Por Que El Psicoanalisis

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¿Por qué el psicoanálisis?

un libro de ALENK A ZUPANCIC

Por qué el psicoanálisis?

Cuatro intervenciones

P

a r a d is o e d i t o r e s

Colección Estancias T í t u l o o r ig in a l:

m i r psrcH O A N A L rsis?

© 2008 Alenka Zupancie © 2013 Paradiso editores, S.A. de C.V., México www.paradiso-editores.com

ISBN 978-607-96080-1-9 (Paradiso editores) Primera edición en español, 2013 Impreso y hecho en México Printed and made in México

9 | Introducción 17 | 1 Sexualidad y ontología 45 | 2 Libertad y causa 79 | 3 La comedia y lo ominoso 107 | 4 El doble y su relación con lo real 131 | 5 Referencias bibliográficas sobre la obra de Alenka Zupancic

Introducción

que Freud fundó el psicoanálisis, éste se estableció firmemente dentro de su campo, o tal parecería que así lo ha sido. Pero si observamos este punto con más deteni­ miento, se vuelve más incierto. Se vuelve más incierto por una razón fundamental, que es interesante en sí misma: m ientras más lo examinamos, más difícil es determ inar cuál es el campo propio del psicoanálisis. Desde sus inicios, por ejemplo, el psi­ coanálisis se vio envuelto en debates sobre si su ámbito pertene­ cía más bien al campo de las ciencias naturales, o al ámbito de la filosofía y las ciencias culturales. A Freud se le atacó frecuente y sim ultáneamente por ambos frentes: hubo quienes objetaron su “biologismo” y su “cientificismo”, m ientras que hubo otros quie­ nes atacaron su “relativismo cultural” y sus especulaciones que excedían por mucho las circunstancias clínicas. Este debate no ha concluido. No obstante, independientemente de cuál fue (o es) la pertinencia de estas críticas sobre cuestiones conceptuales específicas, no debemos perder de vista que una de las principa­ les dimensiones del descubrimiento de Freud justam ente fue el punto de coincidencia entre estos dos campos: el físico y el men­ tal. Si existe alguna forma general y significativa de describir el objeto del psicoanálisis, podría ser la siguiente: el objeto del psicoanálisis es la zona en donde estos dos campos se traslapan, es decir, donde lo biológico o somático es ya lo mental o cultu­ ral, y donde, a la vez, lo cultural emerge de los propios impasses de las funciones somáticas que intenta resolver (a pesar de que, al hacerlo, crea nuevos impasses). En otras palabras — y quizá sea el punto más im portante— , la coincidencia en cuestión no se trata simplemente de una coincidencia entre dos entidades D esde el m o m en to en

ya establecidas (“el cuerpo” y “la m ente”), sino de una intersec­ ción que genera los dos lados que coinciden en ella. M uy pronto F'reud vislumbró no sólo en qué gran medida la cultura y la psique eran capaces de afectar, e incluso distorsionar y cambiar físicamente a los cuerpos humanos, sino que también, quizá de manera más im portante, que debía de haber algo en el cuerpo humano que lo permitía. Y este “algo” no es una especie de pro­ pensión innata para la cultura y la espiritualidad, un germ en del alma o psique depositado en nuestros cuerpos, sino algo mucho más cercano a una disfunción biológica que resultó ser curiosa­ mente productiva. El problema de qué es exactam ente el campo propiam en­ te psicoanalítico se extiende mucho más allá de estas conside­ raciones fundamentales, y tiene que ver con la m anera en que el psicoanálisis tiende a “moverse por todos lados”, invadiendo todo tipo de campos y “disciplinas” (la filosofía, la religión, y el arte, además de distintas ramas de la ciencia). Por lo cual, una de las objeciones más frecuentes al psicoanálisis se podría resum ir así: ¿por qué no se ciñe a su campo? En otras palabras: ¡si tan sólo se quedara en su feudo, a la parte que se le asignó, proporcional a su reconocimiento social! Esta última objeción es especialmente frecuente en el caso de Jacques Lacan, quien se rehusó obstinadam ente a ceñirse al supuesto feudo psicoana­ lítico de la práctica terapéutica. Reconoció en este tipo de im­ perativo una invitación a que los psicoanalistas se vuelvan los “garantes del sueño burgués”, como lo formuló en su seminario La ética del psicoanálisis. El psicoanálisis, como él lo veía, no está aquí para ayudarnos a resolver “nuestros” problemas (con la so­

ciedad, por ejemplo), o ayudarnos a cultivar el ideal del tesoro de nuestra individualidad. Tiene una dimensión intrínsecam en­ te social, objetiva y crítica. Nunca se trata sólo de individuos y sus problemas más o menos íntimos, pues éstos se encuentran inscritos, desde el inicio, en el campo socio-simbólico que Lacan llama “el O tro”. El psicoanálisis lacaniano, entonces, jam ás se resignó a la meta terapéutica de posibilitar una adaptación so­ cial exitosa. También se ha resistido a la versión posm oderna de la adaptación social y el conformismo, que avanza bajo la consigna (supuestamente contraria) de promover la exclusiva y valiosísima no-uniformidad y singularidad de todos. En vez de esto, insistió en que el alcance teórico del psicoanálisis in­ cluía justam ente el desarrollo de su propia teoría del sujeto, del saber, de la verdad, del lazo social, etcétera. Esto contrastaba, y sigue contrastando, con la postura de varios psicoanalistas (y no psicoanalistas) que creen que el psicoanálisis sólo pue­ de ser una teoría acerca de sujetos o casos clínicos específicos, y que cualquier otra conceptualización que sea más universal solamente puede llevarnos a terrenos metafísicos, profunda­ mente problemáticos. Lacan, quien en este sentido era hegeliano, siempre sostuvo que este tipo de oposición simple (entre lo singular o lo concreto, y lo universal) es en sí absolutam ente metafísica, y por tanto desprovista de todo filo crítico o sub­ versivo. Y, en efecto, hoy en día en muchos lugares se aprecia cómo estas posturas anti-universalistas que están de moda, con su flexible realismo empírico, son los guardianes más eficientes de los sistemas socio-económicos dominantes. Como se dijo an­ teriorm ente, Lacan nunca perdió de vista el hecho de que toda

verdadera conceptualización es intrínsecam ente universalista, lo cual, por supuesto, no significa que sea universalm ente acep­ tada. Una conceptualización bien puede ser controversial, pero esta controversia debe de ser enfrentada, y se debe de luchar por lo que está enjuego en vez de evitar la controversia a través de la parcelación del campo de la ciencia en un núm ero poten­ cialmente infinito de disciplinas, todas con el derecho de hacer planeamientos sobre la verdad, siempre y cuando se m antengan dentro de los límites de su parcela y no interfieran con las otras. Son precisamente sus propuestas conceptuales altamente desarrolladas y estructuradas las que hacen que Lacan sea res­ ponsable de que el psicoanálisis esté presente y se haya involu­ crado de manera masiva en debates filosóficos contemporáneos. A pesar de su persistente afirmación de que “el psicoanálisis no es filosofía”, Lacan desarrolló su teoría a través de un diálogo constante con la filosofía. El alcance de las “cuatro intervencio­ nes” que aquí se presentan se sitúa principalm ente en el campo de este diálogo. Apuntan a interrogar, analizar y defender cier­ tas nociones que ha introducido el psicoanálisis en el espacio conceptual general. Elegí el térm ino “intervenciones” porque los capítulos tocan tres campos distintos que son, a su vez, inmensos por sí solos: la ontología (y su crítica), la filosofía práctica y la estética. Dado el amplísimo terreno de cada uno de estos campos, los siguientes capítulos no se proponen “cubrirlos” (desde la pers­ pectiva del psicoanálisis). Más bien, se aventuran a intervenir en ellos en ciertos puntos precisos. La prim era intervención se plantea y gira entorno a dos cuestiones: l) ¿Qué es exactam ente

la teoría psicoanalítica acerca de la sexualidad? Todo mundo aparenta saber la respuesta de esto, y la cuestión parece ser lo suficientemente clara, pero no es ni rem otam ente el caso y bien vale la pena replantear y reconsiderar la cuestión; 2) ¿Cuáles son (si es que las hay) las implicaciones de la teoría psicoana­ lítica acerca de la sexualidad con respecto a la ontología y sus teorías contemporáneas? Además, ¿cuáles son las posibles im­ plicaciones políticas de esta postura psicoanalítica? La segunda intervención se centra sobre la concepción psicoanalítica (especialmente la lacaniana) de la causa, e interro­ ga su relación con la noción de libertad. A pesar de que ambos térm inos frecuentemente se plantean como antinómicos, la con­ secuencia de las conceptualizaciones lacanianas sobre la causa es en últim a instancia una constelación mucho más intrigante, en la cual la noción de causa está relacionada más estrecham en­ te con aquella de la libertad. La tercera intervención lidia con la peculiar relación en­ tre dos fenómenos estéticos (y afectivos), los cuales, en su dife­ rencia e incluso oposición, dem uestran una peculiar e interesan­ te proximidad: la comedia y lo ominoso (das unheimliché). Lo que estos dos fenómenos tienen en común, como aquí plantearé, es una figuración específica de la Nada (o el vacío), la cual desplie­ gan de dos m aneras distintas, a través de dos diferentes modali­ dades del exceso (excess) o plusvalía (surplus).' 1En el libro Why psychoanalysis?, publicado por Press, en 2008, solamente aparecían tres intervenciones que realizó Alenka Zupancic durante el semi­ nario que ofreció en el verano en Suecia. Sin embargo, la cuarta intervención nsu

Sexo, ontología, causa, libertad, comedia, horror. No ten­ go duda de que esta selección se prestará fácilmente a más crí­ ticas sobre la expansión del campo del psicoanálisis, pero todas éstas realm ente sólo son diferentes maneras de responder a un mismo problema medular.

titulada "El doble y su relación con lo real”, proviene de una conferencia que dictó en la European G radúate Sehool en agosto de 2010, y fue incluida en esta edición con el fin de brindar una mejor apreciación sobre los tenias que la autora trabaja en la actualidad. En este sentido, le agradecemos enorm em ente a la autora por su generosidad al perm itirnos incluir estas cuatro intervencio­ nes para la presente edición. (N. del edit.)

Sexualidad y ontología

Mi. i .i k í a h i i n m \i. d e la sexualidad en el psicoanálisis siempre lia sido, y continúa siendo, un tema controversial. Desde que el psicoanálisis, con Jacques Lacan, entró en el campo de la filoso­ fía contem poránea y se volvió un im portante punto de referen­ cia en este campo, el lugar de la sexualidad en el psicoanálisis frecuentem ente se menciona en debates que conciernen la rela­ ción entre filosofía y psicoanálisis. Se ha sugerido, por ejemplo, que la insistencia en lo sexual “particulariza” al psicoanálisis, y por tanto lo priva de nn campo más universal, que la filosofía sí tiene. ¿Acaso esto será cierto? La pregunta sobre la sexualidad, en efecto, debe forzosa­ mente de ser llevada a la mesa de discusión en cualquier intento serio de asociar la filosofía y el psicoanálisis. No sólo porque fre­ cuentem ente constituye el “núcleo” de su disociación, sino tam­ bién porque el no ceder sobre el tema de la sexualidad constitu­ ye el sine qua non de cualquier postura psicoanalítica verdadera, lo cual hace que esta disociación parezca tanto más absoluta o insuperable. Este último punto (el énfasis sobre la sexualidad como el sine qua non de cualquier postura psicoanalítica verdadera) tiene un apoyo inmenso en la historia del psicoanálisis, el cual, por supuesto, ha tenido sus propios intentos de relativizar y dis­ m inuir el papel que juega lo sexual, así volviéndolo tan sólo en una “cuestión im portante” que tiene su lugar junto a otras cuestiones im portantes que representan la totalidad de la con­ dición humana. Aún cuando estos intentos parecen acercar al psicoanálisis a la filosofía, resultan ser, me parece, el peor tipo de “falsos amigos”. Producen una “filosofía psicologizada”, una

especie de Weltanschauung, que quizá pueda describirse mejor como una “filosofía de interés hum ano”, una filosofía que pone en su centro la investigación sobre el animal humano y su alma. Es por esto que no es ningún accidente que los dos psicoanalis­ tas que han tenido, por mucho, la influencia más productiva y consecuente sobre la filosofía contemporánea, Freud y Lacan, fueron ambos inamovibles en cuanto al papel central de la sexua­ lidad en el psicoanálisis. Los ejemplos de su influencia sobre la fi­ losofía abundan, pero quisiera tom ar sólo el prom inente ejemplo contemporáneo de Alain Badiou: a pesar de ser implacable en su postura, y de rehusarse a asociar la emergencia de la subjetivi­ dad con cualquier cosa que se asemeje a la “sexuación”, el trabajo de Badiou se encuentra profundamente involucrado, en varios niveles, con Freud y Lacan. Sería imposible imaginar a Badiou alineándose con, por ejemplo, la postura jungiana, en donde la sexualidad afortunadamente aparece en un lugar “secundario”. La situación es realm ente interesante. Pareciera que el psicoanálisis y la filosofía tienen sus encuentros más producti­ vos, poderosos y cautivantes cuando esta disputa central per­ manece sin resolverse. Tam bién podríamos decir: la filosofía parece obtener más del psicoanálisis que se rehúsa a ceder en la cuestión de la sexualidad, aunque deje esa cuestión de un lado. O lo siguiente: es como si el punto teórico que hace que el psi­ coanálisis sea verdaderam ente interesante para la filosofía, es justam ente el punto que la filosofía es incapaz de aceptar. La sexualidad, entonces, parece constituir el punto singular de un “encuentro fallido” que es el único encuentro posible verdadero entre la filosofía y el psicoanálisis (en su heterogeneidad).

En lo siguiente, intentaré iluminar el porqué de esta si­ tuación, y comenzaré por exam inar de manera más cercana cuál es el estatuto de la sexualidad en el psicoanálisis. F reu d y T

res en sato s

Comencemos con un punto tan obvio que casi me avergüenza mencionarlo, pero que es tan crucial que uno, quizá, nunca de­ bería de cansarse de repetirlo. Freud descubrió que la sexualidad humana era un proble­ ma en sí (que requería explicación), y no algo con lo cual uno podría explicar cualquier (otro) problema. El “descubrió” la se­ xualidad como algo instrínsecam ente sin sentido, y no como el horizonte último de todo sentido producido por el ser humano. Asimismo, Tres ensayos de teoría sexual continúa siendo un texto ejemplar en esta misma tradición. Si uno tuviera que resum ir su argum ento en un sólo enunciado, lo siguiente se acerca lo sufi­ cientem ente al blanco: la sexualidad (humana) es una desviación plagada de paradojas de una norm a que no existe.' Freud comienza por discutir las “aberraciones sexuales” que se identificaban como tales en el corpus del conocimiento médico existente: homosexualidad, sodomía, pedofilia, fetichis­ mo, voyeurismo, sadismo, masoquismo, etcétera. Al estudiar es­ 1 En el siguiente resumen de Tres ensayos de teoría sexual, argum ento lo que desarrollé por prim era vez en el artículo titulado “Psychoanalysis”, en Constantin V Boundas (ed.), The Edinburgh Companion to Twentieth-Century Philosophies. Edimburgo, Escocia, Edinburgh U niversity Press, 2007.

tas “perversiones” y los mecanismos involucrados en ellas (bá­ sicamente, las desviaciones con respecto al objeto sexual, que supuestam ente debía ser una persona adulta del sexo opuesto; y las desviaciones con respecto a la meta sexual, supuestam ente la reproducción), el argum ento de Freud se mueve en dos direc­ ciones al mismo tiempo. Por un lado, dem uestra extensam ente cómo los mecanismos “aberrantes” involucrados en estas prác­ ticas están muy presentes en el com portam iento sexual al que se le considera “norm al” o “natural”. En tanto estén integradas exitosam ente en lo que se considera una sexualidad “norm al”, no se les ve como perversiones. Sólo se consideran como abe­ rraciones perversas si se vuelven (become) enteram ente indepen­ dientes de la meta y el objeto sexual “apropiado”, es decir, si se vuelven (become) autónom as en sus metas fragm entadas y par­ ciales que no tienen sentido ni propósito alguno. No obstante, Freud objetaría al uso de la palabra “volverse” (“become”), por lo cual, esto constituye una crucial y segunda línea de su argu­ mentación. Las pulsiones existen fragmentadas, de m anera par­ cial, sin meta e independientes de su objeto desde un inicio. No devienen (become) parciales debido a alguna desviación ulterior. La desviación de las pulsiones es una desviación constitutiva. Freud escribe que “la pulsión sexual es al comienzo indepen­ diente de su objeto, y tampoco debe su génesis a los encantos de este”.2 Es por esto que “en el sentido del psicoanálisis, entonces, ni siquiera el interés sexual exclusivo del hombre por la mujer ■ ' Sigmund Freud, "Tres ensayos de teoría sexual”, en Obras completas, t. vi i. Buenos Aires, A m orrortu, 1986, p. 134.

es algo obvio, sino un problema que requiere esclarecimiento, respecto del cual cabe suponer una atracción en el fondo de ca­ rácter químico”.3 El descubrimiento de esta desviación original y constitu­ tiva de las pulsiones (que es precisam ente lo que las distingue de los instintos) gradualm ente llevará a una de las invenciones conceptuales más im portantes del psicoanálisis, a saber, el con­ cepto del objetpetita, como lo llamó Lacan. Para decirlo de una m anera sencilla, el objeto a vendrá a nom brar al otro objeto (el objeto real) de la pulsión en tanto “independiente de su objeto”. Pero rastreem os el origen de este concepto en las obser­ vaciones de Freud. Uno de los principales ejemplos de Freud es la succión del dedo, la cual analiza como una manifestación de la sexualidad infantil (la existencia de la cual fue, por primera vez, sistemáticam ente señalada por Freud, y que se encontró con una fuerte oposición). En relación a la necesidad de alimen­ tarse, a la cual se sujeta desde un inicio, la pulsión oral busca un objeto distinto a la comida: busca (y tiene como m eta repetir) la sensación misma de satisfacción producida en la región de la boca durante el acto de la alimentación. La satisfacción oral, que em ergió como un subproducto de la satisfacción de la ne­ cesidad de alimentarse, comienza a funcionar como un objeto autónom o de la pulsión, m ientras se aleja de su prim er objeto y se deja llevar a una serie de objetos sustitutos. En otras pala­ bras, el concepto de pulsión (y de su objeto) no es sólo un con­ cepto relacionado con la desviación de una necesidad natural,

sino algo que ilumina de manera sorprendente la naturaleza de la necesidad humana en tanto tal: en los seres humanos, toda satisfacción de una necesidad permite, en principio, que ocurra otra satisfacción que tiende a volverse independiente y que se perpetúa a sí misma al buscar su reproducción. No hay nece­ sidad natural que sea absolutam ente pura, desprovista de este elemento excedente y residual que la divide desde dentro. Esta escisión, este intervalo o hueco, esta no-convergencia original de dos versiones distintas de la satisfacción es, para Freud, el verdadero sitio o terreno de la sexualidad humana. Este punto es crucial cuando se trata de entender otro énfasis im portante de la conceptualización freud iana acerca de la sexualidad: lo “sexual” no se debe confundir con lo “genital”.1 La “organización sexual genital” se encuentra lejos de ser pri­ mordial o “natural”: es un resultado, producto de varias etapas de desarrollo que involucran tanto la maduración fisiológica de los órganos reproductivos, como parám etros simbólico-culturales. Involucra la unificación de la pulsión sexual compuesta, que es originalm ente heterogénea, dispersa y conformada por diferentes pulsiones parciales, como el mirar, tocar, lamer, et­ cétera. (“Puesto que la disposición originaria no puede menos que ser compleja, nos pareció que la pulsión sexual misma era algo compuesto por muchos factores”.5) Esta unificación tiene dos características principales. Primero, es siempre una unifica­ ción de alguna manera forzada y artificial (no se puede concebir 1Ib id p. 136. r‘ Ibid., p. 211.

como el resultado natural y teleológico de la maduración repro­ ductiva). Y segundo, nunca realm ente se logra o se consigue, lo cual implica decir que nunca logra transform ar la pulsión sexual en una unidad orgánica, con todos sus componentes que en últim a instancia sirvan a un mismo propósito. La sexualidad humana “norm al” y “saludable” es, por lo tanto, la naturaliza­ ción artificial y paradójica de las pulsiones originalm ente des­ naturalizadas (desnaturalizadas en el sentido de su desviación de las metas “naturales” de auto-conservación y /o la lógica de una necesidad pura que no se ve afectada por otra satisfacción suplementaria). Uno hasta podría decir que la sexualidad huma­ na es “sexual” (y no sencillamente “reproductiva”) precisamente en la medida en que esta unificación está en juego, es decir, el anudam iento de todas las pulsiones a un solo propósito nunca funciona realmente, pero perm ite que diferentes pulsiones par­ ciales continúen su actividad circular y auto-perpetuante. Freud introdujo el concepto de libido para referirse a la cantidad de energía puesta en funcionamiento en el específico ca­ mino “declinatorio” de las pulsiones. La libido nombra la “ener­ gía” involucrada en los procesos de satisfacción suplementaria, por ejemplo — para continuar con el ejemplo anterior— chu­ parse el dedo, o consumir alimentos más allá de las necesidades biológicas del cuerpo, sólo por el gusto de excitar la membra­ na mucosa. Freud insiste que esta energía/excitación es sexual, aunque “esta excitación sexual no es brindada sólo por las partes llamadas genésicas, sino por todos los órganos del cuerpo”.6 Este

punto es absolutamente crucial, ya que nos perm ite ver en qué sentido Freud realmente descubrió la sexualidad (humana), y no simplemente la enfatizó o “redujo” todo a ella. Esto no significa que el chuparse el dedo o degustar la comida en exceso (gourmandising) sean fenómenos sexuales en una supuesta relación con la excitación involucrada en el acto sexual. Al contrario, si acaso, son sexuales per se, y es el acto sexual el que es propia­ mente sexual debido a que se compone de diferentes pulsiones parciales como éstas (mirar, tocar, lamer, entre otras). Es en relación a esta postura freudiana que uno puede medir la importancia de lo que está en juego en la ruptura en­ tre Freud y Jung, al igual que las implicaciones genuinam ente filosóficas de la radical jugada conceptual de Freud. Jung adop­ tó el concepto freudiano de libido y, con una modificación apa­ rentem ente pequeña, le dio un significado enteram ente distinto. Con Jung, la libido se vuelve una expresión psíquica de “ener­ gía vital”, cuyo origen no es enteram ente sexual. Visto desde esta perspectiva, la libido es el nombre genérico de una ener­ gía psíquica, que es sexual sólo en ciertos segmentos. Freud de inmediato vio cómo el hecho de seguir esta movida jungiana conllevaría a sacrificar “todo lo ganado hasta ahora gracias a la observación psicoanalítica”.7 Con el térm ino “libido” Freud designa un desequilibrio original e irreductible de la natura­ leza humana. Toda satisfacción de una necesidad conlleva en sí misma la posibilidad de una satisfacción suplementaria, que se desvía del objeto y de la meta de cierta demanda, m ientras

(|iic persigue su propia meta, así constituyendo una desviación aparentem ente disfuncional. Es esta desviación, o el espacio que abre, la que constituye no sólo el campo de los fenómenos cata­ logados como “aberraciones sexuales”, sino también el funda­ mento, además de la fuente de energía, de lo que generalmente se consideran los más grandes logros de la cultura humana. La fuente generadora de la cultura es sexual en el sentido preciso de pertenecer a una satisfacción suplementaria que no tiene ningu­ na función inmediata ni satisface ninguna necesidad inmediata. La imagen de la naturaleza humana que se deriva de estas conceptualizaciones freudianas es la de una naturaleza dividida y en conflicto, donde lo “sexual” se refiere justam ente a esta división. Si Freud usa el térm ino "libido” para referirse a un cierto campo de “energía”, es para referirse a ella como una plusvalía (surplus) de energía, una energía sobrante, y no como una especie de nivel energético general involucrado en nuestras vidas. No puede de­ signar la totalidad de la energía (como lo sugirió Jung), ya que es precisamente lo que hace que este todo sea un “no-todo”. La “energía” sexual no es un elemento que tiene lugar dentro de la totalidad de la vida humana. El punto central del descubrimiento de Freud fue precisamente que la sexualidad humana no tiene un lugar “natural” o preestablecido, sino que se encuentra constitutivam ente dislocada, fragmentada y dispersa, en tanto sólo existe en sus desviaciones de “sí misma” o de su supuesto objeto natural, y que la sexualidad no es más que esta misma dislocación constitutiva, “fuera de lugar”, de su satisfac­ ción. En otras palabras, el movimiento fundamental de Freud fue de-sustancializar la sexualidad: lo sexual no es una sustan­

cia que pueda ser propiam ente descrita o circunscrita, sino que es la imposibilidad misma de su propia circunscripción o delimi­ tación. Lo sexual no puede existir -ni completamente separado de las funciones y necesidades biológicas u orgánicas (ya que se origina dentro de su campo y comienza por habitarlas), ni se le puede reducir a ellas. Lo sexual no es un campo independiente de la actividad o vida humana, y esta es la razón por la cual pue­ de habitar todas las esferas de la misma. Lo que fue y sigue siendo inquietante del descubrimiento freudiano no es solamente el énfasis en la sexualidad, ya que esta resistencia indignada ante la “obsesión psicoanalítica con cosas sucias” nunca fue la más fuerte, y en poco tiempo fue m ar­ ginada por el progresivo liberalismo de la moral. Lo que fue mucho más inquietante fue la tesis que concierne al siempre problemático e incierto carácter de la sexualidad misma. Así, una resistencia todavía más poderosa (lina forma de revisionis­ mo mucho más peligrosa) vino del mismo liberalismo que pro­ movía la sexualidad como una “actividad natural”, como algo en equilibrio, harm ónico en sí, aunque desequilibrado por un acto de represión “necesaria” o “innecesaria” (dependiendo de cuán liberal uno pretendía ser). Si acaso, esta imagen de la sexualidad como algo obvio y no problemático se encuentra en oposición directa a la lección freudiana fundam ental que, para decirlo en térm inos lacanianos, se puede form ular de la siguiente manera: lo sexual no existe. Sólo existe lo sexual que insiste/persiste como un desequilibrio constitutivo del ser humano. Perm ítan­ me concluir este argum ento con una última cita de Freud: “Creo que, por extraño que suene, habría que ocuparse de la posibili­

dad de que haya algo en la naturaleza de la pulsión sexual mis­ ma desfavorable al logro de la satisfacción plena”.8 L acan

y l a “ l a m in il l a ”

Los argum entos presentados anteriorm ente deberían de ser suficientes para sostener la siguiente tesis, que ahora quisie­ ra proponer en relación a la pregunta inicial: ¿cuál es, exacta­ mente, el lugar de lo sexual en el psicoanálisis, y qué relación guarda con la filosofía? Por supuesto que el psicoanálisis parte de las vicisitudes de los seres humanos, en quienes centra sus investigaciones. Sin embargo, lo que le impide ser una especie de filosofía “psicologizada” de interés humano es precisamente su descubrim iento de, e insistencia en, lo sexual como un factor de desorientación radical, mismo que nos hace dudar continua­ mente de nuestras representaciones de la entidad que llamamos “ser hum ano”. En la teoría freudiana, lo sexual (en el sentido de pulsiones parciales desviadas constitutivam ente, también llamadas “libido”) no es el horizonte último del animal llamado “hum ano”, no es el punto de anclaje de una humanidad irreduc­ tible en la teoría psicoanalítica, al contrario, es el operador de lo inhumano, el operador de la des-humanización, o de la “des-antropom orfización”. Esto es lo que abre paso a una posible teoría del sujeto como algo más que sólo un sinónimo de individuo o “persona”, es decir, abre el paso para una teoría universal del “ S. Freud, "Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa”, en op. cit., t. xi, p. 182 .

sujeto que no implica una abstracción neutral de todas las par­ ticularidades de lo humano, sino una teoría universal del suje­ to basada en el punto singular, concretam ente universal, de su contradicción inherente. En otras palabras, es precisamente lo sexual, como operador de lo inhumano, lo que abre el campo de lo universal, del cual se le acusa tan frecuentem ente al psicoa­ nálisis de olvidar por su insistencia en lo sexual. Lo que Freud llama lo sexual no es, por lo tanto, aquello que nos hace humanos en cualquier sentido común del término, sino que es más bien aquello que nos hace sujetos, o quizá más precisamente, es co-extensivo con la emergencia del sujeto. Es este aspecto inhumano que Lacan enfatiza con su propia contri­ bución “m itológica” al tema de la sexualidad humana: su inven­ ción de la “laminilla” (lamella). En el seminario 11, al hablar so­ bre el concepto de la pulsión como uno de los “cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”, Lacan famosamente introduce su mito de la “laminilla” (lamella) para poder ilustrar lo que está en juego en la noción de la libido. La concepción de la libido en térm inos de “energía” es un poco engañosa y bastante confusa/’ Véase los siguientes comentarios que Lacan hace sobre el tema en Televisión-, “Dado que la energía no es una sustancia que, por ejemplo, mejora o dismi­ nuye con el tiempo; es una constante numérica que un físico debe encontrar en sus cálculos para poder trabajar [...]. Esto no es simplemente de mi propia ideación. Cada físico sabe claram ente de una manera preparadam ente arti­ culada que la energía no es nada más que un valor (chiffre) numérico de una constante. Ahora bien, lo que Freud articula como proceso prim ario en el inconsciente [...] no es algo que se exprese numéricamente (se chiffre), sino algo que debe ser descifrado (se déchiffre). Es decir: el goce (jouissance) en sí mismo. En dado caso, entonces, no resultaría en una energía y no podría ser

Uno debe de concebirlo más bien, como Lacan sugiere, como un órgano. M ás precisamente, en términos de un “órgano irreal’ (organe irréel). Recordemos la famosa descripción que ofrece Lacan: La laminilla (¡amella) es una cosa extra-plana que se desplaza como la amiba, sólo que el asunto es un poco más complicado. Pero es algo que anda por todas partes. Y como es algo que está relacionado con lo que el ser sexuado pierde en la sexualidad [...], es, como la amiba respecto de los seres sexuados, inmortal. Inmortal por­ que sobrevive a todas las divisiones, porque subsiste a todas las intervenciones escisíparas, y su carrera no se detiene. [...] Esta laminilla (¡amella), este órgano, cuya característica es no existir, pero que no por ello deja de ser un órgano —podría hablarles más ampliamente de su lugar zoológico— , es la libido.111

Lacan propone este mito como su alternativa al mito de Aristófanes que aparece en el Banquete de Platón, al cual Freud se refirió ocasionalmente: en un principio, los seres humanos eran una unidad, una esfera compuesta de dos mitades fundidas; eran seres “completos”, plenos y autosuficientes, lo que los llevó a la arrogancia e insolencia, por lo que los dioses lo desaproba­ ron. Entonces decidieron partir a los seres humanos a la mitad. registrada como tal”. Jacques Lacan, Televisión. Nueva York, W. W. N orton & Company, 1.990, p. 18. 10 J. Lacan, E l Seminario. Libro 11. Los cuatro conceptosfundamentales del psicoa­ nálisis. Buenos Aires, Paidós, 1987, p. 205.

Desde entonces, cada mitad anhela encontrar a su otra mitad. El amor, que emerge cuando encontram os nuestra otra mitad, es tan sólo este anhelo de volverse de nuevo Uno con nuestra otra mitad. La diferencia crucial que Lacan busca enfatizar en relación a este mito, es la siguiente: lo que el ser humano pierde debido a la reproducción sexual no es su otra mitad sexuada, sino una parte de su propio ser. Y, si busca algo en el amor, no es su complemento sexual, sino esta parte. En el relato de Lacan, en el principio no había entidades completas, fusionadas de dos mitades distintas. Para Lacan, en el principio había una especie de criaturas parecidas a las amibas, que se mantenían y se multiplicaban sin reproducción sexual. Esta es una imagen de la vida que se preserva y expande por medio de la división, una vida que no se encuentra individuada, lo cual significa que aquí no hay diferencia entre el individuo y las especies. Cada criatura de este tipo es directam ente la vida de su especie. Y, por supuesto, los dioses no podían castigar la eventual arrogancia e insolencia de estas criaturas al cortarlas por la mitad, ya que no conduciría a dos mitades (sexuales) defi­ cientes, sino a seres incluso mucho más autosuficientes. El ver­ dadero cambio no ocurre a través de la división, sino (y aquí la imagen que Lacan evoca en su trabajo es muy concreta) a través del suceso de la reproducción sexual, en la cual la continuación de la vida por medio de la combinación de dos grupos diferen­ tes de cromosomas implica una pérdida constitutiva o una re­ ducción. A diferencia de las copias genéticas, la reproducción sexual implica la misma lógica de una pérdida irreversible que está en juego en lo que la lógica simbólica llama la operación de

unir (operation o f joining), operación sobre la cual Lacan modela su teoría del sujeto como aquello que emerge a través de la alie­ nación constitutiva. U nir es algo distinto a sumar: si tenemos dos colecciones de cinco elementos, y si dos de los elementos aparecen en ambas colecciones, el resultado de unir ambas co­ lecciones no será diez, sino ocho. Inclusive, la reproducción sexual implica una individua­ ción que la relaciona con la muerte: la especie continúa, sobre­ vive, a través de la m uerte y el “deceso” de los especímenes in­ dividuales. En el mito lacaniano, la libido es entonces esta pérdida constitutiva de la sexualidad, que encuentra una m anera de re­ gresar (a través del “desfiladero del significante”) y asecha al sujeto bajo la forma de la pulsión. Esto fragm enta al sujeto des­ de adentro. Los objetos parciales de la pulsión son todos seres de esta pérdida (loss) o falta (lack). Quizá valga la pena señalar que en una famosa sección de Más allá del principio de placer, donde Freud se refiere al mito de Aristófanes, lo entiende o “traduce” de tal forma que no parece un ser sexuado que busca desesperadam ente a su otra mitad, sino más bien sugiere una versión freudiana de la “laminilla” (lamella): ¿Aventuraremos, siguiendo la indicación del filósofo poeta, la hipótesis de que la sustancia viva fue desga­ rrada, a raíz de su animación, en pequeñas partículas que desde entonces aspiran a reunirse por medio de las pulsiones sexuales? [...] ¿Qué estas partículas de sustancia

viva dispersadas alcanzan así el estado pluricelular [...]? Este es, creo, el punto en que debemos interrumpir.11

Se han propuesto ya muchas imágenes cinematográficas que ilustran la “laminilla” (lamella) de Lacan. Aquí, con respecto a la articulación de Freud, es difícil evitar pensar en Terminator 2 y en la escena donde el Term inator (T-1000) ha explotado en diminutos fragmentos, formando pequeños charcos en el piso de una sustancia mercurial, que después lentam ente comienzan a reunirse fluyendo el uno hacia el otro. Si entonces miramos más de cerca el tema de la sexuali­ dad en el psicoanálisis (freudiano y lacaniano), nos enfrentamos a una situación extraña. Por una parte, hay un cierto nivel de “des­ ilusión” (equivocada) que Lacan explícitamente señala en varias ocasiones, particularm ente en Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis y en Televisión-, el psicoanálisis no nos ha enseñado prácticamente nada acerca del sexo. Aquí hay un buen ejemplo: [El psicoanálisis] nada nuevo nos ha enseñado acerca del funcionamiento sexual. No ha producido siquiera un aso­ mo de técnica erotológica [...]. La sexualidad sólo con­ cierne al psicoanálisis en la medida en que se manifiesta, en forma de pulsión, en el desfiladero del significante, donde se constituye la dialéctica del sujeto en el doble tiempo de la alienación y la separación. En el campo de la sexualidad, el análisis no ha cumplido las promesas " S. Freud, “M ás allá del principio de placer”, en op. cit., t. xvm, p. 57. (Las cursivas son mías).

que, equivocadamente, se esperaban de él y ello porque no tenía por qué cumplirlas. Ese no es su terreno.12

Por otro lado, los “remanentes de la sexualidad” en el psi­ coanálisis, los cuales se sitúan al mismo tiempo en su centro, son sólo estas formaciones bizarras y acéfalas como la “lamini­ lla” (lamella) lacaniana, o, según Freud, la realidad prim ordial­ mente fragm entada de las pulsiones parciales. E l c o n c e p to d e u n

im p a s s e

o n to ló g ic o

Por supuesto que se podría decir que el tema que aquí debati­ mos, el de una crítica filosófica del concepto psicoanalítico de la sexualidad, sólo comienza a partir de este punto. Entonces, ¿qué im porta si el psicoanálisis plantea la sexualidad como algo problemático de m anera inherente, no-sustancial, como un “múltiple inconsistente” (para usar el térm ino que Badiou utiliza para referirse al ser puro, como un m últiple que siempre es un múltiple de múltiples (de múltiples, de múltiples...), de tal forma que el único límite posible no puede ser un “uno” sino sólo un vacío? De hecho, a nivel de una descripción formal, uno puede encontrar paralelismos sorprendentes entre la teoría de Badiou1'1del ser puro como un m últiple puro que es inconsistenJ. Lacan, op. cit., p. 274. 13 Véase Alain Badiou, E l sery el acontecimiento. Buenos Aires, M anantial, 1999. Para un recuento claro de la teoría badiouana del ser (y el acontecimiento), véase Peter Hallward, Badiou. A subjectof truth. Minneapolis, M innesota, University of M innesota Press, 2003.

te desde un principio, que “consiste” en un vacío y es puram ente un “exceso más allá de sí mismo”, y la teoría freudiana del ser como sexual. Y, sin embargo, aquí es justam ente el punto donde el psicoanálisis parece ser más vulnerable a un ataque filosófico: si ya hemos descendido al nivel del ser puro, ¿por qué habría­ mos de darle a este ser una tonalidad sexual? Definitivamente, estoy de acuerdo con la filosofía al sostener que el argum ento empírico (convocar a la vasta ex­ periencia del ser humano como intrínsecam ente sexual) estaría totalm ente fuera de lugar. Sin embargo, no debemos olvidar que la anterior pregunta/objeción sólo tiene sentido si ya hemos aceptado el esquema que plantea que lo sexual es una de las ca­ racterísticas del ser (humano). No obstante, esto es precisam ente el argum ento que no hace Freud. Lo que Freud plantea es que lo sexual (en el sentido preciso de un circuito inconsistente de pulsiones parciales) es el ser. M ás precisamente, y sin forzar las cosas demasiado, podríamos decir que Freud está desarrollan­ do y construyendo un concepto de “lo sexual” como el nom bre (psicoanalítico) de la inconsistencia del ser. Esto es precisam en­ te lo que Lacan está más que dispuesto a adoptar en su teoría: lo sexual como el concepto de un impasse ontológico radical. Cuando, por ejemplo, Lacan plantea enfáticamente en el seminario 11, que “la realidad del inconsciente [...] es la realidad sexual”,1* esto se debería de leer estrictam ente junto con otra tesis que repite constantem ente en este seminario: a saber, que el inconsciente se encuentra relacionado en esencia con algo que 14 J. Lacan, op. cit., p. 156.

pertenece al orden de lo no realizado, lo no nacido.'* Esta afirma­ ción por ningún motivo implica que a través del análisis, este algo por fin “nacerá’ y se “realizará plenam ente”. No significa que el inconsciente sea una distorsión subjetiva de una realidad objetiva (una distorsión que podría “arreglarse” con el análi­ sis). Más bien, se refiere a una “falla” fundamental de la realidad misma, algo así como una constitución ontológica incompleta de la realidad.1” Es bien sabido lo firme que se mantuvo Lacan en su insistencia de que no hay nada “puram ente subjetivo” (en el sentido de alguna especie de profundidad psicológica) en lo inconsciente, mismo que definió como el “discurso del O tro”. Esto se podría decir que es una postura propiam ente ma­ terialista del psicoanálisis: el inconsciente no es una distorsión subjetiva de un mundo objetivo, sino más bien, es ante todo la señal de una inconsistencia fundamental en el mundo objetivo en sí, el cual, en tanto tal, o sea en tanto es inconsistente, per­ mite y genera sus propias distorsiones (subjetivas). Esta tesis es dura: si la realidad “objetiva” estuviera com pletamente consti­ tuida ontológicamente, no habría inconsciente. El inconsciente es testim onio del carácter problemático de la “realidad objetiva”, y no simplemente de que el sujeto “tiene un problem a”. Lacan ve más bien al sujeto y a “su problema” como la manera en que Ibid., pp. 30 y 38. Le debo esta noción de "constitución ontológica incompleta de la realidad” a Slavoj Zizek, quien la introdujo a través de su lectura de lo que se conoce como la ontología “abierta” de la mecánica cuántica y el “principio de incertidum bre”. Véase Slavoj Zizek, “K materialistiCni teologiji”, en Filozofski vestnik, núm. 1, 2007.

el impasse ontológico de la realidad objetiva existe dentro de esta misma realidad (como una de sus figuras subjetivas). Debería de ser claro de inmediato cómo esta perspectiva difiere radical­ mente de la maniobra ideológica contemporánea que consiste en el reconocimiento masivo de nuestros problemas subjetivos. Reconocer la singularidad, la profundidad subjetiva y la im por­ tancia de nuestros problemas, los vacía eficientemente de toda validez objetiva. Aquí lo imperativo es reconocer los derechos de lo subjetivo en tanto subjetivo, y no como un índice posible de algo objetivo, de algún malfuncionamiento de lo objetivo, de algo que no es en la realidad objetiva. O tra famosa máxima lacaniana que dice que el “incons­ ciente está afuera” también puede entenderse en este sentido. Esto es, no sólo en el sentido de que el inconsciente obtiene el material con el que trabaja de “afuera”, sino también en el sentido en el cual el inconsciente designa una zona de la reali­ dad objetiva que no se ha constituido por completo, y que sólo existe como un exceso por encima de sí mismo. Esta brecha constitutiva del O tro sería, entonces, la condición de posibilidad de las represiones “propias” del sujeto. Lacan dice justam ente esto, al distinguir entre la estructura del inconsciente como la estructura de un brecha (béance) y todos los posibles contenidos de lo reprimido: “El inconsciente se manifiesta prim ero como algo que está a la espera, en el círculo [...] de lo no nacido. No es extraño que la represión eche cosas allí”.17 La imagen aquí es elocuente y, a la vez, precisa: la represión llena los huecos de 7 J. Lacan, op. cit., p. 30.

la realidad (objetiva). La brecha, la apertura del inconsciente, es el otro nombre de la realidad del O tro inconsistente. Este O tro inconsistente no es la causa directa e inmediata de las re­ presiones (subjetivas), sino su causa indirecta. Las distorsiones subjetivas no son distorsiones de algo que existe objetivamente de otra manera, son distorsiones en el espacio de algo que no es. Esta es la razón detrás del por qué, como Freud pronto des­ cubriría, tan sólo descifrar las distorsiones del inconsciente no es suficiente para hacer que los síntomas desaparezcan. Pues el centro del problema no es un fragm ento de la cruda realidad que ha sido distorsionada y ahora debe de ser reconocida como “es realm ente”. El problema, y esto es precisamente lo que se llama el inconsciente, es que esta línea supuestam ente recta de la representación (verdadera o falsa) se encuentra constitutiva­ m ente fracturada, dislocada (out o f joint): m ientras que las dis­ torsiones utilizan fragm entos de la realidad, éstas corresponden a (y son impulsados por) el vacío inherente, o las hiancias (gaps), de esta realidad. Ahora, ¿qué significa decir que lo sexual es el nombre psicoanalítico de este impasse ontológico fundamental? Para entender este punto es crucial notar que lo que se encuentra en ju eg o aquí, no se trata justam ente de significados sexuales “inconscientes” (que bien se podría decir que es con lo que este impasse ontológico se llena o se atiborra). De nuevo, para escla­ recer este punto, basta con recordar cómo llegó Freud a su teo­ ría de lo sexual, en tanto relacionada con las pulsiones parciales desviadas constitutivam ente. No llegó a ella sencillamente al descifrar y revelar significados sexuales “detrás” de síntomas y

otras formaciones del inconsciente, sino más bien, al contrario: llegó a ella al tropezarse con el “fracaso terapéutico” de la reve­ lación final del sentido sexual. Se revelaban sentidos sexuales, mientras las conexiones que llevaban a estos se establecían y se reconstruían, empero persistía el problem a/síntom a. Es como si el sentido sexual, producido tan generosa­ mente por el inconsciente,18 se encontrara ahí para ocultar la realidad de las pulsiones, para alejarnos de ellas utilizando una pantalla cuya eficiencia deriva del hecho que ella misma es una forma de satisfacción, la satisfacción producida por la significa­ ción, la satisfacción derivada de la producción del sentido se­ xual, y (como el reverso de esto) en la producción del sentido de lo sexual. Aunque quizá suene paradójico, uno de los propósitos primordiales del psicoanálisis es de una manera lenta pero se­ gura desactivar el circuito de esta satisfacción, volverlo inútil. En esta construcción, el sentido sexual es el reverso de lo sexual. Se encuentran irreductiblem ente conectados (en su pun­ to genérico singular), pero también son radicalmente hetero­ géneos, irreducibles el uno al otro. Uno tiene su aliado en el in­ consciente y encuentra su satisfacción en “hacer sentido” (como crear, fundamentalmente, un sentido sexual), m ientras que el otro se satisface con el ser. Sin embargo, este último punto no debe llevarnos a la imagen de una satisfacción plena, sustancial, A nivel del inconsciente, (casi) todo significado es sexual o tiene relación con lo sexual. ¿Qué nos dice esto? En vez de concebir esto en térm inos del in­ consciente como una especie de refugio, santuario, receptáculo de pensamien­ tos sexuales inadmisibles, debemos concebirlo en términos del inconsciente como un generador activo de significado sexual.

“más allá del sentido y el pensamiento”. El ser de la pulsión no es nada más que lo que Lacan llama la “falta-en-ser” que emerge (con venganza, por así decirlo) como el “órgano irreal”, como “li­ bido”, como algo que sólo existe como una constante desviación de sí mismo y su vacío constitutivo. Es por esto que podríamos darle la vuelta a la expresión “falta-en-ser” y decir que la pulsión no es nada más y nada menos que el ser de lafalta/vacío. Decir que, para el psicoanálisis, este vacío se relaciona in­ trínseca e irreductiblem ente con lo sexual no implica decir que el significado de este vacío sea sexual. Al contrario, lo que está en juego es lo sexual en tanto es filo del significado, su borde, su límite interno. Y esto no implica simplemente que “no tiene sentido”, es más que eso, es el punto de inconsistencia del ser que induce la producción del sentido. La pulsión es, por lo tanto, la articulación imposible entre ser y sentido en su heterogenei­ dad misma. *** En uno de sus im portantes ensayos titulado “Sobre M arx y Freud”, Louis A lthusser sugirió algo que nos ayudará a for­ m ular una suerte de conclusión a estas reflexiones. De acuerdo con Althusser, las teorías de M arx y Freud tienen (al menos) dos cuestiones fundamentales en común. Ambas son ciencias conflictivas y su peor enemigo no es la oposición directa, sino el revisionismo. Desde sus inicios, la teoría freudiana se ha en­ frentado no sólo con críticas y ataques feroces, sino también con intentos de revisión y anexiones. Esto sirve como testimonio,

de acuerdo con Althusser, del hecho de que ha dado con algo verdadero y peligroso: este “algo” debe ser revisado y corregido para poder ser neutralizado. De aquí las constantes escisiones internas características de la historia del psicoanálisis: la teoría se tiene que defender, desde dentro, contra estos intentos de revisionismo. Antes de la teoría freudiana, la teoría m arxista ya nos había dado un ejemplo de una ciencia necesariamente conflictiva y antagónica. En ambos casos, esto está conectado intrínsecam ente con el objeto mismo de las ciencias que Freud y M arx fundaron. Tanto el m arxismo como el psicoanálisis están situados dentro del conflicto que teorizan. Ellos mismos son parte de la realidad que reconocen como conflictiva y antagónica. En un caso como este, el criterio de objetividad científica no es una supuesta neutralidad, lo que no es más que una disimulación (y por lo tanto prolongación) del antagonism o en cuestión o del punto real de explotación. En cualquier conflicto social, una posición “neutral” siempre es necesariamente la posición de la clase gobernante: parece “neutral” porque ha conseguido el es­ tatus de una “ideología dom inante”, que siempre se nos presenta como algo evidente. El criterio de objetividad en un caso como éste no es, por lo tanto, la neutralidad, sino la capacidad de la teoría en adoptar un punto de vista singular y específico den­ tro de la situación. En este sentido, la objetividad está ligada aquí con la capacidad misma de ser “parcial”. Como lo plantea Althusser: cuando uno se enfrenta a una realidad conflictiva (lo cual es el caso tanto para el marxismo como para el psicoanáli­ sis) uno no puede ver todo desde todas partes (on nepeutpas tout

voir de partout). Algunas posiciones disimulan este conflicto y otras lo revelan. Uno, entonces, sólo puede descubrir la esencia de esta realidad conflictiva al ocupar ciertas posiciones, y no otras, dentro de este mismo conflicto.'*' Lo que quisiera sugerir es que lo sexual en el psicoanálisis es precisamente una “posición” como tal. Sin embargo, debemos tener cuidado al tratar de entender este punto. No se trata de que el punto de vista propiamente psicoanalítico sea desde el cual todo aparezca como sexual (o teniendo un sentido sexual). Este es el punto de vista del inconsciente y el psicoanálisis no existe sólo para fortalecer este punto de vista, ni para decir que “sólo porque es inconsciente” debe ser verdadero. Para el psicoanálisis, el inconsciente es el indicador de un problema, de un conflicto, de un antagonismo y no simple y sencillamente su verdad (ocul­ ta). Como se dijo anteriormente: la línea que va desde un proble­ ma a su representación (más o menos distorsionada) es una línea necesariamente fracturada o “desarticulada” (out o f joint), y esto es parte del problema, no sólo de su representación. Partiendo desde el análisis del inconsciente, el psicoanáli­ sis siempre ha tenido que trabajar para atravesar el punto nodal (el “ombligo”) de este conflicto, e inducir al sujeto a que lleve a cabo el mismo movimiento en su posición. A saber y por decirlo de una m anera sencilla: el movimiento desde un punto de vista donde todo lo que ve tiene un sentido o una causa potencial­ mente sexual, hacia el punto de vista de lo sexual en sí mismo 10 Cf. Louis Althusser, “Sobre M arx y Freud”, en Escritos sobre psicoanálisis. México, Siglo XXI, 1996.

(en tanto inherentemente incompleto), lo cual entonces revela un panoram a muy distinto. La lección y el imperativo del psi­ coanálisis, entonces, no es el siguiente: dediquemos toda nues­ tra atención a lo sexual (a “cuestiones sexuales”) como nuestro horizonte último, sino que es más bien la reducción del sexo y lo sexual (lo cual, de hecho, siempre ha estado sobrecargado con diversos significados e interpretaciones) al punto de una incon­ sistencia ontológica, norm alm ente ocluida por la proliferación de significados sexuales que tienden a poblar esta brecha. En su intervención del 22 de octubre de 1967, Lacan acu­ ñó una expresión concisa y ocurrente para referirse a lo sexual como el punto de inconsistencia ontológica: l’étre-pour-le-sexe,i0 o el “ser-para-el-sexo”. Este reemplazo o, más bien, este des­ plazamiento del “ser-para-la-m uerte” heideggeriano no sigue la oposición de erosy thanatos. M ientras que es ciertam ente menos macabro que el eslogan heideggeriano, esto no apunta a poner al ser en una perspectiva menos problemática al aliviarlo de su inconsistencia y del punto de su vacío constitutivo. Sino todo contrario. Aun así, le da a este vacío otro nombre, otra estruc­ tura, y pone el eventual acceso a éste en otra perspectiva.

20 J. Lacan, “Alocución sobre las psicosis del niño”, en Otros escritos. Buenos Aires, Paidós, 2012, pp. 385-387.

Libertad y causa

implicaciones filosóficas, y de m anera más ge­ neral, de las implicaciones sociales del psicoanálisis y la teoría psicoanalítica, no podemos evitar la siempre espinosa pregunta sobre su relación con el concepto de libertad. ¿Es la libertad un tema relevante para el psicoanálisis lacaniano? A prim era vista, pareciera que no. El psicoanálisis tiene poco uso para esta no­ ción. Es más, plantea, en el corazón de su teoría, en el punto que concierne a la constitución del sujeto, la teoría de la “elección forzada”,1 que se constituye como una anamorfosis peculiar de la libertad. A través de esta elección, que por definición se su­ pone que implica cierta libertad, el sujeto emerge determ inado por y sometido al orden simbólico. Además, la estructura de la elección forzada (ilustrada por Lacan con el famoso “¡La bolsa o la vida!”) no sólo implica que no hay opción, que el único resul­ tado posible es perder, ya sea una de las dos o las dos, sino que implica otra vuelta de tuerca. Aquello que nos vemos forzados a escoger de esta elección resulta restringido necesariamente (“una vida sin bolsa” o, ya que los térm inos de esta elección los plantea Lacan a través de la alternativa entre “el ser o el sentido”, el sentido del sujeto en el campo simbólico del Otro, desprovisto de aquello que ligaría este sentido al ser del sujeto). La teoría lacaniana de la elección forzada, que, con otro giro, se podría ilustrar con el eslogan revolucionario “¡La libertad o la muerte!”, donde la única m anera de elegir la libertad sería escoger la m uerte y así dem ostrar que uno tiene libertad de A l h a b la r d e la s

' Jacques Lacan, E l Seminario. Libro 11. Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Buenos Aires, Paidós, 1987, pp. 218 - 2 2 1 .

elección, ciertam ente ofrece varios elementos cruciales que uno podría utilizar en la crítica de los eslóganes ideológicos de liber­ tad y el libre albedrío, que juegan un papel tan im portante en la hegemonía política y económica del capitalismo tardío.2 Sin embargo, aquí nos interesa una pregunta diferente: ¿admite el psicoanálisis la posibilidad de una concepción de libertad que no sólo no sería reducible a esta lógica de mecanismos “no-repre­ sivos” (pero aun así todavía más eficientes) de constreñim iento, sino que sería capaz de contrarrestarlos o desactivarlos? A pe­ sar del ya comentado (y quizá deberíamos de añadir “saludable”) pesimismo de Freud y Lacan con respecto a una “solución final” - Para un estudio detallado de los mecanismos de sumisión que descansan esencialmente en el imperativo de la libertad, véase Jean-Léon Beavouis, Trai­ te de la servitude libérale. Analyse de la soumission. París, Dunod, 1994. Basando sus hallazgos en una serie de experim entos socio-psicológicos, el autor mues­ tra convincentem ente cómo el garantizar la libertad puede ser la mejor ma­ nera de hacer al otro lo que queremos. En prim er lugar, confrontarnos al otro, desde una posición de una cierta autoridad (social), con una elección entre dos acciones, una de las cuales es menos propensa a realizar mientras sabemos, al mismo tiempo, que es precisamente ésta la acción que esperamos que realice. En segundo lugar, repetimos que la elección es completam ente suya, que es libre de elegir lo que desee. Dadas estas dos circunstancias, lo siguiente suce­ derá: hará exactam ente lo que esperamos que haga y lo que es contrario a sus convicciones (probadas anteriorm ente). Inclusive, en virtud del mecanismo de la “elección libre”, racionalizará esta acción al cambiar sus propias convic­ ciones. En otras palabras, en vez de ver la acción que se le impuso como algo “malo” y que tuvo que realizar (dado que la autoridad se lo demandó), más bien se convencerá a sí mismo de que lo “malo” es, en realidad, bueno, pues ésta es la única manera en la que puede justificar que eligió "librem ente” la acción a realizar.

a los conflictos y antagonism os sociales, permanece el hecho de que inscrita en la teoría y práctica del psicoanálisis está la posibilidad de un cambio cualitativo verdadero. Es decir, un cambio que no simplemente implica intercambiar una patología por otra (más aceptable), un cambio que no sólo apunta a un entendim iento o conciencia de los mecanismos que nos deter­ minan, sino uno que implica un movimiento tectónico en el pro­ pio funcionamiento de estos mecanismos. La posibilidad de este cambio está directam ente ligada a la dimensión de la elección forzada, ya que no es simplemente su opuesto, sino que emerge únicamente como su fondo. “S ó l o

e x is t e l a c a u s a d e a q u e l l o q u e n o f u n c io n a ”

Hay una conexión íntima entre la noción de sujeto y la noción de libertad, misma que llega a su apogeo filosófico en el idealismo alemán y que, sin embargo, es una conexión que también existe, con énfasis diferente, en el corazón del psicoanálisis lacaniano. Sin embargo, no se trata simplemente de la idea de un “sujeto li­ bre”, ni de un sujeto ope posee una. libertad como uno de sus atri­ butos esenciales y que puede actuar “librem ente”. Lacan nunca se cansa de repetir que el sujeto es el efecto de la estructura y en este sentido es todo menos ser libre. No obstante, el concepto mismo de estructura está lejos de ser una cuestión simple, clara o poco problemática. Quizá la definición más sencilla del sujeto en esta teoría sería que el “sujeto” denomina aquel punto donde la regularidad, la sustancia o la estructura se avería o m uestra una dificultad interna, una contradicción, un punto de negati-

vidad, contingencia, interrupción o falta de fundam ento propio. El sujeto es el lugar donde una discontinuidad, una brecha, un disturbio o una mancha se inscribe en una cadena causal dada. Por lo tanto, en la vida cotidiana, fenómenos como los lapsus, los sueños, además de los chistes (la producción sorprendente del “sentido en el sin-sentido”) son el lugar del sujeto en la estruc­ tura simbólica. Estos espacios son también el lugar donde el psicoanálisis introduce la noción de causa. Jacques-Alain M iller ha argum entado extensam ente que en el psicoanálisis la cues­ tión de causa emerge precisam ente cuando algo interrum pe la continuidad de los acontecimientos:3 una vez más, los ejemplos de este fenómeno varían desde los lapsus más “inocentes” hasta las m últiples m aneras en las que diferentes síntomas exhiben puntos de una discontinuidad significativa. Esto sitúa la manera en que el psicoanálisis entiende el concepto de causa fuera de su conexión usual de regularidad y legalidad, y, quizá, lo posiciona más cerca de la noción de libertad. La cuestión de la causa apa­ rece precisam ente cuando una cadena (“causal”) se resquebraja, es decir, lo que es crucial para el concepto de la causa en psi­ coanálisis es el elemento de la discontinuidad. Desde esta pers­ pectiva, se podría argum entar que para el psicoanálisis el tema de la libertad se encuentra íntim am ente ligado al de la causa: no con la ausencia de la causa (como frecuentem ente se plantea esta relación), sino precisamente con su presencia o incidencia. Podríamos decir entonces que sólo vuelve a aparecer la libertad 1 Véase Jacques-Alain Miller, “To interpret the Cause: from Freud to Lacan”, en Newsletter o f the Freudian Field, vol. 3, núm. 1-2, 1989.

cuando algo tiene una causa (quizás en los dos sentidos que tiene la palabra “causa” en varios idiomas). E sta es una lección valiosísima e im portante, pero se debe de argum entar propiamente, porque de inmediato se podría plantear la siguiente objeción: ¿acaso no será muy precipitado y superficial simplemente ligar la cuestión de la interrupción y discontinuidad a la cuestión de la libertad? ¿No será más bien que la cuestión de la causa en psicoanálisis siempre es la cues­ tión de otra causa, una causa oculta, que bien puede ser parte de otra regularidad que la que se ha interrum pido — digamos, por el lapsus— y que, sin embargo, sigue su propia e implacable necesidad y regularidad? ¿Acaso no ha tendido siempre el psi­ coanálisis a reconocer en estos lapsus aparentem ente acciden­ tales una lógica y regularidad firmes? Sin duda, esto es verdad y la discontinuidad en sí misma ciertam ente no es ni prueba ni expresión inmediata de la libertad. Pero esto comprueba o evidencia algo más, a saber, que entre los dos niveles con los que lidia el psicoanálisis (digamos el “manifiesto” y el “latente”, por usar los térm inos freudianos) no hay un pasaje tranquilo ni inmediato, no hay una clave fija que perm ita la traducción de un nivel a otro. En palabras de M laden Dolar: L a reco n stru cció n del te x to laten te d e trá s del estra to d e d isto rsió n se e n c u en tra lejos de p re se n ta rn o s al in­ co n scien te en persona. Al co n trario , nos en co n tram o s tra s la huella del in co n scien te sólo en el espacio e n tre los dos, en el in terv alo irreducible e n tre lo m anifiesto y lo laten te, en el exceso (surplus) de d isto rsió n del con-

tenido “verdadero”, en el trabajo del sueño que produjo la distorsión.1'

En otras palabras: en principio, la distorsión (como una forma de discontinuidad) se puede explicar en relación con sus causas y, sin embargo, además de las causas inconscientes de la distorsión, hay algo más que aquí opera que podemos llamar el inconsciente como causa de la distorsión, como excedente (surplus) de la distorsión sobre el contenido “verdadero”, como una causa motivada por sí misma. Aún así, en tanto tal, en tanto causa sui, esta causa sólo existe en la relación misma entre los dos niveles (el manifiesto y el latente), y no independientemente de ellos. En resumen, estamos lidiando con una causa que está ligada a la existencia de los dos niveles, a la brecha constitutiva entre ambos y que, sin embargo, no está directam ente determ i­ nada por (ni es reducible a) cualquiera de los dos. Sólo existe como la articulación de su no-relación. Es en este sentido que deberíamos de entender una te­ sis fundam ental lacaniana sobre el tema de la causa: “II n’y a de cause que de ce qui clochef he aquí mi intento de traducir esta 1 Mladen Dolar, “Spremna studija”, en Sigmund Freud, Nelagodje v kulturi Liubliana, Gyrus, 2001, p. 104. 5J. Lacan, Les quatre conceptsfondamentaux de la psychanalyse. París, Seuil, 1973, p. 25. En la edición establecida por Paidós, la frase es la siguiente: “sólo hay causa de lo que cojea”. (J. Lacan, Los cuatro conceptos fundamentales del psi­ coanálisis, p. 30). Sin embargo, hemos decidido m antener la traducción que hace la autora desde el inglés para darle seguim iento al texto original y a la articulación de sus ideas. (N. del edit.)

frase casi intraducibie: sólo existe la causa de aquello que no funciona o que no cuadra. Hay (al menos) dos ideas im portantes detrás de esta propuesta. Una es el carácter no-inmediato de la relación causal, que tiene su articulación filosófica más clásica en el debate entre Hume y Kant. La conexión entre causa y efecto implica una brecha irreducible, un salto, por lo que Hume quería eliminar la noción misma de la causa, lo que llevó a Kant a proponer la subjetividad racional como el fondo trascendental constitutivo sobre el cual el salto involucrado en el paso de la causa a su efecto seguía siendo posible sin que la estructura causal se colapsara. Tam bién se podría decir que una relación causal conecta dos cosas justam ente en su escisión. Designa una conexión justo ahí donde no estamos lidiando con un paso in­ mediato de una cosa (o estado) a otra. He aquí el planteamiento de Lacan: La causa se distingue de lo que hay de determinante en una cadena o, dicho de otra manera, de la ley. Para ejemplificarlo, piensen en la imagen que ofrece la ley de la acción y la reacción. Forman, si se quiere, un bloque. Una cosa no se da sin la otra. En un cuerpo que se es­ trella contra el suelo, su masa no es causa de lo que él recibe retroactivamente de su fuerza viva, sino que está integrada a esa fuerza que vuelve a él para disolver su coherencia mediante un efecto de retroacción. No hay hiancia, en este caso, a no ser al final. Por el contrario, cada vez que hablamos de causa siempre hay algo anticonceptual, indefinido. Las fases de la luna son la causa de las mareas; [...] sabemos de inmediato que la palabra

causa está bien em pleada. O tam bién, las m iasm as son causa de la fiebre: esto tam poco q u iere d ecir nada, hay un hueco y algo que vacila en el in terv alo .6

El último enunciado de esta cita nos lleva a la otra idea im portante que se ve involucrada en el planteam iento lacaniano sobre la causalidad: algo aparece en este hoyo, en este intervalo, en esta brecha, en esta escisión estructural de la causalidad, y es este “algo” que el psicoanálisis denomina como causa en el sentido estricto del térm ino (la causa como objeto a, el objeto como la causa distorsional de sí mismo). Los elementos aquí expuestos todavía se podrían relacio­ nar a otra discusión de las causas en el psicoanálisis: a los dos aspectos de la cuestión de la causa (la cuestión de las causas inconscientes y la cuestión del inconsciente como causa) se le podría sumar un tercer aspecto que parece ser todavía más fun­ dam ental y concierne a la causa misma de la constitución del inconsciente. Este es un debate que desarrolla de manera in­ trigante Jean Laplanche en respuesta a los impasses de la teoría freudiana sobre la seducción sexual (infantil). L

a p l a n c h e y l a c a u sa d e l in c o n s c ie n t e

Quisiera brevemente recordar lo que está enjueg o en este de­ bate. Freud planteó prim ero la seducción sexual de los niños por parte de los adultos como algo real, es decir, como un su“ Ibid., pp. 29-30.

ceso fáctico/em pírico en la historia del infante, que después se reprim e y puede volverse el fondo o la causa de diferentes sín­ tomas y m alestares neuróticos. Después abandonó esta teoría a favor de la teoría de la fantasía de seducción: en resumen, la seducción no es un acontecimiento que ocurre en la realidad empírica, sino una fantasía construida posteriorm ente, durante nuestro despertar sexual y que únicamente existe en la reali­ dad psíquica del sujeto. Visto a través de la distinción entre la realidad material y la realidad psíquica (fantasía), la cuestión de la seducción sexual nos lleva a argum entar que todo es una seducción material (pues, ¿cómo habremos de aislar y definir la seducción?, ¿acaso tocar los labios del bebé o su trasero cuenta como seducción?), o nos lleva a la conclusión de que la seduc­ ción es completamente fantasmática, mediada por la realidad psíquica de quien se “siente seducido”. La respuesta de Laplan­ che a este conflicto entre un materialismo crudo y el idealismo psicológico es profundam ente materialista en el sentido de que reconoce una causa propiam ente material y, sin embargo, es una causa que no puede ser reducida a (o deducida de) lo que ha ocu­ rrido empíricamente entre el niño y el adulto. En otras palabras, según Laplanche, lo que realm ente desencadena la constitución subsecuente del inconsciente no se encuentra ni en la cruda rea­ lidad material ni en la realidad ideal de la fantasía, sino que es la materialidad propia de una tercera realidad, trasversal a las otras dos y que Laplanche denomina como la realidad material del mensaje enigmático. Por decirlo de una m anera sencilla: en su interacción con los adultos, los niños constantem ente reciben mensajes que siempre son, en parte, enigmáticos, afligidos por

el inconsciente del otro (lo que es lo mismo decir, llenos de su sexualidad). Esto significa que estos tipos de mensajes no son sólo enigmáticos para aquellos quienes los reciben, sino tam ­ bién para quienes los emiten, pues ni ellos mismos los “entien­ den”, ni saben lo que están transm itiendo. Estos mensajes (que, por supuesto, no son necesariamente verbales, ya que pueden ser gestos, diferentes maneras de amamantar, etcétera) tienen su propia realidad material. No son fantasías ni construcciones a posteriori y, sin embargo, tampoco son una seducción sexual directa. El niño interpreta estos mensajes y los organiza y sin­ tetiza en una narrativa más o menos coherente. Sin embargo, la interpretación, explicación y comprensión de estos mensajes siempre tiene otro lado, su reverso: aquellos lugares donde esta explicación no funciona, lugares que no entran dentro de la in­ terpretación, lugares donde nos enfrentam os con un excedente (leftover) que se reprime. Es decir, aquí nos enfrentam os a la constitución del inconsciente como el desecho (déchet) de esta interpretación de mensajes enigmáticos.7 Vale la pena detenernos aquí un momento para form ular la siguiente pregunta: ¿no será que Laplanche va demasiado rá­ pido al identificar dos cosas muy distintas, reduciendo así la es­ tructura tripartita que él mismo tanto enfatizó a una estructura binaria más simple? Porque en el planteam iento anterior, term i­ namos con dos elementos: por un lado, tenemos lo consciente, el contenido manifiesto o la narración interpretativa y, por el 7 Jean Laplanche, “El psicoanálisis como anti-herm enéutica”, en Entre seduc­ ción e inspiración: el hombre. Buenos Aires, A m orrortu, 2001, pp. 207-212.

otro, el inconsciente como el pedazo no-digerido/no-digerible del mensaje del otro, la pieza que no se ha podido integrar a la narrativa o interpretación dada. Lo que perdemos al plantear las cosas de esta m anera (algo que es una consecuencia clara de otros aspectos de la teoría de Laplanche) es que el inconsciente es en sí mismo siempre una interpretación. En otras palabras: no debemos simplemente identificar el desecho (refuse), el resto indivisible de la interpretación (del mensaje enigmático) con el inconsciente. M ás bien, deberíamos decir que el inconsciente (el trabajo del inconsciente, además de sus “formaciones”) es precisam ente la interpretación que busca incorporar esta pie­ za, esto que — usando la noción lacaniana— se llama objeto en la narrativa. El inconsciente interpreta al tom ar este sobrante “en cuenta" e interpreta con respecto a éste. Si la constitución del inconsciente coincide de hecho con una cierta interpreta­ ción (“consciente”) que se lleva a cabo, es decir, con una cierta solución que se le da al mensaje enigmático del otro, esto no significa que el inconsciente es simplemente lo que se quedó fuera (y no se incluye en nuestra interpretación). M ás bien, el inconsciente es aquello que continúa interpretando (después de que la interpretación consciente se ha terminado). Por decirlo todavía con más precisión: es aquello que sólo comienza a inter­ pretar después de que se produce algún saber sobre el mensaje enigmático. Pues lo que interpreta es precisamente la relación entre la interpretación dada y su resto (leftover), además de que interpreta desde el punto de vista de este resto [leftover). Esta es también la razón de por qué las formaciones del inconsciente son por definición “formaciones de compromiso”. Quizá deba­

mos añadir que lo que los compromete es precisam ente aquello que los aproxima a lo real. El hecho de que el inconsciente in­ terpreta desde el punto de vista del resto (lejtover) es la razón misma de que esta interpretación, en particular, no sea sólo una interpretación de la interpretación, con todo el relativismo que esto implica, sino que está más bien inscrita en la dimensión de la verdad. Y en esto, precisamente, va la apuesta del psicoanáli­ sis al tom ar en serio las formaciones del inconsciente. Aquí tenemos, entonces, tres elementos: una figura sub­ jetiva específicamente relacionada con las formaciones del in­ consciente, y dos tipos de causa. Un tipo consiste de elementos (palabras, gestos, miradas, etcétera) que constituyen lo que Laplanche llama “mensajes enigm áticos” que circulan en el Otro, y el otro tipo de causa es este resto (lejtover)/excedente (surplus) objetivo (o parecido a un objeto) de la interpretación de estos mensajes. Añadiría que este resto (lejtover) no es simplemente un elemento del “mensaje” (una palabra, un gesto, una mirada) que se quedó fuera de la interpretación, sino que es más bien una especie de “objetivación” de una cierta cualidad que estos elementos pueden tener en relación al sujeto que interpreta. Laplanche llama a esta cualidad “enigm ática”; por razones que explicaré más adelante, prefiero llamarla “problem ática”. Esto se refiere al hecho de que siempre hay “quelque chose qui chloche", algo que no cuadra en la relación entre el sujeto y el Otro, en la relación entre el ser (del sujeto) y el sentido. Esta relación se construye sobre una dificultad interna irreducible. Para nuestro propósito, podríamos simplemente decir que el resto (lejtover) objetivo (de la interpretación) es la m anera en que esta dificul­

tad existe materialmente, pues existe como objeto. Ni el sujeto ni el O tro tienen este objeto, aunque esté relacionado y ligado a los dos. Para ser precisos: este objeto es lo que relaciona, lo que une a los dos en su heterogeneidad, en la inexistencia de un denom inador en común. Tratem os ahora de explicar por qué vale la pena recon­ siderar esto antes de aceptar la definición de Laplanche del ca­ rácter problemático de la relación entre el sujeto y el otro en térm inos del “mensaje enigmático’’. Al plantear las cosas en estos términos, ¿acaso no nos hemos saltado un paso crucial en la constitución del inconsciente? La expresión “mensaje enigmá­ tico” parece sugerir que la fuerza traum ática/original es cau­ sada por algún misterio en torno a la significación. El sujeto (podríamos decir el sujeto-por-devenir) no sabe qué es exac­ tam ente lo que el O tro “quiere decir”, la conducta del O tro le parece enigm ática y se esm era por encontrarle algún sentido. Todo comienza con un enigma, es decir, con la presuposición de que lo que sucede en esta interacción pueda resultar cohe­ rente, o simplemente menos opresivo, si se pudiera establecer qué significa. Laplanche insiste correctam ente en que no hay ningún sentido pre-establecido detrás de este enigma, ningún significado esperando ser descubierto y comprendido correc­ tam ente (los mensajes enigmáticos del O tro son enigmáticos para el O tro también). Esto también se relaciona con su tesis de acuerdo con la cual uno no construye su “realidad psíquica”, sino que ésta es esencialmente intrusiva, se nos deja venir, nos invade desde fuera donde ya está constituida (como el incons­ ciente de los demás).

No obstante, en toda su elegancia, esta deducción omite un elemento crucial, algo que no es cronológico sino Estructu­ ral. Aunque aceptemos, como lo hacemos gustosam ente, que la estructura del inconsciente es algo que el sujeto encuentra en la realidad externa, bajo la forma de la inconsistencia de esta rea­ lidad, hay, sin embargo, algo más que tiene que acontecer entre este punto y el punto en el que el sujeto entiende que esta in­ coherencia constituye un enigma, que después buscará resolver. Un enigm a sólo puede surgir junto con la presuposición de un sentido y todo lo que esta presuposición implica, por ejemplo, la creencia que este sentido existe en el Otro. En otras palabras, Laplanche sí logra explicar por qué el mensaje enigmático es enigmático para el Otro, pero no explica por qué le es enigm á­ tico al sujeto (y no sólo com pletam ente desprovisto de un sen­ tido, o más allá de cualquier consideración sobre el sentido). No es suficiente que el sujeto se encuentre con algo que proviene del otro y que sea enigmático en sí. Para que esto se le presente como un enigma, el sujeto ya debe haber “elegido” el sentido. De esta forma, regresam os al tema lacaniano de la elección for­ zada: el sujeto (del inconsciente) es lo que emerge cuando, al es­ coger entre ser y sentido, sólo puede escoger el sentido. Este es el reverso necesario del hecho de que entendam os que nuestra interacción con los demás constituye un “mensaje enigm ático”. En otras palabras: entender esta dificultad en nuestra in­ teracción con los otros en térm inos de un mensaje enigmático ya presupone el inconsciente (y no puede ser su causa). La cons­ titución del inconsciente coincide con \a presuposición del sentido, con la elección forzada del sentido (que posibilita la interpreta­

ción), y no simplemente con la represión de la prim era represen­ tación que elude esta interpretación. Lo que Laplanche llama el resto (leftover) de la interpretación, la parte del mensaje que se quedó fuera de la interpretación, que no pudo ser integrada en ella y, por tanto, fue reprimida, ya presupone el inconsciente y de cierta forma encarna lo real de su constitución, es decir, es la norelación misma que fue originalm ente generada en la estructura de la elección forzada. Esta represión sólo puede ocurrir como resultado de la elección forzada que es la formulación lacaniana de lo que Freud llamó "represión prim aria” ( Urverdrdngung), y que coincide con la constitución del inconsciente. N uestra hipótesis, que tiene un énfasis ligeram ente distin­ to al de Laplanche, es que en la interacción entre el infante y el adulto, el enigma, el mensaje.enigmático, no está ahí para el in­ fante debido al hecho de que el O tro está presente (también) con su inconsciente. M ás bien, es siempre una respuesta, una respues­ ta a un impasse, una presión que se podría formalizar en términos de una elección forzada. El enigma no es el comienzo sino que ya es “secundario” y emerge contra el trasfondo de una elección forzada de sentido. Sólo así puede proceder esta historia de los mensajes enigmáticos (del Otro), de la búsqueda de significado, del deseo de entender. O tra manera de definir este “fondo” que coincide con la constitución del inconsciente sería presentarlo en térm inos de una presuposición, que la realidad simbólica del campo del Otro es coherente, que el Otro sabe, que quiere algo, que sabe qué es lo que quiere, que debe de existir una razón para que haga y diga lo que hace y dice. Sin im portar lo que el otro diga o quiera decir, aunque sepa lo que diga o no sepa lo que

diga, el sujeto mismo debe de hacer la siguiente suposición deci­ siva: esto significa algo. Antes de intentar averiguar lo que sig­ nifica, el sujeto se debe plantear el hecho de que “significa”. E l o b je to

d e la lib e rta d

¿Qué exactam ente es esta "cosa” que “significa”, que enciende la maquinaria de la significación? Debemos ser muy precisos al responder esto. No se trata simplemente de las palabras, gestos, miradas y miles de otras cosas que ocurren en la interacción con el otro. Es, una vez más, “ce qui cloche”, eso que no funcio­ na en esta interacción. Es eso radical que queda suspendido, el objeto que circula en la relación entre el sujeto y el otro, que le da cuerpo a la perplejidad misma de esta relación. Y no es que interpretem os este objeto, interpretam os todo lo demás (pala­ bras, gestos, miradas, etcétera) y, sin embargo, este objeto es propiam ente el m otor de la interpretación. Sin embargo, para que funcione en tanto tal, otra cosa debe acontecer, precisam en­ te aquello que antes describí como el sujeto que supone que existe un sentido (enigmático) que descifrar. Lo que sucede con la introducción de esta suposición es, si lo intentam os describir en térm inos puram ente estructurales, que el sujeto pone y sitúa al objeto en el Otro, dentro de su campo de gravedad. El O tro que tiene el objeto es el O tro enigmático, lo cual no es sólo decir que no estamos seguros de qué significan sus mensajes, sino que también estamos seguros de que significan algo. Esto tiene una consecuencia muy im portante. Implica que la constitución del sujeto del inconsciente coincide estric­

tam ente con la exclusión del inconsciente (del lado) del otro. El O tro sabe y es coherente. Aquí, me parece, se encuentra la manzana de la discordia entre Laplanche y Lacan. De acuerdo con Laplanche, desde la perspectiva lacaniana, cuando se tra­ ta de una interacción entre un infante y sus padres, pareciera que los adultos no tuvieran inconsciente, parecen monolíticos, funciones puram ente “simbólicas” que no tienen lugar en la realidad (que de hecho está llena de adultos con sus propios inconscientes). Aunque esta objeción quizá parezca razonable, ignora un punto crucial. Si radicalizamos los planteamientos de Laplanche, como he intentado hacer aquí, entonces la con­ cepción lacaniana no term ina de funcionar en el sentido en que la interacción entre el niño y el adulto no sólo es asimétrica (como Laplanche sugiere, con el inconsciente ya constituido de un lado, m ientras que del otro sólo se encuentra constituido el ser), sino que implica un “encuentro fallido” todavía más fun­ damental: el inconsciente del otro es “sacrificado” (expulsado, urverdrangt) en la constitución del propio inconsciente del su­ jeto. Es aquí, en este punto, que el otro em erge como el (gran) Otro. El surgim iento del sujeto del inconsciente y el surgim ien­ to del O tro son correlativos. El O tro garantiza la consistencia del campo de la significación. El O tro sabe todo salvo que “no existe” (que es inconsistente, que no sabe). Y m ientras el sujeto pueda creer que el O tro no sabe eso, puede m antener sus pro­ pias represiones, aunque “sepa” que existen y sea perfectamente capaz de discutirlas. Pues lo que las protege es precisam ente la ignorancia del O tro en este punto singular que perm ite la pre­ suposición de que el O tro sabe. Es esta ignorancia singular del

Otro lo que hace posible las conocidas desmentidas (disavowals) del tipo: “Sé muy bien (que X no existe), sin embargo, me com­ porto como si existiera”. Una ilustración cómica de esta configuración se puede ver en el siguiente chiste que me gusta citar: Un hombre cree que es un grano de maíz. Lo llevan a un psiquiátrico donde los doctores hacen todo lo posible para convencerlo de que no es un grano, sino un hombre. En cuanto lo dan de alta del hospital re­ gresa aterrado, diciendo que hay una gallina justam ente afuera, y que tiene mucho miedo de que se lo coma. “Pero señor”, le dice el doctor, “usted bien sabe que no es un grano de maíz, sino un hom bre”. “Claro que lo sé”, responde el paciente, “pero, ¿acaso lo sabe la gallina?”. Hay una lección m aterialista muy im portante que apren­ der de este chiste: si hemos de cambiar algo en nuestro incons­ ciente, debe de cambiarse en la estructura que lo sostiene. Esta es la razón por la cual el psicoanálisis es profundam ente mate­ rialista: arguye y dem uestra que aquello que salvaguarda nues­ tras creencias inconscientes no se encuentra en la profundidad de nuestra intimidad, sino allá afuera (en el Otro). Pero, ¿cuál es exactam ente el elemento a través del cual puede ocurrir un cambio real? Prim ero situemos en la misma línea los dos elementos a los que hemos llegado en nuestra discusión, siguiendo diferen­ tes caminos. Primero, el sobrante (surplus) de la distorsión, que a la vez interrum pe y sostiene la relación entre el contenido latente y el contenido manifiesto. Segundo, el desprendimiento, el sobrante (leftover) de la interpretación consciente, que no es

simplemente inconsciente, sino que impulsa el trabajo de la in­ terpretación inconsciente y está presente en las formaciones del inconsciente como su aspecto “formal” (y no como un contenido en particular), como la forma de la distorsión misma, es decir, su “estructura gram atical”. A estas dos podemos añadir en la misma línea un tercer elemento, a saber, lo que el psicoanálisis conceptualizó con la noción de pulsión.8 La pulsión, claro está, también tiene una relación con la estructura gram atical (inver­ siones entre la voz “activa” y "pasiva”, como “ver” y “ser visto”, son constitutivas de la pulsión en la teoría freudiana). Además, la pulsión encarna una división fundamental de toda satisfac­ ción, la no-relación entre la demanda y la satisfacción, que lleva a la posibilidad de otra satisfacción suplementaria. Esto tiene el efecto de descentrar no tanto al sujeto, sino al Otro, y el descentram iento en juego podría form ularse mejor de la siguiente manera: el sujeto nunca encuentra satisfacción directam ente en el Otro, pero aún así sólo la puede encontrar a través del des­ vío (detour) del Otro. Este desvío es irreductible. La pulsión es algo diferente al supuesto goce solipsista y se debe distinguir conceptualm ente entre las dos. Sin entrar en una discusión de­ tallada de esta diferencia, podemos indicar una posible manera de articularla. El goce (en el sentido del jouissance lacaniano) se encuentra ligado en última instancia a la represión, m ientras se sostienen m utuam ente, pues la represión siempre protege algún goce, m ientras que el goce también se podría decir que protege ciertas represiones (así como los síntomas que persis­ 8 He discutido esta noción con más detalle en la prim era intervención.

ten más allá del desciframiento de su significado inconsciente que pertenecen a esta categoría). La pulsión, por otro lado, no está ligada a la represión como "solución” del impasse de la norelación entre el sujeto y el Otro, ya que existe como y a través de la “vida” o articulación de esta no-relación. Estos tres elementos, que son diferentes articulaciones de la misma topología fundamental, son precisam ente el “om­ bligo” (por usar la expresión de Freud) a través del cual la vida empírica de cada sujeto está relacionada con sus condiciones constitutivas en el Otro. Si adoptamos el nombre que Lacan le dio a este ombligo, el “objeto a', podemos form ular esta dialéc­ tica de la siguiente manera: si el concepto del O tro se refiere a las coordenadas simbólicas que estructuran nuestro mundo y le dan su vocabulario, el objeto a siempre es un efecto del Otro. Al mismo tiempo, sin embargo, también encarna un punto es­ pecífico y singular de este proceso: a saber, el punto donde el efecto m antiene una “línea abierta” con la estructura simbóli­ ca que la genera, de tal forma que esta estructura es a su vez dependiente, “vulnerable” con respecto a este objeto. En cada formación del inconsciente uno tiene que encontrar, localizar y determ inar este ombligo, es decir, este objeto. Para que tenga sentido, el análisis de las formaciones del inconsciente depende, entonces, de la siguiente presuposición doble: l) el objeto en cuestión se puede detectar y localizar en estas formaciones, y 2) algo se puede cambiar y mover a través de éste, más allá de ser una mera explicación del mismo. El objeto a es, por ejemplo, el elemento de un síntom a a través del cual la causalidad que lo generó se mantiene viva en este síntoma como efecto de un

cierto impasse simbólico. El síntoma es, entonces, por un lado, una form a simbólica (o ritual) más bien rígida que puede ser desatada autom áticam ente por ciertas circunstancias, pero en toda esta rigidez y automatismo es también, por usar una ex­ presión de moda, un trabajo en proceso (work inprogress) continuo, es un sitio donde el conflicto que determ ina al sujeto continúa operando en tiempo real. La existencia misma del síntoma es un testim onio de que este conflicto sigue vivo y a la vez lleva en sí mismo el punto sensible de la estructura a la cual pertenece. De aquí en adelante podemos regresar a Laplanche y al punto donde hemos descompuesto el “mensaje enigm ático” laplanchiano en dos momentos, el momento de lo real involucrado en el carácter problemático de la relación del sujeto con el Otro, y el m omento en que este carácter problemático se plantea en térm inos de un “mensaje enigm ático”. Lo que aquí sigue es una lección psicoanalítica im portantísim a para ciertas teorías con­ tem poráneas de ética. El trabajo del análisis procede en la di­ rección de separar y desanudar estos dos elementos. No sólo se trata de interpretar y descifrar los significados “verdaderos”. La interpretación también debe de producir su propio límite, es de­ cir, englobar y localizar los puntos que constituyen el ombligo sin sentido del campo del significante, o del campo del Otro, e inducir una separación. Esta separación implica, por decirlo de una m anera sencilla, que el sujeto no encontrará la respuesta a su ser, a lo que es, en el O tro (ni en él mismo), sino que más bien es probable que sólo la encuentre, o la enfrente, en la forma de un resto indivisible (indivisible remainder) de todas sus acciones en relación al Otro. En esta configuración, el O tro ya no aparece

como el O tro de un mensaje enigmático. La opacidad del campo del O tro ya no “interpela” al sujeto a que encuentre su posible sentido, sino que debe incitar que el sujeto se involucre en su propio destino, un destino siempre social, es decir, que siempre se lleva a cabo en el campo del Otro, y que está irreduciblem ente conectado con éste. El momento crucial de la “separación” en el psicoanálisis se debe de entender en este sentido: no como una simple separación del Otro, de todas las estructuras simbólicas y de la mediación social del ser del sujeto, sino como una sepa­ ración del Otro del objeto que impulsa su estructura. Existe, sin embargo, toda una escuela de reflexión ética contemporánea, más o menos inspirada en el trabajo de Emmanuel Lévinas, que tiene como punto central precisam ente la afirmación (y fortificación) del enigma del Otro. En esta ética, el sujeto es confrontado o tiene que ser confrontado con el enigma del Otro, con una demanda infinita del Otro, aunque nunca sea formulada explícitamente, una demanda en relación a la cual el sujeto es absolutam ente responsable. Ya hemos visto cómo el psicoanálisis revela el hecho de que la constitución del enigma del Otro, la elevación de éste al lugar de una demanda infinita y enigmática, es la contraparte exacta de la represión (primaria). Esto no impide que la represión pertenezca necesariam ente a la constitución del sujeto, ni significa que el psicoanálisis debe intentar prevenirlo (de antemano) a toda costa (más bien, el psi­ coanálisis siempre lo enfrenta después del hecho, a través de una operación de “separación” llevada a cabo sobre una síntesis “original” ya hecha). Sin embargo, reconocer la necesidad de la represión en la constitución del sujeto no es lo mismo que otor­

garle a la represión el rango de la máxima ética más elevada. Esto es exactam ente lo que hace la ética antes mencionada. La ética basada en el O tro como el lugar de una dem anda/m ensaje infinito y enigmático es una ética que eleva a la represión al nivel de un principio ético. En este sentido, es definitivamente lejana a la ética del psicoanálisis. Es una ética donde la demanda infinita del O tro coincide con nuestra “responsabilidad infinita”, en cuanto a la manera en que interpretam os la demanda del Otro, su enigma. El enigm a del Otro demanda nuestra inter­ pretación (y el compromiso que le sigue), pero a la vez somos absolutam ente responsables de esta interpretación (y, por lo tanto, de nuestras acciones). Este es también el punto en el que esta ética sitúa a la libertad. Como es formulado por Lévinas, la voluntad humana “es libre de asumir esta responsabilidad en el sentido que quiera, pero no es libre de rechazarla”.0 Aquí esta­ mos lidiando con algo que podría describirse como una inter­ pretación sin fin, la producción del inconsciente, y nuestra infi­ nita responsabilidad ante ella. La responsabilidad es, entonces, esencialmente doble: la responsabilidad o el deber incondicional de interpretar y, a la vez, la responsabilidad por la manera en que interpretamos. A pesar de todo el énfasis que la ética pone sobre el lugar central y original de la figura del O tro (radical), éste de alguna forma es reducido a un catalizador a través del cual el sujeto llega a conocer su inconsciente y se responsabiliza de él (mientras lo sigue generando). El enigma del O tro aparece ■ " Cf. Emmanuel Lévinas, Totalidad e infinito. Salamanca, España, Sígueme, 2002

.

como el punto mediante el cual el sujeto se refiere a si mismo a través del intervalo constitutivo de la interpretación. A diferencia de esta perspectiva, el psicoanálisis comple­ menta el trabajo de la interpretación (posiblemente interm ina­ ble) con el gesto descrito anteriorm ente, separando el objeto sin sentido que funciona como el generador del sentido, desde el sitio en el cual el sentido se constituye (el Otro). Así separa el objeto insignificante que funciona como generador de sentido de la semántica de las palabras y los gestos. Esta separación es algo muy distinto a la responsabilidad infinita con la cual el sujeto “llena” o activa (aunque nunca del todo exitosam ente) la falta en el Otro. Esta lógica de suplem entar eternam ente la fal­ ta en el Otro, que tiene el efecto de intensificar la demanda del Otro, es lo que lleva a la ética de Lévinas peligrosam ente cerca de lo que Freud describe como el círculo vicioso del superyó. El siguiente pasaje de Totalidad e infinito es muy elocuente al respecto: “El deber increm enta en la medida en que se cumple. M ientras mejor lleve a cabo mi deber, menos serán mis dere­ chos. M ientras más justo sea, mayor será mi culpa”. De acuerdo a Freud, el superyó (en tanto una “autoridad internalizada”) tiene justam ente este com portam iento rapaz: m ientras más lleno de virtud sea el hombre, más sospechoso y severo será el superyó, de tal manera que "en definitiva justa­ m ente aquellos que se han acercado más a la santidad son los que más acerbamente se reprochan su condición pecaminosa”.10 111Sigmund Freud, "El m alestar en la cultura”, en Obras completas, t. xxi. Bue­ nos Aires, A m orrortu, 1986, pp. 121-122.

Como hemos subrayado, la separación a la que apunta el psicoanálisis es algo más que esta especie de responsabilidad infinita (que sólo se increm enta al ser cumplida). M ás bien in­ duce una especie de responsabilidad singular y muy precisa, una responsabilidad hacia este objeto singular que no es el Otro, sino que es el punto descentrado a través del cual el O tro y su subjetividad correspondiente se sostienen o no. Este es también el punto con el que el psicoanálisis relaciona el problema de la causa, además de la cuestión de la libertad, que se vuelve la cuestión de una causalidad singular: una causalidad que no es una “causalidad a través del sujeto”, ni una “causalidad a través del O tro”, sino una causalidad a través del objeto. A

l g u n a s o b s e r v a c io n e s

( in )o p o r t u n a s

El psicoanálisis comienza como una interpretación de sínto­ mas. Y, sin embargo, en tanto estos síntomas son siempre ya una interpretación, una conexión, una síntesis de diferentes elementos, el trabajo del análisis es más bien el trabajo de la des-interpretación. En este sentido, uno sólo puede concordar con el énfasis que pone Laplanche en el carácter radicalmente analítico del psicoanálisis (como método). La síntesis siempre está del lado de la represión. El descubrimiento capital de Freud en relación a los sueños y su interpretación fue el rechazo de un supuesto simbolismo y la existencia de una clave m aestra para su interpretación. Las asociaciones libres son otra cosa muy di­ ferente: éstas desintegran una historia más o menos coherente, llevan los elementos de esa historia en direcciones completa­

mente divergentes, introducen nuevos elementos, etcétera. Al contrario, el simbolismo enmudece estas asociaciones libres. No obstante, deberíamos añadir que esta interpretación que es una des-interpretación, un des-anudamiento, no es toda la historia, pues falta la operación crucial de separación, que consiste en circunscribir y aislar el quiebre mismo que sostiene esta producción infinita de sentido (y su interpretación), pero que no es en sí un elemento del sentido. El acto de aislar esta división en tanto tal equivale a aislar la pulsión y su objeto. Esto no significa, sin embargo, que el objeto-pulsión sea simplemente una “partícula elem ental” que permanece cuando este des-anu­ damiento analítico (la interpretación como des-interpretación, el des-anudam iento de lazos sintomáticos) lleva a su — más o menos— final absoluto. Es suficiente con recordar la teoría de Freud acerca de la constitución de la pulsión a través de la esci­ sión interna de (la satisfacción de) la necesidad o, si 110, la conceptualización lacaniana de la pulsión a través de la divergencia entre la meta y el objetivo (encapsulada en la fórmula que dice que la pulsión encuentra su satisfacción al no lograr su meta). Será suficiente recordar esto para lograr com prender que la pulsión es una forma elemental de la escisión (y no una partícula elemental). Es la escisión/divergencia lo que es elemental, es decir, más elemental que sus “partículas”. El objeto de la pulsión es la escisión, la brecha, la división en sí como objeto. Por más contrario al sentido común que parezca, esta to­ pología (donde la división de alguna manera precede aquello que se divide en ella) es crucial para entender la pulsión, espe­ cialmente si tomamos en cuenta que, en el fondo, esta escisión

implica nada menos que la división entre el campo de lo mental y el campo de lo físico y su posible articulación.11 Si entendemos esta división en su sentido más extenso, como la división entre la “naturaleza” y la “cultura”, podríamos decir que el psicoaná­ lisis descubrió la pulsión como el punto de corto-circuito entre los dos términos. Pero, ¿esto qué significa? ¿Acaso significa que podemos definir a los seres humanos como la zona donde ambos campos coinciden? Aunque este planteamiento no sea del todo falso, esta m anera de form ularlo es profundam ente equívoca y com pletam ente abierta a lecturas religiosas de los seres huma­ nos como si estuvieran compuestos de dos principios: el natural (o material) y el espiritual. El punto crucial que se debe articular aquí12 es que lo que está enjuego no es una coincidencia entre dos entidades ya establecidas, sino una intersección que genera a ambos lados que coinciden en ella. En otras palabras, los seres humanos no están compuestos de lo biológico y lo simbólico, o lo físico y lo metafísico, pues la imagen de la composición es tramposa. Más bien, los seres humanos son una multiplicidad de puntos donde la diferencia entre estos dos elementos, además de los dos elementos mismos en tanto que son definidos por esta diferencia, son generados, y en donde la relación entre las dos dimensiones ya generadas se negocia constantem ente (donde es planteada, replanteada, repetida, solidificada, definida y re" Como Freud dice: “Así, ‘pulsión’ es uno de los conceptos del deslinde de lo anímico respecto de lo corporal”. S. Freud, “T res ensayos de teoría sexual”, en op. cit., t. vu, p. 153. '2 D esarrollo este punto con más detalle en el capítulo final en Alenka Zupancic, Sobre la comedia. México, Paradiso editores, 2012.

definida). Desde esta perspectiva, no hay tal cosa como la “vida pura” (naturaleza pura) o lo “simbólico puro” anterior a esta curiosa división o intersección. El punto que genera lo simbó­ lico es esta articulación paradójica, y lo simbólico en tanto un campo enteram ente independiente y autónomo es algo que es producido, se produce en la periferia del movimiento generado por esta intersección y retroactivam ente afecta su propio pun­ to de generación, hasta se podría decir, su propio “nacim iento”. Y la pulsión se encuentra intrínsecam ente conectada con esta división en tanto tal, la pulsión como elemental, más elemental que los “elem entos” que se dividen en ella. Esto tiene todavía otra consecuencia im portante. Si la pulsión es la forma elemental de la ruptura, deberíamos añadir de inmediato lo siguiente: la forma elemental de una escisión que es en sí un lazo, una cópula. La pulsión es la incidencia de una he­ terogeneidad fundamental que, a través de la operación misma de la pulsión, se mantiene como una heterogeneidad dentro del mismo campo al cual le es heterogéneo. La pulsión es un lazo con la otredad radical, un lazo que funciona más allá. O dicho quizá con más precisión: funciona en este lado, del lazo provisto por el sentido (con la transformación de esta heterogeneidad en un mensaje, una demanda enigmática, etcétera). La pulsión es la escisión, la heterogeneidad con la forma de un lazo que no es la forma de un m ensaje/sentido. El punto que he buscado articular es, entonces, el siguiente: el desm antelam iento de los lazos puesto en práctica por el análisis (interpretación como des-interpretación) se tropieza contra un lazo de otro tipo, que lo aísla y donde se detiene: se tropieza contra el lazo que une

irreduciblem ente al sujeto y al O tro en un elemento que es he­ terogéneo a ambos. Se tropieza contra el sujeto de la pulsión que se anuda al sujeto y a esta otredad a través de aquello que los divide, en su heterogeneidad misma, como el punto de su dialéctica (interior) o su “m ontaje”. La pregunta por el “millón de dólares” que em erge nece­ sariam ente aquí es, por supuesto, la siguiente: ¿puede este tipo de lazo funcionar como la base de cualquier tipo de lazo social, o estará este tipo de lazo social siempre basado en la represión de este último? No responderé a esta pregunta aquí, sino que diré otra cosa. Si existe algún tipo de política intrínseca al psicoaná­ lisis, ésta consiste en insistir en su trabajo de separación y des­ anudam iento (en el sentido recién señalado) y no en sucumbir ante la siguiente crítica, que parece volverse más y más vocife­ rante: el psicoanálisis sólo desintegra, desmantela, separa, está obsesionado con la negatividad y la falta, nunca lleva a ningún proyecto positivo ni afirmativo (ya sea político o simplemente “hum ano”). La política del psicoanálisis hoy en día debería de consistir en no ceder ante este ataque (al tratar de proponer algo “positivo”), sino en proseguir con su trabajo de análisis que siempre ha tenido un carácter intrínsecam ente social. ¿Acaso esto significa que el psicoanálisis debe de abste­ nerse de em itir cualquier tipo de juicio social y aceptar sin ser crítico, si no es que activamente apoyar, la desintegración con­ tem poránea de los lazos sociales, el colapso de la solidaridad y los proyectos colectivos, el espectáculo del desgarram iento ge­ neral del tejido social en pequeños islotes de goce individual? Creo que debe de hacer otra cosa, a saber, exam inar críticamen­

te este diagnóstico, mismo que debería causar sospecha desde un inicio por ser tan felizmente aceptado por todos, por aquellos de la derecha e izquierda, por los ricos y los pobres, por los religiosos y los no religiosos, por quienes explotan y quienes son explotados. ¿Será que realm ente vivimos en una época de la disolución acelerada de los lazos sociales, donde vemos em erger una m ultitud desunida de individuos como pequeñas islas de goce solipsista? ¿Qué pasa si este mismo diagnóstico es el que es una forma de represión, una “formación de compromiso” que ferozmente critica un cierto contenido (un contenido cuya crí­ tica es absolutam ente inaceptable), para poder evitar la fuente real del problema? Lo que podríamos decir, por ejemplo, es esto: la existencia de la multiplicidad de individuos como islotes de goce solipsista es precisam ente la forma en que se manifiesta el Lazo social contemporáneo. La movilización socio-económica de individuos quizá no se parezca a la de hace 100 ó 200 años, pero esto no quiere decir que no ocurre y que no nos vemos, como individuos con nuestra propia m anera de gozar, muy compro­ metidos con “alim entar” el presente lazo social, que nos anuda a él y a los otros. Aquí deberíamos subrayar una vez más lo que ya hemos señalado: que quizá el error crucial es que nos encontram os demasiado dispuestos a entender el goce como algo esencialmente “atávico”, solipsista o simplemente a-social, removido del campo del Otro. Contrario a esto, deberíamos re­ conocer el punto en que, a través de la dialéctica de la represión y su m antenimiento, el goce se ve ligado al O tro y es siempre social desde un inicio. Para decirlo con más precisión: el sujeto del goce no necesita al Otro, excepto en el punto en que éste,

con su “nuda” existencia, garantiza la represión que el goce “ne­ cesita” para em erger como tal. M uy ligado a esto se encuentra otro diagnóstico popu­ lar, e igual de problemático, sobre “nuestros tiempos”, que dice: todos sabemos que el O tro no existe, que está barrado, que es inconsistente y que está en falta. El gran O tro está en declive y esto se puede ver en la m anera en que nuestras autoridades simbólicas están colapsando, en nuestra falta de compromiso en general a cualquier cosa que no sea nuestro propio goce solipsista. Este también es un diagnóstico que a veces se le echa en cara al psicoanálisis: “Hablas y hablas de la inexistencia del Otro, ¡y aquí lo tienes! ¡Esto es lo que resulta de tu ética cuando se realiza en la sociedad!”. Todos sabemos, entonces, que el gran O tro no existe. ¿Pero realm ente es así? ¿Realmente lo sabemos y actuamos como si lo supiéramos? La respuesta no es necesariamente afirmativa. Pareciera más bien que nos esmeramos por que el O tro nunca se entere de esto (y, por tanto, que siga funcionando como el soporte de nuestras atesoradas represiones, como en el chiste del hombre y la gallina antes mencionado). Lo que sucede y se describe como una falta de creencia en la existencia del Otro, como una situación en que el O tro simbólico ya no tiene control sobre nosotros, es de hecho una situación que se debería de describir de otra forma: a saber, que el O tro ya no tiene control sobre nosotros como un “pequeño” otro en concreto. En otras pala­ bras, lo que se abandona es la posibilidad de un lazo o un corto­ circuito entre un otro y el Otro, la posibilidad de creer que un “pequeño” otro puede ser el modo de existencia del gran Otro.

Ninguna persona en concreto (padre, profesor, presidente, et­ cétera) es en verdad una instancia del Otro, porque siempre es tan sólo un humano, inconsistente, si no es que del todo débil y patético. ¿No deberíamos, más bien, ver y reconocer aquí una espectacular operación de salvación del gran Otro? El O tro puede perm anecer entero, no barrado y omnisciente en su igno­ rancia m ientras no esté activo ni opere en algún otro pequeño (lo que es decir que está exento a priori de responsabilidad en este nivel). Se le preserva como un lugar (el famoso lugar vacío: o sea, un lugar que en principio está “vacío” de otros pequeños pero, sin embargo, es un lugar donde ponemos diferentes otros pequeños según nuestra voluntad, además de quitarlos de ahí). Este vacío “en principio” (como una separación radical de los dos niveles) garantiza, entre otras cosas, que ningún otro pe­ queño podrá jam ás com prom eter al gran Otro. Esta separación es algo muy distinto a la separación (psicoanalítica) a la que me refería anteriorm ente. En vez de adm itir el hecho de que un ob­ jeto separado puede ser la fuente y la verdad de aquello que está sucediendo en el O tro simbólico, simplemente lo separa y lo deja en su estado de trascendencia radical (en el sentido de que la estructura permanece intocable). Estamos, de hecho, lidiando con una conservación bastante aterrorizada del O tro en tanto absolutam ente inactivo, pero a la vez como no-comprometido, intacto, absoluto. El orden simbólico (que es principalm ente “nuestro” orden económico) aparece como un patio donde so­ mos libres de cambiar lo que queramos, de jugar con diferentes posibilidades y una infinidad de variaciones, pero sin em bargo nos encontram os absolutam ente desprovistos de poder cuando

se trata de los parám etros cruciales de esta estructura socio­ económica (no hay punto sensible, no hay punto de “acolchado” donde podría uno moverlo y cambiar sus coordenadas). Esto también implica, para regresar al inicio de este ensayo, una forclusión radical de la causa, del objeto-causa y, por lo tanto, de cualquier forma concreta de libertad. En otras palabras, la liber­ tad pierde su relación con la causa y se vuelve la forma abstracta de la “libertad de elección”, que promueve al sujeto al dudoso estatuto de ser un contenedor de inclinaciones y preferencias supuestam ente auténticas. Lejos de representar una especie de “realización de las enseñanzas del psicoanálisis” esta configuración social es, de he­ cho, el cierre radical del inconsciente. Representa un cierre en relación al cual el psicoanálisis deberá encontrar su respuesta.

La comedia y lo ominoso

“intervención” entra dentro del campo de lo que generalmente se llama estética y tiene como fin desarrollar un ejemplo de lo que el psicoanálisis nos puede ayudar a discernir en este campo. Tiene que ver con la relación entre dos fenómenos que parecen encontrarse en lados opuestos de nuestras respuestas afec­ tivas o emocionales: el sentimiento de lo cómico y el sentimiento de lo ominoso (el unheimliche freudiano). Aunque quizá a simple vista no lo parezca, hay varios aspectos en los que estos dos fenómenos están mucho más íntimamente ligados de lo que quizá esperaría­ mos. Como fenómenos estéticos, quizá la mejor manera de definir­ los sea como dos formas de desplegar la nada. Por lo menos, esta es la perspectiva desde la cual emprenderemos esta investigación. En cuanto a lo que concierne a la comedia, la cercanía de su relación con la nada resulta sorprendente. Much ado about nothing [Mucho ruido por nada), por ejemplo, no es sólo el título de una comedia. Como varios de los títulos de las obras de Shakespeare, éste es un título paradigmático. Capta una dimensión crucial de la comedia, bajo la condición, claro está, de que uno no tome esta “nada” a la ligera, como sinónimo de “insignificante”, “irrelevan­ te”, “trivial” o “inmaterial”, sino que la tome en serio. Y es que la comedia nos enseña que la nada debe de tomarse en serio. La co­ media hace mucho con nada. Pero sobre todo, disfruta de señalar la materialidad irreducible de la nada. Veamos un ejemplo, un chiste que se cuenta en una come­ dia (Ninotchka de Ernest Lubitsch) y que capta uno de los meca­ nismos cruciales de la comedia: E l t e m a d e esta

Un hombre entra a un restaurante y le dice al mesero: “Joven, ¿me da un café sin crema, por favor?”. El mesero le responde: “disculpe señor, se nos terminó la crema, ¿se lo puedo ofrecer sin (without) leche?”.

M ucho se puede decir sobre el mecanismo de este chiste. Lingüísticam ente, presenta una paradoja que ya se ve involu­ crada en la palabra “without" (“sin”), que literalm ente significa “con ausencia de”. Uno puede fácilm ente ver cómo, al seguir esta lógica, un café con ausencia de crema es algo muy distin­ to a un café con ausencia de leche. Lo que aquí se encuentra en juego no son sólo algunas interesantes y divertidas pecu­ liaridades lógico-lingüísticas, sino tam bién, y de acuerdo con lo antes dicho, una especie de m aterialidad fantasm ática de la nada. Con la respuesta del mesero, al negarle la posibilidad de no servirle algo al cliente que no tiene, em erge una dim ensión palpable y concreta de esta ausencia, un objeto espectral. O, para decirlo quizá con todavía más precisión, el objeto “cre­ m a” (o “leche”) aparece en su dim ensión espectral, desprovista (por la negación) de su lugar simbólico, a pesar de que insiste en lo real, en busca de su taza de café. El objeto aparece como su contraparte negativa, que no perm itió que se le redujera a nada, o se le tratara como nada. Es im portante entender este punto: no estam os lidiando con “una nada que aparece como algo” en el sentido de una notación simbólica de la nada (como en el caso del símbolo “0” o algún otro m arcador de la negatividad), sino más bien con el resto (remainder) de nada, con una nada que insiste/em erge en lo real, m ientras que se le priva de

su sostén simbólico. Tam bién podríam os decir que no nos en­ frentam os a una falta a nivel de la significación, sino con una falta como objeto parcial o, más precisam ente, como una falta que depende de los objetos parciales (como la crema, la leche, etcétera). Lo que hace que lo anterior sea indicativo del funciona­ miento general de la comedia es el hecho de que el chiste pro­ duce este tipo de objeto espectral, es decir, que produce la mate­ rialidad de lo espectral con la apariencia de un objeto. Esto no significa que la nada sea directamente visible en todos los chistes como en el anterior. La cuestión es, más bien, que esta “nada irre­ ducible” se ve involucrada cada vez que la comedia lleva a cabo su truco de objetivar algo aparentemente inmaterial o que existe sólo en relación (diferencial) con otras cosas. En el caso de la comedia verbal, esto a menudo se logra al tom ar ciertas figuras retóricas literalm ente (de tal manera que se ignora la brecha que las hace simbólicas) o, de igual manera, al tratar ciertas cosas “inmateriales” como si fueran objetos. Veamos los siguientes dos ejemplos. El primero es de Shakespeare (Much ado about nothing), el m aestro de este tipo de poesía cómica verbal. Leonato [...] Hay una especie de guerra de bromas entre el signor Benedicto y ella [Beatriz]: nunca se encuentran sin que haya una escaramuza de ingenio entre ellos.

Beatriz Ay, él no saca nada de eso: en nuestro último encuen­ tro, cuatro de sus cinco sentidos salieron renqueando y ahora todo él está gobernado por uno solo.1

Aquí tenemos la idea de varios “ingenios” que literalm en­ te abandonan a una persona, “largándose” por sí solos (proba­ blemente para ir a causar problemas en algún otro lugar). El “ingenio” aquí se produce como un objeto separable, autónomo y autosuficiente. El segundo ejemplo es más reciente y viene de Duck Soup (Sopa de Ganso), de los herm anos M arx: Secretario de Economía: Señor, ¡me prueba usted la pa­ ciencia! Firefly (Groucho): Si usted insiste. Un día lo invito a que pruebe la mía.4

En esta producción cómicamente sensible de la “pacien­ cia” como algo que se puede comer, también somos testigos de una graciosa materialización de la nada. Pero debemos ser cui­ dadosos al tratar de entender esto. Lo que estoy apuntando no es simplemente que la “paciencia” es la nada (lo inmaterial) que se materializa. El punto aquí es que el juego de palabras funcio­ na y tiene sentido (dentro del sinsentido), al eliminar la brecha 1 W illiam Shakespeare, “M ucho ruido por nada”, en Teatro completo i. Trad. José M aría Valverde. Barcelona, Planeta, 1967, p. 1445. 2 El ejemplo en inglés versa de la siguiente manera: — Treasury secretary: Sir,you try mypatience! — Firejly (Groucho): Don’t mind i f I do. Tou must try mine sometime.

que norm alm ente separa los dos órdenes (de objetos mentales y físicos). Y es esta brecha eliminada, la que norm alm ente funcio­ na como la condición negativa de que algo “tenga sentido”, que ahora aparece como algo sustancial, aunque espectral: aquello que se le invita que pruebe al Secretario de Hacienda se vuelve la sustancia misma de la paciencia de Groucho. Detengámonos abruptam ente aquí un m omento para considerar el fenómeno de lo ominoso, ya que la “materialidad de lo espectral” así como la producción de objetos "imposibles” (despegables y adheribles) es precisamente aquello que la come­ dia parece com partir con lo ominoso. Una frase “ingeniosa” que circula por su propia voluntad, la paciencia como un objeto listo para ser consumido (o “degustado” de una u otra m anera) o, para regresar al prim er ejemplo, entidades como la “ausencia de crem a”, que tienen una existencia propia. Todos estos parecen ser precisam ente el tipo de objetos que podríamos encontrar tanto en la comedia como en lo ominoso. Tam bién es fascinante lo bien que sus respectivas defi­ niciones parecen encajar la una con la otra. La famosa defini­ ción de Bergson de lo cómico, “lo mecánico incrustado en lo viviente”,1 con todas sus versiones (“una persona que nos da la impresión de ser una cosa”) y subversiones (“una cosa que se com porta como si fuera persona”),4 podrían funcionar per“ Henri Bergson, La risa. Ensayo sobre la significación de lo cómico. Madrid, Alianza, 2008, p. 39. 1 W yndham Lewis, The complete uuild body. Santa Bárbara, California, Black Sparrow Press, 1982, p. 224.

fectamente como definiciones de lo ominoso. Por otro ludo, l;i famosa definición de Schelling de lo ominoso, alabada por Freud en su ensayo sobre el tema, fácilmente se le podría aplicar a la comedia: “Se llama unheimlich a todo lo que estando destinado a perm anecer en el secreto, en lo oculto, [...] ha salido a la luz”.5 La proximidad misma entre lo cómico y lo ominoso parece ser cómica y ominosa. Estam os frente a dos fenómenos que parecen estar a la vez extrem adam ente cerca y lejos el uno del otro. Pa­ recen ser dos universos com pletam ente distintos, que sólo los separa una línea excepcionalmente delgada y difícil de asir. Existe, claro está, el fenómeno de la risa incómoda: po­ demos reírnos porque algo nos tiene nerviosos o porque nos da miedo. Pero este tipo de risa como respuesta a la angustia no nos interesa aquí. Lo que nos interesa es la proximidad entre lo ominoso y lo puramente cómico, es decir, lo cómico que inme­ diatam ente nos parece cómico y que no se puede describir como una respuesta a (o defensa en contra de) la angustia. Esta peculiar coincidencia entre lo cómico y lo ominoso no se limita al nivel supuestamente abstracto de sus definiciones. Comenzamos por señalar una cierta proximidad en la naturaleza de los objetos que ambos producen y con los cuales juegan. En un ensayo reciente que se dedica exclusivamente a elucidar la rela­ ción entre lo cómico y lo ominoso, Robert Pfaller plantea cuatro características esenciales que comparten: el devenir de la causali­ dad simbólica (algo que comienza como una representación tea­ 5 Sigmund Freud, "Lo ominoso”, en Obras completas, t. A m orrortu, 1986, p. 224.

x v ii

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Buenos Aires,

tral o un mero juego toma el control y comienza a funcionar en lo real), el éxito excesivo (no sólo que todo sucede exitosamente, sino que sucede demasiado exitosamente, “más de lo deseado”), la repetición, y la figura del doble.6 Al elaborar el análisis de Oc­ tave M annoni sobre la ilusión teatral e introducir el concepto de “experim ento mental” en un lugar central, Pfaller propone la siguiente definición de la diferencia estructural entre la comedia y lo ominoso: lo cómico es aquello que es ominoso para otros. Tome­ mos el ejemplo de Mannoni, que es una excelente ilustración de este punto, sobre un actor que representa a un hombre muerto en escena y que, de repente, estornuda. Para que a uno le pa­ rezca cómico que un m uerto estornude, se necesita la siguien­ te constelación: no sólo tengo que saber que el hombre no está realmente m uerto (sino que es sólo un actor interpretando una escena), también tengo que poder presuponer que alguien podría creer que el actor está realmente muerto, que alguien podría ser engañado por la ilusión teatral (y que, por tanto, podrían horro­ rizarse cuando estornude). En otras palabras, es como si hiciera que alguien llevase a cabo el siguiente experimento mental: “ima­ gina que alguien no sabe que lo que está viendo es una obra de teatro y cree que el cuerpo en escena es realmente un cadáver. ¡El estornudo lo haría cagarse del susto!”. Debemos tener cuidado de no confundir esto con una broma cualquiera. El punto no es que necesitamos la presuposición de este otro ignorante para poder " Robert Pfaller, “T he familiar unknown, the uncanny, the comic”, en Slavoj Zizek (ed.), Lacan. The silentpartners. Londres, Verso, 2005. (Lacan: Los inter­ locutores mudos. Madrid, Akal, 2010).

sentirnos bien (digamos, “superiores” o más listos). El punto, más bien, es que necesitamos a este otro para poder relacionarnos con el objeto ominoso en vez de sentirnos angustiados por él. En lo siguiente, propondré una lectura un tanto distinta de la relación entre la comedia y lo ominoso, que se enfoca en la cuestión del lugar de la nada en ambos casos, además del asunto de lo real (en el sentido lacaniano); una lectura que, no obstante, debe mucho al análisis de Pfaller en varios puntos. “L a

il u s ió n t e a t r a l ”

Hay motivos para criticar la lectura de M annoni acerca de la ilusión teatral, al observar que básicamente sigue el esquema de la "desmentida fetichista” o la creencia delegada (sabemos muy bien que no hay razón para creer algo, pero seguimos cre­ yéndolo al delegarle esta creencia al Otro, o presuponiéndola en otros).7 De acuerdo con este esquema, y formulado muy sencillamente, somos capaces de seguir una obra de teatro vi­ vidamente (podemos tem blar junto con los personajes, llorar por ellos, etcétera), aunque sabemos muy bien que es tan sólo una obra de teatro, porque nos identificamos con la m irada del Otro, quien supuestam ente es engañado por la representación. En otras palabras, aunque sabemos que las cosas que vemos no son reales (o que no están ocurriendo realmente), creemos o po­ demos creer que sí son reales por medio de la hipótesis del O tro para quien se ha montado esta obra, por medio de algunos otros 7 Octave M annoni, La otra escena. Buenos Aires, A m orrortu, 1973, pp. 121-J37.

que podrían creer que la obra está ocurriendo realmente. De acuerdo con M annoni, lo que se encuentra enjuego aquí es una especie de creencia delegada que nos ayuda a mantener, a pesar de saber bien que no son ciertas, algunas de nuestras propias creencias arcaicas que se encuentran prohibidas por la demanda de racionalidad en la cual vivimos. A pesar de que la estructura de la creencia delegada, conceptualizada por M annoni y algunos otros, es absolutam ente pertinente y aplica a muchos casos de nuestras interacciones diarias, es cuestionable si ésta se aplica a la ilusión teatral (o, más ampliamente, a otras formas de ficción artística) y si ade­ más exhausta por completo su funcionamiento. Sabemos que observamos una obra, una puesta en escena, y que hay una diferencia constitutiva entre el actor y el papel que representa, de tal m anera que si muere el personaje, el ac­ tor no muere. Si esto no nos impide sentir una profunda aflic­ ción cuando muere el personaje, ¿realmente será debido a que al presuponer que el O tro sí cree, así nos perm itim os a nosotros mismos también creer que ha m uerto esa persona? ¿No será, más bien, debido a que la ficción (artística) no es el opuesto de lo real, sino uno de sus mejores vehículos? Hay real en el teatro (y en otras formas de ficción artística), lo cual es distinto a decir que todo lo que ocurre en el teatro sea irreal o real. Si reducimos lo que hay en juego a la distinción entre la realidad y la ilusión (“pura”), perdemos precisam ente esa tercera realidad que está tan involucrada en la ficción artística y que no se puede reducir ni a la materialidad empírica de lo que “realm ente suce­ dió”, ni a la ilusión sostenida por la creencia que presuponemos

del O tro u otros. De hecho, hasta podríamos plantear que la rea­ lidad artística (o, más específicamente, la realidad teatral) tiene exactam ente el mismo estatuto que “la realidad material de un mensaje enigm ático” teorizada por Laplanche. Como vimos en el capítulo anterior, Laplanche se rehúsa a aceptar la simple dis­ tinción entre la realidad empírica (lo que “realm ente ocurrió”) y la fantasía (lo que imaginamos que ocurrió), al señalar que exis­ te una materialidad muy significativa de una tercera realidad, transversal pero irreducible a estas dos. De la misma manera, podríamos decir que lo que vemos en el escenario realm ente está ahí (un actor fingiendo estar m uerto en realidad sí está fingiendo estar muerto, los gestos que vemos son “reales”, no imaginados), y es partiendo de ahí que el escenario produce su propia realidad material. El hecho de que esta realidad material esté basada en una ilusión, es decir, una ficción, no le resta sus efectos materiales y directos, pues son “reales”. Cuando Lacan, en su com entario sobre la obra dentro de la obra en Hamlet, su­ giere que la verdad está estructurada como una ficción, apunta justam ente a esto: hay un aspecto de la “ilusión teatral” que es (o puede ser) la modalidad misma de la verdad y no su opuesto. La cuestión de la verdad nunca es simplemente si algo realm ente aconteció o si sólo fue una ficción, una “obra”. La cuestión de la verdad concierne a la relación entre lo que vemos (ya sea en la realidad o en una obra) y lo real que la estructura. La realidad en tanto tal nunca es verdadera o falsa, pero podemos decir que algún aspecto o conjunción de realidad capta su verdad, es de­ cir, toca el punto de lo real que dicta su estructura. A pesar de estar basada en una ilusión, una obra puede hacer lo mismo y

con todavía más eficacia, ya que puede aventurarse a producir o construir la conjunción idónea de la realidad. Es cierto, sin embargo, que para que la ilusión teatral fun­ cione (es decir, para que pueda producir, en el escenario, los ele­ m entos que pueden tocar lo real y “configurar” la verdad de una situación) usualmente necesita estar “enm arcada” y delimitada de la realidad, por una forma de ficción más o menos explícita. Y para poder sostener este marco o demarcación es necesario depender de la instancia del Otro. Y, sin embargo, ¿acaso esto requiere que realmente creamos (en lo real de lo que sucede en la escena) al presuponer esta creencia en el O tro o al delegarle la misma al Otro? ¿No será más bien nuestro saber explícito (de que lo que estamos viendo es “sólo una obra”) lo que le dele­ gamos al Otro? ¿No será más bien que para poder “gozar” una ficción, depositamos nuestro saber en el Otro, como para que lo salvaguarde, para que m ientras tanto nosotros podamos relajar­ nos y “m eternos” en la obra, dejándonos ser absorbidos y “enga­ ñados” por ella? En otras palabras, le delegamos nuestro saber sobre “cómo son las cosas realm ente” al Otro, para que podamos tranquilam ente darnos el gusto de aceptar y creer lo que vemos. El O tro es la garantía de que afuera de la obra hay una realidad firmemente en su lugar, una realidad a la cual podemos regresar (después de la obra o en cualquier momento durante la obra, si así lo deseamos). La lógica en juego en esta configuración, por lo tanto, sólo se puede describir de la siguiente manera: siempre y cuando el gran O tro sepa que esto sólo es una obra y no la rea­ lidad, me perm ito creer que es real. (Y de la misma forma puedo sorprenderm e o estar “atrapado” si, como el asesino Claudio,

para quien Hamlet m onta su obra, me doy cuenta de que lo que (solamente) creo que es real, realm ente es real). Regresemos, entonces, al ejemplo del “cadáver que estor­ nuda”. En un montaje escénico, un cadáver que estornuda no nos parecerá ominoso. Nos parecerá chistoso, posiblemente cómico, pero en un momento regresarem os a esa distinción. Sin embar­ go, lo que sí podría parecem os ominoso sería si al final de la obra, el actor que interpreta el papel del cadáver no se levantara para recibir el aplauso con los otros actores y yaciera acostado, muer­ to, en el piso. Esto implicaría que el O tro (quien suponemos que sabe cómo son en realidad las cosas y que garantiza que perm a­ nezcan así) ya no tiene este saber, ni puede garantizárselo al suje­ to. En otras palabras, esto implicaría que nuestro saber (sobre el hecho de que esto que vemos “sólo es una obra”) se quedaría sin sostén en la estructura del Otro. Si lo pensamos con detenimien­ to, esta es una configuración típica del fenómeno de lo ominoso: el sentimiento claustrofóbico, como salido de una pesadilla, cuan­ do el sujeto es el único que se ha percatado de que algo no está bien, sin ningún O tro que sostenga su saber o su experiencia ni que perm ita trasm itirlo a los demás.“ Por ejemplo, el sujeto ve co­ sas y conexiones que los otros no ven, y si trata de hablar sobre ellas, corre el riesgo de que lo consideren loco. En lo ominoso, la aparición del objeto imposible-real en el campo del O tro siempre implica esta ruptura radical entre el sujeto y el Otro. “ Para este y otros argum entos cruciales acerca de lo ominoso, véase Mladen Dolar, ‘“1 shall be with you on yotir wedding-night”: Lacan and the uncanny”, en October, núm. 58, 1991, pp. 5-23.

Por otro lado, entre las cosas que nos hacen reír, debemos distinguir varias configuraciones diferentes y sentimientos que no son cómicos en tanto tal. Uno es el sentimiento de alivio pla­ centero que experimentamos cuando, después de pasar momen­ tos de angustia y duda, se nos asegura de que el O tro todavía garantiza la realidad más allá de la ficción, sosteniendo de esta manera la división constitutiva entre la realidad y lo real (por ejemplo, si después de una pausa, el “cadáver” en el escenario por fin se levantara para recibir el aplauso con el resto de los actores). Este alivio, que nos puede causar risa, no es en sí mismo cómico. Hay que distinguir entre lo chistoso y lo estrictamen­ te cómico. Regresemos una vez más al ejemplo del cadáver que estornuda: un actor que interpreta un cadáver que de repente estornuda puede ser (sólo) chistoso o (también) cómico. El episo­ dio es chistoso cuando funciona como algo que exhibe unafalta en la construcción de la representación. Las condiciones de posibili­ dad de la representación no se ven amenazadas. El O tro sostiene la garantía de la diferencia entre el actor y su personaje, pero el actor falla en su encomienda de “llenar su papel”, de cubrir com­ pletam ente el espacio de representación que le abre el O tro al garantizarle la diferencia entre él y su personaje. Deja que su “yo real” interfiera con el personaje. Si estos incidentes permanecen a este nivel de realidad empírica (de actores, ambientación o algo más), interrum piendo la “pureza” de la puesta en escena (es decir, de la representación), haciendo evidentes sus fallas, entonces son solamente chistosos y carecen de la calidad cómica real. Por otro lado, el estornudo del actor que interpreta el cadáver puede causar un sentim iento cómico si lo llegamos a

percibir no sólo como una falla del actor, sino más bien como si el saber del Otro, que sostiene el marco mismo de la ficción, aparece de repente dentro de este marco, en el escenario, bajo la forma del estornudo como objeto. En otras palabras, a diferen­ cia de lo ominoso, cuando la aparición de dicho objeto implica la retirada del O tro (simbólico) y con éste el colapso del marco que delimita el espacio de la “ficción”, una configuración pro­ piamente cómica implica que este marco aparezca dentro de su propio ámbito (en la forma del objeto cómico), sin desaparecer como marco. La aparición simultánea de — en térm inos lacanianos— el O tro y el objeto a en el mismo nivel, es la escena cómica por excelencia. En el caso de nuestro ejemplo, es el sa­ ber mismo (garantizado por el Otro) de que lo que vemos es tan sólo una representación, y que aparece dentro de la obra en forma de un estornudo. Y, como ya se ha dicho, esto es también lo que distingue una configuración cómica de otro tipo de cosas chistosas. Por ejemplo, hay una diferencia entre una lectura “ro­ m ántica” (incluyendo el fenómeno de la “ironía rom ántica”), de acuerdo con la cual, al estornudar, el supuesto “real” del cuerpo del actor contrasta con la pureza de la representación simbólica, rehusándose a ser reducido a ella, y una lectura muy diferente, cómica, de acuerdo con la cual es la garantía misma de la repre­ sentación simbólica la que aparece en escena en esta presencia corpórea que estornuda.3 " Para entrar a profundidad en este puñto que relaciono con el hecho de que la comedia sigue los parám etros de lo que Hegel llamaba el ‘‘universal concreto”,

Es im portante no perder de vista que el “estornudo del cadáver” produce un objeto muy similar a la ausencia de crema en el chiste sobre el café sin crema. Un estornudo que pasea por sí solo, separado del lazo orgánico del cuerpo al que pertenece. Un objeto que “olvidó” que su cuerpo ya está muerto. No obstante, el verdadero objeto de la comedia no es sim­ plemente el estornudo, sino precisam ente el espacio o la zona que sim ultáneamente separa y vincula el estornudo con su cuerpo, o digamos, la voz y su fuente, la sonrisa y su rostro, el placer y su causa, etcétera. Es este el intervalo mismo el que las técnicas cómicas vuelven objeto. N ada

q u ed a po r v erse

Ahora podemos resum ir las cosas al decir que lo que la comedia y lo ominoso tienen en común tiene que ver con la nada.10 En el curso norm al de las cosas (que incluye un gran diapasón de fenómenos que son “chistosos” y /o “dan miedo”, sin poseer la característica específica que los haría “cómicos” u “ominosos”),11 lidiamos con la siguiente configuración: exis­ véase el capítulo 1 de Alenka Zupancic, Sobre la comedia. México, Paradiso editores, ‘2 012, pp. 27-40. 10 La frase original dice: “[...] what both comedy and the uncanny have in common has to do with— nothing”. Es decir, se podría traducir como: “[...] la comedia y lo ominoso no tienen nada en común”. Sin embargo, decidimos traducirlo de la manera en que aparece arriba para favorecer la importancia que tiene la nada en ambas. (N. del trad.) " En otras palabras, y de la misma m anera en que no todo lo que asusta u

te una negatividad fundamental que existe y funciona como la condición diferencial dentro de nuestro mundo (simbólico e imaginario), es decir, de su legibilidad. En térm inos lacanianos: la constitución de la realidad presupone que un elemento se sus­ traiga o se “caiga”, así sosteniendo, a través de esta misma falta, la consistencia de una realidad dada. Hay una falta constitutiva, que es de un orden distinto a cualquier falta que nos podamos encontrar en nuestra realidad. A diferencia de esa falta cons­ titutiva, la falta que encontram os en la realidad siempre es ya reflexiva, constituida, mediada por lo simbólico, pues se vuelve manejable por lo simbólico. Es decir, incluye la posibilidad de referirnos a ella (es decir, a la “nada”) como si fuera algo. Un símbolo puede llenar la falta, puede designar su lugar y pue­ de designar una ausencia, puede volver presente lo que no está aquí. Es crucial, entonces, distinguir entre dos tipos de negati­ vidad: la negatividad fundam ental de una falta constitutiva (la cual nunca es visible en tanto tal, pero a través de la cual todo lo demás se vuelve visible), y una negatividad “postulada”, es decir, una falta o ausencia. Como vimos al comienzo de este capítulo, tanto la co­ media como lo ominoso pueden involucrar ciertas apariencias “ilógicas” que apuntan al colapso de la negatividad fundamental constitutiva misma, la brecha constitutiva entre diferentes ór­ horroriza es ominoso (o está relacionado a la angustia), lo cómico no debe confundirse con el campo más amplio de lo que podemos encontrar como “chistoso”. Es una categoría específica de lo gracioso que, en efecto, tiene más en común con lo ominoso que con otras instancias de lo “chistoso”.

denes. E sto es quizá más obvio en el caso de lo ominoso, así es que comencemos por ahí. En su análisis de lo ominoso (en su relación con la an­ gustia), Lacan opta captar lo que está en juego en esta confi­ guración con la siguiente formula: “la falta viene a faltar” (le manque vient á manquer),12 o, simplemente, “la falta, falta”. La falta constitutiva que (precisamente en tanto faltante) sostiene nuestro universo simbólico y sus diferenciaciones (que perm i­ ten la operación de “hacer sentido”), falta. Lo que emerge en su lugar es un objeto de plusvalía (surplus object) “imposible” que no tiene lugar en la realidad dada y que abiertam ente contra­ dice sus leyes. Hasta cierto punto, la fórmula de Lacan también aplica a lo cómico. Está implícita, por ejemplo, en la figura del “éxito excesivo (surplus-success)” que, de acuerdo con Pfaller, es común tanto a la comedia como a lo ominoso (las cosas tienen una m anera cómica no sólo de suceder exitosam ente, sino de suceder demasiado exitosam ente, “más de lo deseado”). Lacan argum enta que esta “falta de la falta” es precisa­ mente lo que implica su concepto del objeto a (en tanto real). Es por esto que la angustia “no es sin objeto”13 y no se trata de la falta de certeza, sino más bien implica una certeza terrorífica ligada a este objeto. Para poder mejor asir estas fórmulas del lado de lo ominoso, veamos un ejemplo. Tomemos la imagen de alguien a quien le sacan los ojos (y aparecen autónomamente). 14 Cf. Jacques Lacan, E l Seminario. Libro 10. La angustia. Buenos Aires, Paidós, 2008 .

11 Idem.

Esta imagen parece haber aterrorizado el imaginario luimiino desde sus inicios y frecuentem ente se asocia con lo ominoso. Al analizar el aspecto ominoso de esta imagen, uno tiende a señalar dos aspectos: l) en vez de ojos, vemos dos boquetes, dos hue­ cos en el rostro de la persona; 2) los ojos mismos, una vez que se han separado del cuerpo, aparecen como objetos horrendos, imposibles. En relación al prim er punto, uno tiende a asum ir que los hoyos son terroríficos por la falta que implican, es decir, porque son hoyos, corredores vacíos que llevan a profundida­ des inciertas. Sin embargo, ¿no será más bien que lo realm ente horrible es lo opuesto? A saber, a diferencia de los ojos que, en un plano imaginario, siempre sugieren una profundidad in­ finita e indefinida, una apertura a una dimensión inescrutable, sin fondo, de la subjetividad (ya que los ojos se consideran “las ventanas del alma”), los hoyos, en vez de los ojos, son demasiado superficiales, demasiado finitos, su fondo es demasiado visible y cercano. De manera que, una vez más, lo que es horripilante no es simplemente la apariencia (o la revelación) de una falta, sino más bien que “falta la falta”, es decir, la falta misma se sustrae y pierde su sostén. Uno también podría decir: el m omento en que la falta pierde su sostén imaginario y /o simbólico, se vuelve “sólo un hueco”, es decir: un objeto. Es una nada que, literal­ mente, (ahí) queda por/para verse.14 14 Jacques-Alain M iller definió la diferencia entre la falta y el hueco de la siguiente m anera : la falta es espacial, designa un vacío dentro de un espacio, mientras que el hueco es más radical y designa el punto en el que el orden espacial se rompe. Véase Jacques-Alain Miller, “Le nom-du-pére, s’en servir”, en www.lacan.com

Al mismo tiempo y correlativo a esto, los ojos, una vez que se sacan de sus órbitas, de inmediato pasan de ser “apertu­ ras” (al alma) al ser el exacto opuesto de una apertura, un ex­ ceso “abyecto” (surplus abject). En este sentido, los ojos sacados de sus órbitas aparecen como lo absolutam ente en trop (de más). Son un exceso/residuo (surplus) que no se puede re-inscribir en la economía simbólica de más (plus) y menos (minus), de la falta y su complemento. Incidentalm ente, estas observaciones nos pueden ayudar a entender el movimiento tectónico en la economía simbólica de un sujeto, misma que Lacan busca dem arcar con su fórmula de la angustia (“la falta falta”): el sujeto pierde el sostén que su deseo y, en un plano más general, pierde su universo simbólico en una falta (constitutiva). Esta es exactam ente la razón por la cual Lacan insiste que el complejo de castración, que es el punto donde tanto el análisis freudiano de la angustia y de lo omino­ so en el relato de Hollinan, E l hombre de la arena, convergen y se detienen, no es, de hecho, el último punto del análisis de la angustia. Lacan argum enta que existe una “falta original”, más fundamental, una falta en lo real, una “falla estructural (vice de structuré) inscrita en el estar-en-el-m undo del sujeto con el que estamos lidiando”.'5 Debemos tener cuidado de no tom ar este argum ento como una “neutralización filosófica del psicoanáli­ sis”, la cual remplazaría la siempre controversial noción de la castración con la idea mucho más aceptable (y aparentem ente más “profunda”) de una “falla estructural”, o un “defecto o fal­ 15 J. Lacan, op. cit..

ta ontológica”. Lacan no busca descartar el papel central del “complejo de castración” en la experiencia humana, al contra­ rio, busca explicarlo. El complejo de castración funciona como el punto capital de nuestra experiencia porque busca ofrecer una formulación simbólica, un sostén simbólico y, por lo tanto, una m anera de lidiar con o trasponer la “falta en lo real”. En otras palabras, el punto en que Lacan va más allá que Freud en este tema no consiste en relegar la centralidad del complejo de castración, sino en cambiar la jugada. Su argum en­ to es que en el fondo de la angustia, no hay una miedo (que revive) a la amenaza de la castración, sino un miedo o amenaza de perder la castración misma, es decir, de perder el sostén sim­ bólico de la falta, el sostén simbólico ofrecido por el complejo de castración. Esto es a lo que su formulación sobre la angustia (“la falta falta”) apunta finalmente. El punto central de la angustia no es un “miedo a la castración”, sino más bien el miedo de per­ der el sostén que el sujeto (y su deseo) tienen en la castración como una estructura simbólica. (Esta es la razón por lo cual la angustia generalm ente no esté relacionada con prohibiciones simbólicas, sino con la desaparición de dichas prohibiciones). Es la pérdida de este sostén la que resulta en la aparición de esos horrendos objetos a través de los cuales la falta en lo real se presenta en lo simbólico como un “demasiado” absoluto: objetos horrendos que desplazan al objeto de deseo y hacen aparecer, en su lugar, la causa del deseo.

Los com entarios anteriores ofrecen ya una prim era indicación de la dirección en la que buscaremos una posible definición de la diferencia entre la comedia y lo ominoso. Lo ominoso depende enteram ente de la estructura del deseo (y su colapso), basado en la antinom ia del objeto del deseo y su causa (trascendental). La causa del deseo es el objeto originalm ente perdido, cuya falta abre la escena sobre la cual todo posible objeto de deseo aparece. El objeto-causa del deseo está constitutivam ente excluido del campo del deseo (y sus objetos), es decir, del Otro. Esta disyun­ ción absoluta del objeto-real y la realidad (en tanto constitui­ da a través del Otro) es fundamental para la posibilidad de lo ominoso: si el objeto-causa em erge a nivel del O tro (en vez de estar “presente como ausencia”), produce lo ominoso. Un buen ejemplo de esta antinom ia del O tro y el objeto-causa, que no puede aparecer en el mismo nivel, lo plantea M laden Dolar a propósito de la figura del doble en lo ominoso. Si, como Lacan sostiene, uno sólo puede tener acceso a la realidad, a la palabra en la cual uno se puede reconocer, bajo la condición de la pérdi­ da, la “caída” del objeto a, entonces, el doble es aquella imagen especular que incluye al ob­ jeto a. El imaginario comienza a coincidir con lo real, provocando una angustia devastadora. El doble es igual que yo más el objeto a, aquella parte invisible del ser que se suma a mi imagen. Para que una imagen en el espejo incluya al objeto a, un guiño o una sonrisa es

suficiente. Lacan usa a la mirada como la mejor presen­ tación del objeto perdido. En el espejo, uno puede ver sus propios ojos, pero no la mirada, que es la parte que se ha perdido. Pero imaginemos que uno pudiera ver su reflejo al cerrar los ojos: eso haría que el objeto como mirada apareciera en el espejo. Eso es lo que sucede con el doble y la angustia que el doble produce es la señal más certera de la aparición del objeto.1”

Uno podría, entonces, decir que lo ominoso se basa en y “explota” el realismo del deseo: la aparición de aquello que “debería de haber permanecido secreto y oculto”, por usar la definición de Schelling,17 induce un colapso de la realidad (en tanto, fundamentalmente, es la realidad del deseo). La literatu­ ra de lo ominoso juega con la amenaza de este colapso, lo cual implica decir que juega con la ambigüedad fundamental y la ambivalencia del deseo: un deseo no puede desear lo real que lo hace desear; sin embargo, también se ve tentado a fantasear con abrazar esta causa en una (sobre)realización auto-destructiva, es decir, precisam ente la “sobre-realización” que encontram os M. Dolar, ‘“I shall be with you on your w edding-night’: Lacan and the uncanny”, en op. cit., p. 13. 17En efecto, para ver cómo la definición de Schelling de lo ominoso (“Se llama unheimlich a todo lo que estando destinado a perm anecer en el secreto, en lo oculto, [...] ha salido a la luz”) está muy cerca de la definición de Lacan, es su­ ficiente con enfatizar lo siguiente: “lo que estando destinado a perm anecer en el secreto, en lo oculto” debe ser entendido en el sentido más duro, vale decir, en el sentido de una ausencia constitutiva de la escena y no en el sentido más relativo (incluso moral) de lo que es “apropiado" para verse y lo que no lo es.

en lo ominoso. Es una “sobrerrealización” (overrealization) con la cual pasamos al otro lado, lo que no es el caso con el exceso de cumplimiento (surplus-realization) en lo cómico. En relación a este “realismo del deseo” (la falta constitutiva no puede faltar sin el colapso de la realidad construida alrededor de dicha falta), la comedia parece tomar una postura poco realista: la falta llega a faltar, el objeto terrorífico aparece donde no debe­ ría, el O tro y el objeto aparecen en el mismo nivel, pero ¿y, qué? No pasa nada terrible... más bien, es terriblemente cómico. En efecto, la comedia no sigue las leyes del “realismo del deseo”, es decir, las leyes de la realidad en tanto erigidas sobre la estructura trascendental del deseo. Al contrario, las desafía abiertamente. Sin embargo, al mismo tiempo, no existe una bue­ na comedia en que no sintamos que hay algo distintivam ente real en toda esta falta de realismo. Es como si la comedia se refiriera a un real distinto de la experiencia humana, un real que, desde un inicio, no sigue las leyes de la realidad del deseo (lo cual es diferente que decir que “las trasgrede”). La comedia curiosamente combina lo “increíble” con un realismo bastante terrenal. Evita la idealización y, sin embargo, perm anece curio­ samente optim ista en la manera en que desafía frecuentemente toda ley humana y natural, saliéndose con la suya con cosas que uno nunca podría llevar a cabo en la “vida real”. Este lado “in­ creíble”, poco realista, de la comedia también está relacionado con su vitalismo proverbial: una especie de vida indestructible, inm ortal (undead), la persistencia de algo que sigue regresando a su lugar sin im portar qué pase. En vista de esto, ¿acaso no deberíamos de decir que el realismo de la comedia es, de hecho,

un realismo de las pulsiones que “no es realista” precisam ente en el sentido descrito anteriorm ente? Las pulsiones no están limitadas por el “principio de realidad” y tienen una m anera de regresar tercam ente a su lugar, un lugar que, para empezar, está desplazado.1" Bajo esta perspectiva, podemos ver cómo a lo que usualm ente se le conoce como el “vitalismo” de la comedia (el hecho de que parece estirar la vida más allá de todas las leyes de probabilidad) no es nada más que el vitalismo de la pulsión de muerte: es decir, el vitalismo de la contradicción interna de la vida (humana) misma. Lejos de referirse a algo dentro de no­ sotros que “se quiere m orir”, o que apunta hacia la m uerte y la destrucción, la concepción lacaniana de la pulsión de m uerte se refiere a un exceso de la misma vida. Ya que esta noción de pulsión de m uerte es un tema fre­ cuente en debates filosóficos contem poráneos y que le ha ga­ nado a Lacan la reputación de asignarle a la m uerte un rol de­ term inante en la subjetividad humana (de una m anera similar al ser-para-la-m uerte heideggeriano), se debe (sobre)enfatizar este punto.1” La “pulsión de m uerte” de acuerdo a Lacan es preAsí es como Slavoj Zizek formula la distinción entre ei deseo y la pulsión: “el deseo está sostenido en la falta constitutiva, m ientras que la pulsión circula alrededor de un hueco, una brecha en el orden del ser”. Slavoj Zizek, The paralla!. view. Cambridge, M assachusetts, m it Press, 2006, p. (¡1. (Visión de paralaje. Buenos Aires, fck, 2006). Sobre esta controversia véase S. Zizek, The ticklish subject. Londres, Verso, 2000, pp. 163-167. (El sujeto espinoso. Buenos Aires, Paidós, 2001); y The paralia! view, pp. 62-67. Véase también A. ZupantiC, Ethics o f the real. Londres, Verso, 2000, pp. 249-250. (Ética de lo real. Buenos Aires, Prometeo, 2009).

cisamente la razón de por qué al sujeto nunca se le puede re­ ducir al horizonte de su muerte. Esto no quiere decir, por otro lado, que en tanto exceso de vida, la pulsión de m uerte nos salva de nuestra finitud, o que esta “vida inm ortal, irreprim ible”, se­ gún Lacan, continuará después de nuestra muerte, es decir, que algo de nosotros sobrevivirá en ella. La figura arquetípica de la comedia de un hábito apasionado o un tic nervioso que persiste inclusive cuando su sujeto ya ha m uerto (o se ha dormido, o se encuentra indispuesto de alguna otra forma), es la manera en que la comedia hace palpable la inherente y siempre ya exis­ tente doble naturaleza de la vida humana y su separación/con­ tradicción interna. La vida “real” no se encuentra más allá de nuestra vida en la realidad (no yace con la Cosa, para siempre perdida de la realidad). Más bien, se encuentra anexada a ella de una m anera dislocada constitutivam ente. Para la comedia, la vida real es la realidad en relación a nuestra vida dislocada (out o f joint) de sí misma. Al recurrir a la estructura de la pulsión, la comedia no pregona que algo de nuestra vida continuará vi­ viendo por sí sola cuando muramos, sino que más bien dirige nuestra atención al hecho de que algo de nuestras vidas vive por sí sola ahora mismo, es decir, en cualquier momento (posible) de nuestras vidas. Esto es justam ente lo que está enjuego en el ar­ gum ento que esbozamos anteriorm ente en relación al ejemplo del cadáver que estornuda: el verdadero objeto de la comedia no es simplemente el estornudar (o cualquier otro tic nervioso, hábito o compulsión que la comedia decida resaltar), sino pre­ cisamente ese intervalo que simultáneamente separa y vincula al estornudo y su cuerpo, el hábito y su portador, la sonrisa y el

rostro, el placer y su causa. Es esta lógica de la dislocación cons­ titutiva (como una nada inmanente) la que vincula a la comedia con la dinámica de las pulsiones y la distingue de lo ominoso, que está atado a la dinámica del deseo con su lógica de la falta constitutiva (como una nada trascendental).

El doble y su relación con lo real

x i s t e u n a f ig u r a s in g u l a r , sin duda fascinante, del dos, que tiene, entre varias distintas figuras del dos, un lugar distinguido debido al im portante papel que ha tenido en el arte, especialmen­ te en la literatura. Esta es la figura del doble y, en términos ge­ nerales, del redoblamiento. Los ejemplos literarios más famosos van desde figuras clásicas como William W ilson de Edgar Alian Poe, o Goliadkin de Dostoievski, a ejemplos más recientes como E l hombre duplicado de José Saramago, u Operación Shylock de Phi­ lip Roth. Sin embargo, en la siguiente discusión sobre la figura del doble, más que adentrarm e en su historia y sus articulacio­ nes en la literatura, me enfocaré en su estructura fundamental y sus implicaciones filosóficas. Para hacerlo, entraré en diálogo con un autor que ha dedicado la mayoría de su trabajo filosófico a este tema, aunque desde una perspectiva crítica muy específi­ ca. Se trata de Clément Rosset, una figura interesantísim a de la filosofía francesa contemporánea, aunque curiosamente no se le conoce tan bien, (ni se le ha traducido) fuera de Francia.1 Argu­

E

1 En español se ha traducido sistemáticam ente la obra de Clément Rosset. A continuación se enlistan algunos de los títulos más im portantes disponi­ bles en español: La anti-naturaleza. Elementos para una filosofía trágica. Madrid, Taurus, 1.974; Lo real y su doble. Barcelona, Tusquets, 1993; E l principio de crueldad. Valencia, Pre-textos, 1994; Fragmentos filosóficos. Santander, Límite, 2003; Lo real. Tratado de la idiotez. Valencia, Pre-textos, 2004; Escritos sobre Schopenhauer. Valencia, Pre-textos, 2005; Travesía nocturna. Episodios clínicos. Barcelona, Elipsis, 2006’; E l objeto singular. México, Sexto Piso, 2007; Lejos de mí. Estudio sobre la identidad. Barcelona, M arbot, 2007; Fantasmagorías. Lo real, lo imaginario y lo ilusorio. M adrid, Abada, 2008; Materia de arte. Valencia, Pre­ textos/U niversidad Politécnica de Valencia, 2009; La filosofía trágica. Buenos Aires, El cuenco de plata, 2010.

mentaré tanto a favor como en contra de Rosset ya que, a pesar de varias diferencias irreconciliables, Rosset desarrolla algunas ideas que, en mi espacio conceptual fuertem ente marcado por la teoría lacaniana, resuenan de manera sorprendente y pueden ser muy productivas. A m anera de introducción, podríamos decir que el doble no es precisamente un uno ni tampoco constituye un dos en el sentido común del término. Parece que no es ni uno ni dos. Dos botellas de cerveza idénticas no son dobles, en tanto existe un lugar para ellas dentro de la realidad de nuestro refrigerador. Y si lo pensamos, la noción del doble, más que presuponer una igualdad en apariencia o manifestación, presupone una igualdad en tiempo y espacio. La figura del doble implica una dualidad o un dos que compiten por un mismo lugar, un mismo tiempo, o simplemente que compiten por la misma realidad estructurada por el tiempo y espacio (ya que, en la realidad, nunca hay ni tiempo ni espacio que acomode a los dos). Pareciera que, to­ mando como ejemplo las entidades llamadas personas, no es simplemente que habitamos un lugar y que nos movemos en el espacio, sino que también, en un nivel más fundamental, car­ gamos nuestro lugar a donde quiera que vayamos. Aún si, en algún lugar o en un tiempo absolutam ente incorrecto, parece­ mos estar completamente fuera de lugar, todavía parecemos ser ontológicam ente “nosotros”. Nos encontram os fuera de lugar en relación a alguna configuración simbólica, pero al parecer nunca podemos estar fuera de lugar en lo real. En lo real siem­ pre estamos en nuestro lugar (y tiempo) que, al fin y al cabo, es nuestro (único) real. En este nivel, o estamos en nuestro lugar, o

no somos (no estamos siendo). El doble es precisamente aquello que nos amenaza a este nivel ontológico, porque introduce un quiebre “imposible” en la homogeneidad de este real, es decir, en la homogeneidad misma de algo que “tiene lugar”. Podemos com prender mejor el significado de lo que esto significa a través del siguiente aforismo de Stanislaw Jerzy Lee, el famoso aforista polaco: “¡Quién sabe qué habría descubierto Cristóbal Colón si América no le hubiera bloqueado el paso!”. Esta insinuación de un doble es muy ingeniosa, pues sugiere que la realidad misma es el doble que, literalm ente, ha usurpado (bloqueado) el lugar de otra cosa. Entonces, si la figura del doble implica algo más que uno, tam bién implica algo menos que dos: no se trata de dos enti­ dades ontológicas ya constituidas, sino más bien algo que nos hace dudar del “uno (original)” como entidad ontológica. Rosset tiene mucha razón al señalar esta característica del doble. Invierte el diagnóstico estándar de O tto Rank, quien relacio­ naba la angustia frente al doble con nuestro miedo prim ordial a la m uerte. Es cierto que norm alm ente consideram os que la realidad del doble es “m ejor” que la nuestra y, en este sentido, puede tam bién parecer que el doble representa una instancia de inm ortalidad en relación al sujeto (esta es la tesis de Rank). No obstante, la verdadera causa de nuestra angustia no es nues­ tra m uerte futura, sino, más bien, nuestra no-realidad y noexistencia. No sería tan difícil m orir si tan sólo supiéramos con certeza que (realmente) hemos vivido. Pero es precisam ente de esta vida, tan perecedera, que el sujeto comienza a dudar en ca­ sos de “desdoblam iento de la personalidad” o ante la aparición

de un doble. E n esta pareja maldita, donde me encuentro unido con un otro fantasmal, lo real no está de mi lado, sino del lado del fantasma: no es el otro quien me redobla, más bien, yo soy el doble del otro.2 En resum en, cuando mi doble aparece, mi existencia presente (mi ser en tanto tal) parece ser extrem ada­ m ente incierta. Esto es suficiente como introducción. Para comenzar, pa­ semos ahora al trabajo de Rosset. En su libro central, Lo real y su doble, Rosset desarrolla su línea de argum entación a partir de la siguiente observación fundamental: lo real casi siempre nos es intolerable de alguna m anera u otra, es demasiado cruel y desagradable, o demasiado simple e idiota. En nuestra relación general con lo real, Rosset reconoce una actitud tanto de an­ gustia como de desprecio: angustia ante el hecho de que lo real sólo es lo que es y el co-extensivo desprecio hacia lo real en su sencillez y simplicidad “idiota”. De ahí se derivan un sinfín de estrategias que apuntan a eludir lo real y reemplazarlo con algo más, algo que después declaramos que es el verdadero real. Ba­ sándose en numerosos ejemplos, Rosset desarrolla un análisis lúcido y frecuentem ente divertido de estas estrategias señalan­ do su común denominador: el redoblam iento o la duplicación de lo real y la consagración de su doble. Rosset propone tres rubros principales a través de los cuales analiza esta estructura: la ilusión profética (el acontecimiento y su doble), la ilusión me­ tafísica (la palabra y su doble) y la ilusión psicológica (el hombre y su doble). 1 Cf. Clément Rosset, Lo realy su doble. Barcelona, Tusquets, 1993.

lili

Para comenzar, quisiera sugerir que la noción de lo real y su redoblam iento que Rosset presenta con estos ejemplos en sus diferentes modalidades no es tan uniforme como pretende, sino que más bien implica dos nociones diferentes. Una implica un real que a grandes rasgos corresponde a la realidad, con todas sus dificultades e inconveniencias, frente a la cual practicamos una multiplicidad de “ilusiones”, para utilizar el térm ino que emplea Rosset. Su concepto de ilusión es muy específico y no se refiere ni a una percepción equivocada, ni a una negación. Más bien, corresponde a la siguiente configuración: nosotros perci­ bimos (correctamente) una cosa y no negamos esta percepción, sin embargo, rechazamos las consecuencias que norm alm ente se siguen de ella. El ejemplo más gracioso de lo que Rosset presenta es una obra cómica de Georges Courteline, titulada Boubouroche (1893). En esta obra, Boubouroche se entera (a tra­ vés de un vecino) que su amante, Adéle, le está siendo infiel con un joven amante en el departam ento que él le consiguió. Enton­ ces, Boubouroche se aparece por sorpresa y encuentra al joven am ante en el closet. Sin embargo, Adéle logra convencerlo muy rápidam ente de que, a pesar de lo que ve, ella es inocente y que es Boubouroche mismo quien es culpable de una terrible vul­ garidad por invadir su privacidad y que él es el que debería de disculparse con ella. El se disculpa y se enfurece con el vecino que lo “informó mal”. De acuerdo con Rosset, el razonamiento de Boubouroche se puede resum ir de la siguiente manera: “hay un am ante en el closet de Adéle (nunca niega haberlo visto), entonces, Adéle es inocente y yo no soy un cornudo”. Por lo tanto, en esta concepción de la ilusión está enjuego la siguiente

configuración: “no es que no quiera ver y no niego lo real que veo. Pero hasta aquí es que estoy preparado a ir. Vi, admití, pero no me pidas más. En todo lo demás, sostengo mi postura an­ terior, continúo como si no hubiera visto nada”. De inmediato podemos ver cómo la descripción de Rosset corresponde aquí, punto por punto, con lo que el psicoanálisis conceptualizó bajo la noción de “desmentida (disavowal) (fetichista)”, Verleugnung, y que justam ente tiene la estructura de “Ya lo sé (que así es como son las cosas), pero aun así (continúo com portándom e como si no fuera el caso)”.1 Me parece que el concepto de desm entida (disavowal) se acerca más a esta configuración que la del redo­ blamiento. Sin embargo, en una serie de ejemplos centrales en el tra­ bajo de Rosset, hay otra noción operante de lo real y su redo­ blamiento que, en mi opinión, no puede ser totalm ente reducida a esta misma lógica de desm entida/duplicación ilusoria. Estos ejemplos tienen una estructura con mucho más alcance y mere­ cen ser analizados por separado. Esto ejemplos son de la litera­ tura profética u oracular y quisiera citar la observación crucial y m aestra de Rosset, al respecto: Los oráculos tienen lina característica g en eral y a la vez paradójica, que es que se cumplen (se vuelven realidad) y que se sorprenden con este mismo cumplimiento. El oráculo nos hace el favor de anunciar el acontecimiento La otra escena. Buenos Aires, Amorrortu, 1973, pp. 9-27. Por lo cual, es curioso que no

:1 Esa estructura ha sido analizada ejemplarmente en Octave Mannoni, haya referencia a él en el libro de Rosset.

de antemano: así, la persopa para quien está destinado este acontecimiento puede prepararse y eventualmen­ te hasta tratar de protegerse contra él o prevenirlo. El acontecimiento se cumple así como fue predicho (o anunciado por un sueño, o algún otro tipo de manifes­ tación premonitoria) y, sin embargo, este cumplimiento tiene la curiosa fortuna de decepcionar la expectativa justo en el momento en que ésta se debería de ver ab­ solutamente satisfecha. Se anuncia “A”, se cumple “A”, y estamos perdidos, al menos sea hasta cierto punto. En­ tre la forma en que se anunció el acontecimiento y la manera en que se cumplió, hay una especie de diferencia sutil que es suficiente para desconcertar a la persona que ha estado esperando precisamente aquello que pre­ sencia. Lo reconoce, ciertamente, pero ya no se reconoce en el acontecimiento. No ha sucedido nada mas que el acontecimiento anunciado. Y, sin embargo, este es inex­ plicablemente otro:''

Rosset respalda esta observación con varios ejemplos. Hay, por ejemplo, un viejo cuento árabe que tiene varias ver­ siones diferentes, entre las cuales se encuentra La leyenda de la cita en Samarra (The Appointment in Samarra) de W. Somerset M augham. Pero la más famosa de estas historias es, por supues­ to, Edipo Rey. Y si lo pensamos, es muy cierto que, a pesar de que lo que eventualmente ocurre en esta tragedia corresponde exactam ente a lo que la profecía ha anunciado (que Edipo ma­ 1C. Rosset, op. cit., pp. 21-22.

taría a su padre y se casaría con su madre), nosotros, junto con Edipo, no podemos mas que estar absolutam ente desconcerta­ dos cuando ocurre, o más bien, cuando lo anunciado resulta ser lo que realm ente sucede. Rosset coloca esta “diferencia sutil que es suficiente para desconcertar a la persona que ha estado espe­ rando precisam ente aquello que presencia”, en el corazón de lo que reconoce como una división o duplicación de la operación de lo real (de una forma casi general) en nuestra actitud hacia el mundo (o simplemente hacia lo real: no podemos soportar lo real en su simplicidad idiota y unívoca, simplemente no tolera­ mos que lo real es sólo lo que es y no tiene ningún otro sentido o dimensión). El ejemplo de una profecía cumplida elucida esta pro­ pensión general a la duplicación al presentar su otro lado: nos confronta con una coincidencia desagradable (y sorprendente) donde nuestra existencia "norm al” estaría más que satisfecha con una división o no-coincidencia entre dos versiones (o dos sentidos) de lo real. Tendemos, entonces, a dejar lo real de lado, e instalar en su lugar un doble, mismo que tiene la ventaja de que nos conviene. Sin em bargo (y continúo con mi paráfrasis de Rosset), como es evidente en las historias que tratan el tem a del doble (historias oraculares o, todavía más directam ente, histo­ rias sobre dobles), no hay doble posible de lo real, pues este último siempre gana en singularidad, eliminando a la otra persona o versión de los acontecimientos. Cualquier tipo de doble de lo real es imposible, ya que lo real es por definición lo mismo y lo singular. Lo que sucede con el cumplimiento de una profecía (y Rosset sugiere que, en este sentido, toda realidad se estructu­

ra como profecía) es que el acontecimiento esperado coincide consigo mismo y esta es la causa misma de nuestra sorpresa, ya que hemos estado esperando algo diferente, aunque parecido: lo mismo pero no exactam ente esto... Es por esto que la sensación de haber sido engañados de alguna m anera, que siempre acompaña al cumplimiento de la profecía, es en sí misma la cúspide de la ilusión. Ciertamente hay un engaño, pero no donde lo vemos: nos engaña la propia impresión de que hemos sido engañados (que otra cosa debió de haber acontecido). La única ilusión aquí es la ilusión de que nos han estafado, que lo acontecido tomó el lugar de “otra cosa”. (Aquí, una vez más, regresam os a la lógica expuesta por el afo­ rismo de Lee: “¡quién sabe qué habría descubierto Cristóbal Co­ lón si América no le hubiera bloqueado el paso!”.) Se podría decir que, para Rosset, lo real existe en tanto singular y homogéneo en sí mismo, indistinguible de su sentido. El otro sentido (que puede perm anecer sin especificarse) es el resultado de la voluntad a la ilusión subjetiva que acompaña a la imposibilidad de nuestra relación con lo real. Así es que la coincidencia de los dos sentidos, que causa tal sorpresa ante el acontecimiento es, de hecho, sólo un espejismo, un efecto de una ilusión de perspectiva que nos hizo ver doble donde nunca hubo más que un (sentido) real singular. Y ahora, sin miedo a que se me acuse de ser la caricatura del lacanismo de Rosset, estoy tentada a preguntar: ¿de ver­ dad esto es todo lo que nos ofrecen estos ejemplos? ¿Acaso se puede reducir una profecía cum plida a una ilusión subjetiva o hasta una psicológicam ente m otivada (Rosset habla del dégoüt

[asco] y el effroi [espanto] frente a lo único)? A pesar de ofre­ cer un m uy poderoso ejemplo y una descripción igualm ente atractiva de lo que allí sucede, me parece que Rosset no ha logrado reconocer su real. Y esto es, muy sencillam ente, que para que suceda una coincidencia sorprendente de este tipo (por decirlo muy sencillamente: si algo ha de coincidir consigo mismo), debe de haber una diferencia mínima que ya esté ope­ rando de antemano. Para dem ostrar esto de manera más precisa y concreta, quisiera recurrir a otro argum ento relacionado de Rosset, que ha desarrollado en uno de sus libros más recientes: be régime des passions. Jugando con el doble sentido de la palabra en fran­ cés régime (a saber: régimen político, sistema, y régimen dieté­ tico), Rosset desarrolla su crítica de la noción de pasión como el hambre mórbida de un objeto irreal (frustrado, inexistente o inalcanzable). Entonces, un amor apasionado, en contraste con el “amor real”, siempre apunta a objetos que no se pueden tener en realidad (y se asegura de buscar justam ente eso). Se trata de una relación apasionada con un objeto irreal. (Aunque haya una persona concreta detrás de este objeto, como en el Fedra de Racine, donde esta persona justam ente es irrelevante como persona real). Este es un amor por un objeto cuya aproximación y goce se encuentran diferidos infinitamente. De acuerdo con Rosset, esta pasión amorosa es el opuesto del amor, es como una máquina de guerra dedicada a paralizar y prohibir. Por lo tanto, Fedra “elige un objeto cuyo goce se prohíbe ella misma (hasta diría que lo elige para no poder gozarlo) y luego deriva un goce masoquista de

este mismo dolor”.5 Este es el reverso de la “dieta pasional”: no se trata de gozar el objeto pasional, sino de gozar la apasionada dieta en sí. Rosset detecta una estructura de pasión similar (es decir, un hambre voraz de, y una fascinación con, un objeto os­ curo e irreal) en la avaricia y la pasión de los coleccionistas: los objetos reales de estas pasiones no cuentan realmente. El avaro nunca goza su tesoro (ni su valor): “el avaro está fascinado por el aura de irrealidad en la que hace nadar su fortuna, pero no por el dinero en sí mismo”.6 Entonces, lo que define la pasión, según Rosset, no es tanto la búsqueda de algo, sino más bien la inda­ gación de un objeto definido por dos condiciones fundamentales: que es oscuro e indefinible, y que, al mismo tiempo, se encuentra más allá de cualquier alcance útil (es decir, tanto fuera de alcance como inútil). Y mientras más esté fuera de alcance, mayor será la pasión, en esta mórbida lógica que se perpetúa a sí misma. Esto es precisamente lo que hace que Rosset vincule la lógica de la pasión con lo que es el tópico central de su trabajo filosófico, vale decir, el tema del doble (y su crítica). A manera de síntesis: la pasión marca el dominio de la fantasía del doble que ejerce sobre la percepción de lo real, la fascinación con la ausencia provocada por la presencia indeseable de un real que no nos satisface (o ya no nos satisface), esto es, la elección de lo irreal en detrimento de lo real. Esta es la razón por la cual Rosset rechaza la famosa fórmula de Saint-Simon: “nada grandioso ocurre sin pasión”, y la reemplaza con: “nada mediocre ocurre sin pasión”. 5 C. Rosset, Le régime despassions. París, M inuit, 2001, p. 16. BIbid., p. 17.

Existe, sin embargo, algo que Rosset recorre demasiado rápido, tanto en su teoría de la pasión como en su teoría del do­ ble y el redoblam iento ilusorio de lo real. Primero, yo argum en­ taría que existe cierto nivel de des-realización, o de des-apego, que implica cualquier amor real y esto constituye la base misma del encuentro y la relación con una persona concreta. Paradó­ jicamente, esto es algo que Rosset observa con perspicacia, sin aceptar las consecuencias inmediatas de esta observación: “El amor real requiere la realidad de la persona amada. Además, la coincidencia gracias a la cual un objeto amado es al mismo tiempo un objeto existente es, curiosamente, un sujeto de inago­ table de maravilla para los amantes [...]: ya no es “aquí estás” lo que cuenta, sino el hecho de que “tú eres tú ”.7 El amor real se maravilla necesariamente de la coincidencia del objeto amado con un objeto existente. Es decir, que hay algo del orden de la coincidencia sorprendente que también ocurre en el amor real y, por lo tanto, presupone una diferencia mínima, o una escisión (esta división no ocurre solamente con la distorsión de la ilusión). Y, por cierto, la maravilla aquí es muy similar a una evocada en uno de los chistes citados por Freud en E l chiste y su relación con el inconsciente-, “le asombraba que los gatos tuvieran abiertos dos agujeros en la piel justo donde están sus ojos”.8 La lógica de este chiste apunta a una dimensión impor­ tante de cualquier compromiso real o compromiso con lo real: 7 Ibid., p. 28. " Sigmund Freud, “El chiste y su relación con lo inconciente”, en Obras comple­ tas, t. viii. Buenos Aires, A m orrortu, 1986, p. 88.

para que lo real no sea nada más que la coincidencia consigo mis­ mo, como argum enta el mismo Rosset, también necesita ser una división, o diferencia mínima. En otras palabras, esta diferencia mínima, gracias a la cual tiene sentido decir, ya no “Je est un autré' (Rimbaud), sino “tu est to í, “tú eres tú (mismo)”, es la con­ dición misma (y forma) del amor real. Y no es sólo que el amor real demanda la realidad de la persona amada, sino se trata tam ­ bién y, principalmente, de esta coincidencia de lo mismo como el reverso de su no-coincidencia, hecha visible precisam ente por el encuentro amoroso en el sentido pleno del término. La escisión y la coincidencia aparecen al mismo tiempo. O, la escisión apa­ rece como coincidencia pues es, estrictam ente hablando, una y lo mismo. En otras palabras, estoy de acuerdo con Rosset en que el “amor real”, si podemos arriesgarnos a usar esta expresión, no es el am or que yo llamaría sublime, un amor en el que nos perm itim os ser deslumbrados o “cegados” por una dimensión abstracta del objeto amado, de tal forma que ya no podemos ver ni soportam os ver su existencia concreta (y su aspecto siempre un tanto ridículo o banal). En efecto, este tipo de “amor subli­ me” requiere y genera una inaccesibilidad radical del otro (que generalm ente se manifiesta en cortejos eternos, en elecciones de objetos inaccesibles, o un tipo de relación interm itente que nos perm ite reintroducir la distancia que le viene bien a lo in­ accesible, para poder así “volver a sublimar” el objeto después de cada “uso”). Pero el amor real tampoco es simplemente algo que toma su objeto “tal como es”, en cuanto a la homogeneidad y continuidad (ininterrum pida) de su presencia como real. El

verdadero m ilagro del amor consiste en preservar la trascendencia en la accesibilidad misma del otro. O, para usar térm inos deleuzianos, esto consiste en crear un “circuito risa-emoción, donde lo prim ero se refiere a la pequeña diferencia y lo segundo a la gran distancia, sin que uno borre ni disminuya al otro”.0 El m ilagro del am or no es aquel que transform a algún objeto banal en un objeto sublime, inaccesible en su mismo ser, sino que este es el m ilagro del deseo. El m ilagro del amor consiste en la coinci­ dencia de los dos objetos (el objeto amado y el existente), que es justam ente esto: una peculiar coincidencia, un suceso raro, en relación al cual uno nunca deja de maravillarse de que “tú verdaderam ente eres tú”. El am or real, concreto, siempre inclu­ ye y presupone este tipo de diferencia mínima. Para ilustrar esta noción de “diferencia mínima (de lo mismo)” me gustaría uti­ lizar un famoso chiste de las películas de los herm anos Marx: “mire a este tipo: parece un idiota, se com porta como un idiota, pero no se deje engañar, un idiota!”. O, para usar un ejemplo menos común, también de los herm anos M arx ( Una noche en la ópera)-, después de sentarse con otra mujer durante un largo rato, Groucho (Driftwood) va a sentarse en la mesa de la señora Claypool (quien lo ha estado esperando todo este tiempo), y se desarrolla el siguiente diálogo: Driftwood (Groucho): ¿Esa mujer? ¿Sabes por qué me senté con ella? " Gilíes Deleuze, Cinema 1. L'image-mouvement. París, Minuit, 1983, p. 234-. (La imagen movimiento. Estudios sobre cine 1. Barcelona, Paidós, 1984).

Señora Claypool (Margaret Dumont): No... Driftwood: Porque me recordó a ti. Señora Claypool: ¿De verdad? Driftwood: ¡Claro! Por eso estoy sentado aquí contigo. Porque me recuerdas a ti. Tus ojos, tu cuello, tus labios, toda tú me recuerda a ti, salvo tú. ¿Cómo te lo explicas?

En efecto, esto no es una mala respuesta a la pregunta imposible: “¿Por qué me amas?”. — “Porque ine recuerdas a ti”. Entonces, para reiterar mi objeción a Rosset: para que una coincidencia sorprendente suceda (como un real singular), debe haber una diferencia mínima ya operante en lo mismo. Po­ dríamos asum ir que Rosset estaba consciente de este problema y esta es la razón por la cual cambió ligeram ente su conceptualización fundamental de lo real en su trabajo subsecuente. Sin embargo, lo cambió en una dirección desafortunada, que lo llevó a una posición paradójica donde, debido a su insistencia sobre la singularidad de lo real, su filosofía se movió más y más en la dirección de un dualismo en donde tenemos, por un lado, lo real como una especie de sustancia primaria, en sí inaccesible y, por el otro, la m anera en la que este real se manifiesta, se presenta y se representa a sí mismo. Como hemos visto, Rosset introduce prim ero lo real como algo que se impone a sí mismo de manera inmediata y ob­ via, m ientras que la duplicación busca encubrir y des-realizarlo, al poner otra cosa en su lugar. La duplicación (o la “otra ver­ sión”) entonces se presenta como el único real verdadero, así re­ duciendo lo real inmediato a una mera apariencia (esto también

es lo que Rosset define como el procedimiento metafísico por excelencia). En E l objeto singular (que se publicó 3 años después de Lo real y su doble), en el capítulo titulado “Vuelta a la cuestión del doble”, Rosset da un paso más e invierte este edificio con­ ceptual al convertir el problema del doble en el problema de la representación. Ahora leemos no sólo que lo real no tiene doble, sino que es, estrictam ente hablando, invisible. En este sentido, Rosset escribe que la invisibilidad de lo real, a lo que lleva la su­ gerencia del doble, es una cualidad constitutiva de lo real y que el objeto real es en efecto invisible, en tanto es s in g u la r Esto claram ente indica que Rosset entiende la visibilidad como una duplicación, es decir, como una representación secundaria de lo que se manifiesta en ella. Lo real ya no es la evidencia inmediata que dejamos de lado para instalar otra cosa en su lugar, algo supuestam ente más real que lo real. Lo real ahora es la realidad original, aunque invisible y extrem adam ente precaria, sin rostro propio. De la tesis de que lo real no tiene doble, se deriva, sic!, que “por la manifiesta y radical alteración que sugiere del objeto que pretende reproducir, es el medio más directo [...] por el que lo real puede llegar a ser ‘visible’, quiero decir, a ser aprehendi­ do lo más próximo de su realidad apareciendo en la evidencia de su no-visibilidad”." Y por si la referencia a la dialéctica “nega­ tiva” del sublime kantiano no fuera lo suficientemente explícita, Rosset continúa y dice que el doble logra entonces “presentar lo real en tanto no representable”. A pesar de que Rosset sugiere C. Rosset, E l objeto singular. México, Sexto Piso, 2007, pp. 19-20. p. 20.

'1 ¡bid.,

todavía otra m anera de acceder a lo real, a saber, la tautología (que es un punto mucho más interesante y presupone la noción de la “diferencia mínima”), en esta perspectiva, lo real perm a­ nece fijo en la inaccesibilidad de su singularidad y simplicidad. Además, a pesar de que juguetea brevemente con la idea de que la contradicción que acompaña lo real podría estar inscrita en las cosas en sí (en lo real mismo), Rosset concluye más bien que la som bra proyectada sobre lo real por la decepción de su doble “no afecta tanto la realidad en sí misma, como a su posibilidad de ser un objeto para el pensam iento”.12 De esta manera, nos acercamos peligrosam ente a una idea bastante oscurantista de lo real como fundam entalm ente inaccesible al pensamiento, o acce­ sible sólo de manera negativa, en una experiencia más o menos extrem a y letal de la imposibilidad/falla de su doble. Rosset continúa al presuponer una equivalencia no sólo entre la visibilidad y el doble, sino también entre la figura del doble y la figura de la representación. Nada en absoluto justifica esta equivalencia (salvo si se acepta que la noción del doble se refiere a todo excepto a lo que normalmente se llama doble o el Dóppelganger). De hecho, el doble es la figura de lo mismo, de la repetición (en tanto exitosa, aunque sea también catastrófica) y, como tal, difiere tanto de la figura (imaginaria) de lo similar (el semblante), como de la identidad simbólica (que depende de la representación y, en tanto tal, de la diferencia: siempre me repre­ senta algo de un orden enteram ente distinto a mi ser y que no se me asemeja, por ejemplo, un nombre). Por otro lado, la figura 12 Ibid.,

p. 23.

del doble sí pertenece a la investigación de lo real y sus impasses inherentes.13 No me refiero con esto a la falla del doble, a su im­ posibilidad (de una duplicación), sino más bien a su paradójico (y catastrófico) éxito. En este sentido, es muy extraño y elocuente que Rosset decida presentar la estructura de la profecía cumpli­ da como la de una falla, para dar testimonio de la imposibilidad de un doble. Pues uno podría, con la misma facilidad defender la tesis opuesta, vale decir, que con una profecía cumplida, se logra producir justam ente un doble. En otras palabras, ¿no es más bien que lo que una profecía cumplida presenta de hecho es una falla de la diferencia (es decir, de un redoblamiento en el sentido de una versión diferente, alternativa de los acontecimientos), y no una falla del doble, ya que ésta realmente ocurre exitosam ente?14 Al parecer, el doble elimina su “original” y permanece como singular o único. Y, sin embargo, el hecho de que el doble 13 Para un recuento más detallado de esta cuestión, véase Mladen Dolar, “'I

on your wedding-night': Lacan and the uncanny”, en October, núm. 58, 1991, pp. 5-23. shall be with you

11 Rosset probablemente respondería a esto diciendo que hemos puesto su argumento de cabeza desde un principio: el acontecimiento anunciado y su cumplimiento preciso son una y la misma cosa, no hay ningún doble aquí. La duplicación sólo tiene lugar con nuestra respuesta, la cual hemos descrito anteriormente: sentimos como si algo distinto debería de hacer acontecido, la misma cosa, pero de manera diferente... No obstante, incluso si aceptamos esta respuesta (que abre problemas posteriores, especialmente el discutido anteriormente, la coincidencia misma ya presupone una diferencia mínima o escisión), esto finalmente llevaría a lo que ya he sugerido, vale decir, al térmi­ no del doble como excluyente, precisamente, del doble. Sin embargo, esto no puede ser, considerando que la tercera parte del libro de Rosset se dedica a dar ejemplos del doble en este preciso sentido.

elimine la "prim era” (aunque la misma) versión de sí mismo no implica que falle, sino que más bien implica que el doble es unaf i ­ gura de lo singular, es decir, de lo real. Si lo real no tiene doble, es porque es en sí un doble exitoso (en el sentido fuerte del término), realizado en la singularidad de lo mismo (como escisión y repe­ tición, y no como representación). Precisamente, el doble no es una figura del dos en el sentido de una dualidad. M ás bien, es el “dos” como singularidad, es la figura privilegiada de lo singular y es, por decirlo así, lo singular por excelencia. No obstante, si esta figura es lo singular por excelencia, esto no significa que es simplemente una figura de lo uno. Su singularidad es más radical que la singularidad del uno. Esta figura no cuenta como uno. M ás bien, es un uno incontable. Como señalé al inicio, es algo que, al introducir una escisión a nivel ontológico, hace un uno incontable en un uno contable. Cuando aparece un doble, ya no tenemos un uno, ni simplemen­ te un dos. Se podría decir que el doble duplica, o repite, un uno (digamos, un individuo). Pero esta repetición (cuando “tiene un éxito catastrófico”) es muy parecida a la fuerza centrífuga deleuziana que elimina la unicidad (one-ness) (en el sentido formal de que cuenta-por-uno o de la identidad) de lo que se repite. No porque ahora tenemos dos, sino porque no tenemos ni uno ni dos. En otras palabras, algo que podemos tom ar de la realidad “externa” como uno, se singulariza a través de la repetición, lo que significa, precisamente, que es lo mismo y lo extraño a la vez, y esto explica nuestra sorpresa (ante lo mismo). O tra manera de plantear esto sería decir que lo mismo y lo sim ilar/parecido son dos cosas muy distintas. Como se subrayó

al inicio, la figura del doble no se trata simplemente de un sem­ blante/parecido, que se atestigua ampliamente en los ejemplos de esta figura tanto en la tradición literaria cómica como la omi­ nosa. El doble se trata de dos que aparecen en el mismo espacio y tiempo (no junto a mí, sino, muy literalmente, en mi lugar), se trata de una escisión en lo real, y no de reemplazar un real con otro (más o menos ilusorio). De m anera análoga, la profecía cumplida o el amor, revelan esta escisión (la revelan como y a través de la coincidencia): revelan la singularidad de lo real como escisión. Rosset comienza con una noción (muy lacaniana) de lo real que nos alcanza cuando menos lo esperamos y nos toma por sorpresa como lo imposible que acaba de acontecer. Sin embargo, debido a que se rehúsa a reconocer, en la escisión o cisma que ocurre en una ocasión como esta, alguna señal de lo real (excepto su dis­ torsión), “su” real eventualmente se mueve en dirección opuesta: se retira, se vuelve inalcanzable en su singularidad invisible. Es por esto que pienso que el concepto lacaniano de lo real es de hecho mucho más materialista. Si lo real siempre aparece junto con una escisión o un cisma (lo cual Rosset también sostiene), entonces esta división debería de considerarse como esencial a lo real. No sólo en el sentido negativo en donde la realidad se divide en su incapacidad de ser real (visible), sino en un senti­ do positivo donde lo real es precisamente este punto donde la realidad se escinde (se vuelve dos), y a la vez coincide. Si lo real lacaniano no coincide simplemente con la realidad y sus normas de visibilidad, también no es algo inaccesible, más allá de ella. Más bien, es algo que acontece y le sucede a esta realidad (como, por ejemplo, el colapso de su estructura fantasmática apriori).

Para concluir, quisiera relacionar esto con Nietzsche (a quien, por cierto, le gustaba proclam ar “Ich bin ein Doppelgánger” [“Soy un doble”]) y una de las figuras centrales de su filo­ sofía, a saber, la figura del M ittag (mediodía).15 Nietzsche define el mediodía precisamente como el momento en que “lo uno se vuelve dos” (one turns to two) (“Um M ittag war’s, da wurde Eins zu Zw ei’).'6 El mediodía, esta paradójica noción nietzscheana, con la cual sitúa el punto inaugural de algo nuevo (un “nuevo comienzo”) que no es ni el tiempo de la mañana o el nacimiento, ni el tiempo de la muerte, sino el tiempo de “en medio” (“middle”), tam bién se define como el momento de “la som bra más cor­ ta” (“the shortest shadow”). En el capítulo del E l ocaso de los ídolos, que trata justam ente este tema (“Cómo el ‘mundo real’ por fin se convirtió en un m ito”), Nietzsche reemplaza la diferencia entre el mundo real y su apariencia precisamente con la noción de la diferencia mínima de lo mismo. Escribe: Hemos eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado?, ¿el aparente...? ¡no!, ¡al eliminar el mundo ver­ dadero hemos eliminado también el mundo aparente! (Mediodía; instante de la sombra más corta; fin del más largo error; punto culminante de la humanidad; comien­ za Zaratustra.)'1 15 Alenka Zupanóió,

2003.

The shortest shadow. Cambridge, Massachusetts, m i t Press,

Beyond Good and Evil. Nueva York, Oxford Uni1998, p. 180. En especial, el capítulo titulado “Concluding Ode”. n C f F. Nietzsche, E l ocaso de los ídolos. Madrid, Edimat, 2005. Ifi Véase Friedrich Neitzsche,

versity Press,

El mediodía no es el momento en que el sol abraza todo, hace desaparecer todas las sombras, y constituye una unidad indivisible del mundo. Es el m om ento de la som bra más corta. Y, ¿cuál es la som bra más corta de una cosa, sino la cosa misma? Sin embargo, para Nietzsche, esto no significa que el dos devie­ ne en uno (two become one), sino, más bien, que lo uno deviene en dos (one becomes two). ¿Por qué? La cosa (como uno) ya no proyecta su som bra sobre otra cosa, más bien, echa su sombra sobre sí misma, deviniendo así, al mismo tiempo, en la cosa y su sombra, en lo real y su apariencia. Cuando el sol está en su zenit, las cosas no son simplemente expuestas (digamos “desnu­ das”), se visten con sus propias sombras. Y cuando eso sucede, tiene sentido maravillarse, como lo hacen los amantes, de que “tú eres tú”.

Referencias bibliográficas sobre la obra de Alenka Zupancic

A c o n t in u a c ió n s e o f r e c e un listado de algunas colaboracio­ nes de Alenka Zupancic a revistas, libros escritos o editados. Se ha conservado la referencia en su idioma original y entre paréntesis se establece la traducción al español que se encuen­ tra disponible. Además, cabe destacar que se pueden encontrar m últiples artículos escritos en esloveno, que desdichadamente no incluimos en esta compilación bibliográfica. • “A perfect place to die. Theater in Hitchcock’s film”, en Slavoj Zizek (comp.), Everything you always wanted to know about Lacan (but were afraid to ask Hitchcock). Lon­ dres, Verso, 1992, pp. 73-105. (“Un lugar perfecto para morir: El teatro en las películas de Hitchcock”, en Sla­ voj Zizek (comp.), Todo lo que usted siempre quiso saber sobre Lacan y nunca se atrevió a preguntarle a Hitchcock. Buenos Aires, M anantial, 1994, pp. 51-75). • “K ant with Don Juan and Sade”, en Joan Copjec (ed.), Ra­ dical evil. Londres, Verso, 1995. • “Philosophers’ blind m an’s buff”, en Renata Salecl y Sla­ voj Zizek (eds.), Sic 1. Gaze and voice as love objects. Durham, Carolina del Norte, Duke University Press, 1996. • “T he subject of the law”, en Slavoj Zizek (ed.), Sic 2. Co­ gito and the unconscious. Durham, Carolina del Norte, Duke University Press, 1998, pp. 41-73. • “T he splendor of creation. Kant, Nietzsche, Lacan”, en Umbr(a), núm. 1, 1999, pp. 35-42.

• Ethics o f the real. Kant and Lacan. Londres, Verso, 2000. (Etica de lo real Buenos Aires, Prometeo, 2009). • “The case of the perforated sheet”, en Slavoj Zizek (ed.), Sic 3. Sexuation. Durham , Carolina del Norte, Duke University Press, 2000. • Esthétique du désir, éthique de lajouissance. París, Thééthéte, 2002 .

• “On love as comedy”, en Lacanian ink, núm. 20, 2002. • The shortest shadow: Nietzsche’sphilosophy o f the two. Cam­ bridge, M assachusetts, mit Press, 2003. • “Ethics and tragedy in Lacan”, en Jean-Michel Rabaté (ed.), The Cambridge Companion to Lacan. Cambridge, Inglate­ rra, Cambridge University Press, 2003, pp. 173-190. • “T he fifth condition”, en Peter Hallward (ed.), Think Again. Alain Badiou and the future o f philosophy. Lon­ dres, Continuum, 2004, pp. 191-201. • “lnvestigations of the Lacanian field”, en Polygraph, núms. 15-16, 2004. • “Enthusiasm, anxiety and the event”, en Parallax, vol. 11, núm. 4, 2005. • “W hen surplus enjoyment meets surplus valué”, en Justin Clemens y Russell G rigg (eds.), Sic 6. Jacques Lacan and the Other Side o f Psychoanalysis. Durham , Carolina del Norte, Duke University Press, 2006, pp. 155-178. • “T he concrete universal’ and what comedy can tell us about it”, en Slavoj Zizek (ed.), Lacan. The silentpartners. Londres, Verso, 2006. (Lacan.■Los interlocutores mudos. M adrid, Akal, 2010).

The odd one in: On comedy. Cambridge, M assachusetts, m i t Press, 2007. (Sobre la comedia. México, Paradiso edito­ res, 2012). “Psychoanalysis”, en Constantin V Boundas (ed.), The Edinburgh Companion to Twentieth-century philosophies. Edimburgo, Escocia, Edinburgh University Press, 2007. “Lying on the couch: psychoanalysis and the question of the lie”, en Jochen Mecke (ed.), Cultures o f lying. Theories andpractice o f lying in society, literature and film . Ber­ lín, Galda & Wilch, 2007. “On repetition”, en Sats, vol. 8, núm. 1, 2007. Why psychoanalysis?. Uppsala, Suecia, nsu Press, 2008. “Bartleby’s place”, en Umbr(a): Writing, núm. 12, 2010, pp. 129-136. Seksualno in ontologija. Liubliana, Eslovenia, Analecta, 2011.

“Sexual difference and ontology”, en e-flux, núm. 32 (2), 2012. (www.e-flux.com)

¿Por qué el psicoanálisis? Cuatro intervenciones, se terminó de im prim ir el mes de marzo de 2013 en Colorearte Rinconada M acondo José Arcadio 304, Coyoacán México, D. F. Se tiraron mil ejemplares en papel cultural de 90 gramos. Se utilizaron en su composición, elabora­ da por Alejandra Torales M., tipos Bell MT 9:12, 10:14, 12:15, 1 1:15 y Bodoni M T 8:10, 12:14, 14:1G