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Spanish; Castilian Pages 396 [394] Year 2004
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BIBLIOTECA ÁUREA HISPÁNICA Universidad de Navarra Editorial Iberoamericana
Dirección de Ignacio Arellano, con la colaboración de Christoph Strosetzki y Marc Vitse
Biblioteca Áurea Hispánica, 30
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MODELOS DE VIDA EN LA ESPAÑA DEL SIGLO DE ORO Volumen I:
EL NOBLE Y EL TRABAJADOR
Coordinadores:
IGNACIO ARELLANO Y MARC VITSE
Universidad de Navarra • Iberoamericana • Vervuert • 2004
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Bibliographic information published by Die Deutsche Bibliothek Die Deutsche Bibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliografie; detailed bibliographic data is available in the Internet at http://dnb.ddb.de.
Agradecemos a la Fundación Universitaria de Navarra su ayuda en los proyectos de investigación del GRISO a los cuales pertenece esta publicación. Agradecemos al Banco Santander Central Hispano la colaboración para la edición de este libro.
Derechos reservados
© Iberoamericana, 2004 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2004 Wielandstr. 40 – D-60318 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net
ISBN 84-8489-160-7 (Iberoamericana) ISBN 3-86527-114-6 (Vervuert) Depósito Legal: Cubierta: Cruz Larrañeta Impreso en España por Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.
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ÍNDICE
PRESENTACIÓN ..........................................................................
7
MODELOS DE VIDA EN LA ESPAÑA DEL SIGLO DE ORO (I). EL NOBLE ......................................................................................
9
José Javier Rodríguez Rodríguez Sobre el desmayo de Melibea y otros extremos de honor ....................................................................................
11
Françoise Vigier Questión de amor (1513) como retrato del cortesano ...................
27
Dominique Reyre La mujer fuerte de la Biblia como modelo de la casada noble según fray Luis de León ...................................................
49
Giuseppe Grilli La virtus caballeresca en Francisco de Moncada como ideario para el hombre político ............................................
65
Marie-Laure Acquier Una alternativa al modelo aristocrático en el siglo XVII: la figura del noble mediano en el segundo tratado de Antonio López de Vega .........................................................
85
Víctor Infantes Las primeras letras de la aristocracia renacentista (o la nobleza también sabía leer) ................................................
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MODELOS DE VIDA
José Luis Colomer Pautas del coleccionismo artístico nobiliario en el siglo XVII ...........................................................................
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Teresa Ferrer Valls El juego del poder: Lope de Vega y los dramas de la privanza .............................................................................
159
MODELOS DE VIDA EN LA ESPAÑA DEL SIGLO DE ORO (II). EL TRABAJADOR ........................................................................ 187 Jean Vilar «Los estribos del reino»: la vindicación del trabajador manual en la publicística industrialista del Siglo de Oro ............
189
Christine Aguilar-Adan De un modelo que no fue: el «trabajador» y la reformación del cuerpo de la república. Apuntes para una revisión ................
211
Claude Chauchadis Gonzalo de la Palma, santo, sabio, noble y... mercader ................
259
Michel Cavillac Del erasmismo al «efecto» Botero: la utopía española del trabajo en torno a 1600 .......................................................
273
Ana Vian Herrero Defensa e ilustración del oficial mecánico en la prosa literaria del siglo XVI .................................................
289
Josep Lluís Sirera Mercaderes, campesinos y jornaleros en el teatro de Gaspar Aguilar 353 José Manuel Martín Morán El salario de Sancho Panza: trasfondo político-literario de una reivindicación sindical .....................................................
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PRESENTACIÓN
En los días 23-24 de abril de 2001 y 28-29 de enero de 2002 se celebraron en la Casa de Velázquez, en Madrid, dos Seminarios titulados respectivamente: «Modelos de vida en la España del Siglo de Oro. I. El noble» y «Modelos de vida en la España del Siglo de Oro. II: El trabajador». Se inscribían en un ciclo de cuatro sesiones que se complementarían con el estudio del sabio (34 de febrero de 2003) y del santo (6-7 de octubre de 2003). Dirigidos por Ignacio Arellano (GRISO, Universidad de Navarra) y Marc Vitse (LEMSO, Universidad de Toulouse-Le Mirail), estos Seminarios no pudieran verificarse sin la generosidad y hospitalidad extremas de la Casa de Velázquez, representada a lo largo de estos años por sus dos directores sucesivos, Jean Canavaggio y Gérard Chastagnaret, y por su constante «Directeur d’Études modernes et contemporaines», Benoît Pellistrandi. A los tres, en particular, y al siempre atento personal de la Casa, en conjunto, van las más sentidas gracias de los organizadores científicos de estos encuentros y de cuantos investigadores participaron en ellos. Una deuda especial tenemos, sin embargo, con el gran cervantista, famoso siglodorista y preclaro director de la Casa hasta septiembre de 2001. Fue Jean Canavaggio, en efecto, quien lanzó la idea de la necesidad de volver a examinar, a la luz de los avances de la investigación más reciente, la difícil cuestión de los modelos —y de los antimodelos— de comportamiento que prevalecieron en la España de los siglos XVI y XVII.Y fue el mismo Jean Canavaggio quien, en sabias conversaciones con el director del GRISO de Pamplona, estableció la lista de las cuatro figuras axiológicas por estudiar y elaboró el método a seguir para alcanzar con éxito la meta fijada, y que podría resumirse en tres puntos:
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MODELOS DE VIDA
1) cruzar las perspectivas de especialistas en literatura, historia, historia del arte, antropología, ciencias sociales...; 2) contemplar hechos y documentos que se extiendan desde los albores de la Edad de Oro (desde los Reyes Católicos) hasta el ocaso del Imperio (los tiempos de los últimos Austrias); 3) trabajar sobre textos ficcionales y no ficcionales, sobre obras escritas y obras gráficas o iconográficas. El lector juzgará por sí mismo en qué medida se ha cumplido dicho programa. Sólo quisiéramos insistir, antes de que empiece su lectura, sobre la rica diversidad de enfoques, soportes y conclusiones de las Actas que hoy le ofrecemos y se completarán con un segundo volumen de la misma colección dedicado al sabio y al santo, y desearle un ameno viaje por un paisaje compuesto de obras literarias (diálogos, novelas, comedias), tratados de moral (personal y social, privada y pública), glosas bíblicas, literatura publicística y política, libros de historia, deliberaciones de Cortes, manuales didácticos, crónicas necrológicas, teorías del arte, inventarios, correspondencias, diarios de viaje, testamentos, grabados, cuadros... y algunas cosas más. Ignacio Arellano y Marc Vitse Mutilva Alta y Cugnaux Mayo de 2003
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SOBRE EL DESMAYO DE MELIBEA Y OTROS EXTREMOS DE HONOR
José Javier Rodríguez Rodríguez Universidad del País Vasco
La primera y mayor parte de esta exposición va a ocuparse de un acontecimiento incluido en el argumento de La Celestina, pero excluido generalmente de la interpretación de la obra: el desmayo de Melibea. Me parece un ejemplo muy ilustrativo de lo que podría denominarse lugar incómodo y definirse como aquel pasaje de un texto literario que se resiste a ser integrado en la exégesis de conjunto, bien por su presunta irrelevancia, o bien por su naturaleza aparentemente absurda. La misma condición y situación cabe atribuir a los otros dos fragmentos con los que completaré mi alocución, pertenecientes a sendas obras bien conocidas de la literatura española clásica: Las mocedades del Cid y La dama duende. La existencia de tales lugares incómodos, sin embargo, suele ser la señal de que la tarea interpretativa permanece abierta. En este caso, intentaré mostrar que la perplejidad suscitada por los pasajes en cuestión sugiere la necesidad de recuperar una clave hermenéutica con frecuencia preterida en la comprensión de la literatura española aurisecular: la clave de la axiología nobiliaria1. El periplo crítico del personaje de Melibea resulta casi tan interesante como su trayectoria literaria. La erudición de comienzos del siglo XX la tenía por doncella inocente, víctima ingenua de las malas ar-
1
Debo señalar mi deuda a este respecto con los ensayos de Marc Vitse sobre la Comedia.Véase, por ejemplo,Vitse y Serralta, 1983.
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tes de Celestina, puestas al servicio del «ilícito amor» (I, p. 28)2 de Calisto. En 1936, Salvador de Madariaga se disponía a pronunciar, como discurso de ingreso en la Real Academia Española de la Lengua, un ensayo que, a causa de «la desgracia de España», sólo pudo ver la luz en 1941 y al otro lado del Atlántico3. En él, imprimía un giro de ciento ochenta grados a la visión tradicional del personaje. Melibea dejaba de ser una figura plana, estática y pasiva, para adquirir los rasgos de la complejidad, la evolución y la iniciativa, derivados todos ellos de la experiencia de un conflicto interior entre el impulso amoroso y el freno de sus prejuicios socio-morales. Como parte de esta nueva caracterización, Madariaga atribuía a la heroína un notable saber práctico o, según el adjetivo preferido por el autor, táctico. El estudio capital de María Rosa Lida de Malkiel confirmó los términos de esta interpretación, sin olvidar la «doblez y suspicacia» como facetas del carácter de Melibea4. La propia investigadora argentina se daba cuenta de lo fácil que podía resultar transformar a una heroína «hábil para la acción» y «hábil en el disimulo»5 en una figura caracterizada por la «hipocresía lasciva»6, del modo en que la presenta, por ejemplo, Keith Whinnom: «falta de honradez e indiferente a su honor», ejemplo del aserto misógino, escéptico y antinobiliario de la alcahueta, por el cual «no hay ninguna diferencia entre la muchacha campesina y la dama exceptuando que ésta niega hipócritamente su lujuria y tarda más en entregarse»7. En opinión de Eukene Lacarra, sus hipócritas protestas y proclamas de decoro apenas logran velar el desenfreno de las pasiones que la domina desde el principio (la concupiscencia y la ira), sancionado al final por su intemperante falta de arrepentimiento8. El transcurso del siglo XX, como vemos, ha conducido la calificación moral de Melibea desde la pureza y la castidad hasta la hipocresía y la de-
2
Cito por Fernando de Rojas (y «antiguo autor»), La Celestina. Tragicomedia de Calisto y Melibea, ed. 2000. 3 Madariaga, 1991, p. 323. El ensayo figura como primer capítulo de este libro, bajo el título de «Melibea», pp. 51-90. 4 Lida de Malkiel, 1962, p. 415. La autora dedica a Melibea el capítulo XIII, pp. 406-470. 5 Lida de Malkiel, 1962, p. 415. 6 Lida de Malkiel, 1962, p. 426, en nota. 7 Whinnom, 1991, pp. 392 y 389. 8 Lacarra, 1997, pp. 107-120.
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pravación; en lo que toca a la entidad de su carácter, sin embargo, el trayecto parece terminar donde empezó: el objeto amoroso de Calisto vuelve a aparecer como una figura plana, desprovista de complejidad y de auténtica evolución personal. He debido exponer este esquemático panorama de la literatura crítica para introducir algunos presupuestos que habré de utilizar en el examen del lugar incómodo del desmayo de Melibea. El desvanecimiento de la doncella sobreviene en el acto X, donde se escenifica su segunda y decisiva entrevista con Celestina, precedida por un monólogo que muestra los términos de su dilema: el deseo, que pugna por manifestarse y el honor, que insta al disimulo. En la conversación con la medianera, Melibea se acoge a la equívoca terminología médica, diciendo haberla llamado para que la cure de un «mal [...] de corazón» (p. 223). Incita y al mismo tiempo estorba la exploración y el diagnóstico de Celestina, al cabo formulado como «amor dulce» (p. 226). Pide y al mismo tiempo veda la prescripción del remedio. Cuando la alcahueta facultativa pronuncia el nombre de la «flor» que habrá de sanarla, «Calisto» (p. 227), Melibea pierde el sentido. Una vez recobrada, sus reticencias han desaparecido: confiesa llanamente su amor y se muestra dispuesta a afrontar el trato con el galán. La crítica, persuadida seguramente por el testimonio de la experimentada Celestina, no suele dudar de la autenticidad del vahído de Melibea. Para explicarlo, aduce diferentes causas: Dorothy Severin, por ejemplo, lo atribuye al «poder mágico» que el nombre de Calisto tiene sobre la doncella9; Eukene Lacarra piensa en la influencia de un tópico de la tratadística moral10; podríamos tomarlo simplemente por motivo heredado de la tradición literaria cortesana11. Todos los intérpretes parecen estar a su vez de acuerdo en reconocer al desmayo un valor como señal del cambio definitivo en el comportamiento de Melibea, quien abandona desde entonces cualquier actitud defensiva. Se le concede, por lo tanto, una función de marca o de signo en re9
Severin, 1987, p. 241, en nota. Lacarra, 1990, p. 254, en nota: «el desmayo de Melibea obedece a la aceptación de la ruptura de su honestidad y vergüenza, virtudes que, como las mayores que toda doncella debía poseer, le producen la pérdida de la razón y su muerte aparente, tal y como decían los moralistas». 11 Pienso particularmente en «los desmayos del roman courtois», sobre los que llama la atención Lida de Malkiel, 1962, p. 444. 10
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lación con la acción externa del argumento, pero no se le atribuye un significado propio, relacionado con el carácter y la evolución íntima del personaje: en definitiva, el amortecimiento de Melibea no añade nada al diseño de su figura, sino que en rigor constituye un acontecimiento prescindible, superfluo, insignificante. Ciertamente, la conclusión difícilmente puede ser otra si se acepta que la linajuda doncella representa la «hipocresía lasciva» desde el comienzo: en primer lugar, porque en tal caso huelga examinar los momentos de una trayectoria interior inexistente; además, porque en ese supuesto no se vislumbra ninguna razón por la que Melibea, «indiferente a su honor», deba padecer verosímilmente el accidente del desvanecimiento al oír de labios de la medianera el nombre de la deseada medicina. El desmayo de Melibea queda reducido de esta forma a la condición de acontecimiento insignificante. Sospecho que, de no ser por el testimonio de Celestina, no escasearía entre los exegetas la idea de que tal desvanecimiento es lisa y llanamente un melindre fingido, otro gesto tan ridículamente hipócrita como el lamento por la pérdida de la virginidad en el acto XIV12. La hipótesis no es insólita. De hecho, Salvador de Madariaga, para quien no es óbice la credulidad de una Celestina manejada por la habilidad superior de Melibea, insinúa la artificialidad del presunto vahído cuando lo comenta aludiendo a «la técnica del desmayo», de la que forma parte también el oportuno restablecimiento de la doncella, porque «toda dama que se respeta sabe siempre cuándo es llegado el momento de dar fin a un desmayo y Melibea es de buena familia»13. Melibea confirma con este movimiento su virtuosismo en el arte de la «esgrima»14, mediante el cual se bate con la medianera, pero sobre todo «consigo misma»15, con «su propia conciencia»16. A pesar de que estas ideas parecen confinar con la acusación de hipocresía formulada por la crítica posterior, el paso de las unas a la otra supone descartar el marco caracteriológico donde Madariaga inscribía el rasgo de la aptitud práctica de Melibea. El ethos de la heroína aparecía determinado por la vivencia de un conflicto interior, una «lucha 12 13 14 15 16
Cf. Lacarra, 1990, p. 45. Madariaga, 1991, p. 79. Madariaga, 1991, p. 77. Madariaga, 1991, p. 69. Madariaga, 1991, p. 78.
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[...] dolorosa» entre el deseo y el deber, entre el «ser subconsciente» y el «ser consciente»17, actualización del «perenne conflicto entre lo individual y lo social; la mujer-individuo [...] frente a la dama»18. En el desarrollo de tal dilema, resuelto finalmente por un sacrificio con valor de apoteosis de la individualidad, Melibea depende completamente de su habilidad para desplegar una «táctica siempre delicada» que le permita salvar «las dificultades naturales y sociales de su sexo y las psicológicas», derivadas de los estereotipos femeninos dominantes19. Esta noción del carácter de Melibea constituye el punto de partida del análisis del personaje por María Rosa Lida. En lo que se refiere al desmayo, la erudita americana parece aceptar, en un primer momento, la interpretación de Madariaga, cuya glosa cita sin apostilla alguna20. Posteriormente, sin embargo, deja clara su discrepancia. Por una parte, juzga que el desvanecimiento es auténtico; por otra, y más importante, entiende que se trata de un acontecimiento significativo, integrado en la evolución íntima del personaje como «manifestación física de su derrota moral»21; finalmente, recomienda tomarse en serio la explicación de la propia Melibea al respecto22: Quebróse mi honestidad, quebróse mi empacho, aflojó mi mucha vergüenza.Y como muy naturales, como muy domésticos, no pudieron tan livianamente despedirse de mi cara que no llevasen consigo su color por algún poco de espacio, mi fuerza, mi lengua, y gran parte de mi sentido. (P. 228)
Esta actitud vacilante de la ilustre profesora ante el desmayo de Melibea no constituye un hecho aislado, sino que responde a una duda latente en su interpretación global del personaje. En términos generales, como hemos repetido, se adhiere al esquema propuesto por Madariaga. No obstante, a lo largo de su riguroso comentario insinúa algunas matizaciones y reservas. Ante todo, recalca la importancia del
17
Madariaga, 1991, p. 80. Madariaga, 1991, p. 70. 19 Madariaga, 1991, p. 59. 20 Lida de Malkiel, 1962, pp. 423-424, en nota. 21 Lida de Malkiel, 1962, p. 451. 22 Lida de Malkiel, 1962, p. 444: «el desmayo de Melibea, cuidadosamente preparado y glosado». 18
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«sentimiento del honor» en el carácter de la heroína, singularizado por un sentido de la «responsabilidad social» que merece calificarse como «íntima identificación con su marco social»23. En consecuencia, no se hace justicia a la radicalidad e intensidad de su «conflicto [...] entre impulso pasional y deber»24 si se lo considera meramente una «lucha [...] dolorosa», sino que es preciso hacerse cargo de que Melibea padece una verdadera «tortura moral»25, donde «así como no puede dudarse de la sinceridad del amor [...], tampoco hay por qué poner en tela de juicio la sinceridad de su resistencia»26. La convicción sobre una Melibea «sinceramente aferrada a su honra»27 conduce a María Rosa Lida a glosar su opción final del modo siguiente: Al afirmarse en su amor, Melibea infiere para su conducta una consecuencia nueva [...]. Hasta ahora se atenía a la norma social y externa del honor; en este momento le halla su sentido íntimo y moral [...]. [...] ella, tan cuidadosa de la reputación aneja a su categoría social, viene a postergarla y descubrir así un honor individual que no contradice sino supera su primitivo sentimiento [del honor]28.
Me permito observar con todo respeto que este razonamiento me parece incoherente, pero por ello mismo sintomático. La sabia intérprete no está plenamente persuadida de que el dilema de Melibea pueda asimilarse exactamente al «perenne conflicto entre lo individual y lo social», cuyo resultado es la epifanía de «la mujer-individuo», emergida desde el «ser subconsciente», una vez vencida la censura del «ser consciente», superficie de la personalidad regida hasta entonces por el modelo de «la dama que está obligada a recatarse»29. Para salvar la contradicción entre esa lectura romántico-individualista, aceptada como orientación general, y la convicción de que el honor en Melibea, «íntimamente identificada con su marco social», «sinceramente aferrada a su honra», no puede ser reducido a la condición de mera norma so-
23 24 25 26 27 28 29
Lida de Malkiel, 1962, pp. 407-408. Lida de Malkiel, 1962, p. 408. Lida de Malkiel, 1962, p. 452. Lida de Malkiel, 1962, p. 425, en nota. Lida de Malkiel, 1962, p. 424. Lida de Malkiel, 1962, pp. 427-428. Madariaga, 1991, p. 70.
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cial, externa al núcleo espiritual del personaje, la honesta investigadora arriesga el concepto del «honor individual». Ocurre que, a pesar de la glosa con que lo acompaña, este presunto «honor individual» descubierto por la heroína «al afirmarse en su amor» sí contradice «su primitivo sentimiento [del honor]» y sí «entraña una falta de decoro incompatible con la Melibea de los actos anteriores», puesto que, según afirma la propia Lida, «se ha rebelado contra la convención social»30. Pongamos ahora en forma positiva la reserva latente y sólo insinuada en el ensayo de María Rosa Lida. El honor no es para Melibea mera convención externa. Su «lucha [...] dolorosa» adquiere el carácter de «tortura moral» precisamente porque está «sinceramente aferrada a su honra», de manera que en rigor la «honestidad», el «empacho», la «mucha vergüenza» forman parte del núcleo de su autoconciencia, autoconciencia aristocrática. Melibea no es una hipócrita. Su dilema tampoco consiste simplemente en optar entre ser «dama» y ser «mujer-individuo», liberándose de la autocensura derivada de la norma social del decoro. El conflicto en que se debate es más radical y decisivo, porque la irrupción del deseo la coloca en la tesitura de elegir entre ser o no ser: si consigue dominarlo, confirmará su destino de dama; si sucumbe, frustrará esa vocación, para deslizarse en lo que podemos llamar, con Gracián, «la cueva de la nada». Desde esta perspectiva, el desmayo no solamente aparece como un acontecimiento verosímil, cabalmente justificado por la explicación de la propia Melibea, sino que hace pleno sentido en la trayectoria íntima del personaje y en la situación en que se produce, como culminación de «el conflicto entre honor y amor que [literalmente] la desgarra»31. Constituye, tal y como escribía Lida, la «manifestación física de su derrota moral», pero derrota amarga y completa, absoluta, porque supone la renuncia al ser que le estaba reservado: el ser de dama. Melibea ya no es más que una sombra de sí misma cuando, incurriendo en una suerte de apostasía, afirma: Calisto es mi ánima, mi vida, mi señor, en quien yo tengo toda mi esperanza. [...] que ni quiero marido ni quiero padre ni parientes! (XVI, pp. 296-298)32 30
Lida de Malkiel, 1962, p. 428. Lida de Malkiel, 1962, p. 422. 32 Recuérdense las blasfemias paralelas de Calisto, tanto la anticristiana, archiconocida («Melibeo só y a Melibea adoro y en Melibea creo y a Melibea amo», 31
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Paso a comentar más brevemente otros dos pasajes literarios que, como el desmayo de Melibea, apenas hacen sentido si no tomamos en consideración la posibilidad de que la axiología nobiliaria constituya un referente serio en la caracterización de los personajes y en la orientación del argumento de las obras correspondientes. Trataré en primer lugar de la segunda escena del acto segundo de Las mocedades del Cid, de Guillén de Castro, calificada en el propio diálogo como «ocasión tan peregrina» (v. 1073)33. Inmediatamente después de haber dado muerte en desafío al conde Lozano, lavando de ese modo la afrenta de su padre, Rodrigo acude en secreto a casa de la nueva huérfana, su amada Jimena, dando pie a la primera y única entrevista íntima de los desdichados enamorados. Rodrigo entrega a Jimena su propia daga para que le quite allí mismo la vida. La doncella, impedida por el amor, rehúsa matarlo, si bien le anuncia su intención de promover una persecución legal que restaure su honor. La situación es, en efecto, «peregrina». No obstante, la aparente imposibilidad que se cierne sobre el amor de los jóvenes, así como la intensidad de los afectos encontrados, encaja sin mayores problemas en una interpretación sentimental de la obra (o de este hilo argumental), que tenga también en cuenta el gusto del autor por el efectismo melodramático. Ocurre, sin embargo, que este resumen ha pasado por alto uno de los elementos de la escena. Me refiero a la argumentación por la cual justifica Rodrigo la muerte del padre de su amada (vv. 1128-1140): Mas en tan gran desventura lucharon, a mi despecho, contrapuestos en mi pecho, mi afrenta con tu hermosura; y tú, señora, vencieras, a no haber imaginado que, afrentado, por infame aborrecieras quien quisiste por honrado. Con este buen pensamiento,
I, p. 34), como la antinobiliaria, menos citada («No quiero otra honra [...], no otro padre ni madre, no otros deudos ni parientes. De día estaré en mi cámara, de noche en aquel paraíso dulce...», XIV, p. 281). 33 Cito por la edición de Stefano Arata, 1996.
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tan hijo de tus hazañas, de tu padre en las entrañas entró mi estoque sangriento.
No sé si el «pensamiento» es bueno, pero ciertamente sí que es «peregrino». Hace bien Stefano Arata en poner una nota a los versos 11371138, no tanto porque su significado literal sea oscuro, cuanto porque obligan a restregarse los ojos: resulta verdaderamente difícil creer que en ellos ponga lo que pone34. ¿Cómo es posible que Rodrigo se atreva a aducir su amor como motivo para haber dado la muerte al padre de Jimena, convirtiéndola a ella en inductora moral? Semejante actitud traspasa la raya de lo verosímil, además de adjudicar al héroe una nota de cinismo que no se corresponde en modo alguno con su carácter en el resto del drama. Lo más prudente parece considerar esos versos como un exceso retórico de dudoso gusto, o bien como una ocurrencia infeliz del dramaturgo, incapaz de imaginar mejor disculpa que poner en labios del «adorado enemigo» (v. 1095) de Jimena. En definitiva, uno siente la tentación de considerarlos un pasaje absurdo y, por lo tanto, impertinente en la interpretación de la obra. Sucede, sin embargo, que Jimena ha escuchado las asombrosas palabras de Rodrigo y, lo que es más, le da la razón: «yo confieso, aunque la sienta, / que en dar venganza a tu afrenta / como caballero hiciste» (vv. 1156-1158). Por su parte, y a pesar de que el amor le insta a perdonarle la vida en ese momento, la doncella cumplirá con todo rigor su amenaza de pedir justicia contra él, hasta el extremo de ofrecer su hacienda y su mano a quien le traiga la cabeza de su siempre amado Rodrigo, gesto aplaudido no solamente por don Arias Gonzalo, partidario del héroe («¡Grande valor de mujer!», III, v. 2111), sino también, de modo aún más llamativo, por el propio padre del joven, don 34
Comparto plenamente la interpretación de Joaquín Casalduero, 1981, pp. 87-110, sobre esta escena y, en general, sobre la naturaleza del conflicto entre el amor y el honor en Las mocedades del Cid. Cita el crítico los versos 1128-1136, pero omite las líneas 1137-1140, quizá por considerar que su extraño carácter podía restar eficacia persuasiva a la exposición. Deseo, por mi parte, llamar la atención sobre ellas, convencido, al contrario, de que su efecto deliberadamente escandaloso ilustra el núcleo de la argumentación: «El sufrimiento de amor no nos sitúa en un plano sentimental: está glorificando la nobleza [...] que en esa época se ha transformado en un ideal espiritual y social. [...] Sin honor no hay amor...» (p. 94).
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Diego Laínez («No tiene el mundo su igual», III, v. 2112). Jimena, en definitiva, cumple a su modo la petición del propio Rodrigo: «porque a entrambos cuadre / un valor y un albedrío, / haz con brío / la venganza de tu padre, / como hice la del mío» (vv. 1150-1154). A ambos cuadra, en efecto, un mismo valor, porque ambos demuestran su capacidad para anteponer las obligaciones nobiliarias al deseo amoroso, mostrando su disposición al sacrificio del segundo: «La vida te doy; perdona, / honor, si te debo más» (III, vv. 2113-2114). Desde esta perspectiva, aquella argumentación del protagonista, aparentemente inaceptable, cínica o absurda, resulta inteligible: el primogénito de don Diego Laínez tenía que desafiar al conde Lozano, en primer lugar, porque su padre le había encargado asumir y restaurar el honor familiar en entredicho, pero tenía también que hacerlo si quería seguir aspirando al amor de la valerosa Jimena, del cual no sería digno, por muy enamorado que estuviese, alguien a quien la doncella no pudiese decir, aun a costa de la muerte de su propio padre, «como caballero hiciste». El lance es «peregrino», pero no absurdo. El dramaturgo configura una situación límite, absolutamente extraordinaria, donde las acciones y las palabras cobran un valor semejante al de la hipérbole: no exigen que se las acepte en su literalidad, sino que encarecen mediante la exageración una verdad figurada, relacionada de nuevo en este caso con la atribución de una seria conciencia aristocrática a los personajes del drama. El tercer pasaje que deseo comentar pertenece a la penúltima escena de La dama duende (silva de consonantes: vv. 2911-3034)35, donde, forzada por las circunstancias, la protagonista femenina, doña Ángela, ha de poner fin a su enredo, descubriéndose a y pidiendo el amparo de su amado don Manuel. Hacia el final de su discurso, la dama pronuncia las palabras que ahora nos interesan (vv. 2989-2996): Por haberte querido fingida sombra de mi casa he sido; por haberte estimado sepulcro vivo fui de mi cuidado; porque no te quisiera quien el respeto a tu valor perdiera, 35
Sigo la edición de Fausta Antonucci, 1999.
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porque no te estimara quien su traición dijera cara a cara.
A pesar de su brillantez verbal, el período no parece consistir sino en la amplificación de una afirmación contradictoria: ‘No te he declarado que te quería, porque te quería’. Como, por otra parte, no resulta necesario para configurar el contenido básico del mensaje (anagnórisis y demanda de protección), el fragmento corre serio peligro de ser relegado en la interpretación de la escena y de la comedia. El riesgo ha sido en buena parte conjurado por Marc Vitse, quien ha señalado precisamente este pasaje como formulación de «la aspiración esencial» de doña Ángela, orientada hacia «la lucha [...] contra las amenazas que [...] la Fortuna inestable o el Tiempo incontrolable [...] hace[n] pesar sobre el vidrioso edificio del honor»36. Mi contribución va a limitarse en este punto a llamar la atención sobre un par de aspectos complementarios de esta hipótesis. Por un lado, ocurre que ese fragmento del discurso de doña Ángela no puede reducirse a la condición de adorno retórico, por cuanto desempeña una relevante función argumental, consistente en motivar el comportamiento de la dama, cuya negativa a revelar su identidad a don Manuel ha constituido la base del enredo. Si prescindiéramos de la argumentación contenida en esos versos, habríamos de admitir el improbable defecto artístico de una traza gratuita en la comedia calderoniana. Sucede, además, y a buen seguro como consecuencia de su relieve estructural y semántico, que no es la primera vez que doña Ángela expresa la misma idea. Muy al contrario, la exponía ya en el acto II, cuando su prima y confidente, doña Beatriz, le preguntaba sorprendida si pensaba descubrir su identidad en la acariciada entrevista con don Manuel (vv. 1280-1292): D.ª ÁNGELA
D.ª BEATRIZ D.ª ÁNGELA
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[...] y no sé cómo declare que estoy ya determinada a que me vea y me hable. ¿Descubierta por quien eres? ¡Jesús, el cielo me guarde! Ni él, pienso yo, que a un amigo
Vitse, 1999, pp. XXI-XXII.
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y huésped traición tan grande hiciera, pues aun pensar que soy dama suya, hace escribirme temeroso, cortés, turbado y cobarde. Y, en efeto, yo no tengo de ponerme a ese desaire.
No estoy seguro de que «desaire» signifique aquí ‘desprecio’, pero comparto desde luego el resto de la nota de Fausta Antonucci: «Ángela piensa que don Manuel rechazará su amor cuando sepa que es la hermana de sus huéspedes». La razón para la conjetura de la joven viuda es de peso: ella misma califica el supuesto de que el galán entable una relación amorosa con la guardada hermana de su «amigo / y huésped» como «traición tan grande», delito no sólo improbable en quien escribe «temeroso» ante la mera posibilidad de causar un disgusto y no una afrenta, carteándose con la «dama» y no con la «hermana» de don Luis, sino también y sobre todo error indeseable para la propia doña Ángela en el caballero cuyas «buenas partes» («esfuerzo», «gala y discreción», I, vv. 640-641) han suscitado su amor. Al comienzo del acto III, durante la entrevista trucada con don Manuel, y ante las quejas del galán por su resistencia a revelarle su identidad, la dama repite el mismo argumento (vv. 2377-2382): Mientras encubierta estoy podréis verme y podré veros; porque si a satisfaceros llegáis, y quién soy sabéis, vos quererme no querréis, aunque yo quiera quereros.
El espectador puede confirmar punto por punto el alto concepto que la joven tiene del caballero y comprender la sospecha encarecida mediante la figura etimológica: «vos quererme no querréis». Ha presenciado, es cierto, cómo la curiosidad primero y el deseo después, claramente a partir de la contemplación embelesada de su hermosura en la escena final del acto II, han movido al galán a participar en el juego propuesto por la misteriosa dama. Pero ha sido testigo, así mismo, de la norma de respeto para con el honor de sus huéspedes que don Manuel ha establecido como límite de su conducta: en la última escena del acto
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inicial, a raíz del descubrimiento del primer billete, nombra esa regla como «proceder bien» (v. 1062); complacido e intrigado por el progreso de la insólita comunicación epistolar, aparece al mismo tiempo desvelado en el acto II por el temor de poder estar incurriendo en competencia amorosa con don Luis (cf. vv. 1405-1408 y 1480-1483); finalmente, su reacción cuando la revelación de doña Ángela le permite atar los cabos del enredo es inequívoca (III, vv. 3009-3012): Hermana es de don Luis, cuando creía que era dama. Si tanto —¡ay Dios!— sentía ofendelle en el gusto, ¿qué será en el honor? ¡Tormento injusto!
La anagnórisis provoca una auténtica peripecia. El dilema entre el amor y el honor, tal vez esperado por el oyente, no llega siquiera a plantearse, porque «donde el honor es lo más, / todo lo demás es menos» (II, vv. 1729-1730). El reconocimiento de doña Ángela como hermana de sus huéspedes y su petición de amparo relegan inmediatamente a un segundo plano el vínculo afectivo, postergado ante una crisis de honor que a don Manuel le parece insalvable (vv. 3024-3025): [...] es hacerme traidor si la defiendo; si la dejo, villano...
Releyendo desde esta perspectiva los versos 2989-2996, la presunta incoherencia del enunciado se resuelve en paradoja: contradicción aparente destinada a realzar la verdad expuesta. La verdad, en este caso, que legitima el comportamiento de doña Ángela («fingida sombra de mi casa he sido», «sepulcro vivo fui de mi cuidado») y, con él, el enredo de la dama duende: el deseo no puede realizarse a costa del honor; el «noble amor» (III, v. 3030) no se caracteriza solamente por el respeto al propio decoro, que abomina de incurrir en «traición», sino también, y éste es el punto más llamativo de la actitud ejemplar de la noble joven calderoniana, por estimar ante todas cosas el sentido del honor supuesto y deseado en el ser amado, «porque no [le] quisiera / quien el respeto a [su] valor perdiera». Leer, como escuchar, requiere la actitud de estar dispuesto a encontrarse con lo inesperado, con lo que no casa espontáneamente con
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nuestros presupuestos. La erudición literaria nos ha enseñado muy meritoriamente a contar, por ejemplo, con la espiritualidad religiosa y con la preeminencia de la teología, pertinentes a menudo en la interpretación de los textos auriseculares. Siempre se ha tenido en cuenta, así mismo, la influencia de la rígida jerarquización propia de la sociedad estamental. Pero es muy reciente todavía la idea de que palabras como valor, obligación o fama, así como las demás que componen el léxico de la axiología nobiliaria, constituyan algo más que retórica vacua a esa altura de la historia. Entiendo, sin embargo, que lugares aparentemente opacos, como el desmayo de Melibea, la «peregrina» argumentación de Rodrigo o la paradójica autojustificación de doña Ángela suponen otras tantas invitaciones a continuar explorando la hipótesis de que debemos incorporar el modelo ético aristocrático al horizonte mental (y no sólo verbal) del Siglo de Oro.
BIBLIOGRAFÍA
CITADA
CALDERÓN DE LA BARCA, Pedro, La dama duende, ed. de Fausta Antonucci, Barcelona, Crítica, 1999. CASALDUERO, Joaquín, Estudios sobre el teatro español, Madrid, Gredos, 1981 (4ª ed.). CASTRO, Guillén de, Las mocedades del Cid, ed. de Stefano Arata, Barcelona, Crítica, 1996. LACARRA, María Eugenia, ed., Fernando de Rojas, La Celestina, Barcelona, Ediciones B, 1990. — «La ira de Melibea a la luz de la filosofía moral y del discurso médico», en Cinco siglos de «Celestina», eds. Rafael Beltrán y José Luis Canet Vallés, Valencia, Universidad de Valencia, 1997, pp. 107-120. LIDA DE MALKIEL, María Rosa, La originalidad artística de «La Celestina», Buenos Aires, EUDEBA, 1962. MADARIAGA, Salvador de, Mujeres españolas, Madrid, Espasa-Calpe, Colección Austral, 19913. ROJAS, Fernando de (y «antiguo autor»), La Celestina. Tragicomedia de Calisto y Melibea, ed. de Francisco J. Lobera, Guillermo Serés, Paloma Díaz-Mas, Carlos Mota, Íñigo Ruiz Arzalluz y Francisco Rico, Barcelona, Crítica, 2000. SEVERIN, Dorothy, ed., Fernando de Rojas, La Celestina, Madrid, Cátedra, 1987.
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VITSE, Marc, «Manuel y Violante», en Calderón, La dama duende, ed. 1999, pp. IX-XXVIII. — y Frédéric SERRALTA, «El teatro en el siglo XVII», en Historia del teatro en España, dir. José Mª Díez Borque, vol. I, Madrid, Taurus, 1983, pp. 473706. WHINNOM, Keith, «Interpreting La Celestina: The motives and the personality of Fernando de Rojas», en Mediaeval and Renaissance Studies on Spain and Portugal in Honor of P. E. Russell, eds. F. W. Hodcroft et alii, Oxford, SSMLL, 1981, pp. 53-68. — «Los motivos de Fernando de Rojas», en Historia y crítica de la literatura española, dir. Francisco Rico, vol. 1/1, Barcelona, Crítica, 1991, pp. 389-394.
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QUESTIÓN DE AMOR (1513) COMO RETRATO DEL CORTESANO1
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La obra de la que voy a hablar, Questión de amor, novela anónima en clave, se suele incluir en el corpus de la novela o ficción sentimental2. También se ha calificado de «tentativa de novela histórica»3, ya que la mayoría de los personajes y acontecimientos que en ella aparecen están tomados de la historia de Nápoles bajo el gobierno del virrey catalán Ramón Folch de Cardona. Para abreviar, no me voy a detener en la acción de esta novela, protagonizada por dos caballeros españoles: Vasquirán y Flamiano. La historia se abre con el inicio de los amores de Vasquirán y Violina, que coincide con la entrada en Italia de las tropas de Carlos VIII de Francia y su conquista efímera de Nápoles en 1495. Se cierra en abril de 1512 con la noticia de la muerte de Flamiano, herido en la batalla de Ravena, que marca la derrota del ejército de la Santa Liga, bajo el mando del virrey de Nápoles, y la victoria de los franceses y de sus 1
Agradezco a Fernando Copello sus consejos y la revisión del texto de mi ponencia. 2 El pionero de los estudiosos de la «novela sentimental», Marcelino Menéndez y Pelayo, dedica varias páginas a Questión de amor en sus Orígenes de la novela (1943, pp. 48-54). Para una bibliografía bastante reciente sobre el género véase la edición de Carmen Parrilla de la Cárcel de amor de Diego de San Pedro con la continuación de Nicolás Núñez, 1995, pp. 161-181. Del mismo año data la edición más accesible de Questión de amor, preparada por Carla Perugini. En mis citas, daré la referencia a los folios de la edición de 1513 y, sucesivamente, a las páginas de la edición moderna de Carla Perugini. 3 Menéndez y Pelayo, 1943, p. 49; Cardona, Tratado notable de amor, p. 37.
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aliados ferrareses. La historia de los amores de Vasquirán, que llora a su amada muerta, y de Flamiano, que «sirve» sin esperanza a Belisena, dama de alto rango, es el punto de partida de un debate de casuística amorosa que vertebra la obra, dándole su título: Questión de amor de dos enamorados. Pero lo que importa ante todo al autor anónimo es ofrecer al lector una ficción en clave y una especie de fresco literario de la vida en la corte de Nápoles, centrada en tres polos: «amores, fiestas y armas»4. El propio autor declara que su libro se inspira en la vida de la corte hispano-italiana de Nápoles en los años 1508-1512, de la que fue testigo directo5. Aunque, hoy día, Questión de amor ha caído en un olvido casi absoluto, en su época conoció los favores del público. Su éxito inmediato se prolongó durante casi un siglo, como atestiguan las veintitrés ediciones documentadas, desde la princeps que apareció en 1513 en las prensas valencianas de Diego de Gumiel hasta la edición de Lyon de 1604. También se publicó en París una traducción francesa en 15416. Este éxito notable obedece, probablemente, a varias razones. Una de ellas podría ser la variedad de los géneros literarios que reúne la obra: debate de casuística amorosa, diálogos de amor, epístolas, poesías, égloga, relaciones de fiestas, crónica, etc.7. Otra razón podría ser el atractivo de la ficción en clave, juego de adivinanzas o de enigmas cuyas reglas establece el autor en el «Argumento y declaración de toda la obra»: [...] para quien querrá ser curioso y saber la verdad, las primeras letras de los nombres fengidos son las primeras de los verdaderos de todos aquellos cavalleros y damas que representan y, por las colores de los atavíos que allí se nombran y por las primeras letras de las invenciones, se puede también conocer quién son los servidores y las damas a quien sirven. (f. 1v; pp. 42-43)
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Croce, 1894, p. 153. Questión de amor, f. 33r; p. 157. Preparo actualmente una edición crítica de la novela que será publicada en París, Publications de la Sorbonne/Presses de la Sorbonne Nouvelle (Textes et Documents du «Centre de Recherche sur l’Espagne des XVIe et XVIIe siècles», 9). 6 Le debat des deux gentilz hommes Espagnolz, sur le faict D’amour..., Paris, Denis Janot, 1541. 5
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Por último, los lectores cortesanos a quienes se dirigía especialmente la obra, pudieron identificarse con el modelo de cortesano que el autor anónimo propone en su libro. Un especialista de Baldassar Castiglione, José Guidi, ha señalado puntos de contacto entre la novela que nos ocupa y el Libro del Cortesano, cuya primera redacción se remonta precisamente a 1513, fecha de la edición príncipe de Questión de amor8. Por su parte, Juan Oleza se ha ocupado de la obra anónima y del Cortesano de Luis Milán en un mismo estudio: «La corte, el amor, el teatro y la guerra»9. En la misma perspectiva, centraré mi ponencia en el modelo de cortesano que el autor anónimo encarna en los dos protagonistas, Flamiano y Vasquirán, y en una multitud de personajes ilustres que desfilan en la novela, bajo seudónimos a menudo transparentes. Dedicaré sucesivamente mi atención a varias señas de identidad del cortesano renacentista: el buen linaje, la destreza en las armas, el servicio de amor a la dama y las actividades literarias y códigos de sociabilidad amorosa, particularmente la empresa, que lo acompañan, y por último, la facecia. No olvidaré tampoco la riqueza que permite al cortesano servir al príncipe en la guerra a cambio de mercedes (en algunos casos, feudos y privilegios altamente lucrativos) y mantener su rango en la corte, en tiempo de paz. Empezaré por el primer requisito del perfecto cortesano: el buen linaje. Poco antes de que Castiglione considere el ser de buen linaje como condición primera para ser un perfecto cortesano10, el autor 7 Esta variedad de recursos literarios se recalca ya en el título-sumario de la primera edición, hecho para atraer a los lectores: «Questión de amor de dos enamorados, al uno era muerta su amiga, el otro sirve sin esperança de galardón. Disputan cuál de los dos sufre mayor pena. Entrexérense en esta contraversia muchas cartas y enamorados razonamientos. Introdúzese más una caça, un juego de cañas, una égloga, ciertas justas y muchos cavalleros y damas con diversos y muy ricos atavíos, con letras e invenciones. Concluye con la salida del señor visorey de Nápoles, donde los dos enamorados al presente se hallavan, para socorrer al Santo Padre, donde se cuenta el número de aquel luzido exército y la contraria fortuna de Ravena...» (f. 1r; p. 41). Todas las citas de la novela que incluyo en esta ponencia corresponden a mi propia transcripción del texto de la princeps. Sobre la variedad de los recursos literarios en Questión de amor, véase Vigier, 1998b. 8 Guidi, 1978, pp. 158-161. La edición de Salamanca, 1519, de la novela anónima figuraba en la biblioteca de la familia Castiglione en Casatico.Véase Croce, 1894, p. 146. 9 Oleza, 1986. 10 Castiglione, El cortesano, Libro I, p. 123.
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anónimo de Questión de amor concede al linaje una importancia destacada en su novela en clave. Bajo seudónimos a menudo transparentes, como ya he dicho, desfila en la historia la flor y nata de la aristocracia napolitana que encarna, «avant la lettre», al perfecto cortesano retratado por Castiglione. Junto al virrey Ramón Folch de Cardona, aparecen cinco de los siete titulares de grandes oficios del reino, el conde de Capaccio Bernardo Villamarín, Gran Ammiràglio, segunda persona del reino después del virrey, y los cuatro barones que entonces llevan el título de Gran Siniscalco, Gran Camerléngo, Gran Conestàbile y Gran Protonotaro11. Unos sesenta títulos del reino, príncipes, duques, condes y marqueses, participan en los actos solemnes de la corte. Los linajes más ilustres de la corte hispanoitaliana de Nápoles están representados, unidos a menudo por vínculos matrimoniales reafirmados generación tras generación. Muchos son de origen italiano, los Acquaviva, Sanseverino, Piccolomini, Colonna, Cantelmo, Caracciolo, Carafa, Gaetani, Pignatelli, Sangro, etc. Otros son ramas de familias españolas que se establecieron en Sicilia o en Nápoles: los Guevara, Cardona, Ávalos, Borja, Carroz,Villaragut, Centelles, etc. La mayoría de éstos proceden lógicamente de Cataluña o de Valencia. Entre las damas, destaca la presencia de varios miembros de la antigua familia real aragonesa de Nápoles: las «tristes reinas», Juana III, hermana de Fernando el Católico y viuda de Fernando I, y su hija Juana IV, viuda de Ferrantino; Isabel de Aragón, viuda del duque de Milán, Gian Galeazzo Sforza, y madre de Bona, principal protagonista femenina y destinataria de la obra, bajo el seudónimo de Belisena. Frecuentan la corte del virrey y la de estas «señoras ecelentísimas» de Italia, como las llamará Castiglione en El cortesano12, una pléyade de capitanes más o menos ilustres de las guerras de Italia: Prospero y Fabrizio Colonna, los hermanos Fieramosca, Gaspar de Pomar, Fernando de Alarcón, Juan de Alvarado, Rafaello de’ Pazzi, Diego de Quiñones, Antonio de Leiva, etc. En la mayoría de los casos, el lector puede adivinar, bajo los seudónimos, el patrónimo y/o, si se trata de nobles titulados, el nombre 11 El conde de Potenza, Antonio de Guevara, Gran Siniscalco; el marqués de Pescara, Fernando Francisco de Ávalos, Gran Camerléngo; Fabrizio Colonna, Gran Conestàbile; Carlos de Aragón, marqués de Gerace, Gran Protonotaro. Los dos últimos grandes oficios del reino son los de Gran Giustizière y de Gran Cancellière. 12 Libro III, p. 390.
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del feudo del personaje, gracias a las advertencias que el autor le dirige en el «Argumento y declaración de toda la obra», como ya hemos visto. La importancia del linaje también se manifiesta en las empresas de damas y caballeros, cuyos colores y figuras mantienen frecuentes relaciones con los del blasón de armas de la familia del referente histórico del personaje y/o, si se trata de una dama, de su esposo. Así, en una fiesta, el día de Santiago, en la que se celebra una justa real, la marquesa de Persiana, seudónimo de la joven poetisa Vittoria Colonna, marquesa de Pescara, lleva los colores heráldicos de los Colonna y una saya, una gorra y un collar con motivos de columnas de oro, figuras del blasón de su familia que entran en la categoría de las armas parlantes13: La marquesa de Persiana sacó una saya de terciopelo carmesí con unos fresos de oro de tres dedos de ancho passados por la saya a escaques, de manera que estava hecha un tablero; avía en cada escaque del carmesí una coluna de oro; la gorra de la misma manera, un rico collar de colunas, la guarnición de un cavallo de la manera de la saya, los moços vestidos todos de amarillo. (f. 29r; p. 144)
En la misma fiesta, la condesa de Avertino luce una saya y una gorra sembradas de cardos de oro, que recuerdan las figuras del blasón de Juan de Cardona, conde de Avellino, referente histórico de su esposo: La condesa d’Avertino [...] sacó una saya hecha a puntas de brocado rico y raso morado, forrada de raso blanco; avía sobre el morado unos cardos de oro sembrados; una gorra morada con las mismas pieças, un collar rico de lo mismo, la guarnición de la mula de la misma manera; los moços vestidos de morado y blanco. (f. 29r; p. 144)
Otra dama, la marquesa del Lago, seudónimo de la marquesa de Laino, lleva un collar de carlancas: «La marquesa del Lago sacó [...] un rico collar fecho a manera de unas carlancas, una guarnición de una
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«Blas. Las que representan un objeto de nombre igual o parecido al de la persona o Estado que las usa, como las de León, Castilla, Granada, etc.» (Diccionario de la Lengua Española, 1984).
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mula cubierta de plata a manera del collar, los moços vestidos todos de leonado» (f. 29r; p. 145). Este collar de carlancas, que el Diccionario de la Lengua Española define como un «Collar ancho y fuerte, erizado de puntas de hierro, que preserva a los mastines de las mordeduras del lobo»14, recuerda las tres primeras letras del patrónimo del modelo histórico de su esposo, Ferrante de Cárdenas (o Cardines), y quizás también los lobos del blasón de armas de la familia de éste15 y la necesidad de protegerse contra su ferocidad. La destreza en las armas, «principal y más proprio oficio del cortesano»16, se encarna, en la paz y en la guerra, en los dos protagonistas principales, Flamiano y Vasquirán, y en todos los caballeros de la corte de Noplesano, de referentes históricos fácilmente identificables, en la mayoría de los casos. Para Vasquirán, a quien el prólogo de la historia presenta como un caballero de la corte de Fernando el Católico, hay dos maneras de servir al rey, una en la guerra y otra en la paz: Los servicios que tú al rey hazes en que le sirves, o le sirves en sus guerras y conquistas, en guarda y defensión de su persona y estado o en acrecentamiento de sus reinos con peligro de la tuya, o le sirves en la paz acompañándole y siguiendo su corte con mucha costa que te cuesta. (f. 26v; p. 134)
La guerra está omnipresente en la novela en clave, cuyos protagonistas masculinos, en su mayoría, remiten a personajes históricos, más o menos famosos, que combatieron en las guerras de Italia, al servicio de Fernando el Católico y también, algunos de ellos, de su nieto Carlos Quinto. Como ya hemos visto, dos episodios de las guerras de Italia enmarcan la acción novelesca. El primero es la discésa del ejército de Carlos VIII de Francia que entra en Nápoles el 20 de febrero de 1495. Este acontecimiento marca, para la Historia, el inicio de las guerras de Italia, y para la historia17, el principio de los amores de
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Diccionario de la Lengua Española, 1984. Lellis, Discorsi delle famiglie nobili…, I, p. 152. 16 Castiglione, El cortesano, Libro I, p. 128. 17 Tomamos la palabra «historia» en el sentido de «contenido narrativo». Para la distinción entre «historia», «relato» y «narración», véase Genette, 1972, p. 72 y nota 1. 15
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Vasquirán y Violina, preludio de la novela. El segundo episodio bélico es la batalla de Ravena18, que enfrentó al ejército de la Santa Liga, capitaneado por el virrey de Nápoles, Ramón Folch de Cardona, con los franceses y sus aliados. Para éstos, fue una amarga victoria, dadas las pérdidas materiales, debidas al saqueo sufrido por las tropas, y sobre todo las pérdidas humanas, empezando por el capitán general del ejército francés, el joven Gastón de Foix, hermano de Germana. En el campo de la Santa Liga, la rota de Ravena fue un sonado desastre cuya memoria se perpetuó incluso en el refranero19, y si algunos capitanes como el marqués de Pescara, que mandaba a los caballos ligeros, salieron de la batalla con fama de valientes, a otros como a Alfonso de Carvajal, Pedro Navarro y sobre todo el capitán general del ejército, Ramón Folch de Cardona, se les echó la culpa de la derrota que para España podía anunciar la pérdida del reino de Nápoles. Pero las guerras de Italia no sólo sirven de marco a la acción novelesca que acaba con la noticia de la muerte, durante su cautiverio en Ferrara, del capitán Flamiano, seudónimo del valenciano Jerónimo Fenollet20, mortalmente herido pocos días antes en Ravena. Al final del libro, so pretexto de facilitar la identificación de los personajes de la ficción designándolos bajo su nombre histórico, el autor intercala una crónica donde relata los preparativos de la campaña de la Santa Liga, detalla los componentes y efectivos de sus fuerzas armadas y los gastos, que hay que calificar de suntuarios, del virrey, antes de describir el desfile de los capitanes con sus gentes de armas, poniendo énfasis en los atavíos y empresas de aquéllos. Entre los autores que utilizaron esta crónica como documento histórico, cabe citar a Pedro Vallés que inserta un recorte de la misma en 18 En lo que toca a Questión de amor y a las relaciones de sucesos históricos referidos a la batalla de Ravena, véase Gonzalo García, 1996, pp. 185-188 y 194. 19 Correas, Vocabulario..., p. 599: «La de Ravena. Por batalla cruel. Ésta pasó entre franceses y españoles, en que no hubo victoria, porque de ambas partes hubo mucho destrozo, muertos y presos: fue en tiempos del Rey Católico». 20 Este caballero valenciano era el tercer hijo de Luis de Fenollet, baile de Játiva, y de Beatriz de Centelles, hija de Francisco Gilaberto, 1er conde de Oliva. Su hermano mayor, Francisco Gilaberto, que sucedió a su padre como baile y receptor de Hacienda del Real Patrimonio de Játiva, es famoso por sus poesías y figura entre los personajes de la corte de Fernando de Calabria y de Germana de Foix, virreyes de Valencia, en El Cortesano de Luis Milán. Véase Esquerdo, 1963, cap. XV, pp. 219-221.
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la Historia del marqués de Pescara21. Su evaluación de los efectivos de las tropas de la Santa Liga y su descripción de los atavíos y empresas de los grandes capitanes que parten para Ravena coinciden literalmente, a excepción de algunos cortes, con las de la crónica que el autor anónimo intercala en la ficción en clave. Por su lado, en las Vies des grands capitaines, el escritor francés Brantôme menciona Questión de amor para contraponer la ostentación suntuaria del ejército del virrey, que parte en campaña, para una especie de «guerre en dentelles», con el poco ardor en el combate y la pronta retirada del mismo: [...] j’en ay veu un petit traicté en espaignol, qui s’intitule Questiones de amor, où il descrit leurs superbes parures et devises d’eux, et garnitures de leurs chevaux, jusques aux livrées de leurs pages, estafiers et lacquais, qu’il n’y avait rien à voir si beau ny si superbe, tant tout estoit or, azur et argent; de sorte que par là ils pensoient en espouvanter toute la France; ce qui fut autrement: et mesmes dom Raymond se mit fort legerement à la retraicte, qui fut plus viste que le pas, et emporta sur le front plus de honte que n’avoient de livrées ses cavaliers, pages, estafiers et lacquais. Et, sans ce malheur, les Espaignols l’avoient tenu pour brave et vaillant capitaine, comme il l’avoit mieux que là faict parestre ailleurs, mesmes en Calabre, en une victoire qu’il obtint sur nous. Et puis, quelque temps après, fut tué devant Gayette d’une canonade22.
En cuanto a la batalla de Ravena, se evoca en la ficción novelesca a través de un sueño premonitorio de Vasquirán (profecía post eventus) que, entre otras cosas, resalta el violentísimo choque de las artillerías enemigas, signo de la revolución técnica del Renacimiento en materia de armamento, y las pérdidas humanas que diezman a los caballeros de la Santa Liga23. Frente al choque de las artillerías, a la violencia del combate y al cruel sacrificio de la flor y nata de los caballeros españoles e italianos, representados como auténticos mártires, resultan irrisorios los gastos suntuarios y los espléndidos atavíos del virrey24 y de los capitanes del ejército de la Santa Liga. 21
Historia del invictísimo y muy animoso caballero y capitán D. Hernando de Ávalos, marqués de Pescara, lib. 1, cap. 3, f. 7r-10r. 22 Brantôme, Vie des grands capitaines estrangers et françois, I, XI, p. 36. 23 Questión de amor, f. 38v-39r; pp. 174-176. 24 La descripción de sus gastos aparece bajo el epígrafe «De los atavíos y gastos del visorey» y así concluye: «[...] gastó sin lo que propio suyo tenía veinte y
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Pero el cortesano, como escribirá Castiglione, puede también ejercitar su destreza en las armas en tiempo de paz, gracias a los juegos ecuestres y diversiones caballerescas que, pocos años más tarde, evocará Castiglione: Aprovechan también las armas en tiempo de paz para diversos exercicios. Muéstranse y hónranse con ellas los caballeros en las fiestas públicas en presencia del pueblo, de las damas y de los príncipes. Por eso cumple que nuestro cortesano sea muy buen caballero de la brida y de la jineta [...]. De suerte que en cabalgar a la brida, en saber bien revolver un caballo áspero, en correr lanzas y en justar, lo haga mejor que los italianos; en tornear, en tener un paso, en defender o entrar en un palenque, sea loado entre los más loados franceses; en jugar a las cañas, en ser buen torero, en tirar una vara o echar una lanza, se señale entre los españoles [...]. Puédense también hallar muchos otros exercicios, los cuales, aunque no procedan derechamente de las armas, tienen con ellas muy gran deudo y traen consigo una animosa lozanía de hombre. Entre éstos son los principales la caza y la montería, que en ciertas cosas se parecen con la guerra; y sin duda son los pasatiempos que más convienen a señores y a hombres de corte; y los antiguos los usaban mucho25.
La importancia de estos ejercicios en la vida del cortesano se ilustra perfectamente en la novela que nos ocupa donde la presencia de condotieros y capitanes de las guerras de Italia no se afirma sólo al final del libro, es decir en los preparativos de la campaña y en la evocación de la batalla, sino en toda la historia, especialmente en los juegos ecuestres celebrados en las fiestas cortesanas. Entre los ritos de sociabilidad cortesana que la novela pone en escena, ocupan un lugar destacado estos deportes ecuestres, simulacros de la guerra, que ofrecen a caballeros y condotieros la ocasión de ejercitar, en períodos de paz, sus dotes de estrategas y su destreza en las armas. En cuatro ocasiones —una caza de montería, dos justas y un juego de cañas— se dedican páginas enteras a la relación del encuentro y sobre todo a la descripción del atuendo de los participantes y espectadores. Cuando se trata de una justa, se suelen precisar la identidad de los jueces y de
dos mil ducados de oro ante que de Nápoles partiese en solo el aparejo de su persona y su casa» (Questión de amor, f. 34r; pp. 160-161). 25 Castiglione, El cortesano, Libro I, p. 136-137.
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los mantenedores26, la composición de las cuadrillas, el número de carreras y los premios que recompensarán al más elegante («premio de más galán») y al mejor justador. Así anuncia Flamiano a su mayordomo Felisel la justa que ha de celebrarse para los desposorios del conde de la Marca: [...] concertamos una partida de justa, cuatro a cuatro, a ocho carreras.Va de precio de la una partida a la otra, una gotera de plata de ocho marcos [o sea, un aguamanil de plata de casi dos kilos], la cual se dará a quien mejor justare; al que más galán saliere a la tela con dos cavallos ataviados, uno con paramentos y cimera, otro con un paje y guarnición, y a la noche con ropa d’estado de brocado forrada de raso o damasco, se dan ocho canas [o sea 20 metros] de raso carmesí. Somos de la una parte el marqués de Persiana, el conde de la Marca, Camilo de Leonís27 y yo. De la otra son el señor marqués Carliano28 y el prior d’Albana29 y el marqués de Villatonda30 y el prior de Mariana31.
Al final del libro, en la crónica intercalada en la ficción en clave, los mismos caballeros, designados esta vez por su nombre histórico, desfilan con galas y empresas igualmente suntuosas bajo la bandera de la Santa Liga32, antes de combatir y para muchos de ellos, dejar la vida, en la batalla de Ravena. La descripción de los juegos ecuestres y de los atavíos de los capitanes, antes de la partida del ejército de la Santa Liga, es una manera de recordar que el oficio del caballero es el de las armas y de rendir homenaje al valor de los futuros combatientes que participan en esos juegos. Diez de ellos figurarán entre los ami26
«Úsase regularmente por el que mantiene alguna justa, torneo u otro juego público, y como tal es la persona más principal de la fiesta» (Diccionario de Autoridades, II, p. 487). 27 Se trata probablemente de Cristóbal de Hellín, uno de los grandes capitanes de las guerras de Italia, que aparece más adelante en la crónica, bajo su nombre histórico. 28 Carlos de Aragón, marqués de Gerace, Gran Protonotaro del reino. 29 Jerónimo Centelles, prior de Roma, de la orden de San Juan de Jerusalén. 30 El marqués de Bitonto, Giovanni Francesco Acquaviva d’Aragona, hijo de Andrea Matteo Acquaviva, duque de Atri, y de su primera mujer Isabella Piccolomini d’Aragona. 31 Pedro de Acuña, prior de Mesina, de la orden de San Juan de Jerusalén (Questión de amor, f. 4r; p. 49). 32 Questión de amor, f. 35r-36v; pp. 161-166.
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gos que, en el sueño premonitorio que tiene Vasquirán antes de la batalla de Ravena, le aparecen en una barca heridos, cantando y coronados con las flores del martirio33. Sus modelos históricos son capitanes presos, heridos o muertos en Ravena: Jerónimo Fenollet, nombre histórico de Flamiano, Pedro de Acuña, prior de Mesina, Jerónimo Centelles, prior de Roma, Rafaello de’ Pazzi, Juan de Alvarado, Gaspar de Pomar, Pedro de Paz, Jerónimo de Lloriz, Guidone Fieramosca y Juan de Cardona, conde de Avellino. Ocho de ellos murieron en Ravena o de las heridas que recibieron en la batalla34. Otra condición sine qua non del perfecto cortesano es que esté enamorado y cumpla con el ritual del servicio de amor. El amor es la clave de todos los códigos y rituales de la sociabilidad cortesana, ya se trate de códigos vestimentarios como el traje de aparato, con sus empresas amorosas, ya se trate de rituales amorosos, festivos o guerreros. Inspira la actividad literaria del autor y de sus personajes, los juegos y las fiestas cortesanas, con sus galas, e incluso las hazañas guerreras. El «Argumento y declaración de toda la obra» afirma que el principal propósito del autor ha sido: «[...] querer servir y loar una dama qu’en la obra Belisena se nombra, por servir y complazer un cavallero a quien llama Flamiano, que aquella dama servía» (f. 1v; p. 43). Las tres ocurrencias del verbo «servir» remiten a tres tipos de servicio, misión fundamental del cortesano: el servicio del enamorado a su dama, vasallaje amoroso heredado de la tradición cortés («Flamiano, que aquella dama servía»), el servicio del autor a otro caballero («por servir y complazer un cavallero a quien llama Flamiano») y el servicio del autor a la destinataria de su obra («servir y loar una dama qu’en la obra Belisena se nombra»). Lo que determina el primero es el amor de Flamiano a Belisena, seudónimos de Jerónimo Fenollet, caballero valenciano, y de Bona Sforza, hija de la duquesa de Milán. En cuanto al segundo, se trata de un servicio que responde a las leyes de la amistad y fraternidad caballerescas. Por lo que se refiere al tercero, el obsequio a la dama principal de una obra que ensalza su belleza, virtud y linaje, instaura entre la dama y el autor una relación de mecenazgo o al menos de protección. 33
Ibid., f. 38v-39r; pp. 173-174. De este grupo de caballeros, sólo salieron con vida del desastre Gaspar de Pomar y Guidone Fieramosca, heridos en la batalla y llevados presos a Ferrara. 34
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El amor es el tema principal del libro, centrado en un debate de casuística amorosa de larga tradición cortesana que ha entrado, recientemente, en las academias literarias. En las primeras páginas de su libro, Castiglione evocará igualmente las «sotiles quistiones» debatidas por los caballeros en la corte de Urbino35 y Pietro Bembo propondrá como juego una de ellas36. Aunque Carla Perugini, en su edición de Questión de amor, cita otros ejemplos napolitanos más recientes (el Cansonero de Popoli y las epístolas de Ceccarella Minutolo)37, las trece «cuestiones de amor» del Filocolo de Bocacio debieron de ser el modelo literario más inmediato del debate de Questión de amor. Lo que explica que Alfonso de Ulloa haya reunido la ficción anónima y la traducción castellana de las «quistioni d’amore» en un mismo volumen, impreso en Venecia en 1553-1554 por Gabriel Giolito de Ferrariis38. En el Libro IV del Filocolo, durante una fiesta celebrada en la corte de Nápoles, a ruego de Blancaflor, damas y caballeros plantean cada uno una cuestión de amor que provoca un debate contradictorio sometido al arbitraje de una «reina»: la princesa María de Anjou39. En la obra que nos ocupa, el debate opone a los dos amigos, Vasquirán y Flamiano, como indica el título de la obra, Questión de amor de dos enamorados, al uno era muerta su amiga, el otro sirve sin esperança de galardón. Disputan cuál de los dos sufre mayor pena... Esta cuestión de amor adopta primero una forma epistolar, ya que Vasquirán, desde la muerte de su amada, vive retirado en sus posesiones de Felernisa (nombre codificado de Palermo) y Flamiano reside en la corte de Noplesano (es decir Nápoles). Una vez reunidos en la corte, los dos amigos reanudan el debate que se deja abierto para que el lector pueda proseguirlo y juzgar quién es el vencedor. Según la tradición, también son de tema amoroso todos los poemas intercalados en la ficción narrativa (un total de 1.747 versos castellanos) que ensalzan las dotes poéticas del buen cortesano, aunque unos años más tarde, Juan de Valdés, en su Diálogo de la lengua, los juz35
Castiglione, El cortesano, p. 108. Ibid. p. 119. 37 Questión de amor, ed. 1995, p. 41, nota al título. 38 La traducción castellana de las trece cuestiones de amor del Filocolo, debida a Diego López de Ayala, ya se había impreso por separado en Sevilla y en Toledo en 1546. 39 Boccaccio, Filocolo, pp. 65-135. 36
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ga con bastante severidad40. La mayoría de ellos son poemas breves, ya se trate de villancicos y de canciones, que sirven a veces de pie de carta y, en algunas ocasiones, se cantan con acompañamiento de laúd, ya se trate de letras de invención, es decir de almas de empresa. Questión de Amor contiene nada menos que ciento dieciocho empresas de damas y caballeros, superando en número la colección de «Invenciones y letras de justadores» del Cancionero General, recién aparecido en Valencia41. Pero la obra contiene también poemas más largos, compuestos en coplas novenas o en coplas reales, y sobre todo dos extensas composiciones que se atribuyen a los protagonistas masculinos. La primera es la Visión de amor que Vasquirán manda a su amigo en una carta42. La segunda es la Égloga que Flamiano, con otros cuatro caballeros, recita durante un sarao celebrado en la mansión de la duquesa de Meliano, en Virgiliano (es decir Baia o Pozzuoli, llamada Puzol en la época española)43. En esta égloga dramática, el enamorado traduce en clave pastoril, ante el público de la corte, la escena de la caza en que Belisena rechazó su amor. La égloga funciona como una mise en abyme del libro, por ser como él una ficción en clave y cumplir una función adulatoria. Esta función, frecuente en el teatro pastoril de las cortes del Renacimiento, especialmente en Italia, se transparenta en el elogio de la ilustre familia de Benita, trasunto pastoril de Belisena, representación novelesca de Bona Sforza44. Al hablar de las poesías amatorias, ya hemos aludido a la invención, sinónimo de lo que más adelante se llamará empresa, auténtico código de sociabilidad galante y cortesana que acompaña indefectiblemente las diversiones de la corte. Francisco Rico la define como «una armónica combinación de imagen (devisa, cuerpo) y palabra (mote, letra, alma), denotadora del pensamiento o el sentimiento de quien la lucía...»45. Páginas y páginas se dedican a la descripción de los atavíos y
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Valdés, Diálogo de la lengua, p. 255. Cancionero General de Hernando del Castillo (1511), f. 140r-143v, que reúne un total de ciento seis invenciones, a veces glosadas por otro poeta. 42 Questión de amor, f. 15v-17r; pp. 88-98. 43 Ibid., f. 18r-22v; pp. 100-121. 44 Ibid., f. 19v; p. 108. 45 Rico, 1990, p. 183, nota 21. Sobre las empresas en Questión de amor, véase Vigier, 1998a. 41
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de las empresas que lucen damas y caballeros en las fiestas cortesanas y al final de la obra, en el desfile del ejército de la Santa Liga, preludio a su salida de Nápoles y a la sangrienta batalla de Ravena. Estas empresas, además de ser fragmentos de un discurso amoroso, cumplen, como ya hemos visto, la función de claves para todo lector deseoso de reconstruir la vida galante de la corte. Participe él en deportes ecuestres, en otras diversiones cortesanas o en el desfile del ejército de la Santa Liga, bajo el mando del virrey, cada caballero de Questión de Amor dedica sus hazañas y todos sus actos a la dama a quien sirve, luciendo colores y empresas que representan sus sentimientos amorosos, gracias a un lenguaje codificado que reúne una imagen, la figura de invención, y un texto poético breve, la letra de invención. Cumple así con un ritual de sociabilidad amorosa y cortesana de clara estirpe cortés y caballeresca. A lo largo del relato, se suceden las fiestas con sus diversiones cortesanas: caza de montería, justas, juego de cañas, representación de una égloga, momerías, banquetes y saraos. La descripción pormenorizada de estas fiestas de corte y del atuendo de damas y caballeros convierte a menudo la ficción en crónica mundana o en relación de fiestas. La enumeración de los atavíos y empresas de los personajes, casi podríamos decir, para la mayoría de ellos, de los figurantes, por ilustres que sean, reproduce durante páginas enteras el mismo esquema descriptivo y el mismo discurso amoroso, aunque declinado en múltiples variaciones: 1. verbo «salir» o «sacar» en tercera persona del pretérito; 2. seudónimo del personaje que recoge la inicial y a veces más letras del patrónimo o del nombre de feudo de su referente histórico; y 3. descripción del traje de aparato o, si se trata de una justa, de la cimera del justador, de los paramentos de su caballo y librea de sus pajes y mozos de espuelas y, si se trata de un juego de cañas, de su adarga. Los diferentes elementos de la descripción recuerdan el doble vínculo que define al cortesano: la pertenencia a un cuerpo social y el amor a una dama. La suntuosidad de las telas —terciopelo, raso, damasco, brocado— y la riqueza de los bordados y adornos de oro o plata evidencian su pertenencia al mundo de la corte ya que el caballero, como ya hemos visto, ha de servir al príncipe «en la paz acompañándole y siguiendo su corte con mucha costa que [le] cuesta» (f. 26v; p. 134). Los colores simbólicos, la figura de invención y la letra que la acompaña manifiestan el vínculo amoroso.
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Veamos, a título de ejemplo, la cimera que lleva Flamiano en una justa real, los paramentos de su caballo y la librea de su paje y de sus mozos de espuelas: Salió él mismo [Flamiano] con unos paramentos de raso encarnado chapados con una obra relevada de plata muy rica, la cual hazía unos vacíos en el raso en los cuales avía dos bívoras de oro en cada uno; la cimera de las mismas bívoras; veinte moços vestidos a la tudesca, de terciopelo encarnado y raso blanco, con otro cavallo en que avía de justar, con una guarnición d’esta manera y un paje vestido de lo mismo. Dezía la letra de las bívoras: Cuando lleg’al coraçón su herida, no ay más remedio en la vida. (f. 31r; p. 148)
El raso y el terciopelo, la plata y el oro de los paramentos, el acompañamiento de veinte mozos de espuelas y de un paje ponen de realce la pertenencia de Flamiano al mundo de la corte donde lucen mucho, en los juegos ecuestres y demás diversiones cortesanas, los «vestidos lozanos y de fiesta, bordados y acuchillados, pomposos y soberbios»46. Los otros elementos de la descripción —colores, figura de invención y letra que la acompaña— funcionan como referencias a la amada y a los sentimientos amorosos del caballero. El blanco y el encarnado son los colores heráldicos de Belisena, y de su modelo histórico, Bona Sforza, hija de la duquesa de Milán y futura reina de Polonia. La víbora, figura de la cimera, recuerda las serpientes del blasón de la familia de los Visconti-Sforza, duques de Milán y la B de «bívora» remite a la inicial de la amada, Belisena, y de su modelo histórico, Bona. Pero a la función referencial de los colores y de la empresa, se añade una función simbólica o, si se prefiere, emblemática. El blanco y encarnado significan también la frialdad y crueldad de Belisena, arquetipo de la «belle dame sans merci» y la víbora funciona como metáfora de la dama matadora, como explicita la letra de invención. Otra invención, esta vez sin letra, que lleva la princesa de Salusana, seudónimo de la princesa de Bisignano, remite al mismo arquetipo: Sacó la señora princesa una saya de terciopelo negro cubierta de unos alacranes de oro, forrada de brocado blanco, una gorra de raso blanco con 46
Castiglione, El cortesano, Libro II, p. 245.
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las mismas pieças, un collar de lo mismo, una hacanea con una guarnición rica de lo mismo; los moços d’espuelas con sayos de terciopelo negro y los jubones de brocadelo morado, una calça negra, otra morada y blanca. (f. 29r; p. 144)
Hay que pasar por la palabra italiana scorpióne o por el castellano «scorpión», sin E protética, para comprender que el alacrán remite a la S, inicial del feudo ficticio de la princesa, Salusana, y del patrónimo real de su esposo, Sanseverino. Pero el escorpión funciona también, igual que la víbora, como metáfora de la dama, avisando de la frialdad y crueldad con que ha de tratar a cualquiera que se atreva a requerirla de amores. La empresa del alacrán y la inicial S, no pueden sino recordarnos el colgante, en forma de escorpión, que lleva Isabel de Gonzaga, duquesa de Urbino en el retrato de Rafael conservado en Florencia (Galleria degli Uffizi). También hace pensar en la S inscrita en la frente de la duquesa, cuya interpretación se propone como juego al principio del Libro Primero del Cortesano de Castiglione, S que inspira a El Unico Aretino un soneto improvisado en el que declara el significado de esta letra47. Para acabar, me interesaré por las gracias y donaires y la aptitud a la facecia, que el libro de Castiglione fijará como dotes indispensables al buen cortesano48. Conocemos la importancia que Baldassar Castiglione y más tarde Luis Milán conceden en su libro a los motes y a las facecias del cortesano. Dos de las facecias que se cuentan en el libro de Castiglione ponen precisamente en escena a capitanes que aparecen en Questión de Amor. En la primera, que Boscán deja sin traducir, Diego de Quiñones (en la ficción en clave Guillermo de Cones), lugarteniente del Gran Capitán, moteja a otro español de judío49. Protagonizan la segunda Rafaello de’ Pazzi y Pedro de Acuña, prior de Mesina50, que aparecen respectivamente en la novela bajo los seudónimos de Roseller el Pacífico y de prior de Mariana, porque éste sirve a una dama llamada Mariana de Severín51.
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Castiglione, El cortesano, Libro I, pp. 116-117. El soneto, descubierto por Vittorio Cian, se reproduce p. 117, nota 5. 48 Véase, al respecto, el estudio de Margherita Morreale, 1959. 49 Castiglione, Il libro del Cortegiano, p. 210. 50 Castiglione, El cortesano, Libro II, pp. 312-313. 51 Nombre codificado de María Díaz Garlón.
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En la obra que nos ocupa, si los juegos conceptistas, frecuentes en las empresas, pueden ilustrar el ingenio y la gracia de todo cortesano que se respete y si los donaires del pastor bobo de la égloga provocan incluso la risa, la dimensión faceciosa del cortesano, a primera vista, parece ausente. Sin embargo, bajo la máscara de los amores ritualizados y del discurso poético que pondera, a porfía, la desesperación del amante y la crueldad de la dama, se ocultan a menudo relaciones amorosas que son la comidilla de la corte. La dimensión faceciosa ha de encontrarse, no en los personajes sino en el propio libro, propuesto como juego a un público selecto, y especialmente al público cortesano capaz de decodificarlo. El autor anónimo se dedica a menudo a sugerir, de manera que puede pasar desapercibida a lectores inadvertidos, las relaciones amorosas no siempre platónicas que revelan los documentos de la época o que llenan la crónica escandalosa de la corte. Estos chismes disfrazados recuerdan uno de los rituales de la sociabilidad cortesana de la época, el «motejar», inseparable de las gracias y donaires con que el cortesano ha de amenizar su conversación. Citaré tres ejemplos, entre otros muchos, de chismes mundanos que anuncian una de las facetas de los cortesanos de Baldassar Castiglione y de Luis Milán: el gusto por la facecia. El primer ejemplo es el de Fernando de Alarcón, capitán de las guerras de Italia. En la novela lleva el seudónimo de Alarcos de Reyner, que alude a los amores que la crónica escandalosa le prestó con Juana IV de Nápoles, viuda de Ferrantino. Así sale en una justa real: Sacó Alarcos de Reyner unos paramentos de brocado rico de pelo, con un page vestido de negro en otro cavallo, con unos paramentos de terciopelo negro, con una rexa de plata que los cobría. Avía en los vazíos de la rexa unas erres doradas. Traía por cimera un relox. Dezía la letra: No suena sino mi mal porque mi ventura es tal. (f. 31r; p. 149)
El negro, color del luto, las empresas que empiezan por la letra R (rexa, relox) y las erres doradas confirman los amores con la reina de Nápoles ya sugeridos por el seudónimo del personaje, «de Reyner». Otro ejemplo es el de Galarino d’Isian, así llamado porque corteja a Isiana, dama de la duquesa de Meliano. Los documentos de la época atestiguan que Guidone Fieramosca, otro de los capitanes de las guerras de Italia, e Isabel Castriota, referentes históricos del caballero
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y de la dama de la ficción, acabaron por casarse en 1518, después de una larga relación amorosa de la que nació una hija, María, bautizada el 15 de octubre de 1510 y criada en el palacio del conde de Mignano, Ettore Fieramosca, hermano mayor de Guidone52. El tercer ejemplo es el de los amores ilícitos que se prestaron al cardenal de Valencia, Pedro Luis Borja, sobrino-nieto del papa Alejandro IV, con Leonora Piccolomini, princesa de Bisignano, amores que, según la crónica escandalosa, motivaron la venganza del esposo que mandó envenenar a los amantes53. En la novela, el prelado, que responde al gracioso seudónimo de cardenal de Brujas, acude enmascarado a un baile, con un traje de aparato blanco y negro, colores de la princesa. Más tarde, la muerte de ambos se evoca, bajo su nombre histórico, en la crónica, como primer golpe de fortuna que anuncia la cruel batalla de Ravena: Pues ya su fuego [de la fortuna] començado, dende a no muchos días, con una enfermedad asaz breve puso fin la muerte en la vida del reverendíssimo don Luis de Borja, cardenal de Valencia, que desta corte, aunque perlado, en las cosas de cavallero mancebo era uno de los quiciales sobre quien las puertas de las fiestas y gentilezas se rodeavan. E dende a ocho días no más, hizo lo mismo en los días y juventud de doña Leonor de San Sobrino, princesa de Visiñano, que era una de las que el cabo de la dança d’esta escritura ha llevado. (f. 33v; p. 158)
***
A modo de conclusión, me inclino a pensar que Questión de Amor, entre otras lecturas, pudo funcionar en el siglo XVI como una especie de breviario cortesano que ofrecía modelos de conducta a determinado público, marcando una transición entre la ficción sentimental y los retratos del cortesano que figuran en los libros de Baldassar Castiglione y de Luis Milán. No he querido extenderme aquí en los puntos de contacto que puedan existir entre el Libro del Cortesano y la novela en clave que figuraba en la biblioteca de la familia Castiglione. Lo que quiero resal52 53
Faraglia, 1878, p. 490. Croce, [1925], p. 128, nota 4.
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tar, en cambio, es el retrato literario de la corte de Nápoles y sobre todo el espejo del cortesano renacentista que se desprende de la obra anónima. Este cortesano es un hombre de buen linaje, elegante y cortés, valiente y diestro en las armas sin desdeñar, ni mucho menos, las letras ni la música. Este caballero cumple con los códigos —traje, empresas— y con los rituales cortesanos y caballerescos —fiestas, juegos ecuestres, servicio de amor. Para guardar su rango en palacio, ha de disponer, además, de una riqueza que le permita participar en los fastos cortesanos, como se trasluce de las largas descripciones de trajes de aparato. Como ya hemos visto, el narrador, al final del libro, interrumpe por unas páginas la ficción en clave para escribir una crónica de los acontecimientos de los últimos meses de 1511, es decir de los preparativos bélicos que llevarán a la sangrienta batalla de Ravena, el 11 de abril de 1512, día de Pascua. Antes de empezar esta crónica en la que los personajes aparecen bajo su nombre histórico, el autor evoca con nostalgia la edad de oro de la corte napolitana que acaba de retratar: [...] en el cual tiempo todos estos cavalleros mancebos y damas y muchos otros príncipes y señores se hallavan en tanta suma y manera de contentamiento y fraternidad los unos con los otros, assí los españoles unos con otros como los mismos naturales de la tierra con ellos, que dudo en diversas tierras ni reinos ni largos tiempos passados ni presentes tanta conformidad ni amor, tan esforçados y bien criados cavalleros ni tan galanes se ayan hallado. (f. 33v; p. 157)
Estas palabras, cuyo tono nostálgico ha sido comparado con el del libro de Castiglione54, traducen claramente la conciencia de haber vivido momentos únicos, una especie de edad de oro de la corte napolitana. Sugieren que este modelo de corte existió en un solo lugar («dudo en diversas tierras ni reinos») y en una sola época («en el cual tiempo», casi el «in illo tempore» del mito, «ni largos tiempos passados ni presentes»). La obra se convierte así en elegía a la muerte de los caballeros caídos en Ravena y al modelo de corte y de cortesanos que, quizás, haya desaparecido con ellos. Unos cortesanos unidos por una fraternidad caballeresca que se forja en una comunidad de virtudes y de valores y en la adopción de códigos y rituales de sociabili54
Guidi, 1978, p. 160, nota 206.
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dad cortesana que trascienden las diferencias de nación e incluso los conflictos individuales o políticos. Parece, y quizás no se trate de algo muy distante de la realidad, que la conciencia de pertenecer a un cuerpo social, la corte, prevalece sobre los motivos de desunión que hayan podido existir entre sus miembros. Y eso que estos motivos de desunión no faltaban entre los barones del reino, tradicionalmente divididos entre partidarios de los angevinos y de los aragoneses, y más recientemente entre partidarios de los franceses y de los españoles. Entre las personas principales que desfilan en la obra, con seudónimos, figuran varios barones napolitanos que poco tiempo antes, después de un destierro en Francia, recuperaron sus feudos gracias al tratado de Blois, firmado en 1506. Me refiero al príncipe de Bisignano, Berardino de Sanseverino, al príncipe de Melfi,Troiano Caracciolo, al duque de Traietto, Onorato Gaetani y a los condes de Morcone y de Trivento. Jerónimo Zurita representa a varios de esos barones jurando (el texto dice «haciendo pleito homenaje») a Fernando el Católico y a Germana de Foix «como a verdaderos y legítimos reyes del reino de Sicilia de esta parte del Faro»55, en las bodas solemnes celebradas en Valladolid en marzo de 1506. Y no olvidemos que el período de 1508-1512, que inspiró al novelista, sigue a la corta estancia de Fernando y Germana en Nápoles en 1506 y 1507, que marca la gran reconciliación o al menos, lo intenta.
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Lo que define al modelo de vida que el agustino, teólogo y profesor de Sagrada Escritura, fray Luis de León, brinda a su sobrina, doña María Varela Osorio, bajo la forma de una glosa del último capítulo del libro de los Proverbios de Salomón (Pr 31, 10-31), es una palabra: el trabajo. Cosa ésta tan opuesta al estilo de vida que llevaría esta dama noble, descendiente de la ilustre familia de los condes de Trastamara y esposa de Garcí López Chávez, caballero de la Orden de Alcántara, que el exegeta se ve en la obligación de insistir no pocas veces, a lo largo de su comentario, en el hecho de que se dirige a todas las mujeres, «incluso» a las damas nobles. Esta fórmula de inclusión revela que fray Luis tiene conciencia de la novedad que supone, en la época, hablar de trabajo a las damas nobles.Tal novedad es sin duda lo que, fundamentalmente, diferencia La perfecta casada de fray Luis de los numerosos tratados que, a lo largo del siglo XVI1, intentan redefinir el papel de la mujer, centrándose todos en la virtud de honestidad o castidad. Por no citar más que un ejemplo, mencionemos una obra escrita, ochenta años antes que la de fray Luis, por otro agustino, fray Martín Alonso de Córdoba, El jardín de nobles doncellas (Valladolid, 1500), manual de educación destinado a la futura reina Isabel de Castilla y que
1
Véase el prólogo de la edición de La perfecta casada por Javier San José Lera, 1992, p. 25. En adelante, citaremos por esta edición, indicando solamente la referencia de la página.
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exalta la virtud de castidad como la esencia de la mujer incluso en el matrimonio2. Fray Luis, en cambio, no asienta su demostración en dicha virtud sino en la fuerza de la mujer en el trabajo, evocando siete veces sus manos y más de doce veces sus tareas manuales. Eso no significa que fray Luis subestime la virtud de castidad, sino que, al tomar por piedra de toque del edificio de la excelencia de las mujeres su energía en el trabajo, sólo ve en la castidad una condición previa a su perfección, comparándola a «la tabla» sobre la que el pintor esboza su retrato (p. 90). De ahí que su comentario al poema bíblico no gravite hacia esta virtud sino hacia otro centro que confiere su singularidad al parangón que va trazando. Insistamos: el exegeta elabora su glosa centrándose en la idea clave de que lo esencial para la mujer es el trabajo manual; idea que, a pesar de su novedad, no llamó la atención de los críticos, que tan sólo vieron en la laboriosidad una de las numerosas virtudes de la mujer ideal, sin advertir que el trabajo manual ocupaba un lugar de primera importancia en la glosa luisiana, ni tampoco investigar los motivos del fenómeno. Aprovechamos pues, hoy, el tema de este coloquio dedicado a los modelos de la vida noble, para proponer una nueva lectura de La perfecta casada de fray Luis de León, a la luz de la paradoja que, en esta obra, se da entre la exaltación del trabajo manual y la evocación de los usos y costumbres de la nobleza de la época, que pensaba guardar su rango no haciendo nada o trabajando lo menos posible. Esta paradoja ha sido el punto de partida del presente estudio y de ella derivan las preguntas a las que intentaremos responder: ¿Por qué fray Luis escoge el último capítulo de los Proverbios como base del modelo de perfección femenina que propone? ¿Cómo aplica dicho modelo veterotestamentario a las damas nobles de su época? Y, por fin, ¿cómo se puede interpretar la emergencia de este nuevo paradigma femenino en el mundo cristiano postridentino? 2 «Todas las virtudes en la mujer, aunque estoviese un montón dellas hasta el cielo, sin castidad no son sino como escorias y ceniza contra el viento» (tercera parte, cap. IV, p. 91). Piénsese también en el ahínco con que Juan Justiniano centra la santidad de las mujeres en la virtud de castidad: en el prólogo de su traducción del De institutione feminae christianae de Luis Vives (Amberes, 1524), titulada Instrucción de la mujer cristiana (Valencia, 1528), insiste en que las damas «escojan un modo de vida honesta, loando sobre manera la virginidad y viudez y limpieza del matrimonio» (citado por San José Lera, 1992, p. 30).
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¿POR
QUÉ ESCOGE FRAY
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ESTE POEMA BÍBLICO PARA TRATAR DE LA
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Antes de responder a esta pregunta, advirtamos que la elección del poema acróstico3 del último capítulo de los Proverbios como materia exegética para una glosa in extenso constituye de por sí una innovación. En efecto, al emprender la «declaración» o sea la «explicación» según el sensus moralis4 de este texto, fray Luis de León no tiene tras sí ninguna tradición cristiana5. Los exegetas de los siglos anteriores lo interpretaron según el mysticus sensus, el sentido alegórico, viendo en la mujer fuerte salomónica una figura de la Iglesia, esposa de Cristo. Este sentido es el que precisamente fray Luis deja de lado en La perfecta casada para realizar, como hemos dicho, una glosa ética6, o sea un comentario que enseñe a su noble sobrina cómo debe obrar. Quizás fray Luis conociera la alusión que a este texto bíblico había hecho otro teólogo, contemporáneo suyo, fray Luis de Granada. 3 El último capítulo del libro bíblico de los Proverbios es un poema acróstico: las primeras consonantes de los verbos que encabezan los veintidós versos siguen el orden de las veintidós letras del alfabeto hebreo, de alef a tav. Se trata de una forma poética frecuente en los salmos, que traduce un propósito de erudición y de maestría con una posible función mnemotécnica. Este tipo de poema procura ser exhaustivo, abarcando todos los aspectos de un tema, de alef a tav (de alpha a omega), por lo que fray Luis considera este texto como la expresión de una plenitud, de una perfección, diciendo: «el lugar más proprio y adonde está como recapitulado o todo, o lo más que a este negocio [del matrimonio] en particular pertenece» (p. 73). Por otra parte, la obligación de presentar los veintidós versos de manera alfabética implica una selección de las palabras que puede acarrear cierta discontinuidad, cierto desarrollo anárquico de las ideas y de los temas; por eso, en este tipo de poema, no hay que buscar ningún orden lógico en la demostración sino atenerse a una idea central y a unos temas adyacentes. 4 Sobre la elección del sentido moral o tropológico, véase San José Lera, 1992, pp. 14-17.Y, sobre la justificación alegada por fray Luis de León para explicar su interés por la glosa del texto de los Proverbios, véase lo que dice en Los nombres de Cristo: «Lo que hago solamente es poner las mismas palabras que Dios escribe y declarar lo que por ellas dice, que es proprio oficio mío, a quien por título particular incumbe el declarar la Escritura» (p. 498). 5 Sobre la historia de la transmisión y de la exégesis del texto de Prov. 31, 1031, canónico entre los judíos y los cristianos, atribuido al rey Salomón y compuesto probablemente hacia el año 800 a. C., véase Vigouroux, 1912, vol.V, pp. 778-779. 6 Sobre la actitud de fray Luis que rechaza la glosa alegórica o mística, véase La perfecta casada, p. 83.
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En su Memorial de la vida cristiana (Lisboa, 1564), el dominico fustigaba a los hombres nobles inclinados a la vida ociosa, tachándoles de «mujeriles» y proponiéndoles el ejemplo de la «mujer fuerte»: Aquella mujer fuerte tan alabada de Salomón, extendió su mano a cosas fuertes, y ciñó sus lomos con fortaleza, y fortaleció también sus brazos para haber de trabajar. Mas éstos [hombres] por el contrario rehúsan hacer rostro a los trabajos7.
Sea lo que fuere, forzoso es reconocer que, por su brevedad, esta alusión no pudo constituir para fray Luis ninguna fuente de inspiración en materia exegética ¿Cuales son, pues, las fuentes de nuestro agustino y por qué escoge este último capítulo de los Proverbios? Para entender cómo, a pesar del escaso interés suscitado por este texto en el mundo cristiano, fray Luis de León pudo innovar emprendiendo su comentario, tenemos que tomar en cuenta la cultura hebraico-judía del exegeta. Inmediatamente llama la atención el enorme éxito de este texto en el mundo judío, constatación insoslayable, que no pudo pasar inadvertida a un hebraísta áureo como fue fray Luis de León. Recordemos que, bajo la dirección del monje cisterciense Cipriano de la Huerga, el joven agustino había hecho largos estudios de hebreo en la Universidad de Alcalá durante nueve años, entre 1551 y 15608, estudios que le permitieron luego enfrentarse con el texto «original» de las Escrituras, el texto masorético, y realizar comentarios a lo literal como su famosa glosa del Shir ha- Shirim, el Cantar de los Cantares, al final de la cual fue publicada por primera vez La perfecta casada. Recordemos también que, además de esta pericia lingüística, fray Luis poseía cierto conocimiento de la cultura judía, conocimiento que le había transmitido su maestro cisterciense ya citado, que en su tiempo había sido alumno del converso Alfonso de Zamora, nacido en una familia rabínica. Sirvan estos datos para permitirnos entender qué percepción singular podía tener un hebraísta como fray Luis de León del texto del último capítulo de los Proverbios, que en la tradición hebraico judía goza de singular prestigio. 7
Véase Fray Luis de Granada, Memorial de la vida cristiana, tratado séptimo, cap. V, 1995, pp. 327-328. 8 Véase Asensio, 1986.
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En efecto, este texto cuyo título es en hebreo Eshet Jail, literalmente «mujer fuerte», forma parte de la liturgia doméstica del shabat, día de descanso semanal que comienza en la tarde del viernes al ponerse el sol, y conmemora el reposo que Dios se otorgó después de crear el mundo. Al principio de la celebración del shabat, después de la recitación del Cantar de los Cantares, el esposo suele recitar o cantar el poema de la «mujer fuerte» a su esposa, sólo o acompañado de sus hijos, precisamente en el momento que precede a la cena festiva de la bendición del pan y del vino (Quidush), antes de que ella encienda las velas del shabat y rece la bendición de la luz. Si insistimos en estos detalles, es porque permiten comprender cómo el texto de la «mujer fuerte» llegó a representar una celebración de la mujer reina, glorificada por todo el trabajo que ha ejecutado durante los seis días de la semana según el mandamiento de Dios (Ex 23, 12). Por medio de este poema, el esposo tributa homenaje a la «fuerza» de su esposa, ensalzándola por haber cumplido todas las tareas necesarias a la vida de la familia, sustituyéndole a él y permitiéndole salir de casa para dedicarse al estudio de la Torá. En otros términos, la recitación ritual de este texto marca, como todo el shabat, la liberación de la esclavitud del trabajo, o sea el paso del estatuto de la mujer esclava al de la mujer reina. Por eso, este texto se considera como un ofertorio que sacraliza el trabajo ejecutado9, que le da su verdadera dimensión de ofrenda y de acto de adoración a Dios (en hebreo el verbo ‘trabajar’, lahavod, significa también ‘ofrecer un sacrificio de adoración al Dios único’). En este último capítulo de los Proverbios, cuyos versículos encabezan sendos capítulos de La perfecta casada, lo que convierte a «la mujer fuerte» en un modelo de perfección femenina es que se le atribuyen dones de laboriosidad que abarcan una gama universal, desde el cavar la tierra con sus manos para plantar una viña, como reza el versículo 16 («Vínole al gusto una heredad, y compróla, y del fruto de sus palmas plantó viña», p. 123), hasta tejer la lana o el lino y vender su labor según el versículo 24 («lienzo tejió y vendiólo», p. 172), sin 9 Véase Posner, Kaploun y Cohen, 1975, pp. 123-124. Además de los usos señalados, se suele cantar, en la tradición sefardí, el poema Eshet Jail en las bodas y en los entierros de las mujeres piadosas. Es costumbre también escribir los primeros versículos del poema a modo de epitafio en sus tumbas (véase Encyclopaedia Judaica, 1972, vol.VI, p. 887).
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dejar de amamantar a sus hijos y de ocuparse de sus criados (p. 191). Según este texto bíblico, fuerza en el trabajo supone poseer dones apenas imaginables de invención, de cómputo para aumentar y conservar la heredad10, así como dones de percepción para vigilar cada rincón de la casa como reza el versículo 27 («[la mujer fuerte] rodeó todos los rincones de su casa y no comió el pan de balde», p. 179). Basten estas citas bíblicas para explicar por qué, en la tradición judía, este poema fue utilizado para celebrar a la mujer trabajadora, para venerarla como una reina en el séptimo día de la semana. Hasta tal grado llega la exaltación de la «mujer fuerte» que los rabinos no vacilan en hacer de ella un símbolo de la Torá, que da la vida a los hombres, como consta en los comentarios de Iben Ezrá y de Rashí11, mientras que los cabalistas ven en ella una figura de la presencia materna y esponsalicia de Dios, llamada la Shekina12. Volviendo a fray Luis de León, queda claro que no pretendemos de ninguna manera afirmar que el agustino manejó fuentes rabínicas o cabalísticas para redactar su glosa del capítulo de los Proverbios, cosas que él mismo negó rotundamente durante su proceso inquisitorial13. Sólo quisiéramos apuntar aquí unos datos culturales que los filólogos hebraístas áureos no podían ignorar, datos que permiten situar el poema acróstico en su contexto original y elucidar su concepto clave: el trabajo concebido como esencia de la mujer considerada como fiel colaboradora a la creación de Dios (Gn 1 y 2; Ex 20, 8-11) y canal de su bendición.
10
«[es menester] adelantar su hacienda», p. 123. En sus comentarios, Iben Ezrá y Rashí comparan a la mujer fuerte con la Torá: «Feliz es el hombre que consigue encontrarla (v. 10), como Moisés come sus frutos (v. 11). Los rabinos, que en pos de él, madrugan para explicar la Torá a sus discípulos, reciben la misericordia y la asistencia de Dios» (véase Encyclopaedia Judaica,V, 1972, p. 887). 12 Los cabalistas, al recitar el texto de Prov 31, 10-31 suelen celebrar a la Presencia de Dios Shekina como a la mujer madre que provee a todas las necesidades de sus hijos (ibid.) 13 Véase Revilla, 1928. 11
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¿CÓMO APLICA FRAY LUIS EL MODELO DE PERFECCIÓN FEMENINA DE LOS PROVERBIOS A SU DESTINATARIA Y A LAS DEMÁS DAMAS NOBLES DE SU ÉPOCA? Primero, fray Luis recurre al método de la interpretación filológica frecuente en su comentario del Cantar de los Cantares, método basado en la aclaración léxica de los términos más importantes del texto hebreo de referencia. Así, en La perfecta casada empieza explicando la voz hebrea jail del primer versículo del poema hebreo que reza: «eshet jail mi imtsa», que traduce la Vulgata al latín (‘mulierem fortem, quis inveniet?’) y romancea fray Luis (‘mujer de valor ¿quién la hallará?’). El exegeta comenta ampliamente la voz jail, diciendo: Así que esto que decimos varonil o valor, en el original es una palabra de grande significación y fuerza, y tal, que apenas con muchas nuestras se alcanza todo lo que significa. Quiere decir virtud de ánimo y fortaleza de corazón, industria y riquezas, y poder y aventajamiento, y finalmente un ser perfecto y cabal… (p. 85)
No carece de interés advertir que, si en este comentario léxico fray Luis ensalza la polisemia del idioma hebreo y aclara unos matices de la voz jail (fuerza, poder, valor, riquezas), sin embargo no recoge las acepciones más corrientes de dicha voz hebrea, acepciones que hallaría en sus diccionarios de hebreo, y en particular en el Thesaurus Hebraicae Linguae de Arias Montano, instrumento básico de los hebraístas de aquella época14. Al investigar dichas ocurrencias léxicas descubrimos cómo fray Luis adapta la idea central del texto hebreo a su propio propósito. En efecto, en la entrada correspondiente a la voz hebrea jail del citado diccionario de Arias Montano se leen dos palabras latinas vis, ‘fuerza’ (Sal 18, 33; Nm 24, 18) y exercitus, ‘ejército’ (Ex 15, 4; II S 24, 2), con dos derivaciones principales: dux exercitus, ‘jefe de ejército’ (Dt 3, 18) y vir fortis, ‘hombre valiente’ (Dt 8, 17; Rt 4, 11). Podemos apreciar la selección léxica operada por fray Luis que, dejando de lado las connotaciones bélicas, se contenta con destacar el aspecto varonil; dice: «El
14 Se trata del diccionario hebreo-latín que Arias Montano realizó para la segunda Políglota y es una versión enmendada del Thesaurus Linguae Sanctae (Lyon, 1529) del dominico Sancte Pagnino, que había copiado el Nominum ac verborum hebraeorum dictionarium copiosum (Alcalá, Guillén de Brocar, 1526) de Alfonso de Zamora.
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Spíritu Santo a la buena mujer la llama mujer de valor […], y pudiéramos decir mujer varonil» (p. 85). Esta selección léxica procede, sin duda, del afán de fray Luis de no hacer de su modelo femenino una «mujer de armas tomar», una mujer brava como las Espartanas referidas por Erasmo, con claro sentido negativo, en su Christiani Encomium Matrimonii (Alcalá, Miguel de Eguía, 1525)15. En cambio, fray Luis, para conferir a lo «varonil» un significado enteramente positivo, prefiere asociarlo al concepto que predomina en los versículos del poema hebreo: la fuerza en el trabajo. Después de esta aclaración léxica previa, el agustino desarrolla este concepto, amplificándolo y ponderando el hecho de que la mujer bíblica posee dones de laboriosidad que son infinitos en su riqueza, milagrosos, rayanos en lo divino, y desde luego más que humanos cuando se hallan en la «flaqueza de una mujer». Advierte que «siendo de suyo tan flaca [la mujer] es clara señal de un caudal de rarísima y casi heroica virtud» (p. 86). Luego, valiéndose de esta antítesis entre fragilidad femenina innata y fuerza infundida por la Gracia, fray Luis realiza su glosa centrándose en los pormenores, en las cosas más insignificantes que prueban la excepcional perfección de esta mujer trabajadora, como su asombrosa capacidad para extraer de un material lo que nadie era capaz de extraer: «Ella ha de rodear de su casa todos los rincones y recoger todo lo que pareciere estar perdido en ellos, y convertirlo en utilidad y provecho» (p. 114). Desde esta perspectiva fray Luis exalta el talento de invención de la mujer fuerte (invención en el sentido latino de inventio que es ‘volver a encontrar’), talento que le permite sacar de poquita cosa grandes cosas y que el agustino expresa a través de una hipérbole, exhortando a la mujer a que «saque tesoro […] de entre las barreduras de su portal» (p. 112), o que haga «con su aliño y aseo que el vestido antiguo le esté como nuevo» (p. 99), siendo lo más importante conservar lo ganado y sobre todo «lo heredado»16, a fin de que, como dice el exegeta, «todo crezca en sus manos» (p. 112).
15
Citado por San José Lera, 1992, p. 85, nota 34. Véase: «[|a mujer] es guarda y beneficiadora de lo cogido» y «[es menester] que conserve y endure [la hacienda]» (p. 93). 16
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En cada versículo, fray Luis se extiende en la ilimitada e inagotable capacidad de trabajar de la mujer fuerte17, en su energía terrible e incesante. Subraya el hecho de que la mujer no se detiene; sentada o de pie, sigue entregándose a sus tareas con esfuerzo e intensidad: «Y así la hacendosa mujer, estando asentada, no para; durmiendo vela, y ociosa, trabaja, y cuasi sin sentir cómo o de qué manera, se hace rica» (p. 114). A través de su glosa, fray Luis va esbozando un ideal femenino en torno a la idea central de que la mujer debe ser la pura actividad. Insistamos: la mujer fuerte destaca por ser inhumanamente laboriosa, productiva, prolífica, imparable como subraya el exegeta, pues, acabado su trabajo doméstico, se entrega a las obras a favor de los pobres de la calle, según reza el versículo 20 («Sus palmas abrió para el afligido, y sus manos extendió para el menesteroso»). Fray Luis aconseja a la mujer «que sea hacendosa y aprovechada, y veladora y allegadora, […] que abra la palma que la avaricia cierra, y que alargue y tienda la mano que suele encoger la escasez» (p. 130). Huelga decir que este modelo de vida que fray Luis va presentando a su noble sobrina se sitúa fuera de lo común por lo que nos revela, no sólo del poder del trabajo, sino también de la capacidad de ocultar o eliminar todo rastro de las necesidades concretas que supone ese trabajo. Así, el exegeta, deseando probar que esta mujer que trabaja tan duro nunca pierde su elegancia, explica la metáfora bíblica de la mujer-nave del versículo 14, que reza: «Fue como navío de mercader que de lueñe trae su pan». Dice: «Como hace la nave, que, sin parecer que se menea, nunca descansa, y cuando los otros duermen navega ella y acrecienta con sólo mudar el aire el valor de lo que recibe» (p. 114). Según fray Luis de León, el trabajo es pues la esencia femenina; de él depende el ser o no ser de la mujer, por lo que afirma: «En suma y como en una palabra, el trabajo da a la mujer o el ser, o el ser buena; porque sin él, o no es mujer sino asco, o es tal mujer, que sería menos mal que no fuese» (p. 112). En definitiva, lo que quiere promover fray Luis no es sino una verdadera mística del trabajo femenino. Empleamos esta expresión refi-
17
Véase el comentario a los versículos 17 a 19 que rezan: «Ciñóse de fortaleza y fortificó su braço. Tomó gusto en el granjear: su candela no se apagó de noche. Puso manos en la tortera, y sus dedos tomaron el huso» (p. 125).
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riéndonos al sentido que fray Luis da al trabajo en la siguiente afirmación de la dedicatoria: «El trabajar y el desvelarse, es ofrecer a Dios un sacrificio aceptísimo de sí misma» (p. 78). En esta frase, la asociación del sustantivo «sacrificio» y del adjetivo «aceptísimo», esto es,‘agradable a Dios’, convierte el trabajo en algo sagrado, en una ofrenda que loa a Dios, y establece un vínculo entre el mundo terrenal y el cielo. Sería inútil ofrecer más ejemplos de esta mística del trabajo cifrada toda ella en la voz hebrea jail, ‘fuerte’ y amplificada a lo largo de La perfecta casada con todo el ardor y la ciencia de un hebraísta áureo. Basten los pasajes citados para poner de manifiesto la disparidad que existe entre el modelo femenino que fray Luis entresaca del texto bíblico y la vida cotidiana de las damas nobles del Siglo de Oro. Como hemos dicho, el agustino se muestra consciente de esta disparidad precisando que se dirige a todas las mujeres «incluso a las nobles» (p. 128), a quienes trata con cierta distancia, como atestiguan las expresiones con las que las designa dice: «las que se llaman nobles» (p. 106), «las señoras delicadas de agora» (p. 105), «las de mayores estados» (p. 105), las «de vida ociosa» (p. 106), «las de vida descansada» (p. 106), o bien «las que se llaman duquesas y reinas» (p. 111). Queda claro que esta distancia traduce el propósito del exegeta de proponer a las mujeres nobles una emendatio vitae por medio de una severa crítica social18 y de una actualización del mensaje del texto bíblico que exalta el trabajo femenino.Y es que, según fray Luis, la vida de los nobles, por ser ociosa, es justamente la más peligrosa de todas, «muy ocasionada a daños y males gravísimos» (p. 107). Por eso, nuestro agustino no vacila en rebatir uno de los fundamentos del código de representación de la nobleza de la época, diciendo: Y si el regalo y el mal uso de agora ha persuadido que el descuido y el ocio es parte de nobleza y de grandeza, y si las que se llaman señoras hacen estado de no hacer nada y de descuidarse de todo, y si creen que la granjería y la labranza es negocio vil y contrario de lo que es señorío, es bien que se desengañen con la verdad. (p. 109)
18
Sobre esta crítica social de la nobleza, véase la definición que fray Luis da de la vida de los nobles recordando que viven de sus tierras «pero labradas con el sudor de los otros» (p. 105); véase también Guy, 1971.
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Fray Luis, atreviéndose a ir en contra de las creencias generales y de los usos ordinarios de las damas más encopetadas («duquesas y reinas») que afectan despreciar el trabajo, las exhorta a que tomen la rueca, y armen los dedos con la aguja y dedal, […] hagan labores ricas y engañen algo de la noche con este ejercicio, y húrtense al vicioso sueño... (p. 111)
Siguiendo a los moralistas, fray Luis presenta el trabajo manual como una «vía purgativa» de las pasiones y de los vicios que engendra la ociosidad, por lo que desea que a las damas los trabajos manuales las absuelvan de otros mil importunos y memorables trabajos con que atormentan sus cuerpos y rostros, y que las excusen y libren del leer en los libros de caballerías, y del traer el soneto y la canción en el seno, y del billete y del donaire de los recaudos, y del terrero y del sarao y de otras cien cosas deste jaez… (p. 111)
Tal evocación de la vida de una señora noble del Quinientos, vida dedicada a los adornos del cuerpo, a la lectura, a la poesía, a la conversación, al cortejo y a toda clase de recreos, fiestas y bailes, permite apreciar la innovación que supone para la época el aplicar el concepto bíblico de la «mujer fuerte» a una dama, cosa tanto más inaudita cuanto que fray Luis la convida a despreciar su nobleza como las demás vanidades de la tierra y a vivir «semejante a labradora todo cuanto pudiere» (p. 111). Así, siguiendo su propia inclinación a la vida del campo, fray Luis invita a las damas a vivir como si no fueran nobles, como si lo sacaran todo del trabajo de sus manos. Pero donde fray Luis se muestra más incisivo es en su famoso comentario del versículo 22 que reza: «[La mujer fuerte] hizo para sí aderezos de cama; holanda y púrpura es su vestido» (pp. 138-170), comentario en el cual se extiende cuatro veces más que en la glosa de los demás versículos, exponiendo el tema del repudio de los adornos femeninos. No nos detendremos aquí en este pasaje, que ya ha sido muy comentado19, ni tampoco analizaremos lo que los críticos llama19
Sobre las fuentes clásicas y patrísticas y el análisis del versículo 22 del poema, véase San José Lera, 1992, pp. 21-22.
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ron la misoginia de fray Luis. Sólo quisiéramos hacer observar que la amplia extensión de la glosa sobre los adornos femeninos deriva de la importancia que fray Luis otorga al tema del trabajo de la mujer. Porque, como advierte el exegeta, el tiempo que la dama noble dedica al cuidado de su cuerpo, pasando horas y horas en su tocador, reduce su capacidad laboriosa. Si fray Luis critica los adornos del cuerpo 20, es ante todo porque esta ocupación lleva a las mujeres a desaprovechar el tiempo que tendrían que emplear en el trabajo. Dice: Otras se asientan con su espejo a la obra de su pintura y se están en ella enclavadas tres o cuatro horas, y es pasado el mediodía, y viene a comer el marido y no hay cosa puesta en concierto. (p. 180)
Por eso fray Luis vincula la crítica del amor a las galas y a los afeites con la de otro uso vigente en la nobleza, el levantarse tarde. El agustino fustiga a las señoras: «cuyo principal cuidado es vivir para el descanso y regalo del cuerpo, las cuales guardan la cama hasta las doce del día» (p. 119), en vez de amanecer «antes que el sol» (p. 116) para dar el buen ejemplo a su familia y a sus criados. Al censurar esta actitud emblemática de la nobleza, que consiste en las damas en hacer «honra y estado» (p. 116) del uso de levantarse tarde, el agustino refiere un juego de palabra humorístico, expresando su execración de esta vida regalada que hace de los nobles los «esclavos de su deleite» (p. 120). Dice: Castigaba bien una persona que yo conoscí esta torpeza […] cuando le decía alguno que era estado de los señores este dormir, solía él responder que se erraba la letra, por decir establo, decían estado. (p. 119)
Para abreviar, detendremos aquí el análisis de las cualidades21 de la «mujer fuerte» propuesta por fray Luis como modelo a las damas nobles, pues todas estas cualidades, ya se trate del parir y criar a los niños (p. 191) o de mandar con justicia a los criados (p. 135), tienen que ver con la virtud de fortaleza y con la ejemplaridad del trabajo.
20 21
Véase: «El darse al afeite, de ramera es, y no de buena mujer» (p. 151). Sobre las demás cualidades de la mujer fuerte, véase Lobato, 1988.
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ELEMENTOS
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DE INTERPRETACIÓN
Resta ahora por interrogarse sobre la significación de la emergencia de este modelo bíblico de la mujer fuerte en la sociedad cristiana de la época y en particular en el estamento noble. ¿Cuál puede ser el significado de este injerto de un concepto clave de la tradición hebraico-judía en el mundo cristiano? Un primer elemento de interpretación podría ser el siguiente: esta mística del trabajo, que se inscribe en un cambio cultural ocurrido en el siglo XVI22, permite a fray Luis de León proponer a las mujeres nobles un nuevo camino de perfección que ocupa un lugar intermediario entre dos tipos de vida opuestos que éstas solían llevar: por una parte, el de la dama que vive como una monja, recluida en su mansión transformada en monasterio y dedicándose únicamente a asuntos devotos o, como dice fray Luis, «calentando el suelo de las iglesias»23; y, por otra parte, el tipo de vida de la dama frívola y pueril que gasta su tiempo charlando y jugando en el estrado con sus amigas, ocupada en bagatelas nimias y en chismes. De ahí que haya poca oración en la vida de la perfecta casada luisiana, que se limita a ofrecer su jornada laboral a su Creador al levantarse24, alejando de sí la tentación de vivir como una monja. Y de ahí, también, el muy rápido comentario de fray Luis sobre el versículo 24 del poema salomónico, que alude a las actividades mercantiles25 que obligan a la mujer a salir de casa y pueden hacerla sucumbir a otra tentación, la de la vida libre. En este contexto, no cabe duda de que la mística del trabajo, que conlleva el modelo bíblico de la mujer fuerte, ofrece la ventaja de di22 Véase Milhou, 1990, en particular el pasaje siguiente: «Les moralistes les plus modernes d’esprit se préoccupaient de la nécessité à la fois morale et économique de la réhabilitation du travail manuel dans une société qui, à partir de la fin du XVIe siècle, comptait de plus en plus d’oisifs» (p. 188). 23 Véase la crítica de fray Luis que denuncia los males acarreados por la mujer casada que vive como una monja, descuidándose de su casa: «toda su vida es el oratorio, y el devocionario, y el calentar el suelo de la iglesia tarde y mañana» (p. 76). 24 Fray Luis aconseja a la mujer que al amanecer «levante sus manos limpias al Dador de la luz, ofreciéndole con santas y agradecidas palabras, su corazón; y, después de hecho esto, […] vuelta a las cosas de su casa, entienda en su oficio…» (p. 121). 25 «Lienzo tejió y vendiólo…» (p. 172).
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fundir en el estamento noble el espíritu del concilio tridentino, que preconizaba la restauración del matrimonio frente a la vida consagrada26. En esta vida laica, el trabajo femenino se considera como un poderoso medio de santificación en una época en que la Iglesia tiene que responder al desafío lanzado por los reformistas que, como los judíos, ven en el ascetismo del trabajo y en la acumulación de los bienes materiales una prueba de la bendición y de la elección divina. De lo anterior podría colegirse que esta mística del trabajo convida a la dama a sustituir a su esposo, a ser la «varonil hembra» o la mujer «tan hombre siendo mujer»27, en una palabra, a superar su feminidad. Se trataría de un fenómeno de masculinización de la mujer que haría de lo varonil el criterio de la excelencia femenina28, mientras que la feminidad seguiría siendo sinónimo de flaqueza. Como han demostrado algunos críticos, este fenómeno se observa también en el teatro de la época, donde se enfatiza a las figuras bíblicas que triunfan frente a la fragilidad del hombre, como son Débora, Judit o Ester29. Pero si con fray Luis de León la teología y la exégesis bíblica forjan un modelo de vida femenina que ofrece analogías con el parangón que promueven unos autores de teatro, queda que la especificidad del prototipo luisiano radica en su adaptabilidad a todas las clases sociales, aunque sí con una mayor eficacia renovadora en el estamento noble, pues dicho prototipo hace de la dama la «mano laboriosa» que necesita su esposo para conservar y acrecentar su heredad, mantener su honra30 y no derogar su nobleza.
26 Sobre el impacto del Catecismo del concilio tridentino en la elaboración de La perfecta casada y su propósito de revalorizar el matrimonio, véase San José Lera, 1992, pp. 22 y 71. 27 Véase, del Padre José de Sigüenza, La Vida de San Jerónimo, p. 398. Las expresiones citadas supra designan a las mujeres romanas que siguieron a San Jerónimo. 28 Véase Vitse, 1979, p. 156. 29 Véase Walthaus, 1993. La autora analiza las obras de dos dramaturgos contemporáneos de fray Luis, Juan de la Cueva y Cristóbal Virués, que, según ella, «manifestaron una clara predilección por las fuertes viragos y enfatizaron el papel predominante de la mujer varonil» (p. 83). 30 A la honra del marido de la mujer fuerte alude fray Luis diciendo: «su esposo, conocido y señalado y preciado entre todos...» (p. 171).
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BIBLIOGRAFÍA
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CITADA
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VITSE, Marc, «Apuntes para una síntesis contradictoria», en La mujer en el teatro y la novela del siglo XVII, Actas del II Coloquio del GESTE (Toulouse, 1617 nov. 1978), Toulouse, France-Ibérie Recherche, 1979, pp. 154-159. WALTHAUS, Rina, «La mujer en la literatura hispánica de la Edad Media y del Siglo de Oro», Foro Hispánico (Amsterdam/Atlanta), 5, 1993, pp. 74-85.
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LA VIRTUS CABALLERESCA EN FRANCISCO DE MONCADA COMO IDEARIO PARA EL HOMBRE POLÍTICO
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Sabemos que la literatura áurea elabora una serie importante de libros y tratados destinados a la formación de cuantos iban a constituir la clase rectora de la sociedad1. Sin minusvalorar el papel de las Universidades —de donde salen los letrados—, a lo largo de los siglos XVI y XVII, dentro del complejo sistema de los virreinatos, se sigue confiando mayoritariamente a la nobleza la tarea de dirigir y controlar aspectos importantes de la vida pública, desde la dirección de los ejércitos a la organización del gobierno. En la segunda mitad del XVI, la progresiva implantación de un Estado con su compleja máquina fiscal, militar y administrativa, a cuya definición trabaja con incesante dedicación Felipe II, no excluye, sino que supone una participación decisiva de la nobleza. Se consolida, pues, una manualística con fines definidos, y especiales, junto con otra, encaminada a educar con ejemplos. La fortuna editorial de las obras de Guevara, y sobre todo de su Reloj de Príncipes2, ya a partir de sus primeras impresiones en 1529, constituía además un eslabón de la honda preocupación de los humanistas por influir en la política con sendos manuales y avisos aptos para instruir y educar y más concretamente para intervenir en la formación del rey3. 1
Una panorámica en Galino Carrillo, 1948. Véase ahora la edición de Blanco, 1994, que, en la p. XLIX de la introducción, remite al célebre estudio de Whinnom (1980) sobre los best-sellers áureos. 3 Los primeros tratados italianos remontan al último tercio del siglo XV, y destacando entre ellos el De principe de Giovanni Pontano (1490), cuya influencia y 2
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Por otra parte, hay que recordar que la educación de los aristócratas ya había tenido en el siglo XV una configuración peculiar, al entroncar la tradición medieval con las primeras manifestaciones del nuevo interés hacia el mundo y los libros de la antigüedad4. Mientras que, con la aclimatación de Petrarca, empieza a hablarse de los studia humanitatis como elemento indispensable para la formación de un hombre completo. Y, con mayor atino, para la preparación de un hombre de gobierno. De ahí surge —o mejor dicho, se desarrolla— un género peculiar como la biografía más o menos ejemplar. Y ésta en dos vertientes: la del perfil, con cierta pretensión neoclásica, a la manera de Plutarco, y sus ejemplos de brillo son el Pérez de Guzmán de las Generaciones y semblanzas (y también los Claros varones de Castilla de Hernando del Pulgar5); la de las vidas caballerescas, con El Victorial de Gutierre Díaz de Games al frente6. De hecho la biografía de don Pero Niño responde a un preciso intento de asentar la virtus cabarenombre en el mundo hispano se debe obviamente a su vinculación con la casa de Aragón. A esa tradición se apuntan Machiavelli con su Il Principe en 1513, dedicado a Lorenzo de Medici, pero inspirado en la política de Fernando, el Católico; y Erasmo en 1516 con su Principis Christiani Institutio dedicada al joven Carlos de Borgoña, futuro Emperador. Hay pues un vaivén curioso e interesante que desde el final de la Edad Media llega con Gracián (El político don Fernando, Zaragoza, 1640) a la Edad Moderna, atravesando el Renacimiento. Evidentemente con implicaciones culturales e históricas de índole no homogénea. 4 Véase Blanco, 1994, p XXXVII: «… un género que venía cultivándose desde la Edad Media con varias denominaciones (espejos, libros de castigos, “de regimine principum”) y cuyo representante más eximio en la España medieval puede ser la Glosa Castellana al Regimiento de Príncipe de fray Juan García de Castrojeriz, publicada en 1494. La raigambre medieval del género no va a suponer un gran estorbo para los humanistas, que desde bien pronto se dedican a este tipo de libros como medio de difusión de sus ideas no sólo entre los príncipes y gobernantes de los siglos XV y XVI, sino también entre la clase noble (los “grandes señores” de quienes habla fray Antonio con frecuencia). La mayoría de ellos, por no decir todos, escriben sus tratados de educación de príncipes pensando en algún personaje determinado». 5 Un título casi replicado por Juan de Sedeño con su Suma de varones ilustres en la cual se contienen muchos dichos y cosas memorables, de docientos y veinte y cuatro famosos. Ansi Emperadores, como reyes, y Capitanes, que ha habido de todas las naciones de la fundación del mundo hasta cuasi en nuestros tiempos (…) Dirigida al muy alto y poderoso don Felipe nuestro señor, Principe de España, Medina del Campo, 1551, por Diego Fernández de Córdoba. 6 Véase ahora la ed. de Beltrán Llavador, 1994, especialmente las pp. 100-102.
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lleresca como eje vertebrador de un ideario y de una identidad. A partir de ahí pueden quedar legitimados una superioridad y unos privilegios. En otra vertiente, esas historias7 pertenecientes al género de afición, como la de Gutierre Díaz de Games, según las define Garci Rodríguez de Montalvo, merecen ser leídas también como ejemplares y provechosas8. Sólo de paso apuntaré el peso que dichos géneros tienen en la formación de la textura de las primeras novelas y en el origen de aquel substrato de donde saldrá el Quijote, pasando por las etapas decisivas de idealización de la novela morisca9 o el afán totalizador del Tirant lo Blanch10. Lo que ocurre es que la nueva corriente del libro de entretenimiento, que presume poder competir con los libros serios y pretende llegar a resultados educativos, ya no está dirigida hacia un público identificado con un grupo social concreto. Por tanto el éxito de esta nueva literatura no hace menguar la producción de obras relacionadas con el modelo más propio —desde la biografía a la historiografía militar— que iba destinado a la instrucción ejemplar. Al contrario, en este sector la tradición tardomedieval y humanística logra fructificar amoldándose a las nuevas condiciones culturales. A medida que transcurre el siglo renacentista hay por contraste un intento de restaurar, adaptando en historias y tratados plenamente injertos en la situación contemporánea, valores de antaño que se consideran perfectamente viables para el momento presente. Esto, a la altura de la crisis generalizada de la política española, ya patente en las primeras décadas del siglo XVII, puede justificar ciertas regresiones intencionadas, como la de Francisco de Moncada, que se de7
Término genérico que abarca toda clase de libros; véase Víctor Infantes, 1996. Amadís de Gaula, vol. I; las primeras palabras del Prólogo (p. 128) fijan ese mito de la contienda troyana como clave y puerta de entrada en el mundo clásico, enlazando con una tradición medieval inextinguida: «Considerando los sabios antiguos que los grandes hechos de las armas en escrito dejaron cuán breve fue aquello que en efecto de verdad en ellas pasó, así como las batallas de nuestro tiempo, que nos fueron vistas, nos dieron clara experiencia y noticia, quisieron sobre algún cimiento de verdad componer tales y tan extrañas hazañas, con que no solamente pensaron dejar en perpetua memoria a los que aficionados fueron, mas a aquellos por quien leídas fuesen en grande admiración, como por las antiguas historias de los griegos y troyanos» (véase Casas Rigall, 1999). 9 García-Valdecasas, 1989. 10 Grilli, 1991. 8
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dica a re-escribir las aventuras de «catalanes y aragoneses» en tierras de Oriente11. Para entender ese proceso, tal vez convenga concretar más cómo se habían fijado en la cultura hispánica, por un lado, los modelos de historiografía nobiliaria, por el otro, el mito de Oriente y del decaído Imperio de Bizancio, que resurge paulatinamente como lugar ideal para comprobar ejemplos, fortunas y desventuras, sacar sentencias y elaborar formas de comportamiento. Al lado de esas manifestaciones de las que hablábamos a propósito del quehacer cuatrocentista y del primer humanismo, tenemos obras historiográficas que se acercan muchísimo a estos mismos propósitos y con las cuales comparten incluso rasgos de estilo. Me refiero evidentemente a Diego de Valera12. Pero también a otros modelos de historiografía alta donde se mezclan relato, historia, interpretación éticopolítica. Ejemplos álgidos son libros donde incluso encontramos sitio para la nota, bien entendida, que comprende la referencia a lo maravilloso y lo exótico, rasgos éstos que tampoco faltaban en los relatos de afamados escritores antiguos como Heródoto o Jenofonte13. Embajada a Tamorlán o Andanzas y viajes de Pero Tafur lo demuestran. Detrás está, por supuesto, el interés hacia el Oriente, que generan la crisis del Imperio Romano de Bizancio, las expediciones de los lati11
En ese sentido “regresivo” me parece significativo que tras la desaparición del género de los libros de caballerías de la producción editorial española después de 1600, sólo resista un título como el de Espejo de príncipes y caballeros, cuyos tres volúmenes gozan de reedición, los dos primeros en 1617 y el último en 1623, coincidiendo esta fecha con la de publicación del libro de Moncada. Evidentemente se pensaba poder vender aquel libro dentro de otra perspectiva, ya desligada de lo fabuloso que había acabado por caracterizar la caballeresca. 12 Véase Di Camillo, 1996; Díez Borque, 1996; Rodríguez Puertólas, 1996. 13 Moncada cita directamente a Jenofonte en un parangón explícito con la Expedición catalano-aragonesa: «Ésta fue una de sus empresas grandes: entrarse por tierras y provincias no conocidas, sin tener seguridad de alguna plaza o de algún príncipe amigo. La expedición de los diez mil griegos que cuenta Jenofonte fue de las mayores que celebra la antigüedad: pero siempre los griegos llevaban por fin llegar a su patria, y parte con armas atravesaban provincias y naciones extrañas; pero los catalanes sólo tenían por fin de aquel viaje, no el descanso de su patria, sino la expugnación de una ciudad grande y fuerte, que resolvieron de acometer antes de salir de Galípoli, y que el fin de una fatiga y peligro grande fuese el principio de otro mayor» (p. 190). Jenofonte se publica en traducción castellana por Diego Gracián de Aldrete en Salamanca, 1552.
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nos o francos en Tierra Santa y, finalmente, la decadencia y caída de Constantinopla14. Por otra parte, ¿cómo no recordar a este propósito el prólogo de Pérez de Guzmán en su ya citada galería de biografías modélicas? En este precioso librito, que casi podríamos calificar de manifiesto de una nueva cultura pedagógica, su autor empieza denigrando y desvalorando por fabulosa la Crónica sarracina de Pedro del Corral, tan arraigada en la historia peninsular, a pesar de estar plagada de «patrañas», y termina alabando y eligiendo como modelo la Historia troyana de Guido delle Colonne15. En verdad, no hay menos de novela en el uno que en el otro libro, pero evidentemente lo que le importaba a Pérez de Guzmán era asumir el contenido, abandonando la materia local para ampararse en la antigüedad. Y tal vez lo que importaba todavía más era relacionar los hechos relatados con la semblanza y el sentido de unas personalidades, confiriendo a la narratio un valor ejemplar: «Yo tomé esta invención de Guido de Colupna, aquel que trasladó la Estoria Troyana de griego en latín, el cual, en la primera parte della, escribió los gestos y obras de los griegos e troyanos que en la conquista e defensión de Troya acaecieron»16. Cabe recordar que esa moda por encontrar en el vecino Oriente, y concretamente en lo que sobrevivía del Imperio Romano, la herencia y la supervivencia de un mundo periclitado, había empezado con ese libro extraordinario de Ramon Muntaner que es su Crónica. Escrita entre 1325 y 1328, ofrece un modelo nuevo de historiografía. Aunque aquí nos ceñimos sólo a la sección que relata la expedición en Oriente17, observaremos cómo muy tempranamente se entretejen
14 Recuérdese que Constantinopla cae en manos turcas en 1453 (y Martorell empieza a escribir el Tirant hacia 1459-1460), pero que ya estuvo a punto de rendirse cincuenta años antes, si Tamerlán no hubiera derrotado a Bayaceto en 1402 cerca de Ankara, bloqueando su poder expansivo y militar. 15 Sobre la posibilidad ventilada por Domínguez Bordona de que el libro aludido fuera el Mar de historias, véase lo que escribe Barrio en su edición de las Generaciones (1998), basándose en la edición (1965) y en los Ensayos (1970) de Tate. 16 Ed. de Domínguez Bordona, 1979, p. 9. 17 Que ha gozado de edición aparte, de la cual sacaré mis citas: Expedició dels Catalans a Orient, 1926.Véase, para el sentido de la sección oriental en el equilibrio del relato muntaneriano, Zimmermann, 1988.
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el relato biográfico con la vida y hazañas de personajes singulares o héroes capaces de rivalizar con los campeones del pasado, como Roger de Flor; la autobiografía, puesto que Muntaner como moderno Jenofonte, participa en la historia que relata; el tratado sobre lugares, hombres y costumbres alejados del ámbito originario de los protagonistas expedicionarios, e inéditos para ellos; finalmente, y entremezclada, está la interpretación y la valoración de los hechos. Sin embargo Muntaner —por lo menos en cuanto se refiere a la implantación de un extraño dominio catalano-aragonés en algunas provincias del Imperio (en particular Tracia, Macedonia y Peloponeso)—, se abstiene de comentarios que exalten la ejemplaridad de los hechos relatados. Su vigencia, por tanto, para establecer modelos de comportamiento en su libro depende exclusivamente de la fuerza que tienen las aventuras narradas. Ahora bien: conviene fijarse enseguida en el rasgo caracterizador: los protagonistas del relato son nobles y ricos hombres que, apartándose del servicio cortesano, buscan su fortuna en tierras lejanas donde ensayan formas nuevas de conquista. La codicia y el deseo de enriquecerse con el pillaje se entremezclan con ofertas de servir al señor tradicional del lugar en la lucha contra sus enemigos; pero, al final, el objetivo será implantar un poder autónomo, que raras veces y quizás oportunísticamente declara ampararse legalmente como emanación del Casal de Aragón o como amoldado a sus derivaciones en las casas de Sicilia o Mallorca. Moncada, por su parte, a pesar del carácter de aventureros de los personajes protagonistas de la Expedición, sobre el cual no puede pasar de largo ni tampoco ocultar las fechorías, insiste en definir con tajante determinación unas barreras de clase y de estilo. Lo podemos comprobar cuando, tras la muerte de Roger, se disputan la supremacía los más altos y esforzados entre los capitanes de la Expedición, máximamente Berenguer y Rocafort. El retrato paralelo de los dos es elocuente acerca de una manera de encauzar el tema y valorar a un leader: «[…] la diferencia tan desigual de la calidad, trato y condición: Berenguer, ricohombre; Rocafort, caballero particular; el uno cortés, liberal, apacible; el otro áspero, codicioso, insolente» (p. 171). Esta textura, que Moncada reelabora con su gravedad de politólogo y moralista en realidad, ya había sido perfectamente incorporada por la historiografía y la tratadística que de la Crónica de Muntaner retoman la sugestión por un Oriente asumido como pervivencia de lo antiguo en la contemporaneidad. Que es también, en parte, como lo describe
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la novelística con el Tirant lo Blanch18, donde los valores nobiliarios, sin declarar abiertamente su declive, ya reciben los primeros golpes de la ironía y la parodia, una secuela, en ese aspecto, abonada luego por el Amadís19. Todo esto tiene entre el XVI y el XVII su reelaboración con distintas derivaciones genéricas: el anónimo Viaje de Turquía o la Silva de varia lección de Pedro Mexía recogen y desarrollan aspectos y momentos que habían formado parte de aquellas construcciones historiográficas y novelescas. Su público y sus finalidades, evidentemente, ya no son los de la literatura aristocrática. Pero en esas obras se desarrolla un gusto peculiar por el retrato. Por supuesto ya nos estamos alejando de las semblanzas cuatrocentistas, y el retrato no sólo responde al esbozo de una figura, de un carácter, de una personalidad singular. La valoración del personaje asume ahora tonos de cierto patetismo a la vez que se establece sobre los moldes clásicos. Esa línea interpretativa, típica de la labor de Mexía, será aprovechada por Moncada ampliamente, como demuestra su retrato de Roger de Flor tras relatar su asesinato a traición. Baste con señalar los primeros renglones: Este desastrado fin tuvo Roger de Flor, de edad de treinta y siete años, hombre de gran valor y de mayor fortuna, dichoso con sus enemigos y desdichado con sus amigos, porque los unos le hicieron señalado y famoso capitán y los otros le quitaron la vida. Fue de semblante áspero, de corazón ardiente y diligentísimo en ejecutar lo que determinaba; magnífico, liberal, y esto le hizo general y cabeza de nuestra gente, pues con las dádivas granjeó amigos que le pusieron en este puesto, que fue uno de los mayores, fuera de ser emperador o rey, que hubo en aquellos tiempos. (p. 99)
Esto no quiere decir que la pretensión didáctica se haya perdido en favor del placer de la descriptio y de cierto hedonismo de la escri18 Hay más de un pormenor en que la historia de Moncada, más que al texto de Muntaner, parece remitir a la versión novelística de Martorell. Cito un sólo caso: la pereza y cobardía de los habitantes de Constantinopla frente al enfrentamiento militar, que Tirant consigue mitigar con justas, cabalgatas y fiestas militares («…el pueblo, lleno de pavor, acostumbrado al ocio, no trataba de tomar las armas para su propia defensa», p. 142). 19 La vinculación de la novela martorelliana con la historiografía se estudia en el libro de Limorti Payà, 1999.
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tura; y efectivamente ésta reaparece con fuerza revalidando los antiguos temas o la aplicación de un método consolidado en asuntos modernos. En este sentido la confirmación viene no solamente de la Expedición de catalanes y aragoneses de Francisco de Moncada, sino que aparece también en una obra posterior, donde el valor y la valentía de los catalanes se confirman con la orgullosa y atrevida rebelión del Corpus de Sang, según demuestra el argumento de la Guerra de Cataluña de Francisco Manuel de Melo20. Ambas obras responden a esa idea de hacer historia a partir de hechos concretos y que ya han gozado de relaciones, escritos y memorias, que cabe ahora reinterpretar y re-escribir, con finalidades educativas para quien está destinado a ejercer un rol importante. Al avanzar en la lectura, pronto nos damos cuenta que para el autor el sentido de los hechos y el propio trabajo de reunir fuentes, organizar el tema, disponer la materia y estructurar el discurso tiene sentido con esa específica finalidad. Naturalmente también hay que considerar que el objetivo del proyecto pedagógico en Melo ya no corresponde al caballero noble y está perfectamente definido el personaje moderno que le sustituye, el hombre político21. Es éste un punto interesante. En el li20 No se considere peregrina la comparación de ambas obras. Aparte el tema aludido (vindicación del espíritu catalán), hay un punto en el relato de Moncada (cap. XLIII, p. 152) cuya sugestión estilística creo vuelve en la Historia de Melo en un lugar destacado y significativo, es decir, en el prólogo dirigido A quien lee (en mi ed., p. 59). Compárese: «El teatro desta tragedia era un llano…» (Moncada) y «Largo es el teatro, dilatada la tragedia…» (Melo). 21 Para todo eso remito a la Introducción a mi edición de la Guerra de Cataluña, 1993.Véase también la más reciente edición de la obra por Joan Estruch Tobella (1996), con importantes aportaciones textuales e interpretativas. La definición que Mondada da del hombre político se encuentra al final del cap. III, y se mezcla con la virtud del auténtico caballero noble. Cito a partir del episodio narrado que da pie a la sentencia: «Obligó a Roger este desprecio a que se fuese a servir a don Fadrique, su enemigo, de quien fue admitido con muchas muestras de amor y agradecimiento: efetos no sólo de su ánimo generoso y condición apacible para con sus soldados, pero de la fuerza de la necesidad de la guerra; porque no fuera cordura desechar al que voluntariamente ofrece su servicio en tiempos tan apretados como en los que corren riesgo la vida y libertad, y cuando se apartan los mayores amigos y obligados. El que llega a ser amigo en los peligros y cuando el príncipe es acometido de armas más poderosas, sin obligación de naturaleza y fidelidad de súbdito, debe ser admitido y honrado, aunque le traiga su pro-
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bro de Moncada hay una sugerente anticipación del concepto, cuando se distingue perfectamente entre naciones políticas y las que están apartadas de todo orden y concierto civil22. Sólo en las primeras pueden actuar los hombres políticos y sólo en ellas hay terreno propicio para la caballerosidad de sus catalanes y aragoneses, leales y virtuosos hombres de acción. No es casual que en Melo, cuya aportación podemos considerar término final y muy trabado por la cultura escolástica y jesuítica que informó al fidalgo portugués, aún encontremos la identificación directa y personal con el modelo de Jenofonte o de Muntaner: otra vez quien escribe estuvo presente y fue protagonista de los hechos que relata y pudo desarrollar en ellos un papel nada desdeñable. Así don Francisco Manuel resulta a la vez narrador y personaje, siempre localizado como tal, gracias a una voz que lo nombra. Un privilegio que Moncada no había tenido y que compensa con la insistencia en la apropiación subrepticia de la voz verbal: los expedicionarios son a menudo, si no siempre, los nuestros. Hay, pues, una voluntad clara, que llega hasta mediados del siglo XVII, de arraigar la figura actual del hombre de gobierno en la tradición, usando todos los resortes, incluyendo el avatar personal y biográfico. prio interés o algún desprecio o agravio del contrario; que cuando más ofendido, más útil y seguro será su servicio» (p. 16). 22 Aunque en el pensamiento de Moncada permanezcan ciertos valores ético-políticos (humanísticos) y, por tanto, de carácter universalista: «Esta maldad me parece que puede disculpar todas las crueldades que se hicieron en su satisfacción, porque ninguna pudo llegar a ser mayor que violar con tan fiera demostración el derecho universal de las gentes, defendido por leyes humanas y divinas, por inviolables costumbres de naciones políticas y bárbaras» (p. 113). Este punto es de gran momento, pues Moncada, aquí, relaciona directamente el yerro de Berenguer de Entenza en confiar embajadores «a príncipe de cuya fe se podía dudar» (p. 114) con un asunto trascendente que saca a colación: «Este desdichado fin tuvieron las finezas de un capitán poco advertido. Dignas de alabanza son cuando hay seguridad en la fe y palabra del príncipe enemigo; pero cuando está dudosa, por yerro tengo el aventurarse. Nuestro rey el emperador Carlos V pasó por París, y se puso en las manos de su mayor émulo; fue confianza tan alabada como la fe de Francisco; pero si la reina Leonor no avisara a Carlos, su hermano, de lo que se platicaba, fuera la confianza juzgada por temeridad, y la fe por engaño; con que claramente se muestra que alabamos o vituperamos por los sucesos, no por la razón» (pp. 113-114).
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Ese deseo de vincularse a un modelo pasado, de ejercer la escritura como aplicación casi escolar de la imitatio, es evidentísimo en el caso de Moncada. Su libro es un auténtico ejercicio de re-escritura de un modelo —Muntaner— que sigue hasta en los pormenores, pero que integra en un sistema ideológico nuevo, donde han cabido todos los elementos posteriores, y especialmente las definiciones cuatrocentistas de la cultura del noble, de su función social y política. Naturalmente la voluntad de seguir a su modelo no impide la aplicación de una retórica nueva y distinta, con la cual trabaja y modifica la página que tiene delante. La técnica de la amplificatio, en este sentido es sólo uno, aunque el principal, entre los instrumentos de elaboración del texto. Compárese un episodio, casi un cuentecillo intercalado, muy al gusto de la digressio y de la variatio, donde Moncada transforma estilísticamente, con respecto a la brevitas de Muntaner, la muerte, heroica y trágica a la vez, de un joven caballero masageta: MUNTANER
MONCADA
Que contar-vos n’he què n’esdevenc a un cavaller alà que se’n menava sa muller, ell en bon cavall e sa muller en altre; e tres hòmens de cavall, dels nostres, anaren-los aprés. Què us diré? Lo cavall de la dona flaquejava, e ell, ab l’espaa, de pla, dava-li, e a la fin els nostres hòmens a cavall l’aconseguiren. E el cavaller, qui veé que l’aconseguien e que la dona s’havia de perdre, brocà un poc avant, e la dona gità-li un gran crit, e ell tornà envers ella e anà-la abraçar e besar; e com ho hac fet, donà-li tal de l’espaa per lo coll, que el cap ne llevà en un sol colp. E con açò hac fet, tornà sobre los nostres tres hòmens a cavall, qui ja prenien lo cavall de la dona, e ab l’espaa va tal colp donar a un d’aquells, qui havia nom Guillerm de Bellveer, que el braç sinistre li n’avallà en un colp, e caec en terra mort. E los altres dos, qui veeren açò, lleixaren-se córrer sobre ell, e ell a ells; e la un havia nom Arnau Miró, adalill, que era bon hom d’armes, e l’altre En Bernat de Ventaiola. Què us diré? Que faç-vos saber que anc no es volc llevar prop de la dona estrò l’hagueren tot especejat; e
Sucedió en este alcance un caso tan extraño como lastimoso. Viendo la batalla perdida y que las armas catalanas lo ocupaban todo, un masageta, mozo valiente y bravo, quiso acudir al remedio de la huída, más por librar a su mujer hermosa y de pocos años que por temor de perder la vida. Con la priesa que el peligro pedía, sacó su mujer de los reparos y tiendas, donde todo andaba ya revuelto con la sangre y con la muerte, y puesta sobre un caballo, el primero que el caso le ofreció, y él en otro, tomaron el camino del monte.Tres soldados nuestros movidos de su codicia o quizá de la hermosura y bizarría de la mujer, la fueron siguiendo. Reconoció el marido sus enemigos y el cuidado con que le venían siguiendo. Echó el caballo de su mujer delante y con el alfanje le iba dando, y animaba con voces; pero el caballo se rindió al calor y cansancio. Con esto el masageta tuvo por menor mal dejar la mujer que morir él, y dando riendas y espuelas a su caballo, pasó adelante; pero las lágrimas y quejas tan justamente vertidas de su mujer le detuvieron. Revolvió
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LA VIRTUS CABALLERESCA ell carvené-se tan fort, que hac mort aquell Guillem de Bellveer e nafrats los altres dos malament. E així podets veure com morí con a bon cavaller, e que ab dolor faïa ço que faïa.
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su caballo, y emparejando con ella, le echó los brazos, y con besos y lágrimas se despidió y apartó enternecido, y levantando luego el alfanje le cortó de una cuchillada la cabeza. Bárbara y fiera crueldad y extraña confusión de accidentes, que puedan en un mismo tiempo andar juntos los abrazos con el cuchillo y los besos con la muerte: efetos todos de la pasión de un amante. Amor tierno dio los abrazos y besos; celos insufribles el cuchillo y la muerte, porque sus enemigos no gozasen lo que él perdía, y vencieron los celos: dos efetos igualmente poderosos en el ánimo del hombre: amor y deseo de vivir. Al mismo tiempo que cayó la mujer muerta del caballo, le cogió por la rienda Guillén Bellver, uno de los tres que la seguían; pero el masageta, bañado de sangre propia vertida por sus manos, con increíble furia y braveza, de una cuchillada quitó el brazo y la vida a Guillén, y revolviendo sobre Ar nau Miró y Berenguer Ventallola, dando y recibiendo heridas, cabe el cuerpo difunto de la mujer cayó muerto; y no parece que cumpliera con las leyes de amante si, como sacrificó la vida de su mujer a sus celos, no sacrificara la suya a su amor. De cualquier manera fué caso indigno de hombre racional, cuando no cristiano.
Pero Moncada quiere recoger también la herencia humanística y del clasicismo renacentista. Por ello el cuentecillo del heroico caballero, más allá de la amplificatio, se completa con una apostilla erudita, sobre el caso similar de Radamisto, hijo de Tarasmanes, rey de Iberia, referido por Tácito. Una apostilla de típico sabor a poliantea y erudición que hace de corolario a esa sentencia moralizadora de la que había adornado el relato23. A partir de ahí, el aprecio y cultivo de las fórmulas clásicas y neoclásicas casi prefiguran, en otros momentos, la
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Pp. 154-155: «De Radamisto, hijo de Taramanes, rey de Iberia, nos cuenta Tácito un suceso semejante cuando, huyendo con su mujer Cenobia en sendos caballos, junto al río Araxes, viéndola rendida por estar preñada, temiendo que no
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agudeza. Así Moncada gusta de la afirmación paradójica24 al relatar un extraño suceso militar: Fue notable el espectáculo de aquel día, porque, turbado el orden de la misma naturaleza, anegaron la tierra, rompiendo algunos diques que detenían el agua de las acequias y en el mar pegaron fuego a los navíos, sirviendo los elementos de ministros de su venganza, y saliendo de sus límites y jurisdicción para ruina de sus contrarios: parecía que volvían a su primer confusión, según andaba todo trocado. Murieron muchos quemados en el agua, otros ahogados en la tierra… (pp. 148-149)
Moncada, sin embargo, incluso cuando se deja llevar episódicamente por unas digresiones hedonísticas, no abandona su rigor de crítico de los hechos y de las fuentes; por ello discute e integra en el hilo de la narración los historiadores bizantinos. Cercano a la lección de Zurita, pretende el examen de las fuentes, las pone en contraste y saca conclusiones nuevas.Tampoco olvida el modelo del esbozo biográfico que injerta en su discurso casi como variatio del relato a la vez que como soporte de la tesis que defiende25. Ni se olvida de reconstruir, según los esquemas de la retórica y de la elocuencia, los discursos de los principales protagonistas, como también le gustará a Melo26.Todo ello confiere a la narratio un carácter de literariedad a la que bien puede aplicarse, y muy a menudo, la sentencia que los hechos relatados e interpretados sugieren. La sarta de esas enseñanzas constituyen pues el valor del libro.Tenemos así una historia que no pretende informar, sino
llegase a manos de su enemigo ofendido prenda en quien pudiese con gran mengua y afrenta suya vengarse, le dio cinco heridas y la echó en el río; pero Cenobia tuvo diferente fin que la mujer del masageta, porque unos villanos la sacaron del río, la curaron y entregaron al rey Tridates, enemigo de Radamisto». 24 La paradoja es instrumento de la cultura áurea a partir de la puesta en circulación de las Paradoxa ciceronianas.Véase Civil, Grilli y Redondo, 2001. 25 Hay un dato curioso: cuando Roger de Flor es asesinado y se manifiesta una crisis en el encabezamiento de la Expedición, esto repercute en la estructura retórica de la obra, que pierde la unidad anterior y empieza a dispersarse en distintos episodios y fórmulas. 26 Véase sobre todo, al respecto, el capítulo XXX, donde se trata del consejo entre distintos capitostes de la expedición (pero otros ejemplos encontramos passim: pp. 107, 132, 142, etc.). Todavía más indicativa es la referencia a la Expedición en el discurso de Claris reconstruido y relatado por Melo (en mi edición p. 170).
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penetrar la verdad de los hechos y, más aún, sacar de ellos unas lecciones útiles para la actualidad. Medimos aquí la distancia que Moncada marca con su modelo, concretamente con Muntaner, muy a pesar de los numerosos calcos que salpican la obra. Al relatar las modalidades con las que los expedicionarios se establecen en sus afincamientos, mientras Muntaner con orgullo y gozo describe las cabalgatas, los placeres del pillaje y la devastación de la tierra, muy al estilo de la despreocupación de caballeros y nobles aventureros poco atentos por el porvenir y la administración27, Moncada usa los mismos episodios para condenar una manera de arrastrar y desollar, sin prevenciones ni cautela ante lo que pueda ocurrir en un territorio devastado por los estragos de un ejército ocupante28. Así el mismo caso —el de cierta ha-
27 Muntaner se complace en la narratio aplicando sus célebres fórmulas de oralidad: «E contar-vos he la pus bella ventura, que li esdevenc, qui anc fos feita. Un jorn de juliol, que feia molt gran sesta … (sigue la conquista del muro y toma del castillo de Madico). E com tot açò fo passat, e tota la companya estec partida en tres parts, qui tots eren uns aprés altres, ço és a saber: En Ferran Xemenis al Màdito; jo, Ramon Muntaner, a Gal.lípol amb tots los hòmens de mar e d’altres terrassans (que Gal.lípol era cap de tots, e aquí venien tots quants res hi havien menester, e de vestir e d’armadures e de totes altres coses; que Gal.lípol era la ciutat que tuit trobaven ops, e aquí estaven e venien tots los mercaders de qualque condició fossen); o al Rodistó e al Panido estava En Rocafort ab tota l’altra companya. E tots estaven rics e bastats, e res no sembraven, ne llauraven, ne cavaven vinya, ne podaven; e sí collien cascun any con volien de vi e aitant forment e civada, així que cinc anys visquem de renadiu. E les cavalcades se faïen pus meravelloses que jamés se pogués hom pensar, sí que si totes les vos deia hom, no hi bastaria a hom escriptura» (pp. 62-63). 28 Con ese intento puede relacionarse la condena de la técnica militar de cansar la tierra donde el ejército fija su residencia, técnica que llegó en la Guerra de los Treinta Años a desolar a Europa. Compárese lo que escribe Moncada acerca de sus alabados y queridos expedicionarios, en un comentario en el que amplifica y moraliza el relato de Muntaner que hemos citado en la nota anterior: «Con este modo de gobierno se sustentaron los nuestros cinco años, sin que en todas aquellas comarcas se labrase campo ni viña, cogiendo solamente lo que la tierra naturalmente producía. Esta manera de hacer la guerra los tiempos la han mudado y mejorado; porque el principal intento no es desolar y trocar en desiertos las campañas, sino conservallas para el uso proprio, porque ganarse una provincia para destruilla y totalmente impedir la cultivación de sus campos, es lo mismo que no ganalla, y más cuando de sus frutos necesariamente se han de valer si quisieren sustentarse de ella. Por no advertir estos inconvenientes los nuestros y no moderarse en sus crueldades, que eran las que desterraban de los pueblos los labrado-
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zaña de Ferran Ximenis en Muntaner (es decir, de Fernán Jiménez de Arenós en Moncada)— sirve para mostrar una actitud diametralmente opuesta: ahí la virtus caballeresca obedece a un imperativo individualístico o de grupo, aquí se supedita a los imperativos más generales, o es censurada en nombre de la política y la ciencia del buen gobierno. Con todo, cumbre y justificación ética del proceso es la magnificación de unos héroes del pasado. Rescatar su memoria, alabar sus virtudes es la mejor manera para Moncada de promover la historiografía. La erudición y el ingenio son el instrumento de una práctica culta donde el medio y el fin enlazan el propósito con la forma. La historia asume por esa vía el carácter de una poliantea sentenciosa y, al mismo tempo, es una hagiografía de unos héroes afincados en un pasado donde la caballería militar todavía puede conjugar la virtus personal con la fidelidad a unos valores abstractos y, finalmente, al Rey. Revalidar esos valores de antaño representa el sentido último del libro. Moncada propone usar la virtus de sus personajes como ejemplo para indicar valores éticos, pero también prácticos, dando instrucciones útiles para la clase que de aquellos campeones desciende en línea directa. El editor moderno de la Expedición, al trazar un esbozo de su autor, escribe con cierto patetismo: Moncada no fue ciertamente un perseguido: su gloria y su poder crecen sin cesar; pero a pesar de ello creemos percibir en su vida y escritos un gesto ligeramente desdeñoso, cierto escepticismo elegante hacia sus proprios triunfos y hacia la misma Majestad Real, al que tan cumplidamente sirve29.
res, se vieron en tanta necesidad, que con estar llenos de vitorias, la falta de los víveres les sacó de Tracia con mucho peligro y daño» (pp. 146-147). En realidad, Muntaner admite y confirma más adelante el propósito y la técnica de gastar sin la menor preocupación los lugares. «E com jo fui partit de la companya, la companya passà per lo pas de Cristòfol ab gran afany, e puis per jornades anaren-se’n en un cap qui ha nom Caserandria, qui és un cap de mar prop a vint milles de la ciutat de Salònic. E en aquell cap, a l’entrada, ells s’atendaren, e d’aquí corrien a la ciutat de Salònic e per tot aquell país, que trobaren terra nova. E pensaren de consumar aquella encontrada, així com havíem fet a aquella de Gal.lípol, e de Contastinoble e d’Andrianople» (pp. 90-91). 29 Ed. Gili y Gaya, pp. XXVII-XXVIII.
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Tal vez deducir tanto de la obra —por lo menos de esa obra— sea demasiado. Pero el cambio fomentado por Felipe IV, quien asciende al trono en 162130, cambio que queda patente en las fiestas madrileñas de 162331, justamente el mismo año de la publicación del libro de Moncada, podía parecer el signo de un deseo de relajación y de gozo tras el sombrío reinado de Felipe III. A esa actitud Moncada, desde el mismo ambiente nobiliario, opone otra que, sin pretender ni pensar en ascetismos y en el rigor de los moralistas procedentes de otros estamentos, reacciona negativamente al escapismo y busca una respuesta dentro de los valores tradicionales de la clase32. La obra, que tuvo su plazo, no demasiado corto, de elaboración, llevaba, en un manuscrito preparatorio fechable con anterioridad al 162033, el título significativo de Empresas y victorias alcanzadas por el valor de pocos catalanes y aragoneses contra los imperios de turcos y griegos34. 30
Ese mismo año el Sultán Amath se apresura a enviar al nuevo monarca una embajada de la cual habla todo Madrid; es el escenario que preside la composición de la novela de Lope La desdicha por la honra, cuya vinculación con el tema de Oriente y el Imperio turco de Constantinopla es conocida. 31 Véase el agudo estudio de Redondo, 1998. 32 Tal vez sea éste el sentido más auténtico de ciertos reclamos del providencialismo que podríamos entrever entre las frecuentes moralidades que Moncada intercala en la narración; por ejemplo, al comentar la victoria de Filadelfia escribe: «Con esta victoria comenzaron a levantar cabeza las ciudades de Asia, viendo que los nuestros habían dado principio a su libertad, que los turcos tenían tan oprimida. Llegó esta opresión a tanto extremo, que les quitaban las mujeres y los hijos para intruilles en su seta. Profanaban los templos y monasterios tan antiguos, donde había memoria de nuestra primitiva Iglesia, que tanto floreció en aquellas provincias; trocando el verdadero culto en falsa y abominable adoración del profeta. Pero como por los justos juicios de Dios estaba ya determinada la destruición y servidumbre de todo aquel imperio y nación, fue de poco provecho para alcanzar entera libertad todo lo que los nuestros hicieron; antes parece que se confirmó con esto su perdición, pues cuando los grandes remedios no curan la dolencia por que se dan, es casi cierta la muerte» (p. 52). Donde la correlación grandes remedios / dolencia apunta a una visión cientista (naturalista) del proceso histórico. 33 La carta dedicatoria de la obra dirigida a don Juan de Moncada, arzobispo de Tarragona, tío del autor, está fechada en la edición de 1623, el 3 de noviembre de 1620. Puesto, como demuestra Gili y Gaya, que el manuscrito es un borrador luego retocado y ampliado en el texto que llegó a imprimirse, debemos admitir un proceso algo detenido para llevar a cabo el libro. 34 Lo publicó Foulché-Delbosc, 1919.
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Se trata de un indicio importante y seguro del propósito restaurador de Moncada, a la vez de su intención por participar en la nueva literatura política que se está fraguando.Y, en efecto, el gran libro político del siglo será publicado en 1640 con el título de Idea de un príncipe político cristiano representada en cien empresas35. En verdad, Saavedra Fajardo trabaja la contaminación de relato y sentencia a partir de la Emblemática, ciencia con la que nada tiene que ver el intento retórico de Moncada. Así y todo, Covarrubias en su célebre Tesoro une en la definición de empresa lo que «los caballeros andantes acostumbraban pintar en sus escudos, recamar en sus sobrevestes, […]; y también los capitanes en sus estandartes cuando iban a alguna conquista»36. Definición ésta que bien se aplica a aquellos caballeros que formaron las «hostes» de la Expedición a Oriente, luciendo estandartes de guerra y, en ocasiones, pintadas emblemáticas. La idealización política, por otra parte, queda manifiesta en el Proemio, donde se indican los componentes de la obra, que no rechaza, sino que abarca el gusto por la varietas, que acoge en su historia «llena de varios y extraños casos, de guerras continuas en regiones remotas y apartadas con varios pueblos y gentes belicosas» (p. 4). Al mismo tiempo que indica en su unidad la fuerza de un ejército, de una monarquía y de todo señorío, apunta Moncada al mayor de todos los males: la «guerra civil tan terrible y cruel, que causó sin comparación mayores daños y muertes que la que tuvieron con los extraños» (p. 5)37. Moviéndonos entre la variedad de los hechos y la reductio ad sententiam de ellos, podemos emprender sin dificultad la lectura interpretativa de la obra de Moncada. Una obra que, a pesar de poner la mirada hacia atrás con el argumento y con el intento, está muy atenta a la realidad presente.Tanto es así que algunos de los preceptos que saca a colación parecen en estridente contradicción con el contexto
35 Véase ahora la bella edición de López Poza, 1999, bajo el título de Empresas políticas. 36 Tesoro…, p. 509b. 37 El argumento encuentra su ejemplificación en el capítulo XXXVII, cuya conclusión se tiñe de interrogativa retórica: «Con esta división ¿qué poder no se deshiciera, qué reino no se acabara, y más sobreviniendo un ejército de gente enemiga a quien el deseo de su venganza puso en la necesidad de morir o vencer?» (p. 138).
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histórico de los hechos narrados. Valga el caso de cuando alaba los grandes y poderosos imperios que constituyen opción opuesta a los pequeños, aislados y movedizos señoríos de la Compañía Catalana afincada durante un tiempo en Galípoli para luego trasladarse a la antigua Casandria y finalmente al Peloponeso. Así, comentando las suspicacias de Andrónico con Roger de Flor, anota: A estos daños vive sujeto el capitán que sirve a príncipes tiranos o pequeños, en quien siempre la sospecha y recelos tienen el primer lugar en sus consejos. Dichoso el que obedece y sirve a grande y poderoso monarca, en cuya grandeza no puede caber ofensa nacida del aumento de su vasallo. (p. 68)
Esa contemporaneidad que sopla en las páginas de Moncada queda patente donde se afirma la comparación entre los antiguos y los modernos. Nuestro autor alaba a los campeones que en la emulatio con los héroes del pasado ganan posturas y afirman la posibilidad de revalidar su propia virtus. Tras ganar las ciudades de Asia, los expedicionarios deciden entregar sus conquistas al Emperador, cuando bien hubieran podido alzarse con su señorío: Ésta fue una de las cosas más señaladas desta expedición y que más puede ilustrar la nación catalana y aragonesa; pues cuando los romanos, vencido Mitrídates, ganaron el Asia, alcanzaron una de sus mayores glorias, y lo que el valor de tantos famosos capitanes y ejércitos conquistó en muchos años lo adquirieron los nuestros en menos de dos; y si con engaños y traiciones no les atajaran su fortuna, quedaran absolutos señores y príncipes de la Asia, y quizá, si se conservaran, detuvieran los turcos en sus principios y no les dieran lugar a dilatar ni engrandecer los límites inmensos del imperio que hoy poseen. (p. 88)
Que la generosidad y la lealtad hacia el inepto poder de Bizancio hayan sido posiblemente un error militar en el intento de contrarrestar la avanzada turca hacia Oeste, Moncada no lo afirma sobre una base de cinismo. Más bien se hace eco del precepto principal de la nueva ciencia política teorizado por Machiavelli y sus secuaces más o menos ocultos. Lo dice sin rodeos al escribir: Andrónico, tenido por príncipe de singular prudencia, a lo último de sus años su nieto Andrónico le quitó el imperio, prevenidos sus consejos
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por el atrevimiento de un mozo: este fin tienen siempre los reinados e imperios que con razones políticas solamente se quieren conservar y emprender. (pp. 149-150)
El límite de la política puesto en evidencia por Moncada, redondeando los argumentos del maquiavelismo (el príncipe sin fuerza militar no puede sustentarse), en efecto ya venía abonado con el ejemplo bizantino por Mexía, que en ese punto trascendente se confirma como antecedente y modelo adjunto del discurso de nuestro autor38. Pero en él ahora adquiere una vitalidad nueva. Moncada, de hecho, interrumpe su libro prácticamente donde Muntaner lo había dejado. Pero no se contenta con ello. Celebra la llegada del infante Alfonso al frente de la Compañía Catalana de Oriente y promete continuar la historia: Con esto daremos fin a la Expedición de nuestros catalanes y aragoneses, hasta que tengamos larga y verdadera noticia de lo que sucedió en el espacio de ciento cincuenta años que tuvieron aquel Estado39. (p. 245)
La promesa de una segunda parte no se cumplió, pero queda con ella asegurada la clave para entender el libro, o su pretendida primera parte: el relato acerca de cómo edificar y mantener un Estado, o sea la moderna República. Y si su porvenir y supervivencia parecen referirse claramente al orden dinástico de la monarquía como garante de equilibrio y continuidad, su origen resulta próximo a la empresa de una oligarquía republicana. Al entrar en el tema catalán, un par de décadas después, Melo hará lo mismo: plasmar en la historia y revalidar para la posteridad esa misma voluntad de hilvanar el Estado a partir de una sociedad regida por el valor (y los valores) de sus componentes. Ésa era en el fondo la virtus caballeresca que Moncada nos proponía con su regresión al pasado, pero manteniendo un ojo muy fijo en lo presente.
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Grilli, en prensa. La debilidad del hombre político que no logra refrendarse con una suficiente fuerza militar creo haberla podido detectar en la Silva a propósito del último defensor de Constantinopla, el capitán genovés Giustiniani. 39 Con la referencia al Estado Moncada alude a la fundación del Virreinato y al complejo sistema de gobierno de la Corona.Véase en mi edición, p. 170, nota 7, la referencia al libro de Setton sobre la implantación del Ducado de Atenas.
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LA VIRTUS CABALLERESCA
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UNA ALTERNATIVA AL MODELO ARISTOCRÁTICO EN EL SIGLO XVII: LA FIGURA DEL NOBLE MEDIANO EN EL SEGUNDO TRATADO DE ANTONIO LÓPEZ DE VEGA1
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Tratamos en este artículo de acercarnos al modelo nobiliario tal como se difundió y se impuso a lo largo de los siglos XVI y XVII. Nos adentramos pues en el mundo de la «representación», concepto muy bien definido hace unos años por Roger Chartier en un artículo ya célebre2. Chartier definía tres modos de relacionarse con el mundo social: el primero opera una clasificación perceptible en la manera cómo los diferentes grupos de la sociedad se posicionan uno respecto a otro, en una como construcción intelectual de la realidad; el segundo estriba en las prácticas que tienden a que se reconozca determinada identidad social, a hacer alarde de una manera propia de ser, en fin un deseo de significar simbólicamente un estatus; por último, mediante unas formas institucionalizadas y objetivadas, unos «representantes» manifiestan de manera visible y duradera la existencia del grupo, de la comunidad o de la clase3. Nuestra contribución se sitúa claramente en este último nivel de construcción de la representación. Sabemos que en los siglos XVI y XVII se asiste a una multiplicación de la literatura sobre la nobleza4, o sea que van aumentando los lla1
El segundo tratado en prosa de Antonio López de Vega se titula: Heráclito y Demócrito de nuestro siglo. Descríbese su legítimo filósofo. Diálogos morales sobre tres materias: la riqueza, la nobleza y las letras (1641; en adelante, Heráclito y Demócrito). 2 Chartier, 1989. 3 Chartier, 1989, pp. 1513-1514. 4 Hespanha, 1993. Sin embargo, habría que medir con exactitud tal acrecentamiento en España, respecto a lo que sucede en otros países en la misma época.
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mados «representantes» del grupo. Bien es verdad, algunos personajes de la aristocracia escriben sobre sí mismos y aquellos aristócratas escritores podrían de cierto modo participar a la vez del segundo y del tercer nivel de representación definidos por Chartier. Es el caso por ejemplo de la Condesa de Padilla Manrique5. Pero muchos tratadistas de la nobleza no pertenecen al grupo nobiliario propiamente dicho. Antonio López de Vega es uno de ellos. Antonio López de Vega es, desde nuestro punto de vista, un «representante» a la vez significativo y singular de la nobleza. Es por lo tanto uno de esos casos individuales que son útiles para medir la difusión de un modelo, y también para observar cómo y en qué se dista del mismo modelo o por el contrario se adhiere a él. Naturalmente, se intenta medir la adhesión de un autor a un modelo según como aparece reflejada en sus escritos, aun sabiendo que esta adhesión a veces puede resultar de una posición pragmática debida al estatuto del escritor como pluma mercenaria6. La representación que la nobleza da o quiere dar de sí misma y la manera cómo se percibe y se restituye mediante sus supuestos «representantes» no son monolíticas en el tiempo7. Pero el hecho de que el modelo nobiliario fue dominante y se impuso a lo largo del período que nos interesa ya no está por demostrar8. Y no en vano propone López de Vega en su primera obra, titulada El perfecto señor. Sueño político, un modelo de perfección a los «señores grandes de la Cristiandad»9, para que miren «como en limpio espejo»10 las virtudes que abrazar y los vicios que sortear, según las propias palabras del censor de la obra, el ya célebre licenciado Pedro Fernández Navarrete. De este modo, podrán los grandes señores conformarse con su función de modelo por imitar: «porque a todos nos importan las virtudes de los grandes»11, afirma el autor en su prólogo. Más allá del re-
5 María Luisa de Padilla Manrique es autor de varios tratados. En este artículo, me referiré a uno: Idea de nobles (1644). 6 Ver Jouhaud, 2000. Véanse las críticas muy estimulantes de este análisis por Descimon, 2000 y Cavaillé, 2000. 7 Véase Bouza, 1998, pp. 199-201. 8 Véase. Carrasco Martínez, 1998, p. 232. 9 El perfecto señor. Sueño político, ed. de 1626, prólogo, s. n. 10 Censura de Pedro Fernández Navarrete, ibid., f. 4. 11 Prólogo del autor «A los Señores», idem, s. n.
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toricismo convencional de las piezas preliminares, no cabe duda de que están aquí conformándose las diferentes instancias que se expresan en ellas con la dominación del modelo nobiliario. A primera vista, López de Vega no difiere mucho en su primera obra de una adhesión consensual a un modelo dominante, tal como se impone a partir del siglo XVI. Esto también se explica por su itinerario cortesano. Igual que muchos poetas del tiempo, López de Vega solicita la protección de diferentes mecenas entre las grandes familias aristocráticas de la monarquía. Dedica su primerísima obra, una recolección titulada Lírica poesía, al primogénito de la familia de los duques de Alba: Fernando de Toledo12. La de El perfecto señor se hace al amparo y probablemente merced a la ayuda financiera del joven duque de Frías y condestable de Castilla, Bernardino Fernández de Velasco13. Más tarde, el autor, cerca del final de su carrera poética, dedicará una segunda y luego una tercera edición del mismo tratado al duque de Alburquerque, recién nombrado virrey de Nueva España14. O sea que López de Vega tratadista de la nobleza puede contarse entre aquellos autores que con afán de medrar solicitaron el favor de grandes mecenas susceptibles de satisfacer sus ambiciones a la vez como poeta y como cortesano. Podría entonces considerarse como una de aquellas plumas mercenarias al servicio de la nobleza y de su ideología que poblaban la corte y se multiplicaron con la explosión del mecenazgo en las cortes de Felipe III y Felipe IV15. Lo que no le impedía plantear como moralista los deberes que incumbían al noble por situarse en la cumbre de la arquitectura social. En esta perspectiva, la segunda obra de Antonio López de Vega marca una ruptura en este esquema. En Heráclito y Demócrito, cuya edición se remonta a 1641, el tono moralista se acentúa de manera notable, en tanto que los dos filósofos observadores de su tiempo ofrecen una visión bastante negra y crítica del espectáculo de la corte que 12
Lírica poesía (1620), dedicatoria, preliminares, f. 2. El autor escribe como «secretario del Excelentísimo Señor D. Bernardino Fernández de Velasco y Tovar, Condestable de Castilla y de León, Camarero y Copero mayor del Rey nuestro señor, Duque de la Ciudad de Frías, Conde de Haro y de Castilnovo, Marqués de Berlanga, Señor de la Casa de los Siete Infantes de Lara», El perfecto señor. Sueño político, ed. 1626, portada. 14 El perfecto señor. Sueño político con otros varios discursos y últimas poesías varias, ed. de 1652 y ed. de 1653.Véanse las Dedicatorias, f. 3 de cada edición. 15 Canavaggio, 1988; Sieber, 1998. 13
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contemplan. Además, el cambio de protector, que comprobamos merced a la dedicatoria, anuncia de antemano el deseo por parte del autor de ampliar la esfera de recepción de su obra. En efecto, la edición está dedicada a un tal Manuel Álvarez Pinto y Ribera, comerciante portugués, participante en los asientos reales y de nobleza muy reciente16. El autor se dirige ahora a un público nobiliario en trance de renovación, pero también a otro público, el de ciertas capas de la sociedad susceptibles de ennoblecimiento, en un período —y no hay aquí ninguna casualidad— en que los monarcas promovían cierta venalidad del honor17, y especialmente Felipe IV en Italia18. ¿Qué va a proponer nuestro autor en este segundo tratado? Proporciona a su lector la descripción de un filósofo cortesano a través del diálogo de dos personajes cuyos apodos son Heráclito y Demócrito. El filósofo que van plasmando a lo largo de sus catorce diálogos es observador del mundo y del bullicio de la corte, pero en absoluto se abstrae de las necesidades del nuevo centro de poder. Además, el filósofo cortesano que López de Vega pretende forjar es medianamente rico y medianamente noble o sea con ciertas características morales y sociales cuyas implicaciones tenemos que aclarar. El modelo propuesto tiene pues peculiares afinidades con la noción de medianía que tampoco deja de plantear problemas de clarificación. Por otra parte, si queremos acercarnos a la noción de modelo, tendremos que examinar la propuesta de López de Vega —esa medianía noble— en términos de eficiencia. ¿Fue el modelo acogido con benevolencia? ¿Respondía éste a circunstancias socioeconómicas del tiempo? En breve, tendremos que valorar su éxito y saber si encontró un público favorable.
RETRATO
DEL FILÓSOFO MODERNO Y CORTESANO
Como demostró Ángel García Gómez y como comentó más recientemente Aurora Egido, la obra de López de Vega es una ilustración del tópico del Heraclitus fluens y del Democritus ridens19.Ya desde 16 Heráclito y Demócrito, dedicatoria, s. n.Véanse datos biográficos sobre Manuel Álvarez Pinto y Ribera en Acquier, 2000a, pp. 93-94. 17 Domínguez Ortiz, 1985, pp. 146-183. 18 Álvarez Ossorio, 2002. 19 García Gómez, 1984, pp. 168-169; Egido, 1998.
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el título de su obra, Heráclito y Demócrito de nuestro siglo, el autor anuncia a sus lectores que las figuras de Heráclito y Demócrito van a ser reactualizados; una empresa que justifica ya desde el prólogo: Del no ser los mismos filósofos antiguos los que introduzco, es la razón que, no habiendo concurrido en una misma edad, no fuera propiedad el juntarlos, y queriendo discurrir sobre los yerros de nuestro siglo, no fuera conveniencia20.
¿Trátase en ello de romper con los Antiguos? De alguna manera sí, porque, a ojos de López de Vega, el mundo ya ha superado las confusiones que imperaban durante la antigüedad griega y romana. De hecho, puesto que el mundo «no solo ha salido de mantillas, mas está ya en la madurez de la edad anciana»21, se impone la adaptación a las exigencias mundanas. Los dos filósofos Heráclito y Demócrito, ambientados en el mundo contemporáneo, el del siglo XVII, convencerán más a la hora de proponer el retrato de un filósofo moderno, anclado en el hic et nunc, a la manera del «hombre en su siglo» descrito por Baltasar Gracián en el punto 20 de su Oráculo manual y arte de prudencia22. La modernidad del filósofo a quien «conviene acomodarse al siglo, y ser filósofo a lo cortesano»23 sólo se menciona en la parte conclusiva de la obra, al cabo de un largo proceso de descripción dialógica y didáctica. Sin embargo, al final de los dos primeros capítulos, Demócrito expone ya, en una formulación densa, las cualidades del filósofo cortesano que encarna su ideal: Será pues nuestro activo filósofo, un varón civil, real no fantásticamente ornado así de virtud moral como de ciencia útil, libre y desengañado en el trato y conocimiento del mundo, atento a conservarse con lícita y fácil comodidad24.
Luego Demócrito va pormenorizando y justificando su propuesta. Como no se trata de formar un sabio contemplativo, sino un filó-
20 21 22 23 24
Heráclito y Demócrito, prólogo, p. 1v. Ibid., p. 164. Gracián, Oráculo manual y arte de prudencia… (1647), p. 149. Heráclito y Demócrito, p. 422. Ibid., p. 50.
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sofo que participe en la vida cortesana, la primera cualidad de la civilidad se impone per se: afirma Demócrito que su filósofo tiene que diferenciarse de los que «por lo altivo o por lo huraño afectan el ser poco comunicables»25. Gracias a un trato civil, el filósofo podrá relacionarse con los demás. Es de notar que, en virtud de la primacía otorgada a la civilidad, López de Vega impedirá el uso y el cultivo de las armas a su filósofo. El total triunfo de las letras sobre las armas querido por el autor, incluso en la educación, no dejará de plantear problemas, según veremos a continuación. Pero queda que la civilidad sigue siendo en sus palabras lo que aleja al hombre de la brutalidad y le permite vivir en sociedad. Recordemos que López de Vega, a través de Demócrito26, suscribe al tópico aristotélico del hombre como «animal sociable»27. Los ornamentos del filósofo, «virtud moral» y «ciencia útil», se corresponden con una «perfección de las costumbres» y la elección de una educación que sepa abstenerse de estudios inútiles. Una cabeza bien hecha pues, y no una cabeza llena, según el criterio educativo bien conocido. El uso de la expresión «no fantásticamente» coloca este retrato bajo el doble signo de la autenticidad y de la moderación, siendo esta última una palabra clave en la obra que nos interesa. Demócrito desea que su filósofo rehuya la codicia y ambición de las mentirosas apariencias de los que quieren parecer sabios y virtuosos a los ojos de la muchedumbre fácilmente engañada. Se asienta pues el retrato del filósofo cortesano desde el punto de vista moral merced al clásico rechazo de la falsa reputación, convencional entre los moralistas28. Las dos últimas cualidades del filósofo civil atañen otra vez a la meta de la educación, sumamente importante en el retrato, según hemos señalado. La educación y el saber útil conducen al individuo ha-
25
Ibid., p. 50. En su prólogo «A los pocos cuerdos y desengañados varones», López de Vega hace de Demócrito el vencedor del diálogo: «En dar la vitoria a la risa de Demócrito, me he conformado con el sentir de los mejores, así de los antiguos, como de los nuestros. Hágole el vitorioso y el más desengañado, y por eso pongo en su boca todas las resoluciones», ibid., preliminares, f. 1v. 27 La expresión aparece p. 311 y p. 313. 28 Véase el siguiente extracto: «La circunstancia de que estos dos ornamentos sean reales, no fantásticos, añado porque no se piense le permito y juzgo sufi26
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cia la sabiduría, la que se relaciona estrechamente con el modo de estar en el mundo y de considerar la vida. Demócrito embiste contra [los] que no se sirven de lo que estudiaren para conocer cómo se debe tratar el mundo y cómo la vida, para no acuitarse (perdonad la voz, por la significación) en los reveses de aquél y calamidades désta, y para usar de ambos con la tranquilidad de ánimo posible, que en lo temporal debiera ser el fin principal de sus estudios29.
Comodidad y tranquilidad determinan pues un modo de portarse en el mundo, fuertemente influenciado a la vez por el senequismo y cierto epicureismo. Tal actitud permite a la vez combatir las dificultades —en esto estriba la herencia estoica— y gozar de una serenidad sin descuidar «las temporalidades» como lo hicieron Sócrates y Diógenes; en esto López de Vega se aproxima a la filosofía epicúrea, tal como se transmite en el siglo XVI en Francia y en el siglo XVII en España a través de Quevedo, lector de Montaigne30. Por último, se remata el retrato moral del filósofo atribuyéndole un necesario desengaño, el cual se volverá uno de los rasgos más singulares del pensamiento de López de Vega en su última obra, y también el de una generación de autores marcados por la pérdida de la hegemonía política de la Monarquía Hispánica en Europa. Naturalmente, en todo el retrato del filósofo cortesano se busca la moderación: «la moderación es la que apruebo y encargo», dice Demócrito31. La mesura, el comedimiento conducen, según la definición aristotélica, a la perfección moral: «la perfección se destruye por el exceso y por el defecto, pero se conserva por el término medio»32, afirma la Ética nicomáquea. Tal concepción de la virtud como medio entre dos extremos vuelve a encontrarse constantemente en los desarrollos morales que hacen los dos filósofos de nuestra obra. Un caso ejemplar sería ciente la sacrílega fullería con que muchos anhelan a saltear las comodidades con la máscara de lo virtuoso, o la estimación común con la de lo científico, contentándose la codicia y ambición de unos y otros con pasar de falso y haciendo medio de vivir las mentirosas apariencias, tan fácilmente reconocidas de cualquiera atento examen de los sabios», Heráclito y Demócrito, p. 50. 29 Ibid., p. 51. 30 Véase Ettinghausen, 1972, pp. 22 sq.; Acosta Méndez, 1986. 31 Heráclito y Demócrito, p. 53. 32 Etica nicomáquea, II, 2, p. 161.
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el tratamiento de la liberalidad. El filósofo cortesano debe guardarse de pecar «en la avaricia o en la prodigalidad».Y Demócrito explica: «Si es avaro, nada tiene. Si es pródigo, nada vendrá presto a tener»33. Añadamos que la mesura aristotélica se junta con la estoica soberanía del ser sobre las pasiones sin ceder a la insensibilidad34 y acabaremos el retrato del filósofo, calificado de «nuevo estoico»35, al final de la obra; otro arquetipo al parecer del tiempo que también encontrará una de sus realizaciones más acabadas en la discreción gracianesca36. Por otra parte, el hecho de promover la moderación como ideal de vida (se trata de actuar moderadamente en todo) induce a diseñar una moral de tipo práctico que corresponde enteramente con la orientación ciceroniana del estoicismo37. Dicha moral aparece rematada por una concepción de la prudencia, a la vez «gobernadora de las demás virtudes» y «reina de la vida activa»38. Cierto es que la prudencia sirve para discernir la virtud del vicio y la verdad del yerro, y se apoya pues en una sólida educación moral y científica. Pero la prudencia también vale de norte en el mundo y en el trato con los demás. La noción, siempre ambivalente, viene calificada en Heráclito y Demócrito de «prudencia civil»39, para consagrar su alejamiento tanto de una pura sabiduría como del único respeto de la verdadera religión40. En reali33
Heráclito y Demócrito, p. 82. La crítica cristiana considera la teoría estoica de la apateia como errónea. Este reproche aparece también en la obra cuando Heráclito acusa a su interlocutor de pintar a un filósofo con «algo de astucia, de doblez, de insensibilidad»; a lo que Demócrito responde: «Con la misma protesta voy yo a lo de la insensibilidad [...]», ibid., pp. 52-53. 35 Ibid., p. 356. 36 Sobre la constancia de este modelo de sabiduría estoica en España, la de Séneca en especial, véase el estudio ya clásico de Blüher, 1983, pp. 17-109. Se encuentran abundantes referencias a los filósofos estoicos en Heráclito y Demócrito. Referencias a Séneca: prólogo (asociado con Epicteto), p. 331, p. 362; referencia a Zeno: p. 303; a los estoicos en general: p. 52. Una aproximación al neosenequismo de López de Vega en González de Garay Fernández, 1987. Sobre la virtud de moderación en Gracián, véanse por ejemplo los párrafos 8 y 41 del Oráculo manual y arte de prudencia. Para un análisis de la discreción en Gracián, ver Egido, 1997 y Álvarez-Ossorio, 1999. 37 Burnier, 1909, pp. 16-20. 38 Ambas citas en Heráclito y Demócrito, p. 58. 39 Ibid., p. 55. 40 Hafter, 1966, p. 77-84. 34
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dad, se repercute en el campo moral, y aquí en el retrato del filósofo, el giro que sufre la noción en la literatura sobre el príncipe cristiano. Se toman en cuenta las exigencias mundanas, merced a la doble herencia del pragmatismo maquiavélico y del tacitismo político41. De modo que en el pragmatismo propio del filósofo civil, la prudencia llega a aparecer como «segura razón de Estado de la más filosófica prudencia»42. Con este retrato, la obra de López de Vega se sitúa evidentemente en la tradición de los libros morales en sentido amplio, es decir de los manuales que proponen al hombre reglas de conducta respecto al mundo y a los demás. Se podría demostrar cómo López de Vega se inserta en esta tradición y cómo hace suyos unos criterios definidos en El cortesano de Castiglione; su concepción de la gracia, por ejemplo, es muy similar a la de Castiglione y se aplica definitivamente al arte de persuadir en la corte. Baste decir que, al seguir dicha tradición que se remonta no sólo a Castiglione sino también a la Baja Edad Media como demostró Peter Burke43, López de Vega define y elabora un modelo de comportamiento en relación con esta manera imprescindible de estar en el mundo: el estatus social. Por eso, en el segundo diálogo de la obra sobre la nobleza, se trata también de precisar la condición social del filósofo.Y el enfoque de este tema va a hacerse de manera bastante original. Se ponen primero las exigencias morales y civiles del filósofo y se examina en segundo lugar cuál podría ser el estado más conveniente para satisfacer tales exigencias. De allí dos consecuencias: se destruye a primera vista la relación causal entre nobleza y virtud y se establece una equiparación entre aurea mediocritas y medianía social.
EL
MODELO DE LA MEDIANÍA EN
HERÁCLITO Y DEMÓCRITO
A la pregunta ¿qué le conviene mejor al cortesano filósofo?, Heráclito y Demócrito contestan que el ser noble de nacimiento es el estado más idóneo para ejercer una desengañada filosofía. Así se sortearán los «desaires», «menosprecios», «repulsas y exclusiones» que suelen recaer sobre 41 42 43
Fernández Albaladejo, 1998; Ariza Canales, 1995, pp. 55-59. Heráclito y Demócrito, p. 51. Burke, 1998.
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«el hombre de linaje oscuro y abatido»44. El mejor estado posible para el filósofo cortesano parece ser el de una nobleza mediana que sabe precaverse contra los excesos del más y del poco, cuyas exigencias son «enemigas invencibles del descanso filosófico»45. Pero, paralelamente, la estimación proporcionada por este estado mediano y noble no deja de alimentarse de la única verdadera fuente de honor, la virtud: Para éstas [las ordinarias pretensiones] basta la estimación que resulta de la mediana nobleza de sangre, adornada o corroborada por la mayor que, para con lo que bien sienten, suelen dar las virtudes personales46.
El tratamiento de la medianía aparece pues como el perfecto reflejo del de las virtudes: un término medio entre dos excesos. El hombre mediano forma parte de la nobleza y goza de un estado honrado, salvado del exceso, que lo protege de la reprobación pública, pero también de las inquietudes de la ambición.Y la nobleza vuelve a reunirse con la virtud. A este estado medianamente noble, se corresponde lógicamente un grado moderado de riqueza. La pobreza impide el ejercicio de las virtudes y pues el aprendizaje de la prudencia. Recordemos este pasaje de la Ética nicomáquea: «es evidente que la felicidad necesita también de los bienes exteriores, como dijimos; pues es imposible o no es fácil hacer el bien cuando no se cuenta con recursos»47.Y para demostrar lo mismo, Demócrito convoca dos ejemplos contradictorios: los de Sócrates y Diógenes, cuya pobreza «les vino sólo a servir de malogro a la vida»48. Ahora bien ¿cuál será el fruto de tales riqueza y comodidad? Será «una renta holgada y comprehensible, esto es, que no con molesta solicitud de administración y cobranzas desquite y desazone las comodidades de su utilidad»49, una renta constituida además por bienes heredados50. Debe lla44
Heráclito y Demócrito, p. 67. Ibid., p. 62. 46 Ibid., p. 63. 47 Aristóteles, Ética nicomáquea, I, 8, p. 146. 48 Heráclito y Demócrito, p. 106. 49 Ibid., p. 111. 50 «los bienes heredados son los más propios y más legítimos de mi intento; porque traen calidad de anejos, que añade estimación, y respeto, cosa tan importante como queda dicho, para las comodidades [...]», ibid., p. 112. 45
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marnos la atención la presencia del vocablo «comodidad», otra palabra clave por ser ideal de vida y meta de todas las acciones. Para el filósofo, se trata de «vivir en el [mundo] virtuosa pero cómodamente»51. Para explicar el origen de tal propuesta, tenemos que volver a convocar a Séneca, quien en De vita beata, describe al sabio como sigue: es de saber que el sabio no se considera indigno de ningún presente de la fortuna; no ama las riquezas, sino que las prefiere; no las coloca en su alma, sino en su casa; no rehúsa las que posee, sino las señorea, y quiere que suministren a su virtud un campo más amplio52.
Si el propósito de López de Vega en su segundo tratado no es describir a un hombre sumido en la contemplación, sin embargo se inspira claramente de la concepción senequiana de la sabiduría. Séneca, otro gran cortesano en su tiempo, sabe reconciliar la sabiduría con la comodidad. A su vez, López de Vega ofrece el retrato de un político —en sentido de cortesano— educado y moralizado pero no por ello inconsciente de las contingencias sociales y económicas, quien construye su tranquilidad de ánimo a partir de una vida acomodada, honrada y soltera (el matrimonio es fuente de perturbaciones...); en suma, una especie de político perfecto, figura contraria en lo social del perfecto señor de su primer tratado. El propósito de López de Vega aparece ahora de manera patente: en vez de predicar a favor de una moralización de la aristocracia como lo hacía en su primer tratado, está buscando otra vía, la de una perfecta correspondencia entre aurea mediocritas e identidad social. Otros autores intentaron justificar su empresa de moralización de la nobleza por lo que, de hecho, era un oxímoron: hacer que correspondiera la excelencia con la mediocridad. En el capítulo nueve de la tercera parte de su Idea de nobles, titulado precisamente: «De la humildad, que no es incompatible a las grandezas», la ya citada Condesa de Aranda glosa la contradicción usando fórmulas paradójicas edificantes como: «antes cuando es uno mayor, más se debe humillar»53, o «no puede alguno conseguir cosa grande, sino conociendo la propia inutilidad»54. 51 52 53 54
Ibid., p. 49. Séneca, De la vida bienaventurada, p. 296. María Luisa de Padilla, Idea de Nobles, p. 356. Ibid., p. 357.
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Al proponer el retrato del noble mediano, López de Vega supera la paradoja con el fin de recobrar la equiparación perdida entre ethos y estatus, o dicho de otro modo, entre ser y apariencia. ¿Cómo puede interpretarse tal concepción de la medianía? Primero cabe notar, en el marco de una primera interpretación de tipo lingüística, que dicha concepción corrobora la evolución del significado de la palabra tal como aparece en los diccionarios contemporáneos. En el Tesoro de la lengua castellana o española de Sebastián de Covarrubias, podemos leer bajo la voz medianía: «Se dice de lo que es razonable y puesto en buen medio». El concepto se aplica pues preferentemente al campo moral. Un siglo más tarde, el Diccionario de Autoridades empieza conservando la orientación fuertemente moral del sentido de la palabra: «MEDIANÍA. Moderación y templanza en la ejecución de alguna cosa, huyendo de los extremos». Pero una segunda acepción basada en algunos versos de Ulloa se refiere claramente al nivel de riqueza: Y en esta alegoría, los estados de medianía y opulencia vemos, por señales distintas figurados.
De regla de comportamiento para sortear extremos pasionales, la noción pasa a admitirse en tanto que condición social o económica; lo que en parte tenemos nítidamente reflejado en la obra de López de Vega. Otros muchos enfocaron el debate social sobre un posible grupo intermediario entre ricos y pobres, tal como lo concebía Aristóteles55, para volver a equilibrar la vida en la república. Martín González de Cellorigo, en la tercera parte de su Memorial de 1600, aboga a favor de «remedios suaves»: como lo será el acomodar las cosas a forma que el mediano pueblo medre y vuelva más hacia sus principios, donde si había ricos, lo eran de veras. [...] y hacían estar en fiel las otras dos partes, pobres y medianos, conservándose en la medianía los dos lados de pobres y ricos, que es la que siempre los sustenta56.
55 56
Aristote, Les Politiques, IV, 11, pp. 311-312. Memorial, f. 56.
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Los medianos son pues aquéllos que, ni siendo pobres ni siendo ricos, pueden mantener un equilibrio entre los dos polos opuestos de riqueza y pobreza. Por una parte, a juicio del Licenciado, se trataría de impedir que pasara demasiada gente al estado de riqueza excesiva, y por otra parte, se podría así recuperar gente para cumplir con ocupaciones y oficios: podrían constituir las fuerzas vivas de la monarquía para remediar sus debilidades. El criterio dominante para determinar los diferentes grupos de la república es pues el económico, tal como lo comprobaba también José Antonio Maravall para la literatura picaresca57. La figura del labrador rico estudiado por Alain Milhou fue también una de las realizaciones literarias y dramáticas de la medianía58. Pero, si la medianía es también según López de Vega una situación intermediaria, la figura del mediano noble y rentista, descrito en Heráclito y Demócrito, dista mucho de las representaciones precedentes. De hecho, López de Vega se aleja por completo de las preocupaciones de un Cellorigo o de un Mateo López Bravo, quienes embisten en contra de los mayorazgos improductivos59. Sin embargo, si volvemos a consideraciones lingüísticas, aparece de nuevo la coherencia de la noción de medianía. Hemos visto que el fomento del grupo de los medianos pasa a ser, en palabras de Cellorigo, una medicina posible para la monarquía. No hay aquí nada sorprendente, ya que mediano, médico, y medianía tienen en común la raíz indoeuropea med, cuyas realizaciones, según las investigaciones de Émile Benveniste, se organizan alrededor de la mesura en tanto que principio de orden. Explica Benveniste que la raíz griega medo y su participio medon significan «proteger, gobernar», un principio de orden que se encuentra también en el verbo latino medeor (‘curar’), o en medicus (‘el médico’), como en quien restablece el orden en un cuerpo enfermo. Para volver a las clarificaciones de Chartier que también sirven de hilo conductor en nuestra reflexión, en las luchas por la representación se juega también el ordenamiento de la sociedad. Ahora bien, la búsqueda de un principio de orden en la sociedad, o mejor dicho la conservación del orden de la monarquía y de la sociedad es recurrente en la obra de López de Vega. Si, en su primera 57
Maravall, 1986. Milhou, 1986. El autor se refiere abundantemente a Noël Salomon, 1965. 59 Mateo López Bravo, Del rey y de la razón de gobernar; González de Cellorigo, Memorial, f. 57v-58. 58
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obra, nuestro autor propone a los grandes un manual del perfecto señor, es para que aquéllos vuelvan a recuperar la dignidad moral que implica su rango. En su segundo tratado, la observación del teatro del mundo conduce a lamentar los errores del mismo o reírse de los trastornos que vienen a perturbar la organización de los hombres en la sociedad. La cosmogonía sobreentendida por la obra es fundamentalmente la de una armonía social como reflejo de la armonía celeste. Como lo ha notado muy acertadamente Jean-Marc Pélorson, el mérito de la medianía estriba en que respeta la tripartición de la sociedad estamental60; una sociedad que funciona dividida en tres, cifra de un paradójico equilibrio, como lo decía ya Georges Duby en su introducción a Les trois ordres ou l’imaginaire du féodalisme: «Ternaridad, dice Duby, de una sociedad a la vez una y trina a la manera de la divinidad que la creó y la juzgará...»61. Son también múltiples las ventajas que ofrecen la medianía noble tal como la concibe López de Vega. Primero introduce una vía intermedia dentro de los rangos de la nobleza, dejando aparte e intacto el codiciado modelo aristocrático: Demócrito define la mediana nobleza de sangre del filósofo como «adornada o corroborada de la mayor», incitando a la imitación del modelo aristocrático pero también aislándolo en una esfera de lo inasequible, lo que hace resaltar el realismo de su propuesta. Además, respeta el ideal moral aristotélico y «horaciano» tanto como toma en cuenta el criterio de la riqueza que ha venido a ser determinante en la representación del estatus nobiliario. La apertura del orden a elementos nuevos recibía así nueva justificación en una obra dedicada, repitámoslo, a un asentista portugués recientemente ennoblecido... Por otra parte, el hecho de abogar por una medianía noble, guardada de cualquier exceso incluso económico, daba cabida a la condenación moral de la ostentación y de la riqueza excesivas, tan fustigadas en cierta literatura moralista, una ostentación que por parte de elementos adinerados ponía en peligro la «lisibilidad» del rango62. Otra ventaja, y no la menor, era la que ofrecía la medianía en la vida de corte, o sea en la gestión del favor del poderoso o del favor
60 61 62
Pélorson, 1979. Duby, 1978, pp. 11-12. Álvarez-Ossorio, 1995 y 1998.
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real que había venido a ser la principal fuente de honor singularmente con el asentamiento de la corte de Madrid, el desarrollo del mecenazgo y de la política de representación del poder. Guardarse del exceso en todo permite de hecho navegar entre una civilidad extremada y la esclavitud totalmente indigna del cortesano rampante; o sea mantener una actitud moderada respecto a la consecución del favor, sea del poderoso, sea del propio príncipe. Aquí se manifiesta con plena medida el pragmatismo del autor. Conocemos la ambivalencia del concepto de cortesía durante el período barroco, en que también pasa a ser asimilada con la hipocresía63. En Heráclito y Demócrito, se juega también con lo ambiguo de la noción. A este respecto, interesa que en la economía de la obra, el capítulo sobre las cortesías siga inmediatamente a las consideraciones sobre la disimulación: se puede por lo tanto dudar de un tratamiento positivo de la misma. Pero, al mismo tiempo, el disimulo es salvador. Mejor vale callar la verdadera esencia de la virtud a los que no son capaces de entenderla. De hecho, Demócrito aconseja a su filósofo cortesano que «donde, y cuando le importare, sepa disimular el desengaño, midiendo y proporcionando en lo exterior las cortesías a la dignidad política»64. De este modo, el filósofo cortesano podrá, merced al recto y correcto gobierno de sí mismo, sortear el doble obstáculo del trato violento y del servilismo. Esto supone que la ambición esté relegada al segundo plano, sin que el cortesano descuide del todo de su reputación: En las cortesías, aunque parece punto de vanidad, es necesaria alguna advertencia, porque, como no todos los juicios saben pesar igualmente el ser de las cosas, pende muchas veces el ser estimado de la multitud del modo con que uno es visto ser tratado de los nobles, y de los bríos con que sabe hacerse tratar dellos con respeto. [...] Así le será conveniente el seguir un modo suave y guardar una igual correspondencia, de forma que ni pueda ser acusado de grosero, ni parezca que da su consentimiento al que con la escasez de las cortesías presuma usurparse alguna superioridad65.
Así concebida, la medianía se revela pues como un pragmatismo y un norte en la navegación incierta por el mar cortesano. 63 64 65
Chartier, 1993. Heráclito y Demócrito, p. 71. Ibid., p. 75.
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Ahora podemos entender mejor qué público desea alcanzar López de Vega con esta obra. No se trata del público aristocrático que, por su asentamiento en la corte y su casi monopolio de los cargos de honor en palacio o en la alta administración, goza de la cercanía del príncipe, sino de las capas de la mediana y pequeña nobleza, que, por su capacidad económica mucho menor, tienen más dificultades para mantenerse en la «economía de la gracia» y conseguir títulos. Cabe ahora interrogarnos sobre la recepción de este modelo.
TENTATIVA
DE EVALUACIÓN DEL MODELO
El hecho de que López de Vega haya querido «modelizar» la medianía noble parece obvio si se toman en cuenta algunos elementos formales de su demostración. Primero, los dos filósofos, Heráclito y Demócrito, manejan la generalidad. Es cierto que, como espectadores del theatrum mundi, debaten a partir del espectáculo que les proporciona la calle: un jinete, unos poetas que esperan los resultados de un concurso poético, el hijo de un mercader vecino…66 Pero tales ejemplos como otros tantos tipos humanos y sociales sirven de punto de partida para comentar los excesos o los errores más comunes y se llega así a consideraciones morales de mayor amplitud. De los errores más comunes se deduce la actitud que tendrá que adoptar la figura ideal del filósofo cortesano, que se ofrece como modelo elaborado a partir de la experiencia. El político moralizado se presenta pues como actor de la vida cortesana, queremos decir que se presenta más como función que como ideal de perfección. No es presentado como arquetipo —eso es, modelo de perfección—, sino como adaptación pragmática al mundo. Es de notar que López de Vega, incluso en su primera obra titulada: Sueño político, rechazó siempre cualquier dimensión utópica. Para él, el sueño no es sino programador, revelador de una verdad, como en el sueño de Escipión relatado por Cicerón; lo dice el propio autor: «lo que pretendemos no es formar ideas impracticables, repúblicas de Platón, ni oradores de Tulio»67. Semejante actitud no se desmiente en su segundo tratado. Sin embargo, un mo-
66 67
Ibid., p. 11, p. 147, p. 79. El perfecto señor. Sueño político, ed. de 1652, p. 11.
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delo, por pragmático que sea, no pasa de ser tal, aunque reiteradamente se afirma su anclaje en el tiempo. Interesante es también, a este respecto, la casi ausencia o escasa presencia (hemos hablado de Sócrates o de Diógenes) del recurso a la ejemplificación nominativa. No vemos aparecer a ningún parangón de la nobleza del tiempo68, ni tampoco a figuras bíblicas, capaces de ilustrar alguna cualidad debatida. López de Vega se distancia pues de una práctica muy corriente de la prosa coetánea, demostrando en ello que desea alcanzar la dimensión universal del modelo en asociación con la elaboración de una moral normativa. Por otra parte, abundan en la obra las estructuras o verbos de obligación moral (deber, haber de) —en los títulos de capítulos en particular69— así como las fórmulas sentenciosas70, que manifiestan el deseo de definir una norma de comportamiento. Por lo tanto, igual que lo hace la historia cultural, tras haber definido la manera cómo un autor modela tal o cual figura, tenemos que interrogarnos sobre la recepción de que goza el modelo propuesto71. Es posible creer que López de Vega alimentó su reflexión a partir de la de algunos arbitristas que habían reflexionado sobre la noción de medianía. Existían también ideas, si no contrarias, por lo menos despectivas de la medianía. Fray Benito de Peñalosa lamentaba que los hombres de valor tuviesen que «contentarse con medianía»72. Para quien deseaba ensalzar la excelencia en todo, el ideal del mediano aparecía más bien como una limitación y un freno a la ambición de lucirse y medrar. Pero hablamos de una obra —la de Peñalosa— cuya publicación se sitúa en 1629 y, por lo tanto, no puede ser evocada para explicar la recepción del modelo del noble mediano de Heráclito y Demócrito, que salió a luz en 1641. En concreto, poco se sabe de la recepción de la obra de López de Vega. Sin embargo, podemos deducir elementos a partir de datos par68
Por ejemplo, María Luisa de Padilla quiere construir la imagen del noble a partir del modelo del Marqués de Santillana, Idea de nobles, prólogo, s. n. 69 «De las letras. Diálogo sexto. Cuáles deba tener, y cómo usarlas el nuevo filósofo»; «De las letras. Diálogo séptimo. De las conveniencias del estudio de la filosofía moral y si debe casarse el filósofo», etc. 70 «De lo aparente mal puede nacer lo real y verdadero», Heráclito y Demócrito, p. 28; «Son muchos los pretendientes de la estimación. No la consiguen los dignos, sino los industriosos y solícitos», ibid., p. 67; etc. 71 Véase el razonamiento de Burke, 1998, p. 24. 72 Fray Benito de Peñalosa y Mondragón, Libro de las cinco excelencias…, f. 97.
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celarios. En cuanto a su contexto de aparición, sabemos que la edición está dedicada a un asentista del rey, portugués y de origen converso. Es el prototipo del homo novus, del banquero internacional ennoblecido gracias a su competencia económica puesta al servicio de la monarquía hispánica. Sabemos también que por aquella época estaba creciendo el resentimiento en contra de los asentistas portugueses del rey73. La obra recibe aprobación en diciembre de 1639, la suma de la tasa data de diciembre del año siguiente, cuando acaba de tener lugar la rebelión portuguesa. Como vemos, la obra sale a luz en un contexto difícil, lo que puede haber desfavorecido su recepción inmediata. Podemos afirmar sin embargo que el tratado alcanzó a cierto público. De hecho, lo encontramos citado en obras que vuelven a explotar el tópico del Heraclitus fluens y del Democritus ridens, como en las Vidas de los filósofos Heráclito y Demócrito74 de Félix Lucio de Espinosa y Malo. Es también una de las pocas obras morales que Francisco Manuel de Melo salva en su Hospital de las letras, publicado en 1666, antes de haber alabado a su autor en sus Cartas familiares75; de allí se infiere que la obra se dio a conocer más por su interpretación del tópico y su fuerte parentesco con la literatura moral que por el modelo social que proponía. ¿Cómo explicar entonces la poca repercusión del modelo del noble mediano propuesto? Cierto es que el concepto de medianía podía seducir a una nobleza mediana y pequeña que sufría la doble competencia de una aristocracia que copaba todos los honores y los favores reales, y la de unos plebeyos ricos que lograban acceder a los honores merced a su potencia financiera. Pero también podemos pensar que el modelo aristocrático dominante seducía precisamente por los sueños de excelencia que inspiraba y que contentarse con medianía podía parecer poco atractivo. Cabe añadir otros problemas inherentes al modelo propuesto por López de Vega. Hemos mencionado fugazmente que el filósofo cortesano debía elegir un virtuoso celibato. ¿Cómo podía seducir un modelo que proponía el celibato a la nobleza, fuera 73
Sobre el contexto que rodea la edición de esta obra, ver nuestra tesis doctoral, 2000b, t. 1, pp. 97-111. 74 Félix Lucio de Espinosa y Malo, Vidas de los filósofos Heráclito y Demócrito, prólogo, s. n. 75 Francisco Manuel de Melo, Cartas Familiares, pp. 228-230; sobre el Hospital de las Letras (1666), véase el comentario de Colomés, 1969, p. 369.
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mediana y pequeña, preocupada como lo era por lo que la fundaba, es decir el linaje y pues por la herencia y la reproducción? Además, como hemos dicho, López de Vega rehusaba totalmente el cultivo de las armas que durante tanto tiempo había constituido una vía de ennoblecimiento posible y seguía ofreciendo oportunidades de medro para la pequeña y mediana nobleza. Aquéllas son las pistas que podemos abrir para mejor comprensión de la poca difusión del modelo del noble mediano en la literatura sobre la nobleza.
CONCLUSIONES
PARA HOY
Con el retrato del filósofo cortesano, comprobamos que el modelo nobiliario tal como va imperando en el tiempo, no es monolítico. López de Vega nos ofrece por lo menos dos variaciones del mismo en su segundo tratado en prosa: el aristocrático, modelo de excelencia y presentado como inasequible, y el del mediano político, moralizado eso sí, pero presentado como más pragmático; éste parece sin embargo carecer de atractivo. En cambio, el modelo de la aurea mediocritas moral siguió imperando y difundiéndose, hasta convertirse en tópico de la literatura moral. De modo que parecía perderse la adecuación anhelada por López de Vega entre condición social mediana y moderación moral; no deja sin embargo de interesarnos tal fascinación por lo mediano, por el hombre que se separa del héroe, por lo que confirma la importancia creciente de la concepción del individuo76. Aparentemente el público al que intentaba seducir y atraer López de Vega prefería volverse hacia una onírica mimesis respecto al modelo aristocrático. Prueba de ello, el manual de El perfecto señor, primer tratado en prosa de López de Vega, y seguramente uno de los primeros intentos de producir un retrato del cortesano aristócrata a la española, siguió difundiéndose, ya que volvió a editarse consecutivamente en 1652 y 1653, en la Imprenta Real. El modelo aristocrático había acabado temporalmente con otro posible.
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Fragonard, 1998.
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LAS PRIMERAS LETRAS DE LA ARISTOCRACIA RENACENTISTA (O LA NOBLEZA TAMBIÉN SABÍA LEER)
Víctor Infantes Universidad Complutense de Madrid
Mi título (y su paréntesis) no es una paradoja y voy a intentar explicar la razón, especialmente en el tema que nos congrega sobre los «Modelos de vida en la España del Siglo de Oro», referidos, en esta ocasión, a la nobleza. Para ello nos adentraremos en una de las primigenias operaciones culturales de esta clase social: la del aprendizaje lector. Asunto básico y fundamental para intentar explicar su significación en una civilización invadida ya desde comienzos del siglo XVI —y en los últimos años del siglo anterior— por las letras, en los dos sentidos más elementales y representativos del término: el de su difusión escrita, o sea, el conjunto de la producción intelectual reflejada en los textos; el de su iniciático (y obvio) conocimiento, es decir, el de su instrucción y adquisición elemental. Hablo, claro está, de aprender a leer, y consecuentemente, pero no en todas las ocasiones, a escribir1, para conocer las lecturas y las escrituras de los demás; y en estas operaciones —como las he denominado terapéuticamente—, la nobleza como clase social activa en el estatuto de la sociedad renacentista, sin tener que entrar por ello en su organigrama estamental, marcó una pauta relevante en el contexto áureo. Por ello quizá convenga enmarcar los datos que manejo, que lógicamente no son (ni serán) todos los posibles, en la visión (y en los conocimientos) que hoy poseemos sobre este asunto; lejos ya (afortu-
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Ver, recientemente, y por ello suma bibliografía que no ha menester citar ni repetir,Viñao Frago, 1999b, pp. 171-182.
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nadamente) de las aproximaciones generales y, en la mayoría de los casos, claramente negativas de la formación curricular de la España del Siglo de Oro. Nos hemos fiado durante mucho tiempo de demasiados lugares comunes: analfabetismo, oscurantismo, incomunicación, etc., sin atender a la evidencia de una impresionante (y abundantísima) producción impresa y manuscrita que sólo es posible entender y ubicar en una sociedad lectora y culturalmente inserta en los circuitos de la comunicación escrita de la palabra, teniendo en cuenta, además, que ésta se entiende y se difunde —fuera de la inasible oralidad— como modelo estamental muy significativo de conocimiento y pertenencia social2. Esta invasión totémica del texto, asociado a una expresión netamente cultural, tiene hoy que abrirse a otras muchas funciones: informativas, burocráticas, doctrinales, etc., sin olvidar la más primigenia del texto como elemento de la ociosidad, que necesariamente implica otros planteamientos menos excluyentes en la génesis de su adquisición inicial. Por tanto, valga situar esta cuestión, en realidad un conjunto de cuestiones imbricadas entre sí, partiendo de algunos principios, nunca mejor dicho, operativos. 1º) En los límites cronológicos de la época en la que nos situamos, entre 1550 y 1650, pero más precisamente 1532 y 1640 por ceñirla a dos publicaciones concretas que no dejan de ser simples fechas de análisis, la producción impresa de las Cartillas, Silabarios, Doctrinas cristianas, Artes de leer y demás manuales del aprendizaje lector elemental es absolutamente desmesurado3. Sirva recordar que la famosa Cartilla de Valladolid imprime una media de unos 150.000 ejemplares al año en el período entre 1583, fecha de la concesión del «Privilegio» real para sufragar las obras de la Iglesia Metropolitana de la ciudad pucelana4, y 1640, que es el término post quem cronológico que hemos se2
Ver, también entre numerosas referencias, Infantes, 1999 y, recientemente, Cardim, 2002. 3 Ver panoramas y balances en Infantes, 1995; Infantes, 1996; Infantes y Martínez Pereira, 1999 y Viñao Frago, 1992 y 1999a. Citaremos, para los textos y su correspondiente estudio, por el número asignado en Infantes, 1998 y, si hace al caso para el siglo siguiente, Infantes y Martínez Pereira, en prensa. 4 Ver Moll, 1987.
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ñalado con anterioridad; y los datos salen de una fuente de mucho fiar, como es la de las cuentas del cabildo vallisoletano que recoge puntualmente por años las ventas de sus impresiones5. (Las cuentas de San Pedro dan intereses en el otro mundo, pero se cobran religiosamente en éste.) Estos dígitos expresan una realidad (bastante) innegable y nos inducen a suponer —porque si no no tienen sentido económico ni editorial— que la instrucción básica del aprendizaje lector alcanzaba a casi toda la población infantil española de la época, tanto niños como niñas. Además, hay que sumar, y tener muy presente en este período, un buen número de ediciones falsas y contrahechas de la propia Cartilla de Valladolid —convenientemente denunciadas por las autoridades eclesiásticas, con numerosos pleitos y litigios conservados en los primeros decenios del siglo XVII, pero que siguen hasta comienzos del siglo XIX6—; los sistemáticos y abundantes envíos a Indias para la catequesis americana7, y la supervivencia de otros textos anteriores, ya existentes desde comienzos del siglo XVI, hasta la definitiva unificación e implantación del modelo pucelano que durará hasta comienzos del siglo XIX8. Este modelo textual suma dos elementos confluyentes: una primera parte con el silabario básico, que contiene el deletreo, las abreviaturas y las nociones primordiales de la formación léxica y, en algunas ocasiones, sumando también los trisílabos, la pronunciación con las leyes básicas de la combinación fonética; y una segunda parte con la doctrina cristiana, las oraciones, las reglas básicas de la catequesis y la doctrina, a veces añadiendo salmodias, recitaciones y brevísimos textos didácticos. En ambos casos, siempre se tiene muy presente la conveniencia de los aspectos católicos: las denuncias abundan a lo largo del siglo, como lo recuerda, en 1595, este pasaje, con la admonición religiosa correspondiente, del Libro de la buena educación y enseñanza de los nobles en que se dan muy importantes avisos a los padres para criar y enseñar bien a sus hijos de Pedro López de Montoya9:
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Ver los datos en Viñao Frago, 1997, en particular, p. 184. Ver Viñao Frago, 1997, pp. 158-173. 7 Ver, entre otros estudios, González del Campo, 1990. 8 Ver Viñao Frago, 1999a, pp. 62-66. 9 Usamos la edición que incluye Hernández, 1947, pp. 235-419; la cita en pp. 390-391. 6
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El mismo cuidado, o mayor, se debría poner en las escuelas adonde los niños comienzan a aprender a leer y escribir, haciendo primero bastante prueba y examen de la persona que pretendiere tomar este oficio y dándole orden de lo que ha de hacer. Y paréceme muy bien lo que acostumbra entre nosotros, que es dar a los niños lo primero la cartilla de la dotrina cristiana; pero no puedo dejar de reprehender que tras este libro de tan grandes verdades sucedan otros de impertinencias y mentiras, y que esas mismas cartillas que les enseñan los fundamentos y la sustancia de nuestra santa religión se impriman con tan poco recato y que se dé tanta libertad para que cualquier autor, por inerudito que sea, las pueda imprimir y publicar. Lo que convendría es que después de la cartilla se les diese otros libros de devoción o libros de historias verdaderas y de vidas de santos, y que leyesen en latín los psalmos y las otras cosas que pudiesen ser de provecho para cuando fuesen mayores.
Además la Cartilla vallisoletana consta, desde sus primeras ediciones, de una «Tabla», tanto en la primera conservada completa (la de Sevilla, Alonso de la Barrera, 1584) como en las tres escasas páginas conservadas de una (probable) edición de Valladolid (Diego Fernández de Córdoba, c. 1584)10, usada para el desarrollo de las operaciones aritméticas elementales. Conviene matizar dos aspectos harto significativos. Primero, nos encontramos ante un proceso en el cual la implicación de aprender a leer se realiza para aprender la formación católica más elemental, es decir, que se adquiere con las nociones básicas del aprendizaje lector el logro de la formación doctrinal como justificación de ese aprendizaje, iniciándose de esta manera una misión (esencialmente) catequética en los pasos iniciales de la instrucción11. Los testimonios parecen afectar por igual a todos los estamentos, incluida la propia nobleza, en una como equiparación, digamos, didáctica. Es un empeño constante, en las coordenadas de un Estado confesional, el adoctrinamiento cristiano básico de la infancia y, en ella, se incluye también la nobleza,
10
Ver Infantes, 1998, núms. XXVII y XXVIII, respectivamente. En el primer caso no lleva ninguna titulación y aparece al final cerrando tipográficamente la página, y no es más que una cuadrícula con las cuentas para la centena; en el segundo se nomina «Tabla para saber contar» y ocupa toda la plana, aunque en esta ocasión el tamaño en 8º quizá explique su presencia aislada, combinando tipografía y números solamente con la tabla de multiplicar. 11 Ver Resines, 1997.
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como nos recuerda López de Montoya: «a los ochos años es el tiempo en que se les ha de dar maestro a los nobles»12. Nieves Baranda ha aportado numerosas citas de esta asimilación en los que denomina «escritos para educación de nobles»13, a través de las formas literarias como la «Instrucción», la «Carta» o el «Aviso», y en «una literatura para la infancia»14 a lo largo de los siglos XVI y XVII, aunque más tarde indicaremos algunas modificaciones específicas para la aristocracia. El segundo aspecto nos indica que desde finales del siglo XV —y de manera ya normativa en los primeros años del siglo XVI— se ha aprendido a leer en un (modelo) impreso, lo que implica una tipografía explícita, generalmente gótica y de ahí su tardío mantenimiento exclusivamente en este tipo de ediciones menores (cartillas, pliegos, relaciones, etc.), y con una adecuación y disposición espacial en la página (una mise en page) que responde a unas tipologías editoriales muy concretas: uso estratégico de mayúsculas y minúsculas, recuadros, abreviaturas, alineaciones, columnas dobles y triples, incluso en algunos casos ilustraciones15, etc., que refuerzan los elementos (estrictamente) visuales del aprendizaje lector; esta formación se continúa, en los casos en que se mantiene en las etapas curriculares posteriores, también con otros impresos: gramáticas, catecismos, manuales, tratados, etc., como hemos visto que recordaba López de Montoya, entre otros. Dos casos singulares en este panorama son dos obras cercanas en el tiempo y sus intenciones: la de Andrés Flórez, La Doctrina cristiana del ermitaño y niño (Valladolid, Sebastián Martínez, 1552, pues aunque hay ediciones anteriores —y posteriores—, ésta es la de referencia obligada), importantísimo manual misceláneo de instrucción, convenientemente desbrozado por su editor moderno16, y la recién aparecida Doctrina cristiana, y espejo de bien vivir, dividido en tres partes. La primera es un diálogo o coloquio entre dos niños con muchas cosas de la fe provechosas, y la doctrina declarada y luego la llana. En la segunda se contienen muchas obras breves y sab[i]a doctrina. La tercera tiene muchas coplas y cantares devotos para se holgar y cantar los niños (Valladolid, Sebastián Martínez, 12
Ver Hernández, 1947, p. 320. Ver Baranda, 1995. 14 Ver Baranda, 1996. 15 Ver la singular presencia de grabaditos alusivos en estos impresos tan elementales en Infantes y Martínez Pereira, 1999b. 16 Ver Cátedra, 1997, pp. 9-174. 13
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1554) de Gregorio Pesquera, que promete mucho más de lo que contiene17. Se establece de esta manera un mercado impreso de la lectura que amplía todo el organigrama del comercio editorial con numerosísimos productos que no llegan hasta la forma editorial del libro —son los llamados genéricamente surtido18—, pero que significan una prolongación, netamente comercial, de esta operación intelectual del aprendizaje lector. No insistiré, ya lo he hecho en otras ocasiones y desde otras perspectivas editoriales diferentes19, en la distinción entre publicaciones recurrentes de periodicidad concreta (los Almanaques, Calendarios, Pronósticos, etc.), publicaciones propias de periodicidad variable (las Bulas, Sermones, Porcones, Cédulas, Edictos, Oraciones, Pragmáticas, Alegaciones, etc.), publicaciones informativas (las Relaciones de sucesos, etc.) y publicaciones permanentes (los Pliegos sueltos, Historias e, incluso, las Comedias sueltas). Toda esta producción editorial de millones de ejemplares circulando por la España áurea constituye un océano impreso inconcebible sin la existencia de una marinería lectora que, precisamente, tiene su razón de ser (comercial e intelectual) en el aprendizaje lector elemental —nobles incluidos—, a través de unos productos impresos que proporcionan un circuito de lectores editoriales que se han formado (tipográficamente) desde sus primeros instantes en la lectura. 2º) Más allá de esta instrucción básica, la adquisición completa de la lectura requería otras prácticas posteriores a la de las elementales Cartillas y Doctrinas cristianas, pues en ellas —y no podemos olvidarlo ni por ello dejar de tenerlo presente— sólo se aprendían los rudimentos de una lectura (básicamente) visual, de puro reconocimiento gráfico, basado en unas determinadas prácticas y usos lectores de estricta (y no especialmente difícil) asimilación tipográfico/mnemotécnica. De ahí la importancia del mantenimiento en estos impresos de la letra gótica hasta bien entrado el siglo XVII, cuando desaparece como uso editorial activo para los libros hacia mediados del siglo anterior,
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Ver cumplida noticia en Martínez Pereira, 2002. Ver los pormenores de esta denominación en Moll, 1990. 19 Especialmente, y siempre tras las precisiones expuestas (ya) por Moll, 1990, Infantes, en prensa. 18
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y la importancia de las abreviaturas, a pesar de lo que de ellas se nos cuenta en una fecha muy temprana en el «Prohemio del corigidor de las letras mal endereçadas» del Amadís de Gaula de 1533, que no deberíamos olvidar que se edita en Italia: En la presente obra. Que aquí ueras. No níngunas abreuiaturas hallaras. Por dos causas la una porque los caualleros que las leyeran, o los que selas leen quando ellos las oyen, no sea menester estar a deletrear. La segunda porque como es enxemplo de cauallería. No solamente Españoles la tienen de leer. Mas los latinos: Ytalianos diuersos. Toscanos. Tudescos. Franceses. Ingleses:Vngaros & Portogueses.Y finalme[n]te todos aquellos aquien plaze el romance Castellano por ser tan pelegrina lengua. De mas desto no pe[n]sasse alg[un]o, q[ue] nos q[ue]do por y[g]nora[n]cia. Los uocablos. Que co[n] .h. &. f. se escriue[n]. Que assi los dexamos porq[ue] todos esta[n] y puede[n] estar. Co[n]uiene a saber. hazer y fazer. hijo, es mas elegante por ser toledano, & fijo esta bien por ser sacado del Latin que dize (filius.) y por el semeja[n]te de otros muchos que el mesmo Autor del libro los puso en diuersos uocablos y modos, por nos dar a entender q[ue] la lengua no es menguada o falta de uocablos, antes muy abu[n]dante, que se puede por muchas maneras dezir una palabra.Y certisssimamente este libro es el uerdadero arte dela Gramatica Española. Porque en si en cierra. (Rete loquendi & Reteq[ue] escribendi.) assi que a todos Ruego se contenten assi como lo hallaren que assi lo halle yo: auisandos a todos que a falta de. Omes B[¿uenos?]. Me fizieron alcalde destas letras20.
O del evidente recordatorio de una memorización colectiva, pues se usa insistentemente la repetición «de coro», de la que se quejan muchos autores, maestros y preceptores:
20 Usamos (necesariamente) la edición original, Venecia, 1533 (aunque hay edición facsímile, Barcelona, Círculo del Bibliófilo, 1978), fol. [1 r], y recuerdo que el «Corigidor» es el propio Francisco Delicado (ver Eugenio Asensio, 1960); los usos gramaticales importan (mucho) menos que la pura plasmación textual, que mantenemos en todas sus características, salvo la transcripción de la barra oblicua corta en línea por la (académica) coma y la ‘s’ alta: grafías, acentuación, aglutinaciones, puntuación, etc., incluso las propias abreviaturas, que desarrollamos entre paréntesis cuadrados, lo que convierte el testimonio en inapreciable, salvando las imprescindibles distancias veneto/toscanas.
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Por donde ellos saben de coro, como es por cartillas que tienen, la oración dominica, salutación angélica, símbolo de los apóstoles, etc.; porque así como aquello es necesario saberse de coro, así, si lo saben ante de leer, comenzando por ello impide, que dice el mochacho y no entiende, que ni sigue la razón de la letra sino su memoria21.
De ahí que en el siguiente estadio de la formación se recomienden explícitamente otros textos, entrando de lleno en la extensa polémica de las lecturas morales, instructivas, etc.22, con los consejos y censuras de un buen número de autores dentro (ya) de esa controversia de la literatura «de la» o «para la» infancia de los Siglos de Oro23, si es que existe una literatura de estas características como tal. 3º) Otras cuestiones (más o menos aparte, pero sin duda muy relacionadas), son las del aprendizaje de la escritura, como etapa continuada, aunque ya muy selectiva, de la instrucción lectora inicial24 y de la existencia diferenciada de maestros públicos y preceptores (o ayos) privados, asunto éste último al que se presta una especial relevancia por la influencia que pueden tener en los instantes iniciales de la formación infantil, como nos vuelve a recordar López de Montoya25: Los Santos Concilios encarece y encarga mucho este cuidado como cosa importantísima, y para este fin instituyó en todas las Iglesias Catedrales la dignidad de Maestrescuela con renta y con lugar honroso, para que la persona que se hubiese de ocupar en la enseñanza de los niños fuese tan grave y de tanta erudición como lo pide este ministerio [...]. De lo cual se prueba claramente [...] lo que yo propongo en estos dos capítulos que el maestro que se diere a los niños nobles en la primera edad ha de ser aventajado en sabiduría y prudencia y en las demás cosas ya dichas.
21 El testimonio es de nuestra primera obra seleccionada, el Arte para aprender a leer y escribir perfectamente en romance y latín de 1532 de Bernabé del Busto; ver Infantes, 1998, nº IV, uno entre una floresta de citas a lo largo de toda la época; lo recoge, con otros testimonios, Baranda, 1993, en particular, p. 26. 22 Ver los dos colectivos bajo la dirección de Augustin Redondo, 1996 y 1997. 23 Ver el trabajo ya citado de Baranda, 1996 y el colectivo editado por Mansau, 1991. 24 Ver Egido, 1995. 25 Ver Hernández, 1947, p. 323.
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Incluso se considera la ubicación espacial de estos aprendizajes: la parroquia, la escuela, la casa, el palacio, etc.26. A todo ello tenemos que sumar, además, el conocimiento de las reglas de urbanidad y civilidad elementales para el comportamiento público, ya reclamado por Nebrija, Erasmo y Vives desde comienzos del siglo XVI27. En este abultado panorama de impresos y manuscritos tiene una especial relevancia el estamento noble, como en los casos, entre otros, de Luis Lobera de Ávila y su Banquete de nobles caballeros e modo de vivir desde que se levantan hasta que se acuestan [...] (Augsburg, Henricum Stainerum, 1530) o del Memorial de crianza y banquete virtuosos para criar hijos de grandes y otras cosas (Zaragoza, Pedro Bernuz, 1548) de Gaspar de Tejeda28. De ahí la proliferación de toda una serie de manuales y trataditos de muy diversa constitución (e influencia real, todo hay que decirlo), destinados esencialmente a la formación de las élites áureas, incluyendo niños y niñas en su conjunto, donde se superponen artes de leer y escribir, gramáticas, catecismos dialogados29, libritos de urbanidad, lecturas piadosas, catones30, etc. Si dejamos aparte los eminentemente morales y de una clara intencionalidad ética ajenos a los rudimentos de la enseñanza básica, debemos recordar algunas obras destinadas específicamente a la nobleza como: el Arte de gramática espiritual para los niños nobles (ms., siglo XVII); el Arte de enseñar a hijos de príncipes y señores de Diego de Gurre (1627); la obra de Pedro González de Salcedo, Nudrición real. Reglas o preceptos de cómo se ha de edu-
26
Ver el estudio de Laspalas, 1993. Baste citar el trabajo de Chartier, 1993 y el colectivo Les traités, 1995 (la misma Universidad tiene publicadas diferentes bibliografías sobre el mismo tema por países europeos; ver, para nuestro interés, Montandon, 1995), con suficientes referencias, sin la necesidad de recordar la mención (y la edición) exacta de los textos. 28 De la primera obra hay suficientes ediciones; la segunda hay que leerla (necesariamente) en la reimpresión que hizo Sánchez, 1910. 29 Ver todo el material documental, desde la misión catequética de los testimonios, que recoge Resines, 2002, con suficiente estudio de todos los textos fundamentales organizado por siglos, el XVI, pp. 97-144, y el XVII, pp. 182-204, más una importante recopilación de las disposiciones de «Los Sínodos de Castilla y León sobre catequesis», pp. 261-421. 30 Ver Infantes, 1997 y Civil, 1996; para otras obras que nada tienen que ver con la original, aunque con el título ya consensuado de «catón» (y a partir de la segunda mitad del siglo XVII, cuando los Disticha desaparecen del panorama editorial hispano), ver Viñao Frago, 1997, pp. 155-158. 27
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car a los reyes mozos, desde los siete a los catorce años (1671), eso sí, convenientemente «sacados de la vida y hechos del rey Don Fernando tercero de Castilla», aunque usa (y abusa) de otras muchas fuentes; la Escuela de príncipes y caballeros. Esto es, la Geografía, Retórica, la Moral, Económica, Política, Lógica y Física de Monsieur de la Motte Levayer, traducida del toscano por el Padre Alonso Manrique de Predicadores (1688); los divulgados Documentos de crianza de Francisco de Ledesma (1598)31; el Apartae virtutum januae. El Maestro de Príncipes de Antonio (o Jerónimo) Fernández de Otero (1633); etc., y con éste último podemos sumar la extensa nómina de los «Tratados de educación del príncipe»32, que responden a otros intereses instructivos más cercanos a la formación política del estadista. Pero nos interesa volver a los inicios de las primeras letras de la nobleza y citar algunos testimonios muy explícitos. Existe un (primer) camino que necesariamente hay que seguir en medio de esta extensísima producción editorial: el de la relación de textos conocidos33, y del que tuvimos que tomar una bifurcación: la de aquellos dedicados específicamente a los nobles; sin olvidar (nunca) que en la España áurea (casi) todos los libros están dedicados a la nobleza o al rey, o no se publicaron. Baste citar, como ejemplo, los «manuales de escritura»: si los recuerdo (ahora), es por la cantidad de relaciones implícitas que conllevan (en algunos casos) con el propio aprendizaje lector. Los más importantes son, como ejemplo, entre los dedicados al Rey o al Príncipe: los de José de Casanova, Primera parte del arte de escribir todas formas de letras (1650); Juan de la Cuesta, Libro y tratado para enseñar leer y escribir brevemente y con gran facilidad con reta pronunciación y verdadera ortografía todo romance castellano (1589); Pedro Flórez, Método del arte de escribir (1614), al entonces Infante Felipe IV; Juan de Icíar, Arte subtilísima por la cual se enseña a escrebir perfectamente (1550); Francisco Lucas, tanto la Instrucción muy provechosa para aprender a escrebir, con aviso particular de la traza y hechura de las letras redondilla y bastarda, y de otras 31
En esta ocasión (y para esta obra), sí citamos un estudio moderno con edición asequible, el de Pérez Gómez, 1975. 32 Ver, todavía, Galino Carrillo, 1948, obra general que necesita una (urgente) puesta al día. 33 Evidentemente el repertorio básico sigue siendo el de Cotarelo y Mori, 1914-1916, pero esperamos la revisión de Ana Martínez Pereira en su inminente (y esperada) Tesis Doctoral.
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cosas para bien escrebir necesarias (1577), en su segunda salida (la primera, de 1571, está dedicada al Deán y Canónigo de Toledo, Diego de Castilla), como el Arte de escrebir dividido en cuatro partes (1577); Pedro de Madariaga, Libro subtilísimo intitulado Honra de escribanos (1565) y, entre los dedicados a la nobleza y aristocracia, los de Pedro Díaz Morante, Del arte nueva de escribir (1624), al Infante Cardenal Francisco de Austria; Juan de Icíar, la Recopilación subtilísima, intitulada ortografía prática, por la cual se enseña a escrebir perfectamente, ansí por prática como por geometría, todas las suertes de letras que más en nuestra España y fuera della se usan (1548), al Príncipe de Aragón, Duque de Calabria, y el Libro en el cual hay muchas suertes de letras historiadas con figuras del Viejo Testamento y la declaración dellas en coplas, y también un Abecedario con figuras de la Muerte (1555), a Diego de los Cobos, Marqués de Camarasa; Cristóbal Bautista de Morales, Pronunciaciones generales de lenguas, ortografía, escuela de leer, escribir, y contar, y significación de letras de mano (1623), al Marqués de Priego, Alonso Fernández de Córdoba; o el caso de Diego Bueno y su Arte nuevo de enseñar a leer, escribir, y contar (1690), dedicado a Baltasar de Funes y Villalpando, noble del reino de Aragón, aunque destinado (en general desde su titulación) para todos los «príncipes y señores». No podemos olvidar que, precisamente y en la mayoría de los casos, eran ellos quienes financiaban estas ediciones; pero la existencia (y abundancia) de estos manuales parece dar por probado que deberían saber leer, al menos para poder leer los libros de enseñar a leer y a escribir que les estaban dedicados. Las Cartillas y Doctrinas más elementales, en general, no están explícitamente dedicadas a nadie, aunque sí algunas de ellas, y éstas suponen una superación (una noble superación) de los modelos más habituales. Las que vamos a mencionar están dedicadas, o escritas, especialmente para la nobleza y sólo se justifican su concepción y su existencia como aplicaciones particulares de los modelos textuales (y doctrinales) ya conocidos, aunque en este caso dirigidas al estamento nobiliario, eso sí, con una suficiente envoltura y justificación retórica en los prólogos. Por ello, entresaco algunos de los ejemplos más significativos, destinados específicamente a la formación de la infancia noble, de autores muy diversos a lo largo de un siglo de enseñanza34.
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Casi todos los testimonios han sido ya motivo de cita, estudio y análisis en otro trabajo más extenso (Infantes, 1998); por ello no ha menester repetir lo ya
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El primero es el del Arte para aprender a leer y escribir perfectamente en romance y latín (Salamanca, Alonso de Porras, 1532) de Bernabé del Busto, Maestro de los Pajes de la Emperatriz, que escribe su obrita porque «viendo el Príncipe nuestro señor, a quien Dios tenga de su mano, le conserve y prospere como estos sus reinos han menester, anda ya por complir el quinquenio, y aún no se ponía en leer»35; y que es lo que expresamente indica en su título, pues no contiene nada relacionado con el aprendizaje religioso, cerrando su tratado con una diatriba (consecuente con la época y con sus propias ideas) sobre la lectura de «libros de vanidades», con el Amadís de Gaula a la cabeza. Sí tienen, a cambio, la Doctrina cristiana las obras siguientes, los dos manuales del Bachiller y Canónigo Juan de Robles: 1) el Arte para enseñar muy breve y perfectamente a leer y escrebir, así en castellano como en latín, según la propiedad de cada una destas lenguas, muy provechosa para los que comienzan las letras, y aún para los que están principados en gramática. En la cual se pone la doctrina cristiana (Alcalá de Henares,Andrés Angulo, antes de 1564), dirigida, como figura desde la portada (y se recuerda pormenorizadamente en la introducción), a «Joanna Enríquez, Marquesa de Berlanga, para que por ella el señor don Íñigo de Tovar, su hijo, sea enseñado a leer»36, en la que predomina una preocupación, digamos, lingüística —la parte catequética, por puro formalismo, ocupa tan sólo tres hojas, de la 18 a la 21—; y 2) la Cartilla menor para enseñar a leer en romance, especialmente a personas de entendimiento en letra llana, conforme a la propiedad de dicha lengua. Añádese al fin los Mandamientos (Alcalá de Henares, Andrés Angulo, c. 1564), en cuyo prólogo rememora su obra anterior: «compuse una cartilla, para que con ella lo enseñasen a don Íñigo de Velasco mi señor (que entonces llamaba de Tovar)»37 y que, por supuesto sigue, aunque ampliando algunas enseñanzas que no figuraban en la primitiva. Un caso especial representa la obra del Capellán de la Contaduría Mayor de su Majestad, Pedro de Guevara, Nueva y subtil invención, en seis instrumentos, con la que facilísimamente, y en muy breve tiempo, se aprenderá todo el artificio y estilo de gramática (Sevilla, Alonso de la Barrera, mencionado; sirva sólo de recuerdo en el contexto específico del grupo social al que nos estamos refiriendo. 35 Ver Infantes, 1998, nº IV; la cita en el original, fol. 2 r. 36 Ver Infantes, 1998, nº XII. 37 Ver Infantes, 1998, nº XIII.
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1577), pues desarrolla, siguiendo las teorías de Francisco Sánchez de las Brozas de quien se considera discípulo, un ingeniosísimo método con ruedas móviles (impresas) para enseñar la gramática; la segunda edición (Madrid, Herederos de Alonso Gómez, c. 1581), quizá por su innovación y utilidad didáctica, se subtitula (ahora) Nueva y subtil invención, en seis instrumentos, juego y ejercicio de letras de las serenísimas Infantas Doña Isabel y doña Catalina de Austria, con la cual facilísimamente, y en muy breve tiempo, se aprende todo el artificio y estilo de las gramáticas, que agora se han compuesto, y se compusieren de aquí adelante e incluye (fols. 46r-52r) un «Juego de la pelota para los pajes de las serenísimas Infantas». A su muerte, en 1611, parecían haber pasado los días de gloria (de su método), pues sólo tenía entre sus pertenencias unos «pliegos impresos por encuadernar» y «Doce ruedas de gramática abreviada»38. La última mención, también harto significativa, queda para la Cartilla y Doctrina cristiana (Milán, Juan Pedro Cardo, 1640) de Manuel Beltrán39, soldado de Infantería de los Tercios Españoles, aunque antes «Estampador» de oficio, la cual, cumpliendo rigurosamente el modelo de la de Valladolid («Impresa con privilegio de S. M. Por la Iglesia Colegial de Valladolid»), está dedicada al Marqués de Leganés; y esto es porque, «hallando falta de cartillas para los hijos de españoles, con las cuales pueden aprender a leer y parte de la doctrina cristiana, y ayudar a misa, heme resuelto [a] volverlas a estampar y dedicarlas a V. E. como hago, que además que los niños aprenderán lo que les conviene, se le[s] quedará en la memoria el nombre de tan grande General y Gobernador deste Estado y se acordarán de tan grandes victorias, que ha tenido; también amparará el libro, y el estampador». Las primeras letras alcanzaron a muchos más españoles y españolas de los que suponíamos, ahora que vamos conociendo mejor los datos, los textos y los documentos. Era uno de los escasos privilegios que les igualaba en los primeros años de la infancia; después, la realidad les iba a diferenciar en una sociedad netamente estamental, que, paradójicamente, sólo tenía en común el conocimiento de esa desigualdad a través de la lectura.
38 Ver Infantes, 1998, pp. 48-49, aunque lo allí señalado es un apunte de un trabajo más extenso, conseguidas ya las fotocopias de las ediciones; la mención de sus bienes, en Pérez Pastor, III, p. 379. 39 Ver Infantes y Martínez Pereira, en prensa, nº VIII.
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En el palacio nos quedamos atónitos ante la cantidad de pinturas. No sé cuál es la decoración en otras épocas del año, pero cuando nosotros estuvimos allí, vimos más cuadros que paredes. Las galerías y escaleras estaban llenas, y lo mismo cabe decir de las alcobas y salones. Os aseguro, Señor, que había más que en todo París. Me dijeron que la principal virtud del difunto monarca era su amor por la pintura y que nadie en el mundo sabía tanto de ella como él. Las palabras del clérigo francés Jean Muret en la relación de su viaje a España en 1667 son uno entre varios testimonios del siglo XVII que presentan a Felipe IV no sólo como un gran aficionado, sino como el mayor coleccionista de pinturas de su tiempo1. Según estaba ocurriendo por entonces en Francia, en Italia, en los Países Bajos y en Inglaterra, el rey de España dedicó buena parte de sus energías a formar una gran colección de arte, especialmente de pinturas. A su muerte se contaban unas 2.600 en cuatro de las residencias reales (el Alcázar, el Buen Retiro, El Escorial y la Torre de la Parada), estimándose el total en unas 5.5002. Y no se trataba sólo de la herencia recibida de 1
García Mercadal, 1952, vol. 2, pp. 725-726. Sobre la primacía de Felipe IV como monarca coleccionista en su tiempo, véase Brown y Elliott, 1980 y Brown, 1995. 2 Bottineau, 1956; von Barghahn, 1979; Brown y Elliott, 1980; Orso, 1986. No se hizo un inventario exhaustivo de las colecciones de Felipe IV en vida del monarca ni a su muerte. Parciales fueron los de 1636 y 1666 del Alcázar, que no se acabó de inventariar por completo hasta 1686, mientras que del Buen Retiro
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sus predecesores: al menos 2.000 pinturas (y quizá hasta unas 2.500)3 entraron en las colecciones reales durante el reinado de Felipe IV. Decorados con programas iconográficos de intención política y dinástica, pero concebidos a la vez como museos de pinturas destinados a provocar la admiración de visitantes ilustres, los palacios del rey fueron un modelo imitado por sus servidores más directos y destacados. A imagen del monarca, los nobles y altos funcionarios de la corte española se convirtieron en coleccionistas de pintura, y su afición se extendió a ámbitos sociales y geográficos más amplios, según ha demostrado en los últimos años la abundante investigación llevada a cabo en Madrid por Marcus Burke y Peter Cherry —de quienes nos confesamos desde ahora muy deudores al elaborar esta ponencia—, complementando la de Duncan Kinkead en Sevilla y José Carlos Agüera en Murcia4. Claro que sólo unos pocos tuvieron acceso a los lugares donde cambiaban de manos las obras de las grandes colecciones europeas: el mercado internacional del arte fue un coto de caza artística prácticamente reservado a los embajadores de Su Majestad y a los nobles destacados al frente de los reinos de la Monarquía. En Nápoles y en Roma, en Londres y en Milán, en Amberes y en Bruselas actuaron como agentes en compras y encargos de obras para un rey cuyos intereses artísticos eran internacionales, pero que nunca viajó fuera de España. Además, muchos aprovecharon la oportunidad de hacer otro tanto para sí mismos, llegando en algunos casos a convertirse en expertos conocedores y coleccionistas de renombre europeo. Veremos en primer lugar quiénes eran estos hombres, componiendo una rápida galería de retratos individuales que refleje el activo papel que jugaron los coleccionistas como cauces de influencia artística entre Europa y España. A continuación, y atendiendo al propósito de este coloquio, deduciremos una serie de pautas comunes de este comportamiento noble, a partir de fuentes documentales como inventarios de bienes, correspondencia diplomática, diarios de viaje, testamentos y tratados teóricos de arte.
no se hizo inventario hasta la muerte de Carlos II. Este fue tan poco activo como coleccionista, que los inventarios de 1701 sirven hoy para conocer mejor las colecciones de su padre. 3 Según los cálculos de Brown y Elliott, 1980, p. 114. 4 Kinkead, 1989; Agüera, 1994.
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AFICIONADOS A LA PINTURA: LOS VALIDOS Y SU PARENTELA
El círculo de Lerma Lógicamente, fueron los validos los mejor situados para emular la colección de Su Majestad, tanto por sus medios financieros como por su posición estratégica entre los artistas, los agentes reales y el mismo monarca. Mientras duró su gobierno (1599-1618) bajo el reinado de Felipe III, el duque de Lerma (fig. 1) reunió una de las colecciones de pinturas más importantes de la Europa de su tiempo: con sus 1.500 piezas, competía en tamaño con las célebres cuadrerías romanas de los cardenales Del Monte y Aldobrandini. Indicio suficiente de su calidad es el hecho de que muchos de los cuadros de Lerma fueran dignos de ir a parar a la colección real: según ha mostrado Sarah Schroth, nada menos que 631 de los aproximadamente 700 cuadros que entraron en la pinacoteca de la corona bajo Felipe III habían sido propiedad de su valido5. Se puso así en marcha en el primer cuarto del siglo una mecánica que no haría sino confirmarse más adelante: la relación de simbiosis entre la colección real y las grandes colecciones de la aristocracia, según la cual era el gusto de los reyes el que sentaba la pauta (de hecho, Lerma imitó el énfasis puesto por los Austrias en la pintura italiana, especialmente veneciana, y en la pintura flamenca), mientras que, por otra parte, los nobles terminaban por influir sobre el rey, pues al encargar o comprar cuadros en el extranjero para complacerle, introducían en la colección real nuevas tendencias o artistas, que una vez vistos en palacio por otros nobles pasaban a ser identificados como propios del gusto del rey y por lo tanto dignos de ser coleccionados6. El ejemplo de Lerma fue seguido por sus criaturas políticas. El valido promovió al arzobispado de Toledo (1599-1618) a su tío, el cardenal Bernardo Sandoval y Rojas, quien hizo de la catedral de Toledo un activo foco de encargos artísticos y se convirtió también en coleccionista a título personal. A él se debe la llegada a España del primer naturalismo tenebrista, así como las primeras copias de obras de Caravaggio7. También jugaron un importante papel en la difusión del 5
Schroth, 1990, pp. 97 y ss. Burke, 1997, pp. 119 y 131. 7 La colección personal del arzobispo pasó en parte a la familia de su contador mayor, Luis de Oviedo (Barrio Moya, 1979). 6
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caravaggismo en España Juan Antonio de Pimentel, conde de Benavente, quien como virrey de Nápoles (1603-1610) parece haber sido el único español en contacto directo con Caravaggio, y Pedro Téllez Girón, duque de Osuna, virrey de Nápoles al final del reinado de Felipe III (1616-1620) y originario de Valencia, como los Sandoval y Rojas. Por encargo suyo (o más exactamente de su mujer), Ribera pintó una Crucifixión y otros cuatro imponentes lienzos para decorar la Colegiata de Osuna en la provincia de Sevilla8.
El clan de Olivares No tenemos noticia de que el conde-duque de Olivares formase una importante colección de pinturas. Sabemos que se empleó a fondo en la formación de una biblioteca que hizo de él uno de los mayores bibliófilos de su tiempo9. Ahora bien, en lo que toca a las artes plásticas, el valido de Felipe IV parece haber evitado toda rivalidad con el rey, dejando que fueran sus criaturas políticas quienes agradaran al monarca en ese terreno. Al clan de Olivares, como vamos a ver, pertenecieron no pocos de los mayores entendidos de pintura del Siglo de Oro. Don Fernando Afán de Ribera, III duque de Alcalá de los Gazules (1583-1637) (fig. 2), ya era propietario de una célebre colección de antigüedades clásicas en su palacio sevillano de la Casa de Pilatos cuando Felipe IV empezó a desarrollar su afición por el arte en los años 1620. El prestigio del lugar, que había acogido las reuniones eruditas de la llamada academia de Pacheco, fue probablemente bien conocido del rey, y la refinada cultura del duque llevaría a Olivares a escogerlo como embajador ante Urbano VIII, cargo que desempeñó de 1625 a 1629. Roma fue para el duque el primero de una serie de destinos en Italia, pues luego vinieron el virreinato de Nápoles (16291631) y el de Sicilia (1636). Ya de por sí buen entendedor, Alcalá se había llevado consigo a un artista madrileño, Diego Cincinato (hijo de Rómulo Cincinato, uno de los pintores italianos que trabajaron en el Escorial bajo Felipe II), para que lo asesorase en sus adquisiciones
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Finaldi, 1991. Andrés, 1972.
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italianas. Entre éstas se contaron varios cuadros de Artemisia Gentileschi en Roma, así como varios encargos a Ribera durante la estancia en Nápoles y en Sicilia. A su muerte, sucedida en 1637 durante una misión diplomática ante el Emperador, se hizo almoneda de su colección en Génova, donde obras de primera calidad pasaron a manos de destacadas familias genovesas, así como a la comunidad española de aquella ciudad10 . Don Manuel de Acevedo y Zúñiga,VI conde Monterrey (fig. 3), fue cuñado de Olivares por partida doble: cada uno estaba casado con la hermana del otro, lo que colocó a Monterrey en buena posición para convertirse en uno de los más activos agentes de Felipe IV en Italia, donde ocupó primero la embajada de Roma (1628) y luego el virreinato de Nápoles (1631-1637). Allí realizó los principales encargos de pinturas para la decoración del nuevo palacio del Buen Retiro en Madrid. La serie principal estaba constituida por un conjunto de ceremonias y juegos circenses de la Roma imperial, obras de artistas como Domenichino, Lanfranco, Falcone, Codazzi y Micco Spadaro 11. Monterrey es también conocido por los historiadores del arte como responsable del transporte a España de dos de las más célebres obras que dejaron Italia en el siglo XVII: la Bacanal de los Andrianos y la Ofrenda a Venus de Tiziano (Museo del Prado), regaladas a Felipe IV por la familia Ludovisi, que se había demostrado hispanófila desde los tiempos de su papa Gregorio XV, y que los dejó partir hacia Madrid con gran escándalo de los entendidos de la Roma del Seicento12. En fin, además de encargar o transportar pinturas para el rey, Monterrey utilizó su posición eminente en Italia adquiriendo obras para su propia colección y realizando un gran proyecto decorativo en el convento de las Agustinas Descalzas de Salamanca. Para la iglesia de este convento, contiguo a su palacio en aquella ciudad, Monterrey y su mujer encargaron en Nápoles un conjunto monumental, todavía in situ, formado por la arquitectura en mármoles multicolores de Cosimo Fanzago, las esculturas de Giuliano 10
El inventario de su colección fue publicado por Brown y Kagan, 1987. Véanse también Lleó Cañal, 1979 y Burke, 1997, pp. 144-146. 11 La serie, en su mayoría hoy en los depósitos del Prado, será expuesta cuando el edificio todavía ocupado por el Museo del Ejército en Madrid recupere la decoración original que tuvo en su día como parte principal del Palacio del Buen Retiro.Véase al respecto Pérez Sánchez, 1985. 12 Haskell, 1980, p. 171 y Garas, 1967.
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Finelli (a quien se debe el retrato del duque de la fig. 3) y los cuadros de Ribera, Lanfranco y Guido Reni13. Don Ramiro de Guzmán, duque de Medina de las Torres (fig. 4), había estado casado con la hija de Olivares (m. 1626) antes de suceder a Monterrey en el virreinato de Nápoles de 1637 a 1648. Más que como coleccionista, debe figurar en esta serie por sus contribuciones a la colección real: la más significativa fue la llamada Madonna del pez, un célebre cuadro de Rafael que adquirió a la fuerza para Felipe IV durante su mandato en Nápoles; igualmente donó al rey una obra importante de Correggio, el Noli me tangere y quizá un cuadro de Giorgione, La Virgen con San Antonio y San Roque, ambos hoy en el Prado. Pero sin duda su principal actuación en términos de influencia sobre el gusto de los coleccionistas españoles es su papel de mecenas ante Ribera, por entonces en el culmen de su carrera, y del que trajo no poca obra a España14. Don Manuel de Moura, marqués de Castelrodrigo (fig. 5), que fue embajador en Roma entre los mandatos de Monterrey y Medina de las Torres en Nápoles, también jugó un activo papel en los encargos de obras para el Buen Retiro, concretamente una importante serie de 24 paisajes por artistas como Poussin, Claudio de Lorena, y otros15. Fue además el único mecenas español del arquitecto Borromini, a quien encargó el diseño de la capilla familiar en Lisboa después de haber sufragado una parte de la construcción de la iglesia de San Carlino alle Quattro Fontane y del convento de San Isidro en Roma16. Otro de los grandes favorecidos de Olivares fue su primo don Diego Mexía, marqués de Leganés (ca. 1585-1655) (fig. 6), que llegó a rivalizar con Su Majestad al amasar más de 1.300 piezas, muchas de ellas obras maestras17. Leganés se había criado como paje en el palacio de los Archiduques en Bruselas. Casó con la hija de Ambrosio Spínola, con el que había luchado en las campañas de los Países Bajos, y continuó su carrera militar en el norte de Italia y en Cataluña. 13
Sobre los encargos de Monterrey para el Buen Retiro, ver Brown y Elliott, 1980. Sobre el conjunto de Salamanca, la tesis de Madruga Real, 1983, así como Pérez Sánchez, 1977. 14 Burke, 1997, p. 130. 15 Brown y Elliott, 1987. 16 Connors, 1991 y Varela Gomes, en prensa. 17 Poleró, 1898-1899 y Volk, 1980.
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Aunque durante su estancia como gobernador de Milán entre 1635 y 1641 no dejó de adquirir obras de los maestros del Cinquecento y del Seicento, quizá el signo distintivo de Leganés como coleccionista haya sido su predilección por el arte flamenco, del que se le puede considerar un verdadero especialista. Trató a Rubens y le encargó directamente cuadros, alguno de los cuales tuvo el acierto de regalar luego al rey, como la Inmaculada Concepción del Prado. La abrumadora mayoría de las obras que figuran en el inventario de su colección son de la escuela flamenca, representada en todos sus grandes nombres: Van Eyck, Van der Weyden, El Bosco, Patinir y Metsys entre los llamados primitivos, así como Rubens, Van Dyck y Jordaens entre los modernos. Sin embargo —y ésta es otra de sus señas de identidad frente a muchos otros nobles—, a la hora de comprar Leganés no despreció las obras de pintores españoles, que poseyó en cantidad desde luego menor que la de sus pinturas flamencas, pero ciertamente significativa. Hay que destacar su gusto por los bodegones, especialmente los fruteros de Juan van der Hamen, y una serie de retratos de hombres de letras que incluía a Lope, Quevedo y Rioja. El caso de Leganés es quizá el más significativo entre aquellos que por sus puestos en Flandes llegaron a reunir importantes colecciones de pintura flamenca. Pero no el único: don Luis de Benavides, marqués de Frómista y Caracena, llegó a poseer una colección de 187 pinturas18; Alonso Pérez de Vivero, conde de Fuensaldaña, utilizó los servicios del pintor David Teniers el mozo para hacerse con diez tapices y no menos de 44 pinturas en las ventas que tuvieron lugar en Londres y en los Países Bajos después de la muerte de Carlos I de Inglaterra19. Pero sin duda fue don Luis de Haro (fig. 7) quien mantuvo la más importante y estrecha relación de coleccionismo con Felipe IV, prolongada durante todo su valimiento, desde la caída de Olivares en 1643 hasta su propia muerte en 1661. Rey y valido tenían la misma edad y habían crecido a la sombra de Olivares. Fue esta estrecha sintonía entre ambos lo que mantuvo a Haro en el poder, y en lo que a nuestro tema respecta, la clave de sus contribuciones a la colección real20. Sin duda, la mejor ocasión de aprovechar sus privilegiados contactos
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Moreno, 1988. Vergara, 1989 y Brown y Elliott, 2002, pp. 259-272. 20 Burke, 2002. 19
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diplomáticos y los enormes recursos derivados de su cargo para enriquecer con obras maestras la pinacoteca del rey y la suya propia se presentó cuando tuvo lugar la almoneda de los cuadros de Carlos I de Inglaterra. El mismo Carlos que había visitado Madrid en 1623 para unas fallidas negociaciones de matrimonio con la infanta María, y que había vuelto a Inglaterra llevándose de regalo obras tan importantes como la Venus del Pardo (Museo del Louvre) y el Retrato de Carlos V con un perro (Museo del Prado) de Tiziano. A partir de entonces, y probablemente estimulado por el impresionante ejemplo de la colección real española, Carlos I se dedicó a amasar una de las mejores colecciones de arte del mundo. Ésta se vería, sin embargo, condenada a la dispersión a consecuencia del abrupto final de su reinado: fue subastada junto con las de otros famosos coleccionistas ingleses —Arundel, Buckingham, Hamilton— después de las guerras civiles (1642-1645) que llevaron a la decapitación del rey en 1649. La que se ha llamado «almoneda del siglo»21 atrajo a los más importantes coleccionistas de la época, y entre ellos de manera muy destacada al cardenal Mazarin y a Felipe IV. Pero fue sin duda el rey de España el gran beneficiario de esta coyuntura, que se convirtió en la operación artística más brillante de todo su reinado. Espoleado por el interés personal del monarca, Luis de Haro dio instrucciones al embajador español en Londres, don Alonso de Cárdenas, para que siguiera de cerca las ventas; la cosecha de sus gestiones fue un impresionante conjunto de obras que se mandaron a España, y que en su mayoría fueron destinadas al Escorial: allí fueron a parar, entre otros, el célebre cuadro de Rafael y Giulio Romano, la Madonna de la perla, así llamada por considerarse como la perla de la colección real; también la Madonna della scala de Andrea del Sarto, el Lavatorio de Tintoretto o Cristo y el Centurión de Veronés (hoy todas en el Museo del Prado). El responsable de la colocación de las obras fue el mismo Velázquez, que por entonces se estaba encargando de redecorar la sacristía, antesacristía y salas capitulares con un museo de pintura religiosa22. Y es que Haro mimó particularmente la nueva decoración del Escorial, para él un equivalente de lo que había sido el Buen Retiro para Olivares. 21 Así titulan Brown y Elliott la exposición del Museo del Prado (2002), según la expresión ya utilizada por Brown en el capítulo dedicado a este mismo episodio (1995, pp. 59-93). 22 Bassegoda, 2002.
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El estudio de su colección personal queda fuera de los límites impuestos a esta ponencia. Cabe decir, sin embargo, que al igual que su colega y rival Mazarin23, Haro también coleccionó tapices, llegando a reunir uno de los conjuntos más importantes de su tiempo, en el que se incluía la famosa serie de los Hechos de los Apóstoles según los cartones de Rafael. A su muerte, el valido vinculó ésta y otra serie de tapices al mayorazgo familiar junto con las pinturas más valiosas, queriendo asegurar al menos la permanencia en la familia del «núcleo duro» de su colección. Como coleccionista no le iba a andar a la zaga su hijo Gaspar de Haro (fig. 8), que figura en los libros de arte como Marqués del Carpio y fue conocido en su tiempo como Marqués de Heliche. Quizá fuera la afición por la pintura el único rasgo común entre padre e hijo. Pues si don Luis ha pasado a la historia como un servidor leal, de carácter reservado, moderado en sus costumbres y conservador en sus gustos, la trayectoria de su hijo Gaspar lo presenta como un hombre rebelde y audaz, egocéntrico, ostentoso y licencioso. A los estudiosos del teatro y de la corte de Felipe IV don Gaspar de Haro les es conocido como montero mayor y alcaide del Buen Retiro, la Zarzuela y el Pardo durante la década de 1650. Estos cargos le hacían responsable de los espectáculos teatrales y musicales del rey, que constituyeron una de sus pasiones. Pero es otra la que importa a este coloquio: además de manager del showbusiness real y amante de la farándula, el marqués de Heliche fue el mayor coleccionista español de su tiempo. A su muerte en 1687 poseía unas 3.000 pinturas, de las cuales unas 1.200 estaban en Madrid y 1.800 en Italia, y quizá el cálculo se quede corto. Aficionado al arte desde muy joven, pronto se convirtió en refinado coleccionista de artistas contemporáneos como Velázquez, Mazo y Nardi, mecenas de otros como Michele Colonna, Francisco Rizi y Juan Carreño de Miranda, a los que hizo trabajar en su Casa de la Huerta de la carretera de El Pardo —cerca del hoy llamado palacete de la Moncloa—, aunque la más importante de sus cuatro residencias madrileñas era el Jardín de San Joaquín, concebida como un auténtico museo de pintura. Después de muchos años de vida en la corte a todo tren —pasamos por alto sus dos matrimonios, así como el episodio del Retiro
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que llevó a don Gaspar al exilio, servicio militar forzoso y prisión en Portugal24—, fueron una vez más los cargos en Italia los decisivos para convertir a un noble español en un coleccionista de alto rango internacional. Heliche llegaba a Italia con el gusto formado y decididas preferencias, pero la estancia en aquel país iba a refinarlas aún más. En primer lugar, llevó al extremo y convirtió en una pasión personal lo que había sido una tendencia del gusto de los reyes españoles y los grandes coleccionistas madrileños: su afición por la pintura veneciana. Su paso por Venecia le permitió conocer mejor la obra de su artista favorito, Tintoretto, del que llegó a adquirir (entre originales y atribuidas) más de 170 obras mientras estuvo en Italia. En el último de los inventarios que nos han llegado de la de colección Heliche, la escuela veneciana dominaba con un total de 320 piezas, seguida por la escuela boloñesa, también representada por obras maestras. Durante su embajada en Roma de 1677 a 1682, don Gaspar fue mecenas y amigo de artistas contemporáneos como Carlo Maratta, y se convirtió en el alma de una academia a cuyas sesiones acudían entendidos y teóricos del arte como Gian Pietro Bellori, Giovanni Pascoli y el padre Sebastiano Resta. En fin, durante su virreinato en Nápoles (1682-1687) incorporó 600 nuevas piezas a su colección y favoreció especialmente al pintor Luca Giordano, quien luego vino a España en los últimos años del reinado de Carlos II para trabajar en el Alcázar, así como para clientes particulares e iglesias de Madrid. No agotamos con ello todas las facetas de la actividad artística de Heliche: habría que señalar aún otras singularidades de su coleccionismo, como su interés por las obras de mujeres pintoras, su afición a los dibujos (encuadernados en 30 volúmenes), o el hecho de que las mejores obras de su pinacoteca fueran objeto de una serie de grabados por Teresa del Pò, sin duda encargados con el propósito de dar a la colección publicidad y pervivencia en el tiempo. Aunque no falta bibliografía sobre este apasionante personaje25, es probable que las investigaciones en curso sobre el mismo todavía nos deparen sorpresas y novedades.
24 Véase la espléndida semblanza que hace Burke de este personaje, 1997, pp. 156-170 y los sucesivos inventarios de su colección en Burke y Cherry, 1997, pp. 462-483, 726-786, 815-829 y 830-877. 25 Andrés, 1975; Harris, 1957;Varey, 1972.
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Por último, otra de las más notables colecciones de pintura formadas en Madrid durante el siglo XVII fue la de los Almirantes de Castilla, de la que han dejado testimonio escrito Carducho en sus Diálogos de la pintura (1633) y diplomáticos extranjeros como el embajador inglés Hopton, el francés Gramont y el imperial Harrach. El núcleo de la colección fue reunido durante la primera mitad del reinado de Felipe IV por don Juan Alfonso Enríquez de Cabrera, el IX almirante, quien tras haber desempeñado el oficio de mayordomo mayor del rey fue enviado al frente del virreinato de Sicilia en 1641, luego al de Nápoles de 1644 a 1646, año en el que también desempeñó una embajada extraordinaria en Roma. A la muerte del Almirante en 1647, el pintor Antonio Arias fue encargado de hacer la tasación de sus cuadros, en un inventario que refleja la intensa actividad artística de don Juan Alfonso durante su virreinato en Nápoles, aunque la colección hubiese sido emprendida antes de su marcha a Italia. Allí trató de hacerse con piezas de los grandes maestros del Cinquecento, consiguiendo algo tan raro para una colección española como un original de Miguel Ángel; se interesó también por los manieristas y por los más recientes seicentistas, entre los que predominaban las obras de artistas napolitanos —Ribera sobre todo— entre los italianos, y en general los artistas italianos sobre los de las escuelas del norte. Sabemos que don Juan Alfonso regaló al rey varios de sus cuadros, y que tanto en vida como después de su muerte la colección fue accesible a quien deseaba visitarla en Madrid. Su hijo Juan Gaspar, que le sucedió como X almirante, fue también un activo mecenas, que reorganizó la colocación de la colección y la amplió con compras en el extranjero y en Madrid, donde frecuentó a pintores como Juan de Alfaro y fundó el convento e iglesia de San Pascual Bailón, haciéndolo decorar con cinco cuadros de Ribera, así como con otras pinturas flamencas e italianas26. Hasta aquí hemos recorrido a grandes pasos una galería de retratos de coleccionistas españoles del siglo XVII, deteniéndonos sólo ante los más destacados, pero dejando por el camino a otros también significativos.Trataremos ahora de destacar, a partir de esta serie de sem26 Resumimos las páginas 170-174 de Burke, 1997.Véanse los inventarios de las colecciones de varios miembros de esta familia en Cherry y Burke, 1997: de Vittoria Colonna, Duquesa de Medina de Ríoseco, viuda del VIII Almirante de Castilla, pp. 291-300; de Juan Alfonso Enríquez de Cabrera, Duque de Medina de Ríoseco, IX Almirante de Castilla, pp. 407-433; y el de su viuda, Luisa de Sandoval, pp. 579-584.
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blanzas personales dispersas, un conjunto de rasgos comunes que nos permitan caracterizar el comportamiento de este selecto, aunque nutrido grupo de nobles coleccionistas.
CARACTERÍSTICAS
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Recursos y posición social y política El primer rasgo que todos ellos comparten es su proximidad al rey y al valido. Son las prebendas políticas las que les proporcionan los recursos financieros y la situación estratégica necesarios para reunir una colección, dentro de un sistema en el que las adquisiciones sirven a unos y a otros para realzar su posición social y para obtener favores del rey mediante regalos. Cabe concretar aún más y afirmar que todas las familias nobles que poseen una gran colección en el siglo XVII han tenido en algún momento entre sus miembros a un embajador o a un gobernador de alguno de los reinos de la Monarquía. Naturalmente, Flandes e Italia son los lugares más propicios para la adquisición de pinturas. En general, los coleccionistas parten de España habiendo formado su propio gusto, pero éste cambia o se desarrolla mediante el contacto con el exterior, y la obra que mandan o traen de vuelta consigo constituye un flujo continuo de arte extranjero en España27.
El modelo real: gusto por la pintura veneciana y flamenca El segundo rasgo que todos ellos tienen en común es el acceso a la colección real. El conocimiento previo de la pinacoteca real actúa como un estímulo y un modelo de referencia: los criterios del buen gusto se fijan con arreglo a los cuadros del rey, y este gusto normativo es imitado por los miembros de la aristocracia, así como por otros sectores de la población28.
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Burke, 1997, pp. 139-141, y Cherry, 1997, pp. 28-29. Cherry y Burke han mostrado la importancia de las colecciones no aristocráticas en la España del siglo XVII: secretarios de la Casa Real y de los grandes 28
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Fue el predominio de la pintura veneciana del siglo XVI en las colecciones reales lo que hizo de ella el término de excelencia para los coleccionistas españoles. En España se encontraba la mayor colección de pintura veneciana de Europa, resultado de una sostenida preferencia de los monarcas de la Casa de Austria por esta escuela. Carlos Quinto había ennoblecido a Tiziano y Felipe II se había convertido luego en su mejor mecenas. Un siglo después, sus cuadros habían adquirido un aura dinástica inseparable de su valor estético (fig. 9). Además de heredar los de sus antepasados, Felipe IV siguió aumentando el número de los Tizianos de la corona, ya fuera haciéndoselos regalar (como hemos visto en el caso de la Bacanal de los Andrianos y la Adoración de Venus que los Ludovisi le enviaron desde Roma a través de Monterrey), o dando instrucciones para su compra, como ocurrió en la venta de los cuadros de Carlos I de Inglaterra en 164529. Por lo tanto, coleccionar las obras de Tintoretto, Bassano o Veronés era para los nobles españoles seguir la pauta de la colección real. Como consecuencia, los entendidos madrileños —y los artistas que trabajaban en la corte,Velázquez el primero— manifestaron un gusto por la técnica de borrones o manchas propia de la escuela veneciana, que favorece el colorido frente al dibujo y el aspecto abocetado frente al acabado perfecto30 . Pero no hemos de olvidar el segundo componente del gusto real y aristocrático español: la pintura flamenca y sobre todo Rubens, el otro pintor favorito de Felipe IV y plato fuerte de las colecciones reales, cuya abundante presencia (60 cuadros en el Alcázar en 1682)31 no deja de recordar la larga vinculación española con Flandes. Las pinturas fueron una de las mercancías más importadas de aquellas tierras, y de ese comercio resultó el éxito en España de los géneros profanos de tradición flamenca: paisajes, bodegones, flores y escenas de género.
nobles y eclesiásticos, funcionarios, mercaderes, plateros, orfebres, artistas y arquitectos de corte: Cherry, 1997, pp. 40-52 y Burke y Cherry, 1997, passim. Fayard, 1979, ya había documentado el coleccionismo en 27 letrados del Consejo de Castilla. 20 Brown, 1987. 30 Se ha puesto en relación el uso del pincel y el color en Velázquez con estos rasgos de la técnica veneciana: McKim-Smith, Andersen-Bergdoll y Newman, 1988, cap. 2. Sobre el neovenecianismo que triunfa en Madrid en la segunda mitad del XVII, Cherry, 1997, pp. 28-29. 31 Orso, 1986, pp. 189-194; Cherry, 1997, pp. 2-6.
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Puede decirse entonces que el gusto de los coleccionistas españoles en el siglo XVII se define conforme a modelos extranjeros. Los artistas españoles fueron apreciados muchas veces en la medida en que se acercaban a la maestría técnica de Rubens,Van Dyck o Tiziano. El gran prestigio de que gozaron estos artistas entre los aficionados españoles justifica un fenómeno interesante, observado por quienes se han dedicado a estudiar inventarios de colecciones: la floreciente industria de las copias a partir de originales italianos y flamencos. Era normal que los pintores hicieran su aprendizaje estudiando y copiando los originales de los grandes maestros en las colecciones de la corte y, a ser posible, en la del rey: Murillo y Valdés Leal fueron de Sevilla a Madrid con este propósito; la evolución estilística de Claudio Coello se explica en gran parte gracias a la labor de copia de las obras de Tiziano, Rubens y Van Dyck. En fin, un caso paradigmático de la frecuencia de las copias en el siglo XVII español es el del llamado Sepulcro o Entierro de Cristo de Tiziano, que se convirtió en uno de los «iconos» más admirados por los pintores españoles a partir de su llegada a las colecciones reales32.
Trato con artistas Además de buen entendedor de pintura, Felipe IV era un pintor aficionado, y quizá por ello su relación con Rubens y con Velázquez fue mucho más allá de los cánones vigentes entre artistas y mecenas. Este aspecto del comportamiento real también se reflejó en el mecenazgo aristocrático: así, con frecuencia, los nobles mantuvieron un trato de favor con un artista, que en algunos casos llegó a actuar como una especie de conservador de la colección. Lerma hizo a Bartolomé de Cárdenas su pintor ducal y tuvo en Bartolomé Carducho un asesor artístico que importaba cuadros para su señor desde Italia, restauraba otros y preparó el inventario y tasación de toda la colección en 160333; el duque de Alcalá, como ya se ha dicho, protegió a Diego Rómulo de Cincinato; lo mismo hizo el marqués de la Torre, Giovan Battista Crescenzi, con Antonio de Pereda en el comienzo de su ca-
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Cherry, 1997, pp. 12-17. Schroth, 1990, pp. 22-36 y 104.
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rrera madrileña (tan dependiente fue Pereda de su patrocinio, que al morir el marqués el artista conoció prácticamente el ocaso de su fortuna en la corte); el Almirante de Castilla con Juan de Alfaro, quien trabajó para él como retratista y restaurador, o Gaspar de Haro con Carlo Maratta durante su estancia en Roma.
Localización geográfica Consecuencia natural de la centralización política de la corte fue la concentración de las colecciones casi exclusivamente en Madrid. Hubo, claro está, excepciones notables como la del duque de Alcalá en Sevilla34 y la de Vicencio Juan de Lastanosa en Huesca35. Con todo, la existencia de centros periféricos no impidió que muchos pintores acudieran a la corte como centro de gravedad artístico.
Palacios y museos ¿Cómo eran las casas de nuestros coleccionistas? Muchas de las grandes familias españolas se habían hecho construir imponentes palacios durante el siglo XVI y principios del XVII. Pero éstos se encontraban en sus respectivos lugares de origen y no en Madrid, el centro de poder adonde acudieron buscando el favor del rey y sus validos. Quizá la premura de su instalación en la capital hizo que muchos de ellos vivieran en palacios alquilados36. Además, como señala Burke, el hecho de que buena parte de ellos procediera de zonas de fuerte impronta morisca como Valencia,Toledo o Andalucía, determinó un marcado contraste entre la relativa sencillez externa de sus residencias urbanas y el lujo de la decoración en los interiores. Se trataba normalmente de un edificio o un conjunto de construcciones dispersas en ladrillo, a la usanza mudéjar, destacándose solamente en sus fachadas la piedra del portalón de entrada37.Visitantes extranjeros acos-
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Lleó Cañal, 1979. Selig, 1960. Fayard, 1979, pp. 416-419. Burke, 1997, pp. 113-115.
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tumbrados a mayor grandeza arquitectónica (como Cassiano dal Pozzo en 1626, o el embajador imperial Harrach en 1674) no dejaban de encontrar chocante la pobreza exterior de los palacios madrileños del siglo XVII38. La verdadera ostentación de riqueza se hacía en la decoración interior, sobre todo en la serie de salones de recepción en el primer piso, donde se exponían las colecciones de pintura. Nos podemos hacer una idea del aspecto que tenían estas habitaciones por dos imágenes de la época. Una, estrictamente española, es la estampa publicada en los Principios para estudiar el nobilísimo y real arte de la pintura de José García Hidalgo (Madrid, 1693) (fig. 10); la otra, un cuadro de un interior napolitano, obra del pintor Michele Ragoglia (fig. 11): en ambas el mobiliario está compuesto de bargueños —emparejados o no— con sus puentes o mesas, y algún escritorio flamenco o italiano de mayor tamaño. La decoración, aparte de algunas piezas de cerámica sobre las puertas, consiste enteramente en pinturas, de tema religioso en el caso de García Hidalgo —conforme al programa ejemplar que teoriza en su obra—, aunque en general mezcladas con retratos y paisajes, como puede verse en el cuadro napolitano. También albergaban galerías de cuadros los pabellones construidos en las huertas (jardines diríamos hoy), específicamente destinados a este fin e incluso accesibles al público en algunos casos, como el del Conde de Monterrey o el del IX Almirante de Castilla, ambos en el Prado de San Jerónimo, más o menos en el emplazamiento actual del Banco de España en Madrid). En resumen, a diferencia de ciudades como Venecia, Génova o Roma, Madrid era una ciudad de interiores, cuya riqueza se exhibía de puertas adentro, aunque más de un coleccionista permitía visitar su galería como si de un museo se tratara.
Los géneros y su distribución Sabemos por el testimonio de muchos visitantes extranjeros que en el siglo XVII los españoles acostumbraban tener cuadros colgados de las paredes en los meses de calor y tapices en los de frío39. Pero un gran
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Morán y Portús, 1997, pp. 31-32; Burke, 1997, p. 114. Brown y Elliott, 1980, p. 105; Orso, 1986, p. 124; Brown, 1990, pp. 204206, y Goldberg, 1992, p. 106. 39
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coleccionista como el rey Felipe IV dejaba siempre las paredes de sus palacios cubiertas con cuadros, un ejemplo que seguirían con toda probabilidad muchos coleccionistas. En cuanto a la distribución de los cuadros, hay que decir que los inventarios de particulares raramente especifican las habitaciones en las que se encontraban las pinturas, y no parece que hubiera normas estrictas en cuanto a qué se debía poner en cada sitio. Se tendía en general a llenar las paredes mezclando los asuntos y adaptando los formatos a todos los huecos disponibles; de hecho, había pinturas especialmente concebidas para ser colocadas encima de las puertas (las llamadas sobrepuertas) o de las ventanas. No obstante, dentro de este aparente desorden cabe observar ciertos comportamientos repetidos: así, era frecuente encontrar bodegones, flores y escenas de caza en los comedores; las series de retratos de hombres ilustres se disponían preferentemente en las bibliotecas, mientras que los dormitorios eran lugar apropiado para tener imágenes religiosas; en fin, las casas de campo, siguiendo los ejemplos reales del Pardo y luego de la Torre de la Parada, se decoraban con mitologías, escenas de caza, vistas de ciudades y paisajes. Pero éstos no eran exclusivos de las casas de recreo, sino que por el contrario colgaban por doquier en las residencias urbanas, tal como la pintura religiosa, que podía estar presente por toda la casa, compartiendo pared los cuadros de devoción con otros de tema mitológico40. La cuestión de la pintura mitológica en la España del Siglo de Oro41 lleva aparejado el delicado problema de la representación del desnudo y su exposición a la mirada pública. En una sociedad que hacía de la ortodoxia una causa nacional, donde era normal que la mujer circulara tapada por la calle y la desnudez se consideraba un tabú, el género mitológico resultaba conflictivo por naturaleza, dado su contenido erótico y lo normal de la falta de vestiduras en sus protagonistas. Es sabido que la mitología fue menos visitada por los artistas españoles que por sus colegas italianos y flamencos. De hecho, la abundante pintura mitológica en las colecciones reales era italiana o flamenca. Por ello los coleccionistas españoles se abastecieron de estos temas en el extranjero: los inventarios demuestran que las escenas mitológicas
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Cherry, 1997, pp. 61-66; Carducho, 1979, p. 330; Alpers, 1971; Morán y Checa, 1985, pp. 266-267; Morán y Checa, 1986. 41 Lleó Cañal, 1979; López Torrijos, 1985 y Cherry, 1997, pp. 67-74.
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eran más frecuentes en las casas de quienes habían tenido ocasión de viajar fuera de España o procedían de familia italiana. A falta de modelos para el desnudo, los pintores españoles se tenían que contentar con la copia de estos cuadros traídos del extranjero o de los libros de grabados. Para quienes se habían hecho con estas pinturas, quedaba no obstante por resolver el problema de su exposición, pues el placer sensual derivado de la contemplación del desnudo no dejaba de ser algo pecaminoso, lo que hacía de tales imágenes objetos condenables por sí mismos, independientemente de su categoría estética. Los reparos morales llevaron a un monarca especialmente devoto como Felipe III a descolgar de su galería de pinturas las célebres poesías de Tiziano42, y todavía se cubrían en presencia de las mujeres en época de Felipe IV43. Aunque el reinado de éste representó un respiro para los coleccionistas de escenas mitológicas, no hay duda de que el ambiente general, y en especial la Inquisición —de la que sabemos tan poco en el terreno artístico— fueron contrarios a ellas. Con el género religioso ocurría el fenómeno contrario. En general, que una pintura suscitase devoción era ya un mérito para la misma. De ahí que los inventarios de colecciones españolas de esta época registren gran número de cuadros religiosos aparentemente mediocres, como los que ofrece El vendedor de cuadros de Antolínez, que no se tenían por su calidad estética, ya que aparecen tasados a muy bajo precio, sino para satisfacer las necesidades devocionales de sus propietarios, que en algunos casos podían ser incluso grandes entendidos. Así el duque de Lerma, en cuyo inventario Sara Schroth señala dos cuadros descritos como «malo aunque devoto»44 . No hay que olvidar que la Contrarreforma había puesto el acento en la finalidad moral y didáctica de las artes, y que el militantismo católico está en la base del más importante tratado teórico de nuestro Siglo de Oro, el Arte de la pintura (1649) de Francisco Pacheco, donde se afirma que el arte español está llamado al servicio de la fe católica45. La mentalidad ambiente contribuía pues a que en las casas abundara la pintura religiosa por todas partes.Y los temas que predo-
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Salas y Marías, 1992, p. 142 y Morán, 1989. Cassiano dal Pozzo lo refiere en su diario del viaje a España en 1626. Schroth, 1990, pp. 61-62. Pacheco, 1990, pp. 326-376; Carducho, 1979,VII, pp. 326-376.
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minaban eran —como cabía esperar— imágenes de Cristo, la Virgen y los Santos. La importancia de la idea de Cristo como Redentor justificaba el gran número de representaciones de escenas de la Pasión, principalmente la Crucifixión y el Ecce Homo, frecuentemente emparejado con una imagen de la Dolorosa, tal como ocurría en las colecciones reales con el prototipo ilustre de Tiziano. Además, la Virgen María estaba presente en las casas españolas como Virgen-Madre de Cristo (es decir, en el momento de la Anunciación, o con el Niño Jesús en los brazos), o como Inmaculada Concepción (una iconografía particularmente desarrollada en España, por el gran empeño que, como es sabido, pusieron los reyes y la Iglesia española en la defensa del dogma, convirtiéndolo en una causa propia frente a los protestantes). En cuanto a los Santos, su presencia en las casas se justificaba por su papel mediador en el Cielo, por su ejemplaridad en la devoción y la penitencia o su protección contra la enfermedad y la desgracia. Puestos a hacer un análisis de frecuencias en los inventarios, el número 1 del hit-parade del santoral en las casas madrileñas del siglo XVII lo ocupaba probablemente San Francisco (muchos particulares estipulaban en sus testamentos que se les enterrase con el hábito de San Francisco, para obtener indulgencias), seguido en popularidad por el penitente San Jerónimo. Entre las mujeres, destacaba la penitente por excelencia, María Magdalena, así como Santa Catalina, cuyo papel de intercesora se subrayaba en la frecuente escena del desposorio místico con Cristo. En fin, es curioso observar que entre las imágenes de mayor éxito y difusión no estuvieron especialmente las de los patronos nacionales, Santiago y Santa Teresa; San José no fue proclamado patrono hasta 167946. Algo que se repite con frecuencia en los inventarios de colecciones de pintura en el siglo XVII es el despliegue en las casas de series temáticas como las de emperadores romanos, de sibilas, la de Apolo y las musas, los elementos, las estaciones o los meses. Otro tipo de serie frecuente, como se ha dicho ya, lo constituían los retratos de hombres ilustres, que se colocaban sobre todo en las bibliotecas, y que parecen haber alcanzado su momento de mayor apogeo en el siglo XVI, aunque luego se sigan encontrando en los inventarios por transmisión hereditaria. Quizá haya que poner en relación este tipo de galerías ejem-
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plares con los retratos del rey, su familia y sus validos. No sólo la nobleza, sino las personas del servicio real en la corte y hasta miembros de clases que llamaremos anacrónicamente medias hicieron proliferar la producción de una iconografía real que se exponía en los interiores como un signo de adhesión o lealtad a la Monarquía, y probablemente también como señal de orgullo por los servicios prestados a la misma. Como es sabido, los pintores reales tenían una especie de monopolio de la imagen de Su Majestad, un fenómeno que llegó a su culminación con Velázquez, el cual a partir de su llegada a la corte en 1623 pasó a ser el único retratista de Felipe IV. Sin embargo, los pintores reales hacían en realidad unos prototipos destinados a ser copiados luego en gran cantidad por otros pintores —primero dentro de los talleres reales, donde se producían réplicas de calidad para los personajes más importantes (por ejemplo, los envíos de regalos a las cortes extranjeras, o los retratos que se llevaban consigo los embajadores extranjeros y los nuncios después de sus estancias en Madrid); y luego, también, fuera de la corte—, hasta el punto de que puede hablarse de una pequeña industria de iconografía real que floreció satisfaciendo la demanda de una amplia variedad de clientes particulares en España, que gustaban igualmente de hacerse retratar por un artista a la manera de los nobles. En fin, entre las series y los retratos propiamente dichos, hay que colocar los cuadros que representaban a enanos, bufones, borrachos y locos, que tan específicos son del gusto español, quizá por estímulo de los que hizo Velázquez para el rey, o quizá como reflejo de un interés propio de esta época por todo lo raro y anormal47. Y terminamos la tipología con los llamados géneros pictóricos menores: la naturaleza muerta o bodegón48 (el término más castizo) y el paisaje49. De éste ya se ha dicho el éxito que alcanzó en la España del Siglo de Oro, y cómo abundaba por todas las casas, hasta el punto de que se conoce el caso de una colección dedicada sólo a paisajes. A pesar de su carácter eminentemente decorativo, el paisaje podía tener un registro «a lo divino»: no hay que olvidar, en este sentido, la fortuna
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Cherry, 1997, pp. 85-92. Cherry, 1999. Cherry, 1997, pp. 92-107.
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que tuvieron los paisajes con ermitaños y anacoretas, probablemente a partir de la serie que decoraba el Buen Retiro (fruto de encargos en Italia a artistas franceses como Claudio de Lorena, Poussin o Jean Lemaire hoy en el Prado) y que ponía de relieve la idea de contemplación de la naturaleza como creación divina, en un contexto de soledad y ascetismo religioso en los primeros tiempos del Cristianismo. Sin embargo, lo más normal era que tanto el bodegón como el paisaje se apreciasen como pura imitación de la naturaleza, terreno en el que la pintura flamenca reinaba por tradición. Por ello muchos españoles asociaban necesariamente el paisaje con la pintura flamenca y, de hecho, éste fue el género más importado desde Amberes y Bruselas. Lo cual no quiere decir que no hubiera pintores españoles de paisajes: algunos no limitados a este tipo de pintura, como Maino,Van der Hamen o Mazo; otros sólo conocidos por ella, como Pedro Orrente (el Bassano español), Juan de Solís, Manuel de Acevedo o el popular Juan de la Corte, flamenco afincado en Madrid.
Movilidad y pervivencia de las colecciones Los cuadros circulaban a veces con sorprendente rapidez, cambiando de manos mediante las frecuentes almonedas, ventas públicas al mejor postor que convocaban a potenciales compradores tanto de la nobleza como de la clase media. Algunas de ellas permitieron a los coleccionistas más célebres hacerse con piezas importantes: así, el marqués de Leganés adquirió una serie de grandes lienzos con temas de caza por el pintor flamenco Frans Snyders en la almoneda del duque de Aarschot en 164150. Sin embargo, no pocos nobles aficionados al arte intentaron evitar la venta y dispersión de sus colecciones vinculándolas a un mayorazgo. Dicho procedimiento las destinaba enteramente al heredero primogénito, asegurando así la permanencia de las obras en la familia a través de generaciones. Además de demostrar el celo de sus fundadores por defender el resultado de toda una vida de coleccionismo, este artificio legal es un reflejo que imita una vez más el comportamiento real: tal como los reyes de la Casa de Austria hicieron que sus pinturas quedasen vinculadas a la Monarquía, también
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los nobles mantuvieron sus tierras, sus palacios o sus cuadros vinculándolos al título familiar. O al menos lo intentaron, pues sabemos que en la práctica muchas veces los mayorazgos no llegaron a funcionar tal como pretendían quienes lo instituyeron, unas veces porque el título iba a parar a la hija mayor, pasando la herencia a manos de otro título en cuanto se casaba, o bien porque se encontraba el modo de burlar la ley en el momento de la sucesión. En cualquier caso, a mayorazgos fueron colecciones tan notables como las ya evocadas de Benavente, Carpio y Leganés, además de patrimonios como los de Olivares, Infantado y Pastrana. Terminamos. En su primer viaje a España en 1603, Rubens se había burlado de la ignorancia de los cortesanos en materia de arte y del provincianismo de los pintores españoles en general. Pero las cosas iban a cambiar pronto y mucho en este terreno. Ya en su segundo viaje de 1628, el mismo Rubens comentaría con admiración las dotes del nuevo rey para apreciar y disfrutar la pintura. Diez años después, otro extranjero ofrecería el que quizá es el mejor testimonio sobre el paso de gigante que dieron los nobles españoles en pocos años en términos de afición y gusto por la pintura. Se trata del embajador inglés en Madrid, sir Arthur Hopton, quien, escribiendo a Londres en 1638, afirmaba lo siguiente: El rey en estos doce meses ha conseguido un número increíble de obras de los mejores autores, tanto antiguos como modernos, y el conde de Monterrey se ha traído consigo de Italia lo mejor. En esta ciudad, en cuanto hay algo que vale la pena, se lo apropia el rey pagándolo muy bien; y siguiendo su ejemplo, el Almirante, don Luis de Haro, y muchos otros también se han lanzado a coleccionar. Los españoles se han vuelto ahora más entendidos y más aficionados al arte de la pintura que antes, en grado inimaginable51.
Basta el tono admirativo de estas palabras para resumir el fenómeno que hemos tratado de exponer en esta ponencia: el auge espectacular que bajo el reinado de Felipe IV tuvo en España el coleccionismo aristocrático de pinturas. Sin duda fue éste su Siglo de Oro.
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Citado por Brown y Elliott, 1980, p. 121.
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Figura 1. Rubens, El duque de Lerma, Madrid, Museo del Prado.
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Figura 2. Medalla con el retrato de Fernando Afán de Ribera, duque de Alcalá de los Gazules, Madrid, Museo Arqueológico Nacional.
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Figura 3. Giuliano Finelli, Manuel de Acevedo y Zúñiga, conde de Monterrey, Salamanca, Agustinas Descalzas.
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Figura 4. Melchor Pérez, Ramiro de Guzmán, duque de Medina de las Torres, Madrid, Museo del Prado.
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Figura 5. Anónimo del siglo
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XVII, Manuel de Moura, marqués de Castelrodrigo, Colección particular.
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Figura 6.Van Dyck, Diego Mexía, marqués de Leganés (detalle), Madrid, Colección BSCH.
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Figura 7. Anónimo, Luis de Haro, Oxford, Ashmolean Museum.
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Figura 8. Jacob Blondeau, según Giuseppe Pinacci y Philip Stor, Gaspar de Haro, marqués del Carpio, Madrid, Biblioteca Nacional.
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Figura 9. Tiziano, Alegoría de Lepanto y Felipe II, Madrid, Museo del Prado.
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Figura 10. José García Hidalgo, Interior madrileño, en Principios para estudiar el nobilísimo y real arte de la pintura, Madrid, 1693.
Figura 11. Michele Ragoglia, Interior napolitano.
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EL JUEGO DEL PODER: LOPE DE VEGA Y LOS DRAMAS DE LA PRIVANZA
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Uno de los argumentos más utilizados por parte de Lope de Vega en defensa del teatro en general, y de su teatro en particular, se fundaba en las posibilidades que el teatro ofrecía de mostrar de manera abreviada y sintética, como la pintura, los hechos históricos: «a lo menos, con la facilidad que la pintura muestra más presto en un lienzo una batalla, que un coronista la refiere en muchas hojas»1.Vale la pena recordar también, entre otros ejemplos que se podrían aducir, la conocida dedicatoria de La campana de Aragón (Parte XVIII, 1623) y la extensa defensa que en ella Lope hace del valor de la historia dramatizada y su función, para concluir: «nadie podrá negar que las famosas hazañas o sentencias, referidas al vivo con sus personas, no sean de grande efecto para renovar la fama desde los teatros a la memoria de las gentes». El tópico ciceroniano de la Historia entendida como Magistra Vitae (De oratore), sobre el que habían insistido los humanistas, dio cancha ancha a muchos dramaturgos para la justificación de la historia dramatizada en relación con la ejemplaridad del teatro, y en esta misma dedicatoria de La campana de Aragón Lope inevitablemente evoca al célebre escritor romano: «De la historia dijo Cicerón que no saber lo que antes de nosotros había pasado, era ser siempre niños»2.
1
«Prólogo al Lector», Parte XIV. Case, 1975, pp. 203-204. Otras Dedicatorias, y especialmente las de esta misma Parte, tocan el tema de la historia y su utilización como fuente para el teatro. 2
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La concepción del teatro como escuela, en donde al público se le podía hacer partícipe de una visión triunfante de la historia, mediante la exhibición de acontecimientos históricos recientes o la evocación de los hechos del pasado de la monarquía o de algún gran linaje, trataba de compensar ante los ojos de los más severos detractores del teatro su otra función, la más lúdica y festiva. Algo que Lope parece haber tenido muy presente, especialmente tras la primera orden de cierre de los teatros públicos en España, en 1598, y también más tarde, interesado, por lo menos desde 1611, en obtener su anhelado puesto de cronista real3. En otros lugares he tratado de un género de obras, dentro de la producción dramática de Lope de Vega, en que resulta relevante la utilización por parte del dramaturgo del material histórico, y también del seudohistórico o legendario, sobre todo a través de las crónicas particulares. Me refiero al drama genealógico, un género que tal y como he analizado, es especialmente susceptible al encargo, dado el papel que podía cumplir en el ámbito de una sociedad cortesana, no productiva, que cifraba sus aspiraciones en la obtención de mercedes y cargos, la revalidación de derechos y el reconocimiento de servicios prestados a la Corona4. Sin embargo, hay que advertir también que, a pesar de sus aptitudes para convertirse en género de encargo, el drama genealógico no es un género que se explica sólo como tal. Para tener una idea más exacta de las posibles variantes que pueden condicionarlo, es preciso, en efecto, acudir a la noción más amplia de mecenazgo, no sólo como logro efectivo, sino también como aspiración, como expectativa para el escritor. En este sentido, si a Lope se le encargaron comedias genealógicas para colmar aspiraciones y reivindi3 Sobre la polémica en torno a la licitud del teatro, véanse las oportunas matizaciones de Vitse, 1990, pp. 25-168. Sobre el momento de inflexión que marca en la producción de Lope el cierre de los teatros, véase Oleza, 1997, pp. XIV y ss. y, en relación con la dramatización de la historia, pp. XLI-XLII y ss. 4 Sobre la utilización del teatro histórico-genealógico por parte de Lope en favor de su imagen de buen conocedor de historia y sus múltiples reflexiones en torno a la historia y el teatro, véanse mis artículos de 1998 y 2001. En este último (2001), realizo una aproximación global a las obras de inspiración genealógica de Lope, distinguiendo distintos subgéneros dramáticos. En los párrafos que siguen, sintetizo algunas ideas en ellos expuestas, y amplío en el presente artículo la visión de uno de los subgéneros allí establecidos: el de los dramas de la privanza.
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caciones nobiliarias, para limpiar de traidores el pasado familiar, o simplemente, como decía Lope, «para renovar desde los teatros la fama a las memorias de las gentes», también es evidente que Lope se afanó por ganarse el favor de la nobleza, por convertirse en su cronista particular, y que dentro de ese afán, de esa aspiración, el drama genealógico era un buen instrumento para ello. Además, este tipo de obras le permitía demostrar desde las tablas su conocimiento de la historia, lo que no era poco en su campaña por conseguir el anhelado puesto de cronista real, pretensión que ya en 1611, en carta al duque de Sessa, calificaba de «antigua»5. Tampoco hay que perder de vista que si algunos de los dramas genealógicos de Lope pudieron surgir de las condiciones de un encargo y otros debieron de ser fruto del afán de Lope por halagar a tal o cual familia, o por exhibir —de cara a su propia promoción— su conocimiento de la historia y de los nobiliarios, hay también otros que debieron de surgir probablemente de la curiosidad y del afinado olfato de un Lope, buen conocedor de las tradiciones histórico-legendarias, orales o escritas, y de las genealogías, y con buen instinto para detectar en estas fuentes anécdotas capaces de conmover al público, como la de La desdichada Estefanía, asesinada por su marido tras haber sido acusada falsamente de adulterio, historia que en sus manos se convierte en un perfecto drama de la honra con desenlace sangriento. Aun con todas las matizaciones que se quieran introducir, lo cierto es que la literaturización de la materia genealógica, la difusión de las hazañas de los miembros destacados de un linaje en forma de crónicas, biografías, poemas épicos o dramas genealógicos, podía convertirse en un instrumento más de mediación en manos de determinadas familias de la nobleza para autoafirmarse socialmente en el mejor de los casos, o para reivindicar el derecho al reconocimiento social, que se cree injustamente menoscabado, en otros. Uno de los testimonios más completos de esa instrumentalización lo ofrece la documentación que publiqué en su día sobre el encargo a Lope de Vega por parte de don Francisco de Aragón, conde de Ribagorza, de un drama genealógico que se comprende dentro de su campaña legal por recu-
5
Epistolario de Lope de Vega, III, p. 45. Sobre la mediación del duque de Sessa a favor de Lope, en 1620, para este puesto que nunca llegó a conseguir, véase Epistolario, IV, p. 288.
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perar el título de duque de Villahermosa, en contra de otra de las ramas familiares mejor situadas en la corte. Aunque no sepamos si Lope llegó a escribirlo, y si lo hizo no ha llegado hasta nosotros, sabemos que dio los primeros pasos para su realización, confeccionando un esquemático plan dramático en prosa sobre el material que el secretario de la familia le había proporcionado6. Damián Salucio del Poyo fue autor de dramas genealógicos, y uno de los primeros dramaturgos barrocos que utilizó el conflicto, rasgos y motivos más característicos de los que he denominado dramas de la privanza, estableciendo un esquema de gran porvenir, el de la próspera y adversa fortuna, desarrollado en forma de drama en dos partes en su bilogía La próspera y adversa fortuna de Ruy López de Ávalos, probablemente representado en 1605, y muy elogiado por Lope de Vega todavía en 1621 en la dedicatoria de Los muertos vivos dirigida a Salucio del Poyo. En ella, como ya observó Caparrós Esperante, Poyo distorsionó sus fuentes para favorecer la figura del protagonista, quizá con el propósito de satisfacer a sus descendientes7. Algo que parece haber sido bastante habitual en este tipo de obras. Precisamente, el mismo autor escribió un drama genealógico, hoy perdido, sobre los Guzmanes, origen de la casa de Medinasidonia, que le valió las críticas de un amigo licenciado por sus libertades poéticas. En su descargo Poyo redactaría su Discurso de la Casa de Guzmán, en que trataba de justificar su tratamiento dramatizado de la historia, apuntando una línea de defensa que recuerda la utilizada tantas veces por Lope de Vega, especialmente en las dedicatorias de sus comedias: «porque —escribía Lope— las más de las comedias, así de reyes como de otras personas graves, no se deben censurar con el rigor de historias»8. El irónico 6 Publicado en mi libro de 1993. Sobre la relevancia que puede alcanzar la aspiración al mecenazgo en la obra de Lope de Vega, puede verse ahora Wright, 2001. 7 Caparrós Esperante, 1987, pp. 37, 65, 129-144, 50, 295-300. Véase sobre el esquema dramático de la «próspera y adversa fortuna» el estudio de Gutiérrez, 1975. Sobre las obras de Poyo y el tema de la «privanza», puede verse también Bradner, 1971. 8 La cita procede de la Dedicatoria de El serafín humano. Sirva de ejemplo también la dedicatoria de La piedad ejecutada: «Que aunque es verdad que no merecen nombre de coronistas los que escriben en verso, por la licencia que se les ha dado de exornar las fábulas con lo que fuese digno y verisimil, no por eso carecen de crédito las partes que sirven a todo el poema de fundamento; pues por-
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arranque de la respuesta de Poyo, antes de pasar a la defensa del tratamiento dramático de la historia en su obra, apunta en el mismo sentido, señalando la distancia que media entre «comedia» e «historia»: Pº Amador Lezcano me enseñó una carta que V. Md. le escribe sobre la inteligencia de cierto lugar de Plinio, y en ella un capítulo en que me advierte algunos yerros que ha notado en mis comedias que, por ser de comedias, se pudi[e]ran haber disimulado. Pero quien ha querido enmendar a Plinio bien pudo advertirme a mí que escribo una comedia con menos atención que Plinio su Historia natural9.
De las obras de Lope a las que me voy a referir después, al menos dos podrían haber tenido su origen en la circunstancia de un encargo. Es el caso de La fortuna merecida, donde se rememora la historia de Álvar Núñez, privado de Alfonso XI según las crónicas, quien le dio título de conde Trastámara, de Lemos y de Sarria, y después lo hizo asesinar por traidor. El desenlace no podía satisfacer, como ya muy bien observó Menéndez Pelayo10, a los descendientes de Álvar Núñez, entre los que se contaba el conde de Lemos a quien sirvió Lope en su juventud, y quien todavía en 1620, poco antes de morir, le encargaría una comedia religiosa11. La historia transmitida en las crónicas se convierte en manos de Lope (quizá a partir de alguna genealogía familiar) en el elogio de las hazañas de Álvar Núñez, que se ha de enfrentar con toda suerte de intrigas palaciegas, de las que siempre sale airoso gracias a la defensa del monarca frente a sus detractores. El fin de la obra deja clara la intención de Lope: «Pero el suceso de todo / y la fuerza de la envidia / que ha sido historia notable, / aunque de muchos escrita / con pasión, de Álvaro Núñez, / siguiendo la verdad misma, / para la segunda parte / al autor se le permita»12. No sabemos si Lope llegó a escribir esa segunda parte, pero según el consabido esquema, la fuerza de la envidia haría caer injustamente en desgracia a Álvar Núñez.
que Virgilio introdujese a Dido no dejó de ser verdad que Eneas pasó a Italia y que salió de Troya» (Case, 1975, pp. 222 y 201). 9 Caparrós Esperante, 1987, p. 296. 10 Obras de Lope de Vega, BAE, XX, esp. p. 96. 11 Véase Epistolario, IV, pp. 53 y 67. 12 Obras de Lope de Vega, BAE, XXI, p. 64.
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De circunstancias similares pudo surgir una obra como Las cuentas del Gran Capitán. El duque de Sessa persiguió durante bastante tiempo conseguir de la Corona la revalidación, para él y sus descendientes, de los títulos de Almirante de Nápoles y Capitán General que había poseído su familia, hasta lograrlo en 161413. Sin embargo, continuó durante años metido en pleitos con el fisco regio sobre determinadas reclamaciones en el reino de Nápoles y otras cuestiones. En este contexto, no estaban de más obras que, como Las cuentas del Gran Capitán, refrescaban la memoria sobre los servicios prestados a la Corona, no sólo bélicos sino también, como se recalca en esta obra, pecuniarios, al mismo tiempo que se aireaban públicamente las promesas en otro tiempo hechas a la familia, en este caso por medio de la lectura en escena de la carta de Fernando el Católico, fechada en 1510, que otorgaba el almirantazgo de Nápoles y el título de Capitán General a Don Gonzalo Fernández de Córdoba14. Una escena de Los Vargas de Castilla, un drama genealógico atribuido a Lope, y que Morley y Bruerton incluyen entre las comedias dudosas del autor («no creemos que el texto esté tal y como lo escribió Lope»)15, se hace eco de la utilización de las artes para la afirmación nobiliaria. El protagonista, un noble con mucho orgullo, manda callar a un músico que le canta un romance sobre su familia. El músico se excusa, argumentando que se trata de un romance sobre las hazañas de su abuelo, pero el noble insiste: Por eso mismo lo mando. Ya sé quién mi abuelo fue,
13 Sobre esta cuestión, véase la introducción de González de Amezúa al Epistolario, I, pp. 65 y ss. 14 Morley y Bruerton, 1968, fechan esta obra entre 1614 y 1619. El de Sessa consiguió que recayesen de nuevo sobre él los títulos mencionados en 1614. Los documentos de concesión, publicados por González de Amezúa, llevan fecha de 11 de febrero (Epistolario, I, pp. 506-510). En carta de Madrid (15-20 de diciembre de 1615), Lope recomienda a Riquelme ante el duque, entre otras cosas porque «también sabrá Riquelme representar La historia del Gran Capitán, antecesor de su Illma. Casa» (Epistolario, II, p. 218). No queda claro, sin embargo, a qué obra se refiere Lope. En la Biblioteca de Palacio existe una comedia inédita titulada Las grandezas del Gran Capitán, que no coincide con la que conocemos de Lope (véase Arata, 1989, p. 49). 15 Morley y Bruerton, 1968, p. 572.
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pero danme mucho enfado lisonjas de esa manera, porque de ellas no me pago. Los que han menester nobleza, busquen versos; que es agravio a quien la tiene decirlos, y a quien lo entiende cantarlos. Dadle el vestido pajizo con aquel jubón bordado, porque no la cante más16.
Aquí, a diferencia de lo que podía ocurrir en la realidad, el artista recibe su recompensa por guardar silencio. La escena resulta tanto más irónica por cuanto la obra dramática es toda ella un canto de las alabanzas del protagonista. El interés por el drama genealógico corre en paralelo con la conciencia de la utilidad de la historia por parte de una nobleza que funda sus pretensiones en un concepto del honor que guarda en buena medida relación con la grandeza de sus antepasados, grandeza de la que sus propias pretensiones y supuestas virtudes se presentan como consecuencia. El duque de Lerma, que tanto sabía de la utilidad de las artes en beneficio de su propia glorificación, promovió la Historia de Carlos V (1604-1606) de fray Prudencio de Sandoval, que embellecía algunos de los hechos de sus antepasados, y su Crónica del ínclito emperador de España don Alonso VII (Madrid, 1600), en la que se hacía descender al duque de sangre real, punto en el que también insistía Salazar de Mendoza en su Crónica de la casa de Sandoval en 22 elogios (manuscrito, 1600). Al duque de Lerma dedicaría Luis Cabrera de Córdoba en 1611 su libro De historia, para entenderla y escribirla, recordando al hacerlo la importancia de la Historia para evocar la antigüedad y nobleza de su Casa y los hechos de sus antepasados, así como para engrandecer sus propios progresos. De la utilización de la escritura para magnificar la propia imagen da cuenta también el Discurso del perfecto privado, completado en 1611 por el confesor del duque, Pedro de Maldonado, bajo su impulso, y que hoy se tiende a interpretar como pieza clave en la legitimación teórica del papel político del favorito17. 16 17
Obras de Lope de Vega, BAE, XXII, p. 398. Feros, 2000, pp. 100-102, 264, y Tomás y Valiente, 1990, pp. 124-125.
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Del interés de cierta nobleza por la historia para el regimiento del presente, dentro de una tradición clásica que había sido rehabilitada por el humanismo, nos hablan también las relaciones entre el padre Mariana y el duque de Sessa, cuyas aspiraciones políticas, nunca perdidas, se vieron renovadas hacia 1620, cuando escribía al anciano historiador (que contaba entonces 84 años) solicitándole «dos papeles: uno, del modo cómo se debría haber un hombre de mi calidad si llegase a la gracia de su Príncipe; y otro, de la razón con que se pueda gobernar un señor en sus estados, así personalmente como con sus súbditos y vasallos...»18. El conde de Gondomar, conocido coleccionista19, en carta al duque de Lerma, protestando vehementemente por el exceso y la baja calidad de las publicaciones que salían de las prensas («turbia corriente de libros que en todo género de facultades hoy se publica»), se mostraba, sin embargo, decidido partidario de atender a la promoción de los buenos libros de historia20. Hay que tener en cuenta, por otro lado, que los pleitos y pretensiones en la corte de muchas familias de la nobleza se acompañaban de nutrida documentación histórica o seudohistórica, lo que justifica la proliferación de los tratados genealógicos. Entre las cartas del duque de Sessa se conserva alguna encaminada a recuperar de algún archivo papeles genealógicos que consideraba útiles para sustentar sus pretensiones: Papeles muertos son, y que ningún accidente puede resucitarlos; sus materias tocan por ventura a los que no estamos lejos de gobiernos, y yo estoy codicioso de revolverlos, pues no daña este género de manuscritos a los que vamos haciendo actos; y si bien mis pretensiones no tienen mucho aliento, dicen que suelen hallar a quien no las busca, y en todo tiempo es bien no inorar [...] y para todo es mi casa más segura que Simancas21.
José Pellicer de Tovar, que conseguiría la plaza de cronista que tanto deseó Lope, puso en múltiples ocasiones sus conocimientos y, sobre todo, su prestigio y posición en la corte, al servicio de la nobleza, escribiendo infinidad de «memoriales» cuya finalidad era destacar 18
Epistolario, II, pp. 280. Véase Arata, 1996. 20 Maravall, 1972, p. 33. 21 Epistolario, II, pp. 244-245. 19
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la «calidad y servicios» de diferentes familias en vista a fundamentar sus pretensiones en la corte22. Por debajo del interés común de la nobleza por mantener su pujanza y una serie de privilegios como grupo social, algunos dramas genealógicos pueden ser mejor comprendidos si atendemos tanto a los intereses particulares de determinadas familias y sus reivindicaciones, en el marco de una sociedad cortesana, cuyo equilibrio estaba sometido a constantes oscilaciones, como al interés del artista por agasajar y atraerse la simpatía y la protección de algunas las familias nobiliarias más o menos cercanas al poder. Dentro de este tipo de obras de inspiración genealógica, el grupo más característico lo constituyen los «dramas de hazañas militares», que se construyen sobre un proceso de mejora social del protagonista, fundado en la exhibición de las hazañas bélicas que le valen el reconocimiento y recompensa por parte de la Corona, en forma de títulos, blasones, mayorazgos, hábitos, etc.23. Pero hay un pequeño grupo dentro del drama genealógico de Lope cuyo interés se traslada desde el campo de batalla al ámbito de poder que constituye la corte. A estas obras son a las que denomino «dramas de la privanza», no porque su protagonista sea el «privado» de un rey (aunque en alguno de ellos puede llegar a serlo), sino porque desarrollan, sobre un fondo histórico, un tipo de conflicto dramático que tiene que ver con el proceso de ascenso del protagonista en el «piélago de la corte» y las intrigas palaciegas que desata. He de advertir que, aunque en alguna ocasión se ha utilizado el marbete «dramas de privanza» o —en sentido más amplio, sin atender al carácter genérico de las piezas—, «comedias de privanza», se ha hecho habitualmente para definir obras que tenían como protagonista, o entre sus protagonistas, la figura de un valido y/o que tocaban el tema del valimiento24. Mi definición atiende más al conflicto dramático que plantea la pieza, y que debe situarse en el
22 Véanse las obras de Pellicer recogidas por Nicolás Antonio en su Biblioteca Hispana Nova, I, pp. 811-816. 23 Remito de nuevo, para una visión global de este grupo de obras, a mis artículos citados de 1998 y 2001. 24 «Dramas de privanza» denominó ya Caparrós Esperante a las obras de Poyo centradas sobre el tema y la figura del privado, tanto la bilogía sobre Ruy López de Ávalos, ya mencionada, como su otra obra sobre La privanza y caída de don Álvaro de Luna (1987, pp. 61 y ss.).
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eje central y no limitarse a ser un conflicto colateral o secundario. Por otro lado, en el marbete que propongo está implícita la distinción genérica entre comedia y drama, paso previo necesario para atender a los diferentes matices, tratamientos e incluso soluciones que puede ofrecer un mismo conflicto según se encuadre en el marco de un género serio y ejemplar o cómico y lúdico25. Recientemente Ignacio Arellano, al abordar en algunas de las obras del Tirso el tema de la privanza en relación con la representación del poder, llamaba precisamente la atención sobre la necesidad de las distinciones genéricas26. De las posibilidades del tratamiento del tema de la privanza desde la óptica cómica da muestra una de las obras más conocidas de Tirso, El vergonzoso en palacio27. En las páginas que siguen, no voy a tratar de hacer una estudio abarcador de todas las obras de Lope que, bien desde la perspectiva cómica, bien desde la seria, abordan este conflicto, sino que me ceñiré a algunos de los dramas de inspiración genealógica que lo desarrollan. Todos los dramas de la privanza a los que me voy a referir, por debajo de los tópicos y temas literarios recurrentes (la fuerza de la envidia, el menosprecio de corte, los cambios de fortuna…), plantean una visión de la corte como espacio de poder en donde el noble se siente obligado a jugar un juego de aproximación al favor real para consolidar o mejorar su propia posición (la de sus familiares y aliados) y reafirmar su identidad social ante su propio grupo. Se trata de obras como Los Guzmanes de Toral (1599-1603), La inocente sangre (1604-1608), La fortuna merecida (1604-1608), Las cuentas del Gran Capitán (1614-1619), Los Tellos de Meneses, II (1625-1630) y Los Vargas de Castilla28. Si en los dramas de hazañas militares el espacio en el que se desarrolla la acción es fundamentalmente el del campo de batalla,
25
Véase, para la distinción entre estos dos macrogéneros en Lope, Oleza, 1986, p. 255; 1994; y también su Estudio preliminar a la ed. de Peribáñez (1997). 26 Arellano, 2001, p. 94. 27 Véanse los análisis de Vitse, 1990, pp. 566-590, y el más reciente de Redondo, 1999. 28 Morley y Buerton, de cuya Cronología (1968) proceden las fechas que indicamos, sitúan Los Guzmanes de Toral entre las comedias dudosas de Lope y, respecto a Los Vargas de Castilla, concluyen que podría tratarse de una obra de Lope muy retocada (p. 572). No me he decidido a excluir la primera, por no estar totalmente descartada su atribución a Lope. El hecho de que la segunda pudiese ser
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en éstas es el de los salones de palacio, aunque con pequeñas incursiones en el ámbito de la guerra o en el mundo rural, de donde proceden algunos de los héroes. El lugar de la acción son las cortes peninsulares hispanas, excepción hecha de Las cuentas..., que se desarrolla a caballo entre la corte española y la corte virreinal napolitana, a donde se desplaza el monarca, Fernando el Católico. Estas obras nos presentan protagonistas que, partiendo de un origen hidalgo humilde (La fortuna merecida) o de una posición elevada, más o menos cercana al poder (todos los demás), inician un proceso de ascenso en el «piélago de la corte», a partir de un comportamiento ejemplar, que puede ser sancionado positivamente por el monarca (Los Guzmanes de Toral, La fortuna merecida, Los Vargas de Castilla, Las cuentas del Gran Capitán, Los Tellos de Meneses, II), o verse injustamente truncado (La inocente sangre) al no ser ratificado por el monarca, que presta oídos a las falsas acusaciones de los envidiosos. Es ésta la única obra dentro del grupo que toca el tema del monarca injusto, cuya muerte y la de los envidiosos hermanos, García y Ramiro, serán consecuencia del castigo divino por haber vertido la sangre inocente de los Carvajales. Aunque el conflicto es similar en todas ellas, los planteamientos presentan diversos matices. En Los Vargas, la caída en desgracia del protagonista don Tello respecto al monarca Enrique IV es el punto de partida de la acción, ya que le obliga a refugiarse bajo la generosa protección del rey aragonés, ocasionando la envidia del noble aragonés don Álvaro de Moncada, situación que, sin embargo, no provoca una nueva caída en desgracia ante el rey aragonés, sino el reconocimiento final de su valía por parte de ambos monarcas. Otras obras parten de una situación marco de estabilidad, conseguida previamente a la acción (Las cuentas del Gran Capitán, La inocente sangre, Los Tellos, II), o conseguida al iniciarse la acción, por un acto ejemplar (salvar la vida del rey en La fortuna merecida), situación de armonía que ponen en peligro los intrigantes, ante los cuales el monarca puede adoptar actitudes alternativas: prestarles oídos, lo que desencadena la desgracia de los Carvajales (La inocente sangre) o dudar para reconocer finalmente la fi-
una obra originariamente del Fénix, aunque posteriormente refundida, me ha inducido también a no excluirla de mi estudio. En cualquier caso, aun cuando no fuesen de Lope, me ayudan a ampliar la visión de este subgénero.
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delidad y buenos servicios del héroe (Las cuentas, Los Tellos, II, La fortuna merecida). En todos los casos el conflicto dramático lo genera «la fuerza de la envidia», que hace peligrar la situación social del protagonista, siempre mediatizada por su posición respecto al monarca. En La fortuna merecida, la infanta Leonor verbaliza el proceso de desarrollo y el conflicto que cohesionan este tipo de piezas, al recomendar a su hermano, el monarca Alfonso XI de Castilla, refiriéndose al protagonista Álvar Ruiz: «Levanta adonde merece / este caballero, hermano, / por más que la envidia en vano / cubra el sol que resplandece / en su generoso pecho» (p. 42). Los discursos sobre la envidia, «mostruo diforme»29, «que oprime las virtudes»30, y los envidiosos y traidores «que con lisonjas contino / son de las reales orejas / engañosos cocodrilos»31, pasan a ocupar un lugar muy destacado. El parlamento de García de Paredes, refiriéndose a la envidia generada por las hazañas del Gran Capitán, es paradigmático en este sentido: La envidia es la sombra de la fama. Bien se me alcanza, señor, que si la grandeza es tanta, os dará más enemigos que habéis muerto en mil batallas. Como en el verano ardiente llueve tal vez, y aquel agua se convierte en sabandijas, han sido vuestras hazañas: de cada gota ha nacido una envidia; que aunque bajan del cielo de vuestras glorias y por quien el grande os llaman, la humildad de su malicia y el calor de vuestra fama cría monstruos de traiciones que sobre la tierra saltan32.
29 30 31 32
La inocente sangre, p. 366. La fortuna, p. 55. Los Guzmanes, p. 2. Las cuentas, p. 184.
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La corte se presenta como el lugar en donde la ambición corre desatada y es inevitable recordar en ocasiones tratamientos anteriores del tema, como los de Virués. La metáfora marítima es empleada muchas veces para expresar la inestabilidad de la vida en la corte, sometida a constantes borrascas, una metáfora, por otro lado, muy del gusto de cronistas e historiadores como Cabrera de Córdoba, y de favoritos caídos en desgracia, como Antonio Pérez33. Así se expresa el protagonista de La fortuna merecida: como el recién venido cortesano, de la corte en el piélago profundo, entr[o] en la nave del servir tirano, pues al primer peligro y al segundo dan la lisonja y ambición la mano, Scila y Caribdis del poder del mundo. (pp. 6-7)
En Los Guzmanes de Toral, Payo describirá la corte de León como un «caos / en cuya confusión contenta vive / la ambición, que del viento alas recibe» (p. 14). Frente al protagonista de estos dramas, compendio de virtud, valor, prudencia, generosidad y lealtad a la monarquía, incluso cuando el rey actúa injustamente, se alza como antagonista el noble intrigante y envidioso, tipo que caracteriza a todas ellas. No hay héroe en estos dramas que no cuente con su antagonista: se trata de nobles envidiosos de la prosperidad del protagonista (Don Álvaro en Los Vargas), ambiciosos e intrigantes (Espinelo en Las cuentas), capaces de calumniar al héroe, acusándolo falsamente de traición ante el rey (don Tello en La fortuna merecida) o incluso de asesinato (don Ramiro en La inocente sangre), y capaces incluso de llegar a urdir su muerte (Don Álvaro en Los Guzmanes), aunque en ocasiones se vean obligados a admitir su error cuando ven peligrar su propia posición (Arias en Los Tellos, II). El esquema y los principales motivos dramáticos ya habían sido trazados por Damián Salucio del Poyo en su bilogía sobre Ruy López de Ávalos, en donde la promoción social del héroe, impulsada por el apoyo y por el reconocimiento del monarca, se ve obstaculizada por la envidia y la ambición de los grandes («que la invidia es como el fuego / que siempre busca lo alto»), en especial de su antagonista el traidor e intrigante don 33
Véase Boyden, 1999, pp. 48, 50.
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Gonzalo, personaje inventado por Poyo para resaltar la imagen positiva del protagonista, y que será el máximo responsable de su injusta caída, que al final de la primera parte se nos anticipa: Muchos grandes conocéis que vos tienen grande invidia y aunque es fuerte la verdad guardavos non hagan minas; y en las casas de los reyes, como la ambición domina, anda solapado el odio y causa grandes ruïnas34.
La privanza en el favor real del héroe desencadena sin excepción en los dramas de la privanza la envidia y el resentimiento del resto de los cortesanos, muy especialmente cuando quien progresa es de origen humilde (como en La fortuna merecida) o está excluido del círculo de poder que rodea al rey (como ocurre en Los Guzmanes, y Los Tellos de Meneses, cuyos protagonistas son hidalgos rurales). Su ascenso en el poder real provoca los recelos y envidias de los «grandes» y cortesanos. Es por esta vía que se cuela en alguno de los dramas genealógicos la defensa del mérito personal frente a la alcurnia (especialmente en La fortuna merecida, cuyo protagonista es definido con desdén por el noble y soberbio Tello como un «vil escudero», p. 59). Y es que, en ocasiones, algunos dramas de inspiración genealógica, leídos entre líneas, pueden llegar a ser un arma de doble filo. Es cierto que ante todo son una exaltación de la nobleza, pero es cierto también que a través de la exaltación de fundadores de linajes de origen humilde y anónimo se deja entrever de modo indirecto la añoranza de Lope de una época remota y absolutamente idealizada en la que los reyes sabían recompensar a los hombres por sus méritos personales, y no por su pertenencia a una gran familia con influencia en el ámbito de la corte. Por eso no es de extrañar que en obras como La fortuna merecida, o la Segunda parte de Los Tellos de Meneses, Lope aproveche para apostar explícitamente por la virtud personal como un bien más valioso que cualquier herencia. 34
Comedia famosa de la próspera fortuna del famoso Ruy López de Ávalos el Bueno, f. 52 v. y 66 r. La foliación es mía.
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La exaltación de los orígenes rurales se perfila en algunas obras (Los Guzmanes, Los Tellos, II) como tema destacado que genera la contraposición entre el mar de intrigas que es la corte y el paraíso rural perdido. Es sobre todo en Los Guzmanes y Los Tellos, II, en donde toma relevancia el tema de las virtudes de los grandes señores rurales frente a los cortesanos. Señores como Payo de Guzmán y Tello, el viejo, viven como «filósofos» en sus rincones aldeanos, cuya belleza no se cansan de elogiar, «sin buscar el sueño de pretensiones vanas»35. Huyen del derroche y desconocen la lisonja. Se definen orgullosamente como labradores, y así se refieren a ellos despectivamente sus oponentes cortesanos, aunque en realidad sean ricos hidalgos rurales. Lucen con orgullo sus trajes y galas de hidalgos labriegos, a pesar del desdén que muestran hacia su apariencia los cortesanos («medio salvaje», se considera a Payo de Guzmán por su indumentaria)36. En ese pasado remoto, legendario e idealizado en que se sitúan algunas de estas obras, los hidalgos humildes como Álvar Núñez, o los labradores —de origen hidalgo— como Payo y Tello, pueden llegar a emparentar con la mismísima realeza. Con ironía se lo recuerda al rey el intrigante Arias en Los Tellos, II: «Si vuestra alteza, Señor, / se consuela del tener / su propia hermana mujer / de un villano labrador / que ayer iba tras los bueyes...» (p. 540)37. Dentro de los dramas de la privanza, Los Guzmanes de Toral es la obra que más se aleja del desarrollo sostenido del conflicto entre protagonista y antagonista que muestran las demás del grupo, y hay que decir que Morley y Bruerton la consideran como una de las obras dudosas del Fénix. Es cierto que como en el resto de las piezas de este grupo aparece un oponente al héroe (don Álvaro), pero esa oposición queda resuelta al final del Acto I, convirtiéndose el resto de la acción en una exhibición de las dotes del héroe, don Payo, como buen privado («espejo de reyes» lo llama el propio monarca), cargo que ejerce ejemplarmente, aun a costa de estar a punto de perder el favor real, siendo desterrado. Finalmente, su fidelidad le valdrá emparentar, por medio de la boda de su hermana Greida, con el mismo monarca, y su sentido de la amistad neutralizará la acción como antagonistas de
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Los Guzmanes, p. 6. Los Guzmanes, p. 20. 37 Véase Forastieri-Braschi, 1983. 36
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sus iniciales oponentes. En este sentido, especialmente en sus dos últimos actos, Los Guzmanes de Toral recuerda el tratamiento que años después desarrollaría Quevedo en su obra Cómo ha de ser el privado, toda ella encaminada a presentar un modelo ideal de monarca y de privado, que exhiben un comportamiento ejemplar, en una corte en la que ni siquiera es necesario neutralizar a los antagonistas, porque no los hay, como anuncia el gracioso: «Ya por valido os aclama / el Palacio [...]». En todo caso, si hay que considerar un antagonista tácito en la obra de Quevedo, cuya presencia planee sobre el buen hacer político y personal del privado, este sería el «vulgacho», siempre dispuesto a murmurar, como proclama el gracioso: «En fin, si al vulgacho modo / todas las cosas no van, / habéis de ser un Adán, / que tiene culpa de todo». Así lo expresa también Valisero, alter ego en la comedia del conde-duque Olivares, tal y como lo veía, todavía en positivo, Quevedo en los primeros tiempos de su valimiento, cuando escribe su obra: Fortuna, expuesto me dejas en el teatro del mundo a ser blanco sin segundo de sus envidias y quejas. Sé que enemigos provocas contra una condición noble; pero como suele el roble sobre alcázares de rocas resistir airados vientos, así un constante varón no ha de sentir turbación a los discursos sangrientos del vulgo [...]38.
Los Guzmanes de Toral es el único drama, de todos los de fundamento genealógico, en el que Lope —si la obra es realmente de Lope— plantea por extenso el tema del buen privado, que justifica su subtítulo: Cómo ha de usarse el bien y ha de prevenirse el mal. Entendiendo «el bien» como el estado de privanza, y el «mal» como el de caída, apuntándose una de las constantes temáticas de todos estos dramas de
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Teatro inédito de don Francisco de Quevedo y Villegas, pp. 11 y 15.
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la privanza: el estado de privanza en el favor real es presentado como algo inherentemente transitorio, sometido a los cambios de fortuna. Las reflexiones sobre las mudanzas, que pueden poner en peligro en el favor real al protagonista y provocar su caída, ocupan en estos dramas un lugar principal («el tiempo todo lo muda / que tiene inmenso poder»), y son frecuentes las alusiones a la rueda de la fortuna39. Así se pronuncia el protagonista de Los Guzmanes: Las privanzas son ganancias adonde contino vi que lo que hay de un no hasta un sí son sus mayores distancias. Yo privo y puedo caer; y ansí vengo a conservar mi gusto, con no abarcar aquello que he de perder40.
Es ésta una percepción de la corte que podría haber sido compartida por muchos cortesanos. No en términos muy diferentes se expresaba el duque de Sessa al escribir al conde de Lemos, desterrado desde 1618 en Galicia, en su villa de Monforte de Lemos, doliéndose de su situación («En estos accidentes habla la inconstancia de las cosas humanas»), llegando a elogiar, dentro del tópico, su retiro aldeano: «No sé si es más dicha esa felicidad gallega que las esperanzas de Palacio, envueltas en más desasosiegos que verdades». «Por lo demás —proseguía en otra de sus cartas de 1619 al de Lemos haciendo referencia a la corte— esta confusión vive a su modo: poca lealtad, mucha envidia, guardarse los discretos, declararse los necios, cada uno para sí, prometer y no cumplir, novedades y mentiras...»41. El propio Lope, con motivo del destierro en 1627 del duque de Sessa, consolaba a su señor echando mano de la consabida metáfora marítima: «El consuelo de los pilotos en la borrasca es saber de cierto que ha de suceder buen tiempo [...]. V. Exc.ª viva y se consuele [...] en la esperanza de la inestabilidad de las cosas humanas, pues ninguna hay firme»42. Pero
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Las cuentas, p. 209, y La fortuna merecida, p. 25, entre otras. P. 16 y Los Tellos, II, p. 539. Epistolario, IV, pp. 190, 222 y 230. Epistolario, IV, p. 111.
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esta retórica del menosprecio de corte y la aparente aceptación estoica de los cambios de fortuna no deben llamar a engaño sobre las verdaderas pretensiones del cortesano. Fray Antonio de Guevara ya se había referido a ese doble juego del cortesano como una pura cortina de humo: «En la corte —escribía—, ninguno ha gana de se morir, y después ninguno vemos de allí salir [...]. En la corte todos de la corte blasfeman y después todos la siguen»43. De hecho el epistolario del duque de Sessa es testimonio de la angustia producida por el destierro, manifestada en cartas de súplica a diferentes personajes de la corte buscando intercesión de cara a su alzamiento, alegando, entre otras cosas, el mal que a sus negocios y pretensiones causaba el alejamiento de la corte44. Sobre los dramas de la privanza se proyectan muchos de los mecanismos de funcionamiento y obsesiones de un modelo de sociedad cortesana que va adquiriendo a partir del Renacimiento cada vez mayor importancia en casi todos los países europeos, y cuyas peculiaridades estructurales fueron analizadas por Norbert Elias: un modelo de sociedad cortesana, que configura una estructura de poder que impone unas reglas de juego y unos medios específicos de dominio, y en la que la figura del monarca actúa a manera de jefe de familia, atrayendo hacia sí a un número importante de individuos de su propio grupo. Esto tiene como consecuencia inmediata «el carácter patrimonial del Estado cortesano, esto es del Estado cuyo órgano central lo constituye la casa real en sentido amplio»45. De la proximidad, o de la accesibilidad al monarca, dependía la existencia social del noble, su identidad personal dentro de una configuración social que marcaba una clara discriminación entre quienes se movían en la órbita del monarca y quienes estaban alejados de su favor. Los individuos que no formaban parte de esta sociedad cortesana o no tenían acceso a ella gozaban de pocas oportunidades para influir en la marcha política de los acontecimientos o beneficiarse del patronazgo regio y, en consecuencia, se sentían en inferioridad de condiciones a la hora de obtener beneficios para sí mismos y sus allegados, para acceder a las redes clientelares más privilegiadas. Los dramas de la privanza trasladan esa
43 44 45
Epistolas familiares, I, p. 212. Epistolario, I, pp. 141-142. Elias, 1993, p. 60.Véase también la introducción de Martínez Millán, 1994.
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percepción del alejamiento de la corte como un peligro para la existencia social, en tanto en cuanto ésta depende de la cercanía al monarca, como se verbaliza en La cuentas del Gran Capitán, por boca del Almirante de Castilla: «La larga ausencia es madre del agravio» (p. 206). No es de extrañar, dentro de esta lógica, que abunden las escenas en las que, bien el protagonista, bien sus oponentes, manifiestan, abiertamente o en apartes, sus temores ante cualquier cambio de actitud del monarca, o sus recelos por el trato que dispensan a posibles nuevos favoritos. Gestos, miradas, tonos de voz del monarca, son escudriñados en sus mínimos detalles por el cortesano: ¿Qué es aquesto? No me ha mirado el Rey como solía. ¿Si envidiosa del sitio en que me ha puesto bajarme quiere la fortuna mía? […] ¿Cómo, señor, no me habláis? ¿Cómo el rostro me escondéis? ¿Cómo sin luz me dejáis?46
Los dramas de la privanza son reflejo también de la posición central que dentro de ese modelo de sociedad cortesana ocupan el monarca y sus favoritos como dispensadores del patronazgo real, y ofrecen una imagen de la corte como un campo de fuerzas en pugna por el poder y la distribución del patronazgo regio, cuyo equilibrio resulta extremadamente frágil. La imagen del rey dispensando mercedes, cargos, títulos, rentas, mayorazgos, maestrazgos... se repite una y otra vez, así como la de los recelos que este trato de favor puede despertar entre los otros nobles. Lo dice el gracioso en Los Tellos, II: «Los reyes son como el tiempo: / hacen y deshacen hombres» (p. 540). En La fortuna merecida, el monarca expresa esa situación que da al rey el poder para hacer progresar a los hombres: Álvaro Núñez, yo soy rey; no es bien que a nadie asombre ver que un hombre haciendo voy, que no es mucho hacer un hombre desde el poder en que estoy.
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La fortuna merecida, pp. 49 y 59.
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De esto están los libros llenos, porque en esto a Dios verás que imitan los reyes buenos; ………………………….. Yo empleo muy bien en ti esto que llaman poder, pues tu virtud conocí. (pp. 56-57)
Hay que tener en cuenta que las fuentes de ingresos de muchos nobles, la ocupación de cargos, la percepción de pensiones y rentas, en definitiva, el prestigio y la cotización individual en el mercado social dependían en buena medida del favor del rey y sus favoritos. Las escenas de «pretendientes», que ofrecen al rey y a sus familiares y favoritos sus «memoriales» reclamando la recompensa por servicios prestados a la Corona, son bastante frecuentes en este tipo de obras47. Como son también frecuentes las quejas de los nobles por la falta de reconocimiento a sus servicios, como la proferida por el Gran Capitán en Las cuentas del Gran Capitán: Cuidados sobre servicios, puesto que sois mal pagados, de que sois bien empleados es justo que deis indicios. A buen rey habéis servido; no tenéis de qué os quejar, porque el poderle engañar ser hombre la culpa ha sido. No hubiera más justas leyes que servir y obedecer, si acaso pudiera ser el no ser hombres los reyes. Pues, en fin, porque lo son vemos que son engañados 47
Escenas de nobles entregando memoriales para sus pretensiones pueden encontrarse en Los Vargas, p. 292-293, Los Guzmanes, p. 19, La fortuna merecida, p. 31, o La inocente sangre, pp. 361, 363-364, en donde es el gracioso el que, en una escena de una gran carga irónica, presenta al Rey su memorial reclamando su recompensa por haber sido injustamente torturado: «Sepa que tengo pensado / dar al rey un memorial, / no porque me pague el mal / que su prisión me ha causado, / mas sólo por el descargo / de su conciencia real».
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de los mal intencionados con siniestra información. Yo he servido, y no me deja la envidia lograr mi fe, pues a quien serví y amé de mis lealtades se queja. (p. 209)
El propio duque de Sessa, descendiente del Gran Capitán, adoptaría en muchas ocasiones ese mismo tono quejoso en sus epístolas en las que, eterno pretendiente, una y otra vez reclama de la Corona, directamente, o a través de sus favoritos, y de personajes bien relacionados en la corte, el reconocimiento de los servicios de su familia, en forma de rentas: «ni por alto ni por bajo puede vencer mi razón los agravios de mi fortuna […]. Yo solo pobre; yo despreciado; mis hermanos vertiendo sangre en la guerra, como venas de mis brazos; todos mal despachados; todos quejosos ¿Qué prudencia, qué cordura no sale de sí misma a esta defensa, por ley divina y humana?». Lope, asumiendo los puntos de vista de su amo, y sus expectativas con el ascenso como valido del duque de Uceda, escribía en carta a su señor en 1618: «No soy interesado en nada, porque siempre he jugado con entrañas limpias; pero en este río vuelto me holgaría que un amo que tengo pescase algo que restaurase el desprecio de tantos años»48. En cierto modo los dramas de la privanza se hacen eco de una ansiedad de posición social muy generalizada y bien expresada a comienzos del XVII en estas palabras de Alonso de Barros: «Aunque si yo no me engaño / todos jugamos un juego /y un mismo desasosiego / padecemos sin reposo»49. En las sociedades estatales dinásticas, con sus élites cortesanas, era para la vida social algo muy natural que los asuntos personales y los profesionales estuvieran mezclados, ya que no se producía una clara distinción entre interés privado y servicio público a la hora de desempeñar un cargo o cualquier función pública.Vínculos familiares y amistades, o rivalidades y enfrentamientos entre clanes familiares eran factores que influían decisivamente sobre los negocios oficiales y el modo de regir los asuntos de gobierno. Como escribe D. Wootton: «en la era moderna la amistad es inseparable de la alianza, el clientelismo y el favoritismo, con48 49
Epistolario, IV, p. 316 y p. 23, respectivamente. Citado por Benigno, 1994, p. 20.
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ceptos que para nosotros son antitéticos de la amistad, puesto que para nosotros la amistad se refiere a la vida privada [...]»50. No es inhabitual encontrar en las obras que trato escenas de nobles que protegen a familiares, «deudos» y recomendados, e interceden en su favor aprovechando su posición en la corte.Valga de ejemplo la situación que plantea Lope en La fortuna merecida, en la que el protagonista, Álvaro Núñez, favorecido del rey, intercede por un «primo» para el cargo de Gran Prior de la Orden de San Juan. El monarca, renunciando a escuchar sus «partes», sus méritos, acepta sin más argumento que el del parentesco: «Su nombre / me basta a mí solamente, / y ser tu sangre y tu gusto». Cuando el antagonista de Álvaro presente a otro candidato, y Álvaro se muestre dispuesto a retirar al suyo, el Rey insistirá, elogiando su generosidad, y apelando como último argumento a la amistad: Todos esos son indicios de tu virtud y humildad; pero no sería razón quitar a tu sangre el bien, ni impedir tu pretensión ………………………. Álvaro, yo soy tu amigo51.
A pesar de que en los dramas de la privanza la actuación del monarca tiende al reconocimiento final de los méritos del protagonista frente a los envidiosos, la idea expuesta en el parlamento del Gran Capitán, mencionado arriba, sobre el carácter humano de los reyes y su capacidad de emitir juicios errados, aparece en algunas ocasiones en este tipo de obras, siendo llevada a sus últimas consecuencias en La inocente sangre, drama en que Lope nos ofrece, aprovechando las posibilidades que la historia le facilitaba, la imagen del monarca injusto, que desprecia a su pueblo, se deja influenciar por los envidiosos, y es capaz de emitir juicios fundados en débiles indicios, ordenando la muerte injusta de los protagonistas52. Ese reconocimiento de
50
Véase Elias, 1993, p. 9, y Wooton, 1999, p. 270. La inocente sangre, pp. 33-37, esp. 37. 52 Véase el interesante artículo de Feros, 1993, y el reciente libro de Mckendrick, 2000, libro que está en la línea abierta en los últimos años por otros 51
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la figura real —en cuanto institución incuestionada en la época—, pero al mismo tiempo de su humanidad, y por tanto de su capacidad para equivocarse en sus juicios, actos y decisiones, se expresa en esta obra por boca del noble don Pedro: «El Rey es mancebo tierno, / y aunque justísimo y santo, / pudo engañarse; que es hombre. / ¡Ay, de quien hizo el engaño!»53. Es imposible, sin embargo, que las palabras de don Pedro fueran capaces de borrar de la retina del espectador de la época la imagen de la actuación tiránica del monarca. En la consideración de la doble persona del rey: divina en cuanto institución, humana en cuanto hombre, se encerraba la exaltación de la imagen real, pero también se abría la puerta a la crítica. Esa doble consideración de la persona del rey aparece expresada también en boca de Tello el Viejo en Los Tellos de Meneses, II, a través de la utilización de la tópica comparación del monarca con «la luz del sol»: El sol tal vez calienta y tal ofende; mas siempre es vida y luz a los humanos que en los valles, los montes, selvas, llanos, flores y frutos, la corona extiende. Si el rey es sol, y en su virtud no hay falta, pues Dios quiere que el hombre rey le nombre, cuyo atributo su grandeza exalta, sirva a su rey, después de Dios, el hombre; que si no fuera rey cosa tan alta, no le tomará Dios para su nombre.
Sin embargo el propio Tello, acto seguido, reconocerá la humanidad del rey, sometido como hombre a caprichos y «mudanzas», al renunciar a confeccionarse un costoso traje cortesano: «Que para el tiempo que el Rey / ha de hacer otra mudanza, / y nos mande desnudar, / cualquiera cosa me basta» 54.
investigadores, cuyos trabajos no siempre aparecen recogidos entre la bibliografía manejada, pero que coinciden en el cuestionamiento de la interpretación de todo el teatro de Lope de Vega en único sentido, esto es, como mera correa de transmisión de una ideología dominante, interpretación muy influida, como es sabido, por las tesis de J. A. Maravall. 53 La inocente sangre, p. 370. 54 Los Tellos, II, p. 546.
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Es cierto que este tipo de dramas de la privanza presentan ante nuestros ojos muchas de las obsesiones, temores, inquietudes y aspiraciones de una sociedad cortesana, pero también invitan a veces a la reflexión crítica sobre el espacio de la corte en que se desarrolla el juego del poder. Espacio en que se despliega la envidia y la ambición, en que el monarca puede hacer y deshacer «hombres», y está sometido a la influencia de los malos consejeros y de los envidiosos: No hay amistad sencilla, amor ni voluntad, que en sola un hora no derribe en los príncipes al suelo, cualquiera información, bueno o mal celo55.
Son dos caras, la de la adulación y la de la ironía, que no siempre son incompatibles, ni siquiera en los dramas serios. Sobre las obligadas servidumbres de los poetas en una sociedad de señores nos habla Lope en La inocente sangre, bajo la especie cómica, en un parlamento sobre los poetas puesto en boca de un estudiante, con el que quisiera acabar mi exposición: […] dicen que un día cierto señor castellano, no sabiendo quién le había hecho en versos cierto agravio, puso premio a cuantos fuesen con versos para alabarlo; y, en llegando el día, dicen que encerró setenta y cuatro, entre los cuales se halló aquí el señor dotorando, y alcanzó la colación que fueron muy buenos palos. (p. 358)
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Las cuentas, p. 178.
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«LOS ESTRIBOS DEL REINO»: LA VINDICACIÓN DEL TRABAJADOR MANUAL EN LA PUBLICÍSTICA INDUSTRIALISTA DEL SIGLO DE ORO
Jean Vilar Université de Marne-la-Vallée
La función incoativa que me ha sido adscrita me autoriza para exponer ingenuamente, a título de introducción, unas cuantas inquietudes que fueron las mías cuando descubrí los compromisos terminológicos de este seminario. Siguiendo el hilo de la convocatoria, haré por tanto un repaso del concepto de trabajador, primero, por ser el objetivo particular de este encuentro, y luego de los conceptos de vida y de modelo, que enmarcan el conjunto de este ciclo.
«TRABAJADOR»: ENTRE
LA POBREZA Y LAS VILEZAS
El término de «trabajador» ofrece una ventaja. Su enfoque conceptual atiende a la persona humana, individual o colectiva. Invita a practicar una selección en el maremágnum de escritos engendrados por la «cuestión del ocio» en una Europa sacudida por la gran crisis de conciencia que corre desde el siglo XV hasta el XVIII. «Cuestión» que muy pronto, como es sabido, cobra para España una dimensión singular, al considerar decenas de pensadores contemporáneos, caseros y extranjeros, que la «ociosidad y holgazanería es vicio de los españoles bien conocido de extranjeros»1.
1
Son palabras de Sancho de Moncada, Restauración política de España, fol. 7v. Su referencia es «Botero, libro 7, cap. últ.». Se trata, obviamente, del extracto ce-
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Hoy como ayer, el uso dominante del término «trabajador» connota la actividad manual, en su doble vertiente agrícola e industrial, y a este tipo de trabajador reduciremos el enfoque de nuestra reflexión2. Una característica destacada de nuestro concepto convocador, en la época considerada, es que su contenido semántico parece no poder bastarse a sí mismo, como si entrañara una debilidad intrínseca. Ésta se manifiesta de dos formas. La tendencia a sustituirlo por otros vocablos más apreciativos.Y, sobre todo, la tendencia inversa a reducir su contenido favorable por un sistema de adjetivación deteriorativa, según criterios que trataremos de aclarar. El uso lingüístico procura eliminar la voz «trabajador» en cuanto le es posible, para sustituirla por toda clase de vocablos satélites, escogidos dentro de la misma galaxia léxica, pasando del género a las especies. Al trabajador agrícola, por poco que sea propietario de sus instrumentos de trabajo, se le llama «labrador», reservándose el término de «trabajador», según el Tesoro de Covarrubias y el Diccionario de Autoridades, para el «jornalero»3. Al trabajador industrial, en cuanto su cualificación le abre las puertas de un gremio, se le llama «oficial me-
lebérrimo de la Ragione di Stato, 1583, en el cap. «Della moltitudine della gente», donde el padre de la geopolítica moderna escribe que la «Spagna è stimata provintia sterilissima» en hombres, por culpa de la atracción que ejercen entre éstos el honor y el provecho de la milicia. A consecuencia, «non solamente sono gli Spagnuoli negligenti nella coltura de’ terreni, ma anco nell’ essercitio dell’ arti manuali: perche non è provintia più sfornita d’artificij, e d’industrie» (ed. París, 1592, fol. 232-234). Pero en ningún momento Botero tilda a los españoles de perezosos, ni pretende que España carece de recursos naturales. Españoles son los que más nítidamente la emprenden con el supuesto pecado nacional, como el franciscano Ortiz Lucio (Lugares comunes, fol. 55r-56v) o el abogado Cellorigo (Memoria de la política necesaria..., 12r, 15r, 25v, 58v). 2 El caso de los esclavos en el Siglo de Oro merece estudio particular. No dejaría de interferir con los problemas aquí levantados. Está claro que, en la Península, el valor de los esclavos no depende sólo de su función decorativa, ni de la fuerza elemental de sus brazos, sino también de la cualificación de sus aptitudes laborales: «y le daría más dos esclavas mulatas, conserveras y laboreras, que las puede tener el rey en su palacio», Lope de Vega, La Dorotea, p. 73. 3 Covarrubias, tan prolijo en etimologías fantasiosas, desconoce el origen (sólo admitido desde 1888) de trabajo en el tripalium romance, probable instrumento de tortura compuesto de tres palos. Prefiere traducir por labor, oris.Véase Corominas, 1954, t. IV, s.v. Oudin, en su Tesoro de las dos lenguas..., traduce trabajador por «Ouvrier, travailleur, laboureur; un manœuvre qui gagne sa journée».
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cánico». «Artífice» es un eufemismo claramente encaminado a injertar cierta dosis de dignidad, como lo sugiere fray Antonio de Camós en un interesante «libro de estados» de finales del siglo XVI, y lo confirma el estatuto de la cofradía de plateros sevillanos4. Covarrubias califica «artesano» de valencianismo, cosa que sorprende a sus sucesores de Autoridades, los cuales lo definen así: «oficial mecánico que gana de comer con el trabajo de sus manos», y, sólo en sentido más restringido, el que «tiene tienda pública». Los académicos dieciochescos le ven un origen más bien toscano. En fin de cuentas, sólo al obrero5 sin capacitación se le llama «trabajador» a secas (a veces «trabajador a lo que sea»). Por debajo del escalafón lexical estaría el «gañán», en el ambiente rústico (mozo de pastores, pero también, «por ampliación», «jornalero», según ambos diccionarios) o, en la ciudad, el «ganapán», «oficio... para el cual no es menester más de buenas fuerzas», como lo define don Quijote, en el discurso de las armas y de las letras (I, 37), citado por Autoridades. Sendos términos parecen designar al trabajador joven y andariego, sin cargo de familia. La segunda prueba de la falta de fuerza semántica de la voz «trabajador», es la forma como el término parece exigir la muletilla de la adjetivación discriminativa, sea ésta la simplemente minorativa de pobre trabajador, o la abiertamente peyorativa de vil trabajador. El sintagma frecuentísimo «pobre trabajador» es tan obvio que no presenta problemas de interpretación ni merece mayor comentario. Sólo cabe recordar que esta minoración lingüística instintiva no se compagina mucho con el dictado fundamental del mensaje de Cristo,
4
Camós, Microcosmia..., Diálogo 19, «de los oficiales y artífices de las artes mecánicas», p. 227. «Artífice se dice aquel cuya obra no se puede hacer sin ciencia, y alguna de las siete artes liberales», Ejecutoria de la Real Audiencia de Sevilla, 1566, citada como exergo por Sanz, 1991, pág. liminar. 5 Obrero aparece en la acepción de trabajador manual en un texto legislativo muy precoz de 1407 (era) (Nueva Recopilación, libro VII, título 11, ley IV: «que los obreros sean pagados luego esa noche del día que trabajaren su labor»). Puede proponerse la hipótesis de que fue superado en esta función por el uso sacro del latín operarius, que es el término que emplea la Vulgata para el trabajo manual encomendado a los Doce misionados por Cristo (Mat. y Luc.), precepto cumplido a rajatabla por Pablo (Ep. y Ac., passim). En el Siglo de Oro, «obrero» es el militante espiritual y caritativo, como lo confirma esta significativa frase del Quinto Abecedario de Francisco de Osuna: «Dios mandó al hombre rico que obrase y no le dijo que trabajase, que esto pertenece a los pobres» (1542).
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que hace del pobre el eje salvífico del devenir del mundo. Este dictado no es obstáculo para que el código cristiano por excelencia que son las Partidas alfonsinas hagan de la mucha pobreza, sin mayor reparo, uno de los criterios excluyentes de la caballería, en el siglo XIII (Segunda Partida, tít. XXI, ley XII «cuáles non deben ser caballeros»). Veremos al final de este estudio de qué forma trata de volver a imponerse, a mediados del siglo XVII, la simbolización crística del pobre trabajador. El otro proceso discriminativo, el de la vileza, es múltiple y complejo, y se mezclan en él herencias inmemoriales, usos sociales más o menos recientes, así como criterios religioso-raciales privativos del caso español. La vileza depende de la naturaleza del oficio manual ejercido, de la posición que ostenta el trabajador o en el escalafón de su gremio o ramo, o en el conjunto de la sociedad, y también de las circunstancias exteriores. Al repasar la literatura ad hoc, sorprende el peso aún enorme de algunos conceptos y prejuicios formados en la lejana antigüedad grecoromana. Dos textos-autoridades descuellan por la cantidad o la intensidad de su empleo en los tratadistas. El primero es el proemio juvenil de Aristóteles a sus Metafísicas (A, 1, 981b, 25-30), donde el Estagirita establece la escala de los trabajadores según el grado de conciencia intelectual que invierten en su quehacer. Entre los techniteis ocupados en el trabajo industrial, el architectôn (jefe de obras) supera al cheirotechnês (maniobrero), como el artista supera al empírico, y el empírico al mero sensitivo. Con este criterio se resolvería el famoso debate acerca de la conveniencia de otorgar o negar el «lagarto» santiaguista a Diego de Velázquez. Más turbia y compleja es la influencia del leidísimo capítulo XLII del tratado De officiis de Cicerón. Apartados los oficios liberales, ¿qué es, dentro de los que practican los artificia necessaria, lo que distingue a los artifices (u opifices) sordidi o illiberales de los que no lo son? Para Cicerón, el mero hecho, primero, de recibir un sueldo (merces) por sus obras penosas (operae) y no por sus habilidades (artes) supone admitir que este sueldo es auctoramentum seruitutis, el alquiler de una servidumbre (no olvidemos que este pensamiento se inscribe dentro de una sociedad esclavista). Luego, el mero hecho de practicar un oficio mercantil (si no pasa de modesto, según corrige Cicerón a las pocas líneas). En tercer lugar, envilecen a sus practicantes los oficios que ayudan a los placeres (ministrae voluptatum), esencialmente los de la boca: pescadores y pescaderos, carniceros, chacineros, cocineros. La lista es la
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de los tenderos de la plaza que agasajan a Gnathón en el Eunuchus de Terencio (v. 257). Cicerón le añade los perfumistas y saltimbanquis. El epíteto sordidi seguirá ejerciendo su enorme presión peyorativa a través de los siglos. Llegará un momento, en la Edad Media, en que al epíteto de «mecánico» (alternativo de «manual») se le inventará una falsa etimología que connota la vileza más baja: no la etimología real y valorativa que deriva por el latín del griego mecanê (máquina ingeniosa) sino la del latín moechus, «adulterado» (moikê en griego es la cortesana)6. No es de extrañar, al cabo de este proceso rebajador, que el haber practicado un oficio mecánico ensucie la sangre hasta el punto de vedar el ingreso en cualquier orden de caballería7. Parte de estas antiguas discriminaciones sobrevive en la legislación pública moderna, más allá de los estatutos privados que acabamos de mencionar. Se sabe que el encuadre general de los cuerpos de leyes civiles se ordena por grados. Es de notar que la legislación que enmarca la vida del trabajador manual no figura, en la Nueva Recopilación de Felipe II, en el libro sexto, que concierne a la sociedad eminente, regida desde la Corte, sino en el libro séptimo, cuyas leyes toca aplicar al grado inferior del poder que es el Municipio (Título XI, «De los Oficiales, y Jornaleros, Menestrales, y Mesoneros»). En este mismo libro séptimo figura una ley (la primera del título XII, «De los trajes y vestidos») que sintetiza las famosas «pragmáticas» por antonomasia, o sea las recurrentes leyes censitarias (o antisuntuarias) que se promulgaban en los momentos de crisis, por motivos que mezclaban lo religioso (castigar el pecado público de la ostentación) con lo económico (protegerse de las importaciones costosas). Limita la ley el uso de los productos de lujo según el escalón de la sociedad que cada súbdito ocupa. Se origina en las pragmáticas promulgadas en 1534, 1537 y 1563 (que se repetirán en 1579, 1586, 1593, 1600, 1611 y 1623 y cuya reiteración es prueba manifiesta de su poco efecto), y abunda en detalles lexicales utilísimos para nuestro propósito:
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«estas artes ... con razón se dicen mecánicas, porque mechan y cometen adulterio», Sánchez de Arévalo, Speculum vitae humanae, s. XV (trad. esp. Espejo de la vida humana, 1491, fol. XLIII), citado por Américo Castro, 1949, p. 166, quien añade otra referencia medieval anterior («a moecho dicitur moechanica ars»). 7 Entre muchos ejemplos posibles, el interrogatorio santiaguista estándar para testigos, concerniente al futuro marqués de Leganés, en 1614, publicado en los
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[Artículo] 15. Iten mandamos que los oficiales, menestrales de manos, sastres, zapateros, herreros y tejedores, pellejeros, tundidores, curtidores, zurradores, esparteros y especieros, y de otros cualesquier oficios semejantes a estos más bajos, y obreros y labradores y jornaleros no puedan traer, ni traigan...
La redacción resulta algo ambigua: ¿son los oficios aquí mencionados los oficios «más bajos», o existen otros que lo son aún más? Lo que se notará es que, como en Cicerón, la ley sigue apuntando a los oficios que son «ministros de la voluptad», esta vez más vestimentaria que golosa, prueba del cambio de los hábitos de consumo desde el tiempo de los romanos8 (y del ideal prohibicionista-proteccionista, y antisuntuario, perseguido por la economía oficial). Del mismo modo como Cicerón exceptúa de su clasificación degradante a la «mercatura magna et copiosa», la ley antisuntuaria moderna salva de la humiliación vestimentaria a aquellos especieros que no «tienen tienda» ni «venden en ellas por menudo». Está claro que el gran comercio de las Molucas (portentosamente evocado por la imprecación del Político Montañés en la Soledad primera de Góngora) no debía de estar entre manos de viles trabajadores. Observaremos de paso cómo las «pragmáticas» promulgadas a su vez por el Conde-Duque de Olivares, o sea los famosos «capítulos de reformación» de 1623 (que recogen, se nos dice, el espíritu y letra de la Nueva Recopilación), rompen sin embargo por primera vez con la distinción estamental secular. Pretenden en efecto extender el clásico entredicho antisuntuario a «hombres y mujeres, sin distinción alguna», a «todas y cualesquier personas, de cualquier estado, calidad o condición que sean»9. El impacto negativo implícito en el semantismo de tal o cual nombre de oficio manual, o del mero vocablo de «trabajador», se hace notar más en los momentos de crisis, singularmente durante los conflictos sociales y civiles, poco abundantes, es verdad, en la España áurea. Las palabras con que el cronista Sandoval describe, hacia 1600, a los viejos cabecillas plebeyos de las Comunidades castellanas de 1521, son
Anales del Instituto de Estudios Madrileños, XVIII, pp. 134-135: «item si saben que el susodicho y su padre... han tenido algún oficio vil o mecánico, y cuál oficio». 8 La revisión dieciochesca añade tres oficios más: los barberos, ebanistas y fontaneros. 9 González Palencia, 1932, p. 430 y 433.
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casi idénticas a las que emplearán, en 1652, los negociadores que procuraron apagar las «alteraciones» que ensangrentaron a Andalucía, a raíz del «motín de la Heria» sevillano. Dice Sandoval: «había un tundidor llamado Pinillos, el cual tenía una vara en la mano [...] de manera que los que presumían de remediar el reino eran mandados por un tundidor bajo. Tal era la violencia y la ciega pasión de la gente común»10. Y admiten los negociadores sevillanos, a propósito de los «levantados»: «todos aquellos hombres eran pobres y trabajadores, y de presente no tenían en qué trabajar»11. No podemos dejar de evocar, aunque sea brevemente, la muy estudiada cuestión del discriminante profesional que se originaría en la pertenencia racial del trabajador manual, pertenencia que podría sospecharse a través de la especificidad de su oficio. Parte, evidentemente, de un citadísimo fragmento del cronista de los Reyes Católicos Andrés Bernáldez, en el cual justifica la expulsión de los judíos en 1492. Según el cura de los Palacios, los judíos se ocupaban, fuera de los esperados negocios mercantiles, en «oficios holgados», como son los de «oficiales tondidores, sastres, zapateros, e cortidores, e zurradores, tejedores, especieros, bohoneros, sederos, herreros, plateros e de otros semejantes oficios». Y rechazaban la noble (por dura y no «holgada») ocupación de los labradores12. Dudo que esta cita tan solicitada tenga real valor sociológico: la infaltable lista de «ministros de la voluptad», y el elogio del agricultor, parecen calco modernizado de la taxinomía mencionada de Cicerón, y anuncio de las socorridas leyes antisuntuarias. Al judío alevoso, codicioso y holgazán se le echa además el cargo de corromper la población con el consumo de sus producciones tentadoras. Los estudios sociológicos de Baer, muy utilizados por Américo Castro, muestran una distribución laboral normalmente variada entre los judíos españoles de la Edad Media. Pero no deja de intrigar que los interrogatorios para hábitos caballerescos exijan saber en «cuál oficio» se ocupaba eventualmente el impetrante o su padre. 10
Citado por Joseph Pérez, 1970, p. 455. Diario exacto de la sublevación de alguna plebe..., anónimo publicado por Guichot, 1882, p. 409. Sobre la extensión y tipología de la rebelión andaluza, véase Domínguez Ortiz, 1973. 12 Historia de los Reyes Católicos, en la versión impresa moderna (entre otras varias) de la BAE, vol. LXX, p. 653. Muy explotado por Américo Castro, 1954 (1962) y Caro Baroja, 1962. 11
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Por fin, el término «trabajador», y los diversos nombres de los oficios, por el solo hecho de ser manuales, pueden llegar a tener connotaciones de otro elemento disgregador, entre los que más perturban las mentalidades de la época: la sospecha de herejía. Nombrar un oficio manual determinado, añadiéndole el toque de un cualificativo aumentativo, puede infundir en sí cierto pavor semántico: ¿por qué, si no, la sentencia inquisitorial contra Benito García «el de las mesuras», tremebundo asesino del Santo Inocente de La Guardia, insiste en llamar al reo «gran cardador»13? En varios escritos anti-ingleses, inspirados por los del belicoso jesuita Pedro de Rivadeneira, la conexión entre la vileza del oficio manual y la propensión del oficial a comentar heréticamente la Biblia, desde una mesa tabernaria manchada de cerveza, y entre mujerzuelas, se hace tópico. Hallaremos la confirmación de este prejuicio a través de un ejemplo textual que ya hemos manejado mucho14. Corriendo el año de 1620, el modesto teniente de corregidor Gutierre Marqués de Careaga exhibe un libelo sangriento contra un «discurso» que acaba de dirigir al presidente de Castilla el licenciado Jerónimo de Ceballos. Este escrito era un esbozo del Arte Real, en que el viejo jurista toledano expone uno de los primeros planes históricos de desamortización eclesiástica, imprescindible para la recuperación económica de España. Su contrincante Careaga profetiza para España unas consecuencias apocalípticas, si llega a prosperar el proyecto: «el discursante quiere que seamos en esta Monarquía al fuero de Ginebra, todos oficiales y sin religión los templos...»15. ¡Mucho tiempo, sin embargo, le faltaba a España para proclamarse «república de trabajadores» y reivindicar una laicidad constitucional!
LA
ESCASA VISIBILIDAD DE LA
«VIDA»
DEL TRABAJADOR MANUAL ÁUREO
Quien se propone historiar la vida de un determinado estamento social, debe proceder a un estudio que privilegiara la observación, y 13 Horozco, Relaciones históricas toledanas, pp. 39-45. Observemos que cardador, oficio que exigía una enorme fuerza física, no figura en la lista de Bernáldez de oficios que inducen sospecha de judaísmo. 14 Vilar, 1974, 1986 y 1991. 15 Marqués de Careaga, Por el estado eclesiástico..., fol. 43v.
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cubriría desde las prácticas sociales cuya huella documentada pudo haberse conservado, hasta sus representaciones, tal como aparecen en la literatura moral (didáctica —sagrada y profana— o supuestamente descriptiva, es decir etológica o costumbrista), así como en la literatura ficcional y en la que yo estaría por llamar —dada la época— la literatura iconográfica. De buenas a primeras, la empresa aparece dificultosa. Aunque, con relación a nuestros tiempos, son trabajadores manuales la aplastante mayoría de la población, éstos dejan poco rastro aprovechable, y obligan a mucha ingeniosidad y atención en la recolección de fuentes. El trabajador que apenas gana «en qué comer» no transmite bienes que registren escribanos o notarios en sus protocolos. Tampoco su persona es un bien evaluable y transmisible como lo podría ser un esclavo. Incluso la cuota de sus salarios, el pago de su sudor, es difícil de conocer. Muchas críticas han cuestionado la fiabilidad de las fuentes a que acudió en su tiempo el gran historiador americano Earl J. Hamilton para reconstituir el salario del trabajador. Las modalidades ordinarias de su «vida» laboral, de su quehacer profesional, sólo traslucen indirectamente a través del estrecho ordenancismo a que queda sometido cada oficio, tanto de parte, desde arriba, de la legislación real o municipal, como, más abajo, de parte de los reglamentos gremiales. Interesa, ante todo, la calidad del producto, no las condiciones o la retribución del trabajo. Sólo la cuestión del cupo de los días feriados por motivos religiosos, bastante candente en la devota España, suscita alguna polémica, donde se deja entrever lo que puede ser la calidad de vida del trabajador16. Finalmente, la crónica del tiempo deja constancia de la vida del trabajador en circunstancias excepcionales: los conflictos sangrientos, como lo hemos entrevisto más arriba, y las ocasiones festivas, no exentas, sorprendentemente, de cierta conflictividad. La ostentacion oficial del mundo del trabajo en las fiestas públicas es objeto de muchas precauciones de orden público, como si encerrara simientes ineludibles de violencias virtuales. Pienso en un aná16 Azpilcueta, Manual de confesores y penitentes, cap. 13, p. 126, con su inmensa autoridad a cuestas, es notablemente liberal hacia el quebrantamiento de guardar las fiestas «para ganar de comer». Lo que le escandaliza, son los divertimientos profanos de los ricos ociosos. Es muy próximo al pensamiento de Alfonso de Valdés, Diálogo de Lactancio, pp. 68-69.
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lisis que hicimos hace años de los desfiles militarizados que ofrecieron los gremios segovianos para celebrar las cuartas bodas de Felipe II en la capital industrial de Castilla la Vieja. Dignificación innegable del mundo del trabajo por la investidura militar de un día, pero bajo alta vigilancia, y quizás cierta dosis de sorna de parte de los organizadores «burgueses», que bajo pretexto de evitar incidentes, destierran a los caballeros de la calle segoviana17. Pero en las mismas circunstancias, en la también industrial Toledo, se prohíbe a última hora que salgan los tejedores «en son de suiza»18. La permisividad carnavalesca, cuando lleva a poner en escena el mundo de los trabajadores, también parece arma de doble filo: la excesiva visibilidad, esta vez, que dan los cronistas a sus desmadres no redunda en pro de la imagen de dignidad que los gremios artesanos están imponiendo en las «repúblicas bien concertadas» de Italia y Flandes. Los obscenísimos sainetes improvisados por los devotos artesanos toledanos cuando, en plenos carnavales de 1554, les alcanza la inesperada noticia de la restauración del catolicismo en Inglaterra, ¿qué impresión causarían a los observadores extranjeros?19 Pasemos de estas escasas huellas vitales a la representación libresca o iconográfica de la vida del trabajador. En un entorno religioso que hace del trabajo manual, desde las más remotas y prestigiosas fuentes cristianas, el fundamento redentor del hombre, el «sudor vultus tui» del mandamiento original no se percibe mucho en la literatura hagiográfica. Fuera de los textos polémicos que versan sobre la reforma de la caridad, no se evidencia un proceso que exaltara en sí, como ejemplo simbólico, la obligación laboral dictada por Cristo a sus misioneros apostólicos. Obligación reiterada a sus discípulos y neófitos, con tesón y adelantando el ejemplo propio, por San Pablo-skenopoios, fabricante de tiendas (Hechos 18.3). Salvo el caso algo diferente, como veremos, del labrador Isidro, no abundan las vidas de santos obreros, antiguos o modernos. La iconografía sagrada confirma esta reticencia. Antes del lorenés La Tour, que se forma como artista en los lindes de
17
Vilar, 1986. Relación personal de Horozco, Relaciones históricas toledanas, p. 142. 19 Ibid., p. 132: «tampoco lloraba la gente, ni aun las damas que los veían», puntualiza el cronista. 18
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la Alemania industriosa (y protestante), a San José Obrero no se le suele mostrar afanado en su taller, sino con hábitos vagamente talares y el emblemático bastón flordelisado. Se observará cómo la mayoría de los santos patronos de gremios no son trabajadores vocacionales. Los famosos Crispín y Crispiniano no fueron zapateros sino por accidente. Muchos patronos fueron escogidos por los gremios a precio de una explotación semántica a veces atroz de algún elemento de su martirio, como en el caso del despellejado san Bartolomé, pasado a ser patrono de los pellejeros. Esto permite, en la iconografía, representarlos a través de este martirio, o con la digna vestidura talar de la prelatura que conlleva su santidad, pero no en la humildad de su trabajo manual20. Las representaciones plásticas profanas del trabajador manual no arrojan mayor visibilidad, si consideramos que son casi únicamente obra del insondable genio velazqueño21. ¿Quiénes son las Hilanderas, por qué las entrevemos en la sombra, y no podemos verles claramente los rasgos, como apenas entrevemos los de la sirvienta africana que introduce la Visita de Cristo a la casa de Marta y María? ¿La jeta excesivamente visible de Vulcano —otra Visita—, que se ha considerado como modelo de realismo, no viene del folklore fácil de los chistes de maestros cornudos, que trabajan mientras la mujer retoza con el aprendiz?22 La representación literaria ficcional rezuma la misma reticencia. Incluso teniendo en cuenta la dignificación del trabajo agrícola plas-
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Duchet-Suchaux y Pastoureau, 1994, passim, y Sanz, 1991, lámina 5, sobre la talla de San Eligio, patrono de los plateros sevillanos. 21 Hablo, claro está, de la iconografía Áurea, y no de la medieval, sagrada o profana —aristocrática en los libros de horas miniados, popular en las esculturas y vidrieras de las catedrales— que da más paso a la representación del trabajo. Paradójicamente, la exaltación plástica del cuerpo fuerte, medio desnudo y sudoroso, de las nobles facciones del trabajador, esperaría hasta el siglo XX para ser modelo de pintores y escultores. Paradójicamente, por haber sido encargo y placer de los propios explotadores del trabajo manual. Véase el notable catálogo de la exposición Regeneración y reforma. España a comienzos del siglo XX de la Fundación BBVA, enero-marzo 2002, pp. 338-341, con obras de Blay y Arteta. La estética totalitaria estatal no haría sino recuperar sus cánones estéticos, culminando en la emblemática pareja de obrero y campesina que coronaba el pabellón soviético de la Expo de 1937. 22 Chevalier, 1975, p. 164.
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mada por Cicerón en su texto constitucional23, el tipo del labrador rico, analizado por los magistrales estudios de Noël Salomon sobre la comedia lopesca, no se ve en su quehacer manual (si es que lo tiene). Los fugaces segadores de Peribáñez no se pintan en sus cantares de trabajo, sino de ocio. En aplastante mayoría, el personaje teatral del trabajador agrícola propiamente dicho hace las veces del bobo ridículo. Hasta el punto de que un pertinente escritor economista de la época, el monje benito Peñalosa y Mondragón afirma que esta representación tópica de «comedias y entremeses» es una de las fuentes del apocamiento creciente de la vida social de los campesinos reales, y del abandono de la labor del campo, con consecuencias letales para el porvenir de España24. La boda cómica de labradores bobos es espectáculo regocijante que se brinda a los cortesanos (no resulta claro si actuado por campesinos auténticos forzados a «folklorizar» su propia vida, o por comparsas profesionales) para celebrar las bodas filipinas de 1554 y de 1570 (ya mencionadas), y que se repetirá hasta los tapices del joven Goya. Del lado de la representación literaria del oficial mecánico, el proceso de minoración es aún más impresionante. En la novela, el pícaro, recordémoslo, es trabajador ocasional, y que prefiere la servidumbre poco afanosa de la cocina o del tinelo al taller. Resulta excepcional el caso de Alonso, «el donado hablador, mozo de muchos amos», que es el pícaro literario que nos mantiene más tiempo en un ambiente verisimilista de taller industrial, en su etapa segoviana (de Segovia era el doctor Yáñez, su autor). La «representación» está plagada, por cierto, de prejuicios, de exageraciones burlescas sacadas del folklore chistoso, de tópicos que empañan su sabor a testimonio. Con todo, hay en el breve episodio una abundancia de detalles sorprendentes por su excepcionalidad sobre los usos laborales y festivos del trabajador, que por algunos aspectos anuncian el Assomoir emblemático de Zola; sobre todo, el personaje dice haber sido feliz en su ocupación manual, y haber contemplado quedarse en ella: «con estas y otras cosas pasaba mi vida, y, aunque trabajosa, sin salir de Segovia me estuviera mientras me durara la vida»25.
23 De officiis, XLII, final: «nihil est agri cultura melius, nihil uberius, nihil dulcius, nihil homine, nihil libero dignius». 24 Peñalosa, Libro de las cinco excelencias..., fol. 169v. 25 Alcalá Yáñez, El donado hablador..., ed. 1943, II, cap. XII, p. 1281b.
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En un texto a medio camino entre la fábula y la miscelánea moral dialogada, como es el Pasajero, de Suárez de Figueroa, el relato de la experiencia laboral del orífice Isidro se reduce a nada, con el pretexto de que, según dice el personaje, «siempre aborrecí mi ejercicio como repugnante y violento a mi condición»26. Es un ser endeble, ingenuo, casi transparente al lado de sus compañeros de exilio voluntario. Si pasamos a la comoedia palliata moderna, el trabajador industrial sólo sirve de tela de fondo. Sospechamos, salvo mejor parecer, que su bajeza le impide ejercer de protagonista. Pedro Alonso, el héroe de El tejedor de Segovia, de Ruiz de Alarcón, no es sino un noble disfrazado que no tenemos ocasión siquiera de entrever en sus ocupaciones de aprendiz27, pero sí en las muy belicosas de bandido de honor. Y en cuanto a la valencianísima comedia El gran patriarca don Juan de Ribera, analizada por uno de los colaboradores de este seminario, el conflicto laboral entre «jornaleros» y «labradores» que describe con tanto sabor a verdad, es un elemento fugaz, un relámpago que quizás se inspira en algún episodio auténtico de la crónica del futuro santo28.
¿ES
PENSABLE LA MODELIZACIÓN DEL TRABAJADOR MANUAL?
Hecho este atestado de casi inexistencia histórica y estética, ¿podemos adelantar que sin embargo el pensamiento español del Siglo de Oro pudo erigir al trabajador en «modelo»? Descartemos, otra vez sea dicho, la mole de los tratados místicos que elogian el trabajo como fundamento de la misteriosa operación redentora (hay quien dice que incluso antes de la culpa Adán se afanaba como hortelano del Edén), o la de los tratados morales que ven en el trabajo una forma purgativa de alejar los vicios. Más cercano a la idealización y ejemplarización del trabajador manual es un viejo proyecto que corre de texto en texto: proponen que los hijos de las élites militares y letradas se inicien, aunque sea breve y toscamente, en las artes mecánicas29. Se trata de obligar a experi26
Ed. 1914, p. 34. P. 102, acto III, vv. 726-735. 28 Gaspar de Aguilar, pp. 254 y sig., Jornada primera. 29 Es uno de los 65 preceptos dictados por el Ánima coronada en el Mercurio de Alfonso de Valdés (p. 182) el que todos «aprendan alguna arte mecánica». Para 27
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mentar el precio del trabajo manual, de pensar en los peligros económicos que acarrearía su desaparición, y no de hacer de toda la sociedad una comunidad de trabajadores, como lo temía Marqués de Careaga, aboliendo las demás clases. Pero hay también quien dice que España puede prescindir de este savoir-faire, y que es prueba de superioridad que otros inventen «como esclavos para señores» y trabajen a su servicio30. En caso de apuro personal, de ruina individual, puede servir este aprendizaje de uno a modo de seguro social31. En lo que toca a iniciar al futuro rey en estas humildades, hay debate en los tratados: bajo la famosa imagen de Felipe II, rey-tejedor, afanoso y técnico, ensalzada en sus exequias por el padre Terrones, parece despuntar el temor profético de ver a un Luis XVI relojero, componiendo y descomponiendo ruedecillas, mientras el mundo se deshace en derredor suyo. A partir de Luis Ortiz, se va haciendo tópica, en la publicística32 española, la petición de otra forma de rehabilitar al trabajador manual: Luis Ortiz, en su Memorial, es el primer punto de su nuevo «orden» social: los que a los 18 años no hayan aprendido «letras, artes, o oficios mecánicos, aunque sean hijos de grandes y de caballeros, y de todas suertes y estados de personas... sean habidos por extraños de estos reinos y se ejecute en ellos otras graves penas» (ed. 1963, p. 383). 30 La idea corre desde Arce de Otálora (antes de 1561), en sus Coloquios hasta hace poco inéditos, tomo 2, p. 1111, que formula una de las primeras versiones del ¡que inventen ellos! legendario, hasta el pintoresco Núñez de Castro, en 1658: «todas las naciones crían oficiales para Madrid... que es señora de las Cortes, pues la sirven todas, y a nadie sirve» (Libro Histórico Político, fol. 5r). 31 Astete, Instrucción y guía...., fol. 175v, citado por Anne Milhou-Roudié, 1985, vol. 2, p. 44. El jesuita recomienda con preferencia las artes liberales (dibujar, esculpir, pintar, tallar, bordar). 32 Me aclaro acerca de este término, que ha podido sorprender a algún lector del programa de este seminario. Hace años que descarto la palabra arbitrismo para designar lo que sería una especie de escuela propiamente española de literatura económica primitiva. Como modo peligroso e irresponsable de comunicación política, el arbitrismo es un fenómeno paneuropeo. Descartes, curándose en salud, lo zahiere repetidas veces en su Discours (en España discursista y arbitrista eran sinónimos peyorativos). Desde el siglo XVIII, los publicistas son los que escriben para el bien público, háganlo o no por vía de la prensa. Littré recoge parte de este sentido («écrivain politique»), que desaparece en el Petit Robert más reciente, el cual privilegia el sentido de «journaliste». Tiene para mí la ventaja de acercarse al término repúblico, que era el que mis autores del siglo XVI y XVII se atribuían, por huir del infamante arbitrista.
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hacer que, como en otros países (quizás idealizados por los escritores), acceda a los honores públicos, a los cargos y hábitos, sin que se interponga la inhabilitación de la sangre villana. La reivindicación, más o menos solapadamente, se funde con las crecientes denuncias acerca de la aplicación desquiciada, socialmente mortífera, de los estatutos particulares de limpieza de sangre. Pero queda claro que el trabajador manual aquí contemplado es el aspirante a burgués, el jefe de pequeña empresa, no el que sólo puede ganar con sus manos «en qué comer». Para la rehabilitación de éste, los publicistas se dividen, según sus intereses, y el entorno de donde salen, en dos campos: el agrarista y el industrialista. La idealización reivindicativa del trabajador agrícola —rico o menos rico— se origina en el pensamiento antiguo greco-latino (el ditirambo referido de Cicerón es sólo un islote entre un mar de autoridades). Para la España áurea, ha sido bien analizada por los estudios mencionados de Noël Salomon, y los de otro añorado maestro, José Antonio Maravall, sobre Pedro de Valencia. Imprescindibles también las introducciones de Jean Paul Le Flem a la Restauración de Caja de Leruela, y de Ángel García Sanz al Gobierno de agricultura de Lope de Deza. A la prosa viva de los tres economistas áureos remito sobre todo al lector curioso, a su visión, unas veces testimonial e innovadora, otras algo libresca y anticuada. Añadiría el nombre, ya mencionado aquí, de Peñalosa y Mondragón33, que no creo haya sido objeto de la misma atención y cuyos pintorescos planteamientos paradójicos, de apariencia ultranacionalista y chovinista, esconden críticas feroces a los prejuicios ambientes, y una notable apetencia de realidades cifradas. Pero esta literatura privilegia una vez más el proyecto de «restauración» del labrador propietario y jefe de familia, que procura sobrevivir a las malas circunstancias naturales, sociales y económico-políticas, y hacer que sus hijos no huyan definitivamente del campo. El bracero temporero, quizás por itinerante y reacio a dejarse retratar, casi no se contempla. La restricción displicente que hiere al trabajador industrial (aprendiz, oficial o maestro) en los textos legislativos y moralistas que he-
33
Peñalosa, Libro de las cinco excelencias..., Segunda Parte, fols. 169 y sig., hace una larga descripción de la miseria campesina, mucho más sobrecogedora que la famosa de La Bruyère.
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mos comentado, reaparece, aunque con moderación, en textos de escritores fiscalistas y economistas, lo cual no deja de ser sorprendente, dado el carácter antieconómico de este tipo de planteamientos. Al trabajador industrial le denuncian como fautor del consumo de lujo a que se atribuye la crisis de una sociedad minada por el endeudamiento privado (nobiliario sobre todo) y la supuesta decadencia de un país afeminado por «las invenciones» de la moda. Es el viejo comodín antisuntuario, que viene de la antigüedad del censo romano para recalar en las «pragmáticas» rituales ya mencionadas. Fautor del producto lujoso, el trabajador manual participa también de su consumo. Lo que no saben los españoles, es que la queja contra la coquetería déplacée (por querer imitar a los pudientes) y los subsiguientes gastos dispendiosos del aprendiz o de su maestro, aunque ganen apenas «en qué comer», se ha hecho tópica en toda Europa. Pero hay publicistas que ven las cosas del mundo industrial más por de dentro, por hablar a lo Quevedo. Entre otros, sigo destacando al culto mercader-empresario del ramo textil llamado Damián de Olivares, quien anima y prolonga, a los principios de los años 1620, la campaña toledana proteccionista a la cual he dedicado varios estudios34. A lo largo de una decena de memoriales, por medio de un sistema sofisticadísimo e ingeniosísimo de apreciaciones cifradas (cuyo monto sospecho a veces ser descaradamente exagerado), Damián de Olivares procura demostrar el coste que supone para España la imprudente apertura (iniciada al abrigo de las cláusulas comerciales de las paces y treguas firmadas por Lerma) del mercado español a los productos textiles extranjeros. En la prosa sin retóricas vanas del mercader-empresario, vemos los efectos derivados de la guerra económica en un presupuesto doméstico modesto, penetramos en los hogares arruinados de los trabajadores manuales, urbanos y rurales (la mujer del labrador suele ser obrera estacional de la industria textil). La vorágine de los «cálculos» de Olivares intenta abarcar los parámetros exhaustivos de un «cercuito» económico (ambas palabras son recurrentes en los escritos del mercader economista), que se extiende por toda Europa y gran parte de Asia y América. Puede ser que su frialdad estilística no dé la cuenta exacta de los sufrimientos carnales padecidos
34
Para las referencias bibliográficas del material desparramado de los escritos toledanos,Vilar, 1974 y 1991.
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por el trabajador toledano. No impide que Damián de Olivares llega a cincelar, en medio de sus elucubraciones cifradas, esta sentencia límpida, que puede servir de lema a nuestro coloquio, y me brinda el título a esta comunicación: «los oficiales y trabajadores son los estribos del reino, y de quien resultan las riquezas dél». A los pocos meses el otro Olivares, el Conde-Duque, supo apaciguar, a su llegada al poder, las inquietudes toledanas. Inició con sus reformas la protección de los productos nacionales, junto con la de los productores, limitando los gastos nupciales, la práctica de los censos destructores, y un largo etcétera que alcanza incluso a contemplar la limitación de las sacrosantas encuestas de sangre. Los esfuerzos intelectuales de los publicistas toledanos habían surtido cierto efecto, por lo menos en el papel. Los escritos del incansable mercader militante no cayeron para siempre en la papelera, que es la tumba de tanto escrito considerado arbitrista. Treinta años después de la famosa campaña, en otra ciudadclave para el destino económico de España —Sevilla—, otro economista los iba a recoger, a actualizar (exagerando de paso sus ya poco verosímiles cifras) y procuraría hacerlos pasar definitivamente del papel a los hechos. El nuevo militante proteccionista se llama Francisco Martínez de Mata. Sus métodos de comunicación han cambiado. Mata dirige siempre sus memoriales al rey, en la tradición del peor y del mejor «arbitrismo». Pero también extiende una copia de sus escritos a los gremios industriales sevillanos, y se proclama su portavoz. Para Mata el gremio ya no debe funcionar como una simple oficina de labelización de productos, o una sociedad de ayuda mutua. Les confiere un papel nuevo al demostrar las raíces políticas de la crisis industrial, papel que anuncia el de los modernos sindicatos de trabajadores. Y procura imponer, mediante una campaña de proclamas y octavillas repartidas por una red de jóvenes militantes, que los gremios sevillanos se mancomunen en una sola Hermandad laboral, que parece también anticipar, por su estilo, las grandes Uniones inglesas del siglo del maquinismo. El acontecimiento es fugaz, pero lleno de significados simbólicos: Mata acaba ante los tribunales. Al montar su acta de acusación, el omnipotente veinticuatro sevillano don Martín de Ulloa, representante del poder real, hace lo posible por pintar a un personaje inquietante por su duplicidad, de «genio... duro y bronco», aunque con «las palabras pausadas, las acciones de las manos repetidas, las admiraciones de los ojos como asombrados».Visión muy cercana a la visión
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inmemorial de los líderes populares ilusos y peligrosos, muy eficientes en su forma de jugar con la dimensión religiosa, heredada de las Comunidades y de la Edad Media. Pero se nota cómo la calidad lógica y retórica («habla con algún concierto»), y la seriedad informativa de los memoriales de Mata le tienen impresionado35.Y de hecho, en el Siglo de las Luces, los escritos descubiertos del viejo proyectista entusiasmarían al gran ministro Campomanes, que los comenta abundantemente y los vierte inmediatamente en los Apéndices a su Educación popular, los cuales forman, en su idea, la biblioteca de base del nuevo trabajador, consciente, ilustrado y leído. Lo que más llama la atención es un detalle visual fijado por el expediente del asunto Martínez de Mata. El economista y publicista, el agudo manejador de cifras propias y ajenas, optó por cumplir su militancia, tan moderna, de agitador laboral, revistiendo el hábito de la Orden tercera de San Francisco, a la cual pertenecía. Es decir cubriéndose, en clara clave evangélica, con la sagrada túnica sin muda, recomendada por Cristo a sus apóstoles, vestidura que les abriría, por su modestia, las puertas de las casas amigas, y que les permitiría ganar, ejemplar y cómodamente, su yantar con el sudor de su frente, cumpliendo con el precepto impuesto a Adán. Esta vez, aunque sea fugazmente, los sevillanos no se pudieron quejar de la falta de visibilidad de los intereses del trabajador manual. A los pocos meses, como hemos visto, los más desesperados «trabajadores» sevillanos se echarían a la calle. De Mata, el «siervo de los pobres afligidos», no quedaría más que la huella dejada por sus escritos.
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35
Memoriales y discursos, pp. 488-489. Esta edición magistral incluye toda la glosa de Campomanes al viejo arbitrista.
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DE UN MODELO QUE NO FUE: EL «TRABAJADOR» Y LA REFORMACIÓN DEL CUERPO DE LA REPÚBLICA. APUNTES PARA UNA REVISIÓN
Christine Aguilar-Adan CRES-LECEMO (CNRS-Paris-III), Paris
MODELOS
SOCIALES Y MODELOS DE VIDA
Antes de plantear la existencia de un hipotético modelo «trabajador» parece necesario, siquiera mínimamente, detenerse en las nociones de «modelo» y de «modelo de vida» que dan pie a este encuentro1. Sumamente compleja, la cuestión del modelo solicita a la vez un enfoque desde la historia cultural —en la medida en que intervienen en la reflexión la existencia de modos de clasificación explícitos, de legados teóricos y doctrinales, de sistemas de representaciones— y desde la historia social, puesto que las prácticas, los valores sociales y las relaciones establecidas entre las distintas categorías son los que determinan que se reconozca un modelo en un determinado grupo o comportamiento social. En cualquier caso, el modelo sólo nos es dado a conocer a través de las representaciones del mundo social, y a través de la percepción que podían tener de él, caso de existir, los propios actores sociales. Partiendo pues de la hipótesis de que los modelos sociales no existen de forma autónoma sino relativamente unos a otros, lo que se pretenderá aquí será, en un primer tiempo, enmarcar la reAbreviaturas: ACC: Actas de las Cortes de Castilla. ACD: Archivo del Congreso de los Diputados (Madrid). AHN: Archivo Histórico Nacional; OOMM, Órdenes militares. BNE: Biblioteca Nacional, España. BNF: Bibliothèque Nationale de France. 1 Para una reflexión previa sobre la noción de modelo, ver Lafond, 1986.
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flexión sobre el tema propuesto dentro de la problemática más general de la fijación, del funcionamiento y de la transmisión de los modelos sociales.
Pedagogía y difusión de los modelos dominantes Un punto de partida cómodo para la reflexión pueden constituirlo aquellos géneros de escritos que tienen por vocación construir y difundir modelos de comportamiento, en particular los modelos políticos y sociales dominantes2. A la preceptiva regia —la de los manuales, espejos e instituciones de príncipes— incumbía, por ejemplo, transmitir un modelo ideal de príncipe fijado en una larga tradición doctrinal3. En ellos, dos funciones básicas eran complementarias e indisociables: la didáctica —mediante la transmisión de normas y deberes éticos propios de la función— y la ejemplarizante —mediante la ilustración por ejemplos concretos de un modelo de virtud y de buen príncipe. A primera vista, nada podía parecer menos imitable que el modelo de príncipe y, sin embargo, desde sus orígenes, el género vino caracterizado por una ambivalencia constitutiva: el espejo de príncipes reflejaba al príncipe escogido como ejemplo a la vez que ofrecía un modelo de virtud que había de servir de norma tanto a los príncipes venideros como a los vasallos4. Junto con el propósito educativo inmediato —el aleccionamiento moral y científico de sus eminentes destinatarios—, la preceptiva de príncipes se fijaba como ambición cumplir una función social de más amplio calado. El punto de aplicación del género se si2 El caso francés presenta particularidades interesantes, a efectos comparativos. En la literatura clásica francesa, cristalizan con nitidez a la vez nuevos modelos de sociabilidad (el del cortesano, el del «honnête homme») y una literatura, vinculada con un nuevo reparto de poderes políticos y sociales; ver Bury, 1996 (en particular el capítulo III, «Modèles de vie et littérature») y Muchembled, 1998 (cap. III: «Politesse mondaine et naissance d’un espace public sous Louis XIII»). 3 Para los orígenes de la tratadística de regimiento de príncipes en España y su entronque con los modelos europeos, Palacios, 1995. 4 Sobre la tratadística de la institución de príncipes, Senellart, 1995; recientemente, Halévi, 2002. La investigación sobre la educación de príncipes ha experimentado avances considerables en estos últimos años: véanse en particular los trabajos de Fernando. Bouza, Antonio Álvarez-Ossorio Alvariño, María Luisa López Vidriero.
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tuaba más allá del destinatario al que estaba, teóricamente, dirigido, haciendo llegar la lección regia al conjunto de vasallos y, en particular, a aquellos que constituían la sanior et potentior pars de cada uno de los estados5.Y en efecto, en el caso de los specula principum de la Edad Media y moderna, antes de que triunfaran con la Razón de Estado el secreto y la disimulación políticos, resultaba de suma importancia dar la mayor visibilidad posible al sistema de virtudes y deberes sobre el que descansaba la autoridad monárquica y, por consiguiente, la obediencia de los súbditos. En la tradición especular, las virtudes del príncipe, vivo modelo de perfección, «cuyas buenas o malas costumbres han de ser espejo de vida para los demás» (Juan de Torres), no representaban sino un grado superlativo en el ejercicio de las virtudes comunes y privadas, aquellas que había de poseer cualquier vasallo6. Los manuales de educación de príncipes no ofrecían pues la contemplación de un modelo abstracto y lejano, sino que, definiendo obligaciones y deberes propios del rey, proponían a la par a los súbditos de éste un instrumento de perfeccionamiento y de disciplinamiento moral, un modelo ético7. Si, siglos después del primigenio modelo definido por Egidio Romano, la disciplina de uno mismo seguía constituyendo la pauta primera de la educación del príncipe, la lección se hacía válida para la educación de los vasallos, de quienes se esperaba por igual la canalización de las pulsiones y violencias particulares. El espejo cumplía así una función normativa poco desdeñable. Condiciones esenciales de su eficacia eran que ese conjunto de normas fuera algo común y compartido y que gozara por lo tanto de la mayor visibilidad posible. Algo análogo a la difusión del modelo regio sucedía con la definición y la difusión del modelo social por antonomasia, el —o los— 5 «No va la obra tan ceñida que sólo convenga al talle de los príncipes, pues debajo dellos se entienden los que son cabezas de todos los oficios y estados», Juan de Torres, Filosofía moral de principes..., prólogo. 6 Repetida hasta la saciedad, incluso en los manuales más tardíos, la definición de la función de gobierno radicaba en la excelencia de las virtudes personales príncipe más que en las prerrogativas de un poder soberano (Senellart, 1995, en part. p. 219 y siguientes). 7 «Es el príncipe —escribe Juan Eusebio Nieremberg— como una hermosa imagen de quien han de copiar todos sus súbditos [...] así los pueblos estarán conformes en virtud, imitando la de su rey; pero ésta debe ser más excelente y perfecta», Corona virtuosa y virtud coronada, § VII, f. 59r, § VIII y IX. Véase también Obras y días, manual de señores y príncipes, p. 25 y siguientes.
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modelos nobiliarios8. Basados en semejantes principios pedagógicos de imitación y emulación, los manuales para la educación de nobles, y con ellos los géneros afines —vidas, biografías y semblanzas, panegíricos, galerías de retratos— ofrecían a través de la contemplación de ejemplos históricos de perfección un arquetipo del perfecto señor, caballero o cortesano, digno de ser imitado9. En los méritos particulares de aquellos claros varones, quedaba reflejada la excelencia de unas virtudes personales, reflejo a su vez de las virtudes naturales del estamento (heroicidad, generosidad, valor), siendo la virtud definición primera del ethos nobiliario10. Si la función primera de la numerosa preceptiva nobiliaria desarrollada en los siglos XVI-XVII era instruir a los herederos de la conducta a seguir, en el mantenimiento de sus estados, así como de la gloria de sus pasados y de la suya propia, también había de incitarles a mostrarse ejemplares ante los demás estados, ya que al noble incumbía una función social modélica11. Más allá todavía de este cometido, los tratados de educación de nobles y de economía doméstica ofrecían, como afirmaba Pedro López de Montoya, una «doctrina común, útil para todos»12, cuyos destinatarios no formaban parte necesariamente del estado noble.Algo más se obtenía con esto. Al exponer las pautas de comportamiento, derechos y obligaciones propios del estamento, al vulgarizar la cultura nobiliaria, las instituciones de nobles y, de forma general, la tratadística apologética de los siglos XVI-XVII, contribuían también a la imposición de una norma moral y social, de unos valores, o de un ethos nobiliario, cuya superioridad no podían sino acatar los demás estados. La función de modelo social parece pues indisociable de su función normativa. En líneas generales, es posible ver en la tratadística, por lo demás no exenta de contradicciones y de indefiniciones teóricas, un instrumento de legi-
8
Reflexiones en torno al modelo cultural y político nobiliario en Dedieu, 1999; Carrasco, 1998 y 2000; Acquier, en este mismo volumen. 9 Un estudio reciente sobre la función modélica de las galerías de figuras memorables en Álvarez-Ossorio Alvariño, 2001. Sobre la tratadística nobiliaria, García Hernán, 1992. 10 Esta definición tópica se halla en la mayoría de los tratados, como los de Jerónimo Jiménez de Urrea (1566), Juan Benito Guardiola (1591), etc. 11 Adolfo Carrasco, 1998, p. 233, comenta algunas de esas funciones sociales, como el respeto a la ley. 12 Libro de la buena educación y enseñanza de los nobles (1595).
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timación de la nobleza, en que quedaban justificadas tanto la posición preeminente de su estado, como la dominación y prestigio de un modelo de vida y de una ética. La consideración social, su traducción en el disfrute de privilegios y exenciones, no eran en definitiva sino el reconocimiento de la eminencia de sus virtudes y el pago por la excelencia de sus costumbres13. Con la evolución de una nobleza partícipe de la empresa monárquica y dinástica, el modelo social se transforma, se «curializa» (Norbert Elias), mudando el tradicional ethos nobiliario en ethos cortesano, de lo que deja constancia una abundante producción textual, impresa o manuscrita, en la que se fijan las nuevas pautas del modelo de vida noble y cortesano14. Sea como sea, «la idea de la superioridad de la nobleza —escribe Antonio Manuel Hespanha— ligada a las funciones tradicionales o, simplemente, al linaje, sigue modelando los ideales de vida y el imaginario social»15, ocupando como modelo social un lugar hegemónico y proporcionando un marco de referencia insoslayable por su alto grado de divulgación y publicidad. La definición de modelos de comportamiento imitables no era, sin embargo, privativa de las categorías más privilegiadas. La necesidad, para cualquier sujeto, de vivir conformemente a su estado, siguiendo los códigos de conducta que lo regían, se hacía extensible a los demás estados y cuerpos16. «Es convenientísimo —escribía, en 1644, María Luisa de Padilla, Condesa de Aranda, y autora de una muy conocida Idea de nobles— que cada uno se proponga la vida de un varón perfecto de su propio estado para que con tanta emulación, amonestado de sus virtudes, le imite en ellas y componga con tal memoria los actos interiores»17. Desde este punto de vista y a tenor de su éxito, la producción de las defensas e ilustraciones de las distintas «profesiones», de los llamados tratados de perfección —secretario, médico, juez, regidor o soldado— no ha de ser considerada como mero ejercicio retórico, como
13
Hespanha, 1989, p. 255 sq. Bouza, 2001. Sobre el modelo cortesano, Bouza, 1995, pp. 194-195. 15 Hespanha, 1989, p. 248. 16 Covarrubias, «Cada uno en sus estado y modo de vivir tiene orden y límites», Tesoro de la lengua castellana o española, s.v. Estado. 17 Luisa María de Padilla, Idea de nobles y sus desempeños en aforismos, prólogo. En ese mismo sentido, el prólogo del tratado de Juan del Castillo y Aguayo, El perfecto regidor. 14
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pudiera a primera vista suponerse. Toda una literatura de la dignidad de las artes liberales —es importante precisarlo— y de quienes las profesaban, se ocupaba en definir sus propios arquetipos y paradigmas, en enunciar los deberes y las reglas de conducta afines a su función, a su estatus y a la consideración de que se estimaban merecedores en la jerarquía social, con la debida codificación de virtudes necesarias para alcanzar la perfección dentro de cada estado. A través de este tipo de literatura corporativa, no se trataba de definir unas competencias técnicas profesionales, sino de dar una valoración ética a un modo de vida, que era el que, al fin y al cabo, definía su posición en la jerarquía social. Como escribe Pedro Luis Lorenzo Cadarso, a propósito de la valoración de la ocupación social, «[...] no sólo debemos entender la actividad profesional que ejerciera [el individuo], sino la posición que la opinión general asignaba a esa actividad en la jerarquía del prestigio social»18. Mediante la fijación de un modelo ideal, se procedía además a una «auto-representación» que exaltaba la organización del grupo, su identidad y utilidad, sus hábitos, una ética intrínseca, y en definitiva, su «nobleza» propia19. Ilustra particularmente este intento por construir una identidad corporativa diferenciada, la construcción tenaz, llevada a cabo por los letrados, de su propio paradigma20. Si este tipo de producción textual —los tratados de «perfección» de estados— manifiesta la capacidad de expresión, no del todo residual, de los llamados cuerpos intermedios, ajenos a los modelos de corte y a la esfera de influencia monárquica, también da cuenta de la diversificación de funciones y de profesiones, que habían de integrarse dentro de la clásica y ya insuficiente, aunque todavía plenamente vigente, ordenación estamental. Se trataba de un intento, mediante la construcción de un modelo particular, para dotarse de una identidad corporativa propia, que otras manifestaciones, de carácter simbólico, en particular, completaban. 18
Lorenzo Cadarso, 1996, p. 116. Hespanha, 1992. 20 Un ejemplo de esta literatura en Francisco Bermúdez de Pedraza, Arte legal para el estudio de la jurisprudencia, Madrid, cap. V: «Cómo la jurisprudencia es una de las más nobles ciencias y que más ennoblece a sus profesores». No todas las disciplinas y ciencias se veían reconocer, como la ciencia de las leyes, una «nobleza política»; sin embargo, como afirmaba Bermúdez de Pedraza, «cualquier ciencia ennoblece al hombre» (p. 23), y en virtud de ello, quedaba legitimada la defensa e ilustración de la disciplina. Otro ejemplo de la dignidad de la función, en los tratados dedicados a los regidores de las ciudades. 19
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Ahora bien: si otros estados poseían, y daban a conocer, su propio sentido del decoro y de la dignidad, distinto era que su ideal identitario llegara a imponerse, no ya a los miembros de una categoría determinada, sino a las demás, y que llegara a constituirse, en definitiva, en un modelo social de referencia. Ante todas cosas, se hace preciso analizar la conversión de una ética y de un estilo de vida en «modelo social». Esto implica, por otra parte, interesarse por el uso de los modelos, por su grado de interiorización, por la percepción que de ellos se tenía y por la influencia, no siempre consciente, que podían ejercer en las conductas o en la adopción de determinadas estrategias sociales y económicas21. Por cuanto la existencia de un modelo imitable supone una regla y forma de vida singulares, es decir un conjunto de signos envidiables (estilo de vida, precedencias, cortesías, privilegios) que lo distinguen del común de tal suerte que la pertenencia a esa categoría represente una condición deseable, parece claro que tan sólo el modelo de vida nobiliario podía constituirse en modelo de referencia22. Si la fascinación por el estilo de vida y la ética aristocráticos, considerados como superiores, es, sin duda, un elemento decisivo de su constitución en modelo, no es el único factor. Dentro de una sociedad definida por la desigualdad de condiciones, el goce de un status privilegiado, con sus exenciones y prerrogativas, el acceso a las posiciones de poder que posibilitaba tal posición, eran los criterios que permitían definir la constitución de un modelo social y la atracción ejercida por él. A eso se añadía el conocimiento, por los actores sociales, de aquellos mecanismos, conductas y estrategias que hacían posible que la asimilación al modelo anhelado fuera, en algún momento, socialmente imaginable y factible: en el caso de las capas intermedias, se trataba para aquellas que ejercían actividades mercantiles o financieras, de la posibilidad de acceder al estamento nobiliario. Dicho de otro modo, lo propio del modelo es que represente una esperanza social, generadora de una expectativa y de una dinámica ascendente.
21
Chartier, 1994. Colas,1986, pp. 91-92. Cf. Ródenas Vilar, 1990 («Vivir noblemente...», p. 137 sq). 22
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Prácticas y fundamentos teóricos de la discriminación del «trabajador» Desde este último supuesto, parece pues dudoso que el «trabajador» de las sociedades del Antiguo Régimen, dada la negativa imagen social que de él se tenía, pudiera llegar a representar, de forma análoga al noble, al caballero, o al santo, un ejemplo, un «modelo de vida» y, por ende, un modelo social. Razones de la «resistencia a ejemplificar» —la fórmula es de Jean Vilar— la función y la figura del «trabajador», pueden hallarse, además, en la repulsa ante una conflictividad laboral y social, por ignorada o silenciada por la historiografía, no menos presente y dura en sus manifestaciones, como se está demostrando23. En el ámbito de las representaciones literarias, no ha de extrañar el silencio de la comedia o de la novela en torno a las distintas figuras de trabajadores24. La escasa presencia literaria tanto del «trabajador» como del mercader, su casi inexistente función como «tipo» dramático, quizás deba interpretarse y relacionarse con el grado de desestimación social y moral que afectaba a quienes ejercían actividades manuales o mercantiles. Si éstos llegaron a constituir «modelos de vida» escritos, lo hicieron de forma confidencial, en diarios, autobiografías o manuales de conducta destinados a un uso familiar, al restringido círculo de la escritura y de la transmisión privadas, dentro de su mismo estado25. Sabido es que quienes desempeñaban actividades manuales, oficios serviles o mercantiles, quedaban adscritos al estado llano, al estrato plebeyo y no privilegiado del cuerpo social, según la división estamental y funcional imperante. Como ya demostraron Antonio Domínguez Ortiz o José Antonio Maravall, la condición de quienes ejercían oficio manual o iliberal llevaba aparejada alguna descalificación moral y social, y, en particular, los oficios considerados como infamantes y viles —verdugos, matarifes, pregoneros— excluían de toda forma de
23
Sobre la realidad de la conflictividad laboral urbana —huelgas, disturbios, conflictos—, ver el artículo esclarecedor de Vincent, 2001, y los trabajos de Lorenzo Cadarso, 1996, López Barahona y Nieto Sánchez, 1996. 24 Díez Borque, 1976, p. 228 sq.; Pike, 1978, p. 142. La ausencia literaria del trabajador queda analizada en la ponencia del profesor Jean Vilar, recogida en este mismo volumen. 25 Amelang, 1998.
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dignidad y consideración social26. Aun cuando esa desestimación no fuera un fenómeno genuinamente hispánico, o más precisamente castellano, contrariamente a lo que aducían teólogos, moralistas y reformadores contemporáneos27, la exclusión de los artesanos y los oficiales mecánicos de los más altos reconocimientos de honorabilidad llegó a estar reglamentada a través de normas restrictivas de acceso a distintos cuerpos. La descalificación de hecho, por la bajeza o la vileza de la ocupación, daba lugar a múltiples regímenes de discriminación —o de «deshonra»— legal, como la marginación de las esferas de participación ciudadana —los «oficios de república»—, o los impedimentos para ingresar en comunidades, cofradías o colegios, formalizadas en distintos estatutos y reglamentos28. Según José Antonio Maravall, las medidas de segregación positiva no sólo se mantuvieron sino que se reforzaron en una coyuntura, la de finales del siglo XVI y principios del XVII, en que la movilidad social de capas afortunadas y advenedizas llevó a multiplicar los mecanismos de cierre y la creación de espacios sociales ejemplares. En términos generales, como apunta Antonio Manuel Hespanha, «se asiste a una acentuación de los fenómenos de discriminación jurídico-política, como si los estados tradicionalmente dominantes intentasen contrapesar la disminución de su poder de control directo de la sociedad con un refuerzo de los medios simbólicos de dominio»29. No obstante, ha sido notado en múltiples investigaciones que la afirmación de la consideración social, mediante pruebas de acceso y medidas discriminatorias, puede ser considerada como un mecanismo social generalizado, comprobable en todos aquellos cuerpos sociales, incluso los más humildes, que deseaban dejar patente su diferencia y su superioridad, con respecto a categorías consideradas como inferiores en calidad30.Y, de hecho, las medidas discriminatorias las imponían los mismos cuerpos sociales (gremios, corporaciones, colegios), añadiendo cláusulas discriminato-
26 Domínguez Ortiz, 1945; Maravall, 1983; Chauchadis, 1984, cap.V: «Les exclus de l’honneur». El menosprecio no afecta a la agricultura, considerada como actividad noble. Al respecto, Gutiérrez Nieto, 1983. 27 Maravall, 1983 p. 150; Molas Ribalta, 1985, pp. 172-174. 28 J. A. Maravall, 1972, IV, III, p. 380 sq.; y 1983, p. 149 sq. 29 Hespanha, 1989, p. 249. 30 J. A. Maravall, 1983 p. 147; Dedieu, 1999, p. 16 sq.; Molas Ribalta, 1985, p. 177.
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rias para el ingreso, tales como la limpieza de sangre o de oficios y no sólo, como pudieran dejarlo pensar las condenas de moralistas y reformadores, los prejuicios nobiliarios31. Se trata de una sociedad, como es sabido, que no considera como negativos los mecanismos de segregación y cuyo orden social, fundado en la desigualdad natural, admite plenamente la discriminación estatutaria según el origen, el rango, las prerrogativas y exenciones. Las medidas discriminatorias dirigidas hacia los trabajadores podían contar además con una sólida justificación teórica en un legado filosófico y doctrinal, aunque escaso y no poco ambiguo, abundantemente solicitado y comentado32. En cuanto al comercio y al arte de mercadería, las fuentes y autoridades aludidas se resumen en su mayoría a los pasajes de Aristóteles y Cicerón, bien directamente, bien a través de los comentarios de los juristas franceses, Jacques Cujas y André Tiraqueau, en los que se definen la «calidad, cantidad, y honor» de las artes y del comercio y queda establecida una dualidad de gran fortuna y posteridad conceptual. Se trata de la distinción, de origen ciceroniano, traída repetidamente a colación, entre la mercatura magna et copiosa y la mercatura tenuis33. En estas clasificaciones, se adoptaba un sistema de pensamiento jerárquico, según el cual, en toda categoría, cabía distinguir un estrato preeminente y noble —una aristocracia— de los estratos inferiores en nobleza y en honor. Los comentaristas modernos adoptan pues el esquema que distingue la calidad inferior del
31 Sobre la calificación de «oficios viles», Elorza, 1968; Díez, 1990; Molas Ribalta, 1985, pp. 172, 177. Del mismo autor, un estudio de las prácticas discriminatorias en la Corona de Aragón, 1986. 32 Sobre los orígenes bíblicos de la repudiación del trabajo, una síntesis en Fossier, 2000; Le Goff, 1990; Delahaye, 1990. Sobre los orígenes filosóficos de la exclusión del mercader, Hénaff, 2002 (2. «La figure du marchand dans la tradition occidentale»). 33 Pasajes claves para el comentario, en Aristóteles, Política, I, 9-11, III, 5,VII, 6 y en Cicerón, De Officiis, I, donde se establece la distinción entre mercatura magna et copiosa y mercatura tenuis. Los escritos de finales del XVI, comienzos del XVII comentan o parafrasean repetidamente estos pasajes: Tomás de Mercado, Suma de tratos y contratos, p. 73 sq.; Gaspar Gutiérrez de los Ríos, Noticia general para la estimación de las artes, p. 53, sq.; Martín González de Cellorigo, Memorial de la política necesaria y útil restauración la república de España, p. 85-86; Lope de Deza, Gobierno político de agricultura, pp. 13-14. Sobre esta distinción fundamental, Molas Ribalta, 1985, p. 46 sq.; Cavillac, 1983 p. 277 sq.
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mercader de tienda, de los revendedores y especuladores, del prestigio y honorabilidad de los tratantes en grueso. Por teórica que pudiera parecer, la distinción ciceroniana no ofrecía sólo un marco teórico y abstracto, movilizable en memoriales y escritos de reformadores deseosos de rehabilitar la dignidad del comercio en grueso, sino que su operatividad práctica era cotidiana en la jurisprudencia, apelándose a ella, en pleitos y en pruebas de ingreso en las órdenes militares, para fundamentar o desestimar el derecho y la pretensión de los candidatos34. Sabido es, por otra parte, que, a pesar de estas distinciones iniciales, la ilegitimidad del mercader de tienda se extiende de forma abusiva a los estratos más nobles. La suspición con respecto al mercader y a sus tratos, concebidos como actividades sospechosas, de dudosa licitud moral, mal deslindadas del interés crematístico, de la especulación o de la usura tajantemente condenados, se nutría tanto en las fuentes clásicas cuanto en la teología moral de la segunda escolástica. Fray Tomás de Mercado notaba la «mala reputación» de los mercaderes, en Sevilla, asentada por los doctores de la Iglesia, pero se rendía a la realidad fáctica del poder social y económico de esa élite y a la necesidad de reconocer su honorabilidad y, hecho esencial para la asunción de un posible modelo, de su utilidad social35. A esto se añade la imprecisa ubicación estamental de los mercaderes. A este propósito, en un libro reciente, Marcel Hénaff recuerda que, desde la Antigüedad, los mercatores, «exclu[s] de la tri-fonctionnalité», quedaban fuera del campo estamental, si bien se les agregaba al estamento plebeyo36. Por lo que respecta al cuerpo de doctrina ergonómico, se fundaba en un conjunto de fuentes sedimentadas, cuya evolución no se pretende elucidar aquí, pero en las que convergen la maldición bíblica, la referencia a la exclusión aristotélica de los artesanos, el legado de los doctores de la Iglesia, y en particular de San Agustín, y, por fin, la filosofía escolásti34
Lambert-Gorges, 1982, p. 193: «La place à part du grand marchand, déjà implicite au XVIe siècle, est reconnue par une bulle pontificale de 1623 à l’usage des Ordres de Calatrava et de Santiago. Elle concerne ceux qui exercent la mercatura magna et copiosa dont parle Cicéron dans le De Officiis. C’est la reconnaissance de la dignitas du commerce à grande échelle et de haut niveau». Como señala la autora, esa distinción ya es operativa desde el siglo XVI. 35 Tomás de Mercado, Suma de tratos..., pp. 74-75.También en Martín González de Cellorigo, Memorial...: «Los Doctores hablan mal de los mercaderes», p. 84. 36 Hénaff, 2002, p. 96. Así sigue clasificándoles Charles Loyseau, en 1610, en el cap.VIII: «Des ordres du Tiers État», § 45 de su Traité des ordres et simples dignitez.
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ca que imprime un giro importante en el concepto de trabajo37. La distinción establecida entre las artes liberales y mecánicas se remonta a un antiguo legado epistemológico medieval —en el que aparecían ya los límites de una definición teórica del trabajo forjado por quienes no ejercían actividades mecánicas— y estaba calcada sobre la dicotomía entendimiento/cuerpo38. Prueba de dónde convenía situar ya la problemática, la distinción clásica entre las artes liberales y mecánicas se comentaba desde el punto de vista jurídico, como base de la diferencia de condiciones y estatus, lo cual justifica el trabajo de depuración y de comentario, «conforme a derecho», según Gaspar Gutiérrez de los Ríos, que sobre estas distinciones capitales, legadas con no pocas ambigüedades y errores, llevaron a cabo dos juristas como el aludido Gaspar Gutiérrez de los Ríos o Charles Loyseau, en Francia, dándole una difusión notoria. En las obras de estos últimos, quedaba registrada la confusión introducida entre las artes mecánicas —aquellas que originariamente comportan conocimientos prácticos y que guardan una relación con el cuerpo— con los oficios y la servidumbre, y más aún con los oficios viles, afligidos por un común desprecio, quedando equiparados los adjetivos «vil» y «mecánico»39. Gaspar Gutiérrez de los Ríos no dejaba de señalar en múltiples ocasiones que del desprestigio de las artes mecánicas era responsable el error de juicio del «vulgo» (y no un prurito aristocrático)40. Entre las artes y lo que no lo eran mediaba toda la diferencia entre una actividad regulada, una disciplina en la que intervenía el «ingenio», dotada de un estatuto legal, y un trabajo sin reglas, reprobable por lo tanto desde el punto de vista moral. Si se hacía imprescindible restablecer el rango de las artes mecánicas, equiparándolas en dignidad con las artes liberales, el menosprecio se mantenía 37
Sobre todo ello, véanse los trabajos de Jacques Le Goff. Sobre los orígenes de la distinción entre artes mecánicas y liberales, Lusignan, 1990; Sewell, 1983. 39 Gaspar Gutiérrez de los Ríos, Noticia general..., p. 24, 28, para la definición de oficio; pp. 52-53, para los oficios viles. 40 Gaspar Gutiérrez de los Ríos, Noticia general..., p. 28, 45. Idéntica aserción en Charles Loyseau, Traités des ordres...,VIII, § 49 «Des artisans»: «Les artisans ou gens de mestier sont ceux qui exercent les arts mechaniques, ainsi apellez à la distinction des arts liberaux: pour ce que les meschaniques estoient jadis exercez par le serfs et esclaues. Et de fait nous appellons communément mechaniques ce qui est vil et abject. Neantmoins pour ce qu’à ces arts mechaniques, il gist beaucoup d’industrie, on y a fait des maistrises, ainsi qu’aux arts liberaux». 38
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hacia los oficios de mercaderes de tienda, regatones, logreros, portazgueros, aquellos «en que se incurre en el odio de la gente», «artes sucias» que ocupaban el «peor lugar» en la jerarquía de los oficios. Se comprueba así que, tanto en la definición teórica de la mercadería, como en la de las artes mecánicas y oficios, la sospecha engendrada por un hipotético peligro moral, y por lo tanto social, con la consiguiente reprobación, se basaban ambas sobre un mismo criterio. Por lo tanto, la imposibilidad de que el mercader o el trabajador llegara a constituir un «modelo» social tenía su fundamento en una supuesta ausencia de valor ético y de utilidad pública, tanto en las ocupaciones manuales como en aquellos que las ejercían, propincuos a incurrir en sórdidos procederes41. El necesario componente ético de toda actividad, su sumisión a criterios de utilidad social y de bien común, se explica por una concepción finalizada de las mismas, en especial de las artes liberales. La nobleza de la jurisprudencia, por volver a un ejemplo ya evocado, residía según el licenciado Francisco Bermúdez de Pedraza en que «las leyes corresponden a aquella parte de la filosofía que llaman ética, y ésta mira a las buenas costumbres, y tiene por fin, dize el Filósofo, la felicidad humana. [...] Por lo cual las llamó Aristóteles conservativas de la felicidad humana: porque en ellas dice Tulio, se vive bien y bienaventuradamente»42. Todo ello —como apunta justamente Fernando Díez— remite a una forma de entender la ocupación laboral y su valoración social propias del Antiguo Régimen, que concibe el trabajo no como una actividad económica, dentro de un proceso productivo, sino como una actividad que ha de contribuir a asegurar plenamente el equilibrio y el mantenimiento de un orden social fundado sobre principios de jerarquía y de disciplina43.
La descalificación social del trabajo, desde el prisma de la literatura crítica Resultaría sin embargo erróneo limitarse a los sistemas de clasificación heredados de la tradición, o a su moderna glosa, para aproxi-
41 Gaspar Gutiérrez de los Ríos, Noticia general..., p. 25, p. 45. Sobre la ausencia de ética, Díez, 1990, p. 170 sq. 42 Francisco Bermúdez de Pedraza, Arte legal..., pp. 26-27. 43 Díez, 1990, p. 181.
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marse a la problemática de la desvalorización ético-social del trabajo manual y del comercio. Cualquiera que sea la adaptación a la que se somete el antiguo legado de las clasificaciones funcionales, éstas proponen en definitiva una interpretación o una representación de la realidad, no una clave de acceso a ella.Tan poco pertinente resultaría, por otra parte, descartar tales esquemas por arcaicos, teóricos o metafóricos, oponiendo de forma algo simplificadora esquemas formales y prácticas sociales44. Pero la pluralidad de las situaciones locales opera como un principio de realidad, que señala los límites de tales clasificaciones45.Y los mismos observadores contemporáneos no dejaban de reconocer la necesidad de remitir todo intento de clasificación funcional a la costumbre, al uso, o al particularismo local. «El uso de las provincias» —como apuntaban tanto Gaspar Gutiérrez de los Ríos como Martín González de Cellorigo, siguiendo en esto a los juristas franceses Jacques Cujas y André Tiraqueau— constituía la referencia insalvable a la hora de dilucidar esa «infinidad de pareceres» y «labirinto de opiniones» que hacían imposible el establecimiento de una jerarquía clara en la valoración social y moral de los distintos oficios, artes y disciplinas46. Para abordar la estratificación del mundo laboral como su imagen social, se hace pues imprescindible tanto contextualizar la problemática, en coyunturas concretas, como referirse a situaciones locales47. En este sentido, dada la variedad de los modos de or44
Censos y encuestas fiscales dan cuenta de la aparición de nuevas divisiones ocupacionales, sin por ello romper con el esquema heredado de la ordenación estamental. Dentro de una perspectiva francesa, ver las observaciones de Perrot, 1992, p. 50. 45 Para un análisis crítico de la utilización de las tipologías y clasificaciones profesionales, ver Cerutti, 1989, introducción. 46 Según Gaspar Gutiérrez de los Ríos, Noticia general..., prólogo, existen dos maneras de examinar estas distinciones, «una conforme a la verdad, otra conforme a la costumbre» (p. 55). Para Martín González de Cellorigo, Memorial..., p. 84, a «la costumbre de la tierra» se ha de referir para distinguir distintos géneros de mercaderes. Un enfoque more regionum de los distintos grados de consideración de las artes y del comercio, de probable inspiración boteriana, es el practicado por quienes ensalzan modelos foráneos. Sobre la fascinación ejercida por las «repúblicas bien concertadas», Cavillac, 1983, p. 289 sq, aporta abundantes testimonios literarios; ver también Molas Ribalta, 1996. 47 Citemos tan sólo los estudios clásicos de Bartolomé Bennassar o de Adriano Gutiérrez Alonso para Valladolid, de José Ignacio Fortea para Córdoba, de Ángel García Sanz para Segovia o de Julián Montemayor para Toledo.
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ganización del mundo del trabajo y la atomización creciente de gremios y corporaciones, considerar como una categoría única y homogénea al «trabajador» áureo resulta por lo menos algo aproximativo48. Sólo una aproximación macro-sociológica, análoga a la que se realiza hablando en términos generales de «nobleza» permite suponer una unidad facticia en una categoría demasiado general para ofrecer un instrumento de análisis adecuado49. Como categoría funcional, el término «trabajador» queda escuetamente definido por su equivalente de «jornalero», o de trabajador manual, más cercano al campesino que al artesano, según Sebastián de Covarrubias50. Mayor todavía se hace la dificultad cuando se intenta situar la variedad de grupos intermedios, que ejercen actividades mecánicas o relacionadas con el trato. ¿En qué apartado clasificar a aquellos grupos que se hallan en la intersección de las artes mecánicas y liberales, de la producción artesanal y del comercio, y en particular a los mercaderes-fabricantes o a los mercaderes-financieros, categorías mixtas surgidas con la transformación de los modos de producción en los grandes centros industriales? La pluralidad social cuestiona la validez de los sistemas de clasificación formales. En todo caso, resulta escasamente pertinente ordenar, clasificar y jerarquizar actividades y grupos como si de entidades independientes se tratara, cuando las élites mercantiles y los gremios urbanos se definen relativamente, mediante las relaciones —de hostilidad, de competencia, de jerarquización interna— que mantienen entre sí51. 48
Castillo y Fernández, 2001. De hecho, Martín González de Cellorigo, Cristóbal Pérez de Herrera, Gaspar de Pons... distinguen al menos cuatro categorías funcionales: mercaderes, oficiales mecánicos, campesinos y ganaderos. 50 Covarrubias, Tesoro..., s. v. Trabajo: «[...] el cuidado y diligencia que ponemos en obrar alguna cosa, especialmente las que son manuales, que por esto llamamos trabajadores a los que las ejercitan». Un arbitrio de 1623 propone la clasificación siguiente en un proyecto de «Consejo supremo» o de «Junta general» que incluiría todos los estados de la república, sacando a un consejero de cada categoría: de los Consejos, de los prelados y eclesiásticos, de los grandes, títulos y caballeros, de los religiosos y monjas, de los mendicantes, de los doctores, licenciados, jueces y hombres de negocios, «y por los mercaderes, tratantes, artífices, maestros, oficiales, otro; y por los labradores y trabajadores, a otro» (BNE VE 21490, f. 1r). Los trabajadores no se inscriben pues en la categoría de los artesanos, ni en la de los mercaderes. 51 Sobre la implantación del Verlasystem o Domestic system, Iradiel, 1974; Fortea, 1981, p. 385 sq.; Fernández de Pinedo, 1991; García Sanz, 1977, p. 208 sq. 49
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Ante la imprecisión de los límites existentes entre las distintas categorías ocupacionales y sociales, parece prudente abandonar toda pretensión sistematizadora. Las divisiones del mundo profesional y social son irreductibles, por la singularidad de cada una de sus configuraciones, a un solo modelo. Difícilmente podrá hablarse de descalificación global del trabajo o del comercio, puesto que la descalificación social y la deshonra afectaban de modo desigual, según la coyuntura y el lugar, a los oficios mecánicos y al comercio, del mismo modo que los oficios mecánicos no se veían afectados en idéntico grado por la deshonra, según muestra la posición privilegiada de algunas corporaciones de artesanos52. En Segovia, el éxito en la industria textil podía proporcionar, en reconocimiento de una función y utilidad social destacadas, privilegios económicos, honoríficos, y dispensas tales que constituían el paso previo hacia el ennoblecimiento53. En los modos de representación de las divisiones sociales forjados en discursos, avisos y memoriales, impera no obstante la esquematización, la disolución de la compleja casuística social a una escueta definición estamental u ocupacional: los «ricos», los «poderosos», los «pobres», los «medianos». Si a los discursos y memoriales se debe la descripción precisa de algunas de las prácticas sociales causantes o agravantes de la crisis —la «ociosidad de los ricos», el abandono de la labranza y de la crianza por la compra de oficios, el abandono del «trato» y de las «contrataciones», menos interesantes que el producto de la renta—, también se les debe la reducción de los fenómenos descritos a esquemas explicativos tan coherentes como simplificadores de la complejidad social54. Por imperativos propios de la escritura del tratado o del memorial, la tendencia a la «modelización» y a cierta sistematización, propios del género, hace necesario poner en perspectiva crítica la percepción de los mecanismos y de las prácticas sociales construida por los autores. «No se puede comprender tanta diversidad de cosas que se ofrecen y tocan a esta materia —advierte Martín González de Cellorigo— si no es reduciéndolas a una generalidad, en que se declare lo mejor que se pueda la observancia que se debe tener para remediar lo que se propone». La
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Molas Ribalta, 1985, pp. 187-190, cita numerosos ejemplos locales. García Sanz, 1977, pp. 215-216. 54 Sobre los aspectos retóricos en la escritura de memoriales y discursos, Vilar, 1974, pp. 63-67 y 1996. 53
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especificidad hispánica del desprecio por la actividad manual, argumento básico de tantos memoriales y discursos, tomado de Botero y de Campanella, ha de relativizarse. Otro tanto sucede con la incompatibilidad del ejercicio de las artes mecánicas con la posesión de la hidalguía55. Y, de igual modo, la condena en memoriales y arbitrios de las medidas de deshonra legal, que afectaban en particular a los mercaderes, puede traducir, por elocuente que resulte, y como argumento crítico y polémico que era, una interpretación sesgada de la realidad. Para explicar el abandono de la «ley natural» del trabajo, uno de los argumentos más esgrimidos en los escritos de moralistas y reformadores, en torno a 1600 y a 1620, veía en la imposibilidad de acceder a ciertos cargos u honores la causa precisa de que, ante tales obstáculos, se abandonaran las actividades productivas, un diagnóstico, por repetido, vuelto tópico56. Abolir las disposiciones vejatorias causantes del desprestigio del trabajo mecánico o del comercio, según muchos de estos reformadores, desde Luis Ortiz, en 1558, pasando por Cristóbal Pérez de Herrera o Damián de Olivares, constituía el paso previo para que se pudiera restablecer el orden alterado57. Notoriamente, en la Corona de Castilla, la dedicación al comercio constituía, según ellos, un impedimento para el acceso a ciertos cuerpos privilegiados58. En todo caso, no dejaba de recordarse, trayendo a colación la autoridad de juriscon55
Puede verse Figueroa y Melgar, 1979. Lo formulan, entre otros, Mateo López Bravo, De Rege et regendi ratione, pp. 250-255; Damián de Olivares, Memorial, f. 4r. 57 Ver la famosa petición de Luis Ortiz de «que se deroguen las leyes del reino por las cuales están los oficiales mecánicos aniquilados y despreciados», Memorial, p. 383. Cristóbal Pérez de Herrera, Catorce proposiciones, f. 210r y ACC t. XXXIII, 15/ 01/1619: «Y proponerse han medios con que se inclinen a tratar por mayor, suplicando a su Majestad mande se dé orden, como no se pierda por ello la nobleza, antes con la riqueza y sobra de hacienda, luzca más y se conserve, como lo hacen muchas naciones que, con tener tierra corta y estéril, con la industria sola de tratar, viven ricos, honrados y descansados»; Damián de Olivares, Memorial, f. 4r: «Vuestra Majestad ha de declarar que ninguna persona destos reinos pierda ni quede incapaz para cualquier hábito, cargo o oficio honroso, de cualquier forma o manera que sea, por haber tenido cualquier oficio o trato [...] con que en nobleza y limpieza cumplan con los estatutos que hubiere; y con esto se animarán los tratos y oficios» (mío el subrayado). La medida propuesta por Damián de Olivares no se extiende pues, sin distinción, a todos los oficiales y mercaderes, sino sólo a aquellos que pudieran demostrar su nobleza y limpieza. 58 Cavillac, 1986. 56
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sultos como André Tiraqueau, ya mencionado, que «en el comercio de por mayor, y que por la mayor parte se exerce por factores, la contratacion no deroga a la nobleza»59. Sin embargo, la célebre afirmación de Martín González de Cellorigo, según la cual «[...] por las constituciones de las órdenes militares no puede tener hábito mercader ni tratante, que no parece sino que se han querido reducir estos reinos a una república de hombres encantados que viven fuera del orden natural», a pesar de su contundencia, debe ser matizada60. Los expedientes de ingreso en las órdenes militares muestran que numerosos mercaderes en grueso accedieron a los hábitos y ello, no sólo después de que fueran edictadas las bulas pontificales de 1623 y las medidas impulsadas por el conde-duque de Olivares61, sino con anterioridad a esa fecha —en el caso de Sevilla, como demostró Antonio Domínguez Ortiz62. Por poner el caso de la ciudad de Burgos, mercaderes burgaleses de «trato grueso», pertenecientes a familias de origen judeoconverso, como los Salamanca,Arriaga, Maluenda, Miranda, Salón, Castro, ingresaron en las órdenes militares, ya desde los siglos XV y XVI, aunque no sin dificultades en algunas de las pruebas de ingreso63. Impugnada por los escritos reformadores y admitida por sus comentaristas, la tesis de la derogación de la nobleza, por incompatibilidad con el ejercicio del comercio, ha de ser matizada, no siendo la dedicación de miembros de la nobleza al comercio un hecho aislado64. Más aún, el ejercicio de ac59
«[...] Y así lo resuelve Tiraqueau, Matienzo, con la común, y todos los que tocan el punto, en que ya no se pone dificultad, y parece estar ya asentada esta proposición y recibida en estilo y costumbre, y ejemplada por muchas repúblicas, adonde puntualmente se guarda sin controversia», Relación de los medios y arbitrios que propusieron las dos ciudades de Burgos y Toledo, f. 15r. 60 Martín González de Cellorigo, Memorial.., p. 79. Sobre González de Cellorigo, ver Vilar, 1996. 61 Acerca de las medidas adoptadas entre 1620 y 1630, Molas Ribalta, 1987. Sobre la limpieza de oficios y las diferencias de criterio entre las distintas órdenes, Postigo Castellanos, 1988, p. 140-141. 62 Domínguez Ortiz, 1976. La cuestión afecta a las oligarquías urbanas, de ascenso social reciente, y significativamente a los procuradores de Cortes, que acceden, gracias a una generosa política de patronazgo real, al codiciado hábito, en su persona o en la de sus descendientes.Ver, por ejemplo,AHN, OOMM, Santiago, exp. 7150, Juan Rodríguez de Salamanca (Burgos, 1606); ver Caunedo del Potro, 1990. 63 Dávila Jalón, 1946 y 1950. 64 Véanse los trabajos de Domínguez Ortiz, Molas Ribalta y Pike ya citados; Figueroa y Melgar, 1979, p. 418.
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tividades mecánicas o comerciales no era derogante para la hidalguía, cuando sí lo era en Francia65. Y por otra parte el acceso a la condición de privilegiados, y a las dignidades y oficios, no implicaba obligatoriamente el abandono de tratos y negocios, sino que podía significar una mejor manera de defender sus intereses, su rango y su reconocimiento social66. Aunque, a pesar del voluntarismo de las medidas olivareñas favorables al comercio y a su dignificación plasmado en la adopción de medidas legislativas y en creaciones institucionales, la declaración de incompatibilidad entre el ejercicio de la mercadería y el de oficios u honores no dejó de generar conflictividad67. Seguía quedando vetado el acceso de los «mercaderes de vara» o de tienda y de los fabricantes y hacedores68 a los cargos de honor, e incluso se prohibió el ingreso a la orden de Santiago, en 1652, a los comerciantes al por mayor, aunque la aplicación de la limpieza de oficios distaba sin duda de ser tan rigurosa como la definen los estatutos y ordenanzas69. Como se ha comprobado en otros cuerpos cerrados, ningún mecanis65 Molas Ribalta, 1985, p. 49 sq.; Figueroa y Melgar, 1979 p. 417, y cita de Bernabé Moreno de Vargas, p. 428. 66 Ródenas Vilar, 1990 p. 141. 67 Molas Ribalta, 1987. Un ejemplo en un pleito de un veinticuatro de Granada, en 1650, «[...] en nuestra España, donde la hidalguía no depende de actos accidentales, si no de la sangre derivada de los mayores, es más corriente que la nobleza se conserve en la mercancía y la negociación [...] es compatible que el noble comercie y sea veinticuatro, sin que la negociación prive de la nobleza, ni del oficio público. [...] donde dice que los mercaderes no se deben admitir al ejercicio de los oficios públicos [...] se entiende en los que tienen tienda pública, no empero en los mercaderes y hombres de negocios, que privatiuamente y por mayor tienen comercio; y así en este caso no hay cargo, ni cuerpo de delito en él que dé materia a condenación» (BNE, Porcones Caja 901-17: Por don Diego Estébanez y Mendoza, vecino y veinticuatro de esta ciudad, Granada, 1650). El subrayado es mío. 68 Algunos casos de encuestas detenidas o dilatadas por falta de limpieza de oficios, AHN, OOMM, Santiago, 1628, exp. 637; AHN, OOMM, Santiago, 1627, exp. 4241. Un caso de hábito reprobado, por tener los antepasados y familiares del pretendiente «bottega» en Génova, y vender paños en su casa, AHN, OOMM, Alcántara, R1, 1630. En Génova, los informantes registran con particular interés las noticias relativas a la estima social del oficio de mercader, entre otros, el testimonio de un boticario: «[en Génova] le parece que estos tratos de paños y tiendas de bottegas (sic) no impiden la nobleza que dicen tienen los cibdadanos, le parece que todo lo que toca a oficios de mercaderías no es tenido por oficio mecánico».
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mo de selección era tan absoluto que no permitiera contemplar excepciones y salvedades, cierta apertura explicable por el poder, los recursos económicos, la estima social y las relaciones personales de los postulantes70.
El trabajo: ¿modelo, remedio o utopía? Así pues, el problema estriba en la identificación de un «modelo de vida» y de un «modelo social» de «trabajador», cuando todo parece apuntar tanto hacia la ausencia de reconocimiento social de las categorías más deprimidas, como hacia una problemática definición corporativa. De lo que se trata es, en definitiva, de un problema de identidad social. En el caso de las élites mercantiles, su genuina «naturaleza transicional» (Ruth Pike) —abandonan o silencian su identidad de mercaderes— evidencia la ausencia de un modelo social y corporativo propio71. Si bien existen cuerpos organizados que enmarcan y estructuran las actividades mercantiles, la reivindicación de la referencia ocupacional, de la pertenencia corporativa, no es cosa obvia. Como escribe en uno de sus memoriales el mercader y publicista toledano Damián de Olivares, los mercaderes «dexan el trato o oficio que tienen, procurando borrar de la memoria lo mismo que les dio ser»72. Afincada en el prestigio de su posición y de su poder social y económico, la élite de la burguesía mercantil urbana se ofendía de verse asimilada a una categoría que incluía a los mercaderes de vara o de tienda73. Su ambigua identidad corporativa y su inestable emplaza69
Postigo Castellanos, 1988, p. 140; Dedieu, 1999, p. 16, n. 18. Burgos Esteban, 1994, pp. 94-109. 71 Pike, 1978, pp. 102-103, define a los comerciantes como «estado medio entre nobleza y artesanos». 72 La cita de Damián de Olivares, BNE VE 209/148, f. 4. En Segovia, también llega a ocultarse la ocupación mercantil. Para Ródenas Vilar, 1990, p. 141, en el siglo XVI, y antes del cambio de coyuntura, existen en el mercader «dos identidades que se solapan: la del hidalgo y la del burgués». 73 AHN, OOMM, Santiago, exp. 7150, Juan Rodríguez de Salamanca (Burgos, 1606): a propósito de este candidato, procurador en las Cortes de 1617-1620 por Burgos, depone un testigo: «y así se llaman ellos hombres de negocios [...] los que de esta manera tratan se corren mucho de que les llamen mercaderes, y no hay quien se lo llame si no es el que no entiende el lenguaje del lugar y piensa 70
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miento estamental la programaban para alcanzar un status de mayor dignidad y visibilidad social, empleando para ello las estrategias adecuadas. El modelo de referencia para muchas de las élites urbanas de mercaderes y tratantes enriquecidos no parecía ser, por lo tanto, un hipotético ideal de vida «mercantil» o «burgués», ni siquiera un modelo de medianía social, sino el modelo nobiliario, aristocrático, no siendo en ello distintas estas élites de las élites europeas74. La braudeliana tesis de la «traición de la burguesía», basada a menudo en testimonios literarios, historias locales, memoriales y arbitrios, ha de ser revisada o matizada, como se ha demostrado en estudios recientes75. Por tres razones esenciales que se apuntan escuetamente aquí: porque, en la práctica, el ennoblecimiento no suponía un abandono de las actividades mercantiles; porque tal «traición» no es explicable por un afán nobiliario que llevara a los mercaderes a «traicionar» a su burguesía de origen, sino que tan sólo fue factible por iniciativa de la monarquía y en estrecha colaboración con ella76; y, por fin, porque el modelo del desprecio del comercio, identificado en Castilla, no resulta generalizable a otros puntos de la monarquía hispánica.Tanto la creación de oficios públicos —regidurías, en particular—, impulsada por la Corona, como la emisión de juros, como la puesta a disposición de rentas, tierras y jurisdicciones, y sobre todo la estabilización del régimen fiscal de los Millones, claramente favorable a las oligarquías locales que los concedían, por sólo citar algunos factores, iban al encuentro de las aspiraciones sociales, económicas y políticas de esos grupos intermedios77. El interés por la renta manifestado por los grupos mercantiles y el abandono de las actividades productivas no ha de ser achacado a una mentalidad denostada en tantos escritos arbitristas. La vinculación de los grupos mercantiles y burgueses, que no por ello dejaron de ser interlocutores críticos, con la política financiera y fiscal de la Corona ha quedado sobradamente demostrada78. El incremento de la capaci-
que el dicho modo de trato es mercadería de tienda o de vara [...] tratándose como caballeros porque ellos son los que hacen los actos que suelen los caballeros en estos lugares». 74 A modo de ejemplo, Colas, 1986, nota 23, y Molas Ribalta, 1985, pp. 17-45. 75 Fortea, 1998b, p. 175, n. 90; Molas Ribalta, 1985, p. 22 sq. 76 Soria Mesa, 2000. 77 García Hourcade y Ruiz Ibáñez, 2001. 78 Yun Casalilla, 1987, p. 244, sq.; Fortea, 1990.
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dad fiscal de la Corona fue negociado con unas élites cada vez más estrechamente dependientes del poder real79. Quizás se haga necesario, entonces, reconsiderar la hipótesis del surgimiento, en la coyuntura de mediados y finales del siglo XVI, de un «modelo de vida» centrado en la apología del trabajo productivo y en la figura restaurada y dignificada del «trabajador» y del mercader. Enfocado desde la historia del pensamiento económico o político, el concepto de trabajo opera un desplazamiento, desde la lectura en clave ascético-moral de la problemática, en la fecunda estela del pensamiento erasmista80, hasta el análisis racional —científico— de las causas y de los efectos de la ociosidad, propio de los escritos de arbitristas y reformadores, sin abandonar nunca del todo los planteamientos moralizadores. Según Michel Cavillac, entre 1540 y 1600 se desarrolla una corriente de pensamiento mercantilista coherente, ideológicamente homogénea, plasmada en la rehabilitación de la dignidad del trabajo y del honor del negociante81. Paralela a la idealización de las virtudes rústicas del labrador y a la rehabilitación del oficial en diálogos humanistas y obras de teólogos, se forja, a través de memoriales y discursos, un «modelo» de mercader ejemplar desde el punto de vista ético y social que es, cabe insistir en ello, un modelo aristocrático de mercader82. El enfoque crítico de los textos, así como la reevaluación del contenido disciplinario indisociable de los proyectos de recogimiento y de asistencia a los pobres, invitan a relativizar algo la retórica desplegada en torno al ideal de laboriosidad83. La producción de proyectos de principios de siglo parece más orientada hacia la propuesta de medios técnicos, destinados a incrementar la capacidad fiscal y financiera de la Corona y de los grupos sociales partícipes de las reformas, que hacia la definición de «modelos de vida» o la reivindicación de la dignidad del oficial o del mercader. Se hace pues necesaria la reinterpretación de un «movimiento» de rehabilitación del trabajo, fundamentado en un corpus de textos delimitado, correspondiente a los dos contextos clave de la crisis política —«reformación» de finales del siglo XVI y de los 79
A este respecto, véanse los trabajos de José Javier Ruiz Ibáñez. Para una presentación de conjunto, Maravall, 1972, II, pp. 353-401. 81 Cavillac, 1986 82 Sobre el modelo de «mercader virtuoso», ver los trabajos de Cavillac, 1983, pp. 273-274, 1989 y 2001. 83 Dubet, 2000a. 80
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años 1620. Si resulta difícil inducir las líneas maestras de un «pensamiento ergonómico» común a partir de textos dispares, sí se comprueba el alto componente retórico de esa producción, a través de la movilización y del funcionamiento de un conjunto de razonamientos, de argumentos, de fuentes declaradas o solapadas y de representaciones que acaban por constituir un imaginario ergonómico compartido. Entre estos elementos destacan, por recordar las más recurrentes, la alusión a las tesis de Giovanni Botero acerca de la paradójica pobreza y esterilidad de España y de la industriosa Génova84, la adhesión al modelo de administración racional de los recursos económicos propuesto por el mismo autor, o la fascinación ejercida por las modélicas y sublimadas «naciones industriosas y mercantiles» de Italia, del Norte de Europa, o de la China, anti-modelos de una aristocrática, ociosa y soberbia España —o Castilla85. «La defensio mercatoris no es nueva» afirma Jean Vilar, pero sigue oculta en textos confidenciales86. No bastaría sin embargo con avanzar la hipótesis del carácter meramente literario, retórico o marginal de un modelo de «mercader» o de «oficial» virtuoso, «nervio de la república», carente de base y de proyección social. Suponiendo que este modelo exista, queda por saber, de forma más general, qué factores intervienen en la necesidad de definir, o de redefinir, los prototipos sociales, en qué momentos surgen éstos y con qué fines. En algunos casos, cabe pensar que la proposición de modelos alternativos era una respuesta a períodos de crisis o de ruptura del cuerpo social y político87. Pero de lo que se trata es de saber si la afirmación de nuevas ca-
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Giovanni Botero, Los diez libros de la Razón de Estado, libro VII. Idéntico razonamiento en BNE Ms 3207, Daños de cambiar y fundar censos y juros y no cultivar la tierra y criar ganado.Apuntamientos cómo se enriquecen las provincias. Agradezco a Anne Dubet la comunicación de este documento. Sobre la vertiente económica de la Razón de Estado boteriana, Senellart, 1997. 85 Referencias a los modelos de Venecia, Génova, Flandes, o de la China, en los escritos de Pérez de Herrera, Gutiérrez de los Ríos,Valle de la Cerda,Alemán, Damián de Olivares, etc.; y referencias a Botero, explícitas o implícitas, en Gutiérrez de los Ríos,Valle de la Cerda, Deza, Moncada, BNE Ms 3207, Apuntamientos.., p. 522. 86 «La Defensio mercatoris n’est pas nouvelle dans l’Espagne du XVIe siècle, imprudemment tenue pour a-bourgeoise. Mais il faut aller la chercher dans des textes confidentiels, des mémoires manuscrits, des livres de confesseurs, des traités de jurisprudence ou de technique comptable» (Vilar, 1986, p. 459). 87 Cornette, 1999.
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tegorías funcionales, o la rehabilitación de las categorías deprimidas o denostadas, en este caso, altera o modifica los principios sobre los que descansa la estratificación social tradicional dominante —desigualdad natural, rígida jerarquía de condiciones, segregación— o si es compatible con su mantenimiento. Con la reivindicación de un status honrado y honesto para el trabajo manual o para la actividad mercantil, tal como aparece en el discurso crítico de reformadores y moralistas de albores del siglo XVII, ¿se trataba de abolir una desigualdad concebida como natural? No parece así. Como puntualiza Fernando Díez, «será un lugar común en todos aquellos que reivindican una valoración social del trabajo más positiva, dejar bien sentado que no se trata de negar las diferencias estamentales y de condiciones propias de la sociedad que se desea reformar, pero no cambiar, esto hasta los proyectos más decididos del siglo XVIII de reforma de las artes mecánicas»88. Esta discusión tiene pues un alcance considerable, ya que cualquier replanteamiento de la función social de los distintos estamentos es indisociable de una reflexión de conjunto sobre la ordenación del cuerpo de la república, y por lo tanto sobre su modelo, que se desea restaurar y conservar. En este sentido, los escritos reformadores de finales del siglo XVI parecen inclinarse por el restablecimiento de una estabilidad social basada en un orden jerárquico de funciones que no ha de sufrir alteración89.
LOS «PADRES DE LA PATRIA» Y LA REHABILITACIÓN DEL TRABAJO EN TIEMPOS DE REFORMACIÓN: ALGUNOS APUNTES PARA UNA REVISIÓN CRÍTICA En el intento de rehabilitación de la dignidad del trabajo, la historiografía ha insistido sobre el papel desempeñado por las Cortes de Castilla. Desde mediados del siglo XVI, la intervención de los procuradores permite la promoción y la puesta en obra de proyectos de reforma, dándoles un respaldo institucional. Reunidas con regularidad a partir de la instauración, en 1590, del primer servicio de Millones, las Cortes sirvieron de cauce privilegiado para la acogida de memoriales y avisos de arbitristas, mostrándose los procuradores, testigos de la cri-
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Díez, 1990, p. 170. Fortea, 1998.
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sis en los centros urbanos industriales y comerciales, en sintonía tanto con los proyectos de reforma de la beneficencia, que implicaban la reintegración de los ociosos en «oficios utiles a la republica», como con un programa de corte mercantilista: restauración del trato, erradicación de la usura y de los cambios ilícitos, fomento de las inversiones productivas —«manufactura», «artes», «labranza y crianza»—, reforma del crédito real 90. Desde el apoyo dado a las reformas hospitalarias de Miguel Giginta o de Cristóbal Pérez de Herrera, pasando por la negociación en torno al proyecto de creación de una red de erarios de Luis Valle de la Cerda, las Cortes no sólo se hacen eco de la alarma urbana ante el hundimiento de la actividad industrial y comercial, sino que defienden y negocian los planes de reformas. La mediación de las Cortes se hacía indispensable, sin embargo, más para promover, negociar y poner en ejecución medidas que implicaban directamente a las oligarquías urbanas, y así lo entendieron los autores de proyectos, que por razones ideológicas. La imagen de unas Cortes castellanas por naturaleza reformadoras y afines a los grupos intermedios no es, sin embargo, del todo satisfactoria. Sin tener la pretensión de revisar la interpretación historiográfica antes aludida, es posible hacer hincapié en las paradojas y ambivalencias notables en la intervención de las Cortes en materia de rehabilitación de la actividad productiva, así como cuestionar dos de los supuestos sobre los que parecen descansar las tesis resumidas: por una parte, la existencia de la vocación reformadora intrínseca a las Cortes, manifestada en el apoyo brindado a los proyectos de reforma y a la formulación de medios y arbitrios en la búsqueda de paliativos a la crisis91; por otra parte, la explicación sociológica según la cual los procuradores de las Cortes castellanas, representantes de la mano media de las ciudades, serían los portavoces naturales de una burguesía interesada en el fomento de la actividad productiva y mercantil, representada en los concejos urbanos, presuponiendo así una correspondencia y una coherencia ideológica y social entre procuradores, oligarquías urbanas y arbitristas92. Existiría una corriente de opinión común, favorable a opciones de 90 Ver los trabajos de Cavillac sobre Miguel Giginta y Cristóbal Pérez de Herrera. 91 Elliott, 1989; Cavillac, 1983, p. 262;Vilar, 1974, pp. 32-33. Una revisión muy matizada del talante reformador de las Cortes, en Dubet, 2000c. 92 Cavillac, 1983, p. 262, p. 358.
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corte mercantilista plenamente compartidas por procuradores, ciudades y arbitristas. Investigaciones recientes, de las que sólo se podrán apuntar unas breves líneas, sin duda demasiado generales para ser exactas, han hecho posible un cambio de enfoque sustancial, que rechaza toda concentración exclusiva sobre los discursos de las Actas de Cortes y la utilización de los votos, súplicas, peticiones y memoriales, como si de la expresión de una ideología se tratara. Este material, con su particular retórica, que no rehuye el manejo de categorías generales y solemnes declaraciones de principios, sirve menos para analizar la exposición de pareceres individuales cuanto para percibir las posiciones relativas de los procuradores dentro de una dinámica negociadora. El mejor conocimiento de los modos de negociación política a que se ha llegado estos últimos años impide en efecto ceñirse a esa única fuente y considerar las Cortes como un foro para el debate político o económico y a los procuradores como un frente único, dotado de un programa y de una ideología política coherente93. Por otra parte, la iniciativa reformadora no parece tanto un rasgo genuino de la representación en Cortes cuanto de la Corona y del entorno regio, quienes impulsaron las campañas de «reformación» general del Reino, de las últimas Cortes del siglo XVI, de finales del reinado de Felipe III y de los años del «reformismo» olivareño, y las impusieron tanto a las Cortes como a las ciudades, como paso previo para entablar negociaciones94. En este aspecto, fue permanente la ambivalencia de la Corona, que, por una parte, hizo partícipes a las Cortes de los programas de «reformación», apremiándolas a la búsqueda de medios y de soluciones para el desempeño y saneamiento de la hacienda y, por otra parte, consideró como una ingerencia que excedía los límites de su cometido las «reformaciones» en que incurrían los procuradores, cursando peticiones de sus ciudades o de co-
93 Asimismo, se hace imposible tratar de las Cortes como de un todo indiferenciado. Por su modo de composición, la falta de coherencia, tanto ideológica como sociológica, es uno de sus rasgos definitorios; ver Fortea, 1997. 94 Tal es el caso de los capítulos de Reformación, de 1623, o de la creación de Juntas de Reformación, con o sin participación de la representación de las ciudades, o de la imposición del proyecto olivarista los erarios y montes de piedad (1624-), tras el fracaso del voto en las ciudades, en 1622. Sobre la coyuntura de la Reformación de los años 1620, ver, entre otros,Vilar, 1974, introducción; Dubet, 2000c, cap. 12.
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munidades particulares o iniciativas propias95. En cualquier caso, tanto los instrumentos al alcance de las Cortes —peticiones, súplicas, impresión de memoriales y discursos en libros, inclusión en capítulos de Cortes, o entre las condiciones de los servicios de Millones—, como la práctica del voto consultivo no daban capacidad a los procuradores para, por sí, poner en ejecución los planes de reformas, sino para proponerlas y negociarlas con las mejores contrapartidas. Aunque sumidas de lleno, en los años finales de siglo, en el examen de medios para hacer frente al aumento de pobres y a la deserción de la labranza y comercio, las Cortes no propusieron medidas sino limitadas y a menudo contradictorias. Asimismo, a pesar de una teórica coincidencia en los planteamientos y en los objetivos, la relación entre los autores de proyectos y los procuradores de Cortes distó de ser fluida, lo cual queda plasmado en los múltiples avatares de las reformas, en el seguimiento aleatorio de la ejecución de los mismos, en el estancamiento temporal o definitivo de los planes de reforma o, por fin, en la falta de colaboración de quienes tenían que aplicarlas (ciudades, comunidades particulares)96. Pruebas de ello, el abandono progresivo de los planes para el recogimiento de pobres de Miguel Giginta, el distanciamiento creciente hacia los escritos de Cristóbal Pérez de Herrera, en sucesivas Cortes bajo el reinado de Felipe III, o los mismos cambios de planteamiento en la concepción de la beneficencia97. Análogas disparidades son observables, como ha señalado Anne Dubet, a través del apoyo brindado al proyecto de red de erarios y de montes de piedad de Luis Valle de la Cerda, pieza clave, sin embargo, para el desarrollo de actividades productivas (fomento del crédito…) y en las múltiples remodelaciones de un proyecto que no llegó a aplicarse, tras haber formado parte, no obstante, de las condiciones del servicio de Millones de 160198. Por otro lado, las medidas propiciadas eran a menudo contradictorias o con-
95 La Junta de Cortes, 02/12/1601, ACC t. XXII. Expedientes reservados n° 2, pp. 461-463; Escagedo, 1927, p. 175. 96 Dubet, 2000a; 2000c, p. 163. 97 Sobre la reforma de la beneficencia, Milhou-Roudié, 1985; Milhou, 1990; Cavillac, 1979 y 1999; Pérez Estévez, 1989. Sobre Pérez de Herrera, ante las Cortes de 1617-1620, ACC t. XXX, 03/10/1617, 20/07/1617, t. XXXIII, 15/01/1619: presentación de las 14 proposiciones, t. XXXIII 09/04/1619, p. 132. 98 Dubet, 2000a, p. 129; 2000c, cap. 11.
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traproducentes99. Tal es el caso, en el examen de remedios contra la depresión del agro, preocupación omnipresente en la coyuntura de finales del siglo XVI100, en que se puede medir el contraste existente entre una defensa de principio, sin fisuras, de la labranza y crianza, por parte de los procuradores —proporcionando los más elocuentes discursos en favor del «estado más importante de la república»— y las contradicciones manifiestas en la propuesta de medidas concretas101. Uno de los casos más palmarios del desencuentro entre arbitristas, oligarquías urbanas y procuradores, lo proporcionan los debates, en uno de los momentos de mayor actividad mercantilista, en torno a la adopción de medidas proteccionistas en las Cortes de 1617-1620102. Los procuradores de Cortes no siempre se mostraron atentos a las consideraciones de los productores-mercaderes103. Propiciaron una serie de propuestas desafortunadas, cuando una de las reivindicaciones más repetidas era poner limitaciones a las importaciones de mercancías. Sancho de Moncada o Damián de Olivares se elevaron contra una contraproducente condición del servicio de Millones de 1619104. Este conjunto de hechos y de factores, someramente resumidos, hace necesaria una reevaluación del papel de las Cortes en la labor de restauración de la actividad productiva y comercial. Se pueden señalar, por ejemplo, el poco éxito del proteccionismo en Castilla, el escaso apoyo aportado a los productores por parte de los representantes de una «burguesía» dedicada a la exportación de materias primas y a la importación de productos manufacturados, la indiferencia por el artesanado105. De forma general, y en lo que concierne al papel de las Cortes, una de sus mayores paradojas consiste en haber multiplicado 99
García Sanz, 1989. Cortes de 1592-1598: ACC t. XIII, 19/05/1593, 04/12/1593; ACC t. XIV, 26/09/1595; t. XV, p. 542 sq., 24/07/1596; 26/08/1597; 28/08/1598: Memorial, p. 748 sq., Memorial sobre el acrecentamiento de la labranza y crianza. 101 Gutiérrez Nieto, 1983, p. 31. 102 Ver en particular la correspondencia intercambiada entre procuradores mayores, regidores, y procuradores de Cortes de Toledo, en los años 1620, Archivo Municipal de Toledo, Cartas del Ayuntamiento;Vilar, 1974, p. 56, sq.; Aranda Pérez, 1991. 103 Yun Casalilla, 1987; García Sanz, 1977 y 1990. Un enfoque reciente en Andrés Ucendo, 2001. 104 Sancho de Moncada, Restauración política..., p. 105. 105 Andrés Ucendo, 2001, pp. 64-65. 100
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los proyectos y la búsqueda de medios y de reformas, a lo largo de los siglos XVI y XVII, sin llegar a ninguna. El abandono progresivo de las reformas más innovadoras, el fracaso del «viraje mercantilista» en el cambio de siglo, o en la década de los años 1620, se han de sumar a la ausencia general de grandes reformas fiscales, monetarias y crediticias que, a pesar de múltiples intentos, caracteriza el período106. Es en el ámbito de las ideas sociales de las Cortes en el que conviene ahora situarse. Con respecto a los estamentos que componen el cuerpo social, el cometido exacto de las Cortes es sumamente difuso y sujeto a interpretaciones dispares, relacionadas con los múltiples sentidos que de la «representación» política puedan darse107. Se ha insistido, con razón, en el carácter corporativo, atomizado, de la representación en Cortes. El concepto de representación, que en todo rigor debía corresponder al conjunto de los tres estamentos que, desde 1538, dejaron de reunirse en las Cortes, no podía ser pertinente para designar una representación limitada a las corporaciones urbanas108. Si todo ello es cierto, se han de considerar sin embargo las ocasiones en que el Reino junto en Cortes, «curador» y «tutor del Reino», auto-asigna, como función esencial y característica, no sólo el mirar, «por la reputación y grandeza de todos los reinos y ciudades, pues de todos se componen estas Cortes», sino a la vez «representar todos los estados de la república»109. No sin énfasis se afirma que, por estar ocupada en el «bien público» o en el «bien universal», la Junta de Cortes es quien toma los medios oportunos para «la reformación de todos los estados»110, trascendiendo para ello los particularismos corporativos. Es importante resaltar esta función, ya que, desde este supuesto, se entiende que las 106
Cavillac, 1999; Dubet, 2000b, p. 56, 65, 69. Para un planteamiento de conjunto, Fortea, 1997. 108 La cuestión de la representación estamental es, sin embargo, más compleja, ya que no deja de plantearse, ocasionalmente, tanto en memoriales como en el estallido de conflictos de jurisdicción; ver, por ejemplo, la violenta polémica que opone a las Cortes de Castilla con gran parte de la Iglesia en torno a la designación de Santa Teresa como co-patrona de España, entre 1617 y 1631. 109 Formulaciones tópicas, en ACC, t. XIII, p. 407 sq.; ACC t. XXXVI, p. 238. 110 Fue en nombre de un concepto ampliado de la representación como los procuradores de las Cortes de 1617-1620 defendieron la reforma de los estatutos de limpieza de sangre: «Le toca mucho al Reino junto en Cortes que representa todos los estados de la república, suplicar a Su Majestad se sirva de amparar estos estatutos en la fuerza, vigor y observancia», ACC t. XXXI, p. 378. 107
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Cortes hagan especial hincapié a finales del siglo XVI, en la situación de caos generalizado introducido en la jerarquía estamental, por el abandono deliberado o involuntario de las artes o de la labranza, en la dislocación del orden de la república a la que se había llegado, con el resultado de que las funciones asignadas a cada estamento han quedado trastocadas: el «mal ejemplo y licencioso modo de vida tomado por los que se han dado a ser estudiantes», el de «los hijos de labradores y pobres hombres [que] se dan al estudio y se hacen escribanos y procuradores y otros oficios semejantes de que hay sobra», las ambiciones desmedidas de los labradores que salen de sus ocupaciones para igualarse con los caballeros, la «vida ociosa y descansada» de los criados son objeto de la misma condena. Una serie de alteraciones del orden natural que recababan en una perjudicial «igualdad en los oficiales como en los caballeros y en los caballeros como en los titulados y en los titulados como en los grandes»111. Los vicios que afectan al conjunto de la república exigen una «reformación» general, como así fue solicitado, en que se deslindan mal elementos que a primera vista podrían parecer tan dispares como la ociosidad, la usura, los efectos de la especulación, la «libertad de conciencia» y la «mercaduría carnal»112. Una conjunción de factores económicos, sociales y morales responsable de «haberse consumido la medianía moderada en que permanecen y duran las cosas»113. De forma poco sorprendente, como ha resaltado José Ignacio Fortea, las representaciones sociales de los procuradores de Cortes están en plena consonancia con los criterios de la época114. La adhesión a la jerarquía estamental es, más que una simple adhesión formal a un esquema ya obsoleto, un orden que conviene conservar. Al igual que en los textos de arbitristas, con la rehabilitación ética del trabajo, no se trataba de abolir una desigualdad social concebida como natural, ni de afectar el esquema tradicional basado en las diferencias de condición, sino que se dejaban en pie los fundamentos y las representaciones tradicionales115. La condena de los parásitos y ociosos, el discurso 111
ACC t. XII, pp. 463-464; ACC t. XV, p. 656; ACC t. XV, p. 748. ACC t. XII, pp. 465-467: voto de don Ginés de Rocamora, procurador de Murcia. 113 ACC t. XII, p. 476; ACC t. XIII, p. 542; ACC t. XIX, p. 564. 114 Fortea, 1998a, p. 111; 1998b. 115 Cristóbal Pérez de Herrera, Amparo de pobres, p. 156; id. Remedios para el bien y la salud del cuerpo de la República, f. 30v; id. Catorce proposiciones, f. 207r; 112
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moralizador sobre el trabajo no difieren sustancialmente de los escritos sobre la reforma asistencial de finales del siglo XVI o del XVII, de un C. Pérez de Herrera, en particular116. Los escritos arbitristas no hacen sino evidenciar que, mediante la apología de la ocupación laboral, lo que se definía era la obligatoriedad de ejercer una ocupación a la que se asignaba una inequívoca función disciplinaria117. Si los alegatos en favor de la labranza y de la crianza, retomando argumentos en la línea del «arbitrismo agrarista»118, ofrecen una valoración encomiástica de la actividad agraria, lo hacen en cuanto es función social irremplazable en la conservación y sustento de la república119. Porque, por otra parte, se somete a dura crítica la movilidad de quienes abandonan la labranza por actividades especuladoras, como de aquellos labradores que cometen excesos en el comer y en el vestir, queriéndose «igualar con los caballeros»120. No ha de extrañar por lo tanto que los procuradores reunidos en Cortes defiendan una visión del ordenamiento social en que las funciones son desigualmente dignas, pero necesarias. Por «oficio», les incumbe el deber no sólo de «mirar por la conservación de estos reinos», sino de intervenir en la defensa de esa desigualdad estatutaria, intercediendo por las inmunidades y exenciones de los cuerpos sociales privilegiados ante posibles agravios, como «materia de tanta importancia y que mira a la cosa pública destos reinos»121. Así lo entendieron comunidades y particulares, dirigiendo memoriales y súplicas a las Cortes para su intercesión122. Las contradicciones derivadas, como ha señalado José Ignacio Fortea, de la universalidad del servicio de Millones fueron, por ejemplo, ocasión para salir en la defensa del esMartín González de Cellorigo, Alegación..., p. 395; Carrasco, 1998, p. 236; Dubet, 2000c, pp. 186-187. 116 ACC t. XIV, 09/08/1593; p. 756. «Convendrá que los pobres mendigos que pudieren trabajar se compelan a que lo hagan, pues mendigar es contra leyes y más caridad hacerlos trabajar». 117 Cristóbal Pérez de Herrera, Amparo de pobres y Catorce proposiciones, f. 207r; Martín González de Cellorigo, Memorial..., pp. 73-75; Damián de Olivares, Respuesta a un papel que ha salido sin autor, f. 4v; Fortea, 1998b, pp. 168-169. 118 Gutiérrez Nieto, 1983. 119 Ver los memoriales ya citados de las Cortes de 1592-1598. 120 ACC t. XV, p. 758. 121 ACC t. XIII, p. 82. 122 Por ejemplo ACC t. XXXV, 29/05/1619.
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tado de los hidalgos. En las Cortes de 1592-1598, cuando se planteó el problema del repartimiento fiscal del servicio de Millones de 1590, los procuradores de Cortes defendieron los privilegios e inmunidades de «la nobleza e hijosdalgos destos reinos», contra la siniestra pretensión de los pecheros de hacer repartimiento sin distinción de estados123. La oposición recurrente al medio de la harina, tanto en 15921598, como en 1617-1620, contribución universal que «da ocasión a pervertir y confundir el estado de las cosas» se ha de entender igualmente como una defensa de las inmunidades fiscales de la nobleza124. Lo cual no quita que, por otra parte, se opongan las Cortes a la venta de hidalguías, mediante las cuales se eximen a los ricos de las pagas de pechos y tributos125. ¿Qué sentido tenía esta recurrente defensa de las inmunidades y libertades del estamento nobiliario por las Cortes? En cualquier caso, se defendía un esquema tradicional en el que quedaba claro cuál era el modelo social de referencia126. Sea lo que sea, poco se sabe, sin embargo, salvo en alguno casos particulares, del alcance y de la difusión exactos de los discursos y proyectos que abogan por la rehabilitación de la actividad, del trato y de la mercancía. Por convincentes que fueran, los discursos de moralistas, reformadores y autores de arbitrios, a favor de una recalificación ética y moral del trabajo, quedarían en mera aspiración utópica, mientras siguieran vigentes prácticas sociales discriminatorias hacia aquellos que las ejercían. El terreno en el que se dilucida el crédito y la estima social de los distintos cuerpos sociales no es tanto el de los valores y el de las ideologías, cuanto el de la participación y de la representación política, en este caso, en las corporaciones ciudadanas. La marginación de los grupos plebeyos encuentra su traducción en la incapacidad legal que les afecta para acceder a los cauces de representación que otorgaban poder, en particular a los «oficios de república»,
123 ACC t. XII, Memorial del Reino, 08/08/1592, 16/01/1593, 11/10/1593, 04/11/1593; ACC t. XV, p. 743: sobre guardar las preeminencias de los hijosdalgos. Ver igualmente, sobre el modo de hacer probanza de su hidalguía, ACC t. XIII, 25/09/1595. 124 Para los debates en torno al medio de la harina, ACC t. XIII, 21/03/1594, 27/02/1595; Fortea, 1990, p. 146 sq. 125 Escritura de los 18 millones (1619), ACC t. XXXIV, p. 86, condición 18 del quinto género. 126 Fortea, 1998a, pp. 110-111.
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siendo la tendencia a considerar las magistraturas municipales como pruebas de nobleza y a acumular requisitos discriminatorios para acceder a ellas. Se entró así en un proceso de oligarquización de la representación popular, y el cambio social afectó también de otra forma a los colectivos de jurados, en aquellas ciudades en que existían, acortando distancias entre la teórica representación popular y los cabildos de regidores127. La presencia de procuradores del común distaba de representar un componente de tipo democrático128. La representación de las corporaciones de oficios se vio cada vez más relegada fuera del ámbito de la participación ciudadana, no siendo éste un fenómeno reciente, como ha sido demostrado129. Exclusión de las categorías manuales, mecánicas o mercantiles que se veía, además, avalada por la publicación de modernos tratados de gobierno municipal, marcados por una fuerte impronta aristotélica, en que se estipulaba la exclusión de los artesanos del gobierno de la ciudad, denegándoseles la condición de ciudadanos130. La mayoría de los tratados sobre magistraturas o regimientos —Jerónimo Castillo de Bobadilla, Juan de Castillo y Aguayo, Juan Bernardo de Acebedo y Salamanca, Diego Pérez de Mesa—, aquellos que definen el arquetipo del perfecto regidor, apenas contemplan, cuando no ignoran, la representación en los órganos de poder urbano de elementos plebeyos, sino que afirman el triunfo del modelo oligárquico de gobierno131. Así lo expone Diego Pérez de Mesa, apuntando que los oficiales carecen de la «virtud mo-
127 Ver los trabajos de Aranda Pérez sobre los jurados de Toledo o de Cerdà Ruiz-Funés sobre los de Murcia. 128 Monsalvo Antón, 1989 y 1996. Sobre la representación del común, Díez Sanz, 1992; Diago Hernando, 1990. 129 Dedieu, 1999, p. 24; Soria Mesa, 2000; Hespanha, 1989, p. 249. 130 Aristóteles, Politica, III, 5.Ver el comentario de Charles Loyseau, que parte de la definición aristotélica y ciceroniana: «Mais quant aux marchands, Aristote, bien que coustumier de les mespriser, neantmoins au 4 liv. des Politiques chap 3 les met au rang des personnes honorables [...] c’est pourquoi j’ay dist qu’ils se qualifient bourgeois, pour ce qu’ils ont part aux priuileges & sont capables des offices des villes, qui ne doiuent estre communiquez aux artisans & gens mecaniques [...] par les anciennes ordonnances les marchands semblent estre seuls capables des charges des villes», Traité des ordres et simples dignitez, VIII, § 48. El subrayado es mío. Un comentario del texto de Aristóteles, en Diego Pérez de Mesa, Política o razón de Estado, I, 6. 131 Juan Bernardo de Acebedo y Salamanca, Tesoro de regidores.
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ral» necesitada en el ejercicio de la dignidad y del oficio público132. La presencia de las corporaciones de oficios se hace por otra parte cada vez más protocolaria, quedando reducida la visibilidad de los trabajadores a su representación en las ceremonias públicas y en los cortejos, en los que aparecían por gremios133. Fenómeno éste, el de la marginación progresiva de mecánicos y de mercaderes, que no es privativo del reino de Castilla, puesto que, contrariamente a la idealización de la que son objeto las «republicas concertadas», la exclusión del elemento plebeyo se da en otros países, como lo demuestran por ejemplo los trabajos de Guy Saupin sobre las élites urbanas francesas134. La situación era más compleja en cuanto a la presencia de los mercaderes y tratantes en las corporaciones urbanas y su acceso a las magistraturas municipales. El proceso ha sido bien estudiado. Gracias a las ventas de oficios, bastantes mercaderes, desde mediados del siglo XVI, logran filtrarse con éxito en las estructuras de poder local y se funden en estos sectores caballerescos para constituir una oligarquía de poder135. Con el acrecentamiento del número de oficios vendibles, y el ingreso de miembros del estado llano no deseables, se pasa de una discriminación de hecho a su plasmación en ordenanzas y estatutos, mediante la definición de requisitos cada vez más estrictos para obtener la condición de regidores136. En Toledo, se prohíbe a los jurados varear, vender al público al por menor, pasar en persona a ferias de mercado. En 1647, incluso el ejercicio de un arte liberal (platero, bordador...) dejó de ser compatible con el ejercicio de la juraduría. Sin embargo, el cierre oligárquico no es tal que no permita a los sistemas ser a la vez abiertos y cerrados. La cuestión distaba de estar definiti-
132
Diego Pérez de Mesa, Política..., p. 55; ver Fortea, 2000, p. 308. Iradiel, 1993; Pike, 1978, p. 147. Vilar, 1986, ha analizado un ejemplo de cortejo, en el que la puesta en escena corporativa de los mercaderes y artesanos cobra singular relieve. Cerutti señala en cambio la ausencia de los oficios y profesiones en los desfiles de Turín, en los que el pueblo no se representa más que como un sólo cuerpo (1989, p. 14). 134 Saupin, 2000, p. 125: «Tout système de représentation de l’âge moderne, rural ou urbain, communautaire ou provincial, ne peut être interprété qu’au sein d’une culture de type aristocratique, valorisant la médiation des meilleurs». 135 Aranda Pérez, 1992 y 1996; Fortea, 1981, pp. 386-388; Pike, 1978, pp. 3435; Ródenas Vilar, 1990, p. 127 sq.; Basas Fernández, 1954. 136 Hernández, 1992. 133
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vamente zanjada, como lo demuestran algunos pleitos acerca de la incompatibilidad del oficio con el ejercicio de la mercancía137. En este llamado proceso de cierre oligárquico, y dando un eco a las peticiones urbanas, la intervención de las Cortes de Castilla jugó un papel importante, siempre en disfavor de la presencia de mecánicos y de mercaderes en los gobiernos municipales. Haciendo muestra de una preocupación constante por acotar y definir los requisitos exigibles para ser regidor o procurador, los procuradores de Cortes utilizaron los instrumentos a su alcance —capítulos de Cortes, condiciones de Millones— para introducir algunos elementos de regulación138. A las Cortes siguen llegando instrucciones, como ésta de Zamora en 1617, dadas por las ciudades a sus procuradores, que recogen el argumento de la inaptitud de los advenedizos a funciones de regimiento o el del interés de quienes compran oficio como mera inversión rentable: Por experiencia se ha visto los muchos inconvinientes que se han seguido de que hayan venido a ser regidores y veinticuatros personas que hayan tenido tratos y contratos. Porque, demás de que algunos nunca salen de tenerlos y secretamente vienen a ser interesados, se sigue otro inconveniente mayor: porque, con la gana de querer ser regidores, dejando tratos que públicamente tienen y lo mismo de los padres viene a los hijos y así se ha visto y ve gran quiebra en las ciudades del reino de hombres tratantes y a no ser gobernadas las ciudades por personas desinteresadas. [La ciudad tenía que] pedir y suplicar a su Majestad que ninguna persona que el propiamente haya sido tratante y arrendador y otra cualquiera materia de trato, aunque en su vida lo haya dejado, no pueda ser veinticuatro ni regidor, que desto se haga ley pregmática, porque, de no se hacer se siguirán muchos daños ansí en los que se ven presentes como en lo venidero139.
Por recordar tan sólo algunas fechas, la ley 25, tit.VII, libro III de la Nueva Recopilación a petición del Reino en Cortes, en 1548, esti-
137 Sobre la incompatibilidad del comercio con el ejercicio de oficio de veinticuatro, ver, por ejemplo, BNE, Porcones Caja 901-17, 1650. La habilitación para obtener oficios de república de los que ejercen artes y oficios, con declaración de ser honestos y honrados en Novísima Recopilación de las Leyes, IV, libro VIII, tit. XXIII, ley 8 (18/03/1783). 138 ACC t. XIV, p. 461. 139 AHN Consejos leg. 50031, 01/04/1617, instrucción de la ciudad de Zamora a sus procuradores.
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pula que porque «algunos que son mercaderes y tratantes compran oficios de regidor para mejor usar de sus tratos, mandamos a los jueces de residencia que cuando los tomaren se informen de la calidad de los tales regidores tratantes y de los inconvenientes que hay en que usen de los tales tratos y den dello noticia al Consejo para que cerca dello provean lo que convenga». En 1570-1571, se pidió por capítulo general (petición LXXIV) que el rey no proveyese de ningún regimiento, al menos en las ciudades y villas que tienen voto en Cortes, a ningún hombre «que haya tenido plaza pública de trato y mercancía, vendiendo por menudo, ni escribano, ni procurador». En las de 1576, «que los regidores y jurados de las ciudades y villas destos reinos, a lo menos de las que tienen voto en Cortes, es muy justo que no se ejerciten en ministerio, trato ni granjería que cause indecencia y desautoridad de sus personas y oficios [...]»140. En las Cortes de 15921598, se determinó que los procuradores de Burgos y de Córdoba vieran las cualidades que convenía que tuvieran los que fueran a ser, en adelante, regidores de las ciudades y villas de voto en Cortes, y se pidió por capítulo de Cortes «que no pueda ser regidor ni jurado [...] ninguna persona que tenga tienda pública de ningún trato, ni haya sido oficial de oficio mecánico»141. Las peticiones de Cortes afectaban sin embargo a los mercaderes al por menor, no a los banqueros, ni los mercaderes en grueso142. Todo ello invita pues a volver sobre la interpretación en clave sociológica que ha prevalecido en la valuación del papel de los procuradores de Cortes, considerados como portavoces, por su origen social, de los linajes mercantiles y de los grupos intermedios143. La representación corporativa del elemento urbano «burgués» en las 140 Se añadía una súplica: «Vuestra Majestad mande proveer que los dichos regidores y jurados de ciudades y villas principales cabezas de partidos, a lo menos de las ciudades y villas que tienen voto en Cortes, no traten en los dichos oficios de obraje de paños y sedas ni lencería, imponiéndoles graves penas sobre ello», ACC t.V, Cortes de 1576, XXXIX, p. 53. 141 ACC t. XII, p. 305; ACC t. XIV, p. 461 sq. sobre los inconvenientes que resultan de que los regidores de la ciudades y villa de voto en Cortes, «no sean personas de la calidad que conviene». ACC t. XV, p. 739; ACC t. XVI, Capítulo 58 de las peticiones de Cortes. 142 Molas Ribalta, 1996; Maravall, 1972, II, p 19-31, y 1983. 143 Según García Sanz, 1989, p. 384: «No fueron los procuradores portavoces de los intereses de la burguesía industrial».
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Cortes explicaría la identidad de intereses entre procuradores, oligarquías y arbitristas, una interpretación algo rígida, teniendo en cuenta la variedad de la composición social de las ciudades y por consiguiente de las Cortes144. Porque si es cierta la presencia de grupos de extracción mercantil, entre los procuradores, debido a su ascenso reciente a las magistraturas municipales, es también cosa cierta que se hallan ya en vías de señorialización145. En este sentido, el disfrute de la procuración de Cortes constituye un formidable acelerador, de igual forma que contribuye a la estabilización de esas élites de poder —mercedes, perpetuaciones de oficios. Aunque el dato pueda parecer anecdótico, el que un Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo dedique su espejo de caballeros (El caballero perfecto en cuyos hechos y dichos se propone a los ojos un ejemplo moral y político, digna imitación de los nobles y necesaria para la perfección de sus costumbres), financiado por la generosidad del Reino junto en Cortes, a los procuradores, mirando con ese intento «al bien común de la patria» y «a todas las materias que Vuestra Señoría trata», indica, significadamente, cuáles eran el modelo y la categoría de referencia válidos146. Así pues, sin negar que los vínculos personales, familiares y convergencias entre los grupos de mercaderes, de procuradores y de arbitristas permitan explicar la promoción de proyectos de inspiración mercantilista, e incluso su aplicación concreta en algunos lugares, resta saber qué tipo de determinaciones permiten explicar las opciones, las líneas de actuación, las estrategias de los actores políticos. Aun a falta de encuestas prosopográficas completas, el seguimiento de las negociaciones, a través de la documentación local, de la de Cortes y de la producida por los Consejos y administración central permite entrever tanto en los regidores como en los procuradores otras 144
Thompson, 1989. Algunos ejemplos de procuradores pertenecientes a linajes mercantiles: en Burgos, de las familias Salamanca, Maluenda, Salón, López de Arriaga, que representan sucesivamente a la ciudad en los siglos XVI-XVII; en Segovia; en Cuenca, los Cataneo o Castaño, o los Collado; Franco Digheri, procurador de Murcia, en 1621. 146 Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo, El caballero perfecto (1620), Dedicatoria a las Cortes, del 4 de noviembre de 1619: «[...] como este intento mira al bien común de la patria y todas las materias que Vuestra Señoría trata no tienen otro fin, me pareció, por esta razón, que debía consagrársele, y por ella misma esperar su patrocinio en esta y en otras ocasiones mayores...». Cf. ACC t. XXXV, 05/11/1619. 145
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lógicas —familiares, clientelares, corporativas— que las estrictamente estamentales. Ha sido demostrado que la pertenencia estamental era un factor explicativo endeble en el análisis de las posturas de los regidores y de los procuradores frente a la presión fiscal, y que la oposición a la política fiscal de la Corona no procedía tan sólo de los grupos mercantiles o burgueses147. Por otra parte, la hipótesis de una homogeneidad de intereses entre procuradores, mandantes y grupos de mercaderes hace difícilmente explicable la paradójica adopción de medidas poco compatibles con una voluntad de restauración de las actividades productivas y del comercio. En términos globales, la presión fiscal negociada por las Cortes perjudicó a los grupos medianos de mercaderes, a los productores y artesanos, pero fue altamente beneficiosa para los grupos oligárquicos locales148. ***
Según José Antonio Maravall, «las condiciones que fueron favorables para superar el sistema de marginación del trabajador manual, apenas produjeron fisuras»149. No resulta fácil desentrañar la coherencia de las propuestas y de las medidas adoptadas. Si se critica, por una parte, la excesiva polarización social y el hundimiento de los estratos intermedios de la sociedad, por otra parte no dejan de reforzarse las medidas segregativas. Al fin y al cabo, los límites de la rehabilitación moral y social del trabajo eran los que imponían los criterios de una sociedad fundada en la noción de jerarquía y de desigualdad estatutaria. Si el trabajador podía llegar a ser un modelo social de referencia, lo era tan sólo en el espacio definido por aquellos que hablaban por él. Más allá, la cuestión de fondo parecía ser, de manera cada vez más definitiva, la ausencia de representación política del «trabajador» en la sociedad.
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Fortea, 1990, p. 339. García Hourcade y Ruiz Ibáñez, 2001. Maravall, 1983, p. 157.
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GONZALO DE LA PALMA, SANTO, SABIO, NOBLE Y... MERCADER
Claude Chauchadis Université de Toulouse-Le Mirail
Gonzalo de la Palma, mercader toledano, murió a los 75 años el 8 de marzo de 1595. Siete semanas más tarde, su hijo, el jesuita Luis de la Palma, que le había asistido en sus últimos momentos, mandó a su hermano Esteban, jesuita como él, una carta necrológica en la que recordaba las virtudes de su padre1. Esta carta, de uso familiar, iba destinada a recordar a los hijos del mercader el modelo virtuoso de su padre2; pero, más allá de su alcance íntimo, ofrece al lector un testimonio poco frecuente sobre el modo de inserción de un mercader en la sociedad de su tiempo. En el marco de este seminario sobre el tra-
1 No se publicará antes de fines del siglo XIX. Es más asequible desde 1961 gracias a la edición de la BAE de las obras completas del padre Luis de la Palma donde el jesuita Camilo María Abad la publica bajo el título de Biografía del señor Gonzalo de la Palma. Citaremos por esta edición. 2 Afirma su intención el autor en una carta a su hermana Marina Hurtado de la Palma: «me pareció recoger algo de las muchas y excelentes virtudes que Dios nuestro señor, por su misericordia, había puesto en aquella alma (que creo está gozando de su presencia) para que el tiempo no las borrase de nuestra memoria y siempre fuesen para sus hijos un estímulo de virtud, dechado de que aprendiesen y regla por la cual se gobernasen en sus estados» (Carta-prólogo, p. 9a). Y en el epílogo de la carta a su hermano afirma haberla escrito: «en testimonio de la particular obligación que yo tengo a mi señor, que está en el cielo, y por servir en algo a mis hermanos, para que refrescando la memoria de estos ejemplos se animen a la imitación de ellos, y con la gracia y misericordia de Dios nos veamos todos juntos en la gloria» (p. 47b).
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bajador nos interesará observar cómo el texto necrológico construye un modelo de mercader.Veremos que la figura del mercader se constituye en relación con otros modelos de la sociedad de su tiempo, los del santo, del sabio y del noble, pero sin perder su especifidad de trabajador. En otros términos, si el mercader comparte valores con los demás modelos identificados dentro de esta serie de seminarios —la religión con el santo, la sabiduría con el sabio, la honra con el noble—, su relación con el trabajo y la ganancia sacada del trabajo le da una dimensión específica inconfundible.
SANTO Y
MERCADER
La carta necrológica de Luis de la Palma no es un texto propiamente hagiográfico, en la medida en que el hijo no se propone la canonización de su padre y por consiguiente no se preocupa por contar milagros, imprescindibles para el acceso de un santo a los altares. Sin embargo, no vacila en calificar a su padre de «santo varón»3 y afirma en varios momentos que su padre está ya en el cielo cerca de Dios4. Tal certidumbre no se funda solamente en una muerte serena acompañada con todos los sacramentos exigidos por la Iglesia, sino también en una vida ilustrada por numerosas virtudes detenidamente descritas en el texto de su carta. Entre sus virtudes, no sorprenden las que se pueden considerar como propias de un mercader ejemplar y en particular: el trabajo recompensado por el aumento del patrimonio5, el respeto de la palabra dada en los negocios6, el cumplimiento fiel de las deudas7. 3 «El santo varón, que sabía que en casos tan intrincados y oscuros, es menester andar con pies de plomo...» (p. 28b). 4 Por ejemplo, p. 11b: «mi padre (que está en el cielo)»; p. 18b: «tuvo mi padre (que está en el cielo) ocho hijos varones y tres hijas». 5 «Habiendo quedado muy niño cuando su padre murió, y con tener patrimonio puesto en poder de tutores, vino a tener buena hacienda, ganada con su industria, trabajo y continua solicitud» (p. 14b). 6 «Era fiel y constante en cumplir lo que prometía: maravillábase sobremanera de hombres que prometían una cosa para plazo señalado y no lo cumplían... para él, sólo su palabra era como una obligación» (p. 13b). 7 «...después de tantos años de tratos y negocios tan gruesos, pudo decir con verdad a sus hijos un día antes que muriese: “Hijos no debo nada a nadie; por-
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Junto a estas virtudes propias de un mercader honrado, sobresalen las del cristiano: la fe, la humildad y la misericordia. En lo que toca a la fe, Luis de la Palma insiste sobre la práctica religiosa de su padre, práctica casi idéntica a la de los religiosos consagrados y, sin embargo, perfectamente conciliada con sus ocupaciones de mercader: «... en el mayor fervor de sus negocios por todo el tiempo que tuvo vista para ello, rezó el oficio mayor que entonces rezaban los de orden sacro» (p. 23b). Por otra parte, como cualquier ciudadano inserto en la sociedad cristiana de su tiempo, participa de la vida de las cofradías de su ciudad, de tal manera que van vinculados su estatuto de mercader y su fe personal. En efecto, su hacienda le permite mantener económicamente las cofradías toledanas: «Favoreció a todas las cofradías de su ciudad y de muchas de ellas fue hermano, y servía los oficios que se le encomendaban con mucha solicitud» (p. 23b). Su condición de mercader se traduce también por cierto realismo económico, que le conduce a condenar los gastos inútiles hechos por las cofradías en manifestaciones suntuosas y los riesgos que comportaban tales gastos para la hacienda personal de los cofrades8. Luis de la Palma cuenta en particular cómo, siendo mayordomo de la cofradía de la Madre de Dios, su padre quitó la costumbre de ofrecer un solemne convite a los cofrades antes de dar de comer a los pobres del Hospital del Rey. Parecida asociación entre virtud cristiana y realismo económico se manifiesta en su administración de la cofradía del Santísimo Sacramento del Altar: ... procurando que entrasen en ellas todos los mancebos más honrados de la parroquia; y para animarlos, que fuesen relevados de los oficios por algunos años. Dio orden como se comprase renta para la cera, y deseó y trató que se comprase también renta para dar el Jueves Santo camisas y zapatos a doce pobres, y para la una y otra renta dejó una buena manda en su testamento (p. 24b).
La fe de Gonzalo de la Palma no va pues desconectada de las obras, y su hijo la define como «una fe viva, que no se quedaba en el enque por cierto que no tenía yo cara para no pagar luego que se cumplía el plazo”» (p. 14a). 8 «No le parecía que en estas cofradías se introdujesen colaciones, comidas, bebidas y otros gastos semejantes: lo uno por ser cosa indecente mezclar las cosas profanas con las pías, y lo otro porque los oficios se hacían cargosos, y muchos se excusaban y huían de ellos por sola esta causa» (p. 23b).
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tendimiento, sino que obraba por medio de la caridad» (p. 25a). Tal asociación virtuosa corresponde bien al pragmatismo de un mercader tan organizado para los negocios de la tierra como para los del cielo. Otra virtud cristiana descrita por Luis de la Palma es la de la humildad, virtud en la que el mercader asocia religión y estatuto social ya que se traduce en el mercader por la afirmación de su medianía social. Naturalmente —escribe su hijo— fue enemigo de todo género de vanidad, ostentación y arrogancia, y amigo de la llaneza y simplicidad cristiana; contento con el estado que tenía sin querer empinarse a otro mayor. De mala gana trataba con los grandes, ni se quería jactar de su amistad (p. 26b)9.
Su humildad se manifiesta en particular en las procesiones del Corpus Christi, en las que no vacila en participar con la cabeza descubierta, al lado de los criados de los otros, manifestando al mismo tiempo su menosprecio de las convenciones sociales y su concepto del igualitarismo cristiano: «pareciéndole que delante de la majestad de aquel Señor no eran más los amos que los criados, donde todos eran como nada» (p. 24b). La humildad cristiana del mercader se traduce también por una relación particular con los bienes temporales. Gonzalo de la Palma considera que su dinero es regalo de Dios y que el gastarle en limosnas es una simple restitución10. Contrariamente a sus socios que a veces se entristecían de la poca ganancia comparada con el trabajo puesto, el santo mercader da las gracias a Dios por el simple hecho de haberle sustentado.Tiene la deformación profesional de establecer el registro de los beneficios otorgados por Dios como si estableciera un balance comercial: «Tenía hecho catálogo de todos los beneficios que había recibido de Dios en su vida» (p. 30a), y la lista es larga: educación, hacienda, mujer virtuosa, hijos numerosos, salud, fuerzas, vida larga, vejez dichosa. La humildad del mercader llega a tal grado que su propio hijo manifiesta su admiración: 9
Afirmación que va acompañada de una fuerte crítica social: «Porque éstos, como no pretenden honra de tratar con los menores, de ordinario pretenden interés, y en chupándole a uno la sustancia, le arrojan y escupen de la boca como cibera seca» (p. 26b). 10 «porque decía que, siendo todo de Dios y recibiéndolo de su mano, no era mucho volverle alguna parte en sus pobres, siendo siempre más lo que reservamos para nuestras necesidades y regalos» (p. 29b).
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Esto era lo que sobremanera me tenía maravillado, y no acababa de espantarme conmigo mismo cuando salía de tener alguna conversación con él, ver que un hombre lego, y ocupado toda su vida en negocios seculares, hubiese llegado tan a lo profundo de la humildad (p. 31a).
Así, el hijo reconoce la santidad de su padre mercader en una humildad excepcional, que supera la de los legos y llega a ser del mismo nivel que la de los santos religiosos. La tercera virtud cristiana característica del mercader, la de la misericordia, se funda en una especie de trato mercantil a lo divino. En efecto, para Gonzalo de la Palma, la salvación del alma podía expresarse en lenguaje comercial: juzgando por gran misericordia de Dios que el dinero y moneda que corre acá abajo en el mundo la hubiese subido tanto de valor que pudiese uno con ella rescatarse de la servidumbre espiritual de las culpas y comprar las glorias del paraíso (p. 32a).
De hecho, la misericordia de Gonzalo de la Palma pasa por obras que necesitan tiempo y dinero. En su juventud, empieza por cuidar de mujeres de mal vivir11; más tarde, se dedica a la cura de los enfermos y pone sus competencias económicas al servicio del Hospital del Rey, en el que hace de escribano y de mecenas proveyendo con largueza a las necesidades de los enfermos12. También visita a los presos de la cárcel, manifestando una compasión particular, sin duda ligada a su profesión, por los encarcelados por deudas, a quienes ayuda económicamente13. Así interviene Gonzalo de la Palma en una multitud de obras de misericordia y, como concluye su hijo, «en todo se había de hallar su persona o su dinero» (p. 33b). En todas sus obras de ca-
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«depositándolas en casas de mujeres honradas y virtuosas, reconciliándolas con sus padres y maridos, y poniéndolas en estado. Demás de esto, si algunos por pobreza no se velaban, procuraba saber de ellos, y se hacía su padrino, honrando sus bodas y pagando de su bolsa las velaciones» (p. 32b). 12 «Los negocios del hospital trataba con más cuidado y vigilancia que los suyos propios. Ayudaba con su limosna y prestando buenas cantidades de dineros en coyunturas que no era pequeño alivio para los mayordomos» (p. 37a). 13 «las Pascuas, que se sacan algunos que están presos por deudas, componiéndolos con sus acreedores, él también acudía con buena cantidad de dineros para ayudar a pagar estas deudas y dar libertad a estos presos» (p. 33b).
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ridad, el mercader se comporta con un sentido de la organización limosnera tan eficazmente planificada como la de sus negocios: A muchas de estas [personas necesitadas] tenía situadas sus limosnas para darles de tanto a tanto tiempo tal o tal cantidad, como le parecía, lo cual venían a cobrar tan puntualmente como si lo hubieran impuesto de censo sobres sus bienes (p. 34a).
Luis de la Palma nos indica cómo su padre hace provisiones en función de las estaciones del año no sólo para su casa, sino también para los pobres. A algunas mujeres honradas, principalmente viudas, manda al principio del invierno carbón y pasas, y para la cuaresma pescados. Al principio del invierno también compra telas o paños bastos para repartir a los pobres (p. 34a). La conciencia mercantil de Gonzalo de la Palma lo lleva a abrir un registro en el que asienta sus limosnas, no por avaricia sino, como lo precisa su hijo, «para que aquel libro le dijese puntualmente la verdad de sus gastos limosneros»14. Mientras que el virtuoso mercader denuncia el despilfarro en convites, fiestas, vestidos o en juegos, considera que no puede haber exceso en las obras de misericordia, que son como una especie de inversión cuyo provecho se saca con creces: «los que entienden esta granjería se han de quitar de la boca para tener que dar a los pobres, porque en la ocasión que menos piensan lo tornan a recibir de Dios con usura» (p. 36a). Para el mercader caritativo la recompensa divina no sólo consiste en la salvación eterna sino que se concilia con el reconocimiento social de los que se benefician de sus limosnas: se maravillaba mucho él de los que gastaban sus haciendas en servicio del mundo, y los que son grandes en él..., pudiendo emplearlo en los pobres de Jesucristo no sólo con interés de gloria perdurable, pero aun en esta vida con abundante cosecha de bendiciones (pp. 35b-36a).
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«determinó de hacer un libro y escribir en él todas las limosnas que hacía en un año; no las pequeñas y que se dan a los que piden por las puertas, sino otras de mayor cantidad para ver la suma que se hacía al cabo del año» (p. 35a). Su generosidad era tanta que se dio cuenta de que sus limosnas llegaban a amenazar la herencia de sus hijos: «las sumas de las limosnas salían tan crecidas que, así por su humildad como porque decía que no quería que sus hijos viendo aquel li-
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Vemos así cómo en diferentes rasgos que lindan con la santidad, en la fe, la humildad o la misericordia el mercader encuentra una vía ejemplar acorde a sus ocupaciones laborales y cómo asume su medianía entre el menosprecio de los grandes y el aprecio de los humildes.
SABIO Y
MERCADER
La carta necrológica de Luis de la Palma no sólo hace hincapié en las virtudes del mercader «santo varón», sino que enuncia en estilo directo o indirecto muchas aserciones recogidas directamente de la boca paterna. El hijo trasmite así a sus hermanos el mensaje del padre, al que califica también de «varón sabio». Su sabiduría descansa en dos pilares: una experiencia adquirida hasta una edad avanzada y una formación cristiana profundizada. La experiencia del sabio va formulada de manera incisiva y frecuentemente paradójica. En muchos casos, la sabiduría se manifiesta en oposición con la locura, en fórmulas que contrastan el juicio loco del mundo con el juicio sensato del sabio. Así es como puede afirmar contra toda lógica que la limosna aumenta la hacienda: «decía que la limosna era buen medio para aumentar y conservar la hacienda, porque de ordinario los que son limosneros excusan otros gastos superfluos en que se consume mucho dinero» (p. 36a). Incluso en situaciones extremas, donde hasta los sabios se vuelven locos, Gonzalo de la Palma afirma contra todos su sabiduría: cuando había algunas fiestas o regocijos públicos, cuando los más sabios suelen olvidarse de sí mismos... nos enseñaba cuánta locura era gastar uno su hacienda para cebar y entretener los ojos de los extraños, faltándoles muchas veces para mantener los estómagos de los suyos propios (p. 14a).
En todo el texto de la carta del padre Luis de la Palma abundan fórmulas de sabor proverbial propias de la experiencia de un anciano, condenando por ejemplo los gastos suntuarios: «decía que era gran locura gastar uno su hacienda y cansarse por el aplauso humano, que se
bro después de sus días dijesen que aquellas limosnas habían sido excesivas y que se habían de sacar del quinto, se resolvió en romper aquellas hojas...» (p. 35a).
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muda tan presto como el viento» (p. 30b) o aconsejando la paciencia en un caso de honra: «sabía que en casos tan intrincados y oscuros es menester andar con pies de plomo y aguardar el tiempo que saca todas las cosas a luz» (p. 28b). Otra dimensión de la sabiduría paterna estriba en la religión, y el hijo jesuita pone el acento en una sabiduría vinculada con su fe cuando lo describe como el «varón sabio, que edificó su casa no sobre el arena movediza de su propia fragilidad, sino sobre la piedra firme que es Jesucristo». Incluso sugiere que su padre es sabio por revelación divina al evocar su manera de dar consejos a sus hijos «no con molestia y pesadamente, sino diciéndoles vivas y eficaces razones y dándoles partes de la sabiduría que Dios le había comunicado» (p. 18a). En muchos casos aparecen claramente los fundamentos religiosos de su sabiduría. Gonzalo de la Palma se refiere frecuentemente a las sagradas escrituras, demostrando así una educación religiosa profundizada, y en sus sentencias se perciben ecos de la oratoria sagrada. Muy características del impacto de la Iglesia sobre su sabiduría son sus consideraciones sobre el estatuto de mercader. El apoyo constante de su conducta en valores como la honradez, la justicia y la verdad traducen la voluntad de seguir la vía trazada por los casuistas de su tiempo que desean moralizar la práctica mercantil. El jesuita Luis de la Palma afirma que su padre consulta a los especialistas de la ética comercial y que, con el sentido de la organización que lo caracteriza, apunta en un cuaderno sus pareceres: quería que todos sus negocios fuesen muy llanos y seguros en conciencia. Teníalos comunicados con los hombres más doctos de su tiempo, y escritos sus pareceres en un libro y firmados de sus nombres, por los cuales se regía como por arancel. Si alguna cosa se ofrecía de nuevo la comunicaba de nueva gana, y se sujetaba al parecer de los doctos (p. 15a).
Este contacto con los doctos participa al mismo tiempo de la moral y de la religión, porque abre paso a un verdadero examen de conciencia por parte del mercader. Se conforma con una ambición moderada en las ganancias: «siempre se inclinó a negocios de poco riesgo, aunque fuesen de menos ganancia y de más trabajo... Las riquezas ganadas súbitamente y de lance, no las envidiaba» (p. 14b). Se niega a la especulación acostumbrada del negocio marítimo:
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Mucho menos podía sufrir de los que no solamente embarcaban su hacienda, sino también la ajena, pidiendo para este fin mercaderías fiadas, sin quedarles acá hacienda con que asegurar el riesgo de la que iba por la mar; porque le parecía cosa injusta y contra toda razón que pretendiese uno ganancia propia con riesgo ajeno (pp. 14b-15a)15.
Se puede observar la proximidad de sus posiciones de ética comercial con las de un Tomás de Mercado, por ejemplo: Quien se contenta con mediana ganancia, no se arroja ciego de su codicia en peligrosos aprietos, antes con la seguridad que siempre busca, va continuando y aumentando su moderado interés; si los mercaderes pretendiesen ganar poco, serles ya este poco más que el mucho que ahora desean, cargarían de contado, partirían a buen tiempo y con tales medios habría muy raras pérdidas16.
Parecida influencia eclesiástica se manifiesta en lo que se podría llamar la doctrina social de la Iglesia, tal como la exponían entonces los «libros de estado». Según estos manuales, el mercader sabio es el que mantiene la paz y la justicia entre sus socios, sus criados o sus oficiales. Gonzalo de la Palma parece nutrido de semejantes lecturas. Se preocupa por las condiciones económicas de las viudas y de los hijos de sus socios fallecidos, «teniéndoles cuanto al amor y voluntad en lugar de hijos» (p. 15a). Paga generosamente a sus oficiales y sabe que un buen sueldo es el mejor modo de atarlos a su servicio, manifestando una sabiduría que reúne exigencia moral y realismo económico17. 15
Postura ética que también es una condena de la ociosidad propia de esos mercaderes que por la ociosidad se acercaban al modo de vida aristocrático: «Nunca consintió a sus hijos que cargasen para las Indias, aunque entonces se veían en este negocio muchas ganancias, porque no quería que fiando su hacienda del mar, anduviesen por una parte ociosos y por otra colgados del viento, sino que ganando su comida con su trabajo, trajesen delante de los ojos su hacienda» (p. 14b). 16 Suma de tratos y contratos, p. 291. 17 Algunos ejemplos de una sabiduría conforme con «los libros de estado»: «guardó mucha conformidad con sus compañeros [socios]; tuvo amor verdadero con sus hijos y mujeres viudas, conservando y aumentando sus haciendas y entregándoselas a su tiempo... siempre se inclinó al gusto y provecho de las viudas y menores» (p. 15a): «Guardó invariablemente las leyes de la justicia no sólo con sus compañeros, dando a cada uno lo que le pertenecía, sino también con los demás oficiales mayores y menores que pendían de él, pagando a cada uno pun-
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Así, el retrato del mercader sabio ofrecido por Luis de la Palma revela influencias de un sector eclesiástico que, en el contexto postridentino, se podría designar con el epíteto de «ilustrado». Se tiene la sensación de que, mientras que otros sectores más conservadores de la sociedad española ponían en tela de juicio la dignidad social del mercader, la sabiduría manifestada en el texto le confiere una honradez que hace de él un miembro ejemplar de la sociedad de su tiempo. Su sabiduría es la de una medianía económica que denuncia el comportamiento egoísta de los especuladores, descuidados de los intereses económicos de la colectividad, y que están a punto de traicionar su estamento para acceder al estado ocioso de la alta aristocracia.
NOBLE Y
MERCADER
Si hasta ahora hemos estudiado de qué manera el hijo de Gonzalo de la Palma instalaba eslabones entre el modelo del mercader y los modelos del santo o del sabio, queda por examinar los vínculos posibles con el modelo noble. El biógrafo de Luis de la Palma, el padre jesuita Alonso Andrade, escribía que su compañero había nacido «de padres nobles y ricos»18. Sin embargo, en la carta necrológica escrita por Luis de la Palma se puede comprobar la ausencia de toda palabra que confirme o infirme la nobleza de su padre. En ningún momento se le califica de noble, de hidalgo o de caballero, pero tampoco se le tilda de plebeyo. Es muy probable que era de origen converso como lo eran muchos mercaderes toledanos, pero naturalmente el hijo no dice nada al respecto19. El tualmente el precio de su trabajo» (p. 15a); «Era toda su gloria contar las criadas que habían salido de su casa bien pagadas y estaban puestas en estado, y los criados que habían salido ricos y aprovechados, y los oficiales que habían levantado cabeza tratando con él» (p. 15b); «por querer apurar y adelgazar demasiado, se vienen a despedir los buenos criados y oficiales, y quedarse uno con los ruines, que hurtan más, de secreto, que los buenos piden en público; y así, es necesario acomodar a los buenos para retenerlos, porque estos contratos no pueden perseverar si no es cuando hay provecho de ambas partes» (p. 15b). 18 Citado por Abad en la introducción de su edición, p. VII. 19 Tampoco aduce pruebas de su nobleza su editor moderno de la BAE, el padre Camilo María Abad, aunque escribe: «su padre puede mirarse como ejemplar de caballeros cristianos en la España del siglo XVI» (p. VII).
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texto de Luis de la Palma se limita a situar a su padre entre la categoría criticada de los grandes y la categoría subalterna de los oficiales y criados. Pero la crítica de los grandes no es forzosamente la crítica de la nobleza en su conjunto. ¿Cómo se sitúa pues el mercader frente al modelo constituido por el primer estamento de la sociedad de su tiempo, el de la nobleza? Para responder a tal pregunta, analizaremos el punto de vista del mercader frente a un valor al que solía identificarse la nobleza, el de la honra. Hay que admitir que tanto el padre como el hijo se reconocen en ciertos aspectos de la honra reivindicada por la nobleza. No desprecian los valores ligados con la valentía y consideran la destreza como un elemento de formación de la juventud. Gonzalo de la Palma es presentado como muy diestro en esgrimir cualquier género de armas, el cual ejercicio usó mucho en su mocedad; y cuando viejo, que sus hijos aprendían a esgrimir, tomaba la espada y hacía pruebas maravillosas delante de ellos y con ellos, y les contaba cosas particulares que le habían sucedido cuando mozo... (p. 13a).
Tampoco rechaza de plano el mercader determinados gastos vinculados con la honra apariencial, cuando se trata de manifestar un mérito o un estatuto social. Considera normales gastos emprendidos para celebrar éxitos universitarios, primeras misas o bodas familiares: «gastaba con liberalidad, lo que era menester para que estas cosas se hiciesen con el honor y aparato conveniente» (p. 16a). Sabe establecer la diferencia entre gastos útiles cuando se trata de afirmar un estatuto social y gastos superfluos: «Hijos, gastad en vestiros, en regalaros cuanto quisiereis, que para eso no faltará; pero no juguéis, que para el juego no hay hacienda que baste» (p. 16b). No niega pues Gonzalo de la Palma la importancia de la honra en su dimensión social sobre todo cuando es consideración debida a la virtud. Su ambición de honra consiste en «ser hombre de bien en los ojos de los hombres» (p. 13a). El respeto de la honra social como valor se traduce también por la voluntad manifestada de no infamar al prójimo: «En ninguna cosa quería agraviar a su prójimo, pero mucho menos en la honra» (p. 14a). Se muestra pues muy sensible a la honra ajena e incluso desea evitar las murmuraciones que, bajo pretexto de burlas, podrían alcanzarla:
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En ninguna cosa quería agraviar a su prójimo, pero mucho menos en la honra... antes deseaba honrar a todos, y no solamente no consentía pláticas que infamasen alguno en su linaje o persona, pero aun las murmuraciones más ligeras (p. 14b).
Sin embargo, esta aceptación de una honra-consideración social es matizada por una denuncia de determinados comportamientos característicos de los nobles o de los que los remedan. En su voluntad de borrar las distancias sociales, el mercader rechaza las marcas de honra apariencial que suelen observarse en la sociedad de su tiempo: No reparaba ni hacía caso si se usaban con él las ceremonias y cortesías sobre que otros hombres se quitan las vidas... su lugar en la iglesia fue el primero que hallaba desembarazado... Para salir de casa nunca se obligó ni ató a esperar criados (p. 26b).
La crítica hecha por el mercader de los que se arruinaban «faltándoles muchas veces para mantener los estómagos de los suyos propios» (p. 14a) parece dirigirse contra los hidalgos pobres preocupados por mantener las apariencias de su rango. Pero donde más marca su distancia con el modelo noble es en su voluntad de no defender la honra con la violencia: Decía, con mucho gusto, que la ley de Dios, de perdonar las injurias y no vengarlas, no sólo era buena para el alma y para excusar muchas y graves pesadumbres, sino también para la honra; porque, ¿qué mayor honra puede uno tener que haber sufrido con valor una injuria? (pp. 26 b27a).
Su concepción del perdón de las injurias es pues más propia de religiosos que de nobles, que difícilmente concebían la satisfacción de un caso de honra sin hacer uso de sus armas. Así, en la confrontación entre el modelo del mercader presentado por Luis de la Palma, y los modelos estereotipos del santo, del sabio y del noble, la mayor dificultad está en la asociación del noble y del mercader. Las virtudes y méritos de Gonzalo de la Palma abren al mercader el acceso a la santidad. Si le faltan los milagros para subir a los altares, su práctica de las virtudes cristianas perfectamente conciliadas con su concepto de los negocios hacen posible un modelo de santo
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mercader. La vida de Gonzalo de la Palma es también la de un sabio nutrido de su experiencia, y de sus reflexiones fuertemente inspiradas por las escrituras sagradas y la filosofía moral eclesiástica. Se hace conciliable la sabiduría y la profesión de mercader a partir del momento en que evita la locura de los gastos superfluos. En cambio, la asociación del modelo del noble y del mercader no funciona. El texto ni la desea, ni la rechaza; en realidad ni siquiera la plantea. Bien puede compartir el mercader ciertos valores con la nobleza, pero no se puede identificar con ella. La afirmación de una medianía social idealmente presentada entre grandes y subalternos le impide reivindicar el acceso al primer estamento de la jerarquía social de su tiempo. Sin embargo, para Luis de la Palma, el mercader, por su aptitud a integrar los modelos del santo y del sabio, se sitúa a un grado superior en la sociedad. En su conformidad con la doctrina social cristiana, el mercader se disocia del modelo noble dominante y llega mejor que él a conciliar utilidad social y salvación eterna. El texto de Luis de la Palma sirve pues a la promoción de un nuevo modelo social, santo y sabio en su medianía, tal como se puede resumir en algunas frases de su epílogo: supo (con la gracia de Dios) templar en sí mismo cosas al parecer contrarias, y entre los extremos escoger siempre el medio con maravillosa prudencia. Porque siendo valiente no era inquieto, sino pacífico y manso; siendo humilde no era pusilánime, sino de grande corazón y brío para emprender y concluir cualquier negocio... De tal manera se empleó en todos los ejercicios de virtud y devoción, que no perdió un punto de aumentar su hacienda. Era riguroso, y si decirse puede, escaso para los gastos superfluos e infructuosos; y por otra parte, liberal y casi pródigo en la provisión de su casa y limosnas con los pobres (p. 46b).
Vemos así cómo el jesuita Luis de la Palma construye un modelo de mercader que, lejos de traicionar su grupo social, afirma su medianía en un compromiso equilibrado entre santidad cristiana y sabiduría mercantil.
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BIBLIOGRAFÍA
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MERCADO, fray Tomás de, Suma de tratos y contratos, ed. Restituto Sierra Bravo, Madrid, Editora Nacional, 1975. PALMA, padre Luis de la, Biografía del señor Gonzalo de la Palma, en Obras completas, ed. padre Camilo María Abad, Madrid, Atlas, 1961 (BAE, 144), pp. 1-54.
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DEL ERASMISMO AL «EFECTO» BOTERO: LA UTOPÍA ESPAÑOLA DEL TRABAJO EN TORNO A 1600
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La reformación de semejantes cosas importantes y otras que lo son más, va de capa caída y a mí no me toca: es dar voces al lobo, tener el sol y predicar en desierto. Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache (I, p. 134)
Bien conocido es que, en la España del Quinientos, no llegaron a darse condiciones favorables a la cristalización de una ética del trabajo a la medida del incipiente capitalismo manufacturero. Baste recordar el amargo diagnóstico de González de Cellorigo en 1600: Lo que más ha distraído a los nuestros de la legítima ocupación que tanto importa a esta república, ha sido poner tanto la honra y la autoridad en el huir del trabajo, estimando en poco a los que siguen la agricultura, los tratos, los comercios y todo cualquier género de manufactura contra toda buena política [...].A este modo ha venido nuestra república al extremo de ricos y de pobres sin haber medio que los compase, y a ser los nuestros o ricos que huelguen o pobres que demanden1.
El fenómeno, por supuesto, no era exclusivo de España; pero cabe reconocer que la crisis del trabajo alcanzó ahí un apogeo del cual el Lazarillo y el Guzmán brindan cumplido testimonio.
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Memorial, pp. 79 y 160.
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Esa propensión a la improductividad, no obstante, había llamado pronto la atención de los moralistas: «En sola España —advertía Venegas hacia 1537— se tiene por deshonra el oficio mecánico, por cuya causa hay abundancia de holgazanes y malas mujeres, demás de los vicios que a la ociosidad acompañan»2. Veinte años más tarde, Pedro de Mercado lamentaría también ese desdén nobiliario por «los oficios e industrias», fuente de «tantos pedidores y vagabundos como [hay] en España»3. De hecho, en la estela del erasmismo y singularmente del De subventione pauperum de Vives, los humanistas españoles no cesan de esgrimir la maldición del Génesis (In sudore vultus tui vesceris pane) y el precepto de San Pablo (Si quis operari non vult, nec manducet) para condenar como pecado grave «la pereza de no trabajar»4 propia, en especial, de los «mendigos fingidos» que robaban la limosna debida a los verdaderos pobres. Elocuente exponente de tales ideas es fray Juan de Robles, defensor en 1545 de una malograda tentativa para aclimatar en Castilla la reforma asistencial promovida en Brujas. A esta problemática de los vagabundos va vinculada, en gran parte, la apología de «las excelencias del trabajo» que, desde Alfonso de Valdés a Bernaldino de Riberol, pasando por Luis Mexía o Francisco de Monzón, se propone demostrar que «Dios es grande amigo de los trabajadores»5. Entre 1530 y 1560, el trabajo-maldición se muda así en trabajo-consejo6 porque —precisa Riberol— «anda siempre acompañado con la virtud»7. 2
Agonía, p. 174a; esos «baldíos» —añadía Venegas— «si no tuviesen por deshonra el oficio de mecánico, allende que represarían el dinero en su tierra que para comprar las industrias de las otras naciones se saca, excusarían muchos pecados que ordinariamente suelen nacer de la ociosidad» (p. 174a). 3 Diálogos (1558), fs. 130v-133r: «De otra manera —argüía— se hace en Flandes y Alemania, que tienen por afrenta no saber oficio, y ninguno queda sin ser oficial, hasta los señores y príncipes tienen por pundonor saber oficios y usarlos para su recreación» (f. 131r). 4 Cf.Venegas: «La pereza que tienen [los pobres holgazanes] de no trabajar es un pecado grave, porque son obligados los hombres a hacer lo que es en sí buenamente para el mantenimiento de sus personas y casa» (Agonía, p. 179a). 5 Monzón, Espejo (1544), f. 33v. 6 Mercado: «Cuando Dios dijo a Adán Con el sudor de tu rostro comerás tu pan, aunque lo dio por maldición, según algunos lo dio por consejo.Yo por tal lo tengo porque, allende de alimentarnos de él, nos excusa cien mil desgracias que pare la ociosidad» (Diálogos, f. 131r). 7 Alabanza (1556), f. 18r.Villalón se refiere igualmente al dechado del hombre «bueno, limosnero, devoto y trabajador» en El Crotalón (p. 322). Sobre esta evolución semántica del concepto de «trabajo», véase Maravall, 1986, pp. 164-191.
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En este contexto de promoción moral del trabajo conviene valorar la rehabilitación social de «los oficiales mecánicos», injustamente «aniquilados y despreciados», que preconiza Luis Ortiz en su Memorial de 1558. Interesa señalar, en efecto, que el contador burgalés, apoyándose en el modelo de «Flandes y otros reinos donde ay concertadas repúblicas», resalta que la obligación de trabajar ya no concierne solamente a «los pobres» sino a toda la población invitada (eso sí, con matices estamentales) a dinamizar la economía: «Con estar toda la república ocupada en sus tratos y oficios» —escribe—, se dispondrá de «todas las mercaderías que fueren necesarias para Indias», bajarán «las cosas de los excesivos precios en que al presente están», y será «causa de gran riqueza y ennoblecimiento del Reino»8. Todo ello implicaba una patente laicización del concepto de trabajo. Sabido es que este programa, basado en el espíritu burgués de empresa, quedó a la sazón sin eco. Sólo volvería a ser actualidad al finalizar el siglo, cuando el colapso de la economía financiera dominada por los genoveses había de llevar a los españoles a redescubrir las virtudes del trabajo manufacturero.Y, de nuevo, la tratadística del remedio de pobres parece haber desempeñado un papel relevante en esta toma de conciencia. Acaso procedente de Bodin, la voz manifatura empieza justamente a circular en la pluma del catalán Giginta, quien la utiliza en 1579 para calificar las labores textiles que esperaban a los «falsos mendigos» y demás «pícaros vagabundos» en las Casas de Misericordia: todos, sin excluir a los inválidos, debían allí ocuparse «en manifatura de lana, seda, lino o esparto [...], en beneficio suyo y de la república». «Para animarlos al trabajo y para que tengan camino de mejorar en algo su estado», percibirían un salario de «veinte maravedís al día», y, al salir de su aprendizaje, recibirían un peculio para establecerse en alguna «revendería de cosillas, de que se sustentan y medran otros». Huelga 8 Memorial, pp. 121, 125, 128-129 y 166. Pocos años antes, el insólito desierto mercantil y manufacturero que sirve de escenario a los episodios toledanos del Lazarillo donde (fuera de unas caritativas «mujercillas hilanderas de algodón, que hacían bonetes») nadie parece interesado en trabajar, se anticipaba simbólicamente al análisis de Ortiz atento a subrayar que «esta ciudad [de Toledo] solía ser muy próspera por los muchos tratos y oficios [...], que la mayor parte se ha perdido y dexado» (p. 151). Es lícito pensar que el anónimo novelista de 1554 —probable lector de Vives— ya debía de deplorar también que «este lugar [no] tuviese república concertada como Brujas» (ibid., p. 150).
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decir que tales planes se frustraron en breve. En un país donde «los pobretos —notaba Giginta— a la noche se hallarán alguna vez con más dineros que si trabajaran todo el día de su oficio», ardua empresa era sin duda convertir a los mendigos en oficiales9. La obra del canónigo de Elna obedece todavía a una concepción puramente moral del trabajo; con todo, el empeño del reformador en politizar la cuestión de la mendicidad y en plantearla a nivel nacional, preludia con nitidez el ambicioso proyecto mercantilista que, en 1598, iba a exponer Pérez de Herrera. Entre ambas tentativas, es cierto, la coyuntura económica se había deteriorado sustancialmente (recuérdese la bancarrota estatal de 1596), pero —sobre todo— el horizonte intelectual de las élites ideológicas se había despejado a raíz del efecto Botero, cuya Ragion di Stato (1589), traducida en 1593 por Antonio de Herrera, ofrecía una doctrina adaptada a la grave crisis que se avecinaba en España. Con el texto del ex jesuita piamontés (muy difundido por su incondicional apoyo al catolicismo), se iniciaba una Segunda Contrarreforma más proclive a primar los motivos políticos que los religiosos. En aras de «la razón cristiana», el prudencialismo de Botero otorgaba una importancia decisiva a los factores económicos, y se caracterizaba por su total adhesión a los criterios industrialistas de Bodin10. Según el autor de la Razón de Estado, el hombre había nacido para trabajar: dado que «mucho mayor número de gente vive de la industria que de la renta», era imperativo «introducir todo género de oficios mecánicos, trayendo de otras tierras los mejores [...], y proponiendo premios para la excelencia». El Rey debía apoyarse en la clase de «los medianos», llamada a promover «la industria, bajo cuyo nombre —especifica Botero— abrazo toda suerte de tráfico y de comercio». La prosperidad dependía de «la profusión de las artes», por cuanto eran «de mayor estimación y precio las cosas producidas por la artificiosa mano del hombre que las que son engendradas de Naturaleza». El alma de la economía era urbana. Aleccionador era el caso de «Venecia o Florencia [...], donde con el arte de la seda y de la lana se mantienen las terceras partes de la gente». Por tanto, convenía que el príncipe «no permita que las materias primas 9 Para más datos sobre esta reforma (1579-1587), ver Cavillac, 1994, pp. 9096 y 299-305. 10 La République (1576) de Bodin, «enmendada católicamente», había sido traducida por Gaspar de Añastro Ysunza (Los seis libros de la República, Turín, 1590).
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se saquen de su Estado [...], porque con ellas se van también los oficiales que las labran», como ocurría en España donde «son negligentes en el ejercicio de las artes manuales». Por el contrario, era preciso fomentar las manifaturas para que hubiera en el reino «alguna gran mercadería»11, es decir —aclaraba Botero— «mercancía de las cosas» y no esos tráficos de dinero que habían convertido a Castilla en «un Cambio»12. De este mercantilismo ajustado a la horma católica, que actualizaba viejos anhelos nacionales, se derivarían la mayoría de los escritos que, hacia 1600, abogan en favor de la industria y de la estimación del trabajador, alegato éste cuya clave de bóveda era el mercader, figura conflictiva en España por su frecuente ascendencia judeoconversa. En la última década del siglo, apenas hay texto de índole económica que escape a la órbita de Botero en su afán por enaltecer «la industria de los hombres» y «los tratos de mercancía legítima» como antídoto a los negocios basados en «el crédito fingido»13. Paralelamente a la idealización de la agricultura, estudiada por N. Salomon, se afirma una corriente filoburguesa centrada en el modelo del «mercader verdadero»14. Entre 1593 y 1598,Valle de la Cerda reelabora así su proyecto de los Erarios, orientado a desarrollar «todo género de mercancía, que por industria y manos de hombres suelen valer tantos tesoros». Merced a «las manifaturas» y «la mercancía de las cosas», se propiciaría «la abundancia y barato de todo, de suerte que la industria del hombre será el precio del oro». Al ocuparse todos, «abundantes y necesitados», resultaría «haber menos pobres perpetuos, y menos mendigantes y holgazanes»15. Poco diferente es la teoría laboral del Padre Mariana, quien propugna que «sean las artes honradas y tenidas en estima» al igual que «cuantos se dediquen al comercio». Para el jesuita, adepto al ideal industrialista, era «mucho más ventajoso que traer de otras naciones las materias ya elaboradas, pues haciéndose las tendríamos en mayor abundancia, y no saldría de España el mucho oro y plata que tenemos»16.
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Diez libros de la Razón de Estado, fs. 128v y 131v-133v. Relaciones, fs. 15v y 28v. 13 Valle de la Cerda, 1600, fs. 16v. y 57r. 14 Sobre esta imagen positiva (y atípica) del mercader en el Siglo de Oro, ver Cavillac, 1994, pp. 193-251 y 333-410 («Mercantilismo y discurso atalayista»). 15 Desempeño, fs. 58r, 67v, 69v, 105r-106r, 107v, 117v-118v y 120v. 16 Del Rey, pp. 550-551 y 563. En 1614, su correligionario Pedro de Guzmán había de comentar: «parecen bien los ciudadanos ocupados en sus oficios; y es 12
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En torno a 1600, tales consideraciones (presentes en autores tan dispares como Baltasar Álamos de Barrientos o fray Francisco Ortiz Lucio) eran ya tópicos del discurso reformista. Gutiérrez de los Ríos consagra entonces un voluminoso tratado a «la estimación de las artes [...] con una exhortación a la honra de la virtud y del trabajo» en contra de aquellos que «tienen por cosa vil el trabajar y por noble el holgar». Aduciendo una vez más el ejemplo de «los venecianos [que viven prósperos] con el trabajar y ser mercaderes verdaderos y no hombres de negocios fingidos», el salmantino proclamaba: Honremos y favorezcamos a cualquier género de trabajo estimando en más al más mínimo y pobre oficial que al más rico e hinchado ocioso [...], para que todos en particular, nobles, hidalgos y plebeyos, cada uno de por sí, sigamos el trabajo17.
Por las mismas fechas, Cellorigo publicaba su famoso Memorial donde, citando varias veces a «Juan Botero en el libro que escribió sobre la razón de Estado», abogaba por la revitalización de una «medianía» capaz de impulsar «la natural y artificial industria», motor de la riqueza verdadera junto con «la mercadería» tan injustamente postergada en España. Desdeñar las tareas realizadas «con el sudor de nuestras manos» —realza Cellorigo— equivalía a ir contra la ordenación divina «pues el trabajo, como ordenado de Dios a los hombres, es de tanta nobleza que jamás dejó de premiar al que le sigue»18. Lejos estamos ya del trabajo-maldición19. Dentro de la onda del efecto Botero, se sitúan en particular dos obras clave de los últimos años del XVI —el Amparo de pobres (1595-1598) del doctor Herrera, y el Guzmán de Alfarache (1599-1604) de Mateo Alemán—, cuya génesis se remonta precisamente a 1593, fecha de la hermoso espectáculo ver las calles y plazas de una bien concertada república llenas de oficios, oficiales y trabajadores que a las puertas de sus casas, como las abejas a las suyas, están trabajando con diligencia y fervor» (Bienes, p. 111). 17 Noticia general (1600), pp. 28, 290, 322 y 337. 18 Memorial, pp. 11-12, 73, 77, 80-81 y 84-87. 19 En 1602, fray Melchor de Huélamo, acerado censor de la ociosidad de «los caballeros», recuerda que «el Santísimo Joseph carpintero era, ganando con su sudor la comida», y que «San Mateo y San Francisco mercaderes fueron» (Vida y milagros, p. 127).
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versión española de la Ragion di Stato. Pérez de Herrera comienza a idear sus planes de «reformación de los vagabundos» en 1593, como consta en su discurso V (redactado en 1597): «me he ocupado en este negocio tan importante —leemos— cuatro años ha»20. Del mismo período datan sus relaciones con Alemán enfrascado en similar empeño21. Sabido es que los Discursos de Herrera, muy apreciados por los jesuitas, apelan a «la verdadera razón de Estado» para recomendar que «nadie esté ocioso por pereza de no trabajar», a fin de que «estos reinos abunden de mercaderías [...], y se hinchen de oficiales de todos ministerios». Fabricar es verbo recurrente en la pluma del doctor. Con «la industria de donde nace la riqueza» —explica—, habrá «en España todo lo importante de mercaderías que nos venden los extranjeros, llevándonos nuestros materiales para hacerlas». Gracias al trabajo de los «mendigos reformados», empezando por «los niños y niñas pobres, desde ocho años de edad», se podrían «fabricar tapicería como la de Flandes [...], y paños de colores como los de Londres muy finos, y otras telas y mercaderías», amén de «instrumentos de fuego y artificios militares». En suma, «con la ocupación, todo sería de aquí adelante próspero y abundante». Si bien nuestro optimista Protomédico resalta que así se logrará «reducir los pobres a otros más ricos», resulta obvio que la finalidad de su reformación es incrementar la oferta de mano de obra con vistas a abaratar los salarios, pues «valen tan caras las hechuras de las cosas»22. Los beneficiados habían de ser, ante todo, los mercaderes-empresarios. A la luz del mercantilismo de Botero, las teorías erasmizantes de Giginta —cabalmente recuperadas por Herrera— adquirían una indudable modernidad económica. La reforma de la beneficencia pasaba a nutrir el sueño de una España mercantil donde, merced a «las manifaturas», se reforzarían «los tratos y comercios [...] en mercaderías reales y en especie», siempre que Su Majestad «mande se dé orden como no se pierda por ello la nobleza, antes con la riqueza y sobra de hacienda 20
Amparo, p. 177. Véanse las dos Cartas que, en octubre de 1597, dirige a su amigo Herrera (Cros, 1967, pp. 436-444): terminada ya «la primera parte del pícaro», el novelista hubo de comenzarla a raíz de su cese como «contador» en 1593-1594 (Cavillac, 1998, pp. 90-93). 22 Amparo, pp. 10-11, 101, 105-106, 130-131, 239 y 269. 21
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luzca más y se conserve como hacen muchas naciones»23. Entretanto, Pérez de Herrera diseñaba los contornos de un Madrid industrioso «pareciendo en el trato otro Amberes» con sus numerosas tiendas y Lonja de Mercaderes, sin olvidar sus batanes en un Manzanares engrosado por las aguas del Jarama24. Este ideario burgués —refrendado por Alonso de Barros, futuro prologuista del Guzmán— mediatiza con toda evidencia la confesión del Pícaro-Atalaya que a la sazón imagina Alemán, amigo íntimo del doctor Herrera. Al reseñar que el novelista «ha retratado tan al vivo un hijo del ocio que ninguno [...] le dejará de conocer en las señas»25, Barros sugería a las claras que la historia de Guzmán era una metáfora de la España improductiva censurada por los repúblicos. Teniendo «dos padres» —un «mercader» genovés especializado en «cambios y recambios», y un «caballero viejo» que vivía de rentas—, el bastardo alemaniano encarna el parasitismo bifronte que asfixiaba a la burguesía nacional. Al desaparecer sus padres, Guzmán pronto quedará atrapado en el engranaje del picarismo.Víctima de «la loca estimación» de «la honra» (I, p. 279), irá dando tumbos por la vida siempre propenso —como mendigo fingido o mercader mohatrero— a estafar a los demás. Condenado por fin a galeras, sus «desventuras» le mueven entonces a sentar la cabeza, y opta por convertirse a la racionalidad. Esta fábula que —advierte Hernando de Soto— «enseña por su contrario / la forma de bien vivir» (I, p. 121), moviliza lo esencial de la temática reformista del momento. En vano buscaríamos en la literatura coetánea una ficción que tanto glorifique el trabajo desde la conciencia de que «ser uno mercader es dignidad» (II, p. 374). En tales coordenadas se inscribe la conversión del Pícaro en cuyo proceso el descubrimiento de la manifatura es signo precursor26.Ya en la gale-
23 Remedios (1610), fs. 20v-23r; y Memorial a los caballeros procuradores de Cortes, 1617, f. 210r. 24 Amparo, pp. 239-240, y Las calidades y grandezas (1597), fs. 21r-24v; ver Cavillac, en prensa. 25 Guzmán, I, p. 115. 26 Aspecto puesto de relieve por Molho (1985, p. 211). Guerreiro, en cambio, se niega paradójicamente a otorgar el menor valor probatorio —«il n’y a rien en cela que de très commun», opina (2001, p. 117)— a dichas premisas de la conversión.
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Aparte del material de fullería (concesión al entorno del actante), todos son artículos de buena ley. La fabricación de dichos objetos solía ser, por cierto, una actividad femenina27, y por ende algo degradante para quien lamentaba que «un hombre como yo» se hallara relegado entre «gente bruta» (II, p. 490). Pero, en el universo degradado de las galeras, esas tareas de mercería —documentadas ya en el Viaje de Turquía— eran las únicas al alcance de los forzados28. De todos modos, más que la naturaleza del producto, importa aquí el hecho de que el galeote se dedique espontáneamente (y por primera vez en su vida) a fabricar una mercancía. Lo que interesa observar, sobre todo, es que, tras su iniciación en la industria, Guzmán va a recibir la revelación de que el comercio —no ya la especulación dineraria sino «la mercancía de las cosas» (Botero)— podía ser rentable y agradable a Dios. Poco después, en efecto, al personaje que guardaba consigo «algún dinerillo [...], para hacer empleo en algo que fuese aprovechado» (II, p. 503), se le ofrece la oportunidad deseada:
27
Según Pérez de Herrera, «las mujeres vagabundas» recluidas en «las Casas del Trabajo y Labor» debían, en particular, «hacer medias de lana y seda, y botones de toda suerte» (Amparo, p. 123). 28 Zysberg (1987, p. 127) confirma el fenómeno: «Lorsqu’elles séjournent dans leur port d’attache, toutes les galères se transforment en autant d’ateliers où se tricotent non seulement des bas, mais aussi des bonnets, des chaussons, des gants et des bourses, qui sont ouvrés avec du filet de coton, de la laine et même de la soie qui n’était sans doute confiée qu’aux ouvriers d’élite». Parece, pues, excesivo sostener con Molho (1985, p. 211) que la ocupación manufacturera de Guzmán es aquí «propia de un marica». Con todo, es verdad que —en la Atalaya— la artesanía resulta ser menos honorable que la mercadería auténtica.
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Queriendo salir las galeras que se habían de juntar con las de Nápoles para cierta jornada, salí a tierra —nos cuenta— con un soldado de guarda y empleé mi dinerillo todo en cosas de vivanderos, de que luego en saliendo de allí había de doblarlo, y sucedióme bien (II, pp. 504-505).
La palabra cosas no ha sido elegida a la ligera. Nuestro galeote (también por primera vez en su vida) ha invertido su escaso capital en un negocio todo lo humilde que se quiera, pero en «mercaderías reales y en especie» acorde con la axiología mercantilista. El beneficio moral de la operación no tarda en manifestarse. A renglón seguido, se inicia el monólogo de la conversión con la frase: «Ya con las desventuras iba comenzando a ver la luz de que gozan los que siguen a la virtud» (II, p. 505). ¿De qué virtud puede tratarse? Obviamente, de la virtud mercantil que acaba de iluminar su entendimiento. De ahí el léxico capitalista que impregna el consabido pacto sellado con Dios (II, pp. 505506). «Halléme otro» (II, p. 506), «Yo me hallaba muy bien, bien que trabajaba mucho» (II, p. 510), confiesa luego Guzmán: «sabía que estaba muy reformado» (II, p. 510). La racionalidad económica —proyectada a continuación sobre el horizonte de la Ragion di Stato— es la clave de la regeneración del Pícaro29. A la luz de esta mudanza moral, pivote de la enunciación, se esclarecen (y se justifican) los propósitos reformistas del narrador. «Bien sé yo —apunta en varias ocasiones— cómo se pudiera todo remediar con mucha facilidad» (II, p. 268). La panacea es evidentemente el trabajo. «La ociosidad —reconoce el galeote— [...] fue la causa de todos mis daños», porque «como al bien ocupado no hay virtud que le falte, al ocioso no hay vicio que no le acompañe» (I, p. 318). Sobre tal convicción se asientan los encomios de la laboriosidad que atraviesan el Guzmán: No cumple la persona con lo que debe cuando no trabaja, pues nació para ello y dello se ha de sustentar (II, p. 210). Mucho se debe agra29
Así y todo, adviértase que el galeote cuarentón del final diegético dista de confundirse con el narrador perfecto, el cual se expresa desde «la senectud» (II, p. 127). Importa, pues, tener presente que la conversión (insoslayable) del protagonista queda aún lastrada por ciertas imperfecciones —fabrica dados «para fulleros»; duplica su haber cuando la compraventa; recurre in fine a la delación para salvar a la nave cristiana— que, en definitiva, bien pueden haber justificado su permanencia en galeras (ver Cavillac, 1993).
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decer al que por su trabajo sabe ganar (I, p. 317). Come de tu sudor y no del ajeno, sírvante para ello los bienes y gajes ganados limpiamente: andarás con sabor, serás dichoso y todo se te hará bien (I, p. 288).
Indisociable de la ganancia, o sea del derecho al salario (I, p. 314), el trabajo es ahí factor de bienestar y de dignidad humana: «Sabía —leemos— cuánto es uno más hombre que los otros cuanto era más trabajador, y por el contrario con el ocio» (I, p. 332). En nombre de dicha ética estigmatiza el narrador la haraganería de los falsos mendigos que se hacían ricos a expensas del «verdaderamente necesitado y pobre» (I, p. 420). «Yo te aseguro —confirma Alemán en el San Antonio de Padua— que has de trabajar si quieres jornal de trabajador»30. Sólo el pobre «inútil para todo trato y oficio» tenía derecho a la caridad; los demás, aunque fueran cojos, corcovados, mudos y ciegos, debían ocuparse en algún oficio mecánico: así habría «abundancia en todo, y vendría a bajar el excesivo precio de las cosas»31. Poco interesado por la agricultura, ejercicio propio de «villanos» (I, p. 253), el autor de la Atalaya —que no omite rendir homenaje al «buen gobierno» de Venecia (II, p. 131) y de Florencia (II, p. 169)— cifra la prosperidad colectiva en la elaboración y compraventa de mercaderías. Conforme ha mostrado Cros32, ni siquiera un tema tan grato a los agraristas como el de la fecundidad de la tierra (II, p. 156) escapa a esta conciencia mercantilista que, por otra parte, se objetiva en el cuento de Bonifacio y Dorotea donde, tras evocar la figura de «un mercader extranjero, limpio de linaje, rico y honrado», se nos describe a un matrimonio de hacendosos artesanos: Él de ordinario asistía en la tienda, ocupado en el beneficio de su hacienda, y ella en su aposento tratando de su labor así doméstica como de aguja, gastando en sus matices y bordados parte de la que su marido hacía. Crecíales la ganancia y en mucha conformidad pasaban honrosamente la vida (II, p. 314).
Muy problemático en el Guzmán, este ideal de la «medianía» industriosa se perfila más nítidamente en la Ortografía castellana atenta a 30 31 32
F. 218r. Carta de 1597, p. 439. 1986, pp. 160-179.
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saludar el arte del «platero que quiere fabricar un curioso vaso de plata», o la habilidad del muchacho que «sabe tejer, fabricar un reloj, o coser un zapato»33. Para Alemán, sin embargo, el modelo económico es ante todo aquel mercader legítimo, ensalzado en el San Antonio de Padua, gracias a cuyo trato la noble ciudad de Lisboa es abundantísima de todas mercancías, porque demás del trato familiar que allí se tiene con todas las naciones, el propio suyo de la India es tan grande que bastece la mayor parte del mundo, y con mucha propiedad la podemos llamar su estómago, que como en el del hombre se distribuye la virtud para todo el cuerpo, así Lisbona, recogiendo en sí lo particular de cada uno, el oro, perlas, piedras, telas, mercancías y otras cosas, todo lo digiere, perficiona y pule, repartiéndolo después por todo el orbe universo34.
Cuando, tras fustigar «las contraescrituras» y demás «estratagemas» que en Castilla viciaban el comercio (II, pp. 367-374), Guzmán reivindica la «dignidad» del estado de «mercader», no cabe duda que sueña con un sistema afín al vigoroso capitalismo portugués, antípoda —como destacó Gentil da Silva— de los tráficos financieros caros a los genoveses35. Conviene concluir. La era moderna —advirtió Pierre Jaccard36— no comienza realmente hasta que cambiaron las ideas sobre el trabajo y se concedió a los trabajadores una consideración a la medida de los intereses de la burguesía mercantil. Dicho viraje, ligado al retorno a la mercancía, había de iniciarse en Europa al filo del Seiscientos. Laffemas en Francia, o Mun en Inglaterra, son ejemplares exponentes de aquella nueva mentalidad asentada en un mercantilismo deudor, en buena parte, de Giovanni Botero. Como hemos visto, la España del siglo XVI, por boca de sus élites ideológicas, no permaneció al margen de tal proceso; pero todo quedó en discursos: las reformas apenas pasaron del nivel teórico y sus promotores se vieron pronto abocados a la utopía o al silencio. Muy ilus-
33
Pp. 21 y 33. Fs. 26r-26v. 35 Stratégie des Affaires, p. 11. Sobre el auge en Castilla del capitalismo genovés que, de 1566 en adelante, «desdeña las mercaderías y se vuelca sobre las finanzas», véase Ruiz Martín, 1990, pp. 11-43. 36 Apud González Muñiz, 1975, p. 173. 34
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trativo es el fracaso anunciado de la «reformación» de Herrera, acusada ya desde 1599 de «haber sido inventada por ingleses y gentes que hoy están ajenos de Dios»37. Y muy reveladora de la previsible frustración de aquellos anhelos burgueses es la Atalaya de Mateo Alemán, cuyo narrador, pese a su conversión al «servicio de Su Majestad» (II, p. 521), siguió —al parecer— «preso y aherrojado» (II, p. 49) a bordo de la galera nacional desde donde, como se sabe, «Él mismo escribe su vida» (I, p. 113).
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37 Bartolomé de Villalba, Apuntamientos, p. 274. En 1620, Gutierre Márquez de Careaga no vacilará en afirmar que la España anhelada por ciertos escritores políticos equivale a «que seamos todos al fuero de Ginebra, todos oficiales, y los templos vacíos» (apud J.Vilar, 1991, p. 126).
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DEFENSA E ILUSTRACIÓN DEL OFICIAL MECÁNICO EN LA PROSA LITERARIA DEL SIGLO XVI
Ana Vian Herrero Universidad Complutense
La defensa del oficial mecánico en la literatura del siglo XVI y, en general, el tema del trabajo en la sociedad y en la literatura del Antiguo Régimen tienen una cantidad grande de ramificaciones y asuntos polémicos colaterales, como la caridad y la beneficencia, la vida activa y la contemplativa, el régimen señorial con sus hábitos de vida anejos (lujo, vida ociosa, etc.), el conflicto de las castas, nociones complejas como honor, medianía y otras. Todos son «palabras mayores» y cuestiones de envergadura, de las que es imposible ocuparse aquí en toda su extensión. Incluso una precisión inicial obligaría a distinguir entre trabajo («venta que hace el pobre de su fuerza laboral a cambio de un salario») y actividad («ocupación»), ya que no por principio se identifican: no pocos autores en lugar de trabajo (esencialmente manual) entienden actividad (esencialmente intelectual, o también actividad «ociosa» o «de entretenimiento» o «no remunerada»)1. Por motivos evi1
El tópico del aurea mediocritas ligado a la vida del trabajador manual es menos frecuente que el que lo encarna en el oficio del pastor, por lo demás estéticamente inactivo, o con una ocupación decorativa. Un sólo testimonio, fuera de la novela pastoril «canónica»: «Había por aquellos valles muchos pastores que tañendo sus flautas rodeaban sus ganados, sin de otra cosa ninguna tener cuidado más que de levantarse cuando el sol salía, y guardar sus ovejas, y pasar el día en honestos ejercicios; y, venida la noche, haciendo grandes fuegos estarse a ellos, comiendo de aquellos sus pastoriles manjares, y después recogerse en sus cabañas, sin de cosa ninguna tener cuidado, ni pena, ni desasosiego, durmiendo a placer sin tener cuenta con las cortes de los altos príncipes y poderosos señores, ni de sus mudables favores, abrazados solamente con aquella deleitosa y suave soledad,
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dentes no trataré todos estos asuntos mayores con detenimiento, pero los rozaré sólo en la medida en que para los autores y textos alegados exista una relación estrecha entre todos o parte de ellos. Oficial mecánico es, por otro lado, una noción muy amplia que engloba al artesano, al agricultor, al ganadero, al mercader y comerciante, al banquero, al obrero de cualquier ramo productivo, y a varios hombres de letras y profesiones que hoy llamaríamos «liberales»2. Por razones igualmente obvias, no puedo ocuparme de todas esas encarnaciones del oficial mecánico, sino sólo —y selectivamente— de aquellas que mayor rendimiento literario dieron en nuestros prosistas del siglo XVI. Concibo esta monografía en tres apartados que responden metodológicamente al objetivo del seminario que nos convoca. En primer lugar, una introducción al tema que permita acotar por qué las artes mecánicas son, en nuestra literatura renacentista, un problema ideológico-moral, político, económico e incluso estético («El trabajo manual como problema»). En segundo lugar, se revisarán las tendencias y gé-
estando cantando debajo de altos pinos o de algún gran roble, no les dando pena la hambre grande que los que sirven a los señores de privar tienen, ni menos trabajo las galas de la agradecida y superba dama, ni las mudanzas que en sus favores suele haber. No les quitaba el sueño si las naves cargadas de mercadería, viniendo del Cairo o de Alejandría, se podrían perder, ni si los bancos gruesos y de gran crédito quebrarían y en un hora perderían todo aquello que en muchos años habían ganado. [...]» (Núñez de Reinoso, Los amores de Clareo y Florisea, p. 192). 2 La asociación estamental de artesanos y hombres de letras es frecuente entre los coetáneos; la noción de medianía o mediocritas es de origen aristotélico y evoluciona conceptualmente a lo largo de los siglos medievales y áureos: en el siglo XVI suele designar a hidalgos, ciudadanos, hombres de letras, artesanos, profesiones liberales (médicos, juristas, comerciantes, banqueros), etc. y dista de ser un concepto igualitario (véanse Salomon, 1965, p. 804, y Pelorson, 1979, pp. 662665). Este último, p. 665: «la notion de medianía a servi à la fois pour penser la réelle promotion politique de certains hommes et pour lui assigner une limite». Dejo aparte el conflicto letrados-señores visible por ejemplo en el célebre texto de Hurtado de Mendoza, Guerra de Granada, ed. 1970, pp. 105-106, donde examina, desde los Reyes Católicos a Felipe II, el ascenso de los letrados que acaban por suplantar a la aristocracia tradicional en consejos reales, cortes de justicia y administración: ver Pérez, 1984, pp. 237-244, reed. en 2000, pp. 119-125 y, esencial, Kagan, 1981, pp. 105-147. Para el proceso de autoconciencia del escritor en el Antiguo Régimen ver Strosetzki, 1997.
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neros principales de la prosa literaria del siglo XVI defensora del trabajo manual, es decir, principalmente tratados y diálogos, que toman partido en la polémica a favor del trabajo («La defensa de las artes mecánicas»). Por último, algunos textos, todos dialogados, donde la vida laboriosa se encarna ya en un protagonista de ficción que «ilustra» a un oficial mecánico como modelo de vida («Ilustración ejemplar del oficial mecánico»).
I. EL TRABAJO
MANUAL COMO PROBLEMA
La sociedad española de los Siglos de Oro se ha visto desde hace ya décadas como un cuerpo carente de una burguesía nacional vigorosa y ascendente, emprendedora y volcada en las empresas manufactureras y creadoras. Desde el célebre trabajo de Noël Salomon sobre la comedia campesina del Siglo de oro se acepta que las defensas del trabajo en la sociedad y la literatura del Antiguo Régimen encierran ideologías de muy diverso signo. En concreto, en la comedia de ambiente campesino, el elogio del trabajo de campo se inscribe, según él, dentro de la orientación general de una sociedad dominada por una aristocracia terrateniente que vivía del producto de la tierra y había negado la posibilidad de una burguesía nacional fuerte, tras dos hechos de especial significación: la expulsión de los judíos y la guerra castellana de las Comunidades3. Sólo subsistió, según Salomon, una burguesía mercantil y financiera por lo general venida del extranjero (renanos, genoveses) e interesada sólo a medias en el desarrollo de las industrias nacionales. La importación creciente de materiales preciosos que permitían comprar en el exterior sin fabricar en el interior, acabó de abortar el desarrollo —incluso para siglos venideros— de una clase manufacturera autóctona de importancia. Por esta razón, en lo relativo al trabajo, según opinión extendida, suele caracterizar a España, sobre todo desde 1550, el entrar a contrapelo en la historia moderna, con la mirada vuelta nostálgicamente hacia el pasado me3 «On peut dire, en effet, qu’après l’expulsion des juifs à la fin du XVe siècle, puis la défaite des Comunidades des villes de Castille au début du règne de CharlesQuint, les éléments de la “pré-bourgeoisie” manufacturière espagnole montante avaient été disloqués, anéantis par la réaction féodalo-agraire» (Salomon, 1965, pp. 258 [aquí la cita] y ss.).
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dieval; también en el terreno de la cultura, dijo Curtius, se produce este fenómeno4. Si las opiniones sobre el trabajo son un problema es porque no es conveniente hacer generalizaciones sin matizar el tiempo y el lugar5. Tampoco la resistencia al trabajo manual y el gusto por las rentas se consideran ya hoy un fenómeno sólo español, aunque aquí adquiera tintes singulares6. Juan Luis Vives, una vez en Brujas, participó, como se sabe, activamente en la vida de la ciudad, e ideó uno de los programas más audaces para remediar los problemas sociales del momento: su De subventione pauperum (1526) es la primera obra que se ocupa de la mendicidad y de crear una conciencia social y ciudadana hacia los necesitados, proponiendo la participación de los magistrados en la distribución equitativa de los recursos y su intervención institucional para evitar injusticias entre conciudadanos;Vives, como Tomás Moro, quiere convertir al menesteroso urbano en trabajador; esta actitud contrasta con la visión tradicional del pobre, figura que —se decía— debía permanecer para estimular la caridad de los ricos7.Vives es, entre los humanistas europeos, el más interesado por el mundo de las manufacturas8. El pobre tiene sólo su fuerza de trabajo, y el trabajo fue a menudo en el Antiguo Régimen una fatalidad degradante, consecuencia de la maldición del pecado original. Cuando los moralistas condenan el ocio distinguen actividad (obrar), recomendable a todos, y trabajo (tra4
Curtius, 1955, pp. 753 y ss. «Il importe [...] de tenir compte de la conjoncture, de la géographie et de la chronologie du phenomène pour apercevoir les significations et les implications différentes qu’elle prend dans son évolution», recuerda Pérez, 2000b, p. 136. 6 Pérez, 1994, pp. 907-916, reed. en 2000, pp. 127-138, por la que cito.También Pérez, 1970, p. 65: Las guerras y la colonización americana desvían fuerzas y ambiciones nobiliarias castellanas hacia otros terrenos. Judíos, conversos y extranjeros ocupan los lugares vacíos. «Peu nombreux, au total, les marchands castillans sont de plus attirés vers la noblesse [...] Cette “trahison” de la bourgeoisie, nous savons qu’elle n’est pas particulière à l’Espagne, mais elle commence peut-être en Espagne plus tôt qu’ailleurs et elle prend une ampleur plus importante. [...] les mesures contre les Juifs et les conversos ont beaucoup contribué à l’affaiblir [a la burguesía castellana] davantage. [...] Avec eux disparaît ou s’amoindrit une couche sociale particulièrement active dans l’économie et la société». 7 Bataillon, 1952, pp. 141-158, reed. en 1991, vol. III, pp. 339-356. 8 Maravall, 1986, pp. 45, 181 y passim.Ver también Maravall, 1981, pp. 1-54 y Maravall, 1982, pp. 207-246. 5
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bajar), obligatoria para el pobre. La rehabilitación del trabajo es lenta y sólo comienza en el siglo XIII. El pobre que no trabaja es un criminal en potencia. La Iglesia mantiene una posición ambigua: reconoce la importancia del trabajo, pero cree en la superioridad de la vida contemplativa sobre la activa. A fines de la Edad Media dos son las posiciones básicas: o pobreza es virtud y el mendigo la imagen de Cristo, o pobreza es vileza, degradante y peligrosa. Se impone la segunda, como consecuencia del fuerte aumento demográfico de las ciudades castellanas tras la ruina de los medios rurales y la emigración a las ciudades en busca del servicio doméstico, del artesanado, o de la caridad9. Tras una serie de demandas previas, el Consejo Real decide en 1540 acometer una reforma de la beneficencia que reglamente la mendicidad, las formas de socorro, que ponga a trabajar a los mendigos, estabilice a los vagabundos y contribuya a la prosperidad del país. Aún en la segunda mitad del XVI inspirarán estos principios los proyectos de Miguel de Giginta o Cristóbal Pérez de Herrera. Pero todos los intentos fracasan y se extiende la polémica, cuyo hito más conocido es la oposición entre Juan de Robles o Juan de Medina, favorable a la reforma, y Domingo de Soto, contrario a la misma. En el resto de Europa, y no sólo en España, se plantea el mismo problema, aunque con diferentes grados de agudeza: cómo conseguir que la colectividad, y no los individuos, se haga cargo de la caridad, controlando a la vez a los beneficiarios para evitar el fraude, poner a trabajar a los mendigos, etc. El intento más cercano a nosotros es el del moralista español y europeo mencionado, Juan Luis Vives. Según Pérez, el fracaso en España no puede achacarse sólo al desprecio del trabajo manual como consecuencia de la expulsión de los judíos: no se trata de un simple debate de ideas, sino de un problema económico estructural y de coyuntura, que es el que entraña el cambio de mentalidad10. Para Gutiérrez Nieto la especificidad del caso español es clara:
9
Véase Pérez, 1970, p. 30. Además de Pérez, 2000b, véase Pérez, 1970, p. 66: «Ce n’est pas [...] parce que les Castillans montreraient moins de dispositions que d’autres peuples pour les activités économiques: c’est parce que les circonstances historiques les ont longtemps détournés de ce genre d’occupations». 10
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Sin duda en todas las sociedades estamentales europeas, con mayor o menor intensidad, con unas u otras excepciones, los trabajos manuales eran incompatibles con el goce de la nobleza. En España, no sólo se consideraban asimismo incompatibles con el disfrute de la nobleza, sino que eran además condenadas por la estimativa social por ser contrarias con las formas de vida de las castas de los cristianos viejos, lo cual nos lleva a aludir al proceso de encastamiento social que se operó en la España del siglo XVI, que hizo se identificasen las actividades burguesas como propias de los judíos o de sus descendientes conversos11.
Durante la primera mitad del siglo se presentan proyectos —desde 1516, a Cisneros, y hasta el Memorial de Luis Ortiz en 1558— en que se reclama el desarrollo de la industria textil y su extensión a ciudades donde ésta no existe, como Salamanca o Valladolid, las mismas dos ciudades que en 1540 quieren transformar a los mendigos en asalariados. Se denuncia una política que conduce a Castilla al subdesarrollo, por la exportación de materias primas y la importación de productos manufacturados12. Durante la mayor parte del XVI España aún se enriquece, primero con una coyuntura favorable (1ª mitad del siglo), luego difícil (en torno a la crisis de 1557) y por fin muy mala (1568-1598)13. Desde 1516, las Cortes opinan que lo que falta no es trabajo sino trabajadores, porque los mendigos no quieren trabajar, o piden salarios muy elevados, y prefieren vivir de la caridad pública. Los pequeños campesinos expulsados de sus tierras tienen aversión a perder su libertad y transformarse en proletarios. Los empresarios prefieren pagar salarios antes que dispensar caridad, a condición de que sean salarios razonables: ese es el espíritu de la reforma de 1540, que sólo afecta a ciudades concretas (Valladolid, Salamanca, Zamora), y no a ciudades de pleno empleo como Toledo, Segovia o Cuenca. A partir de 1575-1580 se produce un cambio de coyuntura: continúa el mercado americano ejerciendo una fuerte presión sobre la demanda, pero los precios se disparan; hay invasión creciente de mercancías extranjeras, especulación, lujo; se instala paulatinamente una mentalidad de rentistas y crece un bloque parasitario; suben los im-
11
Gutiérrez Nieto, 1988, p. 251. Pérez, 1970, pp. 36-44, 97-107, referido con preferencia a los problemas de la industria textil. 13 Vilar, 1962, en especial pp. 272-280. 12
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puestos y se produce una hinchazón del sector terciario que a la larga será motivo de decadencia, según Ortiz o Cellorigo14. Disminuye también el trabajo, y para pagar salarios más bajos se recurre a mano de obra morisca o francesa (auvergnats y limousins principalmente). Con la bancarrota de 1599 la situación de principios del Quinientos se había invertido: ahora sobran trabajadores y la mendicidad es rentable. Vuelven a alzarse las voces de ilustrados que claman por la estimación de las artes mecánicas, pero la reforma ya no es viable, porque la cuestión se mezcla con la deshonra de la sangre. Pese a todo, los españoles no trabajan en el siglo XVI como se les pedía. Según J. Pérez: Ils ont abandonné à d’autres les tâches les plus pénibles. Une fois que des habitudes ont été prises, il est difficile d’en changer. On n’est pas arrivé, dans l’Espagne du XVIe siècle, à réhabiliter le travail manuel; ce travail a été ressenti comme una malédiction; ne s’y résignent que ceux qui ne peuvent faire autrement: les moriscos, réduits à une condition proche du servage, ou les travailleurs inmigrés parce qu’ils gagnent plus en Espagne que dans leur patrie15.
Como balance final sobre la España industrial del Quinientos pueden servir estas palabras de un trabajo clásico de Domínguez Ortiz: Esta modesta prosperidad industrial que, impulsada por la demanda americana, se prolongó hasta el tercer cuarto del siglo XVI, tenía unos límites bastante estrictos. Era una producción artesana, muy atomizada, de ámbito comarcal o regional, y sus productos rara vez fueron competitivos en el exterior16.
14
Véanse Cavillac, 1975; Milhou, 1978, y Vilar, 1978. Pérez de Herrera presta más atención a la manufactura y el comercio que otros predecesores. Cellorigo propugna el trabajo como única y real fuente de riqueza frente a los bullonistas, que entienden la riqueza asociada a un Estado que atesora la mayor cantidad de metales preciosos. Gaspar Gutiérrez de los Ríos ensalza el trabajo manual y denuncia la mendicidad y el vagabundeo. Fernando Álvarez de Toledo llama la atención sobre la dependencia de la mayoría de la población con respecto al trabajo, fuente de integración social para individuos y familias. 15 Pérez, 2000b, p. 136. 16 Domínguez Ortiz, 1973, p. 20.
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II. LA
DEFENSA DE LAS ARTES MECÁNICAS
Cuando se manejan textos literarios, es imprescindible precisar quién escribe, a quién se dirige y desde qué posición ideológica lo hace, para poder calibrar el alcance y significado de la información. En la literatura de ficción de los siglos XVI y XVII hay pocos elogios al trabajo en general; en la literatura idealizadora es muy raro encontrar alusiones al trabajo que no sean sinónimo de «ocupación», y no de medio de subsistencia. Según el anónimo dominico recopilador del Floreto de anécdotas y noticias diversas, hacen falta seis cosas para que un hombre pueda llamarse honrado: La cuarta, que hace al hombre ser estimado, es tener alguna dignidad o oficio honroso; y por lo contrario, ninguna cosa abaja tanto al hombre como ganar de comer en oficio mecánico17.
Por eso, en buena parte de casos, la defensa de los oficios mecánicos implicaba al tiempo el rechazo de la nobleza de sangre. Las ideas favorables al trabajo manual fructificarán sobre todo en la literatura económica, en los «memoriales» de los reformistas económico-sociales (Pedro de Burgos, Rodrigo de Luján, Luis Ortiz, Cellorigo, Gutiérrez de los Ríos, Lope de Deza, Sancho de Moncada, Martín González de Navarrete, Juan de Arrieta, etc.), que quieren mover el ánimo de gobernantes y autoridades, pero no desarrollar fantasías. Se hacen llamadas a un individualismo de crecimiento, a un fomento de la libre iniciativa y al incremento de la pequeña producción, aún nacientes. En su Memorial, Luis Ortiz (1558) es partidario de enseñar un oficio mecánico a cada español para transformar la materia prima del país18. Reclamos semejantes son el preludio de la legalización oficial que sólo con Carlos III se decretaba sobre los oficios in-
17
Floreto de anécdotas y noticias diversas, p. 361. Vilar, 1964, p. 196. Para los «pre-arbitristas” más tempranos, Pedro de Burgos y Rodrigo de Luján en 1516, ver Pérez, 1970, pp. 102-107. «Desde luego que Ortiz es un precursor; pero su preocupación no está estimulada ante la contemplación de una Castilla empobrecida, sino que lo que quiere es hacerla más rica. El resto de los arbitristas reformadores están, por el contrario, acuciados por esa imagen y es la que les impulsaba a escribir sobre el estado de España» (Gutiérrez Nieto, 1988, p. 247). 18
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feriores y manuales, exonerados ya de su motivo de deshonra al escribir Antonio Javier Pérez y López su Discurso de la honra y la deshonra legal, en que se manifiesta el verdadero mérito de la nobleza de sangre y se prueba que todos los oficios necesarios y útiles son honrados por las leyes del reino, según las cuales solamente el delito propio disfama (Madrid, 1781). Fuera de la literatura del reformismo económico y los «arbitrios», dos son los géneros más proclives a abordar el tema: tratados y diálogos. Sin embargo, es en la literatura de viajes donde aparece el testimonio quinientista más antiguo que conozco: procede de un enamorado de España, pero incisivo y picante en muchos momentos, Andrea Navaggero. En su Viaje por España (1524-1526), visitando una Corona de Castilla aún floreciente, apunta la siguiente situación a su paso por la Granada reconquistada treinta años antes: [...] al presente se ven muchas casas arruinadas y jardines abandonados, porque los moriscos más bien disminuyen que aumentan, y ellos son los que tienen las tierras labradas y llenas de tanta variedad de árboles; los españoles, lo mismo aquí que en el resto de España, no son muy industriosos y ni cultivan ni siembran de buena voluntad la tierra, sino que van de mejor gana a la guerra o a las Indias para hacer fortuna por este camino, más que por cualquier otro19.
En la tratadística, existe una sensibilidad hacia el tema entre personas esclarecidas desde fechas tempranas. En la Agonía del tránsito de la muerte de Alejo Venegas (Toledo, 1537)20, el demonio tienta al agonista con diversos vicios nacionales, entre ellos el desprecio por los oficios mecánicos, que el autor atribuye al hidalguismo: El segundo vicio es que en sola España se tiene por deshonra el oficio mecánico, por cuya causa hay abundancia de holgazanes y malas mujeres, demás de los vicios que a la ociosidad acompañan [...] Si no tuviesen por deshonra el oficio mecánico, allende que represarían el dinero en su tierra, que para comprar las industrias de otras naciones se saca, etc.
19 20
Andrés Navajero, Viaje por España, p. 57. Venegas, Agonía del tránsito de la muerte, p. 174.
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Un poco más tarde, en el Tratado de cambios de Villalón21, por ejemplo —y tampoco será casual que desde Valladolid, una ciudad sin pleno empleo—, el trabajo manual e independiente se intenta desligar de la vileza de origen; transcribo un fragmento que a la vez ilustra la asociación estamental de artesanos y hombres de letras que cubre para muchos contemporáneos la noción aristotélica de medianía: Pero dirásme que te dé remedio para huir de tan gran mal. Digo que Naturaleza te le dio si le quisieses seguir. Manos tienes, y pies, y ojos, y voz, y pues eres hombre también tienes razón; enseña letras, doctrina niños mostrándolos a leer y escrebir, aprende el oficio de sastre, calcetero, zapatero y otros mil oficios mecánicos que Naturaleza nuestra madre nos enseñó que con la industria humana favorece al vivir. Pero decirme has: «¡Oh, señor, ¿qué dirán?, que mis antepasados nunca trabajaron ni vivieron de oficios de manos! Que dirán que injurio mi linaje y menoscabo la bondad y nobleza de mis mayores. Porque mis abuelos todos se emplearon en guarniciones y corte llevando gajes al rey, y un mi bisabuelo murió en Salsas, y un abuelo mío en los Yelves, y mi padre en Perpiñán, y un mi hermano bastardo hizo grandes bravezas en la Italia y en Milán antes que muriese por defender un bestión». A los cuales yo respondo que blasfemo de tu soberbia y vanidad, porque menos injuria me parece que recibirás ganando de comer de tu sudor [...] (fol. XLIX vto.).
Por los mismos años (1542), Fray Francisco de Osuna en el Abecedario espiritual clama contra la holgazanería y a favor de la educación industriosa de los flamencos: En esto es Flandes mucho de loar: que ni hombre ni mujer, por nobles y ricos que sean, jamás se hallan ociosos. Todos han de saber oficio, todos han de saber arte, todos han de tener ejercicio y nadie se ha de estar ocioso en casa22.
Incluso el tratadismo científico polemiza sobre la cuestión. Un segoviano europeizado, el doctor Andrés Laguna, en su monumental comentario a Dioscórides, usa la vida de las abejas para moralizar larga-
21
Villalón, Tratado de cambios, 1541, con dos ediciones posteriores, 1542 y 1546. Cito por la tercera, ampliada por el autor; en especial, fols. XLIX vto, LII vto. 22 Osuna, Quinta parte del abecedario espiritual, fol. 145vto.-146.
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mente sobre el buen gobierno y la correcta organización social en desfavor de los humanos: Del betún de las colmenas llamado propolis. [...] Puede tomar ejemplo de las abejas toda la vida humana, conocido que en el gobierno, en la orden, en la solicitud y finalmente en el artificio nos llevan muy gran ventaja. Ansí que si las quisiésemos imitar sin duda no habría tantos tahúres, no tantos hombres inútiles y holgazanes, no tantos vagabundos y ociosos en la República [...]23.
Sigue una descripción moral muy larga de su buen gobierno bajo un solo rey, justo y generoso, sin competencia y en armonía con sus vasallos; de su capacidad fabril en la construcción de los panales y la protección de la miel; de su organización social y costumbres, etc. Destaco alguno de los párrafos más interesantes: Es por cierto cosa muy de notar con cuánto hervor entienden en hacer los panales y con cuánta industria fabrican aquellas celdas [...].Tienen las abejas repartidos entre sí los oficios, porque unas hacen la guarda del rey, y sirviéndole de fieles alabarderos nunca jamás dél se apartan. Otras están como en guarnición, haciéndole siempre centinela a la puerta de la colmena para resistir a cualquier opresión o insulto que les quieran hacer, y otras salen a la campaña, de do vuelven de cera o de miel cargadas. Entre las más viejas dellas, que ordinariamente se quedan dentro de la colmena, como dueñas de honor, unas sirven de descargar las que vienen de fuera, porque aquéllas no solamente traen aquel divino licor en el vientre, empero también en las alas, en el cuello y en todos los pliegues del cuerpo; otras hacen la cera, otras disponen la miel y, finalmente, otras se ocupan en otras cosas. [...] Mezclados en los enjambres andan unos abejonazos llamados zánganos, de los cuales se sirven las abejas como de esclavos, ansí para que embetunen el corcho de la colmena como para que con su gran calor, echándose sobre sus huevos dellas, los vivifiquen. Éstos no tienen aguijón, y son de ánimo tan vil y abatido que por sólo el tragar sufren cien mil afrentas. Y ansí sin ningún respeto las abejas se consumen y matan, haciendo gran riza en ellos siempre que los hallan ociosos o en alguna golosina ocupados, porque quieren que no se pase un momento sin hacer algo, y que no se viva para comer, sino que solamente para vivir se coma. De suerte que todas andan listas en el trabajo,
23
Laguna, Pedacio Dioscórides Anazarbeo, I, p. 178.
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procurando cada una dellas mostrarse la más solícita y la más desenvuelta a su príncipe [...] (p. 179).
También en el género de las misceláneas, el célebre Pero Mexía en su Silva de varia lección (1540) rompe su lanza: Y puédese tener por regla muy cierta que, si quitas el trabajo del mundo, todas las cosas se desharán: luego se cairán todos los oficios y artes mecánicas, las letras y los estudios, los bienes y mantenimientos, la justicia, las leyes, la paz; totalmente, sin el trabajo, nada se puede sostener. Las virtudes moran con él; sin él no sé cuál dellas se puede ejercitar [...]24.
En la lexicografía y estudio sistemático de la lengua proverbial, la rehabilitación de los oficios vuelve a dejar su huella. Pensemos, como muestra, en el célebre Tesoro de Covarrubias: «Quien tiene arte, va por toda parte; el que sabe oficio, adonde quiera gana comida»25. O en el Vocabulario de Gonzalo Correas: «Quien tiene oficio, enguérelo. Enguerar: tratarlo y usarlo». «“Quien tiene oficio, tiene beneficio”.Y es refrán cierto y muy bueno, / pues que dentro de mi seno, / conozco que hace servicio», entre otros varios26. En la literatura llamada más propiamente de ficción, la defensa del trabajo manual se reconoce como problema económico y moral de envergadura en un grupo de escritores de diálogos de inclinación erasmista —como también lo son algunos de los tratadistas hasta ahora mencionados—; es el colectivo intelectual más caracterizado del período, aunque no los únicos defensores de la dignidad de las artes mecánicas27. 24
Pedro Mexía, Silva de varia lección, vol. I, pp. 448-449. Covarrubias, Tesoro, bajo arte. 26 Correas, Vocabulario, p. 412a.Véanse también: «Quien trae azada, trae zamarra». «Quien trasnocha y madruga, cabalga en buena mula. Que el que trabaja, medra». «Quien trabaja, tiene alhaja; quien huelga, nonada». «Quien trabaja, trae zamarra». «Quien trata en lana, oro mana, conforme en las manos que anda» (todas en p. 414b). «Quien hila y tuerce, al sol se le parece» (p. 420a). He regularizado las grafías según uso moderno. 27 Así se desprende de la lectura del Erasmo y España de M. Bataillon, ed. de 1991. Véase también Nieto, 1977, y Gutiérrez Nieto, 1988, p. 251: «El tema de honrar las actividades productivas —útiles, dirán en ocasiones los arbitristas—, lo toman éstos de los erasmistas, pero ahora, a la altura de 1600, con conocimiento de causa de los males que había causado la descalificación social del trabajo». 25
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Erasmo trató el asunto en varias obras, sobre todo en las más conocidas y traducidas, y se sirvió de la doctrina paulina para rehabilitar el trabajo28. Así por ejemplo en su Convivium religiosum, hace decir a Sofronio: SOPHRONIVS. Illud in re magis mouet, quod hic prohibet esse sollicitos de crastino, quum Paulus ipse laborarit manibus victus parandi causa atque idem acriter increpet ociosos et ex alieno viuere gaudentens admonens, vt laborent ac manibus operentur quod bonum est, vt sit vnde tribuant aliquid necessitatem patienti29.
También según el Arcediano del Alcor al traducir al castellano el Enquiridión de Erasmo, la idea es paulina: «Entendiéndolo yo como quiere sant Pablo, que nadie esté ocioso tampoco, sino que buenamente trabaje por no ser pesado a sus próximos [...]»30. Se observa un giro radical en esta tendencia. De maldición divina, el trabajo pasa a ser deseo divino y ley natural. La vida laboriosa suele unirse con la crítica del ocio, de los vagabundos y haraganes, de los mendigos, pero también de la nobleza ociosa y parasitaria. La pobreza no es vileza y en su lugar se propone y justifica en los evangelistas la sacralización del artesanado, que suele asociarse a la virtud moral, pureza de costumbres, buen gobierno de la república, negación del ocio, honestidad personal y también a obligaciones educativas para con la descendencia o los semejantes. Fácil es, por tanto, ver aquí, y en el Socorro de pobres de Vives, la raíz de la defensa del trabajo mecánico en la escuela erasmista española, a la que se sumarán las corrientes de opinión a favor y en contra de la mendicidad en la década de los 40. Entre otros discípulos de Erasmo, se encuentran argumentos semejantes en numerosos dialoguistas como Alfonso de Valdés31, de nuevo C. de
28
San Pablo, 2 Thess 3: 8-12; I Cor 4: 12 y Eph 4: 8. D. Erasmus, Colloquia, ASD I, 3, pp. 259-260. 30 Erasmo, El Enquiridión, p. 392. 31 Alfonso de Valdés: «Tras esto eché de mi corte truhanes, chocarreros y vagabundos, quedándome solamente con aquellos de que tenía necesidad; y por evitar la ociosidad, de que nacen infinitos males, ordené que todos mis caballeros vezasen a sus hijos artes mecánicas, juntamente con las liberales, en que se ejercitasen.Y sabiendo cuánto importa que el dador de la ley la comience a guardar, 29
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Villalón32, el anónimo del Viaje de Turquía33, y otros34. Para todos ellos, y con especial combatividad para Valdés, el Más Allá se seculariza, pues la salvación del alma se puede lograr desde la vida seglar, activa y laica, y no desde la vida contemplativa del estamento religioso como encendidamente se defiende en el Diálogo de Mercurio y Carón. Escrito hacia 1529, aún no hay una conciencia de la perdición de España (como sí es ya visible entre espíritus selectos de mediados de siglo), ni tampoco se ha reflexionado todavía a fondo sobre las implicaciones que ha tenido el fracaso de las luego comencé a poner mis hijos e hijas en que aprendiesen oficios, y con esto me siguieron todos»; «Procura que todos tus súbditos, varones y mujeres, nobles y plebeyos, ricos y pobres, clérigos y frailes, aprendan alguna arte mecánica; y esto alcanzarás fácilmente, si como yo lo he hecho aprender a mis hijos, así lo vezarás tú a los tuyos» (Diálogo de Mercurio y Carón, pp. 216, 228 respectivamente). También Diálogo de las cosas acaecidas en Roma, p. 143: «LACTANCIO. Mas ¿vos no vedes que se ofenden esos santos más con los vicios y bellaquerías que se acostumbran hacer los días de fiesta, que no en que cada uno trabaje en ganar de comer? [...] Si un hombre se emborracha [...] parécenos que no quebranta la fiesta; y si con extrema necesidad cose un zapato para ganar de comer, luego dicen que es hereje». 32 C. de Villalón, El Scolástico, III,VIII, pp. 216-217 (usando el Antibarbarorum liber [ASD 79-80] de Erasmo): «[...] ¿por qué no nos vedan cualquiera género de uso y costumbres que dellos [los gentiles] tomamos, pues de la mesma manera por cualquiera otra cosa suya que usemos dejamos, como ellos dicen, de ser cristianos? Dejen ya, pues, todos los oficiales sus oficios, pues fueron antes hallados e inventados por gentiles. Dejemos de hoy más de usar la carpentería, martillo y sierra, pues según los egipcios,Vulcano fue su primer inventor [...]. Cesen ya las herrerías [...]. Déjense todas las fundiciones de metal [...]. Cesen los olleros su ingeniosa rueda y oficio [...]. Déjese la zapatería [...]. Olvídese el arte del peraire [...]. No se den los primos y afinados tintes a los paños y lanas [...] Védese a los labradores el cavar, arar, sembrar y segar, etc.». 33 La sociedad turca valora mucho las artes mecánicas, y gracias a la simulación de un oficio sobrevive Pedro de Urdemalas in partibus infidelium: «Llegóse a mí un cautivo que había muchos años que estaba allí, y preguntóme [...] si sabía algún oficio [...] y que si sabía oficio sería mejor tratado, a lo cual yo le rogué que me dijese qué oficios estimaban en más, y díjome que médicos y barberos y otros artesanos» (Viaje de Turquía, ed. 1980, p. 133). Hay ed. posterior (2000). 34 Otros diversos autores que imitan o conocen a Erasmo centran el ideal de vida en el rendimiento profesional en un oficio (Luján en los Coloquios Matrimoniales, Pero Mexía en el elogio del asno de sus Coloquios, véase ahora la Tesis Doctoral de Antonio Castro Díaz, 2001). Para el Diálogo de las Transformaciones y El Crotalón, véase abajo § III.
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Comunidades. A partir de 1550, gran parte de la producción literaria expresa ese «castizo horror al trabajo» con el que Unamuno caracteriza específicamente al pasado histórico del homo hispanicus. La literatura y las artes plásticas valoran estéticamente la inactividad y la holgazanería, tanto en los géneros narrativos de tipo idealizante como incluso en las novelas de ambiente picaresco. La defensa de los erasmistas españoles se apoya con relativa frecuencia en convencer al menudo de que debe contentarse con lo que tiene. El tema, ligado al tópico elogio de la vida de los simples y a la libertad del hombre, puede concretarse de maneras diversas y encubrir puntos de vista distintos. Bien como hace A. de Valdés en el Mercurio y Carón: ¡Cuánto más bienaventurado es el labrador que, dando su tributo al rey por que lo mantenga en justicia, vive a su placer sin ser notado de alguno! ¡Cuánto más a su sabor come y duerme el que de sola su casa tiene cuidado, que aquellos que en administrar reinos y señoríos ponen su felicidad!35
O volviendo a acogerse a San Pablo (Epístola a los Filipenses 4: 11-13), como hace la última interpolación del Viaje de Turquía: «¿Habéis aprendido, como Sant Pablo, contentaros con lo que tenéis, como dice en la carta a los filipenses?»36. Pero estos defensores de la pobreza evangélica suelen criticar a la vez el régimen señorial, la falta de libertad del individuo, la corrupción de la beneficencia, etc., y no predicarán, como otros coetáneos o sucesores que luego mencionaremos, la conformidad social. Luis Mexía y Ponce de León dedica su Apólogo de la ociosidad y el trabajo (Alcalá, Juan de Brocar, 1546) al elogio de la vida laboriosa y centra el ideal de vida en el rendimiento profesional en un oficio. El trabajo puede así convertirse en un pilar del buen orden social, como ocurre en la sociedad modelo —en lo moral como en lo socioeconómi-
35
Mercurio y Carón, p. 99. Para los más llamativos ejemplos del Diálogo de las Transformaciones y El Crotalón, ver infra. 36 Viaje de Turquía, p. 503.Véase Phil 4: 11-13: «Non quasi propter penuriam dico: ego enim didici, in quibus sum, sufficiens esse. Scio et humiliari, scio et abundare (ubique et in omnibus institutus sum): et satiari, et esurire et abundare, et penuriam pati. Omnia possum in eo qui me confortat».
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co— que dibuja el autor en su Apólogo. El planteamiento tiene sus límites, pues tampoco permite que el trabajo altere ese orden social, aunque adapte en parte el viejo esquema tripartito. Por la misma razón recomienda a los de linaje respetar a los humildes porque «son las bases sobre los que los mayores se firman» (fol. IX vto.), y considera que el salario justo es determinante para el buen desempeño del oficio: «Ni tampoco se consiente los oficiales ser tan ricos que se desprecien de hacer bien su oficio, ni tan pobres que no tengan para comprar los instrumentos necesarios para perfectamente poder usar su arte»37. Interesa, dentro de estos conocedores de Erasmo, el testimonio de Juan de Arce de Otálora en sus Coloquios de Palatino y Pinciano, ya que la defensa del trabajo manual no se justifica con argumento paulino, sino con referentes clásicos, y se enlaza con el empobrecimiento castellano frente a la riqueza de la sociedad flamenca: Y entre los egipcios, según Diodoro, había la ley o costumbre que dicen que hay hoy en Flandes: que todos fuesen obligados a aprender oficio y a darle por escrito al corregidor o justicia, por que se supiese de qué vivía.Y era justa ley para que nadie viva pobre y viciosamente, porque el hombre sin oficio es pestilencia de la república y destrucción del pueblo y corrompedor de las buenas costumbres. Los atenienses castigaban públicamente a cualquier que hallaban sin oficio, y una de las leyes de Solón era que el hijo no fuese obligado a alimentar a su padre cuando no le hubiese enseñado oficio38.
Y en otro momento, con menos barniz clásico y haciendo una lectura plenamente económica y contextualizada: [...] gran mal y lástima es que con estos dijes y muñecas nos lleven los doblones y escudos a Flandes y a Italia, y las lanzas y trigo, que es la flor de España y del mundo, y que seamos los españoles tan inciviles y rudos que de nuestros materiales, con sola la industria, sean ricas otras naciones y nos vendan sus hechuras y dijes, como a indios, que parece que en 37
L. Mexía y Ponce de la Fuente, Apológo de la ociosidad y el trabajo, f. LXIVVcit. por Ferreras, 1985, p. 821.Véase también Strosetzki, 1997, pp. 10-17. 38 Juan de Arce de Otálora, Coloquios de Palatino y Pinciano, p. 226. Repárese en que Arce, aunque con mucha frecuencia cita sus fuentes, habla ahora de oídas («dicen que hay hoy en Flandes»). ¿Será Vives la fuente de información?
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Flandes e Italia se mantienen las gentes por sus artes e ingenios, e acá nos mantiene Dios de bobilis bobilis39.
Otro coetáneo estricto, Pedro de Mercado, escribe en 1558 un «Diálogo de los estados» en defensa de los oficios mecánicos contenido en séptimo lugar dentro de sus Diálogos de filosofía natural y moral. Es un caso específico, por la extensión que dedica al tema. Los tres interlocutores (Laurencio, Filipo y Nicolao) denuncian la abundancia de letrados, con lo que se suman a esa tendencia heteróclita que atisba las consecuencias, iniciadas desde los Reyes Católicos, del avance del estudio profesional del derecho frente a otras especialidades, y a la instauración del «carrerismo» entre los estudiantes, que facilitó a la Corona la creación de una burocracia y administración de leales entre los que ya cabían plebeyos40. El personaje de Filipo se queja de los que presumen de letras sin tenerlas y harían mejor en ocuparse en oficios mecánicos41. Coincide en ello con las críticas más tempranas de los reformistas económicos, que ponían en duda los beneficios de una educación latina que apartaba de las labores productivas en favor de carreras parasitarias en el gobierno y la Iglesia42. Intentaban reorientar los objetivos de la enseñanza básica, pero también latía una reacción de la aristocracia para proteger sus intereses, los empleos y la cultura que sólo ellos poseían43. A esa queja de Filipo de los letrados «de pacotilla» añade Laurencio las consecuencias de la traición al estamento:
39
Coloquios de Palatino y Pinciano, p. 1110. Kagan, 1981, pp. 119-147; Pelorson, 1980. 41 Pedro de Mercado, Diálogos de filosofía natural y moral, p. 169. Cito por el ejemplar de la BNM, R-1025. 42 Kagan, 1981, pp. 86-87. 43 «La enseñanza ilimitada del latín se convirtió en amenaza, puesto que se pensaba permitía a más y más plebeyos acceder a puestos reservados de costumbre para la clase alta» (Kagan, 1981, p. 87). «Además, no era casualidad que la crítica se produjera al mismo tiempo que la corona estaba vendiendo cargos en cantidad y concediendo cientos de nuevas patentes y docenas de nuevos títulos de nobleza —la versión castellana de la «inflación de honores»—, lo que provocaba una gran inseguridad en las familias nobles, especialmente las de generaciones más recientes. El latín, aunque ligado a estos desarrollos sólo de forma marginal, servía como blanco conveniente sobre el que poder cargar parte de la culpa» (ibid., p. 88). 40
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LAURENCIO. De ese inconveniente se sigue otro mayor: que los padres dejan sus oficios a contemplación de los hijos, y se hacen ciudadanos o caballeros y gastan tan atrevidamente que a la vejez quedan pobres o inhabilitados para usarlos (p. 169vto.).
Y la afirmación también sirve para comparar la situación española con la centroeuropea: FILIPO. De otra manera se hace en Flandes y Alemania, que tienen por afrenta no saber oficio y ninguno quedar sin ser oficial, hasta los señores y los príncipes tienen por pundonor saber oficios y usarlos para su recreación [...] de donde podemos arguir que es un linaje de deleite y ocupación honesta y no trabajo como el vulgo lo dice (p. 170).
Hay que notar, sin confundirse, que los ejemplos que Filipo aduce como oficios «para recreación» son nada menos que el del Emperador dedicado a la pintura en sus ratos libres o el del príncipe de Bohemia que labraba plata y oro. Distinto es el punto de vista del personaje de Nicolao y la discusión que con él se entabla: NICO. Y esto hallo muy de loar en los nuevamente convertidos de este reino de Granada, que apenas se hallará hombre sin oficio y los más dellos saben dos o tres oficios. FIL. Yo conozco munchos que de invierno son zapateros o herreros y de verano hortolanos. Y esta creo ser la causa: porque esta gente es doméstica y bien acostumbrada. NICO. Y esa mesma es la causa, porque los extranjeros también lo son, porque ocupados en sus oficios no hacen desafueros. FIL. Si el señor Nicolao hobiera estado en Flandes pudiera decir mejor que son más virtuosos y menos perjudiciales los de aquella tierra, no sólo los de edad perfecta, mas los mochachos también lo son (p. 170 vto.).
El cultivo de las artes mecánicas garantiza, pues, la moral cívica y social, además de la riqueza, en las sociedades del Norte: FIL. Y allende de las buenas costumbres que la ocupación en los oficios acarrea, les hace pasar prósperamente la vida. Si no, véase en los mismos flamencos y alemanes que con ser la tierra más fría del mundo y tener a dos, tres leguas, ciudades tan populosas como Granada y Sevilla, las tienen de la comarca tan bien proveídas y viven los más prósperos y ricos del mundo. Porque con sus oficios nos sacan toda la riqueza de España
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y otras partes. Y se hallarán oficiales en aquella tierra de a ciento, doscientos mil ducados y tan cuerdos que perseveran en sus oficios y dejan a sus hijos en ellos [...]. Finalmente en aquella tierra hay gran riqueza porque todos saben ganarla, hasta los muchachos desde la edad de seis años (p. 171 vto.)44.
En contraste, la riqueza española procedente de América ha pasado a esas provincias europeas en lugar de servir para industrializar el país, y Nicolao invierte la situación: NICO. [...] Consideremos qué fuera de la riqueza de España si acá tuviéramos los oficiales que tienen las otras provincias, con llevarnos de ésta los materiales a ellas y no hobiéramos enviado a Flandes nuestra plata y oro por tapicería, ni a Francia por lienzos y libros, ni a Turquía por paños (pp. 171vto.-172).
Ese estado de cosas se alimenta precisamente de la existencia de vagabundos, de la que hablará más adelante45. Fray Juan de Pineda no quiere tratar el tema por extenso pero es contrario a la deshonra legal: Lo tocante a los oficios mecánicos, que se ordenan para ganar la hacienda, no nos debe ocupar con la consideración particular y propia de cada uno, mas quiero advertir de que los Derechos con sus expositores privan del privilegio de la nobleza a los que a ellos se dan46.
44
Cita también este fragmento por distinta edición Ferreras, 1985, pp. 810-
811. 45 Mercado es ya plenamente consciente de las consecuencias de la colonización americana para la sociedad castellana. Es por otra parte bien conocido que Calvino se separa de la teología medieval y que las iglesias protestantes no censuran el ahorro financiero y la actividad manual y empresarial. Ello sirvió a algunos sociólogos como Max Weber o Ernst Troeltsch para explicar el desarrollo industrial de las sociedades protestantes. Algo de eso parecen haber opinado ya los autores de las últimas citas alegadas (Arce de Otálora y Mercado principalmente). 46 Juan de Pineda, Diálogos familiares, vol. III, diálogo 18, p. 259; en otros lugares su crítica a la nobleza se asocia a la tópica defensa del labrador o del pastor, más que del industrial urbano (ibid., vol. I, diálogo 1, p. 88; vol. III, diálogo 18, pp. 258-259), o a la taxativa condena del ocio como moralmente malo (ibid., III, pp. 239-241).
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Su hostilidad a la holgazanería es más explícita cuando se refiere a la conocida ridiculización del horror hidalgo al trabajo, con lo que se adentra en otros problemas, como la beneficencia y el concepto externo de honra: Por presumir algunos de muy nobles, no quieren trabajar ni aun salir a ver sus trabajadores, y se vienen a perder y a morir por los hospitales; y en algunas partes de Castilla la Vieja viven hijosdalgo [...] que de vergüenza de trabajar no han vergüenza de morirse de hambre, y es tan público su hambre como pudiera ser su trabajo, sino que la necedad y soberbia, unidas a un yugo, los llevan arrastrando al muladar47.
El trabajo se enfoca como problema ideológico, político y económico en otros textos no necesariamente ligados al erasmismo y al reformismo social o espiritual español48: además de ejemplos antes mencionados, diversos autores defienden como ideal de vida el rendimiento profesional en un oficio; así, Osuna en el Norte de los estados (1531), Diego de Hermosilla en el Diálogo de los pajes (1573), Ávila en el Diálogo en que se trata de quitar la presunción y brío al hombre (1576), Fray Marco Antonio de Camós en Microcosmía (1592), Fray Juan de los Ángeles en su Conquista del espiritual y secreto reino de Dios (1595), etc. En algunos casos no se trata tanto de trabajo en sentido estricto (lo que permite la subsistencia), como de «ocupación» o combate de la ociosidad, lo que implicaría más bien rozar el conflicto armas-letras y el logro de una aristocracia culta y estudiosa49: no es ese planteamiento el que ahora me interesa, sino el primero, el del trabajo como medio de subsistencia, sobre todo —lo que es más escaso— si se asocia al orgullo de la independencia personal50. El trabajo es garantía del buen orden social, como en la defensa de los oficios que se lee en la Microcosmía de Camós, en éste —y no pa47
Juan de Pineda, Diálogos familiares, vol. I, diálogo 2, p. 125. Véanse los textos reunidos —también algunos de los erasmistas antes citados— por Ferreras, «Le travail, l’activité», 1985, pp. 552-579. 49 Ferreras, 1985, p. 563; Strosetzki, 1997, pp. 65-96, y para la alternativa corte-campo pp. 34-64. Imprescindible también Redondo, 1979. 50 J. Ferreras, 1985, p. 565. Lázaro Carreter, 19782, p. 140, se fija en un pasaje de El Crotalón en que se rechaza el servicio a los nobles, malos pagadores, poniéndolo en relación con el Lazarillo de Tormes y otros textos coetáneos, en las antípodas de esa conducta. 48
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rece casualidad— referido a ejemplos de artesanos de la industria lanera: Son tan necesarios en la república que no solamente está obligado el artífice a ejercitar el arte que sabe y alcanza, a lo cual debe ser forzado cuando no quisiese ejercitarle, porque, como dice Cicerón, debe cada cual ejercitarse en su arte, mas a los que carecen de arte y oficio es justo compelir que le aprendan: que sería tontedad grande imaginar y persuadirse alguno poder pasar la vida sin oficio, como dicen, ni beneficio51.
Monardes sí da más importancia a la industria que al comercio en el Diálogo del hierro y de sus grandezas y excelencias (1536), donde se defiende la superioridad de este mineral al oro y se hace un elogio humanista de la técnica temprana, único entre sus semejantes según J. Ferreras52. De signo distinto al que antes vimos entre erasmistas es la predicación de la pobreza evangélica como factor de conformidad social del humilde. Así ocurre entre otros con Juan de Guzmán en su Primera parte de retórica53. Análogo mensaje desarrolla Camós en la Microcosmía. Como analiza J. Ferreras, la actitud moderna de este eclesiástico que defiende el trabajo contrasta con la postura más frecuente de la Iglesia, pero el trabajo aparece como recompensa divina a condición de renunciar a la movilidad social. Así que por los pies entendemos el estado popular, cuyo ejercicio son las artes mecánicas, los cuales deben contentarse de hacer su personaje en la comedia de la vida humana y servir de lo que les cabe, que es obedecer a los mayores y llevar con paciencia los trabajos de esa república para lo cual nacieron, cada cual en su oficio y ejercicio. Estén en esto y no se empinen, ni tengan envidia de los que ven hacer oficio en esta república de brazos, manos, de más preciadas y de más nobles partes de ese cuerpo, que ninguno de ellos está ocioso [...]. Porque la retribución de lo que con paciencia llevaremos, y en ejercicios humildes en esta república trabajaremos, dársenos ha en la otra, donde gozaremos de ella con descanso y gloria. Mas [...] en esta república temporal se nos dará parte de esta
51 Ferreras, «L’ordre social», 1985, pp. 776-839: en 777 (L. Mexía) y 798 (Camós, Microcosmía, I, p. 224). 52 Ferreras, 1985, p. 801. 53 Juan de Guzmán, Primera parte de retórica, f. 241 (en Ferreras, 1985, p. 823).
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retribución [...], prosperando el Señor a los que le temen y obedecen, y en obras honestas se ocuparen, con hijos y bienes temporales de que se verá el pacífico y humilde rodeado y abastado54.
Claro que unos mínimos han de estar garantizados, y la república perfecta de Camós tiene que tener riqueza para que haya trabajo: Todas estas cosas no solamente son necesarias para vivir, mas para bien vivir: para que tengan las gentes en qué ocuparse, y en qué ejercitarse, y para que haya diversas artes mecánicas, y puedan diversos oficiales entretenerse, y no vivan ociosos: que es el principio de la destrucción y perdimiento de la república55.
Entre los defensores del trabajo cunden algunos argumentos más novedosos, que separan a estos moralistas de los partidarios de los gremios medievales. El más importante creo radica en la apología del trabajo ligado a la libertad, que en este momento significa específicamente «no servir». «El deseo de no servir, cuando no se aplica sólo a las personas sino que se extiende a la comunidad, caracterizó a dos sublevaciones importantes en el siglo: la de las Comunidades y la de los valencianos [las Germanías]»56. Es el tópico del De curialium miseriis, que desde el siglo XV adquirió un desarrollo notable en la literatura, sobre todo del siglo XVI e incluso XVII, entre numerosos autores que abominan de la deshonra legal y claman contra el servicio; en la segunda mitad del siglo XVI, disminuye el trabajo como consecuencia de no poderse absorber la expansión demográfica: aumenta el servicio y la abundancia de criados se convierte en motivo de reflexión económica y filosófica. La denuncia está ya en boca de Areusa en La Celestina57; desde fines del siglo XV y hasta el siglo XVII prolifera la crítica del labrador, del criado o del menudo hacia el noble o hacia el amo. Otros testimonios pueden ser, entre muchos, Erasmo en el Enquiridión castellano del Arcediano del Alcor58, los anónimos del
54
Camós, Microcosmía, II, p. 221 (cit. por Ferreras, 1985, pp. 783-784, y explicación en 784-785). En términos análogos en Microcosmía I, p. 155. 55 Microcosmía, II, p. 3. 56 Maravall, 1986, p. 336. 57 Véase al respecto Castro, 19673, p. 281. 58 Erasmo, Enquiridión, pp. 208-209.
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Diálogo de las Transformaciones y de El Crotalón59, C. de Villalón en El Scolástico y en el Tratado de cambios60,A. de Torquemada en los Coloquios satíricos61, o por supuesto Diego de Hermosilla en el Diálogo de los pajes62. En la línea de Maravall, J. Ferreras ve en esa voluntad de no servir una reivindicación de libertad individual que entraña, en diversas facetas, un distanciamiento nuevo del hombre con su entorno63. Testimonios explícitos al respecto pueden ser los siguientes de Villalón. En El Scolástico, es la capacidad laboral —con su libertad aneja— lo que separa al hombre de la fiera: Ella [Naturaleza], como madre, a todos nos hizo iguales en el entender y habilidad; mas nosotros, enemigos del trabajo, con el contino ocio nos hacemos torpes y inhábiles para el saber64.
Y el mismo criterio sobre la vida de los pajes de palacio lleva al personaje de Bonifacio, el único interlocutor «no académico» del diálogo y servidor de los Duques de Alba, a describir su vida miserable en términos muy lucianescos: Sabréis que ha setenta años y más que vivo, aplicado dellos sesenta acá en el palacio, vida de más que desesperados, permitiéndolo esto los mis desdichados hados. He siempre vivido en el servicio y casa del muy ilustre se-
59
Diálogo de las Transformaciones de Pitágoras, caps. 4, 5 y 8, pp. 199-207 y 211227, sobre todo, pp. 222-224. El Crotalón, sobre todo en vol. II, canto XIX. 60 C. de Villalón, El Scolástico, I, XII, pp. 64-65; razona en los mismos términos al ensalzar el aurea mediocritas: Tratado de cambios, fols. LII vto-LIII, y XLIX. 61 A. Torquemada, Coloquios satíricos, col. I, pp. 587b y 588b. 62 Hermosilla, Diálogo de la vida de los pajes de palacio, pp. 6, 11, 19, 71, 127 y passim. Se ocupa del servicio como problema Maravall, 1986, pp. 214-216 y 336; en pp. 153-154 alega también los testimonios del Libro de los pensamientos variables —véase ahora el espléndido trabajo, con edición del texto, de Esther Gómez Sierra, 2000—, La Celestina, Diego de Salazar, El Crotalón, el Lazarillo, las Paradojas racionales de Antonio López de Vega, el Coloquio de los perros, el Guzmán de Alfarache, etc. 63 Savoie-Ferreras, 1987. 64 C. de Villalón, El Scolástico, II, XV, pp. 159-160; junto a este otro pasaje: «[...] pues os priva del mayor bien que en esta vida los hombres tienen, que es la libertad, un bien tan señalado que con ningún precio ni oro se puede comprar. Es tan gran bien que hasta los brutos le conocen y le estiman y aventuran de contino la vida y aun la pierden por se ver libres» (ibid., I, XII, p. 65). (Ver A. Vian Herrero, 1982, I, pp. 108-110.)
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ñor el Duque de Alba y sus antecesores, y en la verdad no me digo yo ser malhadado porque no me tenga por muy dichoso en servir tan bienaventurado señor, mas porque he merecido yo consumir la longura de mis días en tan penoso y trabajado estado, sin sosiego y libertad. Habéis siempre de vivir a sabor de vuestro señor y servirle a su contento: la comida cuando os la dieren, y nunca cuando la queráis; el dormir, a la mañana, cuando ya, desvelados, no lo gustáis, viviendo de contino en miseria y pobreza. En conclusión, paréceme a mí que la más desdichada suerte en que Dios pone al hombre en esta vida es sujetarle al servicio del palacio65.
La idea de que el servicio de corte es uno de los agentes más activos de la decadencia agraria cundirá a fines del XVI entre los escritores económicos: desde el Memorial de Luis Ortiz en 1558, el Memorial de la política necesaria... de Cellorigo (1600), la Noticia general para la estimación de las artes y la manera en que se conocen las liberales de las que son mecánicas y serviles de Gaspar Gutiérrez de los Ríos (1600), el pronunciamiento de los procuradores de Valladolid en 1603, Fernández de Navarrete en su Conservación de monarquías de 1625, etc.; de «hidropesía social» lo calificará López Bravo66. Siempre para Salomon: «Lo negativo fue menos el feudalismo en sí mismo (en la fórmula especial que había tomado en Castilla la Vieja) que su aparición en el seno de la economía mercantil y su reforzamiento por la inversión de capitales en la tierra y no en la producción manufacturera»67. Entre los intelectuales del período, el odio al servicio puede concretarse específicamente en la denuncia del arribismo de algunos trabajadores peculiares que nadan en la abundancia del aparato ornamental del Estado. Es la crítica a truhanes, bufones y chocarreros, especialmente fértil entre moralistas68. Otro flanco de ataque son las 65 C. de Villalón, El Scolástico I, XII, pp. 64-65; véase A. Vian Herrero, 1982, III, nota 41, p. 422. 66 Salomon, 1965: pp. 260-265. Para Gutiérrez de los Ríos ver más recientemente Strosetzki, 1997, pp. 22-30. Un estudio de conjunto del arbitrismo agrarista en Gutiérrez Nieto, 1988, pp. 299-346. 67 Salomon, 1973, p. 320. 68 Imposible agotar el tema; valga una selección de muestras, representativas de otras: Eneas Silvio recomienda no servir en palacio y «[...] que esta tal heredad la dejéis coger a los truhanes e lisonjeros y otros chocarreros que vuelven y hacen de lo blanco prieto, porque ninguna entrada ni lugar tienen los buenos cerca de los reyes y príncipes, ni provecho de sus trabajos» (E. S. Piccolomini, Tratado de la miseria de los cortesanos, trad. de D. López de Cortegana, 1520, fol. II vto.). Erasmo, siempre preocu-
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prácticas suntuarias, que se ponen con frecuencia como lado negro de la falta de atención al trabajo independiente69. pado por la marginación de los hombres de letras, se queja, en términos análogos, del ascenso de los bufones: Elogio de la locura, cap. XVIII, pp. 128-131. La analogía ideológica (procedente del uso de las mismas fuentes) es clara con el Diálogo de las Transformaciones, pp. 224-227. En el El Scolástico, II, XIV, p. 150, se hace notar cómo el perfecto escolástico no puede ser lisonjero ni adulador, y se critica también a los truhanes. Juan de Arce de Otálora matiza más entre categorías y se comporta también con algo más de indulgencia en los Coloquios de Palatino y Pinciano, pp. 67-69: «Otros locos hay de otra especie, que se llaman y lo parecen, y no lo son porque les falta seso, sino que ellos toman por oficio perderle, y con él la vergüenza, para vivir de la locura.Y éstos llaman truhanes o hombres de placer, como Perejón y Perico de sant Hervás y Menica y Secretillo e otros.Y tampoco éstos son muy malos, porque nos dan a ratos placer, de graciosos o desgraciados, y se aprovechan así.Y entre estos también hay sus diferencias e órdenes, porque unos son tenidos en más y andan al lado de los príncipes, e son necesarios, según filósofos, así por recreación de los reyes como para avisarlos de muchas cosas que ningún cuerdo ternía libertad ni licencia para ello. [...] Otros hay pedáneos e de menor cuantía, que andan algo más bajos, como Moralicos e sus consortes, y éstos, como chicos peces en poca agua se mantienen. Otros locos hay histriones o juglares, que también viven de su oficio [...]. Los unos y los otros tienen dos faltas: que los agudos, como don Francesico, dicen malicias, y cuéstales la vida, como a él y a otros; y los que no lo son dicen frialdades y necedades, y éstos vienen a caer en el cuartel de los necios, porque quieren usar oficio que no saben.Y ésta es una ventaja, entre otras, que hacen los locos a los necios: que los locos dan muchas veces placer y regocijo, y los necios nunca, sino enojo y pesadumbres. Ítem, los locos ganan de comer por ello, mas no habéis visto necio, por fino que sea, que se mantenga de la necedad ni que haya salvado la vida por necio, como la salvaron David y Solón fingiéndose locos. Ni las leyes escusan a los necios de la pena como escusan a los locos». A la postre lo que duele a estos hombres de letras es que los bufones, sin preparación, ascienden más rápidamente como «consejeros» de los reyes, que lo hacen ellos mismos, con titulación universitaria. Un texto muy explícito al respecto es éste de Juan de Arce de Otálora, Coloquios de Palatino y Pinciano, p. 70: «Que, si miráis en ello, por nuestros pecados más valen las mercedes que los reyes han hecho a uno destos locos y truhanes que la hacienda y caudal de algunos sabios y letrados de sus consejos y audiencias. Razón tuvo el parásito de Luciano de alabar su oficio y probar que era arte liberal y excelente sobre todas, porque ellos viven della abundantemente, sin engañar a nadie, porque el oficio es el mesmo engaño. Siempre tratan entre buenos y ricos y nunca saben qué cosa es pesar ni tristeza». E insiste: «Con esos tales llegan a medrar mucho los lisonjeros, alabándoles sus cosas falsamente, que, por frías que sean, con su mentira y con el propio amor que se tienen, les hacen creer que son hermosas; y les parecen todas como dicen que al cuervo le parecen sus hijos granos de oro. Por esto proveyó el derecho que nadie fuese juez en causa propia» (ibid., p. 74). 69 Prescindo de ocuparme ahora de la cuestión por razones de espacio. Es lugar común desde Juvenal, Horacio y Marcial, pero la amplitud en el tratamiento
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Otro aspecto llamativo de algunos defensores del trabajo mecánico es la denuncia paralela de la corrupción de la beneficencia. La mendicidad y las limosnas preocupan ya al buen rey de A. de Valdés en el Mercurio y Carón: Procuré que se quitasen los vagabundos, especialmente los que andaban pidiendo por Dios podiendo trabajar; tove manera que cada pueblo mantuviese ordinariamente sus pobres, no dejándolos andar por las iglesias ni por las calles; y que a los extranjeros diesen de comer en cada lugar por tres días y no más, echándolos al tercero día fuera, si no estuviesen notablemente enfermos70.
«Gnophoso», en el canto XX de El Crotalón, critica a las compañías de devotos que ejercitan una falsa piedad desde el punto de vista de quien desprecia la superstición y los cultos externos, denuncia la mendicidad con los mismos criterios puritanos y reformadores del Socorro de pobres de Juan Luis Vives, y también a las instituciones que recogen mano de obra potencial sin proporcionarle un trabajo del que vivir dignamente; como Vives, y como muchas sesiones castellanas de cortes, se hace eco y portavoz de los manufactureros, de los que piden más mano de obra y el destierro de la mendicidad. El autor del Viaje de Turquía también critica la fundación de hospitales terciando en la sempiterna polémica del siglo XVI entre caridad y beneficencia71: PEDRO. [...] de todos los hospitales lo mejor es la intención del que le fundó, si fue con solo celo de hacer limosna, y eso sólo queda, porque las raciones que mandó dar se ciernen desta manera: la mitad se toma el patrón, y lo que queda, parte toma el mayordomo, parte el escribano; al cocinero se le pega un poco, al enfermero otro; el enfermo come sólo el nombre de que le dieron gallina y oro molido si fuere menester [...].
del tópico se explica seguramente por la indiscutible raíz social del fenómeno: sobre las modificaciones en el consumo de las diversas clases sociales habla Maravall, 1986, p. 39. En el Libro de la verdad de Pedro de Medina (1555) se describe con fascinación la vida de un rico, para censurarla con dureza, como recuerda J. Ferreras, 1987, p. 544, nota 15.Véase González Palencia, 1944. 70 Mercurio y Carón, p. 244. 71 Viaje de Turquía, pp. 101 y 115 (aquí la cita).
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Denuncias semejantes llegan a Juan de Mal Lara y a otros autores . En síntesis, la defensa de los oficios mecánicos en la literatura tratadística y dialogal del siglo XVI es ocasional, aunque relativamente amplia, sobre todo si comparamos con la ficción idealizadora del período. El grupo más caracterizado —aunque no el único— es el de tendencia erasmiana y vivista: su defensa de los oficios va ligada no sólo a un modelo de moral social —lo que también ocurre en los escritores no erasmistas—, sino a un modelo diferente de individuo como ser singular y como ser colectivo, a una crítica del régimen señorial, a una defensa de las clases intermedias y a una nueva concepción de la caridad y la beneficencia. 72
III. ILUSTRACIÓN
EJEMPLAR DEL OFICIAL MECÁNICO
Me interesa ahora destacar un grupo de textos en los que el oficial mecánico se convierte en personaje literario, cuyo tratamiento podría muy bien confrontarse con el que crean otros géneros, como la comedia lopesca antes mencionada; un personaje literario de condición ejemplar, que encarna ciertas virtudes o, al menos, debería encarnarlas. Si guardamos un orden cronológico, el ejemplo más temprano es el del zapatero Micilo del anónimo Diálogo de las Transformaciones (c. 15301535)73. El texto sigue el modelo griego de El Gallo o el sueño de Luciano de Samósata, donde la pareja protagonista, Micilo y su gallo, adopta los papeles conocidos de discípulo y maestro. El gallo alecciona moralmente a Micilo para hacerle desistir de su sed de posesiones y convertirlo a la filosofía práctica cínica, que renuncia a las riquezas y a los falsos honores. El autor castellano toma elementos esenciales de la filosofía y de la forma de este diálogo, aunque introduce muchas novedades en este último aspecto. El propósito ideológico no difiere, pese a la separación cronológica de los textos, sino que se adapta a la realidad peninsular. El gallo castellano ejemplifica consigo mismo, enseña desde o después de
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Juan de Mal Lara, Filosofía vulgar, vol. IV, p. 48, etc.; véase Márquez Villanueva, 1968, pp. 124-135. 73 Cito por mi edición de 1994.
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la narración de su caso, por lo que el convencimiento de Micilo se retrasa. La conversación transcurre probablemente en la cámara donde Micilo dormía; el gallo lo despierta de un sueño placentero en que el zapatero se recreaba en un lujoso convite. El entorno de la zapatería aparece siempre marcado por la pobreza: la comida escasea y unas habas son el único sustento que Micilo puede dar al gallo (p. 190). Cuando Micilo va invitado a cenar a casa del rico Éucrates, tiene que disimular el estado de su «capa despedazada» (p. 193), sucia y llena de agujeros (p. 195). Cuando sueña el sueño de su opulencia («...tenía alrededor de mí tanto de tesoro que no pensaba ser yo el que antes solía coser zapatos», p. 200), lo que podrían parecer exageraciones de Micilo, traicionado por su inmoderada sed de riquezas, no lo son, porque el gallo certifica el mismo estado de carencia que envuelve el taller del zapatero (pp. 232, 289), un espacio de pobreza y hambre al que el gallo Pitágoras, con su doctrina, encontrará ventajas, si —como dice al final de la conversación— se sabe ser «prudente en la solevar [la pobreza]» (p. 290). Cuando la relación es ya afectuosa, las críticas y amonestaciones del gallo pueden llegar a ser duras y, además de censurar la avaricia, puede devaluar la opinión del zapatero insistiendo en su carácter redundante: «Deja ya, mi buen Mida, de más fabular del oro con esa tu insaciable avaricia. Ciego estás, pues solamente pones tu bienaventuranza en la posesión de mucho oro y plata» (p. 200). O reírse incluso de él: MICILO. [...] Mas dime, gallo ¿por qué te ríes? GALLO. Ríome porque tú también, Micilo, estás en la misma necedad qu’está el inorante vulgo en la opinión que tienen de los ricos [...].Y hablo esto por saberlo, como lo sé muy bien, porque yo soy insperimentado en todas las vidas de los hombres: en un tiempo fue rico y en otro pobre [...] (p. 206).
Y más adelante: «Con gran dificultad hallarás en el mundo un rico que no confiese que le sería mejor estar en su mediano estado e en esta pobleza» (p. 232). La ironía de ese marco de extrema necesidad guarda relación estructural con el tema y el propósito ideológico del coloquio, muy diferente de otros compañeros de género: el elogio de la vida pacífica e independiente de los simples, los que viven del trabajo manual y desconocen el servicio.
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Es expresiva la caracterización literaria y argumentativa de Micilo. El gallo aparecerá desde el principio como amonestador y experto; por su parte el zapatero es agudo pero vive fascinado por la riqueza. Estamos ante un diálogo pedagógico que va a presentar al lector el proceso de aprendizaje de un representante de los «simples» que vive descontento con su fortuna, y con el que, además, ese lector puede y debe identificarse. Si hay momentos en los que el diálogo adquiere el cariz de coloquio polémico (pro y contra), cuando ambos interlocutores mantienen su discrepancia inicial sobre las riquezas (capítulos II a VI), esa contienda es breve, y la unidad de punto de vista —el del maestro, naturalmente— se alcanza pronto en la obra, aunque la garantía de la cura, igual que en El Gallo de Luciano, no se obtenga hasta el final. Tanto Micilo como el gallo, y no sólo uno de los dos, tienen la función de impulsar y ordenar el relato, aunque el saber de cada uno sea distinto: por ejemplo, los dos pueden hacer preguntas instrumentales al otro interlocutor, con el fin de que avancen el relato o la plática. También dosifican los dos lo relatado, pese al desigual nivel de conocimientos y experiencia, con el propósito de ordenar la conversación. Las funciones de maestro y discípulo están bastante difuminadas, o suavizadas, hasta el capítulo VIII, porque en este primer tercio de la obra Micilo es muy activo: el enfado de Micilo primero, al despertar, y su susto después le hacen tomar la palabra (pp. 181186). El hecho de ser motejado de ignorante surte un rápido efecto, pues en los capítulos inmediatos el zapatero va a sentirse obligado a exhibir conocimientos y contar todo lo que sabe de las existencias previas del ave. Él es quien cuenta el origen mitológico del gallo (pp. 187-199) con una erudición poco propia de un zapatero remendón, salvo si está avalado por la auctoritas cómica de Luciano y representa al auditorio universal. También sabe quién fue Pitágoras y algunas de sus recomendaciones y preceptos. Se revela además muy deductivo y muy listo, pues usa argumentos cuasi-lógicos, descubre contradicciones e incompatibilidades y emplea esos conocimientos para exigir veracidad a su interlocutor (p. 190). Tentado por la posesión de riquezas, conoce en cambio los peligros a los que se exponen las gentes por adquirirlas, lo que contra toda previsión constituye a sus ojos, en una argumentación por el sacrificio, razonamiento irrefutable de su valor intrínseco (pp. 201-206). Cuando el gallo cuenta los viajes científicos que hizo a Egipto e Italia siendo Pitágoras, el zapatero Micilo demuestra una curiosidad intelectual y un rigor poco frecuentes en
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un discípulo cómico, aunque sea renacentista: él tiene información de oídas, pero ahora, aprovechando ocasión tan insólita y propicia como es poder escucharlo de labios del mismo que lo experimentó, quiere saber la verdad, confirmar sus informes orales. También sabe quién fue Dionisio el tirano de Siracusa y también utiliza la información para exigir veracidad a su interlocutor (p. 212). Puede incluso dejar hablar al gallo para luego contradecir su discurso con un argumento ad personam, consiguiendo así sonsacar nuevos informes (pp. 216-217). Sus conocimientos y memoria son excelentes: recuerda al gallo-Dionisio lo que en un tiempo le dijera una vieja siracusana, hasta el punto de llegar a avergonzar a su maestro, que prefiere no rememorar algunos detalles de sus pasadas existencias (p. 217). Lo que aparentemente podía ser una falta contra el decoro del personaje es, exactamente, lo inverso: un hecho argumentativo cuidadosamente motivado, empleado para hacer al compañero dependiente de él y ponerlo a prueba como narrador y como maestro. El Micilo de los ocho primeros capítulos —el que coincide con la traducción más fiel de Luciano— es un discípulo particularmente aventajado y rápido desde el punto de vista dialógico: al final del capítulo VIII ya está convencido de que «no hay estado más quieto» que el suyo (p. 227), y pide al gallo que le cuente más transmigraciones, sólo —o casi— por el placer y la curiosidad de oírlas contar. Es éste un momento clave del diálogo; porque quietud no equivale a felicidad por las posesiones (lugar de cualidad), sino a la tranquilidad que supone el carecer de ellas, lo que es bien distinto. Las técnicas, a partir de ahora, tienen que cambiar por fuerza, y en particular las actuaciones del discípulo. El gallo, estratégicamente, cuenta su existencia de Epulón, como forma argumentativamente enfática y amplificatoria de insistir en lo mismo, en la infelicidad de los opulentos, siempre a base de lugares dentro de la categoría de «lo preferible». Se instala una argumentación por el análisis, direccional, destinada a obtener la adhesión última del oyente. Desde el final del capítulo VIII Micilo deja de ser activo en la discusión y es el gallo quien monopoliza el turno de palabra con sólo ocasionales y breves intervenciones del zapatero (pp. 244, 284), por lo general destinadas a impulsar el relato o a dejar caer ironías leves o zumbonas. Si el zapatero ya sabía que en su estado había paz y quietud, necesita confirmar a través de la vida peregrina de los soldados (cap. XVIII) y durante el resto de la charla, que esa paz es un bien superior a la posesión de riquezas
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(lugar de cualidad), y que no la disfruta ningún otro estamento social, en el mundo de los humanos o, metafóricamente, en el de los animales, como el asno. Los peregrinos, frente a los servidores palaciegos, pueden ser libres, pero tampoco son felices, porque no reside la moral social en un grupo semejante; su libertad es la del vagabundo incontrolado e incontrolable, no la del oficial mecánico y hombre de bien. Entre consejo y consejo, el gallo orador ha aprovechado para introducir lo que se constituirá en el objeto del acuerdo agrupado en torno de la categoría de «lo preferible» (valores generales: la felicidad y el trabajo; jerarquías: la libertad es superior a la riqueza; y lugares comunes de lo preferible, donde dominarán los argumentos de superación y de cualidad). El gallo sermonea sobre lo poco envidiable que es la vida de los ricos; discurre sobre las obligaciones de los potentados y de los gobernantes, para transitar por los distintos estamentos (con argumentos de división o partición, e inclusión de la parte en el todo), y acabar con un argumento ad hominem. Conociendo las tentaciones de Micilo se valora la habilidad del gallo para pasar de la vida de los reyes a la de sus servidores por medio de la noción de reciprocidad. Demuestra, con su narración, no sólo que la felicidad no reside en la riqueza, sino que ésta puede ser condenada en el infierno pitagórico con diversas penitencias, por ejemplo la condición de asno (argumento pragmático). Gracias a su experiencia multiforme el gallo conseguirá imponerse al zapatero, que reconoce la evidentia nacida de otro argumento pragmático: Admirado me tienes, oh fortunoso Pitágoras, con tan innumerables trabajos, y tan bien representados que con mis mismos ojos me los haces ver. Basta que me pensaba yo qu’esos grandes Pontífices se tenían la suprema felicidad, porque pensaba yo que los grandes Pontífices junto con los grandes tesoros y riquezas y el gran mando no tenían que desear otra cosa alguna. Agora que tengo visto su dolor, paréceme que ellos viven en el estado más mísero de los mortales (p. 275).
Dice el decreto infernal de Minos aplicando la regla de justicia: «Porque los ricos en el mundo mientra viven cometen nefandísimos pecados, robos, usuras, latrocinios, fuerzas, teniendo a los pobres en menosprecio, es determinado por toda nuestra infernal congregación que sus cuerpos padezcan penas entre los condenados y sus ánimas vuelvan al
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mundo a informar cuerpos de asnos, hasta que conforme a sus obras sea nuestra voluntad» (p. 242).
Los capítulos XX a XXII son muy breves, y el diálogo se precipita hacia el final. El diálogo se acaba por simple agotamiento, y porque llega el día y, con él, la hora de ir al trabajo. Micilo, admirado de su interlocutor portentoso, pide el cumplimiento de la última promesa: que le diga qué estado fue para él el mejor (p. 289). Su maestro, sin abandonar el lugar de cualidad pero introduciendo la reciprocidad y la analogía, le resume las ventajas de ser rana y las de ser «simple», y el zapatero, convencido ahora de su buena suerte, se va a trabajar (p. 290). Micilo se revela por tanto como reflexivo e inteligente, tiene rigor argumentativo y curiosidad intelectual, y también letras suficientes para discutir a su interlocutor. Es un verdadero personaje menipeo, crítico, incisivo, irónico, punzante. Encarnar esas cualidades ideales en la figura de un oficial mecánico, zapatero remendón, oficio infame en una España carolina que inicia ya la refeudalización castiza del país en vez de industrializar y aprovechar sus fuentes de riqueza, permite entrever unas intenciones específicas: el Diálogo de las Transformaciones podría ser un «espejo de oficiales mecánicos», adelantándose más de dos siglos a la abolición de la deshonra legal (1781) y un par de décadas a los primeros escritos del arbitrismo reformista74. En definitiva, con el fin de aumentar la eficacia persuasiva, el autor del Diálogo de las Transformaciones ha humanizado a los personajes del marco. Su acierto reside en no presentar la doctrina de modo fríamente edificante, lo que impediría la identificación del lector del siglo XVI, sino en «personas» cercanas, un zapatero remendón y un gallo, animal de las fábulas que razona como un hombre. Pasar de Epulón a burro puede ser, además de un argumento de la dirección, un castigo ejemplar, precisamente por amenazar a una persona concreta de existencia irrepetible, como Micilo, no a una figura abstracta, como un gallo que se reencarna, lo que resultaría poco temible para el lector. Micilo cobra una importancia extraordinaria como representante 74 Hay «dos formas de entender el arbitrismo: la meramente fiscal y financiera y la reformista» (Gutiérrez Nieto, 1988, p. 236). Para un tratamiento más amplio del problema que aquí he resumido, véase mi introducción a la edición del texto, 1994.
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del destinatario del texto, como auditorio universal a quien ha de persuadirse de la conveniencia de mantener e impulsar los oficios y reconocer la dignidad a aquellos que trabajan con sus manos sin envidiar las riquezas ajenas ni ser una carga para los menudos. El Micilo del Diálogo de las Transformaciones apuesta de manera optimista por seguir cosiendo zapatos y vivir independiente y libre. Parece que la utopía del aurea mediocritas mecánica aún despierta expectativas en la década de 1530. ***
El siguiente diálogo en el tiempo que dignifica al trabajador es el Coloquio de la mosca y de la hormiga de Juan de Jarava, incluido dentro de sus Problemas o preguntas problemáticas, ansí de amor, como naturales y acerca del vino..., obra editada en Lovaina, en 1544, como volumen misceláneo que contenía una traducción del Icaromenipo de Luciano y dos diálogos, el de la mosca y la hormiga y el del viejo y el mancebo, añadiéndose dos obras más en su 2ª ed. de Alcalá (1546), una Alabança de la pulga y La imagen del silencio, ambas traducidas del original latino de Celio Calcagnino75. El Coloquio de la mosca y la hormiga es, en mi opinión, una obra maestra en miniatura. No incluye prólogo ni argumento, no cita fuente; todo ha de deducirse del propio texto; la obrita es una amplificación literaria muy considerable y hermosa de la fábula de Fedro «Formica et Musca» (IV, 25), a través seguramente de alguno de sus derivados; con maestría extraordinaria, Jarava transforma una fábula agonal en la que se enfrentan con discursos contrapuestos la hormiga laboriosa y la mosca holgazana, en un diálogo satírico de corte lucianesco. De la tradición fabulística conserva lo que ese género tiene de ficticio, festivo y delectable, sin perder su contenido moral, parenético o personal. La moralidad tiene siempre, aunque en gradaciones diversas, un contenido de crítica social que incluye reglas de vida y 75 Vian Herrero, 1987a, pp. 449-494; el texto, por el que cito, en pp. 488-494. Gómez, 1996, ha demostrado que el Coloquio del viejo y el mancebo es también traducción, esta vez de un debate cuatrocentista, el Dialogus senis et iuvenis (1491) de Jacobo de Reno. El Coloquio de la mosca y la hormiga puede ser un caso similar, pero aún no se ha encontrado modelo.
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consejos, directos o indirectos, para el hombre corriente en su lucha de cada día. Esta fábula de Fedro podía muy bien atraer a Jarava, igual que a Luciano, porque bajo su argumentación se esconden varios temas de raíz cínica: la utilidad, el placer y la avidez, la jactancia, el esfuerzo, el mérito fingido, la virtud, etc. Jarava, aunque mantiene el mensaje moral que se deduce en clave irónica, ha eliminado todas las marcas didácticas de la fábula. Tras una presentación dramática, dialogan en turnos respectivos las dos interlocutoras, y ambas se ven sometidas a una caracterización cómica rica y verosímil. Insiste el diálogo en los temas del trabajo, la oposición ciudad-campo, el ocio y la familiaridad con el poder, la pereza, la avidez de placer, el culto a la seguridad y previsión, la felicidad, la vida conforme a las leyes de la naturaleza, etc., pero en un aspecto destaca de modo peculiar: identifica de modo explícito a la mosca con la nobleza —o con la vida parasitaria de los cortesanos y servidores palaciegos: MOSCA. [...] ¿qué cosa hay, yo te ruego, más miserable en el mundo que la vida de vosotras las hormigas? Pero yo temo mucho que no podrás alcanzar esta felicidad y buena fortuna mía, la cual no pueden alcanzar sino los nobles animales como yo. HORMIGA. ¿Noble dices? MOSCA. Sí, noble. HORMIGA. ¿Qué oigo yo? Tú, allende de la felicidad de la vida que dices tener, ¿también eres noble? [...] Yo hasta aquí no creía que eras de mejor linaje que todos los otros animalcillos ceñidos (p. 490).
Es este un diálogo polémico o erístico, es decir, que enfrenta dos posiciones irreconciliables en las que no se negocia ni se convence, sólo uno vence. Las autoalabanzas de la mosca encontrarán pronto su contrarréplica en la hormiga: [...] Ya sabes que eres un animalcillo a todos enojoso y a todos peligros puesto, porque no hay parte segura para ti y que no te esté aparejada la muerte en ella. Finalmente vives de hurtos y rapiñas, que no hay cosa más miserable, y vives sin pensar lo por venir.Y también no hay cosa más torpe y sucia que tú, y de todos eres llamada y tenida por perezosa. Dime, con esta tu felicidad junta con la nobleza, ¿qué cosa vees semejante en la hormiga?, la cual es siempre amada de todos, y está alegre siempre y segura, entrándose en su hormiguero.Y tiene por mayor felicidad comer los granos que tú menosprecias, que no comer la mosca pasteles y bañarse en
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buenos vinos. Y por el ejemplo mío los perezosos aprienden a ser diligentes y prudentes. Por lo cual te quiero traer al propósito la fábula que se lee de las hormigas y cigarras, para amonestar al trabajo los mancebos: en el mayor hervor del estío, cuando las cigarras se deleitan mucho no haciendo otra cosa que cantar, las hormigas prudentes, acordándose del invierno, trabajan mucho cogiendo frutos y granos y simientes, y poniéndolas en sus casas, para que en el invierno puedan pasar y mantenerse. Ansí que las cigarras, que en el estío parecían pasar muy buena vida, en el invierno perecen de hambre, y las hormigas que trabajaron, se huelgan y pasan a placer el tiempo recio del invierno (pp. 493-494).
La caracterización de las interlocutoras se atiene a las técnicas del modelo y el antimodelo. La mosca describe al principio lo que ve desde el aire: «Y mirándolos ya de cerca, vi a unos que cargaban, otros que llevaban cargas y otros guiaban y descargaban con grande priesa» (p. 489). Aunque formalmente parten de una igualdad de condiciones en la discusión, pronto se observa cómo la hormiga lleva ventaja dialéctica, porque sabe mostrarse mucho más distante, irónica e inteligente a la hora de comenzar la porfía; no es sólo razonable, frugal, previsora, etc., sino que sabe tender trampas dialécticas a la mosca petulante, lanza pullas que su contrincante no sabe interpretar con corrección, se autorrebaja con la misma estrategia de Sócrates para luego atacar con más fuerza —con lo que, de paso, se parodia la mayéutica por el simple hecho de encarnarla en un insecto minúsculo. La mosca, por el contrario, no es sólo ávida y parasitaria, sino que demuestra su incapacidad para imaginar cualquier punto de vista ajeno al suyo, es alabanciosa y abusa de la retórica (en su caso, como insecto, su exhibición de «cultura» es una ostentación de fábulas que la convierten en un bicho bien pedante). Hay apartes y otros procedimientos de tradición cómica que enriquecen el diálogo. Por medio de un tratamiento humorístico muy agudo, el drama renacentista de la deshonra legal, de la ruina del campo y la refeudalización del país se convierte en una contienda «muy placentera» de insectos que se resuelve «por simple mayoría». El final es dramático, no argumentativo: la presencia de una fila interminable y temible de hormigas pone en fuga a la mosca petulante y holgazana, que no puede responder. El ideal de Jarava es ese hombre-hormiga que sigue a la naturaleza y se adapta a la fortuna, que no busca el poder, la riqueza o la convención en general. Ajeno al orgullo y la jactancia, obra de acuerdo
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con la razón y lleva una conducta recta sin apartarse del cumplimiento del deber, aunque eso entrañe sacrificios, sobriedad y trabajo duro. Se instalan valores como la diligencia, la seguridad, la prudencia, la frugalidad en la comida, la capacidad para mantener buenas relaciones con los semejantes y comunicar el propio ejemplo, etc. Aparece, en oposición a la vida parasitaria de nobles y cortesanos, el ideal del aurea mediocritas entendida como disfrute moderado de los bienes terrenales. Quizás la felicidad de ese hombre-hormiga entrañe cierta marginación, pero lleva aparejadas libertad, satisfacción sencilla de las necesidades, dignidad, independencia y buenas costumbres. El trabajo es ahí condición de esa libertad e independencia. A través de la burla y la paradoja, Jarava muestra su hostilidad indisimulada a la descalificación del trabajo y, por tanto, hacia el proceso de refeudalización y encastamiento social del Antiguo Régimen, ya iniciado por esos años, aunque falte aún la conciencia social para calibrarlo76. Muchos otros autores de diálogos recuerdan al poder sus deberes para con el campo: Luis Mexía y Ponce de León, Miguel Sabuco de Nantes, Camós, Monardes, Pérez de Oliva, Arrieta, Miranda Villafañe, Pedro de Mercado, etc.77 tratan el problema agrario y artesano. Independientemente de que adopten el punto de vista de la defensa del campesino o le prediquen una cierta sumisión, todos ven en la cuestión agraria un asunto que no compete sólo a la nobleza, sino al poder político, al mismo rey. Con el coloquio de Jarava, en conclusión, no estamos sólo ante un simple enriquecimiento de la disputa medieval a través de una prosificación de una fabulita antigua; estamos ante una pequeña obra maestra del diálogo humanístico satírico en vulgar en su variante lucianesca, que colabora desde la ficción a una de las polémicas más vívidas de la década de 1540. ***
Hacia 1556, y probablemente en y desde el corazón de Castilla la Vieja, se escribe otro anónimo lucianesco, El Crotalón, que en muchos aspectos es una transformación amplificada del Diálogo de las Transformaciones antes
76 77
Vian Herrero, 1987a, p. 484. Textos reunidos en Ferreras, 1985, pp. 789-812, y ver supra.
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analizado, aunque probablemente de distinto autor78. Conversan otra vez, siguiendo al mismo modelo lucianesco, el zapatero Micilo y su gallo, que se reencarna en el mundo de forma sempiterna desde su nacimiento mitológico remoto. Ha tenido todas las existencias posibles e imaginables, y a lo largo de diecinueve cantos, en diecinueve madrugadas, va a referirlas a su amo Micilo con el fin de amenizar su trabajo de taller antes de que amanezca, y para enseñarle, una vez más, cómo su estado de artesano libre e independiente es el mejor de los posibles. El esquema de El Gallo o el sueño de Luciano prestará la estructura exterior del texto, pero en dependencia de ese marco se van a integrar las más variopintas fuentes, lucianescas y de otras procedencias (en especial Ariosto y Erasmo), hasta crear un diálogo mucho más complejo y ambicioso desde el punto de vista de la experimentación narrativa de lo que lo era el Diálogo de las Transformaciones. En el aspecto temático, encontramos los mismos elementos que ya han ido apareciendo: elogio del trabajo manual y de su libertad intrínseca, crítica severa del régimen señorial y su concepto externo de honra, de los mecanismos de ascenso fundamentados en la sangre y no en la virtud, censura de la corrupción de la beneficencia, del servicio palaciego, etc. La laboriosidad ocupa ya un lugar muy destacado en la jerarquía de virtudes explícita en el texto («sé tú bueno, honesto, devoto y trabajador»), la grandeza del ser humano se concreta en el homo faber que es capaz de modificar la naturaleza con sus manos, en el «ingeniero»79. En contraste con los ejemplos anteriores, el planteamiento es global, sin desdeñar el ir a las raíces de los problemas sociales más variados, pese a ser una obra de plena ficción. Merced a la obcecación del zapatero con el mundo de las riquezas ostensibles, y gracias a la experiencia multiforme del gallo, que lo ha probado todo a lo largo de sus reencarnaciones, vuelve a dibujarse un proceso de aprendizaje en el que el discípulo hipnotizado por el lujo ha de llegar a reconocer que su estado es el más envidiable. Las relaciones establecidas en la conversación no son de igual a igual, sino que, como en todo diálogo pedagógico, uno detenta el saber y la experiencia (el
78 Cito por mi ed. en el vol. II de Vian Herrero, 1982, y resumo algunas ideas de ibid. y de Vian Herrero, 1984 y 1987b. 79 Comenta estos aspectos Maravall, 1972, I, pp. 49-51, II, p. 154; Maravall, 19862, pp. 573-575.
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maestro, el gallo) y el otro, aunque inquieto y despierto, es ignorante, hace juicios apresurados o superficiales y encarna al ydiotes y al discípulo (Micilo). La conversación habrá de ser artífice del cambio cuando el discípulo haya alcanzado el saber del maestro. Veamos si se logra y de qué manera. Para conseguir tal objetivo, el gallo se traza una estrategia: ganarse la atracción primero, la confianza y credibilidad después y, por fin, el afecto del zapatero; su método consiste en combinar con habilidad el interés, la referencia a la vida cotidiana de su interlocutor, el relato placentero, la fascinación de lo sobrenatural y lo maravilloso, el cuento de terror y otros recursos menores que acaban con la incredulidad de Micilo. El mantenimiento de la atención por parte de éste llega en ocasiones a exigir el ocio como situación exclusiva: Micilo deja de trabajar al oír el relato del Infierno, no sólo por el miedo que lo domina, sino en gran parte porque en El Crotalón enseñar es deleitar. El diálogo comienza cuando el gallo despierta con su canto a Micilo y le invita a conversar mientras él trabaja «por haber alguna riqueza» (p. 16). Una vez vencida la resistencia del zapatero ante el prodigio de un gallo parlante, se establece la premisa, el acuerdo inicial sobre el que se estructura la demostración del diálogo entero: Micilo está convencido de la miserabilidad de su estado; el gallo se propone dos cosas: la primera demostrarle que su estado es el más feliz: «Y conocerás cómo de sabios y necios, ricos, pobres, reyes y filósofos, el mejor estado y más seguro de los vaivenes de la fortuna tienes tú, y que entre todos los hombres tú eres el más feliz» (pp. 32-33).Y la segunda, consecuencia de ésta, y previamente declarada en el prólogo, «la malicia en que los hombres emplean el día de hoy su vivir» (p. 4). Micilo no tiene excesivos problemas para aceptar, a lo largo del diálogo, el desorden en que los hombres viven, alejados de toda virtud. Pero sí tiene muchos inconvenientes, desde el principio, para aceptar que su estado sea no sólo el más feliz (pp. 32-33), sino el único en el que residen la ética, la libertad y la virtud, como quiere el gallo. Sobre estos temas gravitará el aprendizaje del zapatero. Al final de la conversación entre ambos no se deducirá que el estado superior es la pobreza, sino la vida independiente de los menestrales que trabajan con sus manos gracias al cultivo de un arte mecánica (canto XIX). Los recelos del zapatero son numerosos: la simple aceptación de la viabilidad de la metempsícosis le supone un gran esfuerzo (p. 20), denuncia varios atentados a la verosimilitud y se protege de las redes de
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la retórica (pp. 30, 44-45), exigiendo hasta muy adelante veracidad y juego limpio (p. 422). Eso obligará al gallo a hacerse constantemente verosímil (p. 155), a hacer continuas llamadas de atención al interlocutor, sobre todo en situaciones delicadas (p. 353), a recurrir a los argumentos de experiencia y al testigo ocular (pp. 353-354, 423, 432, 456, 472 533 y passim), hasta conseguir hacer desaparecer las reservas de Micilo (pp. 411, 532-533) o despertar su ansiedad a base de hacerse de rogar (p. 487), provocar su fascinación, su miedo, su placer e interés y llegar a cobrarse su afecto (p. 478), etc. Micilo es un interlocutor que pregunta, hace pequeñas objeciones, comentarios marginales, pide alguna explicación, se permite ironías muy de su gusto, pero sobre todo escucha. Su tono ante los relatos del gallo es el de una sorpresa que se renueva constantemente, una avidez de descubrimiento que nunca se sacia, hasta llegar a la adhesión incondicional en sentidos y espíritu, al «encantamiento» con el gallo. Micilo es también activo en el proceso de comunicación: actúa como animador del relato de diversas maneras, bien con su curiosidad, con su ignorancia, su admiración, su humor, su miedo o su entusiasmo; recibe el mensaje del gallo, reacciona ante él y, a su vez y a su manera, actúa. Puede ser crítico con su maestro (p. 103), pedir brevedad (p. 333), sugerir cambio de tema (pp. 84-85), contradecir de forma taxativa o llegar a dirigir el debate (pp. 76-85). Es sobre todo receloso y muy renuente ante embaucos y mentiras. Micilo es más activo en la primera parte de la obra y hasta la mitad aún tiene rasgos de responsabilidad en la discusión: cuenta una extensa anécdota en el canto X y hace numerosos comentarios sarcásticos en el canto XI. Pero a partir de ese momento, su actividad empieza a ceder: comienzan a disminuir sus comentarios, sus objeciones o sus críticas para aumentar su admiración, su avidez y, por tanto, su papel de oyente. Con todo, los cantos que abarcan el viaje de Icaromenipo al Cielo (cantos XIIXIV) todavía presentan a un Micilo activo, que orienta la historia con sus preguntas o que exige del gallo un orden determinado en su exposición, que pide explicaciones pormenorizadas, etc. A medida que los temores de lo sobrenatural crecen, los silencios del zapatero se hacen más densos. En los cantos XV-XVI, que presentan el viaje al inframundo, permanece casi mudo, y los relatos infernales llegan a paralizarlo de terror e incapacitarlo para trabajar (pp. 446-447), además de provocarle pesadillas. En el canto XVII hay algunos comentarios marginales que en el XVIII (el canto de lo maravilloso por excelen-
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cia) se reducen a su mínima expresión. En el canto XIX, a pesar de ser aquel en el que supuestamente el discípulo alcanza el estado de sabiduría, las intervenciones de Micilo son muy escasas y se limitan al principio del texto. En el canto XX vuelve a ser locuaz, pero ya para explicar a Demofón con tristeza el asesinato ritual de su gallo a manos de unas mujeres disolutas que celebraban el carnaval, junto a otros pensamientos no menos negros. El gallo domina el relato aunque también depende material y afectivamente de Micilo. En definitiva, Micilo ha tenido un papel activo, pero en tanto las redes oratorias del gallo se hacen más eficaces, su papel disminuye. Disminución directamente proporcional a su capacidad para implicarse e insertarse en la relación de convivencia y para pasar progresivamente de la ignorancia o el papanatismo ante los ricos, al saber, a la aceptación del ideal del aurea mediocritas «mecánica». El afecto de los dos se hace profundo, las muestras de cariño del zapatero, un personaje hondamente afectivo, aumentan. El autor, en lugar de caer en la sequedad que implicaría la presentación de los personajes en abstracción antitética, ha humanizado las reacciones y movimientos de los interlocutores y ha presentado un duelo afectivo e intelectual entre dos personajes que dependen el uno del otro. El retrato de los interlocutores es dinámico, pues no sólo van ofreciendo datos sobre su psicología y su forma de pensar, sino que también adoptan posiciones de duda, vacilación, conflicto, incertidumbre, afecto, rechazo o cualquier otro sentimiento de la más diversa índole. El papel desempeñado por Micilo obliga a leer el diálogo desde su persona y perspectiva: el zapatero y el lector se independizan en funciones, porque Micilo es el receptor del diálogo. Un Micilo así caracterizado, veamos de qué se quiere que acabe convencido. La vida del oficial mecánico, tanto en alusiones teóricas generales, como encarnada en la vida del personaje del zapatero, es en este diálogo el reverso de la muy censurada vida de corte, postiza y corrompida por estar alejada del mundo natural o de la existencia ejemplar de los primitivos cristianos. Si la vida de los animales es la antítesis estética y utópica (canto II), la vida de la menestralía va a representar, como en otros contemporáneos, una solución parcial a la sociedad que el autor mira con disgusto. El Gallo-Icaromenipo que contempla desde el Cielo, en metáfora lucianesca, las actividades de los hombres, los ve pequeños, mezquinos y encenagados en los vicios. Observa cómo la corrupción alcanza a «todos cuantos oficios hay en la república»,
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pero se detiene con tesón en algunas profesiones proclives al soborno, como los «letrados, abogados, jueces, escribanos y oficiales de audiencias y chancellerías». El juez, seglar o eclesiástico, es siempre motivo de vituperio, por su soberbia y su deshonestidad (cantos XV, XVII, XVIII). Otro tanto se denuncia en el canto XVI entre escribanos, cambiadores, médicos, cirujanos, incapacitados para cumplir su deber con rectitud. Lamenta igualmente la tendencia social a que los oficiales enriquecidos opten por la vía feudalizante de ascenso social, por la traición de estamento: la nobleza advenediza de hidalgos «nuevos» presuntuosos. Así la Bondad, en el canto XVIII dice: Fue por todos aquellos que hasta entonces yo había tenido en mi familiaridad y hallélos tan mudados que ya casi no los conocía sino por el nombre, porque había muchos que yo tenía en mi amistad que eran armeros, malleros, lanceros, especieros, y en otros géneros de oficios llanos y humildes contentos con poco, que no se querían apartar del regazo de mi madre uñidos comigo; los cuales, agora aquellas falsarias los tenían encantados, locos, soberbios y muy fuera de sí, muy sublimados en grandes riquezas de cambios y mercaderías, puestos ya en grandes honras de regimientos con hidalguías fingidas y compuestas ocupados en ejercicios de caballeros, en justas y juegos de cañas, gastando con gran prodigalidad la hacienda y sudor de los pobres miserables (p. 550).
Esa denuncia de la hidalguía fingida e improductiva es tema constante entre los moralistas. Erasmo, Villalón o Juan de Pineda no desperdician circunstancia para censurar a los caballeros ociosos que viven por y para las armas, los duelos, las batallas, la diversión y la bebida. Desde el reinado de los Reyes Católicos, la concesión de ejecutorias de nobleza permitía a los plebeyos convertirse en hidalgos. En la nobleza antigua produjo malestar y resentimiento, y también entre los intelectuales que querían ascender socialmente por sus méritos propios, lo que se refleja en las actas de cortes y en la literatura abundantemente80. 80 Además de otros ejemplos transcritos anteriormente, son dignos de recuerdo algunos nombres de prosistas del período que condenan la nobleza advenediza, como Fray Antonio de Guevara, el autor del Viaje de Turquía, Juan de Arce de Otálora, Antonio de Torquemada, Diego de Hermosilla, Juan de Mal Lara o Pedro Fernández de Navarrete. Aclara Gutiérrez Nieto (1988, p. 290) que las denuncias
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Hasta aquí la novedad es relativa. Pero a pesar de ser obra satírica no se limita a la simple denuncia, porque aparentemente cree en su antítesis: el gallo enaltece con una vehemencia y una valentía poco frecuentes la vida de los simples, de los que trabajan con sus manos en un oficio mecánico y de forma anónima mantienen a la humanidad, de los que escapan a la servidumbre del salario y la merced palaciegos y no hipotecan su libertad a la dependencia de un señor tirano y corrompido, como hacen los cortesanos.Tampoco faltan en El Crotalón las denuncias de la obsesión por la limpieza de sangre81. La postura deja de ser teórica y estética (menosprecio de corte y alabanza de la vida animal) para convertirse en una aportación de relevante modernidad y valentía a la sociedad de su tiempo. No perdona a quienes, pudiendo desarrollar su capacidad y dotes naturales en un oficio —uniendo sintomáticamente a las artes mecánicas también las liberales—, lo desprecian por comodidad, vagancia o servilismo, traicionando a su «estamento»: Y después quiero que también entiendan por sí todos cuantos en el mundo son, los cuales son dotados de Naturaleza de alguna habilidad para aprender, o que saben ya algún arte mecánica, la cual tomada por oficio cotidiano, trabajando a la contina se puedan mantener; o aquellos que en alguna manera se les comunicó por su buen natural alguna ciencia, gramática, retórica o filosofía; estos tales merecían ser escupidos y negados de su naturaleza si, dejando el ejercicio y ocupación destas sus ciencias y artes que para la conservación de su bienaventurada libertad les dio, si, repudiada y echada de sí, se lanzan en las casas de los príncipes y ricos hombres a servir por salario, precio, jornal y merced (p. 573).
El concepto positivo de trabajo aquí defendido es eminentemente moderno, pues no se entiende como maldición bíblica sino como condición para el ejercicio de las propias cualidades, la libertad y la dignidad humanas, opuesto al parasitismo nobiliario. Esa «libertad que de los arbitristas sociales (y antes de los erasmistas y luego de los ilustrados) sobre las contradicciones de la nobleza heredada no implicaban una condena de la nobleza, sino una aceptación siempre que «sea una nobleza de los mejores y que permanezca abierta». 81 Véase Gutiérrez Nieto, 1987; pero es necesario, a mi juicio, diferenciar el interlocutor que se expresa en cada caso para no ver contradicciones innecesarias en lo que es un juego argumentativo, literario e ideológico.
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Naturaleza les dio» a los hombres, asociada a la no dependencia económica o política, vuelve a conectar a este diálogo con la literatura política desde los Reyes Católicos, con las protestas comuneras y con los textos de Erasmo y sus seguidores82. Las alusiones a la pobreza y hambre de las clases populares son muy numerosas, empezando por las del mismo Micilo, cuyas quejumbres ocupan amplio espacio y llegan a ser la disculpa para el reconfortante alivio que encuentra en las disertaciones del gallo (principio del canto VII), y esos relatos la única razón y consuelo para seguir viviendo en estado tan miserable (canto XIX). Si, como el gallo le dice, su estado es el más bienaventurado, entonces —piensa Micilo— «en el mundo no hay qué desear». Siente nostalgia de cuando era hormiga de la India que acarreaba oro del centro de la tierra (canto III),
82 Ferreras, 1985, pp. 553-555, destaca el énfasis del autor en el trabajo no como maldición divina sino como ejercicio de la dignidad humana, don sobrenatural y ocasión para ejercer las capacidades naturales, que trae aparejada la libertad; el concepto trabajo se emplea, además, en el sentido económico de una actividad remunerada, manual o intelectual, y el grupo social que sirve se traiciona a sí mismo; lo conecta con Luis Mexía, Valdés, Luján, Ávila, Hermosilla, Camós, Osuna, y otros defensores del trabajo manual frente al parasitismo nobiliario. Otros textos contra el servicio alegados por Scholberg, 1979, pp. 59-69 (El Crotalón en 62-63 y 65). La idea que subyace a estas afirmaciones de «Gnophoso» es la misma que la de C. de Villalón, El Scolástico, II, XV, pp. 159-160, aducida arriba (§ II). El giro empleado para definir la libertad natural del hombre, repetido luego varias veces en el interior del canto XIX, se encuentra en la literatura reivindicadora de la independencia política o económica desde el reinado de los Reyes Católicos, aumentando su incidencia a la altura de la revolución comunera; véase este párrafo de un eclesiástico ante el regimiento de Toledo en abril de 1520 (A.H.N., colección Salazar, N-44, fol. 179-180), que transcribe a su vez el discurso de Quintanilla ante las Cortes de 1476, cuando se creó la Santa Hermandad, el mismo que reprodujo Pulgar en su Crónica (en Pérez, 1979, p. 687): «Ca sin duda, si buen consejo toviéramos, ni hobiera tantos malos ni sofriéramos tantos males, y lo más grave de sentir es que aquella libertad que natura nos dio y nuestros progenitores ganaron con buen esfuerzo nosotros la habemos perdido e cada día perdemos con cobardía [...] sometiéndonos a aquellos que si razón y consejo toviésemos poca honra se ganaba en los tener por siervos [...]». Erasmo, por su parte, tiene la libertad de la persona como noción esencial de su ideario: «Puesto que todas las personas son libres, los príncipes no pueden tratar a sus súbditos como si fueran esclavos. En la Institutio, Erasmo expone que la naturaleza ha hecho libres a todos los seres humanos, y ello es así, incluso, desde concepciones paganas» (Augustijn, 1990, p. 92).
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pues para él la pobreza «no es vivir, pero muy miserable morir, y me ternía por muy contento si la muerte me quisiese llevar antes que pasar en pobreza acá» (XIX, p. 570); ese mismo es el motivo de su admiración a los ricos o, incluso, —peor aún— a los asalariados de palacio. Esta idea se ganará los severos reproches del gallo. La pobreza y el hambre son responsables de muchos males sociales, y ambas alegorías son las primeras que él encuentra en los umbrales del Infierno durante su viaje sobrenatural; también asocia la prostitución a la proletarización (la ramera es hija de un peraile y una lavandera en el canto VII), o conecta la pobreza del labrador pechero con la presión fiscal y explotación de los hidalgos (canto III). El vulgo, a su vez, encarna las facetas de la cobardía, el inmovilismo, la ignorancia, la gula, la bobería, la superstición o la irreligiosidad, y está condenado a ejercer la mendicidad83. No es ése el caso de los menudos idealizados de este texto, esos «idiotas, simples populares que pasan la vida con prudencia», los del discurso que el ángel de la guarda lanza a Icaromenipo a la vuelta de su viaje por las regiones celestes e infernales: Por lo cual, déjate de hoy más gastar tiempo en la vana consideración de las cosas altas y que suben de tu entendimiento, y deja de inquirir con especulación los fines, principios y causas de las cosas. Menosprecia y aborrece estos vanos y cautelosos silogismos que no son otra cosa sino burla y vanidad sin provecho alguno, como lo has visto por experiencia en esta jornada y peregrinaje; y de aquí adelante solamente sigue aquel género de vida que te tenga en las cosas que de presente posees lo mejor ordenado que a las leyes de virtud puedas, y como sin demasiada curiosidad ni solicitud en alegría y placer puedas vivir más sosegado y contento (p. 478).
En el Menipo lucianesco, el elogio de la vida de los simples es idea central defendida desde los colores de la filosofía cínica; aquí se cristianiza, a modo de moraleja, tras el viaje sobrenatural, aprovechando la última ocasión de vilipendio de la teología escolástica («vanos y cautelosos silogismos»), que se opondrá a la docta ignorantia de raigambre bíblica e invasora de la prosa erasmista del período84.
83
Sobre la noción de vulgo, opuesta al sabio para los humanistas, ver Green,
1957. 84
Aunque el pasaje proceda del Menipo de Luciano, la idea está en perfecta consonancia con el punto de vista de la Biblia sobre la sabiduría: «Nemo se se-
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Este mismo consejo es el que transmite el gallo a su amo en varias ocasiones. Es el ideal de dorada medianía horaciana que encontramos en el campesino ejemplar de la comedia lopesca y en abundantes obras áureas: ese equilibrio entre epicureísmo y estoicismo que caracteriza al «campesino filósofo» de la comedia o al «pastor filósofo» de los libros de pastores, que miran el transcurrir de esta vida como mero tránsito hacia la otra, pero que no se ven impelidos a rechazar, por otra parte, un disfrute moderado de los bienes, pocos o medianos, que poseen en esta vida. La novedad reside en que es otro sector social el ejemplar; es la puesta a punto de un tópico literario para corregir los males sociales específicos del tiempo. Ese ideal aristotélico es un lugar común, por lo que «hay que distinguir entre aquellos arbitristas y pensadores que concibieron el asunto como mera pretensión de índole moral, de aquellos otros que sintieron la necesidad de estructurar la sociedad bajo ese principio y propusieron medidas concretas para llevarlo a cabo»85. Aquí el único sector social en el que habita la moral cristiana es el de los artistas mecánicos, los que como
ducat: si quis videtur inter vos sapiens esse in hoc saeculo, stultus fiat ut sit sapiens. / Sapientia enim huius mundi, stultitia est apud Deum. Scriptum est enim: Comprehendam sapientes in astutia eorum. / Et iterum: Dominus novit cogitationes sapientium quoniam vanae sunt» (I Cor 3: 18-20). Véase Sharp, 1949, p. 573. También la recoge Erasmo: «Ac per Deos immortales, estne quicquam felicius isto hominum genere, quos vulgo moriones, stultos, fatuos, ac bliteos appellant, pulcherrimis, ut equidem opinor, cognominibus? Rem dicam prima fronte stultam fortassis atque absurdam, sed tamen unam multo verissimam. Principio vacant mortis metu, non mediocri, per Iovem, malo.Vacant conscientiae carnificina. Non territantur Manium fabulamentis. Non expavescunt spectris ac lemuribus, non torquentur metu impendentium malorum, non spe futurorum bonorum distenduntur. In summa non dilacerantur millibus curarum, quibus haec vita obnoxia est. Non pudescunt, non verentur, non ambiunt, non invident, non amant. Denique si propius etiam ad brutorum animantium insipientiam accesserint, ne peccant quidem autoribus theologis» (Elogio de la locura, cap. XXXV, pp. 180-181, y passim sobre la infelicidad del sabio); también Enquiridión, p. 398 (ligado al tópico del aurea mediocritas). Llega al Diálogo de las Transformaciones, pp. 289-290 y a los Coloquios satíricos de Torquemada, cuyo tercer coloquio «es muy provechoso para que las gentes no vivan descontentas con la pobreza, ni pongan la felicidad y bienaventuranza en tener grandes riquezas y gozar de grandes estados» (Coloquios satíricos, p. 584a). (Éstos y otros testimonios en A.Vian Herrero, 1982, III, pp. 369370, nota 115.) 85 Gutiérrez Nieto, 1988, p. 294.
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el zapatero pobre trabajan con sus manos y ganan su vida con un cierto decoro. Por este lado el autor está buscando el fortalecimiento del tejido artesanal coetáneo y de una burguesía en ascenso, lo mismo que inconscientemente deparan el reformismo erasmizante o el protestantismo, a pesar de la condena erasmiana y luterana de las prácticas capitalistas86: la laicización de la santidad, del ascetismo y de la vida contemplativa, ahora «se expresa por la obligación de rendir hasta el máximo de las posibilidades en la vocación profesional de cada uno, a la vez que se condena rotundamente la ociosidad y la mendicidad». El planteamiento y el desarrollo argumentativo del texto hacen esa tesis dominante. Pero no quedan ahí las cosas: la evolución de Micilo es una, los acontecimientos y la cruda realidad, otra bien diferente. Ambos aspectos son esenciales en mi opinión para comprender cabalmente el sentido de este texto complejo. El gallo se dispone, al principio del canto XIX, a anunciar que recogerá lo sembrado durante las veladas precedentes, razón por la cual este canto, desde el punto de vista interno a la evolución argumentativa, es la culminación y «final» de las conversaciones mantenidas; más que el canto XX, en forma de epílogo y con el gallo ausente, donde asistiremos a la frustración de diversas expectativas. En las líneas iniciales del Sobre los que están a sueldo 1, de Luciano, fuente de esta parte de El Crotalón, se considera también el servicio a los ricos como una forma de esclavitud. El narrador lucianesco, a diferencia del gallo de «Gnophoso», no ha vivido personalmente la experiencia, pero se la han contado numerosos amigos. El gallo castellano amplifica a su modelo e incluye su extrañeza ante esta fascinación de Micilo, después de todo lo que llevan conversado: Y más me maravillo cuando, quejándote de tu estado felicísimo, dices que por huir de la pobreza ternías por bien trocar tu libertad y nobleza de señor, en que agora estás, por la servidumbre y captiverio a que se someten los que viven de salario y merced de algún rico señor (p. 570).
Se inicia así el tema del De curialium miseriis. La argumentación del gallo será primero filosófica (disquisiciones sobre la libertad individual, dignidad natural y habilidad innata para aprender y ejercer un oficio),
86
Gutiérrez Nieto, 1975, pp. 60-62.
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y luego pragmática y económica (la vida de servicio no permite salir de la pobreza). Después de escuchar las muy elocuentes penalidades vividas por los servidores de palacio, Micilo empieza a sospechar que en su estado reside el ideal de felicidad y de virtud. El gallo inicia así la recapitulación final, y el zapatero en ese momento está convencido de la preferencia de su estado de «pobre pero libre», reservando la única y última indulgencia para las personas de edad avanzada y que nunca aprendieron oficio. El gallo concluye: Resta agora, Micilo, que quieras considerar con cuerdo y avisado ánimo todo lo que te he representado aquí, porque todo lo experimenté y pasó por mí. No cebes ni engañes tu entendimiento con la vanidad de las cosas desta vida que fácilmente suelen engañar, y mira bien que Dios y Naturaleza a todos crían y producen con habilidad y estado de poder gozar de lo bueno que Ella crió, si por nuestro apetito, ocio y miseria no lo venimos a perder.Y de aquí adelante conténtate con el estado que tienes, que no es cierto digno de menospreciar (pp. 592-593).
El convencimiento de Micilo es ya pleno al final del canto: —¡Oh gallo bienaventurado! ¡Qué bienaventurado me has hecho hoy, pues me has avisado de tan gran bien! Yo te prometo nunca serte ingrato a beneficio de tanto valor. Sólo te ruego no me quieras desamparar, que no podré vivir sin ti (p. 593).
Parecemos estar ante el triunfo del saber y la retórica, ante el cierre del ciclo de la enseñanza. En cambio, estas frases parecen ser una justificación anticipada del final de la obra («no me quieras desamparar, que no podré vivir sin ti»). En el canto XX, cierre del diálogo, el gallo ha muerto y Micilo, entristecido por una pérdida irreparable, explica a su vecino Demofón el motivo de su dolor en términos elegiacos: «[...] fáltame de mi casa un amigo, un compañero de mis miserias y trabajos, y tan igual que era otro yo» (p. 604). Demofón, ese vecino rico al que poco antes (principio del canto XVIII) se ha tachado de mentiroso, crédulo y supersticioso, es quien ahora intenta suplir al gallo en tan amena conversación, sin resultado a los ojos del lector, que participa de la tristeza y gravedad del ambiente. Además, si hay un personaje antagónico a Demofón es Micilo, cuyos recelos, incredulidades y exigencias de rigor lo convierten en un tipo particular de «simple»,
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filosófico, despierto y reflexivo. Pues bien, para colmo y contra todas las previsiones, al final del canto XX Micilo va a decidir tomar a su vecino rico por patrón y renunciar a la libertad e independencia económica. La subsistencia, por odiosa y cotidiana que sea, tiene un matiz de urgencia muy superior. Estamos ante la ironía autorial más amarga de todas: si Micilo ya estaba convencido desde tiempo antes de la maldad del mundo y sus pompas, ahora han desaparecido otras convicciones utópicas que contrarrestaban esa negra conclusión: una el ideal del aurea mediocritas concretado en un oficio manual independiente; otra, el valor de la palabra bien coloreada, el placer del relato en dependencia estrecha de la calidad del orador, que debe ser amigo (el «otro yo» platónico, p. 604) y tener «fuerza y autoridad» (p. 352) para convencer. Con Demofón como amo del que depende, Micilo puede contar con un patrón y una «oreja» ante la que criticar el mundo, pero no cuenta con «otro yo»87. En esa realidad no caben las utopías. Las enseñanzas previas han fracasado. Las palabras engañan. Este final de desaliento y desengaño, que claudica ante la posibilidad de defensa y mantenimiento de las artes mecánicas, contrasta con la defensa final y optimista de la pobreza relativa e industriosa presente en el Diálogo de las Transformaciones. Algo ha cambiado en el horizonte utópico de los reformistas económicos de 1530 en relación con los de mediados de siglo. La ironía a contrario de El Crotalón se hermana con la del final primitivo del Viaje de Turquía antes de ser retocado por su interpolador. Hay que ver estos finales como momentos privilegiados en que se hace explícito el código moral de la voz satírica y no como el triunfo en el marco de la «buena conversación» entre interlocutores88. 87 Aparte de por sus graves defectos, Demofón no puede ser un amigo ni «otro yo» para el zapatero, pues «según dice Tulio en el De amicitia: la amistad ha de ser entre los iguales, y como no lo sean, aquél a quien escriben no puede ser su amigo singular» (A. de Torquemada, Coloquios satíricos,VI, p. 652a); idea sobre la que también había insistido Erasmo, entre otros lugares en el Elogio de la locura. 88 Para el significado del final de la obra como desengaño, fracaso de la retórica persuasiva y como denuncia de la imposibilidad material de sostenimiento de los oficios mecánicos en la España carolina y filipina, véanse Vian Herrero, 1982, I, pp. 518522; 1984, p. 482; y 1987b, pp. 58-61. Ocurre lo mismo con la posibilidad de transformación real de Juan de Votadiós (no la de Mátalascallando) en el Viaje de Turquía: Vian Herrero, 1988, pp. 473-475; no cabe más enseñanza que a contrario. Una interpretación antitética del final de El Crotalón da Rallo, 1982, pp. 69-70, quien no ve en ello derrota alguna y cree asegurada la eficacia de la palabra: «Es aún posible un hom-
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Un final que invierte en gran medida todo el desarrollo discursivo anterior ha de verse como una de las características más frecuentes de los textos satíricos áureos, según aclara E. S. Boyce89: bre nuevo y una sociedad nueva si se consigue liberarlos de las vendas que les ofuscan imposibilitándoles a seguir la perfectibilidad a la que están destinados»; «[...] el autor, desencantado de la sociedad [mantiene] su fe en la dignitas hominis (reducida al ámbito privado), sólo alcanzable ya por el propio esfuerzo del conocimiento y sabiduría transmitidos y experimentados individualmente» (Rallo, 1987, pp. 93, 103). Micilo quedaría transformado en maestro y se asistiría a una nueva cadena de transmigraciones: «una vez completado el proceso educativo, descubierta la realidad y hecho donación del instrumento para aprehenderla, transmigra en Micilo, trasformándose éste a su vez en maestro. La necesidad de comunicación se sublima entonces no sólo en un dialogar acrónico, sino en un proceso de transmigración sin fin de la sabiduría. [...] Cada vez más ligados el gallo y el zapatero hasta fusionarse como dos caras de una experiencia vital, la de Villalón: frente a la realidad decadente y corrompida sin más solución que su denuncia, se ha conseguido la pervivencia del autor, que sigue creyendo en la eficacia de la palabra y en su perduración. El Crotalón es la gran metáfora de esta idea» (Rallo, 1987, pp. 107-108; lo cito en la última de sus versiones, pero véase también Rallo 1982, pp. 69-70). Con ligeras variaciones también en Phipps, 1989, pp. 223-225. Para Ferreras, 1985, p. 1065, El Crotalón sería un ejemplo de «dialogue fermé basé sur la discussion», es decir, el tipo de diálogo en que las distintas posibilidades se autocorrigen en la discusión para llegar a la de uno de ellos, donde hay progresión dialéctica y síntesis final. Así ocurre, pero si bien es cierto que la realidad argumentativa inicial es distinta de la final, los problemas no «sont résolus», puesto que Micilo muestra tener sólo un convencimiento teórico, no práctico, al optar por la vida servil. Por su parte, Gómez, 1988b, p. 123, asocia el final de El Crotalón y del Diálogo de las Transformaciones por su común defensa de la pobreza, pero creo evidente que las ideas de la pobreza, en términos prácticos son diferentes en los dos diálogos; en El Crotalón, al menos, no se defiende vivir en pobreza, sino ganar el sustento viviendo en libertad, lo que precisamente en ese momento ha de considerarse muy distinto. Gómez, 2000, p. 97, insiste en el «pesimismo ascético» de El Crotalón y no cree «que la amistad que reaparece al final [...] tras la muerte del gallo, entre el zapatero Micilo y su vecino Demofón sea la solución utópica a los problemas denunciados por el gallo en el diálogo»; pero tampoco encuentra «una defensa a ultranza de los oficios manuales» (p. 98) fundamentándolo en que hay un «desprecio evidente hacia los plebeyos y trabajadores manuales» (ibid.). Es importante precisar que en El Crotalón, tan despreciables son las clases altas (por parasitarias) como las bajas (por pasivas); sólo la medianía tendría salvación. Es necesario además diferenciar el marco (en el que el zapatero acaba por convencerse —sólo mientras tiene gallo— de la utopía de esa aurea mediocritas «mecánica») y las historias narradas, en las que, como se ha visto, todos los oficios, también los manuales, están socialmente corrompidos, e incluso éstos son ya económicamente inviables como propuesta social niveladora que trajera estabilidad social y política. 89 Boyce, 1976, p. 5.
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[...] because the works are not essays, but works of imaginative fiction, there must perforce be a consideration of the fictional element and its relationship to the moral view presented. The literary traditions, structures and techniques utilized by the authors will affect the reader’s perception of the criticisms made in the satire. The moral code appealed to is presented through fiction, in these books; therefore, purely literary elements must be studied in order to see clearly the moral ideal endorsed by the author, and to judge the effect of the satire on the reader.
***
Mucho más adelante, ya en plena Contrarreforma, encontramos otro menestral dialógico en el primer libro de los tres que componen los Diálogos de fantástica filosofía (1582) de Francisco Miranda Villafañe90. Conversan un artesano llamado Bernaldo, cuyo oficio concreto desconocemos, que se queja de su vida laboriosa, y su alma, quien se propone sacarlo de su error91. Como ha visto J. Gómez, Miranda adapta I capricci del bottaio de Giambattista Gelli en el libro I de sus Diálogos y en el libro III traduce y adapta el Dialogo dell’honore de Possevino92. En la parte que nos afecta, el libro I, volvemos a encontrar a Luciano en el fondo hipotextual (de nuevo El sueño o El Gallo), pues era a su vez el modelo de Gelli93; se reproduce el «esquema del discípulo que contradice al maestro aunque finalmente acepta sus conclusiones»94.
90
F. Miranda Villafañe, Diálogos de fantástica filosofía...; cito por el ejemplar de la BMP nº 1166. 91 «Il met en scène un artisan, qui vit de son travail, mais se plaint, car il considère le travail comme une pénitence: son âme, avec laquelle il dialogue, lui réplique qu’il n’y a rien de plus beau que de vivre du travail de ses mains, du moment que l’on sait se contenter de ce qui correspond à l’état de chacun» (Ferreras, 1985, p. 573). 92 Gómez, 1988b, pp. 111 y 154, y 2000, pp. 26, 79 y 108. Específico sobre este autor y texto, Gómez, 1988a, pp. 155-169. 93 I capricci del bottaio es una vez más un Luciano cristianizado: «[...] se inspira en El sueño o El gallo de Luciano al tiempo que critica el culto a las reliquias, el concepto del purgatorio o las bulas, y apoya la traducción al vulgar de las Sagradas Escrituras» (Gómez, 1988b, p. 111). 94 Gómez, 2000, p. 26. El esquema en la segunda parte de los Diálogos es polémico, donde disputan Armas y Letras (Gómez, 2000, pp. 26 y 52).
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El contexto ideológico es ya otro, propio del tiempo: «Situados entre la apología y la herejía, los autores de diálogos sienten la necesidad de dejar constancia de su conformidad con la Inquisición y con la ortodoxia religiosa definida tras el Concilio de Trento (1545-1563). En sus Diálogos de fantástica filosofía (1582), Miranda Villafañe convierte el diálogo italiano que traduce de manera encubierta en el libro primero en una defensa de los valores impulsados por el Concilio de Trento, a pesar de que la obra traducida, I capricci del bottaio de Giambattista Gelli, es una obra reformista incluida en el Índice de Quiroga (1583)»95. Como en el modelo de Gelli, el gallo de Luciano se sustituye por el alma del oficial (zapatero en Luciano), «destacando así el carácter monológico de las conversaciones. [...] Hay una identificación entre el zapatero y el gallo (alma) de la que resulta una ambigüedad consciente entre el diálogo y el monólogo, entre la vigilia y el sueño»96. En efecto, estos diálogos, dice el autor en el «Argumento de la obra»: [...] no son sino ciertas fantasías que hacía un hombre consigo mismo, toda su vida ejercitado en oficios mecánicos, llamado Bernaldo, que aunque no tenía letras era de buen juicio, y por ser viejo de mucha experiencia tenía por costumbre, como otros tienen, de hablar entre sueños muchas veces, y otras a solas parecía que introducía dos voces, la una del ánima y otra del cuerpo (p. 2vto.-3).
La condición del personaje dedicado al autoanálisis justifica el estilo empleado, recurriendo a la noción del decoro: [...] y no seguido de las verdaderas ciencias, no los he querido enmendar ni ponerlos con más elegancia, siendo cierto que los que los leyeren, considerarán que siendo este hombre nacido húmilmente, ejercitado en oficios viles donde no podía mucho platicar sino con personas semejantes a su condición y manera, o según lo que su naturaleza le había enseñado, o los que con él habían tratado o él leído en algunos libros de romance, 95
Gómez, p. 2000, p. 79.Y trae a colación una cita del lib. III, fol. 124, donde el autor se felicita de que los reyes instituyeran la Inquisición contra herejes y en particular contra la «secta luterana».También Gómez, 1988b, p. 154. Repárese en que la defensa de la Inquisición se contiene en el tercer libro, no en el primero, en el que imita a Gelli, que es el que aquí analizamos. 96 Gómez, 1988b, p. 124.
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o oído en las iglesias de los predicadores, también le han de tener por excusado si alguna vez se muestra presuncioso en tasar algunos letrados, considerando que lo podría decir de enojo que contra ellos tenía, porque decían mal de la lengua de romance, y por ser viejo, que siempre les parece que son muy sabios, demás de que no pensaba que le oía ninguno (p. 3-3vto.).
La cita nos ilustra sobre la concepción que Miranda tiene de lo que es habitualmente la formación de un oficial mecánico de su tiempo: cultura principalmente oral (las conversaciones con sus semejantes colegas de oficio, la oratoria sagrada recibida desde el púlpito) y excepcionalmente escrita (lecturas ocasionales en romance). Es cierto que en el contexto social del Antiguo Régimen, «la agricultura, el comercio o la industria no exigían todavía una educación superior a la escuela primaria»97. El analfabetismo era general en el campesinado, e incluso entre obreros artesanos y no artesanos lo habitual era no saber leer ni escribir98, lo que nos da cierta medida del intento idealizador de Villafañe. Algo más sabio es este oficial por ser viejo —esa voz de la experiencia ensalzada desde Aristóteles hasta el refranero99—, que a veces puede volverse en contra y hacer deslizarse al anciano por la pendiente de la insolencia100. Pero la vejez siempre compensó entre los moralistas la falta de letras y además, según el ánima, se asocia a la virtud (p. 46vto.).
97
Kagan, 1981, p. 35. Kagan, 1981, p. 69. 99 Aristóteles, Retórica, II, 21, 1395a.Y el refrán, aún de uso común, «Más sabe el diablo por viejo que por diablo». 100 Así en el «argumento de la obra» antes transcrito, lo que también lleva a comentar a Ferreras, 1985, p. 798, que éste es el único diálogo que critica a la vez la incompetencia de médicos y legistas a través de un personaje de condición vil, aunque su edad avanzada palíe los efectos de su falta de estudios. Sin embargo, hay que tener presente que esas críticas no están en boca de Bernaldo, sino de Dionisio, el interlocutor de Timoteo en el «Diálogo del Honor», en el tercer libro (pp. 121vto.-122): «Cuántos hay en el día de hoy en los estudios que les fuera mejor haber deprendido un oficio mecánico, o andar a cavar, que ser letrados de diez en carga, no vee en el mundo cuántos médicos hay que no valen los orines que miran, y cuántos legistas andan entre los pies que se venderían por menos del valor de un código de estampa vieja» (Diálogos de fantástica filosofía, fol. 121v.). 98
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No se sabe qué oficio concreto desempeña Bernaldo. Sí que lo practicó desde chiquito por carecer de otros recursos: B. ¿Qué querías que hiciese, pues mi padre dende niño me puso a este oficio, demás que yo era pobre y no tenía lo necesario para estudiar? (p. 22vto.)
En el presente del diálogo, y a diferencia de los dos zapateros anteriores, es artesano con casa y familia: A. [...] y con este buen propósito quiero que te levantes y vayas a entender en lo que conviene a tu casa y familia, porque ya va muy alto el sol (p. 66vto.).
Al principio Bernaldo y su ánima manifiestan diferencias y ello va a ser ocasión de tratar varios temas desde dos miradas distintas. Por ejemplo, la urgencia por trabajar de Bernaldo no necesariamente se asocia a laboriosidad positiva, sino a avaricia. Según el ánima, los viejos «[...] cuanto más viven, más son avaros, que como despierta luego se levanta a trabajar» (p. 4 vto.); o: «[...] como los otros viejos avaros, no me deja (sic) reposar siquiera media hora, porque luego que has comido te vas a trabajar, con que soy necesitada de gobernar tus spíritus vitales, sentidos y miembros [...]» (p. 8). Esa alma poco piadosa y menos deseosa del ajetreo de su cuerpo, en contraste, incita otras veces a Bernaldo a trabajar: «[...] porque ya es cerca del día y quiero que vayas a trabajar y a buscar lo que es menester [...]» (8 vto.). Es también áspera cuando le achaca a Bernaldo su vejez y su autojustificación: A. [...] ¿qué puede ser que nunca acabas de encender la yesca? B. No sé, parece que está un poco húmida con el tiempo, porque ya vees cómo llueve, y este pedernal no es el mejor del mundo, y aun también este eslabón tiene muy gastado el acero. A.Tú haces como todos los oficiales que no son muy buenos, que sus errores los atribuyen y echan la culpa a la materia. ¿Por qué no decías porque soy viejo y tengo perlesía y de cuatro veces no doy sobre el pedernal? (p. 11).
Sin embargo, en buena parte de la conversación no disputan sobre oficios, sino sobre el alma y el cuerpo (de acuerdo con nociones aris-
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totélicas y en menor medida platónicas) y sobre temas abstractos. Por ejemplo, el diálogo III comienza con el despertar de un sueño placentero de Bernaldo en que ha comprendido nociones filosóficas que no entendía en estado de vigilia, lo que vuelve a poner sobre la pista de cierto despabilamiento intelectual del artesano ante las provocaciones y paradojas argumentativas que el alma maneja: A. [...] que siempre me has tenido ocupada en cosas viles deste tu mecánico oficio, ¿qué dolor puedes creer que haya sido el mío siendo tan noble criatura en haber siempre ocupado mi saber y poder en semejantes oficios dejando la contemplación de las cosas divinas, teniendo los ojos vueltos a cosas tan bajas, contrarias a mi naturaleza? ¿Parécete que tengo razón? (pp. 21-21vto.)
Así las cosas, Bernaldo ha de reivindicar la utilidad de los oficios y poner al alma en su lugar: B. [...] porque si quitasen del mundo las artes y oficios, siendo como son tan necesarios, no solamente a mí, mas también a ti te alcanzaría parte. A. No quiero quitar las artes mecánicas, porque muy bien entiendo de cuántas cosas tiene el hombre necesidad, y tú particularmente, que sin ellas caerías en muchas enfermedades y trabajos que me impidirían para muy menos darme a la contemplación (p. 21vto.).
Pero las autojustificaciones del oficial permiten introducir suavemente la comparación con otras tierras —y esta vez no son del Norte— en las que la consideración de las artes mecánicas es más alta: B. ¿Qué querías que hiciese, pues mi padre dende niño me puso a este oficio, demás que yo era pobre y no tenía lo necesario para estudiar? [...] B. Pues ¿cómo puede ser uno oficial y estudiante? ¿qué dijeran las gentes? A. ¿Qué dicen los de Bolonia, Nápoles, y Florencia, y Sena, que casi todos los mancebos estando trabajando en sus oficios van a lección de la ciencia que cada uno estudia, y con esta condición se conciertan con sus maestros [...]? (pp. 22vto.-23)
La picajosidad de los dos interlocutores cede. Al menos desde el diálogo IV, y quizás antes, los dos interlocutores hablan ya a gusto y sin inquina (pp. 25vto.-26). Cuando así ocurre, la doble visión de las
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cosas ha de abrirse camino desde las intervenciones de un único personaje. Por ejemplo, en el diálogo V, Bernaldo está escindido entre la justificación de los oficios y el trabajo como maldición divina: B.Yo no sé más de que veo que Dios, después que el hombre pecó, queriéndole dar parte de la penitencia como había dado a la mujer el parir con dolor, le dijo tú comerás el pan del sudor de tu cara, dándole el trabajar por la más grave y fatigosa cosa que podía darle. A. ¡Ah, ah!, ¿has visto como has venido en mi opinión? [...] el trabajar es penitencia [...]. B. Sí, mas empero es menester tener con qué pasar la vida. A. Es verdad, mas la cosa no está sino en contentarse con lo necesario y no buscar lo demasiado, que trae mil desasosiegos y cuidados al hombre [...] y así no hay cosa más necesaria para el hombre que contentarse con poco, con que vive sin cuidado y contento el más tiempo, por no decir siempre. B. Desto tengo yo harta experiencia y sé cuán provechoso es contentarse el hombre con lo que Dios le da y acomodarse con la voluntad a la fortuna, porque si yo hubiera querido comer o vestir mejor, me fuera forzado hacer alguna cosa deshonesta o ir a vivir con otro (pp. 32vto.33).
Otro de los temas recurrentes, el servicio, vuelve a desecharse y a unirse con la alabanza de la libertad y de la vida mecánica, lo que trae aparejado el necesario contento con la propia situación: A. [...] porque no sé cómo hay hombre que quiera servir a otro y perder su libertad, pues que por tan poco interés se obligan a ser esclavos toda su vida [...] cuanto más que todo cuanto les dan, así de ración y quitación, es una miserable miseria. [...] B. Cierto que es una gran cosa ser el hombre señor de sí y tener libertad [...].Y así cuando alguno quisiese alzarse o subir su persona, halo de hacer mediante la virtud y no con servir, que es la cosa más vil [...] A. Pues no te quejes del tuyo, porque no hay en este mundo estado que sea tan perfecto que no haya en él mil descontentos y así no se puede hallar quien no le falte alguna cosa (pp. 33vto.-34vto.).
En todos estos extremos están de acuerdo el artesano y su alma, pero Bernaldo introduce un matiz pertinente, que delata la difícil realidad vivida por los menestrales quinientistas:
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A. De esa manera no te pese por trabajar un poco pues a todos falta. B. Trabajar un poco no sería mucho, mas siempre es un despecho (p. 34vto.).
Desear más es la tentación permanente, pero la mirada positiva de la vida artesanal se une una vez más al modelo de virtud de una existencia ordenada y pacífica: A. A lo menos los tuyos [los cuidados] no deben de ser muy grandes. B. ¿Cómo no, habiendo de vivir sólo de mi trabajo, que como tengo dicho fue dado al hombre por penitencia de sus pecados? A. Sí para los que viven desordenadamente y no se contentan con lo que conviene a su estado, como le aconteció a Adán cuando le sucedió lo que dices; mas quien se allana a vivir pacíficamente en aquella vida que ha sido llamado no le sucederá de esa manera, porque ¿qué cosa hay más sabrosa que vivir del trabajo de sus manos? [...] Y así has de entender que cuanto más un hombre posee más cuidado tiene y mucho más grave y pesado el pensamiento de gobernar las cosas que le sobran que la dulzura de poseerlas [...] (pp. 35-35vto.).
En el diálogo VI, Bernaldo se rinde ante el ánima (p. 51). Esa vida sosegada y virtuosa se concretará más. Cuando se establecen los «mínimos» imprescindibles para la conservación de la vida del hombre, el ánima enumera primero los bienes materiales: el aire y el sitio, la buena casa, la comida moderada —que se repite en pp. 78vto. y 83vto.—, observando ciertas normas dietéticas, el ejercicio físico; el conjunto es otra vez un disfrute moderado de los bienes terrenales (pp. 54-58). Luego el ánima catequiza a Bernaldo sobre las facetas espirituales y el ejercicio de las virtudes: prudencia, verdad, discreción, confianza en Cristo, etc., y aprovecha así para quitar a Bernaldo el miedo a la muerte (pp. 61vto.66vto.). Desde el diálogo VII hablan de temas cada vez más filosófico-morales: le enseña la utilidad de los enemigos; Bernaldo se arrepiente de sus pecados, etc. Pura filosofía moral enseñada por el alma, que el artesano acepta con gusto. En el último diálogo, el X, Bernaldo manifiesta su satisfacción y agradecimiento por las enseñanzas recibidas y termina la conversación (p. 92). En sustancia, aunque los temas tratados no difieren de los que hemos encontrado en los ejemplos anteriores, en lo que atañe al pensamiento económico y social el contexto ha cambiado. Ferreras cree que
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el elogio del trabajo artesanal e industrial de Miranda Villafañe no entraña movilidad social, sino contento con el propio estado —lo que es intrínsecamente opuesto al trabajo artesanal que garantiza la libertad individual que él elogia. Si en El Crotalón esa contradicción no conseguía salvarse y la paradoja final dejaba un ambiente negro y pesimista cuando Micilo, dicho ahora con palabras del Bernaldo de Miranda (p. 33), se va «a vivir con otro» para evitar el verse «forzado hacer alguna cosa deshonesta», en el libro I de los Diálogos de Villafañe, el alma del artesano consigue convencer a su cuerpo de que ese estado, con sus gajes, inmovilidad y encastamiento anejos, es preferible a pesar de todo, y que no hay medro social tolerable si no es a través de la virtud. ***
Hemos visto, en fin, cuatro formas distintas de ejemplaridad, que para llegar a serlo han precisado de aprendizaje, de rito iniciático. Los oficios defendidos son industrias no productivas de riqueza (zapateros, agricultor), que transforman la materia prima en modesto producto manufacturado. Pero los mensajes ideológicos, pese a coincidir en los modelos imitados en una mayoría de casos101, no son idénticos, como no lo son las atmósferas y las fechas que los hacen posibles. En principio, durante unos años, oponerse al régimen de deshonra legal de los oficios mecánicos, base del complejo monárquico-señorial, descubre a un disconforme, a un desafecto, como lo fueron la mayor parte de los seguidores de Luciano. Los defensores literarios de la producción manufacturera muestran su conciencia de que ello habría permitido el afianzamiento de una burguesía estable y la exportación —previa industrialización— de los productos interiores. Esta práctica habría acabado con la política de importación y habría permitido el desarrollo de un capitalismo progresivo en la Península, previa renuncia al encastamiento. Todos insisten sintomáticamente, como luego el arbitrismo reformista, en fomentar la medianía industriosa, lo que tie-
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Podría decirse que en todos, puesto que la tradición fabulística, sobre todo la de animales, ha servido en todos los tiempos y todas las culturas para fines análogos e inspiró varios opúsculos de Luciano.
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ne razones políticas y sociales, pero también económicas, «pues las clases medias eran fomentadoras de riqueza y bienestar para todos, en tanto que las altas eran parasitarias y las bajas puramente pasivas»102. Es la misma nivelación de fortunas propuesta por Vives, Carrillo o Erasmo: el aumento de los medianos trae estabilidad social y política. Pero la evolución dibujada por estos cuatro textos es elocuente, ajustándose perfectamente a las tres etapas de la vida económica quinientista diagnosticadas por Pierre Vilar y enumeradas arriba (§ I y nota 13) que señalan el fracaso de la medianía industriosa. Si con el Diálogo de las Transformaciones (c. 1530-35) la utopía del aurea mediocritas mecánica queda aún abierta con optimismo, y en el Coloquio de la mosca y la hormiga (1544), en clave chistosa, se administra una venganza de una hormiga —primero verbal y luego «por mayoría»— contra una mosca noble alabanciosa, en El Crotalón (c. 1556) se dramatiza el conflicto, ya insoluble en la España castiza, entre libertad y ejercicio del trabajo manual, víctima ahora de la inflación creciente y los prejuicios castizos, y en los Diálogos de Miranda Villafañe (1583), se presenta la ingrata aceptación del inmovilismo social con plena autoconciencia de la víctima.
BIBLIOGRAFÍA
CITADA
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Josep Lluís Sirera Universitat de València
LA ATIPICIDAD BIOGRÁFICA DE
GASPAR AGUILAR
EN EL CONJUNTO DE LOS
DRAMATURGOS VALENCIANOS DEL XVII
En 1980, Jesús Cañas Murillo publicó un amplio artículo en el que revisaba los estudios en torno a la figura del dramaturgo valenciano Gaspar Aguilar (1561-1623); aunque existan en él ausencias notorias (no citaba, por ejemplo, las páginas que Froldi le dedicara)1, se trata del primer estudio de conjunto en el que se daban la mano las referencias bibliográficas de tipo más erudito con las que estudiaban el papel jugado por Aguilar en el conjunto de las letras hispanas del XVII. A este artículo, fruto de su Tesis Doctoral2, venía a sumarse —por las mismas fechas— otra Tesis Doctoral: la de Aurelio Valladares, dedicada al estudio global de la producción de este autor3, y un artículo de Juan José Sánchez Escobar de revelador título «Gaspar Aguilar: el proceso de construcción de una dramaturgia inorgánica»4. Con posterioridad a este año, han ido apareciendo nuevos estudios sobre la
1
Froldi, 1973, pp. 128-133. Cañas, 1978. 3 Valladares, 1980. 4 Sánchez, 1981. Este artículo fue retomado y complementado por el mismo autor poco después (1986), aunque con un título ahora más neutro: «Aportaciones de Gaspar Aguilar a la comedia barroca». 2
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obra de Aguilar, que, en algún caso, entran de lleno en la dilucidación de la supuesta inorganicidad de su dramaturgia5. Pero, ¿en qué consistiría dicha inorganicidad? Sánchez Escobar la hace descansar en dos aspectos esenciales: en primer lugar, en la trayectoria biográfica, y en segundo en su escritura dramática6, entre cuyos intersticios se filtrarían rasgos contradictorios con las afirmaciones aparentemente sostenidas en ella. Dados los límites del presente artículo y la orientación de las jornadas en las que mi intervención se incluye, me referiré brevemente a las peculiaridades biográficas del autor y circunscribiré el segundo aspecto a la presencia de mercaderes, labradores y jornaleros, tal y como reza el título de mi intervención. Los datos biográficos de Aguilar (Valencia, 1561-1623) se encuentran bien resumidos por Sánchez, quien destaca al respecto su no pertenencia a ninguno de los estamentos que conformaban la nobleza valenciana de la época foral: el padre de Gaspar Aguilar fue maestro pasamanero y como representante de su parroquia formó parte del Consell municipal entre 1550-15567. Resulta exagerado hablar de una «extracción social humilde»8 en términos absolutos, pues el gremio de pasamaneros al trabajar la seda, gozaba de prestigio social, lo que —con el paso del tiempo— le llevaría a integrarse en el arte menor de la seda y a disponer de Colegio propio en el XVIII. La afirmación de Sánchez cabe aceptarla, sin embargo, en sentido relativo, ya que la extracción social de los principales literatos valencianos de la época, con excepción de los profesores universitarios, era marcadamente nobiliaria. Así, Aguilar mantendrá vínculos literarios y sociales con los integrantes de las capas altas de la jerarquía urbana valenciana, en especial con los intelectuales de la Academia de los Nocturnos, cuya estructura social he analizado en otra ocasión9. Se debe esto a la decidi5 Es el caso de los artículos de Campbell (1996) y de Casa (1996), aunque con mucho el más pertinente es el de Garrot (1999), que —a diferencia de los dos anteriores— plantea la cuestión desde la perspectiva correcta, que es la de las peculiaridades históricas y sociales de la Valencia del XVII. 6 A la que quizá no sería descabellado añadir sus intervenciones en la Academia de los Nocturnos, cuyas actas recogen diversas intervenciones suyas, no analizadas más que parcialmente por la crítica. Ver Canet, Rodríguez y Sirera, 1988 y ss. 7 Sánchez, 1986, pp. 134-135. Más datos pueden encontrarse en Martí Grajales, 1927, así como en la Tesis Doctoral de Valladares, 1980. 8 Sánchez, 1981, p. 126. 9 Sirera, 1993, pp. 235 y ss. Recuerdo que indicaba allí que un cuarenta por ciento de los integrantes de esta Academia eran integrantes de la nobleza, enten-
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da voluntad de Aguilar de profesionalizarse, rompiendo con la tradición bajomedieval del menestral poeta de circunstancias. En efecto, Aguilar parece haber vuelto la espalda desde muy pronto al futuro que presumiblemente le esperaba como respetable miembro de su gremio, y se lanzó a la conquista de prestigio literario y de cargos profesionales conexos. Hasta el año de su muerte ejercerá básicamente de paniaguado de varios nobles: secretario de don Jaime Lladró de Pallàs, conde de Sinarcas y vizconde de Chelva, y a partir de 1600 mayordomo o secretario de los duques de Gandía, la poderosa familia Borja. Sus ingresos se complementarían con los premios obtenidos en certámenes literarios y con los encargos que le encomendó en reiteradas ocasiones el Municipio valenciano: con motivo de las bodas de Felipe III y Margarita de Austria (celebradas en Valencia en 1599), la ciudad le sufragó la composición de una relación en verso, las Fiestas Nupciales que la ciudad de Valencia hizo al casamiento de Felipe III.Ya en 1608, Aguilar fue el contratado para redactar el libro relación de las Fiestas que la ciudad de Valencia ha hecho por la beatificación del santo Fray Luis Bertrán10; y en 1610, tras la expulsión de los moriscos, glosó ésta por encargo municipal en otra larga relación en verso: La expulsión de los moros de España. No hace falta tener mucha imaginación para suponer que Aguilar se dio cuenta muy pronto de las posibilidades económicas que le ofrecía la escritura de obras dramáticas, no sólo con ocasión de dichas fiestas11, sino también con la pretensión de colocarlas en el mercado teatral de la época. De aquí que publicase otras ocho entre 1608 y 161612. En realidad, y para cediendo este concepto en sentido estricto, quiero decir: excluyendo incluso a los ciutadans honrats. Para la estructura social de la Valencia del XVII es interesante Casey, 1990 y, sobre todo, Casey, 1981. 10 Fiestas y libro analizadas por Ferrer, 1986. 11 Aguilar redactó no sólo el libro de las fiestas por la beatificación de Fray Luis Bertrán, sino que fue asimismo encargado por el municipio de componer la correspondiente comedia hagiográfica, que se publicó además dentro de dicho libro (Sirera, 1986). 12 En Doce comedias famosas de cuatro poetas naturales de la insigne ciudad de Valencia (Valencia, 1608), publicó tres de ellas: Los amantes de Cartago, La gitana melancólica y La nuera humilde. En Norte de la poesía española (Valencia, 1616), otras cuatro: El mercader amante, La fuerza del interés, La suerte sin esperanza y El gran Patriarca don Juan de Ribera. Finalmente, en Flor de comedias de España (Barcelona, 1616), una: La venganza honrosa. Sobre el éxito (notable) de algunas de estas colecciones, ver Juliá Martínez, 1929, I, pp. LVII-LXXII; también Cañas, 1980, pp. 41-45. Las fe-
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rrar este apartado, no sería excesivamente aventurado afirmar que, amén de algunos poemas ocasionales, Gaspar Aguilar sólo parece haber escrito gratis et amore para la Academia de los Nocturnos. Es evidente, pues, que el modelo de hombre de letras que propone Aguilar se sitúa a leguas de distancia del que nos ofrece Bernardo Català de Valeriola, el noble que impulsó la creación de los Nocturnos, o el que representan Andrés Rey de Artieda, Cristóbal Virués o, incluso, el mismo Guillén de Castro, militares de profesión durante casi toda su vida los dos primeros, y en los primeros años de ésta en el caso del último. Profesionalidad frente a diletantismo, y aguda conciencia de una desigualdad social (con evidentes implicaciones económicas), que pone de manifiesto irónicamente en el inicio de su «Discurso de la excelencia de los convites» de la Sesión Primera de la Academia de los Nocturnos: «Tratar de convites quien ha hecho tan pocos, en presencia de quien ha hecho tantos, más parece que es descubrir faltas propias que publicar grandezas de ánimos ajenos»13.
¿LA
ATIPICIDAD SE HACE TEATRO?
Pasemos más adelante, y entremos ahora en los rasgos supuestamente inorgánicos presentes en su escritura teatral. Sánchez Escobar, en el primero de sus artículos dedicados a nuestro autor, afirma la existencia de Un principio ideológico general que regirá la actuación de los personajes en la producción de Aguilar: la vida como un asunto que cada cual ha de resolver de acuerdo con sus intereses particulares, teniendo presente que la demostración de tal principio llegará hasta donde la utilización de la técnica dramática le permita no entrar en conflicto abierto con la ideología que se ve obligado a defender (aunque en El mercader amante este principio se puede considerar violado)14.
chas de composición de estas obras ha sido materia harto debatida: Froldi, 1973, pp. 129-131 y, sobre todo, Sánchez, 1986, pp. 150-152. 13 Canet, Rodríguez y Sirera, 1988, pp. 65-66. 14 Sánchez, 1981, p. 146.
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Lo que justifica a través del análisis de la técnica dramática; análisis que, más allá del realizado por Cañas15, nos permite observar cómo, incluso en las obras aparentemente más convencionales, Aguilar sabe conjugar su visión del mundo con una visión ortodoxa de la realidad. Estos rasgos se hacen todavía más patentes en las obras que conformarían el núcleo atípico de su producción: El mercader amante, La fuerza del interés y El gran Patriarca don Juan de Ribera. Concebida esta última como una comedia de santos, su falta de encaje en el género es más que evidente16. Un santo que obra milagros a duras penas; una comedia en la que la espectacularidad apenas ocupa lugar; una temática que realza más al Juan de Ribera gobernante que al Juan de Ribera hombre de religión, hasta el punto de que buena parte del tercer acto parece una justificación de las razones que llevan a Ribera a apoyar la expulsión de los moriscos en 1609, hecho histórico llamado a tener profundas repercusiones en Valencia al abrir las puertas a la decadencia que caracterizó al Reino valenciano durante los reinados de Felipe III y Felipe IV17. Así, un Ribera dispuesto a declararse satisfecho a condición de que uno solo de los moriscos quisiese convertirse18, se habría visto compelido a solicitar la expulsión al no hallar ninguno dispuesto a ser adoctrinado. La expulsión, en definitiva, se presentaba como inevitable y provocada por los mismos que la sufrieron. De esta forma, al cargar a las propias víctimas con las culpas,Aguilar exculpaba al Patriarca ante los ojos de sus conciudadanos de las capas medias que en 1616, fecha de publicación de la obra, habían empezado a comprobar las consecuencias negativas de la expulsión. Ahora bien, con ser esto llamativo, no es propiamente inorgánico. En cambio, todo el primer acto es susceptible de un análisis que nos llevaría muy lejos por los caminos de la inorganicidad. Pienso, por ejem15
Cañas. 1983, 1985, 1986 y 1989. Sirera, 1986a, pp. 221-226. 17 Dicha expulsión provocó una profunda crisis en la que se vieron involucrados los aristócratas (señores de los moriscos), las capas medias (acreedoras de unos y otros) y las mismas instituciones forales del Reino: en 1614 se produjo la quiebra de la Taula de Canvis, el banco que regulaba las finanzas municipales; la primera de una serie que no amainaría hasta bien entrado el siglo XVIII. Sobre este fenómeno, crucial para la historia moderna valenciana, existe abundancia de bibliografía, entre la que podemos citar: Casey, 1981, caps. 6 y 7, y Reglà, 1989, pp. 129-160. 18 Juliá, 1929, t. II, pp. 279-280. 16
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plo, en la imagen del Caballero que ejerce de pobre vergonzante ante el Patriarca (todavía Obispo de Badajoz), y al que éste en secreto le asegura «un socorro […] cada mes». Socorro que los espectadores valencianos de la obra no dejarían de poner en relación con las medidas proteccionistas de la Corona hacia los nobles valencianos, que hubieron de declararse en bancarrota ante la imposibilidad de hacer frente a los intereses de sus abultadas deudas tras la expulsión de los moriscos; medidas de protección que iban desde la provisión de cargos y las ayudas en metálico hasta el secuestro de las rentas nobiliarias19. Mucha más reveladora todavía es la escena de la huelga de jornaleros que ocupa la parte central del acto20. Nos encontramos ahora en la plaza de Badajoz, donde se reúnen los jornaleros a la espera de los labradores que los contratan. Discuten los trabajadores sobre su situación: No hay quien pueda vivir con estos hombres; cada día me alquilan por tres blancas y después que trabajo todo el día a la noche me pagan en tres pagas. …………………………….. Confïados están los labradores en que los jornaleros son tan bobos que les llevan baratos, y aun de balde21.
Crece la indignación por grados, ya que se apunta una posible reducción de salarios ante la gran cantidad de jornaleros que hay; los terratenientes ya son «sanguijuelas que se beben / la sangre de los pobres», por lo que en plena exaltación deciden hacer «entre todos un concierto»: «que ninguno / por menos de tres reales salga al campo». Se logra el acuerdo, no sin discusión, y cuando llegan los labradores, que se las prometen muy felices22, topan con la unión de aquéllos. Los labradores recorren sin provecho la fila de jornaleros, pues todos se niegan a trabajar si no es por la suma acordada, y acaban por ceder, no sin dejar en el aire una —muy realista— amenaza:
19
Casey, 1981, pp. 163-176. Juliá, 1929, t. II, pp. 253-256. 21 Juliá, 1929, t. II, p. 254b. 22 «Hoy baratos valdrán los jornaleros / ¿En qué lo conocéis? / Hay infinitos» (Juliá. 1929, t. II, p. 255b). 20
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Basta, que todos vienen concertados. Pues ¿qué os parece? Que les demos gusto ya que habemos salido, que otro día ellos nos le darán a costa suya23.
Expuesta así la escena, salta de inmediato la pregunta: ¿por qué dedica Aguilar tanta importancia a una acción de este tipo? Hay una razón estructural lógica: la de realzar la santidad del Patriarca que, como uno de los jornaleros reconoce, mantiene a muchos de ellos con sus limosnas, gracias a las cuales pueden comer24. Más aún: cuando Leoncio, jornalero pobre y viejo, que pierde su oportunidad de ser contratado por haber entrado a oír misa (y, añado yo, por no haber participado en el concierto del resto), se da cuenta de su triste suerte, el Obispo le socorrerá asimismo (pero sobre esto volveré más adelante). Claro que aun así, la pregunta sigue en pie: ¿hacía falta un desarrollo tan amplio? Es evidente que no. Aguilar, pues, se ha dejado llevar por su afán de reflejar la realidad, una realidad cotidiana que nos es presentada sin comentarios de sorpresa o extrañeza. Un episodio más de esa conflictividad campesina que no siempre ha quedado suficientemente reflejada en nuestra literatura. Queda en pie, desde luego, otra pregunta: ¿reflejaba Aguilar lo que contemplaba en el campo valenciano? ¿O recurría a sus conocimientos de lo que sucedía en la Corona de Castilla? Esto segundo es lo que afirma, por ejemplo, Joan Fuster, quien asegura que Aguilar se escudaba en que el hecho ocurría en la lejana Extremadura25 para presentar esta situación. En todo caso, seis años después de la expulsión de los moriscos, hasta 1609 la mano de obra servil que había sostenido la economía señorial valenciana, se nos habla aquí de terratenientes y jornaleros como realidades habituales del campo español. El Reino de Valencia, no lo olvidemos, tras ese año entraría en una fase de convulsiones agrarias que daría pie a la llamada Segona Germania,
23
Juliá, 1929, t. II, 256a. Juliá, 1929, t. II, p. 254a. 25 Fuster, 1976, pp. 79-80. Fuster atribuye esto a la falta de voluntad realista de los dramaturgos valencianos del período, apreciación harto discutible en la que no podemos entrar. 24
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a finales del siglo XVII26. En consecuencia, hablar de terratenientes y jornaleros en Valencia, pues, no sonaría a extraño, por mucho que la acción se haya ubicado en Badajoz27. Es una lástima, de todas maneras, que Noël Salomon en su estudio sobre Lo villano en el teatro del Siglo de Oro, no utilizase esta obra28.
EL
MERCADER Y EL INTERÉS COMO EJE TEMÁTICO E IDEOLÓGICO DE SU
TEATRO
Pero regresemos al episodio del jornalero piadoso: cuando éste se lamenta por no haber llegado a tiempo de ser contratado, un joyero —movido a piedad— le propone un trato: que oiga otra misa en la que «ha de rogar / por mí a Dios», a cambio de lo cual recibirá cuatro reales (uno más, por cierto, del que obtienen los jornaleros con su huelga). Enterado el Patriarca del trato, lo rechazará indignado, aunque aclara que Todos sabemos que Enrico [el joyero] de este bien necesitó, porque es hombre que llegó súbitamente a ser rico, señal de mala conciencia29.
Afirmación que nos introduce de lleno en el universo ideológico del mercader, al que Aguilar dedicó su obra maestra: El mercader amante, obra que ha sido objeto de recientes y buenos análisis30. Tanto Ysla Campbell como Frank Casa toman partido, desde posiciones cercanas, por una lectura de esta obra que enfatiza el contraste entre la ideología nobiliaria y una ideología burguesa en la que devendría central el 26 27
García Martínez, 1968. Sobre la estructura agraria del Reino de Valencia en el período, ver Císcar,
1977. 28
Lo que se debió a que Salomon sólo utilizó las obras publicadas en el volumen XLIII de la BAE: El mercader amante, La gitana melancólica y La venganza honrosa (Salomon, 1985, p. 767, donde por error figura dicho volumen como el XIII de la serie). 29 Juliá, 1929, t. II, p. 259a. 30 Ver los citados en la nota 5.
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«cada cual es hijo de sus obras»31. Campbell es particularmente tajante al afirmar que Aguilar, inscrito en un contexto económico comercial valenciano, nos presenta los elementos ideológicos reinantes en el XVII: la nobleza conservadora con una serie de ideas arraigadas en un pasado remoto y que no corresponden a la realidad […]. La sublimación del mercader que reúne virtud, mérito, trabajo comercial y riqueza. Nos ofrece, en suma, la imagen dramática —que tiene como máximo exponente al criado— de la transición ideológica y, por ende, de las modificaciones en la conducta de la sociedad valenciana de principios del siglo XVII32.
Más cauto se muestra Garrot en su trabajo. Parte de un estudio más cuidadoso de la historia social valenciana del XVII, que le permite ponernos en guardia contra el excesivo simplismo historicista que lleva a arriesgadas contraposiciones nobleza / burguesía en una sociedad tan compleja como la valenciana del Antiguo Régimen. El estudio de Casey (1990) sobre los diferentes sectores sociales que coexistían y pugnaban por el poder en la capital del Reino durante ese siglo, le sirve a Garrot de guía para situar al mercader protagonista, Belisario, más entre los ciutadans, por dedicarse al comercio a gran escala (comercio ultramarino básicamente33) y no trabajar con sus manos. No entre los honrats, pues para ello hubiese tenido que ser forzosamente rentista, sino como un destacado miembro de la oligarquía valenciana que tenía abono en las butacas del patio de la Casa de Comèdies de l’Olivera34, el marco idóneo para representar esta obra, y para que fuese entendida correctamente. Insisto en ello: Belisario no es en absoluto, pese a la antigüedad de su linaje, que se le reconoce, una persona desvinculada del mundo de los negocios: de los retratos contrapuestos que de su actividad nos ofrecen el envidioso don García y Labinia, se desprende que, amén de co31
Casa, 1996, p. 44. Campbell, 1996, pp. 34-35. 33 Lo que plantea un problema bien interesante: ¿realizaba este comercio directamente con América o a través de intermediarios?; desde luego, la noticia del supuesto naufragio de sus buques parece que se la da directamente «el general esforzado / digno de eterno renombre, / que con la armada a Sevilla / vino de Nueva España» (Juliá, 1929, t. II, p. 134a). 34 Sirera, 1986b. 32
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merciar con América y con Francia35, tiene tratos con la nobleza y puede permitirse el lujo de que «su hacienda […] / la suele a todos prestar»36, no siendo muy difícil intuir que quienes se beneficiarían de esta última generosidad serían sus amigos nobles (un Marqués y un Conde figuran entre ellos). Belisario, pues, negocia con censales, como tantos otros burgueses valencianos37, actividad bastante arriesgada por los años en que la comedia apareció publicada en Norte de la poesía española (1616), ya que muchos nobles no dudaron en proclamarse insolventes a causa de la pérdida de sus siervos moriscos, por lo que el caso de un mercader prestamista como Belisario, arruinado en un abrir y cerrar de ojos (no tanto por los azares del comercio con América como por problemas de liquidez a causa de la imposibilidad de convertir en efectivo juros y censales), no causaría ninguna extrañeza en la Valencia del período. Por otra parte, tampoco debería extrañar ver cómo los criados (los pobres de ayer) substituían a sus señores en lo alto de la pirámide social: la venta en pública almoneda, por ejemplo, de los bienes de moriscos de realengo se convirtió en una fuente de especulación y de enriquecimientos rápidos38. Quiero decir, para no extenderme, que por los años en que Aguilar escribió estas obras, la sociedad valenciana del Barroco estaba sufriendo unos reajustes, quizá menos conocidos de lo que merecerían serlo, que hacían que ciudadanos de linaje conocido, como el padre de 35
Su supuesta ruina se inicia cuando «se levantaron con la hacienda tuya / tres mercaderes de León de Francia / con quien sueles tener correspondencia / porque al tiempo que estaban sin dineros / les quedaste a deber cien mil ducados / y pues ya de la cédula el protesto / pasó…» (Juliá, 1929, t. II, p. 133). Por supuesto que se trata de una patraña, pero para que fuese verosímil, Belisario tendría que referirse a algo que el resto de los personajes sabía: sus relaciones comerciales con Francia. Nótese la enormidad de la cifra para la Valencia del XVII, ya que supera las dotes habituales de las hijas de los Borja (unos 95.000 ducados), y para hacer frente a las cuales hacían falta ingentes sacrificios por parte de la familia (Casey, 1981, p. 161). 36 Garrot interpreta esta frase de una forma para mí abusiva: «presta su dinero sin usura» (Garrot, 1999, p. 128). Pero no siempre: «la suele», matiza muy atinadamente Labinia. El término «sin usura», por otra parte no excluye que Belisario cobre el interés legalmente estipulado: del 6,66% anual hasta 1614 y del 5% con posterioridad a esta fecha (Casey, 1981, pp. 110-111). 37 Casey, 1981, pp. 108 y ss. 38 Casey dedica todo un capítulo de esta obra (de título bien expresivo: «Obrint-se camí en el món») a estas fortunas emergentes (Casey, 1981, pp. 93117).
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Labinia, exclame lleno de cólera: «tanta cólera tomo / de ver pobre al amo, como / de ver al crïado rico»39, para correr, inmediatamente a la subasta de los bienes de su conciudadano a «alguna alhaja comprar / para casa».Y es que, en esos años, no diré revueltos aunque sí confusos, que vivió el Reino de Valencia en el primer tercio del siglo XVII, el interés venía a ser la fuerza mayor que movía a la sociedad valenciana. No me parece, en consecuencia, una denuncia planteada en términos morales teóricos la que hace Aguilar en La fuerza del interés, sino más bien una «puesta en escena» de lo que muchos compatriotas del autor pensaban o hacían valer para justificar comportamientos no siempre justificables, como derivar las hipotecas gravadas sobre los predios moriscos a sus nuevos pobladores. En esa sociedad, actitudes como la del Grisanto, protagonista de la obra acabada de citar, dispuesto a mentir y a estafar para llegar a ser «señor de vasallos»40, no tenían nada de particular. Lo extraño sería la nobleza de alma de Astolfo, el fiel criado de Belisario.
COMO
CONCLUSIÓN
Así pues, el mérito de Gaspar Aguilar, en las obras que he citado a lo largo de mi artículo, no consistiría sólo en reflejar, más o menos fielmente, unas situaciones que se estaban dando en el entorno (malestar en el campo, problema morisco, actitud ambivalente de la nobleza hacia los burgueses, el interés por encima de todo, etc.), sino también en hacerlo desde un distanciamiento que tiene mucho que ver con el peculiar papel que jugó en la sociedad del momento: poeta a sueldo, subordinado a sus señores y condenado a hablar de banquetes sin poderlos ofrecer. De aquí que continúo pensando que, con todas las matizaciones que se puedan hacer (y aquí yo mismo he aportado algunas), nos encontramos ante un intelectual que permitió que en su teatro aflorasen fisuras ideológicas que vienen a propugnar algunos de los valores esenciales de la oligarquía comercial y de funcionarios valenciana que detentaba el poder en el Reino
39 40
Juliá, 1929, t. II, p. 135b. Juliá, 1929, t. II, p. 203a.
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y, muy especialmente, en la capital. Se hace esto particularmente visible cuando de lo que se trata es de examinar la visión que de la estructura de la sociedad valenciana (y española por extensión) nos ofrece en su teatro, tal como he tratado —muy sintéticamente— de poner de relieve en este artículo.
BIBLIOGRAFÍA
CITADA
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La decisión de Sancho Panza de entrar al servicio de don Quijote no cabe duda de que hubiera podido ser una buena decisión. Vistos los tiempos que corrían, no parecía conveniente para un bracero como él, segador de fortuna y cuidador eventual de puercos y gansos, permanecer a la espera de la próxima ocupación. Muchos otros trabajadores del período habían tomado ya la misma decisión: mejor convertirse en criados que pasar hambre. Si además se considera que el labrador Panza pasaba a ser nada menos que el escudero del «más valeroso andante que jamás se ciñó espada»1, nadie podrá criticar su determinación de abandonar a la familia y echarse al mundo tras la quimera del ascenso social. Pero el astuto labrador no tardará en percatarse de las escasas posibilidades de medro que la nueva colocación le ofrece; las aventuras potencialmente ricas de dones se suceden una tras otra, y de la prometida ínsula no alcanza a ver ni rastro. Las mercedes, que según el contrato caballeresco deberían llegarle como llovidas, han cedido su lugar al continuo temporal de palos que arrecia sobre su espalda y, por si fuera poco, a pique ha estado el buen Sancho, poco antes de la necesaria toma de conciencia proletaria, de perder el
1 Para las citas del Quijote me sirvo de la edición al cuidado de Rico, 1998; las referencias entre paréntesis, al final de cada cita, son al vol. I de la edición; los números romanos aluden a la parte correspondiente del Quijote; los números árabes al capítulo y la página (I, 3, 58).
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único medio de producción de su propiedad: su inseparable y amado rucio que le garantiza un pequeño sobresueldo, lo justo para ir tirando. En semejante tesitura, no le queda más remedio que intentar cambiar los términos del contrato y renunciar al amparo de la abstracta legislación sindical caballeresca, para acogerse a la mucho más concreta de la magistratura laboral ordinaria; en otras palabras, agobiado por las desventuras, el escudero parece dispuesto a renunciar a la magnificencia de las mercedes prometidas por su señor, en cambio de un simple y vulgar salario fijo. La ambigüedad de la situación laboral de Sancho, a caballo entre el modelo feudal del servicio incondicionado y el trabajo a jornal de los tiempos modernos, es la característica fundamental de las relaciones laborales del momento, inciertas entre el garantismo feudal y la parcial libertad capitalista, entre la contigüidad familiar con el amo y la independencia absoluta, fruto de la venta del propio tiempo y esfuerzo. En cierto sentido, salvadas las oportunas distancias, se trata de la misma vacilación en el contrato del narrador con el lector, por un lado, y del escritor con el mecenas, por el otro: en un ámbito más estrictamente literario Cervantes y su álter ego, el narrador del Quijote, no saben a qué carta quedarse, si apostar aún por el servicio, al modo del fámulo medieval, al lector y al mecenas, que les garantiza respectivamente la verosimilitud de la historia y el panegírico de su persona, o bien apostar por nuevas formas de relación, más arriesgadas y también más satisfactorias en lo tocante a la libertad de acción del autor. De esta incertidumbre en tres estratos trata la charla que van Uds. a oír a continuación.
¿SALARIO
O MERCED?
CRONOLOGÍA
DE UNA TRATATIVA LABORAL
En principio, ningún magistrado habría dado curso legal a la reclamación sindical de Sancho Panza, habida cuenta de su aceptación de las condiciones iniciales del contrato; nadie lo obligó a echarse al mundo con don Quijote, el cual ya antes de su primera salida juntos le había explicitado los términos de su relación profesional: a cambio de sus servicios como escudero andante, Sancho recibiría la primera ínsula que don Quijote conquistara; escuchemos el acuerdo en la síntesis del narrador:
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EL SALARIO DE SANCHO PANZA
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En este tiempo, solicitó don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien —si es que este título se puede dar al que es pobre—, pero de muy poca sal en la mollera. En resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y prometió, que el pobre villano se determinó de salirse con él y servirle de escudero. Decíale, entre otras cosas, don Quijote que se dispusiese a ir con él de buena gana, porque tal vez le podía suceder aventura que ganase, en quítame allá esas pajas, alguna ínsula, y le dejase a él por gobernador della. Con estas promesas y otras tales, Sancho Panza, que así se llamaba el labrador, dejó su mujer y hijos y asentó por escudero de su vecino. (I, 7, 91)
Bien es verdad que la letra pequeña de la cláusula al pie de la página («con estas promesas y otras tales») dejaba abierta la puerta para otras formas de remuneración no especificadas por el testigo narrador en su relato. Tal vez entre ellas se pudiera contar el salario, ¿por qué no?; y, en efecto, a una promesa salarial parece aludir Sancho, cuando duda si mandarlo todo al garete y volverse a casa con su asno, aunque sin albarda, después de que su señor aliviara su estómago por vía oral sobre sus barbas: Propuso en su corazón de dejar a su amo y volverse a su tierra, aunque perdiese el salario de lo servido y las esperanzas del gobierno de la prometida ínsula. (I,18,196)
A decir verdad, es el propio don Quijote, el otro contrayente y por tanto la persona menos interesada en ello, el que hace mención del salario, y en un trance tan dramático como el de la aventura de los batanes, en que viendo cómo se acerca la última hora, resuelve una por una todas las pendencias de su vida, primero las sentimentales y luego las económicas: Tornóle a referir el recado y embajada que había de llevar de su parte a su señora Dulcinea, y que, en lo que tocaba a la paga de sus servicios, no tuviese pena, porque él había dejado hecho su testamento antes que saliera de su lugar, donde se hallaría gratificado de todo lo tocante a su salario, rata por cantidad, del tiempo que hubiese servido; pero que si Dios le sacaba de aquel peligro sano y salvo y sin cautela, se podía tener por muy más que cierta la prometida ínsula. (I, 20, 217-218)
Al final de la aventura, descargada la tensión pánica por la risa compartida, don Quijote descarga también dos lanzazos en las espaldas de
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Sancho «tales que, si, como los recibió en las espaldas, los recibiera en la cabeza, quedara libre de pagarle el salario, si no fuera a sus herederos» (I, 20, 219); en esta frase se trasluce, pese a lo que digan los defensores a ultranza de la intangibilidad del proletario, toda la nobleza de ánimo del caballero, el cual, aun en un momento tan delicado como éste, en que la cólera hubiera podido ofuscar con justa razón su generosidad, reconoce al escudero el derecho a cobrar póstumamente su salario.Y, llegado el caso, ¡qué duda cabe!, póstumamente se lo hubiera pagado, y con creces, don Quijote, como, por otro lado, ya le había anunciado al escudero antes de afrontar la peligrosa aventura de los batanes y le vuelve a confirmar ahora, a toro pasado, con un interesante distingo que nos ayuda a comprender tantas medias palabras sobre cuestión de tamaña envergadura; escuchémosle: —Las mercedes y beneficios que yo os he prometido llegarán a su tiempo; y si no llegaren, el salario, a lo menos, no se ha de perder, como ya os he dicho. —Está bien cuanto vuestra merced dice —dijo Sancho—, pero querría yo saber, por si acaso no llegase el tiempo de las mercedes y fuese necesario acudir al de los salarios, cuánto ganaba un escudero de un caballero andante en aquellos tiempos, y si se concertaban por meses, o por días, como peones de albañir. —No creo yo —respondió don Quijote— que jamás los tales escuderos estuvieron a salario, sino a merced.Y si yo ahora te le he señalado a ti en el testamento cerrado que dejé en mi casa, fue por lo que podía suceder; que aún no sé cómo prueba en estos tan calamitosos tiempos nuestros la caballería, y no querría que por pocas cosas penase mi ánima en el otro mundo. (I, 20, 221-222)
La estrategia de Sancho parece evidente: antes de decidirse a resolver la ambigüedad de su posición laboral, sondea el terreno para ver qué le conviene hacer, no vaya a ser que termine peor de lo que estaba. Don Quijote, por su parte, esquiva la arremetida materialista de su escudero con una promesa clara, que suena a desahucio: Sancho no percibirá ningún emolumento, si el monto de las mercedes recibidas de su amo satisface sus expectativas; en caso contrario, el testamento de don Quijote —nadie duda que su profesión caballeresca durará lo que durare su vida— hará justicia de los servicios prestados. Sancho plantea la alternativa posible entre las dos formas de pago y don Quijote las acepta, después de haberlas separado temporal y mo-
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dalmente: las mercedes tienen y tendrán vigencia en el mundo de la realidad del presente y el inmediato futuro («bien podría ser que antes de seis días ganase yo tal reino que tuviese otros a él adherentes, que viniesen de molde para coronarte por rey de uno dellos» [I, 7, 93]); el salario, en el mundo de la hipótesis («por lo que podía suceder») y del futuro remoto, el del momento en que se dé lectura al testamento. Al orate andante, convencido como está de que las mercedes están al caer, le quedan aún, no obstante, unos resquicios de sentido común que le llevan a firmar una especie de póliza de seguros en favor de su escudero. Bajo la ideología alucinada de don Quijote todavía destella el sano entendimiento de Alonso Quijano, hidalgo de aldea con cierto apego a los valores del mundo capitalista. Bajo el manto feudal que cobija la relación laboral de don Quijote y Sancho, sobrevive, en una curiosa inversión de prioridades respecto al orden cronológico, la mentalidad burguesa naciente.Y si esto es así, estamos autorizados a pensar que el móvil que saca a don Quijote de su casa, el intento de resucitar la caballería andante y ganar gloria para sí y justicia para el mundo, corresponde en el mundo capitalista de Alonso Quijano a una finalidad mucho menos idealista, aunque no menos justa, como la del medro social. Preveo que las palabras que voy a pronunciar a continuación les sonarán como un intento de difamación del último caballero andante, pero no puedo eximirme de comparar sus intenciones con las del humilde labriego que le acompaña: don Quijote, en realidad, o mejor, Alonso Quijano, pretende escalar la pirámide social; su estrategia para escurrir el bulto a la lógica del trabajo no tiene nada que envidiar a la de Sancho Panza su escudero: en efecto, las aventuras caballerescas podrían facilitarle el acceso inmediato a la cumbre más alta de la sociedad, sin necesidad de someterse a los imperativos del esfuerzo cotidiano; un modo para no tener que tomar partido a favor o en contra del sistema capitalista vigente y poder medrar al margen del mismo, igual que hacían los pícaros del momento2; tal vez, después de todo, Nabokov no fuera tan descaminado cuando comparaba el Quijote a una novela picaresca3. Pero dejemos de lado consideraciones éticas acerca del comportamiento de los ausentes y tornemos al tema que nos mueve hoy. Una
2 3
Maravall, 1986, pp. 411-470 y pássim. Nabokov, 1983, pp. 35 y ss.
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vez zanjada la cuestión del salario, Sancho no vuelve a la carga en lo que resta de la I parte. Tanto para su amo como para él, queda claro que su servicio será remunerado con las mercedes del primero y sólo si las mismas no llegaren, con un salario; éste podría ser el primer punto del acuerdo, el segundo define incluso la entidad de las mercedes: Sancho recibirá, en el momento oportuno, el gobierno de una ínsula, o en su defecto un condado: —A este pobre de Sancho Panza, mi escudero, que es el mejor hombre del mundo, querría darle un condado que le tengo muchos días ha prometido. (I, 50, 572)
Claro que, a despecho de la claridad meridiana del convenio, Sancho se deja asaltar bien pronto por la tentación del trueque por bienes de valor probado: más vale bálsamo de Fierabrás en mano que ínsula volando, parece pensar el escudero: —Yo renuncio desde aquí el gobierno de la prometida ínsula, y no quiero otra cosa, en pago de mis muchos y buenos servicios, sino que vuestra merced me dé la receta de ese estremado licor; que para mí tengo que valdrá la onza adondequiera más de a dos reales, y no he menester yo más para pasar esta vida honrada y descansadamente. Pero es de saber agora si tiene mucha costa el hacelle. (I, 10, 115)
Y en el final de esta primera parte el zahorí disfrazado en el encantado enjaulamiento de don Quijote trata de interferir en el pacto entre amo y criado, asegurando a éste el cobro del salario que don Quijote había dado solamente como hipotético: —Y tú, ¡oh el más noble y obediente escudero que tuvo espada en cinta, barbas en rostro y olfato en las narices!, no te desmaye ni descontente ver llevar ansí delante de tus ojos mesmos a la flor de la caballería andante; que presto, si al plasmador del mundo le place, te verás tan alto y tan sublimado que no te conozcas, y no saldrán defraudadas las promesas que te ha fecho tu buen señor.Y asegúrote, de parte de la sabia Mentironiana, que tu salario te sea pagado, como lo verás por la obra. (I, 46, 537-538)
La infracción a lo convenido es tan evidente que don Quijote no puede por menos de intervenir, encantado y todo, para recordar los términos exactos del acuerdo:
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—Y, en lo que toca a la consolación de Sancho Panza, mi escudero, yo confío de su bondad y buen proceder que no me dejará en buena ni en mala suerte; porque, cuando no suceda, por la suya o por mi corta ventura, el poderle yo dar la ínsula, o otra cosa equivalente que le tengo prometida, por lo menos su salario no podrá perderse; que en mi testamento, que ya está hecho, dejo declarado lo que se le ha de dar, no conforme a sus muchos y buenos servicios, sino a la posibilidad mía. (I, 46, 538-539)
El esfuerzo clarificador de don Quijote es encomiable y he de decir, en honor a la verdad, que mi personal opinión en asunto tan delicado como éste se halla del lado del caballero; creo que no hay motivos para mezclar dos formas de remuneración tan diversas, salario y merced, máxime si se tiene en cuenta que la alusión contenida en la tan traída y llevada cláusula al pie de la página, que parecía aludir a otras formas de retribución, no a otra cosa se refería sino a lo que explicará poco más tarde, con la meticulosidad que le distingue, don Quijote: —Has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre muy usada de los caballeros andantes antiguos hacer gobernadores a sus escuderos de las ínsulas o reinos que ganaban, y yo tengo determinado de que por mí no falte tan agradecida usanza; antes, pienso aventajarme en ella: porque ellos algunas veces, y quizá las más, esperaban a que sus escuderos fuesen viejos; y, ya después de hartos de servir y de llevar malos días y peores noches, les daban algún título de conde, o, por lo mucho, de marqués, de algún valle o provincia de poco más a menos; pero, si tú vives y yo vivo, bien podría ser que antes de seis días ganase yo tal reino que tuviese otros a él adherentes, que viniesen de molde para coronarte por rey de uno dellos. (I, 7, 93)
Que fuese ésta la recompensa habitual de los escuderos lo confirma un colega de Sancho, el Tomé Cecial que fue sacado de su casa y sus casillas por Sansón Carrasco: —Todo eso se puede llevar y conllevar —dijo el del Bosque— con la esperanza que tenemos del premio; porque si demasiadamente no es desgraciado el caballero andante a quien un escudero sirve, por lo menos a pocos lances se verá premiado con un hermoso gobierno de cualque ínsula, o con un condado de buen parecer.
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—Yo —replicó Sancho— ya he dicho a mi amo que me contento con el gobierno de alguna ínsula; y él es tan noble y tan liberal que me le ha prometido muchas y diversas veces. (II, 13, 727)
Así pues, Sancho, en su conversación con Tomé Cecial, vuelve a convalidar el acuerdo con su amo, dando a entender al escudero del Bosque su plena confianza en el buen éxito del mismo. El corporativismo —siglos de historia sindical enseñan— ha cumplido siempre una función consolatoria de las clases sometidas.Y sin embargo, poco antes, a punto había estado el jornalero escuderil de romper ese mismo acuerdo y dar al traste con la tercera salida de don Quijote. La arrogancia de la fuerza contractual, que tantas felices tratativas había de arruinar en los tristes años por venir de la inmadurez proletaria, manifestaba en Sancho Panza sus primeros síntomas, pues el buen criado «tenía creído que su señor no se iría sin él por todos los haberes del mundo» (II, 7, 682); esa misma confianza desmesurada en el propio poder contractual le había hecho plantarle cara a su señor para reclamar la justa y rigurosa reivindicación salarial: —Voy a parar —dijo Sancho— en que vuesa merced me señale salario conocido de lo que me ha de dar cada mes el tiempo que le sirviere, y que el tal salario se me pague de su hacienda; que no quiero estar a mercedes, que llegan tarde, o mal, o nunca; con lo mío me ayude Dios. En fin, yo quiero saber lo que gano, poco o mucho que sea, que sobre un huevo pone la gallina, y muchos pocos hacen un mucho, y mientras se gana algo no se pierde nada.Verdad sea que si sucediese, lo cual ni lo creo ni lo espero, que vuesa merced me diese la ínsula que me tiene prometida, no soy tan ingrato, ni llevo las cosas tan por los cabos, que no querré que se aprecie lo que montare la renta de la tal ínsula, y se descuente de mi salario gata por cantidad. (II, 7, 680-681)
Sancho invierte los términos del acuerdo con don Quijote: la ínsula se traslada a la modalidad de la hipótesis y el futuro, y el salario ocupa su puesto en la modalidad real del presente. ¿Por qué Sancho Panza decide poner en entredicho un pacto retributivo que tanto esfuerzo y fatiga le habían costado alcanzar? Nada nos impediría pensar, como a otros cervantistas4, que el afán de emulación del otro 4
Romero (1990, p. 119; 1991; p. 64) sostiene que la huella de Avellaneda se percibe en el Quijote de 1615 al menos ya desde el capítulo II, 7, con la respuesta
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Sancho, el apócrifo que sirve a sueldo al don Quijote avellanedesco, lo haya llevado al conflicto sindical. Pero esta motivación parece más acorde con los intereses del autor que con los del personaje. Creo, más bien, que deberíamos indagar en el pasado de Sancho Panza, para ver si en sus anteriores experiencias laborales ha encontrado un tratamiento económico superior al que le ofrece don Quijote que le haya podido servir de acicate en este trance. LAS DECLARACIONES DE LA RENTA DE SANCHO PANZA Y DOÑA RODRÍGUEZ Sus bienes raíces son escasos: tal vez posea unas parcelas de siembra («Id a gobernar vuestra casa y a labrar vuestros pegujares, y dejaos de pretender ínsulas ni ínsulos» [II, 2, 640], le dice el ama de don Quijote), que serían en cualquier caso insuficientes para el sustento de la familia, y de hecho ha de servir de jornalero a los labradores ricos de la zona y contentarse incluso con la comida solamente («los que servimos a labradores, por mucho que trabajemos de día, por mal que suceda, a la noche cenamos olla y dormimos en cama», II, 28, 864865). Algunos lo tratan mejor que los demás: —Cuando yo servía —respondió Sancho— a Tomé Carrasco, el padre del bachiller Sansón Carrasco, que vuestra merced bien conoce, dos ducados ganaba cada mes, amén de la comida. (II, 28, 864-865)
Para redondear el sueldo, Sancho acude a segar, durante la temporada, a Tembleque («había ido por aquel tiempo a segar a Tembleque», II, 31, 886). Su mujer y su hija también contribuyen a la economía familiar hilando y bordando («Sanchica hace puntas de randas; gana cada día ocho maravedís horros, que los va echando en una alcancía para ayuda a su ajuar», II, 52, 1060); pero sobre todo es su amado asno el que le echa una mano en el sustento de todos, según revela el propio Sancho en el llanto que hace por su temporánea desaparición: «Con veintiséis maravedís que ganabas cada día mediaba yo mi despensa»5. cervantina a la cuestión del salario del Sancho de Avellaneda. Los ecos y las respuestas a Avellaneda en los primeros capítulos del Quijote de 1615 me permitieron hacer unas consideraciones sobre las fases de elaboración de la II parte del Quijote en mi artículo de 1994. 5 Ed. Rico, «Apéndice» (adición al capítulo I, 23), p. 1224.
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En fin, sin entrar en mayores cuentas de maravedí arriba o abajo, quiero dar por bueno el cálculo de Salazar Rincón6 sobre el estipendio diario de la familia Panza: 51 maravedís, es decir, algo así como real y medio para los cuatro. Nadie podrá criticar la decisión del padre de familia de salir a buscar mejor fortuna, así fuera con un hidalgo loco, vista la condición de permanente escasez en que se hallaban. El medro social para Sancho y su familia es una necesidad; lo de menos es el medio para conseguirlo, el servicio feudal a un señor o el trabajo remunerado para un amo necesitado de acompañante. Tal vez esto explique que Sancho pida ante todo la seguridad de sus ingresos a don Quijote —«salario conocido», «yo quiero saber lo que gano, poco o mucho que sea» (II, 7, 681)— y tal vez también explique, por otro lado, que su petición de aumento de sueldo sea realmente modesta: el equivalente a poco más de dos maravedís por día, por un total de 28 reales al mes. Hay que decir, en honor a la verdad, que no dejaba de ser un buen jornal, si tenemos en cuenta que el mozo Andrés, a quien su amo Juan Haldudo vapulea de lo lindo por un par de ovejas cuando llega don Quijote, no gana más que 7 reales al mes. No voy a entrar ahora en disquisiciones sobre la condición de los criados; me van a consentir que rehúya el canto de sirena de la fácil demagogia proletaria; me limitaré a citar, uno por todos, el caso de doña Rodríguez con sus propias palabras: —Soy natural de las Asturias de Oviedo, y de linaje que atraviesan por él muchos de los mejores de aquella provincia; pero mi corta suerte y el descuido de mis padres, que empobrecieron antes de tiempo, sin saber cómo ni cómo no, me trujeron a la corte, a Madrid, donde por bien de paz y por escusar mayores desventuras, mis padres me acomodaron a servir de doncella de labor a una principal señora [...]. Mis padres me dejaron sirviendo y se volvieron a su tierra, y de allí a pocos años se debieron de ir al cielo, porque eran además buenos y católicos cristianos. Quedé huérfana, y atenida al miserable salario y a las angustiadas mercedes que a las tales criadas se suele dar en palacio. (II, 48, 1018-1019)
La trayectoria social de doña Rodríguez es la de todo un sector de la población, el mismo al que pertenece Alonso Quijano; los pequeños propietarios venían sufriendo desde mediados del siglo XVI un 6
1986, p. 166.
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proceso de pauperización irreversible; muchos de ellos hubieron de emigrar a la corte buscando mejor fortuna y terminaron sirviendo de criados a nobles señores7, como remedio último a la penuria económica y consuelo extremo a la pérdida de la posición social. Doña Rodríguez testimonia asimismo de esa ambigüedad de las relaciones laborales a la que aludía hace un momento en referencia a Sancho: por su servicio recibe «el miserable salario y [...] las angustiadas mercedes» que reciben las criadas. La menesterosa dueña es víctima de un sistema de relaciones laborales regresivo, que huye, en lo posible, del modelo neocapitalista del salario y mira retrospectivamente hacia el Medioevo. El asentamiento a merced conlleva la aceptación por parte del criado de la voluntad del señor, que no siempre se demuestra a la altura de su prestigio social, como nos revela de nuevo doña Rodríguez: —De esta mi muchacha se enamoró un hijo de un labrador riquísimo que está en una aldea del duque mi señor, no muy lejos de aquí. En efecto, no sé cómo ni cómo no, ellos se juntaron, y, debajo de la palabra de ser su esposo, burló a mi hija, y no se la quiere cumplir; y, aunque el duque mi señor lo sabe, porque yo me he quejado a él, no una, sino muchas veces, y pedídole mande que el tal labrador se case con mi hija, hace orejas de mercader y apenas quiere oírme; y es la causa que, como el padre del burlador es tan rico y le presta dineros, y le sale por fiador de sus trampas por momentos, no le quiere descontentar ni dar pesadumbre en ningún modo. (II, 48, 1020-1021)
Permítanme que haga aquí un pequeño inciso para reivindicar la clarividencia sociológica de mi paisana doña Rodríguez, ignorada hasta el presente —al igual que el ejemplo inmarcesible de ética social de nuestra otra coterránea, Maritornes, dadivosa doncella que lo mismo consuela las penas de amor de un sudoroso arriero, que las de un loco andante o un paladín de libro de caballerías—: el cuadro que doña Rodríguez nos propone del campesinado español y de las relaciones laborales que lo estructuran como clase productiva resulta casi completo. La otra cara de la moneda del panorama social del campo la ofrece la historia del padre del violador de su hija, tan poderoso económicamente que tiene bajo su voluntad la de su señor, que es el mismo 7
Maravall, 1986, pp. 194 y ss.; Cavillac, 1975, p. XCIV.
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de la dueña menesterosa. El asentamiento a merced entraña el riesgo, doña Rodríguez lo descubre demasiado tarde, de que la voluntad del señor atienda más a sus beneficios personales que a las justas necesidades del criado. En fin, con esta situación, es fácil comprender que la desgraciada madre dé un paso más en su regresión feudal y vaya a reclamar justicia al paladín aventurero que la suerte ha llevado hasta ella. La fama de mediador sindical de don Quijote, aquél que con tanto éxito había intervenido en la controversia entre el labrador Juan Haldudo y su criado Andrés, al parecer ha llegado hasta Aragón; no es para menos, si consideramos su visión de las relaciones amo-criado: —Duerme el criado, y está velando el señor, pensando cómo le ha de sustentar, mejorar y hacer mercedes. La congoja de ver que el cielo se hace de bronce sin acudir a la tierra con el conveniente rocío no aflige al criado, sino al señor, que ha de sustentar en la esterilidad y hambre al que le sirvió en la fertilidad y abundancia. (II, 20, 791)
LA
ALTERNATIVA LABORAL DE
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Perdido en mi digresión pseudo sociológica, hace tiempo que tengo abandonada la madre de todas las cuestiones; la siguiente: Sancho, en cuanto escudero andante, no tiene derecho a reclamar un salario, que sería más bien propio de un trabajador; se lo recuerda en el momento oportuno don Quijote: «jamás los tales escuderos estuvieron a salario, sino a merced» (I, 20, 221). Bien es verdad que su relación con don Quijote se instaura a partir de cierta ambigüedad de fondo, como dejo dicho más arriba, pero no es menos verdad que quien quiere alterar esa ambigüedad en beneficio propio es Sancho y no don Quijote. Pero ¿qué es lo que Sancho saldría ganando, a parte del salario, obviamente, si su amo aceptara lo que él le propone? ¿De qué modo cambiaría su estatuto laboral? Ya hemos visto que lo que Sancho solicita es sustancialmente seguridad y claridad en la remuneración, algo que, como es lógico, el estar a mercedes no puede ofrecer, pues la munificencia del amo depende de cómo corra la suerte; el propio don Quijote asegura, con ser él, no saber «cómo prueba en estos tan calamitosos tiempos nuestros la caballería» (I, 20, 222). El salario compensa un servicio dentro de unas relaciones laborales más o menos estables, con sujetos que permanecen fijos en su de-
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terminación social; las mercedes van ligadas a lo aleatorio de los tiempos y premian, en el caso del caballero andante, el desarrollo de determinadas cualidades en el escudero, sancionan, en cierto sentido, la nueva posición social adquirida por los dos; es decir, van condicionadas al crecimiento conjunto en la consideración social y establecen un nexo indisoluble entre los dos contrayentes que más adelante analizaremos. La seguridad del salario proviene de su vínculo con la tierra y los bienes de producción —Sancho no pide en balde que el salario se le pague de la hacienda de don Quijote—; las mercedes dependen del éxito de las hazañas del caballero, de su capacidad para modificar los equilibrios en un mundo de relaciones inestables. Cabría preguntarse si la España de don Quijote ofrece las mismas oportunidades de medro social que el mundo caballeresco; sin entrar en comparaciones imposibles entre un mundo de ficción y otro real, no nos costará ningún esfuerzo admitir que, al parecer, desde el punto de vista de Cervantes existe cierta analogía entre los dos mundos. El salario al que aspira Sancho, seguro, estable y suficiente, ya no corresponde a la realidad de los hechos en la España del momento; él mismo es un ejemplo de la movilidad de las relaciones laborales: ha trabajado para varios amos y tiene varias fuentes de rédito. En comparación, el modelo feudal de la merced, bajo esta perspectiva, resulta sin duda más estable: un criado solía permanecer al servicio de su señor durante toda la vida. Don Quijote ofrece a Sancho, con el modelo feudal, justamente esa fidelidad en la relación, una inmovilidad que ya no posee el sistema del salario, compensada con la movilidad espacial, necesaria para alcanzar la ansiada movilidad social. La definición que da de sí mismo el escudero a coloquio con la duquesa es reveladora: —De grandes señoras, grandes mercedes se esperan; esta que la vuestra merced hoy me ha fecho no puede pagarse con menos, si no es con desear verme armado caballero andante, para ocuparme todos los días de mi vida en servir a tan alta señora. Labrador soy, Sancho Panza me llamo, casado soy, hijos tengo y de escudero sirvo: si con alguna destas cosas puedo servir a vuestra grandeza, menos tardaré yo en obedecer que vuestra señoría en mandar. (II, 38, 903)
Es labrador, está de escudero y querría ser caballero andante. La diferencia semántica de los verbos atributivos del español refleja a la per-
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fección la identidad de Sancho Panza y sus ínfulas sociales. Se reconoce como un advenedizo laboral, un desplazado respecto a su profesión de origen, para alcanzar el objetivo del ascenso en el escalafón de la sociedad. Sancho Panza es el paradigma de todo un sector de la población española a principios del siglo XVII; nadie se fía del salario en la época; la transacción laboral se ha desprestigiado por la escasez y devaluación del vehículo de la misma, el dinero, y todos buscan sustento en el servicio a merced. Y tal vez todos vivan el mismo conflicto interno que vive Sancho: por un lado, aspiran a la seguridad y la libertad que les otorga el salario; por el otro, no pueden prescindir de las ilusiones de promoción social. Sancho lo dice bien claro en su respuesta final a don Quijote, en la crisis sindical del principio de la II parte: —No se dirá por mí, señor mío: el pan comido y la compañía deshecha; sí, que no vengo yo de alguna alcurnia desagradecida, que ya sabe todo el mundo, y especialmente mi pueblo, quién fueron los Panzas, de quien yo deciendo, y más, que tengo conocido y calado por muchas buenas obras, y por más buenas palabras, el deseo que vuestra merced tiene de hacerme merced; y si me he puesto en cuentas de tanto más cuanto acerca de mi salario, ha sido por complacer a mi mujer [...]; pero, en efeto, el hombre ha de ser hombre, y la mujer, mujer; y, pues yo soy hombre dondequiera, que no lo puedo negar, también lo quiero ser en mi casa, pese a quien pesare; y así, no hay más que hacer, sino que vuestra merced ordene su testamento con su codicilo, en modo que no se pueda revolcar, y pongámonos luego en camino [...]; y yo de nuevo me ofrezco a servir a vuestra merced fiel y legalmente, tan bien y mejor que cuantos escuderos han servido a caballeros andantes en los pasados y presentes tiempos. (II, 7, 684)
El escudero achaca a su mujer la responsabilidad de la petición de salario; un hombre honrado como él sólo tiene una palabra: la que le dio a don Quijote de servirle fiel y lealmente, por los siglos de los siglos. Lo curioso del caso es que ese mismo sentido de la honra, que le confiere la autoconciencia de sus decisiones y su capacidad de autogobierno, debería constituir el fundamento de la petición de mayor independencia de su amo, a la que parece renunciar con la renuncia al salario. El salario convierte al criado en dueño de su tiempo libre, lo que desde luego no le ofrece el servicio a merced; sin embargo, las aspiraciones al medro social resultan más fundadas en el servicio a mer-
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ced; de ahí que Sancho exija, en un primer momento, el salario que le permitiría acallar la conciencia precapitalista de Teresa Panza, y en un segundo tiempo no le cueste esfuerzo prescindir del tiempo libre que lleva anejo, para poder seguir aspirando al honor caballeresco, que él ve como único motor posible de la movilidad social. Su posición al respecto encierra una paradoja que la hace insostenible, como enseguida veremos; pero antes, déjenme que me detenga en el aspecto del asentamiento laboral a mercedes que me ha llevado a hablar de nexo indisoluble entre amo y criado, y que es, por otro lado, la base de la paradoja de marras. El nexo indisoluble que garantiza el proceso de identificación entre amo y criado en el servicio a merced lo define bien don Quijote: —Quiero decir —dijo don Quijote— que, cuando la cabeza duele, todos los miembros duelen; y así, siendo yo tu amo y señor, soy tu cabeza, y tú mi parte, pues eres mi criado; y, por esta razón, el mal que a mí me toca, o tocare, a ti te ha de doler, y a mí el tuyo. —Así había de ser —dijo Sancho—, pero cuando a mí me manteaban como a miembro, se estaba mi cabeza detrás de las bardas, mirándome volar por los aires, sin sentir dolor alguno; y, pues los miembros están obligados a dolerse del mal de la cabeza, había de estar obligada ella a dolerse dellos. (II, 2, 642)
Don Quijote utiliza, para explicar su relación con Sancho, la doctrina enunciada por Pablo en la Epístola a los romanos, 12, 5 y en la Epístola I a los corintios, 10, 16-17, es decir la doctrina de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo. De la cabeza a los miembros y de éstos a aquélla la transmisión de los sentimientos es total e inmediata; los avatares del caballero serán el crisol de la fortuna del escudero, parece estar diciendo don Quijote; pero Sancho sólo escucha la voz de los hechos, que le habla de la diversidad de sensaciones e ideas entre él y su amo. Durante la Edad Media y el primer Renacimiento el esquema gráfico de la cabeza unida indisolublemente a los miembros había simbolizado al Estado8; la rigidez jerárquica de la ordenación estatal garantizaba la adhesión total a una sola fuente del sentido por delegación divina: el rey. Los nuevos tiempos proponen, en cambio, una imagen
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McLuhan, 1985, p. 21. Maravall, 1983, estudia su difusión y discute su dependencia de las obras de Erasmo
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desmembrada, con muchas cabezas visibles y otras tantas fuentes del sentido. La adhesión incondicional de los miembros a la cabeza como vía de comunión en un sentido único, emanado directamente de la divinidad, ya no es de recibo. El nuevo orden mundial —el de entonces— sitúa a todos y cada uno de los individuos en el centro del mundo y pretende que, en la medida de lo posible, exista reciprocidad de perspectivas entre ellos. La diferencia entre servir a merced o servir a salario está toda ahí: servir a merced implica la unión indisoluble de los miembros con la cabeza; servir a salario la reciprocidad en el trato. En la primera forma de servicio no hay lugar a la desconfianza: el criado sirve a su señor sin pedir nada a cambio; las mercedes llegarán cuando el señor lo crea oportuno. En la segunda se atribuye un valor a la transacción entre dos sujetos que se mantendrán separados a lo largo de su relación de reciprocidad, sin que se efectúe ningún trasvase de identidades entre ellos —lo cual no quiere decir que la transacción se haga en términos de equidad. En teoría el servicio a merced se puede prolongar indefinidamente, sin que exista una jornada laboral precisa; paralelamente las mercedes se pueden acumular hasta hallar su expresión máxima en la promoción social del criado, como le podría suceder y de hecho le sucede a Sancho, aspirante incluso al título de caballero andante. En el servicio a salario, en cambio, la serie es finita; cada trabajo y cada jornada llevan su propia recompensa; en contrapartida no existe la posibilidad de la promoción social. El servicio a merced se entiende como una serie continua de acciones, mientras el servicio a jornal es una serie discreta hecha de tantos días como jornales. Don Quijote entiende su relación con Sancho como un continuum; para Sancho, en cambio, es una serie de unidades discretas, que requerirían todas y cada una de por sí una recompensa; de ahí que al final de cada aventura a don Quijote le cueste poco trabajo sacar a colación la prometida ínsula, mientras Sancho hace recuento de los palos recibidos, las noches al raso y el hambre acumulada como única forma de pago. Pero Sancho, habrá que decirlo en su descargo, también entiende a veces su relación con don Quijote como continua; al fin y al cabo, eso es lo que le permite seguir esperando en la ínsula y conformándose con lo poco que la suerte le va deparando, mientras llega el culmen de todas las mercedes. La meta final del ascenso social no equivale, empero, en la visión de Sancho, a una posición y una dignidad diferente, sino que se traduce, igual que el trabajo vendido por un estipendio, en términos crematísticos: para él la gloria del gobier-
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no de la ínsula que le pudiera corresponder después de la conquista del reino Micomicón consiste en la gran suma de dinero que podrá obtener por la venta de sus vasallos negros: —¿Qué se me da a mí que mis vasallos sean negros? ¿Habrá más que cargar con ellos y traerlos a España, donde los podré vender, y adonde me los pagarán de contado, de cuyo dinero podré comprar algún título o algún oficio con que vivir descansado todos los días de mi vida? ¡No, sino dormíos, y no tengáis ingenio ni habilidad para disponer de las cosas y para vender treinta o diez mil vasallos en dácame esas pajas! Par Dios que los he de volar, chico con grande, o como pudiere, y que, por negros que sean, los he de volver blancos o amarillos. ¡Llegaos, que me mamo el dedo! (I, 29, 340)
Ninguno de los dos modelos de relación laboral prevé la igualdad de posiciones; los señores mantienen, en ambos, una posición dominante, que necesita de su contrapartida en posición sometida para poder existir; con una diferencia: el señor feudal propone a su criado un canal de transmisión de valores sociales como la honra de la pertenencia a una familia; el trabajador a jornal no tiene derecho a sentirse partícipe de esos mismos valores. En ambos sistemas la barrera de separación de la relación complementaria entre el sometido y el dominante viene dada por la posesión de los medios de producción y subrayada por la de un código cultural superior que aleja al dominante de la actividad laboral. Durante el Siglo de Oro la aversión de los nobles por el trabajo abrió un abismo entre ellos y la nueva mentalidad pecuniaria, que a duras penas se iba extendiendo entre la burguesía y los estratos más bajos de la población. Los dos polos de la relación complementaria, señores, por un lado, y trabajadores y criados, por el otro, se connotaron con la mayor o menor cercanía a la naturaleza o a la cultura. Revelador en este sentido puede ser el episodio del entierro de Grisóstomo, donde se mezclan dos grupos supuestamente empeñados en actividades análogas: los cabreros, trabajadores de escasa cultura, en contacto directo con la naturaleza, y los pastores, señores dueños de la abstracción literaria9, espíritus selectos alejados de
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El ansia por poseer el código sublimador que permitiera al individuo un mayor grado de abstracción del estado natural explica la proliferación de galateos y manuales de urbanidad.
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la materialidad de la existencia. Don Quijote, otro espíritu selecto, se preocupa de mantener las distancias con su escudero cuando considera que su posición de dominio empieza a ser contaminada por la excesiva proximidad del sometido; y así, por ejemplo, reivindica el conocimiento exclusivo del código caballeresco cuando Sancho intenta contrastar sus apreciaciones erróneas, o le pide que se abstenga de hablar con él, señor único de la palabra, o le trata de vos, para dejar bien claro el desnivel que los separa.
RELACIÓN
DE DOBLE VÍNCULO ENTRE
SANCHO Y
DON
QUIJOTE
Pero volvamos a la antinomia intrínseca en la posición de Sancho a la que me he referido páginas atrás. Sancho no parece haber considerado que, cuando solicita un salario a su amo, incurre en una paradoja irresoluble, típica de las relaciones de doble vínculo, estudiadas por la pragmática de la comunicación10, es decir, aquellas que hacen posible la emisión de una petición que para ser cumplida debe ser desatendida; en efecto, si don Quijote accediera a pagarle un jornal, debería admitir que Sancho no es más que un trabajador suyo y no su escudero, con lo que los motivos para mantener en pie la relación caballeresca que los une dejarían de existir. Del mismo modo, cuando don Quijote promete hacerle gobernador de una ínsula, cae también él en la misma aporía, pues si se la diera, dejaría de ser su escudero y si lo sigue siendo, no podrá ascender socialmente. La diferencia fundamental entre las dos paradojas es que la de Sancho no cumple la función de doble vínculo, mientras que la de don Quijote sí. Don Quijote, en efecto, consigue zafarse de la trampa de Sancho, porque pone en práctica una de las estrategias posibles para escapar a un doble vínculo, y es hacer del mismo el objeto de la comunicación: «jamás los tales escuderos estuvieron a salario, sino a merced» (I, 20, 222). Don Quijote comenta la proposición de Sancho a partir de su conciencia del código caballeresco, que es precisamente el instrumento que le ha faltado al escudero para cerrar la trampa y evitar que se le escapara la presa. Don Quijote, más ducho en estas lides metacomunicativas, como acabamos de ver, consigue atar a su es-
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Watzlawick, Helmick Beavin y Jackson, 1971, pp. 191-226.
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cudero con un perfecto doble vínculo. Cuando le pide que confirme sus visiones caballerescas, le está preparando el abrazo mortal del doble vínculo, pues su criado ha de creerle para poder ser escudero, pero no ha de creerle para poder responder adecuadamente a su proposición; de no ser así, carecería de elementos reales de referencia, desde el momento en que él no tiene acceso a las visiones caballerescas de su amo: cuando don Quijote le pide que vea gigantes y no molinos, tiene que hacer las dos cosas a la vez, verlos y no verlos, para conseguir actuar, intentando convencerle de lo contrario; a renglón seguido, don Quijote reflexiona sobre el código caballeresco, para cerrar a su escudero cualquier posibilidad de fuga del doble lazo: los encantadores han transformado a los gigantes en molinos. Esta reflexión tiene a su vez estructura de doble vínculo, que es lo esencial de la comunicación esquizofrénica, pues, si se acepta que la responsabilidad del cambio es de los encantadores, se queda dentro del círculo vicioso de la visión caballeresca y si no se acepta, es simplemente porque no se sabe nada de libros de caballerías. Permítanme que dedique un minuto de mi tiempo a certificar mi hipótesis, con la prueba del nueve de su adherencia a las tesis del grupo de Palo Alto. En esta proposición de don Quijote se cumplen los requisitos del doble vínculo identificados por los citados teóricos de la pragmática y antes aún por G. Bateson, el iniciador de la ecología de la mente11: 1) existe una relación complementaria, dominante-dominado, como la que puede existir entre amo y criado; 2) en la que el primero emite un mensaje: *«voy a atacar a esos gigantes», que conlleva una afirmación sobre el mensaje: *«me refiero a los molinos que tú estás viendo»; el mensaje y la afirmación sobre el mensaje se excluyen recíprocamente; 3) el emisor del mensaje impide que el receptor se sustraiga al esquema comunicando sobre él: *«si no ves los gigantes es ciertamente porque no sabes nada de caballerías». Éste es sustancialmente el dilema de Sancho Panza durante todo el relato: si quiere hacer carrera, ha de creer a su amo, pero para poder creerle ha de confrontar la proposición de su amo con la realidad, que es el campo donde él puede hacer carrera, y ésta le empuja a no creerle; de modo que debería creerle y no creerle, aceptar y no aceptar su punto de vista caballeresco. A veces Sancho consigue resolver la
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Bateson et al., 1976, pp. 249-251.
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paradoja, como en el consabido episodio del baciyelmo (I, 44-45), en que conjuga la confirmación y la negación de la visión del mundo de don Quijote, comunicando también él sobre el mensaje con la creación de un neologismo («baciyelmo») en el que hace cristalizar la relación complementaria que mantiene con su amo y a la vez consigue encerrar la doble naturaleza de la realidad, la apariencia externa de las cosas («bacía») y su deformación, su esencia caballeresca («yelmo»). En verdad, tampoco en esta ocasión Sancho consigue zafarse por completo del abrazo del doble vínculo, pero logra utilizarlo a su favor, trascendiendo el dilema paradójico: en resumidas cuentas, lo importante es el resultado concreto, y en este episodio nadie podrá quitarle la ganancia de la albarda y el cabezal del burro del barbero. Con la misma estrategia, ya suficientemente homologada, consigue hacerse con el gobierno de la ínsula, que en principio se presentaba como otra de las manifestaciones de su relación paradójica con don Quijote, y que ya en el propio nombre lleva su estatuto contradictorio real y ficticio a la vez: «se llamaba la ínsula Barataria, o ya porque el lugar se llamaba Baratario, o ya por el barato con que se le había dado el gobierno» (II, 45, 991), y por «barato» se entiende ‘propina dada a los mirones de una partida de cartas’ o bien más simplemente ‘engaño, fraude’. Sancho neutraliza el enigma paralizante haciendo que revierta en su beneficio: lo importante no es si existe o no la ínsula, sino el hecho de que él mismo pueda gozar de su gobierno. Otras veces propone él la visión alucinada del mundo como en el encantamiento de Dulcinea, haciendo que la relación complementaria pase a ser metacomplementaria, es decir, aquel tipo de relación en el que el dominado consiente al dominante que siga ejercitando su posición de poder. ¿RELACIÓN
COMPLEMENTARIA O SIMÉTRICA?
La relación entre don Quijote y Sancho Panza evoluciona a lo largo de la novela. En la primera parte no cabe duda de que se presenta como una relación complementaria, y que se reafirma en cuanto tal en todas y cada una de las acciones de los personajes; Sancho a lo sumo llega a concebir un abandono de la empresa común, pero no se le pasa por las mientes rebelarse contra su señor. En la segunda parte, en cambio, asistimos a una matización de la complementariedad, como acabamos de ver, que apunta hacia una transformación en cla-
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ve simétrica de la relación, patente en los episodios del palacio de los duques y en la narración alternada subsiguiente de los sucesos de don Quijote y Sancho, hasta desembocar en una subversión de la complementariedad en la escena de la lucha cuerpo a cuerpo entre caballero y escudero en la que el primero lleva la peor parte (II, 60, 11161118)12. Al principio de su relación, antes de la estipulación del contrato que hemos analizado, don Quijote negocia paritariamente con Sancho Panza, un vecino suyo con el que tiene una relación simétrica —ha de tenerla para poder llegar a un acuerdo—13, la instauración de una relación complementaria, que le permita llevar a su lado un escudero en la próxima salida. De modo que podemos decir que, por lo que respecta a la función pragmática del acuerdo, el acto que realizan don Quijote y Sancho es simétrico; por lo que respecta, en cambio, a los contenidos del acuerdo, la función semántica, la relación es de tipo complementario. En el curso de sus aventuras, don Quijote pide implícitamente colaboración a Sancho (*«confírmame que estamos en un mundo caballeresco»); es decir, le solicita que entre en relación simétrica con él, cuando en realidad, como hemos visto, está usando su posición de dominio para ligarle con doble vínculo; desde lo alto de su conciencia del género sabe que ha de actuar en compañía de su escudero, pero en cuanto único depositario de los modos de actuación del código caballeresco, no puede dejar de establecer la relación complementaria. Y aquí he de denunciar públicamente la impostura en perjuicio de un representante de la clase trabajadora: don Quijote utiliza el señuelo de la relación simétrica en la dimensión pragmática para conseguir que Sancho Panza quede prisionero del doble vínculo de la relación complementaria en la dimensión semántica.
12 Éste es el único momento de rebelión al servicio por parte del criado que podría convalidar la lectura marxista de las relaciones amo-criado en el Quijote, según Morón Arroyo, 1984, p. 370; en realidad, dice Morón Arroyo, se trata de una reacción lógica y «legal» de un criado sometido a violencia por parte de su señor. Por lo demás, las relaciones amo-criado en el Quijote están planteadas desde un punto de vista reaccionario, en opinión de Morón Arroyo. 13 Una de las dos partes del contrato previo a la relación es más débil, pero debe poseer, con todo, algún grado de soberanía, para poder aceptarlo: es lo que sostiene Auden, 1954, p. 238.
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La gran paradoja de su relación con Sancho es precisamente ésta: le necesita a su mismo nivel en la puesta en práctica del programa caballeresco, pero a la vez le necesita en posición sometida en cuanto criado suyo, para poder ser efectivamente un caballero. Es en cierto sentido lo que sucede con los modernos caballeros y sus ínfulas nobiliarias, voluntariamente alejados del mundo de la producción, recluidos en un mundo de autocelebración aristocrática arcaizante, que solicitan de sus criados un servicio análogo al feudal y proponen la remuneración correspondiente, a merced. También ellos ligan con doble vínculo a sus criados, a los que necesitan para poder mantener la apariencia externa de la magnificencia nobiliaria, es decir, en la dimensión pragmática instauran una relación de tipo simétrico con sus criados, pues necesitan mantener una comunicación al mismo nivel para seguir existiendo en el mundo de la aristocracia; pero el juego exige que haya una posición dominante y otra dominada, y así, en su dimensión semántica, la supuesta relación simétrica se convierte en realidad en relación complementaria. Por su parte los criados convalidan la funcionalidad del esquema feudal del servicio a merced al sentirse partícipes del sentido del honor de los señores; es revelador a este respecto el caso narrado por Maravall del criado de un noble de renombre que exige en un determinado contexto social tratamiento especial por ser justamente el criado de tan gran señor14. En el brete de extraer una conclusión parcial que pueda ser útil a la discusión de esta docta asamblea, dominada por historiadores y sociólogos de la literatura, planteo lo que sigue: la regresión a las formas feudales de relación laboral, el servicio a merced, necesitaba una columna vertebral del sentido jerárquico que sustituyera la verticalidad del ordenamiento social antiguo, obsoleto en aquel momento histórico; las dos clases sociales implicadas en la operación —la aristocracia privilegiada de las ciudades y el campesinado pauperizado, que comprendía braceros, labradores e hidalgos venidos a menos— establecieron una tácita complicidad en la recuperación del sentido aristocrático, en compensación por las frustraciones de la relación laboral a salario propia del orden económico imperante, deudor de un mercantilismo mal entendido; la relación de doble vínculo a la que recurren ambas partes, con el consentimiento mutuo, se convierte en el papel de tornasol de la artificiosidad del equi-
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Maravall, 1986, p. 367.
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librio alcanzado. El resultado lo conocemos todos: el apeadero de la historia hubo de dar cobijo durante un par de siglos a una nación que perdió su tren. Y si a alguien le parece que me estoy metiendo en camisas de once varas, antes de que escuche de sus labios aquel castizo dicho que dice «zapatero a tus zapatos», me retiro a mis cuarteles de invierno y traduzco la conclusión parcial histórico-sociológica de hace un momento en lenguaje crítico-literario: el campo literario estructura sus relaciones de poder sobre la base del campo sociológico15, de modo que los personajes del Quijote interactúan a partir de los mismos presupuestos que las personas de la realidad del momento. Sería fácil concluir, a partir de estas premisas, que la obra maestra de Cervantes refleja y a la vez desvela los mecanismos de construcción del consenso social, pero me van a permitir que alargue mi perorata unos minutos más con un par de consideraciones acerca del papel del narrador y el autor en este cuadro de relaciones patológicas.
RELACIÓN
DE DOBLE VÍNCULO ENTRE EL MECENAS Y EL ESCRITOR
Así que, volviendo al terreno estrictamente literario, vemos que la relación que instaura el narrador con el lector parece ser, a su vez, de doble vínculo, o al menos parece cumplir los requisitos anteriormente expuestos: 1) es una relación de tipo complementario estricto, con el lector en posición sometida frente a un narrador que hace valer en todo momento su posición dominante; 2) el narrador emite un juicio de verdad sobre la narración contradictorio, que ha de ser creído y no creído por el lector para poder aceptarlo: avala con su presencia al lado de los personajes la veracidad de lo narrado (es buen amigo del cura Pero Pérez, ha compartido experiencias con el cautivo de Argel), para enseguida echarla por tierra, cuando afirma que, siendo su autor arábigo, no se le podrá dar gran crédito, o cuando pide el mismo para su historia que los discretos dan a los libros de caballerías; 3) en diferentes momentos del relato comenta la organización del mismo y su valor de verdad, impidiendo de tal modo que el lector se salga de la relación de doble vínculo.
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Y aquí Bourdieu, 1992, acude en mi socorro.
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Y una relación análoga a las de doble vínculo como la que parecen mantener don Quijote y Sancho Panza, y el narrador y el lector es la que ata a Cervantes a su mecenas de los últimos años, el conde de Lemos. En las dedicatorias de sus obras, a partir de la que antepone a las Novelas ejemplares en 1612 —dejo a un lado la del Quijote de 1605, por ser a todas luces apócrifa—, pasando por la de las Ocho comedias y ocho entremeses nunca representados de 1613, hasta la del Persiles y Sigismunda de 1617, en todas ellas constatamos la existencia de un doble registro: por un lado, perviven las formas retóricas propias del género, con la referencia a las «mercedes» que recibe del mecenas y su definición como «criado de Vuestra Excelencia»; y por el otro, se percibe la progresiva toma de conciencia de su papel de autor, responsable de sus escritos ante la sociedad, la historia y el arte, patente en más de una declaración, al lado de la reducción de la figura del mecenas a sus funciones más prácticas. Les propongo a continuación un pequeño rosario de citas16, en que se puede apreciar lo que digo: Paso en silencio aquí las grandezas y títulos de la antigua y Real Casa de Vuestra Excelencia. (Novelas ejemplares, p. 770b) Tampoco suplico a Vuestra Excelencia reciba en su tutela este libro, porque sé que si él no es bueno, aunque le ponga debajo de las alas del Hipogrifo de Astolfo y a la sombra de la clava de Hércules, no dejarán los Zoilos, los Cínicos, los Aretinos y los Bernias de darse un filo en su vituperio, sin guardar respecto a nadie. Sólo suplico que advierta Vuestra Excelencia que le envío, como quien no dice nada, doce cuentos, que, a no haberse labrado en la oficina de mi entendimiento, presumieran ponerse al lado de los más pintados. (Novelas ejemplares, pp. 770b-771a) Estoy muy sin dineros, y emperador por emperador, y monarca por monarca, en Nápoles tengo al grande conde de Lemos, que, sin tantos titulillos de colegios ni rectorías, me sustenta, me ampara y hace más merced que la que yo acierto a desear. (Quijote, II, p. 1271b) Con esto le despedí, y con esto me despido, ofreciendo a Vuestra Excelencia los Trabajos de Persiles y Sigismunda, libro a quien daré fin dentro de cuatro meses, Deo volente; el cual ha de ser o el más malo o el mejor que en nuestra lengua se haya compuesto, quiero decir de los de en16
Cito por la edición de las Obras completas, 1967.
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tretenimiento; y digo que me arrepiento de haber dicho el más malo, porque, según la opinión de mis amigos, ha de llegar al estremo de bondad posible. (Quijote, II, p. 1271b)
Parece percibirse en estas citas una depreciación del mecenas, que, de intelectual inspirador que era en las primeras dedicatorias («No he querido perder la ocasión de seguir esta guía, pues sé que en ella y por ella todos hallan seguro puerto y favorable acogimiento. Hágale V.S. Ilustrísima bueno a mi deseo, el cual envío delante», La Galatea, p. 608a), ha pasado a ser el sustentador, en el sentido más estrictamente económico de la palabra, del autor («me sustenta, me ampara y hace más merced que la que yo acierto a desear», Quijote, II, p. 1271b). Correlativamente el escritor ha dejado de ser un criado —por más que siga usando la palabra—, un servidor del mecenas, como en el régimen de clientelismo medieval, y se ha convertido en algo más parecido a un trabajador del intelecto que se considera a sí mismo con el derecho de recibir una remuneración por su labor. En otro lugar Cervantes muestra su asimilación del nuevo modelo remunerado de ocupación artística, que, por cierto, excluye definitivamente al mecenas; me refiero al prólogo a las Ocho comedias y ocho entremeses nunca representados, donde cuenta cómo, después de haber buscado un «autor» que se las comprara, no encontró sino un librero dispuesto a publicarlas: Aburríme y vendíselas al tal librero, que las ha puesto en la estampa como aquí te las ofrece. Él me las pagó razonablemente; yo cogí mi dinero con suavidad, sin tener cuenta con dimes ni diretes de recitantes. (Ocho comedias y ocho entremeses nunca representados, prólogo, p. 181b)
Avellaneda, en su prólogo, convalida la vigencia del sistema crematístico en las relaciones del autor con el canal de difusión de la obra, en detrimento del papel de protector y sustentador del mecenas, cuando lleva la contienda con Cervantes al terreno económico: «Quéjese [Cervantes] de mi trabajo por la ganancia que le quito de su segunda parte»17. El sistema del clientelismo medieval, que podría ser el modelo correspondiente al del servicio a merced, aún pervive en la retórica de 17
Ed. de Gómez Canseco, p. 196.
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la dedicatoria, pero el verdadero modelo subyacente ha superado incluso la evolución natural del anterior en el modelo del mecenatismo18, donde el gran señor desempeñaba el papel de autoridad moral e intelectual que validaba la obra en nombre del interés social, y ha reducido las relaciones del autor con su mecenas a poco más que la compraventa de un manuscrito. De ahí es fácil que surja, a distancia de un par de siglos y medio, la nueva mentalidad de autor que establece una relación directa entre su creación y el público lector; un autor plenamente consciente de las nuevas posibilidades que la imprenta ofrece para la conquista de la independencia respecto de la autoridad social19. La coexistencia de ese doble registro en las últimas dedicatorias cervantinas es la que me lleva a definir su relación con el conde de Lemos como de doble vínculo, pues en cuanto criado tendría derecho a solicitar mercedes pero no un salario, como parecería desprenderse de las citas comentadas de la dedicatoria al Quijote de 1615. Cervantes, pues, parece haber adoptado a Sancho Panza como asesor sindical en su controversia laboral por la obtención de un sustento digno, sin depender de mercedes que «llegan tarde, o mal, o nunca» (II, 7, 680). A modo de colofón, quiero decir que no me parece casual, ni mucho menos, la homología que hemos podido constatar en los tres diferentes órdenes de la comunicación implicados en la estructura semiótica del Quijote: la comunicación interpersonal en la ficción, la comunicación literaria del narrador con el lector y la comunicación social entre el autor y el aval de la jerarquía social que es el mecenas. La reproducción en la ficción de las formas viciadas de la comunicación interpersonal en la sociedad del momento, lleva a plantear una comunicación análoga entre autor y lector y a proponer un nuevo estatuto de validación de la obra que se aparta del mecanismo tradicional, en un adelanto de la nueva mentalidad autorial que está comenzando a fraguar en tiempos de Cervantes.
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La distinción entre las dos lógicas de relación con el protector por parte del artista es de Viala, 1985, pp. 51-84. 19 Me he ocupado más extensamente del tema en mi trabajo en prensa.
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