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Spanish; Castilian Pages 346 Year 2013
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COLECCIÓN ESCENA CLÁSICA
COMITÉ CIENTÍFICO Fausta Antonucci (Università di Roma Tre) Ignacio Arellano (Universidad de Navarra) Don W. Cruickshank (University College Dublin) Joan Oleza (Universitat de València) Felipe B. Pedraza (Universidad de Castilla-La Mancha) Marco Presotto (Università di Bologna) Evangelina Rodríguez Cuadros (Universitat de València) Javier Rubiera (Université de Montréal) Marc Vitse (Université de Toulouse-Le Mirail) Elizabeth Wright (University of Georgia)
EDITOR GENERAL Gonzalo Pontón (Universitat Autònoma de Barcelona)
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VICTOR DIXON
EN BUSCA DEL FÉNIX Quince estudios sobre Lope de Vega y su teatro
AL CUIDADO DE ALMUDENA GARCÍA GONZÁLEZ
TC/12 • Iberoamericana • Vervuert • 2013
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PATRIMONIO TEATRAL CLÁSICO ESPAÑOL TEXTOS E INSTRUMENTOS DE INVESTIGACIÓN
Este libro forma parte del proyecto Consolíder-Ingenio 2010 del Ministerio de Economía y Competitividad «Patrimonio Teatral Clásico Español. Textos e Instrumentos de Investigación» (TC/12, CSD 2009-00033)
Reservados todos los derechos De los textos: © Victor Dixon De esta edición: © Iberoamericana, 2013 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2013 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-739-2 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-788-6 (Vervuert) Depósito Legal: M-3640-2013 Cubierta: Carlos Zamora Impreso en España Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.
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ÍNDICE
«Yo estuve allí»: Homenaje a Victor Dixon, por Joan Oleza . . . . . Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Publicaciones de Victor Dixon. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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I 1. 2. 3. 4. 5.
¿Cuánto sabía Lope? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Lope de Vega no conocía el Decamerón de Boccaccio . . . . . . . . . . Lope de Vega y la educación de la mujer . . . . . . . . . . . . . . . . . . La comedia de corral de Lope como género visual . . . . . . . . . . . La intervención de Lope en la publicación de sus comedias . . . . .
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II Comedias de «pre-Lope» 6. Un género en germen: Antonio Roca de Lope y la comedia de bandoleros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7. Lope de Vega, Chile y una campaña propagandística . . . . . . . . . .
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Comedias de «Lope-Lope» 8. «Ya tienes la comedia prevenida... la imagen de la vida»: Lo fingido verdadero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9. El villano en su rincón: otra vez su fecha, fuentes, forma y sentido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 10. Arte nuevo de traducir comedias en este tiempo: hacia una versión inglesa de Fuenteovejuna . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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11. Tres textos tempranos de La dama boba de Lope . . . . . . . . . . . . . 12. Dos maneras de montar hoy El perro del hortelano, de Lope de Vega . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Comedias de «post-Lope» 13. El post-Lope: La noche de San Juan, meta-comedia urbana para Palacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 14. Manuel Vallejo: un actor se prepara. Un comediante del Siglo de Oro ante un texto (El castigo sin venganza) . . . . . . . .
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III
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15. La auténtica trascendencia del teatro de Lope de Vega . . . . . . . . .
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Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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«YO ESTUVE ALLÍ»: HOMENAJE A VICTOR DIXON
Conocí a Victor Dixon en Madrid, en el verano de 1980, en aquel Primer Congreso Internacional sobre Lope de Vega que organizó Manuel Criado del Val. De las ponencias que pude escuchar me interesaron vivamente algunas, y entre ellas la de Victor Dixon, titulada «Beatus... nemo: El villano en su rincón, las ‘polianteas’ y la literatura de emblemas», que le pedí, como también pedí las de Carroll B. Johnson, John G. Weiger o Nancy L. d’Antuono, que me parecieron aportadoras. La idea era publicarlas, junto con las nuestras, en un número de una revista recién constituida en la Universidad de Valencia, Cuadernos de Filología, de carácter monográfico, sobre La génesis de la comedia barroca, lo que no excluía la publicación posterior del mismo artículo en las Actas del Congreso, si alguno así lo quería.Todos ellos aceptaron encantados la idea y se publicó aquel número, el III, 1-2, de Cuadernos de Filología, que tendría una fortuna crítica y una repercusión bibliográfica mucho mayores de lo que en principio esperábamos. De aquellas jornadas madrileñas, en la sede del CSIC, recuerdo que en una pausa entre ponencias se me acercó en el hall Victor Dixon, a quien yo no conocía (todavía no había escuchado su ponencia), para decirme con sonrisa cómplice, aludiendo a una de esas comedias muy poco conocidas o estudiadas a la que yo me había referido en mi intervención: «El caballero del milagro, ¿eh? Yo la he leído. Bueno, yo en realidad he leído todas las comedias de Lope. Las leí en un solo año, una tras otra». Me lo quedé mirando con cierto estupor, pero su rotunda sonrisa decía exactamente lo que quería decir, abiertamente, con naturalidad, sin el más mínimo dejo de pedantería: había leído todas las comedias de Lope. Desde entonces nuestros pasos se cruzaron en otras ocasiones, no en vano la vida del comediante es casi nómada, y en alguna saltó la chispa de la anécdota, como cuando John E.Varey, que me había invitado a leer
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la ponencia de clausura en el Congreso de Hispanistas de Gran Bretaña e Irlanda, de 1983, celebrado en la Universidad de Manchester, le pidió a Dixon que me presentara. España era entonces un país en transición, de cuya novedosa situación se hablaba en todo el mundo, y yo, un joven académico que venía de la lucha política contra la dictadura de los años anteriores, en la que me había implicado bastante, cosa que sabían bien algunos de los hispanistas británicos, y sobre todo Varey, a quien no le gustaba nada que su amigo español mezclara la investigación teatral con la actividad política. Victor me presentó con una humorada, con un juego de palabras que le rio todo el público y que a mí me dejó atónito: «Joan Oleza es —dijo— uno de los representantes más destacados de esa new force que está surgiendo en España», de esa Fuerza Nueva, claro, el partido de extrema derecha que por aquel entonces conspiraba contra la democracia. Años después, en otra ponencia de clausura del Congreso de Hispanistas de Gran Bretaña e Irlanda, celebrado en Valencia, me tomé cumplida venganza: le pedí a Victor que, dentro de mi ponencia, recitara en inglés un pasaje de King Henry the Fourth, de Shakespeare, y él aceptó encantado. Lo hizo con gran desparpajo: era una réplica de esa old force beoda y desvergonzada llamada Falstaff. Al constituirse el proyecto de investigación TC/12, «Patrimonio Teatral Clásico Español. Textos e Instrumentos de Investigación», y al conseguir el patrocinio del programa Consolider, del Plan Nacional I+D+i, el Comité Científico decidió establecer un homenaje anual de reconocimiento a una figura del hispanismo internacional, que se hubiera distinguido de forma muy señalada por una larga y fructífera trayectoria de investigación sobre el patrimonio teatral clásico español. Por experiencia sé que el reconocimiento de los maestros hace más fuertes, por más cohesionados, a los discípulos, y que las generaciones que no saben agradecer a sus antecesores el legado recibido están condenadas a la disgregación. Como también sé, aunque menos por experiencia que por estudio, que cada generación ha de ratificar o rescatar a sus autoridades, en una obra de selección canónica que empieza y culmina constantemente a lo largo de la historia, si quiere perpetuar la tradición crítica, que si bien puede venir de muy lejos, teme siempre la incertidumbre del porvenir. Por otro lado se decidió que en este esfuerzo por conferir prestigio a la investigación teatral clásica, el homenaje a una figura reconocida iría a la par con un premio a la mejor tesis doctoral defendida durante el año anterior, con lo que TC/12 añadiría al ho-
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menaje al maestro el reconocimiento de una investigación joven que comienza a consolidarse y a marcar las direcciones del inmediato futuro. En la primera convocatoria, una comisión del Consejo Científico, dirigida por el Dr. Rafael González Cañal, eligió la trayectoria de Victor Dixon para su homenaje, mientras hacía recaer el premio a la tesis de doctorado en la de Alejandro García Reidy, Lope de Vega frente a su escritura: el nacimiento de una conciencia profesional, defendida en 2009 en la Universidad de Valencia bajo la dirección de la Dra. Teresa Ferrer Valls. En ambos casos, el reconocimiento culmina en la edición de sendos libros en «Escena clásica», la colección de ensayos TC/12 que ellos vienen a inaugurar, bajo el signo editorial de Iberoamericana Vervuert. En el caso del nuevo doctor, se publica su tesis una vez adaptada al formato de ensayo, y en el del investigador homenajeado una recopilación de sus mejores trabajos, preparada con la colaboración de una experta del proyecto, Almudena García.Y así se ha hecho. Victor Dixon, nacido en Londres y formado en la Universidad de Cambridge, en la que más tarde obtendría su doctorado, inició su carrera universitaria como assistant professor en la Universidad de Saint Andrews, en el curso 1957-58. Desde entonces han transcurrido cincuenta y cinco años de una trayectoria docente e investigadora que, en su mayor parte, se ha desarrollado en el Trinity College de la Universidad de Dublín, a la que llegó como professor en 1974 y de la que hoy es fellow emeritus. Durante estos años su trayectoria ha sido la de un académico con una concepción que ha concentrado extraordinariamente su área de interés, el teatro clásico español, al tiempo que diversificaba los modos y las vías de su dedicación, desde la docencia a la investigación literaria pasando por la traducción o la representación dramática, bien en funciones de actor, bien de dramaturgia, bien de dirección. Del teatro español apenas se han movido sus publicaciones, orientadas sobre todo a la escena del XVII, pero con una derivación importante hacia el teatro contemporáneo, especialmente hacia la obra de Antonio Buero Vallejo. Como él mismo refiere en la «Introducción» al presente volumen, llegó al teatro clásico español de la mano de Juan Pérez de Montalbán, sobre el que escribió su tesis de doctorado y al que ha dedicado la conferencia de clausura del Congreso Artelope 2012, en el que se le rindió homenaje, pero saltó rápidamente de Montalbán a su maestro, a Lope de Vega, en cuya obra ha centrado la mayor parte de sus trabajos, si se exceptúan unos pocos orientados hacia Calderón, Tirso u otros dramaturgos, como Jerónimo de Villaizán, y alguna exposición de conjunto en obras
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de referencia de prestigio, como The Oxford Illustrated History of Theatre, editada por John Russell Brown. En cuanto a su interés por Lope, comienza con un primer artículo en 1966 sobre «The Symbolism of Peribáñez» y con su primer libro, una edición de El sufrimiento premiado en 1967. Desde entonces ha multiplicado sus indagaciones sobre el Fénix, cambiando a menudo su manera de aproximarse a él. Aparte de la visión de conjunto que ofrece en el capítulo 14 de The Cambridge History of Spanish Literature, editada por David Gies, y del artículo-síntesis que cierra el libro que el lector tiene en sus manos, «La auténtica trascendencia del teatro de Lope de Vega», a Victor Dixon le han interesado vivamente los problemas «positivos» de autoría y fiabilidad de los textos transmitidos, como cuando asignó a Lope de Vega la citada El sufrimiento premiado, publicada como de Montalbán, o como cuando, siguiendo la pista a una hipótesis de Carlos Romero, identificó La conquista de Cortés, citada en la lista de El peregrino en su patria, y dada por perdida, con La conquista de México, atribuida en un volumen de Comedias escogidas a Fernando de Zárate. En este mismo orden de indagaciones habría que situar sus pesquisas en la célebre Biblioteca de Lord Holland, inicialmente situada en Holland House, lugar destruido por los bombardeos sobre Londres de la Segunda Guerra Mundial, y reubicada hoy, no sin pérdidas, en Melbury House, en Dorset, donde detectó el todavía inédito manuscrito autógrafo de El caballero del Sacramento, o el de El perro del hortelano, en el que basó su edición de esta obra, o una copia de actores de Antonio Roca, en la que reconoció el único testimonio de la versión originaria de la comedia de Lope, inventariada en la primera lista de El peregrino en su patria, lo que le permitió descartar como una mala refundición la versión editada como suya, con título parecido, en la Nueva edición de la Academia, vol. I, por E. Cotarelo y Mori, que Morley y Bruerton se negaban a considerar como de Lope. Dixon anunció entonces una edición de la obra que todavía seguimos esperando. Le han interesado también los problemas filológicos, como el de la intervención de Lope en las Partes que llegó a controlar, a fin de comprender su manera de editar sus propias obras, o la ecdótica, en sus ediciones críticas de El sufrimiento premiado, Fuenteovejuna o El perro del hortelano, o en su artículo sobre «Tres textos tempranos de La dama boba». En otras ocasiones se ha dirigido a los textos de Lope con la mirada de un historiador de la literatura, interesado por la relación con los novellieri italianos (Boccaccio, Giraldi, Bandello) o por su recurso a las polianteas,
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las misceláneas enciclopédicas y, sobre todo, los libros de emblemas, tema en el que manifestó una curiosidad pionera, dado el desarrollo que ha cobrado después. O preocupado por llegar a calibrar la cultura de Lope, la extensión, la profundidad y la calidad de sus conocimientos, y de manera especial su trato con la tradición clásica. En este terreno de la historia ya no tanto literaria como cultural, en la que los textos de Lope son contrastados con su contexto, hay un Dixon que examina la ideología de Lope, convencido de que no debe alinearse su escritura con los discursos más conservadores y castizos de la época, como tantas veces se ha hecho desde una perspectiva de izquierda, sino con un progresismo que es posible detectar en su tratamiento de la educación de la mujer. Notable es también su interés por la visión de Lope del mundo americano, de su descubrimiento, su colonización y su conquista, temas a los que dedica una serie de artículos que asocian obras como El nuevo mundo descubierto por Cristóbal Colón, El Arauco domado, La conquista de México o la más tardía El Brasil restituido con la práctica de los dramas escritos por encargo nobiliario, en especial en el caso de El Arauco domado, obra que encuentra su marco adecuado en una larga campaña de propaganda a favor del conquistador García Hurtado de Mendoza y su linaje. Dixon no ha olvidado nunca su propia situación de partida, la de un hispanista británico, hablante de otra lengua, con su propia y gran tradición teatral clásica, o early modern, como les gusta decir, y por ello mismo ha tenido siempre presente la necesidad de acercar los textos españoles a un lector y a un espectador británicos, reflexionando sobre el modelo conveniente de traducción al inglés de las obras españolas desde la perspectiva de su representación, o ensayando, a propósito de Fuenteovejuna, un Arte nuevo de traducir comedias en este tiempo. Sus traducciones de Fuenteovejuna, El perro del hortelano (The Dog in the Manger) o el Arte Nuevo (New Rules for Writing Plays at this time) dan testimonio de ello. En la tradición de la crítica anglosajona del teatro clásico español, que tuvo en N. D. Shergold y en J. E. Varey dos referencias magistrales, Dixon no ha olvidado jamás que los dramas del XVII son textos para la representación, y una buena parte de sus estudios se sitúan en esta perspectiva. Recordaré el ensayo «Dos maneras de montar hoy El perro del hortelano», una rica y otra pobre, o su decidida incursión en la polémica sobre la condición principalmente verbal y auditiva, o auditiva al tiempo que poderosamente visual, del teatro clásico español, posición esta última que defiende con vehemencia y una percepción muy pro-
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pia de hombre de teatro, como puede el lector comprobar en uno de los artículos recogidos aquí. Ello no obsta para que la polimetría de la comedia española, cuya función de partitura musical ha sido subrayada por los defensores de la comedia como espectáculo esencialmente de la palabra, le haya interesado sobremanera, y dedicado varios artículos, bien sea para postular que la comedia ha de editarse como un drama en verso, bien sea para exponer que la misma variedad métrica es una guía para la interpretación de los significados de la comedia.Y como hombre de teatro que es, percibe su estudio más como una experiencia que le involucra vitalmente, que como una investigación de gabinete. De ahí la relevancia que en sus estudios adquiere la figura del actor. En uno de los ensayos de este libro, subtitulado «Un actor se prepara: un comediante del Siglo de Oro ante un texto (El castigo sin venganza)», el estudioso se encarna en el actor Antonio Vallejo para tratar de hacer aflorar las que pudieron ser sus sensaciones ante la gran tragedia, al tiempo que proyecta sobre la figura del actor sus propios conocimientos de estudioso. En cierta ocasión, y en un coloquio entre investigadores, escuché a Victor Dixon dar por zanjada una discusión sobre no recuerdo bien qué asunto, con esta sorprendente declaración: «Eso lo sé —dijo— porque yo estuve allí». A su manera. Son, sin duda, esta intensidad en la dedicación y esa variedad de aproximaciones y puntos de vista sobre nuestro teatro los que nos han convertido a todos nosotros en deudores de sus trabajos, y a él en merecedor de este homenaje. Joan Oleza Coordinador del TC/12 Universitat de València
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INTRODUCCIÓN
«Volver al mar lo que salió de su abundancia más se debe llamar restitución que no ofrenda». Lo que dijo de una novela, La mayor confusión, al dedicarla a Lope de Vega, su discípulo predilecto, Juan Pérez de Montalbán, yo lo diría de este tomo, como otro devoto suyo. El Fénix es para mí, por esa abundancia y por su maestría como dramaturgo, poeta y prosista, lo que en toda su larga vida ambicionó ser, el príncipe sin par de los escritores españoles. Mi admiración por Lope ha sido durante medio siglo el motivo primordial de mis trabajos de investigador, y siento como un acto de gratitud el volver a publicar aquí algunas muestras de esa dedicación. Pero la cita resulta apta por otra razón: fue por medio de Montalbán que llegué a centrarme en Lope. Aunque algunas poesías y comedias de este me habían entusiasmado a finales de los años cuarenta, y a principios de los sesenta hube de hablar en artículos del simbolismo de su Peribáñez y de la fecha de su Juan de Dios y Antón Martín (núms. 12 y 13 de mi lista de publicaciones, que se incluye inmediatamente después de esta introducción), el tema de la tesis doctoral que defendí en 1959 fue la vida y obras de aquel, y descubrí (como expliqué en un estudio de 1961, núm. 8), que no eran de él por lo menos tres de la comedias incluidas por su padre, Alonso Pérez, en su póstumo Segundo tomo de 1638. Una de ellas, El sufrimiento premiado, se podría identificar, según postulé allí, con la del mismo título que Lope había incluido en la lista de las suyas que publicó en su Peregrino de 1604. Enunciada tal hipótesis, me sentía comprometido a investigarla a fondo. En el curso de un recorrido —muy veloz por cierto— por todas las comedias seguras de Lope hallé en efecto un sinfín de semejanzas con El sufrimiento premiado, y dediqué la introducción y las anotaciones de una edición de ella a probar su autoría (núm. 1). Fue así, pues, como me convertí, definitivamente ya, en un lopista. A El sufrimiento la llamé «un cisne que se ha venido tomando
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por un patito feo» —en 1912 George W. Bacon, creyendo que era de Montalbán, la había censurado rotundamente— y sigue pareciéndome una de las comedias más originales y acabadas del primer Lope, muy superior por ejemplo a otra muy parecida, La ingratitud vengada, con la cual la había de comparar en 1996 (núm. 43). Publiqué, en 1981 y 1989, ediciones de otras dos obras de Lope: El perro del hortelano y Fuenteovejuna (núms. 2 y 3). En estas, mi ambición era más global: establecer y anotar lo mejor que pude un texto depurado de la comedia, y estudiar en un prólogo largo sus fuentes, temas, imágenes, personajes, empleo de la polimetría y teatralidad. En el caso de Fuenteovejuna incluí en el mismo tomo una traducción inglesa en verso; en el de El perro publiqué después, con una nueva introducción, una traducción parecida (núm. 4), con la ventaja cada vez de haber podido mejorarlas durante la dirección de un montaje. Pero he escrito además, en distintos libros y revistas, casi cincuenta estudios relativos a Lope. Una selección de quince de estos, escritos entre 1985 y 2006, constituye el tomo presente. Aparte de corregir unos pocos errores y erratas, y ayudar en la traducción de dos de ellos que escribí originalmente en inglés, no he procurado mejorarlos.Tampoco he intentado comentar, con muy contadas excepciones, las aportaciones posteriores de otros, aunque sí iré indicando, en esta introducción, en qué otros estudios propios he hablado de los mismos temas y obras.Todos tienen que ver con aquellos aspectos de Lope y con aquellas comedias suyas que me han fascinado más, y reflejan las distintas perspectivas desde las cuales los he abordado, pero al escogerlos y ordenarlos he procurado dar una impresión general —muy parcial e imperfecta, desde luego— de su genio y su teatro. Van divididos en tres secciones. La primera comprende cinco trabajos sobre diferentes facetas del autor y de sus obras. En el que titulé en inglés «Lope’s Knowledge» (núm. 67), aumentando lo que había dicho en otro, anterior, sobre la huella en él de la tradición clásica (núm. 62), emprendí la difícil tarea de averiguar la extensión (y los límites) de los conocimientos, lecturas y cultura más amplia que eran la base de sus escritos, hasta qué punto no era un «ingenio lego» sino el «poeta científico» que pretendía ser. Un aspecto, por ejemplo, de su cultura que mencioné allí era su evidente interés por la literatura de emblemas, cuyo influjo había creído detectar antes en El villano en su rincón, La villana de Getafe y otras comedias suyas (núms. 21, 24 y 33). Otro era su familiaridad con los novellieri italianos, como Bandello, Giraldi Cintio y Boccaccio, que le sirvieron como fuentes de otras muchas come-
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dias, y en el segundo ensayo de esa sección estudié su utilización del Decamerón (núm. 29) (Su título, «Lope de Vega no conocía el Decamerón de Boccacio», fue un engañabobos, y engañó de hecho a un crítico eminente, que lo citó sin haber leído, según parece, el contenido). Sin negar, desde luego, que Lope se inspiró en aquella obra para ocho comedias escritas entre 1595 y 1608, creo haber mostrado que, no habiendo podido conocer el texto primitivo, utilizó más bien una de las tres versiones «castigadas», probablemente la «castrada» de Lionardo Salviati, al menos en El llegar en ocasión, El ruiseñor de Sevilla y La discreta enamorada; que estas, por consiguiente, se habían interpretado mal, y que volvió a valerse del Decamerón, con bastante más ingenio, en El perro del hortelano. El tercer ensayo de esta sección alude a un aspecto de la ideología que se desprende de sus obras. Lope fue, creo yo, como otros dramaturgos áureos, más «feminista» avant la lettre de lo que pudiera esperarse en su época, y quise sugerir, citando sobre todo no solo un discurso suyo sino doce de sus comedias, que su actitud respecto a la educación de la mujer era bastante menos conservadora de lo que se había alegado (núm. 52). Pero de más interés todavía, en el caso del dramaturgo que capitaneó la creación de la Comedia Nueva, son sus innovadoras ideas y prácticas teatrales. Afortunadamente, las explicó en detalle, aunque algo socarronamente, en su célebre Arte nuevo; con una traducción de este, en versos ingleses parecidos, fui invitado a contribuir en una edición políglota, y lo adapté después como un monólogo que pudiera emplearse al modo de una «loa» en representaciones en inglés de comedias áureas (núms. 71 y 74). En este Arte Lope dijo muy poco, por desgracia, del potencial expresivo de una pluralidad de formas métricas que gracias a su propia fecundidad y maestría poética había de ser una característica esencial y distintiva de la Comedia Nueva, y de cómo «acomodar los versos con prudencia / a los sujetos de que va tratando». Para mí, como para otros muchos, es una faceta de su técnica que es obligatorio estudiar al intentar interpretar cualquier comedia suya, y a ella he dedicado muchas páginas, en todas mis ediciones y en una serie de estudios (núms. 25, 37 y 66). Me parece un grave error, sin embargo, suponer que el impacto en el público de su teatro era solamente verbal. Antes y después del triunfo en la corte de la escenografía italiana, al que él también contribuyó, fue siempre consciente, en las obras que escribía para los teatros comerciales, de la importancia crucial de su elemento visual. Sabía explotar al máximo unos recursos limitados: la estructura y maquinaria de los corrales, los vestidos, accesorios y muebles, y sobre todo los gestos y movimien-
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tos de los actores. En sus manuscritos incluía normalmente muy pocas instrucciones escénicas, pero mucho «decorado verbal» y muchísimas «acotaciones implícitas», de modo que lo que oía su público se complementaba forzosamente con lo que imaginaba y lo que realmente veía en la escena. Es lo que quise demostrar, frente a críticos que mantenían que la comedia apenas era más que un género auditivo, en el cuarto ensayo aquí recogido, con ejemplos sacados de Los embustes de Fabia, Fuenteovejuna, Peribáñez, El villano en su rincón, El castigo sin venganza y El perro del hortelano (núm. 26). Vendía sus textos, que escribía para mantenerse a flote y que solía llamar sus «versos mercantiles», a las compañías que competían por representarlos, sin preocuparse en un principio por la posibilidad de que se publicasen después. Pero en cuanto empezaron a imprimirse y venderse piezas que eran (o se decían) suyas, se propuso, sin limitarse a protestar, tomar parte en el negocio. En su Peregrino de 1604 incluyó, además de los textos de cuatro autos propios, la lista de sus comedias que he mencionado ya, y prometió no solo que ocho de ellas «saldrán impresas en otra parte», sino que dos más «y otras fiestas» habían de salir en una «segunda parte» de él. Dichas promesas no se cumplieron, y por qué, en qué medida y de qué manera había de intervenir, desde entonces hasta su muerte, en la publicación de sus comedias se sigue disputando. En el quinto de estos ensayos intenté contar la historia entera, esclarecer un poco algunos de sus misterios y examinar (en Partes que sabemos con certeza que preparó él) su manera de editar (núm. 45). La segunda sección comprende estudios de comedias individuales, en orden cronológico, es decir, en el de sus probables fechas de composición. Se dividen en tres etapas, tituladas según la propuesta del malogrado Juan Manuel Rozas, la de un inicial «pre-Lope» (en sus cuarenta años primeros), la del ya maduro «Lope-Lope» y la del «post-Lope» (en lo que Rozas llamaba «el ciclo de senectute», o sea, en el decenio anterior a su muerte). A finales de los años sesenta, esperando hallar un manuscrito de El perro del hortelano que había estado, según La Barrera, en la preciosa colección del lopista pionero Lord Holland, busqué lo que había quedado de ella tras el bombardeo de su casa familiar en la Segunda Guerra Mundial, y lo localicé en Dorset, en la finca de la Viscountess Galway. Cuando me permitió examinarlo, descubrí (además del único autógrafo de la colección que no se había editado, el de El caballero del Sacramento, sobre el cual di una ponencia en 1971, núm. 16) no solo el manuscrito
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de El perro que había de mejorar mi edición, sino una copia, usada por actores, de cierta Antonio Roca. En otro estudio de 1971 la describí, resumí su argumento, expliqué mi convicción de que era (como El sufrimiento premiado) una de las comedias que Lope dijo en 1604 haber escrito él y rechacé como una mala refundición de ella la Antonio Roca editada como suya por Cotarelo y Mori (núm. 15). Más de treinta años después, escribí el ensayo que vuelvo a publicar aquí (núm. 61). Sugiero en él que Antonio Roca fue muy posiblemente la primera de muchas comedias de bandoleros, que contenía ya casi todos los elementos que se hallan en las demás y que el siempre innovador Lope creó en ella un género importante1. El quinto centenario del primer viaje de Colón dio lugar a muchos estudios sobre las comedias áureas relacionadas con las Indias, y en 1992 y el año siguiente escribí tres sobre dos de Lope: el que se incluye aquí, sobre Arauco domado, otro sobre El nuevo mundo y otro sobre las dos (núms. 34, 35 y 36). En uno más, publicado en 2007, acepté y fortalecí con argumentos nuevos una hipótesis de Carlos Romero Muñoz: que La conquista de México, atribuida en la Parte treinta (1660) de la serie de Comedias escogidas a «Fernando de Zárate» (o sea, Antonio Enríquez Gómez), se puede identificar con otra comedia «perdida» de Lope, La conquista de Cortés, cuyo título incluyó en la lista de las suyas del Peregrino de 1618 y que había escrito alrededor de 1600 (núm. 63). A mí me parece, como allí añadí, que compuso en aquella época las tres comedias citadas, pero que al descubrir que, como es notorio, al público mayoritario no le gustaban las de tema americano, no escribió después más que una: El Brasil restituido, compuesta por mandato de Olivares (como El sitio de Bredá de Calderón) para celebrar en Palacio una de las victorias españolas de 1625. En efecto, una alta proporción de todas las comedias «americanas» fueron escritas por encargo, y es posible que lo fueran todas las de Lope. Indudablemente lo fue su Arauco domado; como en este ensayo muestro, formó parte, con al menos ocho escritos más, de una larga campaña de propaganda a favor del conquistador García Hurtado de Mendoza y su familia, quienes le suministraron seguramente los materiales que utilizó de modo magistral en su impresionante obra. 1
Más recientemente aún, en 2009, ha sido editada, a base del microfilm de la copia hallada por mí, por Donald McGrady, que pone en tela de jucio su atribución a Lope (en Vega, Antonio Roca, ed. McGrady); sus argumentos son poco convicentes, pero no me parece oportuno rebatirlos aquí.
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El primero de los ensayos sobre obras de «Lope-Lope» fue escrito para un tomo en el que otros críticos y yo señalamos y describimos doce comedias áureas que debían ser montadas en España pero que hasta entonces no lo habían sido (núm. 50). No dudé en escoger Lo fingido verdadero, que me ha parecido siempre una de las obras más logradas del Fénix, pero es una de las menos conocidas, quizás por haberse encasillado como una comedia de santos, aunque solo al final de su último acto lo es. Como quise mostrar, sus temas y su estructura son muy característicos de la edad barroca, pero es muy del gusto de la nuestra su altísimo grado de metateatralidad (que exploré algo más a fondo en un ensayo complementario, núm. 49). Y en su transformación del protagonista, el mimo y mártir romano Genesius, en un actor y dramaturgo del siglo XVII, el genio proteico que nunca dejó, en su vida y en sus obras, de ponerse máscaras nuevas nos traza el que es posiblemente su más cumplido autorretrato. De acuerdo con el propósito del tomo, sugerí también de qué manera podría ser adaptada y representada para el público español de hoy. Con un propósito parecido, en un ensayo que se me pidió para un libro de 2007 sobre las comedias que se habían traducido y montado en Gran Bretaña, hablé de trece que me parecían aptas para serlo en el futuro (núm. 65). Una de las cuatro de Lope que recomendé fue (al lado de La discreta enamorada, La dama boba y El castigo sin venganza) El villano en su rincón. A ella había dedicado dos ensayos anteriores, uno de 1981 y otro de 1998 (núms. 21 y 48), y es este el que se vuelve a publicar aquí. Intentando primero resolver en él la cuestión muy debatida de su fecha de composición, sostuve que Lope la escribió en 1611, y procedí a proponer que su fuente principal fue no solo la anécdota contada en un coloquio de Antonio de Torquemada que había sacado a la luz el ilustre Marcel Bataillon, sino ese mismo coloquio en su totalidad. Además, así como la anécdota había sido allí una historia dentro de una historia, en la obra de Lope encontramos teatro dentro del teatro; los dos encuentros entre el labrador rico y el rey son planeados por este, que adopta en el primero el papel de un mero cortesano (parecido a los dos del coloquio de Torquemada) y actúa en muchos apartes como un intermediario entre la escena y el espectador. Convine con Bataillon en que la comedia ensalza las virtudes de la monarquía como sistema, y con otros críticos en que Lope desacredita en ella, si bien con nostalgia, el sueño imposible y egoísta del aislamiento campestre, pero discrepé de aquellos para quienes el rey impone al labrador un castigo inmerecido,
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y mantuve que al final se estiman mutuamente; ambos han aprendido la necesidad de una convivencia armoniosa, un amor en el más amplio sentido de la palabra, entre todos los seres humanos. Como dije al final, una lección parecida se desprende, para mí, de Fuenteovejuna, la comedia de Lope más famosa y más a menudo llevada a escena, que escribió probablemente muy poco después de El villano en su rincón. De amar abnegadamente a la colectividad se muestran capaces todos sus personajes menos el egoísta comendador y sus serviles criados. Aunque mi publicación principal sobre ella ha sido mi edición bilingüe, he dedicado un ensayo a sus escenas finales (núm. 28) y hablado de ella en varios más. En el que aquí publico de nuevo, escrito para un tomo sobre la traducción de comedias (núm. 31), intenté describir de principio a fin cómo hice mi edición: de qué manera intenté mejorar, anotar y comentar el texto, trasladarlo a versos ingleses y dirigir después un montaje de mi versión (en el cual, dicho sea de paso, tuve que hacer además tres papeles, entre ellos el de Fernán Gómez, que había desempeñado antes, en español, en una de las muchas producciones en las cuales he participado). De otra obra maestra del Fénix que me encanta y que también pensé una vez editar, La dama boba, he escrito bastante menos, si bien la he mencionado en alguno que otro estudio (núm. 52 sobre todo). El ensayo sobre ella que se incluye en este tomo es distinto de los demás por ser un trabajo ecdótico sobre sus tres primeros textos (núm. 46). Como conseguí demostrar, el mejor es el autógrafo que conserva la Biblioteca Nacional, que Lope firmó el 28 de abril de 1613 y entregó entonces, para que ella hiciera el papel de Nise, a la actriz Jerónima de Burgos y su marido. Pero se enemistaron después, y cuando iba acumulando con premura para la Parte novena de sus comedias que publicó en 1617 textos que tenían otras compañías y algunos de los autógrafos suyos que iba coleccionando su mecenas el duque de Sessa, tuvo que confesar a este: «Nunca tuvo Vexa. La dama boba, porque esta es de Gerónima de Burgos, y yo la imprimí por una copia, firmándola de mi nombre». La copia en cuestión debe haber derivado, como otro manuscrito que tiene la misma biblioteca y en el que se hallan firmas de cierto Luis Remírez de Arellano, de una mala versión tomada de memoria por este cuando presenciaba una o más representaciones de la obra. Es evidente que Lope, al prepararla para la imprenta, no revisó el texto con cuidado, y sostengo, aduciendo otros casos, que hacerlo habría sido contrario a su práctica normal como editor de sus comedias. Es un motivo de gran alegría para
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mí que este ensayo haya sido después de ayuda a Marco Presotto en su principalísima edición del texto de La dama boba incluida en el tercer tomo de la de la Parte IX publicada por Prolope2. La mejor de las comedias cómicas de Lope es para mí, sin embargo, El perro del hortelano. Además de publicar una edición y una traducción al inglés, he hablado de ella en varios ensayos (núms. 30, 40 y 68). En el último de estos, por ejemplo, escrito para un congreso sobre Damas en el teatro, imaginé que era (habiéndoseme sugerido que hiciese algo como el ensayo anterior sobre El castigo sin venganza que se incluye en este tomo) una actriz de poca fama, Catalina de Valcázar, que hizo por primera vez, probablemente, el papel de la protagonista. La primera noticia que tenemos de representaciones de la obra es que su marido, el autor Alonso de Riquelme, prometió montarla en Peñafiel a finales de junio de 1616 «con los mismos vestidos que en Valladolid». Sugiriendo que Lope podía haberla escrito hacia finales del año anterior, intenté imaginar cómo Catalina habría podido interpretarla, y previsto los detalles de su montaje. En el ensayo que reproduzco aquí, como contraste, describí dos producciones de hoy, una «pobre» que dirigí yo basada en mi traducción, y que, en 1998, escogí montar en un espacio parecido a un corral, y otra «rica», que pudo hacerse, según imaginé, con todos los recursos de un teatro actual (núm. 40). No había visto al escribirlo, desde luego, la aclamada película de la lamentada Pilar Miró, ni las representaciones de la versión de David Johnston por la Royal Shakespeare Company que dirigió magistralmente Laurence Boswell en Stratford, Madrid y Londres entre 2004 y 2005. El primero de los ensayos sobre obras del «post-Lope» se dedica a otra comedia cómica, que escribió deprisa, por encargo de Olivares, para montarse ante la corte en el jardín del conde de Monterrey, y cuyo título mismo proclama la hora y el día de 1631 en que se representó: La noche de San Juan (núm. 42). Recordando primero «cómo fue para Lope la última década de su vida», en la cual publicó obras maestras como La Dorotea y las Rimas de Burguillos pero compuso solo unas pocas obras de teatro, sostuve que en al menos dos de estas el ídolo del vulgo se esforzó más bien por ganar la aprobación de los «ingenios y señores», mostrándose capaz de igualarse e incluso de sobrepasar no solo a sus nuevos competidores sino también a los dramaturgos de la Antigüedad. La noche, por ejemplo, es una comedia «pura», cuya acción sencilla aun2
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Ver L. de Vega, La dama boba, ed. M. Presotto.
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que paralelística se limita a «menos de diez horas» y a la villa de Madrid. Pero por otro lado, como demuestro con una profusión de citas, es una obra sumamente metateatral, repleta de alusiones, sátiras y parodias contemporáneas, que señala constantemente a su sofisticado público que aquello no —y sí— está pasando de veras. Solo mes y medio después, el 1 de agosto, esperando tal vez que se estrenara también ante la corte, firmó Lope el autógrafo de El castigo sin venganza, que es para mí su mejor obra y una de las mejores tragedias de la historia mundial. He hablado de ella en varios estudios, entre ellos un artículo en que el ilustrísimo hispanista A. A. Parker y yo defendimos nuestras interpretaciones distintas de dos versos de su acto tercero; otro sobre la traducción al inglés del primer soliloquio del duque de Ferrara; otro en que estudié en detalle y en su contexto el final del acto segundo; y otro en que Isabel Torres y yo sugerimos, con citas de ambos textos, que Lope, al escribirla, había recordado, y tal vez vuelto a leer, otra tragedia que conocía bien, el Hipólito de Séneca, e incluso otras obras de este (núms. 17, 39 y 46). En el ensayo que se incluye aquí, fingí ser Manuel Vallejo, cuya compañía la estrenó probablemente en un corral y dio seguramente un particular en Palacio el 3 de febrero de 1633, y supuse cómo habría reaccionado cuando la leyó por primera vez (núm. 30). Lo he llamado una payasada, pero intenté en serio incluir en él todo lo que sabemos de los actores de la compañía y de cómo la habrían representado, y dar mi propias ideas sobre su versificación, sus tres personajes principales y lo que Lope quería decir en ella. La caracterización del duque en su acto final y su desenlace ha dado lugar a muchísima discusión, pero muchas interpretaciones me parecen muy simplistas, y sospecho que Lope habrá querido dejarnos con la duda. La última sección de este libro contiene un solo ensayo (núm. 58). Como al comienzo de él observé, la trascendencia mundial de la escuela teatral del Siglo de Oro español ha tardado en reconocerse, pero hay señales de que va comprendiéndose cada vez más. Comenté, a modo de ejemplo, cuánto me había alegrado ser invitado a contribuir a dos importantes obras inglesas, una historia y una enciclopedia del teatro universal, en las que se le dio —por fin— el relieve que merece, y no me gustó menos poder escribir después, para The Cambridge History of Spanish Literature, un capítulo bastante largo sobre Lope y todas sus obras (núms. 42, 72 y 73). Pero en este ensayo mismo, que di como ponencia en un congreso celebrado en la Biblioteca Nacional sobre la proyección y significado del teatro áureo español, me dirigí sobre todo a sus
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compatriotas y críticos de hoy. Concediendo que la proyección directa de las comedias de Lope no ha estado, y sigue sin estar, a la altura de su valor, sostengo que su auténtica trascendencia es doble. El concepto revolucionario de la naturaleza de la experiencia dramática que puso en práctica en sus obras ha tenido, a través de la Comedia Nueva que creó casi a solas, un impacto inmenso e imborrable, aunque indirecto y poco notado, en todo el teatro posterior del mundo occidental. Pero por otra parte la calidad estética y humana de sus comedias es mucho mayor de lo que se ha creído. Afortunadamente, se está revalorando y librando de prejuicios. Se van comprendiendo mejor su vida, su carácter y sus ideas, y cómo se reflejan en su manera de retratar —ya que sabe, como todo gran dramaturgo, simpatizar con todos ellos— a una inmensa galería de personajes, por un lado a personas reales, ricas o poderosas, y por otro a otras muchas más humildes o marginadas —campesinos, soldados rasos, conversos e incluso indios, por no hablar de mujeres—, y hasta qué punto es, en fin, mucho menos conservador que progresista y, sobre todo, profundamente humano. Reconozco una deuda de gratitud con todos los que me han inspirado y ayudado a lo largo de mi carrera: mi primer profesor de español, C. Keith Davies; mi maestro en Cambridge, Edward M.Wilson; mi primer editor, John E.Varey; mis colegas y alumnos en las universidades de St. Andrews, Manchester y Dublín; y mis otros muchos amigos entre los hispanistas de España y de varios países más. En cuanto al tomo presente, doy mis más profundas gracias a a los editores de las revistas y libros en que se publicaron estos ensayos por haber dado su beneplácito a su reedición, al comité científico del proyecto TC/12, a Joan Oleza, al personal de Iberoamericana/Vervuert, a Gonzalo Pontón, y sobre todo a Almudena García González, sin cuya intensa labor editorial no podría haberse preparado. Tampoco puedo olvidar cuánto he debido a mi familia: mis hijos Terry, Ros y Corinna, y máxime mi esposa Sylvia, con cuyo amor y apoyo he podido contar siempre desde hace ya medio siglo.
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LIBROS 1. 2. 3. 4. 5. 6.
Lope de Vega, El sufrimiento premiado, edición crítica, con introducción y notas, London, Tamesis, 1967. Lope de Vega, El perro del hortelano, edición crítica, con introducción y notas, London, Tamesis, 1981. Lope de Vega, Fuenteovejuna, edición crítica y traducción en versos ingleses con introducción y notas, Warminster, Aris & Phillips, 1989. Lope de Vega, The Dog in the Manger, traducción en versos ingleses, con introducción y notas, Ottawa, Dovehouse Editions Canada, 1990. Characterization in the Comedia of Seventeenth-century Spain, Manchester, Manchester University, 1994. El teatro de Buero Vallejo: homenaje del hispanismo británico e irlandés, coeditado con D. Johnston, Liverpool, Liverpool University Press, 1996.
ARTÍCULOS EN REVISTAS Y LIBROS 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13.
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«La mayor confusión», Hispanófila, 3, 1958, pp. 17-28. «Juan Pérez de Montalbán’s Segundo tomo de las comedias», Hispanic Review, 28, 1961, pp. 91-109. «Apuntes sobre la vida y obra de Jerónimo de Villaizán y Garcés», Hispanófila, 13, 1961, pp. 5-22. «A Note on Diferentes XXX», Bulletin of Hispanic Studies, 39, 1964, pp. 92-96. «Juan Pérez de Montalbán’s Para todos», Hispanic Review, 32, 1964, pp. 36-59. «The Symbolism of Peribáñez», Bulletin of Hispanic Studies, 43, 1966, pp. 11-24. «Again the Date of Lope’s Juan de Dios y Antón Martín», Hispanic Review, 37, 1969, pp. 303-306.
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«El castigo sin vengaza: Two Lines, Two Interpretations», Modern Language Notes, 81, 1970, pp. 957-966 (en colaboración con A. A. Parker). «El auténtico Antonio Roca de Lope», en Homenaje a William L. Fichter, ed. A. D. Kossoff y J. Amor y Vázquez, Madrid, Castalia, 1971, pp. 175178. «Otra comedia “desconocida” de Lope deVega: El caballero del Sacramento», en Actas del IV Congreso Internacional de Hispanistas (Salamanca, 1971), ed. E. de Bustos Tovar, Salamanca, 1982, vol. I, pp. 393-403. «El castigo sin venganza: The Artistry of Lope de Vega», en Studies in Spanish Literature of the Golden Age presented to E. M. Wilson, ed. R. O. Jones, London, Tamesis, 1973, pp. 63-81. «Montalbán’s Vida y purgatorio de san Patricio: its Early Textual History», Bulletin of Hispanic Studies, 52, 1975, pp. 227-234. «Saint Patrick of Ireland and the Dramatists of Golden-Age Spain», Hermathena, 121, 1976, pp. 142-158. «El santo rey David y Los cabellos de Absalón», Hacia Calderón, 3, 1976, pp. 84-96. «Beatus... nemo: El villano en su rincón, las polianteas y la literatura de emblemas», Cuadernos de Filología, 3, 1-2, 1981, pp. 279-300. «The “Immersion-Effect” in the Plays of Antonio Buero Vallejo», en Themes in Drama 2: Drama and Mimesis, ed. J. Redmond, Cambridge, Cambridge University Press, 1980, pp. 113-137. Reimpreso en Estudios sobre Buero Vallejo, ed. M. de Paco, Murcia, Universidad de Murcia, 1984, pp. 159-183. «Prediction and its Dramatic Function in Los cabellos de Absalón», Bulletin of Hispanic Studies, 62, 1984, pp. 304-316. «Lope’s La villana de Getafe and the Myth of Phaeton», en What’s Past is Prologue: a collection of essays in honour of L. J. Woodward, Edinburgh, Scottish Universities Press, 1984, pp. 34-45. «The Uses of Polymetry: An Approach to Editing the comedia as Verse Drama», en Editing the Comedia, ed. F. P. Casa y M. D. McGaha, Ann Arbor, Michigan University Press, 1985, pp. 104-125. «La comedia de corral de Lope como género visual», Edad de Oro, 5, 1985, pp. 35-58. «Los efectos de inmersión en el teatro de Buero Vallejo: una puesta al día», Anthropos, 79, 1987, pp. 31-36. «Su Majestad habla, en fin, como quien tanto ha acertado: la conclusión ejemplar de Fuenteovejuna», Criticón, 42, 1988, pp. 155-168. «Lope de Vega no conocía el Decamerón de Boccaccio», en El mundo del teatro español en su Siglo de Oro: ensayos presentados a John E. Varey, ed. J. M. Ruano de la Haza, Ottawa, Dovehouse Editions Canada, 1989, pp. 185-196.
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«Manuel Vallejo: un actor se prepara. Un comediante del Siglo de Oro ante un texto (El castigo sin venganza)», en Actor y técnica de representación del teatro clásico español, ed. J. M. Díez Borque, London,Tamesis, 1989, pp. 55-74. «Arte nuevo de traducir comedias en este tiempo: hacia una versión inglesa de Fuenteovejuna», Cuadernos de Teatro Clásico, 4, 1989, pp. 11-25. «Translating Spanish Plays for Performance:Toward a Model Approach», in Prologue to Performance: Spanish Classical Theater Today, ed. L. y P. Fothergill-Payne, Lewisburg, Bucknell University Press, 1991, pp. 93112. «The Emblemas morales of Sebastián de Covarrubias and the Plays of Lope de Vega», Emblematica, 6, 1992, pp. 83-101. «Lope de Vega and America: The New World and Arauco Tamed», Renaissance Studies, 6, 1992, pp. 249-269. «Lope de Vega, Chile and a Propaganda Campaign», Bulletin of Hispanic Studies, 70, 1993, pp. 79-95. «El Nuevo Mundo visto por Lope de Vega», en Actas del Primer Congreso Anglo-hispano,Tomo II: Literatura, ed. A. Deyermond y R. Penny, Madrid, Castalia, 1993, pp. 239-249. «The Study of Versification as an Aid to Interpreting the Comedia: Another Look at some Well-known Plays by Lope de Vega», en The Golden Age Comedia: Text, Theory and Performance, ed. C. Ganelin y H. Mancing, West Lafayette, Purdue University Press, 1994, pp. 384-402. «La madrastra enamorada: ¿una tragedia de Séneca refundida por Lope de Vega?», Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, 21, 1994, pp. 39-60 (en colaboración con I. Torres). «El vergonzoso en Palacio y El perro del hortelano: ¿comedias gemelas?», Revista Estudios, 189-190, 1995, pp. 73-86. «Dos maneras de montar hoy El perro del hortelano, de Lope de Vega», Cuadernos de Teatro Clásico, 8, 1995, pp. 121-140. «Pero todo partió de allí...: El concierto de San Ovidio a través del prisma de su epílogo», en El teatro de Buero Vallejo: homenaje del hispanismo británico e irlandés, ed. V. Dixon y D. Johnston, Liverpool, Liverpool University Press, 1996, pp. 29-56. «El post-Lope: La noche de San Juan, meta-comedia urbana para Palacio», en Lope de Vega: comedia urbana y comedia palatina: Actas de las XVIII Jornadas de teatro clásico, ed. F. B. Pedraza y R. González Cañal, Almagro, Universidad de Castilla-La Mancha, 1996, pp. 61-82. «Dos comedias “ejemplares” en la evolución del primer Lope: La ingratitud vengada y El sufrimiento premiado», en En torno al teatro del Siglo de Oro: Actas de las Jornadas XII y XIII, Almería, Instituto de estudios almerienses, 1996, pp. 193-202.
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«On translating the Duke’s First Soliloquy in Lope de Vega’s El castigo sin venganza», en The Knowledges of the Translator: from Literary Interpretation to Machine Classification, ed. M. Coulthard y A. Odber de Baubeta, Lewiston, Edwin Mellen Press, 1996, pp. 213-242. «La intervención de Lope en la publicación de sus comedias», Anuario Lope de Vega, 2, 1996, pp. 45-63. «Tres textos tempranos de La dama boba», Anuario Lope de Vega, 3, 1997, pp. 51-65. «H. G.Wells en la vida y en la obra de Antonio Buero Vallejo», en Antonio Buero Vallejo: Literatura y Filosofía, ed. A. M. Leyra, Madrid, Editorial Complutense, 1998, pp. 145-164. «El villano en su rincón: otra vez su fecha, fuentes, forma y sentido», Bulletin of the Comediantes, 50, 1, Summer 1998, pp. 5-20. «Lo fingido verdadero y sus espectadores», Diablotexto: Revista de Crítica Literaria, 4-5, 1997-1998, pp. 97-114. «Ya tienes la comedia prevenida... La imagen de la vida: Lo fingido verdadero», Cuadernos de Teatro Clásico, 11, 1999, pp. 53-71. «La fundación de Buero Vallejo, una re-creación de La vida es sueño», en Entre actos: Diálogos sobre teatro español entre siglos, ed. M. T. Halsey y P. Zatlin, University Park / Pennsylvania State University, 1999, pp. 194204. «Lope de Vega y la educación de la mujer», en «Otro Lope no ha de haber... »: Atti del convegno internazionale su Lope de Vega, 10-13 Febbraio 1999, ed. M. G. Profeti, Firenze, Alianea Editrice, 2000, vol. II, pp. 63-74. «El alcalde de Zalamea “la Nueua”: Date and Composition», Bulletin of Hispanic Studies, 77, 2000, pp. 107-115. «Una importante pero mal conocida colección de Partes de Lope», Anuario Lope de Vega, 6, 2000, pp. 221-228. «La “irremediable” soledad humana en el teatro de Buero Vallejo», en Antonio Buero Vallejo dramaturgo universal, ed. M. de Paco y F. J. Díez de Revenga, Murcia, Cajamurcia, 2001, pp. 39-49. «Pintar de otra manera: Art in the Life and Work of Antonio Buero Vallejo», Estreno, 27.1, 2001, pp. 13-21. «El papel de Isabel en El alcalde de Zalamea», en Calderón 2000. Homenaje a Kurt Reichenberger en su 80 cumpleaños (Actas del congreso internacional IV Centenario del nacimiento de Calderón, Universidad de Navarra, septiembre 2000), ed. I. Arellano, Kassel, Edition Reichenberger, 2002, vol. II, pp. 151-161. «La auténtica trascendencia del teatro de Lope de Vega», en Congreso Internacional Proyección y significados del teatro áureo español, ed. J. M. Díez Borque y J. Alcalá-Zamora, Madrid, Sociedad Estatal para la Acción
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Cultural Exterior, 2004, pp. 247-256. Reimpreso en Lope en 1604, Lérida, Milenio / Universitat Autònoma de Barcelona, 2004, pp. 23-31. «Music in the Later Dramatic Works of Antonio Buero Vallejo», Bulletin of Spanish Studies, 82, 3-4, May-June 2005, pp. 567-588. «Mito, de Buero Vallejo, una recreación del Quijote», en Antes y después del «Quijote»: en el cincuentenario de la Asociación de Hispanistas de Gran Bretaña e Irlanda,Valencia, Generalitat Valenciana / Biblioteca Valenciana, 2005, pp. 601-610. «Un género en germen: Antonio Roca de Lope y la comedia de bandoleros», en Edad de Oro Cantabrigense. Actas del VII Congreso de la Asociación Internacional del Siglo de Oro (AISO), Cambridge, 18-22 de julio de 2005, ed. A. Close, Madrid, Iberoamericana, 2006, pp. 189-194. «La huella en Lope de la tradición clásica: ¿honda o superficial?», Anuario Lope de Vega, 11, 2005, pp. 83-96. «América en el teatro de Lope de Vega: el caso de La conquista de Cortés», en América en España: influencias, intereses, imágenes, ed. I. Simson, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamerica / Vervuert, 2007, pp. 199-211. «Music in the Life and Early Dramatic Works of Antonio Buero Vallejo», en Spanish Film, Theatre and Literature in the Twentieth Century: Essays in Honour of Derek Gagen, ed. D. George y J. London, Cardiff, University of Wales Press, 2007, pp. 237-260. «Beyond the Canon», en The Spanish Golden Age in English: Perspectives on Performance, ed. C. Boyle y D. Johnston, London, Oberon Books, 2007, pp. 119-132. «Translating and Performing the Polymetric comedia (with special reference to Lope de Vega’s Sonnets)», en The Comedia in English, ed. S. Paun de García y D. R. Larson, Woodbridge, Tamesis, 2008, pp. 54-65. «Lope’s Knowledge», en A Companion to Lope de Vega, ed. Alexander Samson y J. Thacker, Woodbridge, Tamesis, 2008, pp. 15-28. «Una actriz se prepara: una comedianta del Siglo de Oro ante un texto (El perro del hortelano)», en Damas en el tablado: XXXI Jornadas de teatro clásico, Almagro 1, 2 y 3 de julio de 2008, ed. F. B. Pedraza Jiménez, R. González Cañal y A. García González, Cuenca, Universidad de CastillaLa Mancha, 2009, pp. 17-34.
CAPÍTULOS DE LIBRO (POR ENCARGO): 69.
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«Teatro Español 1490-1700», en The Year’s Work in Modern Language Studies, 1968, vol. 30, pp. 219-228 y vol. 31, pp. 217-226; 1970, vol. 32, pp. 234-244; 1971, vol. 33, pp. 264-281.
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«Spanish Renaissance Theatre», en The Oxford Illustrated History of Theatre, ed. J. Russell Brown, Oxford, Oxford University Press, 1995, capítulo 5, pp. 142-172. «Traducciones de Calderón al inglés en el siglo XX», en Calderón en escena: siglo XX, Madrid, Comunidad de Madrid, 2000, pp. 249-253. Diecisiete entradas sobre «Teatro español del Siglo de Oro» en The Oxford Encyclopedia of Theatre & Performance, ed. D. Kennedy, Oxford, Oxford University Press, 2003, 2 vols. «Lope Félix de Vega Carpio», en The Cambridge History of Spanish Literature, ed. D. Gies, Cambridge, Cambridge University Press, 2004, capítulo 14, pp. 251-264. «New Rules for Writing Plays at this Time», en Lope de Vega, Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo: edición políglota, ed. F. Pedraza, Madrid, Festival de Teatro Clásico de Almagro, 2009, pp. 169-186.
TRADUCCIONES INÉDITAS 75. 76.
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Antonio Buero Vallejo, El concierto de San Ovidio (An orchestra for St. Ovid). Estrenada en Manchester en 1968. Federico García Lorca, Amor de don Perlimplín (Don Perlimplín) y La zapatera prodigiosa (The Cobbles’s wife). Estrenadas en Manchester en 1974.
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Pero mil dan a entender que apenas supe leer, y es lo más cierto, a fe mía; que como en gracia se lleva danzar, cantar o tañer, yo sé escribir sin leer, que a fe que es gracia bien nueva. (Peribáñez, versos 2355-2361).
Bajo su seudónimo predilecto de Belardo, Lope respondía irónicamente a todos los que pudiesen dudar si podían justificarse de veras sus pretensiones de ser un escritor leído. Nadie podría negar, desde luego, la amplitud de los conocimientos que desplegó en la totalidad de sus múltiples obras, pero en efecto ha habido muchas dudas, desde su época hasta la nuestra, en cuanto a si su cultura era realmente honda o tan solo superficial. Aunque la cuestión ha sido abordada, en gran parte de un modo general, por innumerables expertos de hoy2, queda —y a lo mejor está destinada a quedar— sin resolución, pero intentaré, al acercarme a ella aquí, ser tan específico como sea posible. Se podría decir que la duda fue alimentada por Lope mismo de, al menos, tres maneras. En primer lugar, su actividad intensa en todo momento de su vida, y la inmensa cantidad de las obras que escribió, han llevado a algunos a preguntarse si pudiera haber tenido bastante tiempo, energía u ocasión para adquirir cualquier grado de erudición profunda. Pero otra mirada a su biografía nos brinda razones para poner en tela
1
«Lope’s Knowlwdge», traducido del inglés por el autor, con ayuda de Almudena García González. 2 Trambaioli, en su edición de L. de Vega, La hermosura de Angélica (pp. 93-94, nota 237), citó los distintos dictámenes de siete expertos.
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de juicio semejante punto de vista. Podemos estar seguros, sin tomar al pie de la letra lo que nos dicen ni su primer biógrafo, Juan Pérez de Montalbán, ni Fernando, su propio alter ego en La Dorotea, que su genio se manifestó a una edad temprana. Enseñado inicialmente quizás por «mi maestro» Vicente Espinel, asistió a un colegio de jesuitas (en el cual habría estudiado la gramática, la composición y la retórica del latín, amén de varios escritores romanos); no tenemos por qué cuestionar, sin poder documentarlas, sus repetidas aserciones de haber estudiado después (a partir tal vez de sus catorce o quince años) en la Universidad de Alcalá. Indudablemente, además, su memoria, en el ejercicio de la cual insistían los maestros de su tiempo, fue sobradamente apta y retentiva, y bien puede haberla ayudado si mantenía, como muchos humanistas aconsejaban, un codex excerptorius3. Su larga vida posterior, sin hablar de la abundancia y variedad de sus amores y sus escritos, fue densísima, por cierto. A los veinte años, por ejemplo, estuvo en activo en una expedición a las Azores (aunque queda sin saberse si se embarcó o no después en la Armada Invencible). Pero tras su destierro a Valencia —un centro en aquel entonces de actividad intelectual— pasó algunos años en la culta corte del quinto duque de Alba, cerca de Salamanca. Allí, en particular (aunque también tal vez en las casas de otros nobles a quienes sirvió, o con la ayuda de mecenas como Juan de Arguijo), es probable que haya tenido, como supusieron Amezúa y Jameson, bastantes oportunidades para estudiar4. Además, después de instalarse firmemente en Madrid —que era todavía una capital relativamente pequeña— fue siempre, como ha insistido Portús, «más o menos fiel a un grupo social compuesto por literatos, artistas cualificados o profesionales liberales, de entre cuyos miembros extrajo sus principales amigos y del cual nunca abjuró»5. Aparte, sin duda, de conversar constantemente con estos, contribuyó con prólogos o poesías a muchos de sus libros, y escribió censuras para numerosos más; debería de haber estado al corriente de todo lo publicado6.
3 De hecho, uno de sus detractores aludió (sin estar, necesariamente, bien informado) a «su cartapacio viejo donde tiene el retal de los latines que encaja en sus prosas a troche [y] moche»; ver Entrambasaguas, 1946, vol. II, p. 482. 4 González de Amezúa, 1935-1943, I, p. 247; Jameson, 1937, pp. 126-127. 5 Portús, 1999, p. 134. 6 Ver sobre todo Zamora Lucas, 1941 y 1961.
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Aludió también, repetidamente, a una pasión por la lectura, a la cual, según dijo en 1624, se dedicaba muy de madrugada7. Además, aunque se quejaba con frecuencia de ser pobre, sus ingresos eran, por regla general, considerables, si bien intermitentes y a menudo mal empleados8, de modo que casi podemos dar crédito al aserto de Montalbán de que «gastaba en pinturas y libros sin pensar en el dinero», sobre todo a la luz del inventario que acompañaba a su testamento de 1627. Incluía, además de numerosas obras de arte, «mil y quinientos libros»9. Fue, sin duda, una hipérbole coloquial; Lope pretendió tanto en La moza de cántaro, como en su Égloga a Claudio, haber compuesto «mil y quinientas comedias», al menos el doble del número de las que realmente escribió. Pero socava la postura que, con frecuencia, adoptaba de ser un filósofo neoplatónico, contento de tener solamente «dos libros, tres pinturas, cuatro flores»10. Por otro lado, debía de haber leído, en gran parte, menos para divertirse, que para prepararse a trabajar. Por enorme que fuera su capacidad de inventar, y de transmutar su experiencia propia, para escribir una gran proporción de sus obras necesitaba consultar, y digerir en cierta medida (aunque a menudo hacía poco más que transcribir o versificar lo que tenía abierto delante), una ingente cantidad de material. En segundo lugar, le habría agradado, sin embargo, que Cervantes le llamara «el monstruo de la naturaleza», porque se jactaba incesantemente no solo de expresarse clara y directamente, en contraste con la oscuridad y alambicado lenguaje de Góngora y sus secuaces11, sino también de una innata espontaneidad, fluidez y originalidad. Azorín, por ejemplo, pudo sostener por ello que Lope «no tenía por qué ser intelectual», que 7
En su Epístola a su amigo Antonio de Mendoza escribió: «Entre los libros me amanece el día, / hasta la hora que del alto cielo / Dios mismo baja a la bajeza mía» (Vega, Obras poéticas, p. 1199). Se refería, por supuesto, a su costumbre de decir misa en casa, cosa que hacía, según Montalbán, casi todos los días. 8 Ver Díez Borque, 1978, pp. 93-117. 9 Ver Davis, 2004, pp. 162-171. 10 Así termina el último soneto de sus Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos (Vega, Rimas..., p. 337), en las que concluyó de manera semejante otro, p. 325: «Haced de la virtud secreto empleo, / que yo, en mi pobre hogar, con dos librillos, / ni murmuro, ni temo, ni deseo». 11 Un ejemplo típico de ello es el soneto en que «Responde a un poeta que le afeaba escribir con claridad, siendo como es la más excelente parte del que escribe», aunque pretendió al final de él, como hacía con frecuencia, que sus versos, además de tener un contenido sólido, eran limados con cuidado (Vega, Rimas..., pp. 317318).
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«se da cuenta de que es grande, magnífico, originalísimo, sin necesidad de erudición, de lo que llamamos ahora cultura», y tomar al pie de la letra, según parece, los versos 361-365 del canto I de su epopeya Isidro, en que alabó al santo labrador por no haber leído más que el catecismo12. En tercer lugar, y por contraste, lo que Azorín llamó a continuación su «prurito de parecer sabio» impulsó a Lope a provocar sospechas en cuanto a la verdadera profundidad de sus conocimientos al añadir en los márgenes o índices de varias obras suyas, e incluir en el texto de casi todas, constantes alardes de erudición. Se explica fácilmente. Fue empujado en toda su vida por dos ambiciones inextricablemente enlazadas, de subir en su sociedad por haberse ganado el favor de la nobleza, la corte y el rey, y de ser aclamado, no solo por «el vulgo», sino por «ingenios y señores», como el mejor poeta, prosista y dramaturgo de su tiempo. Pero esto, según doctrinas aceptadas unánimemente entonces y expuestas por Lope mismo, exigía que se demostrara capaz, además de entretener, de edificar e instruir, sobre la base de un saber universal13. Sabía, por lo tanto, que era necesario no solamente que fuera, sino —más importante aún— que se reconociera como el «científico poeta» que a menudo se declaraba ser. Con gran frecuencia, por consiguiente, «protesta demasiado», como dijo la madre de Hamlet. Numerosos eruditos han podido demostrar (cosa que comentaré abajo) que gran parte de lo que pudiera parecer erudición de primera mano se extrajo de uno u otro de los muchos diccionarios, compendios y libros parecidos que se publicaron y volvieron a publicarse desde los principios del siglo XVI14. Importa subrayar, sin embargo, que recurrir a tales obras era tan normal y tan difundido en su época como en la nuestra, y que (como he señalado en otro estudio) acusaciones de que Lope ocultaba o mentía en cuanto a haberlas usado, aunque justificadas en parte, han sido a menudo exageradas15. Algunos de aquellos eruditos han mantenido, además, que Lope no trabajaba siempre de la misma manera. Jameson, por ejemplo, insistió en diferenciar en sus epopeyas entre las referencias a autores clásicos que debía haber recordado mientras escribía y las que pudo haber aña12
Azorín, 1960. Ver por ejemplo las disquisiciones sobre la literatura en boca de varios pastores en el libro III de La Arcadia (Vega, La Arcadia, pp. 267-268). 14 Ver Infantes, 1988; López Poza, 1990; Lerner, 1998. 15 Ver Dixon, 2005. 13
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dido después16, y Osuna distinguió en su Arcadia entre la «erudición sobrepuesta» que vertió en sus pasajes más pedantescos, y sus índices o anotaciones, y «ese inmenso tesoro de datos que no son añadidos y retazos, sino precisamente [...] su bagaje de escritor»17. De modo parecido Trueblood, a pesar de sugerir que el uso frecuente de obras de referencia puede haber influido en sus hábitos de pensar, añadió que debían haber proporcionado a su mente «a wide assortment of humanistic instances and details which his pen could call upon as needed»18. Por añadidura, los estudios de las fuentes de su saber en obras específicas se han ocupado, casi exclusivamente, hasta ahora, de sus escritos más ambiciosos y pretenciosos (como su Dorotea, sus poesías y narrativas extensas, sus prólogos y sus dedicatorias), pasando por alto sus obras más espontáneas (como la mayoría de sus comedias y poemas cortos, sus cartas, sus Novelas y sus Pastores de Belén); en el estudio mencionado, intenté, por ello, estimar, en algunas de estas, qué proporción de lo que sabía de la tradición clásica era meramente superficial, y qué parte de ella era cosa propia ya. Dicho intento, desde luego, fue conjetural, y ampliar el foco aquí a la totalidad de sus obras lo será, forzosamente, bastante más, pero espero que valga la pena. Abordaré el problema con un criterio conservador; consciente de cuán adicto era Lope a mencionar personas relevantes, a compilar impresionantes listas y a citar, directamente según parecía, pero en realidad de segunda mano, trataré de conseguir una evaluación equilibrada. En cuanto a la religión, sus conocimientos no se limitaban por cierto, como los de su Isidro, a «un libro solo», aunque, como dijo Jameson, «that Lope’s memory was extraordinarily retentive is proved beyond doubt by his acquaintance with the Bible» —la Vulgata, según se puede suponer, e incluso, naturalmente, los libros apócrifos19—. Aunque no más de media docena de sus comedias se basan en episodios bíblicos, hay pruebas abundantes de ello en casi todas sus obras, y sobre todo en la totalidad de sus versos sacros; alude constantemente, por ejemplo, a la vida de Jesucristo, y medita con frecuencia en su Pasión, bajo la influencia indudable de los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola y otras obras de devoción, como el Libro de la oración y meditación de fray Luis 16 17 18 19
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Jameson, 1936, pp. 496-497. Osuna, 1972, pp. 192-193. Trueblood, 1958, p. 136. Jameson, 1937, p. 137.
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de Granada y el Tercer abecedario de Francisco de Osuna. Por añadidura, Vosters consiguió rastrear apariciones en toda su oeuvre de símbolos bíblicos asociados con las serpientes, con la Virgen y con aspectos de la vida de David (con quien sentía claramente una afinidad personal). Estos conocimientos fueron fortalecidos, sin embargo, como Vosters hizo ver, por una familiaridad con obras de varios padres de la Iglesia, aunque es probable que a la mayoría de estos, menos san Bernardo, los conociera mejor a través de autores de su propia época, rara vez mencionados por él, que habían escrito tanto en español (Vosters nombró a diez) como en latín (hizo mención de ocho)20. Por otra parte, mucho más numerosas que sus piezas bíblicas son sus comedias hagiográficas, sin duda porque es probable que se escribieran por encargo la mayoría de estas21. Parece haberse fiado por regla general de la Flos sanctorum de Alonso de Villegas o de la de Pedro de Rivadeneyra, además de haber recurrido a otras fuentes para al menos once de ellas. Los santos que parece haber admirado más y conocido mejor son Jerónimo (El cardenal de Belén), Agustín (El divino africano) y Francisco de Asís (El serafín humano, y otras piezas en torno a discípulos suyos). Sabía mucho más latín que el «poco» que tenía, según Ben Jonson, Shakespeare. Hizo entre 1581 y 1585 una traducción (perdida) del poema de Claudiano De raptu Proserpinae, y pretendió en 1632 (como Fernando) que cuando estaba en Alcalá había escrito con frecuencia «en versos latinos y castellanos. Comencé a juntar libros de todas lenguas, que después de los principios de la griega y ejercicio grande de la latina, supe bien la toscana, y de la francesa tuve noticia»22. En efecto, amén de hacer algunas versiones más23, citó con gran frecuencia, en latín o traducidos, versos o frases de autores romanos, compuso en aquella lengua algunos trozos de verso o prosa24, e insertó en sus comedias, para 20
Vosters, 1977, I, pp. 501-502. Morrison, 2000, pp. 321-327, siguiendo a Morley y Bruerton, 1968, dio una lista de 21 seguras y 4 probablemente de Lope (además de 29 de autenticidad dudosa, y otras 29 atribuidas algunas veces a él). 22 Vega, La Dorotea, p. 288. Me ocuparé más abajo de lo que sabía de las lenguas modernas. 23 Ver por ejemplo la silva I, versos 341-346, del Laurel de Apolo (Vega, Laurel..., p.113), y Entrambasaguas, 1946-1958, pp. 505-526. 24 Por ejemplo, numerosos epigramas (como uno que puso al final de su La hermosura de Angélica), un epitafio de seis versos que añadió al soneto 178 de sus Rimas, las dos octavas que constituyen las estrofas 70-71 del canto V de su Jerusalén, 21
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conseguir efectos cómicos, numerosas escenas o pasajes de estilo macarrónico25. Tenía, por cierto, como Shakespeare, «menos griego» y, de hecho, aconsejó a su hijo Lope, en 1620, que, aunque debiera estudiar con diligencia (sin dejar de aprender y utilizar debidamente su castellano nativo) la «reina de las lenguas», «por ningún caso os acontezca aprender la griega», como fingían haberlo hecho algunos ignorantes jactanciosos26. Muchas de sus citas griegas, por lo tanto, se sacaron seguramente de obras de referencia. Parece haber conocido, sin embargo, por medio de versiones o comentarios en latín o idiomas modernos, a una serie de afamados escritos griegos: las epopeyas de Homero, las fábulas de Esopo, varias obras de Platón, Aristóteles y Tolomeo, tratados medicinales de Dioscórides y Galeno, e historias de Heródoto, Josefo y Pausanias, como también la Historia etiópica de Heliodoro, a la cual aludió repetidas veces, y cuya influencia es evidente en La hermosura de Angélica y, sobre todo, en El peregrino. Su latín le habría dado acceso a todos los escritores de Roma, pero entre sus prosistas solo podemos estar seguros de Diodoro Sículo, Cicerón, Tito Livio, Tácito, Plinio el Viejo y Séneca el Joven, algunas de cuyas obras dramáticas (si bien, por extraño que parezca, parece haber sabido poco directamente de Plauto o de Terencio) también conocía bien27. Los poetas latinos le atraían mucho más. Conocía poemas de Lucano, Marcial, Juvenal, Estacio, Ausonio y Claudiano, pero admiraba, sobre todo, y estaba muy familiarizado con las odas y epodos de Horacio28, las Églogas, Geórgicas y Eneida de Virgilio29, y, más que nada,
dieciséis divisas y una inscripción posible para la tumba de Felipe III, y una carta al papa Urbano VIII (ver González de Amezúa, 1935-1943, IV, pp. 62-64 y 98-99). Bien puede haber compuesto también, aunque algunos críticos han supuesto que recibió ayuda, los diez versos que introdujo casi al final de su Arte nuevo. 25 Ver Canonica-de Rochemonteix, 1991, pp. 33-106. 26 En la dedicatoria de El verdadero amante; ver Case, 1975, p.104. 27 Ver por ejemplo Dixon y Torres, 1994. 28 Por ejemplo, glosó repetidas veces y se hizo eco constantemente del epodo Beatus ille, y en el soneto 112 de sus Rimas, que consiste de versos (en cuatro idiomas) sacados de un total de ocho poetas, cada uno de los tres en latín procede de una oda distinta de Horacio. 29 Jameson, 1936, p. 494, se refirió por ejemplo a seis pasajes de sus epopeyas basados evidentemente en pasajes semejantes de la Eneida. Alabó muy a menudo (además de la versión por Gonzalo Pérez de la Odisea de Homero) las traducciones de Virgilio por Gregorio Hernández, aunque no las habría necesitado.
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todas las poesías más importantes de Ovidio, por quien sintió siempre una gran afinidad. Su familiaridad con el «narigudo poeta» y el papel central que desempeñó en aumentar en su época el ya poderoso influjo de Ovidio, que documentó hace un siglo Rudolph Schevill30, han sido subrayados, por ejemplo, por Osuna, en un estudio sobre el tema de la abundancia natural, a partir principalmente del canto de Polifemo a Galatea, en el libro 13, versos 789-868, de Las metamorfosis31. Aquel poema, más que ningún otro, dio a Lope una familiaridad insuperada con la mitología clásica, que exhibió en la totalidad de sus obras, pero sobre todo en cinco poemas largos y en unas siete comedias (aunque en estas por lo menos, como ha mostrado Martínez Berbel, utilizó mucho también la versión de Jorge de Bustamante)32. Además, otras varias comedias suyas se sitúan en la era clásica, entre ellas al menos una, Las grandeza de Alejandro, sobre Alejandro Magno, a quien se refería casi obsesivamente, basándose por la mayor parte, como Jameson demostró, en Quinto Curcio, «a classical historian whom he certainly knew well»33. Qué otros autores antiguos conocía es muy difícil de determinar. En la dedicatoria de El cardenal de Belén pretendió no haber creído nunca que «solo es digno de fama lo que no vimos ni conocimos [...] Antes bien me causan mayor admiración las obras de los ingenios que vi y traté, si los hallé dignos de alabanza, al igual de los antiguos», y elogió a continuación a una docena de sus coetáneos34; sacaba a relucir, sin embargo, en tales escritos, un montón de citas latinas (unas doce, irónicamente, en este mismo), y muchas de ellas se extraían, evidentemente, de publicaciones más recientes, como el libro De ratione studendi del jurista Matteo Gribaldi, al cual aludió en otras dedicatorias35 y por medio del cual citó solapadamente a algunos autores más36. En general, 30
Schevill, 1913. Ver Osuna, 1996; en un apéndice da una lista de 119 obras de Lope, y en la p. 3 declara: «Es Lope, con mucho, quien más generoso se manifiesta en el cultivo del tema». 32 Martínez Berbel, 2003. 33 Jameson, 1937, p. 131. Otras comedias más o menos históricas que se sitúan en dicha época son Las justas de Tebas, Los embustes de Fabia, Roma abrasada, El honrado hermano y Lo fingido verdadero. 34 Case, 1975, pp. 63-65. 35 Case, 1975, pp. 73 y 121. 36 Vega, La Dorotea, pp. 26, 322-323 y 435-436. 31
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no obstante, Jameson estaba sin duda en lo cierto al aseverar que «Lope had a not inconsiderable acquaintance with Latin literature and a slight knowledge of the Greek historians and geographers [...] and even if he got much of it at second hand it still represents a knowledge of classical literature of quite a respectable size»37. Conviene considerar ahora esas obras «de segunda mano». Lope aludió a algunas de ellas en un lugar u otro (es por ello en gran parte por lo que se pueden identificar), pero lo hizo, indudablemente, menos a menudo de lo que las usó, a veces no limitándose a parafrasearlas de cerca, sino incorporando también sus citas o referencias. Algunas pudieran verse como diccionarios o enciclopedias. Sabemos que utilizaba el léxico políglota de Ambrosio Calepino, el Enchiridion de Antonio María Spelta, el diccionario de nombres propios de Carolus Stephanus, y la antología de Sententiae griegas de Estobeo traducida en latín por Conrad Gesner38, y sobre todo que recurría constantemente (sobre todo para componer listas) a la Officina de Textor, como innumerables críticos han mostrado39. Pero incluso cuando utilizaba esta, como ha señalado Vosters, acudió también, más a menudo de que lo que ha sido notado, a otras fuentes, y «tales imitaciones híbridas han de prevenirnos contra una sobreestimación de la importancia de la Officina para la obra de Lope de Vega»40. Obras parecidas eran las misceláneas. Pretendió (sin mentir, posiblemente) que nunca había visto «la Poliantea» (es decir, se supone, la más famosa, en latín, de Nanus Mirabellius)41, pero utilizó la Silva de varia lección de Pero Mejía y los Coloquios satíricos de Antonio de Torquemada, conocía probablemente el Jardín de flores curiosas de este y la Miscelánea de Luis Zapata, y empleó mucho, seguramente, tanto De honesta disciplina, por Petrus Critinus, como Il sapere util e dilletevole, por Constantino Castriota42. Otras más eran comentarios, como el de Donato en el siglo IV sobre Terencio, y los de Robortello en el XVI sobre 37
Jameson, 1936, pp. 500-501. Utilizó todas estas obras (nombrándolas todas menos la de Stephanus) en La Dorotea, y la de Stephanus fue la fuente principal (aunque no la única) de la «Exposición de los nombres poéticos» en su Arcadia; ver Osuna, 1972, pp. 208-216. Sobre su empleo, a veces con errores, de Estobeo, ver Dixon, 2005, p. 99. 39 Ver sobre todo Trueblood, 1958; Vosters, 1975; Egido, 1990; y más recientemente Vega, La hermosura de Angélica, pp. 95-97. 40 Vosters, 1975, p. 98; ver también Dixon, 2005, p. 88. 41 Ver Dixon, 2005, pp. 86-87. 42 Ver especialmente Morby, 1968, pp. 201-215. 38
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las Poéticas de Aristóteles y Horacio que empleó en su Arte nuevo, o el de Marsilio Ficino sobre el Simposio, junto con obras de otros neoplatónicos renacentistas —Pico della Mirandola y Juda Leon Abarbanel (León Hebreo)—, el Syntaxeon artis mirabilis de Petrus Gregorius y De arte rhetorica, por Cipriano Suárez. Para informarse sobre temas científicos, acudía a una serie de manuales, como varias obras de Franz Titelmans, en primer lugar su Compendium naturalis historiae; aprobando en esencia lo que Vosters había dicho en un estudio anterior, Edwin Morby comentó: «I suspect that future investigations will confirm Titelman’s position as a major authority for Lope’s conception of the physical and biological world and the operation of the human mind and senses»43. Pero otras obras que explotaba indudablemente eran el compendio de Paracelso por León Suabio, y Occulta naturae miracula y De astrologia por Levino Lemnio44, como también el Universae medicinae methodus por Trivero, mientras cuánto le interesaban conocimientos más curiosos se demuestra por referencias a libros como el de Giovan Battista della Porta, De i miracoli dalla natura prodotti, y el de Alessio Piamontese, De’ secreti. Para sus muchas y diversas obras más o menos históricas (dejando de lado de momento aquellas comedias suyas que se sitúan en España), necesitaba desde luego leer otra gama de materiales. Jameson, enfocándose en su Jerusalén, decidió que «Lope had prepared himself thoroughly for the groundwork of his poem by careful reading» de cuatro (y posiblemente más) de las fuentes que mencionó45, y consideró a continuación otras obras históricas y geográficas que pudo haber empleado en esta epopeya y otras suyas. Aunque nunca estuvo en Italia, no tenía problema alguno en leer su lengua, y aludió a muchos de sus autores. Después de pretender (en su papel de Filomena) haber imitado a «cuantos poetas / claros ce-
43 Morby, 1967, p. 185; ver Vosters, 1962a, pp. 5-33, y 1962b, p. 90, y además un estudio posterior de Morby, 1968, en el cual mostró que Lope se sirvió también de una versión de la Geographica de Tolomeo. 44 Morby, 1952. Ver también Halstead, 1939, sobre sus tempranos estudios y posibles lecturas acerca de esos temas, que siempre le fascinaban. 45 Jameson, 1937, sobre todo pp. 127-129. Las cuatro eran La gran conquista de Ultramar, la Historia Belli Sacri de Guillermo de Tyre, las Res gestae Francorum de Paulo Emilio, y la Historia ab inclinatione Romanorum de Blondus; las otras incluían la Historia imperial y cesárea de Pero Mejía, que Lope empleó también en algunas comedias: Lo fingido verdadero, Roma abrasada, El Imperial de Otón y El rey sin reino.
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lebra Italia»46, en Laurel de Apolo (canto IX, versos 220-240) alabó a veintiséis. Pero en realidad conocía probablemente a muchos menos. Es sorprendente, por ejemplo, cuán raramente mencionara a Dante. Con Petrarca (y probablemente con su comentarista Daniello) estaba por contraste muy familiarizado; en sus Rimas sobre todo hay múltiples ecos del Canzionere, e imitó los Trionfi de Petrarca en sus propios Triunfos divinos. Además de poemas de Serafino Aquilano, conocía posiblemente el Orlando de Boiardo, y con toda certeza el de Ariosto, que fue la fuente de inspiración de su Hermosura de Angélica y de algunas de sus comedias tempranas. Parecidamente, puede haber conocido obras de Bernardo Tasso, e intentó competir en su Jerusalén con la gran epopeya de Torquato. Parece haber conocido además, por medio sin duda de Barberini (el papa Urbano VIII), a sus coetáneos Bracciolini, Preti y Ciampoli, y alabó repetidas veces a Marino47, a quien aludió (como también a Stigliani) al atacar a Góngora y a sus secuaces. Su Arcadia da fe de una íntima familiaridad con la de Sannazaro, a la cual, como comentó Morby, «it owes a great deal, though less than might be thought in view of the title»48. Entró a saco una y otra vez, en busca de tramas para sus comedias, en los cuentos de los novellieri, que leía principalmente en italiano; derivó al menos nueve de la versión «castigada» por Lionardo Salviati del Decamerón de Boccaccio49, siete de Giraldi Cintio50 y quince de Bandello51. Demostró además cierta capacidad para escribir en aquella lengua. Hallamos por ejemplo en sus Rimas (amén de siete versos de poetas italianos que forman parte del soneto 112) cuatro propios en el soneto 195, y en su Descripción de la Tapada una octava real entera (versos 505-512)52. Sabía sobre todo salpicar sus obras de frases y palabras italianas, especialmente para prestar «color local» a diecisiete comedias suyas, e incluyó episodios bilingües 46
Vega, Obras poéticas, p. 653. Sobre todo en El jardín de Lope (Lope de Vega, Obras poéticas, p. 830), y en un soneto que mencionaré más abajo; dedicó además a Marino su comedia Virtud, pobreza y mujer. Sobre versiones por Marino de 48 de sus poemas, y sobre las relaciones entre los dos, ver Alonso, 1972, pp. 31-94, y Rozas, 1990, pp. 221-256. 48 Vega, La Arcadia, p. 29. Para detalles de las deudas de Lope para con ella, ver Osuna, 1972, pp. 224-239. 49 Ver Dixon, 1990, artículo incluido en este libro. 50 Ver Vega, La Arcadia, pp. 30-32. 51 Ver Leighton, 1956, y un estudio independiente de Bradbury, 1980. 52 Vega, Obras poéticas, p. 719. 47
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en no menos de siete de ellas. En resumidas cuentas, podemos sin duda estar de acuerdo en que «la cultura general italiana de Lope es amplia y sabe sacar provecho de ella»53. Del francés y de la literatura francesa sabía muchísimo menos.Vosters, en un estudio minucioso de sus obras, halló solamente unas cuantas citas y alusiones (por ejemplo a Ronsard, que encabeza en el canto IX, versos 216-219, de su Laurel de Apolo, una lista de once poetas franceses que no hace más que nombrar), si bien concluyó sin embargo que Lope era «el rey de los ciegos, es decir uno de los pocos españoles de la época que se atrevía sobre el camino hacia el Parnaso de la gran cultura hermana, teniendo por cicerones a varios amigos franceses»54. Aun así, intentó muy pocas veces hacer uso en sus comedias del francés o de otro idiomas extranjeros. En diez de ellas, por contraste, escribió escenas cómicas en una mezcla de castellano y portugués, lengua que era sin duda para él (como el catalán y el vasco) una variante del español. Hizo incluso que su Dorotea la describiera como «dulcísima, y para los versos la más suave», y que citara dos versos sacados de un soneto de Camoens55, a quien en otros escritos citó y alabó, por ejemplo entre más de una docena de escritores portugueses que elogió detenidamente cerca del comienzo del canto III de su Laurel de Apolo. En cuanto a España y todo lo español su saber era inmenso, como se evidencia, por ejemplo, en las al menos cien comedias que basó en su historia y sus leyendas, desde la época de los romanos hasta la suya, las fuentes de las cuales Menéndez Pelayo intentó identificar hace un siglo. Para su historia temprana, como averiguó aquel erudito, se fiaba de las crónicas, sobre todo de la última revisión de la Crónica general, el popular Valerio de las historias eclesiásticas y de España, y probablemente la Historia general escrita por su amigo el padre Juan de Mariana. Pero, si bien prefería sin duda basarse en un texto solo, es posible demostrar en varios casos que se sirvió de alguno más y, aunque añadía mucho de su propia invención, solía con frecuencia hacer poco más que transcribirlos, sea para facilitar el acto de composición, sea porque era genuino el respeto
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Canonica-de Rochemonteix, 1991, p. 114; ver también pp. 279-280. Vosters, 1977, p. 276. 55 Vega, La Dorotea, p. 135. Ver también p. 410, en la que Fernando cita cuatro versos de otro soneto de Camoens. 54
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por la historia que pretendía sentir56. Para comedias que se situaban en tiempos menos remotos, leía evidentemente obras más específicas, pero algunas eran dramatizaciones periodísticas de acontecimientos recientes, para las cuales necesitaba recurrir a relaciones, y al menos una docena, sobre todo del tipo genealógico, se escribieron por encargo; para estas (como para La Dragontea, Isidro y El triunfo de la fe) sus promotores le habrán proveído de materiales que importaba estudiar de cerca57. Su familiaridad general con la cultura de su nación, y sobre todo con la de su tiempo, aunque acaso desigual, no era ni menos amplia ni menos honda. Aludió en muchísimas obras, con conocimiento de causa, a un inmenso número de sus contemporáneos, no solamente a los ricos y poderosos cuyo favor apetecía, sino a eruditos, escritores y artistas de toda especie, especialmente en el libro IV de su Peregrino, en El jardín de Lope y en La Dorotea, pero sobre todo en Laurel de Apolo, en el que alabó a casi trescientos escritores y artistas españoles y portugueses (al menos una sexta parte de los cuales eran amigos), y que Maria Grazia Profeti ha descrito con razón como fundamental para lo que podemos saber de su cultura, de su poética y de sus relaciones con los círculos intelectuales de su país58. Debía haber tenido noticia de los «tres o cuatro» dramaturgos españoles que habían escrito comedias, según decía, antes que él, pero hizo pocas alusiones específicas a ellos y a los que, según proclamaba, habían engendrado las suyas propias, «más poetas / que hay en el aire átomos sutiles»59, y puede que no fuera mucho lo que sabía de la literatura en prosa que se había escrito en España en tiempos anteriores (aparte de aquellas obras que se han mencionado ya). Se refirió algunas veces, por ejemplo, al Lazarillo de Tormes, pero las únicas novelas pastoriles españolas que tuvieron un influjo significativo en su Arcadia fueron las de Montemayor y Gálvez de Montalvo. La clarísima excepción a la regla es indudablemente La Celestina; tomó prestados elementos de esta, por ejemplo, en varias comedias tempranas, basó en su figura central 56
En su Epístola a don fray Plácido de Tosantos alabó a doce historiadores españoles, contrastando las obras de estos con las de extranjeros maldicientes;Vega, Obras poéticas, pp. 1206-1207. 57 Ver (sobre su Arauco domado especialmente) Dixon, 1993a, artículo incluido en este libro. 58 Vega, Laurel de Apolo, p. 17. 59 Ver versos 469-474 de su Égloga a Claudio y su Epístola a don Antonio Hurtado de Mendoza, en Vega, Obras poéticas, p. 1197.
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el personaje de Gerarda en La Dorotea y sobrepasó en El caballero de Olmedo a todas las adaptaciones teatrales de aquella obra que se han hecho después. Por contraste, ningún español de su tiempo sabía más que él acerca de la poesía nacional. Sus comedias, sobre todo —pero no solo, ni mucho menos— las que basó en la historia y las leyendas de su país, están llenas de citas y recreaciones de su verso tradicional de todo tipo. Lamentó con frecuencia el abandono de algunas formas métricas nativas, celebrando a Manrique, a Mena y a otros poetas del Cancionero (muchos versos de los cuales gustaba de glosar) por su «agudeza, gracia y gala»60, pero conocía todavía más a los que habían adoptado las formas italianas; admiraba sobre todo a Herrera y a Garcilaso (a quien citó constantemente), pero nombraba en innumerables listas a muchísimos más (singularizando sin embargo a los que podía alabar, al par de aquellos, como distintos de los gongoristas). Es posible juzgar (gracias sobre todo a su adicción a citar nombres) que conocía bien otros aspectos de la cultura y clima intelectual de su sociedad. Elogios frecuentes de sus cantantes y demás músicos, particularmente Juan de Palomares, Juan Blas de Castro y Vicente Espinel, sugieren que sentía por su arte un interés que sin ser quizás experto era entusiasta y característicamente patriótico61, y sus comedias, notoriamente, están llenas de cantos y bailes populares. Demuestra en efecto una extrema familiaridad con la cultura del pueblo y con la vida y lenguaje del campo que resulta sorprendente en un hombre que vivió primariamente en ciudades62. Fue una de las muchas fuentes de su extensísimo vocabulario. Como declaró Américo Castro, «es probable que ningún escritor del mundo tenga más abundante léxico»63, y Carlos Fernández Gómez ha podido identificar, entre los casi nueve millones
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Versos 1065-1073 de la parte II de La Filomena (Vega, Obras poéticas, p. 649); ver su Respuesta a un señor destos reinos (Vega, Obras poéticas, pp. 872-888), pero también tres prólogos: a su Isidro, sus Rimas y su Justa poética en honor de la beatificación de San Isidro. 61 En su dedicatoria a Gabriel Díaz de Carlos Quinto de Francia habló de «la gracia que a los españoles en todo género de música vocal o instrumental ha dado el cielo»; Case, 1975, pp. 230-232. El inventario de sus bienes que se compiló en 1527 incluye «dos instrumentos»; Davis, 2004, pp. 170-171. 62 Nótense además los 153 proverbios que empleó en La Dorotea (y que registra Morby en su edición:Vega, La Dorotea, pp. 453-461), aunque casi todos habían figurado en la colección de Juan de Mal Lara o en la de Hernán Núñez. 63 Citado, por ejemplo, en Osuna, 1972, p. 193.
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de palabras escritas por él en sus obras probablemente auténticas, más de 21.000 términos distintos64. Otra fuente, a pesar de cuán poco había viajado por mar, era el lenguaje de los barcos y marineros; se ha notado a menudo su propensión a hacer alarde de términos marítimos, aunque no debe exagerarse su familiaridad con ellos. Aprovechaba bien lo relativamente poco que sabía. Empleaba muchísimo más la terminología de la pintura, la arquitectura y la escultura, hecho que llama nuestra atención sobre un aspecto importantísimo de su cultura: su intensa afición al arte y su asociación con artistas durante toda su vida. Como Portús ha demostrado, es «el escritor del Siglo de Oro que más frecuentemente alude en sus obras a pintores y pinturas»65. Volvió constantemente al tópico de la afinidad entre las artes visuales y la poesía; en ningún lugar la expresó con más esmero que en el soneto en el que llamó a Marino «gran pintor de los ojos» y a Rubens «gran pintor de los oídos»66. Se refirió por lo menos cuatro veces más a aquel maestro flamenco (a quien conoció, muy posiblemente, en 1628); mencionó también a otros artistas extranjeros, como el Bosco, Rafael y Miguel Ángel, y sobre todo a Ticiano (aludiéndole catorce veces y sacándole al tablado en su comedia La santa liga)67; pero sabía evidentemente muchísimo más de sus coetáneos en España. Siendo pariente por nacimiento y matrimonio de diversos artistas visuales de cierta distinción, formó íntimas asociaciones con otros; indudablemente con Liaño, Ribalta, Pacheco, Jáuregui y Carducho, y probablemente con varios más, como Maíno y Juan van der Hamen. Hizo al menos tres declaraciones específicas en defensa de la nobleza de su arte, siendo la más notable una de 1628 en favor de que sus obras se exentaran del pago de alcabalas; se publicó al año siguiente, y aludió a ella Carducho en sus Diálogos de 1633, en los que incluyó además una silva de noventa y dos versos en loor de la pintura escrita también por Lope68. Varias de sus comedias, que se concebían en general para verse no menos que para oírse69, exigían además que se exhibieran pinturas en 64
Fernández Gómez, 1971, vol. I, pp. LXIV-LXVII. Portús, 1999, p. 134; en una nota (pp. 205-206) da una lista de cuarenta y dos pintores mencionados por Lope. El capítulo final del libro es una mina de información sobre lo que sabía en cuanto al arte. 66 Vega, Rimas humanas y divinas..., p. 271. 67 Ver De Armas, 1978 y 1998. 68 Carducho, 1979, pp. 448-449. 69 Ver por ejemplo Dixon, 1986, trabajo incluido en este libro. 65
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el tablado, e incluyó en ciertos libros suyos, a modo de auto-promoción, grabados emblemáticos, algunos de los cuales, probablemente, fueron dibujados por él. Es evidente, en efecto, que le fascinaban los jeroglíficos y los emblemas. Aludía constantemente a Alciato y conocía bien probablemente a otros emblematistas cuyas obras mencionó o que parece haber recordado, como Valeriano, Aneau, Coustau, Reusner, Camerarius, Horozco, Hernando de Soto y Sebastián de Covarrubias, pero el influjo en las suyas de tales combinaciones de imágenes y textos se ha investigado muy poco hasta ahora70. Mucho más queda por descubrirse, indudablemente, sobre los conocimientos en que se basaron las obras de Lope de Vega, pero a modo de conclusión podemos estar de acuerdo seguramente con Jameson en que «there is a good deal to be said for the opinion that Lope is to be reckoned among the learned poets as well as among the popular», y en que «his knowledge was considerable and his reading wide if casual and miscellaneous»71, pero también con Osuna, que habló de «la fenomenal cultura de Lope, la mayor de su tiempo entre literatos, si por cultura no nos limitamos a entender la información, profunda o no, que se adquiría en las universidades; en este sentido, solo Quevedo le supera»72.
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Ver McCready, 1957, pp. 79-104, y Dixon, 1981 y 1992a. Jameson, 1937, pp. 138-39. Osuna, 1972, p. 195.
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Desde principios del siglo XX se ha venido aseverando que ocho comedias de Lope de Vega, escritas a lo más entre 1595 y 1608 —y a lo menos entre 1601 y 1606— se basaron en el Decamerón de Boccaccio1. Y toda una serie de críticos, al escribir estudios «así de todas juntas como de cada una de por sí», las han comparado con ediciones modernas —es decir, críticas y correctas— de las Cenia Novelle2. Parecen, por lo tanto, haber incurrido en algunos casos en serios errores de interpretación de dichas comedias. Por extraño que parezca, Nancy D’Antuono, en el primer capítulo de su monografía de 1983 sobre las novelas del florentino en el teatro de Lope, fue la primera que se planteó en serio la pregunta: ¿qué versión o versiones de estas novelas puede haber conocido Lope?3 Apuntó incluso a la respuesta correcta, pero sin atreverse luego a afrontar de modo radical las consecuencias lógicas de su hallazgo y a desechar el Decamerón de Boccaccio como fuente de las obras del Fénix. Examinemos de nuevo la cuestión. En primer lugar, no es probable que Lope conociera el Decamerón más que en italiano. Los dos manuscritos españoles de que tenemos noticia, uno en catalán y otro en 1 Las novelas, las comedias y las fechas de composición propuestas por Morley y Bruerton, 1968, son las siguientes: II, 2, El llegar en ocasión, 1605-1608 (probablemente ca. 1606); III, 3, La discreta enamorada, 1606-1608; V, 4, El ruiseñor de Sevilla, 1604-1608; V, 9, El halcón de Federico, 1599-1605 (prob. 1601-1605); VIII, 10, El anzuelo de Fenisa, 1602-1608 (prob. 1604-1606); X, 1, El servir con mala estrella, 16041608 (prob. 1604-1606); X, 8, La boda entre dos maridos, 1595-1601; X, 10, El ejemplo de casadas, 1599-1608 (prob. 1599-1603). 2 Bourland, 1905; Menéndez Pelayo, 1943, III, pp. 5-29; Kohler, 1937; Metford, 1952; Arróniz, 1969, pp. 294-297; Segre, 1977; Arce, 1981. 3 D’Antuono, 1983.
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castellano, no se publicaron hasta el siglo XX4. Las cinco ediciones de la traducción española de 1496, que terminaron con la de Valladolid de 1550, son rarísimas hoy, y lo eran seguramente a finales del siglo XVI; y no se publicó otra hasta el siglo XIX5. ¿Qué versiones italianas, pues, puede haber conocido? Evidentemente es posible que haya visto alguna de las setenta que salieron en letras de molde en el primer siglo de la imprenta6; posible, pero poco probable, ya que cuarenta años antes de escribirse las comedias que nos interesan, el Decamerón sufrió una prohibición total, tanto en el Índice romano de 1559 como en el español, del arzobispo Valdés, del mismo año. Es dudoso, por lo tanto, que Lope pudiera haber escrito comedias basadas en el Decamerón si las autoridades eclesiásticas no hubiesen permitido, en vista de la fama de Boccaccio como un clásico de la lengua toscana, la preparación y publicación de versiones «castigadas» de su obra maestra. Se hicieron en efecto tres, que estudiaremos a continuación; pero en cada una de ellas el texto quedó tan estragado que ninguna puede describirse ya como el Decamerón de Boccaccio. Son los Decamerones más bien de Borghini, de Grato y de Salviati. La rassettatura de los Deputati, capitaneados porVincenzo Borghini, fue autorizada por Pío V en 1571 y publicada por los Giunti de Florencia en 1573. La revisión consistía en la supresión de una sola novela, en cambios considerables en 17 y en modificaciones menores en otras 39, con el efecto sobre todo de eliminar la mayor parte de los violentos ataques de Boccaccio a la Iglesia y a su clero7. Pudiera suponerse que la Inquisición se hubiera dado por satisfecha, si juzgáramos por ejemplo por el Índice español de 1583 y ediciones posteriores del mismo, ya que allí las novelas de Boccaccio se prohibieron «no siendo de las corregidas e impresas del año de 1572 a esta parte»8; y Francisco López Estrada parecería tener razón al escribir que el texto de Borghini, en España por lo menos, «podía leerse en todas partes sin temor»9. Pero en realidad los cambios efectuados por Borghini distaron tanto de contentar a los inquisidores romanos que se apresuraron a recoger ejemplares de su rassettatura y nunca habrían 4
D’Antuono, 1983, pp. 10-11. D’Antuono, 1983, pp. 11-12; Palau y Dulcet, 1948, vol. 11, p. 291; Menéndez Pelayo, 1943, III, p. 23. 6 Zambrini y Bacchi della Lega, 1875. 7 Sorrentino, 1935, pp. 145-185. 8 Index et Catalogvs... fol. 75r; ver, además, fols. 16r, 69r, 72v, 73r. 9 López Estrada, 1981. 5
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consentido que se reimprimiera10. Es poco probable, por consiguiente, que esta versión tuviera gran difusión en España; y Menéndez Pelayo se equivocó plenamente, como veremos, al decir que «a ella se ajustaban todas las de aquel siglo y los dos siguientes»11. A principios de 1579, en cambio, se concedió permiso para otra revisión —ignorada por D’Antuono— llevada a cabo por un tal Luigi Groto, «il cieco d’ Andria», aunque la publicación de esta se atrasó hasta 1588, después de muerto su autor. Esta versión, que introduce cambios radicales en 24 de las novelas, habría sido más aceptable, ya que volvió a imprimirse en 1590 y 1612. Pero entretanto se había publicado una tercera rassettatura, la de Lionardo Salviati. Salviati, como Groto, modificó el texto de Boccaccio de una manera mucho más rigurosa que Borghini, cambiando radicalmente el contenido de unas 60 novelas. El hecho es que el Santo Oficio estaba dispuesto a permitir que se volviera a publicar el Decamerón solo a condición de que Salviati lo convirtiese en un «Decamerón moral»12. Salviati, por lo tanto, ha merecido —inmerecidamente, en cierto sentido— de parte de casi todos los estudiosos italianos el apodo de «castratore» del Decamerón. Según Boccalini, en 1614, «a Boccaccio le laceró con tantas heridas que los suyos afirmaron no poder reconocerle»13; la rassettatura de Salviati, en palabras de su biógrafo Peter Brown, fue «un libro del todo nuevo»14. Pero tuvo éxito; eclipsó sin duda no solo la versión original, sino las de Borghini y Groto. Se habla de unas 14 ediciones, y es indudable que antes de 1602 se habían publicado ocho, cualquiera de las cuales pudo haber estado en la mesa de Lope cuando este se sentaba a escribir comedias15. De lo expuesto queda patente la probabilidad de que Lope y sus contemporáneos hayan conocido no el Decamerón de Boccaccio, sino una de las tres versiones «castigadas» de él. Dichas versiones, como dijo Sorrentino, son históricamente importantes y 10 Ver Rotondo, 1963, y Carter, 1986. Cumplo con gozo la obligación de agradecer a Tim Carter, de la Universidad de Lancaster, como también a Peter Brown, de la Universidad de Glasgow, la valiosa ayuda que me proporcionaron en la preparación del presente estudio. 11 Menéndez Pelayo, 1943, III, p. 24; Palau, 1948, vol. 11, p. 291. 12 Brown, 1957; y también Brown, 1967, p. 3. 13 Boccalini, Pietra, pp. 72-73. 14 P. M. Brown, 1957, p. 315. 15 Ver P. M. Brown, 1974, p. 253.
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deben examinarse precisa, completa y definitivamente, si se reflexiona que varias generaciones leyeron el Decamerón revisado, ya que esta era la única forma en que podían leer y poseer la obra maestra de Boccaccio. De otra, uno se veía obligado a renunciar a su lectura o a correr el riesgo de ser denunciado a la Inquisición16.
Parece dudoso que Lope (que según algunos puede haberse sentido amenazado por dudas acerca de su «limpieza»)17 haya querido correrlo. Al contrario, desde 1609 se proclamaba en sus portadas como «familiar del Santo Oficio»18; fue él mismo censor de libros19 y consta que asistió una vez por lo menos a un auto de fe para ver quemar a un hereje20. De haber tropezado con un Decamerón no «castrado», quizás lo hubiera escondido y utilizado; pero es más probable que al de Boccaccio también lo hubiera quemado a favor de otro menos peligroso. Conviene, pues, antes de examinar cualquiera de sus comedias «boccaccianas», considerar en los cuatro Decamerones las distintas versiones de la novela que pueden haberle servido de fuente.
EL LLEGAR EN OCASIÓN La segunda novela de la segunda jornada del Decamerón cuenta cómo Rinaldo d’Asti, caminando hacia Verona, fue robado por tres bandidos disfrazados de mercaderes, y cómo una hermosa viuda de CastelGuglielmo, decepcionada por haberse ausentado su amante, el marqués de Ferrara, hospedó a Rinaldo en su casa y en su cama. Rinaldo había hablado a los mercaderes de su devoción por san Julián el Hospitalario, y el final feliz de su aventura se atribuye a la intervención de Dios y del santo. Es más: la gracia del cuento consiste precisamente en la alcahuetería del santo, y Boccaccio recarga su sátira contra una devoción tan supersticiosa, esparciendo por toda su novelita alusiones a san Julián, cuyo nombre aparece no menos de nueve veces. La rassettatura de Borghini apenas hace más que reducir estas alusiones; pero las otras dos las eliminan por completo. Groto también omite, 16 17 18 19 20
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Sorrentino, 1935, pp. 203-204. Ver sobre todo Pamp, 1968. Se llama así por primera vez en la portada de su Jerusalem conquistada. Ver sobre todo Zamora Lucas, 1941. Castro y Rennert, 1968, p. 272; Márquez, 1980, pp. 127-131.
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entre otras muchas cosas, el tema de la conversación con los «mercaderes»; Salviati dice que hablaron de las armas que deben llevar los viajeros; y los dos atribuyen la dicha del protagonista a meros accidentes o a la «sorte». Si miramos ahora El llegar en ocasión, hallaremos que Lope en su primer acto sigue de cerca el relato novelesco, pero que no se asoma por parte alguna la menor referencia a lo sobrenatural; su protagonista, como subraya el título, es favorecido solo por llegar en ocasión. Podemos estar de acuerdo, pues, con Joaquín Arce cuando describe las alusiones constantes a san Julián como «un motivo dominante y repetido», por la omisión del cual «la intención del autor italiano, reflejada en su tema [...] queda totalmente desvirtuada», de modo que «como Boccacio juega con una palabra o expresión reiterada, aquí es el título de la comedia el que cumple esa función dominante, apuntando a bien diversa finalidad»21. Pero si suponemos que Lope leyó la novela en el Decamerón de Groto o en el de Salviati, desconociendo los de Boccacio y Borghini, la «desvirtuación» debe atribuirse más bien a uno de aquellos. De modo semejante, a Metford le pareció que Lope «fue consciente de la impropiedad» de suponer que Dios y san Julián premiaran la devoción del héroe no solo con un alojamiento, sino con una amante, y «omitió toda alusión al santo, sustituyendo en su lugar el concepto pagano de la suerte»22. Finalmente, D’Antuono ha escrito que «en interés de la propiedad, Lope omite la alusión boccacciana a una intervención divina y enfoca más bien el concepto pagano a cambios aleatorios»23. Pero mal puede omitirse lo que ya ha sido omitido.
EL RUISEÑOR DE SEVILLA La cuarta novela de la quinta jornada cuenta cómo Caterina, hija de Messer Lizio de Valbona, fingiendo que con el calor de mayo solo podrá dormir si se acuesta en un balcón y oye el canto de un ruiseñor, consigue verse con su amante Ricciardo. Se besan, se acuestan y, después de hacer el amor casi toda la noche, se duermen y son hallados por el padre, que insiste en que prometan casarse. La gracia del relato estriba 21 22 23
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Arce, 1981, p. 380. Metford, 1952, p. 83. D’Antuono, 1983, pp. 33-34.
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sobre todo en los múltiples juegos de palabras que equiparan el canto del ruiseñor con el acto sexual, pero ni Borghini ni Groto se creen obligados a omitirlos. Salviati, en cambio, suprime alusiones a que los amantes «hicieron cantar el ruiseñor muchas veces»; a que Caterina al dormirse había abrazado a Ricciardo «con el brazo derecho bajo el cuello, y con la mano izquierda había cogido aquella cosa que las damas, delante de los hombres, os avergonzáis de nombrar», de modo que fueron descubiertos «en la posición indicada», con lo que ella «se desprendió del ruiseñor»; y a que después de desposados los amantes, «no habiendo caminado por la noche más de seis millas, antes de levantarse caminaron otras dos». Salviati retiene, es verdad, once referencias al ruiseñor; sigue diciendo que Ricciardo lo metió en su propia jaula y no en la ajena y que Caterina la cogió y que lo tuvo en su mano. Pero mientras que el lector del Decamerón de Boccaccio de Borghini o de Groto no tiene más remedio que identificar el pájaro con el miembro viril, el que conociera solamente el de Salviati podría muy bien comprender los juegos de palabras como alusivos más bien a la persona del amante «en su totalidad», por así decirlo. Lope, en su versión dramática, utiliza el motivo del ruiseñor como una metáfora extendida. Algunas variantes de ella resultan sugestivamente eróticas, como cuando se prevé —en unos versos que se dirían de García Lorca— «que vendrá el ruiseñor / a dormir sobre la flor / del jazmín o del azahar»; pero aquí y en general se emplea de una manera romántica y lírica, equiparando el pájaro con el poético galán. Se anuncia en la última escena, por ejemplo, que la protagonista «cogido había / su querido ruiseñor»; «¿Cogido?» pregunta el padre, y se le contesta: «Y está en sus brazos durmiendo». Ella, asimismo, dice al final a su amante: «Dadme, ruiseñor, la mano, / pues de mi vida lo sois»24. Cesare Segre, pues, tiene razón al decir que en El ruiseñor de Sevilla «la parola ruiseñor vien subito codificata come equivalente di innamorato (non di membro virile...)», salvo que el cambio, si Lope leyó a Salviati, no fue ni suyo ni «subito»; y Segre se equivoca al añadir que «i rapporti fra intriga e metafora sano rivoluzionati da Lope»25, como 24 Vega, El ruiseñor de Sevilla, pp. 129-134. Nótense también los versos finales, que siguen inmediatamente: «Aquí El ruiseñor se acaba: / si cual debe no cantó, / el señor será el senado, / y el autor el ruiseñor, / pues el señor, al que es ruin / bien puede dalle perdón». 25 Segre, 1977, p. 235.
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también se equivoca Joaquín Arce al calificar la obra lopesca como «prototipo de comedia cuyo resultado se desgaja de raíz de la narración del cuento que le sirve de punto de partida», ya que este, en la versión de Salviati, había sido ya (en otra frase de Arce) «despojado de su malicia obscena»26.
LA DISCRETA ENAMORADA La tercera novela de la tercera jornada cuenta cómo una dama florentina, casada con un lanero rico, consigue que la corteje un joven de quien se ha enamorado; finge confesarse a un fraile amigo del joven, quejándose tres veces de haber hecho este lo que ella quiere en realidad que haga, e invitándole por fin, cuando su marido ha partido para Génova, a subir a su alcoba. La rassettatura de Borgini se limita a omitir ciertos ataques contra el clero en general y a modificar el carácter del fraile, a quien retrata como menos interesado y más ingenuo, sin llamarle ya bestia y mentone. Groto le sustituye, como tercero, por la madre del joven, obligándose así a otra serie de modificaciones y recortes. Salviati, en cambio, le sustituye por un pedagogo, convierte a la casada infiel en una viuda e inventa un padre que quiere obligarla a unirse al lanero en segundas nupcias; es el padre, pues, el que parte a Génova, y los amantes, tras el encuentro de la alcoba, pueden casarse. En La discreta enamorada de Lope, podríamos sospechar tal vez una posible influencia de la versión de Groto, ya que la protagonista (no el galán) adquiere una madre, y el galán (no la protagonista) un padre, que es a quien emplean como ingenuo tercero de sus amores. Pero este, que no es ni fraile ni pedagogo, sino un soldado fanfarrón, sigue siendo un personaje masculino, y la madre empeñada en casar a su hija puede haber sido sugerida por el padre inventado por Salviati. Lo más significativo, sin embargo, es el hecho de que en Lope, como en Salviati, la protagonista está por casarse, de modo que sus amores no son adúlteros y pueden conducir a un casamiento final. En este caso también, los críticos han confundido lo que Lope decidió cambiar con lo que a lo mejor no conocía. Joaquín Arce, por ejem26 Arce, 1981, pp. 378-379. Tampoco me parece acertada la interpretación de D’Antuono, 1983, p. 23, nota 4.
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plo, comenta que falta en La discreta enamorada la «burla de instituciones o personas sagradas», y escribe que «la protagonista, casada y adúltera en el italiano, se convierte en soltera, hija de viuda y casadera en el español»27. Metford también observa que Lope «retuvo al tercero inocente, pero le convirtió de un religioso en un soldado viejo fanfarrón, por ser una víctima más apropiada. En vez de una mujer licenciosa, creó el carácter de una joven animada que solo desea un matrimonio legal»28. Incluso D’Antuono escribe que, en vista del contenido de la novela, «Lope se vio obligado a ciertos cambios básicos. Por consiguiente, aunque tiene toda la astucia y resolución de su original italiano, la heroína lopesca es una joven animada que solo desea casarse»29. Parece contradecirse, pues, cuando en otros momentos identifica el Decamerón de Salviati como el Decamerón expurgado de 1582 y caracteriza a la protagonista como «una joven en busca de marido»30. ¿Supone, acaso, que Lope conocía e incluso poseía más de un solo Decamerón? Es posible, desde luego; como también lo es que para una comedia determinada se sirviera de una versión y para la siguiente, de otra. Pero el sentido común nos dice, mientras no se compruebe lo contrario, que más probablemente tenía un solo ejemplar, y que entró a saco en él para argumentos de comedia durante un período de entre 5 y 13 años31. Entre las novelas del Decamerón dramatizadas por Lope, hemos visto ya tres cuya versión original sufre modificaciones radicales en las tres rassettature, y sobre todo en la de Salviati —modificaciones que vuelven a aparecer en las comedias del Fénix—. Pero estas tres comedias —y estas modificaciones— son precisamente las que parecen constituir una desviación por parte de Lope de lo que habría hallado en el Decamerón de Boccaccio. Joaquín Arce, tras haber estudiado las otras cinco en dos apartados anteriores, escribe que las tres representan «una tercera forma de utilización por parte del dramaturgo español, tomando y desarrollando las posibilidades dinámicas implícitas en el material argumental del Decamerón, pero sin asumir la manifiesta postura intencional de Boccaccio». Sostiene, en fin, que Lope
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Arce, 1981, pp. 377-378. Metford, 1952, p. 152. D’Antuono, 1983, p. 41. D’Antuono, 1983, pp. 178-179. Compárese lo que escribe, más acertadamente, D’Antuono, 1983, p. 29.
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intenta incluso, en estas últimas y más significativas obras, transformar el impulso inicial de las mismas, facilitando en el fácil ritmo octosilábico de sus títulos, y reiterando en el curso de la comedia, el signo verbal —ocasión, ruiseñor, discreción— que ha de dar nuevo sentido a la trama; así una tradición piadosa se reduce a ocasión propicia; una metáfora anatómico-sexual se extiende con su disemia de la parte al todo, pero sin equívocas insinuaciones; y un religioso-intermediario, objeto de mofa y burla como centro generador de la acción, queda sustituido por la sutil discreción de una enamorada madrileña32.
No podremos discrepar de Arce en la identificación de estas obras como menos «boccaccianas», pero sí en el modo de explicar sus desviaciones. No se deben en estos casos a que Lope se haya apartado de su fuente, sino a que se atuvo a ella, sin saber a lo mejor que estaba ya «desvirtuada». Y dicha hipótesis queda confirmada cuando pasamos a considerar las diversas versiones de las otras novelas que dramatizó; en cada caso difieren muy poco tanto entre sí como de la versión original, ya que eran de las novelas que menos «castigo» pedían. Sería imposible, por lo tanto, comprobar, como en los tres primeros casos, que al escribir cualquiera de las otras cinco comedias Lope utilizara el Decamerón de Salviati en vez del de Boccaccio u otro33; pero sería no menos imposible, por lo mismo, demostrar lo contrario. Parece imponerse, pues, como muy probable la hipótesis de que todas las ocho comedias de Lope fueron inspiradas por el Decamerón de Salviati, y nos damos cuenta de que en todas siguió bastante de cerca su fuente —más de cerca, en algunas, de lo que se ha supuesto—. No está claro, sobre todo, que suprimiera o modificara «por buenos respetos» episodios indecentes o irreverentes, ni en las tres que hemos analizado ni en las otras que se han señalado. En El anzuelo de Fenisa, por ejemplo, Metford supone que Lope omitió por inmoral un episodio en un bagnio de Palermo34; pero si, por una parte, hubiera sido difícil escenificarlo, no era nada esencial, por otra, al argumento de la historia. De La boda entre dos maridos cree asimismo Joaquín Arce que la legalización de la sustitución de un amigo por otro en el lecho nupcial se debió a la «necesidad 32
Arce, 1981, p. 382. La presente investigación, por lo tanto, no afecta, por ejemplo, a la interpretación de Montes, 1975, de El halcón de Federico ni a la del excelente estudio de López Estrada, 1981. 34 Metford, 1952, p. 82. 33
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de evitar situaciones escabrosas»35; pero también pudiera atribuirse a la influencia de la versión del cuento boccacciano que se encuentra en El patrañuelo de Juan Timoneda. Al contrario, Lope parece más bien haber añadido de vez en cuando detalles algo arriesgados: en El anzuelo de Fenisa son algo escabrosas las tentativas de sus dos compañeros masculinos para descubrir si es macho o hembra una mujer disfrazada de varón; en La boda entre maridos lo son igualmente ciertas insinuaciones de una relación homosexual entre los amigos Febo y Lauro; y ya hemos comentado algunos detalles eróticos de El ruiseñor de Sevilla. Evidentemente, una relativa fidelidad a su fuente no impedía, ni mucho menos, que Lope la modificara en bastantes aspectos y sobre todo que añadiera mucho de su propia cosecha, al convertir unas narraciones medievales más o menos cortas en comedias de corral barrocas de unos tres mil versos. Falta espacio aquí para comentar sus innovaciones en cada caso, pero en lo que sí quiero insistir ahora es en que, para investigarlas debidamente, es deseable, por no decir imprescindible, establecer la base de la que solía partir.Y para mí, como vengo diciendo, esta parece haber sido, no el Decamerón de Boccaccio, sino el de Salviati. He intentado incluso averiguar, sin resultado todavía, cuál de las varias ediciones de este Decamerón pudo haber poseído. Las que fueron impresas por A.Vecchi de Venecia en 1597 y 1602 contienen, por ejemplo, grabados a la cabeza de cada novela y pueden, por lo tanto, haberle proporcionado, amén del texto, una inspiración pictórica; pero faltan pruebas convincentes de su influjo en las comedias. Confieso, pues, que el título de este estudio puede pecar de efectista, si bien sostendría en defensa propia que en casos parecidos conviene a veces exagerar para despertar a la crítica literaria de su acostumbrada inercia. Sería absurdo sugerir, evidentemente, que Lope desconociera el Decamerón; si para algunas de nuestras ocho comedias pueden proponerse otras fuentes secundarias, está fuera de duda que las Cento Novelle constituían la principal. Es más: hay seguramente otras obras de Lope en que puede rastrearse su influencia. Donald McGrady ha sugerido, por ejemplo, que Viuda, casada y doncella puede haberse basado en la novena novela de la última jornada36.
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Arce, 1981, p. 373. McGrady, 1984, p. 129; y también McGrady, 1985, p. 610.
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Para terminar, dedicaré algunas palabras a El perro del hortelano, para subrayar con cuánta originalidad se emplea en ella la séptima novela de la quinta jornada. Dicha novela cuenta cómo un muchacho armenio, Teodoro, capturado por unos corsarios genoveses, es comprado por un noble de Sicilia y criado por él en compañía de una hija suya. Los dos jóvenes se enamoran, la muchacha queda embarazada y Teodoro piensa escaparse. Ella promete que no identificará a su amante, pero por fin lo hace, y Teodoro es detenido y sentenciado a muerte. Camino del suplicio, es reconocido sin embargo por un embajador armenio como el hijo que había perdido hacía muchos años y por lo tanto puede casarse con su amada (Salviati, como casi siempre, introduce algunos cambios, pero en este caso son insignificantes). En El perro del hortelano la situación central es vagamente similar. Un joven de origen desconocido, que también se llama Teodoro, ha sido criado en Nápoles en la casa de una joven condesa. Los dos se enamoran, pero —a pesar de un carnavalesco «estupro» cometido por la hembra— las diferencias sociales imposibilitan su unión, y en el acto tercero, amenazados por los pretendientes nobles de la dama, Teodoro piensa escaparse. Pero el gracioso Tristán se acuerda ahora de un conde napolitano, cuyo hijo —otro Teodoro— fue capturado hacía muchos años por unos corsarios moros. Fingiendo ser un mercader armenio, cuenta al conde cómo un muchacho llamado Teodoro, capturado por unos corsarios, fue comprado por su padre y criado en compañía de su hija. Los dos jóvenes se enamoraron, la muchacha quedó embarazada y Teodoro se escapó; pero el «mercader» acaba de reconocerle en casa de la condesa. El conde, convencido de que este Teodoro debe ser su hijo (y Lope no deja de insinuar irónicamente que la mentira acaso pueda ser verdad), acepta a Teodoro como el hijo que perdió, y este por lo tanto puede casarse con la condesa (con tal que los espectadores le ayudemos, como ella, a sostener tan ridícula ficción, por haber reconocido su «nobleza natural»). Evidentemente, Lope se las ha arreglado para que el taimado gracioso pueda utilizar —escenificar, incluso— una adaptación (mejor dicho una inversión) del cuento novelesco, para ayudar ingeniosamente a su amo, para imponer en la situación vagamente similar una conclusión casi idéntica (en apariencia) a la de la novela. El hecho de que el nombre del protagonista, como también el del hijo del conde, sea el del héroe de la novela, Teodoro, confirma sin lugar a dudas la deuda de Lope con el Decamerón. Es más: que se llame así a partir de la primera escena
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comprueba que el empleo del cuento para el desenlace fue previsto por Lope desde un principio. Parece mentira que algunos críticos sigan insistiendo en que dicho desenlace fuese una burda improvisación37; en el prólogo a mi edición de la comedia he aducido siete razones para sostener que Lope lo calculó con gran cuidado y finura como una solución irónica y audaz38. Pues bien: aquí se nos ofrece una octava razón. Podemos decir incluso que en esta magnífica comedia, escrita según parece unos cinco años más tarde que cualquier otra de las ocho comedias «boccaccianas» estudiadas hasta ahora, en las cuales he intentado demostrar que Lope se ceñía con relativa fidelidad al Decamerón que conocía, explota otra de sus novelas con una soltura y una sutileza nada menos que geniales.
37 Sirva como ejemplo Aubrun, 1984, especialmente p. 282, nota 12: «que Teodoro, dans El perro del hortelano, doive trouver une ejecutoria pour pouvoir épouser la noble Diana, quel tour de passe-passe médiocre!». ¿«Escupir el hombre al cielo»? 38 Vega, El perro del hortelano, ed.V. Dixon, pp. 47-49. Aprovecho la oportunidad para subrayar la inmensa aportación de John E. Varey a los estudios hispánicos que ha representado la fundación y dirección de la editorial Támesis, y para darle las más sentidas gracias por el consejo y ayuda que me brindó a mí, como a tantísimos otros, en la publicación de mi trabajo.
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El tema fundamental de la extensa e intensa polémica renacentista sobre las mujeres y su papel social fue el de la educación que debieran recibir1. A todo lopista le importa por tanto tratar de averiguar la actitud del Fénix ante tan debatida cuestión; pero se halla metido al hacerla en una polémica actual. Para algunos especialistas muy respetables — entre ellos dos buenos amigos míos, Melveena McKendrick2 y José María Díez Borque3— dicha actitud era negativa o incluso reaccionaria. Para otros, y para mí, era más bien positiva, por no decir avanzada. Al abordar el problema, tropezamos con varias dificultades. Primero, con la enorme cantidad de lo que durante medio siglo nos dejó escrito Lope. Segundo, con sus inevitables inconsistencias, aparentes y reales. Pero tercero y principalmente con un hecho evidente, pero mal comprendido, según parece, por muchos intérpretes suyos: que los pareceres que emiten los personajes de sus comedias —y que se citan casi siempre 1
Cito (aproximadamente) a Rodríguez Cuadros, 1995, p. 111. De la cuantiosa bibliografía reciente sobre la cuestión cabe mencionar además solamente a Zavala, 1993 y 1995. 2 En su importante libro McKendrick, 1974, pp. 240-241, halló en una comedia de Tirso y otra de Rojas «an appreciable glimmer of feminism in respect of female education. In comparison, Lope’s fear of learning in women is conservative, even reactionary. Exalting the twin ideals of love and marriage as the supreme state of normality for women, he disapproved of anything that might threaten them». 3 Ver por ejemplo Díez Borque, 1979, pp. 67-68: «[Ricardo] Del Arco afirma rotundamente que en el teatro existía una corriente reivindicatoria de la causa femenina, especialmente en Lope. Puede pensar eso a la vista de testimonios como el de Laura de La vengadora de las mujeres, pero olvidando que el desenlace invalida sus argumentos y que aunque haya versos para agradar a la cazuela el sentido global no era ese. Lope de Vega fue especialmente virulento en sus ataques a la cultura femenina, por miedo a que la mujer superara al hombre».
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en trocitos, divorciados de sus contextos— pueden ser a veces muy distintos de los de su creador. Incluso González de Amezúa, que habló hace medio siglo del «franco, valiente y progresivo feminismo de Lope de Vega», concedió, aduciendo algunas citas, que en su teatro la controversia sobre la educación de la mujer «aparentemente se resuelve en sentido restrictivo»; pero comentó acertadamente que «estas y otras parecidas chanzas de lacayos y graciosos no excluyen el verdadero e íntimo sentir de Lope: su afición a la mujer que cultiva su entendimiento»4. Y aun así había interpretado mal algunos de los versos a los cuales aludió —por ejemplo, una frase citada antes por Vossler: «Los libros y la mujer / contradicción implica». De hecho provienen de un soliloquio de Africana, la amante en El divino africano del futuro san Agustín; está dudando si un sabio como este ha de ser capaz de amarla a ella tanto como a sus lecturas5. Ante estas dificultades, no nos queda más remedio que proceder con precaución: pasar a revista cuanto podamos de su producción entera y valorar en cada caso lo que escribe en el contexto global de la obra examinada. En numerosos escritos elogia a mujeres, del pasado y del presente, dotadas de sobresaliente capacidad o fortaleza. Simon A. Vosters halló en diecisiete de ellos referencias a sesenta y cuatro «mujeres doctas» — treinta y tres de la Antigüedad y treinta y una del Renacimento y de su propio tiempo6—. En La Dorotea, por citar un solo ejemplo, Julio alude a diez arquetipos femeninos, como «Carmentas para las letras»; Fernando, por cierto, los califica de «ecepciones de la común flaqueza», pero él también menciona a dos actuales, Laura Terracina y Vittoria Colonna7. Pero la obra no dramática en que Lope habla más claramente en defensa de las mujeres es sin duda la Oración y discurso con que dio principio a un certamen poético en loor de Santa Teresa8. En esta especie de sermón en versos sueltos recuerda, para refutarle, a Platón. La primera de cuatro cosas por las cuales este, según alega, dio gracias poco antes de morir 4
González de Amezúa, 1935-1943, t. II, pp. 553 y 555-556. Vega, El divino africano, p. 319. También interpretó mal unos versos de La serrana de la Vera (p. 186); las amonestaciones conservadoras de que habla con sus amigas la protagonista Laura son las de sus deudos, y se está burlando de ellos. 6 Vosters, 1970. 7 Vega, La Dorotea, pp. 89 y 100. 8 Vega, Oración y discurso..., fols. 4v-11r. 5
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fue «por haber nacido / varón, y no mujer»9. Recordando también a Salomón, como autor de los Proverbios, proclama las virtudes de «valerosas mujeres» de Grecia y de Italia, de «dos españolas / de nuestra edad, entre otras, celebradas» y de tres heroínas bíblicas, comentando luego que «no fue justo / despreciar las mujeres, pues algunas / han sido gloria del varón (no agravio), / y su corona, como dice el Sabio». Alaba luego a Teresa como «heroica, / fuerte, sabia, divina», una «de tantas ilustrísimas mujeres / que han sido honor y gloria de los hombres»10, para volver a ensalzar a las mujeres en general. Uno de sus comentarios más llamativos es el siguiente: «Que por no las poner, como a los hombres, / en las escuelas, sus ingenios raros / no les hacen ventaja conocida»11. En su teatro encontramos parecidamente una multitud de heroínas doctas. Hablaré en seguida de las más interesantes, pero de otras mujeres se dice de paso, con evidente aprobación, que son sabias, instruidas o comprometidas con la lectura12. El gracioso de El sembrar en buena tierra, 9
No sé en qué basaba Lope este aserto, si él (o alguna fuente suya) no interpretaba maliciosamente lo que había dicho Plutarco en sus Vidas de Caius y Marius: que Platón, a la hora de su muerte, dio gracias «primero, por haber nacido hombre, y no un animal irracional; luego, por ser griego y no un bárbaro; y luego, porque su nacimiento había caído en la época de Sócrates». 10 En su comedia Vida y muerte de Santa Teresa de Jesús, la celebra también como sabia. Recordando sin duda su autobiografía, insiste en la cuestión de sus lecturas. A instancias de Envidia (Lucifer) —que la teme, como a las heroínas de las Sagradas Letras— Vanidad le pone delante varios libros de caballerías, y ella lee Amadís de Gaula; pero Amor Divino coloca encima de ellos las Confesiones de san Agustín.Tras leerlas, la santa echa al fuego sus «libros de fábulas llenos», y se anima después a leer las Epístolas de san Jerónimo. De este subtema de las lecturas apropiadas para la mujer instruida no es posible tratar en el presente estudio con la extensión que merece. 11 Aquí, como en La doncella Teodor, Lope anticipa en más de veinte años lo que dice María de Zayas «Al que leyere» en sus Novelas amorosas y ejemplares: «Si en nuestra crianza como nos ponen el cambray, en las almohadillas y los dibujos en el bastidor, nos dieran libros y preceptores, fuéramos tan aptas para los puestos y para las cátedras como los hombres, y quizá más agudas» (Zayas, Novelas..., p. 22). 12 No todas lo son, desde luego. La heroína epónima de La viuda valenciana sale a su comienzo con un libro de fray Luis; empeñada en no casarse de nuevo, lee obras pías, dice, «por entretenerme, / no por bachillera hacerme / y de aguda graduarme». Pero las echa en olvido muy pronto por haberse enamorado de un forastero desconocido, y su criada comenta: «No sé qué tengo de hacer / de los libros y oratorio. / Pues ¿qué dirá fray Luis? / ¿y aquellas cosas tan altas» (Vega, La viuda..., pp. 69 y 72). Y en El cuerdo en su casa la esposa de un letrado se disgusta sobremanera al recibir del gracioso una lista de tratados de derecho (antes de saber que es en realidad un billete de amor). Tales libros, dice, «quítannos las buenas salas / y ocúpannos los maridos»;
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fingiendo haber traído a la muy simpática Celia un cuantioso regalo de libros, explica que «me dicen que ha estudiado / la gramática latina»; ante el comentario de cierto don Alonso: «Mucho a los libros se inclina», ella misma lo confirma: «Fue de mi padre cuidado. / La gramática estudié, / de la retórica supe»13. Otro padre, en La mayor victoria, dice con orgullo de otra hija que «es lo menos en ella / incomparable hermosura; / la lengua latina y griega / sabe, y no como mujer, / sino con toda eminencia. / Estudió filosofía / Casandra, y puede leerla / en escuelas». El consejero del emperador Otón emite después por cierto uno de aquellos pareceres que se citan a menudo: «Siempre fui de parecer / que Naturaleza agravia / a la mujer que hace sabia, / pues deja de ser mujer; / porque en llegando a saber / la natural vanidad / la pone en tal dignidad / que quiere quitar al hombre, / con la grandeza del nombre, / la imperiosa majestad»14. Pero Casandra no demuestra nunca vanidad semejante; sí en cambio un fuerte sentido de honor y lealtad a su prometido, que despierta en el lascivo emperador la capacidad de vencerse a sí mismo que da título a la comedia. En tales casos hay que tener en cuenta siempre la totalidad de la obra, y sobre todo su desenlace. Buen ejemplo sería La vengadora de las mujeres; su sentido global me parece distinto del que le ha dado Díez Borque. Su muy leída protagonista, Laura, indignada por la arrogancia de tantos autores misóginos, se ha empeñado en estudiar «para escribir faltas suyas». Para ella, solo «hacer labor [...] no es ocupación bastante, / porque el libre entendimiento / vuela por todas las partes», y la vemos dirigiendo una academia femenina. Discurre agudamente sobre los libros que le regala, disfrazado de estudiante, el príncipe Lisardo, y le emplea como bibliotecario. En el acto segundo organiza para sus varios pretendientes un torneo y un concurso: el premio será para el que escriba el mejor libro en alasi hubiera sido en cambio un catálogo de tejas, «aun fueran libros, Leonor, / para nuestra librería» (Vega, El cuerdo en su casa, p. 450). 13 Vega, El sembrar en buena tierra, pp. 196-197. 14 Vega, La mayor victoria, pp. 225 y 226. Parecidamente otro emperador, Nerón, en Los embustes de Fabia, mantiene que «no es cuerdo el hombre, sino loco / que busca mujer discreta. / [...] / La mujer ha de tener / un ingenio moderado, / no agudo, libre, alterado, / atrevido y bachiller, / que en siendo de este modo / no se puede tolerar; / que quiere luego mandar / y ser cabeza de todo» (Vega, Los embustes de Fabia, p. 106). Pero no hemos de esperar otra actitud en un tirano matricida, y Fabia, sin ser docta, demuestra mucho ingenio en defenderse contra su lascivia.
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banza de las mujeres. En el tercero, ella misma, disfrazada de caballero, ha vencido a todos en el torneo, y Lisardo declara que es ella también quien merece ganar el premio, por ser «un libro vivo / [...] en quien estáis mirando / las virtudes y excelencias / y todo el valor cifrado / que hay en todas las mujeres». En esencia, pues, es admirable; pero había tenido al comienzo un defecto capital: esa soberbia hostilidad al amor y al matrimonio que se resume en la voz esquivez, y que Lope considera siempre como contraria a la naturaleza humana. En el curso de la acción, sin embargo, tanto Laura como sus discípulas se han curado de ella, y al final se casan todas, confesando incluso que «vivir no es posible / sin los hombres»15. Es doble, pues, el mensaje que se desprende de la obra, como también de su famosa dedicatoria a «la señora Fenisa Camila». Con esta, sin duda una feminista agresiva de la vida real de su tiempo, el Fénix se muestra bastante más duro que con su protagonista, pero incluso a ella le dice que la tendrá por «discreta, si la veo de la opinión de Laura, con algún dichoso Lisardo que la merezca» —todo lo feminista que quiera, es decir, pero femenina también—. Y es muy de notarse que Laura es la única protagonista docta de una comedia de Lope que —como Laurencia en Fuenteovejuna, la melindrosa Belisa o la Moza de cántaro— empieza, aunque no termina, como una mujer esquiva. Ninguna de las demás de que he de hablar se muestra reacia al amor. En La prueba de los ingenios «la sibila de Mantua», Florela, persigue a su amante Alejandro cuando este la abandona para ser uno de los pretendientes de Laura, una rica heredera de Ferrara. Exhibiendo su erudición, se hace emplear por esta como secretaria —o secretario, ya que luego, llamándose Félix, finge también ser varón—. En el acto final defiende con éxito, con citas específicas de Aristóteles y de santo Tomás de Aquino, la tesis de «que las mujeres / son aptas y son perfetas / para el gobierno y las armas; / lo mismo para las ciencias»16.Y consigue por fin recuperar a su amante infiel, mediante su resolución, su ingenio y —en su caso— su sabiduría. 15
Vega, La vengadora de las mujeres, pp. 616, 645 y 646. Ver el estudio de esta comedia (y de Las mujeres sin hombres) por la llorada Fothergill-Payne, 1991. 16 El gracioso Camacho, dándole la razón, inicia un largo parlamento sobre las capacidades de las mujeres con una especie de bibliografía sucinta: «y si no, desenvolved / las antiguas y modernas / historias, o ya en Textor, / en Estobeo, y en Séneca, / y veréis si las mujeres / son en la paz y la guerra / y en el gobierno famosas». Cito, modernizando, por el texto de la Novena parte (Vega, La prueba de los ingenios, fols. 19-21).Ver el estudio de Heiple, 1991.
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Las mismas capacidades exhibe, en mayor medida aún, la doncella Teodor, en la libérrima versión lopiana de su leyenda. En Salamanca, como hija de un catedrático de filosofía, sobrepasa a todos sus condiscípulos, entre ellos don Félix, que la ama precisamente por su «ingenio soberano». En el acto final, llegada por Valencia, Orán y Constantinopla a Persia, proclama ante su Sultán las capacidades de las mujeres.Tras citar veinte y ocho ejemplos, aserta por ejemplo que «es cosa muy llana / que no saber las mujeres / más letras que el hombre, es causa / no enviadas, como al hombre / a las escuelas muchachas; / que si en universidades / entrar mujeres se usara, / las cátedras fueran suyas, / mas ellos temen su infamia»17. Al final, en el curso de un largo examen responde magistralmente a las múltiples preguntas de seis personajes y, por haber mostrado en todo momento su ingenio y erudición, recobra al amante a quien siempre ha sido fiel. Un amigo de este, es verdad, se había burlado al comienzo de su afición a una mujer instruida18. Pero don Félix había rechazado entonces sus antifeministas ideas: «Vos habéis hecho mujer / como si fuera de barro, / habiéndola hecho Dios, / artífice soberano, / de las costillas del hombre»; y quedan desmentidas por la acción, como también por la caracterización de Teodor misma. Su propia definición de las virtudes de la mujer perfecta insiste en las que hoy nos parecen las más pasivas, pero son en el fondo admirables; las echamos muy de menos en muchos hombres19. Arrogante no es, desde luego, como muestra su respuesta al comentario: «Mucho será, si es discreta, / el dejar de ser terrible. / —No será entonces perfeta». 17
Vega, La doncella Teodor, fol. 49r. Por ejemplo: «Llevar a casa mujer / que con ingenio tan alto / os desprecie y tenga en poco, / y quiera tener el mando / que Dios ha puesto en el hombre, / sin otras cosas que callo, / ¿no es desatino y locura? / La mujer propia ha de ser / de ingenio humilde y mediano, / no arrogante ni discreta, / que es insufrible trabajo. / Si la mujer ha de ser / para tratar el regalo / del hombre, basta que sepa / su lenguaje castellano; / griega y latina, ¿a qué efecto?»,Vega, La doncella Teodor, fol. 29r. 19 «Oye: ha de ser generosa, / y en las virtudes mayores, / que es ser casta y vergonzosa, / merecer eternos loores; / discreta y bien entendida, / esto sin ser bachillera, / laboriosa, recogida, / muy humilde y verdadera, / limpia en el cuerpo y la vida, / callada, mansa, quieta, / caritativa, apacible»;Vega, La doncella Teodor, fol. 52v. Ver Case, 1994. No comparto, desde luego, su juicio final: «The play dramatizes the powerlessness of women, even when, as in the case of Teodor, they are obviously intellectually superior to men [...]. Nevertheless, their assigned role in society is to be subject to male dominance. Unsatisfactory as the end may be for a modern audience, it confirmed then a sense of order and harmony» (Case, 1994). 18
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Diana, la protagonista de La boba para los otros y discreta para sí, no se puede llamar erudita. Siendo hija natural del fenecido duque de Urbino, se ha criado como labradora, aunque, como al cortesano Fabio le dice un villano: «¡Qué mal la conocéis! Pues podría / venderos más retórica, si hablase, / que cuantos la profesan en Bolonia», Pero cuando ella, en lugar de Teodora, se proclama heredera, demuestra gran resolución e ingenio, fingiendo sobre todo ser boba. Comprende sin embargo que en su difícil situación necesitará para hacerse obedecer la autoridad y fuerza de un varón, y Fabio trae secretamente a un hermano del duque de Florencia, Alejandro, que queda impresionado, en seguida y en adelante, por su «raro entendimiento». Dos antiguos pretendientes de Teodora se quieren casar ahora con ella, y a ambos les agrada su aparente estupidez20. Pero Diana engaña a los dos; con el pretexto, ridículo al parecer, de una cruzada contra el turco, recluta un ejército, se viste de guerrera, y con Alejandro a su lado vence en el campo a ellos y a la «bachillera» Teodora. Ha mostrado que es «no simple para el gobierno, / ni incapaz para el decoro / de la dignidad, si fuera / el reino más poderoso». Como uno de sus contrarios confiesa, «la boba nos hizo bobos». Alejandro, que será su consorte, tuvo siempre razón en apreciar su entendimiento. Otra Diana, la joven heroína de El mayor imposible, tampoco da muestras de erudición, aunque sí de entendimiento. Las trazas mediante las cuales Lisardo demuestra que su arrogante hermano es incapaz de guardarla se logran solo porque ella, amándole desde el comienzo, le ayuda con ingenio e inventiva. Pero la obra es dominada por Antonia, una discreta y sabia reina de Nápoles, de quien se dice: «No supo Minerva más»21. En una larga escena inicial preside una academia, en que se presentan y comentan una letra de canción, un soneto, dos glosas y tres décimas. El debate sobre la última de estas provoca un aserto suyo —que
20 Julio dice por ejemplo: «Más quiero boba a Diana / con aquel simple sentido / que bachillera a Teodora; / pues un filósofo dijo / que las mujeres casadas / eran el mayor castigo / cuando, soberbias de ingenio, / gobernaban sus maridos. / Lo que han de saber es solo / parir y criar sus hijos»; Vega, La boba para los otros y discreta para sí, p. 489 (las citas anteriores, en las pp. 475 y 485; las posteriores, en las pp. 506 y 507).Ver Hicks, 1991, nota 16. 21 Es el prototipo al menos de la impresionante doña Ana en la refundición por Moreto, No puede ser, de quien ha dicho McKendrick, 1974, p. 331, que ofrece «the only glimpse of the truly emancipated woman which the Golden Age drama produced».
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«el mayor imposible» es «guardar una mujer»— que la acción de la comedia se destina a sustanciar. En las cinco comedias de las cuales acabo de hablar, solo una de sus heroínas se ve vestida de hombre, y un solo acto tiene lugar en España. Pero otras dos de Lope se ubican completamente allí, y en ambas una mujer instruida, significativamente quizás, aparenta ser varón para poder desempeñar un papel profesional. Con El juez en su causa, son las primeras de varias versiones en el teatro del Siglo de Oro —e incluso en su novelística, ya que vuelve a aparecer en Las fortunas de Diana y en El juez de su causa, de María de Zayas— de una historia trillada. Aunque influida tal vez por la vida real de doña Feliciana Enríquez de Guzmán (referida por Lope en su Laurel de Apolo, silva III), se basaba principalmente, mediante un cuento de Timoneda (El patrañuelo, 15), en otro de Boccaccio (Decamerón, II, 9). En El alcalde mayor la estudiosa toledana Rosaura planea escaparse, vestida de hombre, con su amante Dinardo; cuando este es detenido por haber dado muerte a un rival, decide ir a Salamanca: «Como estudiante, voy a mi centro». En el acto segundo la vemos en un espectacular desfile de graduandos, y llega como «el doctor Aurelio» a Valladolid, con un testimonial que la llama «el más raro, único y famoso ingenio que han visto nuestras escuelas»22. Tras ganar un pleito por cierto don Juan, que se nombra luego alcalde de Toledo, le acompaña allí como su corregidor. Dinardo, vuelto después de siete años, es detenido de nuevo, pero «Aurelio», revelando su identidad, le exime de culpa, y por fin se casan los dos. En La hermosura aborrecida, doña Juana, repudiada por su ingrato esposo, el virrey de Navarra, llega como «Rodrigo» a una aldea y aprende cirugía de un barbero (aunque después se nos dirá, incongruamente, que «desde niño pequeño / fue a estudiar a Salamanca»)23. En el acto tercero cura de una herida en Barcelona al rey Fernando de Aragón y se le encarga, como «el capitán don Fernando», la investigación de acusaciones de tiranía contra su propio marido. Intenta protegerle, pero después de llegar a Navarra los reyes mismos, y para defenderse a sí misma de una acusación de estupro, revela quién es. Su esposo, confirmado como virrey, aprecia al fin y al cabo (como el marido análogo de El
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Vega, El alcaide mayor, pp. 32 y 34. Vega, La hermosura aborrecida, p. 275.
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ejemplo de casadas, la versión lopiana del cuento de la paciente Griselda) los méritos de su esposa. De todas estas comedias se desprende que para Lope las mujeres —o al menos algunas de ellas— son capaces de competir en igualdad de condiciones con cualquier hombre. De todas pudiera decirse, desde luego, que son «teatro de evasión», que presentan un «mundo al revés», ajeno a la experiencia diaria de sus espectadores, y que su único propósito es entretener a fuerza de provocar admiratio. Pero la caracterización de sus heroínas implica también admiración. Y Lope debe haber sabido que esa admiración sería compartida, no solo por la cazuela, sino por gran parte de sus espectadores, y que no era incompatible con el «horizonte de expectativas» de su público en general. En este aspecto, como en otros, su teatro no se destinaba a fortalecer —como mantienen algunos hoy—, sino a poner en tela de juicio la ideología de sus oyentes más conservadores. Esta ideología, como hemos visto, no deja de expresarse; se oyen voces de protesta reaccionaria. Sus críticas se pueden resumir en una serie de etiquetas repetidas: una mujer instruida, según nos amonestan, puede llegar a ser bachillera, desvanecida, arrogante y, peor aún, mandona. Pero quedan desmentidas casi siempre por otras, por lo que vamos aprendiendo del crítico o de la protagonista misma, y sobre todo por la resolución de la trama. Como hemos visto también, sus heroínas entendidas —quizás por serlo— caen muy rara vez en el error de ser al mismo tiempo esquivas. Lope da por sentado que las mujeres desean ser queridas, que necesitan el apoyo, fuerza y compañía de maridos a quienes aman y han escogido libremente. Su «remedio», el destino que les señala no solo su sociedad, sino Dios, es el matrimonio (si no, alguna vez, el claustro). Que tantas comedias suyas acaben en casamientos, a menudo múltiples, no es pura convención; no solo simboliza la restauración de una social y cósmica armonía. Un matrimonio feliz, para Lope, es el estado ideal de la mujer, aunque también —y no menos— del hombre. En una unión perfecta, él ha de ser por cierto la cabeza, pero ella la corona, y que sea tan capaz, tan instruida como él no tiene por qué hacer peligrar la felicidad de los dos. Peribáñez y su «perfecta casada» Casilda —cuya caracterización fue influida, según Teresa Ferrer, por la obrita de fray Luis24— son juzgados rectamente por Enrique «el Justiciero» solo porque templa la cólera de este la prudencia de su consorte. Pero el rey a quien Lope alaba y trae a 24
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Vega, Peribáñez..., ed. T. Ferrer, p. XXXVI.
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escena con más frecuencia es Fernando de Aragón, y le acompaña casi siempre su «media naranja» Isabel25. En una docena de comedias se caracterizan como una pareja de enamorados perfectamente equilibrada. La época en que reinaron juntos se idealiza como una edad dorada en el pasado, contrastada implícitamente con la actual. E Isabel se recordaba, desde luego, no solo como pía, enérgica y prudente, sino también como una mujer leída, que se había empeñado en la educación de sus hijas, entre ellas la «milagrosa» Catalina de Aragón26. La Dorotea de la «acción en prosa» me parece una protagonista docta más ambigua que las que hemos considerado27. Pero dista mucho de caracterizarse como una précieuse ridicule. Este tipo —el de la mujer cuya pretendida cultura la hace objeto de risa— no se encuentra, según creo, en toda la obra de Lope, aunque sí, desde luego, en la de Quevedo y dramaturgos posteriores. La única excepción posible sería la de Nise en La dama boba; pero me queda muy poco espacio para hablar como quisiera de aquella obra maestra, a pesar de su importancia central al tema que nos ocupa. Es como un microcosmos en que distintos personajes —como en el macrocosmos de la obra entera de Lope— encarnan y expresan casi todas las actitudes concebibles en su tiempo acerca de las mujeres y de su educación. En palabras de Aurora Egido, «recoge la amplia gama de tratados renacentistas que hablaban de la mujer, el matrimonio o la 25 El estudio más reciente es el de Ostlund, 1997, aunque analiza a fondo solo cinco comedias. 26 En El amor médico, de Tirso, la estudiosa doña Jerónima toma por modelo a Isabel, recordando a su preceptora doña Beatriz Galindo, «la Latina»; ver la edición de Blanca Oteiza (Tirso, El amo médico, p. 97). En la escena inicial de El niño inocente de La Guardia, de Lope, Isabel pide «mis Horas». «Sentada en unas almohadas con las Horas en la mano», se duerme y tiene una visión de santo Domingo; ver la edición de Anthony J. Farrell (Vega, El niño..., pp. 52-53). 27 Fernando, el Doppelgänger de Lope, la quiere y admira, en gran parte por su entendimiento. Para su madre y Gerarda, en cambio, ha quedado «desvanecida» por los versos de su amante, y cuando remeda su lenguaje la califican de «bachillera»; Gerarda aconseja a don Bela que él también le hable como poeta, porque «está desvanecida por discreta» y «muerta por hemistiquios». Cuando luego cita a Platón ante ella, Celia comenta que «él ha oído decir que Dorotea es perdida porque la tengan por sabia». Y en el acto final don Bela ha compuesto un epigrama neoplatónico; Laurencio confiesa no entenderlo, «y aun lo dudo del sutil ingenio de Dorotea», y su amo responde: «Lo que ha de entender Dorotea de mi pluma son las libranzas de los mercaderes para sus galas» (Vega, La Dorotea, pp. 64, 71, 126-127, 168 y 380-382).
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familia». Pero yo no comparto una opinión que ella parece sostener: que en el reaccionario Otavio —hostil a todo poeta (menos Garcilaso) e incluso a obras de Lope mismo— se encarna «el justo medio que a las mujeres conviene»28. Tampoco escucho en el no menos reaccionario y sobre todo interesado Laurencio —aunque sí a veces en Liseo— «la voz de su amo».Y Nise, si su real aunque quizás limitado entendimiento la inclina a bachillería, no merece realmente llamarse desvanecida o arrogante. Pero a todos los vence Finea, transformada por el amor en un auténtico modelo de discreción e incluso de sabiduría. En ella se ejemplifica, creo, el sentir de su creador. Las mujeres, para él, son capaces de igualarse al menos, en ingenio o erudición, con cualquier hombre. Pero aún más esencial a su naturaleza es el amor, que les puede ayudar a desarrollar al máximo esa capacidad. Para algunos miembros de su sociedad todavía muy patriarcal, dicho desarrollo puede ser peligroso, amenazador; para Lope no lo es, necesariamente, con tal que las mujeres instruidas no caigan en las trampas de vanidad o de truculencia. Para él, es evidente, casarse y tener hijos es el camino por donde pueden llegar a una posible felicidad y autorrealización, sea cuanta sea la educación que hayan recibido la mayoría de las mujeres —y de los hombres también—. Pero esa es una suposición a la cual los más de nosotros —con el mayor respeto para cuantos, por cualquier razón, no pueden compartirla— nos atenemos férreamente incluso hoy, cuatro siglos después.
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Egido, 1996, pp. 206 y 194.
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Di, que ya el vulgo te aclama, si acción a los versos das.1
En un artículo reciente de Alicia Amadei-Pulce sobre las «comedias de teatro» de Calderón, tropezamos con lo siguiente: La intelección de una obra como Fuenteovejuna o Los embustes de Fabia no pierde nada si se escucha a ojos cerrados. En la «especie» comedia de Lope de Vega la dimensión visual está ausente. La comedia de corral es un género «imaginativo», o, si se quiere —como lo califica John Weiger— un género auditivo2.
Es una afirmación exagerada, por no decir extravagante; pero no es más que la reductio ad absurdum de una tendencia corriente en la crítica de nuestros días. John Weiger, a quien cita la autora, ha llegado a decir, en efecto: «La comedia española es una forma de arte para el oído, o sea, un género auditivo. [...] Para Lope, la comedia consiste ante todo en los elementos que escuchará el público»3. Como otros críticos, Weiger ha subrayado el hecho de que los dramaturgos se designaban normalmente como poetas, los actores como recitantes y los espectadores como oyentes; que se hablaba sobre todo —en el Arte nuevo, por ejemplo— de oír una obra dramática. También Margit Frenk ha calificado a la comedia de corral como el «género oído y comunitario por excelencia»; ha dicho que «por lo menos hasta 1630-1640, la parte espectacular del teatro, todo lo que percibía la vista, casi no contaba: el público iba a los corrales para oír. [...] Solo con [Calderón] y con la inauguración del teatro del 1 2 3
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Vega, La noche de San Juan, p. 146. Amadei-Pulce, 1982. pp. 218-219. Weiger, 1978, pp. 43 y 46.
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Buen Retiro comienza a cobrar más importancia el aspecto visual de las comedias»4. Incluso José María Díez Borque ha comentado que «el público iba más a oír que a ver, con unas posibilidades imaginativas y una estética de la palabra quizás hoy perdidas —y que, a mi ver, hay que poner en relación con toda una tradición de literatura oral popular en todos los niveles sociales». En el caso de este crítico hay que reconocer, sin embargo, que es uno de los pocos que han abordado de modo sistemático la semiología de la comedia, y que tras la frase citada leemos a vuelta de página: El público del XVII tenía sin duda una mayor imaginación plástica, y aunque a veces habría que darle elementos escénicos muy gráficos para ayudar a su imaginación, tenía una gran capacidad para leer signos escénicos rudimentarios5.
Es evidente que en toda esta insistencia en lo auditivo hay gran parte de verdad. La creciente explotación de apariencias, máquinas y tramoyas, y sobre todo —con la llegada a la corte, en los años veinte, de ingenieros italianos como el capitán Fontana y Cosme Lotti— de todo el aparato espectacular de la escenografía exótica, obró sin duda un cambio radical en las relaciones entre los aspectos orales y visuales del drama del Siglo de Oro. Es verosímil incluso, como ha sostenido Luise Fothergill-Payne, que hubiese ocurrido medio siglo antes un cambio de signo opuesto: que antes de convertirse los corrales en teatros permanentes en las últimas décadas del siglo XVI, el drama español —el popular, al menos— había sido siempre más visual que auditivo, pero que gracias a la mayor intimidad y mejores condiciones acústicas de estos locales, cobró una importancia mucho mayor el elemento verbal6. Pero, por otra parte, las representaciones que se hacían fuera de ellos, como los autos de Corpus Christi, habrían seguido siendo muy visuales; y en los corrales también, para ciertos tipos de obra, como las comedias de santos, habría resultado más fácil desde un principio ingeniar efectos espectaculares. Hemos de suponer, en efecto, cierta continuidad entre la mise en scène del Medioevo y la del Barroco, como ha sugerido John Varey en un estudio reciente sobre el discovery-space, en el uso de signos visuales, en 4 5 6
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Frenk, 1982, pp. 113-114. Vega, El mejor alcalde, el Rey, pp. 61-62.Ver también Díez Borque, 1978. Fothergill-Payne, 1983.
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la explotación simbólica, por ejemplo, de espacios y niveles distintos7. En toda la historia del teatro, los dramaturgos han hablado de hecho dos lenguajes: uno para los ojos y otro para los oídos de su público; y aunque de época en época haya habido diferencias de énfasis y enfoque, ninguno de los dos ha dejado nunca —salvo en algunos géneros «puros» y algo artificiales, como la pantomima o el drama de radio— de ejercer una función esencial incluso para reforzar y aclarar al otro. Algunos escritores del siglo XVII insistieron en la importancia complementaria de lo visual y lo auditivo en el teatro de su tiempo. Luis de Morales Polo, por ejemplo, definió la comedia como «un convite que el entendimiento hace al oído y a la vista»8; y Juan de Zabaleta, describiendo en 1660 una visita a un corral, imaginó como sigue lo que les podía ocurrir a dos mujeres en la «cazuela»: La que está junto a la puerta de la cazuela, oye a los representantes, y no los ve. La que está en el banco último, los ve y no los oye. Conque ninguna ve la comedia; porque las comedias ni se oyen sin ojos ni se ven sin oídos; las acciones hablan gran parte, y si no se oyen las palabras, son las acciones mudas9.
El mismo Lope, creo yo, mantenía un mejor equilibrio que algunos críticos. Thomas E. Case, por ejemplo, ha escrito que «para Lope, una comedia era para ser oída y no vista, y por eso se opone al uso de tanta escenografía y máquinas»10. Case aludía al conocido Prólogo dialogístico de la Parte decimasexta de 1621, en que las personas son el Teatro y un Forastero. A este prólogo se le ha puesto la etiqueta de «Queja del Teatro contra las comedias de tramoya», y suele aducirse como prueba de dicha actitud por parte del dramaturgo; pero incluso en él se defiende la importancia de lo visual. «En materia de agradar los ojos», dice el Teatro, «te quiero vencer con un ejemplo; cuando hay una fiesta de toros: ¿va a verlos, o a oírlos?». «Yo no he oído decir que hable algún toro, que cante, o baile», responde el Forastero. «Pues, siendo los ojos tan principal sentido, no es pequeña la causa con que se mueve el pueblo [...]». «De ellos», dice el Teatro a continuación, «se dice grandes alabanzas: pero aunque sea cosa tan 7
Varey, 1982, p. 244. Morales Polo, Epítome de los hechos y dichos del emperador Trajano, citado por Menéndez Pelayo, 1943, t. 2, p. 316 nota. 9 Zabaleta, El día de fiesta por la tarde, p. 34. 10 Case, 1978, p. 22. 8
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excelente el oír, puedo yo con sola la vista oír leyendo, y saber sin los oídos cuanto ha pasado en el mundo». Claro que los oídos desempeñan un papel parecido; el Forastero replica: «Lo mismo dirá los oídos contra los ojos, pues pueden ver como ellos, retratando en la imaginación por ideas lo que oyen». Para Lope, lo esencial en ambos casos —y en toda la historia del teatro desde los griegos antiguos— es la captación de las ideas por el «alma», por el intelecto y la imaginación. «Pero volviendo al pueblo», sigue el Teatro, «digo, que justamente se mueve a estas máquinas por deleitar los ojos, pero no a las de la comedia de España, donde tan groseramente baja, y sube figuras; salen animales, y aves, a que viene la ignorancia de las mujeres, y la mecánica chusma de los hombres». Es evidente que debemos relacionar este texto, como ha hecho Eugenio Asensio, con su momento histórico11, y que a lo que Lope se opone no es a lo visual en sí, sino al empleo excesivo y exclusivo, por una boga vulgar, de lo que en el cine de hoy, por ejemplo, llamaríamos «efectos especiales», de un abuso antiestético de lo espectacular, sobre todo cuando se efectuara «tan groseramente». Él mismo sacó partido, en muchas obras anteriores y posteriores, de apariencias semejantes; y no es solo que fuera inconsecuente o que se dejara «llevar de la vulgar corriente», que adoptara a regañadientes «aquel hábito bárbaro»12. Es conocidísimo su constante aprecio del arte pictórico; y, como ha recordado F. A. de Armas en un sesudo artículo, compartía las teorías corrientes de su época en concebir la poesía y la pintura como artes complementarias y en el fondo idénticas: Lope de Vega’s rejection of the tramoya or spectacle does not imply a rejection of painting. Instead he emphasizes the fact that painting is mute poetry and as such deserves a place within his own inventio. The inclusion of a painting within a comedia is not a mere adornment, since it possesses its own soul and body that thus merge with the dramatic poetry expanding its meaning13.
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Asensio, 1981.Ver también Kennedy, 1974, pp. 188-218. Compuso, por ejemplo, el texto de la primera ópera española, La selva sin amor; y yo —a diferencia de otros críticos— no encuentro en su descripción amargura sino admiración por el arte de Cosme Lotti: «el bajar de los dioses y las demás trasformaciones requería más discurso que la égloga, que, aunque era el alma, la hermosura de aquel cuerpo hacía que los oídos se rindiesen a los ojos» (Vega, La selva sin amor, p. 188). 13 De Armas, 1980. 12
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Y lo que De Armas dice de las pinturas que a menudo se presentan o se describen en comedias de Lope, para mí queda patente que debe decirse de todos los elementos visuales a que alude o cuyo empleo sobreentiende al escribirlas, con tal que no distraigan al espectador, sino que contribuyan a la comprensión de su sentido esencial. En el primer cuadro de El poder vencido (¿1614?), el viejo Fabricio, a propósito de una comedia que «no tiene para los ojos», comenta que «Los ojos sentidos son, / y darles gusto es razón»; su interlocutor responde que «Muchos reciben enojos / de esto de trampas y vigas»; pero Fabricio concluye la discusión: «Acertado, bueno es»14. Lope y sus secuaces se vieron obligados a adaptar su estilo al incremento progresivo de sus recursos escenográficos; pero incluso para comprender el impacto —en un teatro más bien simbólico y emblemático— de una mise en scène ilusionista y espectacular, importa no desdeñar el importante papel visual que juegan elementos aparentemente anodinos. Muchas de las más famosas comedias comerciales de Lope y de Calderón, pues a esta «especie» pertenecen muchos de sus dramas más famosos, como La vida es sueño, El médico de su honra y El alcalde de Zalamea— parecen explotar precariamente aún los recursos limitados de los corrales a que se destinan: su misma estructura y un repertorio restringido de vestidos, accesorios, muebles y efectos escénicos, amén de la acción (gestos, ademanes y movimientos) de los actores. Pero sí los explotan, porque están concebidas para ser vistas, ostentadas a los ojos del público. Claro que cualquier comedia, una vez escrita, no era más que una receta, una partitura, cuya realización escénica corría a cuenta de la compañía que la hubiera comprado. El mismo Lope sabía mejor que nadie que, para vivir de veras, el texto dramático necesitaba escenificarse en el teatro —o en la mente, al menos—. Al ofrecernos las comedias de su Docena parte, alude a la contribución esencial, creadora, de los actores —o del lector—: «Bien sé que en leyéndolas te acordarás de las acciones de aquellos que a este cuerpo sirvieron de alma, para que te den más gusto las figuras que de sola tu gracia esperan movimiento»15. En este sentido, cualquier representación, real o mental, es una empresa colectiva, una colaboración entre el autor y sus distintos intérpretes. Y no nos consta que Lope —a diferencia de Shakespeare, Molière o 14 15
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Vega, El poder vencido, p. 350. Vega, Comedias escogidas... p. XXII.
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muchos dramaturgos modernos— tomara parte normalmente en este proceso. Pero sí sabemos, por un conocido comentario de Ricardo de Turia, que asistía con frecuencia a representaciones de comedias, para observar las reacciones del público: «El famoso y nunca bien celebrado Lope de Vega suele, oyendo así comedias suyas como ajenas, advertir los pasos que hacen maravilla y granjean aplauso, y aquellos, aunque sean impropios, imita en todo, buscándose ocasiones en nuevas comedias»16. Y así se explica aquella familiaridad con el gusto de su variado público que es la nota más consistente y más característica del Arte nuevo. Y resulta evidente asimismo, tan pronto como nos acercamos a sus textos, que Lope imaginaba y aun determinaba en gran parte cómo estos habían de representarse en las tablas. En algunos casos —en sus comedias mitológicas o hagiográficas, por ejemplo, e incluso en algunas históricas— acompañaba el texto de muy gráficas indicaciones escénicas; en el autógrafo de El piadoso aragonés leemos, por ejemplo, cerca del final: «Abriéndose unas puertas en lo alto, se vean el príncipe don Fernando y la reina doña Isabel, coronados, y a sus pies algunos moros y judíos, y España a un lado, y Castilla y Aragón al otro»17. En la mayoría, por el contrario, era muy parco en las acotaciones, aunque es de notarse, de paso, que las que sí ponía (como en el ejemplo citado) solían ser imperativos: entre o váyanse. Pero la manera de representar, el aspecto visual —los gestos, los movimientos, la indumentaria—, iba muchas veces implícito en el diálogo mismo, sobre todo para los intérpretes que conocían como él los convencionalismos del corral. En este sentido, pues, Lope se diferencia mucho menos de lo que cabría pensar de algún autor moderno, como por ejemplo Antonio Buero Vallejo, que según confesión propia siempre ha «acotado muchísimo, hasta la saciedad»; importa comprender que pudiera haber dicho con Buero que siempre vi el teatro en función de su representación [...] Y yo entiendo que el autor dramático debe ser un hombre de teatro todo lo completo que pueda, pero creador, en virtud de ello mismo, de textos a los cuales no hay que retocar mucho, porque está casi todo previsto en ellos18.
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Turia, Apologético de las comedias españolas, p. 179. Vega, El piadoso aragonés, p. 366. Buero Vallejo, 1974. p. 10.
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Pero volvamos a nuestro texto —o pretexto— inicial: «La intelección de una obra como Fuenteovejuna o Los embustes de Fabia no pierde nada si se escucha a ojos cerrados». Es decir, que lo único que importa en tales comedias es la «banda sonora», que su mise en scène ideal sería una emisión de radio. En el caso de Los embustes de Fabia, sería fácil demostrar que surtiría mucho más efecto en cualquier teatro que si la escucháramos a ciegas. Es un melodrama, bastante malo, por cierto, pero difícilmente podría ser más teatral, más visual. En el primer acto, por ejemplo, Fabia está a punto de morir apuñalada; pero su marido, un viejo senador romano, avanza para detener el brazo del asesino, que también ha estado vacilando. En el segundo, ella amenaza con arrojar desde una torre al hijo de los dos, y mata con veneno a un esclavo con unas rosas sacadas de una guirnalda y echadas en una copa de la cual ella misma acaba de beber. En el tercero, el marido se suicida chupando una sortija y ella le imita —pero luego resucita—, explicando que este ha sido un último embuste de Fabia. Y nada de esto se narra; todo ocurre en las tablas, delante de nuestros ojos. Pero se trata de una comedia muy poco conocida; pensemos más bien en Fuenteovejuna, y bastará fijarnos en uno solo de sus múltiples aspectos visuales. En realidad el drama está dominado por unos símbolos muy visibles: las insignias de la orden militar de Calatrava y de los Reyes Católicos. Lo primero que vemos en la obra es al protagonista, el comendador Fernán Gómez. Lleva en el pecho la roja cruz de Calatrava, y a su lado la espada que se ciñe todo caballero, y Lope insiste desde un principio en lo que simbolizan. En primer lugar, el deber de ser cortés, de respetar la dignidad del prójimo, sea superior, igual o inferior. Si el joven maestre le ha faltado, la obligación de la espada que le ciñó, el mismo día que la Cruz de Calatrava le cubrió el pecho, bastaba para aprender cortesía. (vv. 32-36)19
El maestre, de hecho, no está culpado; acude con prisa y asegura ser agradecido al comendador: 19
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Cito por la edición de Juan María Marín.
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y por las señales santas que a los dos cruzan el pecho que os lo pago en estimaros y, como a mi padre, honraros. (vv. 60-63)
Es el mismo Fernán González quien incurre constantemente en la descortesía, que es —como la crítica reconoce— uno de los temas esenciales de la obra. Cruz y espada simbolizan asimismo la santa misión de las órdenes militares, fundadas para pelear contra los enemigos de la fe de Cristo. El comendador insta al maestre: Sacad esa blanca espada, que habéis de hacer, peleando, tan roja como la Cruz porque no podré llamaros Maestre de la Cruz roja que tenéis al pecho, en tanto que tenéis blanca la espada. (vv. 129-135)
Y el maestre responde: Sacaré la blanca espada, para que quede su luz de la color de la Cruz, de roja sangre bañada. (vv. 153-156)
Pero sacada, como quiere el comendador, contra los futuros Reyes Católicos, para Lope y su público solo podía ser una perversidad traidora, sacrílega; el mismo Flores, describiendo más tarde la toma de Ciudad Real, por poco lo confiesa: porque la Cruz roja obliga cuantos al pecho la tienen, aunque sean de orden sacro; mas contra moros se entiende. (vv. 465-468)
El joven Girón, engañado ahora por Fernán González, ganará en el futuro más legítimas victorias:
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que quien en tan pocos años pelea, castiga y vence, ha de ser en otra edad rayo del África fértil, que tantas lunas azules a su roja Cruz sujete. (vv. 515-520)
Como el mismo maestre promete al final, cuando salga contra los moros de Granada, apenas sacada la espada, plantaré mis cruces rojas sobre sus altas almenas. (vv. 2332-2333)
El simbolismo de las insignias, pues, puede ser confirmado o desmentido por el que las lleva. «A no veros con la cruz», dice Laurencia al comendador, «os tuviera por demonio» (vv. 811-812). Este, por una vez, se ha desceñido su espada; y ahora, para agredir a Laurencia, deja en tierra su ballesta —otra arma noble—; Frondoso, para ampararla, como debiera hacer su señor, levanta dicha arma contra el pecho del comendador, si bien la insignia de la orden no deja de infundirle respeto: «aunque la cruz me da asombro» (v. 829). Cuando el comendador se burla del honor que pretenden tener los villanos, el regidor le recuerda que ellos, como cristianos viejos, son más «limpios» que muchos nobles: Alguno acaso se alaba de la Cruz que le ponéis que no es de sangre tan limpia. (vv. 989-991)
Y Esteban prevé que los Reyes Católicos quitarán al mismo tiempo, a caballeros tan indignos, sus señoríos y sus símbolos: Y harán mal, cuando descansen de las guerras, en sufrir en sus villas y lugares a hombres tan poderosos por traer cruces tan grandes. Póngasela el Rey al pecho, que para pechos reales es esa insignia, y no más. (vv. 1623-1630)
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En su respuesta, Fernán Gómez da fe de su tiranía, su «descortesía», no solo en prender a Frondoso y a Laurencia, sino en herir al alcalde con su propia vara, el «palo sin provecho» (v. 1342), que es a su vez el símbolo de la desacatada autoridad de este; y el júbilo y armonía de la boda terminan en el triunfo aparente del desorden. Este cuadro, sin embargo, ha sido precedido por otro, brevísimo, en que las fuerzas del desorden sufren una derrota total —derrota que se simboliza en la sustitución en «las ventanas de las torres altas» (es decir, en «lo alto del teatro», pues no es solo un decir; se trata seguramente de accesorios concretos) del pendón de Calatrava por los «pendones victoriosos» de Fernando e Isabel (vv. 1461-1462), con «los castillos y leones / y barras aragonesas» (vv. 1119-1120).Y después de la toma de la «casa de la encomienda» habrá una nueva escena de regocijo que se diría también de boda, pues se celebra en ella, en términos tan parecidos a los anteriores, a la pareja real; y a mediados de este cuadro la cabeza del comendador —del tirano que quitó a los villanos desposados— se quita del escenario para ser reemplazada por un escudo con las armas reales. Lo que podemos cerrar ahora, si queremos, son los oídos; los gritos de los villanos —copiados, por cierto, del relato histórico— han sido transmutados en símbolos visuales, teatrales, de modo que no hace falta realmente que oigamos las palabras: ¡Vivan Castilla y León, y las barras de Aragón, y muera la tiranía! (vv. 2078-2080)
Se habla a menudo de Fuenteovejuna y de Peribáñez, como si constituyeran, con El mejor alcalde, el rey, una trilogía; pero no hay razón para creer que Lope ni ninguno de sus contemporáneos las considerasen como tal. Se habla también de ellas, junto con Los comendadores de Córdoba, La dama del olivar (de Tirso) o La luna de la sierra (de Vélez), como pertenecientes a un supuesto género de comedias de comendadores; dudo asimismo que sea más que una invención de la crítica, ya que sus comendadores, muy distintos entre sí, pertenecen a una amplia galería de individuos egoístas y antisociales, desde el simpático labrador rico (Tello de Meneses, o Juan Labrador) y pasando por el noble disoluto (don Juan Tenorio) al príncipe o rey irresponsable (El príncipe despeñado), etc. Pero, si realmente hubiera existido tal género, sospecho que se habría caracterizado y popularizado sobre todo por el simbolismo vi-
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sual de las insignias de los comendadores mismos. Las órdenes militares de Alcántara, Calatrava y Santiago constituían en tiempo de Lope un anacronismo evidente, aunque siguieran siendo de gran prestigio y de difícil acceso; una de aquellas instituciones, en palabras de Domínguez Ortiz, «en las que mejor puede apreciarse la disociación entre un contenido vital (por lo tanto cambiante) y unas formas osificadas»20. Sus insignias constituían una aparente garantía de noble ascendencia y pureza de sangre, pero esta fachada distintiva encubría una realidad que bajo varios aspectos —moral, económico e incluso racial— era más que discutible; ofrecían por lo tanto un posible contraste muy teatral, muy representable, entre parecer y ser. Estas insignias vuelven a aparecer, en efecto, en combinación con otros símbolos visuales, en las demás «comedias de comendadores», como podríamos demostrar. Pensemos tan solo, de momento, en La famosa tragicomedia —o más bien, como dijo Duncan Moir, la doble tragedia— de Peribáñez y el comendador de Ocaña21. Como sabemos todos, el núcleo de la obra, y su pivote central, son cuatro versos, familiares sin duda para el público (pues se habían cantado «dentro», con un par de otras canciones, en una comedia anterior)22, en la que la casada fiel rechaza al caballero en favor de su marido: Más quiero yo a Peribáñez con su capa la pardilla que no a vos, comendador, con la vuesa guarnecida. (vv. 1594-1597)23
Basándose en esta oposición metonímica, Lope desarrolla un constante contraste, señalado en un estudio, ya clásico, por Edward Wilson, entre dos mundos contrapuestos: el del villano y el del caballero, la aldea y la corte, la naturaleza y el arte24. Es asombrosa en esta comedia la cantidad de cosas aludidas, de imágenes evocadas en nuestras imaginaciones, que corresponden a uno u otro de tales mundos; pero no por ello dejemos de observar también cuántos objetos se ostentan de hecho ante nuestros ojos. Los personajes, por ejemplo, deben llevar realmen20 21 22 23 24
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Domínguez Ortiz, 1973, p. 59. Wilson y Moir, 1971, p. 66. En San Isidro labrador de Madrid (en Vega, Obras..., t. IV, p. 570a). Cito por la edición de Ruano y Varey. Wilson, 1949.
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te muchas de las innumerables prendas de vestir a que se refieren; así Casilda desea más ver venir a Peribáñez que ver al comendador con gorra de seda rica, y cubiertos de diamantes los brahones y capilla; que más devoción me causa la cruz de piedra en la ermita que la roja de Santiago en su bordada ropilla; (vv. 1606-1613)
y esa cruz de Santiago la debe lucir don Fadrique durante toda la obra. Este se nos presenta por primera vez, emblemáticamente, como un héroe muerto ya; su cuerpo exánime se deposita en la misma silla en que caerá, herido de muerte, en el acto tercero. Es víctima, según se nos explica, de una caída ocasionada por un toro, así como en el curso de la acción será víctima de una pasión degradante y fatal. Gracias a ella, y a diferencia de Peribáñez y Casilda, se sentirá dispuesto a cambiar los símbolos de su rango y su mundo por los de la vida rústica. «Por su azadón trocara / mi dorada cuchilla», según confiesa (vv. 552-553); mientras que Peribáñez declara al contrario «que no trocara a este sayal grosero / la encomienda mayor que el pecho cruza / de vuestra señoría» (vv. 876878), indicando con un gesto, evidentemente, los vestidos de los dos. En cambio Peribáñez sí pide unos reposteros que llevan las armas del comendador, y Luján descubre en el acto segundo que los ha colgado en sus paredes, lo cual es interpretado por don Fadrique como un agüero de que él ha de conquistar a Casilda. En el último cuadro del acto, sin embargo, Peribáñez se da cuenta de su error; declara que han de ser quitados «estos reposteros» (v. 2030). La voz estos para mí sugiere que en la intención del dramaturgo tales «paños comendadores, / llenos de blasones y armas» (vv. 2044-2045) habían de estar colgados en el «discovery-space» para estar al descubierto durante todo este cuadro (como también, tal vez, anteriormente)25. Peribáñez ha evolucionado como personaje, y en el tercer acto asistimos a su metamorfosis. El comendador, con el motivo malvado de 25
Claro que pudiera tratarse de «decoración verbal». Para tales problemas de interpretación, ver el capítulo tres de Dessen, 1984, libro de gran interés para los estudiosos de la comedia española.
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alejarle de Casilda, le ha nombrado «cabeza y capitán» de una compañía de cien labradores. El villano «gastó su hacendilla en galas», en palabras de don Fadrique (v. 2195), y aparece transformado, con espada y daga, con jineta y bandera, e incluso con el sombrero emplumado que en el primer acto se negó a pedir (vv. 780-785). Agradece socarronamente al comendador la «honra aforrada en infamia» (v. 2193) que este piensa conferirle: «que yo ¿cuándo mereciera / ver mi azadón y gabán / con nombre de capitán, / con jineta y con bandera / del rey...?» (vv. 2222-2226). «¿Vengo bien vestido?», le pregunta a don Fadrique, y este contesta: «No hay diferencia en los dos». Pero ahora Peribáñez vence al comendador con sus propias armas; pide que «la espada / me ciña su señoría», y don Fadrique se ve obligado a «ser hidalgo», a «armar caballero» al villano (vv. 2232-2255). La ceremonia se cumple formalmente y de la manera prescrita, y Peribáñez comenta en un parlamento intencionado su importancia para la situación: Vos me ceñistes espada, con que ya entiendo de honor, que antes yo pienso, señor, que entendiera poco o nada. Y pues iguales los dos con este honor me dejáis, mirad cómo le guardáis, o quejareme de vos. (vv. 2282-2289)
En la interpretación de este episodio discrepo de la opinión de John Varey, aunque él ha analizado mejor y con más detalle que nadie el impacto visual de Peribáñez, y aun del teatro clásico en general. Para Varey, los espectadores deben dudar de la validez de esta concesión de honor, en vista de la insinceridad de don Fadrique, de su «reserva mental»; y es cierto que él mismo califica a Peribáñez, poco después, de villano26. Pero este, para mí, es otro testimonio irónico de su necia inconsciencia de lo que ha hecho; a la hora de su muerte tendrá que confesar: No es villano, es caballero; que pues le ceñí la espada con la guarnición dorada, no ha empleado mal su acero. (vv. 2880-2883) 26
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Vega, Peribáñez..., ed. Ruano y Varey, p. 30.
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Los espectadores, creo yo, no incurren como Varey en la herejía donatista, según la cual la virtud de los sacramentos depende de la santidad del celebrante. Es más, ni se preguntan siquiera si la ceremonia es válida moral y legalmente. El ritual se ha cumplido delante de nuestros ojos: somos testigos de vista. Peribáñez, por otra parte, no olvida nunca —y en esta discreción precisamente estriba su capacidad para ascender— ni su nacimiento humilde ni el rango de su rival. Insiste en que «la compañía / de los hidalgos cansados» salga antes que la suya: «¡Hola! Nadie se adelante; / siga a ballesta lanzón» (vv. 2464-2465). Habla del comendador, recordando la insignia de su rango, como de «un gallo de cresta roja, / porque la tiene en el pecho» (vv. 2774-2775). Incluso cuando le ve a punto de violar a Casilda, se espanta (igual que Frondoso) a la vista de la encomienda, si bien se sobrepone a la vacilación que esta engendra: (¡Ay honra! ¿Qué aguardo aquí? Mas soy pobre labrador, bien será llegar y hablalle... Pero mejor es matalle.) Perdonad, comendador, que la honra es encomienda de mayor autoridad. (2843-2848)
Después comparece ante el rey, «vestido todo de labrador, con capa larga», no porque desconfíe, creo yo, de la validez de su ascenso, sino porque no presume de él —y porque Lope, si bien se ha curado en salud dándole, a los ojos de los espectadores, otra justificación para defender su honor, quiere por fin que se reconozcan los derechos del paysan digne—. Su humildad se premia al final cuando el rey, evocando nuestra anterior imagen de Peribáñez, confirma su nombramiento como capitán y le da licencia para traer armas defensivas y ofensivas (vv. 3112-3122). Pero es indultado, en vez de ser castigado, solo porque el suyo es un caso realmente excepcional y ha sido juzgado por una justicia ideal, como queda aclarado por otros símbolos visuales. El rey Enrique se indignó en un principio de que un labrador hubiera muerto «a don Fadrique y al mejor soldado / que trujo roja cruz» (vv. 2958-2959), de que «los azadones / a las cruces de Santiago / se igualan» (vv. 2999-3000); y ordenó la muerte de Peribáñez. Pero este le recuerda la pretensión de representar al derecho humano y a la divina ley que se resume en su sobrenombre
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de «Justiciero»; y dicha pretensión ha sido escenificada momentos antes en el símbolo visual más evidente del drama entero, en el guion que acaba de traer un secretario y que preside todo este episodio final: «un pendón rojo, y en él las armas de Castilla, con una mano arriba que tiene una espada («El castillo y el león, / y esta mano por blasón, / que va castigando ya», con la letra «Enrique Justiciero») y en la otra banda un Cristo crucificado» (con el lema: «Juzga tu causa, Señor» (vv. 2978-2995). En otras obras conocidas es evidente asimismo que Lope ideaba, e incluso imponía a sus intérpretes, toda una gama de efectos escénicos, mediante el empleo de signos visuales de varios tipos. En El villano en su rincón, por ejemplo, lo esencial del argumento estriba, como mostró Bataillon, en la dramatización por Lope —o más bien, diría yo, por el protagonista real, provocado por el presuntuoso epitafio de Juan Labrador y las actitudes que expresa— de la historieta, referida por Antonio de Torquemada, del carbonero y el rey27; y el mayor atractivo de esta, para el dramaturgo, hubo de ser la plasticidad de las dos comidas que encierra. En el segundo acto el rey, disfrazándose, se hace convidar por el villano; en el tercero, manda que este venga a palacio y le sienta en su propia mesa. Es una «doble invitación» parecida a la del convidado de piedra que Lope plasmó en las tablas, según parece, algunos años antes de escribirse El burlador de Sevilla. Pero a la segunda cena añadió también, convirtiendo el último cuadro del drama, como también observó Bataillon, en un «auto sacramental [...] a lo profano», toda una serie de símbolos llamativos. Sacada una mesa y sentado el invitado a la cabecera, «salen tres enmascarados con sayos, trayendo en platos, que ponen sobre la mesa, el uno un cetro, el otro una espada y el último un espejo», que significan, como aclara el rey, su poder, su justicia y su ejemplaridad como vice-dios en la tierra; y luego vuelven los enmascarados, representando ya la justicia distributiva, con tres papeles en que se cifran premios para el labrador y su familia: un título para el hijo, una dote para la hija y un oficio real para el padre28. En este caso los principales signos visuales son objetos, accesorios teatrales; en El castigo sin venganza, en cambio, los signos más llamativos son cinéticos —consisten en acciones y ademanes de los personajes—. En el segundo cuadro el conde Federico, que sale corriendo «con poco seso y con valiente paso» al oír los gritos de unas mujeres, aparece de 27 28
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Bataillon, 1964; Dixon, 1981. Vega, El villano en su rincón, ed. Zamora Vicente, pp. 112-114.
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nuevo con una dama joven en los brazos. Once versos más adelante, la imagen se refuerza cuando entra Batín con otra en los suyos, y con el chiste irónico: «Mujer, dime ¿cómo pesas, / si dicen que sois livianas?» (vv. 351-352)29. Los primeros espectadores habrán sabido a qué atenerse. En siete comedias anteriores de Lope, habían visto a una mujer aparecer en los brazos de un galán, y los dos estaban destinados en todos los casos a la unión sexual30. Esta, sin embargo, revela ahora a Federico —y a nosotros— que es «Casandra, / ya de Ferrara duquesa»; es decir, la madrastra de quien Federico acaba de decir, tan extrañamente, que él va a «traer en brazos / algún león que me ha de hacer pedazos» (vv. 310-311). Ella le pregunta su nombre; pero, antes de contestar, Federico adopta una postura apropiada; cae de rodillas y le pide la mano para besarla. Ella protesta, pero él insiste: FEDERICO. CASANDRA.
FEDERICO.
Después que me dé la mano, sabrá quién soy vuestra alteza. ¿De rodillas? Es exceso. No es justo que lo consienta la mayor obligación. Señora, es justo y es fuerza. Mirad que soy vuestro hijo. (vv. 396-402)
Pero ella insiste en renovar el abrazo, aunque él sigue resistiendo: CASANDRA. FEDERICO.
Dadme los brazos. Merezca vuestra mano.
CASANDRA.
No es razón. Dejaldes pagar la deuda... (vv. 407-409)
Llegada a Ferrara, Casandra se sienta al lado del duque, debajo de un dosel, para recibir el homenaje de sus nuevos súbditos; Federico ha de ser el primero en besar su mano. Otra vez ella protesta; pero él insiste en hacerlo tres veces, en señal de respeto hacia ella, hacia el duque y consigo mismo. Otra vez ella se empeña en abrazarle: «De tan obediente cuello / sean cadena mis brazos» (vv. 862-888).
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Cito El castigo sin venganza por la edición de C. A. Jones. Ver Dixon, 1973, p. 80.
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En el segundo acto, tan pronto como se encuentran los dos, él se pone de rodillas y le pide de nuevo la mano. Ella protesta; él insiste; pero ella se empeña: CASANDRA. FEDERICO.
CASANDRA.
FEDERICO.
CASANDRA.
Federico. Mi señora, dé vuestra alteza la mano a su esclavo. ¿Tú en el suelo? Conde, no te humilles tanto, que te llamaré excelencia. Será de mi amor agravio; no me pienso levantar sin ella. Aquí están mis brazos. (vv. 1296-1303)
Dicha pantomima, repetida tres veces, no es pura fórmula verbal. Sin acotaciones, las acciones se imponen en los actores.Y cada vez que Casandra, frente a su amado arrodillado, renueva la oferta de los brazos, recuerda nuestra primera imagen de ella; a sabiendas o no, le está invitando a lo que significan el gesto y el eufemismo, que tantas veces emplea Lope en su epistolario: la unión sexual. Cuando en su cuarto encuentro, al final del acto, él confiesa haber perdido ya su respeto a Dios y al duque, a sí mismo y a ella, cuando pide otra vez: «Sola una mano suplico / que me des; dame el veneno / que me ha muerto» (vv. 20062008), sabemos que seguirán inexorablemente los abrazos incestuosos, fatales para los dos, que Aurora ha de decir haber visto a principios del acto final (vv. 2089-2096). En El perro del hortelano, gran parte del simbolismo visual es de tipo parecido. Diana, condesa de Belfor, al enterarse de que su secretario, Teodoro, está cortejando a una criada, Marcela, descubre que ella misma se ha enamorado de él. Pero en toda la obra, como el perro del hortelano, duda si debe comer —otro eufemismo— a un inferior; y no está dispuesta a permitir que este coma a la otra. Hacia el final del acto primero, el secretario confirma su intento de casarse con Marcela con los brazos, que son los rasgos y lazos de la pluma del amor;
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pues no hay rúbrica mejor que la que firman los brazos. (vv. 966-970)31
Pero la condesa aparece y los separa; entregando una llave a otra criada, manda que Marcela esté encerrada y persuade a Teodoro a quererla a ella. En el segundo acto, sin embargo, Teodoro y Marcela se reconcilian y se abrazan otra vez: MARCELA TEODORO
Los brazos te quiero dar. Y yo a los tuyos asirme. (vv. 1946-1947)
Pero la condesa está al paño, e interviene de nuevo para estorbarlos. En el tercer acto, Teodoro está enamorado de veras ya de la condesa, pero parece que no tiene más remedio que partir, y entra vestido «de camino» para despedirse de ella. Ambos lloran; «manos y prendas se dan», como comentan las circunstantes: «tarde le toma la mano» (vv. 29383072). Pero en este momento aparece el viejo conde Ludovico para reconocer a Teodoro como su hijo perdido. Los otros criados piden las manos al nuevo señor; Marcela, en cambio, le pide los brazos: Los señores que son llanos conquistan las voluntades: los brazos nos puedes dar. (vv. 3139-3141)
Pero la condesa interviene otra vez para apoderarse de él: Apartaos, dadme lugar, no le digáis necedades. Deme vuestra señoría las manos, señor Teodoro. (vv. 3145-3148)
Por tercera vez el perro del hortelano, emblemáticamente, ha impedido un abrazo entre su querido y su rival. En realidad Diana, durante toda la obra, se expresa de una manera física, visual. A finales del acto primero, por ejemplo, al dejar a Teodoro, aparenta caerse al suelo. En el drama del Siglo de Oro, las caídas que se describen o se ostentan ante el público tienen casi siempre un simbolismo político, social o (sobre todo) moral; implican una pérdida de rango, 31
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Cito por mi edición de El perro del hortelano recogida en la bibliografía.
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de decoro, de dominio sobre otros y sobre sí. En las comedias de capa y espada suelen ser también una treta; permiten a una dama conocer o animar a un galán. De modo que otra vez sabemos a qué atenernos. Pero Teodoro, por respeto o por timidez, no se mueve; la condesa tiene que mandarle que le dé su mano: DIANA
TEODORO
¡Ay Dios! Caí... ¿Qué miras?.. Llega, dame la mano. El respeto me detuvo de ofrecella. (vv. 1143-1146)
Lo hace, pero primero la envuelve en su capa. Ella se disgusta; apetecía sin duda el contacto físico. Pero él ha estado correcto, como habrán observado los espectadores; darla desnuda hubiera sido indecoroso, contrario al protocolo32. Ha hecho, como explica —y como veremos en el acto segundo (vv. 1267-1277)—, lo que el viejo escudero Otavio cuando la acompaña a misa: DIANA TEODORO
¡Qué graciosa grosería! ¡Que con la capa la ofrezcas! Así, cuando vas a misa, te la da Otavio. (vv. 1146-1150)
La condesa, con su respuesta, sigue provocándole, si bien él tiene su reserva: DIANA
Es aquella mano que yo no le pido [...] Demás que no es bien que tenga nadie por más cortesía, aunque melindres lo aprueban, que una mano, si es honrada, traiga la cara cubierta.
32 Yelgo de Vázquez, Estilo de servir a príncipes, fol. 56, aconsejó así al secretario: «Terná cuidado, de que si le diere la mano a la señora, vaya con el sombrero quitado, y cuando tome por la mano tomar la capa encima de la mano, porque es poco respeto dar el criado a su ama la mano rasa, sin poner la capa encima».Ver Vega, El perro del hortelano, p. 25.
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TEODORO DIANA
Quiero estimar la merced que me has hecho. Cuando seas escudero, la darás en el ferreruelo envuelta; que ahora eres secretario, con que te he dicho que tengas secreta aquesta caída, si levantarte deseas. (vv. 1150-1172)
Dentro de los convencionalismos de la época, él es un vergonzoso en palacio, ella una desvergonzada, dispuesta a barrer «melindres». Sus palabras lo aclaran; pero las acciones impuestas por el poeta lo habían dicho casi todo ya. En este primer acto, la condesa le ha dado ya a Teodoro otra muestra de amor, bajo la forma visible de un papel enigmático, y le ha exigido otro en respuesta; en el segundo —en que él también rompe simbólicamente un billete de Marcela— le ha de dar otro. Insistiendo en sus relaciones «profesionales» de señora y secretario, hace traer un bufete y recado de escribir; se sienta «en una silla alta» para dictar el papel, pero, cuando él se arrodilla, manda también que se le traiga una almohada, y le dice cuando está cerrado que lo dirija a sí mismo (vv. 1995-2039). La condesa, sin embargo, sigue vacilando, y Teodoro, exasperado, la tilda de perro del hortelano, insistiendo en que volverá a Marcela. El resultado es la acción más espectacular de la obra: ella le da bofetones. Es un gesto repleto de significados; tiene sus analogías biográficas y artísticas en Lope y otros autores; expresa emociones complejas y contradictorias —amor y celos, decoro y desvergüenza—; demuestra, como comenta Tristán, el gracioso, que «tan gran señora» ha perdido «el respeto / a sí misma, es vil acción» (vv. 2286-2288); y tiene múltiples resonancias en el resto de la comedia. Una de estas es la nueva prosperidad de Teodoro, gracias a la compensación que le da su señora por el estupro de su órgano nasal (vv. 2351-2354): se evidencia por ejemplo en el «bravo vestido» que saca a lucir Tristán, cuya indumentaria hasta ahora ha sido siempre pésima (ver vv. 602-615). Pero este se pone también en el acto tercero un disfraz de armenio o griego que subraya, por lo grotesco, hasta qué punto es pura fachada la transformación en hijo de conde que consigue así para Teodoro. Teodoro, en efecto, se viste de nuevo —«Vete a vestir», le dice Diana (v. 3181)— para el cuadro final, en el que demuestra (con
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una ironía finísima de Lope, en una segunda y auténtica anagnórisis) que él merece más que nadie semejante indumentaria, por tener «nobleza natural». Pero lleva sin duda ahora los mismos vestidos de «gentilhombre» —tan impropios, tan engañosos entonces— que fueron lo primero que vimos al principio de la obra: una capa guarnecida con oro, una espada y, sobre todo, un sombrero con plumas excesivas. Este sombrero, estas plumas, según cuenta Fabio, fueron tirados a una lámpara (vv. 51-55), y este ostenta el resultado aparente, que «no puede ser peor» ni «más sucio» (vv. 107-112). En realidad somos víctimas de una tropelía, de una ilusión; este es, como más tarde se explicará, el sombrero que llevaba Tristán. Pero el contraste visual facilita el recuerdo, engañosamente profético, del mito de la caída de Ícaro. Según parece, el emplumado pendolista, como el hijo de Dédalo, ha de volar demasiado cerca de su sol y ser destrozado como él. El mito, una vez introducido de una manera tan visual, domina la obra entera; su lenguaje poético está cuajado de alusiones a cuerpos celestes, a pájaros e insectos alados, a diferencias de nivel, a subidas y caídas. Algunas de estas alusiones —como la «caída» de Diana que acabamos de considerar— pueden presentarse a nuestros ojos; pero es evidente que la mayoría se ofrecen solamente a nuestros oídos. Sería tan absurdo subestimar la importancia de lo auditivo en la comedia de corral de Lope como la de lo visual, si bien esto es lo que más se ha destacado en este estudio. El perro del hortelano demuestra en efecto hasta qué punto son complementarios, hasta qué punto se necesitan uno a otro33. No caigamos, pues, en el burdo error de suponer que las comedias de corral, a diferencia de las «de ruido» o «de teatro», se pueden apreciar «a ojos cerrados». Los grandes dramaturgos, precisamente por no ser solo «poetas», no descuidan nunca el aspecto visual del teatro; pero a veces saben sacar partido de recursos escénicos limitadísimos. Lo sabía muy bien otro gran «poeta», Tirso de Molina. En El vergonzoso en palacio Serafina declara: 33
Con esta comedia puede compararse su «gemela», La villana de Getafe, que es dominada asimismo por el mito de Faetón. Su «protagonista invisible» es un coche en que viaja la villana (Inés) y que conduce un villano (Hernando). En otro lugar he intentado mostrar que esta concepción burlesca del mito puede haber sido inspirada por una fuente entre pictórica y literaria, es decir un emblema de Alciato o de Covarrubias. En la comedia la metáfora extendida se expresa casi exclusivamente en palabras, para nuestros oídos; pero el traje de cochero que lleva Hernando ofrece también (como las plumas de Teodoro) un recuerdo visual del mito.Ver Dixon, 1984a.
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No me podrás tú juntar para los sentidos todos los deleites que hay diversos como en la comedia.
Y a continuación pregunta: En la comedia los ojos ¿no se deleitan y ven mil cosas que hacen que estén olvidados sus enojos?34
En 1622 Tirso escribe La fingida Arcadia para ensalzar a Lope y para burlarse de otros autores, como Luis Vélez de Guevara, que (como ha dicho Asensio) «a partir de 1617 parece haberse lanzado con mayores bríos por la explotación de las tramoyas»35. Y en el acto tercero el gracioso Pinzón monta un espectáculo burlesco en que Apolo, «el dios que las llaves / tiene del entendimiento / y premiar al docto sabe», brinda una corona de laurel a aquel dramaturgo (¿Lope?) que sabe prescindir de «los carpinteros». Pero nótese que este, si bien es alabado por su estilo dulce y fácil, para Tirso triunfa no por su poesía, sus «efectos auditivos», sino por su mejor empleo de elementos concretos, más auténticamente teatrales por su escueta sencillez que las máquinas de moda, pero no menos visuales. PINZÓN
ALEJANDRO PINZÓN
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La corona es para quien, escribiendo dulce y fácil, sin hacerle carpintero, hundirle ni entramoyarle, entretiene el auditorio dos horas, sin que le gaste más de un billete, dos cintas, un vaso de agua o un guante. Ese se coronará. ¿Y los demás? ¡Que se abrasen!36
Tirso de Molina, El vergonzoso en palacio, p. 100. Asensio, 1981, p. 261. Tirso de Molina, La fingida Arcadia, p. 1423.
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LA INTERVENCIÓN DE LOPE EN LA PUBLICACIÓN DE SUS COMEDIAS
La iniciativa de PROLOPE de emprender la ingente tarea de editar debidamente la totalidad de las Partes —y el muy feliz augurio de su volumen primero— me han animado a esbozar esta especie de vista de pájaro de la participación del poeta mismo en la edición de su teatro a lo largo de su vida. Por ser su alcance tan amplio, contendrá sin duda muchas equivocaciones y lacunae; pido que las corrijan y subsanen otros aficionados al Fénix1. En su epístola a su amigo Antonio Hurtado de Mendoza, Lope escribe unos versos conocidos: Necesidad y yo, partiendo a medias el estado de versos mercantiles, pusimos en estilo las comedias. Yo las saqué de sus principios viles, engendrando en España más poetas que hay en los aires átomos sutiles2.
Estas frases se prestarían a una interpretación un poco marxista: que la Comedia Nueva nació de una necesidad histórica y económica. Una vez despertado el apetito de diversión de un creciente público urbano de todo nivel social, una vez descubierta para la labor caritativa de los hospitales una fuente de ingresos tan insustituible como las loterías de hoy —en palabras del doctor Johnson, «impuestos sobre los necios»—, 1 Han sido de imprescindible ayuda Profeti, 1988, y varios estudios de J. Moll que citaré en su lugar. Agradezco además a Jaime Moll que haya leído en su totalidad el trabajo presente, y a Maria Grazia Profeti el envío de un ejemplar de la edición mencionada en la nota 8. 2 Vega, Obras poéticas, p. 1197.
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era inevitable el desarrollo del teatro nacional, por más que protestasen, a veces con éxito, sus enemigos. Conque, de no haber existido el todopoderoso Lope, habría sido necesario inventarle. Pero él sin duda quiere decir solamente, una vez más, que ha escrito sus comedias sobre todo pro pane lucrando, que la creación teatral ha sido para él un recurso esencial para mantenerse a flote. De lo que con razón se ufana es de que las invenciones nacidas de esa necesidad hayan sido no solo cuantiosas, sino lo bastante magistrales para sentar las bases de toda una escuela nacional. Lo cual no tiene nada de sorprendente; los artistas más geniales han sido casi todos profesionales y, como dijo también Johnson, «ninguno, menos un zopenco, escribió jamás, excepto por dinero». En su empeño en publicar esos «versos mercantiles», según creo y espero mostrar, impera sobre todo —y aflora a menudo— la misma motivación. Otras sin duda tiene, pero siempre que las expresa parece trascender la principal. Como ejemplo de ello citaré su alegato más famoso, que por otra parte servirá como punto de partida (in medias res) del presente estudio. En su prólogo a la Novena parte (Madrid, 1617), Lope escribe: Viendo imprimir cada día mis comedias, de suerte que era imposible llamarlas mías, y que en los pleitos de esta defensa siempre me condenaban los que tenían más solicitud y dicha para seguirlos, me he resuelto a imprimirlas por mis originales; que aunque es verdad que no las escribí con este ánimo, ni para que de los oídos del teatro se trasladaran a la censura de los aposentos, ya lo tengo por mejor, que ver la crueldad con que despedazan mi opinión algunos intereses. Este será el primer tomo, que comienza por esta Novena parte, y así irán prosiguiendo los demás, en gracia de los que hablan la lengua castellana, como nos la enseñaron nuestros padres.
Este prólogo ha dado lugar a muy diversas opiniones. Según algunos, Lope no habría tomado parte hasta ahora, como por cierto parece decir, en la edición de sus comedias. Según otros, interviene en ella desde su primera publicación. A Castro y Rennert se les hace «difícil admitir que los ocho volúmenes de comedias publicados hasta 1617 saliesen todos sin permiso de Lope»3. Thomas Case dice asimismo: «Se supone que Lope había dado su tácito permiso para estas ediciones, excepto, tal
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Castro y Rennert, 1968, pp. 241-242.
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vez, para la Parte VI»4. Sturgess Leavitt alega incluso que «Lope sin duda instigó la impresión de las ocho primeras Partes, pero sentía por lo visto que necesitaba una cortina de humo»5. ¿Qué es lo que podemos saber en concreto? Conviene recordar primero que Lope edita obras dramáticas suyas desde 1604. Habiendo publicado ya La Dragontea, Arcadia, El Isidro y La hermosura de Angélica, con otras diversas rimas, incluye en su Peregrino (cuya dedicatoria firma en «Sevilla, último día del año de 1603»6) los textos de cuatro autos. Tampoco ignora entonces que ya se están publicando comedias suyas, o que se dicen suyas. En el prólogo, antes de darnos su famosa primera lista de 219, se queja de «los que con mi nombre imprimen ajenas obras. Ahora han salido algunas comedias que, impresas en Castilla, dicen que en Lisboa, y así quiero advertir a los que leen mis escritos con afición [...] que no crean que aquellas son mis comedias»7. Pero está mal informado, en parte al menos; en el tomo al que alude, Seis comedias de Lope de Vega, y de otros autores8, sí es suya la sexta comedia, El perseguido. Con el título, incluido en su lista, de Carlos el perseguido, se publica de nuevo, a partir de un texto distinto, en la llamada Primera parte, y su autógrafo, de 1590, es uno de los que copió Ignacio de Gálvez9. Al final del quinto libro de su novela, imaginando que esta concluye con fiestas de boda, dice: «Las ocho primeras noches hubo ocho comedias, que saldrán impresas en otra parte por no hacer aquí mayor volumen». A continuación nos da los títulos de todas ellas, con los nombres de los autores de comedias que las habían representado, y para terminar añade: «Vergara [...] y Pedro de Morales [...] hicieron después otras dos, llamadas El Argel fingido y Los amantes sin amor, que con otras fiestas se remiten a la segunda parte»10. Parece probable que esté pensando de 4
Case, 1975, p. 11. Leavitt, 1967, p. 184. 6 Vega, El peregrino en su patria, ed. Avalle-Arce, p. 47. 7 Vega, El peregrino en su patria, ed. Avalle-Arce, p. 57. 8 Se conservan dos emisiones con el mismo cuerpo pero distintas portadas: Pedro Crasbeeck, Lisboa, 1603 (Biblioteca Nacional, R-25021; British Library, c.40, c.50), y Pedro Madrigal, Madrid, 1603 (Biblioteca Ambrosiana, Milán, S.N. V. V.9); ver Profeti, 1995, p. 138. G. Zoller, 1986, pp. 9-13, confirma la conclusión de Restori de que era falsa la portada de Madrid; es decir, que también a este respecto Lope estaba mal informado. No sé si Lope tenía razón al suponer que era fraudulenta la primera. 9 González de Amezúa, 1945. 10 Vega, El peregrino en su patria, ed. Avalle-Arce, pp. 481-482. 5
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veras sacar un volumen aparte, con la ayuda quizás de su mecenas de entonces, Juan de Arguijo. Pero no lo hace; ni siquiera «a medias» cumple su promesa, como dice uno de los editores modernos del Peregrino, Juan Bautista AvalleArce. Este se equivoca al afirmar que «en ese mismo año de 1604 Lope recogió no diez, sino doce comedias en la Parte primera de las suyas»11. La portada de la princeps de esta Parte primera (que empieza más bien Las comedias del famoso poeta Lope de Vega...), impresa por Angelo Tavanno en Zaragoza a finales de 1603 y principios del año siguiente, proclama que habían sido «recopiladas por Bernardo Grassa». Lo mismo dice, añadiendo que están «ahora nuevamente impresas y emendadas», la de otra edición financiada muy poco después en Valladolid por Alonso Pérez. Es algo sorprendente por tanto la poca vergüenza con que Pérez pretende en una dedicatoria: «Habiendo llegado a mis manos algunas obras de Lope de Vega, y hecho elección de estas doce comedias [...] me resolví a imprimirlas»12. Indudablemente, como ha dicho Maria Grazia Profeti, «l’operazione che Tavanno aveva tentato indicava un interesse del mercato, e l’accorto Pérez pare deciso a sfruttarlo»13. De todas maneras, nada indica la participación de Lope, y las doce comedias incluyen solo dos de las diez que había mencionado al final del Peregrino: Carlos el perseguido y La montañesa (La amistad pagada). Es más: en la Segunda parte de sus Rimas, impresa con el Peregrino (aunque no sabemos en qué mes)14, inserta su divertida Epístola a Gaspar de Barrionuevo, y allí, amén de aludir a su «nuevo Peregrino» parece quejarse precisamente del provecho que le han robado los editores de aquella Primera parte como también de sus malos textos. Incluso pudiera inferirse otra vez que espera publicar él mismo sus comedias:
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Vega, El peregrino en su patria, ed. Avalle-Arce, p. 22. En Profeti, 1995, pp. 147-151. 13 Profeti, 1995, p. 139. 14 Las dos obras se imprimieron en Sevilla por Clemente Hidalgo, y El peregrino fue tasado el 27 de febrero; en cuanto a la impresión de la Segunda parte de las Rimas, «no podemos saber la fecha exacta porque el volumen remite para la tasa y la aprobación a La Angélica de 1602, y la fe de erratas carece de fecha. Hay que suponer que se imprimió inmediatamente después de El peregrino, y, en todo caso, se debió de componer antes de que Lope regresara a Toledo, donde se encontraba en el verano de 1604» (Pedraza Jiménez, 1995, p. 241). 12
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Imprimo, al fin, por ver si me aprovecha para librarme desta gente, hermano, que gozan de mis versos la cosecha. Cogen papeles de una y otra mano, imprimen libros de mentiras llenos, danme la paja a mí, llévanse el grano. Veréis a mis comedias, (por lo menos en unas que han salido en Zaragoza) a seis ringlones míos ciento ajenos15.
La Segunda parte, impresa en Madrid por Alonso Martín en 1609, es costeada también por Alonso Pérez. Es él quien pide tanto la licencia como la tasa. Y esta vez escribe, en otra dedicatoria: «Di a la estampa doce comedias de Lope de Vega Carpio, librando la perpetuidad de su fama en mi atrevimiento y la disculpa de mi osadía en la grandeza de v.m.», añadiendo que espera lograr «para estas obras perpetuidad en el tiempo y yo gracia cerca de su autor». ¿Publica la Segunda parte con la tolerancia de Lope? Es una pregunta que nos hace Moll, agregando que es una «que podremos repetir unos años más tarde»16. A principios del mismo año Pérez había reeditado las Rimas de 1604, añadiéndoles (si bien, por cierto, con numerosos errores) el Arte nuevo de hacer comedias17; más tarde habrá de financiar muchísimos libros de Lope, y su hijo de ocho años llegará a ser el discípulo predilecto y primer biógrafo del poeta. Pero dudo que Lope haya tenido participación alguna en esta Segunda parte. Tampoco la tiene, sin duda, en la Tercera. Dicho libro, editado, según su portada, por Cormellas en Barcelona, en 1612, de hecho sale, como Moll ha mostrado, de la imprenta sevillana de Miguel Ramos Bejarano18. Pero al año siguiente se produce, en la madrileña de Miguel Serrano de Vargas, una segunda edición. La costea, según su portada y sus erratas, Miguel Martínez; pero quien pide no solo la licencia, sino también la tasa, es otra vez Alonso Pérez. Lope, por aquellas fechas, sería aún más consciente de que otros, como Pérez, comprendiendo mejor tal vez los beneficios que podían sacarse de la edición de comedias, le habían ganado por la mano, y casi 15 16 17 18
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Vega, Obras poéticas, p. 235. Moll, 1995, p. 218. Pedraza Jiménez, 1995, p. 242. Moll, 1974.
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le estaban obligando ya a hacerles competencia, como diría unos veinte años después en su Epístola a Claudio: Con esto, y no saber que tiempo hubiera en que la voz a la impresión llegara, la culpa ajena es clara que en mí se considera, con que al principio las impresas miras ganar dinero y vender mentiras. Pues viendo yo que de mi monte pobre la leña ardía con provecho ajeno, tomé en plata el veneno que me daban en cobre, y salieron, vistiéndolas de nuevo, con menos manchas a la luz de Febo19.
De todos modos la Cuarta parte, de 1614, resulta muy distinta de todas las anteriores. Es impresa, como la segunda edición de la Tercera, por Miguel Serrano de Vargas, pero la costea otro librero, Miguel de Siles, que había financiado el año anterior una nueva edición de las Rimas, en la que el Arte nuevo sale bastante mejor corregido. Aprobación, privilegio y tasa son pedidos, en el espacio de solo un par de meses, por el viejo autor de comedias Gaspar de Porres (o Porras)20. Este firma además una dedicatoria a Sessa, el protector de Lope, que comienza: Para satisfacer al autor de este libro del poco gusto que tiene de que se impriman las cosas que él escribió con tan diferente intento, no hallé medio más eficaz que dirigirle a V. Ex. a quien tanto ama, debe y desea servir.
Sabemos perfectamente, por haberse conservado una copia del borrador de esta dedicatoria, que la redactó Lope mismo21; y parece muy probable, por su estilo y contenido, que escribiera también el prólogo, sin firma, «A los lectores». Dice así:
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Vega, Epístola a Claudio, p. 434. La aprobación de Gracián Dantisco es del 11 de enero, la suma del privilegio del 5 de febrero y la tasa del 14 de marzo. 21 González de Amezúa, 1935-1943, III, p. 135. He consultado el texto en el ms. 1202 de la Biblioteca Nacional, Copias de cartas de Lope, tomo III, p. 73. 20
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Los agravios que muchas personas hacen cada día al autor de este libro, imprimiendo sus comedias tan bárbaras como las han hallado, después de muchos años que salieron de sus manos, donde apenas hay cosa concertada, y los que padece de otros, que por sus particulares intereses, imprimen o representan las que no son suyas con su nombre [...] me han obligado, por el amor y amistad que ha muchos años que le tengo, a dar luz a estas doce que yo tuve originales [...]. Aunque es verdad que su autor nunca las hizo para imprimirlas, y muchas de ellas en menos tiempo del que fuera necesario, por el poco que para estudiarlas les quedaba a sus dueños, no se dejó con todo eso de conocer la fertilidad de su riquísima vena, tan conocida de todos. [...] Remito a los quejosos al [Arte] que él escribió para su defensa en la Academia de Madrid que anda impreso en sus Rimas, porque ya pocos deben de ser los escrupulosos a quien no conste, que no hay en España más preceptos, ni leyes para las comedias, que satisfacer al vulgo. Máxima que no desagradó a Aristóteles cuando dijo que el poeta de la fábula había conseguido el fin, si con ella conseguía el gusto de los oyentes, etc.
Efectivamente, como todos saben, Porras, nacido hacia 1550, tiene «amor y amistad [...] ha muchos años» con Lope. En su proceso por libelos en el año 1588, Lope alegó que Velázquez se enemistó con él «porque las comedias que le solía dar las dio a Porras»; y, en palabras de Pérez Pastor, «entre todos los autores de comedias, Porras fue el que gozó más primicias del Fénix de los Ingenios»22. Lope mantendrá incluso buenas relaciones con el hijo de Porras, Matías (a quien dedicará en 1623, por ejemplo, El valor de las mujeres), hasta después de la muerte de este en 1628. Y recién salida nuestra Cuarta parte, el dramaturgo escribe a Sessa que este mismo Matías «diome el libro de las comedias, y dijo que le había presentado a Vex.a»23. George Haley ha demostrado además no solo que al menos la mitad de las comedias de esta parte habían sido representadas por Porras en los años 1604 y 1606, sino que cuatro publicadas en la Segunda pertenecían asimismo al repertorio de este; sugiere por tanto que el primer ataque en la dedicatoria citada va contra Alonso Pérez por haberlas pirateado24. Es más que posible, creo, que la recopilación y edición de la Cuarta parte hayan sido el fruto de una colaboración, con la ayuda del duque de Sessa, entre Porras y Lope mismo, y que represente, es decir, la primera participación de este en la 22 23 24
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Tomillo y Pérez Pastor, 1901, p. 258. González de Amezúa, 1935-1943, II, p. 151. Haley, 1971.
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publicación de sus comedias. A esta Cuarta parte, y no solo a la Novena y a las siguientes (que no se dedicaron al duque), estará aludiendo quizás cuando escriba, otra vez en su Epístola a Claudio: Dediqué las primeras, finalmente, al duque excelentísimo de Sessa, cuya feliz empresa que las demás intente pudo obligar la pluma y los pinceles, porque sin Alejandros no hay Apeles25.
No tarda en presentarse, sin embargo, otro comerciante emprendedor. El 15 de noviembre de 1614, Francisco de Ávila, vecino de Madrid, consigue privilegio real para editar una nueva colección: Flor de las comedias de España de diferentes autores. Consiste, como casi todas, en doce comedias, acompañadas cada una en este caso de una loa y de un baile; y aunque solo es de Lope la primera, El ejemplo de casadas, a su título se añade: Quinta parte. Ávila no carece de pretensiones y talentos literarios; es suya por ejemplo una divertida Loa en alabanza de las mujeres feas incluida en este tomo, y en la Octava parte publicará asimismo dos entremeses propios. Pero su oficio principal es el de un mercader de lienzos, y en palabras de Montesinos «es poco probable que solo el entusiasmo literario le impulsara a editar a Lope. Era un negocio, como la venta de sus otras mercaderías, un negocio probablemente lucrativo, que debió irritar a Lope, no muy sobrado de dineros»26. Ávila cede la edición a Alonso Sánchez, un librero de Alcalá, que la hace imprimir allí. Como ha advertido Moll, es sintomático del éxito de que iba gozando la venta de comedias impresas que, nada más expedida la tasa (el 5 del junio siguiente), Sánchez se compromete por contrato a entregar a un librero madrileño, Miguel Martínez, doscientos ejemplares del tomo, que este anticipa vender en solo dos meses y medio27. Pero Ávila, mientras tanto, ha obtenido a finales de diciembre un segundo privilegio, que vende luego a su vez a ese otro librero de Madrid, Miguel de Siles, que había costeado la Cuarta parte. Alegando
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Vega, Epístola a Claudio, p. 434. En Vega, El cordobés valeroso, p. 159. Moll, 1995, pp. 220-221.
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al pedirlo que «en adquirirlas y juntarlas [había] gastado mucho tiempo y trabajo», había reunido las doce comedias, todas de Lope, que constituyen la Sexta parte. Impresa en Madrid por la viuda de Alonso Martín, por lo visto con premura, recibe su tasa el 3 de abril, dos meses antes incluso que la Quinta. Esta Sexta parte reclama un estudio monográfico; se trata de un caso excepcional en la publicación de las comedias de Lope. El año siguiente, 1616, sale de otra imprenta, la de Juan de la Cuesta, aunque otra vez «a costa de Miguel de Siles», una nueva edición, que según su portada ha sido «corregida y enmendada en esta segunda impresión de Madrid por los originales de su propio autor». Se repiten, con leves cambios, los preliminares de la princeps, pero reza así un prólogo añadido, sin firma: AL LECTOR. Bien estoy cierto, lector amigo, que aunque te hago segundo convite con un mismo plato, está tan bien sazonado, por la erudición de su dueño, que no te dejará mal gusto, principalmente habiéndole añadido la salsa de su corrección y enmienda, que aunque en la impresión primera, con el estudio posible procuré reducir a su principio los versos, que por haber andado en manos diferentes, estaban algo desfigurados, en esta he hecho una copia de los mismos originales, en que están restituidos a su primera hermosura, admira al autor, y agradece el deseo, que de lo primero darás muestras de entendido, y con lo segundo de noble.Vale.
Amezúa dio por sentado que este prólogo anónimo fue escrito por Miguel de Siles. Aludió también a otro, muy interesante por cierto, en que Lope había de escribir, cinco años después, en la Decimaséptima parte: Dos veces se les puso pleito a los mercaderes de libros, para que no las imprimiesen, por el disgusto que les daba a sus dueños ver tantos versos rotos, tantas coplas ajenas, y tantos disparates en razón de las mal entendidas fábulas, y historias. Vencieron, probando, que una vez pagados los ingenios del trabajo de sus estudios, no tenían acción sobre ellas.Y así se determinaron a pedirles, que se las dejasen corregir, y que habiendo de imprimirse, no fuese sin avisarles. Esto se ha hecho, y las comedias salen mejores, como muestra la experiencia.
Amezúa supuso luego que el primero de los pleitos aludidos, aunque sus «autos no han llegado a nosotros», había sido entre Lope y Miguel de Siles, y que aquel aludía en 1621 a haber podido participar en la segunda edición de la Sexta parte, «en forma no vista hasta ahora por sus
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biógrafos»28. Pero son demasiadas conjeturas, y la realidad parece haber sido otra. Al comparar las dos ediciones, hallamos que las comedias han sido colocadas en otro orden: en relación con la primera, 1, 2, 3, 8, 6, 5, 7, 10, 4, 9, 11, 12. De modo que, si bien las tres primeras son las mismas (La batalla del honor, La obediencia laureada y El hombre de bien), es ahora la cuarta la que antes era la octava (El secretario de sí mismo). Y en estos cuatro casos se detecta claramente el empleo de nuevos textos, que han conservado mejor lo que Lope en un principio escribiera. No puede decirse lo mismo de las otras ocho comedias, aunque en varias sí encontramos intentos serios de mejorar lecturas. La parte ha sido revisada por un editor bastante concienzudo, que dispone en efecto de cuatro manuscritos más fidedignos. Y por fortuna sabemos también que estas mismas cuatro comedias habían formado parte del repertorio del autor Alonso de Riquelme29. A diferencia de Amezúa, sugiero que el editor en cuestión, como también el autor del prólogo, fue el que (como allí dice) habría compilado antes la princeps, Francisco de Ávila, y habría adquirido mientras tanto de Riquelme, como luego explicaré con mayor detalle, originales que a este no le interesaba ya utilizar en las tablas. Y así se explicarían —no por la supuesta intervención de Lope— las alusiones en esta «segunda impresión» a «originales del propio autor»; no creo que plantee, como ha dicho Moll, «el problema de la relación de esta Parte con Lope»30. Entretanto, la actividad de Ávila no cesa; planea dos Partes más. Ha comprado ya de Juan Hernández, el 29 de febrero, otras doce comedias de Lope, pertenecientes antes a María de la O, la viuda de Luis Vergara, y doce más, el 31 de marzo, a Baltasar de Pinedo. A base de ellas prepara luego las Partes VII y VIII, e inicia los trámites de «pedimento» de licencias y privilegio. A mediados de junio —en este caso los autos sí han llegado hasta nosotros— Lope protesta al Consejo de Castilla contra la nueva iniciativa de quien, mal informado quizás, apellida «Pedro de Ávila». El 21 de agosto alega que «no vendió las dichas comedias 28
González de Amezúa, 1935-1943, II, p. 356. Entre las licencias de representación que contiene el autógrafo (1608) de La batalla del honor (Biblioteca Nacional, Ms. Res. 154), una del 21 de junio de 1612 se dio a Riquelme, y este se había comprometido por contrato, el 22 de mayo de 1606, a representar en Oropesa El hombre de bien, El secretario de sí mismo y La obediencia laureada; San Román, 1935, doc. 211. 30 Moll, 1995, p. 221. 29
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a los autores para que se imprimiesen, sino tan solamente para que se representasen en los teatros». El Consejo parece aceptar sin embargo el argumento de Ávila: «con la venta se enajenó [Lope] de su derecho y yo sucedí en él por las dichas compras»31. Conviene notar dos cosas interesantes. En primer lugar, González Palencia, al publicar en 1921 los particulares de este pleito, aludió en una nota final a otro documento, del año anterior, que incluía el mismo legajo. Según él, Alonso de Riquelme había logrado suspender una impresión de comedias por Francisco de Ávila, para luego aplazar el pleito el 9 de marzo de 161532. Se trata sin duda de una disputa entre los dos en torno a la princeps de la Sexta parte; que esta disputa, según parece, terminó en un arreglo, nos ayuda a explicar el empleo en la segunda edición de ella de los cuatro originales ya mencionados. En segundo lugar, las listas de comedias que había comprado Ávila, según los contratos de venta presentados por él al Consejo, no se corresponden del todo con el contenido posterior de las Partes VII y VIII. Dos títulos figuran en ambas listas33, y otros tres no se incluyeron en ninguno de aquellos tomos34. Para completar sus dos docenas, Ávila 31
González Palencia, 1921. Los documentos se conservaban entonces en el Archivo Histórico Nacional; legajo 24.341, núm. 27, pero a pesar de haberme atendido con la mayor gentileza su personal, no conseguí localizarlos allí. 32 «El licenciado don Francisco de Contreras, del Consejo de Su Majestad y protector de los hospitales de esa Corte, por el presente acto [sic] cualquier embargo u embargos, que por mi mandado estuviere hecho en la impresión de las comedias que por privilegio de Su Majestad se imprimían por parte de Francisco de Ávila o [sic] pedimento de Alonso Riquelme, atento al apartamiento hecho por el susodicho del pleito que ante mí puso al dicho Francisco de Ávila; que ansí está por mi mandado. Hecho en Madrid a nueve de marzo de mil y seiscientos y quince años. El licenciado Francisco de Contreras» (González Palencia, 1921, p. 26). Riquelme era propenso a velar por sus propios intereses: en 1616 se querella ante los alcaldes de casa y corte contra Antonio de Granados, que ha representado «en distintas poblaciones» cuatro comedias vendidas por Lope a Riquelme. El resultado es un acuerdo entre las partes firmado en Salamanca el 7 de enero de 1617 (ver Salazar y Bermúdez, 1942). Es muy posible que los textos de dos de estas comedias (La Arcadia y El príncipe perfecto, primera parte) hubiesen sido vendidos a Granados por Luis Ramírez de Arellano, que las había trascrito, junto con La dama boba; ver Vega, El galán de la Membrilla. 33 El anzuelo de Fenisa, publicada en la Octava parte, y Los Porceles de Murcia, en la Séptima. 34 El ausente en el lugar se publicará en la Novena parte, El leal criado en la Decimaquinta y Los palacios de Galiana en la Veinte y tres. En una segunda lista de las
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habrá tenido que adquirir (Dios sabe dónde) cinco comedias más, entre ellas El villano en su rincón. La fecha de composición de esta ha sido muy discutida, pero que alguien estuviera dispuesto a vendérsela sugiere que se consideraba ya una obra relativamente vieja. De todas maneras, Ávila consigue, el l0 de septiembre, su privilegio doble. Lo vende a Miguel de Siles, que se apresura a hacer imprimir los dos tomos a que se refiere35. En ambos casos la viuda de Alonso Martín, que se nombra en la portada, comparte la impresión con Juan de la Cuesta, como se desprende de un examen de su tipografía36, de modo que salen a la calle antes de fin de año. Así se explica que campee en la portada de un ejemplar de la Séptima parte conservado en Viena la fecha 161637. El librero dedica los dos volúmenes a Sessa. Pero esto no implica, creo, que tomaran parte en su publicación ni el duque ni Lope mismo, que habrá leído más bien con cierto despecho, en la dedicatoria de la segunda, una alusión a «nuestro Terencio Español» como también la suposición de que él quedará «agradecido que se haya dado a sus celebrados trabajos un dueño en quien resplandece el amparo de las buenas letras». Discrepo por ello de lo que han dicho al respecto una serie de eruditos. Castro y Rennert escribieron, en su biografía: «Las Partes VII y VIII van [...] dedicadas al duque por el librero Miguel de Siles, el cual también editó la Parte VI. Apenas podemos, por consiguiente, «creer ilegítimos esos volúmenes». Lázaro Carreter en sus Adiciones comenta: «La intervención de Lope en la preparación de las Partes VII, VIII y IX [...] está fuera de duda»38. En su apoyo cita a Amezúa, que escribió efectivamente: «Ya desde la VII [Parte] Lope interviene en su impresión, para comedias pertenecientes a Maria de la O, dada por ella,figuran solo diez; faltan El anzuelo de Fenisa, Los Porceles de Murcia y El leal criado (¿no las había tenido en realidad?); en cambio aparece La bárbara del cielo, que se incluyó en la lista del primer Peregrino pero parece haberse perdido. 35 Moll, 1995, p. 221. 36 Se notan por ejemplo claras diferencias en las cabezas, remates, titulillos y ornamentos, a partir del pliego Dd en la Séptima parte, y a partir del pliego Ee en la Octava. La impresión colaborativa de otras partes está por estudiarse. 37 En la Österreichische Nationalbibliothek llevan la misma signatura, + 38. H, 2 (7), este ejemplar y otro (1617), registrado junto con otros nueve por Profeti, 1988, p. 184; así debe explicarse que no lo haya visto la incansable investigadora. La tasa de la Séptima parte se expidió el 9 de noviembre, y la de la Octava, el 9 de diciembre. 38 Castro y Rennert, 1968, pp. 242 y 542.
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lo cual los libreros editores le facilitaban los originales, que él luego corregía, como explícitamente dice Miguel de Siles»39. Pero Amezúa quería decir probablemente «desde la VI», y dicho aserto se basaba en su dudosa interpretación, comentada ya, del prólogo a la segunda edición de esta. En fin: aunque no se explica todavía todo lo que Lope había de decir en 1621, nada nos autoriza a creer que participara de modo alguno en la edición de las Partes V a VIII. Al contrario, el fracaso en sus intentos de impedir la publicación de las dos últimas le impulsa a no perder más tiempo para acaparar el negocio. El primero de abril de 1617 consigue la primera aprobación de la Novena parte. A finales de mes escribe a Sessa: «el [libro] de las comedias va famoso, y se dirige a Vex.a con una brava epístola y armas de Córdoba en la fachada»40. Y el tomo, impreso por la viuda de Alonso Martín, a costa de Alonso Pérez, recibe su tasa el 13 de julio. El duque ayuda no solo con dádivas o préstamos de dinero, sino — más importante aún— con textos. Lleva al menos seis años ya coleccionando autógrafos de Lope y otros escritores41; por alusiones inadvertidas hasta ahora en dos epístolas de Lope (de julio del año 1615) sabemos por ejemplo que Sessa intentaba entonces obtener comedias suyas de Pedro de Valdés y Jerónima de Burgos42. En su dedicatoria a Sessa, Lope reconoce aquella ayuda: «De los papeles que V. Exc. tiene míos, saqué estas doce comedias, que le restituyo impresas». Pero no es del todo verdad; Amezúa exageraba mucho al escribir que «cuando el Fénix [...] se resolvía a sacar a luz algún tomo o parte nueva de comedias [...] bastábale acudir al repleto y bien abastado archivo ducal para encontrar en él las necesarias»43.Tiene que acudir también, como Ávila, a autores u otras personas. Es mentira por tanto en parte, como en otros muchos casos, 39
González de Amezúa, 1935-1943, II, p. 356, nota 7. En González de Amezúa, 1935-1943, III, p. 297. 41 Ver por ejemplo la carta escrita por Lope a Sessa el 9 de octubre de 1611 (González de Amezúa, 1935-1943, III, pp. 65-66). 42 En una carta del 15 de julio Lope escribe: «Pésame que Vex.a se meta con Valdés sobre escritos míos, y que doña Pandorga sea tan ingrata a los diamantes, tan mal dados por mi causa»; y en otra, bastante famosa, del 25 o 26, describiendo la que se armó en una visita del duque a la compañía: «con tantos donaires, voces y desatinos, que se llegaba más auditorio que ahora tienen con Don Gil de las calzas verdes, desatinada comedia del Mercedario. Las que ella tiene no las ha negado a Vex.a más que para que se le acercase, fiando de su oratoria y labia» (González de Amezúa, 1935-1943, III, pp. 201 y 206). 43 González de Amezúa, 1935-1943, III, p. X. 40
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lo que dice la portada y repiten tanto la aprobación de Juan de Piña y el privilegio de Pedro Contreras como el prólogo arriba citado: que las comedias han sido «sacadas de sus originales por el mismo». La undécima por ejemplo es la más famosa de todas, La dama boba; se comprende fácilmente que Lope quisiera incluirla. Pero el autógrafo conservado estaba en posesión entonces de Jerónima de Burgos, para quien la había escrito en 1613, y mal podía pedírsela; no se podían ver desde hacía al menos dos años44. En cambio, como sabemos por un testimonio de Suárez de Figueroa, La dama boba, con otras obras de Lope, había sido transcrita en un corral por el memorión Luis Remírez de Arellano45; se conserva incluso un manuscrito firmado por este mismo46. Y lo que Lope sí pudo conseguir fue una mala copia de aquella transcripción, parecida —pero de ninguna manera casi idéntica, como creía García Soriano47, sino muy inferior— a dicho manuscrito. Total, que el texto publicado por Lope, amén de estar muy estragado, carece de 467 versos conservados por el original, auténtico. Como él confiesa a Sessa, sucintamente: «En razón de las comedias nunca Vex.a tuvo La dama boba, porque esta es de Gerónima de Burgos, y yo la imprimí por una copia, firmándola de mi nombre»48. En la misma carta Lope prosigue: «la que está aquí es de San Segundo, y en poder de Ortiz; yo la pediré hoy»49; pero habrá surgido una dificultad, porque San Segundo de Ávila, escrita en 1594, no se publicó en vida. Añade luego «que El ejemplo de casadas no le imprimí, porque estaba impreso»; en efecto había salido ya, como vimos, con privilegio, 44
Ver sobre todo dos estudios de McGrady, 1972 y 1980. Testimonios de su enemistad en 1615 son las cartas citadas en mi nota 42. 45 «Este toma de memoria una comedia entera de tres veces que la oye [...] En particular tomó así La dama boba, El principe perfeto y La Arcadia, sin otras» (Suárez de Figueroa, Plaza universal de todas ciencias y artes, fol. 237r). La tasa de este libro se expidió el 12 de agosto, aunque sus demás preliminares datan de 1612; como Suárez habla a continuación de una representación de El galán de la Membrilla, sus alusiones a Remírez deben haberse insertado antes de aquella fecha pero después del 18 de mayo, fecha de la licencia de montar dicha comedia; ver la edición de Marín y Rugg:Vega, El galán de la Membrilla, pp. 79-80. 46 El manuscrito de La dama boba firmado por Remírez se conserva en la Biblioteca Nacional, Ms. 14.956, igual que el autógrafo de Lope, vitrina 7-5. 47 Vega, Obras..., t. XI, p. XXXV. 48 González de Amezúa, 1935-1943, III, p. 308. El proceso de transmisión de este texto se explica en otro ensayo incluido en este tomo. 49 González de Amezúa, 1935-1943, III, p. 331
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en la Quinta parte. Seguirá teniendo sin duda problemas parecidos; en otra carta escribirá, en una frase mal comprendida por Amezúa, que ha estado con el librero, quien dice que «de aquellas comedias están tres impresas y serán menester dos, porque trae trece»50 (en otras palabras, entre trece que han juntado, tres no pueden publicarse de nuevo; para completar la docena, necesitan otras dos).Y termina en la carta presente, pidiendo ayuda: crea Vex.ª que no le faltará un verso de lo que yo llevare, si se junta el cielo con la tierra. Con esto iré a ver a Vex.ª, si me da su buena licencia, y a suplicarle se sirva de que pasemos adelante con la impresión, porque esta gente ruin imprime mis comedias lastimosamente: fío de la generosidad de Vex.ª será servido de esta defensa de mi opinión, como dueño y señor mío.
Por estas fechas Lope, para consolidar su empresa, está preparando con premura la Décima parte, que recibirá el 7 de noviembre su primera aprobación. A primeros de septiembre, según parece, escribe de nuevo al duque: En otra impresión quieren poner otro tomo, porque salgan aprisa, y solicitan criados de Vex.ª los libreros; si será bien darnos prisa, Vex.ª lo vea porque con eso pagaré yo más presto lo que tomé, aunque poco, en confianza de su gracia51.
Pero la Parte, aunque impresa, como la Novena, por la viuda de Alonso Martín, no va dedicada al duque, sino al marqués de Santa Cruz, y la costea no Alonso Pérez, sino Miguel de Siles otra vez. En los siete años siguientes, Lope edita 120 comedias más en diez tomos costeados casi todos por A1onso Pérez; Miguel de Siles financia solo la Parte catorce, y una segunda edición de la Decimaséptima52. A par50
González de Amezúa, 1935-1943, II, pp. 67-68. González de Amezúa, 1935-1943, III, pp. 339-340. 52 Ver Profeti, 1988, pp. 189-201. Lope se ufanaba evidentemente de la difusión alcanzada por estas Partes suyas. En su novela La desdicha por la honra, publicada en La Circe (1624), imagina que su héroe Felisardo había representado en Constantinopla La fuerza lastimosa, con gran gusto de «una cierta señora andaluza, que fue cautiva en uno de los puertos de España. Esta holgaba notablemente de oír representar a los cautivos cristianos algunas comedias, y ellos, deseosos de su favor y amparo, las estudiaban, comprándolas en Venecia a algunos mercaderes judíos para llevárselas, de que yo vi carta de su embajador entonces para el conde de Lemos, encareciendo lo 51
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tir de la Trecena, cada comedia va dirigida a una persona distinta, 94 en total; y en estas dedicatorias, como también en casi todos sus prólogos, Lope habla con frecuencia de sus labores de editor. Sigue atacando los malos textos publicados por otros, e insiste a veces de nuevo en que las comedias que él edita se han sacado «de sus mismos originales». En la Oncena parte imagina que dice «el Teatro»: Estas que aquí te presento puedo afirmar como testigo de vista, que son las mismas que en mí se representaron, y no supuestas, fingidas ni hurtadas de otros [...] Leerlas puedes seguramente, que son de los borradores de Lope, y no de la pepitoria poética de estos zánganos, que comen de la miel que las legítimas abejas labran de tantas y tan diversas flores.
Es muy de notarse, sin embargo, que a partir de la Docena semejantes pretensiones desaparecen de las portadas, y a menudo Lope confiesa más bien, como en la Decimaséptima parte, no disponer de textos adecuados de sus obras, «que no ha de andar el poeta guardándolas, y más quien les da [a los autores] su mismo original, y en su vida guardó traslado». Abunda en las varias vicisitudes que han sufrido después, en manos de autores, actores, memoriones y libreros muy poco escrupulosos; por todo ello, sus escritos, muchos de ellos muy viejos ya, le han llegado en pésimas condiciones. En la dedicatoria de Los muertos vivos escribe: No hay cortesana que haya corrido a Italia, las Indias, y la casa de Meca, que vuelva tan desfigurada como una pobre comedia que ha corrido por aldeas, criados y hombres que viven de hurtarlas, y de añadirlas. En esta Parte he desconfiado de muchos papeles míos, a quien yo llamo pródigos, porque ni puedo vestirlos, ni negarlos. Uno de ellos es esta comedia de Los muertos vivos, que nunca más bien le vino este nombre53.
Y en la misma Decimaséptima parte dice a Juan de Piña de El dómine Lucas, compuesta en Alba de Tormes: Escribila en el estilo que corría entonces; hallela en esta ocasión pidiendo limosna como las demás, tan rota y descosida cual suelen estar los que salieron de su tierra para soldados con las galas y plumas de la nueva sangre, que este género de escritura se extiende por el mundo después que con más cuidado se divide en tomos» (Vega, Novelas a Marcía Leonarda, p. 91). 53 Cito por Case, 1975, p. 170
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y vuelven después de muchos años con una pierna de palo, medio brazo, un ojo menos, y el vestido de la munición sin color determinada. Hice por corregirla, y, bien o mal, sale a luz con el nombre del mayor amigo54.
Al hablar en la Trecena parte de Santiago el Verde, cuyo texto allí en efecto es muy distinto del autógrafo conservado, escribe: Mis comedias andaban tan perdidas que me ha sido forzoso recibirlas como padre y vestirlas de nuevo, si bien fuera mejor volverlas a escribir que remediarlas55.
Es decir, alude a la posibilidad de revisar las comedias de un modo radical; pero no alega nunca haber emprendido más que algunas correcciones. Ofrece al lector, por ejemplo, esta misma Trecena parte, «lo mejor que me ha sido posible corregirla», pero es muy revelador el comienzo del prólogo de la Decimaquinta parte: Cumpliendo va el autor de estas comedias la palabra [...] en dar a luz las que le vienen a las manos, o a los pies, pidiéndole remedio. Él hace lo que puede por ellas; mas puede poco, que las ocupaciones de otras cosas no le dan lugar a corregirlas como quisiera, que reducirlas a su primera forma es imposible.
Quejándose con frecuencia del estado del teatro y de los montajes en los corrales, los actores, los «carpinteros», el público y los detractores, destina sus obras a ser leídas, pero no como «literatura» —cosa que, como nuevos editores (o viejos profesores), nunca debiéramos olvidar—. Espera más bien que su lector recuerde haberlas visto en el teatro o que reconstruya mentalmente la representación ideal que él mismo imaginara en un principio. En la Docena parte nos dice: Bien sé que en leyéndolas te acordarás de las acciones de aquellos que a este cuerpo sirvieron de alma, para que te den más gusto las figuras que de sola tu gracia esperan movimiento. Quedo consolado, que no me pudrirá el vulgo como suele; pues en tu aposento, donde las has de leer, nadie consentirás que te haga ruido, ni que te diga mal de lo que tú sabrás conocer, libre de los accidentes del señor que viene tarde, del representante que se 54 55
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Cito por Case, 1975, p. 171 Cito por Case, 1975, pp. 70-71.
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yerra, y de la mujer desagradable por fea y mal vestida, o por los años que ha frecuentado mis tablas; pues el poeta no la escribió con los que ella tiene, sino con los que tuvo en su imaginación, que fueron catorce o quince.
Lope —y los que le editamos— publicamos sus comedias para lectores que, si no van a representarlas, deben ser los directores, actores y público de su propio teatro mental. No sabe lire le théâtre quien no intenta leerlas así56, como un músico oye, leyéndola, una partitura. En el prólogo de la Parte veinte Lope escribe: «V.M. señor lector se entretenga con estas comedias lo mejor que pueda hasta la Parte veintiuna». Por lo visto la está preparando, sin saber por cuántos años tendrá que esperarla dicho lector. Menos de dos meses después de concedida la tasa de la Parte veinte, el Consejo de Castilla decide, el 6 de marzo de 1625, suspender la concesión de licencias para la impresión de comedias y novelas57. Tal vez haya sido en cierta medida un alivio para Lope, cada vez más deseoso durante su último decenio de granjearse el favor de los poderosos y el aprecio de los doctos. En la Decimaoctava parte había dicho Sebastián Francisco de Medrano: Le he visto con ánimo de no proseguirlas, ocupando en estudios de más consideración el tiempo que le cuesta el corregirlas, para que salgan más acertadas de la estampa, que no de todas se hallan los originales.
Pero por otra parte sin duda se resiente de aquella suspensión. Cuando en 1628 aparece la Primera parte de las comedias de Alarcón —permitida por haber recibido seis años antes sus aprobaciones y privilegio— escribe a Sessa: «Las Comedias de Alarcón han salido impresas: solo para mí no hay licencia»58. Y sabe naturalmente que otros consiguen de vez en cuando burlarse de la ley, imprimiendo fuera del reino o con falsos pies de imprenta, o publicando novelas llamadas de otra manera. Su discípulo Montalbán prepara una miscelánea, Para todos, publicada por su padre en 1632, en la cual incluye, amén de tres novelas y dos autos, cuatro comedias propias. Y Lope también se vale de estrategias. Imitando la forma de la traducción de la Comedia de Eufrosina, impresa en Madrid en 1631, escribe su «acción en prosa» La Dorotea, describiéndola como «diálogo 56
Aludo, por supuesto, al conocido libro de Ubersfeld, 1982, que no escamotea por cierto la complejidad de la tarea. 57 Moll, 1974. 58 González de Amezúa, 1935-1943, IV, p. 131.
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en prosa» para pedir el privilegio que se le concede el 10 de junio del 3259.Y dos años después publica suelta, en Barcelona, su tragedia El castigo sin venganza. Probablemente le ayuda de nuevo Sessa, que durante años parece haber dejado de apoyarle. Es la primera comedia que Lope le dedica desde la Novena parte, aunque luego saldrán dirigidas al duque las Rimas [de] Burguillos y la póstuma Vega del Parnaso. Levantada la suspensión de licencias a finales de 1634, el viejo dramaturgo se anima a reanudar la serie de tomos de doce, y consigue privilegios para otros tres60. Uno de los dos que se le conceden el 25 de mayo de 1635, aunque no se utilizó, mal pudiera ser más intrigante. De las doce comedias que reúne para pedir el privilegio, nueve se habían publicado en partes compuestas por otros: tres en la Segunda, una en la Tercera, y hasta seis en la Sexta. Había editado él mismo solo las tres restantes: La dama boba en la Novena y La locura por la honra y El perro del hortelano en la Oncena. Por desgracia, nunca sabremos si en algunos casos había conseguido mejores textos, por ejemplo de La dama boba, pero es interesante notar que tres de las seis de la Sexta parte eran precisamente La batalla del honor, El hombre de bien y El secretario de sí mismo, a las que aludí antes. Con el otro privilegio concedido el mismo día se imprime la Veinte y una parte, en la cual figura de nuevo El castigo sin venganza. Cuando recibe su tasa, el 5 de septiembre, el Fénix ha muerto ya. Pero su hija Feliciana en la dedicatoria dice: «Estas doce comedias que escribió, y fio a la estampa fray Lope Félix de Vega Carpio, mi padre y señor, dio intención repetida de dedicárselas a V. S.».Y Joseph Ortiz de Villanueva, en un prólogo a los «aficionados» a Lope: «Habiendo juntado en mi poder la mayor parte de sus obras [...] a persuasión suya le di estas doce comedias, sacadas de sus borradores y originales para darlas a la estampa». Anuncia también la Parte veintidós, que, con un tercer privilegio, conseguido por Lope el 21 de junio, saldrá a principios de octubre. Un grabado inicial de Juan de Courbes proclama: «Este libro contiene doce comedias que dejó para imprimir el Fénix de España Lope de Vega Carpio», y la portada dice que están «sacadas de sus verdaderos originales, no adulteradas como las que hasta aquí han salido». Es muy de notarse sin embargo que la novena comedia, Amor, pleito y desafío, no es la del Fénix cuyo autógrafo se conserva, sino la que con el mismo 59 60
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título había figurado en la llamada «Parte veinticuatro de Lope» publicada en 1633 en Zaragoza, y que es en realidad una versión de Ganar amigos de Juan Ruiz de Alarcón61. El error sugiere que Lope no pudo haber mirado de cerca el texto que presentó para pedir el privilegio. La vega del Parnaso es un caso aparte. Aunque no saldrá hasta mediados del 37, Valdivielso declara haber estado escribiendo su aprobación cuando «nos le arrebató el cielo», y el privilegio se concede a Luis de Usátegui solo dos meses y pico después, el 3 de noviembre. No sabemos sin embargo si Lope mismo había planeado publicar las ocho comedias que el libro contiene. Pero de todos modos podemos decir que seguía tomando parte, «con las ansias de la muerte», en la edición de su teatro. ¿Cómo hemos de caracterizar su labor editorial? Como dije al principio, parece seguro que, pese a todo aquello de «defensa de mi opinión», publica sus comedias más que nada por dinero —en este aspecto con consecuencias lamentables para la calidad de los textos—. Siendo (o sintiéndose) pobre, complementa de este modo sus esporádicos ingresos, aunque gana posiblemente menos de la publicación de doce que de la venta original de una sola a los actores, o de la subvención de ella por un mecenas62. Por ello mismo, como también por «ocupaciones de otras cosas» o «estudios de más consideración», no puede permitirse el lujo, a pesar de sus pretensiones de querer «vestirlas de nuevo», de dedicar mucho tiempo a cuidar de su impresión. Gasta más, probablemente, en palabras de Ávila, «en adquirirlas y juntarlas». A veces, gracias a la ayuda de Sessa o de autores complacientes, o a la buena fortuna, puede recobrar, más o menos intactos, los «borradores» u «originales» que con frecuencia pretende emplear. Los casos en que esto ocurre se pueden identificar principalmente de dos maneras. Por un lado, disponemos de más de cuarenta autógrafos suyos, amén de muchas copias fidedignas de los mismos. Si otro texto se editó en las Partes, no es difícil cotejarlos. Por otro lado, en ellos es posible rastrear características de su estilo como sus normas de ortología63, o su empleo, casi siempre 61
Ver Vega, Obras..., t. X, pp. LIV-LV. Como advierte Díez Borque, pp. 99-100, cobraba por la venta original de una comedia un promedio de 500 reales, mientras que el negocio de Ávila en las Partes VII y VIII se basó en haber pagado solo 122 por dos docenas de ellas ya utilizadas en las tablas. Después de conseguir como hemos visto cinco más, vendió el privilegio de cada parte por 880 reales, bastante más que los 543 reales y 11 ejemplares encuadernados que le habían valido el de la Sexta parte (Moll, 1995, p. 221). 63 Ver sobre todo Morley, 1927, y Poesse, 1979. 62
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correcto, de los diversos tipos de rima64, y averiguar después en qué medida se encuentran en las obras publicadas. Otro criterio posible es el de las didascalias. En sus autógrafos Lope suele usar un mínimo de verbos; los que sí emplea no son —significativamente— descripciones, en indicativo (sale), sino instrucciones, en subjuntivo (salga). Sus impresores, cuando no encuentran verbos, los suplen con el indicativo convencional; cuando sí los encuentran, los cambian igualmente al indicativo. Pero a veces, con un «borrador» delante, copian mecánicamente los subjuntivos que ven. Por ejemplo, al cotejar con el autógrafo de La doncella Teodor el texto de la Novena parte, he notado los siguientes verbos en las acotaciones: indicativos suplidos, 27; subjuntivos «corregidos», 22; subjuntivos no «corregidos», 23. Otros impresores sin duda habrán sido más consistentes en cambiarlos, pero he aquí al menos una hipótesis de estudio: un relativamente alto porcentaje de subjuntivos indica tal vez que trabajaban sobre un texto no muy distinto del autógrafo de Lope. Puede haber ocurrido por ejemplo en el caso de El perro del hortelano. El texto que nos ofrece la Oncena parte parece por otras razones bastante fidedigno, y resulta que el porcentaje de subjuntivos en sus acotaciones se eleva al 42%. Por otra parte, Lope recobra, como confiesa, en muchísimas ocasiones, textos ya muy estragados de sus comedias, y «reducirlas a su primera forma es imposible». Pero «no se echa de ver que lo intentara siquiera». Son palabras de Montesinos, el cual estudió de cerca, hace muchos decenios ya, los textos de tres comedias contenidas en la Parte catorce, cuyos autógrafos editaba. Tras un minucioso cotejo, halló una docena de enmiendas aceptables entre un millar de disparates y variantes de «colaboración popular»65. Si Lope se quejaba con razón de los textos que otros publicaban, Montesinos concluyó: «no era él mismo un editor ejemplar ni mucho menos». «Tal vez corrigiera algo: pero estas correcciones, perdidas entre una muchedumbre de variantes, no pueden distinguirse ya». Más importante todavía, añadió, Lope no refundía66. Mis propias observaciones lo confirman. Por ejemplo, el texto que Lope publicó de su El perro del hortelano no es malo, como ya dije. Pero al editarla comenté haber hallado en él «bastantes lecturas inverosímiles y errores evidentes de puntuación para convencernos de que Lope no 64 65 66
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Ver principalmente los estudios de Arjona, 1953, 1955 y 1956. En Vega, El cordobés valeroso, pp. 160 y 159. En Vega, El cordobés valeroso, pp. 139 y 160-161.
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participó en su edición de una manera seria»67. Parece en efecto que era mínima su labor editorial. Irónicamente, en el caso citado de la segunda edición de la Sexta parte, la de Ávila (o quien fuera) fue por lo visto más concienzuda. En algunas Partes publicadas por Lope encontramos sin embargo correcciones en prensa. Es dudoso que Lope mismo fuera responsable de ellas, pero no debemos descartar la posibilidad.Y aunque no sean de él, habrán sido intentos serios realizados por coetáneos de restaurar su texto. Cuando editamos hoy comedias suyas de las cuales no tenemos mejores textos, es una práctica esencial, aunque rara todavía, compulsar cuantos ejemplares podamos de las Partes utilizadas. Celebro mucho que la haya adoptado el equipo de PROLOPE. En el caso, por ejemplo, de la Docena, Anibal en 1932 distinguió entre dos ediciones impresas en Madrid en 1618 por la viuda de Alonso Martín; las bautizó A y B68. En 1982, Moll demostró que B se había basado en A; por consiguiente, un verso suplido en el texto de Fuenteovejuna era posible pero dudosamente de Lope69. Pero Moll advirtió también que dos pliegos de A habían sufrido correcciones en prensa; afectaban a cinco páginas del texto de aquella comedia. Al editarla yo, señalé además correcciones de otro pliego, que afectaban a dos páginas más70. Es parecido el caso de la Oncena parte y El perro del hortelano. Los preliminares de la princeps incluyen una lista de sus erratas, a veces de difícil interpretación; en los ejemplares que pude ver, alguna se había corregido ya, otras no, y otras de una manera distinta. Pero uno de aquellos ejemplares tenía de nuevo correcciones en prensa, en dos pliegos, que afectaban a cuatro páginas de la comedia71. Consulté también, desde luego, todos los otros textos que pude de la comedia; y en Inglaterra, siguiendo una pista sugerida por La Barrera —nunca debemos perder de 67
En Vega, El perro del hortelano, ed. Dixon, p. 63. Anibal, 1932. 69 Moll, 1982. Una réplica de Mengo empieza: «¡Que me azotasen a mí / cien soldados aquel día! / Sola una honda tenía»; para completar la redondilla, se añadió en B: «harto desdichado fui». 70 Vega, Fuenteovejuna, ed. Dixon, p. 37. 71 Vega, El perro del hortelano, ed. Dixon, p. 63. Una de estas correcciones me parece ahora incorrecta. La versión sin corregir del v. 2506 reza: «A casa voy, que no está de aquí muy lejos»; como el endecasílabo queda largo, la versión «corregida» omite «no». Por el contexto parece más probable que debiera haberse omitido más bien «que» para restaurar lo que en un principio había escrito Lope. 68
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vista a los eruditos del siglo XIX— di con un manuscrito temprano que suministró variantes de importancia72. Aclaró sobre todo la distribución de versos entre los personajes, al comienzo del acto tercero, claramente errada en la Parte que publicó Lope. Editar bien, por fin, sus comedias es una tarea que nos pide un gran esfuerzo; pero el Monstruo de la Naturaleza nos lo exige. Nuestras ediciones deben aspirar a ser al menos comparables con las de su contemporáneo Shakespeare. Incluso podrían llegar a ser bastante superiores. Aunque algunos de los textos publicados en las Partes sean malos, y Lope —insisto— los corrige poco, otros son relativamente buenos. Y por gran fortuna disponemos además de una cantidad incomparable de autógrafos y copias. Claro, la lista de sus obras de arte es larga, y la vida breve. Pero para ello está PROLOPE.
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Vega, El perro del hortelano, ed. Dixon, pp. 65-66.
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UN GÉNERO EN GERMEN: ANTONIO ROCA DE LOPE Y LA COMEDIA DE BANDOLEROS
Para Marc Vitse1
Di noticia hace cincuenta años de un manuscrito, utilizado alrededor de 1632 por la compañía de Antonio de Prado, que conserva sustancialmente, según sostengo, el texto original de una comedia, Antonio Roca, que Lope declaró haber escrito en su Peregrino de 1604 y de la cual un texto editado por Cotarelo no es más que una refundición tardía y muy distinta2. Me propongo aquí explicar lo que es para mí la importancia primordial de esta temprana comedia: haber encerrado ya, en germen al menos, las características principales de todo un género menor del teatro de Siglo de Oro, la comedia de bandoleros. Las comedias realmente representativas del género son para mí aquellas cuyos protagonistas, durante gran parte de su acción, actúan específicamente como bandoleros. Excluyo pues: 1) aquellas en que uno o más ladrones son solamente personajes menores o episódicos3; 2) aquellas cuyo héroe practica el bandolerismo solo transitoriamente o es realmente otra especie de malhechor —valiente, rufián, renegado o libertino—; y 3) aquellas en que una mujer declara querer vengarse de los hombres en general, que me parecen proceder más bien de la tradición folklórica de las serranas.Ya que sin embargo muchas de tales 1 A mi viejo amigo, que tanto nos ha enseñado sobre los géneros de la comedia áurea, le dedico, con admiración y afecto, este trabajo, que se concibió para un homenaje a Marc Vitse (El Siglo de Oro en escena. Homenaje a Marc Vitse, ed. G. Odette y F. Serralta, Toulouse, PUM, 2006), pero no llegó, desgraciadamente, a incluirse en él. 2 Ver Dixon, 1971a, artículo en que incluí un sumario de su acción, y Vega, Antonio Roca. 3 Por ejemplo: Amar, servir y esperar, El amor bandolero, El árbol del mejor fruto, El loco por fuerza y El valiente Juan de Heredia.
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comedias tienen elementos en común con las «verdaderas», no me abstendré de aludir a varias, como también a algunas narraciones en que figuran bandoleros. El primer dramaturgo español que puso en las tablas a personajes forajidos parece haber sido Cristóbal de Virués. Su tragedia neoclásica La infelice Marcela fue escrita probablemente alrededor de 1580, aunque no se publicara hasta l609. Pero sus «salteadores» principales, Formio y Felina, aunque figuras relevantes, bastante más dinámicas que su heroína epónima, mal pueden calificarse de protagonistas. Es muy posible por tanto que Antonio Roca fuera el primer ejemplo del género, aunque no se puede saber. Otras comedias se habrán perdido, como El salteador agraviado, citada igual que ella en la princeps del Peregrino, y hay otros candidatos: La serrana de la Vera de Lope y Las dos bandoleras, posiblemente suya4. También deben mencionarse —aunque Pedro Carbonero dista mucho de ser un auténtico bandolero— su El cordobés valeroso (de 1603), y dos comedias en que sí lo es san Pedro Armengol: una de Tárrega y otra atribuida a Lope5. Medio siglo antes de escribirse Antonio Roca, su héroe había existido; fue un célebre bandolero ajusticiado en Barcelona el 26 de junio de 15466. Y conviene observar en primer lugar que los más de los protagonistas de tales obras tempranas fueron como él figuras entre históricas y legendarias: la serrana de la Vera, san Pedro Armengol, Pedro Carbonero y Perot Roca Guinarda7, como también Cristóbal de Lugo en El rufián dichoso. También lo serían (o aparentarían serlo) los de algu4
La primera fue fechada «1595-1598» en Morley y Bruerton, 1968, p. 223. De la segunda, que no aparece en las listas del Peregrino, dijeron: «Si es de Lope, la fecha sería 1597-1603, pero no hay certeza de que sea suya» (p. 455). Como las protagonistas de ambas son serranas, ya he dicho que para mí no son típicas del género. 5 La leyenda de este santo del siglo XIII (que Tirso contaría después en su novela El bandolero y en la historia de su orden) fue dramatizada por Tárrega en La fundación de la orden de Redención de Nuestra Señora de la Merced, posiblemente para unas fiestas de 1602, aunque no se publicó hasta 1616. La orden de Redención y Virgen de los Remedios se atribuye en dos manuscritos a Lope; Cotarelo, a pesar de editarla en Vega, Obras..., tomo VIII, 1930, negó que fuese suya, pero la cuestión merece estudiarse. 6 Falta espacio aquí para más detalles de su historia y de las posibles fuentes de la comedia de Lope. 7 Este, además de figurar como Roque Guinart en los capítulos 60 y 61 de la segunda parte del Quijote, habrá sido el protagonista de otra comedia perdida de Lope, Roque Dinarte, cuyo título se registra en su Peregrino de 1618.
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nas comedias posteriores, como Nardo Antonio bandolero, San Franco de Sena y El bandolero Solposto. Los de otras, forzosamente, tendrían que ser completamente ficticios, aunque una al menos habría de componerse a raíz de un caso real reciente, El catalán Serrallonga8. Es notable además que, como Antonio Roca, varios de los héroes de las primeras muestras del género (Armengol, Roca Guinarda y Serrallonga), igual que los bandoleros de los tempranos pliegos sueltos y de algunos que encontramos en ficciones (como La Galatea, El peregrino de Lope o Cigarrales de Toledo), operaban en Cataluña. Desde mediados del siglo XVI las correrías de bandoleros se asociaban mayormente con ese territorio, donde eran un problema constante. Pero el fenómeno se fue extendiendo cada vez más; en el XVII nunca dejaría de preocupar al gobierno y a los españoles en general. Así se explica sin duda, aunque también por un afán de novedad, que las comedias de bandoleros se fueran ubicando en muy distintos lugares: en Aragón (El amor bandolero, La dama del olivar y Las tres justicias en una), en Segovia (El tejedor de Alarcón) o en Portugal (El bandolero Solposto). Unas diez se situarían en Italia9, una al menos en Flandes e incluso varias en el Medio Oriente10. Muchísimos bandoleros se rebelan contra su sociedad como víctimas de una deshonra inmerecida, por culpa frecuentemente de enemigos poderosos respaldados por una autoridad injusta. En esto también es arquetípica Antonio Roca. Su héroe es persuadido a vengar a su padre, asesinado a mediados del acto primero por cierto barón Alberino. Este, aunque detenido por orden del virrey, confía en salir indemne, pero Antonio le acuchilla en la prisión. Allí y en el curso de su huida mata en las tablas a unas cinco personas, pero cuando se ve a salvo promete seguir vengándose de su «patria ingrata y loca». Allí, en Cataluña, eran proverbiales tales antecedentes, como atestiguan las obras narrativas mencionadas. Parecidas, aunque situadas en otros reinos, serían las prehistorias de protagonistas ulteriores, como los de El tejedor de Segovia, Nardo Antonio 8 Se representó en Palacio el 10 de enero de 1635; ver Shergold y Varey, 1963, p. 238. Coello, Rojas y Vélez la habrán escrito con cierta premura para celebrar la ejecución, doce meses antes, de su protagonista. 9 Nardo Antonio bandolero, El condenado por desconfiado, La ninfa del cielo y su refundición La bandolera de Italia, El niño diablo, La devoción de la Cruz, San Franco de Sena y dos de Godínez, O el fraile ha de ser ladrón y Ha de ser lo que Dios quiera, refundida por Lanini como Será lo que Dios quisiere. 10 El bandolero de Flandes, El prodigio de Etiopía, Ganar por la mano el juego y Osar morir da la vida.
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y El bandolero de Flandes. De modo análogo, varias heroínas tempranas que acuden al bandolerismo han sido víctimas de un estupro, seducción o engaño, como en Las dos bandoleras, las dos Serranas de la Vera, La montañesa de Asturias, La ninfa del cielo y La dama del olivar. Pero en casi todas las obras del género es mucho más importante la relación del delincuente con su familia, y sobre todo con su padre —una relación evidentemente simbólica11—. Como supo ver Alexander Parker, «the tie that binds the individual to society is in the first place the tie that binds son or daughter to the family; social authority is embodied in paternal authority»12. Esta relación, sin embargo, varía mucho y es a menudo muy compleja. Algunos hijos, como Antonio Roca, se creen obligados a vengar a un padre muerto o deshonrado13. Pero los padres mismos, en muy numerosas comedias, desempeñan un rol decisivo.Varios impelen a hijas suyas a entrar en un convento14, o a casarse, en lugar de con su amante, con un pretendiente al que no quieren15. Varios, por otra parte, intentan frenar los excesos de sus hijos; algunos, significativamente, llegan a maldecirlos16. Otros son encargados de buscar y detener al delincuente; algunos de estos, y otros, desempeñan un rol crucial en su reforma y salvación17. 11 Excepciones notables son: don Gil (El esclavo del demonio), Paulo (El condenado por desconfiado), Apolonio (Osar morir da la vida) y la protagonista de La ninfa del cielo. 12 Parker, 1973, p. 157, traducción algo enmendada de su estudio: Parker, 1949. 13 Por ejemplo, en El catalán Serrallonga, El bandolero de Flandes y Un gusto trae mil disgustos. El enemigo del protagonista de El tejedor de Segovia había causado también, años antes, por acusaciones falsas, la muerte de su padre. 14 Como en El niño diablo o La devoción de la Cruz. 15 Como en La serrana de la Vera de Vélez, Nardo Antonio bandolero, El esclavo del demonio, El catalán Serrallonga y El prodigio de Etiopía. En La serrana de la Vera de Lope y en San Franco de Sena, es un hermano quien se lo manda. 16 Como el padre supuesto de don Lope en Las tres justicias en una, Gerardo en La fianza satisfecha, o los padres (de hijas) en El prodigio de Etiopía y El esclavo del demonio. 17 Como Leopoldo en El prodigio de Etiopía, Giraldo en La serrana de la Vera de Vélez, Curcio en La devoción de la Cruz y el padre verdadero de don Lope en Las tres justicias en una. En El condenado por desconfiado solo Anareto es capaz de animar a Enrico a confesarse; en El catalán Serrallonga la sombra del padre del protagonista declara haber sido enviada para persuadirle de que se deje prender y salvarse; y en El niño diablo Peregrino se rinde por fin a su padre, diciendo ver en su cara «cifrado / de todo el cielo el poder». Es análoga, en San Franco de Sena, la compleja relación
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La madre, por contraste, en palabras de Araceli Guillaume-Alonso, «reste un personnage presque exclu des comedias de bandoleros»18. A este respecto nuestra comedia mal puede decirse profética; Julia, la madre de Antonio Roca, es un personaje poco menos central que él. Tras rechazar al principio las pretensiones del barón, insiste en que Antonio le asesine y defiende repetidamente la actuación de su hijo. Angustiada al enterarse de que ha sido capturado, acude, ya contrita, a verle ajusticiado. Cuando él, tras pedirle que se acerque, clava los dientes en su oreja, tildándola de «víbora brava» por haberle incitado a la venganza, le responde: «Yo te perdono, aunque me dieras muerte, / pues yo la merecía»19. Su papel, por tanto, resulta ser tan complejo como el de cualquier padre en dramas escritos después. Otros personajes de la obra de Lope se pueden comparar con muchos que aparecen en comedias posteriores. Importante en ella, por ejemplo, es el condiscípulo de Antonio, Feliciano, que contrasta tanto con él como con su madre. En el acto primero, tras anunciar que san Francisco le ha llamado a ser fraile descalzo, condena (en palabras que anuncian un tema de la obra) la venganza personal: «Quien la espera de Dios mejor la alcanza»20. En el tercero busca y redime al bandolero, y espera evitar que se le castigue; visitándole después en la cárcel, oye su confesión y le atiende en el patíbulo. En varios ejemplos del género, el bandolero se contrapone, análogamente, con otro personaje que le enseña un mejor camino y que en algunos casos consigue hacerle arrepentirse21. En el acto segundo, además, Antonio se encuentra con tres «salteadores» que le hacen su capitán y le prometen lealtad, pero en el tercero dos de ellos conspiran para entregarle a las tropas del virrey. Casi del protagonista con su padre, y muy de notarse que este, muerto según sus fuentes en la infancia del santo, fue convertido por Moreto en un personaje central. 18 En su admirable estudio Guillaume-Alonso, 1987, p. 205. 19 El motivo del reo que muerde en la horca la oreja, los labios o la nariz de su madre o de su padre tenía muchos antecedentes folklóricos y literarios, pero el final de La serrana de Vélez, en que Gila muerde la oreja de su padre, fue inspirado probablemente por el de Antonio Roca. 20 Tales condenas se reiteran en el curso de la comedia, y se nos invita a ver en Antonio, en el momento de descubrirse su cuerpo torturado, «un ejemplo / de un hombre noble ofendido, / y cómo el tomar venganza / es tomarla de sí mismo». 21 Ver por ejemplo El esclavo del demonio, El condenado por desconfiado, El purgatorio de San Patricio, La devoción de la Cruz, O el fraile he de ser ladrón, Ha de ser lo que Dios quiera y Osar morir da la vida.
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todos los bandidos posteriores tendrán cuadrillas compuestas de ladrones inferiores, y en varias comedias uno o más de estos resultarán aleves22. Al final del acto segundo, Antonio y sus tres cómplices interrumpen la boda de una villana, Leonida, con un pastor bobo, Lirano, y el bandolero se la lleva. En el tercero, aparentemente enamorada de y dispuesta a luchar con él, se viste de hombre y declara serlo. Huye cuando Antonio es detenido, pero en el acto tercero consigue, engañándolos, vengarse de los dos que le habían traicionado. En muchísimas comedias posteriores el héroe lleva al lado una mujer parecida, vestida casi siempre de bandolera, que ha sido secuestrada por el bandido23 o ha huido al monte con él24. Antonio Roca, como ya vimos, ha dado muerte mientras huía a varias personas, pero comete después como bandolero otras barbaridades, entremezcladas con muestras de un humor macabro. Manda cortar las orejas y narices de un correo del virrey que llega al pueblo; al decirle los villanos que no hay ternera, responde: «Cortad una pierna al cura», y si tampoco hay cabrito, «un niño / podéis, alcalde, matar»; en el acto tercero ordenará que se ahorquen dos músicos que han cantado su propia historia. (Es interesante notar de paso que escenificar así la reacción de un personaje a una letra que le atañe es un recurso notoriamente lopesco que vuelve a aparecer en otras obras del género, como Las serranas de él y de Vélez, Las dos bandoleras, La ninfa del cielo, El catalán Serrallonga, El tejedor de Segovia y Ganar por la mano el juego). En suma, Antonio Roca, como muchos bandoleros posteriores, merece ser tildado muy a menudo de «demonio», «tirano» y «monstruo». Casi todos los bandidos de otras comedias, si bien algunos dan muestras de caridad o de respeto al rey, se caracterizan asimismo como crueles asesinos25. Su rebeldía se concibe como una amenaza intolerable, agravada con frecuencia por insolencias, tanto al bienestar público como a la autoridad. Como en la realidad, en varios casos se pregonan premios
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Ver por ejemplo El prodigio de Etiopía, Nardo Antonio bandolero, La ninfa del cielo, El tejedor de Segovia, O el fraile ha de ser ladrón y Ganar por la mano el juego. 23 Como en El esclavo del demonio, El bandolero de Flandes y Ganar por la mano el juego. 24 Como en Nardo Antonio bandolero, El niño diablo, El catalán Serrallonga, El tejedor de Segovia, La devoción de la Cruz, San Franco de Sena y El bandolero Solposto. 25 Excepciones notables a esta regla son los héroes de El tejedor de Segovia, Luis Pérez, el gallego y la novela de Montalbán El piadoso bandolero.
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para quien los mate o prenda26. En la obra de Lope, el correo ya aludido echa un bando en que el virrey ofrece mil escudos por «la cabeza de Antonio Roca [...] y dos mil si le trajeren vivo»; él responde con otro, prometiendo tres mil por la cabeza del virrey, «y seis mil si le dieren vivo». Parecidas reacciones tendrán los héroes de El bandolero Solposto y El niño diablo. Pero, pese a tales arrogancias, la mayoría de los bandoleros teatrales, aunque algunos mueren en combate (como en El condenado o El tejedor de Segovia), se destinan a un suplicio ejemplar. Antonio Roca, en el último cuadro, es revelado «en un palo, con cadenas a los pies y sangre», y varios protagonistas posteriores se exhibirán, asimismo, muertos o moribundos en descubrimientos horrendos27. De interés aún más central que el destino vital del protagonista es casi siempre, sin embargo, el de su alma inmortal. Las comedias de bandoleros del Siglo de Oro, como Parker hizo advertir, se distinguen por su preocupación por la capacidad del maleante para salvarse. Se enlazan estrechamente con las comedias devotas y las de santos, ya que solo en muy pocas no es primordial la dimensión religiosa28. Y a este respecto fue más profético todavía el caso de Antonio Roca, por la densidad de su trayectoria moral. En un principio no es solamente, como muchos protagonistas, un hombre honrado y bueno. La primera vez que sale, acaba de ordenarse y está ansiando cantar su primera misa; Feliciano le da el parabién, «porque sé que has de ser un grande santo». La comedia de Lope, por ello, se puede identificar, casi seguramente, con una que representaba en 1605 Alonso de Riquelme bajo un título más llamativo: El clérigo bandolero29. Es capaz así de ensartar después, en una larga disputa con Julia, toda una serie de referencias bíblicas que le prohíben vengar a su padre y solo se rinde cuando ella sale armada para hacerlo. No es, por tanto, en El esclavo del demonio, como creía Parker, donde «appears for the first time
26 Por ejemplo, en La serrana de la Vera de Lope, Nardo Antonio bandolero, La ninfa del cielo, El tejedor de Segovia y Ganar por la mano el juego. 27 Como en La serrana de la Vera de Vélez, La fianza satisfecha, Las tres justicias en una, El catalán Serrallonga y Osar morir da la vida. En El esclavo del demonio Lisarda se exhibe muerta de remordimiento. 28 Excepciones parecen ser Nardo Antonio bandolero, El tejedor de Segovia y El bandolero Solposto. 29 Falta espacio aquí para datos y especulaciones acerca de su historia en las tablas.
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the theme of the man of saintly life» que se hace bandolero30. En realidad ese tema no había de tener gran fortuna en el teatro, a pesar de ser famosos los casos de don Gil y Paulo31, pero de todos modos fue Lope el que lo introdujo. En el acto tercero Antonio se muestra dos veces generoso32 y, al saber que son descalzos dos frailes que se le acercan, dice: «A estos tengo devoción», ofreciéndoles comida y cien escudos33. Uno de ellos es Feliciano, y en un diálogo paralelo al que Antonio sostuvo con Julia le convence de que ha sido engañado por el demonio. Contrito y lloroso, entra en una tienda y cuando esta es echada en el suelo por el escuadrón venido a detenerle, se descubre rezando a Jesús, «con una cruz y una disciplina [...] azotándose quitado el jubón». Es evidente, desde entonces, que ha de salvarse. A un alcaide que se obstina en admirarle responde: «Mirome Dios, y conocí mi culpa, / y quiere que, pagando mis delitos, / no pierda el alma que le cuesta tanto», y un testigo de la constancia con que sufre su horrendo suplicio comenta: «Para mí tengo sin falta / que tras aqueste martirio / le ha de dar su gloria el cielo». Semejante olor de santidad queda algo esfumada por su mordisco final a su madre, pero luego pide perdón. La mayoría de los protagonistas posteriores —excepciones son Gila y Paulo— muestran antes del final parecidas señas de contrición y reforma. Algunos se entregan sin resistencias34. Las almas de otros —como Ninfa y Enrico— se ven ascender al cielo, y varios, si no han de ser canonizados como san Pedro Armengol y san Franco de Sena, emprenden una vida santa, como ermitaños, monjes o penitentes de varia especie35. Explícita o implícitamente, se da por segura su salvación. 30 Parker, 1973, p. 155. En una posdata a la traducción de su estudio tuvo la bondad de observar (p. 168), refiriéndose a Dixon, 1971a: «In a recent study Victor Dixon outlines the probable origins of the theme [of bandits and saints] in Lope». 31 En El esclavo del demonio y El condenado por desconfiado. Análogos son los de Ludovico en Ha de ser lo que Dios quiera, quien después de estudios de retórica y teología en Bolonia se hace bandolero, y de Antonio en La devoción del Rosario, un monje dominicano que reniega de su fe; ambos terminan como mártires cristianos. 32 Manda dar quinientos reales a un cartero y cien ducados a Lirano. 33 Otros protagonistas mantendrán devociones parecidas; ver por ejemplo La devoción de la Cruz, San Franco de Sena, Ha de ser lo que Dios quiera y La devoción del Rosario. 34 Por ejemplo, los protagonistas de El niño diablo, El catalán Serrallonga y Las tres justicias en una. 35 Ejemplos de ellos se hallan en Osar morir da la vida, El esclavo del demonio, El prodigio de Etiopia, La dama del olivar, La ninfa del cielo y Ganar por la mano el juego.
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En suma, como espero haber demostrado, si la comedia de bandoleros del Siglo de Oro abarcaría muchos motivos, la mayoría se anticiparon en una comedia de Lope que se suponía perdida. Ella también merece sobradamente salvarse.
APÉNDICE COMEDIAS TENIDAS EN CUENTA, Y SUS AUTORES (SEGUROS O POSIBLES) Amar, servir y esperar Amor bandolero, El Árbol del mejor fruto, El Bandolera de Italia Bandolero de Flandes, El Bandolero Solposto, El Caer para levantar Catalán Serrallonga, El Condenado por desconfiado, El Cordobés valeroso, El Dama del olivar, La Devoción de la Cruz, La Devoción del Rosario, La Dichoso bandolero, El Dos bandoleras, Las Esclavo del demonio, El Fianza satisfecha, La Fundación de la Orden de Redención Ganar por la mano el juego Ha de ser lo que Dios quiera Infelice Marcela, La Loco por fuerza, El Luis Pérez el gallego Montañesa de Asturias, La Nardo Antonio bandolero Negro del mejor amo, El Ninfa del cielo, La Niño diablo, El Nuestra Señora de la Merced, de La O el fraile ha de ser ladrón o el ladrón fraile
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Lope de Vega ¿? (no de Lope) Tirso de Molina ¿? Álvaro Cubillo de Aragón Cáncer, Rosete y Rojas Matos, Cáncer y Moreto Coello, Rojas y Vélez Tirso de Molina Lope de Vega Tirso de Molina Pedro Calderón ¿Lope de Vega? Francisco o José de Cañizares ¿Lope de Vega? Mira de Amescua ¿Lope de Vega? Álvaro Cubillo de Aragón Felipe Godínez Cristóbal de Virués ¿Lope de Vega? Pedro Calderón Vélez de Guevara ¿Mira de Amescua? ¿Mira de Amescua? Tirso de Molina ¿Vélez? (no de Lope) Francisco Tárrega Felipe Godínez
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Orden de Redención y Virgen de los Remedios, La Osar morir de la vida Prodigio de Etiopía, El Purgatorio de San Patricio, El Rufián dichoso, El San Franco de Sena Será lo que Dios quisiere Serrana de la Vera, La Serrana de la Vera, La Serrana de Tormes, La Tejedor de Segovia, El (II) Tres justicias en una, Las Un gusto trae mil disgustos Valiente Juan de Heredia, El
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¿Lope de Vega? Juan de Zabaleta ¿? (no de Lope) Pedro Calderón Miguel de Cervantes Agustín de Moreto Pedro Francisco de Lanini Lope de Vega Vélez de Guevara Lope de Vega Ruiz de Alarcón Pedro Calderón Juan Pérez de Montalbán ¿? (no de Lope)
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La provocativa teoría de que el teatro del siglo XVII era esencialmente propagandístico ha despertado una polémica extremadamente viva. Sin embargo, quienes han escrito sobre ello han tendido a pasar por alto lo diversas que eran las circunstancias en las que el teatro se producía. Profundizando más, habrían encontrado un denominador común en el hecho de que algunas comedias fueron indudablemente escritas para agradar a un sector particular del público o, es más, para complacer a mecenas específicos. Joan Oleza Simó y Teresa Ferrer Valls estaban en lo cierto al afirmar en un estudio reciente la importancia no solo del mecenazgo en general, sino también, dentro de este mismo mecenazgo, y a modo de una manifestación especial, del encargo directo de obras teatrales a poetas dramáticos, y a veces —y no pocas— de obras destinadas a hacer valer unos intereses particulares en una circunstancia determinada, mediante la apología de la historia de los hechos de un linaje, o de una figura destacada dentro de este linaje.
En una amplia nota detallaron numerosas obras de Lope que, ponemos suponer, fueron escritas en mayor o menor medida por encargo, y a continuación describieron el descubrimiento de un manuscrito verdaderamente importante. Del estudio de este, así como del estudio de otro descubierto posteriormente (que incluye nada menos que un resumen de Lope en prosa acerca de cómo pretendía ocuparse de su «sujeto elegido»), queda claro que estaba al servicio, alrededor de 1617, de los
1 «Lope de Vega, Chile and a Propaganda Campaign», traducido del inglés por Sagrario Romero Illán y Almudena García González, con ayuda del autor.
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descendientes del duque del siglo XV don Alonso de Aragón para componer un par de comedias acerca de la «vida y hechos» de este último2. El propósito del presente artículo es mostrar que Arauco domado debe añadirse a la lista anteriormente citada, y además argumentar que Lope comenzó su composición de un modo muy similar. En nuestro caso, sin embargo, el héroe de la obra estaba más que vivo y su encargo fue solo una maniobra en una complicada campaña publicitaria, cuyo curso, así como la evolución del héroe, procederé primero a analizar. Don García Hurtado de Mendoza nació en Cuenca en 1535 y sirvió a la corona española durante muchos años3. Soldado desde su adolescencia, fue designado a los veintiún años por su padre don Andrés, el entonces virrey de Perú, gobernador y capitán general de la provincia de Chile. Disfrutó de victorias sin precedente en la historia del país como fundador de ciudades y posteriormente como explorador en una serie de campañas contra los araucanos; sin embargo, después de tan solo tres años, fue reemplazado por Francisco de Villagrán, a quien él mismo había exiliado. Al llegar a Perú en 1561 y descubrir que su padre había fallecido, fue acusado y encarcelado, pero logró volver a España para defender allí su causa. El año siguiente se casó con la hija mayor del quinto conde de Lemos: doña Teresa de Castro y de la Cueva, quien dio a luz a su hijo, Juan Andrés (y a una hija, María, que murió joven). Después de realizar diversos servicios menores, en 1588, al igual que a su padre, le fue designado el virreinato de Perú, donde llegó en 1590. A la muerte de su hermano mayor, don Diego, en 1591, se convirtió en el cuarto marqués de Cañete y, como virrey, pudo reivindicar una vez más su triunfo en las Indias; sus principales logros fueron la represión de una rebelión en Quito (ocasionada por la imposición de alcabalas) y la captura en junio de 1594 del joven corsario inglés Richard Hawkyns por el hermano de su mujer, don Beltrán de Castro. Sus años como virrey vieron, sin embargo, el comienzo del declive de su fortuna y de la de su familia, algo que sus amplios esfuerzos, como veremos, fueron incapaces de frenar. Ya con su salud delicada, en 1595, se le confirmó que había sido sustituido y, en abril del año siguiente, él y su mujer embarcaron con destino a España. Logró alcanzar Sanlúcar con una flota que 2
Oleza Simó y Ferrer Valls, 1991, p. 146; ver también Ferrer Valls, 1991. Mis principales fuentes para su biografía han sido: Suárez de Figueroa, Hechos de don García Hurtado de Mendoza, cuarto marqués de Cañete; López de Haro, Nobiliario genealógico de los reyes y títulos de España; Campos Harriet, 1969. 3
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transportaba un tesoro en oro y plata, pero doña Teresa había muerto en Cartagena durante el viaje. En una carta del 7 de octubre, Felipe II expresaba tanto gratitud como simpatía hacia don García, pero todas las peticiones de este en su respuesta del 16 de noviembre y en otras misivas posteriores por el reconocimiento y la recompensa de sus servicios a la corona parecen haber sido ignoradas. Como veremos, en una biografía publicada en 1613, Cristóbal Suárez de Figueroa había de escribir: Las graves enfermedades que en sus últimos años tuvo su majestad, parece habían puesto punto a los grandes negocios, ocasión que también entrase en este número las justas pretensiones del marqués [...] Viendo pues que se iba quedando sin la [merced] que deseaba apretó con diferentes memoriales, pero todos hallaban los importantes estorbos de arriba. En fin Dios llevó a su majestad, y siguiéndose tras su sentida y llorada muerte bodas reales y mudanza de Corte, quedaron las esperanzas del marqués más interrumpidas y atrasadas que antes, y más remota la merced y remuneración que pretendía.
Posiblemente con la esperanza de asegurarse no solo el perpetuar su estirpe, como Suárez afirmaba, sino también el mejorar sus finanzas, contrajo, a pesar de su avanzada edad, un segundo matrimonio con la viuda de don Enrique de Mendoza, doña Ana Florencia de la Cerda, quien «tras diez años de compañía» le dio una hija, Mariana. No obstante, durante esa misma década dedicó al parecer grandes esfuerzos a buscar parejas que resultasen un buen partido para su hijo don Juan Andrés4. Los pleitos que precedieron al tercer matrimonio de este último con doña María de Cárdenas en la primavera de 1609 fueron, en palabras de su biógrafo, «ocasión de gravísimo cuidado», y, según Suárez 4
El primer matrimonio de don Juan Andrés fue con doña María Pacheco, que le dio un hijo, don Enrique, quien debió morir antes de 1599. A principios de ese año don García pretendía casar a su hijo con la hermana mayor de su segunda esposa, pero le costó ser arrestado; ver Cabrera de Córdoba, Relaciones de las cosas..., pp. 12-13 (20 de marzo de 1599). En 1605 sí consiguió casar a su hijo Juan Andrés con una hermana del séptimo duque de Medinaceli, doña María de la Cerda; las capitulaciones se conservan en la Real Academia de la Historia, según Avalle-Arce, 1974, p. 266; esta unión, sin embargo, no tuvo frutos y debió de ser breve. Los problemas que precedieron al tercer matrimonio de Juan Andrés (del que resultarían al menos seis hijos) fueron descritos no solo por Suárez de Figueroa en La constante Amarilis (como veremos) y en su biografía, sino también en las Relaciones de Cabrera de Córdoba, pp. 316 y 317 (29 de septiembre de 1607 y 11 de abril de 1609).
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insinúa, precipitaron su muerte, que acaeció el 15 de octubre de ese año. Su cuerpo fue llevado a su ciudad natal y enterrado allí, con gran pompa y ceremonia, en la capilla de su familia. La obra más famosa, tanto en la época, como desde entonces, en la que se mencionan los servicios de don García fue y es, sin duda, la epopeya La Araucana de Alonso de Ercilla5. Ercilla había acompañado al recién designado gobernador de Chile en 1557, y casi la totalidad de su poema tras el canto III trata de los hechos que tuvieron lugar bajo el mandato de don García. Sin embargo, desde el primer canto se le acusa (por parte de Suárez, por ejemplo) de haber minusvalorado enormemente las cualidades y los logros del general, amargado, supuestamente, por la severidad con la que don García le había tratado con respecto a un incidente en La Imperial en junio de 1558, incidente al que se refiere con algo de resentimiento en los cantos XXXVI, estrofas 33-37, y XXXVIII, estrofa 70. En otros puntos, sin embargo, elogia a su dirigente6 y, aunque su poema ensalza mucho más a los araucanos y a su cacique Caupolicán, puede que esta acusación de parcialidad haya sido injusta7. Don García podría haber creído, no obstante, que su reputación había sido empañada por una obra tan leída; de hecho, toda la campaña de auto-promoción que consideraremos a continuación podría haber estado motivada, en parte, por el deseo de contrarrestar esta influencia. Durante el cuarto de siglo que llevó a Ercilla componer su obra maestra, se escribieron dos crónicas en prosa de la colonización de Chile. A pesar de conocer, al menos, algunas partes de su poema y hacer uso de ellas de vez en cuando, sus autores dan mucha más importancia a los logros de don García, quien ocupa el centro de la acción cuando tratan el periodo de su mandato. La primera, Historia de Chile, fue escrita por Alonso de Góngora Marmolejo y fue terminada justo antes de su muerte en 1575; no fue publicada hasta 1850 y no nos concierne ahora8. Por el contrario, la otra, aunque no fue publicada hasta 1865, ha resultado crucial para el presente estudio. Su primer autor fue el capitán Pedro Mariño de Lobera, cuya vida aparece narrada al inicio: nacido en 5
Los cantos I-XV fueron publicados por primera vez en 1569, los cantos XVI-XXIX en 1578 y los cantos XXX-XXXV en 1590. La versión final, que se extendió por interpolaciones a 37 cantos, apareció en 1597, tres años después de la muerte del autor. He utilizado la edición de Morínigo y Lerner. 6 En canto XIX, estrofa 47; XXV, 57; XXX, 31; XXXIV, 45. 7 Ver, por ejemplo, Pierce, 1984, pp. 59-61. 8 Ver Góngora Marmolejo, Historia de Chile, ed. Esteve Barba.
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Galicia, en torno a 1520, había dejado España en 1545 y había servido en Perú y Chile hasta su muerte «a fines del año noventa y cuatro»9. Su verdadero autor, sin embargo, fue un joven jesuita: Bartolomé de Escobar, y su promotor (a lo menos) fue el mismo don García. En una larga y completa dedicatoria a este último, Escobar relató que Mariño: Habiendo acabado de escribir su historia, deseando que se redujese a disposición, lenguaje y estilo, se contentó con quien tan corto caudal y suficiencia tiene como yo, que por reconocerla tanto no me atreviera a salir a esto si no fuera mandado de V.E10.
La Crónica del reino de Chile que resultó de la revisión de Escobar es una narración cuidadosamente organizada (repleta de digresiones eruditas) de la historia de la provincia desde 1538 a 1595, pero lo más destacado es, sin duda, la sección (parte I del libro III) que abarca el gobierno de don García. En palabras de Francisco Esteve Barba: «escrita bajo el patrocinio del virrey, inspirada por él y muy probablemente revisada línea por línea por el mismo don García, esta parte de la Crónica... casi se la podría considerar como las memorias del mismo gobernador»11. Es más, Escobar añade en su conclusión un extenso informe acerca de los antepasados del virrey, así como de sus logros y cualidades, sin dejar de referirse a sus triunfos más recientes: la pacificación de Quito y la captura de Richard Hawkyns12. Hacia el final de la Crónica, el autor retoma el tema, destacando la continua preocupación de don García «acerca de las cosas de Chile» y atribuyendo el fracaso de la expedición a Panamá por Sir Francis Drake y el padre de Richard Hawkyns, Sir John, en 1595-1596, a la previsión de don García al enviar allá un ejército al mando de Alonso de Sotomayor13. Por tanto, esta historia de Chile puede considerarse en gran medida como una narración, prácticamente
9 Escobar, Crónica del reino de Chile, p. 233. El único manuscrito conocido fue adquirido por el gobierno chileno en Venezuela y publicado en Santiago en 1865 en Colección de los historiadores de Chile, vol. VI. Esta edición fue la base de la de Esteve Barba, a la que aluden mis referencias. Algunos críticos datan la muerte de Mariño en 1584, despistados quizás por el evidente error de imprenta en la introducción de Esteve Barba, p. XXXIII. 10 Escobar, Crónica..., p. 227. 11 En Escobar, Crónica..., p. XXXV. 12 Escobar, Crónica..., pp. 406-413. 13 Escobar, Crónica..., pp. 552-554.
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dictada por él mismo, de los servicios de don García en las Indias y, de este modo, como su primera maniobra en la campaña que nos ocupa. El único manuscrito que se conserva es, al parecer, el que fue adquirido en Venezuela por el gobierno de Chile y que fue empleado en la edición de 1865, pero no hay duda de que el virrey llevó a España al menos una copia, completa o parcial14.Veremos que, de hecho, fue utilizada allí, probablemente, por Suárez y, con toda certeza, por Lope. Pero podemos estar no menos seguros de que don García se llevó a España otro informe de sus hazañas. Poco antes de su partida de Lima, se había impreso una nueva epopeya chilena que puede considerarse, en parte, como una respuesta vigorosa a la de Ercilla, «siendo todo el blanco de ella no menos que alguna parte de las altas proezas del marqués de Cañete». Así fue como su autor, el licenciado de veintiséis años Pedro de Oña, se dirigía al hijo de don García en una dedicatoria, describiendo la primera (y única) parte de su Arauco domado15. Hubiera sido un imprudente, añade en un «Prólogo al lector», de haber seguido el ejemplo de Ercilla, «si aspirase a más que a traer a la memoria lo que él dejó al olvido»16, y en un «Exordio» al mismo virrey («¡oh sublime garza Sant García!») él mismo lo expresó de manera más clara todavía. Una de las razones de este atrevimiento fue, como él declaró, «ver que tan buen autor, apasionado, / os haya de propósito callado»17. Oña comienza el primero de sus diecinueve cantos con el nombramiento de don García como gobernador y dedica los diez siguientes a sus actividades en 1557-1558, aunque también (como Ercilla) a las de varios araucanos, reales o ficticios. Desde el canto XII el interés se centra más bien en las aventuras de dos parejas de amantes indígenas: Tucapel y Gualeva, Talguen y Quidora. Sin embargo, en los cantos XIV-XVI, Quidora describe ampliamente un sueño en el que ha previsto eventos que ocurrirán alrededor de 38 años en adelante: don García, como virrey de Perú, triunfará en la supresión de una rebelión en Quito. Es más, al final del canto XVI, relata otro sueño aún más enigmático en el que un feroz dragón es derrotado por un león, sueño que en los últimos 14
En Escobar, Crónica..., p. XXXVI. Oña, Primera parte de Arauco domado, 1596. He consultado en la British Library esta y la segunda edición (Madrid, Juan de la Cuesta, 1605), pero mis referencias, excepto las señaladas, son a la edición de Rosell (Oña, Primera parte..., ed. Rosell, p. 351) 16 Oña, Primera parte..., ed. Rosell, p. 352. 17 Oña, Primera parte..., ed. Rosell, pp. 353-354. 15
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dos cantos se interpreta, además, como una profecía. El poeta mismo, declarando que está escribiendo ahora a finales de 1594, describe la derrota y captura de Richard Hawkyns, de cuya planificación «las gracias al felice don García, / después de Dios, se deben solamente»18. La épica termina repentinamente, pero Oña promete una secuela, confesando que ha contado tan solo una parte de las hazañas de su héroe como gobernador de Chile19. Sin embargo, en el prólogo mencionado arriba busca justificar sus digresiones: El divertirme del intento principal, como es tratar las cosas de Chile, contando otras (aunque bien mirado sin salir de él) mucho después en Lima sucedidas, cual es la rebelión de Quito y la victoria que se alcanzó del inglés Richarte Achines, cáusalo el ser mi blanco escribir las hazañas y felicidades del marqués de Cañete; y como no ocupan estas el menor lugar entre aquellas, no me pude excusar de injerirlas, so pena de huir el cuerpo a mi pretensión20.
Parece probable, no obstante, que al principio pretendiera limitarse a las campañas de don García en Chile, pero a medio camino se decidió (o se le persuadió) a dejar esa historia inacabada con el fin de describir también (como Escobar) los triunfos más recientes del virrey. Su adulatorio poema fue, sin duda, promovido e influenciado por la familia Hurtado21. En su dedicatoria del 5 de marzo le dice a don Juan Andrés: Ha días que lo tengo trabajado y aun impreso, dilatando el sacarlo a público hasta que el marqués se fuese, como ya, por daño vuestro, se va de estos reinos; porque el publicar sus loores en presencia suya no engendrase algún género de sospecha, cosa de que tan ajena está la limpieza de la verdad que en este discurso trato22.
18
Oña, Primera parte..., ed. Rosell, p. 449. Oña, Primera parte..., ed. Rosell, p. 455. 20 Oña, Primera parte..., ed. Rosell, p. 352. 21 Ver Dinamarca, 1952. La narración de Oña del episodio de Hawkyns, según Dinamarca (1952, pp. 141-142), se basó en la relación publicada en Lima a petición expresa del virrey, quien aparentemente había proporcionado la mayoría del material, incluyendo la Crónica de Mariño. 22 Oña, Primera parte..., ed. Rosell, p. 351. 19
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Pero, si tales escrúpulos eran sinceros, claramente los había reprimido, y otros preliminares indican que el volumen se publicó con una rapidez poco habitual. Una aprobación y un parecer llevan la fecha del 10 de enero, y un privilegio en nombre del virrey lleva la fecha del día siguiente23. Muy posiblemente, don García tenía ganas de recibir antes de marcharse las sesenta copias del poema que, como se sabe, llevó a España. Una segunda edición se publicó en Madrid en 1605, bastante más tarde, según parece, de lo que se propuso en principio; los preliminares incluyen en este caso un segundo privilegio que data del 9 de julio de 1599. ¿Fue esta reedición, como se ha sugerido, otra iniciativa de Hurtado? No he encontrado pruebas de ello, pero parece totalmente probable. Mientras tanto, sin embargo, otra epopeya ya había visto dos ediciones, una en Salamanca, en 1597, y otra en Barcelona, en 1598: la Cuarta y quinta parte de la Araucana, de Diego de Santiesteban Osorio24. Pudiéramos llamarla Caupolicán II, ya que su autor retoma la historia de Ercilla donde este la había dejado, en la muerte del gran cacique, e inventa como nuevo héroe a un hijo de veinte o veintidós años que hereda el nombre y el rol de su padre. En ambas ediciones, sin embargo, el poema se dirige al sexto conde de Lemos, el cuñado de nuestro virrey. También canta las alabanzas, en ocasiones, de «el famoso y valiente don García» (por ejemplo al final del canto VI de la parte IV, fol. 48r) y, en un punto en particular (en la parte V, canto VI, fols. 167-70), un hechicero indio que es traído a su presencia le presenta una profecía de treinta estrofas (como las de la épica de Oña) de sus triunfos en Perú: la represión por su parte de la rebelión en Quito y la captura de Richard Hawkyns por su cuñado (el hermano del conde), don Beltrán de Castro. Es posible que el mismo don García no haya estado directamente envuelto en la publicación de este poema, pero, como mínimo, habría sido complacido por el apoyo del mismo a su campaña. 23 La rapidez fue quizá excesiva. A finales de abril tanto el poeta como el impresor fueron arrestados y la edición suprimida; se alegaba que no había recibido el permiso eclesiástico, aunque la razón principal era que la narración de Oña de la rebelión de Quito había ofendido gravemente a muchos. En su defensa, declaró que la había basado en una relación que le había proporcionado el virrey. El proceso, resumido por Dinamarca (1952, pp. 31-34), fue publicado por Toribio Medina en su Biblioteca hispano-chilena (1523-1817). 24 La primera edición fue impresa por Juan y Andrés Renaut; mis referencias son a la segunda.
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Para la siguiente maniobra, debemos desplazarnos al año de su muerte o, mejor, al año del tercer matrimonio de su hijo, al que he aludido previamente. En Valencia, en 1609 (la aprobación data del 1 de agosto), apareció una novela pastoril de Cristóbal Suárez de Figueroa: La constante Amarilis: prosas y versos25. Como muchos ejemplos del género (como la Arcadia de Lope), es claramente un roman à clef y, de hecho, un tipo de epitalamio. El mayoral de los pastores, Menandro, es Juan Andrés de Mendoza, y su ausente pero fiel Amarilis, doña María de Cárdenas26. Los trabajos que se dice que sufrieron reflejan los prolongados pleitos que en la vida real precedieron a su unión final el 29 de marzo de aquel año. Los amantes qua amantes son, por supuesto, objeto de continuas adulaciones, pero el pasaje más directamente relevante para nuestro estudio se encuentra en el segundo discurso, donde cierto Manilio describe un sueño.Venus lo transporta al trono de su hijo Amor, quien predice que el enfermo de amor Menandro estará en el futuro ocupado «en los sangrientos ejercicios de Marte». Refiriéndose a las guerras previamente luchadas contra «una indómita gente» en los «araucanos montes» añade: «Acudieron a estos alborotos los nobles antecesores de Menandro [...] Fueron, vieron y vencieron, alcanzando en diferentes batallas gloriosos trofeos». La musa de la historia, Clío, lanza, además, una profecía (en 1261 versos execrables): «Aquel sacro mancebo» (Felipe III) nombrará a Menandro para procurarle una victoria definitiva contra los rebeldes araucanos «porque el vencer, como el estado, herede»27. En un prólogo «Al lector», el autor anticipa nuestra sorpresa ante esta absurda interpolación y trata, no menos absurdamente, de excusarla: «Bien sé, te parecerá extraño el pronóstico de la batalla y la victoria de Arauco por Menandro; mas ten noticia que cuanto se escribe allí, se funda en lo que juzga de su nacimiento cierto astrólogo eminente en su facultad». No hay duda de que al pobre Suárez se le había requerido que incluyese tal referencia ante el evidente deseo del patrón de un dominio militar en el que emular las hazañas de tan ilustres antepasados. En el segundo alivio de El pasajero, en 1617, relataría (sin decir nombres) lo importunamente que «cierto personaje tributario de Amor» había 25 Esta primera edición fue dedicada a don Vincencio Guerrero, marqués de Montebelo. Mis referencias son a la tercera impresión. 26 Estas y otras identificaciones fueron hechas primeramente por Wickersham Crawford, 1906. No he tenido ocasión de ver Wickersham Crawford, 1907. 27 Suárez de Figueroa, La constante Amarilis..., pp. 121-132.
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solicitado que la novela se escribiese en un tiempo breve, lo afanosamente que él había trabajado para cumplirlo y lo desagradecidamente que había sido premiado, al menos por doña María, «con muda lengua y apretado puño»28. Sin embargo, en aquel tiempo no puede haber estado demasiado descontento con don Juan Andrés, a quien en 1612 dedicó su España defendida, y quien debió haberle encargado escribir la elogiosa biografía que fue publicada el año siguiente (con una dedicatoria al duque de Lerma) y que he citado anteriormente: Hechos de don García de Mendoza, cuarto marqués de Cañete. Evidentemente, se le proporcionó una gran cantidad de material, incluyendo numerosos documentos originales que citó ampliamente, y el resultado fue un trabajo sustancioso y detallado que, debemos suponer, deleitó a su promotor. Esto debe justificar lo que se ha descrito como una segunda edición de 1616, pero es, de hecho, una nueva emisión de la primera con una nueva y elaborada portada grabada, en la que la biografía está dedicada al mismo don Juan Andrés29. La campaña que este último había heredado de su padre estaba, no obstante, lejos de acabar. Seis años más tarde la misma Imprenta Real produciría en dos volúmenes de folios uno de los trabajos monumentales de la genealogía hispánica: el Nobiliario genealógico de los reyes y títulos de España de Alonso López de Haro. Entre todas las nobles familias cuyas historias se detallan en sus páginas, la de los marqueses de Cañete (que ocupa el capítulo 16 del décimo libro de la parte II) no era la más ilustre, ni mucho menos; pero ese capítulo destaca del resto en un curioso particular. El escudo de armas que aparece en el encabezado y el árbol genealógico del final no son meramente, como en otros sitios, dibujos rudimentarios, sino grandes y exquisitos grabados, y el autor explica la razón: Adviértese a los lectores que el poner en esta casa el escudo y los árboles de línea recta, y costados de lámina, es por haberlos abierto a su costa el marqués de Cañete [...] que yo aseguro a los lectores y a los señores de estas casas, y títulos, que si el autor pudiera y tuviera más caudal para hacer todos los escudos y árboles de lámina, lo hiciera con mano muy liberal...30
28
Suárez de Figueroa, El pasajero, pp. 59-62. La princeps fue impresa en Madrid por Luis Sánchez. 29 Ver por ejemplo Pittarello, 1984, p. 125. 30 López de Haro, Segunda parte del nobiliario genealógico..., p. 348.
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El entusiasmo propagandístico de don Juan Andrés lo llevó claramente a proporcionar un subsidio que diese una prominencia excepcional a las biografías de sus antepasados, incluyendo, por supuesto, la de su padre, que contiene alusiones a la «historia particular» de Suárez y al poema de Oña31. Ese mismo año, 1622, vio asimismo la publicación —no en una de las usuales colecciones de doce, sino (de forma significativa) en una espléndida suelta con su propia dedicatoria y prólogo— de una curiosa comedia, trabajo de no menos de nueve autores: Algunas hazañas de las muchas de don García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete32. El equipo incluía a famosos dramaturgos tales como Mira de Amescua, Ruiz de Alarcón, Luis Vélez de Guevara y Guillén de Castro, pero su líder fue, sin duda, Luis de Belmonte Bermúdez. Fue él quien proveyó la dedicatoria (así como la mitad del primer acto y el final del tercero), dirigida por supuesto al hijo del protagonista de la obra. El papel de don Juan Andrés en la producción se esclarece en las palabras con las que Belmonte comienza: Rasgos humildes y dibujos pequeños de las hazañas ilustres de don García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, padre de vueseñoría, están pidiendo con dichoso acuerdo un heroico mecenas que los ampare...33
Sin embargo, de parte de lo que sigue, podemos deducir su motivo: publicitar no solo los logros como soldado de su famoso padre, sino también su ambición frustrada de que se le hubiera dado la oportunidad de repetirlos. Quien es heredero de la nobleza y el estado de su casa, legítimamente hereda el valor de sus ascendientes, y solo podrá faltarle materia en que emplearlo en servicio de su rey; si bien en la paz descubre reflejos de tan heroicas luces, que esparcidas en honra de la corona de España fueran ra-
31
López de Haro, Segunda parte del nobiliario genealógico..., p. 353. He consultado la princeps (Madrid, Diego Flamenco, 1622), pero mis citas son de Ruiz de Alarcón y otros, Algunas hazañas.... Las compañías de Cristóbal de Avendaño y Pedro de Valdés unieron fuerzas para representar la obra ante la reina entre el 5 de octubre de 1622 y el 8 de febrero de 1623; ver Shergold y Varey, 1963, p. 240. Sus acotaciones sugieren, sin embargo, que fue escrita en principio para un corral; ver Ruano de la Haza, 1987, pp. 51-53. 33 Ruiz de Alarcón, Algunas hazañas..., p. 486. 32
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yos abrasadores. En tanto pues, si no ofrece el tiempo, a imitación de sus heroicos padres y abuelos, cargos de milicia, en los de gobierno vemos a vueseñoría dar materia a las felices plumas de España, reciba los humildes dibujos de las nuestras.
Es más, a esa misma frustración se alude sin duda en una profecía escrita para ser recitada en el segundo acto por un hechicero araucano. Prediciendo el nacimiento de don Juan Andrés, exclama: Después de haber competido en él generosamente dando agrados a ejercicios, con lo grave de su estado lo prudente de su estilo, podrá quejarse del tiempo con causa, pues enemigo de la razón, pocas veces sus mudanzas, sus delirios, dan a los méritos dichas ni a las verdades camino34.
Hacia esta época habría podido escribirse otra comedia de alabanza a don García, aunque no aparecería impresa hasta cuarenta años más tarde: El gobernador prudente de Gaspar de Ávila. Como implica el título, muestra al héroe desde un punto de vista algo diferente, enfatizando no tanto su habilidad militar como su ejemplar prudencia. Por otra parte, y al igual que Algunas hazañas (y que la obra de Lope, como veremos), esta contiene una larga narración de la ascendencia noble de don García; muy posiblemente, también fue escrita para agradar a su familia35. 34
La penúltima línea, tanto en la edición de Hartzenbusch (Ruiz de Alarcón, Algunas hazañas..., p. 502), como en la princeps, que contiene muchos errores, reza: «dan méritos a las dichas». 35 La Parte treinta de comedias escogidas... (Madrid, Domingo García Morras, 1668) contiene otra comedia genealógica, sobre Hernán Cortés, por Gaspar de Ávila: El valeroso español y primero de su casa, editada más tarde por Mesonero Romanos. Al final, Cortés, defendido por el futuro Felipe II, es nombrado primer marqués del Valle; en la penúltima escena, América aparece «por un boquerón [...] en un cocodrilo dorado» y da una larga lista de sus descendientes. La obra fue encargada probablemente por la familia de los marqueses del Valle, a quienes Gaspar de Ávila había servido como secretario. Había sido alabado como dramaturgo por Cervantes (en sus Ocho comedias) ya en 1615.
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He encontrado un testigo más del afán de aquella familia por autopublicitarse, aunque, asimismo, del fracaso de todos sus esfuerzos: la Historia de la muy noble y leal ciudad de Cuenca de Juan Pablo Mártir Rizo, publicada en 162936. El segundo capítulo de la segunda parte contiene una extensa y detallada descripción de la capilla principal de la iglesia, que el mismo don García, según se nos informa, había reconstruido como panteón en 160437.Y en la tercera parte, dedicada a los principales nobles y celebridades de la ciudad, la primera familia cuya historia es narrada es la de los nueve señores de Cañete. Sus biografías van acompañadas, en todos los casos, por retratos firmados por el famoso grabador Juan de Courbes (al igual que la atractiva portada del volumen en general). La más extensa biografía es, por supuesto, la de don García, de cuyo retorno final de las Indias el autor nos narra tristemente que Volvió pues a la Corte española, colmado de triunfos, lleno de trofeos [...] y allí cuando esperaba el premio, las honras, y mercedes, que merecían tantos trabajos, incomodidades, hazañas y empresas, la muerte que todo lo pervierte le usurpó sus esperanzas...38
(Como podemos observar, pasa por alto el hecho de que esas esperanzas fueron frustradas, antes de la muerte del virrey, durante más de trece años.) La última biografía, la de don Juan Andrés, conlleva una lectura aún más melancólica: La vida de este príncipe me parece la historia particular, de un ejemplo de la tolerancia contra la fortuna, y por demostración del sufrimiento opuesto a los rigores de los tiempos, que cuando esperaba alcanzar las recompensas que se debían a los merecimientos de los mayores, y a los adquiridos con la propia virtud, se haya reducido a términos contrarios, para que se conozca, que la providencia divina encamina a los humanos a aquellos fines que no pueden percibir los talentos de los hombres, para conducirlos de esta forma a nuevas y mayores felicidades39.
36 Este espléndido volumen se dedicó «al alma inmortal de don García Hurtado de Mendoza, 4º marqués de Cañete». 37 Mártir Rizo, Historia de la muy noble..., pp. 114-121. 38 Mártir Rizo, Historia de la muy noble..., p. 230. 39 Mártir Rizo, Historia de la muy noble..., pp. 230-231.
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Ni el padre ni el hijo habían conseguido la recompensa y el favor que esperaban, a pesar de la campaña que habían llevado a cabo durante más de treinta años, en la que habían conseguido la ayuda de algunos de los escritores más destacados de la época y promovido la producción de obras de muy diverso género: historia, biografía, prosa de ficción, poesía y teatro. El talento más destacado que, sin embargo, emplearon fue el de Lope de Vega; es la contribución de él a su campaña lo que ahora consideraremos. Lope publicó su obra chilena40, que él etiquetó de «tragicomedia» y que tituló de un modo que no debiéramos acortar —Arauco domado por el excelentísimo señor don García Hurtado de Mendoza—, en 1625, en una de sus colecciones de doce41. Dedicándosela a don Juan Andrés (¿a quién si no a este?), escribió: V. S. la reciba como prenda que restituyo a su dueño, y mi cuidado en estamparla, por censo del tiempo que la he tenido, si ya no se me tiene a grave culpa no haber comunicado al mundo cosas tan admirables, que, como sucedidas en el otro, parecen imposibles.
Con esto quería decir, seguramente, que la comedia le había sido encargada, pero que, para entonces, ya era antigua (y quizá incluso, como un crítico sugirió, que nunca había sido representada)42. A pesar de ello, Menéndez Pelayo supuso que no había sido escrita mucho antes, y José Toribio Medina (de quien se hicieron eco Fernando Campos Harriet y, más recientemente, Juan M. Corominas) supuso que su fecha de composición podría situarse alrededor de 162043. Estaban equivocados; estrictamente hablando, su terminus ad quem es 1618, ya que Lope incluyó este título en la aumentada lista de sus obras de la edición de El peregrino en su patria que publicó ese año. Ya que, por el contrario, no la había listado en la princeps de 160444, Robert S. Shannon ha sugerido que, por tanto, no habría podido existir anteriormente a esa fecha (y conje-
40
No dispongo de suficiente espacio para arremeter aquí contra el auto La Araucana o su atribución a Lope; ambos me parecen absurdos. 41 Vega, Arauco domado, 1625. He consultado esta, pero mis citas son por la edición de M. Menéndez Pelayo. 42 Ruiz Ramón, 1989, p. 235. 43 Medina, 1915, p. 7; Campos Harriet, 1969, p. 241; Corominas, 1981, p. 162. 44 Ver Vega, El peregrino en su patria, ed. Avalle-Arce, pp. 57-63.
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turó, sin una clara evidencia, que fue compuesta circa 1607 o 1609)45. Shannon está, asimismo, equivocado; se sabe que varias comedias no listadas por Lope en 1604 fueron escritas con anterioridad46. Nuestra mejor guía es, como siempre, la Cronología monumental de Morley y Bruerton y, de hecho, el presente estudio confirmará la probable exactitud de la fecha que propusieron: «1598-1603 (probablemente 1599)»47. Debemos comenzar, no obstante, aún más atrás, en 1597. A finales de ese año, Lope trata de publicar, con inusual premura, su propia primera epopeya, La Dragontea. El 9 de diciembre recibe una aprobación de Pedro de Padilla; pero, después de ello, se le niega el permiso para que sea impresa en Madrid. (Solicitaría de nuevo tal permiso, pero no aparecería hasta 1602, junto con La hermosura de Angélica). Es publicada, por tanto, en Valencia por Pedro Patricio Mey, con aprobaciones emitidas en abril de 159848. Su tema principal es, por supuesto, la derrota y muerte de Drake en Panamá en 1595-1596, pero otros aspectos del poema atañen a nuestro presente propósito: 1. La identificación de su herético protagonista con un dragón en el título y a lo largo de toda la obra es un juego de palabras obvio que se basa en una larga tradición49; debemos recordar, sin embargo, que la metáfora acababa de ser utilizada por Oña para describir a otro pirata inglés, cuyo padre era el capitán y compañero de Drake, y que don García es comparado con el león que «perdona al que se humilla» (canto IV, estrofa 6). 2. Lope hace que Drake descarte, erróneamente, la llegada a tiempo de un ejército que será enviado desde Lima «cuando en el Perú la fama
45
Shannon, 1989. Morley, 1934, pp. 11-12; Romero Muñoz, 1984, p. 123. 47 Morley y Bruerton, 1968, p. 285. 48 En un documento que data del 15 de febrero de 1599 publicado por primera vez por F. Rodríguez Marín (1918, p. 461), Antonio de Herrera, que desde 1595 había sido cronista de Indias, señaló los serios errores de Lope y añadió: «porque aquí no se le quiso dar licencia para imprimirle, se fue a Valencia, a donde le han impreso, y ahora pide licencia de nuevo para ello». Como resultado, el Consejo de Indias propuso el 13 de marzo que la edición de Valencia se suprimiese y que las copias que se hallasen en Castilla fuesen confiscadas; ver Castro y Rennert, 1968, p. 531 (adiciones por F. Lázaro Carreter). Extrañamente, Lope había infravalorado la importancia de las fuerzas enviadas por don García y mandadas por Alonso de Sotomayor; ver Jameson, 1938. 49 Ver Vosters, 1977, I, pp. 92-151. 46
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diga / a don García Hurtado de Mendoza, / a quien la sangre y el valor obliga, / que el Draque inglés a Panamá destroza» (II, 9). 3. Al igual que Oña, pero apartándose todavía más del tema principal, dedica más de un canto a la expedición de Richard Hawkyns, su derrota por Beltrán de Castro y de la Cueva, y el papel del virrey en todo ello (II, 47-IV, 9). 4. Menciona específicamente la descripción por Oña del encuentro naval en cuestión, fingiendo temer que su propia descripción resulte inferior a la de su modelo: «la cual cómo pasó nadie se atreva / contar mejor en verso castellano, / aunque parezca en Chile cosa nueva, / que Pedro de Oña, aquel famoso indiano: / este dirá mejor de vuestra Cueva, / que es monte de Helicona soberano, / gran don Beltrán, que no mi Vega humilde, / que apenas soy de aquellas letras tilde» (III, 22)50. 5. Hace que don Beltrán describa entusiasmadamente a su preso, en ocho gratuitas octavas, la biografía de don García, incluyendo, por supuesto, sus triunfos como gobernador de Chile (III, 34-41). Claramente había obtenido de algún modo un ejemplar del poema de Oña, que habría repercutido en la génesis del suyo propio. Su alabanza digresiva a don García sugiere, más aún, que buscaba el favor del virrey o de su familia. Es más que posible, sin embargo, que ya tuviese ese favor; sabemos con certeza que dentro de (como máximo) unos pocos meses se unió a la casa de un sobrino de don García. El joven marqués de Sarria, don Pedro Fernández de Castro Andrade y Portugal (cuya tía Teresa, como hemos visto, había sido desposada por don García en 156251), nació en 1576, y en 1601 sucedería a su padre como el conde de Lemos, hasta su propia muerte en 1622. ¿Qué podemos decir en breve de su relación con Lope? La primera evidencia concreta parece estar contenida en la novela de este, Arcadia, impresa en Madrid por Luis Sánchez. La tasa lleva la fecha del 27 de noviembre de 1598, y en la portada Lope se llama a sí mismo «secretario del marqués de Sarria». En el quinto y último libro, además, se refiere por el nombre al «discreto marqués de Sarria», así como a otras personas de interés para nosotros en este momento: 50 En el quinto verso se lee «dirá» en la segunda edición (Vega, La Dragontea); es evidentemente una corrección del «día» de la primera, y preferible, creo, al «diga» de las posteriores. 51 Shannon, 1989, p. 105, afirma de manera equivocada que Teresa era la hermana de Pedro.
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Alonso de Ercilla, «el chileno Pedro de Oña» y Diego de Santisteban Osorio. En enero de 1599, Lope va con el marqués y su padre a Valencia y toma parte junto a ellos en las festividades de mitad de febrero en Denia. En su narración en verso Fiestas de Denia, dirigida a la madre de don Pedro, elogia al marqués, tanto en la dedicatoria, como en el segundo canto (estrofas 6-8). En la portada de este pequeño trabajo, así como en la del Isidro de Lope (Madrid, Luis Sánchez, 1599), cuyos preliminares incluyen dos redondillas atribuidas a don Pedro, se describe a sí mismo otra vez como el secretario del marqués. El martes de Carnaval lo celebra desfilando disfrazado, y entre los que marchan tras él están don Pedro y sus hermanos Francisco y Fernando. Estos tres «hijos de Benito» son mencionados también en el romance «A las venturosas bodas», que Lope escribe, al igual que su auto Bodas entre el Alma y el Amor divino, para ser representado durante los festejos que acompañan el matrimonio de Felipe II y Margarita de Austria52. No sabemos cuánto había de durar esta relación. La conjetura de Amezúa fue que «hasta primeros o mediados de 1600». La representación de comedias, prohibida durante un año a la muerte de Felipe II, se permitió una vez más, como recordó, desde el 17 de abril de 1599; este hecho, supuso, habría persuadido a Lope de volver a su oficio principal53. Sabemos, de hecho, que Lope escribió nada menos que cuatro comedias entre julio y noviembre de ese año, pero los roles de dramaturgo y secretario no eran ni mucho menos incompatibles. De hecho, una de esas obras, El blasón de los Chaves de Villalba (que teatraliza la primera aparición en una acción militar de la empresa de esa familia), fue completada y firmada por Lope en Chinchón el 20 de agosto54. Esta fue claramente compuesta en presencia y, probablemente, a petición de don Pedro; este último (que pronto sería además el conde de Lemos, Andrade y Villalba) había sido invitado en el camino de vuelta de Valencia a residir con el hijo mayor de los condes de Chinchón, Luis Fernández de Cabrera55.
52
Ver Juliá Martínez, 1916. González de Amezúa, 1935-1943, I, pp. 270-73. 54 Las otras fueron El tirano castigado (17 de julio), El amigo por fuerza (14 de octubre) y La varona castellana (2 de noviembre); ver Morley y Brueton, 1968, p. 660. 55 Oleza y Ferrer, 1991, p. 146, nota 4. 53
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El contacto de Lope con el sobrino de don García (que por supuesto sería también el mecenas más fiel de Cervantes) no terminaría por completo hasta la muerte de dicho sobrino alrededor de veinte años más tarde. En mayo de 1620, por ejemplo, el dramaturgo escribió al conde acerca de una comedia sobre el rosario que había solicitado, el tercer acto de la cual Lope le envió dos meses más tarde56. Pero la relación más íntima de Lope con las familias Castro y Hurtado se dio, claramente, a finales del siglo XVI. Fue entonces, y podemos estar suficientemente seguros de ello, cuando se le solicitó hacer su mayor contribución a la campaña publicitaria del virrey —y se le proporcionaron, podemos asumir, todos los materiales que pudiera necesitar—. Esa conclusión se confirma, además, por medio de la evidencia interna, y en particular por medio de las fuentes que, como se puede demostrar, utilizó. Indudablemente conocía La Araucana, y utiliza a su autor, al que elogia repetidamente57, como personaje de su pieza. Al igual que Ercilla, posiciona a Caupolicán como figura clave y dominante, pero lo describe de un modo completamente distinto y no permite, por supuesto, que eclipse al protagonista, don García. Los consejos que el cacique celebra en los actos II y III son reminiscencias de los descritos por Ercilla en los cantos VII y XVI, pero en general tales ecos son remotos y poco específicos. La continuación de Santisteban le sirve aún menos a Lope, aunque posiblemente le habría sugerido la invención de Engol, un hijo de Caupolicán que, desde que aparece casi al final de acto II, tiene una función clave en la obra y jura ante la muerte de su padre (en unos versos que recuerdan indudablemente la balada del marqués de Mantua) seguir manteniendo la resistencia araucana58. De Arauco domado, por el contrario, toma no solo el título de Oña, sino también su implicación oculta de que solo don García había sido capaz de dominar lo que él define en su dedicatoria como «la más indómita nación que ha producido la tierra». El joven chileno había escrito en el «Prólogo al lector» de su poema:
56
González de Amezúa, 1935-1943, IV, pp. 53-54 y 57. En Arcadia, libro V; La Dragontea, canto III, estrofa 2; una carta a Vicente Noguera fechada el 28 de agosto de 1625; El laurel de Apolo, silva 4; La Dorotea, acto V, escena 2. 58 Ver el final del acto II de El marqués de Mantua de Lope, fechada el 10 de enero de 1596. 57
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Acordé darle título de Arauco domado, porque aunque sea verdad que ahora, por culpas nuestras, no lo esté, lo estuvo en su gobierno, pues trajo pacífico a todo el estado y demás tierra generalmente en tres años que la tuvo a su cargo [...] Fue pues mi intento que hasta el nombre significase lo que solo su valor y no otro, antes ni después dél, ha podido acabar59.
El informe de Oña sobre el gobierno de don García está incompleto, como hemos visto, y no alcanza la captura y ejecución de Caupolicán. Pero Lope explota el poema en gran medida, especialmente en sus actos I y II. En la segunda escena, por ejemplo, combina dos episodios de los cantos II y V en los que el hechicero Pillalonco conjura al demonio Pillán, que se dice apareció también, entre llamas, en el lugar donde Caupolicán se bañaba con su consorte. Un ataque araucano a una fortaleza española, más adelante en el acto I, tiene su fuente (por la mayor parte al menos) en los cantos V al VII. Y la aparición a Caupolicán del fantasma de Lautaro, en la última escena del acto II, se basa en la aparición de este en el canto XIII a Talgueno. El mismo Talguen(o), Quidora y, especialmente, Tucapel y Gualeva son personajes tomados de Oña (aunque desarrollados de manera muy diferente), y el soldado español Rebolledo había aparecido (una vez) en el canto VIII, en el que don García, habiéndolo designado centinela, lo había encontrado dos veces dormido. Lope dramatiza hábilmente este incidente en la última escena del acto I, pero usa también a Rebolledo como un gracioso semiserio del principio al final de su comedia. Ansioso también por incluir algo de «color local», como era su costumbre, idea introducir en su diálogo casi todos los «términos propios de los indios» que Oña había listado en una tabla en la conclusión de su poema: madí, perper, ulpo, cocaví, muday, macana y chicha. Hace que sus indios adoren al sol, pero también a un ser superior al que llaman (siete veces) Apó; en esto también se ve influenciado por Oña, que había comenzado su canto XII con una alusión a «el inmenso Apó» y explicado en una nota marginal: «Dios, porque Apó es lo mismo que Señor»60. 59
Oña, Primera parte..., ed. Rosell, p. 352. Oña, Primera parte..., 1596, fol. 184r. Romero Muñoz, 1983, p. 261, nota 52, señala en La conquista de México, publicada por primera vez en Parte treinta... (ver referencia en nota 33), que «Apó» aparece con ese significado en dos lugares, y en cinco más probablemente fue erróneamente cambiado. A mi parecer esto afianza los argumentos con que Romero Muñoz (1983) sostiene que es la obra perdida de Lope El marqués del Valle (que puede identificarse, probablemente, con La conquista 60
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Sin embargo, no menos evidentemente utiliza Lope, también, la historia de Mariño, o mejor dicho Escobar, que seguramente le habría proporcionado don García. Esta es la fuente de numerosos detalles que no podía haber encontrado en los poemas y, cuando dramatiza los incidentes acaecidos tanto en esta como en la epopeya de Oña (como la escena inicial, por ejemplo), las similitudes verbales sugieren a menudo que está utilizando la Crónica. Dos pasajes en particular prueban su dependencia de esta fuente. En el consejo araucano del acto II, Rengo recita jactanciosamente una lista de españoles cuyas cabezas pretende cazar; Lope está versificando una lista de nombramientos hechos por don García que se encuentra en el capítulo III de Escobar61. De manera similar, de Cortés, también perdida), más o menos refundida. Argumenta plausiblemente que se compuso entre 1597 y 1599. Si está en lo cierto, Lope escribió tres obras emplazadas en América (acerca de Colón, Cortés y don García) en unos pocos años y ninguna de ahí en adelante, a excepción del periodístico El Brasil restituido de 1625. 61 Los dos pasajes (Escobar, Crónica..., CXXXI, p. 373, y CCXXIII, p. 261) dicen así: Primeramente dio el oficio de coronel de campo a don Luis de Toledo, hijo del clavero de Alcántara y vecino en el reino del Perú. Y por maestre de campo nombró al capitán Juan Ramón, y a don Pedro de Portugal por alférez mayor de todo el campo. Por sargento mayor nombró a Pedro de Aguayo, natural de la ciudad de Córdoba, y dio oficio de capitanes de a caballo a Rodrigo de Quiroga, Alonso de Reinoso, Rengifo, vecino de la ciudad de la Paz en el Perú, y Francisco de Ulloa, de quien se ha hecho mención en esta historia. Por capitanes de infantería nombró a don Felipe de Mendoza, su hermano, y don Alonso de Pacheco, caballero muy principal de la ciudad de Plasencia, y Vasco Suárez, vecino de la ciudad de Guamanga en el Perú; y por sargento mayor de la infantería señaló a Pedro de Obregón, muy diestro en este oficio. Demás de esto, tomó para sí una compañía de a caballo de cincuenta arcabuceros, poniendo por alférez de ella al capitán Pedro del Castillo, y finalmente nombró por capitán de artillería a Francisco Álvarez de Berrio. ¿No es coronel de su campo don Luis, que con el blasón de los Toledos estampo? Y el capitán Juan Ramón, ¿no es su maestre de campo? ¿Don Pedro de Portugal no es el alférez mayor? ¿Y el sargento principal, Pedro de Aguayo, en valor con los de Córdoba igual? ¿Los capitanes no son
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Rebolledo, al principio del acto III, da inverosímilmente a Tucapel una larga lección acerca de los ilustres antepasados del general; Lope tiene delante de sí un resumen al final del capítulo XIII62. de a caballo en su escuadrón Rengifo, Ulloa, Reinoso, con el Quiroga famoso de la pasada ocasión? A don Filipe, su hermano, y a don Alonso Pacheco y a Vasco Suárez indiano, que hasta el Pirú trujo el eco del gran nombre lusitano, ¿no ha dado la infantería? ¿Para sargento no envía a Obregón, hombre de pecho? ¿Y a Berrio no le ha hecho capitán de artillería? 62 Los dos pasajes (Escobar, Crónica..., CXXXI, p. 406, y CCXXIII, p. 274-275) dicen así: Resumen de las obras [...] calidades de su persona y origen de su prosapia. Don García Hurtado de Mendoza fue hijo de don Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, y de doña María Manrique, y nieto de Diego Hurtado de Mendoza, marqués del mismo estado y de doña Isabel de Bobadilla; segundo nieto de don Honorato y doña Francisca de Silva [...] quinto nieto de Juan Hurtado de Mendoza, alférez mayor y ayo del rey don Enrique tercero, y de doña María de Castilla, hija del conde Tello, hermano del rey don Enrique [...] vigésimo segundo nieto de Zuria, señor de Vizcaya, de donde consta ser el linaje de don García por parte de su padre de los de mayor antigüedad que hay en España, pues apenas hay algunos de quien se sepa veintitrés generaciones por los propios nombres de las personas como se sabe de este. REBOLLEDO Toma veintitrés generaciones la prosapia de Mendoza. No hay linaje en toda España, Tucapel, de quien conozca tan notable antigüedad: de padres a hijos se nombran, sin interrumpir la línea, tan excelentes personas y de tanta calidad que fuera nombrarlas todas contar estrellas al cielo, y a la mar arenas y ondas: desde el señor de Vizcaya,
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El hecho de que, según se puede demostrar, la Crónica fuese también una de las fuentes principales de Lope tiene implicaciones importantes para nuestro entendimiento de la obra con respecto a su actitud en cuanto a la historicidad y la caracterización. En primer lugar, ambas epopeyas, la Crónica y la obra de teatro, relatan cómo los españoles le cortaron las manos a un indio llamado Galvarino; su aparición en una asamblea en este estado de mutilación, arengando a los horrorizados campesinos para intensificar su resistencia, es un momento de clímax en todas las cuatro obras. No obstante, en la pieza de Lope se explica esta atrocidad como un castigo por su asesinato traicionero a un español, Guillén, del que se habla en una escena anterior. Este asesinato, que no es mencionado por Ercilla, es relatado por Oña63, mientras que Escobar, aunque menciona la muerte de Guillén, no nombra a su asesino64. En la obra de teatro, por otra parte, es el general en persona quien ordena la mutilación; en los poemas no está involucrado, pero esto no es una innovación de Lope, sino que sigue a Escobar65. Un incidente similarmente significativo en La Araucana, la Crónica y la obra de teatro es la confrontación, tras su captura, entre Caupolicán y la madre de su niño pequeño. En el poema, negándose a atender a la descendencia de un co-
llamado Zuría, consta que tiene origen su sangre. TUCAPEL Dime: ¿en la sangre del rey de España y Castilla toca este Mendoza? REBOLLEDO ¿Pues no? Juan Hurtado de Mendoza, alférez mayor y ayo del rey, tuvo por esposa a la gran doña María de Castilla: esta señora fue hija del conde Tello, hermano del rey. TUCAPEL Sus obras muestran bien su calidad, porque estas la sangre adornan: ¿Cómo se llama ese rey? REBOLLEDO Enrique. 63 Oña, Primera parte..., ed. Rosell, pp. 399-403. 64 Escobar, Crónica..., p. 374. 65 Escobar, Crónica..., p. 378.
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barde, se limita a arrojarlo a sus pies66; en la obra de teatro acaba con él estrellándolo contra unas rocas. Pero, de nuevo, esto no es una invención; había hecho lo mismo en la Crónica67. La muerte del propio Caupolicán es otra cosa. Su ejecución fue ordenada, como implicó Ercilla (con desaprobación), por Alonso de Reinoso (canto XXX); según Escobar, la orden fue dada desde Cañete por el maese de campo de allí68. Lope es el único que hace que sea el mismo general quien lo ordene. Por otra parte, tan solo Lope confronta a los dos comandantes, y hace también responsable a don García, por su ejemplo y sus preceptos, de la conversión de Caupolicán, que las fuentes habían mencionado sin explicarla. No encuentro en la pieza de Lope ninguna evidencia de materiales de referencia a los que no pudiera haber tenido acceso hacia 159769. En 66
Ercilla, La Araucana, canto XXXII, estrofa 82. Gilman, 1973, pp. 111-112, no estuvo por tanto en lo cierto al decir que «Lope toma un gesto aislado mencionado por Ercilla [...] y lo convierte en un infanticidio como el de Medea» (traducción mía). 68 Escobar, Crónica..., p. 395. 69 Algunos detalles, sin embargo, aunque no eran inventados por Lope, no provenían de las fuentes aludidas. En el acto III, Engol le reprocha a Tucapel: ¿Eres tú el soberbio y fiero que tantas veces bebiste sangre de aquestos ladrones? [...] ¿Eres el que hiciste hacer de las canillas famosas de Valdivia dos hermosas trompetas para tañer? ¿Eres el que, puesto en oro el casco de su cabeza, bebías chicha y perper con los caciques de Chile? (Vega, Arauco domado, ed. Menéndez Pelayo, p. 276) Es más: hay repetidas referencias a que la calavera de Pedro de Valdivia había sido recubierta de oro; incluso se trae a escena y los caciques beben sangre española de ella. Pero estos detalles se basan en un hecho, o al menos en una leyenda; algunos muy similares se encuentran en una crónica posterior que Lope no podría haber conocido: la Historia general del reino de Chile de Luis de Rosales, preparada por primera vez para publicarse en 1665, y editada en tres volúmenes por Benjamín Vicuna Mackenna; ver Rosales, Historia..., p. 501. ¿Los consiguió Lope de un veterano, o incluso del mismo don García? De manera similar, Lope —preocupado siempre por la heráldica— alude dos veces a «los veinte corazones / que pone Hurtado en sus armas» (Vega, Arauco domado, ed. Menéndez Pelayo, pp. 267, 270); y está en lo cierto, 67
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particular, no hay ninguna razón para suponer que utiliza, como se ha sugerido a menudo, la biografía de don García de Suárez de Figueroa. Si a este último se le había proporcionado también, como parece seguro, una copia de la Crónica de Escobar, las pocas semejanzas entre las obras de los dos tienen fácil explicación. Del mismo modo, las aún más próximas semejanzas entre Arauco domado y partes de Algunas hazañas y de El gobernador prudente sugieren que los autores de esas comedias conocían de alguna manera la de Lope más que al contrario. La falta de espacio me impide ofrecer aquí ni un estudio comparativo de las comedias en las que don García fue representado70, ni una crítica de la de Lope; mi propósito ha sido más bien investigar el contexto y la manera en la que la escribió. Tal crítica la he bosquejado en otro trabajo, aunque queda mucho por decir71. Comentaré tan solo ahora que Lope sirve muy bien a su mecenas. Retrata a don García como un héroe ejemplar en una gran variedad de aspectos. Incluso la severidad que el gobernador muestra cuando hace justicia está atenuada por su clemencia y su compasión72. La pieza se dedica a representar tanto sus virtudes como sus servicios a la corona, con la poco sorprendente implicación de que aun no habían sido recompensadas apropiadamente: «pues Filipe, en fin, sabrá / que le doy nueve ciudades, / y entre estas ferocidades / nueve batallas vencidas, / aunque envidias atrevidas / obscurezcan mis verdades»73. En palabras de Marcos A. Morínigo, es «un interesado panegírico a don García»74. Sin embargo, como Ruiz Ramón ha comentado, «bajo el panegírico hay otras cosas, que es necesario destacar». Esas «otras cosas» son, sobre todo, una admiración y una simpatía por los araucanos (combinadas por ya que el escudo de armas aparece repetidamente en publicaciones posteriores. Desde luego, Lope habrá estado familiarizado con él por su relación con la familia. 70 Otra fue Los españoles en Chile, por Francisco González de Bustos, publicada en la Parte veinte y dos de comedias nuevas (Madrid, A. García de la Iglesia, 1665, fols. 1-23). Pero La belígera española de Ricardo de Turia, en Norte de la poesía española (Valencia, Felipe Mey, 1616), se centra en las hazañas de doña Mencía de Nidos, antes de la llegada de don García a Chile. 71 Dixon, 1992b. 72 Lope hace que diga, por ejemplo: «Fuerza me será entregarte / a mi maese de campo / [...] / Pésame, Caupolicán, / que perdonarte no puedo» (Vega, Arauco domado, ed. Menéndez Pelayo, p. 284), y le hubiera indignado leer que «para Lope la muerte cristiana de Caupolicán y la falta de caridad de don García en no perdonarle [...] simbolizan la ceguedad de los españoles» (Weiner, 1983, p. 71). 73 Vega, Arauco domado, ed. Menéndez Pelayo, p. 283 74 Morínigo, 1946, p. 230.
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LOPE, CHILE Y UNA CAMPAÑA PROPAGANDÍSTICA
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supuesto con una desaprobación de su barbarie y un celo evangelista) que, como en el caso de Ercilla, son asombrosos en un español de finales del siglo XVI. No debemos distorsionar la pieza de Lope viéndola desde una perspectiva demasiado actual y sugerir que subvirtió, aun de manera inconsciente, sus instrucciones propagandísticas; pero no podemos más que sentirnos impresionados, como sin duda él lo estaba, por el heroísmo, el amor a su país y el deseo de libertad que atribuye (junto con su salvajismo) a las gentes nativas de Chile. Ruiz Ramón estaba equivocado al afirmar que «es la libertad la idea central que domina enteramente este bello poema dramático de Lope», pero estaba en lo cierto al hablar de un «poderoso ejercicio intelectual y afectivo de identificación»75. La representación por Lope de los araucanos, en general e individualmente, es realmente notable. Sobre todo su Caupolicán —superior, desde mi punto de vista, incluso al de Ercilla— es una creación extraordinariamente compleja. Para citarme a mí mismo, si se me permite, (traduciendo del inglés): Su comedia se escribió, indudablemente, por encargo, para celebrar los triunfos de don García. Sin disminuir, sin embargo, sino más bien aumentando la talla de su protagonista, consiguió crear, entre los formidables adversarios indios de ese protagonista, un héroe trágico cuya caída podía verse también como un triunfo76.
Es de suponerse que la familia del virrey pagó por su tragicomedia. Se pregunta uno si se dieron cuenta de cuánto jugo sacaron al dinero77.
75
Ruiz Ramón, 1989, pp. 230-231.Ver también 1988, pp. 107-108. Dixon, 1992b, p. 268. 77 Algunos aspectos de su campaña son analizados en un estudio que vi mientras este artículo estaba en prensa:Vega García-Luengos, 1991. 76
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«YA TIENES LA COMEDIA PREVENIDA [...] LA IMAGEN DE LA VIDA»: LO FINGIDO VERDADERO1
«Este drama es la obra cumbre, el Hamlet, de Lope [...] Acaso sea su obra más importante»2. Yo no diría tanto; ¿cómo no dar la palma a El castigo sin venganza, una de las mejores tragedias de todos los tiempos? Pero quien lo dijo hablaba con conocimiento de causa, al comentar el teatro entero del Fénix.Y cuando yo repasaba, hace algunos decenios, el corpus de sus comedias, fue la que más me fascinó, por haberme parecido la más teatral de todas, al mismo tiempo muy barroca y muy moderna. Al santo de mi devoción le prometí entonces estudiarla, editarla, traducirla y dirigirla. Le confieso con vergüenza no haber cumplido el voto, pero ya que tampoco en tantos años, que yo sepa, se ha montado en España un drama tan singular, intentaré purgar aquí mi pecado. Lo fingido verdadero, escrita, según parece, «hacia 1608»3, y citada con su otro título, El mejor representante, en 16184, fue publicada por Lope como «tragicomedia famosa», con una dedicatoria a Tirso de Molina, en su Decimasexta parte de 16215. De sus primeras representaciones, como de las de otras obras maestras (Peribáñez, Fuenteovejuna, El villano 1 El propósito del libro para el cual este ensayo se escribió fue identificar y describir comedias del Siglo de Oro que merecían ser pero hasta entonces no habían sido montadas ante el público español. 2 Castillejo, 1984, pp. 25 y 73. 3 Morley y Bruerton, 1968, pp. 326-327. 4 Vega, El peregrino en su patria, ed. Avalle-Arce, p. 116. 5 La tragicomedia fue editada por M. Menéndez Pelayo en Vega, Lo fingido verdadero, 1894; sus «Observaciones preliminares» y el texto se reprodujeron en Vega, Lo fingido verdadero, 1964. Mis citas llevan referencias a esta reedición, pero es muy incorrecta; al confrontarla con un ejemplar de la Parte hallé (al lado de muy pocas correcciones) numerosas modernizaciones mal pensadas y más de cincuenta errores, cinco de los cuales habían producido versos cortos o largos. He corregido por tanto algunas lecturas, y la puntuación es mía.
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en su rincón, El perro del hortelano), no tenemos la menor noticia, aunque posiblemente llegó a ser «famosa» de verdad, ya que fue refundida (igual que las comedias citadas) en el curso del mismo siglo6. Tampoco sabemos si la compuso Lope por algún motivo particular. Se clasifica normalmente entre sus comedias de santos, y varias de las veintitantas conservadas —de San Segundo de Ávila (1594) a La vida de san Pedro Nolasco (1629)— las escribió sin duda por encargo para fiestas religiosas, como las que protagonizan san Isidro, santa Teresa y san Diego de Alcalá. Yo me inclino a creer, sin embargo, que en este caso el dramaturgo fue atraído más directa y espontáneamente por la leyenda de Genesius, el mimo y mártir romano de finales del siglo III que llegó después a ser el patrón de los actores. Y la obra en que la convirtió es muy distinta de aquellas biografías dramatizadas. De hecho no es más que parcialmente otra comedia de santos; ha sido un error de la crítica encasillarla como tal y condenarla luego por no haberlo sido centralmente y en su totalidad. Su forma y contenido son más complejos y de alcance mucho más amplio de lo que pudiera sugerirnos semejante designación, y por tanto más sugestivos para cualquier actor o espectador actual. Lope sacó la leyenda de san Ginés de cinco páginas del Flos sanctorum del padre Ribadeneira (como demostró, trascribiéndolas, Menéndez Pelayo), y halló más detalles sobre su época en cuatro de la Historia imperial y cesárea escrita por Pero Mejía7. Queda abierta, sin embargo, la posibilidad intrigante de que conociera antes alguno que otro de los dramas latinos sobre Genesius y semejantes actores martirizados, que se representaban en otros países en los colegios de jesuitas. Mucho menos probable parece que la obra de Lope a su vez tuviera influencia alguna, a pesar de semejanzas interesantes, en The Roman Actor de Philip Massinger, su coetáneo inglés (1626). En dos obras francesas posteriores sí influyó: L’Illustre comédien de Desfontaines (1643) y Le véritable San Genest de Jean Rotrou (1645). No es este el lugar más oportuno para comparar detalladamente la segunda con su fuente; pero sí me parece importante dedicarle algunas palabras. Rotrou, que tomó prestados de Lope los argumentos de otros seis dramas suyos, reconoció seguramente la fuerza imaginativa de Lo fingido verdadero. Pero era 6
Cáncer y Velasco, Rosete Niño y Martínez de Meneses, El mejor representante, san Ginés. 7 Ribadeneira, Flos sanctorum..., pp. 496-500; Mejía, Historia imperial y cesárea, pp. 227-230.
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necesario —e incluso deseable, según habría creído— intentar ajustar su adaptación al lecho de Procrusto de las reglas rigurosas que venía imponiendo en su país (como en la España del XVII) un concepto restringido y en el fondo equivocado de lo que puede y deber ser el teatro. Parecidos problemas tuvo Corneille con La verdad sospechosa y Las mocedades del Cid. Rotrou, teniendo que escribir una tragedia de cinco actos, desecha completamente el primero de los de Lope, y retiene solo muy poco del segundo. Mientras que el protagonista lopiano representa, como veremos, dos obras propias, el suyo monta una sola, ajena: la adaptación por Rotrou de cierto Sanctus Adrianus, escrito en latín por el padre Cellot. Su representación ocupa la mitad del acto segundo y la totalidad de otros dos; durante ella, se pierde con frecuencia la sensación de «teatro dentro del teatro», y es mucho menos marcada en general la metateatralidad que, como luego explicaré, es el atractivo primordial de la obra de Lope. Es más: para mí, lo mejor de la de Rotrou es lo que este conserva de Lo fingido verdadero; lo que añade de propia minerva me parece más bien endeble, sin hablar (en palabras de Menéndez Pelayo) de los «soporíferos alejandrinos» con los que sustituye los versos polimétricos del mejor poeta español. Los críticos franceses, por supuesto, y los que les hacen eco, ensalzan la tragedia de Rotrou muy por encima de su fuente8. Como dijo (algo tímidamente) Menéndez Pelayo, se equivocan; es hora de que lo demuestren, en esta instancia y otras parecidas, los compatriotas de Lope. Pero lo que aquí viene más al caso es que esta obra tan inferior a Lo fingido verdadero se representa en Francia con relativa frecuencia. Un editor reciente ha registrado unas ocho producciones de ella entre 1845 y 1988, año en el cual la repuso la Comédie Française9. En España, por contraste, el drama de Lope ha caído en un olvido casi completo. El texto defectuoso de Menéndez Pelayo ha sido reeditado e incluido (con más errores) en las Obras escogidas publicadas por Sainz de Robles10, pero las únicas ediciones concienzudas se han publicado fuera11. Lo mencionan con cierta frecuencia los estudiosos, pero 8
Para una comparación equilibrada de las dos obras, ver Valls, 1979. Rotrou, Le véritable San Genest, pp. CXXIII-CLVI. 10 Vega, Lo fingido verdadero, ed. Sainz de Robles. 11 Es recomendable, sobre todo por su estudio preliminar, la de Cattaneo:Vega, Lo fingido vedadero, ed. Cattaneo. No dudo que también lo es la edición bilingüe de Sánchez de Rotrou, Le véritable San Genest, pero está agotada y no he conseguido localizarla. 9
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principalmente por los datos que suministra sobre el teatro de su tiempo12, y como la fuente de varios versos famosos que complementan el Arte nuevo.Y casi todos los trabajos que se han dedicado a la comedia en su conjunto los habrán leído solamente algunos especialistas13. Paradójico parece por tanto que dos de estos, en años recientes, la hayan admirado bastante para traducirla y publicarla en distintas versiones inglesas. La de Michael McGaha, Acting is Believing (acompañada de un importante estudio preliminar, con sugerencias para su montaje), salió en 1986 de la prensas universitarias de San Antonio (Texas). La había pedido un director de teatro de California, y varias compañías británicas se han interesado por ella, pero queda por estrenarse. En cambio, la de David Johnston, The Great Pretenders, fue montada con gran éxito en Londres en 1991 y publicada al año siguiente. Su producción y la de una traducción de El condenado por desconfiado destacaron entre cuatro comedias áureas presentadas en el Gate Theatre, y la temporada en su conjunto ganó el prestigioso premio Laurence Olivier. El crítico del Financial Times llegó a decir que Lo fingido verdadero «no es solo una obra maestra del teatro español, sino también una conquista del arte barroco de sobresaliente grandeza —un drama digno de discutirse junto con Las meninas de Velázquez14». Es lo de siempre: los profetas solo se honran fuera de su lugar. Y Lo fingido verdadero, como intentaré mostrar, es ante todo, además de un capolavoro del Barroco, un drama profético; una de las creaciones desconocidas de un dios a quien se levanta altares sin saber plenamente quién es. Será hora ya, por ello, de resumir su acción.
EL ARGUMENTO Al comienzo cuatro soldados romanos, entre ellos el «hijo de esclavo» Diocleciano, protestan contra la loca soberbia del emperador Aurelio; ha arrastrado con ellos a Mesopotamia a su sabio y heroico
12
Ver por ejemplo Shergold, 1967, pp. 216-219; Ruano de la Haza y Allen,
1994. 13
Destacan dos: Fischer, 1976-1977, y Palomo, 1987. Vega, The Great Pretenders, p. 11 (traducción mía). Agradezco a mis amigos David Johnston, Michael McGaha y Jonathan Thacker la ayuda que me han dado en la preparación de este estudio. 14
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hijo Numeriano, dejando como cónsul en Roma a su otro hijo, el «sátiro» Carino. Faltos de dinero, piden pan a una labradora, Camila; Diocleciano, como otras veces, promete burlonamente pagárselo «cuando sea emperador». Lo será, profetiza ella, no menos burlonamente, «en matando un jabalí». Avecinándose una fiera tormenta, todos huyen, pero Aurelio, a solas, desafía con arrogancia a los dioses, y es muerto por un rayo. Al encontrar su cuerpo, Numeriano asume el mando como cónsul, pero duda si oponerse a Carino como quiere su suegro Apro. Carino ronda de noche las calles de Roma en busca de aventuras, acompañado de músicos, de un criado chistoso y de su amante Rosarda, vestida de hombre. Se detiene ante la casa de unos actores; cuando sale uno, Ginés, le pide —esta noche, o mañana— una comedia sobre sí mismo, y conversa largamente con él sobre el teatro. Sigue luego su vergonzoso camino, pero le asesina un senador a cuya mujer ha forzado. Apro, regresando hacia Roma con Numeriano, que todos creen enfermo, confiesa en secreto haberle envenenado. Los soldados, enterados de la muerte de Carino, insisten en laurear como emperador a Numeriano, pero al acercarse a su litera descubren que está muerto. Apro intenta sucederle, pero su traición se revela. Diocleciano, tras matar a Apro —el «jabalí»—, recibe los votos de todos. Inesperadamente, la profecía burlona se ha cumplido. El acto segundo no tiene solución de continuidad. Diocleciano demuestra que su «buena condición» y generosidad no han sido disminuidas por su elevación al imperio. Sienta a su lado a su antiguo compañero Maximiano y concede a Camila libre acceso a su presencia. Recibe a Ginés, que le propone una serie de espectáculos posibles, pero promete por fin montar una obra propia. Meditando a solas, y hablando luego con otro actor, Pinabelo, Ginés explica que ha dramatizado, en busca de satisfacciones personales, su propia situación: su amor mal correspondido hacia su primera dama, Marcela, que parece preferir al galán Otavio. El emperador y su séquito acuden, y después de una canción, una loa improvisada por Ginés y una letrilla cantada, empieza la comedia. Fabia (Marcela) rechaza el amor de Rufino (Ginés), que, sin embargo, intenta conquistarla. Consigue que el padre de ella,Tebandro (Fabricio), le mande prometerse a él. Habiéndolos visto abrazados, Otavio proclama sus celos, pero Marcela logra convencerle de que le quiere. Pinabelo se ofrece a ayudarlos a escaparse hacia el mar, aunque planea traicionarlos. Rufino se entera de su huida y, mientras Tebandro va a buscarlos, da rienda suelta a su furor. Pero en varios momentos ya los actores princi-
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pales han salido de sus papeles para expresar sus propias emociones, dejando perplejos a sus oyentes, y ahora los dos amantes no regresan como debieran al escenario. Ginés improvisa, hasta enterarse por Fabricio de que los dos se han escapado de verdad. Los actores piden al emperador que mande prenderlos, aunque este sospecha que fingen, queriendo que él se convierta también en actor. En efecto, Pinabelo anuncia que Otavio ha regresado, y Diocleciano, contento de haber sido inducido a participar en la obra (y bromeando que por ello no quiere pagarla), pide a Ginés que haga al día siguiente otra, en que ha de burlarse de los cristianos. Pero ellos dos —y nosotros— han sido engañados. Al fin del acto Pinabelo confiesa a Ginés que mintió; Otavio y Marcela están realmente a punto de embarcar. También es casi continua la acción del acto tercero. A fuerza de su trato familiar, el emperador y Camila han llegado a enamorarse. Se les recita una lista de las fieras que se traen al anfiteatro, pero ella, diciendo que más fuerte que cualquiera es el amor, le convence de que no debieran echarse hombres a ellas. Ginés aparece explicando que al fin y al cabo los amantes han regresado y que, perdonados por él, están ya casados. El emperador le pide de nuevo que imite a un «cristiano bautizado». Ginés medita en la necesidad de sobreponerse a sus celos. Cuando sale Marcela, él le reprueba haber fingido, pero ella contesta que fue verdadero su amor para con Otavio; la comedia le enseñó el camino de realizarlo. Inician, sobre la posibilidad de arrepentirse ella, un diálogo medio burlón que a Ginés se le ocurre aprovechar en otra obra; pero Otavio, al verlos juntos, expresa celosas dudas. Ginés, quedando solo e intentando crear su nuevo personaje, sin pensarlo pide el bautismo, y una voz misteriosa le promete que, si imita bien a un cristiano, se ha de salvar. Absorto ya en su papel, desatiende a Fabio, un joven actor, que ha venido a explicar que él, en vez de Marcela, tendrá que hacer el de un ángel; volviendo por fin en sí, Ginés se convence de que la voz que oyó fue la de Fabio. Pero al entrar (¿ensayando de nuevo, o convertido ya? No sabemos), invoca a Cristo. Llegados el emperador y su séquito, y tras una canción y una loa, León (Ginés) aparece como preso. Su actuación es convincente, pero sus compañeros comentan entre sí que está improvisando. Inesperadamente, se presenta ahora un ángel, que invita a Ginés a subir para recibir el bautismo. Obedeciendo, queda ocultado por una cortina, pero luego reaparece recién bautizado. Ante la admiración y sorpresa de todos, baja otra vez al tablado y sigue improvisando. Aparece ahora Fabio para hacer su
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papel de ángel, pero los otros actores protestan que ya lo ha hecho, y los oyentes, indignados, lo confirman. Ginés explica que todos —nosotros incluso— hemos sido engañados; el ángel, y el bautismo, fueron reales. Previniendo una segunda jornada (el enojo de Diocleciano) y luego una tercera (su propio martirio), desafía a los «tiranos» que persiguen a los cristianos. El emperador, asumiendo explícitamente un nuevo papel, el de un tribuno, le condena enseguida a muerte. Los otros miembros de la compañía, al ser interrogados, declaran su inocencia, y quedan desterrados. Ginés, encadenado, comenta que él ha entrado ya en otra compañía; con otro «autor» mejor está actuando «a lo divino». Mientras van saliendo de Roma sus antiguos compañeros, se descubre empalado, y «al pueblo circunstante / habla en el acto postrero» como «el mejor representante».
LO BARROCO Como ha escrito José Sánchez, «se imagina fácilmente que en 1645 [...] la obra frondosa y profusa del dramaturgo español habría sido inaceptable en Francia»15. Incluso hoy su estructura barroca podría espantar a algunos espectadores demasiado acostumbrados a otros estilos y convenciones, e incapacitados por ello para apreciar su riqueza imaginativa. Es una de aquellas comedias de Lope que «pecaron contra el arte gravemente»16. Tanto el acto segundo como el tercero transcurren, por cierto, en Roma e incluso posiblemente en el palacio imperial, con poca solución de continuidad, y se separan por un día solamente. Pero en el primero, bastante anterior en el tiempo, un solo episodio se ubica en las calles de la ciudad, y la acción tiene su comienzo en la lejana Mesopotamia. Con respecto sobre todo a este acto primero, que además, en palabras de Menéndez Pelayo, «puede tacharse de ajeno casi enteramente al martirio»17 del protagonista, ¿qué podemos decir de la «imprescindible» unidad de acción? Lope mismo insiste, en su coetáneo Arte nuevo: Adviértase que solo este sujeto tenga una acción, mirando que la fábula 15 16 17
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Rotrou, Le véritable San Genest, p. XCI (traducción mía) Vega, Arte nuevo..., v. 371. En Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menénez Pelayo, p. XXXVII.
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de ninguna manera sea episódica, quiero decir inserta de otras cosas que del primero intento se desvíen; ni que de ella se pueda quitar miembro que del contexto no derribe el todo18.
Tiene delante y está parafraseando el capítulo octavo de la Poética de Aristóteles; pero lo interpreta en la práctica, como muchos dramaturgos ingleses, en un sentido mucho más amplio y más flexible que el que le daban los teóricos italianos y franceses. En un estudio muy influyente el ilustre A. A. Parker intentó demostrar que en toda comedia áurea primaba el tema sobre la acción, y esta, parecidamente, sobre los personajes19. Yo sostendría más bien que las mejores obras mantienen un justo equilibrio entre estos tres elementos, pero que el público del Siglo de Oro esperaba primordialmente (como todos) una historia, que en su caso debía contarse «hasta el Final Juicio desde el Génesis»20. Lo que ocurre en Lo fingido es que Lope escoge contarle varias, a primera vista diversas, pero encadenadas de modo lineal al estilo de una crónica o epopeya, e interrelacionadas al mismo tiempo —en reivindicación parcial de Parker— por unas ideas dominantes, de modo que su acción pudiera decirse «episódica», pero no deja por ello de ser «una», y abarca poco que se desvíe de su «primero intento». Fundamental en su concepción es la metáfora, difundidísima desde la Antigüedad, del Theatrum Mundi. Lo fingido verdadero es la primera dramatización española —y acaso la más innovadora — de dicho concepto, que se encuentra después en el Quijote (II, 12) como también en El criticón (1, 7), asoma en La vida es sueño y vuelve a escenificarse en varias obras de Calderón —la más famosa, aunque no la mejor, El gran teatro del mundo—. En palabras de Antonio Vilanova, «la idea de la vida-comedia constituye el núcleo central de la obra y el tema insistentemente repetido en todas sus partes21».
18 Vega, Arte nuevo..., vv. 181-187. Insiste acertadamente en esta coetaneidad, y en el «idéntico mensaje» de 1a tragicomedia y del poema didáctico, Palomo, 1987, pp. 8. y ss. 19 Parker, 1970. 20 Vega, Arte nuevo..., v. 208.Ver Dixon, 1994. 21 Vilanova, 1950, p. 172.
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Las alusiones más explícitas se hallan en los actos primero y tercero. En aquel, Celio equipara a Carino con las actrices que se visten de emperadoras y reinas: La diferencia sabida es que les dura hora y media su comedia, y tu comedia te dura toda la vida. Tú representas también, mas estás de rey vestido hasta la muerte...22
Carino rechaza la comparación: No es esto representar [...] yo, que de veras soy rey, por mi dichosa suerte, serelo en vida y en muerte [...] Somos los emperadores, como sabéis, casi iguales a los dioses celestiales...23
Pero una vez herido mortalmente reconoce: Representé mi figura; César fui, Roma, rey era. Acabose la tragedia, la muerte me desnudó; sospecho que no duró toda mi vida hora y media. Poned aquestos vestidos de un representante rey [...] adonde mi sucesor los vuelva luego a tomar, porque ha de representar: ¡quiera el cielo que mejor!24
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Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 62b. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 63a. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 67.
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Al final Ginés, convertido, dirá —más original y complejamente— que está siguiendo ahora los «pies» que Dios le apunta, y todo representante, que todo el mundo lo es, si no tuviere estos pies, que se pierda no se espante25.
Dios, que como espectador «por las celestes vidrieras / vistes de mi comedia el acto humano» (105a), es ahora el autor de su nuevo y acertado papel, y al mismo tiempo el «autor» que le ha elegido para su propia compañía, la del cielo, análoga aunque superior tanto a la de sus antiguos colegas como a la de los traidores como Judas, los emperadores tiranos, el demonio, el mundo y la carne26. Él es ya cristiano representante; cesó la humana comedia, que era toda disparates. Hice la que veis, divina; voy al cielo a que me paguen27.
Más implícitamente, esta metáfora del Theatrum Mundi subyace tras toda la acción. Las múltiples historias que se desarrollan ante este telón de fondo conceptual son variaciones análogas sobre un mismo tema. Repetidamente, las ficciones vividas por sus personajes —los papeles que se crean y desempeñan— los llevan a la realidad; pasan de las burlas a las veras, de lo fingido a lo verdadero. Los tres actos de la obra son como los distintos movimientos de una pieza musical, o las hojas complementarias de un tríptico pintado. El primero —otro tríptico— es al mismo tiempo una crónica abreviada y una especie de alegoría; se diría casi un auto sacramental28. Si bien no deja de introducir a Ginés, sirve más bien como un preludio a su historia; trazando la subida al poder del emperador pagano que 25
Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 101a. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, pp. 105-106. 27 Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 107b. 28 Valls, 1979, p. 350, habla de una «Danza de la muerte» que compara luego (p. 353) con la procesión de actores hacia el final del acto tercero. 26
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será su principal espectador y al final su antagonista, esboza el mundo político y espiritual en el cual harán sus papeles los dos. Pero cada uno de sus episodios es dominado por la encarnación de uno de los pecados mortales. Aurelio representa la soberbia; Carino, la lujuria; Apro, la codicia del poder. Cada uno de ellos desempeña mal el papel que le ha asignado el destino; intenta imponer un «texto» suyo, su mala voluntad egoísta, sobre los que le rodean y su propia mortalidad. Burlándose así de la justicia y del poder del cielo, es castigado con la muerte. El valeroso Diocleciano se caracteriza, por contraste con todos estos, como leal al imperio al que sirve, liberal hacia sus compafieros y respetuoso para con «la romana religión / [que] toda se funda en agüeros»29. Pobre, pero «de pensamientos altos», imagina burlonamente «ser emperador un día», y un agüero también burlón promete que lo será; cuando ambas burlas resultan veras, se ha mostrado digno del nuevo papel. Cumplirá con él, en el resto de la obra, de un modo más ejemplar todavía; generoso hacia todos, ya que no quiere «adquirir y atesorar / más que buenas voluntades»30, parte el imperio con Maximiano, se enamora de Camila, cuyo influjo le induce a clemencia, y venera consistentemente a la Fortuna y a las deidades de su patria. Solo desde la perspectiva de los cristianos que «niegan el debido incienso» a sus dioses31 merecerá la acusación de «tirano» que al final le lanza Ginés, forzándole a asumir, como dice él mismo, el papel de un tribuno, para condenar a muerte al «perro atrevido»32. En el acto segundo —una comedia que termina más bien como drama— el actor profesional comete un error análogo al de los políticos malvados del primero. Ha creado e impone a su compañía un texto teatral que refleja de modo perverso su situación amorosa, conforme a su propia voluntad pero contraria a la de Marcela y la de Octavio. La representación de esta ficción, según espera, le dará placeres verdaderos: compúsela con cautela por darle tantos abrazos cuantas prisiones y lazos pone al alma que desvela; aquel paso de furioso 29 30 31 32
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Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 58a. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 73b. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 88b. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, pp. 102-103.
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le hice por tratar mal a Otavio...33
Pero la irrupción en ella de estos y otros sentimientos reales produce un cambio radical en las peripecias previstas y un desenlace más auténtico en la vida de los tres. Emblemático de este cambio es el estribillo: «Que mal la alcanzarán mis pensamientos...». Ginés lo pronuncia primero, dentro de su papel, para dar final a una diatriba celosa34; segundo, improvisando, para repetir el pie a los dos amantes huidos35; tercero, al fin del acto, para expresar su desesperanza real36. En el acto tercero —según se mire, una comedia hagiográfica o una «tragedia»37— Ginés consigue sobreponerse, con una magnanimidad profética, a tan amargo desengaño. Prepara el montaje de otra ficción suya, la de un cristiano «que firme en su ley esta»38 «por hacer burla»39, como le ha pedido el emperador, de tales herejes y sus «martirios vanos»40. Intentando concienzudamente crear su personaje, imita todo lo que sabe que ellos creen y dicen; al pedir sin pensarlo el bautismo, decide incorporar esta ocurrencia en su papel. Pero una vez más la realidad irrumpe en la ficción. Milagrosamente convertido, y dejando que su voluntad se conforme con la del cielo, abandona su propio texto e improvisa; desempeña, mejor dicho, el papel que le dicta Dios, el «autor» de su nueva compañía. En esta, como explica, jugando con una metáfora teatral que se introdujo antes41, Nicodemus mete muertos, pero luego resucitan [...] Muertos mete el pecador, mas no vuelven a vivir42.
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Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 79b. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 88a. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 89a. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 90b. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, pp. 98a y 106b. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 95b. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 88b. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 105b. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 104b. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 106a.
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Sus palabras nos hacen pensar en los pecadores paganos muertos sin redención en el acto primero. Aurelio, por ejemplo, había gritado: «Fulminásteme, Júpiter: ya muero»43. Ginés, «fulminado» más bien por la gracia divina, confía en que, por haber aceptado morir como mártir, él sí volverá a vivir. Su historia contrasta, sin embargo, con la del emperador. Como explica a este, sabe muy bien que, para ejercer su oficio, debe haber experimentado, igual que un poeta, los efectos de las pasiones que representa: «haralos, si los siente, tiernamente; / mas no los hará bien si no los siente»44. En su primer montaje, irónicamente, los siente demasiado; traiciona a su arte, hace fracasar su obra y malogra su amor profano. Al preparar el segundo, intenta imaginar otros que no ha sentido nunca; pero llega de nuevo —más irónicamente aún — a sentirlos demasiado, con análogo resultado, aunque cree alcanzar así el amor divino. El «hijo de esclavo», en cambio, aunque desempeña muy a sabiendas una serie de papeles, distingue siempre entre ellos y su realidad íntima. Como dice a Maximiliano: «si mi estado mudó, / no el alma, ni siento yo / que me la mude jamás»45. Llega así a oírse llamar «el mejor emperador / que ciñe el divino lauro»46, consigue en el curso de los tres actos el entrañable amor de la también constante Camila y termina en el colmo de la felicidad humana. A muchos espectadores actuales del gran teatro del mundo les ha de parecer «el mejor representante».
LO MODERNO Para los actores y público de hoy, el mayor atractivo de la comedia será sin duda su intensa teatralidad —su metateatralidad, mejor dicho— que la acerca más a nuestro tiempo que cualquier otra del suyo. Los dramaturgos más innovadores del siglo XX —destacadamente Pirandello, Evreinov, Brecht, Beckett y Genet— han librado al teatro vivo del mal concebido ilusionismo que en sus distintas manifestaciones (y pese a sus grandes aciertos) menoscabó durante tres centurias su poder de estimular el ejercicio de la imaginación y del entendimiento. Han insistido 43 44 45 46
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Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 60a. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 77b. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 74b. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 80b.
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de nuevo en la esencia de la actividad teatral: en el hecho de que las ficciones a las que prestan dramaturgo, actor y espectador una realidad imaginaria no cesan nunca de serlo para ninguno de los tres; que la «suspensión de la incredulidad», según el mismo Coleridge, no es solo voluntaria sino siempre momentánea, por no decir simultánea con la negación de ella. Como ha dicho Peter Brook, «el teatro, como la vida, se hace del conflicto ininterrumpido entre impresiones y juicios —la ilusión y la desilusión conviven penosamente y son inseparables»47. Estos dramaturgos y otros han aprovechado a menudo los recursos del metateatro, destinados a intensificar la sensación de desasosiego, de deliciosa tensión, que produce en nosotros, como espectadores sobre todo, aquella «doble visión» de una realidad convincente que sabemos ser fingida. En un ensayo concebido como complemento de este, demuestro con más detalle en qué abundancia hallamos en Lo fingido verdadero las seis variedades de metateatro que se distinguen útilmente en un libro de Richard Hornby: 1) el teatro dentro del teatro; 2) la ceremonia dentro del teatro; 3) el desempeño de un papel dentro del papel; 4) las referencias a la literatura y a la vida real; 5) la auto-referencia; 6) el tema de la percepción48. Aquí, por falta de espacio, no insistiré más que en la primera y en la última. En Lo fingido verdadero, como hemos visto, se planea la representación, en la presencia de un público interno, de tres ficciones. Tras largas discusiones y preparativos, se montan dos. En estas, varios actores se salen de sus papeles bajo el impulso de emociones y reacciones verdaderas, de manera que en su vida «real» (la ficción externa) las dos tienen un desenlace completamente distinto del previsto y ensayado. En ambos casos las comentan repetidamente los representantes y los espectadores internos, y el principal de estos se ve forzado por fin a hacer él mismo un papel. Pero el empleo original y complejo del «teatro dentro del teatro» y de análogos recursos metateatrales contribuye a reforzar la potencia sugestiva del drama en su totalidad, que plantea reiteradamente el problema de la percepción humana. Intentando conocer y comprender lo que nos circunda, adivinamos, improvisamos. Fabricamos ficciones 47
Brook, 1989, p. 47 (traducción mía). Hornby, 1986, p. 32 (traducción mía). Para un estudio con abundante bibliografía, de la aplicación del concepto de metateatro al teatro del Siglo de Oro, ver Larson, 1994. El ensayo propio al que aludo es Dixon, 1997-1998. 48
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propias, en las que llegamos a creer y que tratamos de imponer a otros. A veces, irónicamente, el mismo empeño que ponemos en implantarlas ayuda a demostrarnos que son falsas; tras ellas percibimos otra realidad, o lo que de momento nos parece serlo. El proceso es una constante de la experiencia humana. De la necesidad de confrontarlo de un modo experimental e intensivo, de sentirse uno e imaginarse otro, es de donde nace, creo, el impulso universal a hacer teatro. Si el hombre es el animal que se ríe, es el animal también que dramatiza. Y de ser el teatro así, más que una recreación, una re-creación imaginativa de nuestra experiencia vital, nace seguramente, a la inversa, la metáfora antiquísima del Theatrum Mundi. Lo fingido verdadero, como también hemos visto, dramatiza aquella metáfora, y las historias de sus personajes son variaciones sobre el tema del paso aleccionador de ficción a realidad al cual su título alude. Pero el aspecto más innovador de su metateatralidad es el empleo de la mise en abîme. En varios momentos el público exterior no sabe a qué atenerse49 —cosa que ocurre contadas veces en el teatro del Siglo de Oro (incluso, por ejemplo, en una obra tan deliberadamente misteriosa en su principio como La vida es sueño comprendemos tras unos seiscientos versos casi todo). En las representaciones internas de Lo fingido verdadero, el público exterior comprende mejor en un principio que el interno lo que ocurre. Pero repetidamente tardamos en saber que han sido «improvisados» (escritos, es decir, por Lope, no por Ginés) los versos que acabamos de escuchar (81-82, 88-89, 99b, 99-100,100-101). Al final de la primera, creemos con el emperador que han vuelto ya los dos actores que huyeron; no comprendemos hasta el fin del acto que fue una mentira por la cual nosotros también hemos sido engañados. Ginés, preparando la segunda, y mandando a Fabio que repase con él su papel, abandona el escenario gritando: ¡Cristo mío, pues sois Dios, vos me llevaréis a vos, que yo desde aquí os sigo!50
49
Discrepo en esto de la interpretación de María del Pilar Palomo, 1987, p. 92; para ella es «inequívoco» el mensaje que reciben los espectadores externos. 50 Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 98a.
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No hay manera de saber si está ensayando el suyo o si se ha convertido ya.Y el episodio del bautismo nos confunde totalmente.Ya que obviamente el actor que vemos es el actor que hacía de Fabio, pero con un vestido distinto, podemos suponer con los otros actores que es un paso no ensayado, añadido en el último momento a la representación interior. Solo cuando reaparece Fabio, con el mismo indumento, e insiste en que no ha salido, comprendemos que fue más bien la irrupción en ella de una realidad trascendente, y pertenecía por tanto a la externa. Los espectadores hemos sido sometidos, como los personajes, al proceso de adivinación, equivocación y desengaño. En Lo fingido verdadero, como (una sola vez) al final de L’Illusion comique de Corneille, quedamos obligados a darnos cuenta de lo difícil que es en el teatro de nuestra propia vida distinguir entre lo fingido y lo verdadero. En palabras de Wilma Newberry, la tragicomedia de Lope es «un auténtico precursor de los dramas del siglo XX en que uno no puede percibir la frontera entre la ilusión y la realidad»51.
EL PROTAGONISTA ACTOR Y POETA La crítica en general ha dado poco relieve a una innovación de Lope, tan fundamental como evidente, que aumenta sobremanera el interés de Lo fingido verdadero. A diferencia del mimo de la leyenda —y de los representantes-mártires de otros dramaturgos—, su Ginés no es solo actor y «autor de comedias». Antes incluso de su aparición, oímos que «también es poeta, / y las comedias compone»52. Declara a continuación que «sacando estaba / de una comedia papeles»53 —copiando, es decir, para cada actor los versos que debe aprender—. Habla extensamente con Carino, como después con Diocleciano, de la teoría y práctica de escribir teatro, con alusiones poco veladas al del siglo XVII y numerosos ecos del Arte nuevo. En el acto segundo equipara el arte del representante con el del poeta; para comunicar a otros los distintos efectos del amor, cada uno tiene que haberlos sentido dentro de sí. Y en la loa de su primer montaje describe Alejandro cómo «de conocer deseoso /
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Newberry, 1973, p. 16 (traducción mía). Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 63b. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 64a.
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a Tebano, un gran poeta», comentando «que los príncipes entonces / honraban los que lo eran»54. La «comedia celosa» que ha decidido estrenar es una ficción compuesta por él, basada en un «caso de amor» personal; pero intuye de antemano, y aprende por experiencia, que invenciones tales no corresponden a su triste realidad. Declarando, sin embargo, que están «más obligados / a perdonar los poetas / flaquezas de amor»55, se reconcilia con su amada perdida, aunque aflora otro recuerdo de su oficio en un comentario suyo sobre su diálogo con ella: A tus razones advierto; Dellas quiero aprovecharme para escribir en un paso esto que contigo paso, pues parece que los dos representamos...56
La comedia burlesca del cristiano es otra compuesta por él. Se ha representado antes; Fabia dirá que hizo en ella «ha un año y más» el papel del ángel57. Pensando en el suyo, Ginés se felicita: «yo pienso que muy bien / todo aquel paso escribí»58, y al pedir el bautismo se da cuenta de que no escribió «lo del bautismo aquel día»59.Y en la representación se halla impulsado a rehacer cada vez más lo escrito y ensayado, hasta comprender «que el cielo me apunta ya», porque «estaba el papel errado»60. Pareciendo hablar «de repente», sustituye por el texto ficticio compuesto por él mismo el texto auténtico que le dicta Dios. Es decir, Ginés, sin limitarse como actor a asimilar lo ajeno, vierte en su labor distintos aspectos de su experiencia propia, recreándola en nuevas ficciones, aunque va aprendiendo que la realidad se resiste a estar de acuerdo con sus imágenes de ella. En él se autorretrata una vez más —de modo más complejo quizás que en cualquier otra— el escritor que en más obras que nadie ha proyectado su propia vida, ha practicado 54 55 56 57 58 59 60
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Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 81a. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 93b. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 95a Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 98a. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 95b. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 96a. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 101a.
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aquella Literarisierung des Lebens de que tanto habló Karl Vossler. En una palabra, Ginés es Lope. Algunos lectores sí lo han comprendido. Alan Trueblood, por ejemplo, siguiendo a Vossler, vislumbró en el acto segundo las figuras del joven Lope y Elena Osorio, cuya historia durante medio siglo el poeta siguió reconstruyendo en numerosos poemas y comedias, y por fin en su Dorotea e incluso en su Gatomaquia61. Para David Castillejo, Lo fingido verdadero «traza la crisis psíquica del propio Lope, al trasladar todo su amor físico por Micaela [de Luján] a un amor espiritual»62.Yo dudo de que sean tan específicas las alusiones a su propia historia amorosa, y de que su crisis religiosa —aguda, por cierto, en estos años anteriores a su entrada en el sacerdocio en 1614— se haya limitado a ellos; conviven siempre en él el amante apasionado (pero a menudo desengañado) y el pecador arrepentido (pero siempre reincidente). Pero sí intuyo en el desarrollo del carácter de Ginés una aspiración a imaginarse otro, a renovarse espiritualmente, parecida a la que expresa en las Rimas sacras, como por ejemplo en el soneto XIX: «Aquí cuelgo la lira que desamo...».
EL TEXTO Y SU ADAPTACIÓN La comedia escrita por Lope se ha conservado, según parece, bastante bien. Es buena señal el hecho de que en su edición primera (de la que derivan todas las posteriores) nada menos que diecinueve de las acotaciones incluyen formas subjuntivas del verbo. Sabido es que el poeta, en los autógrafos de sus comedias, imaginando siempre su montaje y dando por tanto instrucciones en vez de descripciones, usaba muy rara vez el indicativo. Los impresores, en cambio, lo empleaban casi siempre; pero si en el texto que tenían delante hallaban subjuntivos, con frecuencia no se daban la molestia de cambiarlos. Que la Decimasexta parte contenga tantos sugiere, por consiguiente, que el manuscrito de Lo fingido verdadero que se empleó para ella fue afortunadamente el original de Lope o, al menos, una copia no muy distinta de él. Por otro lado, puesto que para Lope era más que nada una modesta fuente de ingresos la edición de sus comedias, cuidaba poco de ella63. El texto que él publicó, por tanto, 61 62 63
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Trueblood, 1964. Castillejo, 1984, p. 25. Ver Dixon, 1996, artículo aquí incluido.
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presenta bastantes errores, si bien todos parecen leves64. Las ediciones modernas corrigen algunos, aunque añaden bastantes más. Pero en resumidas cuentas, las textos de que disponemos no son, probablemente, muy diferentes del compuesto por el poeta. De qué manera convendría adaptar ese texto original para un montaje de hoy es evidentemente otra cuestión. El precedente de la versión londinense no será de gran ayuda. Como todas las traducciones de obras clásicas en un idioma moderno (incluso las más exactas), resolvió en el acto el problema de su comprensión por un público actual. No habiendo de conservarse en ella ni una palabra del texto «sagrado» de Lope, David Johnston la pudo reproducir en un inglés muy coloquial. En muchos lugares, en vez de traducir sus versos literalmente, se permitió parafrasearlos o condensarlos bastante. Interesa observar, sin embargo, que por haber podido aligerar así el texto, no le pareció necesario ningún recorte sustancial. El adaptador español, en cambio, se verá obligado tal vez a proponer algunos, aunque en general, en mi opinión, se «arreglan» demasiado las comedias del Siglo de Oro, subestimando la inteligencia y la cultura de los espectadores. Unos cuantos versos —muy pocos, creo— resultarían oscuros, y la eliminación de algunos más ayudaría a la fluidez de la acción. Las dos montajes internos, en imitación de los particulares que se daban en Palacio, empiezan con una o dos canciones y una loa. Como algunos espectadores no comprenderían la alusión, yo aconsejaría que se introdujeran con una canción solamente. En el caso primero conservaría la que empieza: «No ser, Lucinda, tus bellas / niñas formalmente estrellas...»65. Es un hermoso trozo lírico, y de interés histórico; sus estribillos («Bien puede ser... / No puede ser...») provienen de una famosa letrilla de Góngora, y, como probablemente alusiva a Micaela de Luján, ha sido utilizada para ayudar a fechar la tragicomedia. Pero constituye también otra variación entre tantas sobre el tema de lo fingido y lo verdadero. De la primera comedia interna eliminaría unos treinta y ocho versos, de Fabricio y de Ginés, que creo innecesarios; de la segunda, dos de las seis décimas en las que el mártir enumera, conceptuosamente y demasiado cerca del final, unos dieciocho miembros de la compañía del cielo.
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En el acto primero, por ejemplo, son evidentemente un solo personaje Marcio (vv. 55-59) y Marcelo (vv. 70-73). 65 Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 82
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En la acción externa, acortaría el parlamento en que Aurelio desafía a los dioses romanos y algunas partes de las intervenciones de Diocleciano en los actos segundo y tercero. Eliminaría, por ejemplo, los ataques encubiertos (y por tanto misteriosos) a dramaturgos de su tiempo que Lope pone en boca de Ginés, aunque no —desde luego — los versos debidamente famosos en que este y el emperador defienden la fórmula de la Comedia Nueva: «Dame una nueva fábula que tenga / más invención, aunque carezca de arte...», etc.66. Abandonaría sobre todo la larga lista (ciento dos versos de romance) de fieras fabulosas recitada por Rutilio, en que Lope versificaba un capítulo del compendio de Ravisius Textor (91-92)67. Imperdonable me parecería, por contraste, eliminar en el acto final alguno de los tres soliloquios en forma de soneto —distintos entre sí pero típicos de Lope todos— que pronuncia el protagonista. En total, yo recortaría unos cuatrocientos versos; pero aunque el texto original de Lope, con más de 3.500, es uno de los más largos, sería un error lamentable podar demasiadas ramas de los frondosos árboles de su densa selva barroca.
EL MONTAJE Solo puede sostener que era únicamente auditivo y no también visual el impacto de cualquier comedia, por desnudo que nos parezca su texto impreso, quien no sabe recrear, al leer sus acotaciones implícitas, la representación de ella ideada por el poeta. Pero José María Ruano ha demostrado también, estudiando más bien las explícitas —y la estructura y recursos de los corrales— que muchas pedían además una gran cantidad de elementos escénicos: adornos, apariencias y tramoyas de varia especie. Lope mismo critica a menudo las que exigen demasiados. Su Ginés por ejemplo se burla de un poeta griego, que las funda todas en subir y bajar monstruos al cielo. El teatro parece un escritorio
66
Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 76b. Evidentemente, es una cuestión de gustos; por ejemplo, una versión muy libre y humorística de esta lista fue uno de los éxitos del montaje londinense. 67
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con diversas navetas y cortinas; no hay tabla de ajedrez como su lienzo68.
En el «Prólogo dialogístico» de la Parte imagina al Teatro quejándose de que «los autores se valen de las máquinas, los poetas de los carpinteros, y los oyentes de los ojos». En la dedicatoria de Lo fingido verdadero alaba las «historias divinas» de Tirso por haberlas escrito este «tan felizmente, oscureciendo los que se valen de Edipos y Tiestes, que mejor dijera de los caballos y carpinteros»69.Y Tirso mismo, en La fingida Arcadia, consigna al infierno a los poetas que han adulterado a Apolo con tramoya, maderajes y bofetones, que es dios, y osan abofetearle.
Pero semejantes denuncias, dirigidas posiblemente contra Vélez de Guevara y otros —aunque se puede «culpar» a Lope y Tirso de muy parecidos «excesos»—, son testimonios ellas mismas de la creciente popularidad de lo espectacular en el teatro comercial, incluso antes de la conquista del de Palacio por los ingenieros de Italia. Por otra parte, evidentemente, la vistosidad de muchísimas obras habrá variado bastante según las circunstancias de su montaje: en un corral o en Palacio, en la Corte o en un pueblo, por una compañía oficial u otra «de la legua». Sin traicionar, por tanto, ni el espíritu ni la práctica del teatro del siglo XVII, un productor de este puede optar entre dotar a muchas de gran espectacularidad o de muy poca. En general, sin embargo, como dice Ruano, «la técnica de representar en los teatros comerciales del siglo XVII tiene mucho en común con la de un teatro moderno experimental, en el que unos cuantos objetos, más o menos realistas, pueden dar al público una idea bastante exacta del lugar en que se desarrolla la acción»; yo recuerdo a menudo otros versos de La fingida Arcadia en que Tirso da la corona de laurel al dramaturgo que, escribiendo dulce y fácil, sin hacerle carpintero hundirle ni entramoyarle, 68 69
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Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 77a. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 54.
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entretiene el auditorio dos horas, sin que le gaste más de un billete, dos cintas, un vaso de agua o un guante70.
En un ensayo, recogido en este libro (pp. 235-253), propuse «Dos maneras de montar hoy El perro del hortelano», una «rico» y otra «pobre»71. Pero después de su publicación, vimos, en la película de la llorada Pilar Miró, una ejemplar escenificación lujosa de la comedia, y para mí es en el cine precisamente donde puede mejor lograrse ahora, sin pérdida de fluidez y dinamismo, la espectacularidad visual. La esencia, en cambio, del teatro vivo es la presencia física de los cuerpos y las voces de actores de carne y hueso, y es fácil que su impacto directo sobre nuestra imaginación se diluya por un exceso de decoración. En él, por lo tanto, yo prefiero siempre un montaje más bien pobre, minimalista. Y en el caso de Lo fingido verdadero sostengo que es lo que imaginaba —y preferiría si viviese— el mismo Lope. En cuanto al reparto, son treinta las «personas» enumeradas —con omisiones— en la Parte; pero incluso con fondos suficientes para pagar y vestir a tantos actores sería para mí impensable no doblar muchísimos papeles, no solo porque era muy normal en el Siglo de Oro y Lope habría supuesto que se hiciera, sino porque es esencial a la temática de la obra subrayar de toda manera el contraste entre apariencia y realidad. En el montaje de Londres, el reparto se redujo a ocho actores; modificando un poco menos el texto, yo emplearía once. Sus vestidos no ofrecen más problema que el de su cantidad —unos cuarenta según calculo— ya que todos los actores-actores necesitan al menos tres. Habrían sido «trajes modernos» en tiempos de Lope; como dice el muy socarrón en su Arte nuevo (vv. 358-361): Es de las cosas bárbaras que tiene la comedia presente recebidas sacar un turco un cuello de cristiano y calzas atacadas un romano.
70
Ruano de la Haza y Allen, 1994, p. 268. Las citas de La fingida Arcadia se recogen en Tirso, La fingida Arcadia, pp. 250-251. 71 Dixon, 1995, artículo aquí incluido.
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El público de hoy esperaría más bien armaduras y togas estilo Ben Hur; pero, en vez de buscar fidelidad a la moda romana de finales del siglo III, yo propondría una indumentaria atemporal para todos los actores, y que se distinguieran en sus múltiples papeles por diferencias mínimas. Los accesorios que el texto requiere —y que no habría por qué aumentar— son pocos: una cesta de pan, una bolsa, una miniatura con su cadena, dos laureles, un anillo y otra cadena. Al final los actores de la compañía se ponen en camino, «algunos con su hato y algunas cosas de la comedia»72; lo más sugestivo sería que llevasen fuera todo el atrezzo e indumentaria que el público hubiera visto. También puede ser muy sencillo el mobiliario. El acto primero pide solo la litera, cubierta de una cortina, en que ha de descubrirse el cadáver de Numeriano; el resto de la obra, tres tronos desde los cuales presencian las dos comedias Diocleciano, Maximiano y Camila. En Palacio, en la vida real del siglo XVII, tales altezas se sentaban siempre en un lugar prominente (con sus cortesanos masculinos de pie), siendo ellas el verdadero centro del espectáculo. En el corral, el emperador y su séquito se habrían colocado probablemente al fondo del tablado, en el espacio de las apariencias. En nuestro montaje actual, optaría por sentarlos en una primera fila del auditorio. Otros elementos escénicos se mencionan en el texto. Los soldados hablan en el acto primero de «tiendas» y «pabellones», y aluden luego a un «peñasco»; en el tercero, Diocleciano invita a Camila a ver las flores de un jardín. Se trata seguramente, sin embargo, de «decorado verbal». Solo tres momentos del acto final parecen pedir una modesta espectacularidad: 1) Cuando Ginés, adentrándose en su papel, impetra el bautismo, Lope acota: «Con música se abran en alto unas puertas en que se vean pintados una imagen de Nuestra Señora y un Cristo en brazos del Padre, y por las gradas de este trono algunos mártires»; y después de veinte versos: «Ciérrese la puerta»73. La apariencia pintada se habría revelado en el corredor encima del vestuario, y fácilmente podría mostrarse hoy, de varias maneras, un efecto visual parecido; pero sería quizás más sugestivo —ya que Ginés solo dice oír «aplauso y armonía»— quedarnos con una música «celeste», amén de la voz del ángel. 72 73
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Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 106a. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 96a.
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2) En el episodio del bautismo mismo, el poeta habría supuesto que el ángel apareciera en el mismo lugar, y que Ginés subiera y bajara de allí a la vista de todos, por medio de una simple escalera o de un «monte» del tipo del que pedían muchas comedias, por ejemplo La vida es sueño. La escena solo requiere, en rigor, que el personaje tenga acceso, de una manera u otra, a un tabladillo superior donde ha de ser cubierto brevemente «de una cortina», para revelarse luego recién bautizado. La ceremonia misma, como otros sacramentos, no podía representarse en el teatro del Siglo de Oro; hoy no sería tan inaceptable mostrarla, pero habría que cambiar el texto gratuitamente. La acotación de Lope reza: «Descúbrase con música, hincado de rodillas, un ángel; tenga una fuente, otro un aguamanil levantado, como que ya le echó el agua, y otro una vela blanca encendida; y otro un capillo»; y después de un soneto-soliloquio de Ginés: «Esto se cierre todo»74. Bastaría sin duda hoy un solo ángel: el mismo actor que ha salido ya como Fabio, y que volverá después, con el mismo atuendo, para hacer el ángel fingido. 3) En el episodio final, congregados en el tablado los otros actores, Lope manda que se revele —en el espacio de las apariencias, u otra vez en el corredor— su «autor» agonizante, que ha de pronunciar allí unos diecinueve romances: «Descúbrase empalado Ginés»75. Hoy, más atrevidamente quizás, se podría ver crucificado (como muchos de los primeros seguidores de Jesucristo), iluminado entre tinieblas por un foco de luz brillante y suspendido tal vez encima del centro de la sala; si no (con menos efecto), en el tabladillo de antes. Este tabladillo, con su escalera, es el único decorado que parece imprescindible, de modo que nuestro montaje minimalista podría hacerse en —o llevarse a— cualquier espacio. El ideal para mí sería una sala con forma de anfiteatro. Los actores saldrían entre el público, por tres o cuatro entradas, a un tablado central (a un lado del cual habría de colocarse el tabladillo), y presentarían en redondo el teatralísimo Theatrum mundi de Lope.
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Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 100. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 107a.
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EL VILLANO EN SU RINCÓN: OTRA VEZ SU FECHA, FUENTES, FORMA Y SENTIDO
Basta hojear las primeras páginas de la introducción de Juan María Marín a su edición de El villano en su rincón1 para recordar la cantidad de fechas diferentes —entre 1611 y 1616— que la crítica ha asignado a su composición por Lope. Pero ninguno de los argumentos aducidos hasta ahora me parece concluyente. La comedia se relaciona sin duda, por ejemplo, con el «más grande acontecimiento dinástico del siglo» el doble matrimonio del futuro Felipe Cuarto y de Luis Treceno de Francia con parientes de los dos. Pero los trámites del enlace duraron años, desde el compromiso «secreto» de abril de 1611 hasta el trueque de las princesas en Behobia en noviembre del 15 y la entrada en Madrid, el 19 de diciembre, de la futura reina Isabel2. Nada tiene de extraño por tanto que Marcel Bataillon haya pensado en un principio en una fecha temprana, pero decidido después que la obra se escribió entre febrero del 14 y octubre del 15, por haber detectado en su texto unas alusiones posibles al deseo del duque de Sessa de encabezar la famosa «jornada de Francia»3. Pero este argumento, aceptado por algunos críticos, pero rebatido ya por otros, no es más concluyente que los demás. Espero que
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J. M. Marín, 1987, pp. 13-18. Para una breve historia de estos sucesos, ver González de Amezúa, 19351943, I, pp. 59-93. 3 No parece necesario interpretar el nombramiento del almirante para acompañar a la infanta en un viaje de bodas (vv. 2485-2529) como alusivo a las pretensiones del duque. Donde Lope sí alude, con detalles muy concretos, a la jornada de Francia y a la entrada de la reina es en Las dos estrellas trocadas (Los ramilletes de Madrid), estrenada a principios de diciembre de 1615, y en Al pasar del arroyo, terminada el 23 de enero de 1616. 2
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lo sean los dos que aquí presentaré en favor de una fecha más cercana a la propuesta por Morley y Bruerton: 16114. 1. La comedia se imprime a finales de 1616 en la Séptima parte de las de Lope, cuya tasa se expide el 9 de noviembre. Francisco de Ávila, para preparar esta Parte y la Octava (como antes la Quinta y la Sexta), había comprado en febrero y marzo a la viuda de Luis Vergara y a Baltasar de Pinedo, por un total de 122 reales, dos docenas de piezas de Lope. Pese a una protesta de este al Consejo de Castilla, Ávila consiguió el l0 de septiembre un privilegio doble para los dos volúmenes. Pero antes de pedirlo debe haber obtenido también (no sabemos de quién ni por qué) otras cinco comedias distintas, entre ellas El villano en su rincón5. Que le diera luego el primer lugar en la dicha Séptima parte sugiere quizás que era de veras una «comedia famosa»; pero que alguien estuviera dispuesto a vender (también a bajo precio, según se supone) un texto por cuyo original el poeta puede haber cobrado hasta unos 500 reales, implica que la obra estaba ya inservible en las tablas, por demasiado vieja y conocida. Entre la composición de una comedia y su salida en letras de molde mediaba normalmente entonces un mínimo de tres años. Es difícil creer por tanto que El villano se haya escrito después de 1612 o 1613 a lo más tarde6. 2. Al principio del acto final de la comedia aparecen tres campesinos, llevando «unas varas», y dispuestos a recoger aceitunas. Llegados, también «con varas», la heroína y sus amigas y «los músicos, de villanos» se canta un zéjel de 14 versos. Su estribillo, «Ay, fortuna, / cógeme esta aceituna», proviene seguramente de la lírica popular, pero Lope habrá inventado los ocho versos que lo glosan (vv. 2027-2040). Decidiendo que «como hoy es día de cantar / [...] / estense las aceitunas / por un rato entre sus hojas» las tres mujeres bailan luego al son de otra canción 4
Morley y Bruerton, 1968, pp. 266-267. Antes solo habían dado como fechas límite 1611-1616. Su cambio de opinión parece haberse basado menos en consideraciones de métrica que en un argumento de Fernández Montesinos, 1926. Este, comentando el empleo (vv. 1865-1876) de dos de las 17 estrofas de una canción («Cuán bienaventurado...») incluida en Los pastores de Belén, abogó por una fecha cercana a la terminación de aquella novela en octubre de 1611. 5 Ver González Palencia, 1921, y Dixon, 1996, artículo incluido en este libro. 6 Como demostró hace medio siglo Bruerton, 1945, todas las 120 comedias de la Parte IV y las Partes VI a XIV de Lope se habían escrito (con dos excepciones dudosas) al menos dos años antes de imprimirse.Y ninguna de las otras 23 incluidas en las Partes VII y VIII puede fecharse después de 1612.
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de 38 versos, basados asimismo en un cuarteto de origen tradicional: «Deja las avellanitas, moro, / que yo me las varearé; / tres y cuatro en un pimpollo, / que yo me las varearé» (vv. 2047-2106)7. Como Marín8 ha comentado la función desempeñada por estas canciones parece ser exclusivamente la de dotar de verismo —un verismo literario, por otra parte— a la escena campesina. La canción de los vareadores de aceituna, trasladada a tierra francesa, no deja de resultar cautivadora; la copla de los vareadores de avellana sirve a idéntica finalidad; con las dos se crea el marco campesino
aunque al mismo tiempo «se alude a las situaciones en que se hallan las protagonistas, y se da ocasión al disfrute de los espectadores con la música, el canto y la danza». El 28 de abril de 1613, Lope termina otra comedia: La dama boba. En el acto final de ella, inserta una escena de canto y baile muy parecida a la de El villano. La primera parte de una canción, en la cual el Amor se describe como vuelto de las Indias, «chapetón castellano [...] en criollo disfrazado» (vv. 2275-2277)9, se construye sobre los versos «¿De dó viene, de dó viene? / Viene de Panamá»; los dos se repiten tres veces, y el segundo se corea otras diecisiete (vv. 2221-2280). Pero una segunda parte se basa en dos de los versos empleados, también en El villano: «Deja las avellanicas, moro, / que yo me las varearé». Los dos se repiten, y el segundo se intercala como un estribillo coreado entre otros once romances con asonancia ó-o, dos de los cuales son otro fragmento popular: «¡Amor loco, amor loco, / yo por vos y vos por otro!». Estos romances describen al Amor vestido más bien de godo, aunque varios detalles de su atuendo —que atraen a las mujeres interesadas— recuerdan al del indiano (vv. 2281-2318). Pero el verso coreado resulta ajeno a los del solista, a la primera parte de la canción y sobre todo a la ubicación de la escena, ya que estamos en Madrid y en una casa. La escena de La dama 7
Sobre la explotación de la lírica popular en las comedias de Lope, y los casos mencionados en este estudio, ver: García de Enterría, 1965; Rodríguez, 1971; Umpierre, 1975, pp. 45-47 y 83-85; Rodríguez y Ruiz-Fábrega, 1981; Alín, 1983; Salomon, 1985; Frenk, 1987, pp. 345 y 530-531; Díez de Revenga, 1989; Marín, 1989; García Lorenzo, 1989. 8 Marín, 1989, pp. 2027-2040. 9 Cito por Vega, La dama boba, ed. Navarro Durán. En el último verso leo en el autógrafo en en vez de es.
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boba se construye, es decir, a base en parte de los mismos versos, con una técnica semejante a la que Lope emplea en el episodio parecido de El villano. Pero este se integra de maravilla en la totalidad de la obra; aquella es solo un divertissement, donde «que yo me las varearé» parece traído por los cabellos, tal vez por haber tenido éxito ya en las tablas10. De todos modos es lógico suponer que El villano se escribió con anterioridad a La dama boba, o sea antes de abril de 1613. Noël Salomon11, sin desconocer estos dos argumentos, los subestimó por haber creído con Bataillon —aunque por una razón distinta — que El villano debía haberse escrito en los años 14 o 15, o a lo más temprano después del verano de 1613. Había llamado su atención el parlamento de 24 versos en romance pronunciado por Otón al final del acto primero. Previniendo que «hacer / que aqueste Juan Labrador / [...] / viese rey, señor sirviera / ha de ser dificultoso» —y anticipando así el conflicto de voluntades en que se basará el resto de la comedia— el mariscal dice: ¡Qué mal, Finardo, conoces, si nunca te sucedió llegar de noche mojado, o a la siesta con el sol, o perdido por un monte, si de lejos te llamó el fuego de los pastores o de los perros el son, después que de voces ronco te dieron alguna voz, y entraste en pobre cabaña que tiene por guardasol robles bañados en humo que pasa el viento veloz, y haber de sacar las migas y el cándido naterón y sin manteles en mesa, cuchillo ni pan de flor, 10 Es interesante observar que Otavio pide: «Vaya aquí, por vida mía, / el baile del otro día» (vv. 2219-20). La escena sirve también, desde luego, para demostrar que la dama boba del principio baila ahora al menos tan bien como su hermana, y las letras subrayan uno de los motivos constantes de la obra: el conflicto amor-interés. 11 Salomon, 1965.
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sino sentado en el suelo sobre algún pardo vellón, rodeado de mastines que están mirando al pastor, lo que se estima y se ensancha el villano en su rincón!
En este parlamento Salomon creyó percibir una parodia, «sous la forme d’un badinage léger et moqueur» del comienzo de la Soledad primera de Góngora, desconocida en la Corte hasta que llegara a manos de Pedro de Valencia en mayo del año 13. Entre los versos de Góngora y los de Lope hallaba ressemblances [...] trop précises pour qu’elles soient le fait du hasard. Et surtout nous frappe l’ordre dans lequel se succèdent les péripéties quasi identiques de l’histoire du Naufragé et du chasseur mouillé. La progression est exactement la même12.
Pero para mí resulta imposible detectar semejante parodia, incluso si se tratara, como Salomon pretendía, de una banalización burlona. Hay, primero, el argumento (negativo, desde luego) de que Lope ni señala la alusión, como hace con frecuencia en tales casos, ni remeda de modo alguno el estilo del cordobés13. Segundo, al confrontar el poema y el parlamento, no encuentro en este más que muy lejanas analogías con aquel14. Y tercero, sí me parece por contraste que se percibe en los 12
Salomon, 1965. Baste un solo ejemplo, que sí parece dar un terminus a quo a la comedia en que aparece: «¿No has visto por el oriente / salir serena mañana, / el sol con mil rayos de oro, / cuando dora el blanco toro / que pace campos de grana / (que así llamaba un poeta / los primeros arreboles)?» (Vega, El perro del hortelano, ed. Dixon, p. 114). 14 Pace Casalduero, tampoco encuentro un recuerdo claro de la octava 49 del Polifemo en los vv. 386-388, donde Juan Labrador describe a su ganado «bebiendo de manera agora el río, / que en el tiempo que bebe / a pie enjuto el pastor pasar se atreve». Otra comedia, parecida en varios respectos a El villano, pero que sí parece haber sido influida por los poemas de Góngora, es Don Pedro Miago, de Luis Vélez de Guevara. Pero esto no implica, como sostiene George Peale en su edición reciente de ella, que fuera escrita en los primeros días de la divulgación en Madrid de dichos poemas; sabemos solamente que la poseía en octubre de 1614 el autor de comedias Pedro de Valdés. De modo que sería insostenible, incluso si se aceptara la fechación de El villano propuesta por Bataillon, la insistencia categórica de Peale 13
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romances de Lope el influjo de una de las muchas fuentes seguras de nuestra comedia, una fuente cuyo descubrimiento debemos a Bataillon, pero cuya importancia para la génesis e incluso la interpretación de El villano en su rincón ha quedado sin valorarse en toda su extensión15. Bataillon16 logró demostrar, en un estudio debidamente famoso, que Lope había encontrado el núcleo de su trama —la visita del rey al villano, y la venida a París de este— en una anécdota de origen francés contada hacia el final de un coloquio pastoril publicado en 1553 por Antonio de Torquemada17. Pero pasó por alto el resto de aquel coloquio, de cuya totalidad la anécdota constituye menos de una quinta parte. Lo que aquí sugiero es que Lope se dejó influir por el coloquio entero, que Torquemada encabezó como sigue: Coloquio entre dos caballeros, llamados Leandro y Florián, y un pastor llamado Amintas, en que se tratan las excelencias de la vida pastoril para los que quieren seguirla... Advirtamos primero su comienzo, en el cual encontramos varios puntos de contacto con el parlamento de Otón citado arriba (la cursiva es mía). Empieza Leandro: «Paréceme, señor Florián, que no es buen camino el que llevamos, porque agora que pensábamos salir al cabo deste monte entramos en la mayor espesura.Y, según veo, no se nos apareja buena noche: pues será escusado salir tan presto deste laberinto...»18. Florián sugiere que pasen lo que queda de la noche durmiendo, pero su compañero, al oír «ladrar algunos mastines», concluye que «debe de estar cerca alguna majada de pastores». En efecto, pronto percibe que «allí está fuego hecho, y un pastor no poco enzamarrado», añadiendo: «doy al diablo estos perros, que así nos fatigan como si viniésemos a hurtarles el ganado». Ahora, reprobando a estos, saluda a los dos caballeros el pastor Amintas. Florián le explica que «toda esta noche hemos andado perdidos por este monte», y Amintas los convida a su majada. Cuando Leandro le pide algo que comer, entre otras cosas les ofrece leche migada y pan —no de trigo blanco, sino de centeno—.
en que Don Pedro Miago «es indiscutiblemente un antecedente directo de la obra maestra de Lope» (en Vélez de Guevara, Don Pedro Miago, p. 84). De hecho parece más probable lo contrario. 15 Mis citas, modernizadas, proceden de Torquemada, Los coloquios satíricos, 1553. Hubo otra de 1584. 16 Bataillon, 1964. 17 Torquemada, Los coloquios satíricos. 18 Torquemada, Los coloquios satíricos, fol. 57v.
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De sobremesa, «recostados en esta verde frescura», como dirá después Leandro19, este aconseja a Amintas abandonar su oficio de pastor, pero él explica las razones «que no me dejan determinar en dejar la vida que tengo, ni en que tenga por mejor ninguna de las que las gentes tienen»20; una vida «más allegada a la que la naturaleza quiso como principal intento y voluntad que los hombres siguiésemos»21. Por ejemplo: «nunca nos faltan [...] abundancia de leche y queso y manteca y cuajada que nos dan las cabras y las ovejas»22; «adonde quiera que vamos hallamos muy buena cama, que es la tierra»23; «nunca falta una cueva o choza, o la sombra de algún árbol que nos defiende de la fuerza del sol, y en el campo pocas veces falta algún viento fresco con que mejor puede pasarse»24; «en fin veo pocas cosas que me den enojo, y pocas que me desasosieguen»25. La experiencia descrita por Otón se parece mucho más a la de los caballeros de Torquemada que a la del peregrino de la Soledad primera. Amintas, a todas luces el protagonista del Coloquio, sigue discurriendo en él muy sabia y sutilmente. Enumera los personajes bíblicos, desde Adán a David, que habían sido pastores, sin olvidar los primeros testigos de la Encarnación de Jesucristo. Si los de ahora no son todos tan ejemplares, tampoco lo son todos los religiosos, que debieran ser «más verdaderos pastores que nosotros»26, a lo cual Leandro añade «que desa manera también se pueden llamar pastores los emperadores, reyes y príncipes»27. Amintas contempla con mejor criterio que muchos astrólogos y pensadores tanto el cielo como la tierra. Si no quiere meterse fraile, y no acude a misa, tampoco lo habían hecho muchos santos ermitaños. Por otra parte, muchos pastores —da una lista larga— han subido a puestos de gran poder, y él tampoco rechazaría del todo la posibilidad de hacerlo28.Y es solo en este contexto en el que relata la anécdota del
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Torquemada, Los coloquios satíricos, fol. 63r. Torquemada, Los coloquios satíricos, fol. 67v. 21 Torquemada, Los coloquios satíricos, fol. 64r. 22 Torquemada, Los coloquios satíricos, fol. 70v. 23 Torquemada, Los coloquios satíricos, fol. 72r. 24 Torquemada, Los coloquios satíricos, fol. 72v. 25 Torquemada, Los coloquios satíricos, fol. 74r. 26 Torquemada, Los coloquios satíricos, fol. 68v. 27 Torquemada, Los coloquios satíricos, fol. 69r. 28 Lope aludirá con frecuencia al mismo tópico (por ejemplo en Los donaires de Matico, El capellán de la Virgen y la segunda parte de Los Tellos de Meneses); dramatizará incluso (antes de la muerte de Felipe II) La vida y muerte del rey Bamba. 20
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carbonero por quien un rey de Francia libró de impuestos a los de su oficio29. Marín, tras señalar los paralelos entre esta anécdota y la comedia, comenta que también son visibles las diferencias, sobre todo en lo que afecta a la figura del villano: Juan Labrador es hombre mucho más generoso y de personalidad más rica que el carbonero; mientras que este es un mero factor de acción, Juan Labrador es personaje de gran complejidad psicológica30.
Pero Marín hace caso omiso, como Bataillon, del resto del Coloquio. Con quien como personaje debe compararse el villano de la comedia no es con el carbonero de cuya historia Lope se sirve para su argumento, sino con el pastor que la cuenta, y estos sí se parecen en muchos aspectos, si bien resultan bastante distintos en otros, sobre todo en cuanto a sus situaciones económicas y a sus oficios. El campesino de 1611, gracias a la creciente idealización del labrador rico a partir de los años ochenta, y a su reflejo en el teatro de Lope sobre todo, ya no es un pastor pobre31. Pero nadie pondría en duda su entronque con la tradición pastoril renacentista, y parece muy probable un vínculo directo entre él y el protagonista de nuestro Coloquio. La anécdota del carbonero constituye además una historia dentro de la historia, un monólogo en medio del diálogo.Y en este sentido la comedia de Lope remeda también la forma de la obra de Torquemada. Son teatro dentro del teatro los dos encuentros del rey con Juan, si bien con una innovación esencial y hasta genial. A diferencia tanto de Leandro y Florián como del rey francés del cuento, el de la comedia, como observó Casalduero, «no entra en la casa del villano por un mero accidente, sino por un propósito, y para ello se disfraza»32.Voy a permitirme citar lo que escribí en un estudio anterior: Dramatiza y actúa en el cuento como si lo conociera o lo estuviera inventando [...] Fabrica a sabiendas una situación en que desempeña un 29
Torquemada, Los coloquios satíricos, fols. 77v-82r. Marín, 1987, p. 25. 31 Ver, además de la cuarta parte del estudio fundamental de Salomon (1985, especialmente pp. 628-653), la «Introducción» de Teresa Ferrer a su edición de Peribáñez y el comendador de Ocaña (Vega, Peribáñez..., 1990). 32 Casalduero, 1967, p. 48. 30
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papel importante, pero se mantiene al margen de ella como un intermediario brechtiano entre el espectador y los demás personajes. En el soliloquio que precede a su encuentro con el villano, tiene plena conciencia de estar creando —a lo mejor en mengua del decoro real— una historia que podría parangonarse con las de la antigüedad: «Hubiera pocas historias / si pensamientos no hubiera / con que la fama tuviera / en su tiempo estas memorias. / No todas añaden glorias / a un príncipe...»33.Y durante el encuentro mismo, si bien permite que Juan Labrador ocupe el centro del escenario, sí se declara cada vez más envidioso e impresionado ante las «filosofías» del villano, persiste en su aislamiento, y mantiene su contacto con el espectador mediante constantes comentarios aparte34.
En el acto final escenifica la segunda parte del cuento. A la última salida la llamé también «una apoteosis de plástica teatralidad en que el monarca, más que como anfitrión, actúa como director de escena»35. Añadiré ahora que esta vez el papel metateatral que inventa y se asigna a sí mismo este «autor de comedias» es claramente el del protagonista. También lo es, o viene a ser, en la concepción de Lope, de la obra entera. Convengo con Bataillon en llamarla «una moralidad dedicada a la gloria de la monarquía»36, discrepando a la vez de quienes dijeran que es por ello una obra de «propaganda». Hasta hace medio siglo solía ser un tópico de la crítica decir que su tema o mensaje era sencillamente beatus ille... Desde entonces ha venido imponiéndose el tópico opuesto: que Lope se propone en esta comedia desacreditar el idilio pastoril renacentista37. Celebra en ella con elocuencia —más, quizás, que en ninguna de tantísimas obras suyas— su profunda nostalgia por el sueño imposible de la tranquilidad campestre, pero hace que Juan Labrador aprenda a la fuerza una importantísima lección: que su autosuficiencia, aparentemente humilde pero en el fondo egoísta, cobarde y rebelde, ya que no solo teme al rey, sino que se niega a verlo es intolerable e incluso inmoral en una sociedad de la cual,
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Vega, El villano en su rincón, vv. 1550-1555. Dixon, 1981, p. 293. 35 Dixon, 1981, p. 298. 36 Bataillon, 1964. 37 Ver Hesse, 1960; Casalduero, 1967; Wardropper, 1971; Brown, 1972-1973; Varey, 1973; Loud, 1975; Brancaforte, 1978; Wardlaw, 1981; Sánchez Romeralo, 1988;Vitse, 1990. 34
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para Lope y todo su público, el rey cual rey es indiscutiblemente, como virrey Dios en la Tierra, el centro vivificante. Varios críticos consideran sin embargo como excesivo o impropio el «castigo» que se le impone. Para Wardropper, por ejemplo, «el mandato real le priva de la posibilidad de realizar su ambición modestilla: quedarse en su sitio nativo y natural, morir en el lugar donde le puso Dios», de modo que él «resulta ser la víctima propiciatoria que [...] envió simbólicamente al rey»38. El crítico alude así al cordero mandado por Juan, «vivo y con un cuchillo a la garganta», cuyo significado era, según él explica, «deciros que a su rey está obediente / de aquella suerte el labrador sencillo; / cortar podéis cuando queráis»39. Pero, como reza el lema de un emblema parecido de Reusner, que Lope quizás recordaba, Boni pastori est, tondere pecus, non deglubere40. El comentario de dicho emblema abunda en la prudencia del pastor que cuida a sus reses en vez de matarlas, comparándola con la del rey que (como dice Leandro en nuestro Coloquio) es el buen pastor de sus súbditos.Y el rey de la comedia, recordando otras «historias», insiste en que él no es ni Diomedes (que mataba a sus invitados) ni Dionisio (el de la espada de Damocles): «que esta espada viene aquí / por la justicia que puedo / ejecutar en los malos, / pero no para tu cuello»41. Tales críticos minusvaloran toda una serie de cosas: 1. La gravedad de las ofensas al rey (y a Dios) del quasi-herético «rey de su rincón», que bajo otros aspectos resulta ser un súbdito y cristiano ejemplar42. 38
Wardropper, 1971, pp. 765 y 771. Para Blue, también Juan Labrador es una víctima, aunque más bien del poder. El abrazo aplastante del rey le condena a vivir expuesto a la mirada del otro lacaniano, en una especie de «panopticon» imaginado por Foucault: «He will experience what the King experiences daily, but without the power or the independence he enjoyed in his rincón, and he will serve his señor, as the king had promised he would do» (Blue, 1992, p. 47). Pero espero que el catedrático de Kansas no quiera que tomemos muy en serio el mensaje alternativo que él extrae de la comedia: «If you find your rincón, and if there you gain a measure·of success, independence, respect, even power, do not display it... someone might see you» (1992, p. 48). 39 Vega, El villano en su rincón, vv. 2826-2828. 40 Reusner, Emblemata, libro II, núm. XXVI. 41 Vega, El villano en su rincón, vv. 2858-2859; 2910-2917. 42 Suele olvidarse el reto presuntuoso a la Fortuna —es decir, a la Providencia divina— que representa el epitafio en vida del villano, que es un tema secundario pero insistente de la comedia. Conduce a la otra mitad, la parte más familiar des-
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2. La agudeza, irónica e imprevisible —y típica por ello de las soluciones de Lope— de la sentencia real: «Y porque ver no has querido / en sesenta años de tiempo / a tu rey, para ti trae / una cédula el tercero / de mayordomo del rey; / que me has de ver por lo menos, / lo que tuvieres de vida»43. Quien se negó a ver a su rey, se condena a verle siempre; quien usurpó el título de mayordomo del cielo44, ha de ser el mayordomo de su mayordomo auténtico (siendo su hijo también el «alcaide de París» que fingió ser antes el rey). Bataillon, aludiendo a «la parte de juego y arbitrariedad que existe por lo general en el desenlace de las comedias», observó que Matos Fragoso, en cuya refundición el villano es más filosófico todavía, también condena a Juan Labrador a «ver al rey hasta el fin de sus días», comentando que «hubiera sido lástima desmontar lo que estaba tan bien unido»45. 3. Cuán apetecible habría sido un «castigo» semejante para la mayoría de los espectadores de Lope. Muchos de ellos (o sus padres) eran emigrados a la Corte, o incluso pretendientes a «provisiones», ya que toda España era entonces, en palabras de Miguel Herrero, «un país de criados»46. ¡Cuántas veces Lope mismo había de solicitar en vano el puesto de cronista real! Recuérdese también que Peribáñez, tras decir en el acto primero que «un villano / por la paz del alma es rey», es confirmado al final por su monarca en un puesto de capitán. Lo cual no significa, por supuesto, que Lope fuese incapaz de idear una solución distinta; en el acto segunde la Antigüedad, de la lección que aprende y enseña Juan Labrador: «Ya declina conmigo la fortuna, / porque ninguno puede ser llamado, / hasta que muere, bienaventurado» (Vega, El villano en su rincón, vv. 2452-2454); compárense sobre todo vv. 2880-2885, y ver, además de Dixon, 1981, Price, 1981, y Myre, 1990. 43 Vega, El villano en su rincón, vv. 2944-2950. 44 Vega, El villano en su rincón, v. 347. 45 Bataillon, 1964, pp. 37-38. Ver Matos Fragoso, El sabio en su retiro..., p. 218. Recuérdese también el castigo (¿leve?) del interesado soldado rebelde al final de La vida es sueño de Calderón, que fue motivo, hace muchos años, de gran controversia: «Si así a quien no te ha servido / honras, a mí, que fui causa / del alboroto del reino, / y de la torre en que estabas / te saqué, ¿qué me darás? —La torre; y porque no salgas / della nunca hasta morir, / has de estar allí con guardas» (Calderón, La vida es sueño, p. 97). 46 Herrero, 1977, p. 23. Lope, por cierto, satiriza tal situación por medio de Fileto, convertido él mismo de villano en lacayo: «Si no hobieran los señores, / los clérigos y soldados / menester tantos criados, / hubiera más labradores» (Vega, El villano en su rincón, vv. 2674-2677).
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do de Con su pan se lo coma, cercana en el tiempo a El villano (y loada con ella por Gracián entre las «fábulas morales» del Fénix47), el campesino Celio, lejos de no querer «ver al rey» de León, llega a ser su privado, pero vuelve desengañado en el tercero a su aldea. Salva allí la vida de su monarca, que le invita de nuevo a la Corte; pero prefiere ya quedarse en su «centro» y el rey se lo consiente. 4. El respeto mutuo, el auténtico amor que ha venido creciendo entre el «esquivo» y su amigo real, que le reconviene así: «No tuve condición esquiva en veros, / y a visitaros fui y a conoceros»48. Para Marc Vitse49 el proceso de su enamoramiento es análogo al de otras parejas de «desiguales» en otras comedias palatinas. Para Benito Brancaforte, the King is both a figura of Christ and Christ himself [...] Juan Labrador’s vision is shown to be very limited, for he does not understand that the coming of Christ has brought about a revolution to all spheres, including a new conception of God, more human, more complete, one that combines and tempers power with humility, justice with love [...] The basic movement of El villano en su rincón corresponds to a mythical re-enactment of the passage from the Old Testament concept of God to the Christian concept and from a limited to a more complete understanding of love50.
Brancaforte exagera, seguramente, sobre todo en su interpretación simbólica de muchos detalles de la comedia. Pero esta tiene indudablemente resonancias trascendentales. A Joseph de Valdivielso, amigo de Lope, le costó muy poco, menos de una década, prestar a su trama una interpretación alegórica, y convertir en un auto auténtico lo que Bataillon llamaba un «auto sacramental a lo profano»51. El rey de la comedia —un rey ficticio y de Francia, no de España, recordemos— es sin embargo un «hombre humano», como Lope solía decir. Y demuestra haber aprendido, en el curso de su innecesaria e indecorosa aventura, otra lección poco menos importante, y semejante a la que aprenden en el Coloquio los dos caballeros. En este respecto el sentido de la comedia es análogo al de la obra de Torquemada. 47
Gracián, Agudeza y arte de ingenio, p. 228. Vega, El villano en su rincón, vv. 2852-2853. 49 Vitse, 1990, pp. 649-651. 50 Brancaforte, 1978, pp. 52-55. 51 Bataillon, 1964. Ver Joseph de Valdivielso, Doce autos sacramentales y dos comedias divinas; he utilizado Valdivielso, Teatro completo. 48
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Cerca del fin de esta, Leandro confiesa al pastor: «Verdaderamente en todo lo que dices te has mostrado tan filósofo que yo no sé qué responderte, sino que si mucho tiempo conversase contigo, creo que bastarías para hacerme mudar de propósito, y que dejando la vida que tengo, me tornase pastor como tú lo eres». Florián también le admira, pero opta por una vida que le parece menos incómoda: «sin curar de las filosofías de Amintas, ni de sus contemplaciones», dice preferir vivir «con las menos zozobras y trabajos que los hombres pudieren»52. Amintas sigue insistiendo en que «esto que hacemos los pastores todo es con harto menos trabajo y peligro que lo que hacen los ciudadanos», pero concluye: «Si a vosotros, señores, os parece otra cosa, y que la vida que tenéis es mejor que la nuestra, seguidla: que así haré yo la mía, y desta manera podremos decir que cada loco con su tema». «No te veo yo, Amintas, tan loco, que no seas muy cuerdo» replica Leandro; Dios [...] quiere que las gentes tengan pareceres diferentes y diversos, y que no quieran seguir todos una manera de vida [...] no todos podemos ser señores, ni caballeros, ni ciudadanos, ni oficiales, ni frailes, ni pastores [...] Plega a Dios que le sirvamos todos con ella53.
Es esta la lección —sencillísima, por cierto— que aprende el rey francés de la comedia.Y Lope quiere que en el acto final muestre haberla comprendido, parafraseándola naturalmente de una manera digna de su rango, con la «gravedad real» recomendada en el Arte nuevo. En aquel estudio anterior intenté demostrar que Lope se esfuerza, durante toda la obra, en hacer a su monarca, mediante alardes de erudición a que era propenso él mismo, no solo parangonable como filósofo con el villano, sino docto y leído, y familiarizado sobre todo con la sabiduría antigua. En el acto primero, ante el epitafio, narra una anécdota contada por Plutarco, que «por testigo / pone a Herodoto», provocando parecidas alusiones por Otón y por la infanta54. En el segundo, en cuanto Finardo menciona «el suceso / de Solón y del rey Creso», demuestra conocer el comentario sobre él de Aristóteles55, agregando poco después un dicho del emperador Augusto56 y aludiendo a unas creencias que se remontan 52 53 54 55 56
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Torquemada, Los coloquios satíricos, fols. 84r-v. Torquemada, Los coloquios satíricos, fols. 85r-86r. Vega, El villano en su rincón, vv. 708-730. Vega, El villano en su rincón, vv. 1025-1029. Vega, El villano en su rincón, vv. 1060-1064.
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a Plinio57.Y ahora, para que confiese hasta qué punto estima ya el valor y discreción del campesino —como si incluso se sintiera tentado (como Leandro) a imitarle— Lope pone en su boca otra «historia»: «que ya por él y por mí / pudiera decir mejor / lo que de Alejandro griego / y Diógenes, el día / que le vio, cuando tenía / casa estrecha, sol por fuego; / dijo que holgara de ser / Diógenes, si no fuera / Alejandro [...]»58. Oportunamente, Lope está recordando una anécdota familiar que ha empleado antes, por ejemplo en La quinta de Florencia; Alejandro de Medici, comiendo con otro villano, comenta allí parecidamente: «Pensé que era molinero; / con un filósofo como. / Alejandro vino a ver / a Diógenes un día, / y hoy lo mismo vino a ser, / y desta filosofía / tengo mucho que aprender»59. Pero tales recuerdos no bastan para dar realce a la vez a la erudición del rey y a la lección por él aprendida. En este apuro Lope acude, como hace con frecuencia (y como haríamos tal vez nosotros), a un compendio de citas, en este caso las Sententiae griegas compiladas por Juan Estobeo. En el capítulo segundo da con una, muy a propósito, sobre la diversidad de los hombres, atribuida: «Philemonis»60. Sin saber probablemente que Filemón había sido dramaturgo como él mismo, la parafrasea en treinta y dos versos, los cuales comienzan así: «Admiraba a Filemón, / filósofo de gran nombre, / ver tan diferente al hombre [...]»61. 57
Vega, El villano en su rincón, vv. 1077-1087. Vega, El villano en su rincón, vv. 2264-2272. 59 Vega, La quinta de Florencia, p. 156. El encuentro de Alejandro con Diógenes de Sínope, descrito por Quinto Curcio, Plutarco, Arriano y Diógenes Laercio, figuraba por ejemplo en la Silva de varia lección de Pero Mejía y en los Emblemas morales de Juan de Horozco y Covarrubias. Han insistido en la importancia de su recuerdo en El villano Vitse, 1990, pp. 591 y ss., y Martínez, 1991, pp. 21-30. Lope aludía casi obsesivamente —en la mitad, aproximadamente, de sus comedias— a la figura de Alejandro. 60 Stobaeus, Sententiae..., p. 31. 61 Vega, El villano en su rincón, vv. 2222-2253. «Cur Prometheus, quem dicunt nos formasse, reliquaque omnia animalia, brutis quidem dedit singulis, pro suo genere, vnam naturam? Omnes leones sunt robusti, timidi contra omnes ex ordine lepores: Non est vulpes alia quidem vafra dissimulatrix sua natura. Alia vero sul cuiusdam & peculiaris ingenii. Verum si triginta millia vulpium quis congreget, vnam naturam omnibus cernet inesse, modumque vitae & tenorem parem. Nostrum autem quot corpora numero, totidem est & vitae rationes cernere singulorum. Philemonis». Incluso hoy no se conservan más que algunos fragmentos de las comedias de Filemón, de los siglos III y IV a. C. En tiempos de Lope eran asequibles solo en florilegios, entre los cuales el de Estobeo era el más popular. 58
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Cincuenta versos después —tras la anécdota de Alejandro— quiere dar al rey, para terminar la salida, un soneto-soliloquio que exprese de nuevo semejantes ideas.Y encuentra en el capítulo primero dos sentencias más, distintas pero seguidas.Van atribuidas a Epicteto, pero el siempre apresurado Lope, por un fácil error de lectura, las cree de Isócrates. Empieza por tanto a versificarlas así: «La vida humana, Isócrates decía [...]»62. Pero luego alguien copia o imprime mal este verso primero del soneto, de modo que Sócrates aparece en todas las ediciones de la comedia. Es un error textual que debieran enmendar los editores del futuro; pero nos ayuda a comprender —ya que solo mediante el proceso que acabo de describir se explica su procedencia— cómo Lope trabajaba, e incluso cómo pensaba63. Los dos cuartetos son una bellísima traducción libre de las dos sentencias seguidas. Los tercetos, abundando todavía, con más énfasis subjetivo, en las diferencias entre distintas maneras de vivir, subrayan hasta qué punto el rey —tras asumir de nuevo sus responsabilidades propias— envidia pero al mismo tiempo aprecia ya la del labrador, procul 62
Vega, El villano en su rincón, v. 2306. «Fortuna vita implicata, similis est torrenti. Est quippe turbulenta, & limo repleta, ingressu difficilis, violenta, & obstrepera, & momentanea. Epicteti. Anima dedita virtuti similis est perenni fonti: cuius aqua est pura, imperturbata, potabilis, & dulcis, acceptaque, & fruitioni apta, & copiosa, ab omni noxa & pernicie aliena. Eiusdem.» La sentencia anterior, que comienza «Isocrates dixit [...]», se atribuye también (por ser la última de una serie de citas de este): «Eiusdem». Lope, sin advertir (o leyendo mal) la atribución «Epicteti», habrá supuesto que el «Eiusdem» siguiente significaba también «Isocratis». Compárense los vv. 2306-2319 de El villano en su rincón: La vida humana, Isócrates decía, cuando estaba en negocios ocupada, que era un arroyo en tempestad airada, que turbio y momentáneo discurría. Y que la vida del que en paz vivía era como una fuente sosegada, que sonora, apacible y adornada de varias flores, sin cesar corría. ¡Oh vida de los hombres diferente, cuya felicidad estima el bueno, cuando la libertad del alma siente! Negocios a la vista son veneno. ¡Dichoso aquel que vive como fuente; manso, tranquilo, y de turbarse ajeno! 63
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negotiis. Del soneto entero podría decirse lo que dijo hace cuarenta años Wardropper del que pronuncia Laurencia en Fuenteovejuna que «impone en el momento dramático un tono de inmensa seriedad»; que crea «una pausa deliberada, hacia el fin de la acción, con el propósito de resumir el contenido ideológico del drama»64. Es más: ese contenido ideológico, la filosofía política que se desprende de ambas obras, cercanas en sus fechas de composición y bajo otros aspectos análogos, es la misma: que puede y debe haber entre todos los distintos miembros de una sociedad, a pesar de diferencias difícilmente soslayables, una armoniosa convivencia, un sentimiento de interdependencia y solidaridad, un amor en la acepción más comprensiva y compleja de la palabra65. «No man is an island [...]», como diría pocos años después John Donne66. Mutatis mutandis, es una lección atemporal, universal, que casi cuatro siglos más tarde el mundo ha quedado sin aprender aún. A los cínicos les parecerá siempre utópica, ingenua, sentimental. A otros, demasiado obvia, una verdad de Pero Grullo. Pero todas las grandes ideas son en el fondo muy sencillas, y pocos autores las expresan con tanta maestría poética y tanta teatralidad como el Fénix de los Ingenios.
64
Wardropper, 1956, p. 163. Para mi interpretación de Fuenteovejuna, ver la introducción a mi edición bilingüe (Vega, Fuenteovejuna, ed. Dixon, pp. 1-34), como también mi estudio Dixon, 1989, artículo incluido a continuación en este volumen. 66 Donne, Devotions upon Emergent Occasions, p. 97. 65
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ARTE NUEVO DE TRADUCIR COMEDIAS EN ESTE TIEMPO: HACIA UNA VERSIÓN INGLESA DE FUENTEOVEJUNA
El espectáculo teatral es casi siempre una «creación colectiva». Resulta de las aportaciones, en colaboración o en cadena, de un largo elenco de personas; su calidad depende de la del trabajo de cada una y de todas. En la representación traducida a otra lengua de una obra maestra del teatro clásico español intervienen normalmente como mínimo —además del difunto poeta— una serie más larga todavía de peritos individuales: el bibliógrafo y el estudioso de quienes depende la fijación del texto original; el traductor «literal» y el escritor que confeccionan la versión moderna en el nuevo idioma, y el director y los demás componentes de la compañía teatral que al escenificarla la modifican a su manera. El proceso de producción que a continuación se detalla, por el hecho de haber emprendido todas estas tareas, casi a solas, el que ahora lo describe, fue por tanto algo insólito, si bien había hecho antes lo mismo con otra comedia de Lope, El perro del hortelano. No se atreve, desde luego, a sugerir que este proceso sea siempre el mejor. No se las da de sabelotodo; es lo bastante modesto para suponer que en cualquiera de las tareas en cuestión pudiera haberle aventajado otra persona más capacitada. Pero sí insistiría en que debiera haber, entre las que llevan a cabo las tareas referidas, una colaboración más estrecha de la que con frecuencia se usa y en que dicha colaboración se consigue, evidentemente, con la mayor facilidad si las cumple una sola persona.
LA FIJACIÓN Y ANOTACIÓN DEL TEXTO ORIGINAL El que emprende en serio la traducción de una comedia clásica española tropieza desde un principio con una dificultad gravísima: la falta,
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en la mayoría de los casos, de un texto en que basarse que sea realmente digno del autor original. Son contadísimas todavía, por desgracia, las ediciones de comedias que se han elaborado con el rigor académico con que se editan corrientemente las obras del teatro inglés de su época. Carecemos hasta ahora, por ejemplo, de una edición adecuada de una obra tan famosa, mundialmente, como La vida es sueño; ninguno de sus muchos traductores ha podido tener en cuenta las variantes importantes de «Zaragoza, 1636», ya que ningún editor reciente las ha estudiado a fondo1. En el caso de Fuenteovejuna, disponemos desde 1969 de la edición cuidada de Francisco López Estrada, claramente preferible a todas las anteriores, y a esta (y a tres versiones posteriores de ella)2 pueden sumarse otras no menos meritorias, como son las de M. G. Profeti, J. M. Marín, Alberto Blecua y Jesús Cañas Murillo. Ninguna de ellas proporciona al traductor, sin embargo, un texto inmejorable en que basarse, por una serie de razones que ahora se explicarán. De lo escrito por Lope no nos ha quedado, en esencia, más que un solo testimonio; el texto publicado por él en su Dozena parte (Madrid, 1619). Pero este presenta más problemas de lo que se pudiera suponer. En primer lugar, dicha Parte existe en dos ediciones distintas, impresas ambas por la viuda de Alonso Martín, a costa del librero Alonso Pérez, y conocidas desde 1933 —fecha de un estudio de C. E. Anibal— como A y B3. Esto lo sabían los editores mencionados, pero nadie ha aprovechado hasta ahora un estudio de Jaime Moll4 que dejó constancia de dos hechos importantes: 1) La edición B fue copiada de un ejemplar de A. Ha de considerarse, en consecuencia, como inferior, a menos que el mismo Lope haya intervenido en ella, lo cual es poco probable. Ostenta gran cantidad de errores evidentes y casi todos sus aciertos frente a A consisten en correc-
1 Trece años después de escribirse esta frase, el vacío se llenó con la publicación de Calderón, La primera versión de «La vida es sueño», de Calderón, ed. Ruano de la Haza y Calderón, La segunda versión de «La vida es sueño», de Calderón, ed.Vega García-Luengos, Cruickshank y Ruano de la Haza. 2 Vega y Monroy, Fuenteovejuna (1ª ed., 1969; 2ª ed., 1973; 3ª ed., 1979); Vega, Fuenteovejuna, ed. M. T. López García-Berdoy y F. López Estrada. Mis citas de versos de Fuenteovejuna llevan su numeración según estas ediciones. 3 Anibal, 1932. 4 Moll, 1982.
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ciones obvias. Por ende, el verso 1490: «harto desdichado fui», si bien subsana una omisión de A, es de muy dudosa autenticidad. 2) Las variantes notadas por dichos editores, entre distintos ejemplares de A, corresponden, en casi todos los casos, a correcciones en prensa. Tras un examen de cinco ejemplares, conservados en la Biblioteca Nacional, Moll pudo demostrar que se habían corregido en prensa cuatro formas de los cuadernos Kk y Ll, sin que ninguno de estos ejemplares contuviese todas las lecturas corregidas. Un examen posterior de otros cinco ejemplares de A, en la Biblioteca Nacional de París y la Biblioteca Británica de Londres, me ha permitido comprobar que también fue corregida una forma del cuaderno Mm, no examinado por Moll, que contiene las restantes páginas de Fuenteovejuna. Resulta, pues, que estos diez ejemplares de A nos ofrecen (dejando aparte algunas imperfecciones de imprenta) tres tipos de lecturas: las que son comunes a todos (A), las que aparecen solamente en formas no corregidas (Anc) y las que aparecen solamente en formas corregidas (Ac). Estas últimas, aunque no hay manera de saber si se deben a una intervención del propio Lope, son preferibles en general (aunque no siempre) a las lecturas que reemplazaron. Puede notarse de paso que uno de los ejemplares de A de la Biblioteca Británica (1072. l. 9.) contiene anónimas enmiendas manuscritas que parecen del siglo XVII. Carecen evidentemente de todo valor testimonial, pero merecen por su calidad la atención del editor concienzudo. En el verso 650, por ejemplo, cambian en eso el esto de A y B, restituyendo así, como han hecho muchos editores posteriores, la rima con suceso (v. 645); y en el verso 491 dan la lectura «con naranjada casaca», anticipando la enmienda propuesta independientemente, en 1971 y 1972, por mí y por D. W. Cruickshank5. De lo expuesto, queda patente la importancia de que un editor examine no solo un ejemplar determinado de los textos impresos que emplee, sino todos los ejemplares que pueda. Se han conservado además, en Parma y en Dorset, Inglaterra, dos copias manuscritas antiguas. La primera, estudiada por Profeti y por mí, se basó evidentemente en un ejemplar de A y sus variantes carecen de interés. La segunda, estudiada solo por mí, fue basada también en A y está plagada de lecturas inaceptables; nos ofrece, sin embargo, una enmienda del verso 302 (a mitad de la lista de lisonjas pronunciada por Frondoso) 5
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Dixon, 1971, p. 355; Cruickshank, 1972, pp. 41-42.
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que me parece correcta (ya que gracioso se emplea a veces, en tiempos de Lope, en un sentido despectivo6): al gracioso, entretenido. Al nuevo editor le importa tener en cuenta —para aceptarlas o rechazarlas— todas las enmiendas introducidas o sugeridas por sus más serios antecesores, como (en el caso de Fuenteovejuna) J. E. Hartzenbusch, Américo Castro7 y los mencionados arriba. Pero le incumbe proponer también, si puede, algunas de propia minerva. En A, por ejemplo, los versos 1680-1681 rezan: «En tanto que Fernando aquel humilla / a tantos enemigos». Ningún editor ha explicado bien dicha lectura y parece posible que Lope haya escrito: «En tanto que Fernando aquieta y humilla». El verso 2279 reza, asimismo: «Que lea, que este es mejor». La mejor de las muchas propuestas parece ser la de Alberto Blecua: «Que le acuestes es mejor»; pero yo enmendaría (con el anónimo anotador de 1072. 1. 9): «Que le acueste(n) es mejor». Frente a la puntuación arbitraria de muchos textos clásicos, los editores modernos tienen plena libertad de proponer la suya. Los versos 404-407 rezan, por ejemplo: «...es materia el rigor / con que vn hombre a vna muger, / o vn animal quiere, y ama / su semejante». Se interpretan normalmente como una pregunta, pero yo opino que se trata de una aseveración, en que «materia» equivale a «cosa de sustancia». Al contrario, interpreto las palabras de Leonelo (vv. 924-925): «el ignorante / es justo que se vengue del letrado» no como un aserto, sino como una pregunta sarcástica.Y dentro de la descripción de Fernán Gómez en los labios de Flores, puntuaría como sigue (aclarando el concepto naranjasazahar) los versos 491-496: «con naranjada casaca, / que de oro y perlas guarnece / el morrión, que, coronado / de blancas plumas, parece / que del color naranjado / aquellos colores vierte». El texto de la edición príncipe presenta problemas también para la interpretación de algunas acotaciones y la atribución de ciertas réplicas. El verso 981: «Viose desuergüença ygual?», se atribuye a Leo[nelo]; pero parece verosímil que lo diga Cuadrado o Juan Rojo, en vista del comentario del comendador: «Pues ¿he dicho cosa alguna / de que os pese, regidor?». (De paso comentaría que los editores señalan con frecuencia como apartes, en casos parecidos, frases que en el texto original no se indican como tales. A veces, es evidente que el personaje las pronuncia 6
Como, por ejemplo, en el prólogo Al vulgo de la Primera parte de Guzmán de Alfarache (Alemán, Primera...). 7 Vega, Fuenteovejuna, 1857, pp. 633-650;Vega, Fuenteovejuna, 1919.
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para sí o para otros, pero también a veces es posible que las diga en voz alta o que las oiga una persona distinta. Sería mejor tal vez dejarlo todo al sentido común de los lectores, actores o espectadores). La acotación anterior al verso 1317: «Salen Esteuan alcalde, y el Regidor» parece indicar que aparecen solo dos personajes, Esteban y Juan Rojo. En vista, sin duda, de que las réplicas siguientes se atribuyen a Alc., Reg., Este y Reg. I (v. 1387), algunos editores suponen, sin embargo, la presencia de otros personajes. Me parece que se equivocan y que Alc. y Este son una misma persona, mientras que Reg. I es un mero error de imprenta. Tanto la copla con que se glosa la canción de boda (vv. 15031509), como el comentario que sigue: «Maldiga el cielo el poeta / que tal coplón arrojó», se atribuyen en la Parte a ‘Men[go]’. Muchos editores han supuesto que la copla es de Mengo y el comentario de Frondoso; con Alberto Blecua supongo, más bien, en vista de los versos que siguen, que el comentario es de Mengo y que la copla debe atribuirse a Barrildo o a Musi[cos]. La labor de los editores comprende, desde luego, además de la fijación del texto, la aclaración de cuantas dudas puedan tener sus lectores, hispanoparlantes o extranjeros, en cuanto a su inteligencia. Sin embargo, no siempre las resuelven todas, a veces, seguramente, por no darse cuenta de que exista la menor dificultad; pero otras veces se llega a sospechar que callan adrede lo que no comprenden del todo. El traductor, por desgracia, no puede permitirse tales lujos. Valgan como ejemplos, en Fuenteovejuna, los siguientes lugares. v. 3:
vv. 145-146:
«Está con la edad más grave». Grave, en vez de «serio», parece connotar aquí, como en otras obras de Lope, ‘engreído’ o ‘arrogantemente desabrido’8. «y si importa como paso / a Ciudad Real mi intento...» Algunos editores sugieren, sin gran fuerza de convicción, que «como paso» equivale a «como pienso»; de todas formas los versos resultan oscuros. Blecua explica: «Y si importa mi intento (‘actuación’) como medio para pasar a tomar a Ciudad Real». Posiblemente la lectura del v. 146 es incorrecta (Hartzenbusch enmendó «Ciudad Real al intento»), y «como paso» recuerda los vv. 108-109: «que divide como paso / a Andalucía y Castilla».
8 Ver Vega, El ejemplo de casadas, p. 48; Vega, El mejor mozo de España, pp. 618619;Vega, El duque de Viseo, pp. 35-39.
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v. 315:
v. 838:
vv. 1074-1075:
vv. 1371-1372:
vv. 2062-2066:
vv. 2294-2296:
vv. 2318-2320:
«al ingenioso, constante». Ingenioso parece equivaler a «maniático» como sugieren Blecua y Combet, que recuerda a don Quijote9. «Pues pardiez, señor, si toco / la nuez, que os he de apiolar». Varios editores interpretan «apiolar» como ‘matar’, y para Corominas esta es la primera vez que se encuentra en tal sentido. También podía significar ‘atrapar’10; pero tiene sin duda, como sugieren Profeti y Blecua, su sentido primordial: «atar los pies de un animal muerto en la caza». (Se han vuelto las tornas; Frondoso es ahora el cazador y el comendador su presa). «Pero el villanejo cuida... / ORTUÑO. Cuida, y anda por los aires». La última frase, como apunta Blecua, puede significar ‘no adviene nada’, o lo contrario: ‘está todo el día vigilante’. «que he sido en decirlo osado, / como otro lo ha de decir». Blecua entiende: «como otro [mi padre] lo ha de decir»; pero caben otras interpretaciones, v. gr. «como otro pretendiente puede pedirla». «me mandó azotar aquel, / de manera que el rabel / daba espantoso respingo; / pero agora que los pringo, / ¡vivan los Reyes Cristiánigos...!». Los editores interpretan pringar de manera muy diversa; para mí es evidente que significa ‘lardar heridas de azotes’ y Mengo alude probablemente a haber aventajado a sus atormentadores. «Iba a Portugal de paso, / y llegar aquí fue fuerza. / [...] vuestra majestad le tuerza, / siendo conveniente el caso». Algunos editores dicen que con le se sobreentiende «el camino»; repite más bien, con un juego de palabras frecuente en Lope, «el paso». «El consejo de Fernando, / y el interés, me engañó, / injusto fiel...». Algún editor entiende «injusto fiel» (que Hartzenbusch enmendó «injusto fue») como ‘pensando que era fiel’. Como Blecua señala, «se refiere a que el interés no es un justo fiel de la balanza del comportamiento», o sea, que es un mal árbitro.
Algunas alusiones, además, parecen pedir aclaraciones que ningún editor proporciona. Los argumentos de los campesinos, por ejemplo, en 9 10
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Vega, Fuenteovejuna, ed. Combet, pp. 182-183. Hidalgo, Romances de Germanía....
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su debate sobre el amor, derivan directamente del Simposio y el comentario de Marsilio Ficino. Frondoso, celebrando en su copla a Fernando e Isabel, impetra que «a los cielos san Miguel / lleve a los dos de la mano» (vv. 2039-2040); es una alusión al arcángel que pesa las almas y conduce a las virtuosas a la presencia de Dios. Como dice el ofertorio de la misa de Difuntos: «Signifer Sanctus Michael representet eas in lucem sanctam». Laurencia al verlos exclama asimismo: «Por mi fe, que son hermosos; / ¡bendígalos san Antón!» (vv. 2388-2389). ¿Huelga decir que san Antonio de Padua es el patrón de los amantes y del matrimonio? Y Mengo por fin les dice, aludiendo a sus «atabales» y cardenales: «Gasté en este mal prolijo, / porque el cuero se me curta, / polvos de arrayán y murta, / más que vale mi cortijo» (vv. 2430-2433). No vendría mal una cita del Dr. Laguna: «Del arrayán, y del mirtídano... Las hojas secas, y pulverizadas, tienen gran fuerza de restriñir, apretar y epercutir: ansí méritamente se aplican sobe las partes aporreadas»11.
LA TRADUCCIÓN «LITERAL» Y LA «LITERARIA» La traducción al inglés de piezas españolas que luego se representan se hace con gran frecuencia —en las Islas Británicas por lo menos— de la manera siguiente. El texto editado sirve como base para la producción de una versión «literal», en que se basa a su vez un escritor conocido —que sabe poco, a veces, del idioma original— para la producción de una versión «literaria» o de una adaptación. El método es irreprochable, con tal de que haya un contacto directo y constante entre el «morisco» y el «segundo autor», o que aquel acompañe su traducción de un largo comentario sobre las complejidades lingüísticas y literarias de la obra. De otra manera, la versión «literal» no puede menos de ser un mito o monstruo fabuloso. Traducir al pie de la letra hace caso omiso, evidentemente, de los múltiples modismos y juegos de palabras que dan vida, color y gracia al diálogo de los personajes, y corre el riesgo de pasar por alto otros rasgos estilísticos y estructurales, como por ejemplo el empleo reiterativo de vocablos, conceptos e imágenes. Con cuánta insistencia hablan los personajes de Fuenteovejuna, por ejemplo, de los diversos sentidos de amor y de honor, de la cortesía o descortesía de la tiranía o de la traición, de excesos y demasías o de la violación 11
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Laguna, Acerca de la materia medicinal, Libro I, pp. 99-100.
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violenta de una barrera, que simboliza la ruptura de un código o del sistema estamental. Cuántas veces aluden sinceramente los campesinos al poder del cielo o de Dios (frente a las pocas y rutinarias referencias a su nombre en labios del demoníaco comendador), o a la supuesta benevolencia y piedad de los poderosos, de modo que encierran una amarga ironía las últimas palabras del moribundo Fernán Gómez: «¡Piedad, Señor, que en tu clemencia espero!» (v. 1895). Cuántas veces se habla, en sentido positivo o negativo, del matrimonio cristiano y se emplea, con respecto a la pareja campesina, o a la real, la frase para en uno son. Cuántas veces se alude a las banderas y armas de las distintas facciones y, sobre todo, a la cruz y a la espada que llevan los caballeros de Calatrava, con sus diversas connotaciones. Cuántas veces se compara al comendador y a sus soldados, metafóricamente, con animales de rapiña (leones, raposos, azor, fiera, tigre, lobo), frente a la multitud de animales más mansos con que se asocia a la «gente humilde» de Fuenteovejuna (polla, gorriones, gansos cebones, capones y gallinas, palomos, corcillo o gama, perro, liebre, ave, pez, ovejas), si bien reaccionan por fin, en defensa de los suyos, como las tigresas descritas por Plinio (vv. 1762-1767). Cuántas resonancias puede tener, en fin, un solo parlamento, como la descripción por Laurencia de los placeres (alimenticios, sobre todo) de la «jornada campesina» (vv. 217-241), con sus alusiones al contento y armonía de una vida sustentada por la fe del cristiano viejo (Padiez... lunada... armonía... concertar... casar... tocino... que Dios de pedrisco guarde... y al «inducas tentación» / rezalle mis devociones). El «segundo autor», a condición de estar bien informado en cuanto a semejantes características de la obra, estará capacitado para emprender una versión de ella que refleje debidamente su complejidad. Pero se enfrenta desde un principio con ciertas decisiones importantes. En primer lugar, ¿ha de intentar reproducir en su idioma una imagen fiel de la obra, tal como nos la dejó su autor original? ¿O le parece admisible, e incluso aconsejable, refundirla a su manera, para que parezca más aceptable al público de su día y de su país? Si se decide por lo segundo, merecerá el beneplácito de muchos productores españoles de hoy, convencidos, según parece —y no sin razón, tal vez, en el caso de ciertas obras famosas— de que ninguna comedia clásica puede gustar, sin que se la someta a un «arreglo» previo, o que se le dé un montaje novedoso (o ambas cosas a la vez). Algunos opinamos, sin embargo, que estos se equivocan; que se fían demasiado poco de la maestría teatral de los dramaturgos del siglo áureo, de la capacidad de los actores y de la
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inteligencia de los espectadores. Prueba de ello pudiera ser El alcalde de Zalamea que en una versión muy poco «arreglada» de Adrian Mitchell triunfó en las tablas del Teatro Nacional inglés. Claro que pudiera ser, por paradójico que parezca, que una traducción en otra lengua, bastante fiel pero moderna, resultara más comprensible para el público extranjero que en España el texto original; pero esto parece dudoso. En el caso de Fuenteovejuna, el traductor, al «adaptar», no haría más que seguir las pisadas de muchos antecesores, como por ejemplo los directores soviéticos o Federico García Lorca, que quitaron de la obra las intervenciones de los Reyes Católicos y la llamada acción secundaria (tan desentrañablemente ligada, de hecho, a la «principal»). Pero tales arreglos se nos antojan hoy en día no solo como innecesarios y mal concebidos, sino como anticuados y pasados de moda. En las democracias occidentales —e incluso en la U.R.S.S. de Gorbachov— resulta posible percibir demasiadas analogías entre la obra que nos legó Lope y las historias recientes del 23-F o de Chernobyl para que nos parezcan deseables u oportunas. En segundo lugar, el «segundo autor» ha de decidir si traducir en prosa o en verso. Quizá a un inglés no le sea tan difícil optar por lo segundo como a un español que tradujera a Shakespeare; como tan insistentemente hoy se dice, los actores anglosajones cuentan con una tradición multisecular de recitar en metro, mientras que sus colegas hispanos han perdido dicha costumbre; pero en esto se exagera mucho. Es un gaje del oficio y se aprende como cualquier otra habilidad. El histrionismo, al fin y al cabo, consiste en conseguir un justo equilibrio entre estilización y naturalidad, entre lo cuidadosamente estudiado y lo aparentemente espontáneo; se trata de pronunciar el verso como tal y al mismo tiempo como si no lo fuera. Si hoy apreciamos más a los cantantes de ópera que nos convencen en sus papeles, ¿por qué no hemos de pedir lo mismo a los que trabajan en los dramas clásicos, cuyo parentesco con el dramma lirico, aunque este es mucho más artificial, se ha advertido tantísimas veces? Por lo mismo, al traductor le debiera resultar tan impensable escribir su versión en prosa como lo hubiera sido escribir en ella el poeta del Siglo de Oro su comedia original. Ya lo ha dicho mi compatriota Gwynne Edwards: «Una versión en prosa carece del pulso y de la disciplina del metro, dos de los ingredientes esenciales del teatro del siglo áureo y del isabelino, del armazón dentro del cual, como en una pieza
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de música clásica, se contiene la emoción y se establece entre forma y contenido una tensión constante»12. Si se decide, por tanto, a traducir en verso, se presenta enseguida, sin embargo, otro problema a resolver. ¿Qué formas poéticas, precisamente, ha de utilizar? Dudo que nadie admire más que yo la maestría de los poetas del Siglo de Oro, los cuales sabían explotar en sus comedias una variedad de metros distintos superior a la de cualquier teatro nacional del mundo13; pero me guardaría de seguir las huellas de ciertos traductores del siglo XIX (como D. F. McCarthy) en la imitación exacta de las formas españolas. Quien lea hoy, por ejemplo, las versiones hechas por estos de las décimas de Segismundo quedará pasmado por su virtuosismo, pero repudiará, a la vez, los arcaísmos e inversiones sintácticas en que forzosamente incurren. Traductores más recientes han inventado formas propias, remedando, más o menos y con más o menos éxito, las de Calderón, Lope o Tirso. El mejor, para mí, ha sido el poeta Adrian Mitchell, en la versión de El alcalde de Zalamea mencionada más arriba14, aunque el que escucha sus versos no puede menos de perder, con demasiada frecuencia, la sensación de que lo son. Otros, como Roy Campbell, han experimentado con endecasílabos pareados, pero estos, aunque idóneos para la traducción al inglés de los alejandrinos de Molière, resultan a veces ridículos en los oídos anglosajones, Estos oídos están avezados, en cambio, a escuchar con agrado los endecasílabos sueltos (el blank verse), cuyo dominio del teatro clásico inglés —y sobre todo del de Shakespeare— es casi completo. Es esta por tanto la forma poética que a mí se me antoja como la más adecuada, con mucho, para la traducción al inglés de cualquier comedia española y la que en consecuencia he empleado, por regla general, en mis propias versiones. Quien la utiliza corre el riesgo, como ha advertido Nicholas Round, de incurrir en una especie de «pastiche sub-shakespeariano»15; pero el escollo se puede esquivar si el traductor insiste en una prosodia bastante flexible, en un orden de palabras natural y en un léxico moderno, o más bien atemporal. Debe advertirse, además, que las traducciones más exactas a otra lengua utilizan por regla general el mismo número de palabras que el texto 12 En Tirso de Molina, The Trickster of Seville and the Stone Guest, p. XXXIV (la traducción de la cita es mía). 13 Ver, por ejemplo, Dixon, 1985. 14 Calderón, The Mayor of Zalamea. 15 En Tirso de Molina, Damned for Despair, p. 1 XXIV.
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original, pero que el inglés, por ser rico en palabras compuestas y en monosílabos y pobre en terminaciones femeninas, las expresa en menos sílabas. A ello se debe en parte, sin duda, una observación de Pablo Neruda que, al emprender una versión de Romeo y Julieta, se encontró con que para traducir un solo endecasílabo de Shakespeare le hicieron falta a veces dos o más endecasílabos españoles16. Recuérdese también que el ochenta por ciento o aún más de los versos de una comedia son normalmente octosílabos y se comprenderá que quien los traduce al inglés tendrá a menudo que hacerlo en menos versos. Si emplea versos largos, a veces usará uno en vez de dos; de lo contrario, caerá en el pecado mortal de la prolijidad. Así hicieron, por ejemplo, dos traductores al inglés de Fuenteovejuna en sus versiones de la lista de lisonjas pronunciada por Frondoso (vv. 293-320). Esta, en el texto de Lope, consiste en 28 octosílabos (108 palabras, 222 sílabas). La versión de Roy Campbell emplea 36 versos de 8, 9 o 10 sílabas (208 palabras, 306 sílabas); la de William E. Colford, 28 endecasílabos (207 palabras, 280 sílabas)17. Pero también puede traducirse como sigue, en 15 endecasílabos (105 palabras, 161 sílabas): Your Bachelor is always called a Master; the blind, «one-eyed»; and those who’re cross-eyed, «squinting»: the lame, «afflicted»: feckless folk, «good-natured»; those who know nothing «sound»; the boorish, «bluff». Big mouths are called «full-lipped»; small eyes, «sharp-sighted»: contentious folk are «active»; clowns, «amusing»; chatterers, «clever»; pushful people, «bold»: cowards, «not up to much» and hotheads, «dashing». Your dolt’s «good company»; your madman, «carefree»: sourness, «solemnity», and baldness, «presence». Folly’s called «wit»; big feet, «a solid footing»; the pox is «cold-sores»; haughtiness, «reserve»; fanatics are «persistent», hunchbacks, «stooping». You see then what I meant when I said «ladies»; I’ll say no more; I could go on for ever.
Los endecasílabos no sirven, desde luego, para la traducción de ciertos fragmentos, como por ejemplo las cuatro canciones que contiene 16 17
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Ver Felstiner, 1980, pp. 27-28. Vega, Fuenteovejuna, trad. Campbell;Vega, Fuenteovejuna, trad. Colford.
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nuestra obra, y que requieren versos a la vez rimados y más cortos; y en seis escenas de ella en que figuran relaciones (que piden, dijo Lope, los romances) me pareció conveniente emplear un metro de balada sin rimas ni asonancias. Traduje así por lo tanto los versos 1972-1987: They violate his house, ignore his offer, on his word of honour as a nobleman, to settle any scores; indeed, not only pay no heed, but vent their reckless rage, and rend the Cross upon his breast with countless savage blows. Then from his highest balconies they hurl him to the ground, where women wait to raise his corpse on lances, pikes and swords. They drag his carcase to a house and vie persistently to tug and tear his beard and hair and mutilate his face.
Los sonetos, por otra parte, deben traducirse siempre, creo yo, como sonetos. Son la forma más característica y más estilizada (a excepción, tal vez, de las glosas) del sistema polimétrico lopesco. Sirven casi siempre para que quien los pronuncia, revelándonos sus más íntimos sentimientos, reflexione bien o mal sobre su situación, y para que se explaye también el autor sobre los temas esenciales de su obra. El del acto tercero de Fuenteovejuna nos sorprende en su momento más crítico. Estamos esperando ya, en suspense, la escena del tormento que han previsto y ensayado los villanos; quien sale a escena, sin embargo, es Laurencia, hablando para sí misma. Ya no es la esquiva del acto primero, ni la amazona del comienzo de este, sino la mujer enamorada por completo de su marido. Medita en los cuartetos, en términos universales, sobre el impacto, en un amor totalmente comprometido, de una preocupación por el bienestar de su objeto, pasando luego en los tercetos a su ejemplificación en sí misma, que sirve como un exordio a su ejemplificación en las palabras de Frondoso y en el auto-sacrificio de los villanos bajo tortura. Como Bruce Wardropper ha dicho, la inclusión por Lope de este soneto «impone al momento dramático un tono de inmensa seriedad» y crea «una
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pausa deliberada, hacia el fin de la acción, con el propósito de resumir el contenido ideológico del drama»18. Ni por un momento vacilé, por tanto, en remedar su forma (como tampoco vacilé en hacer lo mismo con los nueve sonetos de El perro del hortelano), si bien preferí seguir, en vez del modelo petrarquista, el shakespeariano, por ser este más familiar al público anglosajón y francamente más fácil en vista de la dificultad de rimar en la lengua inglesa: When those we love are threatened, we discover love adds new pain to that in which we burn; for one who fears some danger to a lover finds fear provokes a new, more keen concern. The strongest and most deeply felt devotion, when fear afflicts it, proves an easy prey, and knows, though firm and fixed, no mild commotion, for fear that fear may steal its love away. I adore my husband, seek his good alone; unless kind fortune offers him protection, fear for his safety makes me wish him gone; but can I live without his close affection? His presence is a pain I can’t endure; his absence, though, is death, and no less sure.
Al traductor le esperan, desde luego, en el curso de su trabajo, una serie de otros problemas. Ejemplo de ellos, en Fuenteovejuna, es el habla de los campesinos. Frondoso se expresa a veces, cortejando a Laurencia, en el lenguaje del amor cortés (por ejemplo, vv. 1278-1308), sin duda porque Lope quería insistir en la pureza y nobleza de su pasión, en contraste con la lujuria de Fernán Gómez. Traducidas en tal estilo, sus réplicas resultarían tal vez extrañas en labios de un villano; conviene pues, tal vez, modificarlas algo. Los demás villanos, en cambio, si bien discurren con cierta inverosimilitud en términos filosóficos y jurídicos, emplean también en ocasiones, con cierta inconsistencia, un lenguaje «sayagués»19. Traducido este a cualquier dialecto determinado del inglés, supondría otro problema para muchas compañías teatrales y para sus públicos. La solución pudiera ser emplear en tales casos un lenguaje más bien neutral y aconsejar a los directores el uso de acentos y aun vocablos regionales, 18 19
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Wardropper, 1956, p. 63 (la traducción de la cita es mía). Ver López Estrada, 1969.
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con tal que no destruyan la prosodia del verso inglés. Otro problema lo constituyen los modismos aludidos arriba. Traducidos literalmente, no tendrían sentido, y en algunos casos (v. l85: de esta agua no beberé; v. 214: que no, sino al cura; v. 272: anda el nombre de las Pascuas) hay que conformarse con una paráfrasis algo vaga, aunque en algunos más resulta posible reemplazarlos con otro modismo inglés: vv. 351-352: «Apostaré que la sal / le echó el cura con el puño»: «I swear she must have kissed the Blarney stone»; vv. 249- 250: «A fe, que no ganéis la palmatoria, / que ya está ocupado el mentidero»: «You won’t be teacher’s pet today, I swear, / there’s others here who’ve got to class before you»; v. 2112: «¡Cagajón para el proceso!»: «The enquiry will be just a load of bullshit!». En cambio, a los juegos de palabras, que en Fuenteovejuna son numerosos (casi veinte, según calculo) y que al traductor le incumbe reproducir si desea hacer justicia a la viveza de su diálogo, se les puede hallar casi siempre equivalentes, si uno se empeña (y recrea) en hacerlo. Por ejemplo, el pío del gorrión que según Pascuala se cambia de tío en judío (vv. 253-264) se expresa en inglés como «tweet» y puede cambiarse, por ende, de «sweet» en «cheat». Pueden sustituirse por otras parecidas unas agudezas de Esteban (vv. 570-574): «que vienen doce cueros, que aun en cueros / por enero podéis guardar un muro, / si de ellos aforráis vuestros guerreros / mejor que de las armas aceradas; / que el vino suele dar lindos aceros»: «those dozen wine-skins there contain such liquor / that though their own were bare, in deep mind-winter, / your troops, once lined with it, could man a wall / better than with steel, for that would steel them better». Las mutilaciones de Heliogábalo en boca de Mengo, Sábalo y Pero Galván (vv. 1173-1177), pueden cambiarse quizás en «Hell-of-a-gabbler» y «Harry-the-Gobbler»; pero sus cardenales que se ven sin que un hombre vaya a Roma (vv. 1645-1646) son más difíciles; lo mejor que se me ocurrió fue: «...the weals it earned me; / the sort of wheels that get you nowhere fast». Lo más difícil de todo, sin embargo —ya que del momento culminante de la obra entera se trata— es traducir de modo adecuado la «pirouette sublime» (en palabras de Guy Mercadier)20 con que vence definitivamente al juez pesquisidor (v. 2249 y v. 2281): «¡Señor, Fuente Ovejunica!». El diminutivo no tiene equivalente en inglés. Campbell sugiere: «Little old Fuente Ovejunita did it»; Colford: «Our good old Fuenteovejuna did the deed»; y Louis Combet (en francés): «C’est ma soeur Fuenteovejuna!».Yo opté, 20
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Mercadier, 1984, p. 22.
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en cambio, por un par de retruécanos: «My lord, a gang of Fuente Ovehoodlums!», y después: «A great big gang of Fuente Ove-hooligans!».
LA DIRECCIÓN Y REPRESENTACIÓN DE LA OBRA TRADUCIDA Terminado ya su trabajo, el traductor lo abandona normalmente a los que han de escenificarlo. Pero a veces le será posible, y le importará, como a muchos dramaturgos de nuestros días, asistir a los ensayos para que le consulten el director y los actores sobre las modificaciones que se les ocurra introducir. En caso semejante, creo yo, debiera seguir considerándose no como un maestro, sino como el humilde siervo del autor y de su obra y velar constantemente por los valores fundamentales de estos. Aleccionador es para mí un recuerdo del genial compositor inglés Vaughan Williams, que se dignó asistir, poco antes de su muerte, a los ensayos de unas representaciones por estudiantes de su ópera Sir John in Love, basada de cerca en Las alegres comadres de Windsor. «Lo importante, nos decía, no es la música, sino las palabras. ¡Son de Shakespeare!». A veces, sin embargo, el traductor tendrá la buena fortuna de poder dirigir él mismo las primeras representaciones de su versión e incluso, tal vez, la mala (por vicisitudes de última hora) de tener que hacer en ellas alguno que otro papel. Su responsabilidad entonces será mayor todavía. El montaje del texto dramático —y, por ende, el texto mismo— está condicionado siempre por el espacio escénico, por el concepto directoral y por la interpretación que se le quiere dar. Tuvimos en nuestro caso la ventaja considerable de disponer de un espacio escénico extrañamente parecido al del corral de Almagro, o más semejante todavía, acaso, al de los antiguos corrales de Madrid, para uno de los cuales seguramente habría escrito su obra el autor. Pudimos explotar, por lo tanto, las virtudes teatrales de semejante espacio, intentando prestar al montaje la fluidez, la vitalidad y la dosificada velocidad que habrán caracterizado las primeras representaciones de Fuenteovejuna. Dispusimos, incluso, que desde la llegada del público y durante toda la obra no hubiera cambios de luz, habiendo intentado crear luminotécnicamente la impresión de una tarde soleada de verano. No había necesidad de decorados y el mobiliario consistía solamente en unos cuantos taburetes —traídos y llevados por los actores— y en los tronos de los Reyes Católicos. Estos podrían muy bien haber sido colocados
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«en lo alto», o sea, en la galería del primer piso, encima del «vestuario», para que Fernando e Isabel apareciesen solo allí, dominándolo todo, con un tipo de simbolismo corriente en la comedia. De hecho no lo hicimos así, por ser dicha galería de difícil acceso en nuestro caso (y por el concepto directoral que luego se explicará). Los colocamos más bien en el centro del «vestuario», en un «discovery-space» que se revelaba para cada una de sus tres apariciones al descorrerse una «cortina» (dos bastidores movedizos). En la galería sí colocamos a un músico y desde allí desplegamos la bandera de los reyes, no solo siempre que estos estuvieran presentes, sino en el momento de la reconquista por sus fuerzas de Ciudad Real: «Ya divisan con las luces, / desde las altas almenas, / los castillos y leones / y barras aragonesas» (vv. 1117-1120). Debajo de ella, en el centro, colocaron también los villanos el escudo con las armas reales (añadido por Lope a la historia, y aludido en otros dos momentos, vv. 1992-1994 y 2434-2437), con el cual dispuso el autor que se reemplazara, simbólicamente, la cabeza del difunto comendador (vv. 20692080). La bandera de la orden de Calatrava fue llevada al tablado por un soldado casi siempre que a él saliera el comendador o el maestre y se extendió en la escena final a los pies de los Reyes Católicos. Tales insignias, junto con la indumentaria (las cruces de Calatrava y de Santiago, ante todo) y con algunos accesorios significativos (la vara, la honda, la ballesta y otras armas) constituyeron —como la hubieran constituido en el Siglo de Oro— la totalidad del «aparato». El concepto directoral, sin embargo, no fue del todo «arqueológico», sino en cierta medida avant-garde. Se ha puesto de moda en años recientes —en parte, sin duda, por necesidades económicas, que influyen siempre en el teatro, aunque no siempre con merma del arte— la representación de obras clásicas con un reparto reducido. Intentamos escenificar, por lo tanto, el texto de Fuenteovejuna, en que hablan, según el autor, unas 23 «personas», y que se rodaría por Hollywood, sin duda, con centenares de ellas, con solo nueve actores. (Dudo que se pueda hacer con menos, pero acaso me equivoco; he visto un Cymbeline con cinco, una Celestina con tres, e incluso un Macbeth con dos). Nos propusimos, pues, evocar la impresión del tipo de montaje, más bien emblemático, que pudiera haber dado a la obra una pequeña compañía «de la legua», en gira por provincias. Quedamos obligados por tal concepto, naturalmente, a la supresión de ciertos personajes menores (del estudiante Leonelo, sobre todo), a la combinación de otros y a la redistribución de algunos versos, aunque solo 39 se cortaron por este motivo (vv. 892-
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930); otros doce (vv. 1728-1739) se cortaron por ser de escaso interés a un público de hoy y otro (v. 2261) por pura conveniencia; pero no nos pareció deseable ni una sola «enmienda» más. (Suprimiendo, por ejemplo, los vv. 2410-2413, hubiera sido fácil ocultar el supuesto error de Lope en hacer constar que Laurencia no fue violada por Fernán Gómez; pero algunos lo consideramos más bien como otro acierto suyo y él, de todas formas, lo quiso así). En el curso de los ensayos, por otra parte, los actores sugirieron al traductor una cantidad de cambios en su versión, que este en varios casos aceptó con gratitud. También se nos impuso, obviamente, la necesidad de doblar algunos papeles, con unos cambios de vestido rapidísimos, pero esto pudo hacerse, en los más de los casos, con un criterio artístico muy pensado y de acuerdo con la interpretación global del drama que queríamos proyectar. El comendador desleal a los reyes fue también el leal maestre de Santiago y el juez pesquisidor, ya que la obra no refleja hostilidad alguna a las clases dirigentes en general; el papel del joven maestre, aferrado a su honor pero seducido por el traidor, fue interpretado por la actriz que hizo el de Jacinta, raptada a su vez por el tirano. E insistimos, sobre todo, en doblar a Frondoso con Fernando y a Laurencia con Isabel. En muchos momentos del drama queda patente que Lope deseaba que se comparase a la pareja real, la más famosa de la historia (y cuyos amores había dramatizado poco antes en El mejor mozo de España), con la de los también jóvenes campesinos en un rincón remoto de sus reinos. La segunda, por ejemplo, sustituye en el escenario a la primera en el verso 723; en el 2290, en cambio, queda reemplazada por ella, con una continuidad evidente (si bien en términos distintos) del motivo sentimental e incluso sin cambio de metro. La escena triunfal del acto tercero es una «repetición» a todas luces de la de la boda de finales del segundo y nos empeñamos en que lo fuera en todo detalle. Una misma música puede y debe servir para las coplillas semejantes, en loor de las dos parejas, con que empiezan ambas escenas y que se glosan luego de manera parecida, por única vez, en toda la obra dramática de su autor21. Los villanos de Fuenteovejuna, al fin y al cabo, se rebelan no solo para vengarse del catalítico comendador, sino para defender a la pareja campesina, cuya unión desean todos, y también en nombre de la pareja real, a la que siempre son leales. Vecinos en un principio de un pueblo pequeño y aislado, adquieren progresivamente una mayor conciencia de su iden21
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Morley y Bruerton, 1968, p. 184.
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tidad colectiva, simbolizada por Frondoso y Laurencia, pero pari passu de su dependencia, necesaria y voluntaria, de la comunidad nacional, simbolizada por Fernando e Isabel. Doblar así los papeles de las dos parejas supone un problema para el montaje de la escena última, en que aparecen los cuatro personajes; es más, una réplica de Laurencia es seguida por otra de Isabel (vv. 23882390), y una de Fernando por otra de Frondoso (vv. 2442-2453). Nuestra solución fue que las personas reales se quitasen y pusiesen, como en toda la obra, unos grandes mantos icónicos, como los que acostumbraban a llevar en el siglo XV revelando o encubriendo sus trajes de villanos, con cambios apropiados de acentos y ademanes y subrayando así la semejanza entre las parejas amantes, tan esencial a nuestra interpretación del drama como ajena a otras muchas. Queríamos presentarlo, en efecto, no como un panfleto político ni como una lección histórica, sino como una fábula moral intemporal: el sueño optimista del triunfo del amor, en el sentido más amplio y complejo, sobre el egoísmo del individuo, que no es, pese a los argumentos de Mengo (que él mismo por su heroísmo desmiente más que nadie), el único móvil de la conducta humana. Traducir, es decir, lo que nos parecía ser el mensaje esencial de Fuenteovejuna.
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TRES TEXTOS TEMPRANOS DE LA DAMA BOBA DE LOPE
Se conservan, en esencia, tres textos tempranos de La dama boba, pero uno de ellos, aunque conocido, ha quedado sin examinar. Un estudio comparativo, esencial para la crítica textual de una de las mejores comedias del Siglo de Oro, aclarará también la importancia e interés de cada uno. Se llamarán aquí A, M y P. P fue publicado por Lope en su Novena parte (Madrid, 1617), considerada tradicionalmente como la primera en cuya edición intervino personalmente1. Dicha Parte fue reeditada, como casi todas las anteriores, por Sebastián de Cormellas (Barcelona, 1618); su texto de La dama boba fue la fuente también de algunas sueltas y refundiciones2, y sobre todo de la edición publicada por J. E. Hartzenbusch. Según su costumbre, este, además de parcelar su texto en «escenas» y añadirle indicaciones de lugar, «corrigió» silenciosamente bastantes lecturas3. Resulta fácil por tanto identificar las ediciones basadas en la suya que se publicaron después, incluso hasta tiempos recientes4. A, el manuscrito autógrafo, fue firmado por Lope en Madrid el 28 de abril de 1613. Se conserva (con la signatura Vit. 7-5) en la Biblioteca Nacional, que lo publicó en facsímil en 1935, y lo puso a la vista en 1 Sobre las Partes de Lope, ver Profeti, 1988, pp. 172-211; Moll, 1995; y Dixon, 1996, artículo aquí incluido. 2 Se conserva, por ejemplo, en la Biblioteca Nacional (T 15003/20) la siguiente suelta: La dama boba. / comedia famosa, / de Lope de Vega Carpio / ...; 14 hojas sin numerar (A2+2, B2+2, C2+2, D+1), sin impresor, lugar ni año. Sobre la refundición por Dionisio Solís, Buen maestro es amor, o la niña boba, ver Miguel y Canuto, 1996. 3 Vega, La dama boba, ed. Hartzenbusch. 4 Hasta 1979 su versión se reeditaba en la colección Austral. Muchos lectores de hoy habrán conocido por ella La dama boba.
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una Exposición del Libro. Conocida su supervivencia desde mediados del siglo pasado5, fue editado por primera vez en 1918 por Rudolph Schevill; ha sido después la base de todas las ediciones seriamente concebidas, aunque algunas han incluido en notas las variantes de P y la Parte de Barcelona. Todas han reproducido, naturalmente, el texto «limpio» del autógrafo —aunque ninguna sin errores— y algunos editores han afrontado parcialmente la difícil tarea de descifrar las tachaduras del poeta6. M, otro manuscrito conservado por la misma biblioteca (Ms. 14.956), ha sido consultado, según parece, solo por dos editores. Schevill juzgó que era «una copia poco importante de una versión representada, pero más cercana al autógrafo que las versiones conocidas», es decir, las ediciones anteriores a la suya. Según García Soriano, en cambio, su texto «coincide en casi todas sus variantes y alteraciones con el publicado en la Novena parte»7. Como veremos, Schevill tuvo más razón que García Soriano; pero procedamos, sin más de momento, a una comparación «interna» de los tres textos referidos. El primero, cronológicamente, y la fuente última de los otros dos, es evidentemente A, el autógrafo de 1613. Su diálogo consiste en 3184 versos; ni M ni P añaden otros nuevos, aunque en ambos encontramos muchos casos de versos diferentemente colocados, asignados a distintos personajes y —sobre todo— muy cambiados o parafraseados. En M faltan, por otra parte, 10 versos del acto primero, 60 del segundo, y 132 del tercero; en total, 2028. P carece nada menos que de otros 279 más,
5 Ver Navarrete y Sáinz de Baranda, 1842. Figuraba también en la lista de obras de Lope hecha por Chorley, 1860, p. 544, y en La Barrera y Leirado, 1860, p. 434. 6 Schevill, 1918 (variantes de P y de Hartzenbusch); Vega, La dama boba, ed. Juliá Martínez (Partes, tachaduras); ed. Zamora Vicente; ed. Marín; ed. Navarro Durán (tachaduras). 7 Schevill, 1918, p. 126 (traducción mía); Vega, Obras..., ed. García Soriano, p. XXXV. 8 Versos de A que faltan en M: 693-700; 933-934; 1099-1122; 1261-1264; 1301-1304; 1311-1312; 1322-1325; 1514; 1614-1617, sustituidos por dos; 16271628; 1659; 1883-1888; 1958-1959; 1980-1983; 2019-2022; 2129-2132; 21572164; 2181-2184; 2221-2318, cambiados por 42 (canciones); 2339-2342; 25212522; 2651-2654; 2663-2670, sustituidos por cuatro; 2715-2718; 2874-2875; 28842885; 2890-2891; 2947-2950; 3049-3052; 3058-3075: 3087-3090; 3166-3169; 3173-3177, sustituidos por tres.
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así como también de la gran mayoría de los 202 mencionados; pero ha conservado —significativamente— 14 de estos9. Miremos ahora —pasando por alto muchas discrepancias ortográficas, aunque afectan con frecuencia al sonido, e incluso a la ortología10— las distintas lecturas de versos individuales. En muchos, 465, M y P concuerdan contra A. Pero si en otros 44 todas las lecturas son distintas, en 74 M concuerda con A contra P; en 30, por contraste —y otra vez significativamente— P concuerda con A contra M. En cuanto a las didascalias, también se parecen mucho M y P. Describen como criados a los dos graciosos, que A denomina lacayos, y como galanes a los amantes de Nise y Finea (caballeros). Al padre de las dos le llaman Octavio (Otavio); al «hidalgo» del cuadro primero (Leandro), un estudiante, y al tutor de Finea del segundo (Rufino), un maestro de leer. También asignan a un criado los versos 2201-2202 y 2213, que el autógrafo da a Celia. En las acotaciones de este, Lope usa casi siempre, según su costumbre, el modo subjuntivo del verbo, pero M y P emplean el indicativo; las de A son instrucciones, las otras las descripciones convencionales11. El autógrafo indica a menudo la llegada al tablado de sus personajes mediante solo sus nombres (precedidos por una cruz de Malta), aunque a veces con salga(n) o entre(n); M y P dicen siempre sale(n). Parecidamente, el autógrafo no suele señalar el momento en que abandonan el escenario, aunque algunas veces indica váya(n)se o entre(n); M y P dicen siempre va(n)se, y aclaran con más frecuencia que A qué personaje(s) queda(n). En cada uno de los textos hallamos algunas acotaciones ausentes de los otros dos; pero las de M y P, algo más abundantes, coinciden muy a menudo contra las de A.
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No faltan: 933-934; 2129-2132; 2521-2522; 2715-2718; 2884-2885 (muy cambiados). Pero faltan además: 81-84; 125-128; 185-272; 425-428; 449-452; 797804; 817-820; 1053-1056; 1315-1316; 1486; 1818-1819; 1841-1844; 2063-2072; 2077-2080; 2165-2168; los 42 en que se cambian en M los versos 2221-2318; 2443-2446; 2469-2470; 2544-2547; 2561-2568; 2691-2694; 2731-2734; 27792782; 2939-2946; 2951-2962; 2967-2974; 2893-2896; 2991-2994; 3027-3048; 3173-3177, sustituidos por uno solo. 10 Por ejemplo, Lope escribe normalmente ansí, agora (trisílabo), escura, dicipulo, etc. M y P tienen casi siempre assi, aora, obscura, discipulo... 11 Lope emplea el indicativo solo antes de 351, 879, 991 y 1996; después de la lectura por Otavio del papel de Laurencio (1505), P tiene Rásguele.
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De las variantes descritas someramente así, que miraremos con más detalle luego, se saca una conclusión crucial. Las muchas semejanzas entre M (el Ms. 14.956) y P (Novena parte), tras la cual se oculta el manuscrito perdido que Lope empleó para ella —llamémoslo *C—, demuestran que pertenecen a una misma «familia». Pero el que al mismo tiempo cada uno conserve versos y variantes de A que faltan en el otro, significa que ni M deriva de P, ni P de M. Los dos deben derivar de A (con otros textos en medio, quizás) mediante un antecesor común, también perdido, que llamaremos *X. El stemma tiene que ser: A
*X
M
*C
P
Procedamos ahora, mediante testimonios más bien «externos», a una investigación de la génesis de los tres textos que nos ocupan. Gran parte de su historia ha sido contada ya, parcialmente y en diversos lugares, pero se añadirán aquí detalles que la confirman y completan. En A, al lado de la lista de personas del acto primero, encontramos (en una letra que pudiera ser la de Lope, aunque la tinta parece nueva) doce nombres de actores pertenecientes a la compañía encabezada entonces por su amante Jerónima de Burgos y el complaciente marido de esta, Pedro de Valdés. A «geronima» se le asigna el papel de Nise; Valdés habrá desempeñado uno de los de lacayo, que quedan por asignar. En la última página hallamos también una «licencia para que se pueda representar esta comedia conforme a la censura, en Madrid a 30 de octubre de 1613». Es indudable, pues, que La dama boba fue estrenada entonces por aquella compañía, guardándose luego en su caja fuerte, con otros de su propiedad, el «original» de Lope. El 21 de enero de 1615 Valdés,
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planeando en Toledo una estancia en Sevilla, da poder a cierto Juan de Saavedra «para que pueda poner y seguir cualesquier pleitos y demandas contra cualesquier autores y representantes en razón de que no hagan ninguna de las comedias que parecieren ser mías, ni de las siguientes»; y la tercera de 28 cuyos títulos cita es precisamente La dama boba12. En dicho año y los siguientes fueron ocurriendo sin embargo tres cosas importantes: 1) En 1615, si no antes, el poeta se enemistó con Jerónima; la llamaba ya «doña Pandorga» y cosas peores13. De dos cartas suyas a Sessa de julio de dicho año sabemos incluso que el duque (que desde 1611 coleccionaba escritos de Lope y otros) pidió en vano comedias suyas a ella y a su esposo14. 2) También en 1615 salieron a la calle la Quinta y la Sexta parte, y al año siguiente su compilador, el mercader-poeta Francisco de Ávila, tras comprar de un autor y la viuda de otro (por solo 122 reales) 24 comedias más, pidió privilegios para imprimir la Séptima y la Octava. Ante una protesta de Lope, consiguió convencer al Consejo de que este, con venderlas a los actores, «se enajenó de su derecho y yo sucedí en él por las dichas compras»15; nada impedía por tanto la impresión de 12 San Román, 1935, pp. 200-202, documento 406. Sobre cuán celosamente los autores (concretamente, Pedro de Valdés) guardaban los «originales» de su propiedad, para protegerlos de piraterías, ver Ruano de la Haza y Allen, 1994, p. 271. 13 Ver sobre todo dos estudios de McGrady, 1972 y 1980. 14 En una carta del 15 de julio Lope escribe: «Pésame que Vex.a se meta con Valdés sobre escritos míos, y que doña Pandorga sea tan ingrata a los diamantes, tan mal dados por mi causa», y en otra, del 25 o 26, describiendo la que se armó en una visita del duque a la compañía: «con tantos donaires, voces y desatinos, que se llegaba más auditorio que ahora tienen con Don Gil de las calzas verdes, desatinada comedia del Mercedario. Las que ella tiene no las ha negado a Vex.a más que para que se le acercase, fiando de su oratoria y labia» (González de Amezúa, 1935-1943, t. III, pp. 201 y 206). La famosa alusión a Don Gil nos recuerda cuán despiadadamente Tirso se había de burlar de la actriz (Jerónima, indudablemente) que encarnó a la protagonista, «con más carnes que un antruejo», etc. (Tirso, Cigarrales de Toledo, pp. 451-452). Según McGrady, 1972, la antigua amante suya, muy barriguda, que describe Tristán en El perro del hortelano, vv. 459-502, sería una caricatura de Jerónima por Lope. Cabe conjeturar que el apodo «doña Pandorga» se le pegó después de habérselo dirigido Turín (en su papel de Nise), vv. 3068-3070 de nuestra comedia: «¿Eres Circe? ¿Eres Pandorga? / ¿Cuál de aquestas cosas eres, / que no estoy bien en historias?». 15 Ver González Palencia, 1921, pp. 17-26; Moll, 1995; y Dixon, 1996, artículo recogido en este libro.
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los dos tomos, cuyas tasas se expidieron en noviembre y diciembre. La publicación de comedias, en palabras del preclaro lopista José Fernández Montesinos, «era un negocio [...] probablemente lucrativo, que debió irritar a Lope, no muy sobrado de dineros»16, y este, evidentemente, se apresuró a acapararlo, de nuestra Novena parte en adelante. Su dedicatoria y varias cartas a Sessa demuestran que para hacerlo pidió no solo ayuda sino —mucho más importante— textos de sus comedias en posesión del duque. Consiguió sin duda algunos; pero es mentira en parte lo que alegan la portada, el privilegio, una aprobación y el prólogo del tomo: que las comedias en él contenidas habían sido «sacadas de sus originales por el mismo». En cuanto al menos a la obra que nos ocupa, confiesa al duque: «En razón de las comedias nunca Vex.ª tuvo La dama boba, porque esta es de Gerónima de Burgos, y yo la imprimí por una copia, firmándola de mi nombre»17 —es decir, que empleó el texto que hemos llamado *C. 3) La dama boba fue «grabada» por un memorión famoso, el único cuyo nombre conocemos. En agosto de 1615, se pone a la venta la Plaza universal de Cristóbal Suárez de Figueroa. Muy poco antes, este inserta en ella un pasaje relativo a las proezas de cierto Luis Remírez de Arellano: «Este toma de memoria una comedia entera de tres veces que la oye [...] En particular tomó así La dama boba, El príncipe perfeto y La Arcadia, sin otras». Suárez describe a continuación cómo el autor Hernán Sánchez —para proteger su negocio— ha frustrado recientemente un intento por parte de Remírez de «tomar» del mismo modo El galán de la Membrilla18, pero las frases ya citadas aluden a casos anteriores. Es muy sugestivo el hecho de que en el año siguiente Alonso de Riquelme se querelló ante los alcaldes de casa y corte acerca de cuatro comedias vendidas a él por Lope que había representado «en distintas poblaciones» Antonio de Granados19. Como dos de estas eran precisamente El príncipe perfecto y La Arcadia, los textos pirateados de ellas 16
En Vega, El cordobés valeroso, p. 159. González de Amezúa, 1935-1943, III, p. 308. 18 Suárez de Figueroa, Plaza universal..., fols. 235v-237r. La tasa del tomo se expidió el 12 de agosto de 1615, aunque sus demás preliminares datan de 1612; la alusión al El galán de la Membrilla demuestra que lo relativo a Remírez debe haberse insertado después de la licencia de representación (mayo de 1615) de dicha comedia; ver la edición de ella por Marín y Rugg (Vega, El galán de la Membrilla, pp. 79-81). 19 Ver Salazar y Bermúdez, 1942. 17
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empleados por Granados eran casi seguramente copias vendidas a él por Remírez de los traslados de este. Lope publicará La Arcadia como la primera comedia de su Trecena parte (Madrid, 1620). Prologando el tomo entero, atacará «el hurtar las comedias estos que llama el vulgo, al uno Memorilla, y al otro Gran Memoria: los cuales con algunos versos que aprenden, mezclan infinitos suyos bárbaros, con que ganan la vida, vendiéndolas a los pueblos y autores extramuros, gente vil, sin oficio, y que muchas veces han estado presos». En la dedicatoria de La Arcadia misma añadirá: «Yo he hecho diligencia para saber de uno de estos, llamado el de la gran memoria, si era verdad que la tenía; y he hallado, leyendo sus traslados, que para un verso mío hay infinitos suyos, llenos de locuras, disparates e ignorancias [...] Claro está que no pudiendo este adquirir, de oír representar, un comedia toda, ha de suplir sus defectos con sus versos; y que siendo de corto ingenio, ha de ser disparates lo añadido, porque no es posible que en tanta copia de figuras y diversidad de acciones pueda percibir a la letra más de lo que permite la brevedad del tiempo en que las oye, y que desde allí al que las escribe ha de pasar distancia». Sus palabras describen, con cierta exageración, algunos de los defectos que abundan tanto en P como en M, que fue escrito en efecto (con la ayuda posiblemente de un pariente suyo) por el memorión que, como nos dice Suárez, «tomó [...] La dama boba». Al final de cada acto encontramos una firma abreviada, y otra, completa, en una página adicional: «Luis Remírez de Arellano»20. El antecesor común, *X, que M comparte con P (y su fuente *C), habrá sido la versión «tomada» por Remírez en un corral, o una copia de ella. *C en cambio habrá procedido de otro traslado de *X vendido por Remírez y utilizado tal vez por uno de los «autores extramuros». Que Lope estuviera dispuesto a adqui20
Las firmas de los actos primero y segundo parecen ser «D. 1. R.Z Arllo», y la del tercero «D J RZ A». Para lo poco que sabemos de Remírez, ver sobre todo (con cuidado) Entrambasaguas, 1946, pp. 245-247. Según Entrambasaguas, se llamaba «el de la gran memoria» y le ayudaba cierto Juan («Memorilla»), supuestamente un pariente suyo, «aunque no consta que tuviese ninguno de este nombre». Vicente Espinel, hablando también de la memoria, en el descanso 14 de la relación tercera de su Vida del escudero Marcos de Obregón, dice: «Y en Madrid anda un gentilhombre, llamado Luis Remírez, que cualquiera comedia que ve representar va a su casa y la escribe toda, sin faltarle letra ni errar verso» (Espinel, Vida del escudero Marcos de Obregón, II, pp. 211-212). Nótese que todos los preliminares de dicho libro, hasta su tasa, son de 1617.
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rir, «firmar de su nombre» y utilizar en P un texto de tal procedencia se explica seguramente —si no se excusa— por la prisa que le imponía su competencia con Ávila, como también por el deseo que habrá sentido de incluir en su Parte una obra ya celebrada. Incluso temía quizás que otro la publicara (¡con privilegio!) antes que él —cosa que le había ocurrido ya con El ejemplo de casadas21—. Aclaradas así la interrelación y la historia de nuestros textos, conviene mirar más de cerca sus variantes. Examinaremos al mismo tiempo una hipótesis reciente, de crucial importancia, evidentemente, para todo editor —e incluso todo lector— de la comedia, sobre todo por haberla formulado una insigne especialista: que P, el texto de La dama boba publicado por Lope mismo, representa por ello su «última voluntad», que lo revisó con cuidado y una estrategia consistente22. Es erróneo el supuesto principal de tal hipótesis: que la copia de La dama boba que se utilizó para la Parte fue A o un texto muy parecido. Al contrario, como hemos visto, derivaba, igual que M, de *X. Pero queda por averiguar, basándonos en lo que podemos deducir acerca de *C, en qué medida Lope, al publicar aquella copia, pudo haberla modificado. Ninguno de los 202 versos enteros que faltan en M, casi todos los cuales faltan también en P y muy posiblemente, pues, habrán faltado en *C, es esencial al argumento ni a su comprensión; pudieran haber sido omitidos por el memorión, o «sangrados» —para aligerar la acción— en el montaje que presenció. Han desaparecido por ejemplo seis de las once redondillas en que el protagonista Laurencio abunda en los efectos universales del amor (vv. 1099-1122). El caso más sustancial es la reducción a 42 versos (bastante cambiados) de los 98 que constituyen las letras de las dos canciones seguidas del acto tercero (vv. 2221-2318); el más interesante, la falta de los cuatro romances, cínicamente chistosos, que son el último comentario del triunfador Laurencio (vv. 3166-3169)23, sustituidos por una versión de otros cuatro omitidos anteriormente (vv. 3143-3146). 21 En la carta citada a Sessa (que a lo mejor le había facilitado su «original») añade: «El ejemplo de casadas no le imprimí, porque estaba impreso». Quiere decir que la comedia había sido recogida por Ávila para la Quinta parte (Alcalá, 1615), siendo la única de Lope que contiene. 22 Profeti, 1996a, pp. 9-52, y 1996b. 23 «Bien merezco esta vitoria, / pues le he dado entendimiento, / si ella me da la memoria / de cuarenta mil ducados». Lope había querido subrayar así su ironía central: que su primer galán había seducido a la boba (educándola al mismo tiempo), en un principio al menos, por codicia de su dote descomunal.
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Los 14 versos que faltan en M pero sí están en P, que incluyen por ejemplo parte de la lista de los libros poseídos por Nise (vv. 2139-2142), y una redondilla en que se expresa algo enigmáticamente la ya discreta Finea (vv. 2715-2718), se perdieron probablemente entre *X y M. Habrán llegado de *X a *C, reproduciéndose en la Parte; muy poco probable parece que Lope los haya «restaurado» de memoria. Los 279 de M que faltan en la Parte desaparecieron probablemente entre *X y *C; pero no debemos desechar sin más la posibilidad de que Lope, hallándolos en *C, haya decidido omitir algunos o todos en P. Pero en cuanto los examinamos, cuesta mucho trabajo creer que hubiese querido hacerlo. Las omisiones más significativas son: 1) El diálogo entero (88 endecasílabos) entre Otavio y Niseno con que se inicia el cuadro segundo (vv. 185-272). Puede que le falte movimiento y plasticidad, y la trama se comprende muy bien sin él; pero, como muchos episodios colocados por Lope en semejante lugar, es fundamental para la temática de la obra24. Plantea la pregunta: ¿por qué se casan los hombres (y las mujeres)? Y anticipa la respuesta: por lo que, según les parece, más falta les hace. Se trata de lo que Robert Ter Horst ha llamado «an economy of scarcity» (‘una economía de la escasez’)25. 2) Todo lo que quedaba en M (42 versos) de las letras de las canciones, que subrayan, como casi siempre en Lope, uno de los temas de la comedia26; en este caso el mismo conflicto entre amor e interés. Sería 24 Piénsese por ejemplo en el debate sobre la posibilidad de un amor no egoísta en Fuenteovejuna (vv. 353-444), o en las «liciones» que da Tristán en El perro del hortelano (vv. 377-510) y que inician el tema de los Remedios de amor, propuestos por Ovidio, que luego ensayarán sin éxito los tres protagonistas. 25 Ter Horst, 1976. En una nota divertida comenta el estudio de Holloway (1972), que abunda más que ninguno en el tema del poder educador del amor: «Yo abordo la obra de tan distinta manera que casi me he preguntado si es el mismo texto. La diferencia es que yo estoy trabajando en el sótano mientras Holloway labora en el desván» (Ter Horst, 1976, p. 349) (traducción mía). M. G. Profeti (1996a) supone que Lope omitió de P estos 88 endecasílabos, escritos cuatro años antes, porque su forma estaba «pasada de moda». Pero son 11 octavas reales; y si es cierto que según Morley y Bruerton, 1968, p. 169, «en 1609-1618 hay un descenso marcado» en su uso de endecasílabos sueltos, de las octavas dicen en cambio: «De las 314 comedias [seguramente auténticas] solo 28 carecen de ellas [...] Ninguna otra forma métrica de las usadas por Lope muestra tal consistencia a lo largo de su carrera» (p. 142). ¡En La nueva victoria de don Gonzalo de Córdoba (1622) las emplea en 472 versos! 26 Ver, entre otros muchos estudios, Umpierre, 1975. Habla en las pp. 45-47 y 55 de la función temática de nuestras canciones.
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totalmente atípica de él la acotación de P: «Cantan los músicos, y bailan Nise, y Finea, lo que quisieren». 3) 36 más de los versos en que Finea y Clara se burlan de distintos tipos sociales que viven «en el desván», es decir, desvanecidos. Es un diálogo innecesario pero divertido y característico de Lope, que sirve además para subrayar la nueva discreción de la «boba»27. 4) 22 versos más (vv. 3027-3048) entre Liseo (el segundo galán) y Nise (la segunda dama) que conducen a su conciliación final. Se omiten también, amén de cuatro versos sin los cuales quedan sin sentido otros que siguen28, varias agudezas no fácilmente comprensibles tal vez por el «vulgo»29. Ninguna de dichas omisiones dificulta la comprensión de la trama; son todas del tipo que esperaríamos de un autor «extramuros» —¿o de un adaptador de hoy?— para un público supuestamente inculto e impaciente. Los 465 versos cuyas lecturas concuerdan, contra A, en M y P (que figuraban casi seguramente, es decir, en *X) no pueden por tanto haber sido cambiados por Lope. Se trata de variantes en su gran mayoría de una o dos palabras; se explican como descuidos de un actor «temprano» u olvidos o errores del memorión. Lope empleaba por ejemplo con cierto exceso el adjetivo lindo (sobre todo en sentido irónico); la idiosincrasia parece haberle acarreado críticas, pero no se arrepintió30. En A lo había usado once veces, y en cuatro casos —no más— se ha cambiado en P; pero tres de estas «correciones», como están en M (v. 1, «buenas»; 27 De los necios dice, por ejemplo: «La confianza secreta / tanto el sentido les roba, / que cuando era yo muy boba / me tuve por muy discreta; / y como es tan semejante / el saber con la humildad, / ya que tengo habilidad / me tengo por inorante» (vv. 2955-2962). 28 Sin la queja de Nise (vv. 2961-2964): «pues como sirena fuiste, / medio pez, medio mujer, / pues de animal a saber / para mi daño veniste», se comprende mal la respuesta de Finea (vv. 2966-2968): «¿Tú me has dado pez a mí, / ni sirena, ni yo fui / jamás contigo a la mar?». 29 Por ejemplo: «Pregonaban aguardiente, / agua biznieta del vino, / los hombres Carnestolendas, / todos naranjas y gritos» (vv. 425-428); «y si lo que arrastra honra, / como dicen los antiguos, / tan honrada es por la cola / como otros por sus oficios» (vv. 449-452); «sangráronme muchas veces; / ¡bien me alegraste la sangre!» (vv. 1315-1316); «porque es querer labrar con vidro un pórfido» (v. 1486). 30 En la dedicatoria de La viuda valencia en su Parte catorce escribe: «Muchos se han de oponer a tan linda cátedra; perdonen los críticos esta voz linda, que Fernando de Herrera, honor de la lengua castellana y su Colón primero, no la despreció jamás ni dejó de alabarla, como se ve por sus Comentos» (Vega, La viuda valenciana, 1620).
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368, «gentil»; 2683, «buena»), mal pueden ser de él31. Por otra parte, varias series de versos parecen malas reconstrucciones de otras mal recordadas32, y algunas son versiones reducidas de series algo más largas33. Quedan solamente 148 versos de P que pueden haber sido cambiados por Lope a vista de *C. En los 74 en que la lectura de M concuerda
31 En el v. 745 hallamos linda cara (A, M) y buena cara (P); esta lectura sí podría ser una innovación de Lope, pero no parece probable. Otra variante de P, en cambio, por atractivamente metafórica que pudiera parecer (aunque no a mí), no puede ser una nueva idea suya. En A, como una respuesta muy comprensible de Liseo a la pregunta de Otavio: «¿Cómo venís del camino?» (v. 935), Lope escribe: «con los deseos enoja / que siempre le hacen más largo». La lectura «en hoja» por «enoja» en P y M (y por tanto en *X) sugiere que Remírez oyó mal el verso. 32 Por ejemplo, vv. 1167-1173, en A: en M y P: y el vario velo sutil y el vario velo sutil tiende en la verde ribera tiende en la alegre ribera corre el agua lisonjera corre el agua placentera y están riñendo las flores cantando los ruiseñores, sobre tomar los colores; y van creciendo las flores; así vos salís trocando así vos salís mostrando el triste t[iemp]o y senbrando vuestra salud, y sembrando en campos de almas, amores. en campos de almas, amores.
Otro ejemplo, vv. 1548-1556, en A: Yo no entiendo cómo ha sido desde que el hombre me habló, porque si es que siento yo, él me ha llevado el sentido. Si duermo sueño con él, si como le estoy pensando, y si bebo estoy mirando en agua la imagen dél. 33 Por ejemplo, vv. 2663-2670, en A: Querrás buscar ocasión para querer a Liseo, a quien ya tan cerca veo de tu boda y posesión? Bien haces, Nise, hazes bien. Levantame un testimonio, porque deste matrimonio a mí la culpa me den.
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en M y P: Yo no sé lo que esto ha sido después que el hombre me vio, porque si es que siento yo, él se ha llevado el sentido. Si como, imagino en él, si duermo, le estoy soñando, y, si bebo, estoy mirando en agua su imagen dél. llega a ser en M y P: Querraste casar ansí levantando un testimonio, y de aqueste matrimonio echarme la culpa a mí.
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con A (a través de *X) contra P, la de P podría ser una innovación suya; pero todas estas variantes son pequeñas e insignificantes, y al menos la tercera parte parecen inferiores. En los 44 versos distintos en todos los textos la lectura de P podría ser una variante introducida allí; pero estas lecturas son en general cambios de M (es decir de *X) que alejan el texto todavía más de A, incluso cuando parecen intentos de corregir errores de rima, ortología, sintaxis o sentido34. Por fin, en los 30 versos en que P concuerda con A contra M, las variantes de este son casi todas errores evidentes de una sola palabra, aunque en unos pocos casos es posible que Lope haya intentado restaurar lo que había escrito cuatro años antes35.
34
Ejemplos: - v. 129, en A: «Y aun pienso q ohi tratar»; en M: «Y aun pienso que oidecir»; en R: «Y aun pienso que ohi contar» (rima). - vv. 1035-1037: en A: «Dizen q si a vn honbre ayrado / q colerico se arroja / le pusiessen vn espejo»; en M: «Dicen que a vn hombre enojado / ... / si le ponen vn espejo»; en P: «Dizen que vn hombre enojado, / ... / si le ponen vn espejo» (sintaxis). - v. 1651: en A: «¿Que haceis aquí? —Como Laurencio ha sido»; en M: «¿Adonde bueno? —Como Laurencio ha sido»; en P: «¿Solos aquí? —Como Laurencio ha sido» (ortología). - v. 1725: en A: «Mi hermana me dixo aqui»; en M: «Mi hermano me ha dicho»; en P: «Mi hermana me ha dicho aquí» (rima y ortología). - vv. 2413-2414: en A: «porq en mis ojos estas / con memorias inmortales»; en M: «porque en mi imajen estas / con memorias immortales»; en P: «porque en mi memoria estas / con memorias inmortales» (sentido). 35 En A (vv. 1961-1964) Lope escribió: «Hame contado Laurenzio / q han tomado aqsta traza / Lisseo y el para ver / si aquella rudeza labran»; si en *C halló la lectura de M, «... / que el y Liseo la engañan / y aquesta traza han tomado / no mas de para enseñarla» (repite el v. 1854), tal vez «restauró»:«... / que han tomado aquesta traza / el, y Liseo, por ver / si aquesta rudeza labran». Parecidamente, después de «Luego a ti / te hablaba y te requebraua / aunque me miraba a mi» (vv. 20152017), en vez de la lectura de M, «y de mi amor se burlaua», hallamos en P la de A: «aquella discreta ingrata» (aunque luego faltan tanto en P como en M los dos versos siguientes). Compárese (en vv. 2519-2522) A: «LAURENCIO. Alli me voy a esconder / FINEA. Ve presto. LAURENCIO. Sigeme, Pedro. / PEDRO. En muchos peligros andas. / LAURENCIO. Tal estoy q no los siento»; M: «LAURENCIO. Aqui me quiero esconder. / FINEA. Ya llega, escondete presto» (y faltan los vv. 2521-2522); P: «LAURENCIO. Aqui me quiero esconder. / FINEA. Ya llega. LAURENCIO. Sigueme, Pedro. / PEDRO. En grandes peligros andas. / LAURENCIO. Tal estoy que aun no lo siento».Y también (en el v. 2719, después de cuatro versos de A que faltan en M pero están en P), A: «Dame el alma»; M: «Ay tal locura»; P: «Dame el alma».
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En cuanto a las didascalias, Lope inserta en su autógrafo unas pocas instrucciones privativas de él. Finea, para su primera lección, ha de salir con unas cartillas (v. 307); Nise, a partir del 590, hablará con Laurencio aparte. Cuando Liseo llega a casa de Otavio, le han de traer no solo agua y una caja, sino también toalla y salva (v. 961), y Lope indica que beba (v. 965). Cuando ha de presenciar una discusión violenta, Lope escribe: Entre Liseo y asga Laurencio a Nise (v. 1325). Cuando Laurencio aparece tras Liseo, desapercibido por este, también escribe: Nise dice, como que habla con Liseo (1996). Y aclara, antes que bailen ella y Finea (v. 2221): Otavio, Miseno y Liseo se siente (sic). Las didascalias de M y P son descripciones de montajes. Así se explican sus variantes comunes en cuanto a la categorización y los nombres propios de varios personajes —como no figuran en el diálogo, Remírez no pudo oírlos, y oyó mal el de Otavio— y en muchos casos la distinta asignación de versos. Pero *C había servido, probablemente, para posteriores representaciones. Cuando el maestro de leer se enfada con Finea, en vez de la escueta acotación de Lope: «Saca una palmatoria» (v. 351), hallamos en ambos: «Dale una palmeta, y ella echa a correr tras él», y seis versos después en M (solo): «Pónense en medio Nise y Celia»; cuando Nise quiere entregar un billete a su amante, en ambos: «Hace Nise como que se cae», y en M (solo) «y dale a Laurencio un papel» (v. 610). En A Finea, hablando con Clara de su prometido Liseo, «saca un retrato» (v. 879); M aclara «en un naipe», y P añade a esto «de la manga». A la llegada de este, Lope había escrito: «Liseo, Turín y criados» (v. 908); M y P no hablan de criados, pero aclaran que los dos están vestidos (como al principio) «de camino». En el acto segundo, cuando aparecen «un maestro de danzar y Finea» (v. 1635), M reza: «Vanse, y salen Finea y un maestro de danzar dándole lición», y P añade: «empieza él a danzar, y ella se queda». También P (solo) dice, tras la lectura por Otavio de la carta dada por Laurencio a Finea: «Rásguele». Poco después aparece Turín; M (solo) indica que está «muy alborotado» (v. 1528). Cuando Liseo y Laurencio, en vez de reñirse, se hacen amigos, con sorpresa de Otavio y Turín, solo P indica «Abrázanse» (v. 1648); parecidamente, cuando Laurencio ha de pretender quitar de los ojos de Finea los que él había puesto en ellos, P (solo) especifica: «Pónele el lienzo en los ojos» (1743). Mientras la está «desabrazando» Lope escribe: «Nise entre» (v. 1765); M reza: «Abrázanse y sale Nise», y P: «Sale Nise, y velos abrazados». Poco después, Laurencio y Nise parten juntos hacia el jardín, despertando los celos de Finea: P (solo) dice que se van
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«de las manos» (v. 1765). Por contraste, cuando Laurencio, en el momento ya mencionado, aparece tras Liseo, M (solo) aclara «Y pónese a las espaldas de Liseo» (v. 1991). Al principio del acto tercero, aparece «Finea sola»; P añade: «con otro vestido» (v. 2033). Es una manera obvia de señalar su metamorfosis por el amor, y podría ser una añadidura editorial de Lope; pero, como tantas otras acotaciones de P (y de M), fue probablemente la innovación de algún autor. En muchos momentos las didascalias están implícitas en los mismos versos de A, cosa que ocurre con enorme frecuencia en Lope y otros dramaturgos. Más tarde escribe solo, por ejemplo: «FINEA. Paso, que viene Liseo. / LAURENCIO. Allí me voy a esconder. / FINEA.Ve presto. LAURENCIO. Sígueme, Pedro». M y P añaden, innecesariamente, que los dos «se esconden» (vv. 2518-2523), e indican asimismo su reaparición cuando Liseo y Turín se van (v. 2613). Cuando estos aparecen de nuevo ante Otavio y Finea, M (solo) añade a su acotación: «Y ella echa a huir» (v. 2868). Como dice repetidamente, va al desván, y todos los textos indican diez versos más tarde su desaparición, aunque P (solo) añade que la acompaña Clara. Algo después aparece la otra criada, Celia, habiéndolas visto allí con Laurencio y Pedro; M (solo) dice (como en el 1528) que está «muy alborotada» (v. 3072). Otavio, naturalmente, acude al desván, y la acotación más interesante es la última de todos nuestros textos (v. 3119): A: Salga con la espada desnuda Otavio siguiendo a Laurencio, Finea, Clara y Pedro. M: Salen Finea, Clara y Pedro corriendo y Octavio y Laurencio con las espadas desnudas. P: Salen Laurencio, con la espada desnuda, y Finea a sus espaldas, Pedro y Clara, y Octavio detrás de todos. En el fondo son parecidas, pero la de A, en que solo el padre ofendido blande una espada, parece la más ajustada a los versos siguientes. Notemos, por fin, dos deslices de Lope en A. En el verso 1921 escribe, extrañamente, «del claro duque de Sesso», error que salta a la vista (o el oído) y se corrige en M y P. Extraño también es otro lapsus: en el acto tercero Otavio decide casar a Nise con Duardo, pero Lope le hace decir a Miseno: «hagamos este concierto / de Duardo con Finea» (v. 2323)36. 36
La mayoría de los editores modernos (menos Schevill) sustituyen [Nise], erróneamente, a mi parecer. Mejor hubiera sido reproducir el texto de Lope, y comentar su error en la nota —imprescindible, de todos modos— que casi todos añaden.
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Más extraño todavía pudiera parecer que en medio de tantas variantes de M y P persista el mismo error; sería de suponer, a primera vista, que lo habría corregido un copista, o sobre todo un actor. Pero muchos sabemos por experiencia que con sorprendente frecuencia los actores aprenden y pronuncian cosas que no entienden del todo. Además, cambiar Finea en Nise produciría un verso corto, y destruiría la rima con crea (v. 2326), faltas que eran capaces de percibir y criticar los públicos de su tiempo. Enmendar el lapsus suponía rehacer la redondilla. De todas maneras, la persistencia del error en la Parte es otra prueba más de que Lope no revisó su texto con cuidado. En efecto, parece evidente que no lo hizo; hacerlo habría sido contrario a su práctica como editor de sus comedias. A diferencia de otros poetas, como he sostenido en el estudio citado en mi primera nota a este, y como dijo hace muchísimos años Montesinos, «no es un editor ejemplar, ni mucho menos» de sus «versos mercantiles». Envidioso de otros, como Ávila, que han sacado sin duda pingües beneficios de su impresión anterior, los publica, como los había escrito —pese a muchas pretensiones (no del todo, sin duda, insinceras) de querer defender su «opinión» de artista— sobre todo pro pane lucrando. Emplea para ello los textos que consigue recobrar, ya que ha vendido sus «originales» a los actores que los estrenaron, y «en su vida guardó traslado», según dice (con cierta exageración acaso) en el prólogo a su Decimaséptima parte. Naturalmente, muchas comedias vuelven muy estragadas, como confiesa en varias dedicatorias y otros prólogos, como el de su Decimaquinta parte: «le vienen a las manos, o a los pies, pidiéndole remedio. Él hace lo que puede por ellas: mas puede poco, que ocupaciones de otras cosas no le dan lugar a corregirlas como quisiera, que reducirlas a su primera forma es imposible». «Y no se echa de ver», como dijo también Montesinos, «que lo intentara siquiera». «Tal vez corrigiera algo: pero estas correcciones, perdidas entre una muchedumbre de variantes, no pueden distinguirse ya»37. No le critiquemos severamente por ello. Las «ocupaciones de otras cosas» incluían escribir nuevas comedias, y la venta original de una sola le habrá valido unos quinientos reales, no menos tal vez que la reunión difícil de doce antiguas. Así que de no haber sido tan mal editor, nos habría dado probablemente menos obras maestras. Y no es que sean malos todos los textos de las Partes que publicó. A menudo el azar, un autor amigo, o más probablemente la colección 37
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En Vega, El cordobés valeroso, pp. 139 y 160-161.
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ducal, le devolvía su «borrador» o una copia muy parecida. Se conservan, por ejemplo, el autógrafo completo de La doncella Teodor y el del acto primero de Los melindres de Belisa, otras dos comedias que publicó, con La dama boba, en nuestra Novena parte. Y si comparamos en detalle el texto de esta con el de los dos manuscritos, hallamos que son mínimas las variantes38. En ambos casos, patentemente, Lope sí logró recuperar estos mismos «originales» o copias buenas de ellos, y los entregó a los impresores con muy pocas revisiones. En el texto entero de la Parte de La doncella (dejando aparte la ortografía, inconsistente en ambos casos) encontramos menos de 30 pequeños errores, y Lope (u otro) ha intentado corregir solo cuatro claros deslices39. Son reveladoras también las didascalias, ya que el impresor intenta —pero solo a medias— seguir la convención del indicativo. En 27 lugares en que la acotación del autógrafo no tiene verbo, lo añade en indicativo, y en 22 cambia en indicativo el subjuntivo de Lope; pero copia mecánicamente en 23 el subjuntivo que tiene delante. El caso del acto primero de Los melindres es parecido. El texto de la Parte, comparado con el «borrador», ostenta pocos errores y lecturas nuevas (entre ellas un intento fallido de corregir un verso corto)40; y si casi todas las acotaciones están en indicativo, hay, sin embargo, dos en subjuntivo que no se cambian. No se puede aseverar, evidentemente, que Lope jamás revisó —o incluso refundió— una comedia suya al publicarla; pero a quien afirme que sí lo hizo en un caso determinado, le incumbe demostrarlo41. 38
El autógrafo de La doncella Teodor se conserva en la Biblioteca Nacional (Res. 134); lo cotejé allí con un ejemplar de la Parte (R 13860). El del acto primero de Los melindres de Belisa está en la Biblioteca Menéndez y Pelayo; he tenido que compararlo con la Parte a través de la esmerada edición crítica de Barrau (Vega, Los melindres de Belisa). 39 Un verso corto del autógrafo: «Bestia. —Escucha aparte. —Calla» se enmienda en la Parte: «Bestia, que quies? —Escucha aparte. —Calla» (fol. 34v); otro verso corto: «creyendo en alcoran», en «creyendo en el Alcoran» (fol. 42v); un verso largo: «y tela, bien fueras oy de mi auisado», en «y tela, fueras oy de mi auisado» (fol. 46v); y un error de sentido y rima, «dotoran», en «dotaron» (fol. 47r). 40 Los versos 377-378 del autógrafo rezan: «si no ay peligro aquí, ¿por qué te alejas? / Y si aquí le ay, ¿por qué me dejas?». La Parte añade no antes de le, pero el endecasílabo sigue corto y queda poco comprensible. 41 Profeti, 1996b, p. 138, nota 30, alega que Lope «reelabora profundamente» La pastoral de Jacinto al publicarla en su Decimaoctava parte de 1623, basándose según parece en las diferencias entre este texto y el de Los Jacintos (El celoso de sí mismo)
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Cada uno de nuestros textos es de gran interés y valor para el que quiera conocer el teatro del Siglo de Oro. M es el ejemplo mejor documentado que tenemos de cómo operaban los famosos memoriones, de lo que eran capaces (e incapaces) de «tomar». Tanto él como P son testimonios de cómo en la práctica se representaban comedias; sus diferencias demuestran cuán distinto pudiera ser un montaje temprano de otros posteriores. Y como ha dicho J. M. Ruano, «el manuscr ito ológrafo de una comedia nos indica cómo el poeta concibió la representación de su obra; un manuscrito memorial o una suelta defectuosa del siglo XVII nos dice cómo se representó en realidad»42. P sobre todo, en comparación con A, es una clarísima muestra de cuánto podían diferir en general de sus «originales» los textos que llegaban a publicarse, y la más extrema, concretamente, de cuán estragados pudieran estar los que publicó Lope mismo en sus Partes «autorizadas», si bien son en muchos casos los únicos que se conservan43. Quien prepare una nueva edición crítica de esta obra maestra suya, sin poder saber su «última voluntad»44, basará el texto en A, que encierra más bien su concepto primordial, lo que imaginó y deseó en un principio que se hiciese en las tablas. Estudiará con cuidado aquellas variantes de P que según hemos visto pudieran ser innovaciones de Lope al
que se incluyó en el tomo de Cuatro comedias de diversos autores publicado en Córdoba en 1613 (y quizás anteriormente en Madrid en el mismo año). Pero este texto estaba muy estragado, irrisoriamente mal entendido y cambiado seguramente por los actores y el impresor. Como en otro estudio acaso intente demostrar, Lope consiguió e imprimió probablemente un texto mucho más parecido a su propio «original». También en 1623, en cambio, sí refundió Los pleitos de Inglaterra (anterior a 1604) en La corona de Hungría, pero no para publicarla; ver la edición crítica de esta por Tyler (Vega, La corona de Hungría) y Marín, 1962, pp. 85-99. 42 Ruano de la Haza y Allen, 1994, p. 281. Lo escribe cerca del final de todo un apartado dedicado a los memoriones; pero tal vez no convenga exagerar la importancia de estos. Las alusiones de Suárez de Figueroa y Espinel sugieren que Remírez se consideraba como un prodigio inimitable. Más corrientes eran sin duda otros tipos de robo, piratería y plagio de comedias. 43 Sobre las menores diferencias entre otros autógrafos de Lope y sus textos en las Partes, ver por ejemplo Fichter, 1935; Dixon, 1982. 44 Es intrigante saber que Lope consiguió el 25 de mayo de 1635 un privilegio —que no utilizó— para un tomo que había de contener doce comedias suyas publicadas ya, entre ellas La dama boba; ver Moll, 1992. Es posible, aunque poco probable, que el texto de ella que presentó para pedir dicho privilegio haya sido una nueva versión.
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publicarlo, anotando todas las que le parezcan significativas. Hablará a los lectores de M y P, de su índole e interés, y de varias de sus didascalias. Algunas de sus lecturas podrán ayudarle incluso a aclarar dudas en cuanto al texto de A45. Pero relegará al «aparato crítico» la abrumadora cantidad de omisiones y variantes ajenas que ostentan estos dos textos.
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Por ejemplo, versos 161-162 de A, según García Soriano, Juliá, Zamora Vicente, Marín y Navarro Durán, rezan: «Cassarla con honbre ygual / de su noble nacimiento». Con Schevill, yo leo más bien «a», que es también la lectura de M y de P. Otro ejemplo es menos claro. En los versos 2733-2734 de A, según Schevill, Juliá, Zamora Vicente, Marín y Navarro Durán, Otavio dice y Feniso responde: «Se ha buelto a su desbario / muerto soy —Desdichas son». Con García Soriano, yo leo: «Sí ha buelto ...». Ambos versos faltan en P, pero M reza «Sí a buelto...» (aunque luego asigna «Desdichas son» a Duardo).
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DOS MANERAS DE MONTAR HOY EL PERRO DEL HORTELANO, DE LOPE DE VEGA
Para no perderse en la selva inmensa del teatro del Siglo de Oro, casi todos sus historiadores han optado por parcelarla (con celo excesivo a veces) de muy diversa manera: por etapas, por autores, por géneros o por asuntos. Reflejo de semejantes intentos taxonómicos es el plan del volumen del cual forma parte este ensayo, sobre la puesta en escena del teatro clásico. Conforme a él, asumo con gozo el encargo de tratar aquí —con vistas a su montaje posible ante un público de hoy— de una obra maestra de Lope que pertenece (creo yo) a una de las parcelas así identificadas: la comedia de capa y espada. Primero, sin embargo, quisiera sugerir a los productores actuales unos métodos distintos de reconocer el bosque y de clasificar los árboles que lo componen: por la profusión de sus ramas y el esplendor de su follaje. Los dramaturgos del XVII, obligados por su público a contar historias complejas, «hasta el Final Juicio desde el Génesis», las dividieron con gran frecuencia en numerosos episodios. (Estos se llamaban entonces «(es)cenas», o «vulgarmente [...] salidas», y así los llamo yo, aunque muchos críticos modernos prefieren hablar de «cuadros»1). Que una salida había terminado se indicaba, convencionalmente, con «quedarse el tablado solo». Las recetas de cocina, o sea los manuscritos entregados a los actores, decían «Váyanse todos», aunque Lope solía poner más bien una raya con su rúbrica. Salían a continuación unos personajes distintos; de su indumentaria o de sus versos (escritos casi siempre en una nueva forma métrica) el público había de deducir la índole de un cambio de lugar y/o tiempo. Con mucha menor frecuencia, la acción se desplazaba 1
Pellicer y Tovar, Idea de la comedia de Castilla, p. 270. «Cuadro» para mí connota una pintura bidimensional y estática; «salida», la quijotesca aventura de hacer frente a los mosqueteros.
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sin tales interrupciones. La del acto primero de El alcalde de Zalamea se mueve sin solución de continuidad desde una carretera fuera del pueblo hasta un desván de la casa de Pedro Crespo mismo; y en todas las jornadas de Cada uno para sí (de Calderón también) ciertos personajes «entran por una puerta y salen por otra», para que el público comprenda que han cambiado de lugar. Importa advertir, sin embargo, que lugar y tiempo quedaban muy a menudo indeterminados. En Fuenteovejuna, los Reyes Católicos (con su séquito y sus banderas) aparecen en tres salidas, pero Lope no se preocupa mucho de decirnos ni cuándo ni dónde. Los editores del siglo pasado (y sus secuaces en este) se creen obligados, sin embargo, a precisarlo; Hartzenbusch, por ejemplo, añade al texto «en Medina del Campo», «en Toro» y «en Tordesillas». En realidad nos importa un comino; basta saber que estamos en la presencia real. Muchísimas comedias aprovechan esta técnica para dividir su acción en un gran número de episodios, El burlador de Sevilla, por ejemplo, consiste en quince salidas; El vergonzoso en palacio, en unas diecinueve. Pero muchas son, por otra parte, las que transcurren con muy poca solución de continuidad; La vida es sueño, como también La noche de San Juan de Lope, consisten en siete salidas, situadas en solo tres lugares distintos. En realidad, el número depende tanto de la índole de la historia como de la voluntad o la destreza del autor. No escasean jornadas enteras en cuyo curso el tablado no queda nunca vacío, en que la liaison des scènes (como dicen los franceses) es total. Algún que otro neoclásico (como Sebastián Francisco de Medrano) se empeñaba en ello. Pero hay obras de autores bastante más conocidos que tienen actos de este tipo: el segundo, por ejemplo, y —con una sola excepción posible— el tercero de El castigo sin venganza. Importa distinguir, por otra parte, entre las comedias que se decían «de rumbo» o «de teatro», y las que exigían mucho menos espectáculo; es decir, entre las muchas (algunas muy tempranas, aunque la moda no se impone hasta la segunda década del siglo) que piden el empleo, incluso en los corrales, sin hablar de las magníficas representaciones palaciegas, de bastante decorado y aparato («carpintería» y tramoyas), y las que surten en apariencia menos efecto visual. (En apariencia digo, ya que 1os mejores poetas, como todo dramaturgo de verdad, conciben claramente —y prescriben, en gran parre— de qué manera sus comedias se han de escenificar. Aunque no metan en sus textos más que acotaciones escuetas, los mismos versos que ellos escriben para recitarse comportan un sinfín de «didascalias implícitas» en cuanto a los trajes,
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accesorios, muebles, decorados, movimientos, ademanes y gestos que los deben acompañar. Es más, sin cumplirse estas, muchos de aquellos versos quedarían faltos de sentido). Las distinciones referidas son de suma importancia para la representación actual del teatro clásico. Las obras que se componen de salidas numerosas exigen la fluidez de un montaje minimalista o «pobre», so pena de resultar imposibles o agobiantes una multitud de cambios de escenario; las que consisten en pocas se pueden representar del mismo modo, desde luego, pero muchas se prestan alternativamente a montajes bastante más «ricos», si el productor dispone de los fondos necesarios. Por el contrario, las comedias más vistosas que pedían en su siglo decorados y maquinaria (por poco convincentes que fueran estos a menudo en los corrales), solo pueden montarse hoy, ante un público acostumbrado a mayor verosimilitud, en producciones lujosas. Las menos espectaculares, una vez más, se pueden representar, indiferentemente, con mucho lujo o sin ninguno. De lo dicho hasta ahora quedará patente luego que una de las ventajas para el productor actual de El perro del hortelano es su aptitud para representarse del modo más diverso. Pero hay otro método todavía —el más importante, sin duda— de clasificar los árboles de nuestro bosque. Hay comedias de hoja perenne, o sea, clásicas de verdad; otras, cuyas hojas están caducas ya; y alguna —confesémoslo— que ya no es más que un olmo viejo, que no podrá resucitar ningún milagro de la primavera. El perro, para mí, es una de las primeras, y debiera reponerse casi continuamente. ¿Cuáles son, pues, sus atractivos para el público de siempre y, concretamente, de hoy?
¿POR QUÉ MONTAR EL PERRO DEL HORTELANO? Algunos de sus atractivos son evidentes: la densa pero siempre perspicua complejidad de su intriga, la vivacidad y riqueza de su diálogo y su acción, la caracterización magistral de sus personajes principales; cualidades todas ellas en que no la supera otra obra de Lope ni de ninguno de sus contemporáneos. Pero aquí tal vez convenga llamar la atención a otros dos: la sorprendente modernidad y sutileza de su respuesta a un problema universal, y la total originalidad con la cual explota un modelo familiar.
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El teatro clásico español en su totalidad se considera hoy en día, y no sin cierta justicia, como más conservador que liberal en su ideología. Sus dramaturgos (dejando aparte, aunque son muchas, las obras que promovieron con fines propios la corte, la nobleza y el clero) no escriben «propaganda», como con frecuencia se dice, a favor del sistema monárquico y estamental de su tiempo, que ellos y su público dan más bien por sentado. Reflejan claramente los abusos e injusticias que dicho sistema permite, pero suponen que podrían remediarse si la conducta moral de todos sus componentes se conformara con sus supuestos fundamentales. En muchas de sus obras, pues, es evidentísima una propuesta edificante. Y a estas les suelen prestar más atención los críticos académicos, con sus prejuicios en contra de lo «meramente festivo», que a las más frívolas en apariencia. Conviene hacer notar sin embargo dos cosas importantes: que, como advirtió Cyril Jones, el teatro del Siglo de Oro comprende «al menos tantas piezas lúdicas como dramas serios»2; y, sobre todo, que muchas de aquellas ocultan un fondo de seriedad (si bien no siempre tanta como se empeñan en descubrir los pocos que sí las estudian). Es más: algunas de estas obras aparentemente ligeras son precisamente las que comportan, como señaló Wardropper3, los mensajes más subversivos, y por tanto más modernos. Ejemplo de ellas es, sin duda, El perro del hortelano, en palabras de Sage «una obra que invita al público a tener el valor de irse no de “vacaciones morales”, sino de “excursiones morales”»4. Al llamarla comedia «de capa y espada», no ignoro, desde luego, que toda una serie de críticos, a cuál más respetable, asociándola con otras obras más extravagantes, situadas más lejos del aquí y ahora de sus oyentes primeros, han preferido decir «de fábrica», «de fantasía» o «palatina»5. No es este el lugar de llevarles la contraria; de momento baste advertir que la acción de ella transcurre en un presunto presente, y que su localización en la Italia española, que ya se explica por sus fuentes, la aleja bastante poco (pese a toques ligeros de «color local») de la experiencia de Lope y de sus espectadores6. A lo más, concedería que esta distancia 2
Jones, 1971, p. 329. Wardropper, 1978, p. 214. 4 Sage, 1973, p. 265. 5 Wilson y Moir, 1971, p. 52; Wardropper, 1978, pp. 209-215; Weber de Kurlat, 1975;Vitse, 1990, pp. 328-330 y 542-566. 6 Wardropper, 1978, p. 215, exagerando como otros las semejanzas entre nuestra comedia y El vergonzoso en palacio, concede sin embargo que «El perro del hortela3
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relativa le permite acaso una pizca más de audacia en la manera de tratar su tema, que, si bien es universal, era entonces muy poderosamente actual: el de la movilidad social. Las barreras fuertes impuestas por el sistema estamental habían sido saltadas de diversa manera: pero su legitimidad seguía siendo una cuestión muy contenciosa. Se refleja —¿cómo no?— en la literatura del tiempo, en la novela picaresca y en el teatro sobre todo. En gran número de comedias escritas, aproximadamente, entre 1590 y 1630, se discute muy en serio (como Sage nos hizo ver)7 la posibilidad del amor, y sobre todo del matrimonio, a través de muy marcadas divisiones sociales. El debate se resuelve, sin embargo, en muy pocas, y con raras excepciones (como El villano en su rincón) el desenlace de la obra escamotea el problema. Por una revelación tardía, prevista o imprevista, la desigualdad de los amantes resulta ser ilusoria. Es más: cuando sí ha habido una alianza desigual, acarrea con frecuencia consecuencias lamentables. Por ejemplo, Lope, al escribir El perro del hortelano, recordó seguramente haber dramatizado unos diez años antes una historia muy parecida, que termina sin embargo en una tragedia sangrienta: El mayordomo de la duquesa de Amalifi8. El nuevo final feliz, por tanto, con su invitación al público a respaldar un enlace francamente desigual, es inusitadamente subversivo y progresista. Pero subversivo pudiera llamarse también, artísticamente, el modo en que Lope, sin romper por completo el molde, transforma radicalmente una fórmula muy conocida: la de la comedia social de todos los tiempos9. Según esa fórmula, copiada de la de la Nueva Comedia griega por Plauto y por Terencio, un joven que ama a una joven encuentra que su deseo está frustrado por unos personajes-obstáculo en cuya derrota consisten las peripecias de la trama. Dichos personajes, si no son padres, participan normalmente en la relación estrecha de estos, por ser rivales más viejos y adinerados que el héroe, con la sociedad establecida que representan. El poder que ejercen implica una crítica de esa sociedad por habérselo concedido, ya que muestran ser casi siempre usurpadores indignos. En la comedia de costumbres suelen despertar más interés no, cuya acción se sitúa en el Nápoles español, guarda un parecido más estrecho con la comedia de capa y espada». 7 Sage, 1973, p. 264. 8 La publicó Lope, como El perro, en su Oncena parte. Su fecha, según Morley y Bruerton, 1968, pp. 356-357, es «1599-1606 (probablemente 1604-1606)». 9 En mis referencias a esta, reconozco una profunda deuda con el análisis de Frye, 1973, pp 163-186.
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que la pareja de enamorados, que resultan con frecuencia algo endebles. Una obsesionante pasión u otro defecto los hace a menudo objeto de burlas o de desprecio; en Molière, sobre todo, son arquetipos negativos que dan nombre a varias comedias. El perro no carece de personajes de este tipo. El conde Federico y el marqués Ricardo, representantes orgullosos de la nobleza de sangre, pero mucho más absurdos que siniestros, son una fuente de risa en toda la comedia. Nuestro interés no deja de centrarse, sin embargo, en los enamorados, y señaladamente en la dama principal, que se muestra, a la española, más dinámica que su galán. Pero la gran originalidad de Lope en este caso consiste en hacer de ella, al mismo tiempo, el personaje-obstáculo principal. La condesa se siente impulsada, durante toda la obra, por una pasión amorosa, intensificada por los celos, a seducir a su secretario Teodoro. Le obsesiona también, sin embargo, otra pasión no menos dominadora: su propia veneración por el sistema estamental que le presta su poder: «Es el amor común naturaleza, / mas yo tengo mi honor por más tesoro, / y los respetos de quien soy adoro» (vv. 328-331)10. El conflicto dramático, por lo tanto, se interioriza en ella, y de esta escisión íntima, que da título a la comedia, proceden en el fondo todas sus peripecias. Para resolver el conflicto, Lope se vale de otro recurso y otro personaje a cuál más clásico: una revelación tardía y un criado ingenioso. Tristán, el gracioso manipulador más divertido quizás de todo el teatro áureo, consigue que su amo sea aceptado por el mundo como el hijo que perdió veinte años antes cierto conde Ludovico. Pero adviértase de nuevo la originalidad de Lope. Dicha revelación, sobre todo por ser fraudulenta y aún más absurdamente inverosímil que de costumbre, es a todas luces una parodia de tan trillado recurso, y da lugar después a revelaciones reales. Al confesar el engaño a la mujer que ama, y renunciar así a ella, Teodoro (que al principio no había parecido ser más que un ambicioso sin escrúpulos) exhibe su «nobleza natural» (v. 3294) y provoca en la condesa una última revelación: que en su fuero interior la «común naturaleza» ha vencido ya a los prejuicios inherentes a su alto rango social. (El mundo exterior seguirá exigiendo, bien entendido, que mantengan las apariencias; para hacerlo, estaría dispuesta a matar a su libertador, Tristán). 10 Todas las referencias remiten a los versos numerados de mi edición crítica de la comedia (Vega, El perro del hortelano, ed. Dixon).
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Salvado así, por fin, el obstáculo principal, la comedia puede tener, con una rapidez admirable, el también formulario fin de fiesta, con múltiples matrimonios y la reconciliación alegre de todos los personajes, incluso los negativos. Pero este fin, clásicamente, comporta la victoria sobre la sociedad antigua de una sociedad nueva, que el público ha reconocido ser, durante la obra entera, mejor o más deseable; la petición de aplauso («plaudite») invita a su adhesión a un acto de comunión. El socarrón (y originalísimo) sustituto de ella aquí —«Con esto, senado noble, / que a nadie digáis se os ruega / el secreto de Teodoro» (vv. 3378-3380)— solicita en cambio la participación de cada espectador en una conjuración, que amenaza con minar las bases de una sociedad dominante todavía. El conflicto social dramatizado por Lope de una manera tan sutil y sorprendente no es menos actual ahora de lo que lo era en aquel entonces. Sigue vivo y preocupante en la sociedad de hoy. Si han disminuido bastante las distinciones de clase, no así las de raza, religión u orientación política. Imagínese un Teodoro negro, judío, musulmán o comunista. Sería posible, incluso, presentarle como tal en nuestras tablas. Pero rara vez son convincentes los montajes de obras clásicas con indumentos, atrezos o decorados de hoy. En el Siglo de Oro los trajes, es cierto, eran siempre «modernos», pero lo eran también el léxico, el verso, el concepto total de la obra. Un contraste llamativo entre distintos elementos de una puesta en escena es a veces estimulante, pero corre el grave peligro de resultar desconcertante. Una Vida es sueño en trajes modernos me parecería absurda; renovarla auténticamente exigiría repensarla de manera radical —crear, por ejemplo, una obra maestra como «La vida es un holograma», o sea, La fundación—. No intentemos por tanto modernizar a medias El perro del hortelano. Supongamos más bien que nuestros espectadores son lo bastante inteligentes (con la ayuda, a lo más, de su programa de mano) para abarcar sin necesidad de modernización las dimensiones universales del tema de la comedia. Confiemos en que comprenderán el propósito de Lope: aclarar la naturaleza de tales distinciones, insinuar (e invitarnos a confesar incluso) que son espejismos basados en prejuicios perniciosos, sin dejar de acordarnos (por mucho que creamos personalmente haber superado a estos) de cuán poderosos siguen siendo a nuestro alrededor, qué difícil ha sido siempre —y es ahora— burlarse del qué dirán.
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LO ESENCIAL Y LO VARIABLE En la obra, dicho conflicto se refleja constantemente en la presencia ubicua de dos motivos principales: el contraste (consustancial a la época de El gran teatro del mundo y al teatro de todos los tiempos) entre las apariencias y la realidad, y las alusiones continuas (visuales no menos que verbales) a un simbolismo de movimiento en plano vertical. El diálogo y la acción insisten en todo momento en los conceptos del disimulo, del secreto y del engaño, como también en las metáforas de subidas y bajadas, no solo (aunque obviamente) en las alusiones frecuentes al clásico mito de Ícaro, que presagian un desastre que solo al final se esquiva. Pecará de superficial por tanto cualquier concepto directoral que no intente hacer hincapié en aquellos dos motivos. Su importancia debiera influir incluso en la elección de nuestro espacio escénico; el segundo, por ejemplo, difícilmente podría subrayarse en un montaje en redondo, o en otro tipo de escenificación que no permitiera el uso de más de un único nivel. Pero esto aparte, El perro, como queda insinuado, es capaz de representarse del modo más diverso. Es una de aquellas obras que consisten en muy pocas salidas —en su caso, seis solamente—. El acto primero comprende dos (separadas por algunas horas), y ambas se sitúan en el palacio de la condesa. El segundo (¿un mes y pico después?) empieza en una calle cercana; esperada por sus pretendientes nobles, Diana aparece, con su séquito, desde una iglesia que según se dice está «enfrente», y Lope manda luego: «Todos se entren por la otra puerta acompañando a la condesa, y quede allí Teodoro» (v. 1277). Pero tras un soliloquio de este,Tristán le trae una carta (v. 1328), y comprendemos pronto que están de nuevo en el palacio. Como allí ha de situarse, sin «quedarse el tablado solo», todo el resto del acto, este constituye una sola salida. El tercero (muy poco después) también empieza en una calle, y se alude a una taberna; pero dentro de la primera salida se verifica un cambio de lugar parecido al anterior. Tristán, tras caminar hacia casa con Teodoro, anuncia que han llegado y le deja a solas (vv. 2559-61); después de otro soliloquio del secretario, «Sale la condesa» (v. 2575), y otra vez la escena es en su palacio.Terminada esta salida con un soliloquio de Marcela, «Sale el conde Ludovico, viejo, y Camilo» (v. 2729). Ya que luego aparece un paje, anunciando que le «busca un griego mercader» (v. 2754), pudiera suponerse que la acción se ha trasladado a la casa del conde; pero el «mercader», Tristán, quedando solo, es abordado —en una calle, es evidente— por los pretendientes nobles (v. 2922).
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Tras otra acotación: «Váyanse, y salgan Teodoro, de camino, y Marcela» (v. 2985), empieza una tercera y última salida, situada una vez más en el palacio de la condesa. En él transcurre, en efecto, nada menos que el ochenta por ciento de la comedia; el resto se sitúa en tres calles tan poco diferenciadas que pudieran ser una sola. No sería difícil, por tanto —sin excluir, desde luego, la posibilidad de una puesta en escena «pobre»—, montar nuestra obra de una manera no menos dinámica pero bastante más vistosa, con tal que se resolviera el problema de los cambios de lugar (en el acto segundo y el tercero) que deben efectuarse sin solución de continuidad. Por otra parte, El perro dista mucho de ser una comedia «de teatro». No exige estrictamente, salvo en los trajes, la menor espectacularidad. Pero esto tampoco quiere decir que no pudiéramos darle una puesta en escena vistosa. En resumidas cuentas: la comedia de Lope es una de las que se prestan, indiferentemente, a cualquiera de estas dos maneras de montarla. Intentaré configurar, en los últimos apartados del estudio presente, primero, un modelo «pobre», y luego, otro «rico».
EL TEXTO DE LOPE DE VEGA Y SU ADAPTACIÓN Conviene, sin embargo, afrontar con anterioridad la debatida cuestión de la adaptación de obras semejantes. A mí me resulta muy triste que con demasiada frecuencia —no sé si por un mal fundado complejo de inferioridad— los españoles permitan estragos en los mejores textos de sus grandes dramaturgos que rara vez tolerarían los compatriotas de Shakespeare o de Racine. Demasiados directores, por falta tal vez de confianza en sí mismos, en sus actores, en sus espectadores o en las obras que representan, las adaptan de modo excesivo. No niego, desde luego, la necesidad de cierta adaptación; quisiera solo que se hiciera con más mesura y más respeto. En cuanto a El perro, al adaptador le ofrecería las sugerencias que siguen. Huelga decir, espero, que importa siempre acudir primero a la mejor de las ediciones críticas. La labor del crítico textual consiste ante todo en restaurar como pueda la lectura del manuscrito que el dramaturgo entregó a los actores, aunque a veces sean interesantes también los cambios o recortes que se introdujeron después. A veces, el mismo poeta modificó su texto, si la obra había de reponerse o cuando se imprimía. El caso de El perro, sin embargo, es poco complicado. Habiéndose perdido el autógrafo de Lope, el único texto fiable es el que él mismo publicó en su
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Oncena parte (Madrid, 1618). Pero algunas lecturas de esta, por extraño que parezca, han desaparecido de casi todas las ediciones posteriores. Al principio de la obra, por ejemplo, el viejo escudero Otavio acude con estos versos a los gritos de la condesa: «Aunque su voz escuchaba, / a tal hora no creía / que era vuestra señoría / quien tan aprisa llamaba» (v. 2528)11. Diana le regaña por su tardanza en un parlamento de 18 versos, hacia el final del cual repite los del viejo (vv. 41-44). Evidentemente, Lope quería brindar a su principal actriz la oportunidad de remedar, con bastante efecto cómico, la voz y las palabras del anciano; pero todas las otras ediciones, a partir de la segunda (Barcelona, 1618), atribuyen absurdamente al mismo Otavio estos versos repetidos12. Al comienzo del acto tercero, por contraste, la primera edición atribuye por error ciertas réplicas de Ricardo a Federico, y viceversa. Federico, que vio a su prima abofetear a Teodoro (v. 2222), acaba de describir el incidente a su rival. Es Federico, pues, obviamente, quien dice lo siguiente: «La altivez y bizarría / de Diana me admiró, / y bien puede ser que yo / viese y no viese aquel día» (vv. 2388-2391). Los versos anteriores, por tanto (una fábula de Esopo), los dice no Federico, sino Ricardo. En cambio, es Ricardo quien debe decir después: «Antes que de esto se hable / en Nápoles y el decoro / de vuestra sangre se ofenda, / sea o no sea verdad, / ha de morir», y Federico el que responde: «Y es piedad / matarle, aunque ella lo entienda» (vv. 2398-2403). Afortunadamente, estas correcciones necesarias se encuentran respaldadas por un manuscrito temprano conservado en Inglaterra. Una vez restaurado así el texto primitivo, podemos modificarlo en la medida que creamos deseable. En el caso de El perro, sin embargo, existe muy poca necesidad de hacerlo. Al montar en Dublín, en 1988, mi propia versión inglesa, opté por no recortar o cambiar ni un solo verso; contaba, claro está, con la gran ventaja de poder aclarar, al traducirlo, cualquiera que me pareciera de difícil comprensión para los espectadores. Para un montaje en español el problema tendría que enfocarse de una manera distinta.
11 Este primer empleo del tratamiento «señoría» señala desde el principio de la comedia la importancia enorme en ella de las diferencias de clase. Aparecerá 35 veces, muchísimo más que en cualquier otra de las cien obras estudiadas por Ly, 1979. 12 En una adaptación estrenada en 1962, se llegó a inventar incluso, para que los dijera Octavio, otros cuatro versos distintos.
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La solución pedante sería insistir en dejar los versos como Lope los escribió y correr el riesgo de fastidiar a actores y espectadores. En algunos casos, sin duda, es más sensato suprimirlos, aunque esto se debiera hacer con un criterio conservador. Tratándose como se trata de una obra maestra, casi toda omisión de versos que se nos antojen «incomprensibles» supone una pérdida de sabor, de sutileza y de textura, y, a veces, son necesarios para la trama, el contexto dramático o la caracterización. El único remedio entonces será cambiarlos, cuidando siempre, desde luego, de no desentonar, de no introducir por ejemplo vocablos muy modernos, ni estropear el metro. Bastantes voces antiguas —«escuro», «nacistes», «dotor» o «catredático»— se pueden modernizar sin más; otras nos ofrecen, en cambio, problemas un poco mayores. Los divertidos récipes o recetas de Tristán para varios tipos de amante, en un latín macarrónico (vv. 1378-1399), quizás deban sacrificarse; no así los ridículos gongorismos cuyo uso caracteriza al marqués y a su criado socarrón: «En campañas de sal pies de madera / por las remotas aguas estampara» (vv. 733-734), o bien «¿No has visto por el oriente / salir, serena mañana, / el sol con mil rayos de oro, / cuando dora el blanco toro / que pace campos de grana?» (vv. 1222-1226). Dos versos enteros son citas de Petrarca y de Garcilaso (vv. 564 y 2254); aunque el público de hoy no los reconozca, no se pueden eliminar, ya que Lope ha construido todo un soneto en torno a cada uno; en cambio, algunas de las cuantiosas alusiones, familiares entonces, al mundo griego y romano, habrán de desecharse. Sería de lamentar, por otra parte, la pérdida de dos anécdotas breves, a cuyos protagonistas —César Borgia y el rey Creso— Lope no se cree obligado a identificar siquiera (vv. 1418-1427 y 1456-1459); la solución pudiera ser la que escogí en mi traducción: nombrarlos13. Sobre todo hay que retener —pero explicar, tal vez— el chiste más genial de la comedia entera (por más que un censor de 1815 lo tachara por escabroso). Cuando la condesa, después de abofetear a su secretario, le promete dos mil escudos a cambio de su pañuelo ensangrentado, el gracioso Tristán comenta: «Pagó la sangre, y te ha hecho / doncella por las narices» (vv. 2353-2355). Es un concepto clave; con un cambio de roles sexuales, la noble (como si fuera un comendador abusivo) ha indemnizado a su inferior por el estupro de su órgano nasal. En mi traducción, introduje una alusión esclarecedora al notorio droit du seigneur, algo parecido pudiera hacer el adaptador español. 13
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Vega, The Dog in the Manger.
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Pero la característica más distintiva de El perro del hortelano es la gran frecuencia con que explota el recurso del soliloquio —en palabras de Buero Vallejo, «el vehículo revelador por excelencia del hombre interior»—. Implica un interés inusitado por parte de Lope en la exploración de sus temas y la caracterización de sus personajes principales. Dramáticamente, también, estos parlamentos son momentos de pausada reflexión, en contraste con el ritmo vertiginoso del diálogo y de la acción. Importa por tanto conservar la gran mayoría de ellos, subrayando tal vez su distinta índole mediante cambios de luz y / o de la situación en escena de los actores que los dicen. Nada menos que nueve de ellos (si contamos como tales los dos «borrones de cartas» —veladas declaraciones de amor— que intercambian en el acto primero la condesa y el secretario) se encierran en la forma estricta de un soneto petrarquista. El sonetista más prolífico del mundo optó por incluir en la mejor de sus comedias más poemas de este tipo que en cualquier otra obra suya. ¿Conviene que desechemos alguno de estos sonetos? Las cartas ya mencionadas son esenciales a la intriga. El soliloquio de Diana que cierra la primera salida nos da a conocer su atracción hacia Teodoro; plantea al mismo tiempo el tema central de la obra —el conflicto de amor y honor— y sugiere proféticamente su desarrollo (vv. 325-338). Su otro soneto, y los tres de Teodoro, revelan su estado anímico y nos aclaran los móviles de su conducta futura. Menos fundamentales tal vez (si bien la actriz los echaría de menos) son los dos que Lope inserta para la desgraciada Marcela. El primero, pronunciado aparte en presencia de Teodoro y de Tristán, lamenta el fracaso de uno de los remedios de amor ovidianos, que ensayan en vano, uno tras otro, los tres protagonistas (vv. 1794-1807)14; el segundo expresa en términos trágicos su amarga desilusión (vv. 2716-2729). Los demás soliloquios (en redondillas, décimas y romances) añaden por otra parte bastante poco, y pudieran bien «sangrarse». Lástima sería, por contraste, recortar en lo más mínimo los largos pero chispeantes parlamentos del gracioso.
14 Ver la «Introducción» a mi edición crítica (Vega, El perro del hortelano, ed. Dixon, pp. 26-34).
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UN MONTAJE MINIMALISTA El mismo Lope imaginó, sin duda, una puesta en escena «pobre», del tipo que El perro habrá tenido en uno de los corrales de Madrid (o como «particular», en un palacio real) y que yo le di en Dublín. Aprovechando un espacio bastante parecido al pequeño corral de Almagro, concebí —hasta cierto punto— una puesta en escena de las que se suelen tildar de «arqueológicas». A mi luminotécnica, por ejemplo, le pedí solamente que diferenciase un poco las escenas exteriores de las de puertas adentro; más «auténtico» todavía sería el efecto que le pedí dos años después para mi versión de Fuenteovejuna: la luz «natural», en toda la obra, de una tarde soleada —la iluminación normal, es decir, de los corrales de comedias—. En un montaje parecido, pero menos «arqueológico», el director, claro está, pudiera optar por explotar efectos de luz más modernos; hacer teatro «pobre» no implica necesariamente prescindir de nuestros avances técnicos. Podrían servir, por ejemplo, para destacar al mismo comienzo de la obra su más potente símbolo visual. Lo primero que debemos ver es un sombrero ataviado con plumas excesivas (v. 120); lo lleva, amén de «una capa guarnecida» —prendas de noble las dos— un personaje anónimo al que vemos y escuchamos en el acto de escaparse con otro, «Tristán, criado», muy diferentemente tocado y vestido. Igual que la condesa que le persigue, suponemos por estas «señas» (v. 49) que el fugitivo debe ser un «gentilhombre» (v. 5). Pero Fabio, alegando después que el desconocido tiró su sombrero a una luz, trae al escenario un sombrero que «no puede ser peor» (v. 108), y evoca burlonamente el mito de Ícaro: «El sol la lámpara fue, / Ícaro el sombrero, y luego / las plumas deshizo el fuego» (vv. 129-131). El sentido de este enigmático emblema se aclara —y se complica— en el curso de la obra. El sombrero emplumado es una apariencia falsa; anticipa el vuelo temerario hacia la lámpara —el sol— la condesa, de su portador Teodoro, que llevará en la segunda salida la indumentaria propia de un mero secretario. Pero falsa resulta ser también su presunta destrucción; quien de hecho tiró su sombrero, sabemos luego, fue Tristán.Y Teodoro al final lo debe llevar de nuevo, al vestirse de caballero. Entonces también será una seña fraudulenta de nobleza de sangre, pero significará al mismo tiempo su «nobleza natural»15. Semejante explotación de los signos indumentarios 15
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Ver Dixon, 1992a, pp. 97-101.
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es típica de la comedia. Los dramaturgos áureos, como también sus representantes, se preocupaban siempre de los trajes que estos habían de llevar. Además de ser el elemento más lucido de las comedias de corral, indicaban muy a menudo el lugar y la hora, la situación social de los distintos personajes, e incluso su carácter o su estado emocional. Al director actual le incumbe no desatenderlos, sobre todo si se propone una puesta en escena «pobre». Los de la nobleza hereditaria deben pregonar su rango (y en el caso del marqués, su afectación) frente a todos las demás. Los más diversos han de ser, sin embargo, los de Tristán. En el acto primero debe estar «con vergüenza de estas calzas» (v. 603). Al comienzo del tercero, por contraste, aparece «vestido de nuevo» (v. 2415). Se subraya así el ascenso de su amo Teodoro, que también ha de llevar «tantas galas» que parecen «nuevas alas» (vv. 2393-2394), y salir después «de camino» (v. 2986), con las espuelas a las que alude (v. 3030). Asimismo, Tristán, antes de su encuentro con el conde Ludovico, ha de ponerse (para quitárselo rápidamente en el tablado después) un disfraz estrafalario, símbolo de lo absurdo e inverosímil de su fraude: «con el armenio turbante / las hopalandas greguescas» (vv. 2920-2921). Emblemáticos son también los pocos accesorios que exige el texto de Lope: los papeles, prendas y dineros que intercambian los personajes, y sobre todo tal vez el pañuelo teñido de sangre que Diana compra a Teodoro al final del acto segundo. (En Lope pensaba sin duda Tirso al escribir: «La corona es para quien / [...] / entretiene al auditorio / dos horas, sin que se gaste / más de un billete, dos cintas, / un vaso de agua o un guante»16). Lo mismo puede decirse de los muebles que se precisan, como las sillas que pide la condesa (v. 688) cuando el marqués la visita (otra señal, entre tantas, de su reverencia por la nobleza de sangre), y sobre todo los que se emplean para subrayar, ambiguamente, la distancia social que la separa de su secretario: el «bufetillo y recado de escribir», la almohada para las rodillas de él y la «silla alta» en que se sienta ella para dictarle una carta dirigida a él mismo (vv. 1995-2025). Gran parte también de las acciones —movimientos, ademanes y gestos— de todos los personajes son impuestas por el texto. Diana, por ejemplo, ha de romper o impedir, una vez en cada acto, un abrazo (simbólico, como siempre) de su amante y su rival (vv. 971, 1988, 3145); fingir, ante Teodoro (v. 1143) una caída provocativa (y simbólica también, como en tantísimas comedias); e incluso abofetearle (v. 2221), acción 16
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Tirso de Molina, La fingida Arcadia, p. 1423.
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escandalosa que da lugar a múltiples comentarios. Su travesía por el escenario al comienzo del acto segundo debe remedar, según indica el diálogo, la carrera del sol en su paso por el zodíaco; y el episodio posterior en que ella presencia e interrumpe la reconciliación de Teodoro y Marcela, mediada por el «bellaco lacayo», es lo que se llama un «texto dramático» plenamente logrado ya. El diálogo, aunque exento de toda acotación —menos una, significativa: «Váyase con un reverencia Marcela» (v. 190)— se escenifica por sí solo. Es notable, por otra parte, que Lope no añada al texto (acaso por innecesarias) las menores indicaciones (salvo dos «dentro» y un solo «detrás del paño»: vv. 1639, 1643, 3317) sobre el uso que se había de hacer de la misma estructura del corral de comedias. Supuso a lo mejor que en «el espacio de las apariencias», en medio del vestuario, se figuraría un estrado, adornado probablemente con los tapices que se mencionan (vv. 1450, 1513, 2010) y descubierto siempre que la acción se ubicaba en el palacio para convertir el tablado entero, sinecdóticamente, en una sala de recibo. En Dublín, sin embargo, opté por no emplearlo así; preferí colgar ante él, como un recuerdo constante para el público de hoy (menos versado en mitologías que los mosqueteros de entonces), otro tipo de «figuras [...] pintadas» (vv. 1458-1459): un lienzo que representaba la caída de Ícaro. Algo extraña parece también la falta de alusiones a «lo alto del teatro», el corredor (o corredores) encima del vestuario que se empleaba a menudo, no solo escénicamente (para representar una torre, las murallas de una ciudad o una ventana alta), sino con fines más simbólicos. Es tentador conjeturar (sin fundamento alguno) que el texto de El perro que tenemos pudiera haberse escrito o adaptado para un teatro desprovisto de corredor. (La primera versión de La vida es sueño tampoco prevé su uso, aunque en este caso la explicación pudiera ser que faltaba una conexión visible entre corredor y tablado, por no ser factible proveer el «monte» aludido en el diálogo)17. De todos modos, como en Dublín sí teníamos una galería, la aproveché con el intento de poner más énfasis todavía en la jerarquía social. Cada vez que era posible, aparecía allí la condesa; y de allí salió, al comienzo y al fin, su secretario «ennoblecido». No creo que a Lope, que en otras obras explotó semejante simbolismo, le hubiera disgustado18. La «arqueología» no debe ser nunca una maestra
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Ver Ruano de La Haza, 1992. Ver sobre todo Varey, 1987, y otros estudios suyos en el mismo volumen.
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tirana; pero sí nos sugiere ideas en que debiéramos meditar al planear cualquier montaje —«pobre» o «rico»— de una comedia clásica.
UN MONTAJE MÁS VISTOSO Un espacio escénico «moderno» —o, más propiamente dicho, del tipo que hemos heredado de nuestros bisabuelos y que el público mayoritario llamaría un teatro «verdadero»— nos ofrece la alternativa de una puesta en escena «rica». Nos ayudaría incluso a hacer aún más patente el mensaje de la comedia, sin obligarnos a sacrificar lo esencial de ella —su fluidez y dinamismo—, con tal que optáramos por emplear un decorado único. Imaginemos, pues, un montaje de esta índole. Al levantarse el telón de boca, o mejor —porque hemos prescindido de él por pasado de moda ya—, al entrar en el auditorio cualquier espectador, ha de ver en un primer término una calle napolitana del siglo XVII. A cada lado, la esquina de uno de los edificios que la componen: a la derecha, la iglesia del comienzo del acto segundo; a la izquierda, la taberna del tercero. Los otros edificios, campanarios, perspectivas de techos, etc., se representan en un telón colgante de gasa. Apagadas lentamente las luces de la sala y las de este término, se transparenta —a medida que ganan fuerza un par de focos que proyectan sobre dos áreas del foro una tenue luz de luna— el decorado principal: la sala mayor de un magnífico palazzo renacentista. A cada lado de este, un gran portal de dos batientes, coronado por un escudo de armas y luego por un ventanal ricamente ornamentado. En el centro de la pared del fondo, adornada con tapices y entrecortada por columnas que se pierden en lo alto, se ve una puerta grande y, a cada lado de esta, un imponente sillón. Pero el rasgo más distintivo son dos enormes escaleras, unidas por una barandilla de piedra en forma de herradura. Llenando gran parte del foro, suben las escaleras del tablado por ambas partes para dar acceso a una galería que corre por todo el fondo. Esta galería, que se pierde por ambos extremos, se supone iluminada en cada uno de ellos por una ventana invisible. La pared que la cierra detrás ostenta a cada lado, por arriba de la escalera, un óleo inmenso de la época. Los temas son —¿cómo no?— El vuelo y La caída de Ícaro. Entre dichas pinturas, la galería, que limita por delante la parte central de la barandilla, tiene como fondo unas largas cortinas de tela rica, tras las cuales se supone que se oculta el
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aposento de la condesa. La simetría, total, es voluntaria: un aserto de riqueza y poder y de confianza en la permanencia del sistema estamental. Las áreas iluminadas son el centro del tablado y el de la galería. El telón colgante se levanta durante un largo silencio. Pero, súbitamente, por las cortinas centrales, aparece en la galería... un sombrero muy emplumado. De momento el espectador apenas ve más que este y el brillo de la capa, guarnecida de oro, del hombre que lo lleva. El hombre desciende rápidamente la escalera de la derecha, volviéndose para apellidar a un criado: «Huye, Tristán, por aquí». Este, que acaba también de salir por las cortinas, baja al vuelo, respondiéndole, por la escalera opuesta. El desconocido, nada más pronunciada su segunda réplica, ha entrado por el portal de la derecha, donde casi le alcanza el otro. En seguida, las cortinas se abren de nuevo y sale la condesa, persiguiendo a voces a los fugitivos y gritando con impaciencia a sus criados. Estos salen, uno a uno, por la puerta central de abajo. Al primero (Fabio) le manda entrar en busca de los intrusos por el portal de la derecha. Cuando aparece el segundo (Otavio), desciende hablando con él la escalera de la derecha. La comedia ha comenzado de la manera más dramática y enigmática; el misterio, igual que las luces del escenario, ha de iluminarse solo paulatinamente. Las criadas de la condesa, traídas por Fabio, saldrán también —y entrarán, después de su «inquisición» (v. 184), con sendas «reverencias» (v. 325)— por la puerta central de abajo, que conduce a otras salas y dependencias; por ella, en efecto, han de aparecer siempre los personajes más humildes de la comedia. La condesa también, alguna vez; pero esta, por regla general, debe salir y entrar arriba. Por ejemplo, durante el soliloquio con el cual da fin a este primer episodio (vv. 325-338) subirá la escalera de la derecha para regresar a su aposento privado. La luz del sol, que empieza a filtrarse ahora por uno de los ventanales, anuncia la llegada de la mañana siguiente. Por el portal de la derecha (por donde antes, según se supone, lograron bajar a la calle) aparecen de nuevo Teodoro (llevando ya su traje de secretario) y su lacayo Tristán (vestido, como antes, muy pobremente, pero sin el sombrero perdido). La condesa sale arriba con su «borrón de carta»; baja la escalera para entregarlo a Teodoro, que, después de haberlo leído y habiendo sido enviado a «escribirlo mejor», desaparece por la puerta. El marqués Ricardo sale (y entrará después) por el portal de la izquierda, que utilizan siempre los visitantes nobles.Teodoro reaparece con su nueva versión de la carta; Diana, después de leerla, sube con ella a su aposento oculto. De allí sal-
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drá de nuevo para sorprender el abrazo de Teodoro y Marcela, y bajará blandiendo la llave de la cuadra en que ha de encerrarse esta. Después de su caída fingida —y la tímida pero correcta reacción de su secretario— subirá la escalera, dejando solo a este, y un apagón bastante rápido terminará el primero de los tres actos. Bajado durante el descanso el telón colgante, el segundo empieza en la calle. Federico y su criado salen por la derecha; Ricardo y el suyo, por la izquierda. La condesa y su séquito, desde la derecha, cruzan delante de ellos, y todos entran por la izquierda, menos Teodoro. Al terminar su soliloquio, Teodoro se vuelve hacia el telón, y este se levanta (durante un cambio de luces) para que pase directamente a la sala del palazzo, donde Tristán se une a él y le da el papel de Marcela. Allí transcurre, sin interrupción, el resto del acto segundo. En todo él no se precisa el empleo de las escaleras; es deseable sin embargo que Diana, tras anunciar a Teodoro que se casa con el marqués, suba con Anarda por una de ellas (v. 1986), y que ambas aparezcan «en lo alto» para espiar e interrumpir la nueva reconciliación de Teodoro con Marcela (v. 1889). El acto tercero, como el segundo, empieza en la calle; el telón colgante se ha bajado e iluminado de nuevo. En la primera salida, todos los personajes aparecen por la izquierda: Ricardo y Federico, que cruzan a la derecha y entran más tarde allí; los acompañantes de Tristán, que acuden pronto a la taberna; y Teodoro, que se junta con su lacayo y deambula con él. Pero Tristán, después de decir: «A casa hemos llegado; a Dios te queda» (v. 2559), desaparece por la izquierda. Exactamente como en el acto anterior, el telón se levanta tras el soliloquio de Teodoro para que este pase al palazzo y Diana baje una escalera para dialogar con él (v. 2576). Una vez entrado Teodoro, y después de otro diálogo con Marcela, la condesa sube otra vez; Marcela entra por la puerta, el telón colgante baja, y estamos de nuevo en la calle. Allí tienen lugar los encuentros de Tristán (en su traje de mercader) con Ludovico y Camilo, como también (habiéndoselo quitado y en su papel de fanfarrón) con Ricardo y Federico. El telón se levanta por última vez, ya que el resto de la comedia transcurre en el palazzo.Teodoro sale, vestido «de camino», y la condesa baja para despedirle. Pero mientras «manos y prendas se dan», Ludovico y Camilo irrumpen por el portal de la izquierda. Cuando Diana, a solas por fin con Teodoro después de la «revelación», le dice «Vete a vestir» (v. 3181), él sube una escalera, respondiendo al hacerlo a los comentarios de ella: «Está ya el juego trocado, / y soy yo el señor agora» (vv. 3189-3190). Desciende poco después, llevando como al co-
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mienzo su sombrero y capa de noble. Al confesar el engaño a su amante, se quita, sin embargo, las plumas fraudulentas. Intenta como al principio huir por el parral de la derecha, pero ella le detiene, restaurándole el sombrero (v. 3308). Los nobles salen, como siempre, por el portal de la izquierda; los criados de la casa, por la puerta central del fondo. Al final de la comedia se forma un cuadro de una simetría total: Ricardo preside por una parre el casamiento de Fabio con Marcela; Federico, por otra, el de Tristán con Dorotea; y Ludovico, en el centro, el de Teodoro con la condesa. Sin apartarse del cuadro, el secretario «ennoblecido» interpela a cada espectador, rogándole no tirar la primera piedra a su tejado de vidrio. Como dijo el gran lopista José Fernández Montesinos, el Barroco es el arte de no renunciar a nada. Actualizar su teatro nos pide un arte nuevo: el de no renunciar, al montarlo de una manera moderna, a ninguna de sus cualidades duraderas.
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EL POST-LOPE: LA NOCHE DE SAN JUAN, META-COMEDIA URBANA PARA PALACIO
El tema de las Jornadas a las cuales se destina esta ponencia, «Lope de Vega: comedia urbana y comedia palatina», implica un intento de distinguir en la obra del Fénix entre los dos géneros así llamados. El término palatina se ha puesto muy de moda, y no niego su adecuación a muchas obras suyas. Sí creo, por otra parte, que se debe usar con cuidado. En concreto, he ido sosteniendo que últimamente que El perro del hortelano, quizás su mejor comedia, aunque viene designándose «palatina», se acerca más bien al género de la comedia urbana, pero es a fin de cuentas una obra sui generis y en varios sentidos subversiva. En general, debo confesar, también subversivamente, que no me fío mucho de parecidas distinciones. Se escapan de ellas, precisamente por una fuerte dosis de originalidad, muchas obras maestras de genios tan variopintos y proteicos como Lope. Parafraseándole: Buen ejemplo nos da [el Monstruo de la] Naturaleza, que por tal variedad tiene [tantísima] belleza.
De modo que pido disculpas por no volver a enfrentarme aquí con esa cuestión de los géneros. Prefiero hablar de una obra suya que es indudablemente una comedia urbana, pero a la vez no solo palaciega sino otra especie única: La noche de San Juan. El «post-Lope» de mi título es un término acuñado por el gran lopista que fue el llorado Juan Manuel Rozas, a cuya memoria dedico este humilde trabajo. En un estudio magistral de El castigo sin venganza, recordó que Frida Weber de Kurlat había hablado de un primer «Lope pre-Lope» y de un más maduro «Lope-Lope». Pero añadió:
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La pregunta que la obra nos hace es la de si la técnica es de LopeLope, colocando aquí una variada muestra de obras maestras: Fuenteovejuna, Peribáñez, El caballero de Olmedo, El bastardo Mudarra, ya muy lejanas del inicial pre-Lope. Y creo que hay que crear un nuevo término y hablar de un post-Lope, en varios sentidos. O de un más allá del Lope mejor, una vez que fijó en las obras citadas su sistema1.
En cuanto a El castigo, estoy de acuerdo totalmente. Solo quiero insinuar aquí que al lado de esa magnífica tragedia pudiéramos colocar, como una muestra algo distinta del referido «post-Lope», la «farsa» que compuso unas pocas semanas antes, y que puede haber sido en cierto sentido su fuente de inspiración. Recordemos cómo fue para Lope la última década de su vida, estudiada con detalle por Rozas en «El ciclo de senectute: Lope y Felipe IV», pero fijándonos un poco más en sus obras de teatro. Dicha década es ella misma una larga tragedia. Son años de angustias familiares, de pobreza, desengaño y amarga reflexión, sobre todo por negarle Palacio, repetidamente, el aprecio y favor que su genio merecía. Como Rozas apunta, «en este último ciclo de su vida casi no produce dramas»2. En 1625, aquel annus mirabilis para las armas españolas, escribe sin duda por encargo El Brasil restituido, escenificada en el Alcázar casi simultáneamente con La rendición de Bredá del joven Calderón3. En diciembre del 27, se representa allí su ópera La selva sin amor, pero el montaje de Cosimo Lotti eclipsa de tal manera el corto texto de Lope que aunque este «era el alma, la hermosura de aquel cuerpo hacía que los oídos se rindiesen a los ojos»4. Después de aquella fecha no nos consta con certeza que escribiera más de unas diez comedias, y de estas —con la excepción posible de El amor enamorado, que puede haber sido la «fábula de Dafne» montada también por Lotti cuando ya agonizaba5— la única encargada por Palacio es la que nos ocupa6. Estaba ya cansado de buscar
1
Rozas, 1990, p. 377. Rozas, 1990, p. 129. 3 La obra de Lope se representó el 6 de noviembre; la de Calderón, el 5, a lo más tarde. 4 Ver Whitaker, 1984, p. 46. 5 Ver Vega, El amor enamorado, pp. 9-11. 6 Seguramente posteriores a 1627 parecen ser: La vida de san Pedro Nolasco, No son todos ruiseñores, La noche de San Juan, El castigo sin venganza, ¡Si no vieran las mujeres!; El desprecio agradecido, Las bizarrías de Belisa, El amor enamorado, El guante de 2
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(con sus «versos mercantiles») el aplauso del público mayoritario de los corrales. En una carta de 1628 a su amigo el «discreto de Palacio» don Antonio Hurtado de Mendoza, dice haberse negado, por un año al menos, a escribir una comedia en colaboración con Montalbán y Godínez, en competencia con otra de Vélez, Calderón y Mira: «Grande invención, solemne disparate, desautorizada cosa, gran plato para el vulgo»7.Y en 1630 escribe al duque de Sessa: Días ha que he deseado dejar de escribir para el teatro, así por la edad, que pide cosas más severas, como por el cansancio y aflicción de espíritu en que me ponen [...] Con desagradar al pueblo dos historias que le di bien escritas y mal escuchadas he conocido, o que quieren verdes años, o que no quiere el cielo que halle la muerte a un sacerdote escribiendo lacayos de comedias, he propuesto dejarlas de todo punto, por no ser como las mujeres hermosas, que a la vejez todos se burlan de ellas.
A continuación suplica desesperadamente, por última vez, al duque: reciba con público nombre en su servicio un criado que ha más de veinticinco años que le tiene secreto; porque sin su favor no podré salir con vitoria de este cuidado, nombrándome algún moderado salario, que, con la pensión que tengo, ayude a pasar este poco que me puede quedar de vida. El oficio de capellán es muy a propósito [...]8
El año anterior, casi seguramente, había fracasado de nuevo otra ambición del poeta, perseguida también durante muchísimos años: la de ser nombrado cronista real. Que dicho puesto se diese al joven erudito don Joseph Pellicer de Salas, despertó o intensificó su inquina contra este. En el preludio a su El fénix y su historia natural, tasado el 22 de noviembre de 1629, Pellicer se queja de haber visto a su poema «en una escena ilustre [...] mordido de la boca de un lobo». En el Laurel de Apolo, que sale en febrero, Lope lanza un nuevo ataque, al que Pellicer responde el mismo mes en los preliminares de sus Lecciones solemnes a las obras de don Luis doña Blanca y las probablemente auténticas Los Tellos de Meneses II y La hermosa fea. Consúltese Morley y Bruerton, 1968. 7 González de Amezúa, 1935-1943, t. IV, p. 102. Al mismo, en el mismo año, se queja de que, a pesar de haberse prohibido después de su Parte XX de 1625 la publicación de comedias, ha salido el Primero tomo de las de Alarcón: «solo para mí no hay licencia» (González de Amezúa, 1935-1943, IV, p. 131). 8 González de Amezúa, 1935-1943, t. IV, pp. 143-144.
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de Góngora9. Pero Lope, hasta su muerte, seguirá satirizando al cronista, convirtiéndose (en palabras de Rozas) «en un verdugo especializado en Pellicer»10. Tampoco desistirá, sin embargo, de seguir solicitando algún oficio real. En 1630 presenta sin duda un memorial de pretendiente, la «versión artística» del cual es su Epístola a Claudio. En diciembre del 32 explicará en una carta: «A fe que no estoy para gracias, viendo después de dos años la poca que he merecido en tan justa pretensión con tantos servicios. Pecados míos son, Dios los castiga, paciencia»11. Por entonces dirá también a su propio Huerto deshecho: Consuélate conmigo, que, después de dos años pretendiente, los servicios no digo, que fuera memorial impertinente.
Pero no dejará de esperar, o al menos de protestar, sin paciencia ni consuelo. Desde principios del 31, en efecto, podemos decir, de nuevo en palabras de Rozas que «la cuestión del oficio en la Corte» será su «gran obsesión»12. Semejante obsesión se refleja, inevitablemente, en sus últimas obras dramáticas. Las escribe, cuando no por pobreza, con más deseo que nunca de ganarse no el aplauso del gran público, que afecta despreciar, sino lo que siempre ambicionaba más, el apoyo de los poderosos y el aprecio de los discretos; para desplegar su nada desestimable (aunque sí exagerada) erudición, y sobre todo su capacidad para «cosas más severas»; para demostrar su superioridad a los «pájaros nuevos» (o «barcos nuevos») en el teatro o la poesía que amenazaban con hacerle sombra13, a los escritores antiguos (aun en su propio terreno), e incluso a sí mismo, al Lope-Lope.
9 Impresas (como El Fénix y su historia natural) por la Imprenta Real, con tasa del 27 de febrero de 1630; la de Laurel de Apolo es del 4. 10 Rozas, 1990, p. 165. 11 González de Amezúa, 1935-1943, t. IV, p. 150. 12 Rozas, 1990, pp. 83 y 106. 13 En su égloga Amarilis, Olimpio aconseja a Silvia: «Canta, y darás envidia / a los pájaros nuevos, que fastidia / el canto de los dulces ruiseñores» (Vega, Colección de las obras sueltas, t. IX, p. 149). En una de sus «barquillas» Lope escribe: «No mires los que salen, / ni barco nuevo envidies, / porque le adornen jarcias / y velas le entapicen» (Vega, La Dorotea, p. 212).
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Ejemplo es La Dorotea, que publica en el 32, con el subtítulo acción en prosa. Como Morby comenta, «es menos acción que comentario de acciones»14 y lo de en prosa la diferencia de los otros dramas de Lope a la vez que los recuerda: porque siendo tan cierta imitación de la verdad, le pareció que no lo sería hablando las personas en verso como las demás que ha escrito; si bien ha puesto algunos que ellas refieren, porque descanse quien leyere en ellos de la continuación de la prosa, y porque no le falte a La Dorotea la variedad, con el deseo de que salga hermosa, aunque esto pocas veces se vea en las griegas, latinas y toscanas15.
Parecidamente —y al contrario— explica que «si algún defecto hubiere en el arte [...] sea la disculpa la verdad; que más quiso el poeta seguirla que estrecharse a las impertinentes leyes de la fábula»16. En realidad interesa, como también comenta Morby, «la evidencia de los esfuerzos por no violar a la ligera las reglas del “arte”»17, por observar en lo posible las unidades de lugar y tiempo y «producir un efecto de acción casi continua»18. Es más: a pesar de todas sus deudas para con La Celestina (variante española ella misma de la comedia humanística), la forma de La Dorotea —su división en cinco actos y el empleo de coros, mensajeros y sueños— imita a su manera la de una tragedia antigua. Muy evidente además es su inmensa carga de erudición, «ajustada a su lugar», según pretende Lope. La usa para caracterizar de distintas maneras a sus distintos personajes, y para satirizar también, a veces a pedantes (como don Joseph Pellicer), pero otras veces sin duda a sí mismo y sus escritos anteriores. Pero sigue funcionando como autobombo. La intención burlona con que Lope la emplea, como también comenta Morby, «no quita que la erudición, minada por su ironía, conserve su valor de erudición»19. Y sin embargo este espíritu lúdico, paródico, de «figura del donaire», aunque muy frecuente en Lope, se perfila más claramente que nunca, al lado del más amargo desengaño, en las obras del post-Lope, como esta «acción en prosa», las Rimas de Burguillos y desde luego La gatomaquia. 14 15 16 17 18 19
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En Vega, La Dorotea, p. 11. Vega, La Dorotea, p. 45. Vega, La Dorotea, p. 46. En Vega, La Dorotea, p. 15. En Vega, La Dorotea, p. 16. En Vega, La Dorotea, p. 25
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Las aprobaciones de La Dorotea se firman el 6 de mayo del 32; tres días después, la licencia de representar El castigo sin venganza, terminada por Lope el primero de agosto del año anterior20. Montada «en la Corte solo un día» (por causas que no deja claras ni él ni la crítica de hoy), aunque luego en Palacio el 3 de febrero del 3321, la publica suelta, dedicándola a Sessa, en Barcelona en el 34, además de prever su aparición en el 35 en su Veinte y una parte. En su prólogo Al letor la llama (como también en su autógrafo y en la Parte) tragedia, añadiendo que «está escrita al estilo español, no por la antigüedad griega y severidad latina, huyendo de las sombras, nuncios y coros, porque el gusto puede mudar los preceptos, como el uso los trajes y el tiempo las costumbres»22. En realidad, sin embargo, al escribirla sigue bastante de cerca —rectificándolas, eso sí— las reglas neo-clásicas, como subrayamos Isabel Torres y yo en otro estudio23. Pero intentamos mostrar también que en ella recordó e intentó superar el Hipólito de Séneca, que conocía muy bien, sin olvidarse quizás de las obras en prosa del filósofo cordobés, que en aquel momento estaba más que nunca de moda en la Corte. Insistimos además en que al mismo tiempo buscaba hacerse valer, en esta obra maestra suya, frente a todos los «pájaros nuevos»; en que estaba empeñado, como ha dicho Domingo Ynduráin, «en vencer a sus competidores y escribir una tragedia superior y diferente a la de sus antagonistas»24. Creímos oír en la segunda salida, en labios de Batín, «la voz de su amo». El gracioso, preguntando primero a Lucrecia si «es posible que no llega / aun hasta Mantua» su fama, pretende luego haberse vanagloriado «por donaire, / que no porque piense o tenga / satisfacción y arrogancia». Y añade: «Verdad es que yo quisiera / tener fama entre hombres sabios / que ciencia y letras profesan»25.Y ya en la primera salida el duque de Ferrara, después de expresar su desprecio por las opiniones del vulgo, y antes de oír ensayando a una actriz de fama y de pronunciar su celebrada descripción del teatro como «espejo», ha pedido a Febo para sus propias bodas con Casandra «las comedias mejores,
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Utilizo la edición de J. M. Díez-Borque de El castigo sin venganza. Shergold y Varey, 1963, p. 220. Vega, El castigo sin venganza, ed. Díez-Borque, p. 112 Dixon y Torres, 1994. Ynduráin, 1987, p. 151. Vega, El castigo sin venganza, ed. Díez-Borque, pp. 141-142.
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/ que no quiero que repares / en las que fueren vulgares»; y el criado le ha prometido: «Las que ingenios y señores / aprobaren, llevaremos»26. Sin duda se preguntó Lope, al escribir estos versos, en qué medida y con qué posible provecho había acrecentado su «fama entre hombres sabios» y conseguido la aprobación de «ingenios y señores» con la comedia pedida mes y medio antes por el conde-duque de Olivares, si no para unas bodas para una fiesta real. Como sabemos por una detallada relación de dicha fiesta27, no habiendo construido todavía el Palacio del Buen Retiro, Olivares había «festejado a sus majestades y altezas, domingo primero de junio», en el jardín de su cuñado, el conde de Monterrey, al otro lado del Prado, y concebido luego el propósito de montar la noche de San Juan, solo tres semanas después, en el mismo jardín y otros confinantes, un festín más opulento, «que había de constar, entre otros aparatos, de dos comedias nuevas»28. Con gran apremio, «ordenó» que compusiesen la primera don Francisco de Quevedo y don Antonio de Mendoza, y la segunda Lope. Encargó las obras al marqués Juan Bautista, hermano del cardenal Crecencio29, y los demás preparativos a diversos miembros de su propia familia. Llegada la familia real a las nueve de la noche, la compañía de Manuel Vallejo representó Quien más miente, medra más, que con su música, loa y bailes duró dos horas y media. Después de una colación y de haberse puesto los invitados distintos vestidos de fiesta, la comedia de Lope, precedida por una loa y acompañada de tres bailes compuestos por Quiñones, fue representada por la compañía de Cristóbal de Avendaño. Tras una magnífica cena, las personas reales y sus damas partieron en una procesión de coches, acompañados por otros en que iban coros de música, y dieron vueltas por el Prado antes de regresar a Palacio. El relator de la fiesta nos cuenta además algunos detalles del ambiente no del todo ajenos quizás a la obra de Lope que luego examinaremos; que iban en dicha procesión, «disfrazados en el traje de [la guarda], algunos galanes, [...] más acechando, que asistiendo»; que «al amanecer se descubrió en el jardín tanta gente escondida, que hizo admiración su quietud y su paciencia»; y que «estando el Prado tan vecino, que no le 26
Vega, El castigo sin venganza, ed. Díez-Borque, p. 124. Publicada en Pellicer, 1804, pp. 167-190; y reproducida en Vega, La noche de San Juan, ed. Stoll, edición que utilizo en adelante. 28 En Vega, La noche de San Juan, ed. Stoll, p. 167. 29 En Vega, La noche de San Juan, ed. Stoll, p. 165. 27
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dividía sino una pared delgada, y asistiendo en él a aquellas horas cuanta muchedumbre licenciosa y atrevida tiene Madrid, ni con la libertad de la noche, ni con la ansia de ver la fiesta, en que no era admitida [...] estuvo [...] quieto y [...] respetivo el pueblo»30. Exagera, seguramente; es difícil creer que no se oyera claramente en los jardines el bullicio de aquella muchedumbre. A Lope el encargo apresurado de Olivares le habrá parecido un reto. En pocos días había de componer una comedia capaz de seguir a y parangonarse con otra de dos de los ingenios predilectos de Palacio. (Esta también, por cierto, según la relación, se acabó en un solo día, si bien este aserto también nos parece inverosímil). Al mismo tiempo, le ofrecía una ocasión, inusitada ya, de hacerse valer delante del público cortesano. Pero para conquistar a un auditorio tan de veras acicalado su comedia tendría que ser una obra excepcional; compuesta, evidentemente, no por el viejo y consabido ídolo del vulgo, sino por un nuevo «discreto de Palacio». Le urgía superarse. Y el resultado dista mucho de revelar, como dijo antaño Ticknor, «que su manera dramática era la misma, ora se tratara de la indocta multitud de los corrales, o del selecto concurso de los más elevados personajes del reino»31. Al contrario, La noche de San Juan nos revela un Fénix distinto, capaz de metamorfosearse en otro «pájaro nuevo». Lo mismo puede decirse, como ya queda indicado, de El castigo sin venganza. Que Lope se puso a escribirla tan poco tiempo después no puede ser casual. ¿Esperaba tal vez poder estrenarla no en el Príncipe o la Cruz sino en otra ocasión parecida? ¿La concibió en un principio para un público cortesano? De todos modos su «tragedia [...] al estilo español» y la más sofisticada de todas sus piezas cómicas son dos caras de una moneda, muestras de su nueva maestría en cada una de las ramas tradicionales del teatro. La loa «de apacibles y extremados versos» con que dio principio a La noche, igual que el texto de la comedia de Quevedo y de Mendoza, parece no haberse conservado32. Según nos cuenta la relación, «una
30
En Vega, La noche de San Juan, ed. Stoll, pp. 173-175. Citado en Castro y Rennert, 1968, p. 302. 32 Supuso sin fundamento Luis Astrana Marín que pertenecía a uno de los actos escritos por Quevedo un fragmento publicado en su edición de Quevedo, Obras completas: obras en verso, pp. 717-718. Algunos versos del acto de Mendoza pasaron quizás a su comedia posterior Los empeños del mentir; ver Davies, 1971, p. 275. 31
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villana hablaba con los reyes y los infantes, celebrando sus heroicas virtudes merecedoras de mayor voz, y de ocupar todas las plumas»33. ¿En sus labios puso Lope quizás algo parecido a lo que escribió en su Égloga panegírica al epigrama del serenísimo infante Carlos, que Rozas supuso compuesta entre abril de aquel año y julio? En la introducción de esta, un villano llamado Silvio —pseudónimo de Lope— explica que, si él ha tenido que vender un par de «cabritillas» —comedias— y volver a vivir de su ganado, «que ya perdí del número la cuenta», ha sido por «el disfavor», por «no tener mecenas» cuya ayuda le permita cantar las hazañas del amor o de Marte34. ¿Aludía allí posiblemente a su La hermosa fea y a la misma Noche de San Juan? El autor que la representó, Cristóbal de Avendaño, había de ser pagado, en abril del año siguiente, por representaciones palaciegas de las dos35. El dato nos sugiere que La noche se repuso en Palacio; habrá formado parte después del repertorio de Avendaño. De todas maneras, el texto de ella sí se conservó, publicándose al lado de El castigo en la Veinte y una parte, y es hora de examinar lo que tiene de «post-Lope». En primer lugar, La noche de San Juan es otra obra neo-clásica a conciencia. Al escribirla, Lope se abstiene de encerrar «los preceptos con seis llaves», de sacar de su estudio «a Terencio y Plauto»; demuestra más bien que él conoce como nadie y puede acatar en gran parte el «consejo de Aristóteles». Anteriormente, por cierto, había «escrito algunas veces / siguiendo el arte que conocen pocos» —como en La noche toledana (de 1605) o Lo que pasa en una tarde (de 1617)— pero se empeña ahora más que nunca en atenerse a él. El tono de su comedia es festivo cien por cien, sin que asome como en otras obras suyas (El perro del hortelano, por ejemplo) «lo trágico» o lo «grave». La acción, aparte de interludios que mencionaré después, no pudiera ser más sencilla y lineal. Los protagonistas, que actúan siempre conforme a su aristocrática condición, se hallan en una situación paralelística de veras. Dos amigos madrileños se disponen a casarse, cada uno con la hermana del otro: don Luis con doña Blanca, don Bernardo con doña Leonor. (Para mayor claridad todavía, los nombres de hermano y hermana empiezan en ambos casos por las mismas letras: B, L). A don Luis este «argumento claro» de «trocar hermanas» le viene, dice, «de per33 34 35
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En Vega, La noche de San Juan, ed. Stoll, p. 172. Rozas, 1990, pp. 85-86 y 95-96. Shergold y Varey, 1963, pp. 227 y 231.
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las» (vv. 1084-1085). Pero, como se le responde aparte, «perlas significan llanto» (v. 1085). Las hermanas aman en secreto a sendos forasteros, de procedencias opuestas: doña Blanca a don Pedro, de Pamplona, y doña Leonor a don Juan Hurtado, un indiano llegado de Sevilla. Cada una decide por tanto huirse de su casa para juntarse con el amante. Tras distintas andanzas, ambas entran en la posada de don Pedro, y delante de ella al final se reúnen los protagonistas. Los dos hermanos esperan todavía efectuar el trueque —«Dad vos la mano a mi hermana, / que yo la daré a la vuestra» (vv. 2974-2975)—, pero al enterarse de los hechos renuncian a las dos, con gran comprensión y cortesía, a favor de sus amantes. Dicha acción consiste además en solo siete cuadros (que prefiero llamar salidas). En un montaje neoclásico de verdad (como el de la commedia erudita italiana) se podría representar incluso con un decorado único, ya que todas tienen lugar en Madrid y en un solo barrio: las cinco primeras en las casas de don Luis y don Bernardo, y las otras dos —la última del acto segundo, y la totalidad el tercero— delante de la de don Pedro. (Recordemos de paso que, paralelamente, las dos primeras salidas de El castigo sin venganza transcurren en una calle de Ferrara y al lado de un río cercano, pero todo el resto en una sola sala del palacio de su duque). Pero si Lope respeta en esta medida la unidad de lugar, insiste más abierta y socarronamente en haberse conformado con la de tiempo. Como la misma fiesta real en que su obra ha de integrarse, su acción se supone ocurrida —ocurriéndose, mejor dicho— en bastante menos que «el período de un sol» aconsejado por «el Filósofo». Al final lo subraya don Pedro: Aquí la comedia acaba de la noche de San Juan, que si el arte se dilata a darle por sus preceptos al poeta, de distancia, por favor, veinticuatro horas, esta en menos de diez pasa. (vv. 3030-3036)
En respetar así, adrede, las clásicas unidades, La noche se parece mucho a Las firmezas de Isabela, escrita por Góngora en 1610 e interpretada por Jammes, ante el Arte nuevo de un año antes, «como un manifiesto
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literario contra la comedia nueva»36. La acción de esta también se desarrolla en menos de veinticuatro horas, solo en y entre dos casas de Toledo, salvo que dos personajes de ella, al comienzo del acto tercero, contemplan desde una cumbre el conjunto de la ciudad. Importa recordar en efecto que el cordobés y otros escritores muy poco estudiados todavía —como don Francisco de Zárate y Sebastián Francisco de Medrano— intentaban todavía a contracorriente ajustarse a las reglas. A los tales quizás apuntaba Lope en aquella frase famosa: «que los que miran en guardar el arte / nunca del natural alcanzan parte».Y en La noche, como luego en El castigo, parece querer demostrar que él sí es capaz de conseguir la cuadratura del círculo. En segundo lugar, el texto se salpica a cada paso de sofisticadas sátiras y parodias. Estas no escasean, como sabemos todos, en el teatro del Siglo de Oro, en la boca sobre todo del gracioso; pero no he encontrado en ninguna otra comedia —o al menos en ninguna anterior— tanta abundancia de ellas. Algunas apuntan a la falta de verosimilitud de esta misma obra. Don Pedro dice, por ejemplo, al final del acto segundo: ¡Extrañas cosas suceden una noche de San Juan! (vv. 2187-2188)
Don Juan, parecidamente, exclama en el tercero: ¡Que encuentre un mismo amor dos cuidados! Fábula, por Dios, parece. (vv. 2303-2305)
Y hacia su final: ¡Vive Dios, que más extraña confusión no ha sucedido a hombre, y se me acaba la paciencia imaginando que puedan desdichas tantas caber en sola una noche! [...] No cuenta cosas tan varias de Clariquea Heliodoro; 36
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En Góngora, Las firmezas de Isabela, p. 21
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las de Teágenes pasan en años, pero las mías en una noche. (vv. 2833-2845)
En otros momentos, el texto alude a conocidos convencionalismos de la Comedia Nueva. La criada de doña Leonor, Inés, al confesar que la corteja Tello, el lacayo del amante de su ama, pregunta: ¿Parécete novedad que donde mira el señor siga su ejemplo el criado? (vv. 206-208)
Cuando sus amos convienen en suicidarse, Tello e Inés se burlan de tanto melodrama: TELLO INÉS TELLO
¡Inés! ¿Qué quieres decir? Que pienso que han de pedir el recado de matar. (vv. 1065-1067)
En efecto, Tello se asocia en toda la comedia con Inés; suponemos por tanto que al final, casándose sus amos, él se quedará con ella. Pero con una arbitrariedad total, paródica, se le casa con Antonia, la criada de doña Blanca37. Nuestra comedia, como casi todas, incluye un sinfín de soliloquios y discursos, destacados en general por su métrica del fluir de los diálogos. Pero, mucho más que en otras, su empleo se satiriza. Al comienzo mismo, doña Leonor anuncia (en redondillas) que ha de confesar a Inés «lo que no puedo callar»; lo hará, efectivamente, en un romance de 174 versos. Pero las dos discuten primero la forma estilizada del parlamento en cuestión:
37 En el acto tercero de La hermosa fea el gracioso Julio lamenta no tener su criada correspondiente: «¡Quién creyera / que no hubiera para Julio / una Inés en esta feria! / Mas dícenme que se cansan / de que los amantes tengan / criado para criada; / y así, no hay Inés; paciencia».Y al final pide así la recompensa acostumbrada: «Antes que lo digas, venga, / pues no hay Inés para Julio, / alguna cosa que pueda / satisfacer tantos pasos» (Vega, La hermosa fea, pp. 262a, 268b).
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D. LEONOR INÉS D. LEONOR INÉS D. LEONOR INÉS
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No me podrás dar alcance sin un romance hasta el fin. Con achaques de latín, hablan muchos en romance. Las destemplanzas de amor no requieren consonancias. Si sabes mis ignorancias, lo más claro es lo mejor. ¿Tengo que decir, Inés, aquello de «escucha»? No, porque, si te escucho yo, necio advertimiento es. (vv. 9-20)
Terminado el largo discurso, Inés (en redondillas) revela que para ella, si no para los oyentes, ha resultado gratuito: «sabe que todo lo sé» (v. 199). Y en el acto segundo evita tener que soportar un parlamento parecido. Critica cuán melodramáticamente su ama acaba de hablar con Tello: Impertinente has estado en este necio coloquio. (vv. 1614-1615)
y al decirle doña Leonor: «Pues escucha un soliloquio, / de mis desdichas traslado» (vv. 1616-1617), le responde en seguida: No, por Dios, que son efetos de menos satisfacción, y quitarás de invención lo que gastes de concetos. Poco más o menos, sé cuanto me puedes decir. (vv. 1618-1623)
La criada de la otra dama, Antonia, se muestra más indulgente (y más metateatral aún) cuando doña Blanca también se siente desesperada; entabla con ella (en redondillas) el diálogo siguiente: ANTONIA DOÑA BLANCA
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Toma un libro que hay aquí de comedias. ¿Para qué? Pues, si es de amores, yo sé
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ANTONIA
DOÑA BLANCA ANTONIA
que él puede buscarla en mí. ¿No has visto aquellos afectos tan vivos de dos amantes? Pues di a los representantes que vengan a hurtarme afectos. A lo menos tú pudieras imitar sus relaciones, con que tus locas pasiones, amorosa, entretuvieras. Bien dices, y tú serás la criada de la dama. Di, que ya el vulgo te aclama, si acción a los versos das; porque en muchas ocasiones que prevenirle pretende, celebra lo que no entiende no más de por las acciones. (vv. 1242-1261)38
En efecto doña Blanca pronuncia a continuación su dramática «relación». Las parodias críticas no se limitan a las convenciones dramáticas; se extienden al lenguaje poético. En el acto tercero don Pedro, intentando explicar a doña Blanca por qué ha dado asilo a doña Leonor, insiste en que le movieron a compasión las lágrimas de esta, que le parecía «un ángel»: que si llorando una fea no hay lástima que no cause, ¿qué hará una mujer hermosa, que parece que se caen de dos estrellas del cielo sobre claveles, cristales?
Doña Blanca, celosa, responde: 38 En otros momentos la comedia brinda a su público discreto algún otro comentario sobre la necedad del vulgo; doña Leonor describe así la pendencia que aparta de ella a don Juan: «Acuchilláronle aquí; / pienso que muerto le habrán / unos hombres que tenían / por alma su necedad. / Es privilegio del vulgo, / en estando junto, hablar / con libertad, e imposible / castigar su libertad» (vv. 21032110).
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¡Oh qué extremada pintura! ¿No pudiera retratarse esta mujer sin claveles? Parece que versos haces. ¿Un ángel a tales horas quieres, don Pedro, que hable?
Y persevera en burlarse de tan poéticas metáforas: será justo que consueles y regales ángel de tales claveles. [...] Muy santo debes de ser, reliquias pueden cortarte, pues ángeles te visitan. [...] Voy a que alguno me ampare, aunque sin ser ángel llore sobre claveles, cristales. (vv. 2705-2745)
Semejante lenguaje emplea don Juan, a mediados del acto segundo, cuando doña Leonor se desmaya, y le dice burlando Tello: «Muriose»: ¿Cómo muriose? En los cielos, si hay soplo que a tanto baste, se morirá el sol primero. ¡Aquí, estrellas!, que se eclipsa la luna de este hemisferio.
Sigue en la misma vena durante 39 versos, que terminan en un arrebato de reiteración correlativa: Ea, ¿qué aguardáis? Venid, sol, estrellas, luna,Venus, polos, montes, nieves, campos, agua, fuego, tierra y vientos. Pues esto sufrís, cielos, ya el mundo se acabó, su sol se ha muerto.
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A lo cual comenta Tello: Nunca te he visto ensartar, con relámpagos y truenos, tantos desatinos juntos. (vv. 1630-1672)
De modo parecido, cuando don Juan al final avanza para reclamar la mano de su amada, Tello interrumpe así su hiperbólico exordio: DON JUAN
TELLO DON JUAN
Amor, señores, cuya tirana fuerza... ¡Qué entrada tan necia! ... tiembla el mundo y llora España. (vv. 2987-2990)
Tampoco faltan, desde luego, sátiras dirigidas a coetáneos de Lope. En el acto primero Tello, describiendo para Inés las riquezas de las Indias, termina así su discurso: Allí las piedras se ven de tantas minas sacar, y las perlas en el mar, blancas y pardas también, como dicen los poetas, que son quien las ve nacer. (vv. 978-983)
Alude, es evidente, a la pintoresca creencia, difundida desde Plinio, según la cual el color de las perlas depende del estado del tiempo en el momento de su concepción, ya que esta se debe a que sus conchas se fecundan por el rocío del alba. Los oyentes palaciegos habrán sabido todos no solo que se trataba de una metáfora trillada, sino que (como yo demostré hace muchos años ya) su empleo en comedias de dos de los «pájaros nuevos», Montalbán y Villaizán, había sido recientemente caballo de batalla en una competencia entre estos fomentado por la Corte39. Pero la sátira de Lope tiene otro blanco más. Ante el comentario de Inés: «¡Qué mentiras tan discretas!», Tello prosigue:
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Dixon, 1964, pp. 45-50.
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Espántome yo de quien no sabe que la poesía es moral filosofía y que se adorna tan bien como de sentencias graves de fábulas, cuales son el fénix, oposición del sol, en drogas suaves. Dime: ¿quién oyó cantar al cisne? Pues de esa suerte nacer al alba se advierte la perla en conchas del mar. ¿Quién sabe que, si primero mira al basilisco el hombre, le mata, trocando el nombre? ¿Quién, cuando corre ligero por el mar un galeón, la rémora le detiene? Pues esto misterio tiene, hermosura e invención. (vv. 985-1005)
Como Rozas advirtió, estos versos son un ataque contra el cronista real. En su largo poema El fénix, de 1630, Pellicer había equiparado cien veces al ave con el sol y detallado ad nauseam las plantas odoríferas, las «drogas suaves», de su supuesta tierra natal. Y en el mismo año sus Lecciones solemnes habían contenido unas larguísimas notas no solo en cuanto al parto de las perlas, sino al canto del cisne, la rémora y fábulas parecidas. Tanta erudición farragosa sobre evidentes ficciones tiene poco que ver para Lope con el «misterio [...] hermosura e invención» de su uso en la poesía, y se burla maliciosamente de ella ante el público cortesano40. Y añade algo más: en este mismo momento hace aparecer a don Juan, y nos brinda en labios de doña Leonor un bello botón de muestra
40 Ver Rozas, 1990, pp. 146-148. En el prólogo a sus Rimas Lope había preguntado: «Usar lugares comunes como “engaños de Ulises”, “salamandra”, “Circe” y otros, ¿por qué ha de ser prohibido, pues son como adagios y términos comunes, y el canto llano sobre que se fundan varios conceptos?» (Vega, Colección de las obras sueltas, IV, p. 167). Para él lo importante eran dichos conceptos; detallar el origen de los lugares comunes y catalogar su empleo era pura pedantería.
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de cómo puede emplearse de una manera novel y poética de verdad —«en lengua castellana»— la fábula de las perlas: Señor mío, yo esperaba vuestra venida, que estaba como las perlas están esperando su rocío; mas mirad que amanecéis escuro, y que así pondréis como el vuestro el color mío. (vv. 1007-1013)
En el acto tercero, un trío de caballeros, cansados de bailar en el Prado, lamentan que estén pasadas de moda las danzas tradicionales que hacían ayer las delicias de la Corte: ¿Qué se hicieron gallardas y pavanas, pomposas como el nombre y cortesanas? [...] El aire, la gala y bizarría con que el mayor señor danzar podía, y los pies de gibaos, y alemanas y brandos en saraos, ¿por qué se han de dejar de todo punto? (vv. 2546-2558)
Como ha señalado Anita Stoll41, la estructura de nuestra comedia en su totalidad se puede comparar con la de una contradanza antigua. Su primera fase consiste en la propuesta de «trocar hermanas», pero comenta Tello: No he visto tan mal cruzado en cuantos bailes se han hecho, porque le yerran entrambos; que Leonor quiere a don Juan, y, si en esto no me engaño, Blanca no quiere a don Luis, luego no es baile acertado. (vv. 1091-1097)
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En Vega, La noche de San Juan, p. 8.
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Y en efecto, todas las peripecias posteriores son las distintas (aunque no demasiado complejas) mudanzas mediante las cuales cada una de las hermanas consigue juntarse por fin con su debida pareja. Lope quiere insinuar tal vez que sus oyentes cortesanos debieran considerar esta misma comedia suya como más análoga a las «gallardas y pavanas» que tanto les gustaban antes que las obras más vistosas y retóricas de aquellos «pájaros nuevos». Uno de los caballeros explica así ahora semejantes cambios de moda: La novedad, don Félix, siempre agrada, sea en razón o en sinrazón fundada.
Y prosigue, criticando y parodiando evidentemente el estilo neogongorino: Mirad que aun la poesía no habla ya la lengua que solía. ¿No habéis visto la máquina estrellada cuando la noche, muda y enlutada, natural de Chinchón y de pulgares, teñidos de hollín los aladares, saca medio dormida el negro coche?
Así continúa, empezando cinco veces más «¿No habéis visto ...?». Dicha frase, seguida casi siempre por «Pues (así)...» y la aplicación del símil, se usaba con gran frecuencia hasta mediados de los años treinta, como sabemos por un estudio de John B. Wooldridge de más de setecientas comedias42. En las de Lope, por ejemplo, la encontró Wooldridge unas ciento quince veces. Pero lo realmente significativo para el estudio presente es que en esta meta-comedia la emplea Lope muy claramente de manera burlesca, pues así termina y se comenta el largo parlamento: ¿No habéis visto en jubones y grigüescos tanto algodón que aun el andar reporta? Pues si no lo habéis visto, poco importa. ¡Qué notable frialdad! Úsase agora. (vv. 2562-2588)
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Wooldridge, 1979.
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En tercer lugar, y sobre todo, La noche de San Juan incorpora, con la mayor insistencia, alusiones al contexto real en el cual se desarrolla. Pululan en ella, como en otras comedias urbanas, referencias a distintas partes de la villa: a las iglesias de la Vitoria y del Buen Suceso (vv. 7379, vv. 719-722); al Manzanares (vv. 627-630, vv. 1923-1924) al Soto (v. 1800) y a la Casa de Campo (vv. 617-619, vv. 1278-1325). Pero hay más: unas quince menciones del Prado implican que está a tan pocos pasos de él como el mismo jardín en que la comedia se está representando la casa delante de la cual transcurren las dos últimas salidas —el último cuarenta por ciento— de su acción; es decir, que esta se concibe casi como ocurrida aquí. Y no solo aquí, ahora. En más de veinte momentos, directa o indirectamente, los personajes se recuerdan que es hoy la noche de San Juan, aludiendo a —y haciendo— lo que se sabe ser característico e incluso privativo de ella. Y las dos salidas finales, además de estar separadas, en el entreacto, por uno de los tres bailes compuestos por Quiñones, son interrumpidas cinco veces por personas que casi se dirían reales por su poca relación con la «fábula» y por estar celebrando también, cada cual a su manera, la fiesta del santo. Parecen pertenecer a aquella muchedumbre del otro lado de las paredes de los jardines. En la primera, salen a escena «Tres mozos con capas de color, broqueles y espadas». Comentan cómo ha estado rezando, delante de un «bravo altar», una vieja «muy baptista», si bien (como ella es puta) «pasa / no por desierto su casa», y «la oración, de esa manera, / no será para casarse», a diferencia de la tradicional de las doncellas en esta noche (vv. 1899-1904). Insultan luego a don Juan, a Tello y a doña Leonor, de quien preguntan: ¿Cómo no lleva tendidos los cabellos virginales? Que crecen mucho esta noche, según los viejos romances. (vv. 1929-1932)
Las cuchilladas que así provocan hacen acudir la justicia, que prende a Tello y a don Juan; como comenta un escribano, son típicos «disparates / de esta noche» (vv. 1986-1987). Don Pedro, a quien esto se dice, oye luego «música y grita», que le hacen meditar:
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Todos se alegran, todos son dichosos; yo solo en tanta pena no puedo alzar los ojos envidiosos.
En efecto, aparecen unos músicos que cantan, «con guitarras y sonajas», una letra apropiada: Salen de Valencia, noche de San Juan, dos pescadas saladas al fresco del mar. (vv. 2001-2018)
Al comienzo del acto final, don Juan y Tello, libertados ya, dicen ver pasar un «cantante coche» que «música lleva al Prado» —como los que en la realidad acompañarán después a las personas reales—, aunque los tres que entonan dentro un romance «parecen gatos en tejado» (vv. 2214-2222). Pronto aparecen también dos grupos de tres personas: «por una puerta Fabio, Leandro y Fenisa, de noche de San Juan, y por otra Leonardo y Rodrigo, guarnecidos los sombreros y ferreruelos de fajas de papel, y Lucrecia, dama». Cada grupo de «matalotes» echa pullas al atuendo festivo del otro, responde solo con más insultos a las preguntas de Tello, y parte para el Prado, «dándole grita» (vv. 2255-2313).Y por fin se presentan, mientras doña Elvira se encuentra en el balcón de la casa de don Pedro, los tres caballeros cuyos comentarios sobre danzas y poesía he mencionado antes. Con otra alusión a la superstición asociada con esta noche, le dice uno de ellos: ¡Oh tú, doncellidama, si sales a ver cómo se llama el que ha de ser tu esposo y la oración has hecho al glorioso Baptista, santo de profeta palma, sábete que ha de ser Juan de buen alma, y que por lo agarrado primero que Mendoza será Hurtado! (vv. 2592-2599)
Haber dado tan acertadamente con el nombre del amante de la dama le vale en albricias una cadena, y parte alegre con sus compañeros para bailar de nuevo en el Prado, sin dejar de soltar un hipérbaton sumamente sugestivo:
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Vuesa merced se acueste en sábanas de Holanda, que yo me voy a hacer la zarabanda; y tantos eslabones como tiene esta cadena el buen Hurtado pene... años en que la sirva y la requiebre. (vv. 2617-2622)
Entre los muchos e ingeniosos juegos de palabras que tiene nuestra comedia, hay varios como este sobre el nombre del amante de doña Leonor, o sea el primer galán. Pero en llamar a aquel don Juan Hurtado de Mendoza, Lope rinde también tributo —o toma el pelo— a uno de los presentes: el «discreto de Palacio» don Antonio, amigo suyo y autor con Quevedo de la comedia que acaba de representarse. Anita Stoll ha señalado incluso en La noche de San Juan varios puntos de contacto con Cada loco con su tema, terminada por Mendoza el 30 de agosto del año 30 y montada en Palacio probablemente en febrero del 3143. De modo parecido, encontramos también en La noche posibles alusiones a obras de Quevedo. El principio del acto tercero recuerda por ejemplo la conocida letrilla de este que comienza: «Poderoso caballero / es don Dinero. / Madre, yo al oro me humillo...»44. Don Juan y Tello salen comentando: DON JUAN TELLO DON JUAN
¿Qué no podrá el dinero? Gran fuerza tiene el oro. Es caballero. (vv. 2193-2194)
De todos modos la obra de Lope encierra muchas alusiones más directas a otros componentes de su público cortesano. En el acto segundo doña Blanca, al describir la Casa de Campo y un encuentro allí con don Pedro, menciona así la estatua ecuestre del difunto Felipe Tercero, tema también de dos sonetos de Quevedo45: aquella estatua famosa del nieto de Carlos Quinto, que ya los cielos coronan; padre de nuestro divino monarca y señor, que adoran 43 44 45
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Ver Davies, 1971, p. 250. Ver Quevedo, Obra poética, t. II, p. 175. Quevedo, Obra poética, t. I, pp. 417-418.
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dos mundos, por quien España tantas esperanzas logra.
Pero Lope coloca en el medio del acto primero el momento más metateatral, más especular de su espectáculo. En un romance de 175 versos el primer galán imagina toda la fiesta de «esta noche». Por la conjunción de planetas, empieza, es un día de «feliz auspicio», de que procede también que, siendo en el cielo inmenso Júpiter, señor del año, propicio a reyes y a imperios, ganados, trigos y frutos, paz y prósperos sucesos, el Júpiter español, también con igual contento, se muestre alegre esta noche; y como del rey sabemos que tiene Dios en sus manos el corazón, por lo mismo el buen rey tiene en sus suyas los corazones de reino. (vv. 531-544)
Describe luego el sitio donde esta noche veremos tres soles en una aurora, que son, sin Edipos griegos, rey, reina y infantes; mira todo el problema deshecho. Del conde de Monterrey el jardín, por los extremos que tiene al Prado ventanas, dispuso el marqués Crescencio, por orden del conde-duque, desta suerte... (vv. 560-570)
A continuación alude al teatro que en él se ha montado y a la representación, por la compañía de Manuel Vallejo, de Quien más miente, medra más:
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Aquí, el primero en la dicha, representará Vallejo una comedia, en que ha escrito don Francisco de Quevedo los dos actos, que serán el primero y el tercero, porque el segundo, que abraza los dos, dicen que ha compuesto don Antonio de Mendoza. (vv. 583-591)
Sigue describiendo la disposición del público, sus distintos indumentos y otros detalles de la fiesta. Y por fin el actor, que es naturalmente el «autor» Cristóbal de Avendaño, se refiere, desde dentro de ella, a la misma obra que él y su compañía están en el acto de representar, con un auto-retrato del poeta en el acto de escribirla: Sentados, hará Avendaño una comedia, que creo es retrato de esta noche, en cuyo confuso lienzo tomó Lope la invención, y se ha estudiado y compuesto todo junto en cinco días. (vv. 671-677)
Si las dos comedias ya mencionadas, escritas por encargo en 1625 para celebrar victorias muy recientes —El Brasil restituido y La rendición de Bredá—, influyeron pocos años después en sendos cuadros pintados para el Salón de Reinos del Palacio del Retiro por Maino y por Velázquez46, La noche de San Juan anticipa por todo un cuarto de siglo a la meta-pictórica obra maestra de este, es decir, a Las meninas. Y, si la pintura del sevillano se ha podido llamar «un cuadro sereno, pero con toda la tristeza de España dentro»47, la comedia del madrileño encierra en cambio toda su alegría (por falsa que esta nos pudiera parecer, retrospectivamente). Con razón se entusiasmó el autor de la relación al describir la «segunda farsa», la que había escrito Lope,
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Ver Brown y Elliot, 1980, pp. 164-190. Buero Vallejo, 1994a, pp. 892-893.
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retratando en ella las alegrías, licencias, travesuras y sucesos de la misma noche, escrita con toda la gala, donaire y viveza que ha mostrado este maravilloso ingenio en tantas como ha escrito, en que ninguno del mundo le ha igualado, y de quien los que agora florecen en este arte le han aprendido48.
Resulta, pues, triste recordar que este y otros alardes del genio de Lope en sus últimos años de vida no consiguieron el propósito con el cual los escribiera, que fracasaron todos sus intentos de alcanzar el favor apetecido, que murió, en fin, otra vez en palabras de Rozas, «estrellándose contra los muros de Palacio»49.
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En Vega, La noche de San Juan, p. 172. Rozas, 1990, p. 130.
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MANUEL VALLEJO: UN ACTOR SE PREPARA. UN COMEDIANTE DEL SIGLO DE ORO ANTE UN TEXTO (EL CASTIGO SIN VENGANZA)1
Para Ros, luminotécnica y directora de teatro
El señor Díez Borque acaba de presentarles, con unas palabras muy halagüeñas para él, sin duda, a cierto Victor Dixon, catedrático de la Universidad de Dublín, que debía hablarles de la técnica de representación del teatro clásico español. Resulta un poco embarazoso para mí tener que decirles que debe haberse equivocado; porque el que ahora les habla fue bautizado Manuel Álvarez de Vallejo, y no es más que un humilde —bueno, no tan humilde— autor de comedias. En cuanto a lo que pueda decirles, lo único que de momento me interesa realmente —como siempre a los actores nos sucede— es la obra en que estoy trabajando ahora —en este mes de mayo de 1632— y que pienso estrenar muy pronto. El título, que hemos pintado ya en las paredes del corral, es bastante llamativo, y no dudo que intrigará y atraerá al público, que es lo que más importa.Ya ha visto otros parecidos, como De un castigo tres venganzas y De un castigo dos venganzas2, pero este resulta más enigmático, por no decir retador: El castigo sin venganza3. Es una tragedia magnífica, que a mí francamente me entusiasma, una obra maestra. Es más: estoy convencido de que seguirá haciéndose de aquí a cuatro siglos. Pero se me ocurre preguntar: ¿cómo serán las representaciones de entonces? ¿Estarán a la altura de las nuestras? Porque 1 Este ensayo es una ponencia que leí en 1988 en un congreso cuyo tema fue «Actor y técnica de representación del teatro clásico español». 2 La primera parece haber sido una de las más tempranas obras de Calderón; para la segunda, ver Dixon, 1964, pp. 46-47. 3 Cito por la edición (con El perro del hortelano) de Kossoff (Vega, El castigo sin venganza, 1970).
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los corrales del futuro serán sin duda muy distintos, y temo mucho que menos perfectos que los nuestros. Yo no me fío de las innovaciones de aquellos ingenieros italianos, como el capitán Fontana o ese Cosme Lotti, que invaden cada vez más la escena española con sus mudanzas, sus proscenios, sus telones de boca, sus decorados en perspectiva y sus luces artificiales. No son mejores los versos si se escriben con bermellón que con tinta. No están concebidos más ingeniosamente, escritos más elocuentemente, ni representados más naturalmente, cuando se muda el teatro que cuando no. Por esto los españoles [juzgamos] por superfluas las mudanzas del teatro, [si bien] los italianos, suponiendo que son necesarias, gastan en la fábrica del teatro a veces para una sola comedia gran cantidad de ducados»4.
Esta plaga de lumbreras, según sospecho, ha de hundir al teatro en unos siglos oscuros, en los cuales se perderá de vista con demasiada frecuencia, en nombre de una verosimilitud falaz, la esencia verdadera del «espectáculo», como ya se dice. No solo el verso polimétrico, y la capacidad de recitarlo como tal, y de vivirlo al mismo tiempo como si casi no lo fuera; sino la poesía misma, con todos sus variados recursos y figuras, se desterrará del escenario, para dar paso a un prosaísmo pedestre. El texto se empobrecerá. Peor todavía, el actor y su acción se desplazarán de su lugar central, legítimo y primordial; peligrará su contacto íntimo e intenso con el oyente cercano, y la sensación de que están jugando juntos un mismo juego, cuyas reglas, cuyas convenciones, conocen ambos. Inventarán, sin duda, otras reglas, otras convenciones; pero como tras tanto tiempo han de olvidarse las que ahora nos resultan familiares, ¿cómo va a entender nadie una obra como la que tengo entre manos? Porque la regla principal a que se atiene el poeta al escribir un manuscrito como este, es que a él normalmente no le incumbe meter en él nada más que las palabras mismas que han de decir los recitantes. Conoce como nadie, y explota cuanto puede, si es un dramaturgo de verdad, los corrales de comedias y sus recursos, las condiciones y convenciones que lo rigen. Imagina y hasta cierto punto determina cómo ha de representarse su obra en ellos. Pero por eso mismo no lo dice explícitamente. Señala —aunque no siempre— las entradas y salidas de los 4 Ver Alcázar, Ortografía castellana (ca. 1690), p. 337. Alcázar traduce aquí a Juan Caramuel (Primus calamus, 1668, p. 307
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personajes. Añade, a veces, indicaciones escuetas en cuanto al decorado y a los muebles, a la indumentaria y a los accesorios, a la colocación de los actores, sus movimientos, ademanes y gestos; se las ingenia, otras veces, para decirnos algo de todo esto sin decirlo, ya que las palabras que da a los personajes no tienen sentido si no se suple lo que él deja sobreentendido. Pero en muchísimos momentos no indica nada, no solo porque se fía de nosotros, sino porque sabe lo que haremos y lo que el público comprenderá. Lo que escribe, pues, y lo que los siglos venideros conservarán —tal vez en alguna biblioteca de ultramar5— no es más que una parte —la mitad, digamos— del «texto» verdadero, de la representación que él imagina. Claro que a esta mitad —que respetarán, según espero, como a una cosa sagrada— los actores del futuro podrán añadir otra mitad distinta de la nuestra. Pero, si se toman la molestia de saber cómo era esta, comprenderán mejor cómo era la totalidad ideada por el poeta, y la mitad que luego añadan se ajustará más a la suya, para crear una nueva totalidad homogénea y análoga. Bueno, ¡ya salió la licencia! Dios sabe por qué habrán tardado tantos meses en dárnosla. (El manuscrito lo firmó Lope el primero de agosto, y ya son principios de mayo. Claro que en otros casos se han demorado casi dos años, o más)6. Lo que sí se me antoja absurdo es lo que alguien ha dicho de que su argumento recuerda demasiado aquella antigua historia del rey Felipe, abuelo del nuestro, y de su hijo desventurado don Carlos. En el extranjero, según se dice, cuentan alguna patraña sobre ella; pero no creo que se haya difundido entre nosotros. La verdad del caso es demasiado conocida, y la hemos visto todos en las tablas, en las comedias de Juan Pérez de Montalbán y de Ximénez de Enciso7. Claro que han corrido otros rumores; se habla por ejemplo de alguna riña entre Lope y ese Pellicer, el coronista del rey, e incluso de alusiones encubiertas a este en la primera salida8. En fin, cosas de Palacio, que a los actores nos 5
El autógrafo de El castigo sin venganza se halla hoy en la Boston Public
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Ver Vega, El castigo..., ed. Kossoff, pp. 33-34. En realidad, toda especulación es ociosa, ya que no sabemos cuándo se pidió la licencia. 7 El segundo Séneca de España y príncipe don Carlos, de Montalbán, se escribió probablemente entre 1625 y 1628, y se publicó en su Para todos de 1632 (Dixon, 1964, p. 40); El príncipe don Carlos, de Enciso, que se publicó en 1634, puede haber sido la comedia de este título que poseía Juan Jerónimo Amella en Valencia en 1628 (Merimée, 1913, pp. 176-177). 8 Ver Rozas, 1987.
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importan poco, con tal que no nos quiten la ganancia con prohibirla por alguna razón u otra9. Sería lástima además, porque esta es una de las mejores obras que he visto. Lope a los setenta está ya muy viejo, y bastante desilusionado; habla de no querer escribir más para el teatro10, tal vez por las intrigas de la Corte y por la competencia que le hacen tantos «pájaros nuevos», como él los llama. Hace unos años se negó a hacer una comedia en colaboración con Montalbán y Godínez que compitiera con otra de Vélez, Mira y don Pedro Calderón11. Pero esta es de lo mejor suyo; incluso sospecho que quiso demostrar en ella que es capaz todavía de sobrepasarlos a todos, y aun a los romanos y griegos, con una tragedia clásica, pero al estilo español; que al fin «cuando Lope quiere, quiere»12. De modo que no es una de tantísimas comedias corrientes, que se hacen un día o dos y tienen que quitarse luego porque no han gustado.Yo fío que tendremos tanto éxito con ella como con De un castigo dos venganzas en el 30, o con La más constante mujer, el año pasado. Montalbán tardó cuatro semanas en escribirla, de manera que solo tuvimos una para estudiarla, pero la hicimos muchos días, y si la fiesta del Corpus no nos hubiera obligado a dejarla, habríamos podido seguir con ella otros quince. Claro que tanto interés se estimuló en parte por aquella famosa competencia entre su autor y Jerónimo de Villaizán, que tanta rabia les dio a los de la Corte13. Luego nos pidieron en octubre un particular en Palacio, y gustó, tanto que sin duda la haremos allí otra vez el año que viene. A ver si nos piden también entonces un particular de El castigo sin venganza14. 9
En la suelta que publicó en Barcelona en 1634, Lope dijo: «Señor lector, esta tragedia se hizo en la Corte solo un día, por causas que a v.m. le importan poco. Dejó entonces tantos deseosos de verla, que los he querido satisfacer con imprimirla». 10 Ver por ejemplo una carta (¿de 1630?), en González de Amezúa, 1935-1943, t. IV, pp. 143-144. 11 Carta de Lope (¿de 1628?), en González de Amezúa, 1935-1943, t. IV, pp. 101-102. 12 En la suelta de 1634, Lope dijo: «[...] está escrita al estilo español, no por la antigüedad griega y severidad latina, huyendo de las sombras, nuncios y coros; porque el gusto puede mudar los preceptos, como el uso los trajes, y el tiempo las costumbres». En Doce comedias las mas grandiosas..., Lisboa, P. Craesbeeck, 1647, la obra se subtituló Cuando Lope quiere, quiere. 13 Dixon, 1964, pp. 51-52. 14 Vallejo representó La más constante mujer en Palacio el 5 de octubre de 1631 y el 3 de abril de 1633; El castigo sin venganza fue representada allí por Vallejo el 3
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Al menos la demora nos ha dado tiempo de estudiar un poco la obra. No será como Quien más miente medra más, de Quevedo y Mendoza, que tuvimos también que ensayar con tanta prisa en junio para aquella fiesta que dio el Conde-duque a los reyes en el jardín del conde de Monterrey. Claro que el pobre Cristóbal y los suyos lo pasaron peor entonces con La noche de San Juan; para escribirla Lope y estudiarla ellos no tuvieron más que cinco días15. Nuestra compañía, como todos saben, es de las más calificadas, y no tendremos dificultad alguna en el reparto de los papeles16. Yo, que, como uno de los cinco autores de comedias que fundamos hace un año la cofradía de Nuestra Señora de la Novena17, me considero con toda modestia tan competente y experimentado como el que más, haré naturalmente el papel principal, el del duque de Ferrara. El de su hijo Federico lo hará Damián Arias; afortunadamente, ha firmado contrato de nuevo con nosotros, como en temporadas anteriores. Tiene todas las dotes que nos parecen esenciales en un buen representante: «la voz clara y pura, la memoria firme, la acción viva». Se ha dicho de él que, al hacer cualquier papel, «en cada movimiento parece que tiene las gracias, y en cada movimiento de la mano la musa». No me sorprende que, cuando saben que representa, haya predicadores que acuden a oírle para aprender de él la perfección de la pronunciación y de la acción18, y que, según dice el Dr. Montalbán, en cierta comedia de san Francisco, de él y de Lope, hizo la figura del santo con la mayor verdad que jamás se ha visto19. No dudo que dentro de pocos años tendrá compañía propia20. De mi linda y virtuosa María, que hará el papel de mi esposa —en la obra como en la vida— solo sé decir que representa divinamente21. Ella de febrero de 1633, y por Juan Martínez el 6 de septiembre de 1635; ver Shergold y Varey, 1963, pp. 229 y 220. 15 Ver Vega, Obras, t.VIII, pp. XIII-XVII y 139-140. 16 En el autógrafo figuran los nombres, quizá en letra del mismo Vallejo, de los actores que hicieron los distintos papeles; Vega, El castigo..., ed. Kossoff, p. 230. 17 Ver Shergold y Varey, 1985, pp. 43-44. 18 Alcázar, Ortografía castellana, p. 335. Según Rozas, 1980, p. 93, con citas de Mateo Alemán y Lope, las cuatro virtudes primordiales eran «desenvoltura, dicción, físico y memoria». 19 Así dice Pérez de Montalbán en Fama póstuma..., fol. 13r, con referencia a La tercera orden de San Francisco, fecha incierta. 20 Sobre Damián Arias de Peñafiel, ver Shergold y Varey, 1985, pp. 54-55, donde consta que en 1637 era ya autor de comedias. 21 Sobre María de Riquelme, ver Shergold y Varey, 1985, p. 373.
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y Bernarda, que será nuestra Aurora, no cesan de repetir últimamente un comentario del mismo doctor, en su Para todos, que salió a la calle hace solo dos semanas, sobre el éxito de su De un castigo dos venganzas, que representamos (como ya dije) hace dos años, nada menos que veintiún días seguidos: «el aplauso de todos en común fue mucho, tanto por la valentía de la comedia, cuanto por la gran representación de María de Riquelme, gala y aliño de Bernarda»22. Salinas, que por haber sido también uno de los fundadores de la cofradía fue nombrado en octubre su mayordomo perpetuo, hará como siempre el gracioso, emparejándose otra vez con su propia mujer, ya que a Jerónima le cuadrará el papel de la criada Lucrecia. El marqués Gonzaga será Francisco de Salas; Cintia, María de Caballos23; y no será difícil asignar los seis papeles menores, de criados. El aparato toca al autor, como Lope ha dicho24 —aunque no deja por ello de dar en algunas obras indicaciones muy específicas—, y tratan asimismo muy poco de él los preceptistas, como por ejemplo Juan Pablo Mártir Rizo25; pero de todos modos una comedia de corral como esta ofrece pocos problemas. En cuanto a la indumentaria, la nobleza italiana de hace dos siglos tendrá que vestirse, como es corriente, como españoles de nuestro tiempo; solo cuidaremos de llevar los trajes más ricos que tenemos, si no queremos que silben los mosqueteros26. Damián, cuando
22 Dixon, 1964, pp. 46-47. Se reproduce también allí una página del Ms. 17.601 de la Biblioteca Nacional que demuestra que Vallejo hizo la comedia en 1630, casi con los mismos actores que estrenaron El castigo sin venganza. Bernarda, en ambos repartos, habrá sido Bernarda Teloy o su hija Bernarda Gamarra; Shergold y Varey, 1985, p. 376. 23 Sobre Pedro García Salinas y su mujer Jerónima de Valcázar, ver Shergold y Varey, 1985, pp. 56 y 374. Sobre Francisco de Salas y María de Caballos (Ceballos), Shergold y Varey, 1985, pp. 60 y 376. 24 Vega, Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo, vv. 351-352. 25 Mártir Rizo, Poética de Aristóteles, p. 228 26 Al que oye una comedia le aconseja Juan de Zabaleta (El día de fiesta por la tarde, p. 26): «Observe nuestro oyente con grande atención la propiedad de los trajes, que hay representantes que en vestir los papeles son muy primorosos»; y al que ha conseguido no pagar la entrada amonesta (p. 16): «Pues luego, ya que no paga, perdona algo. Si el comediante saca mal vestido, le acusa o le silba. Yo me holgara saber con qué quiere este, y los demás que le imitan, que se engalane, si se le quedan con su dinero. ¿Es posible que no consideren los que no pagan, que es aquella una gente pobre [...]?».
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entre por primera vez en la segunda salida27, estará vestido, como Lope indica, «de camino, muy galán»28, para que el público adivine, antes que el diálogo se lo diga todo, que es Federico, hijo bastardo del duque, que ya saben ha sido enviado de Ferrara a Mantua a por Casandra. Mi mujer y Bernarda también querrán sacar a lucir todas sus mejores galas; pero el único cuyos cambios de vestido serán realmente significativos soy yo. Mi primera aparición, enigmática y emblemática, ha de dar el tono de toda la obra. Momentos antes que mis criados, entraré vestido «de noche»29 —aunque sean las cuatro de la tarde, y a pleno sol— disfrazado con una gran capa negra, pero vergonzosamente, como dudando que consiga ocultar así mi persona y una conducta tan poco digna de ella. «Que no me conozcan temo»30 son mis primeras palabras, y el comentario de Ricardo: Debajo de ser disfraz hay licencia para todo, que aun el cielo en algún modo es de disfraces capaz31.
inicia una amplia serie de variaciones sobre el tema de lo fingido y lo verdadero, de lo poco que hay que fiar, como digo yo, de «esteriores». Para las salidas siguientes de la primera y segunda jornadas, mis vestidos serán más conformes, como es obvio, con mi dignidad como duque de Ferrara; pero cuando vuelva triunfante —como «el ferrarés Aquiles», «Héctor de Italia» y «león de la iglesia»— por mis victorias en una guerra santa, he de entrar «galán, de soldado», ceñido (aunque solo metafóricamente) de laurel. Importa que aparezca entre mis «amadas prendas» como lo hace el santo rey David —con quien Ricardo me compara— al principio de Los cabellos de Absalón32, como «otro duque». Entre mi
27 El término salida queda documentado por José Pellicer de Tovar (Idea de la comedia en Castilla, p. 270): «Cada jornada debe constar de tres escenas, que vulgarmente se dicen salidas». 28
Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 233+. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 1. 30 Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 4. 31 Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 5-8. 32 David entra, «de laurel coronada la alta frente», como el «defensor de Dios y su ley pía»; Tamar desea que «hoy de Jerusalén las hijas bellas / [...] / entonen otra vez con mayor gloria / del Goliat segundo la victoria»; y el héroe abraza a sus «que29
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salida y mi entrada con los memoriales, advierto que Batín y Ricardo se dicen unos 60 versos solamente; pero de todos modos me parece que no debiera tratar de mudarme, sino seguir con ese mismo traje hasta el desenlace de la tragedia. Los accesorios que nos harán falta son pocos y corrientes, pero también significativos. Nadie sabe como Lope sacar partido de los más sencillos. Me hace mucha gracia un parlamento de Pinzón en La fingida Arcadia, de Tirso, que pronuncia cuando el dios Apolo le brinda una corona a cierto poeta dramático —Lope, probablemente— que sabe prescindir de las apariencias y tramoyas de los «carpinteros»: La corona es para quien, escribiendo dulce y fácil, sin hacerle carpintero hundirle ni entramoyarle, entretiene el auditorio dos horas, sin que le gaste más de un billete, dos cintas, un vaso de agua o un guante. Ese se coronará33.
En la tercera salida del acto primero tengo que darle al gracioso, en albricias, una cadena, que se recuerda, metafóricamente y con intención, solo ochenta versos más tarde, cuando Casandra le dice a Federico: «De tan obediente cuello / sean cadenas mis brazos»34, como también en el segundo acto, cuando el marqués, agradeciendo un favor de Aurora, le dice: «Señora, / será cadena en mi cuello, / será de mi mano esposa, / para no darla en mi vida»35. Se refiere a una banda con que le ha obsequiado en presencia de Federico, sin provocar los celos de este, sin ser, como Batín hubiera esperado, «la banda de la discordia / como la manzana de oro / de Paris y las tres diosas»36. Un poco antes de esto, yo entro con una carta, que representa la misión que me confía el papa, y que me apresuro a cumplir; recuerdo de ella son los memoriales con ridas prendas [...] ¡Ay dulces prendas, por mi bien halladas!». Es muy posible que la obra de Calderón se escribiera antes que El castigo sin venganza. 33 Tirso, La fingida Arcadia, p. 1423. 34 Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 887-888. 35 Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 1716-1719. 36 Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 1742-1744.
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que entro también en el acto tercero, y que insisto en ver en seguida solo: «que deben los que gobiernan / esta atención a su oficio»37. Lope quiere, evidentemente, que en mi lectura de ellos presente una nueva imagen del duque, mediante un tipo de escena que a nuestros oyentes les resultará muy familiar: la del gobernante ejemplar que intenta hacer justicia a una serie de peticiones o pretendientes. Como digo al leer el primer papel: «Con más cuidado ya premiar entiendo»38. Es de una ironía tremenda, pues, que el quinto sea el anónimo que me revela el adulterio de mi propio hijo con mi mujer. Probablemente lo retendré en la mano, no solo durante el soliloquio sino para mis encuentros sucesivos con Federico y con Casandra, para que pese más sobre ellos la acusación secreta que incorpora; surtirá por cierto un gran efecto cuando felicito a mi mujer, con solapado sarcasmo, por que mi estado «del conde y de vos / ha sido tan bien regido / como muestra agradecido / este papel, de los dos. / Todos alaban aquí / lo que los dos merecéis»39. Durante toda la obra, probablemente, los nobles llevaremos espada, en señal de que lo somos; yo sí, por supuesto, desde mi entrada de soldado. Pero se convierte, como es frecuente, en un símbolo del castigo o de la venganza. Casandra, al contemplar el adulterio, confiesa que «siendo error tan injusto, / a la sombra de mi gusto / estoy mirando su espada»40. Efectivamente, al final, amenazo con sacarla para obligar a Federico a esgrimir la suya contra uno de los traidores. El público sabrá que este es Casandra y recordará, tal vez, las palabras anteriores de Federico: «Ya viene aquí / desnuda la blanca espada / por quien la vida perdí»41. Le miro mientras sale con la suya y la mata: «Aquí lo veré; ya llega; / ya con la punta la pasa. / Ejecute mi justicia / quien ejecutó mi infamia»42. Comento su regreso: «Ya con la sangrienta espada / sale el traidor»43; y mando al fin que él sea muerto a su vez por las espadas de mi guarda. Tampoco tendremos problema alguno en montar la obra en el corral. Los oyentes comprenderán en seguida que la primera salida es otra de tantas en que un poderoso mujeriego y sus servidores rondan por la noche las calles de una ciudad, en este caso la de Ferrara, y que cuando 37 38 39 40 41 42 43
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Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2460-2461. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 2472. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2644-2649. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 1569-1571. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 1858-1860. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2971-2975. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2991-2992.
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Cintia aparece «en alto»44, como dice el manuscrito, o sea en el corredor encima del vestuario, nos está hablando desde el primer piso de su casa. Habla incluso de cerrar su ventana, y Febo de «romper las puertas»45, como también Ricardo, poco después, pedirá al duque que ponga el oído a la puerta de un autor de comedias; y pudiéramos pensar en proveerlas, como tanto se usa ahora. Pero como la imaginación del público las suplirá fácilmente, bastarán sin duda las cortinas en ambos niveles. Lo genial es que una mujercilla tan baja, y de tan mala fama, negándose a creer, en apariencia, que un personaje tan alto, en vísperas de casarse, esté comportándose todavía de una manera tan indigna, repruebe, oblicuamente, la conducta del duque desde una altura tanto física como moral46. En la segunda salida, Batín y Rutilio se refieren a unos sauces, Federico habla de retirarse «al dosel de estos árboles»47, como también de «esta selva», y podríamos descubrir en el vestuario las ramas que a veces empleamos; pero como estas alusiones y otras evocan el paisaje, prescindiremos probablemente de ellas. En la tercera, asimismo, Federico le dice a Casandra: «En esta güerta, señora, / os tienen hecho aposento, / para que el duque os reciba»48; pero lo único esencial será colocar en el espacio de las apariencias el dosel ducal que el texto menciona, con las cuatro sillas en que hemos de sentarnos yo, mi mujer, Francisco y Bernarda. El resto de la acción transcurre en un solo lugar, dentro del castillo de Ferrara; probablemente pondremos solamente las armas ducales. El segundo acto constituye una salida única, «con la gala», como dicen, «de no dejar el tablado solo» en toda ella49; no pide ni una silla. Para el 44
Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 82+. «si quieres, yo romperé / la puerta». Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 134-135 46 Ver Varey, 1987, pp. 228-229, quien compara la escena con la de Casilda y el comendador en el acto segundo de Peribáñez. 47 Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 242. 48 Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 808-810. 49 Compárense, por ejemplo, el acto segundo de El perro del hortelano o el primero de El alcalde de Zalamea. Según Pellicer de Tovar, Idea de la comedia en Castilla, p. 270: «El decimotercio precepto es procurar no dejar nunca solo el tablado, que será mucha gala del discurrir». De Lealtad, amor y lealtad de Sebastián Francisco de Medrano dijo Castillo Solórzano que estaba «repartida por cosa de gran dificultad en tres actos, y cada uno solamente en una escena, que es lo que llaman no quedarse el tablado solo» y el marqués de Villamayor, de El nombre para la tierra, del mismo, que se había escrito «en tres actos, que cada uno es una escena, con la gala de no dejar el tablado solo». 45
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tercero, cuya continuidad se rompe apenas una vez, solo hará falta que el metesillas me saque algún asiento y un bufete para el episodio de los memoriales. Cuando entro acechando a Federico y Casandra, quedaré al paño, como es normal. Únicamente al final tendremos que montar una apariencia sangrienta y senequista, de las que al vulgo tanto le gustan. Federico saldrá por el vestuario; entrará y saldrá de nuevo allí, perseguido por el marqués. Luego la cortina se descorrerá para descubrir a los amantes exánimes: Casandra, sentada de la manera que se describió poco antes en mi soliloquio, y mi hijo muerto a sus pies. Las entradas y salidas de los personajes, y su localización en el escenario, requieren, en cambio, ser estudiadas con especial cuidado. Con más frecuencia que en otras obras, dos o tres conversan entre sí como si otros que están en el tablado, a poca distancia de ellos, pero callados de momento, no estuviesen presentes. El caso más evidente ocurre en el acto primero, tras la entrada de Batín y Lucrecia; hablan, separadamente, los criados, Federico y Casandra, y el marqués y Rutilio. Pero otro momento más crítico se nos ofrece a comienzos del segundo; Casandra ha estado quejándose a Lucrecia del desprecio y descortesía con que la trató, y Lope quiere, evidentemente, poner ante los ojos del público un ejemplo vivo de ello. Yo entro, hablando con Federico, sin hacerle caso alguno, y ella comenta: «Aun apenas el duque me ha mirado. / ¡Desprecio extraño y vil descortesía!». «Si no te ha visto, no será culpado», le dice Lucrecia; pero ella responde: «Fingir descuido es brava tiranía»50, y se marcha, agraviada y pensando vengarse. Dentro de mi papel tendré que saber por supuesto si el descuido es fingido, o si, como parece probable, me preocupa demasiado la «falta de salud» de mi adorado hijo; pero intentaré conseguir que los oyentes sigan dudando. Hay otro momento parecido en el acto tercero. Casandra y Federico están discutiendo, cuando vuelvo con mi séquito de la guerra. Ricardo me dice: «Ya estaban disponiendo recibirte», y yo respondo: «Mejor sabe mi amor adelantarse». Me parece evidente que debo apresurarme a abrazar a Federico, cruzando tal vez por delante de mi mujer sin pensar en ella, porque ella protesta en seguida: «¿Es posible, señor, que persuadirte / pudiste a tal agravio?»51. Otros muchos episodios de la obra necesitan movimientos y ademanes apropiados. En la segunda salida, Federico, que acaba de decir, 50 51
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Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 1132-1135. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2289-2992.
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con dos llamativas metáforas, que cree ir «por mi veneno / en ir por mi madrastra»52 y que ha de «traer en brazos / algún león que me ha de hacer pedazos»53, sale del escenario «con poco seso y con valiente paso»54 al oír las voces de una dama, y vuelve en seguida —es la primera vez que el público ve a Casandra— con ella «en los brazos»55. Los oyentes avezados sospecharán que, como en tantas otras comedias, este abrazo anuncia simbólicamente que estos dos, tarde o temprano, han de llegar (como decimos, por buenos respetos) «a los brazos». Su acción es remedada por el gracioso y la criada, y este bromea con intención: «Mujer, dime, ¿cómo pesas, / si dicen que sois livianas?»56. Federico, enterado de ser la dama la prometida de su padre, se arrodilla y pide dos veces su mano a besar en señal de homenaje; pero ella insiste en levantarle y darle otra vez los brazos. En la salida siguiente, la pantomima se repite: el duque la sienta bajo el dosel y le dice que Federico ha de ser el primero de sus deudos en besarle la mano; efectivamente, lo hace tres veces, como testimonio de su respeto para la autoridad de su padre, para ella y para sí mismo —o sea, el respeto de tres especies cuya pérdida ha de confesar, al final del acto segundo, cuando dice que se ve «sin mí, sin vos y sin Dios»57—. Ella, sin embargo, le ofrece de nuevo sus brazos. Cuando se ven los dos en el segundo acto, Federico se arrodilla de nuevo, y de nuevo pide la mano de «su alteza»; otra vez más, ella le levanta y le ofrece sus brazos. Le explica, como antes ha explicado a Lucrecia, que el duque gozó de los suyos una sola noche, que «a los deleites pasados / ha vuelto con mayor furia, / roto el freno de mis brazos»58; y ante tantas provocaciones, tanto físicas como verbales, Federico por poco confiesa que está enamorado de ella. Antes de su próximo y decisivo encuentro, ella recuerda: «Vile turbado, llegando / a decir su pensamiento, / y desmayarse temblando»59; y, cuando se ven, le impulsa a declararse, definitivamente. Después de hacerlo, él implora una vez más: «Sola una mano suplico / que me des; dame el veneno / 52 53 54 55 56 57 58 59
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Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 254-255. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 311-312. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 331. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 339+. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 351-352. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 1917. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 1353-1355. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 1831-1833.
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que me ha muerto»60. Ella ahora intenta negársela, pero Lope parece querer que no lo consiga, porque la hace decir: «Ya determinada estuve; / pero advertir es razón / que por una mano sube / el veneno al corazón»61. Aunque luego salen, como es tan frecuente, cada uno por su lado, el público, tras tanta «pantomima» y tanto simbolismo, sabrá que son inevitables ya los incestuosos y fatales abrazos que Aurora ha de describir a principios del acto siguiente62. Hay muchas ocasiones en que los personajes, más que conversar, pronuncian discursos más o menos largos, como las arias de las nuevas óperas italianas, a veces en un metro llamativo, distinto de los versos en que se incrustan. Es un recurso que se emplea cada vez más en nuestro teatro, y que Lope satirizó con mucha gracia en La noche de San Juan, que debe de haber sido, por cierto, la última obra que escribiera antes de esta. Nada más comenzar, la primera dama anuncia a su criada que le ha de decir un romance, y pregunta: «¿Tengo de decir, Inés, / aquello de escucha?». «No», responde la criada, «porque, si te escucho yo, / necio advertimiento es»; y su ama suelta luego una relación de 174 versos. En el segundo acto, piensa pronunciar otro parlamento parecido: «Pues escucha un soliloquio, / de mis desdichas traslado»; pero la criada se impacienta: «No por Dios, que son efetos / de menos satisfacción, / y quitarás de invención / lo que gastes de concetos. / Poco más o menos, sé / cuanto me puedas decir». En la salida anterior, sin embargo, la criada de la segunda dama propone a su ama que imite las relaciones de un libro de comedias. Esta acepta: «Bien dices; tú serás / la criada de la dama». La criada la alienta: «Di, que ya el vulgo te aclama, / si acción a los versos das»; y efectivamente prorrumpe en romance de 168 versos63. Semejantes parlamentos, evidentemente, son oportunidades para lucir, alardes de técnica teatral que importa ensayar con cuidado. En el acto primero de la obra que nos ocupa, tenemos que fingir mis criados y yo estar a la puerta de un autor de comedias y escuchar a cierta actriz famosa que está ensayando dentro una canción o madrigal. Yo ala60
Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2006-2008. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2012-2015. 62 Sobre este simbolismo visual y verbal de la ceremonia del besamanos y de los «brazos», ver Dixon, 1973. 63 Vega, La noche de San Juan (en Obras..., t.VIII, pp. 133-135, p. 150, pp. 146148). Adviértase que esta obra, cuya acción transcurre solo en Madrid y (como Lope señaló en sus últimos versos) en pocas horas, es una comedia «clásica», pero «al estilo español». 61
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bo la técnica con que suele comunicar los sentimientos: «¡Qué acción! ¡Qué afectos! ¡Qué extremos!»64. Cuando termina, comento: «¡Valiente acción!»65, y Ricardo la califica de «¡mujer única!»66. ¡No dudo que este parlamento lo insistirá en hacer mi María! En la segunda salida, cuando Casandra y Federico acaban de conocerse, cada uno ha de decir al otro tres décimas, en medio de unos romances; en la tercera, entre unas redondillas, Aurora me dice de repente: «Te diré mi pensamiento»67, y luego pronuncia seis sextinas. Es de notar también la relación en romances con que ella describe al marqués, al principio del acto tercero, los amores adúlteros de Federico y Casandra, con un preámbulo parecido: «Está atento»68. A mediados del segundo acto, otra vez entre unas redondillas, el marqués le hace a ella una declaración de amor en tres décimas, y Casandra inicia la jornada con ocho dirigidas a Lucrecia, que esta califica de «discurso»69. «Discurso»70 llama también Federico la glosa de tipo cancioneril en que al final del acto confiesa por fin su desesperado amor a Casandra. Es uno de los momentos más intensos de la obra, y fue sin duda para que resaltara que Lope decidió escribir aquel paso entero en quintillas, un metro que últimamente ha empleado solo muy de vez en cuando71. Los mosqueteros aplauden estos parlamentos, sin darse cuenta acaso de tales cambios de metro, pero los «doctos y cortesanos» los aprecian, sin duda por estar tan acostumbrados a oír versos, y aun a componerlos ellos mismos. Lope sabe muy bien lo que hace, y en el curso de esta obra ha empleado nada menos que once tipos de estrofas; se ve que quería que fuera una de «las que ingenios y señores aprobaren». Uno de los parlamentos más sutiles lo pronuncia el gracioso a finales del acto primero. Federico le habla de una «necia imaginación»72 suya, y Batín responde con una lista de siete acciones impulsivas que a él se le ha antojado alguna vez hacer. Son ocurrencias divertidas, que Salinas sabrá acompañar de ademanes y gestos que harán las delicias del 64 65 66 67 68 69 70 71 72
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Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 196. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 206. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 210-211. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 699. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 2039. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 1074. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 1923 Ver Morley y Bruerton, 1968, p. 113. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 926.
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vulgo. Federico deja de escucharle para arrobarse en unos «desatinados conceptos / de sueños despiertos»73. Pero los oyentes no podrán menos de reconocer en ellos caprichos involuntarios que ellos mismos han tenido, y advertirán acaso cuán fácilmente Federico ha podido concebir la tentación incestuosa que, a fuerza de pensar en ella, ha de convertirse en una obsesión fatal. Es como si el gracioso encarnara al Pensamiento Humano en algún auto sacramental74. La obra comporta, sin embargo, además de estos monólogos, una cantidad extraordinaria de soliloquios auténticos, que deben ser los momentos de máxima tensión, de comunicación más directa entre nosotros y nuestros oyentes75. Huelga señalar que para mover sus ánimos —que, al decir de todos los preceptistas, es nuestro fin—, para infundir en ellos las pasiones que sufren los personajes, es imprescindible que sepamos sentirlas nosotros mismos, basándonos en nuestra propia experiencia e imaginación, como también supo sentirlas el poeta. Como lo dijo hace más de 20 años «el mejor representante San Ginés», en la obra más teatral de Lope: El imitar es ser representante; pero como el poeta no es posible que escriba con afecto y con blandura sentimientos de amor, si no le tiene, y entonces se descubren en sus versos cuando el amor le enseña los que escribe, así el representante, si no siente las pasiones de amor, es imposible que pueda, gran señor, representarlas; una ausencia, unos celos, un agravio, un desdén riguroso y otras cosas que son de amor tiernísimos efectos, haralos, si los siente, tiernamente; mas no los sabrá hacer si no los siente76.
73 74
Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 959-960. Ver por ejemplo La cena del rey Baltasar, escrita probablemente en torno a
1632. 75 76
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Ver Orozco Díaz, 1969, pp. 57-62. Vega, Lo fingido verdadero, ed. Menéndez Pelayo, p. 77.
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Esto lo sabían los preceptistas antiguos, como aprendimos en nuestras clases de retórica. Dijo Cicerón, por ejemplo, que «es casi imposible que un orador suscite una pasión en sus oyentes si no es afectado primero por la pasión»; y Quintiliano que «lo más importante, para mover los afectos de otros, es que seamos movidos nosotros mismos». (Incluso aconseja que, si queremos denunciar un asesinato, imaginemos —como en «visiones»— todos los detalles emocionantes de él)77.Yo no sé si Lope ensaya sus propios versos al escribirlos, aunque es normal que lo hagan los poetas dramáticos; las vidas de pícaros están llenas de anécdotas de dramaturgos que espantan a sus vecinos porque gritan «¡Guarda el oso!», o cosas por el estilo78. Pero de todos modos es seguro que se conmueve, y busca conmover al actor para que este conmueva al oyente. Por aquellos mismos años aconsejó en su Arte nuevo a quien escribiera comedias: Describa los amantes con afectos que muevan con extremo a quien escucha; los soliloquios pinte de manera que se transforme todo el recitante, y con mudarse a sí mude al oyente79.
Esta transformación del actor —y del oyente— depende, evidentemente, del sentimiento interior, pero requiere también un dominio total de su expresión en la acción exterior. El mismo Lope elogió la técnica con que Pinedo solía hacer «altos metamorfóseos de su rostro, / color, ojos, sentidos, voz y afectos, / transformando la gente»80. Pero ningún actor es más capaz de tales «metamorfóseos» que mi mujer María; como es notorio, «es de tan fuerte aprehensión que, cuando habla, muda el color del rostro con admiración de todos. Si se cuentan en el tablado cosas dichosas y felices, las escucha bañada en color de rosa, y, si ocurre alguna circunstancia infausta, se pone al punto pálida. En esto es única, y nadie la puede imitar»81. Me temo incluso que hará el papel de la incestuosa madrastra con tantas veras que le podrá acarrear algún oprobio, a pesar de que, con ser tan hermosa, es una mujer con mucha virtud y tenida 77 Quintiliano, Institutio Oratoria, libro VI, 26, sobre la familiaridad de estas ideas en la época (y su modernidad), ver Joseph, 1964, pp. 9-11. 78 Ver Quevedo, El buscón, p. 265 y nota. 79 Vega, Arte nuevo..., vv. 272-276. 80 Citado por Rozas, 1980, p. 99. 81 Alcázar, Ortografía castellana, pp. 335-336.
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por santa al decir de todos; porque hay oyentes que distinguen mal entre actor y personaje. Como dijo Lope, «si acaso un recitante / hace un traidor, es tan odioso a todos / que lo que va a comprar no se lo venden, / y huye el vulgo de él cuando le encuentren»82. Esta, evidentemente, es una reacción absurda, aunque la ha compartido y compartirá el vulgo de todos los tiempos, e incluso, hasta cierto punto, alguno que otro crítico o filósofo que se creería mucho más entendido. Los actores sabemos que somos muy conscientes en todo momento de no ser el personaje cuyas palabras y acciones, impuestas por el poeta y estudiadas por nosotros, representamos con tanta verosimilitud como podemos, como también lo sabe cualquier oyente que no esté tan loco como aquel don Quijote de Cervantes delante del retablo de maese Pedro. La comedia, como yo he de decir en la primera salida, con palabras de Cicerón glosadas por Lope, no es la vida, sino un espejo de ella, que «retrata nuestras costumbres, / o livianas o severas, / mezclando burlas y veras»83. Lo que pudiera llamase una «suspensión de la incredulidad» es siempre voluntaria y momentánea, nunca total84. La emoción esencial del juego teatral procede, precisamente, de nuestra conciencia del contraste entre lo fingido y lo verdadero. Los soliloquios tienen en nuestra obra una importancia primordial, porque más que en cualquier otra que yo conozco los personajes principales se caracterizan por su empeño, delante de otros, en representar ellos mismos una figura, un papel, en fingir, en hacer teatro, lo cual no es más que una imitación fiel, pero más densa, de la naturaleza, de lo que hacemos todos en la vida real, cotidiana. Todos tratan de ocultar a los demás sus pensamientos y sentimientos verdaderos, de disfrazarse, aunque a veces no lo consiguen. Muy rara vez se comunican auténticamente entre sí. Si se hablan, es para disimular más bien que para descubrirse. Solamente en sus soliloquios se permiten expresar aquellos pensamientos y sentimientos, e incluso en ellos es posible que los oyentes decidan que se están engañando a sí mismos. Damián, desde su primera entrada, tiene que representar a Federico como consciente de la necesidad de fingir. Si antes le alegraba su amor a 82 83 84
Vega, Arte nuevo..., vv. 331-334. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 222-224. Comparar: «a semblance of truth sufficient to procure for these shadows
of imagination that willing suspension of disbelief for the moment which constitutes poetic faith», Engell y Bate, 1983.
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Aurora, que era, según ella, «la misma luz de sus ojos»85, ahora siente un despecho por el casamiento de su padre, que intenta en vano disimular, como confiesa a Batín: «que, si voy mostrando / a nuestra gente gusto, como es justo, / el alma llena de mortal disgusto / camino a Mantua, de sentido ajeno»86. Batín le aconseja que siga fingiendo «contento, gusto y confianza, / por no mostrar envidia y dar venganza»87; pero los servidores han de poder observar que «sale a los ojos el pesar que tiene»88. Claro que para la exhibición de los sentimientos interiores, amén de los exteriores, sabemos todos los recitantes que los ojos son siempre nuestra arma más poderosa89. En ellos ha de ver el público su atracción hacia Casandra desde su primer encuentro, como él supone que la ve, aunque lo disimula, Batín. Le acalla: «No digas / nada, que con tu agudeza / me has visto el alma en los ojos, / y el gusto me lisonjeas [...] / Ven, no les demos sospecha»90. Tampoco al final del acto puede soportar que sus pensamientos se digan en voz alta, y le hace callar de nuevo: «Pues mira cómo lo acierto: / que te agrada tu madrastra, / y estás entre ti diciendo/ —No lo digas, es verdad»91. En el acto segundo, las melancolías que provocan, y en que se complace, se atribuyen por todos a su disgusto anterior, pero oculta a todos —a Batín incluso— sus motivos verdaderos. «Engaña con la verdad» —«cosa que ha parecido bien» siempre al público92— cuando me dice: «La falta de salud se ve en mi cara, / pero no la ocasión»93, y finge celos del marqués; pero su emoción disimulada ha de ser revelada físicamente por Damián en su encuentro con Casandra: «Parece que estás temblando»94, le dice ella; él confiesa «el sentimiento
85
Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 1260. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 250-253. 87 Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 317-318. 88 Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 339. 89 Comparar: «En el ojo se ve un maravilloso movimiento, porque, siendo un miembro tan pequeño, da solo él señales de ira, odio, venganza, amor, miedo, tristeza, alegría, aspereza y blandura» (López Pinciano, Philosophía antigua poética, t. III, p. 288); «Repare si los que representan ayudan con los ojos lo que dicen, que si lo hacen, le llevará los ojos» (Zabaleta, El día de fiesta..., p. 26). 90 Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 634-645. 91 Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 977-980. 92 Vega, Arte nuevo..., vv. 319-320. 93 Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 1123-1124. 94 Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 1305. 86
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que miras»95; y Batín advierte que está «turbado»96, diciendo o fingiendo no entenderlo. Al confesar a Casandra que está enamorado, ha de prorrumpir en lágrimas, que, si quiere mover a los oyentes, tendrán que ser sentidas y verdaderas. Como dice Horacio, «tú mismo, si quieres que yo llore, tienes que sufrir primero». No se atreve todavía, a pesar de sus provocaciones, a decirle que es a ella a quien ama, pero su excitación al salir debe convencer de ello tanto a los oyentes como a Casandra. Aun en el soneto que pronuncia a solas97 —dirigido, como tantos otros que evocan el consabido mito de Ícaro, a su «pensamiento»98— se abstiene de mentar a su objeto. El público se extrañará de oír hasta qué punto se engaña a sí mismo en decir que esta pasión «que naciste de mis ojos» ha de ser «imposible eternamente»99, y anticipará, cuando entre Casandra, el derrumbamiento total de sus defensas, la pérdida abyecta de su voluntad de fingir ante ella. En el acto tercero, ha de ser un hombre destrozado. Consumado el adulterio y anunciado el regreso del duque, muestra su turbación y temor en volver a fingir celos e incluso proponer casarse con Aurora. En una escena magníficamente irónica, consigo despertar su vergüenza, calificando tres veces de «tu madre» a Casandra100; finge quejas contra ella, atreviéndose otra vez a «engañar con la verdad», sin saber —como sabrá el público— que yo entiendo esta vez el doble sentido de sus palabras: «aunque es para todos ángel, / que no lo ha sido conmigo. / [...] A veces me favorece, / y a veces quiere mostrarme / que no es posible ser hijos / los que otras mujeres paren»101. Casandra, en el encuentro que escucho al paño, le tilda cuatro veces, con evidente razón, de «cobarde» (amén de «traidor», «villano», «mal nacido» y «perro»)102 y lo es bastante para comprometerse —sin duda fingidamente— a todo lo que ella quiera, aconsejándole a ella fingir «gusto, pues es justo, / con el duque»103. Según dice socarronamente Batín a Aurora: «está endiablado / el conde; no sé qué tiene; / ya triste, ya alegre viene, / ya cuerdo, 95
Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 1310. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 1313. 97 Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 1797-1810. 98 Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 1797. 99 Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 1809-1810. 100 Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2575-2592 y 2624-2627. 101 Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2597-2605. 102 Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2669-2736. 103 Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2772-2773. 96
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ya destemplado»104. De «cobarde»105 y «perro»106 le califico también yo cuando vacila en cumplir mi orden de matar a un traidor; pero acaso exhibe una premonición secreta al responder: «no sé qué me ha dado, / que me está temblando el alma»107. Al descubrir que ha matado a su amante, ha de quedar embelesado. Como escribió López Pinciano: «Si el que va a matar [...] mata al que no conoce, siendo pariente o bienqueriente, como padre, hermano o hijo, enamorado, será esta acción la más trágica y aun deleitosa de todas [...] trae más conmiseración que otra alguna»108.Y cuando el padre que tanto le ha querido, y de quien acaba de decir resueltamente: «si hallara / el mismo César, le diera / por ti, ¡ay Dios!, mil estocadas»109, ordena que le ajusticien, Damián ha de llenar de patetismo su pregunta final: «Oh padre, ¿por qué me matan?»110. El papel de Casandra ofrece un contraste llamativo, en todos los aspectos, con el de su amante. Toma siempre la iniciativa en sus relaciones; cavila mucho menos y oculta sus sentimientos solo cuando le resulta imprescindible. Se engaña poco a sí misma; demuestra incluso un extraño conocimiento de causa. Tras su accidente, ocasionado por su propia impulsividad y desenvoltura, no vacila en revelar a Federico su identidad y su placer en conocerle, ni en preguntar a Lucrecia qué le parece. Confiesa, abiertamente, a ella su atracción hacia él y sus recelos en cuanto al duque. A comienzos del segundo acto, se queja a ella en términos tajantes del desprecio y desatención con que la trata su marido, previniendo ya su propia venganza, si bien reconoce la necesidad de disimular: «mis ojos / solo saben mi tristeza»111. Tampoco tiene empacho en quejarse a Federico de los vicios y tiranías de su padre, en un discurso apasionado que acaba en llanto, ni en instarle a declararse a la que ama, sospechando, seguramente, que es a ella, cuando le dice «que el edificio más casto / tiene la puerta de cera»112. Una vez convencida de ello, revela en su primer soliloquio con cuán poca resistencia cederá 104 105 106 107 108 109 110 111 112
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Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2792-2795. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 2960. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 2968. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2964-2965. Pinciano, Philosophía antigua poética, t. II, pp. 343-344. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2969-2971. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 2997. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 1096-1097. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 1499-1500.
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a las tentaciones del amor y de la venganza, si bien con clara conciencia de su engaño y desatino, del pecado y del peligro que suponen para su vida y su honra. En el segundo, la conciencia de todo ello parece tan increíble que María acaso se creerá obligada no tanto a identificarse con el personaje como a presentarlo al público a modo de amonestación, «desde fuera», por decirlo así113. «No puede haber contentos / fundados en imposibles. / En el ánimo que inclino / al mal, por tantos disgustos / del duque, loca imagino / hallar venganzas y gustos / en el mayor desatino [...] / [...] no es disculpa igual / que haya otros males de quien / me valga en peligro tal, / que para pecar no es bien / tomar ejemplo del mal»114. A continuación, no duda en valerse de la historia de Antíoco para provocar la confesión de Federico115; solo al final de ella ha de parecer titubear e intentar negarle el nuevo contacto físico que pide. Con la salida de los dos por las dos entradas del fondo, se salva el decoro de nuestro teatro; pero difícilmente hallaríamos en él una escena tan sugestiva, y el adulterio ha de pensarse como inevitable. En el acto tercero su papel resulta más limitado, ya que el mayor interés se concentra en el duque y en su relación con su hijo. En todo él se muestra más comprometida que nunca con su pasión. En sus dos encuentros con Federico su propuesta de casarse la ofende hasta tal punto que se muestra incapaz de contenerse, dando voces que amenazan con descubrirlo todo abiertamente, e imponiéndole así su férrea voluntad de seguir traicionando a su marido. La cazuela compadecerá y aplaudirá seguramente a María cuando grite con razón: «¡Ay, desdichadas mujeres! / ¡Ay, hombres falsos sin fe!»116. Mi propio papel me parece mucho más complejo y más ambiguo. De la primera salida resulta evidente que el duque de Ferrara ha sido durante muchos años un libertino notorio, «fábula siendo a la gente / su viciosa libertad», que «no se ha casado / por vivir más a su gusto»117. Pero se presenta también desde un principio como avergonzado de su «proceder vicioso» y deseoso de cambiar. Los parlamentos de la cortesa113
Algunos críticos han señalado en el teatro clásico español elementos —y momentos, como este— claramente distanciadores, que ayudan a explicar por qué lo calificara Brecht, con aprecio, de teatro épico; ver, por ejemplo, Jones, 1971, y Rozas, 1980, pp. 104-106. 114 Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 1819-1855. 115 Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 1879-1904. 116 Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2760-2761. 117 Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 99-102.
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na y de la actriz que escucha con tanto disgusto, por más que aparenta rebatirlos, le hieren y aleccionan; reconoce que han dicho «claras verdades» que los señores no quieren oír118. La misma Cintia y Febo, como también Batín y Federico, suponen que reformará sus costumbres su matrimonio con Casandra, aunque lo ha contraído a la fuerza, para aplacar la inquietud de sus vasallos, con clara conciencia de que dejará desheredado probablemente a su hijo bastardo, «lo que más mi alma adora»119. Entiendo, sin embargo, que recibe a su esposa, si bien «con muchos cumplimientos», con un mínimo de palabras frías y formularias; y en el segundo acto es evidente que la trata con indiferente desdén. La esperada enmienda no se ha efectuado; después de dormir una sola noche con Casandra, «a los deleites pasados / ha vuelto con más furia»120; «la obediencia rota / al matrimonio santo, / va por mujercillas viles / pedazos de honor sembrando»121. Es «un bárbaro marido». Lope le hace insistir, en cambio, una y otra vez, en su tierno amor a su hijo, lo cual no quiere decir que le comprenda cuando este insulta a Aurora, para quien también siente afecto. Le abandona enfurecido, y rechaza rotundamente después su deseo de acompañarle a la guerra; «Esto es razón, y basta ser mi gusto»122. Pero en esto, y en la presteza con que parte para guerrear contra los enemigos del papa, demuestra, por otra parte, un alto sentido de responsabilidad. En el acto tercero, Aurora anticipa su regreso victorioso; el marqués, el sangriento castigo que ha de hacer a los dos adúlteros «el ferrarés Aquiles / por el honor y la fama, / [...] / si no es que primero el cielo / sus libertades castigue»123. Batín, en cambio, subraya su deseo de ver cuanto antes a su amado hijo, «el sol de sus ojos»124, deseo que demuestra y en que insiste en su primera entrada. Declara otra vez que piensa «trocar de aquí adelante / la inquietud en virtud»125, y Ricardo lo confirma repetidamente: «ha sido tal la enmienda / que traemos otro duque [...] el duque es un santo ya [...] se ha vuelto humilde [...] No hayas miedo
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Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 214-233. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 666. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 1353-1354. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 1366-1369. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 1703. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2126-2132. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 2153. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2322-2323.
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tú que vuelva / el duque a sus mocedades»126. El gracioso, por cierto, expresa con parecida insistencia el escepticismo que sentirán, sin duda, los oyentes. Para el cínico Batín, «milagro ha sido del papa / llevar, señor, a la guerra / al duque Luis de Ferrara, / y que un ermitaño vuelva. / Por Dios, que puedes fundar / otro Camáldula»127. Pero él también insiste: «Sepan / mis vasallos que otro soy»128, y el mismo gracioso, al observar cuán poco ha descansado antes de atender a su oficio, alaba «el cuidado de quien mira / el bien público»129, aunque esto lo dirá también Salinas, seguramente, con sarcasmo. En esta escena hay preciosos ejemplos, que haremos lo posible para explotar, de «aquella incertidumbre anfibológica» que ha tenido siempre, según el mismo Lope, «gran lugar en el vulgo, porque piensa / que él solo entiende lo que el otro dice»130. Batín, que según supongo está enterado de todo lo sucedido, dice, irónicamente, de Federico: «Cierto, señor, que pudiera / decir que igualó en la paz / tus hazañas en la guerra»131, y de Casandra: «No se ha visto, que yo sepa, / tan pacífica madrastra / con su alnado: es muy discreta / y muy virtuosa y santa»132. El duque, inocentemente, le responde que «así en mi casa / hoy dos victorias se cuentan: / la que de la guerra traigo, / y la de Casandra bella, / conquistando a Federico»133. El soliloquio que sigue, de 85 versos, es una de mis mayores oportunidades para lucir. Lope lo ha estructurado en tres tiradas: después de 17 endecasílabos, casi todos rimados, la acusación de adulterio ocupa una octava, y mis «quejas» siete décimas. Empiezo leyendo, prosaicamente y con prisa, mis memoriales, pero me intriga el anónimo misterioso. Al leerlo, acaso emplee la técnica de «la representación turbulenta, que consiste más en hacer que en hablar». De otro actor se cuenta que «en Madrid entró una vez en el teatro leyendo para sí una carta y tuvo largo tiempo suspenso a los oyentes. A cada renglón se espantaba. Últimamente, arrebatado en furia, hizo pedazos el papel y comenzó a exclamar vehementísimos versos. Y, aunque fue alabado de todos, con-
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Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2356-2393. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2443-2448. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2448-2449. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2463-2464. Vega, Arte nuevo..., vv. 323-326. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2412-2414. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2416-2419. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2433-2437.
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siguió mayor admiración aquel día haciendo que hablando»134. Mi primera reacción es de incredulidad: «¿Qué es esto que estoy mirando?»135; pero las restantes han de ser mucho más complejas y diferenciadas de lo que supuso Lope al escribir: «Pregúntese y respóndase a sí mismo»136. Tengo sobre todo un momento de clara anagnórisis, tan propio de la tragedia, cuando compagino mi historia con la consabida del rey David —con el cual se me comparó antes de muy distinta manera— y comprendo, como el protagonista de La venganza de Tamar y Los cabellos de Absalón, que es el cielo quien ha dado al «vicioso proceder / de las mocedades mías»137 un parecido castigo sin venganza, como todos los suyos. Si yo soy ya realmente como él un santo, como dijo Ricardo —y no un «santo fingido», como dirá Batín— el mensaje de la obra es semejante y tremendamente irónico: arrepentirnos de nuestros pecados de ninguna manera nos exime de su angustiosa expiación138. Pero apostrofo también, con una falta de coherencia muy natural, a las letras del papel, a Federico y a la ausencia, antes de debatir conmigo sobre la dificultad de investigar lo ocurrido para castigarlo yo mismo. Empiezo a continuación, sin embargo, como si mi personaje hiciera el papel de un juez pesquisidor, una investigación solapada, pero concienzuda, interrogando primero a Federico mediante frases, como las que aluden a su «madre» Casandra, cuya ironía, si no la capta, le impele a delatarse: «¿Sientes que madre la llame? / Pues dícenme que en mi ausencia, / de que tengo gusto grande, / estuvisteis muy conformes... / [...] Pésame de que me engañen, / que me dicen que no hay cosa / que más Casandra regale»139. Interrogo luego a Casandra cuando entra con Aurora, mediante una técnica parecida; cuando ella se atreve a decirme que Federico «un retrato vuestro ha sido»140, la inquieto con la respuesta: «Ya sé que me ha retratado / tan igual en todo estado, / que por mí le habéis tenido; / de que os prometo, señora, / debida satisfacción»141. Le doy también la noticia de que Federico me ha pedido que le case con Aurora, fingiendo que insistiré en ello, y luego 134 135 136 137 138 139 140 141
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Alcázar, Ortografía castellana, p. 336. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 2492. Vega, Arte nuevo..., v. 277. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2516-2517. Ver Dixon, 1984b, p. 312. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2589-2601. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 2656. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2657-2661.
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—«buscando testigos»142— vigilo el encuentro entre mis dos reos, que dan claro testimonio de su culpa, sin el rutinario tormento, como señalo, o más bien atormentándome a mí. El crimen ha sido plenamente comprobado, y en mi segundo soliloquio largo medito sobre el castigo. Tanto a su principio como a su fin interpelo a los cielos, alegando que he de actuar —como padre, como jefe de estado— siendo un mero instrumento de la justicia divina, si bien la ley del honor exige que se haga de manera que la ofensa no se publique. La muerte de «la infame Casandra»143 (a quien es evidente que nunca quise) me preocupa poco, pero contemplar la de mi hijo —a pesar de anteriores diatribas— me conmueve profundamente, provocando un estado de turbación. El poeta, como es frecuente en nuestro teatro, detalla los síntomas fisiológicos de dicho estado, que me incumbe remedar: «tiembla el cuerpo, espira el alma, / lloran los ojos, la sangre / muere en las venas heladas, / el pecho se desalienta, / el entendimiento falta, / la memoria está corrida, / y la voluntad turbada, / como arroyo que detiene / el hielo de noche larga. / Del corazón a la boca / prende el dolor las palabras»144. Apostrofo durante 32 versos a mi amor paterno, que me impulsa a indultarle; pero alego toda una serie de argumentos en contra, e imagino una sala de justicia, presidida por el honor, en que su abogacía resulta insuficiente. Habrá sin duda oyentes que juzguen al personaje como realmente vengativo e hipócrita a sabiendas, y yo, evidentemente, pudiera interpretarlo de este modo, como también pudiera sugerir que es sincero o que se engaña a sí en cuanto a sus motivos, pero intentaré dejar abierta la cuestión. Lope quiere quizás que el público, ante este «ejemplo», medite en la posibilidad para los mortales de separar el castigo de la venganza, sobre todo cuando el que castiga, por más que reconozca su propia culpa, y por más que compadezca al reo, ha sido él mismo víctima del delito; acaso quiera poner en tela de juicio las leyes del pundonor y la duplicidad cruel que su «bárbaro legislador» ha impuesto a sus mejores seguidores. Cuando Federico entra, le engaño otra vez con la verdad, insistiendo en que mate a uno de dos traidores. Quedo mirándole. ¿Cómo lo haré? ¿Deleitándome? No creo; reflexionando más bien tristemente sobre la 142 143 144
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Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 2707. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 2858. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2871-2881.
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justicia de mi justicia, para mandar luego que le maten a él por haber causado la muerte de su madrastra. Mi respuesta a su atónita pregunta demuestra que reconozco, como se recuerda en toda la obra, que otra justicia superior espera al delincuente y a su juez: «En el tribunal de Dios, / traidor, te dirán la causa»145. Pero la última emoción que represento ha de ser un dolor irremediable, cuando mis ojos, que han sido ellos mismos testigos de la maldad de mi hijo, quieren ver y llorar su desdichada muerte. Los hombres, Casandra ha dicho, una vez solo pueden llorar, «y es en caso / de haber perdido el honor, / mientras vengan el agravio»146; y ahora «llanto sobra, y valor falta»147. Mis últimas palabras serán mi más amarga ironía, encerrando a la vez la mentira externa y la verdad interior, el pretexto fingido de la muerte de Federico, y mi comprensión de que es un castigo doble, de mi propio pecado y del de mi hijo, que precisamente por serlo cometió otro parecido: «Pagó la maldad que hizo / por heredarme»148. Claro que el pecado lo heredamos todos de nuestros primeros padres, y lo pagó el Hijo de otro Padre. Es evidente a todas luces que esta magnífica obra, como otras de Lope, no caerá nunca en el olvido. Acaso para rescatarla de él la imprimirá aparte, en una suelta, como ya imprimió personalmente durante ocho años, mientras se lo permitieron, doce partes de doce. Al hacerlo quería que fuesen leídas por los doctos de ahora y del futuro, pero, como dijo en su Novena parte, «no las escribí con este ánimo, ni para que de los oídos del teatro se trasladaran a la censura de los aposentos», y quería también indudablemente que algunos de sus lectores fuesen recitantes como yo, que las hiciesen vivir de nuevo en las tablas. Pero me temo que quien las represente en los siglos venideros se olvidará incluso de los nombres de los que las estrenamos. Sería una lástima, creo yo, porque acaso las harían mejor si parasen mentes en la manera en que él las vio representar tantas veces en nuestros corrales. Lope desde luego no querría que se nos olvidara; al actor del futuro, como también al lector de nuestro tiempo se dirigía, sin duda, cuando escribió en su Docena parte: «Bien sé que en leyéndolas te acordarás de las acciones de aquellos que a este cuerpo sirvieron de alma, para que te den más gusto las figuras que de sola tu gracia esperan movimiento». 145 146 147 148
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Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 2998-2999. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, vv. 1433-1435. Vega, El castigo sin venganza, ed. Kossoff, v. 3015. Ver McKendrick, 1983, p. 93.
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LA AUTÉNTICA TRASCENDENCIA DEL TEATRO DE LOPE DE VEGA1
Celebro mucho la iniciativa de los organizadores y coordinadores de este congreso, y les doy sinceras gracias por haberme invitado, porque lo creo tan importante como oportuno. Sin querer ser un aguafiestas, opino francamente que, en parte por culpa nuestra —de los españoles y de los especialistas—, ha tardado y sigue tardando en reconocerse la transcendencia mundial de un cuerpo teatral equiparable con cualquier otro, y superior a muchos más afamados. Los augurios, sin embargo, son propicios, al menos en Inglaterra. En dos obras significativas en las cuales me invitaron a contribuir, una historia y una enciclopedia del teatro universal, publicadas por la Oxford University Press hace siete años y hace dos meses, se ha dado al del Siglo de Oro el relieve que le corresponde2, y la Royal Shakespeare Company planea montar no menos que cuatro comedias áureas. Mejor está que estaba; importa por tanto llegar en ocasión y dejar de ser vergonzosos en Palacio. El tema que he escogido, como devoto suyo, es el de la trascendencia del todopoderoso Lope. Pero quiero decirles algo sobre la proyección directa de sus obras en España y fuera de ella, ya que no ha estado nunca a la altura de su valor. En España algunas comedias suyas jamás han quedado sin representarse del todo, pero ya en el siglo XVII, después de su muerte, fueron mal atribuidas o refundidas por poetas menos dotados, cuyas obras originales, aunque hondamente influidas por ellas, llegaron a eclipsarlas. 1 Este ensayo es una ponencia que leí en 2003, en un congreso internacional, cuyo tema fue «Proyección y significados del teatro clásico español». 2 The Oxford Illustrated History of Theatre, ed. J. R. Brown, Oxford, Oxford University Press, 1995, y The Oxford Encyclopedia of Theatre and Performance, t. 2, ed. D. Kennedy, Oxford, Oxford University Press, 2003.
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Atacadas en el XVIII por los teóricos neoclásicos y refundidas de nuevo y más a fondo en el XIX y después, se representan desde la Transición con relativa frecuencia, pero menos de lo que merecen, y a veces con excesiva adaptación3. En el extranjero también su impacto directo ha sido muy relativo. En el siglo XVII traducciones de algunas obras se publicaron y representaron en Italia, Holanda y Francia, e influyeron por ejemplo en Rotrou y en Molière, pero tuvieron más resonancia las de otros españoles —Guillén de Castro, Alarcón y sobre todo el autor del Burlador—, y del XIX en adelante han gozado de mucho más alcance y fama las del único dramaturgo español realmente parangonable con él, Calderón. Hoy por hoy, la sola comedia suya que se conoce (y desconoce) globalmente es Fuenteovejuna. Su auténtica trascendencia, para España y para el mundo, me parece otra, y doble: como hombre de teatro y como «atalaya de la vida humana», y en ambos aspectos tan histórica como actual —mejor dicho, intemporal—. Como hombre de teatro, su importancia histórica estriba en haber creado, no a solas, pero, en el fondo, sin demasiada ayuda, la revolucionaria Comedia Nueva. Nacido en la nueva capital de su país, genial a la vez —igual que Shakespeare— como dramaturgo y como poeta, asombrosamente fecundo, y obligado por «necesidad» a escribir a montones sus «versos mercantiles», fue el único ingenio de su época capaz de responder plenamente a otra necesidad: la de satisfacer —educándolas— las demandas de un público urbano muy diverso, cada vez más grande y más ávido de diversión. Por lo tanto, «alzose con la monarquía cómica», bastó «para hacer escuela de por sí», e inventó una fórmula dramática que, además de imponerse para todo un siglo en su país, había de dejar imborrables huellas en el teatro posterior, en el cual incluyo desde luego el cine y la televisión de hoy. Conoce bien, como dice y demuestra, las demandas referidas, que en el fondo son las de cualquier público mayoritario. Pero no se sustrae, como pretende, al influjo de los grandes dramaturgos romanos, a quienes más bien imita para luego superarlos, ni menos de Aristóteles y Horacio, a quienes, despreciando a sus exégetas, realmente venera. Por lo tanto, su Arte nuevo y su teatro, «entre estos dos extremos dando un medio», marcan un paso decisivo entre las teorías antiguas y las prácticas 3
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Ver el detallado estudio de García Santo-Tomás, 2000.
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modernas. Pero es más: Lope comprende como el que más la esencia del fenómeno teatral. Como dijo lúcidamente Ruiz Ramón hace muchos años, «uno de los caracteres del drama» creado por él y sus epígonos, «es su pluralidad temática», y «algo de más radical alcance [...] La creación máxima del teatro español y su más genuina aportación al drama occidental» fue mostrar que la vida humana en su totalidad es capaz de escenificarse4. Pero Lope ve claro también algo que antes y después se obstinan en no comprender los antiguos y neoclásicos, aunque no sus sucesores: que esa vida es siempre una mezcla de «lo trágico y lo cómico». Aunque escribe «cuando Lope quiere» magnificas tragedias o comedias «puras», insiste en que la división en géneros falsifica la experiencia vital; si los minotauros deleitan, es que su variedad es fiel a la «naturaleza». Sabe además que los públicos mayoritarios —no solamente «el español sentado»—, amén de desear siempre que se les cuente una historia, prefieren que sea completa (y que concluya, diría de paso, en una «justicia poética»); es decir, que no quieren ver solo una crisis, cuyos antecedentes y consecuencias, pudiendo escenificarse, se narran o se anticipan. Y la forma más lógica de dramatizar aquella historia es tripartita: exposición («el caso»), desarrollo («los sucesos») y desenlace («en lo que pare»); ¿por qué dividirla, pues, en cinco jornadas? Comprende asimismo que un espectador, lo mismo que un lector, es muy capaz de trasladarse imaginativamente, si no se le piden saltos muy excesivos, de un momento o sitio a otro; las neoclásicas unidades de tiempo y lugar, que excluyen la posibilidad de un teatro épico, son limitaciones tan mal concebidas como esa otra camisa de fuerza de los géneros. Por la necesidad de coherencia sí se justifica en cambio la de acción, la única en que insiste Aristóteles, a quien en su Arte nuevo el Fénix parafrasea. Pero esta bien puede enriquecerse con otras, subordinadas o paralelas, con tal de que no se desvíen del «primero intento», como muestra Fuenteovejuna. En esta y otras obras, por otra parte, no son ni más ni menos importantes que la historia que se cuenta el «mensaje» que conlleva o la caracterización de sus personas; las mejores comedias de Lope mantienen un justo equilibrio entre trama, tema y personajes, y si estos, en cualquier corpus tan inmenso como el suyo, se prestan a una clasificación en tipos y subtipos, se caracterizan también, de obra en obra, como seres más o menos complejos y diferenciados entre sí. 4
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Ruiz Ramón, 1971, pp. 141-142.
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Todos estos descubrimientos, expuestos y puestos en práctica por Lope, e impuestos por él en la Comedia Nueva, han influido, aunque más indirecta que directamente, en el teatro posterior, y son válidos para siempre. Además, en algunas obras y, sobre todo, en una obra maestra, Lo fingido verdadero, explota al máximo, antes y mejor que otros, los recursos del metateatro, que muchos autores del siglo XX volverían a utilizar5. Incluso señala un camino posible para el teatro del porvenir. Si vuelven a las tablas la sonoridad y sugestividad de la poesía, innecesariamente desterrada por la prosa naturalista, se comprenderá tal vez que Lope, aprovechando como en otras cuestiones de «decoro» los consejos de Horacio, y acomodando «los versos con prudencia / a los sujetos de que va tratando», solucionó mejor que nadie el aparente problema de la verosimilitud6. Pero estas aportaciones al desarrollo y comprensión del fenómeno teatral distan mucho de ser el único aspecto de Lope y de su obra que se ha venido minusvalorando. Otros están pidiendo a voces una radical revaloración. Afortunadamente, algunos críticos y centros importantes han emprendido la tarea, pero mucho queda por hacer. En parte gracias a —y a pesar de— declaraciones propias, y en parte por prejuicios comprensibles pero ilógicos, algunos de sus méritos más evidentes han tendido siempre a mirarse como defectos, como si su fecundidad, popularidad, facilidad, espontaneidad y llaneza hubiesen implicado necesariamente una falta de calidad, seriedad, cálculo, autocrítica y lima. Son suposiciones que, cuando se examinan, no carecen a veces de fundamento, pero reglas que dejan de serlo por la evidencia de incontables excepciones. E incluso los especialistas que se libran de tales prejuicios han dejado, también con excepciones muy honradas (pero no tan incontables), de estudiarle a fondo, tal vez por otras razones. Han tendido a cohibirse ante la inmensa cantidad de sus obras, cuyos textos varían mucho en cuanto a su corrección, sin hablar de los diversos problemas de atribución.Temiendo tal vez los peligros de la generalización, la mayoría se han centrado solo en sus obras más famosas. Su propio temperamento los inclina, según sospecho, a identificarse, antes que con Lope, con el no más erudito pero más filosófico, más cerebral y, me atrevo a decir, más mecánico Calderón, cuyas obras parecen 5
Ver Fischer, 1976-1977; Palomo, 1987; Dixon, 1997-1998, y Dixon, 1999, artículo incluido en este libro. 6 Ver Dixon, 1994.
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por tanto de más fácil interpretación.Y el Fénix ha sido víctima de un azar de tipo cronológico: el centenario de su muerte, en vísperas de la Guerra Civil, suscitó bastante interés en España y fuera de ella; muchísimo menos, en pleno franquismo, el de su nacimiento. Desde entonces el estudio del teatro del Siglo de Oro ha progresado enormemente, pero los pobres lopistas hemos quedado sin una fecha que festejar. Los dos centenarios de Calderón, por contraste, han dado lugar, como todos saben, a un verdadero diluvio de congresos, libros, ediciones y nuevas investigaciones. Por todas estas razones, los estudios sobre Calderón han sido durante decenios y son, hoy por hoy, muchísimo más abundantes que los dedicados a Lope. Las obras de aquel, por consiguiente, se conocen y se comprenden mejor que nunca, no solo entre los especialistas, sino por el público general, español y universal. El ejemplo más notorio es el viraje que se ha dado, desde mediados del siglo pasado, a la interpretación de sus sanguinolentos dramas del honor matrimonial. En 1989 Antonio Buero Vallejo recordó haber felicitado a su «querido Ruiz Ramón» por haberle hecho ver que en el «supuesto honor calderoniano [...], estaba ya la crítica a lo que tenía de imposición social injusta», y por haberle revelado así que un dramaturgo a quien había admirado siempre había sido «no solo gran autor, sino un autor lúcido desde el punto de vista social»7. Permítaseme una reflexión personal. Buero no creía lo mismo en cuanto a Lope. En el curso de varias conversaciones sobre su propio teatro, me dolió comprobar que compartía en este respecto las opiniones negativas de muchos españoles progresistas. Ahora que ha desaparecido, me duele muchísimo más no haber intentado convencerle de que estaba equivocado, de que Lope, no menos que Calderón —y acaso bastante más—, había sido «lúcido desde el punto de vista social». Ha sido una reflexión, pero no una digresión. Es este precisamente el segundo aspecto de la trascendencia de Lope del que quiero hablar aquí, por ser el que para mí más revaloración reclama. De los debates del siglo pasado sobre él y su teatro, la imagen que en su patria ha prevalecido es la de haber sido un autor mercantil, y no solo reaccionario, sino rastrero, dispuesto siempre a prostituir su pluma a los intereses de las clases dominantes y del absolutismo inmovilista. Parecieron fortalecerla influyentes estudios publicados en los años se7
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Buero Vallejo, 1994, t. II, pp. 562-563.
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tenta por José Antonio Maravall y José María Díez Borque, si bien este, en trabajos posteriores, pero quizás menos difundidos, ha matizado sus opiniones significativamente8. En años recientes, otros varios críticos —solo algunos de los cuales citaré a continuación— han puesto en tela de juicio aquella interpretación9, que a estas alturas, por tanto, parece excesivamente simplista. Urge re-examinarla, según creemos ya muchos, con otra perspectiva histórica, otro concepto de la índole y función del teatro de su tiempo y, en general, otro modo de entender el carácter de Lope mismo, y poniendo más atención no solo en sus obras mejor conocidas, sino en otras que se suelen olvidar. Compartía, naturalmente, no solo con los de arriba, sino con todos sus coetáneos, unas convicciones básicas que, si ya no lo son, puede comprender —y desatender a la vez— el espectador de hoy: una honda fe católica, un patriotismo incondicional y una inconsciente aceptación de la monarquía como sistema de gobierno. Pero, dentro de este consenso, su sociedad supuestamente monolítica estaba escindida en facciones en torno a una larga serie de cuestiones políticas, económicas, sociales y estéticas. El mismo teatro popular fue objeto de constantes controversias, sobre todo de tipo moral, pero ni sus detractores ni los que lo defendían lo concebían como un instrumento de política estatal. Funcionaba, al contrario, presentando por su índole, como siempre, situaciones conflictivas, personajes contrastados y opiniones opuestas, como un foco y foro de debate sobre una multitud de problemas, entonces palpitantes y mutatis mutandis actuales. Incluso la censura impuesta en él, dirigida mayormente contra herejías y procacidades, resultó, con pocas excepciones, relativamente leve, y susceptible como siempre de esquivarse con cautelas y estrategias. A Lope, hijo de artesano, sin más hidalguía que su oriundez montañesa, y escarnecido por su pretensión a un escudo de diecinueve torres, le obsesionaron diversos amores, duraderos o transitorios —a su Dios, a su patria, a muchas mujeres, a algunos hijos y a varios amigos, casi todos, como él, artistas o literatos10, aunque sobre todo a su pluma—. 8
Maravall, 1974; Díez Borque, 1976, 1978 y 1988. Ver por otra parte, por ejemplo, las ediciones por Díez Borque de dos comedias de Lope:Vega, El castigo sin venganza, ed. Díez Borque, y Vega, La villana de Getafe. 9 La primera parece haber sido Stern, 1982. Es todavía muy conformista, por contraste, el Lope que nos presenta Márquez Villanueva, 1988. 10 «A lo largo de su biografía [...] se mantuvo más o menos fiel a un grupo social compuesto por literatos, artistas cualificados o profesionales liberales, de entre
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Pero se dejó gobernar a la larga por dos ambiciones: sobresalir en todos los géneros literarios de su tiempo y ascender en su sociedad. Para intentar conseguirlas —y mantenerse a flote—, no tuvo más remedio que ser él mismo un consumado histrión, desempeñar varios papeles y ponerse distintas máscaras en el gran teatro de su mundo. Así se explica su fachada de servil adulación ante los reyes, validos y mecenas, como el egoísta Sessa. De poco le valió; adorado por el pueblo y honrado del pontífice, jamás pasaría de criado o secretario —cronista real, un hábito, «don Lope», ni hablar—, y sabemos todos cómo fue su década de senectute. Fue siempre un marginado, un arribista que nunca arribó, un eterno pretendiente, como la mayoría de su público en la Corte, y, por todo ello, aunque al parecer estoico o burlón, bajo estas otras máscaras, resentido y rebelde. No pudo independizarse, desde luego, aunque vivía en parte de sus libros y sobre todo de las comedias que vendía a los autores, de numerosos mecenazgos. La Iglesia, la monarquía y la nobleza se aprovechaban de espectáculos propios, como también del teatro público, como un poderoso medio de publicidad, y bastantes comedias de Lope, como han insistido más que nadie Joan Oleza y Teresa Ferrer, se compusieron en espera de favores e incluso por encargo11. Una de las primeras pudo ser Arauco domado, escrita al principio de una campaña de propaganda montada por los Hurtado de Mendoza y descrita con razón como un «interesado panegírico». Basándose en gran parte en una crónica que era «casi las memorias» del mismo marqués, Lope caracteriza a algunos de los indios como antropófagos salvajes, y a su patrón como ejemplar. Pero mucho más conmovedores que las retóricas alabanzas de este son el amor mutuo, la devoción a su patria y el deseo de libertad de aquellos. Para Ruiz Ramón, «la libertad [sería] la idea central que [...] domina enteramente este bello poema dramático de Lope»12. En eso, yo creo, exagera, pero no en hablar de «un poderoso ejercicio intelectual y afectivo de identificación», sobre todo en su manera de retratar a Caupolicán, un personaje mucho más complejo que el de Ercilla13. Lope tiene que servir, pero no se deja esclavizar. Es bastante parecido el cuyos miembros extrajo sus principales amigos, y del cual nunca abjuró» (Portús, 1999, p. 134). 11 Oleza Simó y Ferrer Valls, 1991; Ferrer Valls, 1991. 12 Ruiz Ramón, 1989, p. 235; y 1998, pp. 107-108. 13 Ver Dixon, 1992 y 1993a, artículo este último incluido en este libro.
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caso de El nuevo mundo; el personaje mejor dibujado y más interesante es el cacique Dulcanquellín, y otros critican tan duramente —dejando a salvo a Colón, la Corona y el clero— el egoísmo, la codicia y lujuria de muchos conquistadores, que Azorín llegó a llamar a Lope, irónicamente, un «mal español»14. Parecidas «heterodoxias» hallamos en otras comedias históricas. A Alfonso Sastre, que refundió (como Asalto a una ciudad) El asalto de Mastrique, le sorprendió —indebidamente— encontrar en ella lo que John Loftis ha llamado una «doble visión» de aquel asedio15. El duque de Parma lo emprende para entretener a soldados a punto de amotinarse por hambre y falta de paga, y uno de ellos, Alonso García, aunque mostrará al final una valentía suicida, expresa con gran frecuencia quejas y dudas. En El niño inocente de La Guardia, que escenifica la leyenda de su crucifixión ritual por conversos, hallamos parecidamente, aliado de un virulento antisemitismo y elogios tanto a Isabel como a la Inquisición, de la que era familiar, protestas y lamentos emocionantes en labios de los hebreos. Me parece muy certera, aunque acaso no completa, la explicación que dio, citando otros ejemplos, María Rosa Lida: «Lope es ante todo, antes que español del siglo XVII, antes que hombre inscrito [...] en un ambiente cultural geográfico/histórico, antes que todo es dramaturgo. Sus criaturas no son portavoces suyos, hablan y viven por sí, y Lope se identifica genialmente con cada una»16. Hay que añadir, creo yo, que es muy típica de él una simpatía inusitada por los injustamente afligidos, sobre todo si se niegan a serlo. En cuanto a la representación de personas reales en sus comedias, les remito sobre todo al importantísimo libro de Melvenna McKendrick, Playing the King17. A un análisis de dieciséis comedias poco conocidas añade estudios detallados sobre siete muy famosas, y demuestra que la 14
Azorín, 1959, pp. 651-652.Ver también Dixon, 1993b. Sastre escribe en una nota: «Me pareció deslumbrante el texto de Lope, y eso que nunca he sido muy lopiano, en función de su estética populista y (hoy diríamos) mercantil y de su devoción por la Monarquía como una institución por encima de toda sospecha. Este es un texto extraordinario, o sea, insólito». Comentando «su antimilitarismo y el talante desmitificador de los tercios de Flandes» exclama: «¡Qué obra tan moderna este “Mastrique” de Lope de Vega!» (Sastre, 1991, p. 138). Ver Loftis, 1987, pp. 56-59. 16 Lida de Malkiel, 1973, p. 81.Ver también Glaser, 1955, y Vega, El niño inocente de La Guardia. 17 McKendrick, 2000. 15
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inmensa mayoría de los reyes que el Fénix pone en las tablas son hombres excesivamente humanos, defectuosos de diversas maneras e indignos de reinar. Con referencia a todos los importantes tratadistas de su tiempo, arguye de modo convincente que Lope sabe explotar la ambigüedad inherente en el drama poético para construir una crítica no de la institución monárquica, pero sí de su funcionamiento, y concluye que su teatro llega a encarnar la compartida esquizofrenia de su época —de la disyuntiva entre una profunda necesidad de creer en la monarquía hereditaria, como la natural y lógica manera de gobernarse el hombre, y el perjudicial desafío a esta convicción que ofrecían las realidades contemporáneas18.
Si no faltan del todo príncipes (casi) perfectos, son escasísimos, y sirven más bien de espejos, modelos positivos para los reyes de su tiempo, que distan mucho de serlo. Otros críticos, como John Varey y William Blue, han sugerido que, cuando Lope idealiza a monarcas españoles del pasado, como Fernando e Isabel, está imaginando y presentando su época como una edad dorada en que los reyes, a diferencia de Felipe III y IV, se preocupaban directamente del bienestar de todos los súbditos suyos19. Michael McGaha ha opinado, paralelamente, que en Lo fingido verdadero Diocleciano y Carino ejemplifican perfectamente las características trazadas por Juan de Mariana del rey bueno y del tirano20. De la mitológica Fábula de Perseo el mismo crítico dice: «Lope toma este género aparentemente tan inofensivo y lo convierte en subversivo. El Perseo presenta más que nada la historia de unos abusos del poder» de parte de cuatro reyes, como también de Júpiter y del mismo Perseo. Por otra parte, añade, «las cualidades que Lope ha logrado infundir aun en los supuestos “villanos” de la pieza [...] revelan una madurez y comprensión dignas de un Shakespeare o de un Cervantes»21. Lo mismo cabe decir de los «villanos» de Lope en general. Baste recordar en Fuenteovejuna la caracterización de Esteban, de Laurencia y, sobre todo, de Mengo, que, pese a ser el gracioso, es su personaje más complejo, su más auténtico héroe y el máximo portador vivo de su
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McKendrick, 2000, pp. 203-204 (traducción mía). Ver, sobre todo,Varey, 1987, y Blue, 1991. En Vega, Lo fingido verdadero / Acting is Believing, pp. 28-35. En Vega, La fábula de Perseo, o La bella Andrómeda, p. 38.
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mensaje.Y añadir que poner en las tablas —y al fin y al cabo justificar— la sublevación de un pueblo fue una audacia inconcebible entonces en todo el resto de Europa. Otros dramas ofrecen ejemplos de labradores que, si no se sublevan, suben, y el tema de la movildad social es otra constante en Lope. Numerosísimas obras suyas —no solo sus comedias palatinas— ventilan la cuestión de la posibilidad de amores y matrimonios «desiguales» y, si en las más el público sabe desde un principio o aprende al final que la desigualdad es solo aparente, en algunas es real —como en El villano en su rincón o La villana de Getafe—. En El perro del hortelano se ruega incluso al «senado noble» convalidar, callando su «secreto», el casamiento fraudulento de una condesa con un «hijo de la tierra», a quien ella adora ya más que a «los respetos de quien soy»22. Tales «casos de la honra» y una infinidad de otros son abordados por Lope de las más diversas maneras imaginables. Muy rara vez parece aprobar desagravios truculentos, y en al menos dos comedias, La buena guarda y Antonio Roca, se condena rotundamente, en auténticos sermones, cuajados de referencias bíblicas, la venganza personal23. Por otra parte, ningún escritor de su tiempo respeta más a la mujer o incluso es más feminista. Muchísimas obras suyas son protagonizadas por mujeres de la más variada especie, y la gran mayoría provoca, amén de admiratio, admiración.Varias demuestran cuán falsos son los prejuicios que se airean contra su educación; su doncella Teodora valida por ejemplo lo que proclama: «que si en universidades / entrar mujeres se usara, / las cátedras fueran suyas, / mas ellos temen su infamia»24. Y si Lope no tolera que permanezcan «esquivas», aunque por otra parte defiende siempre su derecho a la autodeterminación en el amor, es que cree firmemente que su natural destino (pero el de los hombres también) es
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Sobre el tema de la movilidad social en Lope, ver, por ejemplo,Vega, El perro del hortelano, ed. Dixon, pp. 49-52, aunque Lope me parece bastante menos conservador ahora que cuando hice mi edición. 23 Vega, La buena guarda, pp. 80-81. Sobre Antonio Roca ver Dixon, 1971a; el «sermón», que ocupa los vv. 898-925 del texto inédito allí descrito, no figura en la escena correspondiente de la refundición por Lanini y Sagredo, Antonio Roca, pp. 690-692. 24 Compárese lo que Lope dice con voz propia en 1615 en su Oración y discurso en alabanza de santa Teresa; por ejemplo «Que por no las poner, como a los hombres / en las escuelas, sus ingenios raros / no les hacen ventaja conocida». Ver Dixon, 2000, artículo incluido en este libro.
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amar y casarse, y crear una familia —y la gran mayoría de las (y los) de hoy le darían la razón—. En realidad, el amor, en el más amplio de los sentidos, es el tema central evidente o subyacente en todas sus comedias. Aunque otras fuerzas poderosas amenazan con vencerlo, a veces con funestas consecuencias, la mayoría dan testimonio de una inmensa fe en él, y una inmensa capacidad de sentirlo por individuos aislados y por la familia humana. El mensaje fundamental que comunican sus dramáticas acciones y personajes memorables —como por ejemplo en Fuenteovejuna o en El villano en su rincón25— es que el bienestar de una sociedad depende del carácter y conducta de todos sus diversos componentes, en la medida en que renuncian al egoísmo en favor de una altruista, comprensiva y compasiva solidaridad con los suyos y los demás. En este sentido no es, pero sí es, un escritor político, progresista y profético, demasiado optimista tal vez y nada profundo como pensador, pero profundamente humano; y en ello estriba para mí su mayor trascendencia en su tiempo y en el nuestro, una trascendencia intemporal y universal.
25 Para mi interpretación de estas comedias, ver Vega, Fuenteovejuna, ed. Dixon, y Dixon, 1998, artículo aquí incluido.
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