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Spanish; Castilian Pages 502 [504] Year 2007
BIBLIOTECA ÁUREA HISPÁNICA Universidad de Navarra Editorial Iberoamericana
Dirección de Ignacio Arellano, con la colaboración de Christoph Strosetzki y MarcVitse Secretario ejecutivo: Juan Manuel Escudero
Biblioteca Áurea Hispánica, 39
M O D E L O S DE VIDA E N L A ESPAÑA DEL SIGLO DE O R O Volumen
EL SABIO Y EL
II:
SANTO
Coordinadores: IGNACIO A R E L L A N O Y M A R C VITSE
Universidad de Navarra • Iberoamericana •Vervuert • 2007
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Agradecemos a la Fundación Universitaria de Navarra su ayuda en los proyectos de investigación del GRISO a los cuales pertenece esta publicación. Agradecemos al Banco Santander Central Hispano la colaboración para la edición de este libro.
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O Iberoamericana, 2007 Amor de Dios, 1 - E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2007 Wielandstr. 40 - D-60318 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net
ISBN 978-84-8489-315-8 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-184-6 (Vervuert) Depósito Legal: M. 12.038-2007 Cubierta: Cruz Larrañeta Impreso en España por Publidisa Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.
ÍNDICE
M O D E L O S D E VIDA E N L A ESPAÑA D E L SIGLO D E O R O (III) EL SABIO Christoph Strosetzki El sabio entre el asombro y la curiosidad: El licenciado Vidriera de Cervantes
11
André Gallego Santo, latino y ladino, o el modelo de sabio propuesto por Juan Lorenzo Palmireno en las aulas de gramática
31
Marina Mestre Zaragoza La figura del sabio en el pensamiento español del siglo xvi: Sócrates versus Homero
49
Javier San José Lera Perfiles del sabio cristiano: el biblista
71
Jesús M . a Usunáriz El historiador del Siglo de Oro o la historia como «narración de verdades por hombre sabio para enseñar a bien vivir»
91
Christian Bouzy El hombre sabio es un caracol: una representación emblemática
117
Sagrario López Poza El concepto neoestoico de «sabio» y su difusión en la emblemática: el Theatro moral de Vaenius
147
6
M O D E L O S D E VIDA
Elena Cantarino El sabio graciano (sobre las jornadas del saber y sus rasgos)
191
Victoriano Roncero López Erudición y sabiduría: Quevedo, escritor humanista de la primera mitad del siglo xvn
205
Riña Walthaus Representaciones teatrales del sabio y de la sabiduría en el siglo xvn
231
Fernando Rodríguez de la Flor Plutosofía. La memoria (artificial) del hombre de letras barroco ....
253
M O D E L O S D E VIDA E N L A ESPAÑA D E L SIGLO D E O R O (IV) EL S A N T O José Aragüés Aldaz Fronteras de la imitación hagiográfica (I). Una retórica de la diferencia
275
Augustin Redondo U n nuevo modelo de santidad en la España contrarreformista: el caso del jesuíta Francisco Javier
303
Jesús Menéndez Peláez El santo como modelo en el teatro jesuítico del Siglo de Oro
327
María Cruz de Carlos Cuerpos gloriosos. La muerte de los santos y las reliquias en la pintura española del siglo xvn
349
Jean Croizat-Viallet Más imitable que admirable: la santidad de Juan de Dios (1495-1550)
375
Antonio Cea Gutiérrez Modelos para una santa. E l necesario icono en la vida de Teresa de Avila
401
M O D E L O S D E VIDA
7
Carmen Peraita De visionarias y escritura: la dramatización del acceso a la palabra en La santa Juana de Tirso de Molina
439
Pauline Renoux ¿Todos santos? Modelos de santidad en las Epístolas del glorioso doctor San Jerónimo traducidas por Juan de Molina (Valencia, 1515)
459
Cécile Vincent-Cassy «Parece que somos santos»: el retrato en las comedias de santas vírgenes y mártires del siglo xvn
481
M O D E L O S DE VIDA E N L A E S P A Ñ A D E L S I G L O D E O R O (III) EL SABIO
EL SABIO E N T R E E L A S O M B R O Y L A CURIOSIDAD: EL
LICENCIADO
VIDRIERA
DE
CERVANTES
Christoph Strosetzki Universität
Münster
E l licenciado Vidriera está modelado según la figura del sabio que sabe dar informes sobre todo competentemente y que, por lo tanto, es estimado de manera particular 1 . Ahora bien, m i tesis es que la c o m pleja discusión que se ha sostenido sobre la curiosidad desde la Edad Antigua es u n elemento central y estructurador de la novela corta. C o n ello se cuestiona, si está suficientemente diferenciada la noción de Hans Blumenberg de una curiosidad rechazada en la Edad M e d i a y legitimada a principios de la Edad Moderna. E n u n primer apartado, se traerán brevemente a la memoria el contenido y la estructura de la novela. E n el segundo apartado, se mostrará c ó m o el curioso Licenciado en sus viajes llega a saber cosas maravillosas sobre países ajenos y cuál es la importancia para el conocimiento que se concede al hecho de asombrarse y maravillarse desde Aristóteles. E l tercer apartado se ocupará del Licenciado como picaro sabio frente a los necios preguntones y propondrá u n planteamiento comparable en la segunda parte del Lazarillo. Partiendo de los filósofos y los humanistas, el cuarto apartado introducirá de manera sistemática diversos aspectos de la curiosidad y se refiere a El licenciado Vidriera.
1 «Le preguntaron muchas y difíciles cosas, a las cuales respondió espontáneamente con grandísima agudeza de ingenio; cosa que causó admiración a los más letrados de la Universidad y a los profesores de la medicina y filosofía [...] tan grande entendimiento que respondiese a toda pregunta con propiedad y agudeza» (Cervantes, Novelas ejemplares II, p. 117).
C H R I S T O P H STROSETZKI
12 1. EL LICENCIADO
VIDRIERA:
CONTENIDO Y ESTRUCTURA
E n El licenciado Vidriera de Cervantes hay que distinguir dos partes: en la primera parte, viaja curioso por Europa; en la segunda, da respuestas a las preguntas curiosas de los demás. Es su finalidad llegar a ser famoso mediante el conocimiento. Sin embargo, sirve primero durante ocho años a amos jóvenes en Salamanca, lo cual le permite estudiar jurisprudencia y materias humanísticas al mismo tiempo. Luego se une a unos soldados, «pues las luengas peregrinaciones hacen a los hombres discretos» 2 . Experimenta las fatigas de los viajes por mar con tempestades y chinches y se asombra de los rizos rubios de las genovesas así como de la belleza de la ciudad de Genova. E l m a ravillarse se convierte en una actitud esencial frente a los países y sus habitantes que le son nuevos. Después de la visita a Florencia y Lucca se asombra de la grandeza de R o m a , admira los puentes y las colinas; su espanto crece, cuando ve Nápoles después de otro viaje por mar. Es sólo después de haber admirado Amberes en Flandes cuando vuelve a Salamanca y adquiere el título de licenciado en ambas ciencias. Cuando por curiosidad quiere conocer a una dama cuyo amor rechaza, ella pretende hacerle cambiar de opinión mediante u n hechizo, pero en realidad lo único que consigue es que él crea a partir de ese momento estar hecho de vidrio frágil. Esto tiene como consecuencia que grite de miedo cada vez que alguien se le acerca demasiado o bien que se ponga u n vestido llamativamente amplio y vaya sin zapatos, que adopte extrañas costumbres a la hora de comer, y que duerma en el campo en verano y en el granero de una taberna en i n vierno. C o m o la mente y el alma atraviesan el vidrio más rápidamente que un cuerpo pesado, cree poder dar las respuestas correctas a todas las preguntas posibles. E n la segunda parte son primero los eruditos de la Universidad y todos los profesores de Medicina y Filosofía los que están asombrados por su astucia. Evoca «admiración y lástima» 3 en todos los que dan con él. Por lo tanto, la curiosidad está de parte de los que preguntan. N o sólo se refiere a los objetos de las preguntas, sino al mismo Licenciado.
2 3
Cervantes, Novelas ejemplares II, p. 107. Cervantes, Novelas ejemplares II, p. 118.
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¿De qué naturaleza son las cuestiones que se plantean? E n la mayoría de los casos, las preguntas o se refieren a situaciones de la vida diaria o a los oficios frecuentes. Pocas veces se pregunta por campos de conocimiento, más frecuentemente por sus representantes. La poesía constituye una excepción. D e ella dice el Licenciado que incluye todas las demás ciencias, que se sirve de éstas y que produce obras maravillosas «con que llena el mundo de provecho, de deleite y de maravilla» 4 . Semejantes respuestas hechas con seria intención demuestran sabiduría, mientras que las livianas son el resultado de sátira y autoironía. U n ejemplo de autoironía es la respuesta a la pregunta de por qué es capaz él de sentir dolor en el cuello después de una picadura de avispa, si efectivamente está hecho de vidrio. A esto responde que la avispa pertenece al gremio de los que cotillean, cuyas lenguas y picaduras son lo suficientemente afiladas como para penetrar en cuerpos de bronce. A la pregunta de qué debe hacer el hombre cuya mujer se haya escapado con otro, responde con el sabio y práctico consejo: que dé gracias a Dios por haberle secuestrado de su casa a su enemigo. También lleva a un consejo bien intencionado la pregunta de c ó m o debe vivir en paz el hombre con su mujer: que ella mande sobre toda la gente en la casa y él sobre ella. Por el contrario, sólo es astuto y no muy prometedor el consejo que se dirige a quien pregunta qué hay que hacer para no tener que envidiarle a nadie, a lo que él aconseja que se duerma, pues así por lo menos se parece en el sueño a quien envidia. Por último, a la pregunta por parte del curioso de quién es el hombre más feliz, el lector no puede más que divertirse a costa de éste, puesto que la respuesta ya es ingeniosamente astuta, pero prácticamente inutilizable: « N e m o ; porque Nemo novit Patrem; Nemo sine crimine vivit; Nemo sua sorte contentus; Nemo ascendit in
coelum» . 5
También allí donde se pregunta por los oficios y sus peculiaridades la respuesta es satírica y sin pretensión de veracidad. A la pregunta de por qué la mayoría de los poetas son pobres, dice que es cosa suya, ya que les sería fácil ser ricos y servirse del cabello dorado de sus damas, de su frente hecha de plata bruñida, de los ojos de esmeraldas verdes, de los labios de corales o de las perlas líquidas de sus lágrimas. Preguntado por el defecto de los libreros explica cómo les estafan su sueldo a los escritores. A la pregunta del portador de sillas de mano que quiere saber 4 3
Cervantes, Novelas ejemplares II, p. 122. Cervantes, Novelas ejemplares II, p. 135.
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qué piensa de él, responde que cada portador conoce más pecados que un confesor, pero que no los guarda como éste, sino que los escucha para contarlos en las tabernas. Sobre los médicos comenta que son los únicos que nos pueden quitar la vida, sin que tengan que temblar ante un castigo. Compara a los abogados con los médicos que siempre arriman el ascua a su sardina, póngase mejor el enfermo o no. E n la mayoría de los casos es algo negativo lo que caracteriza al oficio. D e este modo, se expresa de manera satírica y hábil sobre burreros, marineros, boyeros, boticarios, maestros de esgrima, señoras de compañía, escribanos, difamadores, propietarios de casinos de juego, jueces de instrucción, falsos eruditos, sastres, zapateros, panaderos, titiriteros y actores. Cuando al final el Licenciado es sanado y ya no se cree u n h o m bre de vidrio, la gente corre curiosa detrás de él, así que ya no puede ejercer su profesión de abogado. L a curiosidad pesada de las masas que no dejan de reunirse a su alrededor le lleva a la ruina, así que vuelve a Flandes donde muere como soldado prudente y valiente. ¿Por qué expresan curiosidad las muchas preguntas que van d i r i gidas al Licenciado? E n 1611, en su Tesoro de la lengua castellana o es-
pañola, Sebastián de Covarrubias deriva la palabra curioso de la palabra latina cur . Dice que por eso el curioso pregunta siempre «¿Por qué es esto, y por qué estotro?», y que demasiadas preguntas no demuestran curiosidad, sino también ocio. Según Covarrubias, los rigurosos espartanos incluso castigaban a quien preguntaba por cosas que no eran suyas. Por supuesto, es incorrecta una derivación etimológica, pues, en latín, curiosidad significa curiositas que está derivado de cura. Cura significa la asistencia, la preocupación y el esfuerzo con los que uno se dedica a una cosa. Sin embargo, la vinculación de la curiosidad con el preguntar hecha por Covarrubias indica una noción umversalmente popular de la que se sirve Covarrubias. N o obstante, se debe diferenciar entre la curiosidad del Licenciado viajante y la curiosidad del público interrogante. 6
6 Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española, p. 388: «Yo digo que la palabra curioso u curiosidad se deriva deste adverbio cur, que es adverbio de preguntas, y del nombre ociosidad, porque los curiosos son muy de ordinario holganes y preguntadores como su maestro, que su primera palabra que habló, fue quando dixo a Eva: "Cur praecepit vobis Deus?" Plutarco escrive que en Lacedemonia davan pena y castigavan a un hombre curioso que preguntava lo que poco le iba».
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2. VIAJES Y EXPERIENCIAS MARAVILLOSAS
E n Venecia casi le habría ido a nuestro curioso, es decir, al Licenciado, como a Ulises con Calipso y por poco se habría olvidado de su primer intento debido a la cantidad de diversiones y placeres. Aún nos acordamos de que su finalidad es hacerse famoso mediante el conocimiento y, como ya fue citado anteriormente, los viajes hacen al hombre sensato. ¿Por qué se establece en el texto una relación tan clara entre el Licenciado y Ulises? C o m o ya se sabe Ulises pasa diez largos años de un sitio para otro hasta que puede finalmente volver victorioso a su patria; un año lo pasa retenido por la maga Circe que le hace olvidar su objetivo y otros siete por la n i n fa Calipso. E l Licenciado, viajero y ansioso de conocimiento, encuentra su más cercano precedente en la concepción dantesca de un Ulises igualmente ansioso de conocimiento. 7
Dante en su obra Divina comedia castiga a Ulises entre otras cosas por lo del caballo de Troya que despierta la curiosidad de los troyanos y esto precisamente les lleva a su perdición. E n el canto veintiséis de Inferno, Ulises representa la independencia libremente elegida, la inquietud y la curiosidad, la que no le permite volver a su patria sino que le hace seguir viaje hacia el oeste, más allá de las columnas de Hércules durante cinco meses. Ulises llama la atención a sus compañeros para que no vivan como animales sino que adquieran virtud y sabiduría. Siguiendo el sol deben continuar explorando la parte del mundo no habitada. Después de haber estado en España, Marruecos y Cerdeña, llegan, según la versión libre de Dante, a un alto y, desde la distancia, oscuro monte. La alegría inicial al divisar tierra desconocida termina con el hundimiento del barco, es decir, con el fracaso de la expedición al cruzar el límite de lo hasta aquel momento desconocido y con el castigo de la curiosidad de Ulises. E l Licenciado si bien es transformado, no es castigado a causa de sus viajes. Aquí se apunta igualmente otra valoración de la curiosidad que se verá también más tarde en la portada de Instaurado magna de Bacon en 1620. Ahí no se encuentra al lado de las columnas de Hércules la sentencia «Nec plus ultra», según la cual el Ulises de Dante entendió que no debía atreverse a sobrepasar ese punto, sino que en vez de este lema
7
Cervantes, Novelas ejemplares II, p. 114.
16
CHRISTOPH STROSETZKI
se encuentra otro en el barco de Ulises, éste es: «Multi pertransibunt et augebitur scientia» 8 . Los viajes que el Licenciado lleva a cabo le proporcionan, al igual que a Ulises, experiencias desconocidas. La continua reacción del Licenciado es maravillarse. Teniendo en cuenta que la literatura ofrece al Licenciado, como se menciona anteriormente, no sólo provecho y deleite, como era la norma desde Horacio, sino también maravilla, parece que el maravillarse es otra clave de la novela corta. Pero, ¿qué significado tiene esta palabra en el Siglo de Oro? E n la ampliamente extendida Silva de varia lección de Pedro Mexía, aparece la «cosa maravillosa» asociada con la actitud de «admiración» 9 : «Es cosa maravillosa de ver y considerar la diversidad de las condiciones y i n c l i naciones de los hombres y las propiedades particulares que algunos dellos tienen» 1 0 , «Y, de tan grande variedad, paresce más maravilloso quando dos hombres se parecen m u c h o » 1 1 . E l maravillarse puede c o n ducir, según San Agustín a la adoración de Dios a través de su maravillosa obra 1 2 . Cuando Mexía, al igual que la escolástica, habla de «el philósopho» se refiere a Aristóteles y le atribuye la idea del afán de saber natural del hombre que le ha llevado incluso a investigar las estrellas y los planetas: Como dize el philósopho, los hombres naturalmente son cobdiciosos de saber; y es tanta la cobdicia y atrevimiento del ingenio humano, que no se contenta con inquirir las cosas que buena y descansadamente se pueden comprehender, pero aun las impossibles y muy arduas presume y procura de investigar y conoscer 13.
Efectivamente Aristóteles considera el maravillarse como el factor desencadenante del filosofar: Los hombres empezaron a filosofar porque se maravillaban y al principio se maravillaban de lo inexplicable con lo que se encontraban.
Blumenberg, 1973, p. 141. Mexía, Silva de varia lección II, p. 498. 10 Mexía, Silva de varia lección II, p. 406. 11 Mexía, Silva de varia lección II, p. 504. 12 Augustinus, Bekenntnisse, p. 293. 13 Mexía, Silva de varia lección II, p. 177.
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Paulatinamente fueron progresando de esta forma y se formulaban preguntas sobre cosas revelantes, como por ejemplo, sobre c ó m o influye la luna, el sol y las estrellas en la formación del firmamento14.
A l fin y al cabo, la Metafísica de Aristóteles empieza con la frase de que todos los seres por naturaleza ambicionan la sabiduría. U n a señal de eso es su amor por todo lo que se percibe por los sentidos. Todo conocimiento empieza según Aristóteles «con el asombro de que las cosas sean como son, tal como unas marionetas que se mueven por sí solas, el cambio solar o la inconmensurabilidad de la diagonal» 1 5 . Maravillarse es, por tanto, la condición para la adquisición de nuevos conocimientos y quien no pueda maravillarse será u n ignorante toda su vida. D e todas formas R e n é Descartes llega a una conclusión inversa de la frase aristotélica: «mais nous n'avons que l'admiration pour celles (les choses) qui paroissent seulement rares. Aussi voyons nous que ceux qui n'ont aucune inclination naturelle à cette passion, sont ordinairement fort ignorants» 1 6 . Ahora se entiende por qué el Licenciado acoge todas las novedades que percibe en sus viajes con la actitud de maravillarse. E l grado de su asombro muestra la medida de la adquisición de conocimiento.
3. EL SABIO PICARO Y LAS PREGUNTAS
Cuando el marido de una tendera confunde al Licenciado con un picaro, contesta que de ninguna manera quiere ser tomado por ignorante: «más tenéis de bellaco que de loco. — N o se me da u n ardite —respondió él—, como no tenga nada de necio» 1 7 . Bellaco significa, además de 'picaro', también 'malo' y 'astuto' e indica características típicas d e l picaro. ¿ Q u é otras características d e l picaro tiene el Licenciado? C o m o un picaro juzga todas las clases sociales con las que se ve confrontado y también sirve a dos amos; en la época de su l o -
14 Aristóteles, Metaphysik, pp. 21 y ss.; en Aristóteles tales preguntas no están en contradicción con las exigencias de la divinidad, ya que ésta posee en el mayor grado la ciencia de los más altos principios. 13 Aristóteles, Metaphysik, p. 23. 16 Descartes, Die Leidenschaften der Seele, p. 116. 17 Cervantes, Novelas ejemplares II, p. 119.
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cura está al servicio de la curiosidad pública. Pero lo más importante es que el Licenciado ansia u n ascenso social: quiere ser famoso por su sabiduría. C o m o se creía el Lazarillo al final de la primera parte de su historia subjetivamente y demasiado injustamente «en la cumbre de buena fortuna», el Licenciado tampoco tiene éxito en su ascenso social. Pero también se muestran otras similitudes entre el Licenciado y el final de la segunda parte del Lazarillo, cuyo protagonista después de su vida como atún responde las difíciles preguntas de un tribunal u n i versitario y consecuentemente consigue así su fama. Hay que tener en cuenta, en definitiva, que para el Lazarillo el m o d e l o eran las Metamorfosis de Apuleyo que acentúan continuamente la curiosidad como cualidad central del héroe, el cual rastrea en sus viajes todos los detalles posibles, como por ejemplo, todos los pasos en falso ajenos 1 8 . Sin embargo, en Apuleyo la curiosidad no se valora de modo uniforme, sino en parte positiva y en parte negativamente y tampoco se discute de manera sistemática. Numerosos son los paralelismos entre la Segunda parte del Lazarillo y el Licenciado. Ambos protagonistas experimentan una metamorfosis: el Lazarillo se convierte en atún y el Licenciado en vidrio; también ambos se reconvierten de nuevo. Por otra parte, los dos parecen tan sabios después de tantos viajes que se les formulan preguntas más o menos difíciles. Mientras que Lazarillo agradece su salvación, cuando estaba con los atunes, al consumo excesivo de vino, el Licenciado, a su vez, conoce la variedad de vinos en una copiosa cata después de un peligroso viaje por mar. E l Licenciado está motivado por el ansia de saber, pero en el Lazarillo es la codicia lo que pone en marcha sus viajes 2 0 . A Lazarillo lo material le parece más importante que lo espiritual, por eso elige para su consejo doce atunes de entre los más r i cos y no de entre los más sabios 21 ; sin embargo, eso no impide que al final se denomine al Lazarillo como «el más cuerdo y sabio atún que 19
18 Mette, 1956, pp. 227-235. El protagonista que en Apuleyo se convierte en burro a causa de su curiosidad, considera continuamente de sí mismo que la curiosidad le es innata: él es «un burro curioso muy impertinente». 19 Anónimo, Segunda parte del Lazarillo, 1988, p. 131: «Con esto y con la codicia que yo me tenía, determiné —que no debiera— ir a este viaje». 20 «Yo escogí para mi consejo doce dellos, los más ricos, y no tuve respeto a más sabios si eran pobres». 21 Anónimo, Segunda parte del Lazarillo, 1988, p. 179.
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hay en el mar» 2 2 . Tanto la curiosidad como la codicia son pasiones reprochables que ansian de manera exagerada posesiones espirituales o materiales. A ambas cualidades les falta la medida necesaria para tratarse de virtudes. Pero al final son, efectivamente, las experiencias de sus viajes las que capacitan a Lazarillo para pronunciar discursos y contestar preguntas delante de los profesores de la U n i v e r s i d a d de Salamanca, «adonde, según dicen, tienen las ciencias su alojamiento» 2 3 . Ya en las conversaciones anteriores con los otros le parece haber «aicaneado más por m i experiencia que ellos por su saber» 2 4 , mientras que la gente quiere saber si ha estudiado en Francia, en Flandes o en Italia. E l rector de la Universidad formula a Lazarillo cuatro preguntas; a la primera de cuántos toneles de agua hay en el mar, contesta que si alguien pudiera meter toda el agua en un recipiente, entonces él podría medirlo. A la segunda pregunta de cuántos días han pasado desde la creación de Adán hasta hoy, contesta haciendo referencia a los siete días de la semana, a los cuales suceden otros siete días. E n este punto aparece Lázaro «ya muy doctor entre los doctores, y muy maestro entre los de licencia» 2 5 . A la pregunta de dónde se encuentra el fin del mundo replica con otra pregunta: «Qué filosofías son éstas?, dixe yo entre mí. ¿Pues no habiéndolo yo andado todo, c ó m o puedo responder? Si me pidiera el fin del agua, algo mejor se lo dixera» 2 6 . La última pregunta por la distancia que hay entre el cielo y la tierra provoca una protesta que se articula en un m o n ó l o g o interior: «muy bien podía él saber que no había hecho yo aún tal camino. Si me pidiera la orden de vida que guardan los atunes y en qué lengua hablan, yo le diera mejor razón» 2 7 . Por tanto, él podría contestar perfectamente cuando se le preguntara por las experiencias que ha acumulado, pero no cuando el interrogador pregunta por un camino aun sabiendo que no lo puede saber pues aún no ha tenido ocasión de andarlo. Así que considera que el cielo está muy cerca de la tierra y propone una prueba práctica: que el rector se ponga en camino hacia el cielo y así
22 23 24 23 26 27
Anónimo, Anónimo, Anónimo, Anónimo, Anónimo, Anónimo,
Segunda Segunda Segunda Segunda Segunda Segunda
parte del parte del parte del parte del parte del parte del
Lazarillo, Lazarillo, Lazarillo, Lazarillo, Lazarillo, Lazarillo,
1988, 1988, 1988, 1988, 1988, 1988,
p. p. p. p. p. p.
212. 248. 251. 254. 255. 255.
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Lazarillo le oiría cantar aun cuando lo haga en voz baja. Ahora Lazarillo goza de parecida popularidad como el Licenciado y puesto que todos los presentes encuentran sus respuestas excelentes, todos quieren felicitarle, verle y escucharle hablar: «El nombre de Lázaro estaba en la boca de todos, y iba por toda la ciudad con mayor zumbido que entre los atunes» 2 8 . Queda claramente demostrado que las preguntas del rector hacen referencia a materias especulativas que no son accesibles a la experiencia. Para Lazarillo el conocimiento y provecho extraídos de la experiencia constituyen la base de sus respuestas; por ello él no contesta realmente las preguntas sino que aclara que éstas no se dejan contestar y que son irrelevantes para la vida práctica del hombre, o sea, que tienen su origen en una curiosidad mal dirigida. Cuando el picaro Lazarillo se muestra con sus respuestas como u n sabio, se le puede comparar de nuevo con el Licenciado, el cual se presenta también con su locura como sabio. Ambos se corresponden con el esquema del sabio loco, al que Jerónimo de Mondragón se dedicó en su Censura de la locura humana y excelencias dellas en 1598 apoyándose
en Encomium moriae (1510) de Erasmo de Rotterdam 2 9 . Mondragón introduce el ejemplo de u n hombre que consideraba suyos todos los barcos que atracaban en el puerto de su ciudad. Después de la curación de su necedad asegura no haber sido nunca tan feliz como cuando era necio. Asimismo al Licenciado le va mejor antes de su sanación. Mondragón informa también de Hipócrates, quien debía sanar de su locura a su conciudadano Demócrito, el cual padecía de ataques de risa. A l preguntarle a Demócrito por la razón de su mal, éste c o n testa que debe reírse continuamente de los hombres puesto que los ve rebosantes de locura. Esto le hace cambiar de opinión a Hipócrates, puesto que a partir de ese momento considera él mismo locos a todos los hombres pero no a Demócrito. U n a dialéctica parecida se encuentra en la tesis de Mondragón, cuando dice que la multitud estúpida sólo puede aplaudir a u n falso sabio y, en cambio, se ríe del verdadero sabio y le toma por insensato. Si se aplican estos pensamientos al Lazarillo o al Licenciado, entonces es posible que o bien el público, necio a su manera, adore en
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Anónimo, Segunda parte del Lazarillo, 1988, p. 257. Strosetzki, 1987, pp. 118 y ss.
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ellos a sabios, siendo en realidad ignorantes, o bien que, teniendo en cuenta la imposibilidad de cumplir con las expectativas del público, lo que parece más probable, el público necio sólo reconozca un pseudo conocimiento pero que desconozca la sabiduría que se esconde detrás, expresada a través de la actitud crítica y del modo lúdico de las réplicas.
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Para Hans Blumenberg, el concepto de la curiosidad por el m u n do se convierte en la palabra clave para la salida del pensamiento y orden social medieval 3 0 . La siguiente visión de conjunto sobre los aspectos sistemáticamente diferentes de la curiosidad en filósofos, teólogos y humanistas debe aclarar si se puede realmente afirmar que el reconocimiento del afán de saber humano representa un acto de afirmación propia del hombre frente a un absolutismo teológico marcadamente medieval. E n la valoración de la experiencia entre la preocupación por la salvación, el conocimiento de sí mismo y el descubrimiento del cosmos se muestra una polaridad entre postulados alternativos del conocimiento teórico y ético. Por ello, debe ser aclarado en primera instancia el conflicto entre felicidad y afán de saber, que a su vez requiere ocuparse de otros objetos 3 1 . Felicidad
y afán de saber en la Antigüedad:
Séneca critica en De
bre-
vitae vitae la curiosidad que plantea preguntas superfluas de erudición innecesaria y censura a los griegos que quisieran averiguar cuántos remos tenía el barco de Ulises y si fue escrita antes la Ilíada o la Odisea. Las nuevas experiencias, que podrían ser realizadas en viajes, serían ciertamente numerosas, añade Séneca, pero no harían al viajero ni mejor ni más fuerte («ñeque meliorem, [...] ñeque saniorem»). Aquí se muestra la actitud estoica de Séneca, según la cual es más importante conocer los centrales y generales principios de la ética, la lógica y la física, que la diversidad de individuos y cosas. Cuando los estoicos quieren explicar la ataraxia, esto es, la independencia respecto al m u n do, esto no sucede a través de la ciencia. La felicidad se valora más
30 31
Blumenberg, 1973. Ver en lo que sigue, Joly, 1961, pp. 33-44.
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que la verdad del saber. Cicerón ya había rechazado en su escrito sobre el Estado poner en marcha investigaciones superfluas sobre un segundo sol que no produciría ningún perjuicio, porque éstas no llevaban a nada, ya que n i servían a la consecución de la felicidad n i a la moral. Según Cicerón, Homero vio correctamente que las sirenas debían dejar entrever a Ulises algo especial, esto es la ciencia, para p o der seducirle. Sin embargo, se debe condenar la curiosidad por todos y cada uno, mientras que se debe elogiar la curiosidad por las cosas esenciales, enfrentando de este modo a una clase negativa de curiosidad una positiva. Cicerón ve fundada su posición ya en el epicureismo griego, para quien el estudio de la música, la geometría, la aritmética y la astronomía, si bien puede llevar a enunciados verdaderos, no puede ayudar a vivir mejor y más felizmente. Epicuro hace a la curiosidad responsable de los afectos de temor y esperanza que destruyen la felicidad humana, cuando la dominan. Ya el presocrático Heráclito considera la polimatía como infructuosa, ya que el mero c o nocimiento de los hechos no forma el entendimiento. La crítica p o sición de los autores cristianos como San Agustín respecto a la curiositas viene dada, por tanto, por la adopción de una actitud de la a n t i g ü e d a d clásica, en concreto estoica 3 2 . Irrelevantes en la lejanía y en la cercanía: la diferencia entre el conocimiento relevante e irrelevante la muestra Platón en una anécdota, según la cual una sirvienta se rió de Tales de Mileto, cuando éste cayó en un pozo mientras paseaba observando las estrellas33. E n sus Confesiones, San Agustín reprueba a los astrónomos su desmesurada curiosidad frente a los secretos de la naturaleza y condena a aquellos que, llevados por la curiosidad, cuentan las estrellas y los granos de arena en la playa, m i den las constelaciones, calculan las órbitas de los astros y pueden pronosticar el día, hora y lugar de los eclipses solares y lunares: Ellos preveen con tiempo un futuro eclipse, pero el suyo propio presente no lo ven [...] Muchas cosas verdaderas dicen sobre la creación, pero no investigan sobre la verdad, sobre el hacedor muy artístico de la creación 3 4 .
Ver Joly, 1961, p. 44; Bousset formuló en el siglo xvn: «Mortels miserables et audacieux, nous mesurons le cours des astres et, après tant de recherches laborieuses, nous sommes étrangers à nous-mêmes». 33 Blumenberg, 1973, p. 26. 34 Augustinus, pp. 118 y ss. (V, III) 32
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San Agustín habla también de las pequeñas cosas despreciables que tientan nuestra curiosidad. Escuchamos en primera instancia por educación y después por interés en el mero parloteo. U n perro que persigue a una liebre en u n circo no es de interés. E n campo abierto, sin embargo, esta caza despierta la curiosidad y quizá desvía la atención de una gran idea. Igualmente puede pasar en la observación curiosa de una lagartija cazando moscas, o una araña que las apresa en su red 3 5 . Mexía responde a semejante argumento que se pueden derivar lecciones morales para la vida humana a través de la observación de los animales 3 6 . Asimismo rechaza Santo Tomás la curiositas que se detiene en la caducidad de las cosas individuales y que no las reduce, en referencia a su creación, a su origen en Dios, aun cuando considera, siguiendo a Aristóteles, el afán de saber como algo natural 3 7 . Más tarde, en el siglo xvn,Blas Pascal hablará en este contexto de divertissement. E l humanista español Mexía comenta algunas investigaciones sobre por qué la nieve recubierta de paja se mantiene fría y a su vez el agua caliente recubierta de paja también permanece caliente, que no tienen valor, pero satisfacen al entendimiento, una vez lo sabe 38 , aunque no por ello está demostrada su legitimidad. Según Mexía, el peligro de ocuparse de conocimientos de poco valor aumenta precisamente a causa de la imprenta, ya que se escriben «libros de poco fruto y provecho, de fábulas y mentiras» los que «destruyen y cansan los ingenios y los apartan de la buena y sana lección y estudio» 3 9 . Asimismo dice Fernán Pérez de Oliva: ¿Pues q u é mal puede haber, decidme agora, en la fuente del entendimiento, de donde tales cosas manan? Que si parece turbia, como dijo Aurelio, esto es en las cosas que no son necesarias, en que por ambición se ocupan algunos hombres [...] así que, Dios hizo a hombre recto, mas él, como dice Salomón, se mezcló en vanas cuestiones. [...] Y las mayo-
Augustinus, pp. 292 y ss. No sólo «avisos para [la vida y salud, pero reglas y ejemplos para] las virtudes y buenas costumbres» (Mexía, Silva de varia lección II, p. 187). 37 Blumenberg, 1973, p. 132. 38 «A los pocos hombres de ingenio y amigos de contemplar y inquirir las cosas de naturaleza, no ay cosa otra contento tan liviana ni de tan poco valor, que no hallen en ella cosas que sean de notar y que den al entendimiento después de sabidas y conoscidas» (Mexía, Silva de varia lección II, p. 142). 39 Mexía, Silva de varia lección II, pp. 22 y ss. 35 36
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res tinieblas para el entendimiento son la perversa voluntad; así está escrito que en el ánima malvada no entrará sabiduría 4 0 . Viaje como inquietud: siguiendo la demanda griega de Gnothi se au-
ton exige el humanista Erasmo la concentración en lo propio, la virtud y la existencia humana. Rehusa con ello la mirada del curiosus a esto y a aquello tanto como la distracción y el saber individual, i n abarcable y, en su adquisición, lleno de peligros. E n ello, se nos muestra el viaje como inquietud que nos distrae de ejercicios espirituales, en la Edad Media como símbolo de acedía, es decir, como a través de la preocupación en la salvación descuidada por el ocio. E n su séquito hacen acto de presencia vicios como la avaricia, la voluptuosidad y la gula. Prototipo del viajero que crea discordia, es Caín, su contrafigura positiva tiene rasgos de eruditos de monasterio y de hombres sabios alejados del mundo. Así fueron cuidadosamente ordenadas siguiendo las categorías aristotélicas las curiosidades únicas y maravillosas reunidas en los viajes de descubrimiento del Nuevo M u n d o . Mexía introduce semejantes curiosidades en su Silva, no sin hacer referencia a su carencia de uso y significado: Cosas son, las dichas, de poca importancia y provecho; pero, como el entendimiento del hombre cobdicia saber la razón de todas las cosas, no ay cosa tan liviana que, al que no la sabe, no dé gusto entenderla41.
Lo continuo frente a lo nuevo: el asombro, el espanto o la curiosidad son pasiones del conocimiento que presuponen normalmente u n o b jeto que choca contra lo conocido, es decir, una anomalía. Por ello, Lorraine Daston defiende la tesis42 de que la escolástica medieval, partiendo de Aristóteles, se ocupaba en el campo de la naturaleza sobre todo de lo que siempre o casi siempre sucedía, mientras que los autores de inicios de la Epoca M o d e r n a intentaron penetrar en las maravillas y en los secretos ocultos de la naturaleza. C o m o las maravillas y los secretos pasan a ser los objetos preferidos, son revalorizados el asombro y la curiosidad como pasiones filosóficas. Realmente, la preferencia de lo general frente a lo concreto se remite a Aristóteles, quien
40 41 42
Pérez de Oliva, Diálogo de la dignidad del hombre, p. 119. Mexía, Silva de varia lección I, p. 332; Daston, 2002, p. 161. Daston, 2002, p. 161.
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en su Metafísica reconoce como sabio a aquel que todo lo sabe sin disponer del conocimiento de lo individual. Según el filósofo griego, él puede reconocer cosas difíciles, que están más allá de las sencillas percepciones sensoriales. E l sabio investiga las primeras causas y principios prefiriendo con ello la ciencia más general a la menos general 4 3 . La tesis, en el sentido propuesto por Daston, de que en el siglo x v i , junto al interés por lo normal aparece el asombro por lo extraordinario la confirma también el humanista Mexía: Cada una de las obras de naturaleza es maravillosa y arguye omnipotencia en el criador de las cosas; pero las que van por vía ordinaria y ay entendida por los sabios, no traen admiración. Tales son ver nacer y crecer los hombres, las bestias y las plantas, y produzir sus fructos y todas las demás ordinarias; pero otras ay délias no nos espantamos por su naturaleza, pero admirámonos de ver cómo se causó aquello que paresce que repugna al común ser y orden de las cosas44. Junto a las cualidades normales como frío, húmedo, caliente, dulce o amargo hay otras «ocultas y maravillosas» 4 5 cuyo origen es desconocido y por eso evocan la «curiosidad de los hombres» 4 6 . E n el siglo xvii, prosigue en Descartes el creciente interés por lo individual y por lo nuevo: «Car nous n'admirons que ce qui nous paroist rareextrao et
extraordinaire» . D e modo similar para L a Bruyère: «La curiosité n'est pas u n goût pour ce qui est bon ou ce qui est beau, mais pour ce qui est rare, unique, pour ce qu'on a et ce que les autres n'ont point» 4 8 . 47
Aristoteles, Metaphysik, pp. 20 y ss. Mexía, Silva de varia lección II, p. 606. 45 Mexía, Silva de varia lección II, p. 800. 46 Mexía, Silva de varia lección II, p. 804. 47 Descartes, Die Leidenschaften der Seele, p. 116. 48 La Bruyère, Les caractères, p. 393. El encontrar siempre cosas nuevas lleva a la conciencia de progreso, como lo caracteriza Diderot hablando de los ilustrados del siglo xviii, aunque la orientación hacia el progreso en la Enciclopedia se equilibra a través de la necesidad contrapuesta de aceptar lo ya existente: «C'est une certaine curiosité que tous les hommes ont, et qui n'a jamais été si raisonnable que dans ce siècle-ci. Nous entendons dire tous les jours que les bornes des connaissances des hommes viennent d'être infiniment reculées» (cita extraída de Blumenberg, 1973, p. 274). 43 44
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Ahora bien, dado que lo nuevo individual siempre fue preferido como objeto de la literatura, ya que se podía esperar el interés y la curiosidad del lector, se relativiza u n tanto la tesis de Daston. Mexía menciona la obra de Plutarco Vidas paralelas con «grandes y notables exemplos, que podrá ver allí el amigo y curioso de hystorias» 4 9 . También Lazarillo quiere presentar cosas no oídas «porque son nuevamente oydas, o porque nunca fueron vistas» 5 0 y recurre como también Apuleyo al topos «yo traigo lo no dicho todavía», que Ernst Robert Curtius ya había encontrado en el marco de la tópica exordial a fines del siglo v a. C . 5 1 . Mientras que las definiciones de la curiosidad realizadas hasta ahora partían del objeto, trataremos en lo que sigue el sujeto, esto es, la posición del curioso. D e hecho, a comienzos de la Época Moderna se vieron los peligros del conocimiento en primera instancia en la motivación del sujeto, es decir, por ejemplo en la curiosidad en sí, mientras que hoy se ve sobre todo en su aplicación, por ejemplo en la biotecnología. Orgullo desmesurado y la búsqueda
de notoriedad: ya que según Laktanz
Dios ha ocultado lo que evoca la simple curiosidad 5 2 , aparecen las fronteras de la razón humana vulneradas por el afán de experiencia, allí donde no puede haber ninguna. La superbia frente a Dios —gr. hybris—, puede dirigirse también contra otro miembro de la comunidad y se manifiesta entonces como ergotismo. Quien se ocupa sobre todo con lo nuevo y respectivamente con invenienda en lugar de con inventa abandona según la obra De vana curiositate de Gerson la concordantia doctorum, que garantiza la verdad 5 3 . La actitud que le acompaña es presunción vana, vanitas y no sumisión,
pietas . 54
Curiositas, cupiditas y otros apetitos: la relación entre curiositas y cupi-
ditas, 'avidez', se muestra ya en expresiones como por ejemplo en Mexía que considera a los hombres como «cobdiciosos de saber» 5 5 o Villalón, quien habla de una «curiosidad de adquerir riquezas» 5 6 .
49 50 51 52 53 54 55 56
Mexía, Silva de varia lección I, pp. 502 y ss. VerVilanova, 1979, p. 269. Curtius, 1961,3 ed., p. 95. Müller, 1976, pp. 314 y ss. Müller, 1976, p. 317; ver también, Gerson, 1987, pp. 97-98, 104-105. Augustinus, Bekenntnisse, p. 121. (V,V). Pedro Mexía, Silva de varia lección II, p. 177. Villalón, El scholástico, 1967, p. 42.
EL SABIO E N T R E E L A S O M B R O Y L A C U R I O S I D A D
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Plutarco caracteriza en su tratado De curiositate el adulterio como una forma de curiosidad por el placer de u n otro 5 7 . San Agustín coloca el afán de curiosidad al mismo nivel que el deseo carnal. L o llama placer visual, puesto que él está en la base de la sed de conocimiento y el sentido de la vista representa el papel principal en el conocer. A esa avidez apelan las sensaciones transmitidas en una obra de teatro. Ella motiva a las personas a buscar secretos, a dedicarse a la magia, a exigir de Dios señales y milagros, sólo para experimentar algo 5 8 . Por tanto, la experiencia es siempre criticable cuando sirve al vicio y lleva a la degradación del mundo. U n ejemplo visible se encuentra en la presentación alegórica de la curiosidad en la obra de Cesare Ripas Iconología (1593), donde lleva orejas repartidas por toda la vestimenta, para poder oírlo todo, mira con ojos ávidos de rana, tiene las manos alzadas y el pelo desgreñado expresando su excitación 5 9 . Pedro Mexía aconseja evitar encontrarse con quien pregunta demasiado, ya que éste es un parlanchín 6 0 . También Descartes yuxtapone la curiosidad a otros apetitos si bien diferentes pero comparables como la sed de notoriedad o de venganza 6 1 . Finalmente para L a Bruyère se dice de la c u riosidad en el contexto cortesano del siglo xvn que: « C e n'est pas u n amusement, mais une passion, et souvent si violente, qu'elle ne cède à l'amour et à l'ambition que par la petitesse de son objet» 6 2 .
5. C O N C L U S I Ó N
Si se considera El licenciado Vidriera y la segunda parte del Lazarillo desde las diferentes perspectivas de la curiosidad antes mencionadas, se muestra que éstas sirvieron como directrices en no pocas ocasiones. Así se relacionan las preguntas curiosas que se le realizan al Licenciado con el mundo vital inmediato, tematizan la problemática
Ver Blumenberg, 1973, p. 90. Ver Augustinus, Bekenntnisse, pp. 290 y ss. 59 Krüger, 2002, p. 13. 60 Mexía, Silva de varia lección, tomo I, p. 214. 61 «Car, par exemple, la Curiosité, n'est autre chose qu'un désir de connoistre, diffère beaucoup du désir de gloire, & celuy-cy du désir de vengeance, & ainsi des autres» (Descartes, Die Leidenschaften der Seele, p. 136). 62 La Bruyère, Les caractères, p. 393. 57
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sobre cuál es la actitud correcta y la felicidad del hombre. Por ello no se les puede reprochar que sacrifiquen la felicidad del ansioso de saber. E n contraposición a éstas se encuentran las preguntas que el rector de la Universidad de Salamanca realiza al Lazarillo. Preguntar cuántas toneladas de agua hay en el mar, cuántos días han transcurrido desde la creación de Adán o dónde se encuentra el fin del mundo es irrelevante, sin importancia para la vida del individuo y empíricamente indemostrable, como Lazarillo aclara, quien en este punto somete las aporías del saber de los libros al conocimiento crítico del saber de la experiencia. E l hecho de que el Licenciado, a pesar de la aparente relevancia de las materias no conteste las preguntas con seriedad, no depende tanto de las materias en sí, sino de que en él se parodia al mismo tiempo a los escritores humanistas contemporáneos, quienes en mayor o menor medida habían escrito tratados sobre todos los oficios y el modo de comportamiento de sus representantes63. C o n ello se i n sinúa en El licenciado Vidriera una ironización de los intereses humanistas acerca del conocimiento y de las formas del saber. La crítica, según la cual la curiosidad lleva al ergotismo, la sed de notoriedad y la presunción, afecta al Licenciado tanto c o m o al Lazarillo. Es conocido que el licenciado quería alcanzar fama a través del saber y su locura radica en que —comparablemente con el capricho de u n erudito o de un sabio— primero ha de despertar la c u riosidad de los demás para poder ser conocido. Por tanto su afán de conocimiento está en relación de dependencia con su ansia de notoriedad y por ende tanto él como el codicioso Lazarillo están a merced de sus pasiones. Finalmente, su metamorfosis puede ser considerada como castigo para curiosos, igual que el asno de Apuleyo, ya que por curiosidad visita a una dama conocida de la ciudad («por ver si la conocía, fui a visitarla») 6 4 . Ahora han terminado sus viajes de descubrimiento, cuyas novedades recibe con asombro siempre. C o n todo lo dicho, ¿se legitima o se refuta la tesis de Blumenberg sobre la legitimación de la curiosidad al inicio de la Era Moderna? E n todo caso debe ser modificada, pues la curiosidad n i está completamente legitimada a inicios de la Era Moderna n i está absolutamente ilegitimada antes de ella. Así, no tiene en cuenta suficientemente el
63 64
Ver Strosetzki, 1999. Anónimo, Segunda parte del Lazarillo, p. 115.
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hecho de que la oposición entre felicidad y afán de saber proveniente de la Antigüedad clásica fue retomada con gran interés por los h u manistas del Renacimiento. Esto se aplica también a la desvalorización de l o irrelevante en el divertissement de Pascal y la crítica consideración del viaje como inquietud en Erasmo y en Mexía. Incluso también fueron considerados de modo crítico el orgullo desmesurado y el afán de notoriedad en el Siglo de O r o como aberraciones extendidas de la curiosidad. Y tanto Villalón y Mexía como La Bruyère y Descartes consideran todavía la curiositas y la cupiditas como vicios
y no como virtudes.Ya en sí llama la atención, la valoración que Mexía, Descartes y La Bruyère realizan, en la misma medida, frente a lo nuevo, aquello que la curiosidad busca y que despierta el asombro. Ahora bien, no debemos olvidar que éste fue considerado ya por Aristóteles como el punto de partida de la filosofía difundiéndolo la literatura desde la Antigüedad hasta Cervantes con el topos «Digo algo todavía no contado».
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SANTO, L A T I N O Y LADINO, O EL M O D E L O D E SABIO PROPUESTO POR JUAN L O R E N Z O PALMIRENO E N LAS AULAS D E GRAMÁTICA
André Gallego Université
de Toulouse-Le
Mirail
E n un estudio de fines del siglo xix, el jesuita J. Delbrel declaraba: Certes, il y aurait et plaisir et profit à étudier de près nos professeurs du xvième et du xvnème siècle, à les suivre jusqu'au milieu de leurs écoliers, à voir dans le détail de leur existence quotidienne, comment ils jetèrent hardiment cette jeunesse dans le grand courant intellectuel de la Renaissance, tout en lui faisant éviter les écueils vers lesquels il pouvait entraîner son esprit chrétien et sa vertu 1 . Acatando el consejo, y haciendo de momento caso omiso de los numerosísimos estudios dedicados a las figuras señeras del Humanismo europeo: Erasmo, Budeo, Sturm, Melanchton, Sadoleto, Vives, Celio Segundo, etcétera, me remitiré a la práctica pedagógica de un humanista menos conocido para analizar el modelo de sabiduría propuesto a los estudiosos en las aulas de gramática. M e propongo en efecto hacer hincapié en la originalidad insuficientemente valorada del programa que definiera el alcañizano Juan Lorenzo Palmireno en dos obras en lengua vulgar, publicadas respectivamente en 1568 y 1573, y cuyo título programático hubiera debido llamar más la atención: El estudioso de la aldea (EA)
y El estudioso cortesano
(EO).
H e tenido la oportunidad de proponer una semblanza de este pedagogo de Alcañiz que, ya en el Studi General de Valencia, ya en 1
Delbrel, 1894, p. vii.
ANDRÉ GALLEGO
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Zaragoza, ya en su patria chica, Alcañiz, manifestó u n constante entusiasmo por la difusión del nuevo ideal humanista 2 . Básteme por ahora recordar que su carrera docente se inició en torno a 1549, para terminar en 1579, y que sus publicaciones abarcaron los diferentes aspectos de la formación de u n adolescente, tanto en el aspecto religioso (traducción de una obra de San Bernardo 3 , vida de u n santo varón 4 , manuales de piedad 5 ), como filológico (gramática griega 6 , tratados de ortografía latina 7 , de retórica 8 , de lexicografía 9 , comentarios de César 1 0 , refraneros bilingües 1 1 , etcétera). U n a producción tachada de farragosa 12 , pero donde se va definiendo un modelo de sabio para la juventud. La obra que redacta Palmireno en torno a 1568 constituye, como se complace en señalarlo el autor, una verdadera novedad en el campo de la pedagogía renacentista, en la medida en que, por primera vez, se reúnen consejos en lengua vulgar, en una como propedéutica para los jóvenes aldeanos deseosos de emprender los estudios en u n centro universitario. La tarea que inicia el pedagogo aparece por de pronto como una obra profiláctica, ya que se pretende en ella instruir a los mozos de modo que antes de que lleguen a la ciudad hayan perdido «las rústicas costumbres y bárbara doctrina» 1 3 con las que podrían «inficionar los niños de los ciudadanos en cuyas casas asientan como ayos o maestros particulares». La meta que adscribe Palmireno a sus jóvenes lectores hace ya patente la tónica general de su proyecto pedagógico, que se define a la
Gallego, 1982. Palmireno, Lamentación. 4 Palmireno, Vida de Juan Micó. 5 Gallego, 2002. 6 Palmireno, Enchiridion. 7 Palmireno, De orthographia. 8 Palmireno, Retórica. 9 Palmireno, Vocabulario del humanista. 10 Palmireno, Orden de leer a César. 11 Gallego, 1969. 12 Mayans y Sisear, 1753, pp. 103-108. 13 Palmireno, 1568, fol. A iii v°. Proporciona varios ejemplos de ascensión social a partir de un humilde estado: papas, cardenales, obispos, emperadores, reyes o cónsules. 2
3
SANTO, L A T I N O Y L A D I N O
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vez por una aspiración hacia altas empresas y una aceptación o c o n formidad con una áurea mediocritas. Tal es el sentido de las pintadas o sentencias que el joven aldeano debe poner en su celda y en las c u biertas de sus libros: Summum cape & médium habebis. Si con poco te contentas, quedarte has con nada... Si tú imaginas: seré maestro de mi patria, ganaré victum & vestitum, yo te doy por un sórdido gramático. Pero si imaginas: seré trilingüe, ya que no llegues a eso, quedarás en un estado mediano (EA, p. 12). Este modelo del estudioso trilingüe remite en realidad a una formación enciclopédica parecida a la que deseaba Gargantúa para su hijo Pantagruel 1 4 : Imagina que has de tener cognición de toda la Enciclopedia... Mira el retrato de la Enciclopedia: latín, griego, hebreo, caldeo, historia, poesía, retórica, dialéctica, filosofía natural, moral, geometría, cosmografía, geografía, astrología, astronomía, óptica, teología, medicina, leyes mecánicas. Ars mili taris, Architectura, Pictura, Sculptura, Agricultura, Venatio, Aucupium, Piscatus, Chemeia, vel Alchimia, de metalis, Statica & Métrica, seu de ponderibus & mensuris, de re náutica, etc. {EA, pp. 21-22).
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Pero inmediatamente comprobamos que esta ambición enciclopédica viene postergada por la primacía concedida al gran negocio: el de la salvación del alma, objetivo prioritario refrendado por la sabiduría popular: Algunos dichos tiene el vulgo que parece que llevan toda la filosofía en compendio. Entre muchos es de ponderar aquel que dice: «El que se salva, sabe, que el otro no sabe nada». Digo que vale poco aprender todas las ciencias que arriba he nombrado, si no te han de aprovechar para el alma (EA, pp. 25-26). Por lo cual, el primer objetivo que define el maestro alcañizano es la piedad o devoción. E l largo repertorio de consejos contenidos en
14
Rabelais, 1973, Deuxième livre, cap. VIII, pp. 247-248.
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la primera parte de El estudioso de la aldea enlaza directamente con las orientaciones tridentinas, esbozando un camino hacia la santidad al alcance de los adolescentes 15 . Así es como el capítulo segundo («cómo se mortificará y hará deuoto»), constituye al respecto u n manual de piedad para todas las horas del día en que recomienda al adolescente oraciones o jaculatorias: cuando se levanta, cuando sale de casa, cuando se acuesta, cuando se sienta a la mesa, cuando se dirige a la ermita, etcétera. Van acompañados estos consejos por una larga enumeración de libros devotos, ya en lengua romance, ya en latín (EA, pp. 29-33). Añade Palmireno a estas referencias bibliográficas una serie de advertencias para combatir las tres tentaciones peculiares de la juventud estudiosa: la lujuria, la ira y la soberbia. La insistencia en la lucha contra la lujuria venía justificada por el peligro que corrían los adolescentes en aquellos tiempos. Puntualiza Palmireno: a doce y a trece años con azotes no bastamos a sacarlos del lugar p ú blico de rameras. Y así a quince años les sale la barba, quedan chiquitos de cuerpo y hechos un esquelato [sic] con media Francia en el cuerpo (EA,
p. 50).
Jean Delumeau en su conocido estudio sobre el Renacimiento aduce el testimonio de Etienne Pasquier, no menos pesimista en lo que se refería a las escuelas parisinas: Ces chambres, écrit-il à propos de Paris, étaient d'un côté louées à des escolliers, d'un autre à filles de joie; il y avait sous un m ê m e toit escole de réputation et de putasserie tout ensemble16.
Opinaba Palmireno que para luchar contra la irrefrenable libido de los estudiantes, podía constituir un cortafuego eficaz la lectura de las vidas de los santos, cenobitas, estilitas, anacoretas, mártires y vírgenes que supieron vencer las tentaciones, ya revolcándose en la nieve como San Francisco, ya cortándose una mano como el Papa León, ya ¡quitándose u n ojo como Anniano de Alejandría! (EA, pp. 50-51).
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Gallego, 2002. Delumeau, 1967, p. 422.
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Para vencer la soberbia echa mano de la Guía de pecadores y prosigue con citas de San Pablo, de Teofrasto o de Séneca, que completa con u n Manual
del colérico para olvidar las injurias. E n este apartado, se
vale tanto de experiencias personales como de anécdotas tomadas de la Antigüedad, para apartar a los jóvenes de la venganza después de las injurias y aconsejarles el perdón o el olvido. Luchando contra la ira, se vale principalmente de fray Luis de Granada, pero no deja de volver a la sabiduría pagana de u n Séneca 1 7 o de un Plutarco. Se trata en realidad de lugares comunes utilizados por moralistas y predicadores de la época. Termina su exposición proponiendo dos colecciones que son cosechas personales: primero u n Manual para la paciencia en las adversidades puesto por apodos o símiles de los sanctos Chrysostomo, Basilio, y
Cipriano,
etc. (EA, pp. 68-76) y unos Remedios generales contra todos los vicios hallarás en estas consideraciones de la muerte (EC, pp. 76-78).
E n la primera, define la paciencia que desea a los estudiosos. Halla sus modelos tanto en la vida de Cristo y de los Apóstoles, como en la de Job o de Abraham. La lección esencial de los símiles aducidos es que las tribulaciones que envía Dios a los hombres contribuyen a mejorarlos: «el cáliz de la tribulación es como una purga ordenada por mano de un M é d i c o sapientísimo»; «la tribulación es como una lima de hierro, que cuanto es más áspera, tanto más alimpia el ánima del orín de los vicios» (EA, pp. 72-74). E n la segunda, le parece útil a Palmireno completar estas advertencias específicas con unas reflexiones generales que pueden ser remedios para todos los vicios. Son unas consideraciones sobre la muerte, con una nueva utilización de la Guía de pecadores. L o que llama la atención, en este último apartado, es la fascinación que comparte nuestro pedagogo con el dominico por las vidas de los ermitaños de la Tebaida, cuyas mortificaciones físicas y morales describió San Juan Clímaco. Las evocaciones no dejan, a veces, de ser espeluznantes: Cuenta el mismo santo (San Juan Clímaco) que fue a un monasterio de un desierto, donde vio muchos santos penitentes toda la noche al sereno velando, sin moverse de vn lugar; y cuando ya el sueño los vencía,
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Propone la traducción de unas líneas del De ira de Séneca, EA, pp. 63-64.
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peleaban consigo mismos y deshonrábanse con palabras injuriosas, quitando el sueño de los ojos a fuerza de brazos. Pues ¡qué cosa era ver la figura y mal tratamiento de sus cuerpos! Los rostros tenían como defunctos [sic], los ojos sumidos de flaqueza, las mejillas quemadas, y embermejescidas [sic], los pelos de las cejas caídos con el continuo llorar; en las rodillas tenían callos a la manera de camellos con el continuo uso de la oración. Los pechos tenían tan quebrantados de dar golpes en ellos que muchos escupían la saliva mezclada con sangre (EA, pp. 80-81). C o m p l e t a r á m á s tarde Palmireno estas orientaciones piadosas en un o p ú s c u l o titulado Camino
de la Iglesia, donde a d e m á s de unas aclara-
ciones sobre la liturgia, introduce una meditado mortis
m
b i é n en la Guía
inspirada tam-
de pecadores, y una serie de consejos para la o r a c i ó n
en la que evoca la posibilidad de los arrebatos m í s t i c o s : Si lo que rezares no es obligación, y en medio del rezar sientes que tu ánima se levanta y suspende en algún gran afecto y sentimiento de amor o temor de Dios y admiración de sus obras, deja las palabras y goza del sentimiento que el Espíritu Santo te da 1 9 . A estas elevadas cimas de espiritualidad y santidad pocos estudiosos se alzarían, pero c o n s t i t u í a n para ellos objetivos estimulantes (seopulí)
2. la hora de descubrir las humaniores litterce.
SER LATINO O CICERONIANO
Estas se d e f i n í a n en primer lugar por la a d q u i s i c i ó n del latín. La labor de los humanistas c o n s i s t i ó , como es sabido, en luchar contra la barbarie introducida por sofistas y d i a l é c t i c o s . Recordando sus a ñ o s mozos, nos cuenta Palmireno c ó m o su primer maestro se vanagloriaba de haber introducido el Despauterio
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y los abrumaba
con aquellos bárbaros argumentos de la sintaxi [sic]. Pedía premio, yo digo que mereciera que lo desterraran, por haber traído tanta barbaria [sic] a mi patria. Tales como éstos corrompen los ingenios de los niños y
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Gallego, 1993. Palmireno, 1575, Camino, p. 73. Gallego, 2000.
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con carretones de preceptos los espantan de tal modo que estiman más aprender cualquiera oficio mecánico que no letras (EA, p. 95).
Para luchar contra el bárbaro latín y definir el modelo que se había de proponer a los adolescentes, los humanistas, como suele ocurrir en tales lides, se dividieron en varios bandos. Se fueron enfrentando principalmente dos actitudes: una que privilegiaba a ultranza la imitación de Cicerón y otra que exigía el recurso a u n latín más en consonancia con las realidades de la época 2 1 . Es la conocida batalla en torno al ciceronianismo. Nuestro aragonés entró en el debate privilegiando el modelo c i ceroniano y proponiendo al respecto u n método de imitación, que plasmó primero en un diálogo, publicado en 1560, y al que añadió varios comentarios en la segunda edición de 1573 2 2 . E l debate, tal y como lo plantea Palmireno, ya no se dirime en cartas eruditas o diálogos mordaces — c o m o lo hicieran a principios del siglo Ángel Politiano y Paolo Cortesio, o un Juan Francisco Pico de la Mirándola y Pietro B e m b o 2 3 — , sino que consiste en una amena plática entre u n padre y su hijo. Se abordan problemas concretos surgidos diariamente en la docencia y las soluciones capaces de ayudar a los alumnos a salvar las dificultades con las que se enfrentan en la adquisición del pulido latín o la limpia doctrina. Distan mucho las declaraciones liminares del apasionamiento anterior de las contiendas. Llega incluso nuestro pedagogo a dejar a sus lectores la posibilidad de escoger entre varios modelos 2 4 , no sin haber antes privilegiado la lección del Arpíñate y rebatido los argumentos de los enemigos del c i ceronianismo y particularmente la acusación de luteranismo, con la cual se pretendía desautorizar a los émulos de Cicerón. Para afianzar su demostración, recuerda los grandes nombres de Sadoleto, Perionio, Longueil, que en ninguna manera se contagiaron de la herejía. Para Palmireno, el ciceronianismo no estaba reñido con la ortodoxia. Abandonando el planteamiento teórico, aborda nuestro maestro de gramática los aspectos de la traducción. Le vemos aconsejar la reco-
Gallego, 1982, pp. 59-64. Palmireno, Laurentij Palmireni de vera et facili imitatione Ciceronis, 1560, y El diálogo de imitatione Ciceronis, 1573. 23 Gallego, 1982, p. 60. 24 Palmireno, De vera, fol. E viii. 21
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lección de asociaciones de palabras consagradas por el uso ciceroniano y proponer la elaboración de una traslación que se acerca a la soltura y pureza de la lengua del Arpinata 2 5 .Van acompañados estos consejos de breves indicaciones bibliográficas sobre comentarios de las obras de Cicerón: sobre las epístolas Ad Atticum, sobre el De officiis, el De oratore, el De finibus, el De natura deorum, etcétera.
Quedaba un punto vidrioso, el de los neologismos. Adopta al respecto Palmireno una actitud menos intransigente que la de algunos ciceronianos, ya que somete a sus lectores una lista jerarquizada de autores en los cuales el alumno podrá escoger el vocabulario necesario. Se niega por lo tanto a imitar el purismo de un Etienne Dolet, que llegó a rechazar las palabras: iglesia, apóstol, católico, o dogma, porque no se hallaban en Cicerón. Condena asimismo la intransigencia de un Bartolomeo R i c c i , que prefería utilizar pesadas perífrasis en vez de neologismos 2 6 . Su devoción al Arpíñate no le lleva a semejantes aberraciones, su actitud corresponde al nuevo espíritu de compromiso que caracteriza las intervenciones de un Jacobo Omphalo o de Marco Antonio Mureto. A los debates apasionados, a los panfletos virulentos iban sucediendo los trabajos parsimoniosos y las compilaciones eruditas: N i z o l i o publica su Thesaurus Ciceronianus, y Robert Estienne su Latinitatis thesaurus . E n esta línea se sitúa Palmireno que, a lo largo de su carrera docente, irá comentando las obras de Cicerón y proponiendo ejemplos de explicaciones de textos o aclaraciones de frases oscuras 28 . Este afán de pureza lingüística corría pareja en la estrategia pedagógica de nuestro aragonés con la voluntad de, diríamos hoy, «rentabilizar» las letras en la vida cotidiana, consiguiendo la soltura en la i m provisación en latín. Tal es la vertiente original de su docencia. Esta voluntad de hacer latinos a sus estudiantes apunta a un objetivo menos estético que las ambiciones literarias o filológicas de los ciceronianos italianos o franceses, encerrados ellos en sus gabinetes o torres ebúrneas. 27
Palmireno, De vera, fol. G iiij. Palmireno, 1560, fol. G III. Un ejemplo de perífrasis: «campana: vas aenea altissimo in loco posita cuius creberrimis ictibus aliquid longinquis significatur». 27 Gallego, 1982, p. 60. 28 Palmireno, Phrases Ciceronis. 25
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L o que en tiempos de Palmireno se cotizaba era la capacidad de un individuo de hablar y disputar en latín. E n el médico, el predicador, el gentil hombre o el maestro, se apreciaba esa facilidad de i m provisar en latín en cualquier circunstancia. Los testimonios que nos brinda Palmireno no dejan de ser donosos 2 9 . Esto p e r m i t e c o m p r e n d e r p o r q u é insiste el j o v e n A r s e n i o Palmireno para que su padre le enseñe esa habilidad tan apreciada del vulgo: Enséñeme c ó m o tengo de hablar en latín de repente, que hoy se tiene en tanto, que si uno es docto y no habla de repente, no lo quieren ver 30 . N o hizo Juan Lorenzo oídos de mercader a la petición de su hijo: en 1573 propone u n m é t o d o que permitía por lo menos una improvisación en latín durante un cuarto de hora, pero una improvisación con la elegancia, la abundancia, la suavidad y la agudeza dignas de un hombre docto 3 1 . Tal es la meta de El latino de repente
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que reúne en realidad tres
capítulos claramente diferenciados: el caudal, las pláticas y el uso. Meses más tarde publicaba la Segunda parte, donde pormenorizaba la manera de utilizar su compilación en unas Reglas generales o consejos para hablar buen latín de repente, pero no para orar . Se trata de nueve consejos 33
29 Palmireno, Segunda parte, 1573, pp. 96-97. En la época de sus primeros pinitos de gramático, en la zona valenciana, tuvo que enfrentarse en un duelo oratorio con un joven que pretendía competir con él. Para saber con quién se las había, nuestro maestro principiante interroga a su adversario con una serie de preguntas en romance, lo cual extraña a los espectadores que piensan que busca una escapatoria. «Temor le tiene, dicen, que en romance le habla». El adversario de Palmireno deja encandilados a los aldeanos al soltar una larga frase en latín, pero le supera nuestro pedagogo por una serie de elogios y el público exclama: «Per Deu, molt sap lo nostre mestre». 30 Palmireno, El diálogo, p. 104. 31 Palmireno, Segunda parte, p. 17: «Hablar un quarto (de hora) de repente muy bien enseño yo en este libro y conviene que cualquier docto lo sepa hacer». 32 Gallego, 1982, pp. 142-151. 33 Palmireno, El latino de repente, fol. A 2: «El caudal son estas Elegancias del hijo de Paulo Manutio que agora salen a luz en lengua castellana y las Phrases mías ya impresas. Las Pláticas para que a los niños no dañen tantos sinónimos y los mancebos tengan materia para hablar de repente, se imprimen con los
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acompañados por una serie de ejemplos: necesidad primero de ser elocuente en su propia lengua; no pararse para comprobar si el vocablo es ciceroniano; aprender de memoria unos diez pares de adagios per locos comunes; tener aprendidos unos versos de los buenos poetas; utilizar en el exordio alguna grave sentencia; echar mano de cinco o seis locos comunes; detenerse en una divisio totius in partes para alargar la ma-
teria; ejercitarse en los Progymnasmatas de Aftonio para los cuales presenta ejemplos divertidos 3 4 y, por fin, aprender de memoria buenos pasos de autores, o hypotyposes . E l éxito editorial de El latino de repente no deja de sorprender: tres meses después de su publicación, el librero Pedro Huete tuvo que sacar una segunda edición y, a partir de 1573 hasta el siglo xvn, se fue reimprimiendo esta traducción bajo el título de las Elegancias de M a n u c i o 3 6 . Su éxito rebasó incluso los términos del R e i n o de Valencia; existen, en efecto, ediciones de Sevilla, Bilbao, Barcelona, M a d r i d , Zaragoza y Perpiñán 3 7 . La importancia concedida por Palmireno a la improvisación en latín nos recuerda la evolución fonético-semántica de latino a ladino; siendo el ladino e] hombre astuto, sagaz o taimado. 35
SER LADINO
E n efecto, el año mismo — 1 5 7 3 — en que presentaba su método para la improvisación, para hacer de sus discípulos unos latinos aventajados, terminaba la redacción de su El estudioso cortesano. Prosigue en esta obra lo que iniciara en El estudioso de la aldea. Ahora se dirige a sus ex alumnos para brindarles un método para que saquen provecho
Progymnasmatas que llaman Opera minora. El Uso es un tratado mío de exordios que se dice Eloquentia iuuenilis, donde están los exemplos en latín de lo que los preceptos de romance en las Pláticas adviertes». 34 Se trata de una de las primeras obras publicadas por Palmireno. La cita el erudito Gascón y Guimbao. Iba dedicada a una de sus alumnas, la joven y bella Jerónima Ribot y Ribelles, emparentada con ilustres familias valencianas. 33 Se encuentra en las Phrases Ciceronis de 1574. 36 Entre 1573 y 1679 se publicó esta obra, a menudo bajo el título de Las Elegancias de Paolo Manucio. Por lo menos 24 ediciones. 37 Gallego, 1982, pp. 284-286.
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de lo que estudiaron en las aulas de gramática y de retórica. C o n lo cual pone de momento Palmireno cátedra in agibílibus, palabra que aclara a continuación: Agibilia llama el vulgo la desenvoltura que el hombre tiene en ganar un real, en saberlo conservar y multiplicar, en saberse bien asentar sobre su cuerpo la ropa, tratarse limpio, buscar su descanso, ganar las voluntades y favores, conservar su salud, no dejarse engañar cuando algo compra y regirse de modo que no puedan decir: «Este hombre sacado del libro, es un grande asno». De todo esto se trata aquí, proponiendo un mozo de diez y ocho hasta veinte y siete años, mostrándole el uso de lo que ha estudiado (EC, fol. A vi v ° ) .
Analizando las causas del fracaso de algunos estudiosos que no supieron, a pesar de sus letras, conseguir honra y provecho, les propone algunas recetas para que puedan vencer su «bobedad [sic], grosería o corrimiento». A su modo de ver, no bastaban en efecto las reglas de urbanidad que les pormenorizara en El estudioso de la aldea, a partir de una traducción casi pedestre del De civilitate de Erasmo 3 8 . Lo que pretende ahora es exponer esa habilidad que no se enseña en las escuelas (EC, pp. 1-45), escribir un a modo de Norte de los Estados . E n el primer capítulo, dirigido al «estudioso pobre por bovedad [sic], grosería o corrimiento», recuerda la finalidad de las letras y el poco provecho que sacan los estudiosos de sus fatigas en la escuela. Importaba pues que los estudiosos se ejercitasen en agibílibus. Partiendo de una serie de anécdotas muy a menudo divertidas, incluso de sus propias desventuras, justifica Palmireno la necesidad de semejante aleccionamiento. Relata por ejemplo lo que le sucedió con aquel importuno que le acompañó a lo largo de su paseo con sus estudiantes para pedirle prestados sesenta reales (EC, p. 11), o lo de aquel señor que le pedía romper una promesa (EC, p. 13). Proporciona ejemplos de astucia, como la del maestro Carolo Virulo que hubiera podido dar clases a los ejecutivos modernos (EC, p. 15). A partir de este último ejemplo, le parece oportuno a Palmireno recordar la advertencia de Vives. D e l trato con artesanos o mercade39
Gallego, 1992. Puntualizaba Palmireno que no pretendía exigir de su estudioso el modelo que Baltasar de Castiglione definiera en su Cortesano (EC, fol. A v v°). 38
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res, de las conversaciones de la calle, podía el estudioso sacar provechosas enseñanzas para no dejarse engañar por ejemplo en las c o m pras o en el trato de la gente (EC, pp. 16-18). Propone al respecto algunos avisos bajo forma de refranes: N i carbón ni leña, no compres cuando hiela. Amor de puta, convite de mesonero, siempre cuesta dinero. Antes moral que almendro i no te determines presto. Quieres que te siga el can, dale pan. Hombre palabrimujer, guárdeme Dios del y de moza Navarra, y viuda Aragonesa, casada valenciana, ramera Toledana, poyo a la puerta, muger latina, moza adevina, mozo Pedro en casa (EC, p. 19).
Y termina incitando al estudioso a que recoja semejantes avisos de la sabiduría popular para que consiga perder la «bobedad [sic] y corrimiento» (EC, p. 61). Pasando lista de los tres oficios a los que solían destinarse los estudiosos: médicos, teólogos o maestros, nos brinda Palmireno algunos ejemplos de habilidad profesional. Se complace en recordar algunas astucias de médicos, propias algunas de ellas de charlatanes y los chascos que sufrieron otros. Entresacaré algunas anécdotas: la del médico que abre su consulta en un pueblo donde no le conocían (EC, p. 21), la de la purga que recetaron los médicos de la duquesa de Calabria (EC, pp. 21-22), o la de los despistes de su maestro de medicina (EC, pp. 23-24). Esa habilidad en tratar con la gente se les hace también imprescindible a los teólogos o predicadores, a quienes aconseja Palmireno c ó m o han de vestir las cosas divinas de ropa humana para que los entienda el vulgo (EC, pp. 24-25). Por lo cual les aconseja que se enteren del vocabulario usado por los soldados, los boticarios o los gramáticos, y aprendan de memoria algunas hypotyposes para c o n ellas mover al auditorio 4 0 . Refiriéndose a los maestros, podía Palmireno dar quince y raya a cualquiera en asuntos de agibílibus. N o s relata al respecto c ó m o supo, a pesar de su poca voz, atraer a los alumnos (EC, pp. 26-27) dando clases en los días caniculares y, sobre todo, promoviendo una pedagogía activa a partir de desafios retóricos entre estudiantes 41 , de premios, de actuaciones en obras teatrales de su composición 4 2 . Reunió algunas de ellas Palmireno en 1572 y las publicó en Phrases Ciceronis.
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Termina esta primera lección de agibílibus con unos aforismos que esbozan el modelo de buen preceptor (EC, pp. 33-39) y unos consuelos sacados de Luis Vives y de Petrarca (EC, pp. 39-45). E n el trato en general con la gente, en las conversaciones, es donde importa aprovecharse de sus letras, como lo va recalcando Palmireno en un segundo apartado: El estudioso en conversación (EC, pp. 46-129). A l proseguir la exposición de esta gramática parda, vuelve a hacer h i n capié en la necesidad de aprender lo que no se enseña en las escuelas. Por lo cual vuelve a aconsejar el trato con albañiles, labradores, cazadores, marineros, soldados, caballerizos, herreros, plateros, lapidarios, pescadores o herbolarios para comprobar con ellos la exactitud y el alcance de las lecturas hechas en las escuelas (EC, p. 47). Lo que va definiendo Palmireno es el modelo de buen convidado que sabe valerse de sus letras para granjearse amigos. C o m o lo hizo anteriormente a propósito del corrimiento, presenta una colección de puntos de conversación de donde podrá su lector sacar temas capaces de divertir a los comensales y evitar las murmuraciones (EC, p. 53). Es un nuevo batiburrillo de donde puede echar mano el estudioso: preguntas, anécdotas, apotegmas 4 3 , refranes, cuentos graciosos, que aconseja recoger «per cenigma, ambigué, sé, generosé,
arguté, callidé, candidé, faceté, joco-
Icepidé, liberé, modesté, prudenter, responso duro & absurdo, etc».
Echando mano de ellos, podrá el lector evitar la infamia en la que caen los que no saben sacar provecho de sus letras cuando están convidados. E n tal caso peligra la salud, pero más aún peligra la fama. Se ha de meditar la respuesta aguda de u n Z e n ó n y huir de la necedad de u n Isócrates: Decíanle a Zenón: « ¿ C ó m o es esto que en la escuela, calle y plaza sois tan severo y triste, y en la mesa tan regocijado?». Respondió: «Porque soy como los altramuces que de sí son tan amargos, y remojados se hacen dulces». Esta respuesta me parece bien, que la de Isócrates, que algunos doctos alaban, yo por necedad la tengo. Estaba callando y comiendo. Dijéronle: «Cuéntenos algo con que nos holguemos». Dijo él: «Lo que yo he estudiado no es de aquí; y lo de aquí no lo he estudiado». Esto cuentan algunos
41 Gallego, 1982, pp. 120-133. Ver también, Gallego, «Les eclogia de Vicente Blasco García», en prensa. 42 Gallego, 1980. 43 Gallego, 1991.
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por razón muy avisada.Yo digo que es para mí como pan sin levadura, como vianda sin sal, como fruta sin zumo y panar [sic] sin miel (EC, pp. 63-64).
También es torpeza la insistencia del teólogo que espeta de nuevo a sus comensales el sermón que predicó por la mañana. Y más aún la actitud del médico que trae a colación los pormenores escabrosos de sus consultas del día: Si es médico, ¿qué trabajo es repetir con cuántas cámaras evacuó el ruibarbo a Don Luis, con qué unciones quitó la peladilla a Don Pedro, las almorranas a Teresa Gil? Todo esto da asco a los que comen... Porque un día cenando a mi lado uno déstos, como los huéspedes le alababan de buenas curas que hauía hecho, encendióse tanto en contar sus hazañas que sacó en medio la mesa un pedazo de carne como una nuez (aunque él la llamaba bellota) que había cortado aquella tarde a un enfermo. C ó r r o m e yo de contar de qué parte (EC, p. 65).
Entre los temas propuestos por Palmireno para amenizar u n convite, abundan los que se refieren a los manjares, como ese dilatado ejemplo de una conversación en torno al puerco, anécdota donosa sobre u n tema algo vidrioso en la época (EC, pp. 103-106). Resulta asombrosa la variedad de fuentes que brinda nuestro pedagogo, como se puede comprobar en el abecedario titulado: Para ayuda de memoria en conuersación,
o visita de enfermo, o en combite, puedes ha-
zerte vn semejante Abecedario (EC, pp. 106-125) donde le vemos echar mano tanto de los textos en latín de los humanistas del Renacimiento: Petrus Victorius, Levinius Lemnius, Caslius Calcagninus, etcétera, como de obras en romance francés, castellano e italiano: la Sylva de varia lección de M a m b r i n o Roseo, las Histoires prodigieuses de Boaistuau, señor de Launay la Historia de Valencia de Pere Antoni Beuter, los Avisos de sanidad de Francisco N ú ñ e z de C o r i a , el Jardín
de flores curiosas de
Torquemada, la Selva de aventuras de Jerónimo Contreras, el Cario famoso de Luis Zapata, etcétera. E n este abecedario van evocados temas relacionados con la naturaleza, los árboles, los metales, la teología, la historia, la medicina, etcétera. Constituye u n verdadero cajón de sastre, una mesa revuelta, donde el único hilo conductor es la organización alfabética en torno a cuanto puede ser punto de partida para animar una charla. Aborda a continuación Palmireno otra serie de consejos, ahora para asesorar al estudioso enfermo, imposibilitado de recurrir a u n médi-
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co. Para ponderar la utilidad de su exposición, recurre, como suele hacerlo, a su propia experiencia, recordando sus propias desventuras, no sin cierto humorismo (EC, p. 127). Después de aconsejar a su estudioso que reconozca su propia complexión, recurriendo a la lectura de la obra de Leuinius Lemnius 4 4 , le brinda u n memorial de automedicación, nuevo batiburrillo elaborado con las lecciones de Jasón Pratensis (De sanidate tuenda), de Georgius Pictorius Villinganus (De tuenda sanitate), de Marcilio Ficino, etcétera (De
tríplice
vita), de Hieronymus M o n t u u s (De actiua medicina) o la
Escuela Salernitana (De conseruanda bona valetudine) (EC, p. 128).
Van enumerados a continuación elementos de diagnóstico para el cólera, la flegma, la melancolía; consejos para la sangría, la purga, las quemaduras, la hinchazón de los testículos, las carúnculas, los golpes y cardenales; recetas contra las liendres y piojos, la ronquera, las almorranas, las cámaras, la tos, la tiña, el dolor de muelas; reglas generales de dietética e higiene alimentaria, etcétera. Este memorial da fe de la amplia cultura médica adquirida por nuestro pedagogo en los cursos de medicina 4 5 , en sus lecturas, en las prácticas realizadas con sus profesores y en su propia experiencia. Más adelante, se explaya en advertencias para el estudioso caminante: ya le aconseja que registre la habitación antes de salir y que reconozca su cabalgadura; ya le proporciona recetas para purificar el agua, aplacar el hambre y la sed, protegerse del calor y del frío, de las pulgas, piojos, chinches o mosquitos, de las moscas, escorpiones o serpientes, ya señala remedios contra el mareo, el mal olor del barco e, incluso, ¡contra las ballenas! (EC, p. 174). Estaba convencido Palmireno de que, pertrechados de tales consejos, los estudiosos podrían defenderse mejor en la vida. Pero, consciente de que no siempre bastarían dichas advertencias y astucias para asegurarles salud, honra y provecho, terminaba por animarlos a ser discretos en sus «persecuciones», representándoles los peligros de la envidia, señalándoles lo que les permitiría luchar contra ella: autoritas, divitiae, potentia & prudentia, e instándoles a no dejarse vencer por lo extraño. Esta última virtud, la prudencia, viene a ser la que privilegia Palmireno, proponiendo a Ulises como modelo: Levinius Lemnius, 1561. Se graduó de bachiller en medicina en el Studi General de Valencia el 25 de noviembre de 1570, su padrino fue el célebre Luis Almenara. Libros de Grados. 44
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Homero a su Ulises no le retrata tan osado como Iaiace Telamonio, ni tan esforzado como Achilles, ni tan rico como Priamo, ni tan poderoso corno Agamenón, pero hácelo sobre todos discreto y paciente en sus trabajos (EC, pp. 180-181).
E n las últimas digresiones que preceden al último apartado de El estudioso cortesano (EC, p. 203) vuelve a glosar algunos símiles en u n breve diálogo con su lector, en el que encarece la aceptación de las tribulaciones (EC, pp. 210-211).
CONCLUSIÓN
A la hora de hacer el balance de este programa educativo, c o m probamos que, desde luego, corresponde en sus grandes líneas a las lecciones de Erasmo y de Vives. E l talento pedagógico de Palmireno consistió por de pronto en la vulgarización del mensaje humanista que procuraba integrar en la tradición cristiana lo que en la sabiduría pagana podía congeniar con ella, y más particularmente la lección de Séneca. E n efecto, si no pretendió el filósofo cordobés resolver problemas metafísicos, tampoco intentó el maestro alcañizano meterse en honduras metafísicas. C o m o Séneca, procuró definir una moral eficaz en la vida cotidiana, enseñando, al mismo tiempo, a transigir con las necesidades de la vida, con consejos prácticos, anécdotas a veces d i vertidas, lecciones amables y espirituales. Buscando la eficacia insistía en la utilización de lo que se estudiaba en las escuelas: devoción, buena crianza, pulido latín para poder adiestrarse in agibílibus (EC, p. 203). Los consejos que fue dando Palmireno a sus discípulos de las clases de gramática o a sus ex-alumnos, insertos ya en la vida social, corresponden a esas pietas literata definida por los humanistas, a la vez que remiten a una filosofía de la vida, rayana a veces en gramática parda para hallar salida en los casos apurados. La peculiaridad de la lección palmireniana radica precisamente en esa voluntad de contribuir por los estudios a la integración social del estudioso, definiendo un modelo de sabiduría que integrara a la vez la santidad, la latinidad, la agudeza y la resignación: santo como los ermitaños de la Tebaida, latino como Cicerón, ladino como Ulises, o resignado como Job.
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Bulletin Hispanique (en prensa). LEVINIUS LEMNIUS, Levini Lemnii de habitu & constitutione seu complexione corporis humani libri II, Atuerpiae, 1561. MAYANS Y SÎSCAR, G., Specimen bibliothecœ hispano-majansianœ,
Hannoverae, Jo.
Guil., 1753. PALMIRENO, Juan Lorenzo, Aphthoni clarissimi rhetoris progymnasmata, Ioanne Maria Cataneao interprete, nunc denuo recognita iuxta veritatem grœci exemplaris & scholijs illustrata per Ioannem Laurentium Palmyrenum alcannizensem lu¬ dimagistrum valendnum & Hieronymae Ribotae dicata... Valentiae, ex officina Joannis Mey Flandri, 1552. —
Camino de la Yglesia que el Chrisdano ha de seguir quando va a oyr los divinos officios illustrado de historias de sanctos, con un breve Flos Sanctorum... Valencia, Pedro de Huete, 1575.
ANDRÉ GALLEGO
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PALMIRENO, Juan Lorenzo, Catechismo o summa de la religión christiana, compuesta en lengua francesa por el maestro Emondo Auger... y traduzida por Lorenzo Palmireno, Valencia, Juan Mey, 1565. —
De orthographia, en Laurentij Palmyreni de vera &facili imitatione Ciceronis, 1560.
—
De ratione syllaharum, en Laurenti Palmyreni de vera & facili
imitatione
Ciceronis, 1560. —
El diálogo de imitatione Ciceronis de Lorenço Palmireno que se imprimió en Caragoça año 15 60 y agora sale añadido y emendado año 1573, Valencia, Pedro de Huete, 1573.
—
EA El estudioso de la aldea, compuesto por... con las quatro cosas que es obligado a aprender vn buen discípulo, que son: Deuoción, Buena criança, Limpia doctrina y lo que llaman Agibilia..., Valencia, loan Mey, 1568.
—
EC El estudioso cortesano, Valentía, Ex typographia Petri a Huete, in Platea
—
El latino de repente de Lorenço Palmyreno...., Valentiae, excudebat Petrus a
—
Enchiridion
Herbaria, 1573. Huete, 1573. grcecce linguce studiosis utilissimum
per loannem
Laurentium
Palmyrenum Alcannisensem, Lugduni, apud Gulielmum Rouilium, 1558. —
Hypotyposes clarissimorum virorum ad extemporalem dicendi facultatem vtilissi-
—
Lamentación
me colligebat eas Laurentius Palmyrenus. 1572, en Phrases Ciceronis. de la bienauenturada Virgen María sobre la passión de su hijo se-
ñor nuestro. Compuesta por el bienauenturado sant Bernardo. Traduzida de latín en castellano por el maestro Lorenço Palmrerino [sic], agora nuevamente..., Valencia, Joan Mey, 1554. —
Laurentij Palmyreni de vera & facili imitatione Ciceronis, cui aliquot opuscula studiosis adolescentibus vtilissima sunt..., Caesaraugustae, Pedro Bernuz, 1560.
—
Orden de leer César a cavalleros, en El latino de repente, Valencia 1582 y Barcelona, 1588.
—
Phrases Ciceronis obscuriores in hispanicam linguam conuersce a Laurentio Palmyreno. Item eiusdem hypotyposes clarissimorum virorum ad extemporalem dicendi facultatem utilissimae... Valentiae, ex typographia Petri a Huete, 1572.
—
Rhetorice prolegomena Laurentio Palmireno prœlegente excepta, Valencia, Joan Mey, 1564.
—
Segunda parte de El latino de repente, donde están las pláticas, exercicios y comentos sobre las Elegancias de Paulo Manucio, Valencia, Pedro de Huete, 1573.
—
Vocabulario del humanista, compuesto por... donde se trata de aues, peces, quadrúpedos, con sus vocablos de caçar y pescar, yemas, metales, monedas, piedras preciosas, gomas, drogas, olores y otras cosas que el estudioso en letras humanas ha menester..., Valentiae, ex typographia Petri a Huete, 1569.
RABELAIS, F., Œuvres completes, Paris, Editions du Seuil, 1973.
LA F I G U R A D E L SABIO E N EL P E N S A M I E N T O ESPAÑOL D E L S I G L O X V I : S Ó C R A T E S VERSUS HOMERO
Marina Mestre Zaragoza Université
de Paris Sorbonne
E l Diccionario de Autoridades define en primer lugar la sabiduría como «conocimiento intelectual de las cosas. Lat. sapientia». E n segundo lugar, señala que «se toma también por el conocimiento extendido y penetrativo de muchas cosas, u de diversas facultades», y da entonces como equivalente latino eruditio, rerum cognitio, scientia, y añade por fin que «se toma asimismo por lo mismo que noticia, conocimiento, o advertencia», y da como equivalente latino notitia. Se trata pues, ante todo, de un conocimiento intelectual, pero que no se confunde, al menos en un primer momento, con la ciencia, es decir, con la posesión de unos conocimientos. Es un conocimiento intelectual, pero con una doble dimensión, científica y práctica o moral. Esta doble dimensión de la sabiduría se ve puesta en evidencia por el hecho de que el español no cuente sino con un solo adjetivo, «sabio», mientras que el francés distingue entre el «sage», que sabe, pero sobre todo, que actúa sabiamente, y el «savant», cuyo único mérito reconocido es el de poseer un saber determinado. Después de este rapidísimo examen léxico, contraponer las figuras de Sócrates y Homero como paradigmas del sabio en el siglo xvi, en las obras de Juan Luis Vives y de Alonso López Pinciano, no cae por su propio peso. E n efecto, Sócrates es un filósofo, que vive en conformidad con su filosofía, ejemplo de sabiduría y de vida, pero Homero es un poeta, el poeta por excelencia. Es decir, que ni filosofa, ni vive en conformidad con ninguna filosofía (al menos no lo sabemos, que viene a ser lo mismo), y además, no ha escrito más que dos inmensas ficciones, la litada y la Odisea, de las que Jacqueline de R o m i l l y escri-
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be: «Homero fue para los griegos el libro» 1 , en u n sentido no religioso, sino de fuente común absoluta, que los niños aprendían de memoria, que los adultos conocían de memoria, y de la que se sacaron (y se sacan aún) lecciones y ejemplos. Y es significativo que el Index exemplorum editado por Frederic Tubach 2 , recoja tres tipos de exemplum que
relatan el interrogatorio al que se sometió a Homero. D e estos tres exempla, dos cuentan c ó m o murió Homero, de vergüenza en uno y arrojándose al río en el otro por no saber contestar. Es evidente pues, que Homero no podía vivir sino siendo el más «sciente», el que más cosas sabía. Homero es, pues, «savant», pero no «sabio», entre otras cosas, porque lo desconocemos todo de su vida. Sólo nos queda su obra, como testimonio de su inmensa erudición. E n resumidas cuentas, si la sabiduría de Sócrates es unánimemente reconocida, la de Homero no está, a priori, y a pesar de su inmensa erudición, nada clara. ¿Por qué, pues, contraponerlos como sendos ejemplos de sabiduría? La respuesta a esta pregunta nos la da Alonso López Pinciano, al principio de su Philosophía
antigua poética, en la advertencia «Al lec-
tor»: Sabe Dios ha muchos años deseo ver un libro desta materia sacado a luz de mano de otro, por no me poner hecho señal y blanco de las gentes; y sabe que por ver mi patria, florecida en todas las demás disciplinas, estar en esta parte tan falta y necesitada, determiné a arriscar por la socorrer. Dirá acaso alguno, «no es la poética de tanta sustancia que por su falta peligre la república». A l cual respondo que lea y sabrá la utilidad grande y mucha doctrina que en ella se contiene. Mas ¿por qué, lector, te canso con esta apología, si sabes que Apolo fue médico y poeta, por ser estas artes tan affines que ninguna más? que si el médico templa los humores, la poética enfrena las costumbres que de los humores nacen 3.
Es decir que si el médico juega con los humores, con la fisiología, que determina fuertemente las acciones, como bien saben los españoles de finales del x v i después de Vives 4 y de Huarte 5 , el poeta pone
1 2 3 4 5
Romilly, 1994. La traducción es mía. Tubach, 1969. López Pinciano, Philosophía antigua poética, pp. 11-12. Vives, De anima. Huarte, Examen de ingenios para las ciencias.
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remedio a las costumbres, es decir, a la acción enraizada que nace del temperamento. E n resumidas cuentas, la Poesía 6 es el remedio a la acción más o menos determinada por el temperamento. O lo que es lo mismo, la Poesía es, bajo la pluma del Pinciano, la disciplina moral por excelencia. E n este contexto, el que el Pinciano haga de Homero el sabio por excelencia, deja inmediatamente de asombrarnos. Este trabajo pretende desentrañar, a partir del análisis de ambos paradigmas de sabiduría, la concepción de la moral que los sustenta, y lo que el cambio del uno al otro entraña en lo que a la concepción del hombre se refiere.
I. S Ó C R A T E S C O M O P A R A D I G M A DEL SABIO VIVESIANO
E n la obra vivesiana, inmensa y de finalidad fundamentalmente m o ral, Sócrates se impone como ejemplo del sabio por antonomasia, espejo en el que el sabio vivesiano no deja de mirarse.
í. Concepción
vivesiana de la sabiduría
Vives da, al principio de su Introducción definición de la sabiduría:
a la sabiduría, la siguiente
la verdadera sabiduría consiste en juzgar rectamente de las cosas, estimando a cada una de ellas por su valor real, no yendo en pos de lo vil como si fuera precioso, ni desechando lo precioso como si fuera vil, ni vituperando lo que fuera loable, ni loando lo que fuere merecedor de vituperio7.
La sabiduría no es, pues, para Vives, un conocimiento positivo, una ciencia, sino que consiste en juzgar correctamente de las cosas. E n esto coincide plenamente con el camino intelectual que Sócrates dice haber hecho en la Apología que de él escribe Platón. E n efecto, después
6 A lo largo de todo este trabajo, utilizaremos «Poesía» como ficción expresada por el lenguaje, independientemente de que esté escrita en verso o no. Este es el significado de «Poesía» en la Philosophía antigua poética. 7 Vives, Introductio ad sapientiam, p. 1205.
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de saber que el oráculo de Delfos lo había señalado como el hombre más sabio, y tras haber ido a examinar a un hombre de Estado famoso por su sabiduría, Sócrates afirma: Soy más sabio que este hombre. Puede ser que ninguno de los dos sepa nada bello ni bueno; pero él cree saber algo, no sabiendo nada, mientras que yo, aunque no sé, tampoco creo saber. Me parece pues que soy algo más sabio que él por el mero hecho de que lo que no sé, tampoco creo saberlo8.
Desde luego, Sócrates no posee la ciencia política del hombre de Estado, n i la de todos los demás profesionales que examina, pero es sabio porque sabe que la sabiduría no es la ciencia, ni tan siquiera saber hacer algo, sino saber juzgar correctamente de las cosas. Este «juzgar rectamente» de las cosas es la condición de posibilidad de la gran creación socrática, a saber, la filosofía moral. E n efecto, Sócrates entendió que lo más importante en la creación no era la naturaleza sino el hombre, y que éste era el primer objeto, y el único, digno de ser conocido. D e ahí que el precepto «conócete a ti mism o » 9 sea el primer peldaño de la sabiduría: lo es en cuanto fija para cada hombre el objeto de conocimiento: uno mismo 1 0 . E l hombre ha de regirse por este mandato para poder llegar a la virtud, fin de la vida humana: La reina y señora principal de todas las cosas es la virtud, a cuyo servicio tiene que estar todo lo demás si quisiere cumplir con su obligación. Doy el nombre de virtud a la piedad para con Dios y con los hombres, al acatamiento de Dios, al amor de los hombres que anda identificado con la voluntad de hacer bien 1 1 .
V i r t u d es pues amor hacia Dios, del que deriva necesariamente una vida conforme a los mandatos divinos. Para Sócrates, también el fin del hombre es la virtud. Para los griegos, la virtud (arete), antes de te-
Platón, Apologie de Socrate, 21c-22b. La traducción al castellano es mía. Ver sobre este topos el interesante análisis que Gilson hace del socratismo cristiano en Gilson, 1989, pp. 214-233. 10 Vives, De disciplinis, pp. 498 y ss. 11 Vives, Introductio ad sapientiam, XVII y XVIII, p. 1206. 8
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ner un sentido moral (que no deja tampoco de tener), significa cualidad, aquello que hace que algo sea lo que es12. ¿Y qué es para el hombre aquello que lo define, aquello por lo que es hombre? N o es su alma inferior, que comparte con plantas y animales, es su alma racional, la más alta y divina, que le es propia. Virtud, es decir, ser lo que se es, será pues, para el hombre, actuar en función de esta alma. V i r t u d será, pues, saber juzgar de las cosas: el que sabe qué es bueno, no puede dejar de hacerlo puesto que lo sabe. Y como hace lo que sabe ser bueno, siguiendo así a su alma racional, es hombre. Vives retoma este razonamiento. L o que lo cambia todo es el o r i gen de este saber: en el caso de Sócrates es puramente humano, en el de Vives es divino, y viene dado por Dios mediante la religión: Existe una erudición divina enseñada por Dios, en quien están contenidos todos los tesoros de la ciencia y la sabiduría. Esta es la verdadera luz de las almas; cotejada con ésta, toda otra sabiduría es un amasijo de tinieblas, y como cosa de hombres, es burlería y puro infantilismo13.
La religión descubre al hombre su creador y cómo ir a él. C o m o el hombre ha sido creado para esto, éste es su fin, y al actuar para realizar su fin, el hombre se está realizando como hombre en este camino ascendente hacia Dios. Por lo tanto la virtud de Vives es básicamente socrática, en tanto en cuanto se confunde con el saber qué se ha de hacer, pero está informada totalmente por un saber que le viene al hombre de arriba. Si Sócrates tenía que porfiar para conocerse, al cristiano le basta con recibir un saber que le viene directamente de su creador. ¿Qué necesidad tiene pues el hombre vivesiano del ejemplo socrático, si le basta con escuchar los preceptos de la religión? E l problema es que el pecado ha oscurecido la razón humana hasta tal p u n to que a menudo los hombres, aunque nominalmente cristianos, no son capaces de escuchar el mensaje divino 1 4 . Sócrates aparece pues como ejemplo absoluto de la fuerza de la razón humana que el pecado no destruyó por completo, y que es capaz de llegar a vislum-
Ver al respecto Wolf, 1985, pp. 68 y ss.; Wolf, 1996. Vives, Introductio ad sapientiam, C X L , p. 1217. 14 Vives retoma en parte la concepción agustiniana del pecado original, tal y como se encuentra, por ejemplo, en Agustín, La grace et le peché originel, y en La cité de Dieu, XIV 12 13
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brar, como el mismo Sócrates al final de su vida, que la verdadera sabiduría viene de Dios, y que el alma es inmortal 1 5 . Sócrates es el ejemplo perfecto de la continuidad que existe entre la sabiduría humana y la divina: la primera es el peldaño que lleva a la segunda. Y al poner de relieve la continuidad entre ambas, subraya la total homogeneidad de la religión con la razón: la religión lleva a la razón a su mayor desarrollo. Así pues, saber equivale a actuar bien, o lo que es lo mismo, a actuar con arreglo a los preceptos de la religión, lo que equivale a ser realmente hombre. Pero, además del saber juzgar de las cosas, el conocimiento de Dios da al hombre otra garantía: A ese sabio nuestro que se está formando para una sabiduría mejor, el primer pensamiento que se le ocurrirá será el de aquella santa y admirable majestad de Dios, cuya consideración cohibirá y sujetará en los humanos pechos aquellos movimientos repentinos poco dóciles a la ley y a la r a z ó n 1 6 .
Se trata del temor de Dios, que nace naturalmente de su conocimiento, a la vez que el amor. Gracias a él, el hombre puede refrenar sus pasiones con más facilidad. U n arma intelectual, u n arma emocional: la religión aparece, pues, bajo la pluma de Vives, como la sabiduría más perfecta, y al mismo tiempo, la más fácil de adquirir 1 7 .
15 Vives, De concordia, IV, 10, p. 233; De disciplinis, parte I,VI, 1, p. 501. Sin embargo, como lo explica Francis Wolf, la teoría de la inmortalidad del alma es más platónica que socrática, ya que Platón la desarrolla en el Fedón, diálogo mucho más tardío que la Apología de Sócrates y el Gritón, en los que la figura de Sócrates es más fidedigna al Sócrates histórico. Ver Wolf, 1985, p. 104. 16 Vives, De concordia, IV, 10, p. 233. 17 En efecto, para Vives, el camino hacia Dios pasa íntegramente por el saber que cualquier hombre puede, si quiere, adquirir, oponiéndose así a la concepción agustiniana de la gracia, que condiciona el camino del hombre hacia Dios a la pura voluntad divina. Al hombre vivesiano le basta con dedicarse al estudio para acceder al saber y, de ahí a Dios, mientras que para San Agustín, el conocimiento de Dios viene de Dios mismo mediante la gracia. La gracia de Dios, que decide darse a conocer al hombre, se interpone pues entre el hombre y su acceso al saber y al conocimiento del creador, mientras que en Vives, este acceso es in-
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2. Vida del sabio
U n a vez que el sabio ha llegado a serlo, no va por ello a dedicarse exclusivamente a la contemplación, n i de Dios, n i de las ciencias. Por una parte, porque el saber por saber es vicioso a partir del m o mento en que no va encaminado a obtener la salvación, fin último del hombre 1 8 . Por otra parte, porque el hombre, aunque se defina por su alma racional, no deja de ser u n compuesto de cuerpo y alma, y ha de vivir en el mundo entre otros hombres, sus hermanos, a los que debe amar y al servicio de los cuales debe ponerse. Y el sabio, como mejor conocedor de Dios y de la creación, más que cualquier otro. Así pues,Vives critica violentamente el ideal aristotélico (tal y como él lo entiende) de vida contemplativa, por dos razones fundamentales: en primer lugar, porque el sabio es u n hombre, y como tal, ha de v i vir en el mundo de los hombres, afanándose por ser útil al p r ó j i m o 1 9 , y en segundo lugar, por considerar que esta vida puede procurar la mayor felicidad que el hombre pueda alcanzar: Yo pienso que a nadie le cabe la más pequeña duda de que la bienaventuranza aristotélica es contraria a nuestra religión, y por ende, a la recta razón. Nuestra religión sacrosanta coloca la felicidad no en esta vida breve y en este cuerpo flaco [...] sino en aquel nuestro cuerpo inmortal 20.
Aristóteles introduce una ruptura radical allí donde Vives ve u n camino ascendente y armónico: la sabiduría de Aristóteles, puramente humana, no lleva al hombre sino a abstraerse del mundo 2 1 , mientras mediato, al depender de la sola voluntad del hombre. Ver de San Agustín, La gráce du Christ et le peché originel, I, XIV, 15, pp. 813-814. 18 Vives insiste a menudo a lo largo de toda su obra sobre este punto. Ver por ejemplo,Vives, Introductio ad sapientiam, X X X V , C X X X I X , pp. 1208 y 1217;Vives, De disciplinis, parte I,VI, 1, pp. 499 y ss. 19 Vives, Introductio ad sapientiam, CCCLXXXVIII, p. 1238. 20 Vives, De disciplinis, I, 6 p. 502. 21 En efecto, Aristóteles reintroduce una ruptura radical entre la sabiduría teórica (sophid) y la sabiduría práctica (phronesis): o bien el hombre es sabio, y se complace en la contemplación pero no sabe desenvolverse en el mundo, o bien el hombre es prudente, pero entonces su campo de acción se limita a la contingencia de la vida en este mundo.Ver al respecto, Ethique á Nicomaque,Vl, 7; 1141 b 3-20.Ver también el análisis de Blumenberg, 2000, pp. 33 y ss, así como el estudio clásico de Aubenque, 1963.
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que la «sabiduría mejor» de Vives lo lleva a su perfección por su vida virtuosa y, en consecuencia, por su unión con su creador. Aristóteles es, pues, doblemente impío: por ignorar lo que su maestro Platón, y el maestro de su maestro habían entendido, y por pensar que el h o m bre se basta a sí mismo para realizarse. C o m o Sócrates, que iba por las calles preguntando a cada uno, el sabio vivesiano también ha de vivir en el mundo de los hombres. Ahora bien, su sabiduría le ha de servir justamente para no dejarse llevar por este mundo y, más concretamente, por las pasiones humanas. Es u n a modo de coraza: ¿Qué cosa hay más estable y más firme que Dios, quien, inmutable en aquella su majestad santa, gobierna con admirable sabiduría el universo mundo? Asimismo la mente del sabio, a modo de una felicísima divinidad terrestre, se cierne por encima de los movimientos y alteraciones a que están expuestos los sentidos de los ignorantes y, remedador y émulo de aquella divina naturaleza, piensa que no se le puede inferir ultraje, como no se le puede inferir a Dios, a quien nada ni nadie le puede quitar lo suyo. Así también, él, que está convencido de que todos sus bienes están puestos en sólo él, trae siempre a cuestas todas sus cosas22.
La influencia estoica es evidente en este texto. E l sabio se guía por su mente y no por sus pasiones, porque, al ser capaz de juzgar c o rrectamente las cosas, da a cada una su justo valor. A l igual que en la filosofía estoica, dejarse guiar por las pasiones es el resultado de u n error, de un juicio defectuoso. C o m o el sabio sabe juzgar rectamente, no es víctima de las pasiones y es absolutamente estable23, lo que no significa que haya desterrado sus pasiones, y que ya no tenga. E n su De anima,Vives arremete violentamente contra este ideal estoico, y acusa a esta filosofía de querer así hacer de los hombres rocas 2 4 . E l sabio vivesiano es plenamente hombre, con las pasiones que como tal no puede dejar de tener. Simplemente, como su juicio es sano, sabe poner cada cosa en su lugar y no dejarse llevar por lo que no merece la pena. Y puede así, protegido de toda perturbación, poner su saber al servicio de los demás.
22 23 24
Vives, De concordia, IV, 9, p. 226. Vives, De anima, III, Introducción, p. 239. Vives, De anima, III, 7, p. 292.
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La enseñanza es, pues, una obligación natural para el sabio vivesiano. C o m o Sócrates, que afirmaba que no dejaría de señalar a los hombres el error en que vivían porque se debía al dios que lo había proclamado como el más sabio 2 5 , el sabio vivesiano se sabe instrumento de D i o s 2 6 . Si Dios le ha permitido alcanzar la sabiduría, no es por sus méritos, sino para que la transmita a sus semejantes. Sócrates lo hacía interrogando a su interlocutor, llevándolo a descubrir la verdad por sí mismo mediante la dialéctica. E n Vives tenemos dos ejemplos de enseñanza: el opúsculo El humanista, colofón del De disciplinis, y el teólogo del pequeño diálogo A la rebusca del sabio que satisface la búsqueda de Vives y sus amigos. E n el primero de estos textos, Vives aconseja al hombre que ha alcanzado la sabiduría: lo insta a enseñar al prójimo, y le da consejos para que escriba. E l sabio de El humanista es un escritor útil, es, en definitiva, Vives. U n hombre cultísimo, que dedica su vida al estudio y a la escritura. N o va por las calles físicamente como Sócrates, pero escribe libros que circularán por esas calles y entrarán en las casas. E l caso del teólogo de A la rebusca del sabio es algo distinto. E n este pequeño diálogo, Vives y dos amigos (Nicolás Beraldo y Gaspar Lax) buscan al sabio. D e Vives ha dicho Beraldo que busca al sabio «como admirador que es, y de los buenos, de la filosofía»27. Es decir, que su deseo de encontrar el modelo de sabiduría le viene a Vives de su amor por la filosofía. Vives piensa al principio que lo encontrará si encuentra u n hombre que conozca todas las ciencias. Pero tras examinar en vano a un gramático, a u n poeta, a u n dialéctico, a u n físico, a u n filósofo, a u n retórico, a u n astrólogo, los tres amigos lo encuentran en la persona de u n teólogo. Este recorrido por todas las disciplinas es importante porque vemos cómo la búsqueda del sabio, que nace de la filosofía, no puede desembocar sino en la teología, ciencia de Dios y ciencia reina. Es decir, que la pregunta nace del hombre y la respuesta viene de Dios. Este teólogo, porque conoce a Dios, lo ama y lo teme, y así lleva la vida ejemplar que define al sabio: Antes que todo temo a Dios [...] quien a Dios teme ¿ c ó m o puedes imaginar que cometa mal alguno? Con nadie me enojo, a nadie envidio;
25 26 27
Platón, Apologie de Socrate, 38a-38e. Vives, De disciplinis, pp. 672-678. Vives, Praelectio in sapientem, p. 864.
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no busca riqueza quien se contenta de hortaliza y agua; y como mi manjar es parco en extremo, no siento los ardores de la lujuria, y no es vano mi contentamiento, porque el temor de Dios me penetra todo; g o z ó m e en el verdadero temor de Dios; a nadie odio porque amo a Dios y a todos los hombres y este amor aumenta mi sabiduría 2 8 .
Sus pasiones son moderadas, ama a sus semejantes y con esta vida crece su sabiduría día a día. C o m o poseedor de la ciencia reina (y por tanto, de todas las demás que llevan a ella en el plan de estudios vivesiano expuesto en el De disciplinis), su razón y juicio son sanos, y lo llevan a una vida sabia (y santa). Es sabio, no por la posesión de estas ciencias, sino por la rectitud del juicio que el estudio le ha proporcionado. C o m o Sócrates, este teólogo hace ver a sus interlocutores la finalidad de la vida humana, por su discurso y por su ejemplo. Sin embargo, este método entraña un inconveniente: Vives y sus amigos buscan la verdad y juzgan, es decir, desechan las respuestas anteriores para quedarse con ésta porque ya son sabios, y como tales, sabían lo que estaban buscando. La enseñanza de este teólogo va dirigida pues a h o m bres guiados por su razón. También Sócrates hablaba a la razón de sus interlocutores, y por esto se ha podido calificar su filosofía y su método de racionalismo moral 2 9 . E n efecto, su dialéctica es rigurosa y no puede funcionar más que con hombres cuya razón pueda responder. Esto supone un cierto elitismo, del que el sabio vivesiano tampoco se salva: al dirigirse sólo a la razón de los hombres, el método socrático o vivesiano no siempre funciona. L o prueba con creces el hecho de que Sócrates sea condenado a muerte por sus jueces, porque, para defenderse, Sócrates se dirige directamente a la razón de éstos, incluso los provoca y se niega tajante y explícitamente a intentar ganarse su c o m pasión, a mover sus pasiones 30 . E l método del sabio vivesiano, y el del mismo Vives, presenta los mismos límites: se trata de un discurso racional, riguroso, dirigido a la razón del oyente. O lo que es lo mismo, se trata de u n discurso de sabio a sabio (porque, aunque el oyente lo sea en menor medida, lo es en la medida en que entiende que lo que se le dice tiene valor). Si el oyente no es capaz de juzgar el discurso del sabio como valioso, éste cae forzosamente en saco roto.
Vives, Praelectio in sapientem, p. 870. Wolf, 1985, p. 14. Platón, Apologie de Socrate, 34c-35b.
S Ó C R A T E S VERSUS
II. E L M O D E L O H O M É R I C O D E L SABIO E N L A PHIEOSOPHÍA
POÉTICA
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HOMERO
ANTIGUA
DE A L O N S O L Ó P E Z P I N C I A N O
La Philosophía
antigua poética sorprende al neófito que la aborda
convencido de que va a leer la primera poética española claramente independiente de la retórica, ya que el libro se abre con una larga epístola dedicada a la felicidad humana, al igual que la Etica a Nicómaco
de Aristóteles. «Feliz el que puede conocer y penetrar las causas de las cosas», dice Fadrique, el más sabio de los tres personajes de la Philosophía, citando a V i r g i l i o 3 1 . Así pues, desde el principio del libro, la felicidad se liga al conocimiento, y nuestra poética, a la obra moral de Aristóteles. Y al término de este primer libro, antes de abordar la cuestión poética, Homero se ve entronizado como el hombre más feliz que en el mundo haya sido: En las virtudes morales dícese que [fue] Sócrates y en las intelectuales Homero, de c o m ú n consentimiento de las gentes todas, según Plinio en el séptimo libro de su Historia, porque, según Platón en el Ion, fue Homero el hombre que más artes y sciencias alcanzó. Así que, si de la felicidad toda lo essencial son las virtudes y de las virtudes las intellectuales son las más principales (comprehenden las virtudes intellectuales a las morales, porque, con prudencia intellectual, no puede haber vicio moral, ni contra razón fuerte tiene fuerza el apetito), resta que sea el más feliz el que de más intelectual [sic] fuera poseedor32.
Homero fue, pues, el hombre más feliz, más que Sócrates, porque poseyó más virtudes intelectuales, es decir, porque fue más erudito.
I. Virtudes intelectuales y morales
M u y pronto, al principio del primer libro, encontramos una definición de la virtud. E n efecto, después de que Fadrique haya establecido que «la pura felicidad no se halla en esta vida en la riqueza n i en la honra, sino en una cosa que es principio y causa de la una y la otra [...] la virtud», la define así: «Según el philosopho, la virtud no es
31 32
López Pinciano, Philosophía antigua poética, p. 18. López Pinciano, Philosophía antigua poética, pp. 79-80.
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otra cosa que una fuerza del alma mediante la cual obra según entendimiento» 3 3 . Es, de hecho, la fuerza de la razón, que permite al hombre actuar moralmente, cosa que n i el niño ni el animal, faltos de razón, son capaces de hacer. Y sólo a continuación, después de pasar revista a las teorías de la felicidad epicúreas, etcétera, hace el Pinciano mención del «término medio», que en Aristóteles define inmediatamente la virtud 3 4 . N o es que Aristóteles deje de lado la dimensión racional, ya que es la razón la que determina la medianía de la virtud, pero para él, lo realmente definitorio es la propia medianía, y no su causa racional. Es muy significativo que el Pinciano haga hincapié justamente en la dimensión racional de la virtud, posponiendo su medianía, que se limita a ser una mera consecuencia lógica de la racionalidad de la virtud, y no un elemento constitutivo y definitorio, porque pone de manifiesto que, aunque nominalmente sea aristotélica, su definición de la virtud está de hecho más próxima al racionalismo socrático y vivesiano que al término medio aristotélico. Para el Pinciano pues, ser virtuoso es, ante todo, actuar mediante la razón. Siguiendo a Aristóteles, el Pinciano distingue entre las virtudes o hábitos intelectuales y morales 3 5 . Los hábitos intelectuales son las «disposiciones arraigadas que de las potencias intelectuales [entendimiento, memoria, voluntad] manan, especialmente del entendimiento y la memoria, cuyo fin es distinguir lo verdadero de lo falso» 3 6 . Hay cinco, tres intelectuales y dos prácticos. Los intelectuales son: entendimiento 3 7 , ciencia 3 8 y sapiencia, que el Pinciano define, refiriéndose a la Ética a Nicómaco,VI,
como
33 López Pinciano, Philosophia antigua poética, p. 21. Entendimiento y razón son una misma cosa para el Pinciano: «La razón es una misma cosa que el entendimiento en cuanto discurriendo de una cosa en otra saca la verdad della» (Philosophia antigua poética, p. 54). Etica a Nicómaco, II, 6, 1107 a. Ética a Nicómaco, II, 1, 1103 a 15. 36 López Pinciano, Philosophia antigua poética, p. 46. 37 «virtud mediante la cual se entienden las proposiciones manifestíssimas y primeras tan claras que no tienen necesidad de prueba y, por el tanto, son del los principios de otras facultades y disciplinas», López Pinciano, Philosophia antigua poética, p. 46; ver Etica a Nicómaco,Vl, 6, 1141 a. 38 «hábito adquirido con demostración», López Pinciano, Philosophia antigua poética, p. 47. Ver Etica a Nicómaco, VI, 3 1139 b 15-35. 34
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un hábito acerca de las cosas más altas de la naturaleza, y como un m o n t ó n o una llave maestra de todas las artes y disciplinas. Así la significa el filósofo en el primero de sus Rhetóricos, adonde dice que la sabiduría es un conocimiento de muchas y admirables cosas, de lo qual se colige que la sabiduría es una en specie y que de las sciencias hay muchas species. Aquesto confirma la c o m ú n manera de hablar, que suele decir de un hombre que sabe muchas sciencias, mas no que entiende de muchas sabidurías. Así que el sabido en una sciencia se dirá sciente y el que en muchas, sabio39.
Así pues, el Pinciano parece retomar la división aristotélica entre sabiduría teórica y práctica que Vives, volviendo a Sócrates y Platón, había rechazado, y presenta la sabiduría como el conocimiento de todas las ciencias, es decir, como un saber fundamentalmente intelectual, y sin aplicación práctica, aunque traza una diferencia de peso: el «sabio» es sólo el que posee muchas ciencias, por oposición al «sciente» que sólo conoce una y está encerrado en sus límites. Es decir que el saber del «sabio» es universal, mientras que el del «sciente» es particular. Los hábitos intelectuales de aplicación práctica son el arte 4 0 y la prudencia 4 1 , que retoman de hecho la diferencia aristotélica entre poesis y praxis . Esto es muy significativo. E n efecto, el Pinciano da una definición lacónica de la prudencia, que para Aristóteles es nada menos que la sabiduría práctica y merece u n amplio desarrollo en la Etica a Nicómaco, y no vuelve a hablar de ella. La sabiduría que el Pinciano define refiriéndose a Aristóteles, corresponde, en cambio, a la sabiduría teórica aristotélica, pero gracias a la universalidad que le otorga la Philosophía, tendrá una aplicación práctica, borrándose así de hecho la diferencia aristotélica entre sabiduría práctica y teórica. 42
E n este aspecto, es también significativo que el Pinciano trate de las virtudes morales después de las intelectuales, contrariamente al orden adoptado en la Etica a Nicómaco. D e este modo, el desarrollo mismo del texto insiste en la continuidad lógica entre unos y otros. Los hábitos o virtudes morales, son todos prácticos. N o los define el Pinciano como López Pinciano, Philosophía antigua poética, p. 48. «Hábito de efectuar con razón verdadera», López Pinciano, Philosophía antigua poética, p. 48. 41 «Hábito de hacer con razón verdadera», López Pinciano, Philosophía antigua poética, p. 48; ver Etica a Nicómaco;W\, 5, 1140 b. 42 Aristóteles, Ética a Nicómaco, I ,1, 1094 a; VI, 5, 1140 b 5. 39 40
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a los intelectuales, pero ensalza su bondad: «bienes que tocan al alma y no de los menores, que si la virtud está en lo dificultoso, lo ethico y moral tiene mucho de lo virtuoso» 4 3 . L o importante es que quede claro que resultan de la victoria de la razón sobre las pasiones, o lo que es lo mismo, sobre el apetito irracional, y por eso hay tantas como pasiones que vencer (es decir, once, siguiendo la clasificación que Santo Tomás da en la Suma teológica) . Sin embargo, es importante subrayar, que esta victoria no se obtiene necesariamente por la fuerza de la razón, sino que la fuerza de la costumbre puede ser suficiente: 44
en las virtudes morales primero es el acto que la potencia. Y no se entienda que, siempre y en todos géneros de gentes, para producir el acto de virtud hay la dificultad dicha y, para el del vicio, la facilidad significada; que el virtuoso, por el hábito que de la virtud tiene, no cae en pecado sin mucha lucha y contienda y al contrario viene en la obra virtuosa casi sin resistencia alguna 45.
Por tanto, aunque sea más difícil ser virtuoso moralmente que no «sciente», ya que hay que librar una batalla continua, es mucho más virtuoso obrar bien por victoria de la razón que no por simple habituación. E n efecto, se puede concebir perfectamente un hombre m o ralmente virtuoso por mera costumbre. Sin embargo, y aunque, al reconocer que hay más «hombres scientes que virtuosos», el Pinciano reconozca implícitamente que existen hombres que saben pero que no son virtuosos, es más noble ser virtuoso como consecuencia de u n saber. Si recordamos la diferencia entre el saber del sabio y el del «sciente», parece claro que sólo el saber universal del primero p e r m i te llegar a la virtud, y la distinción aristotélica entre sabiduría teórica y práctica se diluye de hecho. Así pues, a partir del momento en que se atribuyen a Sócrates solamente las virtudes morales, y a Homero las intelectuales que desembocan necesariamente en las morales, H o m e r o es más sabio que Sócrates, porque, como Sócrates, actúa bien, pero, a diferencia de Sócrates, actúa bien porque sabe mucho y bien. La sabiduría de Sócrates se ve aquí reducida a un simple actuar bien, que bien podría depenLópez Pinciano, Philosophía antigua poética, p. 51. Tomás de Aquino, Summa theologiae, lia Ilae, Q. XXV, art. 3. 45 López Pinciano, Philosophía antigua poética, p. 56. Ver Etica a Nicómaco, II, 1, 1103 a 30. 43
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der de la costumbre. Además, ¿qué enseñaba Sócrates, si no es su «sólo sé que no sé nada»? La sabiduría de Sócrates, recordémoslo, no es ciencia positiva, sino discurso racional para hacer ver a su interlocutor que no sabe lo que pensaba saber. E n resumidas cuentas, Sócrates no enseña, sino que des-enseña. Y como no posee ciencia alguna que lo pueda llevar a la contemplación, que para Aristóteles y el Pinciano, es la forma más alta de vida, se ha de pasar la vida vagando por las calles con su bastón, interrogando a todo el que pasa para hacerle ver que, como él, tampoco sabe nada 4 6 . Homero, sin embargo, antes que como poeta se nos presenta como muy «sabido». E l texto del que hemos partido lo corrobora con el testimonio de Platón, que afirma en el Ion que «Homero fue el que más artes y ciencias alcanzó». E l sí que tenía qué contemplar, y por tanto, sí tenía lo necesario para ser el más feliz, aunque ciego y pobre. Y, por ende, también tenía qué enseñar.
2. La enseñanza
del poeta
Ya vimos c ó m o Vives criticaba duramente el ideal de vida contemplativo de Aristóteles: para Vives, el hombre sabio vive, y ha de v i vir, en el mundo de los hombres. Y en efecto, también esto incomoda al Pinciano, que protesta cuando Fadrique establece la vida contemplativa como la más feliz: De la felicidad de las tejas abajo habernos propuesto hablar y della se debe ir hablando [...] Aristóteles dice ser las virtudes morales más firmes que no las sciencias [sic] y según esto parece que la vida activa es mejor y más principal que la contemplativa47.
D e este modo, el Pinciano centra de nuevo el discurso «de las tejas abajo», tal y como se había establecido al principio del diálogo, inscribiéndose claramente así en la tradición que Sócrates inauguró al bajar la filosofía del cielo y ponerla entre los hombres, tal y como lo relata Cicerón, y lo retoma Vives 4 8 . C o m o lo explica Blumenberg, «la
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Platón, Apologie de Socrate, 22 b-22e. López Pinciano, Philosophía antigua poética, p. 78. Cicéron, Tusculanes,V, 10, vol. II, p. 111;Vives, De disciplinis, p. 498.
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afirmación según la cual lo que está por encima de nosotros no nos concierne se ha convertido en proverbial», citando a continuación a Lactancio: «Celebre hoc proverbium Sócrates habuit: quod supra nos, nihil ad nos» 4 9 . La contemplación, en la que el Pinciano incluye también la de Dios, es afirmada como ideal, como vida superior que i n tegra a la activa, pero inmediatamente olvidada en beneficio de esta última 5 0 . También aquí, pues, el Pinciano se revela, de hecho, más socrático que aristotélico: de hecho, Homero, el más feliz de los ingenios, se dedicó a la poesía. Es como si la sabiduría no pudiera, por su propia naturaleza, dejar de comunicarse. Poesía es de hecho, la más alta de las ciencias 51 . La definición que de ella da el Pinciano en la tercera epístola no lo evidencia en un principio: «arte que enseña a imitar con la lengua, y poema es imitación hecha con la dicha lengua y lenguaje» 5 2 . Dos elementos la definen, pues: la imitación, y la forma con que esta imitación se lleva a cabo: el lenguaje. Sin embargo, su primer elemento constitutivo, la imitación, hace de ella la más alta de las ciencias ya que la poesía comprehende y trata de toda cosa que cabe debajo de imitación, y por el consiguiente, todas las ciencias especulativas, prácticas, activas y effectivas [...] Materia de la poética es el universal; digo que principalmente lo son las tres artes dichas entendidas debajo la philosophía moral: éthica, económica y política; y esto quiso decir Horacio quando dijo en su Arte: «El ofBcio de los poetas es apartar a los hombres de la Venus vaga; dar leyes a los maridos; fundar repúblicas». Como quien dice, aunque toda cosa es materia de poética, cuanta está en las hojas de Sócrates, más especialmente lo es la philosophía moral que, pues Sócrates dejó las demás sciencias por ir en prosecución della, es mejor; y lo mejor debe siempre buscar el poeta 53.
La importancia de la poesía se debe a que engloba a todas las demás ciencias, aunque su materia de predilección es la filosofía moral, por la Blumenberg, 2000, p. 30. La traducción es mía. López Pinciano, Philosophía antigua poética, pp. 78-79. 51 Es de subrayar la identificación explícita que en dos ocasiones el Pinciano hace entre las Musas y las ciencias: López Pinciano, Philosophía antigua poética, pp. 45 y 122. Así pues, las Musas no son las responsables de una inspiración arrebatada, contra la que el Pinciano no deja de pronunciarse. La poesía no es un lenguaje irracional, sino que nace de la razón, como después veremos. 52 López Pinciano, Philosophía antigua poética, p. 110. b3 López Pinciano, Philosophía antigua poética, pp. 121 y 123. 49
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que Sócrates lo dejó todo. Así pues, la autoridad de éste no se ve, de hecho, socavada. La finalidad de Homero se confunde con la suya. La d i ferencia entre ellos no puede estar más que en la forma de enseñarla, que en el caso de Homero es enseñarla «deleytando». E l Pinciano se disculpa casi de que el poeta tenga que emplear semejante método: Así como si no hubiesse enfermos, los médicos serían baldíos; mas hay enfermos y son necessarios médicos; y los hombres son malos y han menester ser traídos con artificio a la buena dotrina y costumbre 54.
Si como sabemos, saber es igual a virtud, la maldad de estos h o m bres deriva de su ignorancia. Hay que traerlos a la sabiduría. Pero si son ignorantes, es que su razón desfallece, y por tanto no pueden entender un discurso racional. La Poesía, arte mixta como la música y la danza, aunque más noble que éstas, puesto que perdura en el tiempo, deleyta tanto los sentidos como el intelecto del hombre, y gracias a este deleite, que es una «salsa» que necesitan los hombres para «comer la virtud», puede alcanzar su finalidad última: lo que de la tragedia se dijere, podréis entender generalmente de toda otra especie de poética. Dice, pues, Aristóteles, en sus Poéticos, que la tragedia fue hecha para limpiar el ánimo de las pasiones del alma por medio de compasión y miedo. Así que la misma fábula que turba el ánimo por espacio poco, le quieta y sossiega por mucho 5 5 .
La finalidad última, la piedra de toque del alcance moral de la Poesía es «limpiar el alma de pasiones», pero para conseguirlo, el poeta no emplea u n discurso dialéctico que los hombres ignorantes, y por tanto malos, no pueden entender, sino la «compasión y el miedo». Es decir, que para llegar a ellos, el poeta ha de mover sus pasiones, para p o derlas desterrar de su alma. Estamos aquí en presencia de una interpretación fundamentalmente moral de la catarsis, muy probablemente contraria a la interpretación del mismo Aristóteles, pero en conformidad con todos los comentadores renacentistas de su Poética . 56
López Pinciano, Philosophía antigua poética, p. 101. López Pinciano, Philosophía antigua poética, p. 100. 56 Ver al respecto la introducción de Michel Magnien a su edición de la Poética de Aristóteles, en particular p. 48. 54
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E l mecanismo de la catarsis, tal y como lo presenta el Pinciano, resulta difícil de entender para su personaje homónimo: Pinciano: [...] ¿Por ventura es ésta, acción de clavo que con uno se saca otro; o de sacamolero que, con un dolor, saca otro? —Eso mismo —dijo Ugo—, porque, con el ver un Príamo, y una Ecuba, y un Héctor, y un Ulyses tan fatigados de la fortuna, viene el hombre en temor no le acontezcan semejantes cosas y desastres, y, aunque por la compassión de mirarlas con sus ojos en otros se compadece y teme, estando presente la tal acción, mas después pierde el miedo y temor con la experiencia del haber mirado tan horrendos actos y hace reflexión en el ánimo, de manera que, alabando y magnificando al que fue osado y sufrido, y vituperando al que fue cobarde y pusilánime, queda hecho mucho más fuerte que antes; y de aquí luego sucede el librarse de la conmiseración, porque la persona que es fuerte para su casa, también lo será para la ajena; y de la ajena miseria no sentirá compassión tanta57. Cabe subrayar ante todo que lo que se pone ante los ojos del p ú blico son casos de « f o r t u n a » , es decir aquellos que son imprevisibles e inevitables, porque justamente, por ser gratuitos y no depender en nada de uno mismo, son los m á s difíciles de aceptar. La consecuencia emocional del e s p e c t á c u l o catártico se desarrolla en dos momentos: en un primer momento, el espectador siente temor
de que le pueda ocurrir algo semejante, y c o m p a s i ó n para con
el que lo está padeciendo. Pero en un segundo momento ( « d e s p u é s » ) , gracias a la « e x p e r i e n c i a » que ha hecho del infortunio, una experiencia ajena pero que se ha apropiado por la vista, es capaz de « h a c e r reflexión»,
es decir, de poner en marcha un proceso intelectual que cul-
m i n a r á en un « j u i c i o » , al ser capaz el espectador de alabar al sufrido y vituperar al cobarde y p u s i l á n i m e , independientemente de lo que le ocurra en escena. Es decir que gracias al miedo y a la c o m p a s i ó n , que es una i d e n t i f i c a c i ó n con el personaje en escena, el espectador se apropia de la experiencia del personaje, y gracias a esta es capaz de despertar a su r a z ó n , que dará lugar a una reflexión, que, a su vez, dese m b o c a r á en un juicio. Normalmente, el juicio es lo que da lugar a la a c c i ó n . Nuestro espectador no a c t ú a por sí mismo, pero su juicio, al alabar o vituperar al personaje, está apoyando o no la a c c i ó n de este,
57
López Pinciano, Philosophía antigua poética, p. 336.
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y de este modo, se la está apropiando o no. E l espectador, a partir de una emoción, ha sido llevado a una reflexión y a una elección (aunque virtual) que es piedra de toque de la moral. Ahora no ha tenido ocasión de actuar propiamente, pero ha adquirido una experiencia que no dejará de servirle cuando necesite actuar 5 8 . Estamos, pues, ante u n dispositivo educativo moral y político de utilidad pública. La catarsis lleva al hombre a la reflexión y a distanciarse de toda acción reprobable al actuar directamente sobre las pasiones para traer, por ellas, la reflexión y la acción buena. E n la Philosophía
antigua poética, la moralidad de la Poesía, y en particular, del
teatro, no se debe a la evacuación de un exceso pasional, tal y como Racine lo defenderá años después 5 9 , sino a la eficacia de un lenguaje dirigido a las pasiones, capaz de moverlas de manera que, por su propia fuerza, vuelvan por ellas mismas, al lugar que les corresponde: bajo el yugo de la razón. N o es que, al debilitarse, la razón pueda con ellas, sino que su propia intensidad las lleva a devolverle a la razón el lugar que le es propio y a restablecer una relación sana entre ellas. Esta es, pues, la más alta misión, y no la puede realizar más que un altísimo ingenio, capaz de componer poemas de manera que muevan, y que muevan de manera eficaz: ya que «el que quiere mover lágrimas, si no lo sabe hacer, mueve risa, el que quiere mover risa, si no acierta, mueve a vómito» 6 0 . Cuanto más feliz sea el ingenio que se aplica a la Poesía, tanto mayor será su eficacia, y el bien para la h u manidad.
^8 López Pinciano, Philosophía antigua poética, p. 342. Tras la experiencia catártica el espectador gana en prudencia. Esta dimensión esencialmente moral no excluye totalmente una dimensión estética. Hay realmente placer en el sufrimiento que supone compadecer, debido a la intensidad del sentimiento, pero también por el «avantgoût» de la reflexión y de la «curación» que derivará de él. Esta doble dimensión, estética y moral, es posible gracias a la síntesis que, a mi entender, el Pinciano opera en el utile dulci horaciano: no se trata de ser útil y dulce a la vez («deleitando al lector al mismo tiempo que se le instruye», Horacio, Arte poética, 87, pp. 141, 157 para el texto latino), sino de ser dulce para ser útil, y de ser útil porque se es dulce. v; Racine, «C'est-à-dire, qu'en émouvant ces passions, elle leur ôte ce qu'elles ont d'excessif et de vicieux, et les ramène à un état modéré et conforme à la raison», Extraits de la Poétique dAristote, Œuvres complètes, vol. II, p. 919. 60 López Pinciano, Philosophía antigua poética, p. 395.
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A l igual que Vives había cristianizado a su Sócrates, el Pinciano pasa su aristotelismo por el tamiz del cristianismo y sólo es rigurosamente aristotélico en lo que toca a las categorías estéticas de la Poética. Pero su ambición va más allá de la pura vulgarización de la estética aristotélica: pretende abordar la poesía no como mero técnico, sino como filósofo. Y en este aspecto, su moral es más la de Vives, y la del humanismo cristiano, que la de la Etica a Nicómaco: aunque las referencias a esta obra son frecuentes y precisas, van siempre tamizadas, a veces incluso desnaturalizadas, por el cristianismo. Y de hecho, el paso de Sócrates a Homero que opera el Pinciano es más significativo de un cambio en la concepción del hombre que de la moral propiamente dicha. E n efecto, lo que busca la Philosophía es contrarrestar la crítica que de la literatura hace el humanismo cristiano (y Vives en particular) desde el interior y con sus mismas armas: la literatura, afirma el Pinciano, no sólo no es inmoral, como lo repetían los humanistas siguiendo en esto a Platón 6 1 , sino que es, de hecho, habida cuenta de la condición humana, el mejor modo de llevar a los hombres a la virtud. Y sin embargo, los hombres a los que se dirige aparecen infinitamente más menguados, menos hombres que los hombres a los que se dirigía el Sócrates vivesiano: incapaces de determinarse por su razón, incapaces incluso, de dejarse convencer por la luz desnuda de la verdad, necesitan, como un niño que no quiere tomar su medicina, de azúcar y salsas para comer la virtud. Por ello, la literatura se dirige, no a la razón, débil desde la caída del primer hombre, sino a las pasiones, y procura deleite a los sentidos, esperando encontrar en ellos una puerta que lleve al restablecimiento de la razón. A l cerrarse el siglo xvi, la literatura, precisamente por el placer que entraña, deja de percibirse como una peligrosa seducción para erigirse en condición de posibilidad de la moral para un hombre del que ya no se pueden obviar ni el cuerpo ni las pasiones.
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República, IX.
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PERFILES D E L SABIO C R I S T I A N O : E L BIBLISTA
Javier San José Lera Universidad
de Salamanca
E n el principio de la sabiduría fue la serpiente y por ella la culpa. Pero la sabiduría también es dicha, pues procede de Dios y a él nos acerca. Entre la conciencia de una sabiduría pecaminosa que incita a la soberbia, y la sabiduría como bienaventuranza que nos pone cerca de Dios e invita a cumplir sus leyes se mueve el sabio cristiano áureo, a partir de ideas bíblicas, difundidas ampliamente en el mundo medieval 1 . ¿Quién es u n «sabio cristiano»? E n torno al término sabio se mueve un campo semántico amplio que incluye sustantivos referidos a la scientia como posesión de conocimientos. Pero el sabio áureo concibe además la sabiduría como sapientia, un ideal de vida que aspira a la felicidad eterna; y sabio es también quien ha conseguido rodear su vida de epicúreos placeres a la manera horaciana; el prudente estoico es también sabio; incluso podemos llamar sabio al que escépticamente ha llegado a la conclusión de que nada se sabe, como Francisco Sánchez. Sin embargo, el sabio áureo es sobre todo — c o n independencia de su opción vital— el intelectual por profesión, que trabaja con los libros y desde los libros comunica sus saberes2. Así concebido, el modelo del sabio en el ámbito de la cultura libresca áurea nos pone cerca de la figura del humanista. N o obstante, la identificación de sabio áureo y humanista no resulta en unos perfiles nítidos. Baltasar Céspedes, sabiendo que la defi-
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Ver Bizarri, 1990, p. 178. Strosetzki, 1997.
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JAVIER SAN JOSÉ LERA
nición es el inicio de toda ciencia, ya en 1600 llama nuestra atención acerca del uso engañoso de la palabra «humanista»: Todos nombran las Letras Humanas y todos llaman humanistas a muchos, pero si preguntamos qué son Letras de Humanidad, y qué es lo que profesa aquel a quien llamamos humanista, qué partes tiene su facultad, qué contiene cada una de ellas, quizás hallaremos pocos que nos lo sepan decir.
La necesidad de definir el concepto de «humanista» dio lugar a reflexiones tempranas como la de Céspedes, que han ido acotando el territorio 3 . La reflexión similar sobre la modificación que experimenta el término cuando se le pospone el adjetivo «cristiano» ha sido también abundantemente planteada, sin que esa discusión parezca haber tenido efecto en el uso que hacemos de él en la cultura española del Siglo de O r o 4 . A perfilar este concepto en busca de rasgos distintivos dedico m i reflexión.
I Se ha señalado que las «letras humanas» se oponen a las «letras divinas», que parecen quedar relegadas después de su relevante presencia en la cultura de la Edad Media 5 . E n aplicación de esta oposición, y como herencia de los planteamientos clásicos de Burckhardt, se excluye de la categoría de humanista al teólogo y se entiende que el humanista cristiano es un humanista laico que a veces se orienta al magisterio moral y cívico 6 . Lejos de esta oposición (que quizá valga para un primer m o -
3 Y sigue vigente cuando Redondo (1979) presenta su volumen sobre L'Humanisme dans les lettres espagnols y cuando J. Pérez (1988) ensaya su inteligente definición del humanismo. Pero sigue valiendo el aserto de Kristeller (1955, p. 8): «In present discourse, almost any kind of concern with human values is called humanistic [...] in a fashion which defies any definition of the bassic clasicist meaning of Renaissance humanism». 4 Sobre humanismo y pensamiento cristiano ver Trinkaus, (1988, p, 344) y Camporeale (1993, p. 101, n. 2). D'Amico (1988, pp. 351-352) reflexiona sobre la imprecisión y lo problemático del término «Christian Humanism». 5 Pérez (1988) plantea la oposición de los estudios humanos a la teología o los estudios bíblicos, como lo profano se opone a lo sagrado. 6 López Poza, 1997, pp. 66-67.
PERFILES DEL SABIO CRISTIANO
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mentó del humanismo italiano, pero que con el transcurrir del tiempo supone una clara simplificación frente al humanismo maduro de otras naciones) es la práctica de las «letras divinas» lo que convierte a un h u manista en «humanista cristiano» 7 . Porque en realidad, los primeros m o delos de humanistas cristianos, Jerónimo o Agustín, fueron conocedores de lenguas, estudiosos de textos, de los clásicos y de la Biblia, y luego (no sé si por eso o a pesar de eso) santos. Y de ellos aprendieron (casi imitaron, cada uno según la limitación de sus fuerzas o de sus facultades) los posteriores humanistas cristianos del Renacimiento 8 . Por la parte que toca al sustantivo parece claro que el humanista cristiano actuará atento a las humanidades; y así le vemos formándose en lecturas y comentarios de clásicos; muchos de los llamados humanistas cristianos son profesores de lenguas clásicas o han comentado o traducido a autores clásicos. Sin embargo, al aplicar el adjetivo cristiano se produce u n desplazamiento de los contenidos que puede generar algunas ambigüedades. ¿Hablamos de unos imprecisos «valores h u manos»? ¿Hablamos de u n comportamiento moral del humanista y de una concepción moral del mundo? ¿ O de la propuesta educativa de unos valores éticos de reforma pedagógica, social, económica y política de cierta actualidad? ¿ O en fin de cuestiones de religión y teología (el valor de los sacramentos, el anticlericalismo, la autoridad del Papa, la justificación por la fe, etc.?)9. L a religiosidad del mundo renacentista es compleja y poblada de ramificaciones: evangelismo, de-
7 Trinkaus (1988, p. 328) recuerda cómo los humanistas se sabían miembros de una Respublica Christiana y debieron afrontar la necesaria adaptación de la doctrina cristiana. D'Amico, (1988, p. 351): «Con demasiada facilidad se opone a un humanismo pagano otro cristiano, lo que hace un flaco favor a los humanistas y confunde a la moderna historiografía. La idea de que hubo un humanismo cristiano opuesto a otro pagano es anacrónica» (mi traducción). 8 La abundante iconografía de san Jerónimo en su studiolo y las representaciones similares de Erasmo o Lutero, apuntan a este carácter de modelo de imitación. Llama la atención Jacob (1965, p. 448) sobre la creciente presencia de textos de Agustín, Jerónimo, Ambrosio y Crisóstomo en las bibliotecas medievales en los días del Petrarca. 9 Belarte Forment (1992, pp. 381-382) define en términos morales el humanismo cristiano de Vives. Muy recientemente Clark (2002, pp. 333) define el humanismo cristiano de san Agustín como un «aprecio del ser humano como esencialmente bueno», de forma que «un acercamiento humanista al mundo se centrará en los derechos y los intereses del individuo».
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votio moderna, interiorización, reforma protestante y católica..., y en todos estos campos se puede expresar el sabio cristiano. Pero no debemos olvidar que el punto de partida del humanismo es el cultivo de las humanidades y el trabajo textual con los clásicos; y que la aportación del humanismo cristiano en este complejo mundo será el m é t o do de trabajo y su aplicación a los textos de la tradición cristiana. Ciertamente la unión de estos dos términos, «humanismo» y «cristiano», encierra la conjugación de dos realidades aparentemente contradictorias: lo humano entendido como actividad civil, que propone una formación en letras orientada a la vida en la polis, como explicó Hans Baron; lo «cristiano» entendido, sin embargo, como reflexión teológica encaminada a la piedad, como forma de vida individual. Así, el humanismo cristiano se entiende como la unión de letras y piedad, la docta pietas como aspiración de erudición y acercamiento a Dios o como un ideal educativo surgido de la voluntad de compaginar la doctrina cristiana con la cultura latina. E l punto de partida para esta concepción del humanismo cristiano en el Renacimiento son Valla y Erasmo. E n ellos la religiosidad humanista se fundamenta en el retorno a las fuentes del cristianismo, la exhortación a la lectura y reflexión personal de la Biblia, la vivencia individual del cristianismo interior sobre el modelo de Philosophia
Christi: pietas et litterae . w
Siendo verdad, esa visión puede provocar sin embargo algún grado de imprecisión, pues insiste en sólo una parte de lo que le es propio al humanista en el terreno de la religión y precisamente la parte que viene después. Creo que antes que por una religiosidad, entendida como elemento integrante de la educación moral del individuo, debemos insistir en la caracterización del humanista cristiano por una actitud «filológica», que consistirá en un método crítico con voluntad de ciencia en el trabajo intelectual con las fuentes textuales que le son propias, la Biblia y los Padres 1 1 . Así lo reconoce el Brócense al opinar sobre Erasmo en su segundo proceso que «Erasmo era muy docto en
10 Del hermoso libro de Rico (1993, p. 145) se extrae un sentido del humanismo cristiano que toma a Erasmo como paradigma: «El núcleo de la religiosidad erasmiana es asimismo el núcleo de la religiosidad característica de los humanistas». 11 «C'est secondairement qu'apparaît dans cet ensemble une certain conception du monde; l'humaniste s'attache par le moyen des lettres "qui forment l'homme" a perfectioner l'homme et à l'enrichir» (Weiler, 1967, p. 31).
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letras de humanidad y que había hecho mucho servicio a la Iglesia en lo que escribió sobre la Escritura»
(Proceso, p. 107, subrayados míos).
E l adjetivo «cristiano», aplicado al humanismo en su contexto histórico renacentista, no tiene tanto que ver con la concepción de un mundo organizado desde la pietas, o con la calidad moral del individuo, n i siquiera con la confianza en la salvación como objetivo final de una labor pastoral, sino con la procedencia de los textos con que trabaja, el objeto de estudio y con la perspectiva metodológica adoptada. L o caracterizador del humanismo cristiano en el Renacimiento, es a m i entender, no tanto el contenido humano de la religión (que tendría su expresión máxima en ese cristocentrismo teológico de raíz paulina encaminado a la pietas, y que vendrá después, como consecuencia del estudio), cuanto la orientación exegética del estudio de las lenguas, el modo filológico de acceso a los textos para declararlos de múltiples formas y explicarlos de manera comprensible 1 2 . Si el h u manista, al decir de Baltasar de Céspedes, comienza por aprender los lenguajes para interpretar los escritos del pasado, el humanista cristiano orienta ese aprendizaje lingüístico a la edición e interpretación de un texto que se convierte en el centro de su ejercicio: la Biblia. Si el protagonista del humanismo es el gramático, el erudito experto en lenguas clásicas y antigüedades greco-romanas, a las que accede con ayuda de técnicas y métodos bien elaborados que son los de la filología, al protagonista del humanismo cristiano habremos de buscarle un perfil similar 1 3 , pero aplicado ahora a otros textos, no a los poetas o historiadores, sino a los textos de la tradición cristiana, los bíblicos, que el humanista cristiano edita, traduce, anota o comenta. Si no precisamos esta actitud «científica» o metodológica ante el texto como marca del humanismo, caemos en la generalización de llamar «humanista cristiano» a cualquier autor cuyos escritos trasluzcan unos ideales espirituales de raíz paulina destinados a la formación moral del cris-
12 «Les méthodes critiques de la philologie, mises au point par les humanistes [...] sont pratiquées ici... pour rendre mieux accessibles les sources tant apréciées de la vie chrétienne: la Bible et les ouvres des Péres» (Weiler, 1967, pp. 41-42). Es el enfoque también de Bentley, 1983, para quien entre 1440 y 1540 se produce una reorientación en la tradición occidental de estudios del Nuevo Testamento, que constituye la raíz del humanismo cristiano. 13 Parafraseo la definición de Pérez, 1988, p. 357. Ver también Camporeale, 1993, p. 118.
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tiano. Y entonces, toda la literatura espiritual del siglo x v i es humanismo cristiano. Para mí, el humanista cristiano es antes que nada b i blista. Esta perspectiva se fija ya, casi en todos sus términos, en la primera introducción sistemática a la exégesis bíblica, el De doctrina Christiana de San Agustín, u n texto clave mucho más que por la aplicación de la retórica clásica al mundo cristiano (aspecto casi limitado al libro III) por la definición completa del ideal de sabiduría del sabio cristiano 1 4 . Ya en el prólogo establece su propósito: presentar las normas para que los estudiosos de la Escritura puedan exponer con claridad lo que deseen. Queda claro que la exposición de la Escritura no es negocio que pueda atenderse sin preparación; es el experto, que se ha formado mediante la lectura y la reflexión, a quien compete el oficio de explicar u n texto cuajado de dificultades lingüísticas (el hebreo es lengua ambigua) y teológicas. La inteligencia de la Escritura requiere además que el sabio lo sea no sólo por su ciencia, sino también por la bondad de su vida. Sabiduría es así, referida al sabio cristiano, u n concepto complejo, que añade a la ciencia la bondad, a los saberes propios del erudito la conciencia de que la verdadera sabiduría procede de Dios y a él debe encaminarse; el studium es entonces dedicación esforzada a la adquisición de saberes para ser doctus y a la p u r i ficación del alma para ser sapiens (II, 38, 57); método y temperamento. E l ejercicio del biblista requiere una serie de actividades científicas, de las cuales la primera es la lectura; la siguiente la investigación de los preceptos, y la tercera la declaración de los lugares oscuros mediante los claros (II, 9, 14). Y aquí comienza la verdadera formación humanística del biblista, pues la primera herramienta que requiere es el conocimiento de las lenguas latina, griega y hebrea (II, 11, 16); la segunda, el cotejo de los códices para enmendarlos, es decir, la actividad propia del crítico textual; la tercera, el uso de las ciencias auxiliares, incluso de las profanas (II, 18, 28). Por este camino entran en el curriculum del biblista la Historia, las Ciencias Naturales y Mecánicas, la Astronomía, y el resto de saberes que organizan la cultura medieval, de la Dialéctica a la Aritmética 1 5 . Y con ellas el doctus christianus Avilés, 1977, p. 102. Respecto a esta disciplina disputationis la actitud de San Agustín se parece mucho a la que mantienen los humanistas cristianos en el siglo xvi: es muy útil siempre que no se aplique a cuestiones pueriles o capciosas (II, 31, 48). 14
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podría aplicarse con sumo provecho para todos a la elaboración de l i bros útilísimos para la comprensión de la Escritura, sobre los nombres de los animales, las plantas, las piedras, los metales, los números, la historia profana, etcétera (II, 39, 59), es decir, la exposición de realia que con frecuencia llevarán a cabo los humanistas del siglo x v i . E l libro I V fija desde el inicio el officium doctoris christiani: tractator Divinarum
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(IV, 4, 6). U n poco más adelante lo especifica:
la sabiduría del doctor christianus no se contenta con leer o memorizar
la Escritura, sino que debe con diligencia indagar los sentidos y la comprensión del texto, esto es, actuar como un erudito, pero sabiendo que el fin último de la sabiduría es Dios (IV, 5, 7). Sapientia et eloquentia es la pareja clave que resume la actividad del biblista, ut appareat quod latebat, para que se aclare lo no evidente, pero también como instructor de lo bueno y de lo malo (bona docere et mala dedocere), defensor de la fe y debelador del error (defensor rectae fidei et debellator
erroris). D e esta doble condición de la sabiduría derivan dos actividades del doctor christianus: una, la del especialista en Biblia, dotado de las
armas del humanista (lenguas, crítica textual, ciencias profanas auxiliares) y centrado en editar, traducir, comentar correctamente la Escritura, texto profundo y difícil que requiere no sólo un lector u oyente, sino un experto expositor (IV, 21, 45). Esta es la labor que específicamente podríamos llamar científica, «humanista». Otra, la de quienes, con mayor o menor formación, se dedican a transmitir doctrina moral. M e he detenido en el texto de San Agustín, porque por su autoridad será un referente esencial en la formación del ideal del sabio cristiano en el Siglo de Oro, y en la discusión hermenéutica que lo caracteriza, como veremos después 1 6 . 16 Las reflexiones más o menos académicas sobre los saberes profanos o sagrados fueron comunes a lo largo de la Edad Media. Hay toda una tradición desde Rábano Mauro (De clericorum institutione PL 107) y poetas medievales como Sedulio Scoto (Carmen Pastorale), hasta el muy influyente Pseudo Boecio (De disciplina scolarium), de amplísima tradición textual manuscrita e impresa (editado todavía en el siglo xvi como Boecio); o al más sistemático y casi «humanista» alter Augustinus, Hugo de San Víctor (De Scripturis et Scriptoribus sacris praenotatiunculae, PL 175 o más por extenso en la Eruditionis didascalicae libri septem, PL 176); muchos de ellos siguen los pasos del obispo de Hipona y señalan el camino de las reflexiones hermenéuticas áureas que culminan con Melchor Cano (De locis theologicis) o Sixto Senense (Bibliotheca Sancta).
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(studiosus, indagator, scrutator son
otros términos que San Agustín aplica al doctor christianus) podía hacer varias cosas con la Biblia desde presupuestos profesionales y científicos: editar, es decir, preparar u n texto mediante la collatio codicum; traducir, total o parcialmente, en prosa, pero también en verso (sobre todo los salmos), al latín o a lenguas vulgares, verbum a verbo o ad sensum, y la diferencia de método implicará una intención diferente de la traducción; anotar mediante apostillas, glosas marginales, o escolios finales, proponiendo traducciones alternativas, subrayando cuestiones filológicas o anotando brevemente sentidos diversos; comentar, es decir, explicar los diferentes libros que integran la Biblia, proponiendo distintos sentidos y adoptando diversos géneros.Tan diversos como se señala en el prólogo al lector de los Comentarios a Job de Cipriano de la Huerga (Alcalá, 1582): Namque iuxta cuiusque methodi proprietatem videas fere innúmeros librorum títulos ut Isagogen, Concordias, Scholia, H a r m o n í a s , Syllegmata, Paraphrases, Explanationes, Enarrationes et id genus alios Quae omnia satis indicant quam multiplex ac varia forma sit exponendi divina volumina.
Muestran estas diferenciaciones la precisión terminológica a la que se ha llegado en el Siglo de O r o en la ciencia propia del humanista cristiano, la exégesis, y obliga a tener presentes sus géneros, orientados a la erudición o a la divulgación. E n este territorio profesional del h u manista cristiano se acaba distinguiendo una casuística minuciosa en uno de los manuales exegéticos de mayor prestigio, la Bibliotheca Sancta de Sixto Senense, el texto que pide fray Luis para elaborar su defensa y el que pide también Gudiel con el mismo propósito. Allí pueden verse, dispuestos en cuadro y posteriormente explicados, todos los géneros de exposición methodica de la escritura; hasta 24 tipos (pero son i n numerables, dice) desglosados todos ellos mediante un sistema de llaves hasta generar una casuística asombrosa 17 . E l cultivo de los géneros académicos de la exégesis es la marca del humanista cristiano en la España
17 Senense, 1575, pp. 210-211. El cuadro —y todo el manual— resultaba de tanta utilidad, que se compendia en el Ars Interpretandi Sacras Scripturas del mismo autor, impreso en menor formato. En ámbito menos especializado, el complicado sistema de géneros exegéticos se percibe en Alejo Venegas, Breve declara-
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del Siglo de Oro, aunque pueden aparecer mezclados o encubiertos, como es el caso, entre otros, de los Humanae Salutis Monumenta de Arias Montano, mezcla de libro de horas, libro de emblemas y Biblia ilustrada, La perfecta casada, comentario moral al capítulo último de los Proverbios en forma de epístola o De los nombres de Cristo, diálogo c i ceroniano que da marco a una abundante explicación de pasos bíblicos. Además, la labor del humanista aplicado a la Biblia produce otras obras de contenido no específicamente exegético: gramáticas, imprescindibles como punto de partida para el conocimiento de las lenguas bíblicas, y en particular de la lengua hebrea (como la de Cantalapiedra, Institutiones in Linguam Stfnctám); libros de método herrnenéutico como las Regulae intelligendi scripturas sacras de Francisco R u i z de Valladolid, los Decem Hypotiposeon
de Cantalapiedra, las Regulae de sensibus scriptu-
rae de Sebastián Pérez, o incluso el De locis theologicis de Melchor Cano. O los trabajos sobre los realia bíblicos: historia, costumbres, arqueología, arquitectura, medidas, etcétera. E n resumen, creo que una perspectiva formal, más que doctrinal, es la que debe aplicarse inicialmente a la explicación del concepto humanismo cristiano, de forma que sea el trabajo y modo de acceso a los textos lo que determine la actividad del humanista. Si el comentario, la glosa, el escolio, la anotación, la traducción, todo género de declaración de textos clásicos y su edición caracteriza la obra del humanista 1 8 , el humanista cristiano hará lo mismo pero con los textos de su tradición, los bíblicos sobre todo, comentando, anotando, traduciendo, editando.
II Pero me asalta otra pregunta: ¿la mera dedicación a la exégesis asegura ya la categoría de humanista cristiano? U n repaso a la Bibliotheca Nova de Nicolás Antonio nos ofrece una larga lista de autores dedicados a comentar la Biblia en el siglo x v i . ¿Llamaremos a todos h u manistas cristianos? Y si no ¿cómo establecemos las diferencias? ¿Qué ción de las Sentencias y vocablos oscuros que en el libro del Tránsito de la muerte se hallan, cap. primero, al explicar «qué cosa es declaración y cuántas diferencias hay en ella». 18 Strosetzki, 1997, p. 385.
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distingue a León de Castro, cuando comenta a Isaías de Grajal quien a su vez comenta a Miqueas o de fray Luis de León o Arias Montano? Parece que necesitamos otro elemento de precisión en nuestro proceso de perfilar al biblista como sabio cristiano. Es decir, será preciso buscar ese elemento que sumar a la definición formal — e l cultivo de las letras divinas— para completarla, añadir al objeto y al método el temperamento intelectual, a la eruditio la sapientia. Los procesos inquisitoriales a algunos biblistas son piezas históricas que nos proporcionan claves para entender la manera de revestirse en el siglo x v i los temas de discusión preferente en el entorno del b i blismo y su infiltración en la cultura del Siglo de Oro. Permiten profundizar en el método que caracteriza la labor profesional y la nueva actitud intelectual del sabio cristiano, para llegar a sintetizar lo que constituye la esencia del humanismo cristiano. Desde las primeras denuncias se constata una crítica al gusto por las novedades', el 18 de febrero de 1572 Bartolomé de Medina declara que en la Universidad de Salamanca hay mucho afecto a cosas nuevas y poco a la antigüedad de la religión y fe nuestra y que esto es lo principal que se debe remediar [...] A los dichos tres maestros Grajal, León y Martínez ha visto este declarante afectos siempre a novedades. D e Cantalapiedra se dice en su proceso: «es novelero este señor que tal dice y amigo de novedades, menospreciando las vejeces católicas». D e estas acusaciones se extrae la proposición 4 a de la acusación: Non est respectus ñeque afectus antiquitatem, sed ad nova dogmata et particulares
sen-
tentias (p. 3). A ello responde Martínez: Dice que trato yo con ciertas personas amigas de letras humanas y de cierta cualidad; yo aseguro que hombre tan apartado de cuantas conversaciones hay que no le debe de haber en España. Porque en el barrio, por que no me estorben mi estudio, yo no hablo a nadie, sino a don Juan López u al doctor Becerril y el doctor Enríquez y don Antonio de Quesada, que no son humanistas... Voy a mi lición y de ahí a los libreros y tornóme a casa [...] Las novedades que dice son que el maestro fray Luis y Grajal y yo defendíamos la Biblia de Vatablo (p. 211).
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Sumamente interesante resulta este testimonio en el que se identifica el peligro de la novedad con las letras humanas y su aplicación a la Escritura. A quien carece de preparación suficiente le parecen novedades los fundamentos de la sabiduría cristiana concebida modernamente; por eso atacando al dominico M e d i n a ironiza Cantalapiedra: «pues los secretos de la lengua santa, si le parecen nuevos, será para él, que no reza otras horas canónicas si no esto». E l conflicto entre lo nuevo y lo viejo enfrenta dos conceptos de la ciencia bíblica, el basado exclusivamente en la tradición eclesiástica entendida como autoridad, y el fundamentado en un más perfecto conocimiento de las fuentes y que aplica sin temor las consecuencias científicas del método 1 9 . Las «novedades» del Brócense, por ejemplo, consisten en proponer correcciones iconográficas de la tradición o mejor comprensión de pasajes bíblicos desde la filología, porque lo saca «de los antiguos latinos y griegos y se ve en las pinturas de mármol de R o m a » , o porque «lo dice Josefo en su historia». La afición a «novedades» filológicas (como cargarse de un plumazo a las once m i l vírgenes), el ser «amigo de ir contra lo común» (p. 62) le vale al Brócense la reprensión del santo oficio, «mandándole que no se meta en cosas de Sagrada Escritura, sino en sola su gramática, pues no sabe más [...] sino que le parece que con lo que sabe de latín tiene licencia de hablar en teología y en la Sagrada Escritura, y para decir mal de los teólogos que no saben nada: arrogancia ordinaria de herejes destos tiempos» (p. 82). Este gusto por la novedad, apartándose de las opiniones comunes alimentadas de ignorancia filológica, es actitud propia del humanista, y del humanista cristiano, orgulloso de su saber y elitista. Por eso me parece un desenfoque el sentido en que entiende Américo Castro la «desestima de la innovación» como un riesgo para la forma interior de vida del español, frente a lo externo; más justo parece en cambio Maravall al poner en relación el humanismo con el descubrimiento del valor de novedad que conducirá a las síntesis progresistas del siglo xvm y al caracterizar a la sociedad conservadora barroca con el rechazo a la novedad ideológica 2 0 . La novedad es el elemento conflicti19 «Cette attitude nouvelle, ouverte, detachée de tout dogmatisme, paraít sen¬ sibiliser les esprits» (Weiler, 1967, p. 38). 20 Castro, 1952, p. 150; Maravall, 1979 y 1975, p. 270 y también pp. 453 y ss. Más casos del uso de la palabra «novedad» en el mundo de la exégesis romance, pueden verse en San José Lera, 1996.
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vo en no pocas cuestiones teológicas: la novedad, lo nuevo es sospechoso. Por eso cuando fray Luis de León testifica ante la Inquisición sobre las cosas que imagina pueden haber movido a sospechar de su ortodoxia, va apostillando: «no sé si a alguno le ha parecido novedad» y más adelante, « N o sé si a alguno, por no entendello bien, le ha parecido nuevo», y «no sé si a alguno le ha parecido cosa nueva, aunque a la verdad es de lo más cierto y antiguo que hay en la doctrina eclesiástica» 2 1 . E l repudio a las «vanas invenciones y nuevas doctrinas» lleva a identificar a quienes se dedican a trabajar filológicamente con la Escritura como «amigos de novedades». La construcción del edificio teológico medieval se había hecho desde interpretaciones bíblicas y dogmáticas convertidas en tradición incuestionable; algunos deseos de renovación espiritual se construían atendiendo a la construcción de nuevos sentidos que se desprendían del mejor conocimiento de los textos. Ser afecto a cosas nuevas supone entonces instalarse en esta nueva actitud exegética, que comporta cierta «temeridad» 2 2 . Sin embargo, la novedad en este campo de la exégesis es más bien relativa. L o que hay es una vuelta a principios agustinianos, que es i n terpretada como «novedad», pero que no es tal. Respondiendo a Bartolomé de Medina de las acusaciones de ser amigo de novedades, dice fray Luis de León que «como él ha visto poco y moderno, a quien desvuelve lo antiguo y lo que está en los santos y en los concilios, y lo trae a luz, llámale amigo de novedades» 2 3 . San Agustín había establecido sin dudas varios principios de los que se alimenta el h u manismo cristiano: 1. La necesaria formación filológica, que se especifica en el conocimiento de las lenguas bíblicas y en el recurso, cuando es necesario, a los originales para subsanar las dudas: «El mejor remedio contra la ignorancia de los signos propios es el conocimiento de las lenguas. Los que saben la lengua latina [...] necesitan saber otras dos para el
Proceso, 1991, pp. 53-54. Del Brócense dice el fiscal en su segundo proceso que es «temerario, muy insolente, atrevido, mordaz, como lo son todos los gramáticos y erasmistas» (Procesos, 1941, p. 165).Y Quevedo: «No blasono alguna novedad, que fuera mostrarme antes temerario que ingenioso». (Sobre las palabras que dijo Cristo a su Santísima Madre en las Bodas de Cana de Galilea). Proceso, 1991, p. 251. 21
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conocimiento de las Escrituras Divinas: la hebrea y la griega para que puedan recurrir a los originales cuando la infinita variedad de los traductores latinos ofrezca alguna duda» (II, 11, 16) 2 4 . O la revisión de los códices para presentar el mejor de los textos posibles, eliminando los errores de los copistas; algo que a fray Luis de León le vale la acusación de restar autoridad a laVulgata 2 5 . 2. Novedad se considera también la preferencia por el sentido l i teral dentro de los posibles en la interpretación de la Escritura, que se asimila a la actividad de los exegetas judíos. «Los verdaderos comentarios son aquellos que declaran rigurosamente la letra» había dicho Céspedes (p. 245) del humanista; pero el humanista cristiano tiene problemas para llevar a efecto este principio: la exégesis judía en el siglo xvi practicó la explicación literal mediante los mecanismos tradicionales de la Cabala y las novedades de aproximación gramatical y retórica al texto bíblico 2 6 ; así, el predominio de la hermenéutica literal en los humanistas fue vista como indicio de filojudaísmo. D e l recurso sistemático a los originales por parte del comentarista se sacan consecuencias sobre la preferencia por las interpretaciones rabínicas frente a las patrísticas. E n carta a Arias Montano de 1570 se queja fray Luis de León de que para León de Castro «todo lo que es letra o que tiene cosas de haber nacido de rabinos es para él cosa descomulgada». Por eso, la acusación de judaizar no se refiere tanto al origen converso o no del biblista sino a su actitud metodológica, que entraña riesgos para el dogma. U n o de los testigos que deponen contra Gudiel le acusa de «Que se daba tanto a la letra [...] que no le contentaba tanto que los hombres doctos truxesen otro sentido, sino el literal» 2 7 . Pero
24 Conviene recordar el papel que juegan en el proceso del P. Sigüenza las clases de hebreo que imparte Arias Montano en El Escorial, y que desatan las iras de algunos frailes de la comunidad que ven en ellas una pérdida de tiempo para cosas más esenciales, como la teología escolástica. Ver Proceso, 1975. 23 Ver Proceso, 1991, p. 82 y p. 503; también en los Informes acerca de ¡a corrección de la Vulgata (en Fray Luis de León, Obras completas castellanas, vol. I, pp. 985-987). Cuestiones de crítica textual se leen también en el comentario a Miqueas de Gaspar de Grajal (Salamanca, Mathias Gast, 1570, fol. 47a) rechazando la idea de que los códices hebreos hayan sido corrompidos por estrategia de los judíos. 26 Ver Bland, 1990. Causa, 1942, p. 54. 27
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también la defensa del sentido literal como base para el esclarecimiento de los sentidos figurados es de origen agustiniano (III, 27, 37). La actitud de los «sabios alegorines» incapaces de leer en la Escritura otra cosa que lo ya explicado por los santos en sentido espiritual, i n comoda a los maestros que como Cantalapiedra se plantean otra cosa y toleran mal la ignorancia cómoda disfrazada de celo: leyendo el sentido literal sale algún estudiante a interrumpir a este confesante el hilo que lleva y con alguna alegoría que ha oído predicar, y este suele decir para interrumpir al tal estudiante y que no vaya adelante: «con qué sale el sabio alegorín [...] no entiende lo que digo y vase al alegoría».
La letra se opone a la alegoría, la novedad humanista a la tradición de los santos. N o es que se desprecie la alegoría, de larga tradición exegética medieval, pero se es consciente, porque se ha leído en San Agustín (y en santo Tomás) de la necesidad de construir los sentidos desde el literal. 3. D e la aplicación de los conocimientos filológicos al texto recibido se extraen otras consecuencias: las propuestas de nuevas y más precisas traducciones y de correcciones de los códices, de las que se extraen nuevas interpretaciones, quizá contradictorias con las establecidas por la tradición patrística. Por eso en torno a la traducción y sus problemas se dirimen muchas de las cuestiones que son interpretadas también como novedades. La traducción es no sólo instrumento de d i vulgación de contenidos piadosos, sino elemento esencial e inicial de la exégesis: la traducción es siempre una interpretación. Traducir no es sólo verter palabras para transmitir contenidos o ejercicio retórico escolar de adquisición de estilo literario; traducir es interpretar y la traducción una forma de exégesis 2 8 . Así, en la prohibición de traducciones al vulgar no debe verse solamente la voluntad de impedir el acceso común a los textos sagrados —aunque también—, sino además, el deseo de evitar el peligro de la propagación de sentidos nuevos contra la consuetudo ecclesiastica.
28 Morreale (1979) ha mostrado cómo traducción y comentario constituyen un cuerpo estrechamente articulado en los comentarios a los salmos de Juan de Valdés. Una aproximación al campo de la traducción poética en el caso de fray Luis de León puede verse en San José Lera, 2003.
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Los problemas hermenéuticos de la traducción tienen que ver con la a m b i g ü e d a d de la lengua hebrea, c o m o recuerda también San Agustín (III, 27, 40); allí justifica la oscuridad por disposición divina, para evitar tanto la soberbia del erudito, como el desprecio hacia lo excesivamente fácil (II, 6, 7) 2 9 . E n el proceso de Cantalapiedra leemos algunos juicios iluminadores, como que una cláusula de la Biblia se expone de muchas maneras, y así de una manera expone la Vulgata, y es de fe; de otra los hebreos, y así dice San Agustín que quiso Dios fuese la Escritura ambigua para que fuese más fecunda y luciese muchos sentidos. Y en otro lugar: «Que la lengua hebrea es equívoca, yo no tengo la culpa; pídanlo a Dios que la hizo» (p. 212). Cuando fray Luis de León actúa como traductor al frente de sus comentarios, no sigue sistemáticamente la Vulgata, sino que su traducción ad verbum está muy cerca de la literalidad de Pagnino, e incorpora como rasgo de estilo la ambigüedad, que no sólo pretende reflejar el «aire hebreo», el estilo, sino que es el mecanismo que permite la interpretación compleja, la «preñez de sentidos», pues de la ambigüedad se derivan las interpretaciones múltiples 3 0 .
29 Fray Nicolás Ramos, calificador en el Proceso de Cantalapiedra recuerda a san Agustín, donde dice «que quiso Dios que fuese oscura [la lengua de la Escritura] para con el trabajo domar nuestra soberbia y para quitar el fastidio de nuestro entendimiento» (p. 78). Fray Luis de León argumenta: «pues es cierto según la doctrina de san Agustín que en un mismo paso y por unas mismas palabras el Spíritu Santo dice dos y tres y más sentencias diferentes... por eso usó de aquella palabra, que es palabra equívoca y indiferente a entrambas significaciones» (Proceso, 1991, p. 260. Ver también p. 262, p. 303, y p. 512). 30 Así se expresa fray Luis en el Informe acerca de la corrección de la Vulgata: «con la Vulgata ni con otras cien traslaciones que se hiciesen, aunque más sean al pie de la letra, se pondrá la fuerza ["eficacia semántica"] que el hebreo tiene en muchos lugares, ni se sacará a luz la preñez de sentidos que en ellos hay» (Obras completas castellanas., vol. 1, p. 987).Y en este contexto se explica el sentido de la traducción que coloca al frente de la Declaración del Cantar de los Cantares de Salomón, donde busca palabras romances de variedad de significaciones «...para que los que leyeren la traducción puedan entender la variedad toda de sentido a que da ocasión el original si se leyese, y queden libres para escoger de ellos el que mejor les pareciere» (subrayado mío). Cito, por comodidad, de la edición preparada por mí, Salamanca (Clásicos Salamanca), Ediciones Universidad de Salamanca, 2002, p. 26.
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La traducción es así un ejercicio hermenéutico, donde lo que i m porta es asegurar la multiplicidad de los sentidos. Por eso, quien comenta directamente de laVulgata sin más matiz de otras traducciones, acomodándose a lo dispuesto en Trento, está perdiendo un elemento clave del método hermenéutico del humanista cristiano. La posibilidad de entender lugares de la Escritura de manera diferente a como lo hacen los santos, que se deriva de las nuevas traducciones propuestas al hilo del mejor conocimiento de lenguas y particularmente del hebreo, es novedad y comportamiento «arrogante y temerario», como se acusa a Cantalapiedra (ver supra n. 22). ¿Cuál es en fin la actitud del humanista cristiano ante su ciencia? E l repaso de estos temas centrales de la hermenéutica del siglo xvi muestra a los humanistas cristianos marcados negativamente por sus adversarios como «afectos a las novedades», que son en realidad aplicación sin prejuicios de principios hermenéuticos (de crítica textual, traducción e interpretación de sentidos) de la tradición eclesiástica, elaborados por San Agustín. Las acusaciones de heterodoxia que se derivan de ese gusto por la novedad, son el resultado de una no aceptación — o no sin discusión— de lo impuesto por una tradición que se respeta pero que se siente mejorable. Quizá la categoría de humanista cristiano deba reservarse entonces para quien ofrece un planteamiento metodológico que, a pesar de ser tradicional, es arriesgado según el signo de los tiempos, porque se interpreta como novedad, y esa novedad implica cierta actitud de subversión de los valores impuestos por la ideología dominante y de arrogancia intelectual: «Los tiempos andan peligrosos; cierto sería mejor andar al seguro y sapere ad sobrietatem» dice Cantalapiedra 3 1 . E l miedo a la n o vedad y la moral de acomodación son contrarios al compromiso intelectual de los biblistas, conscientes de que los temas no son nuevos, pero plantearlos en esos «tiempos recios» es peligroso. Así como los humanistas ponen la novedad de su esfuerzo en un retorno a las fuentes clásicas y en una imitación del estilo de los buenos autores, los humanistas cristianos retornan a las fuentes y encuentran en la relectura de San Agustín los argumentos de la tradición para 31 Cantalapiedra, Salamanca 20 de marzo 1572, carta al obispo de Plasencia, Proceso, 1946, p. 119. Es lo que quiere uno de los testigos que deponen contra fray Luis: «que yo no quiero saber más de lo de Santo Tomás y los Santos y mis maestros Soto y Cano, y no novedades» (Proceso..., 1991, p. 121).
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justificar sus novedades hermenéuticas, que quieren más científicas, más modernas, casi más racionalistas, por menos dogmáticas, pero que no son nuevas, sino renacidas y aplicadas sin prejuicio 3 2 . Esta actitud es la que diferencia a quien simplemente cultiva la exégesis con más o menos acierto o arte, del auténtico humanista cristiano, un método filológico y un temperamento intelectual que rechaza el acomodo y que muestra que, al menos en territorio español, el humanismo cristiano se resistió a desaparecer con la reforma católica. C o n el transcurso del tiempo, la imposición de los modelos de religión contrarreformista relegarán el biblismo como actividad del h u manista cristiano casi al territorio de la heterodoxia, en beneficio de una renovada teología dogmática. Además, el peligro intelectual echa para atrás a no pocos, y las escuelas de lenguas bíblicas se vacían 3 3 . E l nuevo ambiente no predispone para el estudio bíblico al modo h u manista: para la fe basta oír y creer, no es necesario leer y ver a riesgo de caer en la culpa de la soberbia y del error, en la tentación de la serpiente. E l asunto es en cualquier caso complejo, requiere m i l otros matices y presenta aún múltiples ramificaciones que sería arduo desbrozar ahora. M á x i m e cuando se reflexiona, como es m i caso, más desde la constatación de incertidumbres que desde el asentamiento de firmezas. H e querido simplemente repasar desde la perspectiva de la Filología, un concepto esencial para nuestra cultura áurea; una época en la que en torno a la hermenéutica bíblica se despachan cuestiones intelectuales cuyo peso en la construcción de la historia cultural y l i teraria es incuestionable y cuya consideración, al margen de planteamientos doctrinales, no deja de ser necesaria para entender el modo de vida y la dimensión histórica del sabio cristiano.
San Agustín es la autoridad de más peso que manejan los procesados para su defensa: al día siguiente de morir fray Alonso Gudiel (16 abril de 1573) se hace inventario de sus cosas en la cárcel; entre los libros: las obras de san Agustín en once cuerpos de marca mayor, encuadernados en tablas de cuero leonado; fray Luis de León pide, al poco de ser detenido (31 de marzo de 1572) «El tomo de sus obras (de san Agustín) donde están los libros De doctrina christiana». 33 Kagan (1981, p. 262) cita el informe de la Universidad de Salamanca en 1714 en el que se constata la ausencia de estudiantes de griego y hebreo, parte por falta de maestros y sobre todo porque este estudio de Sagradas Lenguas no tiene premio después. 32
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Termino invitando a reflexionar acerca de la definición del humanista cristiano, pues, como sabían muy bien los escolásticos, la definición es el presupuesto de cualquier disciplina. Quizá valga la pena recuperar este viejo principio en nuestro horizonte m e t o d o l ó g i c o , porque puede y debe servirnos para cobrar conciencia de lo débil de nuestras certidumbres, escamoteadas debajo de los nombres aceptados de las cosas.
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EL H I S T O R I A D O R D E L SIGLO D E O R O O LA HISTORIA C O M O «NARRACIÓN DE VERDADES P O R H O M B R E SABIO P A R A E N S E Ñ A R A B I E N VIVIR»
Jesús M . a Usunáriz Universidad
de Navarra
Asegúrate que no ha habido más hechos ni más heroicos que los que han obrado los españoles, pero ningunos más mal escritos por los mismos españoles. Las más destas historias son como tocino gordo, que a dos bocados empalagan. No escriben con la profundidad y garbo político que los historiadores italianos, un Guiciardino, Bentivollo, Catarino de Avila, el Siri y el Birago en sus Mercurios, secuaces todos de Tácito. Creedme que no han tenido genio en la historia...1
1. L A H I S T O R I A E N LA E S P A Ñ A D E LOS SIGLOS X V I Y XVII
Resulta paradójico que las duras palabras del personaje de Gracián nos sirvan para introducir la figura del historiador como sabio en la España del Siglo de Oro. Sin embargo el estudio de la evolución de las formas de hacer Historia durante los siglos xvi y XVII, y sobre todo, el papel de la Historia y del historiador como instrumento político del poder real y como uno de los definidores o diseñadores de un lenguaje político y de unas ideas políticas, pueden ayudar a mitigar las negativas impresiones que el juicio del autor del Criticón pudieran habernos transmitido.
1
Gracián, El Criticón, pp. 720-721.
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Para ello debemos trasladarnos a finales del siglo x v e inicios del siglo x v i , estudiados magistralmente — e n lo que a la Península se refiere— por Robert Tate. La historia era, para los humanistas, una variante de la retórica, de ahí la necesidad de contar con u n gran estilo para narrar los acontecimientos 2 , en donde el decoro brilla con luz propia, pues los hechos heroicos eran los propios de la «dignidad de la historia» 3 . E n este sentido muchas de las obras escritas en esta é p o ca responden a unas pautas comunes: hechos militares magníficamente descritos, con u n protagonista revestido por la aureola del héroe, usando de su «retórica para ganar batallas» 4 . Pero los humanistas no se quedan sólo en la imitación, en la retórica. Son ellos los que reivindican la historia como u n género independiente —e incluso superior— de la filosofía o de la poesía 5 . Y es que la Historia no sólo era estilo. Tenía u n fin moral y político. E l i n terés por la Historia, y su papel de propaganda ya había sido advertido desde finales del siglo x v 6 . Los historiadores podían explicar lo que había sucedido y sobre todo lo que estaba sucediendo, lo cual podía servir de ejemplo y consejo para el gobernante. La obra histórica se convierte así en u n instrumento útil para defender actitudes, hechos y posiciones políticas 7 y con ello fomentar el patriotismo en unas monarquías en creciente ascensión hacia el Estado moderno. E n efecto, son muchos los autores que destacan la importancia de las obras históricas renacentistas como manera de justificar la actuación de sus príncipes 8 . Algo que lo distingue de las crónicas medievales y lo enlaza con el pensamiento clásico de Tucídides o Tácito 9 . C o m o recuerda Eulalia Durán, al comparar la historiografía castellana y aragonesa del x v i , más que la idea ciceroniana de la historia como «magistra vitae» —que también está presente— cobra en estos autores relevancia la definición de Maquiavelo de «historia ancilla scientae politicae», «historia, servidora de la ciencia política» 1 0 .
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Hinojo, 1991, pp. 43 y ss. Burke, 1969, p. 105. Según expresión de Garin, 1981, p. 149. Kelley, 1980, p. 577. Jiménez Clávente, 2000, p. 197. Tate, 1970, Regolosi, 1991, p. 3. Kagan, 2001. Kagan, 2001. Burke, 1969, p. 135.
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Llegamos así a los epígonos del Quinientos. U n «pirronismo histórico» se extendió por Europa 1 1 . La historiografía europea se encontraba ante la encrucijada que se le abría en el horizonte entre «la reabsorción de todo un mundo antiguo y la construcción de un mundo nuevo» 1 2 . La ruptura religiosa, el descubrimiento de América, las críticas cartesianas o la hostilidad de Francis B a c o n 1 3 , el desarrollo del Estado y de las realidades nacionales, obligaron a una renovación metodológica. Asistimos así al abandono progresivo de las «autoridades» antiguas y medievales, en beneficio de otras fuentes sometidas a un profundo análisis crítico, potenciado gracias al desarrollo y perfeccionamiento de las ciencias auxiliares como la epigrafía, la paleografía o la diplomática 1 4 : cada nación volvía su mirada con el fin de recuperar u n pasado prop i o 1 5 . Los clásicos seguían siendo patrones a imitar, mas la observación de los hechos presentes, de la realidad política, abría nuevos campos de reflexión. La universalidad a la que debieron enfrentarse los historiado-
10 Durán, 2000, p. 29. Si bien es verdad que otros autores, como Kelley, apuntan que la radical transformación de la historia desde su definición como «artes historicae» a su consideración de «scientia», fue producto de la labor y del m é todo de autores franceses y alemanes a finales del siglo xvi. Sería Bodin el que definiría a la historia no sólo como una ciencia sino super scientias omnes y La Popeliniére la describiría como una vocación casi religiosa (1980, p. 578). 11 Sánchez Marcos, 1988, p. 151, n. 27. Muy interesante al respecto O'Flaherty, 1991, pp. 31-48. O bien el capítulo IV de Franklin, 1963. 12 Martín Acera, 1976, p. 17. 13 Sánchez Marcos, 1988, pp. 151 y ss.; Olábarri-Caspistegui, 1999, pp. 151 y ss. 14 Afirma Alvar, muy oportunamente: «A la altura de 1600 se ha dado un salto cualitativo ya: la verdad está en los papeles de archivo, y lo que no se puede constatar por ellos, es susceptible de ser puesto en duda. La auctoritas del escritor anterior ya no es tal, si no cita sus fuentes de información. Incluso la experiencia personal puede llegar a no tener cabida como fundamento histórico» (2000, p. 229). 15 Desan, 1993, p. 18. Son muy interesantes las conclusiones de los trabajos de Huppert, 1973 y de Dubois, 1972. En España, por ejemplo, la Historia colaboró en el resurgir de las realidades nacionales con la recuperación del pasado godo, lo que los autores vienen a denominar «goticismo». Ver un resumen en García Cárcel, 1989. A este respecto son también de gran interés las aportaciones de Rucquoi, 1992, pp. 341-352; Redondo, 1992, pp. 353-364; y Armogathe, 1992, pp. 383-388. Más antiguo, Clavería, 1960, pp. 357-372. Alfredo Alvar insiste en el significado nacionalista de esta vuelta a los godos: «los orígenes españoles están en los godos, y no en los romanos; los godos empiezan con el Diluvio, señorean Roma, y luego España» (2000, p. 223).
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res españoles, ante el descubrimiento del Nuevo M u n d o , les planteaba problemas «para cuya solución de nada les valían las enseñanzas de los historiadores clásicos» 1 6 . Surge así una historia humanística 1 7 que r o m pe con ideas clásicas que habían recuperado y hecho suyas los humanistas, como el concepto cíclico de la historia 1 8 , con la idea tan cara a los hombres del Renacimiento de la fuerza sobrenatural de la «fortuna» 1 9 , o con una historia hecha por y para la erudición y la elocuencia 2 0 . Mantienen, sin embargo, que la historia sea para utilitas
civilis . 21
Pero ésta ya no se basa tanto en los exempla clásicos, pues éstos son sustituidos por el más palpable y cercano suceso 22 , con un contenido m o ral y ejemplar más que retórico y elocuente, de cuyo estudio podían derivarse reglas generales de comportamiento 2 3 . Esta se convierte en la
Martín Acera, 1976, p. 18.También Fernández Álvarez, 1955, p. 47; Montero Díaz, 1941, pp. 7 y ss.Y no sólo españoles. Como apunta Sypher, en su artículo sobre la obra histórica de Bacon y La Popeliénere, ambos autores abandonaron los criterios filosóficos y literarios de los historiadores del Renacimiento y su admiración de los clásicos y la sustituyeron por la «utility as measure of civilization» (Sypher, 1965, pp. 354-355). 17 El término hecho suyo por Olábarri-Caspistegui, 1988, procede del trabajo de Hay, 1977, cap. 7. 18 Será con Coluccio Salutati con quien el Humanismo intentó superar este concepto de historia cíclica, Cortijo Ocaña, 2000, p. 39. 19 Sypher, 1965, p. 358. Como se refleja en parte en la obra histórica de Nebrija: «La historiografía renacentista no se planteó con claridad los problemas filosóficos esenciales ni las causas de los acontecimientos históricos en sus niveles más profundos. En este terreno se recurre con frecuencia al tópico clásico de la Fortuna y al carácter voluble e inestable de la misma» (Hinojo, 1991, p. 56). 20 Cochrane, 1980, pp. 21-38. Algo parecido apunta Maravall: el siglo xvn había supuesto el fin del ideal del humanista de la erudición literaria: «Las letras no se creen ya suficientes para llevar la sabiduría al alma. Queda un gran respeto a la erudición literaria, eso sí [...]. Pero la experiencia retórica del humanismo había fracasado» (Maravall, 1997, p. 62. Ver también Cortijo Ocaña, 2000, p. 16). 21 En expresión de Cortijo Ocaña, 2000, p. 40. 22 Al referirse a Mariana, Sánchez Agesta lo demuestra. Mariana apenas incluye en sus citas a Aristóteles (20 veces), Platón (12) San Agustín (5), Cicerón (4), Virgilio (4) y Tácito (6), y algunas sueltas a Felipe de Cominges, Tertuliano y otros. «El propósito de prescindir de toda carga erudita es manifiesto. No es la autoridad de los autores sino la enseñanza de los hechos, que recargan la obra con relatos incluso pintorescos, lo que interesa a Juan de Mariana, que trataba de escribir una obra popular y pedagógica, aunque la publicara en latín» (Sánchez Agesta, 1981, p. XVII). 16
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forma de conocimiento más eficaz para el desarrollo de la vida pública 2 4 . ¿ N o era esta una forma de aplicar a la Historia el empirismo de las ciencias? 25 Y cambia también su público, relativamente amplio, ansioso de conocer, en su propia lengua, los acontecimientos contemporáneos 2 6 . Es la historia real, la historia política, en donde el protagonismo ya no lo tiene el héroe, sino la colectividad 2 7 , que tiene u n público entre las clases medias letradas28 y por ello es, a su vez, la que más atrae
Nos lo recuerda Maravall al analizar el pensamiento de Alamos de Barrientos, (1984, pp. 458-459). Ver también Maravall, 1955, p. LV o Sánchez Marcos,1988, p. 154. Sigue aquí las apreciaciones de Carbonell, 1985, pp. 83-95. Algo común a otros intelectuales europeos como Bacon, ver Sypher, 1965, p. 357. 24 Cortijo Ocaña, 2000, p. 40. Alfredo Alvar se muestra taxativo: «la historiografía del xvi y principios del xvn en España no es más o menos retórica, o más o menos Ciceroniana, o imita a Livio o a Tácito por cuestiones estilísticas, o inventa fábulas o mantiene fábulas antiguas, o fracasa en el entroncar a los reyes de España con los godos, o escribe sobre hechos de los castellanos en Indias (de los castellanos, a veces, y no sólo de los españoles) todo ello porque sí, sino por unos motivos claramente ideológicos, esto es, políticos..., y si se me apura político nacionalistas» (Alvar, 2000, p. 217). Apreciaciones similares para la labor de los historiadores ingleses en la épocaTudor en el trabajo de Alford, 1999, p. 548: «Political historians seem to recovered political history, and it is an exciting read». 25 Autores como Herbert Butterfield o F. Smith Fussner ya apuntaron la estrecha relación entre la revolución científica del siglo xvn y el desarrollo de la historia europea. Así lo recoge Sypher, 1965, pp. 353-368. 26 Olábarri-Caspistegui, 1999, pp. 152 y 155. En este sentido es interesante la definición que hace Covarrubias de la Historia: «Es una narración y exposición de acontecimientos passados, y en rigor es de aquellas cosas que el autor de la historia vio con sus propios ojos y da fee dellas». Y al parecer, como mal menor «basta que el historiador tenga buenos originales y autores fidedignos de aquello que narra y escribe y que de industria no mienta o sea fluxo en averiguar la verdad antes que la assegure como tal» (Covarrubias, Tesoro de la lengua, p. 692). 27 Sánchez Diana, 1974, p. 969. Muy en la línea del pensamiento de otros historiadores, como La Popeliniére, para quien la historia debía describir «the ecclesiastical orders, nobility, justice,finance,business, manufacturing, trades, and other such vocations of which the whole state is composed, for the purpose of making known their origin, progress, changes... together with the laws, ordinances, customs, nature, manners and habits of its people and its neighbors, the magistrates and officers, the punishments and rewards: the good and bad efects, in short, which come to us from good or bad government of the state» (citado por Sypher, 1965, pp. 357-358). 28 El lector de Historia del Alto Renacimiento, según Hay, eran clases medias atraídas por libros que narraran «contemporary affairs, or else told in mellifluous style the story of nation» (1977, p. 133). 23
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al poder por cuanto ve en esta forma de hacer historia extender su influencia a la población. Por esta razón y no hay que relegar, a pesar de las palabras de Gracián este texto, el papel de los historiadores españoles en la una teoría si no original, sí propia de hacer Historia 2 9 .
una manera de en esta tesitura que encabezan elaboración de
2. ¿POR QUÉ HACER HISTORIA? ¿POR QUÉ REFLEXIONAR SOBRE LA HISTORIA? Si para algunos humanistas la Historia había quedado supeditada a la retórica, a un ejercicio a veces más de estilo, apenas era necesario teorizar sino que bastaba remitirse a las aportaciones ciceronianas. Ya Fox M o r c i l l o se quejaba de la escasa importancia que en España se había dado a la historia nacional y su reflexión. Es precisamente a partir de Fox, y tras la publicación de su De Historiae institutione (1557), cuando comienza un período donde la producción historiográfica se multiplica con la aportación de autores como Juan Páez de Castro, Juan Costa, Luis Cabrera de Córdoba, Bartolomé L. de Argensola, Antonio de Herrera, fray Jerónimo de San José, entre otros muchos. Pero no quisiera detenerme en esta exposición exhaustiva — n i siquiera superficial— de la doctrina de la historia de los tratadistas españoles del Siglo de Oro. N o haré mención de sus reiteradas alusiones a los clásicos latinos, a su estilo, a su defensa de la verdad, al uso cada vez más habitual de fuentes documentales 3 0 . Si los cronistas e historiadores del momento reflexionan sobre la Historia, es porque, en gran medida, ésta pasa a ocupar un papel de influencia en el mundo de la Corte, en una doble vertiente: por un lado la historia pasa a ser un elemento básico en la formación del príncipe, y de ahí el desarrollo de la preceptiva histórica, que contaba con precedentes y con una tradición clásica 3 1 y que en el siglo x v i se recupera gracias al trabajo de
Lo recordaba muy acertadamente Cepeda Adán, 1986, pp. 530-531. Diferentes citas en Martín Acera, «Verdad y objetivismo...», p. 22 o San José, Genio de la historia, p. 269. O las recogidas por Strosetzki, 1996, pp. 514 y ss. 31 Cortijo apunta a los tratados y reflexiones sobre la Historia de Dionisio de Halicarnaso, de Luciano, Aristóteles, Herodoto,Tucídides, Tácito, Tito Livio, etcétera (Cortijo Ocaña, 2000, pp. 18 y ss.). 29
30
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los italianos Sperone Speroni y Robortello 3 2 , y en España, de la mano de Fox M o r c i l l o y Juan Páez de Castro 3 3 . Pero también porque se profesionaliza (o en expresión de Kelley, se protoprofesionaliza), con la f i gura del cronista real, en u n fenómeno europeo iniciado en las ciudades italianas y extendido a las grandes monarquías europeas desde finales del siglo x v 3 4 . Pero ¿por qué razón la del historiador pasa a ser una profesión más? ¿Cuál es el porqué de su influencia? Quizás, lo habíamos apuntado ya, porque en toda Europa asistimos a u n resurgimiento generalizado del sentimiento nacional 3 5 . Cuando Mariana decidió escribir su historia general lo hizo, sobre todo, para ensalzar el pasado de España 3 6 . Pero esta no es la única razón. E l desarrollo de las doctrinas neoestoicas, de gran influencia en España gracias a la difusión de la obra de Justo Lipsio, que alababan las virtudes romanas, y que desarrollaban las tesis del disciplinamiento social, tan necesarias para el fortalecimiento del absolutismo 3 7 , y la difusión de Tácito, a la que tanto contribuyó el autor flamenco, hicieron que la Historia pasara a tener una función
Cortijo Ocaña, 2000, pp. 42-51. Cortijo Ocaña, 2000, pp. 58-62. Una historia práctica para «cortesanos, príncipes y emperadores necesitan gentes que cuenten los hechos y una disciplina con estatuto científico que prediga y regule su modo de actuación» (Cortijo Ocaña, 2000, pp. 15-16). 34 Kelley, 1980, p. 574. 35 Kelley, 1980, p. 580. 36 Martín Acera, 1976, p. 16. 37 Sobre la importancia de Lipsio en los hombres de estado españoles del siglo xvn, especialmente en los círculos intelectuales de Madrid y de Sevilla, ver Corbett, 1975, pp. 144-145. Nos lo recordaba también Elliott, 1990, pp. 219¬ 220 y su influencia en el joven Olivares, p. 241. Asimismo en Elliott, 1991, pp. 47-48. En concreto en la p. 193: «Sólo el gobierno real podía procurar la "justicia", el "rigor" y la "economía", consignas de una generación profundamente marcada por el ejemplo de la Roma imperial debido a sus lecturas de Tácito y Justo Lipsio, que en opinión, traían las esperanzas mejor fundadas, cuando no las únicas, de mantener cierto control sobre los hombres afectados por el pecado original, y sobre un mundo en un constante estado de mudanza. La cima de una visión del mundo y del hombre tan pesimista como ésta consistía, pues, en un concepto autoritario del Estado». Ver también las reflexiones de López Poza, 2002, pp. 694-695. Sobre el pensamiento de Lipsio son muy atractivas las reflexiones del Congreso que sobre su figura se celebró en Roma en 1997 (Laureys, 1998). 32
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de alto valor. Nos lo decía Botero, entre otros: la experiencia es la madre de la prudencia y una de las maneras de adquirirla era a través de la Historia. «Esta es la más completa, útil y barata forma de experiencia que puede fundamentar la prudencia de u n príncipe» 3 8 . La historia es, por tanto, «la escuela de la política»; el ejercicio de la Historia es ciencia política 3 9 . E l historiador queda así englobado entre los que logran la categoría de «sabios», integrante de «la res publica litterarum, en la que
ocupa u n puesto de relevancia político-civil-regente» 4 0 .
3.
H I S T O R I A Y POLÍTICA: C L Í O , AL SERVICIO D E LA C O R O N A ; AL SERVICIO DE LA RELIGIÓN
Por todo ello, la enseñanza de la Historia era clave para la formación de monarcas y dirigentes 4 1 . Las complejidades de la política europea hacían más que necesaria la historia como fiel instructora de la prudencia política 4 2 . Es verdad que Luis Cabrera de Córdoba defendía ante Felipe II que «el príncipe que no deja decir la verdad a sus historiadores, yerra grandemente con Dios y contra sí». Pero no es menos importante que la Historia fuera útil para los fines de gobiern o 4 3 . La Historia, lo sabía bien el Conde-duque, buen conocedor de la obra de Tácito y de Lipsio 4 4 , era un instrumento más de propaganda Citado en Murillo Ferrol, 1989, p. 131. Esta doble visión de la prudencia también en Lipsio. López Poza, 2002, pp. 695-696. 39 Citado en Fernández Santamaría, 1986, p. 144. 40 Cortijo Ocaña, 2000, p. 54. 41 «Gran parte de la literatura realista del barroco español admite que la política descansa sobre la base de las reglas capaces de ser aprendidas por medio de la experiencia que las lecciones de historia nos enseñan» (Fernández Santamaría, 1986, p. 144). En un fenómeno, una vez más, europeo: Sypher, 1965, p. 357, Cortijo Ocaña, 2000, pp. 55-56, o Cunningham, 1991, pp. 11-30. 42 Murillo Ferrol, 1989, pp. 110-111; Iñurritegui, 1998, pp. 185 y ss. 43 Sánchez Diana, 1974, p. 972. Lo señalaba Murillo Ferrol: «La complejidad de la vida política europea desde el Renacimiento hace de todo punto imposible para un príncipe el manejarse prudentemente con los datos solos de su propia experiencia y la de sus consejeros. El enlace íntimo de la política con la historia es la consecuencia de la creciente complicación de los operabilia que se ofrecen a la mirada del príncipe» (Murillo Ferrol, 1989, pp. 110-111; también en p. 113). 38
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Elliott, 1991, p. 48.
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política: «saeta [para] mortificar a nuestros enemigos» 4 5 . B i e n utilizada, podía servir para acallar críticas, elevar ánimos, unificar opiniones. Nada del idealismo que Sánchez Diana atribuye al historiador del Siglo de O r o 4 6 . Asistimos de esta manera a lo que M u r i l l o Ferrol denomina una «historificación de la política». D e hecho, la influencia de Tácito entre los historiadores se debe precisamente a esto y «significa la culminación de un proceso que condujo a la historiografía humanista del Renacimiento desde su originario interés informativo a una verdadera y propia función política, capaz de descubrir en los acontecimientos un significado universal, cual convenía a la deducción científica de las relaciones internas y externas de los Estados» 4 7 . Las aportaciones de Maquiavelo, o la publicación de las obras de Tácito abrieron el camino a la historiografía política y también al peligro del subjetivismo, por mucho que los teóricos descritos con anterioridad defendieran lo contrario 4 8 . D i e r o n lugar también a una profunda transformación: Dios
Kagan, 2001, pp. 122-126. «Junto con Olivares, el rey Felipe IV percibía la historia desde el punto de vista político, como una herramienta para la defensa del gobierno real» (Kagan, 2001, p. 127). Es más, como nos recuerda el mismo autor, el Conde-duque llegó a proponer en 1639 la creación del cargo de «historiador de España». Y aunque no llegó a existir como tal, autores como Virgilio Malvezzi o José Pellicer de Ossau, pusieron la historia al servicio del monarca. Kagan, 2001, pp. 128-129. 46 Sánchez Diana, 1974, pp. 968-969. 47 Murillo Ferrol, 1989, pp. 112 y 128 y ss. Como resume Díaz Martínez, la influencia de Tácito, tras la edición de su obra, iniciada por Lipsio en 1574, se debe a varias razones: porque se centra en el régimen monárquico, lo que hacía posible el paralelismo entre Roma y los tiempos presentes; y porque su visión de la historia no chocaba con la moral cristiana (2000, p. 66). Para Maravall, además, su éxito se debe al valor que Tácito da en su obra a la experiencia y a sus técnicas de observación que le permiten el análisis psicológico y político de sus protagonistas (1975, p. 83). Ver también Peña-Santos, 1997, p. X X X . Sobre la influencia de Tácito en los historiadores españoles ver Sanmartí, 1951, pp. 152 y ss.; Fernández Santamaría, 1992, pp. 276-277 y sobre el papel de Lipsio en su difusión Tierno Galván, 1973, pp. 14-15, Cantarino, 1993, pp. 193 y ss. o Peña-Santos, 1997, pp. XXXVII-XLI. 43
Ver Durán, 2000, p. 29. «Lo que se ha hecho ahora, sencillamente, es poner la historia al servicio de la política, de un modo sistemático y por principio, en lugar de confiar en la experiencia personal para desenredar la intrincada madeja de los acontecimientos. Y claro está que esta posición funcional de la historia repercutirá sobre ella, imprimiéndole un nuevo matiz» (Murillo Ferrol, 1989, p. 113). Ver también pp. 122 y ss. En esta línea Maravall, 1997, pp. 67-68. 48
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seguía siendo para ellos última causa natural de la Historia, pero se habían dado pasos a la hora de separar la especulación teológica de la reflexión histórica 4 9 , una «conversión del futuro en pasado» que suponía una ruptura con la filosofía escolástica de la historia 5 0 . La i n troducción del tacitismo a finales del siglo x v i sirvió para reflexionar sobre temas como las relaciones entre religión y política exterior, sobre el papel de la aristocracia guerrera en las cuestiones nacionales, sobre el impacto de la guerra y la paz, sobre la figura del rey y del t i rano, sobre las consecuencias de la corrupción moral en los tiempos presentes 51 .Y, sobre todo, como una teoría que buscaba una útil y práctica compatibilidad entre política y m o r a l 5 2 . L o dice Cabrera de Córdoba: el fin de la historia «no es escribir las cosas para que no se olviden..., sino para que enseñen a vivir con la experiencia, maestra muda que hacen los particulares que perfeccionan la prudencia. E l fin de la historia es la utilidad pública» 5 3 . Y en esa línea aporta o contribuye a consolidar y a difundir las líneas ideológicas de la Monarquía con u n lenguaje propio. C o m o ejemplo de todo esto voy a detenerme en torno a una fecha clave, 1635. E l momento de la declaración de guerra de Francia contra España, y que marcaría, como analizó en su día el magistral trabajo de
49 No estoy del todo de acuerdo con los criterios de Avis, para el que las razones fundamentales son el individualismo, la secularización (el fin del providencialismo) y el relativismo (Avis, 1986, pp. 2-6). En esta línea también Sypher, 1965, pp. 359 y 361. 50 Iñurritegui, 1998, p. 188. M i discrepancia procede de que el «racionalismo» que se pretende dar a esta separación, viene a deducir una ruptura total y drástica. Cuando lo que se produce es una «racionalización» que en modo alguno rompe con una tradición religiosa, ni abandona la preocupación por lo religioso. Lo recuerda Maravall, 1951, p. 471. 51 Smuts, 1994, pp. 21-43. Martínez Millán considera a Cabrera de Córdoba uno de los representantes del tacitismo en la historia (De Carlos Morales, Martínez Millán, 1998, p. XIX). 52 Cantarino, 1993, p. 195. 53 Citado en Maravall, 1997, p. 66. Otro ejemplo de lo que aquí se dice es la Empresa XXVIII de Saavedra Fajardo, Empresas políticas, pp. 185-190. Sobre esta empresa Fernández-Santamaría, 1992, pp. 276-277. También sobre la utilidad p ú blica de la Historia, Del Cerro, 1979, p. 189. El carácter público de la Historia y del historiador procedía ya del Renacimiento. Y autores como La Popeliniére hablan de la historia como «chose publique» y del historiador como «personne publique» (citado en Kelley, 1980, p. 575).
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Jover, a toda una generación. E n este momento los historiadores españoles tienen un compromiso consciente ante un convulso tiempo de transformaciones, al que se pretendía dar respuesta, en su lucha contra la herejía protestante54, contra los enemigos de la Monarquía, encarnados en Francia.Y la Francia de Richelieu expuso sus argumentos: en una situación internacional comprometida para sus intereses su respuesta fue clara: debía buscar aliados allá donde pudiera encontrarlos, sin importar su confesión, sólo su animadversión hacia los Austrias. Pero, además, tenía la obligación de ofrecer razones de peso que justificaran su política dentro y fuera de ella. La guerra era también una guerra de propaganda. Sabía que su intervención contra España iba a ser interpretada por sus enemigos como un apoyo decidido a los protestantes, como una traición a la fe. D e ahí que difundieran, desde el mismo momento de la ruptura, los principios conductores de su futura actuación, basada en los principios ya manifestados por la corriente de los politiques en el último tercio del Quinientos: los príncipes debían regirse por la razón de Estado, expresión que daría lugar a un debate político apasionante56; su política debía ser aquella que mejor defendiera los intereses de su nación. Frente a la idea de Cristiandad, el concepto de Europa; frente a la hegemonía española, un continente formado por estados independientes. Esta fue, sin duda, la aportación de la época de Richelieu a la ciencia política francesa: racionalización y secularización 5 7 . 55
54 Si bien no todos se apuntan al ejercicio del contrarreformismo en la Historia, como Furió Ceriol y la denominada escuela de Lovaina en la que se integraría Fox Morcillo (Cortijo Ocaña, 2000, p. 87). 55 Representados en las obras de franceses como Du Plessis-Mornay y Jean Bodin. Sobre el uso del vocablo «político» en España y su asociación con las tesis de Maquiavelo ver Fernández Santamaría, 1986, pp. 47 y ss. Para su uso en Europa ver Rubinstein, 1987, pp. 41-56. Precisiones críticas al uso y definición del término por los historiadores en Beame, 1993, pp. 355-379. 56 El debate sobre la razón de Estado fue «la inquietud de la época», «el escándalo del siglo», apunta Thuau, 1966, p. 10. Ver también Clavero, 1991, p. 16. Bireley sitúa el desarrollo de las ideas antimaquiavélicas en Europa entre 1590 y 1650 (Bireley, 1990, p. 218). El debate en España sobre la razón de Estado en Fernández Santamaría, 1986. Excelente la «arquitectura de un debate» que realiza Iñurritegui, 1998, pp. 125 y ss. 37 U n buen resumen de esta actitud francesa en Cornelias, 1986, p. 13. Son ilustrativas las páginas dedicadas por Thuau, 1966, pp. 294-318 y 411-419. Es Bireley, entre otros, el que se pregunta, el porqué Francia no produce, salvo excepciones, una literatura anti-maquiavélica significativa. La respuesta es compleja
102
JESÚS M.A USUNÁRIZ Por el contrario, y rechazadas las razones de competencia e c o n ó -
m i c a 5 8 o las pretensiones de hegemonía continental —«ser solo no era posible», escribió Felipe I V — las principales referencias recogidas de los testimonios de Felipe IV, de Olivares y de entre la propia publicística e historiografía española, muestran que los argumentos de la Monarquía hispánica buscan fundamento en otros principios, y los encuentran, al menos hasta mediado el Seiscientos, en las tesis políticas de los anti-maquiavelistas y en el pragmatismo providencialista 5 9 . Por un lado, una de las fuentes de inspiración de la política exterior española va a ser sin duda, la religión 6 0 . Y como acompañante de aquella, la justicia, que se opone a las tesis de Maquiavelo 6 1 . D e ahí que la m o narquía hispánica asuma los principios de lo que llamaría la «verdadera razón de Estado» 6 2 , que se resume en la frase de Calderón: «A Dios y pasa por las consecuencias emanadas de las cruentas guerras de religión en el xvi y por el debate en torno a la naturaleza de la monarquía francesa, entre otras (Bireley, 1990, pp. 218-220). ^ «En contra de ciertas afirmaciones recientes, fruto de un empiricismo económico obsoleto, ningún elemento de envidia económica o competencia alguna por la posesión de recursos materiales formaba parte —ni siquiera subliminal de los cálculos de Madrid» (Stradling, 1990, p. 140). 59 Bireley, 1990, pp. 221-222. También Maravall, 1997, p. 395. 60 Jover, López Cordón, 1986, p. 422. Así lo expone también Valladares, 1999, p. 166. E insiste en ello muy acertadamente Viejo Yharrassarry, 1999, p. 237. O bien la reflexión de Murillo Ferrol: «el hecho de que a la religión se le conceda tanta importancia como factor político, no depende sólo de "razones de Estado"; antes al contrario, se cifra en que el cristianismo es de suyo, desde sus comienzos, fundamento de la política en un sentido nuevo. En segundo lugar, catolicismo y política, entroncan íntimamente, por exigirlo así las especiales condiciones históricas de la época y, sobre todo, porque la Contrarreforma hace culminar un largo proceso de politización de todo el aparato externo de la Iglesia misma» (Murillo Ferrol, 1989, p. 176). 61 Jover, López Cordón, 1986, pp. 423-427. Lo resume magistralmente Bireley al hablar de los principios de las tesis anti-maquiavélicas. «Its most basic appearance was in the connection they found between virtue, reputation and power, which emerged as three key, interrelated concepts of the anti-Machiavellians and of the Baroque period. In a broad sense they reappeared in five main elements of anti-Machiavellian statecraft, in that the good, virtue, produced the useful, reputation and power» (1990, p. 222). 62 Stradling, 1990, pp. 159-160. Sobre la «verdadera razón de Estado» ver Peña Echeverría, 1998, pp. XXV-XXVIII; Iñurritegui, 1998, pp. 164-165. Creo que la frase de Alvia de Castro, reproducida por Maravall, es muy ilustrativa a este respecto: «Es, en el Príncipe cristiano y bueno, un discurso sabio, una disposición y
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por razón de Estado» 6 3 . Es otra interpretación, que no debe contemplarse como algo anacrónico o como un obstáculo para el desarrollo del Estado moderno 6 4 , sino como el intento de dar una respuesta coherente —una «razón cristiana de Estado», una «razón de religión» 6 5 — al dilema moral planteado por el político y escritor florentino66. Para muchos de estos historiadores representantes de la línea «eticista» y anejecución ajustada a la ley divina y razón natural, conque, cuanto alcanza el saber humano, se dispongan las cosas para conseguirse buenos sucesos» (Maravall, 1997, p. 367). O bien Gracián: «Como si la religión cristiana y el Estado fuesen contrarios o pudiese haber otra razón para conservar el Estado mejor que la que el Señor de todos los Estados nos ha enseñado para la conservación de ellos, así estos hombres políticos e impíos apartan la razón de Estado de la ley de Dios» (Citado en Maravall, 1997, p. 383). Sobre el pensamiento de Ribadeneyra en torno a la verdadera razón de Estado ver Fernández Santamaría, 1992, pp. 266 y ss. y sobre todo Iñurritegui, 1998. Esta visión religiosa del patriotismo español se encuentra también en Koenigsberger, 1986, pp. 121-122, y es la tesis sobre el carácter de Estado misional de la España del Barroco, que en su día defendieron Rodríguez Casado, Jover y más recientemente Cornelias. Para el publicismo de entonces «la monarquía española —escribe Jover— no es una potencia más, sino un imperio fuerte y bello, sin más razón de Estado que su religión, creado y sostenido a fuerza de piedad, de valor y de justicia, guardián de la fe pública y de un rumbo idealista» (citado en Cornelias, 1986, p. 11). U n ejemplo concreto es estudiado por Rodríguez-Moñino, 1976, esp. 197-201 en un tono especialmente hipercrítico. 63 O en palabras de Enríquez de Villegas: «No conoce qué sea razón de Estado, quien la pierde con Dios». Ambas citas en Maravall, 1997, p. 381. 64 Lo recuerda Fernández Albadalejo. Lejos de vincular el providencialismo a una tradición política medieval, el profetismo y el universalismo fueron el «fundamento constitutivo de su propia identidad» (Fernández Albadalejo, 1992, p. 170). Sigue en esta línea Martínez Torres, 1999, p. 317. Es una nueva forma de hacer política que una vez más se inspira en el tacitismo, ver Herrán-Santos, 1999, pp. XXI-XXII. 65 Iñurritegui, 1998, pp. 132-133. 66 «The anti-Machiavellian response was essentially a statement about the place of the Christian in the world, and it was an integral feature of the CounterReformation and the culture of the Baroque» (Bireley, 1990, pp. 217 y 218). Ver también las páginas Maravall, 1997, pp. 382-383 y de Murillo Ferrol, 1989, pp. 146 y ss. Así al hablar éste de los autores que intentan compaginar la nueva situación política europea con los principios éticos cristianos y con la razón de estado, afirma: «El nuevo género de literatura política, al ocuparse, siguiendo el planteamiento de Maquiavelo, de los medios de conservar y aumentar los señoríos, colocará siempre en lugar preferente la religión, como más eficaz». La cita que sigue del benedictino Juan Salazar es ilustrativa (pp. 173-174).
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timaquiavélica sobre la razón de Estado 6 7 resultaba incomprensible la actitud de la Francia católica, apoyando a los protestantes. Sólo podía comprenderse porque en Francia los principios hugonotes hacían p r i mar la razón de Estado, frente a los fundamentos éticos que debían presidir las actuaciones de una monarquía católica. Y pone en evidencia, según su propia interpretación, los dos principios en liza: la doble moral frente a la «verdadera razón de Estado» a la que hacíamos referencia. Pero hay u n segundo concepto que define su política: la reputación, es decir, en palabras de Alcalá Zamora, el orgullo del «propio proceder», con la clara intención de conseguir el respeto y la admiración en el exterior 6 8 . U n a reputación, que por otra parte, debía mirar al pasado, si de alguna manera se quería evitar la decadencia del Imperio. E n el excelente trabajo del profesor Iñurritegui — u n o de cuyos epígrafes se titula, significativamente «recta ratio, razón de Estado, razón de historia»— nos recuerda la fórmula de Juan Fernández de Medrano, en su Política mixta, cuando dice: «Y así, para conservarse, es necesario que sea posible encaminar siempre las cosas públicas
hacia sus principios,
con los propios medios que se fundaron» . La prudencia, la religión, la justicia, la verdadera razón de Estado, la reputación, todos fundamentos ideológicos de una línea de gobierno, encuentran en la Historia, uno de sus pilares. 69
67 Las otras dos líneas básicas en la España de la época serían la de los «tacitistas» y la «tendencia intermedia», según las ordena Peña Echeverría, 1998, pp. X X X - X X X I I . Sobre los antimaquiavelistas, ver Abellán, 1981, pp. 65-72, centrado en la figura de Ribadeneyra. Sobre los tacitistas españoles, con Alamos de Barrientos a la cabeza, ver Maravall, 1997, pp. 377 y ss.; Abellán, 1981, 98-111; Fernández Santamaría, 1986, especialmente el cap.V. y su ponencia sobre Botero, Fernández Santamaría, 1992, en la que se centra sobre todo en la figura de Alamos de Barrientos y su influencia en los escritores políticos españoles del Seiscientos. Una tesis reciente es la de la doctora Antón Martínez, 1991. 68 Alcalá Zamora, 1990, p. 105. También Rivero Rodríguez, 2000, p. 102. E insiste en ello Valladares, 1999, p. 165 o Bireley, 1990, p. 223. 69 Iñurritegui, 1998, p. 162.
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4. L A HISTORIA CONTROLADA; LA HISTORIA EN EL DEBATE POLÍTICO Pero para que estas tesis se difundieran era necesario el apoyo y la supervisión institucional. La Historia es u n asunto de Estado, y como tal se controla, se dirige, se supervisa 7 0 . E l mecenazgo real restringe notoriamente —aunque esto sea una manera contemporánea de ver las cosas 71 — la libertad del autor a la hora de escribir. E n la Europa del siglo XVII «la historia era oficial, censurada o autocensurada» 7 2 . Matías de Novoa se quejaba de esta manera: Los historiadores se encubren y se encierran de miedo o de lisonja por los tiempos que corren [se refiere al gobierno de Olivares], no atreviéndose nadie a dar un pliego de papel a la prensa, temiendo el castigo [por] lo que era antes premio, engrandecer a los príncipes con las historias, con los elogios, con los panegíricos 7 3 .
E n la reunión de las Cortes de 1603, el condestable llegó a decir públicamente que los historiadores eran «demasiadamente curiosos» 7 4 . D e hecho hacia 1635 Olivares llegó a crear una junta especial, d i r i gida por el secretario real, Francisco de Calatayud, que tenía como objetivo la elaboración de una historia destinada a justificar al m o narca y contrarrestar las calumnias francesas. E n dicha junta participaron Adán de la Parra, Jusepe de Nápoles y Juan Palafox y Mendoza. Aunque esta obra nunca se publicó 7 5 .
Lo describe con brillantez Marc Fumaroli al examinar los cambios en la producción historiográfica de la Francia clásica (1987, pp. 88-89). Y lo advierte también Cochrane en Italia: los principales historiadores del «mundo contemporáneo» del siglo xvn en Italia, parecían haber olvidado a los clásicos (1980, p. 31). 71 El patronazgo real se burocratiza en expresión de Ranum, 1980, p. 24. Ver también su capítulo V, «Patronage and History from Richelieu to Colbert». 72 Sánchez Marcos, 1988, pp. 158-159; Olábarri-Caspistegui, 1998, p. 155. 73 Domínguez Ortiz, 1991, p. 114. Otros ejemplos de historiadores quejosos de la adulación y de la censura en Del Cerro, 1979, p. 191 o Navarro Bonilla, 1999, p. 108. El fenómeno se da en toda Europa. Lo describe bien para Francia Thuau, 1966, p. 417. 74 Domínguez Ortiz, 1991, p. 114. 75 Kagan, 2001, pp. 122-126. Referencias a esta junta y a esta historia, en Elliott, 1991, pp. 479-480. No fueron los únicos encargados de la censura. Una de las misiones del cronista oficial de Indias al principio del siglo xvn era, preci70
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D o m í n g u e z O r t i z pudo apreciar bien esta labor de censura a través de diferentes testimonios. La decisión del Consejo de Estado (el 12 de octubre de 1614), proponiendo que todos los papeles de e m bajadores y virreyes pasaran a los archivos de la Monarquía, y la e x i gencia de que toda obra histórica contara, para su publicación, con su aprobación y licencia, era todo un síntoma 7 6 . Es más la obra de Historia pasaba a convertirse en u n claro instrumento de propaganda. Numerosos panfletos y relaciones aparecen a lo largo de estos años. Para muchos autores la publicación de la Historia
general de España
de Juan de Mariana, primero en latín (1592)
y después en castellano (1601) 7 7 dio lugar a que los historiadores y cronistas se centraran en hechos contemporáneos, en una «historia de nuestros tiempos» 7 8 . ¿Pero sólo por esta razón? E l Consejo de Castilla, lo recordaba así en una consulta fechada en 1603: Lo que está a cargo de los cronistas del rey es, no sólo escribir de las vidas de los Reyes y de las guerras, paces, vencimientos y buenos y malos sucesos que tienen y hechos y hazañas que hacen y emprenden, sino también observar y escribir otras muchas y varias cosas y sucesos que en sus reinos y monarchías van sucediendo, así tocantes a los Reyes y Príncipes como a sus subditos y vasallos, en forma de historia. D e ahí la importancia que cobraron en estos años las relaciones de sucesos 79 . Estas se convirtieron muy pronto en el «órgano» oficioso de sámente «para ver y esaminar lo que otros Coronistas escriuiesen, porque halló que casi todo lo escrito no se podía dar fe por la demasiada licencia con que hasta entonces se había hecho...» (citado en Alvar, 2000, p. 222). 76 Domínguez Ortiz, 1991, pp. 115-116. Sobre la importancia creciente que comenzaron a tener los archivos estatales en los siglos xvi y xvn es de gran interés el trabajo de Rodríguez de Diego, 1998, pp. 29-42, asimismo su trabajo de 2000. La censura hacia las obras de historia continuó, tras Olivares, a lo largo del reinado de Felipe IV. Es el caso de Aragón, donde la obra de Gonzalo Céspedes en 1622 fue retirada por atacar a la poderosa familia Chinchón, y donde los historiadores tuvieron particular cuidado a la hora de historiar lo acontecido en Aragón entre 1590-1592, ver Colas, 1998, pp. 131-153. 77 Sobre Mariana, Martín Acera, 1974, pp. 9-17; Martín Acera, 1976, pp. 15-28. 78 Nos los recuerda Kagan, 2001, p. 122; Cepeda Adán, 1986, p. 591 y Sánchez Alonso, 1944, p. 278. 79 Ettinghausen, 1984; Elliott, 1991, p. 537. También destaca su importancia Sánchez Alonso, 1944, p. 312 y p. 277. Fenómeno que se da en toda Europa para justificar los nacionalismos estatales, ver Armogathe, 1992, p. 383.
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la monarquía y del gobierno del Conde-duque, con las que informar, dirigir y manipular a la opinión pública 8 0 . Pero tampoco podemos l i mitarnos a explicar su vigencia por cuestiones de control político. L a atracción por los acontecimientos contemporáneos ¿no es también producto del espíritu pragmático y la influencia de la revolución científica que encuentra en la observación de la realidad, la posibilidad de proponer leyes?81 ¿ N o reflejaba esta inclinación el espíritu de una é p o ca 8 2 en donde hombres como Antonio de Herrera y Tordesillas consideraban que la historia era o debía ser una «guía para la acción» 8 3 , o u n influyente Lipsio que abogaba por la figura de u n hombre de estado piadoso y al mismo tiempo hombre de acción con una intensa vida política 8 4 ? Para Saavedra Fajardo la prudencia se condensaba en tres partes: memoria de lo pasado (memoria), inteligencia de lo presente (circunspectio) y providencia de lo futuro (providencia) . Las histo85
rias, las relaciones de sucesos cumplían con los dos primeros criterios. Todo con un doble propósito, moral y político, dirigido a los monarcas. Esta era la opinión del propio Felipe IV, un amante de la Historia 8 6 . Hacia 1628 en su auto semblanza, había escrito que si bien era de pro-
80 «Constituyen una faceta muy importante del aparato de propaganda destinada tanto a convencer a los propios súbditos, haciéndoles asumir las "razones" del soberano, como a minar la seguridad de los ajenos, sembrando la duda» (Jover, López Cordón, 1986, p. 358). 81 Es muy ilustrativa la frase de Bacon: es «in the table and portrait of the times» donde los historiadores podían ser más útiles, ver Sypher, 1965, p. 365. 82 Seguimos aquí las ideas de Kagan, 2001, pp. 122-126. 83 Sobre Herrera ver Pérez de Tudela, 1992, pp. 501-507; Cuesta, 1992, pp. 529-556 o Gan Giménez, 1979, pp. 209-229. Páginas más interesantes en Iñurritegui, 1998, pp. 171 y ss. No sólo Herrera. Ya Maquiavelo apuntaba que «los hombres se dejan convencer mucho más por las cosas presentes que por las pasadas» (Cit. p. Alvar, 2000, p. 224). 84 Corbett, 1975, p. 151. 85 Munllo Ferrol, 1989, pp. 113-114. 86 Es conocida, por ejemplo su labor de traducción de la Storia d'Italia de Guicciardini (más de ocho mil folios manuscritos), ver Bouza, 2001, pp. 303 y ss; Stradling, 1989, pp. 433-442. Las razones de su interés por este autor se deben no sólo al buen trato que da a España sino a que en su trabajo que abarca entre 1494 y 1532 «se encuentran episodios cruciales para explicar tanto la presencia como la preponderancia en Italia [...]. Sin duda, su recuerdo sería bastante elocuente y necesario en un momento en el que se mantenía una política de reputación en Europa» (Bouza, 2001, p. 306). Referencia a ello en Murillo Ferrol, 1989, p. 126.
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vecho la lectura de los historiadores de la antigüedad y del medievo, sin embargo, continuaba «no me contenté c o n ellas, por parecerme que hablaban de tiempos pasados y que era necesario tomarlas de los presentes». Y así lo impulsó entre sus cronistas 87 . Pero a pesar de la censura o de unas directrices impuestas desde el poder, la Historia y los historiadores participaron también de la polémica, del debate. Apuntaré dos, en los que no abundaré para no extenderme más. Muchas de las obras históricas nacen como lisonja para los gobernantes 8 8 . Pero esto no dejó de provocar la afloración de escritos contrarios a las figuras de gobierno. Francisco Pinel y Monroy, en su Retrato del buen vasallo, escribía: «siempre que el R e y n o se diuide en parcialidades los escritores suelen seguir unos un partido y otros otro y cada cual descriue los suzessos con aquellos colores que más ha menester la parte a que se inclina, o que más teme, o de que espera mayor interés o aplauso» 8 9 . Las obras de historia que se publican son también producto de las «servidumbres de la grandeza», de una pugna política en el interior de la C o r t e 9 0 y como tales deben ser estudiadas. Por otra parte las obras de historia reflejan también u n concepto constitucional del Estado y un concepto del poder. E l hecho, por ejemplo, de la apropiación castellana del nombre de «España» en m u chas obras de historia no hacía sino recoger una tradición de los historiadores como R o d r i g o X i m é n e z de Rada, que consideraban a Castilla como la parte más representativa de España, y la única heredera de la tradición romana y gótica. U n a tradición historiográfica que daría lugar a fuertes polémicas con los cronistas catalano-aragoneses, vascos y navarros. D e hecho, a partir de Jerónimo Zurita, la historiografía aragonesa, tutelada por la Diputación contribuyó a la construcción y representación de u n reino, con una estrecha relación entre Historia y Derecho 9 1 . Sin olvidar las coreografías, excelentemente es-
Kagan, 2001, pp. 122-126. Sánchez Marcos, 1988, p. 159. Testimonios muy interesantes sobre esta vinculación de los historiadores al poder en Bouza, 2001, p. 286. 89 Bouza, 1998, p. 50. 90 Alguna de estas polémicas en Bouza, 2000 (con una excelente bibliografía); Benigno, 1994, pp. 163-164; Shaw, 1967, p. 350. Datos de interés se encuentran también en Wilson, 1969. 91 Navarro, 1999, pp. 107-142. 87
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tudiadas por Kagan, esas historias locales mediante las cuales se defendía «la autonomía e importancia de las ciudades frente a una m o narquía que amenazaba [como en los reinos periféricos] sus privilegios tradicionales» 9 2 . Algo que chocaba claramente con una forma de entender el poder real. Los escritos políticos e históricos, impulsados desde la corte, e inspirados por las doctrinas neoestoicas de Lipsio, fomentaban la imagen de un poder real fuerte y autoritario, que se p o nía por encima de derechos y tradiciones de los territorios periféricos, y también de aquellos sectores sociales, como la aristocracia, que no deseaban perder sus cotas de p o d e r 9 3 . Y la Historia, no dejó de participar, como gran protagonista, en esta apasionante polémica. U n a Historia que en la complejidad de su práctica, debía ser contemplada como algo más que una idílica «narración de verdades, por hombre sabio, para enseñar a bien vivir».
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E L H O M B R E S A B I O ES U N C A R A C O L : U N A REPRESENTACIÓNEMBLEMÁTICA
Christian Bouzy Universidad
Biaise Pascal
(Clermont-Ferrand)
Entre les hommes, le sage est celui à qui convient ce qui est sûr et tranquille JUSTE LIPSE,
Manuel de philosophie stoïcienne, X X
Detrás de la ambigüedad intrínseca a la palabra sabio —entre virtud y ciencia—, se esconde toda una red de intrincadas nociones referentes tanto a las principales filosofías de la antigüedad grecolatina como a una concepción ontológica más moderna de la finalidad esencial del hombre: la de ser feliz. «Todos los hombres aspiran a la felicidad», escribía Aristóteles en la Etica a Nicómaco empleando la palabra eudaimonia para designar este fin de todas las acciones humanas. Por lo cual, todo sistema filosófico fundamentado en la búsqueda de la felicidad se califica de eudemonismo 2 . C o n el desarrollo de la filosofía moral de la Stoa de Z e n ó n de Citio, el modelo ideal del hombre sabio y feliz —ya que las dos n o ciones corren parejas y son indisociables una de otra— ha sido constantemente metaforizado, simbolizado o alegorizado. U n a de las p r i meras metáforas para representar al hombre sabio fue la de la peña inquebrantable contra la cual baten furiosa e inútilmente las incle1
Aristóteles, Etica a Nicómaco, I, 1, I. Y no eudemonismo como dejé escrito en precedente artículo, ver Zafra y Azanza, 2000, p. 70. 1
2
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CHRISTIAN B O U Z Y
mentes olas del mar. D e ella se valdrá Séneca en el De vita beata , siendo el cordobés muy propenso a metaforizar 4 y su estilo muy propicio a la emblematización. C o n la aparición en el siglo xvi de la emblemática, la metaforización del hombre sabio se traslada a la iconografía de los libros de emblemas. E n ellos se van repitiendo los lugares comunes a través de sentencias como sapiens secum est, compos sui, que traducen la interiorización, el dominio de sí mismo, pero cambiando cada vez el símbolo o la metáfora representativa de la noción expresada. 3
Sólo pretendo investigar en una pequeña malla de aquella extensa red filosófico-metafórica, siguiendo derroteros y vericuetos que cruzan los tópicos lugares de la emblemática y pasan, con dificultad, por alguna que otra muy estrecha entrada lexicográfica. E l hecho es que los diccionarios del Siglo de O r o no apuran la polisemia del término sabio, por ser incapaces de dar cuenta de la evolución diacrónica de un concepto fundamentado a la vez sobre una ética —principalmente la de los estoicos—, sobre exempla históricos y sobre una retahila de apotegmas aforísticos que, al haberse transformado en topói koinoi, llegan a constituir una verdadera tradición filosófico-literaria alrededor de la concepción de sabiduría. Sin embargo, los diferentes aspectos del modelo del hombre sabio en el Siglo de O r o no se reducen n i mucho menos al estoicismo, ya que entroncan con la paremiología bíblica de los libros sapienciales: Job, Proverbios, Sabiduría,
Eclesiástes,
Eclesiástico
y los Salmos, sobre todo a par-
tir del impacto en España de la renovación neoestoica de Justo Lipsio, calificada a veces de estoicismo cristiano 5 . E l aspecto que me interesa es el que se construye a partir de una teoría de sentencias que van desde el Nosce te ipsum délfico o presocrático hasta los adagios recopilados por Erasmo y los aforismos de Baltasar Gracián. Pasando por las paradojas de los estoicos comentadas por Cicerón y la literatura parenética de Séneca dirigida a Sereno o Lucilo, en sus diferentes tratados: De tranquillitate animi, De constantia sapientis, De beata vita y las
Epistulae,
Sénèque, 1997, p. 311: «Je me présente tout ainsi qu'un rocher isolé au milieu d'une mer semée d'écueils; de quelque côté que soient poussés les flots, ils ne cessent de le battre; mais pour cela ils ne peuvent ni le déplacer, ni l'ébranler, ni, par leurs assauts répétés pendant tant de siècle, le miner». 4 Ver Armisen-Marchetti, 1989. 5 Ver Lagrée, 1994, pp. 114-121. 3
EL H O M B R E SAE3IO ES U N C A R A C O L
119
sin olvidar las enseñanzas de la patrística n i las Divinae Institutiones de Lactancio 6 . A través de las sentencias de los filósofos y de su realización e m blemática, sólo presentaré u n reducido aspecto de la visión áurea del hombre sabio. N o obstante, se podría dar cuenta de la importancia transhistórica de los aforismos relativos a dicho modelo —hasta en pleno siglo x i x e incluso ahora— aludiendo a la obra de Schopenhauer 7 o a algún que otro apotegma del filósofo francés Alain. La reciente edición de una imponente compilación dedicada al tema de la sabiduría 8 atestigua la pertinente elección del tema por Ignacio Arellano y Marc Vitse. La universalidad espacio-temporal del acuciante cuestionamiento sobre el sabio, verdadero arquetipo filosófico, y su modernidad vienen reforzadas por recientes artículos de prensa9 y por ediciones donde reluce la noción de sabiduría 1 0 . Ahora bien, al recuperar las sentencias de la antigüedad para elaborar los lemas, la emblemática se impone como un nuevo campo del saber humano, u n campo donde imperan tres conceptos: tópica, braquilogía y taxonomía, por lo cual la joven ciencia emblemática —ars emblemática— se establece en la cultura barroca como tesoro difusor de la erudición 1 1 . Si acudimos a la lexicografía áurea para delimitar sensu stricto la noción de sabio, pronto nos percatamos de la imposibilidad de prevalecemos de la escueta definición de la palabra, tal como aparece en el Tesoro de la lengua: « S A B I O . E l que tiene inteligencia de las cosas, de allí sabiduría» 1 2 . N i siquiera se hace alusión a la etimología latina de la palabra; tampoco aparece la mínima referencia a la dicotomía entre scientia y sapientia. Siendo así, no es de extrañar la desaparición de la phrónesis, este arte práctico que consiste en saber elegir el mejor modo de vivir feliz, como de la sophia, que remite a una sabiduría teórica o contemplativa, a u n ideal de perfección 1 3 .
Ver Perrin, 1993. Schopenhauer, 1880. Le Livre des sagesses. L'aventure spirituelle de Vhumanité, 2002. 9 Gauthier y David, 2002. 10 Brière, 1999, 2001. 11 Ver Sagrario López Poza en Zafra y Azanza, 2000, pp. 263-279. 12 Covarrubias, 1943, p. 918a. 13 Ver Les Notions philosophiques, 1990, Tome II, sub verbo « P H R O N E S I S » .
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7 8
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CHRISTIAN BOUZY
Para definir al hombre sabio del Siglo de Oro, es necesario por consiguiente recurrir a pensadores y autores como Baltasar Gracián. Así, en el aforismo 137 de su tratado El arte de la prudencia, de manera elíptica y enigmática —casi emblemática, si no fuera por la ausencia de imágenes 1 4 —, alude el jesuíta aragonés al sabio con estos términos: El sabio se bastará a sí mismo. E l era todas sus cosas. Llevándose a sí mismo lo llevaba todo. Si un amigo universal vale lo que toda Roma y el completo universo, sea uno ese amigo de sí mismo y podrá vivir en soledad. ¿Quién le podrá hacer falta si no hay ni mejor opinión ni mejor gusto que el suyo? Sólo dependerá de sí, y es la mayor felicidad parecerse al Ser Supremo. E l que puede vivir así en soledad no tendrá nada de bruto, y sí mucho de sabio y casi todo de divino 1 5 . ¡Cuántas cosas expresadas en tan poco espacio, en una verdadera quintaesencia apotegmática que resume siglos de aforismos acerca del sabio! N o insisto en las elipsis y los enigmas contenidos en esta definición del sabio graciano del que nos hablará Elena Cantarino. Sólo quisiera insistir en tres aspectos particulares del hombre sabio tal como lo define Gracián: 1) bastarse a sí mismo 1 6 , 2) llevarse a sí mismo, 3) vivir en soledad. Estos tres aspectos del sabio tienen m u y luenga tradición ya que proceden del axioma fundamental representativo del sabio en el estoicismo antiguo «sapiens secum est». Por cierto, este pensamiento pasó a través de los filtros del estoicismo medio, del estoicismo imperial, de la patrística cristiana y del neoestoicismo del siglo x v i , elaborándose continuamente nuevas perspectivas en los sucesivos escritos acerca de la materia sapiencial. Estos tres aspectos habían sido desarrollados anteriormente a Gracián en algunos libros de emblemas y representados iconográficamente por la figura de un caracol. E l retráctil gasterópodo, en su concha que le sirve de refugio, llega a ser precisamente símbolo del h o m bre que se basta a sí mismo, que lleva sus bienes consigo y vive en la
Ver Correa Calderón, 1970, p. 255. Gracián, 1993, p. 79. 16 La idea del sabio que se basta a sí mismo aparece expresada por Antístenes, ver Laërce, 1965, p. 10: «Le sage se suffit à lui-même, car il a en lui tout ce qui appartient aux autres». 14
15
EL HOMBRE SABIO ES UN CARACOL
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soledad. E l término soledad debe entenderse no sólo como vida aislada sino también como recogimiento interior. Si volvemos al Tesoro de la lengua, encontramos en el artículo « C A R A C O L » la siguiente alusión al simbolismo del gasterópodo: Es símbolo del que trae consigo toda su hacienda y caudal y su casa, como los que viven en tiendas y los pobres que no tienen casa ni hogar17.
Este caracol simbólico es el eco directo del emblema 78 de la segunda centuria de los Emblemas morales (fig. 1) del mismo C ovar rubias. E n hpictura se muestra un humilde gasterópodo bajo la inscriptio «Mecum 18
omnia», abreviación de la conocida fórmula «Omnia
bona mea mecum por-
to» (conmigo llevo todos mis bienes), que había pasado a ser lugar común para personificar la sabiduría y encarnar la fortaleza del alma frente a las adversidades y representaba la condición indispensable para llegar a la felicidad 1 9 . A principios del siglo xvm, en su Symbolographia, Jacobus Boschius 2 0 representará el caracol con el mismo lema que Sebastián de Covarrubias «Mecum omnia» (fig. 2). Mathias Holtzwart, en su Emblemata Tyrocinia a fines del siglo xvi, para acompañar la figura del caracol (fig. 3) había preferido el lema «Domus árnica, domus óptima». La lección moral del epigrama insistía en los mismos aspectos de la sabiduría estoica: seguir el ejemplo de la naturaleza, contentarse con pocos bienes y v i vir consigo mismo 2 1 . Casi en la misma época, trece años más tarde, en su tratado sobre las empresas, Scipione Bargagli 2 2 mostraba una empresa con la misma sentencia ya abreviada en «Omnia mea mecum». Pero la fórmula aparecía ya como mote en la referencia emblemática por antonomasia: los Emblemata de Andrea A l c i a t o 2 3 , «Omnia
mea mecum porto». Tú
es la ins-
criptio del emblema X X X V I I — o X L I V según las ediciones— (fig. 4), « C o n m i g o traigo todos mis bienes» en la traducción de Bernardino Daza el Pinciano. E l emblema describe a un hombre salvaje que, fal-
17 18 19 20 21 22 23
Covarrubias, 1943, p. 300b. Covarrubias, 1610, fol. 178 r°. Según Schopenhauer, 1880, p. 173. Boschius, 1702. Holtzwart, 1581. Bargagli, 1594, p. 461. Alciato, 1975, p. 286.
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to de bienes y cubierto de pieles de armiño, no teme al ladrón n i a los elementos de la naturaleza y es libre del temor de los hombres y de los dioses. E l escita o huno de la pictura alciatina es pues la representación de un prototipo paradójico del sabio estoico, exento de deseos, tristezas y demás pasiones. E n esta figura del hombre salvaje feliz, sacada de las Epistulae de Séneca 2 4 o del De natura rerum de Lucrecio, confluye una cantidad de tópicos que van desde el beatus Ule hasta el ubi sunt, pasando por el sibi vivere senequiano y el áurea mediocritas h o -
raciano. Antes de seguir con este tema de «llevarse a sí mismo», es imprescindible hacer u n pequeño paréntesis para vincular este adoctrinamiento moral con las doctrinas del estoicismo antiguo, medio e i m perial. Para no perdernos en digresiones de digresiones, que nos alejarían de la emblemática, me apoyaré esencialmente en los comentarios de Covarrubias a su propio emblema. La octava real que acompaña la figura del caracol en el emblema de Covarrubias insiste en el aleccionamiento moral (fig. 1), u n contemptus divitiae estoico prolongado por un laus paupertatis, implícita-
mente profundizado por el tema poético horaciano del Beatus Ule, de más lejana procedencia. La glosa subraya algunos puntos precisos de la alegoría: La pobreza tiene sólo bueno la libertad y el poco recelo de lo que puede perder, pues llevando su persona, lo lleva todo, especialmente si es hombre bueno y sabio, siendo la virtud verdadero tesoro y rico caudal; de este pensamiento es símbolo el Caracol, y la letra Omnia bona mea mecum porto. Reducido a menos palabras MECVM
OMNIA . 23
E l tema senequiano de la riqueza material considerada esclavitud 2 6 , esa falsa riqueza que nunca será u n bien 2 7 , es simétrico del tema de la pobreza entendida como libertad del hombre sabio cuya principal riqueza, la única verdadera, es la virtud. La paupertas, pobreza volun-
Seneca, Epistulae, XIV, 90, 16 (ver Sénèque, 1962, p. 33). Covarrubias, 1610, fol. 178 v°. 26 Sénèque, 1997, De la vie heureuse, XXVI: «Chez le sage, en effet, les richesses sont dans la servitude». Ibid., XXVI: «Quiconque enlève aux sages ses richesses, lui laisse encore tous ses biens, car il vit satisfait du présent, tranquille sur l'avenir...». 24
25
27
EL H O M B R E SABIO ES U N C A R A C O L
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taria y libremente consentida — m u y diferente de la inopia—, es V I R T U S . D e paso, se notará la presencia en la glosa de Covarrubias de una noción esencial en las teorías de la filosofía del Pórtico: la noción de libertad que supone la de voluntad. Por lo tanto son claramente estoicas las fuentes de tal razonamiento que adopta la forma retórica de un oxímoron o paradoja: la pobreza es la riqueza. E n sus Paradoxae estoicorum, Cicerón dedica todo el sexto capítulo, titulado «Quod solus sapiens dives» (sólo el sabio es rico), a este aspecto de la verdadera riqueza, la de la virtud que estriba en la pobreza. La argumentación termina por una sentencia que, al comparar la riqueza material con la riqueza espiritual del sabio, sobrevalora ésta última. «Ninguna cantidad de oro o de plata es más estimable que la virtud» 2 8 , escribe el famoso orador, coincidiendo así con el Libro de los proverbios: «Feliz el hombre que ha encontrado la sabiduría y ha adquirido la inteligencia, su adquisición vale más que la plata y su posesión más que el oro puro» 2 9 . Toda la argumentación de Covarrubias procede del postulado básico de la ética de la Stoa: el único bien es el bien moral, la virtud. Tal postulado está estrechamente vinculado con la teoría de la apatheia cuya finalidad es realizar la inserción armoniosa de lo humano en el Universo, mediante el rechazo de las cuatro pasiones viciosas que son como enfermedades del alma: el temor, el deseo, la tristeza y el placer (metus, cupido, aegritudo et voluptas) . 3()
La vía de la sabiduría, la úni-
ca para llegar al estado de eudaimonía o felicidad, pasa por este rechazo de los afectos negativos; el medio para alcanzarla es la filosofía. Así lo comenta Séneca en las Epistulae y lo volverá a afirmar Justo Lipsio 3]
en su Manual
de filosofía
estoica . 32
Cerrado este paréntesis, volvamos al tema del caracol y al lema «llevarse a sí mismo» que servirá de hilo conductor a esta reflexión sobre el hombre sabio. Harto conocido es el origen de la sentencia «Omnia bona mea mecum porto», que aparece bajo su forma completa
Cicéron, 1971, p. 127. Libro de los proverbios, 2, 13. 30 Pernn, 1993, p. 115. 31 Séneca, Epistulae, 89, 4: «Sapientia perfectum bonum est mentís humanae; philosophia sapientiae amor est et adfectatio: haec ostendit quo illa peruenit» (ver Sénéque, 1962, p. 21). 32 Lipsius, Manuductio, II, 7 (ver Lagrée, 1994, p. 116). 28
29
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CHRISTIAN B O U Z Y
en el capítulo primero de las Paradoxae estoicorum donde Quintus Tullius cuenta la historia de Bías de Priene, uno de los siete sabios de Grecia. Mientras Bías abandonaba su patria, amenazada por C i r i o , sin llevarse nada de sus bienes materiales, y como le preguntaban sus conciudadanos por qué actuaba así, respondió el sabio «Fació, nam omnia mecum porto mea» (Hago así, porque llevo en mí todos mis bienes) 3 4 . C o n este aforismo paradójico, Bías quería significar que no tenía otro bien que su saber o su virtud, bien interior inmutable, mostrando así su despreocupación por los bienes exteriores mudables. 33
Esta paradoja estoica se había transformado en lugar común o mej o r dicho en exemplum que se repetía en cada conquista y abandono de ciudades por sus vecinos. Así, un siglo más tarde en el De constantia sapientis, Séneca pondrá una expresión idéntica en la boca de Estilpón de Megare, quien respondía a la misma pregunta del tirano Demetrios que acababa de conquistar su ciudad 3 5 . Según Plutarco, en su tratado Péri euthumias (De tranquillitate animi) , 36
Estilpón contestó al
invasor que nunca había visto a nadie llevarse la ciencia de otro. La imagen del caracol aliado a un principio estoico aparece en la literatura emblemática por primera vez a mediados del siglo x v , en la Hecatongraphie del emblemista francés Gilíes Corrozet 3 7 , muy adicto al neoestoicismo. E n el emblema veinte (fig. 5), bajo la inscriptio «Secret est á louer», por la cual se pondera la virtud del lugar secreto, es decir de la soledad y de la reflexión íntima —dos elementos esenciales del pensamiento estoico—, aparece la figura del caracol que simboliza al hombre prudente, tal como lo declara la subscriptio: Ainsi deuroit faire l'homme prudent,
Así debería portarse el hombre
Se tenir quoy & ferme en sa pensée,
Seguir quedo y firme en su pensamiento,
prudente
Fuyr le mal, quand i l est euident,
H u i r de lo malo, cuando es evidente,
Prendre Fortune alors qu'est aduancée:
Asir Fortuna cuando toma asiento:
Saillir en temps quand la peur est passée,
Salir en cuanto desaparece el pavor,
Cicéron, 1971, p. 97. López, 1615, fol. 127 v°, comenta la sentencia así: «el ánima del hombre no debe estar colgada y suspensa de las cosas que son caducas y perecedoras, porque producen de sí muchas congojas, tormentos y disgustos; pero debe considerar las cosas que dió la naturaleza benigna o las que proceden del ingenio». 35 Séneca, De constantia sapientis, 5, 6-7 (cfr. Sénéque, 1970, p. 42). 36 Plutarque, 2001, p. 70. Ver Flaceliére, 1964, p. 46. 37 Corrozet, 1997, H . 20 (ver García Mahíques, 1998, p. 153). 33
34
EL H O M B R E SABIO ES U N C A R A C O L
Se declairer en temps & en saison,
Intervenir en tiempo y sazón
Et se celer (toute craincte cessée)
Y retirarse, pasado el temor,
C o m m e tu fais dans ta coque & maison
.
125
C o m o haces en tu concha y casón.
E n la tercera octavilla del epigrama, Gilíes Corrozet remite a otro proverbio de procedencia griega «Demeure avecques toy», traducción del dicho «Tecum habita» recopilado por Erasmo en sus Aáagiomm j u n tamente con la paradoja estoica 3 9 «Omnia mecum mea». Sebastián de Covarrubias disponía de otras fuentes: los Emblemas morales que su hermano 4 0 había editado en cinco libros, en varias ediciones latinas y españolas entre 1589 y 1604. E n un verdadero frenesí emblemático, Juan de Horozco acudía a todas las fuentes posibles para diversificar sus representaciones; así había tomado como modelo, entre otras obras, uno de los primeros libros de emblemas, el Pida poesis del francés Barthélémy Aneau 4 1 , donde aparece el adagio «Tecum habita» ya empleado por Gilíes Corrozet. E n el Pida poesis, el grabado representa el episodio de la tortuga castigada por Júpiter a vivir con su casa a cuestas, por haber llegado tarde a las bodas del dios del Olimpo, según cuenta Esopo en una de sus fábulas (fig. 6). «Tecum habita» ordenó Júpiter a la tortuga que lo había indignado con su respuesta «Domus mea, domus óptima». C o m o el caracol, la tortuga sirve en el bestiario emblemático para representar simbólicamente al hombre sabio 4 2 , ya que tiene características y propiedades físicas iguales a las del gasterópodo: una casa que lleva a cuestas en la cual se refugia en caso de peligro 4 3 . Juan de Horozco utiliza a su vez el adagio «Tecum habita» como mote en sus Emblemata moralia, acompañándolo con la imagen del caracol (fig. 7). E n el epigrama en castellano, la lección moral que Juan de Horozco saca del simbolismo del conchífero animalejo insiste en la sabiduría del hombre que se basta a sí mismo («qui sibi sufficiens») y sabe vivir consigo contentándose con poco:
38
39 40 41 42 43
Ibid., H. 20. Erasmus, 1558, II, iv, 37. Horozco, 1589, 1592, 1601, 1604. Aneau, 1552, emblema 80. Así la había empleado La Perrière, 1539. García Mahíques, 1998, p. 123, pp. 152-153.
126
christian
bouzy
El que vive consigo acomodado Con lo poco que tiene y en su casa, Cual caracol humilde y encerrado, No cuente su fortuna por escasa. Porque el vivir con otros obligado Al trabajo y miseria que se pasa, Es mal que sólo aquel podrá decirlo Que por no poder más, ha de sufrirlo44.
Todo aquello suena como un elogio de la vida eremítica, como una alabanza a la vida retirada del hombre que sabe apartarse del m u n danal ruido tal como lo ansiaba en una oda famosa cierto fraile leonés. La octava entra en resonancia con otra loa a la vida solitaria, la de u n viejo poeta conceptista desengañado a quien le bastan sus pensamientos para andar consigo, según canta el prestigioso romance «A mis soledades voy / de mis soledades vengo», compendio de preceptos estoicos 4 5 . La octava del caracol de Juan de Horozco es pues una de las i n numerables variantes áureas del tema del Beatus Ule. La glosa lo dice explícita y sentenciosamente, al enunciar el topos de procedencia tanto estoica como bíblica según el cual «Félix ergo Ule semper erit qui...» (luego siempre será feliz el que). Aquella conocidísima sentencia magnificada por V i r g i l i o en «Félix
qui potuit rerum cognoscere causas»
46
que
remite directamente al hombre sabio y por la cual se restablece la i n disociabilidad entre la sabiduría y la felicidad. Además, el primer verso de la octava real es asimismo una explícita alusión al «sibi vivere»
41
o al «secum morari»
4H
de las Epistulae
de
Séneca. Todas estas fórmulas expresan la idea de que la soledad (exterior e interior) y la falta de bienes materiales constituyen las verdaderas riquezas con tal de que se ponderen por su justo valor, pero tal ponderación sólo sabrá hacerla el sabio. E l verdadero bien no es el oro sino la virtud, no es exterior sino interior al hombre, no es mudable sino inmutable.
44 45 46 47 48
Horozco, 1601, Livre IV, emblema XVI. Ver Serés, 1998. Virgilio, Geórgicas, II, 490 (verVirgile, 1994, p. 36). Séneca, Epistulae, LV, 4-5. Séneca, Epistulae, II, 1.
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Estos emblemas, que intentan dar cuerpo a las ideas, son antes de todo el reflejo de una tópica antigua sumergida en lo que se suele llamar la «sabiduría de las naciones», es decir un conjunto de sentencias proverbiales cuya fuente a veces se olvida ya que muchas de ellas se remontan a épocas anteriores a los estoicos49. Sin embargo, la mayoría de aquellas sentencias lleva el sello de la ética del sistema filosófico del Pórtico, y más principalmente del estoicismo medio (Cicerón) e imperial (Séneca). La imagen del «caracol estoico», que no puede ser ni envidiado ni envidioso, constituye además la perfecta realización metafórica del principio de ataraxia, la serenidad del alma. Es lo que Plutarco llama la euthymia, o contentamiento de sí mismo, un estado que el sabio alcanza examinándose a sí mismo y absteniéndose de envidiar a los demás. Representa la misma idea otro emblema de Juan de Horozco (fig. 8) que muestra a Diógenes el Cínico, en su cuba, parecido a un caracol en su concha. Es la octava un nuevo elogio de la pobreza 5 0 . Es obvio por otra parte que la doctrina estoica de la ataraxia (tranquilidad del alma) se relaciona de manera muy estrecha con el concepto del propio conocimiento humano. Así, las sentencias declarativas de estas nociones filosóficas de la Stoa, tanto el «Omnia bona mea sunt mecum» como el «Tecum habita», tienen algo en común con el «Nosce te ipsum». Este precepto recogido por Sócrates en el frontón del templo de Delfos 5 1 es en realidad un adagio parenético que aconseja al hombre, no como individuo sino como ser colectivo dotado de razón, que se examine a sí mismo para aprender a situarse en el mundo, conocer sus límites y así conocer a D i o s 5 2 . N o por casualidad vienen todas estas sentencias recopiladas por Erasmo en la misma página de sus Adagiorum. Quizás sea la recopilación y glosa de adagios hecha por Erasmo el verdadero punto de convergencia, la fuente directa de muchos motes emblemáticos. Así, en la misma página de los Adagios donde Erasmo comenta el «Tecum habita» y el «Omnia sua bona secum portat», que sirven para definir al sabio, se encuentra una sentencia sacada de las Saturae de Persius Flaccus: «nec te quaesiveris extra» (no te busques fuera de ti mismo).
Ver Lagrée, 1994, p. 106. Horozco, 1589, fol. 47 r°. 51 Bndoux, 1966, p. 7. 52 Sobre el verdadero sentido de este precepto de origen presocrático, ver Bndoux, 1966, pp. 7-8. 49
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Esta sentencia es la primera que aparece para acompañar la figura del caracol en la emblemática española, más precisamente en las Empresas morales de Juan de Borja 5 3 (fig. 9). E n la glosa en prosa, el
autor admite primero lo tópico del pensamiento expresado y termina justificando el recurso al símbolo del caracol de la manera siguiente: A donde cada uno se debería buscar y hallar es dentro de sí mismo, porque si anda derramado y fuera de sí, imposible será hallarse ni conocerse; lo que se da a entender por la Empresa del Caracol, con la letra Ne te quaesieris extra, que quiere decir: no te busques fuera. Porque así como el caracol nunca sale de su habitación, y en ella vive estrecha y apretadamente, de la misma manera el hombre que viviere consigo y no se derramare por los sentidos, alcanzará a conocer la pobreza de las alhajas que tiene de sus puertas adentro. Y cuanto de esto más supiere, tanto más alcanzará a conocer la grandeza de las riquezas de la ciencia y sabiduría de Dios, en que consiste su bienaventuranza54.
La cristianización del mensaje estoico es evidente, aunque persisten huellas de la apatheia estoica y del sibi vivere senequiano. A l lector
se le invita a reflexionar sobre la pobreza de su destino humano, sobre la pobreza de su ciencia frente a la riqueza de la sabiduría divina que le promete un futuro mejor. La promesa cristiana de felicidad, que brota en el término final, se deriva pues de la oposición establecida por San Agustín entre sáentia, o inteligencia de las cosas humanas, y sapientia, o inteligencia de las cosas divinas 5 5 . E n la tradición cristiana, el sabio es el hombre que sabe elevarse hacia Dios. Sólo alcanza el estado de beatitudo, aquel que es capaz por la virtud de progresar en el conocimiento de su propia naturaleza h u mana y en el conocimiento de la divinidad mediante la meditación y la contemplación, sin dejar por eso la acción. Así, frente al inasequible modelo ideal del sapiens estoicus, se levanta otro modelo, el del sapiens christianus cuya primera aparición
filo-
Borja, 1998, tomo I, pp. 132-133. Borja, 1998, tomo I, p. 132. 55 Agustinus, De Trinitate, XIV, 22: «Distat tamen ab aeternorum contemplatione actio qua bene utimur temporabilibus rebus, et illa sapientiae, haec scientiae deputatur» (ver Saint Augustin, 1955, p. 251). 53
54
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EL H O M B R E SABIO ES U N C A R A C O L
sófica se remonta a las Divinae institutiones de Lactancio para quien el Bien Supremo era Dios, ser beato, eterno, invisible e inasible, y no la virtud 5 6 . Seguidor de Cicerón y Séneca, Lactancio negaba sin embargo firmemente la teoría estoica de las pasiones negativas, incompatible con el ejemplo de Cristo, y se oponía a la confusión entre lo h u mano y lo divino, o sea la noción del deus sive natura creada por el estoicismo bajo la palabra naturaleza. Además, para Lactancio, la filosofía y la sabiduría no existían fuera de la religión 5 7 . E n el siglo x v i , Justo Lipsio se declarará a su vez philosophus christianus , pero establecerá como Séneca una distinción bien clara entre filosofía y sabiduría, o «ciencia de las cosas divinas y humanas», siendo la primera estudio de la segunda 5 9 . 58
Así, frente a la fascinación por la figura del sabio estoico y sus realizaciones supuestas en personajes históricos de la antigüedad, fascinación que fue la de los primeros humanistas italianos como Petrarca en el De remediis utriusque fortunae, o como Alberti en su De
tranquillitate
animi , surgió la veneración por un hombre prudente que fundamenta su acción sobre la experiencia. Tal fue la posición renovadora de Justo Lipsio, que reconstituyó todo el sistema estoico con sus tres partes, Física, Lógica y Etica, adaptándolas a la ideología cristiana. Además, en el tercer libro de su Manual de filosofía estoica, el humanista flamenco se empeña en rehabilitar ciertas paradojas del sabio estoico, como la igualdad de las virtudes, para mejor rechazar las que considera paralogismos por oponerse a los valores cristianos: la igualdad de las culpas, la ignorancia de la piedad o el suicidio, por ejemplo 6 1 . 60
Ahora bien, con el neoestoicismo, el modelo ideal del sabio antiguo sigue existiendo, por lo menos filosófica y literariamente, pero se tiene absoluta conciencia de que tal hombre no puede existir real-
36 Lactancius, Divinae Institutiones, IV, I, 3: «a summo bono, quod ideo beatum ac sempiternum est quia uideri, tangi, comprehendi non potest» (ver Lactance, 1992, p. 34). Ibid., IV, III, 2: «Ita philosophia quia religionem, id est summam pietatem, non habet, non est uera sapientia» (ver Lactance, 1992, p. 42-44). 58 Justus Lipsius, De constantia, Prefatio: «Philosophum ego agam, sed christianum» (ver Lagrée, 1994, p. 116). Idem, Manuductio, II, 7. 60 Ver Moreau, 1999, pp. 11-27. 61 Lagrée, 1994, pp. 105-106. 57
59
130
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mente. E l sistema ético del Pórtico había imaginado el ideal del sabio porque necesitaba de una piedra de toque indispensable a la formación del hombre: los preceptos y las paradojas del sabio servían para educar a la razón y a la voluntad. Este fue un sistema que perduró a través de las diferentes escuelas estoicas de la Antigüedad, a través del estoicismo de la patrística y se prolongó con el estoicismo moderno. C o n Justo Lipsio, el sabio llega a ser la imagen del cristiano ideal del que cabe presentar una idea exacta para que sirva de modelo 6 2 , adaptación de un precepto senequiano: «Ofrezcamos u n modelo, encontraremos a quien lo imite» 6 3 . Sin embargo, la adaptación del estoicismo al cristianismo y la evolución del mundo inducen la aparición de u n dechado sociológico algo diferente: la de un hombre más vuelto hacia la realidad, la de un hombre más entrometido en el mundo, la de un hombre sujeto a la pasión. Este hombre ha de ser ejemplar con respecto ya no sólo a las cuatro virtudes del sistema estoico (justitia, constantia, fortitudo y prudentia), sino también a las tres virtudes cristianas cardenales: Fe, Caridad y Esperanza. E n los siglos x v i y xvn, el modelo virtual del sabio estoico, inasequible, utópico y por lo tanto desesperanzador, dejó paso a un h o m bre de carne y hueso al que era necesario dar una identidad precisa. Los pensadores y sobre todo los predicadores del manierismo y del barroco no podían contentarse con el anonimato del sabio, porque necesitaban remitir a un dechado de virtud real para ejemplificar pragmáticamente con más acierto: cuanto más cercano es el modelo, tanto más atrae. Precisamente, la mayoría de los emblemistas españoles eran eclesiásticos y por lo tanto estaban encargados de edificar a los feligreses en su predicación dominical, de proponerles modelos de vida. Las imágenes concretas de sus emblemas entraban en profunda relación con las metáforas moralizadoras que lanzaban desde lo alto del pulpito de su iglesia. E n el momento de representar al hombre sabio ejemplar, los hermanos Horozco y Covarrubias, eclesiásticos los dos, no vacilan, ya que
Justus Lipsius, Manuductio, II, 8: «Sed quo fructu igitur talis ille describitur, quem esse natura abnuit? Dicam, in exemplum. Species et Idea quaedam illius Summi proponenda est quo conimatur, non pertingere sed accederé; ñeque assequi sed aemulari». 63 Séneca, Epistulae, 66. 62
E L H O M B R E SABIO ES U N C A R A C O L
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lo tienen al alcance de la mano. Eligen en efecto a un miembro de su familia, un primo de su madre al que llamaban tío. Esta fuerte personalidad del siglo x v i castellano —nació en 1512 en Toledo y m u rió en 1577 en Segovia— había desempeñado un gran papel en la educación y formación de ambos hermanos. Hombre de iglesia con los más altos cargos eclesiásticos y políticos — E l Greco hizo su retrato postumo (fig. 10)—, Diego de Covarrubias puede ser considerado en efecto hombre sabio y prudente. A los 28 años de edad, Diego de Covarrubias ya era catedrático de derecho canónico del Colegio mayor de Oviedo en Salamanca (1540¬ 1548), luego fue Oidor en la Cnancillería de Granada (1548-1559), obispo de Ciudad Rodrigo (1560-1564) y obispo de Segovia (1565-1577). Representante de la Iglesia española durante dos años (1562-1564) en varias sesiones del Concilio de Trento donde desempeñó la función de redactor de varias sesiones sobre la Eucaristía, el Matrimonio 6 4 , Diego, llamado por Felipe II, llegó a ser finalmente Presidente del Consejo Real de Castilla en 1572. Era por lo tanto un hombre a la altura de las circunstancias, un caballero a un tiempo ajeno a las vanidades mundanales, virtuoso pues, y actor de la sociedad civil. «Ainsi que ta solitude et ton monastère soient au milieu des hommes», escribía el filósofo francés Alain disertando sobre la sabiduría 6 5 , en una paradoja aforística de la que no h u bieran renegado los estoicos, una reflexión que le corresponde admirablemente a nuestro sabio. Las extraordinarias circunstancias de su muerte — D i e g o de Covarrubias murió en una noche de eclipse lunar el 27 de septiembre de 1577—, le dieron ocasión a Horozco de elaborar un emblema (fig. 11) que sirve de dedicatoria postuma dirigida a su tío en la p r i mera edición de sus Emblemas morales . La pictura, de consabido simbolismo, representa un obelisco rodeado de una palma y un ramo de laurel, símbolos de la perpetua fama, y en lo alto un cuarto de luna con el lema «Doñee auferatur» (hasta que falte del todo) que insiste en la eternidad del renombre del Presidente del Consejo de Castilla. E l primer verso de la octava real recalca las virtudes del obispo consejero de Felipe II: su bondad y su obra escrita. 66
64 65 66
Gutiérrez, 1951, pp. 239-245. Alain, 1960, p. 1238. Horozco, 1589, fol. 3 r°.
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Esencialmente jurisconsulto, Diego de Covarrubias dejó una i m presionante obra escrita en latín sobre diferentes temas jurídicos y u n interesante tratado de numismática antigua, Veterum collado numismatum, editado en Salamanca en 1556. Sus dos «sobrinos» le rinden repetidamente homenaje en sus obras. Así es como aparece en varios l u gares de los Emblemas morales de Juan de Horozco, al fin y al principio de cada libro, es decir en los emblemas clave de la obra. Espejo del perfecto caballero cristiano, Diego de Covarrubias es la encarnación del nuevo sabio, en su honor Horozco edificó u n sepulcro todavía v i sible en la catedral de Segovia. La representación de este sepulcro aparece en el penúltimo grabado (fig. 12) de la primera edición de los Emblemas morales. Se ve u n pavo real, ave en que fue metamorfoseado por Juno el pastor de los cien ojos, Argos, que había sido matado alevosamente por Mercurio. E l autor comenta así la comparación entre el personaje mitológico y su tío: Y éste es el Presidente don Diego de Covarrubias y Leiva, mi tío Obispo de Segovia, de quien se puede bien decir que no con menos de cien ojos velaba asistiendo en su oficio, de manera que velaba por sí y por otros [...] Y quiso Dios llevarle a la verdadera honra, cuando en la tierra podía esperar lo que sin duda tuviera de quien tanta merced le hacía, y el respeto que tuvo de servir sin interés le hizo no sólo pretender, lo que sin arrogancia pudiera, sino desviarlo con admirable modestia 67.
Tal es el retrato de u n hombre sabio que no pretendía serlo, u n hombre que, una vez muerto, podía mirar nuestro triste mundo con los ojos de la sabiduría divina, lo que simbolizan los ojos de la cola del pavo real 6 8 . Parece difícil concluir sobre u n tema tan eterno como el de la sabiduría y del hombre sabio, si no es valiéndose de nueva paradoja, que lejos de contradecir el antiguo Nosce te ipsum, lo prolonga dándole nueva dimensión o, quizás, su entera dimensión. «Libère-toi de t o i même» declara André Comte-Sponville afirmando que la sabiduría no es u n narcisismo feliz y que el hombre sólo conocerá el mundo después de liberarse del ego.
Ibid., fols. 199 v°-200 r°. Biedermann, 1993, p. 355b.
E L H O M B R E SABIO ES U N C A R A C O L
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EL H O M B R E SABIO ES U N C A R A C O L
CENTVRIA
E M B L E M A .
IL
i/*
78
El rico,cl hacendado elpoderofo^ Si de fu cafa ha\e alguna anuencia Por lo mucho que dexa vamedrofo, No fe atreua el criadora fu concücia: Pero elpobre serpat testudo, suamque Conseruet tergo sustincatque domuni. Deserit banc nunquam, coeli dum ucscitur aura, Dulceque subiecto corpore gestat onus, Sic fclix, partis qui nouit parcerc rebus, Nilque alios curat, uiuat ut ipse sibi.
Figura 3. Mathias Holtzwart, Emblematum Tyrocinia, Argentoratum, 1581.
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Contigo traigo todos mis bienes.
El Hunno pobre, que en el ponto mora De Scitia, del gran frío trespasado, Donde" Ceres y Baco se empeora, Es de ricos vestidos adornado, Porque si no es los ojos, en toda hora En ricas pieles está arrebuxado. Ansí no teme ladrón ni otros males, Para con Dios seguro y los mortales.
ronce
errará
Figura 4. Andrea Alciato, Emblemas, Madrid, 1975.
EL H O M B R E SABIO ES U N C A R A C O L
Figura 5. Gilíes Corrozet, Hecatongraphie, Paris, 1544.
139
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CHRISTIAN B O U Z Y
TECVM
HABITA.
DAPSILIS ad mensas animalia cuneta vocarat E terra, atque mari Iuppitcr eximias. Cuneta simul venere, epulo Testudo secundo Venit eamque morae Iupiter increpuit. Quaerenti caussas, 0/K02J OIAOE OIKOZ (0r¡alv)
*Ev oïxœ
yàg péknov
APIZTOZ
sari ¡xéveiv.
Tardigradam cochleam doiniportam, sanguine cassam Ex illa edixit Iuppiter esse die. A D M O N E T hoc sectanda gradu conuiuia tardo, Atque domo propria dulcius esse nihil. nXayxxoavvr¡Q
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Figura 13. O t t o van Veen (Vaemus), Theatro moral.,. Emblema 52 Anxia dwiîiarum
ana.
Figura 14. O t t o van Veen (Vaenius), Theatro inora!... Emblema 3D Culmen honoris lubrica in.
BE C O N C E P T O N E O E S T O I C O DE «SABIO»
O
VIRTUD
CONSISTE
E X E l . MEDIO,
Figura 15. Orto van Veen (Vaemus), "llicatro moral... Emblema In medio con sis ti t virtus.
82
SAGRARIO LOPEZ POZA
SOLO
ES
RICO
QUIEN
NADA
DESSEA,
Figura 16. Otro van Veen (Vaenius), Theaíro moral. Emblema. 41 Quis divos? Qui nú cupíi.
EL C O N C E P T O N E O E S E O i C O D E «SABIO»
Figura Xi. Otto van Veen (Vaemus), Thaiuv moral... Emblema 66 A musts iranquiíitas.
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S A G R A R L O LÓPEZ P O Z A
EL SABIO N O H A D E SER SIEMPRE SEVERAMENTE SABIO-
Figura 18. Otto van'Veen (Vaenius), Theatro moral.. Emblema 76 Amant alterna camoenae.
Figura 19. Oteo van Ve en. (Vaemus), Theatro moral,,. Emblema 34 Agriad tu rae heatit u do.
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S A G R A R I O LÓPEZ P O Z A
S E G U R O ESTA, QUIEN
V I V I E R E BIEN.
Figura 20. Oteo van Vécu (Va en i us). Tlwaîro moral... Emblema. 93 Tute, si rede vixeris.
Figura 2 L O t t o van Veen (Vaenius). Theatro moral... Emblema 72 i ni rix a ¡a I ora i a pa ti enría,
188
SAGRARIO LÓPEZ POZA
LA
I D U R Í A
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i 1 BR E
Figura 22. O t t o van Veen (Vaenius), Theatro moral... Emblema 69 Sapientiae libertas.
EL C O N C E P T O N E O E S T O I C O D E «SABIO»
ÍNLINCA
PIERDE
EL
SUJtO SU
T 3 \ N O U L IDA1X
Figura 23. Orto van Vcen (Vaenius), Thcatro moral... Emblema 70 Mediis tranquillas in undis.
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EL SABIO
GRACIANO
( S O B R E L A S J O R N A D A S D E L S A B E R Y SUS
RASGOS)
Elena Cantarino Universität
de Valencia
I. «Tres eses hacen dichoso: santo, sano y sabio», este dicho
que
Gracián atribuye a Tales de M i l e t o en el discurso X X X V de su Arte de ingenio. Tratado de la agudeza (1642) 1 , lo recoge en el último aforismo del Oráculo manual y arte de prudencia (1647). E n él se relaciona la cadena de perfecciones que
es la virtud pues «ella hace a un sujeto
prudente, atento, sagaz, cuerdo, sabio, valeroso, reportado, entero, feliz, plausible, verdadero y universal héroe» 2 y, a lo largo de la obra, se ofrecen una serie de «aciertos del vivir» de «platos prudenciales» que sirven a la « R a z ó n en el banquete de sus sabios» 3 .
1 Gracián también integrará este dicho en el discurso XLI de su Agudeza y arte de ingenio (1648), versión —como es sabido— corregida y ampliada de la publicada en 1642. Para las citas de Gracián utilizó las Obras completas editadas por Arturo del Hoyo (1960), el Arte de ingenio. Tratado de la agudeza, editado por Emilio Blanco (1998) y mi edición de El Criticón (1998). Usaré las siglas siguientes: H (El Héroe, 1637), P (El Político, 1640), D (El Discreto, 1646), O M (Oráculo manual y arte de prudencia, 1647), A r (Arte de ingenio. Tratado de la agudeza, 1642), A (Agudeza y arte de ingenio, 1648), C (El Criticón, 1651-53-57) y C o m (El Comulgatorio, 1655); además señalaré el primor, realce, aforismo, discurso, crisi o meditación de que se trate. 2 «En una palabra santo, que es decirlo todo de una vez», O M , 300, p. 228. Aunque el trabajo presentado al Seminario «Modelos de vida en la España del Siglo de Oro. III. E l sabio» originalmente fue titulado «El sabio graciano (con sus otras dos «eses» de sano y santo)», la versión que ofrezco para la publicación queda limitada al análisis de diferentes rasgos y aspectos del sabio y la «sabiduría», sin relacionarlos con la «sanidad» ni la «santidad». 3 O M , «Al letor», pp 150-151.
192
ELENA CANTARINO
E l modelo de sabio que se desprende de los aforismos gracianos es un hombre no sólo ingenioso (agudo), juicioso (prudente) y gustoso 4 , conocedor de saberes (saber sagrado, saber profano), erudito en materias (Gramática, R e t ó r i c a , Poesía, Filosofía, Cosmografía...), n o t i cioso en dichos y hechos (Historia); sino un hombre conocedor del valor de las cosas, experimentado (cuya segunda jornada de la vida la ha empleado en peregrinar para ver y registrar todo lo bueno y lo mejor del mundo) 5 , que sabe que el saber ha de ser práctico, útil, al uso, al caso y a la ocasión 6 . Es un sabio que hace concepto de sí mismo y «hace concepto el sabio de todo» 7 , hasta saber filosofar o m e d i tar acerca de la muerte: «Hace noticiosos el ver, pero el contemplar hace sabios» 8 . Es un modelo de sabio que aun con rasgos socráticos («sabe, que piensa que no sabe») 9 , y senequistas («dejar las cosas antes que los dejen» 1 0 y «bástese a sí mismo el sabio») 1 1 , no se agota en ellos
4 «Es el juicio trono de la prudencia, es el ingenio esfera de la agudeza; cúya eminencia y cúya medianía deba preferirse, es pleito ante el tribunal del gusto» (H, III, p. 9). Sobre la instancia arbitral del gusto en el pleito entre el juicio y el ingenio —«no porque éste tenga competencia para fallar a favor de la preeminencia respectiva de uno u otro, sino porque puede estimar en cada caso el grado de la proporción», convirtiéndose así el pleito en una cuestión de estilo—, ver Cerezo Galán, 2002, p. 31. 5 D, XXV, p. 144 y O M , 229, p. 212. 6 En este sentido ver, entre otros, los aforismos 22 («Hombre de plausibles noticias»), 120 («Vivir a lo plático»), 232 («Tener un punto de negociante»), y 288 («Vivir a la ocasión») del Oráculo manual y arte de prudencia. «Hacer concepto [...] Hace concepto el sabio de todo, aunque con distinción cava donde hay fondo y reparo, y piensa tal vez que hay más de lo que piensa; de suerte que llega la reflexión a donde no llegó la aprehensión» (OM, 35, p. 160); «Bástese a si mismo el sabio [...] ¿Quién le podrá hacer falta, si no hay ni mayor concepto ni mayor gusto que el suyo?» (OM, 137, pp. 187-188). 8 D, XXV, p. 145 y O M , 229, p. 212. 9 O M , 201, p. 205. 10 O M , 110, p. 181. La fuente de este (Ad Serenum de tranquilitate animi,V) y de otros aforismos de carácter senequista fueron apuntadas ya por RomeraNavarro (edición crítica y comentada del Oráculo manual, 1954, p. 217); aunque merecen una nueva revisión y verificación. 11 «Bástese a sí mismo el sabio. El se era todas sus cosas, y llevándose a sí lo llevaba todo [...] ¿Quién le podrá hacer falta, si no hay ni mayor concepto ni mayor gusto que el suyo? Dependerá de sí solo, que es felicidad suma semejar a la Entidad Suma. El que puede pasar así a solas, nada tendrá de bruto, sino mucho de sabio y todo de Dios» (OM, 137, pp. 187-188). Romera-Navarro (1954, p. 7
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ya que «más se requiere hoy para u n sabio que antiguamente para siete» 1 2 pues «tanto es uno cuanto sabe, y el sabio todo lo puede» 1 3 . II. Recordemos brevemente la idea, que desarrollara primero J. A . Maravall 1 4 y posteriormente retomara C h . Strosetzki 1 5 , de que el sabio se caracteriza por su saber y su consideración depende de la propia concepción que una sociedad tenga de este. Puede tratarse de u n saber estático y cerrado que se recopila y se transmite a través de una cultura del libro y de forma receptiva. E n este caso el saber se presenta como «acabado», hecho y completo, y los conocimientos como bien definidos y delimitados. Si la sabiduría viene a ser «la suma o depósito de los conocimientos de las cosas» 1 6 , y el saber «la posesión personal de la parte de aquellos que por cada uno se alcanza» 1 7 ; el sabio es u n erudito que aprende el canon cerrado del saber, que toma el saber de allí donde se encuentra para trasmitirlo y difundirlo a otros —sus discípulos o aprendices—, a través del medio que es la escritura (letras, imágenes o figuras) y del depósito que es el libro. La cultura del libro y la referencia al «Libro de la Naturaleza» o «Libro del 267) señala que el aforismo procede de Séneca: «Sapientem se ipso esse contentum» y «Se contentus est sapiens» (Epistolae, I-IX); y también apunta que, en la misma epístola, se pone en boca de Estilpón de Megara el dicho comúnmente atribuido a Bías de Perienne: «omnia mea bona mecum porta» que, por otra parte, recogen casi todos los autores morales —como bien recuerda E. Blanco— en algún momento u otro de su obra (1995, p. 176). Sobre el sabio en Séneca, ver Martín Sánchez, 1984; y sobre Séneca y Gracián, Blüher, 1983 y 1997; Cantarino, 1993 y 2002a. Entre el repertorio de obras estoicas que pudo conocer Gracián figuran también diversos ejemplares de Epicteto que es citado, por ejemplo, en el aforismo 159 del O M : «La mayor regla del vivir, según Epitecto, es el sufrir, y a esto redujo la metad de la sabiduría». Sobre Gracián y sus lecturas de otros moralistas antiguos, como Luciano, Esopo y Plutarco, ver las orientaciones bibliográficas que ofrece Perugini, 1993. 12 O M , 1, p. 151. Este aforismo es una clara referencia a los siete sabios de Grecia. Aunque la alusión y la lista de los mismos varía o fluctúa según los autores, casi siempre parecen constar en ella: Tales, Solón, Bías y Pitaco. Ver García Gual, 1989. 13 O M , 4, p. 152. 14 Maravall, 1983, pp. 210 y ss. 15 Strosetzki, 1997, pp. 132 y ss. 16 Maravall, 1983, p. 211. 17 Maravall, 1983, p. 211.
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Mundo» así como varias cuestiones sobre la legibilidad y el desciframiento de éste, es un tópico que desde la Edad Media se trasladará y permanecerá en la Edad M o d e r n a 1 8 . D e otra forma, si se entiende el saber como algo dinámico, algo que hay que ir actualizando, descubriendo, el sabio es más bien un i n vestigador, alguien que busca y encuentra en un mundo que es y permanece desconocido para los que no alcanzan la sabiduría. E l sabio se encamina a saber cada vez más y los dominios o límites del conocimiento humano pueden extenderse puesto que el saber se crea, se aumenta o se adelanta por obra del sabio. N o todo está dicho, no todo está sabido, luego el acervo general de conocimientos no está c o m pleto ni acabado y la razón puede colonizar nuevos campos del saber y descubrir nuevas verdades. Gracián no se desprende de la consideración de la sabiduría como conocimiento de «saberes intelectuales», como «noticias y erudición»: «no hay otro saber sino el que se halla en los inmortales caracteres de los libros» 1 9 . La sabiduría es un camino que desde la «Entrada del Mundo», en «la niñez inculta» —pues nace el hombre sin ningún g é nero de conocimiento 2 0 —, nos permite llegar a la perfección de noticias y de prendas, navegando por las nobles artes y la moral filosofía. C o m o recuerda Egido, «el mundo en sí mismo aparece como un locus mnemotécnico, confirmándose además cual palacio trazado por 18 Recuerda Maravall que ya Curtius demostró este tópico conservado en la Edad Media y que llega hasta Galileo, «con la diferencia de que mientras en éste tal libro está escrito en figuras geométricas, para los pensadores medievales está cifrado en figuras simbólicas» (1983, p. 227). Desde Curtius (1948) a Blumenberg (1981), la metáfora del «Libro del Mundo» y la legibilidad del mismo, la codificación y el desciframiento, han sido también objeto de estudio en nuestro autor; ver, entre otros, Checa (1998) y Cantarino (2004). 19 C, II, vi, p. 412. En este punto de la obra y de su producción, Gracián muestra su desengaño por no poder encontrar la sabiduría y la belleza (los peregrinos de la vida no pueden ver en persona a la misma Sofisbella); por ello, los inmortales caracteres a los que se hace referencia son, por otra parte, «borrones» de la sabiduría pues ella misma «muchos años ha que se huyó al cielo con las demás virtudes en aquella fuga general de Astrea» (C, II, vi, p. 412). 20 «Cauta, si no engañosa, procedió la naturaleza con el hombre al introducirle en este mundo, pues trazó que entrase sin género alguno de conocimiento, para deslumhrar todo reparo: a escuras llega, y aun a ciegas, quien comienza a vivir, sin advertir que vive y sin saber qué es vivir» (C, I, v, p. 119).
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la infinita sabiduría divina» 2 1 , donde los saberes se transmiten y c i mentan un estilo de vida. Pero la concepción humanista de los saberes (el sabio como erudito) 2 2 que Gracián hereda se ve completada con otra concepción, fruto de su reflexión crítica 2 3 y reflejo de las nuevas formas de captar la realidad que se iniciaban al comprobar que también la observación de la naturaleza (naturaleza física y naturaleza humana) y la experiencia son fuente de conocimiento y fuente de sabiduría práctica, útil y necesaria. E l sabio como investigador ya no sólo descifra el m u n d o 2 4 sino que lo cifra y codifica: no sólo hay un «nuevo arte de descifrar, que llaman de discurrir los entendidos» sino que hay parejo u n «arte de concebir» 2 5 .
Egido, 2001, p. 91. La autora analiza en esta obra los saberes en los tratados gracianos y las artes liberales en El Criticón y afirma que «toda la obra de Gracián se conforma como un camino de sabiduría: saber ser héroe o político, discreto o prudente, ingenioso o agudo a través de las edades y los lugares vividos para conseguir finalmente la apreciada fama» (Idem, p. 13). 22 Sobre el sabio como erudito y también caracterizado frente al filósofo y al teólogo, ver Strosetzki, 1997, pp. 135 y ss. y 152 y ss. 23 Crítica y desengañada es también su visión sobre la función o el papel de los sabios en el «Estado del Siglo» pues los necios son ensalzados mientras los sabios abatidos: «Advertid que los que habían de ser cabezas por su prudencia y saber, esos andan por el suelo, despreciados, olvidados y abatidos; al contrario, los que habían de ser pies por no saber las cosas ni entender las materias, gente incapaz, sin ciencia ni experiencia, esos mandan» (C, I, vi, pp. 141-142). 24 Sobre la existencia de dos mundos, el mundo natural y el mundo civil, Checa interpreta que a Gracián (C, III, iv) le interesa poner de manifiesto la ruptura entre el mundo superior (el de creación divina, regular y permanente) y el mundo civil (trastocado por obra de la malicia humana); y señalar el contraste entre el libro celestial, cuyo texto universal puede ser leído por los exegetas teólogos, y el libro de las confusas realidades humanas, para cuya lectura se necesita la mediación interpretativa del Descifrador (Checa, 1998, pp. 155 y ss.). Sobre la caracterización del mundo natural y del mundo civil, ver Grande, 2004. 25 C, III, iv, pp. 631 y 640. En Gracián cifras y contracifras no son conceptos claramente distinguibles y, como bien ha señalado Checa, podría pensarse que las cifras «aluden únicamente al estado objetivamente trastocado del mundo civil [...], mientras que las contracifras permitirían interpretar "al derecho" esas cifras mentirosas. Sin embargo, [...] la distinción entre cifra y contracifra no es tan nítida, y, de forma casi imperceptible, proyectan el primer término hacia una significación complementaria de la anterior, pero no exactamente igual» (Checa, 1998, p. 158); así, si las cifras apuntan a la condición fraudulenta y encubierta del mundo civil, suponen a la vez, «instrumentos que organizan mentalmente sus manifestaciones externas, ayudando a combatir, y a descifrar, la experiencia del desorden», puesto 21
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III. «Mide su vida el sabio como el que ha de vivir poco y m u cho» este es el principio de la «Culta repartición de la vida de u n discreto» 2 6 , realce que se verá sintetizado en el aforismo «Saber repartir su vida a lo discreto» 2 7 , y que es — c o m o la práctica totalidad de los gracianistas han señalado— un avance, plan o bosquejo de El
Criticón.
Egido, en su edición de El Discreto, señala que en la novela alegórica se realiza «un ejercicio m á x i m o de amplificado»
de este realce que es,
además, «todo un coronar la obra y un proyectar la vida», porque en él se «ultima el camino de la sabiduría» que se había iniciado en el primer realce titulado «genio y ingenio» 2 8 . Este camino o procedimiento para alcanzar la sabiduría viene determinado por una serie de fases que se corresponden con las tres j o r nadas de la vida de u n discreto 2 9 :
1. EL S A B E R ESTÁTICO O A L A SABIDURÍA P O R L A L E C T U R A
Gracián señala que la primera jornada o el primer tercio de la vida ha de emplearse en «hablar con los muertos», o sea, los libros: «leyó, que fué más fruición que ocupación; que si tanto es uno más h o m bre cuanto más sabe, el más noble empleo será el aprender; devoró f i que «constituyen denominaciones artificiales subjetivamente impuestas a los fenómenos percibidos para desentrañar su significado moral» (idem, p. 159); por ello, las cifras son signos que permiten transcribir la gran variedad de los comportamientos humanos, se trata de cifrar los fenómenos morales, de codificar la experiencia sobre las manifestaciones humanas: «cifrar», que es «recopilar una cosa y reducilla a pocas razones» (Tesoro, p. 417), compendiar y reducir, para «descifrar», perseguir las verdaderas fuerzas que mueven las pulsiones y las voluntades humanas. Blumenberg, en el capítulo que dedica a El Criticón («Verschlüsselung und Entzifferung der Menschenwelt»), interpreta que la codificación es obra del hombre, «urdida a partir de todo un mecanismo de autoengaños y simulaciones» y que siempre hay alguien que «llega a alcanzar la maestría de la des-codificación, por ser él mismo una pieza de aquel mecanismo» (Blumenberg, 2000, p. 118).Ver Cantarino, 2004. 26 D, XXV, p. 142. 27 O M , 229, p. 211. 28 Egido, 1997, p. 354, n. 438. 29 «Célebre gusto fue el de aquel varón galante que repartió la comedia en tres jornadas y el viaje de su vida en tres estaciones» (D, XXV, p. 143). Retomo, a partir de aquí, una parte de la línea de análisis de mi trabajo sobre la expe-
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bros, pasto del alma, delicias del espíritu» 3 0 , porque «nacemos para saber y sabernos, y los libros con fidelidad nos hacen personas» 3 1 , «ya que son como almacenes de erudición» 3 2 y «no hay otro saber sino el que se halla en los inmortales caracteres de los libros» 3 3 . La programación curricular y p e d a g ó g i c a 3 4 que Gracián desarrolla en este realce
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comienza por una «cognición de lenguas»: las univer-
sales (latina y española) y las singulares (griega, italiana, francesa, i n glesa y alemana); sigue por el aprendizaje de la Historia (antigua y moderna, propia y extranjera, sagrada y profana), de la Poesía, de la Humanidad y las Buenas Letras, para pasar después a la Filosofía (natural y moral), a la Cosmografía (material y formal), a la Astrología y finalizar con el estudio de la Sagrada Escritura. C o n este «primer acto de la vida» se consigue una noticiosa universalidad, de suerte que la Filosofía Moral le hizo prudente; la Natural, sabio; la Historia, avisado; la Poesía, ingenioso, la Retórica, elocuente; La Humanidad, discreto; la Cosmografía, noticioso;
riencia en las jornadas de la vida (Cantarino, 2002b), por lo que deben leerse como aspectos complementarios. 30 D, XXV, p. 143. 31 O M , 229, pp. 211-212. 32 «Hállanse muchos libros que son como almacenes de la erudición, o, por mejor decir, fárragos donde están hacinados los dichos, apotegmas y sentencias; éstos enfadan luego; mejores son los que la ministran sazonada, dispuesta, y ya aplicada» (A, LVIII, p. 490). 33 C, II, vi, p. 412. 34 La pedagogía humanista y la Ratio Studiorum son bien conocidas gracias a los estudios existentes sobre la educación de los jesuítas, entre ellos, Dainville, 1978; Brizzi, 1981; Lasala, 1986 y Bertrán-Quera, 1986. Por otra parte, sobre la filosofía de la educación de nuestro autor existe una tesis doctoral en la que se analiza el modelo educativo y sus objetivos en sus obras, y el concepto y métodos educativos (conversación, experiencia, emulación, etc.) atendiendo a la pedagogía del humanismo, ver Wilmath, 1979. 35 Mientras que en El Discreto nuestro autor se limita a diseñar la programación presentando con brevedad cada paso del programa, en El Criticón el recorrido que realiza Critilo y su guía, el «varón alado», en la crisi titulada «El museo del Discreto», por las diversas salas o mansiones del Palacio del Entendimiento, sirve para repasar y criticar el estado de las diferentes humanidades y otros saberes como las matemáticas, la filosofía natural, la moral, la política, etc. Para un análisis de la cuestión en su conjunto, ver Egido, 2001; y en particular sobre la política, ver Cantarino, 1999.
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la Sagrada Lición, pío, y todo él en todo género de buenas letras consumado 3 6 .
E l largo proceso del conocimiento para adquirir el saber, que es empírico, comienza ya con el aprendizaje del lenguaje ingenioso, no en vano el programa educativo del discreto — c o m o hemos visto arriba— comienza por la cognición de lenguas 3 7 . Gracián no expone propiamente una teoría lingüística pero sus ideas sobre el lenguaje, no siempre explícitas, giran en torno a la adquisición del lenguaje, sus características generales, sus funciones, sus fines y utilidades 3 8 . E l lenguaje, signo de lo humano y hecho social, diferencia a los hombres de las bestias pues sólo aprendiendo a hablar —«efecto grande de la racionalidad» 3 9 — se alcanza la plena naturaleza humana. «Lengua», «hablar», «conversar», «comunicar» son términos 4 0 relacionados con el c o nocimiento y el pensamiento: «que quien no discurre no conversa [...] Comunícase el alma noblemente produciendo conceptuosas imágenes de sí en la mente del que oye, que es propriamente el conversar [...] es el hablar atajo único para el saber: hablando, los sabios engendran otros, y por la conversación se conduce al ánimo la sabiduría dulcemente» 4 1 .
D, XXV, p. 144. En El Criticón el lenguaje y el habla tienen un papel primero y principal por ello Critilo («Habla, dijo el filósofo, para que te conozca», C, I, i, p. 69), después de constatar la necesidad de un idioma común, emprende «el enseñar a hablar al inculto joven» llamado Andrenio (C, I, i, p. 69). 38 Entre otras funciones del lenguaje, se dan la socializadora y la personalizadora, con él comienzan ambos procesos: hablar con los muertos, hablar con los vivos y hablar consigo mismo, a través del «hablar exterior» o conversar y del «hablar interior» o discurrir y razonar (Ayala, 1987, p. 137). Hidalgo-Serna, destacó la función cognoscitiva del lenguaje ingenioso que es metafórico, imaginativo y plástico, que se sitúa por encima del discurso abstracto, demostrativo y racional en cuanto a lo inmediato y lo común de su respuesta semántica: el lenguaje ingenioso, cuya meta es el saber figurativo y relacional, capta la realidad en su variedad y diferencia (Hidalgo-Serna, 1985, p. 96). 39 C, I, i, p. 69. 40 Además, estos términos «definen en su conjunto lo que va desde la capacidad general del lenguaje [...] hasta la utilización comunicativa de la actualización de esa capacidad a través del uso de alguna de las lenguas particulares o idiomas» (Hernández Paricio, 1986, p. 278). 41 C, I, i, p. 69. 36 37
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2. EL S A B E R DINÁMICO O A L A SABIDURÍA P O R L A E X P E R I E N C I A
La segunda jornada de la vida debe utilizarse para hablar «con los vivos» 4 2 y así este tercio del viaje debe emplearse en peregrinar para buscar y gozar de «todo lo bueno y lo mejor del mundo: que quien no ve las cosas no goza enteramente dellas» 4 3 . Ello permitirá adquirir «aquella ciencia experimental, tan estimada de los sabios, especialmente cuando el que registra atiende y sabe reparar, examinándolo todo o con
admiración o con desengaño» 4 4 . «Peregrinos del m u n d o » son
Andrenio y C r i t i l o en El Criticón,
los lectores de la obra graciana y,
en definitiva, quien dedica esa segunda jornada de la vida a adquirir la ciencia experimental que ayuda a desencantar, desenmascarar y descifrar las falsas apariencias de los objetos y de los sujetos, y así alcanzar el verdadero saber 45 . Entre todos los sentidos el de la vista 4 6 tiene especial relevancia para nuestro autor: «Ahora comienzas a vivir; irás viviendo y viendo» 4 7 . Pero
D, XXV, p. 143. D, XXV, p. 144. 44 D, XXV, p. 144. 45 Gracián remodela el tópico del viaje de la vida según la percepción barroca del homo viator y de la peregrinatio vitae, y añade la búsqueda de la experiencia que se adquiere por ver mundo. Ver Vaíllo, 1989. Blumenberg sostiene que la peregrinación de los dos protagonistas representa una alegoría de la inutilidad y también una alegoría de la búsqueda del sentido, y afirma que el «significado peculiar de la metafórica de desciframiento contenida en la obra» reside en que «el texto del mundo quiere ser leído intensamente y hasta el fin» (Blumenberg, 2000, p. 114). 46 Recordaba Maravall que si para la Edad Media leer era una operación auditiva que consistía en escuchar la lectura y comentario de un libro y, por ende, escuchar era la actividad propia para recibir y asimilar la ciencia, no fue sino tras una larga contienda o disputa sobre la vista y el oído, que se llegó a aceptar de manera general —como aparece en la obra de Pérez de Guzmán— que ver y leer eran las operaciones que permitían al hombre adquirir ciencia (Maravall, 1983, pp. 236 y ss.). Frente a la sospecha de la superioridad de la recepción auditiva, poco a poco el sentido de la vista aparece para ayudar al oído hasta que la búsqueda del saber empírico y la comprobación de éste fundamentalmente a través de los ojos, hace que la vista acabe afirmando su superioridad, y el sabio moderno la utilizará como instrumento para obtener conocimiento de la realidad: «el oír hace discípulos, la vista maestros», sentenciará Pedro Mexía en su Silva de varia lección. 42 43
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C, I, v, p. 122.
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siempre teniendo en cuenta las diferencias gnoseológicas: «ver m u n do; porque advertid que va grande diferencia del ver al mirar, que quien no entiende no atiende» 4 8 . Los verbos «ver», «mirar», «reparar», «advertir», «admirar» y otros 4 9 están relacionados en nuestro autor con el conocimiento y el filosofar artificioso o ingenioso. Cabe también mencionar que el sentido de la vista no es sólo un órgano privilegiado del conocimiento de lo exterior (peregrinación visual por el m u n do y mirar como observar y obtener experiencia), sino que la mirada que es capaz de penetrar proporciona conocimiento de uno mismo y conocimiento del otro, es el «mirar por dentro» que permite u n análisis introspectivo del hombre 5 0 : saber y saberse.
3. E L SABER CONTEMPLATIVO O A LA SABIDURÍA POR LA REFLEXIÓN La tercera jornada, la última de la vida, debe destinarse a hablar «consigo mismo» 5 1 , es decir, debe emplearse en meditar «lo mucho que se había leído y lo más que había visto» porque «todo cuanto entra por la puerta de los sentidos en este emporio del alma va a parar a la aduana del entendimiento; allí se registra todo. E l pondera, juzga, discurre, infiere y va sacando quintas esencias de verdades» 5 2 . Por ello, «poco importa ver mucho con los ojos si con el entendimiento nada, ni vale el ver sin el notar» 5 3 . E l proceso del conocimiento no concluirá hasta haber meditado sobre la muerte «que es menester medi-
C, III, iv, p. 627. Covarrubias no recogía el sentido de «detención admirativa y reflexiva» del «reparar» graciano pero sí lo hacía el Diccionario de Autoridades que registraba, entre otros significados, el de «atender, considerar o reflexionar» (D.A., vol. 3, t.V, p. 577). Por otra parte, la utilización del término «admiración», relacionado con el de «maravilla», «asombro», «curiosidad», era frecuente en la literatura del siglo de Oro. Covarrubias registraba «admirarse» como «pasmarse y espantarse de algún efeto que vee extraordinario, cuya causa inora. Entre otras propiedades que se atribuye al hombre, es ser admirativo; y de aquí resulta el inquirir, escudriñar y discurrir cerca de lo que le ofrece, hasta con el conocimiento de la verdad» (Tesoro, p. 43). Ver Armisén, 1986 y Nider, 1991. 50 Ver Blüher, 1991 y Neumeister, 2001. 51 D, XXV, p. 143. 52 D, XXV, p. 145. 53 C, III, iv, p. 627. 48
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tarla muchas veces antes, para acertarla hacer bien una sola después» 5 4 . E n esta meditación sobre la muerte consiste la misma Filosofía: Hace noticiosos el ver, pero el contemplar hace sabios. Peregrinaron todos aquellos antiguos filósofos, discurriendo primero con los pies y con la vista, para discurrir después con la inteligencia [...] Es corona de la discreción el saber filosofar, sacando de todo, como solícita abeja, o la miel del gustoso provecho o la cera para la luz del desengaño 5 5 .
Distribuidas de esta forma las jornadas de la vida y el proceso del conocimiento, podríamos decir que la sabiduría se alcanza o que el aspirante a sabio debe «traga(r) primero leyendo, devora(r) viendo, r u mia^) después meditando» 5 6 . Es decir, primero leer y tragar ese corpus de saber que viene recogido en la «plausible Historia», «hija de la experiencia» 5 7 , y en el resto de disciplinas intelectuales y artes liberales en las que se ha depositado. Después, ver y devorar para obtener y adquirir personalmente la «ciencia experimental» 5 8 ; jornada de la vida en la que se ponen a prueba los saberes obtenidos previamente y se confrontan con la realidad. Finalmente, meditar y rumiar para elaborar la experiencia (propia y ajena) obtenida «por la puerta de los sentidos» y registrada en la «aduana del entendimiento» 5 9 : Por eso, los varones sabios se valieron siempre de la reflexión, imaginándose llegar de nuevo al mundo, reparando en sus prodigios, que cada cosa lo es, admirando sus perfecciones y filosofando artificiosamente. A la
D, XXV, p. 145. D, XXV, p. 145. 56 D, XXV, p. 145. 57 D, XXV, p. 143. La historia es depósito de la experiencia de segundo orden o experiencia ajena, de forma que puede ser entendida bien como un corpus sistemático, es decir, como una acumulación de las experiencias individuales; bien como una fuente de ejemplos, es decir, como un registro o depósito de soluciones a casos concretos. Ver Cantarino, 2002b. Sobre la historia en los tratados gracianos y en El Criticón, ver por extenso Egido, 2000. 58 D, XXV, p. 144. La experiencia de primer orden o la experiencia propia o personal nos permite cotejar lo obtenido o aprehendido con ella con la experiencia ajena; y aun sumarla a ésta de modo que no sólo «tenemos experiencia» sino que podemos «atenernos a la experiencia». Ver Maravall, 1984 y Cantarino, 2002b. 59 D, XXV, p. 145. 54
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ELENA CANTARINO manera que el que paseando por un deliciosísimo jardín pasó divertido por sus calles, sin reparar en lo artificioso de sus plantas ni en lo vario de sus flores, vuelve atrás cuando lo advierte y comienza a gozar otra vez poco a poco y de una en una cada planta y cada flor, así nos acontece a nosotros que vamos pasando desde el nacer al morir sin reparar en la hermosura y perfección de este universo; pero los varones sabios vuelven atrás, renovando el gusto y contemplando cada cosa con novedad en el advertir, si no en el ver 60 .
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E R U D I C I Ó N Y SABIDURÍA: Q U E V E D O , E S C R I T O R H U M A N I S T A D E L A P R I M E R A M I T A D D E L SIGLO XVII
Victoriano Roncero López SUNY
Stony Brook
La segunda mitad del siglo xiv asiste al nacimiento de una nueva forma de entender el arte, la historia, la vida cotidiana; todo ello acogido bajo el marbete de humanismo, c o m o muy bien recuerda Francisco R i c o quien define este fenómeno como «una cultura c o m pleta, todo un sistema de referencias, con un estilo de vida, y era en verdad un "humanismo", un saber que acompañaba al hombre en las más variadas circunstancias» 1 . Resulta importante destacar esta relación en este primer humanismo entre cultura y vida cotidiana, entre erudición y vida pública, pues no debemos olvidar que algunos de los primeros humanistas como Leonardo B r u n i o Coluccio Salutati desempeñaron importantes cargos políticos en la república florentina, i n i ciando así una tradición que sobrevivirá en Italia hasta finales del siglo xv, en que con la aparición de Angelo Poliziano desaparece esta simbiosis entre la erudición y la realidad para encerrarse en los abstrusos caminos de la filología, desviándose así de los propósitos fundacionales de Petrarca 2 . La transformación no se llevó a cabo sin la resistencia de aquellos que todavía creían en la finalidad cívica del movimiento, como se puede apreciar en el debate entre Guidetti y Massari 3 . Pero si en la península itálica triunfó pronto esta unívoca
R i c o , 1993, p. 48. Reynolds y Wilson, 1986, p. 126, afirman que el aretino unió «los dos caminos del humanismo existente, el literario y el erudito» y combinó «los propósitos elevados con la posibilidad de investigación concienzuda». 3 Para este debate ver Grafton, 1991, pp. 23-27. 1
2
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concepción del movimiento humanista no sucedió lo mismo en el resto de Europa, donde se levantaron voces contra la pedantería que suponía el camino seguido por Poliziano y sus seguidores, que convertía el movimiento cívico-cultural en un ejercicio intelectual filólo gico, que despojaba a la literatura, término entendido aquí en u n sentido muy amplio, del valor didáctico que le concedía Leonardo B r u n i en su De studiis et litteris líber, ensayo dirigido a Battista de Montefeltro, cuando al hablar de la necesidad de leer a los poetas afirmaba que: Nam de vita moribusque percommode multa sapienterque ab illis dicta et naturae generationisque principia et causae et quasi doctrinarum omnium semina in illis reperiuntur; et inest auctoritas magna propter opinionem sapientiae ac vetustatem et splendor eximius propter elegantiam et ingenuitas quaedam liberis hominibus digna, ut, cui haec non adsit, paene subrusticius videatur4.
E n el mismo opúsculo hace también referencia al valor de las otras ramas de las letras, tanto de las profanas como de las sagradas: la filosofía moral, la historia, la teología o la oratoria, entre otras. E n la Europa del siglo xvi arraigó esta concepción y autores como M i c h e l de Montaigne destacaron la necesidad de una educación humanista que estuviera dirigida a una formación completa del individuo; «nous ne travaillons — e s c r i b i ó — qu'á remplir la mémoire et laissons l'en¬ tendement et la conscience vide» 5 . Para el señor de la Montaña se debe formar no sólo el intelecto del individuo, sino que también se debe cultivar su aspecto cívico, «le jugement» y la «vertu» en palabras del humanista francés. D e esta forma desecha la imagen del sabio p o seedor y transmisor de un saber libresco, pedantesco, inútil para la vida diaria del ser humano. Esta misma noción de desarrollar al hombre en toda su complejidad aparece en los humanistas europeos de la segunda mitad del siglo x v i , sobre todo en Justo Lipsio, cuya influencia en la recepción del tacitismo fue bastante importante en la España de esa época, como lo atestigua su correspondencia con sus corresponsales españoles que se
Bruni, 2001, p. 110. Montaigne, Essais, I, p. 206. Para el tema de la educación humanista ver Garin, 1987 y Grendler, 1989. 4 5
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207
inició en 1579 y la traducción de algunas de sus obras publicadas en los primeros años del siglo x v n 6 . E n Lipsio los españoles veían a un erudito humanista católico, gran conocedor de la Antigüedad clásica, sobre todo la de R o m a , que en algunas de sus obras, como por ejemplo en su Politicorum sive avilis doctrinae libri sex , extraía enseñanzas que 1
podían ser aplicadas por los gobernantes de la España del siglo xvn. D e esta manera, el humanista revive el pasado de la gloriosa R o m a , pero no por un mero prurito de vana erudición, sino como una forma de aprovechar los conocimientos del pasado para mejorar el presente. R u d o l p h Pfeiffer ha resumido muy acertadamente la visión l i p siana del humanismo al afirmar que en éste no se da la aspiración a «una filología independiente y autárquica, o "humanitas", sino a la educación del " h o m o politicus"» 8 . Sin embargo, al igual que había sucedido en Italia a finales del siglo xv, el humanismo europeo, sobre todo el francés que había tomado la antorcha del italiano, evoluciona hacia la filología, concentrando su esfuerzo en la recuperación de los autores clásicos por medio de magníficas ediciones críticas y eruditos comentarios. Perfectos ejemplos de esta nueva vía del humanismo europeo son José-Justo Escalígero e Isaac Casaubon. Ambos eruditos dan a la luz magníficas ediciones de autores griegos y latinos: así el primero de ellos editó a Virgilio, Ausonio, Festus, Apuleyo, Propercio y M a n i l i o , entre otros; el segundo, a Aristóteles,Teócrito, Polibio y Poliaeneo; además de publicar unos magníficos comentarios a la Geografía de Estrabón, conocidos y utilizados por Quevedo. Estos trabajos filológicos se dirigen a una élite intelectual capaz de dominar las tres lenguas de la filología clásica: el latín, el griego y el hebreo. Sólo ellos tienen acceso a la desbordante erudición que emana de estos trabajos. Nos encontramos ante «recherche d'une philologie tournée vers l'archaïsme et volontiers abstruse et difficile», como se ha escrito con referencia a la labor de José-Justo Escalígero 9 . C o n estos críticos, tal y como ellos preferían ser denominados, el h u Para la correspondencia con España y la influencia de Lipsio ver Ramírez, 1966, Antón Martínez, 1993 y la introducción de Peña y Santos, 1997. 7 El libro fue traducido al español por Bernardino de Mendoza con el título de Los seis libros de las políticas o doctrina civil de Justo Lipsio, que sirve para el gobierno del reino o principado, y fue publicado en Madrid en 1604 por Juan Flamenco. 8 Pfeiffer, 1981, p. 215. 9 Jehasse, 1976, p. 194. Pfeiffer, 1981, p. 208, escribe refiriéndose a Casaubon que es el «primer tipo puro de filólogo clásico desprovisto de interés hacia los 6
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manismo alcanza nuevas cuotas, pues nos encontramos con filólogos que personifican el ideal del homo trilinguis, con un saber enciclopédi-
co y un sentido fuertemente nacionalista, características todas ellas que van a influir en la visión humanista del propio Quevedo. La obra que sin lugar a dudas mejor ejemplifica y, a la vez culmina, el espíritu de esta generación de humanistas es el Thésaurus
temporum, obra de m o -
numentalidad enciclopédica de José Justo Escalígero. Este crítico exponía en 1575 los tres grados imprescindibles para alcanzar el conocimiento perfecto de la filología: — técnico: aplicado a los elementos y a la sintaxis. — histórico: mitología de los poetas; y en los oradores e historiadores «les descriptions, lieux, montagnes, fleuves et autres semblables». — la más singular «idiaiteran», que «se glisse dans les retraites le plus secrètes de la sagesse: elle distingue en poésie les vers interpolés des vers légitimes et authentiques, elle corrige les fautes, et revendique pour leurs véritables auteurs les attributions erronées: elle recense et examine à fond toute espèce de Poètes, d'Orateurs, de Philosophes. Aussi appellent-ils cette partie " k r i t i k è n " » 1 0 .
Esta es de manera muy resumida la situación del humanismo europeo de la segunda mitad de siglo x v i , cuando aparece en escena la figura de Francisco de Quevedo. N o quiero entrar a discutir en este momento la importancia del humanismo español, que, por otra parte, sigue las pautas preponderantes en el resto del continente 1 1 , aunque hay que reconocer que exceptuando las figuras de Nebrija, Juan Luis Vives o Antonio Agustín, no se halla a la altura del de nuestros vecinos. E n Quevedo el interés por el humanismo se manifiesta desde una época muy temprana de su vida; la educación que había recibido en los colegios de jesuítas, primero, y en las universidades de Alcalá y Valladolid 1 2 , le proveyeron de los instrumentos adecuados para
valores humanos y estéticos». Sobre J.J. Escalígero es fundamental Grafton, 1983¬ 1993. 10 Citado por Jehasse, 1976, p. 200. 11 Ver los libros de Gil Fernández, 1997, Gómez Moreno, 1994, Rico, 1993, o Di Camillo, 1976, donde se hallan expresadas y analizadas las distintas opiniones sobre el tema. 12 U n completo trabajo sobre la educación de Quevedo es el de López Poza, 1995.
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iniciar su andadura por los campos filológicos y literarios.Y este es un punto que quiero resaltar desde el primer momento: en Quevedo se combinan tanto los intereses literarios como los humanistas. Si analizamos sus primeras obras vemos que se da una unión perfecta entre ambos campos: algunos Sueños, quizá la primera redacción del Buscón, poesías, algunas de las cuales fueron publicadas por Espinosa en su Flores de poetas ilustres (Valladolid, 1605), alternan con su traducción del poeta griego Anacreonte o la redacción incompleta de la España defendida, obra que sigo creyendo importante para entender la ideología quevediana, y de la que voy a tratar especialmente en este trabajo. Esta combinación entre la literatura de creación y erudición filológica se da, pues, a temprana edad productiva y no es única de Quevedo, sino que la apreciamos desde los primeros momentos del humanismo italiano, nada más y nada menos que con la figura de Francesco Petrarca. E l ejemplo del poeta y humanista italiano, continuado después por otros escritores y humanistas de las siguientes centurias, presenta en Quevedo a uno de sus más interesantes y aventajados discípulos. N o es m i intención en ningún momento establecer una comparación en la importancia que cada uno de estos dos escritores tuvo en el desarrollo de la literatura y la erudición europea. Cada uno de ellos presenta sus propias características y datos que lo separan del otro; por ejemplo, Petrarca escribió gran cantidad de obras en latín, algo que no hizo don Francisco, pero, por el contrario, este último sabía griego y hebreo, lenguas que no conocía el italiano 1 3 . E n este sentido, tenemos que destacar el hecho de que Quevedo se hallaba inmerso en un momento cultural en el que nace el homo trilinguis, al que ya hemos hecho referencia al hablar de Escalígero y de Casaubon. Pero, de las dos vías del humanismo que imperan en Europa, ¿cuál es la que adopta Quevedo? Hay que dejar claro que Quevedo conocía perfectamente lo que se publicaba fuera de nuestras fronteras y que en su biblioteca tenía una buena representación de los libros de los más importantes filólogos/humanistas/críticos de su época; basta para cerciorarse de ello con echar un vistazo a los autores y textos que cita en la España defendida: Julio César Escalígero, José Justo Escalígero, Marc
Sobre el conocimiento que Quevedo tenía de estas dos lenguas, ver el resumen de Roncero, 2000. 13
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Antoine Muret, Isaac Casaubon, Roberto T i t i y Gerhard Kremer, entre otros. D e menor interés aparecen: W i l l i a m Alabaster, Goropio Beccanus, Jean Lemaire des Belges, Bonaventura Vulcanius o Angelo Caninio, entre otros. D e los españoles, cita a Juan Luis de la Cerda, Andrés Poza, Vergara, Bernardo José de Aldrete. Se observa en esta lista la presencia de los más importantes críticos de su época y, lo que es más significativo, muchos de ellos son herejes y como tales aparecen condenados en el Sueño del infierno, fechado en 1608 1 4 y cuyo uso y lectura había prohibido el índice deValdés; en él se condenaban todos los «libros de cualquier condición o facultad que sean, fechos, o traduzidos por autor herege» y además «todos y cualesquier libros en romance, y en cualquier lengua vulgar que sean, que tuvieren prólogos, o epístolas, o prohemios, o prefacios, o sumarios, o annotaciones, o adiciones, o declaraciones, o paraphrases, o cualquier otra cosa de los hereges contenidos en este catálogo, o de otros cualesquier hereges» 1 5 . Aunque con posterioridad en el índice de don Gaspar de Quiroga, p u blicado en 1583, se suavizaron estas prohibiciones, permitiendo la lectura de los libros de los herejes que no trataban sobre temas religiosos. Quevedo, a pesar de que los cita los consideraba, como se aprecia en los Sueños, como autores herejes con los que hay que tener cuidado.Y su cita se debe a dos motivos fundamentales: en primer lugar, a la necesidad de manejar sus ediciones y comentarios para lograr un mejor conocimiento de los autores clásicos; en segundo lugar, para refutar sus opiniones contrarias a ciertos escritores latinos nacidos en Hispania, y que Quevedo y sus contemporáneos consideraban como españoles, y para demostrar la falsedad de sus ataques a la España contemporánea, a cuyos habitantes Escalígero había tildado de «ignorans et barbares», ya que «infiniti libri Arabici, philosophici, theologici, medici, mathematici combusti sunt pour plus de 100 mille escus» 1 6 . Para la escritura de la España defendida Quevedo echó mano de varias ediciones publicadas p o r los filólogos franceses ya citados. Concretamente de Marc Antoine Muret cita la edición que éste p u blicó de las poesías de Catulo, Catullus, et in eum commentarius, publi-
14 Quevedo, Sueños, 1991, pp. 262-263: «¡Oh, qué vi de calvinistas arañando a Calvino!, y entres estos estaba el principal Josefo Escalígero, por tener su punta de ateísta y ser tan blasfemo, deslenguado y vano y sin juicio». 15 Gil Fernández, 1997, p. 475. [Prima] Scaligerana. Citado por Lida, 1981, p. 78. 16
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211
cada en Venecia en 1558. D e esta obra le interesa a Quevedo el prólogo de Muret, «charlatán francés, roedor de autores» (23) 1 7 en el que éste ataca a determinados poetas latinos nacidos en Hispania, concretamente a Marcial y a Lucano, de los que afirma: «Hispani poetae praecipue et R o m a n i sermonibus elegantiam contaminarunt». C o m o veremos más adelante, Quevedo se siente herido en su orgullo de español que ve insultados a escritores que consideraba como compatriotas que habían contribuido a crear la grandeza de la literatura latina. Los textos que cita de Escalígero son más abundantes, pues por una parte hace referencia al desprecio que muestra el francés por ciertos autores hispano latinos: «y v i a Josepho Escalígero por Holanda, h o m bre de buenas letras y de mala fe, cuya ciencia y dotrina se cifró en saber morir peor que vivió, decir mal de Quintiliano, Lucano y Séneca y llamarlos: Pingues isti cordubenses» (23). E l texto es interesante porque mezcla elementos filológicos, nacionales y religiosos; Quevedo reconoce la erudición del francés, al que califica como holandés, pues v i vió muchos años en Leyden, y Holanda, no lo olvidemos, era un país donde había triunfado la reforma, y de esta manera le echa en cara su abandono del catolicismo. Por la otra, Quevedo utiliza varias de las ediciones hechas por Escalígero, sobre todo la que publicó del De verborum significatione de Sexto Pompeyo Festo en M . Verrii Flacci quae ex¬ tant. Sex. Pompei Festi De verborum significatione libri XX, que apareció
publicada en 1575, aunque existía una edición anterior de esta misma obra del arzobispo y humanista español Antonio Agustín, publicada en Venecia en 1560, y cuyo texto es el que siguió, aunque con algunas correcciones, el citado Escalígero sin reconocer la labor que había llevado a cabo el humanista español, tal y como apunta Anthony Grafton 1 8 . Es curioso que Quevedo no citara la edición del obispo es-
17 Quevedo, España defendida, 1916. Todas las citas de esta obra están sacadas de esta edición. 18 Grafton, 1983, p. 150, afirma que: «To begin with the text itself, it is clear that Scaliger's critical work depended heavily upon Agustin's. He simply took over, without giving credit to, many of Agustin's emendations... Scaliger also took over from Agustín the principle that Festus and Paulus must constantly be compared. He used the material in Paulus above all as the raw material for filling gaps in Festus, and at the same time he tried to identify and delete material that Paulus himself has interpolated... Furthermore, Scaliger took over a number of Agustin's specific arguments, again without giving credit».
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pañol, de la que debía conocer su existencia, puesto que su mención le hubiera podido servir para acusar a Escalígero de plagiario y además hubiera demostrado la grandeza de España que habría también destacado en la labor filológica. Quevedo lo utiliza, en este caso, para apoyar su idea de que el proto español provenía directamente del hebreo: así discute, por ejemplo, las voces sufes y supparus, en las que reproduce las explicaciones del filólogo francés para discutirlas y refutar sus argumentos, apoyando sus teorías sobre la primitiva lengua española 1 9 . Pero debemos preguntarnos si el escritor madrileño aceptaba esta forma de humanismo como propia, o simplemente la utilizaba para demostrar a sus adversarios que podía estar a su altura crítica. E n un párrafo de cierta extensión, Quevedo analiza unos versos del acto V del Poenulo de Plauto, en el que pretende descifrar unas palabras de un personaje de origen cartaginés, Hanno. Quiere demostrar que el personaje habla un latín corrompido por su origen púnico, comparándolo con el italiano corrompido que hablan algunos españoles o un flamenco en una comedia que «por decir: ¿quiérese apear aquí su señoría?, decía, llevado de su lengua precipitada y de sus erres: se quien pian qui su sangnía» (p. 60). La selección de estos versos se debe a que ni Escalígero hijo ni Friedrich Taubmann se habían atrevido a estudiarlos, por ello Quevedo ofrece su propia explicación filológica, consciente de que «esto es lo que yo he podido advertir y sacar del acto V de Plauto, donde nadie ha puesto la pluma. Si errare en lugar tan escuro no es mucho, pues no llevo nadie delante» (p. 60). Es el ejemplo del prurito crítico de nuestro escritor que se ha atrevido a intentar descifrar unas palabras que se le resistieron a un crítico tan destacado como José Justo Escalígero.
19 Sexto Pompeio: «'Supparus' dicebatur puelare vestimentum lineum, quod es subulca appelabatur». Pomponius infulonia. De aquí subucula poco mudado. Prosige: «Velum omne quod ex lino est supparum dicitur Puniceum vestimentum ita vocat Nevi. De Belo púnico, ettc». Sobre este lugar, así el desvergonzado Scalijero en sus notas: «Supparum camisiam vsurpat Paulus verbum suae aetatis, ac suorum hominum elegantia dignum. 'Cama' est barbarum vocabulum. Id significat 'tectum'. Hodieque in idiotismo suo retinent Hispani, «camas» enim lectos vocant, ab eo tunicam ligneam nocturnan camisiam. Autor Isidorus, et ipse Homo hispanus».
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Demostradas sus capacidades
filológicas,
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Quevedo las repudia, las
desprecia inmediatamente como estudios sin n i n g ú n tipo de valor ni de m é r i t o : Si es porque no aprendemos cosas serias y de veras, toca eso a vosotros, cuyo principal cuidado en las universidades está en la pronunciación y ortografía en questiones de nombre. I quando más glorioso llega a ser vn Duza i un Scalíjero es para mirar si Plauto dijo oro por precor, mudar vna letra, alterar vna voz, despedazar a Luzilio, Petronio, Plauto i Catulo el vno; i el otro hazer que se desconozcan a sí mismos Tibulo, Properzio, Manilio, Ausonio, Sexto Ponpeio, Varrón, i los opúsculos de Virjilio, Ausonio i otros, que si aora resuzitaran, según estos críticos los despedazan, apuntan, declaran, notan i alteran, no se conozieran a sí mismos, ni se vastaran a aberiguar con sus obras. I esta es toda buestra loa, ciencia i dotrina, i con esto queréis llamar infelizes los studios despaña, donde sólo se atiende a la philosophía, teolojía i medizina, cánones i leyes, i notizia de lenguas (p. 71). E l fragmento citado resulta altamente esclarecedor sobre la concepc i ó n que Quevedo tenía acerca de los estudios h u m a n í s t i c o s en el m o mento en que redactaba la España
defendida..Varias cosas nos quedan cla-
ras tras una atenta lectura de lo aquí expresado: en primer lugar, que para nuestro autor la crítica que defendían E s c a l í g e r o y sus contemporáneos no era válida pues se limitaba a un estudio lingüístico que no tenía ninguna a p l i c a c i ó n práctica, lleno de e r u d i c i ó n , pero no de sabiduría; es el humanismo convertido en pura y simple filología, de lo que Bacon se quejaba, pues afirmaba que el advancement of learning estaba siendo retrasado por aquellos humanistas que « b e g a n to hunt more af¬ ter words than m a t t e r » 2 0 . Nuestro escritor destaca el interés de sus compatriotas por las severiores disciplinae, aquellas que tenían relación con la vida cotidiana, las leyes, la medicina, o que tenían una gran tradición clásica, como la filosofía, o representaban la sabiduría divina, como la teología, ya considerada por Marc-Antoine Muret como la «maítresse et reine des arts» 2 1 . E n segundo lugar muestra su o p o s i c i ó n a la p r á c t i c a c o m ú n entre los críticos como E s c a l í g e r o de retocar los manuscritos escogidos a la
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Citado por Rico, 1993, p. 157. Tomo la cita de Jehasse, 1976, p. 103.
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hora de editar a los autores clásicos, llegando en algunos momentos a una laboriosa reconstrucción, tal y como hizo en el caso de la obra de Festus 22 . Esta opinión no es única en nuestra tradición literaria, pues la repetirá años más tarde Saavedra Fajardo en su República literaria . Semejantes críticas vienen inspiradas quizás, como apunta Ángel G ó m e z Moreno, porque en España apenas existían códices vetustissimi o códices optimi . Quevedo había trabajado ya en una traducción de Anacreonte que él había considerado como «mejorado en castellano por mí», edición en la que no altera el textus receptus, pero sí sugiere lecciones personales 25 . Quevedo sólo corrige errores accidentales de copia (haplografías, diplografías, pequeñas inversiones y pérdidas accidentales de abreviaturas), justificados por la concordancia con el usus scribendi, y «por el contexto del pasaje y del pensamiento del autor», o por las concordancias con otros autores clásicos, e incluso por la «existencia de una frase hecha castellana o por una costumbre que se mantenía en su tiempo». Sin embargo, Blecua habla de «desvarios críticos» en la España defendida: «se acercaba a los autores y los pasajes antiguos con considerables prejuicios. N o leía más que lo que le i n teresaba que pusieran esos textos, a pesar de exponer sus interpretaciones... con un método en apariencia riguroso basado en la crítica textual y en la argumentación por autoridad o por conjeturas verosímiles». M e parece una opinión muy acertada, pero creo que no tiene en cuenta el carácter polémico de la obra en que se centra su análisis; la España defendida, como veremos más adelante, es un texto en el que Quevedo defiende a España de los ataques de humanistas como José Justo Escalígero, Marc Antoine Muret o Gerhard Kremer y por ello echa mano de todo su arsenal filológico, aunque a veces tenga 23
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Ver Grafton, 1983, pp. 134-160. Diego de Saavedra Fajardo, República literaria, p.147: «Yo deseaba oílle, pero lo impidió un tropel de esbirros, que traía a Julio César Escalígero con una mordaza en la boca y esposas en las manos; y tras él entraron Ovidio, Plauto,Terencio, Propercio,Tibulo, Claudiano, Estacio, Silio Itálico, Lucano, Horacio, Persio, Juvenal y Marcial, casi todos estropeados y acuchillados por las caras; quién sin narices, quién sin ojos; unos con dientes y cabelleras postizas, y otros con brazos y piernas de palo, tan desfigurados, que ellos mismos se desconocían». 24 Gómez Moreno, 1994, p. 67. 23 Para todo este apartado sobre la norma editorial de Quevedo sigo las ideas expresadas por Alberto Blecua en su trabajo inédito «Quevedo humanista». Agradezco a Alberto el que me proporcionara una copia en papel. 22 23
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que dar interpretaciones sui generis de determinados autores. A pesar de esto, los textos citados en la obra reproducen con bastante rigurosidad las fuentes en las que se basa; ya sea el Festus de Escalígero, el Catulo de Muret, el Atlas minor de Gerhard Kremer o Mercator, o las Ilustrations de Gaule de Jean Lemaire de Belges. E n tercer, y último lugar, nos encontramos ante u n ataque personal dirigido contra José Justo Escalígero, puesto que éste había editado muchos de los autores clásicos que Quevedo cita en esta lista: M a n i l i o , Catulo, T i b u l o , Propercio o Sexto Pompeyo Festo. D o n Francisco personaliza los ataques en el que podemos considerar como la personalidad más destacada de este grupo de críticos, el escritor madrileño pretende desautorizar esta forma de editar a los clásicos que considera desacertada e inaceptable. U n ejemplo lo proporciona, cuando al comentar una corrección propuesta por Isaac Casaubon a un texto de la Geografía de Estrabón, otro de sus «autores malditos», escribe: « N o me contenta este modo de dar luz a los libros, leer vno por otro, pues es no entender el autor, sino hazerle dezir a su pesar lo que no quiere; i aunque en algunas sea bueno, con exemplares de otra suerte, es huir la dificultad i leuantar testimonios a los autores» (pp. 37-38). Las opiniones de Quevedo que acabamos de analizar nos lo muestran, pues, más como u n seguidor de la concepción de Justo Lipsio de un humanismo dirigido a extraer enseñanzas del pasado que a la de Escalígero o Casaubon que buscaban rescatar por mero prurito filológico los textos de escritores clásicos. Este utilitarismo, permítaseme que lo llame así, se observa claramente en la España defendida; la obra fue escrita con una finalidad polémica: la de defender a España de los ataques de ciertos autores franceses y holandeses. La erudición que Quevedo despliega en la obra no pretende, como se ha escrito, desarrollar u n texto enciclopédico de la altura intelectual del Cronicón de Ensebio de Escalígero; esta interpretación demuestra que tal quevedista no ha entendido n i ha leído con detenimiento la obra 2 6 . E l es-
Jauralde, 1998, p. 208: «España defendida se plantea como una de esas obras enciclopédicas con que nos regaló el siglo xvi, tarea para la que Quevedo, en verdad, no estaba preparado. Para trazarla se necesitan recursosfilológicosmuy ricos, conocimiento de la historia, claridad en la disposición cronológica, manejo de etimologías, discusión de las modernas teorías sobre la formación de la cultura y los pueblos europeos, su relación con la cultura oriental» (el subrayado es mío). 26
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critor pone su erudición al servicio de la causa nacionalista, para lo que echa mano de la etimología, de la historia, de las teorías de formación de las lenguas románicas, de la teología, de la literatura clásica grecorromana, de la literatura española de los siglos x v y x v i , de distintas lenguas (latín, griego, hebreo, francés, italiano, siríaco, árabe). La misma necesidad de extraer lecciones del pasado se observan detrás de la escritura de sus obras históricas, «l'activité supréme» según Justo L i p s i o 2 7 (los Grandes anales de quince días, el Mundo caduco, el
Lince de Italia) para las que tenía muy presente la concepción de la historia como magistra vitae, iniciada por la historiografía clásica y rescatada por los humanistas italianos encabezados por Leonardo B r u n i , que ya en el prólogo de su historia de Florencia se hacía eco del tópico 2 8 . Quevedo concibe estas obras como lecciones que deben aprender los gobernantes de la España de su época para mejor llevar los asuntos del gobierno; y así lo manifiesta en la dedicatoria de los Grandes anales de quince días «a los señores príncipes y reyes que sucederán a los que hoy son en los afanes de este mundo», y en su final se lee: «cuando más allá de m i sepultura, y apartada de los sucesos hablare con vuestros designios m i pluma, por creída pueda ser provechosa, y me debáis, muerto y olvidado, el desengaño y la advertencia» 2 9 . E l h u manismo no se demuestra aquí en la presencia de citas de historiadores latinos o griegos, sino en la aplicación de los principales conceptos que éstos crearon y que fueron continuados por los italianos y franceses que los recuperaron. D e la misma forma hemos de entender los tratados políticos, en los que de nuevo el escritor se sirve de las fuentes clásicas, la Biblia o Plutarco, para enseñar a los gobernantes los principales preceptos para el buen gobierno de sus vasallos, o para que éstos aprendan a bien v i vir; así en el A quien leyere del Marco Bruto escribe: «Sea fruto útil a las repúblicas, temeroso a los monarcas, y de enseñamiento a los súb-
27
Citado por Jehasse, 1976, p. 215. Sobre este tema en Quevedo, ver Roncero,
1991. Leonardo Bruni, 2001, p. 2: «Nam cum provecti aetate nomines eo sapientiores habeantur, quo plura viderunt in vita, quanto magis historia nobis, si ac¬ curate legerimus, hanc praestare poterit sapientiam, in qua multarum aetatum facta consiliaque cernuntur, ut et quid sequare et quid vites faciliter sumas excellentiumque virorum gloria ad virtutem excitere?». 29 Quevedo, Obras completas, 1979, pp. 816-817. 28
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ditos, el saber recelarse del tirano que tiene algo bueno en que se disculpa y se desfigura, y del celoso que tiene algo malo en que se pierde» 3 0 . Quevedo vuelve así al principio del humanismo italiano en el que se unían la labor político-cívica con la literatura puesta al servicio de la comunidad o de los regentes de esa comunidad, que utilizan el conocimiento de los textos del pasado para mejorar sus instituciones, su forma de vida. Pero estas obras ya de madurez no suponen el abandono de ciertos conceptos propios de los «críticos» de finales del siglo x v i , porque Quevedo volvió varias veces sobre su concepto de los estudios h u manísticos como lo demuestra el texto que redactó para la censura de El Fénix y su historia natural de José Pellicer, publicada en M a d r i d en 1628, donde afirma: y confieso que es uno de los más doctos y más varios libros que en extranjeros y naturales libros he leído: porque la erudición tan honda; la diversidad de las lenguas, hebrea, griega, latina, francesa e italiana (que de todas éstas se muestra docto), cuyos lugares examina, emienda y averigua con maestría y con inteligencia; la noticia tan copiosa de autores de todas facultades, que cita, alaba y acusa; la interpretación, tan nueva como docta, de textos sagrados y profanos, hacen que se estime y agradezca en tan pocos años tanto tesón en los estudios y tanta doctrina en sus libros 31.
Elogia aquí nuestro escritor los conocimientos eruditos de Pellicer que se ajustan a aquellos que exigía José Justo Escalígero, en el texto anteriormente citado. Se resalta en primer lugar la «honda erudición» de la que hace gala el autor en el libro censurado; después se hace referencia al dominio de las principales lenguas de cultura, tanto clásicas, las que componen el tópico del homo trilinguis (hebreo, griego y latín), como de las románicas de mayor importancia cultural (francés e italiano). Otro de los aspectos que se destacan es el de la fijación del texto más próximo al autor, elogiando la maestría con que corrige los errores de los textos manejados para la escritura del libro. La abundancia de autores consultados y la original interpretación de los textos, tanto religiosos como profanos, cierran este pasaje en el que Quevedo muestra su comunión con una forma de entender el h u -
30 31
Quevedo, Obras completas, 1979, p. 920. Quevedo, Obras completas, 1979, p. 1926.
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manismo que coincidía con la de aquellos a los que consideraba herejes, pero dignos de ser imitados en sus empresas filológicas. E l texto de la censura del libro de José Pellicer pone de nuevo de manifiesto que una de las características que adornan a todos los m i e m bros de este grupo de eruditos es su consideración como prototipos del homo trilinguis. A l latín y al griego hubo de unirse pronto el hebreo, rescatado por los estudios bíblicos, que comenzaron en Italia y se afianzaron con la labor de Giannozzo Manetti que fue el primer humanista que aprendió hebreo y que acumuló una gran cantidad de manuscritos en dicha lengua 3 2 . Su implantación hubo de salvar las reticencias de ciertos humanistas como Erasmo de Rotterdam que temían la influencia negativa que podía tener en el ámbito cristiano, y así en España hubo hebraístas que fueron atacados y perseguidos por su estudio de las Sagradas Escrituras 3 3 . Pero ya a mediados del siglo xvi era aceptada la necesidad de su conocimiento para los estudios filológicos y, sobre todo, para todo aquello relacionado con la Biblia. D e nuevo Quevedo es plenamente consciente de este hecho. Desde el primer momento se aplica a demostrar que maneja las tres lenguas y que es capaz de traducir, estudiar y editar textos escritos en ella; su traducción de Anacreonte, de las Lágrimas de Jeremías, traducción que llevó a Wilson a hablar del «alma hebrea» de Quevedo 3 4 , o el Marco Bruto, en el que se basa en la obra de Plutarco. E n otro lugar he hablado ya del dominio que de cada una de estas tres lenguas tenía Quevedo 3 5 , analizando los comentarios de distintos estudiosos de la obra del escritor madrileño. N o queda ninguna duda del conocimiento que Quevedo tenía del latín y de la literatura latina; así vemos desfilar por la España defendida muchos textos de los más variados escritores; desde Cicerón, Horacio o Virgilio, que podemos considerar como los más conocidos, hasta Sexto Pompeyo Festo, Manilio, R u f o Avieno, Terenciano Mauro, Floro o Justino, historiadores o gramáticos menos transitados por el lector no especializado. Algunos de estos autores pudo haberlos leído en traducción a nuestra lengua, pero en otros hubo de echar mano a ediciones en la lengua original pues no exis-
32 Un completo resumen sobre los estudios del hebreo relacionados con la tradición bíblica se encuentra en Hamilton, 1998. 33 Gómez Moreno, 1994, p. 55. 34 Wilson, 1953, p. C X X X . 35 Roncero, 2000, pp. 43-67.
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tían en castellano: Terenciano Mauro, Festo o R u f o Avieno, por ejemplo. E n estos casos Quevedo alterna las citas en latín y en castellano, sin que podamos conocer el motivo de tal alternancia. Normalmente cuando se trata de un texto de cierta extensión lo traduce; así por ejemplo el párrafo que inicia el capítulo primero de la obra, en que reproduce las palabras de Justino sobre España en las que se alaba su clima y geografía. Según Pablo Jauralde, Quevedo tomó este párrafo del texto preparado por José Justo Escalígero, Mores, leges et ritus om¬ nium gentium, publicado por J. B o e m u m Aubanum en Lyon en 1604 3 6 . Sin embargo, hay ocasiones en que traduce textos mucho más cortos; por ejemplo del mismo Justino, que al hablar de Habido, escribe: «fabuloso pareciera este caso, si los fundadores de R o m a no fueran criados por una loba, y Ciro, rey de los persas, por un perro» (p. 30). Curiosamente los textos latinos de mayor extensión que aparecen reproducidos en la obra pertenecen no a autores clásicos, sino a dos humanistas del siglo x v i : en el primero de los casos se trata de un párrafo del De recta pronunctiatione de Erasmo de Rotterdam, estudioso al que califica como «doctísimo», en el que el holandés se burla de la manera en la que los españoles pronuncian la letra 5, que recuerda m u cho al silbido de las serpientes, palabras que Quevedo califica como «chocarrería» del humanista holandés «que tal vez se dejó llevar de la pasión de extranjero» (p. 74). Los otros extensos fragmentos en latín corresponden a citas de ediciones de J o s é Justo Escalígero que Quevedo usa para apoyar o para refutar sus propias teorías lingüísticas sobre el primitivo español. Las otras dos lenguas que conforman el tópico del homo trilinguis tienen una mucho menor representación en la obra. N o cabe duda de que Quevedo no las dominaba en la misma medida en la que dominaba el latín. Aún así aparecen con bastante asiduidad en la España defendida fragmentos o palabras, tanto del griego como del hebreo. Por supuesto que la lengua de Homero aparece de manera más abundante. E n este caso son citados los autores más importantes de la antigua Grecia; así aparecen textos de Homero, Platón y Aristóteles, Herodoto, Tucídides y Plutarco, o Estrabón, entre los famosos, y algunos menos conocidos como Licofrón y su poema Alexandra, poema de gran obscuridad, en el que trabajó Escalígero, traduciéndolo al latín. La mayor
Jauralde, 1998, p. 213.
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parte de los textos de los autores helénicos aparecen traducidos al español, bien porque Quevedo no dominaba lo suficiente el griego y hubo de servirse para su lectura de estos autores de traducciones latinas 3 7 , o bien porque eran muy pocos los españoles de su época capaces de leer los textos en su lengua original. Creo que, aunque ciertamente no a la misma altura que la latina, Quevedo conocía la lengua griega lo suficiente para leer los textos de autores como Estrabón, cuya Geografía pudo citar, no sólo por la edición de Escalígero en Mores, le¬ ges et ritus omnium gentium, sino también en la de Isaac Casaubon, de 1587, pues cita algún comentario filológico de esta edición. También cita en su lengua original breves textos de Homero, Tucídides, de Dionisio Afro y del diccionario de Julio Pólux. E n lo que se refiere al hebreo sus citas se limitan en su mayor parte a palabras sueltas38 en el capítulo cuarto en el que pretende demostrar que el protoespañol provenía directamente de la lengua del pueblo elegido, lo que contribuía a apuntalar su idea, y la de muchos españoles de su época, de que el español era el pueblo escogido por Dios para defender y extender la verdadera fe. También se dirigía a esta intención etimológica su idea de que las formas de las letras de nuestro alfabeto vienen de las del alifato hebreo. Únicamente se citan dos textos en esta lengua: el primero de ellos en la dedicatoria pertenece a la Biblia, concretamente se trata de un versículo de los Trenos de Jeremías, que reproduce en hebreo y del que después da dos traducciones: «Abrieron sobre nosotros sus bocas todos nuestros enemigos»; o mejor: «desbocáronse contra nosotros los que nos persiguen» (p. 21). E l segundo texto aparece al final del capítulo cuarto y recoge una frase de Samaeo, rabino de la mishná de siglo II d. de C , que creó una escuela de interpretación de las Escrituras. La frase está recogida en el PIRKE
n\yy] u>yn
ABBOT
(Capítulos
o Máximas
de los Padres) y dice: «D11D
'habla poco y haz mucho'» (p. 79). Este texto demuestra que Quevedo sí estaba familiarizado con el hebreo bíblico y que conocía algo, por lo menos, de la tradición judía de interpretación de las Sagradas Escrituras, incluso Pascual Recuero afirma que «el testimonio que legó en algunas de sus obras doctas es
37 38
1979.
T ) X J N emormeatvaaseharbe
Esta es la opinión defendida por Bénichou-Roubaud, 1960. Sobre Quevedo y su conocimiento del hebreo se debe consultar Caminero,
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suficiente para conceptuarle como muy iniciado en los secretos del idioma de los patriarcas» 3 9 . E n todo lo expuesto hasta este momento quiero que quede claro que en ningún momento pretendo colocar a Quevedo a la misma altura filológico-erudita de los Escalígero, Casaubon, Muret, Lipsio, etcétera. Estos últimos eran «críticos» y filólogos profesionales que dedicaron toda su vida al estudio, edición y anotación de los clásicos grecorromanos y que enseñaron en varias de las principales universidades europeas (Leyden, París, Roma), incluso Isaac Casaubon ocupó el cargo de «Lecteur du R o i » , por lo que sus conocimientos filológicos sobrepasaban en mucho a los del escritor humanista español. Quevedo se diferencia de ellos en su labor creadora, y no es que alguno de ellos no se lanzara a la escritura de textos originales, pero la importancia de la obra del escritor español en nuestra tradición l i teraria es muy superior a la de u n Muret en la francesa, por ejemplo. E n el ambiente del primer humanismo italiano se respiraba la necesidad de compatibilizar el estudio de la Antigüedad clásica, sobre todo la latina en los primeros momentos, por cuestiones nacionalistas, con el desarrollo de una escritura propia que sirviera para dignificar el m o mento presente y también, y en esto es importante hacer hincapié, la lengua vernácula. Y así hemos de entender que Petrarca escribiera su Canzoniere en italiano, o que esta misma lengua fuera la utilizada por Boccaccio en ciertas obras en prosa. Sobre Quevedo se ha dicho que no escribió en latín, porque no dominaba lo suficiente esta lengua clásica e incluso se ha llegado a dudar que él hubiera escrito las cartas a Justo Lipsio o a Chiflet 4 0 , pero la lectura atenta de la España defendida debe despejar todas las dudas razonables. N o quiero repetir aquí lo que ya escribí en otro momento sobre las razones que le llevaron a elegir el castellano como lengua de comunicación en lugar del latín 4 1 , aunque se debería recordar que gran parte del público lector de Quevedo no dominaba la lengua de Cicerón, como lo demuestra el hecho de que Bernardino de Mendoza dedicara en 1604 su traduc-
Pascual, 1982, pp. 155-156. Jauralde, 1998, p. 208: «Quevedo no escribía fácilmente latín, sus cartas a Lipsio no son autógrafas, sólo llevan la firma; sus cartas a Chiflet deben de haberse escrito con ayuda». 41 Roncero, 2000, pp. 70-74. 39
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ción de las Políticas de Justo Lipsio «a la nobleza española que no entiende la lengua latina» 4 2 . Sin lugar a dudas, una de las razones que mueven a Quevedo a escribir sus textos filológicos en español tiene que ver con el nacionalismo que impregna el movimiento humanista desde su nacimiento en la Italia de mediados del siglo xiv. Se trata del sentimiento de añoranza que llevó a Petrarca a mirar con nostalgia el pasado de la R o m a imperial que intenta revivir a través del recuerdo de sus escritores, de su cultura, de su historia; así debemos recordar que Petrarca se preguntaba en su Epistolae metricae, 3.33, qué era la historia, si no el elogio de R o m a 4 3 . A partir de aquí, surge una historiografía humanista que se dedica a ensalzar las glorias patrias, tal y como queda claro desde el prólogo de las Historiarum
florentini
populi libri XII,
en el
que
Leonardo B r u n i destaca que su obra va dirigida a glorificar el pasado de la ciudad y las hazañas de sus habitantes 44 , con referencia también a sus logros culturales y artísticos. Se inicia así una carrera para ver quién puede dotar de un pasado más glorioso a su patria o ciudad, inventando los orígenes más fabulosos, buscando una parentela que tiene sus antepasados más ilustres en la Biblia ( N o é , Sem, Túbal) y en la mitología grecorromana (Héctor, Antenor, Bruto, Ulises, entre otros). C o m o señala Cochrane la famosa frase de Catón del pugna pro patria convierte a los humanistas de meros historiadores en soldados que con su escritura defienden el linaje y la grandeza de su lugar de nacimiento 4 5 . A este sentimiento nacionalista hay que unir también el desencanto con el presente que sienten muchos de los humanistas de los siglos x v y xvi, que podemos resumir en la visión que tenía Turnébe que consideraba su tiempo como una «détestable époque» 4 6 , en la que triunfaba el vicio. Esta visión negativa despertaba un sentimiento de nostalgia por un pasado más o menos cercano al que pretendían v o l ver, un pasado en el que, como anhelaba Le R o y : «distinguans par les
Lipsio, Políticas, 1997, p. 3 Sobre este tema ver Mommsen, 1959. 44 «Ego autrem non aetatis meae solum, verum etiam supra quantum haberi memoria potest, repetitam huius civitatis historiam scribere constitui. Pertinebit autem huius cognitio et ad itálicas res; nihil est enim iam diu per Italiana dignum memoria gestum in quo huius populi non intervenerint partes», Bruni, 2001, p. 4. 45 Cochrane, 1985, p. 218. 46 Citado por Jehasse, 1976, p. 55. 42 43
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habits les princes des subjects, les magistrats des privez, les nobles des villains, les doctes des ignorants, les sacrez des prophanes» 4 7 . E n Quevedo se combinan también los dos elementos: el nacionalismo y ese sentimiento de desilusión por el presente y el anhelo de volver a un pasado que se puede situar en la Edad M e d i a castellana, como queda claro en la «Epístola satírica y censoria contra las costumbres presentes de los castellanos», escrita a mediados de la década de 1620. Las ideas expuestas en esta epístola ya aparecen perfectamente reflejadas en el capítulo quinto de la España defendida que lleva por título: «De las costumbres con que nació España, y de las antiguas». E n ella, como sucedía con Petrarca, Quevedo vuelve los ojos a la R o m a imperial, y también lo hace con nostalgia, pero con una nostalgia que viene de la semejanza de la historia de R o m a y la de España: Mientras tuvo Roma a quien temer y enemigos, ¿qué diferentes costumbres tuvo! ¿ C ó m o se ejercitó en las armas! ¿Qué pechos tan valerosos ostentó al mundo! Mas luego que honraron sus deseos perezosos al otio bestial con nombre de paz santa, ¿qué vicio no se apoderó de ella! Y ¿qué torpeza no embarazó los ánimos que antes bastaron a sujetar el mundo! Viose entonces que la prudencia de los hombres sobra para vencer el mundo; mas no sabe vencerse a sí (p. 80).
Recupera aquí el autor el concepto de la historia como «magistra vitae» para reflexionar sobre el presente de España, y lo hace comparándola con el imperio más grande que había conocido la humanidad. E n los dos casos se contrapone el pasado bélico en el que los hombres se dedicaban a guerrear y huían del ocio que produce la i n actividad militar, a un presente pacífico, recuérdese que cuando se escribe la España defendida España está en paz con Francia, Inglaterra y Holanda, que conduce a los hombres al vicio, en el caso de España, a su afeminamiento: «Y lo que más es de sentir es de la manera que los hombres las imitan en las galas y lo afeminado, pues es de suerte, que no es un hombre ahora más apetecible a una mujer que una m u jer a otra. Y esto de suerte, que las galas en algunos parecen arrepentimiento de haber nacido hombres, y otros pretenden enseñar a la naturaleza c ó m o sepa hacer de un hombre mujer» (p. 85). A esta imagen de vicio, de depravación Quevedo opone la de aquellos españoles de
47
Citado por Jehasse, 1976, p. 53.
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«quinientos y de cuatrocientos años a esta parte» que representaban el valor, la virtud, el respeto a las leyes, «lícitamente nacidas de las divinas» (p. 83), en idea que ya había propugnado poco antes Marc Antoine Muret en su Discourse I X , el amor a sus reyes buenos o malos, sabiendo «amar los unos y sufrir los otros» (p. 80). Y sobre todo, el amor que sentían a Dios del que los españoles se consideraban como brazo ejecutor en la tierra: Como Dios de los ejércitos, unas veces nos amparó, i éstas fueron muchas, con nuestro patrón Santiago; otras con la cruz, que, hecha a vencer la misma muerte, sabe dar vida a todos los que, como estandarte de Dios, acaudilla. Milicia fuimos suya en las Navas de Tolosa. La diestra de Dios venció en el Cid, i la misma tomó a Gama i a Pacheco i a Alburquerque por instrumento en las Indias orientales para quitar la paz a los ídolos. ¿Quién sino Dios, cuya mano es miedo sobre todas las cosas, amparó a Cortés para que lograse dichosos atrevimientos, cuyo premio fue todo un Nuevo Mundo? Voz fue de Dios, la cual halla obediencia en todas las cosas, aquella con que Jiménez de Cisneros detuvo el día en la batalla de Oran, donde un cordón fue por todas las armas del mundo (pp. 83-84). Quevedo recuerda aquí ese pasado en que existía una perfecta unión entre los castellanos y Dios, en que aquéllos reflejaban los valores de la religión, en que los españoles eran el nuevo pueblo elegido. Todo ello para oponerlo a una época en la que, como señalaba Turnébe, se rechazaba la existencia de Dios. Este nacionalismo es el que dispara la pluma de Quevedo, que como cualquier soldado, siguiendo la analogía de Cochrane, se dispone a luchar por su patria, llegando, si es necesario, a hacer realidad aquel verso horaciano: «dulce et decorum est pro patria mori». E l nacionalismo se aprecia ya en los preliminares de la obra, concretamente en la dedicatoria a Felipe III, cuando Quevedo afirma: Cansado de ver el sufrimiento de España, con que ha dejado pasar sin castigo tantas calumnias de extranjeros, quizá despreciándolas generosamente, y viendo que, desvergonzados nuestros enemigos, lo que perdonamos modestos juzgan que lo concedemos convencidos y mudos, me he atrevido a responder por mi patria y por mis tiempos; cosa en que la verdad tiene hecho tanto, que sólo se me deberá la osadía de quererme mostrar más celoso de sus grandezas, siendo el de menos fuerzas entre los que pudieran hacerlo (p. 21).
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Se trata del nacionalismo humanista que le lleva a una apasionada defensa de España frente a los ataques y desprecios intelectuales de ciertos autores como Escalígero, Muret, Mercator. Es una obra polémica en su concepción porque el humanismo es polémico; porque los debates se iniciaron pronto en la tradición intelectual del humanismo europeo; así el ya citado de Massari y Guidetti sobre la necesidad de conocer a los clásicos, o el de Isaac Casaubon y Cesare Baronio por motivos religiosos, ya que el primero, protestante, atacó los esfuerzos del segundo, cardenal católico, para apoyar las reclamaciones papales de autoridad espiritual y temporal 4 8 . Quevedo debate con todos los que ponen en duda el honor, la grandeza de la historia española, sin importarle ni la nacionalidad (ataca también a ciertos historiadores españoles) n i la religión del enemigo intelectual (ataca, aunque no lo menciona directamente, a Cesare Baronio por negar la venida del apóstol Santiago a España). Este fervor nacionalista que utiliza las ciencias propias de los studia humanitatis como arma defensiva no supone la aceptación de hechos o leyendas que chocan con el espíritu crítico de un intelectual de principios del siglo xvn: el ejemplo más claro de esto lo tenemos en su rechazo de la fabulosa historia que, basándose en fuentes clásicas y medievales, había urdido el dominico italiano A n n i o de Viterbo. E n una época en la que se habían aceptado como verdaderos los orígenes legendarios de casi todas las naciones europeas, basados muchas veces en textos clásicos apócrifos, Quevedo rechaza la lista de los veinticuatro reyes que el de Viterbo había creado inventando textos de Manetho, Beroso y otros historiadores de los que se conservaban sólo unos pocos fragmentos. E l argumento de Quevedo es muy simple: el pasado auténtico de España es tan rico en héroes y en grandes hazañas que estas supercherías lo manchan, lo rebajan al nivel del de los otros países que nos envidian. N o es el escritor madrileño n i el único ni el primero en su intento de desenmascarar estas farsas históricas, ya lo habían hecho Juan Luis Vives, M e l c h o r Cano o el propio José Justo Escalígero, entre otros, pero su postura demuestra que el nacionalismo no le ciega, que quiere presentar una realidad lo más i n maculada posible para ensalzar a España, porque él distingue claramente entre fábula e historia. N o duda Quevedo en desprestigiar la
Ver Grafton, 1991, p. 145.
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propia historia de R o m a que había caído en esta práctica fraudulenta con la invención de R ó m u l o y R e m o y su amamantamiento por una loba; todo esto lo lleva a despreciarlos: «Gocen su antigüedad y principios los romanos fabulosos, indignos de crédito y verdaderos dignos de desprecio y burla» (p. 30). E l nacionalismo de los humanistas no se limitó a los legendarios orígenes ni a las glorias militares de sus compatriotas, sino que abarcó también al campo de las letras: literatos, historiadores, filósofos fueron considerados como una especie de patrimonio nacional que enr i q u e c í a su lugar de nacimiento; el humanismo había sido u n movimiento de intelectuales que pretendían recuperar la cultura clásica. Así, desde un primer momento, trataron de adueñarse de estos escritores considerándolos como compatriotas; basta recordar aquí el orgullo que sentía Petrarca en considerar italiano a Cicerón, por ejemplo. E n nuestro siglo x v tenemos ejemplos ridículos de esta práctica, como la de quien llegó a afirmar que Aristóteles fue un filósofo español nacido en Córdoba. E n Quevedo está clara la consideración de algunos de los poetas latinos nacidos en Hispania como compatriotas, como primeros ejemplos de la grandeza y antigüedad de las letras españolas; así vemos que se enfurece porque José Justo Escalígero trata despectivamente a Quintiliano, Lucano y Séneca, refiriéndose a ellos como pingues isti cordubenses y porque Muret ataca el estilo de Lucano y de Marcial: Dice pues en el prólogo, comparando con su veronés Catulo a Marcial español, y con Virgilio mantuano a Lucano el cordobés, no con pureza, que son sus poetas mejores, sino, blasfemo y desvergonzado, trata a Lucano de inorante y a Marcial de bufón y ridículo y sucio, sólo por español; que el Mureto de todos cuatro autores, para decir bien o mal, sólo entendió que los unos eran hijos de Roma y los otros de España (p. 23). Las críticas y desprecios a estos escritores los atribuye Quevedo no a una cuestión filológica, ni siquiera de gusto literario, sino al simple hecho de haber nacido en la Hispania romana; constituyen, por tanto, una afrenta más a España que un hijo suyo no puede dejar pasar sin responder. E l elogio de las letras nacionales no se detiene en los autores antiguos, también los modernos merecen los elogios de los humanistas del siglo x v i . E l humanismo ha traído consigo la reivindicación, la dig-
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nificación de las lenguas vernáculas y una consecuencia lógica de ello es la reivindicación y dignificación de los escritores que la usan como vehículo literario o científico; es lo que Maravall denominó como «pretensión de superioridad». D e nuevo Quevedo sigue la pauta marcada por los humanistas anteriores; B u d é en su De asse et partibus eius,
publicado en 1551, ya había comparado a los escritores franceses con los griegos y latinos al preguntarse qué impedía que hubiera en Francia nuevos Demóstenes, Platones, Tucídides o Cicerones 4 9 . E n España tenemos el ejemplo de Ambrosio de Morales que consideraba que Pedro Mexía, Boscán, Garcilaso, fray Luis de Granada, entre otros muchos, eran escritores que «con lo mejor de lo latino traen la competencia» 5 0 . Quevedo va un paso más allá; para él los escritores latinos y griegos ya han sido superados por los escritores españoles de los siglos x v y x v i en todas las ramas de las letras, en todos los géneros literarios. Así después de citar elogiosamente a los historiadores españoles, comenzando por Zurita al que considera superior a Tito Livio, a los prosistas, se centra en los poetas: ¿Qué Horacio, ni Propercio, ni Tibulo, ni Cornelio Galo, exced[i]ó a Garcilaso y Boscán? ¿Qué Terencio a Torres Naharro? ¿Qué Anacreonte iguala a Garci Sánchez de Badajoz? ¿Qué Pitágoras y Phocílides y Theógnides y C a t ó n latino no se dejan vencer de las Coplas de don Jorge Manrique, nunca bastantemente admiradas de las gentes? ¿Qué tenéis que poner en comparación con el divino Castillejo? ¿Qué oponéis al doctísimo Juan de Mena, donde es gran negocio entenderle, y difícil imitarle, y excederle imposible? ¿Qué es igual al cuidado y lima de los versos de Hernando de Herrera, a la blandura [de] F[rancis]co de Aldana y propiedad de Figueroa, a quien dio Italia lauro y nombre de divino? ¿Quién, de todos los que merecen voz de la fama, sintió en tan fáciles y doctos versos tan altos sentimientos de amor como Lerma, pues con sus lágrimas y desesperaciones enriqueció nuestra lengua? ¿A qué griegos ni latinos comunicó Amor los secretos que leemos en sus versos? (pp. 69-70).
E n la amalgama de autores que cita Quevedo nos encontramos con lo más representativo de la poesía castellana cancioneril del siglo x v y la italianizante del siglo x v i , llegando a mencionar a autores práctica-
Citado por Kelley, 1998, p. 61. Citado por Maravall, 1986, p. 350.
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mente desconocidos hoy en día como es el caso de Lerma, tan desconocido que Astrana Marín lo confundió con el duque de Lerma, el valido de Felipe III, pero que curiosamente es el que recibe los elogios más extensos. C o n todo ello, Quevedo quiere dejar clara la superioridad española sobre la Antigüedad clásica, el modelo que debía ser imitado por los modernos. Precisamente, por su calidad de modelos es por lo que el escritor madrileño los compara con los españoles, porque ninguna de las literaturas europeas de su época reúnen la calidad suficiente para poderse comparar con la española; así lo manifiesta explícitamente al principio del párrafo cuando escribe: « N o quiero competir con tu lengua propia, con la griega y latina, en el propio idioma» (p. 67). Estos son algunos de los principales rasgos del humanismo quevediano, rasgos que se insertan perfectamente en la corriente humanista europea de mediados del siglo x v i y principios del siglo xvn que valoraba al sabio por encima del erudito. Quevedo se hallaba al tanto del progreso de la crítica y la filología de allende los Pirineos y decidió seguir su senda y utilizar sus herramientas para ponerse al servicio intelectual de una España ultrajada por sus enemigos y mal defendida por sus propios hijos. N u n c a pretendió igualarse a sus adversarios, pero quiso dejar testimonio de que conocía sus métodos, sus conceptos y que, en muchos casos, comulgaba con ellos; se trata del Quevedo humanista que nos presenta un ángulo más de esa vasta y compleja literatura de la que hablaba Jorge Luis Borges.
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R i ñ a Walthaus Rijksuniversiteit
Groningen,
Holanda
E n esta colección de artículos sobre el sabio como modelo de vida se pasa revista a varios tipos y aspectos del sabio: el sabio filósofo clásico, el sabio cristiano, el biblista, el historiador, el humanista; todos t i pos y modelos del sabio diseñados en una literatura de carácter filosóficomoral o doctrinal, destinada a un lector culto. E l presente trabajo es de otra índole, porque estudia la imagen del sabio y la sabiduría en un género destinado a un público más amplio, un receptor colectivo de hombres y mujeres de distintas capas sociales: el teatro. Es este un género muy apto para difundir un modelo de vida, en el caso que nos ocupa el del sabio, porque en la representación teatral se presenta a los ojos del espectador un sabio de carne y hueso, que muestra un modo de vivir tanto por sus intervenciones verbales como por su apariencia y actuación visuales en el escenario. La literatura dramática es un género que — c o m o la emblemática— combina la imagen y la palabra, pero que no se limita a una sola pictura y una sola subscriptio, sino que muestra por medio de una sucesión coherente de imágenes todo un desarrollo, toda una acción. C o n ello, se ve al sabio o la sabiduría en movimiento, actuando y respondiendo a las vicisitudes de la vida. E n el teatro del Siglo de O r o se presentan personajes sabios que representan diversas formas y grados de sabiduría, prudencia o docta erudición. La función del personaje sabio en el desarrollo de la acción dramática puede diferir: a veces es protagonista de la obra; en otros casos desempeña un papel secundario, pero esto sin dejar de ser personaje de importancia ideológica, cuyo mensaje resulta crucial.
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Muchas comedias del Siglo de Oro, de Calderón y de otros dramaturgos de su época, giran en torno al tema del aprendizaje, de la «toma de conciencia» o conversión de u n protagonista, que después de una etapa dominada por la pasión y los sentidos, llega a la madurez y encuentra el camino hacia la prudencia o la sabiduría. Es justamente a través de la acción dramática (sucesión de acontecimientos y situaciones) que tal personaje va aprendiendo y sale de su error, dejando atrás su vida de ignorancia y vicio para pasar a otra actitud más positiva y sana. E l ejemplo más famoso de tal esquema es Segismundo de la comedia La vida es sueño: desde una situación de barbarie e i g norancia, dominada por los sentidos (en la que, sin embargo, no le falta el libre albedrío y la gracia) este joven rudo, inexperto, salvaje, por una serie de experiencias vitales, llega a cierto grado de sabiduría, haciendo al final lo que n i su padre, que pretendía ser el sabio capaz de penetrar los signos astrológicos, podía prever. Segismundo, que sabe vencerse a sí mismo, al final es aplaudido como discreto y prudente. Segismundo — y otros protagonistas como é l — no termina como verdadero sabio, pero sí enseña u n modelo de vida relacionado con nuestro tema: el camino hacia la prudencia y el dominio de la razón sobre las pasiones, para aquella época escala fundamental y conditio sine qua non para llegar a la sabiduría. C o n ello topamos, pues, con el problema de los distintos grados de sabiduría y la distinción entre sabiduría y prudencia. La distinción entre ambos conceptos no siempre es lúcida; como observa Hall, Prudencia a veces reemplaza a la sabiduría en los ciclos de las virtudes. Sin embargo, por lo general la p r u dencia —una de las cuatro virtudes cardinales— resulta inferior a la sabiduría por su carácter práctico: «Prudence, w h o might be thought of as wisdom i n action, is the lesser virtue» 1 . O como se lee en los Proverbios bíblicos (16, 16), «Mejor adquirir sabiduría (sapientiam) que adquirir oro; tener inteligencia (prudentiam) vale más que tener plata». Esta jerarquía se refleja también, por ejemplo, en el auto ¿Quién hallará mujer fuerte? de Calderón, donde Prudencia es una de las damas que sirven a la Sabiduría. E l presente trabajo, sin embargo, estudia una serie de personajes que, dentro de su propio mundo dramático, son considerados o ala-
Hall, 1979, p. 342. Sobre las distinciones medievales y renacentistas entre sapientia, prudentia y scientia ver también Rice, 1958, passim. 1
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bados como doctos y sabios y que desde el principio del drama representan, más que la prudencia, un grado de verdadera sabiduría. N o se trata de enfocar un sabio en particular, como portador de una filosofía o ideología específica, sino que lo que me propongo analizar es la imagen del sabio en el teatro del Siglo de Oro, es decir, una construcción visual y verbal que es contemplada y escuchada por una amplia colectividad de espectadores. Para tal estudio he seleccionado cinco obras de Calderón: la comedia Darlo todo y no dar nada y los autos sacramentales El árbol del mejor fruto, La protestación
de la fe, ¿Quién
ha-
llará mujer fuerte? y La vida es sueño. Examinaré c ó m o , en estas obras,
se visualizan el sabio y la sabiduría en el escenario; cuáles son sus atributos, c ó m o es su actuación y cuál su mensaje, elementos todos que permiten su identificación como persona que representa la sabiduría. Cabe subrayar que el género dramático como tal y el subgénero específico (comedia, auto sacramental) condicionan en gran manera al personaje, que actúa en función de la acción y el mensaje total. Esto, particularmente, es el caso del auto sacramental, donde el argumento y los personajes siempre están al servicio del dogma católico 2 . Hablando de la visualización del sabio y la sabiduría en el escenario teatral, surge enseguida una primera pregunta fundamental: este personaje, ¿es masculino o femenino? Cuando se habla de sabios, se suele pensar, en primer lugar, en un hombre sabio, un filósofo como Sócrates, un rey y juez como Salomón, un sabio cristiano, etcétera. También en la presente colección de estudios sobre el sabio se observa la preponderancia, o presencia casi exclusiva, del hombre: hecho bastante lógico, ya que por aquel entonces la carrera intelectual — e l estudio, la ciencia, la filosofía, la teología— era patrimonio del varón. La presencia de la mujer sabia hay que buscarla a otro nivel: literario, simbólico y mítico, pensemos en Minerva, las Sibilas, la Virgen como Sedes Sapientiae. Y así, cuando hablamos de la «sabiduría» como personificación alegórica, es decir, puramente ficticia, aparece la imagen de una mujer —Sophía, Sapientia— visualizada en concreto en las artes plásticas, la emblemática y el teatro.
Lo que, por otra parte, no quita «la intensa presencia del mundo secular», dimensión también fundamental en los autos de Calderón, como bien lo demuestra Arellano, 2001. 2
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A continuación, examinaré primero la representación teatral de personajes sabios de tipo humano, de «carne y hueso»; después me concentraré en la representación teatral de la Sabiduría como personificación alegórica.
I. PERSONAJES SABIOS DE TIPO HUMANO Según una cita del auto La vida es sueño, «las canas del Juicio / amanecen más temprano / que las del poco saber».Ya que para ser sabio se necesita mucho estudio y experiencia vital, se suele visualizar al sabio como hombre anciano; la venerable vejez es atributo frecuente del sabio. Y así, viejo es el sabio que se presenta en la comedia Darlo todo y no dar nada (1651): el famoso y legendario filósofo griego Diógenes. Los protagonistas de la obra son el joven Alejandro Magno y Apeles, pintor de la corte de Alejandro. La acción gira en torno al amor que ambos, emperador y vasallo, sienten por la bella Campaspe, y la generosidad final de Alejandro, quien, como otro Segismundo, consigue «la mayor victoria» que es vencerse a sí mismo: aprende a dominar sus pasiones y el amor que siente por la bella Campaspe, dejándola para Apeles. E l viejo Diógenes, sin ser protagonista, no obstante tiene un papel crucial, porque gracias a su sabiduría y sus enseñanzas el conflicto dramático se soluciona en un desenlace feliz. La vejez del filósofo se subraya repetidamente: «buen viejo», «viejo mísero y pobre», «viejo honrado». C o m o maestro anciano, Diógenes enseña su filosofía en varios discursos didácticos, en que predica una m o ral ascética y estoica: «rey de mí mesmo, / Habito solo conmigo, / C o n m i g o solo contento» (p. 137); vive «atento / Más a saber que a adquirir» y explica: 3
....si él [Alejandro Magno] es dueño Del mundo, yo lo soy más, Pues en contrarios extremos, El lo es porque lo estima, Y yo porque le desprecio
(p. 138)
3
1945.
Me sirvo de la edición de Hartzenbusch (Biblioteca de Autores Españoles),
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Su estudio y sabiduría abarca lo humano y lo metafisico; su libro es el Libro de la Naturaleza: Que en ese azul libro y ese Verde libro nos enseñan Ya caracteres de flores, Y ya imágenes de estrellas, Porque aprendamos a un tiempo Divinas y humanas letras, Investigando ingeniosos Aquella causa primera De todas las otras causas. (p. 146) Estas lecciones verbales se subrayan de modo visual. E n cada jornada el filósofo sale al escenario y se confirma su papel de sabio ascético retirado a la soledad de los montes para dedicarse a una vida contemplativa, huyendo incluso de la c o m p a ñ í a del emperador. Diógenes visualiza su ideal estoico en su cuerpo, su espacio y su conducta. Vestido de harapos, vive en una pobreza total, en una cueva, donde no hay más que «un candil y cuatro libros». Mientras que la cueva en que vive Segismundo, en la comedia La vida es sueño, es símbolo de su estado mental, con la razón dormida aun, la cueva en que vive Diógenes es todo lo contrario, simbolizando la esencia de su filosofía, que es el desprecio por los bienes materiales. Esta filosofía y actitud de contemptus mundi y rechazo total de lo material se ilustra también en un breve episodio de la vida de Diógenes. Según la d i dascalia explícita, sale al escenario «vestido pobremente, con una vasija de barro en la mano»; con este pobre utensilio suele beber agua de una fuente. Pero cuando el gracioso bebe tomando agua con su mano, Diógenes se da cuenta de que incluso su pobre vaso es un lujo superfluo y lo rompe inmediatamente, reconociendo que «no hay loco de quien algo / no pueda aprender el cuerdo» (p. 138). Tampoco falta el episodio bien conocido de la tradición de este filósofo, que pide al gran emperador que se aparte un poco para que no le quite la luz del sol. C o n tales detalles este sabio demuestra en sus actos la vanitas de los bienes mundanos (desde un pobre vaso hasta el gran poder y riqueza de Alejandro Magno). Sin embargo, actuando, como filósofo, de modo tan estricto y exagerado, Diógenes llega a la comicidad, si-
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tuándose a veces al mismo nivel que el gracioso. Sin conocerlo, el gracioso lo identifica inmediatamente como sabio: «¡Mal fardado y sentencioso! / ¡Pobretón y cincunspecto! / ¿Sois filósofo?» (p. 137) 4 . N o menos cómico resulta, para el espectador, otro detalle que sólo se ve: mientras Diógenes está hablando con el emperador, el gracioso le quita u n piojo: según la acotación, «Siéntanse [Alejandro y Diógenes], y Chichón hace que quita u n piojo a Diógenes» (p. 145) 5 . N o obstante, este sabio marginado y a veces cómico predica y encarna u n ideal estoico y una moral ascética propios de la época clásica pagana y c u yas lecciones filosóficomorales corresponden claramente a la moral cristiana del siglo xvn español. L o acertado de su filosofía se confirma ante el espectador, justamente, en el desarrollo y el desenlace de la acción principal: en la correcta conducta moral y leal del joven pintor Apeles y a través del aprendizaje de Alejandro mismo, quien, gracias a las lecciones de Diógenes, al final sabe subordinar sus pasiones a la razón y vencerse a sí mismo, y con ello conlleva la felicidad de sus vasallos y la armonía en el reino 6 . Frente a tal sabio anciano, existe el tipo del sabio joven, que c o m bina la juventud de sus años con la sabiduría de la madurez. Menos realista, es u n topos que encontramos en la literatura, el folklore, la mitología: puer senex. Según Curtius, El puer senilis o puer senex es, pues, creación de la tardía Antigüedad pagana. Tanto más importante sería después el hecho de que también la Biblia contuviera ideas análogas. [...] La sabiduría de Salomón, IV, 8 ss., declara que la vejez es cosa venerable, pero que no ha de medirse por los años [...] E l pelo gris del anciano es, pues, símbolo gráfico de la sabiduría, considerada como atributo necesario de la vejez. Pero esta sabiduría puede encontrarse también en los jóvenes 7 . Diógenes, igualmente, reconoce al gracioso: «Pero esta filosofía / No es para ti, a lo que infiero / De tu traje y tus razones» (p. 138). 5 Cómica es también la descripción que da Chichón poco antes: «... En una media / Tinaja, llena de lana, / Metido hasta la cabeza / Estaba, que parecía / Degollado de comedia» (p. 145). 6 En esta tercera jornada se manifiesta también el aspecto social de este sabio, es decir, su utilidad para la sociedad. Llamado a la corte por Alejandro, Diógenes interviene de modo decisivo en la acción principal, diagnosticando correctamente la enfermedad de Apeles y a la vez «curando» la altiva arrogancia del joven Alejandro. El filósofo aparece entonces como médico y científico, un sabio en la práctica. 7 Curtius, 1976, p. 150. 4
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E l joven rey sabio Salomón es protagonista en el auto sacramental El árbol del mejor fruto (1661), auto de asunto bíblico (Antiguo Testamento). E n el auto sacramental, cualquiera que sea su argumento específico (mitológico, bíblico, caballeresco, inventado), la acción siempre está al servicio del dogma y la celebración del sacramento eucarístico. C o m o los personajes también están condicionados por este mensaje católico que el auto intenta propagar, en estas obras el verdadero sabio y la verdadera sabiduría siempre se conectan con el conocimiento de (y la fe en) Dios. E n El árbol del mejor fruto Salomón, conforme la tradición, aparece como sabio joven, según se indica en el canto inicial: «Joven entras a reinar» (p. 990); no obstante, en el resto de la obra no se insiste en la juventud del sabio. A diferencia de Diógenes en Darlo todo y no dar nada, cuya sabiduría se debe puramente a u n esfuerzo intelectual personal, la sabiduría de Salomón tiene una base divina. Según la fuente bíblica 9 , Dios mismo le concede, en u n sueño, sabiduría e inteligencia y la primera escena del auto visualiza esta dimensión mítica. Salomón, sentado en su trono, dormido, tiene u n sueño que se representa ante el espectador: dos ninfas «salen en el aire» y cantan que Dios le ha elegido a él para ser «perfecto ejemplar de u n rey / a quien se deba seguir». Rasgo característico de Salomón en esta obra es su humildad 1 0 respecto a su propia sabiduría —humildad que falta al filósofo de Darlo todo y no dar nada, quien tanto ante el gracioso como ante el emperador se muestra muy consciente de su superioridad i n telectual. Salomón reconoce repetidamente que debe su sabiduría sólo a Dios: «toda sabiduría / es hija de su Poder»(p. 1000). La acción del auto gira en torno a la construcción del gran Templo de Jerusalén, para lo cual Salomón manda traer materiales desde Líbano y el reino 8
Me sirvo de la edición deValbuena Prat, 1952. «... te doy un corazón sabio e inteligente, tal como antes de ti no ha habido otro ni lo habrá en adelante después de ti» (1 Reyes, 3, 12). 10 En la Iconología de Ripa también, la humildad es propia del sabio cristiano, cfr. sub Sabiduría: «Es por esto por lo que se pinta desnuda, manifestándose por este modo que por su propia naturaleza y condición no tiene necesidad de riquezas, ni ornamentos, pudiendo presumir con razón aquél que la posee de que tiene consigo y en su poder la totalidad de los bienes; y no ya con la arrogancia del Filósofo, como presumía Biante, sino con la humildad del Cristiano, actuándose en esto según la imitación de los Apóstoles de Cristo» (II, p. 279). 8
9
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de Sabá, la conversión de la reina de Sabá, que viene a verlo, y el misterio de la madera del árbol de mejor fruto. La sabiduría proverbial de Salomón se confirma ante el espectador, por ejemplo, por la famosa sentencia del rey sobre las dos madres y el bebé, aunque en el auto este episodio no deja de ser un detalle muy secundario, que ni se presenta directamente, sino que se evoca como narración retrospectiva. Donde el espectador realmente ve al rey actuando como gran sabio es en la escena del debate de Salomón con la reina Sabá (llamada así en esta obra). Esta ha venido a Jerusalén para consultar al rey y le hace una serie de preguntas enigmáticas a las que Salomón sabe contestar perfectamente. Por conocer y creer en el verdadero Dios (el Dios de Israel) el rey se halla en una situación de clara superioridad intelectual. C o m o maestro sabio Salomón explica y razona, alegando argumentos tan irrefutables que causa la desesperación del personaje Idolatría, que no puede mantenerse en este debate. Más que enseñar unas lecciones filosófico morales como hace Diógenes en Darlo todo y no dar nada, la sabiduría de Salomón en el auto se concentra en los misterios de la Creación y la causa primera. C o n todo, analizando a este sabio desde el punto de vista puramente dramático, se observa que como protagonista es poco profundo, ya que no sufre conflictos: no es sometido a pruebas difíciles ni tiene que vencer grandes obstáculos, y, por consiguiente, no hay una maduración o evolución del personaje. C o m o sabio elegido de Dios, su posición está segura, de nivel claramente superior. Sin embargo, además de esta sabiduría superior, racional, segura y total de Salomón, el auto presenta otra forma de sabiduría, que podemos calificar de parcial, imperfecta y fragmentaria, pero la que desde el punto de vista del dinamismo dramático resulta más interesante porque se fundamenta mucho más en un desarrollo, en una búsqueda dinámica; una sabiduría de tipo más bien irracional o intuitiva, pero sí capaz de llegar a la perfección. Es la reina Sabá quien representa esta forma de sabiduría. Es reina de la gentilidad; en su reino y corte vive la Idolatría, único personaje alegórico en este auto, siendo los demás personajes todos seres humanos (con la excepción de las dos ninfas que cantan en la escena inicial). Sabá, además de ser emperatriz bella y morena, es docta: «cuánto es dada / Sabá a divinas letras, inspirada / de ellas, piensa inquirir qué sacra idea / primera causa de las causas sea» (p. 994). Es atormentada por el problema metafísico de la «causa de causas», el
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«Principio sin principio» y «Fin sin fin» y estudia para encontrar la respuesta. Idolatría, por supuesto, se esfuerza por apartar a la reina del conocimiento del Dios de Israel. C o m o reina, Sabá sale al escenario con toda su pompa tradicional. C o m o mujer docta o sabia de la gentilidad visualiza el tipo de la sibila 1 1 . Se retira a la soledad de las m o n tañas para descifrar «los secretos del bien y el mal» (p. 993) y en tales momentos sufre «raptos» del oráculo divino, arrebatamientos y desmayos, saliendo al escenario «descompuesto el cabello y las ropas» (p. 994). E n estos «raptos» alcanza a ver cosas que no es capaz de interpretar bien 1 2 . Estos vislumbres y nociones inconexas de la verdad, esta sabiduría fragmentaria, se concretan en las hojas sueltas de u n libro que arroja por el aire: «saca un libro, y están las hojas descuadernadas, de modo que las arroja al aire esparcidas». A l final de la obra, sin embargo, cuando Sabá sigue a Salomón y a su Dios (p. 1008), su sabiduría llega a más: en otro rapto y éxtasis prevé la Pasión y Crucifixión de Cristo, y es ella quien incita a adorar el madero del «árbol del mejor fruto». E n el fondo, estos dos personajes —rey y reina, hombre y mujer— representan y visualizan dos formas de sabiduría: la de Salomón es una sabiduría que se suele asociar con lo masculino: una sabiduría segura, racional, perfecta y superior, reflejo de la sabiduría del Padre, del Logos. Frente a ello, Sabá representa otra forma de sabiduría, que se caracteriza por su carácter inseguro, intuitivo, de búsqueda y dudas, una sa-
11 Según Réau, las sibilas, de origen pagano, fueron vinculadas, en el arte medieval, al ciclo iconográfico del Antiguo Testamento, y añade: «Si la Bible hébraïque célèbre dans le Livre des Juges la prophétesse Debora, il n'est pas question des Sibylles dans l'Ancien Testament. On en devine aisément la raison. Des Prophétesses païennes no pouvaient trouver place dans une religion qui s'adresse exclusivement aux Juifs, le peuple élu: elles sont inconciliables avec l'exclusivisme judaïque. Elles n'ont pu s'introduire dans le christianisme que du jour où saint Paul a ouvert les portes de la nouvelle Eglise aux Gentils (Réau, 1956, II, p. 420). 12 En estos raptos Sabá escribe sus vislumbres y vaticinios enigmáticos en hojas de árboles, para darlas luego a los mortales y arrojarlas al viento (p. 993). Esta práctica recuerda la de la Sibila de Cumae: «The Cumaean Sibyl wrote her pro¬ phecies on leaves, which she then placed at the mouth of her cave. If no one came to collect them, they were scattered by winds and never read. Written in complex, often enigmatic verses, thèse "Sibylline leaves" were sometimes bound into books» (Monaghan, 1981, p. 270).
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biduría más bien irracional, revelada en arrebatamientos y éxtasis. Es esta una forma de saber que tradicionalmente se suele asociar con lo femenino — l a sibila— y que se encarna aquí en el personaje de una reina exótica. Sabá, reina docta — y como tal sabia y superior dentro de su propio espacio dramático— representa una sabiduría imperfecta, pero positiva y humana, que consiste en la búsqueda de la verdad divina. Esta búsqueda se concreta en un viaje físico (viaja al sabio Salomón, que la ayuda a encontrar la respuesta) y termina en su conversión, que constituye la última etapa en este camino hacia la sabiduría total. Este desarrollo dramático de Sabá es análogo al de Cristina 1 3 , protagonista del auto sacramental La protestación de la fe (1656) 1 4 . E n esta obra no se trata de una docta reina de la gentilidad, sino de una docta reina protestante del siglo xvn, quien en su búsqueda intelectual y espiritual llega a la conversión a la fe católica. E l auto se inspira en un asunto historicopolítico de gran actualidad a mediados del siglo xvn: la conversión de Cristina, reina protestante de Suecia, al catolicismo. C o m o bien se sabe, la reina Cristina histórica tenía una reputación particular, como experta mujer guerrera, casi siempre al caballo, y como mujer intelectual y docta. Calderón escribió dos obras dramáticas muy diversas inspiradas en la reina sueca: la comedia Afectos de odio y amor y el auto La protestación
de la fe. La
co-
media es menos interesante en cuanto al tema que nos ocupa, porque la protagonista, aunque se muestra una Minerva guerrera interesada en las letras, no deja de ser una mujer varonil puramente «novelesca», activa y atractiva en el escenario 1 5 , pero sin llegar al nivel intelectual de Sabá, por ejemplo. E n el auto La protestación de la fe, en cambio, el tema de la sabiduría es mucho más profundo y se presenta a dos n i veles distintos: (a) a nivel humano: la búsqueda intelectual de la doc-
13 Análogo también a la situación de los protagonistas de las comedias El mágico prodigioso (Cipriano), Los dos amantes del cielo y La sibila del Oriente. 14 Utilizo la edición de Andrachuk, 2001. A pesar de las preparaciones bien avanzadas, se anuló la representación del auto a causa del comportamiento político de Cristina, que dejó de favorecer a los españoles. Un edicto del Rey, de 7 de junio de 1656, lo prohibió «porque las cosas de esta señora no estaban en aquel primer estado que tuvieron al principio, cuya casa y servicio de criados se compone ahora de sólo franceses». El auto no se representó hasta el siglo xvm (1752). Ver la introducción de la edición citada, pp. 14-16. 15 Ver Lundelius, 1986.
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ta reina Cristina, y (b) a nivel alegórico: la presencia de la Sabiduría personificada. E n su primera salida a escena la protagonista Cristina confirma su reputación de mujer que combina las armas y las letras, como una Minerva. Aparece como mujer guerrera «vestida de corto, armada» para quitarse luego las armas y dedicarse al estudio. Es descrita como m u jer docta que «desde su niñez se emplea / en los sutiles estudios / de la gran religión nuestra». Cristina misma demuestra este gran afán de saber, estudiando en el escenario, sentada a una mesa con libros y un recado de escribir. Mientras la gentil Sabá está atormentada por el problema metafísico de la «primera causa» y «la causa de causas», a la l u terana Cristina le atormenta el problema teológico del libre albedrío y la gracia, que encuentra formulado en San Agustín y que no sabe resolver. C o m o protestante, su sabiduría es imperfecta y la laguna en sus conocimientos es explicada ingeniosamente a base de su nombre, en que también falta algo: Quizá Cristina, que el nombre hoy imperfecto conserva de cristiana, mal viciado por la falta de una letra, (siendo la A la que falta, que es la Alfa en frase griega, significación de Dios, pues Dios es Alfa y Omega) podrá ser que se la añada algún día y que a ser venga cristiana perfectamente quien hoy lo es mente imperfecta. (p. 63)
Comparando la representación y estructura dramática de la búsqueda o el camino hacia la sabiduría de estas dos mujeres doctas —Sabá y Cristina— se observan claras analogías: (1) el primer paso es el afán de saber, el estudio; (2) por arrebatamientos (Sabá) o un sueño (Cristina) vislumbran una verdad que no entienden, pero que las estimula en su búsqueda; (3) el debate con Idolatría o Herejía en que saben refutar los errores teológicos que han mantenido hasta entonces;
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' (4) el viaje a otro sabio (Salomón y Felipe IV respectivamente); (5) finalmente la conversión a la verdadera fe, con lo que se completa su sabiduría.
La conversión de Cristina al catolicismo —su «protestación de la fe»— es la última etapa en este camino intelectual y conduce a la apoteosis. E n las escenas finales, la Sabiduría misma, personificada, declara que Cristina se corona «reina, fiel y sabia» y la acoge, lo que se visualiza en u n abrazo físico16. Cristina, además, es asociada explícitamente con la mujer fuerte de los Proverbios: Mulierem fortem quis inveniet? SABIDURÍA:
Pues para más alabanza de una constante mujer ya que a mí un lugar me ensalza de los Proverbios, a ella otro ensalce: [...] ¿Quién hallará mujer fuerte?
(P- 102) La música repite este verso varias veces honrando a Cristina como mujer fuerte y sabia, «que de los fines más últimos viene / buscando feliz a la Sabiduría» (p. 109). C o m o apoteosis final el espectador la ve sentada a la mesa de la cena eucarística, flanqueada de la misma Sabiduría. E l verso citado de los Proverbios enlaza este auto c o n otro que Calderón compuso posteriormente, titulado ¿Quién hallará mujer fuerte? (1672) 1 7 . E n este auto, que toma su asunto del Antiguo Testamento (Libro de los Jueces, IV), se busca a la mujer que merece el título de la «mujer fuerte» de los Proverbios. Dos mujeres entran en consideración: Débora, sabia profetisa que gobierna el pueblo de Israel, y Jael, que mata a Sisera, poderoso y cruel enemigo de los hebreos. Aunque las dos mujeres son heroínas cuya conducta fuerte es alabada, es Jael la que finalmente se lleva la palma y queda designada como la mujer fuerte que se busca, prefiguración de la Virgen Inmaculada:
16 «Cristina.- Dame a besar el pie», Sabiduría: «Llega a mis brazos» (p. 108). Cfr. Proverbios 4, 8: «Tenia [la sabiduría] en gran estima, y ella te ensalzará y te honrará si la abrazas». 17 Me sirvo de la edición de Arellano y Galván, 2001.
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pues Débora es la mujer fuerte, por quien preguntó el proverbio, puesto que ella al enemigo venció y Jael la que invencible el Génesis prometió, puesto que es la que quebranta la frente al monstruo feroz, [...] ¿quién duda que viva sombra Jael es y Débora no, de aquella en primero instante pura y limpia concepción, que en siempre virgen autora nos ha de parir el sol? Désela a su Fortaleza la guirnalda. (pp. 141 y 143) N o obstante, en el marco de este estudio es Débora la que nos i n teresa, porque, apoyada por la Prudencia y la Justicia, es ella, más que Jael, la que representa la sabiduría. M u j e r sabia de muchas facetas, Débora aparece en el escenario como sabia profetisa, como sacerdotisa del Dios de Israel, como sagaz gobernadora y juez y como guerrera militante. C o m o juez imparte justicia en una sentencia tan difícil como la de S a l o m ó n . E igual que éste, D é b o r a , con toda su sabiduría, sigue humilde ante Dios, reconociendo que la debe a E l solamente. Su sabiduría profética la hace vislumbrar a la Inmaculada, reconociendo al mismo tiempo que no es ella, Débora, la que la prefigura: Aunque como profetisa mi fe a lo lejos alcanza a ver esa mujer fuerte, cuya no mordida planta pise al dragón, no soy digna yo de ser su semejanza, que tan soberana idea otra es para quien se guarda (p. 109)
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Sin embargo, Débora también es asociada con la Virgen, justamente a través de su sabiduría, cuando al final de la obra su trono se identifica con la Sedes Sapientae 1 8 , trono o sede que Débora recibió prestado de la misma Sabiduría. Y esto nos conduce a otro aspecto de la representación teatral del sabio y de la sabiduría. Los autos La protestación de la je y ¿Quién hallará mujer juerte? tienen otro elemento en común, relevante para nuestro tema, y es que en las dos obras sale al escenario la Sabiduría misma como personaje. E n ambos autos la acción dramática se desarrolla a dos niveles: además del plano historial 1 9 y humano que acabamos de analizar (historia de Cristina; historia de Débora y Jael) se distingue otro plano superior de tipo alegórico. Y es en este plano alegórico donde se nos ofrece otra faceta de la representación de lo sabio en el escenario teatral: la sabiduría misma como personificación alegórica.
II L A SABIDURÍA COMO PERSONIFICACIÓN ALEGÓRICA Desde tiempos remotos la Sabiduría aparece como personificación femenina, o mejor dicho, en términos más abstractos, como forma femenina: la diosa Palas Ateneas o Minerva de la Antigüedad pagana, hokmá, Sophía o Sapientia descrita en el Antiguo Testamento 2 0 , la dama Filosofía (Boecio) o la dama Sabiduría o Dama R a z ó n (Christine de Pisan) en la literatura medieval 2 1 . E n el Renacimiento es frecuente su imagen secularizada como Minerva armada. Las personificaciones de la Sabiduría reunidas en la Iconología de Cesare R i p a son casi todas femeninas: Sabiduría, Sabiduría Verdadera y Sabiduría Divina son todas mujeres. La excepción es Sabiduría Humana, representada como j o ven masculino: «joven desnudo con cuatro manos y cuatro orejas» 2 2 . Como señalan Arellano y Galván al respecto: «en la letanía del rosario se califica a la Virgen de "Sedes Sapientiae"» (ibidem, p. 141, nota). 19 Utilizo el término «historial» en el sentido que da Arellano, 2001: «en los autos de Calderón historial se aplica al conjunto de elementos que pueden ser interpretados en sentido alegórico, y que constituyen en sí mismos el diseño literal de la pieza» (p. 109). Para más información sobre este término ver ibidem, cap. 3. 20 Ver Schroer, 1995. 21 Para más ejemplos, ver Warner, 1985, cap. 9 («Lady Wisdom»). 22 «queriendo demostrar que para ser sabio no bastaba solamente la contemplación, siendo también necesaria la mucha práctica y costumbre de los negocios» (Ripa, Iconología, II, p. 281). 18
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de la fe y ¿Quién
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hallará mujer fuerte?,
Sabiduría es la Sabiduría divina y sale al escenario como personaje femenino: como dama bizarra y deslumbrante; música y canto la acompañan, subrayando su carácter divino. E n La protestación de la fe la acotación indica que sale al escenario «con u n penacho de plumas de diversos colores, pajizos, azules, verdes, carmesíes y blancos» (p. 50). E n un auto anterior de Calderón, Los misterios de la misa (1640), Sabiduría se presenta también con este penacho de plumas de cinco colores. E n ¿Quién hallará mujer fuerte? una acotación indica que «Sale la Sabiduría, dama bizarra, con guirnalda de flores y estrellas...» (p. 59). La imagen visual de la Sabiduría queda completada con una descripción verbal en que se resumen y se interpretan los detalles más significantes de sus galas. Herejía (en La protestación de la fe), M u n d o (en ¿Quién hallará mujer fuerte?) o Ignorancia (en Los misterios de la misa) le pregun-
ta a la dama quién es, dirigiéndose a ella en términos en parte idénticos (cito por el texto de La protestación de la fe): Hermosísima deidad, de estos montes y estas selvas que haces que en tu sol el Sol segunda vez amanezca, ¿quién eres, que de esas cinco colores las rizas trenzas coronas de tu tocado? ¿Quién eres, que de tan nuevas hermosuras asistida23 te avienes con todas ellas, bien como la blanca rosa que en montes y valles reina con el vulgo de las flores? (pp. 50-51)
La respuesta de Sabiduría es una larga autodescripción, en la que explica su identidad y el sentido de sus galas. Imagen y texto se c o m plementan así en u n conjunto emblemático, en que la imagen algo
23 Corrijo la forma «asistido» dada en la edición de Andrachuk, porque el sujeto («tú») se refiere a la Sabiduría, «hermosísima deidad». Valbuena, 1952, también da «asistida».
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enigmática de Sabiduría, vista en el escenario, sirve de pictura, y el comentario verbal sirve de subscriptio. E n ambas obras, la autodescripción de Sabiduría constituye al mismo tiempo una larga exposición de la doctrina católica, que explica la esencia divina de la Sabiduría: es sustancia de Dios mismo, a la vez que atributo del H i j o y don del Espíritu Santo: Yo soy del Eterno Padre una substancia, a su esencia tan una, que soy como El, sin fin ni principio; eterna en su Mente estoy. Y como al Hijo en su Mente engendra soy atributo del Hijo, y para más excelencia soy del Espíritu Santo noble don, como Job muestra y Salomón lo publica, cuando pide que yo sea la dádiva liberal de su mano. De manera que en la comunicación de Personas, dando en ellas al Espíritu el amor, al Padre, la omnipotencia y la sabiduría al Hijo, vengo yo a ser, por ser ésta, de uno, palabra y concepto, de otro, don, de otro, riqueza en la ley del evangelio; escondida a las primeras leyes y sólo enseñada en sombras a los profetas24. (pp. 52-53) Siendo así la Sabiduría divina, Sabiduría representa, a la vez, el c o n junto de las ciencias humanas, visualizadas en el penacho de plumas
La misma descripción se da en ¿Quién hallará mujer fuerte? (pp. 69-72) y, en parte, en Los misterios de la misa (edición de Valbuena Prat, 1952, p. 301). 24
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de cinco colores, que designan las ciencias: pajiza representa la Medicina, azul es la Filosofía, verde representa los Cánones sagrados, carmesí es la Justicia y blanco es la Sacra Teología 2 5 . Sabiduría no va sola, sino que es acompañada 2 6 de otras damas, que personifican las virtudes necesarias a la Sabiduría: en La Protestación de la fe son Fe, Oración, R e l i g i ó n y Penitencia; en ¿Quién
hallará mujer fuerte? son las
cuatro virtudes cardinales, Prudencia, Templanza, Justicia y Fortaleza 2 7 . E n estas escenas iniciales, pues, imagen y texto muestran y explican, de forma emblemática, qué es la sabiduría. Pero siendo personaje dramático, Sabiduría también actúa. Habla, explica, discute, y, además, es ella la que en ambos autos, desde el plano alegórico superior, da impulso al desarrollo de la acción dramática al nivel historial, donde operan los seres humanos. E n La protestación de la fe Sabiduría envía a sus damas por el mundo con la invitación a todos a participar en el gran banquete eucarístico —invitación rechazada por unos y aceptada por otros como Cristina, según hemos visto—. E n ¿Quién hallará mujer fuerte? Sabiduría manda buscar a la mujer que merece el título de la mujer fuerte de Proverbios. Luego la acción pasa al plano concreto, donde se desarrolla la acción de los seres humanos. N o obstante, hay una interacción continua entre los dos niveles; en diversos momentos plano alegórico y plano historial o humano se mezclan y esto sucede también en el desenlace, donde es Sabiduría la que efectúa la apoteosis: en La protestación de la fe recibe a Cristina con todo honor, abrazándola; en ¿Quién hallará mujerfuerte?Juzga cuál de las dos mujeres merece el premio de mujer fuerte. E n estos dos autos, pues, la Sabiduría se presenta como personificación femenina que sale a escena como «dama bizarra» 2 8 . E n el desenlace de La protestación de la fe, sin embargo, se observa un cambio Esta simbología de colores y ciencias se da también en Los misterios de la misa (ibidem) y se repite en una loa posterior para el auto Andrómeda y Perseo, donde los siete sabios interpretan así los colores (edición deValbuena Prat, 1952, p. 1691). 26 Según las acotaciones, estas virtudes preceden a la Sabiduría, que las sigue. 27 De igual modo, en El nuevo hospicio de pobres (1668), Sabiduría, con corona y cetro, es acompañada de las tres virtudes teologales (Fe, Esperanza, Caridad) y Misericordia. 28 En el caso de La protestación de la fe se conoce el nombre de la actriz que iba a interpretar este papel: Gerónima Olmedo. Sobre el reparto de los papeles en esta obra ver la introducción de la edición citada, p. 10. 25
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hacia una representación más bien masculina de Sabiduría, cuando ésta aparece con los símbolos de la máxima autoridad eclesiástica: sale al escenario con la tiara y el báculo (la «cruz de tres cruces») del p o n tífice romano y con el manto imperial, referencia a la casa imperial de Austria. E l cambio no pasa sin ser apercibido por los personajes, que preguntan: « ¿ C ó m o la Sabiduría / aquí es la de la tiara?». L a respuesta asocia a la Sabiduría, a través de Cristo, con el Papa: Como [Sabiduría] a Cristo representa dondequiera que se halla, porque él la Sabiduría es, y así evidencia es clara que si el mismo Cristo es ella, y es el vice-Cristo el Papa, que ella en esta alegoría entrambos papeles haga. (p. 117)
Siendo así autoridad masculina Sabiduría ejerce luego la función episcopal de confirmar en su fe a Cristina. La transformación de una visualización femenina (como imagen puramente espiritual de la Sabiduría divina) a otra de carácter más bien masculino (reflejando la suprema autoridad eclesiástica en el mundo) 2 9 es explicada y justificada al público por la pregunta y la respuesta. Respecto a esta fluctuación, breve pero interesante, de la Sabiduría como forma alegórica femenina o masculina cabe echar una breve m i rada a otro auto de Calderón: La vida es sueño ®, porque en esta obra Sabiduría (también llamada Ciencia) se presenta en forma masculina desde el principio. E n su primera salida a escena, Sabiduría, junto con A m o r , aparece como joven varón 3 1 : «salen el Poder, anciano venera3
En relación con ello, cabe observar que según el reparto de La protestación de la je (ibidem) las personificaciones de la Sabiduría, Religión, Oración, Penitencia y Fe (representantes de lo espiritual) iban a ser interpretadas por mujeres, mientras que las personificaciones de la autoridad seglar y eclesiástica, designadas con sustantivos masculinos (Brazo Seglar y Brazo Eclesiástico), iban a ser interpretadas por hombres. 30 Utilizo la segunda versión de 1673, editada porValbuena Prat, 1952. 31 En esta obra no falta tampoco el tipo del sabio o prudente viejo, con canas: es Entendimiento. 29
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ble; y Sabiduría y Amor, de galanes», representando así la Trinidad. Otros detalles confirman su identidad masculina: Sabiduría usa la forma gramatical masculina («Yo mismo...», p. 1391). A l final de la obra, esta Sabiduría viene a salvar al Hombre, que por su pecado se ve preso en las cadenas de Lucifer. E l Hombre, arrepentido, quiere volver a la luz de Dios, pero Albedrío y Entendimiento, que tratan de ayudarle, no consiguen Quitarle las cadenas. Entonces sale Sabiduría, como «galán peregrino» «fatigado», y visualiza la Encarnación al ponerse las cadenas y los toscos vestidos del Hombre. Siendo Cristo, salva al Hombre, muriendo; los personajes ven «al Peregrino abrazado / a un cruzado leño» (p. 1405). Luego, otra vez como Sabiduría, explica el misterio. Esta visualización de la Sabiduría (como galán, peregrino fatigado y Cristo-Hombre) resulta muy distinta de la que hemos visto anteriormente, como «dama bizarra». E n conclusión, hemos visto que, en esta breve selección de obras dramáticas de Calderón, las imágenes del sabio y la sabiduría ofrecen múltiples facetas. E n primer lugar, se observa, en ese mundo de personajes sabios teatrales, una importante presencia femenina, tanto en el ámbito concreto y humano como alegórico; una presencia femenina mucho más rica de lo que se puede esperar en el mundo sabio e intelectual real del Siglo de Oro. Por encima de todo, en el ámbito superior alegórico, está la Sabiduría personificada, representada principalmente como forma femenina, aunque no falta tampoco una imagen masculina. Encarna, en los autos analizados, la sabiduría divina y como tal es omnisciente 3 2 . C o m o personaje dramático, Sabiduría actúa y da impulso al desarrollo de la acción. Ella misma, sin embargo, siendo divina y total, es personaje que no evoluciona; es imagen estática, como emblema que enseña o como icono para ser buscado y venerado. E n el ámbito humano, salen al escenario distintos tipos de sabios. Sabios legendarios como los bíblicos Salomón y Débora, o como el clásico Diógenes, pagano, pero cuya filosofía ascético-estoica corres-
Cuando la Sabiduría hace preguntas, estas son superfluas para ella misma, pero las formula por razones puramente dramáticas: para generar explicaciones que informan al espectador. En tales casos Sabiduría no deja de justificarse: «Aunque yo nada dudar / puedo, porque lo veo todo, / puedo, hablando a humano modo / ajustarme a preguntar» (La protestación de la fe, p. 93; la cursiva es mía); «y aunque la duda no es mía / la pregunta sí» (¿Quién hallará mujer fuerte?, p. 61). 32
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ponde bien a la ideología moral del Siglo de Oro. Poseyendo éstos un máximo grado de sabiduría (sea sagrada o profana), enseñan, a través de sus palabras y sus acciones, un modelo de vida de sabio perfecto, modelo tal vez difícil de imitar para personas como el espectador medio y común. Otros personajes, sin embargo, representan más bien la sabiduría como proceso dinámico y evolución: una búsqueda como la de la reina gentil Sabá y la reina protestante Cristina. Aunque ambas se presentan como mujeres doctas, su saber es imperfecto. Buscando con firmeza su camino hacia la verdadera sabiduría, venciendo obstáculos y errores, alcanzan finalmente la verdadera sabiduría. E n ellas se observa, pues, un claro desarrollo mental; partiendo de las dudas viajan hacia la luz. Aunque estas reinas no tenían la reputación de gran sabio tal y como la tenían Diógenes y Salomón, representan, en las obras analizadas, otra forma de sabiduría, basada en una búsqueda d i námica. A fin de cuentas, son ellas tal vez las que ofrecen un modelo de vida sabia más factible para el espectador de carne y hueso.
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PLUTOSOFÍA. L A M E M O R I A (ARTIFICIAL) DEL H O M B R E DE LETRAS B A R R O C O
Fernando Rodríguez de la Flor Universidad
de Salamanca
Por eso Dios dice de ellos: destruyo la sabiduría y la ciencia de los sabios. (1 Corintios 1, 19)
Orientada en principio hacia el análisis de los usos y prácticas de «memoria artificial» en los hombres de letras profanos, esta contribución al estudio de la figura del «sabio» en el Siglo de O r o hispano sólo se queda, por ahora, en unos primeros movimientos propedéuticos al tema, en unas aproximaciones. U n primer momento de m i análisis tiene un carácter puramente denegativo, pues discute la noción de sabio en punto a lo que es su relación con los depósitos de saber tradicional. Tengo la sensación de que, en lo que es nuestra tradición, la denominación de «sabio» va quedando progresivamente restringida en una órbita que es puramente moral, contribuyendo a articular una concepción férreamente cristiana del campo de saber. Se puede resumir en una fórmula paradojal: el saber no es, después de todo, el destino del verdadero «sabio», tal y como me parece podría apresuradamente entenderse. E n este sentido, tampoco la memoria, ni menos el ars memoriae, la memoria artificialmente construida, alcanza a ser un instrumento remarcable en la tarea de conocer en la que está embarcado el sabio cristiano. E n segundo lugar, no me puedo sustraer a la atractiva idea de realizar una valoración negativa del peso de la memoria en el mundo hispánico. Esto también se puede resumir en una segunda fórmula discutible: la memoria inmoviliza a los sujetos frente a los depósitos
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de saber. Es un agente de la «política de la conservación» y, como tal, un instrumento relevante para la pretensión de la teopolítica hispana, que favorece extraordinariamente, en todos los niveles, el valor acordado a la memoria, enfrentándola a la acción que se dirige hacia la adquisición y logro de la «novedad», en la acreditada forma de una curiosidad científica, que es el verdadero «motor» del conocer barroco 1 . E n tercer lugar, penetro por un momento en un ámbito atractivo: explicar los fundamentos gnoseológicos de la operación de «traslado» entre el mundo y la memoria cultivada del letrado profano. Se puede resumir: la mnemotécnica es un proceso central al objeto de l o grar el buen gobierno y ordenamiento del «hombre interior» que promueve el momento barroco.
1. L A MEMORIA NO ES EL DESTINO DEL SABIO Plutosojia... Parecería que este concepto, utilizado por Gesualdo y los enciclopedistas barrocos, y que hace referencia a un saber total, 2. un atesoramiento universalista de las informaciones del saber, es el destino propio perseguido por esa categoría particular, dentro de las tipologías del sujeto barroco, que es el sabio. Y, sin embargo, no es así, y ello me descoloca bruscamente del sujeto focal de este Coloquio —una vez más: el sabio—, del que debo apresurarme a advertir que éste para nada necesita de ese sistema de gestión de un sistema o «archivo» interior a lo que conocemos como mnemotecnia , y del que me he comprometido a hablar. Creo que el sentido que, desde la época de la crisis epistémica de fines del x v i , cobra el papel del sabio, no se corresponde estrictamente con ninguna acumulación extensiva de saberes retenidos en la pretensión de hacerse con la sum¬ ma. N i se puede tampoco decir de esa retención capitalizadora de informaciones obtenidas, que sea esto mismo lo que, precisamente, configura la dimensión ejemplarista, que, al fin, debe caracterizar y marcar gravemente la tarea del sabio. Pues, sabio, sabio, lo es para una 2
Sobre esta «curiosidad», ver Raimondi, 2002. Cuyo papel en la hermenéutica moderna fuera reconocido por primera vez en el libro fundador de Yates, 1975. 1
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época que extrema el rigor moralista, hasta aquel que ignora; el que logra entroncar con una docta ignorancia de las cosas del mundo. E n efecto, este modelo de sabio no es nunca «intemperante», en el sentido senequista y estoico de que intente «saber más de lo necesario» (Séneca, Cartas a Lucillo), que es, por lo demás, la obvia pretensión de la plutosofia. D e hecho su relación con las potencias, como entre todas lo es para la vida intelectual la memoria, no está fundada ni determinada por la práctica, ni por el orden, y ni siquiera por el control estudiado de esos mecanismos, sino que el sabio, en su dimensión cristiana, como vemos defendido por el jesuita Luis O r t i z , en su Memoria, entendimiento y voluntad, utiliza la memoria en el modo platónico de una anagnorisis o reencuentro en el interior del hombre con la huella impresa de Dios, entre representaciones y figuras impresivas. La Philosophia Christi, el peculiar saber del cristiano, aparece vinculado, ya desde los primeros místicos hasta M i g u e l de Molinos, mucho más a la «asinidad» e, incluso, a la locura y el olvido de toda inferencia «objetiva», que a las prudentes tareas de la estabilización del conocimiento material del mundo, que, por cierto, diremos, esta vez paulinamente, que se entiende entonces que sólo puede «hinchar» (1 Corintios 8, 1), mientras entorpece de modo fatal el acercamiento a lo sagrado. E l «cristiano sabio» (atención a la inversión adjetival), de hecho, incurre (o debe, desde luego, hacerlo) en la pobreza (Baños de Velasco, El sabio en la pobreza) o, incluso en el ostracismo social (Enríquez de Villegas, 3
El sabio en su retiro).
Los nuevos pirronianos, los escépticos fideistas harán sobre todo de la epístola 1 Corintios 1 el pasaje escriturario favorito de su posición decidida en contra del saber, entendido como gestión pragmática de informaciones objetivas acerca del mundo; es decir, precisamente como memoria. Se trata, en definitiva, de la desautorización de la noción de Scientia (instrumental) a favor de una Sapientia (moral), concedida por la Gracia, como claramente puntualiza Sor Juana, que, incluso, sugiere el modo en que Dios mismo promueve un activo «desconocimiento» humano de lo que son sus últimos fines: [...] Cuando Dios intenta que algo Ignore yo, mayormente
3
Para este concepto, ver Nicolás de Cusa, 1957.
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Aquella parte que toca A los Secretos Celestes Que llaman Sabiduría 4 .
E n efecto, el término de «sabio» era — y es— delicado, pues afecta de entrada el espacio de la moral, comprometiendo el ethos de la Contrarreforma, a lo que, en este momento, en concreto no quisiera tener que referirme en lo que es esta m i (apresurada) conceptualización del asunto.Y ello de tal manera que, inevitablemente, en el espacio hispánico, el sabio no es aquel que conoce, el que ha aprehendido y retenido una pluralidad de informaciones, ni, tampoco, quien se ha instalado en la dinámica de una eruditio simple, sino, más bien, sólo aquel sujeto verdaderamente singular que sabe «leer» el mundo en los términos mismos que promulga la ortodoxia 5 . Es decir, con un suplemento de finalidad metaempírica, distinto entonces en todo a aquella otra «memoria del mundo» y «saber interesado», o «saber del suelo», al que termina por condenar un Diego de Estella (y, con él, la práctica totalidad de los m o ralistas del período) en el capítulo «De la vanidad de los que buscan la memoria de este mundo», de su Tratado de la vanidad del mundo, un tex-
to que abre el camino a la idea de desengaño barroco 6 . D e aquel, rectamente considerado sabio o «iluminado» por el conocimiento del sentido alegórico de las cosas, emana una suerte de saber sobre la conducta que debe alcanzarse en el mundo, entendido este último, no desde luego, como objeto de explotación materialista, n i , mucho menos, como campo de una proyección en él del interés propio, sino, en definitiva, ajeno a toda tesaurización del mismo, lo que implicaría una valoración positiva del devenir y de la historia, a lo que la cosmovisión contrarreformista desde luego no accede. Cosa que revela meridianamente el Arbol de la sabiduría
cristiana (fig. 1),
que
utiliza el jesuíta Francisco Aguado , contraponiéndolo sutilmente esta vez al resto de conocidas representaciones de los «árboles» taxonómicos de disciplinas y saberes, y trazando, desde las raíces a las propias 7
Sor Juana Inés de la Cruz, 1951, III, pp. 243-244. Sobre estas «lecturas» del mundo en el período barroco, ver Blumenberg, 2000. 6 Aquí se insinúa una cierta promoción del «olvido», sobre cuyo concepto ha reflexionado últimamente Weinrich, 1999. 7 Francisco Aguado, 1635. 4
5
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hojas, toda la alegoría de una cristiana sabiduría que queda fundamentada en un territorio exclusivo de acción moral; de respuesta que se ciñe de modo eminentemente moral a la inquietación del mundo, desdeñando lo que podrían ser los usos y utilidades objetivas, productos de la praxis 8 . Creo que este es el sentido estricto que muy pronto (o, en cualquier caso, desde fines del siglo xvi) el concepto de «sabio» ocupa en obras centrales de la hermenéutica simbólica hispana, como la de Garau, El sabio instruido de la gracia, en varias máximas,
cas, políticas Olimpo
o ideas evangéli-
y morales. O, incluso, en otra obra del mismo autor, El
del sabio instruido de la naturaleza . 9
Para este protomodelo de
sujeto de saber que comienza aquí a diseñarse, ciertamente, la memoria taxonómica y la potencia ordenadora de discursos no es m u cho, y, en rigor, es casi nada. N o es este, pues, el tipo de sujeto sobre el que deseo hablar (de aquí el insistir en esta cláusula de denegación), ni de cuál sea en su caso el uso que de las memorias un tal sabio ejecuta, pero debía, se comprenderá, descartar esta figuración concreta de lo que es el campo de saber del catolicismo hispano, el cual, por otra parte, se revela como muy estricto con la categorialización de quienes son sus servidores.
2. L A MEMORIA PRÁCTICA Desearía pues apartarme de este anterior modelo de saber — i n cluso de esta palabra imposible (y casi explosiva para la época de referencia): sabio— que nuestros organizadores — u n poco aviesamente— nos proponen (quizá para inducirnos a establecer orden de una vez en lo que se presenta como una confusión terminológica muy peligrosa, y que afecta a los campos de saber barroco) 1 0 . Dirigiría m i exploración hacia la más modesta, pero más universal también, figura de un sujeto «letrado» (alguien definitivamente alejado del sabio); sujeto que cruza el espacio barroco, y en el que habré de destacar sobre todo
8 Ver un estudio iconológico de este diagrama figural en L. Orantes y M . J. Cuesta, 1985-1986. 9 Sobre este texto, ver Bernat Vistarini, 2002. 10 Universo del saber este, particularmente complejo, del que hace años ofreció una posible estructura Cassirer, 1948.
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lo que es su implicación con el papel que en su desempeño de oficio juega la memoria, el archivo orgánico del hombre, capacidad esta un tanto fantasmática, inaprensible y misteriosa (pues, en efecto, la «memoria hermética» se convierte desde el primer Renacimiento en uno de los vectores que cruzan el campo del saber por metáforas e imágenes, arrastrándolo con su sugerencia de una conexión posible entre la mente y el nous del mundo 1 1 ). Potencia o receptáculo, el de la memoria, en todo caso, donde se concentran buena parte de las especulaciones sobre lo que debe constituir en realidad una gestión «óptima» de las capacidades espirituales, tal como revela el libro de Alva¬ rez Miravall, Libro intitulado La conservación alma... Va añadido
de la salud del cuerpo y del
un tratado de la memoria.
Es hora, pues, de dirigirse a otra tipología de sujeto de saber, esta más general, menos determinada, y que, con sus características más amplias, abarca ahora a todos cuantos, en la época, se ven precisados a manejar cargas informativas, a repertorizar saberes previamente formalizados; sean estos, entonces, archivos, depósitos o nomenclaturas eventualmente infinitas; tipos, taxonomías y categorías mediante las cuales estos intelectuales, cuya más depurada expresión son los juristas 12 (éstos, especialmente sumisos ante el orden antiguo), penetran en los archivos casuísticos del conocimiento escolástico, con la intención de incorporarlos en su totalidad, de hacerlos de alguna manera suyos, estabilizando su inventario 1 3 . Guiados entonces por lo que es su instrumento principal, la memoria, estos intelectuales afrontan los depósitos antiguos de saber con la evidente determinación de integrarlos en sí, de «somatizarlos», d i ríamos, con palabra moderna; en todo caso, con el propósito firme de incorporarlos ad pedem litteram, atendiendo a sus variedades fantásticas, pero siempre con un prioritario sentido sacral y reverenciador de lo que constituye el depósito, entendido este a menudo como corpus cerrado de casos a conocer. La intención última en la manipulación de estas taxonomías y clasificaciones definitorias, que sustantiva lo que es el dinamograma del sa11 Sobre «memoria hermética», puede verse, Gómez de Liaño, 1997, y, por supuesto, Rossi, 1979 y 1990. 12 Para el estudio del modo de gestión específica de la memoria «profesional» que hacen los juristas, ver Petit, 1997. 13 Estos inventarios han sido estudiados por Olmi, 1992.
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ber de aquel tiempo, parece más bien el de poderlas combinar e i n terrelacionar en exhibiciones impresivas de dominio e internalización, lo que declararía a la postre la existencia de una personalidad intelectual, de una potencia intelectual, del tipo de aquella que cotidianamente se pone en acción en los escenarios de saber barroco; vale decir: en las palestras académicas, en los pulpitos (pues los predicadores no están exentos de este uso meramente funcional de la mnemotecnia 1 4 , y, al contrario, son sus más conspicuos conocedores), y, finalmente, en las prácticas todas de las artes liberales. E n definitiva, este intelectual «orgánico» barroco, al «hispánico modo», sería, sobre todo, alguien llamado a concentrar la admiración y a asombrar por la cantidad y orden de los objetos rememorados. C o m o , en efecto, pone de relieve la obra de M i g u e l de Vargas, el Tesoro de la memoria y del entendimiento y arte fácil y breve para toda
sabiduría.
E n la atribución metafórica misma de «tesoro» que en el tratado se hace, vemos el proceso y el valor que se le concede a la organización mnemónica, pues, en efecto, el saber es objeto de una tesaurización, se hace unidad discreta, abocándose, por lo demás, a una suerte de «contabilidad». E n todo ello la memoria actúa como «arca» o contenedor principal de informaciones potencialmente valiosas en el medio social en que se mueve el letrado. Esto nos consta de la memoria desde los clásicos: su tendencia hacia la exhibición; su fuerte carácter en cuanto arma de ostentación acreditatoria de u n yo profesional; su dinámica fuerte hacia volcarse en el espacio social, haciéndose presente en él, visualizándose, convirtiéndose en fuente de valor inobjetable en cualquier travesía social. Así, el lulista N ú ñ e z Delgadillo, en su prólogo al Fénix de Minerva y arte de memoria de Velázquez de Azevedo, la obra teórica más significativa de toda la mnemotecnia barroca hispana, escribe: Es el artificio tan curioso y tan ingenioso y con tanta claridad dispuesto que se puede esperar ser de grande utilidad para todos en cualquier facultad que trataren, y para hacer curiosas ostentaciones de memoria . 15
14 Y hay que recordar que en los orígenes de la expansión de la mnemotecnia, son en efecto, los predicadores quienes aparecen como los primeros usufructuarios de la técnica, como por lo demás podemos comprobar en el libro de Nicolaus Simonis, 1515. 15 Velázquez de Azevedo, 2002, p. 9.
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La era barroca, que promueve el control del sujeto, su disciplinación y el señorío y el autodominio casi «militar» de su entero cuerpo «biopolítico», contribuyendo decisivamente a la construcción m o derna del «yo» 1 6 , no hará sino implementar más y más con el paso del tiempo la visión de u n sujeto ordenador y estabilizador de su propio mundo, a través de u n Ars doctrina studendi et docendi; u n sujeto que lleve a cabo la transferencia ordenada entre el corpus desmedido del saber establecido y exterior hacia lo que es su interior. E n la jurisdicción secreta de los grandes depósitos prefigurados para recibir el conocimiento, se trata de que estos no operen ya en medio del caos y de la indeterminación, y, al contrario, el último resultado que de ellos se espera es extender u n único y universal modelo i n terpretativo del mundo y su inventario — u n paradigma hermenéutico—, con una validez global. Todo, de hecho, encaminado a servir a la extensión de u n mismo y único «patrón comunicativo», y de una conciencia general universal, lo que, de nuevo, distingue a la Edad M o d e r n a 1 7 , al tiempo que la define en cuanto comunidad de conciencias coordinadas, puestas de acuerdo en u n modelo universal de saber que revierte ahora en la vida pública, como ejemplifica a estos efectos la dedicatoria de otra «memoria artificial» barroca, esta la de Alvaro Ferreirá de Vera: Por tanto o exercicio della ha mui proveitoso a todas as pessoas, em especial aos que professaó letras, e a os que téem oficios públicos por la diversidade de negocios, em que entendem, a multidáo de jentes, com que trattáo 1 8 .
E n esta gestión de la memoria que aquí se insinúa, la figura de una edificación, de una arquitectura se impone con contundencia, dado que ciertamente la espacialización ordenada de la información (el archivo, la biblioteca, éstas en lo exterior 1 9 ) es el modelo del que deberán partir, al objeto de intentar la tarea de articulación de una me-
16
Remito ahora a un último análisis que aborda la cuestión, el de Sawday,
1997. Y que ha sido estudiada por Bouza, 1999. Fer reirá de Vera, 1631, p. 17. 19 Cuya cristalización modélica en la España altomoderna ha sido analizada por Bouza, 1992 y Geal, 1999. 17
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moria interior, punto por punto, traslación de un edificio, de un vacío construido 2 0 . Ese momento histórico vivido en la comunidad hermenéutica hispana del siglo xvn, revela también en esto la fuerte huella del pensamiento agustiniano 2 1 , en verdad el primero en establecer la infinitud pneumática, que es la que, en definitiva, permite al hombre encontrar a Dios dentro de sí 2 2 (y la que desde una visión más laica le impulsa a llevar a cabo el «archivo» del mundo, la enciclopedia total): Grande es la virtud de la memoria, y algo que me causa horror, Dios mío: multiplicidad infinita y profunda [...] Vedme aquí en los campos y antros e innumerables cavernas de mi memoria 23 .
Queda bien claro que, desde m i punto de vista, esta revitalización de la memoria —tanto de la natural para los ejercicios impresivos de la piedad, como de la llamada «artificial» para la recepción de taxonomías y órdenes de realidades—, en el contexto del espacio de saber hispano tiene una lectura, cuya naturaleza no desearía soslayar, sino, al contrario, poner en evidencia, sintonizando para ello con la visión que del conjunto de la cultura barroca, contrarreformista o monárquico-cristiana, vengo proponiendo en los últimos años 2 4 . N o tengo muchas dudas acerca de que esta memoria así revaluada en el espacio hispano, incluso aun cuando se proponga el orden y una suerte de comunicabilidad universal 2 5 , constituye al cabo una pieza sustancial de una «hermenéutica de la sumisión», y ella misma no deja de hablar elocuentemente de la atención desmedida que entre los nuestros recibe la cuestión del archivo, la memoria cultural y, en suma, la tradición inmovilizado ra, la cual imanta los cerebros y les fuerza a la tarea ciclópea de asumir este depósito, integrándolos con obediente y reverencial fidelidad; tarea a la que sin duda iban encaminadas las enseñanzas escolásticas 2 6 , desembocando todo ello al fin en una gran 20
Sobre problemas de «espacialización mental» en la Edad Moderna, ver Ong,
1956. 21 22 23 24 25 26
Ver Ver San Ver De De
D i Raino, 2002. D. Doucet, 1987. Agustín, 1974, p. 189. Rodríguez de la Flor, 1999 y 2002a. ahí su utilización en el proceso evangelizador. Cfr. Taylor, 1987. lo que ha dado cuenta Gil, 1981.
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«cultura de la conservación» 2 7 . C o m o , en efecto, así podemos empezar a denominar el espacio hispano de elaboración simbólica después de los trabajos de Maravall. E n definitiva, se trata más de incidir en la mneme (memoria que clasifica) que en la anamnesis (memoria que busca descubrir) 2 8 .
3. L A MEMORIA «CONSTRUIDA» DEL LETRADO U n a vez hechas estas precisiones de carácter general, que afectan a la constitución del campo de saber hispano, y que focalizan en su d i mensión sobresaliente el hecho mismo de la existencia evidente de una auténtica «tecnología» de la memoria o construcción «virtual» de su depósito, a la que se sometieron las élites culturales barrocas, p o demos empezar a reflexionar acerca de la verdadera extensión y características que alcanza esta «memoria artificial» en sus desarrollos profanos, empleada casi exclusivamente, fuera de las técnicas de oración mental, en una aplicatio a una pluralidad de objetos de saber, de los cuales es hora de hacer inventario: Las ciencias y las artes que principalmente tienen por fundamento a la memoria son: la gramática, latín y las demás lenguas, la historia, la teórica de la jurisprudencia, teología positiva, cosmografía y aritmética, anatomía y la doctrina y disciplina herbaria. Y de la medicina, la parte que consiste en historia y experiencia y de la retórica y oratoria, la copia de vocablos 29
y sentencias .
Se hace evidente, a través de esta nómina no completa de saberes dependientes de técnicas de la memoria, la subordinación que estas distintas funciones de activar el conocimiento tienen con respecto a un depósito general que, digamos, preexiste a los sujetos que a él se acercan, y a los cuales prescribe — y no precisamente de manera vaga o imprecisa— un principio de férrea fidelidad mimética.
Para el concepto, ver Lipovetsky, 1993 y, también, Todorov, 2000. En este sentido, ver la circulación que alcanzan los repertorios en el estudio de López Poza, 1990. 29 Velázquez de Azevedo, 2002, p. 41. 27
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La pregunta a la que teóricamente da respuesta la técnica retórica de la «memoria artificial», es acerca del modo más competente posible de operar el traslado de un vasto corpus de objetos exteriores a un mundo «interior», a un indefinido campo o receptáculo 3 0 , el cual, merced a esa transferencia, pueda exhibir con orgullo la divisa latina: Omnia cum me porto . Aquí, en efecto, la aspiración «plutosófica», la desmedida creencia que se arroga la pretensión de almacenamiento universalista de un saber o saberes, no parece vana, y, si es un desafío, no faltará quien sepa y pueda recogerlo en la época caracterizada por las memorias prodigiosas, y aun por los «memorillas». 31
E n efecto, el «espíritu» les parecía a los barrocos no indeterminadamente profundo, como nos puede parecer hoy, sino propiamente vacío, susceptible entonces de llenarse; el espíritu era receptáculo, almacén, locus, aediculum y la vida misma del hombre podía entonces ser leída como el cumplido proceso de «traslado» del mundo al alma 3 2 ; del exterior al interior; de la superficie llena al interior vacío. U n h o m bre de saber en el sentido profano era entonces, sobre todo, quien se ponía en este camino, y se abría a esta disposición de llenarse o, i n cluso, dicho desde la óptica paulina de menosprecio del saber, de «hincharse» de informaciones ordenadas y prestas a ser evacuadas. La «memoria artificial» podía aparecer a ciertos espíritus ajenos a otra suerte de método o lógica, como el instrumento codificador que posibilitaba una eficaz transferencia de los realia a los imaginaria', de las cosas, a sus esencias ideales: simulacros, ídolos, figuras..., modos de presencia de lo que es propiamente la ausencia de mundo. Creo que es Caramuel, quien, inopinadamente, dentro de una obra ajena por completo al cuestionamiento de los modos de adquisición de saberes (se trata de la Declaración
mística de las armas de España),
ofre-
ce una imagen contundente, un engrama, dinamograma o, más latamen-
30 Se trata de una forma más de lo que podríamos denominar el «pensamiento ingenioso», que cobra pujanza en el Barroco, y cuya figura operativa central está constituida por la «proporción» o juego de analogías y transformaciones metabólicas.Ver una exploración de esta figura de proporción en el libro de HidalgoSerna, 1993. 31 Ver, en este sentido, la colaboración de Christian-Bouzy en este mismo volumen y su interpretación del emblema del caracol de Covarrubias. 32 Para este concepto de «traslado», central en la organización de la comunicación en la Edad Moderna, ver, Olson, 1996.
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te, pathosformeP , y una meditación atractiva sobre el problema de la relación y la virtualidad cognitiva susceptible de alcanzar el tráfico de traslados entre el espíritu y el mundo, a lo que propiamente podemos denominar «saber». A l mismo tiempo, el enciclopedista y polígrafo barroco arrastra de nuevo el concepto del conocer y los modos posibles de inspiración de la memoria a una órbita propiamente moral, a la que, en ortodoxa tradición hispana, siempre conviene atraer todos los objetos propuestos, con la intención de operar una auténtica resemantización del universo hermenéutico. 3
Para ello acude como es habitual en él a una imagen pregnante, imago agens, que sustantiva de modo radical y vehemente el problema del conocer, cual la de la «copa» y la «esfera» (fig. 2). E l alma, en efecto, tiene una geometría — o se mueve en parámetros geométricos y diagramáticos 3 4 —, y ésta, desde luego, de tener forma, compone la «figura triangular», que ostenta profundas referencias simbólicas, en este caso de matiz abiertamente trinitario. C o m o se ve por el comentario de Caramuel, el receptáculo del alma es «vaso, capacísimo y semejante al molde originario que era triangular» (ya que Dios es trino, dirá Caramuel). E l «mundo» por su parte, para esta lectura simbólica, se presenta bajo la figura de una esfera. E l universo circular concebido por el neoaristotelismo, con sus nueve esferas o «cielos», no puede i n troducirse n i repletar el espacio triangulado del alma (no puede ocupar el habitáculo de su entendimiento, de su voluntad, de su memoria, las virtudes o potencias de esta figura cuasi mágica). Si se reduce el mundo, entonces es el alma la que se muestra más grande que su objeto, sin lugar para su ajuste, ya que «quedarán muy pobres las esquinas, y vacíos los ángulos de aqueste vaso» 3 5 . Ese desequilibrio entre «mundo» y «vaso» receptor del alma está descrito por San Bernardo, al que sigue en esta ocasión, como en otros puntos de sus discursos, Caramuel: Es el alma de tal condición que todas las riquezas de esta vida la ocupan, pero no la llenan, quantas más tiene, está más pobre, más vacía, más embarazada; y da la ración: quippe ad imaginem Dei facta est36.
Para precisiones sobre este concepto, ver Gombrich, 1992, pp. 227 y ss. Ver Rodríguez de la Flor, 1995. Caramuel, 1636, p. 180. Caramuel, 1636, p. 181.
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Finalmente, la deducción es de nuevo moral: las capacidades del alma sólo están prediseñadas para recibir el molde («triangular») del modelo divino. También, en la otra vertiente, el problema sustantivo de la sabiduría profana de la época parece ser, pues, la transferencia, la tesaurización del mundo, su conversión en una nueva valencia, el ajuste entre el alma como receptáculo y el mundo, en cuanto cosa a abarcar y a comprender. L a pregunta, llevado todo a u n terreno más sicologista, es siempre acerca de la estructura y forma del depósito orgánico de saber y los modos en que, dentro de él, habitan las imágenes. Se trata, más llanamente dicho, de la necesidad de codificar en símbolos y, más allá de esta palabra demasiado general, de transcodificar en imagos agentes las realidades complejas y la pluralidad de objetos del mundo, incluyendo naturalmente las secas categorías aristotélicas, los casos, especies y sustancias —todas éstas casi infinitas—, en que el espacio trabajado por la casuística aparece profundamente dividido 3 7 . Ahora se revela claramente el origen retórico de esta técnica 3 8 , que analizamos someramente, y lo hace en esta determinación profundamente estética, que se presenta como la traducción del impulso suasorio persuasivo del moveré, que debe actuar inclinando siempre el ánimo del hombre hacia u n espacio figural; aquel único en el cual ese mismo hombre reconoce, al cabo, de modo analógico, cuanto crea o inventa como propio 3 9 . D e alguna manera lo diremos: la operación intelectual mnemotécnica e imaginaria se ancla profundamente a lo figural, al cuerpo y al espacio, y pretende almacenar las cosas a través de visiones de cuerpos, objetos y de espacios que sustantivan conceptos. La imaginación, en la forma de u n animado «teatro del cerebro» (Garzoni), se hace agente de la empresa de saber en estas condiciones. Sin la codificación imaginal de las cosas, éstas no tienen peso n i existencia interior. Si se trata de acomodar una imagen mental del mundo en el interior del alma, eso debe hacerse desabstractalizando y convirtiendo finalmente al logos en forma, a la imagen en figura (o
37 Ver sobre estos modos, que podemos considerar ampliamente alegóricos, el libro de Fletcher, 2002. 38 Una última mirada al problema puede obtenerse en el artículo de Merino, 2002. 39 Para la relación de este proceso con la «compositio loci», ver Fabre, 1992.
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imagen síquica) 4 0 , dotadas de acción, de movimiento (bien que interior). Se trata de establecer una suerte de «poética» visual del conocimiento, y aquí la idea de u n sobresaliente «poder de las imágenes», que señorearía el período barroco, es determinante 4 1 . La «memoria artificial» ya no es una técnica entre otras posibles, en función de una práctica o de una utilidad, sino, más propiamente, se postula en tanto que el mecanismo más complejo y secreto de captación del mundo; el modo más eficaz de trasladar u n mundo, siempre renuente, desde u n código perceptivo por los sentidos exteriores a uno percibido por los interiores (o locus inclusus). Mediante este fenómeno, y al final de él, el resultado es que el mundo se convierte en un fantasma (propiamente: un sueño o fantasmagoría), mientras únicamente lo interior deviene real, somatizado, contribuyendo así a la p o tenciación activa del fuero interno, del «poder del espíritu» y determinando profundamente la «conciencia de sí», que el siglo exhibe como su más cierta conquista 4 2 , aun por encima de una anexión de mundos y de continentes (exteriores); empresa que, en realidad, sufre una paralización y una retracción en el segundo momento del h u manismo. U n fortificado yo interno vemos que se promueve en la época, fracturándose el propio mundo en dos loci de intrincada correspondencia: el fuero interno y tribunal de la conciencia 4 3 , por u n lado, y el m u n do de las apariencias, por otro. La promulgación del pensamiento de la Contrarreforma avanza cuanto puede bajo este principio de solidificar la interioridad y, paralelamente, atender a deslegitimar al mundo 4 4 , y es en este sentido que la memoria, responsable en la creación de u n universo abstracto, fuerte e impresivo, y eventualmente concebido como la auténtica (cuanto única posible) morada de Dios 4 5 , en el sentido saSobre esta valencia del concepto simbólico de «figura», ver Auerbach, 1996. Véase Fredberg, 1989. 42 Sawday, 1997. 43 Una exploración de este ámbito en términos generales puede verse en Prosperi, 1996. 44 Sobre esto que podríamos denominar «escepticismo pirronista», véase Lupi, 1989. 45 Pues a eso aspiran los místicos, a entrar dentro de sí para encontrar en la zona más secreta y apartada del espíritu, en la misma «punta del alma», a la divinidad, según la concepción agustiniana. El tema ha sido tratado por Bergamo, 1998, y, antes, para la pintura española, por Stoichita, 1996. 40 41
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lesiano, se eleva por encima de cualesquiera otras técnicas de conocimiento que puedan ser usadas por los letrados hispanos de aquel m o mento. Esta «memoria artificial» exhibe su rentabilidad mayúscula en un objetivo que se revelará como central entonces: la gestión de un alma reintegrada y unificada, que se muestra capaz incluso de realizar la autopsia de sí misma.
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FERNANDO RODRÍGUEZ DE LA FLOR
Figura 2. Juan Caramuel, « C o p a triangulada del alma», en Declaración mística de las armas de España, Bruselas, Lucas de Meerbeque, 1636, p. 181.
MODELOS DE VIDA EN LA ESPAÑA DEL SIGLO DE ORO (IV) EL SANTO
F R O N T E R A S D E L A I M I T A C I Ó N H A G I O G R Á F I C A (I) U n a retórica de la diferencia
José Aragüés Aldaz Universidad
de
Zaragoza
La presente aportación se concibe como primera entrega de un estudio algo más amplio. E n este sentido, parecía ya oportuno presentar aquí las tres «fronteras» de la imitación hagiográfica que habrán de ser exploradas en el conjunto de ese estudio: 1) la ubicación del milagro en los márgenes de la literatura ejemplar, 2) la idea de una imitación parcial o atenuada, a la luz de las reflexiones retóricas sobre el «ejemplo impar o desigual» y, por último, 3) la presencia en los textos hagiográficos de algunas secuencias morales cuya imitación había de ser disuadida desde el púlpito (los llamados «ejemplos para admirar»). Estas páginas apenas podrán detenerse en la primera de esas «fronteras» y en los prolegómenos de una retórica del «ejemplo desigual». Para una segunda entrega («Fronteras de la imitación hagiográfica (II): poética de la diferencia y retórica de la admiración») habrá que reservar, obligatoriamente, la dimensión poética o literaria de esos «ejemplos i m pares», y la tercera de las fronteras anunciadas (el «ejemplo para admirar»), así como la proyección conjunta en los textos (colecciones de formas breves y sermonarios) de las tres modalidades hagiográficas.
I. HAGIOGRAFÍA, EJEMPLARIDAD, DIFERENCIA Scala virtutis
Hacia 1620, el jesuíta Francisco García del Valle daba a las prensas su ingente Evangelicus concionator et novi hominis institutio. E l inicio de
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ese título sugería la presencia allí de una «retórica sacra» al uso, de un arte de predicación erigido, como siempre, sobre los postulados teóricos del edificio de la Elocuencia.Y, sin embargo, nada había más ajeno a la concepción tradicional del género que aquel centón de materias predicables, tejido sobre la alegoría de las «edades del hombre» (de la nativitas a la senectus) y aplicado a indagar todos los matices de un tema también anunciado desde su portada: el de la Humanidad renovada por la Gracia. A la exploración teórica de ese mismo tema habían sido destinados los praeludia que inauguraban la obra; preliminares que algo decían, esta vez sí, de las «partes» tradicionales del discursus persuasorius, pero escritos al amparo de una terminología escolástica (la materia, la forma, la causa eficiente o la causa instrumental del «hombre renovado») tan elocuente de nuevo al propósito de la indudable vocación dialéctica de su autor. Sería justamente la consideración detallada de una de esas quaestiones de raigambre aristotélica («sobre la causa ejemplar, o la idea que ha de ser imitada en la reparación del hombre») la que había de permitir a García del Valle el tratamiento explícito de un tópico a menudo latente en tantos otros escritos contemporáneos: la explicación de la Historia en los términos de una suerte de escala ejemplar, de una cadena infinita que vinculaba, por la vía de la imitación, los actos de virtud de todos los cristianos. U n a cadena en la que Cristo se ofrecía como el más acabado modelo de perfección («ejemplar e idea del hombre reformado»), y a la que concurrían aquellos mártires y santos que emularon su muerte o sus heridas («Pedro investido con la cruz, Bartolomé desollado, Esteban lapidado, Francisco descalzo»), como habían de hacerlo, desde la contemplación e imitación de esos actos heroicos, los lectores de aquel florilegio barroco. U n a escala, en definitiva, que hacía de Cristo padre, «en estricto derecho», de una «infinita multitud de hijos», nacidos de esa paulatina copia y actualización de su modelo: ut vero haec causa agatur stricto iustitiae iure & aequitati quidquid suum est tribuendo, animadvertamus Christum Dominum pro certo habuisse infinitam filiorum
multitudinem,
ita
superiorum exemplis fore
procreandamK
Desde cada una de sus páginas, la obra de García del Valle revela algunas de las deudas y de los tonos esenciales de la prédica jesuítica
1
García del Valle, Evangelicus concionator, pp. 21-25.
FRONTERAS DE LA IMITACIÓN HAGIOGRÁFICA (I)
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en ese inicio de siglo. Pero, al propósito de la filiación entre hagiografía y ejemplaridad, entre santidad e imitación moral, sus reflexiones no pasan de ser la versión more scholastico de un tópico, según decíamos, perenne en las letras cristianas. D e hecho, la misma idea de Cristo como «ejemplar de todas las virtudes» inauguraba la exposición sobre las bondades del exemplum en un texto tan inequívocamente clasicista como la Rhetorica de Augustin Valier. Y también por aquí había de asomar un tímido eco de esa concepción «descendente» de la virtud: una nueva gradación que, iniciada en aquella contemplación de Cristo, invitaba al orador a considerar los ejemplos de todos los santos (sanctis, apostolis, martyribus, confessoribus), y a no desdeñar los casos
de virtud de los paganos (ethnicis et alienis) o incluso las enseñanzas de las «bestias y de los seres irracionales» (beluis et rebus sensus expertibus) . 2
E n la escala del ser de Valier, como en la más ambiciosa cadena filial de García del Valle, se hallaban así cifradas buena parte de las virtudes homiléticas de la ejemplaridad hagiográfica y, quizá también con ello, todas sus fronteras, todas sus limitaciones. Porque la idea de la imitación moral tan sólo podía sustentarse en un doble juego entre la «semejanza» y la «diferencia», en u n tenso equilibrio entre la posibilidad de emulación de los actos de virtud pasados y el reconocimiento de toda la distancia que separaba la vida del lector y la experiencia sagrada de aquellos «santos, apóstoles, mártires y confesores» recordados por el mismo Valier: una distancia o diferencia sugerida desde el propio diseño gradual, descendente, de aquella doble escala de la virtud y de la perfección. Es posible que a esa misma concepción debiera el relato hagiográfico una posición ciertamente privilegiada en el ámbito de la prédica cristiana: un lugar «central» nacido justamente de la ubicación i n termedia del santo en aquella jerarquía de la perfección iniciada en la figura, casi inaccesible, del H i j o de Dios. Así al menos parecía entenderlo Alonso de Villegas, cuando, rescatando todos los ecos de otro tópico perenne (el de Dios como «primer predicador»), atribuía al propio Cristo la propuesta de otros modelos más adecuados para su imitación (que «dio traça el H i j o de Dios de que quien no se atreviesse a seguirle y imitarle, pusiesse los ojos en algunos de sus siervos a quien imitasse y siguiesse»). Y algo de todo ello había también en
2
Valier, Rhetorica, fols. 20v-21v.
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las palabras de Francisco Arias, cuando reparaba en las dudas de aquellos «hombres flacos» que, viendo el ejemplo de la vida y pasión de Jesús tan perfecto, desmayaban y desconfiaban «de podello imitar», y comparaba esa actitud a la de «aquellos aprendizes y de corta abilidad, que si les dan un dechado muy primo y de gran perfección, no saben sacar bien del, y aciertan con más facilidad de otro dechado no tan primo n i tan perfecto». Pero no conviene, seguramente, exagerar el alcance de ese tipo de afirmaciones. Sin ir más lejos, la reflexión de Arias —una enésima v i n culación entre los modos de la copia artística y los de la imitación moral— apenas pretendía otra cosa que disipar las cautelas de los lectores ante el modelo al que habían de destinarse cada una de las p á ginas de su obra (una Imitación
de Cristo que renovaba los contenidos
del exitoso texto de Kempis) 3 .Y, también a la inversa, eran justamente esas mismas cautelas las que asomaban, aquí y allá, al hilo de la consideración del pretendido carácter «ejemplar» —es decir, imitable— de las vidas de los santos que seguían tejiendo el calendario cristiano en el final del Quinientos. A la insistencia en esa posibilidad de imitación, en la necesaria «semejanza» entre los actos del pasado y los del presente, sucedía siempre el reconocimiento de toda aquella distancia existente entre la actitud heroica del santo y la esperable en el oyente, entre aquellos ejemplos singulares del santoral —excepcionales, de suyo— y la propuesta colectiva de u n «programa de la virtud» adaptado a la vita communis et consuetudo del auditorio 4 . A l hilo de esa tenVer, respectivamente, Villegas, Flos sanctorum, Prefacio, s. fol., y Arias, Imitación de Cristo, I, p. 21. En ese lugar mediador del santo en la escala de la imitación ha insistido también Sforza Barcellona, 1994 (lugar que ha de ser puesto en relación, obviamente, con la propia consideración del santo como «intermediario» y «protector»: Brown, 1981). 4 El tratamiento detallado de esa idea de excepcionalidad inherente a la figura del santo, y del divorcio entre la experiencia sagrada y la vida común del lector es asunto que desborda, obviamente, los intereses de estas páginas. U n lúcido análisis de la cuestión, en cualquier caso, lo ofrece Robertson, en su reseña crítica de varios trabajos de Cazelles. Frente a la ausencia de una auténtica ejemplaridad en las vidas de santos postulada por Cazelles para los relatos franceses del siglo xn, Robertson alude a la idea de una imitación parcial (imperfect imitation) y de una empatia siempre posible entre la figura del santo y la del lector. A la imitación de la literatura ejemplar —preferentemente poética— en la vita communis et consuetudo alude Pelletier (Palatium eloquentiae, p. 149). Para la ejemplaridad hagiográfica en la Antigüedad tardía, ver Brown, 1983. 3
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sión —de la necesaria aminoración de toda aquella distancia— deben entenderse muchos de los matices que dibujan el largo recorrido de las letras hagiográficas desde sus orígenes hasta el Barroco: la paulatina imposición de u n modelo de santidad acorde a las experiencias v i tales del lector cristiano (crecientemente alejadas de aquellos dos p i lares — e l martirio y la soledad— sobre los que hubo de fundarse la primera heroicidad cristiana), la propuesta, generalizada en el período postridentino, de una hagiografía ad statos (harto más compleja y ambiciosa que la mera imposición de u n patronazgo gremial) y quizá también la frecuente insistencia en el valor de los ejemplos de los santos locales ante los oyentes de aquella ciudad ubi sexmo habetur, suscri-
ta por el citado Valier (y testigo, por cierto, de una filiación entre «patriotismo» y «ejemplaridad» llevada hasta sus últimas consecuencias, a propósito del exemplum profano, por el jesuíta Gérard Pelletier) 5 .
Fronteras de la ejemplaridad
La identificación del cristiano con su modelo constituye la piedra angular sobre la que se asienta la ejemplaridad hagiográfica, trasladando al ámbito sacro aquella «empatia» entre el héroe literario y el lector a la que el mismo Pelletier parecía aludir, a la altura de 1650, bajo 5 Pelletier recordaba, de hecho, lo inadecuado que resultaba el elogio en el discurso ejemplar de las costumbres de los pueblos enfrentados histórica o eventualmente al auditorio nacional, y la necesidad de mostrar dichos ejemplos como mera excepción (Palatium eloquentiae, p. 145). Es cuestión que desborda el propósito de estas páginas. La reflexión de Valier, en Rhetorica, fols. 20v-21v: ut multum valebit ad persuadendum aliquid si Mediolani Sancti Ambrosii praeclarum aliquod factum aut dictum commemorentur. Eadem ratione si Veronae sancti Zenonis exemplo et auctoritate, populus ad aliquam virtutem impellatur.Ver Félix de Barcelona, Instrucción de predicadores, pp. 47-51: «Los de nuestros tiempos, con que sean fidedignos, son los exemplos de mayor eficacia, y por consiguiente los de nuestra nación, patria o provincia». Otra cuestión es, por supuesto, la relación entre la exaltación del «patriotismo local» y el impulso a ciertas hagiografías (ver Goodich, 1982, p. 65, y, para el caso español, el exhaustivo estudio de Christian sobre la España de Felipe II, 1991).Tampoco es posible abordar aquí las múltiples implicaciones de la proposición de una hagiografía ad statos en el período postridentino (señalada por Sarti, 1994, a propósito de Zina como modelo para la «condición servil»). Añádase, en cualquier caso, el volumen colectivo coordinado por Benvenuti y Giannarelli, 1991, para los modelos de la santidad infantil.
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un término tan sugerente como el de communicatio. A la exploración de esa empatia, en efecto, había de destinar el jesuíta uno de los pasajes más jugosos de su Reginae palatium eloquentiae, en el que quizá merezca la pena detenerse. U n pasaje iniciado con la consabida declaración de las bondades de la lectura poética («un gozo al que n i n guna delicia puede compararse»), pero pronto teñido de un inequívoco aire de confesión, de preferencia personal («que, como dicen, cada cual tiene su carácter y sus gustos») por un modo de entender la literatura definitivamente vinculado a los modos de la elevación y del patetismo («aquel dulce estilo que se levanta con cierta sublimidad [...], que retumba y penetra, domina y excita en nosotros sorprendentes cambios de ánimo»). Acaso imbuido de aquel estilo, Pelletier no dudaba en acrecentar la dimensión autobiográfica de su exposición para, ya desde el empleo exclusivo de la primera persona verbal, mostrar su propia práctica de la lectura como una auténtica ceremonia del patetismo: una ceremonia sostenida por aquella «comunión» con el sufrimiento del héroe ejemplar, derivada hacia el arrebatamiento, hacia la enajenación de aquel «lector doliente» (legens lugens) que, olvidado de sí mismo, acababa por diluir los propios límites entre su persona y la de aquellos personajes literarios: «me parecía perder casi el sentido, de modo que, vuelto hacia mí, me admiraba de no estar allí donde me parecía estar [...] yo mismo apenas me conocía, como me pareciera ser Aquiles, Priamo, Héctor, en cuyos actos de tal manera me introducía que, burlado por mí mismo, casi olvidaba quien en verdad fuera» 6 . La reflexión de Pelletier ilumina el lugar de aquella apelación al pathos en la práctica de la lectura y la meditación devota del hombre barroco, en la misma medida en que oscurece, desde su evidente tono declamatorio, el verdadero alcance de una communicatio entre el lector y el héroe harto más moderada, por lo común, que la sugerida en aquel Palatium retórico. Todavía más: si algo aciertan a insinuar las palabras de Pelletier al propósito de la imitación hagiográfica es, precisamente, la dificultad y el riesgo inherentes a una identificación estricta, literal, entre los actos del santo y los propuestos al oyente del sermón, entre la vida común y la vivencia sagrada. Porque no se trata tan sólo de que la escritura hagiográfica abunde en secuencias aje-
6
Pelletier, Palatium eloquentiae, p. 149.
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ñas a cualquier posibilidad de imitación, mostrando un elenco casi i n finito de milagros ubicados, desde la orilla teórica y desde el propio diseño de los textos, al margen de esa literatura ejemplar que venimos considerando. Es que, por encima de esa primera frontera, son los propios límites interiores de la ejemplaridad los que se tejen sobre la conciencia de esa misma distancia entre el lector y el santo, sobre aquel tenso equilibrio entre la «semejanza» y la «diferencia» al que aludíamos algo más arriba. La idea de una imitación literal de los actos de virtud no constituye en modo alguno el eje de las reflexiones áureas sobre la ejemplaridad. O, por mejor decir, asoma muchas veces en los textos con los mismos aires de cautela que merecía la proposición de los hechos milagrosos. A los riesgos de una imitación de ciertos casos «singulares» (abstinencias sobrehumanas, automutilaciones o suicidios pro castitate) se debe, sin duda, la aparición en el horizonte de las letras cristianas de un sintagma tan contradictorio como el de «ejemplos para admirar». U n a expresión quizá generalizada en la segunda mitad del Quinientos (según parecen testimoniarlo, al unísono, las colecciones de exempla de Serafino R a z z i o Alonso de Villegas) pero que tan sólo aspiraba a consolidar, desde el peculiar léxico postridentino, la perenne presencia en las letras hagiográficas de una tertia via entre el milagro y el acto de virtud humano, imitable. Esa idea de una «imitación disuadida», tajantemente prohibida incluso, nos sitúa de nuevo justo en el centro de aquella «diferencia» entre la heroicidad hagiográfica y la vida del lector, entre la actitud extrema del santo y la relativa contención que presidía aquel «programa de la virtud» diseñado por la oratoria sacra del Quinientos. Y es justamente esa distancia la que aclara el papel que la admiración había de desempeñar en el propio éxito editorial de la literatura ejemplar, evidenciando, al paso, todas las dudas inherentes a los verdaderos límites del género: un g é nero tantas veces decantado, en la práctica compilatoria renacentista y barroca, hacia el universo del prodigio y la maravilla, hacia el acto excepcional, justo al otro lado, de nuevo, de aquel estrecho ámbito — e l de la imitación— al que seguían apelando las definiciones más convencionales del exemplum virtutis en los textos retóricos de todo tiempo. Alonso de Villegas o Serafino R a z z i fueron muy conscientes de todas esas dudas, de esa suerte de contradicción, y no de otro modo debe entenderse que aquel sintagma («ejemplos para admirar») apareciera siempre en sus obras acompañado de su aparente contrario: un
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«ejemplo para imitar» que, desde un evidente aire de redundancia, aspiraba a rescatar los verdaderos modos de la ejemplaridad canónica, de la «imitación accesible». Y, sin embargo, no conviene exagerar el alcance de esa escisión del género en dos categorías yuxtapuestas, ignorar, en definitiva, el hilo de continuidad que vincula la retórica de todas las manifestaciones de la ejemplaridad. Porque también el «ejemplo para imitar» se sustenta en una misma apelación a los recursos de la admiración y el asombro, en un idéntico reconocimiento de la magnitud de todo acto de virtud hagiográfico. Ante esa magnitud, tan sólo parecía posible la propuesta de una imitación parcial, atenuada: de una imitación, al fin, siempre acomodada a las verdaderas posibilidades de un auditorio ubicado en los últimos peldaños de aquella escala de la virtud recordada por García del Valle. A esa luz, el «ejemplo para admirar» constituye tan sólo la modalidad extrema de un género sustancialmente único, el punto sin retorno de esa tensión entre la semejanza y la diferencia latente en todas y cada una de sus manifestaciones del exemplum virtutis. La idea de una imitación atenuada no constituye, en efecto, un tópico más en la dilatada historia de las letras hagiográficas. Antes al contrario, evidencia acaso la mera transposición al ámbito sacro de una categoría — e l «ejemplo desigual o impar»— convertida en el eje de la exhortación moral desde alguno de los textos fundadores de la teoría de la Elocuencia. U n a categoría definida por Quintiliano en su Institutio oratoria, adoptada en el seno de la retórica renacentista por Erasmo (por el Erasmo del De copia, mucho más que por el del Ecclesiastes) y, a su arrimo o no, por cuantos tratadistas se interesaron por el género ejemplar hasta 1700, en un proceso azaroso y no exento de dudas y contradicciones, como habrá ocasión de comprobar. U n a categoría, en fin, que permitía fundamentar el valor persuasivo del ejemplo en el contraste entre las circunstancias del oyente y aquellas, harto más adversas, del protagonista (la corta edad de tantos mártires, su condición de m u jer, el entorno familiar hostil, la violencia de los tiempos), en la enormidad de un acto heroico que acaso invitaba tan sólo al lector a «parecerse en algo con el que menos padeció», según las palabras de Hernando de Zárate. E l «ejemplo impar» constituye así la expresión más próxima a los intereses hagiográficos en un universo de relaciones entre el hecho narrado y la conducta del oyente casi infinito según la retórica ejem-
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piar: ejemplos desemejantes, contrarios, y semejantes, y, entre estos últimos, ejemplos iguales y desiguales, a su vez escindidos en ejemplos mayores y ejemplos menores. Tiempo habrá de volver sobre algunas de las implicaciones de esa compleja taxonomía, de esa exploración de la «desemejanza e inigualdad» en la que M i g u e l de Salinas, a la zaga de las reflexiones de Erasmo, hallaba no sólo el eje de la pragmática del género, sino incluso la piedra angular para su proyección poética: para la conversión, si así se quiere, del exemplum en literatura. Baste ahora con señalar que es justamente la conciencia de esa distancia la que fija todos los límites del género: sus fronteras exteriores, que definen su oposición al milagro y al prodigio inimitables, o sus propios límites internos, resueltos en la propuesta de una imitación siempre parcial (el ejemplo impar) cuando no decididamente desaconsejada (el ejemplo para admirar).Y que es esa misma conciencia la que, en paradoja tan sólo aparente, explica todos los matices de su desarrollo l i terario en el Renacimiento y en el Barroco, por las vías de la sabia aplicación de una «retórica de la diferencia» quizá en exceso desatendida en nuestros estudios.
II. A L M A R G E N D E L A EJEMPLARIDAD: L A IMITACIÓN IMPOSIBLE Tu cuello es como la torre de David, ceñida de baluartes, de la cual cuelgan mil escudos, todos arneses de valientes. Cantar de los cantares 4, 4
Se debe a Gregorio Magno una de las primeras reflexiones sobre esos límites de la imitación moral. E n el libro segundo de sus Homilías sobre Ezequiel, la tercera pieza oratoria había de destinarse a indagar el lugar de los «justos» en la construcción del edificio de la Iglesia, haciendo suyos, en una sutil cadena de oposiciones, algunos de los t ó picos más gratos a la escritura patrística: la idea de una «vía de la perfección» que conduce de la práctica de la virtud a la contemplación interior, el contraste entre la santidad evangélica y unos tiempos presentes «destituidos de toda fortaleza», la consabida lectura, enfin,del texto bíblico como suma de ejemplos y preceptos de virtud, como guía «a la letra» (iuxta litteram), y al margen de cualquier sentido místico, del recto obrar.
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La referencia a los «sentidos de la Escritura» no constituye un asunto menor en la exposición de San Gregorio. Iniciada con la oportuna lectura alegórica de apenas tres versículos del Libro de Ezequiel, la homilía no dudaba en dedicar sus parágrafos finales a la consideración exclusiva de aquel pasaje del Cantar de los cantares transcrito algo más arriba. Porque era esa lectura —sutil y extraordinariamente detenida— la que otorgaba al discurso gregoriano una nueva dimensión, o, quizá mejor, la que hilvanaba todos sus hilos, explorando los matices de un tema — e l de las fronteras de la imitación hagiográfica, según decíamos— latente en cada una de sus páginas. A l amparo de otro tópico ciertamente grato a su escritura — e l del miles Christi—, San Gregorio podía insistir en el papel ejemplar de los justos, pero había de hacerlo ya desde la nítida distinción entre aquellos actos de virtud que, como los escudos de la torre de David, podían ser manejados por todo cristiano por medio de la imitación, y unos milagros que, a modo de baluartes, confirman la fe, pero cuya emulación escapa a las posibilidades del hombre común: «¿Qué son, pues, sus milagros sino baluartes nuestros, puesto que por ellos podemos defendernos y, sin embargo, no los tenemos en nuestra mano, porque nosotros no podemos hacer tales milagros?». La de San Gregorio no pasa de ser una más entre las interpretaciones del pasaje prodigadas por la literatura cristiana anterior y posterior a aquella Homilía sobre Ezequiel. Diluida en ese ámbito tan específico, tan ajeno, aquella reflexión no llegó a integrarse en el «canon» exegético sobre el pasaje transmitido por la incesante retahila de comentarios al Cantar de los cantares (aun cuando no faltaran desde los orígenes de esa tradición algunas menciones al tema de la ejemplaridad, como las asumidas por Alonso de Orozco o Jerónimo Almonacid en nuestras letras)7. Y, sin embargo, es cierto que desde su sencillez, des-
7 Gregorio Magno, Homiliae in Ezechielem, III, cois. 958c y ss. La lectura de San Gregorio sería asumida por Beda (Allegorica expositio, col. 1230) y Rábano Mauro (Allegoriae, cois. 894 y 1032). La exégesis del pasaje podía ofrecer soluciones muy diversas, aun cuando vinculadas, como se ha indicado, al campo semántico de la «ejemplaridad»: Alcuino (In Cántica canticorum, col. 651) identificaba así los «baluartes» (propugnáculo) con los Patrum praecedentium exempla y los «escudos» (clypeí) con los praecepta del texto sagrado. Ya en el siglo xvi, y desde una perspectiva diversa, Titelman (Commentarius, fol. 89v) asignaba a los escudos la figuración de los egregia exempla sanctorum patrum. Los comentaristas del Siglo
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de esa desnuda oposición entre ejemplos y milagros, San Gregorio acertaba a definir lo que constituiría un topos inexcusable en cualquier reflexión sobre el uso y sentido de la literatura hagiográfica de todos los tiempos. Cuando Cesario de Heisterbach recomendaba no aducir m i lagros «a modo de ejemplo» (miracula in exempla non sunt tradenda) estaba haciendo algo más que reconocer la distancia entre ambas formas breves. Seguramente, pensaba en todos los riesgos de su confusión: de la entrada, en los dominios tradicionales de la imitatio y la ejemplaridad, de unas secuencias en última instancia inimitables 8 . Sentido el sermón cristiano como el mayor de esos ámbitos ejemplares, no pueden extrañar las dudas sobre la pertinencia de narrar allí hechos sobrenaturales, recordadas, entre otros, por fray Luis de Granada, y nada tienen de extraño tampoco las críticas a aquellos predicadores que escogían para sus prédicas, en palabras de Ribadeneyra, «más lo que admira que lo que edifica, y más los milagros que las virtudes». N o conviene, sin embargo, acumular más testimonios: las reflexiones de Granada no eran sino el preámbulo de su explícita defensa de la utilidad del m i lagro en el discurso cristiano, y esa misma defensa hubo de ocupar a
de Oro abundan en ese tipo de planteamientos, al margen de nuevo de la interpretación estricta de San Gregorio. Alonso de Orozco, por ejemplo, recogía la lectura de «escudos» y «baluartes» como metáfora conjunta de los exempla sanctorum (Commentaria, p. 154) y Jerónimo Almonacid identificaba los propugnacula con los sanctorum patrum exempla et virtutes (aunque también con el patrocinium de Cristo, de la Virgen y de los santos), para situar los clypei como símbolo de los loci de la Santa Escritura. No falta la lectura de esos versículos como alegoría de las virtudes de la Virgen (así, en Alain de Lille, Elucidado, col. 79), impulsada por la identificación tradicional entre María y la Turris Davidica, según recordaba Cornelius Lapide en su detallada exposición del Cantar (Commentarius, pp. 183 y ss.). Por lo demás, el término propugnacula, elegido por la Vulgata, es una de las traducciones posibles de la voz correspondiente en el texto hebreo (talpioth), cuya complejidad semántica recuerdan Lapide o el propio fray Luis de León (Cantar de los cantares, pp. 164-165). Fray Luis intentaba asumir la triple connotación del término hebreo, que aludía tanto a la fortificación de la torre, cuanto a su ubicación en alto y a su condición de «guía» para el caminante, para proponer su versión castellana: «Tu cuello es como la torre de David puesta en atalaya». La traducción interlineal del texto hebreo anotada por Arias Montano también aludía a la ubicación de la torre (in celsa acumina) y no a su fortificación por medio de «baluartes» (Psalmi, p. 406). 8
Heisterbach, Dialogus miraculorum (cit. por Bremond, Le Goffy Schmitt, 1982,
P- 54).
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los autores polemistas en su refutación de algunas tesis heréticas al respecto 9 . Pero es cierto de nueva que la mención de los hechos prodigiosos había de hallar su ámbito más adecuado en una modalidad homilética muy concreta (el sermón «de santos»), identificada con las maneras de la admiración y la alabanza, y que, aun en ese contexto tan específico, la presencia de milagros siempre había de ser acompañada de un adecuado contrapunto moral, al que convenían otros medios inventivos: la propuesta de un consabido esquema de vicios y virtudes y el recuerdo de los actos ejemplares —es decir, imitables— de esos mismos santos10.
III.LA IMITACIÓN ATENUADA: «EJEMPLOS DESIGUALES» Y RETÓRICA DE LA DIFERENCIA Imitación
y
admiración
Las primeras fronteras de la ejemplaridad se cifran así sobre esa «diferencia» entre el acto sobrenatural y la vita communis, sobre esa distancia insalvable entre el taumaturgo y el lector cristiano. La oposición entre dos géneros — e l ejemplo de virtud y el milagro— y entre dos ámbitos retóricos — e l de la imitación y el de la admiración, según decíamos— no constituye tan sólo un punto de partida imprescindible para comprender buena parte de las polémicas sobre la función de la prédica de cualquier tiempo (y en especial la de un Siglo de O r o tan preocupado por los beneficios y los riesgos del aplauso y la admiración en el púlpito): sin duda, es el propio diseño de numerosos textos hagiográficos, su decurso narrativo, el que puede explicarse desde esa doble condición de su materia.
9 Francisco Horantius, por ejemplo, rebatía los postulados de Calvino sobre la necesidad de «santificar el nombre de Dios sin acudir a los portentos» (Loci catholici, pp. 323 y ss.).Ver Granada, Rhetorica ecclesiastica, p. 175, y Ribadeneyra, Flos sanctorum, Prefacio, s. f. Otros testimonios en Aragüés Aldaz, 1999, pp. 90-94. 10 Valgan a ese respecto las reflexiones de Pablo José de Arriaga, para quien «todas las alabanzas deben ser referidas a alguna persuasión». De hecho, la ponderación de los actos de los santos debe buscar su imitación, «haciendo ostensible la facilidad de la virtud desde los ejemplos propuestos» (Rhetor christianus,
p. 61).
FRONTERAS DE LA IMITACIÓN HAGIOGRÁFICA (I)
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Y, sin embargo, es cierto también que la mera proposición de esa dualidad oscurece un tanto todo el haz de confluencias que la «literatura de milagros» y la literatura ejemplar manifiestan en su largo periplo por las letras cristianas, hasta el punto de diluir toda su complejidad y, con ello, todos los matices que acompañaban a su proposición oral o escrita por parte del predicador. La idea de imitación, sin ir más lejos, no puede sentirse ajena al conjunto de las secuencias sobrenaturales. Ya Gaspar de Loarte distinguía en el Quinientos entre aquellos milagros que sólo buscaban la admiración (quae solam faciunt admirationem) y aquellos otros que, por el contrario, «concillaban la gracia y la benevolencia». Y es precisamente por ese resquicio — e l del favor concedido por el taumaturgo a sus devotos— por donde había de asomar la evidente condición de «ejemplos» inherente a buena parte de esas secuencias (entre ellas, al conjunto de los milagros marianos). E n ellas, la devoción se constituye en «virtud imitable», por vía de un desplazamiento de la atención del oyente a la figura del agonista, del personaje favorecido por el taumaturgo, en u n juego narrativo de evidente carácter especular 11 . Es cuestión que desborda, por supuesto, el interés de estas páginas, apenas detenidas en la propia definición del ejemplo de virtud hagiográfico. Pero, también aquí, la tradicional identificación entre el exemplum y el universo de la imitación oscurece los verdaderos matices de la concepción retórica de u n género harto más complejo. Cuando R o d r í g u e z de León, en la línea de Granada o Ribadeneyra, censuraba la búsqueda de la singularidad, de «lo portentoso y lo admirable», en el seno del discurso cristiano, estaba, quizá ante todo, definiendo los que eran también intereses esenciales en la tradición c o m pilatoria del exemplum desde sus orígenes (y, desde luego, los pilares de su propia pervivencia editorial en el panorama de las letras cristianas del Siglo de O r o ) 1 2 . La «retórica de la admiración» fecunda las reflexiones clásicas y modernas sobre la literatura ejemplar con una insistencia casi tediosa, despertando de nuevo todas las implicaciones de
Al respecto, Cacho Blecua, 1986, pp. 60-66, y Aragüés Aldaz, 1999, pp. 92¬ 94. Ver Loarte, Axiomata, fol. 39r. 12 Rodríguez de León, El predicador de las gentes, II, XI, fol. 139r. Ver Escardó, Rhetórica christiana, fol. 105v, para esa mixtura entre imitación y admiración: «y en la conclusión sacaremos algún fruto o moralidad, y moveremos algunos afectos de admiración, de temor, de imitación, de amor a alguna virtud que en el exem11
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esa distancia entre la realidad hagiográfica y la vida común, entre la heroicidad del santo y la de unos tiempos, según aquellas palabras de San Gregorio, destituidos ya de aquella mítica fortaleza. Todos los preceptistas fueron conscientes de la «singularidad» del ejemplo m e m o rable, de la excepcionalidad inherente a la propia figura del santo, a su elevación: en definitiva, a su sacralización. A l propósito de la ejemplaridad hagiográfica, la propuesta de una imitación atenuada parece ser la única respuesta posible a ese abismo que se abre entre el santo y el lector. Y es aquí donde las letras cristianas supieron asumir, según decíamos, las enseñanzas de la retórica grecolatina en torno a una categoría ejemplar — e l ejemplo desigual— que acrisolaba todas las b o n dades persuasivas del género y, con ello, buena parte de sus propias virtudes poéticas.
Lugares de la diferencia
La historia de la preceptiva ejemplar ofrece una curiosa alternancia entre la unanimidad y la divergencia; entre la continuidad, hasta los últimos momentos del Barroco, de las primeras tesis grecolatinas sobre el paradigma, y un afán de novedad que arroja sobre el género un progresivo elenco de dudas, contradicciones y malentendidos 1 3 . Las tesis sobre los múltiples modos de relación entre el hecho narrado y la actitud del oyente — e n definitiva, sobre la pragmática del exemplum— reproducen, a escala, muchos de los avatares de esa oscilante trayectoria.Y ello al margen de que esas mismas tesis debieran en esta ocasión más bien poco a los textos retóricos de Aristóteles o Cicerón, verdaderos pilares en la configuración de tantos otros aspectos de la teoría ejemplar. D e algún modo, y al propósito estricto de la pragmática del género, la Institutio oratoria de Quintiliano se ofrece a los ojos de cualquier lector con el rotundo aire de un texto fundacional, como el primer
pío resplandece o de aborrecimiento de algún vicio, y cosas a este tono». Al respecto de ese lugar del patetismo y la admiración en los santorales postridentinos, ver el excelente estudio de Darnis, en prensa. 13 Las líneas precedentes —y en alguna medida, también los párrafos que las suceden— no pueden sino esbozar algunos aspectos generales de esa tradición retórica ejemplar, abordada con algún mayor detalle en Aragüés Aldaz, 1999.
F R O N T E R A S D E L A I M I T A C I Ó N H A G I O G R Á F I C A (I)
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eslabón de una cadena teórica que hallaba en aquella misma obra el germen de todas las certezas y de todos los equívocos posteriores. Así hubieron de sentirlo sus primeros editores humanísticos, cuando no dudaban en atribuir a la compleja transmisión del texto alguna que otra aparente contradicción de su «letra» . Y así lo percibía Erasmo cuando, también consciente, pero algo menos preocupado por ese celo textual, hallaba en u n pasaje de esa misma obra el punto de partida de un novedoso ars exemplijicandi disperso por su Ecclesiastes, por el De conscribendis epistolis y, ante todo, por el más influyente de sus escritos: el De duplici copia rerum ac verborum. Heredera de todos los intereses
del De copia, la teoría erasmiana del ejemplo constituye, quizá ante todo, una doble reflexión sobre la propia variedad inherente al género (variedad de tiempos, de argumentos, de personajes) y sobre sus propias posibilidades de desarrollo narrativo, de amplificación literaria. Y justamente a ambos intereses servía también la propuesta de todo un universo de relaciones posibles, de semejanzas y diferencias, entre el hecho narrado y los comportamientos del lector. Porque en el caso de Erasmo no se trataba tan sólo de traducir ese múltiple universo a una cerrada taxonomía de formas, tarea asumida sin excesiva convicción en las primeras líneas del capítulo dedicado al exemplum en De copia: la esencia del nuevo discurso renacentista exigía también la exploración de las posibilidades literarias de esa «retórica de la diferencia», acaso u n método para convertir todos los matices de la «pragmática» del género en poética, en literatura.Y es esa dimensión estética la que justifica la extraña vuelta del humanista holandés, hacia la m i tad de ese mismo capítulo, sobre todas las modalidades de aquella taxonomía, precisamente para ilustrar los modos para el desarrollo narrativo (locupletatio) y el adorno de u n ejemplo que «o se expone con mucha brevedad [...] o se relaciona mediante una comparación de modo más extenso, por semejante, desemejante, contrario, igual, mayor y menor». Habrá que volver sobre algunas de las implicaciones de ese verdadero «arte de narrar», sobre los recursos de una amplificación ejemplar recibida, quizá ante todo en nuestras letras, con todos los h o nores debidos a su originalidad en el panorama, más bien parco, de los preceptos tradicionales sobre la poética del género. Pero, por el momento, quizá resulte conveniente detenerse u n tanto en aquella misma taxonomía con la que, de modo algo menos novedoso, Erasmo había iniciado su exposición sobre las bondades del género.
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A Quintiliano se debe, según decíamos, la primera indagación explícita de esa taxonomía, la más completa exposición sobre ese juego de identidades y diferencias entre el hecho narrado y la «causa» (entre la conducta del héroe y la actitud propuesta al oyente, así pues, si descendemos al ámbito exclusivo de la exhortación moral) que definía la pragmática ejemplar: un elenco de seis categorías que exploraba la doble dimensión —cualitativa y cuantitativa— de ese universo de relaciones posibles. A la semejanza o la diferencia en la «cualidad» de los hechos remitía, en efecto, una primera distinción entre exempla dissimilia, contraria y similia; como lo hacía a la «igualdad o desigualdad cuantitativa» la oposición, en el seno de la última categoría citada (los «ejemplos semejantes»), entre exempla tota similia, exempla ex maioribus ad minora y exempla ex minoribus ad maiora. Es justamente ese
elenco el que había de ser asumido en las primeras líneas de aquel capítulo del De copia erasmiano —y, a su zaga, en tantas otras preceptivas latinas o castellanas—, apenas simplificado en algunos de sus términos, y siempre atento a ese doble matiz de la relación entre los hechos: «Mucho sirve para la prueba y en especial para la abundancia del discurso —casi repetía Erasmo—, la acumulación de ejemplos, que los griegos llaman "paradigmas". Estos se aplican como semejantes, desemejantes o contrarios y, por otro lado, como mayores, menores o iguales. La desemejanza y la desigualdad se advierten en el género, en el modo, en el tiempo, en el lugar y en el resto de las circunstancias que poco más arriba examiné» 1 4 . A la luz del pasaje, se percibe con toda nitidez que la pragmática ejemplar no pasa de ser una mera aplicación parcial de aquella teoría general sobre los «lugares o sedes de la argumentación» que acompañó a la inventio retórica y dialéctica desde sus orígenes aristotélicos y ciceronianos. Porque no se trata tan sólo de que la enumeración de esas «circunstancias» aludidas al final del pasaje sea un repaso de los topoi más habituales —genus, modus, tempus, locus—, abordados, en efecto, en el capítulo anterior del De copia; es que tampoco son otra cosa aquellos dos conceptos que definían el doble matiz —cualitativo y cuantitativo— de ese universo de relaciones entre el hecho narrado y 14 Erasmo, De copia, p. 232 (y p. 242 para el pasaje citado más arriba en torno a las posibilidades «poéticas» de esa exploración comparativa). Salinas aceptaría, punto por punto, aquel elenco de categorías: «semejantes, desemejantes, contrarios, mayores, menores, iguales» (Rhetórica, pp. 188-209).
FRONTERAS DE LA IMITACIÓN HAGIOGRÁFICA (I)
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la causa: el locus a simili (y, emanados de él, los loci a contrario y a dis¬
simili) y el locus a comparatione (a su vez escindido en las tres especies ya citadas: par, maius y minus). Si el mérito de Erasmo fue convertir la taxonomía de Quintiliano en fuente para una poética del género, acaso el único mérito de Quintiliano había sido el de aclarar el papel que esos loci podían desempeñar como patrón para el diseño de esa misma taxonomía: un asunto en absoluto menor si se advierte que el claro distingo aristotélico y ciceroniano entre el exemplum como argumento comparativo (opuesto al razonamiento deductivo o entimema), de u n lado, y los «lugares de la semejanza y la comparación» (como fuentes o «materias previas» de la argumentación, comunes a ambos tipos de prueba: ejemplo y entimema), de otro, fue pronto cediendo paso a una confusa asimilación de ambas categorías. U n a asimilación resuelta en la errónea conversión del género ejemplar en una variedad más de uno de esos loci (el locus a simili), ámbito teórico, material, al que se trasladaba ahora su estudio en algunos textos, diluyendo a u n mismo tiempo el lugar central que el exemplum desempeñaba en el esquema dual de los argumentos retóricos y la propia esencia universal — c o m ú n a ejemplos y entimemas, según decíamos— de aquellos otros loci o «sedes de los argumentos». Todo ello merced a u n proceso gradual, con escala, a lo que se me alcanza, en la obra de los rétores menores de la Antigüedad tardía y en las más novedosas tesis del ramismo, quizá latente en algún pasaje del De copia (y explícito en algún comentario de la misma obra erasmiana, como el debido aVeltkirchius) y trasladado a la preceptiva española del Quinientos con todas las dificultades inherentes a su primera formulación. Es cuestión que desborda, de nuevo, los intereses específicos de estas páginas, pero cuyas propias oscilaciones — y contradicciones, como las evidenciadas en algún pasaje de Palmireno— permiten intuir ya todo el elenco de dificultades teóricas que hubo de acompañar a la recepción «cristiana» de la pragmática ejemplar expuesta por Quintiliano en su Institutio
oratoria . 15
Al respecto de esa traslación teórica del estudio del exemplum al ámbito de los loci communes, ver Aragüés Aldaz, 1999, con referencia a las manifestaciones tempranas de ese proceso, influidas por una lectura un tanto abusiva de las tesis ciceronianas (así, en Caius Victorinus Afer o en Martianus Capella), y a su propio influjo en las doctrinas ramistas o en la teoría retórica de los preceptistas hispanos del Quinientos (Palmireno, Martín de Segura, Juan Costa, Alfonso García 15
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JOSÉ ARAGÜÉS ALDAZ
Pragmática
ejemplar y exhortación
moral
Las seis categorías emanadas de esa observación de la pragmática ejemplar dibujan u n panorama fecundo, pero harto desigual, a decir verdad, en lo que respecta a su aplicación en el estricto ámbito de la exhortación moral. N o veo, por ejemplo, el lugar que pudieran desempeñar en la misma los llamados exempla dissimilia (a no ser que i n tuyamos aquí una categoría en cierto modo paralela a aquellos ya reseñados «ejemplos para admirar», basados, justamente, en la proposición de unos hechos explícitamente «inimitables» 1 6 ). A cambio, la proposición de exempla contraria —acciones de pecadores expuestas para advertir de las consecuencias de una conducta errada— ocupa u n lugar ciertamente privilegiado en la homilética cristiana y en las propias definiciones
de u n exemplum muchas veces atento a esa doble faz — l a
exhortación y la disuasión— de su materia 1 7 . Y todo ello al margen,
Matamoros o Diego Pérez de Valdivia). Palmireno, por ejemplo, consideraba el ejemplo como una variedad más del «lugar de la semejanza» (es decir, del paralelismo cualitativo), pero aceptaba, de modo un tanto contradictorio, la exposición erasmiana en torno a todas las posibilidades de relación —cuantitativa o cualitativa— entre el hecho narrado y la causa. Veltkirchius, por su parte, interpretaba toda la exposición erasmiana sobre el exemplum como un análisis deducido por el humanista holandés ex locis topicae, scilicet ex loco similium & dissimilium, ab exemplo, ab oppositis vel repugnantibus, a disparatis, ab autoritate (Commentarius, p. 110). 16 Es cuestión sobre la que también habrá que volver. No se olvide que la proposición de los «ejemplos para admirar» fue siempre acompañada de comentarios en torno a la diversa circunstancia de los protagonistas —inspirados por una voz divina, por ejemplo, en los casos de automutilación— y de los oyentes. Pero el paralelismo entre ambas categorías, si alguna vez existió, no parece haber dejado huella en esos mismos textos. 17 Son las definiciones procedentes de los gramáticos romanos las que inciden en esa doble posibilidad: según Donato, exemplum est quo sequamur aut vitemus; para Flavius Sosipater Charisius, como para Diomedes, el paradigma es rei praeteritae relatio adhortationem dehortationemve significans (al respecto, ver Aragüés Aldaz, 1999). Diego Valadés es uno de los escasos autores españoles que recoge la esencia de esas definiciones: Paradigma, exemplum vel exemplar: quod ad exhortationem, vel dehortationem proponi solet (Rhetorica christiana, pp. 272 y ss.). En el contexto de la homilética cristiana el exemplum contrarium deviene «instrumento del cristianismo del miedo», a decir de Le Goff, en un contexto en el que la evocación visual se dirige fundamentalmente a la imaginación de las penas del Infierno y al recuerdo de los horrores del castigo ya en la tierra (Aragüés Aldaz, 1999, pp. 89-90) .Y añádase el comentario de Félix de Barcelona: «Además desto, si el exem-
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claro está, de que la mención de actitudes ajenas a la moral cristiana, válida para fomentar el consuelo del oyente ante su propia debilidad moral, pudiera relajar las costumbres de un auditorio que obtendría allí la excusatio para su errada conducta, como sospechaba fray Antonio de las Heras, rescatando, por cierto, todos los ecos de ese juego entre la identidad y la diferencia que aquí nos ocupa: Sed advertenda sunt aliqua: Primo, quod quamvis aliquando utile sit in memoriam revocare aliquo¬ rum peccata, & errores, ad humanam ostendendam infirmitatem, dam
in magnis peccatoribus spem: non
& excitan-
tamen frequenter illa commemorare
debet Orator Evangelicus, ne auditores ocasionem licentiae sumant inde, & erudiantur ad excusandas excusationes in peccatis . 18
Es ese mismo juego el que exploran, por encima de todo, las tres especies «cuantitativas» del exemplum simile (los ejemplos «iguales, mayores y menores» en palabras de Salinas), mostrando de nuevo esa d i versa adaptación de cada categoría al ámbito de la exhortación moral y evidenciando el lugar que la «diferencia», que la distancia entre el protagonista del exemplum y su «destinatario», había de ocupar en el seno de la ejemplaridad hagiográfica. La idea de una imitación literal, estricta, de las hazañas de los santos resulta ajena, según decíamos, a los modos más frecuentes de la predicación cristiana. Y algo tiene que ver con todo ello el hecho de que la primera de esas especies (el exemplum totum simile o «igual») asome en los textos ejemplares, precisamente, con un cierto aire de excepcionalidad, o se asocie incluso al asombro que la «repetición exacta» de un hecho en dos momentos históricos distintos podía despertar en cualquier lector del Quinientos. Es ese afán por la curiosidad, por la dimensión anecdótica de la historia, el que llevaba a Marco Antonio C o c c i o Sabélico a incluir en su ejemplario un capítulo sobre el tema (De similibus casus et eventis), sin duda inspirado por la presencia en su modelo —los Dicta et Jacta me¬ morabilia de Valerio M á x i m o — de un epígrafe dedicado a la repetición de un mismo rostro en dos personas diversas (De similitudine formae).Y no otra cosa que la indagación de esos paralelismos extremos
pío es de alguno que se condenó por desonesto o vengativo, etc., se puede introduzir con la figura Ethopeia, que desde el Infierno se está lamentando, lo inmenso de las penas que está padeciendo, lo mucho que le pena aver vivido con aquel vicio, y otros razonamientos, logismos o ethopeias que son admirables» (Instrucción de predicadores, pp. 47-51). 18 Heras, Tractatus, p. 407.
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entre dos eventos históricos —frutos del azar o de la Providencia—, es lo que sugiere el título de una colección algo menos conocida: los Paralelli o esempi simili de Tommasso Porcacchi 1 9 .
E l tono anecdótico y la propia «soledad» de aquel capítulo de Sabélico frente al conjunto de las rúbricas que conformaban su texto ejemplar, la aparente redundancia (paralelli-esempi-simili) del título de Porchacchi —que no era, en puridad, sino un intento de singularizar su colección de anécdotas frente a la maraña de ejemplarios «tradicionales» difundidos por las prensas renacentistas—, nos sitúan de nuevo al margen de la concepción más habitual del género; en unas fronteras dictadas esta vez por un desequilibrio de la ejemplaridad hacia el ámbito que le parecía más propicio — e l de la semejanza—: por el olvido, si así se desea, de una «diferencia» que formaba parte, con el mismo derecho, de su pragmática y de su poética.
«Ejemplos
desiguales»
Frente a la excepcionalidad inherente a los ejemplos «iguales» (paria), los modos más frecuentes de la exhortación moral se sustentan en esa «retórica de la diferencia» a la que apuntan, ya sin ambages, los ejemplos «desiguales» (exempla imparia). U n a denominación esta última presente en el texto de Quintiliano, y que asoma con frecuencia en el De copia y en otros escritos erasmianos, quién sabe si eludiendo todas las dificultades que acarreaba la definición tradicional de aquellas dos especies que pretendía acoger: el exemplum a maiore ad minus (o «mayor» según simplificaban al unísono Erasmo y Salinas) y el exemplum a minore ad maius («menor»).
Quizá el pasaje más visitado en la dilatada historia de la pragmática ejemplar sea justamente el que ilustra, en la Institutio oratoria, la esen-
19 Del sentido de los capítulos citados en las obras de Valerio Máximo y Sabélico (y también en la colección contemporánea de Fulgoso), me ocupo en Aragüés Aldaz, 1999, p. 87 (sin referencia al texto de Porcacchi). No es cuestión de entrar aquí, por lo demás, en las críticas vertidas hacia el valor del exemplum como prueba, esbozadas muchas veces al amparo de esa diferencia entre los casos propuestos y las circunstancias de la «causa», y próximas, en buena medida, a aquel tópico sobre la imperfección de toda «semejanza» (omnis similitudo claudicat).
F R O N T E R A S D E L A IMITACIÓN H A G I O G R Á F I C A (I)
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cia del «ejemplo mayor»: «Para la exhortación —señalaba Quintiliano— sirven principalmente los ejemplos desiguales (imparia). Más admirable es la virtud en la mujer que en el hombre, por lo que, si hay que animar a alguien a obrar con fortaleza, no son tan oportunos Horacio o Torcuato como aquella mujer por cuya mano fue muerto Pirro.Y, para padecer la muerte, no tanto Catón o Escipión, cuanto Lucrecia. Todo esto es conducir el ejemplo de los mayores a los menores». Era esa última calificación del ejemplo de Lucrecia (ex maioribus ad minora) el principal punto de controversia en la lectura del pasaje, como lo testimonia el hecho de que esa misma expresión figurara invertida (ex minoribus ad maiora) en los marginalia (aunque no en el cuerpo textual) de la edición parisina de 1516 al cuidado de Badius y Parvus, y de que fuera objeto de un sutil comentario en las jugosas notas que adornaban esa bella impresión, debidas al propio Badius y a Rafael Regio. Para este último, «no es mayor la virtud de la mujer que la del h o m bre, sino que, puesto que es más excepcional, es más admirable. Por ello, en el lugar de "mayores" ha de leerse "menores", y así ha de corregirse "menores" por "mayores"». Las reflexiones de Regio, que habían provocado previamente la corrección del pasaje en la edición aldina de la misma obra de Quintiliano (Aldus tamen Raph. secutus imprimendum curavit ex minoribus ad maiora), incidían en la condición ge-
nérica de las dos personas puestas en relación en el ejemplo (Lucrecia y ese destinatario masculino implícito) como la «circunstancia» que permitía sentar la calificación del caso (su cualidad de ejemplo conducido de «menor» a «mayor»).Y en ese mismo sentido había de expresarse el propio Erasmo al asumir como «mucho menores» (longe minora) los ejemplos de mujeres, niños, siervos o bárbaros; como había de hacerlo el responsable de unos nuevos marginalia (los que adornaban un pasaje muy similar en la edición complutense de la Rhetórica en lengua castellana de M i g u e l de Salinas) o lo haría, casi medio siglo más tarde, AugustinValier en el ámbito de su Rhetórica ecclesiastica, en relación esta vez con el valor de los actos de virtud de gentiles y paganos para la exhortación ante un auditorio cristiano, según «esa forma de argumentar que llaman "de lo menor a lo mayor" (eam argumentandi rationem quae dicitur a minori ad
maius)».
Y, a pesar de todo ello, quizá esa calificación inversa presente en la «letra» de la Institutio oratoria (a maiore ad minus) pudiera convenir
por igual a toda esa serie de ejemplos. Porque el mismo motivo ha-
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JOSÉ ARAGÜÉS A L D A Z
bía para insistir en la «inferioridad» de los protagonistas ejemplares (la condición femenina o la edad temprana de algunos de ellos, la ausencia de fe cristiana en el caso de gentiles, paganos e incluso «turcos», según sentía Carolus Regius) que para hacerlo en la «superioridad» que revelaba su actitud virtuosa ante unas circunstancias harto más adversas que las que rodeaban al oyente c o n t e m p o r á n e o 2 0 . U n planteamiento muy p r ó x i m o a este último es el que parecía asomar, por
ejemplo, en otro texto erasmiano (el De conscribendis
epistolis),
cuando su autor, al arrimo esta vez de las teorías ciceronianas sobre los
loci de la comparación, volvía sobre esa taxonomía de la prag-
mática
ejemplar. « C i c e r ó n
muestra en sus
Tópica
—apuntaba
Erasmo— que para exhortar son más eficaces los ejemplos desiguales (imparia). L o cual yo entiendo en este sentido: que siempre descienda la exhortación de lo mayor a lo menor. Pues, aunque la persona o el asunto parezcan ser menores, el vínculo de las palabras y las cosas hace que sea mayor lo que se asume (facit ut maius sit quod assumitur )»^, 21
sin duda, es esa la acepción del exemplum a maiore ad
20 Ver, respectivamente, Quintiliano, Institutio oratoria cum duplici commentario,V, 11, 9-10; Erasmo, De copia, p. 232, Salinas, Rhetórica, pp. 88-109, y Valier, Rhetorica, fols. 20v-21v.También Titelman aceptaba ese sentido del ejemplo «de mayor a menor»: A maiori dicitur sumi argumentum, quando ab eo quod magis apparet, procedimus ad id, quod minus apparet [...] Unde id quod habet maiorem probabilitatem veritatis, aut quod probabilius faciliusque alicui videtur convertiré, id maius dicitur. Los ejemplos propuestos (el aprecio de las buenas acciones por parte de los ethnici homines como ejemplo para los cristianos, o las muestras de fidelidad de los soldados a su rey como ejemplo de conducta para los religiosos ante Dios) así parecen indicarlo, aunque el pasaje citado plantee alguna duda al respecto (Institutiones dialecticae, pp. 202-207). Más ambiguo es en la aplicación de esa categoría Carolus Regius, quien, al hilo de los exempla ethnicorum et turcarum para los cristianos, habla de argumentar per comparationem a maiori ad minus, vel contra (Orator, p. 326). El tema era frecuentísimo en la predicación: «Que seas frayle y religioso y que no gustes más de la fraylía que un turco; que seas sacerdote y no gustes más de la Missa que un alarve, (...) que seas christiano, y no sientas más de la ley de Jesuchristo que un pagano» (Diez, Quinze tratados, p. 68). 21 Erasmo, De conscribendis epistolis, p. 332. Al mismo sentido parece apuntar uno de los ejemplos aducidos en el Ecclesiastes: Maius est gubernare mundum quam domum. Illud igitur qui potest, & hoc poterit. La definición de maius, sin embargo, ofrece algunas dificultades (Illud igitur in genere maius est, quod iuxta sensum communem probabilius est adesse), sobre todo si se advierte su proximidad a la aportada por Titelman, citada algo más arriba.
FRONTERAS DE LA IMITACIÓN HAGIOGRÁFICA (I)
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minus que informa uno de los textos más influyentes de la preceptiva oratoria del Barroco, la Eloquentia de Nicolás Caussin. Para el jesuita francés, «los ejemplos se conducen desde lo mayor (a maiori), cuando mostramos que, o bien nos resulta más sencillo aceptar algo cuando cosas mayores les han sucedido a hombres iguales a nosotros (licere nobis parva, cum aequalibus nostris maiora permissa sint), o bien
nosotros somos capaces de hacer o padecer más fácilmente algo que pudieron llevar a cabo otros a costa de un mayor esfuerzo (posse pati vel faceré quidpiam levius, qui gravius antea gesserunt)».
Es la segunda par-
te de ese pasaje la que revela la condición de exempla maiora asignada seguramente por Caussin a aquellos ejemplos protagonizados «a costa de un mayor esfuerzo» por niños, por mujeres y por hombres paganos (de acuerdo con una galería de personae rastreada con algún mayor detenimiento por Erasmo en su Ecclesiastes) . 22
Pero hace muy poco a nuestro propósito el «nombre» de aquellos ejemplos: «menores» por la predisposición moral de sus protagonistas para Valier, «mayores», precisamente por lo mismo, según Caussin, im¬ paria o «desiguales», alfin,para el Erasmo del Ecclesiastes. L o importante es que, a la luz de la reflexión de Caussin, la «distancia» entre el hecho narrado y la actitud propuesta al oyente no había de indagarse únicamente en el locus a persona o a genere, en la diversa condición de los protagonistas: antes al contrario, la sola referencia a ese «mayor esfuerzo» permite intuir el papel que muchas otras «circunstancias» (el entorno hostil para la práctica de la fe en el caso de los primeros creyentes, la promesa de un matrimonio ventajoso a las vírgenes cristianas, sin ir más lejos) habían de desempeñar en la configuración del «ejemplo mayor». Cuando Bautista Escardó reflexionaba sobre el necesario final para un «exemplo en el que resplandece la virtud de la castidad», y encaminaba ese epílogo hacia la «reprehensión de los deshonestos», no dudaba en recordar los casos de virtud femenina (Tecla, Inés, Cecilia), pero había de hacerlo ya ponderando todas y cada una de las circunstancias que los acompañaban: «lo que pudieron mugeres flacas, ¿no han de poder hombres robustos y valientes? [...] Y lo que
2 2
Ver Caussin, Eloquentia, pp. 248 y ss.Y Erasmo, Ecclesiastes, p. 1008: Imparia
sunt quae ducuntur ab Ehtnicis, a Veteris Testamenti cultoribus ad Evangelii discípulos, a foeminibus ad viros, a pueris ad senes, a Laicis ad sacerdotes & monachos, a patrefamilias ad Principem, a milite ad Theologum.
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más admira es que a las vírgenes les prometían premios, honras, r i quezas, contentos de muchos años, si trocavan una virtud mayor por otra menor, qual era la continencia conyugal [...] y que quieras perder tú una y otra virtud, cometiendo una tan grande maldad, no sólo sin recebir premio, antes amenazándote Dios con el fuego infernal [...] Ea, pues, resuélvete y anímate juntamente con el exemplo de tantos santos y santas que van delante, y te muestran y hazen fácil el camino del Cielo» 2 3 . Y, sin embargo, merece la pena volver sobre el pasaje de Caussin para advertir que la consideración de todos esos «lugares» {persona, mo¬ dus, tempus) apenas puede dar cuenta de «una» de las posibilidades del «ejemplo mayor». La otra — l a primera en su exposición— es la que había de indagar esa distancia entre el héroe y el lector tan sólo en la magnitud del acto emprendido («que cosas mayores les han sucedido a hombres iguales a nosotros»). Porque tan sólo en la suma de ambas concepciones de la «diferencia» — e n la desigualdad entre las circunstancias de los protagonistas y en la distancia entre los propios hechos acometidos— había de hallar el ejemplo hagiográfico el doble nudo de su pragmática. La desmesura de algunos actos heroicos quedaba así matizada desde la propuesta de una imitación parcial, atenuada («cada uno según la medida de sus posibilidades», como recordaba González de Critana), del mismo modo que la ponderación de aquellas «circunstancias adversas» que rodeaban al santo tan sólo podía provocar en el oyente, en palabras de Zárate, «vergüenza y confusión» y «deseo para mayores peleas, por parecerse en algo con el que menos padeció» 2 4 . E l «ejemplo impar» define así uno de los modos discursivos esenciales en el ámbito de la oratoria cristiana, de la exhortación moral al panegírico hagiográfico, pasando por una «retórica consolatoria» sobre la que habrá que volver, pero en la que quizá convenga detenerse apenas un momento. Porque, incluso en un ámbito tan complejo como el de la reconfortación del condenado a muerte, Bartolomeo d'Angelo no dudaba en apelar a las bondades consolatorias de los ejemplos de los mártires, considerando, eso sí, todos aquellos recursos de una pragmática
23 Escardó, Rhetórica christiana, fol. 108v. Habrá que volver sobre ese mismo pasaje al hilo de los recursos de la poética ejemplar (Aragüés Aldaz, en preparación). 24 Ver González de Critana, Sylva comparationum, fol. 115v, y Zárate, Paciencia christiana, fol. 3v.
FRONTERAS DE LA IMITACIÓN HAGIOGRÁFICA (I)
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ejemplar siempre atenta a la distancia, a la «desigualdad» entre el reo y el héroe cristiano: Nondimeno s'haurá general auuertenza di minorare la comparatione, che si fa, dalla parte del condennato con diré, se quel Santo fu appicato o decollato, overo arso, come egli sará, pur altre del tormento, ch'é com¬ mune ad essi due, fu maggiore senza comparatione, 1'afFano del Santo, a cui furon altre pene aggionte. Onde se'l condannato ha da moriré soffocato, o impiccato, si potré effortare a patienza, con l'infrascritti essempi di Santi, dicendoli: «Figliuolo carissimo, non dovete turbarvi, se la Giustitia vos ha condammato a tal brutta morte, poiche moltissimi Santi, senza haver fatto fallo alcuno, hanno ingiustamente patito l'istessa, & anco peggior morte» 2 5 . Es cierto que el pasaje de Bartolomeo d'Angelo apenas exploraba allí dos de los matices de esa distancia entre el hecho narrado y la «causa»: la diversa magnitud del tormento, de un lado, y, de otro, la desigualdad de una de las circunstancias que rodeaban a sus protagonistas: la muerte injusta del mártir frente a aquella ordenada ahora por la Justicia. Pero era la sola densidad semántica del pasaje, la concurrencia allí de todas las voces de la «semejanza y la desigualdad» (minorare la comparatione, fu maggiore senza comparatione, altre pene aggionte, Vistessa & anco peggior morte), la que nos sitúa justo en el centro de ese camino que intentaban insinuar estas páginas: en ese camino que conduce de la imitación a la diferencia, o, si se quiere, de la «pragmática» del ejemplo hagiográfico a su misma «poética».
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Augustin Redondo Université
de la Sorbonne
Nouvelle-CRES
E n el gran enfrentamiento entre la Reforma y la Iglesia Católica, uno de los temas de polémica fue el que estaba relacionado con el culto de los santos, vinculado al de las reliquias y de las imágenes. Tema muy resbaladizo este pues muchas de las críticas de los llamados «luteranos» acerca de la idolatría y de las supersticiones que había suscitado dicho culto no dejaban de tener un fundamento certero. Por ello, el Concilio de Trento sólo lo abordó en la última sesión, en 1563. Si bien la posición tradicional de la Iglesia se hallaba reafirmada, también se insistía en que los santos eran intercesores privilegiados entre los hombres y Dios. Había pues que solicitar su ayuda en las oraciones y moldearse sobre el ejemplo que ofrecían, ya que habían procurado seguir los pasos de Jesús. Así que, a partir de los años 1570, se asiste en la catolicidad, y más directamente en España, a una promoción del culto tributado a los santos y a la Virgen María, la santa por excelencia. Este culto está v i n culado muchas veces a un territorio e implica el reconocimiento de la santidad por la comunidad, cuya veneración ha conducido muchas veces al proceso de canonización 1 . N o obstante, los padres conciliares habían afirmado también que era indispensable sanear la situación, eliminando los santos apócrifos y los excesos del culto evocado. Para ello, se remitía a los obispos, antes
Renard, 1992; Vauchez, 1980; Sallmann, 1994, etcétera.
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de que, con la creación de la Congregación de Ritos en 1588, el centralismo de R o m a desempeñara u n papel decisivo, en particular por lo que hacía a los procesos de canonización. Estos escaparon rápidamente a la iniciativa popular y episcopal para depender sólo del p o der romano. Los decretos de Urbano VIII, el papa del absolutismo, en 1625, 1631 y luego 1634 (decretos «de non cultu») llegaron a prohibir toda manifestación de veneración en favor de u n candidato a la santidad antes de que el Soberano Pontífice declarara solemnemente su beatificación. E n efecto, a la Santa Sede, le incumbía señalar los ejemplos por admirar, y luego por imitar 2 . Esto ha conducido a idear modelos que correspondieran por una parte a una extensa demanda popular de maravillas y milagros, en cierto modo en la línea de la «leyenda áurea», y por otra, a unas exigencias de mayor rigor y acendramiento, según un sistema jurídico y procesal dictado desde R o m a . Las nuevas hagiografías han debido amoldarse a esta doble necesidad para alcanzar el cometido propagandístico ideado por el Concilio de Trento. Por otro lado, la tarea encomendada especialmente a la Orden de los jesuítas (creada en 1540), orden intelectual y orden de terreno a un tiempo, verdadero emblema de la Contrarreforma, era la reconquista espiritual del pueblo cristiano, así como la extensión de la Fe por la evangelización de nuevos territorios, es decir por una acción misionera amplia 3 . E n el centro de esa acción misionera, desarrollada particularmente en las Indias Orientales y en el J a p ó n 4 , está Francisco Javier, ese navarro de estirpe noble, que había estudiado y profesado en París, donde había conocido a Ignacio de Loyola y luego congeniado con él, llegando a ser uno de los compañeros que, con éste a la cabeza, fueron a R o m a para crear la Compañía de Jesús. E l Navarro viene a ser rápidamente la imagen del apostolado de los jesuítas en esas nuevas tierras por evangelizar, entonces bajo d o minación de Portugal o en contacto comercial con sus mercaderes. Su trayectoria vital y su acción aparecen como modélicas y serán sublimadas pues son la ilustración de esa orientación contrarreformista.
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Sallmann, 1994, pp. 108-117; Egido 2000, pp. 66-68, etcétera. Lebrun y Antebi, 1990, pp. 60-101; Girard-De Vaucelles, 1996, etcétera. Valignano, 1944; Deberg, 1992; Bourdon, 1993, etcétera.
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Poco después de su muerte (en 1552), se planteará la oportunidad de su canonización 5 . Ese era el ejemplo por admirar y por imitar. Por pertenecer Francisco Javier a un período histórico anterior a la actividad de la Congregación de Ritos, pero al ser canonizado en un momento de acentuado centralismo romano, su caso pone de relieve la evolución delineada. Asimismo manifiesta, de modo significativo, la doble vertiente de la nueva santidad ofrecida como modelo al pueblo católico. Estos aspectos están en el centro del presente trabajo.
Lo que no hemos de olvidar es que Ignacio de Loyola, a pesar de haber nacido en Guipúzcoa y haber estudiado en las universidades de Alcalá y Salamanca, antes de hacerlo en la de París, no ha tenido n i n guna actividad en la Península, sino en R o m a . Paralelamente, Francisco Javier, aunque oriundo de Navarra, despliega su acción misionera fuera de España, a partir de Lisboa, de donde zarpa en 1541, con r u m bo a la India. H a sido nombrado por el Papa, a instancias de Ignacio, «nuncio apostólico para todas las tierras situadas al este del Cabo de Buena Esperanza» y comisionado por el rey de Portugal, J o á o III. D i c h o de otra manera, n i el uno ni el otro han podido suscitar d i rectamente ningún culto popular en los territorios españoles, que h u biera conducido a un proceso de canonización. Además, ambos son intelectuales, muy alejados de esos frailecillos incultos, de simplicidad primitiva pero de caridad ardiente, tan aceptos entre la muchedumbre, como fray Diego de Alcalá, canonizado en 1588 6 . Son la encarnación misma de la nueva orden y de otra concepción de la santidad, promovida desde dentro de la Compañía de Jesús. La primera intervención, con vistas a la preparación de la canonización del Navarro, se debe, según parece, a la Corona portuguesa, que bien se había dado cuenta de que la acción llevada a cabo por el c o m pañero de Ignacio podía favorecer sus intereses. E n efecto, Francisco Javier había comprendido que en esas tierras de vieja y refinada civi5 Schurhammer, 1955-1963; Léon-Dufour, 1953; Ravier, 1988; Bellido, 1998; Recondo, 1999, etcétera. 6 Sobre estas dos concepciones de la santidad, Redondo, 2002b, pp. 140-145.
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lización era necesario respetar las convenciones sociales, sin enfrentarse directamente con las creencias del Otro, por ejemplo en sus pláticas con los bonzos, en el Japón. Ello había permitido no sólo la i m plantación de la Compañía y la extensión del catolicismo, sino también el desarrollo de la presencia lusitana en ellas y además, la intensificación del comercio con esos pueblos, beneficiándose de ello el reino de Portugal y su monarca. Les traía pues cuenta que se pudiera i m i tar a Francisco Javier. Para afianzar tal situación, J o á o III, por iniciativa propia o por consejo de los jesuítas de su entorno, escribe al virrey de la India, el 28 de marzo de 1556 — o sea unos cuatro años después de la muerte del misionero—, indicándole lo siguiente: Fueron tan exemplares la vida y obras del Padre Maestro Francisco Xavier que me ha parecido importar mucho a la gloria y honra de Dios procurar que se sepan y vengan a noticias de todos 7.
Pide pues a su representante que haga una información: en manera que haga fe, de todas las obras y cosas señaladas y notables que Nuestro Señor ha obrado sobrenaturalmente por medio suyo, así viviendo como después de su muerte8.
Este informe, mandado al soberano y luego remitido por éste al Pontífice, con u n apoyo caluroso, ha servido de base a las diversas hagiografías. Precisamente la primera de ellas, según creemos, sale en España en 1575. Ese año, efectivamente, se publican en volumen, en Alcalá, una serie de cartas de jesuítas traducidas al español y más numerosas que las que salieron en portugués en 1570, impresas en Coimbra. Las castellanas, que abarcan el período 1549-1571, dan a conocer muchas particularidades del Japón, casi desconocido, y se hallan vinculadas a su evangelización, bajo el impulso del Navarro 9 . L o nuevo en el volumen alcalaíno, es que encierra, además de las epístolas, los comentarios sobre la India del portugués Manuel de
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La vida del padre maestro..., 1575, fol. 2 r°. La vida del padre maestro..., 1575, fol. 2 r°. Sobre todo esto, Redondo, 2002a, pp. 233-237.
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Acosta y la vida del «Padre Francisco Xavier de la Compañía de Jesús», el cual — c o m o dice el impresor-editor— «dio principio, con la gracia de Dios, a toda la christiandad del Japón y a casi toda la de la India de Portugal» 1 0 . E l relato adopta el esquema de una de esas tan populares «relaciones de santos», muy difundidas en la España del último cuarto del siglo XVI 11 . Bien se ve que, a partir de la ciudad complutense, centro del saber en consonancia con las actividades intelectuales y pedagógicas de la Compañía, y probablemente a instigación de algunos de sus miembros, se intenta arraigar y popularizar en Castilla la fama de ese bienaventurado —pero estamos en las antípodas de lo que ha representado fray Diego de Alcalá—, emblema de la gesta apostólica de los jesuítas en las Indias (con la ambigüedad que este término geográfico supone, como lo veremos posteriormente), para difundir un nuevo trayecto de santidad y suscitar vocaciones. Desde este punto de vista, resulta revelador que se haga hincapié en el origen de Francisco Javier, «navarro de nación», o sea español, aunque haya ejercido su acción misionera en tierras portuguesas. Unos pocos años después, con la unión entre las dos coronas, dicho aspecto será tal vez menos importante. D e l mismo modo, varias características de esta relación merecen subrayarse. Lo que llama la atención es la insistencia puesta en el apostolado del jesuíta. Ya en Portugal, según la relación, antes de su salida para Oriente, él y su compañero el Padre Simón Rodríguez —superior luego del Colegio Jesuíta de C o i m b r a — «se ocuparon en tan sanctos y religiosos ministerios», predicando y renovando la Fe, que «les pusieron por nombre los Apóstoles, de lo cual tuvo principio llamar a los de la Compañía de Jesús así en aquel reino» 1 2 , lo que está en conformidad con el objetivo perseguido por Ignacio de Loyola y sus compañeros al crear la nueva orden. Asimismo, después de llegar a la India, su actividad misionera es incesante, tanto con los portugueses viciosos de Goa y su entorno, como con los habitantes de las diversas tie-
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Cartas que los padres..., 1575, «Proemio al Christiano lector», sin numerar. Redondo, 2002a, pp. 244-245. La vida del padre maestro..., 1575, fol. lr°.
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rras que recorre. Es lo que pasa en el cabo de Comorín, donde sigue las huellas de Santo Tomás Apóstol, en el reino de Travancor, en las islas de A m b o i n o y del M o r o , en Malaca, en el Japón y en otras partes. Son centenares de miles de gentiles que transforma en cristianos gracias a la predicación, a la enseñanza doctrinal y a una vida ejemplar, ayudando día y noche a los necesitados y enfermos y «haciendo amistades» (dice el texto) 1 3 , lo que parece referirse a una forma de evangelización que toma en cuenta la alteridad. Por ello, se apunta en la relación, «hasta los mesmos moros y gentiles le llamaban padre santo» , lo que hace pensar en el evangelismo de Fray Hernando de Talavera, después de la conquista de Granada, a quien los moros dieron el sobrenombre de «santo alfaquí». Esta era una vía que se podía seguir. 14
Para ser todavía más eficaz, en el Japón aprende la lengua y, gracias a la ayuda de un indígena convertido que le sirvió de intérprete, «traduxo la doctrina cristiana» 1 5 como lo hicieron algunos religiosos que fueron a evangelizar a los indios americanos. Por otro lado, esa vida tan ejemplar, digna de admiración e imitación, moldeada sobre la de Cristo, le condujo a ser humilde, a comer muy poco y a vestir miserablemente, a sufrir muchos trabajos, numerosas dolencias, injurias e insultos. Los japoneses le dieron tan gran crédito y le veneraron tanto que «afirmaron ser el mejor hombre que avía venido de Europa porque la pureza de su vida y costumbres era tanta que apenas se hallara en él qué reprehender» 1 6 . D e ahí que se acumulasen por parte de los que trataron con él, los apelativos laudativos: «perfecto y santo varón» 1 7 , «padre santo» 1 8 y se hablara de la «santidad de sus costumbres» 1 9 . U n santo estaba manifestándose. Por ello, antes y después de su muerte edificante en la isla de Sancián, en 1552, frente a la China (que deseaba evangelizar), las señales del Cielo aparecieron en diversas ocasiones, bajo la forma de los milagros realizados por su intercesión. La relación lo presenta como
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La La La La La La La
vida del padre vida del padre vida del padre vida del padre vida del padre vida del padre vida del padre
maestro...1575, maestro...1575, maestro...1575, maestro...1575, maestro...1575, maestro...1575, maestro...1575,
fol. fol. fol fol. fol. fol. fol.
lv°. 2r°. 3v°. 4r°. l v ° ; fol. 6r° 2r°. 2r°.
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taumaturgo, igual que Jesús, su guía: en varias ocasiones, hablan los mudos, oyen los sordos, andan los tullidos, cobran salud los enfermos de gravedad y resucitan los muertos. Echa también a los demonios, aplaca las tempestades, tiene don de profecía 2 0 . Después de su muerte, su cuerpo se halla desplazado varias veces hasta su entierro solemne en Goa, en el colegio San Pablo de la Compañía, con gran asistencia de fieles y solemne participación de las autoridades y del clero. Su cuerpo aparece incorrupto y el vestido que llevaba, intacto, mientras que u n suave olor de santidad se derrama cuando se abre el ataúd. Y los milagros se repiten, al estar los desgraciados en contacto con su sepulcro 2 1 . Todo conduce a pedir rápidamente la canonización del Padre Francisco Javier. Es el modelo que requieren los tiempos modernos. Si bien estos elementos milagrosos corresponden a las tradicionales marcas de la santidad y presentan varios aspectos que remiten a la «leyenda áurea», los prodigios evocados no dejan de ser relativamente escasos frente a los que aparecerán en varias biografías posteriores del Navarro. Además, como ya se ha dicho, todo esto lo habían indicado testigos de vista ante notario, con pretensiones de historicidad. Pero lo importante es el énfasis puesto en la dimensión misionera de Francisco Javier, lo que delinea un recorrido de santidad diferente del que dominaba en Europa. Sin embargo, este «santo varón» no goza del reconocimiento popular europeo (ni siquiera castellano), lo que no deja de plantear u n problema acerca de su inserción en el sistema acostumbrado. Desde este punto de vista, es muy revelador que sea el rey de Portugal y luego la Compañía los que luchen por su canonización. Felipe II, muy apegado a formas de religiosidad tradicional, apoyó decisivamente la de Diego de Alcalá, conseguida en 1588, pero no la del Navarro, porque además no experimentaba ninguna simpatía por los jesuítas, a quienes veía como demasiado sometidos al p o der del Soberano Pontífice 2 2 . N o sabemos cuál pudo ser la acogida en España de este libro de cartas de jesuítas en que se hallaba la vida evocada, pero no hubo n i n guna reedición del volumen, ni siquiera de la «relación de santo» que La vida del padre maestro..., 1575, fol. 4r°-5r°. La vida del padre maestro..., 1575, fol. 6v°-7r°. 22 Martínez Millán y Carlos Morales, 1998, pp. 134-138; 263-272; García Cárcel, 1999, pp. 232-241. 20
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encerraba. E l ejemplo de Francisco Javier, ¿llegó a suscitar en Castilla vocaciones misioneras parecidas a la suya? Nada permite afirmarlo, por lo menos por lo que hace a las Indias Orientales. Por ello acaso cambia la estrategia de la Compañía: en R o m a va a llevar adelante su empresa de promoción de Francisco Javier. E n efecto, en 1596, en la ciudad papal, el jesuíta Horacio Tursellini, publica, en latín, una biografía/«hagiografía» del Navarro en la cual, desde el título, se insiste en el apostolado del compañero de Ignacio de Loyola: De vita Francisci Xaverii
qui primus e Societate Jesu in Indiam
et Japoniam Evangelium invexit. Además, por primera vez, aparece en la portada un retrato del futuro santo, grabado p o r T h e o d o r Galle 2 3 . Esta vida utiliza la relación mandada desde Lisboa y va seguida de las cartas del biografiado, las cuales ponen de relieve su celo intrépido de misionero así como su confianza absoluta en Jesús y en su «esposa la Iglesia». Francisco Javier ilustra perfectamente los valores contrarreformistas, los de la Compañía. Esta obra se dirige a la gente de Iglesia en general y a los prelados de la curia en particular, así como a los sectores más influyentes y cultos de la sociedad. A l mismo tiempo, pretende suscitar vocaciones en favor de la orden. E l libro de Tursellini tuvo un éxito notable ya que se han registrado por lo menos diez ediciones latinas en los siglos x v i y xvn. Además, se tradujo a diversas lenguas vernáculas (castellano, portugués, alemán, italiano, etcétera). H a sido el punto de partida de las vidas de Francisco Javier publicadas posteriormente. La traducción castellana se debe a otro jesuíta, el Padre Pedro de Guzmán, y sale en Valladolid en 1600 (con el mismo retrato que en 1596 2 4 ), antes de renacer en 1603 (sin retrato), en la misma ciudad 2 5 . La versión española, que sigue de cerca al texto en latín, ¿alcanzó buena difusión? Podemos tener nuestras dudas sobre el particular. E n efecto, es preciso observar que el texto de 1603, fiel trasunto del de 1600, sugiere un puro arreglo editorial de la impresión anterior, que se hubiera vendido mal y cuya portada se hubiera rehecho. Nótese que
Tursellini, 1596; sobre el Tursellini-Guzmán, 1600. mos reproducido. 25 Tursellini-Guzmán, 1603. sin localizar (Azcona, 1952, n° 23
24
grabado, Paz Ríos, 1966-1967, II, n° 3309. Ver el retrato que figura en la portada y que heSe habla de una edición de Madrid, 1614, pero 699).
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el retrato de Francisco Javier ha desaparecido y que el título es mucho más amplio, insertándose el caso del Navarro en un conjunto relacionado con la penetración del cristianismo en el Japón y en la China. L o mismo había pasado ya en 1601, con la publicación de la obra del Padre Luis de Guzmán, otro jesuíta, sobre las misiones en la India Oriental, en la China y el Japón, obra en que sólo se habla de Francisco Javier en unos cuantos capítulos 2 6 . L o que parece corroborar lo que adelantamos es que estos textos, que se dirigen a sectores bastante cultos de la sociedad, no suscitaron, aparentemente, ninguna relación en pliego sobre la vida ejemplar del futuro santo. Tursellini insiste en el apostolado del Navarro que ha permitido ensanchar sobre manera el ámbito de la catolicidad, en sus méritos y virtudes. Representa Francisco Javier la unión entre acción y contemplación, según los criterios de los padres tridentinos, ejemplo propuesto a la imitación. Prueba del favor del cielo hacia ese «Padre santo» (la expresión se halla empleada) es el gran número de milagros ocurridos por su intercesión. E n el texto de Tursellini, éstos se amplían. Por ejemplo, gracias a Francisco Javier las epidemias de peste desaparecen, o en varios partos difíciles, en que la parturienta estaba en peligro de muerte, su intervención permite que la mujer dé a luz sin dificultad y que se salven madre y niño 2 7 . Después de su muerte, las curas milagrosas también aumentan en las Indias, valiéndose de algunas de sus «reliquias» (cuerdecita en contacto con su cuerpo, trocito de vestido, llave de su sepulcro, etcétera) a la par que, en Europa, varios jesuítas muy enfermos recobran la salud con sólo invocar su nombre 2 8 . Por primera vez, hay también una referencia directa al castillo de Javier, en Navarra, en que el Cristo que allí estaba sudaba cada vez que el Padre tenía dificultades en la India y los viernes, durante el último año de su vida, sudaba sangre 29 . Esto puede leerse como una hispanización del futuro santo. Se espera de nuevo la conclusión que se impone: la canonización de tan modélico varón, digno de admiración y de imitación en España también.
Guzman, 1601. Ver Tursellini-Guzman, Tursellini-Guzman, Tursellini-Guzman,
caps. VI-XXXII 1600, lib. VI, cap. 1600, lib. VI, cap 1600, lib. VI, cap
del libro I. II. III. III.
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Poco después de la salida en R o m a del libro de Tursellini, se p u blica en Lisboa, en portugués, en 1600, la Historia da vida do Padre Francisco de Xavier, redactada por otro jesuita, el Padre J o á o de Lucena 3 0 . E l texto, que debe mucho a la biografía del jesuita romano, pero que ensancha el propósito, nace en la ciudad de la cual salió Francisco Javier para ejercer su apostolado en la India, lo que parece significativo y está en consonancia con los esfuerzos de la Corona portuguesa por alcanzar su canonización. La obra tan sólo se imprime en español en 1619, traducida por u n jesuita, el Padre Alonso de Sandoval. E l libro se publica en Sevilla, cuando la beatificación del Navarro 3 1 . Antes no tenía razón de ser pues corrían las ediciones de la traducción del libro de Tursellini. Por otra parte, en 1616 se había llevado a cabo en varias partes, y en particular en la India, el proceso previo a la canonización que debía conducir, en una primera fase, a la aludida beatificación. Es decir que la actualidad de la biografía había aumentado. Francisco Javier, de manera oficial ya, venía a ser un modelo que imitar, aunque el Padre Sandoval hubiera firmado su dedicatoria anteriormente, en Cartagena de las Indias, a 2 de diciembre de 1615 3 2 . Es natural que se acentúe la hispanización del biografiado, que se hable del castillo de Javier, de su linaje, de sus padres y también de su hermana, doña Magdalena de laso, que fue monja en el monasterio de Santa Clara de Gandía, vivió muy santamente y «profetizó que a su hermano Dios le tenía escogido para llevar su santo nombre a las gentes, naciones y reynos más extraños» 3 3 . Lo nuevo en este texto, es que, si han aumentado los milagros, empiezan a aparecer expresiones reveladoras para calificar a Francisco Javier, que darán lugar a representaciones iconográficas: «Apóstol oriental», «sol del mundo», «divino gigante» 3 4 , etcétera, pero remiten más a la admiración que a la imitación. D e la misma manera, y por primera vez, se elabora u n verdadero retrato del navarro que ha de inspirar las posteriores imágenes del santo:
Lucena, 1600. Lucena-Sandoval, Lucena-Sandoval, Lucena-Sandoval, Lucena-Sandoval,
1619. 1619, p. 5. 1619, pp. 2-3. 1619, pp. 3-5.
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Fue el padre Francisco Javier de buena estatura, antes grande que pequeño, no enxuto, sino de buenas carnes, bien dispuesto, hombre de grande complexión y fuerzas. Rostro grave y bien proporcionado, la color naturalmente blanca y sonrosada, demás de andar siempre como inflamado, los ojos entre negros y pardos, la frente ancha, la nariz mediana, la barba negra y todo el semblante tenía con mucha gracia y autoridad. Traxo siempre el cabello con garceta, nunca usó manteo sobre la sotana, que era pobre, pero limpia. Andava con ella suelta, asiéndola con ambas manos un poco sobre los pechos. En la conversación apazible, suave, blando para con todos, y sólo áspero y riguroso para consigo: de grandes pensamientos y coracón generoso, a quien sin duda fueron estrechos los términos de todo el Oriente, apresurado en las execuciones, y de tanto valor en el acometer las empresas que lo juzgaron (y mucho más lo juzgarán oy) por temerario los que no sabían de la divina confianza con que emprendía todas las cosas, y de la luz y prudencia del Cielo con que se governava. Grande sufridor de trabajos y tan señor de sus propias pasiones, que no le cogiendo ellas jamás descuidado, assí las tomava o dexava, según lo pedían los negocios, como si de todo punto las uviera mudado de la sugeción de la naturaleza a la libertad de la razón. Verdadero humilde, que siempre se reputó y estimó en menos que ninguna otra criatura. Y desta virtud le procedió la grande perfeción que tuvo en la santa obediencia de execución, voluntad y entendimiento por cuyo respeto le amó, y estimó tanto N . S. Padre (que assí lo nombrava siempre el Padre Francisco) Ignacio de Loyola, que desseando descargarse de todo el govierno de la Compañía, le ordenava venir a Roma para entregárselo 3 5 . Este retrato físico y moral —elaborado según los cánones retóricos—, al comunicarle al misionero una corporeidad representable, le acerca a los fieles, favorece la irrupción del modelo de vida que se quiere promover y la propagación del culto que se desea difundir. Por otra parte, dicho retrato acaba con u n elemento nuevo que exalta aún más a Francisco Javier. Ignacio de Loyola había previsto abandonar el cargo de prepósito y confiarlo al Navarro, el compañero que le parecía más digno de sucederle por sus innumerables méritos y virtudes. Si esto no llegó a ser efectivo, sólo fue porque la carta en que Ignacio le mandaba venir a R o m a llegó a la India después de su muerte. Hay que añadir otro elemento interesante. La traducción, la dedica el Padre Sandoval «a la Provincia de la C o m p a ñ í a del Perú y al
Lucena-Sandoval, 1619, p. 845 (lib. X , cap. 27).
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Padre Juan Sebastián su Provincial» 3 6 . Es que lo de «Apóstol de las Indias», fórmula utilizada con frecuencia para designar a Francisco Javier puede remitir tanto a las Indias Occidentales (América) como a las Orientales (la India), aunque en realidad aluda a estas últimas. Esa ambigüedad permite comprender el desarrollo de la Compañía en el Nuevo M u n d o y su implicación en las famosas «Misiones». Es lo que indica a las claras el traductor: «y si en alguna Provincia deste Nuevo M u n d o siguen a pasos largos los deste Apóstol del Señor, por llevar el nombre de Jesús, y sacar con su luz de la sombra de la muerte a los infieles, es éssa del Pirú» 3 7 . Esta viene a ser la vía de la imitación. N o dice otra cosa Matías de Peralta Calderón en su obra El Apóstol de las Indias y nuevas gentes, San Francisco Xavier de la Compañía
de Jesús,
cuya primera edición sale en M é x i c o en 1661 y la segunda en Pamplona, en 1665 3 8 . E n efecto, al glosar la bula de canonización del Navarro, que traduce, dedica varias páginas a comentar el «Título de Apóstol de las Indias y nuevas tierras: Y c ó m o abraca también a las Indias Occidentales» 3 9 . D e tal manera, por añadiduras y extrapolaciones sucesivas, los j e suítas y sus partidarios van realizando la hispanización (en sentido amplio de la palabra) del apóstol Francisco Javier y elaborando de él una imagen cada vez más modélica, capaz de suscitar admiración e imitación. Entre tanto se había publicado en Valladolid, en 1602, según parece, la biografía del Navarro, redactada por Tomás de Villacastín 4 0 , pero el texto, del cual no hemos localizado ningún ejemplar, no encerraría ninguna aportación nueva con referencia al de Tursellini. Todos estos libros se dirigen a u n público lector culto o medio culto. Tan sólo hemos encontrado dos pliegos unidos a la beatificación que, bajo forma de coplas el uno, y de quintillas el otro, hablan de la Vida y milagros del glorioso beato Xaverio, religioso de la
de Jesús.
Compañía
Este último, el más explícito de los dos, se inspira del de
Lucena-Sandoval, 1619, p. 5. Lucena-Sandoval, 1619, p. 5. 38 Es la edición que utilizamos: Peralta Calderón, 1665. La ed. de 1661 (México, A. Santistevan y F. Lupercio) lleva el mismo título (un ejemplar en la BNP: 8o, 1118). 39 Peralta Calderón, 1665, pp. 236-240. Apostólica vida, virtudes y milagros de... Francisco Javier (Azcona, 1952, n° 744). 36
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Lucena traducido por Sandoval. E n sus toscos octosílabos no hay nada nuevo. D e todas formas, ambos están vinculados a un colegio de jesuítas 4 1 . Por fin, en 1622, se canoniza a Francisco Javier. E n realidad, el Papa crea cinco nuevos santos, de los cuales cuatro son españoles de o r i gen, pero dos de ellos son jesuítas y no han permanecido en España. Estos cinco son Isidro de Madrid, Teresa de Avila, Ignacio de Loyola, Francisco Javier y Felipe N e r i . E l primero va unido a una campaña de promoción muy activa llevada a cabo desde España: es un campesino, un santo tradicional, transformado en patrono de Madrid. Teresa es la mística reformadora de la orden de las carmelitas, pero influenciada por los jesuítas. Por lo que hace a Ignacio de Loyola y a Francisco Javier, ya sabemos a qué atenernos. Felipe N e r i , es un italiano, fundador de la Orden del Oratorio y su canonización viene a ser una contrapartida a esa oleada de santos españoles. E n realidad, la gran triunfadora es la Compañía de Jesús, muy bien implantada en R o m a , verdadera encarnación de los ideales de la Contrarreforma. Si bien se festejaron en la Península las cinco canonizaciones, en particular las de los cuatro «españoles», los jesuítas organizaron en sus colegios fiestas específicas para exaltar a los dos que pertenecían a su orden e idearon una serie de festividades, representaciones y justas poéticas llamativas, por ejemplo en Madrid, Sevilla,Toledo, etcétera 4 2 . Lo mismo pasó también en México y en Lima 4 3 . De estas fiestas, salieron algunas extensas relaciones como la que publica Monforte y Herrera, ese mismo año 1622. Se trata de las que se verificaron en el Colegio Imperial de la Compañía de Jesús de Madrid y en las cuales participaron poetas célebres como Lope de Vega, Guillén de Castro, M i r a de Amescua, Calderón, etcétera, exaltando el ejemplo de Francisco Javier, tan digno de admiración 4 4 . Sin embargo, tenemos que confesar, una vez más, que no hemos encontrado ninguna de esas breves «relaciones de santos», impresas en
41
Para el primero de estos textos, Vivero, 1620. Para el segundo, Sátyra...,
1620. Elizalde, 1961, pp. 235-254; Parrondo-Brisset, 1989, etcétera. Elizalde, 1961, pp. 254-255. 44 Monforte y Herrera, 1622; Simón Díaz, 1952-1959,1, pp. 183-244; Elizalde, 1961, pp. 241-250. 42
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un pliego, que son la expresión del arraigo de u n culto popular o del deseo de arraigar dicho culto. E n esos años, estamos frente a una veneración originada por la Compañía y por sus centros de implantación, que no puede alcanzar sino a los sectores más intelectualizados de la población. Por otra parte, la bula de canonización de Francisco Javier es muy interesante porque expone los méritos por los cuales figura el elegido entre los santos, o sea entre los que son figuras modélicas por i m i tar e intercesores privilegiados 4 5 . L o que sabemos ya acerca del navarro aparece en dicha bula. Pero también se insiste en todo lo que le transfigura en un apóstol de los tiempos modernos, en un nuevo San Pablo, que ha evangelizado pueblos enteros gracias a su vida ejemplar y al poder de su predicación inspirada. D e ahí que, enseñado por Dios, haya hablado las lenguas de los diversos gentiles convertidos (esto es nuevo), «que de antes no sabía» 4 6 . Tal don de lenguas por inspiración del Espíritu Santo, le ha transformado en ese «nuevo Apóstol de las Indias», en ese «Apóstol de las nuevas gentes con unánime consentimiento de todo el O r b e Christiano» 4 7 . A través de Francisco, es la «militante Iglesia» la que se halla glorificada, en conformidad con los ideales de la Contrarreforma, perfectamente asumidos por los jesuítas. Esa militancia es la que se propone como modelo de vida a los que quieran imitar al santo y sacrificarse en las misiones por la extensión de la fe, alistándose para ello en las filas de la Compañía. N o es pues extraño que a todos los milagros evocados anteriormente vengan a añadirse otros, en particular uno de los que van a tener más resonancia y cuya fábula deriva de u n cuento japonés, el del crucifijo y el cangrejo. H e aquí de que se trata. Durante uno de sus numerosos viajes marítimos, se había levantado una terrible tormenta. Para sosegarla, Francisco Javier había descolgado el Cristo que llevaba al cuello y lo había presentado a las olas que se aplacaron. Pero el crucifijo se le había deslizado de las manos y había desaparecido en el mar, con gran desconsuelo del misionero. Llegado a tierra, estaba caminando junto a 45 La bula de canonización en Monumenta Xaveriana, II, 1912, pp. 711 y ss.; la traducción al español, en Peralta Calderón, 1665, pp. 3-26. 46 Peralta Calderón, p. 10. 47 Peralta Calderón, p. 4.
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la playa, cuando v i o salir del agua u n cangrejo que se había parado ante él, con el Cristo entre sus dos pinzas 4 8 . Era necesario —añadimos nosotros— restituirle esa imagen de Jesús crucificado, emblema de la Compañía. D e l mismo modo, se intensifican los milagros postumos y se alude a las imágenes y medallas del bienaventurado gracias a las cuales se consiguen varias curas prodigiosas 4 9 . Hay numerosos aspectos de «leyenda áurea» en esta bula, asumidos por R o m a , aun cuando se resguarda detrás de los testimonios autentificados. ¿Será una manera de intentar difundir entre la muchedumbre tales portentos, legitimados ahora por la autoridad pontifical, respondiendo así a la apetencia popular de maravillas, para contribuir a popularizar el culto del nuevo santo? Ya antes de su beatificación y c a n o n i z a c i ó n , había figurado Francisco Javier en las adiciones a los tan difundidos Flos sanctorum, pero siempre detrás de Ignacio de Loyola, como si desapareciera detrás de éste. Se encuentra en el de Alonso de Villegas 5 0 y en el del j e suíta Pedro de Ribadeneyra 5 1 . Después de su subida a los altares, ya se puede exaltar oficialmente al navarro. Es lo que hace en 1645 Juan E u s e b i o N i e r e m b e r g , otro j e s u í t a , c o n t i n u a d o r de la obra de Ribadeneyra, pero siempre asociándolo con Ignacio de Loyola 5 2 . N o obstante, el culto del misionero tarda mucho en desarrollarse en España. E l fondo «Jesuítas» de la Academia de la Historia permite darse cuenta del fenómeno. Se trata, en la mayoría de los casos, de algunas relaciones manuscritas de unos cuantos milagros ocurridos fuera de España, especialmente en los virreinatos españoles de Italia y en Portugal. Si u n jesuíta cuenta en el mes de diciembre de 1626 que, por intercesión del santo, el sol se detuvo por espacio de tres horas para permitir que unas naves no se estrellaran y si «algunos dicen que vieron al santo en forma de sol» (volveremos posteriormente sobre esta representación), no se sabe dónde fue 5 3 . E n 1634, aparece el m i lagro ocurrido en Nápoles: por intercesión de Francisco Javier, un je-
Peralta Calderón, p. 141. Peralta Calderón, p. 20. Villegas, 1588, fols. 73r°-74v°. Ribadeneyra, 1616, pp. 414-428, Nieremberg, 1645, pp. 167-223. B A H , Jesuítas, 9/3 649, n° 73.
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suita mortalmente enfermo recobra la salud (salieron varias relaciones impresas sobre ello) 5 4 . E n 1656, el mismo santo ha de permitir la salvación de la urbe napolitana, devastada por la peste, de manera que viene a ser el patrono de la ciudad con San Jenaro 5 5 . Por fin, se relata el prodigio ocurrido en Palermo, en 1637: en la iglesia de los Padres de la Compañía había caído u n rayo y corrido por el templo sin que nadie resultase herido, por haber pedido la ayuda del navarro 5 6 . Asimismo se habla de la milagrosa aparición de Francisco Javier a u n jesuíta, en Lisboa, en 1635 5 7 . B i e n se ve que en todos estos casos los que relatan los milagros o se benefician de ellos son jesuítas. Y lo mismo pasa en unas cuantas ocasiones más 5 8 . Hay que llegar a los años 1660 para ver aparecer verdaderamente milagros en España por intercesión del santo y de manera significativa, esto no ocurre en Castilla. Se registran en Navarra, donde nació, y en Gandía, lugar emblemático de la Compañía, donde además su hermana había sido monja. Se extiende la zona milagrera de Gandía a unos cuantos pueblos del reino de Valencia 5 9 . E n Sevilla, el 19 de noviembre de 1635, por orden del arzobispo, don Gaspar de Borja, pariente del tercer general de los jesuítas — d o n Francisco de Borja, el futuro santo— se instituye la celebración de la misa de San Francisco Javier, el 2 de diciembre de cada año (día aniversario de su muerte), y luego el novenario, el 4 de marzo 6 0 . A pesar de ello, no consta que el culto del navarro haya ganado mucho terreno en la ciudad del Guadalquivir. L o único que hemos encontrado, en una relación manuscrita, es el milagro de la desaparición de la sordera en una monja muy vieja del Convento de la Madre de Dios de Sevilla, al aplicarse una estampa del santo sobre los oídos 6 1 .
54 Se trata del Padre Marcelo Mastrilo. Hubo varias relaciones manuscritas e impresas sobre el particular.Ver por ejemplo BAH,Jesuítas, 9/3650, n° 20; 9/3672, n° 18, etcétera. Utilizaremos todos los documentos vinculados a este caso en otro trabajo. 55 Peralta Calderón, 1665, pp. 116-123. 56 B A H Jesuítas, 9/3672, fol. 20r°. 57 B A H Jesuítas, 9/3685, n° 32. 58 Nos serviremos de toda esta documentación en un trabajo en preparación. 59 Escalada, 2001. BAH Jesuítas, 9/13684, fol. 119r°; ibid., fol. 121r°; 9/3672, fol. 666r°. 61 B A H Jesuítas, 9/3672, fol. 20v°. 60
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Sin embargo, los esfuerzos de los jesuitas por popularizar el culto de Francisco Javier fueron constantes, en particular gracias a los n u merosos colegios que tenían y a sus iglesias. E n 1623, en Valladolid, vemos que los Padres de la Casa Profesa de la Compañía contrataron a u n pintor para dorar el retablo y la estatua del santo, paralelos a los de San Ignacio 6 2 . Por otra parte, los jesuitas incitaron a sus alumnos a representar diálogos u obras teatrales en que aparecían Ignacio y Francisco, o en que se evocaban la vida ejemplar, el apostolado y los milagros del Navarro 6 3 . Sin embargo, resulta llamativo que ninguno de los grandes dramaturgos del siglo xvn compusiera una comedia sobre San Francisco Javier 6 4 . Más allá, los Padres se dieron cuenta perfectamente del impacto que podían cobrar las imágenes del santo (estampas, medallas, etcétera). Se difundieron pues en el siglo xvn diversos grabados con u n texto versificado en que se exaltaba al taumaturgo 6 5 o asimismo al «Príncipe del Mar» ya que había sosegado las tempestades y salvado a la tripulación de varios barcos. D e manera muy reveladora, una estampa sobre este último tema, que va acompañada de u n soneto encomiástico 6 6 , presenta a Francisco Javier como un nuevo Neptuno y, gracias a su radiante aureola, como uno de los nuevos soles de la catolicidad (el otro es San Ignacio), dado que había sido «Apóstol de Oriente» y, como el sol naciente, había iluminado, con su apostolado, a las «nuevas gentes» y a todo el orbe. Claro está que estas imágenes, que hacen pensar en los emblemas por sus alusiones mitológicas y por el comentario demasiado elaborado 6 7 , no estaban en consonancia con la religiosidad popular. Se incita a la imitación, a seguir los pasos del santo. Pero, ¿fue esto efectivo? ¿Se llegó más allá de la admiración?
García Chico, 1946. Elizalde, 1961, pp. 107-177. 64 Menéndez Peláez, 1995. 65 B A H , Jesuítas, 9/3650, n° 26. Hemos reproducido el grabado. 66 B A H , Jesuitas, 9/3650, n° 24. Hemos reproducido la estampa. 67 Hemos reunido diversas representaciones de Francisco Javier, de la segunda mitad del siglo xvn. Las utilizaremos en otro trabajo. Ver un caso significativo en Torres y Arellano, 2002. Nótese que, en el Siglo de Oro, ningún pintor célebre representó al santo, como lo hicieron en el extranjero Poussin, Rubens,Van Dyck, etcétera. 62
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Cabe pues preguntarse: ¿como taumaturgo y Príncipe del Mar, San Francisco Javier habrá logrado sustituir por ejemplo a la Virgen de Guadalupe, invocada como intercesora en casos unidos a estos dos á m bitos, o también a San Telmo a quien se acudía en los peligros de tormentas?
E l caso de Francisco Javier es particularmente interesante porque ofrece a la España contrarreformista un nuevo modelo de santidad vinculado a la acción misionera preconizada por el Concilio de Trento y asumida por la Compañía. Sin embargo, y a pesar del compromiso establecido entre el rigor jesuítico y las apetencias populares por lo milagroso, a pesar también de la estrategia puesta en obra por los jesuítas y de sus esfuerzos continuos por arraigar ampliamente el culto de San Francisco Javier, ha de transcurrir bastante tiempo antes de que los españoles lo hagan verdaderamente suyo. Tal vez porque la fama de San Ignacio ha superado la de su «hermano menor», asociado con él en más de una ocasión. Pero sobre todo porque, a pesar de su vida modélica, el Navarro les aparecía como demasiado intelectual, extranjero y lejano. Era el santo del apostolado fuera de España y no uno de esos santos frailecillos insertos en un terruño hispánico y por ello más cercanos a los fieles. E l caso ilustrado por Francisco Javier aparecía más como un ejemplo por admirar que no por imitar.
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UN NUEVO MODELO DE SANTIDAD Sátyra
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agora de nuevo
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de Avila, Religioso de la misma Compañía, Valladolidjuan Godínez de Millis, 1600; B N M : R . 29343 (Tursellini-Guzmán, 1600). —
Historia de la entrada de la Cristiandad en el Japón y China, y en otras partes de las Indias Orientales: y de los hechos y admirable vida del Apostólico Varón de Dios el P Francisco Javier de la Compañía
de Jesús, y uno de sus primeros
Fundadores. Escrita en latín por el P Horacio Turselino, y traduzida en Romance castellano por el P Pedro de Guzmán,
Religioso de la misma
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Valladolid, Juan Godínez de Millis, 1603; B N M : 3/62398 (TurselliniGuzmán, 1603). VALIGNANO, A . , Historia del principio y progreso de la Compañía Indias Orientales (i542-64),
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324
AUGUSTIN REDONDO
D E L P. F R A N C I S C O X A V I E R
DE
LA
DE
1ESVS.
C O M P A N1
A
Efcrita en Latinporçl P.Hor.tcio Turfelwo,j traduzjda en T^ofriéincefôr elP:Pedro de Cuzjman rutur.dde Atùlt Reliycfos de la mifma Copania.
Con Priuilcgio Real, En Valladolid, Por loan Godincz de Milüs. Anodcitfoo.
Figura 1. Sacado de Tursellini-Guzmán, Vida..., 1600.
UN NUEVO MODELO DE SANTIDAD
325
_ Ai^NC
Principe del Mar.
A L GLORIOSISSIMO
PRINCIPE DE EL M A R APOSTOL DEL ORIENTE
SAN F R A N C I S C O X A V I E R
DE L A COMPAñIA DE JESUS.
S O N E T O. Angrc medió Nauarra efclarccida, Y en hazerla inmortal fe la he pagado: De el efpiritu grande que me ha dado, Efta naturaleza envanecida. Bufcando las bata Has que dan vida, De el mejor Capitán me hize Soldado: MorijComo Jcfus, defam parado; Mas dexando á fus pies la Afia rendida: Huyó á mi voz la muerte, acobardada: Mi Imperio fobre el Mar fuefinfegundo, Y al Infiemocerré la horrible entrada. Eftc foy ( ó mortal/) vén, porque infundo, En quien mi fombra tiene aflégurada, Victorias contra Carne, Infierno,y Mundo.
S
Figura 2. Biblioteca de la Academia de la Historia, Jesuítas, 9/3650, núm. 24.
326
AUGUSTIN REDONDO
EL SANTO C O M O M O D E L O E N EL T E A T R O JESUÍTICO D E L SIGLO D E O R O
Jesús Menéndez Peláez Universidad
de Oviedo
1. LOS FUNDAMENTOS TEOLÓGICOS DE LA COMEDIA HAGIOGRÁFICA EN EL TEATRO JESUÍTICO La literatura hagiográfica en sus distintos géneros tiene un fundamento teológico que no se puede obviar si se pretende comprender en su total significación la creación literaria. La hagiografía literaria descansa y se apoya en una teología de los santos. Podemos afirmar, como punto de partida, que el sensus ftdelium [la liturgia], primero, la especulación teológica, en segundo lugar, y finalmente la doctrina conciliar —las tres fuentes del quehacer teológico, lo que genéricamente se conocía en el Siglo de O r o por loci theologici—, atribuyen a los santos dos funciones que servirán de inspiración al hagiógrafo: la ejemplaridad y el poder de intercesión. La ejemplaridad se fundamenta en el hecho de que los santos, como seres humanos que fueron, estuvieron revestidos de una naturaleza h u mana herida y dañada por el pecado original, una lacra que ellos supieron superar merced a un programa de perfección ascética impuesto por el imperativo evangélico de «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mateo 5, 48); esta perfección tiene un único m o delo de imitación: la figura de Cristo, —«nadie llega al Padre, el tres veces santo, sino por mí» (Juan 8, 12)— a quien la teología reviste de una doble naturaleza: humana y divina; una afirmación teológica que planteó graves polémicas en los primeros siglos del cristianismo. Recuérdese el arrianismo y sus secuelas en la historia de la teología;
JESÚS MENÉNDEZ PELÁEZ
328
porque Cristo es hombre y, por tanto, copartícipe de nuestra humanidad, Cristo será el modelo ejemplar que se ha de imitar. De la imitación de Cristo así reza el título de una de las obras de mayor impacto en la piedad popular desde el Siglo de O r o hasta nuestros días; su autor, Tomás de Kempis, un apellido que dio título también a la obra, El Kempis. E l ser humano que encarna en su proyecto existencial esta imitación de Cristo se convierte en santo; el programa que lleva a la consecución del título de santidad está contenido en el sermón de la montaña: son las bienaventuranzas. Este será el programa sobre el que versará el juicio final. Por eso la liturgia, el sensus Jidelium, se sirve de este texto evangélico para festejar el día de Todos los Santos (1 de n o viembre). E l santo se convierte de esta manera en el modelo de alumno ejemplar que ha sabido imitar a su maestro y superar con éxito el curso existencial de la vida. Por eso la Iglesia, desde sus inicios, utilizará el santoral como paradigma o modelo del curriculum vitae del cristiano. E l poder de intercesión de los santos fue tratado por la especulación teológica, de manera particular por Santo Tomás de A q u i n o en la Summa theologica; el artículo correspondiente lleva por título Utrum sancti qui sunt in patria orent pro nobis; Santo Tomás responde afirmati-
vamente 1 . La argumentación teológica justifica de esta manera el patronazgo que desde el primitivo cristianismo la Iglesia concedió a los santos; el primero de estos patronazgos se refiere al bautismo 2 . La misma legislación eclesiástica, basándose en el poder intercesor de los santos, aconseja que las distintas agrupaciones humanas, desde las propias naciones hasta las agrupaciones gremiales, elijan a u n santo como patrono a quien invoquen como intercesor ante la divinidad 3 . E l Concilio de Trento, máximo exponente de la Contrarreforma, sistematiza ya de manera mucho más clara la teología de los santos en su intento por salir al paso de las aberraciones de las doctrinas protestantes, cuya historia salutis desconoce el papel soteriológico de los santos; el 3 de diciembre de 1563 se aprueba el Decretum de invocatione, veneratione et reliquiis sanctorum et sacris
imaginibus . 4
Santo Tomás de Aquino, Summa theologica, 2-2- q. 83, a. 12, III, edic. cit. 1952, pp. 350-351. 1
2
3
4
Código
de Derecho Canónico,
1951, art. 761, p. 296.
Código
de Derecho Canónico,
1951, art. 1.284, p. 484.
Enchiridion symbolorum..., 1965, p. 419.
EL SANTO COMO MODELO
329
Quiero llamar la atención sobre otra disposición recogida por este decreto tridentino en relación con la literatura hagiográfica. Es una exhortación a que los obispos y rectores de las iglesias utilicen las artes, tanto literarias como pictóricas, para instruir a los fieles en esta doctrina hagiográfica 5 . La espiritualidad jesuítica, a cuyo servicio estará el teatro hagiográfico nacido al socaire de la Compañía, no es más que una adecuación de la ascesis cristiana a estos imperativos tridentinos.
2. E L TEATRO HAGIOGRÁFICO JESUÍTICO Y LA ESPIRITUALIDAD IGNACIANA Las hagiografías del teatro jesuítico han de ser interpretadas a la luz de la línea de espiritualidad con que san Ignacio orientó su Compañía. U n o de los aspectos más llamativos de esta espiritualidad es la fuerte carga de sensualidad. M e explico. E l proceso de reforma interior que se descubre, por ejemplo, en los Ejercicios espirituales va fuertemente sazonado de un acopio de recursos sensoriales encaminados a «vencer a sí mismo y ordenar su vida sin determinarse por afección alguna que desordenada sea» 6 . Las distintas meditaciones en que se dividen las cuatro semanas, que dura el programa ascético de los Ejercicios, tienen todas ellas un cuadro escénico a través del cual el ejercitante ha de revivir, y hasta cierto punto experimentar, el tema objeto de la meditación. U n o de los ejemplos más llamativos de esto es el concerniente a la meditación sobre el infierno. Corresponde a la primera semana. Todos los sentidos han de entrar en juego. Se trata de una auténtica didascalia teatral que el santo exige para que el alma alcance su objetivo. Este recurso sensorial en el programa de la espiritualidad ignaciana explica la importancia que la Compañía de Jesús dio siempre a la escenografía teatral y a la imaginería religiosa, una orientación pedagógica muy del gusto de la Contrarreforma tridentina. Predicar a los ojos será la base de la nueva pedagogía religiosa. San Ignacio pretende sacar el máximo provecho de este recurso. E l mismo lo practicó. «Siempre que iba a meditar los misterios de la vida de Cristo Nuestro
5
6
Enchiridion symbolorum..., 1965, p. 420. San Ignacio de Loyola, Obras completas, 1991, p. 227.
JESÚS MENÉNDEZ PELÁEZ
330
Señor, nos dice uno de sus primeros biógrafos, miraba poco antes de la oración las imágenes que para este objeto tenía colgadas y expuestas cerca de su aposento» 7 . La cultura barroca asumirá esta tendencia. Todo apunta a la Contrarreforma como origen inmediato de una orientación a la que había recurrido también la devotio moderna. D e esta manera la espiritualidad ignaciana se dejó infeccionar de esta tendencia que se observa todavía hoy cuando se visitan sus colegios emblemáticos como el deVillagarcía de Campos en el corazón de Castilla; de las paredes de sus alargados pasillos cuelga toda una riquísima iconografía de santos y primeros fundadores de la Compañía que recuerdan al visitante los orígenes de aquella aventura iniciada a mediados del siglo XVE Para entender la comedia hagiográfica de los jesuítas en el Siglo de O r o es necesario aludir brevemente a un género literario que los jesuítas utilizaron con intensidad en su pedagogía espiritual. M e refiero a la literatura del exemplum, un género literario de amplia tradición en la literatura religiosa cristiana, cuyo origen no es necesario evocar aquí. La Contrarreforma de la mano de los jesuítas supondrá una vuelta a la literatura del exemplum; aludiré tan sólo a dos orientaciones que darán los jesuítas a este género por la relación que tiene con el teatro hagiográfico jesuítico. Por una parte, los jesuítas establecerán un tipo de predicación muy peculiar que denominarán «predicar el ejemplo»; tenía lugar los lunes, miércoles y viernes durante la cuaresma; la singularidad consistía en que el ejemplo no era un apéndice o corolario del sermón literario, sino que toda la predicación se basaba en el ejemplo; de ahí la denominación de «predicar el ejemplo»; este tipo de predicación fue muy socorrida por los jesuítas de Salamanca en cuya biblioteca universitaria se encuentran dos manuscritos, a modo de diario, de los ejemplos predicados en aquel colegio durante el Siglo de Oro. Pero, sin duda, al autor que dejó una mayor huella no sólo entre los estudiantes de los colegios de jesuítas del Siglo de Oro, constituyendo su obra uno de los libros de mayor impacto en seminarios diocesanos y conventuales hasta más allá de mediados del siglo x x , fue el P.Alonso Rodríguez con su Ejercicio de perfección y virtudes cristianas', sus pláticas terminan siempre con el epígrafe «En que se confirma lo dicho con algunos ejemplos»; decenas y decenas de
7
Bartolomé Ricci, 1607, p. III.
EL SANTO COMO MODELO
331
ejemplos va refiriendo el jesuita para recordar determinados momentos de la vida de los santos que el autor considera modelos de conducta para ser imitados por los jóvenes estudiantes; su obra puede ser considerada como u n verdadero ejemplario.
3. E L SANTO COMO MODELO DEL TEATRO HAGIOGRÁFICO JESUÍTICO: HACIA UNA TIPOLOGÍA DE ESTE SUBGÉNERO DRAMÁTICO La Compañía de Jesús, nacida, pues, al calor de las doctrinas t r i dentinas como órgano oficial de la Contrarreforma, había de tener muy en cuenta las orientaciones conciliares sobre el carácter modélico de los santos en la vida espiritual y a la vez seguir las singularidades espirituales con que la diseñó su fundador. Los jesuítas dieron u n fuerte impulso a la literatura hagiográfica en los distintos géneros l i terarios; particular importancia tiene la obra hagiográfica del P. Pedro de Rivadeneyra con sus vidas de san Ignacio o san Francisco de Borja y, sobre todo por su Flos sanctorum [a. 1599], una obra de lectura frecuente en la espiritualidad católica desde el Siglo de O r o hasta los tiempos modernos. E l teatro hagiográfico jesuítico ha de entenderse, pues, en este contexto de las doctrinas tridentinas y de la espiritualidad ignaciana. Ante la imposibilidad de hacer u n estudio individualizado de las distintas hagiografías, tan solo ofreceré las características generales más significativas a modo de una tipología del santo en el teatro jesuítico.
3.1. Verosimilitud
histórica
La elección del personaje modelo estará condicionada por el espectador al que se dirige, esto es, un público predominantemente estudiantil. Se trata, por tanto, de u n teatro escolar 8 . Los modelos que se presentan han de tener u n currículo existencial que presente unas condiciones sociales y ambientales que puedan ser verosímiles para unos jóvenes estudiantes del Siglo de Oro. D e esta manera el men-
Sobre la impronta pedagógica de este teatro escolar ver Menéndez Peláez, 1995 y 2003. 8
JESÚS MENÉNDEZ PELÁEZ
332
saje que se pretende transmitir se hace creíble. Por ello la primera característica que ha de tener la obra literaria que se presenta, con una finalidad prioritariamente docente, es la verosimilitud histórica. D e ahí que las hagiografías del teatro jesuítico tengan u n trasfondo histórico que el hagiógrafo dramaturgo seguirá con bastante fidelidad; téngase presente que algunas de estas hagiografías se escriben muy poco tiempo después de la muerte de los protagonistas; una gran parte de los espectadores les habían conocido; por tanto, el dramaturgo pretende escribir una biografía dramatizada. D e esta manera el mensaje será más favorablemente acogido. Por otra parte, el hagiógrafo dramaturgo elegirá dentro del santoral aquellos santos que por sus circunstancias ambientales e históricas puedan mejor adecuarse a la realidad existencial de los espectadores del Siglo de O r o . Si al mismo tiempo esos santos nacieron en el seno de la propia Compañía, la impronta docente y pedagógica será más eficiente. Esto explica el hecho de que una buena parte del teatro hagiográfico jesuítico tenga como protagonistas a beatos o santos salidos del seno de la propia Congregación, empezando por el propio fundador. E l P. Diego Calleja 9 es autor de varias hagiografías contenidas en la Biblioteca Nacional de M a d r i d , [ B N ] en el M s . 17.288. Ignacio de Loyola, Luis Gonzaga, Francisco de Borja, Estanislao de Kostka, alcanzaron la aureola de santidad dentro de la Compañía. Era normal que el dramaturgo jesuíta utilizara sus esquemas existenciales
Parece que hubo dos padres jesuítas que llevan el nombre de Diego Calleja, uno que ejerce su ministerio a finales del xvi y principios del siglo xvn, del que no se conservarían datos biográficos, y otro, con el mismo nombre, cuyas coordenadas existenciales van desde 1638 hasta 1725; esta coincidencia dio origen a confusiones. Ya De la Barrera advirtió esto; los dos habrían tratado el tema hagiográfico en el teatro. El códice que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid lleva en el lomo el título de Comedias del P Calleja. La comedia dedicada a Ignacio de Loyola está fechada en 1609, posiblemente para festejar la beatificación del fundador que tuvo lugar ese año. La comedia referida termina con este colofón: «Acabóse de componer a gloria de Dios y nuestro Beato y Padre Ignacio a 20 de Diciembre de 1609». No parece que pueda ser atribuida al segundo Calleja, ya que, si así fuera, habría de darle ya el título de «santo» y no de «beato», pues el fundador de la Compañía es canonizado en 1622; las obras del segundo P. Calleja corresponden a finales del siglo xvn y principios del xvm. No obstante, Elizalde considera que es un error la fecha de 1609 que se da al final de la citada comedia (1983, p. 213). La obra plantea, pues, un problema de autoría que no entro a discutir. 9
EL SANTO COMO MODELO
333
para presentarlos como modelos que podían ser imitados por la pléyade de estudiantes y de jóvenes novicios que recibían aquellas enseñanzas 1 0 ; unas enseñanzas que provocaron celos y recelos con la universidad pública; estas pugnas y polémicas son testimonio del gran éxito que alcanzó aquella pedagogía. Los dramaturgos del teatro jesuítico aprovecharán esta favorable acogida que tuvieron sus colegios en la España de los siglos x v i y xvn para, a través del teatro, formarles en letras y en espiritualidad, según el ya conocido marbete de Erasmo del litterae et pietas. E n otro lugar ya analicé detenidamente la función docente y las características tipológicas que tiene el teatro jesuítico 1 1 .
3.2.
El santo como modelo de fortaleza
E l título que el P. Diego Calleja asigna a la hagiografía sobre san Ignacio ya es bien significativo: El Triunfo de Fortaleza; la fortaleza como virtud cristiana la prodiga san Ignacio sobre todo para afianzarse en la vocación jesuítica. E l joven que deseaba entrar en religión podía encontrarse con frecuencia con la negativa de su familia, particularmente del padre. E l propio san Ignacio hubo de intervenir personalmente en alguna ocasión para resolver un conflicto familiar en que el padre de un muchacho se oponía a que su hijo profesara en la Compañía; en aquella ocasión Ignacio de Loyola escribe una larga carta que es una disertación sobre la fortaleza que los jóvenes han de tener para defender su vocación religiosa frente a los imperativos familiares 1 2 . E n los catecismos de la época, tanto en el del P. Astete como en el del P. Ripalda se considera a la Fortaleza como una de las virtudes cardinales y uno de los dones del Espíritu Santo. La Fortaleza será, siguiendo la presencia de personajes alegóricos que prodigó siempre el teatro jesuítico, uno de los personajes centrales de la obra. Los jóvenes novicios que se decidían a entrar en la nueva congregación necesitaban un modelo a seguir. E l hagiógrafo del teatro jesuítico les propone el ejemplo del propio fundador; el dramaturgo quiso sazonar esta obra dramática, estructurada en tres largas jornadas, con un acentuado verismo histórico; los personajes representan el entorno existencial
10 11
Bartolomé Martínez, 1995, p. 663. Menéndez Peláez, 1995.
JESÚS MENÉNDEZ PELÁEZ
334
en el que vivió Ignacio a partir del cerco de Pamplona por los franceses con que se inicia la obra: Diego Laínez, Salmerón, Francisco Javier son algunos de los personajes que revestidos con el don de la Fortaleza consiguen vencer al Demonio, la Carne, Lutero, la Herejía, la Gentilidad 1 3 .
3.3. El santo como modelo de renuncia al estatus social de la familia
Luis Gonzaga, Francisco de Borja y Estanislao de Kostka, nacidos a la vida espiritual en el seno de la Compañía, serán referentes constantes en la vida de esta congregación desde sus inicios hasta los tiempos modernos; la iconografía que adorna iglesias, pasillos y estancias de los actuales colegios de jesuítas no es más que el testimonio del fervor que estos primeros jesuítas suscitaron entre sus correligionarios. Tres vidas muy singulares. Los tres eran de procedencia noble y habían experimentado los loores de la vida cortesana. Luis Gonzaga (1568-1591) era el mayor de los hijos de una influyente familia cortesana en la Lombardía italiana; desde muy joven se sintió atraído por la vida espiritual, lo que ponía en peligro las pretensiones que su padre había depositado en él; en vano intenta halagarle con todos los placeres de la vida nobiliaria europea para disuadirle de aquella vocación religiosa; placeres, honores, seducciones sexuales y glorias no lograron cambiar la decisión de entrar en religión bajo los auspicios de Ignacio de Loyola. La decepción de su padre, que había hecho lo indecible para que su hijo Luis desistiese de entrar en religión, queda patente en la carta que escribe al padre Claudio Aquaviva, General del noviciado jesuítico donde entra Luis: «Hago saber a vuestra señoría reverendísima que le entrego lo que más quiero en este mundo y la mayor esperanza que tenía para la conservación de m i casa» 1 4 . C o m o puede verse, se trataba de una vida que para los rectores de la Compañía resultaba ejemplar y modélica. D e ahí que los dramaturgos hagiógrafos del teatro jesuítico la hayan utilizado como fuente de inspiración para su teatro. Dos comedias del P.
12 13 14
San Ignacio, Obras, 1991, pp. 964-965. Elizalde, 1983, pp. 209-213. Año cristiano, 1959, vol. II, p. 712.
335
EL SANTO COMO MODELO Salas (Coloquio Gonzaga
del primer
estudiante y mayorazgo
y El estudiante soldado que es la niñez
trocado, beato Luis
del beato Gonzaga ) 15
y
un diálogo del P. X i m e n o del colegio de Aragón (Diálogo del beato Luis Gonzaga) , además de poemas sueltos, testimonian el carácter ejemplar y modélico que la vida de Luis Gonzaga tuvo para sus alumnos y novicios. Estas obras recalcan varias virtudes que a juicio de los dramaturgos resultaban modélicas y que, por tanto, habían de imitar los estudiantes de la Compañía. U n a de ellas era la castidad, el personaje alegórico quizás más importante en estas obras; su padre, en su intento para que desistiera de entrar en religión y se ocupase de su casa como mayorazgo que era, le había hecho rodear de un ambiente cortesano poco propicio para conservar la virginidad; sin embargo, el j o ven Luis se mantuvo fiel a sus ideales; de esta manera pasó a ser considerado como modelo de castidad. La segunda virtud que los citados dramaturgos presentan como modélica y ejemplar en Luis Gonzaga es la milicia cristiana, una vieja alegoría bíblica que pasa al cristianismo, bajo la metáfora del miles christianus que defiende el reino de Dios y que tomará cuerpo estamental y social en las llamadas órdenes m i litares desde la Edad Media hasta la Ilustración. Fue esta una idea muy querida por Ignacio de Loyola. La ascética ignaciana es una lucha entre dos realidades o fuerzas antitéticas, el B i e n y el M a l ; son como dos ejércitos, capitaneados por dos jefes militares, Cristo y el Demonio. Es este el núcleo de una de las meditaciones más originales de los Ejercicios espirituales conocida como «la de las dos banderas». Es, asimismo, la idea motriz que aparece constantemente como Leitmotiv de la acción dramática del teatro hagiográfico jesuítico. E l escenario es como un campo de batalla en donde lidian dos ejércitos que enarbolan su propia bandera para llevarse a su lado al protagonista. Los numerosos personajes de que constan las hagiografías del teatro jesuítico serán m i l i tantes de una de estas dos fuerzas o banderas; la alegoría será el recurso dramático habitual para crear unos personajes que representan vicios y virtudes en aquellos escenarios del teatro escolar jesuítico. Luis Gonzaga fue modelo de «estudiante soldado» bajo la bandera de Cristo. 16
15 16
B R H , Ms. 9/2570, fols.lr-37v, y 83r-102v, respectivamente. B R H , Ms. 9/2571, fols. 25r-58r.
JESÚS MENÉNDEZ PELÁEZ
336
Francisco de Borja (1510-1572), una de las biografías más ricas que dio la C o m p a ñ í a , inspiró también al teatro hagiográfico jesuíta; Francisco de Borja será ejemplo modélico de desprecio y renuncia a las grandezas del mundo. Ingresa en la Compañía de Jesús a los cuarenta años después de una experiencia humana que le había hecho conocer el mundo de la corte imperial de Carlos V, llegando a ser amigo íntimo en su juventud del también joven Felipe II; tenía, pues, una riqueza existencial que le convertía en ejemplar como personaje que había conocido la experiencia de la vida matrimonial con la responsabilidad de criar y educar a sus ocho hijos y que había ostentado el poder político como virrey de Cataluña y como duque de Gandía. Su ingreso en la Compañía fue uno de los grandes acontecimientos sociales de mayor impacto en la España de mediados del siglo XVE C o m o jesuíta ocupó un lugar destacado en el gobierno de la congregación llegando a ser, por voluntad de Ignacio de Loyola, comisario general para España y Portugal. Esta biografía será la que inspire a dos dramaturgos para presentar al santo como modelo de renuncia y desprecio de las grandezas del mundo. E l P. Pedro de Fomperosa y el ya mencionado P. Diego de Calleja serán los dramaturgos jesuítas que lleven a la escena aquella vida. San Francisco de Borja, duque de Gandía
y El Fénix
de España,
san Francisco de Borja son los tí-
tulos de dos obras que fueron publicadas en la Biblioteca de Autores Españoles dentro de las Comedias de Calderón de la Barca, basándose el compilador y editor Juan Eugenio Hartzenbusch en que los dos jesuítas habían tenido presente una obra anterior, no conservada, escrita por Calderón 1 7 . Fomperosa recrea en su hagiografía una gran parte de la biografía del santo, mientras Calleja comienza la obra con Francisco ya en la Compañía. E l verismo histórico con que los dos dramaturgos sazonan la escena está en función del modelo ejemplar que se quiere transmitir. San Estanislao de Kostka (1550-1568) es otro de los grandes santos aristócratas de la Compañía. Su biografía también podía resultar ejemplar y modélica. Nacido asimismo dentro de la aristocracia nobiliaria, en este caso de Polonia, muy pronto manifiesta inquietudes espirituales como alumno del colegio de los jesuítas enViena; disuelta la Compañía en Austria por orden del emperador Maximiliano en
17
Calderón, El Fénix de España, 1910, pp. 557-594.
EL SANTO COMO MODELO
337
1565, Estanislao tiene que hospedarse con su hermano Pablo en casa de un luterano para poder continuar los estudios; aquí comienza un largo calvario; la ortodoxia católica y el reformismo protestante frente a frente; el adolescente sufre vejaciones y malos tratos por mantenerse fiel a la fe que había recibido de la mano de los jesuítas; por si esto fuera poco una grave enfermedad acaba minando su salud; se recupera, según él, milagrosamente por intercesión de la Virgen que se le aparece; consigue huir de aquel ambiente hostil para refugiarse en el colegio jesuítico de Tréveris (antigua Dilinga), después de recorrer solo y a pie más de setecientos kilómetros, mientras su hermano Pablo, por orden paterna, había salido en su persecución para evitar que aquel hermano descarriado cayese en manos de la congregación jesuítica. Los jesuítas alemanes le reciben gozosos; pero su peregrinaje para entrar en la Compañía no termina aquí; el superior de aquel colegio jesuítico alemán, Canisio, le enviará a R o m a donde será recibido por Francisco de Borja, quien le acoge como aspirante; entra en el noviciado de san Andrés en R o m a ; después de nueve meses de noviciado, una extraña enfermedad que los hagiógrafos atribuyen a su amor por la Virgen acabó con la vida de un adolescente que no había cumplido los dieciocho años. C o m o fácilmente puede verse, los ingredientes de esta biografía ofrecían grandes posibilidades dramáticas, a la vez, que el protagonista podía ser presentado como modelo de conducta para unos jóvenes llenos de vitalidad y de ilusiones en la edad precisamente en que Estanislao había terminado su carrera existencial. E l dramaturgo será también P. Diego de Calleja 1 8 . La acción comienza con el encuentro del adolescente Estanislao que intercambia sus vestidos de noble aristócrata con los de un pobre mendigo; el diálogo inicial ya nos indica la renuncia a un estatus social que el adolescente considera irreconciliable con sus nuevos ideales: ESTANISLAO.
Sin ropa, sin ropa quedo [...] salga todo, salga todo, no quede de ningún modo cosa en mí que me sea ilustre, quitemos al lodo el lustre, porque se quede en su lodo (fol. 33 lv).
B N , Ms. 17.288, fols. 329v-386r.
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La dimensión modélica de esta hagiografía la presenta el dramaturgo en varios aspectos; primero, como renuncia a un estatus social que lleva consigo el enfrentamiento con su propia familia; una nota que aparece en varias de estas hagiografías; pero quizás una de las características teatrales más relevantes es la presencia de la Virgen como personaje escénico. E n alguna ocasión se ha dicho que el teatro áureo mostraba una cierta asepsia a presentar a la Virgen en escena debido en parte a la relación que establecía el público del Siglo de O r o entre actor y personaje; la vida disoluta de las actrices de la época no parecía que pudieran encarnar un personaje como el de la Virgen; la realidad del teatro religioso de la época no coincide con esta apreciación; en otro lugar, al ofrecer una encuesta bibliográfica o catálogo de la comedia hagiografía en el Siglo de Oro, en donde recojo asimismo las comedias marianas, la Virgen, la santa de las santas — c o n los posibles errores de toda encuesta bibliográfica— es el personaje hagiográfico que más obras reúne bajo las distintas advocaciones que la piedad cristiana le vino atribuyendo. E l Estanislao que el P. Calleja presenta en su obra es un modelo de piedad mariana siguiendo los esquemas de la marianización del amor cortés provenzal. Continuando con las hagiografías del P. Calleja nos encontramos ahora con otros modelos muy distanciados en el tiempo de los santos anteriormente presentados como modelos. Hasta ahora hemos aludido a santos nacidos al socaire de la Compañía; fueron sin duda los más modélicos y ejemplares; el repertorio, sin embargo, había de ampliarse; por eso el hagiógrafo dramaturgo elegirá dentro del santoral aquellos santos que por sus circunstancias ambientales e históricas puedan adecuarse mejor a la realidad existencial de los espectadores del Siglo de O r o ; de nuevo nos encontramos con que los santos elegidos para la comedia hagiográfica fueron santós cuya conducta religiosa había provocado un conflicto familiar. E l mensaje es muy claro: los i m perativos religiosos han de estar por encima de los proyectos sociales de la voluntad paterna. Esta será la idea que el dramaturgo hagiógrafo intentará transmitir con dos modelos de santos, cuyas coordenadas existenciales se enmarcan en la R o m a imperial de Teodosio el Grande (347-395) y H o n o r i o (384-423); estamos, pues, a finales del siglo iv y principios del v. La paz de Constantino (306-337) había hecho del cristianismo la religión del Imperio; era la primera célula de lo que después se llamó el nacional catolicismo que tendrá en Carlos V y, so-
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bre todo, en Felipe II una verdadera continuación. Mutatis mutandis, el dramaturgo del teatro jesuítico busca u n pasado con unas ciertas analogías con el momento en el que él escribe. E l santoral recogía dos santos u n tanto extraños, uno de la tradición griega y bizantina, san Juan Calibita, mientras el otro estaba inserto en la sociedad romana, san A l e j o 1 9 . E l dramaturgo jesuíta situará a la familia de san Juan Calibita en la R o m a del emperador Teodosio; la comedia nos presenta a su padre, Eutropio, en diálogo con su esposa, muy preocupados ambos por dar a su hijo u n «estado conveniente» (fol. 66v). La llegada de un monje eremita a la casa del noble patricio provocará el conflicto. E l joven Juan abandonará su casa para seguir los postulados de la vida en el desierto; el trauma familiar resulta claro. Se fuga de la casa paterna, sin saber su paradero. Pasados los años regresará de nuevo como pobre mendigo, pidiendo limosna en su antiguo hogar, no siendo reconocido por los suyos; su propia madre le desecha, mientras su padre le acoge disponiendo una choza para él. La vida penitente que lleva conmueve a cuantos le visitan; finalmente, poco antes de morir, refiere a su propia madre su verdadera identidad. La Vida de san Alejo tiene muchos elementos parecidos con la anterior. Comienza la obra festejando los éxitos académicos del protagonista que presagian para él un futuro social muy notable; sigue la búsqueda por parte de la familia de una muchacha, dechado de belleza y noble linaje; aquí comienza la disparidad de criterios entre el protagonista, Alejo, y su familia; su «matrimonio» con la Hermosura divina, prefiguración de María, la Virgen, será el gran obstáculo para el matrimonio preparado por la familia con María, joven noble romana. N o obstante, se realiza el matrimonio humano, pero después de u n percance, a la manera de las comedias de capa y espada, la Hermosura divina reprocha a Alejo aquel matrimonio (fols. 16r-16v). Este matrimonio espiritual entre el protagonista y la Virgen parece que es una innovación del dramaturgo hagiógrafo jesuita en relación con la tradición hagiográfica del santo. A partir de este momento, Alejo abandonará mujer y casa para dedicarse, como en el caso de Juan Calibita, a la vida eremítica; entretanto su familia desconsolada 20
La tradición de estos santos, particularmente de san Alejo, fue estudiada por Carlos Alberto Vega, 1991. 20 B N , Ms. 17. 288, fols. lr-62r. 19
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le busca desesperadamente. Pasa un largo tiempo, Alejo recibe en sueño el mensaje de que regrese al hogar paterno. Así lo hace, de nuevo las semejanzas con san Juan Calibita son extremas. Llegará como mendigo, no será reconocido, será hospedado en una choza por caridad, diálogos con su esposa sin que ésta reconozca su identidad; ante el anuncio de su muerte, expresa su secreto en un pergamino que la familia descubre una vez muerto. Devoción a la Virgen, renuncia a la familia y a los bienes temporales, he aquí las ideas fundamentales que subyacen en la obra. D e nuevo la comedia hagiográfica jesuítica actúa de medio de propaganda de los ideales de la espiritualidad en la Compañía. La renuncia a la propia familia fue objeto constante de la espiritualidad jesuítica; el ya citado P. Alonso R o d r í g u e z dedica el tratado quinto del libro II de su Ejercicio de perfección a «De la afición desordenada de parientes»; son siete capítulos en los que el jesuíta habla de los peligros que puede suponer un excesivo apego a la propia familia; su reflexión está entreverada de n u merosos ejemplos de conducta modélica no sólo de santos sino del propio Ignacio de Loyola que mostraron un cierto desapego con su familia. E l santo del teatro jesuítico ha de ser también modelo en refrenar esta tendencia innata en el ser humano. San Juan Calibita y san Alejo, son pues dos santos de la hagiografía antigua que el dramaturgo del teatro jesuítico adapta para presentarlos como modelos de renuncia familiar ante los imperativos del evangelio.
3.4. El santo como modelo de firmeza en la fe cristiana La espiritualidad jesuítica no podía obviar las particulares circunstancias de la historia de la Iglesia durante el Siglo de Oro. E l teatro jesuítico nos presenta a santos que habían sacrificado su propia vida por defender sus creencias religiosas. Es otra de las parcelas modélicas que presenta el santo del teatro jesuítico. Hasta ahora habíamos visto santos dentro de la categoría de «confesores» o «vírgenes», ahora nos adentramos en la categoría de los santos «mártires». San Hermenegildo, san Pedro Mártir, santa Catalina de Alejandría, santa Cecilia, san Tiburcio y san Vicente y hermanos.
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E n la Tragedia de san Hermenegildo, una de las obras mejor logradas no sólo del teatro jesuítico sino del teatro renacentista español, cuya paternidad la ostenta el P. Hernando de Avila en colaboración con el P Melchor de la Cerda y Juan de Arguijo 2 1 , el mensaje es muy claro: los imperativos religiosos han de estar por encima de la voluntad paterna. «Toda la acción dramática, en este caso trágica —escribía hace algunos años— descansa sobre la relación padre-hijo, unidos por profundos sentimientos humanos, derivados de los vínculos de sangre, pero separados por las creencias religiosas. Sobre este pilar descansará toda la acción trágica y la tensión dramática. La religación derivada de la fe católica está por encima de los vínculos de sangre» 2 2 . Hermenegildo aceptará el martirio, renunciará a los vínculos familiares antes que claudicar de su fe. E l conflicto entre u n padre arriano y u n hijo que abjura de la religión paterna y se convierte al catolicismo guardaba estrecha relación de verosimilitud para la sociedad de finales del siglo x v i , que vivía la ruptura entre católicos y protestantes. N o ha de olvidarse que la confrontación entre católicos y protestantes fue siempre una de las grandes preocupaciones de la Compañía de Jesús, cuyo testimonio más fehaciente lo dejó el P. Pedro de Ribadeneyra en sus Historias de la
Contrarreforma.
Otro mártir en el que se va a inspirar el teatro hagiográfico jesuítico es san Pedro Mártir; el dramaturgo será Guillermo Barcaló del Colegio de los jesuítas en Mallorca que escribe Dialogus D. Petri Martiris. Certamen cum arianis hereticis et eiusdem mortem continens . La alusión al 23
arrianismo —«una gente infizionada / de la arriana doctrina»— se refiere a tal herejía que convulsionó la Iglesia en el siglo iv. La obra comienza con un prólogo, según la costumbre renacentista, que resume el argumento de la obra. Desde el principio aparece muy clara la idea de presentar un modelo de fortaleza y firmeza religiosa que alcanzará la palma del martirio. Santa Catalina de Alejandría fue una de las santas más celebradas en el teatro jesuítico, cuyos dramaturgos no hacen más que continuar una tradición que en los tiempos medievales había alcanzado su máximo
Ver estudio y edición en Menéndez Peláez, 1995, pp. 137 y ss. Menéndez Peláez, 1995, p. 151. 23 B R H , Ms. 9/2569, fols. lr-12v.Ver Picón García, «Texto escolar y teología...», en AA. V V , 2005, pp. 183-208. 21
22
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JESÚS MENÉNDEZ PELÁEZ
apogeo; la santa, mártir en el imperio romano del siglo iv, fue considerada como modelo de fortaleza e ingenio en la defensa de la fe cristiana. Son muchas las instituciones y grupos sociales que ya desde la época medieval se acogieron a su patronazgo: Universidad de París, f i lósofos, estudiantes, molineros, carreteros... Los colegios de jesuitas celebraron siempre con un cierto boato su festividad (25 de noviembre). Los dramaturgos del teatro jesuítico se inspiran en una tradición, envuelta en la leyenda, sobre la discusión que mantuvo con los filósofos gentiles y la aceptación del martirio. La primera obra del teatro jesuítico que festeja a esta santa pertenece al P. Acevedo bajo el título de Dialogus in honorem divae Catharinae, representada en Córdoba en
1556.
Es una de las primeras obras del teatro jesuítico español. Sin embargo, no es una hagiografía propiamente tal, ya que la protagonista, santa Catalina, no entra en escena. Es un diálogo pastoril de clara imitación virgiliana. Toda ella está escrita en latín con un prólogo en prosa y los diálogos pastoriles en metros latinos. Se trataría, sin duda, de un ejercicio escolar a través del cual el dramaturgo, en un contexto bucólico de raigambre clásica, sitúa la advocación hagiográfica de la santa que desde antiguo fue festejada en el mundo estudiantil. E l P. Hernando de Avila, autor principal de la Tragedia de san Hermenegildo, es al mismo tiempo el autor de la Tragicomedia de santa Catherina, Virgen y Mártir de la disputa que tuvo con los philósophos,
y
obra de la que se conservan dos
copias, una en el archivo del Colegio de san Ignacio de Alcalá de Henares 2 4 , otra en la Biblioteca Nacional de M a d r i d 2 5 . E l dramaturgo, como indica en el prólogo, pretende presentar a la santa como modelo de «virgen y esposa de Cristo» y de «fortaleza y varonil constancia / que no la puso miedo el cruel tirano / las amenazas dél ni los tormentos» (fol. 107v). A lo largo de la obra se pone de manifiesto una vez más el influjo de la imaginería presentada por san Ignacio de Loyola en los Ejercicios espirituales bajo la iconografía de las dos banderas. Después de negarse a presentar la ofrenda a los dioses paganos, pues ella sólo «a Cristo eterno y celestial esposo / de mí le hago humilde sacrificio» se le presentan tres ángeles, uno de los cuales sostiene con la santa este diálogo:
24
1299. 25
Biblioteca del Colegio san Ignacio de Alcalá de Henares, Ms. 325; antiguo BN, Ms. 17.288, fols. 106r-143r.
EL SANTO COMO MODELO ÁNGEL.
Queréis, sabia Catherina, militar como guerrera debaxo de la bandera de la milicia divina?
CATALINA.
Sí quiero, y bien que quiera
ÁNGEL.
¿Proponéis de pelear y con valor conquistar por la fe de Jesucristo?
CATALINA.
Si, propongo y no resisto a la elección tan singular.
ÁNGEL.
¿Para cualquier conquista os disponéis?
CATALINA. ÁNGEL. CATALINA. ÁNGEL. CATALINA. ÁNGEL.
343
Sí dispongo Ponéis el hombro? Sí pongo ¿Como escrita en esta lista lo proponéis? Sí propongo Pues esta espada os entrego templada en divino fuego que es la palabra de Dios; y si della os valéis vos venceréis todo error ciego (fol. 116r).
E l teatro eleva a la categoría sensible, mediante la representación, la milicia cristiana, una de las ideas básicas de la espiritualidad ignaciana, que a su vez hunde sus raíces en la tradición judeo-cristiana. Los ejemplos de los hermanos, Vicente, Sabina y Cristena, mártires bajo la persecución de Diocleciano [Daciano en la obra] (finales del siglo m-principios del iv) persiguen la misma ejemplificación. La ciudad de Avila los tiene como patronos, donde se levanta la basílica de san Vicente, uno de los monumentos más impresionantes del románico español. E l dramaturgo jesuíta, en este caso el P.Juan Bonifacio, profesor en Avila durante algún tiempo, propone unos modelos de conducta en la actitud de estos tres hermanos que aceptan el martirio antes que claudicar de su fe. La naturaleza juvenil de estos protagonistas les hacía más ejemplares para un público estudiantil al presentarlos como modelos de firmeza ante la defensa de la fe. La obra
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JESÚS MENÉNDEZ PELÁEZ
hubo de representarse en Ávila; hay en el texto unidades de significación que así lo hacen suponer. E l dramaturgo aprovecha para recriminar a la ciudad el olvido en que ha tenido a estos mártires, o r i u n dos de Talavera pero mártires en Avila. Los dramaturgos jesuíticos del teatro jesuítico seguirán buscando modelos en jóvenes mártires de los primeros siglos del cristianismo para presentarlos a sus estudiantes como espejos en los que habían de mirarse por su fidelidad a la nueva religión y a la vez como modelos de castidad. Es el tema que desarrolla el Diálogo de la gloriosa y bienaventurada virgen y mártir santa Cecilia y santos Tiburcio y Valeriano . 26
Es
un caso de amor tratado de una manera muy singular. Los protagonistas son tres jóvenes patricios de la R o m a imperial: Valeriano, Tiburcio y Cecilia; la obra dramática comienza con un «romance» a la manera de prólogo donde se cuenta la historia; Valeriano se enamora de Cecilia desconocedor de que la joven se ha convertido al cristianismo con voto de castidad; la joven no puede hacer público su compromiso religioso, pues estamos en plena persecución religiosa; el casamiento se realiza; cuando los jóvenes se introducen en la cámara nupcial y Valeriano se dispone a consumar el matrimonio, Cecilia le cuenta su gran secreto; su amor ha de ser puramente espiritual; cualquier atrevimiento será castigado por el ángel que la acompaña el cual está presto a utilizar su espada para defender la fidelidad de la virgen con Cristo su esposo; Valeriano no ve en la habitación más que a su esposa; para ver al ángel —le dirá su esposa— es necesario que te bañes en las aguas sagradas que podrás encontrar en las catacumbas de los cristianos; allá se dirige; se encuentra con el Papa quien le cuenta todo el proceso de conversión de Cecilia; las aguas sagradas será el bautismo que recibe de manos del Sumo Pontífice; vuelto a casa se encuentra con su esposa efectivamente acompañada del ángel que les ciñe con dos coronas de guirnaldas de rosas; la fragancia de las rosas despierta la curiosidad de Tiburcio, hermano de Valerio, quien le persuade para que deje la idolatría; de esta manera, los tres afrontarán el martirio; he aquí un argumento más sazonado de leyenda que de historicidad; no importa; al dramaturgo le interesa recrear dramáticamente unos ejemplos que podían servir de modelos de castidad y de fortaleza frente al paganismo.
B R H , Ms. 9/2568, fols. 144r-175v.
EL SANTO COMO MODELO
345
3.5. El santo como modelo de la eficacia en la consecución de la gracia divina E l P. Cigorondo, uno de los más fecundos literatos de la Compañía, como poeta y como dramaturgo, compuso, entre otras varias obras, una Comedia a la gloriosa Magdalena de «dos m i l setecientos versos más o menos», como dirá al final. La historia dramática, recogida en el evangelio, se basa en esta oposición A m o r profano/Amor divino: María Magdalena vivió cautiva del A m o r profano hasta que descubre a Cristo, A m o r divino. La gracia divina transformó radicalmente la vida de aquella meretriz hasta convertirla en una santa. E l agrio problema «de auxiliis», que convulsionó la teología del Siglo de Oro, está aquí presente, según la tesis jesuítica del P. M o l i n a . E l dramaturgo desarrolla la obra tomando como núcleo dramático la lucha interior de estos dos impulsos antitéticos, que tomarían cuerpo existencial en aquellos jóvenes estudiantes. María Magdalena se convierte así en u n modelo que supo vencer al amor profano. U n a de las cuartetas finales es bien explícita: 21
Sírvaos María de exemplo en ver con la integridad, que en sintiendo la verdad supo fabricarle el templo ( fol. 87r)
3.6. El santo como modelo de espíritu misionero La vocación misionera, finalidad primera de la Compañía, aparece muy temprano en el teatro jesuítico. San Francisco Javier, compañero de san Ignacio desde los inicios, partirá como misionero para la India en 1542, a los dos años de crearse la congregación jesuítica. Sus cartas misioneras dirigidas a los miembros de la orden, en las que contaba los avatares de su evangelización por tierras del lejano Oriente, fueron siempre punto de referencia espiritual para mantener viva la vocación de catolicidad con que nació la Compañía. La Gran Comedia de san Francisco Javier, el Sol en Oriente y el Coloquio de la conquista es28
27 28
B N , 17.286, fols. 13r-87v. B N , Sig. 15.020-16.
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346 piritual del Japón
hecha para san Francisco Javier
29
son dos hagiografías cu-
yas características estilísticas de una y otra obra remiten al barroco; las dos son anónimas y presentan al santo navarro como modelo de una catolicidad sin fronteras culturales, étnicas y políticas: valeroso adalid contra el infierno, luz de la compañía y ornamento, apóstol que entre bárbaras naciones dio luz donde no alcanzan los Triones (fol. 2y)
A MODO DE CONCLUSIÓN Los distintos santos que inspiran la comedia hagiográfica del teatro jesuítico son presentados como modelos, cuyo devenir existencial ejemplifica las innovadoras orientaciones de la espiritualidad pergeñada por san Ignacio, quien a su vez asume las nuevas prerrogativas que dimanan del Concilio de Trento. Contrarreforma y espiritualidad i g naciana, expresadas literariamente de manera muy singular por el P. Alonso Rodríguez o el P. Rivadeneira, serían, a juicio de quien les habla, los soportes ideológicos que subyacen en el texto dramático, cuyas técnicas escénicas y dramáticas siguen los postulados del carácter docente de este teatro escolar. La hagiografía del teatro jesuítico es una manifestación más del arte al servicio de la Contrarreforma; el santo sería, pues, una idealización de la nueva espiritualidad pergeñada en los Ejercicios espirituales y en otras obras de espiritualidad como el Ejercicio de la perfección
cristiana del P. Alonso R o d r í g u e z .
BIBLIOGRAFÍA Manuscritos Biblioteca Nacional de Madrid
[BN]
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B R H , Ms. 9/2575, fols. lr-103r.
347
EL SANTO COMO MODELO Catherina, virgen y mártir y de la disputa que tuvo con los philósophos
(fols.
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(fols. 25r-58r).
Ms. 9/2575, Coloquio de la conquista espiritual del Japón hecha para san Francisco Javier (fols. lr-103r). Colegio de san Ignacio de Alcalá de Henares Ms. 399;
antiguo 1299,
Comedia de santa Catarina,
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JESÚS MENÉNDEZ PELÁEZ
348
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CUERPOS GLORIOSOS. LA M U E R T E DE LOS SANTOS Y LAS RELIQUIAS E N L A P I N T U R A ESPAÑOLA DEL SIGLO XVII
Maria C r u z de Carlos Allen Whitehill
Glowes Fellow
Indianapolis Museum of Art
(USA)
Quienes se acerquen al estudio del tema de la muerte y la visión que de ella tenía la sociedad española del siglo xvn podrán comprobar la existencia de dos actitudes principales, representativas de c ó m o se enfrentó la sociedad de la época a este trascendental momento. Por un lado, el común de las gentes tenía a su disposición toda una serie de ideas contenidas en los Ars moriendi, heredados de la tradición medieval y tamizados por la espiritualidad tridentina, que proporcionaban suficiente material para promover la meditación ante la muerte entendida como un acontecimiento terrible. Las tentaciones demoníacas en torno al lecho del moribundo, las reflexiones acerca de los viles despojos en que hasta el más poderoso quedaría convertido después de su muerte y la posibilidad real de la condenación eterna, formaron ciertamente parte de la mentalidad colectiva de la época. Estos episodios se sucedían tanto en textos como en las impactantes imágenes de esqueletos y cadáveres putrefactos, que el pintor sevillano Valdés Leal interpretó como ningún otro para el Hospital de la Santa Caridad de Sevilla por encargo de M i g u e l de Mañara. Esta visión terrible de la muerte convivió, sin embargo, con otra mucho más amable protagonizada por los santos, a quienes la sociedad de su tiempo consideró seres especiales y para quienes la muerte supuso la culminación de una vida ejemplar tras la cual se obtendría el merecido premio a toda una vida de renuncia* al mundo. E n principio,
MARÍA CRUZ DE CARLOS
350
todos los fieles estaban llamados a protagonizar en su día u n tránsito similar, ya que cualquiera que hubiera llevado la vida de u n buen cristiano, muriendo en paz con la Santa Madre Iglesia, podría aspirar a ello y a la vida eterna. U n a buena muerte estaba al alcance de los seres corrientes y también los santos, como los demás, se veían sometidos a peligros tales como las asechanzas del maligno en los últimos instantes. Pero la diferencia entre ellos y el resto de los creyentes era que acerca de los santos no existía ninguna duda, ya que habían salido airosos en su vida y también a la hora de su muerte. Por eso podían ser propuestos a la sociedad como modelos, de vida y de muerte, y ser considerados como referentes protectores para los fieles en tan duro trance. Los episodios de la muerte de los santos muestran lo que podríamos denominar la «cara amable» de la muerte en la España de la época y en el mundo católico en general. La conciencia de esta diferenciación puede apreciarse en el siguiente texto, procedente del tratado que Sancho Dávila y Toledo p u blicó en 1611 sobre la veneración de los cuerpos de los santos, Y pues de la [pureza que Dios] haze en las almas, no podemos juzgar tanto en esta vida como de la de los cuerpos, en ellos podremos reparar agora algo mas con esta consideración. Y sin otros maravillosos que les pone mientras viven, con que mediante su gracia los haze de otra condición, no son menos notables los que obra en los mismos cuerpos, después de estar hechos posesión de la muerte; porque si atendemos a lo q muchas vezes se ve en ellos y en sus Reliquias, todo parece ageno de las condiciones de tierra de q son, que ni les toca la corrupción tan propia de ella, ni el mal olor que acompaña a esta, ni menos el horror que naturalmente causan á todos los cuerpos muertos. Antes, como purificadas desta escoria y vileza natural, les vemos adornadas de una celestial incorrupción, despidiendo olor suavissimo, y dando de si señales de vida, como si la tuvieran. Y si llega hasta aqui el estremo de su pureza, bien podremos dezir reduziendola á su propia causa, que es parte de la que aqui promete el Profeta que Dios avia de hazer en sus santos1.
Analizaré a continuación varios ejemplos que nos ayuden a c o m prender la expresión visual de algunas de estas ideas en la pintura española del siglo XVII, llamando la atención sobre la coexistencia, j u n -
1
Dávila, 1611, p. 178.
CUERPOS
GLORIOSOS.
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to a la representación figurativa de lo macabro, de una visión positiva de la muerte 2 . Se trata de u n tema muy amplio y todavía poco estudiado; por ello sólo se presentan algunos casos concretos que reflejan adecuadamente tanto las ideas expresadas en el texto anterior como la pervivencia en el mundo hispano del siglo xvn de conceptos «medievales» en relación con la imagen religiosa 3 . Esta visión positiva de la muerte está vinculada, de manera más o menos directa a las órdenes religiosas, lo que no es extraño ya que la muerte barroca por excelencia fue la que tuvo lugar en el interior de los conventos protagonizada por quienes murieron, entonces o siglos atrás, con pública fama de santidad. Además, las órdenes religiosas fueron quienes controlaron en esta época el discurso sobre la muerte, especialmente los jesuítas, quienes, sin embargo, no desarrollaron con la misma fecundidad que otras órdenes las representaciones visuales de este hecho. Es sabido que, tras el impulso recibido en el Concilio de Trento, San José fue adoptado por la Iglesia Católica como el modelo a proponer a los fieles para conseguir una buena muerte. Tal propuesta cristalizó, en la primera mitad del siglo xvn, en la creación de una iconografía adecuada para reflejar el momento de su tránsito y en la tutela por parte del santo patriarca de las cofradías destinadas a ayudar a bien morir, que pasarían a denominarse en su mayor parte de San José y la Buena Muerte. La principal característica de este tipo de escenas, que se repitieron a lo largo de todo el siglo xvn con escasas variantes, es su domesticidad, la concepción de las mismas casi como una escena de género 4 . Es importante resaltar que la muerte de San José, tal y como en ellas se refleja, podía ser protagonizada por cualquier
Martínez Gil, 2000, p. 172, ha llamado la atención sobre la existencia de una «buena muerte». Entre los historiadores del arte español se han estudiado con más interés obras en la línea de las de Valdés Leal, consideradas representativas de la actitud general de la sociedad hacia el fenómeno de la muerte. Ello puede comprobarse revisando la bibliografía dedicada al tema, desde el pionero libro de Sánchez-Camargo (1954) que sólo recoge entre el abundante material gráfico que presenta obras de carácter «macabro»; el artículo de Martín González (1972, pp. 267-285) y el reciente libro de Enrique Valdivieso (2002). 3 Estos casos se han elegido por considerarse lo suficientemente representativos y no porque sean los únicos que reflejen los conceptos que abordamos aquí u otros que, en relación con este tema, podrían plantearse. 4 VerVillaseñor, 1995, cap. 6. 2
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creyente en la España de la época. Se trata de u n modelo reconocible con el que el fiel medio se podía identificar y, a través de estas representaciones, la Iglesia aprovechaba para «recordar» a los creyentes una serie de obligaciones, además de los pasos a seguir para lograr una buena muerte. Así, San José moría como muchos otros en una cama, anciano y enfermo, necesitado de cuidados y atenciones. La Virgen y Cristo se reunieron en su cabecera para confortarlo en los últimos instantes, obligación que compartían los parientes y personas cercanas a cualquier moribundo, los miembros de las cofradías para con sus hermanos o, incluso, con los desconocidos. E n algunos casos, la Virgen aparece rezando a los pies de la cama poniéndose así de manifiesto la necesidad de las oraciones por el alma de los difuntos. E n otros, San José recibe la C o m u n i ó n con lo que la alusión a la Eucaristía y probablemente en este contexto, al Viático, parece inevitable. L a incidencia en el sacramento de la Eucaristía no es exclusiva de las escenas de la muerte de San José y también puede verse en las representaciones del tránsito de otros santos como la Muerte de San Ramón Nonato al que el mismo Cristo llevó el Viático en compañía de u n grupo de ángeles o la más escasa representación de la Ultima comunión de la Magdalena que puede verse en obras de pintores como J e r ó n i m o Jacinto de Espinosa. Sin negar la abundancia de representaciones de este tipo en nuestra pintura y el éxito del modelo propuesto, conviene señalar que para la sociedad española de la época San José no fue el único patrón o abogado al que encomendarse a la hora de la muerte y que otros santos tuvieron u n papel tan destacado como el suyo, o incluso mayor, en este trascendental momento. E l principal de estos santos fue Francisco de Asís. Recientes estudiosos de la historia de la muerte expresan claramente la preponderancia del santo de Asís en relación con el tema, que es también n o toria en las representaciones visuales 5 . D e la identificación del poverello con la muerte dan fe tanto las imágenes de E l Greco que lo muestran penitente en contemplación de una calavera como los innumerables fieles que solicitaban en su testamento llevar como mortaja el hábito de los frailes menores.
Martínez Gil, 2000, pp. 279-284. Ver también, Polanco Melero, 2001, p. 360, entre otros. 5
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Hemos de señalar que los pintores españoles no se atuvieron demasiado a los textos que describían la muerte del santo, que hubieran exigido representarlo desnudo en el suelo, cubriendo con sus manos la llaga del costado tal y como se encontraba en el momento de su muerte según la biografía de Tomás de Celano 6 . Su descripción se ajusta bastante a lo representado en un cuadro realizado en torno a 1668, formando parte de una serie sobre la vida del fundador de los franciscanos, para el convento de San Francisco de Santiago de C h i l e 7 . E n España, se prefirieron otros modelos para representar este hecho como permite comprobar el lienzo firmado por Bartolomé Carducho en 1593, actualmente en el Museo de Lisboa, uno de los primeros ejemplos del tema en nuestra pintura 8 . Se ignora el emplazamiento original de esta obra en la que sin duda lo más destacado es el cirio que se halla en el centro de la composición y que uno de los frailes entrega al moribundo San Francisco. Elemento ya presente en el ritual funerario en los primeros tiempos del Cristianismo, el cirio es todavía importante en escenas como esta, aunque en el Barroco irá siendo sustituido progresivamente por el crucifijo, con idéntico carácter protector en estos momentos. Sostenido por dos ángeles y abrazando un crucifijo, representó la muerte de San Francisco Eugenio Cajés, en un lienzo realizado para uno de los altares de la Capilla del Obispo en M a d r i d 9 . Se trata de una representación bastante humanizada de San Francisco, cuyo rostro parece el de un moribundo cualquiera, lejos de la idealización habitual de los rostros de los santos al morir, como si estuvieran durmiendo plácidamente. Por fin, un anónimo autor (se ha pensado en la autoría de Zurbarán) representa el cadáver del santo en la más absoluta soledad, en su velatorio: tumbado en el suelo con la cabeza apoyada sobre una teja o ladrillo, con un crucifijo, cirios y una calavera como única compañía 1 0 (fig. 1). E l número de ejemplos que conocemos y la diversidad iconográfica de las escenas de la Muerte de San
R. de Legísima y Gómez Cañedo, 1971, p. 320. Ver el Cat. Exp., Madrid, 2002, n° 44. 8 Ver el Cat. Exp., Madrid, 1999, n° 141. 9 Óleo sobre lienzo, 250 x 160 cm. (1615). Angulo y Pérez Sánchez, 1969, n° 167, lám. 197. 10 O / l , 80 x 190 cm. Depositado por el Museo del Prado en el Museo de Cáceres. 6 7
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Francisco indica sin duda una demanda superior al caso de otros santos, llevada a cabo por distintos estamentos sociales. Junto a la presencia de estos modelos aceptados por el común de la sociedad, las devociones particulares fomentadas por la vinculación a determinadas corrientes de espiritualidad u órdenes religiosas podía propiciar la tutela de otros santos. Tal es el caso del retablo encargado para su capilla funeraria por M i g u e l Jerónimo, sombrerero sevillano, en el convento de carmelitas del Santo Ángel de la ciudad hispalense, adquirida en 1608 y situada en uno de los arcos de la iglesia conventual. Sobre una escultura de Martínez Montañés que representaba a San Alberto confesor, titular del retablo, de rodillas, se disponía una pintura de Francisco Pacheco (hoy en el Museo de Pontevedra) representando los Funerales de San Alberto de Sicilia (fig. 2). La escena narra el episodio milagroso acaecido durante las honras fúnebres del carmelita, cuando se produjo una disputa acerca del Oficio que debía cantarse en su honor y dos ángeles vestidos de blanco aparecieron entonando el oficio de los santos confesores cuyas primeras palabras, Os iusti meditabitur sapientiam podemos apreciar en la pintura. E l donante y su familia asistían simbólicamente al acontecimiento desde sus retratos realizados por Pacheco y colocados en la parte inferior del altar, encima de sus sepulturas. 11
Es posible que la advocación de la capilla dedicada al poco conocido carmelita San Alberto confesor, fuera impuesta por los frailes en el momento de producirse la venta aunque tampoco hay que descartar la devoción personal del comitente. Pero lo cierto es que, de todas las representaciones posibles, se eligió una muy apropiada para una capilla funeraria. Por estos años, los carmelitas estaban tratando de promocionar el culto a San Alberto, como muestra el hecho, narrado en las crónicas de la época, de que un antiguo proceso informativo para su beatificación fuera «hallado» en un convento de Mesina en 1601 y el regalo de una de sus reliquias a la reina Margarita de Austria. E n muchos conventos de la Orden existían por entonces reliquias de San Alberto, con las cuales se bendecía el agua para lograr la curación de 11 La documentación sobre este retablo en López Martínez, 1949. Sobre el cuadro de Pacheco (O/l, 117 x 90 cm.), ver, Falcón Márquez y Valdivieso, 1994, n° 18. La escultura de San Alberto de Sicilia podría ser la conservada en la iglesia de Montserrat en Sevilla (ver Hernández Díaz, 1987, p. 264, fig. 307).
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la calentura y es posible que una de ellas se hallara también en el altar de este convento sevillano 1 2 . L o que parece más plausible es la conexión entre el programa iconográfico aquí desarrollado y el culto a las reliquias de los santos, expresado mediante la evocación del cuerpo y sepulcro de San Alberto. La evocación del cadáver santo se pone de manifiesto claramente en la pintura y la de su sepulcro vendría determinada por la escultura de Martínez Montañés que representaba a San Alberto de rodillas. Pedro de Ribadeneyra cuenta en su Flos sanctorum que el santo fue hallado de rodillas sobre su urna funeraria después de que su sepulcro fuera profanado por unos herejes, en actitud de suplicar el castigo para éstos por su atrevimiento 1 3 . La presencia de los ángeles cantando el oficio de los santos confesores indica una canonización emanada directamente de la divinidad nada más fallecer el monje, expresándose por medio de los mensajeros celestiales que San Alberto ya era considerado entre los santos14. Pero también puede ponerse en relación con algunos textos, como el aludido de Sancho Dávila, que recoge otros episodios similares, interpretando la presencia angélica en los funerales como síntoma de veneración de las reliquias por parte de los ángeles. Ello ha de verse, aclara Dávila, como una prueba de la especial veneración que siempre recibieron los cuerpos de los santos incluso por parte de criaturas más perfectas que los hombres 1 5 . E l programa pictórico desarrollado en este altar adquiría así un sentido admonitorio del respeto debido a los cuerpos santos que, también en el caso de San Alberto, ponían de manifiesto su poder mediante los hechos milagrosos protagonizados por sus restos materiales, las reliquias.
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R o m á n , 1624, pp. 170v.-171. Ribadeneyra, 1675, p. 343. Así lo expresa Fr. Daniel de la Virgen María, 1680, T. II, p. 626. Dávila, 1611, Lib. III, cap. 1, p. 322.
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I. U N MODELO MONÁSTICO Los miembros de las órdenes religiosas no se limitaron a proveer de modelos que pudieran servir a los seglares en la hora de su muerte. También para sus propios miembros era necesario contar con ejemplos estimulantes para llevar la vida de u n perfecto religioso y su culminación en una buena muerte. E l tema de la buena muerte y los prodigios experimentados en este instante por los cuerpos santos alcanza una notable importancia en el ciclo realizado por Vicente Carducho para la cartuja de E l Paular entre 1626 y 1632. E n él, el pintor florentino insistió ante los miembros de la comunidad monástica, principales destinatarios del ciclo, en la necesidad de morir como u n buen religioso. Estas escenas se desplegaron así como auténticas lecciones visuales de bien morir ante los cartujos paularitanos. E n todo el conjunto, sin contar con los martirios, hay cuatro escenas de cartujos en su lecho de muerte además de otras relacionadas directamente con el tema como las alusivas a la obediencia del cartuj o más allá de la muerte o a los sepulcros curativos y milagrosos de algunos monjes 1 6 . Ello puede deberse a razones como las directrices que ofreciera al pintor el entonces prior del Paular, Juan de Baeza, autor de unas Praeparationes ad mortem pro religiosis y de otra obra sobre el recitado del Oficio de Difuntos, ninguna de las cuales ha llegado hasta nosotros 1 7 . E l propio Vicente Carducho fue u n hombre profundamente preocupado por el tema, a tenor de lo que podemos deducir de sus documentos testamentarios 18 . E l testamento del pintor demuestra su fuerte religiosidad, vinculada estrechamente a la orden franciscana, en muchas de sus cláusulas y la posesión de pinturas y l i bros que, en su caso, sí permiten suponer una actividad de reflexión ante la muerte 1 9 .
Sobre este ciclo ver Beutler, 1998. Recientemente Félix Delgado ha publicado un documento que cree directamente relacionado con el programa pictórico elaborado por Juan de Baeza y a partir del cual trabajó Carducho (1998-1999, pp. 185-200). 18 El testamento de Vicente Carducho en Caturla, 1968-1969, pp. 145 y ss. 19 Entre los cuadros citados en el inventario de bienes del pintor, «Un transito de Bar™ Carduchi en lienco de a bara con su moldura»; «Un quadro de bara y quarta de Unas muertes con su moldura»; «El ángel de la guarda del mismo ta16
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Pero quizá nada explique mejor esta incidencia en el tema desarrollada en el ciclo que el hecho de recordar que la conversión de San Bruno y por ende el nacimiento de la Cartuja, se produjo d u rante un funeral, concretamente el de Raimundo Diocres, profesor de la Universidad de París fallecido en 1082. Bruno estaba entre el resto de los asistentes al funeral cuando, en tres ocasiones, el difunto informó a los presentes de que había sido condenado y quedó hondamente impresionado al saber que, quien en vida había sido considerado u n santo, fue hallado culpable ante los ojos de Dios. ¿ N o representaría esta escena una advertencia a los miembros del Paular acerca de la necesidad de reflexionar sobre su vida interiormente, al margen de la consideración que otros tuvieran de su conducta cristiana? Para evitar protagonizar episodios similares, los monjes contaban con significativos ejemplos que imitar. Por ejemplo, el de O d ó n de Novara, un miembro de la Orden que después de vivir casi cien años falleció en el convento de Taliacozzo (Italia) como padre espiritual de las monjas que en él habitaban 2 0 (fig. 3). Aunque su culto inmemorial no fue reconocido por la Santa Sede hasta 1859, en el siglo x v n se realizó el proceso informativo para su beatificación. Los documentos del proceso hablan del excesivo ascetismo del religioso, constantemente mortificado por ayunos y penitencias hasta el punto de dormir sobre una cama de sarmientos, detalle que es apreciable en el cuadro de Carducho. Pero lo más destacado en la escena es el especialísimo favor con el que Novara fue agraciado en el momento de su muerte, la aparición de Cristo resucitado que ocupa envuelto en resplandores toda la mitad superior del cuadro. Sólo el moribundo, en premio a su vida de buen religioso, es partícipe de este favor; el moribundo y los espectadores a quienes se dirigía el mensaje implícito en la obra. Ajeno a los demás protagonistas de la escena, Novara mantiene con Cristo, excepcional abogado en la hora de su muerte, u n diálogo cuyo contenido conocemos por la documentación y que parece evidente también conocía Carducho: el religioso suplicaba a Cristo que lo acogiese en su R e i n o y éste, a la vez que lo confortaba en el momento de maño [2 varas y media] con la muerte y demonio y alma con moldura» (Caturla, 1968-1969, p. 179). 20 Información sobre Odón de Novara en Documenta, 1882, pp. 323-354. El cuadro (O/l, 342 x 302 cm.) está en el Museo del Prado (n° inv. 639).
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su muerte, abría amorosamente los brazos hacia el monje. Sin duda Carducho ha logrado plasmar en la escena este diálogo con enorme intensidad. La presencia simbólica de Cristo en estos últimos instantes es recogida por algunos rituales de época medieval como el «Ritual de San Florián», empleado en el Norte de Italia en el siglo xn, en el que se expresan una serie de preguntas formuladas al enfermo a la hora de su muerte, Así debe ser interrogado el enfermo: Hermano ¿te alegras de morir en la fé cristiana? Responde el enfermo: sí, me alegro. ¿Crees que por ti ha muerto nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios? Sí, lo creo. ¿Crees que no puedes salvarte sino por su muerte? Sí, lo creo. Obra, pues, mientras te queda vida, para que toda la pongas en su muerte, y si el Señor te quiere juzgar di: Señor, pongo la muerte de nuestro Señor Jesucristo entre mí y tu juicio... 2 1
E n el caso de este cuadro, la presencia de Cristo no es meramente simbólica y quizá con ello Carducho quiso poner de manifiesto su carácter de intercesor entre el espacio celestial y la celda donde agoniza el monje. Las huellas de la pasión y muerte son apreciables en el cuerpo de Cristo expresándose así en la obra la idea de poner la muerte de Cristo entre Dios y el ya casi difunto, tal y como expresa el texto del ritual. La muerte de O d ó n de Novara se presentó a los miembros de la comunidad como la de u n religioso que había recibido u n favor especial, que no todos ellos alcanzarían. Pero aunque no fuese el propio Cristo quien estuviera al lado de todos los monjes en tan difícil trance, todos ellos sí tenían la obligación de morir como un buen cartujo tal y como recogen otras escenas. A l igual que las demás órdenes religiosas, los cartujos llevaban a cabo todo u n ceremonial el día de la muerte de uno de sus miembros en el que la comunidad se reunía para confortar al moribundo. N o fue éste el caso de Landuino de Lucca, que falleció en u n calabozo 2 2 (fig. 4). D e cualquier forma, aunque no a sus hermanos de orden, tuvo a su lado quienes lo acompañaran y recitaran el Oficio y a pesar de hallarse en prisión, la suya fue
Citado en U n cartujo, 1987, p. 254. Museo del Prado, O / l , 343 x 302 cm. (n inv. 6651). Depositado en el Monasterio de Poblet (Tarragona). 21
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también una buena muerte en la que no faltaba incluso una imagen protectora en la cabecera (elemento cuya presencia se recomendaba en todos los Ars moriendí) en este caso una Inmaculada. E l carácter ejemplarizante de la muerte del fundador de la Cartuja, Bruno de Colonia, se puso de manifiesto en el mismo momento en que sus hijos dieron a conocer el acontecimiento con estas palabras: «Os damos breve noticia de su tránsito para que del fallecimiento del santo varón deduzcáis la verdad y perfección de su pasada vida» 2 3 . La escena de Carducho recrea fielmente el ceremonial a seguir por los miembros de la orden en este trance que detalla el Breviario de 1587 2 4 : rodeado por sus hijos, el santo aparece en el centro mientras podemos apreciar a tres sacristanes portando, cada uno de ellos, una cruz, un cirio y agua bendita (fig. 5). E l papel del prior o, en ausencia de éste, el vicario, que llevaría la estola sacerdotal, los santos óleos y el libro de los oficios, es representado aquí por el fraile que aparece leyendo de rodillas a los pies del santo. Otro religioso sostiene a Bruno para que pueda contemplar el crucifijo. La presencia del crucifijo ha de interpretarse aquí en relación con su carácter protector, según recogen ya autores de finales del siglo x v i como Jaime Prades, quien en su Historia
de la adoración y uso de las santas imágenes,
habla de su
uso «como de un escudo al tiempo de la batalla, [y así] le tomamos en nuestras manos quando se acerca nuestra muerte, y muertos le llevamos sobre nosotros hasta la sepultura 2 5 ». La escena de la Muerte de San Bruno realizada por Vicente Carducho es por tanto una representación del ritual bastante cuidada en sus detalles pero en ella existe además otro aspecto que no debe pasar i n advertido. La fuente de luz, que en el boceto preparatorio para la obra 2 6 se situaba en el cirio encendido que porta el religioso del extremo i z quierdo, es en el cuadro definitivo el cuerpo de San Bruno. E n el cuadro, el religioso tapa con su mano izquierda la llama de la vela, de ma-
23 Un Cartujo, 1987, pp. 253 y ss. sobre la muerte de San Bruno, reproduciendo algunas de las noticias contenidas en el relato contemporáneo a la muerte del fundador de la Cartuja, editado en Basilea en 1515. Breviarium, 1587, esp. el epígrafe, «Quomodo Tractandus Sit qui moritur & de sepultura defuncti». El cuadro de Carducho (O/l, 345 x 315 cm.) está en el Museo del Prado (n inv. 5481). Depositado en la Universidad de Sevilla. 25 1596, Libro II, p. 150. 26 Conservado en el Museo del Louvre. 24
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riera que la luz que arroja ésta ilumina con fuerza el centro de la c o m posición y especialmente el cuerpo de San Bruno. Mediante la utilización de este recurso (tapar la llama para que ésta no distraiga la atención del espectador, que se concentra así en la figura del santo) Carducho presenta al moribundo bañado en luz. Aunque la luz no procede del santo, sino de la vela, el cuerpo de éste es ahora una fuente luminosa 2 7 que concentra la atención del espectador. Es posible pensar que Carducho haya querido reflejar en esta obra la luminosidad característica de los llamados cuerpos gloriosos, a los que la mentalidad de la época asoció con los cuerpos de los santos y que se manifestaba de manera particular en el momento de la muerte de éstos 2 8 . E l texto de Dávila define en los siguientes términos la claridad o luminosidad propia de los cuerpos gloriosos, Y consiste en una luz y resplandor tan grandes que estos cuerpos dan de si, que en su comparación sera escura la del Sol. Luz no solo por encima (como la que de ordinario tienen los cuerpos macicos) sino que, como un cristal se halla, y se vee por de dentro como por de fuera. De suerte que el coracon de un bienaventurado resplandecerá tanto desde su mismo lugar, como la tez del rostro de su cuerpo... 29
2. CUERPOS GLORIOSOS E l culto a los cuerpos santos reflejado en las representaciones v i suales será el último punto que trataremos, aprovechando para ello u n ejemplo que debió conocer una gran fortuna en España. Se trata de las escenas que representan el Cadáver
de San Francisco de Asís según la
visión del Papa Nicolás V. Entre las numerosas pinturas y esculturas que representan este tema se distinguen al menos tres tipos iconográficos con diferente intencionalidad.
Así lo señala también, Beutler, 1998, p. 185. Sobre la luz asociada a la santidad y sus manifestaciones en el momento de la muerte de los santos ver,Vauchez, 1988, pp. 509-510. Sobre la «claridad» como atributo de los cuerpos gloriosos, Sancho Dávila, 1611; y Columbi, 1647, cap. 12, p. 618: De claritate corporis gloriosi. 29 Dávila, 1611, libro III, p. 342. 27
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E l más temprano del que se tiene noticia es u n cuadro, hoy desaparecido, de Eugenio Cajés, conocido por varias copias y por u n dibujo preparatorio existente en la Albertina deViena 3 0 . Se trataba de una obra pintada para el claustro del convento de San Francisco el Grande de Madrid antes de 1613, en la que se concede primacía a la historia de la invención del cuerpo del santo. E l Papa y sus acompañantes se postran ante el hallazgo del cuerpo incorrupto del poverello, en lo que constituye una escena de carácter histórico dentro de un ciclo dedicado a la historia de la orden franciscana como sería la desarrollada en el claustro del convento madrileño. Distinta es la interpretación del hecho por el toledano Alejandro de Loarte, en el cuadro realizado en 1626 para el convento de Capuchinas de Toledo 3 1 (fig. 6). Aquí, la primacía del cuerpo-reliquia del santo es absoluta, recortándose la figura de San Francisco sobre u n nicho o tapiz en el muro. Dos lámparas arden a cada uno de los lados, permitiendo contemplar la herida del costado y la del pie que el santo deja ver por debajo del hábito, recordándonos que la intención del Papa fue contemplar los estigmas, para lo cual descendió hasta su sepultura en Asís. E n el cuadro de Loarte, San Francisco aparece sobre u n plinto de piedra como si se tratase de una imagen escultórica, primando la contemplación del cuerpo-reliquia. Las más impactantes representaciones del tema se deben al pincel de Francisco de Zurbarán. Además de numerosas copias y derivaciones, conocemos tres obras seguras del maestro extremeño representando este tema: las existentes en el Museo de Lyon; Museo de Bellas Artes de Boston y Museo Nacional de Arte de Cataluña 3 2 . Todas ellas más próximas en su concepción al cuadro de Loarte que al primer ejemplo de Eugenio Caxés, aunque creo que su intencionalidad también es distinta. Las obras de Zurbarán se ajustan bastante a la descripción de la visita papal al sepulcro contenida en la Crónica de fray Marcos de Lisboa de 1562, [San Francisco] Estaba en pie, derecho, no allegado ni recostado a parte alguna, ni de mármol, ni de pared ni en otra cosa. Tenia los ojos abier-
Angulo y Pérez Sánchez, 1969, p. 247, n° 169. O / l , 188 x 103 cm. Ver Cat. Exp. Toledo, 1982, p. 170, n° 139. 32 Sobre estos lienzos, especialmente el del M.N.A.C., ver Joan Sureda en Cat. Exp. Barcelona, 1998, n° 7, pp. 222-224. 30
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tos, como de persona viva, y alzados contra el cielo moderadamente. Estaba el cuerpo sin corrupción alguna de ninguna parte, con el color blanco y colorado, como si estuviera vivo. Tenía las manos cubiertas con las mangas del hábito delante de los pechos, como las acostumbran a traer los frailes menores...
La intención de Zurbarán es colocarnos en la posición del Papa y, para ello, la sombra del cuerpo del santo se recorta sobre el nicho en los cuadros de Boston y Lyon, incrementándose la sensación de que nosotros portamos las antorchas y estamos descubriendo el cuerpo del santo. Para ello representa la figura de San Francisco de tamaño natural, lo que posibilita un diálogo directo entre el devoto-espectador y el cadáver 3 3 . E n este caso existe una participación por parte del espectador que no se daba en el cuadro de Loarte, ya que éste nos presenta una vera effigies del cadáver del santo. Zurbarán también lo hace, pero no se limita a esto. Incluso viendo únicamente los ejemplos más conocidos parece i n dudable la fortuna del tema en la España del Seiscientos. Hay que preguntarse entonces a qué se debe tal popularidad, cuál era el papel que se atribuyó a estas imágenes en las prácticas devocionales de la época. Son muchas las dudas que todavía impiden saberlo con certeza ya que, por ejemplo, desconocemos todo acerca del emplazamiento o r i ginal de los tres cuadros de Zurbarán. A pesar de ello, es posible aventurar algunas ideas. La primera de ellas surge de la comparación de estas imágenes con muchas de las representaciones del santo en vida. E l San Francisco vivo es u n asceta, un penitente de aspecto cadavérico consumido por la mortificación física y espiritual. E n los cuadros que representan su cadáver, la figura es todo lo contrario: se trata de u n hombre corpulento, con buen color y sin atisbo del «horror que naturalmente causan á todos los cuerpos muertos» en palabras de Sancho Dávila. La transformación de los «cuerpos gloriosos» después de su muerte se manifiesta tanto en estas imágenes como en el siguiente texto de fray Diego de Córdoba acerca de la muerte de San Francisco Solano,
El cuadro del Museo Nacional de Arte de Cataluña mide 177 x 108 cm.; el del Museo de Bellas Artes de Boston, 207 x 106.7 cm. 33
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aunque su color en vida (semejante a la maravilla que se cuenta del cuerpo de Nuestro Padre San Francisco), así por su naturaleza como de andar al aire, al sol y aguaceros, y por sus enfermedades y penitencias, declinaba a moreno, y estaba consumido y flaco, después de muerto refloreció su carne, y quedó tratable, caliente y hermoso, blanco y resplandeciente como la nieve, que parecía representaba la estola blanca de la inmortalidad que por inocencia había de alcanzar34.
Las imágenes de San Francisco en vida son las de un muerto; las imágenes del muerto, las de un vivo. Se trata de visualizaciones de la esencia de los cuerpos gloriosos, su incorruptibilidad, expresada también en la transformación física de estos cuerpos tras su muerte. La segunda idea se relaciona con la consideración de estas imágenes como sustitutos de las reliquias originales del santo, fenómeno común en toda Europa desde fines de la Edad Media. Progresivamente, las peregrinaciones a las tumbas de los santos para impetrar favores supuestamente emanados de los cuerpos gloriosos dejó de ser condición imprescindible, siendo la tumba sustituida por la imagen del difunto, partícipe también de sus efectos y poderes beneficiosos. Vauchez habló de una «deslocalización de las devociones», señalando el papel clave de las imágenes en este proceso 3 5 . Para comprobar la certeza que la mentalidad colectiva, también en el siglo xvn, atribuyó a esta idea, baste recordar las numerosas curaciones que se producían por el contacto con estampas de papel representando imágenes concretas de santos. Numerosas fuentes antiguas hablan también de la sustitución de las reliquias por la imagen, como Ribadeneyra en su Flos sanctorum al hablar del caso de San Cristóbal, De donde parece que resultó estar la imagen de san Christobal en todos los templos, más que la de ningún otro santo. Y assí fue, que no pudiendo alcanzar en todas partes a tener su cuerpo, o reliquia suya, ponen su imagen, para acudir allí en tiempo de semejantes torbellinos, y tempestades, y ser libres por intercessión de este Santo...36
Cit. por Egido, 2002, p. 38. Vauchez, 1988, p. 529. Cit. por Martínez Gil, 1993, p. 271 (la cursiva es mía).
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Para la mayoría de los españoles del siglo xvn, incluyendo las m o n jas de Toledo comitentes del cuadro de Loarte, nunca existiría la posibilidad de visitar en Asís la tumba del fundador de los franciscanos. Por ello, estas imágenes, de tan rotunda presencia física tanto por su tamaño como por la recreación en los estigmas, auténticas reliquias de San Francisco, cumplieron probablemente la misma función de cercanía y sensación protectora que una visita al sepulcro. E n el caso de San Francisco, hay que tener en cuenta además otro aspecto, que es el de la construcción de su figura como un alter Christus, lo que también se expresó a través de imágenes como el San Francisco muerto del Museo del Prado tan cercana a los Cristos yacentes. D e tal condición dan fe obras como Naturae prodigium publicada en 1651 por Pedro de Alba y Astorga. Entre los argumentos esgrimidos como aval en esta apabullante obra, su autor señala el hecho de que el cuerpo de San Francisco, como el de Cristo, se conservaba entero en su sepultura y no existían fragmentos del mismo diseminados por toda la cristiandad 3 7 . Las imágenes de su cadáver incorrupto adquirieron probablemente un valor aún mayor que en otros casos y ello en el contexto de la relevancia adquirida por el culto a las reliquias después del Concilio de Trento. E n la literatura post tridentina el concepto de imagen está íntimamente unido al de reliquia. Baste recordar que el famoso decreto sobre la imagen sagrada alude por igual a ambos conceptos. E l fenómeno de la sustitución por las imágenes ha sido ampliamente estudiado para épocas anteriores 3 8 , pero es apenas mencionado por los historiadores del arte de la Contrarreforma, pese a la importancia del culto a las reliquias desde finales del siglo x v i 3 9 . Aunque no hay datos que aseguren esta idea, es tentador pensar en alguna de estas imágenes como encargos de particulares para capillas funerarias deseando así el enterramiento ad sanctos que probablemente persiguió también, en su caso junto a San Alberto, el comitente del cuadro de Pacheco. E n 1613 un tal Pedro Rens encargó a Eugenio Caxés una copia del cuadro de San Francisco para su capilla privada, que no sabemos dónde estaba, ni si se trataba de una capilla funera-
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1651, p. 335. Ver, por ejemplo, Belting, 1994, esp. pp. 59-63 y 301-303. Sobre la importancia de este culto, Bouza Alvarez, 1990, p. 32.
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ria aunque lo más probable es que lo fuera 4 0 . Tampoco tenemos más datos acerca del desaparecido cuadro de Vicente Carducho con este tema realizado para una iglesia de Avila. E n este caso, la descripción de G ó m e z M o r e n o señala que el donante de la obra y sus dos hijos asistían en primera fila al descubrimiento del cadáver incorrupto de San Francisco, lo que parece evidenciar la sensación de cercanía física a los cuerpos gloriosos que estas imágenes pudieron proporcionar a los devotos de San Francisco en siglos pasados41. L o que imágenes como estas permiten comprobar es la vigencia, en la Europa del pleno Barroco, de conceptos considerados «medievales» en relación con la imagen sagrada, que no permiten sostener la lectura tradicional de estas obras como representaciones «naturalistas». Se trata de conceptos que no se agotaron, sino que se formularon con un nuevo lenguaje, más acorde con la sociedad de la época y sus prácticas devocionales, con posterioridad al Concilio de Trento 4 2 . Los ejemplos que hemos analizado demuestran la existencia, como apuntábamos al principio, de una «cara amable» de la muerte en el mundo hispano del siglo xvn. A l igual que lo hicieron los mártires de la Antigüedad tardía 4 3 , los santos del Barroco aparecen triunfantes sobre el horror de la muerte y ello también tuvo un importante eco en las representaciones visuales. Los protagonistas de esta «muerte bella» fueron los santos, propuestos como modelo al común de los fieles, configurándose así un discurso sobre la muerte paralelo al que muestran las Vanitas y la iconografía macabra. Pero, además, estas imágenes no fueron sólo «modelos» sino que, como hemos sugerido, es muy posible que se contemplaran como evocaciones reales de los cuerpos de los santos, con los mismos poderes y efectos beneficiosos que los restos materiales de los bienaventurados.
Pérez Pastor, 1914, p. 144, n° 739. Gómez Moreno, 1983, p. 419, nota 2. 42 Mâle ya llamó la atención sobre ello al señalar que «El concilio de Trento, tal como se ha podido ver, no puso fin a la Edad Media; en otros tiempos así lo creía, pero el estudio del arte del siglo xvn me ha desengañado» (ed. 2001, p. 351). 43 Como señaló André Grabar, «La iconografía de las reliquias de los mártires nunca es un memento morí, sino que lucha por todos los medios para resaltar su poder en proclamar la supresión del hecho de la muerte» (Martyrium, Paris, Colegio de Francia, 1946 en Brown, 1981, p. 75). 40 41
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Igualmente, es interesante tener en cuenta que algunas de estas imágenes visualizaran los atributos sobrenaturales asociados en la mentalidad colectiva al concepto de santidad, como pensamos es el caso de la Muerte de San Bruno en el ciclo de E l Paular. Todo ello nos permite concluir que las representaciones visuales constituyen fuentes de gran valor para conocer las actitudes y pensamientos de la sociedad de la época frente al trascendental momento de la muerte.
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Figura 2: Francisco Pacheco, Los Funerales de San Alberto de Sicilia. Museo de Pontevedra.
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Figura 3: Vicente Carducho, Muerte del Venerable Odón de Novara. M a d r i d , Museo del Prado.
Figura 4: Vicente Canducho, Muerte de Landuíno
de Lacea.
Museo del Prado (Depositado en el Monasterio de Pöblet,Tarragona).
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Figura 5: Vicente Carducho, Muerte de San Bruno. Museo del Prado (Depositado en la Universidad de Sevilla)
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