Diccionario De Pensamiento Contemporaneo

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DICCIONARIO DE PENSAMIENTO CONTEMPORÁNEO

San Pablo Madrid, 1997

ABSOLUTO La composición etimológica del término sugiere su semántica: absolutus es lo libre, separado o exento de ataduras, relaciones o condiciones; por tanto, lo que existe en virtud de sí mismo o es evidente por sí mismo. Pero el o lo absoluto adquiere sentido pleno sólo atendiendo a sus relaciones, a lo relativo. En consecuencia, ontológicamente, es la realidad o > ser que funda todas las relaciones; en el orden lógico, la verdad suprema o criterio último, a partir del cual algo es verdadero o falso; en el orden axiológico, el valor preferible a cualquier otro. En contextos no racionales designa la realidad divina que se sobrepone, por su entidad, dignidad y poder, a los demás seres. El modo de ser del absoluto aparece ya como inmanente, ya como trascendente al mundo. Pero ambas concepciones son tan heterogéneas que solicitan una precisión matizada, atendiendo a las formulaciones más significativas. I. EL ABSOLUTO COMO BIEN E INTELIGENCIA La cultura griega, religión y filosofía, presupone un absoluto indeterminado, significado por la palabra physis (naturaleza). Esta es la realidad omniabarcadora a partir de la cual y por la cual las cosas se constituyen y perduran. Sin embargo, en el seno mismo de la physis, Platón establece una diferencia profunda entre lo sensible y lo inteligible, en cuyo ámbito el "bien aparece como superior en dignidad y poder, y por el cual los seres adquieren el ser y la verdad. Él es razón absoluta y óptima a partir de la cual el mundo se genera. Aristóteles, partícipe de la misma idea griega de physis, eleva el absoluto a principio eterno, inteligente y perfecto del mundo. Explícitamente llamado divino, incluso dios, es acto puro: no causado, no compuesto y no corruptible. Su vida consiste en pensarse a sí mismo. No ama al mundo, pero es amado por los seres, provocando por este amor un finalismo o teleología que les confiere orden y armonía. El absoluto como bien e inteligencia es heredado por Plotino, que lo conjuga con la visión cristiana de Dios. El absoluto aparece en él como Uno, realidad más allá del ser que encierra en su perfección todo lo múltiple, emanado de él como de un manantial fluyen los arroyo. Visión, por tanto, panteísta en la que, consustanciales, el absoluto se naturaliza y determina en el mundo a través de sucesivas emanaciones por las que se configuran los seres, que volverán a fundirse en la perfección del absoluto con su muerte. II. ABSOLUTO Y TRASCENDENCIA La revelación judeocristiana introduce una visión del absoluto que singulariza su realidad y la constituye en realmente trascendente al mundo. El Yavé judío es el absolutamente otro, si bien él abre los cielos impenetrables, emite su palabra creadora y concede su Torá-Ley configurando la plenitud de las cosas. Irrepresentable por figuraciones antropomórficas, e intelectualmente irreductible a cualquier proceso de conocimiento analógico. La visión cristiana del absoluto insiste tanto en su trascendencia como en su acción creadora amorosa: es Dios personal y paternal que decide libremente crear el mundo. Por eso él es también objeto del amor de sus criaturas. La creación, por tanto, determina como esencialmente diferenciados el modo de ser propio del absoluto y el propio de las criaturas. A Dios se le atribuye el ser en sentido propio y absoluto (suum esse subsistens); a las criaturas, en sentido derivado y relativo, en cuanto que son porque reciben de Dios su entidad (habent esse) y, cada una según su esencia, participan en el ser, entendido analógicamente: Dios y las criaturas son, pero según modos de ser absolutamente diferentes. La disyuntiva es tomada como presupuesto a partir del cual reflexiona toda la tradición de los filósofos cristianos, entre los que destacan san Agustín, san Anselmo, santo Tomás, Duns Scoto, Suárez, etc. Pero estará presente también en filosofías no

estrictamente confesionales que recurren a Dios como absoluto, en el que se fundamenta la contingencia de las criaturas. Tal es el caso de toda la filosofía natural del Renacimiento. Para Descartes, Dios es garantía última del ser y de la verdad; Leibniz se impone la justificación de Dios (Teodicea) como razón suficiente necesaria de los seres contingentes. El criticismo kantiano presupone a Dios como una de las Ideas incognoscibles de la razón pura (Crítica de la razón pura), pero solicitado como lo Incondicionado por todo lo condicionado, y postulado por la razón práctica como el ideal de la libertad y la moralidad absolutas (Crítica de la razón práctica). III. EL ABSOLUTO COMO REALIDAD INMANENTE Continuando el naturalismo griego y el emanantismo de Plotino, Spinoza designa como Absoluto o Dios a la sustancia única, omnicomprensiva, que consta de infinitos atributos por los cuales se deriva todo cuanto existe, los seres, que son modos o manifestaciones particulares, originados de la propia necesidad intrínseca de la sustancia absoluta-divina. Este panteísmo o panenteísmo (todo en Dios), influirá ampliamente durante el siglo XIX en diversas formulaciones que participan de la idea común, según la cual el absoluto es la unidad que engloba a Dios y al mundo. Para el Romanticismo literario (Novalis, Hölderlin), los seres particulares son manifestaciones finitas de un infinito, ideal del poeta y aspiración del sentimiento. Schleiermacher representa una teología esencialmente romántica en la que Dios y el mundo constituyen el absoluto que aparece como el objeto de la religión (Sobre la religión). Schelling entiende el mundo y la naturaleza como la manifestación del absoluto, abarcador de la realidad finita, aunque distinto de ella. Fichte, subjetivizando el concepto, entiende que todo pertenece al pensamiento determinístico de la realidad del Yo, equiparado a una especie de logos divino generador (Doctrina de la ciencia). El absoluto desempeña en la filosofía de Hegel un lugar determinante. Influido por la doctrina cristiana del Verbo, palabra-manifestación de Dios, Hegel entiende que la realidad o naturaleza no es sino la concreción de una idea absoluta que encierra en sí misma todas las determinaciones. Los seres no son sino el fuera de sí, particular y contingente, de la idea; por eso todo lo real es racional. Del mismo modo, Dios y el mundo forman una unidad y no son pensables el uno sin el otro: el mundo es sólo la determinación finita de Dios, que necesariamente se realiza como mundo, siendo las religiones la expresión de las sucesivas manifestaciones del Absoluto, como lo son la filosofía y el arte. La dialéctica se convierte en la esencia, tanto del absoluto como de los seres, en cuanto que cada uno representa sólo un momento superable en otro siguiente, para que el absoluto se pueda seguir manifestando. Este panteísmo racional y dialéctico supone, de hecho, una rigurosa reflexión intelectual sobre el absoluto, cuya imagen Hegel busca reconocer en el mundo. Las ideas de Spinoza y Hegel llevarán a Feuerbach a elevar la esencia humana al rango de absoluto, de tal modo que los atributos que la teología tradicional refería a Dios deben ser entendidos como propiedades de la esencia infinita de la humanidad (La esencia del Cristianismo). Esencia humana y absoluto se identifican; presupuesto que va a estar ya muy presente en los humanismos y existencialismos del siglo XX. Continuando la identidad absoluto-naturaleza, Marx reconoce a la materia como realidad natural autosuficiente, de cuyo desarrollo determinista y dialéctico se derivan todos los seres y realidades, incluidos el pensamiento y la conciencia. Se excluye, en consecuencia, la referencia a cualquier otra realidad o absoluto que no sea la materia. Tesis que, con las de Feuerbach, aparecerán, con diversas formulaciones, en todos los materialismos posteriores. IV ABSOLUTO Y EXISTENCIA HUMANA Nietzsche recapitula el sentido de las ideas inmanentistas, al idealizar como absoluto la fusión de Dios, hombre y naturaleza: las tres realidades constituyen una unidad y ninguna tiene sentido prescindiendo de las otras, como expresan los conceptos < sentido de la tierra» < Dios ha

muerto», < el hombre debe ser superado» (Así habló Zaratustra), que remiten a una legitimación natural y terrenal de todo valor y por tanto, también del absoluto. El > existencialismo de Sartre está animado por una intención humanista, ya que explícitamente manifiesta que su problema es el del hombre y no el de Dios o del absoluto. No hay, pues, más universo ni absoluto fuera de la conciencia y del ser del hombre (El ser y la nada). Por su parte la pregunta por el sentido del ente, de lo que hay, lleva a Heidegger a preguntarse por el fundamento de la totalidad de los entes. El ser aparece así como realidad suprema, diferenciada de los entes a los que funda y da sentido. La filosofía, en consecuencia, se identifica como ontoteología, o pregunta por el fundamento de todos los entes. Heidegger no llama al ser-fundamento ni Dios ni absoluto, concluyendo en un »agnosticismo (El Ser y el Tiempo). De forma mucho más explícita, Jaspers incluye al existente humano en el ámbito de un envolvente o absoluto que se va manifestando a través de cifras epifánicas, que no lo revelan, pero nos lo presentan vislumbrado o cifrado (La fe filosófica ante la revelación). El existencialismo de Marcel está esencialmente animado por la concepción de Dios como el Absoluto que orienta y vivifica la existencia del hombre peregrino, que se va aproximando a su sentido definitivo en la medida en que su existencia responda a la llamada de la trascendencia divina (Homo viator). Unamuno, a partir de una inspiración spinozista y hegeliana, entiende que el hombre y los seres todos están animados por el ansia de un absoluto que les impulsa a negar su propia muerte y promueve en ellos la aspiración hacia una inalcanzable infinitud. La fe es querer que Dios exista como absoluto total e inmortal, porque su existencia sería garantía de la propia inmortalidad (Del sentimiento trágico de la vida). El sentimiento trágico de la vida radica en esta ansia de inmortalidad. A su vez, el cristianismo es agonía, lucha o combate por la fe en la necesidad de Dios. La filosofía de Unamuno podría sintetizarse, en consecuencia, como ansia y deseo de un absoluto, de Dios, siempre incierto e inefable para el entendimiento. En el >personalismo cristiano de E. Mounier, la persona es un ser esencialmente animado por la esperanza, fundada en la realidad absoluta de Dios. Pero la identidad cristiana queda pendiente del ejercicio histórico de la acción. Cada hombre, en comunicación con los demás y en las instituciones, debe comprometerse para que la vida familiar, social, >política, incluso la Iglesia y las creencias, sean medio y fomento para el desarrollo de la libertad de cada persona y del respeto entre todas. Pero toda la acción histórica, sin confusión alguna por parte de Mounier, encuentra sus motivaciones más profundas en el ideal cristiano de la >caridad. Lo que, para el no creyente, puede sintetizarse como compromiso por una humanidad fraternal y justa, no alienada por las opresiones. Pero el ideal personalista no radica en la fortaleza del héroe sino en el sacrificio del santo. Y eso porque el absoluto no es un ideal humano: para el creyente se singulariza en la esperanza en el Dios cristiano; para el no creyente, en la expectativa de un >sentido humano trascendente al hombre y a la >historia actuales, a lo que, ya en nuestros días, parece aproximarse Ernst Bloch (El principio esperanza). V LA DISOLUCIÓN DE LOS ABSOLUTOS La cultura contemporánea, no sólo filosófica, se declara ajena a realidades, ideales o valores que puedan adquirir la denotación de absolutos. Incluso desde el punto de vista religioso, las acentuadas preocupaciones sociológicas y el celo por socorrer situaciones degradadas, inducen a una concepción de la religión marcadamente humanista (>humanismo), en la que la virtud teologal de la caridad parece equiparable al interés y a la preocupación social y humanitaria. Por su parte, las filosofías se declaran ajenas a ideales y absolutos (Dios, naturaleza, humanidad, conciencia, valor, verdad, persona, vida) e incluso a los de clase, estado o sociedad. De este modo, ideas y prácticas se orientan a la convivencia pacífica o coexistencia positiva, sin referencia a ningún absoluto, remitiendo al convencionalismo como fundamento de convicciones y prácticas. Tal es el sentido de la llamada posmodernidad. En forma más razonada,

las éticas comunicativas sitúan los criterios de valor y verdad práctica en los acuerdos democráticamente establecidos a partir del principio del mejor argumento (J. Habermas, K. O. Apel). Incluso realidades humanamente absolutas, como la persona y la vida, son interpretadas hoy a la luz del pragmatismo, influido por los intereses sociales, políticos e incluso económicos. Sin embargo, no es ajena nuestra actualidad a un absoluto: el >individualismo, que conduce a la paradoja de reconocer el derecho de todos y defender sólo el propio; y, colectivamente, a proclamar el cosmopolitismo al tiempo que se generalizan las crispaciones individualistas con rostro de neonacionalismos (>nacionalismo), integrismos o >racismos, introduciendo con ellos perversos absolutos. No obstante, numerosas orientaciones neoescolásticas y filosofías como las de Bloch, Lévinas, Buber, Ricoeur, entre otros, ponen de manifiesto que no existe contradicción lógica o real entre la afirmación de un absoluto (Dios, naturaleza, humanidad, razón, verdad, persona, conciencia) y el reconocimiento de la identidad histórica del hombre y del carácter relativo del >valor. M. Maceiras VER: DIOS, INFINITO, RELIGIÓN, TOTALIDAD BIBL.: ARISTÓTELES, Metafísica, Gredos, Madrid 1970; BLOCH E., El principio esperanza, 3 vols., Aguilar, Madrid 1977ss; DESCARTES R., Discurso del Método. Meditaciones metafísicas, EspasaCalpe, Madrid 198522; FEUERBACH L., La esencia del Cristianismo, Trotta, Madrid 1995; GARCÍA BAR6 M., Ensayos sobre lo absoluto, Caparrós, Madrid 1993; HEGEL G. W. R, El concepto de Religión, FCE, México 1981; HEIDEGGER M., El Ser y el Tiempo, FCE, México 1971°; JASPEAS K., La fe filosófica ante la revelación, Gredos, Madrid 1968; KANT L, Crítica de la razón pura, Alfaguara, Madrid 1978; ID, Crítica de la razón práctica, Sígueme, Salamanca 1994; KIERKEGAARD S., Temor y temblor, Editora Nacional, Madrid 1975; MGUNtER E., Obras completas I-IV, Sígueme, Salamanca 1990ss; NIETZSCHE F., Así habló Zaratustra, Alianza, Madrid 1979'; PLAT6N, La República, Gredos, Madrid 1988; PLOTINO, Enéadas, Aguilar, Buenos Aires 1955-1967; SARTRE J. P., El ser y la nada, Alianza, Madrid 1984; SPINOZA B., Ética, Editora Nacional, Madrid 1975; TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, 5 vols., BAC, Madrid 1988ss; ZUBIRI X., El hombre y Dios, Alianza, Madrid 1988'.

ABSURDO El >aislamiento incomunicado de Narciso: he ahí el absurdo. Así las cosas, nada mejor que reconducir la palabra «absurdo» a su origen etimológico para descubrir en dicha palabra ese aislamiento infelicitario, tan antiguo como la humanidad misma, pero siempre básicamente derramado en dos direcciones. Absurdo, en efecto, viene de absurdus, y este término a su vez procede de ab surdus: el sordo-de oído percibe mal los sonidos, y por ese motivo des-entona, dis-corda, des-afina; en una palabra, se relaciona mal con los demás oyentes y por eso no con-juga ni con-juega, de ahí el aserto de Terencio: Hoc absurdum atque alienum a vita mea videtur (Esto parece absurdo y ajeno a mi vida). Consecuentemente lo absurdo, por no consonante o absono, resulta a los ojos de los demás disparatado y enloquecido (stultus), ya que la supuesta locura o estulticia no es ni más ni menos que el aislamiento que se produce cuando el emisor y el receptor no se sitúan en la misma longitud de onda, y así viene a reconocerlo el propio Cicerón: Jam vero illud quam incredibile, quam absurdum (¡Qué cosa más increíble, más absurda!). Ahora bien, si los demás compartieran con nosotros el absurdo, este desaparecería inmediatamente, pues absurdo compartido significa

absurdo conjurado, o, si así se prefiere, reducción al absurdo del mismo absurdo, sordera contra sordera. Nada de extraño, pues, que absurdo y enemistad projimal vayan juntos en la larguísima tradición de filosofías y literaturas precisa y formalmente denominadas literaturas del absurdo, cuya sola enumeración llenaría un volumen muy compacto, las cuales, en última instancia, no son sino literaturas del desarraigo comunitario y del desencuentro existencial, aunque las manifestaciones de ese desencuentro obedezcan a planteamientos diferentes en los distintos autores, pues no es lo mismo el absurdo de un S. Kierkegaard (para quien lo absurdo es < la medida de la fe en la intimidad», situándose de ese modo en la línea del credo quia absurdum de Tertuliano), que el absurdo de un J. P Sartre (vivido como sinsentido), o que el de un A. Camus (vivido como sensibilidad), o que el de un F. Kafka (vivido, valga la expresión tautológica, kafkianamente), por citar únicamente algunos ejemplos célebres. Pero no solamente se producen absurdos en las esferas puramente individuales de la vida, sino que también tienen su asiento en los ámbitos colectivos, cuando las diversas convicciones comunes nunca llegan a encontrarse en ningún punto, ni siquiera fugazmente, aunque coexistan; momentos en los cuales la democracia nominal se traduce en revoltiño solipsista y en conglomerado atomizado de corte leviatánico, tal y como lo comenta irónicamente un alumno universitario: «Hoy existen dos grandes autopistas, teísta y ateísta, con inabarcables carriles cada una; la primera, actualmente muy descuidada, con un trazado más angosto, que exige el pago de peaje, pero que asegura un destino eternamente feliz; en la segunda se puede pisar a fondo, no hay peajes que frenen la velocidad, se invierten cantidades desorbitadas para garantizar un trazado recto, sin desniveles, con altos muros laterales para que el conductor no se despiste con luces extrañas de la otra autopista, pero donde, una vez gastado el depósito de energía, se acaba todo. La verdad, yo no sé qué es peor o qué es mejor». Ahora bien, si tal cosa fuera cierta, entonces resultaría absurda por sorda al >diálogo y, por ende, carente de respuesta, estampa viva de un eterno narcisismo social (o, por mejor decir, insocial) autocontemplándose, pero sordo para todo y para todos, sordo hasta para el eco de Eco, la hermosa ninfa de él enamorada. Sordo, en suma, para las llamadas del exterior que, sin embargo, podrían sacarle de su ínsula y de su enfermizo encapsulamiento. I. CUANDO LA DIALÉCTICA DEL ALMA BELLA Y EL CORAZÓN DURO El caso es que al absurdo mundo del absurdo se llega por múltiples vericuetos, incluso contradictorios ellos mismos entre sí. El primero de ellos podríamos ejemplificarlo con la dialéctica del alma bella y del corazón duro, tan cara a los pensadores románticos alemanes. A veces nos encontramos varados en las rocas del sordo sinsentido después de haber pretendido denodadamente introyectar sentido a los demás carentes de él; entonces rememoramos la dialéctica hegeliana del «alma bella» abierta a la alteridad, que busca en vano su autoconciencia recognoscitiva en el tránsito del >yo al nosotros. En efecto, ocurre a veces que, en el curso de ese intento de ayudar a los demás, el alma bella va a recibir tantos golpes helados de la vida, tantos hachazos invisibles y homicidas por parte incluso de los mismos a quienes ella intentaba prestar auxilios, tantos manotazos duros del perro al que daba de comer en la propia mano, que por elemental reacción nocífuga brota entonces de su noble pecho un «¡basta!», un «¡ya no puedo más!», y entonces el alma bienhechora se incapsula y acoraza, se recluye en la oquedad desvaída del propio caparazón, en adelante a la defensiva, balbuciendo confusas excusas de este tipo: < El mundo es perverso y no me merece, no está a mi altura; que se pudra, allá él». Sin embargo en ese preciso instante en que estalla su desesperanza y su anonadamiento, sin ser notada, el alma bella se está convirtiendo ella misma en «corazón duro», con lo cual el bien que

la caracterizaba queda derrotado por el mal que se ha hecho dueño del campo: es la dialéctica de un absurdo donde el incluyente ha sido excluido y ahora se convierte él mismo en excluyente al que otra alma bella tratará por su parte de reinsertar, de reincluir o de reencantar con un beso amoroso en la frente. Dicho con la terminología de la genética de poblaciones, el gen ingenuo y bello mutado luego en gen rencoroso y duro necesitará de otro gen ingenuo más bello que pueda sacarle del rencor o incluso de la trampa en que con frecuencia el rencor termina por degenerar lentamente (lo sordo entonces hecho sórdido, ¡ay!). Henos aquí ante la lucha del bello bien comun-icativo contra el duro mal de-solador, en cuya áspera intersección del bien y el mal se mueven (nos movemos) los habitantes del país de Medianía, mitad ángeles mitad bestias, unas veces haciendo el salto del ángel y otras el aullido de la bestia, casi siempre ambas cosas a la vez, componiendo de ese modo una extraña y asombrosa figura de inverosimilitud en tan magna epopeya. Y el que se considere a sí mismo libre de esa dialéctica, que vaya arrojando la primera piedra. Lo narra bien Carlos Gurméndez: «Pero cuando ocurre un hecho revelador y decisivo que destruye la razón de su peregrinar, se le manifiesta la inmensidad de su nada. Puede que sea el fracaso de un amor, un tropiezo cualquiera, un desencanto amistoso o, simplemente, el cansancio terrible de ser. Este acabamiento le pincha por los diversos poros del sentimiento y la sensibilidad. En este momento sale a la luz la pobreza esencial de su ser, la alienación que vive. Y cuando las probabilidades viajeras se limitan o cierran, el extraño ya no puede sentirse caminante. Ya no es el mundo que él expulsó de sí mismo, de ahí su incapacidad para gozarlo o sufrirlo, sino que es su propio ser el que se siente vacío. Ha persistido la ilusión de la búsqueda de un país de leyenda, de una morada o de una mujer donde reposarse. La sed infinita de los caminos ha terminado por falta de pretexto para peregrinar y llega la hora de la >verdad; ya no puede descubrir horizontes nuevos porque ha comprendido que el extraño es él, no el mundo ni los otros seres. El resto es silencio, la comedia ha terminado». Ahora bien ¿a dónde ir, entonces, a tomar la última copa después de echado el telón de la comedia que, a las tantas de la madrugada, concluye como lamentable farsa? Si todo es comedia, entonces todo es tragedia y naufragio. Y si todo en nosotros es naufragio, entonces no podremos hacer otra cosa que desarrollar una cultura de supervivientes, mas no de herederos, pues nuestra genealogía y nuestros álbumes con las fotos de la familia y de los amigos han desaparecido cubiertos por el último golpe de las aguas que se llevaron el barco común al fondo de los abismos oceánicos. Sin embargo, la vida del supérstite resulta francamente dura y poco envidiable, toda vez que, como nos recuerda Jorge Puente, < el superviviente ha de arreglarse con los restos del naufragio; se ve obligado a practicar una especie de canibalismo cultural; tiene a su disposición los restos de todas las culturas humanas a partir de las cuales elabora una identidad escindida, difusa, siempre sin totalización posible. El superviviente se fabrica un sentido, consciente de su caducidad y fragmentación». He ahí un gran retrato del mundo de nuestros días: es la gráfica descripción de la >posmodernidad de Narciso, con su cultura del retal, del remiendo, de lo precario naufragado, donde el solipsista Narciso Robinsón, obligado a su autocontemplación, no descubre a su Viernes ningún día de la semana. II. CUANDO NARCISO SE TRAVISTE DE ORESTES El segundo de los vericuetos, conducentes sin embargo al mismo absurdo, se produce por paradoja cuando se pretende abandonar el absurdo a base de echarle más absurdo a la vida absurda, pretensión similar a la del barón de Münchhausen tratando de salir de la zanja tirándose ardorosamente de la propia coleta.

En efecto, a veces el absurdo Narciso, sordo y aislado, en aquellos momentos en los que es mordido por el cerco de su propia soledad, se despide de sus ideales, de seguridad y bienestar burgués, una vez que los ha visto amenazados. Entonces decide pasar al probatorio ensayando una mirada sobre su cuerpo travestido con el ropaje de Orestes, el héroe de Las Moscas, y de este modo busca salir de la angustia de su encierro angosto persiguiendo, con la terquedad de un cruzado, los ideales antes impugnados, a saber, la justicia, la libertad y la dignidad. Al principio su libertad (vacío) era su carga, ahora sus cadenas (camino, compromiso) serán sus alas. Debe encontrar su propio camino, debe viajar hasta el Orestes plenamente realizado que le espera, porque ha comprendido que cada hombre tiene que trascender su propia simbología hasta llegar a ser lo que verdaderamente es. Sin embargo, con frecuencia intenta Narciso esta mutación con el deseo meramente voluntarista de salir de sí mismo para sobre-salir respecto de los demás, lo que de nuevo se muestra un camino errado que le reconduce a la misma soledad y a la misma absurda desesperación. De este modo, aunque destacado y sobresaliente, aunque festejado y loado como héroe, el sujeto queda de nuevo por debajo de sus aspiraciones, pierde toda esperanza, anonadado en su propia caducidad; roído por el tiempo y fragmentado por el espacio, se define por su desesperación y dura tanto cuanto dura su ficción. Inepto para vivir, finge la vida, ya que es una pretensión de la nada. De ahí las utopías negras o antiutopías, el recurso a la melancolía, a la desesperación, al desencanto, al desconsuelo, al sinsentido. Entonces se afinca en el yo hinchado e inflado, pero vacío y vaciado de alteridad, desde cuya tensión se afirma como absoluto y se opone a todo lo demás relativizado. Ahora la autoaserción absoluta del carácter creador del >hombre puede llegar a oponerse a Dios como principio de bien, conforme al mauditisme o malditismo de quienes han hecho de lo satánico su bandera, desde el marqués de Sade, que afirma el mal liberando aquello que, como anomalía, es reprimido por el bien, hasta un Charles Baudelaire, que invita a la raza de Caín a expulsar del Cielo a Dios; desde un Georges Bataille o un Pierre Klosowski, hasta los visionarios y tenebristas ingleses, que dieron culto al diablo, al mal y al pecado como expresión del orgullo de una humanidad genuina que desafía a los dioses, en la línea de Lord Byron, de Shelley, de Keats o de William Blake, el cual interpreta el mito de la Caída como la creación de un hombre-Dios prometeico. Detengámonos, al menos un momento, para criticar esta dialéctica, tal y como lo hace filosóficamente Jean Luc Marion. III. CUANDO LA BABA SATÁNICA DE SU PROPIO VACÍO Frente al amor que abre, que congrega y que relaciona, lo propio del mal que duele es devolver mal por mal, excluyendo aquello que suponemos que nos excluye, disolviendo aquello que pensamos que nos disuelve. Así pues, el mal busca expiación, pide la cabeza de ese culpable que tanto me lastima. Tiende así a ejercer el contramal, es decir, a damnificar a los otros alegando hacerlo siempre en defensa propia, conforme a la ley del Talión: padezco el mal/ejerzo el mal, padezco el mal/ejerzo el anal, padezco el mal/ ejerzo el mal, y así sucesivamente. Henos ante una violencia anónima, y a la vez implacable y cósmica, que se propagará con la velocidad del rayo: el mal se transmite tanto mejor cuanto más pretendo deshacerme de él. La lógica del mal triunfa siempre y de la misma manera: acusémosles a todos; por ese procedimiento el mal encontrará siempre a los suyos, puesto que, de hecho, todos ponen en práctica su única e institucionalizada lógica, que no es más que la ley del absurdo. De este absurdo modo (absurdo porque vuelve sordas a las gentes, porque las cierra e impide abrirse), la agresividad contra la agresión se expande y engorda, en tanto que el sujeto se contrae y adelgaza; cuanto más desolado de relaciones, más asolado uno mismo.

La implacable marcha de la acusación avanza inconteniblemente: se dirige contra los vivos primero, después insurge contra los progenitores e incluso contra los antepasados; más tarde va contra las instituciones, después se alza contra el mismo Dios, y finalmente atenta contra uno mismo, cuando ya no quedaba nadie contra el que insurgir, contra uno mismo ya sea en circuito largo (me miro al espejo y entonces me digo: «Me odio día a día, luego existo», cogito sádico), ya sea en circuito corto, donde el desesperado suicida quiere vengarse contra todo y contra todos al descargar el golpe contra sí mismo en su última desesperación y en su último absurdo. De ese absurdo modo, en lugar de suprimir el sufrimiento supuestamente injusto, se suprimen las condiciones de toda relación y quien triunfa no es el muerto, sino en todo caso la muerte; pero tampoco ella, porque la ,'muerte no puede reinar. Lo que sí se abre es el infierno, momento en que el alma se encuentra al fin amargada con su carga de aislamiento, por definitivamente impotente para soportar el no soportarse a sí misma sola, asolada y desolada. Al mismo tiempo viuda y huérfana de relación, experimenta el encierro que enferma, es ni más ni menos que l'enfer-mement: el infierno infernaliza y encierra, l'enfer enferme, encierra al alma en el infierno de esa nada sin relación con nadie en que se ha convertido. Desde luego el infierno no son los otros, como afirmara en su día J. P. Sartre, el infierno es, por el contrario, la ausencia de otras personas con quienes yo podría convivir, la ausencia de todo ,"rostro. El infierno es la ausencia de todo otro; el infierno no deviene infernal más que si la víctima se descubre allí como infinitamente encerrada y, por ende, como la única responsable. Al margen de la barroca imaginería ¡cónica o anicónica, allí está Satán acusando a esa víctima: < ¡Desespérate en tu irremisible soledad, acúsate para siempre y por siempre!». No es casualidad que a la puerta del infierno de la Divina Comedia de Dante se leyera precisamente esta inscripción: «Abandonad toda esperanza los que entráis aquí». Así las cosas, la astucia de Satán consistiría, concluye Jean Luc Marion, en hacer creer que él no existe, en hacer creer que su maléfica persona (personne) no es nadie (personne), y eso para que el infernalizado no se pueda desahogar echándole la culpa a él, a Satán, sino a sí mismo. De modo y manera que la persona quedaría satanizada (Satán en hebreo significa precisamente eso, acusador) cuando no cesa de acusarse a sí mismo, sin esperanza alguna de quebrar la acusación. La baba satánica ya acusadora de la serpiente ha hecho, de esa forma, acto de presencia. Y si esto es así, entonces he ahí la culminación del absurdo: el infierno. IV CONCLUSIONES PARA LA VIDA PRÁCTICA Muchos infiernos comienzan ya lentamente en vida cuando se ocluyen las arterias de la relación interpersonal. Frente a esa arteriosclerosis en que la ausencia de >relación consiste, por devolución del mal, no cabe otra cosa que el remedio alopático: acercarse al >prójimo, aprojimarse, abrir el oído (fides ex auditu, < la fe por el oído»), perdonar volviendo a abrir las puertas. Eso es lo único que puede acabar con el absurdo infernalizador. Dicho de otro modo, no es la respuesta del Talión al odio con el odio, sino la respuesta alopática del amor que no devuelve las ofensas y que perdona, que encaja el mal y lo mete en la propia caja para que no siga circulando y aumentando su volumen. Esta actitud resultaría humanamente imposible si no estuviera respaldada en aquel que venció a la muerte y que asumió todos los golpes poniendo la otra mejilla: Jesús de Nazaret. Desde la cruz de Jesús de Nazaret el perdón es realidad. Y así: a) perdonar es renunciar totalmente a tener la última palabra; b) el perdón nos devuelve al presente vivo, nos libera de la obsesión del pasado, así como de la angustia del futuro, porque rompe la ley de la deuda; c) perdonar es perder el derecho por amor, ganando en amor sin derecho; d) perdonar es no matar nada, sino revitalizar por el amor lo que por el odio había muerto: al machadiano olmo viejo y en su mitad podrido

algunos renuevos verdes vuelven a brotarle; e) perdonar es quererse a sí mismo para querer a los demás, pues nadie da lo que no tiene. Pero Prometeo no quiere esta dialéctica que libera del absurdo; y, por su parte, el Narciso ensimismado opta por evadirse de la realidad. Por eso caen ambos en las redes del Estado, que abre sus fauces, aunque para cerrarlas vorazmente sobre ellos. VER: EXISTENCIALISMO, NADA Y NIHILISMO, SENTIDO DE LA VIDA BIBL.: CAMus A., El extranjero, Alianza, Madrid 1971; ID, Calígula, Losada-Alianza, Buenos AiresMadrid 1981; CIORAN E., La caída en el tiempo, Monte Ávila, Caracas 1977; DíAz C., Diez miradas sobre el rostro del otro, Caparrós, Madrid 1993 MARION J. L., Prolegómenos a la Caridad, Caparrós, Madrid 1993; MOUtrIER E., Introducción a los existencialismos, Obras III, Sígueme, Salamanca 1990; SARTRE J. P., La Náusea, Losada, Buenos Aires 1947; ID, El muro, Losada, Buenos Aires 1978; ID, La puta respetuosa. A puerta cerrada, Alianza, Madrid 19842. C. Díaz

AGNOSTICISMO El término «agnosticismo» parece haber sido usado por primera vez por el biólogo inglés J. Huxley en 1869. Desde entonces es frecuente para la definición de posturas en el ámbito religioso, cuando se quiere marcar una diferencia con las expresadas por el término >ateísmo, pero coincidiendo con ellas en explicitar la ausencia de la profesión de fe en Dios que hace el creyente de las tradiciones monoteístas. Como vamos a ver, esta primera delimitación es todavía muy amplia; puede cobijar, y de hecho ha cobijado, posiciones diversificadas entre sí por matices nada irrelevantes. I. DESGLOSE TEÓRICO DE LAS POSIBILIDADES CONCEBIBLES Ante todo, y si atendemos a la etimología, agnóstico denota (mediante la inicial alfa privativa) a alguien que se (auto-) caracteriza por una ausencia de conocimiento (gnosis). Ahora bien, tal caracterización -sobre todo cuando se trata de autocaracterización- puede connotar dos básicas situaciones de espíritu muy diversas entre sí: la de quien simplemente no conoce de hecho, pero admitiendo que sería posible conocer; y, por contraste, la de quien, en su profesión de no conocer, quiere ulteriormente sugerir que entiende no ser posible para los humanos el conocimiento en cuestión (es decir, el de Dios). Cabe ya advertir que ese par simultáneo (noconocimiento de Dios / no-ateísmo), deliberadamente buscado en el término agnosticismo, parece cumplirse más netamente en la primera de las dos situaciones sugeridas. Ya que en la segunda se sabe que « no es humanamente posible el conocimiento de Dios»; lo cual, después de todo, podría ser muy bien un tipo de a-teísmo. Ulteriores matices pueden provenir de las diversas razones (y/o motivos) que conduzcan a la adopción de la postura agnóstica en cada una de las dos posibles versiones (o que, quizá, se invoquen para justificarla). Genéricamente, pueden pertenecer: o bien al ámbito de la epistemología (en relación con lo que cada cual tenga como requisito para permitirse una afirmación fundada sobre la realidad); o bien a un ámbito más amplio que podemos llamar cosmovisional. Este último está presente siempre, pero no siempre es objeto de atención; y quizá queda más patente al observador externo, pues el prestarle atención es una reflexión ulterior, que no resulta necesaria (ni siempre es fácil) a quien aborda más directamente el problema objetivo y su epistemología. Epistemológicamente hay que distinguir aún dos posibilidades al razonar la inhibición de la afirmación de Dios. Puesto que, en cualquier caso, Dios no es un objeto como los demás sobre

los que versan las afirmaciones humanas normales, simplemente por ello cabe una conclusión agnóstica a su propósito. Tal es el caso, muy frecuente, de agnosticismos de tipo empirista: los determina una epistemología exigente y rígida que prohíbe de modo general aventurarse a afirmaciones meta-empíricas. Pero cabe, aun sin tal severidad epistemológica, encontrar inviable -o, al menos, sumamente problemática- una afirmación de Dios en razón de los problemas peculiares que presenta su conceptualización; o, desde otro ángulo, en razón de la misma trascendencia sobrehumana de lo que se quiere significar. Y en cuanto a la diversidad cosmovisional de las posiciones agnósticas, queda ya sugerido en lo últimamente dicho que -por su propensión a la epistemología empirista- podrá estar en la base de muchas de ellas una cosmovisión como la que Dilthey llamó naturalista. Pero, sea añadida a esta o independiente de ella, puede darse también una cosmovisión de tipo humanista, que excluye la nostalgia del más allá religioso por fidelidad a la finitud de la condición humana. Puede, por otra parte, haber en la base de auténticos agnosticismos un temple cosmovisional no ajeno a lo religioso. Donde hay que volver a distinguir. Porque puede tratarse de una religiosidad de prevalencia sapiencial-práctica: desde donde se haría comprensible el caso tan llamativo del Budismo originario y del Theravada: cuyo «silencio sobre Dios> parece originarse en un profundo respeto. Si, más bien, se trata de una religiosidad humanista -como es la de los monoteísmos bíblicos y, sobre todo, la religiosidad cristiana que, a veces, pervive entre los formados en ella y después alejados-, la afirmación de la existencia de Dios, concebido con fuerte acento en su infinita bondad amorosa, es inhibida como incompatible con la realidad de tanto mal en el mundo que conocemos. Cuando, por otra parte, la existencia de Dios ofrecería una final salvación -escatológica- de ese mal; algo anhelado pero, a la vez, juzgado demasiado bello para poder ser verdadero. II. RECORRIDO POR ALGUNAS POSICIONES CONTEMPORÁNEAS ES muy útil el esfuerzo realizado en el punto anterior con vistas a una estructuración teórica de las diversas posibilidades de agnosticismo. Pero nuestro interés se centrará en las posiciones que en nuestro siglo se presentan como agnósticas. Las consideraremos ahora directamente, con las oportunas citas. El primer autor a quien hay que referirse es, sin duda, B. Russell. Su declaración sobre qué es ser agnóstico es sumamente clara. La razón básica es epistemológica (empirista); revela un temple cosmovisional naturalista, completado con sugestivos toques humanistas: «El agnóstico suspende el juicio, afirmando que no existen pruebas suficientes, tanto para la afirmación como para la negación. Al mismo tiempo, un agnóstico puede sostener que la existencia de Dios, aunque no imposible, es muy improbable, incluso hasta tal extremo que no merece la pena considerarla en la práctica. En este caso, no se aleja demasiado del ateísmo»'. Y sigue diciendo: «Cuando examinamos el argumento de la intención, resulta muy sorprendente que la gente sea capaz de creer que este mundo..., con todos sus defectos, sea lo mejor que la omnipotencia y la omnisciencia ha podido producir en millones de años. No puedo creerlo en absoluto. ¿Creen Vds. que... no podría producir nada mejor que el Ku-Klux-Klan, los fascistas y el Sr. Winston Churchill?». Con este agnosticismo guarda básica afinidad el profesado entre nosotros, más recientemente, por E. Tierno Galván. En un momento realmente decisivo de su discurso, aparece también la razón epistemológica, revelando un temple cosmovisional empirista: «El agnóstico se despreocupa de la posibilidad de la existencia de Dios porque no admite la posibilidad de verificarlo. Niega la posibilidad de verificar la posibilidad, con lo que la propia posibilidad pierde también todo interés estético...»3. Pero, lo más específico de la postura de Tierno viene dado por un peculiar tono cosmovisional humanista; que se expresa como fidelidad a la condición finita del ser humano. < Ser agnóstico es no echar de menos a Dios». «Instalado en la finitud», el

agnóstico vive «sereno [pero] sin resignación». Visto que «los contenidos de la imputación semántica de Dios y existir son incognoscibles fuera de la finitud» y al ser contrasentido un Dios finito, su esfuerzo va a no perder a causa de esto «lo inefable..., el sentido específico del mundo... y la unidad del espíritu y la naturaleza». La instalación ha de ser responsable: hace más urgente « la protesta del hombre-finitud por cuidarse a sí mismo y cuidar de la tierra, su único hogar en el cosmos». Pero sin vana nostalgia ante la caducidad. Pues «no hay nada más humano y que mejor defina al hombre que perecer». Estos matices humanistas que destacamos en dos agnósticos de nuestro siglo faltan en la imagen del agnóstico que -para combatirla duramente en nombre de una mayor coherencia (lógicoempirista)- se puso delante el epistemólogo N. R. Hanson en unos breves ensayos a los que ahora es oportuno referirse. Para él, «un agnóstico se mantiene en un estado de perfecta duda con respecto a la existencia de Dios». Algo que sólo logra «por medio de recursos que son lógicamente inadmisibles», a saber, cambiando « de terreno cuando la coherencia le exige permanecer firme». «Después que el ateo... ha expuesto su opinión de que de todos los argumentos... ninguno garantiza lógicamente la conclusión de que Dios existe... [el agnóstico] se unirá con el teísta en la conocida réplica: "Bien, pero, ¿puede Vd. probar que Dios no existe?". En este momento el ateo, en vez de caer en la cuenta de que precisamente eso es lo que acaba de hacer..., vacila». [De donde concluye el agnóstico] «que ateos y teístas están igualmente a la deriva y que este hecho sanciona la duda universal». Hanson pide que se trate a la afirmación «Dios existe» -a fuer de afirmación de hecho- como sintética y necesitada de prueba; rechaza el pedir prueba en contrario, como cambio ilegítimo de terreno, pues ello equivaldría a tomarla por analítica. No necesitamos más prueba de que no existen seres fantásticos ni murciélagos ovíparos que el simple hecho de que no haya prueba a favor. « El teísta es quien tiene la obligación de probar su caso (porque su pretensión va contra los cánones ordinarios de la evidencia y del razonamiento)...» . [Por eso] «en el momento en que el agnóstico se decida por la coherencia lógica, se convertirá muy probablemente en un ateo... La única alternativa... es renunciar a ser consistente y razonable y afirmar simplemente que Dios existe como una cuestión de fe». Admite Hanson que el creyente puede acudir a « la experiencia personal, los inefables encuentros místicos, las emociones exaltadas...» ; pero añadiendo que, así, «tendrá que dejar muy pronto el manto de la racionalidad»6. Esto acaba de definir bien su postura en el marco que antes propuse: puro epistemólogo empirista de cosmovisión rígidamente naturalista. Como otros que escribieron sobre el tema, en el mundo anglosajón, en los años cincuenta; con la peculiaridad de explicitar una impugnación de la coherencia de la posición agnóstica, que estaba sólo implícita en otros. Lo que más lo distancia de los autores vistos antes es la ausencia de rasgos de cosmovisión humanista. Sólo estos permitirían valorar más las « experiencias personales», replanteando así todo el caso. Si pasamos ahora a autores en que sí están presentes dichos rasgos, marcando el perfil de su agnosticismo, encontramos, como ya dije en mi estructuración teórica, un humanismo de solidaridad que es afín con la religiosidad humanista cristiana. Su presencia genera un debate irresuelto, cuya clave está en el desgarrador choque de la exigencia de justicia con la evidente ausencia de la misma en nuestro mundo. M. Horkheimer no se autoproclama agnóstico; pero tal es su postura, tantas veces expresada. El mal del mundo -la injusticia- no permite afirmar a Dios (omnipotente y bueno); pero genera «anhelo teológico», ya que sólo Dios podría superar la injusticia. Recordemos: «La teología... es la esperanza de que la injusticia que caracteriza al mundo no permanezca así...; o diría: anhelo de que el verdugo no haya triunfado sobre la víctima inocente...; de una justicia plena, que no se puede realizar en la historia secular». Este debate desgarrado podría ejemplificar el primero de los dos tipos de agnosticismo que señalamos al comienzo, el más propiamente tal: aquel que hoy muchos viven más que

describen, en el que realmente no se sabe finalmente sobre Dios -pues los otros autores citados sí saben, más bien que no-. Y es en esta categoría donde mejor entra también otro español Antonio García Santesmases, que se declara cercano del agnóstico nostálgico al final de un inteligente recorrido por las posturas: un agnóstico «humilde epistemológicamente..., ininteligible sin partir de la tradición cristiana»8. III. REFLEXIÓN DESDE UNA POSTURA PERSONALISTA El personalista que haya seguido esta rápida evocación de unas posturas actuales tan representativas de la problemática de nuestro mundo occidental percibirá, a lo que entiendo, que la básica distancia que lo separa de la mayoría de ellas radica en la diferente cosmovisión. El mundo de lo objetivo -del ello- tiende a absorberlo todo -devorando incluso al >yo-tú-, en cualquier visión «naturalista» del mundo; y esta subyace al primado empirista de las epistemologías vigentes (incluso tras sus progresivas correcciones). Desde ahí, el agnosticismo sólo encuentra rival en un más coherente ateísmo. Por otra parte, tampoco podrá encontrar el personalista solución en una visión racionalista («idealista-objetiva» para Dilthey) del mundo. Es más que dudoso que puros argumentos abstractos conduzcan a Dios (personal). No está dicho, por otra parte, que el racionalismo sea la simple alternativa del empirismo. Hay que radicar tanto la experiencia como la razón en el sujeto personal. La cosmovisión personalista es humanista. Pero no se trata de cualquier humanismo, sino de uno que parte de la experiencia personal en toda su complejidad; que no tiene por qué abandonarse en manos del sentimentalismo ni recurrir al fideísmo; que es capaz de contar con la razón, descubriendo que lo que llamamos >«razón» es más complejo de cuanto piensan racionalistas y empiristas. Hay una auténtica razón vital, que puede orientar en la búsqueda de una clave de sentido global más allá del mundo: con la que cabe interpretarse (a sí mismo y, desde sí, todo lo demás) como tendencia no vana a lo trascendente. Y que puede elaborar, con entramado simbólico, un cuasiconcepto de Dios personal (el < Tú eterno» ). Nada de esto es trabajo fácil; en todo caso, como bien puede comprenderse, no es un trabajo para desarrollar aquí. Sí cabe completar lo dicho con algunas advertencias metódicas. Ha de cuidarse, ante todo, que la apelación a las experiencias personales no resulte un recurso poco definido, que el agnóstico vería como escapatoria. Ha de mostrarse lo que de intersubjetivo pueden tener dichas experiencias. Y que no son simplemente cognitivas, sino activas y éticas, con acento en el compromiso y la solidaridad. Dios será descubierto, en la interpretación que acabo de sugerir, como profundamente cercano a la experiencia -el interior intimo meo de Agustín-; pero no como igualmente fácil para la expresión. Aquí el personalista, consciente de que el lenguaje humano está primariamente vinculado a lo empírico, encontrará comprensibles los problemas del empirista. Y aceptará que, en la elaboración antes aludida de un cuasiconcepto de Dios, ha de jugar un papel insustituible lo negativo; que también él topa así con una insuperable agnosía (en términos del PseudoDionisio), que le ayuda a comprender al agnóstico y, en todo caso, lo aleja de toda veleidad gnóstica. Porque, finalmente, vale aquello que vio admirablemente el autor cristiano: «.Jamás ha visto nadie a Dios. Si nos amamos los unos a los otros, Dios está en nosotros, y su amor en nosotros es perfecto» (Un 4,12). VER: ATEÍSMO, DIOS, RELIGIÓN, SECULARIZACIÓN Y SECULARISMO. BIBL: GARCIA SANTESMASES A., Reflexiones sobre el agnosticismo, Fe y Secularidad, Sal Terrae, Santander 1994; HANSON N. R., en QUINTANU-LA M. A. (ed.), Filosofía de la ciencia y religión, Sígueme, Salamanca 1976; HORKHEIMER M., en AA. V V , A la búsqueda del sentido, Sígueme, Salamanca 19892; INSTITUTO FE Y SECULARIDAD, Convicción de fe y crítica racional, Sígueme, Salamanca 1973; RUSSELL B., Sobre Dios y la religión, Alcor, Barcelona 1992; ID, ¿Por qué no soy

cristiano? Y otros ensayos, Edhasa, Barcelona 1986; TIERNO GALVÁN E., Qué es ser agnóstico, Tecnos, Madrid 1975. J. Gómez Caffarena

AISLAMIENTO Existe un aislamiento necesario que, lejos de separar, catapulta más tarde hacia lar comunidad; es el tiempo del retiro y de la meditación, que habrá de fundar profundas comunidades. Pero hay un tiempo (el de Narciso) en donde la soledad resulta electiva voluntad de incomunicación y decisión de no salir de la propia pompa de jabón en que la mónada del ego ha decidido encerrarse absurdamente. La nómina de pensadores aislacionistas, encerrados en su aristocrática y altiva torre de marfil, es bastante más extensa de lo que parece, y podríamos citar muchísimos textos de F. Nietzsche o de A. Schopenhauer como este: «En general, no se puede estar al unísono perfecto más que con uno mismo; no se puede estar con el amigo, no se puede estar con la mujer amada, porque las diferencias de la individualidad y del >carácter producen siempre una disonancia, por débil que sea. Cuando el >yo es elevado y exuberante se disfruta de la situación más feliz que puede encontrarse en este mundo mezquino. Sí, digámoslo francamente: por íntimamente que la amistad, el amor y el matrimonio unan a los hombres, no quiere uno plenamente y de buena fe más que a sí mismo o a su hijo. Por consiguiente, cuanto menos necesidad se tenga, a causa de condiciones objetivas o subjetivas, de ponerse en contacto con los hombres, tanto mejor se encontrará uno. Porque la sociedad es insidiosa». Mal carácter parece tener Narciso; nada de extraño, por tanto, que sus matrimonios duren poco. Así las cosas, aquí sólo queremos referirnos a un ejemplo históricamente antonomásico al respecto, el más ultra de cuantos conocemos, el de Max Stimer, que en su libro EL Único y su propiedad escribe en 1844: « Mi Yo no es vacuidad, sino la Nada creadora, la Nada a partir de la cual Yo creo todo. ¡Al diablo, pues, toda causa que no sea pura y simplemente la Mía! Si Yo fundo mi causa en Mí, el único, ella descansa entonces en su creador mortal y perecedero, su creador que se consume él mismo, y Yo puedo decir: He basado mi causa en nada». A partir de este momento, quien demuestre que ha sido capaz de hacerse a sí mismo (tras la pauta de las sociologías burguesas del self made man) se creerá facultado para deshacer a los demás. I. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA . Ahora bien, ¿se puede vivir real y verdaderamente en el aislamiento total? Al menos, y mientras Narciso Stimer ejerce la apología del aislamiento espiritual, intenta sobrevivir cotidianamente (en realidad vivir sobre los otros) nada menos que ¡con asociaciones de egoístas! funcionales y pragmáticas: «En tanto que egoísta, el bienestar de esa sociedad humana no Me interesa en absoluto, Yo no sacrifico nada a ella y no hago otra cosa que utilizarla; pero a fin de poder utilizarla plenamente Yo la transformo en Mi propiedad y en Mi criatura, es decir, que Yo la destruyo para crear en su lugar una asociación de egoístas». No hay que tomarlo a broma, pues los economistas de última hora nos proponen abiertamente una racionalidad moral basada en el egoísmo asociativo, de una moral por conveniencia, de una ética de los negocios, y a eso reducen el negocio de la ética. En realidad la «asociación del egoísta» (llamémosla así) no tiende de ninguna manera hacia el ser, sino, decididamente, hacia el >tener: « La historia antigua se cierra virtualmente el día en que Yo consigo hacer del mundo Mi propiedad. Con la ascensión del Yo a poseedor del mundo, el egoísmo consigue su primera victoria, y una victoria decisiva; ha vencido al mundo y lo ha suprimido, confiscando en su provecho la obra de una larga serie de siglos». Si le llevamos al oculista, en el fondo del ojo de Narciso siempre se divisa al unidimensional husmeador de tenencias, al teniente/terrateniente: « No te basta ser libre, debes ser más, debes ser propietario. La individualidad, es decir, mi propiedad, es toda mi

existencia y mi esencia, es Yo mismo»;. Fuera de su Yo, oh torpe Narciso unidimensionalizado, sordo, teniente, no ve Narciso salvación, cuando lo único que cualquiera descubre allí es horror, ausencia de relación: incomunicación, desencuentro. Torcida o corrompida la posible reciprocidad de las conciencias, en el absurdo de la mala relación el Yo tiende a alterar al Tú, alterándose (sin alterificarse, sin hacerse alter) asimismo ese Yo. De esta guisa la intencionalidad es vivida no como "gracia sino, muy por el contrario, como des-gracia, como ajenación y como enajenación; la relación con el extraño es percibida entonces como extrañamiento; la relación con el ajeno es tomada como ocasión para una alienación sádica, infemalizante o destitutiva (Jean Paul Sartre). En ese clima el bello «todos los hombres son iguales» se torna agresivo y lamentable: «¡Todos los hombres sois iguales!». Alterarse, enajenarse, alienarse constituirán, así las cosas, la entraña del fracaso relacional que se salda cosificadoramente: el 'sujeto (para sí) pretende apropiarse de la persona del "otro, pero tropieza con él porque le considera una mera cosa (un en sí). Irreductibles el en-sí y el para-sí, incomplementables e inacoplables en un imposible ser en-sí-para-sí, en lugar de la dialéctica nos topamos con el muro de la dualéctica, con el dualismo y el duelo. Así pues, donde pudo haber encuentro, hete aquí, sin embargo, que se alza ahora el muro del desencuentro, la crónica de un desamor, la eterna historia de una muerte relacional anunciada. Y donde pudo haber comunicación se da a partir de ahora incomunicación e interferencia, ruido comunicativo, mala vibración, disangelio. De este modo se lleva al terreno de las relaciones éticas humanas el fracaso que Protágoras pronosticó universalmente cuando afirmara aquello de «nada existe»; « si algo existiera sería incognoscible»; < si algo existiera y fuera cognoscible resultaría incomunicable». Desde luego Protágoras no podría ser nombrado patrono de la racionalidad comunicativa. Así pues, cuando el ego quiere dominar al alter y entonces reducirlo a idem, identificarlo o hacerlo idéntico a sí propio, ya sea pretendiendo tomar al sí mismo como otro, o al otro como a sí mismo, entonces adviene la exclusión de su diferencia (de su identidad diferencial y diferenciada), el avasallamiento del otro en su calidad de irreductible a mi identidad definidora, la antítesis del tú-y-yo, esto es, la opción desgarradora del o-tú-o-yo, y las mil y una formas de reduccionismo avasallador que van desde el racismo y la xenofobia hasta la barbarie militarista e imperialista de cualquier índole como bien sabemos por desgracia. Dicho de otro modo, es ahora -en la egolatría fagocitadora- cuando estamos viendo producirse la apoteosis del principio de identidad anonadante sobre el principio de diferencia anonadado. Y en su forma atemperada, el principio de diferencia, abandonado a su propio infortunio, se torna principio de indiferencia, primer paso hacia el principio-exterminio antementado. Un poco más, y ni siquiera hay impío, como reza el Salmo 36. «Hoy la tierra y los cielos me sonríen; hoy llega al fondo de mi alma el sol; hoy la he visto, la he visto y me ha mirado. ¡Hoy creo en Dios!». Desde luego el Narciso stirnerianizante de hoy no podría entender en absoluto a ese poeta -Bécquer- enamorado del rostro de la amada casi idolatrada, pa