hemos analizado— que tomaron a su cargo abrir la brecha distributiva de dominios discursivos y legitimar para sí mismos la función representativa de lo real. Por último, a pesar de que las propias reglas de composición de los MF habilitan la mímesis reproductiva, se trata de un proceso semiótico no necesariamente activado por el intérprete, quien puede legítimamente limitarse a las operaciones de sentido y al goce lúdico de la construcción del mundo ficcional. 2. Antimímesis y mímesis negativa Si la institución «teatro» funciona mediante un dispositivo mimético que resulta dominante en nuestra cultura, ¿qué lugar puede ocupar una obra como Ubú rey entre los objetos semióticos que tal institución regula? Evidentemente, el texto de Jarry no tiene muchas posibilidades de operar, al menos estrictamente, mediante los insumos pragmático-semánticos de la mímesis productiva. Si el principio 3 reclama la trasparencia del signo y el privilegio de la ilusión para facilitar la semiosis del desdoblamiento (MMt), hemos visto cómo Jarry implanta la opacidad mediante la insistente parodia de las convenciones teatrales. Si el principio 5, por otra parte, requiere la adecuación de la organización interna del texto a los criterios de aceptabilidad regidos por la institución mimética (MT), Ubú rey proporciona más de un pasaje diegético en que se «frustra» lo internamente convincente. Por estas razones, porque la pieza de Jarry se manifiesta en clara oposición a los mecanismos funcionales del dispositivo mimético, introduje el término de «antimímesis» para describir sus procesos de semiosis —o ruptura de la semiosis— teatral. Lejos de haber incorporado un neologismo, «antimímesis» registra usos casi tan antiguos como el de su supuesto contrario. Un pasaje en que Tucídides relata una de las fases de la Guerra del Peloponeso puede servir para adentrarse en las resonancias semánticas del concepto y perfilar, así, la rentabilidad que se le pretende dar en este trabajo en tanto noción teórico-operativa. Ante la inminencia de un combate naval contra Atenas, Gilipo arenga a los soldados siracusanos recordando las anteriores victorias de su ciudad frente a la poderosa escuadra naval ateniense: Nosotros, por el contrario, nuestro atrevimiento —ese atrevimiento con el cual, aunque todavía ignorantes del oficio naval, dimos muestra de nuestra audacia— se encuentra ahora fortalecido; y al unirse a él la convicción de que somos los más fuertes, dado que hemos vencido a los más fuertes, la esperanza de cada uno se ha redoblado. Luego, en general, como en toda empresa, la mayor esperanza infunde también en el corazón el ardor más vivo. En cuanto a su [de los atenienses] contraimitación (antimiméseos) de nuestras estrategias, los procedimientos nos son familiares, y no encontrarán a nadie desprevenido (La guerre du Péloponnèse: VII, 67.1-2).
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Dejemos de lado la respuesta que piensan dar los siracusanos a la contraimitación de los atenienses, dado que complicaría mucho el análisis. Como se infiere de la lectura del texto de Tucídides, la contraimitación de las estrategias siracusanas es, por parte de los atenienses, la producción de una estrategia en sí. Así pues, quiero conservar para las manipulaciones antimiméticas de Jarry la metáfora militar de una estrategia. La estrategia semiótica de Jarry, al igual que la táctica guerrera del ejército de Atenas, conlleva, a primera vista, el cumplimiento de dos pasos: identificar el proceder ajeno como una estrategia e ingeniárselas para diseñar una estrategia contraria, una contraestrategia. Ahora bien, ¿quiere decir producir una antimímesis de la estrategia ajena exactamente lo mismo que concebir una estrategia opuesta? Contraimitar, ¿no supone un paso intermedio, el de la imitación, que efectivamente nunca se realiza? ¿No funciona la contraimitación mediante la negación a producir la misma estrategia? Volvamos a las tácticas teatrales de Ubú rey y a las operaciones hermenéuticas que, estratégicamente, se idearon aquí para descifrarlas. Las constantes rupturas de MMt, que imposibilitan el acceso transparente a un mundo ficcional, y de MT, que tienden a la producción de un «mundo imposible» para el espectador habituado a lo institucionalmente convincente, generan la antimímesis. Pero para restituir este sentido combativo, la antiestrategia, debimos antes considerar lo que sería esperable en el ámbito de la sala teatral, esto es, el desenvolvimiento de prácticas reguladas por la institución mimética. La antimímesis, pues, se postula semiotizando lo que se niega a producir, aquello que queda elidido pero supuesto, al mismo tiempo, con la fuerza de la negatividad adorniana: Hoy el arte es capaz, por su negación consecuente del sentido, de conceder lo suyo a esos postulados que formaron en otro tiempo el sentido de las obras. Las obras carentes de sentido o alejadas de él, pero que tienen supremo nivel formal, son algo más que puro sinsentido porque su contenido ha brotado en esta negación del sentido. La obra que niega el sentido de manera consecuente queda obligada por esa consecuencia a mostrar el mismo espesor y unidad que antes hacía presente el sentido mismo (Adorno, 1970: 204).
La antimímesis, en tanto mecanismo productor de sentido que se niega a hacer uso de las operaciones funcionales y semióticas institucionalizadas por el dispositivo mimético, requiere de la mímesis negativa. La mímesis negativa procede, justamente, mediante el señalamiento del margen pragmático y de los procedimientos, las estrategias, los ejes de sentido, que este propicia para el tratamiento de las prácticas estéticas. Al puntualizar detenidamente los principios de la institución «teatro», se precisó que las operaciones semánticas propias de la actividad mimética se hallaban en relación de dependencia respecto de los criterios pragmáticos de definición del margen institucional. ¿Qué hace, entonces, Jarry, al «contraimitar» esas operaciones semánticas sino intentar revertir, en cierta forma, los principios fundamentales del margen
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institucional? ¿Contra qué despliega su estrategia sino contra aquella distribución de discursos que origina el dominio de lo ficcional como separado de aquellas otras prácticas «serias» destinadas a «develar» la realidad? La contraestrategia primordial en que consiste la antimímesis es una suerte de borramiento de las fronteras que articulan los diferentes dominios de la cultura. Como su nombre lo indica, es un intento de desinstitucionalizar la institución «teatro» en tanto institución mimética.
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XII modelos de mundo en el teatro: orientaciones para una tipología La mímesis y la antimímesis, tal como se las ha caracterizado en capítulos anteriores, ofrecen categorías y un criterio propicio para diseñar una tipología semántica de los mundos ficcionales. ¿Qué implicaría, pues, en relación con los propósitos y los desarrollos de este trabajo, proponer una clasificación de mundos ficcionales miméticos y antimiméticos? En primer lugar, contribuiría a solventar la exigencia que se ha venido reclamando para la cuestión de las tipologías ficcionales: asentar sus taxonomías y su criterio de diferenciación sobre una previa definición institucional de la ficcionalidad. Si, como se ha expuesto, son las instituciones miméticas las que regulan, de modo dominante en nuestra cultura, la funcionalidad y las operaciones semánticas que se atribuyen a los discursos ficcionales, la distinción entre MF miméticos y antimiméticos tendería a dirimirse, precisamente, por la afirmación o los intentos de negación de ese modelo cultural. Se propondrá, pues, una tipología que diferencie la organización semántica de los mundos, pero que se abra a la vez al terreno institucional que regula esa dimensión semántica. Se trataría, en definitiva, de una clasificación semántica adherida al margen pragmático-institucional. En segundo lugar, y como consecuencia lógica de lo anterior, se superarían las limitaciones observadas en otras tipologías semánticas. La construcción de la categoría de lo fantástico, por ejemplo, definida como trasgresión del mundo real, surge del eje de sentido ficción-mundo (Mr), que se traslada a la autonomía de la serie literaria sin haber indagado siquiera la condición institucional con que opera, y sin cuestionarse si, quizás, la configuración semántica de lo que se rotula como «fantástico» promueve una deslegitimación de dicho eje. Al localizar el criterio clasificato-
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rio en las estructuras y operaciones semánticas que provee la institución mimética, la tipología que se delineará aquí pretende hacer una suerte de «justicia poética» a la «voluntad» reformadora que proyectan ciertas prácticas ficcionales sobre las estructuras y los ejes de sentido legislados por la propia institución. El subtítulo de «orientaciones» con que se anuncia este capítulo pretende expresar el carácter no definitivo que se concibe para él. Los mundos miméticos y antimiméticos deberán ser tomados, pues, como dos polos que no agotan necesariamente la serie tipológica y que, con seguridad, contienen diversas variantes dentro de sí. Lo fundamental será, en todo caso, mostrar el sendero por donde puede trazarse esta tipología, establecer las bases para su descripción y vislumbrar problemas a resolver en investigaciones futuras. 1. Marco conceptual Ya en los comienzos de lo que nuestra memoria cultural guarda como teatro encontramos un caso de interés para el asunto que se pretende describir aquí. El final de Las Coéforas de Esquilo plantea una duda acerca de lo que adquiere o no el estatus de acontecimiento, acerca de lo que existe o no en el mundo desplegado sobre la escena. Luego de obligar a su madre a darse muerte, se diría que Orestes, enloquecido por la sangre derramada, padece de alucinaciones y huye espantado por la fantasmal ilusión de las Erinis. Así parecen confirmarlo la insistencia de la corifeo, quien trata de convencer al joven de no dar crédito de realidad a su trastorno mental, y, sobre todo, el hecho de que las divinidades no se hagan visibles para el espectador, en la medida en que sea válida esta hipótesis relativa al espectáculo 1. Pero si se considera la obra en continuidad con Las Euménides, pieza que cierra la trilogía, la aparición del coro de Erinis moviéndose sobre el espacio escénico evidencia la cordura de Orestes y legitima la palpable existencia de lo divino. Los procedimientos que pone en juego Las Euménides reorientan la índole de un mundo ficcional que parecía adentrarse en la interioridad de un conflicto psíquico hacia la de un universo donde el destino humano se ve estrechamente vinculado al patente accionar de los dioses. Así pues, lejos de ser elementos accesorios, el juicio del espectador acerca de la existencia ficcional, las particularidades de su configuración semántica y los procedimientos con que se construye resultan de capital relevancia para la comprensión del mundo que una determinada praxis teatral hacer surgir sobre la escena. El modo en que algo llega a ser ficcionalmente existente podría decirse que constituye el más subterráneo basamento del mundo ficcional y que sustenta la armazón semántica de toda la estructura. Así lee también el final de Las Coéforas Albin Lesky (1957: 105) y lo mismo podría sugerir el hecho de que Edith Hall (1997: 96), cuando se refiere a la convivencia de humanos y dioses en escena, pone como ejemplo Las Euménides de Esquilo, pero no hace alusión alguna a Las Coéforas.
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La tarea de caracterizar los modelos de mundo solicita retornar por un momento a la tipología narrativa que realiza Doležel (1980) sobre la base de una pretendida semántica intensional (vid. supra; IV). Según Doležel, recordémoslo, la cuestión de la existencia y de la verdad ficcionales debe resolverse en la organización inmanente del MF, y depende directa y exclusivamente de los principios constructivos del texto: en el caso de la narrativa, de las fuentes de enunciación ficcional. Con estos presupuestos epistemológicos, establece una serie de distinciones entre el «modelo binario» de mundos ficcionales, que se ha expuesto detalladamente, y el «modelo no binario». En el primero, los procedimientos semióticos constructivos se oponen binariamente: el narrador anónimo en tercera persona posee autoridad autentificadora en tanto fuerza ilocutiva otorgada por las convenciones del género, mientras que los actos de habla de los agentes narrativos carecen de dicha autoridad. La existencia ficcional de los hechos narrativos puede solo ser asignada, pues, por la autoridad del narrador. Las frases de los personajes quedan sujetas, en cambio, a la valoración de verdad o falsedad sobre la base de lo legitimado como hecho. El modelo no binario (Doležel, 1980: 108-116) se encuentra conformado por dos modalidades narrativas: aquellas cuyos MF son objeto de la actividad constructiva de un narrador en primera persona, y los relatos regidos por una tercera persona subjetivizada, más conocidos, estos últimos, como narraciones con focalización interna. Los enunciados de la tercera persona subjetivizada, al estilo del narrador de Madame Bovary, introducen los motivos narrativos emparejados con los mundos de creencias de los personajes. La fuerza autentificadora del narrador se ve, de este modo, mitigada, y el grado de autenticidad que reciben los hechos narrativos depende de las variables y de las graduaciones de la subjetivización. Los actos de habla del narrador en primera persona reciben una relativa fuerza de autentificación puesto que se trata de la única fuente de entrada en el mundo narrativo. Sin embargo, el grado de existencia ficcional que el narrador homodiegético pueda conferir a los motivos narrativos no le viene otorgado por convención sino que es un derecho que debe ganarse legitimando la credibilidad de su propia actividad discursiva. Para esto, el narrador en primera persona puede actualizar dos tipos esenciales de procedimientos: «los dispositivos que limitan el alcance del conocimiento del narrador», como cuando honestamente anuncia las restricciones de su conocimiento; y «los dispositivos que identifican las fuentes de su conocimiento» (Doležel, 1980: 112). Ahora bien, no volveré a detallar los argumentos que esgrimí arriba para reorientar las formulaciones de Doležel (vid. supra; IV); pero, de acuerdo con el nuevo marco conceptual en que se reconsidera la cuestión, no existen razones suficientes para establecer una diferenciación tipológica entre modelos binarios y no binarios. Si asumimos que los MF del modelo binario portan, en tanto reglas composicionales activadas inferencialmente por el sujeto intérprete, la conceptualización de una verdad decidida por la existencia y el procedimiento de verificación
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empírica, dejan de oponerse a los modelos no binarios y ambos forman parte del mismo tipo de mundo. Que los principios constructivos, las propiedades de las fuentes ficcionales de enunciación, no disfruten, en el modelo no binario, de una función autentificadora irrestricta, no quiere decir que la autoridad gradual que poseen no provenga, al igual que en el modelo binario, de la puesta en funcionamiento de las señaladas reglas estructurales. El modo en que el narrador en primera persona tiene que ganar su autoridad para relatar hechos auténticos presupone, necesariamente, como lo atestiguan los mismos dispositivos que formula Doležel, legitimar la verdad del discurso sobre la base de una supuesta verificabilidad. Es decir, desde la perspectiva abierta por las modificaciones que proponemos, lo que varía entre uno y otro caso es el conocimiento que el receptor tiene del mundo ficcional. Pero el modelo de mundo no cambia mientras no se alteren drásticamente sus reglas de composición 2. Así pues, mientras la semántica intensional de Doležel establece una separación de mundos exclusivamente a partir de principios constructivos observables en el texto —la autoridad ilimitada o limitada del narrador—, el modelo que aquí se presentará para los mundos teatrales implica un proceso interactivo entre los principios constructivos y las operaciones cognitivas que realiza el espectador sobre la base de esquemas convencionales. El tipo de mundo se decide por el interjuego entre los rasgos semióticos que detenta «objetivamente» el espectáculo y las reglas de organización semántica que promueve la institución para las prácticas ficcionales. Estas reglas intervienen en el acto constructivo de mundos en la medida en que modelan los esquemas o marcos cognitivos con que el espectador se acerca al teatro. De modo consecuente con la teorización acerca del margen mimético que regula la institución «teatro» (vid. supra; XI.1), caracterizar las peculiaridades semánticas de los modelos de mundo conllevará (1) describir los procedimientos específicamente teatrales —relativos a MMt— que construyen la coherencia interna de los MF y (2) explicitar las normas de sentido —relativas a MT— que otorgan El hecho de que los modelos binario y no binario se fusionen en un solo modelo de mundo implica pensar, para este, diferentes grados de cognoscibilidad. Me limitaré, simplemente, a señalar las tendencias principales que, según creo, podría adoptar la investigación de esta problemática. La autoridad autentificadora que el narrador en primera persona debe ganarse mediante dispositivos que legitimen su conocimiento, podría encontrar un equivalente en el dialogar de los personajes. Pero es la otra variante narrativa con autentificación gradual, la de la tercera persona subjetivizada, la que abre, según creo entrever, posibilidades más ricas en el terreno de la semiosis teatral. No se trataría en este caso de examinar una supuesta autoridad que puedan ganar los personajes para sus enunciados, sino las limitaciones que la subjetividad de lo presentado en escena pueda acarrear para la legitimación de la existencia ficcional. García Barrientos (2001: 208-229) ya ha estudiado, de modo lúcido y sistemático, las formas con que puede darse en el teatro la llamada focalización interna o «perspectiva subjetivizada», la particular visión que se instaura en el espectador cuando observa lo presencializado en escena a través de los ojos o de la interioridad de alguno de los personajes. En ese mismo trabajo, y en otro en que se adentra en el problema de la focalización desde un punto de vista transmodal (García Barrientos, 1992), ha adelantado, asimismo, iluminadoras hipótesis acerca de las peculiaridades que el proceso de la subjetivización imprimiría a la identificación de lo ficcionalmente existente. A mi entender, estos trabajos proporcionarían bases fundamentales para explicar las gradaciones cognoscitivas de lo que llamaremos «modelo mimético».
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una credibilidad diferenciada pero institucionalmente convincente a la semántica autónoma de los MF. Como consecuencia de lo anterior, la segunda y fundamental diferencia entre la taxonomía semántica que propongo y la de Doležel atañe directamente al criterio adoptado para definir la ficcionalidad. Puesto que el teórico checo presupone una semántica ficcional ontológicamente opuesta a la del mundo real, evita la explicitación de —y con ello naturaliza— ciertas reglas que rigen la estructura semántica de los modelos de mundo. Por el contrario, la definición de la ficcionalidad como producto de una distribución de las prácticas culturales reclama para esas reglas el calificativo de mecanismos institucionales e invita a sondear en la cultura promotora de tales procesos de institucionalización. Así concebida la ficcionalidad, el estudio de la semiosis teatral que despliega una semántica institucionalmente convincente adquiere las resonancias de una semiótica de la cultura. 2. Mundos miméticos* 2.1. Las reglas semánticas de composición y el principio constructivo de la presencia escénica
Una transposición al espectáculo teatral 3 de los procedimientos de identificación de la existencia ficcional requiere, en cierta forma, un camino de vuelta que implica, aunque solo inicialmente, prescindir del concepto de «autoridad autentificadora». Esta noción se justifica por el hecho de que los textos narrativos son construidos por un discurso que, a su vez, ejerce una función mediadora respecto del mundo ficcional: ¿cómo atribuir el estatus de hechos narrativos a motivos que no se hallan en presencia si no es a través de la asunción de una cierta autoridad por parte de las fuentes ficcionales de enunciación? Que esta situación cambia en el teatro no es ningún descubrimiento. No en vano las más diversas aproximaciones han insistido en la importancia de la presencia, de la inscripción de unas presencias actuantes en el espacio escénico, como rasgo constitutivo de la especificidad teatral (vid. supra; VI y VII). Desde la semiótica, el teatro ha sido diferenciado de los géneros literarios por tratarse de un discurso que se concretiza en el presente (De Toro, 1987: 23-24). Henri Gouhier ha tendido a mostrar, por otra parte, que incluso desde la memoria etimológica la presencia se erige también en rasgo fundamental de la teatralidad: La esencia del teatro está fijada en dos palabras: tò drâma o la acción, tò théatron, el lugar donde se la ve. Así, la etimología hace de la acción la raíz del drama Partes de este apartado se han publicado ya en Abraham (2005a). Recuérdese que la necesidad de adecuar los criterios de asignación de la existencia ficcional a las particularidades semióticas del texto en cuestión es señalada por el propio Doležel (1980: 100). *
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y, en sus diversos sentidos, teatro supone siempre espectáculo. Como una acción sólo puede ser vista si está presente, aquella que no es realmente vivida debe ser hecha presente por la representación: dicho de otro modo, la representación se encuentra inscripta en la naturaleza misma del arte que es a la vez dramático y teatral. (Gouhier, 1952: 13).
En un estudio sobre la ficción en el texto dramático y el espectáculo teatral, Steen Jansen (1986) realiza una breve transposición al teatro de las formulaciones de Doležel sobre la existencia ficcional. Se trata de un antecedente importante de nuestro intento, aunque del todo fiel a la propuesta original del teórico checo. Lo que interesa destacar, en todo caso, es que al cuestionarse por el equivalente teatral a la función autentificadora del narrador, Jansen acude también al principio constructivo de la presencia escénica: Si queremos ahora intentar introducir esta noción de autoridad de autentificación como base de la existencia de la ficción dramática, el elemento más apropiado al cual conferirla será sin duda el espacio escénico, y al saber ilimitado, limitado o negado del narrador correspondería una presencia incondicionada, condicionada o negada de los elementos que constituyen la ficción, en ese espacio escénico (Jansen, 1986: 25).
En tanto elemento fundamental del modo teatral de producción de sentido (MMt), la presencia escénica asume la condición de criterio básico de legitimación de la existencia. Así como Doležel descubre en el Quijote, por tratarse de un texto que formula explícitamente el problema de lo existente en el mundo ficcional, la forma más eficaz de hacer evidentes los procedimientos narrativos de autentificación de la existencia y de validación de la verdad ficcional, no debe extrañar que aquí también se encuentren las vías propicias de ejemplificación en el Barroco hispánico. Varias escenas de Los empeños de una casa de Sor Juana Inés de la Cruz asientan su efecto de comicidad en el topos del engaño a los sentidos. En la oscuridad de una sala, se confunden parejas de amantes y pronuncian confesiones de amor a la persona errada. Quedan problematizados el que una presencia física esté unida a una identidad y los procedimientos de verificación empírica: la ausencia de visión produce el fracaso del resto de los sentidos. Pero se trata de un desconcierto válido únicamente en el plano del contenido, puesto que el espectador reconoce de antemano el equívoco ateniéndose a lo que ve: la oscuridad, creada por medio de índices verbales, es solo supuesta como parte de MF. Así pues, sobre la base de la autoridad de las presencias que percibe, el espectador reconoce con acierto la identidad de las personas ficcionalmente existentes y somete sus enunciados a la valoración de verdad: las frases de amor pronunciadas al amante equivocado carecen del valor de verdad y pertenecen a la categoría de lo falso o, para ser más preciso respecto de las particularidades del caso, a la categoría de lo erróneo —no verdadero—. En otras palabras, la comedia cuestiona a nivel temático los criterios de identificación de la existencia ficcional,
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pero ni estos ni el propio estatuto de verdad son abandonados por la verosimilitud interna de la diégesis desde el momento en que el espectador, quien se ríe del equívoco porque él mismo no se engaña, la construye sobre la base de una semiosis avalada por dichos criterios y dicho estatuto. Ante la escena, el espectador es quien confiere existencia a lo que ve, a todo despliegue en presencia, según una «lógica» tan acendrada en la cultura occidental que llega a adquirir las dimensiones de la fe y de la naturaleza: Nosotros vemos las cosas mismas, el mundo es eso que vemos: fórmulas de este género expresan una fe que es común al hombre natural y al filósofo desde que éste abre los ojos, reenvían a una abscisa profunda de «opiniones» mudas implicadas en nuestra vida (Merleau-Ponty, 1964: 17). Para nosotros, la «fe perceptiva» envuelve todo lo que se ofrece al hombre natural como original en una experiencia-fuente, con el vigor de lo que es inaugural y presente en persona, según una mirada que, para él, es última y no podría ser concebida más perfecta o más próxima [...] (Merleau-Ponty, 1964: 209-210).
Ahora bien, si se ha criticado a Doležel que la falta de explicitación de los principios que rigen la estructura interna de los MF conduce a una naturalización de los mismos, lo que interesa aquí no es, evidentemente, sustentar las reglas composicionales de los mundos miméticos sobre la base de lo natural y de la «fe perceptiva». Tampoco se trata de denunciar esa «fe perceptiva», la confianza en la existencia de lo presente, como el rastro de una falsa conciencia promovida por la cultura. No entraré, quiero dejarlo claro, en los senderos de una ontología idealista. No es la evidencia de la cosa, la asunción natural de su presente inmediatez, lo que se halla en juego, sino toda una red conceptual, una estructura de categorías y procedimientos cultural e institucionalmente trabados de sentido. La «fe perceptiva», el criterio constructivo de la presencia escénica como configurador de lo ficcionalmente existente, no es sino el procedimiento semiótico propiamente teatral que interactúa con una organización interna establecida como convincente por la institución mimética. La estructura semántica de los MF del modelo mimético no incluye solamente la noción de una existencia ficcional legitimada por la presencia, sino que se articula a partir de una íntima vinculación entre dos conceptos —el de existencia y el de verdad— y la operación veritativa que su conexión despliega. El principio constructivo (MMt) de la presencia escénica autentifica lo existente en MF —los hechos—. El estatuto de verdad de los enunciados de los personajes puede ser comprobado empíricamente de acuerdo con lo establecido como hecho. Así formulada, la coherencia interna del modelo mimético constituye una configuración en que la existencia no es simple evidencia de la cosa sino postulación de la verdad, y en que la verdad no es un simple concepto metafísico sino una determinación asentada en la existencia, intensamente presente, del fenómeno. La autonomía semántica de los MF propiciada por la institución mimética se halla, pues, legislada por principios estructurales análogos a los que profiere el dis-
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curso racional: una relación de codependencia lógica entre la existencia —el ser presente— del fenómeno y la categoría metafísica del Ser verdad. Es lo que explica Deleuze haciendo la exégesis de Heidegger: si el fenómeno —es decir, tan solo el siendo, la vida, la existencia previa a una estructura racional— es percibir o ser percibido y si el epifenómeno —es decir, el ser, el pensamiento, el Ser verdad, lo que se sobreañade racionalmente al fenómeno— es el mostrar-se del fenómeno, la metafísica del logos ha propugnado para el Ser el carácter de otro fenómeno cuando debería haberlo pensado como «un Vacío o un No-siendo»: Si el ser es el mostrar-se del siendo, no se muestra a sí mismo, y no cesa de retraerse, estando él mismo en retraimiento o retraído. Mejor aún: retraerse, apartarse, es la única manera de mostrarse como ser, puesto que tan sólo es el mostrar-se del fenómeno o del siendo (Deleuze, 1996: 130).
Esta relación, esta «coincidencia» entre las organizaciones semánticas de los MF y de los discursos institucionalmente portadores de la «verdad», viene a retomar nuestras afirmaciones sobre la relatividad con que debe entenderse la autonomía semántica de los MF miméticos y de la propia institución mimética que acoge las prácticas de lo ficcional. La complejidad de este asunto demandaría retomar aspectos, que ya se han desarrollado (vid. supra; IX), acerca del modo particular en que operan y en que se friccionan las nociones de autonomía y subsidiariedad. Recuerdo al respecto, únicamente, que si la institución mimética es el resultado de un proceso de distribución de dominios provocado, en cierta forma, por el discurso del logos, no debe extrañar que los MF que la institución mimética acoge en su autonomía posean una autonomía semántica relativa al margen cultural que los ha dispuesto como autónomos. Volveré luego a estas cuestiones y me limitaré, por el momento, a seguir examinando las reglas de composición de la verosimilitud interna de los mundos miméticos (MT) y los principios constructivos específicamente teatrales (MMt). De acuerdo con lo expuesto, se han identificado tres leyes organizativas de la coherencia interna de los MF —el concepto de existencia, el concepto de verdad y el procedimiento de verificación empírica— y un principio constructivo relativo a MMt —la presencia escénica—. Cabe ahora preguntarse cuál es exactamente la presencia que autentifica la existencia ficcional: ¿la presencia del actor o la del personaje? Así como en el modelo binario de Doležel la autentificación de la existencia de las entidades ficcionales es una función de las fuentes ficcionales de enunciación, y puesto que —más allá de ciertas fantasías de Pirandello— los entes ficcionales no pueden prescindir de la carnadura del actor, en el modelo teatral equivalente se requiere la presencia del actor en tanto personaje, la producción de la semiosis del desdoblamiento. Volvamos por un instante a la comedia de Sor Juana. ¿Cuáles son los procesos semióticos —automáticos e inconscientes— que actualiza el espectador para identi-
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ficar el equívoco de los personajes? Puesto que la oscuridad no se da realmente en escena, el espectador ve y reconoce los rasgos, las vestiduras, la catadura física de los actores que encarnan determinados personajes. La operación consiste, pues, a la vez, en identificar al actor y al personaje, más precisamente, en reconocer al actor en tanto encarnación del personaje, en identificar determinado elemento escénicamente presente como signo de una existencia ficcional. Los mundos pertenecientes al modelo mimético cimentan, así, la fuerza legitimadora de la presencia en la semiosis del desdoblamiento propiamente teatral. Reclaman la actualización de las convenciones, del margen pragmático de presuposiciones, que implica la dupla mímesis-teatralidad. Más específicamente, la fuerza legitimadora de la presencia escénica requiere que la actividad performativa de los actores, el juego teatral, se asuma dentro del marco institucional que la mímesis propone: la teatralidad supone e instaura a la vez la mímesis como producción de ficción. Una práctica teatral que no ligue estrechamente la mímesis a la performance, que no privilegie la ilusión por encima de la opacidad, que ejerza una acción corrosiva sobre las convenciones que vehiculan la ficción, cuestionaría seriamente los procedimientos del modelo mimético. En síntesis, para funcionar como principio constructivo de la existencia ficcional, la presencia escénica necesita, mediante la semiosis del desdoblamiento, consolidarse como presencia ficcional. Con esto no se ha finalizado, sin embargo, de explicar los procedimientos semióticos que realiza el espectador para comprender los equívocos en la obra de Sor Juana. Se ha respondido, simplemente, qué presupuestos pone en funcionamiento el intérprete para reconocer la identidad de los personajes, pero interpretar el equívoco y disfrutar de su comicidad implica también reconocer la causa de los errores: la ausencia de luz. En este caso, entonces, el espectador debe conferir existencia ficcional a algo que no se halla realmente presente en escena. La oscuridad no se actualiza en escena sino que es creada por los índices verbales de ciertos parlamentos, es más, la oscuridad requiere estar ausente de la escena pues, sin la luz, no podría llevarse a cabo la otra parte del reconocimiento. Se procede, en este caso, para conceder la existencia ficcional a la oscuridad que ocasiona el equívoco, mediante la desrealización de lo realmente presente. Quiero terminar el análisis de este caso solo con dos reflexiones. La primera conducirá directamente al próximo apartado, puesto que si la oscuridad adquiere la condición de hecho ficcionalmente existente sobre la base de ciertos índices verbales, debe haber en el teatro, además de la presencia escénica, principios constructivos basados en la fuerza autetificadora de ciertos actos de habla de los personajes. La segunda no es más que una muestra de fascinación ante la capacidad de nuestras prácticas estéticas, y de los mecanismos convencionales que suponen, para crear mundos. Dotar a los personajes de existencia ficcional a través del desdoblamiento de la presencia escénica de los actores y desrealizar la presencia de la luz para asumir la oscuridad como hecho ficcional no son más que las dos caras de un mismo fenómeno constructivo. El espectador, probablemente sin ser consciente de sus propios
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procesos de semiosis y sin extrañeza alguna, se encuentra en condiciones ya de sustraer el cuerpo del actor al actor para otorgárselo al personaje, ya de desdoblar la cabal evidencia de la luz para remitirla, ficcionalmente, a su exacto contrario. 2.2 Ensanchando el repertorio de los principios constructivos: parlamentos con autoridad autentificadora
Existe en el texto espectacular, junto al criterio de validación de la existencia ficcional por la presencia, un criterio equivalente al de la autoridad de autentificación que las convenciones del género narrativo conceden a los actos de habla del narrador. Pero, en el teatro, estos principios constructivos se dan con dos fundamentales diferencias. Mientras que en los mundos narrativos la autoridad autentificadora del narrador es el único criterio de asignación de la existencia, en los mundos teatrales la fuerza ilocutiva que se otorga por convención a ciertos actos de habla de los personajes puede convivir —y de hecho convive en la inmensa mayoría de los casos— con el principio constructivo de la presencia. Por este mismo motivo, la fuerza de autentificación que portan ciertos actos de habla no posee la autoridad irrestricta de los actos de habla del narrador. En el caso de que un parlamento introduzca un motivo narrativo contradictorio respecto del criterio de la presencia, y siempre que el MF pertenezca claramente al modelo mimético, lo enunciado por el agente narrativo no puede poseer autoridad autentificadora alguna sino que queda categorizado, por su discordancia respecto de los hechos, con el valor de falsedad. La subordinación de estos enunciados al principio constructivo —primario— de la presencia escénica se aprecia con mayor claridad si se tiene en cuenta cuál es la razón que los justifica: el teatro carece, muchas veces, de la posibilidad de hacer presentes en la escena todos y cada uno de los acontecimientos requeridos por la diégesis. Es por eso que los monólogos, los apartes y ciertos parlamentos introductores de motivos narrativos que, por la economía del texto o por convenciones vigentes en ciertas dramaturgias, no pueden escenificarse, gozan de una autoridad que excede la simple expresión de los mundos de creencias de los personajes. Puesto que estos enunciados responden a la imposibilidad de hacer presentes ciertos hechos, su autoridad actúa por delegación, proviene de la autoridad de la propia presencia. En el monólogo y en el aparte esa fuerza ilocutiva extra se encuentra marcada por una convención que los diferencia del resto de los parlamentos: la asunción del discurso como comunicación directa con el espectador y la exclusión de los otros personajes de la situación comunicativa. Otros parlamentos con autoridad autentificadora se reconocen porque, en general, contienen información pragmáticamente irrelevante en orden a la comunicación de los agentes narrativos en cuestión, pero de suma relevancia para poner al tanto a los espectadores acerca de eventos que no caben en el ámbito de la representación. La relevancia de la información aportada por estos enunciados se aprecia en el eje comunicativo personaje-público que, según Ingarden
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(1958: 162), constituye una de las direcciones en que el lenguaje teatral asume sus funciones. La fuerza autentificadora de este tipo de actos de habla proviene necesariamente de que, al contener motivos narrativos que no serán escenificados, son inconfrontables con el criterio legitimador de la presencia. En la primera escena de El avaro, por ejemplo, Elisa se explaya en el desarrollo de motivos narrativos, acaecidos antes del comienzo de la acción, que se suponen ya conocidos por su enamorado y que el espectador puede identificar, por ello mismo, como información que lo tiene por principal destinatario: Élise Je n’aurois rien à craindre, si tout le monde vous voyoit des yeux dont je vous vois, et je trouve en votre personne de quoi avoir raison aux choses que je fais pour vous. Mon coeur, pour sa défense, a tout votre mérite, appuyé du secours d’une reconnoissance où le Ciel m’engage envers vous. Je me répresente à toute heure ce péril étonnant qui commença de nous offrir aux regards l’un de l’autre; cette générosité surprenante qui vous fit risquer votre vie, pour dérober la mienne à la fureur des ondes; ces soins pleins de tendresse que vous me fîtes éclater après m’avoir tirée de l’eau, et les hommages assidus de cet ardent amour que ni le temps ni les dificultes n’ont rebuté, et qui vous faisant négliger et parents et patrie, arrête vos pas en ces lieux, y tient en ma faveur votre fortune déguisée, et vous a réduit, pour me voir, à vous revêtir de l’emploi de domestique de mon père [...] (Molière, L’avare: I, i, 240) 4.
En otros casos, los motivos que ingresan al mundo ficcional mediante la autoridad de ciertos enunciados pueden ser luego presencializados en escena. Pero es posible demostrar, aun habiendo tal presencialización, la autoridad autentificadora que se confiere al discurso. Otra vez en El avaro, la existencia ficcional del tesoro que Harpagón tiene enterrado en su jardín es legitimada por medio de la presencia hacia el final de la pieza, cuando Flecha aparece en escena con el cofre en las manos (IV, vi). Pero mucho antes debe admitirse, a mi entender, que el cofre exista verdaderamente dentro del mundo ficcional, puesto que de ello dependen algunos efectos cómicos. El motivo narrativo del tesoro es introducido por primera vez en un monólogo de Harpagón:
«Elisa: Yo no tendría nada que temer si todo el mundo os mirara con mis mismos ojos, y encuentro en vuestra persona las razones suficientes para las cosas que hago por vos. Mi corazón tiene a su favor todo vuestro mérito y, además, el agradecimiento al que el Cielo me compromete con vos. Recuerdo a toda hora ese asombroso peligro que hizo que nos viéramos por primera vez, esa generosidad sorprendente que os hizo arriesgar la vida para salvar la mía del furor de las olas, los cuidados llenos de ternura que me brindasteis después de sacarme del agua, las demostraciones asiduas de ese amor ardiente que ni el tiempo ni las dificultades han amedrentado, y que, llevándoos a abandonar padres y patria, detiene vuestros pasos aquí, y por mí hace que ocultéis vuestra fortuna y os reduzcáis, para verme, a desempeñaros como criado de mi padre».
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Harpagon [...] Cependent je ne sais si j’aurai bien fait d’avoir enterré dans mon jardin dix mille écus qu’on me rendit hier. Dix mille écus en or chez soi est une somme assez… (Ici le frère et la soeur paroissent s’entretenant bas.) O Ciel! je me serai trahi moi-même: la chaleur m’aura emporté, et je crois que j’ai parlé haut en raisonnant tout seul. Qu’est-ce? (I, iv, 248-249) 5.
El ejemplo resulta de interés, en primer lugar, porque plantea en términos explícitos la convención que dota al monólogo de autoridad autentificadora. En segundo lugar, porque el diálogo que sigue juega con las nociones de verdad y falsedad del discurso. En efecto, Harpagón pregunta insistentemente a sus hijos, recién ingresados en escena, si han alcanzado a oír las últimas frases de su monólogo y, ante la duda, prefiere finalmente mentir para mantener el secreto de su tesoro: Harpagon Je vois bien que vous en avez ouï quelque mots. C’est que je m’entretenois en moi-même de la peine qu’il y a aujourd’hui à trouver de l’argent, et je disois qu’il est bienheureux qui peut avoir dix mille écus chez soi. [...] Cléante Mon Dieu! mon père, vous n’avez pas lieu de vous plaindre, et l’on sait que vous avez assez de bien. Harpagon Comment? j’ai assez de bien! Ceux qui le disent en ont menti. Il n’y a rien de plus faux; et ce sont des coquins qui font courir tous ces bruits-là (I, iv, 249-250) 6.
La comicidad del pasaje consiste en la doble falsedad del discurso de Harpagón, quien no solo niega la existencia del tesoro, sino que también califica de falso a todo supuesto discurso que llegara a afirmar esa existencia. Un espectador que esté en condiciones de interpretar esa comicidad debe necesariamente haber otorgado la validez de hecho con existencia ficcional al motivo del enterramiento mencionado en el monólogo. Quiero dar un último ejemplo que me parece especialmente significativo y demostrativo de la autoridad autentificadora de ciertos enunciados dramáticos. Se trata en este «Harpagón: Sin embargo, no sé si hice bien al enterrar en el jardín los diez mil escudos que me entregaron ayer. Diez mil escudos en oro es una suma suficiente como para... (Aparecen los dos hermanos hablando por lo bajo). ¡Santo Cielo! ¿No me habré traicionado a mí mismo? Me habré acalorado y creo que mientras estaba a solas he estado pensando en voz alta. ¿Qué ocurre?». «Harpagón: Veo que llegasteis a oir algunas palabras. Ocurre que conversaba conmigo mismo sobre lo difícil que es hoy conseguir dinero, y me decía que el que puede tener diez mil escudos en su casa es dichoso. [...] Cleanto: ¡Dios mío, padre! No os quejéis. Sabemos que tenéis bastante. Harpagón: ¿Cómo? ¿Qué tengo bastante? Mienten los que dicen tal cosa. Nada es más falso. Quienes hacen correr esos rumores son unos bribones».
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caso de un aparte pronunciado por Clotaldo en la primera jornada de La vida es sueño. Rosaura, vestida de varón, ha contado a Clotaldo que su llegada a Polonia se debe a la necesidad de vengar su honor. Lleva consigo una espada, pues su madre le ha asegurado que alguien, justamente el dueño original de la espada, la reconocería y le ofrecería ayuda. Al verla, Clotaldo reconoce en Rosaura a su hijo —dado su disfraz— y así lo manifiesta en un aparte, junto con la decisión de no confesar su paternidad: Mejoró el cielo la suerte. Ya no diré que es mi hijo, pues que lo puedo excusar (Calderón de la Barca, La vida es sueño: I, viii, 34).
En la subsiguiente conversación con Rosaura, Clotaldo profiere un enunciado de especial relevancia pues su condición de verdadero o falso se resuelve por lo establecido en el aparte. Hablando justamente acerca de la espada, Clotaldo se encuentra a punto de develar involuntariamente su oculta verdad, pero se corrige a tiempo con una frase parentética que el espectador puede identificar como una mentira: Toma el acero bruñido que trujiste, que yo sé que él baste, en sangre teñido de tu enemigo, a vengarte; porque acero que fue mío (digo este instante, este rato que en mi poder le he tenido), sabrá vengarte (I, viii, 35).
Lo significativo del caso reside es que la existencia ficcional se decide, con claridad, sin recurrir al criterio legitimador de la presencia, por la interacción entre dos tipos de actos de habla enunciados, inclusive, por el mismo personaje: uno con autoridad autentificadora y otro sin ella. El primero requiere ser reconocido como principio constructivo de la existencia ficcional. El segundo, por el contrario, somete a la fuerza ilocutiva del primero la determinación de su estatuto lógico. Pero, al igual que cuando actúa el principio constructivo de la presencia, las actividades inferenciales del espectador siguen produciendo una configuración semántica regida por la ligazón entre verdad y existencia, y activan, por ello, las operaciones de verificación empírica. 3. Ver o no ver: la modelización de la mirada Espero que este apartado desmienta solo en parte la promesa del título. La parte frustrada será, seguramente, la de encontrar siquiera una referencia al autor de la
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célebre frase aludida. Pero, más allá de anunciar el tema de la visión y de situarlo en ineludible relación con el teatro, creo que el título retomará a lo largo del recorrido un vínculo estrecho con el enunciado original. La sustitución del ser por el acto perceptivo no se mostrará tan definitiva ni irreversible en la medida en que la visión entrañe consecuencias «existenciales» y se desempeñe como acción modelizadora de mundos. El concepto de modelización (Lotman, 1970: 43 y ss.) —es oportuno explicitarlo por fin— atañe al modelado que realiza el lenguaje —o los lenguajes— sobre su universo de referencia. A la vez que nombra al mundo, el lenguaje lo dota de una forma. Mejor dicho, solo por el hecho de modelizarlo, de imprimir un modelo sobre el mundo, es que el lenguaje puede nombrarlo. No me dedicaré, sin embargo, a indagar las maneras en que el lenguaje modela este mundo, nuestra realidad. Asunto con demasiadas puntas. Lo que nos interesa es la construcción de mundos en el teatro, la manera en que el lenguaje teatral —con toda la variedad de sus componentes— es capaz de modelar determinados tipos de mundo sobre la escena. Por un lado están, entonces, los principios constructivos de ese lenguaje y las operaciones de interpretación que ponen en marcha en el espectador. Por otro lado está el modelo de mundo, la organización semántica que se sobreañade al mundo y que el espectador confiere al mundo en escena mediante su proceso de interpretación. Recordemos brevemente el modelo que hemos descripto hasta ahora, el modelo mimético. Hay en este modelo dos principios que construyen la existencia: uno de orden primario —las presencias que reclaman la mirada del espectador— y uno que se subordina al anterior —la convención que dota de esa autoridad a ciertos enunciados—. Pero lo primordial en este modelo de mundo no son simplemente estos medios de postular lo existente sino la red de procedimientos y categorías que se desenvuelve a partir de ellos. A los enunciados de los personajes que no tienen autoridad para validar lo existente, el espectador puede calificarlos de verdaderos o no verdaderos según correspondan o no con lo previamente construido como existente. La estructura de sentido que subyace a este funcionamiento conlleva dos categorías —la de existencia y la de verdad— y una relación lógica, de necesidad, que las conecta. Tal como se ha descripto, este modelo puede parecernos natural. ¿Qué importancia tiene, entonces, hablar de él, mostrar su funcionamiento? Creo que la importancia de describir este modelo mimético se apreciará si se rastrea para él un posible comienzo o si se ven surgir otros modelos, de manera que pueda percibirse como una entre otras posibilidades del arte para fabricar mundos. Así termino de delinear el propósito de esta sección. Nos interesa la mirada del espectador como polo inicial para la construcción de modelos de mundo. Nos interesa la estructura de sentido que se despliega a partir de la mirada y que envuelve, a su vez, a la mirada como parte de ella. Para esto, recalaré en algunos textos que me parecen fundamentales, pues exhiben los secretos de este modelo que hemos llamado mimético, permiten verlos al descubierto. Uno de los textos, Edipo rey, porque lo explica a la vez que lo instaura, lo funda podría decirse. Los otros, dos dramas de Maeterlinck, porque lo muestran
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en disolución. En todos los casos se promueve esta reflexión acerca de la mirada del espectador y su misión modeladora de mundos porque son textos que se preguntan por la visión, la tematizan, y porque interrogan, al mismo tiempo, la conformación del mundo y el problema de su conocimiento. Recordemos algunos aspectos fundamentales de Edipo rey leídos en la clave que aquí nos ocupa. Apenas empieza la acción, el Sacerdote suplica a Edipo que actúe para solucionar el problema de la sufriente Tebas. Le recuerda entonces su anterior intervención a favor de la ciudad en estos términos: Tú que, al llegar, liberaste la ciudad Cadmea del tributo que ofrecíamos a la cruel cantora y, además, sin haber visto nada más ni haber sido informado por nosotros, sino con la ayuda de un dios, se dice y se cree que enderezaste nuestra vida (Sófocles, Edipo rey: vv. 35-39).
Con esta alusión al descubrimiento del enigma de la Esfinge, el texto nos instala desde el principio en el problema del conocimiento y detalla además los métodos disponibles para acercarse a él: ver o informarse a través de un discurso que, según se encarga de distinguir el Sacerdote, puede ser de otros humanos o la palabra de un dios. No es casual que el diálogo se tome el trabajo de explicitar estas vías de acceso a la verdad antes de que la acción se oriente hacia el nuevo misterio que deberá desenterrar Edipo, el de su propio pasado. El conflicto no consistirá solamente en la indagación de la verdad sino también en la tensión entre los medios para adentrarse en ella: ver para creer, asistir de alguna manera a la presencia de los hechos para comprobar su existencia, o abandonarse a la autoridad del lenguaje divino. En lugar de imitar su modo de proceder frente a la Esfinge, momento en que dejó guiarse por la palabra de un dios, Edipo se decide ahora por el camino más extenso del logos. Se encuentra en posesión del oráculo, pero pone en duda su autoridad, la vieja convención. Edipo no conoce su propio origen porque no lo ha visto, o cree no haberlo visto. Ahora, no ver se identifica fuertemente con no saber. La ignorancia es la carencia y su proceso de descubrimiento apunta a llenarla. Como no se pueden ver los hechos del pasado, hay que buscar testigos. Edipo se pone frente a la palabra de otros hombres cuya autoridad para validar los hechos requiere legitimarse por las presencias que han visto y no es, por eso, tan autosuficiente como la autoridad del dios. El discurso de los testigos tampoco se muestra con la naturalidad de lo convencional, que no necesita justificación alguna. Por el contrario, asistimos a la exhibición de un nuevo contrato de veracidad con el discurso, una nueva convención de autoridad que no se da por sentada sino que aparece en formación. Paradójicamente, el resultado de la indagación racional de Edipo es la comprobación del oráculo. A la verdad se llega por el camino lógico: la palabra es verdadera cuando transparenta lo existente y la existencia de los hechos se prueba por su visión. Sin embargo, este camino lógico termina en el mismo lugar que el mensaje de los
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dioses. «No hay que olvidarse de los dioses», parece decir el texto, «pero inclúyase en el Olimpo a la razón». Se produce, en suma, una suerte de contagio semántico entre dos epistemes, entre las imágenes textuales de dos concepciones del conocimiento. El modelo que hace derivar la estructura racional del mundo a partir de la visión se «deifica» y, al mismo tiempo, se «racionaliza» la autoridad de los dioses, quienes más que nunca saben todo porque lo ven todo. Hasta aquí solo hemos tenido en cuenta lo que sucede en la fábula. Pero recordemos que, para el modelo de mundo descripto, lo fundamental es la interacción entre los principios constructivos y el proceso interpretativo del espectador. ¿De qué modo opera este para construir el mundo que la obra pone ante sus ojos? Tomemos un enunciado como ejemplo. Ante el reclamo del Coro, Edipo promete buscar al asesino de Layo para salvar a la ciudad: «[...] Por todo esto yo, como si mi padre fuera, lo defenderé y llegaré a todos los medios tratando de capturar al autor del asesinato [...]» (vv. 264-266). El espectador se encuentra en condiciones de someter el enunciado a un proceso de verificación. Una parte del enunciado es erróneo, el «como si» precisamente, porque Layo era, de hecho, el padre de Edipo. Pero esta comprobación no la realiza el espectador viendo lo que se hace presente en escena, pues aún no se desarrolla la pesquisa de Edipo. Tampoco la realiza contrastando el enunciado con lo establecido como hecho por algún parlamento con autoridad convencional, pues una nueva autoridad se halla en formación. Las operaciones interpretativas que propone el texto requieren que el espectador conozca de antemano la historia. El horizonte cultural de Sófocles aseguraba el conocimiento del mito y una vuelta generosa de la historia, la escritura de otro «mito», lo garantiza para nosotros y nos permite gozar del texto en su plenitud. En efecto, los más diversos comentaristas han insistido en este conocimiento previo de la fábula como un aspecto que dista de ser aleatorio para la producción de sentido. En su transposición al teatro de la categoría narratológica de perspectiva, García Barrientos (2001: 223) explica que el abismo entre el conocimiento del espectador y el del personaje, la perspectiva cognitiva externa del espectador, que sabe mucho más que el personaje, es fundamental en Edipo rey para producir la llamada «ironía trágica». Friedrich Nietzsche (1871: 137-138), por su parte, ya había destacado lo indispensable de ese saber del público para lograr aquel efecto anhelado por la tragedia, que no residía «en la tensión épica, en la estimulante incertidumbre de qué es lo que sucede ahora y sucederá después», sino en «la pasión y en la dialéctica del héroe principal»: «Todo preparaba para el pathos, no para la acción». De este modo, la obra supone que el público se encuentre en posesión del mito, como Edipo del oráculo, no solo para la construcción de sentidos sino también para generar un dispositivo que oriente las emociones del espectador. Este siente crecer su ansiedad a medida que se achica el espacio entre su conocimiento de la trágica verdad y el de Edipo. Pero cuando el personaje alcanza finalmente la revelación y se despeña en la angustia, la inquietud, el temor e incluso la aversión de quienes miramos desde fuera,
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provenientes de ver cómo insistía aquel en acercarse a donde ya sabíamos que se hallaba su destino final, tienden a relajarse en conmiseración más serena. Así pues, desde la instancia interpretativa, el espectador puede someter los enunciados a un juicio veritativo tan pronto como la obra se lo demanda. Pero, a propósito del pasado de Edipo, este procedimiento no parte de la visión. Sin haber presenciado los hechos, el público los conoce porque el mito le ha hablado previamente como por la boca de un dios. En este sentido, la perspectiva cognitiva del espectador puede compararse a la de Tiresias, quien sabe en tanto delegado del ojo divino, y su proceso cognitivo es el eco de uno de los polos que entran en tensión en la fábula: el de un lenguaje con autoridad para imponer hechos al mundo, el de un mundo cuya existencia no hace falta validar por la visión, el de una mirada absorta en la contemplación y libre de la red lógica que hace de ella un vehículo para la legitimación de la verdad. Pero el otro extremo de la fábula, la pesquisa racional de Edipo que sí se hace presente en escena, también resuena en el proceso cognitivo del espectador y el propio texto se encarga de sugerirlo, solapadamente al principio de la obra y de modo más evidente hacia el final. Apenas sale a escena ante el coro de ancianos suplicantes, Edipo profiere un enunciado que, además de su significado primario en relación con la situación comunicativa ficcional, permite una interpretación secundaria referente a la instancia de enunciación que tiene por destinatario al espectador: «[…] Yo, porque considero justo no enterarme por otros mensajeros, he venido en persona, yo, el llamado Edipo, famoso entre todos» (vv. 4-9). Sucede algo parecido luego, cuando Edipo habla al recién llegado Creonte en presencia del Coro: «Habla ante todos, ya que por ellos sufro una aflicción mayor, incluso, que por mi propia vida» (vv. 93-94). Ambos casos evidencian el interés de Edipo en que los hechos transcurran en público y sin intermediarios, interés que en la obra se traducirá rápidamente en la necesidad imperiosa de que los ojos sean de alguna manera testigos de la verdad. Pero lo más relevante es que puede leerse también un llamado de atención indirecto al espectador, una invitación a tomar conciencia de que no da lo mismo que los hechos se sepan por la autoridad ancestral del mito o se presencien ahí, desenvueltos en escena. Finalmente, cerca del desenlace de la tragedia, el texto pone al descubierto otra vez los procesos del espectador, pero no ya en relación inmediata con el principio constructivo de la presencia sino con la autoridad de ciertos discursos para validar hechos. Un mensajero sale del palacio e informa al Coro sobre el infortunio que acaba de ocurrir: Mensajero.— ¡Oh vosotros, honrados siempre, en grado sumo, en esta tierra! ¡Qué sucesos vais a escuchar, qué cosas contemplaréis y en cuánto aumentaréis vuestra aflicción, si es que aún, con fidelidad, os preocupáis de la casa de los Labdácidas. Creo que ni el Istro ni el Fasis podrán lavar, para su purificación, cuanto oculta este techo y los infortunios que enseguida se mostrarán a la luz, queridos y no involuntarios. Y, de las amarguras, son especialmente penosas las que se demuestran buscadas voluntariamente.
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Corifeo.— Los hechos que conocíamos son ya muy lamentables. Además de aquéllos, ¿qué anuncias? Mensajero.— Las palabras más rápidas de decir y de entender: ha muerto la divina Yocasta. Corifeo.— ¡Oh desventurada! ¿Por qué causa? Mensajero.— Ella, por sí misma. De lo ocurrido falta lo más doloroso, al no ser posible su contemplación. Pero, sin embargo, en tanto yo pueda recordarlo te enterarás de los padecimientos de aquella infortunada (vv. 1223-1240).
Creo que el ejemplo no requiere demasiados comentarios. La autoridad de los enunciados para hacer existir hechos reside en la condición de testigo del enunciador y se subordina, por ello, al principio constructivo de la presencia: el acto de relatar «los infortunios» equivale casi a «mostrar a la luz». Pero acaso la profusa insistencia del Mensajero en legitimar su autoridad —«sin embargo, en tanto yo pueda recordarlo te enterarás de los padecimientos de aquella infortunada»— nos muestre que el procedimiento carece todavía de la fuerza de una convención plenamente institucionalizada. Así pues, tanto en el nivel de la fábula como en la interacción entre principios constructivos y procesos del espectador, hay en Edipo rey un juego de contrastes entre modelos de mundo, surgidos de distintos modelos de cultura. Se manifiesta, por un lado, esa red trabada de logicidad que hemos descripto para el modelo mimético, esa organización semántica donde la existencia presente reclama su derecho a la categoría de verdad. Pero vemos, por otro lado, que la autoridad del lenguaje «divino» «hace aparecer» hechos y propugna, en consecuencia, una concepción muy distinta de lo que es la verdad. La manera en que el texto construye el mundo ficcional, y los procedimientos que pone a operar, manifiestan ciertas tensiones que se producían en las instituciones atenienses del siglo v a.C. Peter Burian (1997: 200) hace referencia, justamente, al conflicto cultural que tenía lugar por entonces entre una visión arcaica del lenguaje y una concepción que cifraba los poderes del discurso en los argumentos lógicos y las técnicas sofísticas de persuasión. Es aquí donde se observa claramente lo que diferencia nuestro enfoque teórico del de Lubomír Doležel. En la medida en que los principios constructivos y la organización semántica del modelo de mundo están «legislados» por las instituciones culturales, examinar cómo se ha construido el mundo invita a adentrarnos en los problemas de la cultura. El juego de tensiones irresueltas que se evidencia en Edipo rey me parece propio de los momentos de crisis epistemológicas y se observa también, como hemos tenido oportunidad apreciar, en los textos de Platón. En este sentido, puede decirse que Edipo rey es como una especie de nexo entre dos culturas, una suerte de texto-bisagra. Exhibe un nuevo modelo en su proceso de constitución y permite descubrir, por eso mismo, ciertos mecanismos que se ocultan cuando el modelo se ha convencionalizado.
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En los textos de Maurice Maeterlinck veo lo contrario. Las obras también ponen al descubierto los soportes del modelo mimético, pero no por un acto de fundación sino por promover su clausura. El hecho de que las piezas simbolistas guarden la apariencia de un teatro para ser leído, renuente a la representación, se ve intensificado por ciertas consideraciones de los propios dramaturgos relacionados con el movimiento, entre las que se encuentran las del propio Maeterlinck: [...] La escena es el lugar donde mueren las obras maestras, porque la representación de una obra maestra con la ayuda de elementos accidentales y humanos es antinómica. Toda obra maestra es un símbolo y el símbolo no soporta jamás la presencia activa del hombre. [...] El poema se retira a medida que el hombre avanza (en Paque, 1989: 51).
Esta situación, que ha sido calificada de paradojal por algunos sectores de la crítica (Roubine, 1998: 112), encuentra su complemento en un teatro que, cuando halla materialización en la práctica escénica, desarrolla varias estrategias que tienden a relegar la categoría de la presencia y producen, de ese modo, una desestabilización de los criterios constructivos legitimados por el modelo mimético. Interior (1894), uno de los tres minidramas que Maeterlinck compuso para marionetas, logra esa relativización de la presencia del acontecimiento mediante una especie de punto de fuga, de una doble puesta en abismo, resultante de la invención de un original dispositivo escénico: Un viex jardin planté de saules. Au fond une maison, dont trois fenêtres du rezde-chaussée sont éclairés. On aperçoit assez distinctement une famille qui fait la veillée sous la lampe. Le père est assis au coin du feu. La mère, un coude sur la table, regarde dans le vide. Deux jeunes filles, vêtues de blanc, brodent, rêvent et sourient à la tranquillité de la chambre. Un enfant sommeille, la tête sur l’épaule gauche de la mère. Il semble que lorsque l’un d’eux se lève, marche ou fait un geste, ses mouvements soient graves, lents, rares et comme spiritualisés par la distance, la lumière et le voile indécis des fenêtres. Le vieillard et l’étranger entrent avec précaution dans le jardin (Maeterlinck, 1894: 175) 7.
«Jardín antiguo, plantado de sauces. En el fondo, una casa cuyas tres ventanas del piso bajo están iluminadas. Se ve bastante claramente una familia que vela a la luz de una lámpara. El padre está sentado junto a la lumbre. La madre, con un codo apoyado en la mesa, mira el vacío. Dos jóvenes vestidas de blanco bordan, sueñan y sonríen en la tranquilidad de la estancia. Un niño dormita con la cabeza apoyada sobre el hombro izquierdo de la madre. Parece que cuando uno de ellos se levanta, anda o hace un gesto, sus movimientos son graves, lentos, breves y como espirirualizados por la distancia, la luz y el velo indeciso de la ventana. El Anciano y el Forastero entran con precaución en el jardín» (143).
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La diégesis se reduce al escaso actuar 8 de un grupo de personajes que, desde fuera de la casa, en la oscuridad del jardín, espera el momento propicio para informar a la familia sobre la muerte de uno de sus miembros. Un séquito fúnebre, que transporta el cuerpo de la muchacha desde el río donde se ahogó, ingresa a escena hacia el final de la obra. Desde el primer momento, la presencia del acontecimiento como criterio de asignación de existencia y de validación de la verdad ficcional se encuentra relegada a un segundo plano y velada por las cortinas que cubren las ventanas. Los personajes del primer plano, el Anciano y el Forastero que se hallan en el jardín, de espaldas al público, se limitan a comentar las acciones que realizan los del interior y, en muchos casos, a interpretar las significaciones de sus gestos. El espectador, por lo tanto, no puede confiar en lo que ve, puesto que la presencia se le oculta. El diálogo que mantienen el Anciano y el Forastero acerca de lo que ocurre dentro de la casa constituye el medio más seguro para conferir existencia ficcional a los sucesos, pero, puesto que la suya es también una visión mitigada, sus parlamentos rehuyen la convención de autentificación. La escasez de medios con los que cuenta el espectador para identificar los motivos que constituyen verdaderos hechos narrativos se intensifica hacia el final de la obra, cuando el Anciano, decidido ya a dar la noticia a los familiares de la muerta, ingresa en la casa por una puerta trasera. Esa apertura inaugura un tercer plano que apenas puede ser visto por el Forastero, lo que conlleva, en relación con los parlamentos que ahora tienen por destinatario a los nietos del Anciano, una veracidad mucho más dudosa para el espectador: L’Étranger Il ouvre à peine… Je ne vois qu’un coin de la pelouse et le jet d’eau… Il ne lâche pas la porte… Il recule… Il a l’air de dire: «Ah! c’est vous!...» Il lève les bras… Il referme la porte avec soin… Votre grand-père est entré dans la chambre… (197) 9.
Así pues, encontramos en Interior un modelo de mundo basado en una notable disminución de los acontecimientos que alcanzan el estatus de existentes. Los hechos se hacen presentes, pero el dispositivo escénico obstruye notablemente la visión del espectador. El concepto de existencia ficcional y su relación con la legitimación de la verdad no se hallan validados ya, al menos tan sólidamente, por el principio constructivo de la presencia ficcional. En Los ciegos y La intrusa, aunque cronológicamente anteriores, Maeterlinck avanza más en la implementación de procedimientos que socavan el modelo mimé Szondi (1956: 79-83) concede un lugar fundamental a este teatro del estatismo, a esta obliteración escénica del suceso, entre las variantes de la Modernidad teatral iniciada hacia fines del siglo xix. «El forastero.—Abre un poco la puerta... No veo más que un ángulo de la pradera y el surtidor de la fuente... No suelta la puerta... Retrocede... Parece que dice: «¡Ah! Sois vos...». Levanta los brazos... Vuelve a cerrar la puerta con cuidado... Vuestro abuelo ha entrado en la habitación...» (156).
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tico. En ambas obras hay personajes ciegos y el contenido implica, por lo tanto, un cuestionamiento de la «fe perceptiva». Me centraré exclusivamente en Los ciegos (1890), pues allí se trabajan con mayor profusión las estrategias a las que quiero referirme y porque esa obra permite una interesante comparación con Edipo rey. Un grupo de ciegos se halla perdido en un bosque septentrional a comienzos del invierno. Esperan el regreso del sacerdote que debe conducirlos de vuelta al hospicio. Pero este ha muerto y se encuentra tendido allí, en medio de ellos, a la vista del público. Al igual que en Edipo rey, la pieza comienza por instaurar una gran distancia entre el conocimiento pleno del espectador y un saber disminuido de los personajes. Pero, mientras que en Edipo rey la perspectiva cognitiva del espectador dependía, en cierta forma, del lenguaje del mito, Los ciegos arranca desde el modelo de mundo mimético totalmente constituido. El espectador asigna la categoría de hecho existente dentro del mundo ficcional a la muerte del sacerdote por el principio constructivo de la presencia. Sobre la base de lo validado como existente, el público puede evaluar, sin problema alguno, la falsedad de los parlamentos con que los ciegos especulan sobre el paradero del sacerdote. La disparidad entre las aptitudes perceptivas de espectador y personajes, disparidad que funda una desigual «fe perceptiva», se acentúa en el dialogar de los ciegos, que evidencian un tortuoso y fracasado proceso de aprehensión de la realidad empírica circundante. Justamente por esta mengua perceptiva de los personajes comienzan a resentirse ciertos principios del modelo mimético. El hecho de que los personajes no hayan sido capaces de ver termina por afectar la autoridad convencional que se confería en aquel modelo a cierto tipo de parlamentos, como los que relatan hechos de la prehistoria o de la extraescena: Premier aveugle-né D’où venez-vous donc? La jeune aveugle Je ne saurais le dire. Comment voulez-vous que je vous l’explique? — C’est trop loin d’ici; c’est au-delà des mers. Je viens d’un grand pays… Je ne pourrais le montrer que par signes (Maeterlinck, 1890: 55) 10.
De esta manera, se produce un primer desplazamiento respecto del modelo mimético. Los parlamentos cuya autoridad provenía en aquel de una suerte de delegación de la presencia no sólo se deslegitiman aquí, sino que se pone al descubierto su convencionalidad en un vuelco hacia la mímesis negativa. Hacia el final de la pieza, se relega finalmente el principio constructivo de la presencia. Una vez que los ciegos han descubierto el cadáver del sacerdote, se pro «Primer ciego de nacimiento: ¿De dónde viene usted, entonces? La joven ciega: No sabría decirlo. ¿Cómo quiere usted que yo se lo explique? Es demasiado lejos de aquí. Vengo de un gran país… No podría mostrarlo sino por signos». 10
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duce la primera nevada del invierno y los ciegos comienzan a avizorar la cercanía de la muerte. Perciben inmediatamente una presencia —sonidos— que permanece inexplicada incluso hasta la última frase. No hay acotaciones que especifiquen con claridad cómo se pretende la puesta en escena. Pero supongo que no se traiciona el «espíritu» de la obra si la escena se deja, en este momento, en la más absoluta oscuridad. Todo parece apuntar a que, al final de la obra, el espectador asume la disminución perceptiva de los personajes. Hay una reducción, en definitiva, de las presencias que puede constatar el ojo del espectador, a pesar de que la escena, puesto que se encuentra en el teatro, sigue solicitando su mirada. En suma, el teatro de Maeterlinck no produce una cabal ruptura de la ilusión ni abandona del todo el estatuto de verdad, que sigue siendo parte de la estructura de sentido de sus mundos ficcionales. Pero, en la búsqueda de una verdad desmaterializada, irracional, inconsciente, irreductible a los lenguajes de la lógica, reorienta de modo notable la interacción entre principios constructivos y reglas composicionales de mundos. La presencia escénica legitima solo relativamente, y siempre con ambigüedad, la existencia ficcional. Los actos de habla con supuesta autoridad autentificadora sufren un proceso de desconvencionalización que los instala en el ámbito de la mímesis negativa. En consecuencia, los componentes de la estructura interna de los MF se ven modificados respecto del modelo mimético. La existencia ficcional y el estatuto de verdad subsisten como integrantes de la organización semántica, pero ha desaparecido el procedimiento que los ligaba, en el modelo mimético, con una trabazón fuertemente lógica: el procedimiento de verificación empírica. Las categorías de existencia ficcional y de verdad ficcional se independizan de la palpabilidad, de las evidencias, que la percepción confiere al fenómeno. Y la presencia de lo fenoménicamente perceptible vuelve a participar de una vitalidad «previa» a lo racional. ¿Qué podemos concluir acerca de la visión de un mundo en el teatro? ¿Cómo puede modelizarse el mundo a partir de la mirada y de qué tipo de mirada se trata según el modelo de mundo? En el modelo mimético, cuya conformación en proceso nos permitió entrever Edipo rey, la mirada se posa sobre un mundo que reclama para sí una estructura racional. Apenas se inmiscuye en ese mundo, al acto de ver se convierte en punto de partida y soporte de esa red trabada de logicidad. A la visión de la cosa, a la «fe perceptiva» en la existencia del mundo físico, se añade la relación necesaria con la categoría metafísica de verdad. El análisis de Los ciegos, por el contrario, nos mostró la posibilidad de otros modelos de mundo. El no ver vuelve laxa la relación entre existencia y verdad. Desarmada la estructura racional del mundo a través de esta ceguera, cuando se vuelva a la visión, esta puede ser de nuevo simple contacto con la cosa, cuestión de «fe», aproximación al mundo de un orden más bien pulsional. Me parece que en el teatro del siglo xx puede hallarse más de una manifestación relacionada con esta experiencia, con este acto de volver a la visión luego de la ceguera.
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4. Mundos antimiméticos Que los mundos miméticos actúen semántica y funcionalmente de manera afirmativa respecto de la institución —la mimética— que regula de modo dominante las prácticas estéticas y lúdicas que propone nuestra cultura, acarrea un problema para cualquier intento de confeccionar una tipología. Si hay textos ficcionales que pretenden redistribuir los principios funcionales de la institución dominante, ¿qué posibilidades tienen para posicionarse en la cultura? Si para caracterizar la composición semántica del modelo mimético hemos aludido a construcciones conceptuales propias de la institución, como las de presencia, existencia, ser en presencia, cualquier lenguaje interior a la institución parece carecer de un vocabulario adecuado para dar cuenta de textos que pretenden salirse de los modelos culturales más accesibles: De Parménides a Husserl, el privilegio del presente nunca ha sido puesto en tela de juicio. No ha podido serlo. Es la evidencia misma y ningún pensamiento parece posible fuera de su elemento. La no-presencia es siempre pensada en la forma de la presencia (bastaría con decir en la forma simplemente) o como modalización de la presencia (Derrida, 1972: 68).
La problemática de la definición, del hallazgo de nociones y de categorías que logren aprehender las estructuras de sentido de prácticas significantes que desafían muchas veces a las de la lógica, es una cuestión de la que, probablemente, no logre escapar este trabajo. Por ese mismo motivo, he preferido plantear su tratamiento, más que desde la pura conceptualización, privilegiando la praxis de lectura y otorgando un poco más la voz a los mismos tipos de ficciones que se intenta caracterizar. Ya hicimos lo propio con dos obras de Maeterlinck que nos permitieron ingresar en la problemática de los mundos antimiméticos. Los mundos que construyen los textos de este dramaturgo belga dejan vislumbrar los primeros síntomas del teatro moderno, los primeros pasos de resquebrajamiento de la larga tradición mimética que ha dominado el pensamiento occidental. Son muchos los textos a los que podría recurrir con el fin de explorar otras variantes. Pero he elegido, en este caso, una obra de Rafael Spregelburd, porque permitirá examinar una de las tendencias más desinstitucionalizadoras del modelo antimimético. Rafael Spregelburd (Buenos Aires, 1970) es uno de los teatristas de mayor relevancia entre las figuras que emergieron en el campo teatral de Buenos Aires durante los noventa y su obra ha ingresado en la historia del teatro argentino bajo la nómina de «teatro de la desintegración» (Pellettieri, 1998; Rodríguez, 1999 y 2001). En Remanente de invierno, estrenada en Buenos Aires el 18 de mayo de 1995 con dirección del propio autor, se advierte a primera vista el rol central que juega la reflexión sobre el lenguaje, por un lado, y sobre los medios convencionales de la representación teatral, por otro. Se trata, en realidad, de dos facetas de un mismo cuestio-
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namiento, que trata de poner al descubierto la fuerza convencionalizadora de la institución lingüística y de la institución «teatro». La diégesis de Remanente de invierno resulta de la concurrencia de diversos hilos narrativos cuyas intersecciones escapan muchas veces de los cauces de la coherencia interna del modelo mimético. Existe una fábula axial dotada de los atributos tradicionales de principio, medio y fin: la búsqueda de una identidad libertaria por parte de Silvita, la protagonista. Esta búsqueda se manifiesta en su discurso mediante la constante contravención de las reglas que rigen el uso correcto de las preposiciones —Silvita posee una particular competencia, en sentido chomskyano, de misteriosas gramáticas— y se concreta positivamente hacia el final de la pieza con su huida de la casa paterna. Sin embargo, a este entramado conductor se unen otros que, si bien aportan información fundamental a la fábula de Silvita, responden a una combinatoria arbitraria y «extrañada» de los hechos. Para dar solo un ejemplo, la llegada del Electricista y del Plomero a la casa de la protagonista intensifica la opresión a que se ve sometida la niña —son estos invasores de la casa quienes intentan corregir su mal uso de las preposiciones— y, por ello mismo, precipita sus ansias de liberación. Pero la función que vienen a cumplir esos dos trabajadores, su llegada, las acciones que llevan a cabo dentro de la casa, no encuentran ni explicación en tanto hábitos sociales dentro del mundo ficcional ni ligazón «lógica» alguna con los otros acontecimientos que constituyen la diégesis: el electricista y el plomero llegan a casa de Silvita y parecen quedarse definitivamente allí para llevar a cabo vaya a saber qué desconocida tarea. Se establecen relaciones diegéticas (MT), en suma, completamente expropiadas de la ficción por la verosimilitud de lo convincente propiciada por el modelo mimético. El aspecto intencionalmente fracturado, la falta de conexión «lógica» entre los diversos acontecimientos que se presencializan en el espacio escénico, produce un debilitamiento de la categoría de presencia como criterio de legitimación de la existencia ficcional. De acuerdo con esta ruptura de los principios que rigen los mundos teatrales del modelo mimético, se hace posible que un personaje, la Locutora, estalle en mil pedazos en la escena xvi y reaparezca «eterna y resurrecta», según se explicita en una acotación, dos escenas después, o que los locutores de televisión puedan salir de la pantalla para convivir con el resto de los personajes. En la medida en que el mundo ficcional no porta reglas internas que permitan la integración de este tipo de acontecimientos en un todo «coherente», en la medida en que estos acontecimientos quedan totalmente inexplicados y deshilvanados, la inscripción espacial de un motivo narrativo tiende a «contradecir» —según la lógica mimética— la presencia de otro y las categorías que constituyen la semántica autónoma del MF se ven completamente redimensionalizadas respecto del modelo mimético. Si en Maeterlinck observábamos un proceso de despresencialización, de obliteración o reducción de la «fe perceptiva» adherida a la presencia, lo que se advierte en esta obra de Spregelburd es más bien un mecanismo de deslegitimación de la
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presencia. La presencialización escénica no es relegada a un segundo plano, como hace Maeterlinck, o teñida de ambigüedad. Es, por el contrario, expuesta e impuesta con intensidad. Esta variedad de principios constructivos de que pueden servirse los mundos antimiméticos supone, consecuentemente con la interacción que hemos postulado entre procedimientos escénicos y componentes de la estructura semántica, diversas estructuras de sentido. La organización semántica de los mundos de Maeterlinck prescinde del procedimiento de verificación empírica pero acoge las categorías de existencia y verdad ficcionales, vinculadas, como se ha explicado, por una relación irracional, más vital que racional. El mundo ficcional de Spregelburd, al ser producto de presencias escénicas contradictorias, tiende a prescindir de la categoría semántica de verdad, al menos en el sentido de unicidad que suele conllevar el concepto. Hay dos momentos de la pieza en que rigen, sin embargo, los modos de validación de la verdad ficcional propios del modelo mimético. Esta mostración de los procedimientos tradicionales de semiosis llama la atención, sobre todo, porque se produce en dos escenas simétricas: los juegos eróticos de la madre de Silvita con el Locutor de televisión, primero, y del padre de Silvita con la Locutora, después. En la escena viii, Zulda, la madre de la niña, recibe mordiscones varios de parte de Miranda del Cepo, el Locutor de televisión. A continuación, Zulda, que aparece con la nariz vendada, dialoga con su esposo: Zulda.—(La nariz vendada.) Se te ve cansado. Demacrado. Meyer.—¿Qué te pasó? Zulda.—Podría decirte que tropecé con un pliegue del camisón y me lastimé las bruces al chocar contra la ducha. Pero sería mentira. Me lo hizo Miranda del Cepo (Spregelburd, 1995: ix, 147).
El pasaje resulta de interés porque explicita los procedimientos miméticos de validación de la verdad o falsedad del discurso: la verdad o la mentira se subordinan a lo que se hizo presente en escena inmediatamente antes. Pero no debe olvidarse que la presencia-existencia que legitima la verdad del discurso es ya una categoría socavada en su validez empírica, en primer lugar porque resulta de la convivencia espacial de televidentes y locutores de televisión, y en segundo lugar por un aspecto que todavía no se ha aclarado, el hecho de que la acción de toda la pieza se sitúa «en el clima enrarecido del recuerdo de Silvita», tal como se explicita en la acotación que abre el texto dramático. Esta puesta en escena del recuerdo se lleva a cabo mediante un recurso que había sido plenamente explotado en La tiniebla, una obra anterior de Spregelburd: la coincidencia, en la presencia corporal de un actor, de diversos roles actanciales. Sin previo aviso y sin alteración física de ningún tipo, la actriz que personifica a Silvita alterna libre y desordenadamente los roles de sujeto de la diégesis y destinador del
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discurso en tanto narradora. La encarnación presencial no se correlaciona, como en el modelo teatral mimético, con las nociones de identidad y existencia ficcional. Durante la visita al zoológico, en la que el motivo central era conocer un famoso ñandú, estos saltos desde la actancia de sujeto diegético a la de narradora ofrecen la oportunidad a Silvita de hacer patentes las rupturas de los modelos tradicionales de mímesis teatral. La Silvita sujeto habla primero al ñandú para asumir luego la voz narradora: Silvita.—Sos débil y absurdo. La imaginación popular te equipara ya hasta el Topo Menéndez. (Corte) Acá se complica todo. Porque yo digo... ¿hay verdad? Es decir, las versiones, ¿no? Todo esto que pensé esta tarde desde el zoológico, lo digo, porque si no haría como que pienso en voz alta para que vean lo que pienso, y me parece que entonces mejor se los digo (xiv, 159).
Hay dos aspectos de relevancia en este parlamento. Primero, la puesta en duda de la categoría de verdad en tanto componente del mundo ficcional. Segundo, el carácter parodiante del discurso respecto de los apartes y los monólogos, asumidos convencionalmente como comunicación directa de los pensamientos del personaje al público. Puesto que justamente en esta convención se asentaba la fuerza autentificadora que permitía a ese tipo de parlamentos enunciar hechos dotados de existencia ficcional, la denuncia de estas convenciones escénicas por parte Silvita socava la autoridad del propio discurso que pronuncia en su función de narradora. En la escena xviii, Silvita huye de su casa. El hecho de que, no obstante, continúe la acción en casa de sus padres permite situar la diégesis no solo en plano del recuerdo sino en el de la libre y despreocupada invención. El acontecer desplegado en escena se delataría a sí mismo, si rigieran las reglas del modelo mimético, como ficción dentro de la ficción, construcción de un mundo posible por parte de un agente narrativo que se encarga, como puede apreciarse en el parlamento antes citado, de aclarar los componentes de una «coherencia» interna muy distante de los criterios de credibilidad promovidos por la institución mimética. La anterior aclaración de que solo mirado desde los presupuestos del modelo mimético el MF de Spregelburd podría ser catalogado como ficción dentro de la ficción sirve de guía para las últimas reflexiones en que quiere entrar este capítulo. En efecto, la cuestión puede formularse claramente si se evidencia el sentido que adquieren los modelos mimético y antimimético en el marco institucional de la cultura. La institución mimética, como se ha expuesto, es el resultado de la actividad racionalizadora de la cultura, del diseño que el discurso racional —la teoría— ha modelado para las prácticas de la cultura. La autonomización de lo estético en el marco de una institución especializada constituye un criterio indispensable para el concepto mismo de ficción: la ficcionalidad es un estatuto cultural que surge del trazado de una frontera entre los textos que la misma ficción informa y los discursos especializados en la investigación de la verdad.
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La institución que surge de esta distribución del hacer discursivo es, justamente, el dominio mimético de la cultura. Puesto que el margen institucional ha sido conformado por el discurso teórico, el dominio de las prácticas que quedan fuera de él —las ficciones— trabaja mediante dos ejes de sentido: la mímesis como producción de ficción, que contribuye a la autonomía misma de la institución mimética, y la mímesis reproductiva, que posibilita la subordinación de las estructuras ficcionales de sentido a las estructuras de los discursos con especialidad cognoscitiva. Los mundos miméticos, en tanto una clase de prácticas ficcionales caracterizadas por una semántica particular, portan mecanismos semióticos afirmativos respecto de la institución mimética. Operan, justamente, a través de los mismos ejes de sentido. La organización interna de estos mundos, basada en una relación lógica entre la existencia, la verdad y el procedimiento de verificación empírica, garantiza de ese modo su propia autonomía, pues sin la legitimación de esos presupuestos no podría abrirse la brecha que los separa, a ellos mismos, del dominio epistémico. Por otro lado, la red conceptual que conforma la semántica de los MF miméticos, al coincidir en general con las estructuras lógicas de sentido, habilita la mímesis reproductiva y la subordinación a los discursos constreñidos a examinar «seriamente» lo real. La mímesis es una actividad capaz de levantar verdaderos mundos de ficción —casi tan sólidos, cognoscibles y certeros como suele aparecer la realidad— y de soportar así el peso de nuestro mundo mediante un acto de representación. ¿Qué presiones ejercen, por el contrario, los mundos antimiméticos respecto del marco institucional y qué posibilidades tienen para operar? Al prescindir en su composición autónoma del sistema categorial del discurso lógico, al no incorporar el criterio de verificación empírica y el concepto de una verdad, niegan las estructuras de sentido que los dispondrían dentro de los márgenes de una institución autónoma, del otro lado de los textos que se especializan en el estudio de la verdad. Promueven, en definitiva, desdibujar el margen que establece dominios discursivos con un gesto de «ficcionalización» de la «teoría» y de «desficcionalización» de la «ficción». Así pues, decir que el mundo ficcional de Spregelburd se manifiesta como invención de Silvita, como ficción dentro de la ficción, implicaría traicionar las configuraciones de sentido del modelo antimimético, puesto que no contiene en su organización semántica los criterios que trazarían la frontera para tal imbricación. El teatro dentro del teatro es un procedimiento semántico y un valioso dispositivo de juegos escénicos que funciona solo en los mundos ficcionales miméticos, pero que la antimímesis anula pues no hay línea, para ella, que permita ubicar el «dentro». Si mediante la mímesis el teatro tiende a sostener la distribución dominante de nuestra cultura construyendo sus mundos, las escenas antimiméticas pretenden hacerlos caer. Y eso sucede al final de Remanente de invierno, cuando se va al suelo la escenografía y lo que queda del mundo se sumerge en el caos y todo lo conocido se desploma, insinuando el vacío y dejando a la par un mundo entero por hacer, una vez que «el mundo se ha desmoronado» (Spregelburd, 1995: xx, 173).
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Conclusiones El eje temático que inicia este trabajo, el cuestionamiento acerca de los posibles acuerdos o desavenencias entre teoría y ficción, acerca de la adecuación de la teoría a su objeto, desaparece por momentos de la superficie explícita, pero permanece siempre necesariamente subyacente a la textura de un escrito que se manifiesta como intento de teorización. Luego del recorrido realizado, estamos en mejores condiciones de especificar el problema que se planteaba en la Introducción: ¿cómo suelen escribir la teoría y la crítica de las artes ficcionales las categorías que pretenden dar cuenta de su objeto? ¿Qué operaciones realiza la teoría y sobre qué basamentos institucionales se ajusta a su objeto? La institución mimética, el organismo cultural diseñado para articular el funcionamiento de las prácticas ficcionales, es a la vez el producto de la actividad institucionalizadora de ciertos discursos lógicos —teóricos, por ejemplo—. Las teorías sobre las artes, las poéticas y las estéticas, constituyen de hecho, como se pudo examinar, el sector específico de los discursos «científicos» que diseñan el campo institucional mimético. No es para nada ilógico pensar, en consecuencia, que la teoría se sirva de los mismos ejes de sentido —los de la mímesis (Mp y Mr)— que contribuye a legitimar. Así pues, según creo, las operaciones que privilegian la subsidiariedad o la autonomía representan los dos extremos entre los cuales se han movido, históricamente, los conceptos y las categorías que la especulación estética ha elaborado para las ficciones. En su actividad explicativa, sin embargo, la teoría corre el peligro de reabsorber en sus propias estructuras de sentido —lógicas— las configuraciones semánticas de su objeto, procedimiento ilegítimo sobre todo cuando se trata de abordar prácticas significantes que pretenden accionar corrosivamente sobre la propia institución mimética.
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En relación con la elaboración de una tipología semántica de las ficciones, se comentaron dos intentos clasificatorios que ejemplifican estos procesos de reducción en que puede caer la teoría. La tipología semántica de Doležel, a pesar de que proporcionó herramientas conceptuales muy relevantes para este libro, privilegia excesivamente la autonomía de los MF al cimentarla sobre criterios ontológicos y hace pasar, así, por naturales, las reglas convencionales de composición. Taxonomías como la de lo fantástico, por el contrario, priorizan demasiado la direccionalidad referencial ficción-mundo (Mr) y tipifican los MF producidos por ciertos textos a través de una reducción a las propiedades de la realidad —transgresión—. La tipología semántico-pragmática que se ha propuesto en estas páginas no escapa del todo —debo confesarlo— de estos peligros. La propia designación de «mundos antimiméticos» utiliza en cierto sentido ese mecanismo de reducción por el acto de rotular negando; y la descripción de la antimímesis no ha podido funcionar más que por vía negativa, estableciendo la comparación con su supuesto contrario y retomando los mismos conceptos que se formularan para él: el modelo mimético. Sin embargo, el modo en que se ha confeccionado la tipología de los modelos de mundos ficcionales se encuentra provisto de un contrapeso, un procedimiento que compensa de alguna manera el problema de la reducción. Para examinar los principios constructivos y los componentes semánticos del modelo mimético se ha partido de una suerte de extrañamiento, como puede observarse en los análisis de los que se han ido infiriendo las reglas convencionales de composición —existencia, verdad, verificación empírica—. Tal como se trató de mostrar, son categorías que funcionan implícita y automáticamente en los procesos de semiosis que realiza el espectador, razón por la cual suelen pasar por naturales. Si se han explicitado esas normas estructurales del modelo mimético ha sido gracias al conocimiento y a la toma en consideración de otras prácticas ficcionales presentes en nuestra cultura, cuyos mundos no portan los mismos componentes semánticos y hacen patentes, por ello, las reglas del modelo mimético en tanto convenciones de la institución. La tipología se halla sostenida, pues, por una especie de contrabalanceo que evita convertir a uno de sus miembros en eje decisivo y criterio privilegiado de la clasificación. La caracterización de uno y otro de los modelos de mundo se ha efectuado desde el horizonte epistémico que abre su opuesto.
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luis emilio abraham
ANEJOS DE LA REVISTA DE LITERATURA Últimos títulos publicados 55. Espacios de la comunicación literaria, por Joaquín Álvarez Barrientos (ed.), 228 págs. 56. Imágenes de la Edad Media. La mirada del realismo, por Rebeca Sanmartín Bastida, 638 págs. 57. Espacios del drama romántico español, por Ana Isabel Ballesteros Dorado, 288 págs. 58. El humor verbal y visual de La Codorniz, por José Antonio Llera, 448 págs. 59. Pedro Estala, vida y obra. Una aportación a la teoría literaria del siglo xviii español, por María Elena Arenas Cruz, 528 págs. 60. Álvaro Cunqueiro. El juego de la ficción dramática, por Ninfa Criado Martínez, 216 págs. 61. El renacimiento espiritual. Introducción literaria a los tratados de oración españoles (1520-1566), por Armando Pego Puigbó, 224 págs. 62. El concepto de materia en la teoría literaria del Medievo. Creación, interpretación y transtextualidad, por César Domínguez, 232 págs. 63. Pensamiento literario del siglo xviii español. Antología comentada, por José Checa Beltrán, 342 págs. 64. Para una historia del pensamiento literario en España, por Antonio Chicharro Chamorro, 356 págs. 65. Vidas de sabios. El nacimiento de la autobiografía moderna en España (1733-1849), por Fernando Durán López, 516 págs. 66. De grado o de gracias. Vejámenes universitarios de los Siglos de Oro, por Abraham Madroñal Durán, 532 págs. 67. Del simbolismo a la hermenéutica. Recorrido intelectual de Paul Ricoeur (1950-1985), por Daniel Vela Valloecabres, 192 págs. 68. De amor y política: la tragedia neoclásica española, por Josep Maria Sala Valldaura, 552 págs. 69. Diez estudios sobre literatura de viajes, por Manuel Lucena Giraldo y Juan Pimentel Igea (eds.), 260 págs. 70. Doscientos críticos literarios en la España del siglo xix, por Frank Baasner y Francisco Acero Yus (dirs.), 904 págs. 71. Teoría/crítica. Homenaje a la profesora Carmen Bobes Naves, por Miguel Ángel Garrido y Emilio Frechilla (eds.), 464 págs. 72. Modernidad bajo sospecha: Salas Barbadillo y la cultura material del siglo xvii, por Enrique García Santo-Tomás, 208 págs. 73. «Escucho con mis ojos a los muertos». La odisea de la interpretación literaria, por Fernando Romo Feito (en prensa). 74. La España dramática. Colección de obras representadas con aplauso en los teatros de la corte (1849-1881), por Pilar Martínez Olmo (en prensa). 75. Escenas que sostienen mundos. Mímesis y modelos de ficción en el teatro, por Luis Emilio Abraham, 192 págs.
luis emilio abraham
ISBN 978-84-00-08748-7
anejos de revista de literatura
mímesis y modelos de ficción en el teatro
escenas que sostienen mundos
escenas que sostienen mundos
75
9 788400 087487
Csic
mímesis y modelos de ficción en el teatro
Escenas que sostienen mundos se centra en una problemática —la de la ficcionalidad— que ha atraído desde hace unas décadas la atenta mirada de los estudios literarios y que ha provocado intensos debates teóricos, sobre todo en relación con la narrativa. Solo que aquí la cuestión se desarrolla en el ámbito del teatro, arte por excelencia del fingimiento y de las simulaciones. Tras revisar críticamente las principales respuestas que ha dado la teoría sobre la narración literaria al asunto de la ficción, el libro se dedica a indagar la teatralidad y su vinculación con la mímesis. Una lectura minuciosa de los textos fundadores de la poética occidental revela a la actividad mimética como producción de mundos ficcionales, y como eje fundamental a la hora de remontar los procesos de formación de las instituciones estéticas y de observar sus modos de desenvolvimiento en el marco de la cultura. La argumentación, esencialmente teórica, no relega sin embargo las determinaciones del cambio histórico, e ingresa incluso en el campo de la crítica a través de comentarios de obras singulares (Ubú rey, Edipo rey, Los ciegos, de Maeterlinck, entre otras). Los análisis tienden a mostrar los principios constructivos y los presupuestos culturales que hacen al funcionamiento de la mímesis teatral y que permiten a la escena soportar el peso de nuestro mundo mediante un acto de representación. Pero si el libro examina de cerca esas escenas que sostienen mundos, nunca olvida que hay otras que los hacen caer.
Luis Emilio Abraham (Mendoza, Argentina, 1974) es profesor de Semiótica en la Universidad Nacional de Cuyo y becario doctoral de CONICET. Ha publicado artículos en revistas especializadas y es autor de capítulos en libros como Perspectivas de la ficcionalidad [Daniel Altamiranda y Esther Smith (eds.), Buenos Aires, Docencia, 2005], Análisis de la dramaturgia. Nueve obras y un método [José Luis García Barrientos (dir.), Madrid, RESAD/Fundamentos, 2007) y Poéticas de autor en la literatura argentina (desde 1950) [Gustavo Zonana (dir.), Buenos Aires, Corregidor, 2007]. Como becario de la Fundación Carolina, realizó en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas el Máster de Alta Especialización en Filología Hispánica. Sus líneas principales de investigación son la semiótica, la teoría teatral y el teatro argentino contemporáneo.
CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
Ilustración de cubierta: Afiche de Ubú rey (1896).